Traducción de Pablo Hernández Lillo: Dialogo Que Conmueve Y Transforma, El. El Terapeuta Dialogico

July 27, 2019 | Author: Pilar Cuevas | Category: Psicoanálisis, Psicoterapia, Hipnosis, Sigmund Freud, Teoría
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Traducción de Pablo Hernández Lillo DIALOGO QUE CONMUEVE Y TRANSFORMA, EL. EL TERAPEUTA DIALOGICO  Autor:

BERTRANDO, PAOLO Editorial: PAX Formato: PASTA BLANDA Año: 2011 ISBN: 9786077723387 No. páginas: 261 páginas

Introducción Las primeras preguntas que uno tiene que responder al decidir escribir un nuevo libro sobre  psicoterapia, son: ¿por qué debería escribir un nuevo libro sobre este tema? y ¿por qué, específicamente, específicamente, otro libro sobre terapia sistémica, habiendo cientos de ellos ya disponibles? La respuesta no viene fácilmente. Para mí, fue el simple hecho que existen muchos libros  buenos sobre el entendimiento entendimiento sistémico en terapia, unos unos pocos sobre entendimiento entendimiento dialógico, pero ninguno que intente unir la brecha entre estas dos visiones de mundo, las cuales tienen algunas similitudes pero también variadas diferencias. Lo más sorprendente es el punto de vista desde el cual observa cada una. De acuerdo a la teoría sistémica, existimos sólo dentro y a causa de una red de relaciones en la cual estamos inmersos; en tanto, en la teoría dialógica, habitamos en mundos diferentes y necesitamos el diálogo  –  necesitamos  necesitamos entrar en la difícil lucha que es el diálogo mismo  –  para  para que esos mundos se comuniquen entre sí. Puede ser un problema juntar estas visiones, pero al mismo tiempo es un buen ejercicio dialógico. Cada vez me siento más incómodo con las versiones más convencionales de la sabiduría sistémica de Bateson (que he aceptado en años anteriores) y, al mismo tiempo, no me siento convencido de algunas ideas nuevas sobre el diálogo, que requieren abandonar todo lo que uno considera valioso en el entendimiento sistémico. Me pareció necesario encontrar un puente. No había ninguno disponible, así que tuve que pensar en cómo construir uno  –  el  el primero de todos, para mí mismo. Al hacer esto, debí hallar nuevas directrices teóricas; no fue una tarea difícil, debido a algunas características del pensamiento terapéutico sistémico 1. Una objeción que se podría hacer al campo de la terapia sistémica -aunque podría extenderse al narrativo y al conversacional, conversacional, así como a todo el espectro de terapias postmodernas- es su indulgencia respecto a l a llamada “filosofía de  butaca”: que se refiere a un argumento filosófico fácil y poco profundo, que termina por justificar una muy convencional práctica cotidiana. Esto ha llevado en ocasiones a resultados bochornosos, 1

Lo que, por supuesto, supuesto, no coincide coincide con todo el pensamiento sistémico. Para evitar malentendidos, me me gustaría,  preliminarmente, especificar lo que quiero decir d ecir cuando hablo de “terapia sistémica” o, más bien, cuando hablo del tipo de terapia sistémica que practico y sobre la cual teorizo a veces: su modelo modelo básico evolucionó a partir del  pensamiento de Gregory Bateson (1972), y fue desarrollado por sus colaboradores (ver Jackson, 1968a, 1968b; Watzlawick, Jackson & Beavin, 1967). Éste fue tomado por el grupo de Milán (Selvini Palazzoli, Boscolo, Cecchin & Prata, 1978a, 1980a), en el trabajo de Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin (Boscolo, Cecchin, Hoffman & Penn, 1987), finalmente ofreciendo la oportunidad de confrontar la terapia individual (Boscolo & Bertrando, 1996). Aunque reconozco que varios modelos -dentro y fuera del campo terapéutico- merecen la definición de “sistémicos”.

como la afirmación constructivista que supuestamente supuestamente había logrado resolver, resolver, de una vez por todas, el problema de la representación de la realidad, que había complicado a las mejores mentes e la humanidad por 25 siglos, o las afirmaciones equivalentes de los construccionistas sobre la conciencia y la subjetividad 2. Yo personalmente hago uso -lo confieso- de algunos pensadores no clínicos en este libro. He intentado evitar esos riesgos, primero, al limitarme sólo a algunos de ellos -principalmente Gregory Bateson, Michel Foucault y Mikhail Bakhtin- y segundo, intentando no hacer alarde del conocimiento de sus trabajos después de una lectura superficial de pequeñas partes de su producción, sino que yendo a través del cuerpo de sus trabajos originales y las principales interpretaciones de ellos. Aún así, la interpretación de sus ideas en este libro y el uso que hago de ellas, son totalmente de mi responsabilidad. El hecho es que tuve la sensación que esos tres  pensadores  pensadores tenían algo profundo y significativo en común. En primer lugar, lugar, ellos son lo que Foucault llama “fundadores de discurso” 3: Me refiero a que ellos hicieron posible no sólo un cierto número de analogías, sino que además (e igualmente importarte) un cierto número de diferencias. Ellos crearon la  posibilidad para algo más que su discurso, algo que pertenecía a lo que fundaron. Decir que Freud fundó el psicoanálisis no significa (simplemente) que encontremos el concepto de líbido o la técnica de análisis onírico en los trabajos de Karl Abraham y Melanie Klein; significa que Freud hizo posible un cierto número de divergencias -con respecto a sus  propios textos, conceptos e hipótesis- que surgieron todas del discurso psicoanalítico mismo [Foucault, 1984, pp. 114-115]. Lo que Foucault dice sobre Freud  – otro otro autor, a propósito, cuyas ideas tienden a repetirse en ese libro- puede ser dicho de ellos tres. No sólo eso, todos ellos se refieren al espacio entre las personas más que a la esencia individual pero de un modo diferente (relacional, político, discursivo): El discurso primero aparece y se desarrolla en el proceso de interacción social de organismos, para poder entrar después dentro del organismo y llegar a ser discurso interno (...) La  psyche goza de un status extraterritorial en el organismo o rganismo [Voloshinov/Bakh [Voloshinov/Bakhtin: tin: 1929, citado en Holquist, 2002, p. 134] 4. 2 3 4

Para ejemplos ilustrativos de tales afirmaciones, afirmaciones, ver von Foerster (1982), Watzlawick Watzlawick (1984) y Gergen (1999). Y que Roland Barthes (1980) llamó logotetas: “personas que “personas que crean y definen un logos, un modo de hablar, para todos los demás. Los estudiosos de Bakhtin debatieron debatieron largamente largamente sobre el status status de algunos de los trabajos tempranos que tienen una clara impronta de Bakhtin, pero que fueron firmados por otros autores cercanos a él (sobre todo Voloshinov y Medevdev). Aquí sigo la opinión de atribuir esos trabajos a Bakhtin y a sus colegas. (Para visiones contrastadas de este problema, ver Holquist, 2002; Morris, 1994).

Y finalmente, ellos investigan el proceso por el cual producimos y damos forma a nuestras herramientas para el conocimiento (creación) de los demás, de la realidad, de nosotros mismos, no sólo en los libros sino que también en la vida cotidiana: Kant en la Crítica del Juicio (...) afirma que en un trozo de tiza hay un infinito número de hechos potenciales. El  Dich an Sich , el trozo de tiza, no puede entrar en una comunicación o en un proceso mental, debido a su infinidad. Los receptores r eceptores sensoriales no pueden aceptarlo; ellos lo filtran. Lo que hacen es seleccionar algunos hechos del trozo de tiza, el cual se vuelve, en terminología moderna, información [Bateson, 1970, p. 453]. El movimiento hacia el diálogo no fue sólo teórico. Por más amor que tenga por la teoría,  probablemente no me hubiera embarcado en este viaje si no fuera f uera por la necesidad que ha surgido desde mi práctica cotidiana. No estoy seguro que mi paciente me haya preguntado por más diálogo (nuevamente, (nuevamente, ¿qué quiere decir “más diálogo”? No se puede medir la cantidad de diálogo en una conversación). conversación). Fue, más bien, que, día tras día, participé en diferentes tipos de diálogos con ellos, lo que me llevó a nuevas lecturas y reflexiones, conduciéndome a otras diferencias al hablar con los clientes. Cuando comencé a hacer terapia sistémica (alrededor del año 1986), mi posición en la relación con el cliente aún era bastante autoritaria. Puedo recordar el primer ritual que prescribí a la familia de una joven diagnosticada con esquizofrenia. El ritual era muy excéntrico y yo lo prescribí, sin ninguna justificación o discusión. Ellos, para mi asombro, simplemente lo ejecutaron. Debo hacer una confesión: estaba convencido de que sólo los terapeutas carismáticos podían realmente  prescribir rituales. Bueno, Bueno, hoy en día, día, puedo prescribir algunos algunos rituales (no tan frecuentemente, frecuentemente, pero aún hay ocasiones en las cuales es razonable hacer que la gente realice alguna tarea), pero antes discuto el hecho con los pacientes y les doy do y algún fundamento, para prevenir las objeciones. Y no lo hago sólo por una elección ética solamente. Lo hago porque no me dejarían comportarme como si estuviera dotado de tal autoridad. Cada vez más, encuentro clientes que quieren explicaciones, que están listos a entrar en una discusión conmigo, que mantienen sus opiniones sin ser abiertamente hostiles o confrontacionales. Simplemente los clientes han cambiado, las relaciones terapéuticas -a nivel social- han cambiado, y estoy obligado a aceptar esto y actuar en consecuencia. Es así que mi elección por una actitud dialógica tiene dos caras. De hecho, ella proviene de dos tipos de diálogo: el primero entre modelos diferentes y a veces en conflicto, y el segundo entre la acción práctica y la reflexión teórica, ambos estimulándose, modificándose y contextualizándose recursivamente.

El hecho de que intento relacionar el entendimiento teórico con una acción práctica puede, sin embargo, traer también algunos efectos secundarios. Un filósofo del lenguaje o un teórico sistémico, viendo mis páginas sobre Bateson o Bakhtin, podría probablemente verlas como muy fáciles y superficiales. Y los colegas de mentalidad más práctica podrían encontrarlas muy cargadas de teoría, sin mucha atención puesta en los problemas pragmáticos. El hecho es que, para mí, el diálogo entre teoría y práctica siempre ha sido fundamental. En mi entendimiento de la terapia, la teoría y la práctica están entrelazadas (no es posible separarlas sin matarlas). Para mí, la teoría es inútil (o superflua) si si no está inserta en la práctica, y la práctica es superficial superficial (o al menos menos irreflexiva, aunque a veces sea eficaz) si no se basa en la teoría. Toda teoría que no pueda estar  presente de inmediato en la práctica puede puede ser un enriquecimiento enriquecimiento cultural para el terapeuta, pero no es relevante para la práctica real de hacer terapia. Este es el modo en que he intentado “usar” (no  puedo encontrar encontrar una palabra mejor) las ideas de Bateson, Bateson, Foucault Foucault y Bakhtin a través través de este libro. Uno podría decir, desde un punto de vista práctico, que sólo estoy describiendo lo que hago y, por lo tanto, este libro sólo podría ser interesante para mí. A pesar de todo lo parcial que pueda ser conmigo mismo, no creo que sea el caso. Por supuesto, esta clase de práctica es una en la cual me siento cómodo; pero además pienso que refleja un tipo más amplio de cambio, que ha sido muy visible en la década pasada, hacia una actitud diferente de parte del terapeuta (que ha sido llamada actitud colaborativa, no-jerárquica, o dialógica). Así es que hago uso además de un conjunto de autores clínicos, además de lo que he ido aprendiendo al intercambiar puntos de vista con mis colegas al asistir a sus seminarios y actividades, o simplemente viéndolos trabajar. Espero poder hacer justicia a su contribución, aunque creo que a veces sus lecciones han llegado tan  profundamente en en mi práctica que simplemente simplemente me las he apropiado como que que fueran mías. Además tanto ha sido hecho, pensado y escrito que sería extremamente presuntuoso pensar que uno es original en estos días. Como Richard Rorty dice, podemos sólo tener ideas porque las personas nos las dieron antes a nosotros. Al mismo tiempo, creo que es particular a la posición que aquí intento describir, la atención a ambos lados de la posición del terapeuta: su conocimiento, sus habilidades  profesionales, su experticia (para usar una palabra casi prohibida, al menos en algunos círculos) y, al mismo tiempo, su humildad, al saber de no saber (sobre la vida de los clientes). Pienso que para  promover una relación con los clientes en términos igualitarios, no necesito renunciar a lo que he aprendido (del mismo modo que los otros en el diálogo no deberían renunciar a sus opiniones, ideas, hipótesis, ni a sus sentimientos). Nuestro encuentro en ese terreno es lo que constituye un diálogo. Acá propongo otro tipo de diálogo, el que para mí es el más básico de los diálogos terapéuticos: el diálogo ente mis propias ideas y emociones con las ideas y emociones del cliente.  No puedo dar por hecho que renunciando -o intentando renunciar- a mi experticia, sería más útil  para ellos. De este modo, este tercer diálogo puede ser complejo, con opinión, e incluso lleno de

conflicto, exactamente como los otros dos. Y puedo afirmar -y no simplemente de manera retóricaque he aprendido muchísimo de mis clientes y tal aprendizaje es una parte esencial de lo que he escrito en este libro. Pienso -espero- que todos esos diálogos están reflejados en las páginas siguientes. Lo que he intentado hacer realmente, al escribir estos capítulos, es mantener el balance -el diálogo- entre las historias y las conversaciones por una parte, y la discusión teórica por otra. Preferí evitar separar unas de otras. La idea, para mí, ha sido siempre que la teoría surja de material de casos clínicos, mostrando historias para presentar algunas ideas. Antes pensaba que la teoría y la práctica eran una sola cosa y lo mismo. Ahora prefiero pensar que están en diálogo. Existe, por cierto, aún otro nivel de diálogo en un libro. José Luis Borges escribió, a modo de prefacio para una de sus antologías poéticas, que era sólo mera coincidencia que él era el autor de los poemas y la otra persona el lector. Lo que importaba, después de todo, era la relación entre los dos, una relación -un diálogo- que nace cada vez que alguien abre un libro para leerlo. Sin lectores, un libro es solo papel y tinta o bytes electrónicos inútiles; sin libros, no hay lector. Así que este libro no está pensado para ser una mera exposición de mi pensamiento, o de líneas de acción  prácticas (si es que las hay), o ejemplos pasados de trabajo clínico. Éste tiene sentido si, y sólo si, alguien llega a sentir que leyéndolo pueda estimular su pensamiento o su trabajo  – o, mejor aún, ambos- Este libro, como cualquier otro, existe sólo en el diálogo con sus lectores; espero que tal diálogo pueda terminar abriendo alguna ruta clínica nueva para al menos alguno de ellos. Así que depende de ellos (de usted). Inicialmente yo quería explicar el sentido de la estructura del libro, dar un recuento de los capítulos, etc., pero esto hubiera significado imponer mi opinión sobre la del lector, un tipo de enfoque paternalista. Si escribo un libro, debo confiar que cada vez que alguien elige leerlo, éste vivirá una vida propia. Así es que el entendimiento de este libro depende de usted, el lector: lo dejo en sus manos, para dialogar con él e interpretarlo como usted elija.

CAPÍTULO UNO

E ntendiendo e influenciando Un cliente llega a mi oficina. Una familia, quizás, un cliente individual o una pareja: no importa mucho. Asumamos, para ser claros, que es una pareja, una pareja heterosexual, ambos de unos 35 años. Un diálogo -necesariamente- comienza: escucho, hago preguntas, obtengo respuestas, hago afirmaciones, me hacen preguntas también. De esto está hecha la terapia, y no parece cambiar:  podría haber sido lo mismo veinte años atrás, excepto quizás por la forma de vestir o por algún modismo en el lenguaje. Pero la terapia, de hecho, sí cambia y ha cambiado muchísimo en estos últimos años. Si bien a veces estamos muy concientes de este hecho, incluso en extremo concientes de tales cambios, otras veces éstos no son tan notorios para que nos demos cuenta. Creo que en los últimos años han sido de los más desafiantes en términos de transformación de mi (nuestra) práctica cotidiana. Dejaré a esta pareja descansar un momento. No presentaré sus problemas ni los míos trabajando con ellos. Antes de ir al centro de la acción, necesitamos establecer el escenario, entrando en una perspectiva histórica.

Epigénesis La historia de las terapias familiares es discontinua. Nuevos modelos han estado constantemente emergiendo, mientras otros han ido desapareciendo en el trasfondo. Cada vez los defensores de los nuevos modelos han invocado el nombre de Thomas Kuhn, hablando de un “cambio de paradigma” 5. Esto podría deberse a razones alejadas de la teoría, como a la necesidad de cada nuevo modelo de ser diferente de los demás, en lo que Framo (1996) ha llamado “la  batalla de las marcas”. Por ejemplo, los primeros terapeutas estratégicos y sistémicos vienen de un trasfondo  psicoanalítico, pero estuvieron casi obligados a renegarlo para mantener la novedad y dignidad de sus propios modelos. Sin embargo, ellos tendían a usar -aunque de manera implícita- la mayoría de las prácticas psicoanalíticas, que conocían bien. Del mismo modo, algunos terapeutas más tarde sustituirían los modelos sistémicos por el estratégico y el estructural, del mismo modo que los 5

Aunque siendo injustos con Kuhn (1962), quien sólo consideraba posible un cambio de paradigma en el marco de uno o dos siglos y tendía a limitar su análisis solamente a las “ciencias duras”. El único “cambio de paradigma” en el campo de la psicoterapia podría ser p odría ser la emergencia, a fines del siglo XIX, de las “curas habladas”, como la hipnosis y el psicoanálisis (ver Ellenberger, 1970).

modelos postmodernos y narrativos, en la búsqueda constante de la novedad (ver Bertrando & Toffanetti, 2000). Puede que nos guste o no la idea de la sustitución: yo simplemente la considero imposible. Junto a Luigi Boscolo (Boscolo & Bertrando, 1996) propusimos el concepto de lo “no-dicho” para referirnos precisamente a aquellas teorías y experiencias de vida que todo terapeuta tiene y que se hacen parte de su modo de hacer terapia y funcionan dentro de él, de manera conciente o no conciente. Un terapeuta con algo de experiencia revela, en la práctica, mucho más de lo prescrito o  permitido por la teoría. Esta área escondida constituye lo no-dicho: todo terapeuta trabaja integrando, de manera más o menos conciente, las distintas experiencias y teorías que han tenido contacto con él en el pasado. El pusirmo teórico, entonces, se vuelve nada más que un mito: cualquiera que trabaja en nuestro campo experimenta innumerables influencias a través de su vida  personal y profesional. Para liberarnos de las paradojas de lo no-dicho, Boscolo y yo teorizamos un modelo epigenético para el terapeuta 6: Más que un progreso “a grandes saltos”, preferimos una evolución epigenética, en la cual cada cambio en la teoría o la práctica se conecta con esas experiencias que se han mostrado como útiles. Este modo de teorizar no es un simple proceso lineal de acumulación de nuevas ideas en el tiempo, sino que es (en armonía con nuestra visión sistémico-cibernética) un sistema de conceptos y de experiencias recursivamente conectados en una evolución continua (...) Así, en nuestro trabajo encontramos inspiración en las voces significativas a las cuales hemos estado expuestos en nuestra carrera profesional. De acuerdo con nuestra mirada epigenética, integramos dentro de nuestra visión más reciente del modelo sistémico las teorías que aprendimos en el pasado y t odas las “voces” significativas (profesionales o simplemente humanas) que nos inspiran en nuestra práctica diaria y en nuestra vida [Boscolo & Bertrando, 1996, pp. 35-39]. Si esta epigénesis no es reconocida, el terapeuta piensa que es un “purista” en su  modelo, aunque de hecho opere en la epigénesis hundida en lo no-dicho. Un ejemplo del trabajo del Grupo de Milán original: los miembros del equipo se consideraban a sí mismos “puristas sistémicos”, pero cuando un colega terapeuta familiar, que se había mantenido fiel a la tradición psicoanalítica, los observó trabajar en el Centro de Milán en 1975, lo que vio cuatro fue psicoanalistas trabajando con muchas ideas analíticas, pero sin decirlas abiertamente. Es decir, lo que puede ser dicho de las personas también puede ser dicho de las teorías (las cuales son creadas por personas). Creo que, en la medida que el terapeuta se desarrolle a sí mismo a 6

Para el concepto de epigénesis en el sistema relacional, ver Wynne (1984).

través de una evolución epigenética, las teorías mismas evolucionarán del mismo modo. Como Reisman (1991) indica, todo período histórico en psicología clínica tiene conceptos que son dados  por hecho y que enfatizan algunas cuestiones. En la década de 1950, el psicoanálisis resultaba obvio, y fue la visión sistémica la que hizo una diferencia: cuarenta años después, dentro del campo de la terapia familiar 7, la idea de sistemas se ha vuelto obvia, siendo reemplazada por historias, conversación o soluciones, junto a mucha sustituciones más que ocurrieron dentro de esos años. Pero cada teoría o modelo descartado dejó algo de sí en lo nuevo. En una perspectiva epigenética, lo último contiene, de algún modo, lo que venía antes, es influenciado y moldeado por ello y, a su vez, le da una nueva forma. Cada cambio ocurre en una continuidad y nada es olvidado, sólo transformado. Si seguimos esta versión de la evolución de la terapia sistémica, encontraremos más continuidad de la que se reconoce usualmente y, al mismo tiempo, veríamos que las nuevas teorías están construidas sobre las antiguas, en un proceso dictado no sólo por opciones teóricas, sino que también por condiciones culturales y materiales. La terapia familiar ha sido influenciada por el clima cultural general, por las exigencias y condiciones económicas de los servicios sociales y de salud, junto con los requerimientos cambiantes de los clientes 8. Al mismo tiempo, muchos aspectos de teorías más antiguas se mantuvieron escondidos, encarnados en la práctica de los terapeutas. Para explicar lo que quiero decir, volveré por un momento con algunos miembros del Grupo de Milán original, que tuve la oportunidad de conocer personalmente. Uno podría pensar por qué ellos obtenían magníficos resultados con la intervención paradojal, resultados que otros  profesionales no pudieron alcanzar. Creo que esto se debió a su trasfondo psicoanalítico, que cuando se combina de manera única con las ideas de la cibernética de primer orden, produce una mezcla muy efectiva (Boscolo, comunicación personal). El énfasis en la relación terapéutica y en la neutralidad en la terapia sistémica proviene del Grupo de Milán (ver Selvini, Palazzoli, Boscolo, Cecchin & Prata, 1980a), quienes enfatizaron la importancia de estos conceptos y la praxis correspondiente porque esto había sido central en sus años de práctica como psicoanalistas. La generación siguiente de terapeutas de estilo Milanés, en cambio, fueron influenciados por los 7

8

La relación entre “terapia familiar” y “terapia sistémica” es compleja, aunque por un momento los dos términos eran usados como sinónimos. Los dos campos se sobreponen, pero no completamente: hay terapias familiares que no son sistémicas y terapias sistémicas que no incluyen trabajo con la familia. Acá uso el término “terapia familiar” para referirme a todas las formas de terapia con alguna relación a lo que usualmente se considera el campo de las terapias familiares, incluyendo -por ejemplo- las terapias psicoanalíticas, integracionales, narrativas, centradas en soluciones o breves, aunque los profesionales en muchos de estos modelos hacen casi tanto trabajo individual como familiar. Uso “terapia sistémica” para referirme a un campo más limitado definido por el entendimiento sistémico, ya sea en el trabajo clínico familiar, individual, o de otro tipo. Probablemente hay también condiciones materiales para entender por qué los terapeutas de hoy en día en ocasiones empiezan a sospechar de las metáforas postmodernas. A modo de suposición, creo que esas teorías  – que son usadas como si fueran teorías, no metáforas- aún no pueden resolver problemas prácticos. A veces los clientes buscan expertos y los terapeutas del no-saber no los satisfacen. O quizás, demasiado énfasis en un proceso de “re -storying” oscurece problemas obvios de la relación terapéutica, de la misma manera que, en los viejos años constructivistas, la auto-observación del terapeuta podía llevarlo a olvidar algunos patrones en el “sistema observado”.

talleres de Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin más que por artículos o libros (ver Stratton & Seligman, 1997). Ellos aprendieron no sólo lo que los socios de Milán les contaron, sino que también lo que se mantuvo sin contar. Al mismo tiempo, lo que se sumerge en lo no-dicho se vuelve cada vez más difícil de expresar a los colegas. Si uno sólo lee sobre un modelo terapéutico, lo mejor que puede hacer es llevar las ideas abstractas a la práctica. Los que intentan aprender una práctica leyendo libros, frecuentemente pierden el rumbo. Lannamann (1998) da un ejemplo de una discusión al estilo milanés, donde todos los miembros del equipo olvidan anclar su encuadre de la situación a las experiencias emocionales de sus clientes, empezando una discusión de equipo totalmente absorto en sí mismo, que termina en una desastrosa afirmación final. Ahora, un experto del estilo milanés nunca olvidaría las experiencias concretas de vida y los tonos emocionales de la situación de los clientes y se hubieran adecuado a ellos; pero tal sensibilidad es difícil de presentar y enseñar solamente a través de la escritura, en lugares dónde es más fácil encapricharse ideológicamente (como probablemente es el caso del equipo de Lannamann). Creo que hay una suerte de relación recursiva entre la teoría y la práctica. Las teorías moldean parte de la práctica del terapeuta (casi siempre, llevándonos a considerar una situación  puntual como un “problema”, o una “enfermedad”, o un “conocimiento subyugado”) y la práctica, a su vez, moldea la teoría (especialmente el modo de “danzar” con los clientes al explorar problemas, enfermedades, etc.). Esto significa que, en una conversación terapéutica, para el terapeuta, es más importante lo que ha in-corporado 9  que la teoría que usa. En el psicoanálisis, la práctica incorporada es transmitida principalmente a través de análisis personal y didáctico: los futuros analistas aprenden los principios implícitos de la técnica a través de la experiencia en sus propios análisis. En la terapia familiar, las ampliamente usadas demostraciones públicas, role-playing  y videocintas son algunos de los medios más importantes para la transmisión de una práctica. Al mismo tiempo, la in-corporación por parte del terapeuta se lleva a cabo no solamente (sino que también) a partir de las teorías a las cuales ha estado expuesto. De este modo, a nivel del terapeuta individual, la epigénesis del terapeuta y la epigénesis de las teorías llegan a una especie de confluencia. Dell (1989) recuerda que las teorías sistémico-cibernéticas tempranas contienen un conocimiento implícito de psicología individual; lo mismo, a mi parecer, se aplica a las terapias  postmodernas contemporáneas. Las terapias narrativas postmodernas han sido edificadas sobre terapias sistémicas, manteniendo algunos conceptos implícitos de éstas últimas, pero sin decirlo en voz alta. En otras palabras, creo que los terapeutas postmodernos trabajan bajo poderosas 9

 Nota del traductor: La palabra inglesa embodied   puede ser traducida literalmente como encarnado, pero se eligió incorporado (puesto dentro del propio cuerpo), para evitar malentendidos .

influencias a partir de sus propias teorías, pero, al mismo tiempo, están influenciados por teorías internalizadas y praxis que no profesan explícitamente. Me gustaría mostrar estos conceptos de manera más clara. Para lograrlo, quiero lidiar con la compleja relación entre la perspectiva  postmoderna y las teorías sistémico-cibernéticas usadas por terapeutas con un trasfondo sistémico. Mi objetivo es proyectar una luz inclinada y oblicua en esta compleja relación entre sistemas y  posmodernismo: una suerte de visión meta-postmoderna.

Entendiendo De acuerdo con Michel Foucault, la genealogía es un modo de rastrear el desarrollo histórico de las ideas y las prácticas intentando empezar no desde un origen (hipotético y metahistórico), sino desde preocupaciones contemporáneas, yendo atrás en el tiempo para encontrar las discontinuidades desde las cuales han emergido y su (posible) desarrollo, por más complejo y errático que sea: La historia es el cuerpo concreto de un desarrollo, con sus momentos de intensidad, sus lapsus, sus periodos extendidos de agitación febril, sus desvanecimientos (...) La genealogía no pretende volver en el tiempo y recuperar una continuidad intacta que opere más allá de la dispersión de las cosas olvidadas (...) al contrario, seguir el camino complejo del descenso es mantener los eventos pasados en su propia dispersión; significa identificar los accidentes, las mínimas desviaciones (o al contrario, las inversiones completas), los errores, las falsas valoraciones y los cálculos anómalos que dieron vida a esas cosas que continúan existiendo y tienen valor para nosotros [Foucault, 1971a, pp. 86-87]. Me gustaría hacer algo similar en cuanto a los modos posibles de concebir, teorizar y  practicar la terapia. Entre las casi infinitas posibilidades de dividir y ordenar los modelos clínicos, elijo – de manera un tanto arbitraria, pero no tanto- discriminar entre lo que llamo la vía del entender y la vía del influenciar. Estas dos vías van juntas a través de todas las vicisitudes de la terapia sistémica, en ocasiones acercándose entre ellas, a veces viéndose a la distancia. Para dar una definición preliminar, me refiero a uno de los autores más precisos y claros en el campo, Jay Haley: ¿Cuál es la causa del cambio? Existen dos extremos. Algunos terapeutas creen que el cambio ocurre sólo a través del insight y el auto-entendimiento, por lo que exploran con los clientes hipótesis sobre su naturaleza. Por el contrario, otros terapeutas creen que el cambio es causado por un cambio en la conducta de la persona y la situación social, por lo que el insight es irrelevante [Haley, 1986, p.106].

Cuando Haley escribió estas líneas, tenía obviamente en mente su adversario de toda la vida, el psicoanálisis. Después de todo, Sigmund Freud, además de crear el psicoanálisis (la fuente original de toda psicoterapia), ha definido una clase de sabiduría: si entiendes (a tí mismo, a tu  proceso interior), entonces cambias. Por supuesto, el primer ejemplo destacado de una actitud de entendimiento en terapia es la interpretación psicoanalítica, que apunta a traer al contenido inconciente a la conciencia, al vencer la resistencia. En el psicoanálisis tradicional freudiano, el acento está sobre la producción de significado del paciente: el paciente habla, el analista escucha e interpreta. En este proceso, el entendimiento tiene dos caras: la interpretación hace que el paciente se de cuenta de algunos de sus procesos inconcientes y, al mismo tiempo, profundiza el conocimiento del analista sobre la mente humana. El psicoanálisis es cura y ciencia a la vez. Como el mismo Freud le confió a Wilhelm Fliess en una de sus innumerables cartas: Estoy asediado por dos ambiciones: ver cómo la teoría del funcionamiento mental toma forma si se le introducen consideraciones cuantitativas, una suerte de fuerza nerviosa económica; por otra parte, extraer de la psicopatología lo que puede ser beneficioso para la  psicología normal (...) obtengo una gran satisfacción a partir del trabajo con neuróticos en mi consulta. Casi todo se confirma a diario, nuevas piezas se añaden y es algo bueno sentirse seguro que el núcleo del asunto está al alcance de uno [Freud, carta a Fliess, 25 de Mayo 19885: en Ehrenwald, 1991, p. 287]. Freud probablemente tomó esta actitud de su propio pasado académico: después de todo, él había sido un neurólogo experimental. Es así como la posición ambigua del psicoanálisis -en parte el arte de sanar, en parte una ciencia de la mente- se estableció y fue dada por hecho por años. Todas las psicoterapias han heredado algo de él. Gregory Bateson, que era tan diferente de Freud, compartió con él al menos una característica: originalmente él no tenía nada que ver con la psicoterapia. Cuando se acercó a la  psiquiatría, trabajando con Jurgen Ruesch a fines de la década de 1940, lo hizo desde el punto de vista de un antropólogo: se propuso estudiar las costumbres y la visión de mundo de lo que él llamaba “la tribu de los  psiquiatras” (Lipset, 1980). Y más adelante, cuando había hecho sus  primeras propuestas terapéuticas en su libro Naven, él estaba pensando a través de líneas similares: Bateson estaba interesado en entender cómo la gente funcionaba, más que en cambiarla. En el análisis freudiano (...) hay un énfasis en la visión diacrónica del individuo, y en gran medida la cura depende de inducir al paciente el ver su vida en estos términos (...) Pero

también sería posible hacer que el paciente vea sus reacciones a los que lo rodean en términos sincrónicos [Bateson, 1935, p. 181; cursivas añadidas]. Bateson compartía con Freud la fe en un modo de entender científico, que llevaría a una  persona a volverse una suerte de investigador de sí mismo 10. Lo que cambia aquí es el locus del entendimiento: no las profundidades ocultas de la persona, o su pasado olvidado, sino sus patrones de interacción con los demás. El primer grupo sistémico establecido en Palo Alto, California, adoptó tal actitud través de Bateson, su fundador. Fue natural para él usar, para esta nueva clase de entendimiento, las herramientas conceptuales que había ayudado a desarrollar: las herramientas de la cibernética. La cibernética fue creada a fines de la década de 1940, en las Macy Conferences (Heims, 1991) organizadas en Nueva York por la fundación Macy entre 1946 y 1951. Las conferencias fueron ocasiones de reunión y discusión para un grupo variado de neuro-fisiólogos, matemáticos, lógicos, ingenieros, fisiólogos, antropólogos, psicoanalistas y psicólogos. Junto a Margaret Mead y Warner McCulloch, Bateson había sido uno de sus líderes. La cibernética nació en lugar y tiempo definidos: el período de inmediata postguerra en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, los Estados Unidos habían logrado el zenit de su poder político y económico en el mundo, mientras que el establishment comenzaba a temer la amenaza comunista. Fue una era de crecimiento, confusa y con miedo en ocasiones, pero -al menos en la superficiellena de optimismo y dinamismo social. La supremacía estadounidense fue en gran parte debida a una primacía científica y tecnológica: no es una sorpresa, además, que los fundadores de la cibernética se llamaran a sí mismo científicos, ni que la mayoría de ellos, independientemente de su campo específico de estudio, mostraría un gran optimismo por la posibilidad de desarrollar tecnologías para el mejoramiento de la sociedad. Esto no podría suceder, sin embargo, a través de medios políticos: se tendía relacionar la política con radicalidad y pro-comunismo (el senador Joseph McCarthy en poco tiempo se haría notar); la idea era mejorar la sociedad, mejorándola a un nivel micro-social. Es aquí donde la cibernética encuentra a la terapia familiar. Digo encuentra porque no es totalmente correcto pensar que la terapia familiar creció a partir del pensamiento cibernético. La terapia familiar emergió (durante el mismo período) principalmente a partir del trabajo de  psicoanalistas que sintieron la necesidad de ir más allá de la práctica psicoanalítica; situación antecedida por un complejo conjunto de factores en la evolución de la sociedad estadounidense, 10

Este tipo de entendimiento es el tipo que Makkreel (1993), siguiendo a Dilthey, define como “explicativo”, en contraste con el tipo humanista de entendimiento. Ambos fueron explorados, en psicopatología, por Jaspers (1913): ambos están presentes además en el psicoanálisis, conduciendo a disputas sin fin sobre su naturaleza (ver Eagle, 1984; Ricoeur, 1965; Schafer, 1981).

 prácticas terapéuticas y servicios psiquiátricos (ver Broderick & Schrader, 1991; Cushman, 1995; Reisman, 1991). La cibernética encontró a la terapia familiar principalmente porque esta última  podía ser vista como la manera perfecta de trabajar con problemas que habían sido vistos, en ese momento, sólo en su dimensión política (algo imposible durante la guerra fría), o en un marco estrictamente individual (no coherente con el enfoque comunicacional de la cibernética) 11. Los terapeutas familiares, a su vez, sintieron una inmediata afinidad con la cibernética, porque ésta  proveía aquello de lo que la terapia familiar carecía, es decir, un lenguaje que pudiera describir la interacción humana sin recurrir a los idiomas del psicoanálisis, psiquiatría o psicología clínica, todas empapadas de sus terminologías individuales 12. Bateson se mantendría fiel toda su vida a las ideas generadas por las conferencias cibernéticas, pero su pensamiento complejo y versátil iría evolucionando cada vez más y madurando en la década de 1950, a través del estudio del humor, niveles de comunicación, esquizofrenia y el juego. La cibernética de Bateson era un complejo conjunto de conceptos, donde el foco de interés cambiaba fácilmente desde los fenómenos intrapsíquicos a los interpsíquicos. Tal complejidad fue unificada por el lenguaje cibernético, concebido como un modo de hablar altamente formal que permitiría una base común para diferentes discursos, que involucraran a cualquier tipo de máquinas, así como al sistema nervioso central, la  persona o la sociedad.

Influenciando La terapia familiar no siguió el camino de Gregory Bateson, es más, aunque por un período él estuvo definitivamente interesado en la terapia e incluso la practicó un poco personalmente (algo que después tiende a negar, o al menos a pasar por alto: ver Lipset, 1980), fue esencialmente un estudioso, interesado en descubrir patrones y universalidades humanas 13. Pero para hacer terapia es esencial hacer algo a otros o, en otras palabras, influenciarlos.  No es sorprendente que los colegas de Bateson en su grupo de investigación, Don Jackson, Jay Haley y John Weakland, desarrollaron un interés en una tradición terapéutica que existió antes que el psicoanálisis mismo, y que Freud había abandonado precisamente porque tendía a influenciar 11

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De acuerdo a Jeffrey Masson, “La terapia familiar debe su existencia al hecho que ésta muestra un serio defecto en el pensamiento freudiano sobre el individuo: que confina la realidad dentro de una persona, ignorando a todos los efectos de un mundo más amplio, hostil o indiferente, externo. Cambiando la atención al mundo de la familia aún es adoptar una visión demasiado estrecha. Y una vez que vamos más allá de la familia hacia la sociedad, los conceptos claves del psicoanálisis muestran muy poco valor. Lo que se necesita es un nuevo tipo de análisis, un análisis  político” (1988, p. 252). Harry Stack Sulllivan sí intentó crear un tipo de psiquiatría interpersonal (Sullivan, 1953), pero sus ideas a menudo radicales nunca entraron en la psicología dominante o en la psiquiatría (ver Cushman, 1995). “Existe una diferencia fundamental entre mi posición y la de Lidz, Wyne e incluso Haley y Jackson. Ellos son clínicos, yo soy un teórico. Todos ellos están buscando ejemplos de narrativa generalizada. Yo sólo estoy buscando ejemplos para relaciones formales, que ilustren una teoría” (Bateson a E. G. Mishler, 1964, citado en Lipset, 1980,  p.187).

a las personas demasiado: la hipnosis (ver Gauld, 1995). De este modo, la terapia sistémica fue fuertemente influenciada en su desarrollo por un hipnotista excepcional, Milton Erickson. Erickson había sido elegido por Bateson como consultor para su proyecto de investigación por muchas razones: él era uno de los pocos clínicos trabajando con familias en esos días, su enfoque estaba lejos de ser ortodoxo en tiempos de una ortodoxia terapeuta estricta y, más que nada, sabía  prácticamente todo sobre hipnosis y trance. Como hipnotista, su preocupación principal fue influenciar a la gente en el menor tiempo posible. De este modo, el influenciar entró en la terapia sistémica en su creación. Pero no deberíamos pasar por alto la compleja relación entre el  pensamiento de Bateson y de Erickson. Ellos realmente mostraron un conjunto de similaridades, incluso con sus obvias diferencias. Primero que nada, ambos estaban interesados en la información formal -patrones de comportamiento y/o de pensamiento- más que en el contenido. Bateson quería usar este conocimiento formal para aumentar el auto-conocimiento, aunque un auto-conocimiento diferente al defendido tradicionalmente por Freud; su idea era alcanzar un tipo de conocimiento ajeno a la conciencia tradicional, que fuese inmune al propósito conciente. Erickson usaba este conocimiento, el cual era capaz de adquirir muy rápidamente en el curso de una entrevista terapéutica, para lograr un efecto más profundo en la persona.  No deberíamos olvidar, sin embargo, que tal actitud era también necesaria para hacer terapia, es decir, tener algunos efectos curativos sobre las personas. El psicoanálisis mismo nunca ha sido totalmente ajeno a la persuasión. Tal como el lingüista Tullio Maranhao, quien ha estudiado  psicoanálisis y terapia familiar de un punto de vista retórico, afirma: De hecho, los psicoanalistas y terapeutas familiares cumplen sus objetivos terapéuticos al mostrar a los pacientes lo que ha sido ignorado, al persuadirlos de que las cosas son diferentes de lo que ellos pensaban, al ejercer presión sobre ellos para cambiar su visión general, al ser silenciosos o reticentes, al reflejar exactamente lo que dicen, o al mostrar escepticismo, entre una serie de otras estrategias retóricas posibles. La palabra clave que describe la cura en ambas terapias es “cambio” [Marahao, 1986, p. 126 ]. Bateson y Erickson compartieron un interés por la “mente inconciente” y contrastaron la idea de Freud de expandir el ego conciente reduciendo los límites del “Ello” (“Donde el Ello fue, el Ego será”). En realidad, su interés hacia el inconciente vino de fuentes distintas y ninguna de ellas era psicoanalítica: para Bateson, fue el entrenamiento en observación antropológica, para Erickson su familiaridad con procedimientos hipnóticos. Bateson, sin embargo, quería alcanzar algún entendimiento de las “razones del corazón”, mientras Erickson usaba su entendimiento para sí mismo y el inconciente del otro, para tener un efecto al influenciar al cliente.

Tendemos a percibir en Erickson un énfasis definido en el poder, en parte como consecuencia de la interpretación de Jay Haley de su trabajo (ver Haley, 1973, 1993), y esto es de seguro su diferencia fundamental con Bateson, que aborrecía la noción misma de poder  14. Una mirada más cercana a los escritos de Erickson, no obstante, nos da otra luz sobre el tema: La creencia general equivocada es que los hipnotistas ejercen algún poder notable sobre sus sujetos, que la hipnosis es una cuestión de dominio y sumisión, de mente fuerte sobre la voluntad débil, y a partir de ello, pueden obtenerse toda clase de resultados indeseables. De hecho, por supuesto, la hipnosis depende de la completa cooperación entre hipnotista y sujeto, y sin cooperación voluntaria no puede haber hipnosis. Es más, el sujeto hipnótico  puede ser el hipnotista y el sujeto, y más de un hipnotista ha sido hipnotizado en cambio por sus propios sujetos para avanzar en el desarrollo de un trabajo experimental [Erickson, 1941,  p. 1]. La diferencia relevante entre estas dos figuras fundamentales de la terapia sistémica es, o una de actitud clínica, o una actitud hacia el otro: investigación antropológica (después de todo, Bateson era un estudioso europeo), versus pragmática y urgencia por el cambio (Erickson era un médico estadounidense). Lo que Bateson, el antropólogo en el campo de la psiquiatría, podía comunicar a un cliente, era algo como “no puedo saber lo que piensas, porque no puedo saber todas tus premisas. Por lo tanto, tengo que investigar cuidadosamente, para poder entenderte y ayudar a que te entiendas a ti mismo” Lo que sugería Erickson, el clínico, era en cambio: “Yo comparto todos tus valores (estadounidenses), así que conozco lo que probablemente piensas. Por lo tanto, puedo entenderte con una mirada y empezar inmediatamente a cambiarte de la mejor manera (porque ambos sabemos dónde está lo mejor)”15. Esto quizás se debe, entre otras razones, al pragmatismo básico de Erickson. Él no quería saber regularidades o trazar reglas básicas: él quería obtener resultados, y los resultados tenían que ser los mejores para cada situación única. El propósito de la psicoterapia es permitir al paciente lograr un objetivo personal legítimo lo más ventajosamente posible. Precisamente, no es una cuestión de promover escuelas  particulares de pensamiento o de intentar darle sustento a teorías psicológicas interpretativas, sino que es simplemente una labor de evaluar el problema del paciente en términos de la realidad en la cual el paciente vive y en términos de las realidades del 14 15

Curiosamente, los seguidores de Freud sentían que el maestro mismo aún estaba demasiado inmerso en las técnicas hipnóticas y tendía a volverse, a ratos, abiertamente manipulador (ver Roazen, 1975). Erickson tenía una clara visión del desarrollo normal...el creía que existía un núcleo normal y saludable para cada individuo, quizás algo junto a lo que Horney llamaba el “verdadero self”(Rosen, 1981, p.47)

continuo futuro del paciente como él o ella razonablemente espera que sea [Erickson, c 1930].

Estrategizando La adaptación de las ideas de Milton Erickson a la terapia familiar sistémica se mostró útil  para trazar una clara distinción entre el método clínico recién nacido y el psicoanálisis, en ese tiempo la única teoría clínica relevante para la psicoterapia (ver Bertrando & Toffanetti, 2000). Esta actitud fue compartida casi por todos los pioneros de la terapia familiar, con la excepción de Nathan Ackerman y, parcialmente, Ivan Boszormenyi-Nagy y Murray Bowen. Pero el uso de las ideas de Erickson significaba un abandono de una actitud comprensiva, hacia una influyente  Por supuesto, .

el movimiento desde Bateson a Erickson (desde el entendimiento hacia la influencia), se hizo más fácil y quizás necesario, por algunos factores inherentes al setting mismo de la terapia familiar: la necesidad, para el terapeuta, de ser más activo y directivo (más que un oyente pasivo); el foco en la relación que debería ser observable; la limitada utilidad de la interpretación en lidiar con parejas y familias. De este modo, las terapias familiares sistémicas (o, usando la terminología del período, “terapia de sistemas familiares”), mantenían un sabor batesoniano característico en sus bases teóricas pero eran conducidas siguiendo principios ericksonianos. Incluso la cibernética fue modificada, evolucionando desde la ciencia compleja y flexible diseñada por Bateson y Mead siguiendo las ideas de Wiener (1948) sobre auto-organización, hacia una disciplina instrumental y mecanicista basada en la teoría del juego de Neumann (von Neumann & Morgenstern; ver también Heims, 1980). Esta versión de la cibernética de primer orden fue de hecho introducida en las terapias de sistemas familiares, donde mantuvo su popularidad hasta 1980 por Jay Haley, John Weakland y Don Jackson, fundadores del Mental Research Institute (MRI- ver Bodin, 1981). Éste último otorgó al  público la vulgata del pensamiento sistémico, primero a través de los trabajos de Jackson (1957) y Haley (1959, 1963), y luego con el fundamental Pragmatics of Human Communication  escrito por ,

Jackson junto con Paul Watzlawick y Janet Beavin (Watzlawick, Jackson & Beavin, 1967). En ese libro, el pensamiento de Bateson, podado, simplificado y reducido a “axiomas”, al menos podía ser fácilmente aprehendido por cualquier terapeuta y aplicado clara y consistentemente al trabajo clínico. De este modo, la evolución de la cibernética (terapéutica) durante los 1960's tomó forma por la simplificación más que por la “complejización”. La terapia sistémica se volvió cada vez más  procedural y tecnológica. Al mismo tiempo, el énfasis temprano por la interdisciplinaridad fue reemplazado por la ciencia computacional, un cognitivismo cultural temprano de Miller y Bruner,

una ciencia cognitiva enraizada en la metáfora computacional (ver Bruner, 1990), mientras el  paradigma conductual se hacía cada vez más influyente en la psicoterapia en general. Bajo esta mirada, es fácil ver que el movimiento desde Bateson hasta Watzlawick, pasando por Erickson, fue más que una elección puramente al azar. Fue perfectamente consistente con parte del clima cultural de la década de 1960, no con el ala política izquierdista, sino que con su lado tecnológico optimista: todos los problemas pueden ser solucionados, si sólo se ponen en acción las técnicas apropiadas. Tal énfasis en la técnica se difundió ampliamente en la década siguiente, con un triunfo concomitante de los modelos basados en la influencia, los cuales se volvieron centrales en el desarrollo mundial de la terapia familiar. Mientras la influencia del MRI aún era fuerte, Haley (1973) y Minuchin (1974) perfeccionaron la terapia estratégica y estructural, con sus fuertes ideas  jerárquicas, en tanto el equipo de Milán creaba un nuevo modelo de terapia sistémico-estratégico (Selvini Palazzoli et al., 1978a). El énfasis estaba en usar los medios más efectivos para llevar adelante un cambio en los clientes, a cualquier costo. Un Milton Erickson más avanzado de edad, era elevado a la categoría de gurú de la psicoterapia, bastante lejos del dominio de la hipnosis. Tal como Haley sintetizó, con su característica claridad: Si uno quiere influenciar a un cliente a cambiar, esto implica lógicamente que un terapeuta debería organizar la terapia para que ello ocurra (...) si el objetivo de la terapia es lograr un objetivo, el terapeuta debe establecer uno [Haley, 1986, p. 157].

Hipotetizando Hacia el final de la década de 1970, los miembros del grupo original de Milán (Mara Selvini Palazzoli, Luigi Boscolo, Gianfranco Cecchin y Giuliana Prata) tomaron la batuta del MRI. La contribución que el grupo entregó a la evolución de la terapia sistémica es, por decir poco, fundamental. No entraré en detalles aquí, ya que lo he hecho en otro lugar (ver Bertrando & Toffanetti, 2000; Boscolo & Bertrando, 1996). Basta decir que los cuatro miembros del equipo compartían un trasfondo médico y psiquiátrico, además de que estuvieron trabajando dentro de la tradición psicoanalítica dominante europea y norteamericana, la cual aún mantenía todos los  presupuestos freudianos hacia el entendimiento. Al cambiar la orientación básica, dramáticamente cambian a una posición ericksoniana (o mejor dicho, hacia la parte del trabajo de Erickson enfatizado por Haley y Weakland): es importante empujar a la gente a cambiar. De hecho, lo que se apreciaba en el grupo de Milán de ese entonces era la calidad dramática de su intervención final, mayormente asociada a reencuadres y rituales, lo que los ponía en una base equivalente a los más

respetados terapeutas estratégicos 16. Lo que llevó al equipo de Milán fuera de la corriente dominante de un modelo estratégico  puro y que al mismo tiempo es probablemente la contribución más relevante al campo de la terapia familiar (y en general a la psicoterapia), fue la transición hacia una versión completamente  batesoniana de la terapia, impulsada por la lectura los escritos de Bateson, reunidos por primera vez en 1972 en el libro Steps to an Ecology of Mind (Bateson, 1972). Esto produjo una amplia gama de cambios, teóricos y prácticos, como la atención que se dio al  proceso mismo de entrevistar y  preguntar, la renovada centralidad de los contextos, la relevancia de patrones diacrónicos y procesos inconcientes (ver Boscolo y Bertrando, 1993). Pero el cambio más importante de todos fue gatillado  por el ensayo de Bateson sobre la distinción, propuesta por Korzybski (1931), entre el mapa y el territorio: Volvamos a la afirmación original por la que Korzybyski es más famoso, la afirmación que el mapa no es el territorio (...) volvamos al mapa y al territorio y preguntemos: “¿Qué es lo que hay en el territorio que entra en el mapa?” Sabemos que el territorio no entra en el ma pa (...) lo que entra en el mapa, de hecho, es la diferencia [Bateson, 1970, p. 449-451]. El territorio no entra en el mapa: no tenemos un inmediato acceso a la realidad externa como tal. La respuesta del equipo de Milán sobre esto fue que lo que ellos habían considerado cognoscible hasta ahora, la verdadera realidad de la familia o un individuo, no podía ser conocida  por el terapeuta o cualquier otro. El terapeuta no tiene acceso a la realidad última, o a la verdad, del  paciente. Todo lo que está accesible es el mapa del territorio del cliente. Y cada cliente está en una condición que no es diferente: No conozco la realidad de mi propia familia, todo lo que tengo es un mapa personal de ella. Todo el conocimiento de los demás es conjetural, cada mapa sólo puede ser entendido al trazar otro mapa y así sucesivamente, ad infinitum. Es así que, sobre su cliente, el terapeuta solo puede tener hipótesis. Inicialmente, la visión compartida dentro del equipo fue que las hipótesis podrían ser la mejor manera de poner a prueba a los clientes, introduciendo al mismo tiempo el impacto “de lo inesperado y de lo improbable” en sus vidas: la actitud del equipo altamente dramática, casi teatral, seguía ahí. La hipótesis “ni verdadera ni falsa” vislumbraba la duda dentro de las certezas de los terapeutas sistémicos (estratégicos) del período. Lentamente, la actitud del cuarteto de Milán cambió: su estilo se volvió más asertivo y tentativo, el proceso de entrevista más delicado. Ahora lo que se decía durante la terapia importaba más y más, el proceso de la terapia se estaba volviendo 16

En la primera edición de Handbook of Family therapy (1981) de Gurman y Kniskern, el equipo de Milán es puesto como campeón de la terapia estratégica, en el mismo capítulo con Jay Haley y el equipo de Terapia Breve del MRI (Bodin, 1981).

más importante que su contenido (ver Boscolo et al., 1987; Selvini Palazzoli et al., 1980a). Posiblemente, esta fue una de las causas de la división del equipo original de Milán, poco después de la publicación del famoso artículo “ Hypothesizing-circularity-Neutrality” (Selvini Palazzoli et al., 1980a). Aunque Luigi Boscolo (comunicación personal) siempre consideró el artículo como la contribución más importante del equipo, mucho más que Paradox and Counterparadox, Mara Selvini Palazzoli estaba interesada principalmente en definir tipologías conectadas a diagnósticos psiquiátricos específicos (Family Games: Selvini Palazzoli, Cirillo, Selvini, & Sorrentino, 1989; ver también Bertrando & Toffanetti, 2000). Boscolo y Cecchin estaban interesados, en cambio, en cuestiones metodológicas, relacionadas con cómo actuar dentro de la sesión de terapia. Cecchin se refiere al artículo sobre la hipotetización, diciendo más tarde que “Ella lo escribió como una cortesía para nosotros [Boscolo y él mismo]. Recuerdo que teníamos estas ideas para desarrollar y ella dijo: escribamos. Pero ella no estaba muy convencida, y además, nos estábamos separando como grupo” (Cecchin en Bertrando, 2004, p.216). Después de la separación del equipo en 1980, Boscolo y Cecchin abiertamente cambiaron su  práctica hacia el entendimiento, ganando la atención de muchas comunidades de terapeutas en todo el mundo, a través de sus enseñanzas directas y, además, gracias al aporte de Lynn Hoffman (1981), Peggy Penn (1982, 1985) y Karl Tomm (1985). En cambio, la versión de la terapia sistémica de Milán de Boscolo y Cecchin era influenciada en la mitad de la década de 1980 por un cambio desde la cibernética de primer orden a la de segundo orden (Cybernetics of observing systems: von Foerster, 1982) y por el constructivismo. Considerar un sistema como definido por un observador (Maturana & Varela, 1980) tenía una doble consecuencia: cambiaba al terapeuta como poseedor de un conocimiento  privilegiado, si no absoluto, hacia uno como poseedor de sólo un punto de vista entre muchos otros  puntos de vista posibles, junto con darle a los clientes, a su vez, el estatus de observadores, además de un papel más activo en la terapia. Esto condujo a los terapeutas sistémicos a darle valor nuevamente a los puntos de vista subjetivos del terapeuta y del cliente. Al mismo tiempo, la importancia del pasado y el futuro, en una terapia que originalmente había sido orientada al  presente, crecía sostenidamente (Boscolo & Bertrando, 1992). Esta versión de la terapia sistémica  parecía extenderse poder durar por mucho tiempo. Pero tenía dentro de sí otra evolución, incluso más traumática.

Contando historias Uno de los cambios más radicales para la psicoterapia, y quizás para la psicología en general, fue el advenimiento, en la década de 1990, del postmodernismo (Mecacci, 1999). Trato en

detalle sobre el postmodernismo y sus consecuencias para la terapia sistémica en el capítulo 2. Por el momento, me limitaré a la famosa definición de Jean Francois Lyotard (1979): incredulidad hacia cualquier gran metanarrativa, es decir, cualquier versión teórica unitaria del conocimiento humano. Tal incredulidad genera un estado peculiar, el cual ha sido descrito como una ausencia de fundamentos (Varela, Thompson & Rosch, 1991). De acuerdo con Michel Foucault, quien, aunque no se consideraba un pensador postmoderno, fue una de las fuerzas directrices tras el movimiento:  Nada es fundamental. Eso es lo que es interesante en el análisis de la sociedad. Eso es la razón por la que nada me irrita tanto como las preguntas -las cuales son por definición, metafísicas- sobre las bases del poder de una sociedad, o de la auto-institución de una sociedad, entre otras cosas. Estos no son fenómenos fundamentales. Son solamente relaciones recíprocas, y las brechas perpetuas entre las intenciones en relación con ellas mismas [Foucault, 1982, p. 356]. Por lo tanto: (...) Tenemos que abandonar la esperanza de alguna vez acceder a un punto de vista que  pueda darnos acceso a un conocimiento completo y definitivo de lo podría constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista la experiencia teórica y práctica que tenemos de nuestros límites y de la posibilidad de moverse más allá de ellos es siempre limitada y determinada; es así que estamos siempre, de nuevo, en la posición inicial [Foucault, 1984c, p. 47]. En la obra de Foucault, la noción postmoderna muestra por qué puede ser aceptada tan fácilmente por pensadores y practicantes sistémicos, en tanto resonó con algunas creencias  profundamente arraigadas: la primacía de la relación, el rechazo a aceptar explicaciones sociológicas simplistas de los fenómenos interactivos, la naturaleza hipotética del conocimiento, entre otras. Pero la radicalidad del postmodernismo pronto empujó los límites convencionales del campo sistémico, especialmente en terapia. El terapeuta postmoderno (como cualquier otra persona postmoderna) ya no puede aceptar una idea única, unitaria, de la realidad. Con la llegada del postmodernismo, todas las certezas -al menos dentro de algunos círculos- fueron amenazadas y, a la larga, erosionadas. Citando a Keneth Gergen, uno de los grandes defensores del postmodernismo: Esto representa la erosión de la creencia central en nuestro modo de vida, incluyendo

nuestro sentido de la verdad y la moral, el valor del self individual y la promesa de un mejor futuro. Las tradiciones de la democracia, religión, educación y nacionalidad están todas bajo amenaza. Aunque, para muchos otros, este mismo cambio está cargado de potencial [Gergen, 1999, p.5]. Otra influencia de la llamada terapia posmoderna fue el pensamiento y prácticas feministas. A través de su énfasis en roles de género masculino-femenino y de las relaciones de poder, cuestionó las ideas ingenuas que muchos terapeutas familiares tenían hacia el género, sugiriendo además que uno de los objetivos de la terapia debería ser el de incrementar la conciencia de los  patrones de género y las relaciones de poder (Jones, 1993: Walters, 1989) El interés en metáforas y métodos literarios, ideal para terapeutas quienes, especialmente en los Estados Unidos, estaban cada vez menos ligados a la psiquiatría y a la medicina, condujo a un involucramiento en la crítica literaria, que se volvió el medio para introducir ideas postmodernas en el trabajo clínico (con la notable excepción de las teorías de Michael White, directamente derivadas del trabajo de Foucault). De acuerdo con el crítico literario Jonathan Culler (1982), esta actividad, en estados unidos era, en esa época, una de las fuerzas culturales más dinámicas en ese país, donde la psicología y la sociología, por una parte, se habían basado por mucho tiempo en un modelo  positivista, mientras que la filosofía pertenecía principalmente a la tradición analítica, tendiendo a un neo-kantianismo ahistórico. La crítica literaria, más abierta a nuevas ideas y menos ligada a la ciencia, recibió de manera entusiasta a Foucault, Lyotard y Derrida, los autores más representativos asociados con el pensamiento postmoderno. La deconstrucción de Derrida, la crítica del poder de Foucault y el análisis de Lyotard de la condición postmoderna tenían relación con ideas políticas, de acuerdo a las cuales, por ejemplo, cualquier lectura “definitiva” de un texto es en sí mismo autoritario, frente a lo cual uno debe mantener siempre abierta la posibilidad de crear nuevo sentido a partir del texto mismo. Lynn Hoffman (1990), estableciendo el cambio narrativo de una terapia que sólo unos años atrás había definido como “Sistémica Milanesa” (ver Hoffman, 1987), se refiere al cambio de la crítica literaria desde la “crítica nueva” al deconstruccionismo. Y, de hecho, existen muchas similitudes: ya que la crítica deconstructiva es intolerante a la autoridad, las terapias deben disolver la autoridad de los terapeutas, su actitud experta, el carácter de autoridad de las hipótesis mismas. El postmodernismo, sin embargo, era un marco muy laxo. Una nueva clave de leer la interacción terapéutica -y la interacción humana en general- se hacía necesaria: una clave que, coherentemente con la nueva sensibilidad humanística que los terapeutas sistémicos venían desarrollando, pudiera escapar de una actitud “científica, ahora sentida como una limitación. La narrativa ya era una clave importante en muchos de los desarrollos recientes de las que podríamos

llamar “ciencias humanas”, desde la antropología al psicoanálisis (Geertz, 1973; Gergen, 1982 ; Mitchell, 1981; Spence, 1982.). Si dijéramos que la gente construye su propia vida y expectativas hacia los otros en forma de historias, usando, por lo tanto, un “pensamiento narrativo” en vez de  un “pensamiento pragmático” de la teoría científica (Bruner, 1986), entonces uno podría ser capaz de hacer terapia siguiendo el mismo modo de pensar. Hacia el final de la década del 1980, un interés creciente hacia la narrativa emergía dentro de lo que habían sido los círculos sistémicos. Adoptada primero en Australia y Nueva Zelanda por Michael White y David Epston (Epston, 1989; Epston & White, 1990; White & Epston, 1989), la definición de “terapia narrativa” comenzó, poco a poco, a encontrarse junto a la definición de “terapia sistémica”, para luego reemplazar la gradualmente. En 1995, en la editorial del influyente diario Family Process, su editor, Peter Steinglass, afirmaría: “Los enfoques narrativos a la terapia familiar han definitivamente capturado la imaginación y el interés en nuestro campo, reflejado en el hecho que los manuscritos sobre estos enfoques representan el mayor numero de propuestas de  publicación en este diario en estos días” (p. 403) 17.  Nosotros, como terapeutas, tendemos a acentuar la importancia de factores teóricos y clínicos en los cambios de orientación de la profesión. Pero otros factores, como los sociales,  pueden ser tanto o más importantes. El giro narrativo y conversacional puede ser visto en parte como una reacción al clima de décadas pasadas y su énfasis mecánico (un hecho que ha sido ampliamente reconocido). Sin embargo, también podemos verlo como un resultado de lo que Donald Schön ha definido como la “crisis de confianza en el conocimiento profesional” 18. En 1983, el escribió: “Las profesiones están en el medio de una crisis de co nfianza y legitimidad (...) la duradera idea del monopolio del conocimiento y el control social se ve desafiada” (Schön, 1983, p. 11). Como otros profesionales, los terapeutas sistémicos, además, habían descubierto las insuficiencias de las soluciones tecnológicas para los problemas de sus clientes. En palabras de Luigi Boscolo, “Fueron las familias mismas, especialmente las con miembros psicóticos, las que eventualmente nos trajeron de vuelta a la Tierra y nos curaron de la omnipotencia terapéutica” (Boscolo & Bertrando, 1993, p. 95). Mientras los terapeutas reflexionaban sobre ellos mismos, una nueva conciencia apareció desde las dificultades inherentes del conocimiento-terapéutico profesional mismo y de las soluciones que defendía:

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En el campo de la terapia familiar, las ideas narrativas fueron usadas por autores que aún pertenecían a diferentes tradiciones, como la sistémica (Boscolo & Bertrando, 1993; Sluzki, 1992) o la terapia estratégica (Eron & Lund, 1993). Pero, en el conjunto, el tipo de teoría narrativa que entró en la terapia sistémica fue una bien particular, ligada a un cambio hacia el construccionismo social y el pensamiento postmoderno (ver McNamee & Gergen, 1992). Estoy en deuda con Lynn Hoffman por hacerme poner atención en el trabajo de Schön, en su comentario al foro AFT de 1999.

Eran inefectivas, creaban nuevos problemas, eran derivadas de teorías que se habían mostrado como frágiles e incompletas. Para algunos críticos, los aprietos públicos de la sociedad comenzaron a parecer menos parecidos a problemas a ser solucionados a través de la experticia, que dilemas cuyas resoluciones podían ocurrir sólo a través de la opción moral y política [Schön, 1983, p. 10]. Consistentemente, los terapeutas sistémicos tendían a volverse terapeutas conversacionales y narrativos, y en ese proceso, comenzaron a po sicionarse como “colaboradores” con sus clientes, más que como “expertos”. El mejor ejemplo de esta actitud puede ser encontrada en la noción de Anderson y Goolishian del “no saber” (Anderson & Goolishian, 1992). Con este nuevo giro, la terapia sistémica -o, para ser más preciso, lo que había sido llamada terapia sistémica, ya que muchos terapeutas narrativos y conversacionales no se definirían a sí mismos como “sistémicos” (para un relato ejemplificador, ver White, 1995) - cambió radicalmente hacia una actitud comprensiva. Todos los intentos de dirigir el cambio de los clientes comenzaron a ser calificados como manipuladores, autoritarios y “estratégicos”: una palabra que adquirió una connotación negativa inherente. Los terapeutas tendieron a hacer grandes sacrificios para demostrar que ellos no querían cambiar a la gente, solo ayudarlos a entenderse a ellos mismos. Así es que, después de cinco décadas de terapia sistémica, aparentemente tenemos un círculo completo, en una actitud comprensiva y en un eclipse total de los modelos estratégicos e influyentes. Pero ¿es verdad? Y, si lo fuera ¿es definitivo?

Aceptando diferencias Es imposible reconciliar los dos caminos de una vez por todas. Esto es, probablemente, uno de los problemas inherentes a cualquier  perspectiva “integrativa”. Los dos caminos que describí  portan, hasta un cierto punto, dos diferentes visiones de mundo, dos maneras diferentes de concebir a la persona, las relaciones y el rol del terapeuta. Por ejemplo, la naturaleza misma de los  problemas: para muchos terapeutas influyentes, es algo dado por hecho que un problema es fácil de definir, o al menos, que un problema mayor existe, alrededor del cual se organizan todas las otras dificultades y tensiones. De este modo, cuando un problema mayor ha sido solucionado, todo lo demás se ordena. En muchas terapias basadas en el entendimiento, la idea es que es posible ir conociendo distintas capas en torno a un problema, que se presenta es sólo un punto de partida de un viaje de descubrimiento (y la conclusión de la terapia es algo arbitrario). Uno podría no solucionar el problema presentado jamás y estar feliz con su terapia, o uno podría solucionarlo inmediatamente y seguir explorando.

Otra diferencia fundamental tiene que ver con el proceso de cambio. De acuerdo a la sabiduría analítica, si cambias tu proceso interno, tu cambiarías tu comportamiento. De acuerdo con la sabiduría ericksoniana, si cambias algunos patrones de vida (emocionalmente relevantes para ti), entonces tu sentimiento hacia tu vida cambia. Esta es la base de las “tareas para la casa” y tareas estratégicas, las cuales fueron iniciadas por el mismo Erickson. Por supuesto no existe un vínculo necesario entre entender e influenciar: puedes entender mucho sin ningún efecto observable en tu comportamiento (tal como algunos pacientes del  psicoanálisis conocen bien) y puedes modificar tu conducta sin ningún aumento en tu conciencia. Por otra parte, en la mayoría de las experiencias prácticas hay un vínculo entre estas dos rutas. El trabajo clínico participa inherentemente en ambos modelos: es imposible tratar de saber algo de un cliente sin influenciarlo, ya que el acto mismo de preguntar a una persona puede tener dentro de una relación terapéutica- un impacto profundo en la persona misma. Y, si quiero tener una influencia en un cliente, tengo que llegar a una cierta cantidad de conocimiento sobre la persona. Hoy en día esto es posible sólo compartiendo este conocimiento y, por consiguiente, incrementando la cantidad total de conocimiento dentro de un sistema terapéutico: el cual incluye al cliente (s) y al terapeuta (s). Una posición que puede ser de ayuda aquí, en la relación con nuestros pacientes con nuestras ideas, es lo que Bakhtin llamaría una posición dialógica. Esto quiere decir una conciencia de que nuestro discurso surge a partir de un discurso de otra persona y debería fundirse con el discurso de alguien más. Mis palabras no son sólo mías, y mis ideas vienen de las ideas de otro. No es necesario fingir que inventamos algo -puedo reconocer la importancia de maestros y teóricos anteriores sin perder mi originalidad- y no es necesario renunciar a nuestras ideas, hipótesis y quizás incluso nuestras estrategias, para tener un diálogo respetuoso con nuestros clientes. En el capítulo 2 intento explorar esta posibilidad.

CAPÍTULO DOS Texto y contexto El primer diálogo posible para el terapeuta contemporáneo, se refiere a la relación entre lo moderno y lo post-moderno,  porque “postmoderno”, si vemos más de cerca, es una palabra de  posición. Lo postmoderno existe sólo en relación con lo moderno (del mismo modo que lo moderno existe en relación con la tradición “antigua” o “clásica”) . Así, la relación entre lo moderno y lo  postmoderno es necesariamente dialógica (Mecacci, 1999). En terapia esto significa que un terapeuta postmoderno (un terapeuta viviendo en un mundo postmoderno) debería probablemente centrar la atención en la relación (dialógica) entre las dos metáforas fundamentales en dos fases diferentes de su evolución: el contexto y el texto.

Prescripciones para el terapeuta postmoderno Primero que todo, quiero dejar algo claro: Nosotros (todos nosotros) no podemos no ser  postmodernos. Nuestro pensamiento es, por la fuerza de las circunstancias, “más débil” que el de nuestros predecesores, en el sentido que no podemos tener ya ninguna certeza de un modelo universal para explicar el mundo, ni siquiera para este pequeño pedazo de mundo que es la terapia. Las “voces” de Minuchin (1987), la irreverencia de Cecchin, Lane y Ray (1992), e l modelo epigenético de Boscolo y Bertrando (1996), son todos ejemplos de la estable instalación de las ideas  postmodernas en terapia 19. El conocimiento hipotético del terapeuta que subrayé en el capítulo 1 es otro ejemplo del mismo tipo. No puedo tener ninguna comprensión de una verdad objetiva: todo lo que puedo hacer es hacer hipótesis sobre lo que nunca seré capaz de saber fuera de mi necesariamente- limitada posición. Todo cambia, sin embargo, si aceptamos la idea de una terapia deliberadamente  postmoderna, que pueda erradicar del trabajo terapéutico cualquier cosa diferente de un  pensamiento postmoderno. Aunque suene raro, algunos terapeutas consideran al postmodernismo una posición que ellos deberían adoptar; un conjunto de prescripciones al cual conformarse, más que una consecuencia inevitable de nuestro existir en las presentes condiciones de vida. 19

Relacionado no sólo a las nuevas ideas en la hermenéutica (Gadamer, 1960), la filosofía de Goodman (1978) de mundos posibles, o el neopragmatismo de Rorty (1980), sino que también a una evolución filosófica que viene desde Nietzsche y Heidegger, llevando a desarrollos extremos del deconstruccionismo (Derrida, 1967) y el llamado “pensamiento débil” (Vattimo & Rovatti, 1983).

Consideremos algunas prescripciones a imponer a un terapeuta que adopta una actitud  postmoderna. Primero, la realidad debe ser considerada como una construcción social, es decir, las realidades son las conversaciones que tenemos sobre ellas y, por lo tanto, todas las visiones son una consecuencia del lenguaje: cada teoría y cada sistema de ideas es meramente una narrativa. De este modo, la producción ilimitada de nuevo significado (de nuevas historias), al mantener abierta la conversación, se vuelve la única tarea del terapeuta. Además, el énfasis cambia desde el contexto de Bateson hacia el texto de Derrida, el cual se convierte en la metáfora fundante de los nuevos enfoques. Segundo, todas las metanarrativas -es decir, los sistemas globales que se posicionan a sí mismos como absolutos y “verdaderos” - deben ser rechazadas. Una cantidad de discursos son  posibles, pero usualmente sólo algunos de ellos son aceptados por la sociedad en general; los discursos privilegiados por los poderes dominantes. Los otros sobreviven como conocimientos subyugados. “Lo que cuenta como conocimiento objetivo es una relación de poder, una categoría de  personas beneficiándose a expensas de otra categoría de personas” (Farber & Sherry, 1997). Los  postmodernistas evitan el concepto modernista de la verdad y aceptan todas las narrativas, todos los  puntos de vista, rehusándose a juzgar a algunos de ellos como mejores o peores de manera absoluta. En el lugar de una historia única y progresiva, ellos ponen a la genealogía (Foucault, 1971a), en tanto se entiende como un proceso fluido que acomoda no sólo a las grandes historias, sino que también a lo perdido, marginal o alternativo. No hay una verdad absoluta sino que, en cambio, las verdades tienen un valor local y una validez dentro de la comunidad en las cuales son definidas y aceptadas. Asimismo, la terapia también puede ser vista como un conjunto de narrativas y prácticas de poder. Es, por lo tanto, un deber discutir la autoridad del terapeuta como un portador de un conocimiento (poder) privilegiado. Pero si la terapia es sólo una forma de discurso, una conversación entre dos o más personas en la cual ninguna puede ostentar ningún conocimiento privilegiado, entonces las historias que los clientes traen a terapia deben ser escuchadas “tal como son” (Parry, 1991), porque el terapeuta, deprivado de su actitud de experto, debe mantener una posición de “no saber” (Anderson & Goolishian, 1992). Además, el terapeuta debe tomar conciencia de su posición de poder, de su rol como agente de poder en la vida de sus clientes, de la pertenencia misma a una casta, un género, etc. Al mismo tiempo, él debería estar conciente que su propia disciplina puede ser considerada como una práctica de poder. Además de asumir una posición de no-saber, el terapeuta debería, por lo tanto, evitar cualquier práctica que pudiera restringir de cualquier modo la libertad de los clientes al forzarlos en una dirección en particular, buscando, en cambio, la colaboración de ellos (Hoffman, 1992). Ya que el terapeuta postmoderno ve a los individuos como prisioneros de historias que otras

 personas cuentan de ellos, su tarea es restablecer los derechos del individuo desaventajado en la  presencia de la familia, considerándolo como un portador de conocimientos alternativos y ayudándolo a contar “historias alternativas” exitosas (White & Epston, 1989). La unidad de observación y de máximo interés para el terapeuta -incluso si se considera a sí mismo un terapeuta familiar- vuelve al individuo, más que a la familia o la pareja. Tal perspectiva aporta muchísimo a nuestro entendimiento de las personas y las terapias. Al mismo tiempo, el énfasis sobre algunos temas inevitablemente o culta otros. Una cosa es decir “no  podemos no ser postmodernos” y pensar que los terapeutas ya no puedan nunca más vivir en la certeza tranquilizante de una teoría que pueda incluir y explicar la realidad; otra muy distinta es  pensar que no tener una teoría preferida es “correcto” y sí tener una es “incorrecto”. Las terapias  postmodernas, al menos en algunas de sus versiones, tienden a crear su propia ortodoxia, como si la llegada del postmodernismo y la narrativa fuera el progreso: dentro de esta clase de discurso es difícil escapar de aquella “versión moderna del postmodernismo” (Barbetta, 1997). El mayor riesgo que los terapeutas postmodernos corren al hacer esto es perder, por el bien del postmodernismo, muchos aspectos de las teorías y praxis modernistas. Además existe el peligro de perder contacto con -y por lo tanto influenciar a- otros campos (pienso, por ejemplo, el de la psiquiatría) donde el efecto de un pensamiento moderno, altamente mecanicista y procedural es aún más fuerte y más dominante que antes (ver Bertrando & Toffanetti, 2000, especialmente el Cap. 6).

Críticas postmodernas al modelo sistémico Algunas de las críticas de los terapeutas postmodernos sobre la práctica sistémica valen la  pena ser consideradas (y a veces como esenciales). Al mismo tiempo, la visión posmoderna misma tiene sus límites (inevitables), los cuales pueden, a su vez, ser criticados desde un punto de vista sistémico. En el resto de este capítulo, intento yuxtaponer los dos grupos de críticas. Lo que espero lograr es una suerte de consenso sobre las ideas básicas relevantes para la terapia sistémica, ajustadas a los tiempos postmodernos.

Mecanicismo y humanismo Muchos terapeutas postmodernos afirman que, en general, la “metáfora cibernética” es un modo mecanicista de ver la interacción humana en términos de modelos matemáticos, diagramas de

máquinas, o computadores (Hoffman, 1990; Paré, 1996). Esta metáfora mecanicista no haría justicia a la humanidad de los sistemas humanos, ya que está basada en analogías completamente extrínsecas al objeto de su interés. La visión narrativa se posiciona, en cambio, como una visión “humanística”, que podría otorgar a la persona los derechos que le son negados por otros enfoques terapéuticos, especialmente el sistémico (Parry, 1991; White, 1995; Zimmerman & Dickerson, 1994). Algunas citas quizás nos puedan expresar mejor este concepto:

Si la terapia familiar operara dentro un paradigma completamente narrativo, el terapeuta  podría trabajar al mismo nivel que el descrito por el cliente. Lo que nos ha estado ocurriendo se vuelve un conjunto de eventos vinculados sobre una secuencia en el tiempo [Parry, 1991,  p.40]. Cuando conectamos la acción a su sentido, estamos resucitando y elevando el factor de conciencia en la explicación de los actos y los eventos en las vidas de la gente. Somos incentivados a priorizar las nociones de las personas de lo que están haciendo y porqué están haciéndolo, sus visiones de como las cosas se han llegado a ser lo que son, entre otras cosas [White, 1995, p. 216].

El punto es, en otras palabras, devolver a la persona -al sujeto individual- lo que le había sido robado por un compromiso muy profundo con la visión relacional que ignoraba a las personas a favor de las relaciones (ver Bertrando, 1997), junto con usar metáforas diferentes para subrayar este nuevo humanismo. Parry y White proponen una interpretación de la interacción de la familia y el grupo humano pequeño, usando otros instrumentos como la crítica textual, el análisis histórico o la etnografía. Lo que se critica es, me parece, sólo un aspecto del enfoque sistémico. Para liberarnos del lenguaje “humanístico” del psicoanálisis y marcar la especificidad de su propio enfoque, los terapeutas adoptaron un lenguaje “frío”, lleno de metáforas mat emáticas y mecánicas, como son las variables, termostatos, mecanismos de retroalimentación, entre otras, más tarde sustituyéndolas por metáforas biológicas en el período constructivista. Una actitud anti-humanística está de seguro  presente en los escritos de los primeros cibernéticos (Heims, 1991), pero no es de ningún modo su esencia. La gran idea del grupo original cibernético no era, como muchos creen, usar analogías tomadas de la incipiente ciencia computacional para explicar el comportamiento humano dentro de

“sistemas familiares”. Para Bateson -aunque también para otros autores como Wiener, McCulloch, Mead y von Foerster- la cibernética no es una metáfora (si excluimos la idea que el concepto de metáfora es en sí mismo una metáfora): Es, más bien, es un lenguaje descriptivo. De acuerdo con Bateson, la cibernética describe la interacción humana, más que reducirla a una máquina. Como hemos visto, fueron los seguidores de Bateson quienes trivializaron las ideas de Bateson, volviendo a las familias en mecanismos de relojería para reparar. Una comparación con las escrituras de los  primeros cibernéticos con los libros del MRI es suficiente para mostrar la diferencia. Hoffman, Parry y White, sin embargo, nos recuerdan una importante mala práctica del modelo cibernético. Muchos terapeutas sistémicos -especialmente los sin experiencia- corren el riesgo de reificar las metáforas cibernéticas e imaginar que ven circuitos reales, retroalimentación y reguladores dentro de las familias. Pero los más hábiles entre los terapeutas sistémicos si evitaron esta trampa, y en los años recientes el potencial de este tipo de reduccionismo deshumanizado ha sido disminuido bajo la influencia misma del pensamiento narrativo.

Tecnologías y política Drewery y Winslade (1997), concientes de que la cibernética evitaba cualquier interés por la  política, ven las raíces de la terapia narrativa en la crítica de la práctica del poder: una recuperación del discurso con el que tuvo que lidiar Michael Foucault dos décadas antes (Foucault, 1971a, 1976, 1994). Es así que el pensamiento narrativo se liga a la crítica política. Esto es, sin duda, un enriquecimiento -aunque algo atrasado- para la terapia: tal perspectiva era bien conocida y  practicada en la década de 1970 dentro de la psiquiatría crítica europea (ver, por ejemplo, Basaglia, 1967). Pero esta misma perspectiva es más bien una versión de la narrativa llevada al espacio terapéutico, muy distinta respecto de cómo es concebida en la psicología general, el psicoanálisis u otros campos relacionados, donde el desarrollo del trabajo de Foucault usualmente es ignorado (ver Bruner, 1990; Mitchell, 1981; Polkinghorne, 1988). En lo que concierne a la cibernética, la ausencia de una perspectiva política y, en particular, cualquier análisis de las prácticas de poder está ligado no solo a actitudes teóricas 20, o a los orígenes del enfoque a partir de la cultura estadounidense en los 1950's, sino que también a razones  prácticas. Los tipos de terapias inicialmente practicadas por profesionales sistémicos apuntaban en su mayoría a re-balancear y re-estabilizar del  status quo ante  (ej. terapias estratégicas que 20

Como la bien conocida idea de Bateson de que el poder es una “metáfora que corrompe” (ver Bateson, 1972).

apuntaban sólo a quitar el síntoma). Tales terapias se vuelven, por la fuerza de las circunstancias, conservadoras: lo que cuenta es remover cualquier obstáculo para una buena adaptación a la condición social existente. Cuando la terapia sistémica se transforma en una terapia interesada en una exploración abierta dentro de las vidas de los clientes, la introducción de una perspectiva  política -en términos de análisis de la posición de uno en relación con las prácticas de poder- se vuelve un deber, como la crítica feminista ha explicado exhaustivamente (Hare-Mustin, 1986). Sin embargo, pueden surgir problemas si los terapeutas esbozan directamente una crítica de las prácticas del poder de Foucault, desde la cultura y la economía al terreno de la terapia 21. Traducir la terapia en los términos de Foucault significa que las historias de los pacientes -es decir,  portadores del problema- se vuelven conocimientos subyugados, mientras que las visiones de los otros miembros de la familia -sin mencionar la de los expertos- se vuelven conocimiento dominante (ver White & Epston, 1989). La idea de las familias que producen un “conocimiento dominante”, en contraste al supuesto “conocimiento subyugado” de los “pacientes”, es una metáfora que es tan inapropiada como la metáfora matemática aplicada por Watzlawick a la condición humana. Se vuelve el enésimo ejemplo del absorber, en terapia, teorías sin ninguna relación con la terapia misma, el mismo proceso que condujo en el curso de los años a usar metáforas cada vez más diferentes (fascinantes pero lejanas de la práctica terapéutica) 22. Además, una segunda idea implícita es que el terapeuta debería de algún modo escapar del sistema de poder. Por ejemplo, Anderson y Goolishian (1992) y Epston y White (1990) hacen un listado de preguntas que, por el hecho mismo de ser preguntas y no afirmaciones hechas por el terapeuta, deberían liberar al cliente y empoderarlo. Pero, como lo hubiera dicho Foucault, el poder es una red de relaciones que nos vincula a todos y no la intención de un individuo; entonces el hecho mismo de ser un terapeuta (incluso uno benevolente) y por lo tanto la persona que decide hacer preguntas, aunque sean de lo más liberatorias, supone estar en una posición de poder 23. Y se vuelve imposible de escapar de esta posición de poder. Nuevamente, como Jay Haley hubiera  preguntado, ¿estamos seguros que el poder es en sí mismo algo malo?

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Incidentalmente, en casi toda la literatura narrativa, el interés en Foucault está casi exclusivamente centrado en su crítica a las prácticas de poder, casi ignorando sus primeros y últimos trabajos. Esto se debe probablemente a la interpretación de Foucault por Paul Rainbow, en su influyente antología The Foucault Reader (Rainbow, 1984), la cual es la mayor fuente de escritos de Foucault para muchos terapeutas narrativos, como se puede apreciar especialmente en las escrituras tempranas de Michael Whtite (ver White, 1989). Esto no significa, sin embargo, que las ideas de Foucault no valen el estudio para los terapeutas: Intento lidiar con algunas de ellas en los próximos capítulos Para una crítica a tales analogías, ver Stengers (1995). Tal fe en el valor no-autoritario y liberador de las preguntas se remonta a la teoría y práctica de los Asociados de Milán (ver Boscolo et. al., 1987). Me hago cargo nuevamente del poder en el diálogo en el capítulo 7 y doy algunos ejemplos de el valor doble de las preguntas en el capítulo 8.

Conocimiento y conocimientos Los terapeutas postmodernos critican la presunción, de la cual incluso los terapeutas sistémicos a veces son propensos, de conocer el “verdadero” sentido de las acciones del cliente. Puesto así, la teoría cibernética simplemente cam bia desde ubicar tal sentido “verdadero” a partir de una posible causa biológica o impulsos inconcientes “profundos”, hacia un sentido relacional dado  por un sistema en el cual el cliente individual está inmerso. Cualquier hipótesis sistémica o reencuadre, entonces, no es más que una constricción del cliente en un conocimiento dominante: el del terapeuta. Anderson y Goolishian (1992), los autores más fuertemente asociados a esa crítica, llaman a una posición de no-saber por parte del terapeuta, donde el terapeuta se limite a sí mismo a mantener abierta una conversación, adoptando una actitud hermenéutica:  No-saber requiere que nuestro entendimiento, explicaciones e interpretaciones en terapia no se limiten por experiencias previas o verdades y conocimiento teóricamente formados (...) El terapeuta no “sabe”, a priori, la intención de cada acci ón, sino que debe confiar en la explicación dada por el cliente. Al aprender por curiosidad, y al tomar la historia del cliente seriamente, el terapeuta se une al cliente en una mutua exploración de la experiencia y entendimiento del cliente [Anderson & Goolishian, 1992, pp.28-30]. Dicha posición es una cura para cualquier ilusión de haber encontrado la “verdadera hipótesis” que pueda explicar a un paciente o a una familia, y es, de hecho, consistente con la  posición radicalmente hipotética que describo en el capítulo 1. Por otra parte, tiene sus riesgos: específicamente en una visión epigenética, es imposible adoptar una verdadera posición de nosaber, porque el terapeuta no puede evitar saber su propia experiencia, lo cual inevitablemente llevará a su mente la posición teórica una vez asimilada o lo hará sugerir hipótesis, en cada caso,  basadas en una analogía a situaciones similares o en una diferencia con otras diferentes. De este modo, el no-saber conlleva el peligro de volverse una forma de pensamiento ilusorio en el cual el saber se hunde en lo no-dicho, o de volverse una actitud estratégica: una simulación, a veces, de no saber (estos puntos han sido ya discutidos largamente por Boscolo y Bertrando, 1996).

Críticas sistémicas del postmodernismo Las críticas postmodernas han sido fundamentales para revelar límites e inconsistencias

dentro del modelo sistémico. Pero podemos encontrar un conjunto similar de inconsistencias dentro de la metáfora postmoderna misma si adoptamos, por un momento, un punto de vista sistémico. Algunas ideas sistémicas, pienso, pueden ser una cura apropiada para las limitaciones del  postmodernismo.

Individualismo En una clave narrativa, el punto de vista del terapeuta cambia cada vez más hacia el individuo: para contar una historia, se necesita un narrador, y el narrador necesariamente es un “self” individual. El historiador de la psicología Julian Jaynes (1976) fue muy lejos al afirmar que el concepto mismo del self es casi inútil para la vida diaria (podemos vivir, movernos y actuar sin  pensar en nuestros “selves”24), si no fuera por la necesidad de “narrativizar” nuestras vidas. El self es necesario para contar nuestras propias historias. La visión narrativa, por lo tanto, nos conduce a una perspectiva individualista, donde el individuo es visto como el punto de vista para las relaciones, más que inserto en, e inseparable de ellas. En la mayoría de los artículos terapéuticos importantes dedicados a la narrativa, los autores se refieren al “cliente”, más que a los “clientes” ( por ejemplo, en su artículo fundamental de 1991, Parry habla sobre cómo “una persona cuenta su historia”, recobrando así su propia voz ). Hoffman (1990) justamente recuerda cuán fácil puede ser caer en el misticismo feliz de la armonía de Bateson, donde todos los sistemas se reflejan a sí mismos, contrastando dicha visión idílica a la dura experiencia, por ejemplo de un individuo sujeto a abuso y violencia. Zimmerman y Dickerson (1994), en una clara revisión de la justificación de su giro narrativo, afirman, siguiendo a Michael White, que cualquier persona debería “volverse autor de su propia historia” (p. 243). Penn y Frankfurt (1994) afirman que, al crear nuevas historias, “la experiencia monológica anterior se vuelve una experiencia de diálogo interno -hablar con nosotros mismos- produciendo un cambio en nuestra conversación con los demás. Esto creemos que es el 'material' de las nuevas narrativas” (p. 218). Una vez más, la historia nos lleva directo al self y a la experiencia interna, y el diálogo se vuelve simplemente un segundo paso. Esto es de lo más notorio en el momento que esos autores se inspiran por el construccionismo social radical: ellos aman la idea de disolver el self dentro de la interacción social y lingüística (Shotter & Gergen, 1989) y tienden a considerar al individuo que conocemos como un artefacto social e histórico (Cushman, 1995). Pero, al final, ellos caen en el encanto de las historias y las ven como contadas por self individuales tradicionales. 24

 Nota del traductor: Self en plural (inglés).

Esto no es en sí mismo un problema, pero puede volverse uno si el self -el individuo- se ve como contrapuesto a su propio contexto. Por ejemplo, en el modelo de Michael White, vemos una historia única, dominante y principal existiendo en las familias, las cuales mantienen (con el apoyo de instituciones y expertos) un sistema de poder y explotación. El objetivo para la terapia es llevar adelante una nueva historia, donde el oprimido pueda dejar de serlo. Aquí la influencia de teorías críticas, tales como las de Foucault o del feminismo, c entradas en la idea de “opresión” ( de culturas subyugadas, del género femenino, etc.) por un poder dominante (un conocimiento privilegiado, el género masculino, etc.), ha sido decisiva. Transferir tales posiciones a la terapia familiar conduce a una visión del individuo como oprimido por el sistema familiar que representa a la cultura dominante25: así es como el cliente individual debe ser “liberado”, volviéndose el autor de su propia historia. En un cierto nivel, lo anterior es una idea maravillosa. Pero, en otro, nadie es cien por ciento autor de su propia historia: todos nosotros, en algún modo, “somos relatados” por el lenguaje y el discurso, tal como el mismo Foucault (1971a) ha observado. Somos relatados porque estamos inseparablemente insertos dentro de nuestro contexto 26. De acuerdo con Bakhtin, “El propio discurso de uno es gradual y lentamente producido por palabras de los demás que han sido reconocidas y asimiladas, y los límites entre ambos son apenas perceptibles a primera vista” (Bakhtin, 1935/1981, p. 345). A veces esta afirmación de la noción de “liberación” del contexto tiende a pasar por alto todos los factores que ligan y armonizan a los miembros familiares. Muchas familias, incluso las que vienen a terapia, están buscando nuevas maneras de estar juntos, ya que están juntos. Y todo esto esconde un problema teórico más sutil: en una perspectiva clínica narrativa, ¿es realmente  posible lidiar con problemas supra-individuales? Y si no, ¿cuál es el propósito de la terapia familiar?, o, como Minuchin (1998) diría, ¿dónde está la narrativa familiar en terapia familiar? A veces parece sólo una terapia (liberación) individual frente a la familia.

Contextos Hasta ahora hemos revisado algunas aporías que hacen difícil adoptar una actitud narrativa  postmoderna “integral” en terapia. Creo que estas emergen al olvidar, o al permitir que se vaya al 25 26

Una posición reminiscente de la antipsiquiatría británica de los 1960's (ver, por ejemplo, Laing, 1969; Laing & Esterson, 1964; ver también Bertrando, 2006). Foucault no adhería a ningún humanismo ingenuo, como puede ser testimoniado por la mayoría de sus textos y además por algunas afirmaciones personales, como esta, tomada de una de sus entrevistas: “...lo que corre por nosotros, que esta dentro de nosotros y estaba antes de nosotros, lo que nos sostuvo en el tiempo y el espacio fue el sistema...Antes que cualquier existencia humana, debía haber ya un conocimiento discursivo, un sistema que redescubr iremos” (Foucault, citado en Eribon, 1989 [Traducción inglesa], p. 161). Por supuesto, el “sistema” al cual se refiere Foucault es el sistema lingüístico saussuriano, no el sistema batesoniano.

trasfondo, un punto de vista básico del enfoque sistémico: el contexto. La condición paradójica del  postmodernismo y su tendencia al individualismo son, en el análisis final, problemas de visión contextual. Es mejor que sean afrontadas recordando algunas e las ideas de Gregory Bateson, si es que no ha sido prácticamente borrado de las referencias terapéuticas contemporáneas. Aún así es imposible, incluso hoy en día, considerar sus contribuciones como obviedades o trivialidades. Entre ellas, la idea de Bateson de contexto sigue iluminando. Estando perfectamente conciente que la visión sistémica es en sí misma producto del observador o del “narrador”, Bateson traba jó, dentro de su pensamiento holístico, para sobreponerse a lo que llamó falsas dicotomías, incluyendo aquella entre individuo y contexto (y la de observador y observado). “La unidad de supervivencia es el organismo dentro del ambiente, no el organismo contra el ambiente. El problema [es] si tú y yo estamos opuestos o somos parte de algo en lo que estamos incluidos” (Bateson, 1991, p. 274). Por supuesto, esta inclusión mutua puede ser  peligrosamente cercana al misticismo feliz que Lynn Hoffman temía; pero evitando esta trampa  pegajosa es posible liberarse de la idea simplista que los individuos están oprimidos y subyugados  por su contexto, ya sea la familia, la sociedad o la cultura. Esto no quiere decir que la opresión no exista: la cuestión general es mucho más compleja (y requiere reconocer nuestra independencia decisiva). Las personas y lo que hacen entre ellas crean una textura de relaciones, la cual, a su vez, contextualiza su comunicación, un “entramado de contextos y mensaj es que proponen el contexto,  pero que, como todos los mensajes, cualesquiera que sean, tienen 'significado' solo en virtud del contexto” (Bateson, 1972, pp.275-276). Los mensajes -intercambio de significado- crean contextos que recursivamente dan significado a los mensajes. Y esta textura de relaciones está en un contexto en constante evolución. El contexto, de este modo, no debe ser considerado como “lo que limita” al individuo, ni aquello que contiene “dentro de él” a las personas y sus acciones. Los postmodernistas, alineados con su énfasis lingüístico, están bien concientes de los contextos lingüísticos-semánticos. Como David Pocock (comunicación personal) dice, “Por ejemplo, un cliente puede decir 'odio a mi padre'. El terapeuta no debe asumir que sabe sólo a partir de las palabras el significado que se quiere expresar. El terapeuta puede usar 'odio' de una manera muy diferente. El entendimiento puede ocurrir a través de estrechar el contexto (puede simplemente  preguntar al cliente, '¿cómo estas usando la palabra odio?')”. Aunque una visión totalmente contextual también es diferente. En esta visión, los límites que separan lo que pertenece al individuo de lo que pertenece a los sistemas en los cuales el individuo está incluido se vuelven menos precisos. El sistema es un todo que no puede estar totalmente presente en la conciencia individual, del mismo modo que el

sistema no puede nunca definir totalmente al individuo: pensar al individuo como definido por el sistema es uno de los más serios errores de la primera generación de terapeutas sistémicos, pero ciertamente no fue un error de Bateson. Aquí, sin embargo, la idea que estamos hechos sólo por historias que nos contamos a nosotros mismos, comienza a desmoronarse. Las historias existen sólo en nuestras conciencias, pero el individuo conciente no lo es todo. Las bases inconcientes de nuestro entendimiento y nuestro actuar en el mundo no pueden ser identificados con las “historias” que contamos, sometidas a ningún tipo de falsa conciencia. De este modo, uno puede responder a Parry (1991), quien afirma que “un terapeuta habla a individuos, no a familias”, en estos términos: “Esto es cierto, si damos por hecho que un individuo realmente habla por sí mismo y no como parte de un sistema más amplio que lo habla a él y, debido a esto, también al terapeuta (...) ” La “historia”, entonces, es un acercamiento excepcionalmente útil para entender lo que sucede a un individuo: su experiencia de lo que le sucede. La interacción familiar, que constituye el contexto inmediato de la historia, está en un nivel separado y no es un sinónimo de las “historias” contadas por otros miembros familiares: aquellas aún son experiencias individuales, y están al mismo nivel que la primera historia. La terapia está sobre otro nivel todavía y así sucesivamente. Se genera confusión cuando olvidamos tales distinciones entre contextos y el hecho que cada contexto es a su vez contenido dentro un contexto, en un virtual regressus ad infinutum (Goffman, 1974). Si un cliente me cuenta una historia, no implica inmediatamente que me esté contando su historia. Es la historia que el cliente me cuenta  – ya que soy el terapeuta- que se encuentra doblemente contextualizada: ya que es contada en una relación de dos personas y porque esa relación de dos personas obtiene su significado en el contexto terapéutico (aquí un psicoanalista  probablemente hablaría sobre transferencia y contratransferencia). Y la historia que emerge en una sesión familiar obtiene su significado al ser contada dentro de esa familia, luego al ser contada a una tercera persona en la presencia de la familia, después con el hecho que la tercera persona es considerada un terapeuta, y así sucesivamente. El trabajo terapéutico se vuelve, más que nada, una lectura y una remodelación de contextos. Primero, la lectura de la relación terapéutica (es decir, el  primer contexto de la terapia, que da sentido a todo lo que sucede en ella), luego la lectura de las redes relacionales y los patrones que constituyen el contexto de vida de los clientes, y después, si es necesario, una lectura de los contextos de esos contextos, y así sucesivamente. Esas son premisas  bien conocidas de la terapia sistémica: pero pasarlas por alto, como fácilmente puede suceder en la  práctica contemporánea, trae grandes riesgos. Un enfoque contextual, en cambio, puede resolver muchos problemas planteados por las terapias narrativas: tales como el problema de la culpa, que está estrechamente ligado a la

disolución de la familia en la práctica narrativa. La familia parece a menudo faltar en la terapia narrativa precisamente para no culparla. En cambio, lo que se culpa -implícitamente- son los discursos culturales. La familia es culpada y a la vez exonerada porque la terapia narrativa contextualiza el rol de la familia crudamente. Esta es la razón porque la narrativa y el  posmodernismo señalan el macro-contexto político, pero pasan por alto la textura del microcontexto que da forma a la escena terapéutica. Si pensamos que la cultura es el contexto en el cual la familia está inserta y que ésta se encuentra en otro nivel que la interacción familiar, entonces se vuelve posible volverse contra, por ejemplo, el sexismo sin culpar a la familia o a algunos de sus miembros, y de este modo aún hacer terapia familiar productivamente.

Lenguajes Los terapeutas narrativos y conversacionales tienden a poner mucha atención al discurso y a las palabras, lo cual es lógico para gente profundamente influenciada por el deconstruccionismo literario y la crítica textual como Derrida (1967), quien es, antes que todo, un exégeta de la palabra escrita. La metáfora favorita de estos autores es el texto de Derrida; otras influencias similares son la teoría de los juegos de lenguaje de Wittgenstein (1953) o las teorías de los actos de habla de Austin (1962). La metáfora del texto está en peligro de ser desorientadora justamente por la fascinación a ella: uno se arriesga a olvidar que es una metáfora; uno reifica y trata a una terapia como si fuera un texto escrito. El problema aquí es la tendencia a enfatizar un único aspecto del intercambio terapéutico. Reificar la metáfora del texto deja mucho del encuentro humano en las sombras. Claramente los significados se comunican en palabras, pero pueden ser comunicados de much as otras formas: “Un dibujo de Mondrian no representa [o no establece] nada, pero significa mucho” (Goodman, 1978). Es verdad, todos los artículos de terapia explican que en terapia el “texto” está hecho de cuerpos además de palabras, pero es también verdad que, al trabajar pragmáticamente en los eventos en la terapia, la lectura se centra en las palabras, dando la idea que uno pudiera hacer una terapia escrita (Miller & Gergen, 1998, llegaron a reconocer un valor terapéutico de los foros de Internet). Esto conduce a una visión muy parcial de la terapia (y de la interacción humana también). Por supuesto que el texto es un poderoso determinante de nuestras identidades (Shotter & Gergen, 1989) y es la base – tal como Derrida planteaba- para todo lo que somos y decimos. Pero las  personas no son textos, del mismo modo que un plano de un avión no puede volar sobre el océano. Contrariamente a la opinión habitual, en terapia -al igual que en otros intercambios humanos- no intercambiamos sólo palabras, ya sean metafóricas, polisémicas o usadas en variados juegos de

lenguaje. El contexto de la terapia está definido no sólo por las palabras de el terapeuta o el cliente, sino que además por un intercambio de significado a través de otros medios: el paralenguaje (Sebeok, Hayes & Bateson, 1964), la kinésica (Birdwhistell, 1970), la proxémica (Hall, 1966), entre otros. Parece ser que el discurso de la comunicación no-verbal se relaciona precisamente con cuestiones de relación (amor, odio, respeto, miedo, dependencia, etc.) entre el self y vis-à-vis, o entre el self y el ambiente, además de que la naturaleza de la sociedad humana es tal, que la falsificación de este discurso se vuelve rápidamente patógena. Por lo tanto, desde una visión adaptativa es importante que este discurso sea llevado adelante a través de técnicas que serán relativamente inconcientes y sólo imperfectamente sujetas a control voluntario (...) Si esta visión general sobre el tema es correcta, significa que traducir los mensajes kinésicos o paralingüísticos en palabras, es como introducir una burda falsificación debido (...) especialmente al hecho que todas esas traducciones deben dar la apariencia de intento conciente al relativamente inconciente e involuntario mensaje icónico [Bateson, 1972, pp. 412-413]. Hoffman (1990) insta a los terapeutas en escuchar a sus clientes. Pero si consideramos la  posición de Bateson, significa que sería sensato distanciarnos de la ortodoxia narrativa y recordar que puede ser una buena idea, para todos los terapeutas, aprender, primero, a observar a la gente, y sólo después, aprender a escucharla (no solamente porque es más fácil mentir con palabras que con el cuerpo, sino que también porque el lenguaje corporal nos dice cosas que las palabras no pueden comunicar). Esto es significativo además ya que a menudo las palabras no son tan centrales en la experiencia de la interacción terapéutica del cliente, como los terapeutas esperarían que fuera. Como una ex cliente mío una vez dijo, hablando sobre lo que recordaba de mí, su terapeuta, durante una pausa de dos meses en la terapia: “Recuerdo algunas expresiones de su cara, algunos tonos de su voz…esas son las memorias que me llevé, que son un apoyo para mí. Y además, claramente, algunas de las palabras que dijo, solam ente algunas partes”. Para ella las palabras no habían sido de ningún modo las partes más importantes del lenguaje que ella había intercambiado con el terapeuta.

Doble visión Las inconsistencias y límites que hemos observado en las posiciones sistémica y  postmoderna -en sus versiones narrativa y conversacional- aparecen al comenzar de un simple

hecho: cualquier posición teórica es limitada y el postmodernismo no es una excepción. Un  problema específico del postmodernismo es lo que llamaría su aporía básica, una inconsistencia interna, la cual genera dificultades e incluso paradojas. Las aporías, como tales, son inherentes a toda teoría, no estoy proponiendo negarlas, ni superarlas. Pero, reconociendo su existencia, el terapeuta postmoderno puede ser capaz de adoptar una actitud diferente. La aporía básica del  postmodernismo yace en el intento mismo de ser consistentemente postmoderno. Para aclarar, empezaré por una anécdota contada por Kenneth Gergen, uno de los más prominentes representantes del pensamiento postmoderno en psicología: Alrededor de la mesa había un grupo de estudiosos dedicados a distintas partes del diálogo postmoderno y ansiosos de encontrar sus implicancias más amplias. Sin embargo, uno de los participantes no sólo pensaba en el tema , él lo “estaba viviendo”. Para él, cada  propuesta lógicamente coherente presentada por sus compañeros no era más que un nuevo  juguete. Cada una fue el blanco de frases ingeniosas, juegos de palabras o caricaturas irónicas. Por un momento, las travesuras deconstructivas eran disfrutadas por todos. Pero, lentamente, como si el almuerzo hubiera hecho efecto, se hizo más claro que no era posible tener una “discusión seria” (...) donde todos los participantes “se pongan postmodernos” de este modo, quedaríamos reducidos a un silencio vacío. El jugador postmoderno existe, después de todo, en una relación simbiótica con la “cultura seria”  [Gergen, 1991, p. 194]. Es claro, entonces, que uno no puede proponer un postmodernismo que no sea de alguna forma posicional: es decir, en una relación dialéctica con el modernismo que no puede ser “sobrepasado”, como sugiere la construcción del término, el cual simplemente agrega el prefijo “post” a “modernismo”. El terapeuta narrativo postmoderno entra en una paradoja similar si “debe” ver todas las narrativas como igualmente válidas y, por lo tanto, igualmente verdaderas (o igualmente falsas, lo cual sería lo mismo). Esto genera una ineludible primera paradoja. El no aceptar alguna teoría es en sí mismo una posición teórica (o metateórica). Los terapeutas  postmodernos se vuelven, de este modo, auto-contradictorios, ligados a una presuposición teórica firme e inequívoca: estar obligados a ignorar cualquier teoría. Pero, por ejemplo, ¿qué diría la mayoría de los terapeutas narrativos postmodernos si alguien dijera que el género, la violencia o los abusos son “sólo historias como otras historias” y, por lo tanto, sujetas al relativismo mismo al cual la visión sistémica está sujeta? Incluso esas afirmaciones, así de aberrantes, serían perfectamente legítimas dentro del marco postmoderno. De hecho, ni Lyotard (1979) ni Derrida (en Kearney, 1984) niegan la existencia de algún tipo de realidad. Ellos sólo instigan la duda sistemática sobre las premisas y teorías de uno (las

metanarrativas). Sin embargo, aparentemente, muchos terapeutas postmodernos tienden a volver esa duda en certeza, aunque negativa. El problema, para mí, está en la prescripción de una actitud  postmoderna. Por ejemplo: “El postmodernismo no acepta teorías (narrativas) generales, por lo tanto, los terapeutas postmodernos no deben tener ningún prejuicio teórico”. Lo mismo ocurre con la prescripción de una actitud narrativa: decirse a sí mismo, “Debo hacer esto de manera narrativa”, es ser crédulo a la narrativa de la terapia narrativa. En ese momento el terapeuta post-moderno es un modernista. Para mí, una posible solución para el terapeuta es lo que Bateson llama una “doble visión” 27 (la cual, en este caso, significa la posibilidad de adoptar una actitud modernista dentro del  postmodernismo y viceversa). Tal doble visión, junto con otros aspectos de la terapia, tiende a ser adoptada espontáneamente por los terapeutas en sus prácticas, pero, siendo un proceso, es rara vez teorizada. Por ejemplo, todos los terapeutas -aunque más a menudo los sistémicos- alternan habitualmente entre el sentido común y las prácticas poco comunes. El precursor de la “terapia poco común”, universalmente reconocido, es el mismo Milton Erickson (Haley, 1973). Pero las intervenciones poco comunes de Erickson están profundamente enraizadas en el sentido común estadounidense, lo cual le permitió encajar rápidamente con sus clientes estadounidenses, lo que significó una parte importante de sus muchos éxitos 28. De manera análoga las primeras intervenciones paradójicas del equipo original de Milán eran excéntricas -a veces en extremo- pero los miembros del equipo las preparaban usando fragmentos de sus vidas cotidianas, como libros que habían leído, películas que habían visto y memorias, así como detalladamente investigando la vida de sus clientes (Boscolo, comunicación personal). Para el terapeuta practicante es imposible mantener una consistencia teórica completa en su trabajo. Aprendí esto cuando trabajaba con Luigi Boscolo en nuestro libro del tiempo en terapia (Boscolo & Bertrando, 1993). Nos dimos cuenta que tendíamos a considerar la noción de un tiempo irreversible de diferentes maneras, dependiendo del contexto. Con los clientes que luchaban para deshacer lo que había ocurrido en el pasado, acentuábamos el sentido común, la idea termodinámica que el tiempo es irreversible y el pasado no puede ser cambiado. Con los clientes que, al contrario, 27

28

De acuerdo con Peter Harries-Jones, “La frase 'doble-visión' es tomada de William Blake...Bateson tomó la idea de Blake queriendo decir que los poetas levantaban características sumergidas del inconciente como una ayuda a nuestro entendimiento conciente” (Harries-Jones, 1995, pp.264-265). Yo uso la idea de doble visión, en un modo diferente, más amplio; vuelvo a este tema en el capítulo 6. “Él era muy estadounidense en su forma de ver. Las historias y los ejemplos de vida que presentaba, nacieron en una granja y de los valores de pueblo pequeño...él tenía un entendimiento básico de lo que era crecer en los Estados Unidos que le clarificaba las etapas de la vida familiar y el proceso normal de la vida” (Haley, 1982, pp. 51 -22).

vivían en un universo determinista y estaban atrapados en la idea que su estado presente es el único  presente, empezábamos a trabajar con preguntas hipotéticas, creando la posibilidad -totalmente contraria al sentido común- de crear un nuevo pasado, al presentificarlo. Así que la elección entre un marco de sentido común y un marco contra-intuitivo estaba dictada por la relación con los clientes y su idea sobre su situación, más que por una decisión teórica. Nuestra actividad terapéutica era inconsistente desde un punto de vista teórico pero perfectamente consistente dentro de un marco terapéutico. El análisis de la transferencia, en la tradición psicoanalítica, es algo similar. El paciente y el analista viven simultáneamente en el aquí y ahora de la relación presente y real, así como en el “entonces y allá” de la relación pasada, actualizada dentro del marco de la transferencia (ver Esman, 1990). Podríamos decir que cambiar entre el sentido común y no-común es una característica de todas las terapias. La situación terapéutica misma, vista de más cerca, está llena de ejemplos de doble visión, los cuales parecen paradójicos a primera vista. La terapia es una relación extremamente íntima, incluso siendo estrictamente formalizada y sujeta a muchos límites. Requiere una espontaneidad completa del terapeuta, aunque requiere dominar técnicas complejas y difíciles de aprender. Quizás el ejemplo más sorprendente es la dialéctica entre el conciente y lo inconciente. Bateson ha resumido maravillosamente esta dialéctica compleja, con referencias al arte “primitivo”. Si seguimos su discurso, sustituyendo “terapia” por “arte”, lle gamos a esto: De este modo, se vuelve relevante mirar cualquier trabajo de [terapia] con la pregunta: ¿qué componente del material de este mensaje tenía qué orden de inconciencia (o conciencia)  para el [terapeuta]? (...) creo que lo que (...) cualquier [terapeuta] está tratando de comunicar algo como: “Esta es una clase particular de mensaje parcialmente inconciente. Establezcamos esta clase particular de comunicación parcialmente inconciente” O quizás: “Este es un mensaje sobre la interfaz entre lo conciente y lo inconciente” [Bateson, 1967,  pp. 137-138]. La visión única no es suficiente para hacer una terapia como tal. ¡Incluso los terapeutas que creen en una versión totalmente deliberada de terapia, confían al final en su propia sabiduría espontánea cuando la hacen realmente!. Erickson mismo fue el primero en ser muy intencional y directo, aunque confiando en su “mente inconciente” que moldeaba su práctica. Una de las contribuciones fundamentales del postmodernismo a la terapia puede ser precisamente esta: la habilidad de aceptar contradicciones teóricas e incluso pragmáticas sin la necesidad de resolverlas

de una vez por todas, sino que, usándolas en una forma más suelta y menos constrictiva de hacer terapia. Esta aceptación puede además ser una forma de ir más allá del conflicto entre texto y contexto, entre metáfora sistémica y narrativa, lo cual tiende a tener un efecto empobrecedor en la terapia. Podemos cambiar fácilmente entre estos dos modos de pensar, que trabajan en diferentes niveles en terapia y que tienen diferentes implicancias en el proceso terapéutico. El texto es útil para entender la dimensión subjetiva de la experiencia, el significado que las personas encuentran para ellos mismos como individuos. El contexto es útil para aprehender alguna idea de la dimensión supra-personal de la vida, de todas esas partes de nuestra experiencia que tendemos a no darnos cuenta, porque existen en algún lugar más allá de nuestro conocimiento y nuestras condiciones de conocimiento. El terapeuta continuamente cambia desde uno al otro, en un esfuerzo para dar sentido a la relación con los clientes. Esto puede ser una manera verdaderamente postmoderna de trabajar.

CAPÍTULO TRES Prácticas y teorías En las páginas anteriores nos podemos hacer una imagen de la evolución en las últimas cinco décadas de la terapia sistémica, enmarcada, al menos en parte, dentro de la corriente principal de la terapia familiar, que está inserta, a su vez, dentro del contexto más amplio de la psicoterapia. Y especialmente a partir del capítulo 2, podemos comenzar a desarrollar un entendimiento de los conceptos teóricos básicos de la terapia sistémica. Para mí, al menos en mi modo de trabajo, las ideas teóricas básicas de la terapia derivan directamente de la dialéctica -el diálogo- entre el  pensamiento moderno y el postmoderno. Si tuviera que resumirlas, la lista sería más o menos así. La primera idea base se refiere a las relaciones. Está claro que la mayoría de los modelos de terapia familiar que no son sistémicos, otorgan gran relevancia a las relaciones interpersonales 29, y en las últimas décadas el mismo interés ha emergido además dentro de otros campos terapéuticos, como el psicoanálisis y la terapia cognitiva 30. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre estos enfoques y la terapia sistémica: en esta última, las relaciones son constitutivas, en el sentido que ellas aparecen -desde un punto de vista lógico- antes que los individuos. Como observé en otro trabajo (ver Bertrando, 1997), dentro de la metáfora sistémica que esta blece Bateson, “las relaciones son más importantes que los individuos”. El individuo, en otras palabras, no aparece primero, en aislamiento, para interactuar después con otros individuos, creando relaciones: las relaciones aparecen primero y luego, a partir de ellas, podemos aislar individuos. Por supuesto, para mí -y para los terapeutas sistémicos como yo- ésta es una elección metodológica. Las relaciones no aparecen primero en el mundo de “allá afuera”: ellas no aparecen  primeras, según mi visión. No tengo un conocimiento positivo “verdadero” de la realidad del mundo. A partir de esto surge la segunda idea base, la conciencia de la parcialidad de todo conocimiento, en especial de las limitaciones del conocimiento del terapeuta y de la relevancia del conocimiento de los clientes sobre sus vidas. Esto no significa, sin embargo, que éste conocimiento deba volverse, en cambio, en una nueva verdad absoluta en terapia: el conocimiento de los clientes de sus vidas es, además, parcial y limitado, exactamente como el mío. Dos ideas base más se refieren a las condiciones en las cuales pongo en acción mi conocimiento terapéutico. Intento poner atención a la multiplicidad de contextos en los cuales yo y 29 30

Para entender esto, uno sólo tiene que consultar algunos manuales comprensivos de terapia familiar (ej. Becvar & Becvar, 1996; Gurman & Kniskern, 1991; Nichols & Schwartz (1998). Para el primero, ver los trabajos de Schafer (1976, 1981), Greenberg & Mitchell (1983), Stolorow, Atwood & Brandchaft (1994), para un cuadro comprensivo, Eagle (1999). Para la segunda, ver Guidano (1987).

mis clientes estamos incluidos, para crear un mapa de contextos, interacciones de contextos y de  personas dentro de ellos. Al mismo tiempo, intento además tener una conciencia de la dimensión lingüística de la interacción humana, donde “lingüístico” se refiere a los varios lenguajes diferentes, no simplemente a las palabras. La últimas dos ideas base se refieren a la naturaleza misma de los sistemas. Me refiero a los sistemas humanos y aunque ellos tengan algún parecido a los sistemas mecánicos, físicos o incluso  biológicos, no pueden identificarse con ellos completamente: los sistemas humanos tienen su especificidad. Como cualquier otro sistema humano, además, los sistemas terapéuticos, establecen también alguna relación de poder, lo que significa que yo debería estar conciente de la dimensión  política -de poder- de todos mis actos terapéuticos. El lector se dará cuenta que todos estos conceptos provienen de la interacción compleja diálogo- entre pensamiento sistémico y postmoderno, como he delineado en el capítulo 2. Para mí, estos son puntos básicos de orientación para el terapeuta sistémico. Pero el hecho es que tales conceptos deben ser traducidos a la práctica terapéutica, deben volverse actos. Uno podría  preguntarse cuales son las reglas implícitas que obedecemos en nuestro trabajo, cuál es el conocimiento tácito (Polanyi, 1966) al que recurrimos. Para aquellos que como yo, se consideran a sí mismos terapeutas sistémicos, la pregunta es: ¿Qué es lo que hace sistémicas a mis terapias (especialmente cuando se llevan a cabo con individuos), aparte del hecho que yo las llame “sistémicas”? Por mucho tiempo creí que la respuesta se encontraba simplemente en llevar a la  práctica mis ideas básicas directamente como son. Pero probablemente esto no es lo que realmente sucede. De acuerdo a Michel Foucault, en cada período de la historia humana existe algo más que meras ideas o conocimiento científico: Entre la opinión y el entendimiento científico, uno puede reconocer la existencia de un nivel  particular, que proponemos llamar conocimiento [savoir]. Este conocimiento toma forma no sólo en los textos teóricos o en los instrumentos experimentales, sino que en el sistema completo de prácticas e instituciones. Sin embargo, éste no es el resultado simple y puro de esta expresión semiconciente. Comprende, de hecho, reglas que le son propias, caracterizando así su existencia, su funcionamiento y su historia [Foucault, 1969, citado en Eribon, 1989, p. 216]. Si miramos más de cerca nuestro trabajo terapéutico, podemos ver que las ideas no están incorporadas como tales en nuestra práctica cotidiana. Estas deben ser metabolizadas, transformadas,

 para tomar una forma práctica, una forma que pueda tener alguna utilidad para las personas con que trabajamos realmente. En este paso, algo ocurre. A veces las prácticas reales difieren bastante de las ideas teóricas que deberían in-corporar, por ejemplo, un terapeuta puede tener una ideología relacional fuerte, pero comportarse en un modo estrictamente individualista; en este caso, la  justificación teórica para la práctica es meramente ideológica. La mayoría de las veces, de todos modos, las prácticas in-corporadas son menos diferentes entre ellas que las ideologías teóricas, lo cual explica, creo yo, por qué los terapeutas con experiencia  – incluso de distintas orientacionessiempre pueden hablar entre ellos sobre un caso, mientras esto se hace en extremo difícil para los terapeutas sin experiencia. Las ideas teóricas básicas son el terreno en el cual la terapia está construida. No obstante, si estas ideas base no entran en la terapia como tales, debo transformarlas en algo que se asemeje lo más posible a sus lineamientos prácticos. Si nos detenemos por un momento y pensamos en esto, hay algunos de ellos que son de alguna manera obligatorios si queremos hacer terapia de acuerdo a un modelo específico. Y existen lineamientos de otro tipo, que pueden referirse a una escuela terapéutica o modelo definido pero que no es necesario que yo siga si quiero considerarme a mí mismo un terapeuta dentro de una escuela en particular. Por ejemplo, para ser un terapeuta de la tradición sistémica de Milán -al menos, en la tradición sistémica de Milán como yo la interpreto- tengo que formular hipótesis sistémicas y  pensar en términos hipotéticos. Si pienso en otros términos, digamos en términos más realísticos que hipotéticos, estoy aún haciendo terapia e incluso puedo estar haciendo una terapia aún mejor,  pero no estoy haciendo una terapia sistémica de Milán. En cambio, aunque las preguntas circulares claramente pertenecen al modelo sistémico de Milán, no estoy obligado a hacer tales preguntas para hacer terapia sistémica. Puedo estar toda la terapia sin hacerlas y aún encontrarme dentro de las fronteras de mi modelo. Algo similar podría decirse, por ejemplo, de la interpretación psicoanalítica versus el uso del diván en el psicoanálisis. Llamaré al primer tipo de lineamientos “principios  básicos” de un modelo terapéutico y “técnicas básicas” al segundo tipo.

Principios básicos de la terapia sistémica Para entender el proceso a través del cual llevo mis conceptos básicos a la práctica, tengo que entender cómo los conceptos básicos que comparto con la mayoría de mis colegas terapeutas sistémicos, que hemos derivado a partir de las lecciones de nuestros maestros, se transforman en lineamientos clínicos. A través de este examen propongo cuatro principios básicos, que delinearé en

orden lógico, aunque arbitrario. Por supuesto, todos ellos entran en mi práctica al mismo tiempo, la mayoría de las veces sin que sea conciente totalmente al respecto. Dichos principios son el rol de las hipótesis y la formulación de hipótesis, la atención a la posición del terapeuta dentro del sistema, la conciencia de la relación terapéutica y el entendimiento dialógico de la terapia.

Hipótesis La hipótesis es central en el modelo sistémico que profeso. Esto puede parecer una simpática obviedad: después de todo, el proceso de hipotetización puede ser considerado parte de las acciones y del pensamiento -explícito o implícito- de todos los terapeutas, independiente de su orientación teórica31. Esto no es así, si recordamos que, para mí, la hipótesis no es una técnica, es una visión de mundo: como terapeuta sistémico, veo el mundo hipotéticamente más que “realísticamente”, al menos hasta un cierto punto. Ya no presumo que pueda alcanzar un núcleo “real” y “auténtico” de una familia: todo lo que puedo hacer es tener una hipótesis de ella. Las consecuencias de este cambio en mis convicciones son enormes 32. Una idea así sobre la hipótesis fue enunciada por primera vez en 1980 por el equipo original de Milán (Selvini Palazzoli et al., 1980a): en terapia se crean conexiones al construir nuevas hipótesis temporales sobre los patrones de relación entre los clientes, así como entre los clientes y terapeutas; así, diferentes posibilidades interpretativas evocan ideas que pueden ser compartidas con los clientes. Las hipótesis son consideradas provisionales en sí mismas, lo que implica que es imposible encontrar la “hipótesis final” que pueda explicar el mundo de los clientes de una vez por todas y resolver sus problemas. En palabras del equipo de Milán: Las hipótesis, como tales, no son ni verdaderas ni falsas, sino que más o menos útiles (...)  precisamente por esta función de categorizar información y experiencia, la hipótesis ocupa una posición central entre los medios con que disciplinamos nuestro trabajo investigativo (...) El valor funcional del a hipótesis en la entrevista familiar es sustancialmente el de garantizar la actividad del terapeuta, la cual consiste en la búsqueda de patrones relacionales (...) La hipótesis del terapeuta, sin embargo, introduce un poderoso input de lo inesperado y lo improbable (...) y por esta razón actúa evitando el descarrilamiento y el desorden [Selvini 31

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Según Lester Luborsky (1984), por ejemplo, el proceso interpretativo en la terapia psicoanalítica, centrándose inicialmente en el síntoma, define progresivamente un “tema nuclear conflictual relacional”, sobre e l cual el terapeuta trabaja junto al cliente. Esto es esencialmente el proceso de hipotetización (ver Bertrando & Toffanetti, 2003). Esto es, incidentalmente, la cuestión central enfrentada -con diferentes énfasis- por constructivistas (ver von Foerster, 1982) y construccionistas sociales (ver Gergen, 1999): A saber, la posibilidad de que mis creencias -e incluso percepciones- “representen” la realidad como tal. Frecuentemente las soluciones más apreciadas por los terapeutas sistémicos han sido algo simplistas, ya que estos problemas han sido debatidos por filósofos durante siglos. (para una discusión más en profundidad de los problemas causados por el representacionalismo ingenuo, ver Rorty, 1980; para una crítica de algunos aspectos del construccionismo social, ver Hacking, 1999).

Palazzoli et al., 1980, p.4]. En este artículo, el grupo original de Milán está algo así como en un terreno intermedio entre una posición estratégica y una más dialógica: la hipótesis debería introducir “lo inesperado y lo improbable”, teniendo de este modo un poderoso efecto en los clientes. Es por esta razón que el equipo terapéutico no era abierto en cuanto a sus hipótesis. Usualmente, las hipótesis del terapeuta o del equipo no eran expresadas a los clientes. En lugar de esto, se daba un reencuadre, una  prescripción o un ritual. En este procedimiento, la dimensión verbal era deliberadamente minimizada y la acción era el canal privilegiado de comunicación. Todo esto tenía algo que ver con la idea de la terapia como un ritual, pero además reflejaba una actitud directiva posteriormente repudiada por los terapeutas sistémicos. Los terapeutas narrativos y conversacionales (Andersen, 1991; Anderson, 1997; White, 1995) encuentran impensable una terapia que “juegue con las cartas hacia abajo”: el cliente debería siempre ser tratado como un “igual”, desde un punto de vista ideológico y en términos de coresponsabilidad por el resultado de la terapia. Es congruente con este enfoque la idea de que deberíamos evitar las hipótesis, para no ser dominantes o manipuladores. Pero hay otra ruta posible: Puedo informar a los clientes acerca de las hipótesis que yo -o yo con mi equipo- nos hemos hecho de ellos. Esta idea representa un posible terreno intermedio entre estas dos posiciones opuestas. Mantener la hipótesis como un “secreto” podría significar un  paternalismo hacia la persona con que hablamos; por otra parte, un intento de mi parte de no haber una idea definida puede sugerir un temor a que los pacientes puedan no tolerar mis hipótesis sobre ellos (lo que ciertamente puede ser paternalista también). Creo que, si existe una atmósfera de confianza entre cliente y terapeuta, cualquier idea apropiada puede ser sugerida a los clientes. Dependerá de mí, sin embargo, la elección de las  palabras justas, la retórica correcta, de tal modo que pueda ofrecer mis ideas a los clientes de manera respetuosa y positiva (Boscolo, Bertrando, Fiocco, Palvarini & Pereira, 1993). Si logro ser respetuoso, los clientes ciertamente no serán dañados por ninguna de mis palabras. Otra cuestión fundamental tiene que ver con la posición de los clientes en la elaboración de mis hipótesis. Originalmente, las hipótesis nacían a partir del trabajo de equipo. El proceso dependía del desarrollo de diferentes ideas, que parecían ser variaciones sobre un tema central. En  palabras de Luigi Boscolo: “Cuando una hipótesis genera l es aceptada por todos los miembros del grupo, puedes seguir refinándola hasta que adquiera algún sentido” (Boscolo et al, 1987, p. 88). Hoy en día, sin embargo, pienso que puede ocurrir un proceso similar cuando trabajo sólo con mis

clientes. El proceso es el mismo, pero el diálogo se encuentra en un lugar diferente. Mientras en el  pasado las hipótesis eran fruto del diálogo interno del equipo terapéutico, hoy en día siento que cada vez más las hipótesis son un fruto del diálogo con mis clientes, siendo ellos libres de discutir, extender, criticar y elaborar mis hipótesis, además de traer sus propias hipótesis, situación que no cambia cuando trabajo con un equipo. Por lo tanto, si yo creo que mis hipótesis son parte de un diálogo que está ocurriendo con mis clientes, paso por otro cambio conceptual. En el pasado, cualquier hipótesis era vista esencialmente como “propiedad privada” del terapeuta o el equipo: hoy  puede ser considerada como una acción colaborativa.

La posición del terapeuta La primera tarea del terapeuta es estar conciente de su posición dentro del sistema terapéutico. Otra obviedad aparente: pero creo que esta simple afirmación abarca más de lo que se ve a primera vista. Para ir más allá de la lectura más superficial, necesitamos preguntarnos a nosotros mismos algunas preguntas engañosamente triviales: ¿Qué queremos decir por “posición del terapeuta”? Y ¿Dónde se encuentran los límites del “sistema terapéutico”? Las respuestas  pueden ser muy diferentes, diferencias que cuentan para un amplio rango de distintos significados dados, a través de los años, a la idea misma de la posición del terapeuta. Para mí, hablar de posición del terapeuta significa poner en la práctica clínica la noción de contexto, en sus múltiples significados. Significa considerar la posición que me es dada por el contexto y simultáneamente la posición que yo elijo -si soy capaz- adoptar dentro del contexto mismo: es algo que tengo que aceptar y algo que influencio activamente. Y, por supuesto, significa entender la relación entre estos dos significados: cómo mi actitud influencia la posición que me es dada y cómo el contexto influencia mi toma de actitud. En cuanto al sistema terapéutico, sus límites son, de algún modo, arbitrarios: puedo elegir incluir en él sólo al terapeuta y sus clientes, o puedo elegir ampliarlo a otras personas, sistemas y agentes sociales. Mientras más amplío mi noción del sistema terapéutico, más complejo se hace mantener una conciencia de él. Nunca puedo estar completamente conciente de todas las complejidades de un sistema terapéutico -ni siquiera en el caso más simple- porque existe siempre algo que no conozco de mis clientes, sin mencionar lo que no conozco de mí mismo. De este modo, la conciencia de la posición del terapeuta es muy similar a todos los otros principios, siempre  provisional, siempre al límite de ser corregida y complejizada

Relación terapéutica La centralidad de la relación está implícita en todos los pensamientos y acciones del terapeuta sistémico. La atención a una cuestión específica en el campo de las relaciones -a saber, la relación terapéutica- viene desde una pregunta aparentemente simple: ¿Por qué una terapia es terapéutica? Esta es la clase de preguntas que un niño haría (si los niños estuvieran interesados en la terapia). Al igual que todas las preguntas de los niños, esta pregunta crucial no es fácil de responder. Al parecer en nuestro campo 33, sustituir ciertas palabras por otras, ciertas narrativas por otras  – como anteriormente, sustituir ciertos patrones por otros, ciertas premisas por otras- es considerado suficiente para producir cambios que el terapeuta y el cliente consideren positivos. Sin embargo, decir que la terapia funciona cuando cambian patrones de interacción, premisas epistemológicas o incluso el lenguaje o el modo de narrar cambia (ver Frosh, 1997) es, en cierta medida, otra obviedad más, tal como sería decir que una persona deprimida cambia cuando ya no está deprimida: no se comporta como si estuviera deprimida, no interactúa como si estuviera deprimida, no se narra a sí misma como si estuviera deprimida. El problema es: ¿Cómo esta persona deja de ser -comportarse, sentir, interactuar, narrarse- como si estuviera deprimido? ¿Qué lo lleva a percibirse a sí mismo fuera de la depresión? El saber común de un terapeuta inmediatamente hace aparecer algunas dudas: a veces los cambios en patrones, lenguaje, incluso en la conducta, no producen nada, a veces vemos cambios espectaculares en personas sin tener ninguna posibilidad de relacionarlos con ninguno de estos factores. Entonces, ¿Dónde podemos buscar lo que hace terapéutico a nuestras terapias? Freud -o  para ser más precisos, la paciente “Anna O” de Josef Breuer (ver Freud, 1895d, 1988, p. 65) definió el psicoanálisis como una “talking cure”, una frase que hast a el día de hoy se considera equivalente a la “cura hablada” o “cura con palabras”, pero que puede traducirse mejor como una “cura hecha por el acto de hablar”. No las palabras, sino que el acto de hablar - entre dos o más  personas- puede ser considerado el hecho esencial de la “cura”. “Lo terapéutico” de la terapia tiene que depender necesariamente de lo que ocurre durante la terapia. Y lo que hace que una terapia sea una terapia es el tipo y la calidad de la relación entre terapeuta(s) y cliente(s). Aquí la relación terapéutica, la gran ausente del debate sistémico, entra en escena (Flaskas, Mason & Perlesz, 2005; Flaskas & Perlesz, 1996) 34.

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La pregunta sobre la naturaleza de las terapias es tan antigua como las terapias mismas. En cuanto a la más antigua de ellas, el psicoanálisis, una sucesión de hipótesis ha sido propuesta, desde la abreacción afectiva hasta el insight, desde la experiencia emocional correctiva a la trasferencia (Focchi, 2001). Contrario a lo que afirman Flaskas y Perlesz (1996), los terapeutas sistémicos lidiaban con la relación terapéutica en el pasado, pero de maneras que hoy en día no cumplen con nuestra idea de relación terapéutica. Para los pioneros de la terapia sistémica, la relación entre terapeuta y cliente -usualmente una familia- es totalmente instrumental (Jackson, 1959); la posición de Minuchin (1974) y Bowen (1978) es similar. De acuerdo a Jay Haley (1963), la

Trabajar en la relación terapéutica en términos sistémicos significa, antes que todo, hacerse conciente del modo en que el contexto-el marco-de la terapia se crea dentro del diálogo terapéutico y qué consecuencias tiene este marco en el diálogo mismo. Entonces, esto significa -para mí- que comienzo a cuestionarme a mí mismo sobre lo que estoy haciendo con esa(s) persona(s), cómo lo estoy haciendo y, especialmente, cuánto sé de lo que estoy haciendo. Intento estar conciente de las limitaciones de mi punto de vista comparado con el del cliente -y el del cliente comparado con el mío- además de las consecuencias imprevistas (Merton, 1936) de lo que hago o digo: no puedo anticipar totalmente lo que sucederá dentro de mi relación con un cliente en específico y eso implica que yo debería estar abierto a una evolución de nuestra relación en tanto es esencialmente impredecible.

Diálogo Todo lo que he dicho anteriormente nos lleva al problema del diálogo terapéutico. Por supuesto, hablar de esta dimensión en la terapia puede ser también una obviedad: después de todo, ¿Qué terapia es posible sin diálogo? Desde mi punto de vista es inconcebible una psicoterapia sin el diálogo. El problema es, ¿En qué tipo de diálogo estoy entrando cuando hago terapia de manera sistémica? Desde el primer capítulo, es fácil anticipar que un diálogo ericksoniano es muy diferente a mi idea actual de diálogo terapéutico. Un diálogo ericksoniano es instrumental: Entro en él para obtener un resultado práctico, es decir, para obtener algún cambio en alguna persona(s). De acuerdo con mi punto de vista, el diálogo terapéutico que propongo es más bien comprensivo; entro en él para tener alguna idea de la situación y así desarrollar algunas hipótesis  junto con mi cliente (o mis clientes); o mi cliente y mi equipo. Este tipo de diálogo bien puede influenciar a alguien, yo mismo incluido, pero no apunta específicamente a que esto suceda. El objetivo principal es llegar a alguna clarificación o a la emergencia de algún nuevo entendimiento. Tengo que reconocer que incluso esta actitud de entendimiento puede ser una influencia demasiado fuerte, llegando incluso una manipulación de los clientes (para algunos colegas, especialmente desde el punto de vista de la vertiente conversacional o del reflecting team, como espero haya quedado claro en las páginas anteriores). Probablemente esta interpretación del dialogo relación terapéutica es puramente una relación de poder, donde el rol del terapeuta es obtener la posición de poder que en otros contextos los clientes logran conseguir por sí mismos. Los terapeutas familiares experienciales y humanistas, tales como Carl Whitaker y Virgina Satir, o terapeutas familiares psicoanalíticos como Nathan Ackerman, estaban más interesados en la relación terapéutica (Bertrando & Toffanetti, 2000). En cuanto a los terapeutas postmodernos, ellos pueden ser vistos como lo opuesto a Haley: ellos ven la relación terapéutica como una relación de poder, pero con un valor opuesto: para Haley, el poder es benéfico; para ellos, es dañino (ver por ejemplo Anderson & Goolishian, 1992; White, 1995).

aparece en su forma más pura con el modelo de diálogo abierto desarrollado por Jaakko Seikkula, especialmente en relación con intervenciones con casos de psicosis aguda (ver Seikkula, 2002; Seikkula & Olson, 2003). Así es como Harlene Anderson conceptualiza el enfoque de Seikkula: La tarea de los terapeutas no es entender o dar sentido desde su propia perspectiva  profesional o personal, sino que desde la perspectiva de los clientes. Esto quiere decir hablar sobre lo que el cliente quiera hablar, a su ritmo y en su propio lenguaje. Los terapeutas  participan en esta conversación al escuchar responsivamente. Escuchar responsivamente implica oír. Para crear un espacio para la audición, el oyente entra en un modo dialógico, invitando al otro a hablar. El oyente está abierto y flexible respecto a cómo el otro habla, sin ideas preconcebidas, como lo que es correcto o sano para hablar (...) En el intento de oír lo que el cliente quiere que ellos oigan -los entendimientos del cliente- un terapeuta puede hacer comentarios o hacer preguntas para ayudar a conseguir, revisar o clarificar un entendimiento [Anderson, 2002, pp. 279-280]. En este punto, yo podría suscribir a su visión. Pero Anderson agrega: “Los comentarios no son juicios ni hipótesis veladas; las preguntas no son herramientas informacionales o sembradoras de ideas” (Anderson, 2002, p. 208). Y es aquí donde emergen algunas diferencias: Estoy de acuerdo que mis propios comentarios no son juicios, pero ellos son usualmente hipótesis, aunque para nada veladas. Y mis preguntas sí tienden a ser herramientas informacionales: No veo ninguna imposición de mi parte si intento tener algún entendimiento de la situación del cliente o incluso al intentar sembrar algunas ideas, ¿por qué no? Aunque esto es sólo si las ideas que planto son presentadas con el debido respeto a las de los clientes, sin intentar imponérselas (pero, entonces, ¿es siempre tan fácil poner ideas en las cabezas de los clientes? ¿No es posible que algunas de sus palabras planten algunas semillas en mi propia cabeza?). A veces pienso que la diferencia entre mi enfoque dialógico y esa otra clase de enfoque dialógico se encuentra precisamente en una idea diferente de diálogo. A los que apoyan el diálogo abierto les gusta citar a Mikhail Bakhtin (Seikkula, 2003). Pero su entendimiento del dialogismo de Bakhtin (Holquist, 2002) es diferente al mío. Mientras ellos tienen una idea muy suave y delicada de un diálogo, yo veo una versión más dura, más difícil, incluso confrontacional. Para Bakhtin, entender es un proceso activo. El entendimiento activo significa que lo que un hablante dice es asimilado por el oyente en un nuevo sistema conceptual: El hablante lucha para obtener una lectura sobre sus propias palabras y sobre su propio sistema conceptual que determina estas palabras, dentro del sistema conceptual ajeno del

receptor que entiende; él entra en una relación dialógica con ciertos aspectos de este sistema. El hablante se abre paso a través del horizonte conceptual ajeno del oyente, construye su  propia enunciación en territorio ajeno, en contra del trasfondo aperceptivo suyo y de su oyente [Bakhtin, 1935/1981, p. 282]. Esto significa que no tengo ninguna garantía de que mis intenciones serán percibidas tal cuales por mi oyente, ni de que yo sea inmediatamente capaz de entender a otra persona. Se requiere un proceso activo, el proceso dialógico, que de alguna forma es una lucha -benévola- entre yo y la otra persona, donde ser entendido significa entrar en un encuentro donde tengo que ser abierto y respetuoso pero además tener una opinión, si yo -nosotros- queremos que algo nuevo emerja. No puedo estar en el diálogo si no actúo hacia el otro -o reacciono a las acciones del otro- y sólo puedo actuar al entrar a la conversación con todas mis opiniones, ideas, emociones. Aquí es donde mis hipótesis, mi atención hacia la posición propia y del otro, mi conciencia de la relación, encuentran su confluencia. Éste es el lugar donde la acción terapéutica ocurre.

Técnicas básicas Las técnicas son similares a los principios básicos, ya que son in-corporaciones de ideas  base para el uso práctico en terapia. La diferencia es que las técnicas pueden ser usadas, o no, por los terapeutas, dependiendo de las circunstancias. De este modo, el uso de técnicas sistémicas dentro de una sesión no necesariamente cualifica esa sesión como una sesión sistémica. Las técnicas  principales en la terapia sistémica, de acuerdo con mi práctica, son las siguientes: La primera es el trabajo en equipo, una herramienta básica para el practicante sistémico desde los primeros días del modelo de Milán (ver Selvini Palazzoli et al, 1978a). Aunque el trabajo en equipo aún es importante en mi práctica -y doy algunos ejemplos en las próximas páginastiendo a no usarlo en muchas ocasiones, especialmente en terapia individual, que usualmente hago solo. Hay una situación en la cual el equipo es aún indispensable, este es el caso del entrenamiento: el practicante en terapia sistémica aprende en un equipo, a través de un equipo; de hecho creo que sin algo de experiencia de equipo es casi imposible desarrollar una sensibilidad sistémica. Otras técnicas desarrolladas en la primera fase del equipo original de Milán que aún uso en algunas ocasiones, son las llamadas “intervenciones finales” que solían ser aplicadas por el terapeuta activo después de la discusión de equipo, en la parte final de cada sesión. Usualmente tomaban la forma de reencuadre general de la situación completa del sistema o de una tarea para llevar a cabo en casa, pudiendo tomar la forma de una prescripción simple, de una prescripción

ritualizada o de un ritual 35. Hoy en día no estoy tan seguro de la necesidad de una intervención final. Por ejemplo, no uso intervenciones finales en terapia individual cuando trabajo solo, pero tiendo a usarlas en ocasiones cuando veo individuos con un equipo detrás de un espejo unidireccional, como ocurre cuando los veo con propósitos formativos. Gianfranco Cecchin incluso hipotetizó que la intervención final es importante para preservar la coherencia del equipo, no para decir algo de los clientes (ver Bertrando, 2004, p. 218). Probablemente el mejor resumen de mi actitud hacia las intervenciones finales es todavía lo que escribimos con Luigi Boscolo en 1993: La intervención final [hoy en día] puede ser simplemente una cita para la próxima sesión o una afirmación, una expresión de duda, un reencuadre o una historia sobre lo que ocurrió durante la sesión. Se pueden dar prescripciones y rituales, también [Boscolo & Bertrando, 1993, p. 114]. La otra técnica central en la práctica sistémica es, por supuesto, el uso de preguntas, especialmente preguntas circulares (Selvini Palazzoli et al., 1980a). Uso ampliamente las preguntas en mi trabajo, aunque es justo recordar que no todos los terapeutas sistémicos usan tantas preguntas como yo: es una cuestión de estilo profesional. Mientras algunos colegas investigaban mi uso de las  preguntas, descubrieron que yo hacía muchas preguntas, pero la mayoría de ellas no eran circulares, ni de futuro, ni hipotéticas. En su mayoría tendían a ser las viejas preguntas lineales. Usé preguntas circulares en momentos específicos de la sesión, incluso en momentos específicos de la terapia o  para acentuar algunos puntos con los clientes. De esa manera, el uso de esta técnica está dictado por el contexto terapéutico. La técnica final que aquí considero es la creada por Luigi Boscolo y yo para la terapia con individuos y es la presentificación del tercero, lo que puede ser sólo un uso diferente del interrogatorio circular, pero prefiero verlo como una actitud del terapeuta sistémico trabajando en un setting de terapia individual. Cada uno de los próximos cuatro capítulos que siguen tratan uno de los cuatro principios  básicos que he delineado. En cuanto refiere a las técnicas, no las cubriré todas, ya que han sido consideradas en detalle en otro trabajo 36. Me refiero, entonces, sólo a dos de ellas, el uso de las 35

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El ejemplo más celebrado del reencuadre sistémico de Milán es, sin duda, la connotación positiva de la conducta de toda la familia (Selvini Palazzoli et al., 1978a). Respecto a la prescripción conductual, fueron distinguidas por el equipo original de Milán de este modo: ritual, cuando los aspectos formales y de contenido eran especificados;  prescripciones simples, cuando sólo el contexto era definido; y prescripciones ritualizadas, cuando sólo los aspectos formales eran detallados (Selvini Palazzoli et al., 1978b). Personalmente, me he referido a ellas mayormente en los dos libros que escribí junto a Luigi Boscolo, The Times of Time (Boscolo & Bertrando, 1993) y Systemic Therapy with Individuals (Boscolo & Bertrando, 1996). Específicamente, escribimos sobre rituales en el cap. 8 del primer libro, sobre prescripciones y preguntas en ambos (aunque pregunta de futuro e hipotética fueron vistas especialmente en el capítulo 7 del primero), sobre la

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