Tratado de Los Tres Impostores: Moisés, Jesucristo, Mahoma.

February 21, 2017 | Author: Hernando Andrés Pulido Londoño | Category: N/A
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TRATADO DE LOS TRES IMPOSTORES

MOISÉS, J ESÚS CRISTO, MAHOMA

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Anónimo clandestino del siglo XVIII

TRATADO DE LOS TRES IMPOSTORES MOISÉS, JESÚS CRISTO, MAHOMA LA VIDA Y EL ESPÍRITU DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA

Traducción y prólogo de Diego Tatián

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Anónimo Tratado de los tres impostores; 1ª ed.; Buenos Aires El Cuenco de Plata, 2007 192 pgs.; 21x12 cm.; (El libertino erudito) Título original: Traité des Trois Imposteurs ou L’Esprit de Spinoza Traducido por: Diego Tatián ISBN: 978-987-1228-22-5 1. Religíon-Historia I. Tatián, Diego, dir. II. Diego Tatián, prolog. III. Tatián, Diego, trad. IV. Título CDD 270

el cuenco de plata / el libertino erudito Director editorial: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández

© 2007, El cuenco de plata México 474 Dto. 23 (1097) Buenos Aires, Argentina www.elcuencodeplata.com.ar

Impreso en marzo de 2007

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor.

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Colección dirigida por Diego Tatián

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PRÓLOGO

El 20 de junio de 1725, la policía de Ombreval envía un informe al duque de Borbón en el que detalla el arresto de los libreros Le Coulteux, Bonnet et Lepine, especializados en copias manuscritas del anónimo Traité des trois imposteurs, y consigna asimismo el nombre de los compradores: el conde de Toulouse, M. de Caraman y Jean François Le Febvre de Caumartin, obispo de Blois1. La existencia de libreros especializados en copias de nuestro texto es indicativo de su intensa proliferación durante las primeras décadas del siglo XVIII, conforme la vieja técnica libertina que consistía en hacer circular de manera clandestina la mayor cantidad posible de reproducciones manuscritas de obras cuya impresión resultaba imposible por su peligrosidad. La historia de la difusión de L’esprit de Monsieur Benoît de Spinosa (ES) –conocido sobre todo en las sucesivas ediciones del ‘700 como Traité des trois imposteurs (TTI), denominaciones que usaremos de manera indistinta– reviste así una singular complejidad por su carácter a la vez secreto y profuso. Se trata del documento más importante de la cultura clandestina que forjó la ilustración radical de los siglos XVII y XVIII, escrito en un lenguaje extremo y concebido como un compendio de 1

Vernière, Paul, Spinoza et la pensée française avant la Révolution, Presses Universitaires de France, Paris, 1954, p. 365.

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ideas antieclesiásticas y antiabsolutistas, cuya tesis principal –el origen puramente humano y político de las grandes religiones por obra de impostores– encuentra su antecedente más importante en otro escrito anónimo fundamental, el Theophrastus redivivus (1659)2. En este caso, el ES se edita conjuntamente con la más antigua biografía de Spinoza, La vie de Monsieur Benoît de Spinosa (VS) escrita por el médico Jean Maximilien Lucas, según la edición de 1719 –que, al igual que muchas de las copias manuscritas, reunía ambos textos bajo el título La vie et l’esprit de Mr. Benoît de Spinosa3. El autor probable de la VS, J. M. Lucas (1636-1697)4, fue un ferviente propagandista del antiabsolutismo y un opositor acérrimo de Luis XIV, que debió emigrar a Holanda hacia 1677 estableciéndose en Amsterdam, donde trabajó como periodista y librero hasta su muerte. Probablemente haya sido introducido al círculo de los discípulos de Spinoza por Jan Rieuwertsz, editor y amigo del filósofo. En el texto de Lucas –la única de las biografías antiguas no hostil– tiene origen la “leyenda negra” de la excomunión de Spinoza, conforme la cual habría sido instigada por su viejo maestro Saúl Leví Morteira, movido por deseo de 2

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Gregory, Tullio, Theophrastus redivivus. Erudizione e ateismo nel Seicento, Morano, Napoli, 1979. Además de su primera edición por Charles Levier en La vie et l’esprit..., el texto de Lucas fue editado también en otra edición amstelodana, anónimo, en el mismo año (La vie de Spinosa, Nouvelles Littéraires, Amsterdam, Du Sauzet, X, 1719). Al parecer la publicación causó tal escándalo que inmediatamente fue retirada de comercio procediéndose a su destrucción, de la que sólo unos pocos ejemplares se habrían salvado. Sobre Lucas, ver la Introducción de Atilano Domínguez a su compilación de Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995, pp. 25-31.

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venganza y odio tras una delación de dos condiscípulos según los cuales el joven Baruch se burlaba de la Ley mosaica y negaba que Dios fuera inmaterial y el alma inmortal. De todo lo cual Lucas extrae la universal moraleja anticlerical: “Es absolutamente cierto que los eclesiásticos de cualquier religión que sean –gentiles, judíos, cristianos, mahometanos– son más celosos de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se hallan todos animados por el mismo espíritu de persecución”. En el artículo “Impostoribus (Liber de Tribus)”, Prosper Marchand –cuyo Dictionnaire historique et mémoires critiques et littéraires (1758) constituye tal vez la principal fuente de informaciones respecto de La vie et l’esprit...–, consigna que los primeros ejemplares del texto comenzaron a circular en los últimos años del siglo XVII. Los vericuetos múltiples de esa transmisión manuscrita hasta llegar a la edición de 1719, no son insignificantes ni respecto de la organización, ni respecto del contenido de una composición que se presenta así como un collage de transcripciones y glosas de sabiduría libertina –en la que es inscripto el “espíritu” del spinozismo– con el propósito de obtener una machine de guerre antirreligiosa de autor colectivo, cuyos nombres, referencias y fuentes son cuidadosamente omitidos. La búsqueda de un texto original se pierde en la leyenda que hace remontar su existencia hasta la Edad Media –más precisamente hasta el siglo XIII– y su inspiración última a la tradición averroísta, que tuvo uno de sus centros más activos en la corte de Federico II, considerado por la Iglesia como el precursor del Anticristo. En efecto, “Este rey de pestilencia

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–escribe Gregorio IX– asegura que el universo ha sido engañado por tres impostores; que dos de ellos han muerto en la gloria, mientras que Jesús ha sido colgado en una cruz. Además, sostiene claramente y en alta voz, o mejor dicho, se atreve a mentir hasta el punto de decir que son necios todos ésos que creen que un Dios creador del mundo y omnipotente ha nacido de una virgen. Sostiene la herejía de que ningún hombre puede nacer sin el comercio de un hombre y una mujer. Añade que no se debe creer en absoluto sino lo que está probado por las leyes de las cosas y por la razón natural”5. La leyenda de un libro llamado De tribus impostoribus concebido en el círculo averroísta del “precursor del Anticristo” –agrega Renan–, además de los nombres de Averroes y Federico II, llega también a involucrar a los de Boccacio, Aretino, Postel, Vanini, Campanella, Bruno, Hobbes, Spinoza, etc., quienes sucesivamente habrían sido “los autores de este libro misterioso, que nadie ha visto (me engaño: Mersenne lo ha visto, ¡pero en árabe!), que nunca ha existido”6. Así, paralela a la heterodoxia mística y comunista que parte de Joaquín de Fiore y llega hasta los místicos alemanes del siglo XIV, pasando por Ubertino da Casale, Dolcino y los Hermanos del espíritu libre7, una línea de incredulidad materialista y anticlerical proveniente del estudio de los árabes y cifrada en la teoría de la religión como impostura, se extendería entre los siglos XII y XVII uniendo 5

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Gaudet se nominari preambulum Antichristi, Gregorii IX Epistolae, citado por Ernest Renan, Averroes y el averroísmo, Hiperión, Madrid, 1992, p. 204. Ibid. Ibid., p. 201.

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misteriosamente los nombres de Averroes y Spinoza –o, más precisamente, el “espíritu” de ambos8. Lo cierto es que, en caso de existir, el De tribus impostoribus de la leyenda es una pieza completamente diferente del Traité des trois imposteurs francés, que si bien reproduce una tesis antigua, el mosaico de citas y referencias que lo componen pertenecen casi totalmente a autores modernos. Más aún, se trataría de las primeras traducciones al francés del Leviatán y la Ética. El cap. II del ES (“Razones que han llevado a los hombres a imaginarse un ser invisible, o lo que comúnmente llamamos Dios”) es considerado por S. Berti9 como la primera versión francesa de la Ética, en este caso del Apéndice de la parte I, que es traducido prácticamente en su totalidad sin que, como tampoco en los otros casos, sea revelada la fuente. En efecto, si bien el Tratado teológico-político había sido ya traducido al francés por Saint Glain en 1678 y editado bajo nombres ficticios10, la Ética penetra en 8

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Con independencia de la legitimidad que pudiera tener la operación en el fondo política que supone la apropiación de Averroes y Spinoza para la causa libertina, sin duda la contigüidad de su “espíritu” los inscribe en el mismo partido filosófico, por lo que resulta extraño no sólo el silencio (“estrepitoso”) de Spinoza respecto de Averroes (entre los papeles del filósofo amstelodano hallados tras su muerte, según Leibniz había un catálogo de “libros rarísimos” en el que figura uno de Averroes bajo el título Argumenta de aeternitate mundi), sino también la escasez de estudios que consideren la evidente sintonía filosófica entre ambos. “La vie et l’esprit de Spinosa (1719) e la prima traduzione francese dell’ Ethica”, en Rivista storica italiana, 1986, pp. 32 y ss. Esta traducción francesa del TTP editada en Amsterdam, apareció simultáneamente bajo tres nombres diferentes como táctica de cautela: 1) Réflections curieuses d’un esprit désintéressé sur les matières les plus importantes au salut, tant public que particulier; 2) Clef du sanctuaire; y 3) Traité des cérémonies superstitieuses des juifs, tant anciens que modernes.

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Francia primero en la exposición que hacían de ella textos hostiles como la Réfutation du système de Spinosa de F. Lamy; el Dictionnaire historique et critique... (1697) de P. Bayle; la Démonstration de l’existence de Dieu (1713) de Fénelon, o la Réfutation de Spinoza (1731) de Boulainvilliers. Sin embargo, la primera traducción propiamente dicha es la que realizara el mismo Boulainvilliers (entre 1704 y 1712), aunque recién publicada por Colonna D’Istria en 1907 –por lo que la primera versión al francés completa y efectivamente editada de la Ética es la de Emile Saisset de 1842. En su excelente edición crítica del texto11, además de largas transcripciones de la Ethica y el Tractatus Theologico-Politicus de Spinoza y del Leviathan de Hobbes, Silvia Berti identifica pasajes enteros del Principe y los Discorsi... de Maquiavelo; del De Arcanis de Vanini; del Adversus Praxean y De carne Christi de Tertulliano; de De la Sagesse y Les Trois Véritez... de Charron; del Atheismus triunphatus de Campanella; del De incantationibus de Pomponazzi; de la Considérations politiques sur les coups d’Etat de Naudé; de De la Vertu des Payens de François de la Mothe le Vayer; del Contra Celsum de Orígenes; del Colloquium Heptaplomeres de Bodin; del anónimo Theophrastus redivivus y de los Discours anatomiques de Guillame Lamy. El tema de los orígenes políticos de las religiones que domina el comienzo del ES –y en particular el cap. IV: “Qué significa la palabra religión. Cómo 11

Tratatto dei tre impostori. La vita e lo spirito del Signor Benedetto de Spinoza, ed. bilingüe al cuidado de Silvia Berti, Einaudi, Torino, 1994.

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y por qué se han introducido tantas en el mundo”– es tomado del cap. XII (Of Religion) del Leviathan, en el que Hobbes recurre al tema de la impostura religiosa para referir a distintos casos de la historia pagana, aunque sin extenderla no obstante ni a Abraham, ni a Moisés, ni a Cristo. En efecto, la semilla natural de la religión consiste –escribía Hobbes– en cuatro cosas: imaginación de espíritus y poderes invisibles; ignorancia de las causas; devoción hacia lo que produce temor; y admisión de casualidades como pronósticos de buena o mala fortuna. Sin embargo, estos elementos comunes dan origen a dos tipos diferentes de religiones: en primer término las de todos los legisladores paganos que son pura invención humana y que, orientadas exclusivamente a la obediencia, forman parte de la “política humana”; en segundo término, las que ordenan su materia por “mandato y dirección de Dios”, religiones que son por tanto “política divina” –como las que cabe atribuir a “Abraham, Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios”12. De manera que el tema de “la impostura y el fraude” –que en Hobbes concierne a la magia, la nigromancia, el conjuro, la hechicería, y a todos aquellos que hacían creer al pueblo ser depositarios de una naturaleza superior o algún tipo de privilegio con la divinidad, como Numa Pompilio, el “fundador del reino del Perú” o Mahoma13–, es radicalizado en nuestro tratado hacia la totalidad de las religiones, a cuya base encontramos siempre un 12

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Leviatán, versión de M. Sánchez Sarto, Sarpe, Madrid, 1983, vol I, cap. XII, p. 123. Ibid., pp. 126-127.

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impostor. Lo cual conduce al núcleo del texto, que es la consideración del cristianismo como una impostura más –según una inspiración que invoca más inmediatamente el “esprit” de Vanini que el de Spinoza14. En efecto, en el capítulo “Sobre la política de Jesús Cristo” la fuente principal es el De Arcanis de Vanini (de quien son tomados los motivos de la impostura de Cristo, la inautenticidad de la Escritura y la crítica a las creencias en el infierno y el paraíso), en tanto que en el que lleva por título “Sobre la moral de Jesús Cristo” fue extraído principalmente de La Vertu des Payens de François de la Mothe le Vayer. Respecto a la autoría del ES, han sido conjeturadas diversas posibilidades. En su clásico The clandestine organisation..., I. O Wade15 atribuyó al conde de Boulainvilliers (como se sabe, uno de los prime14

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Entre los estudiosos modernos del TTI tal vez ha sido Paul Vernière quien ha marcado con mayor intensidad la distorsión de Spinoza –no sólo del texto sino también del “espíritu”– por parte del autor o los autores del impío Tratado: “En todo esto –escribe– hay poco de Spinoza: el desconocido autor, supuesto discípulo, lejos de seguir la moderación del Tractatus [Theologico-Politicus], ridiculiza no solamente la tradición judía, sino también al pueblo judío, se burla de Jesús como Voltaire...; la tesis misma de la impostura de los fundadores de religiones no habría sido jamás admitida por Spinoza. El tono general, en fin, con su penosa ironía, disimula mal la indigencia intelectual, la carencia de sentido histórico, la erudición grosera y mal digerida. Y sin embargo, reina en ese panfleto mediocre un spinozismo latente... Tenemos la impresión no de un desconocimiento sino de una traición consciente de Spinoza” (Spinoza et la pensée française avant la Révolution, op. cit., pp. 362-3). Sin embargo, estamos de acuerdo con Silvia Berti en que esa “traición” es del más alto interés histórico. The clandestine organisation and diffusion of philosophic ideas in France from 1770 to 1850, Princeton University Press, 1938, p. 116. B. E. Schwarzbach y A. W. Fairbairn retomaron esta hipó-

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ros propagandistas del spinozismo en Francia) la paternidad del texto. A su vez Richard Popkin16 sostuvo –en base a una carta de Henry Oldenburg a Adrian Boreel fechada en abril de 1656– que su origen e inspiración deben ser buscados en medios cuáqueros, sabbataístas y demás corrientes milenaristas que tuvieron fuerte presencia en Inglaterra y Holanda durante buena parte del siglo XVII –y de las que Spinoza, sin ser necesariamente un “milenarista secreto” como llega a sugerir Popkin, estaba perfectamente al tanto. La objeción de Silvia Berti a esta posición es contundente: en efecto, si una copia del TTI existía ya en 1656, no podría haber habido en ella nada de Spinoza: ni transcripciones de la Etica (1677), ni referencias al Tratado teológico-político (1670), como efectivamente hay en la edición de La vie et l’esprit... de 1719 (por lo cual esta estudiosa se

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tesis más recientemente: “...nos parece plausible que, ya sea Boulainvilliers mismo, ya sea uno de los primeros copistas de su Essay de métaphysique... haya reunido las tres obras independientes en un tríptico impío, y que esta conjunción más que su origen, tal vez también tenebroso, sea lo que haya atraído hacia los Trois imposteurs el nuevo título, L’esprit de Spinosa... Una copia de La vie de Spinosa vuelta a Holanda desde Francia en compañía de los Trois imposteurs rebautizado, si no edulcorado, como L’esprit de Spinosa, con o sin el Essay de métaphysique..., pareciera haber servido de base para la edición de 1719 (“Sur les rapports entre les éditions du Traité des trois imposteurs et la tradition manuscrite de cet ouvrage”, Nouvelles de la République des Lettres, 1987, II, pp. 125-126). De R. Popkin pueden consultarse los siguientes trabajos: “The Third force in 17th-century philosophy: Skepticism, sience and Biblical prophecy”, en Nouvelles de la République des Lettres, 1983; “Spinoza and the Conversion of the Jews”, en De Deugd, C. (edit.), Spinoza’s Political and Theological Thought, North-Holland Publishing Company, Amsterdam, 1984; “Un autre Spinoza”, en Archives de philosophie, t. XLVIII, 1985; “Prefacio” al Tratatto dei tre impostori, ed. al cuidado de Silvia Berti, op. cit.

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inclina a creer que el referente de la carta de Oldenburg es el Theophrastus redivivus). No obstante, nada impide pensar que el spinozismo haya sido una incorporación tardía a un texto ya existente –que fue creciendo de ese modo, por agregación–, así como también, naturalmente, el título L’esprit de Mr. de Spinosa podría haber sido posterior. Margaret Jacob, por su parte, postula en su libro sobre el Iluminismo radical17 que la redacción del ES proviene de grupos masónicos de La Haya, en tanto que Françoise Charles-Daubert18 retoma la antigua conjetura según la cual la versión primitiva del Esprit presenta “similitudes de estilo” con la biografía de Lucas, por lo que pertenecería al mismo autor. Finalmente, Silvia Berti19 –tomando siempre como referencia el artículo de P. Marchand20– considera que el texto debió haber sido compuesto entre 1702 y 1711, fue editado por Charles Levier y su autor habría sido un tal Mr. Jan Vroesen, Consejero de la Corte de Brabante en La Haya. * * * Los ejemplares de La vie et l’esprit de Mr. de Spinosa de la edición Levier de 1719 son extremadamen17

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The Radical Einlightenment: Pantheists, Freemasons, and Republicans, Allen & Unwin, London, 1981. “Les traités des trois imposteurs et L’esprit de Spinosa”, en Nouvelles de la République des Lettres, 1988, I, p. 42. “Introduzione” al Trattato dei tre impostori..., op. cit., pp. XLVIXLIX. Además de un pasaje de la introducción de F. G. C. Rütz a la Einleitung in die götlichen Schriften des Neuen Bundes de J. D. Michaëlis, y de indicaciones de P. F. Arpe (quien escribiera una Apologia pro Julio Cesare Vanino Neapolitano publicada en Rotterdam en 1712).

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te raros. A. Wolf había identificado uno en la Universitätsbibliothek de Halle –que desapareció durante la guerra–; M. Verecruysse otro en Bruselas; S. Berti otro en Los Angeles, sobre el cual preparó su edición crítica. Este último volumen habría pertenecido al célebre Abraham Wolf, cuya biblioteca privada fue uno de los más importantes fondos spinozistas que hayan existido. Tras su muerte, este tesoro bibliográfico (conocido como “Wolf Catalogue”) fue subastado en Amsterdam, en 1950, por el anticuario Menno Hertzberger, y adquirido por La University Reaserch Library de Los Angeles. Entre los volúmenes, se encontraba el ejemplar de La vie et l’esprit... que Berti halló en 1985, ignorado por más de treinta años21. La composición y la edición de este pequeño libro –“perdido” durante años– por Levier y sus amigos (Jean Rousset de Missy, Jean Aymon...) fue una aventura intelectual emocionante y sin duda riesgosa, cuya reconstrucción por investigadores y estudiosos no ha disipado totalmente su misterio –ni presumiblemente lo haga nunca. El propósito de esa operación editorial fue claramente política, o político-filosófica. Como quiera que sea, la “distorsión” materialista y libertina del pensamiento de Spinoza en este escrito radical, no reticente y ya 21

Berti, S., “Introduzione” al Trattato dei tre impostori..., op. cit., pp. XXXI-XXXIII. En base a este ejemplar, Wolf había preparado su edición inglesa de la Vie de Lucas bajo el título The Oldest Biography of Spinoza (London, 1927), dejando de lado el Esprit por considerar que: “This so-called Spirit of Spinosa is a very superficial, tactless, free-thinking treatise, which may betray the spirit of Lucas, but certainly does not show the spirit of Spinoza... But having his Life, we may endeavour to forget his Spirit” (p. 27).

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sustraído por completo a la cultura barroca de la disimulación, no es la deriva menos interesante de lo que la hermenéutica ha llamado Wirkungsgeschichte, esa “historia de los efectos” que una filosofía tiene la potencia de producir, en este caso en una dirección emancipatoria que, por cierto, ha sido y es el corazón del spinozismo, y seguramente también el “espíritu” del Señor de Spinosa. D. T.

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BIBLIOGRAFÍA

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EDICIONES

EN CASTELLANO

De L’esprit de Monsieur Benoît de Spinosa no existían hasta ahora versiones al castellano, en tanto que La vie... de Jean-Maximilien Lucas fue traducida en las siguientes ediciones: “La vida de Spinoza”, versión de J. Bergua, en Spinoza, Obras completas, Clásicos Bergua, Madrid, 1966. “La vida de Spinoza”, versión de J. F. Soriano Gamazo, en Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, Río Piedras, Puerto Rico, 1967. “La vida de Spinoza por uno de sus discípulos”, versión de Mario Calés, en Spinoza, Obras completas, Acervo cultural, Buenos Aires, 1977, vol. V. “La vida de Spinoza (1719)”, versión de Atilano Domínguez, en Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995. BIBLIOGRAFÍA

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LA VIDA Y EL ESPÍRITU DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA

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ADVERTENCIA

Quizás no hay nada que dé a los espíritus fuertes un pretexto más plausible para insultar a la religión, que la manera en que actúan con ellos sus defensores. Por una parte, tratan a sus objeciones con el máximo desprecio, y por la otra reclaman con el celo más ardiente la destrucción de los libros que contienen esas objeciones que consideran tan despreciables. Hay que reconocer que tal procedimiento perjudica a la causa que ellos defienden. En efecto, si estuvieran seguros de su bondad, ¿temerían acaso que sucumbiera si la sostienen con buenas razones? Y si estuvieran plenos de esa firme confianza que inspira la verdad a quienes creen combatir por ella, ¿recurrirían a falsas prerrogativas y a malas vías para hacerla triunfar? ¿Acaso no se apoyarían en la sola fuerza y, seguros de la victoria, no se expondrían con gusto a combatir contra el error con armas iguales? ¿No aprenderían a dejar a todo el mundo la libertad de comparar las razones esgrimidas por una parte y por la otra, y de juzgar en virtud de esta comparación qué lado se halla en ventaja? ¿Suprimir esta libertad no es dar lugar para que los incrédulos se imaginen que se temen sus argumentos y que se considera más fácil suprimirlos que mostrar su falsedad? Pero aunque estén convencidos de que la publicación de lo más fuerte que aquellos escriben contra la

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verdad, en lugar de dañarla serviría, por el contrario, para hacer más brillante su triunfo y más vergonzosa la derrota de aquéllos, sin embargo no se han atrevido a ir contra la corriente publicando La vida y el espíritu del Señor Benoît de Spinosa. Se han impreso de la obra tan pocos ejemplares, que ella casi no será menos rara que si hubiese quedado en manuscrito. Tendremos el cuidado de distribuir ese pequeño número de ejemplares entre personas capaces, que estén en grado de refutarla. No cabe ninguna duda de que ellos pondrán en retirada al autor de este monstruoso escrito, y que destruirán completamente el impío sistema de Spinosa, sobre el que se fundan los sofismas de su discípulo. Este es el fin que nos hemos propuesto al hacer imprimir este Tratado, del que los libertinos toman sus capciosos argumentos. Lo ofrecemos sin ninguna alteración ni suavizamiento, para que estos señores no vayan a decir que se han atenuado las dificultades para hacer más fácil su refutación. Por lo demás, las injurias groseras, las mentiras, las calumnias, las blasfemias que habrán de leerse aquí con horror y execración, se refutan a sí mismas, y no pueden menos que volverse contra aquél que las afirmó con tanta extravagancia como impiedad, para sumirlo en la ruina.

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PREFACIO DEL COPISTA

A causa de su doctrina y la singularidad de sus opiniones respecto a la religión, Baruch o Benoît de Spinosa se ganó una reputación tan poco honorable en el mundo que, como dice el autor de su biografía al comienzo de esta obra, cuando se quiere escribir sobre él o en su favor es necesario ocultarse con tanto cuidado y tener tantas precauciones, como si fuera un crimen que se va a cometer. Sin embargo, nosotros no ocultamos y reconocemos que hemos copiado este escrito de acuerdo al original, cuya primera parte trata acerca de la vida de este personaje, en tanto que la segunda proporciona una idea de su espíritu. Su autor, a decir verdad, es desconocido, aunque aparentemente quien lo compuso fue uno de sus discípulos, como lo deja entender con bastante claridad. No obstante, si estuviera permitido fundamentar sobre conjeturas, podría decirse, y tal vez con certeza, que toda la obra pertenece al difunto señor Lucas, tan famoso por sus Quintaesencias, aunque todavía más por sus costumbres y su manera de vivir. Como quiera que sea, la obra es demasiado rara y merece ser examinada por personas inteligentes –y con esta única intención nos hemos tomado el trabajo de hacer una copia de ella. Es este todo el objetivo que nos propusimos, dejando a otros la incumbencia de reflexionar acerca de ella en la manera que lo consideren apropiada.

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LA VIDA DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA

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Nuestro siglo es muy ilustrado, pero no por ello justo con los grandes hombres. Aunque les deba a ellos sus mejores luces y se aproveche felizmente de ellas, no es capaz de soportar que sean alabados, ya sea por envidia o por ignorancia. Y no deja de sorprender que sea necesario esconderse para escribir sus vidas, como se lo hace para cometer un crimen, sobre todo si esos grandes hombres se volvieron célebres por vías extraordinarias y desconocidas para las almas comunes. Pues en ese caso, con el pretexto de rendir honor a las opiniones recibidas, por absurdas y ridículas que pudieran ser, defienden su ignorancia y le sacrifican a ella las luces más sanas de la razón y, por así decirlo, la verdad misma. Pero cualesquiera sean los riesgos que se corran en una carrera tan espinosa, muy poco provecho habría sacado yo de la filosofía de aquel de quien me propongo describir la vida y las máximas, si temiera asumir tal compromiso. No temo demasiado la furia del pueblo, dado que tengo el honor de vivir en un república que deja a sus ciudadanos la libertad de opinar, y donde incluso los anhelos de vivir tranquilo y feliz serían inútiles si las personas de probada honradez fueran vistas con envidia. Si esta obra que consagro a la memoria de un ilustre amigo no es aprobada por todo el mundo, al menos lo será por quienes únicamente aman la ver-

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dad y tienen una suerte de aversión por la impertinencia del vulgo. Baruch de Spinosa era de Amsterdam, la más hermosa ciudad de Europa, y de origen muy humilde. Su padre, que era judío de religión y portugués de nacionalidad, no contando con los medios para iniciarlo en el comercio, resolvió hacerlo aprender las Letras hebreas. Este tipo de estudio, que es toda la ciencia de los judíos, no era capaz de satisfacer un espíritu brillante como el suyo. Aún no tenía quince años y ya planteaba difíciles problemas que los más doctos entre los judíos tenían dificultad para resolver; y aunque una juventud tan temprana no sea aún la edad propia del discernimiento, él sin embargo poseía el suficiente como para que sus dudas complicaran a su maestro. Por temor a irritarlo, simulaba estar muy satisfecho con sus respuestas, limitándose a escribirlas para hacer uso de ellas en su debido tiempo y lugar. Como únicamente leía la Biblia, desde muy chico fue capaz de no tener necesidad de ningún intérprete. Hacía reflexiones tan pertinentes que los rabinos acababan por responderle como los ignorantes, quienes, al quedarse sin razones, acusan a los que tienen demasiadas de tener opiniones poco conformes con la religión. Un proceder tan extraño le hizo comprender que era inútil hacer preguntas acerca de la verdad. El pueblo no la conoce en absoluto; por otra parte, decía, creer ciegamente en los libros antiguos es amar demasiado viejos errores. Se decidió por lo

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tanto a no consultarse más que a sí mismo, aunque sin ahorrar ningún esfuerzo para llegar a descubrirla. Era necesario tener un espíritu grande y una fuerza extraordinaria para concebir, antes de los veinte años, un proyecto de tanta importancia. En efecto, muy pronto demostró no haber emprendido nada con temeridad, pues comenzando a leer de nuevo la Escritura, percibió su oscuridad, analizó sus misterios y se hizo la luz a través de las nubes, detrás de las cuales le había sido dicho que estaba escondida la verdad. Luego del examen de la Biblia, leyó y releyó el Talmud con la misma exactitud. Y como no había nadie que lo igualara en la comprensión de la lengua hebrea, no encontró nada que le resultara difícil, aunque tampoco nada que lo dejara satisfecho. Pero era tan juicioso que quería dejar madurar sus pensamientos antes de aprobarlos. En cambio Morteira, hombre célebre entre los judíos y el menos ignorante de todos los rabinos de su tiempo, admiró la conducta y el genio de su discípulo. No podía entender que un hombre joven con tanta penetración fuese tan modesto. Para conocerlo a fondo, lo puso a prueba de todas las maneras y admitió luego que nunca tuvo nada que corregirle ni en cuanto a sus costumbres ni en cuanto a la belleza de su espíritu. La aprobación de Morteira hacía que la buena opinión que se tenía de su discípulo creciera, aunque ello no lo volvió vanidoso. No obstante ser tan joven, una prudencia precoz le hacía prestar poca consideración a la amistad y los elogios de los hombres.

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Por otra parte, el amor de la verdad era hasta tal punto su pasión dominante, que casi no veía a nadie. Pero por más precauciones que tomara para sustraerse a los demás, tuvo encuentros que por honestidad no pudo evitar, aunque muchas veces hayan sido muy peligrosos. Entre los que se mostraban más ansiosos y empeñados en trabar relaciones con él, dos jóvenes, que decían ser sus amigos más íntimos, lo instaron a decirles sus verdaderas opiniones. Le hicieron notar que “sean las que fueran, no había nada que temer de su parte, pues su curiosidad no tenía otro propósito que el de aclarar todas sus dudas”. El joven discípulo, asombrado por un discurso tan inesperado, permaneció algún tiempo sin responderles. Pero finalmente, constreñido por su inoportuna insistencia, les dijo, riendo, que “ellos tenían a Moisés y a los profetas por verdaderos israelitas, los cuales habían decidido todas las cosas, y que por tanto los siguieran en todo si eran verdaderos israelitas”. “Si debemos creerles –replicó uno de los jóvenes–, no veo en absoluto que exista un ser inmaterial, que Dios sea incorporal, que el alma sea inmortal, ni que los ángeles sean una sustancia real. ¿Qué te parece a ti? –prosiguió, dirigiéndose a nuestro discípulo. ¿Dios tiene cuerpo? ¿Existen los ángeles? ¿El alma es inmortal?”. “Admito –reconoció el discípulo– que al no hallarse nada inmaterial o incorpóreo en la Biblia, no hay inconveniente alguno en creer que Dios es un cuerpo, tanto más por el hecho de que, siendo Dios grande, como dice el Rey profeta*, es imposible comprender una magni*

Sal., XLVIII. I.

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tud sin extensión y que, por tanto, no sea un cuerpo. En cuanto a los espíritus, es cierto que la Escritura no dice en absoluto que sean sustancias reales y permanentes sino simples fantasmas, llamados ángeles por el hecho de que Dios se sirve de ellos para manifestar su voluntad. De modo tal que los ángeles y cualquier otra clase de espíritus no son invisibles más que a causa de su materia muy sutil y muy diáfana, que sólo puede ser vista como se ven los fantasmas en un espejo, en los sueños o en la noche. Del mismo modo que Jacob, mientras dormía, vio ángeles que subían y bajaban una escalera. Por esta razón no se encuentran pruebas de que los judíos hayan excomulgado a los saduceos por no haber creído en los ángeles: porque el Antiguo Testamento no dice nada de su creación. Por lo que respecta al alma, en todos los lugares en los que la Escritura habla de ella, la palabra alma es usada simplemente para expresar la vida o todo lo que es viviente. Sería inútil buscar allí algo en lo que fundar su inmortalidad. Lo contrario es evidente en cientos de pasajes, y no hay nada más fácil que probarlo. Pero no es este el tiempo ni el lugar para hablar de ello”. “Lo poco que acabas de decir –replicó uno de los dos amigos– convencería hasta a los más incrédulos; pero no es suficiente para satisfacer a tus amigos, a quienes resulta necesario algo más sólido, tanto más por el hecho de que el asunto es demasiado importante como para tan sólo ser rozado. Te excusamos ahora de profundizarlo a condición de retomarlo en alguna otra oportunidad”. El discípulo, que sólo quería abandonar la conversación, les prometió todo lo que quisieran. Pero

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de ahí en más evitó con cuidado todas las ocasiones en las que se daba cuenta que intentarían retomarla. Y recordando que rara vez la curiosidad humana es bien intencionada, estudió la conducta de sus amigos, y encontró en ella tantas cosas que reprocharles, que rompió con ellos y no quiso hablarles nunca más. Al darse cuenta de la decisión que había tomado, sus amigos se contentaron con murmurar entre ellos mientras creían que sólo trataba de ponerlos a prueba. Pero al perder toda esperanza de poder doblegarlo, juraron que se vengarían de él. Y para hacerlo con mayor eficacia, comenzaron a desacreditarlo ante la gente. Declararon “que era un error creer que este joven podría llegar a ser un día uno de los pilares de la Sinagoga, que más verosímil era pensar que sería su destructor, pues sólo albergaba odio y desprecio por la ley de Moisés; dijeron también que lo habían frecuentado confiando en la referencia de Morteira, pero que finalmente llegaron a comprender, a partir de su conversación, que era un verdadero impío; que el rabino, por más hábil que fuese, estaba equivocado y se engañaba torpemente si tenía un buen concepto de él, y que, en fin, el solo contacto con él les causaba horror”. Ese falso rumor, sembrado en sordina, muy rápido se volvió público; y cuando vieron la ocasión propicia para divulgarlo más abiertamente, hicieron un informe para los sabios de la Sinagoga, a quienes incitaron de tal modo que poco faltó para que lo condenaran sin siquiera haberlo escuchado. Pasado el ardor del primer momento (pues los sagrados Ministros del Templo no están más exentos de la ira que los demás), lo intimaron para que

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compareciera ante ellos. Él, que sentía que su conciencia nada le reprochaba, fue alegremente a la Sinagoga. Una vez allí sus jueces le dijeron, con el rostro abatido y como enardecidos por el celo de la casa de Dios, “que luego de haber alimentado muchas esperanzas sobre su devoción, no podían creer las malas cosas que se decían sobre él, y por tanto lo habían llamado para saber la verdad y, con amargura en el corazón, lo citaban para que diera cuenta de su fe. Le dijeron que estaba acusado del más negro y enorme de todos los crímenes, que es el desprecio de la Ley, de lo cual ellos deseaban ardientemente que pudiera purificarse, pero que si se mantenía en esa convicción, ningún suplicio sería lo suficientemente duro para castigarlo”. De inmediato lo instaron a decirles si era culpable. Cuando vieron que lo negaba, sus falsos amigos, que estaban presentes, se adelantaron y declararon descaradamente que “lo habían escuchado burlarse de los judíos como de gente supersticiosa, nacidos y crecidos en la ignorancia, que no saben lo que es Dios y no obstante tienen la audacia de considerarse su pueblo, a diferencia de las demás naciones. Que en lo que refiere a la Ley, ella había sido instituida por un hombre más astuto que el resto en materia de política, pero para nada más ilustrado en física, ni en la teología. Que con un poco de buen sentido podía descubrirse la impostura, y que era necesario ser tan estúpido como los hebreos del tiempo de Moisés como para seguir a este hombre pícaro”. Sus acusadores revelaron todo esto, además de lo que había dicho sobre Dios, los ángeles y el alma, lo que conmocionó a los espíritus y los hizo gritar:

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anatema, antes incluso de que el acusado tuviera tiempo de justificarse. Animados por un celo santo para vengar la Ley profanada, los jueces interrogan, apremian, amenazan y buscan intimidar. Pero a todo esto el acusado sólo replicó que “sus gesticulaciones sólo le producían pena y que ante la exposición de tan buenos testigos estaba dispuesto a reconocer lo que le imputaban si para sostenerlo se adujeran sólo razones incontestables”. Sin embargo, advertido del peligro en el que se hallaba su discípulo, Morteira corrió de inmediato hacia la Sinagoga, donde se ubicó junto a los jueces y le preguntó “si había olvidado los buenos ejemplos que él le dió; si acaso su rebeldía era fruto de los cuidados que él había puesto en su educación, y si no tenía miedo de caer en manos del Dios viviente. Le dijo que el escándalo era ya grande pero que aún había posibilidad de arrepentimiento”. Luego de que Morteira agotara su retórica sin hacer vacilar la firmeza de su discípulo, con un tono más temible y en calidad de jefe de la Sinagoga, lo conminó a que se apurara en elegir el arrepentimiento o el castigo, y amenazó con excomulgarlo si no daba inmediatamente señales de contrición. Sin sorprenderse, el discípulo le respondió que “conocía la gravedad de la amenaza, y que como compensación por el trabajo que se había tomado en enseñarle la lengua hebrea, estaba dispuesto a enseñarle el modo de excomulgar”. Ante estas palabras, encolerizado, el rabino vomita contra él toda su hiel y tras unos fríos reproches interrumpe la asamblea, sale de la Sinagoga y jura volver con el anatema en la mano. Pero aunque haya estado bajo

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juramento, no creyó que su discípulo tendría el coraje de esperarlo. Sin embargo se equivocó en sus previsiones acerca de su discípulo, pues lo que sigue mostró que si estaba bien informado sobre la belleza de su espíritu, no lo estaba sobre su fuerza. Habiendo transcurrido inútilmente el tiempo que empleó a continuación para hacerle ver el abismo en el que caería, se fijó el día para la excomunión. Tan pronto lo supo se dispuso a la retirada, y lejos de asustarse dijo a quien le trajo la noticia: “¡En buena hora! No se me obliga a nada que no hubiera hecho por mí mismo si no hubiese temido el escándalo, pero ya que se quiere que las cosas sean así, entro con alegría en el camino que me ha sido abierto, con el consuelo de que mi salida será aún más inocente de la que fue la de los primeros hebreos fuera de Egiptoa. Aunque mi subsistencia no esté más asegurada de lo que estaba la suya, no me llevo nada de nadie, y cualquiera sea la injusticia que se me haga, puedo jactarme de que no hay nada que reprocharme”. El escaso trato que desde hacía algún tiempo tenía con los judíos, lo obligó a tenerlo con los cristianos; en efecto, trabó amistad con personas inteligentes que le advirtieron los inconvenientes de no saber griego ni latín, por más versado que fuese en el hebreo, el italiano y el español, por no hablar del alemán, el flamenco y el portugués, que eran sus lenguas naturales. a

Aludía a lo que se dice en el Éxodo, cap. XII, 35-36, a saber, que los hebreos despojaron a los egipcios de vasijas llenas de oro y de plata, y de las vestimentas que les habían prestado por orden de Dios.

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Por sí mismo comprendió hasta qué punto le eran necesarias estas lenguas cultas, aunque la dificultad radicaba en encontrar un medio de aprenderlas sin tener fortuna, ni un origen ilustre, ni amigos en los que apoyarse. Como pensaba incesantemente en ello y lo manifestaba en cada circunstancia, Van den Enden, que enseñaba con éxito griego y latín, le ofreció sus servicios y su casa a cambio de que lo ayudase un tiempo con la instrucción de sus alumnos cuando estuviera en condiciones de hacerlo. Mientras tanto Morteira, irritado por el desprecio que su discípulo mostraba hacia él y hacia la Ley, transformó su amistad en odio y saboreó, fulminándolo, el placer que las almas abyectas encuentran en la venganza. La excomunión de los judíosa nada tiene de particular; sin embargo, para no omitir nada que pueda instruir al lector, señalaré aquí los aspectos principales. Una vez que el pueblo se reúne en la Sinagoga, esta ceremonia, que ellos denominan Heremb, tiene inicio cuando se encienden una gran cantidad de velas negras y se abre el tabernáculo donde están guardados los Libros de la Ley. Luego, el cantante, desde un lugar un poco más elevado, enuncia con voz lúgubre las palabras de la execración, mientras que otro cantante toca un cornoc y se invierten las velas para hacerlas caer gota a gota en una cuba a

b c

En el tratado de Seldenus De Jure Naturae & Gentium se puede encontrar el formulario de la excomunión corriente de la que se valen los judíos para expulsar de su propia comunidad a los violadores de su Ley. Palabra que en hebreo significa separación. O una corneta, que en hebreo se denomina sophar.

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llena de sangre; ante lo cual el pueblo, animado por un horror santo y una rabia sagrada frente a un espectáculo tan sombrío, responde amén con un tono furioso. Lo cual demuestra el buen servicio que creería prestarle a Dios si pudiese despedazar al excomulgado, cosa que sin duda haría si llegara a encontrarlo en ese momento, o a la salida de la Sinagoga. Respecto de esto es necesario señalar que el sonido del corno, las velas invertidas y la cuba llena de sangre son aspectos rituales que se observan sólo en caso de blasfemia. De no ser así se limita a fulminar con la excomunión, como ocurrió en el caso del señor de Spinosa, que no fue declarado culpable de haber blasfemado sino de haberle faltado el respeto a Moisés y a la Ley. La excomunión tiene tal gravedad entre los judíos, que los mejores amigos del excomulgado no se atreverían a prestarle la menor ayuda, ni siquiera a hablarle, puesto que caerían bajo la misma pena. Es así que quienes temen la dulzura de la soledad y la impertinencia del pueblo prefieren sufrir cualquier otro castigo en lugar del anatema. El señor de Spinosa, que había encontrado un asilo en el que creía hallarse protegido de los insultos de los judíos, no pensaba en otra cosa más que en avanzar en las ciencias humanas –en las cuales, con una inteligencia tan eminente como la suya, no cabía ninguna duda de que haría en muy poco tiempo un progreso muy considerable. Pero los judíos, turbados y confundidos al no haber acertado el golpe y al observar que aquél a quien habían decidido arruinar estaba ahora fuera de su poder, lo acusaron de un crimen del que no habían podido declararlo culpable. Hablo de los ju-

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díos en general, pues aunque los que viven del altar jamás perdonan, no me atrevería a decir en esta ocasión que los únicos acusadores fuesen Morteira y sus colegas. Haberse sustraído a su jurisdicción y subsistir sin su ayuda eran dos crímenes que les parecían imperdonables. Sobre todo Morteira no podía tragar ni soportar que su discípulo y él permanecieran en la misma ciudad después de la afrenta que sentía haber recibido. ¿Pero cómo hacer para echarlo? Él no era el jefe de la ciudad como lo era de la Sinagoga. Sin embargo, la malicia es tan poderosa amparada en un falso celo, que el viejo lo consiguió. He aquí cómo se las ingenió. Se hizo acompañar por un rabino del mismo temple y fue a visitar a los magistrados, a quienes explicó que si había excomulgado al señor de Spinosa no fue por los motivos habituales sino por execrables blasfemias contra Moisés y contra Dios. Exageró la impostura con todas las razones que un odio sagrado le sugiere a un corazón irreconciliable, y como conclusión pidió que el acusado fuese desterrado de Amsterdam. Al ver la irritación del rabino y con qué encarnizamiento declamaba contra su discípulo, no era difícil comprender que era menos un devoto celo que una rabia secreta lo que lo incitaba a vengarse. Los jueces se dieron cuenta y, buscando eludir sus demandas, las remitieron a los ministros. Pero éstos, tras examinar el asunto, se encontraron en dificultades. Por una parte no notaron nada impío en la manera en que el acusado se justificaba, pero por otra parte el acusador era rabino y el rango que ostentaba les recordaba el suyo. A fin de cuentas, una vez que consideraron todo no podían consentir, sin con ello ultrajar el ministerio, que se

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absolviera a un hombre al que un semejante quería arruinar. Fue esta razón, buena o mala, la que los hizo decidirse a favor del rabino. Es absolutamente cierto que los eclesiásticos de cualquier religión que sean –gentiles, judíos, cristianos, mahometanosson más celosos de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se hallan todos animados por el mismo espíritu de persecución. Los magistrados, que no se atrevieron a contradecirlos por razones que resulta fácil adivinar, condenaron al acusado a un exilio de algunos meses. Por este medio el rabinismo logró su venganza, aunque sea verdad que fue posible menos por la intención directa de los jueces que por el deseo de liberarse de las quejas más inoportunas de los más insoportables y molestos de todos los hombres. Por lo demás, lejos de ser perjudicial para el señor de Spinosa, esta sentencia favoreció sus ganas de dejar Amsterdam. Habiendo aprendido de las humanidades todo lo que un filósofo debe saber, pensaba justamente tomar distancia de la multitud de la gran ciudad cuando vinieron a molestarlo. De manera que no fue la persecución lo que lo expulsó sino el amor a la soledad, en la que no dudaba encontrar la verdad. Esta fuerte pasión, que apenas si le proporcionaba algo de reposo, hizo que dejara con alegría la ciudad en la que había nacido por una aldea llamada Rijnsburga, donde, lejos de todos los obstáculos que sólo con la huida podía superar, se dedicó enteramente a la filosofía. Como había allí pocos autores que eran de su agrado, recurrió a sus propias a

Aldea a una legua de Leiden.

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meditaciones, resuelto a experimentar hasta dónde podían llegar. Y en cuanto a esto ha proporcionado una idea tan elevada de su espíritu, que con seguridad sólo muy pocas personas han penetrado tan a fondo como él las materias de las que se ocupó. Vivió dos años en este retiro, donde por más precaución que tomara para evitar todo contacto con sus amigos, sus más íntimos iban a verlo cada tanto y les costaba despedirse. Sus amigos, que en su mayor parte eran cartesianos, le planteaban dificultades que según ellos sólo podían ser resueltas a partir de los principios de su maestro. El señor de Spinosa los advertía del error en el que los sabios se hallaban aún, satisfaciéndolos con razones totalmente opuestas. Pero miren hasta dónde llegan el espíritu del hombre y el poder de los prejuicios: al regresar a sus casas, esos amigos casi fueron asesinados por haber manifestado públicamente que el señor Descartes no era el único filósofo que merecía ser seguido. La mayoría de los ministros, preocupados por la doctrina de ese gran genio, celosos del derecho que se arrogaban de ser infalibles en su elección, claman contra una voz que los ofende y no olvidan lo que saben hacer para sofocarla en el momento mismo de su nacimiento. Pero no obstante esto, el mal crecía de tal modo que estaba a punto de estallar una guerra civil en el reino de las letras, cuando se le rogó a nuestro filósofo que se explicara abiertamente en relación al señor Descartes. El señor de Spinosa, que no quería otra cosa que ser dejado en paz, con gusto consagró a ese trabajo algunas horas de su ocio, y lo hizo imprimir en el año mil seiscientos sesenta y tres.

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En esa obra demostró geométricamente las dos primeras partes de los Principiia del señor Descartes, como dice en el prefacio a través de la pluma de uno de sus amigosb. Pero sea lo que fuere que él haya podido decir en favor de este célebre autor, los partidarios de este gran hombre, para liberarlo de la acusación de ateísmo, hicieron todo lo que pudieron para hacer caer el rayo sobre la cabeza de nuestro filósofo. Empleando en esta ocasión la política de los discípulos de San Agustín, quienes, para limpiarse del reproche que se les hacía de inclinarse hacia el calvinismo, escribieron contra esta secta los libros más violentos. Pero la persecución hacia el señor de Spinosa que incitaron los cartesianos, y que duró toda su vida, lejos de hacerlo vacilar, no hizo más que fortalecerlo en la búsqueda de la verdad. Imputaba la mayor parte de los vicios humanos a los errores del entendimiento y por temor de caer en ellos se entregó aún más a la soledad, dejando el lugar en el que estaba para trasladarse a Voorburg, donde creyó que podría estar más tranquilo. Los verdaderos sabios, que se dieron cuenta de su ausencia tan pronto como dejaron de verlo, no tardaron mucho en descubrirlo y lo abrumaron de visitas en esta última aldea, tal como lo habían hecho en la primera. Y puesto que no era insensible al sincero amor de la gente de bien, cedió ante la insistencia de que abandonara el campo para instalarse en alguna ciudad en la que pudieran verlo más fácilmente. Se a

b

Esta obra se intitula Renati Descartes Principiorum Philosophiae Pars I, II. more Geometrico demonstratae per Benedictum de Spinosa & c. apud Johan. Riewerts 1663. Ese amigo es el señor Louis Meyer, médico de Amsterdam.

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estableció así en La Haya, que prefirió en lugar de Amsterdam porque el aire era más sano, y permaneció allí durante el resto de su vida. Al principio sólo era visitado por un pequeño grupo de amigos, que lo hacía con moderación; pero ese lugar amable no estaba nunca libre de viajeros que procuraban ver lo que merece ser visto; los más inteligentes de ellos, cualquiera fuese su condición, habrían considerado que su viaje fue desaprovechado si no visitaban al señor de Spinosa. Y como la realidad respondía a la celebridad, no había hombre docto que no le escribiese para aclarar sus dudas. Prueba de ello es la gran cantidad de cartas que forman parte del libroa impreso tras su muerte. Pero ni la cantidad de visitas que recibía, ni la cantidad de respuestas que debía dar a los sabios que le escribían de todas partes, ni las obras maravillosas que hoy nos deleitan, ocupaban completamente el tiempo de este genio. Todos los días dedicaba algunas horas a preparar lentes para telescopios y microscopios, actividad en la que sobresalía tanto que si la muerte no le hubiese acaecido tan pronto seguramente habría descubierto los más hermosos secretos de la óptica. Era tan apasionado en la búsqueda de la verdad que aunque tuviera una salud muy débil y necesidad de reposo, se lo concedía en tan escasa medida que estuvo tres meses enteros sin salir de su casa. Llegó hasta el punto de rechazar una cátedra de profesor en la Universidad de Heildelberg, por temor a que este trabajo lo distrajera de su objetivob. a b

Que se intitula B. d. S. Opera posthuma. 1677. 4. Charles Louis, elector palatino, hizo que se le ofreciese una cátedra de profesor de filosofía en Heildelberg prometiéndole una muy amplia libertad para filosofar, pero él rechazó la invitación de S. A. E. agradeciendo con mucha cortesía.

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Después de haber realizado tanto esfuerzo por enmendar su entendimiento, no debe asombrar que todo lo que publicara haya sido de una calidad inimitable. Antes de él la Sagrada Escritura era un santuario inaccesible. Todos quienes habían hablado de ella lo habían hecho a ciegas. Sólo él habla de ella como un sabio en el Tratado de Teología y de Políticaa, pues lo cierto es que nadie ha tenido nunca un conocimiento como el de él sobre la antigüedad judaica. Aunque no exista una herida más peligrosa ni menos fácil de soportar que la maledicencia, nunca se lo escuchó manifestar resentimiento contra quienes lo calumniaban. Cuando muchos trataron de desacreditar ese libro con injurias llenas de hiel y de amargura, en lugar de servirse de las mismas armas para desa

Llamado Tractatus Theologico-Politicus & c. Hamburgi 1670. 4. Este libro fue traducido al francés y publicado con tres títulos diferentes: I. Con el de Réflexions curieuses d’un Esprit desintéressé sur les matiéres les plus importants au salut, tant public que particulier. Colonia, 1678. in 12. II. Con el de Clef du Sanctuaire. III. Con el de Traité des Cérémonies superstitieuses des Juifs tant Anciens que Modernes. Amsterdam 1678. 12. Estos tres títulos no prueban que se hayan hecho tres ediciones de ese libro. En efecto, nunca hubo más que una sola, pero el editor hizo imprimir esos diferentes títulos sucesivamente para engañar a los inquisidores. Respecto al autor de la traducción francesa, las opiniones se hallan divididas. Algunos la atribuyen al difunto señor de St. Glain, autor de la gaceta de Rotterdam. Otros pretenden que es del señor Lucas, que se hizo célebre gracias a sus Quintessences, siempre llenas de nuevas invectivas contra Luis XIV. Lo que es cierto es que este último era amigo y discípulo del señor de Spinosa, y que es el autor de esta vida y de la obra que la sigue.

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truirlos él se contentó con aclarara los pasajes a los que se les adjudicaba un significado falso, por temor a que la malicia confundiera las almas sinceras. Si bien ese libro le ha valido un torrente de perseguidores, no es nuevo que el pensamiento de los grandes hombres se mal interpreta, ni que una gran reputación es más peligrosa que una mala. Tuvo la suerte de haber conocido al señor pensionario J. De Witt, quien quería aprender matemáticas con él y a menudo lo honraba consultándole sobre asuntos importantes. Pero le interesaban tan poco los bienes de la fortuna que después de la muerte del señor De Witt, quien le otorgaba una pensión de doscientos florines, tras mostrar el documento de su mecenas a sus herederos, como estos se resistían a hacerla efectiva, se los entregó con tanta tranquilidad como si contara con otros recursos. Este gesto desinteresado los hizo reconsiderar la cuestión, y le concedieron con gusto lo que acababan de negarle. En esto se basaba la mayor parte de su subsistencia, pues de su padre no heredó otra cosa que ciertos negocios complicados. O mejor dicho, algunos judíos con los que ese buen hombre tenía comercio, considerando que su hijo no tendría ganas de desenredar sus embrollos, complicaron las cosas de tal modo que prefirió dejarles todo en vez sacrificar su tranquilidad por una esperanza incierta. a

Esas aclaraciones fueron traducidas al francés y se hallan al final de la Clef du Sanctuaire. No se encuentran en ninguna edición latina de este libro. Existen dos, una en 4º., como lo hemos señalado en la nota precedente, y la otra en 8º., a la que se ha añadido un tratado llamado Philosophia S. Scripturae Interpres, cuyo autor se cree que es el señor Louis Meyer. Estos dos tratados fueron puestos bajo el título Danielis Hensii Operum Historicum Collectio, Pars I. & II. 8. Lugd. Bat. 1673.

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Hasta tal punto buscaba pasar desapercibido a los ojos del pueblo que poco antes de morir pidió que su Moral no llevara su nombre, con el argumento de que tales ostentaciones eran indignas de un filósofo. Su celebridad se había extendido tanto que se hablaba de él en círculos exclusivos. El Príncipe Condé, quien se encontraba en Utrecht al inicio de las últimas guerras, le envió un salvoconducto con una carta cortés en la que lo invitaba a que fuera a verlo. El señor de Spinosa tenía un espíritu muy bien educado, y sabía demasiado bien lo que le debía a personas de tan alto rango como para ignorar en esta ocasión cómo debía comportarse con Su Alteza. Pero puesto que no dejaba su soledad más que para volver rápidamente a ella, un viaje de algunas semanas lo hacía titubear. Finalmente, luego de algunas dilaciones, sus amigos lo convencieron de ponerse en camino. Pero como mientras tanto una orden del rey de Francia había convocado al príncipe a otra parte, lo recibió en su ausencia el señor de Luxemburgo, con miles de cortesías y asegurándole la benevolencia de Su Alteza. Esa multitud de cortesanos no perturbó a nuestro filósofo, pues tenía una educación más propia de la corte que de la ciudad comercial a la que debía su nacimiento y de la que, podemos afirmar, que no tenía ni sus vicios ni sus defectos. Puesto que quería verlo, el príncipe mandó a decir muchas veces que lo esperase. Los curiosos que lo amaban, y que encontraban cada vez más motivos para amarlo, estaban encantados de que Su Alteza lo obligara a esperarlo. Luego de algunas semanas, cuando el príncipe hizo saber que no le sería posible volver a Utrecht,

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todos los franceses curiosos quedaron apenados, pues no obstante las gentiles ofertas que le hiciera el señor de Luxemburgo, nuestro filósofo se despidió rápidamente de ellos y regresó a La Haya. Tenía una virtud tanto más digna de estima cuanto que raras veces se encuentra en un filósofo: era extremadamente arreglado y jamás salía sin que su vestimenta dejara ver lo que distingue a un hombre honesto de un pedante. “No es –decía– ese aire sucio y descuidado lo que nos vuelve sabios; al contrario –proseguía– esa negligencia afectada es la marca de un alma baja donde la sabiduría no se encuentra en absoluto, y donde las ciencias sólo pueden engendrar impureza y corrupción”. No sólo no lo tentaban las riquezas, sino que tampoco temía las consecuencias desagradables de la pobreza. Su virtud lo había puesto por encima de todas esas cosas, y si bien no fue muy aventajado en las buenas gracias de la fortuna, nunca la lisonjeó ni murmuró contra ella. Si bien su fortuna era de las más mediocres, en compensación su alma era de las mejores provistas de todo lo que hace a los grandes hombres. Era generoso aun en estado de extrema necesidad, y prestaba lo poco que recibía de la liberalidad de sus amigos con el mismo desprendimiento que si hubiera estado nadando en la opulencia. Cuando se enteró de que un hombre que le debía doscientos florines cayó en bancarrota, en vez de inquietarse dijo sonriendo: “debo reducir mis gastos ordinarios para compensar esta pequeña pérdida: es a este precio –añadió– que se compra la firmeza”. No me refiero a este episodio como si fuera algo deslumbrante, pero como el genio no se muestra

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en nada mejor que en estas pequeñas cosas, no hubiera podido omitirlo sin escrúpulo. Era tan desinteresado como poco lo son los devotos que claman contra él. Vimos ya una prueba de su desinterés; vamos a referir otra que no lo honrará menos. Cuando uno de sus íntimos amigosa, que era un hombre de buen pasar, quiso regalarle dos mil florines para que viviese más cómodamente, él los rechazó con su cortesía habitual, diciendo que no le hacían falta. En efecto, era tan moderado y tan sobriob, que aun disponiendo de muy pocos medios no le faltaba nada. “La naturaleza –decía– se contenta con poco, y cuando ella está satisfecha yo también lo estoy”. Pero, como se verá, no era menos equitativo que desinteresado. El mismo amigo que había querido obsequiarle dos mil florines, como no tenía mujer ni hijos, quiso hacer un testamento en su favor y designarlo su legatario universal. Le habló de ello y trató de convencerlo para que aceptara. Pero lejos de consentirlo, el señor de Spinosa le manifestó tan vivamente que iría contra la equidad y contra la naturaleza si en perjuicio del propio hermano disponía de su sucesión en favor de un extraño, por más amistad que hubiera tenido con él, que su amigo, rindiéndose ante sus sabias demostraciones, le dejó todos sus bienes a quien naturalmente debía hacerlo, su heredero, a condición, sin embargo, de que asegurase una pensión vitalicia de quinientos florines para nuestro fia b

El señor Simón de Vries. No alcanzaba a gastar seis sueldos al día y apenas bebía una pinta de vino por mes.

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lósofo. Sin embargo, debemos admirar aquí una vez más su desinterés y su moderación: consideró que esa pensión era mucha y la hizo reducir a trescientos florines. Hermoso ejemplo que será escasamente seguido, en especial por los eclesiásticos, gente ávida de los bienes de los demás, que se abusan de la debilidad de los ancianos y las devotas a las que engañan; no sólo aceptan sin escrúpulo sucesiones en perjuicio de los herederos legítimos, sino que incluso recurren a la sugestión para procurárselas. Pero dejemos ya a estos tartufos y volvamos a nuestro filósofo. Por no haber gozado de una salud perfecta a lo largo de su vida, aprendió a sufrir desde su más temprana juventud; por ello jamás ningún hombre entendió esa ciencia mejor que él. No buscaba consuelo más que en él mismo y, si era sensible a algún dolor, era al dolor de los otros. “Creer que el sufrimiento es menos intenso cuando lo compartimos con muchas otras personas es –decía– una señal de ignorancia, y hay que tener muy poco buen sentido para considerar las penas comunes como si fueran consuelos”. Y con ese ánimo derramó lágrimas cuando vio a sus conciudadanos desgarrar a su padre comúna, y aunque supiese mejor que nadie en el mundo de qué son capaces los seres humanos, no pudo menos que estremecerse ante la vista de ese horrendo y cruel espectáculo. Por una parte, veía que se cometía un parricidio sin precedentes y una ingratitud extrema; por la otra, se veía privado de su ilustre mecenas y del único apoyo que le quedaba. a

El señor De Witt, Pensionario de Holanda.

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Hubiera sido suficiente para abatir a un alma común; pero un alma como la suya, que estaba acostumbrada a vencer las turbaciones interiores, no corría el peligro de sucumbir. Como siempre era dueño de sí mismo, pudo muy rápidamente sobreponerse a este temible episodio. Cuando uno de sus amigos que no lo abandonaba nunca le manifestó su estupor, nuestro filósofo replicó: “¿De qué nos serviría la sabiduría si, cayendo en las mismas pasiones que el pueblo, no tuviésemos la fuerza de levantarnos a nosotros mismos?”. Como no estaba comprometido con partido alguno, no le rendía tributo a ninguno; dejaba a cada cual la libertad de sus propios prejuicios, pero sostenía que la mayor parte de ellos eran un obstáculo para la verdad y que la razón era inútil si se la usaba sin cuidado, o si se prohibía su uso cuando se debía optar por ella. “Son estos –decía– los dos defectos humanos más grandes y más comunes: la pereza y la presunción. Unos se corrompen cobardemente en una crasa ignorancia, que los sitúa por debajo de las bestias; otros se yerguen como tiranos sobre el espíritu de los simples, proporcionándoles como si fueran oráculos eternos un mundo de falsos pensamientos. Es esta la fuente de las creencias por la que los hombres se hallan infatuados. Y es ello lo que los divide a unos de otros en oposición a la finalidad de la naturaleza, que es volverlos semejantes como niños de la misma madre. Por ello –decía– sólo quienes se han liberado de las máximas de su infancia pueden conocer la verdad, y es necesario hacer extraños esfuerzos para superar las impresiones de la costumbre y borrar las falsas ideas que contrae el espíritu huma-

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no antes de ser capaz de juzgar las cosas por sí mismo. Salir de ese abismo –según su parecer– era un milagro tan grande como el de poner orden en el caos”. No hay que sorprenderse si toda su vida combatió contra la superstición. Además de ser llevado a ello por una inclinación natural, mucho contribuyó para que así sucediera la enseñanza de su padre, que era un hombre sensato. Este buen hombre le enseñó a no confundir la superstición con la auténtica piedad. Queriendo probar a su hijo que aún no había cumplido los diez años, le ordenó que fuera a buscar un dinero que le debía cierta vieja de Amsterdam. Cuando entró a su casa ella leía la Biblia y le hizo una seña para que esperara hasta que hubiera acabado con su plegaria. Una vez que lo hizo, el niño le dijo el motivo de su visita y la buena vieja contó el dinero y le dijo, mostrándoselo sobre la mesa: “Aquí está lo que le debo a tu padre. Un día serás un hombre tan honesto como él, que nunca se apartó de la Ley de Moisés. El cielo te bendecirá sólo si lo imitas”. Habiendo dicho estas palabras, tomó el dinero para meterlo en la bolsa del niño. Pero él, que percibió en esa mujer todas las señales de la falsa piedad de las que su padre lo había advertido, quiso contarlo frente a ella no obstante su resistencia. Y encontrando que faltaban dos ducatones, que la piadosa vieja había dejado caer por una fisura hecha expresamente en un cajón que había debajo de la mesa, corroboró la idea que se había formado. Orgulloso por el éxito de esta aventura y por la aprobación de su padre, observó esta clase de gente con más cuidado que antes, y llegó a hacer sobre

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ella ironías tan finas que todo el mundo quedaba sorprendido. En todas sus acciones su propósito era la virtud, pero puesto que no tenía de ella una idea espantosa como la de los estoicos, no era enemigo de los placeres honestos. Es verdad que los placeres del espíritu constituían su objeto de estudio principal, mientras que los del cuerpo le interesaban poco. Sin embargo, cuando le tocaba encontrarse frente a esa clase de distracciones de las que no se puede prescindir de manera honesta, las tomaba con indiferencia, sin que perturbara la tranquilidad de su ánimo –cosa que prefería a cualquiera otra imaginable. Pero lo que más estimo en él es que habiendo nacido y crecido en medio de un pueblo tosco, que es la fuente de la superstición, no haya mamado la amargura y haya purificado su espíritu de las falsas máximas por las que tanta gente se encuentra engañada. Se curó completamente de esas opiniones insulsas y ridículas que tienen los judíos de Dios. Un hombre que conocía la finalidad de la sana filosofía y que, según afirman las personas más excelentes de nuestro siglo, la ponía en práctica de la mejor manera; un hombre así, digo, no hubiera podido imaginarse a Dios como lo hizo ese pueblo. Pero el hecho de no creer en Moisés ni en los profetas cuando se adaptan –como él mismo decía– a la elementalidad del pueblo, ¿es una razón suficiente para condenarlo? He leído a la mayor parte de los filósofos y afirmo, con toda buena fe, que no existe ninguno de ellos que ofrezca ideas tan bellas de la divinidad como las que nos proporciona el señor de Spinosa en sus escritos. Dice que “mientras más conocemos a Dios más dueños somos de nuestras

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pasiones; que es en ese conocimiento donde se encuentra la más perfecta tranquilidad de espíritu y el verdadero amor de Dios, y que en ello consiste nuestra salvación, es decir la felicidad y la libertad”. Son estos los puntos principales que, según nuestro filósofo, enseña la razón en lo que respecta a la vida verdadera y el soberano bien del hombre. Si se compara esto con los dogmas del Nuevo Testamento se verá que son la misma cosa. La Ley de Jesús Cristo nos conduce al amor de Dios y del prójimo, que es justamente lo que la razón nos inspira según el parecer del señor de Spinosa. De aquí es fácil inferir que el motivo por el que San Pablo dice que la religión cristiana es una religión razonablea, es que ha sido prescrita por la razón y ella es su fundamentob. También según Orígenes, se llama religión razonable a toda aquella que se halla bajo el imperio de la razón. A lo que se añade lo que afirma uno de los antiguos Padresc, que debemos vivir y obrar según las reglas de la razón. Son estas las opiniones seguidas por nuestro filósofo, apoyado en los Padres y en la Escritura. A pesar de ello se lo condena, aunque sólo por aquellos a quienes el interés los induce a hablar contra la razón, o que jamás la han conocido. Si hago esta pequeña digresión es para incitar a los simples a sacudirse el yugo de los envidiosos y los falsos sabios, que no soportan la reputación de la gente sensata y buscan imponer la creencia de que sus opiniones poco tienen que ver con la vera b c

Rom., XII, I. Ver las notas de Erasmo sobre este pasaje. Teofrasto.

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dad. Volviendo al señor de Spinosa, tenía en su conversación un aire tan fascinante y establecía relaciones tan precisas, que insensiblemente convencía a todo el mundo de concordar con su opinión. Era persuasivo, aunque no afectara un hablar amanerado ni elegante. Tan comprensible, y su discurso tan lleno de sensatez, que nadie lo escuchaba sin quedar satisfecho. Este precioso talento atraía a su casa a todas las personas razonables, y en todo momento se lo encontraba de un humor constante y agradable. Entre todos los que lo frecuentaban no había quien no le testimoniara una amistad especial, pero como nada hay tan oculto como el corazón del hombre, luego se revelaría que la mayor parte de estas amistades eran fingidas, de suerte que quienes más le debían, sin razón alguna aparente ni verdadera, terminaron tratándolo de la manera más ingrata. Esos falsos amigos, que en apariencia lo adoraban, lo calumniaban en secreto ya sea para adular a los poderosos –a quienes no les gusta la gente de espíritu–, ya sea para adquirir reputación denigrándolo. Al enterarse un día de que uno de sus mayores admiradores estaba buscando predisponer en contra de él al pueblo y a los magistrados, dijo imperturbable: “No es una novedad que la verdad cuesta cara, pero no será por cierto la maledicencia lo que me lleve a abandonarla”. ¿Existió alguna vez una firmeza más grande, una virtud más pura? ¿Se ha visto acaso en alguno de sus enemigos una moderación semejante? Me doy perfecta cuenta de que su desgracia consistía en ser demasiado bueno y demasiado lúcido.

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Reveló a todo el mundo lo que se pretendía mantener oculto. Encontró la Llave del santuarioa, donde antes sólo se veían vanos misterios. He aquí la razón por la cual, aunque era un hombre de bien, no pudo vivir con seguridad. Aunque nuestro filósofo no fue una de esas personas austeras que consideran al matrimonio como un obstáculo para la vida del espíritu, nunca se comprometió, sea porque temía el malhumor de una mujer, sea porque se entregó por completo a la filosofía y al amor de la verdad. Además de no tener una complexión robusta, su gran dedicación hizo que se debilitara aún más. Y puesto que nada desgasta tanto como las vigilias, sus indisposiciones habían llegado a ser casi continuas a causa de una maligna fiebrecilla lenta que contrajo durante sus meditaciones. Así, luego de haber languidecido los últimos años de su vida, la terminó en la mitad de su carrera. Vivió por lo tanto cuarenta y cinco años aproximadamente, puesto que había nacido en el año mil seiscientos treinta y dos y dejó de vivir el veintiuno de febrero del año mil seiscientos setenta y siete. Era de estatura mediana, tenía los rasgos del rostro bien proporcionados, la piel muy oscura, cabellos negros y rizados, las cejas del mismo color, los ojos pequeños, negros y vivaces, una fisonomía bastante agradable y un aire portugués. Tenía una inteligencia grande y penetrante, y un temperamento muy amable. Sabía sazonar tan bien las bromas que hasta los más delicados y severos encontraban en ellas un encanto muy particular. a

Alusión al Tractatus Theologico-Politicus, que fue traducido al francés con el título La Clef du Sanctuaire.

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Sus días fueron breves –aunque sin embargo puede decirse que vivió mucho, puesto que adquirió el verdadero bien que consiste en la virtud, y ya nada le quedaba por desear después de la gran reputación que obtuvo gracias a su profunda sabiduría. La sobriedad, la paciencia y la veracidad no eran más que sus virtudes menores. Tuvo la dicha de morir en el punto más elevado de la gloria sin haberla jamás ensuciado con ninguna mancha, y dejando en el mundo de los sabios y los doctos la tristeza de verse privado de una luz que no era menos útil que la luz del sol. Aunque no haya tenido la fortuna de ver el fin de las últimas guerras, tras las cuales los Estados Generales retomaron el gobierno de su imperio medio perdido, sea por la suerte de las armas, sea por alguna decisión desafortunada, sin embargo, el hecho de haber escapado a la tempestad que le preparaban sus enemigos no fue para él una felicidad pequeña. Lo habían vuelto odioso para el pueblo por el hecho de haber proporcionado los medios para distinguir la hipocresía de la auténtica piedad y para destruir la superstición. Nuestro filósofo es por consiguiente muy afortunado no sólo por la gloria de su vida sino también por las circunstancias de su muerte, que afrontó con mirada intrépida según sabemos por quienes estuvieron presentes, como si hubiera querido sacrificarse por sus enemigos para que su memoria no fuera manchada con un parricidio. Somos nosotros que quedamos los que debemos ser compadecidos, todos aquellos a quienes sus escritos ha vuelto mejores y para quienes su presencia era de gran ayuda en el camino hacia la verdad.

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Pero puesto que no pudo evitar el destino de todo lo que vive, intentemos seguir sus huellas o al menos, si no somos capaces de imitarlas, honrarlas con la admiración y la alabanza. Es esto lo que aconsejo a las almas sólidas: seguir sus máximas y sus luces, tenerlas siempre delante de los ojos para servirse de ellas como reglas de sus acciones. Todo lo que amamos y honramos en los grandes hombres está siempre vivo y vivirá a lo largo de los siglos. La mayor parte de los que han vivido en la oscuridad y sin gloria permanecerán sepultados en las tinieblas y el olvido. Baruch de Spinosa vivirá en el recuerdo de los verdaderos sabios y en sus escritos, que son el templo de la inmortalidad.

FIN

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CATÁLOGO DE LAS OBRAS DEL SEÑOR DE SPINOSA

Renati Descartes Principiorum Philosophiae, More Geometrico demonstratae, per Benedictum de Spinoza Amstelodamensem. Accesserunt Ejusdem Cogitata Metaphysica & c. Amst. apud. Johan. Riewerts 1663. 4. Tractatus Theologico-Politicus & c. Hamburgi. apud. Henricum Kunrath 1670. 4. La misma obra fue impresa con el título de Danielis Hensii P. P. Operum Historicum Collectio Prima. Editio secunda & c. Lugd. Batav. apud Isaacum Herculis 1673. 8. Esta edición es más correcta que la in Quarto, que fue la primera. B. d. S. Opera Posthuma 1677. 4. Apologie de Benoît de Spinosa, où il justifie sa sortie de la Synagogue. Esta Apología fue escrita en español y nunca fue publicada. Traité de l’ Iris, ou de l’ Arc-en-ciel, que él mismo arrojó al fuego. Le Pentateuque, traducido al holandés, que también arrojó al fuego. Además de las obras antes indicadas, de las que el señor de Spinosa es verdaderamente el autor, le han sido atribuidas las siguientes: Lucii Antistii Constantis de Jure Ecclesiasticorum, Liber, Singularis & c. Alethopoli, apud Cajum Valerium Pennatum. 1665. 8. El señor de Spinosa aseguró a sus mejores amigos que no era en ab-

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soluto el autor de este libro. Fue atribuido al señor Lodewijk Meyer, médico de Amsterdam, al señor Hermanus Schelius y al señor Van den Hoof, que puso en evidencia su celo contra el Stathoudérat en las Provincias Unidas. Al parecer el autor es éste último y lo habría escrito para vengarse de los Ministros de Holanda, quienes eran grandes partidarios de la Casa de Orange y continuamente declamaban desde el púlpito contra el Pensionario De Witt. Philosophia Sacrae Schripturae Interpres, Exercitatio Paradoxa, Eleutheropoli. 1666. 4. La voz pública atribuye esta obra al señor Lodewijk Meyer. Este tratado fue reimpreso con el título Danielis Hensii P. P. Operum Historicum Collectio Secunda. Lugd. Batav. apud Isaacum Herculis 1673. 8. Todas las obras del señor de Spinosa, así como las que le son atribuidas, fueron traducidas al holandés por el señor Jean Hendrik Glasmaker, el loro de Ablancourt de Holanda. Únicamente el Tractatus Theologico-Politicus fue traducido al francés. Un discípulo del señor de Spinosa llamado Abraham Jean Cuffeler, escribió una Lógica según los principios de su maestro. Ella lleva por título: Specimen Artis Ratiocinandi Naturalis et Artificialis ad Pantosophiae Principia Manuducens. Hamburgi, apud Henricum Kunrath. 1684. 8.

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EL ESPÍRITU DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA

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CAPÍTULO I SOBRE DIOS

I. Aunque a todos los hombres les importe conocer la verdad, sin embargo muy pocos la conocen, pues la mayor parte de ellos se creen incapaces de buscarla por sí mismos, o no quieren tomarse el trabajo de hacerlo. De manera que no debemos asombrarnos si el mundo está lleno de opiniones vanas y ridículas, a las que nada es capaz de dar curso mejor que la ignorancia. En efecto, ella es la única fuente de las ideas falsas que se tiene acerca de la divinidad, del alma, de los espíritus, y de toda clase de errores que derivan de allí. Ha prevalecido la costumbre de contentarse con los prejuicios que se tiene desde el nacimiento, y de dirigirse para todas las cosas a personas que son pagadas para mantener las opiniones recibidas, y por consiguiente interesadas en persuadir al pueblo de ellas, sean verdaderas o sean falsas. II. Lo que vuelve al mal irremediable, es que luego de haber establecido las insípidas ideas que se tiene de Dios, se enseña al pueblo a creerlas sin examen, infundiéndole aversión por los verdaderos sabios que podrían hacerle conocer los errores en los que se halla inmerso. Los partidarios de estos absurdos han obtenido tanto éxito que resulta peligroso combatirlos. Les impor-

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ta demasiado que el pueblo permanezca ignorante como para soportar que alguien lo desengañe. De manera que es necesario enmascarar la verdad o sacrificarse a la rabia de los falsos sabios y de las almas interesadas.

III. Si el pueblo pudiera comprender en qué abismo es arrojado por la ignorancia, se sacudiría muy pronto el yugo de esas almas venales que lo mantiene en ella por su interés particular. Para ello sólo sería necesario servirse de la razón, pues es imposible que dejándola actuar no descubra la verdad. Es cierto que para impedir que se haga uso de ella se la representa como una guía que descarría a quienes se abandonan a su cuidado, y como un fuego fatuo cuya luz engañadora conduce al precipicio. Pero esa gente, cuyo oficio es declamar contra la razón, después de haber gritado fuerte contra ella y de haber sostenido que es completamente perversa, hace todos los esfuerzos para ponerla de su lado y hacer creer que quienes combaten sus convicciones no son razonables. Así, cayendo en perpetuas contradicciones, es difícil saber lo que pretenden. Lo cierto es que la recta razón es la única luz que el hombre debe seguir, y el pueblo no es incapaz de hacer uso de ella como se le intenta hacer creer. Si los esfuerzos se hicieran para rectificar sus falsos razonamientos y para desengañarlo de sus viejos prejuicios, en lugar de para mantenerlo en unos y confirmarlo en los otros, poco a poco el pueblo abriría los ojos, se volvería susceptible a la verdad y aprendería que Dios no tiene nada que ver con lo que él imagina.

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IV. En efecto, no son necesarias especulaciones elevadas ni penetrar en los secretos de la naturaleza sino sólo un poco de buen sentido para comprender que Dios no es colérico ni celoso; que la justicia y la misericordia son falsos títulos que se le atribuyen y, finalmente, que nada de lo que los profetas y los apóstoles han dicho de él constituye su naturaleza ni su esencia. Para hablar sin rodeos y decir las cosas como son, lo cierto es que esos hombres no fueron ni más hábiles ni mejor instruidos que el resto en esos temas. Lejos de ello, lo que dicen al respecto es tan tosco que se requiere ser plebeyo para creerlo. La cosa es en sí evidente, pero para volverla todavía más clara, veamos si hay motivos para creer que ellos fueron hechos de otra manera que el resto de los hombres. V. Por lo que concierne al nacimiento y las funciones ordinarias de la vida, se está de acuerdo en que ellos no tenían nada que estuviera por encima de lo humano, en que nacieron hombres y mujeres y llevaron adelante su vida de la misma manera que lo hacemos nosotros. Pero en lo que respecta a su espíritu, se pretende que Dios los conducía por medio de una inspiración inmediata y que su entendimiento era mucho más iluminado que el nuestro. Es necesario reconocer que el pueblo tiende a volverse ciego. Le ha sido dicho que Dios amaba más a los profetas que al resto de los hombres; que se comunicaba con ellos de un modo particular, y fue persuadido de ello con tanta firmeza como si la cosa hubiera sido probada. Y sin considerar que

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todos los hombres se asemejan, que todos tienen un mismo principio y que todos los seres son iguales, cree que profetas y apóstoles tenían un temple extraordinario y que habían nacido expresamente para propalar los oráculos de Dios. Pero, además de que no tenían más espíritu que la gente común ni el entendimiento más perfecto que el resto de los hombres, ¿qué encontramos en sus escritos que nos obligue a creer semejante cosa de ellos? La mayoría de las cosas que dijeron son tan oscuras que no se las comprende, y tan desordenadas que se ve bien que no se entendían ni ellos mismos y que eran muy ignorantes. Lo que dio lugar a su credibilidad es que se vanagloriaban de recibir inmediatamente de Dios todo lo que anunciaban al pueblo. Creencia absurda y ridícula, pues ellos mismos confesaban que Dios les hablaba sólo en sueños. Puesto que los sueños son naturales y, más aún, constituyen un estado de embotamiento, es preciso que un hombre sea muy vanidoso o muy insensato para alardear de que Dios le habla en esas situaciones, y que un hombre sea muy crédulo para pensar, contra toda evidencia, que los sueños son oráculos. Incluso suponiendo que Dios se hubiera revelado a alguien por sueños, por visiones o por otras vías, nadie sin embargo estaría obligado a creerle, pues siempre habría motivos para temer que ese hombre fue engañado por algún impostor, o que sólo tuvo una ilusión producida por él mismo, o, en fin, que su propósito fue el de engañar a los demás. De hecho observamos que en la ley antigua no se tenía por los profetas tanta estima como la que se tiene actualmente. Cuando cansaba su charlatanería, que casi siempre sólo tendía a apartar al pueblo de la obediencia que debía a sus legítimos

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reyes, se los hacía callar mediante diversos suplicios; hasta el punto de que Jesús Cristo sucumbió porque no tenía, como Moisésa, un ejército a su lado para defender sus opiniones. Se añade a esto que los profetas eran hasta tal punto dueños de contradecirse unos a otros, que a veces entre cuatrocientos de ellosb no se encontraba ninguno que fuera verdadero. Por lo demás, es cierto que el objeto de sus profecías, como el de las leyes de los más célebres legisladores, era el de eternizar su memoria haciéndole creer al pueblo que conferenciaban directamente con Dios. Los políticos más finos se han comportado siempre de ese modo, aunque ese ardid no le haya dado resultado a quienes, queriendo imitar a Moisés, no tenían modo de proveer su seguridad.

VI. Habiendo dicho esto, examinemos las ideas que los inspirados y los profetas han tenido de Dios, y veremos hasta qué punto son groseras y contradictorias. Si debemos creerles, Dios semeja al hombre, a quien, según ellos, hizo a su imagen. Como él, tiene ojos, orejas, narices, una boca, brazos, manos, pies, un corazón y vísceras. Es susceptible de las mismas pasiones de amor, celos, odio, alegría, tristeza, placer, dolor, esperanza, miedo, aversión, cólera, furor, venganza, etc. Esto en lo que concierne a la grosería de sus ideas. Y he aquí la contradicción. Dicen que Dios es un puro espíritu que no semeja nada corporal; sin a

b

Moisés hizo morir de un golpe a veinticuatro mil hombres por haberse opuesto a su Ley. Num., XXV, 1-9. Está escrito en el Libro I de Reyes, XXII, 6, que Acab, rey de Israel, consultó a 400 profetas, los que se revelaron todos falsos a considerar el resultado de sus profecías.

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embargo, Micaíasa lo vio sentado, Danielb vestido de blanco y bajo la forma de un anciano, y Ezequielc como un fuego. Hasta su espíritu ha sido visto bajo una figura corpórea. Juan Bautistad lo vio bajo la forma de una paloma, y los apóstolese bajo la forma de lenguas de fuego. Por otra parte, le atribuyen miembros humanos y dicen que creó al hombre a su imagen y semejanzaf, como acabamos de señalar. Enseñan que es invisibleg, que ningún hombre lo ha visto nuncah ni puede verlo y seguir viviendoi; sin embargo Jacoboj, Jobk, Moisésl, Aarón, Nadab, Abiu, los setenta ancianos de Israel, Manoah y su mujerm, la mayor parte de los profetas y una infinidad de otras personas ya lo han visto en esta vida, los de corazón puro lo verán en la otran, y allí lo veremos cara a carañ, tal como es, y seremos iguales a élo. Por una parte, nos dicen que Dios es bueno, dulce, caritativo, tierno, piadoso, benigno, misericordioso, paciente, que no se complace con la muerte del malvado sino con su conversiónp. Por otra, afirman que es severo, terrible, temible, a b c d e f g h i j k l m n ñ o p

I Re, XXII, 19. VII, 9. I, 27. Mat., III, 16. Hch., II, 3. Gen., I, 26. Hebr., XI, 27; I Tim., I, 17. Juan, I, 18. Ex., XXXIII, 20. Gen., XXII, 30. XLII, 5. Ex., XXIV, 9-11. Jue., XIII, 22. Mat., V, 8. I Cor., XIII, 12. I Juan, III, 2. Ez., XVIII, 23, 30.

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un fuego que consume, que se complace en hacer morir a los malvadosa, que se ríe y se burla de sus calamidades y que no les responderá cuando griten frente a élb. En el Génesisc el hombre es representado como libre de hacer el bien y no pecar; San Pablod, por el contrario, enseña que no hay ningún poder sobre la concupiscencia sin el auxilio de una gracia particular. Se dice en el Éxodoe que Dios castigará la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la cuarta generación, y en Ezequielf que no se hará cargar al hijo con la iniquidad del padre. Samuelg dice, según el libro de los Númerosh, que Dios no se arrepiente. Jeremíasi y Joelj, al contrario, dicen: el primero, que se arrepiente del bien y del mal que había dicho que haría a una nación o a un reino; el segundo, que se arrepiente de haber causado aflicción. Además, se arrepintió de haber creado al hombrek, de haber instaurado a Saúl como reyl, y del mal que había dicho que le causaría a los ninivitasm. Estas son las opiniones que esta gente tiene de Dios a partir de sueños, inspiraciones, éxtasis, visiones, revelaciones. Es esto lo que pretenden que creamos. Pero para creer en semejantes contradicciones, sería necesario ser tan toscos y tan estúpia b c d e f g h i j k l m

Deut., XXVIII, 63. Prov., I, 26-28. IV, 7. Rom., VII, 18; IX, 10, 16. XX, 5. XVIII, 20. I Sam., XV, 29. XXIII, 19. XVIII, 7, 8, 9, 10. II, 13. Gen., VI, 6, 7. Sam., XV, 11. Jon., III, 10.

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dos como quienes, a pesar de la astucia de Moisés, creyeron que un becerro era el Dios que los había sacado de Egipto. Pero sin demorarnos en las fantasías de un pueblo crecido bajo la servidumbre y entre supersticiosos, terminemos este capítulo y, considerando lo que hemos dicho, concluyamos que la ignorancia es la base de la credulidad, y la credulidad la base de la mentira, de donde han salido todos los errores que imperan hoy en día.

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CAPÍTULO II RAZONES QUE HAN LLEVADO A LOS HOMBRES A IMAGINARSE UN SER INVISIBLE, O LO QUE COMÚNMENTE LLAMAMOS DIOS

I. Quienes ignoran las causas físicas experimentan un temor natural, que deriva de la duda en la que se encuentran respecto de la existencia de una potencia capaz de dañarlos o de ayudarlos. Allí tiene origen la tendencia a imaginar seres invisibles, que no son más que sus propios fantasmas, que invocan en la adversidad, alaban en la prosperidad, y a los que terminan por convertir en dioses. Pero como las visiones de los hombres se extienden hasta el infinito, han forjado una cantidad innumerable de divinidades, y han imaginado que les eran favorables o adversas, según actuaran bien o mal. Por ejemplo, cuando la naturaleza los afligía con tempestades, carestías, pestes y otras desgracias semejantes, creían que tales males les sucedían por haber irritado con ofensas a esas divinidades. Este quimérico temor a potencias invisibles es la semilla de las religiones, que cada cual se forma a su manera. Los políticos, a quienes interesaba que el pueblo estuviera sumergido en esos terrores, convirtieron en una ley fundamental de sus Estados la creencia en dioses que se vengan por la violación de leyes divinas y humanas, y valiéndose del temor a un futuro terrible lograron que sus súbditos los obedecieran ciegamente.

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II. Una vez hallado el origen de los dioses, los hombres creyeron que serían semejantes a ellos y que, como ellos, hacían todas las cosas en virtud de algún fin. En efecto, dicen por unanimidad que Dios lo ha creado todo para el hombre y, recíprocamente, que el hombre ha sido creado sólo por Dios. Dado que este prejuicio es tan general, veamos por qué motivo los hombres tienen tanta inclinación a abrazarlo, para mostrar luego que a partir de allí se han formado las ideas del bien y el mal, el mérito y el pecado, el encomio y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad. III. No es este el lugar para deducir estas ideas de la naturaleza del espíritu humano; para nuestro propósito será suficiente que pongamos como fundamento un principio que no pueda ser negado por nadie. Ese principio es el de que todos los hombres han nacido con una profunda ignorancia de las causas de las cosas, y todo lo que saben es que una tendencia natural los inclina a buscar lo que les es útil y conveniente, y a evitar lo que les resulta perjudicial. Se sigue de allí, en primer término, que al sentir los hombres que pueden querer y desear, se imaginan erróneamente que ello es suficiente para ser libres. Error en el que caen con tanta mayor facilidad, cuanto menos se toman el trabajo de conocer las causas que los determinan a querer y a desear, puesto que son incapaces de pensar en ellas o de imaginarlas, ni siquiera en sueños. En segundo término, resulta que los hombres, puesto que nada hacen sino en vistas de un fin que

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anteponen a cualquier otra cosa, sólo tienen por objetivo conocer las causas finales de sus acciones, y una vez conocidas se dan por satisfechos, no buscan nada más y quedan convencidos de que no existe ningún otro motivo de duda. Luego, al encontrar tanto dentro como fuera de ellos una cantidad de medios para lograr lo que desean –por ejemplo ojos para ver, orejas para escuchar, una lengua para hablar, dientes para masticar, manos para tocar, pies para caminar, etc.; frutas, legumbres y animales para alimentarse, un sol para obtener luz–, han razonado de esta manera: que nada existe en la naturaleza que no haya sido creado para ellos y de lo que no puedan disponer. Por lo demás, considerando que no son ellos quienes han creado el mundo, creyeron tener fundamento para imaginar un ser supremo que lo ha creado por ellos tal y como es. Pues luego de ser persuadidos de que ese mundo no ha podido crearse por sí mismo, han llegado a la conclusión de que debía ser obra de uno o muchos dioses, destinada únicamente para el placer y el uso del hombre. Por otra parte, puesto que la naturaleza de los dioses que los hombres admitían les era sin embargo desconocida, la definieron en base a la suya propia. Creyeron que eran susceptibles de las mismas pasiones y las mismas debilidades que ellos, y sobre esa base imaginaron que habían creado el mundo únicamente para los hombres, y que los hombres eran muy amados por ellos. Y puesto que todas las inclinaciones son distintas, cada uno se esforzó por adorar a Dios según su propio humor, con el objeto de atraer sobre sí bendiciones y de poner a toda la naturaleza al servicio de sus apetitos.

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IV. De esta manera, transformándose este prejuicio en superstición, se enraizó de tal modo que los más toscos se creyeron capaces de comprender las causas finales como si tuvieran de ellas un perfecto conocimiento; así, en lugar de mostrar que la naturaleza no hace nada en vano, mostraron por el contrario que Dios y la naturaleza soñaban al igual que los hombres. Y para que no se nos acuse de exagerar las cosas, les pido que veamos hasta qué extremo han llevado sus falsos razonamientos sobre este tema. Habiendo experimentado que en medio de las muchas ventajas que la naturaleza les proporcionaba, una cantidad infinita de desgracias como las tempestades, los terremotos, las enfermedades, el hambre, la sed, etc., turbaban las dulzuras de sus vidas, en lugar de sacar de ello la conclusión de que la naturaleza no fue creada sólo para ellos, atribuyeron todas esas calamidades a la cólera de los dioses, que se representaron irritados contra ellos a causa de sus pecados. Y aunque la experiencia cotidiana les enseñase lo contrario y una infinidad de ejemplos les probase que los bienes y los males eran comunes a los buenos y a los malos, no pudieron sin embargo deshacerse de un prejuicio tan antiguo y tan inveterado. La razón de ello es que les resultaba más fácil permanecer en la ignorancia natural, que renunciar al viejo sistema de las causas finales para inventar uno nuevo que fuera más razonable. V. Ese prejuicio los hizo caer en otro, el de creer que los juicios de Dios les eran incomprensibles, razón por la cual el conocimiento de la verdad se halla por encima del espíri-

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tu humano. Error en el que nos mantendríamos aún si las matemáticas y otras ciencias no hubieran destruido este prejuicio.

VI. No nos serán necesarios largos discursos para mostrar que la naturaleza no se propone ningún fin y que todas las causas finales son sólo ficciones humanas. A tales efectos serán suficientes sólo dos palabras para mostrar que esta doctrina priva a Dios de las perfecciones que se le atribuyen. Lo probamos de esta manera. Si Dios actúa por un fin, ya sea por sí mismo o por otro, desea lo que no es, y es necesario reconocer que hubo un tiempo en el que Dios carecía de aquello por lo que actuó, y deseó tenerlo, lo cual equivale a afirmar un Dios indigente. Y para no omitir nada que pueda apoyar este argumento, opongámosle el razonamiento de quienes sostienen la opinión contraria y veremos que se funda sólo en la ignorancia. Si, por ejemplo, una piedra cae sobre alguien y lo mata, es necesario –sostienen– que esa piedra haya caído con el propósito de matar a ese hombre, pues ello sólo pudo haber ocurrido porque Dios así lo quiso. Si se responde que es el viento lo que hizo caer la piedra justo en el momento en que el hombre pasaba por allí, preguntarán: ¿por qué el hombre pasaba por allí precisamente en el momento en que caía la piedra? Si se responde que, aunque el aire no mostrara ninguna agitación, se levantó viento a causa de que el mar se había agitado en los días anteriores, y que el hombre había sido invitado a comer a la casa de un amigo y se dirigía por ello a la cita, ellos

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seguirán preguntando sin rendirse jamás: ¿por qué el hombre había sido invitado por su amigo en ese momento preciso y no en otro? Y continuarán así con una infinidad de preguntas para intentar hacerles admitir que la sola voluntad de Dios, que es el asilo de los ignorantes, es la causa de esa caída. Del mismo modo, cuando ven la estructura del cuerpo humano se admiran y, por el sólo hecho de que ignoran las causas de algo que les parece maravilloso, sacan la conclusión de que se trata de una obra sobrenatural con la que nada tienen que ver las causas que conocemos. De allí que quien quiera conocer a fondo las causas de los milagros y comprender como sabio las causas naturales sin divertirse admirando la ignorancia, pasa por ser impío y herético debido a la maldad de aquellos a los que el vulgo reconoce como intérpretes de la naturaleza y de Dios. Estos espíritus mercenarios saben demasiado bien que la ignorancia que mantiene al pueblo sumido en el estupor es lo que los hace subsistir y lo que mantiene su influencia.

VII. Luego de haber sido atraídos por la ridícula opinión de que todo lo que ven ha sido creado para ellos, los hombres hicieron una religión a partir de referir todas las cosas del mundo a su propio interés y juzgar su valor por los beneficios que sacaban de ellas. Y a partir de aquí formaron las nociones que les sirven para explicar la naturaleza de las cosas, a saber, el bien, el mal, el orden, la confusión, el calor, el frío, la belleza, la fealdad, las que, en verdad, nada tienen que ver con lo que ellos imaginan. Como por otra parte se jactan

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de tener su libre albedrío, han pretendido inmiscuirse en la decisión que concierne a la alabanza y el vituperio, el pecado y el mérito; llaman bien a todo lo que redunda en una ventaja para ellos y lo que concierne al culto divino, y, por el contrario, llaman mal a todo lo que no conviene ni a uno ni a otro. Los que ignoran la naturaleza de las cosas y no tienen de ella otra idea que la que se forman con la ayuda de la imaginación –a la que hacen pasar por el entendimiento–, creen que en el mundo hay un orden tal como se lo imaginan. Pues los hombres están hechos de tal modo, que consideran a las cosas bien o mal ordenadas según las imaginen con facilidad o con dificultad cuando los sentidos se las representan. En efecto, dado que nos complacemos frente a lo que fatiga menos la imaginación, nos persuadimos fácilmente del fundamento que nos lleva a preferir el orden a la confusión, como si el orden fuera otra cosa que un puro efecto de la imaginación humana. De manera que afirmando que Dios ha creado todo con un orden, se le atribuye, como al hombre, la facultad de imaginar. A no ser desde la perspectiva de la imaginación humana, no podemos pretender que Dios ha creado el mundo de la manera más fácil de imaginarse, pues existen una cantidad de cosas que están muy por encima de la imaginación, y una cantidad de otras que la arrastran al desorden a causa de su debilidad.

VIII. En lo que respecta a las otras nociones, son puros efectos de la misma imaginación, que no tienen realidad alguna y que son sólo modos diferentes de los que esta potencia es

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capaz. Por ejemplo, si el movimiento que los nervios reciben de los objetos por medio de los ojos es agradable a los sentidos, se dice que esos objetos son bellos. De la misma manera decimos que los olores son buenos o malos, los sabores dulces o amargos, lo que se toca duro o blando, los sonidos estridentes o armónicos, conforme los olores, los sabores, etc., impacten en los sentidos y los penetren de manera agradable o desagradable. Hasta tal punto, que hay quienes han creído que Dios es capaz de disfrutar con una melodía, y que los movimientos celestes eran un concierto armonioso. Prueba evidente de que cada uno cree que las cosas son tal como se las imagina, o más bien que el mundo es puramente imaginario. Por ello no maravilla pensar en el hecho de que casi no es posible encontrar dos hombres con la misma opinión, y que incluso haya quienes se gloríen por dudar de todas las cosas. Pues aunque los hombres tengan un cuerpo semejante en muchas cosas, difiere en muchas otras, y por ello sucede que lo que a uno le parece bueno, a otro le parece malo; lo que a uno le gusta, a otro le desagrada. Resulta fácil inferir de esto que las opiniones difieren sólo en lo que respecta a la fantasía, que el entendimiento casi no interviene en ello, y que, finalmente, las cosas del mundo no son más que un puro efecto de la sola imaginación. Pero si en vez de remitirse a la imaginación se consultara las luces del entendimiento y las matemáticas, y no se fuera más lejos de lo que puede ser concebido con la ayuda de la luz natural, todos concordarían en la verdad, y los juicios serían más uniformes y razonables de lo que ellos son.

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IX. Es evidente que todas las razones de las que el vulgo tiene la costumbre de valerse cuando pretende explicar la naturaleza, son sólo maneras de imaginar que no demuestran en absoluto lo que se quiere sostener. Y como a estas razones se le dan nombres tan reales como si existieran fuera de la imaginación, yo no las llamo seres de razón, sino puras imaginaciones, pues no encuentro nada más fácil que responder a los argumentos que se fundan sobre estas nociones, que se objetan del modo siguiente. Si fuera verdadero que el universo es una emanación y una consecuencia necesaria de la naturaleza divina, ¿cómo se explicarían las imperfecciones y defectos que se perciben en él –por ejemplo la corrupción que envuelve todas las cosas con malos olores; tantos objetos desagradables, tantos desórdenes, tantos males, tantos pecados y tantas otras cosas semejantes? Digo yo que no hay nada más fácil que refutar estas objeciones. Pues no debemos asignarles a las cosas otra perfección que la que corresponde a su naturaleza y a su esencia, y ellas no son más o menos perfectas por el solo hecho de que agradan o desagradan a los sentidos, o por el hecho de que son útiles o inútiles para la naturaleza humana. Por lo demás, no se puede juzgar la perfección de ningún ser más que si se conoce su esencia y su naturaleza. Pero para cerrarles la boca a los que preguntan por qué Dios no ha creado a los hombres, sin excepción, de modo tal que se dejaran conducir por las solas luces de la razón, basta con decir que es a causa de que no le faltó materia para otorgar a cada ser el grado de perfección que le era más conveniente; o,

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para hablar más propiamente, porque las leyes de la naturaleza eran tan amplias y tan extensas, que podían servir para la producción de todas las cosas de la que un entendimiento infinito es capaz.

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CAPÍTULO III QUÉ ES DIOS

I. Hasta aquí hemos combatido los prejuicios populares sobre la divinidad, pero aún no hemos dicho lo que es Dios. Si nos lo preguntan, responderemos que es un ser absolutamente infinito, uno de cuyos atributos es el de ser una sustancia eterna e infinita, pues la extensión o cantidad sólo es finita o divisible en cuanto es imaginada. Siendo la materia en todas partes la misma, el entendimiento no distingue partes en ella. Por ejemplo, el agua en tanto que agua es imaginada divisible y sus partes separadas unas de otras; incluso si, en cuanto sustancia corpórea, no es separable ni divisible. En fin, el agua en tanto que agua se halla sujeta a generación y a corrupción, aunque en cuanto sustancia no está sujeta ni a una ni a otra. De manera que la materia y la cantidad no tienen nada que sea indigno de Dios. Pues si todo es en Dios y todo deriva necesariamente de su esencia, es absolutamente necesario que sea idéntico a lo que contiene, pues sería contradictorio que seres enteramente materiales estén contenidos en un ser que no lo es en absoluto. Y para que no vaya a creerse que esta opinión es nueva, Tertuliano, uno de los mejores hombres que han tenido los cristianos, sostuvo contra Apelles que lo que no es cuerpo no es nada; y contra Praxeas, que toda sustancia es un cuerpo, sin que esta doctrina haya sido condenada

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en los cuatro primeros Concilios ecuménicos y generalesa.

II. Estas opiniones son simples, e incluso las únicas que un entendimiento bueno y sano puede formarse acerca de Dios. Sin embargo, son pocos los que se contentan con esa simplicidad. El pueblo tosco está habituado a las adulaciones de los sentidos, y exige un Dios que se parezca a los reyes de la tierra. La pompa y el esplendor que lo circundan lo deslumbran tanto, que despojarlo de la esperanza de ir después de la muerte a engrosar el número de los cortesanos celestiales para disfrutar de los mismos placeres de los que se ha gozado aquí abajo en las cortes de los reyes, es despojarlo de su consuelo y de lo único que le impide desesperarse por las miserias de la vida. Se quiere un Dios justo y vengador, que castigue y recompense igual que los reyes, y por consiguiente un Dios susceptible de todas las pasiones y todas las debilidades humanas. Se le atribuyen pies, manos, ojos y orejas, como ya dijimos, y sin embargo se pretende que un Dios así constituido no tenga nada de material. Se dice que el hombre es su obra maestra, e incluso su imagen, pero no se quiea

Estos cuatro primeros Concilios son: 1. El de Nicea, que tuvo lugar en el año 325 bajo el emperador Constantino el Grande y bajo el Papa Silvestre; 2. El primer Concilio de Constantinopla, que tuvo lugar en el año 381 bajo los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio y bajo el Papa Damaso; 3. El primero de Efeso, que tuvo lugar en el año 431 bajo los emperadores Teodosio el joven y Valentiniano, y bajo el Papa Celestino; 4. Finalmente, el de Calcedonia, que tuvo lugar en el año 451 bajo los emperadores Valentiniano y Marciano, y bajo el Papa León I.

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re en absoluto que la copia sea semejante al original. En resumen, en nuestros días el Dios del pueblo adopta muchas más formas que el Júpiter de los paganos. Lo más extraño es que mientras estas tonterías más se contradicen y chocan con el buen sentido, más el vulgo las reverencia. Cree obstinadamente en lo que dijeron los profetas, aunque estos visionarios fueran entre los hebreos lo mismo que los augures y los adivinos eran entre los paganos, y lo mismo que los astrólogos y los fanáticos son entre nosotros. Se consulta la Biblia como si Dios se explicara allí de una manera especial, aunque ella está llena de fábulas impertinentes y ridículas. Prueba de ello es lo que se relata de una serpientea y un asnob que hablaron; de una mujer convertida en estatua de salc; de un rey transformado en una bestia brutad; de un Nazareno que destroza a un leóne, mata a miles de hombres con una quijada de asno, arranca los postes y los cerrojos de las puertas de una ciudad y la carga sobre sus espaldas, rompe las cuerdas más fuertes con las que se lo ata, abate un enorme edificio abrazando los pilares en los que está apoyado, todo esto por la maravillosa fuerza que reside en sus cabellos. Prueba de ello es lo que se narra en la Biblia de un profetaf a quien los cuervos le daban de comer dos veces al día; que vivió con una sola comida durante cuarenta días y cuarenta a b c d e f

Gen., III, 1-5. Num., XXII, 29,30. Gen., XIX, 26. Dan., IV, 32-36. Jue., XIV, XV, XVI. I Re., XVII, XIX; 2 Re., II.

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noches de marcha; que distinguió las aguas de un río tocándolas con su manto, y que lo atravesó con los pies secos; que, finalmente, fue elevado hacia los cielos desde un torbellino por un carro de fuego conducido por caballos de fuego. Se cuenta de otro profetaa que permaneció tres días y tres noches en el vientre de un pez, donde respiraba tan cómodamente que cantó allí una canción. A pesar de todos estos cuentos pueriles y de una infinidad de otros semejantes que pululan por ese libro, se obstina en canonizarlo, sin querer prestar atención al hecho de que no es otra cosa que un entretejido de fragmentos cocidos conjuntamente en diferentes tiempos, ofrecidos al público siguiendo el capricho de los rabinosb, que los produjo después de haber aceptado unos y rechazado otros según los encontrara conformes o repugnantes a la ley de Moisés. Sí, tal es la locura y la estupidez de los cristianos, que les gusta pasarse la vida idolatrando un libro que recibieron de un pueblo ignorante; un libro en el que no hay orden ni método, que es tan confuso y está tan mal concebido que nadie puede entenderlo, y que sólo sirve para fomentar las divisiones entre ellos. Tal es, digo, su locura, que prefieren adorar ese fantasma en lugar de entender la ley natural, que Dios, es decir la naturaleza, en cuanto principio del movimiento, escribió en los corazones de los hombres. a b

Jon., II. El Talmud refiere que los rabinos dudaron si suprimir el libro de Proverbios y el Eclesiastés del número de libros de la Biblia. Lo que les impidió hacerlo fue el hecho de que hallaron allí algunos pasajes en los que se habla elogiosamente de la ley de Moisés. Hubieran hecho lo propio con las profecías de Ezequiel, si un cierto Ananías no hubiera tenido la habilidad de conciliarlas con la misma ley.

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Todas las demás leyes no son más que ficciones humanas y puras ilusiones, no forjadas por demonios o malos espíritus –que nunca existieron más que en la imaginación–, sino por la astucia de los príncipes y de los eclesiásticos; aquéllos para reforzar su autoridad, éstos para enriquecerse vendiendo a los ignorantes una infinidad de quimeras. En lo que respecta a las leyes de los cristianos, están fundadas en un Libroa cuyo original no se encuentra en ningún lado, y cuyas copias existentes difieren esencialmente unas de otras en miles de pasajes; en un Libro, en fin, que sólo contiene cosas sobrenaturales, es decir imposibles; y las recompensas y castigos que allí se proponen para las buenas y las malas acciones, conciernen sólo a una vida futura por miedo a que el fraude se descubra en esta, pues nunca nadie volvió de la otra para darnos noticia de lo que allí sucede. De este modo, el pueblo, flotando siempre entre la esperanza y el miedo, es mantenido en el cumplimiento de su deber gracias a la creencia de que Dios no ha creado a los hombres más que para hacerlos eternamente felices o desdichados. Es esta opinión, que tiene origen en la esperanza y el miedo, la que ha dado lugar a una infinidad de religiones, de las que ahora vamos a hablar.

a

La Biblia.

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CAPÍTULO IV QUÉ SIGNIFICA LA PALABRA RELIGIÓN. CÓMO Y POR QUÉ SE HAN INTRODUCIDO TANTAS EN EL MUNDO

I. Antes de que la palabra religión se introdujera en el mundo, sólo se estaba obligado a seguir las leyes naturales, es decir a concordar con la recta razón. Ese solo instinto era el vínculo por el que los hombres se hallaban unidos. Por simple que parezca, ese vínculo los unía de manera tal que las divisiones eran raras. Pero una vez que el miedo los condujo a sospechar que habían dioses y potencias invisibles, elevaron altares a esos seres imaginarios. Renunciando a las luces de la naturaleza y la razón, que son las fuentes de la vida verdadera, se ligaron por medio de ceremonias vanas y por un supersticioso culto a los fantasmas de su imaginación. Y de estos ligámenes sagrados creados por el miedo surge la palabra religión, que tanto ruido hace en el mundo. Cuando los hombres, así, admitieron la existencia de potencias invisibles que tenían un completo poder sobre ellos, las adoraron para aplacarlas, y además se imaginaron que la naturaleza era un ser sometido a esas potencias. Así, se la imaginaron como una gran masa inerte, o como un esclavo que sólo actuaba siguiendo las órdenes que esas potencias le daban. Después de que esta falsa idea se introdujo en su espíritu, no tuvieron más que desprecio por la naturaleza y reservaron todo su respeto para esos presuntos seres a los que llamaron sus dioses. Aquí tiene origen la ignorancia a la que

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sucumbieron tantos pueblos, y de la cual, por profunda que sea, los verdaderos sabios podrían sacarlos si su celo no fuera contrastado por quienes guían a estos ciegos y sólo viven de imposturas. Pero aunque haya pocas posibilidades de que este emprendimiento tenga éxito, no por ello es necesario abandonar la causa de la verdad. Y aunque más no sea en consideración de quienes se protegen de los síntomas de un mal tan grande, es necesario que un alma generosa diga cómo son las cosas.

II. El miedo que creó a los dioses, creó también la religión; y una vez que a los hombres se les puso en la cabeza que había ángeles invisibles, que eran la causa de su buena o mala fortuna, renunciaron al buen sentido y a la razón e hicieron de sus quimeras otras tantas divinidades que tomaban a su cuidado sus actos. Después de haber forjado a los dioses, quisieron saber cuál era su naturaleza, y se imaginaron finalmente que debían ser de la misma sustancia que el alma. Luego, persuadidos de que ella semejaba a los fantasmas que aparecen en los espejos o durante el sueño, creyeron que los dioses eran sustancias reales, pero tan tenues y sutiles que, para distinguirlas de los cuerpos, las llamaron espíritus, aunque los cuerpos y los espíritus sean efectivamente una sola cosa y casi no difieran entre ellos, puesto que ser espíritu e incorporal es algo incomprensible. La razón es que todo espíritu tiene una figura que le es propia, y se halla contenido en cada lugar, de manera que posee límites y, por consiguiente, es un cuerpo, por tenue, ligero o sutil que él pudiera ser.

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III. Los ignorantes, es decir la mayor parte de los hombres, habiendo fijado de este modo la sustancia de sus dioses, trataron también de entender de qué manera esos seres invisibles producían sus efectos; pero sin poder lograrlo debido a su ignorancia, creyeron sus propias conjeturas juzgando ciegamente el futuro por el pasado, aunque no observaran ninguna relación ni dependencia entre ellos. En todo lo que emprendían, miraban al pasado y sacaban de él buenos o malos augurios, según que el mismo emprendimiento haya tenido éxito o no en otro tiempo. Así, como Formión había derrotado a los lacedemonios en la batalla de Lepanto, después de su muerte los atenienses ungieron a otro capitán con el mismo nombre. Después de que Aníbal sucumbiera bajo las armas de Escipión, llamado el Africano, a causa de ese éxito los romanos enviaron a la misma provincia otro Escipión contra César –todo lo cual no significó ningún éxito ni para los atenienses ni para los romanos. De modo que luego de dos o tres experiencias, muchos relacionaron con el lugar y el nombre su buena o mala fortuna. Otros se valieron de ciertas palabras misteriosas que llamaron encantamientos, y las creyeron de una eficacia tal que eran capaces, por sus poderes, de hacer hablar a los árboles, crear un hombre con un trozo de pan, y transformar todo lo que aparece delante de los ojos. IV. Una vez establecido de este modo el reino de las potencias invisibles, al comienzo los hombres no las reverenciaban más que como lo hacían con sus soberanos, es decir por me-

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dio de signos de sumisión y respeto como dones, plegarias y otras cosas semejantes. Digo al comienzo, ya que la naturaleza no enseña a realizar bajo estas circunstancias sacrificios sangrientos, que sólo fueron instituidos para la subsistencia de los sacrificadores y ministros destinados al servicio de estos bellos dioses.

V. La semilla de la religión, es decir la esperanza y el miedo, a fuerza de pasar a través de las pasiones, los juicios y los distintos consejos de los hombres, produjo una gran cantidad de extrañas creencias que son la causa de tantos males, de tantas crueldades bárbaras y tantas revoluciones que ocurren en los Estados. Los honores y los cuantiosos réditos vinculados con el sacerdocio, que en seguida pasan a ser propios del ministerio y las cargas eclesiásticas, atrajeron la ambición y la avaricia de las personas astutas, que se aprovecharon de la estupidez y la debilidad de los pueblos; y éstos insensiblemente adoptaron el dulce hábito de asentir a la mentira y odiar a la verdad. VI. Una vez establecida la mentira y una vez que los ambiciosos fueron atraídos por las ventajas de estar por encima de sus semejantes, trataron de darse una reputación fingiendo ser amigos de los dioses invisibles que el vulgo temía. Y para lograrlo mejor, cada uno los inventaba a su manera y se arrogaba una libertad para multiplicarlos tan grande, que se encontraba uno a cada paso.

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VII. La materia informe del mundo fue llamada Dios Caos. Se divinizaron también el cielo, la tierra, el mar, el fuego, los vientos y los planetas. También los hombres y las mujeres; incluso el becerro, el perro, el cerdo, el cocodrilo, la serpiente, la cebolla, los pájaros, los reptiles, en una palabra toda clase de animales y de plantas tuvieron su parte. Cada río y cada manantial llevaban el nombre de un Dios; cada casa tenía el suyo, cada hombre tenía su genio. Finalmente todo estuvo lleno de espíritus, de sombras y de demonios, tanto arriba como abajo de la tierra. No fue suficiente inventar divinidades en todos los lugares imaginables; también se llegó a creer en ofensas hechas al tiempo, al día, a la noche, a la concordia, al amor, a la paz, a la victoria, a la disputa, al rencor, al honor, a la virtud, a la fiebre, a la salud, etc.; se llegó a creer, digo, que se ultrajaba a esas bellas divinidades si no se les elevaban templos y altares. En seguida se comenzó a reverenciar al propio genio, que algunos invocaban bajo el nombre de musa. Unos, bajo el nombre de fortuna, adoraban su propia ignorancia. Otros bautizaron sus desenfrenos con el nombre de Cupido, su cólera con el nombre de Furia, en una palabra, no había nada que no llevara el nombre de un Dios o de un demonio. VIII. Los fundadores de religiones, tomando conciencia de que la base de sus imposturas era la ignorancia de los pueblos, no descuidaron nada para mantenerla. La adoración de las imágenes en las que fingían que habitaban los dioses les pareció muy apropiada para esto, y pusieron todo

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cuidado en establecerla sobre fundamentos durables. A tales efectos construyeron altares a dioses que se dignaban a manifestarse a los hombres bajo esos simulacros, les levantaron soberbios templos, instituyeron sacrificios, fiestas y ceremonias en su honor; designaron sacrificadores, sacerdotes y ministros para servirlos; asignaron a estos ministros, además del diezmo, las mejores partes de las bestias sacrificadas, la mejor parte de los frutos, las legumbres, los granos ofrecidos a los altares, y de esta manera comprometieron a estas almas bajas y venales a mantener un culto que les resultaba tan provechoso. Y esos sacrificios –de los que los dioses sólo veían el humo–, los diezmos y las ofrendas, fueron inmediatamente consideradas como cosas santas destinadas a sagrados misterios, a fin de que nadie tuviera la audacia de pretenderlos ni la temeridad de tocarlos. Para engañar mejor a los pueblos, esos sacerdotes se hacían pasar por profetas y hacían creer que adivinaban el futuro gracias al comercio que se jactaban de tener con los dioses. Como nada es tan natural al hombre como el deseo de conocer su destino, esos impostores fueron demasiado hábiles como para no aprovecharse de esta inclinación y como para omitir una circunstancia tan favorable para sus propósitos. Unos se establecieron en Delos, otros en Delfos y otras partes, donde, por medio de ambiguos oráculos, respondían a las preguntas que les eran formuladas. Incluso las mujeres estaban mezcladas en todo esto. Efectivamente, durante las grandes calamidades los romanos recurrían a los libros de las Sibilas. Los locos y los insensatos pasaban por ser inspirados, y quienes fingían tener comercio con los

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muertos eran llamados nigromantes. Otros leían el futuro en el vuelo de los pájaros o en las entrañas de las bestias. En fin, los ojos, las manos, el rostro, un objeto extraordinario, todo les parecía de buen o mal augurio. Tanto es así, que la ignorancia está dispuesta a creer lo que sea, siempre que se posea el secreto para mantenerla.

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CAPÍTULO V SOBRE MOISÉS

I. Los ambiciosos, que siempre fueron grandes maestros en el arte de engañar, han seguido todos el mismo camino en el momento de establecer sus leyes. Para obligar al pueblo a someterse a ellas por sí mismo, lo convencieron, con el favor de la ignorancia que le es natural, que las habían recibido de un Dios o de una Diosa. Así se comportaron los legisladores: hicieron descender las leyes de alguna divinidad, y buscaron hacer creer que ellos mismos eran más que hombres. Quedará convencido de esto quien se tome el trabajo de leer sin prejuicios lo que vamos a decir de los cuatro más célebres entre ellos: Moisés, Numa Pompilio, Jesús Cristo y Mahoma. II. El célebre Moisés, nieto de un gran mago según refiere Justino Mártir, se volvió jefe de los hebreos –expulsados de Egipto por medio de un edicto porque infectaban todo el país de la roña y la lepra con las que estaban contaminados–, y fue uno de los que se valió con mayor habilidad de esta estratagema. Después de seis días de marcha en una penosa retirada, ordenó a sus miserables desterrados que consagraran el séptimo a Dios con un reposo público, con el objeto de hacerles creer que ese Dios lo favorecía, que apro-

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baba su dominación, y que nadie debía tener la audacia de disputársela. Jamás ha habido gente más ignorante que esa ni, consiguientemente, gente más crédula. En una ocasión tan propicia para mostrar sus raros talentos, les hizo creer que Dios se le había aparecido; que era por orden suya que debía guiarlos; que Dios lo había elegido para gobernarlos; que ellos mismos serían su pueblo elegido, privilegiado con exclusión de todas las demás naciones, siempre que creyeran e hicieran lo que él diga. Y para terminar de convencerlos de su misión divina, realizó en su presencia algunos astutos prodigios que ellos creyeron ser milagros. Así, esos pobres desgraciados, deslumbrados por esas ilusiones y embelesados al creerse adoptados por el mayor de los dioses, después de salir de una dura esclavitud, aplaudieron a Moisés y le juraron obediencia.

III. Una vez confirmada su autoridad, pensó en perpetuarla, y con el pretexto de establecer un culto supremo para servir a Dios, del que se autoproclamaba el lugarteniente, nombró a Aarón, su hermano, y a sus hijos, jefes del palacio real, es decir del lugar donde los oráculos se pronunciaban fuera de la vista y la presencia del pueblo. En seguida, hizo lo que siempre se hace en las nuevas instituciones, quiero decir prodigios y milagros que deslumbraban a la gente simple y con los que algunos quedaban aturdidos, pero que inspiraban piedad a las personas perspicaces que leían a través de sus imposturas. Se retraía de tiempo en tiempo en soledad bajo el pretexto de hablar en privado con Dios; y por esa pretendida relación in-

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mediata con la divinidad atrajo hacia sí un respeto y una obediencia sin límites. Sin embargo, por más hábil que haya sido ese legislador, le hubiera sido difícil hacerse obedecer si no hubiera contado con la fuerza, pues sin las armas un impostor raramente ha tenido éxito. En efecto, entre un número tan grande de hombres que él tuvo el arte de avasallar, había algunos lo suficientemente iluminados como para advertir sus ardides, y lo bastante valientes como para reprocharle que “bajo las falsas apariencias de justicia y de igualdad, se había adueñado de todo; que estando la autoridad soberana ligada a su estirpe, ningún otro tenía el derecho de pretenderla; que, en fin, él era menos su padre que su tirano”. En esas ocasiones, Moisés, que era un político hábil, mataba sin piedad a esos espíritus libres, sin exceptuar a ninguno de los que blasfemaban contra su gobierno. Con esas precauciones, y camuflando los suplicios como si se tratase de venganzas divinas, vivió siempre como el amo absoluto. Y para terminar de la misma manera que había comenzado, es decir como farsante e impostor, excavó un abismo en esa soledad a la que se retiraba, y se arrojó allí a fin de que su cuerpo no fuera encontrado para hacer creer así que Dios lo había elevado. Sin embargo, él no ignoraba que la historia de los patriarcas que lo habían precedido era tenida en gran veneración aunque sus sepulcros se hubieran hallado. Pero esto no fue suficiente para contentar a una ambición como la suya; era necesario que se lo adorase como a un Dios del cual la muerte no pudo hacer su presa. En efecto, hacia eso tendía lo que él dijo al comienzo de su reinado: que fue

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designado Dios, el Dios del Faraón. Después de él Rómuloa, Elíasb, Empédoclesc, y quienes como ellos tuvieron la insensata vanidad de eternizar su nombre, también ocultaron el momento de su muerte para que se los creyese inmortales.

a

b c

Rómulo se anegó en los pantanos de las cabras, con el objeto de que al no encontrarse su cuerpo se creyese que había sido elevado al cielo y deificado. Ver el Cap. II de 2 Re. Empédocles, célebre filósofo, se arrojó en el cráter del volcán Etna para hacer creer, como Rómulo, que el cielo lo había raptado.

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CAPÍTULO VI SOBRE NUMA POMPILIO

I. Numa Pompilio, hombre experto en leyes, fue elegido aunque fuera Sabino para suceder a Rómulo. Aunque el pueblo romano lo haya elegido por unanimidad y su elección haya sido confirmada por todos los senadores, quiso que se consultara a los dioses sobre esta elección, y no aceptó el mando sino después que le hicieron saber por medio de presagios celestes que los dioses lo aprobaban. Durante su reinado de más de cuarenta años, se abocó a civilizar las salvajes costumbres de los romanos, volviendo su espíritu hacia la religión. Estimó que el medio más seguro para reinar de manera absoluta sobre hombres ignorantes, toscos y supersticiosos, como los primeros habitantes de Roma, era inspirarles el mayor temor a los dioses que fuera posible. Para lograr esto, juzgó que era necesaria la ficción de algún milagro. Y puesto que se trataba de un pueblo que ya admitía como artículos de fe divina las respuestas de los oráculos, las predicciones de los augures y los arúspices, no tuvo ninguna dificultad en imponerla. Los persuadió fácilmente de que la ninfa Egeria le había dictado las leyes y las instituciones que él prescribía, y por medio de este fraude supo someterlos a su deber por lazos que eran tanto más fuertes y respetables, en cuanto eran considerados sagrados y divinos.

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II. Pero aunque en esos tiempos rudos la credulidad de los romanos era grande, sin embargo no lo era en comparación con la de esos mismos romanos en los siglos civilizados. En efecto, estos últimos se apropiaron de los dioses, las creencias y las supersticiones de todas las naciones a las que habían vencido. Adoptaron en particular la teología de los griegos, quienes creían que Minerva había nacido de la cabeza de Júpiter y Baco de su cadera; que Erictonio y Mirra fueron engendrado por ese padre de los dioses, sin madre, y que, al contrario, Vulcano y Marte fueron los hijos de Juno, sin padre. Que Inaco, Eaco, Hércules, Alejandro y una infinidad de otros eran hijos de Júpiter, y que Perseo nació de este Dios y de la virgen Dánae. La fecundidad de una virgen no le resultaba increíble a esta gente que admitía, como si se tratase de verdades divinas reveladas, una infinidad de cosas más absurdas y contradictorias. Por lo demás, tal vez tomaron esta opinión de los egipcios, quienes creían que el espíritu de Dios, pneuma théon, podía dejar encinta una mujer.

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CAPITULO VII SOBRE JESÚS CRISTO

I. Jesús Cristo, que no ignoraba las máximas ni la ciencia de los egipcios, le dio curso a esta opinión y la consideró apropiada para el proyecto que meditaba. Teniendo en cuenta que Moisés se había hecho célebre por haberse puesto al frente de un mundo de ignorantes, decidió construir sobre estas mismas bases y se hizo seguir por algunos idiotas a los que convenció de que el Espíritu Santo era su padre y que una virgen había sido su madrea. Esta buena gente, acostumbrada a contentarse con sueños y fantasías, cayeron en este engaño y creyeron todo lo que él quería tanto más fácilmente cuanto que un nacimiento por encima del orden natural resultaba inaudito. En efecto, haber nacido de una virgen por obra del Espíritu Santo era para esa gente todavía más de lo que decían los Tártaros de su Gengis Kan y los Siameses de su SommonaCondom, quienes al igual que Jesús Cristo tuvieron a

Celso dice en Orígenes que Jesús Cristo era originario de un pueblito de Judea y que tuvo por madre a una pobre campesina que sólo vivía de su trabajo. Agrega que, tras ser encontrada culpable de haber cometido adulterio con un soldado llamado Pantera, fue echada por su novio, que era de profesión carpintero; y que luego de esta injuria, errando miserablemente de lugar en lugar, parió en secreto a Jesús; y que él, hallándose en una situación de necesidad, debió ir a trabajar a Egipto, y que luego de haber aprendido allí algunos de los secretos a los que los egipcios dan tanto valor, retornó a su país, donde, orgulloso de los milagros que sabía hacer, se autoproclamó Dios.

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una virgen como madre pero con la diferencia de que ellas concibieron fecundadas por los rayos del sol. Esto sucedió en un tiempo en el que los judíos, cansados de su Dios, como lo estuvieron de sus juecesa, quisieron tener uno que fuera visible, al igual que las demás naciones. Puesto que el número de insensatos es infinito, Jesús Cristo encontró seguidores por todas partes, aunque su extrema pobreza fue un obstáculo invencible para su elevación. Los fariseos, a veces embelesados por la osadía de un hombre de su propia sectab, otras veces celosos de su audacia, lo bajaban o lo subían según el inconstante humor de la plebe. Aunque corriese cierto rumor acerca de su divinidad, era imposible que, estando despojado de todo como él estaba, su proyecto pudiera tener éxito. Aunque hubiera realizado los milagros que se le atribuían, puesto que no tenía dinero ni ejército, no podía más que sucumbir. Pero si hubiese tenido a disposición finanzas y tropas, es verosímil que su éxito no hubiera sido menor que el de Moisés, el de Mahoma y el de todos aquellos que tuvieron la ambición de ponerse por encima de los demás. Si fue más desafortunado, no fue menos diestro, y algunos episodios de su historia revelan que el principal defecto de su política fue el de no haber previsto de manera suficiente su seguridad. Por lo demás, no me parece que haya tomado medidas peores que las de los otros legisladores, cuya memoria permaneció como árbitro de la creencia de tantos pueblos. a

b

En el libro I de Samuel, cap. VII, se dice que los israelitas, estando descontentos de los hijos de Samuel, por quienes eran juzgados, exigieron un rey, siguiendo el ejemplo de las otras naciones a las que quisieron parecerse. Jesús Cristo era de la secta de los fariseos, es decir de los pobres, en tanto que la de los saduceos era la secta de los ricos.

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CAPÍTULO VIII SOBRE LA POLÍTICA DE JESÚS CRISTO

I. ¿Hay algo más sutil que la respuesta de Jesús Cristo a propósito de una mujer sorprendida en adulterio? Los judíos le preguntaron si lapidaban a esa miserable. En lugar de responder positivamente con un sí o con un no –en cuyo caso habría caído en la trampa que los enemigos le habían tendido, puesto que la respuesta negativa iba directamente en contra de la ley, en tanto que la afirmativa lo habría mostrado como severo y cruel, cosa que lo habría separado de los espíritus–, en vez de responder como lo hubiera hecho un alma común, dijo: “Aquél que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”a. Respuesta hábil, que mostraba su presencia de espíritu. II. En otra ocasión le preguntaron si estaba permitido o no pagar el tributo al Césarb –otra pregunta que le fue formulada para tomarlo por sorpresa. Si respondía que no, se volvía culpable de lesa majestad, en tanto que si respondía que sí, atentaba contra la libertad de su pueblo. No respondió ni sí ni no, sino que dijo a quienes lo interrogaban que le mostraran la moneda que se daba como tributo; a continuación, interrogándolos él a a b

Juan, VIII, 7. Mat., XXII, 17-22.

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su vez, les preguntó de quién era la efigie y la inscripción que se veía en la moneda. Del César, respondieron. Y él replicó: “Dad al César lo que pertenece al César y a Dios lo que pertenece a Dios”. Con esta respuesta ambigua, si está permitido hablar así, eludió la dificultad que se le presentaba y evitó la trampa en la que cualquier otro habría caído.

III. De nuevo supo escabullirse muy hábilmente de otra trampa que le tendieron los fariseos. Le preguntaron en virtud de qué autoridad tenía la pretensión de instruir y catequizar al pueblo. En primer término, leyendo en su pensamiento que sólo buscaban acusarlo de mentira, sea que respondiese que lo hacía en nombre de una autoridad humana –pues no pertenecía al sagrado cuerpo de sacrificadores de la antigua ley, ni formaba parte de quienes estaban encargados de la instrucción del pueblo–, sea que respondiese que se preciara de predicar por expresa orden de Dios –pues su doctrina era opuesta a la ley de Moisés–, para salir de esta dificultad decidió a su vez ponerlos en dificultad a ellos, preguntándoles en nombre de quién pensaban que bautizaba Juan. Los fariseos, que por un interés político se oponían al bautismo de Juan, se hubieran condenado a sí mismos confesando que bautizaba en nombre de Dios, pero por otro lado, si no lo reconocían, quedarían expuestos a la rabia de la plebe, que imaginaba lo contrario. Para salir del paso respondieron que no lo sabían, a lo que Jesús Cristo replicó que tampoco él estaba obligado a decir ni con qué autoridad ni en nombre de quién predicaba.

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IV. Esas eran las astucias y las escapatorias del destructor de la antigua ley y padre de la nueva. Esas fueron las semillas de la nueva religión construida sobre la ruinas de la vieja, la que, para decirlo con ánimo imparcial, nada tenía de más divino que las otras sectas que la precedieron. Su fundador, que no era para nada un ignorante, al ver la extrema corrupción de la república de los judíos, la consideró próxima a su fin y creyó que debía nacer otra de sus cenizas. El temor a ser anticipado por otro más ambicioso que él lo llevó a apresurarse e imponerse con medios contrarios a los de Moisés. Éste había comenzado por volverse amenazador y temible para las demás naciones. Jesús Cristo, al contrario, las atrajo hacia sí agitando la esperanza de otra vida que se obtendría –decía–, en la medida en que se creyera en él. Y así como Moisés sólo prometió bienes temporales a quienes observaran su ley, Jesús Cristo les prometió bienes interminables. Mientras que las leyes de uno sólo tenían en cuenta el exterior, las del otro se dirigían hacia la interioridad; alaban o blasfeman hasta los pensamientos y establecen lo contrario que las de Moisés. De lo que se sigue que Jesús Cristo creyó, como Aristóteles, que tanto las religiones como los Estados y los individuos, se generan y se corrompen; y que así como nada surge sino de lo que se ha corrompido, ninguna ley sustituye a otra sino en cuanto es completamente opuesta. Pero como es muy difícil decidir a los hombres a pasar de una ley a otra, y la mayor parte de los espíritus son extremadamente tenaces en materia de religión, Jesús Cristo, imitando a otros innovadores, recurrió a los milagros, que han sido siempre el escollo de los ignorantes y el asilo de los ambiciosos.

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V. De este modo se fundó el cristianismo. Aprovechando los errores de la política de Moisés, Jesús Cristo logró –mejor que ningún otro emprendimiento– tomar las medidas necesarias para volver eterna su ley. Los profetas hebreos pensaban hacerle honor a Moisés predicando un sucesor que se le parecería, es decir un Mesías grande por sus virtudes, poderoso por sus bienes y temible para sus enemigos. Sin embargo, sus profecías produjeron un efecto contrario; de hecho, a partir de ello una gran cantidad de ambiciosos encontraron la oportunidad para presentarse como el Mesías anunciado, lo que causó revueltas que se extendieron hasta la entera destrucción de esta antigua república. Más hábil que los profetas mosaicos, para desacreditar a quienes se levantaron contra él, Jesús Cristo predijo que cierto hombrea sería el gran enemigo de Dios, la delicia de los demonios, la sentina de todos los vicios y la desolación del mundo. Luego de estos bellos elogios, ninguno, me parece, habría querido ser el Anticristo; y no veo que sea posible encontrar un secreto más eficaz para eternizar una ley –aunque no haya nada más imaginario que las voces que se han hecho correr acerca de este pretendido Anticristo. Durante su vida, San Pablo dijo que el Anticristo ya había nacido y que, por consiguiente, estaba esperando el advenimiento de Jesús Cristob. No obstante, han pasado más de mil seiscientos años desde la predicción del nacimiento de este precursor, sin que nadie haya oído hablar de él. a b

Ver Mat., XXIV, 4-5, 24-26; 2 Tesal., II, 3-10; 1 Juan, II, 18. 2 Tesal., II, 7.

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Reconozco que algunos han atribuido estas palabras a Ebión y Cerinto, dos grandes enemigos de Jesús Cristo, dado que ellos combatieron su presunta divinidad. Pero puede decirse también que, si esta interpretación es conforme al sentido que le da el apóstol –lo que no es creíble–, esas palabras designan en todos los siglos una infinidad de anticristos. En efecto, no son verdaderos sabios quienes creen faltar a la verdad por el hecho de sostener, con Bonifacio VIIIa y León Xb, que la historia de Jesús Cristo es sólo una fábula, y que la ley no es más que fantasías que la ignorancia ha puesto en boga, y que es mantenida por interés.

VI. Sin embargo, se pretende que una religión que subsiste sobre fundamentos tan frágiles, y de la que hombres ignorantes hasta la estupidez han sido sus predicadores, sea una religión divina y sobrenatural, como si se ignorara que nadie hay más idóneo para difundir las opiniones más absurdas que las mujeres y los idiotas. No es para nada raro que Jesús Cristo no haya escogido sus apóstoles entre los sabios y los filósoa

b

Bonifacio VIII decía que los hombres tienen las mismas almas que las bestias, y que las almas de los hombres y la de las bestias no vivían más unas que otras. Decía asimismo que el Evangelio, como todas las demás leyes, enseñaba muchas verdades y muchas mentiras. Por ejemplo una trinidad, que es falsa; el parto de una virgen, que es imposible; la encarnación y la transubstanciación, que son ridículas. También decía que no creía en la virgen más que en un asno, ni en su hijo más que en un potro de asno. Al entrar una vez en una habitación donde los tesoros exhibidos, exclamó: esta fábula de Jesús Cristo es muy útil para hacerse rico.

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fos. Él sabía que su ley y el buen sentido eran cosas diametralmente opuestasc, por lo que tantas veces declama contra los sabios y los excluye de su reino, donde no admite más que a los pobres de espíritu, a los simples y a los imbéciles. Por lo demás, los espíritus razonables no se sienten desafortunados por no mezclarse con los insensatos.

VII. Se traspasarían demasiado los límites que nos hemos impuesto para este escrito, si quisieran referirse aquí todos los otros aspectos de su política. Quienes deseen saber más, sólo tienen que leer el Nuevo Testamento. Allí se podrá comprobar con qué cuidado evitaba realizar sus milagros en presencia de quienes no eran crédulos y de las personas cultas, y con qué habilidad supo injertar su ley en la de Moisés. En un primer momento declaró que su propósito estaba muy lejos de querer abolirla, y que, por el contrario, él había venido expresamente para realizarla. Pero a medida que aumentaba la tropa de sus seguidores, dejó de observarla, liberó a sus discípulos de hacerlo, y los elogiac

La creencia y la doctrina cristiana es extraña y contrapuesta a la razón y el juicio del hombre. Es contraria a toda filosofía y discurso de la razón, como puede verse en todos los artículos de fe, que no pueden ser comprendidos ni entendidos por el intelecto humano, pues parecen imposibles y completamente extraños. Para creerlos y aceptarlos, es preciso que el hombre capture y sujete su razón, sometiendo su entendimiento a la obediencia de la fe, como dice San Pablo; pues si estuviera dispuesto a consultar y a escuchar a la filosofía, y a considerar las cosas según la razón, abandonaría todo eso y se burlaría de ello como de una locura. Es lo que confiesa Charron en un libro llamado Les Trois Véritez, p. 180 de la edición de Bordeaux, 1593.

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ba cuando la violaban. Imitaba en esto a los príncipes nuevos, que prometen confirmar los privilegios de sus súbditos mientras su poder no esté completamente afirmado, pero que violan sus promesas cuando se sienten lo suficientemente fuertes como para hacerlo con impunidad. O mejor, hizo como esos hábiles monarcas que, bajo el pretexto de confirmar y explicar las viejas ordenanzas de sus predecesores, las suprimen por completo y las sustituyen, de manera imperceptible, con sus nuevas leyes.

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CAPÍTULO IX SOBRE LA MORAL DE JESÚS CRISTO

I. Por lo que respecta a la moral de Jesús Cristo, si se distingue la que le era propia de la que tenía en común con los filósofos, se encontrará que la primera tiene dos defectos considerables. Uno, que exige de los hombres cosas absolutamente imposibles y contra su naturaleza, como la obligación de odiarse a sí mismo, amar a los enemigos, no ofrecer resistencia a los malvados, etc. El otro es que parece haber sido imaginada con el objeto de mantener una tropa de miserables y de vagabundos, como lo fueron sus apóstoles y sus discípulos. ¿Acaso esa moral no está llena de imprecaciones contra la insensibilidad de los ricos? ¿No encontramos en ella lecciones que enseñan a vivir a costa de los demás? Se encuentran allí formularios de bendiciones para las ciudades, los pueblos, las aldeas, las casas y las personas que dieron una buena acogida a sus seguidores, y maldiciones contra los lugares que no quisieron recibirlos. II. Respecto de la otra parte de su moral, ¿qué se cree ver allí de más divino que lo que ya hay en los escritos de los Antiguos? O mejor, ¿qué hay en ella que no sea una cita o una imitación? San Agustína confiesa que encontró en a

Libro VII, cap. IX y XX de sus Confesiones.

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alguno de estos escritos todo el comienzo del Evangelio según San Juan. A esto se agrega que este apóstol tenía un conocimiento tan perfecto de muchos autores, que no tenía ningún problema en plagiarlos, ni en robarle a los profetas sus enigmas y sus visiones para hacer con ellos su Apocalipsis. ¿Dónde podría tener origen la conformidad que existe entre la doctrina del Viejo Testamento y la de Platón, si no en el hecho de que los rabinos y quienes fijaron la Escritura a partir de una multitud de fragmentos, saquearon para ello al gran filósofo? Ciertamente, el nacimiento del mundo presenta más verosimilitud en el Timeo que en el Génesis. Sin embargo, no podría decirse que ello provenga de que Platón leyera durante su viaje a Egipto los libros judaicos, ya que, como dice San Agustína, Tolomeo no los había hecho traducir aún cuando Platón estuvo allí. La descripción que Sócrates le hace a Simmias en el Fedón tiene infinitamente más gracia que el paraíso terrestre, y el andrógino está, sin comparación posible, mucho mejor inventado que todo lo que dice el Génesis acerca de la extracción de Eva a partir de una de las costillas de Adán. ¿Hay algo que sea más semejante que estos dos abrazos: el de Sodoma y Gomorra, y el que causó Faetón? ¿El de José e Hipólito? ¿El de Nabucodonosor y Licaón? ¿El de Tántalo y el rico malo? ¿El del maná de los israelitas y la ambrosía de los dioses? San Agustínb, San Cirilo y Teofilatos comparan a Jonas con Hércules, apodado Trinoctium porque estuvo durante tres días y tres noches en el vientre a b

Libro VII, cap. IX y XX de sus Confesiones. Libro VI, cap. XIV de la Ciudad de Dios.

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de una ballena. El río de Daniel, descripto en el capítulo séptimo de sus Profecías, es una imitación evidente del Puriflegetón, del que se habla en el Diálogo sobre la inmortalidad del alma. El pecado original y la caja de Pandora se parecen mucho, los sacrificios de Isaac y de Jefté son parecidos al de Ifigenia, en cuyo lugar fue puesta una cierva. Lo que se narra de Lot y de su mujer concuerda absolutamente con lo que se relata de Baucis y Filemón. En fin, hay un vínculo constante entre los autores de la Escritura y Hesíodo y Homero.

III. Pero volvamos a Jesús Cristo. Celso mostró, según refiere Orígenesa, que él tomó de Platón sus sentencias más bellas, como la que dice que “es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de Dios”b. Es de la secta de los fariseos, a la que Jesús Cristo pertenecía, de donde sus seguidores toman la creencia en la inmortalidad del alma, la resurrección, el infierno, y la mayor parte de su moral, que nada tiene de más admirable que la de Epicteto, la de Epicuro y la de tantos otros. Este último fue considerado por San Jerónimo como un hombre cuya virtud avergonzaba hasta a los mejores cristianos, y observó que todas sus obras estaban llenas de hierbas, frutos y abstinencia, y que su voluptuosidad era tan temperada que sus mejores comidas consistían en queso, pan y agua. Llevando una vida a b

Contra Celso, libro VI. Lucas, XVIII, 25.

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tan frugal, este filósofo, por más pagano que fuera, decía que era mejor ser pobre y razonable que rico y opulento pero carente de razón, y agregaba que raramente la fortuna y la sabiduría se encuentran en un mismo hombre, y que no se podría ser feliz ni vivir con placer más que si nuestra felicidad va acompañada de prudencia, justicia y honestidad, que son las cualidades de la verdadera voluptuosidad. En lo que concierne a Epicteto, no creo que jamás un hombre –y no exceptúo a Jesús Cristo– haya sido más austero, más firme, más constante y más libre de pasiones que él. No digo nada que no sea fácil de probar. Pero para no traspasar los límites que me impuse voy a referir, entre todas las bellas acciones de su vida, sólo un ejemplo de su constancia. Siendo esclavo de un liberto llamado Epafrodita, que era capitán en la guardia de Nerón, a este bruto se le ocurrió torcerle la pierna. Al darse cuenta de que eso le producía placer, Epicteto le dijo sonriendo que sabía bien que el juego no terminaría hasta que no le hubiera roto la pierna –cosa que en efecto ocurrió, como él lo había previsto. Y bien –dijo luego sonriendo y con la misma expresión–, ¿no le había dicho que me rompería la pierna? ¿Hubo alguna vez una constancia como esa? ¿Podríamos afirmar que Jesús Cristo haya llegado hasta ese punto? Él lloraba y sudaba de miedo ante el menor peligro, y frente a la muerte mostró una bajeza de espíritu nunca vista en la mayor parte de sus mártires. Si la injuria del tiempo no nos hubiese privado del libro escrito por Arriano sobre la vida y la muerte de nuestro filósofo, estoy seguro de que tendríamos otros ejemplos de su paciencia. No

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dudo que se dirá de esta acción lo que los ignorantes dicen de la virtud de los filósofos: que es una virtud hija de la vanidad, y que no es lo que parece. Pero tampoco ignoro que quienes hablan de este modo lo hacen para la cátedra, pues saben que es allí donde, bien o mal, tienen el derecho a decir cualquier cosa. Sé también que cuando estos catedráticos, estos vendedores de aire, de viento, de humo, declaman con todas sus fuerzas contra los vindicadores de la recta razón y de la virtud ultrajadas, creen así haber hecho méritos para ganar el dinero que les da el Estado a cambio de instruir al pueblo. Tanto es así, que nada en el mundo está más alejado de la costumbre de los verdaderos sabios que los actos de esos ignorantes que los calumnian, y que parecen haber estudiado sólo para acceder a un lugar donde tengan asegurado el pan. Un lugar que idolatran y del que se glorían una vez que lo obtienen. Creen así que han llegado a un lugar de perfección, por más que sólo sea para quienes lo obtienen un lugar de amor propio, de comodidad, de orgullo, de voluptuosidad, donde la mayoría de ellos nada observan menos que las máximas de la religión que predican. Pero dejemos a esta gente, que no tiene la menor idea de lo que es la virtud, para pasar a examinar el dogma de la divinidad de su maestro.

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CAPÍTULO X SOBRE LA DIVINIDAD DE JESÚS CRISTO

I. Los hebreos más ignorantes, después que pusieron en boga la ley de Moisés, fueron los primeros en correr detrás de Jesús Cristo. Y como su número es infinito y se aman unos a otros, no es extraño que sus errores se hayan propagado con tanta facilidad. No es que no haya mucho que sufrir con los innovadores, sobre todo cuando son pobres e impotentes, pero la gloria que se espera de ellos mitiga las dificultades. De este modo, los discípulos de Jesús Cristo, por miserables que hayan sido –hasta el punto de muchas veces estar obligados a alimentarse con los granos de trigo que hacían caer de las espigasa, y de verse vergonzosamente excluidos de los lugares a los que pensaban entrar para reposarse de sus fatigasb–, empezaron a desanimarse sólo cuando vieron a su maestro en las manos del verdugo e imposibilitado de darles los bienes, el esplendor y la grandeza que les había prometido. Después de su muerte, sus discípulos, desesperados al ver frustradas sus esperanzas y al verse perseguidos por los judíos que querían hacerles lo mismo que a su maestro, hicieron de la necesidad virtud y se expandieron por las comarcas, donde –según refiere una mujerc– anunciaron su resurreca b c

Lucas, VI, 1. Ibid., IX, 52-53. Juan, XX, 18.

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ción, luego su filiación divina, y todas las fábulas que decidieron al emperador Juliano a abandonar la secta de los nazarenos, es decir el cristianismo, al que consideró una grosera ficción del espíritu humano, puesto que sólo lo encontraba fundado en una simple narración de prodigios. Las dificultades que encontraron para afirmarse entre los hebreos, los decidió a buscar a los gentiles y a intentar ser más felices con ellos que con los de otra nación. Pero dado que para esto era necesario más ciencia de la que tenían –puesto que se contaban entre los gentiles los filósofos, demasiado amigos de la verdad como para prestar atención a cualquier bagatela–, conquistaron a un joven de espíritu ardiente y activo, un poco más instruido que los pescadores, o mejor dicho un mejor charlatán. Este joven, que se unió a ellos por causa de una fulguración del cielo que lo dejó ciego –pues de otro modo la impostura no hubiera tenido éxito–, atrajo a Jesús Cristo a algunas almas simples por el relato de esta visión y el de su presunto rapto al cielo; por el miedo a los sufrimientos de un infierno que fue tomado de las fábulas de los poetas antiguos; por la esperanza de una resurrección gloriosa y un paraíso apenas más soportable que el de Mahoma. De manera que unos y otros procuraron a su maestro el honor de pasar por un Dios, honor que él mismo estando vivo no había podido obtener. En esto su suerte no fue mejor que la de Homero, si se piensa que seis de las ciudadesa que habían expulsado y despreciado a este poeta durante a

Después de su muerte, siete ciudades se atribuyeron el honor de su nacimiento.

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su vida, se disputaron, tras su muerte, la gloria de haber sido su cuna.

II. Se ve a partir de aquí que el cristianismo, como cualquier otra cosa, depende del capricho de los hombres, en cuya opinión todo puede pasar por ser bueno o por ser malo, según el humor en el que se hallen. Pero por otra parte, si Jesús Cristo fuera Dios, de allí se seguiría, como dijo San Juan, que Dios estaría hecho de carne y habría adoptado la naturaleza humana, lo cual encierra una contradicción tan grande como si se dijera que el círculo ha adoptado la naturaleza del cuadrado, o que el todo se ha convertido en una parte. En efecto, ¿hay algo más absurdo que imaginarse, como hacen los cristianos, que el altísimo Dios, como dicen, el único ser infinitamente perfecto, haya descendido desde lo más alto de su gloria para venir a habitar entre seres que difieren infinitamente más de él, de lo que difieren los más viles insectos de los mayores monarcas del universo? ¿Que haya asumido la debilidad, la despreciable y miserable naturaleza de esos seres sólo para rescatarlos de la esclavitud y de la tiranía de uno de sus súbditos rebeldes, que él mismo tiene encadenado, como si no contara con otros medios para sustraerlos de este enemigo del género humano –que nada puede sin él– a no ser el de degradarse él mismo de un modo tan extraño, y todo para salvar a uno solo de estos miserables, frente a millones a los que deja perecer? ¿Que se haya rebajado hasta ese punto sólo para vengar las injurias que había recibido de esas hormigas, de esos

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gusanos, y obtener de allí satisfacción, como si pudiera sentirse ofendido? ¿Y que, finalmente, para obtener de su divinidad irritada el perdón por sus presuntas ofensas y satisfacer su infinita justicia, que reclamaba su muerte, se abandonó en lugar de ellos al suplicio más cruel y más infame, como si, suponiendo que hubiera sido realmente ofendido, no hubiera sido dueño o bien de imponer sus derechos, o bien de reconciliar a aquellos pecadores con su divinidad de una forma distinta, o bien, en fin, de concederles un perdón gratuito? Pero me da vergüenza demorarme más tiempo en tan evidentes contradicciones. Paso entonces a Mahoma, que merece que hablemos de él por cuanto fundó una ley sobre máximas completamente opuestas a las del legislador de los cristianos

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CAPÍTULO XI SOBRE MAHOMA

I. Apenas los discípulos de Jesús Cristo hubieron destruido la ley mosaica para introducir la cristiana, los hombres, con su habitual inconstancia, se sometieron a las leyes de un nuevo legislador, que se impuso con las armas como lo había hecho Moisés. Al igual que a los otros, no le faltó el especioso título de profeta y enviado de Diosa. Tampoco fue menos hábil para hacer milaa

Cuando un amigo del célebre Golius le preguntó qué decían los mahometanos de su profeta, este sabio profesor de árabe le envió el siguiente extracto, que contiene un resumen de la vida de este impostor, extraído de un manuscrito escrito en turco: “El señor Mahoma Mustafá, de gloriosa memoria, el más grande entre los profetas, nació en el cuadragésimo año del imperio de Anuschirwan el Justo. Su santa natividad sucedió en el duodécimo día y en la segunda serie del mes de Rabia. Una vez transcurrido el año cuadragésimo de su edad, fue inspirado por la divinidad, y recibió la corona de la profecía y la capa de la legación, que le fueron entregadas de parte de Dios por el fiel mensajero Gabriel, con la orden de atraer a los hombres al islamismo. Luego de haber recibido esta inspiración de Dios, permaneció en la Meca durante trece años, de donde salió a la edad de cincuenta y tres años, el octavo día del mes de Rabia, que era viernes, y se refugió en Medina. Y fue allí, diez años después de su retiro, el vigésimo día del undécimo mes, en el sexagésimo tercer año de su bendita vida, que alcanzó el gozo de la presencia divina. Unos dicen que nació mientras su padre Abdala estaba todavía vivo, en tanto que otros dicen que nació después de su muerte. Amina, su madre, hija de Wahibe, le dio por nodriza a Halima, de la tribu de Beni-Saad. Su abuelo Abdó Immutalib le dio el bendito nombre de Mahoma. Tuvo cuatro hijos y cuatro hijas. Los hijos fueron Kasim, Ibrahim, Thajib y Thahir, en tanto que las hijas

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gros y acertar así en la debilidad del pueblo, que ama los prodigios. En primer término, al igual que los otros, se encontró rodeado de una plebe ignorante entre la que difundió los nuevos oráculos que decía recibir del cielo. Se trataba de gente sensual y grosera, atraída por placeres que este impostor le prometió en un paraíso donde la felicidad de quienes observaran su ley consistía en parte en la satisfacción de sus sentidos. Así se difundió su fama a lo largo y a lo ancho, y fue exaltado de tal modo que la de sus predecesores disminuyó poco a poco.

II. Desde el momento en que comenzó a afianzarse y su nombre se volvió célebre en Arabia, Coreïs, un árabe poderoso y celoso de que un hombre salido de la nada tuviera la audacia de abusar del pueblo, se declaró su enemigo y le puso toda clase de obstáculos. Pero, en fin, la familia de Coreïs se hallaba en inferioridad de condiciones, y Mahoma fue seguido por una multitud de pueblos que, creyéndolo un hombre divino, adoptaron ciegamente su nueva ley. Una vez liberado de un enemigo tan temible, sólo tenía temor de su compañero. Por miedo de que éste descubriera sus imposturas, decidió tomar sus precauciones, y para hacerlo con mayor seguridad lo entretuvo con bellas promesas y le juró que no tenía la intención de volverse poderoso más que para hacerlo tomar parte de un bien al que tanto había contribuido. “Estamos a punto de llegar –le dijo– al feliz mofueron Fátima, Ommo Keltúm, Rakia y Zeineb. Los compañeros de este augusto enviado de Dios fueron Abubeker, Omar, Otsman y otros, todos de sagrada memoria”.

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mento de nuestra consolidación. Somos seguidos por un gran pueblo, al que hemos conquistado, pero se trata de confirmar esta conquista por medio del artificio que usted tan felizmente ha inventado”a. Al mismo tiempo lo convenció de que se ocultara en el foso de los oráculos, desde cuyo fondo generalmente simulaba la voz de Dios. Engañado por las dulces palabras de este impostor, el pobre hombre simuló el oráculo como solía hacerlo, y cuando escuchó la voz de Mahoma y el rumor de la multitud que lo seguía, comenzó a gritar como había estado convenido: “Yo, que soy vuestro Dios, declaro que he designado a Mahoma para ser el profeta de todas las naciones. De él aprenderán la verdadera ley, porque los judíos y los cristianos cambiaron la que les había dado”. Desde hacía mucho tiempo este hombre jugaba ese papel, pero finalmente fue pagado de la manera más ingrata, pues Mahoma, al escuchar la voz que lo proclamaba como un hombre divino, se dirigió a ese pueblo engañado por su falso mérito y le a

Naudé refiere este hecho de manera un poco distinta. Dice que Mahoma convenció al más fiel de sus criados para que descendiera al fondo de un pozo que se hallaba cerca del gran camino, y que gritase: “Mahoma es el predilecto de Dios, Mahoma es el predilecto de Dios”, cuando él pasaba acompañado por la gran multitud del pueblo que siempre lo seguía. Y puesto que todo sucedió en el modo en que él había previsto, agradeció de inmediato a la bondad divina por un testimonio tan extraordinario, y le pidió a toda la gente que lo seguía que en ese mismo instante rellenaran el pozo y que construyeran encima una pequeña mezquita como recuerdo de semejante milagro. Y por este ardid, ese pobre criado fue inmediatamente sepultado bajo una lluvia de piedras que le quitaron para siempre la posibilidad de revelar la falsedad de ese milagro. Pero la tierra y las plumas parlanchinas recogen el sonido. Excepit sed terra sonum, calamique loquaces, Petronio, Epigrammata, en Considérations politiques sur les coups d’Etat.

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ordenó en nombre de Dios, que lo reconocía como su profeta, que llenara de piedras el foso del cual había salido en favor suyo un testimonio tan auténtico, en memoria de la piedra que alguna vez erigió Jacob en una ocasión parecida, como signo de que Dios se le había aparecido. Tal fue el funesto fin de ese miserable, que tanto había contribuido a la exaltación de Mahoma; es sobre ese montón de piedras que el último de los más célebres impostores estableció su ley. Ese fundamento es tan sólido, que después de más de mil años de imperio no se advierte aún que esté por debilitarse.

III. Así se impuso Mahoma. Más afortunado que Jesús Cristo, pudo ver mientras vivió cómo se afianzaba su ley. Más afortunado incluso que Moisés, quien debido a un exceso de ambición en sus últimos días se precipitó en el vacío, Mahoma murió en paz, colmado de gloria, y convencido de que su doctrina subsistiría después de su muerte, dado que la había adecuado al carácter de sus sectarios, nacidos y crecidos en la ignorancia y en la sensualidad. Esto es, lectores, lo que puede decirse del más notable de estos cuatro célebres legisladores. Son tales como los hemos descripto. Son ustedes quienes deben considerar ahora si ellos merecen que ustedes los imiten, y si pueden ser excusados por dejarse conducir por guías a los que sólo la ambición ha impuesto y la ignorancia ha eternizado. Para dar mayor peso aún a lo que hemos dicho de las religiones, de los legisladores, de los políti-

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cos, de los supersticiosos y de la necia credulidad del pueblo, nos sería fácil mostrar, por medio de una infinidad de testimonios, que las opiniones que hemos manifestado están perfectamente de acuerdo con la de los mejores autores, tanto antiguos como modernos, que han escrito sobre estos temas. Pero como estos testimonios ocuparían demasiado lugar, nos limitaremos a referir lo que dos célebres modernosa escribieron sobre esta cuestión. Aunque ambos eran eclesiásticos, y por lo tanto estaban obligados a expresarse con prudencia respecto a la superstición, no se dejará de percibir sin embargo, detrás de su cautela y de su estilo católico, que dicen cosas tan libres y tan fuertes como las que decimos nosotros. Podrán juzgar por ustedes mismos leyendo lo que sigue a continuación, que hemos extraído fielmente de sus obrasb.

a b

Pierre Charron y Gabriel Naudé. Los capítulos que siguen, desde el XII hasta el XVII inclusive, fueron tomados palabra por palabra de Les Trois Véritez de Charron, de De la sagesse, del mismo autor, y de las Considérations Politiques sur les Coups d’Etat, de Naudé.

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CAPÍTULO XII SOBRE LAS RELIGIONES

I. Hay cinco religiones que han tenido un gran crédito y una gran reputación en el mundo como religiones fundamentales, introducidas una después de la otra según el siguiente orden –y, cosa digna de notar, casi en los mismos lugares y en un espacio reducido de la tierra–: la natural, que comenzó con el género humano en Palestina; la pagana, inventada tras del diluvio, inmediatamente después de que la temeraria muchedumbre que construía la torre de Babel se dispersó por la confusión de las lenguas, y por consiguiente más joven en casi dos mil años que la natural y que el mundo, y puesta en práctica en primer lugar en Caldea; la judaica, concebida en el tiempo de Abraham y con él, cerca de cien años después de la pagana, en Palestina, en el mismo lugar que la natural, luego manifestada y proclamada por Moisés en el desierto de Arabia; la cristiana, concebida por Jesús Cristo, cerca de cuatro mil años después del nacimiento del mundo, en la región de Palestina; la mahometana en Arabia, seiscientos años después de la cristiana. Y Caldea, Arabia, Palestina están muy próximas. Tenemos aquí las cinco religiones principales y más famosas del mundo, que son esencialmente diferentes como se verá enseguida. Ahora bien, estas religiones principales tienen, como géneros soberanos, cada una debajo de sí mu-

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chas y diversas especies de religiones; principalmente la pagana, dado que tuvo una gran expansión, renombre y permanencia en el mundo. Pues no solamente en los medios de servir y honrar a la deidad, sino también en las opiniones y en las creencias, estuvo dividida en muchas sectas diferentes. Es posible señalar tres formas principales, que San Pablo quiso indicar como de pasada, haciendo subir su número a cuatro junto a la judaica: no hay más ni griego, ni hebreo, ni bárbaro, ni escita. En la religión de los bárbaros, que carece de ley, de reglas y de ceremonias ciertas y determinadas, cada uno adora y sirve como quiere a cualquier aparente deidad, según su fantasía. Las otras dos tienen sus sacrificios y sus servicios religiosos establecidos y determinados, aunque de manera diversa: los de la religión escita son sanguinarios y crueles. Los de la griega (llamada así con un nombre particular, pero es la más célebre de las sectas a excepción de la bárbara y de la escita) son más políticos y humanos –y a su vez son diversos en su interior según los pueblos y los autores. Los griegos en particular fueron instruidos por sus poetas y filósofos; los egipcios por sus sacerdotes; los galos por sus druidas; los romanos por sus libros sibilinos y por las leyes de Numa; los persas por sus magos; los hindúes por sus brahamanes y sus gimnosofistas. Pero en esto la religión cristiana supera con mucho a todas las demás. Sería demasiado pretender numerar e inventariar todos los miembros y las diferentes particularidades propias del cristianismo. En primer lugar, esta diferencia se da en lo que respecta a los distintos pueblos que difieren en algunos puntos de la doctrina, y especialmente en el culto y en los servicios a Dios: el griego, el latino, el

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etíope, el sirio, el armenio, el hindú, el moscovita, y otros. Luego, en lo que concierne a las opiniones sobre la doctrina y la creencia, surgieron muchas herejías y muchas sectas. Finalmente, con respecto a las ceremonias y a los ritos, una enorme variedad de órdenes, confesiones y maneras de vivir. Y todas estas grandes diversidades han existido y aún existen y se extienden bajo la común bandera de su jefe y bajo el nombre cristiano.

II. Estas religiones se debaten entre ellas y quieren defenderse y legitimarse por las mismas razones. Cada una alega sus milagros, sus santos, sus victorias: son estas sus armas comunes. Particularmente cada una pretende poder ostentar sobre las otras algunos derechos y prerrogativas. La natural, su origen, antigüedad y simplicidad: siendo suficiente en sí misma, sostiene que todo el resto no es más que un añadido superfluo, motivo de disputas y de discusiones. La pagana, más civilizada, se mide con las ciencias, los bellos discursos y los regímenes morales y políticos, por medio de los cuales y de muy buena gracia es representada la imagen de la virtud: así toda república es bien instruida y guiada. La judaica y luego la mahometana alegan ambas la simplicidad de Dios, tanto en lo que toca a la creencia como a la representación externa, contra la Trinidad cristiana y la pluralidad pagana. Pero la judaica se gloría además de la antigüedad y la nobleza de su gente y de su estirpe, de los milagros y de los favores celestiales, sea en cuanto a su establecimiento y fundación, como a su progreso y al gran número de profetas que

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tuvieron. La mahometana, que llegó al último, se enorgullece de su prosperidad y de sus grandes victorias, habiendo disminuido mucho y en poco tiempo la grandeza de las otras –incluso la de la religión cristiana, que además de que tuvo preeminencia en la época del nacimiento de la religión mahometana, es la única que la enfrentó y la enfrenta aún, tanto que se hace temer en casi todo el mundo.

III. Por otra parte, cada una de ellas sufre reproches de las demás: la religión natural, que no es verdaderamente una religión porque es vaga, incierta y carente de determinación y de orden; la pagana a causa de los sacrificios humanos, de la adoración de cosas mundanas, de la infame multitud, genealogía y frecuentación de sus dioses, y del vil e ingrato olvido del verdadero Dios soberano; la judaica a causa de la crueldad hacia sus profetas y porque se trata de gente supersticiosa, odiosa y desagradable para todos los pueblos; la cristiana por creer en un hijo igual a Dios y compañero suyo, porque adora las imágenes y porque la vida de los cristianos está completamente infectada por juegos de azar, adulterios y blasfemias; la mahometana, a causa de la vanidad grosera y carnal que hay en ella, dado que el Corán está lleno de insoportables necedades, y finalmente a causa de su manera de imponerse, basada por completo en la espada, las guerras, los asesinatos y los cautiverios. Sin embargo, los teólogos de esas religiones se odian, se desprecian y se desdeñan mutuamente, considerándose ciegos, malditos, condenados y perdidos los unos a los otros, y se persiguen entre sí como perros furiosos llenos de rabia.

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CAPÍTULO XIII SOBRE LA DIVERSIDAD DE LAS RELIGIONES

I. Ante todo, es algo espantoso la gran diversidad de religiones que ha habido y hay en el mundo, y más espantoso aún la rareza de algunas, tan fantásticas y exorbitantes que no sorprende que el entendimiento humano haya podido estar tan embrutecido y embriagado de imposturas. Pues parece que no hay nada en el mundo –ni en el alto ni en el bajo– que no haya sido deificado en alguna parte, y que no haya encontrado un lugar en el que ser adorado. II. Todas las religiones concuerdan en muchas cosas: tienen casi los mismos principios y fundamentos, están de acuerdo en la tesis fundamental, tienen la misma evolución y se desarrollan de manera similar. Igualmente, todas ellas nacieron casi bajo el mismo clima; todas encuentran y proporcionan milagros, prodigios, oráculos, misterios sagrados, presuntos profetas, fiestas, ciertos artículos de fe y de creencias necesarias para la salvación; todas tienen un origen y un comienzo insignificante, débil, humilde, pero poco a poco, gracias al seguimiento y la aclamación contagiosa de los pueblos, camufladas detrás de ficciones, se ponen de pie y encuentran legitimación, hasta tal punto que todas son mantenidas con devoción y

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consenso, incluso las más absurdas. Todas sostienen y enseñan que Dios se apacigua, se somete y se conquista por medio de plegarias, dones, votos, promesas, fiestas, incienso. Todos creen que el servicio principal y más grato que se le puede hacer a Dios y la manera más eficaz de apaciguarlo y obtener su gracia, consiste en hacerse mal, lastimarse, infligirse muchas tareas pesadas, difíciles y dolorosas: lo prueban en el mundo y en todas las religiones tantas órdenes, compañías y cofradías destinadas a los más variados ejercicios extremadamente dolorosos y de ardua ejecución, que llegan al punto de desgarrarse y despedazar su cuerpo, y creen así merecer mucho más que la gente común, que no toma parte en esos tormentos y aflicciones como ellos. Todos los días se procuran otros nuevos, y jamás la naturaleza humana dejará de inventar medios para infligirse sufrimientos y tormentos, pues todo ello deriva de la opinión de que Dios encuentra placer y se divierte con el tormento y la derrota de sus criaturas. Esta es la opinión que se halla en la base de los sacrificios, que han sido universalmente practicados por todo el mundo antes del nacimiento del cristianismo, y no sólo sobre las bestias inocentes, que eran masacradas con derramamiento de sangre como si fuera un precioso presente para la divinidad, sino también (extrañeza de la humana locura) sobre pequeños e inocentes niños, y sobre adultos, tanto si eran criminales como gente de bien, costumbre que fue practicada con gran devoción por todos los pueblos. Como los getas, que entre otras ceremonias y sacrificios, cada cinco años enviaban al dios Zalmoxis uno de sus hombres con el propósito de solicitarle cosas necesa-

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rias. Y puesto que debía ser uno que muriese al instante (pues lo mataban arrojándolo sobre las puntas de tres jabalinas rectas), sucedía que arrojaban a varios hasta que uno de ellos se ensartara en un punto mortal y expiraba enseguida. O como los persas, quienes –según el testimonio de Amestris, madre de Jerjes– enterraban vivos y de una sola vez a catorce jovencitos pertenecientes a las familias más ilustres, según lo establecía la religión de su país. O como los antiguos galos y cartagineses, que inmolaban a sus niños frente a sus padres y sus madres como ofrendas a Saturno; y también lo lacedemonios, que mimaban a su Diana azotando a muchachos jóvenes, a veces hasta la muerte, para su deleite; o los griegos, como lo prueba el sacrificio de Ifigenia; o los romanos, según testimonian los dos decios, Quae fuit tanta iniquitas Deorum, ut placari à Pop. Rom. non possent, nisi tales viri occidissent. También los mahometanos, que se acuchillan el rostro, el estómago y los miembros para gratificar a su profeta; y en las nuevas Indias occidentales y orientales; y en el Temistitán, donde embadurnan sus ídolos con sangre de niños. ¿Qué mayor alienación del juicio podría haber que la de pensar en adular a la divinidad por medio de la inhumanidad, pagar la bondad divina con nuestro sufrimiento, y satisfacer su justicia con la crueldad? Justicia, pues, hambrienta de sangre humana, sangre inocente derramada y esparcida con tantos dolores y tormentos, ut sic Dii placentur, quemadmodum ne homines quidem saeviunta. ¿De dónde podrá venir esta opinión y esta creencia de que Dios tiene placer con a

Séneca.

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el tormento y con la destrucción de sus obras y de la naturaleza humana? Siguiendo esta opinión, ¿de qué naturaleza está hecho Dios?

III. Las religiones tienen también sus diferencias, sus particularidades y puntos específicos por los que se diferencian entre sí y por los que cada una se prefiere al resto confiando en que es la mejor y la más verdadera. Y así se reprochan cosas unas a otras, se condenan y se rechazan. IV. Pero como nacen una después de la otra, la más joven construye siempre sobre la que le precede inmediatamente. No la desaprueba ni la condena por completo –pues de otro modo no sería escuchada y no podría afirmarse–, sino que se limita a acusarla de imperfecciones o de estar agotada, por lo que ella vendría a sucederla y consumarla. Y de este modo la arruina poco a poco enriqueciéndose de sus despojos, como hizo la judaica con la pagana y con la egipcia; la cristiana con la judaica; la mahometana con la judaica y la cristiana juntas; pero las viejas condenan absolutamente a las jóvenes, y las consideran como las principales enemigas. V. Todas las religiones tienen esta característica: causan repulsión y horror al sentido común, puesto que se hallan construidas y compuestas de piezas, algunas de las cuales aparecen frente al juicio humano como bajas, indignas e inconvenientes, de las que un espíritu un poco fuerte

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y vigoroso no puede hacer otra cosa que burlarse, en tanto que otras son demasiado altas, excepcionales, milagrosas y misteriosas, de las que el sentido común nada puede llegar a conocer. Ahora bien, el espíritu humano sólo es capaz de cosas mediocres; desprecia y desdeña las pequeñas, se paraliza y se maravilla frente a las grandes. Por lo que no sorprende que se desanime, se disguste y se enoje con cualquier religión que no tenga nada de mediocre y de común. Pues si es fuerte, la desdeña y se le burla; si es débil y supersticioso, se pasma y se escandaliza. Praedicamus Jesum Crucifixum, Judaeis scandalum, Gentibus stultitiam. Por lo que hay tantos incrédulos e irreligiosos que consultan y escuchan demasiado su propio juicio, y quieren examinar y juzgar las cuestiones religiosas según sus posibilidades y su capacidad, y tratarlas con los instrumentos que les son propios y naturales. Es necesario ser simple, obediente y bonachón para estar dispuesto a recibir la religión, a creer en ella y mantenerse bajo sus leyes con reverencia y obediencia, a sujetar el juicio y dejarse llevar y conducir por la autoridad pública, Captivantes intellectum in obsequium fidei.

VI. Pero era necesario proceder de esta manera, de otro modo la religión no sería respetada ni admirada como es debido. Por tanto, es preciso que ella sea aceptada y jurada tanto con dificultad como con autenticidad y reverencia; pues si fuera acorde con el gusto humano, fuera natural y estuviera privada de cosas extrañas, sería acogida con mayor facilidad pero con menor reverencia.

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VII. Ahora, dado que las religiones y las creencias son, como ya se dijo, extrañas al sentido común y van mucho más allá de toda capacidad y toda inteligencia humana, ellas no pueden –ni deben– ser acogidas, ni habitar en nosotros con medios naturales y humanos (pues de otro modo tantas almas excepcionales y excelentes que han existido habrían llegado a ellas), sino que resulta necesario que hayan sido entregadas y aportadas por una revelación extraordinaria y celestial, acogidas y recibidas por inspiración divina, como si vinieran del cielo. Así, todos dicen haberla recibido –al igual que a la fe y a toda la jerga que emplean–, no de los hombres ni de criatura alguna sino de Dios. VIII. Pero a decir verdad, sin pretender embellecer ni disfrazar las cosas, esto no es así. Se diga lo que se diga, ellas son regidas por manos y medios humanos, como demuestra en primer lugar la manera en que las religiones fueron aceptadas en el mundo, y lo son aún todos los días por individuos particulares. La nación, el país, el lugar, proporciona la religión; se practica la religión propia del lugar en el que se ha nacido y se ha crecido; somos circuncisos, bautizados, judíos, mahometanos, cristianos, aún antes de saber que somos hombres. La religión no es resultado de nuestra elección, como lo demuestran la vida y las costumbres que concuerdan tan mal con la religión, y como lo prueba también el hecho de que en determinadas ocasiones humanas, incluso sin importancia, se va contra la observancia de la propia reli-

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gión. Si hubiera sido implantada por un vínculo divino, nada en el mundo nos podría apartar de ella; un vínculo como ese no podría romperse con tanta facilidad. Si allí estuviera el toque y el rayo de la divinidad, aparecería en todas partes y produciría efectos que se dejarían sentir y serían milagrosos, como dijo la verdad. Si se tiene una sola gota de fe, se mueven montañas. ¿Pero qué relación o proporción puede darse entre la convicción de la inmortalidad del alma y una recompensa futura gloriosa y feliz, o bien desdichada y angustiosa, y la vida que se lleva? El solo temor de las cosas en las que se dice creer tan firmemente, sería descarriar y perder el sentido. Pero el solo temor y miedo de morir por mano de la justicia, y públicamente, o de cualquier otro incidente vergonzoso o penoso hizo que muchos perdieran la razón y los empujó a tomar decisiones muy extrañas; ¿y qué es esto en comparación con lo que la religión enseña sobre el futuro? ¿Pero sería posible creer de verdad y esperar esta inmortalidad feliz, y a la vez temer a la muerte, que es el pasaje necesario hacia allí? ¿Sería posible temer el castigo infernal y sin embargo vivir como se vive? Se trata pues de fábulas, cosas más incompatibles que el fuego y el agua. Ellos dicen que lo creen, se obligan a creer que creen, y quieren hacérselo creer a los demás. Pero las cosas son distintas; no saben lo que significa creer –son mentirosos y engañadores, decía un antiguo.

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CAPÍTULO XIV SOBRE LA DIVISIÓN DE LOS CRISTIANOS

I. Lo que siempre ha parecido extraño y de mal olor en la religión cristiana, y lo que más pasma y ofende, son las grandes divisiones que hay y siempre han habido en ella. Pues no sólo los no cristianos y los no creyentes, que son sus enemigos, se lo han objetado y reprochado como excusa para no unirse y no adherir a ella; también los fieles en su propio interior se han escandalizado, y algunos han servido para malos propósitos. Sabemos por los Hechos de los Apóstoles y por muchos otros textos de San Pablo, que desde el comienzo de la cristiandad y desde el tiempo de los apóstoles, es decir desde la Iglesia primitiva, hubieron muchas controversias, cismas y divisiones, no sólo en la disciplina sino también en la doctrina. Muy temprano Clemente alejandrino, maestro de Orígenes, escribió que los judíos y los paganos reprochaban a los cristianos que ellos, que se atribuían la verdad y el conocimiento de la salvación, eran contrarios entre sí, se acusaban mutuamente y se condenaban unos a otros de errores y herejías. Y por esa razón no había que creer en ellos ni buscar la verdad entre ellos, que eran tan discordantes. Luego el emperador Juliano el Apóstata, habiendo encontrado disentimientos entre los cristianos –dice el historiador Marcelino–, se empeñó en incentivarlos para que no pudieran sublevarse y prevalecer sobre él. Después de él, el emperador

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cristiano Valente –dice la historia de la Iglesia– alegaba para justificar su apostasía las grandes diferencias, cismas y debates que había entre los cristianos. Después de todos ellos, San Agustín decía que en sus tiempos la Iglesia de Jesús Cristo había logrado una autoridad tal, que todos sus enemigos y detractores habían quedado derrotados y reducidos a silencio, y nada les quedaba para decir de los cristianos a no ser que no se ponían para nada de acuerdo, y que los gentiles que permanecieron nada tenían para objetar, a excepción de sus disensos. Es en verdad una cosa extraña que la religión cristiana, la única verdadera en el mundo, la verdad revelada por Dios, que debería ser absolutamente una y estar unida en la fe dado que sólo hay un Dios y una sola verdad, esté sin embargo desgarrada en tantas partes y dividida en tantas opiniones y sectas contrarias, hasta tal punto que no hay artículo de fe ni punto de la doctrina que no haya sido debatido y tratado de distinto modo, y que no haya originado herejías y sectas contrarias. Y lo que la revela mucho más extraña aún, es el hecho de que en las demás religiones, falsas y bastardas, como la gentil, la pagana, la judaica, la mahometana, no se encuentran tales divisiones y facciones, pues las que existen en ellas o bien son pocas, superficiales y de escasa importancia –como en la judaica y en la mahometana–, o bien, si han sido numerosas como en la gentil y entre los filósofos, por lo menos no han causado grandes y clamorosos efectos, ni conmociones en el mundo. Y no son nada en comparación con las grandes y perniciosas divisiones que han ocurrido desde el comienzo y continuamente en la cristiandad.

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II. Porque resulta espantoso observar los efectos que han producido las divisiones en la cristiandad. Primero, en lo que respecta al gobierno y el Estado, con frecuencia se han verificado alteraciones y subversiones en las repúblicas, los reinos, las razas; divisiones en los imperios que han llegado a conmover el mundo. Ha habido hazañas crueles, furiosas y muy sanguinarias, que causaron un gran escándalo, vergüenza y afrenta para la cristiandad, en el interior de la cual cada parte, bajo la apariencia de celo y afección a la religión, odia mortalmente a todas las otras y se arroga el derecho de perpetrar cualquier acto de hostilidad. Esto no sucede en las demás religiones. Sólo a los cristianos les está consentido ser asesinos, pérfidos, traidores, y encarnizarse unos contra otros por medio de toda clase de inhumanidad contra los vivos, los muertos, el honor, la vida, la memoria, las almas, los sepulcros y cenizas, usando fuego, fierro, libelos muy mordaces, maldiciones, proscripciones del cielo y la tierra, destierros, incendios de huesos y sepulcros, procurando que todo ello sirva para la seguridad y la imposición del propio partido y el retroceso del otro. Y esto sin ninguna compostura, con una rabia tal que cualquier consideración de parentesco, alianza, amistad, mérito, gratitud, es dejada a un lado. Y si quien ayer era elevado hasta el cielo con elogios y era considerado como un gran sabio y un virtuoso, llega a adherir hoy al otro partido, es proclamado ignorante, malvado y desgraciado, a viva voz y por escrito. Así es como se muestran el celo y el ardor por la religión, y fuera de esto en todas partes sólo hay frialdad en la observancia de la religión. Quienes tienen respecto

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de ella un comportamiento moderado y reservado, son desacreditados y sospechados de ser tibios y poco celosos. Y se considera una falta abominable poner buena cara y tener un trato amable con los del partido contrario. Por todo esto algunos quedan escandalizados, como si la religión cristiana enseñara a odiar y a perseguir, y sirviera como medio para ir derecho al objetivo de hacer valer nuestras pasiones de ambición, avaricia, venganza, odio, resentimiento, crueldad, sediciones, las cuales de otro modo languidecen adormecidas y no se enardecen hasta que no son despertadas por la religión. Sobre esto, sin embargo, algunos dicen que la culpa no la tiene la religión sino los religiosos; y dicen que si se sigue la regla de la caridad y el discurso de la razón respecto a las faltas del entendimiento y del juicio, que llamamos errores y falsas opiniones, es necesario no dejarse conducir por el odio y la severidad sino por la piedad y la compasión, y tratar a las personas equivocadas e incrédulas como se trata a los discapacitados, los sordos, los ciegos, los locos, que no son odiados sino compadecidos, que más bien se tiene piedad por ellos y se los ayuda como se puede. Basta con comportarse de ese modo para dar a entender a todos que no se aprueban para nada sus opiniones, y que incluso se las condena. Lo que significa evitarlas de manera pacífica y no aceptarlas, pero en una manera que no implica odio, incivilidad, enemistad y menos aún hostilidad contra la persona, sino una reprobación y un disentimiento franco respecto a las opiniones y las creencias. A otros les parece que esto no se hace sin una buena razón, la que consiste en que los cristianos se casan con su religión y la abrazan como

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una verdad proporcionada por la mano de Dios, y por eso son extremadamente celosos y cuidadosos. De allí que a todos los que intentan algo contra ella, para turbarla, ofenderla o injuriarla, los atacan mortalmente como si fueran enemigos jurados y capitales de Dios, de su salvación y de todo el resto; y que tratándose de algo de tal importancia, no pueden ni deben comportarse con indiferencia y moderación sin traicionar la causa de Dios y la suya propia. Y si ello no sucede así en las demás religiones, se debe al hecho de que los otros no tienen a la religión en la misma consideración ni le otorgan la misma importancia, sino que la consideran como algo humano que se recibe de los hombres. Esto en lo que concierne al gobierno y al Estado, pero en lo que toca al alma y a la conciencia, se originan efectos aún peores que introducen turbación en las conciencias, prejuicios en la religión misma, desórdenes en las costumbres y la disciplina, hasta tal punto que finalmente muchos, cansados y aburridos de tantas divisiones y contrastes, no sabiendo qué decidir y a qué atenerse, lo dejan todo, quedan en blanco, y llegan hasta a despreciar y abandonar la religión. Pues sabemos demasiado bien que la apostasía, el ateísmo, la irreligión, son productos e hijos bastardos de las herejías. También sabemos que las divisiones que se produjeron en la cristiandad oriental, han sido la ocasión y han abierto la puerta para que irrumpieran Mahoma y su Corán.

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CAPÍTULO XV SOBRE LOS SUPERSTICIOSOS, LA SUPERSTICIÓN Y LA CREDULIDAD DEL PUEBLO

I. El supersticioso no deja vivir en paz ni a Dios ni a los hombres. Concibe un Dios triste, rencoroso, difícil de contentar, fácil de irritar, lento para apaciguarse, que examina nuestras acciones a la manera humana de un Juez muy severo, espiándonos y acechándonos a cada paso. Prueba de ello son las maneras en que lo sirve, que son siempre las mismas. Tiembla de miedo; no puede fiarse ni asegurarse, temiendo no haber hecho nunca las cosas lo suficientemente bien y haber descuidado algo, omisión por la cual todo lo hecho no valdrá nada. Duda si Dios está contento, se ocupa en adularlo para apaciguarlo y volverlo propicio; lo importuna con plegarias, votos, ofrendas; simula milagros; cree fácilmente y acepta los que son imaginados por otros; toma e interpreta todas las cosas como expresamente hechas y enviadas por Dios, aun las puramente naturales; recibe y admite todo lo que se le dice como un hombre ansioso, duo Sperstitiosis propria, nimius timor, nimius cultus. ¿Qué es todo esto si no esforzarse para actuar con Dios de la manera más vil, sórdida e indigna, e incluso de una manera más mecánica de lo que se haría con un hombre de honor? Por lo general toda superstición y todo error en materia de religión, tiene origen en el hecho de que no se estima suficientemente a Dios: lo evocamos y lo hacemos descender a

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nuestro nivel, lo juzgamos según nosotros mismos, le atribuimos nuestros humores: ¡qué blasfemia!

II. Ahora bien, este vicio y esta enfermedad nos son casi naturales, y todos tenemos alguna inclinación hacia ellos. Plutarco deplora la debilidad humana que nunca es capaz de mantener la mesura y permanecer firme sobre sus pies. III. La superstición es también popular y proviene de la debilidad del alma, de una ignorancia o un tosco desconocimiento de Dios; razón por la cual se encuentra más fácilmente entre los niños, las mujeres (pro devoto foemineo sexu), los ancianos, los enfermos, los atacados y derrotados por algún accidente violento. En síntesis, entre los bárbaros. Inclinant natura ad superstitionem Barbaria. IV. Más allá de estas semillas e inclinaciones naturales hacia la superstición, muchos la abrazan y la promueven por la ventaja y el gran provecho que sacan de ella. También los grandes y los poderosos, aunque sepan bien de qué se trata, no quieren turbarla ni impedirla, pues saben que es muy útil para conducir al pueblo. Por esta razón, no sólo fomentan e incentivan lo que ya se halla en la naturaleza, sino que también, cuando es necesario, forjan e inventan otras nuevas, como Escipión, Sertorio y otros qui faciunt animos humiles fora

Plutarco, Vida de Sertorio.

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midine Divum, depressosque premunt ad terram. Nulla res multitudinem efficacius regit, quam Superstitioa.

V. El pueblo (por esta palabra entiendo el vulgo concentrado, la turba y la escoria popular; gente que, se la mire como se la mire, es de condición baja, servil y primitiva) es una bestia de muchas cabezas, vagabunda, errante, insensata, aturdida, carente de conducta, de espíritu y de juicio. Basta que un Postel intente persuadirlo de que Jesús Cristo ha salvado sólo a los hombres y que la madre Juana debe salvar a las mujeres, para que él lo crea de inmediato; que un David George se diga hijo de Dios, para que él lo adore; que un sastre entusiasta y fanático se haga pasar por el rey de Münster y diga que Dios lo envió a castigar todas las potencias de la tierra, para que él lo obedezca y lo respete como el mayor monarca del mundo; que el Padre Domptius le anuncie la venida del Anticristo –de diez años de edad y con cuernos–, para que se espante. Basta que impostores y charlatanes se designen hermanos de la Rosa-Cruz, para que corra detrás de ellos; que alguien le diga que París caerá en el abismo, para que huya; o que le diga que el mundo entero será sumergido bajo un nuevo diluvio, para que construya arcas y embarcaciones con el objeto de no dejarse sorprender; o que le diga que el mar se secará y las carrozas podrán ir desde Génova hasta Jerusalén, para que él se prepare para el viaje. Basta que se le narre la fábula de a

Quinto Curcio Rufo.

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Melusina, del sabat de las brujas, de los hombreslobo, de los lémures, de las hadas, de los espíritus, etc., para que los admire inmediatamente. Basta que una madre atormente a una pobre muchacha, para que diga que está poseída o le crea a cualquier sacerdote ignorante o malvado que la hace pasar por tal; que cualquier alquimista, mago, astrólogo, lulliano o cabaslista comiencen a lisonjearlo un poco, para que los tome como la gente más sabia y honesta del mundo; que un Pedro el eremita predique la cruzada, para que haga reliquias de los pelos de su mula. Basta que alguno le diga, bromeando, que una caña o un ánsar han sido inspirados por el Espíritu Santo, para que él lo crea seriamente. Si la peste o una tormenta destruyen una región, enseguida acusará de ello a los untadores o magos. En una palabra, aunque se lo engañe y se lo desprecie hoy, el pueblo se dejará nuevamente sorprender mañana, sin aprender nunca de las experiencias anteriores para conducirse bien en las presentes y las futuras. En estas cosas consisten los principales signos de su gran debilidad y estupidez.

VI. Por lo que respecta a su inconstancia, tenemos un buen ejemplo en los Hechos de los apóstoles, donde se narra que los habitantes de Listra y de Derbe, apenas vieron a San Pablo y San Bernabé, levaverum vocem suam Lycaonicè dicentes: dii similes facti hominibus descenderunt ad nos; & vocabant Barnabam Jovem, Paulum quoque Mercuriuma; a

Alzaron la voz y dijeron en lengua licaónica: los dioses descendieron hacia nosotros en forma de hombres; y a Bernabé llamaban Júpiter, y a Pablo, Mercurio.

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y no obstante, inmediatamente después resulta que lapidantes Paulum, traxerunt eum extra Civitatem, existimantes mortuum esse a. Los romanos, que a la mañana adoraban a Sejano, a la tarde Ducitur unco Spectandus. (Juven. Sat. 10)b

Los parisinos hacen lo mismo con el marqués de Ancre, y tras haber arrancado las vestimentas del padre a Jesús María para conservar las piezas como reliquias, dos días después lo escarnecen y lo ridiculizan. Y si el pueblo entra en cólera, será como ese joven del que habla Horacio, el cual Iram Colligit & ponit temere, & mutatur in horasc (ad Pison.).

Si cuando está en su más fervoroso y sedicioso amontonamiento encuentra un hombre de autoridad, huirá y lo abandonará todo; si en cambio se presenta cualquier miserable temerario, o tan intrépido como para poner otra vez el corazón en lugar del vientre –como se dice comúnmente–, y como para provocarlo, él se volverá más furioso que antes; en suma, podemos atribuirle lo que Séneca (De vita beata, cap. 28) dice de todos los hombres: fluca

b

c

Habiendo lapidado a Pablo, lo arrastraron fuera de la ciudad creyendo que estaba muerto. Es arrastrado con un gancho para servir de espectáculo al pueblo. Se irrita y se apacigua fácilmente, y cambia de humor a toda hora.

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tuat, aliud ex alio comprehendit, petita relinquit, relicta repetit, alternae inter cupiditatem suam, & paenitentiam vices sunta.

a

Siempre está en duda, hace siempre nuevos proyectos, renuncia a lo que había reclamado, y enseguida vuelve a pedir eso a lo que acaba de renunciar: el deseo y el arrepentimiento lo conducen alternativamente, y uno después del otro poseen el dominio de su alma.

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CAPÍTULO XVI SOBRE EL ORIGEN DE LAS MONARQUÍAS

I. Si consideramos cuáles han sido los orígenes de todas las monarquías, siempre encontraremos que han comenzado por algunas invenciones y supercherías, poniendo la religión y los milagros a la cabeza de una larga serie de barbaries y de crueldades. Tito Livio (l. 4. Decad. I) fue el primero en ponerlo de manifiesto: Datur –dice– haec venia antiquitati, ut miscendo humana Divinis, primordia Urbium augustiora faciata. Lo cual, como enseguida mostraremos, es absolutamente verdadero; pero por el momento es necesario que nos detengamos en las cosas generales, y comenzar nuestra demostración examinando el origen de las cuatro primeras y más grandes monarquías del mundo. La tan célebre reina Semíramis, que fundó el imperio de los asirios, fue lo suficientemente ingeniosa como para convencer a sus pueblos de que, al ser abandonada cuando era niña, fue nutrida por los pájaros, que le daban la comida en la boca como acostumbran a hacer con sus pichones; y queriendo aun confirmar esta leyenda con los últimos actos de su vida, ordenó que tras su muerte se hiciera correr la voz de que se había transformado en paloma, y que salió volando con una bandada de pájaros que vinieron a buscarla hasa

Se perdona a la antigüedad el hecho de que, mezclando las cosas humanas entre las divinas, vuelve más venerable el comienzo de las ciudades.

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ta su habitación. Incluso tomó la resolución de simular y cambiar su sexo: de mujer que era se convirtió en macho, asumiendo el papel de su hijo Nino e imitándolo en todas sus acciones. Y para lograr mejor el objetivo de su emprendimiento, decidió introducir en el pueblo una nueva forma de vestimenta, muy favorable para cubrir y ocultar lo que hubiera podido delatarla fácilmente como mujer. Brachiaenim ac crura velamentis, caput tiara tegit, & ne novo habitu aliquid occultare videretur, eodem ornatu Populum vestiri jubet, quem morem vestis exinde Gens universa teneta, y de esa manera primis initiis Sexum mentita, puer credita est (Just. Initio)b. Ciro, que fundó la monarquía de los persas, quiso asimismo legitimar su dominio recurriendo a la historia de la viña que su abuelo Astiages había visto nacer ex naturalibus Filiae, cujus palmite omnis Asia obumbrabaturc, y por el sueño que él mismo tuvo cuando tomó las armas y escogió a un esclavo como compañero de todos sus emprendimientos. Pero sobre todo fomentó la idea de que una perra lo había nutrido y amamantado en el bosque donde había sido abandonado por Arpago, hasta que un pastor lo encontró por casualidad, lo llevó junto a su mujer y lo alimentó cuidadosamente en su casa. En cuanto a Alejandro y Rómulo, dado que sus proyectos eran más elevados, consideraron asimismo que era necesario practicar estratagemas más a

b

c

En efecto, se cubrió los brazos y las piernas con una vestimenta, y en la cabeza se puso un turbante; y para que no diera la impresión de que ocultaba algo bajo ese nuevo vestido, ordenó que todo el pueblo vistiera uno semejante, moda que todavía es seguida por ese pueblo. Al principio de su travestimento fue tomada por un muchacho. De su hija, cuyos sarmientos cubrían toda el Asia.

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eficaces aún. Por ello, si bien comenzaron como los otros con la leyenda de su propio origen, sin embargo la llevaron al límite más extremo que pueda concebirse, hasta tal punto que dijo Sidonio, Magnus Alexander, nec non Romanus habentur Concepti serpente Deoa.

En efecto, Alejandro hizo creer que Júpiter, bajo la forma de una serpiente, tenía la costumbre de venir a encontrarse con su madre Olimpia, y que cuando él vino al mundo la diosa Diana asistía tan asiduamente al parto de la mencionada Olimpia, que no tuvo cuidado en auxiliar al templo que ella tenía en Efeso, el cual, durante ese intervalo, fue completamente destruido por un incendio fortuito. ¿Qué más? Con el objeto de consolidar aún más en la creencia de sus súbditos la idea de su divinidad, dispuso que los sacerdotes de Júpiter Ammón en Egipto, ut ingredientem Templum statim ut Ammonis Filium salutarentb (Justin. l. II), y para interpretar aún mejor su personaje, Rogat num omnes Patris sui intersectores sit ultus; respondent Patrem ejus nec posseinterfici, nec moric; e incluso pasó a los hechos, ordenando a Parmenio destruir todos los templos y suprimir los honores que los pueblos de Orient tributaban a Jasón, ne cujusquam nomem in Oriente veneraa

b

c

El gran Alejandro y el Romano creen haber sido concebidos por una serpiente y un Dios. Lo saludaran como el hijo de Júpiter Ammón cuando entraban al templo. Les preguntaba si se habían vengado de todos los matadores de su padre, a lo que respondían que su padre no podía ser matado ni morir.

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bilius quam Alexandri esseta. Añadamos a esto que cuando algunos prisioneros le hicieron conocer el remedio del que podía valerse contra las flechas envenenadas de los indios, antes de volverlo público hizo creer que Dios se lo había revelado en sueños. Pero mientras esta ambición insaciable lo había llevado a hacerse adorar, finalmente las advertencias de Calístenes, la obstinación de los lacedemonios y las heridas que todos los días recibía combatiendo, lo obligaron a reconocer que todas sus fuerzas jamás serían suficientes para producir esta nueva apoteosis, y que hace falta una mayor fortuna para ganar un pequeño lugar en el cielo que para subyugar aquí abajo y dominar toda la tierra. Y si se agregan a estas historias las de la muerte de su padre Filipo, de la que fue cómplice con su madre Olimpia, y la de Clito, a quien mató con su propias manos por haber adquirido demasiada autoridad entre los soldados, se llegará a la conclusión de que Alejandro practicaba en secreto lo que César haría más tarde abiertamente: si violandum est jus, regnandi causab. En lo que respecta a Rómulo, obtuvo crédito gracias a sus historias sobre el Dios Marte que frecuentaba con familiaridad a su madre Rea, a la fábula de la loba que lo amamantó, al engaño de los buitres, a la muerte de su hermano, al derecho de asilo que instituyó en Roma, al rapto de las Sabinas, al asesinato de Tacio que dejó impune, y finalmente gracias a su propia muerte anegado en los pantanos, que tenía por propósito hacer creer que su cuerpo, dado que no se hallaba en la tierra, a

b

A fin de que no hubiera en Oriente ningún nombre más venerable que el de Alejandro. Si se debe violar el derecho es para reinar.

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había sido elevado hacia los cielos. Si se añaden ahora a esos golpes de Estado de Rómulo los que practicó su sucesor Numa Pompilio sirviéndose de su ninfa Egeria, y las supersticiones que introdujo durante su reinado, será fácil decir a continuación: Quibus auspiciis illa inclita Roma Imperium Terris animos aequavit Olympoa (Virgil.).

Si quisiéramos examinar todas las otras monarquías y Estados inferiores a estos cuatro, podríamos llenar un grueso volumen con historias semejantes. Por ello, como última prueba de la verdad de nuestros principios, será suficiente examinar lo que hizo Mahoma tanto para fundar su religión, como el imperio que hoy es el más poderoso del mundo. Por cierto, al igual que todos los grandes espíritus (Postel y otros) han tenido siempre la sagacidad de sacar ventajas de las desgracias más graves que se les presentaban, también él quiso hacer lo mismo, de manera que, siendo consciente de que tenía una fuerte tendencia a desmayarse, se ocupó en hacer creer a sus amigos que los paroxismos más violentos de su epilepsia eran éxtasis y signos del espíritu de Dios que descendía en él; los convenció también de que una paloma blanca que venía a comer granos de trigo en su oreja, era el ángel Gabriel que descendía a anunciarle de parte de Dios mismo lo que él debía hacer. Inmediatamente se sirvió del padre Sergio para componer un Corán, que simulaba que le había sido dictado por la propia boca de Dios. Finalmente, hizo a

Con cuáles medios esta célebre Roma ha dominado toda la Tierra, y llevado su ambición tan alto como el Olimpo.

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venir a un famoso astrólogo con el objeto de que, por medio de las predicciones que realizaba acerca de los cambios que debían producirse en el Estado y de la nueva ley que un gran profeta debía establecer, el pueblo se predispusiera a recibir fácilmente la suya cuando la predicara. Pero al advertir que su secretario Abdala-ben-Salon, contra el cual se había irritado sin razón, comenzó a descubrir y hacer públicas tales imposturas, una tarde lo degolló en su propia casa, haciendo prender fuego en las cuatro esquinas con el objeto de convencer al pueblo, al día siguiente, que ello había sucedido debido al fuego del cielo, para castigar al secretario por haber querido cambiar y corromper pasajes del Corán. No obstante, no fue esta la última de sus astucias, pues aún era necesaria una que completara el misterio: fue la de convencer al más fiel de sus servidores para que descendiera hasta el fondo de un pozo que estaba cerca del gran camino, y cuando él pasara en compañía de la multitud que normalmente lo seguía, gritase: “Mahoma es el predilecto de Dios”. Cuando esto sucedió como había sido planeado, inmediatamente agradeció a la bondad divina por una prueba tan evidente, y le pidió al pueblo que lo seguía que en ese mismo momento tapara el pozo, y construyese encima una pequeña mezquita como recuerdo de semejante milagro. Y debido a este ardid, el pobre sirviente fue sepultado de inmediato bajo una montaña de piedras que le quitaron para siempre la posibilidad de revelar la falsedad de ese milagro, Excepit sed Terra sonum, calamique loquacesa. a

Pero la tierra y las plumas parlanchinas recogen el sonido. Petronio, Epigramas.

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CAPÍTULO XVII SOBRE LEGISLADORES, POLÍTICOS, Y CÓMO SE SIRVEN DE LA RELIGIÓN

I. Todos los antiguos legisladores, buscando consolidar, afirmar y fundar bien las leyes que proporcionaban a sus pueblos, no tuvieron mejor manera de hacerlo que difundir y hacer creer por todos los medios posibles que las habían recibido de alguna divinidad: Zoroastro de Ahura Mazda, Trimegisto de Mercurio, Zalmoxis de Vesta, Caronda de Saturno, Minos de Júpiter, Licurgo de Apolo, Draco y Solón de Apolo, Numa de la ninfa Egeria, Mahoma del ángel Gabriel, en tanto que Moisés, que fue el más sabio de todos, nos describe en el Éxodo cómo recibió la suya directamente de Dios. De manera que, aunque el reino de los judíos haya sido completamente arruinado y destruido, mansit tamen –dice Campanella– Religio Mosaica cum superstitione in Hebraeis & Mahumetanis, & cum reformatione praeclarissima in Christianisa. Es esto, según creo, lo que indujo a Cardano a sugerir a los príncipes que no pueden gobernar un Estado con esplendor y autoridad suficientes por hallarse desprovistos de linaje, de dinero, de partidarios, de fuerzas militares y de soldados, que se apoyen en la religión, como lo hicieron en otros tiempos con mucho éxito David, Numa y Vespaciano. a

Sin embargo, la religión mosaica permaneció, junto a la superstición, entre los judíos y los mahometanos, y, reformada de manera muy bella, entre los cristianos. Cfr. Aforismos políticos.

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II. Pero hubo siempre sólo dos medios capaces de mantener a los hombres en el cumplimiento de su deber: el rigor de los castigos que establecieron los legisladores antiguos para reprimir los crímenes que fueran conocidos por los jueces, y el miedo a los dioses y a su cólera, para impedir los crímenes que por falta de pruebas no podían ser lo suficientemente confirmados; como dice el poeta Palingenio (in Libra): Semiserum vulgus fraenandum est relligione Paenarumque metu, nam fallax atque malignum. Illus ingenium est semper, nec sponte movetur Ac rectuma.

Los legisladores mismos han reconocido incluso que nada hay como esto que pudiera dominar con tanto poder los espíritus de los diferentes pueblos, que hallándose expuestos en alguna acción, la llevan de inmediato a las consecuencias más extremas: la prudencia se transforma en pasión; la cólera, por poca que sea, se transforma en rabia; toda la conducta entra en confusión; los mismos bienes y la vida no son tomados en cuenta si es necesario sacrificarlos para defender la divinidad de algún diente de mona, de un buey, de un gato, de una cebolla o cualquier otro ídolo por ridículo que pudiera ser: nulla siquidem res efficacius multitudinem movet quam Superstitiob. a

b

El vulgo semi salvaje debe ser frenado con la religión y el miedo a los castigos, pues su espíritu es siempre falaz y maligno, y jamás se dirige por sí mismo hacia lo que es recto. No existe nada que sea capaz de hacer actuar a la multitud con mayor eficacia que la superstición. Quinto Curcio, Lib. IV.

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III. Los legisladores y los políticos se han servido de la religión de cinco maneras principales, a las que pueden ser referidas todas las demás. La primera, que es la más común y frecuente, consiste en convencer a los pueblos de que cuentan con la comunicación de los dioses, para así poder imponer con mayor facilidad el objetivo que se habían propuesto. Como vemos, más allá de los antiguos que referimos antes, Escipión quiso hacer creer que no hacía nada sin el consejo de Júpiter Capitolino; y Sila, que todos sus actos eran favorecidos por Apolo de Delfos, de quien siempre llevaba una pequeña imagen; y Sertorio, que su cierva le proporcionaba noticias de todo lo que se decidía en el consejo de los dioses. Pero para referirnos a historias que nos resultan más próximas, es cierto que por medios semejantes Jacobus Bussularius dominó durante algún tiempo en Pavía; Juan de Venecia en Bolonia; y en Florencia Girolamo Savonarola, sobre quien Maquiavelo observó: “El pueblo de Florencia no es estúpido, y sin embargo el fray Girolamo Savonarola le hizo creer que hablaba con Dios”a. No hace más de sesenta años que Guillermo Postel quiso hacer lo mismo en Francia, como también Campanella intentó hacer más tarde en la alta Calabria, pero, a diferencia de los anteriores, ellos no pudieron conseguirlo por no haber contado con la fuerza suficiente –pues como dijo Maquiavelo, esta es una condición necesaria para todos los que se proponen fundar una nueva religión.

a

Sobre Tito Livio.

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IV. La segunda invención de la que se han servido los políticos para favorecerse de la religión entre los pueblos, ha sido la de fingir milagros, imaginar sueños, inventar visiones y producir monstruos y prodigios: Quae vitae rationem vertere possent; Fortunasque omnes magno turbare timorea.

Así vemos que Alejandro, informado por un médico sobre la existencia de un remedio soberano contra las flechas envenenadas de sus enemigos, hizo creer que Júpiter se lo había revelado en sueños; y Vespasiano se procuraba personas que fingían ser ciegas y cojas, para poder decir que las había curado con sólo tocarlas. Es también por esta razón que Clodoveo acompañó su conversión con tantos milagros; que Carlos VII incrementó la celebridad de Juana la doncella, y el actual Emperador la del padre, volviéndola como la de Jesús y María, con la esperanza, quizás, de ganar aún alguna batalla no menos importante que la de Praga.

V. La tercera se basa en voces falsas, revelaciones y profecías, que se propagan con el propósito de espantar, asombrar y conmover al pueblo, o bien para enardecerlo y envalentonarlo, según se presente la necesidad de hacer una cosa o la otra. Y respecto a esto señala Postel que Mahoma se vinculó con un célebre astrólogo que no hacía más que predicar una gran revolución a

Cosas capaces de transformar la manera de vivir y turbar todas las fortunas con un gran temor.

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y un gran cambio, que debían realizarse tanto en la religión como en el reino, que traería todo tipo de prosperidad, con el propósito de allanar con estas invenciones el camino de Mahoma, preparar a los pueblos para recibir más fácilmente la religión que él quería introducir, e intimidar por medio de lo mismo a quienes no querían aprobarla, alimentando la sospecha que ellos podían tener de combatir contra el orden de lo que estaba destinado si se oponían a este nuevo favorito del cielo, pues siempre tiene mayores ventajas aquel Cui militat aether Et conjurati veniunt ad Classica ventia.

Fue por medio de estas insensatas creencias que Fernando Cortés ocupó el reino de México, donde fue recibido como si hubiera sido el dios Topilchin, cuya llegada habían previsto todos los adivinos. Y así Francisco Pizarro dominó Perú, donde entró con el entusiasmo general de todas las poblaciones, que lo tomaron por aquél a quien Viracocha debía enviar para liberar a su rey del cautiverio. El mismo Carlomagno llegó muy adentro en territorio español gracias a un antiguo ídolo que, como lo habían anunciado los adivinos, dejó caer una gran llave que tenía en la mano. Y cuando los árabes o sarracenos, comandados por el conde Juliano, llegaron a invadir el mismo reino de España, casi no fueron enfrentados por el hecho de que tiempo atrás se habían visto sus rostros pintados en una tela hallada en un antiguo a

Por quien el cielo combate y los vientos concurren de común acuerdo al son de sus trompetas.

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castillo próximo a la ciudad de Toledo, donde se creía que había sido escondida por algún gran profeta. Y me animo a decir, con muchos historiadores, que sin estas hermosas predicciones Mahoma II no habría podido tomar tan fácilmente la ciudad de Constantinopla. ¿Pero hay ejemplo más extraordinario que el que tuvo lugar en 1613 en Acosta, principal ciudad de la isla de Magna? Esta ciudad, que se había rebelado contra el sufí, fue tomada sin mayores problemas por su lugarteniente Arcomat, gracias a cierta profecía –transmitida a los ciudadanos por la tradición– según la cual si la ciudad no se sometía a Arcomat sería “arcomatada”, lo que en su lengua quería decir que si no se sometía al Destructor sería destruida. Mientras que si ella hubiera querido defenderse seguramente no hubiera sido tomada, dado que, según informa el médico portugués Garcias ab Horto –que había estado allí treinta o cuarenta años antes–, tenía un perímetro de cinco leguas, cincuenta mil familias, y rendía al sufí quince millones seiscientos mil escudos anuales de renta asegurada. El mejor camino para que los políticos engañen y seduzcan al populacho insensato, es servirse de estas predicciones para hacerle temer o esperar, aceptar o rechazar todo lo que se les antoje.

VI. Pero la cuarta manera, que es la de contar con predicadores y servirse de hombres que hablen bien, es incluso mucho más rápida y segura, no existiendo nada imposible de lograr por medio de este estratagema. La fuerza de la elocuencia y de un lenguaje afectado y preparado, penetra tan agradablemente en los oídos, que

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se precisa ser sordo o más astuto que Ulises para no ser encantado por él. Tanto es así que todo lo que los poetas escribieron sobre los doce trabajos de Hércules, encuentra sus raíces mitológicas en los diferentes efectos de la elocuencia, por medio de la cual este gran hombre lograba sortear toda clase de dificultades. Y por ello mismo los antiguos galos tuvieron razón en representarlo con muchas pequeñas cadenas de oro que salían de su boca y entraban en los oídos de una gran multitud de personas, a la que arrastraba encadenada tras de sí. Y para no hablar más que de nuestra Francia, ¿no se sabe acaso que la famosa cruzada emprendida con tanto celo por Godofredo de Bouillon fue incentivada y concluida por las arengas y prédicas de un hombre simple apodado Pedro el Eremita, así como la segunda lo fue por las de San Bernardo? ¿Qué más? ¿Existió alguna vez un asesinato más malvado y abominable que el de Luis, duque de Orléans, perpetrado en 1407 por el duque de Borgoña? Sin embargo ahí estaba Jean Petit, teólogo y gran predicador, que supo minimizarlo, enmascararlo y esconderlo muy bien gracias a los sermones que pronunció en París, en el atrio de Notre Dâme, al punto que desde ese momento todos los que declaraban sostener el partido de la casa de Orléans eran considerados por el pueblo sediciosos y rebeldes –cosa que los obligó a usar el mismo artificio que el enemigo y ponerse bajo de protección de ese gran hombre de bien que fue Jean Gerson, quien aceptó su defensa e hizo declarar al Concilio de Constanza errónea y herética la tesis sostenida por Petit. Pero así como Jean Petit había sido la causa de una gran ruina en tiempos de Carlos VI, hubo un franciscano llamado Ricardo que

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en tiempos de Carlos VII fue causa de un gran bien. En efecto, luego de diez predicaciones de seis horas cada una que realizó en París, hizo arrojar a las hogueras encendidas en las esquinas para tales efectos, mesas, tableros, mapas, bolas, billares, dados y otros juegos de azar que inducen con violencia a los hombres a jurar y blasfemar. Pero este buen hombre casi no había salido aún de París, cuando se comenzó a despreciarlo y burlarse abiertamente de él, y el pueblo volvió con más aplicación que antes a sus habituales diversiones. No ocurrió ni más ni menos con las extrañas metamorfosis y conversiones, por así decir, milagrosas, que hace no más de veinte años hacía el padre capuchino Jacinto de Casale en todas las ciudades de Italia en las que predicaba: no duraban más tiempo que el que permanecía el padre para cumplir con su misión.

VII. La quinta invención a la que siempre se ha recurrido más, y la que ha sido más sutilmente practicada, es la de emprender, bajo el pretexto de la religión, algo que nadie podría considerar como válido y legítimo. En efecto, el proverbio con frecuencia usurpado por los judíos que dice: in nomine Domine committitur omne maluma, no es menos verdadero que el reproche que el Papa León le hiciera al emperador Teodosio: privatae causae pietatis aguntur obtentu, & cupiditatum quisque suarum Religionum habet velut pedisequamb. Pero puesto que los ejemplos son tan frecuentes –al punto de que todos los a b

En el nombre de Dios se comete toda clase de mal. Bajo el pretexto de religión, que cada uno pone al servicio de sus propios apetitos, se trata de asuntos privados.

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libros no tratan de otra cosa–, después de haber hablado de nosotros los franceses, me contentaré con detenerme en los españoles y seguir puntualmente lo que Mariana, el más fiel de sus historiadores, ha referido al respecto. Hablando de los primeros godos que ocuparon los territorios de España y de las guerras que hacían para expulsarse unos a otros, dice que se servían de la religión como pretexto para reinar, y su refrán era: optimum fore judicavit Religionis pretextuma, a propósito del rey Sisenand, quien se hacía asistir por los borgoñeses arios para expulsar al rey Suintila; y cuando se trata de los reyes de Chintila, cum species Religionis obtendereturb, como también cuando describe de qué modo Ervigio echó al rey Wamba, optimum visum est Religionis speciem obstenderec; y cuando dos hermanos de la casa de Aragón, violento imperiosi pontificis mandatod, se armaron uno contra el otro, este buen padre señaló al respecto que no había nada más inhumano que violar de esta manera las leyes de la naturaleza, sed tanti fides Religioque fueree; y lo mismo al hablar de Navarra, que Fernando, immensa imperandi ambitionef, le arrancó a su propia sobrina, agrega como excusa, sed species Religionis praetexta facto est, & Pontificis jussag. Pero puesto que nunca será posible indicar todos los paa

b c

d

e f g

Juzgó que el pretexto de la religión era muy bueno. Libro VI, cap. V. Cuando se hacía ostentación de la religión. Cap. V. Se considera muy útil hacer ostentación de la religión. Cap. VII. Por una orden enérgica dada por un Pontífice. (Se trataba de Bonifacio VIII). Pero la fe y la religión tuvieron tanta fuerza. Libro LI, cap. I. Con la inmensa ambición que tenía de mandar sobre todos. Pero se cubrió con el pretexto de la religión y de las órdenes del Papa. Libro XXV, último capítulo.

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sajes en los que este excelente autor ha hecho observaciones similares, invoco como demostración su libro entero, que está lleno de ellas. Y pasando a Carlos V, citaré contra él lo que decía Francisco I en su Apología del año 1573: “Carlos pretende usurpar los Estados con el pretexto de la religión”. Y hablando de la guerra de Alemania: “el Emperador, fortalecido por la Liga de los Católicos, con el pretexto de la religión se propone oprimir al otro y abrirse paso hacia la monarquía”. Cosa que fue muy bien señalada por el Señor de Nevers en el pasaje que recién citamos. Finalmente, cuando el difunto rey Jacobo* obtuvo la corona de Inglaterra, el rey de España se apresuró en anudar una estrecha alianza con él. El condestable de Castilla fue enviado allí, la relación fue impresa, y Rovide, senador de Milán, define a esta alianza como una obra muy santa, reconoce al rey de Inglaterra como un santísimo príncipe cristiano, le ofrece de parte del rey, su Señor, todas las fuerzas marítimas y terrestres, y declara que el rey de España lo hace divina admonitione, divina voluntate, divina ope, non nisi magno Dei beneficioa. Puesto que la mayor parte de los príncipes tiene la tendencia a tratar sobre religión como charlatanes y servirse de ella como si fuera una droga para mantener el prestigio y la reputación de su puesta en escena, me parece que a un hombre político no debe serle reprochado el hecho de que para lograr un objetivo importante recurra a las mismas habilidades, aunque sea más honesto decir lo contrario y aunque, para hablar de esto justamente, * a

Jacobo I. Por una advertencia divina, por la voluntad divina, por la asistencia divina, y como por una gran gracia de Dios.

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Non sunt haec dicenda palam, rodendaque vulgo, Quippe hominum plerique mali, plerique scelestia.

Creo que ya es suficiente como para defendernos de quienes quieran acusarnos de haber ido muy lejos. Retomemos ahora el hilo de nuestro discurso y se nos agradecerá que lo hayamos interrumpido de este modo. En efecto, además de que los pasajes que hemos proporcionado de Charron y de Naudé son excelentes en sí mismos, se adecuan perfectamente al objetivo que nos hemos propuesto en este escrito, que es el de combatir la superstición. Para que se curen de esta enfermedad, lean lo que sigue a continuación con espíritu libre, pero lean con atención, y podrán experimentar indefectiblemente que se trata de la pura verdad.

a

No se deben revelar ni hacer manifiestas tales cosas al vulgo, dado que entre los hombres existen tantos malvados y criminales.

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CAPÍTULO XVIII VERDADES SENSIBLES Y EVIDENTES

I. Puesto que Moisés, Numa Pompilio, Jesús Cristo y Mahoma fueron tales como los hemos descripto, resulta evidente que no es ni en sus leyes ni en sus escritos donde debemos buscar la verdadera idea de Dios. Las apariciones y las conferencias divinas del primero, el segundo y el último, y la filiación divina del tercero, no son otra cosa que imposturas de las que deben huir si aman la verdad. II. Dios es un ser simple o una extensión infinita que asemeja a lo que contiene, es decir que es material, sin no obstante ser justo, misericordioso, celoso, ni nada de lo que suele imaginarse de él, y por consiguiente no castiga ni recompensa. Esta idea de castigo y recompensa no puede estar más que en el espíritu de los ignorantes, que no conciben a este ser simple que se denomina Dios más que bajo imágenes que no le corresponden en absoluto. Pero quienes se sirven del entendimiento sin confundir sus operaciones con las de la imaginación y tienen la capacidad de deshacer los prejuicios de una mala educación, son los únicos que tienen de él una idea sana, clara y distinta. Lo conciben como la fuente de todos los seres, a los que

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produce sin distinción, sin que para él sea preferible uno u otro, sin que le cueste más producir un hombre que un gusanito o una flor.

III. Por esta razón, no debemos pensar que ese ser simple y extenso que comúnmente se denomina Dios tiene más en cuenta a un hombre que a una hormiga, un león o una piedra, o a cualquier otro ser más que a una pajita. Para él no hay nada bello o feo, bueno o malo, perfecto o imperfecto, etc. No debemos creer que desea ser alabado, rogado, obsequiado, adulado, ni que desea ser conmovido por lo que los hombres hacen o dicen, ni que es susceptible de amor y de odio; en una palabra, que piensa más en el hombre que en el resto de las creaturas, cualquiera sea su naturaleza. Todas estas distinciones no son otra cosa que invenciones de un espíritu limitado. La ignorancia las ha inventado y el interés las fomenta. IV. Por consiguiente, todo hombre que haga un buen uso de la razón no creerá ni en el cielo ni en el infierno, ni en el alma, ni en los dioses, ni en los diablos, de la manera en que se habla de ellos comúnmente. Todas estas grandes palabras han sido creadas sólo para cegar o para intimidar al pueblo. Se convencerán de esto si están dispuestos a hacer el esfuerzo de remontar con nosotros hasta la fuente del error que dio lugar a las falsas ideas que evocan esas palabras, y si las sustituyen por las verdaderas.

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V. Una infinidad de astros que observamos por encima de nosotros nos ha llevado a admitir otros tantos cuerpos sólidos en los que ellos se mueven, entre los que hay uno destinado a la corte celeste, donde se hallaría Dios como un rey en medio de sus cortesanos. Es allí donde se ha establecido la morada de los bienaventurados y donde se hace creer que son elevadas las buenas almas una vez que abandonan el cuerpo y este mundo. Pero sin demorarnos en una opinión tan frívola y que ningún hombre de buen sentido puede admitir, es cierto que lo que se denomina cielo no es más que la continuación de nuestro aire más sutil y más depurado, donde los astros se mueven sin ser sostenidos por ninguna masa sólida, del mismo modo que se mueve y se agita la tierra, efectivamente suspendida en medio del aire. VI. Así como se ha llegado a imaginar un cielo que sería, según se dice, la morada de Dios y de los bienaventurados, al igual que entre los paganos era la morada de los dioses y las diosas, también a la manera de ellos se ha llegado a imaginar un infierno o un lugar subterráneo, donde se dice que después de la muerte descienden las almas de los malvados para ser atormentadas. Pero esta palabra infierno, tomada en su sentido propio y en su significación natural, no significa otra cosa que lugar bajo, que los poetas inventaron para oponerlo a la morada de los habitantes celestes, la cual se hacía creer que estaba muy alto y muy elevada. Es esto lo que significa la palabra inferus o inferi de los latinos y el hades de los griegos, es decir lugar oscuro tal como lo es el sepulcro y cualquier otro lugar bajo y tenebroso.

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CAPÍTULO XIX SOBRE EL ALMA

I. El alma es algo más difícil de tratar que el cielo y el infierno. Por esta razón, para satisfacer la curiosidad del lector, es oportuno que hablemos sobre ella un poco más extensamente. Con ese propósito, antes de decir lo que es, vamos a referir lo que acerca de ella pensaron los filósofos más antiguos, y lo haremos en pocas palabras a fin de que se lo retenga con más facilidad. Unos dicen que el alma es un espíritu o una sustancia inmaterial; otros que es una pequeña parte de la divinidad. Según algunos es un aire muy sutil, según otros un viento cálido, según otros un fuego, según otros un compuesto de agua y fuego. Para algunos es un compuesto fortuito de átomos, para otros un compuesto de partes sutiles que se evaporan y se exhalan cuando el hombre muere. Existieron quienes la hicieron consistir en la armonía de todas las partes del cuerpo, y también quienes la consideraron como la parte más sutil de la sangre, que se separa en el cerebro y se distribuye en los nervios. De manera que, según éstos últimos, la fuente del alma es el corazón –donde ella se engendra– y el cerebro es el lugar en el que ejecuta sus funciones más nobles, dado que allí está depurada de las partes más impuras de la sangre. Finalmente, ha habido quienes negaron que existieran las almas.

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Son estas las opiniones principales que los filósofos antiguos tuvieron acerca del alma. Para volverlas más claras, las dividiremos en corporales e incorpóreas, y diremos cuáles fueron sus autores.

II. Pitágoras y Platón sostuvieron que el alma es incorpórea, esto es un ser capaz de subsistir sin ayuda del cuerpo, y que puede moverse por sí misma. Sostuvieron que todas las almas particulares de los animales son partes de un alma universal del mundo; que esas partes son incorpóreas, inmortales y de la misma naturaleza que el alma universal del mundo de la que son parte. Semejantes a cien pequeños fuegos de la misma naturaleza que uno grande del que han sido tomados. III. Esos filósofos pensaban que el universo estaba animado por una sustancia inmaterial invisible, que lo sabe todo, que se mueve siempre y que, en su sistema, es la fuente de todo el movimiento que existe en el mundo, y de todas las almas que –según ellos– son partículas de esa sustancia. Por consiguiente –sostienen–, como esas almas son muy puras y están infinitamente por encima del cuerpo, jamás se unen con él inmediatamente sino por medio de un cuerpo sutil, luego de otro un poco más consistente, y así sucesivamente, por grados, hasta que pueden unirse a los cuerpos sensibles de los animales a los que descienden como si lo hicieran dentro de calabozos o sepulcros. La muerte del alma –añaden– es la vida del cuerpo, en el que se halla como sepultada y donde sólo ejerce

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sus más nobles funciones de manera muy débil. Por el contrario, según ellos la muerte del cuerpo es la vida del alma, por cuanto sale de su prisión, se desprende de la materia y se reúne con el alma del mundo del que surgió. Así, conforme este pensamiento, todas las almas de los animales tienen la misma naturaleza, y la diversidad de sus funciones proviene de la diferencia de los cuerpos en los que entran. Aristóteles, más allá del alma del mundo, admite un entendimiento universal común a todos los hombres que se comporta con respecto a los entendimientos particulares al igual que la luz respecto a los ojos –de manera que, así como la luz torna visibles los objetos, el entendimiento universal los torna inteligibles. Este filósofo, que estableció los cuatro elementos como principios de todas las cosas, al no poder vincular las operaciones del alma a cada uno de los elementos, pensó que habría un quinto principio en el que ella tendría su origen. No le otorgó un nombre a este quinto principio, pero le otorgó uno nuevo al alma, el de movimiento perpetuo, o una potencia que se mueve eternamente, y la definió como aquello que nos hace vivir, sentir, concebir y mover. Pero como no dijo de ningún modo en qué consiste ese ser que es la fuente y el principio de sus funciones más nobles, no es aquí donde debemos buscar una aclaración de las dudas que tenemos sobre la naturaleza del alma.

IV. Dicearco, Asclepíades, y en alguna medida Galeno, creyeron también ellos que el alma es incorpórea, aunque de otra manera. En efecto, sostuvieron que no es más que la armonía

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de todas las partes del cuerpo, es decir lo que resulta de la mezcla exacta de todos los elementos y de la disposición de las partes, de los humores y de los espíritus. Del mismo modo –sostienen– que la salud no es una parte del que goza de ella, aunque esté en él, así, aunque el alma se halle en el animal no por ello es una de sus partes, sino la conveniencia mutua de todas ellas, por las cuales se halla compuesta. Sobre esto es necesario señalar que estos autores pensaron que el alma era incorpórea sobre la base de un principio completamente opuesto a su intención. Porque decir que ella no es en absoluto un cuerpo sino sólo algo que está inseparablemente unido al cuerpo, es decir, en buena lógica, que es enteramente corpórea, en la medida en que se denomina corporal no sólo a lo que es cuerpo, sino a todo lo que es forma y accidente inseparable de la materia. Son estos los nombres de quienes pensaron que el alma era incorpórea o inmaterial; quienes, como pueden ver, no están de acuerdo siquiera con ellos mismos, y por consiguiente no merecen ser creídos. Vayamos a aquéllos que pensaron que el alma era un cuerpo.

V. Diógenes creyó que el alma estaba hecha de aire, de lo que infirió la necesidad de respirar, y la definió como un aire que pasa de la boca, a través de los pulmones, al corazón, donde se calienta y se distribuye inmediatamente en todo el cuerpo. Zenón, fundador de la secta de los estoicos, creyó que el alma o el espíritu era un fuego. Lucipo y Demócrito dijeron también, después de él, que era

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un fuego, pero agregaron que, como el fuego, estaba compuesta de átomos que penetran con facilidad en todas las partes del cuerpo y lo hacen mover. Hipócrates dijo que era un compuesto de agua y fuego; Empédocles, un compuesto de los cuatro elementos. Como Demócrito, Epicuro creyó que el alma estaba compuesta de fuego, aunque agregó que en esa composición entra el aire, junto a un vapor y otra sustancia que no tiene nombre y que es el principio del sentimiento. Sostuvo que a partir de esas cuatro sustancias diferentes se forma un espíritu muy sutil que se expande por todo el cuerpo, y que debe llamarse alma. Aristóxeno, filósofo y músico, sostuvo que el alma es un acorde de todas las partes del cuerpo, o una armonía semejante a la que resulta de la diversidad de las voces e instrumentos que las acompañan. Todos estos filósofos señalaron que el alma crecía y se marchitaba con el cuerpo; que era débil durante la infancia, fuerte en el vigor de la edad, delirante en la vejez, soñadora durante el sueño, embrutecida en la embriaguez, abatida en la enfermedad, etc. Y además de creer que era corpórea, creyeron, con quienes vivieron antes de Ferécidesa, que era mortal. a

Nativo de la isla de Siro, Ferécides vivió bajo el reino de Servio Tulio, sexto rey de Roma, y fue, según relata Cicerón (Tusculanae Disputationes, I), el primero de los filósofos en sostener que las almas eran inmortales. Fue seguido por Pitágoras, su discípulo, quien llegó a Italia bajo el reinado de Tarquino el Soberbio. Más de cien años después, Platón, al conocer durante su viaje a Italia a los filósofos pitagóricos –entre otros a Filolao, Eurito, Architas y Timeo–, no sólo compartió el pensamiento de Pitágoras sobre la inmortalidad del alma, sino que además concibió razones nuevas para apoyar esta opinión.

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VI. Jenócrates, según refiere Ciceróna, negó que hubiesen almas; y Dicearco le hace decir a un viejo llamado Ferécrates que el alma no es nada, sólo un nombre en el aire que nada significa. Que no hay alma ni espíritu en el hombre ni en las bestias. Que la potencia por la que actuamos y sentimos es la misma en todo lo que tiene vida, que es inseparable del cuerpo y que no es sino el cuerpo mismo, modificado de tal modo que subsiste gracias al temperamento que la naturaleza le ha proporcionado. VII. El Señor Descartes sostiene, de manera penosa, que el alma no es material. Digo penosa, puesto que jamás un filósofo ha razonado tan mal sobre este tema, como lo hiciera este gran hombre. Así es como argumenta para establecer la inmaterialidad del alma. En primer lugar –dice– es necesario dudar de la existencia de todos los cuerpos y creer que no existen en absoluto; luego, razonar de esta manera: los cuerpos no existen en absoluto, sin embargo yo soy, por consiguiente no soy un cuerpo, por lo que no puedo ser otra cosa que una sustancia que piensa. En primer lugar, la duda que plantea es completamente imposible, pues si bien es posible alguna vez no pensar que hay cuerpos, es sin embargo imposible dudar que los hay cuando pensamos en ellos. En segundo lugar, cualquiera que crea que no hay cuerpos, debe estar seguro de que no posee a

Tusculanae Disputationes, I.

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uno, puesto que nadie puede dudar de sí mismo. Ahora bien, si esto es cierto, su duda resulta inútil. En tercer lugar, cuando dice que el alma es una sustancia o una cosa que piensa no nos dice nada nuevo, pues sobre esto todos están de acuerdo. La dificultad consiste en determinar qué es esta sustancia que piensa, y es precisamente esto lo que él no hace, como tampoco los otros.

VIII. Para no tergiversar, como él hizo, y para dar del alma la idea más sana que se pueda tener, antes que nada haremos observar que es de la misma naturaleza en los animales y en el hombre, y que la diversidad de sus funciones únicamente procede de la diferencia de los órganos y de los humores. Una vez dicho esto, he aquí lo que, según nosotros, es el alma.

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CAPÍTULO XX QUÉ ES EL ALMA

I. Es cierto que hay en el mundo un espíritu muy sutil, o una materia muy delicada y siempre en movimiento, cuya fuente está en el sol y se expande por todos los demás cuerpos, más o menos, según su naturaleza o su consistencia. Es esto el alma del mundo y esto aquello que lo gobierna, que lo vivifica, y cuyas porciones se distribuyen en todas las partes que lo componen. II. Esta alma es el más puro fuego que existe en el universo. No quema por sí mismo, sino que quema y hace sentir su calor por los diferentes movimientos que le proporciona a las partículas de los otros cuerpos, donde está introducido. El fuego visible posee más de este espíritu que el aire; éste más que el agua, en tanto que la tierra tiene mucho menos. En los cuerpos mixtos, las plantas tienen más que los minerales, y los animales más todavía. En fin, dado que este fuego se halla encerrado en los cuerpos, los vuelve capaces de sentimiento; y es lo que llamamos alma, o incluso espíritus animales, que se expanden por todas las partes del cuerpo.

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III. Es entonces cierto que esta alma, siendo de la misma naturaleza en todos los animales, se disipa con la muerte del hombre, así como también con la de las bestias. De donde se sigue que lo que poetas y teólogos nos relatan del otro mundo, no es más que una quimera que ellos mismos han inventado y esparcido por razones que son fáciles de adivinar.

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CAPÍTULO XXI SOBRE LOS ESPÍRITUS LLAMADOS DEMONIOS

I. Hemos hablado ampliamente del modo en el que la creencia en los espíritus se introdujo entre los hombres, y mostramos que esos espíritus no son más que fantasmas que sólo existen en la imaginación. Sin embargo, puesto que los hombres hicieron de esta creencia un punto fundamental de su religión, hemos considerado oportuno tratar aquí este asunto más en profundamente de lo que lo hiciéramos antes. Con este propósito vamos a examinar lo que los poetas y los filósofos del paganismo pensaron acerca de los espíritus; mostraremos que los judíos tomaron de ellos lo que creyeron sobre los espíritus, y que los cristianos deben a estos últimos su opinión al respecto. Finalmente, probaremos a los cristianos, a partir de sus propios principios, que el diablo no existe. II. Los filósofos antiguos no eran lo suficientemente esclarecidos como para explicar al pueblo bajo qué eran estos fantasmas; sin embargo, no se abstuvieron de decir lo que pensaban. Unos, viendo que se disipaban y carecían de toda consistencia, los definieron como inmateriales, incorporales, formas sin materia, colores y figuras que no eran sin embargo cuerpos coloreados o figurativos, y añadían que podían revestirse de

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aire como si fuera una vestimenta cuando querían hacerse visibles a los ojos de los hombres. Otros sostenían que se trataba de cuerpos animados, pero que estaban hechos de aire o de otra materia más sutil que condensaban como les parecía cuando querían aparecer.

III. Si bien estas dos clases de filósofos tenían opiniones opuestas respecto de los fantasmas, estaban de acuerdo en los nombres que les adjudicaban, llamándolos todos demonios. En esto se equivocaban de manera tan grosera como quienes creen ver en sueños a las almas de los difuntos, o que es la propia alma lo que observan cuando se miran en un espejo, o quienes creen, en fin, que las estrellas que ven en el agua son las almas de las estrellas. IV. Luego de esta insensata imaginación, caen en un error no menos absurdo al creer que esos fantasmas tienen un poder ilimitado. Creencia absurda, pero común entre los ignorantes, quienes imaginan que lo desconocido para ellos es una potencia infinita. V. Esta ridícula opinión no fue divulgada con anterioridad a que los soberanos se sirvieran de ella para apoyar su autoridad. Ellos establecieron una creencia relativa a los espíritus que denominaron religión, con el propósito –como lo hemos insinuado ya, siguiendo a un

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célebre historiador de la antigüedada–, con el propósito, decía, de que el miedo que el pueblo debía tener de esas potencias invisibles lo mantuviese en el cumplimiento del deber. Y para hacerlo con mayor autoridad, dividieron los demonios en buenos y malos: los primeros, para incitar a los hombres a observar sus leyes; los segundos, para contenerlos e impedirles que las transgredan. Pero para saber qué son los demonios sólo es necesario leer a los poetas griegos, y sobre todo lo que dice Hesíodo en su Teogonía, donde trata extensamente sobre la generación y el origen de los dioses.

VI. Los griegos fueron los primeros en inventarlos; luego, de ellos pasaron –por medio de sus colonias y de sus victorias– al Asia, a Egipto, a Italia. Es de aquí de donde los judíos, que estaban dispersos en Alejandría y otras partes, tomaron conocimiento de ellos, de los que se sirvieron con éxito al igual que otros pueblos, pero con esta diferencia: que no llamaron demonios a los buenos y los malos espíritus indiferentemente, como lo hicieran los griegos, sino sólo a los malos, reservando para el a

Se trata de Polibio. Es necesario –dice– admitir que si se pudiese formar una República que no estuviera compuesta más que por hombres sabios, todas las opiniones fabulosas acerca de los dioses y los infiernos serían completamente superfluas. Pero dado que no existen los Estados en los cuales el pueblo no sea tal y como lo vemos, es decir sujeto a toda clase de desórdenes y malas acciones, para reprimirlo es necesario servirse de los miedos imaginarios que imprime la religión, y de los terrores pánicos del otro mundo, que los antiguos introdujeron tan sabiamente con ese objeto.

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único demonio bueno el nombre de espíritu de Dios, y llamando profetas a los que poseían este buen espíritu. Más aún, llamaron espíritu divino a aquello que consideraban como un gran bien, y al contrario caco-demonio, espíritu maligno, a todo aquello que consideraban como un gran mal.

VII. Esta distinción entre buenos y malos espíritus los condujo a llamar demoníacos a los que nosotros llamamos lunáticos, insensatos, furiosos, epilépticos, como también a los que hablaban una lengua desconocida. Un hombre feo y sucio estaba, según ellos, poseído por un espíritu inmundo, así como un mudo lo estaba por un espíritu mudo, etc. En fin, las palabras espíritus y demonios se les hicieron tan familiares, que hablaban de ellas en cada ocasión. De lo cual resulta evidente que los judíos creían, como los griegos, que los fantasmas no eran simples quimeras o visiones, sino seres reales que existían independientemente de la imaginación. VIII. De esto proviene el hecho de que la Biblia esté completamente sembrada de palabras como espíritus, demonios, endemoniados. Pero en ninguna parte se dice ni cómo ni cuándo fueron creados. Omisión que no puede serle perdonada a Moisés, por cuanto –se dice– tuvo la pretensión de hablar de la creación del cielo y de la tierra, de los hombres, de los animales, etc. Y en esto, Jesús Cristo no es más excusable que él, dado que aunque con frecuencia hablaba de ángeles y de

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espíritus buenos y malos, nunca dijo si ellos eran materiales o inmateriales, lo cual prueba que sólo sabía con relación a ello lo que los griegos le habían enseñado a sus ancestros. Si él hubiera sabido más, sería tan condenable que no hubiera instruido a los hombres, como lo es el hecho de negarles a todos la virtud, la fe y la piedad que él asegura poder darles. Pero para volver a los espíritus, es obvio que las palabras demonio, satanás, diablo, no son en absoluto nombres propios que designen individuo alguno, y que desde siempre sólo los ignorantes fueron capaces de creerle a Jesús Cristo, a partir de lo que dijeron los griegos –que las inventaron–, y los judíos –que las adoptaron. Luego de que estos últimos fueron contaminadas por ellas, le atribuyeron esos nombres, que significan malo, engañador, astuto, adversario, enemigo, acusador, calumniador, destructor, exterminador, etc., tanto a las potencias invisibles cuanto a sus propios enemigos, es decir a los gentiles, que, según ellos, habitaban en el reino de satanás, en tanto que sólo ellos –pensaban– habitaban en el reino de Dios.

IX. Como Jesús Cristo era judío, y por tanto muy influenciado por estas insulsas opiniones que su pueblo había tomado de los griegos, en todas partes en los Evangelios y en los escritos de sus discípulos se leen las palabras diablo, satanás, infierno, como si se tratase de cosas reales y efectivas. Sin embargo, como lo pusimos de manifiesto, nada hay más ilusorio. Y si incluso lo que hemos dicho no bastase para probarlo, serán

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suficientes sólo dos palabras para convencer a los más obstinados. Todos los cristianos están de acuerdo en que Dios es el primer principio y la fuente de todas las cosas; que él las creó y las conserva, y que sin su ayuda caerían en la nada. Según este principio, es cierto que Dios creó lo que llamamos diablo y satanás, de igual modo que a todas las demás creaturas. Y sea que lo haya creado bueno o malo, cosa que aquí no viene al caso, se sigue de ese principio que si él subsiste malo como es, según ha sido dicho, no puede ser más que gracias a la intervención y el permiso de Dios, que por tanto así lo quiere. Ahora bien, ¿cómo se puede comprender que Dios conserve una creatura que no sólo lo maldice sin cesar y lo odia mortalmente, sino que además se esfuerza por corromper a sus amigos para tener el placer de maldecirlo a través de una infinidad de bocas? ¿Cómo, digo, se puede comprender que Dios mantenga, conserve y permita subsistir al diablo, para que le haga todo el mal posible, para que lo destrone si estuviera en su poder hacerlo, y para que desvíe de su servicio a sus elegidos y favoritos? ¿Cuál es el propósito de Dios en todo esto? ¿O más bien, qué es lo que se nos quiere decir al hablar del diablo y del infierno? Si Dios lo puede todo y nosotros nada podemos sin él, ¿cómo es posible que el diablo lo odie, lo maldiga y le arrebate a sus amigos? O él está de acuerdo, o no lo está. Si está de acuerdo, entonces el diablo, al maldecirlo, sólo hace lo que debe dado que únicamente puede hacer lo que Dios quiera. Por consiguiente no es el diablo sino Dios quien se maldice a sí mismo por la boca del diablo. Cosa que es, según creo, totalmen-

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te absurda. Si no está de acuerdo, entonces no es verdad que es todo poderoso. Y si no es todo poderoso, será necesario que en lugar de un solo principio de todas las cosas debamos admitir dos, uno del bien y el otro del mal; uno que quiere una cosa y el otro que quiere y hace todo lo contrario. ¿A dónde conduce este razonamiento? A hacer confesar de manera irrefutable que ni Dios, ni el diablo, ni el alma, ni el cielo, ni el infierno son como se los suele pintar; y que los teólogos, es decir quienes esparcen fábulas como si fueran verdades divinas reveladas, son todos, exceptuando algunos ignorantes, gente de mala fe que abusan maliciosamente de la credulidad del pueblo para inculcarle lo que les viene en ganas, como si el vulgo sólo fuera capaz de quimeras, o sólo debiera ser alimentado con esas viandas insípidas, donde no se ve más que el vacío, la nada, la locura, y ni siquiera un grano de sal, de verdad y de sabiduría. Hace ya mucho tiempo que estamos infatuados por este máximo absurdo, según el cual la verdad no está hecha para el pueblo y que él no es capaz de conocerla. Pero en todos los tiempos han existido espíritus sinceros que se han rebelado contra una injusticia semejante, así como nosotros acabamos de hacerlo en este pequeño tratado. Quienes aman la verdad sin duda encontrarán en él un gran consuelo; y es sólo a ellos a quienes quisiéramos complacer, sin cuidarnos en absoluto de aquellos que consideran a los prejuicios como oráculos infalibles.

FIN

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ÍNDICE

PRÓLOGO 9

BIBLIOGRAFÍA 21

ADVERTENCIA 29

PREFACIO DEL COPISTA 31 LA VIDA DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA 33

CATÁLOGO DE LA OBRA DEL SEÑOR DE SPINOSA 65 EL ESPÍRITU DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA 67

I. SOBRE DIOS 69

II. RAZONES QUE HAN LLEVADO A LOS HOMBRES A IMAGINARSE UN SER INVISIBLE, O LO QUE COMÚNMENTE LLAMAMOS

DIOS

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III. QUÉ ES DIOS 87

VI. QUÉ SIGNIFICA LA PALABRA RELIGIÓN. CÓMO Y POR QUÉ SE HAN INTRODUCIDO TANTAS EN EL MUNDO 92

V. SOBRE MOISÉS 99

VI. SOBRE NUMA POMPILIO 103

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VII. SOBRE JESÚS CRISTO 105

VIII. SOBRE LA POLÍTICA DE JESÚS CRISTO 107

IX. SOBRE LA MORALIDAD DE JESÚS CRISTO 114

X. SOBRE LA DIVINIDAD DE JESÚS CRISTO 119

XI. SOBRE MAHOMA 123

XII. SOBRE LAS RELIGIONES 128

XIII. SOBRE LA DIVERSIDAD DE RELIGIONES 132

XIV. SOBRE LA DIVISIÓN DE LOS CRISTIANOS 139

XV. SOBRE LOS SUPERSTICIOSOS, LA SUPERSTICIÓN Y LA CREDULIDAD DEL PUEBLO

144

XVI. SOBRE EL ORIGEN DE LAS MONARQUÍAS 150

XVII. SOBRE LEGISLADORES, POLÍTICOS, Y CÓMO SE SIRVEN DE LA RELIGIÓN

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XVIII. VERDADES SENSIBLES Y EVIDENTES 167

XIX. SOBRE EL ALMA 170

XX. QUÉ ES EL ALMA 177

XXI. SOBRE LOS ESPÍRITUS LLAMADOS DEMONIOS 179

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