Todo Lo Que Aprendi de La Paran - Camille

March 18, 2018 | Author: Sandra | Category: Schizophrenia, Testimony, Fear, Psychosis, Self-Improvement
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Descripción: Todo lo que aprendí de la paranoia. Camille....

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TODO LO QUE APRENDÍ DE LA PARANOIA

Camille

138 TODO LO QUE APRENDÍ DE LA PARANOIA

Crecimiento personal C O L E C C I Ó N

Diseño de colección: Luis Alonso Para comentarios sobre el libro escribir a: [email protected]

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2009 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www. cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Printed in Spain ISNB: 978-84-330-2311-7 Depósito Legal: BI-986/09 Impresión: RGM, S.A. - Urduliz

A los que llevo dentro: a mis padres y mis hijos, que me dieron el coraje y la fuerza de voluntad para poder superar esta enfermedad. A los que me han acompañado: mis hermanos, mi psicoterapeuta y psiquiatra, y me han ayudado con su apoyo y profesionalidad.

ÍNDICE

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1. De los términos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2. De la cronología de la enfermedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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3. La enfermedad y sus episodios de crisis . . . . . . . . . . . . . .

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4. De la medicación y la psicoterapia . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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5. De mi familia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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6. De mis rasgos de personalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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7. De mi psicoterapeuta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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8. De mi psiquiatra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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9. De mis amigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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10. De mis relaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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11. De mi marido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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12. De mi vida y mis etapas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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13. De mi etapa solidaria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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14. De mis cuadernos y escritos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 15. De la pintura como terapia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 16. De la importancia del deporte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 17. De la astenia, la apatía y el dejarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 18. Del sueño reparador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 19. De la paciencia necesaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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20. De la importancia de las sensaciones . . . . . . . . . . . . . . . . .

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21. De los grupos de terapia y su variedad y sus beneficios 115 22. Del cambio que experimenté . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 23. Merece la pena… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

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INTRODUCCIÓN

Este libro quiere ser una pieza más que ayude a familiares, enfermos, profesionales, estudiantes, y público en general a comprender algo mejor al enfermo paranoico, así como a muchos otros enfermos encasillados como esquizofrénicos, psicóticos, etc. Las fronteras entre ellos no están del todo claras, por lo que el acercamiento a uno de estos tipos puede servir como acercamiento al resto de personas enfermas. El objetivo es que el lector pueda entender en primer lugar y de una forma más empática, qué pasa por la mente de un enfermo, cómo es precisamente él la primera víctima de la enfermedad, el primero que sufre, el más asustado; y sobre todo, cómo, en algunas ocasiones, aunque no en todas, y siguiendo pautas determinadas, puede superarse la enfermedad en gran medida y se puede llegar a llevar una vida prácticamente “normal”. Por ello, este libro no va firmado, porque se trata de un testimonio anónimo en el que no importa la autoría, ni quién es la persona afectada. No importan los nombres y apellidos, ni la clase social, ni el sexo.

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Lo que aquí se relata les ha pasado a muchos, y aunque estadísticamente sean pocos (apenas un uno o dos por ciento), no por ello es menos relevante. Así mismo también puede ser algo que puede sucederle a cualquiera el día de mañana: nadie está libre de una patología o desequilibrio de este tipo o similar. Lejos de toda tendencia morbosa, quiere ser un testimonio de un enfermo genérico, anónimo en el que tal vez uno pueda convertirse un día. Quiere ser a la vez, la voz de un enfermo concreto y de cualquier enfermo, una voz que apenas se escucha porque a veces ni tan siquiera se emite. La debilidad y fragilidad de muchos de ellos impide que sus voces sean escuchadas. Desde la perspectiva que da la recuperación, quisiera ser también un testimonio que sirva a otros a entender qué sucede con estos enfermos. Se relata así la experiencia de la enfermedad, algunos rasgos de personalidad condicionantes de ésta, y las circunstancias familiares, sociales, laborales, personales, biológicas, etc. que pudieron incidir en la aparición de la misma. Así mismo se acerca al proceso de recuperación experimentado, tanto mediante la ayuda de la psiquiatría como de la psicología, como de algunas claves que es conveniente tener en cuenta como posibles y que pueden servir de ayuda así mismo a otros enfermos. En definitiva, este testimonio quiere servir de esperanza a familias y personas que viven esta enfermedad con angustia; al tiempo que de una llamada a la sociedad en general que ayude a una mejor comprensión de los procesos que viven estos enfermos para acrecentar la sensibilidad social hacia ellos.

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1 DE LOS TÉRMINOS

Yo fui esquizofrénica, o tuve psicosis, o paranoia o no sé qué, porque los psiquiatras nunca se ponen de acuerdo en la terminología, te adjudican etiquetas para poder funcionar, para poder tratarte y poder consultar en los manuales, pero en esas etiquetas caben muchos casos muy distintos. En los foros de internet conocí a mucha gente que era muy distinta entre sí, pero sin embargo todos podíamos ser etiquetados de esquizofrénicos, paranoicos, psicóticos, etc. en un grado u otro. Hubo una época en que esta cuestión me preocupaba, luego ya dejó de preocuparme, cuando ya me sentía mejor, pero quería saber quién era yo, qué era yo, por qué me había pasado lo que me había pasado, qué había hecho yo para merecer aquello, qué habían hecho mis padres, mis ex jefes, mis ex colegas, mis amigos, etc. Buscaba explicaciones externas a mí, en lugar de preguntarme qué había puesto yo en ello. Al final deduje que sí, que hubo condicionamientos externos, pero que la responsabilidad última era mía. Bueno, no se trataba de responsabilidad exactamente, sino de

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manejo de la vida (¡cómo me cuesta reconocer la responsabilidad!). Yo había dirigido mi vida hacia la enfermedad y en eso yo era la única responsable. Imagino que hay casos en que esto no está tan claro, en que los genes, la herencia cultural, o lo que sea, tienen más peso, no obstante todavía no se ponen de acuerdo los expertos; pero en mi caso, era yo la que con el condicionamiento de mi vida, la había abocado a la enfermedad. Muchos intentan buscar las causas de la enfermedad en la herencia genética, en los malos tratos padecidos en la infancia, en los antecedentes familiares, en el ambiente vivido, en una situación estresante, frustrante, etc. pero en realidad, en último término, la responsabilidad está en uno mismo. Yo era así la única responsable. No quiero decir que fuera paranoica por propia decisión. Pero la verdad es que hay un componente de dejarse llevar, de no autocontrolar las propias reacciones, que me abocó a serlo. Y no es porque no se quiera, es sencillamente porque no se sabe. Nacemos, aprendemos, y vivimos y deberíamos aprender a desaprender lo aprendido. Estamos llenos de imperfecciones en nuestro proceso de socialización, defectos por parte externa o interna, pero imperfecciones que nos abocan en muchos casos a vidas nada provechosas para nosotros mismos, nada gratas. Vidas truncadas. Así que yo me preguntaba qué era esa enfermedad que tan malos ratos me había hecho pasar, que me dejaba postergada en la cama durante mucho tiempo matándome toda iniciativa que yo antes tuviera, que me impedía relacionarme con otras personas fluidamente, etc. y eso lo buscaba incesantemente, bien en librerías especializadas cuando iba a otras ciudades, o bien en Internet, que me facilitaba sobre todo la privacidad. Es asombroso ver la cantidad de escritos que hay al respecto, y de todos los gustos: manua-

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les, guías, experiencias, foros, artículos psiquiátricos y psicológicos, revistas, películas, etc. Compré algún que otro libro sobre el tema, algún manual, alguna biografía de un personaje famoso, etc. pero nada me revelaba claves claras. Cuando hay tanto escrito, tanta teoría, etc. la verdad es que tiendo a pensar que no hay nada claro al respecto. Cuando encuentras textos claros y aceptados es cuando parece que se ha encontrado algo, pero si tienes que rastrear, leer, deducir, confrontar, etc. es que no hay unanimidad ni consenso, es que todo está en proceso y tú solo has de buscar las claves. Eso es de lo que se trataba. Una de las dudas era diferenciar entre psicosis y esquizofrenia, entre brote psicótico y la enfermedad de la esquizofrenia y la paranoia. Yo llegué a pensar que era esquizofrénica, porque era lo que el psiquiatra escribía en los papeles; pero con el tiempo, empecé a pensar que tal vez se hubiera tratado de tres o cuatro brotes psicóticos. A mi entender, no estaba nada claro. Ellos tienen que poner etiquetas, pero, bajo una misma etiqueta caben muchas cosas y situaciones. Mi psiquiatra me reveló que tampoco parecía estar muy de acuerdo incluso con lo que tenía que escribir. Le impelían a escribir algo pero ella también lo dudaba. En realidad, podría decirse que era como ver, bien una foto o bien una película. ¿Lo mío era una película para toda la vida o se trataba de una foto de algunos momentos de mi vida? Yo me inclinaba a pensar que fueron algunas fotos en varios momentos, unas en situaciones de estrés originadas desde el exterior y que muchos otros no hubieran aguantado, otras, como en mi segundo postparto, con el desarreglo hormonal que se vive y el cambio de situación. ¿Yo tenía varias fotos en mi vida o era la película de mi vida? Tiendo a pensar que tuve más bien algunas fotos. Mi caso no era tan

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grave aunque no por ello poco doloroso. De todas formas, a la ciencia le queda mucho por avanzar y definir terminologías. Es todavía un saco roto donde cabe de todo. De momento saben cuáles son los síntomas y cómo atajarlos, es decir, que con una determinada medicina se trunca el proceso pero no se sabe muy bien cómo se origina, dónde ni por qué. Misterios de la ciencia todavía.

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2 DE LA CRONOLOGÍA DE LA ENFERMEDAD

En mi caso, hubo varios factores desencadenantes que me hicieron vivir situaciones muy estresantes (muerte de mi padre, poco después enfermedad de mi hermano más querido, problemas laborales, partida al extranjero de amigos íntimos, crisis matrimonial, etc.) y lo acusé en formato enfermedad en varios episodios. Estallé en varias ocasiones. La forma fue la enfermedad. Así que hubo una situación de estrés externa que sumada a mi forma de ser se combinó para dar la fórmula perfecta de enfermedad. Pero yo también puse mucho en ello. Como decía alguien en la película “Uno por ciento” de Julio Medem: “no hay enfermos, hay personas vulnerables”. Al principio lo atribuía a los factores externos solamente, pero luego fui indagando y descubriendo que las bases habían estado siempre ahí, que yo tenía ciertos rasgos ya predeterminados que en una situación estresante me hicieron hacer “crack”. Por eso ahora sé que tengo que huir del estrés y me alejo cuando constato que se acerca: es el peor nicho para que se vuelva a desencadenar. He aprendido que la vida es otra cosa que el estrés

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y que no merecen la pena las situaciones que lo promueven, aunque a veces no las elegimos. Eso sí, cabe cierta tolerancia al estrés sin la que no podríamos vivir, pero cuando pasa un límite, saltan las alarmas y todo estalla para que haya que alejarse. Todo comenzó cuando murió mi padre. Para mí fue una pérdida grave, honda. Era una de las personas a las que más unida había estado. No es que coincidiéramos en todo, ni mucho menos, pero me identificaba con él, lo comprendía bien. Mi padre era abogado y yo también. Estudié derecho porque lo admiraba mucho y siempre había querido ser como él. Siempre me sentí muy cerca, tanto afectiva como profesionalmente. Pasé un mal año. Tanto que me debatía entre acabar o no la carrera que tanto trabajo me había costado. Al final, me recuperé relativamente. Me casé al acabar por fin la carrera, y a los pocos meses más o menos, a mi hermano le diagnosticaron un cáncer de estómago y me debilité más todavía. Mi hermano era el “niño” de la familia. Yo era la tercera de las hermanas. Había estado muy unida a él desde la adolescencia cuando él me ayudaba siempre con mis problemas con los amigos, me escuchaba, me aconsejaba cuando yo empezaba con mis primeros amoríos que tan malos ratos me hicieron pasar. El cáncer fue fulminante y en cuestión de unos meses llegó a pesar la mitad de lo que pesaba. Entonces tuve mi primer brote. Para mí fue un fuerte golpe porque perdía uno de mis apoyos vitales. Mi cuñada, que era muy buena amiga mía, estaba destrozada y muy centrada en él. Siempre se había portado también muy bien conmigo, pero ahora la necesitaban más urgentemente, más cerca. Algunos de mis amigos de la carrera salieron de mi ciudad para ir a trabajar a otras ciudades, algunos incluso muy lejos, a otros

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países. Por todo ello, parte de mis más sólidos apoyos se veían mermados. Yo empecé a sentirme más sola que de costumbre. Todo esto, me afectó también físicamente y si mi constitución es ya de por sí delgada, con estos sucesos, todavía adelgacé más y más tarde tuve que realizar un tratamiento médico para recuperar peso. Empecé a buscar trabajo y no tardé mucho. Entré en un prestigioso despacho financiero de abogados con buen pie. Mi apellido me ayudó bastante ya que yo era demasiado joven. En poco tiempo, me quedé embarazada de mi primer hijo. Y esperando el tiempo de rigor, del segundo. Entonces viví otro de los episodios, el más fuerte. Estuve de baja dos meses, sumándola a la baja maternal y en cuanto pude, a pesar de lo mal que estaba, volví al trabajo. Me sobrevino la enfermedad probablemente por el fuerte cambio hormonal que se experimenta y por ello estuve de baja. Precipitadamente y ante el miedo a que la plaza de directora de finanzas fuera ocupada por mi contrincante, quise volver al trabajo y allí lo pasé todavía peor. Hoy creo que me precipité en la vuelta. Al final tuve que estar de baja mucho más tiempo y ahí inicié mi recuperación definitiva. También me sobrevinieron muchos cambios nuevos en mi vida. Inicié el camino de mi regeneración. Durante el tiempo que había estado fuera del trabajo, las cosas habían cambiado. En el despacho me había creado expectativas de ascenso, y se desencadenó una situación compleja y delicada en la que salí perjudicada. La plaza de directora de la sección de finanzas del despacho estaba en juego. Otra compañera y yo éramos las candidatas y cada una tenía sus partidarios y detractores. A pesar de que yo era relativamente joven y nueva en el despacho, estaba bien formada y trabajaba bien. Al final, el director general pareció

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que iba a inclinarse por la otra persona. Pero yo no estaba de acuerdo y peleaba por ello. Me parecía injusto. ¿Cómo iba yo a no ser centro, a no ser la primera, si siempre lo había sido desde pequeña?, ¿cómo una niña tan “lista” y tan “exitosa” ahora podía fracasar?, y además ¿cómo ellos no se daban cuenta de que yo era la mejor, la única? Esto era lo que yo sentía inconscientemente, no lo verbalizaba, pero era lo que me decía. Fue en el despacho donde peores ratos pasé, donde la enfermedad se manifestó de la forma más descarnada. En todo este proceso de competitividad entre mi compañera y yo, se llegó incluso a acusarme de dejadez en el trabajo, de indolencia, etc. Los acontecimientos se iban precipitando y cada día estaba peor por aguantar la situación en lugar de haberme marchado o haber peleado jurídicamente, aunque eso me hubiera llevado a no se sabe dónde también por el desgaste psicológico que supone. Al final terminé con casi la mitad del despacho en mi contra. Sentía que todos “ellos” eran un equipo coordinado para acabar conmigo. Todos ellos estaban orquestados por mi competidora, que sibilinamente los manipulaba, pero todos ellos de arriba abajo estaban contra mí. Yo lo iba retroalimentando con mis conductas cada vez más raras que provocaban que se me tratara todavía más como una extraña. En todo este proceso, la enfermedad irrumpió una vez bruscamente el día que sentía que aquello comenzaba a estar definitivamente peor. Viví lo que puede denominarse una situación de acoso laboral, aunque nunca sabré hasta qué punto era acoso y hasta qué punto era mi interpretación por la enfermedad. Mi miedo era además que la insensibilidad de los juristas determinara que había sido antes el huevo que la gallina, es decir, que mi enfermedad precedía al acoso que había sufrido, y no al revés. Es un terreno ambiguo en

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este sentido. Y tampoco es agradable ver aireada tu enfermedad. De ahí que haga falta una mayor concienciación de los juristas ante el tema, un mejor tratamiento del tema. Los trámites y la falta de concienciación disuaden a la víctima y se autoinmola ella misma o bien acaba marchándose a otro sitio. Una lástima para la vida laboral de uno mismo y la de otros que vendrán. En la web encontré foros sobre esto que llaman mobbing. Se encuentran testimonios de todo tipo y sobre todo, aquellos que se plantean el cambio de trabajo, la salida honrosa, por no poder soportarlo más. Es injusto que esta situación plantee como única salida esa, puesto que hay impunidad para que estas situaciones tengan lugar en las empresas. Falta legislación y concienciación al respecto y más sensibilidad. Por fortuna, recientemente se están registrando sentencias favorables al ninguneado y eso abre ciertas esperanzas. Por ello uno de los problemas que se plantean es si el enfermo es enfermo por causa del mobbing o si como intenta hacer creer el resto de los compañeros o trabajadores, sean jefes o colegas, ya era un enfermo antes y todo el proceso de acoso se intenta interpretar en clave de enfermedad, no de mobbing. En los foros planteé muchas veces este problema, pero no obtuve respuesta. Me parece algo delicado a resolver. No se sabe hasta qué punto uno se enferma por el mobbing y sin él no se hubiera enfermado, hasta qué punto puede defender que él estaba bien hasta entonces y que enfermó por dicha actuación; y hasta qué punto puede ser visto como que siempre ha estado enfermo y que no ha habido mobbing. Este es un tema clave para los procesos judiciales, puesto que con mucha frecuencia, se intentará defender que no hubo mobbing y que sí había enfermo previo, cuando lo que sucede es lo contrario.

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3 LA ENFERMEDAD Y SUS EPISODIOS DE CRISIS

Los episodios de paranoia que recuerdo son innumerables, pero recuerdo alguno especialmente gráfico que puede explicar cómo me sentía. Los podría clasificar según lo que revelan. Lo que quiero evidenciar es cómo se siente la persona que los sufre, la sensación de miedo que experimenta, el pánico que vive. Ella es la primera asustada. Puede que los de su alrededor a veces la vean como extraña, con conductas y reacciones incomprensibles, pero lo que está claro es que quien interpreta el papel está aterrado y por miedo somos capaces de hacer muchas cosas. Yo sentía soledad, me sentía sola en el mundo, no podía confiar en nadie. ¿Alguien se imagina cómo puede sentirse alguien en esta situación? Por ejemplo, existen episodios que dan cuenta del “complot” que yo creía ver, del miedo que yo sentía, de mi soledad, de mi aislamiento respecto al exterior, del acoso, de mis obsesiones, etc. Los episodios se desencadenaron sobre todo en el despacho, tras mi postparto, pero también se manifestaron en mi vida cotidiana.

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Yo tenía miedo ya no sólo de no ascender profesionalmente, sino de que me echaran del despacho. Mis rasgos de personalidad hacían lo demás. Mi afán de perfección y mi exigencia me impelían a actuar de forma extraña en muchas ocasiones. No me permitía fallo alguno por mi miedo a que se pusiera en entredicho mi profesionalidad. Por ejemplo, en el trabajo teníamos la obligación de fichar. En la época en que comenzó el acoso, yo cometí algunas imprudencias movida por mi miedo. En los ordenadores se podían consultar los fichajes de cada trabajador manejando algunas claves. Un día las extraje de un fichero que estaba en la sala contigua y así podía consultar los fichajes de quien quisiera. Mi compañera y competidora, aspirante a la misma plaza que yo, solía llegar tarde e irse pronto en muchas ocasiones, pero eso no importaba aparentemente, o bien nadie se enteraba o se lo permitían. Así que en mi etapa crítica, yo empecé a consultar sus fichajes y a anotar sus irregularidades, con el ánimo de recoger pruebas para contrarrestar una posible denuncia que sentía que querían presentar “ellos”. Así es que anotaba todo durante varios meses en una especie de actividad de espionaje basado en mi miedo a perder mi ascenso y así mismo mi puesto de trabajo, en mi miedo a resultar incompetente, a que se me encontraran faltas. Llegué a cometer pequeñas infracciones (abrir carpetas ajenas, consultar e-mail de otros, buscar ficheros en ordenadores de otros, etc.) movida por el miedo a que me echaran, a que intentaran demostrar cosas falsas sobre mí. Poco a poco, en el despacho me iba aislando de la gente. Mis conductas extrañas provocaban que la gente se alejara de mí. Por entonces, tenía una amiga íntima que trabajaba cerca de mi sala.

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LA ENFERMEDAD Y SUS EPISODIOS DE CRISIS

Solíamos desayunar a media mañana, y luego salíamos habitualmente a las seis. A las seis en punto ella venía a buscarme para salir juntas. En los momentos de mayor malestar, llegué a pensar que ella venía para hacerme salir a mi hora y que no hiciera ni una hora de más para que luego pudieran decirme y acusarme de que no daba ni un minuto de más por la empresa. Mi nivel de exigencia, y de perfección era tal que no me bastaba con cumplir estrictamente con mi trabajo. Me exigía dar más. Por ello interpretaba hasta un gesto de acercamiento como una puñalada, una trampa. No me fiaba ni tan siquiera de mis amigas, de las que habían sido mis amigas y que yo entonces sentía que me traicionaban. De este modo, acabé perdiéndola porque cada día estaba más reservada con ella, cada día me distanciaba más, por el miedo y la desconfianza que sentía. Al final acabó cansándose y diciéndome que había cambiado mucho y que no se sentía cómoda conmigo. Así, iba perdiendo amigos por todas partes. Iba consiguiendo enemigos, quedándome más sola y aislada, lo cual todavía retroalimentaba más mi enfermedad. Recuerdo un día, de los peores, en que un compañero vino a mi mesa cantando una canción ya antigua que llevaba mi nombre. Yo la conocía, era una canción que hablaba de amor, de afecto, hacia la mujer nombrada. Él se acercó a decirme que había un error en uno de mis informes. Pero yo eso no podía aceptarlo. No podía aceptar una crítica, aunque de eso no era consciente. Así es que cuando él se acercaba afablemente pero para hacerme notar un error, no podía recibirlo como muestra de afecto, sino que lo interpretaba como que se estaba riendo de mí, que se mofaba de mí al cantarme una canción para que yo creyera que me quería cuando lo que me estaba haciendo me hacía daño. Él desde luego no se enteraba de

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nada, pero sí pudo ver que mi conducta era extraña, que puse un semblante extraño y que lo que me decía me molestaba. No podía aceptar un error en mí misma. Mi imagen pública debía ser intachable. El mantenimiento de mi puesto de trabajo dependía de ello. En alguna ocasión, cuando no me enteraba de la fecha clave para entregar algún papel importante en el banco, como no podía aceptar haberme equivocado, creía que “ellos” lo habían hecho intencionadamente, que me habían dado las fechas equívocamente. Me enfadaba y lo proyectaba sobre los otros creyendo que eran ellos los que se estaban riendo de mí, los que me habían hecho equivocarme, los que lo hacían para fastidiarme. El mecanismo de proyección estaba actuando con fuerza. No podía aceptar que se cuestionara mi quehacer. Otro de los síntomas que detecté es que yo, que había sido siempre experta en las tareas contables más rutinarias que requerían mucha atención por ejemplo, empecé a tener muchos fallos. Fallos que por supuesto no admitía. Me costaba mucho mantener la atención, tenía que hacer verdaderos esfuerzos. Para mí había sido siempre una tarea fácil, incluso agradable. Me servía para desconectar de las tareas más intelectuales que requería mi trabajo. Me parecía como hacer pasatiempos. Pero en aquella época resultó ser una verdadera tortura para mí, no lograba concentrarme ni mantener la atención. Este era un síntoma más de la enfermedad. Recuerdo un día en que estaba revisando una hoja de cálculo con el balance del mes para una empresa y cometí serios errores. Una compañera se dio cuenta y me llamó la atención. Yo, como estaba tan enferma no lo podía admitir, y lo interpreté una vez más como que “ellos” querían buscarme las faltas para poder justificar no ascenderme e incluso despedirme.

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No me permitía ni tan siquiera estar de baja. En algunas ocasiones lo estuve. Fue durante algunos días o semanas, y eso minó más todavía mi imagen púbica. Mi estado era al final ya muy deteriorado y mi psiquiatra me aconsejó varias bajas médicas. Recuerdo que leí en el periódico una noticia acerca de un estudio que habían hecho sobre la falsedad de la mayor parte de las bajas laborales. Mi cabeza se disparó y me empezó a entrar un gran pánico por la posibilidad de que alguien intentara acusarme de que mi baja era falsa y así poder por fin despedirme de mi trabajo. Recuerdo haber pasado varias noches sin dormir, dándole vueltas obsesivamente. En alguna de aquellas noches recuerdo elaborar una espiral de horrores y terminar pensando en el suicidio. La cadena era así: me imaginaba sin trabajo, sin relaciones, abandonada, sola, sin mis hijos, sin mi marido, denunciada, acusada, en la cárcel, y ante este panorama, la salida que se me presentaba era entonces el suicidio. No era una salida que llegara a articular como real, pero se me ocurría en muchas ocasiones. Era la única salida lógica al panorama que me imaginaba. La única vía para acabar con tanto sufrimiento. He leído que en muchas ocasiones los enfermos relatan situaciones en las que sienten que son escuchados, vigilados, controlados. También sentí que en mi casa había micrófonos, que me espiaban. Un día en el despacho, alguien estaba pidiendo un día libre para hacer una gestión familiar, y yo había hablado en casa de que iba a pedir un día libre para pedir unos papeles de la seguridad social que necesitaba para mi madre. La coincidencia me hacía pensar en los micrófonos como explicación. De igual forma, en otra ocasión, alguien podía relatar que quería leer una novela que yo también estaba leyendo en casa casualmente. O bien hablaba sobre un programa de televisión que también había visto

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en mi casa el día anterior. Yo no decía nada sobre estas coincidencias que escuchaba, pero sentía que no eran producto del azar sino que lo explicaba con el hecho de que había cámaras en mi casa, micrófonos, que me escuchaban y vigilaban, que sabían cada movimiento que había hecho en mi casa y que luego en el trabajo todos querían hacerme sentir que lo sabían, todos “ellos”, los que se reían de mí, y estaban contra mí. Había descartado la casualidad de mi vida, solo valía la explicación del espionaje. Hoy en día puedo sentir cómo la casualidad y las coincidencias rigen nuestras vidas asombrosamente y muchas veces incluso caprichosa y divertidamente. En este sentido, recuerdo algo de lo que hoy me hace sonreír y es que en una ocasión, ya que tenía la costumbre de pintarme los labios de rojo y sin ellos no me sentía “vestida”, no lograba encontrar mi barra de labios preferida en el tocador ni en el cuarto de baño. Al día siguiente, alguien en el despacho empezó a buscar su barra de labios y decir que no la encontraba. Para mí aquello fue visto como el eco de lo que me había pasado el día anterior. No podía entenderlo como una casualidad, eliminaba los rasgos que hacían que el relato del otro fuera diferente y lo hacía parecer semejante, completamente igual al mío. Miraba por un pequeño agujerito lo que debía ver por la gran puerta. De igual forma, en otra ocasión recuerdo que la casualidad hizo que un día fuésemos al trabajo vestidas del mismo color tres compañeras de mi misma área. Como eliminaba el azar de mi vida, como no podía soportar no ser única y llevar una ropa de un color exclusivo, interpretaba todo ello como que alguien tenía cámaras en mi casa y que podía ver lo que llevaba puesto y hacer que otros se vistieran de igual forma que yo para volverme loca.

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LA ENFERMEDAD Y SUS EPISODIOS DE CRISIS

Incluso recuerdo que ese día pasé por delante del jefe y me sonrió. No pude evitar pensar que se estaba riendo por cómo iba vestida: a imagen y semejanza de mis compañeras. Me sentía ridiculizada. Definitivamente, volvía a eliminar el azar de mi vida, la casualidad. Todo me lo refería a mí misma, al complot. La desconfianza en mis compañeros llegó a ser tal, que incluso llegué a creer que querían deshacerse de mí. Mi miedo y temor eran atroces. La sensación de que los demás quieren matarte y encima con una sonrisa, riéndose de ti, es de lo más cruel. Por entonces, yo había vuelto a fumar. En las etapas críticas, muchísimo más de lo normal, lo cual agravaba mi presentación pública evidenciando mi ansiedad. Fumaba compulsivamente. Recuerdo una ocasión en que alguien del despacho me pidió un cigarrillo y accedí, y me cogió la cajetilla. Salió un momento de la habitación y volvió al cabo de un rato. No pude fumar un solo cigarrillo más de aquella cajetilla en toda la mañana porque creía que los habían manipulado. Tenía la certeza de que habían cambiado los cigarrillos del paquete introduciendo otros para que poco a poco me fueran provocando mayores crisis. No sabía qué podría ser lo que habían introducido, pero tenía la seguridad de que si fumaba un solo cigarrillo de aquellos mi situación empeoraría. Aquel día no fumé más y mis compañeros se sorprendieron por ello. Me lo hacían notar y mis respuestas, desde mi miedo atroz, eran extrañas para ellos. A la salida, compré otro paquete y el anterior lo tiré nada más salir del trabajo ocultándome para que nadie viera lo que hacía con él. Mis compañeros veían así en mí, conductas extrañas que les confirmaban que algo me pasaba. Desde aquel día no dejé más el paquete de cigarrillos encima de la

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mesa y si alguien me pedía uno, se lo daba yo misma. La sensación para los demás era que a mí me sucedía algo extraño. Así mismo cuando iba hacia mi trabajo todos los días desde mi casa por la carretera, continuaba pensado que alguien de “ellos” incluso quería matarme y cualquier fallo mecánico, cualquier incidente (un adelantamiento brusco, un frenazo inesperado del de delante, etc.) sentía que era preparado, premeditado y que alguien había querido matarme. Un día una de las ruedas del coche, se pinchó, pero yo iba tan absorta en mis pensamientos obsesivos que casi pierdo el control. En lugar de atribuirlo al azar, interpreté que alguien había colocado allí material punzante para que yo pasara y se reventara la rueda. Alguien que quería que tuviera un accidente obviamente. Probablemente fuera uno de esos días que no había dormido, que estaba muy ansiosa, enfadada, con malestar profundo. Pero no solo desconfiaba de mis compañeros, incluso llegué a desconfiar de mi psicóloga. Ella no solía llamarme al despacho, pero recuerdo una ocasión en que lo hizo. Yo no quería que nadie supiera que iba a un psicólogo. No solía llamarme al trabajo, pero una vez sí lo hizo para cambiar una cita y me preguntó que cómo estaba. Como en aquella ocasión tuve que hablar con ella delante de la gente, de mis compañeros. Sentía como que ella estaba también en el complot y que me preguntaba para hacerme hablar delante de todos y que se descubriera que yo iba a una psicóloga y que estaba enferma. Así es que llegué hasta a desconfiar de ella. Hoy en día sé que ella me preguntaba muchas veces cómo estaba por puro interés de cómo estaba realmente, sobre todo ante la necesidad de cambiar la cita y por si hubiera hecho falta adelantar la siguiente sesión si estaba peor.

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LA ENFERMEDAD Y SUS EPISODIOS DE CRISIS

Mi necesidad de perfección y mi exigencia me presionaban cotidianamente. De ello dependía el que conservara el puesto de trabajo. A veces cuando llegaba al trabajo me obsesionaba con la idea de que no iba a encontrar aparcamiento. Nada más salir de casa ya comenzaba a pensarlo y por ello creía que llegaría tarde a trabajar, que iba a incumplir y que me iban a amonestar por ello. Mi pensamiento era obsesivo: “no va a haber sitio, tendré que aparcar lejos, llegaré tarde, me sancionarán...”. A pesar de que todos los días encontrara sitio para aparcar, al día siguiente volvía a repetir los mismos pensamientos. Llegaba a levantarme media hora antes para prevenir que si no encontraba sitio, pudiera tener margen para encontrarlo. Nunca pasó, y estuve llegando muy pronto durante mucho tiempo, lo cual todavía me enrarecía más ante los demás. Yo manifestaba conductas externas raras y extrañas que nadie comprendía y no podía comentarlas porque desconfiaba, porque no lo entenderían, por qué me pesaban. Así se desencadenaban más reacciones extrañas y hostiles hacia mí. Me iba haciendo más rara cada vez, yo lo realimentaba. Más tarde, mi psicóloga me enseñó a controlar este pensamiento por la vía del asombro. “Fíjate qué cosa tan rara pienso, fíjate cómo este pensamiento me ayuda a conocerme más a mí misma, a saber que lo que me preocupa es llegar pronto para no incumplir” y también a explicarlo y entenderlo por mi miedo al cambio. Para mí, encontrarme cada mañana con lo que cambiaba constantemente cada día, como era el lugar de aparcamiento, era vivido con angustia. En otra ocasión, motivada también por mi afán perfeccionista y mi miedo a perder el trabajo, un día al bajar del coche, tras aparcar cerca del despacho, había una jovencita que me preguntó la

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hora. Hasta ahí no sentí nada raro, pero cuando llegué a la puerta del edificio, alguien me volvió a preguntar la hora. Probablemente, estuviera preocupada, enfadada, etc. y empezó el mecanismo: empecé a desconfiar y a pensar que alguien manipulaba mi reloj para que yo llegara tarde, pero estuviera convencida de que llegaba a mi hora, porque me habían hecho mirar el reloj y podía estar convencida de que llegaba a mi hora. Fue entonces cuando recordé que días antes una compañera del despacho me había pedido prestado mi reloj para ir a desayunar y cumplir con el tiempo de desayuno. Me estremecí al pensar que algo habían hecho en mi reloj para que yo llegara tarde y así poder buscarme alguna falta. Mi desconfianza en la gente y mi miedo a llegar tarde eran tales que se unían para hacerme sospechar de todo el mundo y pensar que eran cómplices, que querían volverme loca. Lo peor de todo era que mi sensación de soledad era abismal. Tenía de mí misma, una imagen omnipotente y sobrevalorada. Recuerdo un día que subía a mi despacho en el ascensor con el director del despacho vecino y me preguntó que a qué piso iba. Mi enfado fue considerable debido al hecho de que no me conociera, pero evidentemente no podía reconocerlo conscientemente. Pensaba que cómo era posible que no supiera quién era yo, que tenía que saber que trabajaba en el despacho de sus amigos, que no era posible que no reconociera lo que yo valía en el despacho. Me molestó tanto, que interpreté que quería molestarme y hacerme daño, ignorándome, y que por eso me lo preguntaba. Hoy pienso que probablemente fuera un señor despistado, o que tal vez tuviera un mal día e iba absorto en sus pensamientos o sencillamente que no me conocía.

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Pero no solo me pasaban cosas raras en el despacho. También en mi vida cotidiana fuera de él. Así cualquier película podía tener una doble lectura para mí. Por ejemplo cuando veía una película de espionaje me alteraba mucho. Mi imaginación era desbordante y así por ejemplo me sucedió con la película “Enemigo público”. Comprobé que en la película se daba un increíble despliegue de medios para controlar a una persona, y pensaba, relacionándolo conmigo, que si el FBI tenía esos medios para espiar: ¿cómo los iban a utilizar conmigo? Me daba cuenta de que lo que pensaba era una barbaridad y de que nadie me podía espiar, que solo el FBI podía, y que los que a mí me espiaban no eran el FBI. Pero eso lo pensaba en mis momentos lúcidos, en los momentos de crisis sentía que me espiaban como si del mismo FBI se tratara. Así mismo recuerdo que cuando peor estaba, sentía que la conspiración de “ellos” iba contra mis amigos también. Tenía amigos trabajando en la seguridad social, otros en el juzgado, otros en el ayuntamiento, otros en otros despachos de abogados y empresas. Pensaba que acabarían echándolos a todos y así no tendría posibilidades de que nadie me ofreciera un trabajo en el futuro. Pensaba que querían hundirme junto a toda mi red. Cada vez que un amigo mío me contaba que hacía algo remotamente ilegal en su trabajo, yo imaginaba que le iban a involucrar en alguna estafa inducida, que le iban a acusar de un aprovechamiento en propio beneficio. Sentía como que alguien le estaba induciendo a que lo hiciera, alguien colocado por “ellos” y así poder ir contra él y echarle del trabajo. El panorama que yo imaginaba al final era: yo sin trabajo, mis amigos sin trabajo, mi familia pobre y atormentada, abandonada por ellos y mis amigos, en la cárcel, sola. El escenario me asustaba muchísimo.

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En la casa sentía también que habían “entrado”. Como he dicho, había eliminado completamente el azar de mi vida. Así, si por ejemplo un día me dejaba el teléfono descolgado y por tanto comunicando, yo no aceptaba haber hecho algo mal y lo interpretaba nuevamente como agresión externa. Recuerdo un día en el que había quedado para ir al cine con mi hermano para distraerme y relajarme. Yo había estado hablando con alguien por teléfono y al terminar, lo debí de dejar mal colgado. Así que cuando él intentaba llamarme, comunicaba. Al final, el teléfono, tras una llamada mía al exterior, fue colgado, y así él pudo por fin comunicar conmigo. Cuando me dijo que cómo es que comunicaba tanto rato, en lugar de atribuirlo a un fallo humano, a un despiste, lo atribuí a que también me manipulaban la línea telefónica desde la central. Imaginaba que había amigos de “ellos” trabajando en la central de teléfonos y que manipulaban mi teléfono para aislarme de mis comunicaciones, para enfadarme y volverme loca. Como no podía admitir mi fallo humano ni la casualidad, lo atribuía al complot. Por ese afán de perfección y por mi intransigencia y rigidez, no podía admitir los fallos humanos en mí. Recuerdo un día concreto en que no me sonó el contestador de casa en el que se me había dejado un mensaje de que se adelantaba la sesión de la psicóloga y que, por lo tanto, llegué tarde. Sentí que alguien intervenía mi teléfono a distancia para que me enemistara con mi psicóloga y dejara el tratamiento. No podía admitir un fallo técnico, eléctrico, sino que mi enfado por haber incumplido, se proyectaba al exterior y me hacía ver enemigos imaginarios y conspiradores por doquier. En otra ocasión, a mi marido le comunicaron que le prolongaban el horario de trabajo y empezó a salir más tarde de lo habitual. Yo pensaba que eso lo habían hecho “ellos” para hacer que yo

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pasara más tiempo sola, y sin ayuda, para que mi marido encontrara incluso otra mujer en su despacho y así me abandonara y yo me quedara sola con los niños. Poco a poco, conseguirían que fuera perdiendo la cabeza y al final conseguirían quitarme incluso a los niños. Mis visiones de futuro eran macabras. Mi miedo era atroz. Son precisamente este tipo de sentimientos los que he podido vislumbrar en muchos de los relatos que hace la prensa sobre estos enfermos y sus actitudes. También la calle estaba llena de elementos “malignos”. Un simple paseo por la calle podía inquietarme muchísimo. Cuando paseaba, sobre todo por el centro, solía ver indicios de complot en la gente que pasaba. Una mera sonrisa de un paseante podía aterrarme. Es algo que ahora constato que pasa muy a menudo, incluso muchas veces me encuentro que lo hago hasta yo misma. Entonces, yo creía que quien se cruzaba conmigo sabía lo que me pasaba y que se estaba riendo de mí. Creía que muchas personas de las que pasaban por la calle, estaban allí para controlarme, para hacerme sufrir, que se reían porque sabían lo que me pasaba, y que todas estaban aliadas contra mí, que eran amigas de “ellos”, gente que se cruzaba intencionadamente conmigo, que estaban puestos allí por “ellos” para controlarme y hacerme sentir cercada. Aun hoy, cuando veo a alguien que sonríe por la calle, me pasa por la cabeza este pensamiento, no obstante lo desecho enseguida pensando, “pues se acordará de algo que le gusta”, “acabará de ver algo que le ha hecho gracia”, o tal vez, “le recordaré a alguien”, no preocupándome por pensar esto en el mismo nivel de orden que los otros pensamientos. Otras veces ya ni lo veo. Mi pensamiento antes era unidireccional: solamente pensaba una sola cosa, que se reían de mí, y además no podía ver otras interpretaciones y sufría por ello.

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Recuerdo un día en una librería de derecho que para mí fue horrible. Fue durante el posparto, en la baja maternal. Como andaba preocupada obsesivamente por mi trabajo, me dedicaba a reciclarme y aprender más cosas. Así que necesitaba un libro y lo había encargado en una librería cercana a la oficina, pero no fui a recogerlo porque lo encontré más tarde en otra librería también cercana. El encargado de la librería donde lo compré al final, me enseñó otro libro y me dijo: “este no es ¿no? –señalando otro que había allí– “Es que algunos clientes encargan libros que luego no pasan a recoger”. Yo me sentí golpeada, como si todos los libreros estuvieran aliados y se contaran las cosas respecto a mí, porque eran amigos de “ellos”, los de mi despacho y todos iban contra mí. Yo había desobedecido, me sentía culpable por no haber ido a recoger el libro que había encargado en la otra librería, y ahora me parecía que me reñían por no haberlo hecho. Sentía que sabían lo que había hecho y ahora me lo recriminaban indirectamente. Me sentía centro del mundo, como que todo el mundo me estuviera controlando y encima quisieran hacerme daño, todo por el complejo de culpa que tenía. Es sencillamente poner en los otros, lo que internamente pasa en ti. Mi vida cotidiana se veía afectada, mis aficiones de siempre ya no me atraían. Recuerdo en una ocasión en que mi marido, para animarme, me propuso hacer un viaje a París con los niños. Habíamos ido alguna otra vez a París en nuestra etapa de novios y también a Nueva York, a Praga, a Italia, etc. Siempre nos había gustado mucho viajar. Pero ahora ya no tenía ganas. Me encontraba apática. Recuerdo pasear por las calles de París, empujando el cochecito de la niña sintiendo que me pesaban los hombros, las piernas, y paseaba por sus tiendas de moda que siempre me habían atraído, sin ninguna inquietud ni emoción de ningún tipo. Eso me dio que

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pensar porque me encontré en lugares que antes me excitaban, con la más completa de las abulias. Me daba igual estar en París que en Pekín. No había interés alguno. Nunca sabré si lo que tuve fueron alucinaciones o no. Pero recuerdo una época en que tenía todos los camisones iguales. Había encontrado el modelo ideal, y tal era mi obsesión por la seguridad y el control que había comprado cinco o seis iguales, al igual que mis calcetines. Mi miedo al cambio me hacía comprar el mismo modelo, para asegurar que no habría incertidumbre, también para controlar. Los tenía guardados en un cajón. Una noche, en pleno delirio, me levanté y se me ocurrió mirar el cajón de los camisones. Estaban todos ordenados por colores, perfectamente ordenados. Eso me asustó. Nunca supe si me había levantado y los había ordenado, si los había ordenado y no me acordaba, el hecho es que me asusté de mi misma, porque me veía francamente enferma. Me volví a acostar o eso supuse. A la mañana siguiente no me atrevía a mirar el cajón. Cuando finalmente lo hice, no recuerdo haberlo visto tan ordenado ni tan perfecto. Tampoco nunca supe si me levanté de verdad de la cama o fue un sueño, pero lo viví como real. Nunca sabré qué pasó. Si fue sueño, delirio, sonambulismo, o qué. Podría relatar muchos otros episodios, pero son más variedades de lo mismo con distintos escenarios, distintos personajes, pero los miedos, la sensación de complot, de pánico, de inseguridad en un mundo donde te sientes solo, perdido y amenazado es la tónica común.

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Alguien dijo que cuando tienes una enfermedad no puedes volver al estado anterior a la enfermedad porque no era funcional, es decir, que tuviste la enfermedad porque no estabas bien, porque así no podías funcionar. Por eso no se puede volver al estado anterior, sino que tienes que cambiar, y se cambia, claro que se cambia. La enfermedad es el principio del cambio, el nacimiento a otro estadio de tu vida, a otra etapa. Para algunos es el final de la persona, para otros el principio de su nacimiento. Quiero pensar que yo renací a raíz de ella. Desde pequeña me había atraído mucho la psicología, aunque nunca como terapia, sino meramente como curiosidad. Así que cuando estaba tan desquiciada y mi hermano me propuso ir a un psicólogo, a pesar de que las primeras veces lo rechazaba porque no era consciente de mi enfermedad y no me parecía oportuno desde mi delirio, al final accedí en aras de buscar una solución a mi situación ya insostenible. Mi desesperación y mi afición por la psicología abrían las puertas para que entrara en mi vida un pro-

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fesional de este campo. Además mi hermano me transmitió su experiencia positiva con los psicólogos: su pareja era psicóloga y también amiga mía. Por tanto accedí a una primera consulta. La primera psicóloga a la que acudí, en una primera sesión y después de escucharme atentamente, me remitió al psiquiatra que resultó ser un profesional sin corazón que me dejó sola al día siguiente, por una “indisposición nocturna” según me dijo su enfermera, con los efectos secundarios de la medicación tomada por primera vez y sin haberme prevenido de sus efectos. Yo salí de casa a hacer unas gestiones que tenían plazo. Al levantarme, me mareaba pero tal era mi sentido de la responsabilidad que fui a hacerlas sin plantearme la posibilidad de no ir. En el trayecto podría haber tenido un accidente porque realmente no estaba en condiciones de conducir coche alguno, pero lo hice. ¿Cómo se puede dejar y no tener previsto que un paciente llame en el primer día de su medicación sobre el que no has avisado de los efectos secundarios y le dejes a su libre albedrío?, ¿cómo se puede dejar solo a un paciente cuando ha puesto todas sus esperanzas en ti?, ¿máxime de un enfermo que precisamente uno de sus puntos débiles es la desconfianza en el resto? ¿Cómo puedes seguir alimentando su desconfianza en el primer día de medicación? Hay gente de todo tipo por este mundo de los psiquiatras. Afortunadamente para mí, di con “un ángel de la psiquiatría” gracias al azar. Fui a mi médico de cabecera que, de manera totalmente insensible, me decía que me daba unos días de baja y que era mejor que volviera a trabajar, que si no eso se enquistaba y no habría forma de que reanudara mi trabajo, y ante los ojos atónitos de mi hermano, nos remitió al especialista al que fuimos y que ya

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nos firmó la baja necesaria para poder aliviar la enfermedad. La psiquiatra resultó ser una gran profesional además de una excelente persona, de una calidad humana inigualable. Nuevamente hay gente de todo tipo y más valdría a quien no sabe, remitir al especialista para que evalúe según sus conocimientos, tomar unos cursos de sensibilización ante este tipo de enfermedades. De otro modo, se puede uno equivocar profundamente. Aunque al principio mi psicóloga me parecía adecuada, puesto que me sentía escuchada y cuidada en mis primeras fases del tratamiento, poco a poco fui descubriendo que no me ayudaba, que no progresaba nada. Me daba recetas prácticas sobre cómo hacer cosas, cómo moverme por la vida. Pero continuaba teniendo mucho malestar, estaba cansada, quería resultados rápidos. No podía esperar. Tuvo dos o tres detalles feos, que no me gustaron. Me enfadé con ella. Así que decidí cambiarme de psicólogo. Volví a tener alguna otra crisis y eso me desesperaba. A través de un amigo, siempre ocultándolo y en secreto, fui a una nueva consulta de un psicólogo que me decían que era el mejor profesional de la ciudad. Como en las grandes ciudades, encontrar un buen profesional es difícil. Además hay que ocultar que vas a un psicólogo porque todo el mundo se acaba enterando de ello. De este modo aparecí en su consulta tras varios intentos de cita a los que fallaba por desconfianza, por imprevistos y otras causas, hasta que al final, mi psiquiatra me “ordenó” que fuera y me hizo darme cuenta de que yo no acudía a las citas por miedo, por falta de motivación, por pesimismo ante la sanación. También abandoné a este psicólogo que no me gustó en absoluto y con quien no sintonizaba en nada. Algo me decía que no era un buen profesional. Yo continuaba desconfiando, impaciente y ansiosa. En este mundo de los psicólogos, igual que en otras pro-

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fesiones, hay buenos y malos profesionales. Pero continué probando. Por último, acabé en la consulta de una psicóloga que resultó ser– esta vez sí– toda una profesional. Así es que empecé ya seriamente mis sesiones de psiquiatra y psicóloga paralelamente. Una me servía para eliminar los síntomas al tiempo que de apoyo moral; y la otra dirigía un proceso de desestructuración-estructuración, por otra parte inevitable en una enfermedad como ésta. Lo que yo seguía muy disciplinadamente era la toma de la medicación. En los foros hay muchos detractores de la medicación, hay gente que propone el Omega 3, la homeopatía, etc. pero todo lo que he leído y vivido al respecto me demuestra que la medicación ortodoxa es una pieza clave en el proceso de recuperación. Eso sí, hay gente a la que no le aciertan con el medicamento específico o bien con la dosis, pero el paciente debe comunicárselo a su médico y que éste tome las medidas oportunas. También hay gente que adapta la medicación a su caso según su propio criterio, son los pseudo-médicos que se autorrecetan personalmente. Cuando indagas en algunos casos ves que se trata de procesos de automedicación que hacen que el tratamiento falle. En mi caso, creo que una base importante de la recuperación fue mi orden y seriedad ante las tomas de medicación. Hay otro factor que incide y es que en mi caso era fácil puesto que yo no consumía ningún tipo de droga ni alcohol. Nunca me ha gustado ni el alcohol ni fumar un porro, ni tomar una pastilla de nada. Siempre he sido muy sana. Las drogas y el alcohol causan efectos perniciosos sobre esta enfermedad como muy bien saben los psiquiatras. De hecho actualmente puede ser uno de los desencadenantes de la enfermedad. En mi caso este origen estaba

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descartado. La única adicción que yo tenía era el tabaco, pero eso no afecta en nada. Bien es cierto que en psiquiatría, no hay consenso, ni ciencia cierta, sino más bien tentativas o experimentos, pero el tratamiento psiquiátrico es un proceso interactivo en el cual el paciente dice cómo se siente, y el médico prescribe. Hay reacciones esperadas, y otras inesperadas. Pero de todas se aprende para ajustar medicación y dosis. Al principio probaron con medicación clásica, de la de los años sesenta, luego, como no reaccionaba bien puesto que tenía muchos temblores y rigidez en el cuello, además de tener algunas nuevas crisis aunque más leves; me cambiaron a uno de los antipsicóticos de nueva generación. Lo tomaba en gotas y me adapté mejor a éste. No obstante, cada uno ha de probar su medicación. De cualquier forma, conseguimos acertar tras un proceso de entendimiento y comunicación con mi psiquiatra en el que íbamos ajustando, cambiando, probando. La cuestión necesaria es paciencia y dosis de humildad por parte del psiquiatra, además de confianza en el médico por parte del paciente. La medicación, acertada, hace efecto a las semanas y hasta entonces, mucha gente desiste porque no cree que le haga ningún efecto y adapta la medicación según su criterio, de ahí muchas recaídas. He conocido casos de gente que decía “es que me siento mal” y luego descubrías que tomaba la medicación cuando le venía bien y en la dosis que él estimaba adecuada, no según la prescripción. O bien, en otras ocasiones, no tenía una relación fluida con el psiquiatra. En mi caso, mis recaídas acontecieron en momentos en que mi psiquiatra había decidido eliminarme la medicación por una supuesta mejoría y así también tras el posparto, en el que no tomaba medicación alguna, sobrevino una vez

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más. Fue algo totalmente inesperado. Tras el primer parto todo había ido bien, pero tras el segundo todo fue terrible. Creí recuperarme tras la baja maternal, a la que añadí dos meses más, una vez me empecé a sentir mejor y me obligué a ir al trabajo por mi miedo a perder mi puesto, pero fue todo peor. De todas formas, como he dicho, era muy disciplinada y me tomaba todo lo que me prescribían y cuándo y cómo me lo decían. Tomaba mi dosificación puntualmente a las horas y en las dosis convenidas. Para evitar equivocarme, tenía mis pequeñas rutinas, después del desayuno, después de comer y después de cenar. Durante esta etapa desarrollé mucha paciencia y eso me ha servido para muchas otras cosas. Es una cosa que he aprendido de esta enfermedad: a tener paciencia y a esperar que las cosas lleguen, ayudándolas, eso sí. De todas formas, también la relación con el psiquiatra está condicionada por los tiempos que les dejan pasar con sus pacientes, por la organización de la sanidad en cada zona, por la profesionalidad del médico, por su calidad humana que trasciende lo profesional. Un profesional que no se haga querer por los pacientes, y que no sea comprensivo, establecerá vínculos más débiles y menos efectivos con sus pacientes que otro que sí los establece. Al menos esa es mi experiencia. Tienes que confiar en tu médico y esta confianza a veces depende del tiempo de contacto, de la calidad del contacto, de la personalidad del médico o del paciente, etc. pero hay temas que se pueden mejorar desde las instituciones. Hay muchos casos de psiquiatras que están con su paciente diez minutos. ¿Qué se puede contar en diez minutos? A pesar de que soy muy organizada, muy sintética y precisa, ni en diez minutos hubiera podido hacer nada. Así que, es preciso reclamar más tiempo de atención y mayor calidad en la atención. Se trata

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de un derecho como pacientes, sean reales o potenciales pues nadie está libre de caer mañana en una enfermedad como ésta o similar, y los que ya la tienen se merecen todo el respeto del resto de la comunidad. Por otro lado, todo la parte que aportan los psiquiatras no es nada sin la otra pata: la psicoterapia. He leído también muchas cosas de la bonanza de ésta en la recuperación de la enfermedad y sobre todo, lo he experimentado en mi propia vida. Yo creo que es algo muy necesario. Como me contaba un enfermo que conocí por Internet, es como si fueses un carro que anda viciado hacia un lado. La medicación te provoca que ya no andes hacia ese lado, pone un remedio superficial; pero si no abordas el problema de raíz, si no vas a solucionar la causa de por qué el carro va viciado hacia un lado, cuando elimines el remedio, se volverá a ir hacia el mismo sitio o al menos tendrá un gran riesgo de que así suceda. Sin embargo, con la psicoterapia trabajas para intentar que el carro deje de ir viciado. Se puede cambiar la forma de andar del carro, sobre todo si se es joven y se tienen ganas de hacerlo. Porque hay gente para todo. Pero en fin, siendo joven, que es lo que sucede en la mayoría de los casos diagnosticados de esquizofrenia según las estadísticas, se tienen muchas posibilidades de cambiar. Eso sí. Si se encuentran las herramientas y medios adecuados. La psicoterapia es un trabajo, un proceso lento, pero seguro. Una enferma que conocí solía llamarlo, “licenciatura en mí misma”. Mientras muchos han dedicado sus años a hacer masters, estudios superiores, posgrados, etc.; yo los dediqué a mí, a saber más sobre mí, para ayudarme a vivir mejor, es por eso que relativizo la importancia de los estudios especializados. A mí al menos no

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me ha dado tiempo, he tenido que trabajar sobre mí misma para poder sobrevivir, o bien, para vivir mejor. En un principio, no me creía mucho la labor de la psicoterapia, mi formación de jurista queda muy alejada de este mundo, a pesar de que siempre me ha atraído la psicología, aunque sólo como juego. Pero la verdad es que nunca había pensado que pudiera solucionar problemas tan graves como el mío, por ello desconfiaba un poco. Bueno, la verdad es que nunca me había planteado que pudiera servir para cosas como ésta, también es que, como pensarán muchos, nunca me había pasado una cosa como ésta. Pero es cierto, es un proceso lento, duro pero efectivo. Al principio, frente al psicoterapeuta te sientes como si estuvieras ante una esfinge, una señora, en mi caso, que mostraba cara de impasible y que de cuando en cuando te hacía unas preguntas que te hacían llorar. No entendía nada. Así que es un proceso muy duro, remueve todo tu interior, todo lo que creías, te toca en lo más profundo y te duele. Al principio de la psicoterapia sientes como que todo está “patas arriba”, que no hay orden, que empiezas por algo que te pasaba y resulta que de lo que hablas es de otra cosa que además te duele. No entiendes nada. Todo va muy lento, te desesperas y crees que no vale para nada. Es con el tiempo cuando todo comienza a ordenarse, cuando ves que tiene relación lo de fuera con lo que ocurre entre tu psicoterapeuta y tú. Como me dijo uno de los primeros psicólogos a los que fui, “al principio es como si tuvieras tu habitación a oscuras, y no supieras dónde está puesto nada, y luego es como si fueras alumbrando cada parte de la habitación y descubriendo dónde está cada cosa, localizando y ordenando cada cosa”. Esta frase creo que define muy bien qué es la psicoterapia. Desgraciadamente, con él no pude ordenar nada.

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La psicoterapia es un proceso de autoconocimiento duro pero efectivo. El proceso de autoconocimiento es el único que puede llevar a la felicidad, a la satisfacción con la propia vida. Conocerse es poder disfrutar del resto. Entender tus mecanismos es el primer paso para poder cambiarlos, para poder analizar por qué te hacían funcionar inadecuadamente. Saber diferenciar qué está en ti, y qué en los otros. Conocerse para saber qué necesitas, qué quieres. Y esto es un proceso particular, algo que nadie puede hacer por ti, algo que has de descubrir tú solo con ayuda profesional o bien porque la vida te haya enseñado a aprenderlo, aunque este camino es más difícil si estás enfermo. Sólo tú sabes qué es lo que te da la felicidad. Nos pasamos la vida yendo detrás de sueños ajenos: un coche, una casa, una familia, un trabajo bueno, ser famoso en tu medio, etc. cuando para cada uno cada cosa tiene un sentido, cuando tal vez no esté en el tener, sino en el ser, como decía Fromm. Tal vez lo que a otro le da la felicidad para ti sea una tortura. Tal vez lo tuyo tenga un sentido particular y solo tú lo codicias. No puede ser que todos consigamos la felicidad con las mismas cosas. Somos muy distintos. Y es que al “ser” sólo se llega por la vía del vivir, del indagar, del trabajo personal. Por eso hay que vivir para saber qué es lo que cada uno necesita. El objetivo último de cada uno es que nos quieran, es sentirnos queridos, y creemos que por tener más nos van a querer, vamos a ser más deseados, más amados. Es ese el modelo que nos venden. Que nos quieran depende de cómo seamos y eso puede estar en cualquier sitio, teniendo o sin tener. Y así depende de que sepamos qué necesitamos para poder encontrarlo y saber apreciarlo cuando lo tenemos. De igual forma se me quedó grabada otra frase que decía que “cada uno vemos la vida con unas gafas de un determinado color y aun-

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que alguien se empeñe en decirte que es rosa, tú lo ves verde”. Con el tiempo empiezas a ver que las cosas tienen muchos colores y que no son solo verdes, como tú las ves. Empiezas a ver que hay muchos puntos de vista, que cada uno tenemos uno, que enriquece ver los de los demás, que hay que respetarlos y aceptarlos aunque tú veas otras cosas, y que incluso a veces puedes llegar a verlo de otro color, como el de aquél que te lo indicaba. Había comenzado mi paso hacia otra etapa de mi vida, hacia el cambio.

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Este fue el primer tema que apareció en mi psicoterapia. Yo iba por un problema inmediato en principio profesional y en parte de pérdida familiar y de apoyos y me pasé mucho tiempo solamente reubicando a mi familia, llorando y llorando, sacando viejas heridas y recolocando mis relaciones con ellos. De lo que yo pensaba de ellos, a lo que acabé pensando iba una gran distancia. Fui descubriendo cómo eran cada uno de ellos y la relación que tenía y había tenido con ellos. Con cada psicólogo que fui, empezaba hablando de mi familia. Durante años, había pasado mucho tiempo enfadada con mi madre, por viejas heridas de cuando yo era pequeña. Sabía que ella no tenía la culpa pero yo vivía aquella relación con amargura. Aunque no me atrevía a reconocerlo porque había aprendido que a los padres se les venera, algo en mi interior no funcionaba. Sin embargo, he ido aprendiendo a través de mis hijos y he ido descubriendo que los padres hacen las cosas con la mejor intención pero que no siempre tienen los efectos deseados, y que cada uno tenemos nues-

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tras miserias que arrastramos por la vida y que a veces hacen daño a los demás, independientemente de nuestra intención. Es la relación con el otro lo que nos pone en contacto con el daño involuntario, lo que nos permite corregirnos. Los padres hacemos lo que podemos, con nuestra mochila de errores y cosas buenas a la espalda, con la mejor intención. Pero evidentemente a veces las cosas salen bien, a veces mal. Como fui sobreprotegida y muy egocéntrica, y tenía la tendencia a responsabilizar a mis padres de muchas cosas que me pasaban, cuando era yo quien había elegido hacer las cosas como las había hecho. Ellos sencillamente vivían su vida. Yo la mía. Hoy repito además algunos de esos esquemas. Tal vez mis hijos reaccionen de similar forma a la mía el día de mañana. Es algo que voy intentando corregir, pero me cuesta. Mi madre, en su vida activa, fue enfermera y ha tenido siempre una gran capacidad de entrega para con los demás, con un gran sentido del deber. Es una mujer fuerte, enérgica, muy activa, aunque ahora con la edad es más vulnerable. Eso sí, un poco fría y rígida, y sobre todo, muy exigente. Sin embargo su interior es más bien frágil, ella no se permite sentir. Le gusta poco manifestar sus sentimientos, de hecho incluso los anestesia, pero en muchas ocasiones he visto que, como todos, los tenía y que era vulnerable. También es muy desconfiada y me ha transmitido la forma de ver el mundo como su madre se lo transmitió a ella. Al igual que mi padre, ha sido siempre muy sobreprotectora. Eso sí, siempre con la mejor intención, con el deseo de cuidarnos y que no sufriésemos. Soy la tercera de cinco hermanos y, al igual que mi hermana anterior, tenía un fuerte carácter desde pequeña. El caso es que en mi infancia mi madre debía sentirse fatal con mi mal genio. A pesar de ser una niña muy agraciada de lo cual mi madre debía

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estar orgullosa puesto que físicamente le recordaba a ella misma; tenía muy mal genio. Ese era mi gran defecto. Cuando quería algo me debía enfadar mucho y conseguía muchas veces lo que quería (dentro de unos límites por supuesto), probablemente porque protestaba mucho y porque por no oírme, me daban lo que quería. Tenía una voz muy aguda y aun la sigo teniendo, y debía ser muy molesta. Así desarrollé una baja tolerancia a la frustración. Todo lo que quería, lo solía conseguir con sólo enfadarme. Pero esto no debía ocurrir siempre. En otras ocasiones en lugar de darme lo que quería, me reprimían el mal genio. Con esto no estaban reconducidos mis enfados, no se me ayudó a llevar una línea coherente, ni a canalizar la agresividad, a reconocerla y a reconducirla. Por tanto, como mi madre no debía soportar mis enfados y creía que eso debía de reprimirse, así lo hizo. También en el colegio supongo que debía enfadarme mucho, me debía frustrar mucho, pero aprendí que eso había que reprimirlo. Que con la autoridad uno no puede enfadarse. Decía Goleman que “el primer paso para crear un paranoico consiste en adiestrarle a negar sus sentimientos de rabia y dolor hacia su padre” esto es, hacia la autoridad. A la larga, aprendí a reprimir mis enfados, mis desacuerdos con la autoridad, fuera mi padre o mi madre o mis profesores; en general, y a no saber qué hacer con mi agresividad. “Niña, ese genio”, “que no te enfades”, “¿sabes lo fea que te pones?”, “mira, tus hermanos, tus compañeros, no se enfadan tanto” y con frases así me imagino que iría aprendiendo que con los demás no había que enfadarse y menos con la autoridad. Esto me ha reportado muchos problemas posteriores porque yo no podía decir lo que sentía cuando no estaba de acuerdo con alguien y no sabía qué hacer con tanta rabia. Así que aprendí a utilizar un mecanismo muy simple: la proyección. Proyectaba esa rabia incontenible en el exterior y me

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la dirigía a mí misma en forma de amenaza. Sentía que todo el mundo estaba contra mí, que no me querían, que hablaban de mí. Y eso era una espiral que se autoalimentaba sola. Así me quedaba como “la buena” y el otro como “el malo”. No podía enfadarme, tenía que sacar el enfado de mí, no podía tolerarlo en mi interior y así lo atribuía al otro, no a mí. Yo, el centro del mundo para todo, me enfadaba, lo proyectaba, me sentía amenazada, con lo cual provocaba conductas hostiles hacia mí en los otros basadas en mi hostilidad hacia ellos, y así sucesivamente. Con estas conductas, lo iba retroalimentando. En mi caso, este es uno, aunque no el único, de los mecanismos básicos de la enfermedad. Además sentía una vieja herida con mi madre. Después de nacer mi hermano pequeño me debí sentir desplazada en el afecto de mi madre y como venganza debí empezar a mirar hacia mi padre. Por eso, después de haber intentado ser amada por mi madre, empecé a adorar a mi padre, por eso me identificaba más con él. Debí sentir tal dolor de ver que mi madre adorada dejaba de atenderme por atender a mi hermano pequeño, que giré hacia mi padre. Esa fue mi venganza con mi madre, mi pataleta de niña. Mi hermano con los años llegó a ser mi mejor amigo. Pero la herida estaba ahí, no la entendí ni la procesé. Posteriormente y en mi vida adulta, volvía a revivir el desplazamiento o rechazo cada vez que dejaba de ser centro de las reuniones familiares, de los éxitos laborales en el despacho, etc. Por otro lado, también alimentaba mi enfermedad el hecho de sentirme centro desde pequeña, el hecho de estar acostumbrada a ser una niña-centro, una niña-estrella. En el colegio, solía destacar en escritura y lectura, en deportes–sobre todo en baloncesto–, en ballet debido a mi porte y flexibilidad, etc.; incluso llegué a ganar

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algún concurso en el colegio. Recuerdo que a veces, en el recreo, una profesora me hacía dar algunos pasos de ballet delante de otras profesoras para que lo vieran. Me había acostumbrado a ser una niña-centro. Esto, unido a mi poca capacidad de frustración y a la represión de mis enfados, me provocaba el sentimiento de querer ser la protagonista de cada cosa que pasaba a mi alrededor y la proyección de la agresividad en el afuera. Un factor añadido a todo esto era mi fuerte introversión y mi extremada sensibilidad. A pesar de ser una niña que se sentía objeto de las miradas de todos y de tener múltiples sentimientos contradictorios al respecto, no expresaba mi satisfacción, mi desconcierto, mis afectos, ...no expresaba nada, lo reprimía, no sabía cómo hacerlo. A la vez que reprimía mi agresividad, había aprendido también a ocultar mis sentimientos. Es más, incluso entraba en conflicto conmigo misma porque me sentía avergonzada de tanto éxito, no sabía cómo manejarlo, me hacía sentirme incómoda, apenas hablaba de ello, simplemente lo vivía, pero al mismo tiempo estaba acostumbrada a que me trataran de forma especial. Así mismo tenía un mundo interior muy rico, era muy sensible, le daba muchas vueltas a las cosas, no hablaba mucho por lo general, aunque tampoco tenía graves problemas de socialización. Tenía un gran sentido del deber y sabía que debía hacer lo propio para integrarme a pesar de que me costaba y no era muy hábil. Para los demás, era “callada, muy seria, responsable, muy disciplinada y complaciente y lloraba en algunas ocasiones”, según decían mis padres y profesores. Sé que es difícil de entender, pero era un amalgama de sentimientos contradictorios y confusos. Los humanos solemos ser muy complejos, es lo que nos caracteriza.

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Durante la terapia me reconocí dolida con mi madre, pero la vida me hizo reconciliarme con ella y reconocer lo que había puesto yo en ello. Pasé por una larga etapa de enfado con ella, aunque luego se me fue pasando al sentir cómo estaba cerca de mí cuando la necesitaba y eso cambió toda mi percepción hacia ella. En mi enfermedad fue una persona vital y comprendí que eran sus propias limitaciones y su necesidad de cuidar de otro niño más pequeño, entre otras cosas, las razones que tenía que entender. Así mismo reconocí en mí misma partes de mi padre y de mi madre que me ayudaron en la recuperación: la fuerza de voluntad, la responsabilidad, etc. Al acercarme a ella, empecé a sentirla frágil, vulnerable, humana, por otro lado como a mí misma. Cuando te comprendes vulnerable es cuando eres capaz de comprender la vulnerabilidad del otro. Ella lo hacía con toda la mejor intención del mundo, como a ella también le habían enseñado, según su forma de ser. Por otro lado, como yo lo he venido haciendo hasta hoy con mis hijos. Lo que pasa es que no sé hacerlo mejor, cada uno tiene sus propias limitaciones que no puede superar. Algunas podemos superarlas; otras son inevitables, incorregibles. Hoy en día me he reconciliado con mi madre. A pesar de que está ya muy mayor y de que ya no tiene la energía de antaño, la veo vulnerable y cercana, humana. Nos hemos acercado mucho. Nos hemos comprendido mucho. Sigue teniendo su fuerte carácter, y es muy exigente y así se lo hago notar, pero he aprendido a quererla. Mis hijos la adoran hoy en día y pasan muchas tardes escuchando sus historias, de lo cual me alegro. Dicen que “la abuela sabe mucho” y que cuando sean mayores quieren ser como ella, sobre todo por su energía y vitalidad. A pesar de ser tan exigente y sin tregua, tiene valores positivos.

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Otro tema era mi padre. Con mi padre me debí identificar en gran medida. Físicamente no me parecía en nada a él, pero nos parecíamos mucho en el carácter. Y sobre todo estábamos muy cerca en cuanto a intereses y aficiones. Él era abogado igual que su padre. Yo también estudié derecho igual que él. Siempre me interesó el mundo del derecho y lo tenía cerca a través suyo. Recuerdo nuestras largas conversaciones durante la carrera sobre leyes, casos, etc. La pena fue que él no me vio terminar la carrera. Le hubiera gustado. El exterior me marcaba con sus condicionamientos y así todo el mundo me lo repetía: “Es igual que su padre”. Con el tiempo descubrí que sí, que me identificaba con él, pero que también era muy distinta, pero es cierto que conectaba mucho con él. Tal vez cuando me sentía mal con mi madre de pequeña me refugiara en él, o él no me tratara nunca como mi madre, o bien, como decía, fue la pequeña venganza frente a su mayor atención hacia mi hermano. No lo sé. El caso es que yo me sentía más cercana a él. Mi padre era muy activo, muy noble, muy responsable y serio, un trabajador nato que no había hecho otra cosa en su vida sino trabajar. Trabajó incansablemente para sacar adelante a cinco hijos y esa era realmente la razón de su vida. No sabía cómo mostrar afecto verbalmente o con gestos pero nos quería mucho y nos lo demostraba a su forma. Lo hacía a través de estar pendiente de todos nosotros y proporcionarnos lo que nos hiciera falta. Era muy buena persona. Muy introvertido y también ansioso y nervioso. Eso le jugaba malas pasadas. Yo quise ayudarle en muchas ocasiones pero yo no era una profesional de la psicología y él no creía en esas cosas. Su despacho de abogados era uno de los más prestigiosos de la ciudad. Para mí, por tanto, el valor trabajo era muy importante. Murió cuando yo estaba a punto de acabar la carrera.

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Tanto mi padre como mi madre eran unas personas muy activas y a la vez muy disciplinadas. Los dos nos inculcaron, cada uno a su estilo, que el trabajar era importante y además, con un alto nivel de exigencia. Mi padre desde su rol tradicional masculino y mi madre como medio de independencia respecto del hombre. Así que para mí, el trabajo era muy importante y además, según las enseñanzas de mi madre y mi propia experiencia vital, destacar en él. Por ello me pasé la mayor parte de mi vida queriendo más y más, buscando cotas más altas. Cuando ya había terminado el bachillerato, hacer una carrera; acabada la carrera, ¿qué más?, ser una brillante profesional. Me costó mucho el final de la carrera por la enfermedad y también porque me debatía entre acabarla o no. Me debatía en saber si era un deseo mío o de mis padres, si lo hacía porque realmente yo así lo sentía o era por los deseos de ellos. Y ¿si seguía?, ¿cuál sería la siguiente etapa?, ¿no pararía nunca? El caso es que tras varias sesiones de psicoterapia con el psicólogo en las que me sentaba en dos sillas alternativamente que simbolizaban las dos posturas, comencé a dilucidar qué quería: por fin, decidí que era un deseo mío, un fin de etapa vital y así la acabé. A partir de entonces empecé a tomar muchas decisiones en mi vida, cosa que antes no hacía. En la actualidad todavía tengo viejas heridas con mi familia. Cuando nos juntábamos todos, cuando jugábamos esas eternas partidas de cartas, o nos sentábamos alrededor de la chimenea en nuestras reuniones familiares, me anulaba casi totalmente y secundaba todas las actividades del clan familiar. Me ponía el disfraz de hija y hermana perfecta y hacía todo lo que se me decía o suponía que debía hacer. Reprimía toda mi disfuncionalidad. Cuando no estaba de acuerdo, en lugar de expresarlo, lo reprimía, y como no sabía ni podía dirigirlo hacia mis padres y alguna de mis hermanas

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más fuertes, porque ante todo les quería y no podía manifestar conflicto, lo proyectaba en los más débiles de ellos, luego en mi marido y luego en mis hijos, cuando los tuve. Ellos eran los depositarios de mi agresividad en muchos momentos. En lugar de canalizar mi agresividad solucionando los conflictos con la manifestación de mi desacuerdo y malestar en el núcleo familiar de origen, lo proyectaba y redireccionaba hacia los demás. Esta era una fuente de eterno conflicto entre ellos y yo. Afortunadamente y a través de la psicoterapia, me empecé a dar cuenta y lo fui trabajando. Una de las cosas que más me molestaba de mi familia es que me dijeran constantemente qué tenía que hacer, las intromisiones en mi vida privada, las críticas a lo que yo hacía o dejaba de hacer sin haberlas pedido. Esto me generaba mucho malestar porque me hacía sentirme constantemente en falta, mal. Ellos seguirían haciéndolo. Fui yo quien decidió que tenía que aprender a manejarme con aquello. Tenía que aprender a canalizar ese malestar e intentar solucionar ese problema sencillamente informando de ello a quien competía, es decir, a mi familia. Poniendo mis límites que evidentemente son subjetivos y únicos. Yo era la única que sabía hasta dónde quería que llegaran los demás, hasta dónde podía aceptarlo y hasta dónde me molestaba.

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6 DE MIS RASGOS DE PERSONALIDAD

Cada cosa que me pasaba, me obligaba a que, en un ambiente estresante, me enfadara obligándome a reprimir mi mal genio. Así lo proyectaba al exterior y me hacía sentirme víctima de lo que pasaba, de todo cuanto pasaba. Sentía que todo el mundo estaba pendiente de mí, que me miraban, y eso me recordaba a la sensación que yo tenía de pequeña cuando mucha gente estaba atenta a mí por mis pasos de ballet, mis escritos, porque era una niña muy buena, o por otras razones. Es cierto que había sido una niña centro. Necesitaba ser centro del mundo, y, cuando con la llegada de mi hermano pequeño lo perdí, anhelaba seguir siendo centro y cuando fui mayor parece que quería seguir siéndolo. Esto fue algo que revivía cada vez que en algún ámbito no se me reconocía, se me desplazaba por otro: yo no me sentía centro. Mi frustración era revivida y como había aprendido a callarla y reprimirla, la consecuencia era la proyección de la rabia hacia fuera. Revivía esta sensación cada vez que aparecía una persona líder a mi lado. Yo no lo aceptaba y luchaba contra ello, me sentía desplazada por su mera presencia.

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De igual forma, otro de mis rasgos era la desconfianza en la gente. Me había educado en la desconfianza, en un mundo en el que los adultos a veces traicionaban y te dejaban solo, o te podían hacer daño. Mi madre, era una señora fría, desconfiada y que siempre pensaba lo peor de lo que podía suceder. Eso marca mucho y mi percepción del mundo así era. Así mismo tengo vagos recuerdos de que me contaban cosas que luego yo descubría que no eran como ellos me contaban, y ello acrecentó mi desconfianza en los mayores. No podía guiarme por lo que yo pensaba, al menos no tenía certeza, lo que los otros me decían que era, no era. Y así me volví más desconfiada. Además esto vino reforzado porque de pequeña, estando en el parque con mis hermanos y mi madre, un señor se me acercó y me debió decir que le acompañara a comprar unas golosinas. Yo accedí y le acompañé. Afortunadamente una amiga de mi madre me vio e inmediatamente fue a avisar a mi madre que estaba cerca de allí y no pasó nada más grave. Pero recuerdo que me adoctrinaron muy duramente acerca de que no me fuera jamás con un desconocido, que aunque me pareciera amable y confiable, no me podía confiar. Esto me imagino que también condicionó toda mi percepción del “otro” a posteriori. Por otro lado, tampoco mis desengaños amorosos de adolescencia ayudaron mucho. Tuve dos novios más importantes entre los quince y los diecisiete y los dos me dejaron. Esas experiencias me marcaron y me hicieron todavía más desconfiada hacia los otros. Aquello me reforzó en que la gente no era confiable. No me volví a enamorar hasta que conocí a mi marido. Sí tuve algunos escarceos, pero poco importantes. Estuve muchos años sin enamorarme por miedo al amor. Tenía miedo a las relaciones. Siempre tuve los mismos amigos de siempre, las mismas relaciones. Era el miedo al otro, al desconocido, al cambio, a que me hicieran daño.

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Esta desconfianza tenía una vertiente: la timidez. Era una niña tímida, no me relacionaba fluidamente. Tenía dificultades para relacionarme. Me costaba tomar confianza con la gente. Mis primeros encuentros solían consistir en monosílabos. Me daba vergüenza todo. No me sentía segura de mí misma. Todo era cuestionable. Por otro lado y como otro rasgo para el caldo de cultivo de la enfermedad, el ambiente que viví era muy controlador, aprendí también a querer controlar todo, a que todo debía estar controlado y a que se podía controlar. El descontrol me desconcertaba. A pesar de que yo solía conseguir muchas cosas por mi genio, aunque no todas; el ambiente en el que viví era de total control, todo estaba pautado, mis padres eran de costumbres fijas, y en casa había muchas rutinas. Todo era controlado y debía ser controlado. Todo pautado. Otro de los rasgos era la excesiva exigencia para todo. Tenía que ser la primera en todo, no atendía a si podía o quería, eso no era escuchado. Sencillamente no importaba sino cumplir con el deber, con la exigencia de llegar a ser más. Me autoexigía mucho, no me daba tregua, no me daba derecho a flaquear. Mis dictados personales estaban llenos de insultos hacia mí: “eres una vaga, ya estás otra vez, tienes que levantarte, no puedes dejarlo, los demás qué van a pensar de ti”. No me permitía no acordarme de una cita, de una fecha, etc. debía ser perfecta en todo. No toleraba que algo fallase y menos en mi. No me admitía el error, el olvido, la dejadez. De hecho de pequeña, una vez me llevé de casa de una amiga de la familia un muñeco que me gustaba mucho. Lo escondí y me lo llevé a mi casa. Pero nunca me lo perdoné. Precisamente en mi época oscura, cuando en el despacho alguien hablaba de que le habían robado o de que lo había perdido, la simple posibilidad de

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que hubiera habido un robo, me hacía sentirme culpable. Todavía seguía sin perdonarme el muñeco que me había llevado de aquella casa, y seguía rememorando mi culpabilidad. Por otra parte también mis experiencias de grupo de adolescente habían sido negativas. No me manejaba muy bien en los grupos. Siempre he sentido a los demás como en grupo y a mí como excluida. Mi percepción de los otros era como un bloque, como si todos fueran muy amigos y yo fuera la única diferente. Con mi psicóloga empecé a ver que las cosas no son como parecen, empecé a decirme a mí misma “ojo, que el grupo es un mito, cada uno va a su propio interés, no hay grupo, está solo en tu imaginación, es un conjunto de subjetividades, cada una está sola, como tú, no hay grupo como tal”. Eso me tranquilizaba mucho. Como he dicho, tenía “mucho carácter” y agresividad y aprendí a reprimirlos porque no era aceptado. En lugar de canalizar el malestar y el desacuerdo por la vía de la asertividad o el desahogo físico, lo reprimía y por ello lo proyectaba hacia el otro. Tenía miedo al conflicto, a que si decía algo se generara conflicto y por ello me callaba todo lo que pensaba como diferente. No había aprendido a canalizarlo verbalmente y sin conflicto. A hablar y expresarme asertivamente. Por ello, mi agresividad era interna y se iba acumulando como en una olla a presión. Siempre tuve que hacer ejercicio para descargar esa agresividad, y de pequeña me movía mucho. Ya durante el proceso comencé a hacerlo por prescripción médica. Retomé mis antiguas aficiones deportivas y comencé otra vez a hacer deporte, algo que había olvidado desde la infancia. Empecé a correr tres veces por semana por el parque cercano a casa y también por la playa.

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Otro de mis rasgos era mi extremada sensibilidad. Es lo que luego he descubierto en mi vida. Yo que aparentaba no sentir nada, ser impertérrita; con los años me he descubierto muy sensible, muy perceptiva con lo que pasa a mí alrededor. Yo que me creía dura y fuerte, he resultado ser muy vulnerable. Y me he reconocido como tal. En las etapas de crisis, me descubría una sensibilidad exacerbada. Percibía más allá de lo que otro podría percibir, lo distorsionaba además provocando la enfermedad. Todo esto mencionado sumado a una educación sobreprotectora en la que las responsabilidades eran de otro, del mayor, nunca propias; en el que se interiorizaba perfectamente la obligación que el otro pautaba con un alto nivel de exigencia, fue el cóctel molotov que me produjo la paranoia. El hecho de ser muy responsable y mi exigencia personal, de tener unos padres sobreprotectores, mi herida por haberme sentido desplazada ante mi hermano, mi introversión, mi cuasiautismo, mi carácter obsesivo, mi agresividad y mal genio, un ego magnificado por mi baja autoestima de sentirme desplazada, mi visión desconfiada del mundo, mi rigidez de personalidad, la necesidad de control, etc. me invalidaron en parte para la vida normal. Todo ello se entremezcló para que, en situaciones de estrés fuerte, dar como resultado la psicosis. Los manuales aluden a estos rasgos de la personalidad para identificar la enfermedad y yo era de manual. Los tenía todos. No por ello quien los tenga va a desencadenar la enfermedad, pero sí que tal vez en una situación de estrés, o por un revés, podría desarrollarla. Es cuestión de “personas vulnerables”.

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7 DE MI PSICOTERAPEUTA

Al principio iba a la psicoterapeuta porque era consciente de que para algo era útil, era muy responsable y sabía que tenía que ir, mi psiquiatra además vigilaba que siguiera asistiendo a sus sesiones, pero lo único que me pasaba era que me revolvía más y más. Todo estaba patas arriba, todo estaba en desorden dentro de mí. Recuerdo que en las épocas en que peor estaba, daba paseos por la playa con mi madre, paseos largos que me venían bien según la psiquiatra. Mi madre venía a buscarme después de que a mi hijo lo hubiera llevado mi marido a la guardería y salíamos a pasear las dos juntas por la playa o por el parque. Otras veces venía mi hermano para acompañarme a pasear, pero el pobre estaba casi peor que yo y eran pocas las veces que podía venir. Él necesitaba casi más cuidados que yo. En estos paseos, la principal sensación que todavía recuerdo es que sentía que todo era irreal, tal era la angustia que llevaba encima. Tenía una sensación de flotar por la playa, de que alguien me había puesto allí y de que era yo pero no era yo, de que yo era como un muñeco, de que la vida era un juego, algo breve, un escenario en el que alguien me había colocado, todo lo de

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fuera: las barcas, las olas, las nubes, la hierba, la bruma, el olor a salitre, etc. me parecía un decorado en el que también me habían puesto a mí. La sensación de irrealidad, de que no sabes por qué estás dónde estás, de que todo es como un sueño, de que el paisaje y tu alrededor es irreal, alejado, intangible, etc. suele aparecer cuando tienes tal angustia dentro que no la puedes soportar. Era una sensación intermitente, pero muy desagradable, parecía que estabas volviéndote loca y era muy duro de soportar. Debía ser mi miedo a la locura, algo muy estudiado en este tipo de pacientes. Te sientes como flotando, sientes que todo a tu alrededor es un escenario, que nada es real, que estás ahí por azar, que las cosas suceden no se sabe por qué. Sentía miedo, mucho miedo y me asustaba mucho y así incrementaba todavía más mi sensación de irrealidad. Afortunadamente pasaba y remitía, pero volvía a aparecer. Tiempo después mi psicóloga me enseñó a manejar estas situaciones y a que en lugar de asustarme, pensara “mira qué cosas me pasan, vamos a ver qué siento ahora, a ver qué noto”. Al menos dejé de asustarme. El tiempo me demostró que estas cosas pasaban después de un rato. Podían volver a ocurrir, pero no eran acrecentadas por el miedo y el susto. En las sesiones de psicoterapia empecé a sacar temas para trabajar: primero fue mi familia, que parecía ser lo que más angustia y conflicto me generaba y resultó ser la base de muchas cosas, mi manera de vivirlo; luego el trabajo; luego los amigos y las relaciones sociales; luego mi familia política; por último mi marido. Así hasta ir agotando los temas y llegar a que la psicoterapeuta hablara de terminar con las sesiones, al menos intermitentemente. Todo ello después de más de siete años de terapia ininterrumpida con ella. Por eso cuando alguien me pregunta por la psicoterapia digo

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que es efectiva, pero hay que advertir también que es un proceso lento y duro, aunque, como dice Bucay, “merece la pena”. Merece la pena que genera, los lloros que provoca, el sufrimiento que va a emerger, pero es porque es válida, muy válida. Por eso merece la pena ...que genera, porque te permite crecer. Mi psicoterapeuta al principio, no me decía nada, no opinaba nada, y yo, tan perdida como estaba, no encontraba las respuestas en ella. Llevaba toda mi vida buscando las respuestas en el exterior hasta que me di cuenta de que estaban en mí y que debía guiarme por mí misma para hallarlas, dejar sentir a mi cuerpo cuándo estaba en el buen camino, cuándo sentía que había acertado y que debía guiarme por lo que sentía. Este descubrimiento y convicción me llevó varios años encontrarlo. Hacia el final del proceso, mi psicoterapeuta ya hablaba más, ya emitía opiniones, y dialogaba a veces. Mientras duró era como un espejo que me devolvía conclusiones sobre mí, imágenes seleccionadas sobre mí para que pensara en ellas. No se trata de la conversación que puedas tener con un amigo, aunque a veces puede parecerlo y mucha gente cree que porque hable mucho de sus problemas con sus amigos se le van a solucionar. La conversación, el desahogo tiene un carácter catártico, pero no es suficiente. La visión de un profesional de la escucha, es mucho más cualificada, saben por dónde van, qué devuelven, para poco a poco ir conociéndote más y desvelando ante ti mismo tus secretos de funcionamiento. Ahí radica la diferencia entre, por un lado, un buen profesional y por otro, un buen amigo o un mal profesional: que por muy buena intención que tengan para ayudarte, no saben cómo hacerlo, el buen profesional sí. Y yo me encontré con una de las mejores. Los efectos que consiguió en mí así me lo demostraron.

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Hay mucha gente reacia a los psicólogos. Que piensan que los problemas se solucionan con fortaleza, voluntad, evasión, yendo de compras, distrayéndote,y otras mil fórmulas parecidas. Pero cuando los procesos son de tal calibre, es necesaria la intervención de un profesional. Los americanos en esto nos llevan mucho adelantado. Afortundamente las cosas van cambiando y a pesar de que no se hable de ello porque no está aceptado socialmente, los “psicoterapeutizados” son cada vez más. También es verdad que no se va pregonando, pero son muchos. Yo no sabía nada acerca de ella ni de su vida, aunque desde la terapia de grupo, que también seguí, algo circulaba o fantaseábamos sobre ella. Es una curiosidad humana, pero se trata de que no sepas nada acerca de ella, debe ser así al menos. Es una relación desigual: ella sabe mucho sobre ti, es casi la persona que más sabe de ti misma en tu círculo de relaciones; pero tú, nada sobre ella. Se trata de tu mejoría y este camino es preciso. Mucha gente intenta acercarse a ellos, hacerse su amiga, pero es rechazado. No se trata de eso, sino de otra cosa. En un tiempo tan largo de sesiones, hay veces en que la carestía de las mismas supone un fuerte desembolso que a veces no puede afrontarse holgadamente, porque la vida da muchas vueltas. A mí cuando no me resultaba gravoso el pagar todas las consultas particulares y de grupo de terapia que llegué a simultanear, sobre todo en algunas etapas cuando además tenía que pagar las cuentas de la casa, las guarderías de los niños, la interna, las vacaciones, el gimnasio, etc. al mismo tiempo, ella me proponía dejar de pagar pero seguir asistiendo hasta que pudiera pagarlo. Es decir, que seguía yendo a las sesiones pero posponía los pagos. Para mí ahí radica uno de los factores de la profesionalidad de ellos, en peque-

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ños detalles como éste. De igual forma, cuando estaba muy mal no me abandonaba como el primer psiquiatra aquel que me dejó sola ante mi enfermedad, sino que me ofrecía nuevas sesiones por si las necesitaba, encajándolas cabalísticamente entre una multitud de pacientes programados cada hora. Había temporadas en que sentía que las sesiones no servían para nada, y sin embargo había otras en que las necesitaba, en que sentía que aquello aclaraba mi mente confusa. Con el tiempo aprendí a tener a la psicoterapeuta en la cabeza y yo sola era capaz de tenerla presente aunque ya sin su ayuda. Es entonces cuando ya contaba con herramientas de las que carecía previamente para poder solucionar mis conflictos, y caos mentales. Entre la medicación puntual y las herramientas mentales que aprendí en aquella habitación, además de la psicoterapia de grupo que seguí, y que en otro capítulo describiré y que cambió parte de mis actitudes hacia la gente, conseguí solucionar mis propios problemas y algo más: sentirme segura de las soluciones que proponía yo misma, asumirlas con responsabilidad. Dejé en paz a mi madre, mi padre, mis amigos, mis hermanos, mis compañeros de trabajo, la sociedad,para centrarme en mi misma. Para mí la psicoterapia fue una pieza clave en la recuperación y rehabilitación de mi persona.

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8 DE MI PSIQUIATRA

Mi psiquiatra era mi contrapunto. Mi psicóloga intentó hablar con mi psiquiatra pero no se pusieron de acuerdo. Un día debieron discutir muy seriamente, según me relató mi psiquiatra, aunque yo estaba tan enferma que sentía que aquello no iba conmigo. Probablemente sus diferentes perspectivas y formas de tratarme no fueran coincidentes, y ambas decidieron ir cada una por su cuenta. Yo recibía lo mejor de cada una y a mí me funcionaba, pero entre ellas dos yo creo que no se ponían de acuerdo y decidieron no ir coordinadas, aunque creo que hubiera sido lo mejor. Mi psiquiatra era “mi otra pata”. Me daba afecto en los momentos peores, apoyo moral, comprensión, calor humano y una gran profesionalidad. Después de varios intentos, aunque también de varias crisis, acertó con la medicación y como yo también era muy sincera con ella, pudo establecerse una relación fluida entre ambas, una relación de cooperación para vencer la enfermedad. Decidió retirar la medicación en dos ocasiones por aparente mejoría y sobrevinieron nuevas crisis. En mis momentos críticos me escuchaba, me ayudaba a que yo misma viera el absurdo de mis

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conclusiones y creencias, pero sin llevarme la contraria. Yo creo que, en mis delirios, en muy pocas ocasiones sospeché de ella y si sospeché, enseguida lo rechazaba, ella me ayudaba a desmontarlo. Sin embargo, de mi psicoterapeuta, de la que sabía mucho menos, sospeché en más ocasiones. Mi enfermedad me hacía ver más fantasmas detrás de alguien inexpresivo y hierático que detrás de alguien que se relacionaba conmigo desde la cercanía. Sus distintos roles en la enfermedad facilitaban más el trabajo a mi psiquiatra aunque no dudo de que como persona mi psicoterapeuta hubiera hecho lo mismo de haber podido. Mi psicoterapeuta también reaccionaba muy bien. Cuando me daban ataques de inseguridad y paranoia, mi psicoterapeuta me explicaba exhaustivamente lo que quisiera sobre mis devaneos mentales sobre ella, por qué me llamaba, por qué no me llamaba, por qué me llamaba antes de la consulta, por qué me cambiaba a veces las citas, etc. Cuando yo empezaba a sospechar de ella, para que estuviera más tranquila, me explicaba qué pasaba y por qué me podía pasar lo que me pasaba. Pero es verdad que sospeché más veces de ella que de mi psiquiatra. Un factor que me pareció importante en ambas es que fueran del mismo sexo que yo. En todo el proceso me sentí más acompañada que si hubieran sido de otro sexo. Había momentos en que la perspectiva femenina que yo tenía se veía respaldada por sus opiniones y actitudes, su comprensión, que de haber sido un hombre, hubiera costado más. Por eso creo que el que el profesional sea del mismo sexo que el paciente, es un factor positivo, o bueno, de cualquier modo, depende de la calidad humana y la capacidad de empatía. Siempre hay excepciones y casos concretos, claro está, pero creo que puede ser un factor a favor de la relación. De hecho

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DE MI PSIQUIATRA

tuve al principio un psicólogo con el que no llegué a encajar, desconfiaba mucho de él, cuando le contaba algunos problemas propiamente femeninos, no me sentía comprendida. No digo que pueda haber psicólogos hombres muy competentes, pero en mi caso creo que era mejor tener a una mujer como profesional. También es cierto que estuve con otra psicóloga que no me gustó en absoluto y era mujer, pero si pudiera elegir volvería a escoger a una del mismo sexo que yo. Mi psiquiatra me veía cada semana en las épocas más críticas, cada quince días en las intermedias y cada tres meses en las épocas mejores. A pesar de que al principio tuve una mala experiencia con un psiquiatra y tuve que cambiar, en otras ocasiones los cambios no resultan tan buenos. Tuve que cambiar de nuevo de psiquiatra, porque la trasladaron a otra ciudad y empecé con otra que afortunadamente resultó ser muy agradable. Pero no creo que sea muy adecuado asignar otro psiquiatra diferente a un paciente a quien ya conoce el profesional después de mucho tiempo. Hay que empezar de nuevo, por los cambios se puede tener una recaída, se puede destruir una relación de años. También es duro para el médico que acusa el cambio, pues puede sentir que deja a la deriva a sus pacientes. Pero dado que la nueva psiquiatra también fue buena, ello me llevó a concluir que los cambios no son siempre malos, que mi miedo al cambio era algo sustancial, algo muy arraigado en mí pero que de los cambios había aprendido cosas buenas. Por ello tenía que repensar cada vez que un cambio acontecía en mi vida.

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9 DE MIS AMIGOS

A mis amigos los alejé de mí en mis épocas peores o bien en algunos momentos coincidió que se fueron de mi ciudad al extranjero, a otras provincias, se casaron, etc. Además de tener menos relaciones de amistad por estos motivos, con los que quedaban en mi ciudad, mis relaciones eran muy esporádicas y muy superficiales. Mi vida empezó a concentrarse en el trabajo y la familia. Mis relaciones sociales se empobrecieron. Cuando llegaron los niños además había mucho trabajo en casa, hacíamos vida principalmente familiar, con las familias de ambos. Pero con mis amigos, constaté que mi principal problema era de relación, de falsa imagen sobre mí misma, y así alejaba de mí a todo el mundo, no me mostraba cómo era. Quería dar una imagen distorsionada de mí, no me relacionaba desde mí, sino que ocultaba mi enfermedad, no hablaba de ella, intentaba seguir con el “Aquí no pasa nada, yo estoy bien” que tantos problemas me había dado. Yo ya era así desde pequeñita. Es lo que había aprendido y además, contar los problemas y hablar de ellos daba dolor, era reconocer que algo pasaba y eso no me gustaba: era evidenciar el conflicto. Por otra parte, en

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cuanto a mi relación con mis amigos, hay que destacar que en una ciudad pequeña no puedes ir contando tal enfermedad. Es cierto que es muy difícil ocultarla porque te encuentras a gente relacionada con todo el mundo por todas partes, las redes son muy estrechas; si alguien se entera, es tan violento, que actúa como si no supiera nada. En general, se murmura, no se sabe a ciencia cierta, y se sobrelleva como se puede. Son los grandes secretos de las ciudades pequeñas. Aquí se juega a que no pasa nada y cuando vas profundizando en las vidas de las personas, descubres todo un mundo de enfermedades, vicios ocultos, infidelidades, traiciones, estafas, etc. dignos de la más grande de las ciudades. El caso es que así me fui alejando de mis amigos, que sin embargo han resultado imprescindibles en épocas más recientes. Algunos se han quedado hoy en épocas pasadas, pertenecen al pasado ya. No obstante, fui dándome cuenta de la relación humana con cada uno de ellos, de su capacidad para el sufrimiento y la empatía, así fui seleccionando amigos de entre los que aportaba desde la infancia. Algunos eran relaciones con mi yo enfermo y ya no eran funcionales. Otras fui capaz de reconducirlas y reformarlas con mi yo sano. Poco a poco, fui conociendo gente nueva, fui abriéndome más a otras gentes que conocía en ámbitos dispares: gimnasio, terapia, guardería y colegio, librerías, cursos de autoayuda, etc... Por entonces, empecé a relacionarme desde mi yo interior, no desde la imagen falsa que tenía de mi misma. Así empecé a ser más libre en mis relaciones y aprendí muchas más cosas sobre mí, empecé a quererme más, a estar más en contacto conmigo misma y por tanto sentirme más cercana a los otros. Empecé a hablar y establecer vínculos desde lo más profundo de mi misma. Estaba en

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DE MIS AMIGOS

contacto con mis necesidades y mis miserias y era capaz de relacionarme desde ellas, no magnificándome, no a través de una falsa imagen, ni una máscara. Reconociendo en mí mis defectos y virtudes, viéndome a mí misma como humana. Con el tiempo y la confianza que me facilitó la psicoterapia de grupo fui capaz de relacionarme desde mí, desde lo más hondo de mí, y así me sentía menos sola –uno de los problemas de la enfermedad– y además me sentía más acompañada, más querida. El problema de la gente cuando se siente sola creo que tiene más que ver con que no se relacionan desde sí mismos sino desde la imagen que tienen de ellos, desde el exterior, desde sus capas externas. Y para sentirse acompañado hay que relacionarse desde el yo profundo. Relacionarse desde la imagen, desde la máscara, genera muchos conflictos internos. Al principio, lo que me sucedía es que no me dejaba querer, me costaba dejarme querer. Tenía una imagen de mí como que fuera la fuerte de la familia, la que podía con todo, y no era así. Era muy frágil y muy sensible, todo me afectaba mucho y no podía seguir con esa imagen. Además necesitaba que me quisieran y era incapaz de decirlo o de demostrar que me gustaba que me quisieran. Así me pasé gran parte de mi vida en solitario y sin reaccionar a las llamadas de los demás o a sus atenciones. Hoy valoro mucho más estas cosas y son un pilar sólido de mi felicidad.

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10 DE MIS RELACIONES

Fui haciéndome más libre en mis relaciones. Fui cambiando mi timidez, mi cara afable con todo el mundo, mi cara de “aquí-nopasa-nada”, por otra más circunstancial y adaptada a cada caso. Si era preciso adoptar un semblante serio, se hacía. Esa es una de las cosas que aprendí en psicoterapia. Si era preciso enfadarse de vez en cuando, o lanzar un grito, se hacía. Antes lo tenía prohibido, porque era lo que había aprendido desde pequeña; pero después aprendí a usarlo cuando era preciso. Y no solo empezó a ocurrirme con la familia sino también en el trabajo, con los conocidos, los amigos, etc. Aprendí a escucharme, a saber lo que quería y a defenderlo delante de quien fuera. Empecé a aprender a decir las cosas asertivamente, no explosivamente. En alguna ocasión tuve que decir qué pensaba sobre algo concreto a alguien, por qué estaba en desacuerdo con él y que intentara cambiar su actitud y sus actuaciones consecuentes porque me estaba haciendo daño. Afortunadamente obtuve una respuesta positiva en aquella ocasión lo cual me reforzó a seguir haciéndolo en posteriores ocasiones. También aprendí que no siempre se puede decir lo que se piensa, sino que lo

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que debe hacerse es evaluar las consecuencias, y buscar el momento de decirlo y a veces acabar diciéndolo o en otras ocasiones, no decirlo. Pero siempre siguiendo tu propio criterio. Ahí está la raíz y guía de lo que haces. La seguridad de lo que haces, radica en tu propio criterio y había aprendido a defenderlo. Primeramente a localizarlo, y en segundo lugar a defenderlo. Aprendí a no reprimir lo que pensaba, a no ocultarlo, sino a sacar mi malestar de la forma más asertiva posible. De ahí que la asertividad sea una de las tareas principales que es preciso aprender a manejar. Parte del convencimiento de que todos tenemos derecho a defender lo nuestro y que hay que expresarlo, de la forma más delicada y adecuada posible, pero hay que expresarlo. El otro no puede interpretarnos, tenemos que darle elementos para contrastar, no podemos pretender que nos lea el pensamiento, que nos interprete exactamente como queremos. Esa es la trampa de las relaciones, que se dan cosas por supuestas cuando no hay que darlas.

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11 DE MI MARIDO

Uno de los temas tabúes en mi vida y en las primeras fases era mi marido. Fue un tema que no salió sino bien avanzada la psicoterapia, como algo que ya explosionaba por sí solo. Me casé muy jovencita con el joven apuesto, cariñoso y afable que recuerdo que era y que conocí en una fiesta del club marítimo cuando todavía no había acabado la carrera. Me lo presentó mi hermano. Inmediatamente nos gustamos y estuvimos toda la noche charlando, bailando y paseando por la playa. Esa misma noche ya me dijo que nunca había conocido a nadie como yo, que se había enamorado de mí y ya no nos separamos hasta el día de la boda. Yo, tan necesitada de afecto e intimidad, caí rendida a sus pies. Era dulce y tierno, muy seguro de sí mismo. Yo le profesaba veneración. Era mayor que yo, me pasaba cinco años, era muy simpático, y también abogado. Me ayudó mucho cuando mi padre murió y también después para conseguir acabar la carrera. Estuvimos poco tiempo de novios, y viajamos cuanto pudimos. Decidimos casarnos muy pronto. La boda fue también en el club marítimo como quisimos los dos. Él trabajaba ya y yo empezaba a buscar

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trabajo. Al principio nos fuimos unos meses a un pequeño piso en alquiler hasta que nació nuestro primer hijo. Luego, con la ayuda de las familias, ya compramos la casa de la playa: nuestro sueño dorado ya que los dos adorábamos el mar. Los años posteriores fueron aparentemente de cuento de hadas, en lo que concernía a la relación. Al menos, los viví así. Yo estaba enferma, muy enferma, pero lo atribuíamos a lo que había pasado fuera de nosotros: al final de la carrera, la muerte de mi padre, a las dificultades para empezar a trabajar, a la enfermedad de mi hermano. Tuvimos dos niños muy seguidos: un chico y una niña preciosa. El primero fue bien, pero con la segunda, el postparto fue crítico. Tuve una fuerte crisis y así, a pesar de que los dos queríamos muchos niños, decidimos no tener más hijos. Este tema de mi pareja se reveló en las sesiones de psicoterapia como elemento clave en mi vida. Durante muchos años y a pesar de mis brotes, con él todo marchaba perfectamente (o al menos yo así lo veía), creíamos que el tema nada tenía que ver con él, que era todo por mi padre, mi trabajo, mi ausencia de amigos, mi carácter, mi malestar, mi debilidad, etc. Era un tema del que no se hablaba porque supuestamente iba bien. En una de las terapias de grupo que seguí, llegué a decir que yo no tenía nada que decir en el grupo porque allí todos tenían problemas de pareja y el mío era laboral y familiar, que “la pareja la tenía muy bien engrasada”. Pero este tema de pronto empezó a surgir con fuerza inusitada y fue motivo de muchas sesiones durante un tiempo prolongado. Además era un tema que generaba mucha angustia. Era incapaz de verlo al descubierto y era algo de lo que me costaba hablar hasta que se planteó abiertamente. Me generaba mucho conflicto y mucho reajuste y así tuve que abordarlo.

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En los primeros años, con el enamoramiento, todo iba bien. Éramos funcionales. Además yo establecía relaciones de diferente manera que ahora y eso era funcional. De hecho, lo adoraba, estaba obnubilada con él, lo admiraba. Él desde su narcisismo, se veía recompensado y me daba escasas muestras de afecto, pero que para mi eran suficientes. Cada uno tenía lo que necesitaba: yo, afecto; él, admiración. Cuando lo conocí durante la carrera, me parecía todo un hombre. Lo secundaba en todo lo que hacía, accedía a hacer lo que él dijera. Recuerdo cómo solía decir que él era “una luz en mi vida”, alguien que me alumbraba el camino, alguien a quien quería seguir. Admiraba su osadía, su seguridad, su resolución, su tranquilidad, su afabilidad. Hoy estas virtudes me parecen algo bien diferente y además él había cambiado y entre los dos, había mucha frustración por medio. Así es que donde antaño veía seguridad, hoy veo temeridad; donde veía aplomo, hoy veo arrogancia; donde veía tranquilidad, hoy veo dejadez y apatía. Por entonces yo miraba de un modo distinto al que miro hoy. Por ello dejamos de ser funcionales. La psicoterapia te permite cambiar tu forma de relacionarte y así establecer relaciones más sanas, menos perjudiciales para uno mismo. Él, con un fuerte carácter y muy seguro de sí mismo muy adecuado para su trabajo, era abogado en un pequeño despacho laboralista de la ciudad, pero siempre había querido trabajar en finanzas. Así que cuando al fin conseguí entrar en uno de los despachos más prestigiosos de la ciudad que trataba temas financieros, él debió vivirlo comparativamente como un fracaso personal pero aparentemente lo disimulaba. La envidia le debía corroer aunque no se permitía reconocerlo, porque a su entender, nunca había problemas en ninguna parte. Esto junto a la muerte de su madre, la crisis de los cuarenta, un pequeño accidente de coche que le remo-

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vió y le delató la brevedad de la vida así como un pequeño amago de infarto, y la llegada y crecimiento de los niños más mi enfermedad y el desgaste que pudiera producir, habían provocado que su carácter alegre y resuelto de otras épocas, fuera después agrio y adusto. Todos estos problemas además no solía hablarlos ni comentarlos con nadie. Él aparentaba que no le afectaban, de hecho negaba cualquier insinuación de que él tuviera problema alguno. Nunca reconocía su dolor, su preocupación, su malestar. Recuerdo que nunca le oí decir la palabra miedo, ni temor, ni duda. Tenía una imagen omnipotente de sí mismo. No podía permitirse la fragilidad. No verbalizaba nada de ello y así nada podía servir de puente entre los dos. La incomunicación era así total. Él siempre quiso tener cinco hijos, como en su familia, pero yo no pude tener más que dos porque en el segundo postparto mi enfermedad se agravó todavía más. Los médicos recomendaron no más embarazos. Esto le frustró todavía más, y todo ello sin procesarlo, sin sacarlo fuera. Ya no era el compañero paciente y dispuesto de antaño, ya no me calmaba cada vez que yo estallaba, ya no me sentía comprendida sino en plena guerra contra alguien. Aquello ya no era un remanso de paz, sino un campo de batalla. El caso es que de la noche a la mañana todo cambió sin darnos cuenta. Tras una fase en la que me atribuía toda la responsabilidad, empecé a verle también como implicado en la dinámica. Ya no lo veía deificado, ni digno de admiración, sino con sus defectos y sus virtudes; y él a mí me despreciaba, despreciaba en mí lo que él no llegó a ser: un abogado de finanzas; despreciaba el que no hubiera podido tener más hijos, me hacía responsable de su frustración inconscientemente; empezó a odiar su trabajo donde no era “famo-

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so” sino que solo le proporcionaba un buen sueldo, empezó a verlo como una carga ya que no era lo que había soñado y que ya no tenía sentido si no había de mantener a una familia numerosa, etc. Todo eso es lo que no pudo soportar. Yo representaba para él sus frustraciones: carrera, hijos, trabajo, etc. Creo por ello que es cierto, que generalmente rechazamos y odiamos en los demás lo que odiamos y rechazamos en nosotros mismos. Por eso nos mueve tanto. Con el tiempo he comprendido a diferenciar mi propio problema del ajeno, a atribuir al otro lo del otro y a mí lo propio. Ni todo le corresponde al otro, ni todo a mí. Por ello he concluido que él también tenía una falsa imagen de sí mismo, creía que era una persona fácil, flexible y adaptable cuando no tenía nada que ver con esa imagen. Era una persona difícil, autoritaria e inflexible, con un alto concepto de sí mismo, debido a una baja autoestima que no quería reconocer. En el colegio era un niño mal adaptado, muy insociable y aprendió a sobreestimarse para compensar aquellas faltas. Con su padre tampoco era buena la relación. Él lo adoraba y su padre lo minimizaba. Aprendió así a magnificarse. Por otra parte, además yo ya no lo admiraba incondicionalmente, sino que lo miraba con más realismo y lo criticaba; ya no aceptaba eso de que yo era la única que tenía problemas. Bien es verdad que parte era responsabilidad mía pero me revelé contra ello: al menos contra ser la única responsable. Hasta entonces yo reconocía que la que tenía problemas era yo misma, que por eso estaba enferma. Y a él, eso le era de mucha utilidad para continuar con su imagen supervalorada. Podía tener a alguien depositario del problema y el conflicto para salir bien librado. Para seguir salvaguardando su imagen de persona buena, perfecta, inteligente, exitosa y tranquila. La que se inquietaba era yo y además, lo reco-

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nocía, lo asumía como responsabilidad. Pero ya no aceptaba que era la única con problemas. Se me cayó el mito y ya lo veía con otros ojos más críticos. Eso le devolvía a él una imagen distinta e incómoda, una imagen que rechazaba y que no le gustaba en absoluto. Por eso al final nos hacíamos más daño que nos ayudábamos. No evolucionamos de la misma manera. Ya no éramos funcionales. Como en muchas parejas, además las tareas de la casa y los niños recaían en mí mayoritariamente y yo, que trabajaba fuera de casa, exigía un reparto equitativo de las mismas. A pesar de que contábamos con ayuda externa puesto que teníamos una interna, siempre había que organizar la casa, las compras, los viajes, los pediatras, los dentistas, los bancos, las traídas y llevadas de los niños, etc. Él no estaba dispuesto a colaborar: un narciso no puede dedicarse a perder su tiempo en actividades nada deslumbrantes. Una vez más me hacía verlo todo como si fuera cuestión de mis manías y enfermedades. Por mi parte, mi obsesión de partida por el orden y el control se exacerbaba y se hacía asfixiante para él. Sentía que llevaba las riendas de aquella relación, de aquella casa, y necesitaba compartir responsabilidades que él no asumía nunca. Sin embargo, también es cierto que yo no sabía cómo negociar el compartirlas. A pesar de que quería un reparto equitativo, yo me atribuía el control y dirección de toda la casa y él así lo prefería. La realidad es que lo que en otra época había funcionado, ahora ya no funcionaba. Ya no. Así hicimos un cóctel perfecto para que estallara la pareja. Durante un breve periodo, se perfiló una vía de salida. Y era la búsqueda de otros espacios donde cada uno podía ser alguien. Espacios de desahogo y relación particular. Para mí la necesidad de comunicación era imprescindible, para él la necesidad de ocio y tiempo libre compartido, la diversión. Así que cedí en parte hacer

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más cosas conjuntamente, actividades de ocio, y él intentaba comunicarse o algo parecido, aunque no podía por propia limitación, es algo que no se empieza a hacer de repente aunque se quiera. De hecho, él experimento fracasó y yo me encontré haciendo cosas que no deseaba ni me gustaban puesto que teníamos que hacer aquello que él proponía; por otra parte, como siempre se había hecho. En cuanto a mi necesidad de comunicación, en mi caso como no encontraba la satisfacción en casa, la busqué en otros espacios. Buscaba en mis relaciones con amigos y amigas y nuevos conocidos lo que no encontraba en mi casa. Asistía a cursos sobre relaciones personales, autodesarrollo, etc. lo que me preocupaba en aquel momento, caminos que había ido descubriendo a través de la psicoterapia y que él no podía entender. En muchas ocasiones tuve alguna oportunidad amorosa, pero la desechaba porque mi valor de la familia prevalecía sobre todo lo demás. Yo apostaba por la familia y la estabilidad pero no hacía sino luchar contracorriente. Él ya no apostaba por eso. Paulatinamente, su fuerte crisis y amargura fue articulando su salida extralaboralmente, a través del deporte. Empezó a correr y correr. Se iba por la mañana muy pronto y recorría varios kilómetros. Poco a poco fue también saliendo por la tarde también. Comenzó a apuntarse a maratones, iba a otras ciudades a correr, llegó incluso a ir a Nueva York a la maratón. De ahí pasó a inscribirse a una asociación de amigos del deporte y ahí empezó a desarrollar una actividad frenética. Se sentía nuevamente reconocido, adorado, alabado. Organizaba carreras, participaba, salía de cena con otros deportistas, etc. hizo un mundo aparte. Al final acabó dejando su trabajo en el despacho, que nunca le había gustado por su frustración profesional, y se buscó un nuevo puesto con una

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nueva gente y unos nuevos acólitos. Hoy veo todo aquello como una huida hacia delante para no buscar en sí mismo la causa de su malestar. Buscaba tapar su frustración con exceso de actividad exterior. El foro externo, el deporte, le devolvían el éxito que no había podido conseguir en su mundo privado, laboral y familiar, y anterior. Una de las cosas que más estrés me producía eran las discusiones con él. Era una persona muy polémica, siempre lo había sido y eso le reportaba un buen puesto en su despacho aunque para él era insuficiente, pero yo siempre había obviado las discusiones. Sencillamente no me planteaba hacer otra cosa que no fuera lo que él proponía. La realidad es que poco a poco fuimos evolucionando hacia caminos distintos. De hecho, éramos muy distintos y no coincidíamos en apenas nada. Discutíamos casi a diario pero los problemas no se solucionaban nunca. Tuvimos que atravesar una etapa de mucha discusión pendiente y acumulada para que aquello estallara y hubiera que buscar vías alternativas. Durante una temporada, desde nuestros respectivos trabajos mantuvimos una larga correspondencia sobre nuestros problemas cotidianos. Hoy es la memoria que tengo de aquella época porque tiendo a olvidar las cosas desagradables. En vivo y en directo, a mí me resultaba insostenible la situación, éramos incapaces de discutir serenamente, salía mucho resquemor, mucho rencor, y nos enzarzábamos en discusiones sin fin, y sin orden que no hacían sino crear más malestar. Además los problemas no se zanjaban sino que se iban abriendo nuevas brechas de conflicto. El e-mail nos devolvió la calma durante algún tiempo: al menos ahí podíamos escribir de manera clara y ordenada y pausada qué nos pasaba a cada uno, nos comu-

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nicábamos y algunos problemas se iban solucionando con compromisos por parte de cada uno para que aquello funcionase. Al menos podíamos decirnos qué pensábamos, escucharnos, razonar, exponer de forma clara qué pasaba. En resumidas cuentas, comunicarnos. Este fue una gran ayuda durante un tiempo, pero luego se reveló también como limitado. Cualquier cosa se hubiera revelado como limitada. En una de las etapas más críticas conseguimos aclararnos de que queríamos seguir con la relación para adelante, concluimos que nos faltaba ponernos de acuerdo en qué cosas habrían de cambiar pero que queríamos seguir juntos. Ahí empezamos a colocarnos de igual a igual. Sin embargo, el tiempo reveló que podíamos llegar a pactos que ninguno de los dos cumplía. Tal era nuestro desencuentro. Y es que alguien dijo que es más importante lo que hace una persona que lo que dice. Esto es que decíamos cosas que luego no hacíamos. Era irreconciliable y suponía demasiado esfuerzo: “no merecía la pena”. Pasamos periodos más y menos difíciles. Durante este largo periodo, yo asistía a mis sesiones regulares de psicoterapia; pero él, decía que no necesitaba que nadie le arreglara ningún problema puesto que él no los tenía. Para él siempre todo era perfecto, no reconocía error ni problema alguno en sí, una vez más el “aquí-nopasa-nada” que tanto daño hace. En las parejas los problemas suelen ser responsabilidad de dos personas, pero siempre que las dos asuman su parte de responsabilidad. En este caso, nuestras discusiones siempre acababan con propuestas de enmienda por mi parte, pero no por la suya. Como yo siempre había sido la débil, la que reconocía la enfermedad; él se amparaba en ello para descargar en mí la necesidad de cambio, la necesidad de que yo hiciera algo. Su problema era que él no reconocía responsabilidad alguna. Sólo hablaba de síntomas, de que si se discutía mucho, pero a la

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hora de poner los remedios, siempre se dirigía a mí. Para él, él no tenía problema alguno, sino que el problema lo tenía yo. Yo acabé cargándome con todo el peso del conflicto de pareja. El desencuentro entre ambos era cada día mayor y así a pesar de los niños y de lo mucho que nos dolía por ellos, decidimos separarnos. Después de la separación, a pesar de que lo pasé mal sobre todo por los niños, tras un periodo de unos meses yo sentía que me había recuperado a mí misma. Que había estado tapada en un bote con el tapón cerrado, como me dijo una amiga, y que ahora se había destapado. La nueva situación me permitía encontrarme nuevamente desde mis raíces y redibujar cómo quería que fuera mi vida. Mientras tanto había conseguido algunas cosas importantes a pesar de todo. El sustrato de malestar y ansiedad se había eliminado paulatinamente. Poco a poco me fui dando cuenta de que estaba mucho más tranquila en general, de que tal vez una de las fuentes de malestar fuera él y la dinámica que generábamos, me di cuenta de que no era beneficioso para mí aunque aparentemente yo lo hubiera creído. Mi afán de seguridad y estabilidad mi miedo a verme abandonada una vez más en mi vida, iba a acabar conmigo por permanecer a su lado. Me había estado aferrando a un hierro que iba a acabar por quemarme. De cualquier forma, me proporcionaba mucho estrés, y según lo que pude comprobar, este era nefasto para mí. Mi miedo al cambio también contribuyó en esta situación agonizante al final y así yo me aferraba a mi situación sencillamente por miedo. Hoy sé apreciar que mis inercias me pueden reportar mucho peligro, que me pueden perjudicar y que tal vez debería tener miedo de ellas, miedo precisamente de ese miedo al cambio que me puede traer perjuicios en lugar de beneficios.

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Hoy en día con mis dos hijos he organizado mi vida mucho mejor que a su lado. Ellos están también más tranquilos porque yo lo estoy y el ambiente familiar ya no es tenso. Mis hijos lo notan. De hecho están ahora muchísimo más relajados que en los últimos años de convivencia en los que las discusiones eran constantes. Un amigo me decía que los hijos de separados tienen una mayor tranquilidad que los que crecen en hogares familiares donde hay muchas discusiones. No es que todos los hogares familiares tengan tensión, pero los que lo tienen harían mejor en separarse. Cuando la tensión, el desprecio, se instalan ha llegado el momento de separarse. Tras un periodo duro y de adaptación, las cosas funcionan mucho mejor que anteriormente. Hoy puedo escuchar tranquilamente mis discos preferidos y relajarme sin tener que discutir cada día o que, por ejemplo, la música de Wagner me altere en lugar de inspirarme. Hoy ya no siento que hago las cosas de la casa para alguien, sino que las hago para mí y mis hijos que comparten muchas tareas conmigo todo lo que pueden. Las relaciones son mucho más democráticas, no descompensadas. Hoy he vuelto a rehacer mi vida y me he vuelto a casar con alguien a quien sé contarle lo que necesito, porque me conozco, alguien que es capaz de verbalizar sus problemas y pedir ayuda para solucionarlos. Con alguien a quien he elegido porque podía elegirlo, porque era lo que yo necesitaba. Alguien tranquilo, amable, cariñoso, inteligente y que quiere seguir creciendo junto a mí. Alguien que quiere hacerme feliz, que se conoce y sabe lo que necesita también, alguien que quiere ayudarme a seguir conociéndome y a conocerse a sí mismo con mi apoyo para poder continuar buscando la manera de vivir más felices. Es alguien que sabe que el dolor también existe y que tiene su sentido, que “merece la pena”, que sabe que tras el dolor viene la mejora, el crecimiento. Alguien

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adecuado para mí en esta fase de mi vida y para quien también soy alguien adecuado. Él, en estos años, se buscó una compañera a la que seguía anulando con su personalidad arrolladora. Se dice que si no cambiamos repetimos los mismos esquemas y parejas una y otra vez. Buscó así una compañera funcional de la fundación de deporte en la que acabó trabajando, que se sentía en falta y anulada y que reconocía en él al salvador, como yo lo hice en su día. Alguien funcional con su manera de ser y de ver la vida. Alguien que se sumó a su proyecto vital y que coincidía con el suyo. El mío ya no era el suyo ni el suyo el mío. Probablemente algún día descubrirá que ella es la depositaria de sus miserias y se verá minimizada por él para que así alimente su necesidad de grandiosidad. Hoy apenas hablamos excepto lo imprescindible. Me recuerda mi pasado enfermo. Era alguien funcional para la enfermedad. Hay “amores altamente peligrosos” como diría Walter Riso. Ahora sé diferenciarlos.

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12 DE MI VIDA Y MIS ETAPAS

Hasta que hice “crack” en mi vida, yo funcionaba como un autómata. Tenía hambre y comía, tenía sed y bebía. No me planteaba ¿y ahora por qué tengo sed o hambre? Tuve que hacer “crack” para plantearme estas cosas en mi vida. Yo no iba bien por ese camino y la vida me puso la zancadilla a ver cómo salía de ella. Afortunadamente creo que salí bien y aquí está el resultado, pero se pasa muy mal, aunque creo nuevamente que “vale la pena”. Hoy siento que he crecido. Hasta el “crack”, yo iba por el mundo a zancadas, andando con paso firme y seguro, arrasando hierbas, como un vendaval, sin importarme qué pasaba si yo pasaba por delante. Y siempre contenta, sonriente, como si no pasase nada, al menos aparentemente, y como un autómata. A partir del “crack”, mi vida pasó a ser una cosa oscura y tenebrosa, lo asocio a los días de invierno, con bruma densa, que viví paseando por la playa con una angustia insostenible que no me permitía sonreír, una sensación de soledad inmensa, apocalíptica. Lo

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asocio también a un malestar en el estómago, como mariposas revoloteando, con una sensación de no poder estar quieta sentada, sino estar intranquila, desasosegada. Ni la medicación me calmaba. El “crack” iba remitiendo y yo iba saliendo a la luz progresivamente. Cada vez me sentía mejor, iba olvidando etapas pasadas, que quedaban plasmadas en papel aunque no en mi memoria. Al final tras años de medicación, psicoterapia, esfuerzo personal, lecturas inagotables, trabajo personal, ejercicio, escritura, relaciones más satisfactorias, etc. empecé a ver que aquello podía tener fin, que podía llevar una vida normal y que no era muy diferente del resto de la gente. Que cuántos habrían pasado por procesos similares, por procesos duros aunque de otro tipo, y que la vida era muy corta y que había que planificarla bien y saber qué se quería en cada momento. No obstante, algo me quedó claro también: que había cosas que no dependían de uno mismo y que no nos podemos empeñar en planificar todo, sino que hay que tomarse la vida, nuevamente como dice Bucay, no como un director de orquesta sino como un surfista: tomando la ola como venga, sorteándola lo mejor que se pueda. Se trata, no de que no pasen cosas, sino de que las que pasen, las tomemos lo mejor posible. Como decía la madre de una amiga: “aprende a aceptar en paz”. Así había decidido tomarme la vida, no importaba tanto qué quisiera hacer con ella, con los parámetros que tenía en un momento dado, porque estos estaban cambiando constantemente, sino que debía adaptarme al momento, a las circunstancias, vivir la vida como un surfista. Antes tomaba la vida como un director, quería planificar, pretendía controlar todo, elegir todo, sin saber lo poco que elegía, lo poco que controlaba, y me di cuenta de que la vida no puede controlarse, que es muy cambiante y que no depende todo de

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nosotros, así que es mejor dejarse llevar, preocuparse de salir bien y de estar bien que es más importante, de manejar lo que venga lo mejor posible. Decía Sartre que “Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace”. Por otra parte, Bucay dice que es preciso que la vida tenga un rumbo, no que tenga una dirección y mucho menos única, sino que tenga rumbo. Al punto final puede llegarse por muchos caminos, lo importante es por tanto marcar el rumbo, “dirigirse hacia”. Los caminos podrán ir cruzándose, solo hay que elegirlos en función del rumbo, no elegir un único camino porque hay muchos, hay muchos válidos, sólo importa el rumbo.

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13 DE MI ETAPA SOLIDARIA

Una de las fases por las que pasé me hacía poner al servicio de otra gente lo que yo había pasado. Esos escritos que estáis leyendo corresponden a esa fase. Quería que otra gente se beneficiara de lo que yo había pasado. Empecé a escribirme con una familia, que había conocido en los foros, que tenían una hija esquizofrénica y que no hablaban con nadie sobre el tema, por la vergüenza social que supone, por el estigma que tiene asociado, por desconocimiento del tema, y por muchas otras razones. El caso es que vivían su dolor en la soledad. Hablábamos a través del móvil para evitar identificarnos. Nunca nos dimos nuestros nombres. Nos comunicábamos muy fluidamente y yo me convertí en una especie de asesora puntual para ellos. Para mí era una gran satisfacción poder ayudar a alguien desde mi experiencia. Suponía hablar en positivo de mi enfermedad, buscarle una vía positiva, y no sólo algo que enterrar y ocultar y olvidar, sino algo presente que podía ayudar a alguien. De igual forma, cuando ya estaba muy recuperada, me di cuenta de que en los foros era feliz ayudando a otra gente, escri-

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biendo todo lo que yo había vivido. Hay muchos foros con pequeños pedazos de mi vida escritos en ellos y que supongo, habrán ayudado a otros. Los foros son un buen material para quien quiera saber algo sobre la enfermedad: tanto de los que la han superado como de los que están muy enraizados en ella e incluso deliran en voz alta. De todas formas en ellos se manifiesta la enfermedad con todas sus caras: la más amarga, la más delirante, la más grave, la más extraordinaria, etc. Los foros eran para mí sitios mágicos que a mucha gente desperdigada por la geografía mundial y sin contactos posibles con otras personas que estén en su mismo caso, pueden devolverles el afecto y la compañía tan añorados. Para mí tenían varias ventajas: acompañaban en la soledad, permitían conocer más acerca de la enfermedad, proporcionaban amistades especiales y apoyos, facilitaban el anonimato que muchas veces es vital, proporcionaban otros puntos de vista alternativos, etc. Empecé en los foros como un juego pero acabé siendo una fiel seguidora de historias de la red. Era asidua de tres o cuatro foros y seguía las historias con pasión. Para mi llegó a ser un grupo de apoyo y de referencia. En otra etapa me hubiera servido para obsesionarme más, puesto que en determinadas situaciones tal vez sean hasta perjudiciales porque fomentan y retroalimentan la obsesión en las fases obsesivas y más bajas de la enfermedad, pero a mí me llegaron en mi mejor época y los utilicé como vía positiva para sanar. Eran grupos de apoyo, de catarsis, de conocimiento, de amistades incluso, etc. Diría que pueden ser una herramienta más para la recuperación, siempre que no fomenten la obsesión, en cuyo caso habría que dejarlos.

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DE MI ETAPA SOLIDARIA

Otro aspecto negativo es que muchas veces puedes encontrarte gente que está francamente mal y que te puede proporcionar elementos para sintonizar y retroalimentar tu paranoia. Yo acudí a ellos cuando ya estaba mejor. Tal vez si estás muy enfermo puedan incluso hacerte daño.

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14 DE MIS CUADERNOS Y ESCRITOS

Otra de las cosas que en mí suscitaba un efecto muy positivo era escribir cómo me sentía, qué sentía, qué pensaba, cómo estaba de enfadada, dolida o triste. En determinados momentos de enfado profundo y una vez disparada la paranoia, me servían de catarsis para exorcizar mi enfado, dejarlo en el papel y, junto con un ansiolítico y una conversación con mi marido, cuando podía ser posible y no discutíamos, bajar el nivel de tensión. Escribir permite poner orden en la cabeza, obliga a hacerlo y es una vía que yo utilizaba mucho tanto en mis épocas críticas como en mis mejores momentos. Hoy puedo releer todo lo que escribía y tener constancia de ello. Todo lo que quede en papel es una forma clara de plasmar sentimientos, actitudes, sensaciones, etc. Los recuerdos pasan por nuestra criba personal y tengo tendencia a acordarme sólo de lo bueno, luego toda mi enfermedad podría haber caído en el olvido. Mis escritos me devuelven lo más crudo de la misma. La escritura ha sido una vía que me ha acompañado

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durante toda mi vida. He aprendido mucho leyendo y también escribiendo. De ahí que me parezca tan importante. Recuerdo una brillante película, Leolo. Leolo repetía una y otra vez: “sueño, luego no lo estoy”. Escribía y a través de la escritura, se conformaba un mundo diferente a través del cual sobrevivir a la locura familiar. Esa era su salvación, la simbolización de su vida.

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15 DE LA PINTURA COMO TERAPIA

Yo nunca había pintado antes. Pero durante la terapia, mi psicoterapeuta me sugirió que por qué no canalizaba mis angustias por alguna actividad creativa. Elegí la pintura. Mi abuela pintaba y siempre me había gustado la pintura. Por ello, empecé a ir a un taller y allí descubrí una vía sanadora. Al principio, todo eran ejercicios sin sentido, me costaba mucho, me sentía inútil y estuve a punto de dejarlo en dos ocasiones. Luego, tras una etapa de solo dibujo, empecé a pintar mis primeros cuadros, y me sorprendí a mí misma. Mi habilidad no era el dibujo, pero sí el sentido del color. Cada cuadro que pintaba me hacía sentir mejor y mejor. Al mismo tiempo, encontrarme con un grupo de gente en similares condiciones a las mías, me ayudaba sobremanera. Solía ir un día por semana, y cuando entraba en el aula entraba con mis problemas y mis ansiedades, pero después de dos horas de estar pintando, salía como si fuera otra persona. Me olvidaba de todo y me sentía mucho mejor. Incluso regalé algún cuadro a algún amigo que se había quedado prendado de él.

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Este grupo era muy afectivo mientras pintábamos nos contábamos nuestra vida y nuestros problemas. En esta etapa yo era más comunicativa y podía relacionarme mejor. Resultó muy agradable. Además de pintar y exorcizar mis demonios, me relacionaba con gente con intereses comunes. Lo que más me reconfortaba era que podía dar forma a mis sentimientos, que podía hacer cosas bellas y que además otros eran capaces de admirarlo. Solía pintar paisajes marinos. Playas, océanos, playas tropicales, playas mediterráneas, para mí el mar tenía un sentido particular, había estado presente durante toda mi vida. En el estudio, me sentía más valorada y desde lo más profundo de mi. El hecho de hacer una tarea que no tenía nada que ver con mi actividad cotidiana, el relacionarme con otras personas diferentes en función de un tema diferente, el sentir que podía hacer cosas que otros valoraban, el sentirme querida, eran aspectos que valoré mucho de esta “forma de psicoterapia”. Poco a poco fui entendiendo la fuerza de las imágenes y empecé a pintar imágenes que quería que se hicieran realidad. Empecé a pintar parejas, abrazos, besos, personas en grupos, familias, etc. esas eran imágenes de lo que yo quería que me rodeasen. Los paisajes marinos eran demasiado intimistas y solitarios. Había llegado el momento de conquistar a “los otros”, de salir hacia ellos, hacia lo social. Quería una pareja que me apoyara y a quien apoyar, quería tener una red de relaciones sólida y firme, quería que me quisieran queriendo. Así es que empecé a pintarlo y a que esas imágenes positivas invadieran mi vida. El tiempo hizo lo demás.

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16 DE LA IMPORTANCIA DEL DEPORTE

Todo el mundo ha oído hablar del “mens sana in corpore sano”, pero con esta enfermedad es más que verdad. Durante la etapa más crítica empecé a pasear por la playa por prescripción médica pero luego empecé a sentirlo como vital. Más tarde empecé a correr por el parque y la playa varios días durante la semana. Cuando haces deporte generas endorfinas y eso es una sensación muy placentera. Además te permite estar en contacto con tu cuerpo y sus sensaciones. A pesar de lo mal que me sentía, los momentos agradables que recuerdo los lograba tener sobre todo después de hacer un rato de ejercicio por la playa y tomar una ducha. Algunos días no me apetecía ducharme porque no tenía ganas de hacer nada, pero como siempre he tenido mucha fuerza de voluntad, conseguía arrastrarme hasta la ducha para sumergirme bajo el agua. Solía correr con una vecina que conocí un día en la playa cuando me lastimé un tobillo y me acompañó a casa y tomamos un café juntas. Desde entonces, solíamos alternar correr y andar para estar

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satisfechas las dos. Nunca hablaba de mi enfermedad sino de temas banales, de los niños, los maridos, los colegios, pero era muy agradable. A veces mi madre se incorporaba y paseábamos las tres. Me sentía muy bien en estos momentos. Cuidar el cuerpo es muy importante y sobre todo si puede hacerse en compañía, mejor que mejor. También sé que hay muchos enfermos que dejan de ducharse y se descuidan personalmente. Para mí siempre ha sido una faceta muy importante el aspecto personal, a pesar de ser un problema también es una de las ventajas de ser de ciudad pequeña, así que lo tenía muy en cuenta.

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17 DE LA ASTENIA, LA APATÍA Y EL DEJARSE

Había épocas en las que no tenía ganas de nada, me pasé mucho tiempo tirada en la cama, súbitamente me entraban ataques de sueño y me tenía que dormir, podía pasarme mañanas en duerme vela, me sentía fatal. En las etapas de baja laboral, estaba tan desestructurada que es lo único que hacía. Además, mi “comandante” personal interior, como solía llamar a mi conciencia, me atormentaba para no dejarme hacerlo o si lo hacía, sentirme muy mal conmigo misma. Podía escuchar mi voz interior diciendo: “levántate, llevas toda la mañana tumbada”, “Es que no tienes algo mejor que hacer”, “ahora todos estarán trabajando y tú mientras tumbada, fuera del mundo, excluida”. Ahora pienso que cuando se está mal, hay que dejarse llevar por lo que a uno le apetezca, que hay que aceptar que se está enfermo y que el sueño es reparador y que hace su función. Que hay etapas en las que no tienes ganas de nada y que no puedes hacer nada, hay que aceptar la enfermedad, algo que nos cuesta muchísimo. Es como una gripe, hay que esperar a que pase y pasará. Se la puede ayudar pero tiene que pasar.

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Todos los “tienes que”, “yo en tu lugar lo que haría es” deben no escucharse y ni procesarse, porque no son sino “pepitos grillos” portátiles que cada uno nos trae. La gente, con muy buena intención, intenta ayudarte, y todos lo hacemos con los famosos: “tú deberías” “Lo que tienes que hacer”; sin darnos cuenta de que esa no es la mejor forma de ayudar a nadie. En el fondo subyace una necesidad de la gente de que superes el problema, de que no estés enfermo, tal es su intolerancia a la enfermedad. El enfermo sabe lo que tiene que hacer, sabe lo que le gustaría poder hacer: su problema es que no puede, no tiene ganas, es incapaz. Es precisamente esa su enfermedad. Por eso lo mejor es acompañarlo en su dolor, esperar a que pase, escucharle, apoyarle, ayudarle, pero no se puede hacer nada más. Las cosas llevan su tiempo y ha de pasar el tiempo de duelo y dolor para que llegue otra etapa más positiva. Ahora creo que hay que dejarse llevar por lo que se siente, por lo que te apetece; que cada cosa llegará, que claro que hay que ayudarle a que llegue pero dentro de una medida, no con esfuerzos sobrehumanos. Hay mucha gente preocupada por las interrupciones en la vida profesional, académica, etc. de los enfermos, pero yo creo que la vida es muy larga, que todo se puede retomar, que nada tiene un plazo, y que hay que tomar las cosas como vienen. Dejar los tiempos de dolor y los tiempos de recuperación. Los esfuerzos son sólo posibles cuando son posibles, no antes. No forcemos las cosas ni los tiempos.

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18 DEL SUEÑO REPARADOR

Una de las cosas que aprendí es a que el sueño es algo muy reparador y que hay que cuidarlo durante las distintas fases de la enfermedad. De hecho, mis peores crisis provenían tras unos días sin dormir. La ansiedad no me dejaba dormir, estaba toda la noche dándole vueltas a la cabeza y al día siguiente no podía rendir en el trabajo, estaba más neurótica de lo normal y reaccionaba de forma más extraña todavía ante cualquier circunstancia. Ya cuando esto pasaba durante varios días, la situación de malestar y desequilibrio se agravaba sobremanera. Así es que siguiendo los consejos de la psiquiatra, empecé a tomar medicación para dormir cuando era necesario. Tomaba media pastilla por la noche, al dormir, cuando notaba que estaba particularmente nerviosa y que llevaba al menos una hora dando vueltas en la cama. Había que cortar el ciclo. No podía permitirme el lujo de no dormir y desencadenar una crisis nuevamente. En la actualidad, ya no tomo nada para dormir. Pero si un día me noto especialmente nerviosa por algo y al día siguiente tengo una situación previsiblemente estresante para la que sería preciso dormir bien, no tengo ningún reparo en

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tomarme una pastilla. “Somos pura química”, como dice una amiga mía, e igual que nos tomamos una pastilla para el dolor de cabeza, hay que comprender que la mente también “duele” y que la química también ayuda a que se pase el dolor.

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19 DE LA PACIENCIA NECESARIA

Yo era muy impaciente, quería todo-para-ayer. La enfermedad me ha devuelto otra imagen de la vida. Las cosas llegan, pero llegan con sus plazos y sus tiempos. Hay que aprender a esperar, es una virtud y yo no la tenía. Ahora he aprendido a desarrollarla. Cuando estás sumergido en la enfermedad quieres que acabe de una vez, no ves que llegue el día, no ves avance inmediato; no, al menos a la velocidad a la que esta sociedad nos acostumbra. Las cosas son como toda la vida: lentas, progresivas. Pero llegan, todo llega, es cuestión de esperar y ayudar a que lleguen, claro. No quiero decir que las cosas sucedan porque sí, pero que si las ayudamos, vienen. Tal vez no como quisiéramos, o nos habíamos imaginado, pero llegan. Es cuestión de paciencia. Hay que pasar por cada etapa que es preciso pasar. De todas ellas se aprende, todas ellas tienen sentido relativo respecto al resto. El dolor tiene sentido porque existe la felicidad. La noche, por el día. Todo lo que existe tiene significado en un mundo-sistema, interrelacionado. Luego hay que dar espacio a cada cosa, que suce-

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da cuando debe suceder y mientras tanto hacer algo, ayudar a que pase, a que llegue. Como alguien dijo, “La clave de la paciencia es hacer algo mientras esperas” y es que es cierto que “el que sube una escalera debe empezar por el primer peldaño” (W. Scott).

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20 DE LA IMPORTANCIA DE LAS SENSACIONES

Si algo he aprendido es a escuchar a mi cuerpo sabio. Se ha convertido en una guía para mí. Ahora, y es algo que he aprendido en psicoterapia, estoy más en contacto conmigo misma, con mi cuerpo, que me devuelve estados de ánimo de los que no soy consciente. Es una especie de alarma. Ahora puedo detectar angustia o enfado, miedo o ansiedad o una sensación difusa a la que pongo nombre tras hacerme un sinfín de preguntas. Cuando detecto que algo me pasa, hormigueo en el estómago, falta de aire, ansiedad, inquietud, etc. me pregunto qué me pasa, y voy dándome respuestas a mí misma. En algunas ocasiones, cuando voy por el buen camino, cuando detecto algo que me pasa y le pongo nombre, cuando me lo explico, cuando lo desenmaraño, siento un cierto alivio corporal y noto que he acertado. Mi cuerpo sirve de guía. Antes no sabía reconocer mis estados, me enfadaba, pero como lo tenía vetado, me revolvía por dentro, incapaz de detectar mi enfado, sobre todo contra la autoridad, lo que tenía totalmente prohibido. En su lugar era capaz de enfadarme con cualquiera, de generar una gran actividad

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a mí alrededor para calmar mi ansiedad. Hoy ya no me sucede esto, tras detectarlo soy consciente de ello y no lo enmascaro, me tomo un ansiolítico, lo escribo, voy a dar un paseo rápido por la playa, lo hablo, etc. tengo otras herramientas para solucionarlo. Cuando a veces detectaba que estaba en el comienzo de la espiral (inquietud, tensión en la cabeza, rigidez, etc.), me tomaba uno o dos ansiolíticos, empezaba a escribir, a pensar en posibles soluciones, y salidas. Cuando mi cuerpo se relajaba, sabía que había dado en el clavo; cuando mi mente se destensaba, sabía que esa era la solución. Así aprendí a escuchar mi cuerpo. Empezaba a pensar “¿será por x?, ¿por b?”, y decía “¿y si fuera de otro modo?, ¿si ocurriese que?”. Y mi cuerpo de pronto se relajaba. Sabía que había encontrado el punto de vista óptimo, sabía que había dado en el clavo. De todas formas, antes de que empezara la espiral aprendí a detectarla y a utilizar diversas técnicas, hacer ejercicio, escribir lo que se me ocurría, tomarme un ansiolítico, pensar en posibles otros puntos de vista, hablar con mi pareja, etc. todo ello actuaba para distender.

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21 DE LOS GRUPOS DE TERAPIA Y SU VARIEDAD Y SUS BENEFICIOS

Durante el tiempo de terapia, asistí a varios grupos de terapia. Concretamente a dos. Los grupos de terapia se forman como un grupo de personas que se reúnen con periodicidad generalmente semanal para hablar durante hora y media más o menos sobre “sus cosas” bajo la supervisión de un terapeuta. Se va construyendo la vida del grupo con el tiempo. Cada uno cuenta cómo está, dónde está en ese momento, y los demás le devuelven impresiones sobre el mismo. En el grupo se viven situaciones de conflicto, de dolor, de alegría, etc. El grupo tiene vida propia y cada uno de ellos es diferente dependiendo de sus componentes y de la dinámica que se genere. Así mismo, cada uno va cambiando en el transcurso de la vida del grupo y así se va construyendo éste. Accedí a asistir a un primer grupo por responsabilidad, porque me lo recomendó mi psicoterapeuta en quien confiaba. Fui con “mis máscaras” a dos grupos durante dos años y medio más o menos. Al principio me costaba, pero poco a poco me fui haciendo adicta a ellos.

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El problema para los grupos en las ciudades pequeñas es que en general sueles conocer a alguno de los miembros. Así es que se hace un pacto para no contar lo que allí se hable aunque siempre el hecho de estar enclavado en un espacio tan reducido es una limitación para la dinámica del propio grupo. Es más fácil en las grandes ciudades donde nadie se conoce y es poco más que imposible tener referencias de las personas que acuden al mismo. El primero era un grupo muy entrañable y podría calificarse de grupo-madre. Acogía, llorábamos mucho. Yo no me integraba demasiado, no contaba demasiado, tenía muchos miedos y jugaba con mi imagen de chica dura y feliz, sin problemas. Me costaba romper esta imagen y no era consciente de ella. Tal era el poco contacto que tenía conmigo misma, que no me permitía ni sentir cómo estaba. Realmente no sabía cómo estaba en cada momento, es algo que he aprendido a escuchar de mí misma y que me da claves para solucionar problemas y detectar situaciones conflictivas. El segundo grupo, sin embargo, fue un grupo sobre todo afectivo, muy acogedor, muy protector. En este me desenvolví mejor, empecé a confiar en la gente a través de ellos. Empecé a abrirme más, a romper mi imagen de mujer sin problemas para convertirme en frágil y vulnerable, pero al mismo tiempo dura por lo que había pasado y a lo que había sobrevivido. Fue un grupo de experiencias muy ricas. Aprendí mucho de mí misma. Era un laboratorio a través del cual miraba lo que me pasaba para aprender a confiar en los otros, para sentirme más segura y válida. Con estos grupos, lo que aprendí es que somos en la medida en que estamos relacionados. Me di cuenta de que uno de los problemas de los enfermos es su aislamiento. Da igual que estés rodeado

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de gente, es que tal vez no te sabes relacionar y tu yo más íntimo está alejado, no contacta con nadie. Ese aislamiento es una de las características que he comprobado en mucha gente que calificaría de enfermo. Los demás, cuando te relacionas, te dan visiones de ti mismo que te descubren aspectos de ti que desconocías. Los demás son espejos maravillosos de nosotros mismos. Hay que procesar y contrastar la información con uno mismo, con el propio criterio, pero la fuente viene de fuera, interactúa con lo de dentro y es así una gran ayuda. Es como cuando tienes en tu casa unos manteles viejos pero te has acostumbrado a vivir con ellos, ya no te das cuenta porque los has visto envejecer a tu lado. Pero de repente llega alguien a quien le llaman la atención y tú te das cuenta de que tiene razón, de que realmente están viejos. El de fuera puede hacer que nos demos cuenta de que lo que tenemos no está bien, que podría estar mejor, que puede cambiarse. En otras ocasiones, nos dará una visión distinta con la que no estaremos de acuerdo, pero nos servirá para reafirmarnos, para plantearnos al menos lo diferente y seguir eligiendo lo que tenemos. Los grupos de terapia son una herramienta utilísima porque son espacios seguros, donde se pueden decir las cosas, donde se juega a decir “esas cosas” sobre los demás y donde los demás te dicen cosas sobre ti. Implican mucho valor, puesto que exponerse al juicio de los demás precisa de arrojo; pero una vez más, es algo que “merece la pena”. Los demás devuelven imágenes sobre uno mismo que corroboran o contradicen lo que tú crees sobre ti, que te descubren motivaciones nuevas. Otro efecto que conseguí por el grupo fue adquirir más confianza en el otro. Mis rasgos básicos de desconfiada se vieron res-

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quebrajados a través de los grupos. El grupo de terapia es un proceso, una experiencia que hay que vivir, algo que no puede contarse ni racionalizarse, es algo a lo que hay que exponerse y vivenciar. Es una experiencia que nos devuelve que los otros son confiables, que nos ayudan, para alguien como yo que tenía la experiencia de la desconfianza, esta vivencia fue radical, me cambió los esquemas mentales desde lo más profundo. Al final decidí que ya era hora de despedirse de los grupos. Me daba miedo y me dolió mucho porque me había acostumbrado, pero era una decisión de crecimiento, de sustituir el grupo enfermo por los grupos supuestamente sanos, los de fuera. En aquellos grupos terapéuticos, muchos de los que allí asistían, o casi todos, estaban más cuerdos que los que se encuentran fuera, en la vida cotidiana. Muchos de ellos, son precisamente más cuerdos porque han reconocido su enfermedad: reconocen que están mal. Es el primer paso para sanar: reconocer. ¡Cuánta gente debería acudir a terapia pero es incapaz de reconocer qué le pasa! Estos grupos eran en muchas ocasiones, ricos y sanos, más sanos que lo que se encuentra en la vida normal. A través de ellos, conseguí despertar a lo social. Me sentía más segura y afianzada en mis convicciones, ya no tenía miedos irracionales, reservas, imágenes que no se correspondían con lo que yo era. Me sentía más yo y me relacionaba desde mí. Criticaba lo que no me parecía bien y no me sentía mal por ello, no me sentía mal por ser inadecuada en algunas ocasiones. Me sentía segura; en contacto con la realidad, algo de lo que los enfermos adolecen: contacto con la realidad. Así recuperar el contacto con la cotidianeidad es un buen antídoto: sea por las relaciones, por las actividades cotidianas, el deporte, una labor creativa, el trabajo, etc. cuanto

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mayor sea el contacto del enfermo con la realidad, mayor posibilidad de recuperación existe. Es preciso combatir su tendencia al autismo.

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22 DEL CAMBIO QUE EXPERIMENTÉ

De cualquier forma, el cambio iba siendo gradual. Yo iba notándolo poco a poco, en determinadas ocasiones, no siempre. De pronto me encontraba reaccionando de diferente forma a como lo venía haciendo. Era más consciente de lo que me pasaba, de cuándo me enfadaba, de cuándo estaba frustrada o preocupada, de por qué me enfadaba, de contra quién, de por qué no podía ser consciente del enfado, de por qué lo proyectaba en el exterior, en los otros. Así había descubierto que siempre tenía enemigos externos. Cuando acababa con uno como chivo expiatorio, me inventaba otro. Así podía pasar mi vida buscándome enemigos. Cada vez uno, uno detrás de otro, cuando uno ya no era posible, inventaba otro. La causa de mis males estaba siempre fuera. Hasta que decidí que yo era la causa de mis males. Que puedes cambiar el afuera o el adentro. Que en mi caso era mejor cambiar el adentro, que lo de fuera iba a seguir existiendo como era, que dependía de la mirada.

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Este fue un gran hallazgo en mi enfermedad, puesto que antes no era consciente de mi enfado y se operaba el mecanismo de proyección inmediatamente. Me sentía mal, me enfadaba, lo proyectaba y sólo veía el exterior, por qué se enfadaban conmigo, por qué me trataban mal. Todo lo interpretaba como agravio contra mí cuando no era así. Al empezar a darme cuenta de cuándo se generaba el enfado, ya estaba alerta para empezar a ver que lo que yo veía en el exterior no era sino reflejo de lo que pasaba en mi interior. Esto que parece algo tan sencillo, no me fue nada fácil desvelarlo. Esta fue una de las bases del descubrimiento de mi enfermedad. El desvelar este mecanismo.

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23 MERECE LA PENA...

Hoy en día lo veo todo como algo alejado. Ya estoy casi segura –porque nunca se pude tener la certeza– de que no me volverá a pasar. He aprendido los mecanismos para desmontar los procesos. Hoy cuando me pasa alguna cosa que considero estresante, me reconozco en la agresión, e inmediatamente no solamente busco una sola explicación unívoca como antaño, sino que se me abre un amplio espectro de posibles respuestas y visiones que antes era incapaz de tener. Así interpreto de distinta forma las cosas que me pasan y me calmo, siempre hay algo que encuentro que me hace pensar que las cosas no son como yo las veo, que de hecho las veo de muchas formas. Las cosas son como un elefante que todos tocan. Todos creen que tocan el elefante. El que toca una pata cree que el elefante es una pata, el que toca la trompa cree que es la trompa.,todos tienen razón pero ninguno tiene la visión completa. Eso es lo que yo aprendí. A que las cosas no tienen sólo una visión sino que depende del punto desde el que se miren son de una forma u otra.

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Aprendí a ser más flexible, menos exigente, más abierta, a romper la rigidez de la visión única. También aprendí a relacionarme, a escuchar otras visiones e interpretaciones, a confiar en los demás, a sentirme querida y a saber recibir el afecto, a salir de mí misma para querer al otro, a expresar lo que sentía fuera a favor o en contra de lo que estaba oyendo, a no aguantarme si algo no me parecía bien, a ser más asertiva, a pedir perdón, a ponerme en el lugar del otro, a dejarme sentir el dolor. Aprendí a “aceptar en paz”, a esperar, a tener paciencia, a tomar la vida como viene. Aprendí muchas cosas. Hoy todavía sigo aprendiendo más sobre mí: mi narcisismo, mi rigidez, etc. y en definitiva, creo que es algo que verdaderamente ”merece la pena”.

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DIRECTORA: OLGA CASTANYER 1. Relatos para el crecimiento personal. CARLOS ALEMANY (ED.). (6ª ed.) 2. La asertividad: expresión de una sana autoestima. OLGA CASTANYER. (29ª ed.) 3. Comprendiendo cómo somos. Dimensiones de la personalidad. A. GIMENO-BAYÓN. (5ª ed.) 4. Aprendiendo a vivir. Manual contra el aburrimiento y la prisa. ESPERANZA BORÚS. (5ª ed.) 5. ¿Qué es el narcisismo? JOSÉ LUIS TRECHERA. (2ª ed.) 6. Manual práctico de P.N.L. Programación neurolingüística. RAMIRO J. ÁLVAREZ. (5ª ed.) 7. El cuerpo vivenciado y analizado. CARLOS ALEMANY Y VÍCTOR GARCÍA (EDS.) 8. Manual de Terapia Infantil Gestáltica. LORETTA ZAIRA CORNEJO PAROLINI. (5ª ed.) 9. Viajes hacia uno mismo. Diario de un psicoterapeuta en la postmodernidad. FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. (2ª ed.) 10. Cuerpo y Psicoanálisis. Por un psicoanálisis más activo. JEAN SARKISSOFF. (2ª ed.) 11. Dinámica de grupos. Cincuenta años después. LUIS LÓPEZ-YARTO ELIZALDE. (7ª ed.) 12. El eneagrama de nuestras relaciones. MARIA-ANNE GALLEN - HANS NEIDHARDT. (5ª ed.) 13. ¿Por qué me culpabilizo tanto? Un análisis psicológico de los sentimientos de culpa. LUIS ZABALEGUI. (3ª ed.) 14. La relación de ayuda: De Rogers a Carkhuff. BRUNO GIORDANI. (3ª ed.) 15. La fantasía como terapia de la personalidad. F. JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. (2ª ed.) 16. La homosexualidad: un debate abierto. JAVIER GAFO (ED.). (3ª ed.) 17. Diario de un asombro. ANTONIO GARCÍA RUBIO. (3ª ed.) 18. Descubre tu perfil de personalidad en el eneagrama. DON RICHARD RISO. (6ª ed.) 19. El manantial escondido. La dimensión espiritual de la terapia. THOMAS HART. 20. Treinta palabras para la madurez. JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE. (11ª ed.) 21. Terapia Zen. DAVID BRAZIER. (2ª ed.) 22. Sencillamente cuerdo. La espiritualidad de la salud mental. GERALD MAY. 23. Aprender de Oriente: Lo cotidiano, lo lento y lo callado. JUAN MASIÁ CLAVEL. 24. Pensamientos del caminante. M. SCOTT PECK. 25. Cuando el problema es la solución. Aproximación al enfoque estratégico. RAMIRO J. ÁLVAREZ. (2ª ed.) 26. Cómo llegar a ser un adulto. Manual sobre la integración psicológica y espiritual. DAVID RICHO. (3ª ed.) 27. El acompañante desconocido. De cómo lo masculino y lo femenino que hay en cada uno de nosotros afecta a nuestras relaciones. JOHN A. SANFORD. 28. Vivir la propia muerte. STANLEY KELEMAN. 29. El ciclo de la vida: Una visión sistémica de la familia. ASCENSIÓN BELART - MARÍA FERRER. (3ª ed.) 30. Yo, limitado. Pistas para descubrir y comprender nuestras minusvalías. MIGUEL ÁNGEL CONESA FERRER. 31. Lograr buenas notas con apenas ansiedad. Guía básica para sobrevivir a los exámenes. KEVIN FLANAGAN. 32. Alí Babá y los cuarenta ladrones. Cómo volverse verdaderamente rico. VERENA KAST. 33. Cuando el amor se encuentra con el miedo. DAVID RICHO. (3ª ed.) 34. Anhelos del corazón. Integración psicológica y espiritualidad. WILKIE AU - NOREEN CANNON. (2ª ed.) 35. Vivir y morir conscientemente. IOSU CABODEVILLA. (4ª ed.) 36. Para comprender la adicción al juego. MARÍA PRIETO URSÚA. 37. Psicoterapia psicodramática individual. TEODORO HERRANZ CASTILLO. 38. El comer emocional. EDWARD ABRAMSON. (2ª ed.) 39. Crecer en intimidad. Guía para mejorar las relaciones interpersonales. JOHN AMODEO - KRIS WENTWORTH. (2ª ed.) 40. Diario de una maestra y de sus cuarenta alumnos. ISABEL AGÜERA ESPEJO-SAAVEDRA. 41. Valórate por la felicidad que alcances. XAVIER MORENO LARA. 42. Pensándolo bien... Guía práctica para asomarse a la realidad. RAMIRO J. ÁLVAREZ. 43. Límites, fronteras y relaciones. Cómo conocerse, protegerse y disfrutar de uno mismo. CHARLES L. WHITFIELD. 44. Humanizar el encuentro con el sufrimiento. JOSÉ CARLOS BERMEJO. 45. Para que la vida te sorprenda. MATILDE DE TORRES. (2ª ed.) 46. El Buda que siente y padece. Psicología budista sobre el carácter, la adversidad y la pasión. DAVID BRAZIER. 47. Hijos que no se van. La dificultad de abandonar el hogar. JORGE BARRACA. 48. Palabras para una vida con sentido. Mª. ÁNGELES NOBLEJAS. (2ª ed.) 49. Cómo llevarnos bien con nuestros deseos. PHILIP SHELDRAKE.

50. Cómo no hacer el tonto por la vida. Puesta a punto práctica del altruismo. LUIS CENCILLO. (2ª ed.) 51. Emociones: Una guía interna. Cuáles sigo y cuáles no. LESLIE S. GREENBERG. (3ª ed.) 52. Éxito y fracaso. Cómo vivirlos con acierto. AMADO RAMÍREZ VILLAFÁÑEZ. 53. Desarrollo de la armonía interior. La construcción de una personalidad positiva. JUAN ANTONIO BERNAD. 54. Introducción al Role-Playing pedagógico. PABLO POBLACIÓN KNAPPE y ELISA LÓPEZ BARBERÁ Y COLS. 55. Cartas a Pedro. Guía para un psicoterapeuta que empieza. LORETTA CORNEJO. 56. El guión de vida. JOSÉ LUIS MARTORELL. 57. Somos lo mejor que tenemos. ISABEL AGÜERA ESPEJO-SAAVEDRA. 58. El niño que seguía la barca. Intervenciones sistémicas sobre los juegos familiares. GIULIANA PRATA; MARIA VIGNATO y SUSANA BULLRICH. 59. Amor y traición. JOHN AMODEO. 60. El amor. Una visión somática. STANLEY KELEMAN. 61. A la búsqueda de nuestro genio interior: Cómo cultivarlo y a dónde nos guía. KEVIN FLANAGAN. 62. A corazón abierto.Confesiones de un psicoterapeuta. F. JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. 63. En vísperas de morir. Psicología, espiritualidad y crecimiento personal. IOSU CABODEVILLA ERASO. 64. ¿Por qué no logro ser asertivo? OLGA CASTANYER Y ESTELA ORTEGA. (6ª ed.) 65. El diario íntimo: buceando hacia el yo profundo. JOSÉ-VICENTE BONET, S.J. (2ª ed.) 66. Caminos sapienciales de Oriente. JUAN MASIÁ. 67. Superar la ansiedad y el miedo. Un programa paso a paso. PEDRO MORENO. (8ª ed.) 68. El matrimonio como desafío. Destrezas para vivirlo en plenitud. KATHLEEN R. FISCHER y THOMAS N. HART. 69. La posada de los peregrinos. Una aproximación al Arte de Vivir. ESPERANZA BORÚS. 70. Realizarse mediante la magia de las coincidencias. Práctica de la sincronicidad mediante los cuentos. JEAN-PASCAL DEBAILLEUL y CATHERINE FOURGEAU. 71. Psicoanálisis para educar mejor. FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. 72. Desde mi ventana. Pensamientos de autoliberación. PEDRO MIGUEL LAMET. 73. En busca de la sonrisa perdida. La psicoterapia y la revelación del ser. JEAN SARKISSOFF. 74. La pareja y la comunicación. La importancia del diálogo para la plenitud y la longevidad de la pareja. Casos y reflexiones. PATRICE CUDICIO y CATHERINE CUDICIO. 75. Ante la enfermedad de Alzheimer. Pistas para cuidadores y familiares. MARGA NIETO CARRERO. (2ª ed.) 76. Me comunico... Luego existo. Una historia de encuentros y desencuentros. JESÚS DE LA GÁNDARA MARTÍN. 77. La nueva sofrología. Guía práctica para todos. CLAUDE IMBERT. 78. Cuando el silencio habla. MATILDE DE TORRES VILLAGRÁ. (2ª ed.) 79. Atajos de sabiduría. CARLOS DÍAZ. 80. ¿Qué nos humaniza? ¿Qué nos deshumaniza? Ensayo de una ética desde la psicología. RAMÓN ROSAL CORTÉS. 81. Más allá del individualismo. RAFAEL REDONDO. 82. La terapia centrada en la persona hoy. Nuevos avances en la teoría y en la práctica. DAVE MEARNS y BRIAN THORNE. 83. La técnica de los movimientos oculares. La promesa potencial de un nuevo avance psicoterapéutico. FRED FRIEDBERG. INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA POR RAMIRO J. ÁLVAREZ 84. No seas tu peor enemigo... ¡...Cuando puedes ser tu mejor amigo! ANN-M. MCMAHON. 85. La memoria corporal. Bases teóricas de la diafreoterapia. LUZ CASASNOVAS SUSANNA. 86. Atrapando la felicidad con redes pequeñas. IGNACIO BERCIANO PÉREZ. CON LA COLABORACIÓN DE ITZIAR BARRENENGOA. (2ª ed.) 87. C.G. Jung. Vida, obra y psicoterapia. M. PILAR QUIROGA MÉNDEZ. 88. Crecer en grupo. Una aproximación desde el enfoque centrado en la persona. BARTOMEU BARCELÓ. 89. Automanejo emocional. Pautas para la intervención cognitiva con grupos. ALEJANDRO BELLO GÓMEZ, ANTONIO CREGO DÍAZ. 90. La magia de la metáfora. 77 relatos breves para educadores, formadores y pensadores. NICK OWEN. 91. Cómo volverse enfermo mental. JOSÉ LUÍS PIO ABREU. 92. Psicoterapia y espiritualidad. La integración de la dimensión espiritual en la práctica terapéutica. AGNETA SCHREURS.

93. Fluir en la adversidad. AMADO RAMÍREZ VILLAFÁÑEZ. 94. La psicología del soltero: Entre el mito y la realidad. JUAN ANTONIO BERNAD. 95. Un corazón auténtico. Un camino de ocho tramos hacia un amor en la madurez. JOHN AMODEO. 96. Luz, más luz. Lecciones de filosofía vital de un psiquiatra. BENITO PERAL. 97. Tratado de la insoportabilidad, la envidia y otras “virtudes” humanas. LUIS RAIMUNDO GUERRA. (2ª ed.) 98. Crecimiento personal: Aportaciones de Oriente y Occidente. MÓNICA RODRÍGUEZ-ZAFRA (ED.). 99. El futuro se decide antes de nacer. La terapia de la vida intrauterina. CLAUDE IMBERT. (2ª ed.) 100. Cuando lo perfecto no es suficiente. Estrategias para hacer frente al perfeccionismo. MARTIN M. ANTONY - RICHARD P. SWINSON. (2ª ed.) 101. Los personajes en tu interior. Amigándote con tus emociones más profundas. JOY CLOUG. 102. La conquista del propio respeto. Manual de responsabilidad personal. THOM RUTLEDGE. 103. El pico del Quetzal. Sencillas conversaciones para restablecer la esperazanza en el futuro. MARGARET J. WHEATLEY. 104. Dominar las crisis de ansiedad. Una guía para pacientes. PEDRO MORENO, JULIO C. MARTÍN. (6ª ed.) 105. El tiempo regalado. La madurez como desafío. IRENE ESTRADA ENA. 106. Enseñar a convivir no es tan difícil. Para quienes no saben qué hacer con sus hijos, o con sus alumnos. MANUEL SEGURA MORALES. (10ª ed.) 107. Encrucijada emocional. Miedo (ansiedad), tristeza (depresión), rabia (violencia), alegría (euforia). KARMELO BIZKARRA. (4ª ed.) 108. Vencer la depresión. Técnicas psicológicas que te ayudarán. MARISA BOSQUED. 109. Cuando me encuentro con el capitán Garfio... (no) me engancho. La práctica en psicoterapia gestalt. ÁNGELES MARTÍN Y CARMEN VÁZQUEZ. 110. La mente o la vida. Una aproximación a la Terapia de Aceptación y Compromiso. JORGE BARRACA MAIRAL. (2ª ed.) 111. ¡Deja de controlarme! Qué hacer cuando la persona a la que queremos ejerce un dominio excesivo sobre nosotros. RICHARD J. STENACK. 112. Responde a tu llamada. Una guía para la realización de nuestro objetivo vital más profundo. JOHN P. SCHUSTER. 113. Terapia meditativa. Un proceso de curación desde nuestro interior. MICHAEL L. EMMONS, PH.D. Y JANET EMMONS, M.S. 114. El espíritu de organizarse. Destrezas para encontrar el significado a sus tareas. PAMELA KRISTAN. 115. Adelgazar: el esfuerzo posible. Un sistema gradual para superar la obesidad. AGUSTÍN CÓZAR. 116. Crecer en la crisis. Cómo recuperar el equilibrio perdido. ALEJANDRO ROCAMORA. (2ª ed.) 117. Rabia sana. Cómo ayudar a niños y adolescentes a manejar su rabia. BERNARD GOLDEN, PH. D. 118. Manipuladores cotidianos. Manual de supervivencia. JUAN CARLOS VICENTE CASADO. 119. Manejar y superar el estrés. Cómo alcanzar una vida más equilibrada. ANN WILLIAMSON. 120. La integración de la terapia experiencial y la terapia breve. Un manual para terapeutas y consejeros. BALA JAISON. 121. Este no es un libro de autoayuda. Tratado de la suerte, el amor y la felicidad. LUIS RAIMUNDO GUERRA. 122. Psiquiatría para el no iniciado.RAFA EUBA. 123. El poder curativo del ayuno. Recuperando un camino olvidado hacia la salud. KARMELO BIZKARRA. (2ª ed.) 124. Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino. ENRIQUE MARTÍNEZ LOZANO. (3ª ed.) 125. La espiritualidad en el final de la vida. Una inmersión en las fronteras de la ciencia. IOSU CABODEVILLA ERASO. 126. Regreso a la conciencia. AMADO RAMÍREZ. 127. Las constelaciones familiares. En resonancia con la vida. PETER BOURQUIN. (4ª ed.) 128. El libro del éxito para vagos. Descubra lo que realmente quiere y cómo conseguirlo sin estrés. THOMAS HOHENSEE. 129. Yo no valgo menos. Sugerencias cognitivo- humanistas para afrontar la culpa y la vergüenza. OLGA CASTANYER. 130. Manual de Terapia Gestáltica aplicada a los adolescentes. LORETTA CORNEJO. (2ª ed.) 131. ¿Para qué sirve el cerebro? Manual para principiantes. JAVIER TIRAPU. 132. Esos seres inquietos. Claves para combatir la ansiedad y las obsesiones. AMADO RAMÍREZ VILLAFÁÑEZ. 133. Dominar las obsesiones. Una guía para pacientes. PEDRO MORENO, JULIO C. MARTÍN, JUAN GARCÍA Y ROSA VIÑAS. (2ª ed.)

134. Cuidados musicales para cuidadores. Musicoterapia Autorrealizadora para el estrés asistencial. CONXA TRALLERO FLIX Y JORDI OLLER VALLEJO 135. Entre personas. Una mirada cuántica a nuestras relaciones humanas. TOMEU BARCELÓ 136. Superar las heridas. Alternativas sanas a lo que los demás nos hacen o dejan de hacer. WINDY DRYDEN 137. Manual de formación en trance profundo. Habilidades de hipnotización. IGOR LEDOCHOWSKI 138. Todo lo que aprendí de la paranoia. CAMILLE Serie MAIOR 1. Anatomía Emocional. La estructura de la experiencia somática STANLEY KELEMAN. (7ª ed.) 2. La experiencia somática. Formación de un yo personal. STANLEY KELEMAN. (2ª ed.) 3. Psicoanálisis y análisis corporal de la relación. ANDRÉ LAPIERRE. 4. Psicodrama. Teoría y práctica. JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ. (3ª ed.) 5. 14 Aprendizajes vitales. CARLOS ALEMANY (ED.). (11ª ed.) 6. Psique y Soma. Terapia bioenergética. JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ. 7. Crecer bebiendo del propio pozo.Taller de crecimiento personal. CARLOS RAFAEL CABARRÚS, S.J. (11ª ed.) 8. Las voces del cuerpo. Respiración, sonido y movimiento en el proceso terapéutico. CAROLYN J. BRADDOCK. 9. Para ser uno mismo. De la opacidad a la transparencia. JUAN MASIÁ CLAVEL 10. Vivencias desde el Enneagrama. MAITE MELENDO. (3ª ed.) 11. Codependencia. La dependencia controladora. La depencencia sumisa. DOROTHY MAY. 12. Cuaderno de Bitácora, para acompañar caminantes. Guía psico-histórico-espiritual. CARLOS RAFAEL CABARRÚS. (4ª ed.) 13. Del ¡viva los novios! al ¡ya no te aguanto! Para el comienzo de una relación en pareja y una convivencia más inteligente. EUSEBIO LÓPEZ. (2ª ed.) 14. La vida maestra. El cotidiano como proceso de realización personal. JOSÉ MARÍA TORO. 15. Los registros del deseo. Del afecto, el amor y otras pasiones. CARLOS DOMÍNGUEZ MORANO. (2ª ed.) 16. Psicoterapia integradora humanista. Manual para el tratamiento de 33 problemas psicosensoriales, cognitivos y emocionales. ANA GIMENO-BAYÓN Y RAMÓN ROSAL. 17. Deja que tu cuerpo interprete tus sueños. EUGENE T. GENDLIN. 18. Cómo afrontar los desafíos de la vida. CHRIS L. KLEINKE. 19. El valor terapéutico del humor. ÁNGEL RZ. IDÍGORAS (ED.). (3ª ed.) 20. Aumenta tu creatividad mental en ocho días. RON DALRYMPLE, PH.D., F.R.C. 21. El hombre, la razón y el instinto. JOSÉ Mª PORTA TOVAR. 22. Guía práctica del trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Pistas para su liberación. BRUCE M. HYMAN Y CHERRY PEDRICK. 23. La comunidad terapéutica y las adicciones Teoría, Modelo y Método. GEORGE DE LEON. 24. El humor y el bienestar en las intervenciones clínicas. WALEED A. SALAMEH Y WILLIAM F. FRY. 25. El manejo de la agresividad. Manual de tratamiento completo para profesionales. HOWARD KASSINOVE Y RAYMOND CHIP TAFRATE. 26. Agujeros negros de la mente. Claves de salud psíquica. JOSÉ L. TRECHERA. 27. Cuerpo, cultura y educación. JORDI PLANELLA RIBERA. 28. Reír y aprender. 95 técnicas para emplear el humor en la formación. DONI TAMBLYN. 29. Manual práctico de psicoterapia gestalt. ÁNGELES MARTÍN. (5ª ed.) 30. Más magia de la metáfora. Relatos de sabiduría para aquellas personas que tengan a su cargo la tarea de Liderar, Influenciar y Motivar. NICK OWEN 31. Pensar bien - Sentirse bien. Manual práctico de terapia cognitivo-conductual para niños y adolescentes. PAUL STALLARD. 32. Ansiedad y sobreactivación. Guía práctica de entrenamiento en control respiratorio. PABLO RODRÍGUEZ CORREA. 33. Amor y violencia. La dimensión afectiva del maltrato. PEPA HORNO GOICOECHEA. (2ª ed.)

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Urduliz, el 8 de abril de 2009.

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