Tortella - Los Orígenes Del Siglo XXl - LX - Depresión y Totalitarismo - 338

April 29, 2017 | Author: Andrés David | Category: N/A
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G A D I R

Gabriel Tortella Los orígenes del siglo XXI Un ensayo de historia social y económica contemporánea

Como dice su autor, «el objetivo principal de este libro es suscitar el interés del lector por la historia contemporánea, sin compartimientos metodológicos ni distingos doctrinales». Éste es un ensayo de historia contemporánea al mismo tiempo riguroso, erudito por el conocimiento que desrila, y gentil con el lector, ya que en él se encuentra una inusual capacidad de proporcionar, con amenidad, «una visión de la Historia», un esquema interpretativo que aporta sentido y perspectiva a hechos tan complejos como los que se describen. Como indica el subtítulo, el libro está recorrido por un afán de explicar la Historia partiendo de la aportación de la historia económica, si bien se trata de un ensayo interdisdiplinario. El autor nos ofrece un esquema interpretativo de la historia de la Humanidad en los últimos 250 añoa que enfatiza el análisis económico y social, pero que nunca olvida lo político, y siempre tiene en cuenta la influencia recíproca de unos factores sobre otros. El lector encontrará aquí una explicación cabal del porqué y del cómo ha tenido lugar el espectacular desarrollo que ha observado la Humanidad en los últimos dos siglos y medio, un salto cuantitativo y cualitativo inusitado. Un desarrollo económico, social y político sobre el que se ofrecen una interpretación global y respuestas siempre pertinentes a las preguntas que suscita. El libro concluye ofreciendo una perspectiva, e interesantes sugerencias, sobre Ico retes que afronta la Humanidad en los albores del siglo X X i, en que «tras dos siglos de desarrollo sin precedentes, se encuentra ante un desafío también sin precedentes»: la necesidad acuciante de alcanzar un desarrollo económico y político para el Tercer Mundo sin ejercer una piesión insoportable sobre los recursos.

Los orígenes del siglo X X I Un ensayo de historia social y económica contemporánea

© Gabí íel Tortilla Primera edición: diciembre 2005 Segunda edición: febrero 2006 Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2005 Gadir Editorial, S.L. jazmín, 22 - 28033 Madrid www.gadireditorial.com

© de la ilustración de cubierta: August Macke, Catedral de F-nbv.rgo, Suiza, 1 9 1 4

Diseño: Gadir Editorial Maquetación: M C F TEXTOS, S.A.

Impreso en España - Printed in Spaln ISBN: 8 4 - 9 3 4 4 3 9 - 6 - 4 Depósito Legal: M - 9 1 6 2 - 2 0 0 6

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio o procedimiento mecánico, electrónico o de otra índole, sin la autorización previa del editor.

Los orígenes del siglo XXI Un ensayo de historia social y económica contemporánea

BIBLIOTECA Dr. HUMANIDADES

u.v.

G

A

D I R

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN I.

IX

EL T R I U N F O DE E U R O P A UN PROLONGADO ASCENSO

II.

III.

IV.

3

EL LIDERAZGO INGLÉS

18

LA I R E V O L U C I Ó N M U N D I A L

33

L A REVOLUCIÓN ATLÁNTICA

33

LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

41

LA REVOLUCIÓN EUROPEA

46

L A REVOLUCIÓN IBEROAMERICANA

60

CONCLUSIÓN

67

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL

71

LA REVOLUCIÓN DEL ALGODÓN

72

CIENCIA Y TÉCNICA

77

LA MÁQUINA DE VAPOR

80

LA SIDERURGIA

82

LA INDUSTRIA QUÍMICA

84

CONCLUSIÓN

86

UN SIGLO DE O R D E N Y PROGRESO

89

L A REVOLUCIÓN AGRARIA

91

LA SEGURIDAD JURÍDICA

V.

1

95

PROGRESO TÉCNICO Y DESARROLLO

100

COMERCIO Y LIBRECAMBIO

113

EL PATRÓN ORO

115

EL SISTEMA BANCARIO Y FINANCIERO

119

DIVISIÓN DEL T R A B A J O Y L U C H A DE CLASES

127

CRECIMIENTO ECONÓMICO Y CAMBIO SOCIAL

127

LAS CONDICIONES DE VIDA

135

LA LUCHA DE CLASES

137 V

ÍNDICE

VI.

LA BELLE ÉPOQUE

147

SEGUIDORES Y DESCOLGADOS

147

BIENESTAR Y NIVEL DE VIDA

184

LA CRISIS FINISECULAR

187

NACIONALISMO E IMPERIALISMO AVANCES DE LA DEMOCRACIA

193 :

CONCLUSIÓN

VIL

200

LA II REVOLUCIÓN MUNDIAL

203

EL ORDEN LIBERAL-BURGUÉS

203

EL ORDEN SOCIALDEMÓCRATA

207

EL MUNDO DE HOY

212

CIENCIA Y TÉCNICA EN EL SIGLO XX

215

VIII. GUERRA Y DEMOCRACIA

233

LA I GUERRA MUNDIAL

233

LA REVOLUCIÓN COMUNISTA

241

LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA CONCLUSIÓN

IX.

198

255 ,

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

274

275

LA VUELTA AL PATRÓN ORO

275

EL FIN DE LA INFLACIÓN

279

Los PROBLEMAS DE LA VUELTA AL PATXÓN ORO EN EUROPA OCCIDENTAL Y AMÉRICA LATINA .... 284

X.

LA QUIEBRA DEL PATRÓN ORO

292

LA G R A N DEPRESIÓN

296

L A LUCHA CONTRA LA DEPRESIÓN

308

EL TRIUNFO DEL TOTALITARISMO

325

LA II GUERRA MUNDIAL

355

UN NUEVO ORDEN SOCIALDEMÓCRATA.. 365 RECONSTRUCCIÓN

365

SOPA DE LETRAS

366

EL MILAGRO KEYNESIANO

380

CONCLUSIÓN

391

VI

ÍNDICE

XI.

EL M U N D O COMUNISTA LA ERA DE STALIN

393 393

Los PLANES QUINQUENALES

400

LAS «DEMOCRACIAS POPULARES»

412

LA ERA DEL ESTANCAMIENTO

417

LA PAPELERA DE LA HISTORIA

424

XII. LA EMERGENCIA DEL TERCER MUNDO ... 4 3 5 EL SUBDESARROLLO Y SUS CAUSAS

435

EL ENTORNO NATURAL

437

LAS CONSECUENCIAS DEL COLONIALISMO

440

Los INICIOS DE LA DESCOLONIZACIÓN

444

INDEPENDENCIA

449

LA EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA

458

LA TENTACIÓN DIRIGISTA

463

D U R O APRENDIZAJE

468

XIII. UN CAPITALISMO RENOVADO

477

RENACE EL MODELO CLÁSICO

477

EL FIN DE BRETTON W O O D S

480

LA CRISIS DEL PETRÓLEO

483

EL TRIUNFO DE FRIEDMAN

486

LA UNIFICACIÓN MONETARIA DE EUROPA

495

M A Ñ A N A EL CAPITALISMO

498

XIV. ¿UN SOMBRÍO SIGLO XXI?

507

Los ÉXITOS

507

LAS CAUSAS

513

LAS ETAPAS

518

Los PROBLEMAS

522

BIBLIOGRAFÍA

533

ÍNDICE ONOMÁSTICO

549

VII

INTRODUCCIÓN

El objetivo principal de este libro es suscitar el interés del lector por la historia contemporánea, sin compartimientos metodológicos ni distingos doctrinales. La complejidad del mundo y del tiempo en que vivimos es abrumadora y creciente. El tender la mirada al pasado no m u y lejano, t o m a n d o como punto de partida la última gran discontinuidad histórica, constituida por las primeras revoluciones modernas (lo que yo llamo la I Revolución Mundial) y p o r el inicio de la Revolución Industrial; el investigar las consecuencias que estos cambios radicales en las estructuras de las sociedades de entonces tuvieron sobre la histeria y cómo ésta ha ido moldeando el acontecer hasta llegar al presente — u n m u n d o tan enormemente diferente del del punto de partida—, me p a r e ce, entre otras cosas, un ejercicio formativo. Es mi opinión firme que, sin comprender este proceso, no se puede entender el mundo en que vivimos. Sin abarcar, siquiera sea de manera apresurada, la historia de los dos siglos y medio que nos han precedido no es posible comprender el presente p o r q u e la complejidad es tal que, p o r manido que resulte decirlo, la* h o jas a menudo no dejan ver el bosque. He dicho que pretendo hacer este ejercicio sin compartimientos metodológicos ni distingos doctrinales y sin embargo ya el subtítulo acota radicalmente el campo de estudio. El lector debe ser comprensivo con las limitaciones del autor, historiador económico de profesión. Sin embargo, la limitación es relativa, ya que la profesión está elegida precisamente porque el autor cree que la historia económica es un campo intelectual que, como decía J o h n R. Hicks [(1969)], es p u n t o de encuentro de varias ciencias sociales, p o r lo que se presta muy bien al tipo de análisis adoptado en este libro. C o m o indica el subtítulo, se parte del axioma, que creo evidente, de IX

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

que la sociedad es un ente complejo que, al igual que los individuos que la componen, puede ser estudiado desde diversos ángulos, p e r o del que ninguno de estos ángulos, p o r ser parciales, nos puede dar una visión completa. Puede parecer fútil o pretencioso estudiar la sociedad desde varios ángulos a la v e z , y sin duda tiene algo de insatisfactorio, porque nunca se puede abarcar todo; pero sí creo que persiguiendo las respuestas a través de las barreras convencionales de las disciplinas académicas se pueden descubrir nuevos paisajes y recorrer caminos poco o nada transitados. En mi modesta opinión, esto ocurre en este libro, al menos en algunas ocasiones. Hacer ciencia es violentar la realidad, tanto en las humanas (blandas) c o m o en las físicas (duras). Por las razones que acabo de esbozar, creo que esto es especialmente así en las humanas p o r varios motivos adicionales. U n o de ellos es que el observador coincide parcial o totalmente con lo o b servado. O t r o es que el observador influye en lo observado desde el momento en que las conclusiones del observador se hacen públicas: es bien conocido de los economistas el papel que desempeñan las expectativas en la predicción. O t r o es la gran dificultad de experimentar. El experimento en ciencia social o humana no es imposible, p e r o tiene un ámbito m u cho más restringido que en la ciencia física, aunque es bien sabido que algunas ciencias de la naturaleza, como la geología o la astronomía, tampoco se prestan a la experimentación. O t r o motivo p o r el que la ciencia humana violenta la realidad es que las interacciones sociales son tan complejas que el estudioso casi forzosamente tiene que introducir simplificaciones que distorsionan. Es el caso de los tan traídos y llevados modelos predictivos econométricos. La cantidad de conexiones y retroalimentaciones entre unas variables sociales y otras es tan grande que los modelos rigurosos tienen que estar grandemente simplificados; en consecuencia, pierden validez m u y p r o n t o . P o r eso el método histórico tiene unas fuertes dosis de obra artística, porque la gran complejidad y variabilidad de lo estudiado requiere de la inspiración x

INTRODUCCIÓN

y de la intuición para dar con el m o d e l o o esquema teórico aplicable a cada caso. En cuanto al enfoque utilizado, este libro es fruto de muchos años de lecturas y reflexiones, que han dado ya lugar a varias publicaciones, algunas de las cuales siguen algunos aspectos del esquema aquí trazado. El lector advertirá enseguida que hay unos cuantos pensadores que me han influido m u cho; yo me siento discípulo intelectual de muchos escritores; se trata de autores que he leído con enorme interés, y una parte importante de c u y o pensamiento ha moldeado el mío; sus obras me han ayudado a interpretar la realidad, a resolver problemas y a plantearme otros nuevos. Quizá esto ocurra especialmente con Marx, a quien he estudiado (casi diría, con quien he luchado) a lo largo de muchos años, tratando de comparar su teoría económica con la de otros autores que p o dríamos llamar más «convencionales». D e b o quizá aclarar que mi conclusión acerca del v a l o r de ía obra de Marx (y en esto creo coincidir con algunos colegas míos que se han ocupado de estos temas) es que su teoría económica está, c o m o diría Schumpeter [(1965b), p. 2 9 ] , «muerta y enterrada», pero que, a pesar de ello, su visión histórica sigue teniendo una considerable validez. C o n ello quiero decir que sus hipótesis sobre las etapas del • iccimiento económico y del cambio s o cial, su «materialismo histórico», su asignación de gran protagonismo a ias clases socioeconómicas, siguen siendo m u y útiles para extraer significado de los hechos históricos. O t r o s historiadores económicos tan prestigiosos c o m o Douglass N o r t h , el citado J o h n Hicks, Walt W. Rostow, o el p r o p i o Schumpeter se inspiraron en el esquema histórico marxiano para desarrollar sus modelos. No sé si a lo que este libro p r o pone se le puede llamar modelo; yo lo dejaría en esquema interpretativo. O t r a gran figura de la economía contemporánea es K e y nes y c o m o gigante intelectual del siglo XX su significación excede con mucho la del mero economista. K e y n e s era un teórico de gran originalidad, p e r o no me parece que sea su XI

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

teoría económica la m a y o r aportación que hizo; fue su sentido histórico de la economía, el advertir que lo que h o y llamamos el «paradigma clásico», que él debió aprender casi con las primeras letras, tenía una validez limitada, lo que le convirtió en un pensador excepcional y le permitió contribuir decisivamente a encauzar la historia del m u n d o que le tocó vivir. De él dijo Schumpeter [(1965b), p. 2 9 1 ] , que «no nos ha hecho keynesianos, p e r o nos ha hecho mejores economistas»; yo añadiría que nos ha h e c h o también mejores historiadores económicos, p o r q u e nos ha ayudado a comprender mejor el siglo XX. Pero las deudas intelectuales son muchas más; mis «acreedores preferentes», como diría Ramón Carande, son m u y numerosos. No puedo aquí citarlos todos. El lector podrá hacerse una idea consultando la bibliografía, pero, por desgracia, de ella podrá decirse lo mismo que de aquel manicomio: «ni son todos los que están, ni están todos los que son». Es de t o d o punto necesario en un libro como éste hacer referencia a la ciencia y la técnica como m o t o r e s de la economía y de la sociedad en su conjunto. Es un ejemplo más de lo complejo que es tratar de modelizar la Historia: los economistas e historiadores económicos tendemos a tratar la técnica c o m o un deus ex machina («variabl-.- independiente» en el román paladino de los economistas) que explica todo lo demás, üin embargo, no hay dei ex machina fuera del teatro, y mucho menos en la realidad social. Científicos y técnicos saben m u y bien que para ellos la principal variable explicativa es la económica. Es un ejemplo más de la causalidad circular típica de la ciencia social. Espero que en el libro se vea claro que la interacción es continua y sobre todo que, una v e z el avión social despegó y entró en la fase del crecimiento autosostenido, ciencia, técnica y economía han venido retroalimentándose, o fertilizándose recíprocamente, a ritmos crecientes. En t o d o caso, quizá algún lector observe que en los epígrafes sobre ciencia y técnica no se hace referencia a las ciencias sociales ni en particular a la economía. Yo creo, sin XII

INTRODUCCIÓN

embargo, que el progreso de las ciencias sociales ha contribuido sustancialmente al bienestar de la Humanidad; pero me parece tan evidente, esta premisa está tan presente en cada página y las referencias a las ciencias sociales, y en particular a la economía, son tan frecuentes en el libro, que he soslayado, para evitar reiteraciones, dedicar un epígrafe separado a la ciencia social. Es opinión de quien esto escribe que el objetivo último de la ciencia social (como el de toda ciencia) es predecir. También debe poder explicar, pero una explicación plena y válida debe ofrecer elementos capaces de generar una predicción. Por esto las conclusiones de un libro como éste deben tratar de ofrecer algunas conjeturas sobre el futuro. Sin embargo, como la ciencia social tiene mucho de arte, su capacidad de predicción es m u y limitada, en comparación con las ciencias físicas. Nunca tendremos los que estudiamos la sociedad la capacidad de hacer anuncios comparables a los que los astrónomos hacen sobre los eclipses o incluso sobre las estrellas fugaces. En una novela de Isaac Asimov, Foundation, un sabio construye un modelo matemático de la sociedad que le permite hacer predicciones exactas sobre cuestiones políticas con validez de varios siglos. Es un magnífico ejemplo de lo que se ha llamado «ciencia social ficción»; aunque m u y hermoso, es ficticio. H o y toda la predicción que me resulta posible c o n siste en coincidir con el pesimismo de muchos otros autores acerca del futuro relativamente inmediato. Después de narrar el m a y o r éxito social que la Humanidad haya alcanzado en toda su historia, uno no tiene más remedio que hacer referencia a la conocida fábula del aprendiz de brujo o, quizá mejor, a los mitos de Pandora y de Prometeo. Las conclusiones no pueden, aunque poco definidas, dejar de ser ominosas. A este respecto quisiera añadir un comentario sobre Marx, un científico social que no se arredró ante las predicciones, algunas de las cuales resultaron admirablemente correctas. C r e o que en los inicios del siglo XXI para lo único que nos sirve el esquema histórico de Marx es para darnos cuenta de XIII

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

que ha quedado obsoleto, como la teoría de los otros economistas clásicos, porque la división tripartita de los factores de producción (tierra, trabajo y capital), que daba lugar a la división tripartita de las clases sociales (nobles, proletarios y burgueses), queda ya m u y desdibujada en las sociedades posindustriales, donde el capital humano se está convirtiendo en el factor de producción más importante. Por eso dentro de las sociedades avanzadas el esquema marxiano ya no funciona y la globalización no alcanza sólo a los negocios, sino también a la política. Q u i z á sea ésa la razón de que el nacionalismo y el etnicismo estén sustituyendo a las tradicionales divisiones y enfrentamientos de clase en los países desarrollados. La tensión y la lucha económica más intensas tienen lugar h o y a nivel mundial o global, porque las desigualdades a escaía internacional son en el siglo XXI mayores que en ningún o t r o m o m e n t o de la Historia. Y ello no porque los pobres sean más pobres, que no lo son. El problema radica en que los pebres no progresan al ritmo p o r todos deseado porque el crecimiento demográfico sin precedentes es el m a y o r freno al desarrollo. Nunca en la Historia había habitado la Tierra un número de personas remotamente comparable al que h o y vive en ella. En el periodo estudiado en este libro (aproximadamente 1 7 5 0 - 2 0 0 5 ) la Humanidad se ha multiplicado p o r 8,4. Y en las décadas recientes las tasas de crecimiento han aumentado desmesuradamente, y en las zonas más pobres — n o t a blemente África— el aumento ha sido mucho mayor. El desmesurado crecimiento poblacional produce una corriente poderosa de emigración desde las zonas pobres a las ricas. Pero esta riada migratoria puede ser, todo lo más, un paliativo; nunca una solución. Y ello p o r dos razones. La primera, evidente, p o r q u e hay una enorme desproporción entre el número de los pobres del Tercer M u n d o y el de los ricos del Primero. Si todos los que quieren emigrar lo hicieran, los países desarrollados se verían sumergidos p o r masas inasimilables de inmigrantes que crearían un pavoroso problema de desempleo y llevarían a la quiebra a los sistemas de seguridad XIV

INTRODUCCIÓN

social. La segunda razón es, precisamente, que el factor de producción más importante en el siglo XXI no es ni la tierra ni el trabajo bruto, ni siquiera el capital físico. El factor h o y más importante es el capital humano, que requiere un proceso cumulativo de educación y de formación de instituciones adecuadas. El crecimiento demográfico desbocado impide la formación de capital humano; lo que el Tercer M u n d o ofrece, p o r tanto, es un factor, el trabajo bruto, cuya demanda no crece, más bien lo contrario, en un Primer M u n d o cada v e z más tecnificado y robotizado, donde la productividad aumenta y el desempleo es una amenaza constante. El espectro de la superpoblación, no el del comunismo, es lo que recorre el mundo en el presente siglo, y las profecías de Marx quedan h o y pálidas ante las de Malthus, otro gran científico social qup tampoco se arredró ante las predicciones. La dificultad más grave es que son demasiado pocos los que reconocen la importancia de este problema, que aumenta las desigualdades y amenaza la integridad del planeta. M i e n tras esto no se afronte y el desequilibrio demográfico no ieclba la solución adecuada, la doble amenaza de la tensión y la violencia internacionales de un lado y de la agresión al equilibrio ecológico de la frágil nave espacial que nos cobija —la Tierra—, de o t r o , nos amenazará c o m o la espada de D a r a o cles; y quizá los más jóvenes entre nosotros, ojalá me equivoque, vean caer esa espada. Sobre el contenido y el estilo del libro debo señalar que está escrito como un ensayo (el subtítulo lo dice), tratando de facilitar la lectura, sin cuadros ni gráficos, tan apreciados p o r los economistas y que tanto repelen a muchos lectores. A u n que el texto está apoyado sobre una cantidad considerable de evidencia y análisis cuantitativos, he preferido resumir verbalmente las principales conclusiones que extraigo de series y curvas. La persona a quien más tiene que agradecer este libro de manera directa, aparte de a su autor, es a su editor, Javier Santillán; cuyos son la idea de la obra, la iniciativa y el ánimo en xv

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

los momentos de desaliento del autor. Éste y el libro deben mucho a su amistad y su generosidad, y creo que lo mismo les ocurre a muchos lectores de la excelente colección que Gadir está poniendo en el mercado. Mi deuda intelectual con Ignacio Sotelo es larga casi como la vida misma; las ideas que en el libro se contienen las llevamos discutiendo desde nuestros años universitarios. No se le puede hacer responsable solidario de los errores, p o r q u e está en desacuerdo en muchas cosas. Clara Eugenia N ú ñ e z es, p o r mi fortuna, otra de mis grandes interlocutores; su apoyo y, sobre todo, sus críticas han sido fundamentales. C o n Luis García M o r e n o he discutido muchas de las ideas aquí expuestas. Alfonso G o n z á l e z H e r m o s o de Mendoza, Ignacio Lizasoaín Hernández y Juan Ángel Martínez L ó p e z de Letona me ayudaron con sus p r o fundos conocimientos en momentos difíciles de mi investigación. Pedro Escudero Diez me ha prestado generosamente libros de su biblioteca que eran difíciles de conseguir de otro m o d o . A n a Valero, Alicia Escantilla y Aida Torres han hecho un minucioso trabajo de edición. He aquí los más preferentes de entre mis numerosos acreedores. A todos, gracias.

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XVI

A la memoria de María Teresa Casares Sánchez, Gabriel Tortella Oteo, Gregorio Núñez Nogueral y Rondo Cameron

a los que tanto debe este libro.

w I EL TRIUNFO DE EUROPA

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Cario Cipolla [ 1 9 7 0 ] , u n o de los grandes historiadores del siglo XX, decía que en la historia de la Humanidad había habido dos grandes revoluciones: la Revolución Neolítica y la K evolución Industrial. La Revolución Neolítica, iniciada en Mesopotamia y en China a partir del año 8 0 0 0 a.C. (por supuesto, se trata de una fecha aproximada) podría también llamarse Revolución Agrícola. Hacia esos años aparecieron ios primeros asentamientos humanos permanentes, lo cual indica que esas sociedades primitivas abandonaron ei nomadismo, caracterizado p o r una actividad económica centrada en la caza y la recolección de frutos salvajes, y adoptaron la vida sedentaria, caracterizada por la práctica de la agricultura y la ganadería. Naturalmente, esta «revolución» debió de producirse de manera m u y gradual, ? lo largo de generaciones y p r o b a blemente de siglos: h transición del nomadismo al sedentarism o no ocurrió en Mesopotamia ni en China de la noche a la mañana; al contrario, la agricultura y la ganadería fueron m u y gradualmente ocupando un número creciente de horas al día (o de días al año) de los primitivos nómadas y el proceso t u v o lugar a lo largo de muchos siglos e incluso podría decirse que no se ha completado totalmente h o y día; vale la pena observar que incluso en nuestras sociedades actuales, tan sedentarias y posmodernas, aún hay muchos que practican la la recolección, esta última en especial de setas, hierbas y algunos otros frutos silvestres. La Revolución Neolítica o Agraria fue extendiéndose lentamente, en China concéntricamente a partir de los valles de los ríos A m a r i l l o y Yang-Tse. En Occidente irradió desde Oriente Medio en dirección Este-Oeste más bien que N o r t e Sur; hacia el este se extendió p o r Persia y la India; en direc-

i

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

ción a Poniente, hacia el Levante mediterráneo (Siria, Fenicia, Anatolia) y hacia el valle del Nilo. La difusión p o r la orilla norte del Mediterráneo fue relativamente sencilla, ya que las condiciones climáticas y edafológicas eran parecidas a las originales mesopotámicas, de m o d o que los cultivos y las técnicas no habían de modificarse grandemente para adaptarse a los nuevos suelos y climas, en tanto que p o r la orilla sur del Mediterráneo (norte de África) la difusión de la agricultura se vio obstaculizada p o r el desierto. Aparte de Egipto (cuya tierra, c o m o dice H c r ó d o t o [(2002).. p. 1 9 1 ] , es «un regalo del río» N i l o ) , p o r tanto, fueron las civilizaciones de la ribera norte del Mediterráneo, en particular la griega y la romana, las que tuvieron agriculturas florecientes y terminaron p o r dominar la economía y la política en la Antigüedad. Desde la caída del Imperio Romano hasta la Revolución Industrial, la historia de la Humanidad conoció grandes cambios y desplazamientos en la estructura del poder político, pero algunos rasgos socioeconómicos permanecieron inmutables durante esos doce siglos que precedieron a la Revolución Industrial. Por un lado, la agricultura se mantuvo como el sector más importante y productivo dentro de las sociedades sedentarias del planeta, aunque en ciertas épocas y regiones ia industria y el comercio adquirieron creciente relieve. Esto fue así especialmente en Europa y en la Edad Moderna (siglos X V l - x v i l ) . Por o t r o , los pueblos europeos, que ya habían ostentado el liderazgo tecnológico, económico y político (quizá compartido con China) en la Antigüedad, tras sufrir un relativo eclipse en la A l t a Edad Media fueron emergiendo lentamente como los más ricos — y consecuentemente los más p o d e r o s o s — del m u n d o . En gran parte esta riqueza y poder se debieron al sorprendente dinamismo tecnológico que estos pueblos exhibieron desde la más remota Edad Media. Fruto de esta superioridad económica y técnica fue la expansión global de los países europeos a partir del siglo XV, con las exploraciones, descubrimientos y asentamientos en África, América, Asia y Oceanía durante la Edad Moderna, dando lu-

I. EL TRIUNFO DE EUROPA

gar a lo que se ha llamado la Revolución Comercial de la Edad Moderna. A mediados del siglo x v m Europa constituía claramente la región hegemónica del m u n d o . C i e r t o es que el continente no era entonces una entidad política de ningún tipo: se trataba, simplemente, de una expresión geográfica. Europa estaba dividida en un grupo numeroso de unidades políticas independientes y varias se disputaban la hegemonía mundial. Inglaterra, Holanda, Francia, España y Portugal, p o r orden de importancia, podían atribuirse el título de potencias hegemónicas mundiales, dependiendo del criterio clasificatorio que se adoptara. El criterio más sencillo sería el del imperio colonial: todas estas naciones eran cabezas de extensos imperios coloniales, lo cual era fruto en gran parte de la expansión y conquista que durante los siglos anteriores habían seguido a los descubrimientos geográficos que se iniciaron en el siglo XV. Por supuesto, el encabezar un imperio colonial es un signo inequívoco de hegemonía. Se plantean, sin embargo, las siguientes cuestiones: ¿era ése el único indicio de dominio?, ¿no habría otros criterios según los cuales las potencias europeas se distinguieran de las de otras regiones del mundo? En efecto: aunque menos claros, había n a o s signes de superioridad p o r parte de estas potencias o naciones. P o r ejemplo, aunque la conquista colonial pudiera ser consecuencia directa del p o derío militar, ese mismo poder a su vez se derivaba de una clara superioridad técnica y económica, que tenía mucho que v e r con la evolución de las instituciones sociales.

UN PROLONGADO ASCENSO

A algunos puede causarles cierta extrañeza que lo que es una parte de la Tierra relativamente insignificante, una mera península del gran continente eurasiático, haya tenido tanto protagonismo. Tal asombro es común en la actualidad, cuan3

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

do s o n las naciones gigantes (Estados U n i d o s , Rusia, China) las que alcanzan posiciones destacadas y preponderantes, mientras que Europa era (y aún es) un conglomerado de naciones medias y pequeñas. Y sin embargo existen razones de mucho fuste que explican la hegemonía europea no sólo en los siglos XVIII y XIX, sino a lo largo de la Historia y aún de la Prehistoria. En primer lugar, hay razones puramente físicas o geográficas, a las que ya Montesquieu dio gran importancia y en las que vuelve a insistirse recientemente [Tortella (1994), Land.es (1998), Diamond (1999)]: el continente eurasiático, del que Europa es, como dijimos, un gran apéndice triangular, con el cabo San Vicente como vértice occidental, tiene otras penínsulas comparables, como la arábiga, el subcontinente indio o la gran península siberiana. Pero ninguna de ellas reúne las condiciones físicas de Europa, de clima templado, bañada por la corriente cálida del golfo de México, de costas recortadas que conforman una serie de mares menores (Báltico, del Norte, Mediterráneo — q u e a su vez tienen mares menores propios, como el Adriático, el Tirreno, el Egeo, el Negro, y golfos como el de Botnia, el de Vizcaya o el de León—), penínsulas menores e islas, estrechos, etcétera, que conforman un medio perfecto para la navegación y el comercio. Pero no se trata solamente del relieve y la orografía; el clima tiene una importancia crucial y en esto también constituye Europa una región (continente o subcontinente) privilegiada. El clima tiene gran importancia porque es un factor determinante de la agricultura, actividad ésta que ha sido la más importante desde un punto de vista económico desde la Prehistoria hasta, precisamente, los albores de la Edad C o n temporánea. También tiene importancia el clima p o r su influencia sobre la capacidad de trabajo humano, e incluso animal, y sobre la salubridad. Los extremos de temperatura reducen la capacidad de trabajo: el excesivo calor agota y embota, el excesivo frío reduce también la laboriosidad e incluso limita la autonomía de movimiento. Los climas tropicales, 4

I. EL TRIUNFO DE EUROPA

como es sabido, favorecen la propagación de enfermedades transmitidas p o r insectos, y otros vectores, afecciones c o m o la malaria o la enfermedad del sueño. El clima europeo es p o r lo general templado, favorecido p o r la cercanía del océano (al oeste de Rusia ningún punto de Europa está a más de 5 0 0 km del mar), que da estabilidad a la temperatura. A u n q u e h a y algunas variaciones (el Mediterráneo constituye una z o n a climática bien diferenciada), el clima es húmedo, con lluvia abundante y temperaturas moderadas. Si bien el clima se extrema en el norte de la península escandinava y ia tundra rusa, en general, las condiciones agrícolas resultantes en la gran llanura europea son excelentes, con ríos abundantes y mares que raramente llegan a helarse. Son condiciones casi perfectas para el cultivo cereal y para su combinación con la ganadería. Las condiciones en el Mediterráneo, con veranos secos e inviernos frescos y algo lluviosos, son mejores para los cultivos arbustivos y hortícolas, lo cual ha favorecido un activo comercio entre el norte y el sur del continente. Durante el milenio que separa la caída del Imperio R o mano de Occidente (476) y la del de Oriente (1453) en E u r o pa ocurrieron fenómenos de gran relevancia, sin precedentes, que configuraron un nuevo tipo de sociedad que a la larga iba a resultar mucho más dinámica y expansiva que lo que se •había visto hasta entonces. U n o de estos fenómenos es la difusión de la cultura de sur a norte. Durante la Antigüedad romana la ribera mediterránea había sido la cuna y el escenario de la civilización, mientras que el norte de Europa había sido el territorio de los «pueblos bárbaros», nómadas iletrados que vivían en los estadios prehistóricos que los pueblos meridionales habían abandonado milenios atrás. Podríamos resumir esta situación diciendo que hasta la Edad Media la Revolución Neolítica no llegó a la Europa del norte. En la Antigüedad el D a n u b i o y el Rin marcaron las fronteras entre la «Europa civilizada» y la «Europa bárbara», como siguen h o y marcando, aproximadamente, la frontera entre las lenguas latinas y las demás (germá5

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nicas, eslavas, etcétera). Sin embargo, durante la Edad Media el Rin y el Danubio dejaron de marcar fronteras económicas: los pueblos del norte de Europa fueron adoptando los métodos agrarios que habían predominado en el sur durante milenios, abandonaron el nomadismo por el sedentarismo, se convirtieron al cristianismo romano y con la nueva religión sus élites aprendieron también el alfabeto latino, al tiempo que el latín se convertía en la lingua franca entre unos y otros pueblos. La extensión de la civilización latina de sur a norte se explica por la difusión de la práctica económica más importante: la agricultura. La difusión de la agricultura en el norte de Europa a su vez se debe a la introducción de una nueva herramienta: el arado pesado. Este nuevo apero agrario era, como su nombre indica, mucho más voluminoso y grávido que el tradicional arado r o m a n o , y permitía el cultivo de las tierras del norte, más espesas, húmedas y llenas de maleza que las del sur, pero mucho más fértiles si se las cultiva adecuadamente. El arado pesado, que quizá era y? conocido en tiempos del Imperio R o m a n o de Occidente, pero que en todo caso estaba m u y p o c o difundido, fue extendiéndose durante la Edad Media de manera gradual. Esta lentitud se debió, entre otras razones, a que era mucho más caro de manipular que el arado ligero, ya que requería la tracción de al menos una yunta de bueyes y preferiMemente dos o ¡.res. Precisamente por esa m a y o r carestía, el arado pesado dio lugar a un nuevo tipo de asentamiento y explotación agraria, el manar o manoir (en terminología inglesa o francesa), la aldea señorial cun cultivo en campos abiertos. Quizá la lengua española carezca de una traducción exacta de la palabra manor (aunque el catalán mas o masía sea el equivalente etimológico) porque este tipo de asentamiento y explotación fue raro en la Europa del sur, ya que también lo fue aquí el empleo del arado pesado. La explotación en campos abiertos típica de la Europa del norte implicaba que la aldea agraria (y no la unidad familiar) se convirtiera en la unidad básica de explotación. En este sistema, los trabajos agrícolas se hacían colectivamente sobre campos en los que cada familia 6

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era propietaria de una o varias parcelas. Esa titularidad sólo tenía importancia a la hora de distribuir la cosecha, ya que esos campos objeto de multipropiedad se explotaban c o m o un todo. La razón principal de la explotación colectiva en la tierras donde predominaba el arado pesado era que, al ser éste un instrumento costoso, excedía de las posibilidades de una sola familia y debía por tanto ser objeto de uso colectivo. La nueva técnica agrícola, en combinación con los suelos ricos de la Europa del norte, permitió unos niveles de prosperidad comparables o superiores a los del sur; no es sólo que los rendimientos fueran iguales o mayores en el norte, es también que la m a y o r abundancia de pastos en la húmeda región septentrional permitía una integración mucho m a y o r entre la agricultura y la ganadería, lo que, a su vez, no sólo aumentaba la ingestión de proteínas de origen animal p o r la población human?, sino que facilitaba la fertilización de las tierras p o r la abundancia de abonos orgánicos. Q u e esta Europa medieval era, aun en estos años de r e gresión económica, más rica que las zonas colindantes nos lo indica el hecho de que, al igual que en la Antigüedad los p u e blos «bárbaros» saquearon las tierras del sur y trataron de asentarse en ellas, una serie de pueblos periféricos (vikingos, magiares) tuvieran idéntico comportamiento en el periodo altomedieval (476-1000) con respecto a ese núcleo europeo, que durante un tiempo constituyó el Imperio Carclingio. V i k i n gos y magiares, asentados en régimen seminómada en las fronteras de la Europa nuclear cristiana, la sometieron a incursiones y saqueos periódicos, invadiendo y asentándose en muchos casos en tierras meridionales, como hicieron los v i kingos o normandos en el valle del Guadalquivir o en Sicilia. Gradualmente tales depredaciones fueron remitiendo a medida que unos y otros (vikingos y magiares) fueron adoptando las técnicas agrarias europeas y adaptándolas a su e n t o r n o . Estas adopciones y adaptaciones solían coincidir con un m a y o r sedentarismo, con la conversión al cristianismo y c o n la adopción del alfabeto y el latín p o r las élites.

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Los nuevos tipos de asentamiento y organización económica fueron acompañados de nuevas formas de organización política. Al desmembramiento del Imperio Romano de Occidente sucedieron varias unidades políticas (los «reinos bárbaros») donde convivieron dificultosamente las antiguas poblaciones romanizadas con los pueblos invasores, que ostentaban el poder civil y militar. De manera gradual ambos grupos y sus respectivas instituciones fueron fusionándose: las instituciones políticas de los antiguos pueblos germánicos se acoplaron a las del Bajo Imperio Romano en el crisol de las conflictivas circunstancias de la época, dando lugar a lo que h o y conocemos y simplificamos con el apelativo de «feudalismo». De este m o d o , la Europa occidental se fragmentó de hecho en innumerables organizaciones locales y regionales de índole político-militar en que el poder estaba en manos de un «señor», que podía ser unipersonal (nobiliario) o colectivo (eclesiástico). Las grandes entidades políticas (reinos, imperios) subsistieron en la Alta Edad Media más como conceptos teóricos que c o m o realidades tangibles. El poder territorial efectivo quedaba en las manos de estos «señores feudales», cuyos dominios podían comprender unos pocos kilómetros cuadrados o extensiones cuasi nacionales, c o m o en los casos de Aquitania o Borgoña. En torno al año Í000, la Europa occidental estaba dividida en miles de estos dispares «señoríos», nominalmente vasallos de un rey o emperador, pero de hecho independientes. A lo largo de los cinco siglos que siguieron, sin embargo, este fraccionamiento fue disminuyendo y en la Galia, G r a n Bretaña e Iberia el proceso de aglutinamiento p o lítico terminó p o r dar lugar a la aparición de nuevos reinos independientes —Francia, Inglaterra, España y Portugal—, que constituyen los gérmenes de esta nueva organización política creada en Europa e imitada en el resto del mundo: el EstadoNación. La fuerza que alcanzó el sistema feudal en la Alta Edad Media se debió a la necesaria militarización de una sociedad acosada p o r los cuatro costados. Si los magiares atacaban p o r

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el este, los vikingos lo hacían p o r el norte y el oeste, y los musulmanes, p o r el sur. El nivel de desorden interno era también m u y fuerte, p o r el bandidaje y las luchas intestinas entre señoríos rivales. En estas condiciones, la militarización de la s o ciedad y su división en múltiples unidades autónomas bajo el dominio de un «señor feudal» que garantizara una cierta p r o tección a cambio de contribuciones y exacciones (las «cargas feudales») parece la solución más funcional. Pero había una característica más en esta sociedad militar, donde los señores estaban subordinados unos a otros («relación feudovasallática») c o m o oficiales, jefes y generales lo están en el ejército m o d e r n o : el arma fundamental en el ejército medieval era la caballería. Por esto la unidad básica militar y social era el «caballero»: quien poseía un caballo y podía guerrear m o n t a d o en él tenía un rango distinguido en el ejército y la sociedad feudales. La importancia de la caballería en la Edad Media, mucho m a y o r que la que esta arma alcanzó en eras anteriores (las famosas legiones romanas, p o r ejemplo, eran de infantería), se debió a otra innovación que se difundió por Europa occidental en los siglos vil y VIH: el estribo. Al parecer importados de Persia a través del Imperio de Oriente, los estribos que, pendiendo de la silla, daban jinete sendos puntos de apoyo para los pies, le permitían una estabilidad y una firmeza cuando cabalgaba mucho mayores que la sujeción p o r simple presión de las rodillas como en épocas anteriores, cuando, en ausencia de los estribos, los pies del jinete colgaban junto a los flancos de la montura. Un jinete con estribos lograba mayor permanencia en la silla, y podía hacer mucha más fuerza con una lanza, una espada o una maza que sin tales apoyos. Esto daba al caballero una gran superioridad sobre el infante: no era ya sólo que los jinetes fueran más veloces, es que podían descargar desde la altura golpes terribles que un infante difícilmente podía resistir, mientras que su situación sobre el caballo les hacía casi invulnerables a los golpes enviados desde tierra. Aparecieron así todos los pertrechos que acompañaban al caballero en la

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batalla: adarga, escudo, y e l m o , armadura para sí y arnés para su caballo, que convertían a jinete y montura en una temible unidad de combate, m u y superior a la infantería y sólo neutralizaba p o r otra unidad semejante. Dice la tradición que la superioridad de la caballería francesa dio la victoria a Charles Martel en la batalla de Poitiers (732) contra los ejércitos musulmanes provenientes de España. La importancia militar del caballo (animal caro de mantener entonces y ahora) daba un realce especial a la posesión de la tierra. Un gran señor no podía serlo si no poseía grandes extensiones de tierra donde criar caballos: de ahí la enorme importancia y prestigio social que se derivaba en la Edad M e dia de la posesión de tierras. De ahí también que los señores dieran feudos de tierra a sus vasallos (nobles menores) exigiéndoles a cambio el juramento de fidelidad feudal, p o r el que se comprometían a servir con un ejército en tiempo de guerra, un ejército en el que la caballería iba a tener un papel primordial. O t r o rasgo característico de la Europa preindustrial era la escasez relativa de mano de obra. El Imperio R o m a n o se había sustentado en la oferta ilimitada de mano de obra esclava que, junto con las tierras, constituyeron el más abundante botín de las conquistas. El afán de lucro a través de nuevas anexiones de tierras y esclavos constituyó el m o t o r de la asombrosa expansión del Imperio; pero a la postre, éste se vio constreñido p o r ümites naturales: ya hemos visto cómo el Rin y el Danubio constituían barreras geográficas; en la orilla sur del Mediterráneo, el desierto del Sahara era otra barrera, más infranqueable aún. Para los romanos, p o r razones técnicas, la colonización al norte del Danubio y en el desierto africano era imposible. Por esta razón, la expansión del Imperio se detiene a partir del siglo II: la conquista de la Dacia (la futura Rumania) p o r Trajano, en la llanura danubiana, es la última operación posible de este tipo. A partir de entonces, la oferta de esclavos se agota paulatinamente (entre los miembros de esta clase la mortalidad era m a y o r que la natalidad) y el sistema, económico romano se ve afectado profundamente. C o m o TO

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el de todo bien escaso, el precio de los esclavos empezó a subir, y los terratenientes empezaron a darles mejor trato para retenerlos: los descendientes de los antiguos esclavos fueron convertidos en colonos (fueron asentados en parcelas), directos antecesores de los «siervos de la gleba» (adscripti glebae, adscritos a la tierra) medievales, con estatus servil pero en p o sesión, p o r precaria que fuese, de un asentamiento familiar. Pero no fue sólo el número de esclavos el que descendió en las postrimerías del Imperio de Occidente: una serie de epidemias o pandemias diezmaron a la población en su conjunto, de modo que el número total de habitantes en Europa descendió ininterrumpidamente hasta mediados del siglo vil, en vísperas de la invasión musulmana. A partir de entonces la recuperación fue muy lenta. En comparación con otras sociedades, la densidad de p o blación en Europa fue baja, y el crecimiento demográfico, moderado. Esto fue así al menos desde la Edad Media hasta nuestros días, aunque en la Edad Contemporánea en ciertos núcleos urbanos y periurbanos europeos la densidad de p o blación haya sido alta. Si la población europea ha crecido con relativa moderación se debe a un fenómeno demográfico que es también característico y único de estas tierras: el llamado «patrón matrimonial europeo», consistente en una alta tasa de celibato y en una edad de matrimonio, en especial p o r lo que se refiere a las mujeres, mucho más alta que en el resto del mundo. C o m o señala el descubridor de tal «patrón» [Hajnal (i%5)]¡ éste se observa sobre todo en los países al oeste de una línea imaginaria que uniera San Petersburgo y Trieste. En los países al este de esa línea, el patrón europeo se daría en una versión m u y mitigada: menor tasa de celibato y menor número de solteras en edades adultas, aunque mayor que en el resto del mundo. Al menos desde la Edad Media, los europeos han tenido una conducta matrimonial más racional que los habitantes de otros continentes: han ajustado la edad de matrimonio y el número de hijos a las circunstancias económicas. En concreto, y esto es claramente observable, las mujeres

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se han casado más jóvenes en tiempos de prosperidad y con más edad en años de escasez. Es bien sabido que, en las sociedades esclavistas, el incentivo para introducir innovaciones que ahorren trabajo es débil. Se ha observado repetidamente que en las colectividades de la Antigüedad, donde el talento inventivo no faltó, muchas grandes innovaciones (como el tornillo de Arquímedes o el molino de agua) lograron la categoría de curiosidades científicas, pero no se emplearon masivamente. No fue así, en cambio, en la Edad Media europea, donde no sólo se íúeieion notables inventos, sino que se adoptaron o reinventaron muchos procedentes de la Antigüedad o de otras latitudes, como, en especial, China, India y el Islam. En la Europa medieval la esclavitud no era desconocida, pero sí infrecuente, y los indicios de escasez de mano de obra abundan; esta escasez se hizo especialmente aguda y patente en el siglo x i v , c o m o consecuencia de la despoblación que tuvo lugar a raíz de las epidemias que asolaron el continente desde mediados de ese siglo. Hemos mencionado ya el arado pesado y el estribo, dos innovaciones de la A l t a Edad Media (anteriores al año 1000) en apariencia m u y simples pero que, c o m o hemos visto, moldearon la estructura económica y social de la Europa medieval, dejando así su impronta en la historia posterior. Otras innovaciones como la collera y la herradura, que permitieron emplear el caballo en tareas agrícolas y alargar su vida útil, o la utilización sistemática de los molinos de agua y de viento, que permitieron no sólo moler harina, s¡uo también batir lana, m o v e r fuelles, martillos, forjas, etcétera, son otras de las muchas innovaciones con las que 1?. Europa medieval logró aumentar la productividad del trabajo. Sin ánimo de exhaustividad, conviene señalar que las innovaciones medievales en sectores tales c o m o la navegación, el arte militar (algunas ya las hemos señalado más arriba), las industrias de consumo y la economía social y financiera fueron realmente revolucionarias y pusieron a Europa en el camino de la hegemonía del que antes hablamos. Varias de estas innovaciones no se originaron

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en Europa, pero aquí fueron modificadas y adaptadas de m o d o que lograron una aplicabilidad y repercusión mayores que en su versión original. En materia militar, la innovación más trascendental son las armas de fuego, derivadas de la p ó l vora, descubrimiento de origen chino, que llegó a Europa en el siglo XIV y que los europeos m u y p r o n t o utilizaron en pistolas, fusiles y cañones. Entre otros empleos, los cañones sirvieron para reforzar la seguridad y el valor ofensivo de las naves con las que los europeos se lanzaron a surcar los océanos en el siglo XV, y tuvieron un papel m u y destacado tanto en la conquista de América p o r los españoles c o m o en el control del océano índico por los portugueses en el siglo XVI. Las naves sobre las que los europeos arribaron a las que para ellos eran nuevas tierras también fueron el resultado de innovaciones profundas. Q u i z á lo más decisivo fuera que durante la Baja Edad Media ( 1 0 0 0 - 1 5 0 0 ) , gracias a la introducción de la llamada vela latina (en realidad, árabe) triangular y otras m e joras en el diseño, los barcos europeos pudieron navegar largas singladuras sin utilizar los remos y sin requerir viento de popa. Al poder prescindir de los remeros, el espacio de carga era mucho m a y o r y una reducida tripulación necesitaba m e nos provisiones, lo cual permitía largos viajes sin arribar a puerto. U n i d o al mejor conocimiento de la esfera celeste y a la introducción de la brújula y otros instrumentos astronómicos, como el astrolabio, todo esto permitió la navegación de altura, es decir, perdiendo de vista la costa, algo que era esencial para los viajes de exploración intercontinental. De t o d o esto se desprende que la exploración y expansión global que se inició en Europa al final de la Edad Media no fueron p r o ducto de la casualidad, sino de un largo proceso de acumulación de técnicas y conocimientos. Si las artes naval y militar permitieron la extensión del área de operaciones europea, el acicate fue en gran parte económico, aunque las consideraciones religiosas, políticas y estratégicas también pesaran. La actividad comercial tenía una larga tradición en Europa, especialmente en el ámbito medi-

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terráneo, pero indudablemente se desarrolló en la Baja Edad Media. De un lado, las innovaciones navales ya se vieron espoleadas p o r el crecimiento del comercio. De o t r o , con la mejora de las condiciones económicas que tuvo lugar durante el periodo, la propensión a importar aumentó. Un número creciente de europeos demandaban productos de lujo c o m o la seda, el algodón, la porcelana, la pimienta, la canela y el azúcar, que en Europa no se producían (o se producían en m u y pequeñas cantidades) y debían importarse de Asia. Europa exportaba armas, tejidos de lana y lino, productos de cristal y vidrio, etcétera, pero la demanda asiática de estos productos era limitada. Lo que los mercados asiáticos demandaban primordialmente eran metales preciosos. En Europa abundaba relativamente la plata, pero la demanda europea de este metal era considerable con fines de orfebrería y, sobre todo, monetarios: una gran parte de la circulación monetaria europea era de plata. La exportación de este metal hacia Oriente, p o r tanto, creaba tensiones en los mercados europeos. C o n el o r o la situación era aún más problemática, porque la producción europea era claramente deficitaria: el o r o que circulaba en Europa era casi t o d o importado, sobre todo de África. En el comercio europeo con África las principales importaciones eran o r o , marfil, ébano y esclavos. El o r o era más raro que la plata, p o r tanto, y su exportación planteaba aún mayores problemas, aunque, p o r su misma escasez, su utilización monetaria era más limitada. La demanda de metales preciosos y de bienes de lujo c o m o los antes mencionados era, p o r tanto, m u y alta en Europa y ello explica la avidez con que los navegantes europeos se lanzaron en su busca. Por otra parte, todos estos bienes llegaban a Europa a través de intermediarios, casi siempre musulmanes, tanto del norte de África c o m o de Oriente Medio. La caída del Imperio Bizantino con la toma de C o n s tantinopla p o r los turcos completó el control musulmán del comercio europeo con Asia y África. Esto explica la preocupación de los portugueses por encontrar una vía marítima que llegara al corazón de África para lograr allí comerciar directa-

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mente en busca de los preciados bienes africanos, y su ambición de circunnavegar el continente negro para llegar a Asia y allí tratar directamente con los proveedores en busca de seda, algodón y especias. Los motivos religiosos y políticos (con frecuencia difíciles de distinguir, sobre t o d o en la era preindustrial) operaban en el mismo sentido. La victoria turca en el Oriente mediterráneo con la toma de Constantinopla (que pasó a llamarse Estambul) en 1453, implicaba un cerco no sólo comercial sino también político y religioso. Pa¿ cce natu ral que los descubridores partieran en sus expediciones «en busca de cristianos y de especias», como se cuenta q u e dijo Vasco de Gama a su llegada a la India en 1 4 9 8 . Resulta evidente que en el ánimo de descubridores y conquistadores el afán de lucro y el deseo de gloria se unían al ansia de diseminar su fe religiosa (Cristóbal C o l ó n se consideraba predestinado p o r significar su nombre «Portador de Cristo») y de ensanchar el poder y los dominios de su soberano. No sólo no había c o n tradicción entre estos objetivos, sino que, p o r el contrario, eran todos parte de un mismo impulso. Las consideraciones personales, las espirituales y las s o ciales eran facetas de una misma realidad y constituían un estímulo a la expansión; en cambio, es seguro que el objetivo de ensanchar I o iím«'«-es del conocimiento h u m a n o no formaba parte drí unpulso explorador, al menos en un primer m o m e n to. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia medieval h i z o p o sible la actividad descubridora; ya hemos visto algunos aspectos técnicos. P o r añadidura, la cosmología renacentista se benefició de la lectura de los filósofos griegos (en especial Eratóstenes y Ptolomeo) y adquirió la convicción de q u e la tierra era esférica, convicción sin la cual el viaje de C o l ó n hubiera carecido de sentido. Pero dos descubrimientos más de la Baja Edad Media contribuyeron al desarrollo de la ciencia r e nacentista y posrenacentista que había de florecer en la R e v o lución Científica de la Edad Moderna ( 1 5 0 0 - 1 7 5 0 ) : el desarrollo de la industria del vidrio y el cristal, que hizo posible la fabricación de lentes ópticas, y la invención de la imprenta. La c

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fabricación deí vidrio, ya practicada en la Antigüedad, observó notables perfeccionamientos en la Edad Media, en especial la mejora de la claridad y transparencia del cristal, así como la posibilidad de colorearlo y producirlo en cantidades considerables, lo que fue abaratando el precio de este producto. Hacia el siglo x n i aparecen las primeras lentes, que pronto se aplican para la corrección de la visión y gradualmente se emplean para aumentar y ver a distancia. El primer telescopio utilizado sistemáticamente con fines científicos se atribuye a Galileo a principios del siglo x v i l . C o n él y con este instrumento nace la astronomía científica. Pero quizá más decisiva fuera la imprenta para el desarrollo de la ciencia. La imprenta es un dispositivo complejo, que se compone de varios elementos, señaladamente los tipos móviles y la tinta oleosa. Esta complejidad implica que, con toda probabilidad, la imprenta de Johannes Gutenberg fue la culminación de un largo proceso de invención que tuvo como origen el sistema de impresión p o r medio de bloques de madera de una sola pieza, innovación importada de China y largamente utilizada en la Europa medieval para producir naipes y difundir grabados. La aparición de la imprenta trajo consigo una revolución en el sistema de comunicaciones y repercutió en numerosos ámbitos de la vida social, no cólo facilitó extraordinariamente !a difusión de datos e ideas científicos, poniendo en comunicación las mejores mentes de la época y dando lugar a una colaboración sin precedentes entre investigadores tan alejados geográfica y temporalmente como Copérnico, Tycho Brahe, Kepler, Galileo, Descartes o Newton, sino que además contribuyó a popularizar las ideas de Lutero y facilitó la consolidación de la reforma protestante, dando lugar además a la fijación y consolidación de las lenguas vernáculas, que en los países protestantes quedaron fijadas con las traducciones de la Biblia a la lengua vulgar (Biblias de L u t e r o y del rey Jacobo I) y en los católicos, con monumentos literarios como La divina comedia de Dante Alighieri, Don Quijote de Miguel de Cervantes, Los lusíadas de Luís de

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Camóes, o los Ensayos de Michel de Montaigne. Por supuesto, los efectos científicos de la imprenta no se circunscribieron a la astronomía y la cosmología, sino que contribuyeron decisivamente al desarrollo y la difusión de otras disciplinas como la geografía, la física, la matemática, la química, la historia, la filosofía, el derecho, etcétera, y de técnicas, desde la navegación a la metalurgia. Curiosamente, un medio tan poderoso para extender el saber umversalmente también contribuyó a la fragmentación política de Europa, al extender el uso de las lenguas vernáculas a expensas del latín. El n ú m e r o de lectores aumentó, y sin duda la alfabetización se vio estimulada p o r el abaratamiento de los libros; pero de estos nuevos lectores sólo una minoría conocía el latín, y a efectos tanto comerciales como de propaganda (sobre todo religiosa), la impresión en lenguas vernáculas resultaba más provechosa. Vale la pena señalar que la fractura religiosa en la Europa del siglo x v í entre protestantismo y catolicismo siguió líneas lingüísticas: los países de lengua germánica (inglés, alemán, danés y sueco) se decantaron hacia el protestantismo; los de lengua latina (italiano, francés, español y portugués), p o r el catolicismo. Esto no es casual: la r e ligión romana se mantuvo en el área donde el Imperio dejó su impronta más profunda, tanto lingüística como cultural y p o lítica; los que fueron «pueblos bárbaros» para Roma se rebelaron contra ella diez siglos más tarde de la caída oficial del Imperio. Esta fragmentación de Europa tuvo sin duda aspectos m u y negativos (contra ella reaccionaron los europeos del siglo XX y emprendieron el largo proceso de unificación); pero también los t u v o positivos, como se ha puesto con frecuencia de relieve: la competencia entre naciones trajo consigo guerras, p e r o también progreso; en defensa de su religión y sus instituciones, los estados nacionales a menudo favorecieron la ciencia y la cultura, aunque en otras ocasiones fuera a la inversa. Por otra parte, la diversidad dulcificó las tiranías, pues el exilio fue a menudo una mejor alternativa que el s o metimiento [Maddison, 2 0 0 4 ] .

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A u n q u e de manera prolongada y tortuosa, esta competencia entre estados, culturas y religiones a la postre acabó por favorecer una institución característicamente europea y que constituye uno de los pilares de la democracia moderna: la separación de la Iglesia y el Estado, principio c u y o fundamento quizá se halle en la tan citada frase evangélica pronunciada p o r Jesucristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Al cristianismo y a la competencia entre sus dos grandes ramas, la protestante y la católica (la tercera rama, la ortodoxa, ha competido menos en el .piano teológico) ^e debe el desarrollo de esa rama de la filosofía que es la teología (en la Edad Media se pensaba que la relación era la inversa: Philosophia ancilla Theologiae), intento semirracional de comprender el origen del Universo sin contradecir las Sagradas Escrituras, que contribuyó al desarrollo del pensamiento inquisitivo y racional.

EL LIDERAZGO INGLÉS

Lo cierto es que, como muestra ya la riqueza de sus yacimientos prehistóricos, Europa ha tenido casi siempre una p o sición m u y destacada en la historia humana desde los albores de la Historia. En vísperas de la Revolución Industrial, este continente era ya la región más desarrollada del globo, condición que se manifestaba en áreas diversas, como la económica, la militar, la tecnológica, la política, etcétera. En realidad nada tiene de sorprendente que la Revolución Industrial se iniciara en Europa y, más concretamente, en un país que, aunque relativamente pequeño, tenía una serie de ventajas geográficas e históricas que le habían permitido tomar la delantera política, económica y socialmente en el siglo x v n : Inglaterra. C o n una población de unos 5 millones de habitantes hacia 1700, Inglaterra salía p o r entonces de u n o de los periodos más turbulentos de su historia: la larga y compleja R e v o l u ción Inglesa que, iniciada en 1 6 4 0 , conoció una prolongada T8

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guerra civil, un regicidio, una dictadura militar republicana, una restauración monárquica y una segunda revolución, t o d o ello en el espacio de medio siglo. Lo importante de la R e v o lución Inglesa, sin embargo, no fueron tanto sus dramáticos episodios cuanto la huella imborrable que dejó en la sociedad británica y, a la larga, en el marco institucional de todas las s o ciedades y países. Ello es así p o r q u e la revolución abolió la monarquía absoluta, régimen político casi universal en la é p o ca y con una tradición milenaria, y la sustituyó p o r una m o narquía parlamentaria, lo cual constituyó un experimento de organización política sin precedentes. Lo decisivo, sin embargo, fue que el experimento tuvo un gran éxito y fue, pese a las encarnizadas resistencias, imitado, adaptado, reformado y mejorado en siglos posteriores y en otras latitudes, sobre t o d o a partir de las revoluciones Americana y Francesa a finales del siglo xvill, que estaban inspiradas más o menos explícitamente en el ejemplo inglés. Si puede sorprender que la pequeña Europa se alzara con la hegemonía militar, intelectual y política mundial desde la Edad Media, quizá más pueda sorprender la primacía que desde aproximadamente el mismo periodo alcanzó Inglaterra (o Gran Bretaña) dentro de Europa. Si bien el tamaño de la isla británica es considerable, su población era sólo una fracción pequeña de la europea hacia 1700: unos 6 millones, de los que 5 corresponderían a Inglaterra y Gales (ya entonces u n i das políticamente) y 1 a Escocia (que se integraría en 1 7 0 7 ) . Tengamos en cuenta que p o r entonces la población de España era de unos 7 millones, la de Francia de u n o s 20 y la de lo que luego sería Italia de unos 1 3 . La población total europea, contando Rusia occidental, era de unos 1 1 5 millones. P e r o , como ahora veremos, aunque relativamente pequeña, la p o blación británica mostró un extraordinario dinamismo. Desde un punto de vista físico, G r a n Bretaña contaba con grandes ventajas. A u n q u e situadas m u y ai norte, las islas Británicas gozan de un clima relativamente benigno gracias a la corriente cálida del golfo de México, que trae a sus tierras

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masas de aire templado y húmedo. Esto produce un intenso régimen de lluvias y una insolación relativamente baja, que proporciona una gran fertilidad a su suelo. Por otra parte, G r a n Bretaña es un isla alargada de norte a sur, lo que conlleva una considerable variedad de clima, desde el relativamente tibio de la mitad sur hasta el riguroso del extremo norte. El sur, p o r añadidura, es m u y llano. Incluso las tres cordilleras de la isla (los montes Cámbricos en Gales, los Perlinos al norte de Inglaterra y los Grampianos al norte de Escocia) no son m u y altas, p o r lo que los ríos, aunque cortos, son fácilmente navegables e incluso el transporte p o r tierra no plantea demasiadas dificultades. La abundancia de vías fluviales se combina con lo recortado de sus costas, que ofrecen numerosas bahías, rías, y estuarios, para hacer de la isla un área excelentemente dotada para el transporte y la navegación. Todas estas ventajas las reúne especialmente la llanura meridional inglesa, que desde m u y p r o n t o se articuló en torno al gran puerto comercial de Londres y, en menor medida, al de Bristol, en el oeste. Además, G r a n Bretaña esta situada en una encrucijada comercial que ha tenido importancia creciente desde la Edad Media. M u y cercana a los Países Bajos y al norte de Francia, pero próxima también a la península Escandinava y al mar Báltico, la isla tuvo pronto a Irlanda, a su oeste, como colonia agraria y, más tarde, a América del N o r t e . La r o n d i ción de insularidad tenía otras ventajas. A u n q u e invadida con frecuencia en la Antigüedad y la Edad Media (por romanos, germanos, vikingos y normandos), G r a n Bretaña ha repelido todos los intentos desde 1066, c o m o los bien conocidos de Felipe II, Napoleón y Hitler. Esto explica que durante su etapa formativa Inglaterra no tuviera ejército permanente y concentrara su gasto militar en la Marina, c u y o v a l o r era tanto económico y comercial como estratégico. Si la mitad sur de Inglaterra tiene tan excelentes condiciones agrícolas, como la llanura continental europea, el subsuelo británico es rico en minerales que tuvieron gran importancia en la industrialización, en especial hierro y carbón,

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pero también estaño, cobre, plomo y cinc, predominantemente en las zonas montañosas de Gales y el norte de Inglaterra. Su situación de encrucijada explica el crisol de razas y culturas que ha sido Inglaterra, algo que se refleja en el sincretismo del idioma inglés. AI igual que sus vecinos continentales, Inglaterra emergió de la Edad Media c o m o una unidad geográfica con vocación de unidad política. El triunfo de la dinastía Tudor marcó el fin del feudalismo inglés y el comienzo de una extraordinaria aventura sociopolítica. Si los siglos XVI y XVII fueron una «Edad de Hierro» en toda Europa [Kamen (1971)], en las islas Británicas ese hierro alcanzó altísimas temperaturas y acabó fraguando un metal de temple extraordinario. Es bajo la dinastía Tudor, en el siglo x v í , cuando la sociedad inglesa se singulariza con respecto al resto de Europa, en especial con respecto a la Europa católica; porque es el periodo en que, de manera gradual, convulsa, y cruenta, en Inglaterra se lleva a cabo la reforma protestante de tal manera que entraña una revolución social de alcance insospechado. La pieza central de esta «revolución social» fue la llamada disolución de los monasterios, llevada a cabo bajo el reinado de Enrique VIII y promovida p o r su ministro Thomas C r o m w e l l . L¿ disolución de los monasterios, consecuencia de la ruptura de la monarquía inglesa con la Iglesia católica romana y del establecimiento de una Iglesia nacional bajo la primacía del monarca inglés, fue L primera «desamortización» conocida; en esencia, consistió en el cierre de estas instituciones c o m o consecuencia de la ruptura entre la corona inglesa y la Iglesia de Roma. La abolición de las instituciones monásticas conllevó el licénciamiento y expulsión de su personal y la apropiación de sus bienes p o r la corona inglesa. Estos bienes pueden dividirse a nuestros efectos en tres grupos: las joyas y obras de arte, que pasaron a ser propiedad del monarca; los edificios, que sufrieron suerte varia, unos siendo sencillamente abandonados o demolidos y otros empleados en usos civiles, y por último, las tierras, extensiones m u y importantes de s u -

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perficie cultivable, que pasaron también a ser propiedad de la C o r o n a y que casi inmediatamente fueron alienadas, en su m a y o r parte p o r venta, una fracción p o r simple donación. Estas operaciones de privatización de la tierra son las que más importancia tuvieron en la historia económica inglesa e incluso en la historia sin adjetivos de ese país. Esta reforma agraria que fue la disolución de los monasterios tuvo mucho en común con las desamortizaciones de la Europa católica que se iniciaron a finales del siglo xvm siguiendo el ejemplo de la Revolución Francesa. Sus efectos también fueron parecidos: dio lugar a una extraordinaria ampliación del mercado de tierras y de la eficiencia y racionalidad en la explotación de este fundamental recurso. Los nuevos propietarios constituyeron una nueva clase social de prósperos propietarios rurales conocidos como la gentry (labradores o hidalgos campesinos) que apoyó a la C o r o n a en la prosecución de la reforma protestante y que se hizo ciccientemente próspera con el cultivo sistemático de sus tierras. La economía inglesa conoció una fuerte expansión durante este periodo merced a un aumento de la producción agrícola y de las exportaciones de lana bruta primero y de tejidos de lana después. El aumento del precio interno de la lana que estas exportaciones conllevaron t u v o como consecuencia que los nuevos propietarios se comporta: *n racionalmente y dedicaran a pastos p i o p o r c i o r e s crecientes de sus tierras. El éxito de los nuevos agricultores estimuló o t r o movimiento también original inglés: las enclosures, cercamientos o c o n c e n u aciones parcelarias que significaron el paso de la agricultura de campos abiertos o colectiva a una agricultura de campos cerrados y explotación privada. Los cercamientos exigieron una redistribución de la propiedad para crear cotos redondos cerrados donde antes había habido una fragmentación minifundista. Esta concentración parcelaria se desarrolló de manera paralela a la desamortización de las tierras monásticas y, aunque iniciado en el siglo xví, el proceso continuó hasta el XIX. A m b o s movimientos (concentración y desamortización), paralela-

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mente, aumentaron el grado de comercialización y administración racional de las explotaciones agrícolas. La agricultura inglesa pasó a producir crecientemente para el mercado y a estar guiada p o r los precios relativos. Esto conllevó un fuerte desarrollo de la ganadería, no sólo la ovina con fines de exportación, como hemos visto, sino también la bovina y porcina para la producción de carne. El consumo creciente de las ciudades ofreció un atractivo mercado para esta nueva agricultura. C o m o escribió A d a m Smith, «[el] gran comercio de toda sociedad civilizada es el que llevan a cabo los habitantes de la ciudad con los del campo». Londres, que a comienzos de la Edad Moderna era una capital de segunda fila, era en 1 7 0 0 la m a y o r ciudad de Europa y un mercado de primordial importancia para la agricultura y la industria inglesas. A su vez, el crecimiento de Londres se debió a una combinación de circunstancias. Por una. parte, la población inglesa aumentó en la Edad Moderna a un ritmo mucho mayor que la de los demás países europeos. Comparada con España, p o r ejemplo, si hacia 1500 la población británica venía a ser la mitad de la española, hacia 1800 era aproximadamente igual. D e n t r o de la población de Europa occidental, excluida Rusia, la población británica pasó de representar el 7% en 1500 a representar el 1 6 % en 1820, lo cual implica, por supuesto, que su ritmo de crecimiento demográfico fuera más del d o ble que el europeo medio. Pero esta población creciente no permaneció en la agricultura, sino que confluyó crecientemente hacia las ciudades en general y hacia Londres en particular. Mientras la población en la agricultura se mantuvo aproximadamente constante durante la Edad Moderna, la población urbana inglesa creció, de tal m o d o que, a finales del siglo x v í n , Inglaterra era el país más urbanizado del mundo. Pero a la progresiva urbanización de Inglaterra contribuyeron otros factores m u y importantes, c o m o el desarrollo de la industria y los servicios. Ya hemos visto que Inglaterra reúne condiciones excepcionales para la navegación; los ingleses hicieron uso pleno de estas condiciones. Es m u y posible que

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incluso en la Prehistoria navegantes ingleses comerciaran con puertos mediterráneos; es bien sabido que en la Edad Media los ingleses lo hacían y que la combinación de comercio y piratería (por otra parte nada infrecuente en el mundo, incluso en nuestros días) fue practicada p o r los marinos británicos con éxito creciente. Los progresos de la navegación en la Baja Edad Media e inicios de la Edad Moderna fueron plenamente asimilados p o r los constructores y armadores británicos, de m o d o que desde finales del siglo XVI los ingleses podían repetir con fuerza la letra de su himno que proclama que «mientras Britania domine las olas, los británicos nunca serán esclav o s » . La victoria sobre la armada española en 1 5 8 8 confirmó la superioridad marítima inglesa, que no se perdió hasta el siglo XX. Esta hegemonía sobre los mares tuvo, como vimos, importantes consecuencias económicas. Si 'a iniciativa en la exploración de nuevos mundos la tuvieron los países ibéricos, las otras potencias europeas, en especial Inglaterra, Francia y Holanda, siguieron su estela con éxito creciente. En el siglo XVII, Holanda e Inglaterra sobre t o d o extendieron sus imperios hasta hacerlos comparables en extensión a los de España y Portugal, y a través de unas eficaces políticas mercantilistas y comerciales (es decir, mezclando el intervencionismo con el liberalismo comercial de una manera más sutil y eficaz que, característicamente, España) incrementaron y diversificaron su comercio. Londres y A m s terdam se convirtieron en activos centros del comercio mundial, y consecuentemente desarrollaron una compleja red de instituciones financieras m u y superiores a las de cualquier otra ciudad del mundo: el Banco de Amsterdam y el de Inglaterra, las bolsas de valores, las empresas de seguros; establecieron también técnicas nuevas (billetes de banco, descuento de letras, giro) y atrajeron a personal cada v e z más especializado. La rivalidad entre Inglaterra y Holanda en el campo comercial, marítimo y militar domina la historia del siglo XVII, junto con la decadencia de las potencias ibéricas y mediterráneas, y el mantenimiento de Francia en un segundo plano. Sin

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duda fue el m a y o r tamaño del país, y por tanto el m a y o r peso de su economía, lo que terminó por causar el triunfo de Inglaterra en el siglo XVIII. M u y p r o n t o el nivel de vida inglés d e mandó nuevos productos, cuya importación fue posible gracias a la expansión geográfica: té, tabaco, especias, cacao, tejidos de algodón, porcelana (que en Inglaterra aún h o y r e cibe el nombre de «china») y vino son todos ejemplos de p r o ductos exóticos que los ingleses consumían en cantidades crecientes y que dieron lugar a un comercio internacional en expansión. A ellos habría que añadir materias primas, como productos tintóreos, minerales y madera. Inglaterra pagaba estas importaciones con productos agrarios (queso, cuero, cereales), mineros (en especial estaño), metalúrgicos (armas) y, sobre todo, textiles (paños en especial). A estos productos habría que añadir, p o r supuesto, los metales preciosos, sobre todo plata, que servían, entre otras cosas, para equilibrar la balanza comercial: ésta debió de ser generalmente favorable, por cuanto Inglaterra recibió considerables influjos de plata procedente del Imperio Español en A m é r i c a y, más tarde, de oro procedente del Brasil portugués. El rápido crecimiento de la población y ia prosperidad derivada de la m a y o r productividad agrícola y del desarrollo del comercio mejoraron el nivel de vida y i icvaion la demanda de bienes industriales, no sólo ropa y bienes de consumo, sino también instrumentos agrícolas, barcos e instrumentos de navegación, c o m o hemos visto, materiales para la construcción y bienes de equipo para las industrias de consumo, como ciertos productos químicos, colorantes, aprestos, etcétera. Estas demandas hicieron que se desarrollaran dos industrias básicas para las que Inglaterra estaba m u y bien dotada: la minería y la metalurgia. La abundancia de carbón mineral encontró una gran demanda para fines industriales y domésticos. La siderurgia cobró gran importancia p o r la demanda de hierro en la construcción naval, la industria de armamento, la construcción civil y la agricultura. En la-obtención de hierro se generalizó el alto horno al carbón vegetal, ya que

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las impurezas de la hulla vetaban su empleo en la fundición; tal era la magnitud de la siderurgia inglesa en la Edad M o d e r na que su demanda de carbón vegetal amenazó con deforestar el país; la isla en un principio era m u y rica en bosques, pero ha visto su masa arbórea seriamente disminuida p o r este p r o blema, al que se añaden las roturaciones, consecuencia de una pujante agricultura. La evolución económica corrió pareja a una inusitada evolución social y política. No hay duda de que la reforma protestante fue especialmente turbulenta en Inglaterra. Los intentos autoritarios p o r parte de la corona inglesa p o r mantener el monopolio de la Iglesia nacional (anglicana), m u y parecida a la católica aunque independiente de Roma y subordinada a la Corona, fracasaron. La rebelión contra el Fapado y la libre interpretación de las Sagradas Escrituras, junto con la movilidad y prosperidad de la sociedad inglesa, dieron lugar a una pí oliferación de sectas cristianas cuyas creencias representaban convicciones no sólo religiosas sino también políticas. Estos protestantes radicales que no aceptaron la Iglesia anglicana p o r considerarla demasiado parecida a la católica romana, recibieron el nombre genérico y peyorativo de puritanos, que terminó p o r perdurar. D e n t r o de los puritanos aparecieron iglesias o grupos como los anabaptistas, los metodistas o los cuáqueros, cuyo credo contenía fuertes dosis de ciítica social y profundo reformismo, casi u incluso, revolucionario. El fermento religiosu-político de la Inglaterra del siglo XVII tuvo pálidos reflejos en el continente, pero en ningún otro país dio lugar a una revolución de la importancia y la envergadura de la Revolución Inglesa. O t r a consecuencia fundamental de la reforma protestante en Inglaterra fue el fortalecimiento de la institución parlamentaria. C u a n d o en la cuarta década del siglo x v i , Enrique VIII llevó a cabo la ruptura con el Papado, la tensión que esto originó en la sociedad inglesa fue enorme. Basta con recordar a m o d o de ejemplo que en la pugna subsiguiente fue condenado a muerte y ejecutado Tomás M o r o , que había sido can-

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ciller (equivalente a primer ministro) y amigo del monarca. Al igual que M o r o , una parte importante de la población inglesa, quizá la mayoría, permaneció fiel a Roma en un primer momento. Para justificar y legalizar sus radicales y arriesgadas decisiones, Enrique VIII recurrió al Parlamento (una institución entonces no democrática, sino más bien aristocrática), que él y Thomas C r o m w e l l manejaron con extraordinaria habilidad. Por añadidura, a la muerte del rey, los problemas sucesorios fueron tan complejos que el Parlamento v o l v i ó a tener un papel decisivo en la legitimación de sus sucesores, tres de los cuales m u r i e r o n sin descendencia. La institución parlamentaria c o b r ó en Inglaterra vigor y sentó una serie de tradiciones que la convirtieron en una institución única en el mundo. Fue esta serie de acontecimientos excepcionales en el siglo XVI inglés, más que una tradición medieval, sin duda importante, pero no m u y diferente de las de otros países continentales, como España o Francia, la que dio al Parlamento de Inglaterra la fuerza extraordinaria que iba a demostrar en el siglo x v i l , ai rebelarse contra la autoridad real, derrotar al m o narca en una doble guerra civil ( 1 6 4 2 - 1 6 4 6 , 1 6 4 8 - 1 6 4 9 ) y convertirse en la sede permanente del poder tras la Gloriosa Revolución de 1 6 8 8 . H a y que tener en cuenta, sin embargo, que, aunque los acontecimientos del siglo x v í le dieron ese extraordinario protagonismo, el Parlamento inglés no hubiera pedido evolucionar y robustecerse si la sociedad inglesa no hubiera evolucionado y se hubiera desarrollado como antes se ha expuescc. El crecimiento económico trajo consigo el ascenso de la gentry y de una clase media de comerciantes e industriales adscritos a la causa «puritana», convicción que predominó entre los parlamentarios rebeldes y victoriosos, sin que ello excluya que una parte de la nobleza tradicional se situara también del lado del Parlamento. El resultado de t o d o este largo periodo de turbulencia que ocupó buena parte del siglo x v n fue que Inglaterra iniciara el XVIII con una configuración social, política y económica m u y diferente de la de sus vecinos continentales. El sistema

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político, sin ser en absoluto democrático, era mucho más r e presentativo que el de los demás países europeos (solamente los Países Bajos y Suiza pudieran quizá compararse en materia de representatividad). La sede efectiva del poder residía en el Parlamento, y en especial en la cámara baja, los C o m u n e s , la representante teórica del pueblo llano, frente a la cámara alta, los Lores, representante, como su nombre indica, de la nobleza. Las elecciones a una y otra cámara distaban mucho de ser igualitarias o universales y de estar libres de irregularidades, p e r o eran elecciones y se celebraban con regularidad, práctica rarísima en el resto del mundo. La costumbre parlamentaria se fue robusteciendo y el sistema de partidos (los tories y los whigs, conservadores y liberales, respectivamente) quedó gradualmente establecido. Los gobiernos eran votados p o r la cámara de los C o m u n e s , y a su voluntad, más que a la voluntad del monarca, debían su existencia. J u n t o a estas novísimas instituciones políticas, Inglaterra conoció también innovaciones económicas, como el control sistemático p o r el Parlamento dei presupuesto y la deuda pública, o la aparición de un sistema bancario vigoroso y relativamente independiente. El sistema monetario estuvo controlado crecientemente p o r el Banco de Inglaterra, fundado en 1694 c o m o baluarte fi del régimen recién salido de la Gloriosa Revolución de Í688, y que fue adquiriendo paulatinamente las atribuciones y los instrumentos de lo que h o y llamamos un banco central. Entre las especialidades del sistema monetario inglés durante el siglo x v m figuia la progresiva utilización del billete de banco en las transacciones corrientes, algo que no se generalizó en el continente hasta, al menos, un siglo más tarde. Ya nos referimos antes a otra característica única de la economía inglesa: los cercamientos o enclosures, proceso que continuó y se aceleró durante esta centuria. Es de señalar también que la inusitada vitalidad social y económica de la Inglaterra de la época vino acompañada de un impresionante florecimiento intelectual y científico. R e cordemos que el p r o p i o Tomás M o r o , autor de Utopía, fue

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uno de los grandes pensadores sociales de comienzos del siglo x v í y que un siglo más carde aparecerán genios de la talia de Thomas Hobbes y J o h n Locke, señalados fundadores de la ciencia social moderna; que entre los economistas ingleses anteriores a A d a m Smith contamos con autores de la categoría de William Petty, Thomas M u n y David Hume; y que la ciencia inglesa brilló inigualada en esos mismos años, con figuras de la talla de Edmund Halley, William Harvey e Isaac Newton. el siglo XVII, Inglaterra sostuvo una estrecha rivalidad con Holanda (o los Países Bajos), que también llevó a cabo una revolución política y social en muchos aspectos paralela a la inglesa. A m b o s países se disputaron el dominio de los mares y extendieron sus imperios p o r América, África y Asia. La Revolución Holandesa tuvo mucho que ver c o n la religión, como la inglesa, pero en Holanda la revolución t o m ó la forma de guerra de independencia contra la gran potencia católica del momento, España. De m o d o similar a la de Inglaterra, la economía holandesa se desarrolló al tiempo que tenía lugar la guerra y hay razones para pensar que a mediados del siglo x v i l , tras lograr la independencia definitiva, la República de los Países Bajos era el país más rico del mundo en términos de renta p o r habitante [De Vries y Van der Woude ( 1 9 9 7 , pp. 6 9 9 - 7 1 0 ] . Antes que Inglaterra, los Países Bajos habían introducido una revolución en las técnicas agrícolas que había hecho aumentar considerablemente ioc rendimientos y mejorado notablemente el nivel de vida. La actividad comercial rivalizaba con la inglesa, y lo mismo ocurría con la industria holandesa, principal pero no exclusivamente pañera. El crecimiento económico había venido acompañado de un profundo cambio social que discurrió paralelamente a la guerra, se alimentó de ella y a la vez la motivó. La república holandesa resultó ser un sistema político relativamente descentralizado aunque aristocrático, con la familia Orange desempeñando un papel cuasi monárquico (el cargo de presidente de esta república — stadhouder o estatúder— recayó casi siempre en

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miembros de esa familia), pero sujeta a una cierta sanción electiva. U n o de los problemas clásicos de la historia económica moderna es el de las causas de la decadencia de Holanda durante el siglo X V I I I , periodo en que Inglaterra, en segundo plano en el siglo X V I I , adquirió clara preponderancia, no sólo por su inusitado crecimiento, sino también p o r el estancamiento holandés. Se han ofrecido varias explicaciones. De una parte, se aduce que Inglaterra era un país mucho mayor, tanto en extensión c o m o en población. La población holandesa creció m u y rápidamente durante el siglo xví y ía primera mitad del siglo X V I I , pasando, en cifras redondas, de 1 a 2 millones en ese lapso, para casi estancarse durante el siglo y medio siguiente. El m a y o r tamaño de Inglaterra resultó a la larga decisivo. Trajo consigo una m a y o r riqueza agrícola: Inglaterra importó los nuevos métodos de la agricultura holandesa, pero una m a y o r superficie de cultivo permitió que los rendimientos decrecientes no se hicieran sentir. La ganadería inglesa era gran productora de lana, una de las más importantes partidas de exportación desde la Edad Media, grzín p a n e de ella a H o landa. A lo largo del siglo xvn, tras varios intentos fallidos, Inglaterra consiguió abrir mercados externos a sus paños en competencia directa con los paños holandeses. Una extensión forestal mucho más amplia abarataba el coste de la construcción naval (aunque la madera comenzó a ser objeto de importaciones crecientes) y el m a y o r número de hombres peimitió a la larga una flota mayor. A d e m á s , los recursos mineros ingleses eran incomparablemente mejores: en Inglaterra, sobre codo, abundaban el hierro y el carbón de hulla, ambos de excelente calidad. Holanda carecía de ambos; sólo poseía en grandes cantidades turba, fuente calorífica inferior a la hulla y apenas utilizable en metalurgia. La necesidad de importar madera, hierro y carbón aumentaba considerablemente los costes industriales en Holanda. Por otra parte, se ha puesto de relieve que los salarios holandeses mostraron una gran rigidez en el siglo xvm, mucho m a y o r que los ingleses, quizá porque 3°

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las burocracias estatal y paraestatal holandesas (en especial la gran Compañía de las Indias Orientales) siguieron una política de altos salarios, posiblemente para atraer a los mejores trabajadores, p o r razones políticas o simplemente ante una cierta escasez de trabajo resultante del estancamiento de la población. Lo indudable es que los salarios reales se mantuvieron a un alto nivel en Holanda durante la m a y o r parte del siglo xvín (sólo descendieron al final) y eso encareció aún más los costes industriales; la industria holandesa perdió competitividad y mercados, y lo mismo ocurrió con su otrora floreciente comercio. El declive económico y político de los Países Bajos holandeses durante el siglo xvín es, como dijimos antes, un clásico de la historia económica.

II LA I REVOLUCIÓN MUNDIAL

LA REVOLUCIÓN ATLÁNTICA

U n o de los episodios más estudiados — y celebrados— de la historiografía universal es la Revolución Francesa. Para muchos fue un acontecimiento afortunado; para otros, una gran desgracia. En todo caso, lo seguro es que no v i n o sola. Los historiadores discuten no sólo sus méritos, sino también hasta qué punto fue un hecho aislado y hasta cuál fue parte de un fenómeno de escala mundial. Naturalmente, en historia, en un sentido estricto, todos los fenómenos sen únicos e irrepetibles. Revolución Francesa sólo ha habido una. Sin embargo, se da en t o r n o a ella una serie de episodios históricos que tienen los suficientes rasgos comunes con ella y entre sí como para que nos parezca admisible encuadrar un acontecimiento tan único dentro de un cuadro más amplio y si no, rigurosamente hablando, de escala mundial, sí al menos de escala atlántica o relativa al Hemisferio Occidental. En concreto, la Revolución Francesa viene cronológicamente enmarcada por dos revoluciones americanas, la norteamericana que se inicia en 1 7 7 6 y la hispanoamericana que se inicia en 1808. Pero es que, además, la Revolución Francesa no ocurrió aisladamente en Europa. Vino precedida de conatos revolucionarios en los Países Hajos, en Suiza y en Polonia; en cuanto a los ecos que despertó en Europa, especialmente en países vecinos y ocupados de manera más o menos total y larga, como España, Italia o Prusia, además de los ya mencionados, es innegable. Los españoles sabemos que, junto a la bien conocida repulsión del invasor francés, antes y después del D o s de M a y o , existe un importante bando afrancesado, que fue, h a y que decirlo, más notable p o r su calidad y origen de clase media e intelectual 33

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

que p o r su número. Movimientos afrancesados — o simpatizantes con la Revolución— los hubo en todos los países mencionados. Las reformas económicas y sociales de la Revolución Francesa encontraron eco en muchos países de Europa occidental antes incluso de que las conquistas revolucionarias las impusieran. Pero es que además, como en España, los dirigentes de los movimientos antifranceses a menudo adoptaron medidas políticas reformadoras que se parecían más a las introducidas p o r la Revolución Francesa que a las practicadas p o r el Antiguo Régimen. Así, en España, las Cortes de Cádiz proclamaron en 1 8 1 2 una constitución, lo que no tenía precedentes en la historia de España, e instituyeron toda una batería de medidas, c o m o una reforma agraria y la proclamación legal de principios —la abolición de la tortura judicial, la libertad de expresión y de reunión, el babeas corpus, etcétera—, que tenían que v e r más con las declaraciones francesa y estadounidense de los Derechos del H o m b r e y con las constituciones proclamadas en esos países que con el derecho tradicional español. En Prusia, ios ministros r l c i n r i c h - K a r l v o n Stein y Karl August v o n Hardenberg promulgaron edictos de emancipación de los campesinos y de reforma agraria (en 1808 y 1 8 1 1 respectivamente) que igualmente debían más a las innovaciones ancesas que a la tradición prusiana.. P'no no es sólo que hubiera movimientos revolucionarios en los dos continentes (América y Europa) durante las cuatro décadas que van desde 1775 hasta 1 8 1 5 . Es que todos estos movimientos compartieron ampliamente visiones y o b jetivos: podríamos decir que todos ellos tenían el propósito de poner fin a lo que los franceses llamaron el Antiguo Régimen, caracterizado bien por el absolutismo en Europa, bien por el despotismo colonial (o ambas cosas, absolutismo y colonialismo) en América. A h o r a bien, y esto es algo realmente nuevo, si los revolucionarios en ambos continentes tenían claro el régimen que pretendían derribar, igualmente claro tenían qué era lo que querían instalar en su lugar: querían una sociedad y una economía más libres, y un sistema político más re34

II.

LA I R E V O L U C I Ó N M U N D I A L

presentativo. Querían acabar con lo que ellos llamaron «feudalismo» y, aunque la denominación no fuera rigurosa, la idea era m u y sencilla. Se trataba de crear una sociedad en la que todos los ciudadanos (antes subditos) fueran iguales ante la ley, donde no hubiera más privilegios de nacimiento que los económicos. Acerca de la igualdad económica había ambigüedad entre los revolucionarios a un lado y o t r o del Atlántico; si bien el respeto a la propiedad privada y a la libertad de testar, es decir, de transmitir el patrimonio privado a los herederos, íerminaron p o r imponerse, hubo, sobre t o d o en Francia, una fuerte corriente de opinión (que la historia personifica en Gracchus ÍJabeuf, pero que representaba una minoría nada despreciable) partidaria del «comunismo», en este caso significando la intervención del listado para lograr la igualdad económica. En cuanto al «feudalismo», si bien es cierto que las sociedades europea y americana del siglo x v í n o principios del siglo XIX estaban muy lejos de la estructura del feudalismo altomedieval (que los especialistas consideran el paradigma), sí es cierto que conservaban muchos de sus rasgos, y destacadamente una clara división estamental con su sistema de privilegios y fueros personales y territoriales, que era lo que más señaladamente y con m a y o r acuerdo querían abolir los revolucionarios. En realidad, ios revolucionarios de ambos lados del Atlántico compartían un ideario común, que se nutría de las doctrinas de los llamado.'; «filósofos» de la Ilustración, en particular Montesquieu y Rousseau en lengua francesa, L o c k e y Hume en lengua inglesa. Lo que quiero resaltar aquí es que este ideario estaba inspirado en otra revolución, la R e v o l u ción Inglesa del siglo x v n , que es el modelo que iban a imitar las que tuvieron lugar un siglo más tarde. La Revolución Inglesa es la primera gran revolución del mundo moderno, la que muestra el camino que transita desde el Antiguo Régimen absolutista hasta la sociedad moderna convencional y r e p r e sentativa. Por eso la Revolución Inglesa es estudiada p o r los primeros científicos sociales dignos de este nombre (aunque 35

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tengan algunos, contados, antecesores renacentistas). La R e volución Inglesa pone fin a la creencia de que el orden social es tan inmutable como el orden natural y de que el derecho de los reyes a gobernar c o m o monarcas absolutos es de origen divino y, p o r tanto, indiscutible. La derrota del rey Carlos I, su prisión, condena y muerte, el largo gobierno del Parlamento y de un hombre de extracción modesta (pequeña noble/a rural), Oliver Cromwell, como lord protector de las islas Británicas, su rechazo de la corona que se le ofrecía, todo ello demostraba que la sociedad era mucho más maleable de lo que la teoría del origen divino permitía pensar. Los episodios posteriores de la larga Revolución Inglesa no hicieron sino confirmar esta observación. La restauración de los Estuardo en la persona de C a r l o s í í y el posterior segundo destronamiento — i n c r u e n t o — de Jacobo II en 1688, con la instalación en el trono de un rey de origen holandés (Guillermo III de O r a n ge) mediante unas estipulaciones pactadas de reconocimiento de la potestad legislativa y ejecutiva del Parlamento, y, p o r tanto, la aceptación p o r el nuevo monarca de su papel de rey constitucional, el primero en la historia, crearon un tipo de organización política hasta entonces inédito. La Revolución Inglesa constituye la prueba irrebatible, para los espíritus más avisados de la época, de que la organización social puede variar con arreglo a la voluntad de sus componentes: la idea del «contrato social» aparece ya en escritores coetáneos, como Thomas Hobbes, y se hace célebre a mediados del siglo si guíente con Jean-Jacques Rousseau. C o m o casi todos los hechos sociales, sin embargo, la R e volución Inglesa tiene un antecedente: la Revolución Holandesa o de los Países Bajos, iniciada en 1 5 6 6 en contra del absolutismo del Felipe II de España, que era su «señor natural» p o r herencia, ya que los Países Bajos pertenecían a la familia Habsburgo desde finales del siglo X V . Aunque en muchos aspectos la Revolución Holandesa es un antecedente de la Inglesa y da lugar a «la primera sociedad moderna» (De Vries y Van der W o u d e la han llamado «la primera economía moder-

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II. L A I R E V O L U C I Ó N M U N D I A L

na» en su libro de 1997), difiere de ella en que la holandesa no dio lugar a un modelo can estable y definido como la inglesa, ni política ni económicamente. Sin embargo, como fenómeno revolucionario de gran alcance, no cabe duda de la primacía y de la importancia de la revolución que t u v o lugar en los Países Bajos. Los neerlandeses se rebelaron en 1566 p o r tres tipos de razones: religiosas, políticas, y económicas. Las tres se derivaban de que los Países Bajos eran una sociedad más compleja, rica y avanzada que la española y de que exigían un m o d o de gobierno y una organización social muy diferentes del absolutismo que Felipe II trataba de imponerles. En primer lugar, se trataba de lograr la tolerancia religiosa, de la coexistencia del credo católico con los diversos credos p r o t e s tantes, entonces en expansión allí, y, p o r añadidura, con el judaismo, frente al monolitismo católico que Felipe quería mantener. En segundo lugar, se trataba de moderar las exacciones impositivas que la corona española se proponía establecer sobre sus ricos subditos neerlandeses. Y, en tercer lugar, se trataba de que se respetaran los complejos e intrincados sistemas de gobierno de las provincias de la región, donde imperaba una esquema descentralizado de corte casi federal en las relaciones entre las provincias, y un sistema representativo oligárquico dentro d: ellas. Todo ello hacía que la toma de decisiones políticas estuviera en los Países Bajos sujeta a una serie de conuapesos y limitaciones que resultaban i n c o m prensibles e inadmisibles dentro del absolutismo teocrático del rey de España. La rebelión contra España, p o r tanto, no era una simple guerra de independencia, sino que entrañaba, ia primera revolución triunfante contra el absolutismo en ia Europa moderna. El poderío y la originalidad social de los Países Bajos se debían a lo avanzado de su economía, lo que a su vez estaba relacionado con las características de su entorno geográfico. Situados en el delta del Rin, los Países Bajos son, c o m o su nombre indica, una extensión de tierras bajas y llanas, en ocasiones p o r debajo del nivel del mar. El feudalismo nunca al-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

canzó gran fuerza en la zona septentrional ya que, p o r sus condiciones pantanosas, fue de asentamiento tardío y en régimen de frontera. La riqueza de la región tuvo su origen en el comercio con el Báltico, Inglaterra y la península Ibérica, y en el temprano desarrollo de la industria. Era, a finales de la Edad Media, una zona extraordinariamente urbanizada y comercializada en la Europa de la época. O t r a de las características geográficas de la zona ha dejado también su sello indeleble en la sociedad neerlandesa: las características del terreno permiten, y casi exigen, que p o r medio de diques se desequen tierras vecinas al mar, a menudo tierras semisumergidas en agua salobre. En definitiva, p o r medio de complejas obras públicas (diques, polders) los holandeses han ido ganando tierra al mar. Esto iba siendo necesario a medida que la población crecía y los terrenos cultivables se hacían más escasos. A d e más, la escasez de tierra se acrecentaba porque la abundancia de turba hacía que muchas parcelas se dedicaran a la explotación de este tipo de combustible; pero la conversión de arable en turberas aumentaba la escasez de tierras. Todo esto tuvo considerables consecuencias económicas y sociales. De un lado, como hemos visto, contribuyó a la intensificación de ciclópeas obras públicas (la construcción de diques ha sido una actividad incesante de los holandeses desde la Edad Media), lo cual desarrolló un espíritu de cooperación y organización m u y acendrado, que contribuyó a unificar a una serie de pueblos de diferentes orígenes y lenguajes. Por otra parte, contribuyó también a moldear la economía neerlandesa, estimulando la introducción de innovaciones que dejaron una huella duradera no sólo en los Países Bajos, sino en el m u n d o entero. De un lado, la agricultura holandesa adoptó una serie de técnicas nuevas que, p o r medio de complejas rotaciones de cultivos y de la combinación de la ganadería con la agricultura (alternando, p o r ejemplo, la siembra de cereales de consumo humano con forrajes), lograba rendimientos mucho más altos que los que se venían obteniendo tradicionalmente. Estas nuevas técnicas agrícolas fue-

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II. L A I R E V O L U C I Ó N M U N D I A L

ron más tarde imitadas y perfeccionadas en Inglaterra y en los países de la llanura europea septentrional, iniciándose así lo que se ha dado en llamar la Revolución Agrícola europea, que está en la base del crecimiento económico moderno y contemporáneo. De otro lado, la relativa escasez de suelo cultivable favoreció la introducción de actividades industriales (o protoindustriales) en el campo holandés: hemos visto ya el desarrollo de la industria de la turba. Este combustible se utilizó domésticamente, en metalurgia y para la producción de ladrillos; se desarrolló también la industria textil en el campo y en ciudades como Leiden, Bruja?, Hondschoote, etcétera. La industria alimentaria, especialmente la producción de quesos, la pesca y el salazón, y la producción de cerveza, también tuvo un gran crecimiento. Muchos de estos productos se exportaban, lo que facilitó el auge de otras actividades para las que la geografía predisponía a este pa«'s: la navegación y el comercio, j u n t o con la construcción naval.. Desde la Baja Edad Media, los puertos holandeses (Brujas, Amberes, Amsterdam, Rotterdam y otros menores) constituían el centro de un intenso comercio que relacionaba las tierras del mar Báltico con Inglaterra, Francia, España, Portugal e incluso, con frecuencia cada v e z mayor, el Mediterráneo. El desarrollo de estas actividades determinó la formación de una sociedad relativamente poco estratificada. Los ricos comerciantes e industriales se confundían en poder con la n o bleza terrateniente. Los gobiernos urbanos estaban en manos de grupos burgueses y las zonas rurales más bien en las de la nobleza, p e r o las relaciones entre unos y otros eran bastante finidas. En general todas estas élites tenían actitudes y preferencias liberales en economía, en política y en materia religiosa. La incomprensión del monarca español, pese a su conocimiento dei país, hizo estallar una chispa que daría lugar a la guerra de los Ochenta A ñ o s que, c o m o hemos visto, no sólo trajo consigo la independencia de los Países Bajos sino una verdadera revolución social en la naciente República de las Provincias Unidas.

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

Sin embargo, esta revolución política no fue completa, porque la nueva nación conservó muchos rasgos monárquicos sin dejar de ser una república. Esta paradoja se debió ai m o d o en que se llevó a cabo la independencia. Durante la larga guerra contra España, el poder tenía que concentrarse casi inevitablemente en las manos de un caudillo militar, papel que fue desempeñado a la perfección p o r un noble, Guillermo de Orange, que se convirtió de hecho en rey sin corona, adquiriendo el título de estatúder (de stadhoudcr, literalmente, teniente de alcalde) antes reservado a los gobernadores provinciales. A partir de entonces la dinastía de Orange tuvo en Holanda una primacía cuasi monárquica, y el partido orangista fue el más fuerte y cohesionado. Durante el glorioso siglo X V I I los descendientes de Guillermo se disputaron el poder con las oligarquías de las provincias, disputas que a menudo fueron cruentas. Esta dualidad política entre la República y el estatúder nunca llegó a resolverse y sin duda, junto con el regalo envenenado que para Holanda fue que el estatúder G u i llermo III de Orange alcanzara el trono dé Inglaterra en 1688, contribuyó a la parálisis económica, política, social, incluso demográfica, que se apoderó de Holanda en el siglo X V I I I . Tras los traumas de la invasión y las guerras napoleónicas, Holanda adoptó gradualmente, durante el siglo X I X , y a imitación de lo que ocurría en Inglaterra, Francia y Bélgica, la organización política de la monarquía constitucional. La Revolución Inglesa, de la que hablamos en el capítulo anterior, tuvo lugar casi en exacta sucesión con la holandesa, y dio lugar a un sistema de monarquía constitucional con predominio parlamentario que, aunque evolucionó en los siglos que siguieron, conservó las características esenciales del acuerdo logrado en 1688. Estas dos revoluciones políticas, la holandesa incompleta y la inglesa plenamente realizada, fueron el preludio y el m o delo de la G r a n Revolución Atlántica de finales del siglo X V I I I y principios del X I X . Debemos destacar que tanto Holanda como Inglaterra habían alcanzado, en el momento de desenca-

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II. LA I REVOLUCIÓN MUNDIAL

denar sus revoluciones, un nivel de desarrollo económico y social m u y superior al de sus vecinos europeos. Parece claro que en uno y otro país el absolutismo constituía un obstáculo a la continuación del crecimiento p o r varias razones. En primer lugar, p o r las exacciones arbitrarias que los monarcas absolutistas pretendían imponer, lo que, entre otras cosas, constituía un grave atentado a la seguridad jurídica, requisito indispensable del funcionamiento de los mercados y de ia inversión de los empresarios. En segundo lugar, p o r q u e los intereses económicos de la «burguesía» (agentes económicos capitalistas) chocaban con los de los gobiernos absolutos, generalmente poco duchos en política económica. En tercer lugar p o r q u e la igualdad ante la ley y la independencia del poder judicial resultaban también ingredientes básicos de la seguridad jurídica. En cuarto lugar, porque los gobiernos del Antiguo Régimen acostumbraban a representar los intereses de la aristocracia terrateniente, que estaban a menudo en contradicción con los de las clases urbanas. En quinto lugar, porque las formas de p r o p i e dad en la sociedad estamental, y en particular la propiedad de la rierra, impedían el funcionamiento del mercado, frecuentemente limitando el acceso a la propiedad de ciertos grupos s o ciales; los ejemplos más claros y cuantitativamente más importantes de este problema eran la propiedad eclesiástica y la nobiliaria, que constituían enormes bloques de bicneo raíces parcial c totalmente ajeno» al tráfico mercantil. Y en sexto l u gar, porque algo parecido ocurría con el mercado de trabajo, donde las estructuras estamental y gremial trababan también muy considerablemente la movilidad económica y geográfica. Además de las razones económicas que hemos visto, se daban las políticas, en gran parte coincidentes.

LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

Si los Países Bajos hicieron su revolución mientras l u chaban contra España p o r su independencia, las trece colonias

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L O S ORÍGENES DEL S I G L O X X I

norteamericanas hicieron algo muy parecido luchando p o r independizarse de Inglaterra. A h o r a bien, una pregunta inicial se impone. La España de Felipe II, contra la que lucharon h o landeses y flamencos, era la personificación del absolutismo. En cambio, la Inglaterra de finales del siglo x v i l l , si bien no era ni mucho menos un país democrático, sí era el único país del m u n d o donde los poderes del Rey estaban m u y limitados y donde gobernaba un Parlamento que, de manera más o menos fiel, representaba al conjunto del pueblo. ¿ P o r qué se rebelaron los norteamericanos contra el único sistema representativo del mundo? J u n t o a esta duda sobre la razón política de la rebelión, hay otra económica: ¿hubo motivos económicos que movieron a los habitantes de las trece colonias a luchar p o r su independencia? En efecto, aunque privados de los r e finamientos de las clases aristocráticas europeas, los norteamericanos tenían, con casi total seguridad, un nivel de vida medio superior incluso al de ios ingleses o los holandeses, que eran los europeos más ricos. Además, la renta y la riqueza estaban en las colonias norteamericanas mejor repartidas que en el Viejo Continente. P o r añadidura, los cálculos más solventes estiman que la carga que imponía el mercantilismo inglés no era insoportable para los norteamericanos (aproximadamente del 2 al 3% de la renta p o r habitante) [Thomas (1965); McClelland y Zeckhauser (1983)]. Por si esto fuera poco, los norteamericanos se beneficiaban de la protección que las fuerzas armadas británicas les brindaban, así como de los servicios que la administración colonial ofrecía. Tratemos de dar respuesta a estos interrogantes. En primer lugar, debemos recordar que los pueblos en general se rebelan no cuando están en la miseria más absoluta, sino cuando están en un proceso de crecimiento, y éste era sin duda el caso de los norteamericanos a finales del siglo X V I I I . P o r otra parte, si es cierto que Inglaterra (o Gran Bretaña, ya que desde 1 7 0 7 toda la isla constituía una unidad política) tenía la organización política más avanzada, también lo es que la innov a d o r a estructura política alcanzada en 1688 había quedado

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II. L A I R E V O L U C I Ó N M U N D I A L

petrificada y así permaneció, casi inmutable, hasta bien entrado el siglo X I X . El Parlamento inglés estaba abrumadoramente en manos de las clases ricas, con predominio de los terratenientes y sin representación de los colonos, y m o s t r ó m u y poca comprensión hacia los problemas, no ya de los habitantes de los territorios ultramarinos, sino de los otros grupos de la propia sociedad inglesa (puritanos, católicos, campesinos, obreros, etcétera) que de hecho quedaban excluidos de la r e presentación política. Consecuencia de esta incomprensión fue la abundante emigración hacia las colonias de miembros de estos grupos. Recíprocamente, los colonos norteamericanos procedían en su mayoría de familias que habían abandonado Inglaterra por disconformidad con el régimen existente y ello explica la frecuencia de actitudes críticas hacia las instituciones británicas en la colonias norteamericanas. C o m o se ha puesto repetidamente de manifiesto, la victoria de Inglaterra sobre Francia en la guerra de los Siete A ñ o s (1756-1763) resultó realmente pírrica, en ei sentido de que sus consecuencias se volvieron contra los vencedores. Al firmarse la Paz de París en 1763, una de las pérdidas que Francia tuvo que aceptar fue la de Canadá. La presencia francesa dejó de ser una amenaza para los colonos anglosajones, que con ello dejaron de apreciar una de las ventajas que para ellos r e presentaba la tutela británica. P o r otra parte, la guerra había tenido un gran coste, que el Parlamento británico estaba decidido a que los colonos compartieran; en virtud de esta decisión, Inglaterra promulgó una serie de leyes de corte mercantilista, estableciendo aranceles sobre varios productos de exportación e importación p o r las colonias. Fueron estas leyes arancelarias las que colmaron el vaso de la paciencia n o r teamericana. Las colonias no tenían representación en el Parlamento británico, que proclamó varias veces su prerrogativa de legislar para ellas. Este derecho era negado p o r las colonias, una de cuyas divisas fue la de no taxation without representation («no a los impuestos sin representación»). A u n q u e la economía de las trece colonias era en su m a y o r parte agraria

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L O S O R Í G E N E S DEL S I G L O X X I

(la tierra era m u y abundante), el comercio alcanzó gran importancia en la costa atlántica durante el siglo x v í n , especialmente en Nueva Inglaterra y Virginia. Las exportaciones norteamericanas eran principalmente de materias primas: tabaco, arroz, añil, trigo, harina y productos forestales. La única exportación considerable de carácter manufacturado eran los pertrechos navales. Si bien la carga impositiva era relativamente llevadera, c o m o vimos, la presión fiscal tendió a crecer con el tiempo, y fue en las ciudades (en especial Boston y Fiíadelfia) donde más se hizo sentir y donde más cundió el sentimiento rebelde. Además de aumentar la presión fiscal, todo el entramado de leyes mercantilistas (que tanto fustigó p o r entonces A d a m Srnith) era un gran obstáculo para el desarrollo del comercio colonial y de la naciente industria. Por último, existía un largo contencioso entre los colonos y la metrópoli acerca de las tierras del valle del Mississippi, deshabitadas excepto p o r la presencia de tribus nativas de vida nómada y de unos pocos asentamientos de origen francés, español e inglés. Los colonos querían apropiarse de esas tierras mientras que Inglaterra consideraba que pertenecían a los nativos, lo cual casi equivalía a decir que a la propia metrópoli. Además, ésta quería que los colonos se asentaran en la costa para intensificar el comercio con Inglaterra y j . r a reforzar su fortaleza militar frente a España, que ^ra la única otra potencia que quedaba en Norteamérica. Los ingleses, además, pretendían evitar roces con España, que pudieran darse si 'os colonos anglosajones se adentraban en el continente (nominalm^nte, las tierras al oeste del Mississippi habían quedado en manus españolas tras la guerra de los Siete A ñ o s ) , involucrando así a Inglaterra en un conflicto indeseado. Había, p o r lo tanto, graves diferencias políticas y económicas entre colonos y británicos. P o r otra parte, si Inglaterra era la primera potencia mundial, las trece colonias habían crecido de manera espectacular en la centuria precedente. Los historiadores discuten acerca de la tasa de crecimiento de la renta p o r habitante en las colonias [Mancall y Weiss (1999); r

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Maddison (2001)], pero incluso aunque tuvieran razón los p e simistas y la tasa p o r habitante hubiera sido m u y baja, el crecimiento seguiría siendo impresionante, porque la población colonial vino a decuplicarse en la centuria que precedió a la Guerra de Independencia, sin duda el crecimiento más rápido en el m u n d o de la época. Teniendo en cuenta que se trataba de una economía agraria de tipo extensivo (la tierra era tan barata que, como dijo Thomas Jefferson: «Resulta más económico comprar un acre que abonar el que tienes»), el mantenimiento de tan alto n i v í de vida con un crecimiento demográfico tan rápido resultaba ya un éxito m u y notable. P o r otra parte, que el nivel de vida era más alto lo prueba el que atrajera a tantos inmigrantes. Es cierto que muchos ingleses emigraban p o r inconformismo: pero no emigraban a la India o a La Guayana, sino a Norteamérica, en busca de un mejor nivel de vida. Puede parecer soiprcndente que con una situación económica tan favorable los colonos se rebelaran; es natural, sin embargo. Además de alcanzar desarrollo económico, las colonias se habían desarrollado políticamente; las instituciones políticas internas eran tanto o más representativas que las inglesas: cada una de ellas estaba gobernada por una asamblea, los ayuntamientos eran también representativos y sólo los gobernadores y la administración fiscal estaban en manos inglesas. C o n tal nivel de desarrollo era natural que los colonos no aceptaran el papel de ciudadanos de segunda en el Imperio Inglés y se sintieran cada vez más incómodos bajo la tutela británica. La ruptura, sin embargo, se debió más a la incomprensión e inflexibilidad inglesas que al deseo de independencia de los norteamericanos: éstos se hubieran contentado con que Inglaterra hubiera reconocido una cierta cosoberanía en materia fiscal y comercial. Pero en contra de la opinión de m u chos señalados británicos, c o m o A d a m Smith o William Pitt padre, el Parlamento, el Gobierno y el R e y se negaron a aceptar una transacción. Cuando los colonos manifestaron sus demandas, el propio r e y Jorge III afirmó: «La suerte está echada. Las colonias deben someterse o triunfar» [Morison (1972), 45

LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

vol. 1, p. 2 7 4 ] . Hay p o r tanto algunos paralelismos con el caso holandés de dos siglos antes. Mientras el modelo inglés servía a los filósofos de la Ilustración c o m o el ejemplo que se debía imitar, su colonia más avanzada se rebelaba contra el anquilosamiento del modelo. Q u e tal anquilosamiento existía lo demuestra el que una fracción minoritaria pero sustancial de la opinión pública inglesa hiciera suya la causa norteamericana y considerara que la lucha de los colonos era parte de la lucha del pueblo inglés por aumentar la representatividad del Parlamento y ia democratización de la vida política. Tras varios años de graves tensiones, las hostilidades entre los colonos y las tropas inglesas se iniciaron en abril de 1 7 7 5 . Siguió un año largo de enfrentatmientos y negociaciones infructuosas, que se concluyeron con la Declaración de Independencia de Estados Unidos, proclamada p o r el C o n greso rebelde el 4 de julio de 1776. La guerra aún se prolongaría varios años; ayudados por Francia y España, y p o r muchos voluntarios revolucionarios europeos (en especial polacos), los norteamericanos vencieron, y en 1783 se firmó la Paz de París que puso fin al conflicto y significó, además del reconocimiento de la independencia de la ex colonia, un nuevo acom o d o entre las potencias europeas (entre otras cosas, España recuperó Menorca pero dio p o r perdida Gibraltar).

LA REVOLUCIÓN EUROPEA

Si la Revolución Norteamericana tuvo interesantes semejanzas con la holandesa, la francesa tuvo numeíosos paralelos con la inglesa. A m b a s tuvieron su origen inmediato en una crisis fiscal que obligó al monarca a convocar un Parlamento (los Estados Generales en Francia) como último recurso. En ambos casos el Parlamento planteó serias condiciones políticas previas a la discusión de los impuestos. En ambos casos las disensiones entre la C o r t e y el Parlamento, y las ten-

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siones políticas resultantes, dieron lugar a una guerra que fue civil en el caso inglés, insular (aunque la intervención de Escocia puede considerarse que dio una cierta dimensión exterior a la guerra inglesa), y exterior en el caso francés, lo cual subraya el carácter internacional de la Revolución Francesa. Y en ambos casos el rey, acusado de colaborar con el enemigo, fue condenado a muerte y ejecutado. En ambos casos también, el relativo caos político que siguió a la muerte del soberano terminó p o r desembocar en una dictadura militar, la de Oliver C r o m w e l l en Inglaterra, la de Napoleón Bonaparte en Francia. Los intentos de ambos hombres fuertes de fundar una dinastía fracasaron, y ambas dictaduras fueron seguidas de una restauración que repuso en el t r o n o a la dinastía tradicional, en la persona del hijo del r e y ejecutado en Inglaterra, en la del hermano en Francia. A m b a s restauraciones trataron sin éxito de volver al statu quó ante revolutione. Los intentos reaccionarios de la monarquía restaurada (casualmente llevados a cabo p o r los hermanos, Jacobo II de Inglaterra y Carlos X de Francia, de los monarcas restaurados) p r o v o c a r o n tales tensiones, que desembocaron en sendas nuevas revoluciones, mucho menos cruentas que las anteriores, que pusieron en el trono a una nueva dinastía emparentada con la anterior, G u i llermo de Orange y María Estuardo en Inglaterra, Luis Felipe de Orleans en Francia: en ambos casos los ü u e o s rr¡ «enarcas aceptaron ei papel de soberano constitucional. Quizá sorprenda el alargamiento de la Revolución Francesa hasta 1 8 3 0 que esta interpretación implica. En historia, toda frontera cronológica es arbitraria. Convencionalmente se considera que la Revolución Francesa concluye bien en 1799, bien en 1815. La cuestión es que la secuencia de hechos, en los periodos 1 6 4 0 - 1 6 8 8 para Inglaterra y 1 7 8 9 - 1 8 3 0 para Francia, presenta tales paralelismos que induce a pensar que los acontecimientos en uno y otro país y época siguieron una cierta concatenación lógica a pesar de las distancias c r o n o l ó gica y geográfica. En realidad, el paralelismo de los desarrollos revolucionarios ha sido observado p o r muchos autores; v

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

quizá el intento más audaz de sistematización sea el de Crane Brinton en su Anatomía de la revolución, donde compara y establece paralelismos nada menos que entre las revoluciones inglesa, francesa, norteamericana y rusa. Desde el punto de vista económico e institucional hay dos diferencias fundamentales entre el caso inglés y el francés, cuestiones íntimamente relacionadas: las diferencias radican en la religión y en la estructura de la propiedad agraria. La Inglaterra del siglo XVII es un país mayoritariamente protestante, con una Iglesia nacional oficial, la anglicana, p e r o con un número considerable de otras iglesias y credos. La fragmentación religiosa está íntimamente ligada con las divisiones p o líticas. Los partidarios del Parlamento acostumbran a ser puritanos o no conformistas, descontentos con el excesivo conservadurismo no ya sólo de la Iglesia católica, sino también de la anglicana; los partidarios del Rey, anglicanos o católicos. P o r otra parte, como vimos, la ruptura con R o m a en el siglo XVI tuvo profundas consecuencias políticas, económicas y sociales en Inglaterra: reforzó el Parlamento, arrebató las tierras a la Iglesia católica («disolución de los monasterios») y llevó a cabo una profunda redistribución de la p r o piedad de esas tierras, contribuyendo así a la aparición de esa nueva clase que muchos consideran una de las bases sociales de la revolución: la gentry. Nada de esto había ocurrido en Francia a la altuia de Í789. Las guerras de religión del siglo XVI habían terminado con la victoria del bando católico, que se había impuesto definitivamente con la revocación del Edicto de Nantes en 1 6 8 5 . Por consiguiente, la propiedad de la Iglesia había sido respetada y la estructura de la propiedad de la tierra había variado poco desde la Edad Media. Precisamente terminar con este estado de cosas fue una de las primeras tareas de la revolución en Francia, con el decreto promulgado en la noche del 4 de agosto de 1 7 8 9 a instancias nada menos que del aristocrático obispo de Autun, Charles de Talleyrand. Sin embargo, hay varios paralelismos entre la Francia del siglo xvill y la Inglaterra del siglo XVII: la economía francesa 48

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había experimentado un considerable crecimiento, incluido un notable desarrollo industrial, aunque sin gran progreso técnico. También la población francesa había crecido en unos 5 millones durante los primeros ochenta años del siglo: con más de 25 millones en vísperas de la revolución, Francia era el país más poblado de Europa después de Rusia. La agricultura francesa también se había desarrollado e incluso había habido una cierta redistribución de la propiedad merced a lo que los historiadores franceses han llamado «la traición de la burguesía», es decir, la inversión en tierras p o r parte de comerciantes e industriales. Pero el sector que más se había desarrollado había sido el comercio, tanto interior como exterior. El exterior, más fácilmente cuantificable, había crecido en el siglo xvín más rápidamente que en Inglaterra. Habían aumentado tanto las relaciones con otros países e u r o peos como el comercio intercontinental. Esta evolución económica había entrañado cambios s o ciales notables: las ciudades habían crecido, especialmente los puertos y París. En el campo, con el crecimiento económico, las tensiones habían aumentado. El incremento de la p o b l a ción sin cambio técnico importante había producido tendencias infíacionistas en los precios de los alimentos. En general, los g'-mdfs terratenientes franceses (la nobleza y los otros grandes propietarios) arrendaban sus tierras y trataban de v i vir de sus rentas. Al subir los precios, los propietarios presionaban para aumentar las rentas, feudales o contractuales. Las rentas e impuestos feudales de origen medieval incluían la tailie (el principal impuesto sobre la agricultura, que pagaban casi exclusivamente los cultivadores) y otras exacciones en dinero y en especie (gabelas, diezmos, capitación, vingtiéme, etcétera). A u n q u e los campesinos no tenían ya un estatus servil, sí estaban con frecuencia sujetos a rentas feudales, además de los impuestos. Los propietarios a menudo expulsaban de las tierras a campesinos y arrendatarios si estimaban que no pagaban lo que les correspondía. Esta presión señorial se fue acentuando a lo largo del siglo y fue la causa de las revueltas del v e 49

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rano de 1 7 8 9 (la grande peur, el gran miedo), en que muchos palacios y casas solariegas fueron asaltados e incendiados, v i o lencias y muertes cometidas, etcétera. La rigidez característica de las curvas de oferta y demanda de productos agrícolas habían acentuado las tensiones en el campo. Una serie de buenas cosechas en la década de 1770 hizo bajar los precios y arruinó a numerosos agricultores, que se vieron expulsados de sus tierras. En la década siguiente cambió el signo: una sucesión de malas cosechas hizo aumentar los precios y produjo hambrunas. La cosecha de la temporada 1 7 8 8 - 1 7 8 9 fue particularmente mala, causando problemas de carestía y desabastecimiento en las ciudades, problemas agravados por las vacilaciones en materia de política económica, con alternancias de libertad de precios y precios de tasa, que estimularon el acaparamiento y la incertidumbre [Aftalion (1987), cap. II]. A los problemas de la agricultura, se sumó la insuficiencia crónica del sistema fiscal francés. La característica de las haciendas del A n t i g u o Régimen era la gran rigidez de ingresos y el desigual reparto de la carga, ya que los más ricos (Iglesia y nobleza) pagaban proporcionalmente m u y poco. El déficit típicamente aparecía en tiempos de guerra, ya que las partidas militares eran las mayores del presupuesto (puramente teórico, ya que h. T íacicnda se llevaba de manera caótica, entre otras cosa.» porque no se distinguía entre la hacienda privada del soberano y la Hacienda Pública). Francia, que acostumbraba a arrastrar deudas y suspender pagos periódicamente, había incurrido en fuertes gastos ayudando a los rebeldes norteamericanos y se había endeudado fuertemente con banqueros nacionales y extranjeros (especialmente holandeses). Concluida la guerra, el Estado francés carecía de recursos para cumplir sus compromisos y de medios para aumentar su recaudación, dada la rigidez del sistema impositivo y la crisis agrícola, siendo la agricultura tradicionalmente la gran fuente de ingresos públicos, por ser el m a y o r sector p r o ductivo y p o r estar la arcaica ordenación fiscal claramente sesgada hacia los rendimientos agrarios. U n a solución tradicio-

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DF. HUMANIDADES

u.v.

nal había sido el p u r o y simple repudio de las deudas p o r el Estado; en ocasiones los reyes no se contentaban con defraudar a los prestamistas: como dice Aftalion [(1996), p. 2 4 6 ] , hubo épocas en que los «acreedores [de la Hacienda francesa] terminaban su vida en la hoguera». Pero a finales del siglo XVIII esto ya no era posible, por dos razones. En primer lugar, los acreedores eran ya demasiado poderosos y numerosos; en segundo lugar, en la Europa de la Ilustración un tratamiento brutal o despótico de ciudadanos ricos, numerosos y repartidos internacionalmente, no parecía posible; máxime cuando Luis X V I era un monarca benévolo y respetuoso con los principios ilustrados. Los varios responsables de Hacienda, que se sucedieron rápidamente durante los ochenta, advirtieron que la única solución radicaba en una reforma profunda del sistema impositivo que recaudara más y más equitativamente. A m b a s cosas exigían una mucho m a y o r aportación de la Iglesia y de la n o bleza. Pero una reforma tan radical no se podía efectuar sin convoca r los Estados Generales: nadie quería responsabilizarse de tamaña decisión, ya que se trataba nada menos que de acabar con los privilegios inmemoriales de los estamentos más poderosos. Los gobiernos y el r e y vacilaron mucho antes de tan trascendental convocatoria e intentaron todos los expedientes alternativos (como había hecho Carlos I de Inglaterra siglo y medio antes); pero no había remedio: ana reforma de tal calado requería la consulta con el cuerpo más representativo de la nación. Las consecuencias de la convocatoria son bien conocidas; sobre ellas se han escrito magníficos libros que están al alcance de cualquier lector. Pero hay algunas cuestiones que conviene dejar claras: una de ellas es que el peso de la deuda francesa, comparada con la renta nacional, no era tan aplastante. La deuda inglesa p o r habitante era mayor y la presión fiscal también. Los ingleses pagaban más impuestos, de eso no cabe la menor duda [Mathias y O'Brien (1976)]. Lo que ocurre es que la Hacienda inglesa había surgido de la Revolución en mucho mejor orden que la intratable e intratada deuda fran-

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cesa. Entre las graneles innovaciones institucionales de la Rev o l u c i ó n Inglesa está sin duda la introducción del orden y el sistema en la Hacienda Pública, algo inevitablemente derivado de un sistema parlamentario donde este cuerpo controlaba precisamente la actividad fiscal del Estado. O t r a cuestión que ha sido m u y debatida es la de las consecuencias económicas y sociales de la Revolución Francesa, c o m o indicábamos al comienzo de este capítulo. Para algunos fue un total desastre, para otros un episodio glorioso. Raro sería que, habiéndose mantenido estas posturas durante largo tiempo p o r estudiosos serios, no tuvieran algún fundamento ambas, no tan incompatible como pudiera pensarse; la realidad es que, si en el c o r t o y medio plazo la Revolución perjudicó m u y gravemente a la economía francesa, las reformas radicales que introdujo fueron a la larga m u y beneficiosas. Los perjuicios a la economía se derivaron del desorden y las guerras interiores (la Vendée) y exteriores. En particular, es muy cítetelo c 1 caso de la financiación inflacionaria de la Hacienda Pública. Lo cierto es que, paradójicamente, una revolución que había nacido del deseo de resolver el problema fiscal cayó en el desorden más extremo y terminó provocando "na inflación galopante y una inseguridad jurídica m a y o r que la que v i n o a remediar [Crouzet (1993)] . C o m o sabemos, la Revolución adquirió caracteres radicales y violentos en el verano de 1789, que exigieron grandes reformas. Pero esos desórdenes contribuyeron a agravar el prubiema fiscal, porque, rebeladas contra las exacciones del Estado del A n t i g u o Régimen, las clases modestas dejaron de pagar impuestos. A n t e la imposibilidad de recaudar, la Asamblea Constituyente (los Estados Generales se habían transformado en Asamblea un mes antes de la rebelión general) decidió confiscar los bienes de la Iglesia y saldar la deuda pública con el producto de su venta. A estos bienes se añadieron los de la nobleza que había abandonado el país o había sido detenida p o r actividades contrarrevolucionarias. Pese a la enorme cuantía de estas tierras (observemos que con esta medida los

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franceses imitaban la disolución de los monasterios que los ingleses habían acometido dos siglos y medio antes), la desorganización, el fraude y el aumento del gasto militar que las guerras significaron dieron lugar a que el déficit persistiera y aumentase. C o m o la venta de las tierras confiscadas (llamadas «bienes nacionales») tenía que llevarse a cabo gradualmente y las necesidades fiscales eran perentorias, la Asamblea decretó la emisión de unos títulos de deuda que serían admitidos en pago de las ventas de los bienes nacionales. A estos títulos se les dio el n o m b r e de assignats, p o r estar «asignados» a dicho pago. El Estado francés utilizó los assignats para hacer sus d e sembolsos (sueldo de funcionarios, gastos militares, pago de deuda, etcétera) y por lo tanto para cubrir su déficit; c o m o éste era creciente p o r la caída de los ingresos p o r impuestos, el volumen de assignats creció enormemente; se utilizaron como papel moneda y p r o n t o causaron una fuerte inflación y una baja correlativa en su cotización. En esta situación, las ventas de tierras se hicieron a precios reales m u y bajos, lo cual benefició a los compradores y perjudicó al vendedor, es decir, al Estado. La inflación creciente, que llegó a hacerse galopante, agudizó los problemas sociales y el descontento de los que habían inicialmente apoyado a la Revolución. El caos de los primeros años noventa desembocó en la radicalización de la política, la ejecución del rey (enero de 1793), la creciente intervención del Estado en la economía, con intentos de racionamiento, control de precios, barreras y prohibiciones al comercio exterior, la represión y el «Terror». Al tiempo, la corrupción se generalizó en las ventas de bienes nacionales y en la vida cotidiana: la especulación y el acaparamiento se extendieron; unos pagaron con su vida (el «Terror» castigaba, entre otras cosas, los delitos económicos), otros se enriquecieron. U n a minoría se benefició, pero el francés m e dio se empobreció en este clima de inflación, corrupción y terror. Al cabo de año y medio, el gran «terrorista de Estado», Maximilien de Robespierre, cayó él también víctima de la guillotina y el terror cedió. V i n o el periodo llamado Thermidor 53

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(nombre correspondiente al mes de verano del calendario revolucionario en el que tuvo lugar la caída de Robespierre), caracterizado p o r la vuelta a una cierta moderación y reflujo político, aunque sin que los problemas económicos y de c o rrupción se solucionasen. Del Thermidor se fue pasando a regímenes cada vez más autoritarios y conservadores que desembocaron en el golpe de Estado que dio el p o d e r a N a p o león: el 18 Brumario (otro mes del calendario revolucionario, más o menos correspondiente a noviembre) de 1799. Los assignáis habían sido retirados en 1 7 9 6 , volviéndose a la moneda metálica tradicional; poco a poco se fue abandonando el intervencionismo de los tiempos del «Terror» y la economía fue recuperándose lentamente: se calcula que hacia finales del siglo se alcanzaron los niveles de producción agrícola de 1788. Todo esto es cierto: los efectos económicos inmediatos de ia Revolución Francesa fueron catastróficos, p e r o ¿cuáles fueron las consecuencias a largo plazo? A largo plazo la obra de la Revolución Francesa fue la abolición de una serie de instituciones arcaicas que impedían el adecuado funcionamiento de los mercados y, p o r lo tanto, el desarrollo de la economía. P o r consiguiente, los efectos seculares de la Revolución Francesa, pese a tantos errores y sufrimientos, fueron beneficiosos [Véase una síntesis magistral en los capítulos II y III de C a meron ( 1 9 6 1 ) ] . Quizá la más trascendental de esas aboliciones es ia que ya hemos visto: ia supresión del feudalismo en su d o ble vertiente territorial y humana. De un lado, se suprimían los vestigios feudales de propiedad de la tierra (señoríos jurisdiccionales, rentas y otras exacciones señoriales, mayorazgos, amortizaciones, diezmos, etcétera); de o t r o , se abolían la servidumbre personal y los privilegios estamentales: se ponía en práctica el principio de la igualdad ante la ley y ante la sociedad (hay que decir que, como en Estados Unidos, este principio tenía a los esclavos negros como excepción, aunque en Francia esta salvedad fue objeto de intenso debate y vaivenes legislativos). A m b a s medidas ampliaban extraordinariamente el ámbito de dos mercados fundamentales en una economía: 54

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el mercado de tierra y el mercado de trabajo, los dos factores de producción esenciales en una economía preindustrial. La ampliación del mercado de tierras se vio aumentada p o r la confiscación y posterior venta en parcelas de las propiedades de la Iglesia y de buena parte de la nobleza. También contrib u y ó a la formación de un mercado libre de trabajo la llamada ley Le Chapelier (1791), que abolió los gremios y prohibió las asociaciones de trabajadores y de empresarios. Estas medidas se complementaron con la abolición de aduanas y otras trabas interiores ai comercio, c o m o diferentes tasas locales, etcétera. H a y que aclarar aquí que, asombrosamente para un país tan centralista, la Francia del A n t i g u o Régimen estaba dividida en una serie de diferentes espacios económicos regionales separados p o r barreras arancelarias m u y considerables. Esta supresión de barreras, esta unificación del espacio económico nacional, facilitó, c o m o puede suponerse, el comercio interior de mercancías. También hay que aclarar que lá política comercial exterior de la Francia revolucionaria fue mucho menos liberal que la interior, es decir, fue todo lo contrario, proteccionista e intervencionista. Esta contradicción se debió a las circunstancias desesperadas de la guerra, por un lado, y a las presiones de agricultores e industriales, p o r otro. Este proteccionismo comercial alcanzó su cénit bajo Napoleón, con el famoso «bloqueo continental», la prohibición absoluta de comerciar con Inglaterra y su I m p e rio. Por otro lado, se abolieron también las compañías m o n o polísticas, creadas especialmente para el comercio con las c o lonias, que constituían otra considerable barrera al libre comercio. Remató esta obra de liberalización y racionalización económica interiores la introducción del sistema métrico d e cimal, cuya utilidad no es sólo científica sino también comercial, por cuanto unificó el sistema de pesos y medidas, primero en Francia, luego en toda la Europa continental. Al igual q u e la supresión de barreras, la unificación de pesos y medidas logró el allanamiento de obstáculos sutiles al comercio.

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Los países anglosajones permanecieron fieles a sus unidades de medida tradicionales, que procuraron uniformar dentro de sus territorios; pero esto a la larga perjudicó su comercio internacional. U n a idea de la importancia de la caída de esta barrera nos la da el que la orgullosa Inglaterra adoptara el sistema monetario decimal a finales del siglo XX (el dólar siempre fue decimal) y de que ambos, Inglaterra y Estados Unidos, aunque lentamente, hayan ido introduciendo el sistema métrico universal para facilitar sus exportaciones. De índole más administrativa que económica, pero de enorme trascendencia institucional, fue la creación de las nuevas divisiones territoriales, los departamentos, división que en España y otros países europeos fue imitada con la división provincial. Los nuevos departamentos, de tamaño homogéneo y en número cercano al centenar, sustituyeron al confuso y abigarrado conjunto territorial del Antiguo Régimen, facilitando la tarea administrativa y la proximidad de los administrados. A u n q u e en muchos sentidos el régimen napoleónico representó una congelación de la Revolución, en otros llevó a su conclusión el programa que las convulsiones de los años n o venta no permitieron rematar. La obra renovadora y consolidadora del régimen napoleónico fue notable. Quizá su aspecto má? conocido sea la codificación de las leyes civiles, penales y mercantiles, que creó las bases jurídicas del Estado contemporáneo. La codificación napoleónica, que, c o m o señala C a meron [(1^61), p. 2 9 ] , no tiene más precedente que la codificación de Justiniano en el S'glo V I , fue imitada en toda la Europa continental y en la América ibérica; sus efectos económicos fueron indudables en la medida en que favorecieron la seguridad y la uniformidad jurídica. Varias instituciones civiles y mercantiles han sido especialmente citadas y celebradas, c o m o la definición de la propiedad y su transmisión, la delimitación de las formas y tipos de sociedades mercantiles, la herencia igualitaria, la regulación de la quiebra, etcétera. En el campo hacendístico y monetario, también hizo historia el régimen napoleónico. De un lado, puso fin al caos 56

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monetario con la fundación del Banco de Francia en 1 8 0 0 y con la instauración del/ra»co de plata en 1803 (el llamado «franco germinal», p o r el mes — e n realidad abril— en que se promulgó el edicto que lo fijaba y definía), unidad monetaria que, aunque ya preconizada sin éxito en 1 7 9 5 , se identificó con la nueva Francia y estuvo vigente hasta la introducción del euro en 2002. De o t r o lado, en el campo hacendístico, el régimen napoleónico reorganizó el sistema impositivo apoyándose fuertemente en los impuestos indirectos, p e r o l o grando, en tiempos de paz, equilibrar el presupuesto. A u n q u e al abdicar Napoleón dejó una deuda y un caos financieros considerables, su régimen había puesto las bases de una Hacienda Pública moderna. Queda por último mencionar el papel que la Revolución y el imperio tuvieron en el desarrollo de la ciencia y la enseñanza. Es cierto que ya antes de la Revolución existía en Francia una tradición de protección estatal a la investigación científica, c o m o demuestra la existencia del Collége R o y a ! (más tarde Collége de France), el Jardín Real (convertido en Museo de Historia Natural p o r la Convención) desde mediados del siglo xvín, y también que la Revolución siempre tendrá sobre su conciencia la ejecución de A n t o i n e Laurent de Lavoisier, un genio universal de la ciencia. Sin embargo. la creación de la comisión que midió (con un ligero error) el meridiano terrestre y que produjo el sistema métrico decimal es, p o r contraste, una muestra del interés de los revolucionarios p o r la ciencia y sus aplicaciones prácticas. La creación de la Escuela de Artes y Oficios, la Escuela Politécnica, la Escuela Normal Superior, el instituto de Ciencias y Artes (más tarde Instituto de Francia), etcétera, son pruebas sobradas del interés p o r la ciencia y su renovación manifestado p o r los revolucionarios y sus sucesores bajo el Imperio. C o m o veremos, la contribución francesa a las innovaciones y la ciencia de la Revolución Industrial fueron m u y considerables. Se ha dicho repetidamente que la Revolución Francesa fue en realidad una revolución europea, y la afirmación tiene

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fundamento [Gottschalk (1957); Palmer (1970) (1972)]. En primer lugar, Francia no fue el único país en que se daban situaciones o condiciones revolucionarias a finales del siglo X V l l l : en los Países Bajos, en Suiza, en Polonia, se dieron conatos revolucionarios que fueron finalmente aplastados por armas extranjeras, c o m o finalmente ocurrió con la de Francia. La diferencia residió en que Francia era con mucho el país may o r de Europa occidental, p o r lo que una intervención extranjera tenía (como así ocurrió) mucho menores probabilidades de éxito y requería, p o r tanto, mucho más tiempo para ser preparada y para triunfar. En la penúltima década del siglo xvni había en toda ¡Europa occidental conatos de revolución y rebelión. Esto era natural, porque el desarrollo comercial y el crecimiento de la población habían acentuado las contradicciones entre las clases medias y urbanas y las instituciones tradicionales, «feudales», que aún predominaban en la región. En los Países Bajos del N o r t e (las Provincias Unidas), había una pugna sorda entre los partidarios del estatúder, que quería proclamarse Rey, y los patriotas, demócratas admiradores de la Revolución Norteamericana; en los Países Bajos del Sur (la futura Bélgica, en aquel momento dependiente del Imperio Austríaco) la tensión era entre los estamentos locales y el emperador José II, quien, como déspota ilustrado, quería reformar la administración y abolir muchos vestigios medievales. En ambos territorios, c o m o en Francia, la revolución comenzaba como una pugna entre rey (o estatúder) y nobleza p o r defender o aumentar sus respectivos poderes, pero en ambos casos, los forcejeos dieron lugar a ia intervención de partidos democráticos o liberales. En los dos casos, sin embargo, la intervención exterior, austríaca e inglesa principalmente, sofocó las revueltas, aunque el terreno quedó abonado para una reposición más tarde de los regímenes democráticos ayudados p o r los ejércitos franceses revolucionarios. Algo parecido ocurría en Suiza, que en esa misma época también experimentaba las tensiones entre instituciones señoriales y rebeliones emancipadoras. En Suiza las relaciones entre cantones eran desiguales: Berna era un can58

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ton gobernado p o r una rancia aristocracia y a su vez actuaba como señor del cantón de Vaud, cuyos habitantes tenían estatus servil. En Ginebra, en 1 7 8 1 , hubo una sublevación de las clases bajas, carentes de derechos, que se rebelaron contra los «patricios» y «representantes», quienes se repartían el poder político y social. Al igual que en los Países Bajos, la rebelión fue reprimida, esta vez con ayuda francesa, pero tras la revolución en el país galo, las tornas cambiaron. Lo mismo ocurrió con la rebelión de Vaud contra Berna y otras revueltas sociales en la Suiza de finales del siglo X V I I I . O t r o país donde hubo serios conatos revolucionarios fue Polonia; la estructura política polaca tenía la particularidad de ser una monarquía electiva, lo que daba enorme poder a la gran nobleza, que era la que elegía al R e y en su seno. En Polonia se unían los deseos de emancipación del campesinado, las tensiones entre la nobleza, la Corona y la ciase media liberal, con el miedo a las amenazas de las grandes potencias que la rodeaban: Prusia, Rusia y Austria. En 1791, con ayuda de los liberales, un grupo de aristócratas e intelectuales que se llamaban a sí mismos «jacobinos», el r e y Estanislao III proclamó la monarquía hereditaria y promulgó una constitución inspirada en la francesa de ese mismo año. C o n el pretexto de que aquello había sido un golpe jacobino, Catalina de Rusia ordenó invadir Polonia y obligó a derogar la constitución. Contn» la invasión rusa se levantaron patriotas y liberales en 1 7 9 4 dirigidos p o r Tadeusz Kosziu&ko, héroe de la Guerra de Independencia de Estados Unidos; la rebelión fue aplastada p o r rusos, prusianos y austríacos, que desmembraron el país y lo hicieron desaparecer. Más tarde, con N a p o l e ón, Polonia reviviría p o r unos años como G r a n Ducado de Varsovia, pero con la Paz de Viena se consagró una nueva desmembración del país, que no volvería a existir hasta la I G u e rra Mundial. No fue p o r tanto en Francia donde primero saltó la chispa de la Revolución Europea. Lo que ocurrió es que Francia, siendo con mucho el m a y o r Estado de Europa occidental, era más\ difícil de controlar p o r las potencias conservadoras una 59

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

vez desencadenada allí la Revolución. En realidad, lo que estas potencias lograron en los Países Bajos, en Suiza o en P o lonia en materia de meses, en Francia les costó unos veinticinco años, una generación. Pero la prueba de que el fenómeno revolucionario no fue exclusivamente francés radica en que, tras la creación de una serie de estados satélites en la m a y o r parte de Europa, primero por la República Francesa, después p o r el Imperio, tras la derrota de Napoleón, el intento en el Congreso de Viena de 1 8 1 5 de volver al statu quo ante revolittione resultó, a la larga, un sonado fracaso. Ni en Francia ni en ningún o t r o país d o n d e se había aplicado el programa revolucionario francés (España, Portugal, Países Bajos —tanto Bélgica c o m o Holanda—, Suiza, Prusia e Italia) volvieron las cosas al estado anterior de m o d o permanente. El programa político y económico revolucionario se fue abriendo paso gradualmente durante el siglo XIX, de manera cruenta o pacífica, de m o d o que hacia 1850 el mapa de Europa estaba compuesto p o r países donde se había impuesto el gobierno parlamentario, se había abolido la propiedad feudal y se vislumbraba el Estado de Derecho.

LA REVOLUCIÓN IBEROAMERICANA

Las revoluciones hispanoamericanas fueron menos espontáneas que la norteamericana o la franco-europea: en al menos dos aspectos fueron reflejos o consecuencias de las que las precedieron. En primer lugar, las noticias de lo que había sucedido en las antiguas trece colonias británicas primero y en Francia después despertaron ecos y deseos de imitación entre los criollos suramericanos; en segundo lugar, los avatares de las guerras provocadas p o r las revoluciones europeas crearon las condiciones propicias para que los deseos de emancipación se pusieran en práctica. Pero de no haberse derrumbado la monarquía española en 1808 es dudoso que la independencia hispanoamericana hubiera tenido lugar cuando y como lo 6o

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hizo, porque, aunque el nacionalismo y los anhelos de emancipación sin duda existían en Iberoamérica, el desarrollo económico y social de esos países era demasiado incipiente. «En la América española [...] la crisis de independencia es el desenlace de una degradación del poder español» [Halperin (2000), p. 83]. A u n q u e los intereses de los americanos eran a menudo divergentes de los de la metrópoli, a su v e z los grupos sociales y económicos americanos estaban tan divididos que parece m u y improbable que si no hubiera tenido lugar el derrumbe del sistema político de la metrópoli los americanos hubieran encontrado la unidad de propósito y el empuje económico y humano suficientes para derrotar a las fuerzas armadas realistas. En ausencia de ios traumas europeos es más verosímil que la independencia de la América hispánica hubiera tenido lugar de manera gradual y más o menos pactada, como ocurrió en Brasil. Es de señalar, con todo, que la independencia de la A m é rica española culminó un siglo de crecimiento. Tras la depresión del siglo xvil, el siglo X V I I I es de recuperación en los terrenos demográfico y económico. También es un periodo de reformismo p o r parte de la monarquía española, que recupera buena parte del control administrativo y económico que había perdido en el siglo anterior. A h o r a bien, el crecimiento no hizo sino agudizar las contradicciones de intereses entre las sociedades de uno y otro lado del Atlántico. La contradicción principal de intereses en la América española entre las colonias y la metrópoli era la que oponía a los criollos (blancos nacidos en América y pertenecientes a la clase media o alta) y los peninsulares. España mantenía un férreo control sobre el comercio exterior americano. Durante los siglos X V I y xvil todo el comercio americano estuvo controlado desde la Casa de Contratación de Sevilla. El monopolio sevillano se relajó parcial y gradualmente durante el siglo X V I I I ; el número de puertos españoles autorizados a comerciar con las Indias, y de puertos americanos autorizados a comerciar con la península Ibérica se amplió; las prohibiciones y las tra-

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LOS ORÍGENES DEL S I G L O X X I

bas y cargas sobre el comercio disminuyeron y se aminoraron. Pero España seguía siendo la única fuente y destino del comercio ultramarino. Las exportaciones surarnericanas (típicamente metales preciosos y materias primas) eran reexportadas al resto del m u n d o desde España, en tanto que las importaciones surarnericanas (sobre todo bienes industriales) provenían en su m a y o r parte de Europa y eran reexportadas desde puertos españoles. Este monopolio proporcionaba pingües beneficios a los comerciantes peninsulares y correlativamente implicaba precios más bajos en las exportaciones y más altos en las importaciones de los que hubieran predominado en caso de haber habido libertad comercial. Esto era percibido p o r los criollos, que hubieran querido mejores precios y a la v e z tener ellos acceso a los beneficios comerciales. C o m o dice Halperin Donghi [(2000), p. 7 8 ] , las colonias sentían «el peso de una metrópoli que entendía reservarse m u y altos lucros p o r un papel que se resolvía en la intermediación con la nueva Europa industrial». El otro gran agravio que sufrían ios criollos era el de estar gobernados p o r peninsulares y ser p o r tanto tratados c o m o subordinados o tutelados p o r la m e t r ó poli: era raro el caso en que los cargos importantes y de designio real en las Indias fueran desempeñados p o r nativos, ni siquiera de primera generación. El dominio español tenía ciertas contrapartidas positivas, sin embargo, las más importante, de las cuales eran el mantenimiento del orden y el funcionamiento de la administración, p o r í Cgida, despótica y corrupta que fuera. En gran parte de la América española (y lo mismo ocurría en Brasil, d o n d e la situación descrita se daba paralelamente) había una gran desigualdad social y económica; los criollos eran una minoría privilegiada en una sociedad fuertemente estratificada sobre bases raciales y económicas. Desde Nueva España (México) hasta Río de la Plata (Argentina), la población de origen indígena superaba ampliamente a la criolla, con un c o m p o nente añadido de origen africano y grupos m u y numerosos de las llamadas castas: mestizos (mezcla de indio y blanco), mu-

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latos o pardos (de negro y blanco) y zambos (de indio y n e gro). Las barreras de color eran poderosas, pero no infranqueables. Las económicas eran más insalvables; incluso los negros lograban obtener cartas o certificados de blanqueo si podían pagarlos. Las desigualdades económicas y raciales eran origen de una considerable tensión social y aquí el papel de la administración española era crucial. El miedo a una r e volución de los pobres e inferiores era un temor constante que mantenía fieles a la corona española a la gran m a y o r í a de los criollos, incluso a muchos de aquellos que criticaban el absolutismo y la corrupción del sistema peninsular. No tiene nada de casual, p o r tanto, que la lucha p o r la independencia se iniciara en la colonia donde la presencia de indígenas y castas era menos conspicua, y donde los intereses comerciales habían adquirido recientemente gran i m p o r t a n cia: el Virreinato del Río de la Plata, y en especial su capital, el puerto de Buenos Aires. A u n así, las causas que precipitaron el movimiento de independencia fueron ajenas a la A m é r i c a española y tuvieron su origen en Europa y, más precisamente, en el mundo noratlántico. Estas causas no son otras que las originadas en las revoluciones Norteamericana y Francesa que acabamos de ver. Si la intervención francesa en la Revolución Norteamericana causó en el país galo una seria crisis fiscal, otro tanto ocurrió en España, que intervino en N o r t e a mérica al lado de Francia y con idéntico propósito: debilitar a Inglaterra. La guerra interrumpió los flujos comerciales entre España y las Indias, y p o r consiguiente la importación española de metales preciosos. La crisis fiscal española c o n t r i b u yó a un serio desarreglo monetario en la península Ibérica, con la emisión de los famosos vales reales, que fueron algo m u y parecido a los assignats que unos años más tarde emitirían los revolucionarios franceses, y de los que también h e mos hablado. Los vales reales eran títulos de deuda pública que se pusieron en circulación para que funcionaran c o m o dinero. El escaso éxito de este propósito m o v i ó al gobierno poco después a fundar el Banco Nacional de San C a r l o s con 63

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el objeto de que ayudara al Estado a soportar el peso de la deuda. El Banco de San Carlos terminó acumulando vales reales en sus arcas sin que el Estado español lograra librarse del espectro de la bancarrota. Para evitarla, el Estado aumentó la presión fiscal e hizo esfuerzos por obtener ingresos adicionales de la Iglesia y la nobleza. Esta presión fiscal se hizo notar también en la América española, que ya se había visto afectada p o r las interrupciones del comercio, primero durante la G u e r r a de Independencia norteamericana y más tarde con la guerra de España, y Francia contra Inglaterra que se inició en 1 7 9 6 [Manchal (1999)]. Todos estos trastornos afectaron a comerciantes y exportadores americanos, cuya desafección hacia España, lógicamente, aumentó. El frágil equilibrio social en que se basaba el Imperio Español se tambaleó ai verse afectadas sus bases económicas. La derrota de la flota hispanofrancesa en Trafalgar confirmó la hegemonía marítima de Inglaterra, que se convirtió, junto con Estados Unidos, en casi el único abastecedor de las colonias españolas: era el tan temido comercio directo entre las colonias y el resto del mundo (temido p o r los monopolistas peninsulares), en contravención de la legislación española. Las ventajas que para los coloniales tenía el comercio directo eran evidentes, aunque sólo fuera p o r los mejores precios de importación y de exportación. El c o m p r o b a r prácticamente las ventajas del comercio directo era un incentivo más para sacudirse e! yugo colonial español. Los ecos de la guerra se hicieron sentir violentamente en Río de la Plata, con dos invasiones inglesas en 1 8 0 6 y 1 8 0 7 contra las que la metrópoli nada pudo hacer. La organización de la resistencia antiinglesa dotó a Buenos Aires de un gobierno autónomo de hecho. Para proclamar la independencia sólo faltaba un pequeño impulso: ese impulso vino dado p o r el derrumbamiento de la monarquía española ante la invasión napoleónica en 1 8 0 8 . Éste fue el decisivo acontecimiento de origen europeo que p r o v o c ó la secesión de la América hispánica: las colonias se quedaron sin metrópoli colonial de la que depender. Q u e aún costara dieciocho años de guerra el lograr 64

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la total independencia de la Hispanoamérica continental nos da una medida del enorme equilibrio de fuerzas existente. No se trata de entrar aquí en la narrativa de las largas campañas militares que llevaron a la batalla final de Ayacucho en Perú (1824), el último reducto español en el continente suramericano. Sí se trata de señalar que en esta larga guerra surameticana los criollos llevaron la iniciativa de la rebelión antiespañola mientras que el papel de las castas fue más ambiguo. Basta con observar que todos los caudillos de la independencia americana fueron criollos: José San Martín, Simón Bolívar, Bernardo O'Higgins, José Artigas, A n t o n i o José Sucre, Francisco Santander, p o r n o m b r a r sólo a los más conocidos. El papel de las castas, en cambio, fue a menudo en a p o y o de los realistas, ya que la Revolución Hispanoamericana tiene mucho de guerra civil. AI romperse el equilibrio del Imperio, los bandos se tornaron: los criollos se volvieron contra España, su antigua valedora, y frecuentemente los grupos inferiores se volvieron contra los criollos. A s í ocurrió sobre t o d o en Venezuela, en que los temibles llaneras (ganaderos y cazadores de origen mestizo, mulato y zambo) primero al mando de José Boves y luego al de José Páez, derrotaron a Bolívar, bajo B o ves en defensa de España, bajo Páez en favor de la independencia de Venezuela contra el p r o y e c t o bolivariano de G r a n Nueva Granada (Colombia, Venezuela, Ecuador). Heñios venido hablando de América del Sur. La independencia de Nueva España sigue derroteros diferentes (independientes, valga la redundancia, de lo que ocurría en el continente meridional). En Nueva España el movimiento independentista tuvo contados apoyos de los criollos y pionco adquirió el carácter de verdadera revolución. Encabezado p o r dos humildes sacerdotes, Miguel Hidalgo y José María M o r e los, tuvo c o m o base a los más pobres, los indígenas, y c o m o programa, la revolución social, con reforma agraria, igualdad de todos sin distinciones económicas ni raciales, expulsión o exterminio de los españoles, etcétera. La violencia y desorden del movimiento de Hidalgo y Morelos, más su programa ver65

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(laderamente revolucionario e igualitario, despertaron la hostilidad de los criollos mexicanos, que se aliaron con la administración virreinal para derrotar a ambos cabecillas. Sofocada ia revolución social en 1 8 1 5 , Nueva España se reintegró pacíficamente en el Imperio Español bajo la paternal soberanía de Fernando V I L No fue p o r tanto contra la tiranía contra lo que México proclamó su independencia, sino al contrario. C u a n d o a principios de 1 8 2 0 el ejército expedicionario español, que aguardaba en Cádiz su embarque para América, precisamente para combatir a los insurgentes de Bolívar y San Martín, se pronunció con éxito p o r el régimen constitucional, los criollos mexicanos desconfiaron. Sus recelos se confirmar o n ante las medidas que llegaban de España: restauración de la Constitución de 1 8 1 2 , desamortización de las tierras de la Iglesia, elecciones, igualdad de los ciudadanos ante la ley, etcétera. A n t e el liberalismo importado de España, los criollos mexicanos optaron p o r la independencia, capitaneados por el general Agustín de Iturbide, u n o de los que más ferozmente habían luchado contra Hidalgo y Morelos. C o m o señaló el historiador y político mexicano Lucas Alamán, la independencia «vino a hacerse p o r los mismos que hasta entonces habían estado impidiéndola» [citado en Lynch ( 1 9 7 6 ) , 357]. De Iturbide fue proclamado emperador de México, hecho que da idea del carácter conservador de su movimiento. Su régimen no d u r ó mucho, como efímeros, fueron casi todos los gobiernos revolucionarios en la América española. El caso mexicano tipifica un rasgo fundamental de las re voluciones hispanoamericanas: fueron hechas p o r los criollos en su beneficio, como siguiendo la máxima que en Elgatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, se aplica a la revolución garibaldina: «Cambiar t o d o para que todo siga igual». C o m o en el caso de Estados U n i d o s , el problema racial se ignoró y, p o r lo tanto, la arcaica estructura social heredada de la época colonial pervivió intacta. Es interesante p o ner también de manifiesto que, al tiempo que las colonias americanas luchaban contra la metrópoli, ésta a su vez lucha66

II. LA I REVOLUCIÓN MUNDIAL

ba su propia guerra de Independencia contra la invasión francesa, de características parecidas a las que en América se libraban contra ella. Las consecuencias fueron también parecidas. La guerra contra Napoleón en España cambió muy pocas c o sas, c o m o ocurrió en América. La estructura social y económica española era igualmente arcaica y las esperanzas de los reformadores y revolucionarios se vieron frustradas. En España fue restaurado el absolutismo en 1 8 1 4 y comenzó una lucha ardua e intermitente p o r el triunfo de las ideas liberales; los revolucionarios se convirtieron en escépticos y conservadores, pero la semilla liberal fructificó, aunque ocasionalmente y con dificultad. C o n una economía y sociedad m u y atrasadas, las formas parlamentarias dieron paso a menudo a regímenes caudillistas. Las constituciones se sucedían, los sistemas políticos también, pero la economía y la sociedad cambiaron m u y poco durante el siglo XIX. Esto es tan cierto y aplicable a España y Portugal como lo es a las nuevas repúblicas americanas. C o m o señaia Lynch [(1976), p. 3 8 6 ] , «La independencia política era sólo el principio. América Latina seguía esperando [...]». Tanto en la Iberia europea c o m o en la americana, la revolución fue importada y sus efectos fueron muy incompletos, a diferencia de lo que ocurrió en las z o nas más septentrionales, donde la revolución tuvo efectos mucho más profundos y duraderos.

CONCLUSIÓN

Un rasgo esencial de estas revoluciones atlánticas es que, aunque cronológicamente coincidieron con el inicio de la R e volución Industrial, tuvieron poco que ver con ella. C o m o se sahe, la expresión «Revolución Industrial» nació por contraste con la «Revolución Francesa». Auguste Blanqui escribió que «mientras Francia tenía su revolución política, en Inglaterra tuvo lugar la Revolución Industrial». El hecho es que los países donde t u v o lugar esta «revolución burguesa» estaban 6

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

poco industrializados; la prueba es sencilla: el único país donde la industria empezaba a tener verdadera importancia en el tránsito del siglo xvm al siglo X I X era Inglaterra, y este país también había tenido su revolución, p e r o en el siglo X V I I . En el siglo X V I I I Inglaterra fue, como se sabe, la gran enemiga de la revolución en el Viejo Continente y en el N u e v o . Esta «revolución burguesa» que se inicia en Holanda e Inglaterra en los siglos X V I y X V I I respectivamente, y que se generaliza a ambos lados del Atlántico entre 1 7 7 5 y 1 8 1 5 , es una revolución de comerciantes y ciudadanos (no en vano generaliza la expresión francesa de citoyens para los habitantes de los nuevos Estados) contra las imposiciones de un absolutismo que es la expresión política de los sistemas agrarios tradicionales, basados en la hegemonía de la aristocracia terrateniente y en el sistema político de la monarquía absoluta. Es un hecho que todas estas revoluciones se inician en las ciudades, los grandes centros del comercio: Boston y Filadelfia, París y Burdeos, Buenos Aires y Caracas, c o m o en el siglo X V I I habían sido A m b e r e s , Amsterdam y Londres los focos de las rebeliones. Estas revoluciones no son democráticas, sino liberales: aspiran a crear estados regidos p o r la ley, estados donde la soberanía resida en un Parlamento elegido no democráticamente, sino p o r un censo de ciudadanos, ordinariamente los que pagan un nivel mínimo de impuestos, Parlamento que promulga las leyes y de cuyo seno se forma el Gobierno o p o der ejecutivo (salvo en los sistemas presidencialistas, como el de Estados U n i d o s , donde el presidente es, c o m o el Parlamento, elegido directamente y es, p o r tanto, cosoberano y bastante independiente del poder legislativo). El caso es que en estos nuevos estados nacidos de la primera gran revolución se espera del Estado que respete al máximo posible el funcionamiento autónomo de los mercados. Al tiempo que los filósofos políticos elaboraban la teoría del Estado parlamentario, los filósofos morales o economistas elaboraban la teoría económica del liberalismo, lo que la escuela francesa fisiocrática llamó el laissez-faire. Ambas teo68

II. LA I REVOLUCIÓN MUNDIAL

rías, la política y la económica, se desarrollaron durante el siglo XVIII, y sus principios figuraron en el ideario de los r e v o lucionarios. Pero mientras la nueva teoría política se aplicó de manera casi instantánea al triunfar la revolución, la nueva doctrina del liberalismo económico topó con grandes resistencias y sólo fue imponiéndose en el siglo XIX de una manera gradual. Es cierto que las clases que apoyaron la revolución política m u y frecuentemente apoyaban también la económica: característicamente, los comerciantes, profesionales y artesanos. Sin embargo, quedaban grupos poderosos opuestos al librecambio. A u n q u e desapareciera la monarquía absoluta, los grandes propietarios de tierras, incluida, p o r supuesto, la n o bleza tradicional, no perdieron el poder. En los nuevos parlamentos, comenzando por el inglés y continuando por el francés, siguen estando despropoicionad amenté representados los nobles, gracias al sistema electoral censitario. Precisamente uno de los grandes campos de la batalla política en el siglo XTX será el del sistema de representación parlamentaria: de manera gradual, a veces de m o d o pacífico, otras p o r medio de nuevas revoluciones de alcance europeo ( 1 8 3 0 , 1 8 4 8 ) o de alcance más local, se va ampliando el censo electoral y la representatividad de los parlamentos, esto es, se van dando pasos hacia la democracia, es decir, el sufragio universal. Este giadual aumento de la representatividad de los parlamentos tiene claras consecuencias económica». La ampliación del sufragio trae consigo una disminución de la representación de los aristócratas y terratenientes y un correspondiente aumento de los diputados de distritos urbanos, es decir, representantes de los comerciantes, profesionales y artesanos y, crecientemente, industriales, a medida que se industrializan los países. Estos parlamentos gradualmente renovados van siendo más proclives al librecambio y al liberalismo económico en general, como es lógico, p o r su nueva composición. Y, c o m o consecuencia, tienden a derogar los aranceles proteccionistas y la leyes intervencionistas en economía. Es m u y señalada en este 6

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

sentido la abolición de las leyes proteccionistas a la agricultura inglesa (las corn laws o «Leyes de Cereales») en 1 8 4 6 , o la abolición de las «Leyes de Pobres», que más tarde veremos con m a y o r detalle.

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III LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

La expresión «Revolución Industrial» ha hecho fortuna y h o y es empleada corrientemente no sólo entre historiadores económicos, sino entre estudiosos de cualquier disciplina e incluso entre el público general. Sin embargo, no deja de tener sus detractores, entre ellos un historiador de la talla de R o n d o Cameron, que acostumbraba a sostener que lo que ocurrió en Inglaterra de mediados del siglo xvín a mediados del siglo XIX ni fue una revolución, ni fue (exclusivamente) industrial. En efecto, lo que llamamos la Revolución Industrial inglesa fue más bien la aceleración de un proceso que se había iniciado siglos antes. C o m o ya escribiera Alfred Marshall como cita liminar en la portada de sus Principios de economía: Natura non

facit saltum (la Naturaleza no da saltos), lo que en ciencia social equivaldría a decir que en la sociedad no hay revoluciones, sino evolución. Ya en la Baja Edad Media europea ( 1 0 0 0 1500), como hemos visto, se inicia un movimiento de progreso técnico, de diselución de los nexos feudales, y de extensión de la economía de mercado, hasta el extremo de que se ha llegado a escribir sobre una «revolución industrial del siglo XIII» [Carus-Wiison (1966)]. También hemos visto que durante la Edad Moderna, antes del siglo XVÍÍI, las economías inglesa y holandesa experimentaron un fuerte crecimiento acompañado de un considerable progreso técnico (también se ha escrito sobre una «revolución industrial del siglo XVII» [Nef (1962), cap. I y passim]). Por lo tanto, el crecimiento económico de los siglos XVIII y xix no parece sino una simple continuación de una secuencia que llevaba mucho tiempo en marcha. Sin embargo, esta continuación conllevó una aceleración de tal magnitud que en ciertos campos, especialmente el de la tecnología, sí puede hablarse de revolución.

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

C u a n d o se menciona la Revolución Industrial, inmediatamente acuden a la mente una serie de inventos memorables que tuvieron lugar en Inglaterra, en tres áreas principalmente: la industria textil, el sector energético y la siderurgia. Pero h a y otros sectores, en particular el químico, el de los transportes, el de otras industrias de consumo, como la alimentaria o la cerámica, la construcción, la agricultura, las finanzas, d o n d e los cambios también fueron rápidos y notables. Hay que dejar claro igualmente que, si adoptamos el panorama sectorial amplio, las innovaciones o los inventos dejan de ser exclusivamente británicos, y el continente europeo pasa a tener un papel, secundario p e r o importante, en la Revolución Industrial, convirtiéndose ésta en un fenómeno europeo y no exclusivamente británico; aunque sea G r a n Bretaña la gran protagonista del drama de la Revolución Industrial, hay un n ú m e r o de personajes secundarios de origen continental y de un relieve no despreciable. Las dos invenciones más espectaculares, sin embargo, son exclusivamente británicas: las máquinas de hilar y tejer algodón y la máquina de vapor, y ambas aparecieron casi simultáneamente, en la séptima década del siglo XVIII. C o m e n c e mos p o r el algodón.

LA REVOLUCIÓN DEL ALGODÓN

Tradicionalmente, esta fibra (y las demás textiles) se hilaba a mano: a partir de un copo de filamentos de algodón lavados y preparados, éstos iban siendo torcidos y ahilados por dedos casi siempre femeninos, componiendo así una hebra; una v e z el hilo terminado, se colocaba en los bastidores de un telar (urdimbre) que, con simples movimientos alternantes, normalmente accionados p o r pedales y manos masculinas, permitía el entrecruzamiento de la trama, movida p o r la lanzadera, una especie de bobina que pasaba de un lado al otro de la urdimbre a medida que los bastidores se abrían y cerra-

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III.

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL

han. Pues bien, las máquinas que se desarrollaron durante el siglo x v í n permitieron sustituir los dedos que tiraban y t o r cían por rodillos y husos giratorios, e hicieron posible acoplar hiladoras y telares a máquinas de vapor o ruedas hidráulicas, de m o d o que la productividad de los tejedores aumentara extraordinariamente. La primera máquina de hilar (spinning jenny o «Juanita hilandera» — s e advierte el carácter popular de estas primeras máquinas p o r los remoquetes con que fueron bautizadas—), inventada p o r James Hargreaves en 1767, había de moverse a mano p o r medio de una manivela. Su virtud residía en que una sola persona podía manejar una máquina de varias docenas de husos, multiplicando así la productividad del trabajador. Dos años más tarde Richard A r k w r i g h t patentaba su armazón hidráulico (water frame), así llamado porque podía acoplarse a una rueda movida por agua, lo que aumentaba mucho más la productividad, ya que varias de estas máquinas hiladoras podían trabajar solas bajo la supervisión de un solo operario. D i e z años más tarde (1779), Samuel C r o m p t o n patentaba una máquina que unía las mejores características de la jenny y de la water frame (por ser un híbrido, que se le dio

comúnmente el nombre de muía), con la ventaja de que podía conectarse a una máquina de vapor. La productividad de una hilandera o de un tejedor se multiplicaba así p o r cien o más. Las máquinas se fueron perfeccionando y en 1825 Richard Roberts patentaba la «seifactina» (self-acting machine), c o m o su nombre indica m u y automatizada, construida enteramente de metal. La productividad volvió a multiplicarse y el sistema fabril desplazaba totalmente al artesano textil. Entretanto, la tejeduría también se mecanizó. Hacia 1 7 3 3 John K a y introdujo la llamada lanzadera volante (flying shuttle), que se movía automáticamente de un lado a otro de la u r dimbre, lo cual permitía tejer con más rapidez y exigía menos concentración al tejedor. En 1785 Edmund Cartwright patentaba un telar automático, también acoplable a una fuente de energía inanimada. La introducción del telar automático fue 73

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

más lenta que la de las máquinas de hilar, p o r q u e la máquina de C a r t w r i g h t era más frágil y expuesta a frecuentes averías. Gradualmente fue siendo perfeccionada hasta ser enteramente operativa a partir del final de las guerras napoleónicas ( 1 8 1 5 ) . D o s inventores franceses, Jacques de Vaucanson y J o seph-Marie Jacquard, introdujeron perfeccionamientos en los telares, permitiendo hacer tareas semejantes al bordado y al estampado en colores. El telar de Jacquard es realmente notable p o r q u e a principios del siglo X I X este inventor introdujo el sistema de fichas períoradas (que más tarde adoptaron las máquinas de calcular y los ordenadores) para gobernar los patrones y filigranas que trazaba el tejido. Éstos son los principales hitos de la revolución en la industria textil algodonera; esta brevísima descripción no hace justicia a muchos otros inventores y procesos intermedios del progreso. La consecuencia principal de esta revolución técnica fue el e n o r m e abaratamiento de las prendas de ropa, sobre t o d o las de consumo ordinario. Las prendas de algodón (camisas, ropa interior, sábanas) pasaron de ser un lujo a ser artículos de uso corriente y popular. Esto h?. sido lo característico, la nota fundamental de esta transformación económica que conocemos c o m o R e v o l u c i ó n Industrial. G r a dualmente se han ido convirtiendo en artículos comunes y corrientes, al alcance todas las fortunas, bienes cuya posesión era originalmente inimaginable para todos excepto una m u y selecta minoría, c o m o los relojes, la iluminación a gas, a pet r ó l e o y más tarde eléctrica, el automóvil, el teléfono, la radio, el gramófono, el automóvil, el o r d e n a d o r y un larguísim o etcétera. C o m o veremos, sin embargo, esta revolución industrial t u v o su contrapartida de trabajo y sufrimiento, más debida a la inexperiencia e incomprensión del sistema político y social que a una perfidia intrínseca del sistema capitalista. U n a pregunta viene inmediatamente a las mientes: ¿por qué la industria que se mecanizó y revolucionó fue el algodón cuando la planta del algodón no puede cultivarse en Inglate74

III. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

rra, mientras que la industria que tenía tradición y materia prima nativa en Inglaterra, que era la lanera, fue a remolque? En efecto, t o d o el algodón que se hilaba y tejía en Inglaterra se importaba en rama de la India, Egipto, Malta o Estados Unidos, en tanto que la lana se exportaba en grandes cantidades desde la Edad Media y la industria pañera se había desarrollado m u y considerablemente desde el siglo XVII y se había convertido en el principal sector exportador. La respuesta es compleja, pero podemos separar claramente las causas físicas de las sociales. Las causas físicas no son complejas: el algodón, de fibra más lacia, se presta más fácilmente al hilado mecánico, frente a la m a y o r resistencia que o p o n e la lana, más rizada. Pero ésta no es la razón más importante: al fin y al cabo, también la lana acabó p o r ser hilada y tejida mecánicamente. Lo que podríamos llamar «la paradoja del algodón» se explica por sí misma. U n o de los factores que favorecieron su mecanización fue precisamente que era una industria pequeña y nueva, pero en crecimiento vertiginoso. Durante el siglo XVII la expansión comercial inglesa p r o pició la importación de tejidos de algodón de la India, los cálices o indianas, que tenían una gran demanda p o r ser suaves, frescos y lavables. Desde la Edad Media el algodón era en toda Europa un tejido exótico, caro, de íuic. La opulencia inglesa en el siglo xvil hizo que cada v r z más personas compraran los preciados calicós, que empezaron a amenazar los mercados de la industria lanera, tanto en Inglaterra c o m o en el exterior. Las exportaciones de paños ingleses se estanca i o n . Los fabricantes laneros lograron que el gobierno inglés p r o mulgara una serie de leyes a finales del siglo xvil y principios del XVlll prohibiendo la importación de tejidos de algodón (no de algodón en rama), leyes que tuvieron éxito parcial [Davis (1966); O'Brien, Griffiths y H u n t ( 1 9 9 1 ) ] . A n t e esta restricción de la oferta, los precios de los tejidos de algodón subieron y esto estimuló a algunos fabricantes laneros, los más dinámicos y arriesgados, a importar algodón en rama y p r o ducir ellos mismos las indianas y calicós. El éxito fue inmedia75

LOS ORÍGENES DEL S I G L O X X I

to: la demanda estaba allí, no había que más que producir y vender; el mercado lo absorbía todo. P o r otra parte, también los obreros del algodón eran los más arrojados y dispuestos a trabajar intensamente; era una industria nueva y estaba poco sujeta a las restricciones de ios gremios. Los estímulos a la innovación, a aumentar la productividad, eran m u y grandes: los propios trabajadores frecuentemente hilaban y tejían p o r cuenta propia y tenían interés en incrementar su productividad. El propio Hargreaves era tejedor y carpintero: fabricó las primeras jennies él mismo. Y debe decirse que antes que él otros artesanos y carpinteros habían diseñado otras máquinas hiladoras, aunque con menor fortuna. A mediados del siglo X V í l l , en la industria textil algodonera inglesa, la innovación estaba en el ambiente. Esta historia tiene una gran trascendencia económica, porque muestra cómo a veces los tiros proteccionistas salen p o r la culata de quienes los disparan. Y demuestra también que en economía la dinámica es m u y diferente de la estática, y que es este dinamismo de la economía lo que la hace impredecible. Nadie sabía a principios del xvill que las restricciones a la importación de indianas iba a producir la explosión de productividad que tuvo lugar en la industria algodonera inglesa. Resultó que ese dinamismo social que tenía la sociedad inglesa y del que antes hemos hablado encerraba una capacidad de innovación que ofreció soluciones técnicas totalmente inesperadas al estrangulamiento producido p o r el proteccionismo. C o m o bien observaría Schumpeter siglo y medio más tarde, la clave del crecimiento económico residía en la innovación. A h o r a bien, h a y que advertir que esto no significa que todos los estrangulamientos v a y a n a producir automáticamente una oleada de innovaciones. La Historia está llena de ejemplos en que la imposición de aranceles o prohibiciones sobre un p r o d u c t o importado no ha tenido más efecto que una subida de precios, sin innovación alguna. P o r desgracia, éste es el caso de la industria textil española en el siglo X I X . 76

III. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL CIENCIA Y TÉCNICA

Esto suscita la siguiente gran pregunta: ¿qué tenía la s o ciedad inglesa que le daba esa creatividad tecnológica? La respuesta también es compleja, y m u y discutida. Hemos visto que durante los dos siglos anteriores la sociedad inglesa había desplegado un dinamismo extraordinario. Previamente a las grandes innovaciones tecnológicas, Inglaterra había d e m o s trado una notabilísima creatividad política: antes de inventar la hiladora mecánica y la máquina de vapor, Inglaterra había inventado la monarquía constitucional y el sistema parlamentario. El sentido común nos dice que tiene que haber algún nexo entre ambos tipos de creatividad. P o r una parte, h a y algo evidente: la sociedad inglesa en el siglo XVIH era más libre que ninguna otra en el mundo. Tras las guerras, persecuciones y crueldades del siglo XVH, que hicieron proclamar a Thomas Hobbes, en Leviatán, que «el hombre es un l o b o para el h o m bre», una amplia tolerancia se había impuesto en Inglaterra, que se convirtió en refugio de toda clase de disidentes, en especial protestantes y judíos. La tolerancia no era total, p o r supuesto: los católicos, p o r ejemplo, han estado privados de derechos políticos en Inglaterra hasta el siglo XX; era, simplemente, mucho m a y o r que en el resto del m u n d o . Igualmente había en Inglaterra mayor libertad económica: el Estado interfería menos en la economía. De nuevo hay que advertir que el librecambio no triunfó allí plenamente hasta después de la Revolución Industrial, es decir, a mediados del siglo XIX. Pero, con todo, el mercantilismo inglés, vigorosamente denunciado p o r A d a m Smith, era mucho más matizado que el de sus vecinos europeos, con la excepción de Holanda. Igualmente, la fuerza de los gremios estaba considerablemente debilitada, en especial, c o m o hemos visto, en los sectores nuevos. Pero, ¿basta con una libertad económica relativa y con una relativa opulencia de los consumidores para garantizar una oleada de innovación tecnológica? Evidentemente no.

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

La discusión es encarnizada. Durante unas décadas casi parecía prevalecer la opinión afirmativa: era la teoría que hacía hincapié en el papel de la demanda. Simplificando un poco, esta teoría nos venía a decir que las innovaciones se producen casi automáticamente cuando se dan los incentivos económicos para ellas. En la Inglaterra del siglo x v m se daban esos incentivos por el desarrollo del comercio exterior, p o r el crecimiento de la población y p o r la creciente riqueza: el flujo de innovaciones se p r o d u j o casi inevitablemente. H a y que admitir que alguna evidencia parece apoyar esta tesis, c o m o el hecho de que las innovaciones en el textil se produjeran más o menos alternativamente en el tejido y en el hilado, como si el aumento de productividad en un proceso estimularada innovación en el o t r o . Sin embargo, hay que repetir que las escaseces y los estrangulamientos se han producido m u y frecuentemente en la Historia y hasta la Inglaterra del siglo X V I I I no encontraron esta asombrosa respuesta tecnológica. Alguna explicación, por tanto, tendremos que buscar del lado He la oferta. La respuesta inmediata ha sido que la sociedad británica no sólo era más libre y desarrollada, sino que tenía un ríivel científico y cultural más alto. Pero surgen nuevas objeciones: de un lado, se discute hasta qué punto t u v o la ciencia un papel destacado en la oU ae innovaciones del siglo xvill: ninguno de los :n"ení"ores textiles podía ni remotamente ser considerado científico, ni tampoco ninguno de los innovadores siderúrgicos. El propio James Watt, de quien ahora hablaremos, era en sus comienzos un sabio práctico (constructor de instrumentos científicos) más que un investigador de alto nivel. Pero esto es cierto sólo a medias: Watt en su madurez se dedicó intensamente a la investigación científica. Sólo en la industria química fueron verdaderos científicos los innovadores, y en este campo los sabios continentales (como Lavoisier, Scheeje o Berthollet) tuvieron tanta o más relevancia que los inglesas (como Priestley, Roebuck o Cavendish). En realidad, afirma M o k y r (1994), los grandes descubrimientos científicos, especialmente en el área química, se hicieron en la Euro78

III.

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL

pa continental; lo que los ingleses hicieron fue encontrar aplicaciones prácticas a principios desarrollados en otros países y perfeccionar procesos. La cuestión es debatible, porque p u e den aducirse numerosos ejemplos y contraejemplos. En cuanto a la cultura general de la población, tampoco hay acuerdo. \Médir la cultura es m u y difícil. Se ha acudido a indicadores de educación, como las tasas de alfabetización, de escolarización, la calidad de las universidades, etcétera. Inglaterra, país protestante con un nivel de alfabetización m u y superior ai de los países católicos,lestaba sin embargo menos alfabetizado que los países nórdicos, en especial Suecia, que no experimentaron la Revolución Industrial hasta un siglo o siglo y medio más tarde. Se ha puesto de manifiesto, no obstante, que los niveles de alfabetización ingleses se veían deprimidos por el gran número de inmigrantes no cualificados, especialmente irlandeses. Pero también es cierto que el Estado inglés, muy en consonancia con su actitud poco intervencionista, dejó la educación en manos privadas hasta finales del siglo X I X , y que es en Alemania y Francia donde la decidida intervención del Estado en la economía p r o m o v i ó la educación y, sobre todo, la enseñanza superior y la investigación. Se tiende a pensar que, al igual que las primeras etapas de la industrialización no precisaron de grandes acumulaciones de capital, tampoco precisaron de grandes dosis de investigación científica. Fue ya un siglo más tarde, a finales del siglo X I X , con la llamada II Revolución Industrial, cuando la ciencia organizada e institucionalizada fue decisiva, y en ese punto Inglaterra empezó a lamentar su relativo descuido en esas materias, descuido que más tarde, ya en el siglo X X , se esforzó p o r remediar. C o n todo, como señalaba R o s t o w en un.memorable artículo [(1973), pp. 5 6 2 - 5 6 3 ] , «la falta de nexos simples y d e mostrables entre los nuevos descubrimientos de la ciencia y las invenciones concretas del siglo x v í n no reduce en absoluto, sin embargo, la importancia de la Revolución Científica en la ecuación que finalmente produjo la Revolución Industrial». En efecto, resulta excesivamente reduccionista y simplista 79

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

pretender que los grandes pioneros científicos del siglo xvm tuvieran que ser también los grandes inventores. C o m o veremos, p o r otra parte, la máquina de vapor sí tiene una filiación científica m u y clara. Y además, como señala Rostow, la Revolución Científica de la Edad Moderna tuvo que cambiar la actitud general de los hombres inteligentes aunque no fueran científicos, «infundiéndoles confianza en que podía encontrarse un orden en la naturaleza y en que su conocimiento era la clave p?r3 resolver los problemas».

LA MÁQUINA DE VAPOR

Q u i z á el invento que por sí mismo parece simbolizar la tan mentada Revolución Industrial sea la máquina de vapor. "Y aquí también ias cosas son un poco más complicadas de lo que parecen a primera vista, porque el famosísimo inventor, James Wact, no fue, estrictamente hablando, el originador de la primera máquina de esta naturaleza. En Inglaterra había numerosas máquinas de vapor en funcionamientos muchos años antes de que W a t t naciera. A q u í de nuevo vemos a Inglaterra importando del continente los principios científicos de este gran descubrimiento. En este caso, se trata de la presión atmosférica, descubierta y demostrada por el prusiano O t t o von Guericke, que llevó a otro hombre de ciencia, filósofo y matemático además, prusiano, Gottfried Wilhelm Leibniz, a proponer una bomba basada en este principio. El diseño fue realizado por el inventor franco-británico Denis Papin, y llevado a la práctica en 1 6 9 8 p o r un militar inglés, Thomas Savery. La bomba de Savery no tenía pistón y era algo m u y tosco, una especie de «olla exprés» (cuyo inventor también fue Papin) que, al enfriarse, succionaba agua. Se utilizó para achicar agua en las minas. A ñ o s más tarde, en 1 7 1 4 , otro militar inglés, Thomas Newcomen, patentaba una nueva máquina muy superior: consistía en un gran cilindro con un pistón, que subía al introducirse v a p o r en el cilindro y bajaba al enfriarse. El movimiento 8o

III.

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL

del pistón accionaba una bomba. La máquina de Newcomen, por tanto, convertía ya el calor en movimiento mecánico, pero era la presión atmosférica la que, al enfriarse el cilindro, que seguía actuando como una olla exprés, movía el pistón. La máquina de Newcomen, con todo, era m u y lenta e ineficiente. Sólo podía utilizarse para bombear agua en las minas, donde el carbón era m u y barato; carecía de aplicación en la industria. Fue Watt quien convirtió la máquina de vapor en un m o tor industrial, aunque no en un m o t o r de locomoción. En 1764 Watt estudió la máquina de N e w c o m e n y decidió mejorarla. Se dio cuenta de que la m a y o r fuente de ineficiencia r e sidía en que había que calentar y enfriar sucesivamente el cilindro, lo cual hacía que se perdiera mucha energía y que el pistón o émbolo se moviera m u y lentamente. La gran modificación que introdujo Watt fue un condensador separado, es decir, un segundo cilindro conectado al principal p o r dos válvulas, una en la parte superior (por encima del pistón) y otra en la inferior (por debajo del pistón). En el lado opuesto, otras dos válvulas daban entrada al vapor, de m o d o que, cuando el vapor entraba p o r encima del pistón, presionando hacia abajo, se vaciaba de vapor p o r debajo, succionando ef vacío en la misma dirección, y viceversa. Esto ahorraba mucha energía, porque el cilindro principal nunca se ? n t n i b a , y el pistón se movía mucho más deprisa, actuando sobre él a la vez, y de manera complementaria, el vacíu y la presión del vapor. Naturalmeiite, cuanto m a y o r fuera la presión del vapor, más rápida y fuertemente se movería el pistón; y sería por tanto posible desarrollar gran energía con cilindros de m e n o r tamaño. Pero Watt desconfiaba de la alta presión porque temía que p r o v o cara accidentes. Sus máquinas siempre fueron enormes armatostes, cada vez más eficientes y seguros. Las primeras se emplearon para bombear, p e r o p r o n t o se utilizaron en fábricas para mover máquinas. Las economías de escala que causaba la máquina de vapor fueron un gran estímulo para el desarrollo del sistema fabril: una sola máquina de vapor podía mover decenas de máquinas hiladoras o telares agrupados en un solo

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

edificio. Asociado con el metalúrgico Matthew Boulton, Watt hizo una fortuna con su invento, pero nunca perdió su curiosidad científica: se interesó también por la industria química y p o r otras cuestiones de ciencia aplicada o ingeniería industrial. A u n q u e la máquina de vapor se fue extendiendo p o r la Inglaterra de fines del siglo x v n i , su impacto pleno se hizo sentir en el siglo XIX, en que se convirtió en el m o t o r universal. No sólo se fueron extendiendo sus aplicaciones fabriles, sino que versiones posteriores muy mejoradas en cuanto a los prototipos de Watt la convirtieron en un motor de propulsión para vehículos de transporte. Para ello era necesario reducir mucho su tamaño, lo cual a su vez requería m u y alta presión en el cilindro. Mejoras en el diseño y en la metalurgia permitieron llevar a cabo esta reducción de tamaño, de m o d o que en las locomotoras a vapor, las primeras de las cuales aparecieron a finales del siglo XVIII, en vida de Watt, la presión atmosférica apenas tenía ya una función en la generación de energía. El ferrocarril es un invento m u y complejo, que une la máquina de vapor de alta presión con los raíles, que se utilizaban en la minas desde dos siglos antes, pero que también se perfeccionaron y adaptaron durante las décadas de ensayos que precedieron al éxito del primer ferrocarril experimental de los hermanos Stephenson (1825) y al primer trayecto comercial, de Liverpool a Manchester, en 1830. Paralelamente se había instalado la máquina de vapor en naves de casco metálico, lo cual permitió la navegación a tracción mecánica sobre todo en lagos y ríos, ya que hasta la invención de la hélice a mediados del siglo x i x , la propulsión se hacía p o r medio de ruedas de paletas, que el oleaje marino frecuentemente dañaba.

LA SIDERURGIA

Ni la máquina de vapor, ni el ferrocarril, ni la navegación a vapor, ni la construcción de maquinaria textil duradera, efi-

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III.

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL I

cíente y precisa, hubieran sido posibles sin una oferta suficiente de hierro en cantidad, calidad y precio adecuados. Y la producción de hierro en masa no hubiera sido posible sin ciertas innovaciones que se introdujeron durante el siglo X V I I I . Estas innovaciones son el «coque» y el «pudelado», dos palabras de origen netamente inglés. El coque es un tipo de carbón artificial, resultado de la calcinación de la hulla para la eliminación de residuos. Hasta el siglo X V I I I , la m a y o r parte del hierro se había obtenido por medio de hornos de carbón vegetal; éste se obtenía p o r calcinación de madera, generalmente de encina. Este proceso reducía todas las impurezas, como la celulosa, y convertía la madera en puro carbono. La mezcla de carbón así purificado con mineral de hierro y su combustión en un h o r n o a altísimas temperaturas producía hierro colado de calidad aceptable. La temperatura y el carbono se combinan en este proceso de reducción de las impurezas del mineral. Si el carbón contenía una proporción excesiva de impurezas, el hierro colado resultante era quebradizo; p o r esta razón la hulla no podía utilizarse en siderurgia. En t o d o caso, el hierro colado contiene una alta cantidad de carbono ( 1 , 5 - 4 , 5 % ) , lo cual lo hace duro, pero relativamente quebradizo. Para lograr un hierro más ten a z y elástico hay que afinarlo. El procedimiento tradicional de afino era la forja, que martilleaba un tocho de hierro al rojo hasta lograr bien acero ( 0 , 2 - 1 , 5 % de carbono), bien hierro forjado, prácticamente p u r o . El hierro forjado es tenaz, pero relativamente blando. Lo mejor es el acero, que no es sino una variedad de hierro, d u r o y clástico, pero difícil de conseguir, pues requiere no quedarse corlo de carbono ni pasarse. De tal dificultad deriva su alto precio. U n o de los problemas de estos métodos tradicionales era el alto consumo de carbón, vegetal para la fundición, mineral para el recalentado en la forja. A finales del siglo xvil, los bosques en torno a los hornos siderúrgicos habían desaparecido y el precio del carbón vegetal subía. La hulla era más barata, pero persistía el problema 83

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

de las impurezas. A principios del xvm, el empresario siderúrgico A b r a h a m D a r b y descubrió el procedimiento para purificar la hulla p o r calcinación. Más tarde, en 1 7 8 4 , H e n r y C o r t y Peter Onions inventaron un proceso para afinar el hierro recalentándolo y sometiéndolo a una serie de intervenciones: removiéndolo en líquido como si fuera un puré (de ahí la palabra inglesa puddling, encharcamiento, que se ha castellanizado en «pudelado»), martilleándolo y, finalmente, pasándolo p o r unos rodillos de laminar. El p r o d u c t o final era un hierro mucho más puro, a veces un acero de calidad mediana. El proceso de pudelado utilizaba la máquina de v a p o r para mover los diversos instrumentos: martillos, rodillos, etcétera. El h o r n o al coque y el tren de pudelado constituyeron una verdadera revolución al abaratar el precio del hierro, que era el metal básico en la industria. Su demanda crecía con la industrialización, para la fabricación de máquinas, de aperos de labranza, de elementos de construcción, de armas y, más adelante, de raíles, etcétera. La demanda de acero crecía especialmente, p o r q u e sus cualidades lo hacían m u y apreciado para todos estos usos. Pero su precio seguía siendo alto; para fabricar acero de calidad para maquinaria de precisión y resistente, armamento, cuchillería, etcétera, el acero de pudelado no servía, se utilizaban métodos artesanales, c o m o la forja para las espadas y cuchillos, o el crisol para otros usos. El método de crisol era parecido al pudelado: removía el arrabio (hierro líquido), pero en pequeñas cantidades, para controlar con precisión el progreso de la descarbonizacicn. El acero seguía siendo mucho más caro que eí hierro común.

LA INDUSTRIA QUÍMICA

Se discute el papel que la ciencia haya podido desempeñar en la I Revolución Industrial y, como hemos visto, la evidencia en varios sectores, especialmente en el textil, parece indicar un protagonismo escaso. Sin embargo, en el sector químico la 84

III.

LA R E V O L U C I Ó N INDUSTRIAL

ciencia tuvo un papel de primer orden desde el principio. Es a finales del siglo X V I I I cuando se sientan las bases de la ciencia química moderna y también cuando nace propiamente una industria química que es considerablemente tributaria de la ciencia: en muchos casos, científicos e industriales son las mismas personas; más a menudo, colaboran estrechamente. Los grandes renovadores son sobre todo ingleses y franceses, pero también alemanes: Robert Boyle en el siglo X V I I había ya echado por tierra los mitos de la alquimia, que era una mezcla de empirismo, charlatanismo y magia. A fines del siglo xvill, Joseph priestley, Antoine Lavoisier y Cari W. Scheeíe (inglés, francés y sueco) descubrieron el oxígeno y la composición del aire y del agua. Lavoisier además enunció la famosa ley de conservación de la materia y propuso (junto con Berthollet y otros) la n o menclatura de la química moderna; su guiilotinamiento en 1 7 9 4 es uno de los mayores crímenes de la Revolución Francesa. La» más importantes innovaciones químicas en este p e riodo están relacionadas con la industria textil. Claude Berthollet, que era colaborador de Lavoisier (y que, a pesar de ser conde, se libró de la guillotina), descubrió el cloro y el m o d o de obtenerlo y aplicarlo al suavizado y decolorado de las fibras textiles. Berthollet constituye uno de los más claros ejemplos de la conjunción de la ciencia y la industria. En r e lación con la química textil, primero se hicieron descubrimientos en decolorantes; más adelante, en colorantes. Hasta finales del siglo x v í n ambos se obtenían p o r medios simples y naturales: para decolorantes se empleaban la sosa, la potasa, el alumbre y algunos ácidos lácticos o ureicos. Estos productos bien se sacaban de las cenizas de ciertas plantas, como la barrilla, m u y abundante en el sur de España; bien se extraían de la tierra, como la potasa y el alumbre; bien se obtenían p o r simple fermentación de la leche (incluso la orina fermentada llegaba a usarse como decolorante). Los colorantes igualmente tenían origen orgánico, como la granza o rubia; el palo de Brasil (maderas que desteñían rojo); el añil o índigo, de cuyas hojas se obtiene un tinte azul; la cochinilla, insecto tropical 85

1 LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

que, desecado y triturado se convierte en un p o l v o granate; el azafrán, que da un amarillo u ocre, etcétera; o un origen mineral, c o m o ciertas tierras colorantes. Pues bien, u n o de los primeros logros industriales de la nueva química fue fabricar este tipo de productos. La sosa y el cloro fueron los primeros; si el cloro industrial se debió a un francés, como hemos visto, la sosa industrial también, a Nicolás Leblanc, que en 1 7 8 7 patentó un procedimiento para obtenerla a partir de la sal común y del ácido sulfúrico; éste a su vez se producía industrialmente desde que J o h n Roebuck, inglés con sólida educación científica, descubriera el método de las cámaras de plomo en 1746. La suerte de estos padres de la química industrial fue desigual, c o m o hemos visto en los casos de Lavoisier y Berthollet. También lo fue en los casos de Roebuck, que prosperó e incluso financió a Watt en sus comienzos, y de Leblanc, a quien la Revolución Francesa arruinó y que terminó suicidándose en 1 8 0 6 . Su método, sin embargo, fue un gran éxito, aunque en 1861 fue superado p o r el de Ernest Solvay, químico belga, que obtenía ia sosa a partir del amoniaco.

CONCLUSIÓN

En este capítulo nos hemos ceñido a los grandes inventos del siglo X V í I I y comienzos del XIX, las innovaciones épicas que constituyen ei núcleo de lo que se conoce como Revolución Industrial. H u b o sin embargo otra serie de innovaciones (ya hemos hablado de las financieras en el capítulo anterior) que tienen lugar en Inglaterra en ese periodo y que forman parte del cambio trascendental del que estamos hablando. Quizá la más importante de esas innovaciones sea la relativa al transporte. Inglaterra experimentó una revolución del transporte antes de la invención del ferrocarril. Esta revolución tuvo lugar en la construcción de carreteras, pero también, y sobre todo, en el desarrollo de una tupida red de canales: la era de la Revolución Industrial en Inglaterra es también la de 86

III. L A R E V O L U C I Ó N I N D U S T R I A L

la «manía de los canales» (canal manía), como la llamaron los contemporáneos. Ya hemos hablado de las excelentes condiciones que tiene la Inglaterra central p o r la abundancia de ríos y lo llano del territorio. Estas condiciones fueron aprovechadas por los empresarios de la época para unir unos ríos y otros mediante canales que permitieran el transporte barato de mercancías voluminosas y pesadas (carbón, minerales, grano) p o r medio de gabarras arrastradas p o r animales de tiro. El primer canal fue inaugurado en 1760; unía Manchester con una mina de carbón cercana perteneciente al duque de Bridgewater, responsable de la inciativa. El éxito de este canal dio lugar a la manía antes referida. Un siglo más tarde Inglaterra tenía unos seis mil quinientos kilómetros de canales navegables p o r gabarras y barcazas, que unían todas sus principales ciudades: Londres, Birmingham (en el centro de Inglaterra), Bristol, M a n chester, Leeds, Liverpool, etcétera, facilitando y abaratando extraordinariamente el tráfico de mercancías. Para el transporte de pasajeros se desarrolló una red de carreteras acudiendo a las innovaciones de una serie de ingenieros de caminos, curiosamente de origen escocés, entre los que destacaron J o h n MacAdam (que dio origen a la palabra castellana macadán, que significa pavimento de piedra apisonada), J o h n Metcalf y Thomas Telford, quienes planearon firmes artificiales que permitían el transporte de pasajeros en coche de caballos mucho más cómodo y rápido de lo acostumbrado. Estas nuevas carreteras (turnpikes) eran de peaje y eran explotadas p o r las empresas constructoras igual que las modernas autopistas. Además de la revolución del transporte (que se completó con la construcción y mejora de puertos, diseño de diligencia y sistema de postas, etcétera) hubo un sinnúmero de otras innovaciones, en la producción de alimentos, en la construcción, en la agricultura, que dan apoyo a la teoría del «desarrollo equilibrado». No fueron solamente unos sectores p u n t e ros; fue la sociedad inglesa en su conjunto la que llevó a cabo la Revolución Industrial. En los siguientes capítulos estudiaremos sus consecuencias. 87

IV UN SIGLO DE O R D E N Y PROGRESO

La R e v o l u c i ó n A t l á n t i c a y la R e v o l u c i ó n Industrial fueron seguidas de un siglo de p r o g r e s o e c o n ó m i c o y social c o m o la H i s t o r i a no había nunca c o n o c i d o . El crecimiento e c o n ó m i c o del siglo X I X fue algo sin p r e c e d e n t e s , q u e i m p r e s i o n ó p r o f u n d a m e n t e a aquellos c o n t e m p o r á n e o s q u e tenían el suficiente conocimiento del pasado c o m o para hacer comparaciones con épocas anteriores. Esto les o c u r r í a a Karl M a r x y Friedrich Engels, los grandes críticos del sistema capitalista, que, sin embargo, tenían para él estas b r i l l a n tes

palabras

de

admiración

en

El

manifiesto

comunista

[(1974), p p . 7 7 - 7 8 ] : En el siglo corto que lleva de existencia, [el capitalismo] ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sojuzgamiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, en la n?- .^gac ón de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a ¡a navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de ia sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y taies energías y elementos de producción? Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló [el capitalismo] brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Era menester hacerlas saltar, y saltaron. ;

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9

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.

Estas palabras se escribieron en 1848 y resultan ser una de las mejores descripciones breves contemporáneas que tenemos del desarrollo del capitalismo en la primera mitad del siglo X I X (he sustituido la palabra «burguesía» por «capitalism o » ) . Su análisis también resulta en muchos aspectos acertado, por cuanto advierte que era necesario «hacer saltar el régimen feudal de propiedad» para que siguieran progresando «las fuerzas productivas». No queda claro, sin embargo, por qué era «el régimen feudal de propiedad» un obstáculo al desarrollo capitalista. En realidad, de manera más o menos explícita en El manifiesto, y de manera totalmente (e incluso excesivamente) explícita en El capital, sí se hace un esfuerzo de explicación, aunque el análisis marxista es en este caso equivocado. No se trata de hacer aquí una crítica a la economía marxista, pero sí podemos señalar esquemáticamente que para Marx el paso del feudalismo al capitalismo permitió expulsar a los campesinos de la tierra y explotar a los trabajadores industriales asalariados de manera mucho más efectiva y completa que con el sistema feudal También constituía una conclusión esencial del sistema marxisia que la tendencia inexorable del capitalismo era hacia la separación de la sociedad «en dos grandes campos enemigos, en dos clases antagónicas: la burguesía y el proletariado» [Marx y Engels (1974), p. 73]. El corolario de todo esto era que la burguesía explotaría al proletariado hasta que éste se rebelara y llevara a cabo la «revolución proletaria». En realidad, las cosas no ocurrieron exactamente así, aunque hay que reconocer la enorme penetración y el sorprendente acierto de muchos aspectos de este análisis. Es cierto que el fin de la propiedad feudal dio alas al desarrollo capitalista y es cierto que, sobre todo en el periodo que Marx tomaba en consideración, la primera mitad del siglo X I X , los 90

IV. UN SIGLO DE ORDEN Y PROGRESO

trabajadores industríales fueron explotados despiadadamente. Pero hay que añadir que Marx y Engels tenían una percepción extraordinaria para ver los aspectos predatorios del capitalismo y un punto ciego en su retina intelectual para apreciar sus posibilidades redistributivas. Lo cierto es que, aunque muy lentamente, y sacrificando las condiciones de vida de dos generaciones, el capitalismo no sólo p r o d u j o un crecimiento económico que prolongó y superó cuanto Marx y Engels habían visto y ensalzado en la primera mitad del siglo XIX, sino que — n o podía ser de otra manera— a la larga mejoró los niveles de vida incluso de ias clases trabajadoras más humildes. Veamos ahora cómo y por qué la eliminación del sistema feudal r e m o v i ó las trabas que obstaculizaban el crecimiento económico.

LA REVOLUCIÓN AGRARIA

Vimos ya que en la Inglaterra del los siglos XVI y XVII la abolición de la propiedad eclesiástica y la extensión de los cercamientos favoreció un fuerte desarrollo de la agricultura y la aparición de nuevos grupos sociales. A l g o parecido ocurrió en Europa tras la reforma agraria que se inició con la Revolución Francesa y que se llevó a cabo en las décadas que siguieron, tanto en los territorios ocupados por las tropas francesas republicanas y napoleónicas (Bélgica, Holanda, norte de Italia) c o m o en territorios libres de dicha ocupación pero que, por una serie de razones, decidieron imitar la reforma agraria francesa como, característicamente, Prusia, como ya vimos antes, con las leyes agrarias de Stein y Hardenberg. España se encuentra en ambos casos: al cambio de la propiedad agraria de m o d o parecido a como se llevó a cabo en Francia (aunque sin revolución) se le llamaba en España desde mediados del siglo XVlll desamortización, e intentos tímidos y locales de desamortización habían tenido lugar ya bajo Carlos III ( 1 7 5 6 1788) y Carlos IV ( 1 7 8 8 - 1 8 0 8 ) [Herr (1958) y (1989), parte I].

L O S O R Í G E N E S D E L S I G L O XXI

señalar también que el aumento de la productividad y los rendimientos agrarios m u y a menudo se debe a mejoras muy poco espectaculares, tales como la construcción de acequias o caminos, el cultivo de especies de plantas mejor adaptadas a las condiciones del terreno, las rotaciones de cosechas que permiten disminuir el barbecho y aumentar el número de animales, el m a y o r empleo de fertilizantes orgánicos, etcétera. Estas mejoras acostumbran a ser de difusión lenta, pero de aplicación en explotaciones administradas racionalmente por empresarios agrícolas con mentalidad comercial. La introducción de fertilizantes artificiales tuvo lugar ya en la segunda mitad del siglo X I X y se debió casi enteramente a la labor científica de un alemán formado en Francia, Justus von Liebig, u n o de ios fundadores de la química moderna. En 1840 Von Liebig publicó un tratado demostrando que las plantas tomaban del suelo una serie de nutrientes químicos como el fósforo, el nitrógeno y el potasio. De ahí sz deducía que éstos eran los componentes que los fertilizantes naturales aportaban al suelo agrícola y eme igualmente podrían emplearse como fertilizantes otros elementos que contuvieran esos nutrientes en forma asimilable. A.sí comenzó a utilizarse fertilizantes minerales, como los fosfáticos, los potásicos y los nitrosos, entre los que están el famoso caliche chileno o el nitrato de cal noruego. Más adelante empezaron a emplearse también subproductos industriales, como las escorias Thomas, que resultaban de la defosforación dei acero p e el p r o cedimiento Thomas-Gilchrist. También apareció una industria química dedicada total o parcialmente a la producción de fertilizantes artificiales. La otra innovación espectacular fue la mejora de la maquinaria agrícola. A q u í también la variedad fue m u y grande. Ya en el siglo X V I I I en Inglaterra se comenzaron a fabricar arados totalmente metálicos, más eficaces y duraderos que los tradicionales de madera con aditamentos de metal o piedra. A lo largo del siglo X I X , sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos, se fue desarrollando maquinaria agrícola de considerable 94

IV. UN SIGLO DE ORDEN Y PROGRESO

complejidad, como los arados múltiples, las cosechadoras, las sembradoras, las trilladoras, etcétera. Arados, cosechadoras y sembradoras durante todo el siglo XIX iban tiradas p o r caballos; sin embargo, desde mediados de siglo se fueron generalizando las trilladoras a vapor, ya que estas máquinas, al ser fijas, podían acoplarse a una máquina de vapor. Las primeras de estas trilladoras utilizaron viejas locomotoras como generadores de energía. Ya en el tránsito hacia el siglo XX tuvo lugar otra oleada de innovaciones que volvieron a revolucionar la agricultura: la aplicación del m o t o r de explosión a la maquinaria agrícola (tractores, cosechadoras, etcétera), la aparición de la petroquímica, con nuevos fertilizantes artificiales, y el procedimiento Haber-Bosch para fijar el nitrógeno del aire, que abarató m u y considerablemente los fertilizantes nitrogenados, los más necesarios para el cultivo de cereales.

LA SEGURIDAD JURÍDICA

Las consecuencias de la abolición del feudalismo nos han llevado m u y lejos en materia de agricultura. La conexión entre una cosa y otra está m u y clara. La conexión entre la r e v o lución institucional atlántica y el desarrollo de la industria y los servicios puede parecer menos evidente. En primer lugar, muchos pensarán —muchos lo piensan aún h o y — que, sin la intervención del Estado, la industria y el comercio no se desarrollan, porque siempre hay competidores que los aplastan. C o m o vimos antes (cap. II), aunque en principio la libertad constituye un marco más favorable al desarrollo económico que la intervención, los elementos dinámicos hacen imposible asegurar que esto va a ocurrir siempre. Son m u y numerosos los casos en que la intervención del Estado ha estimulado la innovación tecnológica y p o r lo tanto ha sido causa de crecimiento económico: habíamos visto el ejemplo m u y importante de la industria algodonera inglesa. Los descubrimientos relacionados con el arte militar y originados en la investigación 95

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

estatal con fines bélicos son p o r desgracia demasiado frecuentes para que los p o d a m o s ignorar, desde la p ó l v o r a hasta la energía atómica, pasando p o r el radar, el sonar, los motores de propulsión a c h o r r o , los helicópteros, etcétera. Esto nos llevaría a una discusión sobre las mejores políticas económicas para el desarrollo económico, que aquí estaría fuera de lugar. Lo que trato ahora de elucidar es p o r qué la nueva estructura política y jurídica surgida de la Revolución Atlántica era más favorable al desarrollo económico que el A n t i g u o Régimen. Podría pensarse que éste, con su estabilidad y rigidez, fuera mas favorable que un sistema aparentemente más inestable y cambiante, como era el parlamentario. Frente a una monarquía absoluta, con principios y métodos establecidos secularmente, un sistema parlamentario en que el poder es más difuso, los gobiernos más cambiantes, las sedes decisorias menos predecibles, parecería que, en principio al menos, introduciría una incertidumbre que pudiera desanimar o disuadir al inversor. En la monarquía absoluta, p o r el contrario, u n o sabía a quién había de dirigirse a pedir favor o clemencia y sabía también que, si había voluntad, ni la ley ni p o d e r alguno p o nían cortapisas a la soberanía real. Las cortapisas y los contrapesos (cbecks and balances en el lenguaje de los anglosajones, que fueron quienes inventaron la idea) hacían que fuera mucho más difícil saber quién tenía el poder de otorgar el favor, o la clemencia. Sin duda algo h a y de cierto en esta observación. Para quien tenía acceso al poder, la seguridad que tal situación proporcionaba podía servir de garantía para las inversiones y empresas más atrevidas. Al fin y al cabo, fue el favor real el que permitió a Cristóbal C o l ó n embarcarse en una de las aventuras más arriesgadas de todos los tiempos, y lo mismo puede decirse de Bartolomeu Dias, el explorador de África y descubridor de Brasil. Lo malo de esto radica en que eran contados quienes lograban ese favor y disfrutaban de ese acceso. El p r o p i o C o l ó n tardó años en encontrar el patrocinio real que necesitaba, y de no haberlo conseguido es m u y dudoso que hu96

IV.

UN SIGLO DE O R D E N Y PROGRESO

biera cruzado el Atlántico. En realidad, la seguridad que p r o porcionaba la estabilidad de la monarquía absoluta era, además de m u y restringida, ifusoria. Precisamente una de las razones que empujaron a los revolucionarios ingleses y franceses a rebelarse fue la búsqueda de la seguridad jurídica, que la monarquía absoluta no garantizaba en m o d o alguno. A l contrario, la misma palabra «absoluta» indica que el poder no estaba sujeto a la ley: ser soberano era p o d e r ser arbitrario. Cierto es que los «déspotas ilustrados» trataron de hacer olvidar que tenían un poder o m n í m o d o adhiriéndose de manera más o menos explícita a la consigna de que actuaban para bien de sus subditos. El que la doctrina del despotismo ilustrado apareciera precisamente en el siglo x v i l l indica hasta qué punto estaba entonces en el ambiente la crítica al absolutismo. Sin embargo, el problema radicaba en la inseguridad jurídica básica. Si el R e y era absoluto, podía hacer con la hacienda y la persona de sus subditos lo que le viniera en gana ( « A l R e y la hacienda y la vida se ha de dar», decía Calderón) y, cuando lo necesitaba, lo hacía. Los límites a la «ilustración» con que gobernaban los príncipes del siglo X V I I I ios marcaban ellos mismos, y a menudo los traspasaron, c o m o hizo Catalina de Rusia, a quien la Revolución Francesa convirtió de emperatriz ilustrada en absolutista feroz. Eran las detenciones arbitrarias (las lettres de cachet por las que el rey francés apresaba o ejecutaba sin dar cuenta a nadie) y las exacciones inapelables contra lo que se l e v a n t á r o n l o s holandeses, los ingleses, los americanos y los franceses. Los españoles no se rebelaron con éxito contra la arbitrariedad de los Habsburgo (aunque catalanes y portugueses lo hicieron en el siglo X V I I , sólo los portugueses lograron la independencia, sin por eso llevar a cabo una verdadera revolución); sin embargo, las quejas y las críticas fueron frecuentes. H a y sólidas razones para pensar que las confiscaciones dictadas p o r Felipe II y las quiebras de moneda practicadas p o r sus sucesores arruinaron la economía española en el siglo X V I I [Tbrtelia y C o m í n (2001)] y contribuyeron a las rebeliones catalana y portuguesa. Tam97

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

bien Francia se v i o claramente perjudicada durante los siglos X V I I y X V I I I p o r las continuas bancarrotas del Estado, que minaron la confianza en la C o r o n a y en el sistema bancario, y que a la postre dieron lugar al inicio de reformas y a la explosión popular de 1789. Incluso con el despotismo ilustrado, el Antiguo Régimen era un sistema arbitrario e imprevisible. La inseguridad del sistema parlamentario era mucho menor, p o r q u e estaba basado en el imperio de la ley, mucho menos arbitrario e inestable que la voluntad de una sola persona. La ley enuncia claramente los límites a los que queda sometida la conducta de los agentes, tanto gobernantes como gobernados y, aunque puede ser modificada, esta modificación exige tiempo, porque debe ajustarse a un procedimiento también establecido p o r la ley. La irretroaclividad de las leyes es, junto con la publicidad, una pieza m u y importante de este sistema de certidumbres y transparencias. La aplicación de la ley, p o r su parte, está sometida a las decisiones de ios jueces, que son, teóricamente (y es triste tener que añadir este adverbio), independientes de los demás poderes y, también teóricamente, competentes y conocedores de la ley y la materia j u z gada. T o d o ello permite que las decisiones de los agentes económicos puedan ajustarse a un marco estable, previsible y transparente. Dicho de manera vulear, el juego de la economía se ajusta a regias bien definidas y quien quiere jugar conoce de antemano esas regias y las acepta tácitamente. Un segmento esencial en este sistema de certidumbres legales es el derecho de propiedad. El juego económico reposa sobre la definición del derecho de propiedad. Las principales decisiones económicas consisten en transmisiones temporales o definitivas de derechos de propiedad (préstamos y compraventas); si este derecho es inseguro o indefinido, los agentes se retraerán a la hora de contratar, como ocurre hoy en España con la propiedad inmueble. A n t e la actitud desfavorable hacia los propietarios de inmuebles que en España manifiestan tanto la ley c o m o los jueces, que con frecuencia no sancionan el incumplimiento de contrato p o r parte de los arrendatarios o que im-

IV. U N S I G L O D E O R D E N Y P R O G R E S O

ponen limitaciones a la libre fijación de precios, los propietarios retraen su oferta, con el resultado de que existe un parque de viviendas sin utilizar y p o r tanto se encarece el precio de estos bienes, tanto en alquiler como en compraventa. Lo mismo ocurre en el mercado del crédito: si las leyes o el poder j u dicial favorecen a una de las partes, se introducirá una grave distorsión: si se favorece a los prestamistas, se retraerá la demanda; si a los prestatarios, la oferta. En ambos casos, el de la vivienda y el del crédito, el sesgo legal o judicial introduce una indefinición dei derecho de propiedad que afectará gravemente a la distribución de ios recursos. O c u r r e lo mismo con cualquier otra indefinición en cuanto a la propiedad que afecte a la disposición que de ella puedan hacer los propietarios. Los efectos de esta indefinición afectan a la inversión, porqtie jsl inversor-propietario pone en juego y en riesgo un bien de su propiedad con la esperanza de obtejjner un beneficio. Si la indefinición o la falta de protección (viene a ser lo mismo) son graves, el propietario preferirá seguir siéndolo sin incurrir en albures que estime excesivos (así, no invertirá en un inmueble, en una fábrica, etcétera, p o r parecerle que el riesgo es excesivo). P o r todas estas razones, el derecho de propiedad es una pieza legal e institucional fundamental para p r o m o v e r el d e sarrollo económico. Obsérvese, sin embargo, que estos principios no están reñidos con las políticas redistributivas que puedan ponerse en práctica a través de la política fiscal, mientras éstas se lleven a cabo con la debida legalidad, p o r un lado, y con la debida prudencia, por otro. Es innecesario insistir en la importancia de las formas en la promulgación de lias leyes. En cuanto a la prudencia, son bien conocidos varios casos en que leyes r e distributivas estimadas confiscatorias o amenazadoras p o r los propietarios, tanto nacionales c o m o extranjeros, han tenido también el efecto de deprimir la inversión. Más adelante (cap. IX) veremos, p o r ejemplo, que en la Francia de 1 9 2 5 - 1 9 2 6 el intento de promulgar un impuesto sobre el patrimonio p r o vocó exportación de capitales, caída de la cotización del fran99

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

co y, en último término, el fracaso del gobierno del «Cártel de las izquierdas» de Édouard Herriot. P o r último, tampoco es necesario insistir en la importancia que tiene la forma más alta de propiedad, la de la propia persona. La garantía de la libertad y la integridad física, aseguradas p o r la legislación y su aplicación p o r tribunales y policía, son más esenciales aún para el funcionamiento de una economía que el de la propiedad sobre las cosas. Quizá no esté de más recordar que, ya en la Edad Media, los mejores mercados y ferias tenían fueros especiales que garantizaban la integridad física de los participantes, precisamente porque sin seguridad personal no cabe el funcionamiento de los mercados. O t r a consecuencia de la Revolución Atlántica fue la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Se terminaron las discriminaciones por razón de nacimiento: la diferencia entre n o bles y plebeyos, entre católicos, protestantes y judíos, desapareció en el sistema político. H a y que reconocer que estas barreras estamentales o religiosas no cayeron de la noche a la mañana, sino que persistieron en el ámbito privado (e incluso parcialmente en el legal, sobre todo en la traciicionaiista Inglaterra, donde los católicos no pudieron participar en la vida p o lítica hasta bien entrado el siglo XIX y continuaron topándose con otras barreras hasta mucho más tarde) y, de hecho, se fueron difuminando lentamente. Pero ello implica que la movilidad social aumentó y que los obstáculos al talento y al trabajo fueron menores en el siglo XLX de lo que lo habían sido antes de la Revolución. La igualdad fue un paso importante hacia la meritocracia y hacia la distribución racional del recurso más importante que posee una economía: el trabajo humano.

PROGRESO TÉCNICO Y DESARROLLO

La remoción de los obstáculos feudales trajo consigo un siglo de gran crecimiento, una expansión económica sin precedentes. La manifestación más simple de esto radica en el

100

IV.

UN S I G L O DE O R D E N Y PROGRESO

crecimiento demográfico. Según Maddison [(2001), p. 241], la población europea, que durante el primer milenio de la era cristiana apenas había crecido, manteniéndose en t o r n o a los 25 millones, pasó a tener unos 81 millones en vísperas del primer periodo de gran desarrollo (1700), lo cual implica una tasa media de crecimiento anual del 0,17%; para 1820 la p o blación de Europa occidental alcanzó los 133 millones, lo cual indica que durante esos 120 años la tasa media de crecimiento fue del 0,42%. En 1913 la cifra era de 261 millones: la tasa de crecimiento de la población, p o r tanto, fue, durante ese primer gran siglo de desarrollo europeo, del 0,73%. A grandes rasgos, imprecisamente, el crecimiento de la población nos da una medida del crecimiento económico. D o n d e el año 1000 apenas 25 millones vivían m u y precariamente y morían, como media, a una edad no m u y superior a los 20, en 1913 un número más de 10 veces m a y o r de habitantes disfrutaba de niveles de vida mucho más altos y de esperanzas de vida mucho más largas, algo más del doble. Ésta es la consecuencia tangible del crecimiento económico: más vidas, más largas, más ricas, más dignas. La renta total europea entre 1820 y 1913 pasó de unos 164 miles de millones de unidades const-ames a unos 906, lo cual implica quintuplicarse, o creceí a una tasa media del 1,86%. La renta por habitante (una medida simple pero eficaz de bienestar) se multiplicó p o r 2,8; su crecimiento medio anual fue, por u n t o , del 1,2%. Esta tasa h o y no nos impresiona gran cosa, pero históricamente era un récord: durante el siglo x v í n , cuando el crecimiento ya fue mucho más alto que en los anteriores, la tasa fue del 0,15. De m o d o que este primer impulso de industrialización fue algo nunca visto anteriormente. La población europea occidental se dobló y su nivel de vida casi se triplicó. Claro que Estados Unidos hizo algo aún más impresionante, porque la población entre 1820 y 1913 se decuplicó y la renta p o r habitante se multiplicó p o r 4,2, lo cual implica una tasa media de crecimiento del 1,56; la ejecutoria norteamericana cobra aún m a y o r relieve si tenemos en

ioi

L O S ORÍGENES DEL SIGLO X X I

cuenta que su población creció cinco veces más rápidamente que la europea [Maddison (2001), pp. 261 y 2 6 4 ] . En realidad, ambas economías sólo tenían dos cosas en común: que eran capitalistas y que crecían a gran velocidad. La gran diferencia estribaba en que Estados Unidos aumentó su superficie a lo largo de estos años (vino a doblar su área legal entre 1 8 1 0 y 1 9 1 3 , aunque de hecho la expansión geográfica fue mayor, porque en 1 8 1 0 más de la mitad de su territorio estaba prácticamente vacío: acababa de comprar el gigantesco y escasamente poblado valle del Mississippi), mientras que Europa occidental m a n t u v o el mismo perímetro exterior. El crecimiento estadounidense fue extensivo (lo que los estadounidenses han llamado «economía de frontera», el movimiento hacia tierras vacías), el europeo, intensivo; en Europa el factor de producción que escaseaba era la tierra; en Estados Unidos, el trabajo. Pero en ambas economías la nota dominante fue el desarrollo tecnológico. M u y posiblemente en Estados Unidos las innovaciones tendían más a ahorrar trabajo y en Europa a ahorrar tierra. Sin duda, debido a sus escaseces relativas, la relación entre los precios de u n o y otro factor era diferente en cada continente: eso explica la fuerte emigración que desde mediados de siglo tiene lugar del Viejo al N u e v o Continente. Y no cabe duda, p o r ejemplo, de que el uso de fertilizant?" era mucho más intenso en Europa que en Estados Unidos (recordemos el dicho de Thomas Jeíferson, presidente estadounidense y propietario agricultor: era más barato comprar una finca que abonarla), mientras que el empleo de maquinaria agrícola lo era más en Estados Unidos. Es lo que la teoría hubiera predicho. Si la remoción de obstáculos institucionales liberó el torrente del desarrollo económico, los fenómenos que lo impulsaron fueron, de un lado, la continuación del progreso tecnológico que se había iniciado en el siglo X V I I I y, de otro, una fuerte redistribución de los factores productivos, en concreto, del factor trabajo. En términos simples, esta redistribución consistió en una serie de corrientes migratorias también iné-

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IV.

UN SIGLO DE O R D E N Y PROGRESO

ditas hasta entonces p o r su volumen y su duración. Esencialmente, la población abandonó el campo y la agricultura, y emigró hacia las ciudades a trabajar en la industria y los servicios. Pero esto es una simplificación grosera, porque en muchos casos los agricultores abandonaron zonas agrícolas deprimidas para instalarse en zonas agrícolas prósperas; éste fue, típica aunque no exclusivamente, el caso de la emigración transatlántica. Muchos campesinos europeos, cuya productividad e ingresos eran m u y bajos p o r escasez de tierra, emigraron al N u e v o Continente, d o n d e encontraron tierras abundantes, fértiles y casi regaladas. La emigración masiva de Europa hacia América, y dentro de Europa, comenzó lentamente desde el fin de las guerras napoleónicas y la abolición del feudalismo en el campo. Sin embargo, el impulso más fuerte vino a raíz de la gran depresión agraria de mediados de siglo, iniciada hacia 1 8 4 6 , y que dio lugar a las revoluciones de 1 8 4 8 . La oleada migratoria transatlántica procedió en Europa de norte a sur. Hasta finales de siglo la gran mayoría de los emigrantes procedieron de la Europa del norte: Inglaterra e Irlanda, Alemania, países escandinavos. En las últimas décadas del siglo X I X y a principios del siglo XX fueron los países del sur (Portugal, España, Italia, Grecia) y del este (Rusia, Imperio Austro-Húngaro, península Balcánica) los que tomaron el relevo. Las migraciones interiores tuvieron tanta o may o r importancia que las internacionales, y sus ritmos fueron parecidos, aunque p o r su propia naturaleza llamaron menos la atención y dejaron menor rastro estadístico. La interpretación económica de estas migraciones masivas es m u y sencilla. Estos seres humanos se movían en busca de mejores salarios y condiciones de vida. No lo hacían p o r q u e la economía en sus zonas de origen estuviera deprimida (aunque sin duda la crisis de mediados de siglo fue un p o d e r o s o empujón) sino porque el aumento de población y la mejora de la productividad limitaba sus ingresos: al ser escasa la tierra y no el trabajo, los ingresos de los terratenientes (la renta de la tierra) aumentaban más que los salarios. Este efecto expulsión era lo

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que les movía a dar el paso traumático de abandonar su tierra de origen. El efecto atracción residía en el conocimiento de que había mejores salarios y nivel de vida en otras zonas del m u n d o , y de que existían los medios de transporte que les permitían llegar a ellos de manera segura y relativamente rápida. P o r eso son aquí cruciales las mejoras del transporte que tuvieron lugar en este mismo periodo. Desde el punto de vista fríamente económico, detrás de estos miles y millones de casos individuales lo que h a y es una redistribución eficiente del factor trabajo, desde áreas y sectores de baja productividad a áreas y sectores de alta productividad, con la consiguiente contribución al desarrollo económico. Este mecanismo elemental migratorio en busca de mejores salarios y condiciones es, p o r tanto, una de las bases del crecimiento económico y también de igualación del bienestar entre zonas densamente pobladas y zonas poco habitadas. El desarrollo tecnológico en el siglo X I X siguió las pautas marcadas p o r las grandes innovaciones de siglo anterior. Los tres grandes sectores de innovación (textil, energía y metalurgia) continuaron progresando y profundizando su técnica con mejoras más o menos espectaculares. A ellos hay que añadir dos grandes áreas de innovación: la industria química y la electricidad. Q u i z á la industria textil se-*, el sector donde los progresos hayan sido más gradúa'es. las máquinas de hilar y tejer se fueron perfeccionando, utilizando cada vez más el hierro y otros metales, y ganando en duración y precisión. En esto el gran adelanto está en la «selfactina» de Richard R o berts. También p o r esta época se generalizan los telares automáticos de metal. A m b o s tipos de máquinas estaban ya perfectamente acoplados a la máquina de vapor. Si en el siglo x v i l l la máquina de v a p o r se aplicó sucesivamente a la minería y a la generación de energía industrial, en el X I X la gran novedad fue su aplicación al transporte. Ya vimos c ó m o esto requería la alta presión y cómo, en contra del criterio de Watt, la máquina de vapor de alta presión se fue imponiendo. Ya a finales del siglo xvín y comienzos del X I X ,

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Richard Trevithick había experimentado con locomotoras mineras. También se experimentó con locomotoras fijas que remolcaban vagones p o r medio de un cable. Esta solución era inaplicable a largos recorridos. P o r fin en 1825 G e o r g e Stephenson, ingeniero de familia m u y humilde, p r o b ó con éxito su pequeña locomotora llamada The Rocket (El C o h e te). H a y que decir aquí que el ferrocarril es de origen enteramente minero, porque si la máquina de vapor se inventó para funcionar en las minas y las primeras locomotoras también, los raíles, que son la otra mitad del invento, se concibieron para facilitar el movimiento de las vagonetas del mineral, que sin ellos se hundían en las rodadas. Tras el éxito de The Rocket, comenzaron a construirse tendidos ferroviarios y a surgir compañías. El primer tren comercial de pasajeros, entre Manchester y Liverpool, se inauguró en 1830. A partir de entonces, primero Inglaterra, luego los países cercanos de E u r o pa occidental (Bélgica, Francia, Alemania), fueron formando sus redes ferroviarias. El ferrocarril se convirtió en el s í m b o lo del progreso decimonónico: se originó en el país líder y se fue extendiendo p o r sus inmediatos seguidores en materia de desarrollo. En estos países p r o n t o se f o r m ó una masa crítica de empresarios, ingenieros y especialistas que adquirieron la capacidad de extender las redes ferroviarias p o r todo el m u n do. Siguieron los países del sur de Europa, Estados Unidos, el este de Europa, América del Sur y, más tarde, Asia y África. El papel del tren excedió con mucho el estrictamente económico de transporte de pasajeros y mercancías a precios Y velocidades hasta entonces inusitados. Su importancia institucional y política fue tanto o más relevante. El coste y la envergadura de las empresas ferroviarias excedía con mucho de la escala de las unidades productivas ordinarias. Las obras ciclópeas que requería exigían nuevas formas de organización empresarial. Las compañías ferroviarias necesitaban la forma de.sociedad anónima, la única capaz de reunir los enormes capitales requeridos. Las acciones de estas compañías se n e g o ciaban en Bolsa y precisaban de servicios bancarios de m u y

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diversa índole (préstamos, flotaciones bolsísticas). Por lo tanto, el tendido de líneas ferroviarias fue decisivo en el desarrollo de las instituciones financieras del capitalismo moderno: bancos, bolsas, sociedades anónimas, a lo que ha de sumarse nuevas técnicas de gestión empresarial, exigidas p o r el desusado tamaño y complejidad de las compañías [Chandler (1977), pp. 2 1 - 2 4 ; (1990), pp. 5 3 - 5 8 ] . A ello hay que añadir lo que desde Hirschman [(1958), p. 1 0 0 passim] se conoce como «conexiones hacia atrás» (backward linkages): igual que estos nuevos gigantes provocaron el surgimiento de un nuevo tipo de empresarios y de técnicos, hicieron aparecer también nuevas industrias o estimularon algunas preexistentes que se desarrollaron para servirles, en especial la siderúrgica y metalúrgica para construir los raíles y la maquinaria, pero también la maderera para las traviesas, la constructora para los edificios auxiliares, la de las comunicaciones para facilitar las actividades de control, la carbonera para p r o p o r c i o n a r ei combustible, etcétera. Pero hay mucho más. Los ferrocarriles tuvieron efectos políticos importantísimos; de un lado, ya hemos visto que facilitaron las migraciones nacionales e internacionales; de o t r o , contribuyeron a unificar mercados y espacios, tanto económicos c o m o políticos. Hasta tal extremo es esto cierto que puede decirse que dos naciones europeas deben en gran parte su existencia al ferrocarril: Bélgica y Alemania [ C a m e r o n (1961),' cap. X I ; Fremdling ( 1 9 7 7 ) ] ; en Bélgica la construcción del ferrocarril unificó el país y proporcionó la prosperidad necesaria para superar las indecisiones tras la independencia en 1830; en Alemania los ferrocarriles también tuvieron una función parecida de unificación del espacio, junto con la U n i ó n Aduanera Alemana (Zollverein), y constituy e r o n el estímulo a la industria y la banca alemanas en las décadas que precedieron a la unificación. También desempeñaron un gran papel, en el nacimiento de Italia y en la expansión de Estados Unidos, el funcionamiento de la «economía de frontera» que hemos visto. La colonización de África se hizo también en gran parte gracias al ferrocarril.

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UN S I G L O DE O R D E N Y P R O G R E S O

La otra gran aplicación del v a p o r al transporte fue en la navegación. En principio, la aplicación del vapor a la navegación era más sencilla que al transporte terrestre, pues el may o r tamaño de los barcos permitía acomodar m e j o r el gran volumen de las máquinas. P o r eso no tiene nada de raro que los primeros ensayos de navegación a v a p o r se r e m o n t e n en Francia a 1775 y que el famoso barco de hierro de R o b e r t Fulton navegase p o r el río H u d s o n en 1 8 0 7 . Sin embargo, los problemas de ingeniería del sistema de propulsión retrasaron la navegación transoceánica, que era el ámbito en que la navegación a vapor estaba llamada a tener mayores efectos. Los primeros vapores se propulsaban p o r medio de ruedas de paletas laterales, mecanismo que resultaba demasiado e n g o r r o so y frágil para la navegación p o r mar, donde el oleaje dañaba el sistema. Además, los barcos no podían dar cabida a la gran cantidad de carbón que necesitaban para las largas singladuras marítimas. Por eso hasta mediados del siglo XIX la navegación a vapor se vio limitada a aguas interiores. Fue el descubrimiento de la hélice marina y la máquina de vapor compuesta (que aumentaba la eficiencia y p o r tanto reducía la cantidad de carbón consumida) lo que hizo posible p o r fin la navegación marítima a vapor. El pleno impacto de estas i n n o v a c i o nes se sintió ya en la segunda mitad del siglo: los flujos transatlánticos y transmediterráneos de pasajeros y mercancías permitieron una integración económica internacional sin p r e cedentes. Ya hemos hablado de los flujos migratorios; los flujos de mercancías tuvieron una importancia comparable; en especial la baja del precio de los alimentos a partir de 1 8 7 5 aproximadamente, gracias a las importaciones provenientes de América y Rusia, c o n t r i b u y ó , de un lado, a la mejora del nivel de vida, en especial en las ciudades, y, de o t r o , a incrementar la emigración de campesinos ante la competencia que los productos ultramarinos hacían a la agricultura europea. La desaparición de la navegación comercial a vela no fue, sin embargo, instantánea: sobre todo en los trayectos largos, interoceánicos, los veleros compitieron largo tiempo c o n los

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barcos de vapor, que, aun con hélice, tenían serias servidumbres tecnológicas. En efecto, el considerable v o l u m e n que ocupaba la maquinaria, más el que se necesitaba para almacenar el carbón, limitaban seriamente el espacio para el transporte de carga, problema que los veleros no tenían. P o r añadidura, en los largos trayectos ni siquiera el carbón que la bodega podía almacenar bastaba, y se requerían puertos de aprovisionamiento, lo cual era otra seria limitación a la autonomía y la velocidad, limitación de la que la vela estaba exenta. Para competir con los barcos de vapor a mediados del siglo X I X se desarrolló un tipo de velero, el clipper, de gran velamen y esbelto diseño, m u y v e l o z y de fácil manejo p o r una exigua tripulación. Los clippers no tenían sala de máquinas ni almacenes de carbón. Prácticamente toda su bodega podía dedicarse a la carga. Su autonomía era m u y grande. Invención estadounidense, compitieron largamente con el vapor en la navegación transoceánica, típicamente en el transporte de té, especias, licores y armas ligeras entre Asia, Europa y América. La máquina de vapor compuesta, más compacta y económica en el uso de combustible y, últimamente, el motor de explosión, dieron el triunfo final al barco de hélice y casco metálico sobre el velero ya m u y a finales del siglo x i x . En el capítulo III vimos que, pese a los adelantos siderúrgicos del siglo X V I I I , el acero de calidad aún debía ser p r o ducido poc constituyó en el Reino Unido de los Paires Bsjcs (Holanda y 3élgica). C o n la Revolución de 1830, sin embargo, los belgas se sublevaron contra el R e y y, después de algunas hostilidades, Bélgica se proclamó independiente y monarquía constitucional, instalando en el trono a un príncipe de la familia real inglesa, Leopoldo de Sajonia-Coburgo. C o m o país pequeño, Bélgica no podía modernizar su economía más que compitiendo en el mercado internacional, porque ni podía producir todo lo que necesitaba, ni el mercado nacional, con una población de poco más de 4 millones, era lo suficientemente amplio para permitir que la industria alcanzara escalas óptimas. Afortunadamente, emplazado en una encrucijada económica, entre Francia, Alemania e Inglaterra, el país estaba m u y bien situado para abrirse al comercio.

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LA BELLE ÉPOQUE

En m a y o r grado que Inglaterra, Bélgica es m u y llano, formado p o r dos valles que lo cruzan de suroeste a nordeste: el del río Escalda (en neerlandés Scheldte, en francés Escaut) al norte, flamenco; y el del Mosa (Maas, Meuse) al sur, valón. Son dos excelentes vías de transporte, mejoradas por una red de canales, pero el Mosa desemboca en el mar en Holanda y el estuario del Escalda está también en Holanda, aunque parte de la orilla sur (Amberes) es belga. C o m o Inglaterra, Bélgica tenía abundantes recursos mineros: carbón, hierro y cinc, ísocia! y étnicamente, Bélgica se caracteriza p o r su dualismo político y lingüístico: dos idiomas, francés y neerlandés, d o s etnias, valones y flamencos; el factor de unidad es el catolicismo, aunque los liberales y los socialistas tienen una fuerte tradición anticlerical. Tradicionalmente los valones (meridionales) son francófonos, liberales y, en el siglo X I X , más desarrollados. Los flamencos son católicos más asiduos y en el siglo XX tomaron la delantera económica. Bajo el dominio francés se abolió el feudalismo y se hizo la reforma agraria desamortizadora. Durante el siglo xvm se había desarrollado en Flandes, especialmente en Gante, una industria textil linera y algodonera. El lino, especialmente, se exportaba a España con destino a América. Esta industria se mecanizó a continuación de la inglesa: Liévin Bauwens, empresario textil importador, creó ia primera fábrica de. maquinaria textil de hilar en Gante. La auexióit a Francia durante el periodo revolucionario proporcionó un gran mercado, protegido además de la competencia inglesa. Pero con la d e rrota de Napoleón, la industria textil belga se encontró en muy mala situación, p o r la pérdida del mercado francés, la r e novada competencia inglesa y la independencia de Hispanoamérica. El único remedio fue la mecanización del algodón, y táás tarde del lino, pero con todos estos reveses la industria textil perdió el liderazgo. Afortunadamente, en el siglo X V I I I se había desarrollado también una industria minera de carbón y los comienzos de la siderurgia y metalurgia, que p r o n t o se pusieron al servicio de la industria fabricante de maquinaria

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textil. O t r a industria fundada en esta época fue la del cristal, con la famosa empresa Val Saint-Lambert, h o y mundialmente conocida. El estancamiento industrial fue u n o de los problemas que trató de resolver Guillermo I con la creación, en 1822, de la Société Genérale de Belgique (que se fundó c o m o «Sociedad General de los Países Bajos para el desarrollo del comercio y de la industria»), banco de desarrollo con actividades mixtas comerciales e industriales, el primero de su especie en Europa. También era banco de emisión. La Sociécé Gériéraie se fundó con muchos objetivos que cumplir, p o r q u e además de ser banco comercial e industrial para el desarrollo tenía como cometidos ser cajero del Estado y administrar la deuda pública. Ya desde el siglo xvín se había desarrollado en Bélgica la minería del hierro y del carbón, se utilizaban máquinas de N e w c o m e n (la primera en 1720) y había altos hornos al coque. El carbón belga era m u y apto para la coquización, por lo que se adoptó fácilmente la nueva técnica. El centro de la industria siderúrgica era Charleroi, donde se introdujo el primer tren de pudelado en 1 8 1 2 , y donde Paul Huart-Chapel inventó un tipo de h o r n o de reverbero para la fusión de chaen 1807. Lieja tuvo una evolución parecida. \ pesar de los esfuerzos de Guillermo I, que además de fundar ia Société Genérale dio subsidios a la industria textil, la unión de Bélgica y Holanda no dio resultado, porque, pese a los esplendores del siglo X V I I y al Imperio Holandés, este país estaba estancado y su Parlamento no comprendía el dinamismo del sur. Esto contribuye a explicar ia revolución belga de 1830, que logró la separación de Holanda y la independencia. Pese al entusiasmo inicial y al a p o y o de Francia e Inglaterra, la independencia planteó graves problemas p o r q u e la crisis de 1 8 3 0 se hizo sentir p o r toda Europa y ios mercados exteriores, vitales para la industria belga, se redujeron. Bélgica intentó primero crear una unión aduanera con Francia, pero Inglaterra lo impidió en 1 8 4 2 ; luego intentó unirse al t a r r a

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Zollverein (Unión Aduanera Alemana), pero Francia se negó. La gran solución fue la construcción de la red ferroviaria, que mató dos pájaros de un tiro: creó una fuerte demanda para la industria pesada belga y dio a Bélgica las comunicaciones que necesitaba para comerciar con sus poderosos vecinos. Las condiciones para el transporte de Bélgica son excelentes, al menos tan buenas como las inglesas. La red de canales y ríos navegables en 1830 podía compararse con la inglesa. La construcción de los ferrocarriles, sin embargo, fue una decisión política: en esos años eran una gran innovación, p o r lo que el Estado tuvo que acometer y financiar las obras de la red principal p o r sí mismo. Además, se pensó que la red ferroviaria iba a constituir el núcleo del nuevo país, y que si se dejaba a la empresa privada podría ser comprada p o r holandeses, a quienes se veía como enemigos. El Estado también emprendió la. organización y armamento del ejército, otro estímulo para la industria pesada belga. Para estas inversiones, sin embargo, se necesitaba financiación, lo que sin duda c o n tribuyó a salvar la Société Genérale, que era vista con desconfianza en círculos nacionalistas p o r ser obra del rey de Holanda. C o m o era necesaria para la financiación y administración de la deuda pública, se la mantuvo sin embargo, aunque poco después se fundó ia Banque de Belgique (1835) para hacer de contrapunto. También contribuyeron ios Rothschild (James desde París y Nathan desde Londres), que concedieron un préstamo ai nuevo Estado, probablemente con la recomendación de sus respectivos gobiernos, lo que permitió al n u e v o reino salir de apuros de momento. Todos estos factores permitieron un nuevo empuje industrial tras la independencia: ia Société Genérale se convirtió en un banco casi puramente industrial (algo m u y nuevo) porque, con la crisis, se quedó con gran cantidad de acciones de compañías en mala situación, además de que p r o c u r ó que las sociedades colectivas y familiares se fueran convirtiendo en anónimas. El crecimiento industrial fue espectacular: en 1830 Bélgica tenía 354 máquinas de vapor; en 1 8 5 0 , 2.282 (de

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las que 2 2 9 eran locomotoras y 13, máquinas de barco). La producción y exportación de carbón creció mucho. La industria siderúrgica también, con la producción de raíles y maquinaria c o m o gran mercado. El más conocido de los empresarios siderúrgicos belgas fue el inglés J o h n Cockerill, que estableció altos hornos en Seraing y tenía una especie de multinacional siderúrgica. Según C a m e r o n [(1961), p. 3 5 1 , n. 71], su fama es excesiva: su papel fue más de introductor de la técnica inglesa que de empresario de éxito; era m u y hábil para obtener subvenciones y hacerse pr O t r a industria belga, aparte de la textil, ia siderúrgica y la del cristal, fue la de cinc, con la Société Vieille Montagne, de Francois Dominique Mosselman, productora y casi descubridora del cinc, metal entonces casi desconocido al que Mosselman le iba encontrando usos industriales y domésticos. Pronto tuvo competidores, c o m o la Nouvelle Montagne y la G r a n d e Montagne, imitadores hasta en el nombre. C u a n d o se agotaron ios y a c i mientos belgas, la Vieille Montagne creó filiales en Alemania, en Suecia y en otros países. En España se hizo cargo en 1855 de la Real C o m p a ñ í a Asturiana de Minas. En la segunda mitad del siglo, Bélgica se especializó en industrias nuevas como la química, la gasista, los tranvías y la industria eléctrica. La agricultura belga, en cambio, no ha sido un sector destacado. A u n q u e abundante en agua, la tierra tiende a ser arenosa. El déficit en cereales es tradicional; la ganadería, excepto en ganado de tiro, tampoco ha destacado. Más interés ha tenido la agricultura industrial: lino y remolacha. También destaca la horticultura: endivias, achicoria y coles de Bruselas. Q u i z á para compensar lo excesivamente calizo del suelo los agricultores belgas emplearon desde siempre mucho abono, orgánico primero, artificial después. Rasgo notable de la economía belga a finales del siglo xix fue la creación de la colonia del C o n g o . Se trató de una empresa del propio rey Leopoldo II, en gran parte porque el Parlamento belga se negó a asumir el coste y la responsabilidad del p r o y e c t o . Leopoldo II siempre pensó que Bélgica debía

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crear un imperio colonial y quedó m u y impresionado p o r las exploraciones del estadounidense H e n r y M. Stanley en esa zona. En 1878 se entrevistó con el explorador e inmediatamente se creó una sociedad de estudios que comenzó a colonizar el valle del río C o n g o . En el C o n g r e s o de Berlín de 1885, se reconoció la existencia del Estado Libre del C o n g o , cuyo R e y era Leopoldo II. La exploración y explotación del Congo fue sistemática y permitió un fuerte aumento del desarrollo belga, p o r q u e constituyó una fuente inagotable de materias primas: caucho, café, cacao, cobre, cobalto, diamant e s , oro, etcétera. El trato brutal y la explotación de la población nativa dieron lugar a un escándalo, de m o d o que en 1908 Leopoldo II cedió el C o n g o a la nación belga, q u e lo administró p o r medio d e l Parlamento. La relación económica no cambió mucho, aunque sí se suavizó el tratamiento a ios nativos. Tras la independencia de la República del C o n g o en 1960, las cosas han ido mucho peor. O t r o país pequeño de m u y temprana industrialización es Suiza. El caso suizo parece un ejercicio de «más difícil todavía», porque el país no tiene ni salida al mar, ni recursos minerales. Además, su relieve es extraordinariamente montañoso, lo cual hace que su superficie cultivable sea reducida y el transporte difícil. Las únicas ventajas de Suiza son su situación de encrucijada comercial, entre Alemania, Francia, A u s tria e I t a l i a , sus abundantes recursos hídricos, la belleza de su paisaje y el a l t o nivel educativo de sus ciudadanos. La educación tiene en la temprana industrialización suiza un papel muy importante: Bergier [(1983), p. 177] pone de relieve que, carente de materias primas, Suiza tenía necesidad de elaborar las importadas y hacerlo con un gran v a l o r añadido, para lo cual era fundamental una mano de obra capaz y educada. Las ideas de Johann Heinrich Pestalozzi ( 1 7 6 4 - 1 8 2 7 ) sobre educación popular tuvieron gran eco durante la Revolución Francesa y se pusieron en práctica con mucho éxito en Suiza, de modo que a comienzos del siglo X I X prácticamente toda la p o blación suiza estaba escolarizada y alfabetizada (en esto, sin

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embargo, habían ido p o r delante los protestantes frente a los católicos). Las escuelas superiores (Politécnico de Zurich, 1855; «Escuela especial» universitaria de Lausana, 1869) son muy posteriores. Además del factor educativo, dos conocidos principios económicos explican la temprana industrialización suiza y el éxito con que se llevó a cabo: la ventaja comparativa y el coste de oportunidad. Precisamente p o r sus condiciones agrícolas desfavorables y la relativa densidad de su población (que le hizo exportar soldados mercenarios en la Edad Moderna, el llamado •^comercio de sangre», cuya única secuela actual es la Guardia Suiza del Vaticano), Suiza renunció al proteccionismo y exportaba textiles, además de soldados, para poder importar alimentos. Esto hizo que el país, por ventaja comparativa, se especializara pronto en la industria. Cuando la mecanización de la hilatura inglesa abarató el hilo, los fabricanres suizos lo importaron y se concentraron en la tejeduría, aprovechando los ríos para instalar ruedas hidráulicas. Para competir con Inglaterra, Suiza se especializó en tejidos de alta calidad, utilizando telares de tipo Jacquard. Bajo el protectorado francés en el periodo revolucionario, libres temporalmente de la competencia inglesa, los suizos aprovecharon para mecanizar su industria textil y para sentar las bases de una industria mecánica fabricante de maquinaria textil. Los textiles suizos se exportaron con éxito durante todo el siglo X I X . La mano de obra suiza, bien instruida, era altamente productiva y relativamente barata, porque muchos trabajadores alternaban las tareas del campo en verano con la industria doméstica en invierno; así los salarios eran bajos p o r q u e el coste de oportunidad era bajo: para el campesino la alternativa al trabajo industrial era no hacer nada en los meses de invierno; al mismo tiempo, como gente relativamente instruida, su productividad era alta. Así se desarrolló la industria relojera en Ginebra, en las riberas del lago Leman, y especialmente en la región del Jura: los campesinos producían distintas piezas de un reloj, que los industriales ensamblaban. Fue algo pa-

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recido a lo que había hecho Eli W h i t n e y con la producción de fusiles en Estados Unidos. Los relojes suizos, simples, planos, baratos, exactamente lo que se necesitaba en las ciudades d o n de el ritmo del trabajo exigía puntualidad, fueron desplazando del mercado internacional a los ingleses, más lujosos, caros y voluminosos. O t r a característica de la historia económica de Suiza, y en general de todos los países pequeños, es la búsqueda de nichos, es decir, el abandono de toda pretensión de autosuficiencia y la persecución de líneas productivas especializadas. Es un aspecto más del principio de la ventaja comparativa o, quizá mejor, de la conversión de la ventaja comparativa en ventaja absoluta. Entre estas líneas de especialización es m u y celebrada la relojera que hemos visto; otras son la alimentaria, la turística y la bancaria. Puede parecer sorprendente que un país con escasos recursos agrarios se especialice en la industria alimentaria, pero Suiza se ha especializado en productos m u y elaborados y de alta calidad. Probablemente el modelo fue la tradicional industria quesera, que ofrecía un producto lácteo, típico de ganadería de montaña, elaborado, duradero y transportable. El desarrollo de la empresa Nestlé es paradigmático en este sentido: Henri Nestlé, de origen alemán, fue un inventor autodidacta gran admirador de Von Liebig, que había ya desarrollado una sopa láctea concentrada. Nestlé produjo una «harina lacteada» que tuvo gran éxito para la alimentación infantil en un periodo (mediados del siglo x i x ) en que muchas mujeres se incorporaban al trabaje y no tenían tiempo para amamantar a sus hijos. Ei éxito de este producto llevó a la empresa a producir leche condensada (procedimiento originalmente estadounidense) y, más tarde, chocolate [Pfiffner (1991)]. La unión de la ciencia y la técnica es m u y típica de la industria suiza. El chocolate con leche fue o t r o invento de químicos suizos, así como las sopas concentradas (Maggi) o las conservas vegetales (Hero, Lenzbourg). Para la industria turística sí cuenta Suiza con grandes ventajas naturales, que se resumen en la belleza de su paisaje. La

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tradición hospitalaria suiza se remonta a la Edad Media, en que los monasterios albergaban a mercaderes y peregrinos en las montañas. Fue sobre todo con el aumento del nivel de vida y la extensión de las redes ferroviarias como Suiza se encontró invadida p o r un número creciente de turistas, inicialmente sobre todo ingleses. Suiza respondió mejorando sus transportes y sus hoteles (incluso inventó la tarjeta postal), y también creando las primeras escuelas de hostelería. En cuanto a la famosa banca suiza, su origen es ginebrino y hasta mediados del siglo X I X estaba especializada en transacciones internacionales. Los suizos tienen una alta propensión al ahorro. Hasta después de la I Revolución Mundial, esos ahorros se exportaban. C o n el desarrollo industrial empezaron a aparecer bancos de negocios especializados en finanza industrial, al estilo del Crédit Mobilier francés y los bancos universales alemanes. C o n la Revolución de 1848, Suiza adoptó el modelo político confederal que hoy tiene, lo cual trajo consigo la unificación de su espacio económico: abolición de aranceles interiores, política económica unificada, con un sistema impositivo de baja presión. A partir de entonces puede hablarse de un sistema bancario suizo, con grandes bancos como el Crédit Suisse (Zurich, 1856) y otros varios en los años siguientes que, a través de un proceso de fusiones, acabaran dando lugar a la Unión de Bancos Suizos (UBS) irn í 912, el Banco de Basilea, que se convertiría en la Sociedad de Banca Suiza, etcétera. La tradicional neutralidad suiza, el a p o y o estatal y la habilidad de los banqueros han hecho de la banca suiza el clásico «refugio» de todo tipo de capitales y han dado lugar a un próspero negocio. Francia es la gran contrafigura de Inglaterra en el continente. C o m o ya vimos en el capítulo II, la Revolución Francesa es una réplica de la inglesa, y ambos países son las grandes potencias que se disputan la primacía en Europa durante ese largo periodo revolucionario que encabalga el final del siglo x v í n y el comienzo del x i x . A u n q u e la economía inglesa está en pleno despegue industrial, la francesa es de mucho may o r tamaño (la población francesa casi triplica a la inglesa en

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ese periodo, a pesar de que esta última crece y se enriquece mucho más deprisa), p o r lo que los pesos político y militar de ambos países son comparables. Hemos visto también c ó m o evolucionaron ambas economías durante el siglo x v í n y a c o mienzos del XIX: mientras Inglaterra despegaba, Francia se estancaba, o incluso retrocedía, durante la Revolución. Sin embargo, los regímenes revolucionarios y el napoleónico llevaron a cabo reformas que a la larga resultaron m u y beneficiosas para Francia. El crecimiento de la economía francesa durante el siglo XIX fue vigoroso y continuo; ahora bien, a diferencia del caso inglés, del belga, el suizo o el alemán, c o m o veremos, el crecimiento de la economía francesa no fue explosivo, ni siquiera uniformemente acelerado. La industrialización francesa fue pausada; se ha dicho que en Francia no hubo verdadera R.evolución Industrial. En palabras de Beltran y Griset [(1988), p.

11],

«le

take-off est

introuvable en France»

(«el despegue no apaiece en Francia»), es decir, no observamos la fuerte discontinuidad en las variables macroeconómicas (renta, inversión) que encontramos en las otras economías en crecimiento. C o n todo, el crecimiento francés desde la Restauración ( 1 8 1 5 ) hasta la guerra Franco-Prusiana ( 1 8 7 0 ) fue robusto, para desacelerarse después. Una medida m u y elocuente de lo gradual del desarrollo francés es que ya entrado el siglo XX, en 1 9 0 1 , la población r u ral aún fuera m u y mayoritaria ( 5 9 % ) ; en Inglatena, en esa fecha, la población activa en c! sector primario (predominantemente agrícola) era el 8,7%. La baja tasa de urbanización que esto implica sugiere ya una cierta debilidad del desarrollo industrial francés. Ello no significa que no hubiera industrialización; pero, aun a riesgo de ser reiterativo, quiero insistir en lo gradual del proceso. La modernización de la siderurgia fue pausada: la producción de acero no sobrepasó el millón de t o neladas (1,26 millones) hasta m u y a finales de siglo (media de 1895-1899); para esas fechas el Reino Unido producía 4,3 millones y Alemania, 5,1. Los propios métodos siderúrgicos v a riaron lentamente en Francia: hasta la segunda mitad del siglo

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la m a y o r parte del hierro se producía en hornos al carbón vegetal, en parte p o r q u e el carbón mineral francés era menos abundante, y p o r tanto más caro, que en Inglaterra, Alemania o Bélgica. Lo mismo ocurría en las industrias de consumo: la industria textil algodonera, la más importante, localizada en el norte, se mecanizó lentamente, y el tamaño de las empresas fue mucho menor que el de las inglesas; el textil francés se defendía tras un arancel protector, se aferraba a los métodos artesanales y se especializaba en productos de alta costura. Algo parecido ocurrió en otras industrias, como la química, que vr benefició de grandes genios como Lavoisier, Berthollet y Leblanc y que se desarrolló considerablemente, sobre todo t o m o auxiliar de la textil, pero que fue claramente superada p o r la alemana a finales de siglo. En consecuencia, en vísperas de la I Guerra Mundial, la industria francesa se había modernizado bastante, pero se había retrasado en relación con sus competidoras británica y alemana. H a y que aclarar, sin embargo, que en los primeros años del siglo XX Francia inició una vigorosa recuperación económica. Es interesante plantearse las causas de esta relativa peculiaridad francesa. H a y un rasgo que inmediatamente salta a la vista: la población creció m u y lentamente en el siglo XIX. Si hacia 1 8 0 0 Francia, con 27 millones, era el país más poblado de Europa (excluida Rusia), casi triplicando la población inglesa y superando a la alemana (cuyas cifras son m u y dudosas), en vísperas de la I G u e r r a Mundial, con 40 millones, Francia se veía claramente superada por Alemania (65) y Gran Bretaña (41). La lentitud económica refleja la demográfica: el lento crecimiento de los mercados, acentuado p o r la baja tasa de urbanización, explica la parsimonia industrial. Los franceses, en el siglo XIX, apenas emigraron, ni a las ciudades, ni al extranjero, ni a las colonias. Se trataría, p o r tanto, de explicar la tardanza del crecimiento de la población francesa. Se han aducido varias causas, relacionadas con la Revolución. De un lado, se ha dicho, la reforma agraria que la Revolución llevó a cabo redistribuyó la propiedad de la tierra de

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manera igualitaria y favoreció el predominio de la unidad de tamaño medio y pequeño. Por otra parte, el Código Civil napoleónico estableció la igualdad de los herederos directos, es decir, abolió las ventajas de la primogenitura, como p o r otra parte hacen todas las legislaciones modernas. En tercer lugar, el choque cultural de la Revolución estimuló actitudes racionales ante la procreación, es decir, el control voluntario de la natalidad. La combinación de estos tres factores p r o d u j o el descenso en la natalidad, ya que los franceses preferían limitar su progenie para que la propiedad no se dividiera y el nivel de vida de las nuevas generaciones no descendiera. Los campesinos y agricultores franceses, deseosos de mantener su nivel de vida, tenían pocos hijos; éstos, a su vez, ante la perspectiva de heredar el patrimonio paterno, permanecían en el campo. Esto explicaría la baja tasa de urbanización y de emigración, además del lento crecimiento demográfico. Las consecuencias sobre el desarrollo serían las que hemos visto. También se han alegado razones de tipo geográfico para explicar el relativo retraso francés: la calidad de su suelo, aunque m u y superior a la del de la cuenca mediterránea, sería m e nor que la del de Inglaterra [O'Brien y K e y d e r (1978)]. A u t o res como Clapham, C a m e r o n y Landes consideran determinante la escasez relativa de carbón. C a m e r o n también ha estimado relevante el papel del sistema bancario fraxieés: aunque la banca francesa presentó rasgos m u y innovadores, en vista de la falla de dinamismo de los mercados franceses, prefirió, como la banca tradicional suiza, exportar capital a buscar empleos en la economía nacional. Esto sin duda parece cierto al menos para el periodo 1 8 5 9 - 1 8 7 7 , en que la inversión exterior fue un 6 5 % de la inversión neta francesa. A finales de siglo, la crisis agraria afectó a Francia con especial dureza p o r el peso relativo que su agricultura aún tenía. La inversión exterior C a y ó , pero l a inversión en s u conjunto se estancó [ L é v y - L e boyer y Bourguignon (1985), cap. III]. Volviendo a C a m e r o n [(4967), caps. IV y IX], también la estructura de la banca franc e s a parece tener una parte de responsabilidad p o r haber es-

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tado altamente intervenida, centralizada y haber mostrado un excesivo conservadurismo. Esto habría sido en gran parte achacable al poder del Banco de Francia, fundado en 1800. Si Francia ejerce el papel de contrafigura económica y política de Inglaterra en el siglo X I X , el papel de Alemania es el del tercero en discordia. A u n q u e país continental, A l e m a nia tiene rasgos físicos parecidos a los de Inglaterra. P o r su clima es nórdico, sin esa mitad sur mediterránea de Francia; sus ríos son caudalosos y se prestan al transporte; la calidad de sus suelos agrícolas también es excelente y, como Inglaterra, tiene grandes reservas de carbón y las tuvo de hierro. Los rasgos distintivos de Alemania son históricos y políticos. A l e mania no se constituye come nación moderna hasta 1 8 7 1 , fecha para la cual su industrialización se encuentra ya en una etapa bastante avanzada. C o m o hasta entonces se trata de un conglomerado de varios pequeños y medianos estados, es difícil hallar una fecha precisa que marque el inicio de su desar r o l l o económico. El recurso más común de los historiadores estriba en centrarse en Prusia, el estado alemán de m a y o r tamaño, bajo cuya iniciativa se llevó a cabo la unificación. Los rasgos distintivos del desarrollo alemán son la importancia de la educación y de otros factores de unificación política y económica, como la Unión Aduanera Alemana (Zollverein), la construcción de los ferrocarriles y la red de transportes, la unificación monetaria, el gran peso de la industria de bienes de capital y la imporiancia de la banca. C o m o compensación a la fragmentación, Alemania es quizá el primer caso clásico que muestra las ventajas del atraso relativo. El país p u d o incorporar técnicas muy superiores a las de la I Revolución Industrial; en muchos aspectos entró directamente en la II Revolución Industrial. Ya a finales del siglo xvni hay indicios de modernización económica en lo que luego será Alemania y muestras inequívocas de madurez intelectual y educativa, con sistemas de enseñanza relativamente avanzados y un impresionante despliegue cultural (filosofía, literatura, música, ciencia). Sin embargo,

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se suele considerar que el crecimiento inequívoco es un fenómeno de la segunda mitad del siglo X I X ; el n ú m e r o total de trabajadores en el sector secundario no superó al de los del sector primario hasta bien entrado el siglo X X , aunque en v a lor añadido el secundario sobrepasó al primario hacia 1 8 9 0 . C o n tantos pronunciamientos favorables, ¿por qué no se desarrolló Alemania antes? La respuesta sin duda radica en la fragmentación: en 1 7 8 9 lo que luego será Alemania se dividía en 3 1 4 unidades políticas; en 1 8 1 5 eran ya solamente 39 unidades y cuatro «ciudades libres» (Hamburgo, Bremcn, C o l o nia y Danzig). Esta gran fragmentación, que era también económica, fue u n o de los grandes obstáculos al crecimiento [Borchardt (1973)]. Se daba también una gran diversidad de condiciones de unas zonas a otras: Prusia Oriental era un Estado feudal, p o r ejemplo, mientras la Occidental estaba m u cho más comercializada. En general había un claro gradiente este-oeste en materia de atraso económico. La educación tuvo un importante papel en el desarrollo económico alemán. La tradición protestante contribuyó ya al progreso de la alfabetización en el siglo xvm, así como al desarrollo de una notable cultura superior ya mencionada. En Prusia, tras la derrota en Jcna frente a N a p o l e ó n en 1 8 0 6 , se introdujeron profundas mejoras educativas, con el objetivo de poder r cciutar una burocracia culta y eficiente: se introdujeron las Volkschuiev, escuelas populares elementales, de asistencia obligatoria. Se crearon también, en la enseñanza media, las Mittelschulen, para la mayoría, y los Gymnasia, para la élite. Se estableció también una excelente red de universidades con clara vocación investigadora, inspirada* en las ideas de Wilhelm v o n Humboldt, y las Hochschulen, escuelas (altas) de ingeniería. Pero además se creó una red de escuelas rurales para jóvenes campesinos, continuación de las escuelas p o p u lares: las Lándliche Fortbildungschulen (escuelas de extensión rurales), a las que se añadían escuelas de invierno, para a p r o vechar la estación muerta, escuelas de especialización agronómica, etcétera. Estas escuelas estaban ligadas a las cooperati-

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vas rurales, que veremos más adelante. En el campo industrial se crearon escuelas técnicas, como la Gewerbeschule de Berlín y la Escuela Politécnica de Karlsruhe. El periodo anterior a 1 8 7 1 se caracteriza p o r un rápido crecimiento demográfico: la población alemana pasa de unos 25 millones en 1 8 1 6 a 41 en 1 8 7 1 . También hubo importantes reformas p o r influencia francesa. En 1803 se promulgó un decreto secularizando la propiedad eclesiástica. En 1 8 0 7 en Prusia se p r o m u l g ó el decreto de emancipación de Stein, p o r el que se abolía la servidumbre y los campesinos podían adquirir las tierras que cultivaban. Cuatro años más tarde, en 1 8 1 1 , Hardenberg p r o m u l g ó un nuevo decreto clarificando y estableciendo las condiciones de adquisición de la tierra p o r los campesinos emancipados. Los decretos dieron propiedad plena de la tierra a muchos campesinos, pero también aumentar o n los latifundios de la nobleza (los junkers). A corto plazo, sin embargo, el efecto de los decretos fue poco visible, porque la m a y o r parte de los campesinos permaneció en la tierra. Fue la crisis de 1 8 4 8 la que desencadenó ei movimiento de emigración y abandono de los asentamientos tradicionales. La agricultura alemana se modernizó considerablemente en el siglo X I X . La producción agrícola total se multiplicó por 3,5 entre 1 8 1 5 y 1 9 1 4 , mientívis que la población se incrementó p o r un factor de 2,5. El crecimiento por habitante por tanto fue de cerca del 1 % anual. Pero, como en el caso inglés, el aumento del c o n s u m o hizo que Alemania se convirtiera en importador de cereales a partir de 1860. Ei aumento en el v o lumen p r o d u c i d o se debió tanto a una m a y o r productividad cuanto a un incremento en la cantidad del factor tierra, consecuencia de las reformas agrarias, que trajeron consigo un aumento de las roturaciones a costa de pastos y bosques. El aumento en la productividad se debió a la difusión de mejores técnicas (mixed farming, cultivos más productivos —patata, remolacha—, mejores fertilizantes y rotaciones —se difunde la obra de Justus v o n Liebig— y disminución del barbecho), más que a la mecanización, que no comienza sino

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a partir de 1870. La gran expansión t u v o lugar sobre t o d o en tubérculos y plantas industriales: patata, remolacha, lino. La agricultura alemana se benefició de la extensión de la educación y el crédito rurales. Ya hemos hablado de la educación rural. Las organizaciones de crédito rurales tuvieron una gran difusión, tanto las cajas creadas p o r Hermann Schultze-Delitzsch c o m o las cooperativas de crédito de Friedrich Reiffeisen. El Estado prusiano también había creado bancos especializados en crédito rural. La industria no tuvo tanta protección estatal como se ha dicho. Se v i o beneficiada p o r la disolución de los gremios bajo la dominación francesa en Prusia y otros estados occidentales. Hasta mediados de siglo, el desarrollo fabril fue lento: p r e d o minaban los talleres artesanales y el régimen de verlag system (industria doméstica), especialmente en el hilado de algodón, con escasa tradición, que se mecanizó con jennies y muías (sobre todo en Renania, Sajonia y Baviera), a expensas de la industria linera, de gran tradición (hacia 1 7 8 0 el 3 0 % del consumo de textiles era lino). También tenía gran tradición la lana (que hacia la misma fecha se consumía casi tanto como el lino, el 2 7 % ) , de la que Alemania fue gran exportador (lana sajona), aunque acabó convirtiéndose en importador a mediados de siglo. C o n todo, la industria textil y las de consumo en general tuvieron relativamente poca importancia, excepte como iniciadoras de la industrialización e introductoras de métodos e instituciones organizativas modernos. La gran especialidad industrial alemana, la industria pesada (en especial siderurgia, mecánica y química), se desarrolló a gran escala después de la unificación. ¡t$ menos espontánea, Checoslovaquia, Hungría y Yugoslavia proclamaron su independencia; el último emperador Habsburgo abdicó y Austria también proclamó su independencia como República Austríaca. Todo esto ocurría simultáneamente con la rendición de Alemania, la abdicación del kaiser y la firma del armisticio, es decir, en el último trimestre de 1918. El entusiasmo en los nuevos es tados nacionales p r o n t o dio paso a la decepción. La fragmentación política dio lugar a la fragmentación económica, porque una característica económica básica del nacionalismo es el proteccionismo. Los mercados se redujeron, y m u y frecuentemente productores y consumidores quedaron en lados opuestos de las fronteras; el caos resultante acentuó el empobrecimiento y las privaciones causadas p o r la guerra. A n t e esta situación, los nuevos estados, con sistemas fiscales defectuosos o inexistentes, y bancos centrales y monedas recién estrenados, recurrieron a la inflación para hacer frente a las dificultades. A ello se añadían dos agravantes: p o r un lado, el Tratado de Trianón había privado a Hungría de más de la mitad de su territorio a favor de otras nuevas naciones y, en particular, de Rumania. Esto dio lugar a

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la ruptura de hostilidades entre las dos naciones, y contribuyó a la revolución comunista de Béla K u n en Hungría. Por o t r o lado, en París se impuso el principio de las reparaciones, que cayeron más pesadamente sobre Alemania, pero que también se exigieron de Austria, Hungría y Checoslovaquia. Exigir reparaciones inmediatas a las postradas economías centroeuropeas era absurdo e ilusorio, porque lo que esas economías necesitaban desesperadamente eran préstamos, no exacciones. Afortunadamente, gracias a varios créditos norteamericanos, los países centroeuropeos y orientales llevaron a cabo una serie de estabilizaciones monetarias más o menos exitosas en torno a 1925. Fue a partir de entonces cuando comenzaron para Europa, tanto Occidental como Oriental, los felices (pero breves) años veinte. En varios de los países herederos del Imperio A u s t r o - H ú n g a r o , especialmente en A u s tria, se sentaron también las bases de incipientes estados de bienestar. La liquidación del Imperio O t o m a n o fue aún más conflictiva, porque el Tratado de Sévres preveía su total desmembranu* mto, dejando sólo un pequeño territorio donde imperaría nominalmente el Sultán en régimen de protectorado. Anatolia o Asia Menor, la zona habitada p o r los turcos, sería dividida entre las potencias vencedoras, con especial consideración de Grecia, que convertiría en provincia la zona occidental, donde había una fuerte colonia helena. Ei Sultán, impotente y corrupto, había lirmado el tratado y la partición comenzó. Sin embargo, estos planes se vinieron abajo ante la resistencia militar de un grupo de oficiales turcos al mando del general Mustafá Kemal, héroe de la guerra. C o m o las p o tencias occidentales no se sentían inclinadas a emprender nuevas movilizaciones, se encomendó la reducción de Kemal al ejército griego, que veía con placer la tarea de invadir al antiguo opresor. Sin embargo, el improvisado ejército nacionalista turco derrotó a los griegos, los expulsó de Anatolia, depuso al sultán, estableció la República y exigió una revisión del Tratado de Sévres, que logró. A s í nació la moderna Turquía,

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VIII.

GUERRA Y DEMOCRACIA

que conservó su provincia europea (Tracia), incluida Estambul (la antigua Constantinopla), y la integridad de la península de Anatolia. La revolución turca adquirió gran significación internacional p o r una serie de razones. En primer lugar, fue la primera revolución violenta triunfante después de la rusa; sin embargo, a pesar de su laicismo y de un cierto democratismo, la revolución turca no tenía nada de comunista. En segundo lugar, a pesar de su apariencia democrática, el régimen kemalista fue quizá la primera dictadura militar del siglo XX, aunque fuera una dictadura militar sui generis, ya que K e mal hizo repetidos intentos p o r dar m a y o r p o d e r al Parlamento. En tercer lugar, aunque la nueva República turca fuera decididamente laica, tuvo un eco enorme entre los países y colonias musulmanas; en t o d o caso, el ejemplo de Turquía contribuyó a despertar o reforzar las aspiraciones nacionalistas en los países asiáticos y africanos. ... El ritmo del cambio en Estados U n i d o s fue diferente. Allí las transformaciones sociales e institucionales que tuvieron lugar en los países europeos en los años veinte se aplazaron hasta los treinta. En Estados U n i d o s el Partido Socialista era testimonial, y el m a y o r sindicato (la American Federation of Labor, A F L ) , claramente antisocialista. Varios factores hacen que la situación estadounidense sea m u y diferente de la europea. En primer lugar, la clase obrera americana tenía un fuerte componente de inmigrantes cuyas diferencias étnicas y culturales hacían difícil la unidad de acción propia de un sindicato. P o r otra parte, se trata de un país m u y extenso, con lo que era más difícil organizar a escala nacional. En tercer lugar, predominaba en Estados U n i d o s una mentalidad individualista y optimista, u n o de cuyos principios era que el trabajador honesto y capaz podía alcanzar las cimas de la pirámide social o, al menos, tenía asegurado un nivel de vida más que digno. Esta idea formaba y forma parte del mítico «sueño americano». En cuarto lugar, los salarios y el nivel de vida general en Estados Unidos eran mucho más altos que en Europa. Este diferencial era el que movía a los trabajadores

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europeos a cruzar el Atlántico; era natural que estos inmigrantes, que encontraban un nivel de vida más alto y una may o r movilidad social en su país de adopción, aceptaran el mito del «sueño americano» y se abstuvieran de formar asociaciones de tipo socialista o radical. En quinto lugar, las ideas básicas del «sueño americano» estaban profundamente arraigadas en la sociedad, de m o d o que el gobierno en general, los jueces, y la policía en particular, estaban dispuestos a reprimir duramente las huelgas y las protestas, represión que contaba con el a p o y o de la opinión pública. Por todas estas razones, en Estados Unidos, donde regía el sufragio universal masculino (si bien con fuertes limitaciones, especialmente raciales, en el Sur) desde la fundación del país, los votantes estaban volcados hacia los partidos tradicionales (demócratas y republicanos) que, por otra parte, tenían una proverbial latitud ideológica que podía dar cabida a una mentalidad laborista reformista. En estas condiciones, el Partido Socialista Americano (PSA), fundado en 1901 con la intención r]p. reproducir a sus homónimos europeos, fue siempre muy minoritario. Durante la Guerra Mundial, mientras el PSA se opuso a la guerra (Estados Unidos entró del lado de los aliados en abril de 1917), la A F L apoyó al gobierno (como hicieron los sindicatos en casi todos los países beligerantes), aunque de poco le sirvió en ía posguerra, porque si la reacción antibolchevique produjo un reflujo hacia la derecha en Inglaterra y Francia, el fenómeno palidece ante la histeria que se produjo en Estados Unidos, conocida p o r los historiadores como el «miedo a los rojos» (red scare) de 1919. Los peores excesos de la extrema derecha conservadora tuvieron lugar en Estados Unidos entonces. Desde linchamientos de supuestos extremistas, hasta la deportación de inmigrantes extranjeros pretendidamente subversivos a Finlandia en la llamada «arca soviética»; el exceso más conocido fue la condena a muerte de los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti p o r un delito que m u y probablemente no habían cometido. A u n q u e la histeria colectiva fue cediendo más tarde, el ambiente de los veinte fue

VIII.

GUERRA Y DEMOCRACIA

muy poco propicio para una reforma semejante a la que estaba teniendo lugar en Europa por entonces. La afiliación sindical declinó durante el periodo [Hawley (1979), caps. 2-3; Morison (1972), 2 1 4 - 2 2 2 ; Laslett (1989), pp. 520-548]. Al desprestigio de la izquierda c o n t r i b u y ó la prosperidad de los «felices años veinte» (the happy twenties) estadounidenses. Después de la crisis posbélica de 1 9 1 9 - 1 9 2 0 , la economía creció notablemente. La sociedad disfrutó durante esos años de la ola de innovaciones que había tenido lugar a finales del siglo X I X y principios del x x , pero c u y o impacto pleno tuvo lugar tras la Gran Guerra: el automóvil y el petróleo, la electricidad, el teléfono, la aplicación del m o t o r de explosión a la agricultura, la radio, los comienzos de la aviación comercial, los nuevos métodos para producir acero barato y de calidad, lo que se conoce como la II Revolución Industrial, t u v o su máximo impacto en este periodo. Contrastando con la postrada Europa, la sociedad estadounidense se veía a sí misma como el modelo a seguir. La consecuencia fue un estancamiento en el gasto social estadounidense [Lindert ( 1 9 9 2 y 1994)]. En total, el periodo de entreguerras contempló el inicio de un proceso socioeconómico que ha sido característico del siglo X X : el aumento del gasto público en general y del gasto social (pensiones, seguro de desempleo, salud, educación y vivienda social) en concreto. Para una muestra de 17 países (doce europeos occidentales más Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda) recogida p o r Tanzi y Schuknecht, si el gasto público hacia 1 8 7 0 estaba en torno al 1 1 % del PIB, en 1 9 1 3 estaba en el 1 3 % y en 1937 en el 2 3 % . El aumento había sido de diez puntos porcentuales en 24 años. P o r supuesto, tras la II Guerra Mundial, el crecimiento sería m u cho mayor, hasta alcanzar un 4 6 % , exactamente el doble que en 1937, en 1996. C o n gran diferencia, el m a y o r componente de este crecimiento ha sido «el aumento de gasto social para la expansión de las actividades del Estado de Bienestar» [Tanzi y Schuknecht (2000), p. 30]. La democratización de las s o -

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

ciedades donde esta expansión tuvo lugar primero y de manera más intensa es la mejor explicación del fenómeno [véase una discusión del tema en Lindert (2004), cap. 7].

CONCLUSIÓN

Hemos visto en este capítulo las dos grandes revoluciones del siglo X X , la comunista y la socialdemocrática, surgidas ambas, aunque de manera muy diversa, del trauma que representó la 1 Guerra Mundial. I a primera ocurrió en un solo país y estuvo llena de drama, de truculencia, de mesianismo y de violencia. Los ojos del mundo la contemplaron y la estudiaron con fascinación y con horror, pero siempre con atención vivísima. La segunda revolución, por el contrario, ocurrió en varios países y siguió caminos diversos pero invariablemente democráticos. Si p r o d u j o violencia fue ocasional e incidental. M u y pocos de los contemporáneos se dieron cuenta del alcance y la profundidad de la revolución que vivían, porque parecía el desarrollo normal de las sociedades a las que pertenecían. Para bien o para mal, la revolución parecía ser el m o n o p o l i o de ios bolcheviques; no resultó así. A la postre, la revolución profunda, duradera, era la de los socialdemócratas. Bernstein tuvo razón y fue Lenin quien terminó en la papelera de la Historia.

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I X

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO f.i:

LA VUELTA AL PATRÓN ORO

I;» . Cuando, después de la G r a n Guerra, se planteaba en Europa el problema de restaurar el sistema monetario, las dificultades fueron considerables. En la base de todas ellas estaba el hecho de que la inflación bélica hubiera disminuido el p o der adquisitivo de las monedas y, además, que esta disminución hubiera sido diferente en unos países y otros, p o r lo cual los tipos de cambio no eran los mismos que antes. Volver al sistema exactamente en las mismas condiciones que en la preguerra implicaba un esfuerzo deflacionario que se estimaba políticamente m u y costoso; sin embargo, c o m o la inflación no había afectado a todos los países igualmente, algunos, como Inglaterra, pensaban que la vuelta a la paridad (la relación oro-libra esterlina) de preguerra era posible; otros, en cambio, la veían virtuaimente imposible. Para los estadistas de la época eran evidentes las v i r t u des del patrón o r o que, como sistema de pagos internacionales, había p e r m i t i d o la. gran prosperidad de la belle apoque. La cuestión era que la adopción de paridades distintas de las de preguerra implicaba devaluaciones, y también significaba reconocer la inflexibilidad de precios y salarios a la baja. Hoy, después de las inflaciones de la segunda mitad del siglo x x , el deseo de recuperar las paridades de preguerra (de la primera preguerra) puede parecer un p r u r i t o puntilloso y absurdo. En la situación de entonces no lo era tanto. El sistema había funcionado tan bien con unos tipos de cambio fijos y determinados que trastocar aunque sólo fuera una parte del complicado mecanismo parecía peligroso; y así, en efecto, resultó.

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

Para muchos el cambio de paridades era no sólo peligroso, sino inmoral, porque los europeos se habían acostumbrado a vivir con una seguridad inmutable basada en el sagrado valor del oro y la moneda. Ofrecer a los europeos de la posguerra menos oro por sus billetes era considerado una especie de estafa por parte de los poderes públicos, una frustración del deseo profundo de los ciudadanos de recuperar el valor pleno de sus ahorros. Si el sistema del patrón oro había funcionado tan bien, se pensaba, era por su inmutabilidad, de la que se derivaba su credibilidad. Si se modificaban las paridades de preguerra, ¿quién aseguraba a ahorradores e inversores que no volverían a modificarse, que no se convertiría lo inmutable en mutable? El público había aceptado los billetes de banco porque sabía que eran convertibles a voluntad en una determinada cantidad de oro: si esa equivalencia se modificaba hoy, podría modificarse también en el futuro; lógicamente, el público desconfiaría de ios billetes y preferiría atesorar oro. Estos temores sin duda resultaron exagerados, porque el público se había ya acostumbrado a los billetes inconvertibles. Pero las ventajas de la inmutabilidad del valor del dinero parecían evidentes. O t r o aspecto del problema, donde también se aunaban las cuestiones de moralidad y de riesgo, era el de la competencia desleal. Si unos países restablecían la convertibilidad por debajo de la paridad de preguerra, serían más competitivos internacionalmente que los que la restablecieran a la antigua paridad, y ello entrañaría un doble sacrificio para estos últimos, que deberían rebajar aún más sus precios y salarios para p o der competir con los que habían rebajado sus monedas. La justeza de este temor se vio confirmada p o r los problemas que tuvo Inglaterra a partir de 1925. Tratando de encontrar solución a estas cuestiones se convocó una serie de conferencias monetarias durante la posguerra. La Conferencia de G e n o v a en 1922 se ha citado siempre como la que consagró el patrón de cambios oro. Un país practica el patrón de cambios o r o cuando admite c o m o base monetaria (es decir, como activo justificativo de la emisión de pa-

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IX. D E P R E S I Ó N Y T O T A L I T A R I S M O

peí moneda) no sólo el o r o , sino las divisas convertibles en oro. Fue común durante la belle apoque que ciertos países trataran la libra esterlina como o r o en el cómputo de la base m o netaria sobre la que emitían billetes sus bancos emisores. Al fin y al cabo, ¿qué más daba tener libras en la caja del banco (emisor o tener o r o ? El admitir las libras como base monetaria simplemente evitaba el engorro de tener que enviarlas para su conversión a Inglaterra y efectuar el transporte del o r o desde Inglaterra al país en cuestión. » O t r a variedad de patrón o r o también m u y empleada, en el periodo de entreguerras fue el llamado «patrón lingotes oro»; según este sistema, la convertibilidad o r o de los billetes del banco central se mantenía, pero sólo para cantidades m u y grandes (lingotes), es decir, solamente para unos pocos operadores. De esta manera se evitaba que el público, en momencos de pánico se agolpara ante el banco central para transformar sus billetes en o r o . Técnicamente, los billetes eran convertibles en oro, pero el metal no se acuñaba ni circulaba. Fue la delegación inglesa la que influyó en G e n o v a para que se utilizasen estas versiones del patrón o r o . Se perseguía con ello resolver el problema de que la inflación y el esperado crecimiento del comercio internacional provocaran un aumento de la demanda de dinero mientras que la producción de oro no tenía por qué hacerlo correlativamente. La escasez de Jinero podía p r o d u c i r una depresión, que ya. se había hecho sentir al acabar la guerra. Esto era lo que preocupaba a K e y nes (que fonnaba parte de ia delegación británica en Genova), que años más tarde escribiría en su Teoría general [(1960), pp. 2 3 0 - 2 3 1 ] que si el o r o se pudiera cultivar c o m o una planta o fabricar c o m o un automóvil, las depresiones serían menores o desaparecerían. Se pensaba que el patrón de cambios o r o resolvería este problema, porque, a nivel internacional, multiplicaría la cantidad de dinero que podría crearse con un encaje determinado de o r o . En efecto, suponiendo que en todos los países se admitiera una regla de emisión p o r la cual los bancos emisores es-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

tuvieran autorizados a emitir billetes de papel p o r el doble del encaje o r o , si el Banco de Inglaterra tenía un millón de libras de o r o , podría emitir hasta 2 millones de libras en billetes. Y si el Banco de Portugal, p o r ejemplo, tenía medio millón de libras de o r o , podría emitir billetes hasta un millón. Ahora bien, si Portugal tenía superávit con Inglaterra y acumulaba, supongamos, otro medio millón de libras en papel moneda, practicando el patrón de cambios oro, podría emitir 2 millones en total, con lo cual, sobre un total de o r o de un millón y medio (uno en Inglaterra, medio en Portugal), se emitían 4 millones (dos en cada país), es decir 2,7 veces el stock de oro en lugar de 2 (aunque de estos 4 millones, medio quedaba en las cajas del Banco de Portugal como base monetaria, con lo cual la multiplicación de dinero circulante era p o r un factor de 2,3). Si a su vez, Brasil tenía superávit con Portugal y también practicaba el patrón de cambios oro, y consideraba el escudo moneda convertible, podría aumentarse el factor multiplicativo. Si el Raneo del Brasil tenía 0,25 millones de oro y acumulaba 0,25 millones en escudos, podría emitir hasta 1 millón en billetes. Si con el patrón oro tradicional la emisión total de esos tres países hubiera sido de 3,5 millones, con el patrón de cambios o r o era de 5 o, más exactamente, de 4,25, si d e ^ o n u m o s las libras y los escudos que quedaban como encaje en los Bancos de Portugal y Brasil, respectivamente. A h o r a la proporción billetes-oro en el conjunto de los tres países sería de 2,43. Es decir, cuantos más países entraran en el juego, m a y o r sería ei poder multiplicativo del patrón de cambios oro. Sin embargo, la resolución de un problema conducía a otro; el peligro del patrón de cambios o r o radicaba en que la transmisión internacional de una crisis podría hacerse de manera más rápida, fulminante y peligrosa que con el patrón oro a secas. Veamos cómo: supongamos que la caída del precio del café causara una crisis de confianza en Brasil; los cuentacorrentistas brasileños acudirían a los bancos a convertir sus cruzeiros en o r o . Pero el Banco del Brasil no tenía o r o , sino

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IX. DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

escudos; enviaría p o r tanto a toda velocidad sus escudos a Portugal a que el Banco de Portugal los convirtiese en o r o . El Banco de Portugal, a su vez, exigiría la conversión de sus libras en o r o en el Banco de Inglaterra para poder pagar en o r o al Banco del Brasil. Esto forzaría al Banco de Inglaterra a restringir drásticamente su circulación de billetes, lo cual p r o v o caría una depresión en Inglaterra. Pero lo mismo habría ocurrido en Portugal, que habría visto reducido su encaje p o r tener que enviar o r o a Brasil. De este m o d o , la depresión de Brasil afectaría a Inglaterra, pasando p o r Portugal, y tendría grandes probabilidades de transmitirse al resto del mundo, por la baja en las demandas brasileña, portuguesa e inglesa. Esto es, m u y simplificadamente, lo que ocurrió durante la Gran Depresión.

EL FIN DE LA INFLACIÓN

En t o d o caso, durante el decenio que siguió al fin de la Gran Guerra, tras unas inflaciones galopantes en los países de Europa Oriental, una serie de estabilizaciones, facilitadas en su m a y o r parte p o r préstamos estadounidenses, permitieron volver a la normalidad monetaria y a la restauración del patrón o r o en esos países. El caso paradigmático fue el alemán: como vimos en el capítulo anterior, la inflación alemana llegó a alcanzar unas dimensiones históricas. A n t e la situación desesperada de alza de precios galopante y depreciación abismal del marco que se dio en el verano de 1923, las autoridades llevaron a cabo un plan de estabilización y cambio drástico de política económica. En primer lugar, se trataba de terminar con la táctica de resistencia pasiva frente a la ocupación franco-belga, p o r lo que se llegó a un acuerdo con las potencias ocupantes para que éstas pudieran llevar a cabo sus objetivos (es decir, el cobro de reparaciones en especie) de manera ordenada, al tiempo que se comenzaba a negociar lo que sería el «Plan Dawes», que trataría de aligerar el peso de las repara-

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1 L O S O R Í G E N E S DEL S I G L O X X I

ciones. Al tiempo hubo un cambio de gobierno: Wilhelm C u n o , que había llegado a personificar la política de resistencia pasiva, fue sustituido por Gustav Stresemann, que se identificó con el plan de estabilización. La clave de este programa, que se puso en marcha en el otoño de 1923, fue la creación del llamado Rentenbank, gracias a un empréstito interior. El nuevo banco lanzó un nuevo marco, el rentenmark, en teoría respaldado p o r el patrimonio físico de la nación, aunque de hecho basado en una equivalencia fija en o r o (equivalencia idéntica a la del marco de preguerra), que poco más tarde quedó garantizada por unos empréstitos exteriores. A u n q u e el presupuesto siguió en déficit, éste no se financió inflacionariamente a partir de entonces. Los viejos marcos fueron retirados de la circulación y el público acogió los nuevos muy favorablemente. El plan había sido un gran éxito y, a principios de 1 9 2 4 , se estableció la convertibilidad o r o de los rentenmark, rebautizados reichsmark. Entretanto, se había convocado una conferencia para estudiar el enojoso problema de las reparaciones, que produjo un plan elaborado p e í una comisión presidida p o r el político y militar estadounidense Charles Dawes. Ei Plan Dawes consistía en mantener la cifra total de deuda, pero alargando el plazo de pago, disminuyendo por tanto las anualidades y empezando p o r pagos menores en la esperanza de que la recuperación de la economía aiemana permitiera mavores pagos en el futuro. El Plan Dawes fue aceptado uor todos, y gracias a él el nuevo marco mantuvo su estabilidad y las tropas francobelgas acabaron p o r abandonar el Ruhr en 1925. No faltaron sin embargo voces que señalaran lo precario del nuevo equilibrio, p o r estar basado esencialmente en el flujo de los préstamos norteamericanos. La inflación alemana, aparte de constituir un caso insólito por sus dimensiones, tuvo muy serias y duraderas consecuencias, que dejaron graves secuelas en la memoria colectiva, no sólo de Alemania, sino del mundo entero. En primer lugar, tuvo inmediatas repercusiones sobre el aparato productivo y

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IX.

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

también efectos redistributivos. Si bien en un principio se dijo que la inflación permitió a Alemania capear la crisis de p o s guerra con relativa facilidad y que estimuló la actividad y la inversión, la realidad es que tuvo efectos desastrosos sobre el volumen de producción (la renta real cayó fuertemente, de modo que la recuperación de los niveles de preguerra no se logró hasta 1926) y distorsionó fuertemente la distribución de recursos, ya que una parte importante de las inversiones llevadas a cabo en la posguerra hubo de amortizarse aceleradamente tras la estabilización. P o r tanto puede decirse que, en conjunto, la inflación empobreció a ia nación alemana. En cuanto a los efectos redistributivos, éstos fueron, al parecer, algo diferentes de lo que siempre se pensó. La impresión que ha predominado tradicionalmente era que los asalariados habían sido los más perjudicados p o r la inflación, juntamente con los rentistas y los acreedores en general. Sin embargo, la evidencia presentada p o r Holtfrerich [(1986)] muestra que los sueldos reales de empleados y trabajadores de cuello blanco sufrieron más durante la inflación que los salarios de los trabajadores manuales en la industria, la construcción y los servicios, y que incluso, en el caso de la construcción, los salarios reales aumentaron. En total, p o r tanto, fueron los salarios normalmente m.áo bajos los que menos cayeron, de modo que la distribución de la renta mejoró. Esta mejora de la distribución, sin embargo, apenas fue advertida por los beneficiarios, pero sí fue sentida en sus carnes p o r los perjudicados. Ello contribuiría a explicar la desafección de las clases medias y altas a la República de Weimar, y lo tibio del a p o y o de la clase obrera, actitudes que tanto se notaron en especial a partir de 1929 y que tanto contribuyeron a la victoria nazi. Por otra parte, el recuerdo de la inflación dejó una hue Ha indeleble en la memoria colectiva alemana y un miedo a la política de dinero fácil que aún h o y está presente y se manifestó, p o r ejemplo, a finales de los años 1990 en la desconfianza de los alemanes hacia el euro y en su apoyo largamente sostenido a la política del «marco fuerte». Este miedo a la inflación

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LOS O R Í G E N E S DEL S I G L O X X I

explica la pasividad de los medios financieros alemanes ante la deflación de 1 9 3 0 - 1 9 3 3 . Lo mismo puede decirse de los otros países importantes, como Estados Unidos, Inglaterra o Francia, cuyas autoridades monetarias no se atrevieron a seguir políticas anticíclicas en los primeros momentos de la Gran Depresión y que, cuando lo hicieron, las aplicaron de manera tímida e insuficiente. En una palabra, la memoria de la inflación alemana contribuyó a agravar el impacto de la depresión mundial ocho años más tarde. Los casos de o t r o s países de Europa Oriental fueron algo parecidos, aunque los precios y la depreciación de la moneda no alcanzaron las dimensiones astronómicas de Alemania. En los estados que habían sido integrantes del Imperio A u s t r o - H ú n g a r o , las antiguas coronas — l a moneda que había representado un v a l o r inmutable para Stefan Zweig [ ( 1 9 8 3 ) , pp. 1 - 2 ] y sus coetáneos— se habían depreciado durante la guerra de m o d o y p o r causas parecidos al caso alemán. En estos países hubo un factor que complicó las cosas, que fue la fragmentación del Imperio; esto agravó los problemas económicos y obligó a financiar con déficit a los nuevos estados y administraciones. Checoslovaquia, sin embargo, atajó rápidamente el problema de la inflación equilibrando el presupuesto, de tal manera que fue ei único país que no t u v o que crear una rmeva moneda y p u d o estabilizar la vieja corona austríaca (ahora checa, claro) a la paridad de preguerra. Austria, en cambio, con una depreciación del 1 . 4 0 0 . 0 0 0 % , logró estabilizar ia c o r o n a a esta paridad en 1 9 2 2 e incluso mejorar un poco el cambio; pero en 1 9 2 5 , para evitar seguir utilizando una moneda tan depreciada, lanzó una nueva, el chelín, convertible en o r o . En Hungría, d o n d e la inflación bélica no había sido demasiado fuerte, los acontecimientos posteriores (revolución de Béla K u n , invasión rumana) la aceleraron, de m o d o que terminó p o r alcanzar p r o p o r c i o n e s parecidas a la austríaca. La estabilización se llevó a cabo en 1924, con un préstamo de la S o ciedad de Naciones y la creación de una nueva moneda, el 282

IX.

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

pengo. El Banco de Hungría se fundó en 1 9 2 4 (abrió sus puertas en enero de 1925), para garantizar la convertibilidad o r o del pengo. En Polonia se tardó aún más en lograr la estabilización; c o m o país nuevo, no tenía moneda propia y en ella circulaba una colección abigarrada de monedas de las potencias que hasta entonces se habían repartido el país: marcos, coronas, rublos. En 1 9 2 0 se creó el marco polaco, pero la inestabilidad económica y presupuestaria hizo que se depreciara m u y rápidamente. La inflación de posguerra fue aguda en Polonia, c o m o en los países vecinos y por causas similares. En 1 9 2 4 se intentó una estabilización monetaria con la introducción de una nueva moneda, el zloty (que significa d o r a d o ) , pero al año siguiente esta nueva divisa c o menzó también a depreciarse. El gobierno polaco pidió ayuda a Estados U n i d o s , que envió al Dr. E d w i n Kemmerer, el mago monetario «trotamundos». Bajo su dirección se reformó el sistema bancario polaco, se reforzó la posición del Banco Nacional de Polonia con un préstamo estadounidense, en 1 9 2 6 se estabilizó el z l o t y y, en 1 9 2 8 , se estableció su convertibilidad en o r o . Rumania, pese a ser país vencedor y haber aumentado grandemente su territorio y población, también sufrió inflación de posguerra. En este caso se atribuyen los déficits presupuestarios al aumento de gastos que entrañó precisamente la expansión territorial, lo cual sugiere que en Europa Oriental causas opuestas pueden producir idénticos efectos: tanto el aumento c o m o la reducción territorial p r o d u c e n déficit. La estabilización del leu fue dificultosa y no se llevó a cabo hasta 1 9 2 7 . En Rusia la inflación fue comparable a la alemana (los datos son menos precisos), acelerada en este caso p o r la feroz guerra civil. La estabilización se llevó a cabo en 1925 con m é todos m u y parecido» a los empleados en Alemania, con un nuevo r u b l o (el chervonets) comparable al nuevo marco (el rentenmark) y también teóricamente convertible en oro; en Rusia, p o r supuesto, no había patrón o r o interno, pero los comunistas sí practicaron el patrón o r o internacional.

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI LOS PROBLEMAS DE LA VUELTA AL PATRÓN ORO EN EUROPA OCCIDENTAL Y AMÉRICA LATINA

En general, las inflaciones en los países de Europa Occidental fueron, aunque fuertes, menos virulentas que en la mitad Oriental. En algunos de ellos, como Holanda y los países escandinavos, o como la propia Inglaterra, las alzas de precios fueron relativamente moderadas y la vuelta a las paridades de preguerra no parecía algo utópico o arriesgado, aunque requiriera una fuerte medida de deflación. El patrón oro era el elemento más simbólico de la situación de preguerra y del glorioso pasado de la economía británica, y aquí Inglaterra se encontraba en un dilema. El nivel de precios había subido durante la guerra; aunque después bajó, estaba a mediados de los años veinte aún m u y p o r encima de los niveles de 1913; si Inglaterra adoptaba la paridad de preguerra, es decir, que la libra tuviera el mismo valor en oro que en 1913, ello podría implicar una sobrevaluación de la moneda británica, lo cual encarecería los productos británicos con respecto a los de otros países; la consecuencia sería una tendencia a importar productos extranjeros baratos y grandes dificultades para exportar los sobrevaluados productos ingleses. Ello traería consigo un déficit persistente de balanza de pagos, a menos que funcionase el mecanismo de Hume y los precios y los salarios ingleses bajaran para hacerse competitivos. Ésta fue la opción p o r la que decidió apostar el gobierno conservad o r inglés en J 925 con W i n s t o n Churchill en el Exchequer (Ministerio de Hacienda). La convertibilidad de la libra se había suspendido en 1915 p o r diez años, de modo que la decisión de v o l v e r a ella, y en qué términos, había de tomarse en ;

1925. Las consecuencias fueron las de esperar. Keynes escribió inmediatamente una serie de artículos atacando la decisión, con el título

de Las consecuencias económicas de Mr.

Churchill

[Keynes (1963), pp. 244-270] y previendo lo que había de ocurrir. Entretanto, la fuerte resistencia de los trabajadores a

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IX. D E P R E S I Ó N Y T O T A L I T A R I S M O

aceptar reducciones en los salarios y de los empresarios a bajar los precios fue haciéndose sentir. Precios y salarios descendieron, pero la tensión social en Inglaterra en los últimos años veinte fue m u y grande y el nivel de paro m u y alto. En 1 9 2 6 hubo una huelga general, que sólo d u r ó nueve días, pero que dejó una secuela de resentimiento y malestar, persistiendo además una larguísima huelga en las minas de carbón. Pese al fracaso de la huelga general, los salarios reales no bajaron lo bastante como para aliviar el déficit de la balanza de pagos. El paro siguió aumentando y el gobierno se vio obligado a ampliar el subsidio de desempleo en 1 9 2 7 . La economía británica llegó a 1929, el inicio de la G r a n Depresión, en una situación m u y endeble: para pagar a los parados y la seguridad social el gobierno tuvo que endeudarse; la balanza de pagos seguía en déficit; y al venirse abajo ia Bolsa de Nueva York y dejar de estar disponibles los créditos estadounidenses, el apuro del gobierno británico parecía insoluble. El problema más grave a mediados de los veinte, sin embargo, parecía ser el de Francia y Bélgica, porque habían sido los más seriamente afectados p o r la guerra en Europa Occidental. Las destrucciones físicas habían sido m u y grandes y ambos contaban con las reparaciones para emprender la reconstrucción. Ello explica que estos dos países llevaran una política presupuestaria m u y desequilibrada en la posguerra; ambos consideraban que no podían gravar fuertemente a sus ciudadanos para reparar lo destruido, puesto que los vencidos iban a pagar los costes. Y explica también su frustración ante las peticiones de aplazamiento p o r parte de Alemania y su desesperada acción al invadir el R u h r a comienzos de 1923. Q u i z á la única ventaja de la insensata invasión fuera llevar el convencimiento a los electorados de los respectivos países de que de Alemania se iba a sacar p o c o a corto plazo, y de que los problemas de la posguerra los tenían que resolver ellos p o r sí mismos. A s í fue que, después de algunos intentos fallidos, en 1926, gracias a la firmeza del ministro del Tesoro, el banquero Émile Francqui, Bélgica restauró el pa-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

trón o r o , aunque a una paridad m u y inferior (casi siete veces) a la de preguerra. En el caso de Francia el hombre decisivo fue Raymond Poincaré, abogado y político con una larga carrera en la A d ministración. C u a n d o Poincaré llegó al poder en 1 9 2 6 había sido ya primer ministro varias veces y presidente de la República. Había sido precisamente él quien había mandado las tropas francesas al Ruhr, de m o d o que no todo fueron aciertos en su carrera. Sin embargo, su actuación en el último gabinete que presidió ( 1 9 2 6 - 1 9 2 9 ) fue un éxito completo. Los problemas del franco francés eran m u y parecidos a los del franco belga, y p o r idénticas razones. Pero la opinión y la clase política francesas tardaron más que las belgas en aceptar las duras realidades y decidirse a tomar las medidas necesarias para estabilizar. Tras el fracaso de la invasión del Ruhr, Poincaré dimitió, la derecha perdió las elecciones y entró a gobernar el llamado Cártel de las Izquierdas, con participación socialista y presidencia del radical Édouard Herriot, cuya política económica se saldó con un rotundo fracaso y una nueva caída del franco. El fracaso se debió a las indecisiones del gobierno, que quería a la vez equilibrar el presupuesto y llevar a cabo una revolución fiscal; los ministros de Finanzas se sucedían, los inversores desconfiaban, los franceses de posibles exportaron capital y el franco se desfondó. Q u e el problema era más de gestión que de estructura lo demuestra el hecho de que, cuando en 1926 la propia Cámara de izquierdas, harta de vacilaciones, devolvió el poder a Poincaré, el franco mejoró su cotización antes incluso de que el gobierno comenzara a adoptar medidas. Poincaré equilibró el presupuesto con una sencilla reforma fiscal basada en los impuestos indirectos (en lugar del impuesto sobre el patrimonio que había intentado imponer sin éxito el Cártel de las Izquierdas) y creó una Caja de C o m pensación de la Deuda, que se nutrió con parte de los nuevos ingresos. Esto dio tal confianza a los agentes financieros que el franco ganó cotización en los mercados. Después de año y medio con el franco fijo en 25 por dólar, el gobierno y ei Ban-

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IX. DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

co de Francia decretaron la convertibilidad o r o en 1928 a 25,52 francos el dólar, lo cual infravaluaba el franco y hacía las exportaciones francesas muy competitivas. Gracias a la infravalu ación del franco, el país galo tuvo una envidiable situación de balanza de pagos, que le permitió ir acumulando o r o en grandes cantidades e irse desprendiendo de sus divisas, en particular de las libras. C o n ello no le hacía ningún favor a Inglaterra; p o r el contrario, agravaba la difícil situación en que se encontraba ésta desde que adoptó el patrón oro en 1925 con una equivalencia que sobrevaluaba El caso italiano presenta un contraste interesante con el de Francia y Bélgica por un lado y con el de Inglaterra p o r otro, un contraste que muestra la interrelación entre la política y el patrón monetario. Lo que tiene de interesante el caso italiano es, en primer lugar, que, c o m o en Francia, la nueva convertibilidad se llevó a cabo a una paridad m u y inferior a la de 1914; pero en segundo lugar, y esto lo tiene de común con el caso inglés, que, pese a todo, la convertibilidad se estableció a una tasa que revaiuaba la lira m u y p o r encima de su p o der adquisitivo. Esta combinación constituye, junto a la tea tralidad y fanfarria militarista con que se llevó a cabo la política cambiaría, comercial y monetaria requerida para la estabilización, un '-asgo característico de la política económica del fascismo italiano. C o m o en ei caso de las otras potencias vencedoras, Italia no había llevado a cabo ningún ajuste posbélico y la lira se fue depreciando antes y después de la llegada de Mussolini al p o der. Durante la primera mitad de 1926 la caída de la lira parecía imparable, sobrepasando el nivel de 150 liras p o r libra británica. En este punto Mussolini decidió que el prestigio de su régimen dependía de la cotización de la moneda y, en el verano de ese año, dio un famoso discurso en la ciudad de Pesaro donde anunció que Italia iba a defender la cotización de la lira «hasta su último aliento y hasta la última gota de sangre». [Toniolo (1980), pp. 109]. A esta defensa de la moneda la llamó «la batalla de la lira» y anunció como objetivo la «cuota 4

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

90», es decir, la cotización de 90 liras p o r libra: una revaluación de la moneda de aproximadamente un 4 0 % , nada menos. Recordemos que un año antes Inglaterra había establecido la convertibilidad de la libra a una equivalencia que los más pesimistas (Keynes) afirmaban significar una sobrevaluación del 1 0 % , y que ello había dado lugar a los problemas socioeconómicos que conocemos. Se trataba, por tanto, en el caso italiano, de un objetivo que requería una «deflación salvaje», como la llamaron los contemporáneos. Muchos pensaron que aquello era una insensatez más del excéntrico dictador italiano. No contaban con que un régimen autoritario podía imponer al mercado una disciplina que los sistemas democráticos ya no podían lograr. En efecto, no es ya que en Italia se empleara una política monetaria restrictiva y se lograra el equilibrio presupuestario, provocando una considerable depresión económica. Es que el gobierno fascista emprendió además una campaña para deprimir precios y salarios c o m o pocas veces se ha registrado en la Historia, una campaña que, pese a lo insólito, se saldó con éxito. Se c o m e n z ó p o r revocar el privilegio de emisión a los bancos de Ñapóles y de Sicilia, que desde la unificación lo habían conservado. La emisión de billetes por estas entidades no tenía una gran importancia cuantitativa ni podía poner en peligro la política monetaria mussoiniiana, pero se trataba de demostrar la onmipotencin dei dictador y de dar una impresión de militarización de la política. Para compensar a las empresas de la revaluación de la lira, el gobierno impuso drásticos recortes salariales tanto en la industria c o m o en la agricultura, rebajas en los arrendamientos urbanos y rústicos y una caída de los precios de consumo, amenazando en caso contrario a los «comerciantes rapaces y deshonestos» con terribles consecuencias. El lenguaje era típico de los regímenes fascistas. El sistema y la retórica eran militares. El mecanismo deflacionario del teorema de H u m e se imponía así no p o r la flexibilidad del mercado, sino p o r la inflexibilidad de la voluntad de un dictador que estaba

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IX.

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

dispuesto a emplear la coerción del Estado para que «todas las fuerzas de la economía se adecúen a esta cuota» (palabras de Mussolini en el Parlamento italiano en 1927). El ministro de Hacienda quería estabilizar la lira al tipo de 120, pero Mussolini no se dejó convencer: se trataba de demostrar quién mandaba en Italia. A finales de 1 9 2 7 se estableció la convertibilidad o r o de la lira a la paridad de 92,46 liras p o r libra. El dictador fascista había logrado un objetivo que año y medio antes parecía inalcanzable. El coste en términos de bienestar fue inmenso: fuerte ascenso del paro, caída de la renta nacional. Pero Mussolini hizo alarde de su poder en el país y aumentó su prestigio en el extranjero. Se demostraba así que un gobierno capaz de imponer su voluntad a sindicatos y organizaciones patronales sí podía establecer la disciplina más estricta como requería el funcionamiento del patrón oro. Otros dictadores no fueron tan afortunados. España nunca llegó a adoptar el patrón o r o . Pasó en 1883 de un sistema bimetálico al monometalismo plata de facto, que pronto se convirtió, también de facto, en un patrón fiduciario. Los políticos españoles hubieran querido adoptar el patrón oro, p e r o nunca se sintieron lo suficientemente fuertes para ello y el Banco de España no lo aconsejaba. Se temía que la convertibilidad o r o conllevara una sangría en las reservas del Banco de España. O bien no se conocía el mecanismo automático descrito por Hume, no se creía en él o no se quería aeeplai su disciplina. Sin embargo, la política monetaria española restringió bastante severamente la expansión de la oferta monetaria, de manera que los precios en España no se desviaron mucho de la tendencia internacional a finales del siglo XIX y principios del XX. Tampoco se descartó nunca la posibilidad de adoptar el patrón oro. El momento de hacerlo llegó en los años veinte. La Gran Guerra había dejado un fuerte encaje de o r o en el Banco de España, como consecuencia de las grandes exportaciones a los países combatientes. Los problemas políticos de la posguerra impidieron prestar atención a la cuestión de la convertibilidad, pero a finales del periodo, con José Calvo Sotelo como

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ministro de Hacienda de la Dictadura de Primo de Rivera, las circunstancias parecían ser las adecuadas. El encaje del Banco de España seguía siendo holgado, la estabilidad política parecía asegurada y, en el exterior, la mayoría de ios países estaba volviendo al patrón o r o . El ejemplo de Mussolini parece haber hecho mella en España, y C a l v o Sotelo decidió también estabilizar la peseta como paso previo a la implantación del patrón o r o . La peseta se apreció considerablemente en 1 9 2 6 y 1927, p o r un fuerte influjo de capitales empujados por la prosperidad reinante y el fuerte crecimiento de la economía española. C a l v o Sotelo consideró esta apreciación indicador d=l éxito económico de la Dictadura, y así lo manifestó repetidamente. Lo malo es que C a l v o Sotelo siguió políticas contradictorias sin advertirlo. Al tiempo que poma su prestigio al albur de la cotización de la peseta, decidía nacionalizar la industria del petróleo y crear un m o n o p o l i o de distribución en 1927, precisamente el m o m e n t o en que mejor parecían evolucionar los cambios de nuestra divisa. A h o r a bien, esta decisión exigía expropiar las compañías privadas que habían venido operando en la Península, expulsándolas del mercado español. Las compañías, entre las que se contaban nada menos que la Standard Oil y la R o y a l Dutch-Shcll, no acogieron favorablemente la idea. Nada tiene de extrañar, p o r tanto, que cuando fuer o n expropiadas, lanzaran al mercado las pesetas con que se pagaron las compensaciones y denunciaran el clima de hostilidad al capital extranjero y la propensión a la expropiación arbitraria imperantes en la España dictatorial. C o m o consecuencia, ia cotización de la peseta cambió de tendencia y empezó a descender de manera irremediable. De nada sirvió que se crease un organismo, el C o m i t é Interventor de los Cambios, para sostener la cotización, porque a los factores propios españoles se unía ya el comienzo de la retirada de capitales estadounidenses del mercado europeo. Pero el gobierno dudaba. El Banco de España estaba en contra de la defensa de la peseta, porque temía que costara una sangría de o r o . C a l v o Sotelo pidió dos consejos diferen-

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tes y o b t u v o dos recomendaciones diferentes. La C o m i s i ó n del Patrón O r o , integrada p o r expertos españoles y presidida p o r A n t o n i o Flores de Lemus, catedrático de la Universidad de Madrid, recomendó en junio de 1 9 2 9 lograr el equilibrio presupuestario antes de adoptar el patrón o r o ; pocos meses después, el profesor Charles Rist, de la Universidad de París, recomendaba adoptar el p a t r ó n o r o inmediatamente. Pero entretanto la indecisión del gobierno había permitido que la cotización de la peseta siguiera bajando en los mercados internacionales; el prestigio del régimen dictatorial se vio tan afectado p o r esta pérdida de credibilidad en un terreno que él mismo había escogido como contraste de su política, que éste fue u n o los factores que más c o n t r i b u y e r o n a su caída, que tuvo lugar a principios de 1 9 3 0 . D o s años más tarde, en n o viembre de 1 9 3 1 , instaurado ya el régimen republicano, se dio una nueva ley que aún preveía, en una de sus disposiciones, la adopción del patrón o r o . Nunca se llegó a aplicar, p o r supuesto. Hacia 1 9 3 0 prácticamente toda Europa y toda América habían adoptado el patrón o r o , y también lo habían hecho importantes países asiáticos u oceánicos c o m o Australia, Nueva Zelanda, Filipinas, India y Japón, y los africanos independientes más importantes, c o m o Egipto y la U n i ó n Sudafricana. Países destacados fuera d«»í patrón o r o (excluyendo colonias, claro) eran España, China, Turquía y, p o r supuesto, la Unión Soviética. Los países americanos lo habían adoptado p r o n t o y con relativa facilidad, tras volver Estados U n i d o s a la convertibilidad oro poco después de acabar la guerra, en 1 9 1 9 . Los países más estrechamente ligados a Estados U n i d o s (Cuba, Nicaragua, Panamá y Filipinas) lo hicieron simultáneamente en 1 9 1 9 . Otros tardaron más en lograrlo, pero la adopción del patrón p o r Inglaterra, que fue seguida p o r casi todos los países de la C o m m o n w e a l t h , animó a Argentina, Chile, Brasil, México, Canadá y a la m a y o r parte de los países latinoamericanos que aún no lo habían hecho, a adoptar el patrón oro ha-

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

cía 1 9 2 6 - 1 9 2 7 . Algunos de ellos, como México, Chile, Ecuador y Colombia, crearon nuevos bancos centrales e implantaron reformas inspiradas en las recomendaciones del profesor Kemmerer. O t r o s países, como Brasil, acudieron asimismo a expertos internacionales. Hemos visto que en Europa también invitaron a asesores internos y externos España y Polonia; esta última, contó además con el consejo del propio Kemmerer.

LA QUIEBRA DEL PATRÓN ORO

No se había aún rematado este complicado edificio áureo cuando, en expresión de Condliffe y Eichengreen, aparecieron las primeras «grietas en la fachada». Éstas vinieron causadas, naturalmente, p o r el inicio de la G r a n Depresión, cuyos orígenes y consecuencias se analizan más adelante. Las grietas se convirtieron en un primer y gran boquete el 21 de septiembre de 1 9 3 1 , cuando Inglaterra decidió suspender la convertibilidad o r o de la libra. Recordemos que Portugal acababa de proclamar, el 9 de junio de 1 9 3 1 , la convertibilidad o r o de su moneda y que España estaba en aquellos momentos planeando adoptarla por primera vez en su historia. El abandono del patrón o r o por Inglaterra fue una decisión histórica, aunque el gobierno en aquel m o m e n t o anunciara la medida como temporal. En realidad, otros países lo habían hecho algo antes: Argentina, en diciembre de 1929; Alemania, desde junio de 1 9 3 1 , había suspendido el patrón o r o subrepticiamente al introducir controles de créditos y cambios, aunque en realidad nunca lo abolió formalmente, ni siquiera en el periodo nazi. Sin embargo, la medida inglesa tuvo trascendencia histérica y alcance mundial porque Inglaterra era aún una primera potencia económica y se la consideraba la patria del patrón oro. Para Inglaterra la decisión fue m u y difícil de tomar, y puede decirse que fue una medida in extremis y pretendidamente provisional.

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La sobrevaluación de la libra había implicado un calvario para la economía británica desde 1925. La pérdida de o r o obligaba al Banco de Inglaterra a subir los tipos de interés y restringir el crédito. Ésta era la reacción que H u m e hubiera recomendado, pero el filósofo escocés no había contado con los laboristas y los sindicatos. El encarecimiento del crédito y la escasa competitividad internacional causaban paro, lo cual exigía un aumento del gasto público para pagar los subsidios de desemplep. Ello, añadido a la menor recaudación p o r la crisis, provocaba un défi'it presupuestario que, aunque no era m u y alto, unido al bajo nivel de reservas en el Banco de Inglaterra, debilitaba la confianza de los financieros y agentes internacionales eiji la libra. A d e más, había un problema comercial. El déficit dé la balanza de pagos se había venido aminorando o había venido desapareciendo desde el siglo x r x gracias a la llamada «balanza de invisibles», la exportación de servicios: típicamente seguros y fletes, pero también servicios bancarios, legales, etcétera. Esta partida, sin embargo, fue disminuyendo lentamente desde m e diados de los años veinte y cayó fuertemente con la Gran D e presión. El problema se agravaba, p o r supuesto, porque Inglaterra, durante la mencionada década, había podido contar con el apoyo de los préstamos estadounidenses, pero esto ya no era tan fácil al comienzo de los años treinta. P o r añadidura, el g o bierno inglés, que desde mediados de 1929 era laborista, presidido por Ramsay MacDonald y apoyado p o r los liberales de Lloyd George. estaba m u y dividido en cuanto a las medidas a tomar. A u n q u e casi iodos estaban de acuerdo con el ministro de Hacienda Philip Snowden en la necesidad de equilibrar el presupuesto, los ministros laboristas se inclinaban p o r aumentar los impuestos, mientras que los liberales preferían reducir gastos, especialmente el subsidio de desempleo, en lo cual se veían apoyados por los conservadores y los medios financieros. En primavera-verano de 1931 el pánico se iba extendiendo de una capital a otra, favorecido p o r el mecanismo del p a trón de cambios o r o . Tras la crisis de Viena vino la de Berlín

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(véase más adelante, pp. 3 0 5 - 3 0 8 ) : se extendió la fundada convicción de que Alemania no pagaría puntualmente las reparaciones ni los préstamos que había contraído. Esto afectaba al crédito del Banco de Inglaterra, porque se pensaba que, dado lo escaso de su margen de maniobra, la morosidad alemana iba a afectar a su solvencia y a la convertibilidad de la libra. En agosto esta moneda cayó fuertemente en el mercado internacional, y las disensiones del gabinete quedaron aún más de manifiesto, sobre todo cuando dos informes técnicos solicitados, el informe M a y y el informe MacMillan, ofrecieron soluciones contradictorias. Nadie pensaba en suspender la convertibilidad de la libra, pero esto era lo único en que había acuerdo. Prevaleció para MacDonald y Snowden el criterio de los círculos financieros, que eran los más alarmados p o r la caída de la libra: había que subir los impuestos, pero también reducir los sueldos de los funcionarios públicos y el subsidio de desempleo. La mitad de los ministros laboristas dimitieron ante tal perspectiva. La crisis de gobierno requirió medidas desesperadas y se acudió a la fórmula de un gabinete de concentración nacional (teóricamente integrado p o r laboristas, liberales y conservadores), presidido p o r el p r o p i o M a c D o nald. Pero los laboristas consideraron esto una traición de MacDonald, le expulsaron AK\ partido y pasaron a la oposición, de m o d o que el r o b i e r n o de concentración nacional fue de hecho conservador-liberal con un presidente y dos ministros ex laboristas. El objetivo del nuevo gabinete era defender la libra tomando las medidas fiscales previstas; gracias a ello logró nuevos préstamos estadounidenses. Pero las disensiones seguían: el descontento popular se puso de manifiesto en una rebelión pasiva de la guarnición de marinos de la base de í n vergordon, en Escocia. Esto fue la gota que hizo derramarse el vaso de la desconfianza internacional. La libra cayó en picado a mediados de septiembre y, el día 2 1 , el gobierno dio un decreto suspendiendo el patrón o r o . La cotización de la libra cayó un 2 0 % de m o d o inmediato. Era el principio del fin de este sistema de pagos internacionales.

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

El abandono del patrón o r o p o r parte de Inglaterra trajo consigo el de la m a y o r parte de los países de la C o m m o n w e alth, como Canadá, Nueva Zelanda, India, más Egipto, Portugal, Grecia, Japón, Colombia, Uruguay, México y los países escandinavos (Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia). C o m o hemos visto, otros países lo habían abandonado ya. Quedaban, sin embargo, dos importantes bloques monetarios que mantenían la convertibilidad oro: la zona del dólar, aunque m u y mermada, pues gran parte de los países americanos ya habían abandonado la convertibilidad, y el bloque del franco, casi coincidente con la antigua U n i ó n Monetaria Latina, y que se llamó, p o r unos años, ei «bloque del oro», porque fueron los últimos en abandonarlo: Francia, Bélgica, Suiza, Holanda e Italia, a los que se añadía Polonia. Estados Unidos abandonó la convertibilidad o r o del d ó lar en la primavera de 1933 (veas.? pág. 302), y le siguieron varios países latinoamericanos. El bloque del o r o resistió heroicamente, pero fue una empresa inútil. A partir de septiembre de 1931 las reservas de estos países comenzaron a bajar. Bélgica era el país con mayores dificultades, porque fue el más perjudicado p o r la devaluación de la libra, p o r dos razones. La primera, que su economía estaba m u y ligada a la inglesa; la segunda, que el Banco Nacional de Bélgica había acumulado una cantidad elevada de libras y tuvo una pérdida considerable al quedar éstas devaluadas. Esto minó la confianza en ei Banco y, p o r ende, en el franco belga. P o r otra parte, siendo Bélgica un país m u y dependiente del mercado internacional, y sobre todo del inglés, sus exportaciones cayeron. El gobierno recurrió a la deflación, pero la contracción de la actividad que la caída de la exportaciones y la deflación entrañaron p u sieron al sistema bancario belga en una situación difícil y se produjeron suspensiones de pagos y peticiones desesperadas de ayuda al Banco Nacional y al gobierno. La necesidad de ayudar a la banca y los crecientes gastos destinados al seguro de desempleo provocaban un déficit presupuestario que p o nía más en entredicho la estabilidad de la moneda. Las reser-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

vas cayeron fuertemente a finales de 1934 y comienzos de 1935. P o r fin, el gobierno belga devaluó el franco y suspendió la convertibilidad en m a r z o de 1 9 3 5 . Era el principio del fin para el «bloque del o r o » . El problema era parecido en Francia. A u n q u e la economía francesa fue de las menos afectadas p o r la G r a n Depresión, el aumento del paro se hacía sentir y las fuerzas políticas se polarizaban entre unas izquierdas y unas derechas cada vez más intransigentes. Por fin las elecciones de abril de 1936 dieron un claro triunfo a ia izquierda, aglutinada en el Frente Popular, que reunía a socialistas, radicales y comunistas y que estaba bastante dividido a pasar de la victoria. Sin embargo, el gobierno frentepopulista de Léon Rlum no tenía más remedio que introducir las tan esperadas reformas sociales por las que la izquierda venía clamando desde el fin de la G u e r r a M u n dial. Se firmaron así en junio los ya mencionados Acuerdos de Matignon, que preveían, entre otras cosas, un aumento de sueldos y salarios del 1 2 % , una semana de 40 horas, una quincena de vacaciones pagadas, más una serie de reconocimientos p o r parte de los empresarios de derechos de trabajadores y sindicatos, m a y o r control p o r el Estado del Banco de Francia, etcétera. Fue una revolución social en el país galo, y un gran triunfo de Léon Blum. Pero cuando llegó el momento de pagar todas estas mejoras, se advirtió que el déficit fiscal iba a aumentar m u y sustancialmente y se optó p o r romper los grilletes d o r a d o s . En octubre Francia devaluó el franco y suspendió la convertibilidad o r o . Se impuso el «sálvese quien pueda» monetario. El patrón o r o había dejado de existir.

LA G R A N DEPRESIÓN

La G r a n Depresión de los años treinta se inició en Estados Unidos en 1 9 2 9 [Galbraith (1961), p. 2]. No puede decirse que el cambio de tendencia que se manifestó ese año fuera una sorpresa. En gran parte, fue un cambio que muchos con-

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

sideraron saludable, y que la autoridad monetaria estadounidense había estado tratando de producir en los meses, incluso años, anteriores, por el deseo de cortar un proceso que consideraba excesivamente especulativo. Lo que fue una sorpresa para todos fue la magnitud y violencia de la caída, así como la conversión de lo que ellos consideraban que debía ser un ajuste temporal en la m a y o r depresión que hubiera jamás experimentado la economía estadounidense, y que hubieran sufrido la m a y o r parte de las economías europeas y latinoamericanas. La producción industrial estadounidense dejó de crecer febrilmente en la primavera de 1929, pero nadie dio importancia a ese dato entonces. Lo que sí captó la atención general fue el hecho de que en septiembre, a la vuelta de las vacaciones, la Bolsa de Nueva York dejara de subir como había venido haciendo hasta entonces. Pero tampoco esta interrupción causó gran alarma. Los temores de los escasos pesimistas se extendieron cuando a finales de octubre, tras mes y medio de vacilaciones, la Bolsa de Nueva Y o r k se derrumbó. Vinieron los h o y famosos «jueves negro» (24 octubre) y «martes negro» (29 octubre) con descensos enormes que causaron pánico, ruinas, suicidios y motines callejeros. A partir de finales de octubre era claro que la Bolsa estadounidense estaba en caída libre. El pánico y la desesperación cundieron: igual que la Bolsa había sido el emblema del optimismo estadounidense en los años veinte, en ios treinta se convirtió en el símbolo del pesimismo. Todos los indicadores empezaron a caer, excepto los que ya lo habían hecho antes, que simplemente continuaron el desplome. La ola de suspensiones y quiebras pasó de las empresas bursátiles a los bancos, y de allí a la economía en general. Los precios cayeron, los inventarios subieron, muchas firmas cerraron y el desempleo aumentó, desde el 3% en 1 9 2 9 hasta el 2 5 % en 1933. En una economía sin subsidio de d e sempleo, tales cifras eran trágicas. La producción industrial descendió en un 3 8 % en esos mismos cuatro años. La renta nacional estadounidense en su conjunto cayó en parecidas proporciones en el mismo periodo: un 3 2 % .

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La explicación de la crisis debe enfocar dos cuestiones separadamente, que son, primero, la crisis en Estados Unidos, y después, su transmisión internacional. ¿Por qué fue tan p r o funda la crisis en Estados U n i d o s ? C o n todas las precauciones necesarias, podemos afirmar que los dos grandes responsables de la Gran Depresión en Estados Unidos fueron, de un lado, el patrón o r o y, de otro, la rigidez salarial. M u c h o s economistas han centrado su atención en los factores monetarios para explicar la profundidad de la crisis. En primer lugar, la Reserva Federal (FED) siguió una orientación conscientemente deflacionista en los años 1928 y 1929, hasta que la seriedad de la crisis le hizo invertir el signo de esta política. Pero incluso cuando puso en marcha una tendencia reactivadora, afirman Friedman y Schwartz [ ( 1 9 7 1 ) , cap. 7], sus acciones fueron insuficientes y tardías. Esta versión ha sido m u y discutida. P o r un lado, Barry Eichengreen arguye que la política de la F E D no fue tan absurda o inepta como afirman Friedman y Schwartz, sino que estuvo determinada p o r un factor al que estos autores no conceden la suficiente importancia: su c o m p r o m i s o de mantener el p a t r ó n o r o . Eichengreen suscribe, hasta en el título de su libro (Golden Fetters, «grilletes dorados», expresión que ya había utilizado Keynes), la tesis keynesiana de que el patrón o r o había a»j > vado las dimensiones de la crisis. Según Eichengreen, la F E D uo actuó con la ü r m e z a an' i d e p r c i v a que hubiera sido deseable p o r dos razones: una, p o r q u e era opinión general de su consejo que no había que dar excesivas facilidades de crédito, ya que la crisis había sido producto de la especulación y de la imprevisión de unos cuantos, y una política excesivamente expansiva podría hacer que estos malos gerentes se salvaran, continuaran gestionando de manera incompetente y terminaran p o r p r o v o c a r una crisis aún m a y o r un poco más tarde. Esto es lo que este autor llama la tesis «liquidacionista» [Eichengreen ( 1 9 9 2 ) , pp. 2 5 1 - 2 5 3 ] . La otra r a z ó n de las dudas de la FED era su temor a que una política excesivamente alegre (una baja de los tipos de interés,

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por ejemplo) pudiera provocar una salida de o r o que pusiera en peligro la convertibilidad del dólar [Atack y Passeli (1994), p. 6 1 6 ] . Según estos autores, p o r tanto, la debilidad de la acción de la FED contra la crisis no sería simplemente un error humano, c o m o afirman Friedman y Schwartz, sino una consecuencia del sistema del patrón o r o . Otros autores dudan de que los factores monetarios fueran decisivos; de haberlo sido, afirma Temin, los tipos de interés hubieran debido subir, al contrario de lo que en realidad hicieron. Es decir, si la restricción de fondos prcstables hubiera sido la causa de la depresión, el tipo de interés hubiera debido subir en lugar de bajar, c o m o ocurrió en Estados U n i dos. El hecho de que los tipos bajaran m u y sustancialmente durante la depresión [Homer y Sylla (1996), pp. 3 4 7 - 3 6 5 ] indica que la demanda de crédito disminuyó mucho en Estados Unidos en ese periodo. En lugar de la política monetaria, Temin subraya un factor que a él le parece mucho más importante, si no en el desencadenamiento de la crisis, sí en su p r o fundidad y duración: la rigidez de los salarios estadounidenses [Temin (1990), ( 1 9 9 1 ) y (1993)]. Según la teoría económica convencional, en las depresiones los precios y los salarios se reducen de m o d o que los productos correspondientes (bienes, servicios, y trabajo) resulten más atractivos p o r más baratos y aumente su demanda. Según esta lógica, cuanto más desciendan los salarios menos aumentará el paro. Pues bien, aunque los precios cayeron en Estados Unidos en un 2 5 % entre 1 9 2 9 y 1 9 3 3 , los salarios en general lo hicieron en menor proporción, de m o d o que los salarios reales incluso aumentaron moderad5¡líente en esos años, mientras que el desempleo creció desmesuradamente [Condliffe ( 1 9 3 2 ) , p. 1 1 7 y cap. VIII]. A partir de 1933, con la entrada en funcionamiento del programa antidepresivo de los demócratas y del presidente Roosevelt, el N e w Deal, los salarios reales aumentaron notablemente, en tanto que la tasa de desempleo sólo descendía muy moderadamente. Peter Temin [(1990)] ha contrastado la situación en Estados U n i d o s con la de la Alemania coetánea

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(la Alemania nazi), donde los salarios reales no sólo no aumentaron sino que, de hecho, descendieron, mientras que la tasa de desempleo se reducía drásticamente. Para Temin este contraste explica que en Alemania desapareciese rápidamente el desempleo mientras en Estados Unidos éste continuase hasta 1940. La inflexibilidad a la baja de los salarios reales estadounidenses era consecuencia de la tendencia al reforzamiento de las organizaciones sindicales y los partidos obreros. A pesar de que en los años veinte las organizaciones sindicales en Estados U n i d o s perdieron fuerza con respecto a la alcanzada durante la I G u e r r a Mundial, el poderío sindical era aún considerable en comparación con la situación anterior a 1 9 1 4 , y la representación política de los trabajadores se reforzó de manera decisiva con el N e w Deal. La afiliación sindical creció m u y apreciabíemente en Estados Unidos a partir de 1933, y la influencia e interpenetración entre el movimiento sindical y el Partido Demócrata se consolidaron por entonces. De los años treinta es la división dei movimiento sindical estadounidense en dos grandes uniones, la A F L , que ya hemos visto, y el Congress of Industrial Organizations ( C I O ) , más reciente y nacido con estructura más adaptada al gigantismo de las industrias estadounidenses. Tras dos décadas de intensa rivalidad, ia A F L y el C I O se fusionaron en 1 9 5 5 , y se convirderon en el más sólido baluarte del Partido Demócrata. C o n frecuencia se ha culpado a la especulación de ser una de las causantes de la c c a u acción estadounidense; no puede negarse que tuvo un papel relevante. La fuerte subida de los valores en la Bolsa estadounidense se basó en los buenos resultados de los valores industriales y financieros y en ciertas innovaciones financieras, como el investment trust, la compañía de inversión, algo parecido a lo que h o y llamaríamos «fondos de inversión». En realidad, esta innovación financiera no tiene nada de especulativo en sí misma si lleva a cabo una buena administración de sus fondos. El problema en los años veinte fue que estos investment trusts no se compor-

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taron de manera responsable. P o r un lado, invirtieron en activos m u y arriesgados y muchos de ellos sencillamente disparatados, como las proverbiales tierras pantanosas de Florida. Por otro lado, para atraer mayor clientela a un negocio que en tiempos de bonanza parecía ilimitado, permitieron las llamadas «inversiones con margen», que h o y quizá llamáramos inversiones «apalancadas». Para atraer clientes, dieron enormes créditos con la garantía de los propios activos adquiridos; pero, como ocurre siempre con las garantías, al bajar su cotización su valor disminuye. Si los activos-garantía eran m u y arriesgados, su valor en la crisis caería en picado, con lo que el trust se encontraría sin dinero y sin garantía. Esto es lo que ocurrió en ia Bolsa de Nueva Y o r k a partir del «jueves negro» de octubre de 1929. O t r o factor de debilidad del sistema financiero estadounidense estaba en su sistema bancario. Los norteamericanos, como ya vimos (cap. VI), han tenido tradicionalmente una gran desconfianza hacia los grandes bancos. Para impedir la creación de grandes bancos a escala nacional, c u y o posible poder monopoiístico se temía, la m a y o r parte de la regulación bancaria se dejó en manos de ios estados, que a su vez tendieron a prohibir las sucursales bancarias y a poner barreras a que bancos con sede en otro estado pudieran abrir sucursales en ellos. El resultado de esta legislación fue ia proliferación de pequeños bancos locales, sujetos a legislaciones y reglamentaciones diferentes; en Estados Unidos llegó a haber unas 30.000 entidades bancarias, la m a y o r parte de m u y pequeño tamaño. Este sistema era difícil de controlar y adolecía de una gran endeblez. El papel del sistema bancario estadounidense en la G r a n Depresión fue de magnificador de la crisis, no de causante. En un sistema tan frágil c o m o el que hemos descrito, cualquier anormalidad ponía en peligro el conjunto. Parece lógico que, ante el parón de la actividad económica que t u v o lugar inicialmente, y las quiebras de algunas compañías inversoras y bancos con ellas relacionados, apareciera una cier-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

ta falta de confianza en el sistema y el público acudiera a los bancos a liquidar sus depósitos. En un sistema bancario más firme, con mayores interconexiones y entidades de mayor tamaño, el pánico hubiera podido limitarse: hubieran caído algunos bancos pequeños, pero los grandes se hubieran ayudado unos a otros y se hubiera podido contener la crisis de confianza. Sin embargo, con el sistema estadounidense el pánico resultó justificado: quebraron algunos bancos muy grandes y la desconfianza, lejos de disiparse, aumentó. Entre 1 9 3 0 y 1 V 3 3 suspendieron pagos 8.812 bancos. Tan grave fue la situación en 1 9 3 2 que, tras ganar las elecciones, el recién inaugurado presidente Franklin D. Roosevelt decretó una moratoria bancaria en marzo de 1933 y suspendió la convertibilidad o r o del dólar para el público; de hecho, Estados U n i d o s había abandonado el patrón oro. Tos factores mencionados en último lugar, especulación y debilidad del sistema bancario, contribuyeron a acentuar la crisis, pero no fueron su causa, ni siquiera los elementos agravantes de m a y o r peso. U n a prueba está en que, terminada la orgía especulativa de los años veinte, la crisis siguió haciendo estragos durante los treinta. En cuanto al sistema bancario, la intervención del Estado en 1933 puso fin a la oleada de desconfianza; p o r un lado, la suspensión del patrón o r o quitó incentivos a los ciudadanos para retirar sus depósitos, ya que la razón última para hacerlo era obtener el ansiado metal. En segundo lugar, la creación en 1933 de la Federal Deposit Insurance C o r p o r a t i o n ( F D I C ) devolvió al público la confianza en la liquidez de sus depósitos. La F D I C es una sociedad paraestatal que garantiza la devolución a los depositantes de su cuenta corriente hasta una cierta cantidad (inicialmente, 5.000 dólares) aunque el banco en cuestión suspenda pagos. En España se creó m u c h o más tarde (1978) una corporación equivalente, el F o n d o de Garantía de Depósitos. A partir de 1933 el pánico bancario terminó; pero la Depresión, medida por los niveles de desempleo, subsistió hasta 1940. Hasta ese año no se alcanzaron tasas p o r debajo del 1 5 % (con la pequeña ex-

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cepción de 1 9 3 7 , en que la tasa de p a r o estuvo en el 1 4 , 3 % ) . Es evidente, p o r tanto, que la crisis bancaria fue una consecuencia y no una causa de la depresión estadounidense. Resumiendo, tras el pánico inicial, la lógica y la disciplina del patrón o r o impidieron que la F E D pusiera en práctica una política monetaria lo suficientemente decidida como para paliar la depresión y restaurar la confianza. En parte esta parsimonia p o r parte de la F E D c o n t r i b u y ó a agravar la crisis bancaria, porque la ayuda que las entidades privadas recibieron del banco central fue prácticamente nula: la lógica implacable del «liquidacionismo» se impuso férreamente. Pero es que, además, el mecanismo básico reequilibrador de las crisis en el sistema de laissez-faire, la flexibilidad de precios y salarios, tampoco funcionó, en especial p o r lo que se refiere a los salarios.

* * * Si la economía estadounidense era rmiy frágil en los años veinte y fácil presa para una fuerte conmoción como la que se desencadenó a partir de 1929, la de los países puropeos y latinoamericanos adolecía de m a y o r o igual fragilidad y los m e canismos de transmisión inte, nacional de la crisis estaban dispuestos y preparados para repercutiría y magnificarla. En primer lugar, estaba el problema de que si el coloso estadounidense tenía los pies de barro, no por ello dejaba de ser el gigante que sostenía la m a y o r parte del edificio económico internacional. Los préstamos americanos estaban detrás de ía reconstrucción europea y de la vuelta al patrón o r o tanto en Europa como en América Latina. Eran estos préstamos los que permitían que Alemania redimiera sus deudas, originadas en las exigencias de reparaciones del Tratado de Versalles. Cuando los préstamos se enrarecieron a partir de 1 9 2 8 , el sistema financiero europeo se tambaleó. La transmisión de la crisis desde Estados U n i d o s se llevó a cabo p o r tres vías: la financiera, la real y la psicológica.

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La crisis financiera es la que hemos descrito sumariamente. La contracción del sistema de crédito estadounidense produjo una contracción multiplicada del sistema de crédito de los países que estaban más estrechamente relacionados con Estados Unidos en ese aspecto: Alemania e Inglaterra; aunque a su v e z todo el sistema crediticio europeo estaba estrechamente conectado entre sí, p o r la colaboración de los bancos centrales, p o r el sistema del patrón de cambios o r o , p o r las relaciones entre sus bancos y p o r la tupida y compleja red de deudas de guerra. En la crisis real desempeñaba un papel clave el comercio internacional. La contracción estadounidense redujo la renta del país y, p o r tanto, la demanda de importaciones. A q u í la élite política estadounidense volvió de nuevo a estar m u y por debajo de lo que las circunstancias exigían de un líder económico mundial. El presidente H o o v e r firmaba en junio de 1930 el arancel Smoot-Hawley, tremendamente proteccionista, que agravaba la contracción de la demanda de importaciones que la crisis estaba ya causando. Era la que los propios estadounidenses denominaron la beggar-thy-neighbor policy, la política de empobrecer al vecino, que nosotros llamaríamos de «sálvese quien pueda». Todos los países comenzaron a elevar sus aranceles, y se inició además una nueva prácríra: la política de limitaciones cuantitativas al comercio, el sistema complejo de c u o t a s , contingentes y tratados bilaterales; es decir, se recurrió a la imposición no ya de una tasa s o b i e las importaciones, sino de cuotas máximas importables. Ello implicaba que el Estado repartiese estas cuotas entre los comerciantes p o r medio de licencias de importación, lo cual daba lugar a más intervencionismo y, por tanto, a más posibilidades de corrupción. La consecuencia de t o d o esto fue una radical contracción del comercio internacional, que pasó de más de 3.000 millones de dólares o r o a principios de 1 9 2 9 a menos de 1.000 a principios de 1 9 3 3 : una caída de cerca del 7 0 % en cuatro años. Las consecuencias tenían que ser, como fueron, dramáticas, con cierres de empresas, quiebras de bancos, aumento 3°4

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de desempleo, caída de los ingresos presupuestarios, déficits, miseria y desesperación masiva. El elemento psicológico, imprevisible y difícil de aprehender para los economistas, t u v o que tener una importancia de primer orden en la transmisión de la crisis. No fue sólo que los inversores estadounidenses, presentes en todas las Bolsas importantes, se retiraran ante las pérdidas que sufrían en casa. Es que un acontecimiento de tal envergadura hacía que se impusiera la cautela allende las fronteras y allende los océanos. Y lo mismo octirría con ei crédito y la banca. Al saberse que el sistema bancario estadounidense tenía graves problemas, y que los capitales de ese país no fluían ya con la abundancia acostumbrada en el pasado, parece lógico que los grandes clientes de los bancos tomaran precauciones y trataran de liquidar sus posiciones más arriesgadas. Esto desde luego se observó con roda claridad en Irw bancos centrales. El Banco de Francia, por ejemplo, llevado por su desconfianza hacia la libra, fue lanzando esta divisa al mercado para adquirir oro. Esta política agravó la crisis de la libra y contribuyó a su devaluación en septiembre de 1 9 3 1 , con lo que el Banco de Francia, que aún tenía muchas libras, se vio claramente perjudicado. Por último, cuando cunde el pánico y la desconfianza, parece también m u y comprensible que el público en general se preocupe p o r sus depósitos y trate de retirar lo más posible, poniendo en aprietos al sistema bancario nacional y contribuyendo a su inestabilidad. H a y que insistir en que el sistema económico está basado en la confianza (el crédito) y, cuando ésta falla, la contracción, es decir, el empobrecimiento, es inevitable. La primavera de 1 9 3 1 contempló una serie dramática de crisis bancarias en Europa que se resolvieron de maneras m u y diferentes según los países. La ccjsa c o m e n z ó p o r A u s tria. El sistema bancario austríaco nunca se repuso del desmembramiento del Imperio A u s t r o - H ú n g a r o . Los bancos de Viena, que se habían extendido, antes de 1 9 1 4 , p o r t o d o el Imperio, se vieron privados de gran parte de sus redes de sucursales y clientes tras la guerra. P o r añadidura, la inflación 3°5

LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

también afectó seriamente a sus balances. C i e r t o que la creación del Banco Nacional de Austria en 1 9 2 3 , la vuelta al patrón o r o y la ayuda de la Sociedad de Naciones, más los préstamos extranjeros, fueron resolviendo la situación durante los años veinte. Sin embargo, el sistema bancario siguió dando síntomas de debilidad: era demasiado grande y numeroso para un país tan pequeño. A lo largo de los años veinte hubo una serie de quiebras y fusiones que fueron reduciendo el número de grandes bancos vieneses. C o m o en Alemania, en Austria también había habido una revolución democrática en la posguerra que había sentado las bases de un Estado de Bienestar, de m o d o que, en general, las obligaciones excedían los ingresos presupuestarios. Al igual que en Alemania, los préstamos exteriores habían permitido ir salvando la situación. P o r otra parte, la banca austríaca, c o m o la alemana, era una banca mixta con gran participación en empresas industriales y también con gran cantidad de deuda pública en sus portafolios. La m e n o r perturbación podía hacer tambalearse una construcción tan frágil. Ya en m a y o de 1 9 2 9 u n o de los grandes bancos vieneses, el Bodencreditanstalt, anunció su necesidad de suspender pagos y fue absorbido p o r el Creditanstalt, el venerable banco de negocios austríaco fundado por l e ; K^rhschild en 1855. Pero dos años más tarde, en m a y o de 1 9 3 1 , fu f el Creditanstalt el que anunció pérdidas enormes. El Estado y el Banco Nacional tuvieron que intervenir de nuevo y repetidamente, porque la primera operación de salvamento resultó ser insuficiente: las pérdidas reales eran mucho mayores (cerca de nueve veces) de lo que en un principio se había calculado, que ya era mucho. De resultas de la crisis y del salvamento, la confianza en el chelín austríaco se vio tan afectada y los activos líquidos del Banco Nacional tan mermados, que hubo que suspender de hecho la convertibilidad o r o de la moneda. Austria abandonaba así el patrón oro en junio de 1931. La crisis austríaca se empalmó con la de su poderoso vecino: Alemania. Esta tuvo lugar unas semanas más tarde. A m bos países tenían problemas m u y parecidos: sistema bancario

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

mixto (es decir, fuertemente comprometido con la industria), con una capitalización insuficiente y dependiendo excesivamente, por tanto, de su pasivo a corto plazo, y que además había absorbido considerables cantidades de deuda pública, cuya solidez dependía de la confianza que se tuviera en la solvencia del Estado alemán; un Estado de Bienestar m u y extenso que contribuía grandemente al déficit presupuestario; una gran deuda exterior; y una fuerte dependencia de los préstamos extranjeros. Además, Alemania tenía un banco central en situación precaria, porque sus reservas de o r o estaban m u y cerca del mínimo permitido por las reglas del patrón o r o alemán. P o r otra parte, en el otoño de 1 9 3 0 se habían celebrado elecciones generales, y el Partido Nazi había registrado un avance espectacular, lo cual no podía sino inquietar a muchos depositantes. Si encima de t o d o esto el canciller Heinrich Brüning aprovechaba la ocasión para pedir una nueva moratoria en el pago de reparaciones, como hizo el 5 de j u n i o de 1 9 3 1 , se comprende que los acreedores de la banca alemana estuviesen muy nerviosos en aquellos momentos. P o r el lado de la balanza de pagos alemana también había razones de inquietud. Los alemanes habían venido pagando reparaciones e intereses desde 1925 de una manera ordenada y creciente. Pero en 1 9 3 1 la situación empeoró, porque la renta nacional había caído en 1929 y 1 9 3 0 y los préstamos estadounidenses, que iban permitiendo salir del paso, habían cesado virtualmente. Además dei efecto psicológico y del financiero, la crisis se hacía también sentir en el real: ante la baja de las compras estadounidenses y la política de «sálvese el que pueda», las exportaciones alemanas empezaron a caer, lo cual debilitó su industria y, p o r ende, su banca. Las dificultades se extendieron y el paro creció rápidamente: de una tasa de desempleo del 4 , 3 % en 1929 se pasó al 30,1 en 1932. En ningún otro país, ni siquiera en Estados Unidos, se alcanzaron tales tasas de paro. El cambio fue tan rápido, la caída de la demanda tan fulminante, que tomó a muchos por sorpresa. U n a gran firma de productos textiles, la Norddeutsche Wollkamerei (más conocida p o r

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LOS ORÍGENES DEL S I G L O X X I

N o r d w o l l e ) , suspendió pagos y puso en tremendas dificultades a uno de los grandes bancos alemanes, el Darmstadter-Nationalbank, comúnmente llamado Danatbank, que había prestado una parte m u y considerable de sus activos a la Nordwolle y a otras textiles. Otra parte de sus activos estaba invertido en deuda municipal, y por su pasivo dependía considerablemente de prestamistas extranjeros. El pánico cundió en Alemania y las retiradas de fondos fueron imparables. El Reichsbank estaba ya en serios apuros, porque había perdido tanto o r o y divisas intentando mantener el marco que rozaba el mínimo encaje exigible legalmente. No podía prestar al Danatbank, p o r q u e no podía disminuir sus reservas. El único recurso que le quedó al Reichsbank fue decretar una moratoria general bancaria y prácticamente abandonar el patrón o r o . Fue el Estado alemán el que tuvo que hacerse cargo directamente del Danatbank. A partir de entonces, con los controles de cambio que se establecieron, el marco dejó de ser convertible en oro, nunqu.e en Alemania no se abandonara tal patrón formalmente. En realidad, en casi ningún país se abandonó formalmente, sino como un expediente temporal; pero lo temporal acabó p o r convertirse en definitivo. Después de las crisis austríaca y alemana vino la británica, con el abandono de la convertibilidad en oro de la libra en septiembre de 1931, como ya hemos visto, y la del resto del mundo en los años que siguieron. Aunque muchos no 'o reconocieran, el abandono del patrón oro era uno de los requisitos para combatir la Depresión. Pero había más exigencias: la primera era comprender qué ocurría para encontrar remedios a la situación; la segunda, por supuesto, poner los remedios en práctica.

LA LUCHA CONTRA LA DEPRESIÓN

El economista heterodoxo más escuchado en los años treinta fue J o h n Maynard Keynes, que primero había logrado fama con su libro sobre Las consecuencias económicas de la

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w IX. DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

paz, y que luego volvió a hacerse famoso p o r sus ataques contra el patrón oro y en especial contra Winston Churchill. K e y nes vio m u y p r o n t o y m u y claramente que era imposible r e componer la economía de la belle époque. Escribió numerosos libros y artículos tratando de expresar una nueva teoría económica adecuada a los supuestos de la posguerra, pero la versión definitiva de esta teoría no se publicó hasta 1936, con el n o m bre de

Teoría general de la

ocupación,

el interés y el dinero.

En

esencia, lo que el libro decía es que no había una lógica económica, sino dos: la de las unidades individuales (microeconomía) y la de los grandes agregados (macroeconomía). Si en microeconomía las fuerzas impersonales del mercado producían casi automáticamente el equilibrio (es decir, que todo lo que se producía se vendía, porque, si no se vendía, bajaría el precio hasta encontrar comprador), en macroeconomía esto no era así, básicamente porque los mercados de trabajo y de capital no funcionaban según los postulados microeconómicos. En el mercado de capital resultaba que la gente no ahorraba en v i r tud del precio del dinero (el tipo de interés), sino en virtud de lo que ganaban. En los países ricos eso producía un exceso de ahorro; se demandaban relativamente pocos bienes de consumo, porque la gente en lugar de consumir ahorraba, y eso hacía que hubiera "^pe-producción y paro. Pero aunque hubiera paro, los salarios no bajaban, porque los sindicatos no lo permitían; ello hacía, p o r tanto, que hubiera una tendencia en las economías capitalistas avanzadas a producir altos niveles de desempleo. De este desequilibrio provino la Gran Depresión. Además, los efectos perversos se reforzaban. A ! haber paro, los parados no tenían dinero para comprar, lo cual provocaba nuevas caídas de la demanda. C o m o consecuencia de una demanda débil, los precios bajaban; como se esperaba que los precios siguieran bajando, el público aplazaba sus compras, suponiendo que mañana los productos estarían más baratos que hoy. La espiral a la baja continuaba. Establecido este postulado h e t e r o d o x o (que en m a c r o economía no había equilibrio, ni tendencia hacia él), la solu-

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ción también había de ser heterodoxa. El gobierno debía suplir con su acción los problemas de los mercados de capital y de trabajo. Si había superproducción, el Estado debía comprar los bienes invendidos; debía ser generoso con el gasto público y con el subsidio de desempleo, con objeto de fomentar el empleo y de que los parados comprasen los bienes que sobraban. Ello probablemente implicaría déficit en el presupuesto: no importaba, al contrario. La depresión se curaba inyectando dinero en la economía. U n a vez detenida la espiral descendente, se produciría una espiral ascendente: al no haber ya excedentes invendidos, aumentarían la inversión y el empleo, con lo que el gasto p r i v a d o crecería, los precios subirían, las expectativas de subidas de precios estimularían al público a c o m p r a r y llegaría la recuperación. Se trataba de p o n e r las cosas en marcha deteniendo la caída; después la economía mejoraría automáticamente. Además, al aumentar la renta aumentaría la recaudación de impuestos, con lo cual el Estado, p o r medio de superávits, podría redimir la deuda pública que había emitido para financiar los déficits de los años malos. En total, se trataba de utilizar el presupuesto para llevar a cabo una política anticíclica: déficits en tiempos de depresión, superávits en época de prosperidad. C o n ello K e y n e s legitimaba los déficits presupuestarios: el «santo t e m o r al déficit» quedaba sustituido p o r la «reactivación». El comercio exterior podía ayudar, p e r o para ello había que abandonar el patrón oro y dejar que la ?e depreciara para estimular las exportaciones, que tendrían un papel reactivador paralelo al del gasto público. Por otra parte, al aumentar la renta del país, aumentaría su demanda de importaciones, p o r lo que, a la larga, los otros países también se verían beneficiados de la recuperación económica y de la devaluación. El equilibrio de Hume se conseguía así sin o r o y sin flexibilidad de precios; en el modelo keynesiano el equilibrio internacional se lograba p o r medio de tipos de cambio flotantes y ajustes en la renta nacional.

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Estas ideas «neomercantilistas» circulaban en la época, aunque fueran minoritarias en el mundo académico. Fue K e y nes quien les dio coherencia y rigor teórico, quien las ensambló y, a la larga, las dotó de respetabilidad académica. Pero entre los políticos y los hombres de negocios, menos preocupados p o r las sutilezas teóricas y la aceptabilidad científica, la intervención del Estado para combatir la depresión por medio del déficit presupuestario y de las intervenciones en el sistema monetario o en el comercio exterior no parecía tan rechazable. Aí>' ocurrió en j a p ó n , donde tras un breve experimento con la vuelta al patrón o r o a principios de 1930, se abandonó la convertibilidad en diciembre de 1 9 3 1 , dándose un giro copernicano a la política económica. El abandono del patrón oro fue decisión del ministro de Hacienda K o r e k i y o Takahashi. Las ideas económicas de Takahashi eran parecidas a las de Keynes. Tras abandonar la convertibilidad, Takahashi dejó flotar el yen, facilitó el aumento de la circulación de billetes, levantando el techo máximo permitido al Banco de Japón, y siguió una política de financiación de la industria con cargo al presupuesto. C o n este objeto, creó unos bonos estatales, llamados popularmente «bonos de tinta roja», p o r el fin a que estaban destinados, con los que financió los déficits presupuestarios, y que el Banco de Japón compraba y distribuía entre la banca privada. La caída del yen estimuló tremendamente las exportaciones, sobre t o d o de industrias de consumo: textil, artesanal, electrodomésticos, cerámica, mientras la demanda estatal y la financiación bancaria estimulaban la industria pesada, cuyos objetivos finales eran la producción de armamento, maquinaria, fertilizantes y fibras artificiales. Los principales aumentos en las exportaciones de Japón en este periodo tuvieron lugar en las destinadas a Asia, al haber caído la demanda en los países occidentales. Japón se convirtió en el motor económico y la potencia industrial de esa zona. El resultado de la política de Takahashi fue un fuerte crecimiento de la industria, lo que contrasta con la experiencia de Europa y Estados Unidos [Cha (2003)]. Los salarios en general man-

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tuvieron su p o d e r adquisitivo. Bajo la presión de los grupos nacionalistas se llevó a cabo un tremendo programa de rearme, y, paralelamente, se p r o d u j o la invasión y expansión en Manchuria, China y Corea. En 1936, cuando Takahashi intentó controlar el crédito para evitar la inflación, una revuelta de los grupos militaristas le dio muerte p o r pacifista. El caso japonés, p o r tanto, tiene rasgos m u y originales: de una parte, Takahashi aplicó una política keynesiana cuatro años antes de publicarse la Teoría general de Keynes; p o r o t r o , la quiebra del patrón o r o no vino en Japón, como había venido en Occidente, de la inflexibilidad de los salarios; dada la debilidad dtd movimiento obrero, la disciplina salarial hubiera p o d i d o imponerse sin m a y o r problema. Lo que acabó con el patrón oro en j a p ó n fue la presión de los grupos nacionalistas y militaristas, que no estaban dispuestos a aceptar restricciones presupuestarias para mantener la ortodoxia monetaria. En Japón ei fascismo no se impuso p o r miedo a la Revolución C o m u n i s ta, sino p o r el nacionalismo extremo de una buena parte de la casta militar con el a p o y o de grupos civiles fanáticamente militaristas e imperialistas. En realidad, hay que reconocer que los gastos militares tuvieron un papel estratégico para sacar de la depresión a varios países. J a p ó n fue un caso clásico; Alemania, o t r o . También Alemania aplicó una política keynesiana antes de la Teoría general, algo que sin duda pudo hacer p o r los poderes dictatoriales que se arrogó Hitler en la primavera de 1933 y que no abandonó hasta su muerte. Ya hemos visto en el caso de Italia (véase pp. 2 8 7 - 2 8 9 ) que las dictaduras tienen la posibilidad de imponer políticas económicas que en un sistema democrático son inviables. Hitler pudo imponer a los alemanes unas políticas de inflación y de trabajos forzados que en la República de Weimar no se hubieran podido ni plantear. El mecanismo económico practicado en el III Reich para salir de la crisis tuvo mucho en común con la política de Takahashi en Japón. El ministro de Hacienda fue un reputado banquero y financiero, conservador p e r o no nazi, Hjalmar Schacht, que

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también estaba dispuesto a financiar el déficit emitiendo b o nos que eran colocados en la banca. Ésta, tras la crisis de 1 9 3 1 , estaba m u y sujeta a las directivas del gobierno, que además había adquirido un buen paquete de acciones bancarias. El gobierno invirtió en un programa acelerado de rearme y de obras públicas que absorbió en poco tiempo a una parte de los desempleados. Para ios otros se creó un Servicio Nacional del Trabajo que era una especie de servicio militar laboral. Los desempleados eran reclutados en campamentos donde trabajaban p o r un pequeño salario en toda clase de actividades: reparación de carreteras, tareas agrícolas, mantenimiento forestal, etcétera. La idea no era mala, p e r o esta especie de trabajo forzado hubiera resultado inaceptable para los sindicatos libres. P o r esto sólo una dictadura ha p o d i d o poner en práctica esta modalidad de lucha contra el desempleo. P r o n t o hubo escasez de mano de obra, y los campos de trabajos forzados empezaron a utilizarse para someter a los «enemigos sociales»: vagabundos, gitanos y, sobre todo, judíos. El gobierno emprendió un programa de rearme militar, bajo el control y la iniciativa de Hermann Goering; este p r o grama militar estaba, p o r supuesto, en contra del Tratado de París, pero el gobierno nazi había empezado p o r rechazarlo en su totalidad. Además, se repudiaron las deudas de reparaciones y muchas de las contraídas vohintariamente; también, p o r tanto, se desconocieron las pérdidas territoriales; de este m o d o se legitimaba el expansionismo del régimen alemán. Se emprendió también un programa de autopistas; con las suscripciones de los compradores prospectivos se creó la primera fábrica del coche popular, el Volkswagen, que m u y pocos suscriptores pudieron llegar a disfrutar. C o m o todas las dictaduras totalitarias, el gobierno nazi se ocupó de controlar el mercado de trabajo. Disolvió los sindicatos, creó su propia organización laboral, el Arbeitsfront, Frente del Trabajo, similar a los sindicatos fascistas y a los sindicatos verticales del franquismo, controlados p o r el gobierno y que incluían también a los empresarios. Los partidos políticos fueron prohibidos.

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Un área en que la política de los nazis no se pareció a la del Japón coetáneo fue la relativa al comercio exterior. Les nazis no estaban dispuestos a dejar flotar el marco y verle perder valor en el mercado. Reforzaron los controles de divisas que habían tomado los gobiernos anteriores a partir de junio de 1931 y mantuvieron oficialmente la paridad o r o del marco de 1924, aunque sin convertibilidad. Gracias a los controles, el marco de papel no tenía que convertirse en oro, lo cual hubiera sido imposible porque las reservas de o r o en Alemania eran m u y escasas. La inconvertibilidad de hecho resolvía este problema. A partir de 1935 el o r o confiscado a los judíos, y a partir de 1938 el confiscado a los países anexionados, reforzó las reservas del Reichsbank y fue utilizado para saldar cuentas internacionales. Se recurría al latrocinio para dar respaldo a la moneda. Esta economía crecientemente controlada no era particularmente eficiente ni competitiva. La regimentación estatal era m u y fuerte. M u y pronto estuvieron controlados casi todos los precios y, desde luego, los salarios. Esto tuvo c o m o consecuencia que la competitividad de los productos alemanes en el extranjero no fuera m u y grande, y cada vez menor; no sólo bajó la productividad, sino que el marco estaba sobrevaluado. En estas condiciones el gobierno hizo de la necesidad virtud y proclamó como fin económico último la autarquía, sometiendo todas L s relaciones comerciales internacionales a un control férreo, algo muy parecido a lo que había hecho la Unión Soviética. Alemania redujo su comercio con los países occidentales y lo aumentó con la Europa del Este, a la que pronto reduciría a la condición de satélite o colonia. El comercio se llevaba a cabo p o r medio de tratados bilaterales que muchas veces eran acuerdos de trueque. Pero el aumento del intervencionismo estatal en los años treinta no se limitó a los países fascistas o autoritarios. También ocurrió en los democráticos, y, m u y característicamente, en Estados Unidos. El programa de activismo estatal en la economía estadounidense tiene un nombre bien conocido: el

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N e w Deal; y un protagonista, el presidente Franklin D. R o o scvelt. El N e w Deal fue un auténtico bombardeo de medidas gubernamentales, tomadas en su mayoría durante los primeros meses de la administración de Roosevelt (los famosos cien días), a partir de febrero de 1 9 3 3 . ¡Los efectos de tal ofensiva legislativa han sido m u y discutidos y la opinión académica hoy es bastante crítica del N e w Deal. Algunas de las medidas rooseveltianas ya las hemos visto, en especial en lo que respecta al abandono del patrón o r o . Ésta es, posiblemente, la decisión menos criticada modernamente, aunque lo fuera bastante en su momento. Las dos medidas más características del New Deal fueron, la Agricultural A d j u s t m e n t A c t (Ley de Ajuste Agrícola, A A A ) y la National Industrial Recovery A c t (Ley de Recuperación Industrial, N I R A ) . Es interesante que ambas leyes, aprobadas en 1 9 3 3 , fueran declaradas inconstitucionales en 1935. Se trataba con esta legislación de combatir más los síntomas de los males que sus causas. Es decir, se trataba de lograr que subieran los precios a toda costa, aunque ello fuera a expensas de restringir la producción. Si se considera que lo más grave de la Gran Depresión, como de todas las depresiones, era la caída de la renta, esto es, de la producción, los métodos de la AA A de la N I R A resultaban, cuando menos, paradójicos. Lo único que puede argüirse en defensa de las filosofías antidepresivas de estas iniciativas es que pudieron contribuir a cambiar las expectativas: si los precios suben, no tiene sentido posponer el consumo, porque mañana las cosas serán más caras que hoy. Por lo tanto, parece lógico esperar que 'a demanda se reanime y que, con suerte, llegue la recuperación. Véase, p o r tanto, que la concepción subyacente a estas medidas es que la causa última de la depresión era la superproducción, no que hubiera un problema monetario o de rigidez de precios y salarios. En consecuencia, otro aspecto del N e w Deal fue el tratar p o r todos los medios de lograr un alza de salarios. La A A A , entre otras medidas, preveía que el gobierno pagase a los agricultores p o r no cultivar sus tierras. El objeto y

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era, p o r supuesto, que subiesen los precios. La N I R A , con el mismo objetivo, estimulaba a las empresas industriales a llegar, entre sí y con los sindicatos, a acuerdos de «competencia leal», que eran prácticamente acuerdos de cártel. Además, la N I R A , a diferencia de la A A A (se dice que p o r la resistencia de los demócratas del Sur, donde la agricultura tenía gran importancia), establecía salarios mínimos en la industria y tenía una actitud m u y favorable hacia los sindicatos. No hay duda de que la N I R A logró sus objetivos durante los dos años que estuvo en vigor: las alzas de precios y salarios fueron inequívocas. Otras medidas importantes del N e w Deal fueron el programa de gasto público de emergencia (Federal Emergency Relief Act), que, entre otras cosas, dio lugar a un plan de obras públicas que incluyó la construcción de autopistas y de embalses. En conjunto, el N e w Deal trajo aparejado un considerable crecimiento de la inversión pública. Tal crecimiento acarreó una serie de déficits presupuestarios, que fueron muy criticados en círculos financieros coetáneos. Hay que tener en cuenta que Roosevelt, durante la campaña electoral de 1932, había censurado repetidamente a H o o v e r p o r haber tenido déficits ese año y el anterior. Sin embargo, el presupuesto federal no estuvo en ^-juilibrio (ni menos en superávit) en un solo ejercicio hiendo Roosevelt presidente. Los déficits fueron persistentes y mostraron una tendencia creciente hasta que, p o r supuesto, alcanzaron niveles mucho mayores durante la II Guerra Mundial. Otras medidas estabilizadoras han sido menos discutidas, como la Ley de Seguridad Social de 1935, que implantó el seguro de desempleo y que, junto con legislación complementaría, creó un sistema de seguro de vejez, accidentes y enfermedad, pensiones, etcétera. La L e y Bancaria (llamada Glass-Steagall Act) de 1933 incluyó dos reformas importantes: la separación entre la banca comercial y la banca de negocios (es decir, la especialización bancaria) y la introducción del seguro de depósito bancario Federal Deposit Insurance

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Corporation (FDIC). A m b a s innovaciones han sido m u y criticadas, aunque no hay duda de que la F D I C contribuyó d e cisivamente a terminar con la crisis bancaria. La victoria electoral de Roosevelt trajo consigo un cambio en la actitud gubernamental hacia las organizaciones sindicales. Si los años veinte fueron un periodo de estancamiento, incluso de retroceso, para el movimiento obrero en Estados Unidos, en los años treinta la recuperación fue i m presionante, comparable a lo que ocurriera en Europa un d e cenio antes. Los afiliados a los sindicatos aumentaron en n ú mero a partir de un mínimo en 1933 y la influencia política de estas organizaciones creció mucho. La legislación del N e w Deal no sólo aspiraba a que subieran los salarios, sino que facilitó la implantación de las organizaciones sindicales en las empresas y favoreció la negociación entre empresas y sindicatos para resolver los problemas laborales. Cuando se declaró la inconstitucienaiidad de la N I R A , el C o n g r e s o aprobó en 1935 la llamada L e y Wagner de Relaciones Industriales, que tomaba decididamente partido p o r los sindicatos en las relaciones laborales; tanto es así que se la llamó la Carta Magna del Trabajo. Consecuencia de t o d o esto fue que el mecanismo de ajuste de la crisis funcionara defectuosamente en Estados Unidos. Los salarios reales subieron casi ininterrumpidamente durante los años treinta, p e r o lo mismo ocurrió con el desempleo; como ya hemos visto, las cifras oficiales estuvieron por encima del 1 5 % hasta 1940, con ia miuima eAcepció" de 1937. Ello, como han señalado, p o r ejemplo, Peter Temin y Christina R o m e r [(1990) y (1999)], tuvo mucho que ver con la rigidez de los salarios a la baja, rigidez que fue fomentada p o r la propia legislación del N e w Deal. C o m o en Japón y en Alemania, fueron los gastos de guerra (en los años cuarenta en el caso de Estados Unidos) los que terminaron con el desempleo. O t r o país que r o m p i ó claramente con el pasado para combatir la depresión fue Suecia. En plena crisis, y con m u y altas tasas de paro, los socialdemócratas ganaron las eleccio-

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nes; pero para alcanzar la mayoría absoluta en el Parlamento tuvieron que aliarse con los agrarios. C o m o en Estados Unidos, en Inglaterra y en Francia, el miedo al bolchevismo fue en Suecia un obstáculo al triunfo electoral de los socialdemócratas durante los años veinte. Los socialdemócratas suecos también se adelantaron a K e y n e s : ahora bien, ellos se vieron asistidos intelectualmente p o r una tradición de grandes economistas, que se remonta a K n u t Wicksell, que a principios del siglo ya había anticipado ideas que Keynes recogió, como la de la demanda global y Ja preocupación p o r su posible insuficiencia, y a Gustav Cassel, cuya teoría del ciclo también tenía mucho en c o m ú n con la de Keynes. Los discípulos de estos dos, economistas como Bertil Ohlin y Gunnar Myrdal, asistieron poderosamente a la revolución intelectual que estuvo en la base de las reformas de los socialdemócratas suecos. Suecia decidió abandonar el patrón o r o una semana después de haberlo hecho Inglaterra. Esto fue seguido de una fuerte depreciación de la corona, lo que constituyó un estímulo a la exportación. La política anticíclica en los treinta fue de corte keynesiano en el sentido de que se abandonó el objetivo de deflación y se o p t ó p o r la depreciación de la moneda, el déficit público y la redistribución de la renta. Para ello se a d o p t ó un programa de obras y empresas industriales públicas, pero pagando salarios de mercado. Complementariamente, se introdujo un seguro general de desempleo en 1934. La política fiscal no fue m u y expansiva. Casi todos los presupuestos de los años treinta se saldaron con déficit, p e r o estos déficíis fueron moderados. La razón de la moderación presupuestaría no esta del lado del gasto, que aumentó para financiar la política de reactivación y los programas sociales, sino de los ingresos, ya que la recaudación impositiva aumentó, en gran parte debido a los impuestos sobre la renta y la riqueza. Es decir, el papel de la política fiscal y antidepresiva fue de fuerte redistribución. A ello se añadió la famosa política social sueca de a p o y o sobre todo a las mujeres: subsidios de maternidad, guarderías infantiles, ayudas a madres solteras, sub-

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sidios de alquileres para familias pobres, etcétera. Es interesante señalar que esta política, más que a objetivos redistributivos de tipo socialista, obedecía a un cambio en la perspectiva de este partido, que había sido tradicionalmente favorable al control de la natalidad (una actitud promalthusiana ya preconizada p o r Wicksell), pero que en los años treinta cambió a una orientación natalista. Inglaterra, la patria de Keynes, fue, de los grandes países industriales, el que menos aplicó la política anticíclica defendida por este autor. Las únicas políticas claramente keynesianas seguidas p o r Inglaterra en los años treinta fueron la m o netaria y la comercial, que se concretaron en el abandono del patrón oro y la flotación de la libra, la política de «dinero barato» y algo que fue una verdadera revolución en la historia económica inglesa: la introducción de un arancel proteccionista, aunque moderado. La política fiscal fue restrictiva. Sin embargo, pese a la importancia que se ha dado a estas dos medidas de tipo comercial, el abandono del patrón o r o en 1931 y el arancel proteccionista en 1932, su efecto real parece haber sido pequeño: el déficit de la balanza comercial siguió creciendo durante los años treinta, y el beneficio que las industrias británicas pudieran haber derivado de la protección arancelaria parece haber sido pequeño [Capie (197o) ( 1 5 9 1 ) ; Kitson, Solomou y Weale (1991)]. La indudable recuperación de la economía británica durante estos años, que se manifestó en un sensible aumento de la renta nacional y, sobre todo, de la producción industrial, parece haberse debido casi enteramente a factores internos: de una parte, la baja de los tipos de interés; de otra, algo fuera del control de políticos y planificadores: después de los años depresivos que la economía británica sufrió durante los veinte, tuvo lugar la clásica recuperación cíclica. Los bajos inventarios y las caídas de precios hicieron que, favorecida p o r los bajos tipos de interés, la industria inglesa aumentara su inversión en gran parte para renovar un equipo anticuado y gastado; también favorecieron los bajos tipos de interés un aumento muy

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fuerte en la demanda de vivienda, gran parte de la cual se financió privadamente [Aldcroft (1970), pp. 3 9 8 - 3 2 2 ; Broadberry (1986), cap. 15; ] . Pese a todo, los niveles de desempleo permanecieron altos, aunque la tasa de paro cayera á partir de 1933 y el número de ocupados aumentara sensiblemente a partir de 1931 [Howson (1983)]. Al igual que en otros países, fueron los programas de rearme, emprendidos seriamente a partir de 1938, los que terminaron con la depresión en Inglaterra. Entretanto, los países de la periferia europea y americana se sintieron víctimas de una depresión que justificadamente consideraron originada en el centro. Desde el punto de vista estrictamente económico, sin embargo, los efectos de la depresión en la periferia no fueron tan graves c o m o en Estados Unidos o Alemania. No obstante, las repercusiones político-sociales sí lo fueron, p o r la sencilla razón de que sus sistemas políticos eran más frágiles. El caso de Italia es singular, incluso dentro del grupu de los periféricos, p o r q u e muestra la capacidad de un régimen dictatorial para imponer soluciones y políticas económicas que a una democracia le están prácticamente vedadas. En realidad, es difícil saber cuánto afectó a Italia la G r a n Depresión, p o r q u e Mussolini había causado una depresión propia en la economía italiana a partir de 1 9 2 6 , en su «batalla de la lira» (véase más arriba, pp. 2 8 7 - 2 8 9 ). Nada tiene de raro, por tant o , que en 1 9 3 1 los dos grandes bancos mixcos italianos, ía Ban^a Commerciale y el C i e d i t o Italiano, más ía Banca di R o m a , al igual que sus equivalentes austríacos y alemanes, se vieran con graves problemas de liquidez. En realidad, este tipo de dificultades no era nuevo en Italia. El financiamiento del desarrollo industrial italiano por la banca mixta ha entrañado una tendencia periódica a la inestabilidad de su sistema bancario, originando la técnica de los salvamentos o salvataggi. A s í ocurrió en 1893, cuando hubo que reorganizar t o d o el sistema bancario y se fundó el Banco de Italia. A s í volvió a ocurrir en 1 9 0 7 y de nuevo en 1 9 2 1 . En 1 9 3 1 los bancos acudieron en busca de créditos extraordina-

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ríos al Banco de Italia. Éste no podía acceder, en virtud de las normas del patrón o r o : los créditos que se le pedían excedían de lo que su encaje permitía. Se acudió directamente a la a y u da del Estado. Un aspecto interesante de este episodio es que el control dictatorial de los medios de opinión era tal que las negociaciones entre los bancos y el Estado se llevaron en secreto. La noticia no trascendió y p o r lo tanto no hubo un pánico comparable a lo que ocurría en aquellos momentos y p o r causas similares en Austria y Alemania. El Estado accedió a intervenir y creó dos entes públicos que adquirieron las carteras industriales de los bancos privados. Éstos se comprometieron a dejar de financiar la industria y a actuar en adelante como bancos comerciales. D o s años más tarde se creaba el Istituto per la Ricostruzione Industríale (IRI), entidad estatal que adquirió los activos industriales que habían pertenecido a los bancos, subrogándose a los dos entes públicos que los habían comprado en 1 9 3 1 . El IRI se financió emitiendo bonos con la garantía del Estado y en m u y buenas condiciones para los inversores, y ha desempeñado desde entonces el papel de gran compañía holding estatal. Gracias a eso p u d o seguir financiando a un sector industrial deprimido en los peores momentos de la depresión [Toniolo (1978)J. Un país que nunca abandonó el patrón o r o porque nunca lo adoptó fue España. La depresión en España no había tenido la virulencia que en otros países entre otras razones porque, como señaló un informe del Banco de España [(1934)], el rcl?.tivo aislamiento de la economía española y su atraso técnico, que hacían que predominase una agricultura de subsistencia, la habían puesto al abrigo de las fluctuaciones del comercio mundial. Pero el otro factor que a y u d ó a España a paliar la crisis económica fue lo que tanto había desazonado a sus élites económicas: la inconvertibilidad o r o de la peseta. La crisis de la primavera de 1 9 3 1 también alcanzó a España, agravada por el hecho de que el pánico financiero internacional coincidió con el cambio de régimen. Fue el 14 de abril de 1931 cuando el triunfo republicano en las grandes

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ciudades en las elecciones municipales convocadas tras la dictadura obligó al r e y a exiliarse y p r o v o c ó la proclamación de la II República. Ello significaba un considerable vuelco a la izquierda, pero la incertidumbre era aún m a y o r porque las elecciones legislativas estaban convocadas para finales de junio. Entretanto, el gobierno provisional de la República llevaba a cabo un vertiginoso programa de reformas, mientras en Madrid y Barcelona se producían algunos desórdenes callejeros y asaltos a iglesias. Toda esta incertidumbre, c o m o es natural, p r o d u j o una huida de capitales de grandes proporciones: la bajada en los depósitos bancarios fue proporcionalmente may o r en España que en Estados U n i d o s en esas fechas. Y sin embargo, no hubo crisis bancaria. Esto se debió a que el Banco de España, sin las limitaciones que el patrón o r o imponía a o t r o s bancos centrales, prestó con liberalidad aunque a altos tipos de interés. Desde principios de siglo, precisamente porque no estaba constreñido por el patrón oro, el Banco de España había desarrollado una relación con la banca privada por la que ésta pedía tomarle prestado a bajos tipos de interés entregando en garantía títulos de deuda pública. Estas operaciones continuaron durante la depresión y permitieron a la banca privada mantener una cierta tasa de beneficios sin perder liquidez y sir tener que vender en Bolsa sus acciones industriales. También fue importante el hecho de que, al no regir el patrón o r o , no había límite automático a la cantidad de billetes en circulación, por lo que el gobierno pudo promulgar dos decretos consecutivos subiendo el techo máximo de billetes que el Banco de España podía emitir, p r i m e i o a 5.200 millones de pesetas, luego a 6.000. A n t e tan inequívoca prueba de que el Banco de España y el gobierno estaban dispuestos a ayudar a los bancos solventes, aunque tuvieran problemas inmediatos de liquidez, la crisis remitió. El caso portugués tuvo algo de común con el español y con el italiano. C o n el español, porque la relativa independencia de Portugal con respecto al mercado internacional y la importancia de la agricultura de subsistencia lo sustrajeron de los

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peores embates de la depresión. C o n Italia tenía Portugal en común la importancia de las remesas de emigrantes (que cayeron por la crisis) y el estar sometido a una dictadura, la de A n tonio de Oliveira Salazar. En Portugal no hubo pánico bancario, ni nacionalización de la industria. El prestigio y el poder de Salazar derivaban de su competencia como hacendista, y no hay duda de que su política evidenció su capacidad en este terreno. El había consolidado su poder poniendo en orden las finanzas públicas portuguesas y estabilizando el escudo hasta lograr su convertibilidad o r o en el verano de 1 9 3 1 , pero no tuvo inconveniente en seguir a Inglaterra unos meses más tarde, suspender la convertibilidad tan arduamente lograda y recurrir a la devaluación competitiva. Ello contribuyó a la relativa suavidad con que se desarrolló la depresión en Portugal. América Latina experimentó el choque de la depresión de manera probablemente más violenta que España e Italia porque su dependencia del sector exportador era mayor. Como hemos visto, la m a y o r parte de los países abandonaron el patrón oro pronto. Argentina lo había hecho de facto en 1929 y lo hizo de derecho en 1931; algo parecido hicieron Brasil y Uruguay. México y Colombia siguieron a Inglaterra en 1931. Los últimos en devaluar lo hicieron siguiendo a Estados Unidos en 1933. En general, el abandono del patrón o r o y la devaluación de las monedas ayudó a moderar los efectos de la crisis. La evidencia cuantitativa [Campa (1990)] muestra que en ios países que más devaluaron, exportaciones y p r o ducción industrial respondieron mejor. En general, la caída de la renta nacional en los países latinoamericanos no fue tan grave como en Estados Unidos y Europa, aunque las repercusiones políticas, en cambio, sí fueron m u y fuertes [Díaz Fuentes (1993); Bulmer-Thomas (1994), cap. 7]. Un país que superó la crisis p o r métodos totalmente diferentes fue Turquía. Este país no devaluó su moneda, la lira turca, y siguió una política de restricción monetaria, con el resultado de que la lira se apreciara en un 4 0 % con respecto de la libra esterlina. Pese a ello, su renta nacional creció notable-

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mente en los años treinta después de haberlo hecho a mayores tasas en los veinte [Pamuk (2000)]. Turquía se cerró casi totalmente al comercio internacional, de m o d o que fue la demanda interna la que determinó el ritmo de la producción. P o r otra parte, el Estado emprendió un programa de obras públicas y reconstrucción, después de una tremenda campaña militar de lucha contra la invasión extranjera en los años 1 9 2 1 - 1 9 2 3 . Este factor de reconstrucción tuvo que tener un destacado papel en el ritmo de crecimiento, porque se partía de un nivel m u y bajo tras la derrota en la G r a n Guerra, la liquidación del Imperio O t o m a n o , la guerra Je liberación y la proclamación de la nueva República Turca en 1923.

* * * La Gran Depresión fue una catástrofe social de dimensiones y características hasta entonces desconocidas; su causa úlrima estuvo en tratar de poner en práctica simultáneamente paradigmas económicos y sociales incompatibles. De un lado se intentó volver a un sistema monetario, el patrón ere, que requería unas normas de comportamiento social muy estricto; de otro lado se intentó evitar la disciplina social que el funcionamiento del patrón oro requería, disciplina cuyo mantenimiento resultaba políticamente imposible dentro del ordenamiento democrático que se fue generalizando en las primeras décadas del siglo XX y cuya implantación se aceleró tras la I Guerra Mundial, y que requería un fuerte aumento del gasto público con destino a transferencias sociales. Fueron m u y pocos quienes se percatar e n de la imposibilidad de conciliar ambos paradigmas, y la m a y o r parte de quienes sí la advirtieron creyeron que la conciliación podría lograrse por medio de una combinación de modificaciones (como el patrón de cambios oro y el patrón de lingotes oro) y de intervenciones coordinadas. Es muy posible que el remedio así administrado fuera peor que la enfermedad. Igual que fracasó el intento de mantener el patrón oro sin pagar las consecuencias políticas que este sistema conlle-

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IX. DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

vaba, los remedios contra la depresión se aplicaron con ineptitud y retraso, p o r la simple razón de que los responsables políticos no entendían la situación y no conocían las curas. Se necesitó casi una década para que el mensaje keynesiano fuera asimilado p o r los políticos. C o s t ó dos años o más lograr encontrar las fórmulas ad hoc que permitieran salir de la depresión, y eso, en la m a y o r parte de los casos, con unas políticas de «sálvese quien pueda», en que cada país trataba de mejorar su economía a costa de los demás. Éste fue, notoria pero no únicamente, el caso de Estados Unidos, que no aceptó, o no comprendió, las obligaciones que conllevaba el ser la primera potencia económica mundial.

EL TRIUNFO DEL TOTALITARISMO

A las enormes tensiones políticas derivadas del malestar social p r o v o c a d o p o r la depresión (donde el sentimiento de desorientación general no era el menor de los males) se añadían los problemas heredados de la I G u e r r a Mundial, en especial la situación política de Europa Oriental y el problema de las reparaciones alemanas. La amenaza del bolchevismo había ya ejercido una influencia determinante en el mundo en los años inmediatamente siguientes a la guerra; aunque la prosperidad pasajera de los años veinte pareció alejar algo este espectro, en la Europa periférica ejerció un p o d e r o s o influjo y sembró las semillas del fascismo. Éstas reverdecieron con la extensión del paro que la depresión trajo consigojy con el desprestigio del sistema «capitalista» que ello entrañó. La miradas se volvieron de nuevo hacia una U n i ó n Soviética que, gracias al Telón de A c e r o de desinformación que Stalin había levantado y a la propaganda de la Cominxern, j u n t o a los logros indudables primero de la N E P y luego de los Planes Quinquenales, adquirió a los ojos de los desilusionados ciudadanos de los países occidentales y de los del Tercer M u n d o un prestigio fuera de toda proporción con sus logros reales. El renovado empu-

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

je de los partidos comunistas, la inseguridad y la amenaza revolucionaria derivadas de la depresión trajeron consigo fuerte inestabilidad política en toda Europa, mucho más acusada en los países de la franja oriental y meridional del continente, lo que hemos llamado la Europa periférica. Mientras que en los países europeos adelantados esta amenaza p u d o ser neutralizada gracias a la estabilidad de su cuerpo electoral, en la Europa periférica el electorado se polarizó radicalmente y la solución autoritaria ganó adeptos de tal manera que el fascism o , combinado en mayores o menores dosis con el autoritarismo, acabó triunfando en casi todos los países. La palabra «totalitarismo» se ha utilizado para englobar comunismo y fascismo. Estos dos sistemas políticos, característicos del siglo X X , tienen importantes puntos en común: son dictaduras de partido único, basadas en el encuadramiento de masas y en el control estatal del mercado de trabajo (y de otros mercados considerados esenciales), con una ideología rígida y excluyente, con control estrecho de los medios de comunicación y, en resumen, con una pretensión de m o n o p o lio de la vida política y de intervención en la vida económica. De ahí el nombre «totalitarismo», que hace referencia a la v o luntad de control total de la sociedad. El término «fascismo», como tantas expresiones políticas, tiene una significación difusa y cargada de connotaciones emocionales. Estrictamente hablando, el fascismo e^ un fenómeno exclusivamente italiano, aunque tuviera pálidos imitadores en otros países, que se llamaron fascistas. Sin embargo, ninguno de los movimientos afines que h o y llamamos imprecisamente fascistas (nazismo, falangismo, salazarismo, etcétera) se definió como fascista. La mayor parte de estos movimientos o sistemas que alcanzaron el poder tuvieron rasgos comunes con el fascismo italiano, pero no fueron, estrictamente hablando, fascistas. Solamente el nazismo alemán es comparable, p o r su coherencia doctrinal y su disciplina de partido, con el fascismo italiano. En Europa el fascismo (en sentido lato) es un fenómeno p r o p i o de sociedades inestables o periféricas, proclives al au-

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IX. DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

toritarismo o poco versadas en la democracia (o en el régimen parlamentario). Esas sociedades fueron, en el periodo de entreguerras, con su inestabilidad económica y social, fáciles presas de las ideologías extremistas. En concreto, la amenaza de la Revolución Comunista pesaba sobre ellas como una espada de Damocles. Cierto es que esa amenaza, al menos teóricamente, se cernía sobre todos los países, favorecida p o r la propaganda y las maquinaciones de la C o m i n t e r n y de los partidos comunistas de cada país, apoyados todos ellos p o r la Unión Soviética. Cierto es, además, que según las predicciones de Marx y de Lenin, era precisamente en los países más desarrollados donde la Revolución Comunista había de llevarse a cabo. Sin embargo, los países avanzados, con la excepción de Alemania, que ahora estudiaremos, se vieron inmunes a la tentación fascista, no porque faltaran cabecillas, ideólogos o grupúsculos fascistas, sino p o r q u e esta doctrina resultó i e ner m u y pocos adeptos entre la clase política y entre ios ciudadanos en general. Son m u y abundantes las teorías subre la naturaleza del fascismo. Algunos han considerado el fascismo como producto de la degeneración moral de la sociedad moderna. La llegada de las masas a la política, consecuencia del desarrollo económico y de la emigración del campo a la ciudad, habría dado lugar a aberraciones, p o r un excesivo materialismo y secularización. G r a n parte de h población, especialmente la menos educada, habría encontrado en esta ideología simplista, e m o cional y llena de simbolismos un sustituto a la religión. Esta explicación ha sido frecuentemente aducida p o r escritores católicos, aunque no es exclusiva de ellos ni mucho menos. No es totalmente diferente la interpretación de los que, como Hanna A r e n d t [(1972)], ven el fascismo como esencialmente racista. El problema aquí está en que ni en Italia, ni en España, ni en Polonia, ni en Portugal, p o r ejemplo, fue el fascismo especialmente racista. En cuanto a la teoría de la degeneración moral, queda en entredicho p o r el hecho de que en la segunda mitad del siglo XX el fascismo se haya convertido en un fe-

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

n ó m e n o residual sin haber desaparecido los condicionantes que esta teoría consideraba explicaciones suficientes de la degeneración moral productora del fascismo. Otros autores se ciñen al fascismo como producto de ciertos casos específicamente nacionales, en particular los

de Alema-

nia e Italia, potencias llegadas tarde al estatus de naciones en el concierto europeo y mundial, con complejo de países adelantados relegados injustamente a una segunda fila, con frustradas aspiraciones imperiales, la una derrotada en la I Guerra Mundial, la otra con muy amargas experiencias en esa misma guerra, aunque hubiera estado en el bando vencedor. C o m o veremos, estas consideraciones tienen mucho de cierto, pero no explican ni la proliferación de partidos e ideologías fascistas en muchos otros países europeos que no se encontraban en el caso alemán e italiano, ni el triunfo de partidos o regímenes de corte fascista en España, Portugal, Hungría, Polonia, Rumania, etcétera. H a y varias teorías marxistas sobre el íascismo. La más clásica, elaborada en el periodo de entreguerras p o r autores m u y relacionados con la Comintern, concibe al fascismo c o m o la etapa suprema del capitalismo. La burguesía en esta etapa suprema, según tal explicación, se habría «quitado la careta» y asumido el poder absoluto a través de los partidos fascistas. Esta decisión habría venido determinada p o r la «descomposición» social, consecuencia de la agudización de la lucha de clases, la polarización cada vez mayor e n t r e burgueses y proletarios. Sin embargo, a esta teoría habría que oponerle la pregunta que se planteó el comunista alemán August Thalheimer, recogida p o r De Felice [(1989), pp. 5 5 - 5 6 ] : ¿por qué no triunfó entonces el fascismo en Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia y lo hizo en cambio solamente en países p o c o desarrollados, salvo el caso de Alemania? Por añadidura, podemos hacerle a esta teoría la misma objeción que a la de la degeneración moral: si era la etapa suprema del capitalismo, ¿cómo se explica que el capitalismo siga en plena forma en los albores del siglo XXI y sin embargo el fascismo haya retrocedido visiblemente a un segundo (o tercer, o cuarto) plano?

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IX.

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

Mucho más acertada parece la teoría que concibe el fascismo como una reacción defensiva precisamente ante la amenaza bolchevique, teoría que ha sido sostenida p o r algunos autores marxistas, como Otto Bauer, y no marxistas, en particular el liberal Ernst Nolte [(1996)]. La evidencia en favor de la tesis de que el fascismo, en su acepción amplia, fue primordialmente un movimiento encaminado a impedir el triunfo de una revolución de extrema izquierda ofrece varios argumentos: 1. M o v i m i e n t o s de extrema derecha, similares en m u chos aspectos a los que luego se llamarían «fascistas», habían aparecido en Europa desde finales del siglo XIX [Payne (1987), cap. 2 ] , sin haber alcanzado la importancia y el seguimiento (en términos de masas y de a p o y o económico) que alcanzaron los movimientos fascistas después de la Revolución Bolchevique. 2. El fascismo es un movimiento heterogéneo. Estrictamente hablando, sólo el italiano y el alemán alcanzaron el p o der. Los otros movimientos que alcanzaron el poder (el « M o vimiento Nacional» de Franco en España, «O Estado Novo» de Salazar en Portugal, la regencia de H o r t h y en Hungría, la dictadura del r e y Carlos y, más tarde, de Antonescu, en R u mania), aunque aliados o emparentados con el fascismo, no eran estricta o puramente fascistas; pero cumplieron la misma función de enfrentarse y bloquear a las fuerzas de la izquierda revolucionaria. 3. Pese a su lenguaje truculento y demagógico, y a su práctica de la violencia callejera, los principales movimientos fascistas, con la excepción de España, llegaron al poder p o r medios pacíficos y legales, pactando con las fuerzas políticas tradicionales. Por lo común, las «revoluciones» fascistas se hicieron desde el poder. Esto ocurrió en Italia en 1925, a los tres años de llegar Mussolini al p o d e r con respaldo parlamentario y tras la crisis causada p o r el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti; en Alemania la «revolución nazi» se llevó a cabo a lo largo de 1 9 3 3 , casi inmediatamente después de

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO X X I

asumir Hitler el gobierno p o r métodos legales. En el clima político crispado del periodo de e n t r e g ú e l a s los políticos democráticos cedieron repetidamente a la tentación de emplear a los movimientos fascistas como ariete contra la amenaza comunista, tanto interior como exterior: ocurrió así en Italia en 1 9 2 2 , en Alemania en 1933 y en Munich en 1 9 3 8 , cuando Chamberlain, consecuente con su política de «apaciguamiento» de Hitler, basada en la idea de que el nazismo era un mal menor comparado con el comunismo, dio p o r buena la invasión alemana de Checoslovaquia. A l g o parecido puede decirse del a p o y o de hecho que los gobiernos conservadores británicos dieron a Franco durante la Guerra Civil española. 4. El fascismo t u v o mucho que v e r con la «protección» gangsteril: obtuvo dinero y a p o y o de sus clientes para defenderles de la amenaza comunista y sindicalista. Ello no significa que tratara bien a su clientela, ni que ésta se identificara con sus protectores. Para los fascistas, los burgueses a quienes defendían eran unos seres cobardes y despreciables; para los burgueses (empresarios, funcionarios, y profesionales) a quienes los fascistas servían, éstos eran un mal menor; puestos a escoger, los preferían a los comunistas, pero lo mejor hubiera sido que desaparecieran ambos (como, a la larga, hicieron). Hitler dijo: « N o s taparemos la nariz y entraremos en e' Reichstag compitiendo con los católicos y los marxístas» [Shirer (1960), p. 1 1 9 ] . Idénticamente, ios hombres de empresa y los políticos conservadores alemanes e italianos, con tal de evitar la amenaza socialista y comunista, estaban dispuestos a taparse la nariz y pactar con Hitler y con Mussolini. 5. El fascismo se desvaneció como fuerza política de primera magnitud en el momento en que la Revolución C o m u nista dejó de constituir una amenaza interna en cada país. A partir de su derrota en la II Guerra Mundial, del fascismo sólo quedaron regímenes residuales, como el de Franco y el de Salazar, que se fueron extinguiendo con la vida física de los dictadores. Quienes han afirmado que el fascismo representaba la última etapa del capitalismo, o que era inherente al capita-

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IX.

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lismo monopolista, tienen que explicar c ó m o , en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del x x i , el capitalismo sigue pujante, aunque no sin serias crisis, habiendo el fascismo, sin embargo, retrocedido enormemente. Es precisamente en la fase de la más grave crisis capitalista de este periodo, la de los setenta, cuando las dos reliquias del fascismo europeo (la portuguesa y la española) desaparecen. Quizá el elemento clave de la doctrina fascista sea el nacionalismo. Por eso resulta el fascismo tan inclasificable, p o r que el fascismo de cada país se adapta a las particularidades de su historia y su sociedad; p o r definición, el fascismo no puede ser universalista, c o m o lo es su reflejo cuasi simétrico, el comunismo, de quien tantas otras cosas ha tomado. Además de proveer al fascismo con una mística y una simbología, el nacionalismo desempeña una función crucial para el fascismo: la de desmontar el axioma fundamental del comunismo, que es la lucha de clases, la premisa básica con que se inicia El manifiesto comunista. La doctrina nacionalista, presente en todo credo fascista, afirma que la N a c i ó n es la unidad social super i o r a la que deben subordinarse los intereses de clase: o b r e ros y patronos deben relegar sus diferencias y trabajar a r m ó nicamente p o r el bien de la Nación, que es el de todos, el bien común. Ello justifica, según la doctrina fascista, el control p o r el Estado del mercado laboral (el rasgo económico básico del totalitarismo) y la represión de los partidos y sindicatos «de clase», expresión que casi siempre es sinónima, para los fascistas, de socialista o comunista. Frente al internacionalismo marxista («Proletarios de todos los países, unios»), la doctrina fascista opone la unión nacional de obreros y patronos en los sindicatos verticales (de hecho controlados p o r el Estado). Hay que señalar que, a pesar de estas claras diferencias doctrinales, en la práctica los sindicatos en los países comunistas fueron bastante parecidos a los sindicatos fascistas, ya que los sistemas comunistas también se caracterizaron p o r un férreo control del mercado de trabajo. 33i

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

El caso de Italia es el locus classicus del fascismo, ya que hasta la palabra es de origen italiano. Fascio, es decir «haz», era un símbolo utilizado en la antigua Roma (haz de varas r o deando un hacha) para significar que la unión hace la fuerza. En la Italia contemporánea se utilizaba también la palabra fascio en el sentido de grupo o banda de lucha, típicamente sindical o de resistencia campesina; hasta Mussolini la palabra tenía un matiz más bien izquierdista. C o m o la svástika nazi o el y u g o y las flechas falangistas, los símbolos fascistas no fueron identificados con la extrema derecha hasta que fueron adoptados p o r los partidos totalitarios. No parece casualidad que el «fascismo» sea una invención italiana. Italia se encontró atrapada en una compleja encrucijada al terminar la I G u e r r a Mundial. En primer lugar, era un país en plena transición hacia la industrialización, con todos los problemas y tensiones que esto entraña- emigración masiva del campo a la ciudad, con el consiguiente choque cultural para una alta proporción de la población y su «proletarización»; nuevos y duros modos de vida, mayores riesgos, desgarros generacionales, amenaza constante del paro, grandes y evidentes desigualdades sociales, etcétera. En segundo lugar, el proceso de industrialización en Italia no se había necho sin graves sobresaltos. Italia es u n o de los países cuya banca se imbricó más tempranamente en el proceso de industrialización, constituyendo uno de los ejemplos clásicos de lo que se ha dado en llamar «banca mixta». Esto fue una fuente interminable de problemas para la economía, porque esta banca mixta mostró una tendencia crónica a la insolvencia en tiempos de depresión industrial, lo cual generó frecuentes crisis y depresiones con sus secuelas de paro y tensión social. En tercer lugar, la izquierda italiana tenía ya una larga tradición de insurreccionismo y truculencia m u y característica de la Europa mediterránea. Italia, como España, tiene una acendrada tradición milenarista y anarquista, a la que no fueron ajenos los partidos izquierdistas más convencionales, c o m o los socialistas, p o r la sencilla razón de que debían

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IX. D E P R E S I Ó N Y T O T A L I T A R I S M O

adoptar esa retórica revolucionaria si querían conservar su clientela. Por añadidura, aunque Italia estuvo del lado de los vencedores, la Guerra del 14 dejó un profundo poso de amargura en el país: la derrota de C a p o r e t t o a finales de 1 9 1 7 afectó mucho al prestigio del ejército italiano dentro y fuera del país. A esto se añadía el resentimiento de un país subdesarrollado con un pasado glorioso e imperial, que se advertía retrasado no sólo en el plano económico, sino también en el de la política internacional, donde las realidades no se correspondían con los recuerdos grandiosos de la Antigüedad y la Edad M e dia. Las ambiciones imperiales italianas [Federico (1998)] se vieron frustradas p o r la indiferencia de las potencias « p l u t o cráticas» (léase Inglaterra, Francia y Alemania) que se repartieron África y no le dejaron a Italia más que las migajas del banquete colonial. Este desencanto generalizado estimuló sentimientos nacionalistas y aventureros. En septiembre de 1919 el poeta Gabriele D'Annunzio, al frente de una pequeña banda de aventureros, muchos de ellos ex combatientes, se apoderó del puerto de Fiume (Rijeka en croata), en la península de Istria, en Croacia, al sur de Trieste. Esta aventura r o cambolesca tuvo un enorme eco en Italia, donde despertó pa. siones nacionalistas, especialmente entre miembros de las fuerzas armadas, y contribuyó a desprestigiar al sistema democrático, cuyos gobiernos a la postre, después de muchas vacilaciones, pusieron fin militarmente a una aventura que se k. había llevado a cabo pretendidamente para m a y o r gloria de la I? nación italiana. •i^ El episodio dannunziano t u v o serias enseñanzas para el H) reciente fundador de un movimiento nacionalista, un político «|f muy furibundo y agresivo verbalmente, pero que aprendió el valor de la cautela escarmentando en la cabeza ajena del p o e l l l l ta guerrero. Se trataba de un periodista que había militado 1gp destacadamente en las filas del Partido Socialista Italiano y |||||hábía dirigido el más importante periódico del partido, AvanÉÉj'en los años anteriores a la guerra, pero que durante ésta ha;

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LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

bía evolucionado hacia un nacionalismo virulento sin por eso abandonar su retórica izquierdista: Benito Mussolini. Unos meses antes de la conquista de Fiume por D'Annunzio, Mussolini había fundado en Milán lo que sería más tarde el Partido Fascista, pero que, p o r el momento, se limitó a ser un vago movimiento de lucha política, elfascio di combattimento, grupo de combate. Es sintomático que el local donde se creara este movimiento tremebundo y pretendidamente revolucionario fuera propiedad de un grupo de la Cámara de Industria y C o m e r c i o milanesa. Mussolini iniciaba así esta larga historia de ambigüedad revolucionaiio-nacionalista-conservadora que será característica de los movimientos fascistas. En sus comienzos el Partido Fascista fue sobre todo un conglomerado de bandas urbanas y rurales, compuestas en su m a y o r parte p o r ex combatientes y desempleados, que servían los intei eses de terratenientes e industriales atacando y aterrorizando a sindicalistas y militantes de izquierda. Gradualmente el fascismo, bajo la iniciativa de Mussolini, fue adoptando un programa y unas actitudes más moderados, que le fueron haciendo aceptable a los ojos de los políticos y de los responsables económicos. De todos modos, lo característico de los movimientos fascistas (la evolución del nazismo es m u y parecida a este respecto) es la ambigüedad. Un ejemplo clásico es el de su política económica: a la postre el fascismo italiano, como la mayoría de los movimientos totalitarios, fue más bien intervencionista en economía [Cohén (1988)]. Sin embargo en sus años de oposición, Mussolini emitió opiniones liberales y librecambistas que le valieron el a p o y o de grupos económicos de ese signo [Bientinesi (1999), p. 188]. Al fin y al cabo, fascistas y nazis se consideraban discípulos, entre otros, de Nietzsche y de Bergson, filósofos del empuje vital y del irracionalismo: Mussolini fue de los primeros en aplicar los principios irracionalistas a la política de masas. También es característica del fascismo italiano (como lo será del nazismo) la imitación consciente del gran enemigo (el comunismo) y la actitud ambigua hacia éste. Son muchos los 334

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

paralelos entre los totalitarismos de derecha y los de izquierda: ambos rechazaban el sistema parlamentario «burgués», pero ninguno de los dos tenía fe en el potencial revolucionario espontáneo del proletariado. En consecuencia, ambos ponían la revolución en manos de un pequeño grupo de agitadores profesionales. C o m o corolario de t o d o esto, ambos utilizaban la violencia como «la partera de la Historia» (frase de Marx) y, por lo tanto, condenaban el régimen parlamentario a ser derrocado p o r la fuerza. Lenin aplaudió algunas de las decisiones tomadas p o r el socialismo italiano bajo la influencia de M u s solini en los primeros años de la guerra. En lo que Mussolini posteriormente se desvió de las doctrinas leninistas fue en su adopción de un nacionalismo extremo, al tiempo que abandonaba el pacifismo, en el último año de la guerra. Pero ello no quitó para que siguiera siendo un admirador de la persona y los métodos de Lenin, una vez éste en el poder, y para que t o mara del bolchevismo leninista la doctrina del partido único, las técnicas del encuadramiento de masas, el mantenimiento de instituciones formalmente democráticas (Parlamento, elecciones) falseadas y privadas de contenido, los emblemas simbólicos (el fascio frente a la hoz y el martillo) y la doctrina del asalto al poder. Pero si el asalto al poder de Lenin fue un putsch, el primer golpe de Estado del siglo X X , el de Mussolini, fue una farsa, la célebre «Marcha s o b r e Roma», en que miles de fascistas invadieron la ciudad pacíficamente para intimidar al rey y a los políticos, mientras Mussolini se quedaba en Milán estudiando los acontecimientos y, días después, ante ¿1 éxito de la operación, tomaba el tren Milán-Roma en coche cama. mx En realidad, el fascismo y sus secuaces aspiraban a colv mar insatisfacciones parecidas a las que colmaba el comunis< mo: rechazo al parlamentarismo, a las oligarquías y plutocra| jjáas, al capitalismo y a la modernidad, aunque también con la | ¿ambigüedad característica, pues la exaltación de los valores S tradicionales era a menudo simultánea con un cierto futuris§pK>- Los fascistas siempre tuvieron admiración hacia su gran Ifienemigo y rival, el comunismo, por su temprana toma del p o 335

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der, p o r su implacabilidad, p o r su poder absoluto, p o r la demonización de que era objeto p o r parte de las odiadas democracias, y, sobre todo, p o r haber convertido la U n i ó n Soviética en una potencia mundial. Los españoles debemos recordar que en 1 9 5 7 , cuando los rusos lanzaron al espacio el primer satélite artificial, Franco manifestó que su éxito confirmaba y justificaba la fe del dictador español en los regímenes autoritarios. Y a quien esto escribe, detenido p o r la policía franquista en 1956, un agente de la Brigada Político-Social le dijo lo siguiente: «Sabemos que eres socialista; sin embargo, tenemos mucho en común, porque la Falange es lo mismo que el socialismo, pero en cristiano». C o m o suele decirse, los extremos se tocan. El caso de Alemania es el que parece más difícil de encajar en nuestra teoría del fascismo, p o r tratarse de un país industrializado y económicamente maduro. Sin embargo, la excepcionalidad de Alemania en la Europa de la primera mitad del siglo es evidente y ha sido ampliamente comentada y estudiada. La quiebra de la democracia alemana en 1 9 3 3 fue un hecho repetidamente anunciado y está bien claro que no era el Partido Nacional-Socialista el único candidato a dar la puntilla a la República de Weimar. El partido de Hitler fue simplemente el mejor situado y mejor o r g a n U a d o para hacerlo. En primer lugar, hemos visto ya que los dos tipos más puros y exitosos de fascismo se desarrollaron precisamente en aquellos países que llegaron tarde a la mesa de las grandes naciones europeas, es decir, en Italia y en Alemania. Sería ingenuo pensar que esto se deba a la casualidad. En ambos casos los fascismos supieron explotar el resentimiento de un nacionalismo que se creía relegado a un segundo plano p o r las potencias tradicionales; en Alemania el nacionalismo se había nutrido tradicionalmente de un complejo persecutorio contra los países y grupos circundantes (además, p o r supuesto, de los judíos), que habrían conspirado contra la unificación nacional de los pueblos germánicos. 33«

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

Esta paranoia alemana se v i o exacerbada tras la derrota en la I G u e r r a Mundial. En primer lugar, Alemania se rindió en 1 9 1 8 sin haber sido vencida en una gran batalla, ni su ejército aniquilado, ni su territorio invadido. Sin embargo, su creciente debilidad militar, la derrota de sus aliados y las escaseces y los problemas económicos, que afectaron tanto a las fuerzas armadas como a la población civil, hicieron patente la inevitabilidad de la caída, causaron la desmoralización del ejército y dieron lugar a conatos revolucionarios en las fuerzas armadas (en particular en la Marina) y en varias ciudades importantes del país, c o m o Berlín y Munich. Ello dio lugar a la versión ampliamente difundida de que Alemania había sido «apuñalada p o r la espalda» p o r pacifistas, demócratas, comunistas y judíos. En segundo lugar, el sistema político alemán había sido autoritario y elitista desde que se unificó nacionalmente c o m o imperio (el «II Reich»; el «I Reich» habría sido el Sacro Imperio R o m a n o Germánico) en 1 8 7 1 , e incluso desde antes, especialmente en el reino alemán más importante, Prusia. Su Parlamento era elegido p o r sufragio restringido, que daba representación desproporcionada a las clases altas (en especial a los grandes terratenientes de la Prusia Oriental, los famosos junkers); su sociedad, pese a la reciente industrialización, era m u y clasista, con predominio de los valores aristocráticos y militares. Estos dos factores conjuntamente (la «puñalada en la espalda» y la tradición autoritaria) hicieron que la recién nacida democracia, materializada en la República de Weimar, fuera vista con hostilidad y desprecio p o r amplios sectores de la población y, en especial, p o r dos grupos de importancia crucial: el ejército y la burocracia. La I República Alemana, fundada tras una derrota militar en medio de una situación revolucionaria, fue aceptada sin entusiasmo p o r la población, en ocasiones gobernada y dirigida p o r ex monárquicos, y vivió bajo la constante amenaza de un golpe militar. O t r o factor más a tener m u y en cuenta para comprender la especialidad del caso alemán fue el trato duro y humillante a que la sometieron los aliados en el Tratado de Paz de París. 337

LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

Los aliados fueron duros con Alemania p o r una serie de razones ya vistas en capítulos anteriores, que a algunos pueden parecerles justificativas, pero que a la mayoría de alemanes no se lo parecieron. Los franceses no habían olvidado la derrota en la guerra Franco-Prusiana de 1 8 7 1 , ni las duras condiciones impuestas entonces p o r Bismarck (véase el cap. VI), ni la humillación de que la investidura del kaiser tuviera lugar en el salón de los espejos del Palacio de Versalles. Los franceses y los belgas tenían una razón más de resentimiento: la Gran Guerra t u v o a Francia y a Bélgica como principales campos de batalla en el frente occidental. Alemania, como hemos visto, se rindió antes de ser invadida; cuando las delegaciones aliadas entraron en Alemania se encontraron con un país intacto (aunque hambriento) mientras franceses y belgas recordaban sus campos devastados y sus ciudades destruidas. El deseo p o r parte de los francófonos de que Alemania les compensara p o r las destrucciones era comprensible. Las potencias anglosajonas estaban movidas más por razones económicas y de cálculo político, pero el resultado era el mismo. Se trataba de incapacitar a Alemania para que no volviera a sus ambiciones hegemónicas y expansionistas: para ello ha bía que debilitarla económicamente, recortarla geográficamente, y aislarla políticamente. Por todas estas razones, el Tratado de Versalles no sólo preveía la devolución a Francia de AlsaciaLorena, sino también considerables cesiones territoriales, una gran reducción en las fuerzas armadas, aislamiento diplomático y, sobre todo, un volumen de reparaciones de guerra imposible de pagar a corto plazo, como ya vimos antes (cap. VI) La economía alemana no salió materialmente m u y dañada de la guerra: su capital físico quedó prácticamente intacto. El problema económico de la inmediata posguerra fue más organizativo que material. Alemania t u v o m u y grandes dificultades en volver a la normalidad tras las hostilidades, p o r las razones políticas que hemos visto y p o r otras, financieras y diplomáticas. Las duras condiciones del Tratado de Versalles causaron graves problemas políticos a los gobiernos de iz-

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DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

quierda salidos de las elecciones de 1 9 1 9 , que se vieron acusados de debilidad ante los aliados p o r los partidos de derecha. El primer gobierno de la República de Weimar, el del socialista Philip Scheideman, dimitió para no firmar el Tratado de Versalles. La situación de estos gobernantes era m u y c o m p r o metida, entre la espada de los aliados vencedores, que les acusaban de no cumplir el tratado, y la pared de la derecha nacionalista, que les reprochaba su debilidad ante las potencias extranjeras (y recientemente enemigas). En realidad, el tratado, en lo relativo a las reparaciones, era de imposible cumplimiento a corto plazo. Impacientes ante los retrasos en los pagos, los aliados lanzaron frecuentes ultimátums, hasta que, decidida a tomarse la justicia p o r su mano, Francia, secundada por Bélgica, invadió el Ruhr, a principios de 1 9 2 3 . Ya v i mos que ante tal situación, el gobierno alemán (en aquel m o mento el canciller era Wilhelm C u n o , h o m b r e negocios con apoyo socialista) optó p o r una política de resistencia pasiva, recomendando a empleados públicos y privados la huelga de brazos caídos. Esta resistencia pasiva, aunque contaba con el apoyo de la gran mayoría del público y sin duda era honrosa y gallarda, resultaba también m u y cara, porque a los huelguistas había que mantenerlos, y la producción perdida había que suplirla con importaciones. Para financiar el déficit cons' guiente el gobierno recurrió al papel moneda, lo cual dio l u gar a la gran inflación alemana que vimos en el capítulo VIII. La inflación produjo la i uina de una gran parte de la p o blación y el enriquecimiento de u n o s pocos. La situación se hizo tan desesperada que el canciller C u n o dimitió: el n u e v o gobierno, presidido p o r Gustav Stresemann, decidió abandonar la resistencia pasiva; inmediatamente después se introdujo: el plan de estabilización (el plan rentsnmark), que se llevó áicabo en noviembre con pleno éxito y devolvió al marco la convertibilidad en oro. Fue en esos momentos cuando Hitler decidió dar un golpe en Munich (el putsch de la cervecería) para hacerse con el poder. El golpe fracasó miserablemente, pero el nombre de Hitler empezó a sonar en Alemania. 339

L O S ORÍGENES DEL SIGLO X X I

Lo cierto es que desde el final de la guerra hasta noviembre de 1923 los desórdenes en Alemania se convirtieron casi en una rutina. Ya hemos visto que el fin de la contienda coincidió con un movimiento insurreccional y huelguista en el ejército y en la sociedad, con la abdicación y huida del kaiser y con la proclamación de la República. Los dos levantamientos más fuertes tuvieron lugar en Berlín y Munich a principios y mediados de 1 9 1 9 , espartaquista y socialista respectivamente, y se saldaron con sendas matanzas. En marzo de 1 9 2 0 varias columnas del ejércúo se apoderaron de Berlín en contravención de la más elemental disciplina militar. Su objetivo era instaurar un gobierno de derecha. Fue el llamado «.putsch de Kapp», que fracasó, pero muchos de cuyos participantes fueron premiados con puestos en el ejército republicano. Sin embargo, la insurrección proletaria que tuvo lugar simultáneamente en la cuenca del R u h r fue reprimida de manera sangrienta. Los comunistas se veían presionados p o r los rusos soviéticos, impacientes p o r que se cumpliera la profecía de Lenin y Trotski acerca de la inminencia de la revolución alemana. Así, en marzo de 1921 tuvo lugar una nueva insurrección en los feudos comunistas de Sajonia y Hamburgo, que también fue reprimida con gran violencia. Ello no fue óbice para que dos años y medio más tarde, en el otoño de 1923, aprovechando el descontento causado por la inflación, se repitiera la insurrección en los mismos lugares, de fuerte implantación comunista. Pero la derecha no permanecía inactiva: p o r un lado, en septiembre había tenido lugar una intentona de unas unidades militares semisecretas (organizadas en violación de las limitaciones impuestas p o r el Tratado de Versalles) a las que se llamaba el «ejército negro». Por otro, en Munich, a principios de noviembre, Hitler, con el a p o y o del héroe de guerra general Erich v o n Ludendorff, llevó a cabo el tragicómico intento de golpe de Estado de la cervecería, que se saldó con una veintena de muertos y puso al caudillo nazi entre rejas p o r unos meses. Este fue el canto del cisne del periodo insurreccional. La Revolución Comunista alemana, tan esperada y anunciada en 34°

IX.

DEPRESIÓN Y TOTALITARISMO

Rusia, no llegó a tener lugar. La reforma monetaria de n o viembre de 1923, que terminó con la inflación, y el final de la ocupación francesa en 1 9 2 5 fueron seguidos de unos años de relativa paz y positiva prosperidad. Hasta 1929 Alemania conoció una vigorosa recuperación económica, en gran parte facilitada p o r fuertes importaciones de capital estadounidense, que permitieron equilibrar una balanza de pagos fuertemente lastrada p o r las transferencias que las reparaciones exigían. La recuperación política no fue tan brillante: el Parlamento alemán, elegido por el método proporcional, era un rompecabezas de partidos minoritarios del que resultaba m u y difícil o b tener gobiernos estables. Pero la corta era de prosperidad terminó incluso antes del famoso jueves negro de Wall Street. H u b o una recesión en 1927; la economía alemana era m u y frágil p o r su dependencia del capital extranjero y p o r la sangría constante que implicaban las reparaciones. C u a n d o la crisis de Wall Street cortó la espita del capital estadounidense, la crisis y las tensiones s o ciales volvieron. Ya en m a y o de 1 9 2 9 había tenido lugar un ebnato de insurrección comunista en Berlín, el llamado blutmai, mayo de sangre, que presenció varios días de batalla con la policía y varias decenas de muertos. Los desórdenes callejeros se recrudecieren a partir de entonces entre las milicias derechistas (nu sóio nazis) y las izquierdistas, con la policía por lo general favoreciendo a las primeras. La polarización social se manifestó en las elecciones de septiembre de 1 9 3 0 , donde los comunistas pero, sobre todo, los nazis, aumentaron considerablemente su representación parlamentaria. La polarización política, la tensión social y la violencia callejera aumentaron progresivamente. En abril de 1 9 3 2 Hitler compitió con el mariscal Paul v o n Hindenburg, héroe máximo de la Gran Guerra, p o r la presidencia de la República y, aunque fue derrotado p o r éste, le obligó a presentarse a una segunda vuelJ 1/1,

Strasser, Gregor 342 Streseman, Gustav 280, 339 Suecia 79, 112, 125, 152, 167169, 172, 173,187, 190,200, 2 1 1 , 2 6 7 , 268 2 9 5 , 3 1 7 , 3 1 8 , 379, 380, 389, 440, 497 sufragio censitario (sistema electoral censitario) 6 9 , 1 9 8 , 2Ü4 femenino 209. 240 universal 69, 139, 143, 198, 200, 206, 208, 209, 212, 239, 257,263,264, 267, 268, 272, 457, 492, 520 Suharto 456, 471,474 Suiza 28, 33, 58-60, 112, 116, 122, 153-156, 167, 190, 200, 242, 295, 379, 380, 440, 444, 461 s

561

Sukarno, Ahmed 451, 452, 466, 471 Taiwan (Formosa) 391, 436,452 Takahashi, Korekiyo 208, 311, 312 Talleyrand, Charles de 48 Temin, Peter 299, 300, 317 Tercer M u n d o xiv, xv, 215, 325, 389, 390, 422, 435-537, 439, 440, 444, 448, 452, 453, 455, 456, 458-463, 465, 46V, 470, 473-475, 497, 524, 525, 530 Thatcher, Margaret 389, 486, 487, 491 Thomas-Gilchrist, convertidor 109, Tito (Yosip Broz) 4Í3, 452 Tocquevillc, Alexis de 203 Trevithick, Richaid 105 Trianon, Tratado de (1919) 258 Trotski (Lev Davidovich Bronstein) 2 4 5 , 2 4 7 , 340, 396-398, 406,410,448 Turquía 184, 270, 271, 291, 323, 324, 354, 380, 444, 446, Unión Europea (UE) 213, 377, 403, 496, Unión Monetaria Latina 116, 295 Unión Soviética (URSS), [véase también Rusia] 211, 212, 230, 240, 251, 253, 255, 291, 314, 325, 327, 336, 3 5 1 , 3 5 3 , 356-358, 360, 363, 364, 368, 374-376, 382, 393, 396, 397, 399, 402-404, 408-417, 419,

T LOS ORÍGENES DEL SIGLO XXI

420, 422-426, 429-432, 445, 446, 448, 450, 463, 464, 502 urbanización 23, 157-159, 185, 198 Uruguay 184, 295, 323, 437, 442,517 vacunas 135, 186, 216,227, 524 vales reales, 63, 64 vapor, máquina de 72, 73, 77, 80-82, 84, 95, 104, 105, 107, 108, 113, 170,221,224 Vargas, Getúlio 449, 466 Varsovia 363, 414 Vaucanson, Jacques de 74 ventaja comparativa 154, 155 ventaja competitiva o absoluta 155, 184, 467,475 Versalles, Tratado de (1919) S'SS

'ÍP''

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393 Vesenja (VSNJ) 397, 406-408 Videla, jorge Rafael 472 Viena, Congreso de (1815) 60 Vietnam ^ 4 , ¿23-425, 433, 456, 4o0 Viviani, Rene 142, 239 Voltaire 405, 435

,

Wagner (Ley de Relaciones Industriales) 317 Walesa, Lech 427 water frame (máquina de hilar) 73 Watt, James 78, 80-82, 86, 104, 111,224 Weimar, República de 164, 211, 281, 312, 336, 337, 339, 357 Westinghouse, George 112 White, Harry Dexter 367, 371, 372,384 Whitney,Eli 155, 177 Wicksell, Knut318, 319 Wilson, Woodrow 368 Witte, Serguei Y. 242, 397, 398 Wojtyla, Karol 427 Yeltsin, Eoris 431, 132, 504 Yugoslavia 269, 353, 413, 414, 429, 453, 498, 501 zaibatsH 182. 183

Zinóviev, Grigori 398, 410 Zollverein (Unión Aduanera Alemana) 106, 151, 160,163, 377

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BIBLIOTECA DE HUMANIDADES

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