Tres inventores de realidad: Stendhal, Dostoyevski, Perez Galdos - Jaime Torres Bodet [Scan]

May 7, 2017 | Author: Daniel Augusto García Porras | Category: N/A
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Revista de Occidente, Colección Cimas de America, Madrid, 1969. Jaime Torres Badet Nacido en México en...

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JAllllC TORRCS BODCT TRCS INVCNTOR CS DCRCALID AD

Jaime Torres Badet Nacido en México en 1902, es una de las personalidades n1ás ricas y acusadas de Antérica Latina. Secretario de Relaciones Exteriores y de Educación Pública del Gobierno mexicano, entbajador de México en diversos paises, fue el prontotor de una gran refornta educativa en su pais que contribuyó grandentente a contbatir el analfabetisnto. Su .é xito en estas tareas pedagógicas l é llevó, en f948, a la Dirección General de la UNESCO. Jainte Torres Bo.d et es uno de los ntejores y ntás contpletos escritores de Antérica Latina, con una variada producción como poeta, ensayista, biógrafo y periodista, habiendo recibido en f966 el Pren1io Nacional de Literatura ntexicana. TRES INVENTORES DE REALIDAD es un estudio critico y biográfico sobre tres granf!es novelistas:: Stendhal, Dostoyevski y Pérez Galdós, situados en una perspectiva original que hace de este libro una cinta de la literatura n1exicana.

Cim as de Am éric a La impo rtan cia de la prod ucci ón liter aria JI ensa yisti ca de la Amé rica Latin a ha ido crec iend o a lo larg o del siglo XX JI es hoy de gran volu men JI calid ad con una fuer te pers ona lidad en tema s, estil os JI escr itore s. La Rev ista de Occ iden te ha que rido rend irles hom enaj e crea ndo esta cole cció n, en la que apa rece rán los libro s más sign ifica tivos de los auto res más cons agra dos de aque l cont inen te. Con ello quie re con tribu ir a la expa nsió n del hori zont e liter ario del lect or hisp ánic o, JI. muy part icula rme nte del espa ñol, para que cons ider en com o cosa prop ia las cima s liter aria s del otro lado del Océ ano. Incl uirá esta cole cció n obra s tanto de auto res reci ente s com o de los que pode mos llam ar ya clás icos . Cen trad a prin cipa lmen te en la nove la JI el rela to, tamb ién pub licar á obra s de hist oria JI de ensa yo.

Titu las pub lica das Edu ardo Mal/ ea Todo verd or pere cerá Jaim e Torr es Bod et . Tres inve ntor es de real idad

TRES INVENTORES DE REALIDAD

CIMAS DE AMERICA Colección dirigida por

EDUARDO CABALLERO CALDERON

JAIME TORRES BODET TRES INVENTORES DE REALIDAD STENDH AL DOSTOYEVSKI. PÉREZ GALDÓ S EDICIONES DE LA REVISTA DE OCCIDENTE

Para la fecha en que fue editado este e-Book, el libro en formato físico se encuentra agotado. Al ser de difícil acceso para estudiantes y académicos, hemos optado por hacer una edición digital libre, para un uso responsable y educativo. En caso de una futura reimpresión, o una nueva edición por favor colabore con la editorial comprándolo, o al menos pidiendo a su Biblioteca la adquisición de una copia. Gracias. Edición digital de @elteologo Septiembre de 2015

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casa Amltl'lca Catatunya

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Copyrigh t by Jaime Torres Bodet / 1969 Editorial Revista de Occiden te, S. A. / 1969 Bárbara de Braganza, 12 / Madrid / España Depósito legal: M. 24.570 - 1968 Impr~so en España por Ediciones Castilla, S. A. Maéstro Alonso, 23 /Madrid / 1969

STENDHAL

LOS ENEMIGOS DE ENRTQUE BEYLE

El 17 de enero de 1831 el señor Eckermann , de servicial y verbosa memoria, fue a visitar como de costumbre a su amigo Goethe. Lo encontró aquella vez ocupado en examinar algunos dibujos de arquitectur a. Hablaron de Francia. Carlos X, derrocado por las jornadas de 1830, había exagerado en el trono los errores de un absolutism o que carecía de instrument os legales de ejecución. Tras opinar sobre su aventura, el maestro comentó la obra de un escritor, poco apreciado en aquellos días: Henri Beyle. Su último libro -Rojo y negro- había seducido al poeta de las Elegías romanas. «Sus caracteres femeninos -dijo Goethe a Eckerman n- atestiguan un gran espíritu de observació n y una profunda intuición psicológica. Tanto es así que de buen grado perdonaría mos al autor algunas inverosimilitudes de detalle.» Goethe se hallaba, entonces, en el umbral de sus ochenta y dos años. La vida le había entregado todo lo que un escritor de su estirpe suele desear. Todo; menos la incuriosida d displicente que es, en ocasiones, el precio sórdido de la gloria~ En el ocaso de su existencia, seguía buscando valores nuevos -y no solo en su tierra, sino en el mundo. Al juzgar la novela de aquel francés, que firmaba con un seudónimo tan prusiano, Stendhal (o sea el nombre, apenas alterado por una hache suplementa ria, de la ciudad nativa de Winckelma nn), Goethe expresó un criterio que el público tardaría casi un siglo en corroborar ... Un siglo durante el cual la producción de Stendhal se vio, primero, menosprec iada; luego, elogiada con reticencias ; exaltada después, hasta la apoteosis, por una minoría de pensadores y de psicólogos; entendida por fin -que es lo que deseaba su autor. Y entendida como la comprendi ó, desde la lectura inicial, aquel admirable alemán que atendía señorialme nte las funciones de consejero áulico en Weimar, pero que había escrito algo más que notas protocolari as para la ilustración de su soberano. 9

Torres Bodet ¿Quién era Stendhal? ... Nacido en Grenoble el 23 de enero de 1783 (catorce años después que Napoleón, a quien debería servir bajo las órdenes de Daru, y quince después de Chateaubriand, a quien habría de oponer su estilo cáustico y seco), Henri Beyle descendía de un padre poco afectuoso, el abogado Querubín Beyle, cuyo nombre evoca el de un personaje de Beaurnarchais, y de una madre sensible, desaparecida para él demasiado pronto. Su vida puede distribuirse en cuatro periodos, fáciles de medir. Cuatro periodos que no fueron, por cierto, cuatro actos de unidad clásica. Corno, entre el respeto de Racine por las reglas aristotélicas y la libertad de Shakespeare, Stendhal no desmintió jamás sus preferencias por esta última, su sombra se regocijaría tal vez de saber que un lector mexicano no va a imponerle los cinco pisos que los conocedores del tiempo de Luis XIV consideraban indispensables para el desarrollo correcto de un argumento teatral. En el primero de estos periodos se desenvuelven la niñez y la adolescencia de Beyle: desde su advenimiento a la cerrada órbita provinciana en que vio la luz -si puede hablarse de luz en un día de enero, bajo el cielo áspero de Grenoble-, hasta la hora en que una diligencia lo depositó en París, con sus recientes diplomas de la Escuela Central en el fondo de su maleta, y, en el espíritu, dos intenciones contradictorias. Una, la de graduarse corno politécnico. Otra, la de gozar sin piedad de su juventud. Cada uno de los periodos de que hablo se sitúa bajo la amenaza de un enemigo. Contra esos cuatro adversario, el escritor, para liberarse, tuvo que combatir incesantemente. En el primer acto, el de la niñez y la adolescencia, su enemigo fue la provincia. La provincia, con sus horizontes y sus hábitos siempre estrechos. La provincia, con un padre meticuloso, una madre muerta, una residencia cuyas ventanas se abrían -y eso no siempre- a la calle de los Viejos Jesuitas; unos chicos sólidos y angulosos, corno compañeros de banca en la iglesia o en el colegio. Y un afecto, ese sí muy puro: el de su hermana Paulina. Además, en calidad de esperanza, o mejor de estímulo, dos amistades inolvidables: la del paisaje, los Alpes próximos, y la de un médico retirado, el doctor Gagnon, el abuelo materno de Beyle, que habitaba una casa clara y acogedora, donde la risa no sonaba a vejamen corno en la suya y en una de cuyas 10

Stendhal salas -la bibliotec a- el futuro novelista de Armance podía adueñars e, merced al callado consentim iento del propietar io, de libros tan saturados de elocuenci a sentimen tal como la Julia de Juan Jacobo o tan útiles para definir la fisiología de los sexos como los Cuentos de La Fontaine. El segundo acto empieza en París. Pero no en el París que hoy recorren ciertos turistas, en el autobús de una agencia, con altos de algunas horas, en la mañana, a la puerta de los museos; gastronóm icas fiestas, a mediodía , en alguno de los múltiples restauran tes que, en las inmediac iones de Notre-Da me, tratan de comparti r con d buen comer la preparac ión para el buen pensar, y visitas nocturna s a esos teatros en que los desnudos se anuncian -desde la calle- con anticipac iones de luz neón. No. El París que recibió a Beyle el l.º de noviembr e de 1799 principia ba apenas a resurgir de la oleada sangrient a del terrorism o. El Directori o, es cierto, quiso probarlo con «maravillosas » e «increíble s», de boga efímera. La víspera, un general -Bonap arte- se había sentido a punto de fracasar ante la tribuna del 18 Brumario . A pesar de su inexperie ncia, el golpe de Estado se realizó. Una nueva era se abría, así, a los jóvenes ambicios os. El carruaje de aquella era -todavía no blasonad o por las águilas napoleón icas- ofrecía a Beyle un asiento no muy brillante, pero indudabl emente más sugestivo que el de la incómoda diligencia en que acababa de atravesar más de media Francia para descubrir , a la postre, el sabor de la soledad. Ese asiento -si queréis, de tercera clase- se lo brindó un pariente suyo, destinado a los empleos más importan tes del régimen imperial: Pedro Daru, cuyo nombre figura aún -símbolo del ascenso escalafo nario-. en una escalera famosa del Palacio del Louvre. Organiza dor por antonoma sia, lector de Horacio y devorado r intrépido de expedien tes, Daru hizo entrar a Beyle, como amanuen se, en el Ministeri o de Guerra del gobierno bonapart ista. Desde ese instante hasta la caída de Napoleón , el peligro que rondaría la existencia dé Stendhal iba a ser la burocrac ia. La burocrac ia, con sus trampas de cédulas y de notas, sus tediosos informes, su caos de archivos y, sobre todo, ese estilo compacto , incoloro y denso entre cuyos párrafos no osaba todavía deslizar Henri Beyle alguna frase irónica y corrosiva . La burocrac ia, con su aburrimi ento en despacho s mal amuebla11

Torres Bodet dos, el servilismo de los. colegas, la arrogancia del jefe, y un constante querer indagar por qué se hace, cuando se hace lo que se hace sin saber -~n el fondo- por qué. Afortunadamente, la burocracia de Stendhal adquirió pronto un carácter ambulativo. Bonaparte no permitía que las plumas se olvidaran en los tinteros. Bajo su administración, se escribía sobre todo para pelear. Trocando la pluma por la espada (o más bien, agregando a la espada la pluma), Stendhal se puso en marcha. Iba a asistir -él, a quien encantaron siempre las óperas- a una ópera incomparable: la campaña de Italia del Primer Cónsul. Una ópera en la cual los tenores morían de veras. Desaix, en Marengo, lo demostró. El joven Beyle va y viene por todas partes, como el Fabricio de La Cartuja de Parma entre los episodios de Waterloo, sin estar nunca absolutamente seguro de que eso, que lo circunda, sea ya la guerra. Su amor propio lo induce a buscar el riesgo, ~n los desfiladeros o ante la boca de los cañones. Pero en un salón -y los de Milán lo atraen extrañamente- se vuelve tímido. Todas las damas lo hechizan. Sin embargo, las más fáciles se le escapan. Y es que Stendhal conoce su fealdad. Monselet había de describirle, cuando fue cónsul, como «Un diplomático con cara de droguista». El se definió con más pérfido laconismo: «Cara de carnicero italiano», exclamaba, frente a su espejo. Este extravío de un alma exquisita y apasionada dentro de un cuerpo rotundo, grotesco casi, suele dar resultados curiosos en la historia de las artes y de las letras. No llegaré al extremo de invocar aquí a Sócrates, porque todos recuerdan la frase de Alcibíades en El banquete: «Tiene el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle ¡y qué tesoros no encontraréis en él!» Sin necesidad de invocar a Sócrates, el mundo abunda en fealdades que encubren minas de inteligencia y de seducción. Solo que, en d caso de Stendhal, Sileno, por orgullo, no se dejaba abrir sino en circunstancias excepc;ionales. Sufría la timidez agresiva de los soberbios. El fue el primero en reconocerlo, en uno de esos cuadernillos autobiográficos que no publicó durante su vida -H enri Brulard, Souvenirs d' égotisme-, que su albacea desdeñó candorosamente y que no empezaron a interesar a los eruditos sino en 1888, el mismo año en que (según nos lo hace notar un agudo comentarista) las necesidades del urbanismo parisiense proyectaron interés inme12

Stendha l diato sobre su tumba, e incitaro n a algúnos admirad ores a renovar la lápida ya mohosa . Sobre esa lápida se leía el epitafio, tan popular en la actualid ad: Arrigo Beyle, milanese; visse, scrisse, amo. Ni la guerra parecía querer salvar a Beyle de la burocra cia. Nombra do subtenie nte de un regimie nto de dragone s, gastó más el paño de su uniform e sobre las mesas de una oficina o en las butacas de la Scala que sobre la silla de cuero de su bridón. Gracias a Daru, logró emancip arse un poco de la tutela adminis trativa cuando el general Michaud aceptó incluirle en el grupo de sus ayudant es de campo. Envuelt o en su manto verde y coronad o por ese casco de negras crines que caracterizaba al regimie nto en el que servía, le imagina mos -duran te meses- sobre las rutas de Véneto y de Toscana , tararean do en las puertas de las posadas algún aria de Cimaros a y soñando con Angela Pietragr ua, esa Fornari na opulent a y .sin Rafael, a la que Beyle deseó por espacio de once años y de cuya posesión (tardía y ya desilusi onada) habrá de inscribi r la fecha, como el parte de una victoria sobre sí mismo. Alguien se percata de que el rango de subtenie nte es incompati ble con el de ayudant e de campo de un general. Terminan las excursio nes, tan agradab les, por el Véneto y la Toscana . Beyle soporta mal el aburrim iento. Y eso es lo que encuent ra en la guarnici ón piamon tesa a la que lo envían. Entonces, se da de baja. Dice adiós a la espada y, sobre todo, al tintero que, para un hombre de sus recursos , es símbolo de cuartel. La burocra cia le concede una tregua breve. Pero su primer enemigo, el tedio de la provinci a, intenta en seguida reconquis tarlo. Falto de medios de subsiste ncia, al salir de Italia, vuelve a Grenobl e. Todo lo que le angustia ba ya, por obtuso, en el Grenobl e de sus mocedad es, le resulta de pronto más irritante por compara ción con los horizon tes que ha tenido oportunidad de ver. París, París es la solución . Toma, pues, de nuevo la diligencia. Con la ayuda económ ica de su padre -cada día más reticent e y menos copios a- decide ganar de un golpe la inmorta lidad y la vida diaria, merced a un drama (Los dos herman os) que nunca habrá de represen tarse, y cuyos fragmentos erizados de alejandr inos abrupto s, nos explican sobradamente la frustrac ión de una obra para la que Stendha l no poseía ninguna capacid ad. El teatro, que no le daría laureles , le dio algo, después de 13

Torres Bodet todo. Le dio su primera amante: Mélanie Louason; actriz de segundo orden, con la que Beyle pasó en Marsella una temporada cuyos días se dividieron entre el amor y el comercio de comestible s. No queriendo vivir a costa de Mélanie, nuestro escritor en cierne se inventó una vocación para los negocios: aceptó un empleo en la sociedad Meunier y Compañía. Ahí, entre sacos de azúcar por revender y frascos de aguardient e por exportar, le aguardaban pacienteme nte el tintero ... y las plumas. Agobiado por esa existencia -que le pareció peor que la burocraci a- Stendhal no se opuso a darla por terminada durante el verano de 1806. El 29 de octubre asumió otra vez el servicio oficial, como «adjunto» de los comisarios de guerra. Ya sabemos lo que Belona reservaba al señor De Beyle. Escribo su nombre así, porque Beyle añadió en esos días a su apellido una partícula nobiliaria que nadie le autorizó, a la que nada le autorizaba, pero que le concedía tal vez, a su juício, respetabili dad mayor frente a sus iguales. Durante cuatro años -con pausas burocrática s en París- el señor De Beyle sigue o precede a los ejércitos napoleónic os en sus evolucione s por la Europa Central. Su oficio consiste en buscar alojamient os para las tropas, cobrar contribucio nes, pagar facturas... y llenar papeles, infinidad de papeles, con esa cursiva suya de tipo inglés, ligada, legible y pronta, que hasta en sus manuscritos más literarios, nos recuerda su esclavitud de calígrafo circulante. Está hoy en Maguncia, y una semana después tendrá que salir de Francfort. Se asoma a Berlín. Oye hablar de Stendal. La palabra le agrada. La anotará. ¡ Qué lejos se siente, no obstante, de los ojos azules de Mélanie, o de los negros de Angela Pietragrua! Una alemana lo recompens a de sus nostalgias: Carlota Knabelhüb er. Pero los caballos relinchan en el portal. Hay que tomar el camino de Alsacia, que lo conducirá esta vez a Viena. El 15 de junio de 1809 asiste a la misa en honor de Haydn y escucha el Requiem de Mozart. Ese Mozart de la última etapa -el más hondo y el más ~ublime- no interesa particularm ente al señor De Beyle. Su afición italiana por Cimarosa sigue incitándole a preferir, hasta en el maestro de Salzburgo, las obras fáciles, los arabescos melódicos, los conciertos de clarinete. ¡Por fin, como dice él, el gobierno «le hace justicia»! El año de 1810 le obsequia con dos promocion es. El 1 de agosto recibe el nombramie nto de Auditor del Consejo de Estado. El 22

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Stendhal del mismo mes se le designa Inspector del departamento encargado del mobiliario y los edificios de la corona. Beyle se exhibe en los restaurantes de más postín. Almuerza en el Café de Foy; cena en los Freres Provenºaux. Pero todo aquel lujo -del que es el primero en burlarse- le halaga menos que la posibilidad de oír la música de Paisiello y de ir, por las noches, a la Comedia Francesa y al Odeón. Sin embargo, los honores se pagan. El señor auditor debe interrumpir esa existencia de sibarita para emprender en 1812, como «correo de Su Majestad», el viaje a Moscú. La ciudad arde. ¡Si tuviera él la vocación de un Tolstoi, qué cuadros de conjunto no hubiese podido trazar, en sus novelas o en sus memorias! Pero Stendhal no se interesa en los temas épicos. Un incendio lo deja frío. Dadle, en cambio, una pequeña anécdota humana, un pequeñd resorte psicológico que oprimir. Entonces se pone en movimiento toda su astucia. Aqemás, no es un descriptivo. Es un intelectual. Trabaja sobre lo escrito. Que una gaceta le cuente el asesinato de la señora Michoud en la iglesia de Brangues, y él reconstruirá después toda la novela. Y la novela será nada menos que Rojo y negro. En los peores desastres trata de permanecer desligado de cuanto ocurre, de obrar como un gentleman. ¿Qué haría un gentleman, por ejemplo, ante el paso del Beresina? Afeitarse, sin duda, tranquilamen te. Es lo que él hace. Cuando Daru lo encuentra, peinado y limpio, entre millares de perseguidos de barba intonsa, lo felicita. ¿Pero qué valen las felicitaciones en ese instante? Beyle se da cuenta de que pronto se cerrará el segundo capítulo de su vida. Con el Imperio acabarán sus tribulaciones y sus orgullos como burócrata militar del emperador. Principia ahora el tercer periodo de la biografía de Stendhal. El primero duró dieciséis años, desde su nacimiento hasta su arribo a París, en 1799. El segundo fue algo más breve. Iniciado en 1799, concluye en 1814. El tercero se prolongará un poco más. Durará diecisiete años, desde el momento en que Beyle busca refugio en Italia hasta el día en que. le llega un pliego del Ministerio de Relaciones Exteriores. En ese pliego, . el conde Sebastiani le comunica -es el 5 de marzo de 1831su designación como cónsul de Francia en Civitavecchia.

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Torres Bodet A lo largo de este tercer acto, la libertad de Beyle tiene también un enemigo terrible con quien luchar. Lo nombré en párrafos anteriores. Es el diletantismo. El diletantismo que coloca para él, en el mismo plano de la conciencia artística, las revoluciones y los catarros, la romanza de una contralto y la belleza lunar de los Apeninos, el recuerd,o de una noche pasada en el palco de la señora X y las imprecaciones de Otelo en la tragedia inmortal de Shakespeare, la visión de la Leda del Correggio y el encuentro con Angela Pietragrua, la adaptación al francés de un libro de Carpani sobre Haydn (que no tendrá escrúpulo en publicar como suyo, con adiciones, bajo el seudónimo de Bombet) y, el 20 de junio de 1819, la muerte de Querubín, que -una vez sus deudas p¡igadas- dejó a su hijo una herencia de 3,900 francos ... El diletantismo, que le lleva a no disfrutar sino del instante que pasa, de la luz que se enciende y del sarcasmo que se evapora. El diletantismo, que le dicta estas líneas imperdonables: «No· soy de aquellos que, al ver una tempestad en un día de estío, piensan en las cosechas destruidas, en los campesinos arruinados, y se entristecen. Soy de los que piensan: ¡ Tanto mejor! El tiempo va a refrescarse ... Me agrada el aire que ha limpiado la lluvia. No cuento sino con mi placer. Acepto mi ser. Soy el Egoísta.» El diletante es, más bien, «el Don Juan de las sensaciones». La más reciente es aquella que más le place. Y, entre las más recientes, la que menos conoce, la más insólita. Procede siempre por crisis líricas de egoísmo. Es difícil prever sus entusiasmos, porque dependen de una conjunción de factores que no resulta fácil adivinar: los que le invitan, en un momento dado -y en condiciones particulares de salud, de alegría, de madurez, de flaqueza o de fuerza física- a reconocer en este cuadro o en esa estatua una promesa de dicha para el espíritu. Ahora bien, esa, exactamente, es la definición beyliana de la belleza: una promesa de. felicidad ... En 1814, Italia representa para él· esa gran promesa. Tiene Beyle, entonces, treinta y un años. Ha deseado mucho. Ha amado poco. Le importa el arte más que la literatura. Y más que todas las otras artes, la de la vida. Para conciliar su necesidad con sus preferencias compila su primer libro, que no es de él, sino de varios autores a quienes -con interpolacionesvierte al francés porque también les gustaba Haydn. Tres años

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Stendhal más tarde, en 1817, recuerda que su primer nombre no es Enrique, sino María, y da a la estampa otro compendio: Historia de la pintura en Italia. Lo firma con cuatro letras, como un coñac: M.B.A.A. Lo que quiere decir, si le otorgamos crédito: María Beyle, antiguo ¡mditor. El mismo año, edita Roma, Nápoles y Florencia, volumen en el que su voz se reconoce más claramente. A fuerza de traducir, de comentar y de resumir, ha llegado al convencimiento de que escribir por sí propio es más divertido. Y, como le encanta divertirse, escribe en lo sucesivo todas sus obras; sin que por ello se prive de aprovechar, cuando le conviene, los frutos de otra heredad o de reescribir a su modo los textos que se le entregan para consulta. Su época italiana se ve cortada en 1821, por las sospechas que la policía austriaca ha ido acumulando en su contra. Se le acusa de carbonado. Además, siente la urgencia de descubrir un ambiente en el cual, para un escritor de lengua francesa, sea menos arduo ganarse el pan. Retorna a Francia. Al siguiente año aparece su primera obra en verdad maestra, su libro sobre El amor. No hablaré de él, porque habré de hacerlo más adelante. Lo que señalaré, en esta presentación, es el valor biográfico del volumen. Todo nos hace creer que Beyle lo escribió en Milán y que se trata del comentario de su experiencia amorosa con Matilde Viscontini. Experiencia cruel para su amor propio; excelente, empero, como tema de introspección para un psicólogo de su alcurnia. Matilde era la esposa de un general, el barón Juan Dem-. bowsky. Vivían separados. Él en Francia, en ~talia, ella. Muy orgullosa, se parecía físicamente a la mujer representada por Luini en su Salomé. Por cierto que Beyle -que había visto una réplica de ese cuadro en el Museo del Louvre- confundió siempre los nombres del pintor y del personaje. Cuando hablaba de Matilde (o Metilde, según la llamaba familiarmente) se refería a una tela hipotética: la Herodías de Leonardo. Herodías, o Salomé, lo cierto es que Matilde no aceptó los homenajes de Beyle. Le rogó, incluso, que espaciara sus visitas a la casa de la plaza Belgiojoso donde habitaba. Apesar de sus rigores -o, acaso, al contrario, por obra de sus rigoresBeyle no pudo olvidarla nunca. Muerta en 1825, siguió viviendo en su espíritu con silenciosa tenacidad. «Llegó a ser para mí -escribió Stendhal ·más tarde- como un fantasma profunda17

To tres B odet mente triste, cuya aparición me disponía a las ideas tiernas, buenas y justas ... » Ese idilio fallido hizo más en favor de Beyle que muchas aventuras mejor logradas. Fue el primer triunfo importante de su sensibilidad sobre sus sentidos, y de su aptitud humana de creador sobre sus veleidades egoístas de diletante. Comparemos -si no- con la frase amarga acerca de la lluvia, que aclara el aire aunque arruine a los campesinos, esta otra, de tinta muy diferente: «Ave María en Italia, hora de la ternura, de la melancolía y de los placeres del alma; sensación aumentada por el sonido de esas bellas campanas. . . Placeres que se hallan ligados a los sentidos solo por los recuerdos.» Honra a Beyle, sobre todo, el hecho de que, a pesar de su teoría del «egotismo» (el cual no constituye, en resumen, sine el egoísmo sublimado del diletante), haya tenido valor para ex-· ponerse a lo que más le intimidaba: el énfasis de sus contemporáneos sentimentales. lo sono di Cosmopoli, solía repetir, con palabras de una ópera de la época. Hubiese querido dictar sus libros en diferentes idiomas. Sus manuscritos están llenos de frases en italiano o en inglés. Por eso quizá, apenas llegado a Francia, proyecta una fuga a Londres. Se alberga en el Hotel Tavistock, no lejos del Covent Garden. Aplaude a Kean, el actor que interpreta mejor a Shakespeare. Nuevamente en París, la pobreza no le impide ir al café, como lo hacía en 1talia, ni asistir a las recepciones de Madame Pasta, la «diva» célebre, ni siquiera interesarse en la esposa de un par del reino, la condesa Curial. Esta dama -que había de reemplazarle con un ayudante de campo de su marido, el capitán Augusto de Rospiec- se empeñó en amar a Stendhal durante dos años, de 1824 a 1826. Al apagarse la última brasa de aquel fuego· de chimenea, doméstico y protector, Stendhal -que había ya patentado su nuevo nombre- intenta una peregrinación a Milán. Se le cierran todas las puertas. ¿No dejó ahí el diletante fama de carbonario? ... Aunque un poco tarde, lo entiende al fin. Se puede ser de Cosmópolis, pero nadie tiene más de una patria. En ·París, lo aceptan mal los románticos. El -por su parte- no los estima mucho. Victor Hugo, Vigny, Lamartirte, el mismo Sainte-Beuve (que parecía hecho para apreciarlo), lo tienen en entredicho. Su verdadero amigo será

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Stendhal Próspero Mérimée, de quien debían agradarle el ingenio ágil, y, según dijo Machado del escritor Azorín: esa noble apariencia de hombre frío que corrige la fiebre de la mano ...

Encontraba Stendhal a Mérimée en los salones a los que él también iba, con una máscara de incredulidad sobre el rostro espeso y el tema de una conversación mordaz en los labios impertinentes. Esos salones eran el dd barón Gérard, el de la señora Ancelot, el de Stapfer y -los sábados por la nocheel del naturalista Cuvier. Frecuentaban aquellas casas, además de Mérimée y de Stendhal, hombres como Ampere y Delacroix, Paul-Louis Courier y el conde de Tracy. Todos ellos, como el propio Beyle, tenían solo un pie apoyado sobre las movedizas arenas del siglo xrx. El «romántico» del grupo era Delacroix. Ahora bien, para quienes han leído el diario de este pintor, su capacidad de ironía y de sistemática duda no es un secreto. En cuanto a Courier, traductor elegante de Dafnis y Cloe, su fama no corresponde actualmente a la importancia de su figura. Hombre violento y polemista de ímpetu formidable, acostumbraba mojar la pluma en vitriolo en lugar de tinta. A semejanza de Stendhal, había servido al Imperio -pero él sin respetar ni querer al emperador. Uno y otro veían con impaciencia la situación instaurada por los Barbones. Courier creyó inicialmente en Luis XVIII. Su decepción fue, en consecuencia, más dolorosa; sus críticas más acerbas. De él es una frase, que· inserto aquí porque da el tono del medio literario entre cuyas sátiras aguzó Stendhal sus propias flechas contra el orden establecido por la opresión de la Santa Alianza. «Somos -decía Courier- en proporción del daño que podemos causar. Un labriego no es nada. Un hombre que cultiva, construye y trabaja de modo útil no es nada. Un gendarme es algo; un prefecto, mucho. Bonaparte lo era todo.» Y este párrafo, que convendrá tener muy presente cuando advirtamos la temperatura política de las grandes novelas stendhalianas: «Esas gentes -el pueblo-, crecidas desde Waterloo, no son en verdad tan escasas: son millones que no han aprendido las maneras de Versalles ni las formas de la Malmaison, pero que -al primer paso que deis en sus tierras- os demostrarán que no han olvidado su antiguo oficio. Porque no hay Alianza que valga. 19

Torres Bodet Y, si os atrevéis a querer robarlos en nombre de la muy santa y muy indivisible Trinidad, ellos, en nombre de sus familias, de sus rebaños y de sus campos, os recibirán a tiros.» A diferencia de Stendhal, Courier cuidaba mucho la forma de sus escritos. No para adornarlos, según la moda de la Restauración, sino para ceñirlos a los moldes clásicos más austeros. Asesinado el 10 de abril de 1825, sus contactos con Beyle deben situarse en los tiempos en que este corregía y completaba Racine y Shakespeare. El libro que indico ha de leerse corno el manifiesto de un romanticismo sui generis y en muchas partes distinto al que proclamaría más tarde, en el prefacio a su Cromwell, el jefe de la escuela romántica ortodoxa. Para Stendhal, «lo romántico es lo contemporáneo» y, en tal virtud, «todos los grandes escritores fueron románticos en su tiempo». Su sentido de los problemas sociales y de la eterna vinculación que existe entre lo político y lo libresco le hacía reconocer, sin embargo, que «la disputa entre Racine y Shakespeare no era sino una de las formas que había adoptado la controversia entre Luis XIV y la Constitución». Quería un romanticismo enjuto, sin hinchazón de metáforas ni plétora de adjetivos; ágil y militante, psicológico, neto y, en lo posible, exento del «galimatías germánico» que siempre le repugnó. Lo que equivale a declarar que se oponía, por anticipado, al Claudia Frollo de Nuestra Set1ora de París y a los gigantes que, con ropaje de duendes góticos, iba a movilizar Víctor Hugo en la Edad Media de sus poemas. En 1827, Stendhal publica Armance. ~s su primera novela. Se trata de una enigmática narración que hace pensar en el eunuco de la comedia latina y, más aún, en el Oliverio de la Duquesa de Duras. El defecto central de Armance radica en la timidez del autor, que sólo nos deja adivinar el origen físico o fisiológico de las tribulaciones eróticas de su personaje. Semejante pudor verbal oscurece todos los términos y acaba por agravar el impudor psicológico de algunos análisis muy sutiles. Octavio -el protagonista de Armance- es lo que el Presidente des Brosses designaba con una palabra italiana: Babilano. O sea, según la definición de un ingenioso cultor de Beyle, «Un enamorado platónico, por decreto de la naturaleza». Deseoso de no insistir demasiado en la insuficiencia de Octavio, Stendhal se divirtió en desdibujar el problema interno del libro, acumulando sobre el asunto de la novela una serie de esbozos 20

Stendhal acerca de la sociedad francesa, tal como él la veía en 1827. Estas son las mejores páginas del volumen y constituy en, en cierto modo, una preparac ión para la segunda parte de Rojo y negro. Creo que Jean Prévost lo manifestó : el «gran mundo», del que Octavio trata a toda costa de huir, es el mismo al que, años más tarde, Julián Sorel se esforzará por entrar, con voluntad tan robusta como frustráne a. Por la brecha que la altivez de Matilde consiguió abrir en la fortaleza del diletante, habían penetrad o ya, hasta el corazón de Stendhal, muchos elemento s contradic torios, de simpatía, de gracia, de humanida d. Durante las noches que las recepciones mundana s o literarias no le robaban íntegram ente, podemos figurárno slo combatie ndo contra sí mismo en su pequeño cuarto de la calle de Richelieu . De sus adversari os de juventud (la mentira de la provincia y la mecaniza ción de la burocraci a) había escapado o por la derrota o merced a la colaborac ión de dos aliados poco honorabl es: el alejamien to y la hipocresí a. La necesidad de utilizar la mentira propia, que le ayudaba, contra la mentira ajena, que se esforzaba por deformarle, redujo a Stendhal, desde muy joven, a cifrar los mensajes más hondos de su verdad. Un crítico de la calidad de Albert Thibaude t no vacila ante la doblez pertinaz de Stendhal. Lo ha leído con suficiente penetración para no confundi r el conocimi ento con el respeto. Sabe que Beyle pasó lo más íntimo de su vida en proteger su ternura con una serie de antifaces intercamb iables, como los que admiraba -en su amada Italia- en los bailes de carnaval. · Indaga lo que un tipo como Julián Sorel debe a un tipo como Tartufo. Y, en apoyo de los comentar ios del señor Arbelet, escribe un artículo (Stendha l y Moliere) del que recojo estas observaci ones, que considero muy pertinent es: «Stendha l detestó las formas bajas de la hipocresí a ... Pero la vida secreta, la disimulac ión forzosa y la hipocresí a impuesta que habían depositad o y dejado en él las molestias de la niñez lo inducían a solidariza r con las energías más bellas esas fundacion es ocultas y esas bodegas disimulad as. Bodegas que guardan, después de todo, algunas de las mejores botellas stendhali anas.» Ningún hombre menos fácil de aprehend er. Se inclina, ostensiblem ente, ante las tradicion es que más detesta. Firma sus cartas con nombres imaginar ios -«Don Flegma», «Le Baron Dorman t»- o muy reales, pero no suyos, como Jules Janin o

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Torres Bodet Alphonse de Lamartin e. Alberthe de Rubempr é, con quien inicia en 1829 un brevísimo idilio, aparece, eri sus notas íntimas, como «Madame Azur». Le encanta embauca r a sus lectores. Declara que estuvo en Eylau, cuando sabemos que el hecho es falso. Cuenta un diálogo que, según dice, sostuvo con Napoleón -y nada nos garantiza de que el diálogo haya sido cierto. La provincia le impuso un pliegue, que el diletantis mo consolidó. En efecto, ¿cómo mantener su «egotismo» dentro de un mundo en el que la exageraci ón de los sentimien tos era ley de la urbanida d y condición temporal del arte? Si hubiese nacido en París, durante la juventud de Montesqu ieu, no habría acaso tenido Stendhal que engañar tanto a sus coetáneos . Pero provinciano y, a la vez, antirrelig ioso, humorist a y enamorad o de las pasiones, cosmopo lita y archifran cés, el personaje de Henri Brulard habría acabado por ser exclusiva mente un criptógra fo de sí mismo, de no poseer, como poseía, junto con todas estas incompat ibilidade s interiores , una curiosida d casi morbosa por la verdad y un talento singular para descubrir la. He ahí el secreto de la paradoja que Stefan Zweig analiza en su estudio sobre el autor de Lamiel. «Miedoso -escrib efrente a la vida, tímido ante las mujeres, escondid o detrás del baluarte de su disimulac ión, se vuelve valiente al tornar la pluma. No lo detiene, entonces, ninguna traba. Al contrario . · Cada vez que encuentr a una r.esistencia en su propio yo, se apodera de ella -para disecarla con la mayor objetivid ad. Lo que más le estorba en la vida es lo que, en el terreno psicológico, sabe domar mejor.» Gracias a su lucha deliberad a contra el tedio de la provincia y la sujeción de la burocrac ia; gracias, por otra parte, a suinvolu ntaria acción contra el diletante que se jactaba de ser, Beyle ha concluido por darse cuenta de la importan cia que tienen, en el lago aparentem ente quieto de .ciertas almas, esos islotes que nunca afloran al azul de la superficie , escollos hechos de orgullos no confesado s, de pudores indescrip tibles, de rencores anónimos y de ambicion es irrealizab les. Anticipán dose a Freud, ha aprendid o a tocar, en sus relieves más finos, Ja oceanogr afía del subconsc iente. Anticipán dose a Bergson, sabe que, en cada uno de nuestros actos, se descargan -a veces con brutal vehemen cia_, los acumulad ores de la memoria . Anticipándose a Proust, nos revela, en fin, que los tesoros más luminosos de la memoria son aquellos que, por espacio de muchos 22

Stendhal años, el olvido resguarda y salva de la deteriora ción cotidiana de los recuerdos . El instrume nto literario de Stendhal se encuentr a a punto. Puede emplearlo ya sin reservas. Y va a emplearlo , precisamente, como una depuració n de los vicios que ha contraído en su combate diario contra esos tres adversari os tan perspicac es: la provincia , la burocrac ia y el egotismo . Escribe una gran novela: Rojo y negro. En sus 75 capítulos examinar á minuciosamente todos los mecanism os de la hipocresí a de Grenoble , todas las deformac iones de la costumbr e y todas las equivocaciones en que incurre la voluntad cuando no alcanza a fijarse -a tiempo- sus propios límites. No es el momento de describir a Julián Sorel. Ya le en• contrarem os cuando tengamos que auscultar a los héroes de las más significativas obras de Stendhal. Saludémo slo por ahora, como a uno de los seres que más poderosa influencia ejerciero n sobre su autor. La tesis de Pirandell o no es solo válida en el teatro. Es aplicable, :igualmente, a la poesía y a la novela. Hay personaje s imaginar ios que buscan a su escritor. Si el escritor da con ellos y los define, .no será ya después el que era antes de concebirl os. Al engendra r a Julián Sorel, Stendhal cerró la puerta a muchos fantasma s de adolescen cia y levantó un dique contra su propio diletantis mo. El hecho de que Rojo y negro haya aparecido en 1830, el año en que Víctor Hugo ganó la batalla de Hernani, es, para mí, muy revelador . Simultán eamente, las letras francesas ofrecían así a los lectores el veneno romántic o -y su antídoto más enérgico: la estampa· a colores de doña Sol y el aguafuer te de la señora de Renal, el entusiasm o y la crítica psicológi ca, el contorno pintoresc o, elástico y musical - y el esqueleto sobrio, geométric o, incorruptible ... Con Rojo y negro da fin el tercer capítulo de la experienc ia vital de Stendhal. Vencida la burocrac ia por la pobreza, y minados, por la creación voluntari a, el espíritu provincia no y las tentacion es morosas del diletante, iba a principia r, con el cuarto acto, la pugna última, la campaña definitiva. Campaña tanto más dura cuanto que Stendhal no tendría ya que librarla contra un solo enemigo de mil cabezas: el reacciona rismo político de la Europa que regía la Santa Alianza, sino contra una auténtica 23

Torres Bode t coalición. Porq ue, de pron to, al adve rsari o que indic o, las circuns tanc ias agre gan de nuev a cuen ta los mism os que, en Rojo y negro, Sten dhal habí a ciert ame nte vencido, ¡mas no anul ado. El gobi erno le nom bre cóns ul en Civitavec chia. Se trata de tina pobl ació n que, a pesa r dd sorti legio de Itali a, es un rincó n de ámb ito prov incia no. Resu citan , en sus calles, los duen des de Gren oble . Como cóns ul, la buro crac ia vuelve a abru mar a Sten dhal con toda su impe dime nta de info rmes , de circu lares , de nota s y de expe dien tes. Lejo s de Parí s y de los cená culo s dond e la char la le perm itía no ence rrars en su inten so «yo», su egot ismo reco bra el vigo e dem asiad o r de anta ño. Sin emb argo -y a pesa r de lo desig ual de la luch a- acabará por triun far en ella. Desde el día en que se hace carg o del cons ulad o de Fran cia en Civitavecchia hast a aque l 23 .de marz o de 1842, en el que mue re Sten dhal , once años pasa n. Son, sin duda , los más solit arios y difíciles de su vida ; pero son, asim ismo , los más fecu ndos . Veam os la lista de sus obra s: en 1832, Recuerdos de egotismo. De 1834 a 1835, Luciano Leuwen. De 1835 a 1836, la Vida de Henri Brul Memorias de un turista y Viaje al Mediodía ard. En 1838, de Francia. En 1839, las Crónicas italianas y su nove la más bella , La Cartuja de Parma. Fina lmen te, de 1839 a 1841, Lam iel e Idea s italianas. sobre algunos cuadros célebres. Nuev e libro s, de los cual es Sten dhal publ icó solo cuat ro: Memorias de un turista, la Cartuja, las Crónicas y las Ideas sobr e algunos cuadros célebres. Los otro s fuer on edita dos desp ués de su mue rte. En todo s esto s traba jos, la pers onal idad de Sten dhal se define, pero en dos cauc es opue stos. Por una part e --en Luciano Leuwen, en las Crónicas, en Lam iel y espe cialm ente en La Cartuja de Par ma- el nove lista alcan za su may or grad o de perfe cció n. Por otra parte , el dilet ante hace de las suya s -¡y con qué inim itabl e tale nto! - en texto s com o Brul ard y los Recuerdos de egotismo. Beyle ha los del Henri derr otad o, a la post re, a sus tres adve rsari os exte riore s: la prov incia , la burocr acia y los preju icios del reac cion arism o polít ico que le ofen de. Pero , por lo que conc ierne al dilet ante -est o es: al adve rsari o inte rior -, ha opta do por acep tar una alian za mud a. Rego cijém onos , desp ués de todo , ya que esta situa ción nos brin dá hoy opor tunid ad para disfr utar a la vez de la sedu cció n etern a de la Cartuja y de las verd ades crue les de Henri Brulard. Los acon tecim iento s de ,este capí tulo -el últim o de su bis24

Stendhal toria- pueden contarse en pocas palabras. Requerirí a, sin embargo, un volumen quien pretendie se describirl os como merecen. Aceptemo s la brevedad . De 1831 a 1836, Stendhal atiende -más mal que bien- los asuntos consulare s confiados a su despacho . Civitavec chia le aburre. En París, el Ministeri o no tiene fe en sus habilidad es de diplomáti co. Cuando trata de mezclar a sus oficios algún informe político interesan te, sus superiore s se encargan de hacerle sentir que está invadiend o un campo que no es el suyo. Por fortuna, Roma no se halla lejos de su cárcel de funcionar io. Visitarla es posible, a pesar de los burocráti cos Argos que le vigilan. Con alguna frecuen~ cia va a Siena, a cortejar a una signorina, Giulia Rinieri, a quien trató íntimame nte en París en 1830, con quien pretendió casarse y de la cual recibió el 9 de abril de 1833 una carta que puso fin para siempre a sus esperanza s matrimon iales. En Civitavecch ia, su interlocu tor obligado es un subaltern o, cierto Lisímaco Mercurio Tavernier , mitad griego y mitad perverso, con más de Mercurio que de Lisímaco , que le denuncia cada vez que se va de viaje, lo amenaza con dimitir cada vez que no están de acuerdo y a quien, para seguir escribien do él lo que más le importa, Stendhal no puede ni confiarse del todo ni eliminar. En Roma, está Roma misma: sus palacios, sus calles y sus teatros. Pero Stendhal no tiene ya la avidez de la juventud. En 1833 cumple cincuenta años. Se escapa una temporad a a París. Para regresar a Civitavecchia, toma un barco en Lyon. Encuentr a a bordo a Jorge Sand y a Musset. Jorge Sand nos h~ dejado un perfil de lo que era, a la sazón, el novelista de Rojo y negro. Hablaron de Italia -adonde la pareja se dirigía. Stendhal no les disimuló los desencan tos que ese país -tan querido- les reservaba . Les anunció que se verían privados de una conversa ción agradable y de todo lo que, a su juicio, da algún precio a la vida: los libros, los periódico s, las noticias; en suma, la actualida d. Sand concluye: «No creo que sea un hombre malo. Se esfuerza demasiad o en dar la impresió n de serlo, para serlo efectivam ente.» Una tentación amorosa le espera todavía en Roma. Es la condesa Cini, a quien persigue por saraos y bailes y cuyo nombre, merced a una serie de deduccio nes stendhali anas (Cini, Cenere, cendres en francés, cenizas en castellano ), nos ofrece el mejor emblema de la decadenc ia física del autor. La condesa debe tener sus razones para preferir a un galán más joven y 25

Torres Bode t más apue sto: don Felip e Caet ani. Sten dhal admi te su ruina . Al marg en de un libro , apun ta: «Sacrificio hech o. Cond esa Sandre. 8-17 de febre ro de 1836.» Le qued a una aman te, que ning ún don Felip e podr ía arran carle . Es la muje r ideal de Sten dhal: apas ionad a y colér ica, iróni ca y piado sa, nobl e por la cuna , pero más aún por el don viole nto a las exigencias conti nuas de su entus iasm o. Habé is recon ocido prob ablem ente a la duqu esa Sans everi na. En verla subi r y baja r por los laber intos de las conju racio nes de Parm a, invir tió Sten dhal los postr eros talen tos de una imag inaci ón psico lógic a sin igual. Con ella, se acerc a por fin la glori a que tanto quiso . La apari ción de La Cartuja no susci ta inme diata ment e un coro de elogios públi cos. Pero un solo artíc ulo -de Balz ac- es la recom pens a más anhe lada y conf ortad ora. ¡Y qué artíc ulo generoso! Con la ampl itud del genio , Balz ac no mide sus felicitaCiones, «La Cartuja de Parma -afi rma - es en nues tra époc a la obra maes tra de la litera tura de idea s ... El seño r Beyle ha hech o un libro en que lo subli me estal la capít ulo por capít ulo. A una edad en que los hom bres rara vez halla n tema s gran dioso s -y desp ués de habe r escri to una veint ena de volúm enes extre mada ment e espi ritua les-, ha producid o una obra que no pued e ser aprec iada sino por alma s y seres verd adera ment e supe riore s.» , Sten dhal -qu e habí a disfr utad o de unas larga s vaca cione s en Fran cia entre 1836 y 1839 - vuelve a París en 1841. ¿Pre sient e, acaso , su fin? No lo sabe mos. Alguien obse rva que, en sus .cuad ernos autob iográ ficos , figura esta frase : «No hay ridícul o en mori r en la calle ... » Así fue como cayó, el 22 de marz o de 1842, vícti ma de un ataqu e de apop lejía, cerca del edificio en que estab a insta lado, enton ces, el Mini sterio de Rela cione s Exte riore s de su país. Muri ó a las dos de la maña.na del día sigui ente, 23 de marz o. Con él desa parec ió uno de los espír itus más lúcid os de las letra s unive rsale s; un ser que pene tró, antes que much os pedant es borla dos y docto rado s, en los miste rios de la volu ntad y el dolo r del homb re; un nove lista que hizo. de la prod igios o instr umen to de preci sión para desc ubrir nove la un las corrien~ tes origi nales de la concie.ncia; un dilet ante, sí, pero incom parab le, por el valor con que edificó su liber tad y creó Ja de sus héro es más definidos; un ciuda dano del siglo xx, perd ido 26

Stendhal entre la ola oratoria del xrx. En síntesis, un maestro en el arte de percibir, inventándo la, la existencia. En estas notas me propongo estudiar su obra, su pensamiento, su influjo cada día más perceptible . Pero no me resigno a concluir esta exposición sin releer lo que considero el testamento íntimo de Beyle: «¿Qué he sido? ¿Qué soy? -se interroga, en una página dolorosa. »Paso por hombre de mucho ingenio, muy insensible, cínico incluso. Y veo que he vivido ocupado constantem ente por amores infortunad os. »¿Qué he sido? ¿Hombre ingenioso, o necio? ¿Valeroso o cobarde? Y finalmente y en síntesis, ¿dichoso o infeliz?» No intentemos contestar en seguida a estas tres preguntas. Una fórmula, por elocuente que pareciese, resultaría prematura. Y cuanto más elocuente, sería menos stendhalian a ... Participemos mejor con él en su propio examen.

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TRES VICTORIAS DE STENDH AL

¿Cómo precisar la antinomi a que he advertido siempre en el autor de Armance y de Rojo y negro? De un lado, Stendhal, el novelista , obligado por la técnica de su arte a salir de sí mismo a cada momento y dejarse arrastrar por los personaje s que su alma crea. Del otro lado, Beyle, el insaciabl e descubridor de su «yo» difícil, férvido y vacilante , enamorad o ayer de Angela Pietragru a, hoy de las vírgenes del Correggio, mañana de la condesa Cini y, siempre y en todas partes, de la aven~ tura. De esa aventura que para él tiene un nombre hermoso y se llama Italia. En ciertas horas de su existencia , Stendhal y Beyle convivieron amablem ente. El diletante dejaba entonces que el novelista se divirtiese en reconstru ir determin adas anécdota s tenebrosas de un Renacimi ento hecho de orgullo, ambición y sensualid ad, como la historia de los Cenci, de Vittoria Accoramboni o de la duquesa de Palliano. ¡Qué delicia escribir así, sin tener que sentirse autor, hombre de letras profesion al!· A los héroes descubier tos por Beyle en los archivos de Milán o de Mantua, Stendhal se encarga de «naturali zarlos» ex oficio, como cónsul de las letras francesas que es, en las tierras de sus Crónicas italianas. Ambos, el diletante y el novelista , sintieron siempre una admiraci ón singular por los tipos y las costumbr es del siglo xvr. El novelista , sin embargo, no insiste mucho. En aquellos episodios sangrier1tos, lo que le atrae no son «las posibilida des literarias », corno apunta certeram ente Daireaux , sino «el acento, el color, el gesto que resume un estado, traduce un carácter y caracteriz a una época». El diletante está satisfecho con este respeto del escritor para el dato exacto, revelador de una era que él explora también, con júbilo irreprimi do. Beyle y Stendhal trabajan aquí de acuerdo. Pero este acuerdo no se repite muy a. menudo. Lo normal es que Stendhal, en sus novela$

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Torres Bo de t vea for za do ras fu nd am en tal es -, se su s ensaen lar ga s -q ue so n su s ob e, co de discreción. Y qu a im po ne r a Beyle un po fica -c om o H enri Br ul ar d- , Beyle grá s pieyos de int ros pe cc ión bio le. Po r co ns igu ien te, esa y Lusib po s má lo al dh en St eli mi ne a de Parma y negro, La Cartuja zas fun da me nta les (R ojo es en tan co mo los tro feo s de un nopr ciano Le uw en ) se no s r fin a su dil eta nte . So n tre s vic tor ias po ido nc ve ha e qu co nq uis tó ve lis ta . Veamos ah or a có mo ble do su e br so al dh en mi na ro n hú sa r de St or a qu ien alg un os de no ad os pr un ias tor vic s esa de Bonarom áq tic o. dh al sirvió en las filas Si rec or da mo s qu e St en la pr im era de las ob ras cit ad as qu e ida y deslumpa rte , po dr em os de cir Austerlitz. Vi cto ria ráp su fue o) a ma ne ra ab(R ojo y negr un sti no , co mo du eñ o de br an te, qu e afianzó su de be rn ar el art e de la novela. La sego so lut am en te pr op ia de rma) pu ed e ha be r sido, co mo MarenPa de ja rtu Ca a pe rdi da , gu nd a (L s tie mp os -a un qu e no do en a rad lib la tal ba ( Lucianó go, un a de el lo s- . La ter ce ra no gu nin en , go ren are s muco mo Ma da co n op era cio ne s mi lit uencias ara mp co r se e rec me ) consec Le uw en en te br ill an tes , pe ro de ch o má s técnicas, igu alm nso, al no mb rar la, en alguno de esos Pie tal vez me no s decisivas. po leó n du ran te la ca mp añ a de Fr an Na r po ra de Fontaico mb ate s ga na do s es so lem ne s en la esc ale ios ad los de tes an , cia St en dh al ne ble au . la de la en erg ía juv en il. Ro jo y negro es la nov:e ad inm ed iat a. En la ciu da d de rea lid tom ó ·su as un to de la nto de Ise re, ha bit ab a un jov en de me rta pa De l lo señ aló en Br an gu es, de Be rth et. Su int eli ge nc ia cu na hu mi lde : Antonio ate nc ión del cu ra de su pa rro qu ia, la en aq ue l mu y tem pr an a ed ad a sem ina rio . Su es tan cia el en ar res ing o hiz a sa lud qu ien lo a po r las mo les tia s de un en to tad or ac vio se to ien im est ab lec tem pe ram y las veleidades de un ño r Mi ch ou d rel ati va me nte pr ec ari a se el í, ah ico. Al sa lir de irr em ed tab lei ne nte colér ca rgo de pr of es or de su s hijos. La el ió ed ad , pa rec e de la To ur le .ofrec oud, ba sta nte ma yo r de pr ec isa me nte ch Mi r ño se l de a os esp t rel ac ion es qu e no era n ha be r ten ido co n ·B ert he s esf ue rzo s de ed uc ad or. Po r motia su err um pir se y, las qu e co rre sp on día n ac ion es hu bie ro n de int rel es tal , rio de Grenovos qu e ign oro fue rec ibi do en el sem ina ini cia l de su po co después, Be rth et uto fam os o qu e el ins tit ble , má s im po rta nte y e pe rm an ec ió mu y tra nq uil o nu es tro est mo ce da d. Ta mp oc o en 30

Stendhal ávido impertinen te. El azar le condujo -una vez más como preceptor - hasta la residencia de una familia de cierta alcurnia: la del señor de Cordon. Lo primero que hizo en su nuevo nido fue enamorarse , no ya de la propietaria , pero sí de su hija. Expulsado de un hogar que no había sabido agradecer, Berthet atribuyó sus constantes fracasos a la señora Michoud. El 2 de julio de 1827 esta dama oraba en la penumbra de la iglesia de Brangues. Berthet disparó contra ella la pistola de que iba armado. Sentenciad o a muerte el 15 de diciembre del mismo año, el agresivo sujeto subió al patíbulo el 23 de febrero de 1828. Hasta aquí los elementos que la «Gaceta de los Tribunales» proporcion ó a Stendhal como base pata el argumento de Rojo y negro. Los principales personajes eternizados por su relato figuran en la rápida relación que acabo de mencionar. En la novela, la señora Michoud es la señora de Renal, la familia Cordon ostenta el apellido La Mole y vive en París, la señorita de Cordon se ha convertido en Matilde y la población de Brangues se llama Verrieres. En cuanto a Antonio Berthet es, hoy, el audaz por antonomas ia, el discípulo del emperador , el egoísta y tremendo Julián Sorel. Resulta sorprenden te la sumisión con que Stendhal copia los hechos ciertos. Se ha dicho que semejante sumisión emanaba de una carencia absoluta de fantasía. No lo discuto; aunque desconcier ta creer que careciese de fantasía hasta tal extremo quien, con los datos escuetos de una gaceta, compusq una de las fábulas más atrayentes del siglo XIX y una de las mejores novelas de las· letras universales . Sin embargo, hay que admitirlo sin eufemismo s: Stendhal no inventó el argumento de sus grandes máquinas psicológica s. En Rojo y ne gro, inmortalizó la noticia de un crimen contempor áneo. En La Cartuja de Parma aprovechó una multiplicid ad de materiales que .no eran suyos: Mis prisiones, de Silvio Pellico, la vida de Benvenuto Cellini, las memorias del conde Andryane y, principalm ente, una antigua crónica: los Orígenes de la grandeza de la familia Farnesio. De esta crónica dice Henri Martineau que «parece el cañamazo de una Cartuja todavía descari1ada». «Con· el apoyo de su amante Roderico, de la familia Borgia, Vannozza Farnesio, graciosa y bella, hace la fortuna de su sobrino Alejandro.· Preso durante mucho tiempo en el castillo de Santo Angel, por haber raptado a una joven roma31

Torres Bo det .» y obt ien e el cap elo de Ca rde nal na, Ale jan dro log ra esc apa rse que ir cib per a par a rtuja de Parm Ba sta hab er hoj ead o La Ca nes io sev eri na y que Ale jan dro Far San a ues Va nno zza es la duq es Fab ric io del· Dango. ares ult a má s sin tom átic o tod El cas o de Luciano Leu we n bus a ó siq uie ra el tra baj o de ir vía. Aquí, Ste ndh al no se tom los en o de un a gac eta de aye r la car su tem a en las col um nas ant eay er. Cie rta am iga suy a, per gam ino s de una cró nic a de por nte me por am or -o sim ple señ ora Ga ult hie r, plu míf era ma nus cri to de un a nov ela que el oc io- , le ent reg ó en 1833 aut ora des eab a que su com pahab ía titu lad o El teniente. La Ciido eng end ro. De reg res o en trio ta exa min ase aqu el des abr o cón sul , se abu rría var ios día s vita vec chi a, Ste ndh al (qu e, com pas ar en Ro ma ) se res ign ó a ía po r sem ana : los que no pod ta es a su lej ana am iga una car onc ent lee rlo por fin. Dirigió tica hip ocr esí a y una lec ció n de crí que es a la vez un mo del o de ma lici osa . , el 4 de ma yo de 1834. Con«He leíd o El teniente -le dijo egr ida d y que , al hac erl o, su int ven drí a vol ver a cop iar lo en idioien do alg ún lib ro teu tón . El pen sar a ust ed que est á tra duc nob le y enf átic o ... No sea pee ma , a mi ver , es hor rib lem ent de ed sol am ent e por el pla cer ust rez osa , pue sto que esc rib e der cua o und seg tod o el final del do esc rib ir. Ha brá que dia log ar To ad. ied soc de las com edi as no: Ve rsa lles , Ele na, Sofía, re. rel ato . El des enl ace es pob o com ello res ult a mu y den so adsa Co es. lon mil o est ar caz and é Oliverio da la imp res ión de el esp ect ado r se dice: 'ce nar que por ad, mi rab le en la rea lid Urge o inf am e en una lec tur a... en cas a de ese hom bre ', per me nos cin cue nta sup erl ativ os. lo bo rra r en cad a cap ítu lo por io'. 'la pas ión ard ien te de Oliver ás: jam ir rib No hay que esc ión pas de hac ern os cre er en esa El infeliz nov elis ta deb e tra tar ardiente, per o sin decírnoslo.» ada dej a ent end er que Ste ndh al Na da en e~ta epí sto la aci bar seir, a su mo do, el rel ato de la e se hal lab a dis pue sto a esc rib orb abs lo esa es la lab or que la ñor a Ga ulth ier. Sin em bar go, con s rno eita pod em os hoy del dur ant e me ses . Gra cia s a ella ent ale s. dam fun as ter cer a de sus nov ela s Ste ndh al tra baj ó, en sus obr lo, ver de Como aca bam os r po ó orz esf se no que hum ano s ma est ras , sob re doc um ent os ntin uar el sím il- , lib ró las pri ima gin ar. Es dec ir -p ar a con ísti ca en cam pos pre via me nte a art cip ale s bat alla s de su car rer

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Stendhal delimitados por ese colaborador, con apariencias de adversario, que ~s el asunto impuesto -por el azar, por las circunstancias o por lo que creemos habitualmente el poder de la rea~ lidad. ¿ Querrá esto significar que Stendhal no fue un creador de originalidad auténtica y vigorosa? En manera alguna. Hay escritores que ponen su orgullo en la invención de los argumentos de sus relatos o de sus dramas. Hay otros, en cambio, y no de los menos excepcionales, que adoptan un tema ajeno y lo recrean de todo a todo, merced a la forma en que lo conciben, lo desarrollan y lo realizan. Cuando hablo de forma no pienso en el estilo externo de la composición, que -en el caso de Stendhal, según lo comprobaremos más tarde- fue de una sobriedad próxima a la pobreza. Pienso, más bien, en lo que podríamos definir como el estilo interno de la novela o de· la tragedia: la solidez de su estructura lógica y psicológica, el arte de percibir los caracteres por las acciones y no por las descripciones, la fuerza de valorización humana que implica a veces el estudio de un defecto, o de una virtud. En este sentido, Stendhal fue un maestro sólo comparable con los más grandes: en Rusia, con Tolstoi y con Dostoyevski, en Francia con Balzac, en Inglaterra con Carlos Dickens. Y no digo que con Cervantes en España, porque Cervantes es más todavía que un novelista egregio. La originalidad del asunto constituye, sin duda, un incentivo real para muchos lectores y espectadores, aunque no acaso para los de espíritu más agudo. Los trágicos griegos compu-· sieron sus piezas más admirables alr~dedor de unos cuantos temas que la mitología les deparaba. Shakespeare utilizó en sus mejores dramas trozos de historia o fábulas difundidas por otras literaturas. Racine y Goethe hicieron lo propio. Y a ninguno de ellos s~ les ha reprochado esta inclinación como artificial desdén por el argumento humano ni como anemia de la imaginación creadora que poseían. Entre nosotros, cabe citar también los casos de dos escritores contemporáneos, de muy distinta filiación y diverso estilo. Alfonso Reyes, a quien debemos una soberbia Ifigenia en verso, en cuya trama el autor supone '-según él mismo nos dice«a diferencia de cuantos trataron el tema desde Grecia hasta nuestros días», que, «arrebatada en Aulide por la diosa Artemisa a las manos del sacrificador, Ifigenia ha olvidado ya su 3

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To rre s Bo de t uri de , sac ermo ha ve nid o a ser, en Tá vid a pri me ra e ign ora có pro tec tor a» . y cru el de su div ini da d sce nc ia» do tis a del cu lto bá rba ro ole ad ---,«como esc ala s de Y Ag ust ín Yáñez, qu ien los per soa es, Archipiélago de mu jer ian a, !so lrevive, en su bel lo lib ro Or na, mo dri na , De sdé En ña do ea, lib Me a, Ald y mexina jes de rde r esp on tan eid ad y mu pe eso r po sin s, Iné ña da y do cio ne s y can o en can to. ori gin ali da d de las sit ua Pu est o a escoger• en tre la a tal es sipu est as qu e el ho mb re da res las de d da ali gin ori la op tan po r la -c om o Ste nd ha l-- qu e pá rra fos tua cio ne s, ha y no vel ist as op ció n. He res um ido , en seg un da. Y aci ert an en esa cri me n pe rpe tra do en Br an gu es del y neg ro an ter ior es, los ele me nto s 7. Qu ien ha ya leí do Ro jo 182 en et, rth Be y ne jo po r An ton io Ro e qu : En pri me r lug ar, «Gala a pe rci bir á do s con clu sio nes s, ho hec na da , en ma ter ia de có. bli pu gro no añ ad e na da , o cas i se n me cri nd e la no tic ia de l la r po s cet a de los Tr ibu na les », do do nta me co e, en tre los da tos o óm ¿C Y; en seg un do lug ar: qu o. ism ab un nd ha l, me dia Ste de la ve no la y d? ta» «Gace Mi ch ou óm o co nq uis tó a la señ ora hu bo de era An ton io Be rth et? ¿C ias uc arg é qu ina rio ? ¿D e ¿P or qu é esc apó del sem ori ta Co rdo n? ¿Q ué sen tim ien tos señ la a va ler se pa ra sed uc ir en el interi01 ntr a su pri me ra am an te co rar pa dis a ron va lle a mu ch as le ... A est as pre gu nta s -y no ser de la igl esi a de Br an gu es? do l co n un a ve rda d qu e pu lo suen ot ra s- res po nd e Ste nd ha á ya la nu est ra y qu e ser la de Be rth et, pe ro qu e es qu e se aso me n al vé rtig o en qu e os ces ivo la de tod os aqu ell o su vo lun tad .. hiz des y o hiz son mu y Jul ián So rel eza de la familia Farnesio Los Orígen,es de la grand esa s pá r po n da los fan tas ma s qu e an o o del ng int ere san tes . Pe ro, en tre Do del cio ua lid ad de Fa bri gin as esq ue má tic as y la act te, un pro fun do ab ism o. Aquellos, en co nd e Mo sca hay , igu alm cár cel es. y ier on bra zo s y ma no s, tuv nte me ica tór his e qu sím bo los los cró nic a de sus vid as sin o la en ya son no as, tur av en pre sen cia s cif ras de car act ere s y de os, int ext res mb no s, eco hu arb itr ari a y r sin o de ma ne ra mu y ita uc res s mo de po no e qu na jes de La s. En cam bio , los pe rso sie mp re su jet a a err ore inm ort ale s en el lib ró de Ste nd ha l cre ad or, Ca rtu ja de Pa rm a est án su s d ex act a qu e log ró da rle y pa lpi tan tes , co n la act itu ete rna qu e el art e oto rga y qu e a do tad os ·po r él de esa vid nu est ra, de ve nir sólo, mu da nz a y la mo co , rto cie no es po r lim ita mo s de ntr o de un cau ce qu e mu ert e de cad a ins tan te 34

Stendhal si lo llamamos nuestro destino. El personaje vivo camina así de la verosimilitud al esquema y de la realidad a la abstracción, en tanto que el personaje creado por el artista va de la abstracción a la realidad y del esquema a la verosimilitud. Ahora bien, crear es amar, amar lo que se crea. De ahí que, para explicar el proceso de la creación artística en el caso de Stendhal, lo más indicado sea recordar lo que el propio Stendhal nos dijo, en uno de sus más penetrantes volúmenes, acerca de otro proceso análogo: la formación del sentimiento erótico, en los hombres y en las mujeres. La tesis stendhaliana, deliciosamente descrita en su libro sobre El amor, se conoce hoy en psicología con el nombre de cristalización. Releamosla. Y veamos cómo se aplica a toda la producción novelesca del autor de Luciano Leuwen y cómo nos explica, no solo el hecho de que Stendhal no haya inventado los argumentos de sus novelas, sino que haya necesitado encontrarlos previamen . te confeccionados, por la fantasía de alguna amiga, como la señora Gaul thier, o por la imaginación -mucho. más experta y precisa- de la existencia. Escribe Stendhal, en el segundo capítulo de El amor: «En Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de las minas de sal una ramita de árbol, deshojada por el invierno. Dos o tres meses después, se la extrae, y está cubierta de cristales brillantes. Las ramas más pequeñas ... se hallan adornadas por una infinidad de éliamantes móviles y deslumbradores." No se puede ya reconocer la ramita primitiva. Llamo cristalización a esa operación del espíritu merced a la cual, de todo lo que se le presenta, obtiene un descubrimiento: el de que el objeto amado posee nuevas perfecciones ... Este fenómeno, que me permito nombrar cristalización, proviene de la naturaleza, que nos obliga a buscar placer ... , del sentimiento de que los placeres aumentan con los méritos del objeto amado, y de la idea: ella me pertenece.» Insatisfecho con estas explicaciones, Stendhal, en una nota al capítulo XV, vuelve muy pronto· a manifestarnos: «Entiendo por cristalización cierfa fiebre de imaginación que a un objeto -a menudo bastante ordinario- nos lo vuelve desconocido y lo convierte en un ser aparte.» Además, en otra nota -modesta y breve, pero esencial para comprender y estimar 1

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Torres Bo de t ás re có nd ita : co nc ep ció n es tét ica m su la ve re s no al de la felicidad.» a St en dh es sin o la pr om es a no , ma cla ex , za lle br ay ad a po r el «La be br a pr om es a es tá su la pa la o, cit e qu se En la fra co n ex po ne rau to r. en dh al; m e co nt en to St de is tes la o nd fie No de n fal sa . Or teg a y ad or es la en cu en tra ns pe os un alg e qu su pe rla tiv a. «Tal la. Sé o, qu e su fe ald ad es lus inc , sta fie ni ma et Ga ss ri be - es el reco~ po de rn os sa lv ar -e sc a ell de e qu ico ún alg ún se nt id o y vez lo qu e el am or es, en de to íci pl im to ien . Po r ell o cr ee no cim lso ha cia lo pe rfe cto rfe cc io ne s ... » pu im a, er an m a un de alg am os pe su po ne r qu e im ag in St en dh al ne ce sa rio El tem a de nu es tro de r se al au to tar es nt co ía dr po o Acas me nt e (él lo dedo r qu e er a sin gu lar rra na mo co e, qu o dh al se in ter es ó tie mp te el Altísimo»), St en an r do rra na hi rc «a en an ot ar de ter cl ar a er ca de l am or cu an to co nc re tas , resac ar of os fil en o nt mu y no ta s, mu y pe rso na les y tea la de sc rip ció n m in ad as ob se rv ac io ne an pl e qu s co as ps ico ló gi lem ob pr s lo a cto pe tre do s se re s consitas . Po r eje mp lo : en lis ve no s lo a or am de l y ab so lu to de un o o, el de sa m or in ici al lat re un en s do ra de an te qu e la dá di va ot ro , me no s de se sp er el ra pa r, lta su re e pu ed nt im ien to qu e a él le nt a es pe cie qu e el se sti di de or am un de o, sin du da , de no pa sió n su fri rá mu ch n co a am e qu El a. an im , no bl e. de sp ué s de pe ro es e su fri mi en to ; do di on sp rre co ve rse io ne s qu e le im po nle co n las mi l ve jac ab ar mp co es no , re sp on di es e a su to do da rse cu en ta - qu ien sin o ud en m -a va ni da d. dr ía r ca pr ich o, lás tim a ó po te en am siv clu ex nc ia de fin iti va de am or ex tre mo s (la in di fe re En un o de lo s ca so s am or , co nc lu ye vela, co mo no ve la de la, es po rq ve no la a) ad am a on rs la pe mo nove Y si no co nc lu ye co an tes de pr in cip iar . nt ab a se r, en no ve la te in e qu la de am or ve no de ag in ar te, ier nv co se or ill ar al au to r a im e ed pu al cu Lo o. os ua l del de l fra ca so am or sm or on am ien to gr ad F'rode el o o di ici su el co mo de se nl ac e lu ció n da da po r Es ta úl tim a es la so o. ad liz rea no te an am que. m pa rti do m en tin a su Domini mo s (e l del am or co tre ex s so ca s lo de su es ca la En el ot ro St en dh al di sti ng ue en e qu s lo de o tic én id ve la de en un pl an o gu sto , pa sió n) la no d, da ni va s: re lo va ue cu an do ps ico ló gi ca de bi én de he ch o. Po rq m ta ye lu nc co , tal on de nc ia am or , co mo nt ro de es a co rre sp de se er se po an gr lo an fel ice s. do s am an te s pr ob ab le , es qu e se lo s, to ien im nt se pe rfe cta de. 36

Stendhal Y ¿quién se atrevería a escribir la historia de una dicha amorosa en trescientas páginas? Entre esos límites (el de la completa carencia de amor en uno de los agentes de la novela y el más insólito: la identidad de la temperatur a amorosa en los dos agentes) se sitúa el campo de la novela de amor propiamen te dicha. Esto es lo que el libro de Stendhal nos ayuda a comprende r todavía hoy. · Podría también replicarse a Ortega lo que Martineau observa muy pertinentem ente. «Los contempor áneos -afirmase equivocaro n y no vieron en El amor sino un manual un tanto pretencioso y atiborrado de teorías generales, cuando no era, en sus mejores capítulos, sino una cosecha de confidencias. Stendhal mismo lo reconoció así al expresar, desde el principió del libro: 'Quiero imponer silencio a mi corazón, que cree tener mucho que decir. Tiemblo continuam ente de haber escrito un suspiro, cuando creo registrar una verdad'.» Escribir un suspiro ... Hay veces en las que Stendhal, que no cuidaba nunca su estilo, tropieza así con hallazgos magníficos de expresión. La frase que subrayo me ha recordado siempre un acierto de Enrique Reine, muy celebrado por los lectores de las Noches florentinas. El poeta describe al compositor italiano Bellini. Y esta es la silueta que traza de él: «Su andar era tan elegíaco, tan etéreo ... Toda su persona parecía un suspiro con escarpines. » Suspendo la digresión. No mencioné todos estos textos con el propósito de apuntalar la tesis beyliana. Me interesaba advertir, más bien, cómo en la creación novelesca, según Stendhal' la practicó, el argumento -aunque indispensa ble- no vale jamás por sí mismo, sino por las operacione s de cristalizaci ón psicológica a que da lugar en la mente del escritor. La fantasía que importa a Stendhal no es esa, del primer grado, que un Ponson du Terrail suele demostrar mucho más en sus producciones y que consiste en inventar la trama del relato, sus episodios, sus incidentes, todo lo que la vida nos da y que, siendo vida, no es obra de arte. La imaginació n de Stendhal, por el contrario, es una imaginació n de segundo grado. Se apodera del hecho enjuto y lo reviste con una insólita floración de observaciones tan deslumbran tes y movedizas como las gemas translúcida s de Salzburgo. Esta misma comparació n me parece, a la postre, impropia. Porque Stendhal no enjoya con diamantes verbales y con me37

Torres Bo de t le tie nd e. La da de l arg um en to qu e se táf ora s la ram a de sh oja ole má s pro ne a la rea lid ad es de índ no sal e de me tam orf os is qu e im po a, ex ist en cia le pro po rci on fun da . El he ch o, qu e la liz aci ón extebe lle cid o po r un a cri sta fig ura do , exsu fáb ric a psi co lóg ica em ns tra ca ve sti du ra. Sa le int eri or y a rio r, qu e ser ía sol o ret óri ión ac un a co mp rob a d rce me do ica tif jus y renopli ca do y s pa rte s; co mp rob ac ión su as tod de ón aci ov la sup erun a· ren co n ag reg ar a lo gri s de n nta nte co se no e qu inc óm od as va ció n un ep idé rm ico luj o de y na va cia cen dis iri a ficie un dif ere nc ia, pe dre ría s. ón art íst ica , ex ist e un a En tre el am or y la cre aci liz a las mo da lid ad es de un ser or cri sta a pe sar de tod o. El am he ch o, nin gú n no eje rce el am an te, de co éti so bre cu yo fon do Ca lis to ideatac ión . Po r mu ch o qu e ha sta qu e po de r rad ica l de tra ns mu ea co nti nu ará sie nd o Me lib no ve lis ta el lice a Melibea, Me lib ea , a su tér mi no . En . cam bio a, pe ro no la tra gic om ed ia lle gu e liz sta éti co qu e el am or cri e no s ac túa so bre ese fon do a de l ac on tec im ien to qu ram La . nte me ial nc sta de orfealt era su lis ta, un sim ple pre tex to rel no ve no el ra pa es, no de scr ibe rla . So rar la. Tie ne qu e reh ace bre ría . No le ba sta de co Ni la Sa ns ev eri na es tam po co un a . es un Be rth et su bli ma do po s y de ad jet ivo s. So rel es So rel . tro de Va nn oz za co ns tel ad a do po r comnte si no hu bie se ab so rbi me na ple tan ía ser lo Y no et. La Sansema ter ia ínt im a de Be rth la je, na rso pe su en to, ple le en co ntr ar ya a. Y res ult arí a im po sib rin ve nse Sa la es a rin ve en tem en te qu e de Va nn oz za, po r ins ist en ell a el me no r áto mo lo bu scá ram os . 10n de la dim ien to de recompos1c Así est ab lec ido el pro ce no ve lís tic a ste nd ha lia na , po dre a la itivas. rea lid ad qu e ca rac ter iza te su s pro du cc ion es defin rto , en sam sto gu s má iar mo s ap rec jor . Es cie ter mi na r cuál. es la me Se ría va no pre ten de r de no en el qu e pla o sm loc a en el mi co se no en uw Le no Cartuja de Lucia ve r Ro jo y negro y La a s do bra tum os ac os est arn en est e rel ato jó pro ba ble me nte má s ba tra l ha nd Ste a. rm nd o co no ce. Pa gis tra les qu e tod o el mu ma ras ob s do las en e y la últ im a. qu pu en te en tre la pri me ra Luciano es má s bie n un ini cia l fue la de ree scr ibi r El ten ien te n El au tor -c uy a int en ció lla em pre sa, se en fad ó pro nto de aq ue ier th ul pio s pla ne s. de la señ ora Ga pro reh izo va ria s veces su s se int ere só po r el tem a y 38

Stendhal El título mismo del libro no llegó a imponerse en su espíritu de manera determinante. Osciló hasta su muerte entre Luciano Leuwen y Amaranto y negro,- ·pero le habían atraído también Rojq y blanco, El 'cazador verde y Naranja.de Malta. Las recomendacio nes testamentaria s que dejó, para prote" ger .la suerte de este manuscrito, demuestran la importancia que, en su fuero interno, le atribuía. La obra, publicada imperfectamente en 1855, no obtuvo los honores de una presentación formal sino en 1894. Aun entonces, los editores no siempre pudieron mostrarse fieles al texto del novelista. Hubo que· esperar a que la casa Champion diese a la estampa ese texto, en 1926 y 1927, para conocerlo en su integridad, Ello explica el retraso de la crítica, que ha dedicado mayor atención a Armance y a las Crónicas italianas, cuando no a Lamiel, obra póstuma, como Luciano Leuwen. A pesar de tan múltiples infortunios, esta merece un capítulo especial en la historia de las creaciones de Stendhal. Luciano es Beyle. Y su amor por la señora de Chasteller es el amor de Beyle por Matilde Viscontini. Hay en el relato un análisis de la desventura amorosa que resiste la comparación con . las páginas más aceradas de los otros libros de Stendhal. Reconozco sin embargo que, en Luciano Leuwen, el autor no alcanzó ni la tensión dramática de Rojo y negro ni la gratuidad alada de La Cartuja. Acaso las razones de lo que indico estriban en dos circunstancia s que me interesa anotar aquí. Desde el punto de vista artístico, Stendhal no se alejó suficientemen te de la esfera sentimental en que hizo vivir a sus personajes. Luciano se parece a Beyle· excesivamente . El mismo lo confesó cuando dijo: «No escoges tus modelos. Tomas siempre por amor el de Metilde y Dominico.» (Metilde era Matilde Viscontini y Dominico era el apodo, entre ácido y afectuoso,· que Beyle se daba en la intimidad.) Desde otro punto de vista, al escribir Luciano Leuwen en 1834 y 1835, Stendhal se hallaba demasiado cerca de los reproches sufridos. por Rojo y negro. Quería evitar las censuras que esa obra le había ocasionado. Por eso perdió mucho tiempo en meras preocupacion es de técnica novelística. A cada página, piensa en los defectos que algunos comentaristas creyeron advertir en el personaje del impactente Julián Sorel. «Esto no se parece a Julián» -señala, al margen de un fragmento de Luciano Leuwen. «¡Tanto mejor! » Y añade: «En Julián (esto es: en Rojo y negro) no conduje bastante la 1ma39

Torres Bo det era det alle s peq ueñ os. .. Aq uel la gin aci ón del lec tor por . los miuna con ón aci rel fre sco , en una ma ner a má s gra nde : un ida al det alle en Luciano Leuced nia tur a.» Est a ate nci ón con de ent ar, en 1838, la red acc ión int a par cho mu tewe n le sirv ió sín en os agr ade cér sel a. Per o, La Ca rtu ja de Parma. De bem él lo hay a ent end ido tam bié n izá sis, Luc ian o lo def rau dó. Qu ulo s suy a, sug eri da por los obs tác se fra a otr ela rev lo iasí, com o adm vez la ició n de ese libr o, a n. que enc ont rab a en la com pos ció nsi tra de mp lo de est udi o rab le e irre aliz ado , cla ro eje se nd ha l- la col um na ver teb ral Ste «E n el em bri ón ~declara um col esa re sob to se est abl ece for ma en pri me r lug ar: el res los s, pué des y, sa oro la int rig a am na. Lo mi sm o aqu í: pri me ro gocar el am or y a ret ard ar sus pli com a de rid ícu los que vie nen n sió clu con la a ard ret Ha ydn ces -'-Como, en una sin fon ía, la fra se. » un poc o inf eri or obr as corno Si alin eam os en un pel dañ o disLamiel, que dan dos nov ela s est a, com o Arm anc e y com o La y ro neg ple me nta ria s: Ro jo y tin tas y, en cie rto mo do, com scon ha se a cad a una de ella s s. Ca rtu ja de Parma. En tor no ito sél pro y ira dor es, int érp ret es ja. titu ido una esc uel a de adm rtu Ca La de con det rim ent o Algunos exa ltan Ro jo y negro, Cartuja, sin des deñ ar, por con La ren Otr os, corno Gide, pre fie rse cia nun Pro ro. as de Ro jo y neg tra ste , las cua lid ade s excels ien te. juic io, ni nec esa rio ni con ven mi a en fav or de una no es, diez ce Ha ro. neg y ado por Ro jo En la juv ent ud, hub ier a vot Car La de s rito mé los esi ble a año s, me sen tí mu cho má s acc nta de que no hab ía la me nor cue tuj a de Parma. Ah ora me doy act itu des . La his tor ia de Judos s esa re ent inc om pat ibi lid ad zos . r mu cho má s en los año s mo liá n Sor el tien e que sed uci riyor os me nos fer vie nte s, ma La de Fab ric io exige ent usi asm los ma tice s, un sen tid o má s de gor en la gra dac ión sile nci osa lo exp eri enc ia má s dil ata da de una y d, ida ios cur la cau to de sin as son per la hip ocr esí a de las que Pro ust hab ría de llam ar. de s ele pan o en con sid era rse com cer as ... Per o una y otr a deb es el a de ese díp tico lum ino so tem un mi sm o díp tico . Y el elogio. de la ene rgí a. n eni mie nto los nex os que une Alg una vez exa min aré con det rbaj an -a me nud o. sin con oce a cie rto s hom bre s, cua ndo tra al. Pie nso aho ra en Sch ope nctu se - en el mis mo sur co int ele

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Stendhal haµer, Balzac y Beyle. Los vínculos entre Beyle y Balzac son, por supuesto, evidentes; pero podrá preguntárseme: ¿qué tiene que ver con ellos el amargo autor de La cuádruple raíz del principio de la razón suficiente? ... Mucho, a mi juicio. Porque tanto los dos novelistas franceses cuanto el filósofo alemán contemplan el mundo «Como voluntad y como representación». Bal:zac no disimuló jamás la importancia que atribuía a la voluntad humana en su concepto trágico de la vida. En una de sus cartas, le vemos declarar con orgullo: «Después de haber hecho, por la poesía, la demostración de todo un sistema, haré la ciencia de ese sistema, en mi En·sayo de las fuerzas humanas.» Ese Ensayo, Balzac no llegó a escribirlo. Acaso porque· se percató de que habría sido una duplicación innecesaria -y artificialmente dogmática.:__ de su maravillosa Comedia humana. Pero la idea lo. persiguió por espacio de muchos años. Lo demuestra el hecho de que haya conferido a Luis Lambert (el personaje que más profundamente se le parece) el propósito de redactar, desde joven, una Teoría de la voluntad, coincidiendo así, hasta en el vocabulario, con los trabajos de Schopenhauer. Sorprende que un hombre · de ingenio tan perspicaz como Curtius no diga nada al respecto en el capítulo que consagra a la «energía» dentro de su hasta hoy insuperado volumen sobre el creador de La piel.de zapa. ¿No es en este libro donde nos sobrecoge la conclusión más próxima a Schopenhauer? «Matar los sentimientos para llegar a viejo -afirma un amigo de Rafael- o morir joven, aceptando el martirio dé las pasiones, he ahí nuestro destino.» Para Stendhal, el dilema no tenía siquiera sentido práctico. Sus. héroes viven quemándose en la llama de ese «martirio de las pasiones>>. «Llegar a viejos» les parecería, sin duda, triste vulgaridad. Stendhal, como Balzac, soñó. condensar sus ideas sobre la vida en un tratado enaltecedor de la voluntad humana. Brandes -quien debe ser mencionado siempre entre los grandes críticos europeos que fomentaron con valor el culto de Stendhal- escribe, sobre este tema, líneas muy sugestivas. «Beyle -observa- ama, con preferencia a todo, la energía sin reservas en la acción y en el sentimiento. La energía, ya aparezca como genial empuje de mariscal o como ilimitada ternura de mujer. Por eso él -frío, burlón y seco- siente auténtica adoración por Napoleón. Por eso comprende y describe, 41

Torres Bod et Ital ia muc ho mej or que com o escr itor , los siglos xv y xvr de o tiem po con side ró el plan los tiem pos mod erno s. Dur ante larg Historia de la energía en -ca rac terí stic o- de escr ibir una itali ana s, cop iada s, reItalia, y pue de dec irse que sus crón icasman usc rito s, han sumios elab orad as o ima gina das segú n viej italiana.>» rgía ene la de ía olog nist rado la psic épo ca que con den aba Per o ¿ cóm o exa ltar la ene rgía en una sup one r, aun en huido celo sam ente todo lo que hub iera pod en los pue blos y cia den pen mil dísi mo grad o, un poc o de inde bajo qué sign os polí tico s en las pers ona s? No hay que olvi dar as mae stra s. Aca bab a de y mor ales escr ibió Sten dha l sus obr n. Bon apa rte hab ía repr eder rum bar se el imp erio de Nap oleó a de lo que pue de obte ner sen tado , dur ante año s, el para digm fond o, en la máq uin a de un hom bre cua ndo sabe opr imi r a . Muc hos de los que veía n la vida , el ace lera dor de la volu ntad al llev ada a su extr emo en él el triu nfo de la ene rgía indi vidu clar idád lo que Bon apa rte lími te, no perc ibía n ento nce s con Cre ían en el mil agro del deb ió al favo r de las circ uns tanc ias. ente has ta qué pun to, sin cará cter y no aqu ilat aba n pro piam oluc ión fran cesa , hub iera un fenó men o colectivo com o la Rev n. sido imp osib le la ges ta de Nap oleó or des terr ado y, desp ués, erad emp el sea, que ra Com o quie de abo min ació n y pav or to su cad áve r en San ta Elen a, eran obje este trus t de la hipo cres ía par a las mon arqu ías asoc iada s en nom bre de San ta Alianza. que se con oce , en la hist oria , con el con cárc eles , se esta blec ió Baj o un terr or sin guil loti nas, pero mie dos os, son casi siem el gob iern o de los mie dos os -qu e, por o era sosp ech oso : el leer pre más torp es y más crue les. Tod a donna, si la prim a donna a Las Cases y el apla udir a una prim inis trac ión del «us urpa hab ía can tado en Par ís dur ante la adm segu ida viso s de «Cara en dor» . El más tím ido libe ral adq uirí uni ero n sus recu rsos par a cia ocra bur la y nsa bon ado ». La pre todo tran ce, que con tene r den unc iar a los ape stad os. Hab ía, a oleó n no era en real idad la infe cció n de la libe rtad . Por que Nap a beli coso cua nto por crat tan odia do por sus deli tos de autó agu a de Col onia con que el sus oríg ene s libe rale s. A, pes ar del los duq ues segu ían oHenemp erad or se lava ba y se perf uma ba, la pólv ora del 93. do, en el unif orm e de Bon apa rte, ejér cito s de Car not, los los de Al tam bor y a la esp ada an la con fabu laci ón de las Bar bon es y los Hab sbu rgo sust ituí l era una vas ta red con dela cion es. La polí tica inte rnac iona 42

Stendhal espías en cada hilo y policías en cada nudo. Por momentos, corno usureros acobardado s, los gobiernos daban la impresión de estar defendiénd ose de la luz con picaportes y con cerrojos. Cuando uno de sus reyes tenía que huir y bajaba a escape las escaleras, su grito no era «Mi patria», ni siquiera «Mi trono», sino «mis llaves, ¿dónde dejé mis llaves?» ... En una sociedad gobernada por valetudinar ios ultramontanos, damas de edad canónica y banqueros de lealtad cotizable en Londres, Stendhal se dio cuenta inmediatam ente de que la voluntad juvenil estaba condenada al fracaso si no conseguía ocultarse a tiempo con el manto social de la hipocresía. He ahí por qué él -tan enemigo de los hipócritas por vilezase convirtió en el psicólogo de la hipocresía por ambición. Sus dos personajes más destacados -JuHán Sorel y Fabricio del Dango- adoran a Napoleón, pero no lo dicen, porque decirlo los perdería. El primero esconde el retrato de Bonaparte bajo el colchón de su cama de preceptor. El segundo aprende cumplidamente el estilo oficial de la nobleza que le rodea y se despoja de cuanto podría delatarle como hombre libre, incluso de los vocablos que un candidato al anillo de amatista no debía permitirse en aquellos años. Inspirada por el conde Mosca; su tía, la duquesa Sanseverin a, le hace, sobre el particular, recomendacion es muy expresivas. · «Cree ciegamente -le indicatodo lo que te digan en la Academia. Piensa que hay gentes que llevarán cuenta fiel de tus mínimas objeciones. Te perdonarán una intriga galante, si la conduces bien, pero no una duda. Porque la edad suprime la intriga y aumenta la duda.» «Si té yiene al espíritu un argumento brillante o una réplica victoriosa, no cedas a la tentación de brillar. Guarda silencio ... Ya tendrás tiempo de demostrar ingenio cuando seas obispo.» Fabricio no desoye tales admonicion es. Al contrario. La visita que hace a Su Alteza Serenísima Ranucio Ernesto IV le incita a ponerlas en práctica. Como el príncipe duda de que un joven de su capacidad y de su elegancia tenga el valor de leer los espesos editoriales del periódico subsidiado por su gobierno, Fabricio se da el gusto de tranquiliza rlo con los siguientes términos: «-Que Vuestra Alteza Serenísima me perdone; pero no solo leo el diario de Parma (que encuentro bastante bien escrito) sino que considero, como él, que todo lo hecho a partir de la muerte de Luis XIV, en 1715, es a la vez un crimen y 43

Torres· Bod et hom bre es su salva" una nece dad. El más gran de inte rés del idad del may or núción ... Las pala bras libertad, justicia, felic Dan a los espí ritus s. mero, son pala bras infa mes y crim inale ... Y aun cuan do anza onfi la cost umb re de la disc usió n y la desc ir- tal descondec de inal -co sa horr ible men te falsa y crim blec idos pór esta s cipe prín los de fian za acer ca de la auto rida d nte los vein te o los Dios, prop orci onar a algu na dich a dura tros pued e aspi rar, trein ta años a los que cada uno de noso ro, si se les com para ¿qu é vale n med io siglo o un siglo ente con una eter nida d de supl icios ?» l lo poco que vale Pron to· adve rtirá n Fabr icio y Juliá n Sore acom paña da por la la hipo cres ía de la eloc uenc ia si no se ve sus expr esio nes, pero hipo cres ía de la cond ucta . Amb os vigi lan esto s los traic iona n Y . no disf raza n y afei tan sus sent imie ntos y otro van .a para r uno a· cada insta nte. En tales cond icion es, el unic o sitio del es el cárc en la cárc el. Pero resu lta que la s de ser al fin lo libre s; libre mun do en que amb os se sien ten anos y volu ptuo sos; que siem pre fuer on, jóve nes tiern os, hum escr úpul os de amo r sin al Ren de libre s de ama r a la seño ra e lo .alto de un toprop io o de dial ogar con Clelia Con ti desd s. rreó n eriza do de guar dias y de alab arda la aten ción de no ado llam ha ca dóji Esta sens ació n para Juliá n Sore l se inspoco s com enta rista s .. Tan pron to com o des desa pare cen. «Quitala en su celd a, muc has de sus inqu ietu cons igui ente , debe n se mat ar -se decl ara a sí mis mo- ; por seis sem anas ... ¿ Suimata rme .» «Puedo. vivi r toda vía cinc o o >> «Además, la vida cida rme ? No, por ciert o; Nap oleó n vivió. no hay lato sos aquÍ» o; me es agra dabl e; este sitio es tran quil lista de los libro s la ibir -añ ade rien do. Y se disp one a escr que dese a le rem itan desd e Parí s. entr ever así la venSten dhal no se resig na a deja rnos solo adel ante , pon e más llas Pági l. Sore tura de su estim ado Juliá n extr aord inar io que no en su boca esta fras e espl éndi da: «i Es vida sino ahor a, cuan haya yo cono cido el arte de goza r de la o, cuan do la seño ra do su térm ino está tan cerca.» Por últim dram ático idili o, a sede Ren al va a visit arle y se rean uda el ama : «Dos mes es son sent a noch es de la guil lotin a, Juliá n excl dich oso! » muc hos días ... ¡Nu nca habr é sido más Parm a, «Se olvi da Por su part e, Fabr icio, en la torr e de· unta : ·«Pero ¿est o preg com plet ame nte de sent irse infeliz» y se paso inconvecada a rtir es la cárc el?» ... «En luga r de adve

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Stendhal nientes o motivos de desagrado» -nos explica su amigo Stendhal-:-, Fabricio «Se dejaba lisonjear por las dulzuras de la prisión». Y es que, en la cárcel, Fabrieio y Julián recurren tal vez a ciertas mentiras utilitarias, pero no se sienten ya obligados a una existencia esencialmente hipócrita. Sólo allí, entre barrotes y esbirros, pueden ser lo que quieren ser, pensar lo que quieren pensar, enamorarse como querían enamorarse; enternecerse y llorar si ello es preciso, sin que aquellas ternezas les avergüencen ni estas lágrimas los expongan a la ironía de ese espectador mordaz de sus propios actos, que cada uno lleva en el alma, y que actúa -,-instintivament e- como el delegado de la hipocresía social. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias. El que disfruta de las «dulzuras de la prisión» ha principiado por condenar; en masa, a la sociedad. En esto se manifiésta el romanticismo de Stendhal. Sus héroes son fuerzas demoledoras de los prejuicios, de estructura y de casta, con que el azar los rodeó al nacer. Precursores de las doctrinas de la capilaridad social, los anima una ambición frenética. Sin embargo, para alcanzar la cumbre que ambos se han asignado, una virtud les estorba: su apasionada, su irremediable sinceridad. La hipocresía que practican les es ajena. Se desnudan de ella, como de un traje, por cólera o por hastío. ¿Cómo coincidir, entonces, con Thibaudet cuando asevera que Tartufo y Julián Sorel son un mismo tipo? Tartufo -escribe el crítico de que hablo- «es el único personaje literario del siglo xvn que anuncia en Fran-cia a La nueva Eloísa y a Rojo y negro: hombre pobre o descastado, penetra en una casa burguesa, bajo un manto intelectual o moral, seduce a la hija o a la esposa, y merced a esa seducción, simboliza una corriente social de su tiempo». La observación es exacta. Hay, en efecto, un presentimiento del siglo XIX en las escenas. cómicas de Tartufo. Pero Tartufo no es un protagonista romántico. Tartufo sigue la línea de su carácter hasta .el último instante de la comedia. Es hipócrita hasta los huesos. En tanto que Sorel y Fabricio del Dango colocan; por encima de los beneficios materiales que les reporta la. hipocresía, un ideal -ético o estético- al que lo. sacrifican todo de pronto, incluso esos beneficios. Más que la vanidad o que la ambición, su característica es el orgullo. Según dice Jorge Brandés: «El rasgo más profundo en los personajes 45

Torres Bo de t a mo ral cre ado , en su int eri or, un ; per o de Be yle ... es qu e se ha n res mb r hac erl o tod os los ho o conpro pia . Es o deb erí an po de est en y as má s des arr oll ada s, otr as re sól o lo pu ed en las per son sob s aje dad de sus per son la en sis te la no tab le sup eri ori o ros lib los enc on tra do en mo un per son ali dad es qu e hem os s ojo los te ida me nte an mp rru nte ini nen tie os o Ell vid a. de acu erd ado , tie nd en a for ma rse delo ide al qu e se ha n cre ist ado su qu con n ha se ha sta qu e an on nd aba lo no y él, con pia » pro pia est im aci ón .» ma Br and és un a «m ora l pro est e La bú squ ed a de lo qu e lla era go, a Nie tzs che . Po r algo tan tes no s hac e evo car , des de lue de En riq ue Beyle. Ha y ins un ad mi rad or tan fer vie nte pu est o a afi rm ar qu e el cam ino o dis en los qu e se sen tirí a un con cie nci a a Za rat ust ra pa sa po r la er hau pen ho Sc qu e va de . .,. o ng Da So rel y Fa bri cio del de ho mb res com o Jul ián hal com o nd Ste lic a la fue rza de To do lo qu e pre ced e no s exp al má s to pec res ia s po ne en gu ard pre ninv ent or de alm as, per o no com de nto me tud com o ele pti ine su os: ect def sus de y her gra ve eto esp irit ual de Ro uss eau Ni ial. soc ión iac cil con y sió n n tan tas ria nd (de qu ien lo sep ara aub ate Ch de né Re del no ura del ma de en ge nd rar un a lite rat bo hu hal nd Ste s), tía ipa ant fo del sia sob re no sot ros . Fil óso intelecego ísm o qu e pes a tod aví del XIX y pro ced im ien tos glo XV III con sen tim ien tos am os sus su int eli gen cia , apr ov ech tua les del xx, adm ira mo s chó , ciertim os su inm ora lis mo . Lu hal laz gos , per o no com par est rec ha, cob ard e, inj ust a. E hizo ad tam ent e, co ntr a un a sod ed las arm as Per o, a fue rza de uti liz ar . ella a ntr co har bie n en luc per dió de íaeli sm o y la hip oc res del adv ers ari o -e l ma qu iav sol ici tud o, tod ho mb re, qu e es, an te escalvis ta la gra nd eza mo ral del Su ad. nid rid ad con la hu ma vas ; po r sus sem eja nte s y sol ida nue as zon s tió dis cer nir mu cha sut ipel o psi col ógi co le per mi tan y s oso eni ien tos , tan ing rim cub des os sm mi s eso per o ma no . Po r la ma jes tad del do lor hu tir sen on jar de le no , , otr os, les se qu ed ó en ese lím ite que aná o, enu ing r ece par a edo mi Y el on reb asa r con int rep ide z. com o Do sto yev ski , sup ier ó del pan oho mb re ais lad o, lo seg reg lisis de las rea cci on es del s vigorotex to las per son ali dad es má -a él, ram a soc ial sin cuyo con tó an. Acaso lo qu e má s le fal ers ión sas se def orm an y se deg rad inm a s de lo vu lga r- fue un tan ho sti l a tod as las for ma vu lga r efu sió n hu ma na. la dec isiv a y fer tili zan te en 46

ENTRE LO ROJO Y LO NEGRO

Stendhal acostumbraba decir que sus libros no serían comprendidos sino mucho después de su muerte. No por modestia, sino por desprecio de sus contemporáneos, iba aplazando incesantemente el término de ese hipotético triunfo. 1880; 1900 ... Tenía razón. Salvo casos de almas excepcionales, como la de Balzac, pocos fueron los escritores de la primera generación romántica que supieron sentir interés por las novelas de Enrique Beyle. Les desagradaba la persona, entusiasta por dentro, pero de corteza árida y fría. Les importunaba la obra, que no delataba -al contacto inicial- el profundo romanticismo y la interna fiebre. Su estilo, deliberadamente desnudo, debió pa~ recerles un insolente reactivo contra los párrafos rumorosos de Chateaubriand o las sentimentales endechas de Lamartine. ¿Cómo tolerar a un hombre que releía, todas las mañanas, el Código Civil para inmunizarse de los venenos· retóricos de la época? ¿No había acaso en aquel apetito suyo, de concisión y de claridad, un irónico reto para quienes; como Balzac, nopodían referirse a un banquero sin declararlo «elefante de las finanzas», a un artista plástico sin llamarlo «el Dante Alighieri de la escultura» y a Moray sin calificarlo de «Cuauhtémoc de la montaña»? En sus frases, cortas y sobrias, tenían que adivinar una burla aquellos que, a la usanza de Víctor Rugo, afirmaban muy seriamente que los borrachos guarecidos en ciertos antros «no eran el vómito sino el escupitajo de la socie· dad» o los que, como el prosador de Atala, cerraban un episodio de juventud con estas sentencias declamatorias: ·«La tierra y el cielo no me importaban nada. Olvidaba al último, sobre todo .. Pero, si no le dirigía mis votos, él escuchaba la voz de mi secreta miseria; porque yo sufría ... y los sufrimien: tos son oración.» Cuanto olía -aunque fuese remotamente- a los inciensos 47

Torres Bod et al sob re sus gua rdia s. Ya vide la elo cue nci a, pon ía a Ste ndh ded ica ba a la señ ora Gau lthi er: mo s los con sejo s lite rari os que por lo me nos cin cue nta su«Urge bor rar , en cad a cap ítul o, fav or, del «id iom a nob le y enper lati vos .» ¡Hu ya uste d, por fático»! _ Ste ndh al fue, a mi ver , Y es que -se gú n ya lo ma nife sté: sen tim ien tos del XIX y pro ced iun filósofo del siglo xvn r, con tan to, su rom ant icis mo ten ía mie nto s inte lect ual es del xx. Por o una má sca ra esc épt ica: la de que pre sen tars e disi mu lad o baj que tan to hab ía leíd o él en su los mo rali stas del sete cien tos; nos cau tiva , irri tab a a sus coejuv ent ud. Esa má sca ra, que hoy no qui so ver, en los per son aje s tán eos . El pro pio SaintecBeuve s ing eni osa me nte con stru ido s. de Ste ndh al, sino a aut óm ata ía- se adv iert en los res orte s «Casi a cad a mo vim ien to -d ec a des de afu era .» que . el mecánico intr odu ce y toc por que nos da la clav e de co, áni mec Sub ray o la pal abr a a la psic olo gía de Beyle. Nos la ant ipa tía de los rom ánt ico s par de Ste ndh al, Leó n Blu m. En lo com pru eba así un gra n dev oto ine vita ble me nte osc ure cid o un ens ayo pub lica do en 1914 ~e soc iali sta ace rtó a def inir ític o por la gue rra -, el fam oso pol atis bad o siqu iera : el sec reto han no s ico crít s lo que mu cho o ext ens as, no me res isto al mo ral de Beyle. Aun que un poc de ese ens ayo . El aut or ana liza pla cer de cita r alg una s pág ina s ado yo mis mo de des cub rir en ella s la ant ino mia que he trat ent re el dile tan te y el nov elis ta. -es cri be Blu m- Ste ndh al «En su mé tod o y en su obr a la que el rom ant icis mo refr emez cla dos cor rien tes. opu esta s: lon gó y ext end ió. Ent re esa s nó y la que el rom ant icis mo pro , imi tad o de Hel vet ius, y d dos ten den cia s -e l mec ani smo uss eau - la con trad icci ón, sin ind ivid ual ism o rom ánt ico de Ro ón cien tífic a de. la obs erv ació n em bar go, es pat ent e. La pre cisi pue den abr ir ave nid as hac ia y el rigo r lógico de la con duc ta ia la dic ha ... Que el bey lism o el éxi to o el. pla cer , per o no hac ndo se tra ta de end ure cer se pro por cio ne un mé tod o eficaz cua sen sibi lida d o el am or pro pio , con tra el mu ndo y de pro teg er la ont rar en él (lo que Ste ndh al con ced ámo slo. Que pue da uno enc ma nua l prá ctic o par a triu nun se hab ría reh usa do a rec ono cer ) a. Per o ¿qu é enc ade nam ien to aví far en la existencia, pas e tod ta esa dic ha que es un don, me tód ico pod ría con duc irno s has asm o ext rem o de. la tern ura una gra cia, algo así com o el esp ble cer ent re las ope rac ion es o del ens ueñ o? ¿Qu é rela ció n esta 48

Stendhal conc(!rtadas del espíritu ... y aquel éxtasis poético, casi místico, del corazón? »El hombre puede provocar y cultivar el placer, recorrerlo en todos sus grados, tocarlo incluso, como si fuera un instrumento sensible; pero ningún esfuerzo de voluntad suscita la dicha ... En el ser humano, la emoción o la pasión corresponden al trabajo más espont~neo y más inasible. En vez de que el método lógico pueda determinarlo o seguirlo, ese misterioso trabajo resultaría imposible para quien se ocupase de él exclusivamente. Las dos tendencias que Stendhal se esfuerza por combinar se sitúan, en realidad, en los polos opuestos de la acción y del pensamiento. Cuando enunciamos esta sencilla fórmula: método de felicidad, mecánica de la dicha, la antinomia desciende hasta los vocablos. »Tal contradicción yace, sin embargo, en el centro íntimo del beylismo. Más aún: es su esencia propia. Al ponerla en evidencia, creemos tocar el secreto de Stendhal. Sentimos cómo persiste en él esa juvenil mezcla de fuerzas que, normalmente, la vida disocia antes de emplearlas: las primeras presunciones d(! la inteligencia, que pretende imperar en todo -y las primeras ambiciones del corazón, que espera agotarlo todo-. La coexistencia de elementos tan refractarios sobrevive, en él, al hervor de los años de aprendizaje. La exigencia metódica no seca la pasión; la pasión no amortigua ni desalienta la fe intelectual. Gracias al efecto de una doble influencia -y de una doble rebelión- podemos seguir hasta ~l fin, en la obra de Stendhal, la combinación de un ingenio y de un corazón· que se contradicen; de una inteligencia que cree en la necesidad del orden y en la eficacia de la lógica, de un talento que impone a todas las cosas la explicación racional y la v(!rificación empírica, y de una sensibilidad que no busca y no aprecia sino la exaltación desinteresada, el movimiento libre, la emoción inexplicable.» Me parece que h~mos llegado, ahora, al verdadero núcleo del problema humano de Stendhal. No fue Beyle --'como lo pensó Stefan Zweig-:- un «poeta de su vida»; sino, por el contrario, un poeta de su obra y una víctima de su vida. Su juventud, maravillosamente preservada de los efectos destructores de la experiencia, hizo de él un adolescente a perpetuidad. 49 4

Torres Bod et eno jab a cóm o un ado lesc ent e, Am aba com o un ado lesc ent e, se e. Ten ía, en tod as sus reacse dis fraz aba com o un ado lesc ent Por eso cre ía en el val or e. ciones, el pud or de un ado lesc ent s ado lesc ent es. cho mu o com a, ntir me pos itiv o de la de Alarcón, An ton io Cas tro En su estu dio sob re Jua n Ruiz val or de «Verdadera rebeLea l com ent a. ing eni osa me nte este en la vid a de alg uno s jóa lión poé tica » que tien e la me ntir cía, el pro tag oni sta de esa Gar venes, com o en el cas o de don que es La' ver dad sospechosa. adm irab le com edi a «de reg oci jo» mex ican o: «Las me ntir as de Dice, a este resp ecto , el crít ico la ima gin aci ón sob re la realidon · Gar cía son un triu nfo de cier ta, per o agr ada sec reta dad ... ·Es ta figu ra juv eni l des con ven cid os por la ver dad . Las me nte a todcis los que se sien ten que sólo han me ntid o a prores pet abl es dam as de Bos ton , nio s y su gus to· por la mú sica , pós ito de sus mal es, sus ins om corno don Gar cía. Par ece que adm iran pro fün dam ent e a tipo s liant you ng man!', mie ntra s las oírnos exc lam ar: 'Wh at a bril de que no lo ve su hijo , ero don Bel trán , ase gur ánd ose prim te el ent usi asm o de las dapag a con una son risa com pla cien ma a me nud o a los lab ios aso mas .» Un a son risa de ese lina je age nar io, sin térm ino ni 'rencu de Ste ndh al, ado lesc ent e qui me dio ... que esa ado lesc enc ia inteLo ext rao rdin ario , en su cas o, es se hal lab a pro teg ida de áct er rio r de la sen sib ilid ad y del car de un vie jo hús ar, sar cás tico aza cor la ma ner a ost ens ible por no hab ía ido a bus car la en el y des cre ído . Sem eja nte cor aza óni cos . La hab ía enc ont rad o, ars ena l de los ejé rcit os nap ole pa de los agn ósti cos francedes de mu y jov en, en el gua rda rro y de Vo ltai re. Pen sab a com o ses de la épo ca de Hel vet ius mo abe nce rraj e». Cha info rt y suf ría com o «el últi se resi ntió . Por que nun ca De esa ant ino mia , tod a su vid a Jul io Tor ri · hab ría llam ado su ing eni o le per mit ió ser lo que », hub o de con fiar a sus per el «bu en act or de sus emo cio nes act uar por él. A una lite ratu ra son aje s la mis ión de viv ir y de rom ánt ica - Ste ndh al hub iera de la exa ger ació n -co mo la exa ger ació n. ¡ Cuá nto má s imdes ead o opo ner una vid a de la , que los soñ ado s po r Vic tor pet uos os no res ulta n sus hér oes · Hug o! má s dol oro so? Un hom bre , ¿Ca be inv ent ar dra ma lite rari o· ital ian o» y los rub ore s de un con el físico de un «ca rnic ero tod os los ard ide s del má s tím ido colegial. Un esc rito r con 50

Stendhal senil· de los humoristas, del más desconfiado de los psicólogbs y, al mismo tiempo, con la imaginación amorosa de un Bécquer de veinte años. Un teórico de la dicha, que' pretende ganar la felicidad merced a una táctica de ofensivas sabias y maquiavélicas, y, a'la vez, un espectador de sí mismo, que vive retirándose de la dicha por ineptitud de adaptar la materia de la existencia -'-flúida~ elástica, incontenibk- almolde lógico y sistemático de su concepto de la verdad. Ese drama no podía encontrar otra: salvación que eLescapé de la novela. Impedido de vivir por sí propio la vida Jntensa a la que aspiraba, Stendhal hubo de vivirla en las aventuras de los héroes que los argumentos ajenos le proponían. He aquí por qué considero erróneas las conclusiones de Stefan Zweig. «Con Stendhal -apunta el autor- el yo se ha vuelto curioso de sí mismo, observa el mecanismo de su propio motor, füvestiga los motivos de sus actos y de sus omisiones ... » Si esta reflexión fuera absolutamente exacta, la juventud interior de Beyle hubiera acabado .por obligarle o a realizarla por la violencia o a destruirla por el suicidio. La verdad es otra. Para.no asfixiarle, por excesivo, el yo de Stendhal tenía que encarnar en:algunos seres, si queréis, ilusorios. Ese yo no podía resignarse a envejecer y a morir en la simple contemplación de sus «mecanismos». Una fuerza enorme lo constreñía a proyectarse en personajes, que habían de ser imaginarios para: plegarse mejor a su .voluntad, pero no tan imaginarios que le frustrasen de la alegría de vivir -aunque parcialmente- una: vida auténtica. Así se explica; por una parte, que Fabricio del Dongo, Julián Sorel, Luciano Leuwen -y hasta Lamiel, que alguien ha designado como un Sorel con faldas-'- sean Enrique Beyle: ese Enrique Beyle que, en la práctica, Stendhal nofue jamás. Y así se explica; por otra parte, que Stendhal no haya Aquellos reproch es -y, sobre todo, el distanc iamien to rápido de Bielin ski- hundie ron a Dostoy evski en un desenc anto amargo . «Estoy en el tercer año de mi carrera literari a -ese cribe;• en esos días, a su herman o Migue l- y vivo como en mitad de una oscura niebla. No veo la vida; no tengo ni tiempo para recupe rar mis sentido s. Quisier a detener me. Se me ha hecho una celebri dad dudosa . No sé cuánto durará este infierno : la: pbbrez a, el trabajo mal acabad o ... ¿Cuánd o ten dré paz?» A pesar de las coincid encias con Gógol, El doble era·· un relato muy significativo. Todaví a en 1877 -es decir: ·en la cuspide de su gloria - Dostoy evski había de referirs e a él, nú sin nostálg ica simpat ía: «La idea era buena ~y no he desarróc Hado ningun a más grave, en toda mi carrera .». Aquila tamos bien esa simpat ía. El doble es un poema biográfico. Como lo indica Henri Troyat -uno de sus críticos más sagace s-, «la idea del doble había de perseg uir a Dostoyevsk i a lo largo de su existen cia». «El castigo del crimina l

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Dostoyevski es, ante todo, el fraccionamien to de su personalidad. Un doble que; .es éLmismo -y que no lo .es. Un doble que le presenta · una. caricatura atroz; espejo deformante en el que su rostro humano se· dilata, se. cubre de pústuli:\s y acoge todos los signos de una vida iJ1terior maldita.» ·. Tendré ·que aludir apenas a estudios como El señor Projarchin; del cual c:onocemos un texto. adelgazado severamente por la censura y que, en su versión actual, recuerda bastante la «manera>~ de las fisiologías que agradaban tanto. a Balzac. Aparece ahí, por primera vez, un elemento que no h~ sido considerado .con. suficiente atención por los devotos de Dostoyevski. E.se elemento; que asoma sin mucho éxito en otros relatos de, su mocedad (como Una novela en nueve cartas y como Polzúnkov), encontrará su expresión más alta en los primeros capítulos de Demonios. Es la ironía.· Me referiré también muy a la ligera a La patrona, api;\recida en 1847. Y esta ligereza. me duele un poco, como debieron doler sin duda al diserto pár,roco .cervantino ciertas rápidas decisiones, tomadas por el barbero y por él, cuando se afanaron en expurgar la biblioteca de Don Quijote de los innume" rabies endriagos y caballeros, dueñas y filtros, magos y endechas que la poblaban. En efecto, en La patrona hay figuras qµe merecerían esciutinio menos donoso. La de Katerina, en primer lugar; y la del propio Ordínov, curiosa combinación de «René» moscovita y de «Obermann» funerario· Pero; a.demás de que el trazo del novelista no c9nsiguió definirlas en un material .eterno, volveremos a hallarlas -menos deformadas; acaso, por Ja imitación .del romanticismo europeo- más personales y más sinceras, en un libro que no ha perdido su seducción:· Noches blancas. Esta es la Primera novela en que el autor acepta el papel de protagonista, método que no empleará después sino en ocasiones poco frecuentes . . Noches blancas tjeue aún lectores que difícilmente obtienen otros: libros juveniles d~ Dostoyevski. Son.aquellos que buscan la inserción de un.idilio más bien frustrado (aquí, el de Nastenka y el narrador) dentro del escenario de una ciudad lunar: el de, ese S~n Petersburgo que amó el novelista profunda·, · mente. Conviene a\fvertir, aµnque sea de pasada, cuánto evolucie>~ naron co.n los aP,0s le>s procedimient os descriptivos .de DostoYeYskL Entre el San .. Pete.rsburgo de Noches. blancas y el que 93

Torres Bodet presta su fondo surreal ista, en El idiota, al día clínico de verano en que el príncip e Mischk in comba te contra la epileps ia hasta caer a la postre frente a Rogochin, hay una diferen cia absolut a, no de materia , sino de adivina ción del trasmu ndo de la materia . En Noches blancas, como Rembr andt joven, Dostoyevski pretend e dibujar todavía las cosas, aprehe nderlas en sus líneas y en sus detalles . Ignora todavía la atmósf era. Se sirve, sobre todo, de la enume ración y de la mirada . Pero ni aquella ni esta son sus instrum entos más eficaces de comunicació n con la vida. Recono zcámos lo honrad amente : de rio haber escrito Dostoyevski otras de sus obras -como Crimen y castigo, Demonios, El idiota y Los herman os Karam ásov- serían pocos los lectore s que fuesen hoy a desente rrar, de entre las ruinas de la crítica rusa, los mérito s de aquella s novelas de juventu d; como, a pesar de sus· cualida des, pocos hubiese n sido probab lement e los aficion ados a los primer os relatos del doctor Azuela, de no haber publica do Los de abajo en 1916 y La Malora en 1923. Dostoy evski mismo se daba cuenta del riesgo. Se buscab a todavía , con fiebre, en el juicio de los demás. Vivía pendie nte de la opinión de escrito res que no recorda mos -o que recordamos porque él los cita con palabra s de cólera o de rencor. El que mayor bien hubiera podido hacerle -Bieli nski- trató en vano de persua dirle de alguna s teorías política s, que Dostoyevski compre ndía con el talento , mas no con la plenitu d dél alma. El creado r de El doble era un compas ivo; no un revolucionari o. Admira ba a Puschk in, como todos los jóvenes de su época; Pero el propio Puschk in no iba muy lejos en sus románticos vaticin ios, puesto que confiab a en una liberac ión de los siervos por benevo lencia del zar ... Dostoy evski creía tambié n en el zar. Y creía en él como en la encarn ación del pueblo, de su fe, de sus esperan zas. Las tesis human itarias de Bielins ki lo conmo vían profun damen te; aunque sentía que mucha s de ellas eran «artícu los import ados», y descon fiaba de su adaptab ilidad a las condici ones morale s e intelec tuales de Rusia .. ~ este respect o, cuent¡:l uno de sus amigos -Milíukov.....:... que, c;t):ando alguien elogiab a frente a él las doctrin as de Saint-S imon, solía manife star Dostoy evski que, a su entend er, «la vida en. un falanster io era más Tepugn ante que los trabajo s forzados». Un hombr e que detesta ba á Turgué niev por cosmop olita y que tenía múltipl es nexos _:a menud o incons cientes - con los

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Dostoyevski eslavófilos; un escritor al que sus mayores consideraban ya fracasado y en quien los jóvenes no podían aún respetar a un maestro; un epiléptico que ilustraría, más tarde, su enfermedad describiéndola con dramática perspicacia; un heredero, en fin, de muchos personajes contradictorios, algunos iluminados por la piedad, y otros, auténticos delincuentes, ese era, en 1847, el futuro autor de algunas de las páginas más excelsas de la literatura del siglo xrx. Ese también fue el conspirador que principió a concurrir, aquel año, los viernes; a los debates ele una asociación de jóvenes descontentos, presidida por Petrachevski. Asistían con regularidad a las reuniones los hermanos Máikov, Plesheiev, Bogóslov y, sobre todo, Spéchnev (o Spéchniov), un enigmático conjurado, partidario de hacer justicia a los desvalidos -y de hacerla por la acción más· directa, aunque fuese, asimismo, la más cruel. Spéchnev no tardó en adueñarse de Dostoyevski. Al principio, merced al prestigio de la obra emancipadora de cuyo esfuerzo se reputaba intrépido misionero. Después, eón ciertos préstamos en metálico, que el novelista, asediado por sus acreedores, no tuvo ni la energía de desdeñar, ni los medios de devolver. En una carta enviada al doctor Yanóvski, Dostoyevski confiesa su servidumbre: «He pedido dinero prestado a Spéch~ nev. Ahora estoy con él, le pertenezco. No podré devolverle la suma que me prestó y, por otra parte, él no aceptaría un reembolso en dinero. Así es el hombre... ¡ Tengo a un Mefistófeles a mi lado!» En el fondo, el autor de El doble atribuía a Spéchnev muchos delirios -que no quería reconocer en su propia mente~ Las sesiones organizadas por Petrachevski no le satisfacían. Su promotor, más discursivo que activo, había tratado de establecer un falansterio en Rusia, pero los campesinos «que no leían a los socialistas franceses quemaron el edificio, símbolo de su dicha futura». La ineptitud práctica de Petrachevski incitó a Dostoyevski a forzar la nota y a constituir una sociedad más secreta en torno de Spéchnev. Intentó convencer de ello a los hermanos Máikov, uno de los cuales, en una carta, revela lo siguiente: «Le demostré -dice, hablando de Dostoyevski- el riesgo de la aventura y que tanto él como los demás iban a una catástrofe cierta ... Parece· que estoy viéndole aún; sentado como 95

Torres Bodet Sócrates moribundo en frente de sus discípulos, dentro de un camisón de cuello desabrocha do, explicándo me con toda su elocuencia la meta sagrada de sus ideas y el deber, que nos inc;:umbía, de salvar a la patria ... » Muchos años después, en «Una de las falsedades contemporánéas» -artículo publicado, como parte de su diario, en El ciudadano~, el propio Dostoyevsk i había de revelarnos cuáles eran sus inquietude s en los días de aquella plática con Máikov. «Monstruo s y bribones -afirma- no los había entre nosotros, los petrachevs kistas; ni entre los que subimos al cadalso, ni entre aquellos otros a los cuales no se les molestó ... Pero ninguno .de nosotros e;staba en condicione s de aceptar la lucha con el consabido ciclo de conceptos que por entonces había arraigado profundam ente en la juventud. Estábamos inficionados de; las ideas del socialismo teórico de aquellos tiempos. El socialismo político no existía en Europa y los mismos :caudi· llos europe;os del socialismo lo rechazaban ... Entonces concebíanse aún las cosas con los colores más rosados y paradisíacamen te morales. Al socialismo; que empezaba a germinar, lo comparaba n muchos de sus cabecillas con el cristianism o, del que venía a ser únicamente una mejora y perfecciona miento, correspond ientes a las condicione s de los tiempos y de la civilización. To(\as esas ideas nuevas nos encantaban a nosotros en San Petersburg o, antojábans enos en sumo grado santas y propias para unir a todos los hombres, y veíamos en ellas la ley futura de toda la humanidad , sin excepción.» En seguida, dirigiéndos e a los acusadores de la juventud ---,que, por lo visto, han existidb siempre y que exigen de los adolescente s virtudes que se han habituado ellos a no practicar-'-, añade el novelista: «¿Con qué defensas especiales cuenta la juventud, comparada con las demás edades, para que ustedes, señores míos, defensores · de la juventud, le exijan, apenas salida de las aulas, una firmeza y una madurez de con~ vicciones como no las tuvieron los padres de e;sos chicos? .. , Nuestros jóvenes pertenecien tes a las clases intelectuale s, que han recibido educación en e;l seno de sus familias ... donde casi generalmen te, en vez de la verdadera cultura, impera la negación rotunda; don(\e los motivos materiales predomina n sobre las ideas ;veces libera al letrado el analfabeto de sus prejuicios y de sus conceptos superficiales de la felicidad, del provecho y del inte·· rés! En este sentido, cabe afirmar que la lección de Dostoyevski es para nosotros -aun en estos años- una lección de hoy. Hay fragmentos, en su discurso sobre Puschkin, que suenan en nuestros oídos como sentencias de profecía. Este, por ejemplo, que no puedo repetir sin profunda emoción: «Inclínate, hombre soberbio, y depón, primero, tu orgullo ... No radica fuera de ti la verdad, sino en ti mismo. Búscala dentro de ti, sométete a ti mismo ... ¡Véncete, domínate, y serás libre como nunca soñaste! Pero, si acometes una obra grande, harás libre también a los demás y verás la dicha, pues tu vida se llenará de un contenido y comprenderás por fin a tu pueblo y a su verdad sagrada.» El 28 de enero de 1881 muere Teodoro Mijailovich. Sus funerales alcanzaron, el l.º de febrero, las proporciones de un duelo patrio. Sobre su tumba, Solóviev dijo lo siguiente: «Creyó en la fuerza infinita y divina del alma humana ... Reunidos en su amor, procuremos que un amor semejante nos ligue los unos a los otros.» Nobles palabras, que clausuran y exaltan muy justamente una vida entera de ansiedad, tormento y tribulación. Dostoyevski es inconfundible. Desde esa fosa común que es siempre la historia de un siglo exhausto, su voz se eleva con acentos únicos y severos. Nadie ha llegado más lejos que él en el conocimiento de la soledad miserable del ser humano, y en el estudio de la degradación lastimosa de su conciencia cuando no la mantienen enhiesta la fe y el amor de la humanidad. Según dijo Suares, «lo que Stendhal fue para la inteligencia pura y para la mecánica del autómata, lo fue Dostoyevski en lo que concierne al orden y a la fatalidad de los sentimientos. Stend. hal avanza hasta el fondo de las pasiones por el análisis de sus efectos y de los actos. Dostoyevski toca lo más· secreto de los espíritus por el análisis de los sentimientos y de las impresiones que los determinan ... Con recursos opuestos, poseen igual poder. Pero entre Dostoyevski y Stendhal existe la misma diferencia que entre la geometría de Pascal y la analítica de

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Torres Bod et prob lema s por la Lagr ange . Pasc al quer ía reso lver todo s los ién Sten dhal : todo cons idera ción visib le de las figuras. Así tamb erna inten ta acertrata de com pren derlo . La mate máti ca mod n del elem ento ació cars e a la esen cia del núm ero por la dete rmin Así Dostoolo. símb inter ior y por el fino disce rnim iento del ». yevski tamb ién: trata de pene trarl o todo de favo rece r a El juici o de Suar es pued e dar la impr esió n efecto, pode r en uir, atrib o Sten dhal más de la cuen ta. ¿Cóm lo cons cien te de eras barr las r igua l a quie n no se atrev e a salta erios os y mist les túne abre óny a quie n -co n geni al visi te y lo subconshast a hoy apen as expl orad os entr e lo cons cien que es com unió n cien te? Junt o a la adiv inac ión de Dostoyevski, con su cond ucta, con sus pers onaj es y solid arida d volu ntari a ingid a, en su metála clara lógic a de Sten dhal resu lta tan restr de un clavicordio lica prec isión , com o la sono ridad delg ada junt o a la mas a sinfó nica de una orqu esta. o, por ejemSi uno enm udec e cuan do no entie nde -com senti mien tos los r lecto plo, Sten dhal , cuan do deja imag inar al o dura nte negr y Rojo de que se adue ñaro n del prot agon ista de Veria igles la en tado las hora s que prec edie ron al aten los esque lo sino inar exam en rier es-, el otro no se inter esa ble. eligi inint , urso conc su sin an, pect ador es norm ales decl ararí hace bre hom el que erzo esfu el es A mi ver, la liter atur a ra, ese no man's para acor tar, hora tras hora , esa zona neut e el valla dar de land de las emo cion es que med ia siem pre entr toda vía sin exlo inex pres able y la fron tera de lo que está llega r a expreen pres ión, pero que la volu ntad y el talen to pued inefa ble, Dostolo de inio dom el inuir dism por a sar. En la luch atrev idos y más yevski se insc ribe com o uno de los adal ides de la noria histo la en port ento sos. El y Sten dhal marc an así, esenidad cual La . logía vela, el adve nimi ento de la ·nue va psico l, aque de rable mpa inco to cial de este es la prec isión , y el méri la prof undi dad. no podr ía apreDeci r es'to últim o equi vale a reco noce r que acer ca de los idea una r tene sin ciars e la obra de Dost oyev ski en el com enta rio valo res mora les que la enal tecen . Por eso, dete nimi ento espróx imo, anal izare mos esos valo res. Y, con defin ida en sus lipecia l, los que se dest acan de man era más idua l y el con-. bros , a sabe r: el senti do de la hum ildad indiv hom bre frent cept o de la resp onsa bilid ad univ ersal de cada al dolo r de sus seme jante s. 110

EL MORALISTA: HUMILDAD Y RESPONSABILIDAD

He referido, a grandes rasgos, la vida de Dostoyevski. Ahora y no por cierto con ánimo de imitarle, o de copiar a sus hé-

es, sino para explicar mejor la concepción que he llegado a rmarme de su influencia- voy a hacer, yo también, una onfesión. · . Al preparar este estudio sobre el novelista de Demonios, . e propuse -inicialmente- no insistir en su biografía. Pero, · ientras iba avanzando en mis reflexiones, fue penetrándome certeza de que sería imposible juzgar al autor sin tratar de ntender al hombre. Hay escritores, acaso, de los cuales podría hablarse sólo orno escritores, sin que fuera preciso narrar sus actos para preciar el mérito de sus libros. He dicho «acaso», porque no stoy seguro de que los haya. Es posible, en cambio, que coozcamos a críticos muy brillantes, capaces de eludir la existencia de los autores que comentan, para disertar exclusivahiente acerca del valor poético o filosófico de sus obras. Ca-· i·ezco yo de esa competencia. Los pensamientos de Marco Aurelio no me dirían todo lo ue me dicen si no imaginara al emperador recluido bajo su enda de campaña, en las prolongadas noches de guerra con ue el destino le persiguió, escribiendo aquellas breves sentenias que le servían como antídoto del poder -y que son, ahora, señanza tan noble para nosotros. La prosa qe Platón me conovería menos, probablemente, si no pudiese representarme J paisaje en que sus diálogos se deslizan, la dulzura del cielo teligente de Atenas, y la alegría de las cigarras en el sol grie0 ... ¿Y qué decir de autores más próximos a nosotros? ¿Cómo omprender el Quijote sin evocar la vida de Cervantes y sin ue la memoria nos lo retrate, según él mismo un día se rerató, «suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el 111

Torres Bode t lo que dicodo en el bufet e y la mano en la mejil la, pensa ndo o que, amig dido enten ría», cuand o entró en su apose nto aquel para solaz y ria so prete xto de ahorr arle un prólo go, le dio mate a va, corco su sin comp onerl o? ¿Y cómo admi rar a Alarc ón e Racin a os, vértig sus Beeth oven sin su sorde ra, a Pasca l sin a , cismo ostra del era sin la Cham pmes lé, a Dant e sin la escal su sin hal Stend a s, Vícto r Rugo sin sus coloq uios espir itista r por el pasió n por las ópera s italia nas, a Tolst oi sin su horro ogía de mitol la por s matri moni o, a Rubé n Daría sin sus paseo sin su e Goeth a , asma su márm oles de Versa lles, a Prou st sin masus sin fin, en i, yevsk entus iasmo por Roma -y a Dosto sus y psia epile de os súbit druga das en la ruleta , sus asalto s ? Omsk de l mora años de presi diario , en la noche comuSi en algún país sería extra ño no respe tar los vasos ras palab las y s hecho los entre nican tes que la vida estab lece cuya en o, Méxic o. Méxic ro, del escrit or, ese país es el nuest re -al histo ria los litera tos más distin guido s fuero n casi siemp o fonles siona profe smism o tiemp o que homb res de letra El tros. maes o os mátic diplo ciona rios, políti cos o croni stas, ores. escrit los de prez sino enza «segu ndo oficio» no es vergü los induc e Los huma niza, los arraig a en el camp o de lo real y y mora l ctual intele d arida solid a medi r con mayo r mode stia la extraidad activ la veces Pocas s. que los une a sus seme jante ensadel ndo profu aje mens el litera ria ha ahoga do de veras s poeta res mejo tros Nues o. aturg yista, del novel ista o del dram esa de ltades dificu las a rdía galla supie ron sobre pone rse con para vivir. labor ancil ar: el segun do oficio, del que depen diero n -por debió que lo de io estud En algun a ocasi ón suger ía yo el la ias, colar proto es acion oblig sus ejem plo- a sus viajes , y a de tativo medi o lirism el que lo poesí a de Amad o Nervo , o de de méEnriq ue González Martí nez, debió tamb ién a sus años humiles dolor esos con so forzo cto dico en Sinal oa, a su conta to su imien conoc cuyo en s física des y esas penas llama das su és despu ron uecie enriq tanto profe sión lo adies tró y que dor. pensa de y re homb reflexión indul gente , de letras Si algun o se ha asom ado a mis come ntario s sobre las raadmi mi lo ender sorpr o podid mode rnas franc esas, habrá exLa éry. -Exup Saint de io Anton ción por un prosa dor como tor escri ese en entro Encu fácil. muy plica ción es, sin emba rgo, lemen tauna integ ració n alent adora de tres vocac iones comp 112

Dostoyevski ·as: la del aviador, la del artista y la del hombre, sensible y no. Y creo que esa integración constituye, en nuestros días, n símbolo generoso. « Unico t:;n su especie, o casi -apunta Roger Caillois a pro, sito de Saint-Exupéry-, no escribe sino para establecer los sultados de su acción. Sus obras son informes.» Como lo bserva el propio Caillois, Saint-Exupéry siente asco por la •teratura que firma cheques en blanco, sin haber depositado rimero, t:;n el banco humano, un capital positivo, de emoión y de realidad. «No quiere escribir nada que su vida no arantice o que no haya tenido ocasión de verificar a sus exensas.» ¡Gran lección de probidad para quienes, sin una vida genuina, pretendt:;n hacernos creer en sus éxtasis solitarios! Gran lección que demuestra hasta qué punto el oficio de hombre no perjudica al escritor, si este lo acepta y lo ejerce con honradez. Gran lección que me permito recordar en estos momentos porqut:; Dostoyevski, entre los más altos, se caracterizó (él, tan Jµgador en sus andanzas a través de los casinos europeos) por el noble escrúpulo de no girar jamás cheques literarios en blanco y por garantizar cada una de sus novelas con un depósito humano, palpitante, trágico, intransferible ... 1 Una anécdota ilustra esta relación entre el hombre y el noyelista. Cierta vez, según narra Pertz, Dostoyevski fue a visitar ~ los Súslov. Alguien, que no aprobaba las opiniones del noveista sobre el futuro dt:; su país, le dirigió esta pregunta: «-Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en ombre del pueblo ruso?» Dostoyevski se recogió un poco los pantalones ... Y, se-alando -a la altura de los tobillos, sobre su pierna- la uella de las cadenas qut:; había arrastrado en Siberia durante ños: «-He ahí mi derecho», dijo. Sí, aquella cicatriz era su derecho. Y no sólo esa cicatriz, ·no otras, menos visibles, que hubo de dejar en su corazón el ato diario con la ignorancia y con la pobreza, con la enfer~dad y con la ignominia, la intimidad de esos humillados y 113

Torres Bode t - la cienc ia esos ofend idos que le enseñ aron -ent re latig azos de ser huma no. ra, preEl prim ero de los valor es que aflora n de una lectu ldad humi la es i yevsk mios a inclu so, de las novel as· de Dosto esos de aquí hablo No ante los humi ldes. Pero, enten dámo nos. teioso silenc un ye atribu es «hum ildes» dome sticad os a quien tiva diges la s, ciero finan s éxito soro, desde la terraz a de sus de los humelan colía del señor Maet erlinc k. Ni hablo tamp oco humi llos de era siqui Ni ée. Copp señor milde s que canta ra el osos del sides que descr ibió uno de los escrit ores más gener es a que glo xrx: el magn ífico Carlo s Dickens. No. En los autor ñable entra he aludi do -y hasta en el últim o, a quien admi ro paria , un ito, men te- el humi lde es un desca stado , un expós a un como ente, un error de la socie dad. Maet erlinc k lo consi cree cual la a ta, floris falde ro. Copp ée le sonrí e, como a una -o os franc os cuant prem iar sufic iente ment e si añade unos ramisu de valor al osunos cuant os medi ocres aleja ndrin ad incomllete meno s costo so. Dicke ns posee un alma de calid y a los sos stero mene los a ama sí parab leme nte más pura. El ellos en ve Pero anos. huérf los a y s caído s, a los asala riado d actitu Su rlos. adece comp a ura apres víctim as solam ente. Se nita, huma -resp etab le sin duda - es una actitu d asiste ncial leto dicomp por e parec me i yevsk Dosto de ria, carita tiva. La hay que al versa . El humi lde, para Dostoyevski, no es el ser a altur cuya que eleva r hasta nuest ra altura , sino aquel hasta desdel a escal la deber íamo s eleva rnos nosot ros mism os. En nosot ros, interé s, el humi lde no está coloc ado por debaj o de no saros nosot que lo sino a veces muy por encim a. El sabe na Perdo o. sufrid s hemo no bemo s. Ha sufrid o lo que nosot ros , ebrio -o abeto analf ico, Fanát lo que nosot ros no perdo namo s. con ctos conta sus go-, casti y en como el Marm eládo v de Crim erudi ción, lo invisi ble se realiz an por medi o de anten as que la ros esnuest en iendo romp ido han la costu mbre y la dicha ' píritu s. se En nuest ras letras , Maria no Azuela nos enseñ ó cómo nto viole pued e capta r esa emoc ión piado sa hasta en el ser más de huma y cómo escon de, a veces, la ira, mana ntiale s secre tos de abajo, Los de nidad . Recu erdo, a este propó sito, una págin a a Valpide scuand o Deme trio Mací as -en una tarde de gallo los aron -grit cio! derra ma que le cante El enterrador. «i Silen Meco el y rniz Codo La r. jugad ores. Vald erram a dejó de afina 114

Dostoyevski soltaban ya en la arena un· par de gallos ... Uno era retinto, con hermosos reflejos de obsidia~a; el otro, giro, de plumas como escamas de cobre irisado a fuego.» Pelean los gallos. Y, cuando el retinto perece, «Valderrama, que no había reprimido un gesto de indignación, comenzó a templar. Con los primeros acentos se disipó su cólera ... Vagando su mirada por la plazoleta, por el ruinoso kiosco, por el viejo caserío, con la sierra al fondo y el cielo incendiado ... comenzó a cantar. Supo darle tanta alma a su voz y tanta expresión a. las cuerdas de su vihuela que, al terminar, Demetrio había vuelto la cara para que no le vieran los ojos. Pero Valderrama se echó a sus brazos ... y le dijo al oído: -¡ Cómaselas! ¡Esas lágrimas son muy bellas! Demetrio pidió la botella y se la tendió a Valderrama. Valderrama apuró con avidez la mitad, casi de un sorbo. Luego, se volvió a los concurrentes y exclamó, con los ojos rasos: ¡ Y he aquí cómo los grandes placeres de la Revolución se re· solvían en una lágrima!» He dicho que Dickens es, sobre todo, humanitario y asistencial. Dostoyevski resulta más solidario que asistencial -y menos humanitario que humano-. Puedo figurarme muy bien a · Dickens en el acto de otorgar unos shillings a un pordiosero. A Dostoyevski, no. Su caridad no .tiene la forma de un rublo. No es una limosna. Es una adhesión. Dostoyevski no se une tan sólo al individuo necesitado, sino a la necesidad misma, condición de nuestro linaje. En el caído, no le afecta tanto la causa del golpe, cuanto la herida. Y lo que le conmueve, en la herida, es todo el dolor del mundo. Se atribuye este don intenso de simpatía a su enfermedad. Merejkowski ha trazado ya un célebre paralelo· entre la salud .de Tolstoi y los padecimientos de Dostoyevski. Gide va más adelante. Su manía de lo anormal le induce casi a justificar á Dostoyevski por la epilepsia. Supongamos a un Dostoyevski tan epiléptico como el auténtico. Pero supongámosle bello, atractivo, rico, hijo de padres felices y respetados, exento de las tribulaciones de la conjuración, no enviado al patíbulo por el zar, ni condenado por espacio de nueve años, de los cuales cuatro en el interior de un presidio ... En tales condiciones, ¿habría bastado la epilepsia para ayudarle a querer a Sonia, para alentarle a llorar sobre Mischkin y para poner, en labios de Aliocha Karamásov, las inmortales exhortaciones que conocemos? 115

Torres Bod et s desa rticu lar una Una vida es un todo , del que no pod emo a hum ana que sum la de ción sola piez a sin dest ruir la sign ifica . Así, en Dostoyevski, repr esen ta, en con junt o, para noso tros usiv a de la pied ad. Es su no es el «ma l sagr ado » la fuen te excl el hosp ital, la timi dez vida ente ra. Son sus año s de niño en r de su pad re avar o. de su mad re débi l, el inso port able rigo mie dos de hom bre, sus Son sus van idad es de adol esce nte, sus verg üenz as, sus júbi los y sus iras . ré Gid e me pare ce la Más suti l que la inte rpre taci ón de And reso rtes más eficaces y de Tro yat. Este enc uen tra uno de los ía para los pob res en tens os del amo r que Dos toye vski sent ta nos la ha cont ado, una expe rien cia de su niñez. El nov elis na ocu rre en la casa de en su Diario de un escritor. La esce ilia iba dura nte el estío . cam po de Dar ovo ye, a la que su fam lo que nos rela ta. «ReTen ía él nue ve año s cuan do acon teci ó -di ce- . Un día clar o cord é ese mes de ago sto en el cam po no toca ba a su fin. Pron y seco, aun que un poco frío ... El vera el cam ino para Moscú.» to, tend ríam os que tom ar de nuev o el invi erno estu dian do Preo cup ado por la ame naza de pasa rse de entr e la mal eza. Un el fran cés, Teo doro Mija ilov ich se pier !» Hay que huir ... Pero grit o le sorp rend e. «¡Q ue vien e el lobo era. Se enc uen tra ahí ¿a dón de? El niño corr e haci a la prad «Er a Mar ei -no s excon uno de los sier vos de sus pad res. hab lado nun ca con él. plica. Yo lo cono cía, pero no hab ía se que dó quie to. Yo me Al oír mi grito , detu vo al caba llo y y, para no caer me, en apre suré a baja r la cues ta en su bus ca pris a con una man o al aqu ella carr era loca , me cogí a toda ga. El se agac hó haci a timó n del arad o, y con la otra a su man sust o. mí, y ento nces se dio cue nta de mi lado . deso mí -ge ! »-¡Q ue vien e el lobo en torn o suyo ; por un rer que sin ó »El alzó la cabe za y mir inst ante me dio créd ito. '¡Qu e vien e el lobo !' »-D iero n ese grit o ... Alguien grit ó -añ adí tem blan do. ¿Qu é lobo es ese? ... »-Q ue vien e... Pero ¿dó nde está ? o va a hab er aqu í ninEso ha sido una figu raci ón tuya . ¡ Cóm sus barb as, corno para gún lobo! -di jo a med ia voz, entr e tran quil izar me. el cuer po y me asía »Yo cad a vez tem blab a más con todo Me pare ce que esta ría con más fuer za a su blus a de cam pesi no. 116

Dostoyevski muy pálido. El me miró con inquieta sonrisa. Era indudable que se le había contagiado mi emoción. »j Hay que ver! Pues ¡no te has asustado! ¡Vaya, vaya! ~dijo moviendo la cabeza. ¡ Basta ya, chiquillo! ¡ Hay que ser juicioso! ... Tendió la mano y me acarició de pronto las mejillas. ¡Ea, ya está bien, muchacho! Cristo está contigo. Haz la señal de la cruz. »Pero yo no la hice. Me temblaban los labios. Esto pareció asombrarle mucho. Lentamente alzó su grueso dedo del corazón, sucio de tierra, y con mucho tiento me tocó los labios, trémulos ... »Y ahora, al cabo de veinte años, en Siberia, recordaba ese encuentro con toda claridad, hasta en sus más nimios detalles. Eso demuestra que, inconscientemente, lo había llevado siempre en el alma, acaso contra mi voluntad, y que surgía ahora, que era llegado su momento. Se me representaron de nuevo aquella sonrisa tierna, maternal, del pobre siervo; su santiguarse y mover la cabeza: '¡Vaya, pero qué miedo tienes; chiquillo!' Y, sobre todo, aquel su grueso dedo, sucio de tierra y con la uñá negra con que, en acto de tímida ternura, vino a tocar mis labios temblones.» Creo, como Troyat, que esta página nos entrega la clave de muchos misterios de Dostoyevski. Aquel dedo, ennegrecido por la tierra del campo, no sólo rozó su boca para persignarle en un día de pánico pueril. Lo sentimos apoyado, todavía hoy, en la obra entera de Dostoyevski, como testimonio de la fuerza del pueblo, de su desprendimiento, de su crédula abnegación. Todo, en la psicología de Dostoyevski, se halla alumbrado por este fervor para los humildes. Su técnica, que muchos comparan con la de Rembrandt, expresa ciertamente una lucha eterna: la del esplendor de las almas que aceptan vivir su drama, contra la oscuridad de aquellas que, por soberbia, lo falsifican. Hasta el amor es en sus personajes más sugestivos (cuando no la pasión sexual que devora las ideas y disloca los sentimientos) el reconocimiento de dos formas muy parecidas de exaltar la humildad del hombre. Pienso en dos escenas de Criy castigo: aquellas durante las cuales Sonia y Raskólnikov ;-,.-..... u,uu por concertarse en el sacrificio. En la primera (cuarta capítulo IV) Raskólnikov y Sonia han discutido muy Raskólnikov se acerca a Sonia y le pone ambas Largaime:n 117

Torres Bodet ·manos sobre los hombro s. Copio, a continu ación, las palabra s de Dostoy evski: «Era la suya una mirada seca, sanguin olenta, aguda. Los labios le temble queaba n con fuerza ... De pronto , agachó se rápido; y arrodil lándos e en el suelo, le besó los pies.· Sonia, asustada, se apartó de él como de un dement e. »-¿Qu é hace usted, qué hace usted delante de mí? -balb u ció ... Y el corazó n se le encogió doloros amente . ·»-Yo no me he proster nado ante ti, sino ante todo el dolor human o -dijo él, con tono extraño . Y se retiró junto a la ventana .» En el capítul o IV de la parte quinta, el diálogo inconcl uso se cforra al fin. Raskól nikov va a visitar nuevam ente a Sonia. Esta vez, está decidid o a confesa rle su crimen . Sonia, al principio, se resiste a creerle . Pero, tras alejars e un instant e, vuelve a su lado y se arrodil la ante él. Ráskól nikov la interpe la: «-¡Qu é rara eres, Sonia! Me abrazas y me besas cuando acabo de decirte eso. Tú no me compre ndes.» Y le respon de Sonia: «-No, no; es que tú eres ahora más desdich ado que nadie en el mundo ... » Se adviert e el proced imiento simétri co del autor. Un poco más, y hubiése mos casi temido escuch ar en labios de Sonia la misma frase del asesino : «No me proster no frente a ti. .. » Pero Dostoy evski no incurre en esos errores deliber ados; Le basta con hacern os sentir cómo el mecani smo de la piedad es igual en los dos vencido s. Uno y otro tendrán que aliarse porque han llegado a lo más solitari o y trágico de la noche. O perecen , o se unen. El epílogo de la novela está ya en germen en los . trozos que acabo de recorda r. No era fácil que el. vizconde de Vogüé disting uiera entre esa humild ad ante los humild es y lo que él llamó, no sin asomos declam atorios , «la religión del sufrimi ento». Gide se eleva contra esta fórmul a. Y hace bien. Pero no acierto a descub rir claram ente ·por qué razone s protest a. ¿No hay, acaso, una relación secreta entre su tesis (la capacid ad creado ra de la epilepsia) y la expresi ón -muy 1880- de Vogüé? A mí, la fórmul a no me conven ce porque apoya demasi ado el acento sobre lú que no constit uye la meta artístic a del autor. En la obra de Dostoyevski, el sufrim iento es la ruta, pero no el fin. Lo que sus person ajes buscan oscura mente es la realización -aunq ue sea en el martir io- de su comple ta y com"

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Dostoyevski pleja autenticidad. El jugador la busca en el juego; el borracho en el vino; el delator en la delación; el sensual en la orgía; el asceta en el ascetismo; el iluminado en la luz. Por eso es tan grande Dostoyevski, como maestro de la novela moderna. Si así no fuese, sus libros serían prédicas demagógicas y no lo que son, para nuestro goce, una victoria estética sobre, el mal. Ortega y Gasset atina cuando proclama: «Dostoyevski se ha salvado del general naufragio padecido por la novela del siglo pasado ... Y es el caso que las razones emitidas casi siempre para explicar este triunfo, me parecen erróneas. Se atribuye el interés que sus novelas suscitan a su materia: el dramatismo misterioso de la acción, el carácter extremadamente patológico de los personajes, el exotismo de esas almas eslavas, tan diferentes en su caótica complexión de las nuestras, pulidas, aristadas y claras. No niego que todo ello colabore en el placer que nos causa Dostoyevski; pero no me parece suficiente para explicarlo.» Tal vez el filósofo español esté menos en lo justo cuando postula que lo más hondo de los libros de Dostoyevski «es la estructura de la novela como tal». Aquí, por desdén del psicólogo y del sociólogo, el profesor de estética va demasiado lejos. Pero sus observaciones llegan a punto, para evitar que caigamos nosotros en la opuesta equivocación: la que Vogüé nos ofrece cuando nos habla de «religión» y de «sufrimiento». La equivocación consistiría en dejar de sentirnos lectores, para sentar plaza de catecúmenos. II

La salvedad que acabo de hacer me permite afrontar con menor recelo el tema esencial de estas líneas: la consideración de otro de los valores morales que animan la obra de Dostoyevski. Me refiero al sentido de responsabilidad que trata de despertar en todos los hombres. Comienzo por admitir que sería arbitrario ahondar en el tema, si quisiéramos divorciado del sentimiento que he anali. zado hasta ahora con más ahinco: el de la humildad ante los humildes. En efecto, los héroes de Dostoyevski se arrodillan frente a las víctimas del destino, no porque tengan, como lo suponíá el vizconde de Vogüé, una devoción singular por el

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Torres Bodet sufrimiento, sino porque se sienten responsables del dolor ante el cual se inclinan. En una novela mexicana a la que no se ha hecho aún, a mi ver, completa y cabal justicia (Los pies descalzas, de Luis Enrique Erro), encuentro un testimonio muy elocuente de este sentimiento de responsabilidad con los que padecen. Dice así el escritor: «Cantaban (los peones) el Alabado. Canto de dolor, de miseria, de desesperanza. Tenía este canto, en medio de la riqueza fértil de aquel campo bautizado con el nombre de Morelos ... una desolación infinita. Genoveva no podía percibir la grotesca ironía histórica de ese rudo contraste entre el nombre del Estado y la miseria de los indios, pero oidora que había sido de mucha música coral en su tierra -era catalana- sí percibía en el cantar el profundo dolor de aquellas almas en pena, de aquellos estómagos vacíos, de aquellos hombres despojados de toda dignidad humana y arrojados a una vida de perros ... Aquel cántico tenía un inequívoco fervor religioso a pesar de la torpeza con que lo cantaban. Se sentía que era un saludo al jefe todopoderoso, pero un saludo propiciatorio. Como si, al saludarle, le quisieran recordar que entre él y los míseros cantantes había algo eterno y superior que limitaba su fuerza y sus poderes ... » En Crimen y castigo, Sonia no aconsejó a Raskólnikov su tremendo crimen. Ni este indujo a Sonia a los extravíos que la avergüenzan. Pero, en una zona inefable del alma, ambos lo saben: sus oprobios son solidarios. Ambos comprenden (y, si no lo comprenden, lo adivinan confusamente) que no hay desgracias individuales. O, por lo menos, que las causas de las desgracias individuales obedecen muchas veces a fenómenos colectivos -y que, en estos, todos tenemos parte de culpa. Desde este punto de vista, el personaje central es el príncipe idiota. Apenas presentado a Nastasia Filipovna, lo atenacea una convicción: el matrimonio de Nastasia con Gania sería un desastre. Entonces (y sin interés consciente en el asunto), se toma la libertad de ir a verla. Aprovecha una recepción que se da en su casa~ Los invitados se burlarán de él indudablemente. No le importa. Semejantes sarcasmos no le preo~upan. Lo que anhela es impedir a toda costa un error del cual, si callara, se sentiría culpable hasta en la hora última de la muerte. Pasa el tiempo. Nastasia se promete a Rogochin. Después, lo esquiva. Busca refugio en la amistad del príncipe Mischkin. 120

Dos toye vski Se sepa ra de él. Y, cuan do Rog ochi n espe ra recu pera rla, el .. prín cipe vuelve a San Pete rsbu rgo. Ante s de visi tar a sus amigos más inm edia tos, va a salu dar a Rog ochi n, quie n lo dete sta, porq ue lo cree su rival . Una larg a char la pare ce reco ncili arlo s. Pero Rog ochi n sigu e vien do a Misc hkin con desc onfi anza . No entie nde por qué razó n el prín cipe -si no dese a a Nas tasi ase inte resa tant o en salv arla de sus garr as de y volu ptuo sa. El prín cipe le preg unta : «-¿P best ia fren ética iens as que te engaño?» ... La resp uest a de Rog ochi n es muy significativa: «-N o; te creo . Sólo que no com pren do nada . ¡Lo más ciert o de todo es que tu pied ad pare ce más fuer te aún que mi amo r!» Efec tivam ente , hay com pasi ones -co mo la de Mis chk inmás pode rosa s que la más ence ndid a sens uali dad. Sin emb argo, no es tant o la com pasi ón lo que lleva a Mis chki n en pos de Nast asia , sino la idea (mu y vaga , muy imp reci sa, pero prof unda e inso born able ) de que la desg racia de esa muj er caer á sobre él y acab ará por dest ruirl o. Porq ue -re pit o- él, Misc hkin , el epilé ptico , se ha cons titui do ya com o el resp onsa ble mor al de su salv ació n. Acosado por cont rove rsias que cual quie r otro decl arar ía ajen as a su albe drío , Misc hkin inte nta salta r el cerc o que le han imp uest o las com plica cion es sent imen tales de los dem ás. Pero -dic e Dos toye vski - diez min utos le bast an para lleg ar a una conc lusió n. Hui r le será imp osib le. Y le será imp osib le porq ue tales com plica cion es form an part e de una cons telac ión de prob lema s que hom bres de su cate gorí a no tien en dere cho para no esfo rzar se por reso lver . Cua ndo algu ien com ete una mal a acci ón -o, simp leme nte, una falta de tact o- sole mos man ifes tar que «sen timo s ver. güenza por él». Pues bien , el prín cipe idio ta es el ser a quie n sonr ojan de hech o, y sin met áfor a algu na, con sus inde licadezas más leves, todo s los que le trata n. ¿Im agin áis dest ino más angu stios o? Espe cialm ente , porq ue las seño ras y los señore s que le rode an no se limi tan a mer as inde licad ezas en la cond ucta . Odia n, con furia . Algunos mat an, com o Rog ochi n. El ases inat o de Nas tasia Filip ovna es el coro nam ient o y la cum bre de la novela. Misc hkin lo ha pres enti do desd e el primer mom ento . Como la prop ia Nas tasia , quie n se entr ega a la post re a Rog ochi n porq ue está pers uadi da de que la mat ará. La conc ienc ia de ese pres enti mien to acab a por conv ence r a Misc hkin de que, en prop orci ón indi scer nibl e, ha cola bora do 121

Torres Bodet -él también - en el delito de Rogochin. Va a visitarle. Juntos velarán el cadáver de la mujer que los separó con la vida y que, , en la muerte, los reunió. típico; pero no único. Mududa sin es idiota El de caso El chos otros revelan, en las novelas de Dostoyevski, hasta qué grado las nociones de humildad personal y de responsab ilidad universal dominan el espíritu del autor. ¿Por qué ir a buscarlas, después de todo, en la mentalid ad de sus personaje s? El mismo, desde muy joven, nos brinda un ejemplo de esa necesidad de adhesión a la culpa ajena. Me refiero al sentimien to de responsa bilidad que provocó, en Dostoyevski, la muerte súbita de su padre. Mijail Andreyévich fue asesinado el 8 de junio de 1839, en su propieda d de Darovoye, por un grupo de campesin os a los que su imperio, caprichos o y severo, sacó de quicio. Su hijo Teodoro se enteró del caso en la Escuela de Ingeniero s, de la cual era alumno entonces. Nunca tuvo Teodoro mucha ternura para el viejo Mijail. El día mismo del homicidio , había pensado en él con particula r dureza. ¿No era él, por lo tanto, tan responsab le del crimen como los múchiks de Darovoye ? Esta certidum bre le persiguió durante toda la vida. La utilizó en su obra maestra: Los hermanos Karamdsov. En ella, Smerdiákov mata al bufón, Teodoro Pávlovich; pero el responsab le es Iván, él intelectua l, hijo mayor de la víctima. Iván que, sin cometer el atentado, lo concibió . .Esta zozobra de Dostoyev ski dio lugar, en 1929, a un admirable estudio de Freud. El agudo psicoanal ista vio, en los hechos de que doy cuenta, el origen de la hipereste sia del hombre y de los fantasma s del escritor. Más recientem ente, la señora Dominiqu e Arban ha editado un volumen de mucho mérito acerca de los dos «complej os» fundamen tales que se repiten con frecuenci a en las novelas de Dostoyev ski: el del padre, muerto por otro, pero con culpabili dad para el hijo, y el de la niña violada. Aceptemo s o no la opinión freudiana , lo indis· cutible es que, a lo largo de los relatos de Dostoyevski, advertiremo s siempre estas dos enseñanz as complem entarias: hemos de humillarn os ante el humilde y, al propio tiempo, hemos de reconoce r la responsa bilidad que nos correspon de hasta por actos que, con frecuenci a, no realizamo s nosotros mismos. Estas dos enseñanz as encuentra n su expresión más conmo· vedara en otra de las figuras de Los hermano s Karamdsov:

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Dostoyevski la del anciano Zósima, tutor angélico de Aliocha. Quien haya · leído ese libro recordará indefectiblemente la escena en que -el venerable stárets, sintiéndose próximo a fallecer, se despide de los religiosos que vivieron bajo su amparo. «Hablaba de muchas cosas -nos cuenta Dostoyevski-; parecía querer decirlo todo, poner de manifiesto una vez más ante el momento de la muerte cuanto no mostrara plenamente su vida, y no por adoctrinarlos simplemente, sino ansioso de . infundirles a todos su misma alegría y entusiasmo, de desahogar una vez más en la vida su corazón. »-'--Amaos los unos a los otros, padres -exhortaba el stárets ... No somos nosotros más santos que los seglares, por habernos venido aquí y encerrado entre muros; sino qué, por el contrario, todo el que viene áquí, por eso mismo de venirse acá, se reconoce peor que todos los seglares y que todo el mundo ... Es más: hasta que no se reconoce así, no sólo es peor que los seglares, sino que también es culpable ante todos de todo, de todos los pecados así colectivos como individuales; no ha logrado el fin de nuestro retraimiento a soledad. »Porque habéis de saber, amados míos, que cada uno de nosotros es culpable por todos y de todo en la Tierra; indudablemente, no sólo del pecado universal, sino también individualmente por todos y cada uno de los seres de la Tierra.» No sé si esta traducción, que tomo de la obra autorizada por Rafael Cansinos Assens, sea la mejor o pueda reputarse la más exacta. No me atrevo a insinuarlo pues no hablo el rúso .. La versión francesa de Elisabeth Guerti es, en esta parte, más elegante y, tal vez, de más lógica precisión. Pero si la española me agrada más -en los párrafos que cito.:_ es porque ·la encuentro menos compacta, más cercana a la realidad del monólogo, con sus repeticiones verbales y sus torpezas, sus insistencias y sus desfallecimientos. Todos somos responsables de todo, ante todos. Da a seme. jante frase intención todavía más vigorosa el hecho de que un ser absolutamente distinto al stárets Zósima (el liberal Stepán Trofímovich Verjovenski) exprese la misma idea, casi en iguales términos, al mediar el absurdo viaje con el que pone fin a su vida y límite a su ateísmo. La escena consta en la última parte de la novela titulada Demonios. En las tribulaciones que ese libro registra, la figura del diletante obra con la inconsciencia de un catalizador. Todo, al lado suyo, se lleva a cabo 123

Torres Bodet sin que interve nga ·él volunta riamen te en los sucesos que lo anonad an. Amigo -un tanto parasi tario- de Varvar a Petrovna, durant e años se entn~gó a la tutela de aquella dama, a quien simultá neamen te respeta y odia. A su hijo, Piotr Stepán ovich, en suma no lo conoce . Lo hizo educar lejos de su vida, lo dejó complo tar y viajar a mil leguas de sus esperan zas y de sus miedos . Cuando ~l destino (o, si queréis , la fantasí a del novelista) los reúne frente al lector, se repelen el uno al otro inmediatam ente. El padre es el románt ico sin pasione s; adalid platónico, en luchas que nunca libra, de ideales y fuerzas en que no cree. El hijo, en cambio , es un terrori sta práctic o y peligroso. Organi za -con sistemá tica audac ia- la destruc ción del régime n en que vive. Frecue nta a la mujer del gobern ador, para adueña rse de la pequeñ a y necia «razón de Estado » que determina la acción local de la autorid ad. Fomen ta el byronis rno de Stavróg uin, a fin de poder conserv ar -en la baraja marcad a con la que juega - un verdad ero as de espada s para el minuto de las apuesta s más atrevid as, o de las bazas más import antes. Cultiva las penas d~ los humild es corno fermen to para la levadura de un pan amargo , pues detesta más a los podero sos de lo que arna en verdad a los desvali dos. Sabe, por otra parte, que nada une tanto corno la sangre de un camara da y elige, para el papel d~ víctima , al más leal de los conjura dos: un hombr e bueno, llamad o Shátov , a quien acusa de delator y al que mata precisa mente al caer la noche del día en que aquel tácito person aje (hasta entonce s más bi~n borroso ) acaba por conven cernos del desinte rés de su corazón . Frente a conspi rador tan materia lista, del cual nos describ e muy bien Dostoy evski, ante la promes a d~ cada crimen , una hambre nueva (y no se trata de una metáfo ra, sino de un apetito real de alimen tos sólidos y concret os), eL viejo Stepán Trofírn ovich tiene que resulta mos, por fuerza, pálido en gradó sumo. No es que a él no le guste mezcla r sus diserta ciones con partida s de naipes y con champa ña. El autor nos lo ofrece en toda su realida d, con todas sus avidece s y sus vergüen zas: «ni frío ni calient~», sonoro de tan vacío, volteri ano por tedio; liberal con temor a la libertad , erizado de citas inneces arias y, en los momen tos más decisivos, lacrimo so, muelle, dor ... Cuando , por maquin ación de su hijo, todo arde en cercaní a, cuando los seres que más ha amado 124

Dostoyevsld o mueren , o se destier ran, Stepán Trofíin ovich huye de la ciudad donde la vida lo consum ió perezo sament e. Se marcha , con cuaren ta rublos en el bolsillo y una colecci ón de refrane s franceses eri la memor ia, a descub rir y entend er a Rusia. En cierta «isba», a la que llega bastan te enferm o, una imprevist a compa ñera de viaje lo v~la y cuida. Es una mujer de treinta y cuatro años, que trabajó con las herman as de la Caridad en Sebasto pol y que, ahora, vende ejempl ares del Evangelio. El ateo la adora súbitam ente. El tambié n se consag rará a vender aquello s «lindos libritos ». «El pueblo es religios o -declara- , e' est admis; pero todavía no conoce el Evange lio. Yo se lo explica ré ... ¡Oh, perdon emos, perdon emos, ante todo; perdon émoslo s a todos, y siempr e! Espere mos que tambié n a nosotro s nos perdon arán. Sí, porque todos y cada uno de nosotro s somos culpabl es ... ¡Todos somOs culpab les!» En la agonía, el librepe nsador y el monje proclam an la misma t~sis. Todos somos responsables de todo, ante todos. Esta es la esencia del pensam iento de Dostoy evski. Se evoca en este peldañ o -el más alto- de la ascensi ón doloros a de Teodor o Mijailo vich a un loco muy españo l. Si digo «loco» es porqu~ Cervan tes así quiso present árnoslo . Aludo al licenciado Vidrier a, el símbol o de una de las más bellas novelas escritas en .nuestr o idioma . Todos recorda mos la fábula de Cer" vantes. Un joven, gran estudia nte salman tino en sus años mozos, Tomás Rodaja , poseso r (a pesar del nombr e) de una concien cia tan rigoros a que parecía «más de religios o que de soldado», visita Italia y se asoma a Flande s. Sin pasar por París, vuelve a Salama nca, «que enhech iza la volunta d». En alaman ca, una dama «de todo rumbo y manejo » se prenda e él. Como Tomás no corresp onde a sus prefere ncias, la dama e venga de su aborrec imiento dándol e a comer un membr illo reviam ente embruj ado por alguna de esas morisc as que tan portun amente surgen y luego se desvan ecen en el paisaje de iertos clásico s castella nos. Tomás queda loco «de la más ex~ raña locura» . «lmagi nóse el desdich ado -escri be Cervantes~ ue era hecho todo de vidrio, y con esta imagin ación, cuando lguno se llegaba a él, daba terrible s voces pidiend o y suplindo con palabra s y razones concer tadas que no se le acerca. n porque le quebra rían; que real y verdad eramen te él no a como los otros hombre s: que todo era de vidrio, de pies :cabeza .» 125

Torres Bodet De acatar sólo mi placer, insertar ía aquí el relato íntegro. Lo dejo en la frase en que lo interrum po pues creo que lo t!'anscri to nos manifie sta ya lo esencial. A saber: que, por lo que atañe a las consecu encias físicas, Cervant es imaginó una alegoría perfecta de la vulnera bilidad exterior del hombre , y que su alegoríi;i es digna de preveni rnos respecto al estado de vulnera bilidadi nterior que Dostoye vski nos recomie nda. Cuando Tomás Rodaja implora a quienes, con acaricia rlo no más, podrían hacerlo trizas, nos invita a pensar en los hombre s y en las mujeres de Dostoyevski, de vidrio siempre para el dolor, transpar entes a la culpa de los demás, frágiles al contacto de sus flaquezas; respons ables, es decir, vulnerab les a toda hora y. frente a todos los desvíos y los escánda los de sus prójimo s. La diferenc ia estriba en que, mientra s el licencia do Vidriera cree salvarse merced al distanci amiento y a la intangib ilidad de su persona , los hombre s y las mujeres inventad os por Dostoyevsk i saben que no pueden salvarse sino rompién dose, dejando que penetre en su alma la angustia extraña, abdican do en fin de sus propios límites, para alcanza r -aunqu e sea por un momen to- la dimensi ón dramáti ca de lo humano . Gracias a esa inmersi ón en lo universa l, las congoja s individuales acaban por redimirs e, pues -como lo cantara un extraordin ario poeta de México, Enrique González Martín ez- «la vida dice: 'no· hay un alma en cada hormiga ; el hormigu ero tiene un alma espiritu al'». Entre los muchos fragmen tos de la obra de Dostoyevski que podría citar como prueba de lo que digo, elijo uno que parece no haber llamado especial mente la atención de muchos comenta ristas. Se encuent ra en esa interpol ación admirable que constitu ye, en el texto de Los herman os Karamásov, la biografí a de Zósima, tal como Aliocha la redactó, con apoyo en el recuerd o de los coloquio s que tuvo con el stárets. La biografí a se halla dividida en varios capítulo s. En el primero , se evoca la figura de Markel, el herman o de Zósima, sin cuyo ejemplo este probabl emente «no hubiera profesad o nunca los hábitos monjiles ». El segundo está consagr ado a explicar la influenc ia que ejercier on las Escritur as en la vida de Zósima. Quedan ahí páginas de excepcio nal emoción : aque, llas en que Dostoye vski describe una noche de julio, inolvida· ble para el stárets porque, en ella, el diálogo con un campesi no joven le hizo apreciar la luz que brilla en la concien cia de

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Dostoye vski criatura s más iletrada s y más opacas. «Noche luminos a, apacible, tibia -relata Zósima -; el río, ancho; nos orea la bruma que se levanta; chapuce an los peces, callan los pajarillo s ... Los únicos que no dormíam os éramos nosotro s dos: yo y aquel joven. Y nos pusimos a hablar de la belleza de este mundo de Dios y de su misterio . Cada brizna de hierba, cada escarabajo, cada hormigu ita, cada abeja de oro, todos, hasta causar asombro , siguen su camino. Carecien do de inteligen cia, dan testimon io del mist~rio de Dios; continu amente lo están ellos mismos cumplie ndo ... » El tercer capítulo de la biografí a narra determi nados episodios de la juventu d de Zósima y, con notables detalles, un duelo, en que el stárets no particip a, pues prefiere dejar que su adversa rio dispare solo, exponie ndo su propia vida, a ¡::orrer el peligro de matarle él por mera obedien cia a una idea equivocada del honor varonil. En el capítulo cuarto -que es el que me interesa más hondam ente- surge un visitant e misterio so de Zósima, hombre que asesinó por amor catorce años antes y que, al contacto con el stárets, acendra poco a poco su decisión de revelar un delito que la justicia oficial ha ignorad o siempre . Aquí se insertan los párrafos que me importa ba re produci r. Habla el visitante misterio so: « ... el paraíso -dice- todos lo llevamo s dentro. Tambié n ahora se alberga en mi interior, y de querer yo ... mañana mismo se me revelará , y para toda mi vida. En cuanto a eso de que todo hombre sea culpable por todos y por todo, prescind iendo de sus pecados propios, en eso ha juzgado usted (se dirige al stárets) muy atinadam ente. Es conmov edor d que pronto haya usted podido abarcar tal pensami ento en toda su plenitud . Y es en verdad seguro que 'cuando los hombre s compre ndan este pensam iento se les aparecerá ya el reino de los cielos, no en sueños, sino en la realidad ». Lo interrum pe Zósima entonce s. «Pero ¿cuándo -exclam a con amargu ra-, cuándo será, y será alguna vez? ¿No se tratará de un simple sueño?» A lo que contesta el visitante : «¡Cómo ! ¿Usted lo predica, y no cree en ello? Pues sepa usted que ese sueño, como usted lo ha llamado , ha de realizars e indiscutiblem~nte. Esté de ello seguro, aunque no ahora, pues cada cosa tiene su ley. Es este un asunto espiritu al, psicológ ico. Para refundir y reha-

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Torres Bodet cer de nuevo el mundo es menest~r que los hombres mismos, psicológicamente, emprendan otro derrotero. Si no te haces de veras hermano de todos, no vendrá la fraternidad. Jamás los mortales, por ninguna ci~ncia ni ningún provecho, acertarán a desprenderse de sus propiedades y de sus derechos. Todo se les antojará a todos poco, y no dejarán de murmurar, envidiarse y exterminarse unos a otros. ¿Me preguntaba usted cuándo sería eso? Será. Pero, primero, debe cumplirse un periodo de humana soledad... Esta que ahora por doquier impera y, particularmente, en nuestro siglo; pero no se ha verificado aún del todo ni le ha llegado todavía su tiempo. Todos se afanan ahora por retraerse cada vez más. Todos quieren experimentar en sí mismos la plenitud de la vida. Y, sin embargo, todos sus esfu~rzos les conducen, no a la plenitud de la vida, sino al suicidio; porque, en vez de hallar la plena defini• ción de su ser, van a parar en la soledad absoluta ... » El importe de ese rescate de la soledad, por subordinación a lo universal, somos nosotros mismos: es nu~stro orgullo. Al aconsejarnos semejante desprendimiento, Dostoyevski tenía muy presentes sus lecturas de Omsk. En el presidio, su compañero constante fue un ~jemplar de los Evangelios. Lo que arranca a Dostoyevski al terreno de la moral pura, lo que lo sitúa -y lo arraiga- en el campo del arte, es que a la filosofía del renunciamiento se empeña, inflexiblemente, por añadir lo que he llamado la voluntad de autenticidad de sus personajes. Es cierto, sólo dando nuestra vida, la haremos realmente viva. Mas sólo siendo fieles a nuestro perfil y a nuestra personalidad intransferible valdrá la pena el sacrificio de nuestra vida. Hay que entregarnos. Y entregarnos sin reticencias. Pero, para darse en la eternidad hay, primero; que ser -en la ondulante evasión del tiempo. ¡Círculo vicioso! condenarán los lógicos. ¡Círculo dantesco! comentarán los tímidos. Inevitable concomitancia, parecen querer decirnos, con su .d~stino a cuestas, los héroes de Dostoyevski. De ahí la ansiedad carnal con que están pegados a las pasiones de su existencia. De ahí la obsesión de Raskólnikov, la servidumbre de amor de Sonia, la concupiscencia s~nil del padre de los Karamásov, la fiebre erótica de Rogochin, el insolente lujo de Nastasia Filipovna, la altivez d,e Aglaya Ivánovna, la audacia satánica de Stavroguin, la manía destructora de Verjovénski ... Son y no quieren ser. Pero, para dejar de ser, 128

Dostoyevsk i tienen antes que ser infinitamen te, por todas las células y los poros, amando hasta la locura, odiando hasta el exterminio . Cristianos por aspiración -muchos sin saberlo-, todos tienen los pies en la arcilla, cuando no en el barro de esa humanidad primitiva que es todavía la nuestra, salvo rarísimas excepciones. Todos buscan, en las tinieblas que les circundan, la luz que en sí mismos llevan, pero que no les alumbra sino por crisis, cuando se pone en contacto con la luz que llevan también, en el alma, sus semejantes . Son pedazos coléricos y terribles de un lamentable conjunto que avanza a tientas, del cual nos sentimos parte 'Y que sólo dará a sus miembros un gozo propio cuando todos acepten al fin la ley de lo universal, pero que sólo estará en aptitud de aceptar la ley de lo universal cuando cada individuo, por separado, dé un valor personal, exclusivo e inalienable a su libertad. A esta pugna entre el impulso de ser -'-Y de ser hasta el extremo de nuestro sinoy la esperanza de anularnos, alguna vez, en el perdón colectivo del mundo entero, está consagrada la obra de Dostoyevski. Es su epopeya. Hasta aquí hemos visto la existencia del hombre y hemos intentado plantear el problema de su ética inexorable. Vamos a examinar, ahora, de qué modo logró el artista responder a los compromis os de esa existencia -y hacer honor a las exigencias de esa moral.

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EL ARTISTA

Cuando se piensa en Dostoyevski, dos nombres acuden a la memoria: los de Blas Pascal y de Federico Nietzsche. Esos grandes inquisidores del alma humana forman con él un triángulo que no ha logrado romper ni la osadía de otro buzo profundo de la conciencia, el descifrador de los sueños del siglo xx: el psicólogo Sigmund Freud. ¿Por qué asocia nuestro recuerdo la sombra de Teodoro Mijailovich a la de un pensador como Pascal y a la de un filósofo como Nietzsche? ¿Por qué no la une, más bien, a la de otros~ creadores de anécdotas y de tipos? ... No será, ciertamente, porque sus Hbros carezcan de acción y de caracteres. El «censo» que prolonga sus obras en algunas ediciones contemporáneas da razón de más de mil personajes. Aun descontando a aquellos que no son fruto de la fa:µtasía del autor (miembros de su familia, escritores célebres, figuras de la política y de la historia) el total sigue siendo imponente. Por lo que se refiere a la sección de una sola letra -pongo por cáso la. L-'-, he hecho el cómputo sobre el «censo». De los cuarenta y tres nombres incluidos, veintinueve corresponden a seres inventados por Dostoyevski. Suponiendo que la proporción del conjunto fuese la misma, podríamos hablar de más de quinientos hombres, mujeres y niños creados por su imaginación~ Se trata, como en el caso de Balzac, de una verdadera competencia al Registro Civil. Ahora bien, esos personajes no están inertes, como los apellidos .clasificados en las columnas de un directorio de teléfonos. Esos personajes viven, aman, sufren, se abrazan, se traicionan y se persiguen. Se les oye subir -o bajar- por las escaleras de una vieja casa de apartamientos, en un barrio áspero de Moscú; o, al contrario, llegar en coche, sobre limpias pistas enarenadas, hasta la puerta de algún palacio próxi131

Torres Bodet mo al Neva. Muchos de ellos hablan el ruso exclusiva mente. Otros presumen de no pensar con exactitud sino en el idioma de Goethe o el de Descartes . Unos son sanos. Tienen mejillas sonrosad as y ojos brillantes . Otros tosen con una tos sospechosa, que suena a tisis. Unos existen merced a una profesión : son abogados , banquero s, médicos, ingeniero s. Otros, gracias a la utilidad de un oficio, de relojeros, de ebanistas , de afinadores. Unos son siervos; cultivan el campo, como Marei, y bendicen al niño de sus patrones con un dedo sucio de tierra; o bien matan al padre del niño, como los múchiks de Darovoye. Otros no viven de su trabajo, sino del sudor o de la violencia de los demás. Son rentistas, o fabricant es de sueños y de tumultos , de bombas y de proclama s. Unas, como Nasta~ sia Filipovna , arrojan al fuego un fajo de cien mil rub~os a fin de ver si Gania, su pretendie nte, se quemará los dedos parq cogerlo, a cambio del sacrificio de sµ amor propio. Otras, como Sonia, se venden por mucho menos. Unos deliran· por que salga cierto número en la ruleta. Otros, por que el puñal que compraro n tenga buen filo y penetre profunda mente en el seno de la mujer que no quiso amarlos. Unos .esperan a que una mano amiga -y anónima si es posible.,- los prive de un progenito r mezquino , voraz y meticulos o; Otros se desgarran el pecho, para que el mundo entre en él y quepa, entero, en su corazón. No es por falta de vida y de dramatis mo por lo que la crítica se ha acostumb rado a elevar la obra de Dostoyev ski hasta el plano que normalm ente reserva para el examen de produccio nes como las de Pascal y de Nietzsche . Lo que ocurre es que la acción, en las novelas de Dostoyev ski, traduce siempre un concepto , un juicio social o ético de las cosas. Gide·lo indica lúcidame nte: en Dostoyev ski, .el pensamie nto no sigue al hecho. Lo precede. Con frecuenci a, «la pasión debe. servir · de intermed iario entre el pensamie nto y el acto». manos En . peligroso muy es trabajo de iento procedim Este de un artista menos consuma do que Dostoyev ski, daría lugar a relatos artificiales, deformad os a priori por las doctrinas. del escritor. Pero no me detendré ahora en· este punto, sobre el cual hablaré en seguida. Lo que me importab a aclarar, por lo pronto, era la razón de esa semejanz a, a la que antes me referí. Pascal, Dostoyev ski y Nietzsche parten del pesii:nisrno 132

Dosto yevski para vencer lo y para llegar a la armon ía de ser. El prime ro lo consig ue por la fe; el segund o por la humild ad; el tercero por el orgullo . Sus métod os son distint os. Pascal explor a su alma entre dos infinit os, el de lo grande y el de lo peque ño, el macro cosmo y el microc osmo. Nietzs che sube a la monta ña, para hacer ahí, entre glaciar es, su recole cción fantás tica de parábo las. Dostoy evski, a fin de encon trarse, se pierde en la multit ud. · Dos amena zas cercab an a Dostoy evski frente a la página en blanco . He menci onado ya a una: su obsesi ón del concepto, su uso de las pasion es como agente s entre una idea -la suya- y un acto, el que ejecut an sus person ajes .. La otra amena za era su afición excesiva al contra ste; afición que le coloca ba ante un posítiv o dilema : o el claros curo de los maestros más altos de la pintur a o el negro y blanco de los más impetu osos devoto s del folletín . O Remb randt o Eugen io Sue ... De este dilema , lo salva el genio. Pero el genio no se salva sólo por la intuici ón. Se salva tambié n por el compr omiso , por la pacien cia, por el estudi o modes to de cada día. Entrem os, pues, al taller del genio. Procur emos averig uar cuáles son sus técnica s y a qué catego ría de receta s literar ias perten ecían las que él usó.· · Desde luego, una observ ación se impon e. La técnic a del noveli sta no .nació armad a de punta en blanco como, de la cabeza de Zeus, Palas Atenea. Dostoy evski no fue, como algunos otros artista s, escrito r que se definió por compl eto en el· prime ro de sus ensayo s. Pobres gentes es, sin duda, muy importan te; más impor tante, tal vez, de lo que opinab an mucho s comen tarista s. Varios de los temas fundam entale s de Dostoyevski se recono cen en ese libro: su piedad para los vencid os, su exalta ción del despre ndimie nto, su culto de la humild ad. Peto todos esos temas se enunc ian con timide z. La luz que proyec ta el autor sobre las másca ras de Várink a y de Pokrov ski es todaví a débil y vacila nte, luz de brasa de chime nea o de lámpa ra de quinqu é -Y no, como en sus última s descrip ciones, haz de lintern a sorda, cuand o no, en las crisis más arduas , llama de incend io human o, avivad a por quién sabe qué soplo súbito e infern al. Ya he dicho todo el bien que pienso de El doble, la segun· da de sus novela s, injusta mente tratad a por los crítico s de la época. Sin embar go, ¡ qué abism o media entre sus capítu los 133

Torres Bode t o de El idiota! más sutile s y cualq uier fragm ento de Demonios es (a las que acion realiz estas y En efecto, entre aque lla nove la a un abismedi v) máso Kara anos sólo supe ra la de Los herm revel an nos que el ia; Siber de el ulo, mo inme nso: el del patíb ese labor atori o las carta s escri tas por Dost oyev ski al salir de riend a la cárce l mara villo so, pero terrib le, que fue para su expe de Oms k. el el 22 En una de esas carta s, envia da a su herm ano Migu . He entes elocu de febn~ro de 1854, encu entro dos pasa jes muy aquí el prim ero: me ha a. que -según dice- «estaría muy bien que Jos poetas

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Torres Bo det los dedes de allí, con tem pla sen a no se rem on tas en al éte r y, l art e pu ede pre sta r gra n ayu da «E má s mo rta les con altivez». «P ero cie rra eno rm es rec urs os. » ·en s pue ón, aci per acon su coo per coo la lo que des eab a yo sub ray ar) tirs e ~añade- (y he aqu í ver con de un sim ple deseo sin los ció n del art e no pue de pas ar de ía yor qui en exige, en la ma del nu nca en exigencia,. pue s ra me pri ley po r la fue rza , y la casos, tra ta de im po ner se ón y de creación.» arte es la libertad de inspiraci sin cer am ent e, po rqu e jam ás he Es ta act itu d -q ue apl aud o sab ider ech o a olv ida r sus res pon que cre ído qu e el esc rito r ten ga o poc tam nca nu no he apr ob ado o ític lid ade s hu ma nas , y po rqu e pol er; pod un r po n dic tad as en a esa s res pon sab ilid ade s le sea nci rco est éti co y cob ra im po rta o co me rci al- reb asa el ma nat ura l ión ucc ded La a. lic vid a púb ca es tod os los act os de nu est ra ísti Do sto yev ski en ma ter ia art del pri nci pio ase nta do po r o insól no erp ret aci ón soc ial -y el rec ono cim ien to de un a int ista , div idu al- de la lib ert ad. ras su lib ert ad (co mo art s El ho mb re es lib re, mi ent ade ert lib las oci ant e) no vul ner e que com o ind ust ria l, com o neg ad rid ida sol sen tid o étic o de la de los dem ás ni su pro pio a otr o die tie ne der ech o a des po jar Na mele un e a sus sem eja nte s. er sab o sm mi él la po stu la deb e en qui o per ad; ert lib su de del bie nes tar colectivo; ad dir la y lim ita rla en fun ció n po r qué hab lé de la lib ert a Ah ora se ent end erá me jor rib ad, par a Dostoyevski, no est nto com o com pro mi so. La lib ert ivi duo le vie ne en gan a, cua po, tan to en hac er lo qu e al ind ley int eri or y, al mi sm o tiem en ob rar de acu erd o con su la res pon sab ilid ad qu e le imde no con un sen tid o con sta nte y has ta los pen sam ien tos que ... e hac e qu os un po nen los act uye stit ma ner a, la lib ert ad con for mu la. Co nce bid a de est a res ent a obl iga ció n y, po r end e, rep pro der ech o, per o enc arn a un a com ese pro mi so. La noc ión de tenun est ado per pet uo de com en ski yev per son aje s de Do sto con mi so es· la qu e col oca a los de ra· atu per da esa alt a tem r po sió n dra má tic a; la qu e les , odo cóm s má e irre mi sib le. Lo s ela tro ver sia int eri or, dol oro sa nov las en o, ra lib ert ad. Per sup ues to, ser ía del ega r nu est one s má s dec isiv as de la exisaci situ las de Do sto yev ski y en el desad es ind ele gab le -p or qu e ten cia , res ult a qu e la lib ert le. tin o, tam bié n, en ind ele gab ces de sto yev ski (y. en los dos cau Do en es Ap are ce ent onc ramdKa novela, en Los her ma nos su ob ra esc rita : den tro de la

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Dostoyevski sov, y dentro del ensayo, .en su discurso sobre Puschkin) la conclusión de muchos años de esfuerzos, de incertidumbres y de congojas. Para salvar su libertad, el hombre debe obrar, individualmente, con apego a las normas de la fraternidad humana; porque la solidaridad no es exclusivamente la condición del progreso común, sino el único medio de asegurar el desarrollo libre de cada persona. A esa solidaridad, Aliocha Karamásov la llama «amor». Y Dostoyevski, en su elogio de Puschkin, «espíritu popular». «Creed -exclama- en el espíritu del pueblo. No esperéis sino de él la salvación, y él os salvará» ... Sin embargo, como estas expresiones podrían entenderse como un grito nacionalista, Dostoyevski se encarga de· esclarecérnoslas. Puschkin amó a su pueblo, pero supo comprender -y por tanto amar.,- a los otros pueblos. «¿Quién caló tan a fondo en el espíritu de las naciones extranjeras?», pregunta Teodoro Mijailovich. Asoma de nuevo, como leitmotiv, el sermón de Zósima: «Todos somos responsables de todo, ante todos. No es deseable erigir la di~ cha -de un grupo, de una casta, de un pueblo, de una naciónsobre la infelicidad de nadie.» «¿Qué felicidad puede ser esa, que se funda en la ajena desgracia?», interroga otra vez Dostoyevski. Y, reelaborando un concepto expresado ya en Los hermanos Karamásov, declara, en su discurso sobre Puschkin: «Supongamos que tuviese que transformarse la estructura de la historia de la humanidad con el fin de hacer felices a los hombres, de aportarles. paz y tranquilidad. Supongamos que a ese objeto fuera indispensable sacrificar en total una sola vida humana. Y no tampoco . una vida muy valiosa, sino la de un ser totalmente ridículo; no ninguria figura shakespeariana, sino ... vaya, pongamos, sencillamente, fa dé un honrado anciano, marido de una mujer joven, en cuyo amor tuviera ciega fe, no obstánte no conocer su corazón, a la que honrase y estimase, de la que estuviera orgulloso y por la que se sintiese feliz y tranquilo. ¡Y ese hombre sería el único en padecer deshonra y vilipendio y dolor para poder fundar sobre sus lágrimas el edificio de la felicidad! ¿Aceptarían ustedes el papel de arquitectos de ese edificio con esa sola condición?... ¿ Podrían ustedes sostener ni por un momento la tesis de que los hombres para los cuales construyesen ese edificio habrían de aceptarles esa feli. cidad, cuando en su base misma pusieron ustedes el dolor de

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Torre s Bodet inun homb re, todo lo insign ifican te que se quiera , sí, pero· estar an podrí y cable, justam ente sacrif icado de un modo impla siemp re conte ntos con esa dicha? » ¡Cóm o resue nan hoy, en el coraz ón de. los homb res sincede ros, las palab ras pronu nciad as por Dosto yevsk i en junio días.! esos desde os puebl los dido 1880! ¡Qué poco han apren para ¡Con qué lúgub re cegue dad se destro zan unos a otros, o! orgull de Babel otra , levan tar, sobre ruinas la El dolor es sagra do -nos recue rda, desde su tumba , de iario voz cansa da, y, sin emba rgo, inflexible,. del ex presid de los Omsk . No se const ruye nada durab le sobre las lágrim as perma que aotros. No hay torres -de ventu ra o de glori Abel. de er nezca n si Caín las susten ta sobre el cadáv y Pálido , humil de, enferm o, epilép tico y jugad or, vision ario o nísim huma ano, ¡hum ogo, natura lista, super sticio so y psicól Dosto yevsk i ! Entre todas las desgr acias que atrave só, bajo todas las verre" güenz as que lo humil laron, de todas las divers idade s que así, llega ron, afligie le que nes diccio gistró y todas las contra moral . en el umbr al de la senec tud, a integr ar por fin su unida d es la La ecuac ión en que esa unida d profu nda se manif iesta lodos y mism a que acabó por revela rnos entre las tempe stades que la de sus novel as; la respo nsabi lidad es a la humil dad lo solida ridad a la libert ad. Fue grand e por lo que creyó ; pero más aún por lo que que quiso creer. Al despe dirno s de él, pienso en una frase al les, fundib incon nos Malra ux consa gró a uno de sus herma .su En randt. Remb eterno israel ita de Amst erdam , al viejo y na-, diálog o con el ángel -dice el autor de La condición huma sino on, enzso Harm randt Remb Remb randt no fue el señor le». plazab irreem ria «mise re, sólo un homb re; un homb én, La lecció n más grand e de Dosto yevsk i consis tió, tambi miable mplaz «irree la de so inmen valor el en hacer nos sentir seria» humana~

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PÉREZ GALDÓS

¿POR QUÉ GALDÓS?

Cuando decidí reunir en estas notas el nombre de Benito Pérez Galdós a los de Stendhal y Dostoyev ski, algún amigo me preguntó : «¿Por qué Pérez Galdós? Sí, ¿por qué él y no, por ejemplo, Proust, que usted tanto admira, o Thomas Mann, que tantos lectores tiene en Hispanoa mérica, o Kafka, que de manera tan original y tari imprevis ta prolongó ciertas partes de la obra de Dostoyev ski, o Tolstoi que -en Resurrec ción y en La guerra y la paz- nos dejó dos libros definitivos, o Dickens, por quien no ignoro la fidelidad de su devoción, acrisolada durante años, desde el fervor de la juventud ?» Como es posible que algunas otras personas se hagan la misma interroga ción, creo de mi deber empezar por dárles una respuesta directa y franca. En efecto, el examen crítico de la gran creación proustian a habría sido más sugestivo para mí; el estudio de Thomas Mann me hubiera obligado a una interesan te incursión en las tierras germánic as de los primeros años del «novecien tos»; Kafka. abre perspecti vas psicológi cas muy secretas; Tolstoi es un ge· nio de reputació n más universal y, en la historia de la novela, Dickens y Balzac ocupan lugares más alumbrad os por la crítica. Pero en la voz de don Benito, España entera nos reconfort a. Y, en una galería de novelista s, un mexicano que dialoga con mexicano s no podía desentend erse de un escritor que, en nuestro propio idioma, compuso algunas de las novelas fundamen tales del pasado español reciente. Por otra parte (y eso el amigo de quien hablo lo reconoció desde luego de buena fe), en América, Pérez Galdós es menos conocido de lo que suponen no pocos hombres de letras. Todo parece haberse conjurad o contra él: su fama de;; anticleric al y su estilo, tan calumnia do; su fecundida d, que resulta difícil de afrontar en todas sus múl-

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Torres Bode t · narra dor imtiple s cons ecue ncias , y su friald ad apare nte, de placa ble por objet ivo. cione s neceSin emba rgo, segú n verem os, todas esas acusa o de don Besitan un juici o de revis ión. Porq ue el liber alism alard e de una nito -aun que mili tant e- no cons tituy e ni el demo ledor . mo pasió n antir relig iosa ni la jacta ncia ele un ateís Vale ra, de Juan de Su pros a carec e de la insin uante calig rafía r que se sabo del la lucid ez de Clarí n, incis iva y sabia , y hasta , en posee pero a; advie rte en deter mina das págin as de Pered la ra, soltu la ad, rosid gene camb io, méri tos muy valio sos: la orextra una todo, sobre y, capa cidad analí tica y descr iptiv a cotid iano. Por dinar ia eficacia iróni ca en la trans cripc ión de lo ella para dien rnos basa o ¿cóm lo que atañe a la fecun didad sabe n acuque es autor Hay ... che? rigir a nadie ning ún repro Otro s han o. sobr.i y o sólid to, cuen ñar su verd ad en un solo en Fran cia, ese mene ster de un mun do para expre sarse . Así, Así, en Ingla fértil Balz ac que nos legó La come dia humana. leem os todav ía terra , aque l infat igabl e Walt er Scott , de quien ntes. Y así, en -y no sin dele ite- algun os capít ulos muy fraga como Lope ia Espa ña, mon struo s de ingen io y de persi stenc A. de cisco Fran bía de Vega, acerc a de cuya fecun didad escri tiemo mism al o dand Icaza, que «hay que admi rarla , pero recor es hoy de y ayer de es po que, mien tras para much os autor para está se no que en años axiom ática la frase .. . de que 'hay doce y cator ce nada ', Lope traba jó gran parte de su larga vida ntari sta: «Los come io prop el ía hora s diari as». A lo cual añad ncia· de la siste incon la de an habl prem iosos y los harag anes no hubo tal obra impr ovisa da (de Lope ), sin pens ar en que idad jamá s facil su a y tiva inven rosa impr ovisa ción: a su pode segu nda natur asupe rada, ayud ó la costu mbre form ando una al lo que, de leza que conv irtió por esta vez en func ión norm fugaz de prod iordin ario, es en los demá s genio s relám pago n de la rique za gio.» Otro tanto cabr ía decir como expli cació y de las Nonales inau dita del cread or de los Epis odio s nacio abun danc ia la , Lope velas conte mpor ánea s. En él, como en nio técni co domi sino no es solo felic idad del temp eram ento, obstina~ ntad, volu la de del oficio y, tamb ién, hero ísmo cord ial as de much son como s ción magn ífica del carác ter. Exce lente o de do, aisla libro un de s sús nove las, no es por las cuali dade rar calib de emos habr o ·com un grup o de libro s excepcionales,. por s, junta s toda de a fuerz la sus dotes de nove lista, sino por 170

Pérez Galdós el vigor de imaginación de que son producto, por su don popular, espontáneo y fácil, y por la fe que demuestran todas en el poder de asimilación de la realidad. En cuanto a la supuesta frialdad galdosiana, mucho puede apuntarse en pro de la tesis clásica. Galdós, en efecto, no parece auxiliar a sus personajes; los observa serenamente. Pero mucho es, también, lo que debe asentarse en contra de tal aseveración. Es cierto, no era don Benito muy partidario de intervenir como defensor de oficio de los protagonistas, buenos o malos, de sus novelas. Sin embargo, su imparcialidad no es nunca neutralidad -y, mucho menos, indiferencia-. Al contrario, todas sus creaciones están impregnadas de una valiente y dulce ternura de hombre. Sólo que, en vez de invertir seme jante virtud en requisitorias apasionadas o en vagas apologías, la consagra el autor a sentir desde adentro a todos los héroes que nos describe. Su ideal es la justicia; pero -en el fondosabe perfectamente que no hay verdadera justicia sin compasión. Lo ha proclamado así Alfonso Reyes, en un elogio que por mi parte suscribo de buena gana. «He aquí -nos dice en la segunda serie de sus Capítulos de literatura española- la espléndida integración hispánica, el ser total que se expresa a través de todos los estilos y las maneras, quebrando los moldes convencionales y canónicos, donde no ha cabido la ancha respiración española. Historia, pero sazonada con fantasía; diafanidad, pero atravesada de misterio; realismo, pero transfigurado a veces hasta el símbolo mitológico; religión y descreimiento, guerra civil en las almas como en las calles; heroicidad como cosa obvia y vida entendida como empresa hazañosa; pasión, pero de tales alientos que quema sin envilecer. Con razón se ha afirmado de Galdós que en su obra halla plena expresión aquella virtud que olvidaron las letras griegas: la bondad, 'la leche de la ternura humana' que decía Shakespeare.» Bondad, ternura ... He de volver a emplear estos términos con frecuencia. Por eso mismo no deseo dejarlos flotar sobre el río de las interpretaciones aproximadas. Quiero definir en seguida el valor que tienen, a mi entender, en el caso particular de Galdós y, desde un punto de vista general, en la novela española, a partir de La Celestina. Esa bondad, de la que hablaré repetidamente al referirme al autor de El amigo Manso 171

Torre s Bodet con la y de Marianela, no ofrece punto algun o de relaci ón es quien de cierto s tipos cread os por Dicke ns y por Balza c, en ente pertin result a a veces flaqueza, límite a la energ ía. Ni sería obra confu ndirla con la bonda d religio sa de Aliocha, en la peación resign la cumb re de Dosto yevsk i; y, meno s aún, con conque lo en trata, simis ta de otros célebr es bonda dosos . Se firme, cierne a Pérez Galdós, de una bonda d auster a, profu nda, humás las dicen según , y a veces brusc a, «hom bría de bien» , lerías sensib de ovista despr d milde s gente s de Españ a; bonda los jamás ula disim no que iento molic ies y lloriq ueos; sentim con defect os de los seres en que se ejerce y que los perdo na erconoc por piado princi ha que o cuant tanta mayo r dignid ad correpor a) bland mano con re siemp no (y le los y en lo posib na, girlos. El parad igma de este conce pto de la ternu ra huma de l Migue sin debili dades ni pueril es conse ntimie ntos, es don con bueno pero Cerva ntes Saave dra, bueno entre los mejor es, bobaB mayú scula de brioso , es decir, pujan te, y no con b de . licón, que merec e minús cula a todas horas Españ olísim o, a pesar del anglic ismo cultur al y vital que as much os le atribu yeron , don Benit o contin úa en sus novel ante dobla se no que o puebl la tradic ión de bonda d de un s míslos pesar es y que inclus o en los más fervor osos éxtasi ros puche los «entre que Avila de ticos, sabe -com o la Santa de ría homb su que decir esto con o anda el Señor ». Quier tiene ntes, emine más oles españ los de bien, la homb ría de bien con poco que ver con el herme tismo del gentle man britán ico, la de sor s ·Profe err H del esa burgu y iar famil la sensib ilidad conode Alem ania del Sur, o con el espíri tu de buen gusto y se ufacimie nto cortés que los france ses de las época s clásic as naban de percib ir en el honne te homm e. Todos los viajer os se han inclin ado ante esta hispá nica a -en gallar día, intrep idez del valor moral , que hace de Españ a, aislad torre una·· eael horizo nte de. la cultur a medi terrán acanlos sobre mo heroís señer a y un poco adust a, erigid a con destilado s de una filosofía del bien, contr a la cual se romp en esas, bellas más s, latina las y s de hace siglos las olas griega y estas más ambic iosas -o, acaso , más orato rias ... s Para el españ ol de verda d, ser homb re de bien es -ante haspies los desde re homb tico, autén re que nada - ser homb lo sea ta la cabez a, lo que equiv ale a pedir que el homb re rsiemp re, en la cólera o en la risa, en el realis mo más desca 172

Pérez Galdós nado y en el idealismo de más utópica irrealidad. Un concepto así de la hombría de bien repercute en todos los ámbitos de la historia y del pensamknto peninsulares. No es otro el que induce al padre de Melibea a exclamar ante el cadáver de su hija: «i Oh, mundo, mundo ... mucho hasta agora (he) callado tus falsas propiedades, por no encender en odio tu ira, porque no me secases sin tiempo esta flor que este día echaste de tu poder!» Ni fue otro el que dirigió los pinceles mágicos de Velázquez cuando tradujo -en azules plateados y verdes húmedos y profusos- el paisaje con que logró ennoblecer el retrato del conde-duque, único halago admisible para quien no falseó jamás la verdad de sus personajes, por encumbrados que la corte de los Hapsburgo se los mostrara, y pintó con la misma sinceridad ~l Baco de Los borrachos que El n.iño de Vallecas, la estatura de las Meninas o el prognatismo sin voluntad de Felipe IV. No otro es tampoco el secreto de la democrática rebeldía que bulle entre tantas aventuras de la épica picaresca: mundo en el que truhanes y caballeros, damas y corchetes, inválidos y escribanos se engañan unos a otros, pero nunca al lector -a quien se confiesan con irreprimible, pintoresca y alegre espontaneidad. Aun en la hora de las más duras plumas y más cortantes (la «hora de todos», pongo por caso, cuando el Quevedo menos iluso hace también su danza macabra, con robustez que supera al vigor de Holbein), ~se mismo concepto de lo genuino lleva al autor, como de la mano, al balcón desde cuya altura mira mejor el peligro de la apetencia política de los grandes. «Los glotones de provincias -escribe- han muerto siempre de ahito: no hay peor repleción que la de dominios. Los romanos, desde el pequeño círculo de un surco en que no cabía medio cel~míri de siembra, se engulleron todas sus vecindades, y derramando. su codicia, pusieron a todo el mundo debajo del yugo de su primer arado. Y como sea cierto que quien se vierte se desperdicia tanto como se extiende, luego .que tuvieron mucho que perder empezaron a perder mucho; porque la ambición llega para adquirir más allá .de donde alcanza la fuerza para conservar.» Meridiana y musculosa bondad hispánica, que no tolera penumbras ni busca melancolías; hecha de oro, sin duda, pero en acero, como las joyas que labran los populares orfebres de Eibar. La encontramos en Lope, lo mismo que en Calderón. 173

Torres Bodet y Es ella la que inspir a a Peribáñ.ez el elogio tan camp esino a: Casild tan lírico, de Contig o, Casild a, tengo · cuanto puedo desear y solo el pecho preven go; en él te he dado lugar ya que a merec erte vengo. Vive en él; que si un villano por la paz del alma es. rey, que tú eres reina está llano ya porque es divina ley y ya por derecho humano.

Y es ella la que, según Caldé rón de la Barca , pone en labios condel gran drama turgo del mund o esta respu esta -no sé si : pobre solad ora- a las queja s y las prote stas del homb re En la repres entaci ón igualm ente satisfa ce el que bien al pobre hac.e con afecto, alma y pasión como el que hace al rey, y son iguales este y aquel en acabando el papel. Haz tú bien el tuyo y piensa que para la recom pensa yo te iguala ré con él. No porque pena te sobre siendo pobre, es en mi ley mejor papel el del rey si hace bien él suyo el pobre ...

Este sentid o -tan españ ol- de la repres entac ión y la vouna luntad lo encon tramo s condi ciona do, en Pérez Galdó s, por veces a , lismo libera de mezcl a de cristia nismo sin dogm as y hismuy comb ativo. Para él, como para casi todos los grand es va decisi más sa empre es ter pánic os, la forma ción del carác no bien de ría homb La encia. que la ilustr ación de la intelig de consis te por tanto en ceder (lo que· impli caría abdic ación predo e derars consi a· podrí la volun tad) o en transi gir, lo que s ajena s culpa las ar super en· minio póstu mo del talent o, sino antes, con el p~rdón. Porqu e el que perdo 'na en verda d no cede; t.ad volun la parte en anexa se o, ensan chand o el carác ter propi nar. perdo de arte del gracia la por· del ser a quien hace suyd 174

Pérez Galdós La vida, para el genuino español, no es sólo vigor de la voluntad. Es asimismo -acabo de señalarlo- representación de un destino auténtico. Actuamos sobre un tablado. La tierra es nuestro escenario. Toca al autor distribuirnos nuestros papeles. Representarnos nuestra existencia. Lo que nos incumbe a nosotros es representarla con plenitud. Se me dirá que esta es la tesis de Calderón en El gran teatro del mundo y que generalizarla contiene el germen de ciertos riesgos. No lo discuto, aunque un examen de la obra de otros ingenios peninsulares nos permite encontrar -en algunos de los de influjo más apreciable- coincidencias muy significatívas. Me limitaré a Cervantes. En el Quijote, Sancho confiesa: «Yo no nací para gobernador.» Su papel era otro: el de rústico refranero, buen marido, buen padre y buen iletrado, con sus atisbos de astucia crítica y su obediencia al sentido común, ley vital de su condición. Se resigna, después de todo, a no ser . aquel para cuyos difíciles menesteres reconoce no haber nacido. Su desencanto concluye en risa. En cambio, Don Quijote -que nació para caballero- no se resigna a dejar de cumplir con su personaje. Sin tomar en cuenta los. achaques de su edad, lo endeble de su contextura, ni sus aficiones de paladín sedentario, lector sin pausa, lo acepta todo (los manteos en la posada, la insolencia de los molinos, la burla de los patanes, la insonoridad de un universo que no responde jamás a tiempo a la exhortación de su fantasía) con tal de representar su papel hasta el sacrificio y de mantenerse. fiel, hasta en la locura, a esa naturaleza interior que es la vocación. Hasta aquí la representación del papel existencial parece prevalecer. sobre el triunfo ·del· albedrío. Sin embargo, no es así como . ocurren las cosas en el drama del alma hispánica. Porque representar un papel de hombre exige siempre una alta tensión de la voluntad. Por otra parte, en el español, representar el papel de hombre no es aceptar la vida sin condiciones, dentro de ún espíritu de sumisión religiosa a la solidaridad humana, como pudimos verlo al estudiar a los personajes mayores de Dostoyevski, sino, al contrario, quemar la vida, hacerla arder hasta el momento de la última combustión, como en la plaza de toros el símbolo de la fiesta, hasta la hora de la estocada última de la tarde ... De ese individualismo ferviente, el testimonio extremo, y 175

Torres Bodet a veces mórbido, es la pasión del honor y de la venganza; del honor, que empaña hasta la sombra de la sospecha, y de la venganza, que el ofendido debe cobrar con sus propias manos. Pero, por encima de aquel testimonio -tan áspero-, existe otro, mucho más sano y de heroicidad mucho más profunda: el respeto a esa hombría de bien a la que antes me referí, la que hace del español el solo juez de sus actos sobre la tierra y lo sitúa, para sus relaciones con los demás mortales, en un plano único y singular, donde hasta el perdón se presenta · como afirmación patética de sí mismo. vuelven a palabras dos Estas Voluntad... n. Representació recordarnos, como en el caso de Stendhal, el nombre de Schopenhauer. Y no lo evocamos fortuitamente . Porque es él, entre los modernos, el filósofo de los novelistas -como Heráclito lo es entre los antiguos y como acaece que sea Platón, tan cruel para los poetas, el patrón generoso de los poetas. El contacto de Pérez Galdós con la gran tradición hispánica se hizo, paradójicame nte, en Madrid. Su entrada en la ciudad del madroño y del oso es, sin duda, el acontecimien to mayor de toda su biografía. Canario por nacimiento, Galdós fue español -y español entre los mejores- porque supo ser madrileño a carta cabal, madrileño de idioma, de sensibilidad y de historia, madrileño de cuerpo entero, como se es madrileño siempre: por afición y por adopción. Es curioso este efecto mágico de Madrid en los grandes espíritus españoles, sobre todo a partir del romanticismo ... Porque Madrid se nos ofrece como el producto de un artificio, la consecuencia de una arbitrariedad , el resultado de una táctica burocrática, la conclusión de un delirio de simetría. Otras capitales nacen. Son el fruto de una costumbre, de un río, de una victoria. Madrid marca la fórmula de un invento. Y de un invento que, por geométrico, parece en seguida contrario a la naturaleza de lo español. Salamanca,· Zaragoza, Compostela, Burgos, Sevilla, son ciudades biológicamen te comprensible s. Madrid, en cambio 1 es la exaltación de un concepto; obedece, en todo, a razón de Estado. «En Madrid -apunta Manuel Azaña- lo único es el sol. La luz implacable describe toda lacra y miseria, se abate sobre las cosas con tal furia que las incendia, las funde, las aniquila. Por el sol es Madrid una población para Jueves Santo o día del Corpus: suspensión del tráfago, tiendas cerradas; pausados 176

Pérez Galdós desfiles ... Si no existe una idea de Madrid es que la villa ha sido corte y no capital . La función propia de la capital consiste en elabora r una cultura radiant e. Madrid no lo hace. Es una capital frustra da como la idea política a la que debe su rango. La destina ron a ciudad federal de las España s. y, en lugar de presidi r la integra ción de un imperio , no hizo sino registr ar hundim ientos de escuad ras y pérdida s de reinos.» Otro escrito r españo l, muy distinto por cierto de aquel a cuya pluma debemo s el párrafo preced ente (hablo ahora de Pedro Laín Entralg o), nos da la clave para entend er por qué motivo s una ciudad antinat ural, como lo es Madrid , señala en la vida de casi todos los hombre s de letras de lengua hispánica la etapa indispe nsable para regresa r a sí mismo . He aquí su interpr etación : «Madri d -nos dice- es pura actuali dad viviente, vida históri ca montad a al aire, sin el soporte de una natural eza vegetat iva, densa y mollar, sin posible reposo en una tradici ón aploma da y mansam ente eficaz bajo las voces del tráfago cotidia no ... El brío actuali zador, la sed de puro presen te que tiene ·el vivir en Madrid. determ inan dos efectos muy visibles en la arquite ctura de la ciudad : la falta de plan en su plano y la caprich osa dispers ión de sus monum entos. Del Madrid austria co quedan , con la plaza Mayor, los palacim; de Santa Cruz y de la Villa; el Madrid diecioc hesco e ilustrado dejó el Palacio de Oriente , el Museo del Prado, la Casa de la Aduana , San Francis co el Grande , el Observ atorio, la Puerta de Alcalá; el Madrid napoleó nico y fernand ino, la Puerta de Toledo; el Madrid isabelin o, el Palacio de las Cortes y la Bibliot eca Nacion al; el de la Restau ración, el Banco de España.» Aquel «brío actuali zador» no se limitó, durant e los años de Isabel, de Amade o y de Alfonso XII, a legar a los madrileños los monum entos que mencio na Laín Entralg o. Les dejó tambié n una España entera, impres a si no esculpi da: la que vio don Benito desde Madrid . Si la vio don Benito con máxim a clarida d no fue porque la auxilia ra a mirarla así la «luz implacabl e» que preocu paba a Manue l Azaña, sino, sencilla mente, porque el mejor observ atorio de la realida d españo la tenía que ser, para el impasi ble Pérez Galdós, el impasi ble Madrid , anteojo abstrac to que atisba y fija el mundo de lo concret o; punto en que las tradicio nes locales no impide n la compre nsión de lüs hábitos regiona les y de las diversi dades inimita 12

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Torres Bo det que no con sig uió cie rtam ent e ble s del rue do ibé rico ; cap ital cuy o triu nfo la cre aro n sus a esa fed era liza ció n pol ític a, par no obs tan te, aun que sus crío, vid ser ha inv ent ore s, per o que la otr a fed era liza ció n esp año la: tico s no lo adm itan , par a esa y sa per dis ció cre los sig aci o de de una his tor ia que por esp totrán dos e, uni ficá ndo se, com o que ha ten ido que ir con cen a una per sist ent e y trág ica vodas las obr as de arte , me rce d lun tad . el hec ho de que Ma dri d, tan No dej a de ser sig nifi cat ivo Galdós, hay a sid o mu y poc o acc esib le par a el jov en Pér ez , la llam ada «ge ner aci ón del 98» gra to a los jóv ene s esp año les de in· Jac y n al aut or de For tun ata que tan esc asa jus tici a hic iero cha do se que ja del «at uen do» Ma io ta y de Torquemada. An ton o de la ciu dad . En el rem olin y de la «he tiqu ez cor tes ana » de Esp aña , rom peo las vinc ias esp año las, pro ve nue y ta ren cua las de

d, sin o la urb e del «pr ete ndi enno ve, por lo que ata ñe a Ma dri te» y del «Cucañista». el ma dri leñ o erig ió una mu En tre Azo rín y Pér ez Gal dós , «H ubo sie mp re -en tre ell osrall a inv isib le, per o ins alv abl e. .» nun ca lleg aba a des van ace rse com o una lige ra neb lina , que erext nza bla rín ins iste en la sem Cu and o hab la de Gal dós , Azo o obs tina do de obs erv ado r, en nci sile na del per son aje , en su hes de terc era , con lab rieg os, las plá tica s que ent abl a, en coc en ma nif est arn os que Ro din ce cóm ico s y fer ian tes , y se com pla atu a de Gal dós «el asp ect o de est la a dar no hub ier a pod ido uer zo» que dio a Bal zac . Bu ena vio len cia , de ten sió n y de esf ica da a rev ela rno s que «no hay par te de su est udi o est á ded r, «ni con trac cio nes en su faz bri llo en los ojo s» del esc rito ito» y que «Va chu pan do de él tod a»; que «en cie nde su cig arr as pre gun ta o hac e una obs erv mie ntr as enc aja pre gun ta tra e imp ort anc ia» . ción» que , a su juic io, «no tien esp era mo s que el crít ico enDe spu és de sem eja nte ret rat o, obr a dd nov elis ta. Per o nos que tre al fin en el exa me n de la ún alg de Por que , con exc epc ión dam os, cas i, con la esp era nza . Ga ldó s por lo que no es (su a pár raf o que tra ta de def inir líri co y efusivo»), y a pes ar de «fa lta de liri sm o, de arr eba to a enc ia («¿ Qu é obr a má s fec und un final de apo log étic a veh em 178

Pérez Galdós pudo realizar nadie?»), lo mejor de su comentario consiste en manifestarno s que no le· faltó al formidable español cierta «idealidad», que creyó en el progreso, que abrigó una «concepción grande y humana del amor» y que «sus aspiraciones al ideal», fundamentada s en d pueblo, «masa humilde y resignada» tendrán un valor de cosa indestructible e irrefutable. En Lecturas españolas tropezamos con otro ensayo. Se esfuerza Azorín ahí por averiguar qué es lo que la literatura española debe a Pérez Galdós. Encuentra, entonces, frases sumamente certeras. «En suma -dice- don Benito ha contribuido a crear una conciencia nacional: ha hecho vivir a España con sus ciudades, sus pueblos, sus monumentos, sus paisajes. Cuando pasen los años ... se verá lo que España debe a tres de sus escritores de esta época: a Menéndez y Pelayo, a Joaquín Costa y a Pérez Galdós. El trabajo de aglutinación espiritual, de formación de una unidad ideal española, es idéntico, convergente, en estos tres grandes cerebros.» Lo repito, estas frases son excelentes ... pero quisiéramos más, sobre todo porque se trata, como se trata, de un crítico penetrante y porque nos sobra respeto para olvidar lo que ha manifestado ese mismo crítico acerca de Alarcón y de Pío Baroja. Respecto a Madrid, la actitud juvenil de Martínez Ruiz no había sido muy diferente. En La voluntad, el protagonista «consolida su pesimismo instintivo» al llegar a la capital de España. «Periodista revolucionario », descubre a los revolucionarios «en secreta y provechosa concordia con los explotadores» y, colaborador de periódicos reaccionarios , se percata de que esos «pobres reaccionarios tienen un horror invencible al arte y a la vida». Su primera estampa madrileña describe «la rojiza mole de la plaza de toros» y, «a la izquierda, los diminutos hoteles del Madrid moderno, en pintarrajeado conjunto de muros chafarrinados en viras rojas y amarillentas, balaustradas con jarrones, cristales azules y verdes, cupulillas, sórdidas ventanas, techumbres encarnadas y negras ... todo chillón, pequeño, presuntuoso, procaz, frágil, de un mal gusto agresivo, de una vanidad cacareante, propia de un pueblo de tenderos y burócratas». En cuanto a Unamuno, sus impresiones no pueden ser más hostiles. «Madrid -exclama- es el vasto campamento de un pueblo de instintos nómadas, del pueblo del picarismo ... La mejor defensa es huir.» Ya, en 1902, había precisado sus re179

Torres Bodet la macuerd os de 1880. «Al subir, en las prime ras horas de paunoñana, por la cuesta de San Vicen te -escr ibe Unam imla Fue . recíam e trasce nder todo a despo jos y barre duras baile presió n penos a que produ ce un salón en que ha habid o venlas abren se nte, públic o, cuand o, por la maña na siguie lo.» barrer a tanas para que se oree y se empie za Por contr aste con la patrió tica irritac ión de aquel las almas o insati sfecha s, en pugna con una Españ a que distab a much reima aban anhel que a Españ la de coinc idir con el perfil de ientos aspav sin ola españ ad realid la ginar, Galdó s se insert a en modo , y sin remilg os. Tamb ién él quiere regen erarla , pero a su no la que s hecho los de y datos los de sin hacer abstra cción orga1915, en o, Cuand . entan repres le ojos, histor ia, sino los las sobre s rencia confe de ciclo un leño madri nizó el Ateneo (ciego o ciuda des más impor tantes de la Penín sula, don Benit ndor ya para la luz de la vida extern a, pero no para el respla afecde llenas intern o de la memo ria) escrib ió estas palab ras, las de ijo regoc y to: «¡Oh Madri d! ¡Oh Corte ! ¡Oh confu sión , rsidad Unive la en a Españ as! ... Mis horas matut inas las pasab en capa con época la a la que íbamo s los estud iantes de aquel nte invier no y chiste ra en todo tiemp o ... Sin faltar absol utame o movid os, novill ntes frecue yo a mis deber es escola res hacía del ón rizaci meteo o e higien ré de un recón dito afán que llama rme espíri tu. Ello es que no podía resist ir la tentac ión de lanza as ampli más anza enseñ y ra cáted una a las calles en busca de io estud el a, urban vida la de aulas las que las unive rsitari as; turas, angos uelas, callej , calles las de y recon ocimi ento visual que costan illas, plazu elas y rincon es de esta urbe madri leña, ecoca, a mi parec er conte nían copio sa mater ia filosófica, jurídi rar el nómic a, políti ca y, sobre todo, litera ria. Como para prepa empeal, music enten dimie nto de esas tareas con un regoc ijo ozaba mis andan zas callej eras asistie ndo con grave dad cerem el iba me se donde o, niosa al relevo de la guard ia de Palaci ngas, chara las de ndo tiemp o embe lesado con el milita r estrue de las tambo res y clarin es, el rodar de la artille ría, el desfile ar popul ente sivam exclu no tropa s a pie y a caball o, y el gentío desio bullic cuyo entre , táculo que prese nciab a tan bello espec En alcollab an las grave s camp anada s del reloj de Palaci o. ráfaga una pasar veía que ba antoja gunos mome ntos se me a.» Españ de ia histor la de confu sa y vibra nte «Una ráfaga de la histor ia de Españ a.» No olvide mos esta 180

Pérez Galdós confesió n, porque yace en ella la cifra del manifies to divorcio , que otros han comenta do ya, al advertir la distanci a existent e entre el creador de los Episodi os nacionales y la falange de hombre s de letras que, con el nombre de «genera ción del 98» -o de 1902, como algunos quieren llamarl a-, irrumpi ó en los anales de nuestro siglo y que, por el valor de su mérito incuesti onable, distribu yó conform e a cánones muy severos los elogios para el pasado y las promesa s para el futuro. Pocos fueron los lauros que, en ese reparto escolar de premios, obtuvo el viejo Pérez Galdós. Ya oímos el tono de Azorín. El de Baroja es mucho más áspero. Valle-In clán tratará de escribir otros «episodios», sutiles y preciosi stas. Y hasta en Eugenio d'Ors y en José Ortega y Gasset el desdén de los precurso res acabará a la .postre por imponer se. En el Glosario de Xenius anotamo s dos opinion es complementari as. Por una parte, al hablar de las artes gráficas madrileñas, recuerd a D'Ors que Galdós dibujab a y que, «como Víctor Rugo», llegó a dibujar «muy bien». Pero añade inmedia tamente: « ... ni en sus escritos se adivina un gusto particul ar por las artes plástica s, ni, sin una indifere ncia absoluta sobre este punto, pronto ayudada por la enferme dad de la vista, puede comprender se que llegara a soporta r tanto tiempo la persiste ncia rojo-gua lda de las cubierta s de sus Episodi os nacionales». Por otra parte, al pasear por Santand er, piensa el autor de La bien plan.fada en Marceli no Menénd ez y Pelayo, en Pereda y en don Benito. Le interesa evocar la sombra del primero . «La de Pe-· reda -dice- mucho menos.» Y concluy e: «la de Pérez Galdós, nada ... » Un poco después , los puntos suspens ivos le parecen , sin duda, tímidos o imprecis os. Alude, por consigu iente, a lo «estrech o» del paisaje de Pereda. Y declara: «Más estrecho aún, el archirro mántico Galdós; porque este, encima de localista, era ochocen tista; es decir: típicam ente adicto al alma del siglo XIX. Tan extraño a Platón -según acredita el ciego de Marian ela- como a Hegel -testigo , el ingenier o de Doña Perfecta ... Galdós, aunque naciera junto al Trópico y aunque se afincase en la Montañ a, no pasa a nuestros ojos de figura literaria mádrile ña y de gloria de la Restaur ación.» A diferenc ia de D'Ors, el pensado r de El tema de nuestro tiempo publicó en 1920, en El Sol, una nota en que censuraba al gobiern o de entonce s por su indolenc ia frente a la muerte de don Benito. «La España oficial, fría, seca y protoco laria

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Torres .Bodet aus ent e en la uná nim e dem os-ex cla ma ba Ort ega - ha esta do mu erte de Gal dós ... No imtrac ión de pes ar pro voc ada por la e que se le ha mu erto el por ta, sin emb arg o. El pue blo sab s. Y aun que hon or de cipe más alto y per egr ino de los prín hab rá par a el difu nto fasno dir, ren prín cip e se le deb iera les relu cien tes, mú sica s vituo sida des , cor aza s, pen ach os, sab Fal tan do eso, hab rá en el bra dor as ni desfiles mar cial es ... er en aqu ello s otro s que son acto de hoy lo que no sue le hab Gob iern o ord ena que lo sean. apa rato sos y sole mne s por que el que uni rá a tod os los bue nos Hab rá un dol or ínti mo y sinc ero inol vida ble. » esp año les ant e la tum ba del mae stro nob le, no enc uen tra eco tan y Per o este grit o, tan vale roso set. El mis mo se dol erá -en en la pro pia obr a de Ort ega y Gas los esc rito res esp año les «se un ens ayo sob re Mi ró- de que sab emo s nad a de Gal dós que den siem pre sin definir». «No tos amigos» ... Sin emb arg o, -af irm a- a pes ar de ten er tan la obra: del «pr ínci pe pere en van o bus cam os una alus ión a el «es pec tado r» al pro ble ma grin o» en las pág inas que ded ica s de inev itab le not orie dad : el de la nov ela. Leernos ahí nom bre toyevski. Y nos que dar nos de Ste ndh al, el de Pro ust, el de Dos agu ard and o la hor a del esp año l. no por com plet o, pue s el Esa hor a ¿ha son ado ya? ... Acaso es tod aví a un tem ible juic io sile ncio de la gen erac ión del 98 ver a con sid era r-. No obs-qu e poc os tien en des eos de vol . Y no por que la nec esit e one tan te, una reco nsid erac ión se imp fon do, la idea mis ma de Esel Pér ez Gal dós , sino por que , en pañ a la nec esit a. en el alm a pen insu lar. La trag edi a del 98 cav ó un abi smo que prin cip iaro n su magisSe com pre nde que los esc rito res des ast re- se hay an sen tido teri o con la cen turi a -y en el rigo r a Esp aña , rem ozá ndo le com pro met ido s a rep ens ar con ba forz osa men te una rep ula raíz . Sem ejan te acti tud imp lica ita - de la hist oria . Y prediac ión tem por al -de cla rad a o tác rile ño y por libe ral del 68, cisa men te por real ista , por mad siem pre ; «un a ráfa ga de la Gal dós era hist oria viva, hist oria los mie mb ros del Ateneo. hist oria » seg ún dec ía, en 1915, a de la hist oria », algu nos Fre nte a las pal abr as «re pud iaci ón el con cep to que exp resa n, vac ilar án. ¿No será n excesivas -y, . exa ger ado ? o Una mun o y Marcom s Vea mos lo que esc ribi ero n var one sta don Miguel en La vida tíne z Ruiz. «A tod as hor as -pr ote

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Pérez Galdós es sueño- oímos hablar dd juicio de la posteridad, del fallo de la Historia, de la realización de nuestro destino (¿cuál?), de nuestro buen nombre, de la misión histórica de nuestra nación. La Historia lo llena todo; vivimos esclavos del tiempo El pueblo, en tanto, la bendita grey de los idiotas, soñando su vida por debajo de la Historia, anuda la oscura cadena de sus existencias en el seno de la eternidad. En los campos en que fue Munda, ignorante de su recuerdo histórico, echa la siesta el oscuro pastor ... A medida que se pierde la fe cristiana en la realidad eterna, búscase un remedio de inmortalidad en la Historia, en esos Campos Elíseos en que vagan las sombras de los que fueron. Esclavos del tiempo, nos esforzamos por dar realidad de presente al porvenir y al pasado. No intuimos lo eterno, por buscarlo en el. tiempo, en la Historia, y no dentro de él. .. Desgraciado pueblo, ¿quién te librará de esa historia de muerte?» · Si esto no es «repudiación de la historia» ¿qué nombre darle? ... Con los años, Unamuno fue aceptando el valor de lo histórico, su fuerza «educativa» más que «instructiva»; pero, incluso en los días de tolerancia, lucha por mantener una distinción entre lo que considera el relato de los sucesos fugaces («historia bullanguera») y lo que juzga la inteligencia de los hechos permanentes: la «historia silenciosa». Así, conserva intacta su inicial intención, aquella que le inspiró cierta página memorable, la que reproduzco en seguida: «Las olas de la historia -apuntaba ya don Miguel al reflexionar En torno del . casticismo~, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del 'presente momento histórico', no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y, una vez cristalizada, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro.» El mismo son, apagado por la sordina de un diferente temperamento, es el que percibimos en la crítica de Azorín. Tampoco a él le interesa la historia de los sucesos; pero los hechos permanentes no los encuentra, como Unamuno, en el vasto silencio intra-histórico de las colectividades suboceánicas, sino 183

Torres Bode t ca naen deter mina das const antes de la perso nalid ad estéti l del verge al llega no ria» histo la de ón ciona l. Su «repu diaci del filósofo arte. Sin emba rgo, aunq ue más limit ada que la plo de Ejem a. fuerz s meno con o tiemp bilba íno, no niega el en prosa ; cuant o afirm o es, en Castilla un delica do poem a ola dond e aquel en que Azorín nos descr ibe una ciuda d españ e apena s si resid e una «buen a vieja» -la Cele stina - y dond descu brir. habla n los habit antes del nuevo mund o, acaba do de rece sus En un balcó n está senta do un anón imo cabal lero. Oscu a de la ojos inten sa melan colía. Su cabez a desca nsa en la palm mism a ciumano ... Más tarde , en el mism o poem a, vemo s la esa «ha dad. Tres siglos han trans curri do. La Revo lució n franc reúne n en llena do de espan to al mund o. Los ciuda dano s se de libros , Parla ment o. Vuela por todo el plane ta much edum bre do un cafollet os y perió dicos ». En el viejo balcó n, está senta de la mano . balle ro desco nocid o. Su cabez a repos a en la palm a do y nos Una hond a triste za vela sus ojos ... Cont inuam os leyen ta está cuencon tramo s ante la mism a ciuda d. «Todo el plane n se puebiert o de una red de vías férrea s. De nació n a. nació te, van amen de trans mitir la voz huma na. Por los aires, etére camha los pensa mien tos del homb re.» Pero, mien tras todo que lo ra, biado , en el antig uo balcó n de piedr a, lo que perdu pádo, no camb ia, es la posic ión reflexiva del cabal lero senta lido y triste . y dra¿Pue de imag inars e negac ión más conci sa, elega nte en parec », mátic a de la histo ria? «i Aquí no ha pasad o nada! n nació una quere r decir nos, estoic amen te, los intele ctual es de rio. impe su que ha perdi do, de pront o, los capít ulos últim os de unáni ¿Cóm o sorpr ender nos enton ces de las reser vas (no 98, frent e mes, por supue sto) de la brilla nte gener ación del la reaa la obra de un novel ista para quien existí a ante todo sabía tamlidad , el mund o ondu lante de los suces os, aunq ue lica de los bién actua r en lo subte rráne o, en la cante ra simbó los prime hecho s? Desp ués de todo, hubie ra basta do romp er s traba jó ros muro s de indife renci a para descu brir que Galdó ria y en la a la vez, como Unam uno ··lo prete ndía, en la histo de los intra- histo ria. Sus Episo dios nacionales son el relato elas Serfarl. capace s de fingir genero sidades para no dar. ·Al decir que la conver sación es un instrum ento estupen do de análisis al servicio de.• don Benito, no"he hecho sino ·dar crédito pleno a lo que él quiso revelar nos en uno de sus pró~ logos más sugesti vos; el· del Abuelo. Leo en el texto que indko estas expresi ones: «El sistema diagom ak adopta do ya: ert Rea:. lidad, nos da la forja expedi ta y concre ta de los· caráétéres~ Estos se hacen, se compon en, imitan rrtás fácilme nte, digámoslo así; a los seres vivos, cuando manifie stan su ;contex tura mora:l con su propia palabra . y con ella, .:como en lá :vida, rids dan el relieve más o menos hondo y firme de sus áceióne s. La palahrá del autor, narran do y describ iendo; no tierie enitérri W nos general es tanta- eficacia ni da tan directá mente la impres ión de la verdad espiritu al .. ; .· Cón la. virtud misteri ósa del diálogo t>'arece que vemos y oímos, sfo mediae iór{ extraña , el ·suéesó y, sus actores , y rtos· olvidamo.s más .fácil:rrteñte del ártisfa bfoltó qüe hos ofrece una ingenio sa·imi'. tación·d e la Nafura leiá.» ·' '· No sé si respon día así el novelis ta::a'fü s reparos 'Llmuy atentos y r~Spétüosos- manifé stádüs pd'r'«Olarím>' enló que concier ne a lá ausenc ia· de· descripció:O: y -de> coment ario·· 'ei:l las escenas de Realidad. Se quejáb a entorfces Leopbl dú Alas

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Pérez Galdós de. ,que ..,..--foera ,del diálogo - el autor intervin iese demasia do yjsfblem ente: por -medio del 5.> de El abuelo o de Re(l[.idad, un procedim iento más elástico y dócil para la introspe cción patética de sus héroes. Continu aba de esa manera, ·sin;ií:nitarlo ;tal vez, el uso del monólogo stend.haliano. Pero, p.or su parte, acertaba también «Clarín» al pedir una forma menos lógica y más flexible. Ese «soliloquio», que lél inquieta ba en .Galdós por lo escultur al, lo conscien te y lo vohmtar io, le hubiese interesa do quizá en relatos de técnica más modern a, como ciertos ensayos de Valéry Larbaud y, sobre todo, el Ulises de Joyce. Porque el «monólogo interior» -,-que represen ta; sin duda, una de las conquis tas más interesantes de la novela de nuestro tiempo~.prolonga el monólogo stendhálian..o y el >; poetas' de la~ indtístria 224

Pérez Galdós o de la política, que ejecutan grandes empresas porque supieron soñarlas sin timidez y porque, en sus sueños, no prescindieron nunca de lo n~al. A ese tipo de hombres habría pertenecido Pérez Galdós si la acción personal hubiese podido interesarle más hondamente que la descripción y el relato de las acciones ajenas. Colocado ante el compromiso de inventar almas eficaces y cuerpos ciertos con la palabra, aceptó -como todo auténtico novelista- la enseñanza tácita de sus héroes. Aprendió, así, qué vano empeño es el de querer limitar, desde un escritorio, lo que hay de mito y de símbolo portentoso hasta en los actos del más prosaico y mísero de los seres. Con el tiempo, el valor de esos símbolos y esos mitos -y acaso también la lectura de Tolstoi y de Dostoyevski- lo in· , Cervantes en el Quijote, Lope de Vega en Fuenteovejuna y, 'en todas partes, la luz de España, que articula y define lo que no quema. A partir de ese hallazgo, se siente otro Pérez Galdós. Sus 228

Pérez Galdós dudas de adolescente desaparecen. Se creía dramaturgo y se declara noveli~ta, olvidándose -por espacio de años- de que no había errado al estimar su dramática vocación. Nacido en Las Palmas el 10 de mayo de 1843, llegado a Madrid en 1862, estudiante de leyes hasta 1869, periodista de «La Nación», de «Las Cortes» y de «El Debate», el joven Galdós sabrá muy bien a qué atenerse en lo sucesivo. Como algunos héroes de Balzac, ha aprendido a confiar en sus aptitudes. Como el Alejandro Miquis de una de sus novelas, «Cree en sí mismo y en su ingenio con fe ardentísima, sin mezcla de duda alguna, y, para mayor dicha suya, sin pizca de vanidad». En ocho años -de 1868 a 1876- produce y publica quince volúmenes de Episodios («Trafalgar», «La Corte de Carlos IV», «El 19 de marzo y el 2 de mayo», «Bailén», «Napoleón en Chamartín», «Zaragoza», «Gerona», «Cádiz», «Juan Martín, el Empecinado», «La batalla de los Arapiles», «El equipaje del Rey José», «Memorias de un cortesano de 1815», «La segunda casaca», «El Grande Oriente», y «El 7 de julio») y cuatro novelas: La fontana de oro, La sombra, El audaz y Doña Perfecta. A pesar de sus treinta y tres años, no es experiencia lo que falta a Pérez Galdós cuando evoca a la señora trágica de Orbajosa. Porque él, tan realista, se ha sentido inclinado a inventar paisajes, y el escenario que ofrece a doña Perfecta es el de una ciudad alegórica y fantasmal, esa Orbajosa amarga, inclemente y pétrea, sobre cuyo cielo -de hiel y púrpurase destacan dos siluetas inolvidables: la heroína, que lleva la. intolerancia hasta el patrocinio del homicidio, y don Inocencia, el penitenciario que rige al pueblo desde la autoridad de la catedral. El argumento del libro es simple como el de una tragedia griega. Un joven ingeniero madrileño, Pepe Rey, va a Orbajosa para conocer a su prima, la sumisa Rosario, que no ha pensado nunca sino con las entendederas maternas, aunque de repente descubre que puede amar por sí misma, sin más ayuda que la de su tímido corazón. A poco de tratar al recién llegado, que es su sobrino, doña Perfecta advierte en su charla síntomas inquietantes de un ánimo liberal. Don Inocencia le tiende lazos en los que el joven cae sin darse cuenta, hasta declarar (no sin un poco de ingenua pedantería) que «la ciencia está derribando a martillazos ... » las mil mentiras de lo pasado, que no existen «más subidas al cielo» que las astro-

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Torres Bodet nómicas, y que «ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la Paleontología y la Prehistoda han contado los dientes de esta calavera en que vivimos ... » Todos estos científicos entusiasmos -hábilmente engarzados .en ironía por la cautela cruel de don Inocencia- acaban por sumergir a doña Perfecta en la más negra consternación. Imposible casar a su hija con semejante ateo. La encierra pues, inventando una enfermedad que la propia Rosario se encarga de desmentir. Pero, mientras tanto, Pepe Rey se consagra con insistencia a la honrosa misión de comprometerse. Habla como no debería hacerlo; charla con quienes no debería charlar, visita a quienes nadie en Orbajosa visita nunca sin un sentimiento confuso de humillación. Rosario le ama y está dispuesta a escapar con él, para casarse, como en principio su madre misma lo había deseado. Por desgracia, doña Perfecta es de ojos inexorables. Cierto valentón -oficialmente admitido y reconocido por las clases más altas de la ciudad-, el célebre Caballuco, centauro que sustituye a la policía en determinadas persecuciones difíciles de imponer a los guardias del orden público, recibe orden de asesinar al Romeo positivista. El homicidio se lleva a cabo. Pero no antes de que doña Perfecta tenga con su sobrino uno de los diálogos más tremendos de la novela española viva: aquel que, casi sin variaciones (y las hechas no muy felices), trasladó don Benito al segundo acto del drama que, sobre el mismo asunto y con el mismo nombre, fue representado en Madrid el 28 de enero de 1896. Lamento no reproducirlo en su integridad; pero espero que quienes han seguido estas notas lo hayan leído -o lo lean, tan pronto como puedan hacerlo. Encontrarán ahí no solo el choque de dos temperamentos muy diferentes, sino la batalla de dos creencias y de dos modos contrarios de concebir la vida, el amor, el bien. Por una parte, Pepe Rey, que infortunadamente no es uno de los protagonistas mejor logrados por la imaginación de Pérez Galdós, pues nos parece por momentos un poco abstracto, construido con más ideas generales que sentimientos, pero por cuya boca habla una tradición de franqueza y de sencillez, y en cuyas protestas se advierte un tono -muy de la época-, el de la fe en el derecho humano, el de la confianza en la fuerza de las leyes que escribe y aplica el hombre. 230

Pérez Galdós Por otra parte, doña Perfecta; uno de los tipos más admirablemente esculpidos por el cincel galdosiano en la roca de los prejuicios y de la ira, toda dulzura en el fingimiento , toda benignidad en la superficie, pero inconmovib le en el interior de sus odios bárbaros; de miel en la hipocresía de la palabra y de hierro en la voluntad de dominio que la ha erigido en cacique impaciente de su familia y señora implacable de su ciudad. Al principiar el diálogo, doña Perfecta se declara insultada por su sobrino. «-Dios mío, Santa Virgen del Socorro, exclama, llevándose ambas manos a la cabeza, ¿es posible que yo merezca tan atroces insultos? Pepe, hijo mío, ¿eres tú el que hablas?» Pero Pepe no está cegado como en los primeros días de su visita a Orbajosa. Sabe que Rosario se encuentra, en realidad, secuestrad a por decisión de doña Perfecta; que doña Perfecta ha urdido contra él una red de pleitos viles y oscuros; que a doña Perfecta debe el que se le haya destituido del cargo oficial que le habían confiado; que por doña Perfecta -en complicida d con el· manso penitencia rio- se le expulsó ~e la catedral; que doña Perfecta, en fin, tan beatífica y piadosa, es el centro de una conjuració n que le presenta múltiples rostros y nunca el suyo, y lo amenaza con múltiples voces, aunque jamás con la suya propia: esa voz llorosa y acongojada que en aquellos instantes mismos quiere engañarle ... Se rehúsa a creerla, rotundame nte. Aun así, lo hace sin có-· lera, sin violencias. «Querida tía -le indica, poniéndole la mano en el hombro-, si me contesta usted con lágrimas y suspiros, me conmoverá , pero no me convencerá ... » Entonces, sintiéndose descubierta , doña Perfecta adquiere al fin toda su estatura. En vez de seguir mintiendo, se enorgullece de cuanto ha combinado , en la disimulació n y en la sombra, contra el sobrino· «-¿Crees que negaré los hechos de que me has acusado? -le dice. Pues no los niego .... ¿No es lícito emplear alguna vez medios indirectos para conseguir un fin bueno y honrado?» Es posible que la belleza del diálogo que menciono haya envejecido en algunos párrafos. Toda la declamació n de Pepe Rey acerca de Rosario, «pobre criatura atormentad a y ángel de Dios, sujeto a inicuos martirios», suena a discurso de énfasis discutibles. Pero, en conjunto, el fragmento es un testi231

Torres Bodet monio de las cualidades más firmes del novelista. Se comprende que, como en Francia, cuando Moliere presentó el Tartufo, muchos hayan tildado en España a Pérez Galdós de ateo y siniestro hereje. Pero como Moliere en Tartufo, don Benito no fustiga en Doña Perfecta a la religión, sino a los vicios de una actitud antinatural, que pretende ocultar con espesas nubes de incienso las perfidias del egoísmo y que, en nombre de virtudes muy respetables, trata de frustrar la espontaneidad espléndida de la vida. Por el tema, por la simplicidad de los vínculos narrativos, por la precisión de los caracteres y por el vigor de los diálogos en qu~ abunda, Doña Perfecta resulta el modelo de la novela dramática galdosiana. En cambio, el segundo ejemplo de los cuatro que he retenido para mi estudio -es decir: El amigo Manso- constituye el modelo inverso, o sea el modelo de la novela típicamente narrativa, donde los diálogos casi desaparecen en el texto elegante y lúcido del relato. Las figuras más singulares se hallan ligadas, en sus palabras y en sus acciones, por una sola sensibilidad, siempre manifiesta: la del protagonista que, esta v~z, se confundirá de manera deliberada con el autor. Impreso en 1882, El amigo Manso es el vigésimonono de los libros publicados por don Benito. Entre Doña Perfecta y este volumen hay que insertar cuatro importantes novelas (Gloria, Marianela, La familia de León Roch y La desheredada) y cinco tomos más de la serie de los Episodios nacionales, interrumpida en 1879 y solo reanudada al final del siglo, en 1898, con «Zumalacárregui». Durante este lapso, de más de un lustro, el ritmo de la producción galdosiana sigue si~ndo intensísimo, aunque -por la índole del autor- no dé jamás al lector la impresión de febrilidad. Nueve obras en seis años. ¡Y qué obras! ... Pero hay algo todavía más sorprendente que su cantidad y su calidad; porque, mi~ntras las redactaba, una evolución profunda tenía lugar ~n él pensamiento de don Benito y en sus técnicas de escritor. Sin que Balzac y Dickens hubiesen perdido a sus ojos ningún prestigio, otros autores le tentaban con el rigor de sus experiencias. Eran aquellos los tiempos en que campeaba, en París, el naturalismo. Es ci~rto, novelas como Madame Bovary (1857) y La educación sentimental (1869) fueron conocidas con anterioridad por Pérez Galdós. Sin embargo, en Flaubert, el 232

Pérez Galdós naturalismo es todavía romanticismo, «incurable romanticismo», como asegura uno de sus críticos. El militante jefe de escuela iba a ser Emilio Zola, nacido tres años antes que don Benito. Algunos de sus libros fundamentales se difundieron durante el lapso en que Galdós editó sus primeras obras. Teresa Raquin apareció en 1867. La Curée y L'Assomoir en 1877, un año después de Doña Perfecta. Un temperamento más español que el de Zola se había manifestado a la vez en Francia: el de Alfonso Daudet. Sus Cuentos del lunes son de 1873. Fromont jeune et Risler ainé, de 1874. El Nabad, de 1877. No estoy seguro de que estos últimos hayan influido directamente en Galdós. Pero a veces, al releer El amigo Manso, percibo una simpatía humana entre el narrador y los personajes que, sin restar originalidad al genio de don Benito, mucho más amplio y más vigoroso, me hace pensar en determinadas páginas de Daudet. Como quiera que sea -y dentro de los límites que sabemos-, Galdós aceptó procedimientos preconizados por la escuela naturalista. La primera de sus «novelas contemporáneas» (La desheredada) marca, en 1881, una fecha significativa en la historia de sus trabajos. El amigo Manso no escapará a esta proyección. Pero, en El amigo Manso, Galdós no olvida lo mejor de su artístico españolismo. En su alma, como en la jerarquía de los valores universales, Zola y Daudet quedan muy por debajo de Cervantes y de Quevedo. Y Cervantes y Quevedo están curiosamente presentes en este libro, por el que. no disimularé mi predilección. Desde luego, El amigo Manso es la novela en que el estilo de don Benito Pérez Galdós alcanza sus más límpidas excelencias. La colección de retratos que traza, con su lápiz más fino, es inolvidable por el conocimiento psicológico de los caracteres, pero también por la forma sutil en que los dibuja. En primer término, el narrador, ese Máximo Manso, tan modesto, tan correcto, tan comprensivo, que se presenta como «quimera, sueño de sueño, sombra de sombra, sospecha de una posibilidad», pero ante cuyas pupilas de catedrático fatigado todos los otros seres del libro van desnudándose lentamente, hasta quedar en ese estado de transparencia -casi tangibleque es el triunfo supremo del novelista ... y del confesor. Porque, si de alguna manera hubiese de definir al «amigo Manso» sería como un extraño confesor laico, al que nadie -salvo la 233

Torres Bodet joven maestra de quien se prenda- se acerca nunca sin revelar lo más hondo de su secreto; lo mismo doña Javiera que ese vampiro de «perras gordas» que es doña Cándida, la cual -según dice Galdós- «puesto el pie en la escala de la miseria» la descendió «hasta un extremo parecido a la degradación». El retrato de doña Cándida es, en su género, pieza de antología. Ahí descubro estas líneas que, por lo amargas y lo lacónicas, traen a la mente los métodos de Quevedo: «La indigencia es la gran propagado ra de la mentira ... y el estómago, la fantasía de los embustes.» Este recuerdo se acentúa al leer, páginas más allá, el siguiente comentario acerca del predominio que ha de dar al. orden lógico el narrador, por encima incluso del cronológico . «El tiempo, como reloj que es, tiene sus arbitraried ades; la lógica, por no tenerlas, es la llave del saber y el relojero del tiempo.» Otra semblanza de estirpe clásica es la del poetastro don Francisco de Paula de la Costa y Sáinz del Bardal, que ponía en sus tarjetas la cruz de Carlos III, «no porque él la tuviese, sino porque su padre había tenido la encomiend a de dicha Orden». Helo aquí, como lo describe Galdós: «Es de esos afortunados seres que concurren a todos los certámenes poéticos y juegos florales ... y se ha ganado repetidas veces el pensamiento de oro o la violeta de plata. Sus odas son del dominio de la farmacia, por la virtud somnífera y papaveráce a que tienen; sus baladas son como el diaquilón, sustancia admirable para disolver diviesos. Hace pequeños poemas, fabrica poe. mas grandes, recorta suspirillos germánicos y todo lo demás que cae debajo del fuero de la rima ... Cuanto pasa por sus manos se hace vulgar, porque es el caño alambique por donde los sublimes pensamien tos se truecan en necesidade s ... En todos los álbumes pone sus endechas, expresando la duda o la melancolía , o sonetos emolientes seguidos de metro y medio de firma. Trae sofocados a los directores de ilustracion es para que inserten sus versos y se los insertan por ser gratuitos; pero no lbs lee nadie más que el autor, que es el público de sí mismo.» Contrastan con el sarcástico «negro y blanco» de esta caricatura los tonos suaves, de acuarela delicadísim a, con que evoca en seguida Pérez Galdós la figura sutil de Irene, aquella joven institutriz, sobrina de doña Cándida, que, cuando niña, iba a pedirle al amigo Manso los duros y las pesetas de que 234

Pérez Galdós se hallaba siempre necesita da su tía insaciab le. «Tan pálida corno en su niñez -apunt a ahora el autor- bien se podían poner reparos a sus faccione s; pero, ¿qué rígido profeso r de Estética se atreverí a a criticar su expresió n, aquella superfic ie temblor osa del alma, que se veía en toda ella y en ninguna parte de ella, siempre y nunca, en los ojos y en el eco de la voz, donde estaba y donde no estaba, aquel viso del aire en derredo r suyo, aquel hueco que dejaba cuando partía?» Siempre que cito este párrafo pienso en el soneto de Dante: un spirito soave e píen d'amore che va dicendo all'anima : sospira ...

Me confirm a su relectur a en la concepc ión español a de carne y alma, a la que aludí anterior mente, al comenta r cierta frase de Keyserli ng. Compre ndo entonce s mucho mejor las tribulacion es de Máximo Manso, quien -frente a Irene- vio flaquear sus antiguas segurida des, las que le habían hecho escribir, al principi o de su relato: «El método reina en mí y ordena mis actos y movimi entos con una solemni dad que tiene algo de las leyes astronóm icas. Este plan, estas batallas ganadas, esta sobrieda d, este régimen , este movimi ento de reloj que hace de los minutos dientes de rueda y del tiempo una grandiosa y bien pulimen tada espiral, no podían menos de marcar, al proyect arse sobre la vida, esa fácil recta que se llama celibato.» Recta, a la postre, menos fácil de cuanto Máximo suponía , puesto que el argumen to de la novela es, sobre todo, el engaño del profeso r, enamora do de una muchac ha que le aprecia sinceram ente, pero arna a otro, mucho más joven y de efusiones menos intelectu ales: su discípul o Manuel Peña. Todas las virtudes de Manso, su filosofía, su humanis mo, su maestrí a en el uso de las ideas generale s, se estrellan contra ese pequeño rostro, pálido y sonrient e, «Superficie temblor osa del alma», que -sin necesida d de mentir le- se mantien e hermético para él. Irene es la vida misma, ocupada en ser incesant emente, en tanto que Máximo, espectad or teórico de la vida, no vive sino. un concept o, el de su razón, y algunas aventur as inesperadas: las de los otros. El mismo lo reconoc e tardíam ente, cuando, sorpren dida de su aparent e clarivid encia (que es sólo 235

Torres Bodet efecto de su afición a enlazar determinados hechos y deducciones) k dice Irene: «-Usted lo sabe todo. Parece que adivina ... » El elogio de la muchacha le obliga a reflexionar sobre su conducta y sobre la calidad de su inteligencia. «Yo -dice-, que tan torpe había sido en aquel asunto de Irene, cuando ante mí no tenía más que hechos particulares y aislados, acababa de mostrar gran perspicacia escudriñando y apreciando aquellos mismos hechos desde la altura de la generalización ... Aquella falta de habilidad mundana y esta sobra de destreza generalizadora provienen de la diferencia que hay entre mi razón práctica y mi razón pura; la una, incapaz como facultad de persona alejada del vivir activo; la otra, expeditísima, como don cultivado en el estudio.» Desde el momento en que Manso cobra conciencia de tales límites, puede prever el lector el desenlace del libro. Manuel e Irene se casarán. El catedrático volverá a encerrarse en su gabinete, para decaer y morir. acaso más aprisa de lo que, en circunstancias diversas, habría ocurrido. Y, como en el prólogo, el epílogo nos presenta al protagonista desencarnado, gota de tinta apenas en la pluma del novelista, y pudor, tolerancia, resignación, de los que son testimonio estas frases finales del catedrático fallecido: «¡Dichoso estado y regiones dichosas ... en que puedo mirar a Irene, a mi hermano, a Peña, a doña Javiera, a Calígula, a Lica y demás desgraciadas figurillas, con el mismo desdén con que el hombre maduro ve los juguetes que le entretuvieron cuando era niño!» El tercero de mis ejemplos -Fortunata y Jacinta- señala un paso trascendental en el camino de don Benito. Los personajes no son ya aquí, como lo eran aún en Doña Perfecta, actores de una tragedia gobernada visiblemente por la voluntad severa del novelista. Ni son tampoco, según acabamos de comprobarlo a la luz de El amigo Manso, figuras desventuradas que el narrador suele ver con desdén, al final del drama, como contempla el varón de edad los juguetes que distrajeron su infancia muerta. En Fortunata y Jacinta, todos los seres dan la impresión de vivir por sí mismos, esencialmente; sin intervención sistemática del autor; sin obediencia a ninguna tesis, literaria, política o filosófica. Son ellos, constantemente, libres de hacerse y de destruirse, de injuriarse y de amarse, de escaparse y de perseguirse, de gozar y de padecer. El novelista los arrancó 236

Pérez Galdós a la noche de lo increado; pero, apenas tuvieron vida, siente el deber de no decidir por sí solo acerca del desarrollo desordenado y particular de sus existencias. No es esta la «objetividad» del naturalista, artificio vano que el propio Pérez Galdós denunció como irrealizable; ni el intelectualism o de Stendhal, ni el idealismo de Dostoyevski. Se trata, más bien, de una religiosidad indostánica ante la vida, que es necesario dejar crecer, porque -una vez nacidos- hasta el ser más precario y débil, el insecto más estorboso, o la fiera más insolente, tienen derecho a manifestarse. Ninguna obra quiere demostrar menos cosas que esta novela, que no fue escrita para protestar contra la intolerancia, ni para declamar en favor del progreso, ni para censurar la pasión adúltera, ni para exaltar el amor legítimo, ni para justificar el divorcio, ni para «regenerar» a la sociedad. No es que Galdós carezca de opiniones muy suyas sobre esos temas. Ya nos indicó, por ejemplo, qué piensa él respecto a todo lo que pretende oponer a la vida fanáticas ortopedias ... Por lo que atañe a la «regeneración » española, no ha firmado aún su famoso artículo de 1903 -«Soñemos, alma, soñemos»-, pero los principios que en ese texto destacan son los que norman ya sus labores. El los resume así: «Observemos la triste ventaja que da la tradición a las ideas y formas de la vieja España. Las diputamos muertas, y vemos que no acaban de morirse. Las enterramos, y se escapan de sus mal cerradas tumbas ... Arremeten contra todo lo que vive, contra lo que quiere vivir. Defendámono s.» A Jo cual agrega: «Es .innoble y fea cosa el· vivir con media vida ... Ninguna falta nos hacen sufrimientos ni martirios que no vengan de la naturaleza, por ley superior a nuestra voluntad ... De todas las especies de muerte que traiga contra nosotros el amojamado esperpento de las viejas rutinas, resucitaremos .» Pero esta misma doctrina liberal del progreso, por arraigada que esté en el pensar y el sentir de Pérez Galdós, no es la que dicta al autor los más nobles aciertos de Fortunata. Al ponerse a escribir la historia de esta madrileña del pueblo (y de Jacinta, nacida en la burguesía) don Benito tiene cuarenta y cuatro años. Ha publicado ya treinta y tres novelas: las veinte de la primera y segunda series de los Episodios nacionales y trece más; entre ellas Doña Perfecta, El amigo Man·so y otras, de resonancia innegable, como Gloria, Marianela, El doctor 237

Torres Bodet Centeno. En sus manos, de robusto vendimiador español, el racimo naturalista ha dejado todos sus jugos, algunos ácidos todavía. Se le ha atacado -'-Y se le ha defendido- por el reto polémico que muchos se figuraron haliar en algunos de sus trabajos. En la Historia de los heterodoxos españoles consta aún cierta página acerba, que Menéndez y Pelayo no tratará de disimular, y que compensará con largueza al hacer después el elogio del novelista. Por su parte, Leopoldo Alas -«satisfecho de la tendencia, del estilo y de los procedimientos» de don Benito- le ha aconsejado solemnemente ·que persevere. Pero don Benito tiene su modo especial de perseverar. No consiste este en copiarse y en repetirse, sino en crecer: en calar más hondo y subir más alto. Por eso, en Fortunata y Jacinta, el naturalismo de las novelas contemporáneas abre las puertas a un concepto más amplio, más generoso y total de la realidad. Junto con Angel Guerra, Fortunata y Jacinta es, a mientender, la obra que marca -en Pérez Galdós- la hora sabia y estable del equilibrio. La piedad de que está nutrida no aflora aún de manera tan insistente como en Nazarín o en Misericordia, ni se delata en atisbos sentimentales, según ocurre en el caso de Marianela. Pero basta no quedarse en la superficie para encontrarla. En cada página, en cada hecho, se halla presente -aunque jamás como aportación del autor, jamás con carácter de «comentario». ¿Quién condena -o aprueba- menos que don Benito? Sin embargo, ¿quién comprende mejor, con más natural y noble simplicidad, lo que otros -acaso- condenarían?... Desde el día en que Fortunata aparece, comiéndose un huevo crudo, hasta aquel en que (herida por ·la reciente maternidad y sin oír los consejos del farmacéutico) sube al taller de costura, para golpear con furor a la aventurera que le está robando al amante, la Pitusa es hembra de cuerpo entero, ávida sin codicia, injusta sin reflexión, egoísta y cruel cuando sus sentidos le ordenan que así. lo sea; pero -cuando la vida se lo permite- desinteresada, afanosa, alegre, tierna, cordial. La muerte la dignifica; pero no merced a arrepentimientos declamatorios ni con lluvia de lágrimas irreales. Lo más preciado que Fortunata posee es un niño, de pocos días. Es su hijo, el hijo de su amor con el señorito. Sin pensar ya en sí misma; sin detener la sangre en que toda ella está ya escapándose, lo que resuelve es enviar ese niño a la esposa del hom238

Pérez Galdós bre que se lo dio. No envilece la generosidad de aquel gesto nada mezquino ni rencoroso. Por otra parte, no hay en su decisión la. menor sensiblería, el más leve asomo de orgullo malo o de exag
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