TRATADO DE LOS DELITOS Y LAS PENAS (César Beccaria).pdf

April 16, 2019 | Author: Gabriela Guerrero | Category: Certainty, Justice, Crimen y justicia, Social Contract, Criminal Law
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Del poner a precio la cabeza de los reos La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a precio la cabeza de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo de cada ciudadano, hacer de ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro de los confines nacionales, o fuera de ellos. En el primer caso, el Soberano estimula a los ciudadanos a cometer un delito y les expone a un suplicio, cometiendo una injuria y una usurpación de autoridad en los dominios de otro, y a la vez. autorizando de este modo a las demás naciones para que hagan lo mismo con respecto a él. En el segundo caso, muestra la misma debilidad. El que tiene fuerzas bastantes para defenderse, no procura comprarlas. Además, el edicto poniendo precio a la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y virtud que el menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes invitan a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los lazos de familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los rompe y los desprecia; siempre contradictorio consigo mismo, ora invita a la confianza el ánimo sospechoso de los hombres, ora siembra la desconfianza en todos los corazones. En vez de prevenir un delito, hace que nazcan cientos. Estos son los recursos de las naciones débiles cuyas leyes no son más que reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso que cruje por todas partes. A medida que crece la ilustración en una nación, la buena fe y la confianza recíproca se hacen necesarias en ella, tendiendo siempre más a confundirse con la política verdadera. Los artificios, las cábalas, los caminos obscuros e indirectos son más previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad de cada uno en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral pública obliga a los hombres a obedecer a la privada, sirven de instrucción y experiencia a los siglos ilustrados. Pero las leyes que premian la traición y que suscitan una guerra clandestina, esparcen las sospechas recíprocas entre los ciudadanos, se oponen a tan necesaria reunión de la moral con la política, a que los hombres deberían su felicidad, las naciones su paz y el universo algún intervalo mayor de tranquilidad y reposo a los males que se ciernen sobre él.

Proporción entre los delitos y las penas No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los obstáculos que detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a medida que sean contrarios al bien público y a medida de los impulsos que arrantren a ellos. Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas. Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la otra nacerá la tanto menos observada contradicción cuando más común es, de que las penas deben castigar los delitos que hayan hecho nacer. Si una pena igual se impone a dos delitos que ofenden a la sociedad desigualmente, los

hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si con ello va unida una mayor ventaja. Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y difíciles de producirse en el alma humana, hasta el punto de que se creyera que para la germinación de ellos hubiera sido necesaria la ayuda de los motivos más sublimes y un gran aparato de graves formalidades. Imposible es prevenir todos los desórdenes posibles en el combate universal de las pasiones humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en razón del interés que toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar  las penas va aumentando siempre. La fuerza, semejante a la gravedad, que nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene sino a medida de los obstáculos que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la serie confusa de las acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del hombre; el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que contribuyen a la fuerza del edificio. Dada la necesidad de la reunión de los hombres, dados los pactos que necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados, hay una escala de desórdenes cuyo primer grado está en los que destruyen la sociedad inmediatamente y el último en la mínima injusticia posible hecha a los particulares, miembros de aquélla. Entre estos extremos se hallan comprendidas todas las acciones opuestas al bien público llamadas delitos, todas las cuales, por grados insensibles, van decreciendo desde lo más elevado a lo más ínfimo. Si la geometría pudiese adaptarse a las infinitas y obscuras combinaciones de las acciones humanas debería haber una escala correspondiente de penas, que descendiesen desde la más fuerte a la más débil; y si hubiese una escala universal de las penas y de los delitos, tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía o de libertad, del fondo de humanidad o de maldad de las distintas naciones. Bástele al prudente legislador, señalar los puntos principales de la misma, sin turbar el orden, de modo que no decrete para los delitos de primer grado las penas del último.

Medida de los delitos Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos. Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten cuadrantes ni telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de cualquier mediana inteligencia, sin embargo, por una combinación maravillosa de circunstancias, no han sido conocidas más que por algunos contados pensadores, hombres de todas las naciones y de todos los siglos. Pero si las opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de autoridad y de poder, muchas veces por insensibles estímulos, y otras pocas por violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los hombres, disiparon las sencillas nociones que formaron acaso la primera filosofía de las sociedades nacientes y a las que la luz de nuestros siglos parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que puede suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y por sus propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera medida de los delitos está en la intención de quien los comete. La intención depende de la impresión actual de los objetos y de la disposición precedente de la mente, variando en todos los hombres, y hasta en cada uno de ellos, con la velocísima sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias. Si así fuese, si se admitiese aquel error, sería necesario formar, no sólo un código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para cada delito. Con la mejor intención, algunas veces los hombres causan el mayor mal a la sociedad y otras veces con la más mala voluntad procuran el mayor bien. Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que por la importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la verdadera medida de los delitos, toda irreverencia al Ser de los seres, debería castigarse con mayor atrocidad que el regicidio, por ser la superioridad de la naturaleza una compensación infinita a la diferencia de la ofensa. Finalmente, algunos piensan que la gravedad del pecado interviene en las medidas de los delitos. La falacia de esta opinión saltará a la vista del que más indiferentemente examine las verdaderas relaciones que median entre los hombres y entre los hombres y Dios. Las primeras son relaciones de igualdad. Sólo la sociedad ha hecho nacer del choque de las pasiones y de las oposiciones de los intereses, la idea de la utilidad común, base de la justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un Ser Perfecto y Creador, que se ha reservado el derecho de ser legislador y juez, al mismo tiempo, porque sólo él puede serIo sin inconvenientes. Si El ha establecido penas eternas contra los que desobedecen a su Omnipotencia, ¿cuál será el insecto que se atreverá a suplir  a la Justicia Divina, que quiera vindicar al Ser que se basta a sí mismo, que no puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor y que, único entre todos los seres, obra sin reacción? La gravedad del pecado depende de la inescrutable malicia del corazón, que no puede ser conocida, sin revelación, por seres finitos.

¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este caso, los hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al ofenderle, también pueden estarlo al castigar.

División de los delitos Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la representa; otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su vida, sus bienes o su honor; y algunos otros son actos contrarios a lo que cada cual está obligado a hacer o a no hacer en vista del bien público. Cualquiera acción que no esté comprendida dentro de estos límites, ni puede ser llamada delito ni castigada como tal, sino por aquéllos que tengan algún interés en llamarla de tal modo. La incertidumbre de estos límites ha producido en las naciones una moral que contradice a la legislación, por ser diversas las legislaciones que se excluyen recíprocamente, con el ejemplo de una multitud de leyes que al más prudente le exponen a las más rigurosas penas. Por ello son tan vagos y oscilantes los nombres de vicio y virtud, con la incertidumbre consiguiente que produce el letargo y el sueño fatal en los organismos políticos. La opinión que debe tener todo ciudadano de poder hacer cuanto no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente más que el que pueda nacer de la acción misma, tal es el dogma político en que los pueblos deberían creer, así como sus supremos magistrados. con la incorrompible custodia de las leyes, debidamente predicada: sacro dogma sin el cual no puede haber  sociedad legítima, justa recompensa del sacrificio que los hombres hicieron de aquella acción universal sobre todas las cosas, que es común a todo ser  sensible y que no tiene otros límites más que las fuerzas propias. Tal es el convencimiento que forma las almas libres y fuertes y las mentalidades luminosas lo que hace vigorosos a los hombres, virtuosos, con aquella virtud que sabe resistir al temor, y no con la prudencia acomodaticia, digna tan sólo del que puede sufrir una existencia precaria e incierta. Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las naciones, hallará casi siempre que los nombres de virtud y de vicio, de buen ciudadano y de reo, cambian con las revoluciones de los siglos, no en razán de las mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y, por  consiguiente, siempre conformes al interés común, sino en razón de las pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o’s distintos legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo forman la base de la moral de los siglos venideros; que las pasiones fuertes, hijas del fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y roídas, digámoslo así, por el tiempo, que reducen todos los fenómenos físicos y morales al equilibrio, poco a poco forman la prudencia del siglo y el instrumento útil en manos de los fuertes y hábiles. De este modo nacieron las obscurísimas nociones de honor y de virtud, pues así como la acción del tiempo hace que se cambien los nombres de las cosas igual que se cambia el de los ríos y las montañas, dentro de los confines de la física; así sucede también con la geografía moral.

Delitos de lesa majestad Los delitos llamados de lesa majestad , son los primeros de todos y los mayores, por ser los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden otorgar este nombre, y por consiguiente, la mayor de las penas, a delitos de naturaleza diferente, haciendo a los hombres, igual que en otras mil ocasiones, víctimas de una palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la sociedad; pero no todo delito procura la inmediata destrucción de ella. Las acciones morales, lo mismo que las físicas, tienen su limitada esfera de actividad, y están diversamente circunscritas, como todos los movimientos de la naturaleza, del tiempo y del espacio; y sólo la interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la esclavitud, puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus inmutables relaciones.

Delitos contra la seguridad de los particulares, violencias, penas de los nobles Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de los partículares. Como la seguridad de los particulares es el fin primario de toda asociación legítima, no puede dejar de asignarse a la violación del derecho de seguridad, adquirido por cada ciudadano, alguna de las penas más considerables establecidas por las leyes. Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales. Los atentados contra la seguridad’ y la libertad de los ciudadanos, son delitos de los mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o hurtos cometidos por los plebeyos, sino también los de los grandes y los magistrados, cuya influencia obra a mayor distancia y con mayor vigor, destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y de deber, reemplazadas por la del derecho del más fuerte, tan peligroso finalmente en quien le ejerce y en quien le sufre. Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en determinados eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa; veríamos entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la multitud de combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento es el secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es en manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y los débiles. Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas las apariencias de libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en cualquier ángulo ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga y se engrandece.

Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta; pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un camino tanto más seguro cuanto más oculto. ¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles, cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es verdad que constituya un poder intermedio que limite los excesos de los dos extremos, o si más bien forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los demas, encierra toda circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo, como aquellas fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las desigualdades sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero también que ella, la desigualdad misma, deba residir más bien en las clases que en los individuos, es decir, fijarse en una parte del organismo político, en vez de circular por todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango noble, asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y el último de los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los honores o en las riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe suponer  que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que sea más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus sucesores; el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no tema menos que los otros hombres violar los pactos que le han alzado . Verdad es

que estos decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero insiden en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas que se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus inconvenientes; lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando el paso a la impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no es medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más favorecido está el que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo puede ser extrínseca, por ser realmente diversa en cada individuo; y que la infamia de toda una familia, puede apartarse por el Soberano con demostraciones públicas de benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y admirador?

Injurias al honor Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de las simpatías que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben castigarse con la infamia. Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias del cuerpo y bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y las leyes de lo que se llama el honor, presididas en todo por la opinión. Esta palabra de

honor, es una de las que han servido de base a largos y brillantes razonamientos, sin adherirse a ninguna idea fija y estable. ¡Mísera condición de las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y menos importantes ideas de los movimientos de los cuerpos celestes le estén presentes con un conocimiento más preciso, que las vecinas e importantísimas nociones morales, siempre fluctuantes y confusas, según el viento de las pasiones las arrastra y las recibe y transmite la ignorancia! Pero esta aparente paradoja desaparecerá al considerar que así como las cosas muy próximas a los ojos se confunden, del mismo modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace que con facilidad se mezclen con las muchísimas ideas simples que las componen, confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu geométrico que trata de medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y disminuirá del todo la maravilla del indiferente indagador de las cosas humanas, que sospechará acaso que no sea necesario tanto aparato de moral ni tantos compromisos para hacer que los hombres sean libres y felices. Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son un agregado, no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente complicadas, que al presentarse de un modo vario ante la mente, unas veces admiten y otras excluyen algunos de los elementos que las componen, sin conservar más que algunas pocas ideas comunes, al modo que las cantidades complejas algebraicas admiten un divisor común. Para encontrar este común divisor en las válidas ideas que los hombres se forman del honor, es necesaria una rápida mirada a la formación de la sociedad. Las primeras leyes y los primeros magistrados nacieron de la necesidad de reparar los desórdenes del despotismo físico de todo hombre. Este fue el fin institutor de la sociedad, y este fin primario de ella se ha conservado siempre, realmente o en apariencia, a la cabeza de todos los códigos, incluso los destructores. Pero las relaciones de los hombres y el progreso de sus conocimientos, hicieron nacer una infinita serie de acciones y necesidades recíprocas de los unos para con los otros, siempre superiores a la previsión de las leyes e inferiores al poder actual de cada uno. De esta época data el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los otros aquellos bienes y de alejar aquellos males que las leyes eran insuficientes para atender. La opinión es lo que atormenta al sabio y al hombre vulgar; lo que ha puesto en crédito la apariencia de la virtud por encima de la virtud misma; lo que convierte en misionero incluso al malvado porque en ella encuentra su propio interés. Así es como las simpatías, las opiniones de los hombres, se hicieron no sólo útiles, sino necesarias, para no caer por debajo del nivel común. De modo que si el ambicioso conquista el honor como útil, si el vanidoso le mendiga como testimonio de su mérito, el hombre de honor ha de exigirle como necesario. Este honor es una condición que muchísimos hombres ponen a su propia existencia. Nacido después de la formación de la sociedad, no ha podido ser puesto en el depósito común y hasta es un retorno instantáneo, al estado natural, una substracción momentánea de la persona propia a las leyes, cuando éstas no defienden suficientemente a un ciudadano. En resolución, en la extremada libertad política, igual que en la extrema dependencia, desaparecen las ideas del honor o se confunden perfectamente con otras; porque en la primera de aquellas dos situacines, el despotismo de

las leyes inutiliza la busca de otros sufragios y simpatías; y en la segunda, porque el despotismo de los hombres anulando la existencia civil, reduce a ésta a una personalidad precaria y momentánea. De modo que el honor es uno de los principios fundamentales de las monarquías que tiene el carácter de un despotismo disminuído; y en ellas está lo que está en las revoluciones en los estados despóticos: un momento de regreso al estado natural, un recuerdo que se le hace al amo de la igualdad antigua.

De los duelos De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados, cuyo origen se encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se pretende que estos duelos los desconoció la antigüedad, acaso porque los antiguos no se reunían sospechosamente armados en los templos y en los teatros, o con los amigos; acaso porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que daban al pueblo los gladiadores, esclavos y envilecidos, de modo que los hombres libres desdeñaban ser considerados y llamados gladiadores, al participar en combates singulares. En vano los edictos de muerte contra todo aquél que aceptara un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo fundamento está en algo que algunos hombres temen más que a la muerte, porque, privado de los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor  se ve expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un estado insufrible para un hombre social, o bien a convertirse en blanco de los insultos y la infamia que con su acción repetida superan el peligro de la pena. ¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo no se bata en duelo tanto como los grandes? No sólo porque está desarmado, sino porque la necesidad de los sufragios ajenos es menos común en la plebe que en aquellos otros, que, siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha y envidia. No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor método de prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera ocasión al duelo, declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya, se ha visto obligado a defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión.

Hurtos Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena pecuniaria. Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser  empobrecido de lo propio. Pero como por lo común este delito es propio de la miseria y la desesperación, el delito de tan infeliz porción de hombres a quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso no necesario derecho) no ha dejado más que una existencia desnuda; como las penas pecuniarias aumentan el número de los reos por encima del de los delitos y quitan el pan a los inocentes como a los malvados, la pena más oportuna de los hurtos sería aquella especie de servidumbre que pudiera llamarse justa, o sea una servidumbre temporal del trabajo y de las personas en favor de la sociedad ordinara, para resarcir con la propia y perfecta dependencia del injusto despotismo usurpado sobre el pacto social. Pero cuando el hurto vaya acompañado de violencia, la pena debe ser también una aleación de castigo

corporal con la servidumbre penal. Otros escritores antes que yo han demostrado el desorden evidente que nace de no distinguir bien las penas de los hurtos violentos de los no violentos, estableciendo la absurda ecuación de una importante suma de dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que hablamos son de naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el axioma matemático de que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que las separa. Pero quizá no sea superfluo repetir lo que casi nunca se haya cumplido. Las máquinas políticas conservan más que otra alguna el movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro movimiento nuevo.

Contrabandos El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la nación; pero su pena no debe ser infamante, porque cometerle no produce infamia en la opinión públIca. ¿Pero por que este delito no infama a sus autores, siendo como es, un hurto que se leo hace al Príncipe, y por consiguiente, a la nacón misma? Responderé a esta pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres creen que no pueden hacérseles, no les interesan tanto que baste para producir la indignación pública contra el que las comete. Así es el contrabando. Los hombres a quienes las consecuencias remotas impresionan muy poco, no consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y hasta más bien aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando más que el daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus sufragios al contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto privado, el que falsifica un documento y comete otros males de éstos. Es un principio sensible evidente el de que todo ser sensible sólo se interesa por los males que conoce. El delito de contrabando nace de la misma ley, porque al crecer el impuesto crecerá siempre la ventaja, y por tanto la tentación de cometer el contrabando; y la facililidad de cometerle, crece con la circunferencia que haya de custodiarse y con la disminución del volumen de la mercancía misma. La pena de perder la mercancía prohibida y lo que la acompaña, es justísima; pero será tanto más eficaz cuanto sea más pequeño el impuesto, puesto que los hombres sólo se arriesgan en proporción de la ventaja que produciría el éxito feliz de la empresa. ¿Pero deberá dejarse impune tal clase de delitos contra quien nada tiene que perder? No hay contrabandos que interesan de tal modo a la naturaleza del tributo, parte tan esencial y difícil en una buena legislación, que el delito en cuestión merece una pena considerable, incluso hasta la prisión y hasta la servidumbre penal; pero prisión y servidumbre conformes a la naturaleza del delito mismo. Por ejemplo: la prisión del contrabandista de tabaco no debe ser común con la del sicario o del ladrón; y el trabajo del primero, limitado al servicio de la propia renta a que se ha querido defraudar, será el más conforme a la naturaleza de las penas.

De los deudores La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir 

igual pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una pieza de metal acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el insolvente inocente, el que, tras un riguroso examen, ha probado ante sus  jueces que la malicia o la desgracia ajenas, o vicisitudes inevitables de la prudencia humana, le despojaron de sus bienes ¿por qué bárbaro motivo deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien que le resta, o sea la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables, la desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en que vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío dejar de ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los débiles sufren con la esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana, que nos hace creer que los sucesos desfavorables deben ser para los demás y los favorables para nosotros! Los hombres, abandonados a sus sentimientos evidentes, gustan que las leyes sean crueles, aun cuando, sujetos a las mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen moderadas, por ser  mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas. Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación debe ser inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que se le hubiere otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de la parte, o de trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que debería estar comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso proporcionalmente a las ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo, como la seguridad del comercio o la sagrada propiedad de los bienes, podría  justificar una privación de libertad que sería del todo inútil, salvo el caso de que los rigores de la prisión pudieran servir para revelar los secretos del supuesto insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso examen? (El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de ella, sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en todas las ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo mismo he caído en las ediciones precedentes, cuando decía que el insolvente inculpable debiese ser tenido en custodia, como prenda de sus deudas, o utilizado como esclavo trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo de haber escrito tales palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He ofendido los derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del autor). Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la leve de la inocencia completa; asignando al primero de estos casos las penas de los delitos de falsificación; a la segunda, penas menores, pero con privación de libertad; reservar al último caso la libre elección de los medios de restablecerse, y en el tercero reservar a los acreedores la libertad de la elección misma. Pero la distinción entre lo que sea grave y leve en la culpa debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la peligrosa y arbitraria prudencia de los jueces. La fijación de los límites es tan necesaria en la política

como en las matemáticas, así en la medida del público bien como en la de las dimensiones. ¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El registro público y manifiesto de todos los contratos y la libertad de los ciudadanos para consultar los documentos respectivos, bien ordenados; un banco público constituído con fondos prudentemente tomados de los tributos sobre las mercancías buenas, destinado a socorrer con sumas oportunas a los infelices e inculpables que lo merecieran, no presentarían ningún inconveniente real, y, en cambio, podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador  para extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de todo. Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales ...

De la tranquilidad pública Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado, están los que van contra la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, tales como los alborotos y tumultos en las calles públicas, destinadas al comercio y tránsito de los ciudadanos, los discursos fanáticos que excitan las fáciles pasiones de las multitudes curiosas, envalentonadas por la curiosidad y por la frecuencia y número de los oyentes y sobre todo por el obscuro y misterioso entusiasmo, no en cambio, por la razón, clara y tranquila, que jamás o bra sobre las grandes masas de hombres. El alumbrado público, los guardias distribuídos en los diferentes barrios de la ciudad, los sermones sencillos y morales de la religión en el silencio y sagrada tranquilidad de los templos protegidos por la autoridad pública, las arengas encaminadas a sostener los intereses particulares y públicos en las reuniones de la nación, en los parlamentos y donde resida la majestad del Soberano, todos éstos son medios eficaces para prevenir la peligrosa acumulación de las pasiones particulares. Todo esto es materia de un ramo principal de la vigilancia del magistrado que los franceses llaman Policía; pero si los magistrados de este orden obrasen mediante leyes arbitrarias, que no estuvieran establecidas por un código circulando en manos de todos los ciudadanos, sí abriría una puerta a la tiranía, siempre acechando todos los confines de la libertad política. Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a saber, que todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente. Si los censores, y en general, los magistrados arbitrarios son necesarios en algunos gobiernos, ello se debe a la debilidad de la propia constitución de éstos, y no a la naturaleza de un gobierno bien organizado. La incertidumbre de la suerte propia, ha sacrificado más víctimas a la obscura tiranía, que no la crueldad

pública y solemne. Aquella rebela los ánimos más que los envilece. El verdadero tirano siempre comienza reinando sobre la opinión y el valor sólo puede llegar a resplandecer a la clara luz de la verdad, en el fuego de las pasiones, o en la ignorancia del peligro.

Del ocio político Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la industria. Yo llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la sociedad ni con el trabajo ni con la riqueza; a todo aquello que gana sin perder nunca, a lo que, siendo venerado por el vulgo con admiración estúpida, el sabio lo mira con desdeñosa compasión hacia sus víctimas; lo que, careciendo del estímulo de la vida activa, que es la necesidad de conservar o aumentar las comodidades de la vida, entrega todas sus energías a las pasiones de la opinión, que no son las menos fuertes. Los austeros declamadores han confundido este ocio con el ocio de Ias riquezas acumuladas por Ia industria; por lo cual son Ias leyes las que deben definir el ocio punible, no la austera y limitada virtud de algunos censores. Políticamente hablando, no es ocioso el que goza de los frutos de los vicios o las virtudes de sus antepasados, vendiendo por placeres actuales el pan y Ia vida de la pobrez.a trabajadora; el que ejerce en paz Ia tácita guerra de Ia industria con la opulencia, en vez de la guerra incierta y sanguinaria con la fuerza. El ocio de que hablamos es necesario y útil a medida que la sociedad se dilata y la administración se restringe.

Del suicidio y de los emigrantes El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha, supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar una estatua, sería injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de los hombres supone necesariamente que las penas sean meramente personales. Los hombres aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les confirma en este amor. La imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo engaño de los mortales, por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con algunas pocas gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la impunidad necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano desesperada del suicida?  Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias, mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la fuerza de la sociedad consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a sí mismo y darse a una nación vecina, el emigrante hace un doble daño que aquél que simplemente con la muerte se aparta de la sociedad. Por  consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o perjudicial para las

naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de la sociedad a que pertenecían. Toda ley que no va armada o a quien deja insubsistente la naturaleza de las circunstancias, no debe prolongarse; y como sobre los ánimos reina la opinión, que obedece a las lentas e indirectas impresiones del legislador, resistiendo a las que son directas y violentas, las leyes inútiles, despreciadas por los hombres, comunican su envilecimiento hasta a las leyes más saludables, a las que se considera más bien como un obstáculo que deba superarse que como depósito dél bien público. Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea la veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto menos de aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de la felicidad pública, puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que acabamos de sentar; pero el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto, el cual no es otro que demostrar la inutilidad de hacer del Estado una prisión. Una ley de este género será inútil, pues, a no ser que haya escollos inaccesibles o mares innavegables que separen un país de todos los demás ¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo custodiar a los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado, después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después de haber sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los hombres, y no sus actos; sería imponerse a la intención, que es una parte enteramente libre del hombre, independiente del imperio, de las leyes humanas. Por otra parte, castigar al ausente en las cosas que haya dejado tras de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no puede suprimirse sin tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en nación. Penar el delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se reparase el mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales del mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para que no penetren en el mismo. ¿Qué deberíamos pensar de un gobierno que no tuviese otro medio sino el temor para retener a los hombres en su patria, a la que están naturalmente unidos por las primeras impresiones de la infancia? El modo más seguro de fijar a los ciudadanos en su patria, es aumentar el bienestar relativo de todos. Del mismo modo que debe hacerse toda clase de esfuerzos para que la balanza del comercio esté en favor nuestro, así también el máximo interés del Soberano y de la nación es que la suma de felicidad de los súbditos sea mayor  que en cualquier otra parte de las naciones circundantes. Los placeres del lujo no son los elementos principales de esta felicidad, aun cuando sean un remedio necesario a la desigualdad, que crece con el progreso de las naciones, pues sin ella las riquezas se condensarían en una sola mano. (Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del mismo, el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el número de los habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto menor sea la industria, mayor será la dependencia de la pobreza en relación

con el fausto, y tanto más dificil y menos temida será la reunión de los oprimidos contra los opresores, pues las adoraciones, los oficios, las distinciones, la sumisión que hacen más sensible la distancia entre el fuerte y el débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de muchos, pues los hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y tanto menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque anima a la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece demasiados placeres y comodidades al rico para que la ostentación que aumenta la impresión de dependencia, destaque sobre todo. Asi puede observarse que en los Estados grandes y débiles, por despoblados, si no median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el lujo de ostentación prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados, el lujo de comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.- Nota posterior del  Autor). Pero el comercio y el paso de los placeres de lujo tienen el inconveniente de que, aunque se haga por medio de muchos, siempre terminan en pocos y sólo una pequeñísima parte aprovecha su mayor número; de modo que no impide el sentimiento de la miseria, más bien ocasionado por la comparación que por la realidad. Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la población y sin las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales más generosos y los pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y en los bosques inaccesibles, abandonando las campiñas fértiles y risueñas al hombre que los acecha, así los hombres huyen hasta de los placeres, cuando se los distribuye la tiranía. Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio no es delito ante los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer sobre el reo, cae sobre su familia: Si alguno me opusiese que la pena del suicidio podría por lo menos, apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le respondería que aquél que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la existencia de aquí abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.

Delitos de prueba difícil Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y difíciles de probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el infanticidio. El adulterio es un delito que, considerado políticamente, tiene su fuerza y dirección en dos motivos: las leyes variables de los hombres y la atracción fortísima que impulsa a uno de los sexos hacia el otro.

(La atracción de los sexos es semejante en muchos casos a la gravedad, fuerza motriz del Universo, porque, igual que ésta, disminuye con las distancias, y si la una modifica todos los movimientos de los cuerpos, así lo hace la otra con casi todos los del alma, mientras dura su tiempo. En cambio, es desemejante en que la gravedad se equilibra con los obstáculos, mientras que la atracción de los sexos por lo general aumenta a medida que crecen los obstáculos que se oponen a ella.-Nota posterior del Autor). Si yo tuviese que hablar a naciones faltas todavía de la luz de la religión, diría que también hay otra diferencia considerable entre éste y otros delitos. Este nace del abuso de una necesidad constante y universal a toda la humanidad; necesidad anterior, y hasta fundadora de la sociedad misma; en tanto que los demás delitos destructores de ella, tienen un origen más determinado en pasiones momentáneas que en una necesidad natural. La necesidad sexual, para todo aquél que conozca la historia y el hombre, es siempre igual en el mismo clima, y tiene una cantidad constante. Si esto fuese cierto, serían inútiles y hasta perniciosas, las leyes y las costumbres que intentasen disminuir su suma total, porque su efecto sería cargar una parte de las necesidades propias y ajenas, de modo que serían más sabias, por el contrario, aquellas otras leyes que, por decirlo así, siguiendo la fácil inclinación de la pendiente, dividiesen y derramasen la suma en tantas porciones pequeñas e iguales, que impidiesen uniformemente en todas partes la aridez, y el desbordamiento. La fidelidad conyugal es siempre proporcional al número y libertad de los matrimonios. Allí donde estas cualidades se combinan y disuelven, la galantería rompe secretamente los prejuicios imperantes, cuando la potestad doméstica, a despecho de la moral vulgar, cuyo oficio es declamar  contra los efectos, olvidándose de las causas, ataca los vínculos contraídos. Pero no hay razón para estas reflexiones, viviendo en la verdadera religión, cuyos sublimes motivos corrigen la fuerza de los efectos naturales. La acción del delito a que aludimos, es tan instantánea y misteriosa, está tan cubierta por  el velo que las leyes le han puesto (velo necesario, pero frágil, y que aumenta el precio de la cosa, en lugar de mermarlo); sus ocasiones son tan fáciles, sus consecuencias tan equívocas, que más está en manos del legislador prevenirle que corregirle. Regla general: en todo delito en que, por su naturaleza, la impunidad sea fácil, la pena se convierte en un incentivo. Es propio de nuestra imaginación que las dificultades, cuando no son insuperables o demasiado difíciles ante la pobreza de ánimo de cada hombre, exciten más vivamente la imaginación, agrandando su objeto, pues son casi otros tantos reparos que impiden a la vagabunda y voluble imaginación salirse de su objeto, y constriñéndola a recorrer todas las relaciones, se detiene más estrechamente en la parte agradable a que naturalmente se afecta más nuestro ánimo, que no en la dolorosa y funesta, de que huye y se aleja. La Venus ática (Beccaria se refiere, mediante el uso de este término, a la inversión sexual, esto es, al homosexualismo), tan severamente castigada por las leyes y tan fácilmente sometida a los tormentos vencedores de la inocencia, tiene menos fundamento en las necesidades del hombre aislado y libre que en las pasiones del hombre sociable y esclavo. Su fuerza la adquiere no tanto en la saciedad de los placeres cuanto en la de la educación, que comienza por hacer a los

hombres inútiles a sí mismos para que sean útiles a los demás; en los lugares en que se condensa la ardiente juventud, en los que habiendo un dique insuperable a cualquier otro comercio, todo el vigor de la naturaleza que se desarrolla, se consume inútilmente para la humanidad, anticipando la vejez. En cuanto al infanticidio ( mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable contradicción en que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad o por violencia. Quien se encontrase colocado en la disyuntiva de la infamia o la muerte de un ser  incapaz de sentir los males ¿cómo no preferirá esta última solución a la miseria infalible a que quedarían expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera de evitar este delito, sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la tiranía, la cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la virtud. Yo no pretendo disminuir el justo horror que merecen estos delitos de que hablamos; pero señalando sus fuentes, me creo con el derecho a obtener una consecuencia general, a saber: que no puede llamarse precisamente  justa (lo que quiere decir  necesaria) la pena de un delito mientras la ley no ha utilizado el mejor medio posible para prevenirle, dadas las circunstancias de una nación.

De un genero particular de delitos El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha cubierto a Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que servían de alimento a las llamas cuerpos vivos humanos, cuando era alegre espectáculo y grata armonía para la ciega multitud oír los sordos y confusos gemidos de los desgraciados, a través de los remolinos de humo negro, humo de miembros humanos, entre el crujido de los huesos carbonizados y el chirriar  de las vísceras aun palpitantes. Pero los lectores razonables tendrán en cuenta que el lugar, el tiempo y la materia, no me permiten examinar la naturaleza de esta clase de delitos. Sería ajeno y apartado de mi asunto demostrar que debe ser necesaria una perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en contra del ejemplo de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí solamente por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la capacidad humana, pueden también perturbar el bien público, cuando una no esté autorizada con preferencia a otras; y como la naturaleza de las opiniones está compuesta de tal modo que mientras algunas, las verdaderas, se aclaran y sobrenadan con el contraste, fermentando y combatiendo juntas, las falsas se sumergen en olvido, y otras, mal seguras en su desnuda substancia, requieren ser vestidas de autoridad y de fuerza. Sería muy largo probar que, aunque parezca odioso, el imperio de la fuerza sobre las mentalidades humanas, cuyas conquistas únicas son la disimulación, y con ella el envilecimiento, aunque parezca contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad aconsejado por la razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de todo, necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente probado y conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay quien lo haga con reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los delitos que emanan de la naturaleza humana y de la naturaleza social, pero no de los pecados, cuyas

penas, incluso las temporales, deben regirse por otros principios distintos de los de una limitada filosofía.

Falsas ideas de utilidad Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que se forman los legisladores. Falsa idea de utilidad es la que antepone los inconvenientes particulares al inconveniente general; la que manda a los sentimientos, en vez de dirigirlos hacia la lógica, haciéndoles obedecer a ella. Falsa idea de utilidad es la que sacrifica mil ventajas reales aun inconveniente imaginario o de escasas consecuencias, como sería la de suprimir a los hombres el fuego, porque incendia y el agua porque aniega, y la de no reparar a los males más que con la destrucción. Las leyes que prohiben llevar armas son de esta clase, pues no desarman más que a los que no están inclinados ni determinados a los delitos, en tanto que los que se atreven a violar las leyes más sagradas de la humanidad y las más importantes del código ¿cómo van a respetar las menores y las puramente arbitrarias y cuya contravención es tan fácil, con la impunidad consiguiente y cuya ejecución exacta suprimiría la libertad personal, que el hombre quiere tanto y que el legislador inteligente debe querer también, sometiendo a los inocentes a todas las vejaciones debidas a los reos? Leyes como éstas empeoran la condición de los agredidos y mejoran la de los agresores, sin que hagan disminuir los homicidios, antes bien los aumentan, porque es mayor la confianza en asaltar a los que van desarmados que no a los armados. A estas leyes se les podría llamar más bien leyes miedosas de los delitos que no  previsoras de ellos, y nacen de la tumultuosa impresión de algunos casos particulares, no de la meditación razonada de los inconvenientes y ventajas de un decreto universal. Falsa idea de utilidad es la que pretendiera dar a una multitud de seres sensibles la simetría y el orden que sufren la materia bruta e inanimada; la que olvida los motivos presentes, únicos que con constancia y fuerza obran sobre la multitud, prefiriendo motivos lejanos cuya impresión es brevísima y débil, cuando una fuerza de imaginación, que no es ordinaria en la humanidad, no suple a todo agrandando el objeto en lontananza. Finalmente, es una falsa idea de utilidad la que, sacrificando la cosa al nombre, separa el bien público del bien de todos los particulares. Entre el estado de sociedad y el de naturaleza, hay esta diferencia: que el hombre salvaje no daña a los demás más que cuando ello sirve para procurarse bien a sí propio, en tanto que el hombre sociable a veces se ve obligado por leyes malas a ofender  a los demás, sin que por ello se procure bien personalmente. El déspota proyecta el temor y el abatimiento en el ánimo de sus esclavos; pero si se le reprende, vuelve con mayor fuerza a atormentar su ánimo. Cuando el temor es más solitario y doméstico, tanto es menos peligroso a quien hace de él el instrumento de su provecho; pero cuanto es más público y actúa sobre una

multitud mayor de hombres, tanto más fácil es que entre ellos se encuentre el imprudente, el desesperado o el audaz hábil que haga servir a los hombres a sus fines propios, suscitando en ellos sentimientos más gratos y tanto más seductores cuando el riesgo de la empresa recae sobre un número mayor; y entonces el valor que los infelices dan a su existencia propia, disminuye en proporción de la miseria que sufren. Esta es la razón por la cual las ofensas hacen brotar ofensas nuevas, pues el odio es un sentimiento tanto más duradero que el amor, cuanto que el primero adquiere su fuerza en la continuación de los actos que debilitan al segundo.

Del espíritu de familia Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como una reunión de familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o sea veinte mil familias, compuestas, cada una de cinco personas, incluyendo en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se hace por familias habrá veinte mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la asociación es de hombres, habrá cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer caso tendremos una República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen. En el segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y en las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de los jefes de las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a poco en la República misma y sus efectos sólo serán frenados por los intereses opuestos de cada uno, pero no por un sentimiento que respire libertad e igualdad. El espíritu de familia es un espíritu de detalle, que se limita en pequeñeces. El espíritu regulador de la República, dueño como es de principios generales, ve los hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien de la mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del  jefe, mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una existencia que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer  en la edad más juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos modificados por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían resistir a los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los cambios vigorosos? Cuando la República es de hombres, la familia no es una subordinación de mando, sino de contrato; y los hijos, al llegar la edad que extingue la dependencia natural, que es la edad de la debilidad y de la necesidad de educación y defensa, se convierten en miembros libres de la ciudad, sujetándose al jefe de familia para participar de las ventajas de ésta, igual que hacen los hombres libres en la sociedad mayor. En el primer caso, los hijos, que son la mayor parte de la nación y la más útil de la misma, están a la discreción de los padres; en el segundo, no existe más vínculo impuesto que el sagrado e inviolable de suministrarse recíprocamente los auxilios necesarios, y

el de la gratitud por los beneficios recibidos, sin que este último sufra menoscabo por la malicia del corazón humano más que por una mala entendida sujeción ordenada por las leyes. Estas contradicciones entre las leyes de familia y las fundamentales de la República, son una fuente abundante de otras contradicciones entre la moral doméstica y la pública, las cuales engendran un perpetuo conflicto en el ánimo de cada hombre. La primera inspira sujeción y temor; la segunda, valor y libertad; aquélla enseña a restringir la beneficencia a un pequeño número de personas sin elección espontánea; ésta, a extenderla a toda clase de hombres; aquélla impone un continuado sacrificio de sí mismo a un ídolo vano llamado bien familiar , bien que muchas veces no es de ninguno de los que componen la familia misma; ésta enseña a servIrse de las ventajas propias, sin ofender a las leyes, o excita a inmolarse a la patria con el premio del fanatismo que previene el acto. Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por  encontrarla confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la obscuridad de los objetos, tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces cuando un hombre recuerda sus acciones pasadas, se asombra de encontrarse poco honrado! A medida que la sociedad se multiplica, cada miembro de ella se hace una parte más pequeña del todo y el sentimiento republicano disminuiría proporcionalmente si las leyes no cuidaran de reforzarle. Igual que los cuerpos humanos, las sociedades tienen límites circunscritos, creciendo más allá de los cuales se peturbaba su propia economía. Parece que la masa de un Estado debiera estar en razón inversa de la sensibilidad de quienes le componen, pues de otro modo, si crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al prevenir los delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una República demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y unificándose en varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo puede obtenerse esto?; tan sólo podría lograrlo un dictador despótico que tuviese el valor de Sila y tanto genio para edificar como el que tuvo Sila mismo para destruir. Un hombre de esta clase, siendo ambicioso, logrará la gloria de todos los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de sus ciudadanos le recompensarán de la pérdida de la autoridad, si es que no hubiese llegado a ser indiferente a su ingratitud. A medida que se debilitan los sentimientos que nos unen a la nación, los sentimientos hacia los objetos que nos rodean se refuerzan. Por  esto es por lo que bajo el despotismo más fuerte, las amistades son más duraderas y más comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares, siempre mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance de la mayor parte de los legisladores.

El fisco Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias ( Refiérese Beccaria a las leyes de los llamados  pueblos bárbaros ). Los delitos de los hombres eran entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública eran objeto de lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía interés en que se la ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un pleito entre el Fisco, (exactor de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil,

contencioso, privado más bien que público, que daba al Fisco más derechos que los exigidos por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente del Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como en este sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del Fisco, propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito, combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales, se convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre mucho después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los órdenes criminales. Sin la confesión de que hablamos, un reo convicto por pruebas indubitables tendrá una pena menor que la establecida y no sufrirá el tormento por otros delitos de la misma especie que pudiera haber cometido. Pero mediando confesión, el juez, se apodera del cuerpo de un reo y le aflige con metódicas formalidades para adquirir todo el provecho que pueda, como si fuera un fondo adquirido por él. Probada la existencia del delito, la confesión forma prueba convincente y para hacerla menos sospechosa, se la exige entre ios espasmos y la desesperación del dolor, como si fuese una confesión extrajudicial, tranquila, indiferente, sin el poderoso temor de un juicio tormentoso que no basta para la condena. Se eliminan las investigaciones y pruebas que aclararían el hecho, pero que debilitarían las razones del Fisco. No es en favor  de la miseria y la debilidad por lo que alguna vez, se ahorran al reo los tormentos, sino en favor de las razones que podrían perjudicar a tal ente imaginario e inconcebible. El juez, se convierte en enemigo del reo, de un hombre entregado en prenda a la flaqueza, a los tormentos, al porvenir, el más terrible de todos; no busca la verdad del hecho, sino que busca en el preso al delito, insidiando alrededor de él, creyendo perder y sin conseguir aquella infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas. Los indicios para decretar la captura del reo están en poder del juez, para que alguien pruebe que es inocente, tiene que ser declarado reo antes. A esto se llama  proceso ofensivo (Proceso inquisitorial), y así son en casi todos los lugares de la ilustrada Europa, en el siglo XVIII, los procedimientos criminales, siendo de poquísimo uso en los tribunales europeos el verdadero proceso, el informativo (Proceso acusatorio), que consiste en la investigación indiferente del hecho, el que la razón manda, el que emplean las leyes militares, usado hasta por el mismo despotismo asiático en los casos tranquilos e indiferentes. ¡Qué complicado laberinto de extraños absurdos, increíble sin duda para la posteridad, más feliz! Tan sólo los filósofos de entonces podrán hallar en la naturaleza del hombre la posible aplicación de un sistema semejante.

Cómo se previenen los delitos Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y males de la vida.

Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las constantes y sencillísimas leyes de la naturaleza no impiden que los planetas no se perturben en sus movimientos, así también en las infinitas y opuestas atracciones del placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar  perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de aquéllas, sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería menester privar al hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya que impulse a los hombres a cometer un verdadero delito, hay mil que inducen a cometer las acciones indiferentes llamadas delitos por algunas leyes malas; y si la probabilidad de los delitos es proporcional al número de los motivos, ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la comodidad de algunos. ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que, por el contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced que las leyes favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres mismos. Que los hombres las teman y que sólo teman a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el temor de unos hombres hacia otros es fecundo en delitos. Los hombres esclavos son más viciosos, más libertinos, más crueles que los hombres libres. Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación, admiran asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres esclavos, satisfechas con el día presente, buscan en el estrépito del libertinaje una distracción al aniquilamiento en que se ven; acostumbrados a la incertidumbre del éxito de todo, el de sus delitos se hace problemático para ellos, en ventaja de la pasión que los determina. Si la incertidumbre de las leyes recae sobre una nación indolente por su clima, esta incertidumbre mantendrá y aumentará su propia indolencia y torpeza; si recae en una nación voluptuosa, aunque activa, desperdiciará su actividad en un infinito número de pequeñas combinaciones e intrigas que esparcirán la desconfianza en todos los corazones y que harán de la traición y el disimulo la base de la prudencia; y si recae sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al fin, no sin formar antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y desde la esclavitud a la libertad. ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad. Los males que nacen de los conocimientos están en razón inversa de la difusión de los mismos, y los bienes lo están en razón directa. Un impostor  atrevido, que siempre es un hombre no vulgar , es sujeto de la adoración de un pueblo ignorante y de la burla de un pueblo ilustrado. Facilitando las comparaciones entre los objetos y multiplicando los puntos de vista para

considerarlos, el conocimiento de las cosas contrapone entre sí muchos sentimientos que proceden de ellas y que se modifican recíprocamente con tanta mayor facilidad cuanto se anticipan en los otros los mismos puntos de vista y las mismas resistencias. En presencia de las luces esparcidas con profusión en la sociedad nacional, la calumniosa ignorancia calla y tiembla la autoridad desarmada de las razones, permaneciendo inmóvil la fuerza vigorosa de las leyes, pues no hay un hombre ilustrado que no ame los públicos, claros y útiles pactos de la seguridad común, comparando lo poco de inútil libertad sacrificada con la suma de todas las libertades sacrificadas por los demás hombres, libertades que pudieran conspirar contra él si no existieran las leyes. Todo aquél que tenga sensibilidad en su ánimo, se verá obligado a bendecir el trono y a quien lo ocupa, repasando un código de leyes bien hechas, al ver que no ha perdido nada con ellas sino la funesta libertad de causar mal a otro. No es cierto que las ciencias sean siempre dañosas a la humanidad; y cuando lo sean, será éste un mal inevitable para los hombres. La multiplicación del género humano sobre la faz de la Tierra fue el origen de la guerra, así como de las artes más rudas, igual que el de las primeras leyes, pactos momentáneos que nacían con la necesidad y que perecían con ella. Tal fue la primera filosofía de los hombres y con la que se contentaban éstos, en sus pocos elementos, porque su indolencia y poca sagacidad los preservaba del error. Pero las necesidades se multiplicaban siempre más, según se multiplicaban los hombres. Por consiguiente, eran necesarias impresiones más fuertes y duraderas que les disuadiese de los repetidos regresos al primer estado de insociabilidad, cada vez más funesta. De modo que fueron un gran bien para la humanidad los primeros errores que poblaron la Tierra con falsas divinidades (quiero decir, gran bien político) y que crearon un universo invisible regulador  del nuestro. Bienhechores de los hombres fueron aquellos otros que se atrevieron a sorprenderlos, arrastrando a los altares la dócil ignorancia. Presentándoles objetos situados más allá de los sentidos, que huían ante ellos a medida que creían alcanzarles, jamás despreciados, por lo mismo que nunca eran suficientemente conocidos, reunieron y condensaron las pasiones divididas en un solo objeto que les preocupaba mucho. Tales fueron las primeras vicisitudes de todas las naciones formadas por pueblos salvajes; esta fue la época en que se formaron las grandes sociedades, y tal fue su vínculo necesario y acaso único. No hablo del pueblo hebreo, elegido de Dios, que en lugar de la humana política, tuvo en su favor los milagros más extraordinarios y las gracias más señaladas. Pero como es propiedad del error su subdivisión hasta el infinito, las ciencias que nacieron luego hicieron de los hombres una fanática multitud de ciegos, que chocan y se confunden entre sí de tal modo que algunas almas sensibles y filosóficas llegaron a envidiar el antiguo estado salvaje (Referencia a Juan Jacobo Rousseau). He aquí la primera época en que fueron dañosos los conocimientos, o mejor dicho, las opiniones. La segunda época de éstas se encuentra en el difícil y terrible tránsito de los errores a la verdad, de la obscuridad no conocida a la luz. El choque inmenso de los errores útiles a los pocos poderosos contra la verdad útil a los muchos débiles, el avecinamiento y fermento de las pasiones que se destacan en semejante ocasión, causan infinitos males a la pobre humanidad. Aquél que reflexione sobre las historias, que tras ciertos intervalos de tiempo se asemejan

entre sí en cuanto a las épocas principales, hallará varias veces una generación entera sacrificada a la felicidad de las que las sucedieron en el luctuoso, pero necesario tránsito de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la filosofía, y desde la tiranía a. la libertad, que son sus consecuencias. Pero cuando. calmados los ánimos y extinguido el incendio que ha purgado a la nación de los males que la. oprimían, la verdad, cuyos progresos primeros son lentos y luego acelerados, acompaña a los monarcas en sus tronos y tiene culto y altar en los parlamentos de las Repúblicas ¿quién podrá asegurar jamás que la luz, que ilumina a las muchedumbres sea más dañosa que las tinieblas y que les sean funestas las verdaderas y sencillas relaciones de las cosas bien conocidas por los hombres? Si la ignorancia ciega es menos fatal que el saber mediano y confuso, porque éste añade a los males de aquélla los del error, inevitable para el que tenga una vista limitada ante los confines de la verdad, el hombre iluminado es el don más precioso que pueda hacer a la nación, y hasta a sí propio, el soberano que le hace depositario y custodio de las santas leyes. Acostumbrado a ver la verdad y a no temerla, privado de la mayor parte de las necesidades de la opinión, nunca bastante satisfechas y que ponen a prueba la virtud de la mayor  parte de los hombres; acostumbrado a contemplar a la humanidad desde los puntos de vista más elevados, su propia nación se convierte para él en una familia de hombres hermanos y la distancia, desde los grandes hasta el pueblo, le parece tanto menor cuanto es mayor la masa de humanidad que tiene por  delante. Los filósofos adquieren necesidades e intereses que no conoce el vulgo, y principalmente el de no proyectar en la pública luz los principios predicados en la obscuridad, así como también adquieren la costumbre de amar la virtud por sí misma. Una selección de hombres de esta clase, forma la felicidad de una nación; pero felicidad momentánea, si las buenas leyes no aumentan el número de ellos de tal modo que atenúen la probabilidad siempre grande de una mala elección. Otro medio de prevenir los delitos es el de interesar a la observancia de las leyes más que a su corrupción. Cuanto mayor es el número que compone el conjunto, tanto menos peligrosa es la usurpación de las leyes, por ser más difícil la venalidad entre miembros que se observan unos a otros y que se encuentran tanto menos interesados en aumentar su autoridad, cuanto menor  es la porción de ella que tocaría a cada cual comparada, sobre todo, con el peligro de la empresa. Si el Soberano, con su aparato y su pompa, con la autoridad de sus edictos, permitiendo las querellas justas e injustas de quienes se crean oprimidos, consigue acostumbrar a sus súbditos a temer más a los magistrados que a las leyes, éstos se aprovecharán más de este temor que lo que pueda ganar la seguridad pública con ello. Otro medio de prevenir los delitos es el de recompensar las virtudes. Sobre este asunto, yo encuentro un silencio universal en las leyes de todas las naciones de hoy. Si los premios ofrecidos por las academias a los descubridores de verdades útiles han multiplicado los conocimientos y los buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos por la mano benéfica del Soberano no habrán de multiplicar también las acciones virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en manos de un sabIo distrlbuidor.

Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los límites que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se refiere demasiado intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no haya sido siempre, hasta los siglos más remotos, un campo estéril de la felicidad pública, cultivado tan sólo acá y allá, por algunos pocos sabios. Un grande hombre que ilumina la humanidad que le persigue ( Beccaria vuelve a aludir  a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles sean las máximas principales de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo cual consiste menos en una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión de los mismos; en sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales cuanto físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los  jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en desviarlos del mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no con la incertidumbre del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y momentánea.

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