Todos Los Días Sale El Sol David Casinos

December 6, 2016 | Author: felipecendrero | Category: N/A
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Libro psicología...

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TODOS LOS DÍAS SALE EL SOL Y SI NO SALE, YA ME ENCARGO YO DE SACARLO

DAVID CASINOS

TODOS LOS DÍAS SALE EL SOL Y SI NO SALE, YA ME ENCARGO YO DE SACARLO

Mario Rebollo y David Blay

© Mario Rebollo y David Blay, 2013 ©Win ediciones, 2013 Foto de portada: Alfredo J. Llorens ISBN 978-84-616-5475-8 Depósito legal B23236-2013 1ª edición, septiembre de 2013

«Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.»

ÍNDICE

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PRÓLOGO

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2 INTRODUCCIÓN

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3 Y SE HIZO DE NOCHE

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4 EL OTRO DAVID CASINOS

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5 EL APRENDIZAJE DE LA CEGUERA

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6 LA ONCE, MI CASA

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7 EL DEPORTE, MI GRAN SALVAVIDAS

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8 MIS PRIMEROS JUEGOS

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9 CELIA

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10 UN PUNTO DE INFLEXIÓN: ATENAS

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11 LA GRAN ESPERANZA NEGRA

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12 EL PRINCIPIO DEL CAMBIO: PEKÍN

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13 EL PLAN ADOP

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14 UNA VENTANA AL MUNDO

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15 EL FUTURO

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PRÓLOGO

“Soy ciego total. Pensaréis que por ello mi vida está llena de problemas. Sí, es verdad, pero son problemas como los que tienen todos los demás (...) Todos los días sale el sol y, si no sale, ya me encargo yo de sacarlo...”. Hay pocas personas que puedan decir estas palabras tan alto pero, sobre todo, hay muy pocas personas que, cuando lo dicen, lo sientan, se lo crean, no suene a una declaración forzada y, además, sean capaces de trasladar a los demás su experiencia de vida con tal grado de claridad y normalidad. Así es David Casinos, un atleta enorme y una persona que aún lo es más. Alguien que un día decidió tirar p’alante y, en el camino, ha dejado atrás mil batallas de triunfo y ejemplo cotidianos. Muchas personas tienen problemas cada día. Muchas personas reciben noticias negativas como la que un mañana cualquiera recibió David, cuando estaba en plena juventud: la pérdida de visión. No es fácil. El apoyo de los amigos y familiares,

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junto con instituciones como la ONCE es clave, como él mismo reconoce, si bien es necesario algo más: “Yo puedo tener todo el apoyo del mundo, pero si yo no decido ir hacia adelante, seguiré estando ciego”, destaca. “Cuando perdí la visión, llegué a Barcelona con una maleta en una mano y de la otra mano mi madre. Me dejaron en un centro y aún recuerdo a mi madre cómo lloraba mientras yo me quedaba allí (...) y todos teníamos en común que éramos ciegos”, reflexiona David, antes de decir que “entonces, antes, en esos momentos, empezaba mi nueva vida: la ceguera se reía de mí, pero ahora... nos reímos juntos”. Así es David, cuádruple medallista paralímpico en peso y disco que ahora nos regala con este libro una fantástica historia que intercala experiencia de vida y realismo a paladas, con mucha sensibilidad que llega desde un fortachón encantador y cercano. Sirvan estas letras para animar a todos los davides del mundo pero, en especial, para animar a la lectura de estas páginas que, desde el corazón y desde la razón, agolpan mensajes capaces de hacer salir el sol cada día, por muy nublado que esté. Mensajes siempre necesarios, pero quizá más en situaciones difíciles como la que atraviesa la sociedad española en estos momentos de fuerte crisis económica, que conlleva también crisis social. Siempre se habla de modelos, de espejos en los que mirarse y reflejarse y, sin ninguna duda, los atletas paralímpicos en general y David, en particular, ponen de manifiesto ese espíritu cada día y se constituyen en ejemplo. David ha decidido contarnos en estas páginas su experiencia para que sirva de apoyo a otras personas. Demostrar que, cuando se intenta, se puede lograr. Él es así: tenía que ser protagonista de un libro para contarlo y aquí lo tienen ustedes. Que lo

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disfruten y que, después de leerlo, salgan ahí afuera a comerse el mundo, como ha hecho nuestro querido David. Suerte. Miguel Carballeda Presidente de la ONCE y su Fundación. Presidente del Comité Paralímpico Español.

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INTRODUCCIÓN

Este libro es David Casinos. Es su vida y su historia. El hecho de que él no aparezca como autor es casi una mera anécdota. Simplemente, como ha ocurrido en los últimos dos años, nosotros (Mario y David, David y Mario) hemos trasladado a lenguaje escrito lo que él sabe transmitir de forma tan magistral con la palabra. Le hemos ayudado a transformar una visión global de su vida en algo capitulizado, a recordar momentos y a narrarlos como la increíble historia que es. Por ello, la obra está narrada en primera persona. Porque es suya enteramente. Porque es él quien ofrece su experiencia vital al mundo. David Casinos es una persona muy especial. Quien no lo haya descubierto ya lo hará en cuanto vaya pasando las páginas de este libro. Nosotros hemos tenido la oportunidad de hacerlo durante los últimos tiempos en los que hemos compartido, y seguimos haciéndolo, una maravillosa faceta profesional como su equipo de comunicación y, sobre todo, una más especial como sus amigos.

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Dos años compartiendo millones de vivencias de forma conjunta, muchas de las cuales no habríamos experimentado si no llega a ser por él… por desgracia en algún caso. Y es que, por ejemplo, David (Blay) tuvo que tragarse por primera vez en su vida Mujeres y Hombres y viceversa en un hotel de Madrid, sin posibilidad de convencerle para cambiar de canal. Lo pudo compensar, eso sí, estando presente en la medalla de oro conseguida en el Estadio Olímpico de Londres y disfrutando de esa felicidad con él y los suyos. O asistiendo emocionado a una situación poco común: poder ir al cine con una persona ciega a ver El Hobbit. Mario, por su parte, es después de Ximena (a la que conoceréis en las siguientes páginas) la persona que más tiempo ha pasado con él en saraos varios, charlas o en un tren yendo y viniendo a Barcelona o Madrid de manera constante, por lo que conoce de sobra la imposibilidad de hacerle callar un instante para descansar durante un trayecto largo. También es la persona que vivió una experiencia paranormal cuando, yendo a pie y perdidos en medio de Madrid, fue David el que ejerció de GPS para encontrar el destino orientándose, Dios sabe cómo, entre el tráfico y por callejuelas. Pero también se emocionó cuando varios internos de un centro penitenciario se acercaron a él tras darles una charla para asegurarle que querían superar sus problemas como él lo había hecho. Por ello, el primer agradecimiento, indudablemente, tiene que ser para él. Pero más allá de hacerlo por brindarnos la confianza y el honor de ejercer de autores del libro, le damos las gracias por dejarnos formar parte de su vida diaria. Porque estar con David es una sesión de terapia vital cargada de positividad cada día. Y le expresamos nuestra gratitud por ver primero en nosotros un equipo que podía ayudarle profesionalmente, para pasar a crear un vínculo que ha superado con creces al profesional. Por dejarnos tener una sensación laboral

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muy difícil de encontrar: la de desear hablar con tu cliente casi cada día del año, aprender de él… convertirlo en tu amigo. Su asombrosa historia vital nos era ya muy familiar. Pero en los últimos meses se han repetido de forma frecuente las largas sesiones en su sofá, maratonianas en muchos casos, viéndole emocionarse, reír, llorar... tratando de recuperar recuerdos que, en algunos casos, parecían de otra vida, para ponerlos en orden y llevar a cabo esta obra. Junto a él, en gran parte de estas sesiones de terapia, ha estado su mujer Celia. Para ella también nuestra más sincera gratitud, en primer lugar, por tener la paciencia de soportarnos casi como okupas en su casa durante tantas horas estos meses mientras ella se manejaba entre los exámenes y el ecuador de su maravilloso embarazo. Pero, de forma especial, por ser la persona que contribuye a que David sea el que es. Dice el tópico que, detrás de un gran hombre hay una gran mujer. En este caso no es detrás, sino al lado, donde hay una mujer espectacular. Los siguientes agradecimientos van hacia las personas que decidieron que este tenía que ser el primer libro de su editorial y nos apremiaron (casi nos dejan sin aire) a escribirlo. Tanto Silvia como Luis nos han otorgado toda su confianza y la han mantenido respetando el contenido, lo que es muy de agradecer para dos noveles como nosotros. Antes de cerrar esta introducción, os pedimos tres párrafos más de paciencia para que sepáis quiénes han marcado nuestro camino hasta aquí. Para David Blay su madre Maricruz por servirle de espejo para tejer su personalidad. Su hermano Quico por su profundo sentido de la amistad, que admira enormemente. Su mujer María José y su hija Sofía por tener la inmensa paciencia de soportar sus continuas reuniones a pesar de que él siempre diga que «trabaja en casa». Todos los que en algún

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momento han confiado y siguen confiando en su trabajo. Y, con un sentido recuerdo, Roberto, los dos Francisco, Josefina, Cruz, Salva, Paco y Ana, que no están pero le dan fuerza cada día. Para Mario Rebollo sus padres, Saturnino y Rita, de los que ha aprendido lo importante del esfuerzo constante, el trabajo, el sacrificio y lo imprescindible de unos valores morales para ir con la cabeza bien alta por el mundo. Su familia y sus amigos de El Bajo, aquellos que le devuelven a la realidad cuando esta se escapa de las manos y que le demuestran que hay vínculos que no se desgastan con el día a día de toda una vida. María Eugenia, la persona que le sostiene cuando todo lo demás se zarandea y que ha vivido como propio el libro. David Blay, compañero de fatigas y alegrías. Y, por supuesto, Juan, Julia, Ventura y Antonio, que se marcharon pero siempre estarán. Y para David Casinos, que no ha querido dejar pasar la oportunidad de escribir unas líneas: «Para mí es un honor agradecer estas páginas a mi familia, porque David y Mario son desde hace dos años una parte muy importante de mi familia, que me han mostrado un nuevo camino y a los cuales agradeceré eternamente su trabajo y sus enseñanzas y, como dice mi mujer, que tengan esa paciencia comingo. Por ello mil gracias. A mi madre Amparo y mi hermano Víctor, que siempre han estado conmingo tanto en la luz como en la oscuridad, aportándome calidez cuando más frío tenía. A mi familia (Coso, Vicente, Pablo, Carlos, Juan, Loli, Nuria y Pascual) por recordarme cada día quien soy y lo importante que es seguir trabajando. Acordarme, por supuesto, de Juan Martínez Blat, que ha sido un segundo padre para mí. A Francisco Fortea que se ha convertido en mi hermano y ha vivido conmigo alguno de los momentos más importes de mi vida. A Paco Bosch por enseñarme que la vida no tiene limites. A la familia Alcántara- Ros que me adoptaron como si fuera un miembro de su

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familia desde el primer día que me fui a vivir a Moncada. Por supuesto a Moncada, la localidad en la que resido y de la cual me siento orgulloso. A sus habitantes, porque cada día me dan sus sonrisas. A ti Aitor, por formar parte de un sueño por el cual apostaste sin pensarlo ni un minuto, lo que para mí tiene un gran valor. A Ximena (mi esperanza negra), porque a través de ella pude entender que mi vida no acabo el día que deje de ver, si no que empezó el día que la conocí, admirable y llena de sabiduría. Gracias Ximena por tanto. A ti Celia, por estar siempre a mi lado, por tanta comprensión, porque una vez nuestras vidas se unieron y cada día la escribimos juntos. Eres la persona que uno espera encontrar para pasar toda la vida a su lado y que en un lugar determinado aparece, el nuestro fue una pista de atletismo. A todos los amigos que fui añadiendo en mi vida y que representáis a los medios de comunicación, por el cariño y amistad. Por supuesto a mi padre, el cual se marchó para siempre, pero sé que, allí donde esté, me observa. Y a todas las personas que me acompañaron durante mi camino y ya no están conmigo». Solo os podemos desear que disfrutéis tanto leyendo esta historia como nosotros hemos hecho escribiéndola. El mundo debe saber quién es David Casinos. Nosotros así lo creemos. Y seguro que vosotros, cuando terminéis estas páginas, también.

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Y SE HIZO DE NOCHE

«Qué malo es no ver». Esta frase, que uso muy a menudo, me sirve para reírme de la ceguera. Cuando alguien me tiende la mano y se queda con ella en suspenso. Cuando me alojo en un hotel y no sé dónde han dejado los jabones para la ducha, o sí lo sé, pero no distingo cuál es el champú y cuál es el gel. He aprendido a vivir con ello y ahora forma parte de mi humor habitual. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que quien se reía de mí era ella. Una señora muy fea. Horrible. Que llamó a mi puerta de repente y cambió mi vida por completo. Que me quitó mis certezas y me obligó a aprender a vivir de nuevo. Le dio un giro de 180 grados a todo el mundo que yo había creado. El problema es que yo llevaba 25 años vividos. Ya sabía de qué iba la historia. Ya había conseguido un trabajo. Ya me había comprado un coche. Ya tenía claras mis aficiones. Y, de pronto, todo eso no servía para nada. Miento: no servía para casi nada. Recuerdo perfectamente la sensación de aquel preciso día. La consulta de un médico privado al que habíamos acudido,

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porque necesitábamos conocer los resultados con premura. La presencia de mi madre, cuyo rostro apenas recuerdo ya, con semblante de preocupación. Y esa sensación en el estómago que te dice que algo va mal. Muy mal. Ojalá no tengáis que vivirla nunca, pues al ser consciente de que no hay nada que hacer, la rabia te consume como si solo pudieras albergar ese sentimiento durante el resto de tu vida. Te arrastra y te empuja hacia lugares de tu mente y tu corazón que no conocías y que no vale la pena explorar. Sentí que me asfixiaba. Que me faltaba el aire. Me daba la sensación de que me habían metido en una caja muy estrecha, que iba comprimiéndose poco a poco y me dejaba cada vez con menos oxígeno para respirar. Mientras, mi madre, a mi lado, se derrumbaba y comenzaba a llorar desconsolada. Un llanto que, desde ese instante, quedó grabado para toda la vida en mi mente, como un sonido amargo y desesperado que recuerda, de golpe, todos los fatídicos sentimientos de ese momento dramático. Aquella mañana el médico me acababa de decir, tras analizar unas pruebas, que me iba a quedar ciego casi con total seguridad. En mi interior, durante los días previos, ya lo había presentido, porque me había dado cuenta de que algo marchaba realmente mal. Sin embargo, nunca acabas de aceptar una realidad tan difícil. Siempre piensas que hay algo que se puede hacer. Una tabla de salvación a la que aferrarte para evitar ahogarse. Un golpe de timón a última hora que evite el hundimiento. Una esperanza que puede surgir. Un milagro que se puede obrar. Aquella certeza de que algo no iba bien, aquel sentimiento de estar perdiendo algo vital, lejos de ayudarme a prepararme para el golpe, lo hizo todavía mucho más fuerte. Aunque de forma gradual, en mi interior, me hubiera planteado cómo sería mi vida si ocurría lo que parecía que iba a ocurrir, nadie está preparado, nunca, para asimilar algo así. No hay forma de

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asumir tal cosa por más que te esfuerces, por más que intentes imaginarlo, por más evidencias que tengas de que va a ocurrir. Yo, que sigo poniéndome de tanto en tanto Rocky en el DVD, noté como si Ivan Drago me hubiera dado un puñetazo ante el que, lo único que podía hacer, era caerme redondo en la lona y dejar que contaran hasta 10. Ya me levantaría más adelante. Entonces, solo quería encerrarme en mí mismo. Dicen que antes de morir ves tu vida pasar, resumida en flashes como una serie de fotogramas que te muestra todo lo vivido. He de confesar que así fue lo que me sucedió a mí en ese momento. Vi pasar las imágenes de una vida que, en cierta manera, acababa ahí. Un mundo cargado de experiencias que desaparecía para siempre, al menos como lo había entendido hasta entonces. En ese instante, miles de dudas se acumulaban en mi mente, pero fui incapaz de pronunciar ni una sola de ellas. La voz no me salía, me había quedado paralizado, inmóvil, sin capacidad ni para balbucear pese a que mi cabeza ardía en preguntas. Fue mi madre quien comenzó a consultar al médico. Aunque los dos sabíamos que, más allá de cuestiones técnicas, la única pregunta que podíamos hacernos era: «¿Y ahora, qué?». Las alarmas habían saltado hacía poco más de un mes. Yo trabajaba en el departamento de control de calidad de una empresa y mi jefe se acercó a preguntarme si me pasaba alguna cosa. Estaba muy preocupado, porque estaba dejando pasar muchísimas piezas defectuosas, cuando hasta ese momento mi labor había sido impecable. Yo le miré con cara de incredulidad, pensando si me estaba gastando una broma. Solamente podía pensar que debía tratarse de un error, porque yo veía que las piezas estaban en perfectas condiciones. Sin embargo, no era así. No me había dado cuenta, por lo progresivo y lento de la situación, pero mi visión empezaba a estar afectada. Eso fue lo que me empujó a hacerme unas pruebas, rutinarias en un diabético (aún no lo había mencionado, pero soy insulinode-

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pendiente). Incluso así, no atisbaba a entender qué podía estar ocurriendo, pues hacía poco más de un año me había hecho la misma prueba y todo había salido bien. Esta vez fue diferente. Me diagnosticaron una retinopatía diabética con un edema ocular en el centro de la retina, que es donde se encuentran todos los vasos retinianos. Los que hacen que la gente pueda ver. Y estaban en muy mal estado. Casi de un día para otro, empecé a notar un empeoramiento. Los ojos me jugaban malas pasadas, me dolían constantemente, había objetos que comenzaba a ver borrosos, salía a la calle a pasear a mi perro Tyson y me iba tropezando con cosas, me subía al coche y no me atrevía a poner la llave en el contacto… Tenía problemas serios para hacer las tareas habituales que componen la vida diaria de cualquier persona y comenzaba a no poder valerme por mí mismo en las cosas más simples, situación que me iba desmoralizando. Todo era una gran contradicción, porque la misma luz que no quería que se fuese, me hacía daño en los ojos. No quería quedarme sin ella, pero en ese momento era muy dolorosa. Estaba entrando en un mundo que ya no controlaba, que me hacía muy vulnerable. Eso me daba mucho miedo. Y, por desgracia, las previsiones cada vez eran peores. Como es evidente, en un espacio muy corto de tiempo tuve que abandonar mi puesto de trabajo y empezar a dejar de hacer las cosas que habían significado mi rutina durante los últimos años. Incluso mi coche, que me había comprado recientemente, quedó casi nuevo a las puertas de mi casa. No volví a usarlo jamás. Todo estaba cambiando a una velocidad vertiginosa y mi mente no era capaz de adaptarse a ese ritmo. Pero la verdadera angustia llegaba de noche. La oscuridad habitual se tornó, de pronto, más oscura para mí. Por las mañanas estaba más entero, si se puede decir de esa manera, pero

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al caer el sol todo mi mundo se desmoronaba. Me metía en la cama y no sabía qué iba a ser de mi vida. Ahí era cuando me acechaban todas las preguntas que había sido incapaz de formular en aquella consulta médica. Y ese era el instante en el que me derrumbaba. Encerrado en mi cuarto, solo, en silencio y a oscuras. No hace falta espiar por el hueco de la cerradura para entender lo que sucedía, para imaginarse a un joven de 25 años lloriqueando como un niño frágil e indefenso hora tras hora, noche tras noche. Mi mundo se caía y, en esas noches, yo me caía con él. Lloré mucho, muchísimo. Alguien seguro, como había sido yo hasta ese momento, había perdido toda la confianza para hacer cualquier cosa y los miedos iban creciendo cada vez más, al tiempo que las preguntas se repetían en mi cabeza una y otra vez. «¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo voy a vivir? ¿Cómo voy a afrontar las cosas normales de la vida de cualquiera? ¿Quién me va a querer?». Esto le preocupaba a mi madre más que a mí… Empecé a perder peso, se me caía el pelo, tenía ansiedad… Como es normal, la angustia de mi mente empezó a afectar a todo mi cuerpo. Todo era fruto de lo mismo, de pensar lo que me quedaba por delante. En especial tenía miedo al futuro más inmediato, a esos meses que se avecinaban en los que tendría que pasar mucho tiempo en la cama. Y es que en el Hospital Arnau de Vilanova, un reconocido centro situado en el barrio de Campanar de Valencia, me dijeron que la única posibilidad que teníamos de seguir luchando estaba ligada a complicadas operaciones con láser. Ahí comenzó una larguísima travesía de médicos y quirófanos que se me hizo eterna y, en su mayor parte, insufrible. Primero empecé con la opción que me habían propuesto: el láser. El tratamiento consistía en un haz de luz que cauterizaba los vasos retinianos

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para que no sangrasen y estallasen, como me estaba pasando a mí. Es una época que recuerdo con mucho dolor. Salía del láser con los ojos destrozados y muy doloridos. Cada operación suponía un sufrimiento. No la intervención en sí, sino todo lo que venía después: asumir que, tras cada visita al quirófano, las posibilidades de volver a ver se reducían más. Ese era el verdadero dolor, el que se producía en mi ánimo más que en mis ojos. En mi interior sabía que la esperanza era mínima y que posiblemente debería de empezar a asumir que iba a quedarme ciego. Pero, si ese momento llegaba, al menos quería conservar mis ojos tal como la gente que me quería los había conocido, mantener una mirada, aunque pareciera perdida. Me sometí a esos tratamientos para poder ir por la calle en el futuro sin gafas de sol y no parecer una persona desamparada. Para poder, como decía mi madre, ser lo más normal posible, con el fin de que alguien me quisiera. Si iba a ser difícil enamorarse de una persona ciega, al menos que cuando me miraran pudieran olvidarse por un instante de que mis ojos no veían. En todo aquel proceso, fue mi padre el que me acompañó en las operaciones. Desde que recibió la noticia, él nunca quiso hablar de ceguera. Durante mucho tiempo fue un tema tabú, incluso cuando ya no había vuelta atrás ni posibilidad alguna. No lo aceptaba. No podía asumir que su hijo fuera a perder la visión para siempre. Como es lógico, él quería que su hijo estuviera bien. Sin embargo, yo siempre le decía una y otra vez: «¿Has pensado en la otra posibilidad? ¿En que no salga bien? ¿En que es posible que tenga que buscar otra alternativa?». Y le costó mucho. Muchísimo. Hasta que, pasado un tiempo, me vio fuerte y feliz. Ha sufrido demasiado, como toda mi familia, si bien siempre estuvieron a mi lado y eso no tiene precio. Me tuve que hacer fuerte por ellos también, aunque por dentro estuviera cagado de miedo. Perdón por la palabra, pero es que

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era así... No puedes estar de otra forma cuando, de repente, te dicen que nunca en tu vida podrás volver a ver. Mucha gente, tal como ocurre a día de hoy, se cruzaba por la calle con mi hermano gemelo. Pocas personas lo saben, pero somos como dos gotas de agua. Y era a él, que montaba una Harley, a quien observaban aliviados creyendo estar viéndome a mí (aún hay gente que cuando le ve en la moto alucina, porque cree que soy yo y que estoy tarado conduciendo una moto sin tener visión). Ha tenido que dar muchísimas explicaciones, sobre todo en aquella época, y sé que no fue una situación fácil. Al dolor que ya había en casa se unía el de tener que repetir cada día, persona a persona, que por desgracia él no era yo. Que no podía subirme a una moto. Que no podía pasear por la calle. Que si llevaba gafas de sol no era para protegerme de la luz, sino todo lo contrario. Él, como el resto de mi familia, se encontró con el doble sufrimiento de verme en casa perdiendo la visión y tener que revivirlo a cada instante hablando de ello con las personas que se interesaban por mi estado. Es muy bonito que la gente se preocupe por ti, desde luego, pero a veces se hace demasiado duro. La operaciones se fueron sucediendo y del láser pasé a una vitectromía, una extirpación del humor vitrio del ojo, que se sustituye por un gas para intentar recolocar parte del mismo. Ahí también padecí mucho, porque tuve que estar durante largo tiempo tumbado boca abajo, con el ojo tapado, sin poder moverme. Tirado en la cama, sin nada que hacer excepto darle vueltas a la cabeza, lo peor que puede suceder en una situación así. No tenía la posibilidad de ocupar mi día a día en algo y eso hizo las cosas más difíciles en un primer momento, porque era mi mente la que no paraba de trabajar. Y, en un estado así, era difícil que el pesimismo no ganase terreno. Recuerdo que para entretenerme mi madre venía a leerme a la cama, la mayor parte de las veces ¡revistas del corazón! Me puse al tanto de todos

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los cotilleos de la época y, aunque no me entusiasmaba, conversar con mi madre sobre los famosos y sus vidas me distraía bastante. También me viene a la memoria un par de programas a los que me enganché. Uno era Carta Blanca, un programa de debate de Canal 9, la autonómica valenciana, presentado por Josep Ramon Lluch. Se trataban temas polémicos y, por lo general, con mucho teatro, se armaban unas buenas broncas, algo que me distraía. El otro programa era de radio, llamado Un mundo sin barreras y emitido a través de Onda Cero, en el que se hablaba del mundo adaptado y con el que comencé a conocer con más interés algo que podía ser mi futuro. Fuera de eso, poco más podía hacer postrado en una cama. Solo me levantaba para comer y casi no podía disfrutar de los alimentos, pues sentía muchísimo dolor. En aquel entonces me preguntaba una y otra vez sobre mi porvenir, sobre las cosas que iba a tener que dejar de hacer. Lo pensaba incluso, por momentos, con cierto sentido del humor para tratar de desdramatizar todo lo que me quemaba por dentro. Por ejemplo, al pensar en que me encantaba jugar a la consola. Recuerdo que decía: «Ahora, ¿cómo voy a poder jugar?». Pero lo que más me dolió fue tener que dejar la bici. Siempre he sido muy deportista, pero, sobre todo, los últimos años antes de perder la visión fue cuando descubrí mi pasión por las dos ruedas. Salía muchísimo con mi bici de ruta. Aquello se había convertido en mi gran válvula de escape para olvidarme durante el fin de semana de todo lo que tenía que hacer en el trabajo o para tomar aire entre semana después de una dura jornada. Esa, sin duda, fue una de las partes más complicadas: saber que no iba a volver a tener la libertad de subirme en mi bici y sentirme libre para desconectar de todo lo demás. Y es que muchas veces me iba de ruta a la montaña para disfrutar

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de la naturaleza, algo que, de cara al futuro, se antojaba como una utopía. Luché con todo lo que tenía. Pasé por dolores que no querría ver infligidos en ningún ser humano. Perdí la cuenta del número de intervenciones, médicos, quirófanos y hospitales que visité. Hubo incluso momentos en los que pensé que, en realidad, había alguna opción para que el esfuerzo de tanta gente por mantener mi visión diera sus frutos. Pero, al final, hubo un día en el que desapareció la luz para siempre. No apreciaba nada de lo que tenía delante. Ya no veía el rostro de mi madre, ni la de mis amigos. No veía y tenía que llevar gafas oscuras para protegerme del sol. Aquello fue muy duro. Porque no ver la luz del día es soportable, pero saber que no vas a volver a ver jamás la cara de tus seres queridos… eso es muy complicado. Y no poder hacer cosas que antes hacías con normalidad, ser la persona que eras antes, salir con amigos… Lograr meter eso en mi cabeza, fue lo peor de todo. Por más que lo viera venir e intentara estar preparado, la fase de la aceptación fue realmente complicada, ya que se convirtió en un constante asumir que me colapsó por todos los lados. Asumir que todas las imágenes que tenía del mundo que me rodeaba no las volvería a contemplar y serían solo recuerdos en tu cabeza; asumir que debía renunciar a gran parte de lo que hacía en el día a día; asumir que necesitaría ayuda y no podría valerte por mí mismo; asumir que la gente me trataría de un modo distinto… Asumir, asumir, asumir. Tenía que empezar a reaprender a hacer las cosas, pero hasta que llegó el aprendizaje no sabía qué hacer. Está feo que lo diga, porque puede parecer que doy un mal ejemplo a las personas que puedan estar leyendo este libro, pero me pasaba todos los días prácticamente encerrado en casa. Tirado en una silla, tumbado en el suelo y escuchando

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la televisión. Así transcurría mi vida, porque estaba en un tremendo shock emocional al haber perdido todas las cosas normales que hasta entonces habían formado parte de mis días. De repente no podía hacerlas o tenía que hacerlas acompañado. Pero yo mi vida no la entendía (ni entonces ni ahora) de esa manera. Desde ese momento en adelante me tocaba bailar con la más fea, la ceguera, para siempre. En esa primera etapa tras quedarme ciego, no tenía fuerzas ni valor para intentar hacer algo. Ni me atrevía ni me obligaba a hacerlo. No encontraba el arrojo ni las ganas para empezar a darle la vuelta a la situación. Simplemente veía los días pasar. Encontrar el empuje para levantarme y comenzar a andar de nuevo fue una evolución lenta. Poco a poco fui entendiendo qué es lo que iba necesitando para mi nueva vida, si bien en ese proceso de reconstrucción pasaron semanas, meses,… y el tiempo se hace eterno mientras vas intentando reordenar los cimientos de tu existencia. Salir a la calle se hizo especialmente complicado al principio. El hecho de que estuviera obligado a ir del brazo de mi madre ya era incómodo, pero también que la gente te fuera preguntando constantemente. Yo vivía en Godella, un pequeño pueblo al noroeste de la ciudad de Valencia, muy cercano a la capital, y donde casi todos me conocían. Para mí era muy duro, sí, pero se me hacía mucho más difícil al darme cuenta de cuánto estaba afectando esta situación a mi madre. Como he contado que le sucedía a mi hermano, cada parada con algún vecino, cada una de sus preguntas o de sus miradas condescendientes, eran para ella como revivir una y otra vez los peores momentos que estábamos pasando. Como para cualquier madre, recordar sin cesar lo que le había pasado a su hijo era algo casi cruel. Al final ella solo decía que me había quedado ciego y que era lo que había que asumir. Pero le costó acostumbrarse. Iba y venía con ella, sobre todo para hacer papeleos y arreglar el tema de mi discapacidad e incluso para ir a tribunales

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a que me evaluaran. Recuerdo el día que me dieron el carné de discapacitado. Fueron sensaciones muy opuestas. Lo había buscado mucho, porque al perder la visión había dejado de trabajar y, como aún no podía acceder a trabajar con la ONCE y no había cotizado suficiente, tenía que luchar para conseguir una pensión mínima por invalidez. Sin embargo, cuando por fin superé todas las pruebas para lograr el carné y lo tuve en mi mano, me sentí raro. Pese a que lo había solicitado con ahínco, tenerlo me produjo la sensación de que ser discapacitado era como estar fuera de la circulación, como sentirse deportado. Y una parte de mí se sentía así. No sabría decir cuando cambié el chip. «¿Por qué no iba a poder disfrutar de la vida?». Bien es verdad que hasta entonces no había conocido a ninguna persona ciega más allá de la venta de cupones, pero empecé a pensar que siempre que me cruzaba con personas invidentes tenían una sonrisa en la boca. No veían, es cierto, pero no creo que se tratara de gente hipócrita. Bastante tendrían ya con su condición. Así que era lógico que estuvieran disfrutando de su existencia. Y yo tenía que descubrir cómo habían conseguido hacerlo. En ese momento, cuando llamó a mi puerta, la ceguera era la más fea. Ahora es mi compañera. Gracias a ella mi vida pasó a una nueva etapa y he vivido cosas que no habría experimentado si no la hubiera sufrido. Me cerró algunas puertas, aunque me ha abierto otras impensables que jamás habría cruzado si no hubiera llegado aquel fatídico día. ¿Qué si me gustaría volver a ver? Por supuesto, pero no lo cambiaría por la vida que llevo ahora. No cambiaría nada de mi existencia actual. Y, si volviera a nacer, pagaría por volver a vivirla.

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EL OTRO DAVID CASINOS

Todas las mañanas, antes de entrar a la fábrica donde trabajaba, compraba el cupón de la ONCE al chico que estaba en la puerta. ¡Quién me iba a decir a mí que tiempo después sería yo quien lo vendiese! O, mejor aún: ¡quién me iba a decir que mi cara saldría un día en uno de esos cupones! La verdad es que la vida da muchas vueltas y no sueles pensar en ellas hasta que echas la vista atrás y te das cuenta de la cantidad de cosas que están conectadas entre sí sin que apenas lo percibamos. Antes de que la ceguera viniera a visitarme, yo era un chico normal, como cualquier otro. Había estudiado Automoción y, más tarde, dos años de la especialización en Metal. Fue en aquella época cuando comencé mi relación con el deporte. Recuerdo que en aquella etapa estudiantil era un chico algo rebelde y no muy buen estudiante, aunque no era una persona problemática. Lo cierto es que me encantaba ser independiente, no me gustaba estudiar, me costaba atender y sacaba las cosas renqueando. Vamos, que todo lo relacionado con los estudios no despertaba ningún tipo de pasión en mí, sino más bien al

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contrario. Mi único objetivo era conseguir un título que me permitiese ponerme a trabajar de algo que creía que me gustaba. Por aquel entonces no aspiraba a más y no me esforzaba para más. A pesar de ello, tiempo después lograría obtener mi titulación de Formación Profesional. Ahora, todo aquello me parece mentira, pues disfruto estudiando y aprendiendo. Si pudiera echar marcha atrás no lo dudaría, podría haber estado mucho mejor… Sin embargo, de eso me di cuenta bastante después. Y es que, como siempre ocurre, son cuestiones que no se valoran hasta que uno ya no las tiene. Si alguno de mis amigos de entonces me viera ahora estudiando inglés se llevaría las manos a la cabeza. Claro que entonces era más peñazo y ahora puedo practicarlo aunando mis dos pasiones: el aprendizaje continuo y el visionado de series americanas. No es lo mismo que un señor de 50 años te hable de have y must, que tratar de seguir un capítulo de The Walking Dead disfrutando y aprendiendo al mismo tiempo. O, si voy en el metro, ponerme los auriculares y conectar el programa en mi iPhone. Si condujera un coche no podría hacer eso, porque me distraería. ¡Al menos hay cosas de las que he podido sacar una parte positiva! Al acabar de estudiar, como cualquiera, busqué un empleo y estuve en diversas empresas, siempre dentro del área de control de calidad. Primero pasé varios años en Pilkington España (Sivesa en aquellos tiempos), que se encargaba del sector del vidrio relacionado con el automóvil. Luego pasé a Ford, donde entraba y salía como personal eventual. Finalmente trabajé en Dr. Frank Schneider, que se encargaba de plásticos, también con el tema del automóvil. Fue en esta empresa en la que estaba cuando mi vida cambió de forma radical. Mi gran afición durante la época previa a la ceguera era ir al gimnasio y salir en bici los fines de semana para ir de ruta con los amigos. Corría incluso en carreras de montaña, de una forma muy amateur, pero iba consiguiendo un buen nivel. Hace poco tuve que buscar una foto de aquella época para conmemo-

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rar el 20º aniversario de un medio de comunicación deportivo de Valencia y, cuando mi mujer me explicó la escena (una rampa de montaña, yo vestido con maillot y la ejecución de un salto con la bici donde parecía que estaba volando paralelo al suelo), me emocioné. Tanto, que si ya tenía decidido que al dejar la alta competición iba a volver a montar sobre dos ruedas, ahora lo tengo claro. Esta afición de la bici la compartía habitualmente con mi hermano, como muchas otras. Al ser gemelos teníamos bastantes cosas en común. Teníamos el mismo círculo de amigos, salíamos juntos, íbamos al gimnasio juntos… ¡y volvíamos a mi madre loca juntos! Si bien es cierto que no éramos hermanos de los que se sientan juntos todas las noches a contarse secretitos, sí es verdad que nuestra relación era muy buena y que, en el día a día, compartíamos horas, amigos y aficiones. Cuando todo esto ocurrió, tanto él como yo vivíamos con mi madre en casa. Ellos dos eran mi gran apoyo, ya que mi padre no vivía con nosotros desde hacía mucho tiempo y, aunque manteníamos el contacto, la relación no era en esos momentos todo lo cercana que nos hubiera gustado. Mis padres se habían divorciado cuando mi hermano y yo apenas contábamos con nueve años. De hecho, estoy seguro de que fueron uno de los primeros matrimonios que lo hizo en la historia de España. Aunque ha pasado mucho tiempo y ya no retengo los detalles, recuerdo el día en que nos anunciaron que se iban a separar, sentados en una cafetería. Creo que fue más traumático para ellos que para nosotros, porque a mi hermano y a mí, pese a nuestra corta edad, y eso es algo que hemos hablado posteriormente, nos pareció algo normal, pues llevábamos tiempo viendo como discutían casi a diario en casa. No supuso mayores traumas para nosotros ni hemos tenido secuelas por ello, aunque he de confesar que el hecho de que no hubiera una figura paterna en casa no fue algo que beneficiara a mi madre. Mi hermano compartía mi carácter independiente y algo rebelde, y nosotros aprovechábamos el ser dos contra uno para ganar-

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le casi siempre la partida a ella y hacer lo que queríamos. No hablo de nada fuera de lo normal, nunca fuimos chicos conflictivos, pero en las pequeñas cosas cotidianas y en alguna época más alocada nos escapábamos de su control y no podía evitar que hiciéramos cosas que le daban bastante miedo. ¡Cómo le hubiera gustado que nos hubiéramos quedado en casa leyendo un libro en vez de estar todo el fin de semana de fiesta o de ruta con la bici con los peligros de la carretera! A pesar de todo, pienso que son las cuestiones habituales para cualquier madre y, más allá de esas pequeñas historias, no creo que tenga queja de los hijos que ha tenido. Supo tirar para adelante con dos niños pequeños y los tres hemos estado siempre muy unidos. También he de decir que la relación con mi padre, que se había vuelto a casar, se estrechó mucho tras enterarse de que iba a quedarme ciego. Se involucró de nuevo en nuestra vida, se acercó a nosotros y se encargó de costear y de acompañarme en todas las operaciones. Ahora sé que eso fue otra de las buenas cosas que trajo la ceguera. A partir de ahí, sobre todo cuando definitivamente aceptó que iba a perder la vista, recuperamos mucho tiempo perdido y su presencia fue frecuente, importante y necesaria en mi vida. Con él he compartido también multitud de cosas y, en los momentos más complicados, también fue un gran apoyo al que pude recurrir. Volviendo a mi vida normal, también me gustaba mucho ir al cine, jugar a la consola y escuchar música. Fuera de esto, en aquel entonces estaba ya muy centrado en mi trabajo y tenía una vida bastante rutinaria. Me levantaba a las cuatro de la mañana, iba a trabajar, pasaba allí ocho horas, comía, descansaba y me iba al gimnasio o salía con la bici. Una vida muy común, casi diría que hasta aburrida. Todo lo contrario a la auténtica

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locura que vivo ahora y en la que estoy convencido de que soy más feliz de lo que era entonces. Esto no quiere decir que fuera un pedazo de pan sin sal. También había tenido épocas más locas, sobre todo antes de entrar en la Ford. Como cualquier joven de aquellos años (los 90), supongo. Recuerdo, de hecho, que yo salía en bicicleta y el fin de semana pasaba, por las mañanas, por delante de la antigua discoteca Spook (uno de los referentes de la denominada Ruta del Bakalao) y veía a mis amigos, que estaban todavía en el parking de la discoteca. Y yo me preguntaba: «¿Cómo les puede gustar a estos tanto el tema de la discoteca y la fiesta?». El caso es que un día me decidí a ir con ellos, aparcando la bicicleta para otro fin de semana. Subimos en un Renault 5 y llegamos allí. Jamás me había imaginado que la discoteca fuera así. Cuando entré y vi las luces, la gente bailando, el color, la música… me pareció alucinante. Entendí el porqué mis amigos salían de farra. Y desde aquel día aparqué la bici muchos más para cambiarla por la fiesta. De hecho, no puedo ocultar que he conocido mucho la noche de Valencia. ¡Lo que ha tenido que soportar mi madre! Ella sabía que no me metía en problemas, pero claro, cuando tu hijo sale de casa un viernes y llega el domingo… ¡Si es que he llegado incluso a dormir en el garaje una hora antes de volver a irme a trabajar el lunes! La liábamos parda a veces, como se suele decir. De vez en cuando me rio al acordarme de anécdotas de aquella época. Como una vez en la que, después de muchas horas de fiesta, iba hablando con un amigo en el trayecto de una discoteca a otra y, tras un rato hablando sin que nadie me respondiera, me di cuenta de que mi amigo se había quedado atrás hacía tiempo, caído en una acequia de la que no era capaz de salir y de la que luego yo tampoco podía sacarlo. ¡Y esta es una de las más normalitas! Fue una fase de mi vida por la que, supongo, pasa casi todo el mundo.

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Yo disfrutaba y mi madre, como cualquier otra, padecía cuando hacía esas cosas. Incluso cuando me iba de ruta con mi hermano en la bici. Pero la relación con ella y con mi hermano, con los que convivía entonces, era excelente. Ellos fueron mi gran apoyo y lo siguen siendo. Por fortuna, no han sacado a la luz algunas de las fotos que me hice en aquellos años. Podríamos resumirlas en que quizá no había encontrado el buen gusto en el vestir… Sin embargo, en los últimos tiempos todo eso había quedado atrás. La fiesta era algo muy eventual. Mi gran preocupación era el trabajo, mi formación y la familia. Y había recuperado la afición por el deporte. Llevaba una vida algo monacal. Para ser sinceros, no tenía una rutina que me gustara, más bien al contrario. Pensaba muchísimo en el futuro, me hacía muchas preguntas sobre él. Tanto, que no disfrutaba del presente. Siempre estaba pensando qué podía hacer para mejorar mi situación, qué camino tomar y cuál no… y eso no me dejaba aprovechar lo que tenía en ese momento. Me preocupaba especialmente el tema laboral, meditando sobre hacia dónde iba y si iba a ser capaz de continuar así durante mucho tiempo… No me apasionaba nada. No me gustaba lo que hacía, ni mi trabajo y eso me hacía sufrir. No era una persona infeliz, pero no cumplía la primera regla que desde hace muchos años trato de transmitirle a todo aquel con quien tengo oportunidad de hablar de este tipo de situaciones: haz lo que te guste. Es un horror para alguien que no hace lo que le gusta levantarse cada mañana temprano, coger el coche, pasar entre ocho y 12 horas encerrado en una fábrica… En ese momento me faltaba la decisión que tengo en la actualidad para cambiar mi vida y hacer otras cosas. Ahora siempre me viene a la cabeza una frase que dijo Steve Jobs en su famoso discurso de Stanford: «Todas las mañanas me miro en el espejo y me pregunto: ¿si este fuera mi último día, querría hacer lo que estoy haciendo? Y si la respuesta es no durante demasiado tiempo, es que tengo que cambiar algo».

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Uno de mis recuerdos más recurrentes de aquel entonces era que tenía la firme decisión de no meterme en una relación estable que acabara en matrimonio e hijos. No me veía con esa vida. Es curioso, porque precisamente ahora veo lo que no era capaz de atisbar en aquella época. Y son las horas que paso con mi mujer, las que pasaré con mi hija y las que disfruto con la familia las que más aprecio de mi día a día. Y eso lo valoro muchísimo más con 40 que con 25 años. El deporte, como digo, era una afición, aunque no me venía de nuevas, porque había estado muy involucrado en diversas prácticas durante muchos años. Había estudiado en las Escuelas EPLA, en Godella, y ahí tuve mis primeros escarceos, de la mano de Bernardino Molina, que fue mi mentor deportivo. Cuando tenía unos 15 años, nuestro profesor llegó un día con el peso a clase y me tocó cogerlo. Recuerdo ese instante como si me acabara de pasar: fue como sentir algo. Yo era muy pasivo en clase a la hora de practicar deporte, no quería hacerlo e incluso aseguraba que no me gustaba. Creo que en aquella etapa casi todo lo relacionado con la escuela no era de mi agrado y eso incluía el deporte, que no me atraía ni dentro ni fuera de las aulas. Pero esa bola lo cambió todo. Me enamoré sin saber el porqué, cuando nunca me había llamado la atención nada que supusiera un esfuerzo físico. A partir de ahí nació esa relación con el atletismo y con los lanzamientos que, poco a poco, se fue haciendo más grande. Entrenaba duro, trabajaba con ilusión y, conforme mi amor por esta disciplina fue aumentando, fui participando en pruebas y cosechando éxitos. De repente, apareció el Valencia CF, que en aquel tiempo tenía sección de atletismo, y me fichó al ver que tenía cualidades. Mi buen hacer en algunas de estas competiciones y mi aparente potencial llamó la atención de los entrenadores, que vieron en mí a alguien con posibilidades de hacer cosas interesantes en el atletismo. Fue todo un orgullo que un club como el Valencia se interesara de esa manera y apostara por mí para formar parte de su equipo.

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Tiene narices el tema, puesto que hoy colaboro en un proyecto llamado Di-Capacidad con el otro club de la ciudad, el Levante UD. Al menos puedo decir que soy una de las pocas personas que ha formado parte de ambas entidades. Empecé a entrenar con un técnico de la casa, José Vicente González Speedy, que fue la persona que me estuvo ayudando en el Valencia desde el principio y el que me inició de forma más técnica en los lanzamientos, sobre todo en el peso y el martillo. Fue tanta la implicación que en peso, en categoría cadete, llegué a quedar tercero de España. Luego estuve centrado en el martillo hasta los 19 años, pero en ese momento la juventud y las ganas de vivir la vida pesaron más que la disciplina y dejé de hacer deporte de forma estricta y rutinaria. Hasta entonces, pese a todo, no me había ido nada mal. Incluso llegué a hacer la marca mínima para estar en un Mundial, aunque no me seleccionaron nunca para ir. Eso dice mucho del nivel de deportista que era… Entrenaba dos o tres horas al día, cinco días a la semana y los fines de semana competía. Es una etapa que recuerdo con mucho cariño, porque me lo pasaba estupendamente y me proporcionó las bases técnicas y humanas para poder, años más tarde, llegar a donde estoy ahora. Me dio unas herramientas que tiempo después he podido utilizar y sigo utilizando. Y me permitió conocer a una serie de personas que, cuando años más tarde perdí la visión, me tendieron la mano y me ayudaron a tener mi segunda oportunidad. Pero por circunstancias de la vida (los estudios, la cabeza que no estaba donde tenía que estar, las chicas, la fiesta, las hormonas revolucionadas) lo dejé. Como cualquier joven, apareció un mundo que me hizo desconectar de la dedicación al deporte. No lo abandoné del todo, porque me apunté al gimnasio, aunque no era más que por estar en forma…. ¡y fuerte y guapo, que siempre he sido muy presumido! No fue hasta que

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me centré, cuando de nuevo recuperé el gusto por la competición y la afición por la bicicleta. No suponía la misma exigencia y dedicación que en mi época de lanzador, si bien esa renovada afición por el deporte, en este caso por la bicicleta de montaña, me hizo recuperar la pasión. La inmensa mayoría de esos recuerdos son maravillosos. Sin embargo, hay uno que queda al margen. Soy diabético desde los tres años y ser insulinodependiente, para un deportista, no era entonces nada sencillo. En aquellos tiempos, las insulinas eran animales, no sintéticas como ahora. Actuaban de una forma mucho más lenta y solo podían inyectarse dos veces al día, una por la mañana y otra por la noche. De esta manera, durante todo el día había que tener mucho cuidado para no sufrir una hipoglucemia, que el azúcar se disparara o cualquier otro problema derivado. Por poner un ejemplo, comer hidratos, vitales para un lanzador, es algo que crea mucho azúcar. Los ejercicios de pesas suben los niveles de azúcar, pero los aeróbicos como correr, por el contrario, los bajan. La adrenalina, el estrés, la carga física o el miedo también descontrolan de forma importante tus niveles. ¡Vamos, todo lo habitual en un atleta! Ahora todo es más fácil. Antes o después de una competición, de una comida o un entrenamiento puedes acudir a la insulina para regularte. Pero eso, hace casi 30 años no era posible, porque con la inyección de la mañana pasabas todo el día y era necesario llevar un control máximo. Sinceramente, era un sufrimiento, agobiante y hasta peligroso. Donde peor lo pasaba era en los viajes, cuando íbamos a una competición. Tenía que ir a todos lados con las jeringuillas metidas en un congelador. ¡No os imagináis la de problemas que me ha creado esto con policía, jueces y organizadores en más de un desplazamiento! Si comíamos en un restaurante, yo no podía comer lo mismo que mis compañeros y debía tener mucho cuidado. Y con los menús cerrados que teníamos en muchos de los viajes, a veces rozaba el peligro muy de cerca, aparte de que por sí mismo

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ya suponía una molestia tener que ser siempre el especialito del grupo. Antes de una prueba deportiva tenía miedo. Debía tener mucho control mental puesto que, como ya he dicho, la adrenalina o el estrés podían suponerme un gran problema. Y he de reconocer que he tenido más de un susto, pues, como es evidente, en situaciones especiales como una competición, con descontrol de horarios de comidas, de sueño, alimentación diferente y cargas de estrés extra, es imposible llevar un control tan estricto. Por fortuna, todo esto ha cambiado y en la actualidad no es difícil ser deportista diabético. Tampoco es que sea algo cómodo, pero la ciencia ha avanzado y en estos momentos, con un poco de cuidado y sobre todo conociendo tu cuerpo, es algo que puede formar parte de tu vida sin mayores quebraderos de cabeza, seas deportista o no. Ahora me doy cuenta de que todas estas historias son fases de la vida y han sido positivas. El trabajo sin pasión, los años más descontrolados… Todo eso me vino y me sigue viniendo de maravilla para echar un vistazo atrás de vez en cuando. Me ha servido para cometer mis errores, sin duda, pero también para darme cuenta de dónde había tropezado y de por dónde no tenía que volver a pasar. Eso me hizo madurar mucho y, felizmente, hoy forma parte del pasado.

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EL APRENDIZAJE DE LA CEGUERA CASTELLARNAU

Ya no podía pasarme más tiempo aletargado, dejando transcurrir los días entre las paredes de mi casa. Había quemado el último cartucho con las operaciones y me di cuenta de que mi lucha ya no era por volver a ver, sino por ver de otra manera. No había otra salida más que cambiar el chip y comenzar a reorganizar mi vida. Me dije una cosa a mí mismo, al estilo de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó: «Jamás volveré a sufrir» y esa se convirtió desde entonces en mi filosofía, la que me hace vivir y triunfar. No es que no haya vuelto a sufrir o pasarlo mal, al contrario. Pero por muy negro que salga el día, como me dije en aquel momento, toca levantarse. Todos los días sale el sol, y si no sale, ya me encargo yo de sacarlo. He de reconocer que las primeras veces, cuando decidí comenzar a hacer cosas desde mi nueva condición de ciego, no fueron nada bien. En honor a la verdad mi madre me lo hacía prácticamente todo, desde cocinar hasta prepararme la ropa o

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guiarme a cualquier sitio. Para el resto, como el aseo personal, tiraba de astucia y no funcionaba muy bien, no voy a mentir. Aun así, no me quedaba otra: tenía que intentarlo. Entonces tuve que afrontar otra cuestión: no tenía ningún tipo de ingresos y las preguntas que tenía en mi cabeza eran: ¿qué hago? ¿qué tengo? ¿de qué vivo? Ante estas cuestiones, la única respuesta que aparecía en mi cabeza era la ONCE, reaprender a ser ciego junto a ellos. No podía desempeñar otro papel, así que peleé por formar parte de esta organización y aunque no fue sencillo, al final lo conseguí. Lo primero que hicieron cuando logré mi acceso a la ONCE fue asignarme una trabajadora social, Mariví, y un psicólogo, Javier. No solo yo trabajaba con ellos, también lo hacía mi madre, porque ella, como yo, requería de terapia para aceptar mi nueva realidad y saber cómo tratarme, cómo ayudarme, cómo involucrarse en mi nuevo mundo. Me hace gracia recordar a Javier, porque era un poco como el profesor chiflado, cariñosamente hablando. Aunque yo no le veía la cara, así me lo imaginaba, con pelos alocados, porque era la sensación que me transmitía, algo estrambótico, histriónico, atolondrado, pero un gran profesional que me sirvió de mucha ayuda. De hecho, me alegro de que siga en la ONCE y pueda continuar apoyando a mucha gente como lo hizo conmigo. En los primeros días con él, el trabajo principal era el de terapias de relajación para eliminar toda la ansiedad que había acumulado en los últimos meses. Poco a poco, nos centramos en el trabajo de aceptación, porque, aunque había asumido que me había quedado ciego, todavía me quedaban las últimas fases de aceptación total, pese a que no era consciente de ello. Un año más tarde me di cuenta, con una situación muy concreta y clave en mi vida, de que me quedaba todavía una última etapa del proceso por cumplir.

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Por ese motivo, los esfuerzos del psicólogo se enfocaron en hacerme comprender lo que iba a ser mi futuro, asumir que había perdido algo, pero que debía empezar a construir un nuevo mundo. Esa rabia y ese sentimiento de pérdida tras quedarme ciego, me ayudaron a transformar esa negatividad en algo positivo como fuerza, coraje y empuje para volver a caminar otra vez. Fue una etapa muy enriquecedora para mi desarrollo y no puedo más que agradecérselo. Durante ese proceso, Javier y Mariví pusieron sobre la mesa una serie de cosas: hacia dónde debía ir, cómo podría ser mi porvenir, qué opciones podría haber, qué quería hacer y qué puertas debía abrir primero. Se desplegó entonces todo un abanico de posibilidades, desde estudiar a hacer deporte o conseguir un trabajo como el de vender el cupón… Pero para hacer cualquiera de esas cosas, primero necesitaba una formación, en este caso en ceguera, estudiar cómo ser ciego. Ellos valoraron que tenía que pasar una rehabilitación total, reaprender a vivir, desde cero, completando un reaprendizaje sin visión. Y es que yo no sabía moverme, no sabía coger un bastón (que no es tan fácil como pueda parecer, más bien al contrario), no sabía reconocer objetos como los billetes y las monedas (imprescindible para la venta del cupón), no era capaz de manejarme en mi entorno con normalidad… En resumen, no sabía desenvolverme como ciego, ni valerme por mí mismo, así que tenía que conseguir las herramientas necesarias para poder afrontar mi vida sin depender de alguien en todo momento. Debía formarme. Por tanto, la opción, casi obligación, que se presentaba ante mí era pasar por las manos de un TRB (Técnico de Rehabilitación Básico), algo así como un maestro en ceguera, un profesor que me enseñara a vivir sin luz, a valerme por mí mismo en

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un espacio de oscuridad que era ya mi nuevo mundo. Y es así cuando aparece Barcelona… La ONCE tenía una escuela en Catalunya, en Castellarnau, en el término municipal de Sabadell, y ese iba a ser mi destino. Si bien ahora cada delegación cuenta con su propio programa de TBR´s, en aquel entonces el centro de Castellarnau, ya desgraciadamente desaparecido, era la mejor opción. La decisión fue rápida. En menos de dos meses hice las maletas y para allá que me fui. Aunque nos daba a todos un poco de miedo, en especial a mi madre y a mí, pronto comprendimos que era la única vía. Era necesario si quería tener un futuro, si quería empezar a reescribir mi historia. Así pues, acompañados de mis tíos, pusimos rumbo al Centro de Rehabilitación para Ciegos Adultos Ignacio de Satrústegui y Fernández en Castellarnau. Un centro que nos impresionó nada más llegar por sus dimensiones, su belleza y la cantidad de instalaciones que tenía, desde grandes espacios ajardinados a biblioteca, salas recreativas, piscina cubierta o enormes zonas comunes con diferente funcionalidad, entre otras. Un lugar que nos sobrepasaba por su tamaño. ¡Y en ese gigantesco edificio tendría yo que orientarme sin mis ojos! Tras presentarnos en la que sería mi casa durante los siguientes meses nos recibió la directora y esa fue la primera gran sorpresa, sobre todo para mi madre, porque se trataba de una persona invidente. Ver como se manejaba dirigiéndonos por pasillos hasta su despacho, con un ordenador, con papeles... en definitiva, desempeñando un cargo directivo con seguridad y eficiencia, le hizo alucinar. Ahí nos dimos cuenta de que me esperaba un universo nuevo que era esperanzador. Superadas las formalidades, nos enfrentamos al momento de la despedida. Ha pasado mucho tiempo y, sin embargo, es uno de los instantes que revivo con más fuerza y aún me emo-

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ciono al rememorarlo, porque fue muy triste y duro. Y es que no podía ser de otra manera, ya que, pese a mis 26 años, siempre había vivido con mi madre, bajo su cuidado y amparo y ahora, ciego, me quedaba solo por primera vez en un entorno totalmente desconocido para mí. Recuerdo el llanto de mi madre. Le di un beso a ella y a mis tíos y nos abrazamos todos juntos llorando a moco tendido. Me quedaba interno en el centro y comenzaba mi nueva vida sin su mano protectora. Pero, pese al miedo, esas lágrimas también contenían una emoción de alegría y un halo de consuelo, porque era un adiós esperanzador. Dejaba allí interno a un hijo ciego con una maleta, con la confianza de reencontrarse, superado un tiempo, con alguien capaz de valerse por sus propios medios. Allí pasaría casi seis meses en los que apenas nos veríamos y, como los móviles por entonces eran un lujo, tampoco tendríamos una comunicación habitual. Se marcharon y comenzó mi estancia en Castellarnau, un centro en el que entrábamos en grupos de 12 ó 15 personas provenientes de diferentes lugares, con distintas edades e historias de vida y con una única cosa en común, algo que nos igualaba a todos: que éramos ciegos. Era como un Gran Hermano de ciegos que llegaban sin conocerse, se metían en una casa y tenían que convivir y hacer pruebas juntos para avanzar. Cada uno con un carácter distinto y un pasado diferente. Había gente joven como yo con toda la vida por delante, otra más mayor ya con familia, hijos e incluso nietos, gente que había tenido un accidente, unos con más problemas físicos que otros… Cada uno tenía su particular guión, pero todos compartíamos un objetivo común: volver a disfrutar de la vida y tener un futuro mejor. Yo pensaba que nada más llegar allí lo primero que iban a hacer era darme un bastón y decirme: «Toma, ahí está, a manejarlo». Nada más lejos de la realidad. El bastón estaba reservado para el momento de hacer el trabajo de movilidad en la calle, pero dentro de esa monumental escuela no era una opción, al menos no para un recién llegado con tanto

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que aprender. En realidad, lo primero fue conocer al TRB, la persona que se pasaría prácticamente 24 horas al día junto a mí, que me educaría y enseñaría, que me orientaría y me daría valor en este nuevo universo de oscuridad, como un padre con este recién nacido ciego de 26 años. Se llamaba Josean. Era un tipo serio, pero muy agradable y con un sentido del humor muy especial. ¡Y muy fan de la Real Sociedad! Aunque no es mi gran pasión, el fútbol me gusta, pero nadie soporta que le hablen tanto de un equipo de fútbol. Su mujer también era TRB en el centro y los dos crearon mi principal círculo de confianza durante mi internamiento. Tuvimos una muy buena conexión. Uno de los elementos que nos unió al principio fue que él también tenía un bóxer, como mi perro Tyson. Utilizó eso como vínculo y como herramienta de motivación, porque hablábamos mucho de perros (más incluso que de fútbol, por fortuna) y él me empujaba a aprender diciéndome que en poco tiempo estaría paseando a Tyson sin problemas. «Yo te enseñaré», me aseguraba. Tiempo después, cuando ya me manejaba con soltura, me llevó a su casa a conocer a sus perros. Me puso la correa de uno en la mano y me invitó a pasearlo. Fue una pasada. No supuso nada más que sacarlo al parque, pero ese momento, viéndome como dirigía al perro como había hecho tiempo atrás con mi bóxer, fue como un soplo vital de enormes dimensiones, como estar de nuevo en marcha. Eso me hizo querer avanzar más rápido aún. Un TRB no es solo un instructor. Es quien te ayuda a levantarte cuando las cosas no van bien, quien te empuja, te motiva, te escucha y ayuda a luchar contra tus temores y frustraciones. Tu apoyo, tu escudo, tu protector al margen de tu instructor. Te da las herramientas necesarias para poder vivir el resto de tu vida. Es su trabajo, lo sé, pero aun así, es alguien con el que te sientes en deuda para siempre. Mi primera lección nada más marcharse mi familia, y mientras mi TRB me conducía a mi cuarto, fue aprender que todo el suelo estaba configurado por

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alfombras que ejercían de guía para moverte a todos los sitios, para saber por dónde teníamos que caminar si queríamos acceder a cualquier pasillo, habitación, zona o sala. En un principio, nos ayudábamos palpando las paredes y con la voz, para saber quién venía y por qué lado. ¡La de golpes que nos dimos hasta controlar el espacio! Casi era una forma de conocer a la gente, porque golpe tras golpe nos íbamos reconociendo. La primera noche tras mi llegada me sentía como si estuviera en un campamento. Las dudas se habían transformado en expectación e ilusión por aprender, por conocer a mis compañeros, por saber qué iba a ocurrir. Al fin y al cabo era la primera vez que salía de casa. Tomé muchas fuerzas, porque me di cuenta de que solo el hecho de estar allí significaba un nuevo comienzo. Esa noche conocí a Víctor, el que sería mi primer compañero de cuarto, pues al principio nos colocaron en habitaciones compartidas. Era un chaval también joven, como yo, que, como él mismo me reconoció, entraba con pocas habilidades, ya que había estado muy sobreprotegido por su familia, algo que no era raro encontrar por allí, porque así es como nos habían tratado a la mayoría. Estar juntos nos vino muy bien a los dos, puesto que despertó nuestro espíritu de superación. Éramos jóvenes y teníamos muchas ganas de formarnos para volver a vivir. Nos motivábamos mucho el uno al otro y cuando hablábamos por la noche, nos contábamos nuestros objetivos y ambiciones para el futuro. Teníamos ganas de avanzar y comenzar nuestra nueva existencia fuera de la escuela. E imaginábamos, juntos, cómo sería a partir de entonces, vendiendo el cupón y esas cosas. Era una persona muy risueña, que siempre estaba riéndose y gastando bromas. Hasta el punto de que un día fui a mi cuarto y él se había llevado mi chaqueta. ¡Pero lo gracioso es que ahí ya no éramos compañeros de cuarto! Fíjate si era despistado que se había metido en mi cuarto y no había ni reconocido su chaqueta. Me dijo que era una broma, pero

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yo no me lo creí. Simplemente era bastante desorientado en ocasiones. A la mañana siguiente, la primera en el centro, mi enseñanza comenzó en el desayuno, algo que me cogió desprevenido. Esa era la primera clase. Tu TRB te instruye en cómo desayunar y no te deja levantarte hasta que finalices, de una manera u otra, por ti mismo. Te va dando los pequeños trucos y claves que día tras día debes ir asimilando mejor. «Busca la tostada, unta así la mantequilla porque es más sencillo, comprueba si has dejado migas». «Una pieza de fruta, habrá que pelarla, ¿no?». Cosas que a todos los que estábamos alrededor de la mesa al principio nos parecía utópico que nos lo pidieran. Desde comprobar si te has dejado algo de comida, a saber si has derramado algo, si te han caído restos en los pantalones, llenarte un vaso… Servir agua era una de las cosas más difíciles para algunas personas, porque para lograrlo hay que utilizar el dedo metiéndolo dentro del vaso, para saber cuando estás llegando al borde y no derramar el líquido. Pero claro, el objetivo es comer con gente y no hacerlo de forma desagradable. Me defendí bastante bien para ser la primera vez, aunque más de uno se mojó casi media mano. Ahí es cuando te das cuenta de que, en el mundo de los ciegos, como en el de los videntes, hay personas más habilidosas y otras menos mañosas. Otra lección a las pocas horas de estar allí. En general, casi todas las primeras veces nos pusieron en evidencia a la gran mayoría. Y eso, aunque a veces frustraba, nos vino bien, porque nos permitía reírnos los unos de los otros e incluso de nosotros mismos, y hacer todo el adiestramiento más llevadero, con una sonrisa pese a los constantes errores. La jornada diaria estaba saturada de actividades que, en buena parte de los casos, no había hecho en mi vida y que ahora me tocaba hacerlo sin ver. De repente tenía que plegar la ropa,

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doblar calcetines, planchar camisas… Mi madre no se lo hubiera creído nunca. «Busca la punta, cógelo de ahí y empieza a doblarlo». «Extiende la camisa y comprueba si la plancha está caliente». ¡Si ni sabía hacerlo cuando veía! Me acuerdo cuando llegó la hora de cocinar. La instructora encendió el fuego y me dijo: «Pon la mano encima». «Perdona, no sé si te has dado cuenta, pero yo no veo». «Por eso mismo», contestó. Yo solo pensaba: «¿Tú estás loca? ¿Cómo voy a meter yo la mano ahí con el fuego?». Pero tenía que colocar la mano sobre la llama para saber exactamente dónde tenía que situar la sartén. No me atrevía y casi me tuvo que poner la mano en el fuego ella, porque claro, yo solo pensaba en que iba a quemarme. A pesar de ese comienzo, aprendí a cocinar mejor de lo que lo hacía antes. En realidad, antes solo me hacía alguna cosilla y en el centro tuve que hacer muchas más. En otra de las clases nos enseñaban trucos para el funcionamiento de pequeños aparatos de la vida cotidiana. Ahora hay grandes aparatos que te dicen si la luz está encendida o apagada, pero eso en aquel momento no existían y había que aprender técnicas como, en este caso, saber que la posición de interruptor hacia arriba quiere decir que está encendida y para abajo apagada o, simplemente, tocar la bombilla. También contábamos con cursos de estética: arreglarse las manos, las cutículas de las uñas, maquillarse para las chicas, ponerse una crema, peinarse y, en definitiva, cómo llevar a cabo el aseo personal. Qué importantes son para estas cosas el tacto, el orden y el instinto. Para alguien presumido como yo, eran unas lecciones fundamentales. Nos hablaron también por primera vez de una palabra que sonaba a chino, pero que iba a ayudarnos como si la conociéramos desde la cuna: Tiflotecnología. Son técnicas y recursos para procurar a los ciegos y deficientes visuales los medios

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oportunos para la correcta utilización de la tecnología con el fin de favorecer su autonomía personal. Desde usar una máquina de escribir o una calculadora a una impresora de braille o un programa de cálculo. A nuestra rutina habitual se sumó, habitualmente, la clase de mecanografía con una Perkins. Recuerdo que me costaba muchísimo esa máquina, ¡pero aprendí! Comer era más pesado. Puede que parezca una tontería, pero era muy complicado manejarse con los cubiertos y, sobre todo, conseguir hacerlo de una forma elegante, sin mancharse, sin dejar la mesa de una forma grosera y sucia, para que no parezca que ha estado comiendo un niño indecoroso. Para más inri, algunos alimentos no te lo ponen nada fácil. Imaginaos aprender a comer alimentos como el pescado, quitarle las espinas sin ver… ¡uf! Y encima el instructor parecía que no se conformaba con nada. «Coge el pan y córtalo». «No, si yo no como con pan». «Da igual, es para acompañar, quiero que aprendas a hacerlo, es una herramienta más». Así eran todos los días. Luego teníamos curso de manualidades como macramé. No es que me gustase mucho, si bien es cierto que ayudaba bastante a desarrollar la sensibilidad, a potenciar el sentido del tacto. Yo prefería trabajar con madera y barro. Ahí si me divertía. Me encantaba utilizar mis manos con esa habilidad. Hacíamos las piezas, las metíamos al horno, las pintábamos y eran jornadas muy amenas, ya que estábamos en grupo y las conversaciones eran muy graciosas. Sobre todo porque teníamos un compañero mayor que no daba una el pobre y hacía unos desaguisados que eran la burla de todos los demás. ¡Cómo disfrutaba! Aún hoy conservo algún vaso y algún jarrón que hice en aquella época y que guardé como recuerdo. Actividad tras actividad, comencé a apreciar que, casi sin darme cuenta, mis otros sentidos iban desarrollándose a un nivel al que yo no imaginaba que podrían llegar. Un universo

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de sonidos, olores y sensaciones comenzaba a tener presencia en mi día a día y se iban incorporando a mi universo habitual. Siempre me han gustado los cómics, así que empecé a sentirme un poco como Daredevil. Para quien no sea tan friki como yo, se trata de un abogado que se queda ciego y que, tras ejercer su oficio de día, se viste de superhéroe por la noche para combatir el crimen en su barrio aprovechando sus privilegiados sentidos. La Cocina del Infierno se llama el lugar, en Nueva York. Casi es mejor no verlo… Pero volviendo a las clases, creo que la que más odiaba era la de braille. Para mí fue lo peor. Aprendí, tal vez no todo lo que debiera, pero lo hice, aunque no ponía todo mi empeño y se notó. Y no me ocurrió solo a mí, sino a todos los que estábamos allí, porque la verdad es que es muy complicado. De hecho, en la actualidad no lo utilizo en mi vida diaria. Por el contrario, el momento que más disfrutaba era la clase de movilidad. Por fin nos enseñaban a utilizar el bastón y sus técnicas, como el doble punto o el barrido. «Bastón parte izquierda, pie derecho mueve, y viceversa, siempre invertido a nuestro movimiento». Qué ganas había tenido de escuchar estas palabras. Aquí sí atendía con interés y aprendí realmente rápido. La verdad es que sientes una magia especial cuando comienzas a utilizar el bastón, porque sabes que es la herramienta que te va a dar libertad. Con él puedes moverte por ti mismo con más comodidad. Bueno, comodidad cuando te habitúas a él y logras convertirlo en la prolongación de tu brazo, pues hasta entonces solo iba de pared a pared, como si estuviera borracho. Golpe a un sitio, golpe al otro, escalón que me como. Menos mal que los circuitos del centro estaban preparados para los golpes, porque con los que le di… Parecía que estábamos picando en la pared en vez de tratando de orientarnos. Costaba hacerlo y, sobre todo, lograr andar en línea recta, pero me

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encantaba cada vez que conseguía completar un circuito sin grandes problemas. En esta asignatura, aunque algunos llevaban incluso años ciegos, no todo el mundo era capaz de desenvolverse. De hecho, había gente que no sabía moverse y se frustraba. Eso te desalentaba un poco, ya que al final estabas compartiendo su sufrimiento. Cuando ya estábamos más maduros llegó la siguiente fase: nos subieron a una furgoneta y por fin salimos al exterior. Acompañados por el instructor comenzaba el trabajo de aprender a movernos en un entorno desconocido, clases en las que nos enseñaban a interactuar con el entorno sin la vista, interpretando los sonidos, el ruido, el tráfico, las voces, los espacios. Qué libertad era poder volver a caminar por la calle sin ir agarrado del brazo de nadie. Pero al mismo tiempo, ¡qué miedo! No me olvidaré de mi primer paso de peatones. El instructor me dijo: «Ahí está el borde». Y yo solo pensaba: «Pero dónde, si no lo noto». «Pues ese borde es la línea fina que te puede delimitar la vida de la muerte». Se te queda grabado para siempre. Después de eso, la siguiente cuestión fue: «Escucha el sentido del tráfico, porque esa es tu guía para que no te arrollen y saber cuándo debes avanzar o esperar». ¿El tráfico? ¡Si yo solo oía ruido! Lo primero que nos enseñan a los ciegos sobre movilidad en el exterior es a interpretar el tráfico. Siempre hay que moverse en ese sentido. Y a veces me frustraba si el instructor me tenía que frenar o corregir, porque había interpretado mal. Conforme íbamos progresando, el instructor se iba apartando más de tu lado, se iba quedando atrás. Hasta que llegó el día en el que me metieron un papel con un teléfono en el bolsillo y me dijeron: «Ahí tienes el teléfono del centro por si te pierdes o pasa algo. La furgoneta te recogerá donde acabamos siempre el recorrido. Te esperamos allí». ¡Madre mía! Aunque había-

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mos hecho el camino mil veces junto al instructor y aunque estuviese deseando mucho tiempo que llegara ese momento, el pánico inicial era inevitable. Especialmente por el miedo al tráfico porque, aunque había progresado, aún no tenía una gran seguridad ni confianza en mi capacidad. Suerte que estos desplazamientos los hacíamos por la zona de Vic, una población de la provincia de Barcelona, de unos 30.000 habitantes en aquel entonces, donde el paso de coches y motos no era muy intenso. El temor llegaba cuando me paraba a pensar qué haría cuando volviera a Valencia, donde el tráfico era una selva comparado con aquel. Si a veces ya me superaba Vic, qué iba a hacer cuando volviera a casa. Otra cosa que se aprende es la importancia de la voz, lo fundamental de interactuar con la gente, de preguntar y lo bueno es que allí estaban acostumbrados a ser interrogados por los ciegos de la escuela y la gente te ayudaba sin problemas. Menos mal, porque la primera vez, al llegar a un paso de peatones solo me faltó gritar ¡SOS, SOS! con un megáfono. Me agarré al brazo de la persona que me ayudó, con tal fuerza, que estoy seguro de que le hice daño. Despacito y con buena letra superé aquella primera prueba y llegué a mi destino, como todas las veces posteriores, lo que me fue cargando de ánimo y energía. Tanto que, en cuanto me vi preparado, no dudé en pedir que me dejaran ir a Valencia de visita. No sabéis la ilusión que me hizo. Me había ido como alguien hundido e indefenso y seguramente esa sería la concepción que seguirían teniendo mis padres de mí, a causa de la gran desconexión que vivíamos en aquellos momentos. Pero me moría de ganas de bajar del tren. De sorprenderles. De caminar junto a ellos sin cogerme del brazo de nadie. De pasear por mi ciudad con la cabeza alta y notar que la preocupación de

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la gente que me vio en los primeros días de ceguera se convertía en admiración ante lo que había conseguido avanzar. Entendía esa admiración, pues a mí me pasaba lo mismo en Castellarnau. Uno se entusiasma y se refuerza cuando los que te rodean, que habían aterrizado en Barcelona con muchas carencias, van dando pasos hacia delante. Allí, el éxito de uno va siendo el de todos. Recuerdo que, en nuestros comienzos, después de cenar, había un hombre mayor que se tomaba un café, cogía el bastón y decía: «Venga, me voy a pasear». ¡Y salía a dar una vuelta como si nada! Eso era algo reservado a los más avanzados, para los que la oscuridad ya casi no tenía secretos. Él, que había llegado antes que nosotros también con pocas habilidades, ya había alcanzado tales logros. Eso nos despertaba envidia sana y nos motivaba. Mucho. La primera vez que me dieron a mí el bastón para salir a pasear sin instructor por los alrededores del centro, ya había pasado el ecuador de mi formación y ya era un experto en las calles de Vic, que me conocía casi de memoria. Ahí radicaba la diferencia, pues el exterior de la escuela no era un territorio conocido pese a su cercanía. Salimos en grupo, eso sí, y recuerdo que íbamos diciendo cosas como «pues yo he tocado una farola, yo un escalón, yo una pared,…». «Cuidado que aquí hay un seto». Madre mía, era como si estuviéramos descubriendo el mundo de nuevo y compartiendo juntos cada hallazgo. No podía ser de otra manera, ya que habíamos formado un buen equipo entre los que entramos al mismo tiempo. Cada vez que hacíamos terapia conjunta siempre acabábamos riéndonos. A pesar de lo que habíamos pasado y de que estábamos en el centro solos, conservábamos el sentido del humor y la mayoría de las conversaciones se centraban en nuestras experiencias allí, en especial en nuestras numerosas metidas de pata diarias… Por eso solíamos acabar a carcajada limpia. Eso sí, era

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una buena terapia y un buen grupo. ¡Tan unido que hasta vivimos alguna historia de amor! Vamos, como el Gran Hermano que yo decía que éramos. De mí también se reían, no creáis que no. Como con mi anécdota del gorro, por ejemplo. Antes de llegar al centro, uno de los requerimientos en las instrucciones que te dan es el de llevar gorro de baño y gorro de lluvia. «Gorro de baño lo entiendo, pero ¿gorro de lluvia? Eso es una capucha, ¿no?», me decía yo, y durante un tiempo les comentaba a mis compañeros que los gorros de lluvia eran ridículos y que iban a parecer bobos si iban así por la calle. Hasta que un día la lluvia nos cogió por primera vez en la calle, yo me puse mi capucha y me llevé una enseñanza acompañada de un chapuzón y de muchas burlas. Una capucha te cubre las orejas, lo que te impide escuchar con nitidez y, por lo tanto, te hace perder las referencias, mientras que un gorro para la lluvia no te tapa las orejas y te permite escuchar con claridad. Así que, a los pocos segundos me di cuenta de que tenía que elegir entre escuchar o mojarme. La elección era clara. Volví a la escuela calado hasta los huesos y tragándome mis palabras. A partir de entonces me dio igual si el gorro era ridículo y comencé a llevármelo a todas partes cuando amenazaba lluvia. Pero eso no evitó que mis compañeros me repitieran mis palabras cada vez que llovía. Me la devolvieron y con razón. Me acuerdo con nostalgia de algunos de ellos como Ricardo, un señor mayor, muy educado y agradable, que había sido director de banco y, de repente, de la noche a la mañana, le habían dicho que iba a quedarse ciego. Y ahí estaba, ya con una edad, aprendiendo como un niño pequeño a orientarse en el mundo de nuevo. O de un compañero de habitación que tuve después de Víctor. Era un chico de Bilbao que con el impacto de una pelota de goma de la Ertzaintza había perdido un ojo y tenía muy mala visión en el otro. Con él creé una buena relación

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en el centro. Hasta que me lo pusieron en mi misma habitación… ¡Cómo roncaba! Parecía un auténtico camión. No podía soportarlo y tuve que quitármelo de encima y pedir que lo cambiaran de cuarto a los pocos días. Eso hizo que me empeñara en conseguir una habitación individual. No más compañeros. Menos mal que la conseguí, cosa que además me vino muy bien para mi desarrollo personal, porque me obligaba a tenerlo todo muy ordenado y controlado. También había una chica que era diabética igual que yo y que, para mayor casualidad, era de Valencia. Había pasado tantas operaciones que, al contrario de lo que me ocurría a mí, ya no conservaba el globo ocular. No tenía ojos, mi mayor temor, lo que yo no quería que me pasara bajo ningún concepto. Nos convertimos en buenos amigos. Era una chica que pasaba mucho miedo. Recuerdo que se ponía tan nerviosa que doblaba los tacones cuando iba con el bastón. Del pánico que sufría, era incapaz de ir con tacones sin destrozarlos, de lo que le temblaban las piernas. Ella lo contaba como una anécdota, pero lo cierto es que era desalentador, porque le costaba mucho avanzar en su movilidad y se frustraba. Fue esta chica, junto al compañero de Bilbao, los que protagonizaron el romance del grupo. Aunque en el centro estaba controlado todo el tema de las relaciones entre compañeros y se trataba de evitar, ellos se las apañaron e incluso se escaparon en alguna ocasión a un pisito por Sabadell para disfrutar de intimidad. Eran los dos muy buena gente. No sé si continuaron como pareja tras su paso por Castellarnau, pero allí eran dos tortolitos. Mi relación con los TRB también era excelente. La gente del centro era muy especial, empática y sabía cómo hacer sentir como en casa a todos los que llegamos. Eran conscientes de que estabas solo allí, de que necesitabas mucho apoyo y de que no tenías a nadie. Y estaban acostumbrados a ver pasar a mucha gente de forma temporal y conocer sus sufrimientos, frustra-

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ciones y necesidades. Más allá de Josean y su mujer, creé buen vínculo con el grupo de chicas jóvenes que había preparándose para convertirse en técnicos. Eran muy monas, interpretaba yo por lo que podía entender, muy simpáticas y disfrutábamos de lo lindo juntos. Y como yo era un poco pillín, me gustaba coquetear con ellas y ellas me seguían el juego. Sobre todo en clases de baile las buscaba para ponerme con alguna de pareja en vez de con mis compañeras ciegas que, por lo general, eran más mayores, y eso les hacía mucha gracia. ¡Pero es que pese a estar ciego, me lo digo yo mismo, he sabido mantener mi encanto con las mujeres! Nos enseñaban el chachachá en esas clases de baile. ¡Yo aprendiendo a bailar cuando siempre había sido un hombre de barra en las discotecas! Mano derecha sujetando el cubata, mano izquierda en el bolsillo y codo apoyado en la barra. Qué vergüenza pasaba y la de pisotones que les di a las pobres. Menos mal que bailaba con las chicas jóvenes y eso le ponía interés a la cosa. Un día incluso me fui de fiesta con ellas. Era la primera vez que salía desde que era ciego. Qué bien me lo pasé, porque como ellas sabían cómo trabajar con un ciego, me lo hicieron muy fácil. Fuimos a un pub y fue genial. Música, risas, conversación distendida, ambiente… Me sentí tan vivo que insistí en ir a una discoteca, como en mis viejos tiempos. Ahí llegó mi límite, no duré nada dentro. Cuando entré me di cuenta de que no era lo mismo. No ver era un problema, pero esa música machacona que tanto me había gustado ahora era un ruido ensordecedor que me hacía perder toda referencia, que me imposibilitaba moverme. Tuve que marcharme. Sin embargo, aun así fue una noche mágica y les insistí en repetir más de una vez. Poco a poco fueron llegando las últimas fases del internamiento y, al contrario de lo que cabía esperar, fue cuando lle-

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garon para mí los momentos de mayor bajón emocional. Soy un poco ansioso y cuando quiero una cosa la quiero ya y pongo todo mi empeño. Y en ese tramo final de estancia en Barcelona yo ya me veía preparado y quería salir, regresar a mi casa y comenzar mi nueva vida. Pero, como es normal, no podía marcharme hasta completar los casi seis meses de curso, un hecho que comenzó a generarme ansiedad por las noches. Tanto, que llegué a necesitar pastillas para dormir. Quería ir más rápido de lo que podía. Qué contradicción que cuanto mejor estaba, más sufría. Ya metido en esa fase final, cuando casi estaba preparado para marcharme, hicieron que mi madre viniera a visitarme. Yo sabía que el hecho de que le dijeran que fuera a verme era una señal inequívoca de que estaba muy cerca de volver a casa, puesto que ya había visto en otros compañeros que habían superado el curso, que es cuando trabajan con las familias para prepararlas para nuestra vuelta. Cuando llegó al centro la ilusión fue especial. El objetivo de esa visita era que ella viese con sus propios ojos cómo era capaz de desenvolverme, que comprobase que había adquirido las habilidades necesarias para dejar de ser una persona dependiente. Estaba capacitado para llevar una vida prácticamente autónoma, sin necesitar el amparo constante de los que me rodeaban, y eso era algo que debían entender antes de mi regreso comprobándolo por sí mismos. Tenían que perder el miedo a dejarnos hacer cosas sin sentir que estábamos desamparados. Para ello, nos metían en un espacio que simulaba una vivienda y yo tenía que desarrollar mis habilidades adquiridas como si estuviera en un día cualquiera. Imaginaos el orgullo que sintió mi madre conforme fue viendo que era capaz de hacer casi cualquier cosa. No la veía, pero lo sentía. Al tiempo, ella también iba recibiendo instrucciones de qué debía tener en cuenta y controlar para facilitarme las cosas y no crear trampas, como, por ejemplo, no dejar las puertas o los armarios entreabiertos. Para comprenderlo mejor, ponían

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al familiar en tu lugar, le tapaban los ojos y le hacían moverse por el espacio del piso, para que entendiera la importancia del orden y de controlar los pequeños detalles que no podían pasarse por alto, o las pequeñas cosas en las que tenía que echarme una mano al principio, hasta que terminara de adaptarme. Fue un gran día. Esa despedida no tuvo nada que ver con la primera. El abrazo fue muy distinto, porque, esta vez sí, los dos teníamos claro que era un hasta luego breve. En unos días estaría de vuelta en Godella, en casa, con ella y con mi familia. Y ya no volvería a ser la persona desvalida que salió de allí. Después de casi seis meses, el gran día llegó. Mi TRB se acercó a mí y me dijo que ya estaba preparado para volver a casa. Hay que vivirlo para imaginarse cómo me sentí, la ilusión que me embargó, como si me dijeran que podía regresar después de haber estado en la guerra. Porque, aunque recuerdo con cariño esos meses, nada más lejos de la realidad el pensar que fue un campamento o una escapada de ocio. El día a día había sido un aprendizaje mental, físico y emocional muy duro, un proceso de reconstrucción interna, en todos los sentidos, para el que hubo que luchar mucho, derribando obstáculos y murallas, tanto ajenas como propias. Ese día que me dijo aquellas palabras fue como ver por fin el inicio del camino hacia los sueños que tanto se habían repetido durante la última etapa, viéndome con un trabajo, estudiando, haciendo deporte, relacionándome con mi gente,… En definitiva, comenzando una nueva vida. Se abría un nuevo mundo ante mí y estaba ansioso por aprovecharlo, por aferrarme a él. Lógicamente, la despedida fue agridulce, ya que, a pesar de la ilusión, también sabía que no iba a volver a ver a la mayoría de la gente con la que había compartido tantos buenos y malos ratos. En nuestro particular Gran Hermano de ciegos, me tocaba abandonar la casa y eso era triste para todos. Algu-

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nos salían conmigo, pero otros se quedaban allí, pues no todos tuvimos el mismo ritmo de aprendizaje. En aquella época no había prácticamente móviles ni redes sociales y marcharse era dejarlos atrás para siempre en la mayoría de los casos y daba pena. Incluso ahora siento esa tristeza, porque sería bonito saber qué ha sido de la vida de muchos de ellos. Perdí todo ese contacto y espero que ahora cuando me vean por la tele puedan decir: «Ey, yo estuve con ese tío en Castellarnau». Sería bonito. Josean y su mujer vinieron a decirme adiós a la estación. Nos dimos un largo abrazo y mi TRB me dijo una frase que no olvidaré, porque me dio mucha fuerza: «Tú eres un valiente y yo sé que vas a triunfar». Sé que eran palabras de ánimo, pues lo cierto es que allí todos éramos unos valientes, pero en ese momento me dio una carga extra de energía oír esas palabras, que luego me he repetido yo muchas veces. Cuando regresé a casa, lo primero fue solicitar un TRB local que me ayudase a adaptarme a mi nuevo-viejo punto de origen: mi casa, mi pueblo, mis lugares habituales, mi entorno social. Alguien que me enseñara a salir de casa e ir al metro, a llegar a la ONCE o a un sitio para hacer deporte. Pero no fue todo tan sencillo como aprenderme cuatro rutas y ya está, solo por el mundo. Al principio, y permitidme la comparación aunque sé que la realidad es muy distinta, te sucede como a un exdrogadicto que sale del centro de rehabilitación. Yo volvía al exterior, al mundo real, sin la protección del centro, TRB’s y compañeros, sin la red de seguridad que estaba bajo mis pies cuando lo había aprendido todo. En Castellarnau todo estaba controlado y diseñado para mi protección y ahora tenía que enfrentarme a la realidad de calles, coches, obstáculos, bordillos, puertas, mesas o sillas de lugares conocidos y desconocidos. Eso provoca vértigo y exige un proceso para perder el pánico que te entra la primera vez que vuelves a pisar la calle. Conservas todavía imágenes de lo que fueron tus rutas habituales en la cabeza,

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pero te vas dando cuenta de que nunca te habías fijado en los pequeños detalles. Incluso cuando caminaba por inercia un año antes con la vista intacta, seguramente si hubiera cerrado los ojos me hubiera arreado un porrazo de aquí te espero. Al principio, de hecho, no me atrevía ni a salir solo, porque el miedo te atenaza a pesar de todos tus nuevas habilidades. La consecuencia directa es que vuelves a engancharte más de lo esperado al mundo de la dependencia, vuelves a pedir el brazo de tu madre o de tu hermano, a solicitarles que te ayuden a hacer actividades en las que hace unos días te desenvolvías sin problemas. Dicen que es un proceso habitual y a mí me costó un tiempo volver a desengancharme de mi familia. Paso a paso, aunque escoltado por mi núcleo más cercano y mi TRB, que me enseñó lo necesario para moverme en mi entorno más habitual, fui ganando confianza, me animé y me dije: «Ale, que me voy yo solo». Y como Colón, empecé a descubrir nuevos lugares y cosas por mí mismo. Entonces, aprendí otra valiosa lección. Soy un tío muy echado para adelante y eso en ocasiones me ha jugado una mala pasada. Esto que voy a comentar nunca se lo dije a mi madre, que se estará enterando ahora y con toda probabilidad me pondrá mala cara cuando lo lea. El pasarme de valiente en mis escapadas me condujo a llevarme un susto de muerte, porque estuvieron muy cerca de atropellarme. Volvía a casa solo del metro por la noche, una pequeña imprudencia, y al cruzar un paso de peatones, me detuve a final del mismo para buscar el bordillo. Un coche que pasaba no se esperaba que yo, que iba rápido, me parara, ya que, al ser de noche, no había visto el bastón. Me dio un gran golpe en la mochila que llevaba a la espalda y me hizo dar un par de vueltas. Menos mal que solo fue la mochila, porque por centímetros pude ser yo. Sin duda, eso me hizo reflexionar y dar un pequeño paso atrás al ser consciente de que incluso manejando con facilidad el terreno, hay que ser cauteloso. Me sirvió de lección para darme cuenta de que no controlaba todo

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como creía y me volví más prudente. Muchas veces nos confiamos demasiado después de haber logrado una meta difícil y no entendemos que hay que seguir estando alerta cada día, por mucho que creamos que somos dominadores de la situación. Sustos y miedos aparte, que no serían los últimos, lo importante es que había comenzado a vivir de nuevo y al fin tenía la capacidad de construir mi mundo por mí mismo. Estaba escribiendo las primeras líneas del guión de una nueva vida y desde entonces mi suerte, como la de cualquier otro, con visión o no, dependía solo de mí.

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LA ONCE, MI CASA

La ONCE es mi casa, mi familia. Gracias a la Organización Nacional de Ciegos Españoles soy quien soy. Junto a ellos, acepté el hecho de ser ciego y aprendí a vivir como tal. De su mano comencé a construir mi nueva existencia, a labrarme un presente y un futuro. La ONCE me dio desde las herramientas para vivir, hasta un trabajo y fórmulas para crecer como persona, actividades de diversa índole o el deporte. Pero, sobre todo, me dio la esperanza y el empujón necesarios para que viera que tenía una vida por delante en la que podría conseguir todo lo que me propusiera. No me quitó la ceguera, pero sí la venda de los ojos que la pérdida de la vista me había puesto. Sin embargo, este amor incondicional que ahora les profeso no fue un amor a primera vista. La ONCE fue más bien una chica complicada que se resistió a mis encantos durante un tiempo, que me rechazó primero antes de darme el sí quiero. No en vano, cuando visité por primera vez al oftalmólogo que valoraba la afiliación, no me aceptaron como miembro y fue una gran decepción. La verdad es que no me lo explicaba,

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más cuando ya tenía mi certificado de minusválido. Por aquel entonces las condiciones de acceso eran más duras que ahora, pero parecía bastante claro que yo debía ser admitido. Aunque no había perdido al cien por cien la visión aún, no era capaz de hacer nada por mí mismo, de desplazarme sin ir agarrado del brazo de mi madre, no era apto para ver más que alguna sombra a milímetros de mi cara. Pero creo que por algún tipo de error, no me sirvió y fui declarado no válido para ingresar en la ONCE. Me cabreé mucho, porque sabía de gente que veía mejor que yo, deficientes visuales en mejores condiciones, que eran parte de la organización. Y yo, que no podía vivir más que siendo una prolongación de mi madre, me tenía que quedar a las puertas. Pronto solicité una nueva revisión de mi caso y aquí no hubo dudas. Habían pasado un par de meses y la evidencia y la lógica se impusieron. Comenzaba una relación idílica que marcaría toda mi vida. Como ya he mentado, poco después de entrar en la ONCE decidieron enviarme a Barcelona para conseguir las herramientas necesarias para vivir desde la ceguera. Tras volver, lo primero que hice fue pedir la venta del cupón, pues necesitaba ponerme en marcha y lograr unos ingresos regulares. Ya había hecho mi curso de preparación y sabía usar el bastón, así que podía llegar al sitio donde me ubicaran, y distinguir monedas y billetes, por lo que (en teoría) estaba preparado para desarrollar esa faena. Con estos condicionantes, y después de considerarme apto para el trabajo, me concedieron la venta del cupón y me destinaron a la calle Guillem de Castro, en una zona céntrica y muy transitada de Valencia, cerca de la plaza del Ayuntamiento y la estación de trenes. Y allí, en medio de la calle, me tuve que plantar. Fue mi perdición y duré una semana. Desde el primer

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segundo me dio la sensación de que estaba pidiendo limosna, pero con un papel con un número en vez de con un cartel explicando que necesitaba dinero. Es cierto que aún me quedaba la última fase de aceptación de la ceguera, pese a que yo lo creía totalmente superado, y ese fue el momento en el que se manifestó. Una parte de mí, aunque no me diese cuenta, vivía todavía en mi mundo de vidente y mantenía las ideas preconcebidas de mi etapa anterior. No aceptaba algunas situaciones o las veía desde un prisma de prejuicio creado en mi época con vista y eso requirió de un proceso largo que me llevó casi un año. Comprar el cupón me evocaba siempre, cuando todavía podía ver, la sensación de que era hacer una acción de caridad, como dar una ayudita para el cieguito que necesitaba que le echaran una mano. Y ahora era yo ese cieguito desvalido solicitando la buena obra. No lo podía soportar, me quemaba por dentro. Tampoco me ayudó mucho el hecho de estar en la calle y sentirme desprotegido, y encima que esa semana fuera durante las Fallas, cuando más gente se agolpa en las calles de Valencia, especialmente en el centro y alrededores, por donde estaba yo. Para que os hagáis una idea, la ciudad duplica en esas fechas su número de habitantes y alcanza casi los dos millones. Y más gente significaba más vergüenza para mí. Que me compraran, porque encima tenía éxito de ventas, no sé si era mejor o peor, ya que aumentaba mi sensación de que era un pobre chico al que daban unas monedas por compasión. Lo dejé. E incurrí otra vez en una contradicción. Había puesto tantas esperanzas en ese momento, tantas ilusiones en el futuro vendiendo el cupón…, y en menos de siete días ya lo abandonaba porque me superaba. Hablé con mi madre, ya que dejando este trabajo perdía mi fuente de ingresos y requeriría su ayuda, y le reconocí que no estaba bien, que necesitaba tiempo. Lo comprendió, o al menos lo aceptó, y con su soporte económico y la pequeña paga no contributiva que me daban,

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decidí aguantar hasta que me ubicara y supiera qué quería hacer con mi vida. Pese a todo, no perdí la energía de vivir y me puse a estudiar, a formarme y a prepararme en la ONCE. Di clases de informática (que ahora rememoro y veo que ya no me sirven para nada, pero en aquel entonces me abrían un sinfín de posibilidades) y de braille, pese a que nunca me ha gustado porque siempre, desde el principio, he optado más por escuchar que por tocar. En ese tiempo fui teniendo más contacto con otros ciegos, con gente ya curtida en el mundo de la oscuridad eterna. Me di cuenta de que la gran mayoría también vendía cupones y fui aprendiendo, comprendiendo y madurando, poco a poco, en un proceso lento pero absolutamente necesario. Hablar con ellos, ver como se manejaban en el día a día, lo afortunados que se sentían vendiendo el cupón, lo que disfrutaban haciéndolo y, en especial, la normalidad con la que aceptaban la situación, me hizo replantearme las cosas. Entendí, con el tiempo, que el cupón era un trabajo, un medio de vida que, más que avergonzarme, debía enorgullecerme, porque daba la oportunidad a mucha gente de tener una forma de ganarse el pan de manera honrosa. Aquella época la equiparo a la de hoy. No por mí, sino por la situación que vive mucha gente en estos tiempos. En una fase de crisis económica y, sobre todo, de valores, vamos tan rápido en la vida que no podemos detenernos a pensar qué queremos hacer con ella. Es cierto que no todo el mundo tiene la suerte que tuve yo, que pude vivir de mis padres hasta decidir hacia dónde quería enfocar mi camino. Pero todos deberíamos parar al menos un mes al año, respirar, preguntarnos si lo que hacemos nos gusta o no y ver, con perspectiva, si eso que nos quema es, en realidad, tan importante como para cambiar de rumbo o está simplemente magnificado por los roces del día a

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día. En la era de la inmediatez apenas nos dejan decidir nuestro propio destino. Si no somos nosotros capaces de clarificarlo e ir hacia él, es posible que pasemos muchos años infelices haciendo tareas que no nos gustan por el mero hecho de que hay que sobrevivir. Yo soy un superviviente, pero he elegido vivir como quiero. Y estoy totalmente seguro de que si la gente buscara su pasión todo sería más fácil en este mundo, porque habría muchas más personas felices. Ese fue mi proceso. Y por eso tardé un año en volver a pedir el cupón. Convivir, escuchar y compartir con todas las personas ciegas con las que coincidí durante esos meses en las actividades y cursos que realicé con la ONCE, me hizo ver la situación desde otra perspectiva. Me hizo entender quiénes eran los ciegos, qué suponía el cupón y, sobre todo, quién era yo desde ese momento. Maduré a partir del aprendizaje que supuso estar con otros invidentes y superé la última fase de aceptación de la ceguera. Además, no podía seguir dependiendo económicamente de mi madre, que ya había asumido una carga importante desde que había perdido la vista. No era justo para ella y le debía una reacción. Vendería el cupón y lo haría con la cabeza bien alta. Estaba convencido de valerme por mí mismo y de superar mis prejuicios. No me importaría ni el dónde ni el cómo me tocara estar. Si tenía que colocarme en la calle, perdería la vergüenza. Pero a veces la vida te sonríe cuando menos te lo esperas sin ser consciente de ello y yo tuve mucha suerte. En vez de volver a la calle me destinaron a un pequeño quiosco en Moncada, una localidad muy cercana a Godella, y ahí comenzó mi nueva etapa con esta población como eje de la misma. En ese momento no sabía lo que ese cambio iba a suponer, pero fue el comienzo de una transformación hacia otra existencia.

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Estábamos en 1999 y, de repente, todo cambió. Tenía mi lugar físico para trabajar. Hacía horario (llamado entonces) de funcionario, entrando a las 8 y marchándome (en teoría) a las 14 horas. Y digo en teoría, porque cuando vendías la ristra de cupones que te daban ya te podías ir a casa y yo a veces no los vendía todos, pero consideraba que ya era suficiente por ese día. Eso no quiere decir que no cumpliera con mi trabajo, si bien me permitía alguna pequeña licencia de vez en cuando. Para ser exactos, no me marchaba a casa directamente. En aquellos días tenía que pasar por el banco antes de ir a mi puesto de trabajo y después, cuando finalizaba, hacer el trayecto inverso, ya que los cupones se recogían en una sucursal del ya extinto Banco de Valencia y allí había que devolverlos (si te había quedado alguno) al final de la jornada, junto con el dinero que habías recaudado. Ahora las máquinas TPV te permiten hacer ese trabajo sin necesidad de ir y volver a la sucursal, pero entonces era un paso obligado. Era el menor de los males de un trabajo que aprendía a disfrutar jornada tras jornada. El horizonte para mí había cambiado de forma sustancial, pues tenía un buen sueldo fijo para la época, al que se añadían las comisiones que ganaba por las ventas. Aunque mi madre me acompañaba todos los días en el metro a la ida y a la vuelta y se quedaba tomando un café, poco a poco vio que me iba haciendo más independiente y empezó a dejar que alguna vez probara a hacer las cosas solo. Eso me subía muchísimo la autoestima. No solo por verme capaz, sino por no hacer a mi madre madrugar tanto y saber que la pobre mujer tenía que estar de plantón tomando un café en el bar de enfrente para ver si su hijo estaba bien o no. Pese a los esfuerzos, el proceso para desengancharme de mi familia llevó un tiempo largo y aunque iba avanzando, se acrecentaba cada vez que me enfrentaba a una situación nueva

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para mí, en especial si no me sentía cómodo y seguro. Este era el caso en un principio en Moncada, cuestión que, por fortuna, fue variando conforme me fui tranquilizando. Aun así, yo era un forastero en Moncada. No me conocía nadie. Tampoco era de aquellos vendedores que utilizan lo que yo llamo técnicas de mercado y ofrecen los cupones a la gente que pasa por la calle. Estaba sentadito en mi quiosco y cuando alguien venía le servía, le daba algo de conversación y seguía a lo mío. Eso cambiaría, y mucho, al poco tiempo. Mientras tanto, yo me llevaba audiolibros en casete y con eso iba pasando los días maravillosamente. No necesitaba más. Un tema a tener en cuenta y que mucha gente se pregunta es el de las monedas y los billetes. En Castellarnau nos dieron un curso, que luego perfeccionamos en la propia ONCE, con varias nociones muy básicas. Con el metal era tan sencillo como tocar la parte exterior y, en función de su rugosidad, los bordes y el dibujo que llevaban, en seguida conocíamos de cuánto dinero estábamos hablando. Con el papel se complicaba algo más, aunque no demasiado. Si habéis visto alguna vez la cartera de una persona invidente, os daréis cuenta de que todos los billetes están plegados. La razón es que si los doblas y los colocas entre dos dedos, por la longitud que alcanzan sabes si son de mayor o menor valor. ¡Lo que no podías saber entonces era si se trataba de dinero verdadero o falso! Ahora es más sencillo con la tecnología y las máquinas verificadoras, pero a mí muchas veces me colaron billetes falsos de 10.000 pesetas. Y eso era dinero que perdías de tu bolsillo, porque en el banco te decían que no podían hacer nada al respecto. Hay gente muy mala en el mundo y contaré más de un ejemplo... Ya que he hablado de pesetas, os he de reconocer que mi primera gran dificultad me vino sin esperarlo y fue como una bofetada en la cara. Me puse a vender en 1999… ¡y en el 2000

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llegó el euro! Cuando ya me había familiarizado con el cambio, de repente me tocó reciclarme con otro curso. Y encima con una moneda nueva que nadie conocía, porque toda nuestra vida habíamos estado con la peseta. En mi caso, yo hasta la había podido ver. El euro fue la primera moneda que aprendí a conocer siendo ciego y me tuve que adaptar a toda velocidad, con el problema de que ni siquiera los que veían me podían facilitar la tarea, pues hasta para ellos suponía, a veces, un quebradero de cabeza. Costó acostumbrarse y alguna más me colaron durante el proceso de sustitución de la moneda. En contraposición, lo mejor de todo era que, poco a poco, me iba haciendo a la sociedad de Moncada. Como en todo pueblo pequeño, la gente va empezando a conocerte. Te toma cariño. Estás delante de ellos de lunes a viernes y sin darte cuenta empiezas a formar parte de su vida diaria. Tanto que hice mi grupito para ir a almorzar. Y empecé a plantearme seriamente una vida en aquella localidad. En el año 2001 había comenzado a salir con Celia, de la que os hablaré en otro capítulo (porque se merece uno para ella sola) y, de vez en cuando, nos íbamos a ver pisos y a soñar con una vida juntos en aquel sitio que tan bien me había acogido. ¡Recuerdo entrar en algunos, que me pidieran 14 millones de pesetas y que me parecieran caros! Imaginaos cómo estaba España en aquel momento. Me iba tan bien la cosa que decidí contratar un taxi en lugar de coger el metro. Me lo podía permitir, porque llegué a un acuerdo con un amigo pagándole un fijo al mes. Al final, Godella y Moncada estaban al lado y a mí me daba mucha autonomía, sin tener que obligar a mi madre a acompañarme. ¡Muchos seguro que pensaron que estaba forrado o que me lo pagaba la ONCE! Pero para mí fue la forma de ir haciéndome cada vez más independiente. De no depender de nadie y salir de verdad solo a la calle para enfrentarme a sus peligros.

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Además, ya había empezado a entrenarme muy duro. Hacía deporte cinco días a la semana, me levantaba muy temprano para ir a trabajar, me dolía todo… Para mí era mucho más cómodo poder desplazarme sin tener que coger el bastón, llegar al metro, caminar hasta mi puesto de trabajo, volver al metro, cogerlo de nuevo para ejercitarme y retornar a casa casi de noche. Así que vi la oportunidad y la aproveché, aunque pudiera parecer un señorito. A veces, cuando mi amigo no podía venir a recogerme, llamaba a otro taxi y actuaba como si no fuera invidente. Hay prejuicios que tardas en quitarte y uno de ellos es que intentas evitar que el inicio de una conversación en un coche siempre empiece por tu ceguera. Me metía en el portal, escondía el bastón y, cuando me pitaban, salía a tientas, me sentaba, le decía dónde quería ir y usaba un truco: cuando me decían el típico «¿te dejo aquí?» preguntaba despreocupado, como si no fuera de esa zona… «Sí. ¿Dónde estamos exactamente?». Entonces me daban una referencia y en ella me basaba. Era muy divertido, aunque más de una vez no he sabido hacia dónde tirar y la he liado grande. Sobre todo en la época donde los teléfonos móviles no estaban tan extendidos y tenía que acabar buscando una cabina para llamar y que vinieran a recogerme. Sin embargo, no todo era de color de rosa. La gente que regenta establecimientos sabrá de lo que hablo, pero hay que vislumbrar lo que es tener un cuadradito minúsculo del que apenas sales. Como decía antes, hay gente mala en el mundo y hay que decirlo sin tapujos. En ocasiones puedes entender la actitud de algunas personas, porque han vivido una situación difícil, pero en otras no te explicas qué ganan intentando hacer daño a los demás. Recuerdo a un chico al que llaman El Gaseoso y que metía la mano por las rejas del quiosco para robarme dinero. Había otros que me colaban billetes falsos. Una vez tuve tanto miedo que llegué a comprarme un hacha y la dejaba todos los días a mi lado. Nunca la llegué a usar ni creo

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que lo hubiera hecho, pero cuando eres invidente y no sabes qué pueden hacerte en un espacio tan reducido, necesitas algo que te dé seguridad. No era más que eso y, en realidad, no sé para qué me hubiera servido más que de forma intimidatoria, porque no creo que hubiera podido alcanzar con ella a alguien que me robara por la fuerza. No estoy orgulloso de aquello, pero espero que quien lea esto entienda la indefensión a la que muchas veces me enfrentaba. Y es que, pese a estar en una calle céntrica y con constante tránsito de peatones, siempre existe un cierto peligro. Otras veces la realidad era mucho más divertida. O más cruda, dependiendo del personaje del día. Mi lugar de trabajo se convirtió en un confesionario durante los casi nueve años que estuve allí plantado. Hay que tener en cuenta que muchas personas necesitan hablar y desahogarse, porque no tienen con quien hacerlo o porque no pueden hacerlo en sus casas o en sus trabajos. Y que un ciego esté sentado en cinco metros cuadrados sin poder moverse y no tenga más remedio que escucharte es una muy buena terapia para ellos. El sustituto del psicólogo o del camarero. Algunos venían a pedirme dinero y me explicaban que estaban en una situación complicada. Otros me hablaban y, de repente, se callaban. Y yo no sabía si era porque se habían ido o porque estaban pensando. Aunque dos de las mejores anécdotas tienen que ver con una mosca y con algunas mujeres. En el primer caso un señor me estaba hablando y pidiéndome un número determinado del cupón. De pronto, se calló a mitad de frase. Yo no sabía qué ocurría, pero notaba que algo no iba bien. Entonces comencé a escuchar mucho barullo alrededor y voces pidiendo auxilio. ¡Resulta que se había atragantado con una mosca y había estado a punto de ahogarse! Claro, yo no me enteré de la misa la mitad. Por fortuna, alguien tuvo la pericia suficiente para ayudarle y salvarle la vida, pero

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hasta que no me lo explicaron con detalle no me di cuenta de que mi interlocutor dos minutos antes había estado en peligro. ¡Vaya situación! La segunda es un poco más picante. Como digo, mucha gente venía a pedir cosas. Esto me llevó a pensar que, al final, cuando no te atreves con alguien que te ve y tienes la opción de probar con alguien que no te ve, pruebas suerte a ver qué pasa. El caso es que vino una chica a hablar conmigo y, después de un rato, de repente me propuso… ¡tener sexo! Yo no salía de mi asombro. Por supuesto, en ningún momento me planteé el tema en serio, ¡menos aún cuando me dijo que me cobraba! Empecé a reírme y a decirle con toda la delicadeza del mundo que yo tenía novia, que era (soy y seré, por convicción) una persona muy fiel y que le agradecía el ofrecimiento, pero tenía que declinarlo. Como dice un amigo mío: cómo están las cabezas. Allí me pasó de todo en esos años, aunque siempre recordaré que una de las mayores alegrías de mi vida me la llevé cuando di el Gordo. Siempre piensas cómo te sentirás si te toca, pero nunca te planteas cuál será la sensación si gracias a ti le cambia la vida a una persona. A menudo digo que mucha gente compra para que le toque, pero otros muchos lo hacen porque saben que están contribuyendo a una enorme labor social. El caso es que aquel día me fui a casa como si me hubiera tocado a mí. Al día siguiente todo el mundo venía al quiosco a darme la enhorabuena y en ese momento me di cuenta de una de mis máximas en la vida: ayudar no cuesta nada en la mayoría de las ocasiones, pero te genera la misma satisfacción o incluso más que si eres tú el protagonista de la fortuna. Por eso hoy busco predicar con mi ejemplo. No soy muy católico ni muy creyente, pero sí creo en algo por encima de todo: creo en hacer el bien. Porque solo así te pueden llegar a ti las cosas buenas que esperas de la vida. Como un bumerán, el universo te devuelve lo que das, sea bueno o malo.

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En aquellos tiempos empezaba a ser conocido, sobre todo dentro de la ONCE, por los logros deportivos que iba consiguiendo, y muchos amigos me preguntaban por qué no solicitaba un despacho allí y daba «un salto laboral». Y yo siempre les decía lo mismo: por una parte la libertad de horarios del quiosco me permitía adaptar mi día a día a los entrenamientos que cada vez practicaba con más frecuencia (aunque en los últimos años sí nos obligarían a estar ocho horas en nuestro puesto de trabajo) y, por otra, la principal, ya entonces sabía que no quería estar encerrado entre cuatro paredes día tras día. Entonces ya tenía claro que servía para algo más. Por eso cuando me preguntan si voy a volver a vender cupones digo rotundamente que no. Pero no porque no lo considere un trabajo digno, ojo, ya que pienso que todo el mundo debería pasar por ahí como aprendizaje de vida, sino por dos motivos que van mucho más allá. Por un lado, porque hay una persona a quien he cedido mi sitio que tiene una familia y a la que podría perjudicar. Y, por otro, porque mis ideas empiezan a ordenarse en torno a un futuro diferente. Lo que también tengo claro es que una de las cosas que me gustaría hacer más adelante es ayudar a la ONCE a tratar de modernizarse todavía un poco más. Nunca podré agradecerles lo suficiente todo lo que han hecho por mí y siempre que hablo de ellos los defino como «mi casa y mi familia», que es como lo siento. Sin ir más lejos, gracias a ellos tengo a mi perra Ximena, que no solo es mis ojos y parte de mi vida, sino que tiene un valor de 40.000 mil euros que paga la ONCE. Pero creo que, al estar fuera y escuchar otras voces, ves cosas que se pueden mejorar, dentro de la extraordinaria labor que realizan cada día y yo, además, considero que la puesta en marcha de una serie de nuevas iniciativas podría incluso llevar a atletas como yo a ser asesores de la empresa que nos ha convertido en lo que somos hoy. Y, de alguna manera, ayudándole a crecer todavía

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más podríamos devolverle parte de lo que nos ha dado y nos sigue dando en estos años. Hoy ves a alguna gente afiliada que no da valor a todo lo que le ofrece y le ha ofrecido la organización. Personas que no han pasado por un aprendizaje y que no son capaces de apreciar lo que se hace por ellos. El propio presidente de la ONCE ha vendido cupones y hay muchos que no han tenido que vivir esa experiencia. Pienso que podría ser una buena idea una especie de escuela de aprendizaje. De prácticas. Es verdad que muchas personas se quedan ciegas o lo son de nacimiento y tienen una carrera universitaria, pero seguro que entenderían mucho más la fuerza de este colectivo si tuvieran que pasar por la venta como referencia de lo que viven día a día muchos hombres y mujeres. Por desgracia, en una época donde hay mucho menos dinero que antes, la ONCE se ha visto obligada a cerrar los centros educativos propios de los que disponía. Aunque casi creo que se trata de algo muy positivo, porque obligan a los ciegos a convivir en normalidad, a igualarse a los demás. Sé que aquellas escuelas no eran guetos, pero pienso que (sin quererlo, por una fuerza mayor económica) su desaparición puede haber sido positiva para nuestro colectivo. Yo siempre digo que hay que vivir como si se viera. Que hay que ir al cine. Salir a cenar. Pegarse alguna fiesta de vez en cuando. Yo lo hacía en esa época y lo hago ahora. Hay mucha gente que ve que está más ciega que yo. Que trabaja 15 horas. Que no ve a sus hijos. Que no sabe el regalo que supone poder coger una bici cuando te apetezca y no tener que depender de un tándem y de que un piloto te guíe. En ese sentido, es mejor que hagamos una vida normal para demostrarnos a nosotros mismos y al resto que no somos discapacitados. Porque no lo somos. En absoluto. Somos muy capacitados para hacer cualquier cosa que nos propongamos, somos capaces de todo.

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Otra de las cosas que creo que podemos mejorar es el hecho de bombardear con información a la gente. La mayoría no sabe que no deben tocar al perro guía, porque está trabajando y si se despista te juegas la vida. Pocos conocen que el mal humor de los ciegos es porque, como a todos, les gusta que les ayuden si no pueden hacer algo, pero muchas veces no lo necesitan y la gente insiste en hacerlo. En ocasiones hay señoras a las que oyes murmurar «pobrecito» o «vamos a decirle si quiere que crucemos la calle con él». Y yo, que siempre tengo como primer sentimiento la gratitud de ver que todavía hay preocupación por los demás en el mundo, de vez en cuando saco mi humor habitual y les digo: «¡Señoras, que no me duele nada! Que estoy sano y puedo hacerlo solo. Es más, si quieren las ayudo yo a ustedes». No me canso de repetirlo: «No me llames ciego, llámame David». ¿Qué quiere decir esto? Que soy ciego sí, como quien es alto o bajo, como quien lleva gafas, es cojo, gordo, muy flaco… Una característica de una persona como otra cualquiera, con los mismos problemas, salvo unas cuestiones concretas, que le puede suceder a quien tiene que llevar un tipo de dieta o tiene que comprar ropa de tamaño especial por su altura o por otro motivo. Muchas veces tienes que explicar a los demás que ser ciego no es estar enfermo. Y ahí, en programas como el Telecupón, seguro que podríamos introducir píldoras audiovisuales de un minuto cada día para educar al mundo sobre las cosas que podemos hacer, las que no y cómo somos gente capaz como la que más. Pero por encima de todo sueño con poder liderar un proyecto que acerque a la ONCE a los jóvenes. Como he dicho antes, muchas personas mayores o de mediana edad compran el cupón porque saben que ayudan a actos de índole social. ¡Pero los que hoy cortan el bacalao son los jóvenes! Por mucho paro juvenil que haya, ellos son el futuro. Los que están creando las start-ups. Los que salen a la calle a manifestarse por sus derechos. Los que están ayudando gratuitamente a personas con

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discapacidad en su tiempo libre. Y, sin embargo, y lo digo por experiencia, casi ningún joven compra el cupón. ¡Imaginaos si vieran todo lo que hace la ONCE y decidieran potenciarlo ayudando con la compra! Si destinaran parte de los beneficios de sus iniciativas sociales (como muchas carreras de running solidarias) a la integración de niños invidentes en la sociedad a través del deporte. Si se convirtieran en la nueva fuerza de venta y transmitieran los mensajes de igualdad que propugnamos cada día. Tuve la suerte de vivir como invitado de honor el 75 aniversario de la ONCE en Madrid, donde decenas de miles de personas se vistieron de amarillo y salieron a la calle a celebrar que sigue habiendo personas que hacen cosas por otras personas. Los jóvenes serán nuestra fuerza e integrándolos no solamente les daremos trabajo y perspectivas de futuro, sino también la posibilidad de hacer deporte de alto nivel. España es una potencia paralímpica, pero tiene muy poca cantera, porque hay muchos padres que todavía tienen miedo a que su niño ciego haga deporte por si se hace daño. ¿Por qué no empezamos a cambiar esto desde ahora? Por mi parte seguiré insistiendo: no somos discapacitados. Somos capacitados. Si yo he aprendido a vivir con la ceguera con 25 años, ¿qué no va a conseguir un niño con su ilusión y su capacidad de superación? España en general está perdiendo mucha fuerza productiva, de talento y deportiva con estos colectivos. Ojalá el futuro me depare la posibilidad de poder ayudarles y devolver todo lo que la ONCE ha hecho por mí.

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EL DEPORTE, MI GRAN SALVAVIDAS

Fue en 1999 cuando mi vida cambió definitivamente. Ya había conseguido salir indemne de mi primera gran pelea: dejar Castellarnau con la autonomía suficiente como para poder valerme en mi ciudad, cerca de los míos. Estaba seguro y confiado, dentro de lo que uno puede atreverse a usar estos términos tras haberse quedado ciego de manera reciente. Había conseguido asumir mi nueva condición y, poco a poco, me daba cuenta de que ser invidente no es estar enfermo. Pero, sobre todo, hubo algo que me hizo recuperar las sensaciones que había vivido no hacía demasiado tiempo y que había olvidado como consecuencia de todo el doloroso proceso por el que acababa de transitar: empecé a ser feliz otra vez. Esa sensación tenía una razón con más peso que el resto y no era otra que el deporte. Yo ya había competido, incluso semiprofesionalmente, en el pasado. Llevaba el gusanillo en las venas y siempre me había sentido muy bien en las épocas en las que tenía una vida sana basada en el ejercicio físico. De hecho, una de las primeras cosas que hice cuando empecé a verme con fuerza mental

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fue buscar a alguien que fuera lo bastante valiente como para conducir un tándem y permitirme tener de nuevo la sensación de montar en bicicleta. Sin duda, esa era una de las cosas que más echaba de menos en aquellos primeros días de mi recién estrenada vida. Siempre he creído que si no hubiera recibido la llamada del que fue mi primer entrenador, José Manuel Puchal Chavó, habría logrado grandes éxitos deportivos sobre dos ruedas en un velódromo. Hubo incluso un momento en el que comencé a entrenarme fuerte, antes de quedar con él en Valencia, y los tiempos que marcaba eran muy rápidos para mi categoría. Quién sabe si hubiera vivido lo que llevo hoy en el cuerpo. En cuanto planteé el tema del deporte en la ONCE, su coordinador de dicho ámbito en Valencia, Julio Santodomingo, me dijo que allí tenían tándems y que el vigilante de seguridad que había entonces le daba a la bici. Así que los fines de semana salíamos juntos. Venía a por mí y nos hacíamos rutas de 100 kilómetros, a lo que ayudaban mis 78 kilos de entonces. Para mí era un aliciente enorme, porque me olvidaba de todo y disfrutaba. Y creo que con mi tren inferior y lo que había rodado en el pasado hubiera sido un atleta fuerte tanto en ruta como en pista. Pero el caso es que a mi llegada a Godella me llamó Chavó, se interesó por mí, quiso que quedáramos para hablar y fue muy directo. Él me había visto lanzar martillo cuando todavía podía ver y sabía que tenía disciplina para entrenarme, capacidad de mejora física y, sobre todo, unas marcas que ya me habían llevado a ser considerado una de las promesas del deporte en nuestro país. Mi hermano y yo fuimos a hablar con él a la cafetería de la ONCE y me di cuenta de que iba a ser muy duro entrenándome, pero aquel reto me gustaba. Y mucho.

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Chavó era (lo sigue siendo) un entrenador exigente, muy comprometido con el deporte, siempre preocupado por leer y aprender hasta el más mínimo detalle. Todo esto me ayudó muchísimo. Pero, al mismo tiempo, era alguien cercano y agradable, divertido y, por momentos incluso cómico, ya que era bastante despistado… ¡y mal conductor! A veces hasta tenía pánico subido con él. Más allá de esa cuestión, su ayuda fue vital para llegar al nivel en el que estoy ahora mismo. Empecé entonces a ejercitarme con él los sábados. Primero por probar y luego porque me hacía sentir muy bien. Durante la semana trabajaba adaptándome junto a mi familia a nuestra nueva situación y cada vez más deseaba que llegara el viernes para irme a las pistas del río Turia a descargar toda la energía que iba acumulando los cinco días anteriores. Para quien no conozca Valencia, la ciudad está dividida en dos por el antiguo cauce del río, cuyo caudal se desvió hace más de 20 años para crear uno de los jardines más extensos, concurridos y bellos de Europa. En la actualidad, por allí pasean, corren, leen o hacen picnic miles de personas diariamente. Y en uno de los tramos, justo debajo del Centro Deportivo Cultural La Petxina, existen unas pistas de atletismo donde se entrena la élite de la ciudad. Aunque no son los únicos, porque la escuela de mi club (el Valencia Terra i Mar) también reúne cada día a más de 300 niños para fomentar el atletismo en la juventud. El caso es que notaba que cada vez tenía más ganas de entrenarme y empecé a derivar mi rutina de cada tarde hacia el tartán y el círculo de lanzamiento. Me uní a un grupo de entrenamiento donde también se ejercitaba Juan Diezma, un atleta paralímpico que practicaba triple salto. Él era el único que compartía mi condición. Yo no quería estar en el gueto. No quería trabajar solo con atletas discapacitados. Quería aprender y medirme cada día a la gente que viera y de esa forma comenzar a sentirme totalmente integrado en la sociedad. ¿Hay algo que

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integre más que el deporte? Yo todavía no lo he encontrado. Puedes ser alto, bajo, ciego, sordo, tener una minusvalía física o mental, pero, al final, en una pista todos somos iguales. Todos tenemos la misma oportunidad de alcanzar la gloria. Eso, que es tan fácil de comprobar en mi mundo deportivo, lo echo de menos cada día en mi mundo social. Lo cierto es que yo inicié las sesiones pensando en adaptarme, en aprender, en ver hasta dónde conseguía progresar. Pensaba en sentirme bien conmigo mismo, en disfrutar otra vez del deporte. Para nada, al menos a corto plazo, estaba planteándome disputar competición alguna en España. ¡Y no digamos a nivel internacional! Esos primeros momentos eran para aprender, para saber cómo iba a lanzar. Usaba la denominada técnica O’Brian, que es el lanzamiento de espaldas tomando impulso y enviando el peso de frente al tocar el pivote del círculo. Como es obvio, en el disco tenía que utilizar la técnica rotatoria, que si ya era complicada con vista, sin ella se volvía mucho más difícil. Con Chavó trabajé en aquellos días el posicionamiento del cuerpo. La coordinación a la hora de poder lanzar, primero bien y luego lejos. Esa era la premisa: primero bien y luego lejos. La capacidad la tenía, si bien debía ser paciente, porque el resto de mis sentidos todavía no se habían agudizado lo suficiente como para suplir la falta de luz en mis ojos. A ello se le unió que, como suele suceder cuando te inicias en cualquier disciplina, los roces me llevaron muy pronto a mi primera operación. Me abrieron la mano para desbloquearme un músculo que no funcionaba bien, con el tiempo de baja que eso suponía, a lo que se sumó que me caí saliendo un día de mi portal (estaban en obras y yo no me acordaba). Me apoyé en esa misma mano, se me abrieron los puntos y la recuperación se alargó algunas semanas más. Y aunque en esos días no podía

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lanzar, mi necesidad me llevó a seguir haciendo pesas para no perder lo muchísimo que ya había ganado. Una vez recuperado comencé a competir a nivel local, donde empecé a destacar, algo que provocó la llamada de la ONCE para pedirme que fuera concentrado con ellos. Y, de repente, participé en un torneo y conseguí un lanzamiento que me dio una mínima para el Europeo de Lisboa. ¡Si yo iba solo a probarme compitiendo de nuevo, a encontrar sensaciones que quería recuperar después de muchos años fuera de la circulación profesional! Así que, a pocos meses del certamen, sin saber cómo, me había convertido en un atleta. En una revelación, incluso para mí. Y, sobre todo, en una persona nueva. Yo, que no era nadie en el panorama nacional, sin haberlo buscado, iba a tener una oportunidad internacional. Fue entonces cuando lo sentí. Sentí que había encontrado mi sitio. No sabía dónde iba a llevarme. Ni por asomo me imaginaba lo que vendría después. Pero me había dado de bruces con el camino. Hay mucha gente que busca esta sensación y tarda mucho en encontrarla. Incluso algunos no consiguen hacerlo. A mí me llegó muy pronto y estoy seguro de que me hizo despegar hacia el David que soy ahora. Fue mi punto de inflexión. Aquella fue una época muy buena para los atletas, porque la ONCE disponía de muchísimas posibilidades económicas y teníamos muchas concentraciones a lo largo del año. Además, las facilidades eran máximas, ya que durante esos períodos te liberaban de la venta del cupón sin que ello repercutiera en tu sueldo fijo. Junto a ello, contábamos con un equipo de profesionales increíble, encabezado en nuestro caso por el mítico Sinesio Garrachón, responsable técnico del equipo de lanzamientos. Un fuera de serie, historia viva del atletismo nacional y alguien de quien sin duda se podía aprender mucho. No en vano había cosechado 13 títulos de campeón de España consecutivos como

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lanzador de disco y, como entrenador, trabajaba con algunos de los mejores atletas del momento. Por tanto, entre unas cosas y otras, lo teníamos todo en nuestras manos. Era una persona, por fin, feliz de nuevo. Y eso se notaba en los viajes, con los compañeros… y hasta de copas. Tanto es así que recuerdo especialmente lo que pasó en una concentración en Canarias. El último día, cuando nos liberaron de nuestras obligaciones atléticas, decidimos ir todos juntos a una discoteca. ¡Imaginaos varios ciegos entrando allí! Noté una diferencia abismal respecto a mi última experiencia de este tipo cuando, estando en Barcelona, me fui con las chicas de Castellarnau. Aquella vez apenas duré cinco minutos, porque en aquel entonces solo escuchaba ruido y era incapaz de adaptar mis sentidos para poder saber dónde había gente, de dónde venía la música y cómo divertirme a la vez. Pero en esta ocasión no me importó. Desde el momento en que crucé la puerta me vinieron recuerdos muy agradables de una época anterior, donde junto a mis amigos visitábamos todas las discotecas de Valencia. De hecho, estaba tan feliz que ni me preocupaba (ni sabía) al lado de quién estaba. Yo me planté en una columna con una copa en la mano, como en los años 90, y me dediqué a disfrutar. Recuerdo perfectamente que pensé: «Alguien vendrá a por mí». ¡Jajaja, hasta ahí llegaba mi despreocupación! Y, en efecto, alguien lo hizo una hora más tarde. Claro, cada uno iba a la suya y lo cierto es que no sé cómo acabamos juntándonos todos para volver al hotel. Esa fue una de las primeras ocasiones en que volví a salir, pero desde entonces hubo muchas más. Notaba como iba recuperando mi vida de forma progresiva. Y el grupo de atletismo con el que me había juntado era la excusa perfecta para probar a hacer cosas que creía que tardaría un mundo en volver a repetir.

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De aquellos momentos conservo la amistad con una de las personas que mejor acogió mi llegada. Un lanzador llamado Íñigo García que, por lo que me dijeron, no tenía pérdida alguna. Era vasco (lo sigue siendo, no sea que lea esto y crea que lo estoy matando), medía 1’90 y era albino. Todo un personaje de un nivel humano extraordinario. Aún hoy seguimos manteniendo el contacto y nos solemos llamar varias veces al año para comentar cómo han cambiado las cosas, a mejor, desde entonces. Porque entonces en Valencia apenas nos juntábamos dos paralímpicos en modalidades ligadas al atletismo puro. Con el nadador Ricardo Ten, por ejemplo, otro de los grandes medallistas paralímpicos de Valencia y buen amigo ahora, apenas tenía relación, pues todo estaba más segmentado que en la actualidad. Hay que tener en cuenta que no existía el plan ADOP, que cada uno tenía su trabajo y que aún no habíamos coincidido en competiciones internacionales. En otra de esas concentraciones conocí a Alfonso Fidalgo. Él era el gran referente de aquel momento, todo un recordman mundial en disco. Y, de repente, le había salido un grano de esos que no te avisan, pero que empiezan a picar. Yo nunca tuve (ni él tampoco) ansias de enfrentamiento directo, aunque lo cierto es que notaba que se preguntaba cómo había aparecido yo allí, de dónde había salido, cómo era posible que un total desconocido se plantara de repente a un nivel muy similar al suyo. De aquellos días, mi recuerdo más vívido es el de enfrentarme a un enorme deportista, que con sus ganas de demostrar quién era me hizo crecer justo antes de poner rumbo a Portugal. En honor a la verdad, también debo decir que teníamos un pique sano. Él era duro conmigo en la pista, pero fuera de ella me ofreció su casa en Madrid. ¡Recuerdo que vendía cupones

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en el barrio de Salamanca y que iba a comprarle Davor Suker! También me acuerdo de que, después de cerrar el quiosco, me iba cogido de su brazo (todavía no dominaba el bastón) a Chueca a comer y tomar algo. En aquella maravillosa época, cuando me tumbaba en la cama y en mi cabeza comenzaban a arremolinarse todos los sentimientos y pensamientos del día, rememoraba lo que era mi vida muy poco tiempo atrás. Y me venía a la mente el programa de Onda Cero en el que hablaban de discapacidad, de gente que corría, que iba en bici, que tenía una vida normal pese a todo. Entonces me di cuenta de que esas horas de escucha habían comenzado a prender en mí la llama de la confianza. De creer que podía salir, que podía hacer cosas. Lógicamente, cuando pierdes la vista se te pasa por alto gran parte de lo que ocurre a tu alrededor. Quizá tengas un ejemplo que pueda servirte delante de tus narices y no eres capaz de apreciarlo. Sin embargo, la radio lo transmitía con toda la pasión con que es capaz de hacerlo un medio de esas características. Si hoy hubiera un podcast estoy seguro de que lo buscaría para escucharlo y para ver cómo ha cambiado mi vida y mi manera de enfocar las cosas. Como siempre, antes de cerrar los ojos para dormirme, pensaba en el estadio donde competiría. En el ambiente de la gente en las gradas. En el momento de salir a la pista. En la concentración para hacer un buen lanzamiento. También en cómo cuidarme los nervios, porque una subida o bajada de azúcar podía echar por la borda todo lo conseguido hasta aquel momento. No podía olvidar que, en aquellos años, el tratamiento de la diabetes no estaba tan avanzado para los deportistas de élite y controlarlo, sabiendo además que había un viaje de por medio, era bastante complicado. Esto no cambiaba, por mucho que la sufrieras desde hacía muchos años.

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De repente, me encontré en un tren camino de Lisboa, vestido con un chándal oficial, hacia la primera competición internacional de mi nueva vida. Yo, que cuando veía tenía en el martillo mi elemento de lanzamiento, me plantaba en el país vecino con una bolsa de siete kilos y un disco, que se habían acoplado en menos de un año a mi personalidad y que ya formaban parte de mí hasta el punto de hablarles como si fueran personas. ¡A veces la gente me miraba en la pista y creía que estaba loco! Todo era muy nuevo: los compañeros, los hoteles, los desplazamientos, los entrenamientos, la comida. Aún no me sentía un deportista de élite, porque no tenía claro si lo que estaba pasando era algo pasajero o iba a consolidarse con el tiempo, aunque lógicamente mi deseo era este último. Es más, cuando aterrizamos me recordé a mí mismo que mi trabajo era vender cupones. Que aquello era un premio que me estaba llevando, pero quién sabe si lo que había conseguido en las sesiones en el río y en los campeonatos nacionales era fruto del entusiasmo inicial y me iba a quedar estancado. Pese a esta reflexión, he de admitir que yo ya tenía ese gusanillo en la barriga que no me ha abandonado jamás. Dicen que cuando encuentras a la mujer de tu vida lo sabes. O que cuando entras en el piso en el que quieres vivir no tienes dudas. Yo sabía que aquel era mi sitio. Y por ello los pensamientos positivos, de ilusión, de ganas y de saber que podía hacerlo superaban con creces los que me decían que me tranquilizara, que aquello no había hecho más que comenzar. De ese viaje guardo muchísimas anécdotas, aunque la mejor es la que ocurrió en Madrid. Bajábamos todos los ciegos por las escaleras mecánicas y, de repente, uno se trastabilló y empezó a rodar hacia abajo, provocando los gritos de pánico de quienes estaban a su alrededor. Yo, que como es evidente no veía nada,

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creía que gritaban porque la escalera le estaba amputando una pierna o un brazo y empecé a saltar como todos por la parte de fuera, tirando incluso el peso que llevaba en la mano. ¡Menos mal que no le di a nadie con la bola de siete kilos! Al final todo quedó en un susto, pero quien viera la escena debe estar aún muriéndose de la risa en su casa al rememorar a un grupo de invidentes saltando desde unas escaleras mecánicas sin saber qué se iban a encontrar. La cosa no se acabó ahí. El tren en el que viajábamos… ¡descarriló de noche! Por si no habíamos tenido suficientes sobresaltos, nos sacaron a todos e hicimos el trayecto que quedaba en autobuses, porque estaba visto que sobre railes no íbamos a llegar a Lisboa. Pese a todo, el día D me planté a la hora H allí y lo supe. Supe que todo lo que me había entrenado había tenido sentido. Que mi brazo era una máquina de potencia que estaba en su máximo esplendor y que no se iba a encoger. Sobre todo, porque había nervios, pero eran mayores las ilusiones. Me sentía como una pila cargada al máximo, donde podía haber una pequeña parte negativa, aunque la positiva otorgaba mucha más energía para seguir funcionando. Y en ningún momento dudé de mi capacidad. Como ya he dicho alguna vez, mi especialidad (posiblemente por mis características físicas y por haber lanzado martillo cuando todavía conservaba la vista) era el peso, pero resulta que en disco había destacado también por mis marcas. Estas, aun así, no eran tan espectaculares como las de la otra modalidad, si bien me habían dado la oportunidad de optar a dos medallas en lugar de solo a una. Y, a pesar de la emoción que tenía en el cuerpo, no quería desaprovechar una oportunidad como la que se me presentaba.

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Llegué sin ningún tipo de presión. Si me salía bien no iba a bajar de la nube en varias semanas, pero si por alguna razón no conseguía el feeling adecuado, sabía que había realizado un gran trabajo. Ahora sé que es en esos momentos donde uno empieza a forjar una mentalidad ganadora. Es muy fácil dejarse ir. Relajarse. Ser consciente de que has conseguido un objetivo muy difícil, tras aparecer de la nada. Sin embargo, algo dentro de mí me empujaba a huir del conformismo. Al fin y al cabo, lo que estaba viviendo allí era un reflejo absoluto de lo que había sido mi vida en el último año: una sucesión de sorpresas, mezcla de palos y alegrías, que me habían ayudado a salir de un pozo para ser todavía más fuerte. Pero, por encima de todo, me habían permitido ser feliz. Porque, como ya he comentado, hubo etapas en mi vida anterior (así la llamo y así la considero, la vida preceguera) donde no lo era. Y resultaba que, sin ver, estaba sintiendo emociones mucho más intensas que cuando todo era, al parecer, más fácil para mí. Volviendo a la prueba de disco, siempre he pensado que la sensación de paz interna que conseguí en aquella ciudad me ayudó a hacer algo muy grande, porque de buenas a primeras me planté en la élite de un deporte que en teoría no estaba destinado para mí. Lancé el disco a 39 metros, una distancia más que considerable. Tanto que casi le doy un susto al que quedó campeón (Fidalgo, por supuesto), porque me ganó por muy poquito. Tenía asegurada una medalla de plata y todavía me quedaba por aparecer en mi elemento. Llegamos al peso. Sabía que podía pasar de los 14 metros, una distancia muy respetable para un recién llegado, y me propuse no escatimar ni un ápice de fuerza desde el principio. Si el primer lanzamiento era bueno, me daría confianza para los siguientes. Si no lo era, sabía que podría ir mejorando. Así

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enfoqué mi primer campeonato de Europa y así he seguido enfocando todas las competiciones que han venido después. Lo que no me esperaba, ni yo ni la gente que estaba allí conmigo, fue el resultado de mi participación… ¡Me dio por batir el récord del mundo! Yo sabía que había tirado la bola muy lejos, porque el movimiento lo había notado impecable y la salida de la mano muy fina. Cuando escuché un grito detrás de mí y Chavó vino a recogerme para volver al banco apretándome la mano como si fuera su novia, me di cuenta de que había hecho algo grande. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ha pasado muchísimo tiempo: escuché los metros y, como los decían en portugués, me pareció que a lo mejor no lo había entendido bien. Pero las felicitaciones que recibí casi al segundo me confirmaron que sí, que había escuchado correctamente. Nadie pudo ya llegar a esa marca, por lo que en un momento mi vida cambió radicalmente: acababa de proclamarme campeón de Europa y me iba a colgar una medalla de oro en el pecho. Solo un año antes había tenido que dejar a mi familia para reaprender a vivir tras haberme quedado ciego… ¡quién me iba a decir lo que me esperaba a la vuelta de la esquina! Tenía tanta emoción que ni siquiera podía llorar y el subidón casi me hace olvidarme de la diabetes. Cuando me colgaron las dos medallas y me volví con la expedición hacia España no dejaba de tocarlas y, al tiempo, no paraba de pensar que dos años atrás parecía que lo tenía todo, pero era infeliz en mi trabajo y no sabía si podría dedicarme a algo que en realidad me apasionara. Mi situación había cambiado de forma radical y de pronto, como si todo ese tiempo fuera un pasado lejanísimo, tenía en las manos algo que a muchas personas les cuesta años conseguir: el objetivo de toda una vida. Yo, apenas superados los 25 años, empezaba a darme cuenta de que con un gran esfuerzo, pero en muy poco tiempo, había

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sido capaz de lograrlo. Y, por encima de todo, comenzaba a pensar en si alguna vez podría llegar a vivir del deporte. Ese era el pensamiento que más se repetía en mi cabeza. Una y otra vez. Si, como los atletas que admiraba, mi rutina diaria sería entrenarme, alimentarme, recibir masajes y descansar para llegar a hacer algo grande. Más aun de lo que acababa de conseguir. Porque siempre hay que mirar hacia adelante.

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MIS PRIMEROS JUEGOS

Un día después de conseguir una medalla de oro y otra de plata en el primer Campeonato de Europa que disputaba en mi vida, me senté en un quiosco de la ONCE en Moncada a vender cupones como si nada hubiera sucedido. En aquel entonces los logros deportivos paralímpicos pasaban totalmente inadvertidos en los medios de comunicación y este no fue menos. Así que me puse mis cascos para escuchar audiolibros en cinta de casete, sonreí a todas las personas que pasaron por allí para comprar o para hablar conmigo, y me puse a pensar en mi vida. A nadie, que yo recuerde, le conté ese primer día lo que había conseguido en Lisboa. Nadie tampoco preguntó por ello, porque con alguna gente había cogido confianza, pero no la suficiente para hablarle de lo que hacía fuera de aquellos metros cuadrados. Fue en ese momento cuando tuve claro que uno de los objetivos por los que más quería pelear era por poder vivir profesionalmente del deporte. Aún no me imaginaba cómo me sentiría en mis primeros Juegos Paralímpicos, lo que sí sabía

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es que estaba entrenándome como un atleta de élite. Que cada día, después haberme levantado temprano y cumplido con mi jornada laboral, utilizaba mi tiempo libre para ejercitarme y tratar de mejorar. Y que, si en mi primera aparición internacional la había armado de aquella manera, llevándome hasta un récord del mundo, solo podía ir dando saltos hacia adelante. Pero para ello no podía mantener el ritmo de madrugar, trabajar, comer, entrenarme, cenar y dormir, ya que quizá a largo plazo mi cuerpo iba a acusarlo de forma negativa. Recuerdo ese año de tránsito entre el Europeo y los Juegos Paralímpicos casi como una ensoñación. No hacía ni dos meses yo era un chaval joven que había perdido la vista, que vendía cupones en un pueblo al lado del suyo y que se entrenaba en Valencia para aprender a lanzar, a nivel profesional, el peso y el disco. Y, de repente, era campeón de Europa y recordman. Nunca perdí la ilusión por seguir trabajando para la ONCE, porque me había costado mucho conseguir lo que tenía, venciendo el miedo y la vergüenza inicial, pero una sensación recorría cada día mi cuerpo: la de vivir solo para el deporte. La de querer levantarme y coger el metro para irme a elevar pesas de 240 kilos, en lugar de para ser un simple vendedor. Muchas veces he pensado que el deporte es como un veneno, que si entra en tu cuerpo es casi imposible sacarlo. Con la perspectiva del tiempo, lo considero más como un impulsor de ilusión. Un catalizador de energía que hace feliz a quien lo practica. Lo cierto es que entre entrenamientos, concentraciones, campeonatos y viajes varios ese año se me pasó volando. Mucha gente lo considerará algo normal, pues tenía muchas cosas que hacer y en casi todas disfrutaba, pero cuando echo la vista atrás le doy una importancia capital a aquellas fechas. Para mí fue posiblemente el punto de inflexión en mi vida como invidente. Más allá de la felicidad que había encontra-

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do, que era mucha, lo fue sobre todo por la normalidad con la que había empezado a vivir. Hacía muy poco tiempo que había asumido que me había quedado ciego. Cuando me iba a dormir muchas veces me preguntaba por qué me había tocado a mí... Y es que en muchas fases de esos inicios seguía sin aceptarlo y esos pensamientos me lastraban en algunas ocasiones durante el día. Sin embargo, con la entrada del deporte, de los viajes, de las nuevas amistades y de la reordenación de mi vida, cuando me metía en la cama lo hacía de dos maneras complementarias: cansado y feliz. Tenía ganas de que llegara de nuevo el día para seguir viviendo esas sensaciones que creía que iban a tardar muchísimo más tiempo en regresar. Y, aunque no me daba tanta cuenta por la inercia de pasar un día tras otro, con el transcurso del tiempo valoré mucho más que aquel fue el inicio de mi nueva forma de ver la vida. Así llegó la hora de embarcar hacia Sídney. ¡Hacia Sídney! Si lo más lejos que había ido yo era a Lisboa... Me esperaban casi 24 horas de avión, acompañado por gente que había conocido tan solo un año antes y que ahora eran mis compañeros y, en algunos casos, mis amigos. Directo a unos Juegos, algo que con la vista sana es muy probable que nunca hubiera podido disfrutar. Una de las cosas que más recuerdo de aquella semana previa a dar el salto a Australia era la mezcla de ilusión y preocupación de mi familia. Era más grande la primera que la segunda, como es lógico. Yo lo notaba. No podía verlas, pero había allí caras muy orgullosas. En algún momento creo que hasta aliviadas, por darse cuenta de que una situación muy límite estaba convirtiéndose en algo menos grave gracias al deporte. Cuando volví de Castellarnau no sabían cómo reaccionaría, cuánto tardaría en integrarme. Incluso si lo haría alguna vez. Y ahora se daban

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cuenta de que aquel miedo se había convertido en normalidad. En esperanza. Incluso en sueños futuros. Pero, como toda madre, la mía también estaba con un ojo en las cosas «que podían pasar». Un clásico de cualquier madre. El cambio horario, el control de la diabetes, dormir mal por estar incómodo… Todo eso lo tenía en la cabeza y no conseguía quitárselo, por más que le dijera que todo estaba bien, que no iba a pasar nada, que sabía controlarme y un largo etcétera. ¡Si hubiera podido se hubiera metido en mi maleta para vigilarme! Aunque era absolutamente normal: era mi primer desplazamiento largo y lo hacía sin ellos, sin vista y por un largo espacio de tiempo. Recuerdo el viaje como un desorden total. Yo iba sentado con mi guía Toni Espert… ¡y el muy (mejor me guardo el calificativo) me dijo que había un canal de televisión en español en el asiento cuando quedaba media hora de vuelo! Menos mal que me había comprado un discman, casi de los primeros en salir al mercado, que me costó 40.000 pesetas bien amortizadas. Pasé mucho tiempo escuchando música, pero también de cháchara con toda la gente que nos habíamos juntado allí. Lo más difícil de controlar, como me decía sabiamente mi madre, era el tema de la diabetes. Las insulinas rápidas estaban entonces poco desarrolladas y yo me pasaba las horas llamando a la azafata que traía la comida para que me sirviera un poco más de esto o de aquello. La pobre estuvo más conmigo que con el resto del pasaje junto. Pero no podía dejar que una subida o una bajada de azúcar me llegara a 13.000 metros del suelo en un viaje que duraba más de 20 horas. Así que no paré de comer en todo el trayecto. Cuando pisé suelo australiano me emocioné. Llegué a pensar en besar el suelo como hacía el Papa Juan Pablo II. En aquellos momentos, tienes tal shock por todo lo que estás vi-

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viendo, que eres incapaz de disfrutarlo al cien por cien. Por un lado tienes la tensión de cómo te saldrán las cosas. Por el otro, si serás capaz de controlar tu diabetes y tus nervios para poder rendir en condiciones óptimas. Además, tienes ganas de llegar a la Villa Olímpica, pero al tiempo te da miedo entrar en un espacio desconocido, por el que tendrás que aprender a moverte durante 15 días, aunque vayas del brazo de tu guía. Es decir, que cuando ya domines por dónde vas te irás a casa. El contraste lo ponía lo que nos encontramos allí. Teníamos un pisito para nosotros, donde todo era gratis: la bebida, la comida… Recuerdo hacer polvo el McDonald’s de la villa. ¡Y tratar de convencer a mis compañeros de que las hamburguesas eran el alimento idóneo antes de empezar unos Juegos! Como si yo hubiera estado en seis o siete… Todas esas sensaciones, huelga decirlo, se pasaron la primera vez que me subí en el autobús que me llevaba al estadio. Siempre lo recuerdo como si lo hubiera visto. Muchas personas dicen que se ve mejor con los ojos del alma y mi alma estaba en aquel momento en un estado tan álgido que marcó a fuego aquellos recuerdos en mi mente como si hubieran pasado a través de mis retinas y se hubieran transformado en imágenes en mi cerebro. De repente sentí las gradas llenas de gente. El griterío de las personas que iban a entrar al recinto. Toqué con la mano la pista roja, pensando que estaba notando por primera vez en mi piel la sensación de un tartán destinado a los mejores atletas del planeta. Me entraron incluso ganas de llorar de la emoción. Yo iba a ser protagonista en unos Juegos Paralímpicos. Seguro que si hubiera nacido en Wisconsin me hubieran hecho una película, pensaba. Empecé, como era habitual, por el disco. Y estaba tan nervioso que en el calentamiento lancé lejísimos creyéndome que

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ya estábamos en competición. Me acuerdo que vino Chavó y me dijo: «¿Qué haces? ¡Que aún estamos calentando!» y se marchó con una sonrisa a medias entre el divertimento de ver a su pupilo así y los nervios de llegar a algo tan grande conmigo por primera vez. De todos modos, pensé, ya había marcado mi territorio. Aunque luego lo volví a pensar mejor y me di cuenta de que ninguno de mis rivales podía ver lo que acababa de hacer. Lo que dejé patente es que puede que no fuera el mejor en aquella disciplina, pero sí un atleta a tener en cuenta. Y más porque aquellos a los que me enfrentaba, lógicamente, no habían escuchado nada de mí. Solo llevaba un año en la élite y mis mejores marcas eran lanzando una bola, aunque me planté allí y durante muchísimo tiempo me coloqué como medalla de bronce con el tercer mejor lanzamiento. De hecho, llegué a visualizarme ya en el podio, porque solo quedaba una ronda y nadie parecía poder acercarse a la cifra que había logrado. Pero para ser grande hay que sufrir grandes decepciones. Y la primera, para demostrarme que no era invencible ni el futuro dominador absoluto del atletismo paralímpico mundial, llegó de la mano de un argentino, que superó mi marca cuando estaba empezando a pensar que mi familia iba a recibir muy pronto la noticia de que tenían un hijo medallista. Ciego, sí, pero medallista. Esas cosas decepcionan y más cuando sabes que lo tenías en la mano. Sin embargo, he de reconocer que me llevé una alegría posterior, ya que ese atleta consiguió gracias a esa medalla una beca vitalicia. En su país iban muy adelantados en estas cuestiones respecto al nuestro y ese resquemor me dolió mucho menos al pensar que había gente como yo que podría vivir de aquello que le apasionaba porque alguien había decidido que así fuera.

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Además, no me dio tiempo a recrearme en esas sensaciones, ya que llegaba lo mío: el peso. Noté una energía en el brazo que creo que nunca había sido tan patente para mí en mi organismo. Tenía interiorizados los movimientos. No arrastraba ningún dolor. Me encontraba, posiblemente, en uno de los mejores estados físicos de mi vida. Y decidí centrarme en eso. Porque tuve un solo segundo de lucidez para darme cuenta de que estaba en los Juegos de Sídney lanzando para intentar ser campeón paralímpico y si ese momento dura un poco más hubiera tenido que irme al lavabo con urgencia. Pero había algo que me dejaba clarísimo que lo tenía todo a mi favor. Jamás, en mi vida, había sentido una paz similar. La de saber que había encontrado mi sitio. Sé que puede sonar muy peliculero, sin embargo, ese es exactamente el sentimiento que me recorrió de arriba abajo. Y estoy seguro de que es el que me dio la tranquilidad necesaria para hacer lo que mejor sabía hacer: tirar muy lejos una bola que pesa siete kilos. Recuerdo el momento de lanzar. Cuando sabes que lo has hecho muy lejos. Cuando, por una milésima de segundo, escuchas el silencio a tu alrededor. Y volví a batir un récord. Lancé 15´26. Una cifra que incluso superó a los invidentes de categoría B2. Y, de repente, mi mundo era otro. Ahí se quedó el último resquicio del David renacido en 1998. Me abracé a Chavó y me cruzó en seguida por la cabeza uno de esos pensamientos que necesitas verbalizar para que nunca se borren de tu cerebro. «Por esto vale la pena no ver», le dije. Y me apresuré a disfrutar mi momento. Cuando estaba en ese podio, levantando mi primera medalla en unos Juegos hacia gente que no podía ver, pero sí sentir con todas mis fuerzas, empecé a germinar un pensamiento en mi cabeza. Una idea que en la cena posterior trasladé a compañeros y entrenadores. No entendía qué nos diferenciaba de los

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atletas olímpicos que habían competido en ese mismo estadio tan solo unos días antes que nosotros. Es verdad que ellos eran profesionales y nosotros no, pero no lo éramos porque no nos habían dado la oportunidad. Hice un repaso al pasado y me vi saliendo cada día del quiosco para ir a entrenar. Llegar a casa derrotado después de haberme vaciado, mientras por otro lado controlaba mis índices glucémicos, y cenar casi sin ganas por el cansancio, pero con un hambre atroz. Levantarme antes de que saliera el sol para iniciar mi rutina diaria: ducha, desayuno, visita al Banco de Valencia para retirar los cupones, llegada al puesto de trabajo, almuerzo, venta, comida, venta, retorno a Godella y a toda prisa con la bolsa de deporte a lanzar pesos y discos como si no hubiera un mañana. Por eso pregunté, ante mi enorme desconocimiento de la cuestión por ser un novato recién llegado, si nos iban a dar alguna beca por lo conseguido. Algo que nos ayudara al menos a financiarnos los productos y viajes que pagábamos de nuestro bolsillo, para acabar dándole una medalla al país. Y me encontré con que por cada metal se recibía una pequeña asignación, asumida íntegramente por la ONCE y su Fundación. Creo recordar que nos tocaban 60.000 pesetas por cada medalla conseguida. Ahí se acababa todo. Estaban pidiéndonos que vistiéramos los colores de nuestro país, que compitiéramos, que nos entrenáramos y que diéramos éxitos apañándonos solos durante cuatro años. Pero, pese a ello, para mí todavía quedaba lo mejor. El retorno a casa como un héroe. Como la persona que había sido capaz de sobreponerse a una ceguera repentina cuando tenía su vida encauzada para convertirse en una medalla de oro paralímpica. No me la quité en todo el viaje. Incluso mis compañeros de entonces me recuerdan que cuando me dormía la tenía agarra-

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da con tanta fuerza que no había forma ni siquiera de intentar robármela para hacerme una broma. De lo que estoy seguro es de que cuando cerré los ojos en aquel avión mi cara reflejaba una sonrisa eterna. Me sentía tan bien que ya nunca quise volver a abandonar esa sensación. En el aeropuerto de Valencia me esperaban mi familia y muchos amigos. ¿Grabadoras, micrófonos y cámaras? Ninguna. La realidad es que, como he comentado, entonces el deporte adaptado no tenía apenas repercusión en los medios. Ni siquiera una medalla de oro. Pero tampoco era lo que más me importaba. Ni mucho menos. Mantengo la sensación en mi piel del abrazo que me dio mi madre cuando salí por la puerta. Aunque no lo pude ver y nunca me lo han contado, tengo la absoluta seguridad de que mi padre había conseguido superar su pesar por la ceguera de su hijo para situarse en un estado de orgullo máximo. Creo que mi hermano aún no se creía que estaba abrazándome como campeón. Muchos de mis amigos me contaban lo alucinados que estaban, porque no habían podido seguirlo por la tele, pero, de repente, habían empezado a llamarse unos a otros para contarse que David había ganado un oro en Australia. Fue, posiblemente, uno de los momentos más felices de mi vida. Me había reintegrado al cien por cien en la sociedad, como trabajador y como persona. Y había encontrado el horizonte hacia el que quería dirigirme. Hay mucha gente que tarda demasiados años en conseguir eso y yo había tenido la suerte, ayudado por mi esfuerzo, de hacerlo en solo dos. De aquella experiencia también me llevé algo que me ha enseñado muchas cosas y que me ha permitido mejorar mucho mi diplomacia y saber a quién pedir qué, cuándo y cómo. En aquellos años, el presidente de la Generalitat Valenciana era Eduardo Zaplana. Como se suele hacer en estos casos, re-

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cibió a todos los atletas valencianos que habían tenido éxitos en Sídney. Esto es un clásico que nunca cambia. Te apoyen o no te apoyen, la foto con los deportistas siempre es una muy buena imagen. Yo nunca había ido al Palau de la Generalitat, nunca había estado en un acto oficial y jamás me había enmarcado con otros deportistas en algo tan solemne. Por eso estaba callado, casi mudo. Y mudo y ciego haces poco en esta vida. Pero no estaba sordo. Y escuché perfectamente sus palabras: «No os puedo apoyar en lo económico, pero sí en lo moral». Y pensé: «¡Nos ha jodido! Si moral tenemos de sobra». Sin embargo, cuando vino a preguntarme qué tal, yo me corté. Sería la única vez que me pasara, si bien me sirvió como una lección importantísima. Me enseñó a tratar con los políticos. A perder el miedo a decirles cosas, pues entonces sabía muy bien lo que quería y no lo dije: fue un error que nunca volví a cometer. Sobre todo, porque con el tiempo me di cuenta de la importancia de que alguien diga las cosas. Yo he sido muchas veces el Robin Hood de los paralímpicos, el que le pedía a los ricos para dárselo a los pobres. Más que nada, porque en esa época veía que me daban un montón de premios, todos muy bonitos e ilusionantes, pero becas, subvenciones o dinero me daban cero. Y si a mí no me daban un duro, a los demás ya ni por asomo. Aunque fuéramos los mejores del mundo en lo nuestro.

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CELIA

Con la llegada de Celia todas las piezas de mi nuevo mundo encajaron. De hecho, ella es la pieza fundamental y más preciada desde que se cruzó en mi camino. Es alguien muy especial, la persona más importante en mi vida. Esa persona que me hacía y me sigue haciendo falta para mi equilibrio emocional. Esa parte que, cuando pierdes un poco la cordura, está ahí para darte el consejo que necesitas, para poner los puntos sobre las íes. Esa es Celia. Mi pareja, mi compañera, mi amiga. Alguien que me conoció con un bastón y entendió cómo soy yo, que comprendió que no hace falta ver para ver. Y esto es algo que admiro sobremanera, porque una de las grandes preguntas que yo me hacía (¡y mi madre!) era si conocería a alguien de verdad que valiera realmente la pena y me valorase más allá de la ceguera. Y sí, la había. Cuando la conocí, ella apenas contaba con 17 años. Era 1999, yo había regresado hacía poco tiempo de Castellarnau y comenzaba a construir mi nueva vida con el deporte como uno de los ejes principales. En ese momento Celia era solo una

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persona que estaba en mi entorno, nada más, sin un significado extraordinario, aunque entonces yo ya sabía que tenía algo especial. Nos conocimos en la pista de entrenamiento. Ella iba a entrenar con un grupo de atletismo del Valencia Terra i Mar, mientras yo lo hacía con el mío y allí coincidíamos. Como yo, ella también hacía lanzamientos después de haber pasado por muchas disciplinas, pues llevaba más de 10 años practicando atletismo. Celia me cuenta que siempre recuerda la primera vez que me vio llegar con mi hermano a la pista y cómo le llamó la atención verme lanzar martillo con esa facilidad. ¡Y también dice que le impactaron los ridículos pantalones de entrenamiento que llevaba! Esto de la vestimenta es, aún hoy, un tema de larga discusión entre los dos. Si bien lo importante es que ella reconoce que le llamé mucho la atención desde el principio, aunque no creo que pensara en lo lejos que iba a llegar esa impresión inicial. En esos ratos en los que coincidíamos en pista, unos y otros íbamos hablando, y yo la fui conociendo como al resto de compañeros, como una más del grupo de atletas que pasábamos horas y horas entrenando juntos, que compartíamos tiempo en campeonatos, en algún viaje… Y así fuimos creando una pequeña relación, al principio similar a la que podíamos tener con otras personas del mismo entorno. Poco a poco ese vínculo se fue estrechando y disfrutábamos de más conversaciones y más tiempo juntos, siempre dentro del contexto del atletismo. Era una persona con la que se podía hablar, inteligente, que me inspiraba confianza y que, progresivamente, me iba transmitiendo algo. Tengo que decir que su serenidad siempre me cautivó, al igual que su manera de ver la vida y ese equilibro especial que tenía para entender las cosas pese a su juventud.

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Yo percibía que ella se interesaba por mí, pero nunca concebí que pudiera haber algo más. Todavía no tenía la autoestima lo bastante fuerte, estaba en proceso de construcción y me decía a mí mismo: «¿Cómo es posible que yo le pueda gustar si no veo?». Eran, como digo, mis primeros tiempos como invidente y no tenía la seguridad ni la confianza necesarias para comprender que alguien tan especial pudiera ver en mí algo más que un conocido o un amigo. Así que, pese a todo, yo interpretaba su interés como alguien a quien le hacía «gracia» para un rato de conversación. Nada más. De hecho, en aquella época venían varias chicas del Valencia Terra i Mar a seguir mis entrenamientos, no sé exactamente con qué intención. Les resultaría interesante observar como un chico ciego se desenvolvía de esa manera en la pista. En especial había una chica nigeriana del equipo que se sentaba junto a mí y que estaba allí en casi todos los entrenamientos. ¡No puedo decir que a coquetear, porque ni siquiera hablaba conmigo! Pero ahí estaba, día tras día, toda la tarde mirándome, cosa que me halagaba y subía mi autoestima. Mientras la amistad se fortalecía, Celia y yo íbamos hablando cada vez de más cosas más allá del deporte: de su vida y sus clases (comenzó a estudiar Trabajo Social), de mi vida y el cupón, de la familia, de lo que esperábamos del futuro… Además, teníamos un gran punto en común: su hermana es diabética de Tipo 1 como yo, algo que nos sirvió como nexo de unión. La verdad es que para ser bastante más joven que yo, compartíamos muchas cosas. Mi sentimiento por Celia fue derivando, lentamente, a una parte más pasional. Me gustaba cada vez más, de una forma diferente y ya no le negaba a mis compañeros que esa chica comenzaba a atraerme. Me di cuenta de una cosa, por primera vez estaba aprendiendo a ver con los ojos del corazón, del alma, no

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con los ojos físicos. Lo que más admiraba es que ella también y, aunque lo intuía, yo me seguía haciendo las mismas preguntas que, en parte, me paralizaban: ¿las mujeres se pueden fijar en hombres ciegos? ¿Realmente le gusto pese a ser ciego? Ella me contaba que había visto aparecer a un chico que, pese a su ceguera, al bastón con el que llegaba a la pista y a la ayuda que necesitaba, era alucinante observar cómo se movía, cómo saltaba, cómo lanzaba, cómo se esforzaba, cómo se superaba… Y eso la cautivó. Porque muchos podían haber tirado la toalla y yo estaba allí, luchando por ser mejor cada día. Con el paso del tiempo comenzamos a notar que había algo entre los dos, pero nuestra relación aún tardó en tomar una nueva dirección. Estuvimos así mucho tiempo, compartiendo cosas como amigos, hablando por Messenger, llamándonos por teléfono… sin ni siquiera quedar más allá de las pistas a tomar un café. Uno de mis primeros movimientos se produjo en el año 2000, durante los Juegos de Sídney. Tras ganar mi medalla de oro, creo que por la euforia y por el subidón de adrenalina, me envalentoné y la llamé. Era una llamada de amistad, pero en la que quería demostrar una vinculación estrecha y especial. ¡Cómo se sorprendieron en su casa cuando vieron una llamada desde Australia! Quise compartir mi alegría con ella en un momento tan importante y nuestro vínculo escaló a otro peldaño. Ese instante marcó un pequeño cambio que dejó entrever que algo, aunque no lo dijéramos, estaba naciendo. Sin embargo, el tiempo siguió su curso entre conversaciones en pista, competiciones y chats online, aunque sin avanzar a una esfera superior. Hasta que me volví a lanzar. Un día, después de comer con mi hermano en un restaurante chino, decidí llamarla para ver si quería tomar café. Era algo que nunca habíamos hecho, quedar fuera del entorno atlético, y esa fue

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nuestra primera vez. Ella estaba en un curso, así que fuimos a recogerla y luego la llevamos de nuevo. Estuvimos todo el tiempo con mi hermano y no fue una cita ni nada similar, si bien supuso entrar en el umbral de una relación que se estaba fraguando. A partir de ahí, las quedadas más allá del marco deportivo se fueron sucediendo. Hasta que llegó la magia, unos meses después, casi entrados ya en el verano de 2001, en el mes de junio. Lo recuerdo todo perfectamente. Fue en un banco del Parque de Cabecera, junto a la antigua Cárcel Modelo de Valencia. Celia y yo estábamos dando un paseo por el césped, cogidos de la mano mientras hablábamos de nuestras cosas. Aunque era normal que yo me agarrara, porque necesitaba de su ayuda para guiarme, esa mano era algo más significativo. No la sentía como la de alguien que te dirige, sino como la de alguien que comparte algo especial. Nos sentamos y entonces se produjo ese primer beso que aún retengo como si fuera ahora mismo. Dos años y medio después, algo que había comenzado como una amistad casual, se convertía, al fin, en un compromiso de pareja. Y ese es tal vez el éxito de lo nuestro, que fuimos amigos que se conocieron paso a paso, que fueron ganando afinidad y fortaleciendo su lazo de unión. Esa creo que es la gran clave de nuestra relación y de su solidez, pues ambos sabíamos lo que esperábamos de una pareja, del futuro y de la vida en general antes de afrontarla juntos. Sin embargo, a pesar de mi felicidad, en los inicios mi cabeza también se planteaba muchas cuestiones, fruto de cierta inseguridad. Por un lado, tenía miedo por cómo iban a reaccionar sus padres y su entorno, si iban a ser capaces de entender y aceptar una relación con un chico invidente que, además, era nueve años mayor que ella. Por otro, no sabía si con el paso del tiempo y conforme fuéramos compartiendo más cosas como

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pareja, ella podría verme como una carga pesada con la que no podría tirar para adelante. Como ocurre en muchas ocasiones, a veces nuestra mente pone más obstáculos de los que en realidad hay. Por fortuna, pronto me di cuenta de que mis miedos eran más míos que de los demás. He de decir que la familia de Celia es una familia muy unida, que siempre hablan todo, lo comparten todo y se apoyan mutuamente de forma casi incondicional en las decisiones que toman. Y esta vez no fue diferente. Es cierto que, en especial su madre, como es normal por otra parte, tenía algunas reticencias, pero no porque no la apoyase. Como cualquier madre, le hubiera gustado que su niña pequeña tuviese una relación con alguien con los cinco sentidos y le planteó a Celia las lógicas dudas: «¿Sabes dónde te metes? ¿Eres consciente de que esto puede ser una carga muy pesada para ti?». Cuestiones normales de alguien que se preocupa por el futuro de su hija. Sin embargo, la resolución de Celia convenció a todos y contamos con su apoyo desde el momento en el que vieron que eso era lo que su pequeña quería. Ellos siempre han defendido que su hija acabó trasladando lo que más le gustaba en su faceta profesional a su vida personal y, por tanto, aceptaron sin grandes impedimentos nuestra relación. He de decir que mis suegros han sido uno de mis grandes defensores y han demostrado en todo momento un enorme orgullo en cada uno de mis éxitos, por lo que mi agradecimiento es infinito hacia ellos. Recuerdo cuando los conocí. No llevábamos mucho tiempo saliendo y me invitaron a su casa y yo, que pese a las dudas soy valiente para estas cosas, para allá que me fui dispuesto a ser sometido al tercer grado. Pero la encerrona solo duró segundos, ya que la invitación era para ver un partido Real Madrid-Valencia y mi suegro cuando juega el Madrid ya se puede caer el edificio entero que no le importa lo que haya a su alrededor. Así que disfrutamos de una bonita velada y pude comprobar que

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sus reticencias y temores no iban más allá de las de cualquier padre y madre hacia el nuevo novio de su hija. Desde el primer día no tuvimos ningún problema. Bueno, sí tuvimos uno y es que al principio mi suegro, que no había tratado con ciegos, se empeñaba en que pasáramos las puertas al mismo tiempo, los dos a una, en vez de pasar él primero y yo después agarrado a su hombro. Y claro, era casi imposible que dos personas, más si una es ancha de espaldas como yo, pasen por la puerta sin chocarse entre ellos y con los laterales. Como Dos tontos muy tontos, me dice Celia que parecíamos cuando lo recuerda. Vaya panorama... Quitado de los no pocos hematomas que esa situación me pudo causar al principio, ese fue tal vez la mayor de las dificultades, por lo que ¡bendito problema! Superada la prueba de su familia, con sus amigos tampoco supuso mayor trance. Más bien me recordó al mismo que había supuesto con los míos en los primeros días y no es otro que el hecho de cómo tratar a un ciego, cómo comportarse con él. Notas que hay miedo a hacer o decir determinadas cosas y sientes que hay algunas situaciones en las que no saben desenvolverse. También es cierto que algunos de los amigos de Celia ya me conocían, pues eran atletas como nosotros, y eso ayudó. Poco después de empezar a salir juntos, dimos otro paso importante. En septiembre de 2001, tras mi vuelta del Europeo de Helsinki, nos convertimos en la primera pareja sentimental en España que también era pareja profesional en el mundo del paralimpismo. Se convirtió en mi guía profesional o personal de apoyo, como lo llama ahora el Comité Paralímpico, lo que implicaba ser mis ojos en la pista, en cada entrenamiento, en cada competición y en cada viaje. Y más adelante, por circunstancias, también los ojos de mi entrenadora y, por momentos, ejercer como tal siguiendo sus indicaciones. Eso no solo suponía una responsabilidad, sino saber separar muy bien la parte personal de la deportiva, lo cual no hubiéramos podido hacer

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si, como contaba antes, no hubiéramos tenido una relación muy sólida basada en la amistad forjada durante años. Bien al contrario, tengo que decir que eso ha llevado a que nos hayamos unido más si cabe, pues hemos compartido de forma muy estrecha y como un equipo, además de como pareja, los éxitos y las situaciones complicadas en lo deportivo. Pero esto implica lograr que lo que ocurre en tu pareja no influya en tu rendimiento y viceversa, porque se viven momentos muy tensos y duros. Esta es una línea que es muy difícil no cruzar y hay que estar muy atento, ya que nunca se está exento de algún roce y alguna diferencia. Por otra parte, esta decisión de que ella fuera mi guía también supuso una pequeña batalla en la que tuvimos que hacernos fuertes. Nos costó defender nuestra postura, puesto que hubo sectores dentro de la misma Federación de Ciegos que se oponían a que mi pareja fuera mi personal de apoyo. Claro, yo entonces venía de ganarlo todo y era uno de los atletas con más proyección, uno de sus primeros espadas, y había recelos en que un problema personal entre los dos repercutiese directamente en mi rendimiento. En parte lo entiendo, pues uno puede imaginarse que una cuestión grave de pareja ocurra durante un campeonato importante y que esto afecte a la situación emocional y a la relación con tu guía, todo en uno, bomba explosiva. No obstante, nosotros luchamos por imponer nuestra decisión y al final lo pudimos llevar adelante, con mucho éxito, todo sea dicho de paso. Junto a este inconveniente, su condición de guía, en un principio, tenía una implicación más en lo personal, ya que en aquellos momentos suponía que ella tenía que compatibilizar sus estudios con mi horario de entrenamientos, más allá de nuestra relación. He de reconocer que no hubiéramos podido hacerlo sin el apoyo total de nuestros padres, en especial de mi suegro, que se volcó y, entre otras cosas, decidió cederle su coche a Celia para que ella pudiera ir y venir todos los días de las

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clases a la pista y a casa sin tener que ir en metro, y además me acercara a mí a Godella antes de volver a su casa en Valencia. Nuestro primer gran triunfo como pareja profesional fue en el Mundial de Lille 2002. Fue el primer oro junto a Celia y me di cuenta de cuánto mejor sabía una medalla compartida, cómo se disfrutaba mucho más si quien está a tu lado es la persona de la que estás enamorado además de tu guía. ¡Y de qué manera lo disfrutó ella! Compartir los entrenamientos, las concentraciones y los viajes también nos ayudó mucho como pareja. De hecho, cuando nos casamos y comenzamos a vivir juntos, fue mucho más fácil esa convivencia, porque en cierta manera nosotros ya habíamos estado conviviendo durante largas temporadas en los stages, hoteles, desplazamientos… Se trató de una adaptación rápida y sin más hándicaps que los de cualquier pareja. Lo digo porque alguien puede pensar que, por ser ciego, la aclimatación para Celia pudo ser difícil, pero nada más lejos de la realidad. Ella siempre ha tratado con normalidad la ceguera y no le supuso mayores dificultades que acoplarse a un par de normas básicas cuando estás en la misma casa que un invidente, algo que ya había vivido desde que trabajábamos juntos. Eso sí, tuvo que volverse más ordenada, pues hasta ese momento era un poco desastre, cosa que reconoce, en cuestión de organización en casa. Más allá de eso, como cualquier otra pareja. Nos casamos un 24 de septiembre de 2005, el Día de la Mercé. Aunque llevábamos tiempo pensándolo, cerramos la fecha para un año después de los Juegos Paralímpicos de Atenas, porque nuestra vida, hay que decirlo, se divide en ciclos Olímpicos para la toma de decisiones importantes. Es lo que tiene ser deportista de élite. ¡Cómo se lo hicimos pasar a mi suegro! «Solo me ha faltado decir el sí quiero», nos comentaba con razón. No en vano, él fue

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quien hizo la mayor parte de las gestiones finales, que no fueron pocas, ya que unas semanas antes del gran día estábamos disputando el Campeonato de Europa de Espoo (Finlandia). Cuántas vueltas le hicimos dar, llamándole constantemente desde allí para que solucionase contratiempos de última hora. Al menos valió la pena, porque nos trajimos el oro tanto en disco como en peso, aunque no sé si a él eso le compensó… Y es que pasó de todo mientras estábamos en Finlandia, hasta tuvimos problemas con mi partida de nacimiento, algo de lo que mi mujer aún hoy se ríe a carcajada limpia. Sucedió que, mientras estábamos en el campeonato nos llamaron diciendo que en mi partida de nacimiento ponía Víctor, el nombre de mi hermano gemelo, y María Amparo, el de mi madre, pero no el mío. Vamos, que había un error y en vez de David habían colocado el nombre de mi madre, por lo que el cura no lo validaba para que nos casáramos. Así que a la vuelta tuvimos que ir a verle, ya con el día de la boda encima, para que corroborase que María Amparo era en realidad David y que había que rectificar la partida de nacimiento para que el enlace se pudiera llevar a cabo. Vaya locura. Pese a todo, la boda fue preciosa, qué voy a decir. ¡Y conseguí poner mi música remember, aunque fuera un poquito, pese a la oposición de Celia! Incluso hicimos que los tarjetones de boda fueran solidarios y un porcentaje del dinero que nos regalaron los invitados fue para una causa benéfica. En definitiva, fue perfecta. Tras la boda, comenzamos a vivir en Moncada y, desde entonces hasta hoy, hemos disfrutado de una vida maravillosa juntos. Sé que suena a tópico, pero me ha hecho ser mejor persona y mejor profesional. Sin ella no sería lo que soy, el David Casinos que ahora es más que un deportista paralímpico ciego. Ella me ha ayudado a tomar muchas decisiones importantes en mi vida personal y profesional. Ha sido y es una defensora

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a ultranza de mi independencia. Celia me ha apoyado mucho a la hora de continuar con mi formación, de buscar caminos más allá del deporte pensando en el futuro, de crear una estructura profesional en torno al David deportista o de ser más visionario y no tener problemas en reclamar públicamente lo que creo que es justo para los paralímpicos. Al margen de estas cosas, ella siempre ha destacado dos aportaciones que ha hecho a mi vida. En la primera coincido totalmente: me ha enseñado a manejar mis emociones. Siempre he sido muy ansioso, impulsivo y visceral, para lo bueno y para lo malo. Sin embargo, junto a Celia he aprendido a controlar esta cuestión y a valorar las cosas en su justa medida, sin dejarme arrastrar hacia el optimismo desmedido o el pesimismo máximo. En la segunda de las contribuciones no coincido tanto. Dice que me ha enseñado a vestir con estilo y no con la imagen de macarrilla que asegura que yo tenía. Desde mi punto de vista, no es verdad, porque cuando ella me conoció ya no llevaba pantalones plateados, botas de punta o cinturones de cuadraditos que, por otra parte, creo que eran la moda (sí, yo insisto en defender mi postura, aunque sé que la mayoría no me dará la razón). Pero bueno, en honor a la verdad, he de decir que sí me ha ayudado en algunos aspectos de mi vestimenta y para mí es más sencillo desde que ella se ha convertido en mi personal shopper. Por contra, para mí es un orgullo cuando alguien le pregunta a Celia «¿qué ha aportado David a tu vida?» y responde cosas tan bonitas como que le he aportado tranquilidad, serenidad en la toma de sus decisiones, fuerza y, sobre todo, el querer superarse día a día sabiendo que no hay barreras insalvables. Me admira, según dice, por ponerme el mundo por montera y decir que no hay nada que te pueda parar.

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Es espectacular cuando tu mujer, aparte de tu mejor amiga y mayor apoyo, es tu primera admiradora. Así se confiesa ella y, para mí, es el vértice principal de mi vida, la persona con la que disfruto cada éxito y la que me ayuda a levantarme tras cada golpe. Gracias a ella, soy el David Casinos que todos ven ahora.

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UN PUNTO DE INFLEXIÓN: ATENAS

A finales de 2003 no había tirado una bola ni un disco en meses. Y así seguiría durante gran parte de 2004, que fue uno de los años más horribles para mí a nivel profesional. En la técnica de lanzamiento había ido sufriendo de forma paulatina una retracción en mi hombro derecho, que había derivado en una gran descompensación. El motivo era sencillo: mi pectoral tenía más fuerza que mi espalda y eso hacía sufrir la articulación, hasta el punto de tener que parar completamente. De entrenarme y de competir. No hace falta que diga, con lo nervioso e impulsivo que soy, que en aquel entonces me subía por las paredes a cada minuto. Por si faltaba algo, el doctor Peris me había practicado una artroscopia en la mano a siete meses vista de los Juegos Paralímpicos como consecuencia de una calcificación. Así que tenía el pleno de inmovilidad en la parte que más usaba de mi cuerpo.

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Esto me obligó durante muchos meses a visitar dos veces por semana a los osteópatas Gaspar Polo y Pablo Escrivà. Recuerdo que en aquel momento no había plan ADOP para pagar los servicios profesionales de la gente con la que trabajábamos los deportistas de élite, por lo que todas las sesiones las abonaba de mi bolsillo. 60 euros cada una, ocho al mes, durante casi un año. No me dolía la cartera, sino el hombro, pero en muchas ocasiones pensaba que buena parte de mis compañeros quizá no tuvieran las mismas posibilidades económicas que yo. Y eso me hacía plantearme si todos aquellos que iban a representar a España en Atenas podrían llegar en las mejores condiciones al momento decisivo de la temporada. Mientras tanto, lo único que podía hacer era trabajar el tren inferior, porque no era capaz ni tan siquiera de levantar unas pesas. Alguna vez probaba a lanzar bolas de goma poco pesadas para mantener la técnica y evitar que se agarrotaran los músculos, aunque, como es lógico, de poco me servía. Aquellos días supusieron para mí la primera gran prueba mental en el mundo del deporte que tuve que superar. Por fortuna, Celia estaba a mi lado y calmaba mis ansias, pese a que yo cada vez estaba más preocupado. No había competido todavía en el año de los Juegos Paralímpicos y, aunque era consciente de que tenía el nivel suficiente para alcanzar la marca mínima cuando pudiera volver a colocarme sobre un tartán, la duda siempre rondaba mi cabeza. Yo, que había superado hacía tan solo cinco años una ceguera repentina. Que había encontrado a una chica que me quería tal como era. Que tenía un trabajo. Que podía valerme por mí mismo con la ayuda de un bastón. Que había ganado medallas a nivel europeo, mundial y olímpico. Ese mismo yo, de repente, estaba asustado, porque podía quedarse sin viajar a Grecia.

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Era como si todo lo que había a mi alrededor no tuviera sentido sin el deporte. Evidentemente, esta era una sensación que tenía desde hacía tiempo, pero esos días tan duros a nivel psicológico me ayudaron a darme cuenta de que mi vida giraba en torno a estadios, viajes, concentraciones, lanzamientos, compañeros y gradas. Vendía cupones, sí, no obstante, dentro de mí yo me consideraba un deportista de élite. Ese era mi trabajo principal, al que le dedicaba todo mi esfuerzo e ilusión. Sin, por supuesto, descuidar ni un solo momento la amabilidad y la profesionalidad que requería ser la imagen de la ONCE, que me lo había dado todo, en un quiosco en un pueblo valenciano llamado Moncada. En estas condiciones llegué a una competición en Barcelona. Inédito en las pistas durante casi un año. Siendo sincero, bajo de moral y de confianza. Dubitativo. Es cierto que el plus de que Celia estuviera junto a mí compensaba mucho las sensaciones negativas que navegaban por mi estómago en aquellos momentos, si bien mi cabeza no paraba de dar vueltas. Por aquel entonces recordé mi vida anterior. La del David que veía. Cuando estás preocupado y ves no le das importancia a este sentido, porque lo usas a todas horas y no lo consideras nada especial. Sin embargo cuando no puedes mirar hacia ningún lado, distraerte leyendo, mirando al mar o poniéndote una película, tu mente va mucho más deprisa. Más allá de todo esto, y aunque parezca un detalle sin importancia, yo nunca he sido de dormir siestas, así que mientras la mayoría de la gente descansaba yo pensaba y pensaba. Por fortuna, esto es algo que he aprendido a ir dejando de hacer poco a poco, pero que en aquellos dias era muy difícil de controlar por mucha ayuda externa que tuviera a mi disposición. Pese a todas estas sensaciones, algo en mi interior sabía que seguía teniendo la capacidad de saltar el obstáculo que se

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me presentaba. Ahí es cuando rememoré mi primer Europeo. Mi primera medalla. Mis primeros Juegos. Mi primer oro. Mi primer récord. Y me di cuenta de que en aquellos años estaba mucho menos preparado de lo que estaba en ese momento. A esa primera vez llegué con menos de un año de preparación y arrastrando más de dos sin hacer deporte a causa de todo el tránsito que me llevó a la ceguera. En esta ocasión, llevaba poco más de seis meses parado. Es cierto que no había entrenado el tren superior, pero este no había perdido más fuerza que la de la inactividad, que no era demasiada. Y, más allá de la potencia bruta, una de mis mejores armas era la técnica con la que lanzaba. Así que, justo antes de salir al estadio, el interruptor hizo clic en mi cerebro y las perspectivas cambiaron de forma radical. Fue tal el cambio de actitud que logré la mínima sin demasiado esfuerzo. Raspada, pero la mínima al fin y al cabo. Mi mejor lanzamiento fue de 14 metros, suficientes para obtener el billete que quería conseguir a territorio heleno. Había pasado la prueba. Una vez más. Y ya sabía que podía lanzar. A menos de tres meses para mi gran cita, tenía que ponerme a trabajar como un loco para llegar en la mejor forma posible. Ese era mi objetivo, pues por las noticias que me iban llegando, mis rivales iban a ser los mismos que en Sídney y sabía que no iba a ser posible acercarme siquiera a las marcas que había conseguido en Australia. Por una parte, porque allí confluyeron unos factores que habían hecho de mi serie final la mejor de un lanzador en los últimos tiempos, cuando yo en realidad era un recién llegado. Pero, sobre todo, porque en ningún caso iba a plantarme allí en plenitud de condiciones, mientras el resto sí habían podido tener un último año de exigencia física máxima. Sin embargo, uno trabaja con más fuerza e ilusión si lo hace en algo en lo que disfruta. Es una lección de vida que saqué

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de aquellos momentos. En esos tres meses no me pareció un sacrificio levantarme temprano, hacer dobles sesiones de entrenamiento o tener que acabar fundido para poder coger la forma óptima. Al contrario, mientras estaba en el quiosco solo pensaba en poder hacer bien mi trabajo para irme rápidamente a las pistas a entrenarme. ¡Si hasta creo que vendía más cupones y todo! Yo, que nunca había sido de ofrecer el producto como si estuviéramos en el mercado, comencé a interactuar mucho más con la gente que pasaba por delante y, en cierto modo, aquello me ayudó a romper definitivamente la barrera de la socialización. La vergüenza de aquella primera experiencia de venta en una esquina había desaparecido por completo. Al fin estaba muy seguro de mí mismo, tanto por mi situación personal como deportiva. Eso se reflejaba en mi día a día y forjó de forma definitiva el carácter del nuevo David. Aquel chico que veía pero que no disfrutaba del mundo con sus cinco sentidos ya no existía. Ahora tenía un trabajo en el que me sentía valorado, una afición que quería convertir en mi profesión y, por encima de todo, una mujer con la que compartir todo aquello. Fue la segunda vez que pensé que quedarme ciego había valido la pena. Mi vida, sin duda, era mucho mejor que antes. Qué curioso. El único punto que faltaba por unirse al círculo perfecto se presentó en la concentración previa a los Juegos. Nos marchamos al CAR de Barcelona y allí conocimos a Gabriela Wolk. Gaby cuando nos hicimos amigos. Venía como entrenadora de la atleta Jessica Castellanos. En seguida surgió la amistad y pasamos muchos ratos hablando, entre otras cosas porque ella utilizaba métodos de la escuela alemana y a mí me atraía mucho aquella forma de preparar a los atletas. Aquello no pasó de un chispazo que nos puso a los dos en la misma órbita, si bien supondría un encuentro fundamental para mi futuro.

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Al final de aquel camino esperaba Atenas. Al contrario que Australia, aquí el viaje no era pesado ni lejano y, en teoría, podía venir mucha más gente a verme. Además, se unía otra cuestión: nadie se esperaba que yo la liara como lo hice en Sídney, pero, a pesar de mi lesión, todos los ojos estaban puestos en mí para esa segunda cita paralímpica. Lo que pasa es que soy muy supersticioso con estos temas y le pedí a mi familia que no viniera a verme cuando se planteó la opción. Siempre me ha dado mal augurio que la gente que está pendiente de ti se encuentre en el mismo recinto, porque a veces la sensación de que puedes fallarles te agarrota los brazos. Ellos lo entendieron, aunque la verdad es que no se hacía muy sencillo seguir la información de lo que ocurría, ya que en aquella época la cobertura mediática era pésima. Lo primero que recuerdo tras subir al avión es la emoción desbordante de Celia. Era su primera gran cita y todo era nuevo para ella. Además, le pilló muy joven y creo que por eso lo disfrutó mucho más. Yo, la verdad, estaba tan preocupado por cómo llegaría al día clave de la competición que no pude compartir al cien por cien el sentimiento de entusiasmo que la invadía, aunque cuando rememoro aquellos días me doy cuenta de lo especiales que fueron para todos. Lo único imperfecto en aquella expedición fue la Villa Olímpica. ¡Era feísima! Toda de cemento, sin ningún detalle bonito ni nada que la hiciera especial. Creo que es lo único que dejó ligeramente despagada a Celia. Puedo decir, sin acritud pero con firmeza, que han sido los peores Juegos que he vivido en cuanto a imagen y a organización. A la competición solo acudían colegios, por lo que nunca, ni siquiera en las finales, pudimos disfrutar de unas gradas llenas. El estadio, construido por el arquitecto Santiago Calatrava, casi siempre nos lo encontrábamos vacío. Fue una verdadera lástima, porque el

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espíritu primigenio flotaba por todas partes. Sin embargo, no supieron aprovecharlo. De todos modos, esta decepción se nos pasó cuando empezó el desfile inaugural. No hay más que imaginarse a mi mujer (entonces mi novia) disfrutando como una loca de aquello. Es la mejor imagen que guardo de un 2004 que hasta entonces había sido muy complicado para mí en el apartado deportivo. Todo lo malo se esfumó al sentir su emoción a mi lado, entusiasmo que transmitía cogiéndome del brazo y contándome entre el griterío y la música lo que no podía ver, pero sí interiorizar. Celia ya era mis ojos. Fue una sensación increíble. Aquello me ayudó a centrarme en recuperar mis sensaciones que, por cierto, no eran demasiado buenas. Había aterrizado muy inseguro y lo seguía estando aun después de haber pisado el estadio. Me recuerdo muy inestable, porque, aunque las piernas me respondían a la perfección (las había entrenado a conciencia y suponían una parte muy importante de mi técnica de lanzamiento), yo no acababa de encontrar el feeling con la parte superior de mi cuerpo. Probablemente los nervios previos, acumulados durante más de medio año, salieron a la superficie en aquellos instantes de máxima presión. Y, para ser sincero, no albergaba demasiada confianza en poder siquiera revalidar la medalla o en acceder al podio. Casi me había resignado a hacerlo lo mejor posible. Es decir, que todo lo que había aprendido con mi paso a la ceguera lo estaba desaprendiendo en una situación de tensión extrema. No era consciente del paralelismo en aquel momento, pero poco tiempo después lo vi clarísimo. Nos plantamos en el día de la competición. Una vez más comenzamos por el disco. Sin embargo como aquella organización era un soberano cachondeo, resulta que juntaron a los atletas de la categoría o clase B1 (ciegos totales) y a los de la B2

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(deficientes visuales). Por si alguien no lo sabe, en ocasiones competimos juntos, pero a los invidentes totales nos aplican una compensación en función de la distancia conseguida. Por explicarlo de una manera sencilla, yo puedo lanzar menos que mis rivales con una cierta visión, si bien por cada metro se me suma un porcentaje para disminuir la desventaja que supone mi condición, que puede llevarme en el cómputo global a quedar por encima de ellos en el recuento final. En Grecia no fue así. Todavía no sabemos el porqué, pero los lanzamientos valían lo mismo para unos que para otros. Otro desastre más y lo que me faltaba a mí para acabar de socavar mi confianza, que ya de por sí era baja. A pesar de todo, mi lanzamiento fue bastante bueno. ¡Tanto que si se hubiera aplicado la tabla de compensación me habría colgado la medalla de oro! Como no fue así, mi clasificación fue la séptima plaza. Era la segunda vez que me quitaban una medalla en disco. En Sídney fue en el último lanzamiento, cuando ya la estaba saboreando. Y en Atenas por no respetar las distinciones que sí se realizaban en absolutamente todas las pruebas del mundo. Me quedaría con la espina clavada cuatro años más, pero aquel lanzamiento me permitió probarme en alto nivel y ver que no estaba tan mal como pensaba. Me dio un subidón enorme para coger la bola de peso y tirarla lo más lejos que me dejaran mis maltrechas articulaciones. Había recuperado la fuerza y la confianza en mí mismo y la injusticia había hecho que no pudiera esperar a que me tocara el turno en mi gran especialidad. Aunque Celia no lo veía claro, yo llegué muy tranquilo al círculo. Incluso cuando los primeros lanzamientos fueron muy flojos. O directamente nulos. A pesar de todo, tenía confianza absoluta en mis posibilidades y mantuve la calma. Sabía que llegaría el momento bueno y, por supuesto, llegó. En la penúltima oportunidad tiré aquellos siete kilos esféricos más lejos

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que nadie y escuché una voz femenina que gritaba a mi lado. Lo siguiente que recuerdo fue el enorme beso que me plantó, la tensión de esperar la última ronda y la tremenda alegría de saber que había vuelto a ganar. ¡Tenía dos medallas de oro! Había saboreado mucho la primera. Muchísimo. Pero esta era especial por muchas razones. Lo había pasado muy mal a nivel físico y deportivo durante todo el año. Había tenido a Celia a mi lado. Había conseguido superar mi primera gran dificultad más allá de la ceguera. Y había vuelto a hacer historia. La nube en la que vivía no solo no se acababa, sino que iba a más. A mucho más. A tanto, que esa noche fuimos recibidos por Su Majestad la Reina Doña Sofía. Todo el glamour de la realeza se volcaba con el deporte paralímpico. Fue uno de los mejores momentos de aquella competición, que casi pongo al mismo nivel que los cafés que me tomaba con el ciclista Javier Ochoa en alguna terracita. Su hermano Ricardo y él habían sido atropellados mientras se entrenaban y solo él sobrevivió. Su historia era muy dura y muy pronto conectamos. Aquel año arrasó en los Juegos. Es cierto que había quedado maltrecho, pero no hacía demasiado tiempo que estaba en el profesionalismo de altísimo nivel y tenía hechuras de gran campeón. Fueron momentos muy interesantes y emotivos para mí. En contraposición a este boato, hoy ya puedo explicar que no había fotos de mi victoria y tuvimos que volver con el estadio vacío a hacer algunas para poder enviar a los medios de comunicación españoles. Así vivíamos no hace tanto: en la más absoluta oscuridad mediática. Es más, en la Villa nos entrevistó Televisión Española y al volver a Valencia la televisión autonómica y un par de medios más. Y punto. Creo que una medalla de oro merece más.

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Pero no era eso lo que me importaba en aquel entonces, sino reivindicar lo que día a día hacíamos los atletas paralímpicos. Tras aterrizar, abrazar 250.000 veces a la familia y ser recibidos por las autoridades, a los medallistas nos concedieron la Medalla al Mérito Deportivo de la Ciudad de Valencia. Algo impensable unos años atrás y que suponía un enorme honor para nosotros. Sin embargo, tanto Mónica Merenciano como Vicente Gil y yo mismo nos negamos a recibirla. Exigíamos un pago por medalla y una ayuda en forma de becas para nuestro colectivo, que no recibía nada en contraposición con todo lo de los no paralímpicos. No estábamos pidiendo nada extraño, solo que se aplicaran los mismos criterios para todos, habida cuenta de que todos éramos atletas de élite y embajadores de la Comunidad Valenciana en acontecimientos tan relevantes como unos Juegos Paralímpicos. Aquello fue el germen de la Fundación Proesport, creada por el entonces director general del Deporte de la Generalitat, Enric Sarasol, para destinar recursos al deporte. Me siento especialmente orgulloso de esa decisión, porque hoy día esas ayudas (aunque menores por la crisis económica) siguen existiendo y hay muchísima gente en los últimos años que ha podido mejorar su entrenamiento o incluso su vida diaria gracias a esas subvenciones. Por lo demás, todo seguía casi igual. En mi pueblo, Godella, sí que se habían enterado de que tenían un doble medallista paralímpico. Pero cuando volví a Moncada casi nadie era consciente de que el cupón se lo vendía un chico que había subido a lo más alto del podio en dos Juegos. Aquella situación me hacía mucha gracia, pues yo nunca he querido presumir de estas cosas, pero ese era el reflejo de que casi nadie se enteraba de nuestra lucha diaria y de lo que conseguíamos a través de ella.

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Fue otra de las cuestiones que me propuse cambiar. Teníamos que dar ejemplo al mundo. Aunque en mi cabeza, primero, rondaba la idea de cómo poder dedicarme de forma profesional al atletismo.

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LA GRAN ESPERANZA NEGRA

La contorsionista del tráfico, mi GPS de cuatro patas, apareció en mi vida en 2006. Ella es Ximena, mi perro guía, mi bólido negro. Yo la llamo la esperanza negra, porque es mi única esperanza y mi único medio de ver. Ella es mis ojos, la posibilidad de que me pueda desplazar con facilidad, velocidad y autonomía total por cualquier lugar. Se trata de un perro labrador negro azabache, pero para mí es mucho más que un perro guía. Es mi compañera, mi amiga, la otra mujer de mi vida junto a Celia y a mi madre. Es la persona con la que comparto más horas cada día, con quien recorro y descubro el mundo y quien me acompaña en la aventura que supone la calle cada jornada. Me hace sentir por momentos que no soy ciego y que los demás lo perciban así. Me ha dado, en definitiva, una vida que jamás hubiera podido tener sin su presencia. La primera vez que tuve contacto con un perro guía fue en el centro de Castellarnau. Era el labrador blanco de una chica ciega que iba a hacer gestiones al centro y a la que, curiosamente, había escuchado en un programa de TV3, la autonómica

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catalana, en la temporada en la que yo había pasado mucho tiempo en cama recuperándome de mis operaciones. Como es evidente, eso me generó muchas preguntas, sobre ella y sobre el animal, pero la principal era por qué ella iba con un perro y yo con un bastón. En aquel entonces me explicaron que un ciego necesita desenvolverse primero con soltura total con un bastón y luego, según su vida y sus necesidades, optar a un perro… La curiosidad del animal me quedó desde ese instante, aunque aletargada durante un tiempo. He de aclarar que, como es lógico, no es exacto decir que esa fue la primera vez que vi un perro guía. En mi etapa vidente había conocido otros. Sin embargo, hasta aquel labrador blanco, solo los concebía como perros. De hecho, y es curioso, cuando aún veía iba a un endocrino y cerca de su consulta se situaba un vendedor de cupones con su perro guía, siempre tumbado a su lado. Y a mí ese perro, allí tirado, recogido en la manta y con lo que para mí era una cara triste (era la sensación que me producía desde el desconocimiento), me trasmitía pena. Lo veía desvalido y creía que estaba sufriendo. Jamás pensé que estaba trabajando y que hacía una función vital incluso allí tumbado. El gusanillo del perro guía se despertó con la fuerza necesaria en el momento en el que comencé a viajar con la Selección Española de Atletismo. Muchos de mis compañeros poseían uno y yo empecé a darme cuenta de los beneficios que suponía contar con una ayuda de ese calibre. Sobre todo porque los atletas invidentes somos un colectivo con una característica especial: nos desplazamos mucho, no solo en los viajes, sino en cada jornada diaria. Somos gente muy activa, que necesitamos independencia, por los requerimientos de nuestra actividad (del trabajo a la pista, de la pista a casa, al fisio, al gimnasio, al aeropuerto, a la estación, al hotel…). Fue en esa fase de mi vida, en la que comencé a dedicar buena parte de mi tiempo al deporte, cuando me percaté de que todo eso con un bastón

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me costaba mucho más y lo hacía con más inseguridad que cualquiera de mis compañeros de selección que contaban con un perro. Al tiempo, lo comenté también con otros compañeros de la ONCE, no atletas, que tenían el mismo denominador común: gente muy activa, con necesidad de movilidad rápida porque caminaba muchos kilómetros y recorría muchos lugares, conocidos o no, a diario. Entre todos, y sin necesidad de decirme nada, únicamente viéndolos, lograron convencerme de la conveniencia de solicitar el perro si quería conseguir la autonomía que yo mismo me estaba generando con mi evolución personal y profesional. Mi amigo y compañero Alfonso Fidalgo contribuyó mucho a ello. Él, en las concentraciones, siempre me iba respondiendo a todas mis cuestiones sobre las ventajas y dificultades de llevar perro guía y, un día, me dio el espaldarazo final. No sé si ya cansado de tanta pregunta y sabiendo que tras probarlo no habría duda alguna, me dejó a su perro. Qué libertad sentí, qué fácil desplazarse sin ir chocando con el bastón contra las paredes, qué autonomía… ¡qué velocidad! No tardé nada en iniciar los trámites para solicitarlo en la ONCE. Era 2002 y sabía que el trayecto me llevaría entre dos y tres años, plazo habitual en estos casos, pues es el tiempo que tardan en encontrar un perro adecuado y educarlo en función de tus necesidades. Continué con mi vida a la espera de la llamada que me diese la gran noticia y dos años después se produjo. Pero de nuevo, como ya me había pasado con anterioridad con otras situaciones como la venta del cupón, por ejemplo, algo que había buscado tanto se convirtió en un problema. Se trataba de 2004, poco antes de verano, y me encontraba inmerso en la preparación de los Juegos de Atenas. Era un momento con mucha exigencia en el que no podía perder el tiempo necesario para la adaptación y la preparación del animal, nada recomendable ni para el perro ni para mi con-

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centración, más allá del hecho de que estaría un mes fuera de casa a las primeras de cambio. A todo esto se sumó un temor que yo tenía. Porque por aquel entonces yo seguía viviendo en casa de mi madre donde estaba mi perro Tyson, una locura de animal, y me daba miedo meter a dos perros en casa y que supusiera un inconveniente, más que para mí, para mi madre, quien debería hacerse cargo de la situación durante la mayor parte del tiempo ante mi cercano viaje a Atenas. Con este panorama, rechacé la opción sin saber que lo que hacía no era paralizar el expediente, sino anularlo, con la consecuencia de volver a empezar con los trámites otra vez y tener que esperar dos años más. Fue una decepción importante, aunque ahora me parece cosa del destino, ya que, pese a que entonces no lo sabía, eso supuso encontrar a mi pareja de viaje perfecta tiempo después. Así que, a mi vuelta de Atenas, comenzó de nuevo todo el proceso. Volví a superar todos los trámites y pruebas, desde el examen físico al psicológico. También otro con la trabajadora social, que comprobaba que eras una persona con recursos para ofrecerle lo necesario al perro y visitaba tu casa para saber que tendría las condiciones de espacio y salud imprescindibles. Más tarde se certificaba que poseía un manejo inmejorable del bastón, paso previo indispensable al perro guía, ya que quien no controlara su movilidad espacial no podía hacerlo luego con un animal que necesita órdenes. Vamos, que si no eras capaz de hacer un paso de peatones con un bastón, ¿cómo ibas luego a dirigir al perro a uno y a darle la orden en el momento adecuado para que cruzara? Como una curiosidad que la gente no sabrá, el TRB también mide tu zancada, cuestión vital con la que instruyen al perro. Porque una vez superas los trámites, las pruebas y los tests comienzan con la instrucción de un cachorro que, durante más de un año, es educado para adecuarlo a tu estilo de tu vida y personalidad. Así que el procedimien-

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to continuó durante dos nuevos años hasta que durante los Campeonatos del Mundo de 2006 en Assen, Holanda, recibí la ansiada llamada. Nada más regresar a España, cogí un tren y me fui a Boadilla del Monte, una localidad a 20 kilómetros de Madrid donde se ubica la escuela de la Fundación ONCE del Perro-Guía (FOPG). Un centro espectacular, con una superficie total de unos 100.000 m2 distribuidos en cuatro edificios: residencia, oficinas, aislamiento y perreras. Allí pasé tres semanas internado aprendiendo lo necesario y conociendo al que sería mi perro guía. ¡Un nuevo Gran Hermano, como el de Castellarnau, pero esta vez de perros! A la llegada a la estación me recogió Eloy, quien sería mi instructor y el de Mar, una chica de Andalucía que llegaba para recoger a su segundo perro. Era una gran persona con la que creé un gran vínculo pues, desde su experiencia, me ayudó mucho en el centro. Hoy, pese al paso del tiempo, aún mantengo con ella una buena relación de amistad. Tras llegar al centro, la situación se dispuso como en Castellarnau, salvando las enormes distancias entre una situación y otra. Te quitaban el bastón (que ya no volvería a utilizar) y, después de enseñarte todo, debías manejarte por orientación apoyándote en la ayuda de alfombras y paredes. Algún recuerdo vino a mi memoria, pese a que todo había cambiado tanto… Los dos primeros días allí se basaban principalmente en charlas, no solo para explicarnos los beneficios del perro guía, sino, sobre todo, para que fuéramos conscientes de la responsabilidad que suponía un animal que, a pesar de nuestra ceguera, requería los mismos cuidados o más que cualquier otro. Una vez concluida la fase de concienciación arrancó la faena. Por supuesto, primero sin perro, para aprender las claves de

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manejo. Aquí el trabajo se hacía con el instructor… como perro. Le poníamos a él la correa e íbamos trabajando en las órdenes con Eloy como cobaya, tanto del arnés como de la correa. Hago hincapié en la diferencia entre arnés y correa, porque es algo que yo también aprendí allí y que la mayoría de la gente no conoce: las órdenes y la conducción son diferentes con uno y con otro, y las reacciones del perro también. La correa es una obediencia para estar en un sitio tranquilo, como una casa, un comedor de un bar, una sala de estar, con familia y tiene una subordinación como cualquier perro, de «quieto», «sienta» o «échate», para que esté en calma en un sitio con más libertad que con el arnés. Con este segundo, el perro está haciendo un trabajo de guía, para el desplazamiento por cualquier sitio, sin permisividad a contacto, pues está siendo mis ojos en cada instante, con órdenes como «adelante», «para», «izquierda», «dobla» o «busca sitio», entre otras. Durante esos dos o tres días de instrucción de órdenes se fue creando una complicidad con Eloy. Y es que tanto Mar como yo estábamos ansiosos por saber qué tipo de perro nos iba a tocar y él en cada actividad iba diciendo: «Pues creo que te va a gustar, creo que vais a encajar bien». La inquietud fue enorme hasta el último instante, cuando nos reunieron a todos en el salón y nos dijeron, uno a uno, el animal que nos había tocado en suerte. Nos sentíamos como en la sala de espera del paritorio cuando el médico se acerca y le dice al padre: «Ha sido un niño». Uf, qué nervios sentía, y eso que aún no podíamos tocarlos. No olvidaré nunca el momento en el que me informaron de que sería un labrador, de pelo negro azabache, de un año y ocho meses, que se llamaba Ximena. Puede parecer una información muy vaga, pero era como sentirlo ya parte de nosotros. La instrucción siguió un día más y fue entonces cuando por fin Eloy nos dijo a Mar y a mí: «Ahora voy a ir a las perreras. Vosotros os vais a vuestro cuarto y descansáis. Yo os llevaré el perro que os ha tocado y os quedaréis a solas con

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él en el cuarto. Ya sabéis, dejadle hacer lo que quiera, que os conozca y se sienta cómodo». Por cierto, la perra de Mar es la hermana de Ximena. ¡Qué minutos de espera más tensos pasé en la habitación! Tenía unas ganas enormes de tocarla, de olerla, de saber cómo era. Era un éxtasis de ansiedad, al tiempo que de miedo, porque era consciente de que, en la mayoría de los casos, el animal se sentía extraño y asustado al encontrarse con un desconocido, así que trataba de irse. Esta situación llevaba a algunos incluso a llorar desconsoladamente. Ese breve tiempo esperando a Eloy se me hizo eterno. Tanto que, de la tensión, casi destrozo las bolitas de pienso que nos había dado para tratar de ganarnos la confianza de los perros. De pronto, oí las patitas de los dos perros por el pasillo e instantes después la llamada de Eloy a la puerta. Los nervios en el estómago eran máximos. Abrí y me encontré con un torbellino que no paraba de moverse de un lado a otro de la habitación. Me olía, me cogía de la mano, se iba, daba vueltas por todas partes… Era una locura de perra. Y yo, como es lógico, estaba más que emocionado y aunque no llegué a llorar, como muchos de mis compañeros, si me quedé muy cerca de hacerlo. La cogí, la olí, la abracé e intenté jugar con ella. Comprobé que era una perra no muy grande, pero sí fuerte, intensa, explosiva y con mucha vida, como yo, por lo que quedé prendado al instante. Pero de golpe y porrazo, Ximena se fue hacia la puerta y comenzó a golpearla con las patas. Quería salir y era evidente, yo lo notaba, que no quería estar conmigo. Lo entendí, ya que para ella era un extraño y era normal que quisiera volver con la persona conocida, su instructor. Pasado un rato se la llevaron y al día siguiente, cuando la trajeron de vuelta, comenzamos a trabajar juntos para ganarnos el uno la confianza del otro.

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Al principio, como es normal, tenía miedo cuando cogía al perro. Primero porque no lo había hecho nunca y aún no me manejaba con soltura en las órdenes y el control de la situación. En segundo lugar, porque no estaba familiarizado con el animal y no conocía ni sus particularidades ni sus reacciones. Y en tercer lugar, porque no sabía cómo podía reaccionar y si ella iba a estar cómoda a mi lado. Más allá de mis temores, nos dieron la correa y empezamos a trabajar la obediencia dentro del centro, una buena forma de ir conociéndonos sin peligro. Y es que si no hacía la obediencia, del arnés ni hablábamos. «Junto», «siéntate», «échate» eran órdenes de las que al principio no hacía mucho caso, pues estaba acostumbrada a la voz y la orden del instructor. Pero poco a poco, día tras día, como compartíamos 24 horas yendo a todas partes de la correa (incluso dormían con nosotros), Ximena comenzó a reaccionar ante mis órdenes y a sentirse más a gusto junto a mí, gracias también, en parte, a mi insistencia. Las zonas comunes con tanto perro aún sin controlar al cien por cien por sus dueños, eran, a veces, una locura. A eso había que añadir que los repetidores, gente que ya venía a por su segundo perro, se las sabían todas y hacían alguna que otra jugarreta. Recuerdo que a una chica andaluza un día, mientras comíamos, le cambiaron la correa de su perro por la de otro, y claro, como todavía no estaba muy familiarizada con el animal, allá que se fue con otro para su cuarto. Imaginaos cuando los vio su instructor. He de decir que lo que le hicieron a ella es algo que luego también te hacía tu instructor al estar más preparado, para saber que eras capaz de identificar a tu perro y que luego en la calle no te llevarías a otro y dejarías al tuyo. Otra de las primeras cosas que nos enseñaron fue cómo cuidar la higiene. Cómo cepillarlo, cómo recoger las heces… La primera vez no fue ni divertido ni fácil siendo ciego, como

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cabe imaginar. En la escuela el sitio para sus necesidades se llamaba el sitio de las «haces», porque la orden para el animal es «haz, haz». El uno era la orina y el dos las heces. Insistían mucho en que había que recogerlas, como es lógico por otra parte. Al fin y al cabo, la imagen del perro en la calle iba a ser la mía. Y en el centro nos echaban mucho la bronca porque claro, siendo ciego, si entrabas en el lugar de las «haces» y otro no la había recogido, te llevabas el pastel en la zapatilla con mucha facilidad. Esa primera vez aprendí que hay que oler para saber si la has recogido y luego palpar para saber que no ha quedado nada. No es agradable, pero lo cierto es que recogida una, recogidas todas. También fue curioso enseñarles a comer, que en un principio se hacía con un silbato que a ellos les indicaba que había llegado el momento de la comida. Como el perro de Pavlov, vamos. La primera vez, Eloy me hizo una demostración sorprendente. Metió mi mano en el pienso mientras ella comía para enseñarme que no gruñía ni mordía, que me respetaba. Eso se hace, sobre todo, por aquellos ciegos que tienen niños pequeños y pueden tener cierto temor a que puedan ser agredidos por los perros. Nada más lejos de la realidad. Otra de las cosas que había que ir aprendiendo era a interpretar los ladridos: cuándo decían que algo no les gustaba, cuándo sentían hambre, cuándo tenían miedo… Eso costó más tiempo del que se pasaba en la escuela, aunque se comenzaba a trabajar allí, como tantas otras cosas que, después, se van afinando a medida que se convive con el perro. Pero el día que aluciné y me emocioné fue el que por fin nos dijeron que podíamos ponerle el arnés, porque íbamos a salir a la calle. Bueno, al principio no me emocioné tanto, pues más que llover diluviaba y yo le decía a Eloy que estaba loco, que no era el día apropiado. Su respuesta fue contundente: «¿Qué

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pasa, que tú no sales a la calle cuando llueve? ¿No vas a trabajar con el cupón cuando caen dos gotas?». Así que para Madrid nos fuimos y allí comenzó mi primera clase práctica por la calle con Ximena. Era la primera vez que salía a la calle sin bastón o una persona de la que agarrarme. Solo puedo decir una palabra que refleja lo que sentí: libertad. Iba a una velocidad que con el bastón parecía una quimera, sorteando a la gente sin problemas, parándome en los cruces sin tener que dar golpes para encontrar el borde… Increíble. Llegué calado, si bien no me importó nada en absoluto. Conforme más trabajábamos juntos, como en cualquier aspecto de la vida, mejor nos íbamos acoplando, ella a mis órdenes y yo a su forma de dirigir. La perra ve por dos, busca espacio para los dos y no pasa por un sitio por el que interpreta que no caben dos personas por lo que, si vas muy separado, hay menos espacios por los que pasar y no se avanza. Aprender a subir y bajar escaleras, a entrar por puertas automáticas, a buscar una taquilla, a entrar en un vagón de metro, a pasar por los tornos… Con puertas y tornos, para que la gente lo sepa, debe pasar primero la persona y luego el animal, para evitar que te dé un tirón y tú vayas corriendo detrás, porque los perros pasan muy rápido por miedo a pillarse la cola. Como parte de esa adaptación íbamos acumulando más órdenes que podían llegar hasta donde el dueño fuera capaz de instruirle con el paso de los años. Y así, mientras iban finalizando las tres semanas de internamiento, se fue fortaleciendo el vínculo, la conexión y el amor entre Ximena y yo. Durante los últimos días se produjo uno de los momentos más emotivos, cuando la familia educadora del perro vino a visitarnos. Me explico. Durante su primer año de vida el cachorro vive con una familia que lo cuida, con el objetivo de socializarlo y de acostumbrarlo a estar con gente, con niños, en una fami-

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lia. Después ya pasa al centro, donde comienza su instrucción. Cuando el perro va a marcharse con su nuevo dueño, la familia puede ir allí, principalmente para comprobar que va a estar en buenas manos y disfrutar de una buena vida. En mi caso y en el de Ximena fue la familia Colmenero, una familia estupenda de Caravaca con la que durante muchos años he mantenido una gran relación, hasta el punto de que cuando lo he necesitado, porque he tenido que estar fuera en alguna competición larga, ellos se han hecho cargo de Ximena. Les estoy tremendamente agradecido. Cuando acudieron al centro, lo primero que vieron fue a ambos trabajando a través de un cristal oscuro (para que el perro no pudiera verlos ni olerlos) y comprobaron cómo me manejaba con ella y cómo la trataba. En definitiva, el bien que iba a hacerme Ximena. Por eso, en general, las familias suelen emocionarse al constatar el gran papel que han hecho colaborando en el proceso. Pero el momento más conmovedor se produjo cuando nos conocimos. Recuerdo que no fui capaz de agradecerles lo que habían hecho y que ellos se sintieron muy orgullosos de cómo me habían ayudado. Se interesaron por mí y por mi vida, yo por la suya, y sin saber el porqué se creó un lazo especial. Además, ese también supuso su reencuentro con el animal y tanto para ellos como para Ximena fue una locura, ya que los reconoció en seguida y fue emocionante para todos. Antes de irme, y es importante que esto se sepa, me hicieron firmar un contrato con la ONCE, porque se trataba de un perro que en realidad pertenecía y pertenece a la institución, que vale mucho dinero y con el que se adquiere una serie de obligaciones, en este caso además firmadas. Y digo que es importante saberlo, porque los ciegos que adquieren un perro también deben ser muy conscientes, puesto que ha habido casos de abandono o incluso de venta. Algo que me parece lamentable.

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Cumplidas las tres semanas, llegó la hora de volver a casa, esta vez acompañado de Ximena. Fue Eloy quien me trajo de vuelta a Moncada y se quedó un par de días, porque al llegar a casa había que hacer un proceso de adaptación, en el que la perra debía acoplarse a su nuevo hogar. Lo primero fue lo que se llama la entrada a casa. Había que dejarla pasar a tu casa suelta, por ser la primera vez, y dejarla reconocer todo, que lo oliera, que lo inspeccionara, que conociera a Celia y fuera consciente de que iba a convivir con ella. Ese instante también fue muy especial, pues ellas no se conocían y para mi mujer fue precioso. A la mañana siguiente sucedió algo muy gracioso, pues la pillamos por sorpresa durmiendo encima del sofá, pese a que le habíamos dicho que tenía que dormir en la colchoneta. Son perros muy listos, que te torean si les dejas, y Eloy ya nos había dicho que no podíamos empezar con «las rebajas» tan pronto. Así que le dijimos que nunca más y lo entendió a la perfección, porque jamás ha vuelto a dormir en el sofá. Ximena es inteligentísima. Tras este pequeño suceso, que recuerdo con cariño, comenzó el trabajo junto al instructor para reconocer todo lo que iban a ser mis sitios habituales: trabajo, pista, la ONCE, paradas de metro… Todo en un día y aprendiendo con Eloy los trucos para llevarlo lo mejor posible. Superada esa situación inicial, arrancó mi vida con perro guía, una vida que ahora no entiendo de otra manera, puesto que Ximena supuso, en cierta manera, cerrar el círculo de mi progreso de autonomía total. Los primeros días con ella en Moncada éramos la expectación, porque todo el mundo se preguntaba cómo funcionaba el tema de un perro guía. Alucinaban viendo como trabajaba, por ejemplo, cuando se paraba en un paso de peatones, en un semáforo o cuando buscaba un sitio para sentarnos con una

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sola orden mía. La gente nos paraba para preguntarnos, pues se cuestionaban cosas que yo les iba introduciendo. Ese interés de todos nos llevó también al que es uno de los mayores problemas del perro guía, sino el mayor, y que la gente debería conocer e interiorizar. La mayoría de las personas, por desconocimiento, cuando ven a Ximena o a otro perro guía, ven un perro normal y no entienden que, desde el momento en el que lleva el arnés, está trabajando, llevando a una persona ciega y que no hay que despistarla o sacarla de su concentración jugando con ella, dándole comida o acariciándola. Eso hace que pierda la atención ya que, incluso quieta, ella está mirando y observando, buscando sitios, huecos, vigilando peligros para su dueño. Para entenderlo, es como tocar el volante de papá, algo que no se debe hacer. Tocar a un perro guía supone descentrar al animal y puede repercutir en un accidente para mí o para la persona que esté delante. A lo mejor no en ese instante, pero se crea mal caldo para otras situaciones, ya que se acostumbra a ese roce o jugueteo cuando está con el arnés. De esta forma se desentrena, pierde la eficacia de las órdenes y en cualquier otra situación puede ser ella quien busque ese roce, por ejemplo, en un vagón de metro, lo que puede llevar a una caída mía, a arrollar a un niño o a golpear a otra persona. Cuando lleva el arnés, debe disminuir su grado de socialización, porque ha de cumplir las órdenes para llevar con seguridad al invidente, sin despistes que le puedan hacer perder la noción de cuál es su objetivo. Eso no significa que no queramos cariño para el animal, al contrario, pero la gente tiene que entender que en ese momento la perra tiene en sus manos la responsabilidad de una vida y no se puede jugar con eso. De ahí creo que viene el concepto del «mal humor del ciego», porque muchas veces nos enfadamos (yo intento no hacerlo ya), porque peligra nuestra integridad cuando hacen estas cosas. Cuando esto sucede, las personas no conocen el motivo y piensan que nos malhumoramos solo por están acariciando al perro y creen que somos

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unos amargados. Por fortuna, me he dado cuenta de que cada vez hay más conocimiento y conciencia respecto a esto y más personas que saben que deben respetar al animal en su labor. Volviendo a los días iniciales con Ximena, yo me sentía como el hombre bala, con una capacidad para desplazarme con rapidez y sin problemas, algo que no me daba el bastón. Volaba en comparación con el David de un mes atrás, que tenía que ir dando golpes despacio, en la pared, para saber cuándo llegaba la esquina y poder girar. Ahora no, ahora tenía un bólido con GPS último modelo incorporado, que me llevaba a mi destino sin dificultad y con solo una orden. El único sitio donde no le gustaba ir era a la venta del cupón, al quiosco. Yo lo notaba, pues cuando nos íbamos acercando ella iba reduciendo la marcha y poniendo algo más de resistencia, evidentemente porque se aburría allí ocho horas tumbada solo mirando. Y es que Ximena es como yo, un ser con mucha energía que lo único que quería era ir a coger el tren, a Valencia, a la pista o a dar una vuelta. En definitiva, de un sitio a otro, sin tener que estar quieta como en el quiosco. De hecho, cuando íbamos al Banco de Valencia a recoger los cupones del día ya trataba de jugármela un poco e intentaba tirar recto al llegar. Me costaba cada día convencerla, aunque ella sabía que era su obligación. Esta fue en realidad la única complicación que tuve con Ximena, y no puede llamarse complicación, ya que no fue más que una anécdota. Algún encontronazo con alguien que va despistado con el móvil, algún pequeño tropezón, pero nada significativo que no pueda pasar ahora también. Además, poco a poco se iba produciendo la unión perfecta entre los dos y eso me motivaba más aún, pues, al margen de la movilidad, se iba creando una relación que para mí es indestructible ahora mismo.

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¡La de cosas que he pasado con Ximena! Puedo decir que ha estado en la Moncloa con Zapatero y con Rajoy, o con la Infanta Elena, entre otras muchas autoridades. Y que ha logrado enamorar a casi todos. Lo cierto es que ella es la atracción y la estrella en todos los sitios a los que voy. ¡Muchas veces incluso más que yo! Siempre quieren estar con ella, les fascina todo lo que hace y lo bonita que es. Tanto, que si alguna vez no voy con ella por cualquier cosa, la primera pregunta siempre es que dónde está Ximena. La parte mala de esto es lo que comentaba antes, que siempre están tocándola pese a llevar el arnés, pero me quedo más con la parte positiva, porque que sea tan famosa también ha ayudado a la gente a conocer más sobre el mundo de los perros guía, sobre lo que suponen, el trabajo que se hace en la ONCE con ellos de cara a las personas invidentes... ¡Y es que Ximena ha protagonizado incluso reportajes de televisión! No sabéis la ilusión que me hace cuando me paran en la calle y me preguntan si la que me acompaña es Ximena. El orgullo que uno siente en ese momento no se puede explicar. No solo me conocen a mí, sino también a mi perra y hasta saben cómo se llama. Es una sensación increíble y me encanta que se la vincule directamente a mí, que digan siempre: «Ahí vienen David Casinos… y Ximena». Sin embargo, el hecho de ir con ella a todas partes y hacerlo con tanta autonomía también me ha generado algún malentendido, en algún caso incluso desagradable. En más de una ocasión, cuando he entrado a algún establecimiento no se han dado cuenta de que se trataba de un perro guía, porque lo hemos hecho con tal naturalidad que la gente no se ha percatado de que soy ciego. Claro, la frase instantánea ha sido: «Caballero, perros no se permiten en este establecimiento». Normalmente no ha habido problemas después de explicarles que soy ciego,

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pero ya os contaré más adelante una situación problemática y vergonzante que me ocurrió en un supermercado y que incendió Twitter. Un caso aislado, podríamos decir, puesto que la mayoría de las veces se queda en malentendidos anecdóticos. Recuerdo la primera vez que me separé de ella para un periodo largo, durante unos Juegos Paralímpicos y sentí que me faltaba algo. No solo porque, como es evidente, mi autonomía descendió mucho, sino porque de verdad era como si me faltara una parte de mí, una pierna. Las personas que se quedaron con ella también me dijeron que se notaba que me echaba de menos y recuerdo que a la vuelta, en el aeropuerto, daba tirones tan fuertes con la correa puesta que casi se lleva a rastras al amigo con el que se quedó. Se volvió loca en el reencuentro. Y yo también. Porque Ximena es imprescindible en mi vida como la concibo a día de hoy. Para mí el simple hecho de irme solo a ciudades tan grandes como Madrid o Barcelona y hacerlo sin problemas, sin necesidad de ningún tipo de ayuda porque voy con ella, es impagable. Temo mucho el momento en el que comience a hacerse mayor, a perder facultades y haya que jubilarla como perro guía. Se quedará conmigo seguro y vivirá junto a mí como animal de compañía, disfrutando de su merecido descanso. Pero sé que cuando llegue ese día, seguramente volveré a ser ciego.

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EL PRINCIPIO DEL CAMBIO: PEKÍN

Entre 2004 y 2008 habían cambiado muchas cosas, pero hubo una que me descuadró enormemente y me hizo replantearme mi modo de vida. Uno siempre quiere vivir mejor y dedicarle más tiempo a aquello que le apasiona frente a aquello otro que es una obligación. Pero, por regla general, lo primero es lo que alimenta tu alma y lo segundo es lo que te da de comer. Y eso impide a mucha gente poder alcanzar la felicidad completa. El caso es que en aquella época la ONCE decidió que los vendedores de cupones debíamos tener un horario como todo el mundo. Es decir, trabajar ocho horas pasara lo que pasara. Daba igual si vendías antes de ese tiempo las existencias que tenías para ese día. O si eras un deportista con dos medallas de oro paralímpicas y debías entrenarte para intentar conseguir una tercera para tu país. El trabajo era el trabajo y había que cumplirlo. Punto final. No quiero parecer desagradecido ni criticar a la institución que me dio la oportunidad de tener un futuro laboral. Ni mucho menos. Simplemente pretendo reflejar una realidad: yo era un

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atleta de élite y le dedicaba al deporte las mismas horas que cualquier olímpico. Sin embargo mientras ellos podían ser profesionales gracias a las becas ADO, nosotros aún lo teníamos lejos. Además, nos restringían uno de nuestros privilegios: la flexibilidad horaria que nos permitía planificarnos para seguir siendo competitivos a pesar de disponer de la mitad de tiempo que muchos otros. Yo soñaba con un plan ADOP del que ya en 2004, después del éxito conseguido en Atenas, había hablado el ministro Jesús Caldera. Desde entonces sabía que se estaba fraguando algo. Que había contactos con grandes empresas (porque, al contrario que el ADO, el nuestro está financiado de forma íntegra por capital privado) y que podía ser inminente. Pero habían pasado casi cuatro años, los Juegos estaban a la vuelta de la esquina y no parecía que fuera a llegar. Al menos, no de manera inmediata. Y eso era algo que me comía por dentro. No entendía, y sigo sin entenderlo, por qué no somos todos iguales. Competimos en los mismos estadios, nos entrenamos en las mismas pistas, pasamos las mismas horas al año ejercitándonos. Coincidimos en concentraciones e incluso en ocasiones competimos juntos. A pesar de todo, hay una discriminación evidente hacia el colectivo que practica deporte adaptado. Aquello me generaba una gran ansiedad, pues entonces no teníamos los potentes vehículos de información de que disponemos en estos momentos y las noticias nos llegaban con cuentagotas. Pero a finales de 2007 empezaron a contactar con nosotros. Habría un plan después de Pekín. Estaba aprobado y presupuestado. E incluso antes, en enero, algunos de nosotros tendríamos ya la oportunidad de poder ser los primeros en probar aquel estatus. Entre los elegidos estaba yo. El día que me lo comunicó la ONCE lo recuerdo como uno de los más felices de mi vida, por la sensación de estar dando

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un paso hacia delante en mi plan existencial. Me dijeron que estaría exento de la venta del cupón los seis meses anteriores a los Juegos y que recibiría una ayuda compensatoria para poder vivir y entrenarme. Bien es cierto que el sueldo que nos ofrecieron de inicio no era nada extraordinario y, como es obvio, estaba lejísimos de lo que percibía un ADO, lo que me obligaba a seguir pagando de mi bolsillo fisioterapeutas o productos nutricionales. Sin embargo a mí me daba absolutamente igual. El primer día que me levanté de la cama y en lugar de prepararme para pasar por el banco, recoger los cupones, coger el metro y abrir el quiosco, lo hice cargado con la bolsa de deporte para entrenarme entre semana por la mañana, me sentí el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra. Iba a poder dedicarme a lo que realmente me gustaba. Donde había demostrado que era especial. Y, si hasta ahora había conseguido grandes resultados teniendo que compaginar la vida laboral y la deportiva, estaba seguro de que con este nuevo escenario todavía iba a conseguir crecer más. Había superado los 35 años, pero me encontraba en mi plenitud física. Y, desde luego, estaba empezando a tocar mi plenitud mental. Pese a todo, hasta entonces nuestros logros dentro y fuera de los estadios apenas tenían repercusión mediática. Como muestra de ello, no había más que subirse al metro. Allí, la gente que ya me conocía me seguía pidiendo cupones y yo les tenía que explicar día tras día cuál era la nueva situación. Aunque, la verdad, no me importaba hacerlo cuantas veces hiciera falta. En lo único que cambiaron mis costumbres en aquellos inicios fue en todo lo encaminado a la alimentación, el control de la diabetes y el descanso. Debía reorganizar mis entrenamientos, mis sesiones de recuperación y mis picos de forma, y tenía que hacerlo cuidando más aún mi dieta.

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Empezaba a pensar como un deportista profesional por primera vez. En esos momentos me ayudó mucho mi club, el Valencia Terra i Mar, en el que mucha gente de alto nivel me aconsejó y guió para poder optimizar al máximo mi rendimiento en esta nueva etapa. Fueron clave para conformar la mentalidad global del David Casinos de hoy día. Pero más allá de todas esas intensas emociones y del hecho de que en apenas un lustro casi me hubiera olvidado de que era ciego (gracias al deporte, a Celia y a Ximena), algo empezaba a anidar en mi cabeza, un sueño más que planeaba por mi mente y que, si se daba la oportunidad, quería atrapar con la red. Echaba el pensamiento atrás y, analizando los abanderados que habían representado a España en Sídney y en Atenas, llegué a la conclusión de que había muchísimas posibilidades de que en esta ocasión tal honor recayese en un atleta invidente. En Australia había portado el estandarte un discapacitado físico y en Atenas una paralítica cerebral, así que lo normal es que le tocara a mi grupo. No quería hacerme ilusiones, si bien tras repasar el palmarés de los ciegos españoles, me veía con muchísimas opciones de que me tocara. «¿Por qué no?», me preguntaba. Y cada día más me subía un gran nerviosismo por el estómago para quedarse allí alojado hasta que me iba a dormir. Hasta que una mañana, mientras estaba saltando vallas en el cauce del río Turia, recibí la llamada del representante de la ONCE en Valencia, José Manuel Pichel. Recuerdo que antes había tenido lugar una reunión con el presidente Carballeda y había dicho en algunos foros que le tocaría a alguien muy importante en Valencia, pero no quise albergar falsas esperanzas. Por eso, cuando sonó el teléfono y escuché la voz que me lo decía casi me caí de culo. Me temblaban las piernas de la emoción y estuve al borde de las lágrimas. Solo pude articular un escaso

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«muchísimas gracias» y abrazarme a Celia. Otro sueño cumplido. Desfilar en Pekín con la bandera de mi país. La bomba. Sin embargo, algunos deseos se envenenan un poco si no se anda con cuidado y yo metí la pata justo después de recibir la noticia, algo que pudo traer graves consecuencias. Pocas horas más tarde me llamó el periodista del diario Superdeporte, José Ángel Crespo, e inocentemente se lo conté, presa de la emoción del momento. No imaginé que no se había hecho oficial ni que todavía era un secreto. Y se montó un cisco que casi me costó la renuncia al nombramiento. Creo que no quedó nadie por leerme la cartilla. Primero, desde mi ciudad, puesto que a ellos les había caído una bronca de tres pares de narices. Luego, en la concentración previa al viaje a China que realizamos en Segovia, donde el presidente de la Federación de Deportes para Ciegos me dijo que había metido la gamba hasta el fondo. Yo solo pensaba en que me tragara la tierra, aunque también debo decir que nadie me indicó cómo tenía que actuar. Un déficit a nivel de comunicación que se ha ido solventando con el tiempo y con experiencias como la mía. A todo ello se le unió, para acabar de arreglar aquellos días, que el jefe de prensa del Comité Paralímpico Español, Luis Leardy, me dijo que antes de irnos tenía que dar un discurso en un acto en el Consejo Superior de Deportes donde iba a estar hasta la Reina Sofía y, cuando subí al escenario, no había nada preparado por la tensión del momento. Menos mal que tiré de la soltura que poco a poco había ido adquiriendo y la cosa salió muy bien, salvo por el detalle de que la ministra de Asuntos Sociales me presentó ante el público asistente como David Cansinos, una anécdota sin más que se ha repetido en más de una ocasión. Al final, pese a todo, los rescoldos de la polémica se fueron apagando y el miedo a perder el maravilloso privilegio que

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esperaba vivir se disipó. Cogí el avión hacia el otro lado del mundo sabiendo que cientos de millones de personas iban a verme aparecer vestido con los colores de mi patria y abriendo el camino a todos los atletas de mi país. De nuevo pensé todo lo bueno que la ceguera había traído a mi vida. Me había dado la oportunidad de ser el mejor en algo que me motivaba a vivir intensamente cada segundo. De hacerlo acompañado de la mujer con la que quería pasar el resto de mis días. De vivir sensaciones a las que no habría podido llegar por desidia o falta de ambición con los cinco sentidos funcionando a pleno rendimiento. A todo esto se le sumó un trayecto precioso. Lo hicimos con la compañía British Airways, donde todo fueron facilidades y atenciones. Durante todo el vuelo yo solo pensaba en las ganas que tenía de llegar, sobre todo por conocer una cultura tan antigua y diferente a la nuestra. En Sídney las diferencias no eran tan marcadas y en Atenas, por supuesto, eran hermanos gemelos nuestros, pero China era algo mágico. Entre las muchísimas cosas que recuerdo, la primera de ellas es que lo tenían todo calcado. Cualquier artilugio que triunfara en Occidente lo podías encontrar allí replicado con exactitud. Fue uno de los aspectos que más me llamó la atención, aunque hubo muchos más. Con el equipo que se desplazó de Televisión Española nos dimos una vuelta por los barrios más significativos de la ciudad para reflejarlo después en un reportaje en los especiales que emitían sobre nosotros. Gracias a eso pisé la Gran Muralla (no recuerdo nada más impresionante en mi vida), comí langostas… ¡y gusanos! Pero, sobre todo, hice compras para parar un tren. Fuimos al Mercado de la Seda y me hice un traje a medida, ¡en solo una hora! Mientras paseábamos por los puestos me lo cosieron y me lo llevé ese mismo día a la villa.

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Una vez allí, comenzó mi concentración de verdad. Tenía tres objetivos claros: disfrutar al máximo de mi papel de abanderado, sacarme la espina en el lanzamiento de disco y, por encima de todo, ganar una medalla que me permitiera tener cuatro años de dedicación exclusiva al deporte gracias al nuevo y maravilloso plan ADOP. No podía dormir de la emoción. Aunque al final, entre el jet lag y la tensión, acabé cogiendo el sueño en pocos minutos. El día que empezaban los Juegos se hizo interminable. Parecía que nunca iba a llegar la hora de irnos al estadio y presentarnos al mundo. Me vestí y desvestí 40 veces con la ropa, muy bonita por cierto, de Li-Ning. Para todos los arreglos finales habían viajado sastres de la propia marca, que nos prepararon convenientemente para lucir las mejores galas delante de las cámaras que nos llevarían a las televisiones de todo el planeta. De repente, nos metieron a todos en un autobús y nos fuimos comiendo los kilómetros que nos separaban del Estadio Nacional de Pekín, conocido como El Nido, donde se llevaría a cabo la ceremonia de apertura de los Juegos. Creo que no volveré a sentir nada igual en mi vida. Los ciegos no podemos ver, pero formamos imágenes en nuestro cerebro basadas en lo que nos cuentan las personas que están a nuestro alrededor y en las sensaciones propias que importamos a nuestro organismo en un momento determinado. De aquel estadio grandioso recuerdo un intenso olor a palomitas y el sentimiento de estar en medio de una construcción hecha con un talento extraordinario. Estaba llenísimo aquel día y lo estuvo durante toda la competición. Podía sentirse aun sin verlo, porque los aficionados chinos eran muy ruidosos. Fue un primer impacto brutal. Cuando estaba empapándome de todo aquello, noté como un brazo me agarraba y me apartaba de la delegación para hacerme las fotos oficiales. Solo recuerdo voces, mucho calor y

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alguien diciendo «mueve la bandera», a gritos, pues estábamos a punto de salir. Cuando lo hicimos, mi memoria grabaría para siempre el clamor que noté en mi piel. El suelo temblando. Y a Celia a mi lado llorando. Seguramente haya sido uno de los momentos más increíbles de mi vida. Puede parecer un tópico, pero aún hoy lo recuerdo y se me nublan los ojos con lágrimas de emoción. Ahora rememoro todo aquello y me da una rabia tremenda que los Smartphone no tuvieran la penetración en la sociedad de la que disponen ahora. ¡Si ni siquiera me llevé el ordenador a Pekín! Ahora compartir esas vivencias hubiera sido la bomba. Y es que para eso sirve la tecnología de hoy día: para compartir los grandes momentos con la gente que te importa y con todos aquellos que quieren darte su apoyo a través de las redes sociales. Esa noche vino muchísima gente a vernos. Tuvimos una recepción en la Casa de España presidida por el secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetzky, pero yo solo podía pensar en El Nido de noche, iluminado, esperándome para cambiarme la vida. Una vez más. Porque la realidad era que había llegado muy bien a esos Juegos. Mi preparación, gracias a los seis meses de excedencia en la ONCE, había sido espectacular. Me sentía en la mejor forma de mi vida. Dominaba a la perfección las técnicas tanto en disco como en peso. No había tenido ninguna molestia en las últimas semanas y a nivel mental era mucho más fuerte que en mis dos primeras experiencias paralímpicas. Como siempre, el disco era lo primero. Por qué no decirlo, también en mi escala de expectativas. Me había quedado a las puertas en dos ocasiones de conseguir una medalla, primero sufriendo la derrota en un último lanzamiento de un rival y más tarde por una incomprensible decisión de la organización

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ateniense. Sentía que era mi oportunidad y mi momento. Había incluso venido a verme el recientemente nombrado director general del Deporte de la Generalitat Valenciana, Mateo Castellà. Todo estaba en su sitio. Tuve un lanzamiento de oro. Pero lo declararon nulo. Aún hoy sigo pensando que no toqué el área de penalización y examinando el vídeo cada vez estoy más convencido. No soy de mirar atrás y lamentarme, aunque pienso que fue una decisión muy injusta. Aquel era mi lanzamiento mágico, en el que había puesto toda mi energía acumulada durante cuatro años, y no llegó otro igual. Acabé quinto y me marché pitando del estadio a la Villa Olímpica. Y allí me pasé el día llorando. Por primera vez en mi vida tenía una presión brutal en mi cuerpo. Todo por lo que había luchado para ser profesional del deporte, personificado en el plan ADOP, me lo iba a jugar a una sola carta en el concurso de peso. Si no conseguía ese gran resultado en el peso, no entraría en el programa de becas. La gente pasaba por mi habitación y trataba de animarme, sin embargo no había consuelo para mí. Hasta que vino Alberto Jofre, gerente del Comité Paralímpico, y me hizo reaccionar. A su manera, pero lo consiguió. Cogió la bandera que con tanto orgullo había ondeado en ese estadio que ahora me parecía maldito, me la tiró a la cara y me dijo: «Si no vienes con una medalla, no vuelvas». Y se fue. Cuando entré en la pista notaba perfectamente el corazón bombeando sangre a mi organismo y los músculos tensos por la presión y el nerviosismo. Aunque, a decir verdad, ya en aquellos momentos anidaba en algún rincón de mi cuerpo una sensación de confianza muy difícil de explicar. Eso fue lo que me llevó a conseguir lanzar 14’50 en el segundo intento. Y, cuando iba a afrontar el tercero, me di cuenta

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de que iba a empezar a diluviar, algo que ocurrió un instante después. Siempre seré sincero con este tema: creo que la lluvia me salvó, porque había gente muy potente en aquella competición y acabábamos de empezar. Pero yo había sido el más fuerte al principio y fue suficiente. Tenía el oro. Había vuelto a ganar la medalla y ya nadie me iba a quitar la posibilidad de seguir dando pasos de gigante en mi búsqueda de la felicidad. Lo único desagradable de aquellos Juegos fue el control antidopaje al que me sometieron. Me encerraron en una habitación llena de espejos con un médico que solo sabía hablar chino y que, no sé cómo, consiguió decirme que tenía que quedarme en pelota picada. El caso es que en ese país son muy escrupulosos y habían tenido casos de atletas que usaban penes de plástico rellenos con orina limpia para no dar positivo por sustancias prohibidas. Después de todo, aquel doctor debió pensar que todo estaba en su sitio y era bien natural, porque en cuanto fui capaz de orinar me soltó y me permitió salir a saborear lo que había estado esperando desde que empecé a competir. No era solo un podio. No era solo otra medalla. No era ni siquiera compartir todo aquello de nuevo con Celia. Era mucho más. Era, por primera vez, la sensación de que iba a ser considerado y tratado como un atleta profesional. Que ya era hora, dicho sea de paso, habiéndome colgado tres oros paralímpicos. A partir de ese momento, la locura fue máxima y los acontecimientos se precipitaron uno detrás de otro casi sin tiempo para disfrutarlos. O al menos así lo recuerdo. Me llamaron muchos medios de comunicación (algo estaba cambiando ya) y eso me emocionó. Hicimos el equipaje para volvernos y después de aterrizar en Madrid cogimos un tren hasta Valencia. Allí nos estaba esperando el alcalde de Moncada, Juanjo Medina, con una banda de música, ¡fue una delicia! Y, entre tanto, nos confirmaron que el ADOP se ponía en marcha de forma oficial.

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Desde entonces, dentro ya del sistema de becas, había que seguir entrenándose bien. Debía seguir compitiendo al máximo nivel y logrando resultados, ya que cada año se reestudiaría cada caso para ratificar que ese dinero se estaba usando con los fines adecuados. Pero a mí eso no me preocupaba. ¿Cómo no iba a hacerlo, si lo había hecho hasta ahora sin esa ayuda, peleando por conseguirla? No se me iba a escapar. Al menos, durante los siguientes cuatro años de mi vida. De mi nueva vida.

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EL PLAN ADOP

Convertirme en profesional del deporte representó el cambio definitivo en mi carrera y en mi vida. Pese a que ya lo había probado de forma experimental durante los meses previos a los Juegos de Pekín, ahora, tras la medalla de oro, comenzaba a disfrutar con plenitud de lo que significaba poder dedicarme en cuerpo y alma a mi pasión. El plan ADOP (Plan Apoyo al Deporte Objetivo Paralímpico) me hizo sentir un verdadero privilegiado. Con justicia, sí, después de no solo los títulos conseguidos, sino también de las horas de trabajo en cualquier condición; de la imagen como abanderado representando a tu país; de los gastos en viajes, preparadores, fisioterapeutas, material deportivo, suplementos alimenticios… Pero incluso así, no podía negar que convertir mi mayor pasión en mi trabajo es un regalo al alcance de muy pocos. Yo, desde ese momento, fui uno de ellos. Había costado muchísimo lograr ese sistema de becas a los deportistas paralímpicos, como ya se hacía con los olímpicos. Recuerdo reuniones y más reuniones, y presiones de muchos

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de nosotros en cada encuentro que teníamos con una personalidad política, cuando venían en representación del Gobierno, a alguna cita, acto o recepción. El grupo de paralímpicos más representativo, en el que me incluyo, tenía un acceso más directo a los estamentos públicos y estaba decidido a no malgastar ninguna oportunidad de dejar claro que queríamos un programa como el ADO. Incluso alguna que otra vez se produjo una salida de tono en esos encuentros. ¡Pero es que era lo justo! Durante los meses de negociaciones, el Comité Paralímpico Español nos había estado haciendo encuestas para conocer nuestras necesidades, cuántas horas queríamos entrenar, si queríamos compatibilizarlo con el trabajo, que sugerencias teníamos… y fueron comparando también nuestra situación con la de los paralímpicos en otros países, así como con sus sistemas de ayudas o becas. Se fue conformando, de esta manera, la fórmula de lo que sería el programa, mientras el Gobierno negociaba con los que serían los patrocinadores que aportarían el capital con el que cuenta el ADOP. No logramos más que un 20% de lo que el ADO tenía, aunque que se creara para nosotros ya era un éxito increíble e histórico. Hasta entonces éramos deportistas amateurs, que compatibilizábamos nuestros estudios y trabajos con la práctica del deporte. Las cosas estaban cambiando y a partir de Pekín llegó la liberación total. Entrábamos en un plan ADOP (siempre que se hubiera logrado un buen resultado como un metal), lo que nos daría libertad para dedicarnos a nuestra disciplina hasta Londres 2012 y eso unos años atrás era impensable. Aunque, en realidad, se ha de entender que luego, durante los cuatro años entre unos Juegos y otros, hay que ratificar tus resultados en otras grandes citas como Mundiales o Europeos para seguir disfrutando del programa. En ese periodo, se puede salir o entrar del plan en función de tus logros. Lo que estaba claro era que el chip general era diferente. En mi caso, se unieron instituciones como la Generalitat Valenciana. En una recepción previa a Pekín el entonces presidente,

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Francisco Camps, ya anunció que tanto los olímpicos como los paralímpicos tendríamos los mismos premios a las medallas, como imagen de la Comunidad. Ya no solo era el apoyo moral que nos habían brindado años atrás, sino también el respaldo a nuestro trabajo, a la misma altura del que ya disfrutaban deportistas olímpicos. Los protestones de esa época abrimos un camino maravilloso para los que vinieron y vendrán detrás. Dimos la oportunidad a gente más joven de poder disfrutar del deporte como una profesión, de encontrar en él no solo una afición o una forma de integración, sino también un modo de vida y una salida laboral. La única queja que tenemos nosotros respecto a todo ello, y esto lo hablo mucho con mi amigo Ricardo Ten, medallista olímpico en natación, es que no nos haya cogido a nosotros con 10 años menos y lo hayamos podido disfrutar durante toda nuestra carrera. ¡Qué bien nos hubiera venido! En cualquier caso, yo me sentía como un niño con zapatos nuevos. Tenía un sueldo como deportista que no me iba a hacer rico, ni de lejos, pero que me permitía vivir con mi cabeza y mi cuerpo centrados únicamente en el peso y en el disco, con la tranquilidad de dedicarme a entrenarme, cuidarme y descansar. Eso fue lo primero que noté, el descanso, porque por primera vez tras los Juegos de Pekín me pude tomar unas vacaciones completas de algo más de un mes. Después de una gran cita, un deportista necesita un tiempo para recuperarse tras la enorme carga física acumulada en los últimos meses, incluso el último año, en el que el trabajo deja exhaustos todos los músculos. Además, en algunas ocasiones debes recuperarte de alguna lesión que llevas arrastrando tiempo y que no has podido dejar curar por la necesidad de competir. A pesar de esta necesidad, hasta ese momento, el descanso que yo me había permitido no había sido total ya que, aunque dejara de entrenar tras unos Juegos o un Mundial, nunca había podido dejar mi trabajo,

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pues mis vacaciones las usaba para poder competir. Frente a esa situación, ahora sí podía dedicar un tiempo prudencial para que mi cuerpo se recuperara completamente y aprovechar para trabajar en su rehabilitación única y exclusivamente, acudiendo a fisioterapeutas y médicos. ¡Vaya cambio radical! No voy a decir que una pequeña parte de mí no echara de menos el quiosco (muy pequeña en esos días de asueto) y, de hecho, me pasé unas cuantas veces para ver si ya había alguien allí sustituyéndome. Durante casi un año ese lugar estuvo vacío. Primero porque hasta que no logré mi medalla en Pekín no tenía sentido que se lo dieran a otro, puesto que yo solo estaba de excedencia temporal hasta los Juegos. Luego pasó un tiempo hasta que se cumplieron todos los trámites legales para que otra persona se hiciera cargo de mi antiguo lugar de trabajo. Recuerdo el día en que recogí mis bártulos de forma definitiva. Fue un momento agridulce, ya que si es cierto que tenía ganas de dejarlo para dedicarme por completo al deporte y salir de la monotonía que ese trabajo significaba, también es verdad que había sido mi vida y mi sustento durante muchos años. El salvavidas que me había permitido tirar para adelante una etapa en la que si no llega a ser por el cupón no habría tenido nada. Algo dentro de mí sentía pena por abandonar esa segunda casa. Un empleo que había definido mi destino en más sentidos que el puramente laboral, ya que fue el motivo por el que me mudé junto a Celia a Moncada y comencé a echar raíces en una localidad que ya es la mía. Sin embargo, la felicidad de dejarlo tenía un plus también, pues me enorgullecía saber que liberaba un puesto que iba a dar a otra persona la posibilidad de tener un empleo digno en un gran lugar. Se abría una oportunidad para otro invidente. Más allá de mis propias sensaciones, alguien que disfrutó de ese cambio tanto como yo o más fue Ximena, que enloquecía al ver que ya no tenía que tomar el camino habitual hacia el

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trabajo y pasarse ocho horas tumbada en el mismo lugar. A ella, esta situación también le dio mucha vida. A la gente que me conocía le costó mucho entender que no iba a volver, al menos por un tiempo largo, a la venta del cupón. Tanto paseando por la calle, como en el metro o haciendo la compra, había muchos vecinos de Moncada que me seguían pidiendo cupones y me preguntaban que cuándo iba a volver a mi quiosco, que vaya vacaciones me estaba pegando. Yo les explicaba la nueva situación, mientras se me inflaba el pecho explicando que ahora me dedicaba solo al deporte. Y más gozo sentí cuando, poco tiempo después, me di cuenta de que ya no se referían a mí como David el ciego o David el del cupón, sino como David, el deportista. Qué orgullo supuso eso. No obstante, aunque a día de hoy todo el mundo sabe ya a lo que me dedico, aún hay algunos que me preguntan si volveré a la venta de cupones y que cuándo lo haré. Como les comento siempre, si tengo que hacerlo cuando cese mi vida deportiva, seré tan feliz como lo era antes y estaré más que agradecido, aunque espero que los proyectos que estoy desarrollando puedan llevarse a cabo y mi vida profesional tras el deporte vaya por otros derroteros. Tras mi periodo de recuperación, comencé a hacer sesiones de cinco, seis y siete horas, algo impensable hacía menos de un año. Por la mañana me dedicaba a entrenar en el gimnasio, con largas jornadas de pesas y por la tarde, junto a Celia, hacíamos el trabajo específico en pista. ¡Sesiones dobles, qué gozada! Y cuando terminaba el entrenamiento tenía tiempo para descansar, ir a un fisio, médico o quien fuera sin tener que salir corriendo de aquí para allá con el fin de llegar a todos los sitios sin que mi misión en el quiosco se viera afectada. Además, también dispuse por primera vez de más tiempo para mí, para prepararme, formarme y estudiar con el obje-

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tivo de buscar otras vías para mi futuro, o solo por el hecho de convertirme en alguien mejor, de poder crecer cultural y personalmente. Fue en ese momento en el que se puso en marcha mi idea de comenzar a labrar mi camino para tener más alternativas una vez que dijera adiós al deporte. Aparte del descanso y el tiempo, el abanico de posibilidades y oportunidades que nos ofrecía y ofrece el Plan ADOP es increíble. Por poner un ejemplo, crearon el Programa Alto Rendimiento Paralímpico (ARPA) con el que se pudieron ofrecer ayudas para personal de apoyo (los guías), material deportivo, entrenamiento en centros de alto rendimiento, asistencia a competiciones internacionales o servicio médico, entre otras. Así, se permitió profesionalizar también al entorno deportivo. De esta manera, un guía o personal de apoyo recibía y recibe una remuneración por su trabajo, algo muy de agradecer para gente que necesitamos un verdadero profesional a nuestro lado, no solo un compañero que te lleve a un sitio u otro en la pista. Pongo siempre el ejemplo más claro de un atleta invidente de 1.500 metros que está obligado a tener junto a él en todo momento, desde entrenamientos a competiciones, a alguien con tanta preparación o más que la suya, que corra al menos tanto como él. Sin profesionalizarlo, es difícil encontrar a alguien con esas cualidades que brinde de forma desinteresada tantas horas a la semana. Con mejores equipos humanos y técnicos a nuestro alrededor, es más fácil para todos crecer. Pero la creación de estos programas del ADOP iba más allá y a mí hubo una cosa que me pareció un acierto total desde el principio. Como es evidente, una de las mayores inquietudes que tiene un deportista es qué hará una vez que acabe su carrera, más en casos como el mundo paralímpico. Para dar respuesta a esta cuestión y tratar de lograr que el deportista tenga una salida digna del deporte al mundo laboral, se pusieron en marcha una serie de mecanismos. Fórmulas que entroncaban

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directamente con mis inquietudes del momento, porque el objetivo principal era orientarnos a la formación y prepararnos en materias que pudieran darnos la salida que buscábamos de cara a un futuro. Para ayudarnos, pusieron a nuestra disposición un tutor, que en mi caso fue el exjugador de fútbol sala, Sergio López-Andújar Alonso, portero de clubes como El Pozo de Murcia, Interviú o Playas de Castellón, con los que consiguió varios títulos. Su labor principal fue ese asesoramiento, en especial en el terreno académico, para conseguir la mejor preparación de cara a la búsqueda de una salida laboral. Con ello, también colaboró de forma activa en las gestiones en temas como cursos para la formación (por ejemplo, el inglés en mi caso) o para solicitar becas y ayudas de todo tipo. Incluso se puso en marcha una línea de trabajo para que, en algunas de las empresas patrocinadoras, se pudiera optar a un puesto de trabajo. ¡Increíble! Todo ello, gracias a los patrocinadores que vinieron por primera vez en la historia acompañando al equipo paralímpico en la expedición a Pekín, con el fin de conocernos, beber de los valores que transmitimos… ¡y comprobar que su dinero estaba bien empleado! Se empaparon de cómo vivimos, cómo entrenamos, cómo es el ambiente de unos Juegos, la energía que contagiamos… Tuvimos tiempo para compartir situaciones y crear vínculos más allá de lo profesional. Disfrutaron de los mejores momentos y de los éxitos junto a nosotros. Quedaron encantados y prueba de ello es que todos firmaron el nuevo plan para los siguientes cuatro años. Tras los Juegos de Londres, el programa dio un paso más y, además de acompañarnos a la gran cita, a nuestro regreso, con las medallas aún colgadas, todos nosotros pasamos un par de jornadas visitando las empresas, compartiendo nuestros buenos resultados, tratando de hacer partícipes a todas las personas que trabajan en ellas, haciéndonos fotos, explicándoles

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nuestra experiencia, dando charlas… Todo lo necesario para hacerles comprender que sin ellos sería mucho más complicado. No fue algo puntual. Durante esos cuatro años después de Pekín, nosotros habíamos creado un lazo con estas compañías. No se trataba solo de dar un dinero, tambien se establecía un nexo con los patrocinadores, en muchos casos interesados en que pudiéramos conocer a sus empleados, mostrarles nuestro ejemplo, enseñarles valores a través de charlas… Por ejemplo, yo he creado una gran relación con Norauto, empresa con sede en Valencia, al igual que otros deportistas valencianos. Ellos no solo quisieron que fuéramos a su empresa, sino que sus empleados vinieran a vernos entrenar, a comprobar de primera mano nuestro sacrificio diario con el deporte. Yo incluso he forjado una relación de amistad con una de sus responsables de referencia, Maud Pottier, y nos llamamos de vez en cuando. Ella vino con su marido varias veces a compartir entrenamientos conmigo y disfrutaron mucho. Les expliqué la preparación, me vieron practicando lanzamientos, nos hicimos todo tipo de fotos, se animaron a coger el disco e incluso a hacer algún lanzamiento. En eso consiste el programa, en ir más allá del simple uso de la imagen del deportista, haciendo que nos involucremos todos, aprendiendo unos de otros, compartiendo el feeling humano. He tenido mucha relación también con Iñaki Ereño, ahora consejero delegado de Sanitas, con el que he hablado largo y tendido, me ha llamado tras conseguir éxitos e incluso le he mandado fotos que me ha pedido para colocar en su despacho. Otro patrocinador con el que mi unión ha sido especial ha sido Importaco, gracias a un excelente programa llamado Amigo Paralímpico. Con él, una empresa se asociaba a un deportista en concreto y se convertía en su patrocinador a través de una

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aportación directa al deportista. Conmigo han estado tres años y no puedo más que tener palabras de agradecimiento, pues se implicaron de forma directa en mi preparación de cara a los Juegos de Londres 2012, aparte de que participé en distintos eventos que la empresa organizó. Junto a estas personas entiendes que sus empresas nos consideran un ejemplo, una muestra necesaria, para sus empleados para toda la sociedad ,de valores, esfuerzo, sacrificio o capacidad de superación, elementos tan necesarios, sobre todo en momentos socialmente complicados como este. De esta forma, no me cabe más que dar las gracias a empresas como Iberdrola, Movistar, Plus Ultra Seguros, Liberty Seguros, Persán, AXA, Santalucía, Cofidis, Ford, El Corte Inglés, Gadis, Grupo Leche Pascual, Sanitas, Bosco, Fundación ONCE, Unidental, Renfe, Fundación ACS, Norauto y RTVE por el trabajo que han hecho por el plan ADOP y por cada uno de nosotros. Empresas que han invertido tiempo y dinero para que los atletas paralímpicos podamos dedicarnos al deporte en las condiciones necesarias para alcanzar el máximo nivel posible. Patrocinadores que han confiado en nosotros, en nuestro trabajo, que creen necesarios los valores que transmitimos. A ellos les debemos parte de la fortuna que es ser un deportista paralímpico profesional.

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UNA VENTANA AL MUNDO

El 21 de enero de 2011 falleció mi padre. Como ya he relatado, a él más que a nadie le costó aceptar mi paso a la ceguera y en muchas ocasiones nuestra relación podría haberse calificado de distante. Yo sabía, pese a todo, que él se alegraba de ver que las cosas me iban muy bien. Siempre me llamaba cuando conseguía una medalla para felicitarme. Creo que era su manera de demostrar el cariño que quizá no había podido darme en el día a día. Nuestra relación se había ido normalizando con el paso de los años y, al conocer su enfermedad, recuerdo aquellos días como los más cercanos a él en muchos años. Es triste pensar que las personas solo admitimos nuestros errores o dejamos de lado nuestras diferencias cuando vemos cerca el final, pero el caso es que aquellos momentos nos sirvieron mucho para reconciliarnos y hablar. Uno se queda más tranquilo cuando ha podido decir las cosas que va postergando durante demasiado tiempo. Y nosotros teníamos mucho que decirnos. Todo lo que no nos habíamos dicho en los últimos 10 años e incluso más.

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Ese fue un punto de inflexión muy importante en mi vida. Sobre todo porque desde 2008, cuando por fin me dijeron que habría un plan ADOP y que podría dedicarme profesionalmente al deporte, el tiempo libre que tenía se convertía en una maraña de pensamientos en mi mente sobre qué hacer con mi vida. El fallecimiento de mi padre contribuyó a hacer reaccionar los mecanismos. Había conseguido tres objetivos que, mirando atrás, casi ni hubiera podido imaginar: había vencido a la ceguera, trabajando primero y viviendo con absoluta normalidad después. Había formado mi propia familia, con Celia y Ximena como principales refuerzos. Y había peleado por ser un deportista de élite, por cobrar por ser el mejor en el lanzamiento de peso y de disco. Lo había logrado. En la vida de cualquier otra persona invidente seguro que estos hitos dejarían sus ansias satisfechas para el resto de su existencia. Sin embargo, yo notaba que me faltaba algo. Desde que volví de Pekín tenía una extraña sensación que iba tomando forma en mi cabeza, pero para la que todavía no tenía una definición exacta. La muerte de un ser querido, que te obliga a mirar las cosas desde una perspectiva distinta, fue aclarándome mi propio panorama personal. El ADOP había traído muchas cosas a mi vida. Como, por ejemplo, la potenciación de mi imagen a través de charlas. Antes de 2008 había ido a algunos colegios y hablado de mi experiencia personal, si bien ahora lo estaba haciendo en empresas muy potentes, aquellas que habían apostado por nosotros. Para mí era una sensación muy especial, pues estaba conociendo a las personas que dijeron: «Voy a poner dinero para que los atletas paralímpicos puedan entrenarse como es debido y llegar a unos Juegos en condiciones de alto nivel». Es decir, que había empresas en España que creían en nosotros, en lo que hacía-

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mos, en lo que transmitíamos. Yo se lo devolvía hablándoles de mi experiencia personal. Al principio era tan emocionante que apenas preparaba lo que iba a decir. Llegaba allí e improvisaba, porque al fin y al cabo les estaba contando algo que había vivido en primera persona. Ahí me entró el gusanillo. Uno de los pensamientos volátiles que no había conseguido encajar hasta el momento hizo clic y comenzó a formar un puzle. Había muchas cosas que quería hacer en el futuro. Una de ellas era, sin duda, ayudar a otras personas a valorar más su vida a través de mi experiencia. Teniendo todo por lo que había luchado, me faltaban cosas para realizarme. Hacía deporte, ganaba medallas, estaba casado, me movía con mi perra guía por cualquier lugar del mundo, pero veía que mi vida pasaba y que no le estaba sacando tanto rendimiento como pensaba. Tenía tres oros paralímpicos, había sido abanderado en Pekín, era campeón de Europa y del Mundo y, sin embargo, era consciente de que no llegaba a la gente. Apenas era una persona conocida y mis triunfos personales y profesionales tenían un eco reducido. Y eso, dentro del plan de intentar ayudar a los demás con mi ejemplo, era una pata que se quedaba demasiado coja. No era una cuestión de egocentrismo ni de sentirme famoso por ver mi cara en los periódicos, sino una necesidad de que mi mensaje, en representación de muchas personas, tuviera el altavoz necesario para que llegara a muchas más personas y pudiera ser de ayuda. Era imprescindible abrir fronteras para servir de espejo a personas que ni me conocían ni habían oído hablar de mí. Ahí me di cuenta de que yo solo no podía hacerlo. De que necesitaba un equipo profesional a mi alrededor. Tenía que buscar un mánager que me llevara a dar charlas, pero, sobre todo, que convenciera a las empresas de que era y soy una persona rentable como patrocinado, pues mi figura profesional iba

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acompañada de unos valores positivos trasmisibles a la sociedad. Patrocinadores que me diesen su soporte para poder llevar a cabo los proyectos que tenía en mente. Además, había que llegar más a la prensa. Aparecer en los medios de comunicación con asiduidad era y es fundamental, porque de lo contrario, por muchas cosas que seas capaz de hacer, si estas no llegan al público es como si no hubiesen ocurrido. Es en esos momentos cuando conocí a Jorge Sabater, una persona que desde entonces ha sido muy importante para mí por su apuesta personal por ayudarme. En una comida en la empresa Importaco nos presentaron, le conté mis ideas y me dijo que le venía de maravilla, ya que estaba en contacto con muchísimas empresas que demandaban servicios como el que yo proponía. Empezó ahí una etapa en la que me convertí en un asiduo speaker de charlas empresariales ¡y encima empecé a cobrar por ello! Esto, que a muchas personas puede parecerles algo banal, para mí supuso un salto inmenso. Era la prueba de que en el futuro podría dedicarme a cualquier cosa que quisiera. No me estaban pagando por ser vendedor de cupones en la ONCE. Entidades privadas me buscaban para disponer de mí durante un tiempo determinado a cambio de una cantidad de dinero, como si de un trabajo se tratara. Era un éxito doble, porque conseguía lanzar mi mensaje al tiempo que lograba un apoyo económico para mis objetivos. El rompecabezas comenzaba a formar una imagen clara. Aunque faltaba todavía una pieza por colocar. En el tema de los medios de comunicación estaba realmente perdido. No sabía a quién acudir, pues nunca había sido algo de lo que me hubiera preocupado. Ni yo, ni la mayoría de los deportistas paralímpicos. Siempre que alguno aparecía en una entrevista o un reportaje acababa diciendo: «Necesitamos

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patrocinadores para poder hacer más cosas». Sin embargo, el resto del tiempo no hacían (hacíamos) nada para encontrarlos. Solo Teresa Perales, por su peso mediático en Zaragoza, o Enhamed Enhamed, porque el Gobierno canario apostaba económicamente por sus deportistas, tenían unos ingresos extra. El resto o conseguían un ADOP o tenían que buscarse un trabajo mientras lo compaginaban con entrenamientos de alto nivel. Yo tuve la suerte de conocer a Jordi Ferrer, periodista de la Agencia EFE en Valencia, en una charla que daba en un colegio. Hablando salió el tema, entre otras cosas porque en un acto de Iberdrola, al que acudí con Ricardo Ten, el director de comunicación del Comité Paralímpico Español, Luis Leardy, me había dicho que Enhamed tenía su propio jefe de prensa. Y ahí encontré el resorte final que necesitaba para poder completar mi equipo de confianza. Jordi me ayudó por partida doble. Me recomendó una agencia valenciana llamada Pasarela Comunicación & Management, donde Mario Rebollo, David Blay, Aitor Pilán y Nacho Sapena (posteriormente el equipo se reduciría solo a los dos primeros) me explicaron el plan que montarían para mí y me convencieron hasta el punto de que hoy seguimos caminando juntos. Además, junto a Nacho Rambla y en colaboración con ellos, decidimos grabar un corto que reflejara cómo era un día en mi vida, para mostrar mi superación desde que me quedé ciego. Por aquel entonces ya habíamos empezado a tener repercusión en medios locales y nacionales como Superdeporte, Las Provincias, Levante, Canal 9, Radio 9 o ABC, pero aquello supuso un punto de inflexión tan inmenso que me pilló por sorpresa. El corto, llamado Una luz diferente, dura 10 minutos y puede verse en Youtube. La forma de grabarlo y guionizarlo de Jordi y Nacho fue excelente, teniendo en cuenta que solo dispusimos

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de un día para hacerlo todo. Y todo significa levantarme como siempre hago muy temprano (más aún, ya que llegaron antes a mi casa para grabarme), hacerme el desayuno, coger el metro para ir a entrenar, realizar la sesión pertinente, comer con ellos mientras les seguía contando cosas y volver a casa para enseñarles que un ciego puede ver series o utilizar una consola como reproductor de películas. Fue y sigue siendo una de las mejores experiencias de mi vida. Cada vez que reviso el vídeo me sigo emocionando. La idea era fantástica, si bien a estas iniciativas siempre le faltaba el altavoz de los medios. Aquí es donde tuvimos por fin el factor diferencial. Distribuimos ese corto en forma de noticia a todos los medios. La propia Agencia EFE se hizo eco, así como Europa Press. Y páginas web del nivel de Marca.com lo colgaron en su portada, lo que derivó en que televisiones nacionales le dedicaran un espacio. Tenía claro desde hacía mucho tiempo que uno de mis objetivos era crear una marca personal. Lograr que se me valorara no solo por mis méritos deportivos, sino por ser capaz de transmitir unos valores a la sociedad. Aquello significó el inicio de aquel plan. La prensa se volcó conmigo calificándome como un ejemplo social. Y el David Casinos mediático empezó su andadura de una forma que en un principio llegó a sobrepasarme. Muchas veces me han preguntado si ha influido en este boom el hecho de que estemos en crisis y la gente necesite referentes a los que agarrarse. Yo solo digo una cosa: sin crisis me hubiera ido mejor, hablando en un aspecto más material, porque posiblemente toda esa fuerza mediática hubiera tenido además un respaldo económico, que nunca ha sido mi principal objetivo, pero que ayuda a poder llevar adelante más proyectos. Las marcas, que manejarían presupuestos mucho más altos, quizá hubieran apostado por patrocinarme. En ese momento lo

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hicieron la firma deportiva Macron y la bebida energética Toro Loco, aunque estoy seguro de que no hubieran sido las únicas. Quizá el altavoz social haya sido más fuerte por la pérdida de valores que tenemos ahora mismo en la sociedad, pero es muy probable que la repercusión mediática hubiera sido la misma. Lo que no hubiera cambiado, y es algo de lo que cada vez me siento más orgulloso, es el hecho de que solo con tus palabras seas capaz de cambiar la vida de algunas personas. Lo estamos haciendo con el proyecto Di-Capacidad del Levante Unión Deportiva, donde varios deportistas paralímpicos ofrecemos charlas a empresas y colegios. ¡Incluso dimos una en la cárcel que fue todo un éxito! Nunca olvidaré una que protagonicé en un centro de menores. Y cómo, algunos meses después, un chico que había estado allí presente me paró por la calle y me dio las gracias. Me dijo que le había hecho cambiar el rumbo de su vida. No recuerdo un escalofrío mayor que el que recorrió mi cuerpo en aquel instante. Solo por ese chico había valido la pena pasar todo lo que había pasado con anterioridad. Otra de las cosas que cambió en esta etapa fue el impulso de las redes sociales. Yo ya era un hombre enganchado a un ordenador y a un smartphone (de hecho, tuve la suerte de dar una charla en Ignite Valencia sobre cómo los teléfonos inteligentes podían mejorar la vida de las personas ciegas), pero desde que descubrí Twitter hasta me llevé broncas de mi mujer por pasar más tiempo enganchado del que a ella le gustaría. Había encontrado una ventana al exterior tan brutal, que para mí era difícil procesarlo al principio. Podía seguir a toda la gente interesante que quisiera, enterarme de las noticias en tiempo real, interactuar con personas que me interesaba conocer, conseguir que hubiera gente interesada en lo que yo les contaba y que me siguieran a mí. Sin duda, lo considero una de las grandes revoluciones del siglo XXI. A mí me cambió la

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vida, hasta el punto de potenciar mi imagen más allá de lo que habría esperado en mis pensamientos iniciales. De hecho, algunos de mis comentarios en las redes sociales han tenido una repercusión que yo nunca hubiera imaginado. Valga como ejemplo una denuncia que hice a través de Twitter, en la que manifesté que el encargado de un supermercado de la playa de Gandia me negó la entrada al establecimiento con Ximena, alegando que no era adecuado el acceso del animal a la zona de alimentos frescos, cuando la ley nos permite acceder con perro-guía a cualquier lugar. Algo normal, ya que no se trata de un animal de compañía. Instantes después mi teléfono ardía con llamadas de numerosos medios de comunicación nacionales que querían preguntarme al respecto. Lo cierto es que tuvo más transcendencia de la que yo mismo buscaba ya que, aunque quería denunciar el hecho porque me parecía indignante para el siglo XXI, no pretendía hacer de ello un tema que tuviese eco en tantos programas y medios. Eso sí, me sirvió para darme cuenta de que mi imagen había adquirido la fuerza por la que estábamos trabajando. Entre todo este follón, tenía los Juegos de Londres en el horizonte. No había sido un año fácil en lo deportivo, si bien estaba tan abducido por mis nuevas obligaciones mediáticas que le di menos importancia de la que le había otorgado en otras ocasiones. Tenía la mano muy tocada y no podía ejecutar los lanzamientos de forma totalmente limpia, porque me molestaba muchísimo. De hecho, incluso en peso tuve que cambiar mi técnica lineal hacia la giratoria. Esto puede parecer banal, pero no lo es, pues con la primera mi potencia muscular me permitía alcanzar distancias grandes, mientras que con la segunda la desorientación a causa de la ceguera es mayor y el impulso que le daba a la bola no era tan grande. Todo esto, además, me había afectado a la espalda, dañada por la necesidad de ejecutar los lanzamientos de manera distinta a la habitual.

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Este cúmulo de circunstancias, que suponían una gran carga mental, me había llevado a confiar en el psicólogo deportivo José Carrascosa. Durante todo el año 2012 estuve trabajando con él, porque mi lastre emocional para esta cita era mucho mayor, si cabe, que para las anteriores. Llegaba con una responsabilidad muy importante tras haber sido abanderado y oro en Pekín, y estaba en el punto de mira del país después de haber aparecido más de 200 veces en los medios de comunicación en apenas un año. Me jugaba seguir pudiendo vivir del deporte cuatro años más, puesto que yo me encontraba muy bien a nivel físico (más allá de las molestias) y estaba convencido de que, pese a mis 39 años, me quedaba cuerda para llegar a Río de Janeiro en unas condiciones óptimas. En esta situación, y con lo rápido que pasa el tiempo, de repente me encontré a menos de un mes para embarcar hacia Inglaterra. Por si faltaba algo, una vez más me habían ofrecido el honor de ejercer como portavoz del colectivo paralímpico y tuve que dar un discurso ante la Infanta Elena y el ministro Wert en la recepción previa antes de partir hacia los Juegos. Era curioso, pero en mi mejor momento era cuando yo tenía más dudas sobre si iba a poder repetir los éxitos precedentes. Aunque he de decir que la confianza en mis posibilidades seguía siendo alta. Tampoco tuve mucho tiempo para concentrarme al aterrizar en Inglaterra. Por primera vez en mi vida el teléfono no dejaba de sonar para hacerme entrevistas. Estrenaba un blog en la web Grada360.com donde iba a ir contando todas mis aventuras por allí. Y encima, cuando fuimos a entrenar antes de la prueba nos pegó una diluviada de impresión. Sin embargo, nos sirvió para descubrir el maravilloso espacio que habían habilitado para el Estadio Olímpico donde, al contrario que en Atenas, íbamos a poder ver las gradas llenas. Llegaban riadas de personas, muchas de ellas en familia, gracias a una de las mejores campañas de publicidad que se ha hecho jamás sobre

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unos Juegos Paralímpicos. «Meet the superhumans», conoce a los superhumanos, era el lema que complementaba un vídeo increíble realizado por la organización sobre las cosas que son capaces de hacer nuestros deportistas. Pocas veces me he sentido tan orgulloso de pertenecer a este colectivo como en aquellos momentos, que para nosotros fueron mágicos. Además, el trabajo dio los resultados que se buscaban, pues he de destacar que los Juegos Paralímpicos de Londres han sido los de mayor repercusión mediática y los que han conseguido atraer a más público en las gradas de toda la historia. Hasta el punto de que en muchas pruebas, y esto es un hecho constatable, había más espectadores que semanas antes con los deportistas olímpicos. Fue una muestra de que todo había cambiado y de que, por fin, se nos valoraba como merecíamos. Tal como estaba prevista la competición, pese a mis molestias, lo tenía todo a favor. Estaba todo programado el mismo día, comenzando como siempre por el disco y siguiendo por el peso. De esa manera te concentras mejor, comes en el propio recinto, ya has descargado adrenalina en la primera prueba y estás en disposición de afrontar mucho mejor la segunda. Si ha ido bien, porque así ya te has quitado la presión. Y si no ha sido así, puesto que tienes la oportunidad de coger la revancha pocas horas después, sin una noche de por medio para darle vueltas a la cabeza acumulando estrés y presión añadidos. Pero a algún lumbreras se le ocurrió, sin previo aviso y una vez con todos los atletas instalados en la Villa Olímpica, cambiar el orden sin más. De este modo pasábamos a lanzar disco un día por la tarde, finalizando a unas horas bastante conflictivas, ya que entre el control antidoping, la rueda de prensa, volver a las habitaciones y cenar nos metíamos ya en la madrugada. A la mañana siguiente tiraríamos el peso, sin el nivel de descanso adecuado para ninguno de los participantes.

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Yo, que a pesar de todos los dolores y las marcas irregulares de mi año deportivo tenía una enorme confianza en la prueba de disco, de repente me puse muy nervioso el día anterior. Al borde, sin exagerar, de la taquicardia. Me veía incapaz de competir en condiciones óptimas y a mi entrenadora Gaby le comenté que no me encontraba bien ni física ni psicológicamente. Sin embargo, ella estaba muy serena. Sus métodos de entrenamiento siempre van encaminados a llegar en el mejor nivel posible al día decisivo. Da igual si has estado mejor o peor en los últimos 365 días. A pesar de todo, en cuanto pisé el escenario me tranquilicé. La noche anterior tenía tantas ganas de lanzar que hasta había tirado cojines por la habitación, para desespero de mi mujer Celia. Aunque ella estaba calmada. Ya me iba conociendo de sobra para saber que a veces tengo más nervios de los que debería y en ningún momento me transmitió desconfianza, más bien todo lo contrario. Allí estábamos. Una vez más. Juntos en unos Juegos para luchar por traer a España medallas de oro. Habían cambiado muchas cosas. Llevaba cuatro años dedicándome de forma única y exclusiva a entrenarme gracias al Plan ADOP. Mi padre ya no me iba a llamar si me colgaba un oro sobre un podio en Londres. Tenía un equipo de comunicación detrás que hizo que fuera una de las referencias mediáticas en Inglaterra, donde llegué con 800 seguidores en Twitter para doblarlos durante los días que estuve en competición. Pero, sobre todo, quería quitarme una espina que ya duraba 12 años y que me decía que, a pesar de mis dolencias, por fin iba a pelear por llevarme la medalla que tanto ansiaba en disco. Es posible que por ese motivo, o quizá por la suma de todos, tirara con todas mis fuerzas en los primeros intentos, sabiendo que ahí estaban mis mejores bazas. Sería el tercer lanzamiento

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el que saldría largo. Larguísimo. Mejor, porque a raíz de ahí hubo muchísimas cosas que me desconcentraron y me hubieran impedido rendir al máximo nivel. El quinto tuve que ejecutarlo dos veces, parándome la primera, pues en ese instante iba a correr la prueba de 200 metros Oscar Pistorius, la referencia mundial paralímpica en aquel momento, y el griterío de la gente era tan grande que me fue imposible poner los sentidos que me quedaban a punto. A ello se le unió que a mitad de la prueba me subió el azúcar. Para quien no sea diabético, esa circunstancia hace que te adormezcas y necesites ir al baño. Yo no quería darles pistas a mis rivales, así que no salí del recinto y tampoco me pinché insulina, que hubiera sido la mejor decisión. Junto a estos factores estaba el hecho de que tenía buenos rivales, como un ucraniano gigante que siempre, en uno u otro intento, pillaba un buen lanzamiento. Y la tensión de todas estas circunstancias juntas iba poniéndome más y más nervioso. Fue, pese a todo, una competición no injusta, porque al final lo bonito es que todo depende de ese instante concreto, si bien no se ajustó a los resultados que debían ser. Ninguno de mis adversarios fue capaz siquiera de igualar las marcas con las que se habían clasificado y yo, por primera vez en mi vida, ganaba la medalla de oro en unos Juegos Paralímpicos. Mi emoción fue brutal. Me pinché la insulina y me hidraté, para después coger la bandera de España y empezar a dar saltos como si estuviera loco. Había ganado. Tenía la medalla. Tenía cuatro años más por delante. Tenía la posibilidad de continuar con mi sueño. Cuando pasó la euforia, las entrevistas, las felicitaciones y los abrazos nos fuimos a la Villa. Ahí vino el bajón. Llegué deshidratado, fatigado y con las manos agarrotadas. Lo primero que hice fue cenar algo rápido, porque ya eran las 12 de la noche y si esperábamos más no encontraríamos nada abierto para

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tomar algo. Tomé pasta, ensalada y una magdalena y, al subir a la habitación, lo primero que hice fue meterme en la ducha. En ese instante me di cuenta de que muy difícilmente revalidaría mis tres títulos en peso. Iba a dormir muy poco, en concreto cinco horas. Estaba agotado. El sobrexceso de azúcar había impedido que por la noche tuviera una recuperación celular completa y, pese a levantarme enormemente feliz y con toda la presión transferida fuera de mi cuerpo, era consciente de que no iba a pelear siquiera por subirme al podio. Solo hubo un momento durante la mañana en el que pensé que podría lanzar más al haber encontrado una aislada sensación positiva. Sin embargo, los dolores de la mano, sumados a todo lo referido con anterioridad, no me permitieron hacer un lanzamiento lineal. Me dio un poco de rabia, porque sabía que en condiciones normales podría haberme colgado dos medallas en unos mismos Juegos por vez primera. Pero por ahora tendré que esperar a ver qué pasa en Río de Janeiro. No logré alcanzar el nivel deseado y, aunque no renuncié a tener un minuto de esplendor, no encontré las sensaciones óptimas, por lo que me tuve que conformar con la quinta plaza. Cedía el testigo en peso, pero lo había compensado un día antes con el oro al que más ganas le tenía. Que me esperen que estaré de vuelta para recuperarlo… Lo que sí que hicimos después de aquello fue disfrutar como enanos de Londres. Habíamos sido de los primeros en competir y no abandonaríamos el Reino Unido hasta el cierre del evento, así que aprovechamos para hacer turismo y muchas compras. Comimos a modo de celebración Celia, Gaby y yo con el concejal de Deportes de Cheste, Paco Fortea (que había venido adrede a vernos), y con David Blay de Pasarela Comunicación en el Hard Rock Café. Ese día nos pasó de todo: una camarera se metió una leche de impresión, al bajar unas escaleras con va-

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rios platos en la mano, hicieron sonar el We are the Champions al verme con la medalla, comimos como auténticas bestias y nos marchamos corriendo en metro (donde entre el calor y la comilona casi nos desmayamos, literalmente) al Cubo, la sede de la piscina olímpica, para apoyar a Ricardo Ten, quien se llevó la medalla de bronce en su prueba. A partir de ahí, al margen de pisar el estadio y el resto de las instalaciones cada dos por tres para animar a los nuestros, nos dio tiempo a visitar Notting Hill, el castillo de Londres, a dar un paseo por el Támesis y a hincharnos a subir y bajar del bus turístico. La ciudad lo merecía mucho. En ese tránsito entre las medallas y el resto de la competición recibiría muchas peticiones de entrevistas para radios, televisiones, periódicos y webs españolas, lo que me hizo ver que algo estaba cambiando de nuevo. No solo a mi alrededor, gracias a la apuesta por la comunicación que había realizado, sino, como ya he dicho, en general hacia el deporte paralímpico. Y eso me hizo sonreír aún más. También hubo muchísimas llamadas institucionales. Como la del presidente de la Generalitat Valenciana, Alberto Fabra; la del vicepresidente de la Diputación de Valencia y alcalde de Moncada, Juanjo Medina; o la presencia (una vez más) del director general del Deporte de la Generalitat Valenciana, Mateo Castellà. Sin embargo, no solo fueron ellos. No se limitó a las figuras más representativas a nivel institucional. También miembros de casi todos los partidos políticos valencianos (como Concha Andrés, exalcaldesa socialista de Moncada, que siempre se acuerda de mí), lo que me llenó de un gran orgullo y me demostró que era una imagen para toda la sociedad, algo que se sigue ratificando con muchos homenajes y obsequios en distintas poblaciones valencianas, con independencia del partido que gobierne. Junto a ellos, por supuesto, miles de feli-

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citaciones de familiares y amigos, lo que culminó con una cena en la Embajada Española con la Infanta Elena, Federico Trillo y el presidente de la ONCE, Miguel Carballeda. Fue en ese momento, una vez finalizados todos los actos deportivos y políticos, cuando emprendimos nuestro más que feliz regreso a España. La primera parada fue en Madrid, donde me tocó hacer de portavoz ante los medios y los patrocinadores, visitando los estudios de Televisión Española, la Cadena Ser o la Cadena COPE y las sedes de empresas como AXA o Telefónica. Allí coincidí con una gran deportista como Marina Alabau, campeona olímpica, mundial y europea en la especialidad de windsurf, que me cayó fenomenal. Aunque lo que en realidad me tenía ansioso era poder ver a mi familia. Y por fin, casi un mes después de haberlos dejado en Valencia, aterrizamos en mi tierra. Vinieron muchos amigos a recibirnos a pesar de tratarse de un día laborable por la mañana. También muchos medios, alguno de los cuales incluso habló más de mi reencuentro con Ximena que de mis logros deportivos, jajaja. Finalmente, enfilamos hacia Moncada, donde yo no me podía esperar nada de lo que ocurrió. Cuando llegamos paramos en la terraza de un bar a tomarnos un refresco y, de repente, comencé a escuchar música a mis espaldas. Resulta que la banda del pueblo estaba esperándome pero, claro ¡como yo no los podía ver! Me engañaron como a un chino. El recibimiento fue precioso y acabó siendo excepcional, ya que al entrar en casa unos amigos habían colgado una medalla gigante en la puerta. Tras dar las gracias emocionado a todo el mundo, Celia, Ximena y yo nos quedamos solos en nuestro hogar. Descargamos los trastos, nos sentamos en el sofá y, con una sonrisa en la boca, nos abrazamos y nos besamos. Habíamos conseguido algo muy grande, pero, por encima de todo, habíamos abierto un camino que a mí me iluminaba el rostro.

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Sabía que quería hacer cosas diferentes en la vida. Ayudar a los demás. Ahora era consciente de que podía hacerlo. Sin ver, vislumbraba mi futuro. Y al contrario que mi visión, era de todo menos negro.

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EL FUTURO

Si puedo evitarlo (y pienso hacerlo), no quiero trabajar nunca más sentado detrás de una mesa. Soy una persona que, tras perder la visión, ha encontrado en la calle, en el aire libre, en el ir y venir y en la interacción con las personas su forma de ser y de desarrollarse. Y ese es el pensamiento que más claro aparece en mi mente cuando comienzo a soñar cómo será mi futuro después de abandonar el deporte. O mejor dicho, después de no practicar deporte de manera profesional, porque no tengo intención de dejar de hacer cosas para seguir manteniendo la inigualable sensación de estar en buena forma física. El deporte me da vida y es una droga de la que no quiero desengancharme. Si miro hacia delante, tengo cuatro objetivos ya planteados a nivel laboral. Seguramente saldrán muchos más y alguno de ellos puede que se quede aparcado por el camino, pero ahora mismo estos marcan mi horizonte entre el instante en el que escribo estas líneas y la muy probable posibilidad de que Río de Janeiro 2016 suponga mi retirada como atleta paralímpico. O tal vez no sea mi retirada...

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Antes de desgranar estos proyectos, sin embargo, quiero compartir una inquietud: la de buscar retos en el deporte cuando deje de ser el David Casinos actual. Muchos me asaltan de vez en cuando en momentos determinados, si bien uno de ellos ya ha tomado nombre y forma. Quien haya llegado hasta estas páginas ya sabrá que me encantaba montar en bici cuando todavía podía ver y que incluso después tuve que elegir entre el atletismo y la opción real de competir a alto nivel sobre dos ruedas. Por las características de mi trabajo físico, apenas son recomendables actividades como montar en bici y correr, porque el ejercicio aeróbico conlleva un afinamiento, en kilos, que me restaría fuerza a la hora de lanzar el peso y el disco. Pero tengo claro que eso se va a acabar antes o después. Me pica desde hace tiempo el gusanillo de prepararme para una locura llamada Titan Desert. Para quien no esté familiarizado con esta prueba, se trata del Dakar trasladado al mundo de la bicicleta. Seis etapas de más de 100 kilómetros por el desierto, llevando todo lo que puedas necesitar en una mochila y durmiendo en jaimas, mientras subes y bajas dunas enormes soportando altísimas temperaturas. ¿Suena bien, eh? Jajaja. Lo tengo entre ceja y ceja, así que será una de las primeras aventuras que intente vivir. Y uso el verbo intentar por una sencilla razón: no me gustaría ir, correr y volver. Mi intención, empezando por la Titan y siguiendo por otros retos, es poder darle un cariz solidario a este tipo de acciones. Que se pueda aprovechar el conocimiento mediático que existe hoy día en torno a mi persona para que empresas privadas puedan ayudar a la gente de allí. Que yo sea un mero vehículo publicitario para una acción solidaria, tan necesaria en cualquier lugar del planeta. Y que esto sirva de ejemplo para que surjan nuevas iniciativas de aquellas personas, muchas ya,

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que buscan vivir este tipo de experiencias. Ojalá podamos poner en marcha algo así. Pero estos son mis sueños... Vamos ahora con las realidades y los planes, que me comen por dentro de la ilusión que me producen. Ya he comentado que desde hace mucho tiempo doy charlas en colegios y empresas, una actividad que me encantaría mantener en el futuro. Creo que ayudo a la gente contándoles mi experiencia personal y, con crisis o sin ella, siempre es importante que las personas conozcan que son capaces de superarse día a día si se lo proponen. Ahora bien, quisiera dar un salto en esta actividad. Estoy convencido de que en este mundo global es fundamental comenzar a educar en una serie de valores a los jóvenes, que serán las personas que deberán darnos esperanza a corto y medio plazo. En este sentido, creo que si en algún lugar existe a día de hoy el caldo de cultivo adecuado es en las universidades, que es donde salen a la luz la creatividad y la inquietud de los que serán genios mañana. Pienso, además, que mi historia ha ayudado a muchos en España, aunque tiene un marcado carácter americano: superación, triunfo y deporte entremezclados. Es por ello que desde hace tiempo estoy buscando la oportunidad de dar el salto a los Estados Unidos. Me encantaría pasar unos meses impartiendo charlas a los jóvenes de allí, que al final acabarán convirtiéndose en gran parte del tejido creativo del mundo. Eso sí, sin descuidar en ningún momento mi preparación. Algo que, desde mi punto de vista, no sería nada complicado, dadas las extraordinarias instalaciones deportivas de que disponen en todos los centros americanos.

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Para esto, entre otras muchas cosas, estoy aprendiendo inglés. Con un método que mezcla enseñanza clásica con prácticas que a mí me motivan, que no son otras que ver series y películas en versión original. A estas alturas me entero ya bastante de lo que dice la gente en The Walking Dead, aunque la verdad es que la mitad de los capítulos se los pasan matando zombis o zampándose a humanos. Además, estoy seguro de que, dentro de la enorme comunidad hispanohablante en Estados Unidos, podríamos compaginar charlas en ambos idiomas. En el segundo proyecto ya estoy embarcado gracias a la confianza de una persona llamada Iván Colmenarejo. Seguramente conoceréis el Proyecto FER (Foment d’Esportistes amb Reptes. Fomento de deportistas con retos, para los no valencianoparlantes). Gracias al presidente de Mercadona, Juan Roig; a la Fundación Trinidad Alfonso y al propio Iván, que le hizo llegar esta idea, en 2013 se ha iniciado lo que muchos han llamado el plan ADO valenciano. Es decir, dinero donado por una persona privada para que los deportistas puedan centrarse en su trabajo, ante las cada vez más escasas ayudas públicas y las dificultades de búsqueda de patrocinios en algunos sectores. Cuando me llamó Iván me recorrió un escalofrío a medida que me iba contando en qué consistía su maravillosa idea. No solo quería ayudar a gente de élite o en proceso de estarlo que destacaran por promover la Cultura del Esfuerzo, sino que pretendía que tras su vida deportiva siguieran ligados al proyecto como tutores de las nuevas generaciones. Eso en sí ya era algo extraordinario e impensable hasta hacía muy poco tiempo, pero escondía algo todavía más grande: que los que hayan practicado deporte toda su vida y tras su retirada quieran seguir vinculados a la que ha sido su actividad durante más de la mitad de su existencia, puedan hacerlo. Todos conocemos muchísimos casos de personas que después

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de abandonar los focos de la competición no han sido capaces de reconducir su camino y han caído en situaciones de las que es muy complicado salir. Por eso una oportunidad como esta, que ojalá sirva como faro para que lleguen muchas más en otras comunidades autónomas españolas, supone una luz de esperanza para miles de atletas que han demostrado ser buenos en algo y, al contrario que el resto de la sociedad, deben buscar un trabajo diferente tras haber destacado en el suyo. Precisamente por cosas como esta no me veo sentado detrás de una mesa, aunque sí quiero lanzar un mensaje a las empresas. La discapacidad no impide trabajar. Al contrario, hace que las personas que encuentran un empleo se esfuercen todavía más para demostrar que son igual de válidos que la gente normal. Yo, que estoy ciego, voy al cine. Cocino. Utilizo el smartphone. Cojo el metro. Y si en todos esos ámbitos de la vida puedo desenvolverme sin problemas, ¿por qué le parece a gran parte de la sociedad en general y a aquellos que deben contratar en las empresas en particular que no puedo hacerlo en el día a día de cualquier compañía? Es una de las luchas que he tenido, tengo y tendré. Me encantaría que un día no tuviera que pelear por ello, aunque si estamos en un país donde las mujeres cobran menos que los hombres, no espero que cambie rápidamente la situación de las personas con discapacidad. O, como nos gusta decir a nosotros, con Di-Capacidad. Todas estas cosas me llevan a confesar el que creo que será mi proyecto vital. El que hace que me estremezca cuando pienso en todo lo que se puede hacer. Mi intención, como ya he dicho, es ayudar a otras personas. Siempre. Yo he peleado mucho, si bien he tenido la suerte de que ha habido gente que ha confiado en mí, que me ha ofrecido su ayuda y su apoyo, y que me ha permitido evolucionar hasta llegar a donde estoy en estos momentos.

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Eso es ni más ni menos lo que quiero hacer yo, pero con un objetivo muy concreto: ayudar a niños ciegos a integrarse en la sociedad a través del deporte, haciendo ver a sus padres la gran importancia de que les dejen vivir como si no tuvieran ninguna minusvalía física, en lugar de sobreprotegerlos. Tengo la firme intención de constituir una fundación para ello, que me gustaría llamar Fundación Ximena (ya sabéis el porqué). A través de ella me gustaría orientarme a tres vertientes. Primero dar charlas a los propios niños hablándoles de mi experiencia y enseñándoles que ser invidente no será un problema en su vida si no quieren que lo sea. Luego hacer lo propio con sus padres, para convencerles de que sus hijos serán más felices si juegan con otros niños en lugar de quedarse en guetos con personas de su misma condición. Y, sobre todo, implicar en esto al Comité Paralímpico Español. ¿Por qué? Porque con esta iniciativa estaríamos fomentando una gran cantera paralímpica, que, en mi opinión, está por aprovechar en España y que necesita revitalizarse para que sigan llegando éxitos después de que se retire la actual generación. Hay países que están apostando por introducir a las personas con discapacidad en planes basados en el deporte, con ayudas públicas y privadas. De este modo, están consiguiendo hacerles partícipes del desarrollo de la sociedad, darles una oportunidad para poder destacar en algo y ponerles como ejemplo de superación ante los ciudadanos. Me parece una iniciativa fantástica, aunque yo soy un firme convencido de que los valores del deporte son muy necesarios en los actuales tiempos de crisis y pienso que hay que empezar a fomentarlos desde la niñez, no cuando hay que resolver un problema. Esto es a día de hoy lo que me veo haciendo en el futuro, en el que además también tendré que sacar tiempo para cuidar a mi hija Cayetana. Está a punto de llegar cuando este libro va

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camino de la imprenta y es, por encima de todos, el proyecto que más me motiva para el resto de mi vida. Con ella en la cabeza y con todos los sueños que me quedan por cumplir me pongo a reflexionar un segundo antes de escribir las últimas líneas. Y, como buen amante del cine, solo me sale una palabra. No es FIN, porque como veis esto ni mucho menos se acaba aquí. Es, sin duda, un CONTINUARÁ…

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