Todo Tiene Su Tiempo - Joan Chittister

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JOAN CHITTISTER

Todo tiene su tiempo

SAL T ERRAE 2

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Título del original: For Everything a Season © Joan Chittister, 1995, 2013 Orbis Books PO Box 302, Maryknoll NY 10545-0302 www.orbisbooks.com Traducción: Blanca Arias Badia © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 21-04-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2188-3

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«Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de refrenar al abrazo; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz». ECLESIAST ÉS 3,1-8

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Este libro está dedicado a Bill y Betsy Vorsheck, cuyo constante apoyo lo ha hecho posible. Ellos me han hecho ver la belleza propia de cada momento de la vida y la han transmitido a la mía. Les estoy muy agradecida. – J OAN CHIT T IST ER

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Agradecimientos Los distintos momentos de la vida son una serie de experiencias conectadas entre sí que, al final, aportan plenitud, amplitud de miras, diversos niveles de significado, verdad... Los momentos de un libro son algo muy parecido. El proceso de escritura consta de diferentes fases, todas igualmente importantes para el resultado final, todas igualmente configuradoras del mensaje que el libro pretende transmitir. A todas ellas les estoy igualmente agradecida. Estoy agradecida, obviamente, al artista John August Swanson, cuya serigrafía Eclesiastés inspiró la edición original de este libro. Desconozco el impacto que su obra ha producido en otras personas; en mí, desde luego, ha producido un profundo y significativo efecto. Estoy agradecida a Susan Perry y a Robert Ellsberg, de Orbis Books, que se han responsabilizado de la dirección y presentación de este material. Estoy agradecida al equipo de lectores que con tanta dedicación y fidelidad han comparado estos sondeos de la vida con los suyos propios. En particular, Marlene Bertke, OSB, Kathleen Hartsell Stephens, Mary Lou Kownacki, OSB, Mary Lee Farrell, GNSH, Stephanie Campbell, OSB, el Hermano Thomas Bezanson y Mary Ann Luke, OSB, han prestado su inestimable ayuda técnica y editorial. Sus comentarios, sugerencias y preguntas han enriquecido la obra. Estoy agradecida a Bill y Betsy Vorsheck, que me han prestado generosamente su tiempo para que este trabajo viera la luz. Estoy agradecida a Marianne Benkert y a A. Richard Sipe, que han aportado orden y tranquilidad hasta el final del proceso. Estoy especialmente agradecida a Maureen Tobin, OSB, y a Mary Grace Hanes, OSB, cuyas horas de apoyo personal y de experiencia organizativa me han permitido vivir las múltiples vidas que conlleva escribir un libro y seguir al mismo tiempo funcionando como un ser humano más o menos útil. Y no menos agradecida estoy a todas esas personas que he conocido a lo largo de mi vida, de quienes he aprendido la verdad de estas reflexiones y en quienes veo la prueba y siento el poder de una vida bien vivida. Todos tendrían que escribir este libro una vez en su vida. Tal vez, trabajar sobre este tema y debatirse con estas ideas les permitiría comprender y apreciar más sus propias vidas, como me ha ocurrido a mí.

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1. Los tiempos de la vida Supongo que, como la mayoría de las personas criadas en un ambiente donde se leía la Biblia o se daba una cierta formación literaria, yo había oído estas palabras, hasta el punto de que ya no les prestaba atención: «Hay un tiempo de plantar, un tiempo de arrancar; un tiempo de guerra, un tiempo de paz; un tiempo de matar, un tiempo de sanar». Sí, por supuesto. ¿Y qué? Sin embargo, a medida que pasaban los años, empecé a caer en la cuenta de que las palabras adquirían un matiz que yo no había percibido anteriormente; las ideas cobraban nuevo significado, y yo las entendía de un modo distinto. La vida en toda su complejidad lo dejaba muy claro: la vida no es una obra de teatro construida a partir de escenas aisladas, cada una de las cuales se resuelve de una vez por todas. Poco a poco, comprendí que la vida es una serie de experiencias, todas ellas importantes, todas ellas dignas de ser exploradas y exprimidas para extraerles el jugo, no porque sí, sino para llegar a conocernos mejor a nosotros mismos. La vida no es lo que vemos que ocurre ahí fuera. La vida es lo que ocurre en las turbias y silenciosas aguas de nuestras almas. Y las energías que dirigen nuestra vida son demasiado salvajes como para que las ignoremos, demasiado profundas como para que tratemos de ocultarnos de ellas. La vida es la burbuja de tiempo en la que nos encontramos a nosotros mismos y que nosotros mismos moldeamos. Esta percepción encierra una verdad terrible. Somos nuestros propios secuestradores. Sea cual sea lo que estés haciendo ahora mismo, no es más que un espejismo. En realidad, no es en absoluto lo que estás haciendo. Simplemente, lo parece. Por debajo del puesto de trabajo, del matrimonio, de la formación, de las responsabilidades que consumen el momento presente, se encuentra el imán que de verdad nos empuja. Cada uno de nosotros, bajo las apariencias de la vida, en el centro insondable de nosotros mismos, podemos, si escuchamos, escuchar el canto de las sirenas, que nos embrujan, nos seducen, nos tientan y nos prometen que la vida consiste en algo más que lo que ahora tenemos. Y, sobre todo, no dejan de recordarnos que ese algo está a nuestro alcance. de modo que todos y cada uno de nosotros vivimos ansiando una línea de meta invisible, una cumbre iluminada por el sol, un santo grial en la vida, el cual, una vez alcanzado, sabemos que nos traerá no solo satisfacción presente, sino también paz eterna. Vivimos deseando que todo siga su debido cauce. Seguimos buscando el secreto para tenerlo todo. Queremos la medalla o el trofeo, el empleo o la casa, el dinero o el reconocimiento, a la persona o el ascenso... Sea lo que sea, lo queremos desesperadamente y lo queremos todo. Lo queremos ya y lo queremos para siempre. Trabajamos hasta el agotamiento para conseguirlo o nos apoltronamos, apáticos, durante toda la vida, seguros de su existencia, pero inseguros del secreto para obtenerlo. Nos medimos según su existencia, o lo envidiamos en otra persona. Sentimos su falta día y noche, y nos agotamos a base del 8

nocivo ejercicio de compararnos constantemente con los demás. Nos recuerda nuestros defectos, o bien nos sosiega con un sentido de escurridiza superioridad. Buscamos la vida. Lo que ocurre es que la vida fluye y no puede apresarse. La belleza de la vida consiste en que corre sin detenerse. Sin embargo, las consecuencias de una situación semejante son diversas. En un mundo de altibajos, de flujo y de cambio, nunca llegamos a conseguirlo realmente; tan solo tomamos muestras. Si es así, es igualmente cierto que nunca podemos dejarnos atrapar por nada. Porque nada es permanente y nada es mortífero. La vida se convierte en una serie de bandazos y tumbos que nos esforzamos por superar, redireccionándonos de un callejón sin salida a otro, hasta que atisbamos los puntos de unión entre ellos. Al final, el patrón emerge; al final, el armazón privado y personal de nuestras vidas tan distantes cobra forma; al final, triunfa la verdad de que la vida consiste simplemente en vivir de un momento para otro y, si tenemos suerte, en aprender en el proceso. Dice el proverbio que «no hay nadie más infeliz que aquel que nunca se enfrenta a la adversidad; el mayor pesar de la vida es no sentir nunca ningún pesar». Por supuesto, la cuestión es: ¿es eso cierto? ¿Debería ser cierto? ¿Es el consuelo eterno no solo inalcanzable, sino también indeseable? Y si lo es, ¿por qué? Las respuestas no son sencillas. Por irónico que parezca, los caprichos de la vida nos mueven tanto como sus bendiciones, y a veces incluso más. La muerte, esperada o inesperada, nos exige un nuevo modo de acceder a la vida. El fracaso, atesorado heroicamente o ganado gracias a una terca estupidez, nos obliga a comenzar de nuevo. La pérdida, debida a circunstancias ajenas a nosotros o autorizada por todos esos fallos nuestros que hemos comprobado hasta la saciedad, nos invita a empezar de nuevo. La vida no se vive en línea recta. La vida brota, una y otra vez, de la nada o, cuando menos, de allí donde preferiríamos no estar. La tensión radica en ser capaz de desprenderse del pasado. Sin embargo, en una sociedad competitiva, lo suficiente nunca es suficiente. En una sociedad movida por los logros, la vida no es una cuestión de tiempos, sino un producto que hay que perfeccionar y preservar. Con esta mentalidad, nunca se puede simplemente seguir adelante, abandonar el pasado para experimentar las realidades del presente. No, quienes viven de acuerdo con las normas y no de acuerdo con lo que requiere el momento presente están decididos a ganar y a aferrarse. Desprenderse de algo no es una de sus virtudes. Desprenderse es perder. Ellos se aferran. ¿Y por qué no? Después de una muerte, suele ser más cómodo bajar las persianas del alma que aventurarse a regresar a la luz. Después de un fracaso, a veces es más cómodo reptar hasta un rincón y negarse a volver a intentarlo, que soportar las miradas de quienes fueron testigos de ese primer esfuerzo inútil. Seguro que es menos doloroso, menos perturbador, rendirse a las expectativas restrictivas de quienes nos rodean que construir un mundo más amplio y grande para nosotros. Es mucho más fácil ser fiel a la definición de otra persona de lo que es una 9

esposa perfecta, por ejemplo, que ser una buena compañera y una profesional; es más fácil ser el lacayo de la empresa que ser inventor; es más fácil llevar el uniforme de lo socialmente aceptable que alimentarse de saltamontes y miel silvestre. Con todo, existe otro tipo de tensión mucho más allá de la adversidad. La adversidad, al menos, nos llama la atención. Pero la alegría la damos por sentada. Consideramos la alegría como un derecho natural y esperamos heredarla en proporciones escandalosas. Sin embargo, también la ignoramos con demasiada frecuencia. Así, la alegría no escuchada y las bendiciones no reconocidas son significativas para nosotros, tanto desde el punto de vista psicológico como espiritual. Henry Ward Beecher era muy consciente de ello: «Hay alegrías», escribió, «que ansían ser nuestras. Dios nos envía diez mil verdades que se nos acercan como pájaros que buscan la ensenada; pero estamos cerrados a ellas, de modo que no nos traen nada. Solo se detienen a cantar un instante en el tejado, y luego se marchan volando». Pero la alegría es el espíritu de Dios en el tiempo. Es el único bocado de eternidad que se nos concede sin reservas. En otras palabras, hemos cultivado nuestra capacidad de desdeñar la vida. La alegría es la energía para seguir adelante en los días grises, sabiendo que los milagros pueden darse en el futuro, porque ya los hemos visto en el pasado. Finalmente, la tensión radica también en la voluntad de comprometerse en el presente. Estar donde estamos –inmersos en ello, conscientes de ello, alerta– puede ser el secreto de una buena vida, de una vida plena. Es una lección que hay que aprender. En una cultura basada en el movimiento, no es baladí el permitirnos estar presentes en el presente, para ver lo que tenemos delante. Solo pensamos que estamos aquí. El problema es perenne, común a todos los tiempos, a todas las tradiciones, descrito por muchos en forma de relato: –¿Dónde debería buscar la Iluminación? –preguntó el discípulo. –Aquí –dijo el anciano. –¿Y cuándo ocurrirá? –Está ocurriendo ahora mismo. –Entonces, ¿por qué no lo siento? –insistió el discípulo. –Porque no miras –repuso el anciano. –Pero ¿qué es lo que tengo que buscar? –Nada. Simplemente, mira. –Pero ¿qué debo mirar? –volvió a preguntar el discípulo. –Cualquier cosa sobre la que se posen tus ojos –contestó el anciano. –Pero ¿tengo que mirar de una forma especial? 10

–No. Basta con que mires con toda naturalidad. –Pero ¿acaso no miro siempre con naturalidad? –se extrañó el discípulo. –Lo cierto es que no –respondió el anciano. –¿Cómo que no? –Para mirar tienes que estar aquí. Y la mayoría de las veces estás en otro lugar – concluyó el anciano. Con demasiada frecuencia, somos más propensos a estar de camino hacia cualquier otra parte que a hallarnos presentes en el momento presente. Nos pasamos la vida mirando reloj. Nos vamos pronto de una fiesta para ir a otra, y cuando termina la noche no hemos disfrutado de ninguna de las dos. Vivimos constantemente con un pie en el día de mañana. Hacemos planes para mañana, nos preparamos para mañana, tememos el día de mañana y esperamos el día de mañana con una intermitencia que nos distrae. El aquí nunca es lo suficientemente bueno. Y lo que ocurre ahora no le interesa a un pueblo en movimiento. Lo que está por llegar es lo que de verdad cuenta. Lo que se tendrá, lo que se verá, lo que se hará, lo que se conseguirá se convierte en la esencia de la vida. Pero la vida es cada grano del reloj de arena. Y corre. Y cuando pasa de largo, no hay vuelta atrás. Demasiado a menudo, mientras esperamos la vida, esta pasa a nuestro lado y deja insatisfechos nuestros corazones, y anhelantes nuestras mentes. Vivimos agobiados por las pérdidas y dispersos en una ruina espiritual, o desgastados por una carestía de espíritu, por una mengua de entusiasmo, por la disipación de la esperanza. Sin embargo, permanentemente el momento presente está latente dentro de nosotros. El Eclesiastés, uno de los libros sapienciales de la Biblia, es un antídoto frente al problema de la falta de objetivos y la desorientación, la fragmentación personal y la perturbadora desesperanza. El Eclesiastés nos invita a ver la vida como un mosaico construido a partir de pequeñas piezas de experiencia humana que nos son comunes a todos, pero que cada uno de nosotros vive de forma única. El Eclesiastés nos llama a los universales de la vida para que la entendamos antes de perderla, para que la disfrutemos antes de echarla de menos. Obviamente, el problema fundamental de la vida no es la falta de oportunidades. Es la falta de alma, de lo que los confucianos llaman «rectitud», de lo que los budistas llaman «conciencia», de lo que los judíos llaman ṣedaqah [justicia, rectitud], de lo que los cristianos llamamos «conciencia contemplativa». El propósito de este libro es explorar claramente y a conciencia las palabras del Eclesiastés con una mirada espontánea, para aprender de esas palabras, para grabarlas en nuestros corazones, para permitir que nos pongan en entredicho de forma que, si nos encontramos, y cuando otra vez nos encontremos en esos mismos momentos de la vida, los vivamos con un corazón nuevo y abierto. Son palabras que desarman las fases de la 11

vida de una persona de forma temeraria. «¡Aquí!», gritan. «Vuelve a plantearte lo que no entiendas de tu propia vida. Observa con mirada nueva. Vuelve a mirar la vida y, donde hayas estado ciego, ve; y donde te hayas vuelto indiferente hasta el punto de la insensibilidad, donde tu corazón haya muerto, regocíjate ahora».

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2. Tiempo de nacer El Eclesiastés es absolutamente claro: lo primer que una persona tiene que entender es que nadie «nace a destiempo». Nuestro tiempo es ahora. La era en la que nacemos es la era de la que somos responsables, la era para la que tenemos que ser una bendición. Las implicaciones de todo ello no son triviales. Pase lo que pase ahora –masacres étnicas, políticas comerciales internacionales injustas, el falso dios del militarismo, el sexismo de las iglesias...– es cosa nuestra. Debemos hacer que ocurra en nuestra propia vida lo que queramos que ocurra en estos ámbitos. William Jennings Bryan lo expresó perfectamente: «El destino no tiene nada que ver con la casualidad. Es cuestión de elección. No es algo que esperar, sino algo que conseguir». Pero, si es así, significa que el destino es algo que debemos alcanzar conscientemente, no algo que debamos sufrir sin darnos cuenta. Es más, tal vez el destino tenga algo que ver con descubrir lo que deberíamos estar haciendo ahora, con moldear nuestra forma de ser en el mundo. No vivimos como crustáceos en el rompeolas, limitándonos a beber agua del mar a lengüetazos y absorbiendo plancton. Vivimos con un propósito más ambicioso, con algo que se espera de nosotros, con una sensación de conexión con el resto de la vida, no como plantas de un invernadero, cuidadas, pero que no crecen fuera de su entorno inmediato. El destino es el enemigo del egoísmo. El privatismo, el pietismo y la psicología han santificado el pecado del individualismo. Y no todo ha sido malo. A fin de cuentas, hemos aprendido a ver en esta generación lo que nunca antes se había visto. Hemos descubierto diferencias individuales y hemos buscado soluciones a necesidades individuales. Ha sido una época de atención a uno mismo y de elección personal. Hemos atomizado la sociedad hasta sus últimos denominadores comunes y, al hacerlo, hemos fragmentado la mentalidad de comunidad. Ahora la gente se siente aislada. Como autómatas en un mar silencioso, nos cruzamos unos con otros en la oscuridad, buscando a tientas un camino, sin amarres y sin limitaciones. Nadie toca a nadie. Nos pasamos cuatro años trabajando con personas cuyo apellido desconocemos. Vivimos durante años en edificios con personas con las que nunca nos hemos encontrado. Formamos «grupos de apoyo» con desconocidos para buscarle un sentido a las cosas y recobrar la estabilidad. En el lugar del grupo hemos puesto a la persona, vulnerable, aislada y sola. Muy sola. Nunca hemos tenido una población más alfabetizada... ni más indefensa. Actualmente, la población mejor formada de la historia del mundo no sabe qué hacer con sus conocimientos. Todo nos resulta demasiado grande, demasiado sobrecogedor, demasiado global. Así que «nos metemos en nuestros asuntos» e ignoramos todo lo demás. Hemos aprendido perfectamente a no ver los cuerpos sobre los que pasamos por la calle, ni a los enfermos 13

ancianos del barrio. Todos ellos son responsabilidad de otra persona –de departamentos, agencias y funcionarios anónimos–. Le hemos entregado la conciencia a los programas del gobierno y hemos mirado para otra parte. El desarrollo personal, no la responsabilidad personal, es el sumo sacerdote de esta era. Nada debe interferir en mi comodidad personal. Nada puede tener prioridad. Es una enfermedad dañina que ha contagiado a nuestra sociedad. Esta filosofía ha invadido nuestras escuelas y nuestro lugar de trabajo y ha erosionando los cimientos de nuestras instituciones sociales. Ahora nadie puede esperar de nadie nada más que los mejores intereses personales de ese individuo. La cuestión es: ¿cómo va a detener esta tendencia hacia un personalismo patológico? ¿Qué podría llenar el espacio entre el individualismo extremo y la estupidez de grupo, para que podamos conocer la conciencia de comunidad y salvaguardar el alma comunitaria? Según el Eclesiastés, es el sentido de la propiedad lo que les falta a quienes afrontan el hecho de que este es nuestro tiempo de nacer, que depende de nosotros elegir nuestro destino dentro de él. Igual que Pavel vivió su momento en Hungría, Mandela vivió en Sudáfrica, y Mary Robinson, en Irlanda –todos ellos personas sencillas que lucharon por causas imposibles–, así también mi momento es ahora, en esta ciudad concreta, en este preciso instante. Lo que ocurre aquí ahora es responsabilidad mía. Lo que ocurra mañana es el legado que yo le dejo. No se trata de hacer grandes cosas. No, es mucho peor que eso. Se trata de hacer pequeñas cosas con coraje. Hace falta mucho coraje para manifestarse abiertamente en contra de las políticas del gobierno. Hace falta mucho coraje para reconocer que soy feminista cuando se ridiculiza a las mujeres. Hace falta mucho coraje para oponerse al militarismo el 4 de julio. Estos son los modestos actos por principios que impiden la acción de los impíos. Modestos, quizá. Pero no exentos de complicaciones. No hay que tomarlos a la ligera. Antes de enfrentarnos al mundo que nos rodea, debemos enfrentarnos a nosotros mismos. Un carácter cristalino debe nacer en nosotros antes de que podamos empezar a hacer lo que nacimos para hacer por los demás. A menudo pienso en el sabio confuciano Qian Dehong. –¿Por qué no soy capaz de influir en otras personas? –le preguntó un alumno. Y el maestro Qian repuso: –Si hablas de influir en otros, ya empiezas mal. Los sabios se corregían a sí mismos, y los demás se corregían a sí mismos espontáneamente. Por ejemplo –prosiguió–, cuando el sol no está oculto, su luz puede iluminarlo todo. No tiene que hacer ningún esfuerzo especial para buscar cosas sobre las que reflejar su luz. La pregunta es: ¿qué es lo que nos hace reacios a dejar que brille la luz? Hay tres obstáculos al desarrollo interior de una fuerza de personalidad que haría de 14

nosotros un factor moral en el mundo que nos rodea: En primer lugar, el temor a la pérdida de estatus ha hecho más por enfriar el carácter de lo que la historia jamás sabrá. No les hacemos la pelota a los reyes diciendo que el emperador va desnudo. No conseguimos un ascenso contradiciendo los estimados puntos de vista del jefe ni del obispo de la diócesis. No nos invitan a fiestas por ser políticamente incorrectos. No cuentan con nosotros para las barbacoas de vecinos si en la junta vecinal avergonzamos a los empleados del Pentágono posicionándonos abiertamente contra la desmilitarización. Esta elección del destino entre la conciencia pública y la aceptación social es un momento duro. Entonces nos decimos a nosotros mismos que no ganamos nada enfadando a la gente. Y es cierto. En segundo lugar, la comodidad personal es también un factor crucial en la decisión de dejar que los demás se hagan responsables del tenor de nuestros tiempos. Requiere un gran esfuerzo dirigir la atención más allá de los confines de mi lugar de trabajo, de mi casa, y de las actividades de mis hijos. Se trata de mostrar interés por algo más allá de mi pequeño y diminuto mundo, y quizá de participar en clases o discusiones de grupo. Hace falta que desvíe mi atención hacia una sustancia distinta de las series de televisión, del canal de deportes y del noticiario de mi ciudad. Significa no dejar morir mi cerebro antes de los cuarenta años. Pero estas cosas, que suponen una pérdida de comodidad, son precisamente las que, en último término, mejorarán nuestra vida y la de nuestros hijos. En tercer lugar, el miedo a las críticas no desempeña un papel intrascendente, sin duda, en este desprecio por el hecho de haber nacido en el mundo en que he nacido. Diferir de la mayoría de la humanidad, adoptar una postura mal vista sobre un tema que no es aceptable, pone a prueba la aptitud del mejor de los participantes en un debate, del mejor de los pensadores, de los oradores más hábiles. Hacer eso en la mesa de la cocina, en el trabajo, en una comida familiar, requiere mucho coraje, un amor inmenso y unas sofisticadas habilidades comunicativas. ¿Y quién de nosotros cree tener todo eso? El proceso del discurso humano es arriesgado. Los demás hablan con más claridad y son más convincentes que nosotros. Los demás están mejor formados que yo. Los demás tienen autoridad, togas y sotanas, insignias y títulos que nosotros no tenemos ahora ni tendremos nunca; y confrontar estas cosas supone una templanza de especial calibre. Puedo perder. Puedo quedar como un idiota. Pero todo el mundo tiene que ser perfecto en algo. ¿Qué puede haber más valioso que otorgar el don de la pregunta perfecta en un mundo incómodo con las respuestas, pero demasiado asustado, demasiado complaciente o demasiado ambicioso como para volver a plantear estas dudas? En cualquier caso, estoy segura de que el coraje para hacer preguntas es parte de lo que se requiere para que nazca en nosotros un alma cristalina. De hecho, yo misma he sido testigo de ello. Era el Día de la Madre en la parroquia de una pequeña localidad. Todo marchaba perfectamente. Los niños iban de punta en blanco. Las mujeres llevaban ramilletes. 15

Hombres que desde hacía meses no pisaban la iglesia estaban sentados en los bancos. Las monjas cantaron himnos especiales, y el sacerdote tenía preparada una homilía especial. Sin embargo, antes de que pudiera empezar, una mujer se puso en pie en medio de la capilla y dijo en voz alta y clara: «¿Por qué va a pronunciar un hombre esta homilía? Es el Día de la Madre. Ningún hombre debería pronunciar esta homilía. Debería hacerlo una mujer”. La comunidad adoptó una postura de asombro e incomodidad. El sacerdote se aclaró la garganta para comenzar de nuevo. La mujer se levantó una vez más y dijo: «Tengo algo que leer». Y recitó un poema sobre la fuerza y los dones de las mujeres. La acompañaron amablemente hasta la puerta de la iglesia, por supuesto, calmándola por el camino. La anécdota fue la comidilla durante varios días; la contaban con un poco de nerviosismo, un tanto impactados. Pero nadie ha olvidado el incidente. Nadie ha olvidado la pregunta. Después de dos mil años sentados en silencio, bajo una represión indecente, les asombró la indecencia de una mujer que puso en riesgo su estatus y su comodidad y se atrevió a pronunciarse en voz alta y ejercer de madre de las mujeres del mundo. Pero creo que nadie ha olvidado el mensaje, ni lo olvidará jamás. Y ¿quién sabe? Quizá, gracias a ello, algo naciera en aquella parroquia que algún día, por fin, saldrá a la luz. Fue un pequeño acto de valentía personal, pero no debe tomarse a la ligera. Y es que en verdad hay un «tiempo de nacer». Es un imperativo espiritual. Hay un momento para salir del cobijo de uno mismo a fin de que los demás vivan. Aunque pueda ser socialmente difícil, el soportar las cargas de nuestro tiempo como propias acarrea grandes recompensas espirituales para vivir este tiempo llenos de integridad, sin fraude. Nos convertimos en las mujeres y los hombres que somos capaces de ser. Nos convertimos en los padres que deberíamos ser. Nos hacemos adultos espiritualmente. Criticaron a la mujer que reivindicó a las mujeres en la iglesia el Día de la Madre, pero a mí me recordó a Jesús, que también se rebeló en un templo que hablaba de la piedad divina y luego infligía injusticias a los pobres. Dijeron que la mujer no tendría que haber dado «ese espectáculo por una causa personal» delante de sus hijos, porque les daba mal ejemplo. Pero yo no estoy tan segura. Quizá, lo que hizo su madre sea el mejor ejemplo que tendrán de cómo exponerse al ridículo para defender una creencia propia. Dijeron que la mujer «no debería haber avergonzado al sacerdote de aquella manera» en público, pero quizá, solo quizá, la única forma de poner fin a la invisibilidad pública de las mujeres consista en que los demás sientan el mismo tipo de vergüenza por su existencia que sienten ellas. Una cosa es segura: la mujer tenía los dones espirituales que se derivan de tomar en serio que el tiempo en el que nacemos es el tiempo en el que debemos nacer, el tiempo que nos espera a nosotros y nuestros dones, el tiempo que es nuestro para poner nuestra vida a salvo. Era una mujer libre y con autoestima. Tenía lo que todos necesitamos para 16

afrontar los altibajos de la época en que vivimos. Sin la libertad interior necesaria para desafiar las cadenas de la costumbre, sin la autoestima necesaria para confiar en nuestra propia verdad, nos enfrentamos desprevenidos e inconscientes a nuestros mundos. La libertad es la piedra de toque de la verdad. Nuestro mucho que hacer. Por eso cultivamos una pasión por la exigirla y compartirla. Y una vez que hayamos superado protocolo que conspiran para fingir que lo que no es cierto para siempre. Nadie podrá volver a esclavizarnos.

tiempo aquí es breve, y hay verdad. Debemos buscarla, los niveles de propiedad y es necesario, seremos libres

La autoestima es la bendición que llega con la honestidad. Con autoestima no podemos perder absolutamente nada. Los versos de Longfellow tienen un valor inmortal: «Quienes se respetan a sí mismos están a salvo de los demás; lucen una cota de malla que nadie puede perforar». Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, lo que nos ha tocado hacer en este tiempo, en esta era, en este lugar, podremos vivir con la cabeza alta y el corazón intacto, perdamos lo que perdamos. Entonces nadie podrá superarnos, ni siquiera cuando perdamos la batalla. Entonces, nunca moriremos antes de haber vivido. Así es: este tiempo es mi único tiempo de nacer. De hecho, de él dependen los dos pilares de mi vida: la libertad de mi alma y mi autoestima eterna.

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3. Tiempo de perder En su serigrafía del texto del Eclesiastés, el artista John August Swanson ilustra el panel «Tiempo de perder» con una imagen de Adán y Eva en el momento en que son expulsados del Jardín del Edén. «¿Tiempo de perder?» Bueno, a mí no me lo explicaron así en la escuela. Cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén, no se produjo, según mi profesora, una situación que pudiera definirse como de «pérdida». Se acercaba más a la desgracia, la vergüenza y la completa degradación humana. Gracias a ellos, gracias a su insensato y lamentable fracaso, nos explicaba ella, nada había ido bien desde entonces. Para nadie. En un lamentable error, insistía, lo habíamos echado todo a perder. No, la hermana Laura no habría titulado esa imagen «Tiempo de perder», como si este fuera tan solo otro de los pequeños procesos de la vida. Seguramente le habría llamado «Tiempo de ser castigados» o «Tiempo de arrepentirse», o algo que, al menos, no dejara lugar a dudas sobre el hecho de que se había tratado de una pifia, sobre quién era el culpable y sobre lo que había que hacer al respecto. La hermana Laura era una purista. Durante años le estuve dando vueltas a aquella escena. Y, con el tiempo, empecé a pensar que quizás a la hermana Laura se le había escapado algo y que, con ello, también yo había estado cegada por mucho tiempo. Gracias a ese tipo de teología, me había empapado del impulso de otra clase de significados y de otra clase de etiquetas. Como consecuencia de esa forma de pensar, cualquier fracaso me parecía algo malo. Como un niño que tropieza y da al traste con una reliquia familiar, me sentía llena de pecado, en lugar de llena de promesas. Había dejado pasar por completo el concepto más certero de la Iglesia, cantado en el extático Exultet de la noche de Pascua, cuando por fin Adán y Eva reciben su parte de alabanza. «¡Oh, feliz culpa!», canta la Iglesia a pleno pulmón. «¡Oh, feliz culpa!», que nos trajo la necesidad de este Salvador. «¡Oh, feliz culpa!», que nos trajo adonde estamos. «Ningún mal está exento de compensación», escribió el retórico romano Séneca. «Cuanto menos dinero, menos problemas; cuanto menos poder, menos envidia». En otras palabras, nada es malo del todo. En China se cuenta una historia encantadora sobre un granjero que tenía un solo caballo que le ayudaba a tirar del arado en tiempo de siembra. Un día, el caballo rompió las cuerdas que lo sujetaban y salió huyendo a las colinas. «En fin; para bien o para mal», se dijo el granjero. «¿Quién sabe?» Y, como era de esperar, unas semanas más tarde el caballo regresó al galope desde la montaña, a la cabeza de una tropilla de caballos salvajes. Cuando llegaron al corral, los vecinos se pusieron locos de contento. «En fin», dijo el anciano en voz queda para responder a las felicitaciones, «para bien o para mal. ¿Quién sabe?» Y, como era de esperar, durante la cosecha, el único hijo del granjero, su heredero, se cayó del caballo al que estaba entrenando, y este, de una sacudida, le destrozó la 18

pierna. Los vecinos sufrían por el anciano, cuya cosecha estaba ahora en peligro. «En fin, puede para bien o para mal. ¿Quién sabe?», dijo el granjero encogiéndose de hombros, al ver que gran parte de su cosecha se perdía en el campo. Unas seis semanas después, un caudillo militar atravesó el valle llamando a filas a todos los jóvenes del pueblo para que lucharan en la última guerra feudal. A todos, excepto a uno. El caudillo no quiso que el hijo del granjero, un lisiado, formara parte del noble ejército de su majestad. Y cuando los vecinos, dolidos por la pérdida de sus propios hijos, envidiaron al viejo granjero por contar con la presencia del suyo, él se limitó a juntar las manos y a decir: «En fin, para bien o para mal. ¿Quién sabe?» El hecho es que la pérdida no solo no siempre es mala, sino que además a veces es un gran bien que se presenta de incógnito. Los Estados Unidos, por ejemplo, nunca perdieron una guerra hasta que cayeron ante un ejército de guerrilleros vietnamitas, y entonces, por primera vez, la guerra se convirtió en una política exterior menos segura de lo que jamás lo había sido en la historia del país. Si no se hubiese arrojado al joven abogado indio Mohandas Gandhi de un tren en Sudáfrica por ser de color, es probable que el movimiento que más tarde se extendería como la resistencia no violenta no hubiera llegado a desarrollarse. Es más, sin él, la propia India quizá no habría ganado la independencia de Inglaterra hasta muchos años después, ni los Estados Unidos habrían conocido su propio movimiento por los derechos civiles y la no violencia que se desarrolló gracias a aquel mismo estímulo. Si Helen Keller no hubiese sido sorda, tal vez toda la comunidad mundial de sordos seguiría hoy torturada por el silencio. Y en nuestras vidas sencillas, muchas pérdidas entretejen la madeja de la realidad. La muerte del padre se convierte en el comienzo de una vida totalmente nueva para toda la familia. La pérdida del trabajo supone el inicio de una carrera nueva y mejor. La ruina económica significa la oportunidad de liberarnos del estilo de vida postizo que había sedado nuestras mentes y plastificado nuestras cabezas. La pérdida está pensada como invitación a otras opciones. Para quienes conocen la pérdida, la vida pide a gritos satisfacción, y las posibilidades son inagotables. Sin embargo, aprender el valor de la pérdida es un viaje a lo desconocido. La pérdida saca de quicio al espíritu de esta cultura. No enseñamos a nuestros hijos a perder. Les enseñamos cómo perder, es decir, les enseñamos los rituales de la pérdida; pero no les enseñamos el papel de la pérdida en la vida. En este mundo aprendemos enseguida que perder es un fracaso, más que simplemente otra vía hacia un objetivo distinto. Todo lo que aprendemos desde la infancia está pensado para poner a prueba nuestra capacidad de éxito y nuestras habilidades para competir. No tiene mucho que ver con nuestro talento para la vida en sí misma. No enseñamos a los niños de esta cultura que los juegos son juegos, por ejemplo. 19

Les enseñamos que los juegos son la vida. Decimos que los juegos conforman el carácter y generan confianza, y luego, si son estudiantes, los sobornamos para que jueguen por nosotros y les inflamos las notas. Si son jugadores profesionales, les pagamos escandalosas cantidades de dinero para que ganen para nosotros, y luego los multamos por recurrir a las drogas o generar las peleas que nuestra necesidad de triunfo les exige. Y al terminar el juego, dejamos que nuestros jóvenes hagan cola para darse apretones de mano y salir a tomar algo, y les susurramos al oído que «nadie se acuerda del que quedó segundo», y que «ganar no lo es todo, es lo único». Luego nos preguntamos por qué las estadísticas de suicidios, divorcios y violencia de género se disparan tras las crisis económicas. Nos echamos las manos a la cabeza cuando algunas familias arrojan la toalla. No damos crédito al ver que el grado de delincuencia en la clase media ha aumentado para cubrir errores en la gestión de la economía y en los negocios y las humillaciones sociales. Nos lamentamos por la viudez, los cambios en la empresa y los planes frustrados, como si fueran la peste. El juego está para ganarlo. Y todo forma parte del juego. Hemos olvidado la virtud de perder. Hemos destrozado la creatividad de la pérdida. Hemos convertido el ciclo natural de aprendizaje mediante el error en vergüenza, en culpa y en rabia. Pero el Jardín del Edén no consistía en eso. «Lo que Dios le concedió a Adán», escribió Elie Wiesel, «no fue el perdón de los pecados. Lo que Dios le concedió a Adán fue el derecho a volver a empezar». Si queremos mantenernos mentalmente sanos, si queremos vivir una vida plena y vibrante, debemos recordar la lección del Jardín del Edén. Es el exquisito arte de aprender a equivocarse. La pérdida puede ser algo maravilloso y liberador. Concede a unos pocos lo que demasiado a menudo niega a la mayoría. Le proporciona a una persona la oportunidad de empezar de nuevo en la vida y desprenderse de los desechos y las acumulaciones de los años. Dice que llevamos dentro lo necesario para aprender del pasado y adaptarnos al futuro. Dice que la resiliencia es un don para quienes buscan respuestas. Hay dos obstáculos que debemos superar dentro de nosotros si queremos que la pérdida se convierta algún día en el elixir de la vida que debería ser. La primera barrera a la experiencia liberadora de la pérdida es la necesidad de éxito. La segunda barrera es la corrupción, que acarrea la necesidad de control. La pregunta, por supuesto, es sencilla: ¿Triunfaron o fracasaron Adán y Eva, nuestros arquetipos de la raza humana? La respuesta, creo yo, depende de si los concebimos como humanos o como divinos. Si los creemos cuasi divinos, sí que fueron un estrepitoso fracaso, por haber sido conocedores de la verdad y haberla menospreciado en contacto con las alturas y despreocupados de ellas. Impostores impetuosos fueron ambos para los dioses, y también una vergüenza para el género humano. El hecho, con todo, es que Eva y Adán eran humanos, no ángeles, y que comer la fruta prohibida fue la acción más humanizadora que acometieron. ¿Qué ocurre si el verdadero mensaje del 20

relato del Edén es que la esencia de la humanidad consiste en tropezar de un árbol frutal en otro, intentando hacerlo bien, buscando la «diferencia entre el bien y el mal», pero siendo capaz de aprenderla solo por las malas? En tal caso, la lección que la raza humana debería aprender del Jardín no sería que Dios estuviera furioso porque Adán y Eva no fueran dioses, sino que Dios sabía que ellos necesitaban aprender que eran humanos, que la vida no sería fácil, que habría no pocas dificultades y, sobre todo, que sobrevivirían a todas ellas, una tras otra. El éxito –implica el Eclesiastés– no es la capacidad de mantener la buena suerte; es la capacidad de sobrevivir a la pérdida. Es, de hecho, la redefinición del éxito que la pérdida trae a la vida en alas doradas. La segunda barrera que nos impide comprender el valor de la pérdida puede ser la más difícil de negociar de todas. La pérdida del sentido de uno mismo que comporta la derrota trae consigo la lucha que no podemos nombrar y al demonio que no podemos vencer. Si no consigo el trofeo, ¿sigo siendo un atleta? Si me quedo sin el ascenso, ¿sigo siendo alguien de cara al público? Si no obtengo logros, ni acopio de tesoros, ni listado de títulos, ni una multitud a la que sumarme, ¿soy alguien? ¿Cómo se enfrenta a la sociedad una mujer divorciada? ¿Cómo empieza una viuda a arreglárselas por sí sola? ¿Cómo se enfrenta al mundo el anterior presidente? ¿Cómo se enfrenta el quarterback derrotado a la familia que lo educó para ganar? ¿Cómo se redefinen las personas después de la pérdida? La respuesta, por supuesto, se halla en el Eclesiastés. Debemos redefinirnos como lo hicieron Adán y Eva: como Adán y Eva, las mismas personas, pero ahora más sabias y abiertas a la promesa de una nueva vida. Los efectos espirituales de la pérdida son profundos. Llegamos a conocernos a nosotros mismos en las contiendas que no supimos ganar, en las cumbres que no pudimos escalar, en los objetivos no alcanzados y en la pérdida de un amor sin el que no sabríamos vivir. Entonces, como Adán y Eva, conducidos desde los edenes de nuestra vida por las deficiencias de nuestra alma, vemos quiénes somos realmente y de qué estamos hechos. Y nos asombramos. Descubrimos que tenemos la capacidad de sufrir igual que la de ganar, y entonces nos damos cuenta de que, en realidad, ya no podemos volver a perder. Se nos puede hacer vivir con menos de lo que antes teníamos o deseábamos, o de aquello con lo que quizá soñábamos, pero nunca se nos puede hacer creer que la vida se acaba cuando algo muere, las personas se marchan, las imágenes se desdibujan, o el mundo se convierte en un tiempo más incontrolable. El autoconocimiento es lo que ocurre cuando descubrimos que lo que no podemos hacer no es lo único que podemos hacer. Quizá no pueda ser actor y no obtenga el deseado papel; pero si sé realizar decorados, puedo convertirme en diseñador. Quizá no pueda ser el ejecutivo de la empresa y no me den el puesto que deseaba, pero puedo ser su pilar. Quizá no pueda ser un gran artista y nadie compre mis cuadros, pero puedo embellecer cada habitación pobre y escuálida en la que entre. Y así vamos creciendo, no ganando siempre, sino perdiendo a menudo. El 21

académico confuciano Ouyang De nos enseñó que «El agua de la fuente y el agua de río abajo no son dos naturalezas distintas. [...] Todo cuanto vemos, oímos, pensamos y hacemos se debe al cielo. Lo único que tenemos que hacer es reconocer qué es verdadero y qué es falso». Lo que es innegable es que somos más que aquello que nos esforzamos por conseguir. Lo que es falso es que perder algo sea nuestro fin. Lo que es innegable es que, de hecho, perder algo puede ser el comienzo de un estimulante mundo nuevo, de una vida completamente nueva, de una forma de ser totalmente distinta e incluso más gratificante. Lo que es real es que el agua de la fuente y el agua de río abajo no son dos naturalezas distintas. Lo que somos cuando llegan los grandes cambios de nuestra vida es lo que debemos llevar a la siguiente fase vital. Las cosas, la posición y los títulos no nos hacen a nosotros; nosotros los hacemos a ellos. Ninguna persona que obtenga un determinado puesto es ni un ápice más de lo que era antes de obtenerlo, y el hecho de no conseguirlo no le hace ser menos en absoluto. Lo que no teníamos antes de descubrir los diamantes no lo seremos cuando los encontremos. Un necio con un diamante no es más que un necio con un diamante. «El arte de perder no es difícil de dominar», escribió Elizabeth Bishop. «Hay tantas cosas que parecen tan destinadas a perderse que su pérdida no es un desastre». La pérdida es, simplemente, otra forma de acceder a la vida. Si hay algo que no estamos dispuestos a perder, nos veremos obligados a mantenerlo a toda costa. Si hay algo que no estamos dispuestos a perder, disminuye nuestro sentido del alma y la profundidad de nuestro espíritu. Esta definición de la vida es demasiado limitada como para promoverla, demasiado peligrosa de mantener. Es tiempo de perderla.

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4. Tiempo de amar Seguramente Thornton Wilder ya haya dicho casi todo lo que se puede decir sobre el tema. Escribió: «Hay una tierra para los vivos y una tierra para los muertos, y el único puente es el amor, la única supervivencia, el único sentido». Lo que Wilder no dijo es que es muy fácil entusiasmarse con el amor, y que mucha gente lo hace. Es muy fácil fantasear con el amor, e industrias enteras se dedican a ello. Es muy fácil distorsionar el amor y llamarlo «matrimonio». Hay muchas cosas que se hacen pasar por amor, pero a las que en realidad podría aludirse con un nombre más apropiado. El sexo, el matrimonio y la convivencia forman juntos la farsa que se ha comprado y vendido como grados variables de compromiso y de felicidad eterna. Veámoslo de este modo: cualquier cosa que, de una forma u otra, degrada, rebaja o destruye a una persona no es amor, por más que se proclame a gritos lo contrario. Por extraño que pueda resultar el concepto del amor como experiencia enardecedora en un mundo proclive a una premeditada y perniciosa violencia, este no deja de ser el lugar del corazón, aunque hoy nos resulte ajeno y hasta exótico. Vivimos en una cultura que abusa de los niños y lo denomina «amor», pero ese tipo de abuso nunca ha producido adultos sanos. Vivimos en una sociedad condescendiente con la violación conyugal, a la que también denomina amor, pero semejante crueldad nunca ha producido hogares sanos. Generamos un público cuyos miembros se humillan entre sí en nombre de la «verdad», hasta que la gente se muere de vergüenza, y lo calificamos de «amor duro», pero la degradación nunca ha desembocado en amistades santas. Hay que revisar el amor. Es el sexo el que mueve esta cultura, no el amor. Como no podemos negar la verdad feminista de que, en general, las mujeres son tratadas como objetos al servicio del hombre y para la satisfacción este, ahora ridiculizamos el feminismo en sí mismo como desvergonzado, absurdo, antinatural y estridente, como si alguien se pusiera a gritar «¡Fuego!» en la ducha. Pero ahí están las estadísticas, que gritan «¡Mentira!» a quienes estén dispuestos a ver las cosas con objetividad. Pagamos menos a las mujeres que a los hombres, aun cuando realicen un mismo trabajo, excepto en el caso de las prostitutas y las modelos, y afirmamos respetarlas. Ahora les otorgamos títulos sofisticados –directora adjunta a la Presidencia, por ejemplo–, pero seguimos empleándolas como secretarias y afirmamos respetarlas. Adoptamos sus ideas ideas, pero las ignoramos a la hora de conceder ascensos, aunque decimos que las valoramos. Trivializamos sus problemas de salud, pero les cobramos más por el seguro médico y afirmamos preocuparnos por ellas. Decimos que Dios las hizo iguales a los hombres, pero no queremos que desempeñen un papel relevante en nuestras iglesias, y aseguramos desear su liderazgo moral, pero no les concedemos liderazgo alguno. Confundimos los roles biológicos y los de género, 23

utilizando los unos para definir los otros, y afirmamos verlas como personas de pleno derecho. Interpretamos la maternidad como eternamente determinante, pero definimos la paternidad como un fenómeno efímero, y declaramos que no hay diferencia entre nuestras expectativas de paternidad y nuestras exigencias sobre la maternidad. Ponemos a una mujer de muestra en cada comité para que el resto de las mujeres se queden fuera, y aseguramos creer en la igualdad. Chasqueamos la lengua en señal de desaprobación cuando habla una mujer, nos mostramos condescendientes con ellas, las minusvaloramos y consideramos que esa es «la voluntad de Dios respecto de ellas». Y luego se nos llena la boca diciendo cuánto las queremos... Pero eso no es amor, sino puro sexismo. Eso no nos beneficia a ninguno de nosotros. No hay matrimonio posible construido sobre semejante tipo de abuso humano. Ninguna verdadera amistad entre los sexos puede descansar sobre semejante base. Eso no es sino en menosprecio de la mitad de la raza humana, así como un ácido que corroe el alma de los hombres. El sexismo ha entorpecido el desarrollo de los hombres, del mismo modo que ha bloqueado el desarrollo de las mujeres, convirtiendo a aquellos en víctimas hasta un límite que roza el absurdo. Si no están dispuestos a maltratar a otros seres humanos por razones deportivas o políticas, se les condena al ostracismo por causa de su debilidad. Si el dinero no es su único objetivo en la vida, se les tilda de fracasados. Si de pequeños comienzan a manifestar alguna emoción, se les dice que actúen como «hombrecitos», y luego, cuando son adultos, descubren que no tienen sentimientos ni emociones a los que poder recurrir. Se les exige que se responsabilicen de personas que, en muchos casos, son más inteligentes que ellos. Por eso, como no son capaces de hacerlo y no se atreven a reconocerlo, se sienten hostigados y ridiculizados durante toda su vida. Entonces, en su frustración, se convierten en unos bravucones y maltratadores para demostrar su hombría. Y, finalmente, mueren jóvenes por exceso de trabajo, de preocupaciones y de exigencias. Ponemos a las mujeres en pedestales, y a los hombres en altos cargos; pero ni una cosa ni la otra suple su condición de seres humanos. El que te permitan ser media persona no es una recompensa. El sentirnos seducidos por las limitaciones del sexismo es ventajoso para algunos de nosotros, pero nos resta valor a todos. El matrimonio y el machismo, la pornografía y la pasión, la dominación y la vida en pareja no son sinónimos. Pero seguimos vendiendo el sexo, el sexismo y todo lo demás llamándolo «amor». El amor que es más real que autocomplaciente no lleva a la persona a las alturas de lo inalcanzablemente romántico, sino al nivel de lo bello y lo auténtico. El amor que no libera a cada una de las partes para ser plena y perfectamente ella misma no favorece a ninguna de ellas y defrauda a ambas. Es una falsedad tan básica que ni todos los consejeros matrimoniales del mundo ni recubrimiento alguno de cualidades personales pueden sanar su corrosión. El hombre que se casa para tener a alguien que lo cuide, que 24

desea tener una esposa «chapada a la antigua», cuyo papel en la vida consista en vivir exclusivamente para él, de hecho no quiere a nadie más que a sí mismo. En el mejor de los casos, estos individuos tratan de comprar el afecto con dulces y con flores, pero lo que hacen en realidad es eso: comprar. La mujer que desea «casarse con un médico» para tener una preciosa casa y un montón de dinero está reduciendo al hombre al nivel de una ayuda doméstica, y el matrimonio a un acuerdo comercial, con independencia de lo bien que sepa desempeñar su papel en sociedad. El amor es cuestión de total y absoluto respeto, veneración y apoyo. Ha de ser enseñado (y aprendido), no ser objeto de una especie de «ruleta hormonal». La química acelera el amor, pero ni lo demuestra ni será capaz de sostenerlo. Desafortunadamente para quienes lo simplifican alegremente, el amor es una paradoja. A la vez que exige un compromiso total para con el bienestar del otro, requiere también comprometerse totalmente con el propio bienestar. Enseñamos a sentir auténtica devoción por el otro, pero no comprendemos que el desarrollo del yo es igualmente importante, si es que tiene que existir algún tipo de relación. Aplaudimos lo primero y nos avergüenza lo segundo. Consiguientemente, es muy poco lo que enseñamos acerca de un amor verdaderamente válido. El amor reside en la santificación de la amistad: mala noticia, realmente, para quienes se han sacrificado a la pantalla de humo de la atracción física o del estatus social, y no al corazón y la sencillez. La amistad, un tema sobre el que filosofaron abundantemente los antiguos, se encuentra sometida en el alma occidental a los efectos de un cloroformo que adopta los nombres de compañerismo, trabajo en equipo y sutileza social. Hemos desfigurado de tal modo el concepto que apenas si significa ya algo. En este punto no hay supervivencia ni sentido ni compromiso real. La amistad es un asunto bastante más serio que todo eso. La amistad requiere el encuentro entre iguales. «La amistad es una mente en dos cuerpos», escribió Mencio, el gran pensador chino. La amistad brota con la emoción eléctrica que nos invade cuando reconocemos en una mente el espejo mismo de la nuestra, no su eco ni su contrario, ni tampoco su silenciador. La igualdad y la sinergia son la piedra de toque de la amistad, la medida de su significado, el hilo de seda de la supervivencia que constituye su urdimbre y su trama. Lo que busco en un amigo es a alguien que me apoye cariñosamente y me diga la verdad, aunque duela. Al amigo le presto toda mi atención e interés, mi solicitud más auténtica, mi más profunda consideración. En la mirada de un amigo descubro que soy atractiva, en su soy cautivadora, y sus respuestas me hacen saber que tengo algo valioso que decir. En un amigo veo a alguien a quien respeto por poseer unas cualidades que yo admiro, y veo también a alguien que, por más sorprendente que me resulte, me respeta a su vez porque poseo unas cualidades que a mí me cuesta ver en mí misma. En presencia de un verdadero amigo, percibo mis auténticas cualidades. Un amigo no es una especie de paréntesis en la vida. Un amigo es lo que da 25

cohesión a mi vida, el punto central que mantiene unido todo lo demás y lo juzga en lo que vale. La amistad es un juego sumamente exigente y en el que todo es posible, pero en el que únicamente lo mejor de ambas partes supera la prueba de lo aceptable. Los amigos no me desaprueban; me preguntan. Los amigos no me bloquean; me facilitan. Los amigos no me controlan; me acompañan. Los amigos no me dominan; fomentan lo mejor que hay en mí hasta eliminar toda negatividad. Los amigos no me ahogan; me liberan. Me aman tal como yo deseo que me amen, no como ellos quieren amarme. Un amigo es la otra cara de mi alma. Allí donde no hay un amigo, no hay verdadera conversación, sino simple parloteo. Allí donde no hay un amigo, no hay un consejero de fiar, sino meros oyentes eventuales, básicamente despreocupados y esencialmente indiferentes. Allí donde no hay un amigo, puede haber muchas personas que necesiten mis servicios, pero no hay nadie cuya existencia me resulte maravillosa y cuya muerte me resulte insufrible. La pérdida de un amigo no es como un hueco que se produce en el entorno; es un desgarro en el corazón para siempre. Nada reemplaza la pérdida de un amigo, porque cuando un amigo desaparece, se cierra en la propia vida una puerta que nunca podrá abrir nadie más. Pienso que el poeta William Blake conocía perfectamente el problema cuando escribió: «Tu amistad ha hecho que me doliera a menudo el corazón; prefiero que seas mi enemigo... por el bien de la amistad». Sin amistad, la vida avanza con dificultad en la mecánica del amor, pero carece del alma de este. Es cierto que la amistad puede existir en el matrimonio. Pero lo que es peligrosamente más cierto es que el matrimonio no puede existir sin la amistad, aun cuando tal matrimonio no se rompa nunca. La amistad es todo cuanto necesitamos en relación con el matrimonio. Cuando desaparece la química, y la luna de miel da paso a la preocupación por la hipoteca, si no hay amistad, no hay matrimonio. Ni el tiempo ni los hijos ni los formalismos van a solucionarlo. Son la igualdad y la sinergia las que convertirán el matrimonio en amistad, y la amistad en amor. Hay dos cosas que socavan el corazón humano e impiden el desarrollo del amor en nosotros. Una de ellas es el narcisismo, y la otra es la falta de autoestima. Los narcisistas creen quizás, aunque rara vez lo reconocen, que han nacido para que los demás les sirvan o bien dependan de ellos. Es el caso del marido que «ayuda en las tareas de la casa» y «cuida de los niños una noche a la semana para que la mujer pueda salir con sus amigas». Es también el caso de la mujer que está de morros y se queja porque «él jamás tiene un detalle con ella», pero que tampoco se permite tener un detalle para consigo misma. Piensa que es cosa de su marido hacerla feliz. Estas personas traspasan a otras la responsabilidad sobre sus vidas y hacen uso de todo cuanto tienen a su alcance para sus propios fines. Toman y toman y toman..., pero no dan nada a cambio. Pretenden que en su matrimonio los «roles» estén claramente definidos en función de su propia conveniencia. 26

El otro obstáculo para una sana amistad es la baja autoestima. Lo que no tenemos dentro no podemos dárselo a los demás. Lo único que podemos hacer es aferrarnos a alguien en busca de refugio o de identidad. Pero ni siquiera ese aferrarse a alguien es merecedor de un afecto eterno. Por eso, antes o después, la relación se revela clara o imperceptiblemente como lo que en realidad es: un simulacro de relación. Cuando un matrimonio está en función de que una vida tenga que perderse para que la otra pueda ser vivida, lo de «matrimonio» es una forma equivocada de referirse a lo que no es sino «domesticación». De modo que, paradójicamente, una amistad que no es independiente no es amistad en absoluto. Y lo que es tal vez más importante, dentro de la actual confusión de roles sexuales y del desarrollo personal: un matrimonio que depende de que quede anulada una de las partes no es en modo alguno una relación. Ella es algo más que una madre: es una persona con sus talentos y sus ideas. Y él es algo más que un «proveedor»: es un hombre con sus sentimientos y sus temores. Un matrimonio basado en la amistad ofrece posibilidades a ambos y no sofoca a ninguno. «El matrimonio», escribió Joseph Barth, «es nuestra última gran oportunidad de madurar». Es, en otras palabras, nuestra esperanza dorada de realizarnos plenamente en una unión que nos compromete, pero no nos ata; que nos conecta, pero no nos impide ser la persona que cada uno de nosotros está llamado a ser. Los efectos espirituales del amor son incontables, pero hay tres especialmente significativos. Conocer el amor es conocer una confianza embriagadora y libre. Una vez que nos hemos amado el uno al otro, somos capaces de amar al mundo. Una vez que hemos descubierto el inesperado tesoro, suponemos que podemos encontrarlo en todas partes. Entonces el amor se convierte en un recurso natural, en un elemento del universo, en una energía que aprendo a explotar de persona a persona en mi vida. Pero si percibir la gloria en otra persona es para nosotros una invitación a apreciar la gloria en el mundo entero, entonces el atisbar las maravillas de Dios en mí mismo es una invitación a comprender el significado del cielo ya ahora. Justamente aquí y ahora. Ser amado por alguien es ser renovado una vez más, es conocer el brillo que acompaña al hecho de ser importante, es descubrir lo que significa ser fascinante. –¿Qué es lo que le atrae de ti a tu prometida? –le preguntó la madre a su hijo perdidamente enamorado. –Piensa que soy guapo e inteligente, que tengo talento y que bailo muy bien – respondió él ensoñadoramente. –¿Y qué es lo que te atrae a ti de ella? –preguntó de nuevo la madre. –Que piensa que soy guapo e inteligente, que tengo talento y que bailo muy bien – replicó el hijo. El mensaje únicamente es falso en parte. El amor no solo nos salva de nuestra 27

insignificancia y nos procura el coraje para arriesgarnos con otras personas. El amor nos enseña además la grandeza de un Dios que hace milagros valiéndose de las carencias de un yo limitado. Ello nos proporciona estima, admiración, consideración y respeto. El amor hace que nos sintamos bellos y maravillosos. Nos eleva por encima de la rutina de lo ordinario para coronarnos con una sorprendente plenitud de vida. Conlleva una catarata de aprobación, orgullo, afirmación y atención que hace llevaderos los días interminables, y soportables los tiempos difíciles. El amor nos hace capaces de amarnos a nosotros mismos, y esta es la preparación fundamental para poder amar a cualquier otra persona. El amor, por último, nos adentra en el corazón de Dios. Los maestros jasídicos refieren la historia de un rabino que, según pensaba su comunidad, desaparecía cada noche de šabbat «para encontrarse a solas con Dios en el bosque». De modo que una noche de šabbat encargaron a uno de sus cantores que siguiera al rabino y fuera testigo del sagrado encuentro. El rabino se adentró cada vez más en el bosque, hasta que llegó a la casita de una anciana pagana que padecía una enfermedad terminal y se hallaba postrada por el dolor. Una vez allí, el rabino le preparó la comida, encendió la chimenea y barrió el suelo. Luego regresó de inmediato a su humilde vivienda, aneja a la sinagoga. De vuelta en la aldea, la gente preguntó al que habían enviado a seguirlo: –¿Se elevó hasta el cielo nuestro rabino, tal como pensábamos? –¡Oh, no! –respondió el cantor después de reflexionar durante unos momentos–. Nuestro rabino se elevó mucho más alto. El mensaje del rabino abrasa el alma: el amor no es para nuestro propio provecho. El amor nos libera para ver a los demás tal como Dios los ve. Amar es conseguir ver más allá y sin dejarse influenciar por el buen gusto, el sentido común y el juicio prudente. El amor nos ve tal como somos realmente y tal como podemos ser. El amor ve en nosotros poco, pero bueno, y perdona todo cuanto no lo sea. Lo vemos a diario y, desde la prepotencia de nuestras almas resecas, lo tildamos de ridículo cuando, tal vez, deberíamos considerarlo sagrado. El amor insensato, de hecho, puede ser todo cuanto lleguemos alguna vez a conocer acerca del amor de Dios en la tierra y, al final, será todo cuanto cada uno de nosotros necesite. Entonces sí será realmente «el puente, la supervivencia y el sentido».

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5. Tiempo de reír Si existe alguna prueba de que la vida espiritual, la vida santa, no ha de identificarse con la adustez y la depresión, es precisamente esta. Estoy segura de que el Eclesiastés, el libro de Qohelet, no es la lectura de cabecera de la mayoría de las personas que conozco. De hecho, es un libro serio, un libro que no debe tomarse a la ligera. De modo que podemos confiar en él, ¿no es verdad? Efectivamente. Y Qohelet, por muy claramente que afirme que hay «un tiempo para llorar», dice también que hay un tiempo para reír. «Hay un tiempo para cada cosa», dice. Y de vez en cuando es tiempo de reír. Se han dicho cosas muy serias sobre la risa. Algunos de los ensayos más aburridos que se han escrito han tenido por objetivo diseccionar la risa o, al menos, ahuyentarla de la faz de la tierra. Siendo como soy una amante de la risa, yo solía comprar esos libros, convencida de que me irían bien para la digestión y para la mente. La verdad es que compré dos volúmenes diferentes de artículos sobre el tema porque, después de leer el primero, estaba segura de que se trataba de una sátira que yo no había alcanzado a entender. Para cuando terminé la segunda tanda de artículos, sin embargo, me di cuenta de que nunca en la vida había estado en una compañía tan socialmente dañina. Ahí había un grupo de personas que, sin ayuda de nadie, eran capaces de arrancarle la sonrisa de la cara a un payaso. Ahí había una reflexión maliciosa que intentaba pasar por benigna. Estoy convencida de que el análisis académico de la risa no era lo que Qohelet tenía en mente. Yo creo que Qohelet hablaba de esa ventilación del alma, de esa respiración del espíritu que llega en la conciencia irreprimible de lo incomprensible, de lo imposible y de lo disyuntivo –un perro que sabe jugar a las cartas o un Dios que no sabe jugar al golf–. La risa señala el momento en que fallan todas las reglas vitales, y el mundo no se acaba cuando el campo de juego de la vida se nivela y los siervos se ríen de los reyes, y las reinas se caen de culo en las tierras del granjero, cuando los hijos confunden a los padres, y personas aparentemente insignificantes se hacen valer. –Joven –dijo la maestra–, dado que no le parece necesario prestar atención en esta clase, díganos, por favor, qué ocurrió en 1898. –Se hundió el acorazado Maine, señorita –respondió el alumno. –¿Y qué pasó entonces en 1900? –insistió la maestra. –Que se cumplieron dos años desde el hundimiento del acorazado Maine, señorita. De pronto la vida es gloriosa de nuevo, cualquier cosa es posible, y la derrota no es para siempre. Sobre todo, la risa es sana cuando sabemos reírnos de nosotros mismos, cuando cometer un error es más un momento de liberación del protocolo que una de las tragedias 29

ocultas de la vida. Cuando me río de mí mismo, he pasado el Rubicón de la vida y he dado señales de que puedo arriesgarme a ser mortal y de que sé que sobreviviré a ello. La risa libera y estimula. Cuando la risa llega a una vida, nada es imposible, nada es demasiado difícil, nada puede acabar con nosotros. Podemos sobrevivir al sol del mediodía, a la oscuridad de la muerte y al demoledor aburrimiento de la rutina, y seguir encontrando estimulante la vida. Otras cosas de la vida cambian el carácter como camaleones sobre telas a cuadros, pero la risa siempre es adorno, siempre es gracia. Por supuesto, hay algunas personas que sencillamente son negadas para el humor. Empiezan un chiste contando la frase clave. Terminan un chiste sin decir la frase clave. Cuentan dos chistes a la vez y no se dan cuenta de que los han mezclado. A pesar de carecer de ese don para el humor, son personas entrañables que pueden salvarse gracias al silencio y a un amigo divertido. Para ellas, la risa es una bendición, no un simple don. Eso ya está bien. Si todos tocaran el piano, ¿quién iba a comprar los discos? La raza humana adolece de problemas mucho más graves. De hecho, estas personas son una bendición para la humanidad. Consiguen que las cenas familiares sigan siendo un éxito. No importa cuántas veces haya contado el tío Louie el mismo chiste: ellas se ríen año tras año. Las necesitamos más que el aire que respiramos. Por otra parte, están las personas sin humor alguno, ya sea porque no han cultivado esa virtud o porque creen no necesitarla. ¡Cuidado con este grupo! Son personas trabajadoras, intensas, sombrías, que no cometen insensateces en la vida ni les permiten a otros cometerlas. Trabajar con ellas es como sentarse sobre papel de lija; no mata, pero nunca es cómodo. Necesitan que les redondeen los cantos, una nube de azúcar en las venas. Probablemente Mark Twain tuviera a este colectivo en mente cuando le preguntaron dónde querría pasar la eternidad. «En el cielo por el clima», respondió, «y en el infierno por la compañía». Los santos serios pueden llevar el mundo al pecado. Sin embargo, hay obstáculos a la risa que parecen virtudes en las personas que los poseen. Uno de ellos es la espiritualidad negativa, una concepción acerba de la vida en pro de la rectitud. Estas son las personas peligrosas. No solo intimidan a los niños en las iglesias, sino que además emiten juicios sobre buenas prácticas. Se nombran a sí mismas heraldos del Dios de la Ira. Estos individuos no toleran el absurdo en la búsqueda de la santidad. Estos individuos convierten la santidad en una plaga, más que en una pasión. A veces, en aras de la santidad, llaman frivolidad o bufonería al humor. A su modo de ver, todo se reduce a lo mismo: las personas con humor son cabezas huecas. Estas personas consideran que la risa va en detrimento de lo sagrado de la vida. Qohelet y yo – y también Dios, si nos tomamos la Biblia en serio– pensamos de otra manera. Desde nuestro serio punto de vista, es precisamente la risa la que hace soportable la seriedad de la vida, la hace transparente y la pone en su justa medida. Sara se rió, Dios se rió, y el libro de los Proverbios se ríe. Todas ellas son risas bastante importantes. El segundo obstáculo a la presencia de la risa en la vida se deriva de la preocupación por el perfeccionismo. «La imaginación», escribió Horace Walpole, «nos fue dada para 30

compensarnos por lo que no somos. Se nos dotó de sentido del humor para consolarnos por lo que somos». La necesidad de superarnos a nosotros mismos consume cada ápice de energía de la psique humana. Nada que sea gracioso, nada divertido, puede calar en el alma de una persona en el camino de la pseudoperfección. Son individuos frágiles que no pueden permitirse tomarse nada a la ligera, por temor a sentirse más humanos que el mármol. Esta gente toca a Bach, no pachanga. Bailan tango, no Los pajaritos. Estas personas han olvidado, si es que alguna vez lo supieron, que hay algunas cosas de las que siempre hay que reírse en la vida: 1. Ríete cuando los demás cuenten un chiste. Si no, tal vez hagas que se sientan mal. 2. Ríete cuando te mires en el espejo. Si no, tal vez te sientas mal. 3. Ríete cuando cometas un error. Si no lo haces, es probable que se te olvide la poca importancia que en realidad ha tenido el asunto, sea cual sea. 4. Ríete con los niños pequeños. Te hará recuperar el placer de las cosas esenciales de la vida. Mejorará tu sentido del humor. ¿Alguna vez te has fijado en las cosas de las que se ríen los niños? Se ríen de la papilla de plátano que les ha manchado la cara; de la porquería que tienen en el pelo; de un perro que les acaricia la oreja con el hocico; al verse el culo cuando están desnudos... Te aporta otra perspectiva. Claramente, nada es tan malo como podría serlo. 5. Ríete de las situaciones que quedan fuera de tu control. Cuando el padrino llegue al altar sin el anillo de boda, ríete. Cuando el perro salte por la ventana y se abalance sobre los invitados que se acercan a tu puerta, siéntate y ríete un rato. Cuando veas que estás en público con unos zapatos mal emparejados, ríete –todo lo fuerte que puedas–. ¿Para qué desmoronarse en una agonía mortal? No hay nada que puedas hacer para cambiar las cosas ahora. Además, es divertido. Te lo digo yo, que lo he hecho. 6. Ríete de cualquier cosa que sea pomposa, de cualquier cosa que necesite armarse de ropas y títulos para sobrevivir. Ríete de las mujeres presumidas y de los hombres machistas cuya filosofía fraudulenta del sexo las creó. Te liberará de su poder y los devolverá a su espacio limitado en el universo. Es más, como la risa es una virtud social, nos ayudará a los demás a ver la diferencia entre lo que es auténtico en la vida y lo que no lo es. Will Rogers se rió de todas las instituciones públicas de la vida moderna. Por ejemplo: «No se puede decir que la civilización no avance», escribió. «En cada guerra te matan de una forma nueva». Y gracias a su risa empezamos a ver con una perspectiva impactante y renovada lo que se cocía a nuestro alrededor. 7. Por último, ríete cuando todos los planes que habías elaborado al detalle cambien: cuando el avión llegue tarde, el restaurante esté cerrado, y el último pase de la película del año haya sido el día anterior. Ahora eres libre para hacer otra cosa, ser espontáneo y cambiar, para tomar un pedazo de vida y tratarlo con una despreocupación escandalosa. Claro que también hay cosas que no se adaptan al ámbito de la risa, que no 31

renuevan el corazón humano y cuyo propósito es hacer daño a toda una serie de personas. En pocas palabras: hay cosas que nunca, bajo ningún pretexto, deberían tolerarse con la excusa del humor. La ofensa disfrazada de ingenio solo refuerza estereotipos condicionantes que justifican la opresión que se ejerce sobre un pueblo. Más concretamente, mide la estatura de aquellos que se rebajan a ella. Johann Wolfgang von Goethe escribió: «La mejor manera de conocer el carácter de una persona es ver qué es lo que le resulta gracioso». Los chistes étnicos, las burlas sexistas, el insulto racista y la mofa acerca de las limitaciones físicas no vacían el alma humana de desechos. Simplemente, la colman de un veneno disfrazado de humor. El símbolo de una risa que se vuelve amarga se manifiesta claramente en el reproche: «¿Qué le pasa a esta? ¿No sabe aceptar una broma?». Entonces la risa se vuelve muda o gutural, débil o floja. Aunque a lo mejor no se diga nada, todos se dan cuenta enseguida de que el buen ambiente y el buen juicio han desaparecido para siempre. Entonces el humor mismo se convierte en un instrumento de opresión. En un momento así se hace más difícil mirar a la cara a las personas que se han llevado la peor parte de una broma chabacana y decirles: «Te quiero». «La risa», escribió Charles Chaplin, «es el tónico, el alivio, el cese del dolor». La risa, esa respuesta de los dioses a la maravillosa estupidez de la vida, nunca debería causar daño ni vergüenza a nadie. En conclusión, deberíamos reírnos de cualquier cosa que no sea cuestión de vida o muerte. El truco consiste en recordar que solo la vida y la muerte son la vida y la muerte. Entonces el lienzo es amplio y la paleta es profunda. El mundo entero se convierte en un paraíso del bromista, en el que nos reímos de lo que no supimos anticipar. ¿Quién sabe? Las flaquezas del tiempo y los defectos de la vida pueden ser el don secreto que Dios nos otorga para que juguemos. El psiquiatra Karl Menninger nos enseñó que, en la vida, el juego es la única oportunidad que tenemos realmente para ser felices, para tomar nuestras propias decisiones, para escaparnos de las cadenas del protocolo, de la crucifixión de los proyectos personales y de la presión de las expectativas sociales. El bufón de la corte, ancestro del payaso moderno y una figura conocida en la Edad Media, era el símbolo del Necio de Dios, que vivía según unos principios «que muchos consideraban estúpidos». El bufón de la corte nos recuerda los beneficios espirituales de la risa. La gracia de reírnos de nosotros mismos y de sofocar la risa de otros, en los casos en que pudiera haberse emitido un juicio cruel y agobiante, es un antídoto contra la certificación del Dios de la Venganza que causa problemas a nuestro frágil y endeble mundo. Si nosotros mismos, con lo irrisorios e insignificantes que somos, no medimos las palabras que pronuncian quienes nos rodean, tampoco lo hará un Dios generoso y amante, nos dice la teología del humor. La risa es el claustro de la sabiduría. «Nunca intentes enseñar a un cerdo a cantar», dicen los sufíes, «solo conseguirás frustrar al maestro e irritar al cerdo». La vida nunca estará exenta de errores, pero la risa hace de los errores una pieza de retales gratificante y 32

llena de gracia. La risa es un antídoto para el dualismo, una base necesaria para la salud mental. Para quien se ríe, la vida es buena, el mundo es bueno, la bondad es el suelo sobre el que caminamos. No hay dualismo aquí, no asustan ni el cuerpo ni el alma, no se niega la andrajosa verdad de nuestra existencia. Es solo amable plenitud, tratada con cariño, sostenida con amor. Por último, la risa nos capacita para vivir en un mundo muy estructurado sin ser presa de los grilletes de la mente que nos ciegan y endurecen nuestros corazones. La risa nos dota de la libertad del Jesús que, actuando como un necio, puso en entredicho la autoridad del Estado, y con una sonrisa ensanchó la imaginación de la Iglesia. «De los pobres será el reino de Dios», proclamó riéndose. «El reino de los cielos es como una mujer», dijo con una sonrisa. «Dios es nuestro papá», afirmó con una risita. Fue de pueblo en pueblo, sanando, haciendo sonreír a la gente con nueva esperanza, invitándose a comer en casa de un hombre que se había encaramado en lo alto de un árbol para poder verlo y dotando de ligereza de pies a los leprosos. Pescó donde no había peces. Invitó a huéspedes a comer con él cuando no tenía comida. Enseñó a los bebés, se burló de los fariseos y contó adorables historietas, bromas espirituales, sobre mujeres que no dejaban en paz a jueces pretenciosos. Día tras día, recorría sonriendo su camino, de un absoluto teológico a otro, y dejó al mundo con suficientes motivos para sonreír hasta el fin de los tiempos. Una vez que hayamos aprendido a reírnos y a jugar, nos habremos acercado a comprender a nuestro Dios risueño y juguetón. El Dios de las promesas ridículas es un Dios que se ríe, un Dios del que reírnos y con el que reírnos, hasta ese momento en que todo el dolor se desvanezca, y en los cielos se oiga únicamente la risa de Dios.

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6. Tiempo de guerra Nunca olvidaré la imagen de aquella fosa común en Rusia. Contenía los huesos de veinte millones de jóvenes soldados que habían muerto en la Segunda Guerra Mundial. En una ciudad tras otra, los túmulos cubrían el paisaje, elevados como inmensos verdugones sobre el cuerpo nacional hasta donde alcanzaba la vista. Era la desaparición de toda una generación de hombres rusos. Recuerdo también los gestos de horror en los rostros de las mujeres rusas, a las que se había ignorado en aquella guerra, cuando desde nuestra pequeña delegación, tristemente desconocida, imploraban: «Paz, por favor». Son recuerdos que no han dejado de perseguirme. Sobre todo esos túmulos y esos rostros han servido de filtro para cada historia sobre la guerra que he leído desde entonces: Bosnia, Ruanda, Palestina, El Salvador, Nicaragua, Irak, Sudáfrica, toda la letanía del pecado político, todas las muertes, todas las súplicas de paz. Entonces me di cuenta de por qué es tan difícil escribir sobre la guerra en los Estados Unidos. En los Estados Unidos se han desatado guerras: algunas de ellas por grandes y nobles ideales, otras por los motivos más básicos, otras para rescatar a personas, y otras para mantener bajo el precio del petróleo. Pero, a pesar de las diversas participaciones internacionales, el país nunca ha llegado a conocer realmente la guerra. Hemos contado cadáveres, pero nunca hemos perdido a nuestros mayores, a nuestros niños, nuestros hogares y ciudades, el futuro de nuestras familias, ni a nuestro país en sí. La guerra ha sido un ejercicio de gloria para nosotros, un gusano silencioso en el corazón de la nación, que se gana su simpatía, consume sus recursos, le endurece el corazón y se convierte en su negocio, afianza sus exportaciones, siempre destacando su avance, nunca gravando con impuestos nuestra seguridad, nuestra base económica ni nuestras expectativas de futuro. Cuando trabajaba como maestra, aún era cierto que el trigo constituía la principal exportación de los Estados Unidos. Ahora, si queremos enseñar con integridad, debemos admitir ante esta generación de estudiantes que ya no es el trigo, sino las armas. Es notorio que traficamos con nuestra propia desaparición. Somos los sepultureros del mundo. Lo que es peor, quizá: vendemos la muerte al mejor postor y lo llamamos «seguridad». «Quienes montan un elefante salvaje van adonde vaya el elefante salvaje», escribió Randolph Bourne. Es una analogía gráfica. Nos encontramos en una situación que nosotros mismos hemos creado, que se ha descontrolado por completa y que se nos lleva por delante. Lo que hemos disfrazado de patriotismo es claramente una forma de genocidio. No hay duda de que, si queremos salvaguardar el alma de este país, debemos declararle la guerra a la guerra. La Biblia nos presenta una imagen nítida de la situación en el relato de David y Goliat. Aquí no tenemos la visión de ejércitos en formación de batalla en la llanura, admirables por sus ideales y virtuosos por sus intenciones. No, la historia no ilustra una guerra entre enemigos políticos; ilustra la guerra entre el inocente idealista y el enemigo 34

profesional. El joven David no está en guerra con los guerreros; David está en guerra con una idea que, solo casualmente, resulta ser una persona. Goliat es la oposición despersonalizada; David es el inocente no combatiente, la víctima inocente. Ninguno de los dos tiene un ejército de su lado; ninguno, por derrotar al otro, puede derrotar toda la maquinaria de guerra que subyace al marco, expectante en la sombra para guerrear de nuevo. «Hay mil personas dando hachazos a las ramas del mal por cada una que golpea su raíz», escribió Thoreau. En otras palabras, no podemos eliminar la guerra guerreando. Eso es solo golpear sus ramas, un ejercicio de supervivencia de los que mejor se adaptan, tal vez, pero no necesariamente una garantía de supervivencia de los mejores. No, solo podemos eliminar la guerra atacando la raíz del sistema que la hace posible. Solo podemos declarar la guerra a la guerra eliminando de nuestros corazones la violencia que hace de la guerra algo aceptable, aristocrático, glorioso: «por Dios y por el país», «por la patria», «por la bandera». La guerra es una devastación del espíritu humano que se vende como el más noble de los sustentos. Para esconder la violación y el saqueo, la degradación y el desastre, la formación de seres humanos para que se conviertan en animales con un comportamiento que nunca consentiríamos en un animal, hemos urdido un lenguaje del desconcierto. Ahora, entre las bajas se computan como «daños colaterales» los millones de civiles que estamos dispuestos a perder en una guerra nuclear, un número con el que, de todas formas, nos proclamamos ganadores. Damos los nombres más benignos a las armas más letales de la historia de la humanidad: Little Boy («Jovencito»), Bambi, Peacekeepers («Fuerzas de paz»). Por ejemplo, al submarino nuclear usado para lanzar misiles de crucero capaces de alcanzar y destrozar 250 ciudades de primera categoría con un solo ataque, lo llamamos Corpus Christi, una blasfemia a la que se recurre para describir el arma que destruirá el Cuerpo de Cristo sin remedio. Sacamos a barbilampiños de las cocinas de sus madres para enseñarles a marchar ciegamente hacia la muerte, a destruir lo que no conocen, a odiar lo que nunca han visto. Convertimos a los propios vencedores en víctimas. A la mutilación psicológica, a la tortura física, a la deformación espiritual de los defensores más vulnerables de la nación... les llamamos «defensa». Convertimos a sus padres, parejas e hijos en ancianos, viudas y huérfanos antes de tiempo. «Construimos un páramo y lo llamamos paz», escribió el poeta romano Séneca con triste perspicacia. La escena ha quedado grabada en mi mente hasta hoy. A los pies del ataúd de mi primo de veinte años, hijo único, muerto en Vietnam a tan solo unas pocas semanas de recibir la licencia militar, mi tío, una persona afable, repitió una y otra vez cuál era su único consuelo, para que todos lo oyéramos: su querido hijo, decía, «al menos había muerto como un héroe». Pensé en los pueblos incendiados, en los niños desplazados, en las jóvenes violadas y en los granjeros indefensos que habían fallecido y descansaban en otras tumbas en algún otro lugar aquel día; y, al no ver nada de heroico en todo ello, guardé silencio y aparté la vista. Sabía que los soldados jóvenes también eran víctimas. 35

Pero «¿y si alguien declarara una guerra y nadie acudiera?», preguntó Carl Sandburg. ¿Y si un gobierno tratase de hacer la guerra, pero el pueblo se negase? Imagínatelo. ¿Y si las madres no sacrificaran a sus hijos ni enviaran a sus hijas a la muerte? ¿Y si los padres no educasen a sus hijos para convertirlos en obedientes robots ni en machistas obscenos? ¿Y si las Iglesias empezasen de verdad a predicar lo que afirman defender y preparasen a sus jóvenes para la objeción de conciencia, al igual que les enseñan el catecismo? ¿Y si no contásemos la muerte de 150.000 niños iraquíes de menos de cinco años como una victoria? ¿Y si los pastores se negaran a hacer sonar las campanas de la iglesia para celebrar la masacre de las masas? ¿Y si los capellanes militares tuvieran que expresarse con tanta claridad acerca de su objeción a las armas nucleares como lo hacen al hablar de su rechazo del aborto? ¿Y si dejáramos de mofarnos de nosotros mismos y admitiéramos que la guerra ya no es algo militar, sino más bien un pogromo de inocentes? Suyos y nuestros. ¿Y si nos tomáramos en serio la resistencia no violenta? ¿Y si no solo nos negáramos a colaborar con el enemigo, sino que descartáramos también adoptar su comportamiento asesino? «La espada que usamos para matar al enemigo», dijo san Agustín, «debe atravesar primero nuestros propios corazones». Está claro que las cosas que hemos concebido para matar a los demás nos están matando también a nosotros. Están matando nuestras escuelas; están echando a perder nuestras infraestructuras; están destrozando nuestros servicios sociales; están retorciendo nuestras almas. Y es que nos hemos convertido en una nación en guerra consigo misma. La sangre de nuestros hijos recorre nuestras calles, porque les hemos enseñado perfectamente la violencia. La nación mejor armada del mundo es la menos segura. El crisol se ha convertido en un hervidero de tensiones. La cuestión de nuestro tiempo, por tanto, se ha convertido en una cuestión esencial sobre la naturaleza humana: ¿qué necesitamos exactamente para liberarnos del gigante de violencia que hay en nosotros? ¿Estamos condenados a idear nuestra propia destrucción? ¿Podemos sobrevivir a los monstruos tecnológicos que hemos creado? Y si es así, ¿cómo? «En la siguiente guerra mundial lucharemos con piedras», advirtió Einstein. Y él debía de saberlo. Sin embargo, hay obstáculos tan insidiosos a la eliminación de la guerra que las buenas personas se niegan a creer que existen. Hay un coloso en nuestra propia alma que es más peligroso que el titán que imaginamos fuera de nosotros mismos, que grita para que lo soseguemos antes de que, algún día, lleguemos a conocer la paz realmente. Los verdaderos enemigos públicos de nuestro tiempo son el poder y el lucro. Ambos calan en el alma en cada nivel del espíritu nacional y la intoxican de raíz. El propósito de lucro seduce a todo el país con sutileza y zalamería. Cuando la economía va bien, por ejemplo, nadie que viva del dinero militar generado por la máquina de la guerra preguntará cómo se ha llegado a esa situación. El hecho de que la gente acepte salarios inmorales a cambio de trabajar en fábricas que preparan la muerte del mundo queda 36

enmascarado bajo la gran conspiración del silencio, y se autodenomina «un destacado indicador económico». Nadie se queja de que nos presten dinero para la guerra; pero ¡ni hablar de endeudarse por la educación, ni por la formación profesional, ni por las viviendas de protección oficial! «Echaremos en falta la seguridad de las bases», dijo un granjero cuando lo entrevistaron en el momento en que empezaban a desmontar la estructura de lanzamisiles que señalaba su campo de maíz como Zona Cero en una zona rural de Kansas. Y ni siquiera pestañeó al decirlo. Hemos aprendido a decir que una fórmula para la destrucción global es algo bueno. Hemos llegado a pensar que una economía industrial militar que nos hace esclavos de la guerra es la libertad. Hemos aceptado el hecho de que la mayor volatilidad militar que el mundo ha conocido hasta ahora es la seguridad. Hemos dado en llamar loable a lo que es detestable; correcto, a lo que es erróneo; y cordura, a lo que no es sino demencia nacional. Un antiguo relato refiere que en cierta ocasión resultó contaminado el principal afluente de un río de montaña. Todos los habitantes del pueblo se trastornaron, excepto los pocos que se negaron a beber de aquel agua. Al final, ridiculizados por ser diferentes, gravemente enfermos de soledad, y con los pozos ya casi vacíos, los que se negaban a beber acudieron al rey para preguntarle cómo debían actuar ante tan terrible situación. Y el sabio rey les respondió: «Está claro que es una locura beber este agua; pero si debemos beberla, tengamos al menos el honor de enviar mensajeros para que anuncien al resto del mundo que sabemos que estamos locos». Obviamente, el mal ha calado en el alma de la nación, pero se autoproclama «bien», se autoproclama «libertad» y «defensa». Y tal vez sea esa la mayor locura de todas. Si, como mínimo, pudiéramos conocer la gravedad de nuestra deformación espiritual, a lo mejor podríamos curarnos de ella. «Nunca me asombro de ver hombres malvados», escribió Jonathan Swift, «pero a menudo me asombro de ver que no se avergüenzan». Y es que necesitamos expurgar el Leviatán que hay dentro de nosotros y que nos ha robado la vergüenza. Necesitamos volver a ser humanos. Necesitamos ver que precisamente lo que nos ha llevado al lucro y al supuesto poder moral nos ha puesto, de hecho, en peligro. Hay un segundo archienemigo nacional que se ha convertido en otra plaga para nosotros. La economía militar no es nuestro único inconveniente civil. Padecemos también la enfermedad moral de la dominación, contra la que debemos luchar para proteger nuestras almas. El poder se ha convertido en nuestra obsesión nacional, al igual que ha ocurrido anteriormente con muchas otras naciones de nuestro entorno. Como algunos países a los que decimos no parecernos, traficamos con la muerte y hacemos negocios sucios, practicamos la guerra de guerrillas contra los inocentes y expoliamos los recursos para los militares. Adoramos el poder y aceptamos cualquier cosa, con tal de conseguirlo. También nosotros, por mucho que hablemos de libertad, hemos contraído la 37

enfermedad de la dominación. «América debe ir a la cabeza», dicen los políticos, y parece ser que se refieren a que los Estados Unidos deben negociar la moral del mundo. Solo que no es así. Y no podemos hacerlo. Al menos, no de esta manera. Hablamos de derechos humanos y luego nos olvidamos de ello en cualquier lugar que no tenga petróleo. Estamos indefensos en Bosnia, con todas nuestras armas; estamos secuestrados en Haití, a pesar de nuestros bombarderos; estamos completamente desarmados en Ruanda –si es que Ruanda nos importa lo más mínimo–, aunque tengamos bombas. Hemos cambiado la persuasión moral por la fuerza bruta. Nos hemos quedado sin responder a la pregunta acerca de qué puede ser lo bastante valioso como para desatar en el mundo la antigua promesa de su extinción. Pero ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué? Las respuestas se sugieren solas, pero solo con cierto rubor: ¿es por alguna realidad oscura que irrita nuestras almas hambrientas? ¿Es porque nos encontramos en una situación de bancarrota espiritual? ¿Es, tal vez, porque, incluso como Iglesias, hemos concedido más importancia a nuestras instituciones que a la Palabra de Dios? ¿Es porque hemos pasado más tiempo rezando por ir al cielo que escuchando a los profetas, que nos advierten que el reino de Dios debe comenzar primero en la tierra, si queremos que empiece para nosotros? Sí, por supuesto. Es por todas estas razones. Pero hay más. Ocurre que nos aferramos a la imagen del Dios Guerrero, en lugar de adherirnos a la del Dios Amor. Ocurre que mezclamos sistemáticamente la religión nacional y la religión cristiana. Igual que lo creyeron los habitantes de Jerusalén antes que nosotros, creemos que este país se ve especialmente favorecido por Dios, que está bajo la protección especial de Dios, que ha sido elegido para que se haga en él la voluntad de Dios. A quienes piensan así les dio Abraham Lincoln la siguiente explicación durante la Guerra Civil: «La cuestión no es si Dios está o no de nuestro lado. La cuestión es si nosotros estamos o no del lado de Dios». Aborrecemos la violencia, pero ni como pueblo ni como Iglesia estudiamos la no violencia. Aborrecemos el conflicto, pero no solicitamos una investigación nacional sobre métodos alternativos de resolución de conflictos. A menudo sufrimos una genuina frustración motivada por la injusticia histórica y, en nuestra impotencia, decidimos enviar a nuestros jóvenes a un conflicto internacional, en lugar de participar nosotros mismos, velando por sus intereses, en actividades de resistencia pública. También a menudo, nos invade un temor al hecho de compartir que cierra nuestras fronteras, ignora lo inaceptable del mundo y deporta a los económicamente indefensos. Como consecuencia, nuestros enemigos y sus ejércitos ocultos están vivos y coleando, nosotros no tenemos poder alguno sobre el mal internacional, y el militarismo de nuestra sociedad campa a sus anchas mientras la gente se muere de hambre, porque nos hemos negado a ser un Estado del bienestar y hemos elegido ser, en cambio, un Estado del conflicto armado. 38

Es hora de que retiremos nuestro apoyo a la guerra igual que en una ocasión se lo retiramos a la trata de blancas, a la institución de la esclavitud y a la práctica de encadenar a los enfermos mentales. La guerra es una forma de abordar los problemas contemporáneos propia de los bárbaros. Es la locura elevada a la categoría de arte. Es la demencia tecnológica. Ya no funciona, a menos que, por supuesto, a la masacre a gran escala de hombres, mujeres y niños le llamemos «paz». El efecto espiritual de rechazar la guerra como un modo de resolver las tensiones humanas es convertirse en una persona de paz, demasiado fuerte como para dejarse intimidar incluso por los nuestros, demasiado comprometida como para callar cuando los traficantes venden armas que solo empeoran las situaciones ya malas de por sí, demasiado humanos como para dejarse convertir en máquinas de muerte. La función del pacificador no es rehuir el combate recurriendo al mal. La función del pacificador es encontrar modos de confrontar el mal sin volverse malo. No es que un pacificador no deba estar dispuesto a morir por una causa. Es, sencillamente, que no debe estar dispuesto a matar por ella. No hay guerras inevitables. «La violencia incluso hace justicia injustamente», nos enseñó Thomas Carlyle. La violencia no tiene justificación. Si estalla una guerra, es porque tenemos los ojos resecos, porque nuestro espíritu se ha amargado, porque nuestros corazones se han desorientado. Pero si eso ocurre, nuestro futuro corre un riesgo que todavía nos es desconocido. «Los santos de nuestro tiempo», escribió Camus, «son aquellos que se niegan a ser sus ejecutores o sus víctimas». En otras palabras: tenemos que dejar de dar de comer inocentes a los bárbaros brutales en nombre de unos elevados ideales. El niño con el tirachinas que vive dentro de cada uno de nosotros sabe que, aun cuando seguramente nos destruirán si acudimos sin poder militar a la batalla, estar armados hasta el cuello tampoco es una garantía de victoria. Es hora de comprometerse con una resistencia no violenta. Si debemos guerrear, que sea contra la brutalidad, la degradación y la violencia que todos llevamos dentro. Eso será, sin duda, lo único que, al final, nos salvará de nosotros mismos.

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7. Tiempo de sanar Recuerdo el profundo sentimiento que experimenté el día en que me di cuenta de la situación. Se me había ocurrido, de pronto, que en realidad ninguno de nosotros puede estar seguro de haber comprendido el libro del Eclesiastés. Es más, pensé que sería preferible que nadie lo comprendiese de golpe. Lo mejor sería que percibiéramos su sentido poco a poco, escalonadamente, en distintos instantes de lucidez, en momentos en que la vida se renovara a causa del dolor o tomara un cariz nuevo, motivado por nuestra alegría. Quizás el significado del libro del Eclesiastés sea, precisamente, su oscuridad. El problema es que el libro engaña. A primera vista, resulta muy fácil leerlo, parece encantadoramente transparente, casi simplista –«un tiempo para esto, un tiempo para aquello», insiste–, monótono y como un sonsonete, hipnótico y evidente y, aparentemente, de poca utilidad. A menos, por supuesto, que pienses un poco. Por ejemplo, a medida que empecé a afrontar los temas que aborda, fui cayendo en la cuenta de que lo que en realidad se quería transmitir con «tiempo de sanar» no era un mensaje, sino dos. En un primer nivel, su sentido claro es no solo que hay un momento en la vida de toda persona en que esta se preocupa de los sufrimientos de otras personas, sino que existe además una cierta obligación de aliviarlos. Por otro lado, es igualmente claro que la máxima significa que hay momentos en toda vida humana en que el proceso de sanación, de superación de las heridas, puede convertirse en sí mismo en el principal proyecto vital. ¿No se infiere entonces que la sanación personal, la cauterización de las propias heridas, forma parte del ritmo natural de la vida? ¿Que todos la necesitamos en todos los niveles? ¿Que todos debemos pasar por ella o, paradójicamente, correr el riesgo de no estar nunca completos, porque no sabemos lo que significa estar herido y luego sanar, el haber estado postrados en la cama y haber sobrevivido? Al fin y al cabo, seguro que el sufrimiento tiene una razón de ser. La idea se convierte en un desafío obsesionante. ¿Qué significa que la vida te apalee hasta morir? ¿Cuál es en realidad el papel de los buenos samaritanos del mundo? Sobre todo, ¿cómo sanamos después de una paliza que ha excedido el límite de nuestras energías? Y, por último, ¿qué personaje encarno yo en este momento de mi vida: el de sanador o el de quien necesita ser sanado? Si soy el que necesita sanación, ¿qué tengo que hacer exactamente? «La calamidad es la verdadera piedra de toque del ser humano», escribió Beaumont. En otras palabras, la calamidad libera el fuego que prueba el oro, el viento que pone a prueba al árbol, el agua que barre todas las cosas de la vida que no están ancladas, arraigadas, integradas en el fundamento de nuestras almas. ¿Qué seríamos sin la calamidad, y cómo lo sabríamos? En algunas camisetas leemos frases como «Soy un superviviente del terremoto de San Francisco». Lo que anteriormente había sido concebido como una broma cruel empezó a parecerme una declaración teológica, una 40

feroz proclamación del espíritu, más que la curiosa respuesta de una cultura tan poco acostumbrada al desastre que la mofa ha sustituido al respeto. Por supuesto que hay un tiempo de sanar, importante para el sano, esencial para el fuerte, que espera su momento en cada uno de nosotros. La curación nos elude, sin embargo, en cada nivel del espectro personal y político. Las personas mueren y nos dejan sufriendo. Arden aún antiguas heridas. A nuestro alrededor, como fantasmas nocturnos al acecho, brota una erupción de úlceras de violencia y brutalidad, y nosotros nos limitamos a verlas por televisión, desde cualquier bar o sala de espera del país. El dolor nos corroe por dentro; exteriormente, mostramos un semblante endurecido. Hemos aprendido a ignorar el sufrimiento hasta un punto inimaginable en generaciones anteriores. La curación se ha convertido en el arte de los tratos políticos y de la violencia militar, enmascarados como rectitud en el ámbito público, o bien presentados como rabia y distancia en el plano personal. Reprimimos lo que no sabemos resolver. Refrenamos lo que no sabemos controlar. Pero no curamos. Con demasiada frecuencia, el dolor queda arraigado en la psique humana, en carne viva e inflamado, simplemente a la espera de desaparecer de nuevo por sí solo. Construimos defensas, personales y públicas, cada vez más erizadas, siempre listos para el próximo ataque, para vengarnos de quienes fueron vengativos con nosotros, para dañar lo que no sabemos controlar. No curamos nada en absoluto; simplemente, guardamos las enfermedades del alma bajo finas fachadas de piadosa virtud, mientras esperamos tumbados. A pesar de ser una de las culturas más concienciadas en temas de salud, gastamos cantidades ingentes de dinero en el bienestar físico, mientras tenemos el alma apaleada. En una sociedad movida por propósitos tan poco saludables como el logro y el poder, el beneficio y la aceptación personal, nos sentimos tan obsesionados con el triunfo que, irremediablemente, estamos condenados a fracasar. Corremos cada vez más rápido y, aun así, llegamos a menos sitios. Peor aún: quizá, cuando nos hemos integrado en la burbuja psicológica que sigue a la competición y precede a la soledad, al rechazo o al aislamiento que conlleva el éxito, nos quedamos instalados en el dolor que nos rodea y arrojamos la toalla. Perdemos a los amigos, la energía y la esperanza. Perdemos a la familia, la carrera o la seguridad que habíamos dado por sentada. En su lugar, encontramos una copia fría, severa, de la vida que una vez conocimos; con el alma atormentada y el corazón herido, solo experimentamos dolor y ruptura. El trabajo falla, la relación se termina, el futuro se nubla, la arena se vuelve movediza. Llegamos a un punto en que preferiríamos morir por dentro, antes que intentar reinventar lo que no funcionó la otra vez. La cuestión es: ¿por qué? ¿Por qué nos guardamos el dolor en el pecho como un zorro cubierto con una toga, que nos come por dentro, incluso mientras exhibimos una sonrisa? «Estoy bien», decimos, cuando en realidad no lo estamos. «No pasa nada», decimos, cuando estamos consumidos por el dolor. «Así es la vida», dejamos caer, cuando la vida nos ha tratado tan mal que preferiríamos no vivir. «Trata de ignorarlo», 41

aconsejamos, cuando la herida nos arrebata la alegría, ahuyenta la confianza, corroe nuestro corazón y socava todos nuestros pensamientos. Así, por no haber prestado atención a las heridas que hay en nosotros mismos, no somos capaces de curar el dolor de los demás. Como nos hemos negado demasiadas veces a sanar, no podemos curar a otras personas. Esta anestesia del alma humana es un círculo vicioso aterrador. Nos cansa, nos bloquea y nos vuelve paranoicos. Nos convierte en personas frías y de corazón duro. Aprendemos que quienes engullen piedras se convierten en rocas. De hecho, hay «un tiempo de sanar». Pero ¿en qué consiste? Curarse depende de nuestra propia resolución de cambiar de camino y hacer cosas que, en cualquier otra circunstancia, decidiríamos no hacer. Curarse requiere extender la mano, no necesariamente a quienes nos han hecho daño, sino al menos a algo que nos aporte una nueva vida, una nueva esperanza, un nuevo placer. Curarse es el proceso de negarse a quedar herido. La parábola del buen samaritano no trata de la curación de una persona, sino de dos. Ambas muestran las cicatrices del abuso, ambas conviven en nosotros en todo momento. Una de ellas ha recibido una paliza física; la otra, una paliza espiritual. A una la hirió la brutalidad de la gente; a la otra, las ideas que paralizan y limitan, que nos atan a mundos pequeños, diminutos, y nos arrebatan el aire que respiramos. El samaritano, el marginado, se ha visto dañado e ignorado por la sociedad. Al levita, el profesional religioso de la cultura de la clase dirigente, le han enseñado a ignorar las heridas de quienes no cuentan con la aceptación pública, de modo que, al haberse visto convertido en una persona de mente cerrada y socialmente limitada, está también herido. Una postura nos enseña el temor; la otra perspectiva nos enseña el odio. Cualquiera que sea la situación, el resultado final es el dolor. La cuestión es: ¿cómo debería cada uno de los maltratados aprender a vivir de nuevo? ¿Quién no ha experimentado alguna vez un dolor causado por el odio o el abandono? ¿A quién no le han ignorado en algún momento aquellos en quienes tenía depositada toda su confianza? ¿Quién no ha sido objeto de desprecio, rechazo, celos o maledicencias? ¿Quién no ha sentido los atrofiantes efectos de pensamientos que nos hacen cautivos de fines oscuros y ambiciones ajenas y nos convierten, a la vez, en oprimidos y opresores? ¿En qué consiste, entonces, el proceso de vuelta a la plenitud, una vez que se rompen los lazos de la comunidad humana? ¿Cómo se repara la ruptura de un cordón de oro? Verás, la cuestión es que los enemigos pueden perjudicarnos, pero no pueden herirnos. Solo las personas a las que queremos pueden hacer eso, cuando guardan para sí algo que podría darnos vida o cuando nos educan con mentiras que no nos permiten avanzar. Hay dos obstáculos a la curación. El primero está relacionado con nuestro apego al dolor. No podemos curarnos de los dolores a los que nos aferramos. Tenemos que desear curarnos. No podemos lucir la injusticia como una medalla de oro al coraje y esperar 42

desprendernos de ella. Aun antes de que se nos haga justicia, antes de ser debidamente compensados –si es que tal cosa llega a suceder–, nosotros mismos debemos ir más allá, renunciar a ello, a pesar de todo. La curación depende de nuestro deseo de estar bien. Seguramente no llegue a olvidar los golpes que he sufrido en la vida, pero no tengo por qué decidir vivir bajo sus efectos para siempre. No estoy obligado a optar por encerrarme en una cárcel con mi propio dolor. Sea cual sea lo que nos haya herido –la traición, la falsedad, la burla, las promesas incumplidas...–, la vida no es solo eso. Así pues, el primer paso de la curación consiste en descubrir una nueva alegría que nos aleje del terror del abandono. Es tiempo de gozar de una vida, no de llorar por su pérdida. Cuando se acaban los golpes, no queda otra que levantarse y seguir adelante, por supuesto que en una dirección distinta, pero siempre adelante, definitivamente. El segundo paso hacia la curación es descubrir nuevas ideas con las que vivir. No importa lo que necesitáramos antes del punto de inflexión –seguridad, amor, conexión, certeza, identidad–; ahora tenemos que encontrar otro espacio. Tenemos que arriesgar la esperanza y que nos parezca un reto; poner la esperanza en el yo y sentirnos fuertes; ponerla en la novedad y sentirnos satisfechos. El tercer paso hacia la curación consiste en confiarnos a alguien precisamente cuando creemos que no podemos confiar en nada ni en nadie. Justamente cuando no estamos seguros de quién es en realidad el enemigo, debemos arriesgarnos a confiar en alguien de nuevo. Un estéril apretón de manos es una cura falsa y vacía. La curación llega tanto para el golpeado como para el atado intelectualmente cuando uno y otro cruzan la barrera de su mente y esperan encontrar esta vez, en esta persona, en esta situación, la aceptación y el entendimiento necesarios para unirse de nuevo a la comunidad humana. La curación llega cuando he sido capaz de hacerme insensible a la indignidad del dolor refiriéndolo una y otra vez hasta la saciedad, hasta que la historia llega a aburrirme a mí mismo. Para ello necesito a los samaritanos, a los sanadores, los cuales, abrazándome con el corazón cuando lloro, trascienden sus propias vidas y aprenden sobre la condición humana lo que ellos mismos tal vez nunca habrían aprendido sin mí. Necesitamos al samaritano que escucha y comprende. No es la herida la que mata; es la falta de comprensión la que paraliza el alma. Al fin y al cabo, comprensión es lo que busca cualquier alma. El último paso hacia la curación es esencialmente una cuestión de tiempo. Ser conscientes de que hay un «tiempo de sanar» significa estar en paz con la idea de que la curación no llega antes de tiempo, de que la curación lleva tiempo, de que el propio tiempo es un sanador que se acerca despacio, trayendo consigo una nueva vida y un nuevo conocimiento. Las ventajas espirituales de la curación son obvias para el sanador. Los sanadores alcanzan nuevos niveles de compasión. Una vez que logran ser importantes en la vida de 43

otra persona, los sanadores adquieren una nueva percepción de su propio valor personal. Los que vendan las heridas emocionales de los demás le encuentran un nuevo significado a la vida, descubren un nuevo amor por el prójimo desconocido. Quienes tocan el alma sangrante de otra persona para reconstruirla a base de confianza y esperanza renovada se ven igualmente inundados por la sensación del poder misericordioso. También las ventajas espirituales del proceso de curación para los sanadores se ignoran con frecuencia. Creemos que curar a alguien es un acto gratuito de condescendencia, más que una disciplina espiritual de inmensas proporciones y con grandes recompensas. Sin embargo, es sobre todo el poder espiritual del proceso sanador en cada uno de nosotros el que pasa inadvertido y minusvalorado. Huimos del dolor –lo ignoramos, lo rechazamos y lo detestamos– y con ello nos perdemos los valores del propio tiempo de curación. «Donde hay tristeza, hay tierra sagrada», dijo Wilde. Es en el proceso sanador en el que adquirimos una nueva percepción de la vida. Las cosas a las que sobrevive el ser humano son la señal del coraje de la humanidad. Lo que conseguimos superar son nuestros triunfos. Todo aquello contra lo que hemos luchado y a lo que hemos vencido es lo que mide en nosotros la calidad de nuestras vidas. El samaritano, al extender su mano y tocar el dolor de otro, dota a su propia vida de un nuevo significado. Los heridos que huyen de su dolor y se adentran en lo desconocido, en caminos inexplorados, nos demuestran que la vida más allá de la vida aguarda a todos aquellos cuyas mentes fueron creadas para vivir, ya reciban golpes, se les pongan trampas o sean asaltados en el camino. «El dolor es vida», escribió Charles Lamb. «Cuanto más agudo es el dolor, tanto más se confirma la vida». A lo largo de la vida, aprendemos que el dolor es solo una entrada más en la vida, un desafío más para cambiar las cosas.

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8. Tiempo de sembrar El filósofo Arthur Schopenhauer hizo una observación que parece, efectivamente, haberse convertido en el leitmotiv del mundo moderno. «Solo el cambio», escribió, «es eterno, perpetuo, inmortal». Y lo cierto es que, en una era regida por la tecnología cibernética, las comunicaciones globales y la exploración interplanetaria, el cambio se ha convertido en el mantra moderno de un mundo acelerado. El cambio late bajo la cultura como una arteria en espasmo. El cambio impulsa nuestras decisiones diarias más allá de las antiguas preocupaciones por la calidad, hacia nuevas inquietudes que implican mejoras. Ya no compramos muebles para toda la vida, sino pensando en cómo remodelarlos, adaptarlos o mantener su valor para una futura reventa. La idea del cambio constante colorea nuestro sentido del futuro. La llevamos encima como un logo, mientras pasamos apresuradamente de una experiencia a otra, de un lugar a otro, y ahora, en esta época, de una idea a otra, de un concepto a otro, de una revolución social a la siguiente. Una cultura que antes tenía por cierto el equilibrio da por sentado ahora el cambio. De hecho, es probable que lo demos por sentado en exceso. Al fin y al cabo, el cambio no se da de forma natural. El cambio sigue a algo que lo precedía, como si se tratara de un cambio del viento. Ni ocurre sin más, ni es un proceso programado. «Si somos pacientes, si esperamos lo suficiente, tiene que llegar», decimos cuando no queremos responsabilizarnos personalmente de un cambio. Pero el cambio no se produce por sí mismo; siempre hay algo que lo provoca. El cambio se da con la llegada de la masa crítica, con el cúmulo de circunstancias, cuando las mismas circunstancias claman al cielo pidiendo ayuda. Desear el final de la esclavitud no hizo que esta terminara. Fueron personas dispuestas a morir por la libertad quienes lo consiguieron. Esperar la caída de la monarquía no aseguró su derrocamiento; pensadores que se pasaron la vida explorando la filosofía de las instituciones humanas plantaron las semillas que llevaron a su caída e hicieron posibles otros sistemas. La eliminación de la segregación social no llegó por sí sola. Martin Luther King encabezó una marcha de miles de personas por las ciudades de los Estados Unidos para conseguirla. El sufragio femenino no llegó de la noche a la mañana. Nuestras abuelas fueron a la cárcel para lograrlo. La guerra de Vietnam no terminó porque sí. Hubo jóvenes que abandonaron el país o que salieron en masa a las calles para ponerle fin. El Muro de Berlín no se cayó solo. El pueblo lo derribó. El gobierno comunista polaco no decidió por sí mismo negociar con la ciudadanía tras años de autoritarismo. Miles de obreros formaron el sindicato Solidaridad, que puso contra las cuerdas a un Estado brutal. «El tiempo no cambia nada», dice un proverbio. «Son las personas quienes cambian las cosas».

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Esperar que el tiempo nos traiga una vida libre de angustias y llena de oportunidades para las mujeres maltratadas y los niños pobres no genera ese tipo de vida. Las mujeres y los hombres que, con su trabajo por la igualdad y la liberación, se exponen al escarnio y al ridículo, nos aportan el impulso que provoca el cambio social. La paz no se obtiene preparándonos para la guerra. La paz se consigue porque algunas personas nos remueven el corazón con la cruda verdad de nuestra propia participación en la brutalidad humana. Lideran manifestaciones en público y pasan largas temporadas en prisión por nosotros, hasta que, por fin, logran arrancarnos del umbral de nuestros corazones enfrentados, gracias a su aguante, y el fuego de la conciencia derrite el témpano de nuestras almas. No; querer el trabajo perfecto, una familia unida, una sociedad justa, una vida equilibrada o una Iglesia renovada no garantiza la vida buena, el nuevo mundo, la revolución ni la vida de Jesús. El cambio, el cambio de verdad, el tipo de cambio que afecta tanto al alma como al entorno, no es instantáneo. Es lento, laborioso y doloroso. No es fácil; se cobra un precio; requiere un compromiso a largo plazo. El Eclesiastés, comprometido con el singular proceso de preparación, es muy claro al respecto. El Eclesiastés da a entender que la vida no consiste en cambiar, sino en sembrar. Y ello incluye tanto el esfuerzo como el don. La función de cada subsiguiente generación no es exigir el cambio, sino prepararlo. La función de una generación es posibilitar el cambio a la siguiente. La verdadera función de cada generación es plantar las semillas que harán posible un mundo mejor en el futuro. «Plantemos dátiles, aunque quienes los planten nunca vayan a comerlos», escribió Rubem Alves. «Debemos vivir del amor de lo que nunca veremos. [...] Ese amor disciplinado es el que ha aportado a profetas, revolucionarios y santos el coraje para morir por el futuro que imaginaron. Han convertido sus cuerpos en la semilla de su mayor esperanza». Incluso cuando nos planteemos lo imposible, debemos actuar como si el milagro fuera a ocurrir mañana. En eso consiste sembrar. Implica intentarlo cuando las esperanzas son casi nulas, la fe es limitada y la oposición es dura. Un proverbio árabe dice: «Cada mañana camino con el viento de cara y esparzo mis semillas. Esparcir semillas no es difícil, pero hace falta valor para seguir adelante con el viento de cara». La capacidad de mantenerse firme contra corriente es el rasgo distintivo del sembrador. La determinación de contar una verdad distinta de la de quienes te llaman mentiroso es la virtud del sembrador. La voluntad de sembrar sobre tierra baldía, sobre roca y sobre espinas es la labor profética del sembrador. Hoy día, por ejemplo, el pueblo estadounidense lamenta el estado de su sistema educativo, la falta de programas de salud y la pérdida de oportunidades de trabajo, mientras una forma de desarrollo económico cede el paso a otra. No hace tanto tiempo, sin embargo, nada se decía sobre la cantidad de dinero destinada al militarismo. No hace tanto, muchos hombres querían ascender en la empresa y doblar sus salarios. Hoy, sus hijos se van de casa antes de llegar a conocer a sus padres, y a estos últimos les queda poco en lo que gastar el dinero extra que ganaron. Hoy día, muchas mujeres se lamentan todavía por la pérdida de la mitad de sus vidas, pero durante dos mil años se han limitado a desempeñar su papel de personas 46

complacientes y solícitas, dependientes, las cuales, viviendo a través de otro, nunca aprendieron, de hecho, a vivir. Lo que el mundo necesitaba de verdad durante todo ese periodo eran personas dispuestas a gritar a pleno pulmón todo el tiempo que hiciera falta, hasta que el mundo les prestara oídos. Está claro que lo que queramos para el futuro tendremos que empezar a hacerlo hoy. En eso consiste la siembra. La siembra, con todo, es una tarea tediosa cuyo enemigo es la necesidad de éxito. Hicieron falta miles de años, por ejemplo, para erradicar la esclavitud, y cientos de ellos se pasaron en Estados Unidos, «la tierra de los hombres libres, la patria de los valientes», donde la gente no era capaz ni quería ver que los seres humanos que tenían delante eran de verdad humanos. Los gobiernos legislaban sobre la esclavitud; los negocios dependían de ella; las Iglesias teologizaban sobre ella. Y una generación tras otra, quienes querían ser leales al gobierno, tener éxito en los negocios, ser piadosos a los ojos de su Iglesia, simpatizaban con la idea, simpatizaban con el pecado de la esclavitud sacramentalizada, cuando, con media cucharada del coraje de un sembrador, podrían haber plantado nuevas preguntas en el alma humana. La situación tampoco ha cambiado mucho. Apenas empezamos a dudar de la moralidad y la inevitabilidad de la guerra nuclear. La idea de la igualdad genuina de las mujeres es vergonzosamente reciente –y en demasiados lugares tiene que ser aún aceptada–. ¿Qué duda cabe de que vivimos en un mundo necesitado de siembra? No obstante, hay obstáculos que dificultan la siembra. La siembra pone a prueba la energía del alma. La siembra lleva tiempo, mucho tiempo. Quienes siembran deben estar preparados para no llegar a ver nunca el resultado de su trabajo. Resultados que deben dejar a una generación de cosechadores. Por el momento, solo tienen por delante la ardua tarea de plantar pequeñas semillas en la tierra oscura y esperar a ver qué brota de ellas, si es que brota algo. El proceso es largo y silencioso. No hay bandas que toquen para el sembrador solitario. Ni festivales que celebren el proceso imaginativo. La monotonía agota a una persona con ideas. Hablar una y otra vez del proyecto a un público hostil, a amigos escépticos, a vecinos escandalizados, a comunidades tradicionalistas y a familias con el corazón roto acaba pasando factura al espíritu. «¿Para qué sirve?... Come, bebe y sé feliz»: esa es la tentación que tienen demasiado a menudo y demasiado fácilmente aquellos cuya vida consiste en sembrar en tierra árida. Así pues, la espiritualidad del sembrador es la espiritualidad de la paciencia urgente. Piden para ahora lo que otros ni siquiera ven que falta. La gente escucha, pero no cree; o ni siquiera escucha. La gente escucha y se mofa. La gente escucha y se enfada. La gente escucha y bosteza. La gente escucha y razona lo irracional. Aunque resulte exasperante, es cierto: la empresa de cambiar el mundo, corazón a corazón, requiere el coraje del escalador que sube solo a la cumbre que nadie ha pisado, para plantar la bandera de la posibilidad humana que nadie buscaba. No es cosa fácil plantar las semillas de la siguiente frontera humana, de la siguiente capa de imaginación moral en el siempre inacabado y frustrantemente continuo proceso 47

de creación. Quienes necesitan conocer el éxito no necesitan buscarlo. La siembra es solo para personas conscientes, para personas que no pueden vivir consigo mismas si se hallan en un nivel inferior del que creen que realmente pertenece a sus corazones. Se enfrentan al ridículo; experimentan el rechazo; conocen la rutina de la derrota. Los sembradores deben creer en la «plenitud del tiempo». «Jesús llegó», dice el evangelista, «cuando todas las cosas se hallaban en la plenitud del tiempo». Cuando la confluencia de la conciencia, la necesidad, la posibilidad y las personalidades carismáticas estaban en su sitio, cuando todas estaban en el momento de preciada perfección. Cuando la tierra era fértil, el campo estaba arado, el agua abundaba y el proceso funcionaba. El problema del sembrador es que no hay forma de saber con seguridad cuándo ocurrirá eso exactamente. –¿Cuántos copos de nieve hacen falta para romper una rama? –preguntó el pájaro de nieve. –No se sabe –respondió la nube de tormenta–. Mi trabajo consiste únicamente en seguir dejando caer nieve hasta que ocurra. –¡Ah, de acuerdo! –dijo el pájaro, algo mustio–. ¿Y quién sabe cuántas voces se necesitan para alcanzar la paz? El papel del sembrador es solo el de construir la plenitud del tiempo. Debe trabajar sin cesar, aunque nunca sepa cuándo arraigará la semilla. No debe abandonar hasta que ello ocurra. El sembrador siembra aun cuando la siembra parezca en vano, para que no falte ni un solo momento de preparación, para que el no hacer algo no se convierta en un obstáculo a la llegada de una nueva creación que se vería beneficiada por el hecho de que él hiciera algo. ¿Qué duda cabe de que la siembra es un proceso lento y arduo, lo bastante potente como para endurecer corazones y resquebrajar el espíritu de aquellos para quienes el deseo es exigencia y la posibilidad es expectativa? En una cultura de resultados inmediatos, sembrar es un acto de elevada disciplina. Pero sembrar da sus propios frutos espirituales. La confianza resplandece en el corazón de un sembrador, como la chispa en un yunque. El sembrador vive de la luz de lo que no se ve y de lo que tal vez nunca llegue. Pero el sembrador no desiste. Con una tenaz devoción por lo deseable pero indeterminado, los sembradores viven sus vidas seguros de un Dios que quiere algo mejor para nosotros. El abandono se convierte en el arte del sembrador. Una vida «que siempre está a punto de..., pero al final no se decide a...» nos exige lanzarnos de cabeza a un mañana indefinido. Plantar ideas, preguntas y posibilidades en la psique humana, igual que plantar los campos del desierto, es, en el mejor de los casos, un sombrío y potencialmente devastador deber moral. Al fin y al cabo, tal vez los sembradores nunca lleguen a saber si sus vidas tuvieron algún valor después de tanto esfuerzo. «Si esperas obtener resultados de tu trabajo», nos enseña el Talmud, «quiere decir que la pregunta que has hecho no 48

era lo suficientemente importante». La confianza y el abandono marcan las almas de los sembradores; es cierto. Pero algo incluso más profundo marca quizá sus vidas. Los sembradores conocen la convicción y el propósito hasta un punto inasumible para los complacientes y para quienes, sin comprender este mundo, viven satisfechos el presente y se despreocupan del futuro de los demás. Hace falta un alma muy centrada para desear con tanto ahínco que algo ocurra en el futuro que nos haga estar dispuestos a entregar la vida para prepararlo ahora, casi siempre solos, demasiadas veces ignorados. La fría certeza acude al proceso de santificación del sembrador. Para los sembradores, el objetivo es más convincente que los obstáculos que supone. La presencia firme es el color de sus vidas. Sembrar requiere el arte de la visión, la ciencia de la convicción. «Prefiero fracasar en una causa que sé que algún día triunfará», escribió Wilkie, «antes que tener éxito en una causa que sé que algún día fracasará». La vida espiritual del sembrador está plagada de desaliento y de fracaso, sí; pero también tiene notas de cándida esperanza e impávida certeza. Los sembradores imaginaron los derechos igualitarios para la mujer y el final de la esclavitud, por ejemplo, antes de que la mayoría de la gente alcanzase siquiera a ver sus males. Imaginan algo, y esa visión los ciega. Fracasan una y otra vez, pero no cejan en su empeño. Los sembradores viven en la mente de Dios y saben con certeza que lo que no es bueno para todos los habitantes del Jardín no es voluntad de Dios. Se mantienen inmersos en una conciencia de la esencial fragilidad de la condición humana y, sin embargo, comprometidos con el sueño divino de la humanidad, sabiendo que, si Dios desea algo, es porque los seres humanos somos capaces de ello. Para el buscador con alma de sembrador, el tiempo de siembra es ahora. Siempre ahora. Sea cual sea el futuro. Falte lo que falte para que llegue «la plenitud de los tiempos».

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9. Tiempo de morir Es una pregunta terrible, obviamente, pero, a la larga, puede que sea una de las pocas preguntas que de veras merece la pena hacerse en la vida. Y es que esta pregunta esencial sobre la condición humana resulta engañosa. «¿Qué hay por lo que merezca la pena vivir?», nos preguntamos, cuando en realidad la pregunta esencial de la aventura humana tal vez sería esta otra: «¿Que valor tiene una vida carente de algo por lo que morir?». Desde el corazón mismo de la acuciante lucha contra el apartheid en Sudáfrica, Allan Boesak escribió: «Nos presentaremos ante Dios para ser juzgados, y él nos preguntará: “¿Dónde están tus heridas? [...] ¿No había nada por lo que mereciera la pena morir?”». Y el poeta cubano José Martí escribió: «¿Qué derecho tengo yo a verter lágrimas, cuando hay personas que vierten su sangre?». La cuestión es si debemos preservar la vida en aras de una existencia privada, cómoda y segura o si, por el contrario, debemos arriesgarla constantemente para ser algo más que simples seres humanos como tantos otros? ¿En qué cosas merece realmente la pena emplear toda una vida? Las respuestas nos incomodan y nos provocan. Un paso en falso, y nos veremos reducidos al nivel de recortables humanos, a una existencia al estilo de la de Barbie y Ken, que insensibiliza lamentablemente el alma. La variedad de respuestas a estas preguntas de la confusión humana son innumerables, eternas e insignificantes. A menudo son muy, pero que muy insignificantes. Para algunos, la preservación del Imperio Romano fue motivo suficiente para dar sus vidas. Para otros, los papas y los Estados pontificios tenían todo el derecho a reclamar manejar su lealtad y disponer de su incierto futuro. Para algunos, fueron los York quienes merecieron la entrega de sus vidas durante la Guerra de las Rosas. Para otros, Adolf Hitler y sus sueños violentos de la superioridad alemana fueron causa suficiente para justificar la pérdida de una generación entera. Para algunos, lo fue Gengis Khan. Para otros, Richard Nixon, Vietnam y un comunismo demasiado débil como para sobrevivir. Para algunos, han sido mil dictadores, cientos de sistemas políticos de corta duración, eras interminables de guerras causadas por la avaricia, sangrientos combates por un pedazo de tierra y luchas de poder. Y, al fin y al cabo, todas estas causas fugaces apenas se recuerdan ahora, o bien perdieron relevancia hace ya mucho tiempo. Cada una de ellas ha sido un desgraciado error del espíritu humano. Cada una de ellas ha sido suplantada por otro héroe sobrevalorado, por otro tirano vacío. Si contemplamos la historia en su conjunto, todas ellas palidecen, se marchitan y fracasan a la hora de estimular la memoria, por no decir «dominar corazones». Son pocas –si es que hay alguna– las que hoy parecen haber sido merecedoras de sacrificar una sola vida humana o prestarles el más mínimo apoyo. No, no es de esta clase de causas de las que nos habla el Eclesiastés. El Eclesiastés convoca el torrente de circunstancias que rodean a la muerte de la justicia y del amor –enemigos irreflexivos, amigos fieles, traiciones terribles y la 50

iluminación que puede surgir de la más profunda de las oscuridades–. Confronta la muerte tanto con preguntas como con respuestas. El propósito de una muerte gratuita no consiste simplemente en satisfacer el ansia devoradora de la vida con víctimas sumisas. La función de la muerte del yo es lanzar miles de signos de interrogación al cielo que requieran saber de nosotros no tanto por qué merece la pena morir, sino por qué consideramos que merece la pena vivir. «La diferencia entre la poesía y la retórica», escribió Audre Lorde en su poema Power (“Poder”), «consiste en estar dispuesto a matarte a ti mismo en lugar de matar a tus hijos». La imagen, aguda y pertinente, pone a prueba el peso de nuestras almas y mide nuestra calidad humana. Es retórica, prosa improvisada, lo que define los sistemas que nos controlan. Es poesía, una visión hasta donde no alcanza la mirada, lo que nos eleva por encima de lo mundano y prioriza las cosas del espíritu por encima de las cosas de la mente. La retórica muere para permitir y mantener el presente, un acto irreflexivo cada vez. La poesía muere para permitir el futuro. Ser los retóricos de la sociedad, no estar dispuestos a morir si es necesario para cambiar el yo enfermo de la sociedad, significa optar por sobrevivir nosotros a la enfermedad social actual y dejar que nuestros hijos, la próxima generación, muera de esa misma enfermedad. Cuando toleramos el sexismo, por ejemplo, para sobrevivir a él, condenamos a nuestros hijos a ser destruidos por él. Tolerar la energía nuclear para aprovecharnos de ella significa condenar a nuestros hijos a los peligros que encierra. Ser los poetas de la sociedad, estar dispuestos a entregar nuestras propias vidas para que otras personas «puedan tener una vida, y una vida más abundante», es una llamada a mil formas gloriosas de pequeñas muertes. Se usa y se abusa de la retórica, sugiere Lorde, para glorificar sistemas porque sí, sin importar el número de muertes que suponga mantenerlos. La retórica alimenta a los hijos de una generación con las deformaciones de nuestros propios deseos. «Los jóvenes libran las batallas de los viejos», dice el proverbio. La poesía del alma, por otro lado, requiere mucho más que el servicio del yo político. La poesía exige un impulso muy superior al orden del Estado. La poesía pide, sobre todo, cuidar de los hijos de nuestros sueños, que llevan sobre sus espaldas la carga de nuestra visión –o nuestra falta de ella–. La poesía nutre el espíritu humano, liberando así de sus grilletes a las generaciones venideras. La poesía nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos y a morir de algún modo, para que otros puedan vivir. Morir por la pervivencia de un presente distorsionado es pura retórica; morir para lograr un futuro más humano para los demás es poesía. El mañana solo puede triunfar si hacemos morir en nosotros todo cuando no nos aporte hoy vida. De la posibilidad humana, no de la política, es de lo que trata la poesía; por eso, generaciones enteras que nos siguen viven a la luz de una sabiduría adquirida a fuerza de crítica social y riesgo personal. Solo si nosotros mismos hemos muerto un poco, podemos enfrentarnos a las sinagogas de la sociedad, a los grupos de presión de nuestros propios sistemas, con leprosos que se curan al margen de nuestras políticas y 51

con mujeres que se levantan de los cementerios de nuestra etiqueta social. Henry Van Dyke lo expone de manera muy clara: «Algunas personas tienen tanto miedo a morir que nunca empiezan a vivir». El problema es, por supuesto, que nos enamoremos tanto de la vida a cualquier precio que no estemos dispuestos a perderla cuando parece que más merecemos vivirla. Tenemos tanto miedo a perder lo que tenemos que intentamos ganar tiempo con cosas que nos matan y decimos que nos dan vida. Malgastamos nuestros recursos humanos más preciados en el culto a la muerte, por ejemplo, y lo llamamos «defensa». Nos tragamos nuestra ética en la sala de juntas y lo llamamos «hacer negocios». Negamos el desarrollo de la mitad de la raza humana y hablamos del «papel de la mujer». Crucificamos en los demás cosas que deberían estar matándonos por dentro a nosotros mismos. Crecemos en el racismo, el sexismo y el militarismo y no decimos ni una palabra en su contra, porque nunca hemos descubierto el efecto que producen en nosotros, nunca hemos desvelado las toxinas con que nos envenenan, nunca los hemos dejado morir dentro de nosotros para que algo mejor creciera en su lugar. «La vida que no es sometida a análisis no merece ser vivida», dijo Sócrates. Pero Sócrates se equivocaba. Lo cierto es que una vida sin analizar ni siquiera es vida. Nos achicamos, nos postramos y nos derrumbamos ante cualquier forma de poder, nos identificamos con ella, y nunca llegamos a conocer la oscuridad de nuestros corazones. Vemos el sistema que nos rodea, probamos sus frutos envenenados, nos revolcamos en su ácido y no nombramos la enfermedad que todo ello nos provocan. Toleramos cualquier forma de mal que el mundo haya conocido y lo denominamos «bien». A los abusos físicos contra los homosexuales los denominamos «libertad de expresión»; a la invisibilidad de los problemas de la mujer, «Plan Divino»; al racismo, «ley natural»; a la nuclearización del planeta, «patriotismo». Vemos las leyes que sostienen los sistemas y nunca preguntamos: «¿Quién lo ha dicho? ¿Y por qué? ¿Y en beneficio de quién?». No dejamos que mueran en nosotros las antiguas ideas para que brote un mundo nuevo. Llevamos a nuestros mundos respectivos el corazón del político, más que el espíritu del poeta-profeta. Vendemos nuestras almas a sistemas que nos prometen ascensos, con lo cual nos marchitamos y nos sumimos en un mundo de enanos. Escuchamos la calumnia y el escándalo y dejamos que asesinen nuestras mentes, en lugar de matar la grosería de esas mismas conversaciones. Nos encaramamos sobre las espaldas de aquellos a quienes dejamos atrás. Siendo como son los Estados Unidos una nación de inmigrantes, nos resistimos a la inmigración con todas nuestras fuerzas, por temor a que signifique menos para nosotros y suficiente para ellos. Las mujeres niegan estar oprimidas, para apoyar a los hombres; y, al hacerlo, olvidan los letales efectos del sexismo que anida en ellas mismas. Aceptamos cualesquiera sistemas, tanto en la Iglesia como en el Estado, sin la menor muestra de escepticismo público sobre sus objetivos, resultados o filosofía, santificándolos por el impulso de su longevidad, más que por su moralidad fundamental. Nos entregamos a fuerzas mortíferas de la sociedad y lo 52

llamamos vida, con lo que nosotros mismos nos volvemos mortíferos. Mientras tanto, manifestamos nuestra inocencia en relación con el expolio del mundo y nos lavamos las manos de nuestras almas. Sin embargo, el Eclesiastés dice que hay «un tiempo de morir». Lo que no dice el Eclesiastés es que la muerte se prepara con muertes más pequeñas. Lo cierto es que no podemos alzarnos hasta que estemos dispuestos a morir un poco. Podemos estar vivos, pero no podemos ser humanos mientras no afrontemos lo inhumano que hay dentro de nosotros. No podemos dar la vida mientras no admitamos que formamos parte de la muerte que nos rodea. No podemos ofrecer nueva vida hasta que estemos dispuestos a quemar, abrasar y desenmascarar las astillas viejas y decadentes de pensamiento y voluntad en nosotros mismos. De hecho, la vida consiste en morir un poco. Si pretendemos vivir bien y dar la vida morir por lo que es justo, debemos aprender a preguntar: «¿Quién se mantiene junto al que sufre, quién tortura en nombre del sistema y por qué lo hace, quién falta en la escena, y cuál es el propósito de la muerte?». En otras palabras, el masoquismo no es una virtud. Sin embargo, morir es uno de los procesos más difíciles de la vida. Sus exigencias minan el alma de todas nuestras antiguas racionalizaciones, de todas nuestras excusas mejor buscadas para decir una cosa y hacer otra, de todos nuestros fingimientos de una bondad que es una etiqueta social, más que una virtud social. Nos separa de las mismas cosas que nos han llevado al punto en que nos encontramos. Cuando empezamos a morir a cosas en nosotros que antes eran tradicionales y socialmente aceptables, el peligro reside, por supuesto, en que al finalizar el proceso ni siquiera nos conozcamos a nosotros mismos. A medida que un conjunto de creencias cede su lugar a otro, nos acucian nuevas preguntas: ¿Cuál es nuestra familia? ¿Quién es nuestro Dios? ¿Quiénes son de verdad nuestros amigos? ¿Qué está bien realmente? Las preguntas se convierten en el azote de nuestra alma y nos castigan día y noche. Hemos abandonado nuestro propio país y somos incapaces de regresar a él. Entonces nos encontramos con amigos débiles e ineptos, criaturas ineficaces que no ofrecen ninguna garantía. Nos vuelve inseguros la inseguridad de los más cercanos a nosotros, que encuentran inútiles nuestras preguntas, que las consideran una locura. Recordemos lo que dijeron sobre Jesús sus familiares cuando intentaron apartarlo de la vida pública, porque pensaron que había perdido el juicio: «Está loco». Y lo peor, quizás, es que nos enfrentamos a enemigos a los que una vez llamamos aliados. Los compinches del sistema cumplen su deber a nuestra costa y no parece preguntarse nunca a quién correspondería hacer lo que ellos hacen. Saludan y obedecen órdenes. Sueltan a los perros para que ataquen a los indefensos. Agujerean los costados de buenas personas para asegurarse de que no vuelvan a levantarse para hablar. Tropiezan, flaquean y huyen de sus vínculos con nosotros. Resulta agotadora esta muerte de las viejas ideas. Pero la muerte hace algo más que romper los lazos con nuestro pasado y mermar el coraje de nuestras almas. Cada pequeña muerte que experimentamos nos convierte en 53

algo nuevo y nos arrastra a la orilla soleada de una psique distinta; ha de nosotros personas a las que siguen llamando por el mismo nombre, pero que ni siquiera se reconocen a sí mismas. La muerte es la resurrección no deseada. A quienes están dispuestos a desmontar determinadas estructuras mentales, a buscar ideas que configuren lo nuevo, aun cuando no encaje con lo antiguo, les aguarda la libertad. El mundo comienza a girar de nuevo, y no queda nada de lo que había antes. Ninguna idea está libre de ser explorada; ninguna norma es sacrosanta por decreto; ningún sistema merece ser venerado. En este mundo, los leprosos bailan, las mujeres piensan, y la saliva sana. Cualquier cosa es posible. Dios vuelve a estar al mando. La muerte se vuelve vida. La tumba se convierte en un paraíso de nuevos perfumes en que la vida se mantiene a la espera de quienes están dispuestos a empezar de nuevo. Así, la espiritualidad de la muerte es la conservación de las personas dispuestas a mirar de frente a un sistema y decirle que, por muy brillante que sea, está gravemente deslustrado. «No he venido a suprimir la ley, sino a cumplirla», dijo Jesús de la Tradición, que le había educado lo bastante bien como para hacerle capaz de ver sus deficiencias. Y lo condenaron a muerte por las ideas por las que él ya había muerto en incontables ocasiones, en busca de una nueva vida. «Hay un tiempo de morir», nos dice el Eclesiastés ante un Jesús que lo hizo, un soldado que no lo hizo y un Pedro que se pasó la mayor parte de su vida eludiendo sus consecuencias, como seguramente hacemos todos. Hay un tiempo en el que nos enfrentamos a lo que en la vida tiene un final, se deteriora, es destruido..., y dejamos de intentar que antiguas ideas se adapten a situaciones nuevas. Nos aferramos a viejas ideas y sistemas, simplemente porque son los que conocemos. El precio que pagamos por mantener lo imposible es el mismo desarrollo del yo; pero vivimos en una jaula de oro, a salvo, protegidos, seguros, en el sentido de que contamos con una salvación asegurada. En esta cárcel, la novedad nunca es una opción; la conformidad sustituye a la convicción; las ideas son peligrosas; y la aprobación es primordial. El Jesús de Nazaret que murió convencido de que había que dejar descansar a los bueyes el día del sábado no sería capaz de adaptarse a esta situación. El Jesús de Nazaret que llamó «sepulcros blanqueados» a quienes ponían la letra de las leyes por encima de su propio espíritu no se sentiría cómodo en esta situación. El Jesús de Nazaret que prefirió el sepulcro a los palacios de los privilegiados no habría tolerado esta falacia intelectual. Existe una espiritualidad de la muerte que ilumina la tierra de las sombras, que brinda vida al mundo, que devuelve el pulso a la línea plana de los sistemas enfermizos. Sin ella, el mundo no se alzará nunca de nuevo para salir de sus sepulcros de barro seco y ver la luz de una nueva vida. Sachs lo expresa perfectamente: «La muerte es más universal que la vida. Todos mueren, pero no todos viven».

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La espiritualidad de la muerte es la llamada a una nueva vida interior. ¡Qué lástima, que sean tantos los que se empeñen en evitarla, como si la Palabra de Dios pudiera conocer el deterioro...!

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10. Tiempo de matar La facilidad con que hablamos de cambiar el mundo, de desarrollar una conciencia social, de remodelar antiguos patrones de dominación, de construir una sociedad donde «el león descanse junto al cordero»... lo tiene todo en cuenta, salvo una cosa: a nosotros mismos. La situación es casi irrisoria. Nos lanzamos a cambiar el mundo y pasamos por alto lo que necesitamos cambiar en nosotros mismos. Nos convertimos en la norma de lo que es puro y no vemos la falta de sentido que encierra el hecho de pretender medir tal cosa. Ignoramos por completo el semillero de lo profano en el mundo. Lo cierto es que todo el mal del mundo reside en el centro del yo: está encadenado, si tenemos suerte; pero, en cualquier caso, ahí sigue. No hay iniquidad en la vida que no anide en mí en forma embrionaria, esperando salir al exterior, luchando por controlarme, arrastrándose y abriéndose camino en mi vida. Las pequeñas ambiciones, los leves deseos, las traiciones insignificantes, las envidias que escuecen...: todo ello forma parte de mi corazón de feligrés. Solo me falta ser capaz de verlo, querer mirar. Uno de los estadios necesarios de la vida espiritual, según nos enseña la Regla de san Benito del siglo VI, es llegar a percibir esto, no con una pretensión neurótica y santurrona, sino con cada latir de nuestro corazón. Lo cierto es que no hay nada terrible de la humanidad de lo que no seamos capaces y que no debamos controlar antes de que ello nos controle a nosotros. A la vez, por muy cierto que sea eso, la realidad es más de lo que parece. La vida no consiste solo en una serie de luchas interminables por mantener un cierto tipo de pureza ritual. La vida es también una serie de aprendizajes. San Jorge, el santo del siglo XIV que derrotó al dragón y ejemplificó para la Iglesia medieval el problema personal de afrontar el mal y superarlo, y la mística del siglo XV Juliana de Norwich presentan un cuadro mucho más certero del lugar del pecado en la vida. El símbolo de san Jorge nos recuerda que la negociación del pecado es parte de cualquier vida. Juliana y sus visiones nos aseguran de forma todavía más insistente que «el pecado es útil», que el pecado, en otras palabras, es necesario, que el pecado es en sí mismo un instrumento de desarrollo humano. «Dios no castiga el pecado», nos enseña Juliana. «El pecado es castigo del pecado». Es una verdad dolorosa. Los llamamos los siete pecados capitales, esas corrientes transversales de conflicto que se dan en nuestro interior, esas realidades que matan la pasión de la mente humana, que siempre amenazan con reducir los ardores de nuestros más altos propósitos. Cada uno de ellos deambula inquieto por nuestras almas, y cada uno de ellos nos castiga con una venganza que es implacable. Lo que nos maneja nos destruye. La avaricia nos mantiene en un estado de tensión constante. Nos pasamos la vida tratando de conseguir más y más cosas, hasta que la constancia del deseo nos marchita el 56

corazón. La codicia nos llena de confusión y de un deseo agobiante. No somos capaces de disfrutar de lo que tenemos, porque estamos demasiado ocupados deseando las cosas de los demás. Nos perdemos incluso el respeto a nosotros mismos. No somos lo que son los demás y no sabemos apreciar lo que somos. En nuestro interior, la vida se deteriora. La gula es una forma de avaricia. Desear lo que no necesitamos para vivir, desear en exceso cualquier cosa, es desear lo que otras personas, que realmente lo necesitan, deberían tener. Lo más importante: el empacho del yo que va más allá de cualquier síntoma de verdadera hambre, fuera de cualquier definición del buen gusto, nos hace cautivos de los peligros de la adicción. Nos convertimos en esclavos de nosotros mismos en un mundo donde solo el autocontrol es capaz de liberarnos. La envidia incesante que sentimos hacia los demás nos hace estar insatisfechos con todas las riquezas de nuestra propia vida. De pronto, ver que otra persona tiene algo nuevo significa que nada de lo que tenemos nosotros es igual de bueno. La lujuria nos hace incapaces de mantener relaciones de verdad. Las personas se convierten en objetos, no en amigos, ni siquiera en amantes; solo en tristes excusas de una comodidad insostenible. El orgullo no nos deja ver lo que los demás nos ofrecen. Envueltos en nosotros mismos, nos perdemos lo que podría haber llegado a nosotros gracias a la solicitud y la competencia de los demás, con lo que nuestras propias limitaciones nos hacen más pobres durante toda la vida. La pereza nos arrebata el gozo del logro personal. Demasiado indolentes como para intentar conseguir aquello que sabemos que conlleva un gran esfuerzo o una gran perseverancia, nunca conocemos ni el purificador miedo al fracaso ni la emoción del éxito. La ira nos remueve las energías del alma hasta dejarnos al rojo vivo. Tomamos sobre nuestros hombros la justicia de Dios y, a pesar de ello, jamás logramos poner en orden el universo para lograr nuestros propósitos. La avaricia nos trastorna y nos agota haciéndonos desear cosas sin parar. No somos capaces de disfrutar de lo que tenemos, porque estamos demasiado ocupados deseando las cosas de los demás. Nos perdemos el respeto incluso a nosotros mismos. No somos lo que son los demás y no sabemos apreciar lo que somos. En nuestro interior, la vida se deteriora. Por supuesto que el pecado es el castigo del propio pecado. No hay duda de que todo el pecado del mundo se halla inmerso en nuestros propios corazones. Obviamente, hay un tiempo para matar dentro de nosotros aquello que esté pisoteando y extinguiendo cuanto de espiritual y más esencial hay en nosotros. San Jorge y el mítico dragón nos llaman a buscar en nuestro interior las semillas de la zarza humana, los desechos de la condición humana. Nos damos cuenta de que no 57

sirve para nada mirar a los demás. Es hora de matar a los dragones que nos azotan por dentro. De otro modo, no hay la menor esperanza de que alguna vida llegue a iluminar la oscuridad del mundo. Como la cola de un cometa, un signo incompleto de lo que es real pero resulta inalcanzable, la energía dorada para la bondad en uno de nosotros genera en todos nosotros la esperanza de que también los demás podamos alcanzar la plenitud de la vida antes de morir. «Como tú eres, así es el mundo», nos recuerda Ramana Maharshi. Lo que cultivamos en nosotros mismos es lo que permitimos que ocurra a nuestro alrededor. El concepto tiene unas enormes e inquietantes consecuencias. Lo que sostuvo la esclavitud no fue le determinación y la voluntad de los propietarios de esclavos. Lo que sostuvo la esclavitud fue la actitud del pueblo en general, que no fue sometida a prueba ni tenida en consideración y que daba por supuesta la esclavitud. Quienes sostuvieron la esclavitud fueron aquellos que ni siquiera pusieron jamás en duda el irracional argumento de que había diferencias esenciales en la condición humana. Lo que mantiene los grandes presupuestos militares fuera de tiempos de guerra es la dedicación civil a crear enemigos y la negativa por parte de la ciudadanía a reclamar de sus gobiernos que se comprometan en el duro trabajo por la paz. Lo que mantiene la esclavitud de las mujeres es la voluntad casi universal, por parte de muchas mujeres, de ser esclavas, de apoyar a unos gobiernos, unos esposos, unos padres, unas Iglesias y una teología que las atan con sutiles cadenas. Pogo lo expresa sin rodeos: «Hemos encontrado al enemigo, y somos nosotros». Y el Eclesiastés lo dice con absoluta claridad: «Hay un tiempo de matar» las malas hierbas que crecen dentro de nosotros y que nos permiten leer noticias acerca de violaciones y saqueos, codicia y dominación, mentiras y holocaustos actuales... sin pronunciar una sola palabra de protesta, sin suscitar en nosotros un solo atisbo de duda, sin siquiera arquear las cejas en señal de disgusto, sin sugerir ni una sola reforma. Es hora de acabar con esa forma de maligna obediencia que nos vuelve estúpidos y nos deja marcados, porque nos confiere una mentalidad intelectualmente subordinada que hace que exulten los conquistadores y lloren los conquistados. ¿Qué es lo que nos ata a nuestros pecados? La situación está clara: estamos tan inmersos en la teología del perfeccionismo que seguimos queriendo negar que el pecado sea pecado, en lugar de admitir nuestra necesidad de aprender de él. Cuando el perfeccionismo es la base de la espiritualidad, el pecado deja de ser funcional, y el error resulta inaceptable. Llegados a ese punto, lo único que podemos hacer es negar nuestros pecados y convertirlos en virtudes. Pagamos a los pueblos del tercer mundo sueldos de esclavos, en nombre del «desarrollo». Cableamos el mundo para su destrucción total en aras de la «seguridad». Educamos, contratamos, concedemos ascensos y solo admitimos en nuestro país al tipo de personas que interesan al «bien nacional», en lugar de pensar en el racismo que ello implica en realidad. Excluimos a clases enteras de personas de la generosidad de la Iglesia y predicamos y teologizamos acerca del «plan eterno» del 58

universo. Creamos ídolos a partir de nuestros sistemas, nombramos sumos sacerdotes a nuestros oficiales, y los más ingenuos de entre nosotros son nuestros chivos expiatorios. No pecamos. Justificamos las corrupciones que ponemos en práctica y las denominamos «buenas acciones». En otras palabras, las personas que tienen que ser perfectas no pueden, simplemente, permitirse fracasar. Para ellas, la perfección se halla en la perfección, no en el hecho de aprender a recobrarse de los avatares que hacen humano al ser humano. Así pues, una sociedad basada en el perfeccionismo nunca pide disculpas, ni hace penitencia, ni se arrepiente de verdad. Los perfectos únicamente se aferran a su perfeccionismo. Es una condición enfermiza del alma. Sin embargo, el perfeccionismo, el deseo de llegar a un punto en que hayamos refinado nuestros comportamientos de tal modo que no temamos la recaída, no es el único obstáculo a la libertad de espíritu que se obtiene al matar las ansias asesinas de poder y de las cosas que viven, aunque latentes, en nuestro interior. La noción de perfectibilidad, la idea de que cualquier cosa humana pueda ser perfecta, constituye la otra gran ilusión de la vida espiritual. Se centra en la eliminación de los errores, más que en el valor de los esfuerzos. Al fin y al cabo, si una cosa es perfectible, el esfuerzo es el objetivo en sí mismo, no el problema. Hay pocos músicos que toquen el Vals de un minuto de Chopin en tan solo un minuto; sin embargo, generación tras generación se intenta conseguir esa meta, y los intérpretes lo hacen mejor cada vez y están cada vez más satisfechos de sí mismos. No es que el pecado no sea pecado. Es, sencillamente, que el pecado no es el fin del mundo –y, de hecho, puede ser el principio de una serie de cosas que a duras penas podrían lograrse de otro modo en la vida y sin las cuales la vida sería una farsa lamentable–. Un encuentro con la avaricia puede ser precisamente lo que nos enseñe la libertad de la pobreza. Un problema generado por la lujuria puede ser lo que, al final, nos enseñe la verdadera naturaleza del amor. Una fuerte dosis de ira puede ser lo que nos enseñe la belleza de la amabilidad. Es decir, tenemos cosas que aprender del pecado. Una de ellas es la compasión. Otra es la comprensión. Una tercera es la humildad. Una cuarta, la percepción. Y es que sin la capacidad de cometer nuestros propios pecados, todas estas cualidades son difíciles de adquirir. El pecado nos insta a sufrir con los que sufren a causa de la estupidez de sus debilidades, porque a nosotros nos han curtido las nuestras. Una vez que sepamos admitir los propios pecados, una vez que afrontemos esas cosas de dentro de nosotros y que, si alguna vez salieran a la luz, supondrían nuestra ruina social, podremos acompañar a aquellos con quienes la oscuridad de la noche no ha sido tan amable. El pecado nos capacita para comprender al homicida, para ser justos con el delincuente, para controlar la pasión por la sangre que enmascara los pecados de los justos con una pátina de virtud. Al fin y al cabo, tal vez la humildad y la percepción sean las mejores consecuencias 59

–las consecuencias voluntarias– del exceso de pecado. La humildad no solo nos identifica con el resto de la humanidad y confirma lo terrenal de la condición humana, sino que además erosiona la base misma de la jerarquía. La humildad sabe que los señores de palacio no existen; nadie está autorizado a someternos a los demás; nadie es lo bastante bueno ni lo bastante puro como para evaluarnos a los demás. Todos luchamos. Todos tratamos de eliminar dentro de nosotros las mismas toxinas que envenenan a la raza humana en general. Todos estamos a merced del Dios de la misericordia. Todos podemos aprender algo de los demás. A menos que sepamos aceptar nuestra naturaleza incompleta, no podremos librarnos de ella. Sea cual sea la talla de nuestra virtud actual, el pozo sin fondo de la vida siempre se extiende ante nosotros, siempre para ser catapultado, siempre para ser respetado, siempre con la agonía del desafío de mirarnos de nuevo a nosotros mismos. La humildad nos recuerda que todos estamos siempre en proceso. Es más, la humildad nos recuerda que estar en proceso es estar perfectamente bien, perfectamente vivos, ser perfectamente humanos y estar perfectamente llenos de vida. «Lo que importa no es dónde estamos», dice el proverbio, «sino adónde vamos». Y una doctrina china nos enseña que, «si permanecemos en el camino en el que nos encontramos, seguro que llegaremos a nuestro destino». La humildad es la base para la conversión; el pecado es su semilla. Imagínate a la persona perfecta. ¡Qué aburrida! Lo que los más grandes santos nos muestran es el mayor triunfo, no la mayor cantidad, de insulsa belleza. El pecado y la tentación, el fallo y los fracasos son la esencia de la vida. Su propósito es darnos profundidad, no razones para la desesperanza. Lo que de verdad necesitamos matar dentro de nosotros es la idea de que no hay nada que matar dentro de nosotros. Cuando llega la humildad, viene acompañada de la percepción. Entonces somos capaces de ver que el pecado y la virtud van de la mano. Podemos ver detrás de las máscaras ese desfile a través de la vida como perspicacias comerciales, políticas prudentes, religiones fervientes y leyes incorruptibles. Cuando empezamos a comprender la resaca de nuestra propia alma, podemos descubrir las aguas revueltas que nos rodean. Podemos encontrar el bien en la suciedad de los negocios, la santidad bajo el pecado de la religión, y la enorme y apabullante bondad de corazón de la mayor parte del mundo que nos rodea. Podemos mirar dentro de nosotros y entrar tiernamente en contacto con las luchas de toda la raza humana, que, palpitante, busca a tientas frágiles virtudes y gime desamparada. Entonces podemos aprender a amar de veras. Por supuesto que hay «un tiempo para matar» en nuestro interior todo cuanto nos oculta de nosotros mismos y mantiene a raya dentro de nosotros el empeño único, grandioso y salvador de la vida humana, el poder de perdonar en los demás lo que no vemos en nosotros mismos. Entre los cuentos jasídicos, hay uno que destaca por su tratamiento del tema de la compasión. Dice así: «En cierta ocasión, los judíos de una comunidad muy piadosa criticaron a su rabino 60

por dar unas monedas al tonto del pueblo, el cual, como bien sabían todos, no iba a hacer buen uso del dinero. –¿Qué pasa? –dijo el rabino–. ¿Tengo que ser yo, al dar estas monedas, más quisquilloso de lo que fue Dios al dármelas a mí?». Seguramente no sea el pecado lo que tengamos que matar en la vida. Lo que de verdad necesitamos evitar como la peste es la tentación de una vacía y brutal falta de pecaminosidad que podría hacernos caer en la inhumanidad, el mayor de todos los pecados.

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11. Tiempo de construir Las revoluciones son algo un tanto extraño. Nos aportan una salvaje sensación de triunfo y, al mismo tiempo, nos confrontan con la fragilidad de la victoria. En el preciso momento en que una revolución tiene éxito, la ensoñación desaparece, todas las teorías se convierten en polvo, y dejamos de hablar de ella. De pronto, los fuegos artificiales se vuelven negros en el cielo. La luz del amanecer es la plena luz del día. El verdadero trabajo revolucionario comienza en el preciso momento en que el mundo se desmorona. Entonces, sin importar cuáles fueran las promesas que avivaron la agitación, estas dejan de ser poesía y se convierten en la fría y dura realidad de la política popular. Las esperanzas cobran forma de expectativas. Los héroes vuelven a la monotonía, y los bastoneros del mundo se quedan sin bandas a las que dirigir. Cuando se ha ganado la revolución, el propósito de la vida deja de ser la crítica. Ya no hay necesidad de dirigir a las masas para que deseen nuevos y mejores mundos. Al contrario, las masas dependen de ellos. Los exigen. No, el propósito de la vida tras concluir la dramática labor de una revolución no es concebir posibilidades; es cumplir con las promesas. La misión vital después de una revolución es construir lo que se ha destrozado. El propósito de la vida, cuando se desvanece la última nota de una marcha, es comenzar de nuevo. «Nuestro gran trabajo», escribió Thomas Carlyle, «no consiste en ver lo remoto, sino en llevar a cabo lo que tenemos claramente a nuestro alcance». Ahora es la cotidianidad la que requiere el trabajo, no de soñadores, sino de ejecutores. Lo cual es más fácil de decir que de hacer. Y, si no, preguntémoselo a Noé. No es gran cosa eso de navegar en un arca en plena tormenta. La gente ve venir las tormentas y huye de ellas a ciegas, por muy aterradora que resulte la forma de llevar a cabo la retirada. El caos no sabe de miedos, ni de razones. En los momentos difíciles, la gente hace cosas que en circunstancias normales ni se les pasarían por la cabeza. Porque, al fin y al cabo, las arcas flotan. Tener poco espacio es mejor que no tener espacio alguno. El sacrificio abunda en una época de agitación social. Cualquier esfuerzo, cualquier forma de resistencia, es posible. No hay nada que sea pedir demasiado para unas personas para quienes la vida buena se ha convertido más en un rumor que en una realidad. Pero ese tipo de carácter se sobrevive a sí mismo rápidamente, se extingue a toda prisa cuando el viento sopla de cara y baja la presión. Entonces se da una condición peor que el sufrimiento: la paz. Ninguna tormenta dura siempre. Tarde o temprano, el viento se calma. Entonces llega el momento de comenzar de nuevo, de hacerlo mejor que antes, de proponer un producto alternativo –una idea más elaborada, un sistema más preciso, una institución más apropiada, una nación más considerada– al producto que le precedió. Es un momento de nueva creación, un salto a la oscuridad eterna, un momento de la verdad. No es momento para los débiles y los faltos de voluntad. Tampoco suele ser un momento de gran dramatismo. Las cosas de la aburrida rutina toman el relevo. Ahora comienza el 62

verdadero trabajo de nueva creación. Noé conocía demasiado bien la situación. Seguramente, la vida no le había ido muy bien en Nod, pero al menos ese era un mal conocido. Al menos era estable. Eran sus raíces y su identidad, su pasado y su futuro, su rinconcito particular del planeta. Seguramente no pasara por el mejor momento, ni tal vez por su mejor época, pero en definitiva, era suyo. ¿Quién no conoce el dilema?, ¿quién no se ha encontrado en esa situación? «Tal vez no sea este el mejor lugar del mundo», decimos, «pero es mejor que la mayoría». Así que seguimos adelante, con no poca inmoralidad descerebrada disfrazada de condición humana. Toleramos lo intolerable en el ámbito personal... hasta que llega un momento en que no tenemos elección; hasta que la ceguera deja espacio a la visión; hasta que nuestro sentido de la justicia supera a nuestro sentido de la autocomplacencia; hasta que dejamos de poder dar por supuesto ni un solo minuto más a nuestro país, a nuestra familia o a nuestra Iglesia. Entonces nuestras opciones se hacen claras con una simplicidad aterradora: o bien debemos aceptar lo que hay, o bien debemos mejorarlo. Eso es precisamente lo que le ocurrió a Noé. Cuando se vio forzado a elegir entre dos opciones incompatibles entre sí, optó por una de las alternativas. «No creo en un destino que les llegue a los seres humanos con independencia de cómo actúen; pero sí creo en un destino que les llega inevitablemente si no actúan», escribió G. K. Chesterton. La situación no podemos tomarla a la ligera. «Un hombre justo»: así define la Biblia a Noé. Y quizá también un loco. Noé escuchó la Palabra de Dios dentro de sí y decidió marcharse y dejar atrás un mundo decadente. Un noble esfuerzo, sin duda, pero a la vez muy solitario para una persona que había crecido en esa situación y había logrado, obviamente, resistirse durante mucho tiempo al impulso de cambiar. Después de todo, el ambiente social no se había desvanecido de la noche a la mañana. Algunas personas –Noé entre ellas, sin duda– habían visto las circunstancias que daban lugar a la desintegración cultural, la corrupción y el declive durante años, y habían decidido ignorarlas. De pronto, Noé no solo se encuentra en un territorio extraño que, literalmente, le viene grande, sino que, además, está solo en esa situación. Se convierte en el Noé cuya conversación resulta inaceptable en las fiestas; en el Noé que disiente disidente de la opinión de la mayoría; en Noé el feligrés, cuyo párroco piensa que está loco; en Noé, el hombre de mundo y un tanto raro, que tiene unas ideas demasiado radicales como para tenerlo en cuenta. ¡Pobre Noé...! Si alguna vez hemos hecho en la vida algo que desentonara de algún modo con lo que hacían los demás, entenderemos perfectamente a Noé. Sabemos la incertidumbre que conlleva el hecho de ser un visionario idealista mientras todo el mundo clama por una tierra seca en medio del espeso barro lleno de los detritos del pasado. En otras palabras, llega un momento en que no basta simplemente con criticar el pasado. Llega un momento, nuevo en la vida, en que debemos dedicarnos a crear el 63

futuro. Y ese es un trabajo muy duro. En ese momento, descubrimos la diferencia entre los demagogos y los líderes, entre los detractores y los profetas, entre los insatisfechos y los realmente comprometidos dentro de una organización. Lamentablemente, a menudo tal descubrimiento se produce demasiado tarde. Buscando la luz, nos encontramos con que hemos seguido a una estrella fugaz y sin sustancia que no va a ninguna parte. La caída del muro de Berlín fue una cosa; llevar a cabo el proceso de reconstrucción de un pueblo completamente desmoralizado y privado de derechos es otra cosa muy distinta. Desinstitucionalizar a los enfermos mentales fue una cosa; vaciar los parques urbanos de personas emocionalmente enfermas y de marginados que se reúnen allí porque el cierre de hospitales psiquiátricos no les deja otro lugar al que acudir, ha resultado ser otra cosa bien diferente. Abolir la segregación de los sistemas educativos trasladando a los niños en autobús lejos de sus barrios fue una cosa; equilibrar los programas educativos de tal modo que las escuelas de los barrios marginales cuenten con el mismo tipo de instalaciones y programas que las escuelas de los barrios más favorecidos ha sido otra cosa muy distinta. Escribir ensayos sobre la vocación laica es una cosa; incorporar a las mujeres y a los laicos en las estructuras de la Iglesia ha resultado ser otra cosa muy distinta... y desalentadora. Proclamar la desaparición del sexismo fue una cosa; remodelar el matrimonio patriarcal ha resultado ser otra cosa extraordinariamente diferente. Sin lugar a dudas, hacer la revolución es la parte fácil del problema; la reconstrucción ya es otra cosa: es el don espiritual. Reconstruir es uno de los carismas de la creación. En esta ocasión, sin embargo, no es Dios quien crea de nuevo, sino Noé. La labor de Noé consiste ahora en salvar a la raza humana del desastre en que se ha convertido. Dios no elimina el mundo de un plumazo para volver a crearlo con un material mejor. Al contrario: Dios simplemente envía a alguien para que lo intente de nuevo con el mismísimo tipo de criaturas de la primera creación. De donde se desprende que reconstruir significa hacerlo con las mismas personas que primeramente corrompieron una situación, si corrompiéndola por sí mismas, sí al menos dejándose arrastrar por la corriente. Los obstáculos a la reconstrucción, a la renovación, a la revitalización de un sistema decadente son transparentes. Para empezar, nosotros mismos somos producto del último sistema. No es nada fácil tener la apertura de corazón suficiente para imaginar la posibilidad de un evangelio no mutilado, de un mundo justo, de un gobierno honesto, de una institución no sexista, de un matrimonio igualitario, de una Iglesia donde verdaderamente no haya «ni judíos ni griegos, ni esclavos ni libres, ni hombres ni mujeres». Estamos tan deteriorados como lo que nos deterioró a nosotros. Sucede tan solo que no lo sabemos. Y si somos capaces de proponer un sistema semejante, casi nunca podemos imaginar cómo sería el mundo sin los rasgos esenciales del mundo viejo. Nos regodeamos en el pasado y a la vez deseamos el cambio; pero lo que de verdad queremos es un cambio «planificado»; deseamos una revolución, siempre y cuando se 64

trate de una revolución «amable»; o exigimos un «nuevo» mundo, pero no un mundo demasiado nuevo. Somos por naturaleza víctimas de la ceguera de nuestra propia creación, pero no somos reconstructores en absoluto. Reconstruir exige también un peculiar tipo de coraje. Es un proceso que toma el corazón de un jugador y lo hace sagrado. Los reconstructores han de estar dispuestos a perder, porque no tienen ni idea de lo que realmente significa ganar ni de lo que va a ser de ellos si ganan. Tienen que estar preparados, desde el cuervo hasta la paloma, para ir de fracaso en fracaso hasta que, finalmente, algo funcione y la gente esté al fin nuevamente salvo, al fin mejor de como estaban, al fin lo bastante libres del pasado como para crear vida de nuevo. Ser reconstructor significa arriesgarse a fracasar una y otra vez; significa arriesgarse a perder el apoyo de la gente a la que uno se propone salvar; significa ser considerado como un charlatán chiflado o un visionario ingenuo, personajes ambos igualmente inútiles y peligrosos. Hablando de esta dimensión del proceso de cambio social, decía Guizot: «Solo después de un número indefinido de esfuerzos ignorados, después de que un montón de corazones nobles hayan sucumbido al desánimo, convencidos de que su causa está perdida, solo entonces triunfa la causa». Reconstruir significa lanzar a un pueblo entero al espacio sin mapa para que no regrese a tierra bajo ninguna circunstancia si algo no funciona como es debido. En eso consistió la Revolución Francesa; en eso consistió también el experimento comunista; y lo mismo ocurre con los poetas en el mundo de la política. Cuando una persona se embarca en el camino de la revolución, reconstruir es el precio de la percepción y el precio del sueño. ¡Y ay de los que fracasen! Ahora bien, ser reconstructor tiene un gran mérito espiritual. Los reconstructores son los que toman aquello de lo que los demás se limitan a hablar y lo hacen realidad para la siguiente generación. Son las superestrellas de largo recorrido. Son las personas que pagan con su vida por que una idea se convierta en un hecho real. Abandonan el prestigio y el dinero y dejan de ser los Peter Pan de la esfera pública a cambio del prolongado y arduo esfuerzo de poner en marcha sus proyectos personales. Construyen el nuevo mundo justamente en el corazón mismo del antiguo. Empiezan a usar «monaguillas» en cuanto las primeras niñas se ofrecen a ayudar en la iglesia. Empiezan a suministrar servicios sociales y presencia compasiva a los enfermos de sida cuando observan su sufrimiento, cualesquiera que sean las conclusiones morales de los moralistas de turno. Nos muestran el mundo que los demás no queremos ver hasta que, forzados a verlo, no podemos seguir ignorándolo. Hay personas que se pasan la vida proponiendo ideas que nunca se molestan en llevar a cabo, o que abandonan ante la primera muestra de oposición. Los críticos «de salón» difunden libre y generosamente sus juicios y luego se apresuran a criticar el siguiente esfuerzo de quienes, como Noé, se embarcan en un viaje más arriesgado. Ellos siempre saben qué tiene de malo cada elemento del patrimonio humano. Sin embargo, rara vez, en el mejor de los casos, ofrecen una solución mejor a los problemas. Su fuerte 65

son las preguntas, no las respuestas. Los reconstructores, en cambio, muestran una mayor entereza. Para los reconstructores, la vida es un largo ejercicio espiritual de creación conjunta. Para ellos, la santificación depende de hacer –siempre hacer– lo que haga falta para acercar al mundo un paso más al reino de Dios, ofrecer una idea más cercana a la visión de Dios, propiciar un momento más cercano a la voluntad de Dios. Los reconstructores son artistas del alma que moldean una pieza de creación humana y dejan que el horno del tiempo dé sus frutos. No se jactan de tener todas las respuestas. Afirman honrar las preguntas. Están dispuestos a flotar para siempre, si es necesario, con el fin de construir un mundo mejor, de mejorar el planeta. No existe forma alguna de hacer el ridículo capaz de desalentar a los reconstructores, ni hay forma alguna de rechazo que los disuada. Los reconstructores tienen un objetivo en la vida demasiado bien perfilado como para abandonarlo por algo tan necio como una censura irreflexiva. Con todo, el ridículo, el rechazo y la censura constituyen a menudo su pan de cada día. Para los fanáticos de la sociedad son demasiado lentos. Para los conservadores del grupo son demasiado rápidos. Para los ortodoxos del mundo son herejes. Están destinados demasiado a menudo y demasiado claramente a actuar en solitario. Hay quienes los siguen como héroes y quienes los persiguen como enemigos. No tienen opción alguna de éxito, porque lo que se proponen reconstruir no son las estructuras dañadas de un pueblo que busca refugio, sino los corazones petrificados de un pueblo que lleva demasiado tiempo sin nada sustancioso que poder amar. Trabajan con un pueblo que sabe lo que antes no funcionaba correctamente, pero que está básicamente desprovisto de la longevidad de espíritu necesaria para cambiarlo por algo mejor. Los reconstructores se enfrentan a caminos grises en noches oscuras que no llevan a ningún lugar que nadie haya visto antes. El espíritu de un reconstructor se basa en la capacidad de mirar con amor la nada y saber que hay ahí algo que merece la pena descubrir, algo por lo que merece la pena dar esta vida en forma de esfuerzos, para que las vidas de quienes están por llegar sean aún mejores. Muchas veces se entiende mal a los reconstructores, se les juzga equivocadamente y se les llama por otro nombre. Se les tacha de «reformadores», de «liberadores», de «líderes»..., cuando, de hecho, no son más que seres que aman y que son fanáticos de la esperanza. Reconstruir es, por tanto, una tarea triste pero gloriosa. Son muchos los reconstructores que han muerto con el corazón roto, seguros de que habían fracasado, cuando la verdad es que toda una vida no basta, sencillamente, para reconstruir una cultura que se ha echado a perder. Los reconstructores son esos personajes de la historia que se alzan mucho después de su muerte en la niebla púrpura de la tenacidad. Al final, el mundo los recuerda como los que repensaron, redefinieron y rejuvenecieron el mundo; como los que llevaron el mundo a cuestas y cruzaron los puentes derribados del pasado para llegar a las orillas vacías de una tenue y nueva era. Por eso es demasiado tarde para 66

que el reconstructor conozca la belleza de estar decidido más allá de toda prueba de factibilidad, pero no es demasiado tarde para el resto de nosotros. En los reconstructores del mundo, el resto de nosotros puede ver el poder de la imaginación y el carácter implacable de la paciencia profética cuando nuestras propias vidas parecen haber dado un traspié y haber quedado atascadas. Los reconstructores nos enseñan que «el coraje es un miedo que ha aguantado un minuto más». Los reconstructores miran el arco iris con los ojos de Noé. Tratan de poner a salvo a los demás tanto como de huir, de empezar y de terminar, de repetir las cosas buenas de la vida en una clave más alta. No se desaniman fácilmente, y gracias a ellos el espíritu humano ha sobrevivido de un fiasco humano al siguiente, cada vez mejor, siempre con la fe de los indudablemente sencillos que han oído la Palabra de Dios y han sido lo bastante necios como para creer, como dijo George Bernard Shaw, que «el verdadero gozo de la vida consiste en ser utilizado para un fin que tú mismo reconoces como poderoso; agotarte profundamente antes de que te lancen a la pila de desechos; ser una fuerza de la Naturaleza, en lugar de un zoquete egoísta febril y cargado de males, que se queja porque el mundo no se toma en serio su obligación de hacerle feliz».

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12. Tiempo de abrazar La Biblia está plagada de encuentros entre seres opuestos –José y sus hermanos; la madre de Moisés y la hija del faraón; Jesús y la samaritana; la joven María y la anciana Isabel–. En cada caso ocurre algo físico y muy significativo: José llora al ver a sus envidiosos hermanos; la hija del faraón rescata al niño de las aguas y se lo confía a su aya hebrea; Jesús bebe agua de un recipiente prohibido; María e Isabel cantan gozosas al pensar en la fuerza que las habita y en el significado que tendrá para los demás. La Biblia, en suma, está llena de casos en los que una persona reconoce, da la bienvenida, abraza y libera la fuerza del desconocido. Todo lo que ocurre allí, con muy pocas excepciones, ocurre porque las personas –modestas, corrientes, confundidas y muy distintas entre sí– encuentran unas en otras la fuerza necesaria para acometer lo que está más allá de ellas mismas. Se encuentran y se abrazan. Se encuentran, y sus almas se tocan. Se encuentran y sienten profundamente. Entonces, a raíz de ese abrazo y esos sentimientos, el mundo cambia al instante. Pero así es la Biblia. Nosotros, en cambio, somos mucho más racionales. Nosotros nos encontramos y establecemos normas. Nos encontramos y nos hacemos enemigos. Nos encontramos y nos mantenemos permanentemente separados. Ponemos a los blancos a un lado, y a las personas de color en otro. Colocamos a los cambistas de dinero en las mesas de la sala de juntas, y a los peones en las aceras. Ponemos en un nivel de la humanidad a los intelectuales, y a los demás en otro. Lo que de verdad valoramos en la vida, y lo hacemos ver con toda claridad, es la inteligencia. Lo llamamos «lo racional». Y nos enseñan que lo poseen los hombres, los blancos, los ricos y los académicos. El resto de la humanidad se limita a ir a tientas, sintiéndose siempre indigno, ignorado, no respetado, y esencialmente no valorado. En esa situación, lo que el cuerpo pueda conocer, más allá de tesis y teorías, no merece mayor atención. Corrompemos nuestra integridad humana y lo llamamos «progreso». Cuando muchos mostraron su deseo de retirarse de Vietnam, se les llamó «traidores». Cuando a muchos les pareció obscena la política armamentista nuclear, se cambió el nombre por el de «Star Wars» e incluso se destinó más dinero a la destrucción planificada del planeta. Cuando muchos muestra su dolor por ejércitos enteros derribados a tiros mientras huían por el desierto hacia casa y por miles de niños carentes de agua potable que mueren en los brazos de sus madres árabes, se califica de «liberalismo instintivo». Cuando una mujer opta a la presidencia, preguntamos si será «lo bastante fuerte» como para pulsar el botón nuclear, pero aún nos falta por preguntar si un candidato varón será lo bastante fuerte como para no pulsarlo. Denominamos «resolución» la intención de destrozar a la raza humana, y «blandenguería» el deseo de negociar constantemente para protegerla. Se trata de un dilema deleznable. Nos hallamos en un mal trance para la condición humana, donde ser humano es lo único que no nos sirve para la vida. 68

Porque somos un pueblo mal informado. La pregunta es: ¿por qué? La respuesta es que el racionalismo es irracional. Hemos ideado la forma de caer en el olvido cuando lo que realmente necesitamos es sentirnos en camino hacia un nuevo orden mundial. Es un espíritu nacional ruin el que sabe razonar la forma de arrebatar el bienestar a los pobres y otorgárselo a los ricos. Los más cívicos de entre nosotros nos llevamos las manos a la cabeza ante el fraude en el ámbito del bienestar social, pero no decimos ni palabra a la hora de pagar más impuestos para rescatar a los propietarios del sistema fraudulento de ahorros y préstamo. Pagamos más impuestos individualmente para absorber las cargas impagadas por empresas exentas de impuestos, pero nos negamos a incrementar los fondos que harían falta para dotar de escuelas decentes a los barrios marginales. Nos avergüenzan nuestros sentimientos y vivimos sin ninguna vergüenza lo que nuestras racionalizaciones han supuesto para la condición humana. Alardeamos de la razón como el summum de la definición humana y nos hacemos unos a otros cosas que los animales no se harían. Algo ha fallado en una sociedad que acepta ese tipo de pensamiento y lo llama «lógico». Peor aún: en el nivel del intelecto sabemos que algo ha fallado en ese sentido, pero en el nivel del sentimiento apenas sentimos nada. Vemos cómo la inhumanidad se cuela por los bordes del televisor de la cocina mientras preparamos canapés y entrantes y no sentimos nada. Cuando de verdad hace falta, gracias a nuestra glorificación de la razón y de la racionalidad, abrazamos poco más que a nosotros mismos. Debemos fijar la atención en las implicaciones del Eclesiastés –en un elemento del mismo cada vez– para un mundo entregado a la satisfacción instantánea y al control absoluto, para un mundo donde nada puede salir mal, a pesar de que tantas cosas les salgan mal a muchísimas personas, para un mundo donde la cornucopia está limitada y ladeada hacia un lado del planeta, el cual se muere de hambre espiritualmente, mientras que el otro lado, débil y deficiente, se muere de hambre físicamente. Y todo esto lo observamos sin sentir nada. Son muchos los obstáculos al desarrollo de los sentimientos, y los efectos de la pérdida de estos sobre el desarrollo de la vida son múltiples. De hecho, es muy posible que nos hayamos empeñado tanto en buscar la «objetividad» que hayamos sustituido el pensamiento por la realidad. Adoptamos la postura de que los sentimientos pueden quedar fuera de control y los evitamos como una plaga. No somos capaces de ver que quienes puedan pensar que el holocausto purifica, que el sexismo protege, que el poder empodera y que los sistemas salvan son los que de verdad están peligrosamente fuera de control. Lo que nos purifica y nos protege, lo que nos empodera y nos salva, se halla oculto en el corazón humano en el punto donde se propagan los sentimientos y, en un tierno momento irracional, la gente abraza sin temor. Sin embargo, es precisamente nuestro amor por los sistemas, nuestro respeto por el orden artificial –por las fronteras, los rangos, los potentados y las jerarquías– lo que nos amarra el corazón más allá de cualquier respeto por lo que es realmente el summum de 69

los logros humanos. Abandonamos nuestras mentes y desmentimos nuestros sentimientos ante quienes dicen saber qué es lo mejor para nosotros y, en el proceso de ser «racionales», perdemos de vista la gloria de la ternura humana. Mientras un conflicto de fronteras se desataba a su alrededor en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial, el poeta Thomas Hardy escribió: «Lo maté porque... Porque era mi enemigo. Sin más: era mi rival; ya se sabe, aunque él pensó en alistarse por hacer algo –como yo– no tenía trabajo –vendió los bártulos–. Por nada más. Sí; ¡es curiosa la guerra! Te cargas a un hombre con quien quizás harías buenas migas en un bar, al que prestarías dinero sin dudar». Irrazonablemente razonables, tomamos las armas contra personas a las que nunca llamaríamos enemigos en cualquier otra situación, y lo denominamos «patriotismo», «moral», «justicia», «necesidad»... Al preocuparnos más por nuestros sistemas que por nuestros corazones, retrasamos el desarrollo de la humanidad hasta el punto de que, en realidad, tal vez jamás vayamos a tener tiempo para hacernos humanos antes de destruir nuestros yoes racionales en un último estallido glorioso de irracionalidad tecnológica. En el aula, a los niños los sometemos a este tipo de supuestos demenciales sobre el patriarcado, el beneficio y el logro personal. Recuerdo perfectamente el día y el momento en que por primera vez escuché a un profesor decir que una de las ventajas de la guerra era «el control de la población». Incluso entonces me horrorizó la idea, pero estaba demasiado condicionada como para decirlo. Es más, hoy sigo horrorizada. No por el profesor, sino por mí. Lo que de verdad es horrible es que lo escribí en el examen, consideraron que estaba «bien», saqué unas notas brillantes en aquella asignatura y, años más tarde, se lo enseñé a otra generación de estudiantes. Y ni siquiera tuve la decencia de ruborizarme. La poderosa razón había golpeado duramente mi humanidad, y ni siquiera me quedaba la suficiente humanidad incontaminada como para alzar la voz ante este azote de la razón, este pecado contra la dulce razón, las cicatrices de la razón que había absorbido y aceptado y que me hacían sentirme afligida en nombre del desarrollo intelectual, la ciudadanía y la autoridad. El verdadero problema, por supuesto, es que nos parece como si con ese tipo de principios de barbarismo racional hubiéramos triunfado. Sin embargo, tal vez la realidad sea que con esa adoración a los monumentos de la razón tan solo hayamos conseguido llevarnos a nosotros mismos y a toda nuestra civilización al borde del desastre, a nuestra propia desaparición prematura. «La gente razonable», dijo George Bernard Shaw, «se 70

adapta al mundo; los irracionales insisten en su empeño por adaptar el mundo a ellos mismos. Así pues, todo progreso depende de los irracionales». Es una lección que ya hace demasiado tiempo que hemos olvidado. Nos hemos convertido en nuestros propios enemigos. Hemos consagrado los principios del dualismo y convertido en sospechosos los impulsos, las emociones y los sentimientos del cuerpo humano. Hemos advertido a la gente que se alejara de las necesidades de su yo físico para que pudieran cultivar las obscenidades de la fría razón. Hemos perfeccionado el pensamiento ciego hasta el punto de que, hoy en día, en el país más rico del mundo podemos pasar por encima de un indigente sin darnos cuenta siquiera, crear políticas que hacen que la gente pase hambre y no ponerlas en entredicho, sustituir el duro individualismo por la comunidad humana y, encima, llamarlo «sagrado». La autonomía y la independencia, la dominación y el control, la separación y el yo se han llevado al extremo, hasta el punto de que hemos perdido la capacidad de amar. No hemos sabido abrazar, porque no nos han enseñado a hacerlo. Y hemos estado muriendo, literalmente muriendo, por ese motivo como pueblo y como población humana a lo largo del último siglo. En Ruanda, Bosnia, Irak y Afganistán, en el Pentágono, en las salas de juntas y en las barriadas de todas las ciudades de los Estados Unidos. Miles y miles de personas mueren, y hemos aprendido a no darnos cuenta de ello, a no manifestarnos, a no «involucrarnos», a no sentir. El letargo psíquico se ha convertido en nuestra forma de vida. Lo que debemos desarrollar en nuestro tiempo es una espiritualidad del abrazo, la santificación del sentimiento. Se nos ha dicho que el mejor de estos es el amor, pero la verdad es que no nos lo creemos. No en el nivel racional. Se nos ha dicho que estemos dispuestos a poner siempre la otra mejilla, pero no nos arriesgamos a ello. No en el nivel social. Y, aun así, mientras no nos entren ganas de vomitar al observar la brutalidad por todas partes, ¿qué esperanza nos queda para el éxito del gran experimento de la divinidad, que es la mente de Dios en el corazón humano? Santayana escribió: «El joven que no ha llorado es un salvaje, y el anciano que no sonríe es un necio». La espiritualidad del abrazo depende de nuestra voluntad de dejar de lado los adornos del falso intelectualismo, del racionalismo, del patriarcado, para que tanto hombres como mujeres puedan valerse de sus emociones sin vergüenza y conducirse por sus sentimientos más nobles sin temor. La comunidad humana y el globalismo van de la mano. Los valores que otorgamos a la toma de decisiones en el mundo moderno no son ya un tema de relevancia únicamente personal o privada. No podemos fingir que somos humanos y seguir privándonos de la mitad de nuestra forma de percibir en los más altos niveles de funcionalidad. Los gobiernos insensibles están esencialmente pervertidos; las personas insensibles son errores monstruosos. Abrazar al otro, incluir al extraño en nuestras vidas, confiar en que al otro le motivan los mismos amores y preocupaciones que a nosotros, son actos que rediseñan la 71

raza humana. Cuando abrimos la mente a la idea de que los demás experimentan nuestras emociones, los japoneses dejan de ser siniestros, los negros dejan de ser peligrosos, los blancos dejan de ser los incorregibles dictadores y colonizadores del mundo. Shakespeare conocía bien la disciplina espiritual. El personaje shakespeariano Shylock, un judío en un entorno cristiano virulentamente antisemita, dice: «Soy judío. [...] Un judío, ¿no tiene manos, órganos, miembros, sentidos, deseos, emociones? ¿No come la misma comida?, ¿no le hieren las mismas armas?, ¿no le aquejan las mismas dolencias?, ¿no se cura de la misma manera [...] que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos?». Lo que engendra la necesidad de un antídoto para un racionalismo depravado es la capacidad de permitir que el sentimiento humano se convierta en una base respetable para la toma de decisiones en los más altos niveles. Durante demasiado tiempo hemos permitido que una falsa masculinidad guiara los juicios de la Iglesia, justificara el carácter del mundo empresarial, hinchase las arcas de un militarismo suicida, dirigiera las políticas de los gobiernos, redujera la humanidad a la racionalidad de la objetividad y negara a la población mundial la validez de lo femenino, de los sentimientos, tanto de las mujeres como de los hombres. La razón se ha convertido en el pecado humano; la independencia y el individualismo, en nuestra patología. Nos sobran los hechos. Lo que nos falta es sentimiento. El momento de abrazar es ahora, antes de que la autonomía destruya la comunidad y nos deje, al término de nuestro proceso evolutivo, menos humanos de lo que éramos cuando lo comenzamos. La adoración de lo racional no ha funcionado. Solo el abrazo puede salvarnos ahora. Los rabinos son bastante directos en este sentido. El rabino Moshe Leib explicó: «Fue un campesino el que me enseñó en qué consistía amar. Este se encontraba en una posada, bebiendo con otros campesinos. Pasó un buen rato en silencio, como los demás; pero cuando el vino surtió su efecto, le preguntó a uno de los hombres que lo acompañaban: “Dime, ¿me quieres o no me quieres?”. El otro le respondió: “Te quiero mucho”. El campesino le dijo: “Dices que me quieres, pero no sabes lo que necesito. Si me quisieras de verdad, lo sabrías”. El otro no supo qué responder, y el campesino que había hecho la pregunta volvió a guardar silencio. Pero yo lo entendí. Conocer las necesidades del otro y sostener la carga de su sufrimiento: eso es el amor verdadero». Y el campesino no lo aprendió en el cole; lo aprendió en una taberna, regado de vino, donde los sentimientos se desbordaban y los hechos no valían para nada.

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13. Tiempo de cosechar Lo malo del éxito es que muy pocas personas saben en qué consiste realimente. Los Cuentos jasídicos lo expresan muy claramente: «Hacer milagros no tiene mucho misterio; cualquier persona que haya alcanzado cierto nivel espiritual sabe intercambiar el cielo y la tierra. Pero ser judío..., ¡eso sí que es difícil!». En otras palabras, hacer acopio de las fruslerías de la vida sirve solo para un tipo de éxito; vivir bien la vida, hacer lo que se debe, ser lo que decimos que somos, un agotador día tras otro, le convierte a uno en alguien completamente distinto. Resulta muy tentador idealizar la cosecha. Cuando hablamos de cosechar, se nos olvida que se trata de una ardua tarea. La cosecha tiene lugar bajo un sol de justicia, durante un corto período de tiempo, sometidos a una gran presión, sin seguridad alguna de que lo que cosechemos tenga salida en el mercado. Podemos segar una cosecha que no desee nadie. Podemos escoger un campo que no dé rendimiento. Podemos enfrentarnos a un trabajo que al final sea un fracaso. Muchas cosechas no se venden. Gran cantidad de campos se aran a pesar de la mala calidad de la cosecha. La decisión de cosechar es enormemente exigente. Cuando el campo en el que trabajamos florece, nos enfrentamos a un nuevo trabajo, no a un montón de baratijas que simplemente esperan a ser arrancadas y a que juguemos con ellas a placer. Los cosechadores se doblan el lomo solo para terminar el trabajo, no para asegurarse el éxito. Completan su labor en los campos que araron y sembraron. Ni más, ni menos. Cosecha y éxito personal. Para quienes consideran que el éxito son los logros, la vida es un arte perdido, a menos que lo que ganemos sea lo que buscábamos –la posición de prestigio, la seguridad económica, la aclamación popular, los símbolos de estatus social y la colección de trofeos baratos–. Para quienes consideran que los objetivos de la vida son más importantes que sus consecuciones, que las preguntas son más importantes que las respuestas, el éxito depende más del valor que del beneficio; depende más del fin que del premio, depende más de la calidad de vida que de una acumulación de cosas. Para estos, el éxito tiene más que ver con el cumplimiento de nuestras promesas que con la garantía de beneficios propios. Cultivar algo, «obrar milagros», no tiene truco. El truco reside en seguir adelante sin ganancias palpables. La hazaña consiste en seguir haciendo lo que sabemos que hay que hacer, sencillamente porque debemos hacerlo. La satisfacción de la vida se halla al convertirnos cada día más en las personas que decimos ser. El éxito llega cuando somos sinceros con nosotros mismos, sin importar el coste último de todo ello. Sin embargo, no es eso lo que aprendemos en una sociedad centrada en el beneficio. La enseñanza que apoya a esta sociedad retuerce y estruja la vida hasta que la 73

obliga a abandonar la vida, hasta que la vacía de significado y la fundamenta en la ganancia personal. «Siempre es un negocio seguro obtener cualquier ganancia neta a cualquier precio y sea cual sea el riesgo para el resto de la comunidad», escribió el economista Thorstein Veblen. El credo de las acciones y los bonos, del beneficio y la pérdida, de los índices de interés y los márgenes de retroceso, llama más la atención que el evangelio y da color a nuestro pensamiento espiritual y a nuestras políticas públicas. Nos afecta como personas, no solo como población. Hacemos lo que funciona, no necesariamente lo que habría que hacer. Como país, luchamos en guerras «sensatas» con armas que –sabemos– destruyen más de lo que defienden. Sin embargo, nos amilanamos ante la idea de arriesgarnos a afrontar los peligros de una resistencia no violenta que pueda también destruirnos, sí, pero que sabemos que al menos dejaría el mundo intacto. Seguimos «reglas» espirituales que ponen en peligro la Palabra de Dios entre nosotros al preferir el sectarismo en una época, el nazismo en otra, o el sexismo en nuestra era, antes que los claros principios de Jesús. La obediencia, hemos llegado a saber, exige mucho menos de nosotros que la conciencia. Construimos una teología del mérito basada en normas para llegar al cielo, en lugar de una conciencia fundamentada en la fidelidad contemplativa a la voluntad de Dios. Nos decantamos por el dinero, los mercados y la mano de obra barata, en lugar de hacerlo por la justicia y el desarrollo de toda la raza humana. Sembramos el legalismo, el machismo y el institucionalismo y nos preguntamos por qué cosechamos un provincianismo estricto, un patriarcado opresor, un racismo delimitador y un sexismo obscenamente atrofiante, proclamados en nombre de Dios. Elegimos los sistemas y el beneficio social en lugar de la santidad, el globalismo y el evangelio de los leprosos y Lázaro. Y, lo que es peor: lo llamamos «éxito». Dado que hemos deformado la noción de «éxito» en una sociedad que prefiere las ganancias tangibles antes que los bienes espirituales, una de las características de nuestro tiempo es la tentación de abandonar cualquier cosa que no produzca un beneficio claro e inmediato. La gente se pasa la vida buscando puestos de primera línea o titulaciones académicas diseñadas para obtener elevados salarios, pero no buscan la profunda satisfacción humana. Formamos a nuestros estudiantes en tecnología y negocios, en lugar de enseñarles artes liberales y filosofía. Educamos a nuestros hijos para que tengan éxito, más que cultura. Queremos un beneficio rápido y una gratificación inmediata, logros y grano en los almacenes. No vamos a perder el tiempo en perseguir lo que no es cuantificable. Queremos resultados, y los queremos ahora. Queremos garantías, no posibilidades. Pero ese no es el rasgo identificador del cosechador. Los cosechadores cosechan porque hay que cosechar. Hacen lo que hay que hacer, pensando poco en el beneficio, sencillamente porque es un trabajo cuyo momento es ahora. Somos cosechadores cuando hacemos lo que nos piden los tiempos, cuando seguimos un proceso hasta el final, sean cuales sean sus efectos últimos. Los cosechadores se manifestaron en favor de la desegregación en Selma para asegurar que se cumplía aquello para lo que había llegado el momento. Los cosechadores sintieron lo mortífero de las irregulares políticas de defensa y, exigiendo el fin del armamento nuclear, 74

hicieron del debate sobre el tema un imperativo moral por primera vez en la historia moderna. Los cosechadores se dan cuenta de que el patriarcado está condenado en la sociedad e impulsan la idea de los derechos de las mujeres en la Iglesia patriarcal, no solo por el bien de las mujeres, sino para que la idea de Dios en sí misma pueda convertirse en materia de debate teológico. Los cosechadores observan el mundo que se extiende ante ellos y se proponen recoger cada momento doloroso en el transcurso del tiempo, para que los momentos que estén por llegar sean mejores. No obstante, cosechar es tanto una labor personal como una responsabilidad pública. En un mundo en el que la vida es una serie de temporadas, lo que hacemos peor tal vez sea cosechar los buenos momentos de nuestras propias vidas. Hablamos de vacaciones que nunca nos tomamos. Planeamos fiestas familiares que nunca celebramos. Nos perdemos bodas, nos escaqueamos de acudir a funerales, nos privamos de los encuentros con antiguos compañeros de clase y enviamos tarjetas en lugar de asistir a graduaciones y a bodas de oro en las que restableceríamos antiguos lazos y la vida pasaría ante nuestros ojos como en una panoplia de dulce gloria. Hay demasiadas cosas que mueren en los campos de nuestras vidas y que nunca cosechamos, tanto en la esfera pública como en la personal. La cosecha se debe al tiempo. Lo que no cosechamos cuando el momento lo exige se pudre en el centro mismo de nuestros corazones. El problema es que, una vez que perdemos ese momento, no podemos reivindicarlo de nuevo. Bueno, claro que podemos celebrar tarde cada cumpleaños. Podemos darle una palmadita en la espalda el día de Navidad, sí. Podemos decirles a todas las personas que nos encontremos por la calle que las llamaremos pronto... y no hacerlo nunca. Pero las promesas y las expresiones de amor y de afecto en el momento de la despedida no sustituyen la presencia y el lento proceso de precisión mediante el cual cobramos vida plena en cada etapa de la vida. De modo que nos perdemos los frutos de la vida; renunciamos a su cosecha de intervalos cumplidos; vivimos sin pensar en el propósito ni en el significado de la etapa actual de la vida. Nunca preguntamos por qué hacemos lo que estamos haciendo, con lo que nunca llegamos a celebrarlo cuando la tarea se cumple casi a pesar de nosotros. Como abejas obreras, nos centramos únicamente en lo que tenemos ante nosotros. Sembramos con energía, sí, y por supuesto que cultivamos bien, pero son demasiadas pocas las ocasiones en que parecemos saber cuándo se ha terminado una fase de la vida, de modo que no somos capaces de apreciar el comienzo de la siguiente. Mientras tanto, la vida nos pasa de largo. Ni siquiera lo sabemos. Y, aún peor, con demasiada frecuencia lo tememos. La gente tiene miedo a la jubilación, porque no conoce la belleza de la cosecha. La gente teme el cambio, porque no valora el proceso de cosechar. Hay dos atributos en concreto que son oros tantos obstáculos para la cosecha. Uno es la tentación de posponer el descontento; el otro es una falta de respeto por cada fase de la misión humana. El hecho es que estamos constantemente esperando el momento perfecto para hacer 75

algo. Pero es que, en realidad, nunca es el momento perfecto para hacer algo. Por eso esperamos. Esperamos el momento correcto para mantener una conversación difícil. Esperamos el momento apropiado para hacer los cambios que todos saben que son inevitables, pero que nadie quiere ver en el transcurso de su vida. Esperamos a que los hijos se hagan mayores antes de vender la casa, que es demasiado grande y difícil de mantener. Esperamos la herencia para librarnos de los trabajos que nos desgastan el alma y que exprimen nuestras vidas. Esperamos, esperamos y esperamos. En ese lapso de tiempo, mientras nos entretenemos por el camino esperando que los demás entiendan y aprueben lo que no pueden entender hasta que lo conozcan, todo sigue igual. La cosecha de la que podríamos haber formado parte se pospone en espera de otro día, de un alma más valerosa. Thoreau describe el proceso en términos tajantes: «Debemos caminar conscientemente solo durante parte del trayecto hacia nuestro objetivo», afirma, «y luego saltar a la oscuridad en dirección al éxito». Para quienes creen en la cosecha, el éxito consiste no solo en recoger los frutos del esfuerzo, sino en el trabajo en sí mismo. El éxito es tener un objetivo por el que valga la pena entregarse, llegue o no a conseguirse. Es la voluntad de ir más allá de lo que estamos seguros, hacia lo que, por el momento, en el mejor de los casos, es tan solo un sueño oscuro pero dorado. El éxito depende del salto a la oscuridad, de aprovechar la oportunidad y ver que este momento es el momento correcto para hacer lo que debemos, si queremos que valga la pena estar vivos. Existe un segundo obstáculo a la cosecha, que es tal vez incluso más poderoso que el impulso de la postergación. El principal obstáculo a la cosecha no se deriva del deseo de un futuro perfecto. El principal obstáculo que se nos presenta para ser capaces de disfrutar de las temporadas de cosecha de la vida se halla en nuestro apego al pasado. Nos aferramos al tiempo. Preferimos lo que éramos a lo que somos. Deseamos la infinitud de la interminable juventud, el salvaje abandono de la adolescencia o el ambiente de tienda de chucherías de la adultez temprana. Queremos congelar el tiempo en una serie de momentos inacabados. Nos negamos a cambiar el cabello oscuro, la cintura de avispa y las juergas nocturnas de la juventud por el carácter gris perla de la vida de después de las tormentas, el amplio contento de la vida tras la ambición o los amaneceres observados desde una silla en un viejo porche. No cosechamos, porque no queremos crecer. Nos limitamos a quedarnos donde estamos, agarrándonos fuertemente al personaje perpetuo que hemos definido para nosotros mismos y negándonos a permitir que la vida siga su curso en nosotros. La discriminación por razón de la edad es, simplemente, nuestro miedo a la propia mortalidad. La discriminación por razón de la edad es una amenaza para el cosechador. Las imágenes de los mayores de nuestra sociedad son claras y dolorosas: la edad, según se infiere de nuestra cultura, condena a una persona a un deterioro vergonzoso. Dichas imágenes nos muestran que las personas mayores no se sostienen en pie, que son aburridas y que no tienen nada que decir o hacer que valga la pena realizar o ver. Los gestos burlones de los jóvenes y los gestos de tolerancia de las personas de mediana 76

edad, que les responden con paciencia condescendiente o con aburrimiento e irritación, demuestran hasta el extremo que el ser viejo significa dejar de ser relevante. Las personas mayores –al parecer, los mayores de cincuenta años– no entienden nada, no saben disfrutar de la vida, no tienen objetivos y no conservan valor alguno. Sin embargo, los cosechadores saben que no hay nada más lejos de la realidad que la idea de que la edad le resta valor a la vida. La edad es el tiempo de la cosecha. Con los años, las ambiciones que impelen nuestra mediana edad dan paso a una sensación de logro personal. Las cosas exteriores a nosotros pierden su poder de enmascarar quiénes somos en realidad. Lo que llevamos dentro –los aprendizajes, el amor...– se convierte en lo que de verdad enriquece la vida. Lo suficiente se torna realmente suficiente cuando los años de avaricia acaban finalmente perdiendo su vigor. La sabiduría se convierte en un subproducto tanto de los éxitos como de los fracasos que la vida ha decidido arbitrariamente. El amor se convierte en algo que damos y algo que recibimos, un dulce momento que suaviza el desear menos cosas. El camino que dejamos atrás se convierte en lo que nos liberó para seguir adelante. Sabemos lo que ahora cuenta; y también lo que no. Cosechamos todos los pensamientos, todas las ideas, todas las creencias a partir de los cuales nos instruyeron; y nos hacen sonreír con benevolencia. Ya no nos controlan; somos nosotros quienes los controlamos. Ya no necesitamos saber las cosas imposibles de saber. Aprendemos, por fin, a ser, sencillamente. El culto al cuerpo deja espacio al culto a la mente. Cesa la histeria. Se aquietan las furias. La vida social se vuelve más verdadera que política, y cada día nos ofrece una bocanada de aire fresco y de libertad y se convierte en un regalo gratuito que no se puede desperdiciar ni dejar pasar. La edad avanzada es el período en que cosechamos la vida, recogemos lo bueno y aventamos la paja sin preocupación y sin culpa. Ahora sabemos que todo lo que hicimos, al fin y al cabo, fue lo mismo. Una serie de relaciones malogradas nos ha enseñado a no temer a nadie. Una plétora de fracasos nos ha enseñado que nada puede destruirnos. Una racha de buenísima suerte ha demostrado, con tanta claridad como nuestros errores, el escaso control que podemos tener sobre cualquier aspecto de la vida. Es la edad la que nos enseña cómo, liberados de falsas garantías sobre el mañana, podemos por fin desprendernos y vivir bien hoy. Adoramos la juventud, pero menospreciamos la vejez. Nos encanta el período de aprendizaje de la adultez temprana, pero ignoramos la experiencia que viene de la mano de la madurez. Así pues, la espiritualidad de la cosecha se encuentra en la creación de una nueva definición del éxito. La cosecha es el talento para dejar que las cosas crezcan hasta donde deban crecer y se terminen. En consecuencia, el éxito llega no tanto por saber que hemos controlado o conquistado todo cuanto nos proponíamos, sino porque cerramos dignamente la fase anterior a esta y mantenemos el coraje ante la siguiente. 77

La espiritualidad de la cosecha nos exige desplazarnos por la vida de un punto a otro, sin someternos ni aferrarnos al pasado. La alegre juventud brilla con facilidad en la mediana edad; pero una actitud de esa mediana edad es poca cosa en la vejez. Lo que necesitamos, más que un estado incompleto afianzado en el tiempo, es la gracia de vivir el momento presente como si fuera tan solo un exquisito preludio para el siguiente. Mantener las manos abiertas nos convierte a todos ahora en cosechadores. Por último, la espiritualidad de la cosecha nos lleva de un desafío a otro en la vida con alma risueña y mirada confiada. El cosechador vive de temporada en temporada con perpetua esperanza. El cosechador nunca deja de sembrar. «El único fracaso que existe es no seguir intentándolo», escribió Hubbard. «No hay derrota más que en el interior de uno mismo; ni barreras insalvables, excepto la poca fuerza de voluntad». El empeño del cosechador alienta a cada generación poniendo preguntas sobre la mesa, resistiéndose a las respuestas fáciles, rechazando el falso éxito. Los cosechadores trabajan desde el amanecer hasta el ocaso –sin cesar, sin la garantía de terminar a tiempo, pero con fe en el valor de lo que cosechan–. Ponen el corazón de un cosechador en todo cuanto emprenden y dejan que quienes lleguen detrás sigan cosechando y cultivando gracias a quienes cosecharon antes que ellos. «Nunca abandones», dice un cosechador. «Nunca dejes un momento en barbecho. Nunca permitas que una sola gavilla de vida quede suelta bajo tierra o pase inadvertida. Vive cada instante plenamente». El rabino Moshe nos enseñó: «Hoy en día, en estos tiempos, la mayor vocación, más grande que el aprendizaje y la oración, consiste en aceptar el mundo exactamente tal como resulta ser». El mundo es de los cosechadores. Hagas lo que hagas, no te lo pierdas.

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14. Tiempo de llorar La mente se revuelve con solo pensarlo. ¿Un tiempo para llorar? ¿Un tiempo? ¡Jamás! Esta es la generación del «buen rollo», el tiempo de los jacuzzi y de la jubilación anticipada, el mundo de la aspirina y los analgésicos, del alcohol y la cocaína. Es la era de Disneyland y de los parques de atracciones, más que de cualquier otra cosa. Las señales son claras: el sufrimiento no tiene cabida entre nosotros. Pero no nos engañemos. Pero no nos engañemos. En este planeta, el bloqueo psíquico se ha elevado a la categoría de un arte mayor. Este pueblo evita a toda costa el dolor y la tristeza, tanto en los demás como en uno mismo. No es un pueblo que se atreva a echarse el dolor a la espalda y mirarlo por encima del hombro. No, este pueblo se dedica a la eliminación del dolor –del suyo propio– y a la aversión al dolor –de los demás–. Pero, a pesar de todo, la pena llega. Las lágrimas se derraman aunque nos resistamos a ellas con tanto ahínco. Sollozos y gemidos se escuchan por todas partes en la tierra prometida: llegan de los desempleados y subempleados que desean cosas básicas que no pueden tener; de las personas divorciadas y abandonadas que no saben salir adelante con lo que tienen; de los enfermos y los solitarios que sienten que no tienen nada por lo que vivir; de los apaleados y desvalidos cuyas vidas son anónimas y no valoradas; de los privilegiados y los adinerados que lo tienen todo y, aun así, no tienen nada que de verdad les satisfaga. Por desgracia, pocos de nosotros vemos nuestros llantos como un don espiritual o una materia de proyección divina. Pero nos equivocamos. Llorar es un acto sagrado y dador de vida. Hace sonar las alarmas de una sociedad y dota de sabiduría al alma del individuo. Está claro que hay un tiempo para llorar. Si no lloramos personalmente, nunca entenderemos a la humanidad que nos rodea. Si no lloramos en público, somos menos que humanos. El rabino Honok lo expresó perfectamente: «El verdadero exilio de Israel en Egipto fue que, de hecho, aprendieran a soportarlo». Es decir, hay algunas cosas que no hace falta soportar. Hay algunas cosas por las que vale la pena llorar para no perder nuestro sentido del yo. Siempre debemos lidiar con el mal, por supuesto, pero en ningún caso estamos obligados a adaptarnos a él. Debemos perseguir siempre la justicia y la alegría. Debemos desearlas lo suficiente como para llorar de dolor cuando el mundo carezca de ellas. Hay cosas por las que tenemos que llorar, si no queremos traicionar a la raza humana. «Si hubiésemos sido mejores personas», dijo John Templeton, «nos habríamos enfadado más a menudo». Las lágrimas de enfado, de desilusión, estallan en medio de la humanidad para concedernos a todos la oportunidad de volvernos más humanos de lo que podríamos haber sido sin ellas.

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Si no nos permitimos a nosotros mismos enfrentarnos al dolor y experimentarlo, corremos el peligro de confinarnos en una burbuja de plástico en la que las mentiras sobre la vida nos encojan el corazón y limiten nuestra visión. No es sano, por ejemplo, decir que la pobreza masiva es triste pero «normal». No está bien decir que el sexismo es desafortunado pero «necesario». No es humano decir que la guerra es lamentable pero «imprescindible». No es sano insistir en que no experimentamos ningún dolor profundo, decepciones hirientes ni terribles pérdidas, y en que no cometemos grandes errores personales. Al contrario: derramar lágrimas de frustración por todo ello puede representar el primer paso real hacia la honestidad, hacia la salud mental, hacia una vida que merezca la pena ser vivida. De hecho, tal vez sea el llanto el mejor indicador de que disponemos para saber en qué consiste la vida para nosotros. Es posible que solo llorando lleguemos a conocernos mejor a nosotros mismos o nuestros mundos. Las cosas por las que lloramos miden lo que somos. Lo que nos hace llorar indica lo que los demás pueden esperar de nosotros en la vida. Cuando Jesús lloró sobre Jerusalén, la suerte quedó echada, no para la crucifixión, sino para reunir las energías con el fin de cambiar lo que al final, aunque no podía cambiarse, tampoco podía ser ignorado. Las lágrimas, ya se ve, son algo más que la tristeza. La tristeza afecta al centro mismo del alma. Nos encierra en nosotros mismos. Nos ahoga y supone una carga para nuestros pasos. Aunque cuando una persona llore, no se trata de un asunto privado. Las lágrimas requieren nuestra atención. Llorar fractura el protocolo social hasta el punto de que hacernos caer en la cuenta de que, por más alejados que estemos de los sentimientos que provocaron las lágrimas de otro, nada será igual entre nosotros hasta que se repare la descoyuntura y sane la brecha. Las lágrimas nos advierten de que los cimientos de una relación que en el pasado hemos tratado con despreocupación están ahora en peligro. Las lágrimas demandan una respuesta humana y no pueden ser negadas. Llorar es un síntoma de que es el momento de cambiar cosas en la vida porque para alguien, en cierto modo, la vida se ha vuelto incontrolable. «Aunque cualquier pena es algo negativo por naturaleza, todas son buenas para nosotros, porque nos descubren nuestra enfermedad y nos indican su tratamiento», escribió John Tillotson. Sin lágrimas no hay esperanza de curación, porque no empezamos a combatir la angustia. De todas las expresiones de emoción humana en el léxico de la vida, tal vez sea el llanto la más funcional y la más ampliamente versátil. Las lágrimas que derramamos nos muestran nuestro yo más profundo, necesitado y privado. Las lágrimas nos exponen. Nos desnudan ante los demás y ante nosotros mismos. Lloramos por lo que nos preocupa. Las cosas para las que no tenemos lágrimas nos endurecen el corazón. Sin lágrimas, pensar en conocerse a uno mismo es casi ciencia ficción. A veces aprendemos demasiado tarde en la vida que la risa y el llanto provienen del mismo lugar. No lloramos por todo lo que perdemos en la vida. No, tan solo lloramos por la pérdida de 80

aquellas cosas que han supuesto para nosotros mayor alegría. Obviamente, allí donde reside el sufrimiento se encuentra también la clave sobre lo que de verdad amamos en la vida. Cuando lloramos después de una disputa, por ejemplo, la fuente de esas lágrimas revela la auténtica naturaleza de la discusión, la esperanza real de reconciliación. Llorar porque hemos hecho daño a otra persona revela algo; llorar porque sentimos el pellizco de nuestra propia humillación y paliza psicológica en la pelea desenmascara unas motivaciones completamente distintas. Aprender a ver la diferencia entre ambas situaciones significa distinguir una vida vivida en la verdad de una vida vivida en la sombra. Cuando alguien niega su dolor, casi siempre es porque no ha llorado lo suficiente. «Ser fuerte» y «mantener la frente alta» pueden ser meras excusas para eludir lo ineludible, para mentir toda la vida hasta que muramos. Nos convierte en cáscaras vacías de nosotros mismos y en vagos indicios de lo que es ser plenamente humano. Lo que no decidimos enfrentar, lo cubrimos con una fina capa de frío coraje. Pero las lágrimas nos traicionan y nos brindan de nuevo la oportunidad de ser sinceros, al menos dentro de los recovecos de nuestros corazones dolientes. Con todo, el llanto es síntoma de cambio y no solo de pérdida. La tentación es confundir ambas nociones, hacerlas sinónimas, asumir que la una implica siempre la otra. Aprender a desprenderse en la vida requiere una gran fe, una fortaleza enorme, es cierto. Aun así, reconocer que nos encontramos en un punto de transición supone un esfuerzo aún mayor. Cuando el presente deja de funcionar y el futuro está aún por definir, las lágrimas lubrican el camino entre ambos. Las lágrimas nos conducen de la pérdida al cambio. De otro modo, nos aferraríamos a un pasado muerto más allá del recuerdo. Las lágrimas dan vida al sufrimiento de los finales, los hacen dignos y los honran. Lo que hubo fue bueno. Lo que está por llegar es un misterio. Una vez que se hayan derramado las lágrimas que señalan la pérdida, se pueden efectuar los cambios que señalen el nuevo comienzo. Las lágrimas dan presencia y poder a ambos en la vida. Sin lágrimas, tal vez el cambio nunca llegue, porque quizá nunca se reconozca la pérdida. Las lágrimas nos liberan del pasado. Llorar, como bien sabía el Eclesiastés, conlleva la terapia de la desvinculación. Lo que brota de nosotros en un torrente de lágrimas ya no tiene el poder de controlarnos. Lo que se ha atenuado a base de años de supresión, tal vez sale amansado de su madriguera como una lágrima de melancolía que, librada de su cadena secreta, deja de aplastarnos el corazón. Las muertes no lloradas de nuestras vidas pueden al fin descansar cuando llegan las lágrimas. Las pérdidas de la vida se desprenden del resquemor con el claro torrente de la pena. El recuerdo de heridas y rechazos que se ha ido haciendo más grande con los años se contrae inmerso en el agua de las lágrimas. Las lágrimas nos purifican, aclaran e irrigan el alma para que pueda fluir nueva vida allí donde solo había habido sedimento. Nos otorgan el derecho a crecer más allá de donde hemos estado, hacia un lugar desde donde la vida nos llama con un gesto y nos invita a comenzar de nuevo.

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Mientras no lloremos por aquello que perfora nuestras mentes –mientras no lo afrontemos cara a cara, mientras no luchemos contra ello en lo más hondo de nuestros recuerdos, mientras no restañemos su sangre–, jamás superaremos las heridas. El proceso del desarrollo humano requiere, incluso merece, una o dos lágrimas. ¿Cómo, si no, vamos a movernos de un lugar a otro, de una fase vital a la siguiente, y vamos a señalar los distintos pasos a medida que avancemos? Quizá las lágrimas que derramemos en cada encrucijada sean la única medida de valor por la que puedan juzgarse esos momentos. Si, efectivamente, hay un tiempo para llorar, surgen dos preguntas que nos acucian y exigen una respuesta que nos permita dotar de sentido a nuestras vidas. La primera pregunta nos llama a sopesar cada una de las acciones de la vida. Nos exige plantearnos si cualquier pasado que podamos abandonar sin lágrimas, con un adiós desenfadado y apenas un suspiro –no digamos ya una lágrima– valió en realidad la pena. La segunda pregunta es aún peor que la primera. Quiere saber si, cuando miramos con los ojos secos al pasado, aprendimos algo de aquello, algo que hiciera de la vida una cosa más dulce y que querríamos mantener. Son preguntas desgarradoras. Los antiguos hablaban del «don de las lágrimas», de la gracia del sufrimiento causado por el pecado. El pecado no es un concepto que goce de buena prensa hoy en día, y el sufrimiento resulta incluso menos de fiar en esta cultura. «No pecamos; cometemos errores», dicen los encuestados de un estudio de creencias cristianas contemporáneas. Según la versión moderna, no necesitamos llorar por nuestro propio dolor o por el daño que hayamos causado a otros, porque, por muy terrible que haya sido, quedaba fuera de nuestro control consciente. Como consecuencia de este tipo de razonamiento, nos limitamos a cojear de «error» en «error», responsabilizándonos de pocas cosas y preocupándonos aún por menos. Así, al final lo más probable es que no sepamos identificar las pautas de nuestra vida que nos hacen volver sobre nuestros pasos, en una serie de círculos incesantemente decrecientes, hasta quedar atrapados en nuestros propios comportamientos irreflexivos e infructuosos. Ignoramos la llamada a la santidad en nosotros mismos que un esfuerzo constante y consistente nos exige. Y, lo que es peor, ignoramos los efectos que nuestra falta de ética produce en los demás. Tener el «don de lágrimas» es tener corazón para preocuparnos por lo que les hacemos a los demás, tener conciencia para preocuparnos por lo que hemos hecho para destruir la creación, tener un compromiso con el yo para preocuparnos por lo que hemos hecho a nuestros cuerpos y a nuestras mentes en nombre de la «libertad». Las lágrimas nos armonizan con nosotros mismos y con el resto de la raza humana. Una vez que hemos sufrido nosotros, el sufrimiento de los demás se encuentra con nuestros corazones enternecidos, y nos convertimos en miembros más humanos de la raza humana. Aprendemos que hay lágrimas de alegría, así como lágrimas de tristeza, y nos permitimos derramarlas. Aprendemos a no temer el llanto en nombre de la fuerza, porque ya vemos que la fuerza insensible es falsa, y el dolor conquistado es fortalecedor. 82

Nos percatamos de que son solo las lágrimas las que nos hacen echar el freno en el punto de la vida en que nos encontramos y nos exigen que lo valoremos de nuevo, esta vez con el tipo de reflexión que ve más de lo que cualquiera puede ver. No obstante, por muy necesarias que sean las lágrimas, hay obstáculos al llanto que resecan la vida. El corazón disecado existe y constituye una muerte tan severa del alma que no hay cantidad alguna de lágrimas que pueda penetrar a través de su piel reseca. Cuando encubrimos una debilidad con el manto de la arrogancia, esa disecación es demasiado gruesa para las lágrimas. Cuando fingimos desapego y decimos que la distancia emocional es maravillosa, esa disecación es demasiado impenetrable para las lágrimas. Entonces nos hacemos polvo por dentro. Perdemos el contacto con nosotros mismos e ignoramos las necesidades de los demás. El corazón disecado traiciona el espíritu humano con la idea espuria de que la fuerza va ligada a la anulación de los sentimientos. –¿Cómo fue el bombardeo de anoche? –le preguntó un periodista a un joven aviador en la guerra del Golfo Pérsico. –Genial –respondió radiante el muchacho en la televisión nacional–. ¡Fue como la caza del zorro! ¡Caían uno tras otro mientras corrían! En otras palabras, no había significado nada matar a un ejército entero de hombres que corrían hacia sus hogares, donde les aguardaban sus madres. Era duro, era de «machotes», era patriótico... masacrar a los indefensos. Se hizo sin derramar una sola lágrima. Se hizo con un corazón disecado. «Jerusalén, Jerusalén», dice Jesús en el evangelio, «he llorado por ti como una madre llora por su hijo». El falso rostro de un coraje fraudulento no tenía cabida aquí. Jesús lloraba. El exceso de superficialidad puede incapacitar para el llanto. La gente joven, las personas cuyas emociones están aún por formarse a base de lágrimas propias, no tienen problema alguno a la hora de reírse de la tragedia, del sufrimiento, de la desesperación. También algunas personas de más edad, quizá más adiestradas en aparentar madurez, pero a salvo de las tensiones y el estrés habituales de la vida, saben deslizarse por su día a día sin lidiar con ninguna emoción humana real, de esas que cambian a las personas después de haber sufrido. Derraman lágrimas de irritabilidad, pero no han derramado lágrimas de dolor. Nunca sufren mucho en la vida, pero tampoco maduran demasiado. La esterilidad y la superficialidad enferman el alma y la dejan tan marchita que no es capaz de comprender la vida, y menos aún de disfrutarla. En realidad, quien no sabe llorar tampoco sabe reír. Existe, por último, la enfermedad de la autocompasión, el proceso de recrearse en el llanto y en las quejas hasta el punto de que nuestras lágrimas se devalúen. Una vez que la autocompasión se instala en el alma humana, toda la vida se convierte en un ejercicio de desesperación absoluta. Nada es demasiado trágico como para llorar por ello; todo es demasiado horrible como para apreciarlo. La belleza de la vida se reduce a lo trivial. La 83

perfección se da por sentada, pero nunca se consigue. La crítica se convierte en el rasgo definitorio de los inexpertos y de los mezquinos. El conjunto obstruye el alma. Aquí no hay llanto; tan solo hay queja. A pesar de todo, existe una espiritualidad del llanto que ensancha la vida hasta sus últimos confines y nos permite llegar a todas sus rendijas, a todos sus tesoros. Quienes viven en la ira sagrada saben lo que es mirar al mundo herido y romper a llorar. Quienes cultivan la humildad y la autocrítica conocen el dolor del fracaso en carne propia, de modo que pueden elevarse a mayor altura, porque sus lágrimas han hecho de ellos personas completas. Quienes viven comprometidos con la honestidad se enfrentan al dolor vital y no se arredran ante él. Para quienes desarrollan la espiritualidad del llanto, sin embargo, la vida se transforma en un espacio de evaluación sincera y de logros humildes, de amor profundo y de pérdidas desesperantes. A quienes lloran les importa la vida. Esta sigue adelante, momento a momento, con la mirada sobre la pérdida, el corazón para el cambio, y el alma que ansía la justicia y la felicidad con la pasión de quien busca agua en el desierto. Cuentan los rabinos que un hombre aquejado de una terrible enfermedad le explicó al rabino Israel que el sufrimiento que padecía interfería en su aprendizaje y en su oración. El rabino posó la mano sobre su hombro y le dijo: –Dime, amigo mío. ¿Cómo sabes qué es lo que complace más a Dios: que estudies o que sufras? La respuesta, por supuesto, es que todo depende de si sabemos de verdad en qué consiste llorar.

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15. Tiempo de refrenar el abrazo Entonces era demasiado joven como para saber explicarlo, pero tenía muy claro el concepto: los grabados del Jardín del Edén que decoraban nuestra aula de primer grado eran una especie de broma cruel. Allí estaba Dios, que ponía a los seres humanos en un jardín de las delicias y luego les prohibía que cataran el mejor de los frutos que tenían a su alcance. «Si no quieres que lo coman», pensaba yo, «¿por qué lo pones ahí?» A menos que tu intención sea atormentar a la gente, claro. A menos que quieras enredar a alguien, a lo mejor. Me preguntaba si ese era un Dios digno de nuestra confianza. Las reflexiones teológicas de los niños pueden ser irritantemente incómodas, porque son irritantemente parecidas a todos los problemas que la educación religiosa no pone sobre la mesa, a todas las verdaderas preguntas de la vida espiritual. Los niños piensan con tanta claridad porque todavía no conocen lo suficiente acerca de las respuestas prefabricadas que impiden la reflexión. Así, tras años de condicionamiento intelectual, a una persona le cuesta años volver a ser libre de verdad, si es que lo consigue, como para poner de nuevo en peligro aquellas tempranas ideas y preocupaciones. Por desgracia, esos años intermedios de ensayo y error, de preguntas y respuestas por repetición, se enredan en «un conocimiento del bien y del mal», sin el cual probablemente todo nos habría ido mejor. Solo con que hubiésemos mirado con un poco más de profundidad y de empatía el relato bíblico del Jardín del Edén o la escena del monte Sinaí –dos momentos decisivos de Israel–, tal vez hubiéramos comprendido, antes de que fuera demasiado tarde, que las prohibiciones acerca de lo que vemos como bienes se idearon más para nuestro desarrollo que para nuestra destrucción personal; más para hacernos felices que para poner obstáculos a nuestra sed de vida. Dios, según trata de referir el relato del Edén, no nos atormenta; Dios no trata de enredarnos. Dios trata de salvarnos de nosotros mismos. Dios, como aprendemos con Moisés en el Sinaí, nos advierte, al entregarnos diez mandamientos, de que estemos atentos al gusano de la manzana, a la corriente submarina de un arroyo, a las quemaduras del sol, a los golpes del viento, a las necesidades que experimentamos y nos dejan saciados e insatisfechos al mismo tiempo. Cuando el Eclesiastés nos avisa de que hay un tiempo para refrenar el abrazo, nos pide que aprendamos a decir «basta». Nos pide que entendamos que lo que nos está prohibido nos hace libres. Lo que de verdad nos esclaviza –se infiere del texto– es nuestra tendencia a convertir en dioses cosas que no lo son, a venerar tan solo nuestros propios deseos, voluntades y artimañas, a enterrarnos haciendo acopio de los juguetes de la vida, a agotarnos en nuestra codicia, a destruir todo cuanto nos rodea, a autocomplacernos en aspectos desproporcionados desde un principio. Se nos advirtió en el Edén, y nos dieron indicaciones en el Sinaí; pero seguimos pidiendo «un conocimiento del bien y del mal» y consiguiéndolo a base de golpes. 85

La Biblia trata constantemente de decirnos que hay algunos tipos de conocimiento de los que podríamos prescindir sin ningún problema. La Biblia trata constantemente de hacernos ver que habrá cosas que nos parezcan buenas, pero que, si las despojamos de sus seductoras pieles y exponemos el lado oscuro de cada una de ellas, veremos que contienen semillas de insatisfacción inherente. No es oro todo lo que reluce. Las mayores tragedias de la vida no consisten en que se nos niegue lo que deseamos. Todos podemos sobrevivir a aquello sin lo que ya hemos aprendido a vivir. No, las mayores dificultades de la vida a menudo se presentan cuando conseguimos lo que deseábamos. Cuando obtenemos lo que queríamos, debemos determinar qué bien supone para nosotros, qué bien nos acarrea. Es entonces cuando aprendemos que aquello que debemos abstenernos de abrazar puede ser tan importante para disfrutar de lo que amamos como aquello que acogemos con los brazos abiertos. En cada realidad buena de la vida hemos de tener un conocimiento tanto del bien como del mal. El chocolate está muy rico; pero si comemos demasiado, nos sienta mal. La confianza es buena; la dependencia no lo es. La ambición es buena; la obsesión, no. El problema surge cuando decidimos ver tan solo el lado bueno de lo bueno. La modelo que desarrolla un trastorno alimentario, porque para una modelo es bueno estar delgada, no ha sabido ver el lado oscuro de la belleza. La trabajadora social que pierde contacto con su propia familia, porque la consume el trabajo con las familias de los demás, también ha perdido de vista el sentido de su trabajo. La belleza es buena, pero la obsesión por la talla es un mal de enormes dimensiones. La preocupación por los demás es buena, pero la indiferencia ante nuestro propio entorno emocional es un mal demasiado patético como para definirlo. En ambos casos, un exceso de algo bueno se convierte en algo malo. En ambos casos, lo bueno enmascara lo malo. En ambas situaciones, a simple vista parecemos querer una cosa cuando, en realidad, si analizásemos de cerca nuestros corazones, veríamos claramente que lo que de verdad queremos no es tan bueno, ni mucho menos. La modelo desea la eterna juventud. La trabajadora social tal vez anda buscando una sensación de logro personal más que familias sanas; si no, se centraría más en su propia familia. La cuestión es que también podemos crear dioses a partir de la bondad. Cuando distorsionamos un bien, lo retorcemos, lo inflamos, nos dejamos consumir exclusivamente por él, convertimos nosotros mismos el bien en mal. Por eso hay, efectivamente, «un tiempo de refrenar el abrazo». Lo que exageramos en la vida, las cosas que nos hacen perder el equilibrio, serán al final nuestra ruina. Como el escalador que muere en una tormenta de nieve en una cumbre, corremos el riesgo de destrozar en nosotros mismos las cosas que precisamente amamos de la vida, por no saber detectar de qué modo nos pervierten. «El corazón siempre nos sobrepasa», escribió el poeta Rilke. Nos dejamos atrás a nosotros mismos. Nos hacemos cargo de más cosas de las que podemos abarcar. Echamos mano de todos los bienes que tenemos al alcance, como niños en una tienda de 86

caramelos, y nos preguntamos por qué no podemos disfrutar, catar, saborear ninguno de ellos. Nos hincha el bien. Y luego duele. El culto a los santos, incluso la misma noción de santidad, si significa alguna forma de abnegación, está en desuso en esta cultura. No emulamos fácilmente a quienes se desprenden de cosas en la vida. Estamos demasiado ocupados amasando cosas como para respetar el valor de desprendernos de algo. No admiramos demasiado a quien, según nuestro punto de vista, se priva de las «cosas buenas de la vida». En una sociedad movida por el consumo, la simplicidad no es una virtud en la vida, y todo tipo de ascetismo se mira con sospecha. En todo caso, puede ser que quien lo practique esté un poco loco, pensamos, que tal vez padezca algún tipo de neurosis. Y es que, si una cosa se nos pone delante de los ojos, ¿por qué no apoderarnos de ella? Pero en ese caso hay otro tipo de persona que tal vez se convertiría en el objeto de las miradas de los demás en una sociedad de la opulencia. Hoy en día, el modelo de vida que pueda tener un efecto más piadoso sobre nosotros a largo plazo, probablemente se halle en quienes lo tienen todo y luego caminan sin rumbo de un lugar para otro buscando más. Más, más, siempre más. Hasta que, disipados, trastornados, aburridos, sin aliento, se dan cuenta de que algo bueno en demasía es tan denigrante para el alma humana como la misma carencia de ello. Por fin comprenden que lo que les faltaba en la vida –la capacidad de refrenar el abrazo– es lo que más necesitaban en realidad. Y también nosotros debemos aprender esa lección. Una sensación de la presencia de Dios consume a Moisés en el Sinaí. Mientras rellenemos el presente con cualquier cosa que no sea la sensación de Dios, jamás tendremos suficiente. Simplemente, nos consumiremos consumiendo. La gran tarea espiritual, pues, consiste en mirar con diligencia la pasión interior que en este preciso momento se ha convertido, bajo la apariencia de bien, en nuestro mayor problema. Debo llegar a preguntarme qué es lo que he abrazado y que requiere contención si pretendo vivir una vida plena y equilibrada. ¿Qué tiene de bueno, si me está impidiendo acceder a todas las demás cosas buenas de la vida? El problema es que nos han mostrado una ruta equivocada: el objetivo de la vida no es llegar a ser perfectos. La perfección no existe. El objetivo de la vida es llegar a ser buenos, que es algo completamente distinto. La necesidad de ser perfectos es lo que nos lleva a ser los primeros, a ser los mejores, a tener el control, a dominar el terreno. La perfección ha encendido muchas guerras, ha ejecutado a muchas personas y ha sido la causa de muchos suicidios. La bondad, por otra parte, conoce sus limitaciones de entrada. Defendida por un sentido de la falibilidad, la bondad vive sin dramas en el universo, camina suavemente por el mundo, aporta paciencia a la tarea de madurar, llama a las cosas por su nombre, ama profundamente y a menudo fracasa, sí, pero sabe, al fin y al cabo, ante qué cosas debe refrenar el abrazo. La bondad no se deja llevar por las corrientes submarinas del corazón que nos esclavizan y nos hacen prisioneros de nosotros mismos. La bondad se contenta con hacer bien las cosas. La bondad no 87

necesita hacerlo todo. «La prueba básica de la libertad», escribió Eric Hoffer, «se encuentra quizá menos en las cosas que somos libres de hacer que en las cosas que somos libres de no hacer». La prueba consiste en saber qué buscamos realmente. Puede ser que, de hecho, busquemos seguridad y le llamemos «comunidad». Podemos buscar logros y llamarlos «educación». Podemos tener deseo de control y llamarlo «amor». Saber qué cosas somos libres de no hacer, a medida que perseguimos el propósito de nuestras vidas, debe ser el criterio por el que juzguemos nuestros actos en todo momento. Debemos ser libres de no hacer nada bueno que pueda torcer todas las demás cosas buenas de nuestras vidas. Libres de no sobrecargarnos; libres de no comer en exceso; libres de no exagerar; libres de no controlar demasiado. Tal vez, la libertad de «contener el abrazo» sea, en último término, el verdadero secreto para una vida buena. La dificultad radica en que demasiadas veces solo nos damos cuenta de nuestros desequilibrios al mirar atrás. Siempre reconocemos los excesos del pasado. Recordamos los tiempos en que estábamos demasiado enamoriscados como para estudiar. Sabemos perfectamente en qué momento valorábamos más el coche, el barco, las tarjetas de crédito y la ropa que el trabajo, a la familia o las relaciones que representaban. Sin embargo, lo que nos cuenta es saber –admitir– en qué perdemos el tiempo ahora. «Nadie es libre si no es dueño del yo», nos enseñó Epicteto. Pero seguimos. Mientras buscamos apasionadamente un tipo de bien, no nos preguntamos qué bienes verdaderos nos niegan esas cosas. A pesar de su importancia para la salud mental y la felicidad humana, el desarrollo de la libertad del corazón no está libre de obstáculos. Los primeros obstáculos provienen del hecho de que, cuando nos preguntamos qué es lo que falta en nuestras vidas, no sabemos escuchar nuestras propias respuestas internas. Un segundo obstáculo es que la autocrítica nos resulta dolorosa. El tercero es que asumimos que las suposiciones del mundo que nos rodea son correctas. Si trabajo ochenta horas a la semana y culmino un proyecto tras otro y, aun así, me siento infeliz, significa que lo que me falta no son logros. Lo que me falta y lo que no escucho en mí mismo es la convicción de que el logro no es sustituto del descanso, ni de la reflexión, ni de la familia, ni de la creatividad. Lo que me falta es ser consciente de que siempre me faltará algo hasta que me ocupe de esos otros aspectos de mi vida. Si no examino de cerca mi vida presente, si no me pregunto cómo empleo el tiempo, nunca veré a qué cosas tengo que resistirme en la vida. Seguiré haciendo algo en exceso, sin abstenerme de nada que se me ofrezca y convirtiendo en paja uno de los grandes momentos de la vida. Debo insistirme a mí mismo en mirar a los objetivos que subyacen a mis objetivos. Debo insistir en destapar lo que obtengo de mi propia destrucción. Debo exigirme a mí mismo saber por qué sigo con lo que no es bueno para mí, por qué continúo haciendo lo que no quiero, por qué me desgasto esforzándome por una cosa en detrimento de otra igual de buena, igual de importante para la condición humana. 88

Si no pongo en entredicho las cosas que se dan por supuestas y en las que se basa mi vida, no puedo desenmascarar la falacia en que consiste. Se da por sentado que las mujeres tienen que quedarse en casa, de modo que me quedo en casa hasta dejar de existir. Tengo que preguntar quién dicta las normas que regulan mi vida y a quién benefician. Se da por sentado que el militarismo es una medida de defensa, de modo que sigo apoyando los gastos en defensa hasta que las carreteras estén hechas puré, las escuelas se caigan de puro viejas y las medicinas del país se vendan solo al mejor postor. Se da por sentado que el dinero proporciona la felicidad y que, cuanto más dinero tengamos, tanto más felices seremos, de modo que me mato a trabajar... para acabar sintiéndome más pobre cada día. Todo ello es un error. Un terrible error. «Incluso cuando me siento, el sol sigue brillando, y la hierba sigue creciendo», nos enseña un maestro zen. Hay cosas en la vida que siguen adelante, hagamos lo que hagamos nosotros. Hay cosas que habrán de ocurrir, actuemos nosotros o no. Hay cosas sobre las que no tenemos ninguna influencia. No somos mesías. Llegamos adonde llegamos. A partir de ahí, debemos mostrarnos receptivos ante lo que nos ofrece la vida. A partir de ese punto, tenemos que esforzarnos por no llevar las cosas hasta el punto de no disponer ya de fuerzas para lo demás que nos ofrece la vida. La espiritualidad de la contención es la espiritualidad del equilibrio. El equilibrio allana la vida y la hace soportable. Nos hace humanos y nos hace felices. No teníamos ninguna necesidad de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, ¿os dais cuenta? Pero lo hicimos. Y lo hacemos. Y desde entonces hemos sufrido por ello una y otra vez. Sócrates nos enseñó: «Cuantas menos cosas deseamos, tanto más nos parecemos a los dioses». El Edén y el Sinaí nos demuestran de forma bastante contundente que Sócrates estaba en lo cierto.

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16. Tiempo de ganar «En cierta ocasión, unos discípulos le preguntaron a su rabino: –En el libro de Elías leemos: “Todos los habitantes de Israel deben decir: ¿Cuándo se acercará mi labor a la labor de mis ancestros, Abrahán, Isaac y Jacob?”. Pero ¿cómo tenemos que entender esto? ¿Cómo podemos siquiera atrevernos a pensar que podríamos hacer las cosas que ellos pudieron hacer? El rabino explicó: –Al igual que nuestros ancestros inventaron nuevos modos de servir, ofreciendo cada uno un servicio de acuerdo con su propio carácter (uno, el servicio del amor; otro, el de la severa justicia; el tercero, el de la belleza), cada uno de nosotros, a nuestro modo, debemos concebir algo nuevo a la luz de las enseñanzas y del servicio y hacer lo que no se ha hecho todavía». Es una historia preciosa. La perspectiva que aporta nos libra de la carga y nos enfrenta a la tarea de la responsabilidad creativa. No se nos pide que hagamos más de lo que podemos hacer. No se nos pide que seamos otra persona. Tan solo se nos pide que seamos nosotros mismos y que hagamos algo de valor con nuestro tiempo. Se nos pide que con nuestra existencia mejoremos el mundo. Se nos permite que seamos únicos; no se nos permite ser inútiles. La historia de la cocreación es la autobiografía de toda vida humana, tanto la tuya como la mía. La responsabilidad ante el mundo empieza aquí, contigo, conmigo. La vida no consiste en pasar de largo. La vida consiste en hacer algo que perviva más allá de nosotros, algo que, al menos en última instancia, lleve al mundo un paso más cerca de su compleción. La vida exige que hagamos algo más que filosofar acerca de las cosas que le faltan al mundo. Tenemos que sacar algo de nosotros mismos para aportárselas. Si no, ¿para qué nacimos? Este énfasis que pone el Eclesiastés en un «tiempo de ganar» recuerda un pasaje del Nuevo Testamento que resulta igualmente claro en este sentido. Los Doce han trabajado en la barca todo el día –arrojando pesadísimas redes a las olas bajo un sol de justicia y tirando de ellas, vacías, una y otra vez–. No han pescado nada allí donde normalmente habrían esperado encontrar peces. Pero cuando, impulsados por el Espíritu, decididos a no abandonar, en un último gran esfuerzo, lanzan las redes por el otro lado de la barca, las recogen llenas hasta los topes. Ganan porque se niegan a dejar de intentarlo. Ganan porque prueban distintas maneras de hacer lo que hay que hacer. Ganan porque siguen trabajando juntos. Y, al final, obtienen más peces de los que podrían consumir ellos solos. Gracias a sus esfuerzos continuos y creativos, la vida se vuelve mejor y más segura para todos. «El trabajo», escribió el poeta persa Gibran, «es amor hecho visible». 90

El acento recae sobre el esfuerzo común y la ganancia universal, no sobre la mera «autosatisfacción» ni sobre el beneficio propio. El significado está claro: no trabajamos para nosotros mismos ni trabajamos en balde. Trabajamos para que otros no estén tan necesitados. Trabajamos en beneficio de la siguiente generación. Formamos parte del ejercicio de construcción del mundo, de la cocreación, y en cada época debemos trabajar de formas nuevas, trabajar en serio y trabajar juntos. El Eclesiastés no deja lugar a dudas: «Hay un tiempo de ganar», dice. Hay un tiempo para suscitar un cambio. Hay un tiempo para desarrollar lo mejor de nosotros mismos con el fin de poder construir el mejor mundo posible también para los demás. La verdad es que el indicador más significativo del deterioro espiritual de Occidente tal vez se halle en su actual menosprecio del trabajo. Ahora la gente trabaja por dinero, no por el trabajo en sí mismo. La gente trabaja para poder hacer otras cosas lo antes posible. La gente trabaja por necesidad económica, no para expresar su creatividad. Las personas trabajan en tareas compartimentadas que no significan nada para ellas. Así que, por irónico que resulte, hemos separado el trabajo de la vida. El trabajo es algo que hacemos por obligación, no algo que queramos hacer porque sea gratificante, significativo y vivificante en sí mismo. Trabajamos mucho, sí, pero no empezamos a vivir hasta que concluye la jornada laboral. Ahora solo trabajamos porque nos vemos forzados a ello, no porque queramos o porque el trabajo mismo nos llame. Ahora trabajamos en beneficio propio; no trabajamos para la ganancia humana ni para la expresión humana. Es un comentario triste sobre la creación. Con propósitos como los que nos guían, sin embargo, es posible hacer cualquier cosa, sea del calibre que sea, y no caer nunca en la cuenta de la esquizofrenia moral de que somos víctimas. Hemos llegado a un mundo en el que podemos trabajar en una fábrica de armas nucleares y no experimentar en ningún momento un ápice de remordimiento sobre los posibles efectos de nuestro trabajo. Podemos trabajar en fábricas que vierten residuos químicos en arroyos y ríos, sin que nos remuerda por un momento la conciencia. Podemos pasarnos la vida haciendo publicidad del tabaco, vendiendo alcohol a domicilio, perdiendo el tiempo con publicidad falsa y hábil propaganda sobre tierra baldía y baratijas, sin avergonzarnos por los desperdicios que generan. Podemos tomarnos libres, con absoluta impunidad, los días en que «no nos encontramos del todo bien» y hacer un trabajo chapucero sin el menor escrúpulo, así como convertir las mañanas en una larga pausa para el café y aceptar un sueldo por hacer nuestro trabajo sin darle demasiadas vueltas. En nuestra era hemos conseguido divorciar completamente el trabajo de la vida. Luego nos pasamos años apáticos, preguntándonos en qué consistieron realmente nuestras vidas. «Construimos muñecos de nieve», dijo el poeta Walter Scott, «y lloramos al ver cómo se derriten». Con todo, algunas de las preguntas básicas de la vida son: «¿Qué estoy haciendo y por qué lo hago? ¿Quién saca provecho de lo que hago y quién no? ¿En qué medida favorece esta labor el advenimiento del reino de Dios?». Las meras preguntas podrían 91

cambiar el mundo. Nos obligan a plantearnos de nuevo la cuestión de la vocación y del sentido, de la justicia y de la complicidad. Nos hacen afrontar nuevas decisiones sobre la vida y nuestro papel en ella. Nos fuerzan a confrontar el mito de nuestra propia ineptitud. Nos acercan al espejo del mundo y nos preguntan qué hemos hecho nosotros para hacer de ese mundo un lugar mejor o peor. El trabajo nos pone en conexión con el resto del mundo. Es nuestra llave de acceso a la humanidad, nuestro pasaporte a la supervivencia. Con nuestro trabajo participamos de forma especial en la vida de Dios. Con todo, acechando en nuestro interior, en los recovecos más profundos de nuestras almas, los obstáculos a una espiritualidad de la cocreación fluyen con intensidad. La comodidad, el aislamiento, la ineptitud y el egoísmo son aferrados con puño de acero por el alma occidental. El capitalismo, la idea de que los individuos pueden tener lo que sean capaces de conseguir, convierte la codicia en una virtud en esta sociedad. Nos llevamos las manos a la cabeza por las viviendas subvencionadas, pero apenas hablamos de los sobrecostes, de la exención fiscal y de los tejemanejes que mantienen a flote la marca «Estados Unidos». Criticamos el modo en que los pobres gastan sus cupones para la comida, pero no tenemos reparo en hacer trampas nosotros en la declaración de la renta. Olvidamos que Dios juzgará a los pobres en función de su honestidad, y a nosotros según nuestra generosidad. Quizá sin darnos cuenta, usamos a los pobres de otros países como mano de obra barata, esclavista. Así, mientras llenan nuestras estanterías de productos baratos, ellos carecen de cualquier tipo de productos. Querríamos un mundo mejor, pero nosotros mismos seguimos sustentando este mundo del que disponemos con nuestro silencio, con nuestra aceptación, con nuestra mentalidad de que lo que hay ahora es lo que debe haber para siempre. De algún modo, a esta generación se le escapa la idea de que tenemos la responsabilidad de cambiar el mundo, trabajando en un corazón cada vez. Lo que otras épocas se atribuyeron a sí mismas como el trabajo de sus vidas –construir un país, educar a un pueblo, cambiar un gobierno o convertir el mundo– parece haberse perdido en la nuestra. Los objetivos de esta época, al contrario, se han vuelto molestamente insignificantes. En tiempos pasados se trabajaba por el bien de los hijos. Nosotros trabajamos para nosotros mismos y dejamos que nuestros hijos corrijan lo que vamos dejando atrás –residuos en el espacio, residuos en el agua, residuos nucleares en los vertederos–. Con nuestra creación de un dinero de cadena de montaje, hemos perdido la visión que aporta la responsabilidad. De hecho, deberíamos desarrollar un nuevo concepto de trabajo en el mundo, y deberíamos hacerlo con todos los trabajadores del mundo. Deberíamos reconocer los valores del trabajo y tomar conciencia. La industrialización inició el proceso que la cibernética acelera hoy a una velocidad vertiginosa. Arrancados de la tierra, faltos ahora de la labor manual creativa, ya no vemos los resultados de nuestro trabajo. De ser agricultores y artesanos que cuidaban 92

con sus propias manos los productos desde el momento de su siembra en el surco hasta su llegada a las manos del consumidor, hemos pasado a ser robots en una cadena de robots igualmente aislados. Ya no fabricamos productos. Contamos remaches, amontonamos papel, nos encargamos de las monedas, barremos una parte del suelo del almacén o registramos segmentos de datos. La compartimentación nos ha superado, ha limitado nuestra visión, nos ha arrebatado la percepción de lo que hacemos realmente en la vida. Los siervos de la gleba nunca lo tuvieron tan mal. Los siervos veían una cosecha de principio a fin; ellos mismos vivían de ella, la almacenaban y la sembraban de nuevo. Conocían los efectos de lo que hacían o dejaban de hacer, y los experimentaban en su propia carne. Nosotros, en cambio, nunca vemos los frutos de nuestro trabajo. Nunca llegamos a percibir el potencial creador que poseemos. Perdemos de vista los desperdicios tóxicos que generamos, las armas que construimos y los efectos corporativos de las hábiles y astutas negociaciones laborales. Ya no trabajamos con personas. Simplemente, trabajamos en presencia de estas. Estamos solos, realizando tareas minúsculas para empresas gigantescas. Somos peones en un sistema de gigantes. Nos resulta difícil responsabilizarnos de lo que no vemos nunca. La impotencia que sentimos nos desespera, pero seguimos adelante porque, según decimos, no hay nada más que hacer. Hemos perdido nuestra sensación de importancia para la raza humana. Pero para quienes saben superar el torbellino de la avaricia capitalista, la sensación de aislamiento del sistema y de los productos que producen, la impotencia del anonimato, hay una espiritualidad del trabajo que espera ser desarrollada y que es capaz de recrear este mundo desolado y hambriento. «Los ideales son como las estrellas», escribió Charles Schurz. «Nunca los alcanzamos, pero, al igual que los marineros en la mar, con ellos trazamos nuestra ruta». Lo que nos falta son los ideales en el trabajo. Debemos trazar nuestras vidas y nuestro trabajo según estos ideales, si pretendemos que nosotros y el mundo que nos rodea aspiremos a obtener un beneficio de nuestra presencia en la tierra. Una espiritualidad del trabajo se basa en un agudo sentido de la sacramentalidad, de la idea de que todo cuanto existe es sagrado y de que nuestras manos lo consagran al servicio de Dios. Cuando cultivamos rábanos en una pequeña maceta en un piso de la ciudad, participamos en la creación. Nutrimos al mundo. Cuando barremos la calle delante de nuestra casa en la ciudad más sucia del país, estamos brindamos un nuevo orden al universo. Ponemos en orden el Jardín del Edén. Renovamos el mundo de Dios. Cuando reparamos lo que se ha roto, pintamos lo que se ha deslucido o donamos lo que hemos ganado y que supera con creces cuanto necesitamos para vivir, nos inclinamos y alzamos los brazos a la tierra y le infundimos aire nuevo, como lo hizo Dios una sola mañana, para después verla desarrollarse incesantemente a lo largo de los siglos. Cuando 93

separamos la basura y reciclamos latas, cuando limpiamos una habitación y ponemos posavasos debajo de las copas, cuando somos cuidadosos con todo lo que tocamos, y lo hacemos con respeto, nos convertimos en creadores de un nuevo universo. Entonces santificamos el trabajo, y el trabajo nos santifica. Una espiritualidad del trabajo nos pone en contacto con nuestra propia creatividad. Preparar una ensalada para la cena se convierte en una obra de arte. Plantar otro árbol de hoja perenne se convierte en nuestra contribución a la salud del mundo. Organizar una asamblea donde se planteen cuestiones importantes para preservar lo mejor de los valores humanos realza la humanidad de la humanidad. El trabajo nos capacita para poner nuestro sello personal de aprobación, nuestra propia filigrana, el autógrafo de nuestras almas, en el desarrollo del mundo. De hecho, hacer menos que eso es no hacer nada en absoluto. Una espiritualidad del trabajo nos lleva más allá de nosotros mismos y, al mismo tiempo, nos permite ser más plenamente lo que estamos destinados a ser. Mi trabajo me hace crecer. Yo soy mi trabajo. «La excelencia», escribió Samuel Johnson, «solo se puede obtener con el trabajo de toda una vida; no puede comprarse a un precio más bajo». Si echamos las redes una vez más, si lo volvemos a intentar cuando intentarlo parece inútil, ponemos a prueba los límites de nuestra fortaleza y conocemos el temple con que nos conducimos en la vida. El buen trabajo –el trabajo realizado con buenas intenciones y buenos resultados, el trabajo que consolida la raza humana en lugar de reducirla a lo monstruoso o aumentar el riesgo de su destrucción– desarrolla cualidades de compasión y carácter en mí. Mi trabajo también desarrolla todo cuanto le rodea. Nada de cuanto yo haga deja de tener repercusión sobre el mundo en el que vivo. Desarrollando una espiritualidad del trabajo, aprendo a confiar, más allá de la razón, en que el buen trabajo aportará cosas buenas al mundo, aun cuando yo no las espere ni pueda verlas. De ese modo, me aportará cosas a mí. Me hará ganar, literalmente. Tomo posesión de un yo que vale la pena, cuya vida no ha sido en vano, que ha sido un miembro valioso de la raza humana. Finalmente, una espiritualidad del trabajo me introduce de lleno en la búsqueda de la comunidad humana. Empiezo a ver que todo cuanto hago, absolutamente todo, repercute en alguna otra persona en algún lugar. Empiezo a ver mi vida unida a la de los demás. Empiezo a ver que, si hay quienes pasan hambre, es porque hay alguien que no está trabajando con suficiente ahínco para alimentarlos. Así que yo lo hago. En ese punto, se hace evidente que los pobres son pobres porque a alguien no le interesa la justa distribución de los bienes de la tierra. Y a mí me interesa. Empiezo a darme cuenta de que el trabajo es un proceso de toda una vida de santificación personal que solo se satisface salvaguardando el mundo para los demás y salvaguardando a los demás para el mundo. Al final, me percato de que mi obra es la obra de Dios, inacabada porque Dios quiso que yo la concluyera. 94

Cuando el rabino Yaakov Yitzhak era joven, tenía por vecino a un herrero que se levantaba cada mañana antes del amanecer y golpeaba el yunque con el martillo con un estruendo ensordecedor. «Si este hombre puede quitarse horas de sueño para un trabajo mundano, ¿cómo no voy yo a hacer lo mismo por el servicio al Dios eterno?», se preguntaba el joven rabino. Así que al día siguiente se levantó antes que el herrero, el cual, al entrar en la herrería, oyó al joven leer sus oraciones en voz baja, pero con bastante claridad. «Escúchalo trabajar», se dijo el herrero a sí mismo. «Tengo que ser aún más diligente, porque trabajo para mantener a mi familia, no solo para desarrollar la mente». Y a la noche siguiente el herrero se levantó incluso antes que el jasid. Pero el joven rabino aceptó el desafío y ganó la carrera de concentración en su trabajo. Años después, solía decir: «Lo que he conseguido se lo debo sobre todo al herrero». ¿Quién me debe su sentido de la santificación del trabajo, si es que me lo debe alguien?

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17. Tiempo de paz Nikos Kazantzakis escribió: «Nada temo. Nada espero. Soy libre». Tal vez sea esto algo que todos podríamos desear fervientemente, pero no es así como nos han enseñado a pensar. Hemos aprendido a temerlo todo. Nos educan para que lo esperemos todo. Somos demasiado esclavos de nosotros mismos como para estar en paz. Hace poco, oí hablar a dos niños y, con dolorosa claridad, empecé a entender lo que implica nuestro deseo de «un reino de paz». Gracias a su discurso, tan sencillo, me di cuenta de que no podremos vivir en paz mientras cada uno de nosotros no cultive en su interior a un niño con los brazos abiertos. No podremos tener paz hasta mientras no nos sentemos todos a la mesa de la vida dispuestos a alimentarnos unos a otros. Los comentarios de los niños me hicieron ver también que, de hecho, estamos haciendo precisamente todo lo contrario. En una conversación infantil sobre nacionalidades y sentimientos históricos, oí un modelo en miniatura de mi mundo. En consecuencia, empecé a ver claramente que, aunque mañana desactivásemos todas las máquinas de guerra del mundo, ello no garantizaría que fuéramos a vivir en paz. Caí en la cuenta de que los ejércitos del mundo simplemente demuestran la guerra que se libra en nuestras almas, la inquietud del enemigo que llevamos dentro, la agitación de la condición humana echada a perder. Estaba hablando con los niños, con los inocentes, y ellos no eran ajenos a las guerras que nos arrasan por dentro. De hecho, eran una especie de test de Rorschach de la sociedad que respiran. Sabían exactamente a quién odiar, y lo sabían sin atisbo alguno de duda. Eran niños irlandeses, y estaban resentidos con los norteamericanos por su dinero y odiaban a los ingleses por su historia. «Los odio», decía un niño sencillamente. «Y yo», coincidía el otro. Así de claro y sin complicaciones. No había manera de sacarlos de ahí. Educados en los hechos, eran impermeables a la poesía del espíritu. Lo que era, era. En sus rostros vi a todos los niños del mundo. A los niños hutu, a los niños serbios y a los niños palestinos –niños que aprendían a odiar a los niños tutsi, a los niños bosnios y a los niños judíos–. Todos habían nacido en un mundo de adultos enemigos, heredado por ellos al igual que la tierra que pisaban. A decir verdad, sin embargo, lo que heredan no son nuestras guerras, sino nuestra creación de enemigos; no heredan nuestros ejércitos, sino nuestra falta de honestidad; no heredan nuestros problemas, sino nuestra falta de humanidad. Habían heredado los pecados de sus antepasados, que reposan como bombas de relojería sobre sus corazones, pudriendo desde dentro el espíritu del mundo. «Ahora las personas oprimen a las personas», nos enseña un proverbio chino, «pero, después de la revolución, ocurrirá justamente lo contrario». Es evidente que otras personas antes que nosotros han conocido la verdad de la paz. Lo que conduce al conflicto no es necesariamente una falta de recursos superada gracias a las maquinaciones de la lucha global. No, lo que conduce al conflicto es la falta de paz en 96

nuestro interior. Para los inquietos, los vacíos, los provincianos, los patriarcales, las pequeñas guerras hacen las delicias de sus almas en conflicto; y si no las heredan, se las inventarán, aunque no sea más que para satisfacer su necesidad de estar seguros de sí mismos. Lo que nos agita es aquello de lo que carecemos. Siempre buscaremos en cualquier lugar lo que no tengamos en el corazón. Siempre exigiremos a los demás lo que no cultivemos dentro de nosotros mismos. Si no hemos aprendido a vivir una vida interior rica, desearemos la brillantina y el oropel del mundo que nos rodea y el dinero de otro para conseguirlo. Si no hemos emprendido la misión del desarrollo personal, desearemos de continuo las habilidades de otro, sus dones, sus ventajas. Si somos inseguros, pediremos que otros nos controlen. Si no hemos logrado estar en paz con nuestra propia vida, combatiremos con quienes nos rodean. Si no hemos aprendido a escuchar nuestras propias dificultades, jamás tendremos compasión por las dificultades de los demás. La paz llega cuando sabemos que el Espíritu tiene algo que enseñarnos en cada cosa que hacemos, en todo cuanto experimentamos. Cuando se nos rechaza, aprendemos que hay un amor mayor que todos los amores de la vida. Cuando tenemos miedo, tomamos conciencia de que hay quienes velarán por nosotros a cualquier precio. Cuando nos sentimos solos, nos damos cuenta de que hay un mundo rico y vibrante en nuestro interior que espera ser explorado: tan solo tenemos que hacer el esfuerzo. Cuando nos vemos amenazados por las diferencias, nos percatamos de que el don del otro es una gracia de incógnito cuyo fin es expandir la estrechez que constriñe nuestras almas. Entonces llega la paz y reina la calma; entonces no hay nada que nadie pueda hacer para destruir o alterar nuestro equilibrio interior. Lo que es, es, ciertamente. Pero nos damos cuenta de que «lo que es» es que el mundo de Dios es bueno en todas sus dimensiones. Cuando, por fin, estudio a fondo mis profundidades, me mido a mí mismo; cuando encuentro el mundo que hay en mí, que es espíritu, luz y verdad, lo que haya fuera de mí no puede nunca destruir mi yo centrado. El deseo de conquista llega cuando pensamos que ya sabemos todo cuanto se puede saber del mundo que nos rodea y nos disponemos a moldearlo de acuerdo con esas limitadas evaluaciones. Entonces es mi voluntad contra el mundo. Mis ansias se llevan por delante las necesidades del universo. Llegados a ese punto, las diferencias que observo en los demás empiezan a ser una amenaza para mi propio bienestar, en lugar de una promesa de nuevas e inspiradoras posibilidades y estimulantes experiencias por descubrir en la vida. Para obligarnos a sentir una seguridad que no tenemos, nos proponemos moldear el mundo a nuestra insignificante medida. Abusamos del planeta, hacemos la guerra a los pueblos y construimos muros privados cada vez más altos. Nos enfurruñamos, pataleamos y huimos acobardados precisamente por las cosas que nos arrancan de nosotros mismos y nos acercan a Dios. Entonces empezamos a traficar con la violencia, en lugar de hacerlo con la fortaleza. Desprovistos de un núcleo al que responder, empezamos a dar vueltas a lo loco en el 97

viento, agitados, distraídos, desconcertados. Nos convertimos en generadores de guerras en nuestros reducidos mundos privados. Para satisfacer la necesidad de sentirnos bien con nosotros mismos, clasificamos a las personas en castas, y a las naciones en categorías, enfrentando razas y sexos, religiones y culturas, para nuestros propios fines. Nos sepultamos a nosotros mismos. Los serbios siguen siendo el enemigo; los judíos no dejan de ser un misterio para nosotros; las mujeres fuertes estorban nuestra percepción del mundo; los niños de esta generación se convierten en los enemigos de la siguiente. Hacemos la guerra en todas partes, tanto dentro como fuera de nosotros. La pregunta, entonces, es: ¿cuál es el camino hacia el comienzo de la paz? El filósofo Blaise Pascal escribió: «La infelicidad de una persona reside en una cosa: su incapacidad de permanecer tranquila en una habitación». El silencio y la soledad nos ponen cara a cara con nosotros mismos y con las batallas interiores que debemos vencer si queremos sentirnos llenos de verdad, en paz de verdad. El silencio nos brinda la oportunidad que necesitamos para elevar nuestros corazones y mentes a algo que se halla por encima de nosotros, para ser conscientes de una vida espiritual interior que hambrea dentro de nosotros, acuciada por la contaminación acústica, para calmar la intensidad de nuestros deseos ilimitados. Es una llamada a la Caverna del Corazón, donde la visión es clara y el corazón se centra en algo merecedor de este. Hay algunas cosas en la vida que vale la pena alimentar de por sí. Una es el arte; otra es la música; las buenas lecturas son la tercera. Pero el poder de la visión contemplativa es la mayor de todas. Solo quienes llegan a ver el mundo como Dios lo ve, solo quienes ven a través de los ojos de Dios, ven de verdad en algún momento la gloria del mundo, se acercan de verdad al reino de paz, hallan la paz dentro de sí mismos. El silencio es el comienzo de la paz. Es en el silencio donde aprendemos que la vida son más cosas de las que la vida parece ofrecernos a simple vista. Existen una belleza, una verdad y una visión más amplias que el presente y más profundas que el pasado y que solo el silencio es capaz de revelar. Penetrando en nosotros mismos, vemos el mundo entero en guerra en nuestro interior y empezamos a poner fin al conflicto. Así pues, entendernos a nosotros mismos es entender también a todas las demás personas. Con todo, hay dos obstáculos principales al desarrollo de una espiritualidad de la paz. Los miedos al silencio y a la soledad se ciernen como acantilados sobre la psique humana. El ruido nos protege de la confrontación con nosotros mismos, pero el silencio habla el lenguaje del corazón. El silencio y la soledad son lo que realmente nos pone en contacto tanto con nosotros mismos como con el prójimo. En lo más profundo de nuestro ser residen, en un microcosmos, todas las esperanzas y los temores humanos, los esfuerzos por dominarlos, el deseo de liberarlos, la paz que llega cuando hemos confrontado lo mejor y lo peor de nosotros y el equilibrio nos ha parecido aceptable. No obstante, el silencio requiere un respeto por la soledad, y la soledad asusta aún más que la calma. Una de las grandes lecciones vitales es que la soledad y el sentimiento de soledad no son lo mismo. El segundo es síntoma de que algo nos falta. El propósito de 98

la soledad, en cambio, es llevarnos a casa, al centro de nosotros mismos, con tal serenidad que podríamos perderlo todo y, sin embargo, no perder ni un ápice de la plenitud de la vida. La quietud se ha convertido en un recuerdo fantasmagórico en esta cultura. Las generaciones jóvenes en nuestra sociedad no la han experimentado en absoluto. La contaminación acústica, endémica, invasiva, clamorosa, la ha echado a patadas. En todas partes. En todos los lugares. No solo en Nueva York. En la ciudad más pequeña se vive en medio de un insoportable estruendo a todas horas. Hay hilo musical en los ascensores, sistemas de avisos públicos en las salas de espera, personas que hablan por teléfono a grito pelado a tu lado mientras compras en la ferretería; y en todas partes, en todas –en despachos, restaurantes, cocinas y dormitorios–, está la ubicua televisión vomitando palabrería falta de ideas, mientras la gente no le presta atención y grita más fuerte que ella para hablar de otros temas. Ahora hay altavoces en los barcos, de modo que el lago ya no es seguro. Ahora hay conciertos de rock en el campo, de modo que las montañas ya no son seguras. Hay teléfonos en los lavabos, de modo que la ducha ya no es segura. En las empresas, las mesas están dispuestas como colmenas de cubículos, una junto a otra. Ya no pensamos; solo escuchamos. El problema es que nos vemos tan inundados por el sonido que estamos acostumbrados a escuchar únicamente cosas exteriores a nosotros, por muy vacuo que sea el mensaje, por muy poco sentido que tenga el discurso. El silencio es el arte perdido de esta sociedad. El clamor y la lucha lo han reemplazado. El silencio, por supuesto, fue una vez algo con lo que la condición humana tenía que lidiar. El silencio venía dado. Los hombres se pasaban semanas en una montaña solitaria con su rebaño y tenían que aprender a estar en paz consigo mismos. Las mujeres trabajaban en las cocinas del mundo moliendo maíz y despellejando pollos, pensando en profundidad, en armonía con las cosas que las rodeaban. Los niños trabajaban en el campo en hileras largas y separadas, aprendiendo desde jóvenes a oír a los pájaros, el viento y el agua, desarrollando la imaginación a partir de los materiales de la tierra. El silencio era una parte agradable de la vida, no una carencia, no un lugar indeseable al que llegar. La gente sabía que el silencio en el que vivían habitualmente era todo, menos vacío. Al contrario. Estaba lleno del yo y de todo su clamor. El silencio tenía cosas que enseñar. El silencio era un supervisor severo, lleno de ángeles con los que batallar y demonios que apaciguar. El silencio era exigente y sombrío y reclamaba atención. Porque la sustancia del silencio es el alma que despierta, y eso, como saben todos los grandes escritores espirituales, es algo que los corazones superficiales evitan asiduamente. Una cosa es enfrentarse a los demonios exteriores a nosotros, y otra completamente distinta es desafiar a los adversarios del interior. Pero debemos atrevernos a ello, o moriremos solo medio acabados, solo parcialmente humanos, solo maduros en cierto sentido. Los monjes del desierto del siglo III se expresaron con mucha claridad en cuanto al 99

papel del silencio en el desarrollo de una espiritualidad madura. –Maestro, dime solo una palabra –dijo el buscador ansioso de orientación. Y el santo dijo: –Mi palabra para ti es la siguiente: ve a tu celda, y tu celda te lo enseñará todo. Es decir, que las respuestas están dentro de ti. Y también las preguntas. Tus preguntas. Las preguntas que solo tú puedes hacer. Todo lo demás en la vida espiritual es pura formulación, puro ejercicio. Al fin y al cabo, son las preguntas y las respuestas que vociferan en nuestro interior las que importan. Entonces llegamos a conocernos como nadie nos conoce. Entonces nos avergonzamos de lo que vemos. Y perdemos la rectitud. Y estamos en paz. Para quienes evitan el silencio como una plaga, temerosos de su peso, cautelosos ante su frialdad, el impacto que suponen las revelaciones del silencio cala hondo. El peso y el vacío que sentíamos dejan paso enseguida a la agitación y a la tensión interior. El silencio nos permite oír la cacofonía que se da dentro de nosotros. Estar a solas con uno mismo es una presencia exigente. No tardamos en constatar que, o cambiamos, o nos derrumbaremos sin duda bajo el peso de la propia insatisfacción con nosotros mismos, bajo la revelación de lo que podríamos ser pero no somos, bajo el impulso de lo que queremos ser pero en lo que no hemos sabido convertirnos. Por debajo del estruendo se halla la materia prima del alma. Por debajo del estruendo se halla el autoconocimiento, la autoaceptación, la paz. Sin embargo, el silencio hace más que confrontarnos con nosotros mismos. El silencio nos hace sabios. Enfrentados a nosotros mismos, si escuchamos las corrientes subterráneas de nuestro ser, aprendemos rápidamente a respetar las dificultades de los demás. El silencio nos enseña cuánto nos queda por aprender. O bien, a medida que nos hacemos mayores, el silencio tal vez nos recuerde también que hay cualidades que probablemente nunca afianzaremos y que lucharán por nuestra alma hasta el día en que muramos. Así, cara a cara con nuestras dificultades y nuestros fallos, no hay espacio en nosotros para juicios malignos ni evaluaciones simplistas de otras personas. De pronto, del silencio surge la honestidad que templa la arrogancia y nos hace amables. Como nos conocemos mejor a nosotros mismos, solo podemos tratar a los demás con más gentileza. Conociendo nuestras dificultades, respetamos las suyas. Conociendo nuestros fracasos, nos impresionan sus éxitos, somos menos rápidos a la hora de condenar, probablemente alardeamos menos, tenemos menos intención de castigar, estamos menos seguros de nuestras certezas y menos comprometidos con nuestras convicciones tóxicas, inanes y no probadas. Entonces el silencio se convierte en una virtud social. No lo dudes; la capacidad de escuchar a otro, de permanecer sentado en silencio en presencia de Dios, de prestar atención y de reflexionar es el núcleo de la espiritualidad de la paz. De hecho, seguramente sea esto de lo que más carecemos en un siglo saturado de 100

información, hastiado de ruido, agobiado de problemas, pero poco reflexivo. La Palabra que buscamos habla en nuestro silencio interior. Bloquearla con la interferencia del sinsentido, día sí, día también, renunciar al espíritu del silencio, lo único que consigue es anestesiar el corazón en un mundo paralizado por el ruido y destruir nuestra paz. Un anciano monje escribió: «El discípulo le preguntó al maestro: –¿Cómo experimentaré mi unidad con la creación? Y el maestro respondió: –Escuchando. Ante lo cual, el discípulo insistió: –Pero ¿a quién tengo que escuchar? Y el maestro le explicó: –Conviértete en un oído que preste atención a todas y cada una de las cosas que diga el universo. En el momento en que oigas algo que tú mismo dices, detente». La paz llegará cuando expandamos nuestras mentes para escuchar nuestro ruido interior, que necesita calmarse, y la sabiduría externa a nosotros, que debe ser aprendida. Entonces tendremos algo de valor que dejar a nuestros hijos, además del odio, además de la guerra, además de la agitación. Entonces llegará la paz. Entonces podremos decir con Kazantzakis: «Nada temo. Nada espero. Soy libre».

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18. Tiempo para todo bajo el sol Un «graffitero» escribió en una fachada que el tiempo es la forma en que la naturaleza evita que todo ocurra al mismo tiempo. A lo mejor, toda la filosofía del mundo fue alguna vez graffiti. En cualquier caso, esta obra de graffiti es alta filosofía. La verdad que encierra aplaca el alma momentáneamente, nos concede un descanso, nos despierta a la verdad de lo temporal en el desarrollo espiritual de una persona. El tiempo nos transporta de una situación a otra en la vida, una a una, hasta que al final las hayamos vivido todas. Sin embargo, el criterio para medir la vida no es si hemos empleado nuestro particular número de días asignados, sino si, al hacerlo, hemos vivido la vida de la manera más plena. Pero ¿qué significa eso exactamente? Vivir bien la vida es parecido a remar en un bote por el océano. Tenemos elección. Podemos adentrarnos en el agua y luchar contra cada ola que pase, oponer resistencia a la resaca, confrontar cada oleada, pelear contra la corriente hasta que el bote se haga añicos..., o bien podemos entregarnos a las sacudidas del agua, a sus barridos, a sus masajes, a sus golpes, hasta que, exhaustos, encallemos en esa orilla a la que habíamos esperado llegar. La vida es una melodía salvaje y cautivadora. Para vivir bien, podemos participar en la danza de la vida, bailar al son de su mágica música, dejarnos llevar por su ritmo, cantar sus canciones lastimeras, o bien podemos sentarnos taciturnos y verla pasar, siempre como una desconocida para la cadencia que nos exige y las múltiples claves que nos desafía a alcanzar. En ambos casos podemos dejarnos llevar u oponer resistencia a todo hasta el amargo desenlace. Podemos aprender de ella o rechazarla por completo. Hay una sola cosa que no podemos hacer con la vida: ignorar sus enseñanzas. La vida es una maestra implacable. Y la vida enseña sin cesar. Sin embargo, la lección a la que menos queremos enfrentarnos, el mensaje que más abiertamente rechazamos, el concepto que no aceptamos, se muestra en todo su esplendor en el Eclesiastés. Si el libro carece de cualquier otro sentido, al menos tiene este: la vida no es regular, la vida no es plana. Todas estas cosas –el nacimiento y la muerte, el amor y la risa, la ganancia y la pérdida– tendrán lugar en cualquier vida. Son la vida. No podremos evitarlas. No seremos lo bastante listos como para evadir y eludir cada uno de esos elementos, ni siquiera alguno de ellos en concreto. No, el propósito de la vida no consiste en reducirla al tamaño de nuestro diminuto yo. El propósito de la vida consiste en aprender a disfrutar de cada parte atolondrada, superar cada esfuerzo costoso, enfrentarse a cada obstáculo agotador, aprender de cada segmento incoloro, expandirse, gemir y crecer, extraerle todo el jugo. Todos nuestros esfuerzos por controlar la vida, por reducirla a nuestras necesidades, por frenar su progreso hacia la muerte y el morir llaman «¡Necios!» a los verdaderamente sabios. Cuando vivimos fuera de tiempo –cuando insistimos en tener 102

cuarenta años, pero tenemos sesenta; o en ser adolescentes, aunque somos adultos; en estar más muertos que vivos siendo una esposa y madre joven, o siendo un adolescente que vive como un hombre de mediana edad–, nos burlamos del ahora. Nos perdemos el momento. La vida no se puede meter en una jaula. No podemos congelar el feliz día de hoy y guardarlo en una vitrina. No podemos ensartarlo como a una mariposa en un marco. No, la vida avanza inexorablemente, la sigamos o no. Se balancea, se tambalea y cojea por el camino. Se mueve de arriba abajo a un ritmo a menudo demasiado acelerado como para seguirlo, a veces demasiado lento como para soportarlo. Sea lo que sea, la vida no es un ejercicio de criogenia mental. No nacimos para hacer acopio de «experiencias cumbre». Nacimos para recordar los pocos grandes momentos que viviremos, de modo que los días aburridos, cuando lleguen –que llegarán...–, no apaguen nuestros espíritus hasta el punto de una muerte en vida. El mito de la vida vivida en una oscilación regular persiste en las mentes de muchos, pero únicamente seduce a los débiles de corazón. Los leales saben que la vida real exige un mayor aguante. Las viudas jóvenes conocen la punzada de la vida. Los viejos inventores conocen su diversión. Las mujeres de mediana edad conocen su encanto. Las parejas jóvenes conocen su excitación. Los hombres de mediana edad conocen su falsa promesa. Los niños conocen su parcialidad: mientras muchos medran en poco tiempo, otros tienen que luchar sin descanso. A lo largo de todo el proceso, a pesar de sus vueltas y revueltas por el camino, la vida nos deja en los corazones una imagen clavada de los ancianos serenos, de los eruditos y los maduros, de quienes lucharon y luchan y encontraron estímulo en ello, de los sabios cuya sabiduría se volvió ternura, de los fuertes que aprendieron a perder. Está claro que, al final, la vida destaca por su amabilidad. Si no nos resistimos a ella, si bailamos el baile entero sin saltarnos ningún compás, también nosotros llegaremos al final curtidos y fuertes, encantadores y risueños, pisando fuerte y dando vueltas de emoción por lo que hayamos aprendido, por aquello en lo que nos hayamos convertido y que no habríamos logrado ser sin nuestra particular receta de dolor purificador y de alegría perfecta en las proporciones justas. En el centrifugador de la vida, las fuerzas surten su efecto a nuestro alrededor y sobre nosotros, sobre aspectos que no están bajo nuestro control. Como en la alfarería – el único arte en que el artista se rinde en la última fase del proceso creativo ante una fuerza incontrolable, el fuego del horno–, el calor que soportemos en la vida dará cuenta de nuestra forma y nuestro brillo finales. La vida no solo nos ocurre; la vida ocurre dentro de nosotros, ocurre a pesar de nosotros, y ocurre debido a nosotros. La dinámica de la vida depende tanto de lo que le aportamos a ella como de lo que extraemos de ella. No hay momentos insignificantes. La vida es algo que crece desde la semilla hasta el retoño, desde la base hasta el poste, aquí y allá, hacia delante y hacia atrás, pero siempre, siempre, hacia su propósito: 103

el moldeado del yo en forma de una persona de calidad, compasiva y alegre. Para que eso ocurra debe plantarse cara incluso al segmento más pequeño; no es posible escapar de ninguno. La vida no es controlable; solo es factible. Por este motivo, en preservar el ritmo de la vida, en llegar a la esencia de cada una de sus medidas, de todos sus elementos, es en lo que consiste el baile de la vida. ¿Quiénes han vivido bien? Los que han exprimido el jugo de la vida en todas las fases del crecimiento de esta. ¿Quiénes son felices? Los que han sobrevivido a cada uno de estos elementos y, al superarlos, han visto que se habían convertido en personas más humanas, más sabias, más bondadosas, más justas, más flexibles, más íntegras, por haber vivido ese periodo de tiempo, ese momento de definición, esa fase de supervivencia, esa racha de conciencia reprobadora. ¿Qué duda cabe de que el ciclo del tiempo moldea y vuelve a moldear nuestro yo deforme hasta que tenemos la oportunidad de llegar a ser lo que podemos? Hay un tiempo para matar cualquier cosa que haya dentro de nosotros, encadene a nuestras almas y les impida volar libres. Aunque harán falta paciencia y severas dosis de verdad, a quienes perseveren les aguarda una bella imagen cuyas promesas no conocen límites. Hay un tiempo para contener el abrazo de los patrones del pensamiento, de las convenciones de la vida que ahogan el alma. Vivir en la Mirada de Dios exige una visión más clara y un rumbo más auténtico. Hay un tiempo para sembrar las semillas que tal vez solo vaya a cosechar la siguiente generación, pero que deben ser sembradas ahora. Los sembradores se enfrentan a una acogida recelosa por parte de las personas satisfechas del mundo, pero hemos de sembrar si queremos que el nuevo mundo dé frutos. Hay un tiempo para llorar lágrimas de dolor y lágrimas de pérdida que honren la despedida de aquellas cosas y personas de la vida que nos han traído hasta donde estamos. Incluso hay momentos para lamentarse por el presente, no para regodearse en la desgracia, sino para hacer acopio de las energías que se necesitan para cambiarlo. Hay un tiempo para abrazar las cosas buenas de nuestra vida con abrazos grandes y apretados que iluminan nuestros cuerpos y llenan de luz nuestros corazones. Estos son los momentos que nos proporcionan combustible para el viaje y nos dejan entrever su valor. Hay un tiempo para sembrar, para trabajar sin horario y producir sin paga, si es necesario, a fin de poder hacer lo que hay que hacer en la vida. Solo quienes llevan a cabo el arduo trabajo de desarrollar las cosas duras del presente nos dan alguna esperanza de atesorar el futuro. «No estás obligado a terminar el trabajo», dice el Talmud, «pero no eres libre de abandonarlo». Hay un tiempo para disfrutar de las ganancias de la vida, para correr por la vida con 104

la cabeza bien erguida, recolectando por el camino, acumulando sus bienes y riéndonos a cada paso. Entonces, y solo entonces, cobran sentido todos los demás momentos. Entonces la vida muestra su cara dorada. Cualquier esfuerzo es posible después de eso. Hay un tiempo para amar, un tiempo para encontrarnos en otra persona, de tal modo que podemos encontrarnos a nosotros mismos. El amor nos conecta con el resto del mundo. Una vez que hemos amado a alguien, odiar se hace mucho más difícil. El amor nos ablanda y nos libera de nosotros mismos. Hay un tiempo para perder, un tiempo para desprenderse de cualquier cosa que se haya convertido en nuestro captor en la vida. La pérdida absorbe la esencia del alma y nos brinda la oportunidad de comenzar de nuevo. Es un tiempo bruto y es un tiempo de verdad. Nos dice mucho de nosotros mismos, y más aún acerca de las cosas esenciales en la vida. Hay un tiempo para nacer con frescura y plenitud, dejando atrás las antiguas ideas, formas y maneras. Hay un tiempo para comenzar de nuevo, para mirar más adónde vamos que de dónde venimos. Hay un tiempo para reírse, para abandonar la corrección y las pomposidades obsoletas y unirse a la raza humana chapucera, atrevida y bobalicona. Al reírnos nos ponemos en peligro, pero el estallido de reflexión que supone el humor nos vuelve más cuerdos. Hay un tiempo para morir, para poner fin a las cosas, para detener el tiovivo, para rendirse a las fuerzas del tiempo y a la confianza. Solo cuando estamos dispuestos a dejar que las cosas mueran en la vida pueden comenzar de verdad las cosas para nosotros. Morir un poco cada día y ver lo viejo, lo inútil, lo que se ha deseado mucho tiempo pero ya no existe, es uno de los mayores logros vitales. «¡Qué poco he muerto hoy, amigo mío!», dijo Thomas Lux. «Perdóname». Hay un tiempo de guerra, para luchar contra las fuerzas que conducen a la destrucción y reducen a las personas a la categoría de «daños colaterales», que olvidan los mandamientos de la vida en su búsqueda de la tecnología de la muerte. «Lo que el mundo espera de los cristianos es que hablen alto y claro. [...] Deben apartarse de la abstracción y enfrentarse a la historia, cuya faz está hoy manchada de sangre», nos advierte Camus. Esa es nuestra guerra. Este es el momento de librarla. Hay un tiempo para curarnos de las heridas que nos ahogan y nos impiden tomar las riendas de nuestras vidas. Someternos a las reacciones de otros, hacer que nuestro bienestar dependa del suyo, nos deja a merced de la tristeza. La vida es para los vivos, y mientras no nos curemos a nosotros, jamás estaremos verdaderamente sanos. Hay un tiempo para construir, para levantar el nuevo mundo, para crear conjuntamente el planeta de forma que lo que dejemos tras nuestro paso sea mejor que lo que recibimos. En un mundo de miseria y pobreza, de hambre y opresión, de patriarcado y militarismo, los constructores no abundan; son aves raras de gran valor. 105

Hay un tiempo para la paz, para reconciliarse con los demonios que habitan en nosotros, para hacerles bajar la mirada y limar asperezas con ellos, con el fin de ser capaces de extender la paz como terciopelo, vivir en paz como las plumas y ser paz como una fragancia que no conoce fronteras. ¿Y quién va a hacer todas estas cosas? El Eclesiastés es muy claro al respecto: tú y yo no tenemos más opción; es tarea nuestra. Por definición, la vida nos lo exige. ¿Y vamos a tener nosotros ese enorme valor cuando los grandes que nos precedieron no terminaron, al parecer, todo el trabajo? Los rabinos son tajantes en su respuesta: –¿Cómo puede alguien tan humilde como yo vivir como Moisés? –preguntó el discípulo Zyusha. –Cuando mueras –respondió el rabino–, nadie te preguntará: «¿Por qué no fuiste Moisés?». Te preguntarán: «¿Por qué no fuiste Zyusha?». El momento es ahora. El tiempo es nuestro.

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Índice Portada Créditos Agradecimientos 1. Los tiempos de la vida 2. Tiempo de nacer 3. Tiempo de perder 4. Tiempo de amar 5. Tiempo de reír 6. Tiempo de guerra 7. Tiempo de sanar 8. Tiempo de sembrar 9. Tiempo de morir 10. Tiempo de matar 11. Tiempo de construir 12. Tiempo de abrazar 13. Tiempo de cosechar 14. Tiempo de llorar 15. Tiempo de refrenar el abrazo 16. Tiempo de ganar 17. Tiempo de paz 18. Tiempo para todo bajo el sol

2 3 6 8 13 18 23 29 34 40 45 50 56 62 68 73 79 85 90 96 102

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