Tocqueville Democracia y Pobreza Memorias Sobre El Pauperismo

February 17, 2018 | Author: Gérard Pacidius | Category: Poverty & Homelessness, Poverty, Democracy, Saving, State (Polity)
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¿Cuáles son las causas de la pobreza moderna? ¿Cuá­ les sus modalidades, y cuál su singularidad respecto de otras formas de manifestación históricas? ¿De qué modo el desarrollo del capitalismo y la Revolución in­ dustrial han contribuido a labrar su peculiar fisonorriía? ¿Con qué nuevos peligros amenaza el futuro de la forma política — es decir, la democracia— que acompaña la evolución de ambos fenómenos econó­ micos y qué formas de redención cabe esperar de la nlisma? Escritas entre el primer (1835) y el segundo (1840) volumen de La democracia en América, las Memorias sóbre el pauperismo de Tocqueville constituyen un puente de unión entre ambos, integrando con la pro­ blemática recogida en las interrogantes anteriores la de la tiranía de la mayoría y la centralización buro­ crática, objetos de atención preferente de uno y otro volumen.

Democracia y pobreza (Memorias sobre el pauperismo) Alexis de Tocqueville Edición y traducción de Antonio Hermosa Andújar

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Título original: Mémoires sur le paupérisme Lettre sur le paupérisme en Normandie © Editorial Trotta, S.A., 2003 Ferrai, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Antonio Hermosa Andújar, 2003 Diseño Joaquín Gallego ISBN: 84-8 1 6 4 -5 9 5 -8 Depósito Legal: M -1 .107-2003 Impresión Marfa Impresión, S.L.

ÍNDICE

Introducción. POBREZA Y DEMOCRACIA EN ToCQUEViLLE: A ntonio H erm o sa A n d ú ja r.................................................................................

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DEMOCRACIA Y POBREZA (MEMORIAS SOBRE EL PAUPERISMO) M

e m o r ia s o b r e e l p a u p e r is m o ......................................................................

Primera parte: Del desarrollo progresivo del pauperism o entre los modernos, y de los medios empleados para com batirlo... Segunda parte ....................................................................................... S eg u n d a C arta

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m e m o r ia s o b r e e l p a u p e r is m o ....................................................

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N o r m a n d ía ...........................................

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s o b r e e l p a u p er ism o e n

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En su análisis de la evolución de las sociedades modernas, Tocqueville destacaba cómo la democracia, de mano de la igualdad, había irrumpido para siempre en el destino del hombre contemporáneo. Empero, pese a tratarse de la «op­ ción tomada por la Providencia», el resultado final admitía una doble y antagónica faz, dependiendo de si la igualdad construía la democracia en alianza con la libertad o sin ella. Era ésa la página que ni la mismísima Providencia había podido escribir. En su anatomía de la sociedad norteamericana, Tocque­ ville no sólo había resaltado su constitución esencial desde la forma y el sujeto del poder hasta las ideas y sentimientos que producía y la reproducían, así como la singularidad histórica de su conformación. Igualmente, al penetrar hasta sus raíces, y en medio de tanta maravilla, no había descuidado señalar dónde y cómo el edificio fallaría si no se procedía a reparar las grietas abiertas en su estructura. Más que en ningún otro lugar, en América la democracia parecía formar parte del plan divino del mundo, pero, como en todo lo producido por el hombre, la semilla del mal crece junto al bien, y viceversa, y conlleva una amenaza latente de autodestrucción. Precisamente, y aun cuando el talento, la brillantez y la originalidad de Tocqueville brillen por doquier, ha sido en

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el diagnóstico y tratamiento de dichos males donde tales caracteres han alcanzado momentos álgidos, como la inmen­ sa mayoría de la crítica ha acordado en realzar. Ahora bien, ésta ha hecho hincapié casi exclusivamente en la tiranía de la mayoría y en la centralización burocrática, según aludiera al primero o al segundo volumen de su D em ocracia. No es que a la inestabilidad legislativa y administrativa, a la represión — material y moral— del pensamiento o a la degradación del carácter nacional, fenómenos que acompañan la fácil dege­ neración del principio republicano en una democracia asentada sobre la igualdad de condiciones, se les dejara sin reconocer su significación y su espacio; pero era el carácter ilimitado del poder superior, que volvía virtualmente despó­ tico al soberano democrático, más el cheque en blanco que extendía al arbitrio del funcionario, lo que centraba el inte­ rés de la historiografía. Y esa tiranía salía ulteriormente re­ forzada porque no raramente se reconducían hasta sus do­ minios el resto de males recién enumerados (por ceñirnos sólo al primer volumen de la obra citada). Más raramente, y en parte con razón, la crítica se ha hecho eco de otras amenazas, ya sea la encarnada por los negros, ya sea la desplegada por las desigualdades de la pros­ peridad conforme ésta alargaba sus tentáculos por el cuerpo social: y eso que Tocqueville las consideraba, ¡y por igual!, como las más peligrosas para el porvenir de los Estados Uni­ dos'. Por un lado, la inasimilación de dos clases a las que el destino ha unido tanto como las leyes, las costumbres y la raza separan, hace pensar en la violencia como en un hués­ ped permanente de las relaciones entre ambas. Por el otro, el ansia de bienestar añade a la inestabiÜdad social generada por el desplazamiento continuo de fuerzas que arrastra con­ sigo, el cupo de envidias, de desconfianza y, en suma, de división entre los distintos Estados integrantes de la Unión; un cupo fijado por el desigual ritmo con el que cada uno traspasa el dintel del templo de la Fortuna. Dos fantasmas

1. De la Dém ocratie en Amérique (en lo sucesivo DA), París, Gallimard, 1986, I-Il, 10, pp. 499 y 557 respectivamente.

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más, por tanto, que sumar a los citados, y cuyas siluetas se adivinaban sobre el horizonte tan pronto como el analista alzaba su mirada desde el presente hada el futuro. Resulta, pues, del todo comprensible, máxime tras la úl­ tima amenaza, que la historiografía haya desatendido las exigencias de la pobreza por incorporarse a tan probada ge­ nealogía, y que nadie haya conseguido en el mentado mundo de sombras identificar la suya. Empero, su germen ya esta­ ba allí, agazapado e invisible bajo el envoltorio del comer­ cio, pacientemente a la espera de que el desarrollo comercial — una carrera que los americanos, asevera Tocqueville, están llamados a ganar por razones intelectuales y morales^— la sacara a la luz. Ciertamente, a la pobreza no le será tan fácil prosperar en el nuevo mundo como en el viejo, ni cuando arroje su maleficio contra el vínculo social lo hará con fuerza tan terminante ni con efectos tan duraderos. De hecho, se habrá de esperar hasta la segunda D em ocracia para percibir cómo se la llama por su nombre, y cómo tiene un tipo huma­ no hecho a su imagen y semejanza. Pero ya para entonces el comercio se halla incorporado en la esfera económica, junto a la agricultura y la industria, una esfera que desde su espe­ cificidad contribuye, en la política, mediante la inestabilidad que le es inherente, a reforzar la centralización; y en la so­ ciedad, mediante la desigualdad que le es inmanente, a re­ crear la aristrocratización: una nueva feudalidad en la que rico y pobre han descarnado la antigua pareja compuesta por noble y vasallo. Empero, entre una y otra D em ocracia Tocqueville dará a la luz varios trabajos, entre ellos las dos Memorias sobre el pauperism o aquí presentadas (bien que la segunda, manifies­ tamente incompleta, quedara sin pubhcar)^; la pobreza — su origen y naturaleza, sus efectos y remedios— adquiere ahora un protagonismo antaño desconocido; no sólo; a partir de ahí adquirirá el estatus de actor permanente en el pensa2. DA, ibid., p. 584. 3. Cf. al respecto A. Jardín, Alexis de Tocqueville 180S-18S9, FCE, México, 1984, pp. 195 ss.

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miento de Tocqueville, según se mostrará después. Al exa­ men de tal casuística de la pobreza, así como al de sus rela­ ciones con la democracia, dedicaremos el grueso de las res­ tantes páginas, que concluiremos enjuiciando la validez de la idea tocquevilliana en relación a la pobreza actual. Es la constatación de una paradoja, más el consiguiente deseo de explicarla, lo que pone en marcha la reflexión tocquevilhana en torno al fenómeno de la pauperización. Los ojo 5, dan fe de una verdad en la que la razón ni habría dado en reparar: los países más ricos y desarrollados son los que cuentan con un mayor número de pobres. Esa verdad resulta tan incontestable que opera con igual intensidad en el inte­ rior de cada país: por eso Inglaterra, el jardín que la civiliza­ ción se ha construido en Europa, constituye asimismo el te­ rreno en el que más ha brotado la grama de la pobreza; por eso en Francia el rico departamento del Norte es también más rico en pobres que el de la Creuse, plaza fuerte de la pobreza francesa. La explicación, con todo, lleva a Tocque­ ville a renunciar temporalmente a su viaje por el presente para hacerlo hacia el pasado: hasta el origen mismo de las sociedades humanas. Lo que allí halla son bandas errantes de hombres semisalvajes recién salidos de los bosques, cuyo goce principal y único consiste en «encontrar los medios con qué vivir»; un refugio y el alimento cubren sus necesidades físicas y espiri­ tuales, como el ahora agota su tiempo. Viven de la caza, son felices cuando no han de penar en exceso por satisfacer sus deseos, confundidos con sus necesidades, y no hay entre ellos más diferencias que las físicas impuestas por la naturaleza. Descubierto el arte de la agricultura el hombre, sin haber cambiado él en exceso, ha llevado a cabo, no obstante, su primera gran revolución. No sólo se ha vuelto sedentario una vez descifrado el secreto garante de su sustento, y no sólo empieza a barruntar la existencia de otros bienes igno­ rados hasta entonces; fijarse a la tierra significa haber creado la propiedad inmobiliaria, un bien de suyo susceptible de ser

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transmitido a sus herederos. Pero, además, si con el cultivo de la tierra se asiste al nacimiento de lo superfluo, con su posesión se alumbra la desigualdad: y la pobreza con ella. Ese doble alumbramiento, apareado, permite asistir al parto de un tercero: nacen ahora «casi todas las aristocracias». Las sociedades actuales ven concentrarse en uno de sus polos a unos pocos sujetos que reúnen riqueza, poder y disfrute de los nuevos bienes; y en el otro, a una multitud «semisalvaje» adscrita al suelo y que vende su libertad al mejor postor de su seguridad. El espíritu de conquista, que es la vida de la aristocracia y tiene en ese ambiente su cuna, comienza a expandir su reino por el mundo; a la derrota del Imperio romano por los bárbaros sigue la consolidación legal de las diferencias, que han ido concentrando las mismas al repartir, de un lado, el poder, la inteligencia y las riquezas, y de otro la debilidad, la ignorancia y la pobreza. Es el régimen feudal el que procla­ ma esa victoria suprema de la desigualdad. Aun así, cierto interés común une en parte al vasallo y al señor, pues aquél ve en éste un garante de su seguridad, como éste en aquél una extensión de su propiedad. El tiempo, al proseguir su viaje, muestra cómo el cultiva­ dor, con el sustento garantizado por la tierra, no es ya aquel sujeto tosco que se conformaba con una «fehcidad vegetati­ va», la cual reposa en un cerco a sus deseos impuesto por su — nulo— poder; ha observado «las dulzuras del bienestar» pasar por su lado y no quiere dejar escapar la ocasión, máxi­ me cuando advierte cómo el noble ha multiplicado el núme­ ro de bienes y goces de que disfruta. Por lo demás, ese círcu­ lo de bienes, deseos y goces nuevos no hace sino aumentar con el alud del tiempo. Aunque no hemos llegado al final de nuestra historia, podemos suspender aquí su decurso y preguntarnos por qué lo ha hecho posible y con qué consecuencias. Decíamos que una cierta generahzación del bienestar había elevado, inclu­ so entre la clase pobre, el nivel de las aspiraciones y necesi­ dades por encima del dintel de la mera supervivencia; que

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los deseos, atizados por la imaginación, volaban hacia tierras antaño ignotas a la mayoría en búsqueda de más y mejores bienes con los que procurar satisfacción a los nuevos gustos y ansias de placeres presentes por doquier. A tal fin, y desde un principio, un ejército de brazos había ido sustituyendo sin pausa los campos de labor por la manufactura, y en ello encarnaba la historia la escrupulosa fidelidad con la que cum­ plía las «leyes inmutables que presiden el crecimiento de las sociedades organizadas». Interpuesta entre las dos clases has­ ta ahora naturales de la sociedad, la clase recién formada es también la mediadora entre los nuevos deseos y su realiza­ ción. Su existencia profundiza la complejidad de una socie­ dad que originariamente supuso sacar al género humano del género animal, y con el surgimiento de las aristocracias sacar a ciertos individuos del género humano común. La función de tal clase industrial es, en el decir de Toc­ queville, proveer a la «felicidad material de las demás», pero esa tarea, de suyo señal de cierto progreso y aun de abun­ dancia, es asimismo, en determinadas circunstancias, el azo­ gue que crucifica su existencia reduciéndola a pobreza. En efecto, mientras la subsistencia del agricultor está asegurada al producir géneros de primera necesidad, los cuales, cuando no son vendidos pueden al menos ser consumidos por él, las necesidades que producen al mundo industrial son todas «facticias y secundarias». El obrero que trabaja para proveer­ las depende por ello más naturalmente de la suerte que su antecesor del campo, y basta un cambio en las circunstancias — en circunstancias, por si fuera poco, en movimiento ince­ sante y que penden de variables incontrolables— , para que su inestabilidad usual se agrave y dé al traste no sólo con sus expectativas, sino, en el caso extremo, con su propia vida. Por lo demás, la condición de inseguridad estructural propia del obrero se multiplica cuando el obrero en cuestión es el obrero inglés, habida cuenta de que la «clase industrial» in­ glesa produce para dar satisfacción no sólo a «las necesida­ des y los goces del pueblo inglés, sino de una gran parte de la humanidad». En tal caso, los factores en grado de intervenir

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en la variación de su fortuna amplían su radio de acción a una escala planetaria. Un crecimiento constante del comer­ cio clausuraría, cierto, esa puerta de incertidumbre que el futuro mantiene permanentemente abierta ante la vida del obrero, pero a lo que la experiencia apunta respecto del desarrollo comercial es a las continuas crisis que jalonan su curso. Y el descenso del consumo se intercambia en el mer­ cado por la mercancía de la pobreza para el productor de bienes secundarios. Con todo, las causas de la pobreza no proceden sólo de las crisis comerciales, si bien éstas, con su orden fijo debido a la sobreproducción de algunos bienes, a la competencia externa, al aumento del número de productores sin que re­ percuta en la producción, o a la disminución de ésta restan­ do invariable aquél, a la disminución de salarios o al aumen­ to del desempleo que ambos casos respectivamente entrañan, etc., la acrecienten sin tregua. Y si el escenario es Inglaterra, la cantidad de miseria crece porque son más los que llegan a los talleres y las fábricas arrancados de la tierra, y su cuali­ dad también porque muchos de estos emigrantes forzosos lo son a causa de la concentración de la propiedad agraria, que les destierra del campo para siempre. Entre las causas de la pobreza es menester computar dos órdenes de motivos culturales diferenciables, aunque estre­ chamente conectados. El hombre, encrucijada entre natura­ leza y cultura, tiene necesidades provenientes de ambos mundos. Unas, relativas a su supervivencia, derivan de su constitución física, mientras las segundas lo hacen de su cons­ titución social, o, como Tocqueville dice, de las costumbres y de la educación. Las primeras son las fisiológicas, pero las segundas, o «facticias», son tan naturales como las primeras, pues la dimensión social del hombre le es tan connatural como la física. Como el hombre nunca deja de construir su socialidad, las necesidades facticias nunca son las mismas, pero como el hombre nunca ha dejado de ser social, nunca ha dejado de forjarlas. El proceso civiÜzador es, precisamen­ te, el escenario en el que éstas, así como el círculo de deseos

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y placeres que las originaron, no cesa de aumentar y reno­ varse. A ello se debe que el hombre civilizado se halle mucho «más expuesto a las vicisitudes del destino que el hombre salvaje»: a que el número de necesidades sociales naturales ha aumentado exponencialmente, y a que no deja de au­ mentar. Es en ese contexto'* donde es preciso ubicar al pobre moderno, el único idóneo para exphcar el carácter de la nueva pobreza. La insuficiencia de recursos para cubrir las necesidades humanas, es decir, la pobreza, significaba para el hombre salvaje simplemente no tener qué comer, mientras para el hombre civilizado significa, en cambio, «carencia de multitud de cosas». La pobreza absoluta de aquél se ha vuel­ to relativa en éste, un pobre que lo es pese a tener la super­ vivencia asegurada, pero no los bienes que han pasado a ser necesidades; en lugar de ser extrema, se mide por grados, y en vez de tener como referencia las necesidades físicas es relativa a las necesidades sociales: y como éstas se encuadran dentro de las condiciones de cada país, cuyo nivel de desa­ rrollo es distinto según los casos, no es posible encontrar una medida común que la defina. Por eso un pobre inglés es tenido casi por rico por otro francés, y sería la envidia de uno español^.

4. Contexto éste, de naturaleza psicológica y moral, que desde luego forma parte del sociológico aludido un poco más arriba, al enumerar algunos de los fenómenos — causantes de la pobreza— típicos del desarrollo del capitalismo moderno, y que conducirán al surgimiento de la Revolución industrial. 5. Larra, harto probablemente, hubiera completado a Tocqueville aña­ diendo una envidia psíquica a la física del autor francés, sobre todo al apun­ tar a esos «pueblos enteros [...] que están a dos dedos del estado de natura­ leza» («Impresiones de un viaje», en Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres. Crítica, Barcelona, 1997, p. 410). O bien habría ratificado su aserto aduciendo el ejemplo de aquellos capitalinos que festejan entre risotadas y gran algarabía la suerte que acabó por hoy con su involuntaria y sempiterna huelga de hambre. «Y si alguien preguntare: “¿De qué se ríen tanto? ¿Han dicho alguna gracia?”, se topará con la cruda naturaleza humana española por respuesta: “No, señor; se ríen de que han comido”» («La fonda nueva», ibid., p. 103).

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El segundo motivo cultural que ensancha los dominios de la pobreza en los países más ricos proviene, en última instancia, de su capacidad de sufragar materialmente los cos­ tes sociales que conlleva la elevación espiritual inherente al proceso civilizador. Cuando la conciencia moral ve en toda persona un sujeto de derechos, y cuando el desarrollo mate­ rial ha realzado notablemente el índice de bienestar de la mayoría de la sociedad, la existencia de individuos a los que la falta de recursos niega el acceso y disfrute de los bienes básicos en los que dicho bienestar se manifiesta — alojamien­ to, alimento, higiene y educación^— es considerada como una desdicha por la comunidad, desdicha que ella misma tiende a reparar. Tal es la filosofía que está en la base del asistencialismo^, o sea, de uno de los expedientes con los que el Estado moderno ha pretendido paliar o erradicar la po­ breza. Una mansión entre palacios indica la morada de un pobre; una choza entre la multitud de chozas es señal de normalidad. Todo el progreso reseñado tiene, no obstante, su precio. La entrada triunfal que, conducida por la necesidad, la nue­ va clase como conjunto lleva a cabo en la estructura social tiene lugar a costa de la incertidumbre ante el futuro de cada uno de sus miembros singularmente considerados, y aun de la precariedad material de la mayoría de ellos (con la honro­ sa, pero parcial, excepción inglesa, en la cual esa mayoría es menor). La emigración voluntaria del campo, que el cultiva­ dor emprende ante el cebo de una riqueza cada vez más tangible, se revela a la postre tan insegura como la emigra­ ción forzosa del cultivador al que la concentración de la propiedad o la miseria campesina ha expropiado sus tierras. Ya el abandono de la tierra significa abdicar de la seguridad de que, al menos, el estómago podrá aguardar lleno la llega6. Cf. al respecto Fitoussi y Rosanvallon, Le nouvel âge de l ’inégalités. Seuil, Paris, 1996, pp. 225 ss. 7. Una interesante exposición y crítica del mismo puede verse en el sugerente libro de R. Susín Betrán La regulación de la pobreza, Universidad de La Rioja, Logroño, 2000.

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da de tiempos mejores, como significa perder parte del patri­ monio de creencias, costumbres, ideas y gustos con los que el espíritu agrícola redondeaba su mundo. Pero, además, cuando el abandono es obligado, las cíclicas oleadas de ma­ sas de antiguos campesinos a talleres y fábricas no sólo rom­ pen el equilibrio que debe presidir la relación entre pro­ ducción y consumo, sino que refuerzan de este modo la incertidumbre estructural de la clase industrial con ataques coyunturales contra su frágil estabilidad. Puntuales batallo­ nes» de desharrapados, por tanto, vienen a engrosar las filas del poderoso ejército de la miseria. De otra parte el obrero, propietario únicamente de sus brazos, no posee más control de su vida que el que el azar, o una voluntad ajena — es decir, más azar— , le consiente. De ahí que toda la cosmovisión proletaria se agote en el goce febril del instante actual, una psique ésa a la cual las ideas de previsión, de planificación, de futuro, etc., tienen totalmente prohibido el acceso. Si ocasionalmente una de las crisis periódicas del mundo industrial le expulsare del taller o de la fábrica, la rueda de la fortuna, su nuevo dueño, lo incluirá sin mayores mira­ mientos en esa selecta «minoría lista para morir de necesidad si el apoyo del púbhco llega a faltarle», ese espejo al cual el progreso no osa mirarse, y que ostenta el privilegio de mani­ festar como nada ni nadie el precio con el que la sociedad flagela a una parte de sí misma en sus ansias por mejorar. Cierta ampHación de los bienes del espíritu y del cuerpo a costa de impedir el desarrollo de una mayoría de cuerpos a espíritu, y a costa de segregar una minoría de cuerpos del conjunto social constituye, así, pues, el precio pagado por la civilización en su desarrollo a partir de una sociedad en la que una minoría gozaba de la totalidad de los bienes del espí­ ritu y el lujo de los del cuerpo, pero que al menos mantenía felices los estómagos de la mayoría reducida a cuerpo. Tal y como se ha podido comprobar, el intento de eluci­ dar la paradoja de la mayor abundancia de pobres en los países más ricos, que pasaba por remontar el curso de la

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explicación hasta la cuna de la historia humana, ha termina­ do por subsumirse en la de las causas de la pobreza moder­ na, que nos ha devuelto al presente. A lo largo del trayecto hemos tenido igualmente ocasión tanto de tropezamos con la nueva imagen de aquélla, si comparada a la que la historia nos había habituado, como de identificar al nuevo sujeto de la misma; el obrero, prevalentemente. En lo sucesivo hemos de centrar nuestros esfuerzos en exponer el expediente arbi­ trado por Tocqueville con el propósito de eliminar dicha pobreza, tarea que requiere, a modo de prefacio, mostrar su crítica a la más original y significativa de las propuestas urdi­ das por el mundo moderno a fin de presentarse ante el futu­ ro limpio de su mancha original. En suma; ícabe remedio para la pobreza? El primero es aquel al que un día el cristianismo llamó caridad y lo consagró como virtud; su origen se remonta has­ ta el de las miserias humanas, pues nació cuando un indivi­ duo dispuso aliviar los males de otro en la medida en que le era posible. Ha conservado desde entonces su esencia priva­ da, pero con ello ha trazado también su límite, pues ser vo­ luntario lo vuelve aleatorio, como ser aleatorio lo hace frágil; y si bien no atrae hacia la sociedad males* con su ejercicio, se revela insuficiente en unos tiempos en los que el proceso civi­ lizador no hace sino incrementar el cupo de las necesidades humanas, tanto como el monto de los necesitados. De ahí la perentoriedad de acudir a nuevos medios con los que cortar el avance de la renovada plaga, de que la sociedad decidiera ocuparse ella misma de sus propios miembros. Inglaterra alumbró el asistencialismo, esa doctrina y prác­ tica sociales que confiere al pobre un derecho a que la socie­ dad provea a sus necesidades. La «revolución religiosa» ha­ bía multiplicado el número de pobres porque el monarca 8. Males no, pero quizá sí más de un disgusto, como el de la anécdota que cuenta Américo Castro: «Un mendigo, que semanalmente percibía cierta limosna, fue preguntado por su favorecedora si no había estado ya otra vez aquella semana; su respuesta fue así: “Señora, búsquese usted otro pobre”» (Aspectos del vivir hispánico, Madrid, Alianza, p. 18).

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protestante, para quitarle poder político y religioso a la com­ petencia, decidió suprimir las instituciones que impartían la caridad — conventos católicos en su mayoría— , sin que los bienes expropiados tuvieran por destinatario al pueblo, sino a la aristocracia. Isabel, hija del monarca aludido, Enrique VIII, ante «el repugnante espectáculo de las miserias del pue­ blo», que constituía asimismo la brecha por la que la socie­ dad expulsaba de sí misma a un número creciente de sus miembros, quiso paliar la rápida disminución de las hmosnas coru el establecimiento de subvenciones que los municipios habrían de administrar. Constituía el paso inicial en direc­ ción hacia el asistencialismo, al que las ulteriores remesas de pobres que la industrialización arrojaba a la arena social^ acabarían otorgándole el título de ley. En su análisis del asistencialismo, Tocqueville separa de inmediato la apariencia de su realidad: «la idea más bella y más grande» de cuantas han sido concebidas pronto se revela en gran parte, vista a través del tornasol de sus consecuen­ cias, como una pía ilusión. La política asistencial, en efecto, lesiona gravemente la prosperidad pública, y por más de un motivo. Desde un punto de vista antropológico, la tendencia natural a la ociosidad, propia de todo «ser organizado», es el primer ahado que el asistencialismo encuentra en la vida humana. Si al hombre le lleva a trabajar sólo la «necesidad de vivir y el deseo de mejorar», la primera más que el segun­ do, y aun así no siempre — experiencia dixit— , un sujeto reforzado con un «derecho absoluto» a exigir auxilio a la sociedad, de consuno con una administración preparada para realizarlo, ve perecer o debilitarse en él la necesidad y pervi­ vir el deseo, un impulso menos generalizado que aquélla. El interés por trabajar es, pues, la primera víctima’®, y llegado 9. Por las razones antedichas: la naturaleza en sí de la misma más su naturaleza particular inglesa, es decir, la centralización de la propiedad in­ mobiliaria y el hecho de ser Inglaterra el granero industrial del mundo. 10. A similar conclusión había llegado igualmente Defoe, quien también se opondría a que el Estado diera al pobre trabajo público, pues el precio a pagar sería la ruina del trabajo privado (cf. K. Polanyi, The Great Transformation, Holt, New York, 1944, cap. 9).

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el caso de que un pobre trabaje, lo hará descuidando por entero el ahorro. El resultado, concluye Tocqueville, es que la «mejor» parte de la nación trabaja para sufragar la incuria de la peor. Si la perspectiva es la legal el resultado tampoco mejo­ rará. La ley, es cierto, prescribe atender sólo a la «miseria inocente», no al desmodado causante de la misma. Para ello examinará previamente cómo ha llegado a su actual situa­ ción, sin contar con que la limosna será en realidad un sala­ rio, pues la recibirá tras haber desempeñado un trabajo pú­ blico. Tal es la filosofía que la inspira, tales sus pretensiones. ¿Cuáles, en cambio, serán los efectos, cuestiona Tocquevi­ lle? En la primera tesitura los caminos son muchos, pero todos conducen al fracaso — donde igualmente converge el de la segunda— , es decir: al final toda miseria será asistida, la involuntaria tanto como la del vicio. Ante todo porque nunca es fácil distinguir la que promana de una u otra fuen­ te, y luego porque no siempre es posible: son muchas las miserias provinientes de ambas a la vez. Además, el magis­ trado que la juzgue, aun en los raros casos de que se le encuentre y se halle en grado de ejercer su labor, fácilmente se dejará arrastrar por la compasión ante la desgracia de un semejante en lugar de por el «interés del tesoro público»; y si llegare a mostrarse insensible al dolor, apenas lo hará ante el temor de hacer uso del poder cuasi omnímodo que tiene en relación con el destino de, precisamente, «la parte más des­ ordenada, más turbulenta, más grosera» de la sociedad. La segunda tesitura, decíamos, conducirá al mismo lugar. Los trabajos púbhcos nunca darán trabajo suficiente a las masas de pobres, pues no los hay siempre, y cuando los hay están desigualmente repartidos por el territorio. Por si fuera poco, todas las fases de su ejecución están bajo la responsabiHdad del vigilante, que a su celo como tal habría de unir el sinfín de cualidades técnicas imphcadas en la realización de los proyectos. Para decirlo de otro modo: todo vigilante acaba­ ría haciendo lo que ya hace el vigilante inglés: pagaría el salario a cambio de ningún trabajo.

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De otra parte, también la moralidad eleva su protesta en contra de la asistencia legal, por cuanto observa a los sujetos de la misma aún más depravados que empobrecidos. Sus alegaciones al respecto no son pocas, y todas de peso; no obstante, nos limitaremos aquí sólo a resumir algunas de ellas. Según Tocqueville, la moral piensa que el derecho que asiste al pobre a reclamar auxilio de la sociedad humilla al demandante, pues su satisfacción no es sino el índice que le acusa públicamente de mala conducta, al tiempo que legaliza su inferioridad frente a los demás. Esa misma satisfacción priva de otro lado al subsidio de la moralidad presente en la limosna, al alterar las relaciones entre el rico y el pobre. Aquél, lejos de interesarse en la suerte de su favorecido, como ocurre cuando su piedad le impulsa a dar hmosna, contempla la dádiva como un hurto del legislador de una parte de su superfluo, y al beneficiario como la avidez en persona; éste, en lugar de mostrar gratitud y sentir reconoci­ miento ante su benefactor, recoge lo debido con el senti­ miento del deber cumphdo. El vínculo moral inherente a la limosna ha sido reemplazado por una relación más enconada que tensa progresivamente el vínculo social". Y como — ya se vio— este singular rentista está ocioso, tiene todo el tiem­ po a su favor para lograr deshumanizarse plenamente y con­ vertirse en un perfecto bruto. Ni sus semejantes podrán es­ perar ya nada de él, ni de su conducta cabe esperar las mejoras susceptibles de cambiar su estatus o la opinión de los demás; de hecho todo se modifica excepto él, y cuando lo hace es para recular hacia la barbarie: sin esperanzas, sin conciencia del futuro y sin temor, se ha quedado sin destino. Se le podrá contar entre los que multiplican el número de criminales, o bien entre los que incrementan sin cesar el número de hijos naturales’^ porque la barbarie en un cierto 11. Norteamérica misma brindaba un excelente y vivo retrato al respec­ to (DA, II-II, 20, p. 225). 12. Es ésta la única alusión que Tocqueville hace al aumento de pobla­ ción entre los pobres, pero sin ir más allá de la vaga denuncia moral aquí apuntada. Sin embargo, para el moralista fundador de la demografía como

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momento gusta de nutrirse de víctimas inocentes” , pero no entre aquellos que mediante previsión y ahorro combaten hoy los seguros caprichos futuros del azar, o entre los ilumi­ nados por el expansionismo de las luces. La última crítica dirigida por Tocqueville contra el asis­ tencialismo legal se debe a su poder para abrogar la libertad de circulación del pobre. Cada municipio, dice, asiste sólo a los pobres domicihados en él, con lo cual la víctima del infortunio o de su mal andar queda por siempre, merced a su estrenada servidumbre, adscrito a la tierra que le vio na­ cer. Quien se aleje de ella «marcha solo hacia un país enemi­ go»: el hambre. Así, lo que el siervo de la gleba no podía hacer, el pobre no lo puede querer. Reclamar el derecho a ser asistido es crucificarse de manera voluntaria a un deter­ minado trozo de tierra. Con todo, la ristra de males que cuelga naturalmente de la política asistencial no es motivo bastante para que el seve­ ro juez que los juzga dicte una inapelable sentencia condena­ toria contra ella. Cuando el principio que la rige se inspire en el bienestar de la mayoría, cuando los infortunios que aspira a reparar son los de esa panopha de «males inevita­ bles» integrada por «la debilidad de la infancia, la caducidad de la vejez, la enfermedad, la locura», o incluso los de ciertas «calamidades públicas» inesperadas y coyunturales, el asis­ tencialismo se encuentra plenamente justificado. El delito castigado por la sentencia es su transformación en un «siste­ ma regular» que actúe de manera permanente en la sociedad

ciencia (a igual título que la física, afirmaba) es ése el gran problema que hace inviable cualquier tentativa de supresión de la miseria (cf. Th. Malthus, An Essay on the Principle o f Population, Penguin, Middlesex, 1970, pp. 114 y 102 respectivamente). 13. Con devastadora ironía propondrá Swift, en sentido literal, tal re­ medio como solución al problema de la pobreza en Irlanda; el éxito está asegurado, pues quién osará sustraerse a tan voluptuoso banquete, máxime después de que su amigo americano le haya asegurado de que «un infante sano y bien amamantado de un año es el alimento más delicioso, sano y nutritivo que quepa hallar», cualquiera sea la forma en que se le cocine: hervido, tostado, cocido, en ragú, etc. (tal fue su m odest proposal de 1729).

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y haga del Estado un funcionario suyo. Pues ése es el caso en el que una institución, idealmente establecida con miras a aliviar las miserias de los pobres, terminará convirtiéndolos en «una clase ociosa y perezosa que vive a expensas de la clase trabajadora», o lo que es igual, una clase depravada que obstaculiza el desarrollo económico y mina la concordia social, y que dará lugar a una revolución el día en que sus miembros casi igualen en número al de sus benefactores^“*. Antes de extender su receta definitiva contra la pobreza, Tocqueville pasa revista muy someramente a otros dos’^ po­ sibles tratamientos de la enfermedad, o mejor, en un caso, a otra variante de la misma, que admite un diagnóstico separa­ do y del que cabe esperar remedio tras su aplicación; en el otro, sí nos las habernos ante un tratamiento específico. La pobreza moderna se divide en dos clases, a tenor de los sujetos afectados: la agrícola y la industrial. La primera no tiene futuro, vale decir, no se desarrollará al punto de representar un peligro para la sociedad. De hecho, basta con mirar a Francia para descubrir su remedio: la división de la propiedad industrial’®. La simple posesión de un trozo de tierra arranca el destino del campesino francés de la tiranía del azar, pues la propiedad crea sus hábitos y su psicología — la previsión, la idea de futuro, el deseo de mejorar, el impulso de resistir— , y con ellos a un individuo que no es rico pero que «tiene ya las cualidades que hacen nacer la riqueza». Se comprende, pues, el por qué de la desatención que merece a Tocqueville.

14. Paradójico destino, como se ve, el deparado por el asistencialismo a la clase pobre, devenida tan ociosa y haragana como buena parte de la clase de los ricos oligarcas de Platón, o como la entera clase noble de Quesnay. Por lo demás, también Polanyi reconoce entre las consecuencias del sistema asistencial la degradación del hombre común, quien llegó a «preferir, frente al salario, el subsidio para los pobres» (op. cit.). 15. Tres si consideramos las asociaciones privadas de asistencia tratadas en la Carta sobre el pauperismo en Normandia, y apenas aludidas aquí. 16. El reverso de la medalla es que ese remedio anti-pobreza es la enfer­ medad que impedirá el desarrollo del capitalismo en el campo, deja entender Tocqueville.

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En cuanto al segundo medio citado, cabe decir que tiene futuro pero no presente. Digamos antes de nada que extra­ polar el remedio contra la pobreza del campo a la fábrica no es posible porque, dividida, la propiedad industrial se volve­ ría improductiva. Ahora bien, si el remedio es imposible, el principio —infundir en el obrero «el espíritu y los hábitos de la propiedad»— no lo es, aunque todavía sea pronto para curar la enfermedad dando al obrero «un interés en la fábri­ ca»; primero, porque los capitalistas no gustan de compartir beneficios con sus obreros, ni de invertir en sus posesiones el pequeño fruto del ahorro de éstos: ia qué aristocracia, des­ pués de todo, gusta igualarse con la plebe? Segundo porque, hasta el presente, los intentos de los obreros por autoconvertirse en empresarios se han saldado con sonoros fracasos. Los tiempos, cierto, corren en esa dirección, la marcada por el cuáquero Bellers’^, y un día no muy lejano las asociaciones industriales de obreros gestionarán colectivamente sus em­ presas; en el ínterin se han de pagar los costes del aprendiza­ je en el arte de la asociación’®, y los entrañados por un cam­ bio de hábitos y de mentalidad por el arte político’®. El medio hoy más seguro^® para combatir la pobreza lo proporcionan las instituciones del ahorro, esto es, las cajas de ahorro y los montes de piedad, bien que sometidas a severos correctivos respecto de su actual funcionamiento. 17. Cf. K. Polanyi, op. cit.. Parte II, cap. 9. 18. Arte que habrá de enseñar a los obreros exactamente lo contrario de aquello a lo que el capitalismo, según Marx, es naturalmente proclive, a saber: a coadyuvar en la formación de la conciencia revolucionaria de la clase obrera (cf. A. Giddens, El capitalism o y la moderna teoría social. La­ bor, Barcelona, 1977, p. 113). 19. Arte en el que el Estado debe ser el principal alumno, y la enseñanza básica consistirá en aprender a respetar sin temer la propagación por la sociedad del arte anterior. 20. Más seguro, sí: definitivo, no. Las palabras finales de la Segunda M em oria aluden claramente a la necesidad de un cambio de mentalidad, en virtud del cual el campesino deberá cuestionar algunas de sus más sagradas creencias, como la heteronomia de su racionalidad económica o el dogma de que la tierra se compra pero no se vende. La recompensa que le espera será monetaria, pues habrá capitalizado su dinero.

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Sólo entonces estarán «en grado de permitir al pobre capita­ lizar y volver productivos sus ahorros», y a la propiedad adquirir para sí a un nuevo sujeto social. En su disposición actual las cajas de ahorro hacen del Estado, depositario del ahorro del pobre, el encargado de revalorizarlo dándole un interés del 4%. Mas, puntualiza de inmediato Tocqueville, hay razones económicas, conjugadas con otras políticas, que vuelven indeseable dicha situación. Empecemos por aquéllas. No es seguro que el Estado quiera, mepos aún que pueda, seguir soportando tal carga. Un depó­ sito excesivo, superior a las necesidades del gasto público, le constreñiría por ejemplo a dejar improductiva una parte de aquél. En tal caso, además de los inconvenientes que supone no obtener rendimiento de una suma que puede llegar a ser considerable, el Tesoro se vería en una disyuntiva desfavora­ ble en ambos extremos. En efecto, o bien dañaría al pobre cuyo ahorro forme parte del monto no invertido, o bien, de seguir pagándole intereses como a los demás, su financiación requeriría un aumento en la fiscalidad del contribuyente or­ dinario. Tres tipos de intereses divergentes podrían resultar lesionados en semejante tesitura. El Estado, cierto, dispone de un recurso habitual en la obtención de intereses, a saber: la adquisición de renta. No obstante, se trata de un recurso con su peligro incorporado, sobre todo porque está en la naturaleza del ahorro el de ser reembolsado a voluntad del acreedor, por lo que sólo cabe la inversión en las mismas condiciones — la mentada renta— . Ahora bien, concluye Tocqueville, cuando se quiere comprar rentas se compran muchas a la vez, o lo que es igual: se compra caro; cuando se necesita vender rentas se venden muchas a la vez o, lo que es igual: se vende barato. No parece ser ése el modo en el que el Tesoro apruebe sus cuentas. Decíamos que también la política presiona en la misma dirección; primero con un motivo compartido con la econo­ mía: el dinero que emigra de la periferia al centro más fácil­ mente se queda en su lugar de llegada que retorna a su lugar de origen, y más pronto detiene su carrera en el bolsillo del

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rico que en el alivio de urgencias del pobre. Por lo demás, su viaje al centro lo mismo engrosa la bolsa del potentado que engrasa la maquinaria estatal, y más aún esto que aquello, pues la diferencia que pasa entre uno y otro destinos es la que hay entre lo posible y lo seguro. Más dinero que gastar por el gobierno significa mayor intervención estatal en la vida social: más número de decisiones que escapan a los afectados, más poder —y más centralizado— para tomarlas, más burocracia para apUcarlas^’. No sólo eso; el depósito concentrado en manos del Estado puede, en reahdad, haber ido a parar a manos de un gigante con pies de barro, pues las circunstancias — cuyo recuerdo es quizá ominoso, pero no omisible— han convertido muchas veces en poco tiempo al leviatán en un títere, por lo cual la prudencia aconseja pen­ sárselo dos veces antes de convertirlo en gestor del ahorro público de tanto alto número de pobres. Sin contar con que éstos, según se dijo, en tiempos de crisis o de revolución, de pánico real o imaginario, al desear el reembolso urgente de sus pequeños tesoros conduzcan a la bancarrota a las arcas del Estado. El alegato contra la situación actual de las cajas de aho­ rro no concluye en favor de su abolición, sino más bien al contrario: en su reforma. Lo cual, por otro lado, no es una cuestión puramente económica, sino también de mentalidad. Para el «campesino francés»^^, en efecto, adquirir los hábitos de la propiedad significa, en primer lugar, hacer un hueco en su cabeza para la idea de que el ahorro no ha de guardarse en casa a la espera del momento feliz en que pueda transfor­ marse en más tierra, sino que ha de fructificar en la espera. Es decir, ha de aprender a querer capitalizar sus ahorros, lo cual, a su vez, significa tanto aprender a confiar en una ins­ titución ajena a su control, como a bajar al centro de un mercado en el que hay una multitud de mercancías y no sólo

21. Cf. al respecto DA, II-IV, 5, n. 2. 22. El lector ha leído bien: es él, y no el pobre de la industria, el verda­ dero sujeto del presente discurso.

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la tierra^^, y en el que caben más formas de capitalización para el ahorro aparte de las ofrecidas por las propias cajas. Un campesino que ha abandonado el nicho de su menta­ lidad arcaica como rehquia del pasado, más la puesta en juego de nuevas modalidades de inversión para los ahorros de los pobres, constituyen pues dos puntos capitales de la reforma tocquevilliana. El futuro no se quedará sin cajas de ahorros, pero querrá juntarlas a otra institución, el monte de piedad, en su respuesta a la cuestión social. La pobreza deja­ rá de ser problema para el porvenir de las sociedades, si el pobre, ya imbuido de nuevas ideas y costumbres, logra me­ diante el fruto de su trabajo por una parte crear un lenitivo a las miserias de otros pobres, y por otra poner un dique entre su futuro y la incerteza. A decir verdad, se trata de una única y misma operación, y las nuevas relaciones entabladas por cajas de ahorro y montes de piedad aportan el recurso necesario al respecto. Hoy por hoy, nos dice el politòlogo francés, el monte de piedad, en su cometido de banco de préstamo bajo empeño, es una institución fuertemente usurera, aunque en su descar­ go quepa alegar su finalidad filántrópica; la financiación de hospicios. Ahora bien, del todo inadmisible resulta el modo como se convierte en medio de dicho fin, pues prestar dine­ ro sin riesgo y a un elevadísimo interés impulsa a considerar­ los «como instituciones con cuya ayuda se arruina al pobre a fin de prepararle un asilo en su miseria». Si se les desvincula­ ra de tal fin acabarían también con su condición de usureros legales. Y hgarlos a las cajas de ahorro sería la forma de desvincularlos de tal fin. Con ello saldría perdiendo la in­ digencia, pero ganando el pobre: y también «el orden y la moral pública». En éste su nuevo modo de ser el pobre prestaría al po­ bre, y la administración sería sólo el intermediario entre el 23. Es lo que ha hecho el campesino americano, verdadero contramo­ delo del francés, pues no sólo «ha hecho de la agricultura un comercio», sino que, en el Oeste al menos, cuando «rotura un campo [es] para revenderlo, no para recolectarlo» (DA, II-II, p. 19).

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pobre que da y el pobre que pide. El Estado compromete su honor en salir de fiador de la transacción, y así el entero proceso se constituiría quizá en uno de los pocos inventos del hombre libres de culpa en sus consecuencias. En efecto, el dinero del pobre se quedaría en su propia zona, en lugar de buscar residencia en París. Sin ese viaje, recuérdese, los baluartes económico y político de la concentración y de la centralización respectivamente quedarían sin un aliado im­ portante. Además, el que presta no pierde, pues el que pide recibe en compensación de la cosa empeñada, sóhdo garante de su promesa de devolver lo obtenido; sin contar con que el que presta recibe más por prestar y el que pide tiene menos que devolver gracias a la simplificación de los trámites in­ herente a la nueva situación. Un proceso, en fin, sencillo y fiable, al que el razonamiento abona con su certeza y la experiencia con hechos, entre los cuales cabe destacar cómo en Metz, el laboratorio donde el experimento fue antes rea­ lidad, pervivió como estaba tras las turbulencias políticas de la Revolución de 1830 y su anexa crisis financiera. Tal sería la solución ideada por Tocqueville, al menos mientras no lleguen los tiempos en que el pobre quiera in­ vertir y no sólo prestar, y el Estado disponga las cosas de modo que aquél pueda hacerlo si quiere. Ante los ojos de su autor, las M emorias aquí presentadas no gozaban de un fuerte aprecio, mas el hecho manifiesto de quedar, ambas, sin perfilar quizá no sea la primera de las razones de su juicio^''. Con todo, el seguimiento de su curso nos ha permitido observar cómo el vasto teatro en el que la pobreza desempeña un papel inexcusable, a saber, el de las nuevas relaciones de propiedad, ha sido puesto en su integri­ dad bajo la luz de los focos. En lo sucesivo, el pensamiento de Tocqueville no sabrá prescindir del antiguo advenedizo, cada vez más presente cuando se habla de futuro, en el que

24. Cf. la carta —inédita— de Tocqueville a Duvergier de 4 de mayo de 1837 (citada por Melonio en su Introduction, cit., p. 23).

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representa una certeza que se explica con enigmas^^. Aunque sólo fuera por eso, las M emorias constituyen el nexo de unión entre la primera D em ocracia y la obra posterior, a comenzar por la segunda, pero sin excluir algunos de sus geniales escritos de oposición al régimen orleanista o su ch ef d ’oeuvre sobre el Antiguo Régimen. Tal significado, pues, vuelve de por sí prescindibles tanto el juicio del autor como su carácter incompleto. Máxime cuando en ellas, según he­ mos hecho notar, la pobreza, en cuanto artículo clave en la ley^ de la propiedad, es presentada no sólo como fenómeno económico, sino igualmente como problema político de pri­ mera magnitud, y ello pese a haberse pasado por encima de «los dos nuevos axiomas de la ciencia industrial»; la nueva y máxima prioridad del legislador «en el mundo político»^^. Aún volveremos sobre ello. La pobreza que atrajo la atención de Tocqueville era la pobreza moderna, en cuyo centro estaba precisamente el tra­ bajador, no el mendigo que desde siempre ha deambulado por las ciudades extendiendo su mano para recoger la cari­ dad — bien que tal metamorfosis acabara siendo el destino de muchos de aquéllos— , y ni siquiera, al menos en Francia, el campesino que había heredado su pobreza de sus ances­ tros. Se trataba en su mayoría de antiguos agricultores o artesanos a los que el proceso de modernización había ido arrancando de sus destinos marcados y llevado, en especial a partir del siglo xviii, cuando la Revolución industrial inició su andadura, desde la tierra o la manufactura a las fábricas.

25. Baste un ejemplo: las crisis industriales forman parte del tempera­ mento democrático, son una enfermedad incurable de las democracias mo­ dernas, en especial de la americana; su aparición es perfectamente predictible: su estallido, su intensidad y su duración no (DA, II-II, p. 19). 26. DA, II-II, 20 (subrayado nuestro). Esos dos axiomas configuran en­ tre sí la alienación del obrero, por decirlo en un lenguaje marxiano, cuyas ideas aparecen aquí claramente anticipadas. Para Tocqueville, en efecto, con la división del trabajo el arte se perfecciona a medida que el artista se empo­ brece, y la mayor productividad del trabajo se acompaña de una pérdida de espiritualidad en el trabajo a causa de la maquinización experimentada por el trabajador.

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Aquí nada importa si entre esos trabajadores predominan los que han sido expulsados de sus hogares, de sus hábitos, de sus creencias, y en general de la consolidada retícula de sus relaciones humanas; o bien son aquéllos, desapercibidos por Engels en sus observaciones sobre los efectos de la Revolu­ ción industrial en su manchesterizada Inglaterra, que han emigrado voluntariamente a la ciudad, donde han encontra­ do a parientes y amigos, y así recompuesto ciertas continui­ dades familiares, culturales y sociales, o, en suma, una cierta fusión entre campo y ciudad^^. Sólo su condición de pobres es lo que en estos escritos atrae a Tocqueville, es decir, sólo a los pobres de entre ellos, pues sólo esta clase es lo que él verá de la futura clase en sí de Marx. Son aquéllos a quienes viéramos privados del mañana en su tiempo porque la po­ breza los fuerza a vivir al día, de quienes no vimos el plan ni la previsión en su mente, ni la prudencia en sus actos por la misma razón. Quienes cifraban su moralidad en apurar has­ ta el fondo, y de un trago, la copa de placer que su urgida condición ocasionalmente les ofrece, agobiados como están por un horizonte preñado mucho más de miedo que de espe­ ranzas — aun cuando el miedo, recuérdese, era nulo— , y en el que la luz de la incertidumbre es la más brillante estrella de su firmamento. Resistir el cerco diario de la muerte era para muchos de ellos su gran victoria cotidiana, aunque no el mayor trofeo al que les cabía aspirar, pues la necesidad o la indiferencia mantenía permanentemente abierta a sus pa­ sos la puerta de la transgresión. La pobreza la había traído el progreso, pero sería su negación si el mismo progreso no hubiera traído con su amenaza ciertos medios para conjurar­ la. En cualquier caso, con sus consecuencias sobre la socie­ dad lo que el progreso sí ha perdido para siempre ha sido la inocencia^*. 27. P. Macry, La società moderna, Bologna, 1992, pp. 135-140. 28. Y, en especial, su forma extrema, la encarnada en la ficción de la mano invisible. Por lo demás, Malthus ya había dirigido contra ella toda su artillería, tanto en su crítica de la Ley de Pobres, como en las dirigidas a Godwin y Adam Smith, en las que respondía tajante y negativamente a la

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Ahora bien, ante el espectáculo de un elevado y siempre creciente número de individuos que se van amontonando en la periferia del sistema social, ¿es posible seguir hablando de democracia? El rasgo definitorio de la misma en la vida so­ cial era la igualdad de condiciones, como era la soberanía del pueblo su rasgo definitorio en la vida política; conforme aumenta el número de indigentes ocupados primariamente de su supervivencia, a medida que la sociedad experimenta una fractura tras otra y la voz del derecho queda ahogada pqr el grito del estómago, ¿cabe seguir considerándola un único cuerpo igualitario, contar a los marginados por la po­ breza o a los deshauciados por el hambre entre los que hacen o aplican las leyes?^*. Si redujéramos a las M emorias nuestro campo de investi­ gación el problema apenas si se plantearía, pues siendo In­ glaterra y Francia los dos referentes históricos principales, la pregunta por la composición del soberano sencillamente so­ bra, pues la pobreza política, esto es, la de quienes no po­ seen derecho al voto, está aún más extendida que la pobreza social. Y la relativa a si es posible concihar pobreza e igual­ dad de condiciones se saldaría, pese a todo, con un sí. Aun cuando las líneas conducentes a la fractura social son ya plenamente visibles, hemos de recordar que cuando Tocque­ ville traza el cuadro de la pobreza habla como Platón, vale decir, de una realidad partida en dos y sin apenas puntos en común^“. Los jirones humanos surgidos al desgarrarse el cuer­ po de la sociedad — el mendigo de siempre, cuya vida pende de la caridad, o el indigente de hoy al que el nuevo orden económico mira con desprecio y trata sin contemplaciones— vagan como almas en pena más allá de la esperanza y de la teoría. A los otros, por el contrario, a los obreros pobres aún cuestión acerca de la perfectibilidad del hombre y de la sociedad con la que abría sus reflexiones (op. cit., caps. 5, 10-14 y 16; cf., por ejemplo, las pp. 98, 133-134, 169 y 189). A lo sumo, decía Malthus, las clases bajas podrán mejorar, pero nunca suficientemente (p. 172). 29. Son ésas las funciones que distinguen al soberano (cf. DA, I-I, caps. 3 y 4). 30. Cf. La República, VII, 551 b.

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integrados en el proceso productivo, una conducta frugal les permitiría destilar cierto ahorro de su salario, y una adapta­ ción de sus creencias a los tiempos les instaría a desear capi­ talizarlo. De este modo, no sólo el futuro dejaría de sorpren­ derles desvalidos cuando les atacase con una de sus crisis repentinas; asimismo, la igualdad de condiciones — realidad en la otra orilla del Atlántico y tendencia dominante en ésta— podría proseguir, aun cuando de manera más preca­ ria, su providencial marcha. Una respuesta más cabal a nuestra doble interrogante nos la proporciona el resto de la obra tocquevilliana, a comenzar por la segunda D em ocracia, pues en ella el asunto de la pobreza, lejos de anahzarse por separado y como si de un problema independiente se tratara, se ve insertada en su con­ texto natural: el de la economía. Y una vez situados dentro de este mundo, las señales captadas en él poco o nada de tranquilizador anuncian para el futuro de la democracia. Aunque la igualdad favorezca indirectamente el comercio, que, agradecido, le devuelve a su vez el favor^’, y aunque la clase media que se va formando sea enemiga nata de la revo­ lución a causa de su amor al bienestar, la industria en cam­ bio en poco tiene las exigencias de la igualdad, y por su naturaleza tampoco las de la libertad. En efecto, la industria incide de manera directa en el ámbito político, donde se constituye en un capítulo aparte entre los procesos^^ que en el mundo contemporáneo favorecen a esa enemiga jurada de la libertad que es para Tocqueville la centralización. La in31. DA, II-II, p. 19. 32. Son numerosos los factores a los que Tocqueville apunta cuando rastrea el porqué de ese descomunal crecimiento del poder soberano en los Estados modernos, y entre ellos desde luego descuella la industria; pero tam­ bién ese mismo amor al bienestar con el que tropezáramos hace un instante, o incluso el entero dispositivo financiero, sin excluir los préstamos y el mismísi­ mo ahorro que antes vimos escudo del pobre contra la miseria. La casuística de los mismos puede hallarla el lector en DA, II-IV, 5. Por lo demás, el nexo industria/centralización no se borraría ya del pensamiento de Tocqueville (cf. L ’Ancien Régime et la Révolution, Gallimard, Paris, 1974, II, 7, donde sc declara que la industria francesa se va a vivir a Paris porque allí están también el ocio, el placer, el pensamiento y, por supuesto, la administración).

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dustria es el reino de la incertidumbre y de su causa, la crisis. Mejora la condición económica de los trabajadores con la misma facilidad con que la hunde después, por lo que re­ quiere más que ninguna otra actividad la existencia de reglas — es decir: de un Estado que regule— a fin de impedir que el foco potencial de inestabilidad se transforme con el andar del tiempo en foco permanente de miseria. Así, pues, la industria produce concentración política co­ mo consecuencia de su incidencia social; en su funcionafliiento es como una noria que eleva por un cierto periodo la vida de los obreros para bajarla a continuación, convirtién­ dose para algunos de ellos durante cada vuelta en una autén­ tica ruleta rusa^^. De otra parte, la industria no sólo actúa sobre la esfera política: simultáneos, decíamos, son sus efec­ tos sobre la social, y si allí permitía la supervivencia de la igualdad mientras atentaba contra la de la libertad, aquí es el propio ídolo anterior el que ahora se derrumba a sus pies. El mismo proceso del que resulta económicamente la produc­ ción de más y mejores bienes produce socialmente dos clases de hombre cada vez más desiguales entre sí: el obrero y el patrono; sólo éste reúne las cualidades que le hacen porta­ voz de la humanidad en su persona, mientras aquél se degra­ da irremisiblemente al punto que la máquina termina por reconocerlo como uno de los suyos. Dicho con otras pala­ bras, lo que la industria produce es una rearistocratización de la sociedad, dos tipos humanos al que el contrato une y todo lo demás — espíritu, intereses, gustos, etc.— separa. ¿Es posible en tal caso seguir sancionando la igualdad de condi­ ciones como seña de identidad democrática? La respuesta de Tocqueville es mucho más precavida que la de algunos de sus intérpretes, pues mientras él se limita a señalar que en realidad la industria es una porción muy pequeña de la so­ ciedad; que su desigualdad inmanente es contrarrestada por su opuesta en las demás esferas de la sociedad; que la nueva aristocracia ni siquiera forma una clase porque los ricos vie-

33. Para ellos o también para los mismos industriales, asevera Tocqu ville {DA, ibid., p. 423).

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nen y van al socaire de la agitación que preside la vida de­ mocrática, pero luego se muestra incapaz de concluir el ra­ zonamiento sin mostrar su inquietud tras mirar el avenir^“*; mientras hace eso, decimos, Aron, por ejemplo, se vale de esos y otros argumentos para concluir, con optimismo no compartido por el autor, que a éste la nueva desigualdad «no le parece contradecir la tendencia igualitaria de las socieda­ des modernas», e incluso que se atenuará «conforme las so­ ciedades modernas se vuelvan más democráticas»^^. La obra posterior de Tocqueville, aun cuando centrada en Francia, muestra que sus recelos americanos tenían su razón de ser. Al escudriñar en el actual desencanto político en que parece anegar la Francia contemporánea durante gran parte de la década de los años cuarenta, el autor de la D em ocracia en América se topa con la Revolución de 1830, que con su homogeneización e incluso uniformidad de las clases había completado socialmente la gran Revolución de 1789. En el Parlamento los dos partidos están compuestos por hombres diferentes por sus gustos, pero muy similares en sus opinio­ nes; hombres a los que su ambición les hace librar guerras intestinas, ya que las medidas de dirección política se ase­ mejan a las del bando nominalmente rival casi como dos gotas de agua. La sociedad, que asiste al espectáculo, en absoluto entiende a los actores ni vive su drama. ¿Por qué? La razón es que el tejido social no cesa de desgarrarse pro­ gresivamente, que las diferencias entre un grupo minorita­ rio cada vez más restringido y una mayoría que no deja de ampliarse dividen a la sociedad en dos campos enemigos, al punto que un perfume de revolución revolotea por los aires. Y si en esos momentos de tranquihdad política se anuncia ya el estallido de una conmoción social, ello es debido a que la industria y el resto del orden social francés marchan por caminos enfrentados. Por su propia naturaleza, la propiedad 34. DA, II-II, 20, pp. 224-225. 35. Les étapes de la pensée sociologique, Gallimard, Paris, 1967, pp. 228229. Cf. también la notable introducción de Marino Revedin a su Prefazione a la edición de estos mismos textos de Tocqueville (Roma, 1998, p. 50).

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profundiza la desigualdad, mientras la igualdad preside inal­ terable el resto de la vida social. Un mundo de riqueza y otro de pobreza, de extensión y poder inversamente pro­ porcionales, miden sus armas en el territorio de un futuro cercano, cuando leyes y costumbres parecían tratar sólo con ciudadanos y entre iguales. Es la aristocracia, nueva pero ya constituida en clase, frente al ejército de obreros, al que la industria reúne en los mismos lugares favoreciendo la rebe­ lión, y el doble mal que contemporáneamente le azota — el de] sufrimiento y el de la frustración por sus carencias— le enciende la mecha con la chispa del resentimiento. Por si fuera poco, la igualdad es radicalmente iconoclasta con los valores del pasado, por lo cual el antiguo respeto, y aun devoción, despertados por la propiedad en su calidad de derecho a los derechos, hoy es contemplado desde el campo rival como el último vestigio de una civilización aristocrá­ tica que ha perdido todos los demás. Tocqueville es tajante: en un futuro muy próximo habrá revolución: y toda revo­ lución futura, aquí y fuera de aquí, tendrá por centro la propiedad^^. La conclusión deducible de nuestro rápido recorrido por la obra tocquevilliana emite un veredicto negativo en la con­ troversia entre industria y democracia, pues las declara in­ compatibles^^. En América como en Francia la industria, en política, por su connatural inestabilidad, acentúa la centrali­ zación, amiga posible de la igualdad, pero enemiga segura de 36. Cf. sus trabajos «Les partis qui existent en dehors de la majorité ne peuvent faire la révolution», publicado el 5 de enero de 1843 en L e Siècle, y «De la classe moyenne et du peuple», de 1847 (ambos en O.C., III, 2, pp. 101-106 y 738-741, respectivamente). La revolución, como es sabido, llega­ ría algunos meses después. 37. El mago de la predicción que fue Tocqueville no acertó en cambio a prever que el inevitable desarrollo industrial traería riqueza también para la clase trabajadora, diferenciando en el seno de ésta una clase media interpues­ ta entre el rico y el pobre, del mismo modo que en los orígenes de la indus­ tria ésta había creado en ella a la clase interpuesta entre la aristocracia y el campesinado. Con todo, vista a escala mundial, la creencia de Tocqueville se revela sobre todo inexacta por incompleta.

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la libertad. En América, además —aun cuando desde un pun­ to de vista social suscite más perplejidad y preocupación que rechazo, a pesar del creciente número de pobres— , incide negativamente de otra manera en el ámbito político. Más arriba aludimos a la repercusión de la división del trabajo sobre el obrero; decíamos que aumentando la productividad desbastaba la máquina que hay en él a costa de su espiritua­ lidad, que el arte triunfaba a costa del artista. Pero el fenó­ meno de la aristocratización no era sólo asunto monetario; frente al irremisiblemente bruto en que queda desde ahora y para siempre^* el obrero, una figura mayestática se alza, la del empresario. Su mirada no choca permanentemente con­ tra la cabeza del alfiler de smithiana memoria, sino que se pasea sobre un «vasto conjunto» de cosas y relaciones que aceran su vigor, su inteligencia y su sensibiHdad. La cuestión aquí no es que este abanderado de la humanidad parezca «nacido para mandar» como el bruto «nacido para obede­ cer»; la cuestión es que esta negación del género humano en la persona del último, este ser «débil, limitado y dependien­ te», este antiguo hombre al que su fijación a un trabajo siem­ pre idéntico ha vuelto bruto y enfermo, podrá desde luego seguir siendo considerado por las leyes como parte del sobe­ rano, pero la realidad ha dejado la teoría sin aplicación, pues nunca un sujeto como el descrito se hallará en condiciones de formar parte del proceso directivo de la sociedad. En Francia, donde el individuo en cuanto individuo no era so­ berano, donde la creencia en la igualdad no tenía transcrip­ ción política inmediata, la industria sólo podía dejar su hue­ lla sobre la igualdad de condiciones imperante en la sociedad. Mas allí, ciertamente, sí se hizo notar con su devastador resultado: pobreza y riqueza eran las nuevas criaturas que representan la división en dos del antiguo cuerpo único, los dos polos de una fractura social de impensable recomposi­ ción. Se trataba, en definitiva, de una situación revoluciona­ ria cuyo estallido dependía sólo del tiempo. 3 8 . DA, II-II, 2 0 , p. 2 2 2 .

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Ahora bien, la identidad de ese individuo doblemente despojado por la industria de su sustancia democrática nos es ya sobradamente conocida. El sujeto incapacitado por aquélla para el ejercicio autónomo y responsable de sus de­ rechos a causa de la esterilización de su vida espiritual, el sujeto subordinado al nuevo aristócrata y relegado a la base de la pirámide social, es, en efecto, el mismo sujeto a quien vimos caer con suma facilidad en la pobreza y toparse contra un muro al intentar salir de ella. Nos hallamos aquí ante el cabal retrato de la máquina humana cincelada por la indus­ tria, y ante ese pobre, habitante del hemisferio sur de la sociedad y desterrado del soberano o invalidado de oficio para serlo, ¿seguiremos reconociendo a un igual en un uni­ verso de iguales, a un hacedor y aplicador de las leyes allá donde también se le reconoce hbre? O, para volver a las M emorias, ¿es suficiente con proyectar un salario del que la empobrecida hormiga humana logre acarrear cierto ahorro como alivio a su degradante situación? Aun cuando el aho­ rro resistiera las embestidas de las nuevas oleadas de proleta­ rios llegadas del campo o de la manufactura; aun cuando resistiera las todavía mayores de las connaturales crisis pe­ riódicas de la industria —en suma, aceptando la excepción por norma a fin de avenirnos a los deseos de Tocqueville— , las expectativas de mejora apenas si añadirían nada al man­ tenimiento de la situación actual. Es su trabajo el agente primero de su probreza, como lo es de su embrutecimiento y de su marginación; el patrimonio psicológico atesorado al adquirir los hábitos de la propiedad, en especial el de la preocupación por el futuro, le es expropiado con sorda vio­ lencia por las relaciones de propiedad; el horizonte de sus esperanzas nunca estará muy alto cuando no cesan de rondar en torno a su morada el grito del hambre o la amenaza del desempleo. La sombra humana a la cual el salario autoriza a sobrevivir ordinariamente, el ahorro a no morir en circuns­ tancias especiales de penuria al sobrevenir la enésima crisis, es la misma criatura inferior que previamente ha sido sacri­ ficada por el instrumento que habría de representar su salva­

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ción, esto es, su trabajo, la maquinal actividad mediante la cual canjea supervivencia física por muerte espiritual y le constriñe a ser la periferia de sí mismo^^. En esta tesitura, ¿qué valor terapéutico cabría atribuirle al remedio propuesto por Tocqueville, qué beneficios podría deparar?, ¿tiene sentido administrar una medicina que inci­ de en los efectos sin tocar la causa? El ahorro se ofrece como humilde panacea frente a las crisis de mañana, mas el salario del que se extrae lo es de un trabajo que deshumaniza y enferma a quien empobrece; ¿y qué devuelve la humanidad a la máquina, el vigor a un cuerpo ya valetudinario?, ¿por qué habría de querer ahorrar una máquina si su destino es perfeccionarse como máquina, es legítimo exigirle a un espí­ ritu que ahorre trabajando por convertirse en cuerpo? Si ahorra, dice Tocqueville, el pobre adquirirá los «hábitos» de la propiedad, pero ese régimen de propiedad está habituado a dividir el mundo en ricos y pobres, en humanos y máqui­ nas: ¿quién podría convencer a un sujeto de que su interés es aspirar a un estatus de pobre e inferior en un mundo lleno de riqueza y de seres superiores, de que su dignidad consiste en reproducirlo y ampharlo? O, en su defecto, ¿quién podría convencer a una máquina de algo? Así, pues, el desarrollo del pensamiento de Tocqueville acerca de la propiedad en los textos ulteriores a las M em o­ rias reduce notablemente la eficacia del tratamiento de la pobreza aphcado en éstas. Ni la cuestión debatida —la ca­ suística del pauperismo— , ni la solución aportada — el aho­ rro— son asuntos meramente técnicos; el contexto en el cual se insertan les confiere una carácter radicalmente an­ tropológico, en el que está en juego nada menos que la propia constitución del hombre'*“, en cuanto las relaciones 39. El remedio propuesto por Tocqueville le alinearía entre quienes «no han comprendido» (K. Polanyi, op. cit.) la conexión sustancial entre libera­ lismo y pobreza, que ha llevado a afirmaciones como la de Ewald, para quien «el liberalismo define una política que produce necesariamente la miseria de la mayoría» (citado por R. Susín Beltrán, op. cit., pp. 72-73 y n. 170). 40. La maquinización del hombre en el proceso del trabajo le convier­ te en un ser amoral, es decir, incapaz de libertad y de responsabilidad; de

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de propiedad dominantes por doquier en los países indus­ trializados, en rápido proceso de universalización, además, destinan a la inmensa mayoría del género humano a unas condiciones infrahumanas de las que salen heridas de muer­ te tanto la natural unidad del mismo cuanto la libertad de todos los individuos aherrojados al inframundo. La defini­ tiva solución adoptada por Tocqueville, y el modelo de Estado de raigambre liberal subyacente a la misma — la apuesta por una solución prevalentemente privada a la cuestió« social— , su intento por recomponer la armonía entre el capital y el trabajo mediante la palanca del ahorro, se muestra impotente ante los estragos producidos por el pri­ mero en el segundo, saldados como hemos visto en la ex­ pulsión de la mayoría de los hombres del mundo humano: en la conformación de un individuo pobre, enfermo, enaje­ nado e impotente, pero capaz de sobrevivir como tal me­ diante el ahorro: el hombre-máquina. La genuina respuesta, como el propio Tocqueville indi­ cara con el pasar del tiempo, aunque nunca llegara a desa­ rrollar, pasaba por «establecer modificaciones más o menos profundas al derecho de los propietarios»'” . Mas tan titánica tarea no se reahzaría relegando el papel del Estado en la cuestión de la pobreza al asistencialismo del Antiguo Régi­ men, cuyos sujetos eran mendigos, expósitos, ancianos, mu­ jeres, impedidos, etc. Entre otras cosas, porque la pobreza se había redefinido en los tiempos modernos — Tocqueville mismo es ejemplo de ello— , y extendido su radio de acción hasta, arraigando en pleno corazón del proceso reproductor de la sociedad desde la periferia de la misma, abrazar al sujeto del trabajo: al trabajador; y, en segundo lugar, porque en esta nueva figura no sólo era una cuestión social, sino hecho, en algo no humano, y que no podría tener cabida en el mundo de los hombres. Es quizá el punto donde, sin proponérselo, Tocqueville se vuelve roussoniano (acerca de las relaciones entre Rousseau y Tocqueville vale la pena consultar el texto anteriormente citado de Revedin, cuyas tesis, que muestran dos teorías enfrentadas, suscribimos plenamente). 41. De la classe moyenne..., cit., p. 741.

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también una cuestión política: el ejercicio de los derechos políticos atribuidos a todos los individuos en cuanto indivi­ duos exigía el establecimiento de los derechos de segunda generación, los económico-sociales. De hecho, Tocqueville, en unas notas redactadas posiblemente en el otoño de 1847, ya abogaba por una nueva política fiscal que exonerase de las cargas a los más pobres y dejara sin taxar las «cosas nece­ sarias», así como por la fundación de instituciones destina­ das a la elevación y enriquecimiento del pueblo, entre las que destacaban, junto a las cajas de ahorro y los institutos de crédito, otras como «escuelas gratuitas» o «leyes restrictivas de la duración del trabajo», etc.''^. En definitiva, postulando un mayor intervencionismo estatal Tocqueville se aliaba con otros liberales que, como Bentham'*^, también optaron por asignar tareas sociales al Estado en lugar de pedirle que se retirase a la cuneta de la sociedad, como los fautores del laissez-faire‘*‘'. Si al Tocqueville de 1847 le resultaba insuficiente el plan­ teamiento del Tocqueville de diez años atrás en la problemá­ tica objeto de nuestro estudio, ¿qué decir hoy del mismo? Pobres sigue habiendo en los países ricos, pero las masas de 42. Cf. O. C., III, 2, pp. 742-744. 43. Entre ios fines del legislador, según Bentham, está el de proveer a la felicidad pública, la cual pasa, entre otros objetos, por garantizar no sólo la subsistencia sino también la abundancia (Tratados de legislación civil y penal, Editora Nacional, Madrid, 1981, pp. 105 s.). 44. Liberar la economía del arbitrio del funcionario de turno, o del funcionario mayor, era quizá el gran propósito de estos liberales, a comenzar por los fisiócratas, en su exigencia de libertad para la economía, esa extraña criatura, benévola por naturaleza incluso contra su voluntad, que repartien­ do riqueza por donde pasaba terminaría por liquidar aquí y allá las relacio­ nes políticas del monto de necesidades humanas, y ello tanto interna como internacionalmente. Así de felices al menos se las prometía A. Smith (cf. Fierre Rosanvallon, Le libéralisme économ ique, Seuil, Paris, 1989, cap. III, secciones 1 y 3), como es sabido. La historia, empero, tenía ya en su haber casos con los que hacer ejemplos de cómo a veces la fuerza tiene menos poder que la voluntad, y de que un no resulta en ocasiones más dañino que la espada. En esto el presente es como su madre, pues basta con lanzar una superficial ojeada al escenario internacional para advertir cómo el mal por excelencia temido por la mayoría de los países no es la invasión, sino la no invasión o la retirada: de capitales, se entiende.

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pobres, la pobreza como institución, tiene sus palacios en los países del tercer y cuarto mundos, el actual inframundo de las sociedades post-industriales. Señalarles en el ahorro un paliativo a sus miserias sería, en la más benigna de las hipó­ tesis, sólo una burla, algo que sólo cabría en la mente de un loco o de un economista, según reza el dicho. A cualquier actor de ese teatro de los horrores, la condición del pobre de los países del primer mundo, salvo excepciones, puede antojársele mucho más paradisíaca aún de cuanto pareciera al pordiosero español la del pobre inglés en época de Tocquevilfe. La pobreza, como el vicio según Racine, también tiene grados, y en lo alto de esa lacra social campea una aristocra­ cia de pobres que mira de espaldas al gran océano de desha­ rrapados. Mas, a pesar de la emigración de la pobreza hacia las restante regiones del planeta, el primer mundo no se ha que­ dado sin ella. Sin duda, el desarrollo económico, al generar riqueza, logró desbastar en tan deleznable materia toda esa clase media que desde antiguo, desde Eurípides y Aristóteles, ha sido considerada conditio sine qua non de la conservación de la democracia. Fue ésta, a lo largo de un sóHdo y conti­ nuado proceso institucionahzador, la que así hizo en parte realidad el sueño liberal de erradicar la pobreza. El mercado, centro de aquel sueño, y a partir del cual la mano invisible irradiaría sus taumatúrgicos efectos por la entera sociedad, fue parcialmente contenido en su voracidad merced al esta­ blecimiento de los derechos sociales y económicos, un freno normativo completado con el del sistema de seguridad so­ cial, y aparentemente perfeccionado con la fijación de unos ingresos mínimos de inserción''^. El Estado social democráti­ co perfeccionaba y refrenaba en tal modo, repetimos, el idea­ rio que acerca de la pobreza forjara el liberalismo — el cual, por lo demás, con el paso del tiempo había visto desplomar­ se uno a uno los pilares constitutivos del dogma: el librecam­ bio había devenido concentración monopolista; el individua45. Cf. R. Susín Beltrán, op. cit., caps. II-IV.

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lismo quedó sepultado en medio de la floración de organiza­ ciones y grupos de interés que realumbraron una nueva y corporativa edad media en el seno del sistema que se quería como su inmediata negación; por último, el Estado, preten­ dido mínimo, creció y creció hasta los límites insospechados de hoy día, y sin dejar de mantener durante su crecimiento relaciones estables con tales grupos'*®. Por su parte, la pobreza, lejos de dejarse vencer por tal euforia, se alió de manera inextricable con ella, pues el cre­ cimiento de la población — todavía señal inequívoca de buen gobierno hasta bien entrado el siglo xviii'*''— que acompañó el desarrollo del capitalismo llevaba a la arena del mercado un número de hombres muy superior al necesitado por las fábricas; después porque la economía nunca perdonó sus cíclicas crisis, fueran sus motivos endógenos — sobreproduc­ ción, por ejemplo— o exógenos — políticos— , ni olvidó nun­ ca cerrarlas con el sello de la casa, o sea, ehminando em­ pleos, vale decir, expulsando trabajadores del mercado de trabajo'**. Asimismo, la pobreza atrajo hacia su ámbito nue46. Cf. P. Macry, op. cit., pp. 158-159. 47. Rousseau, como antes Montesquieu o Diderot, son fieles exponen­ tes del para ellos axioma político. Malthus, por ejemplo, lo ampliará al terreno social y moral al convertirlo en el «criterio por excelencia de la felicidad e inocencia de un pueblo» (op. cit., p. 106). 48. En realidad, y como vemos a diario en el comportamiento de las grandes empresas, éstas no necesitan de crisis para hacer valer su amor por ciertas tradiciones; en el mundo dominado por las revoluciones tecnológi­ cas, donde éstas están tan a la orden del día que ya ni el pobre de Tocquevi­ lle es un punto fijo, aun cuando sí lo sea la ley dominante en el mismo, la del beneficio; en un mundo tal, decimos, incluso el instrumento que preservaría su libertad a la vez que garantiza la supervivencia de sus agentes más nobles —la libre competencia— da por ello al traste con los más innobles, entre los cuales, llegado el caso, cabría contar a sus propias filiales — esas máquinas de ganancia para sus dueños, pues pagan un salario más reducido a los trabaja­ dores y se deshacen de ellos a la menor eventualidad contraria; máquinas que lo son de extorsión para el Estado y de incertidumbre y fácilmente de miseria para los empleados— antes de soltar lastre propio. Y ese caso llega constantemente, porque la competencia tiene por norma para aceptar clien­ tes que éstos aligeren sus costes de producción para sobrevivir en ella. De ahí la cantilena repetida tanto en África como en Estados Unidos, en Japón como en Latinoamérica, y que el neoliberalismo ha hecho su estribillo prefe-

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adeptos porque enriqueció su peculiar mercado con nue­ vos y costosos productos, llegados hasta él — en un proceso ya notado por Tocqueville— al socaire del aumento de la civilización. Los derechos de segunda generación, en efecto, elevaron de manera definitiva la educación, la salud, la vi­ vienda, etc., hasta el rango de necesidades primarias, por lo cual quienes carecieran de recursos suficientes para satisfa­ cerlas entraban en el ahora más muHido círculo de pobres. Con todo, no es la pobreza en sí misma el principal problqpia planteado por su existencia. Un hecho privativo de nuestra época, traído también y ante todo por la riqueza, por su escandalosamente'*'’ desigual reparto, es la concentra­ ción de generaciones de pobres de orígenes y cualidades dis­ tintos, de diversos niveles y culturas en un mismo mercado de trabajo, que por su especial y potencialmente conflictiva diversidad se constituye en un asunto tan político como eco­ nómico; en un mercado nacional. Nos estamos refiriendo, lógicamente, al fenómeno de la inmigración, y aun cuando no sea éste lugar adecuado para debatir los problemas de esta encrucijada en la que el futuro se juega su existencia, sí cabe al menos puntualizar que il principe nuovo de maquiaveliana memoria, y hoy de democrática naturaleza, habrá de encontrar respuestas originales para afrontar la presente y drástica innovación', sólo entonces cabe augurar una respues­ ta positiva a la pregunta radical formulada por Touraine en el título de uno de sus más recientes libros^“. Entre tales respuestas debe figurar una básica: del mismo modo que Tocqueville apuntó la necesidad de introducir modificacio-

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rido: flexibilidad y desregulación... Bien mirado, en ese aspecto el mundo de la economía es el estado de naturaleza hobbesiano, donde por falta de segu­ ridad, pese a la existencia de leyes, cada uno se ve obligado a querer y acumular más para simplemente mantenerse en su ser, que diría Spinoza (cf. Th. Hobbes, Leviatán, Alianza, Madrid, 1989, caps. XI y XIII, pp. 87 y 106 respectivamente). 49. Quizá un poeta habría gustado aquí de inventar un neologismo: escandolosam en te. 50. A. Touraine, ¿Podremos vivir ¡untos? Iguales y diferentes, Madrid, 1997.

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nes a ese derecho a tener derechos que por entonces daba la propiedad, hoy deben introducirse modificaciones en el ac­ tual derecho a tener derechos, a saber, la ciudadanía^^ Aun­ que su concesión al inmigrante sea sólo un primer paso, es el primero de todos si se aspira a dar pasos definitivos^^, aun contando con la suma provisionalidad de tal término referi­ do a los asuntos humanos. Convertir al inmigrante en ciuda­ dano no le garantiza desde luego un puesto de trabajo, ni que éste sea indefinido cuando lo obtenga: también en eso el antiguo inmigrante es un ciudadano más. Empero, la ciuda­ danía^^ actuará como un disolvente de la cobertura legal que suelen tomar por escudo las posturas racistas cada vez más presentes por doquier, que la simple presencia cotidiana del otro en sus vidas hace brotar incluso en contra de los intere­ ses materiales — por no hablar de los profesados como espi­ rituales— de quienes las enarbolan. A fin de cuentas, es el único modo de respetar la igualdad y dignidad consustancia­ les a todos los miembros del linaje humano^'*, con indepen­ dencia del origen de cada cual, dimensión ésta en la que el azar es el padre común de todos. Ése es el contexto básico donde ha de operar la mutua y necesaria adecuación de los que llegan a los que están, y de los que están a los que llegan. En manos de la política está el desactivar el potencial más 51. Innovación esta última que no deroga la tocquevilliana, por lo de­ más ampliamente consolidada. Al fin y ai cabo, el sujeto idealmente despoja­ do de su condición de emigrante mantiene la de trabajador. 52. Mientras tanto, bienvenidos sean, desde luego, los provisorios que anticipan la conversión del hecho en derecho, como el proyectado «estatuto de residente de larga duración», en curso de debate por la Comisión Euro­ pea, y cuya aprobación hará realidad el sueño del emigrante ecuatoriano que escribía en su diario; «Vengo como emigrante, espero que mis hijos no lo sean» {El País, 12 de marzo de 2001). 53. Con independencia aquí de la concepción que se tenga de la misma, si integrada, diferenciada o compleja (cf. al respecto el trabajo de J. Rubio Carracedo «Ciudadanía compleja y democracia», en J. Rubio Carracedo et al., Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos. Trotta, Madrid, 2000, especialmente pp. 21-27). 54. Cf. L. Ferrajoli, «De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona», en íd.. Derechos y garantía. La ley del más débil, trad. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppoi, Trotta, Madrid, 1999, pp. 97-125.

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conflictivo del fenómeno inmigratorio, que es político y so­ cial, recurriendo para ello tanto a la oportuna reforma legal como a la promoción y tutela de los principios normativos que informan cualquier ordenamiento democrático^^. Ante la inmanente tarea que el presente adivina en el horizonte, la de preservar a la humanidad conservando los valores que le confieren dignidad, ante el desafío de preser­ var la democracia como orden normativo de esa humanidad una^—es decir, mestiza— que se avecina, ¿queda aún tiempo para atender la palabra dirigida por Tocqueville al pobre? Según hemos visto, el pobre, al menos el pobre de los países desarrollados, es hoy mucho más que pobreza, como ésta es mucho más que mera indigencia; en el proceso de globalización que hoy estamos viviendo —marco general del anterior y de los interconectados con él— resulta crucial impedir que la economía de mercado construya un mundo social a su imagen y semejanza, esto es, una sociedad de mercado. Ante ese reto, las medidas propuestas por la doctrina de Tocque­ ville han quedado notoriamente devaluadas; mas en sus prin­ cipios, recuérdese, dicha doctrina apostaba por un ideal ten­ dente a infundir en el pobre los hábitos de la propiedad, lo cual equivalía a preservar en él a un sujeto integrado en la sociedad y en grado de ejercer plenamente sus derechos po­ líticos. La Humanidad tendrá destino en tanto ese ideal no sea considerado mero espejismo del pasado.

55. Una complicación ulterior que acentúa el carácter enigmático del proceso dimana del contexto general en el que también se desenvuelve el fenómeno inmigratorio, el de construcción de la Unión Europea. Ésta puede verse seriamente afectada en su desarrollo desde el momento en que la inmi­ gración es un hecho común y, a tenor de los resultados de una reciente encuesta sobre «Inmigración y ciudadanía en Europa» realizada en Italia por la Fondazione Nord-Est, es cada vez más extensamente percibida como una amenaza: a nuestra identidad cultural, a la seguridad personal y al puesto de trabajo. Triple amenaza con un doble efecto: desconfianza frente al inmi­ grante y desafección de las instituciones, principalmente las europeas.

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M EM O RIA SO BRE EL PAUPERISMO

P r im e r a

pa rte

DEL DESARROLLO PROGRESIVO DEL PAUPERISMO ENTRE LOS MODERNOS, Y DE LOS MEDIOS EMPLEADOS PARA COMBATIRLO

Al recorrer las diversas regiones de Europa se recibe el im­ pacto de un espectáculo realmente extraordinario y aparen­ temente inexplicable. Los países que parecen más hundidos en la miseria son, en realidad, los que tienen un menor número de indigentes, y en los pueblos de los que admiráis la opulencia, una parte de la población se ve obligada, para vivir, a recurrir a los dones ajenos. Atíavesad los campos de Inglaterra; os creeréis transpor­ tados al Edén de la civilización moderna. Carreteras magní­ ficamente mantenidas, moradas limpias y frescas, pingües rebaños errantes por ricas praderas, cultivadores pletóricos de fuerza y de salud, la riqueza más deslumbrante que en cualquier otro país del mundo, la simple comodidad más ornamentada y más buscada que en otras partes; por do­ quier la imagen del cuidado, del bienestar y de las diversio­ nes; un aire de prosperidad universal que se cree respirar en la propia atmósfera, y que estremece el corazón a cada paso. Así aparece Inglaterra a las primeras miradas del viajero. Penetrad ahora en el interior de los municipios; exami­ nad los registros de las parroquias y descubriréis con asom­ bro inexpresable que la sexta parte de los habitantes de este floreciente reino vive a expensas de la caridad pública.

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M as si trasladáis a España, y sobre todo a Portugal, la escena de vuestras observaciones, un espectáculo del todo diferente im pactará vuestras m iradas. H allaréis a vuestro paso una población mal nutrida, mal vestida, ignorante y grosera, que vive en medio de cam pos p or mitad sin cultivar y en m oradas miserables; en Portugal, con to d o , el núm ero de indigentes es poco considerable. Villeneuve estima que en este reino hay un pobre p or cad a veinticinco habitantes. El célebre geógrafo Balbi había indicado anteriorm ente la cifra de un indigente por cada noventa y ocho habitantes. Si en lugar de com parar unos países extranjeros con otros oponéis entre sí las diversas partes de un m ismo reino, el resultado al que llegaréis será análogo: veréis crecer de m a­ nera proporcional, de una p arte, el núm ero de los que viven cóm odam ente, y de otra el núm ero de los que para vivir han de recurrir a los dones del público. La media de los indigentes en Fran cia, a tenor de los cálculos de un escrupuloso e scrito r', del que p o r lo demás disto de aprobar todas sus teorías, es de un pobre p or cada veinte habitantes. Pero entre las diferentes partes del reino se observan inmensas diferencias. El departam ento del N o r­ te, sin duda el más rico, poblado y avanzado en tod o, cuenta con casi un sexto de la población al que los auxilios de la caridad son necesarios. En la C reuse, el más pobre y menos industrial de nuestros departam entos, no se encuentra más que un indigente p or cada cincuenta y ocho habitantes. En esta estadística, a la M an ch a se le recon oce un pobre por cada veintiséis habitantes. Creo que no es imposible dar una explicación razonable de semejante fenóm eno. El efecto recién señalado depende de varias causas generales que sería dem asiado largo profu n ­ dizar, pero que al m enos se pueden indicar. Pero he aquí llegado el m om en to en que, para hacer claramente inteHgible mi pensam iento, siento la necesidad de rem ontar por un m om ento hasta la fuente de las socieda1.

De Villeneuve.

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des humanas. A cto seguido descenderé rápidamente el río de la humanidad hasta nuestros días. Y a tenem os a los hombres reunidos p or vez prim era. Salen de los bosques; aún son salvajes; se asocian no para el goce de la vida, sino para encontrar los medios con qué vivir. Un abrigo con tra la intemperie de las estaciones, ali­ m ento su ficiente:.tal es el o bjeto de sús esfuerzos^ Su espíritu no va más allá de esos bienes, y si los obtienen sin penalida­ des se consideran satisfechos de su suerte y se duermen en su ociosa com odidad. H e vivido en medio de los poblados b ár­ baros de N orteam érica; he lam entado su destino, pero ellos no lo encontraban cruel. Echado en medio del humo de su tienda, cubierto de rudas vestimentas, obra de sus m anos o p roducto de su caza, el indio mira con piedad nuestras artes, considerando una sumisión fatigosa y vergonzante las bús­ quedas de nuestra civilización; si algo nos envidia son las armas. Llegados a esta prim era época de las sociedades tienen aún los hom bres, pues, pocos deseos; sienten apenas necesi­ dades análogas a las experim entadas por los animales; en la organización social sólo han descubierto el medio de satisfa­ cerlas con m enor esfuerzo. Antes de con ocer la agricultura viven de la caza; pero en cuanto descubren el arte de hacer producir cosechas a la tierra se vuelven cultivadores. E n to n ­ ces, cada uno saca del cam po que le ha tocado en el reparto de qué proveer a su alim ento y al de sus hijos. La propiedad inm obiliaria”' ha sido creada, y con ella se ve nacer lo más activo del progreso. Desde el m om ento en que los hombres poseen la tierra, se establecen. En el cultivo del suelo encuentran recursos abundantes con tra el hambre. El sustento asegurado, com ien­ zan a entrever que en la existencia humana se dan otras fuentes de goce aparte de la satisfacción de las primeras y más imperiosas necesidades de la vida. “■ Así traducimos el concepto francés de propriété foncière, que desig­ na la propiedad inmobiliaria de origen rústico (N. del T.).

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M ientras ios hombres vivieron errantes y fueron cazado■res, la desigualdad n© pudo introducirse entre ellos de m ane­ ra perm anente. N o existía signo externo que pudiese esta­ blecer de m odo duradero la superioridad de un hombre y en especial de una familia sobre otra familia o sobre otro h om ­ bre; y si tal signo hubiera existido, no habría podido trans­ mitírselo a sus hijos. Pero desde el instante en que la p rop ie­ dad inmobiliaria fue conocida, y los hom bres convirtieron las vastas forestas en ricas campiñas y fértiles praderas, desde ese m om ento pudo verse cóm o ciertos individuos reunían en , sus manos mucha más tierra de la que necesitaban para ali­ mentarse y perpetuar la propiedad de la misma en las manos ' de su posteridad. De ahí la existencia de lo superfino; con lo superfino nace el gusto p or otros goces diversos de la sa­ tisfacción de las necesidades más groseras de la naturaleza física. En este estadio de las sociedades es m enester situar el origen de casi todas las aristocracias. M ientras algunos hombres conocen ya el arte de con cen ­ trar en las manos de un reducido núm ero, junto a la riqueza y el poder, la casi totalidad de los goces intelectuales y m a­ teriales que puede presentar la existencia, la muchedum bre semisalvaje aún ignora el secreto de expandir el bienestar y i la libertad sobre todos. En esta época de la historia del géne­ ro humano los hombres ya han dejado atrás las rudas y orgullosas virtudes originadas en los bosques; han perdido esas ventajas de la barbarie sin haber adquirido las que la civili­ zación puede dar. Adscritos al cultiv® del suelo com o a su único recurso, desconocen el arte de defender los frutos de sus trabajos. A medio cam ino entre la independencia salvaje de la que ya no pueden gozar, y la libertad civil y política que todavía no com prenden, se hallan indefectiblem ente a merced de la violencia y de la astucia, y se m uestran listos para sufrir cualesquiera tiranías con tal de que se les deje vivir, o mejor, vegetar, junto a sus terruños. Es entonces cuando la propiedad inm obiliaria se ag lo ­ mera desmedidamente; cuando el gobierno se concentra en

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pocas m anos. Es entonces cuando la guerra, en lugar de p o ­ ner en peligro el estado político de los pueblos, tal y com o sucede en nuestros días, amenaza la propiedad individual de cada ciudadano; cuando la desigualdad alcanza en el mundo sus límites extrem os, y cuando se ve extenderse el espíritu de conquista, que ha sido com o el padre y la madre de todas las aristocracias duraderas. Los bárbaros que invadieron el Im perio rom an o a fina­ les del siglo IV eran salvajes que habían entrevisto lo que la propiedad inmobiliaria tiene de útil, y que quisieron atri­ buirse en exclusiva las ventajas que puede ofrecer. La mayor parte de las provincias romanas que atacaron estaban pobla­ das p or hom bres ligados desde hacía ya tiempo al cultivo de la tierra, cuyas costumbres se habían suavizado entre las ocu­ paciones apacibles del cam po, y entre los cuales, sin embar­ go, la civilización aún no había llevado a cabo progresos lo bastante grandes com o para ponerlos en grado de luchar co n tra la prim itiva impetuosidad de sus enemigos. La victo­ ria puso en m anos de los bárbaros no sólo el gobierno, sino la propiedad de las tierras. El cultivador, de propietario, pasó a ser arrendatario. La desigualdad entró en las leyes; se convirtió en un derecho luego de haber sido un hecho. La sociedad feudal se organizó, y se vio nacer la Edad Media. Si se presta atención a lo que ocurre en el mundo tras el surgi­ miento" dé las sociedades, ningún trabajo costará descubrir que a la igualdad sólo se la encuentra en los extrem os de la civilización. Los salvajes son iguales entre ellos porque todos son débiles e ignorantes por igual. Los hombres altamente civilizados pueden llegar a ser todos iguales porque todos tienen a su disposición análogos medios para alcanzar el bien­ estar y la felicidad. Entre ambos extrem os se encuentran la desigualdad de condiciones, la riqueza, las luces, el poder de unos, la pobreza, la ignorancia y la debilidad de todos los dem ás. E scritores hábiles y doctos ya han trabajado en hacer co n o ce r la Edad M edia; otros lo siguen haciendo, y entre ellos nos está perm itido contar al secretario de la Sociedad

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académ ica de Cherburgo. Dejo, pues, esa gran tarea a hom ­ bres más capaces que yo para llevarla a cabo; aquí no quiero exam inar sino un ángulo del inmenso fresco que los siglos feudales despliegan ante nuestros ojos. Eso que más tarde sería llamado T ercer Estado, en el siglo X II, por así decir, aún no existía. La población no estaba dividida más que en dos categorías; por un lado, los que cultivaban el suelo sin poseerlo, y por el otro los que poseían el suelo sin cultivarlo. En lo concerniente a la prim era clase de población, im a­ gino que, en ciertos aspectos, su suerte era m enos lam enta­ ble que la de los hombres del pueblo de nuestros días. Los hombres que form aban parte de ella, con más libertad, ele­ vación y m oralidad que los esclavos de nuestras colonias, se encontraban no obstante en una posición análoga. Sus m e­ dios de existencia estaban casi siempre asegurados; el interés del am o, en este punto, coincidía con el suyo. Lim itados en sus deseos com o en su poder, sin sufrimiento p or el presen­ te, tranquilos ante un futuro que no les pertenecía, gozaban de ese género de felicidad vegetativa del que tan difícil resul­ ta al hom bre civilizado com prender el encanto com o negar la existencia. L a otra clase ofrecía un espectáculo opuesto. En ella se daba junto al ocio hereditario el uso habitual y seguro de un gran supérfluo. E m p ero, estoy lejos de creer que en el pro­ pio seno de esta clase privilegiada la búsqueda de los place­ res de la vida llegara tan lejos com o habitualmente se supo­ ne. El lujo puede existir fácilmente en el seno de una nación aún por mitad bárbara, pero no las com odidades. Éstas su­ ponen una clase num erosa cuyos m iembros se ocupan simul­ táneam ente en hacer la vida más dulce y más cóm oda. Ahora bien, en los tiempos de que hablo, el núm ero de los no preocupados únicam ente p or el cuidado de vivir era muy pequeño. L a existencia de estos últimos era brillante, fastuosa, pero no cóm od a. Se com ía con los dedos en platos de plata o de acero cincelado; los vestidos estaban cubiertos de armiño y de o ro y la lencería era desconocida; se vivía en

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palacios en los que la humedad cubría los m uros, y al sentar­ se usaban asientos de m adera ricam ente tallados junto a in­ mensos hogares donde se consum ían árboles enteros sin di­ fundir el calor a su alrededor. Estoy convencido de que no hay hoy día ciudad de provincia en la que sus habitantes acom odados no reúnan en su m orada más verdaderas co m o ­ didades de la vida, y no encuentren más facilidades para satisfacer las mil necesidades que la civilización trae consigo, que el más orgulloso barón de la Edad M edia. Así, pues, si dirigimos nuestras miradas hacia los siglos feudales, descubrirem os que la m ayor parte de la población vivía casi sin necesidades, y que el resto no experim entaba más que unas pocas. La tierra bastaba, por así decir, a todos. En ninguna parte había com odidad; por doquier, el vivir. Era preciso fijar semejante punto de partida para hacer com prender plenamente lo que voy a decir. A m edida que el tiempo sigue su curso, la población que cultiva la tierra concibe gustos nuevos. La satisfacción de las necesidades más groseras ya no podría contentarla. Sin aban­ donar sus cam pos, el campesino desea encontrarse m ejor alojado, m ejor cubierto; ha entrevisto las dulzuras del bien­ estar y quiere procurárselas. Por otro lado, la clase que vive de la tierra sin cultivar el suelo amplía el radio de sus goces; sus placeres son menos fastuosos, pero más com plejos, más variados. M il necesidades desconocidas a los nobles de la Edad M edia acuden a aguijonear a sus descendientes. Lín gran núm ero de hombres que vivían sobre la tierra y de la tierra abandonan entonces los cam pos y encuentran m edio de proveer a su subsistencia trabajando en satisfacer tales necesidades nuevas que se hacen patentes. El cultivo, antes ocupación de todos, lo es ahora sólo de la m ayoría. Al lado de los que subsisten de los productos del suelo sin trabajar se sitúa una ciase numerosa que vive trabajando industriosa­ m ente, p ero sin cultivar el suelo. Cada siglo, al escaparse de las manos del C read or, co n tri­ buye a desarrollar el espíritu hum ano, extender el círculo del

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pensam iento, aum entar los deseos, acrecen tar la potencia del hom bre; el pobre y el rico, cada uno en su esfera, conciben la idea de goces nuevos ignorados p or sus predecesores. Para satisfacer esas nuevas necesidades, a las que el cultivo de la tierra no puede bastar, una parte de la población deja cada año los trabajos del cam po para dedicarse a la industria. Si se considera con atención lo que ocurre en Europa desde hace m uchos siglos, uno se convence de que a medida que la civilización iba progresando se operaba un gran des­ plazamiento en la población. Los hom bres dejaban el arado para coger la lanzadera y el m artillo; de la cabaña pasaban a la m anufácturá; y actuando en tal m od o obedecían a las leyes inmutables que presiden el crecim iento de las socieda­ des organizadas. Asignar un térm ino a este m ovim iento no es, pues, más factible que im poner límites a la perfectibilidad humana. El límite del uno com o de los otros sólo de Dios es conocido. ¿Cuál ha sido, cuál es la consecuencia del movim iento gradual e irresistible que acabam os de describir? Una inmensa suma de nuevos bienes ha sido introducida en el m undo; la clase que continuaba dedicada al cultivo de la tierra ha encontrado a su disposición un tropel de placeres que el siglo anterior no había co n ocid o; la vida del cultiva­ dor se ha hecho más llevadera y más có m o d a; la del gran propietario, más variada y más esplendorosa; el bienestar se ha puesto a la m ano de un m ayor núm ero, mas esos dichosos resultados no se obtuvieron sin que fuese m enester pagar un precio por ellos.^ He dicho que en la Edad M edia com odidad no había en ninguna parte, el vivir por doquier. Esa frase resume por adelantado lo que seguirá. Cuando la casi totalidad de la población vivía del cultivo del suelo se encontraban grandes miserias y rudas costum bres, pero las necesidades más acu­ ciantes de los hombres se hallaban satisfechas. Es muy raro que la tierra no pueda, cuando m enos, p rop o rcion ar a quien la riega con sus sudores con qué apaciguar el grito del hamb r e '^ a población, p or tanto, era m iserable, pero vivía. En la

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actualidad la m ayoría es más feliz, pero siempre se encuentra a una m inoría lista para m orir de necesidad si el apoyo del público llega a faltarlif^ Un resultado semejante es fácil de com prender. El p ro­ ducto del cultivador está constituido por géneros de prim era necesidad. Su venta podrá ser más o menos ventajosa, pero es casi segura; y si una causa accidental impide dar salida a los frutos del suelo, tales frutos proporcionan al menos de qué vivir a quien los ha recogido y le permiten esperar tiem ­ pos m ejores. El obrero, por el contrario, especula en torno a necesida­ des. facticias y secundarias que mil causas pueden disminuir, que grandes acontecim ientos pueden enteram ente suspen­ der. Sean cuales fueren las desgracias de los tiem pos, la ca­ restía o baratura de los productos, cada hombre tiene nece­ sidad de una cierta suma de alimento sin la cual languidece y m uere, y siempre se estará seguro de verle hacer extraord i­ narios sacrificios por procurársela; pero ciertas desdichadas circunstancias pueden llevar a la población a rechazar ciertos goces que en otros tiempos se concedía sin dificultad. Ahora bien, son el gusto y el goce de tales placeres sobre lo que cuenta el obrero para vivir. De llegar a faltarle no le queda­ ría ningún recurso. Su cosecha, para él, ha sido quemada; sus cam pos son presa de la esterilidad, y a poco que un tal estado se prolongue no verá ante sí más que una miseria horrenda y la muerte. N o he hablado más que del caso en el que la población redujese sus necesidades. O tras muchas causas pueden con­ ducir al mismo efecto: una producción exagerada en el inte­ rior del reino, la com petencia exterior, etc. La clase industrial, que de m anera tan poderosa sirve al bienestar de las otras, se halla, pues, expuesta más que ellas a los males súbitos e irremediables. En la gran fábrica de las sociedades humanas, yo considero que la clase industrial ha recibido de Dios la misión especial y peligrosa de proveer, para riesgo y pehgro suyo, a la felicidad material de todas las demás. A hora bien, el m ovim iento natural e irresistible de la

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civilización tiende sin cesar al aum ento de la cantidad co m ­ parativa de aquellos que la com ponen. C ada año las necesi­ dades se multiplican y se diversifican, y con ellas crece el núm ero de individuos que espera acceder a un m ayor bien­ estar trabajando en satisfacer esas necesidades nuevas en lu­ gar de seguir ocupados en la agricultura: ¡tem a excelente de meditación para los políticos de nuestro tiem po! A esa causa principalm ente es m enester atribuir lo que sucede en el seno de las sociedades ricas, en las que com od i­ dades e indigencia se encuentran en m ayores proporciones que en otros lugares. L a clase industrial que provee a los placeres de la m ayoría se halla expuesta ella misma a mise­ rias que serían casi desconocidas si tal clase no existiera. C on todo, hay más causas que contribuyen al gradual desarrollo del pauperism o. El hom bre nace con necesidades, y se forja necesidades. De su constitución física le vienen las primeras, de la costum bre y la educación las segundas. H e m ostrado que en el origen de las sociedades los hom bres, buscando sólo vivir, no tenían apenas más que necesidades naturales; pero a m edida que los goces de la vida fueron ampliándose, han ido contrayendo el hábito de entregarse a algunos de ellos, y éstos han term inado por hacerse casi tan necesarios com o la propia vida. M encionaré el uso del taba­ co, pues el tabaco es un objeto de lujo que ha penetrado hasta en los desiertos y ha creado entre los salvajes un goce facticio que es m enester procurarse a cualquier precio. El tabaco les resulta a los indios tan indispensable casi com o el alim ento; y cuando les falta el prim ero se hallan casi tan tentados de recurrir a la caridad de sus semejantes com o cuando les falta el segundo. Es decir, que tienen una causa de mendicidad desconocida a sus padres. Lo dicho del taba­ co se aphca a una multitud de objetos hoy imprescindibles para la vida civilizada. C uanto más rica, industriosa, próspe­ ra es una sociedad, tanto más variados y perm anentes se vuelven los placeres de la m ayoría; y cuanto más variados y permanentes se vuelven, tanto más se asimilan p or el uso y el ejemplo a verdaderas necesidades. Así, pues, el hom bre civi­

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lizado se halla infinitamente más expuesto a las vicisitudes del destino que el hom bre salvaje. Lo que al segundo sucede sólo de cuando en cuando y en ciertas circunstancias, puede suceder sin pausa al prim ero, y en circunstancias del todo ordinarias. C on el círculo de sus placeres ha ensanchado el de sus necesidades, y ofrece una m ayor superficie a los g ol­ pes de la fortuna. De ahí viene que el pobre de Inglaterra parezca casi rico al pobre de Fran cia; y éste, al indigente español. Lo que falta al inglés jamás estuvo en posesión del francés. Y es así conform e se va descendiendo p or la escala social. En los pueblos muy civilizados la carencia de una multitud de cosas causa la miseria; en el estado salvaje la pobreza sólo consiste en no hallar qué com er. Los progresos de la civilización no sólo exponen a los hom bres a nuevas miserias: también llevan a la sociedad a aliviar aquellas miserias en las que, en un estado semicivilizado, ni se pensaría. En un país en el que la m ayoría anda mal vestida, mal alojada y mal alimentada, ¿quién piensa en dar a un pobre ropa limpia, un alimento sano, una m orada cóm oda? Entre los ingleses, donde la m ayoría, posesora de tales bienes, considera una desdicha terrible no disfrutar de los mismos, la sociedad cree un deber acudir en auxilio de quie­ nes no los tienen, y cura los males que en otras partes ni siquiera llegaría a percibir. En Inglaterra, la media de los goces que debe esperar un hom bre en la vida está situada más alto que en ningún otro país del m undo. Lo cual facilita singularmente la extensión del pauperism o en este reino. Si todas estas reflexiones son justas se entenderá sin difi­ cultades que cuanto más ricas sean las naciones, más se debe m ultiplicar el núm ero de los que recurren a la caridad públi­ ca, puesto que dos causas muy poderosas tienden a ese resul­ tado; en tales naciones, la clase más naturalm ente expuesta a las necesidades aumenta sin cesar, mientras p or o tro lado las necesidades mismas aumentan y se diversifican hasta el infi­ nito. L a ocasión de encontrarse expuesto a algunas de ellas aum enta de día en día.

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N o nos entreguem os, pues, a peligrosas ilusiones; fije­ mos sobre el porvenir de las sociedades m odernas una m ira­ da firme y tranquila. N o nos dejemos em briagar por el es­ pectáculo de su grandeza; no nos desanimemos a la vista de sus miserias. C onform e prosiga el actual m ovim iento de la civilización se verán aum entar los goces de la m ayoría; la sooiedad irá perfeccionándose, haciéndose más sabia; la exis­ tencia será más cóm oda, más llevadera, más vistosa, más larga; pero al mismo tiem po, sepámoslo prever, el núm ero de quienes necesitarán recu rrir al apoyo de sus semejantes para recoger las migajas de todos estos bienes, su núm ero, acrecerá sin cesar. Se podrá lentificar ese doble m ovim iento; las circunstancias particulares en las que se hallan inmersos los diferentes pueblos precipitarán o suspenderán su curso, pero nadie está en poder de detenerlo. A presurém onos pues a buscar los m edios de atenuar los males inevitables, ya fáci­ les de prever.

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H ay dos especies de beneficencia: una que lleva a cada indi­ viduo a aliviar, a tenor de sus medios, los males que se h a­ llan a su alcance; com enzó con las miserias humanas; el cris­ tianismo ha hecho de ella una virtud divina, y la ha llam ado caridad. La otra — m enos instintiva, más razonada, menos entu­ siasta y a menudo más potente— lleva a la propia sociedad a ocuparse de las desgracias de sus miembros, y a proveer sis­ tem áticam ente al alivio de sus dolores. Esta nació del p ro ­ testantismo, y tan sólo se ha desarrollado en las sociedades m odernas. La prim era es una virtud privada, escapa a la acción so­ cial; la segunda, por el contrario, es producida y regulariza­ da por la sociedad. Es de ésta, pues, de la que hem os de ocuparnos. A prim era vista, no hay idea que aparezca más bella y más grande que la de la asistencia pública. ~;/‘L a sociedad, lanzando una mirada continua sobre sí mis­ m a, sondeando cada día sus heridas y ocupándose en cu rar­ las; la sociedad, al mismo tiempo que asegura a los ricos el disfrute de sus bienes, garantizando a los pobres del exceso de su miseria, pide a los unos una porción de su superfluo para acord ar a los otros lo necesarioí^Es ése, sin duda, un

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gran espectáculo, ante cuya presencia el espíritu se eleva y el alma no sabría no conm overse. «iPor qué es m enester que la experiencia venga a destruir una parte de tan bellas ilusiones.^ El único país de Europa en sistematizar y aplicar a gran escala las teorías de la asistencia pública es Inglaterra. * En la época de la revolución religiosa que cambió la faz de Inglaterra, bajo Enrique VIII, casi todas las comunidades dedicadas a la caridad fueron suprim idas, y co m o los b ie­ nes de estas com unidades pasaron a los nobles y en absoluto fueron repartidos entre el pueblo, se derivó que el núm ero de pobres entonces existente perm aneció idéntico, en tanto los m edios de proveer a sus necesidades estaban en parte destruidos. El núm ero de pobres aum entó p or tanto de m a­ nera desmedida, y a Isabel, la hija de Enrique VIII, im pacta­ da p or el repugnante aspecto de las miserias del pueblo, se le ocurrió sustituir las limosnas, que la supresión de los co n ­ ventos había fuertem en te red u cid o, p o r una subvención anual proporcionada por los municipios. Una ley prom ulgada en el cuadragésim o tercer año del reinado de esta princesa dispone' que se nom bren en cada parroquia inspectores de pobres; que estos inspectores ten ­ drán el derecho de ta x a r a los habitantes al objeto de ahmentar a los indigentes enferm os, y de p rop orcion ar un trabajo a los demás. A m edida que el tiem po proseguía su curso, In­ glaterra se veía cada vez más em pujada a la adopción del principio de la asistencia legal. El pauperism o crecía más rápidamente en Gran Bretaña que en cualquier otro lado. Ciertas causas generales, y otras específicas de este país, p ro ­ ducían tan triste resultado. Los ingleses han precedido a las demás naciones europeas en el cam ino de la civilización; to-

1. Véanse: 1) Blackstone, Libro I, cap. IV; 2) los principales resultados de la encuesta realizada en 1833 sobre el estado de los pobres, expuestos en el libro titulado Extracts from the inform ation received by His M ajesty’s com missioners as to the administration an d operation o f the Poor-laws-, 3) The Report o f the Poor-laws com m issioners; 4) y, por ultimo, la ley de 1834, que ha constituido el resultado de todos esos trabajos.

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das las reflexiones que he desarrollado precedentem ente les son, pues, particularm ente aplicables, pero hay además otras que sólo tienen que ver con ellos. La clase industrial de Inglaterra no provee únicam ente a las necesidades y los goces del pueblo inglés, sino de una gran parte de la humanidad. Su bienestar o sus miserias de­ penden así no sólo de lo que sucede en G ran Bretaña, sino en cierto m odo de todo lo que sucede bajo el sol. C uando un habitante de las Indias restringe sus gastos y reduce su co n ­ sumo, hay un fabricante inglés que lo padece. Inglaterra, por; lo tanto, es el país del mundo en el que el agricultor es, a la ■vez, el más fuertemente atraído hacia los trabajos de la in­ dustria y el más expuesto a las vicisitudes de la fortuna. Desde hace un siglo tiene lugar entre los ingleses un acon ­ tecim iento al que, si se presta atención al espectáculo ofreci­ do por el resto del m undo, cabe considerar com o fenóm eno. Desde hace un siglo, la propiedad inm obiliaria se divide sin cesar en los países conocidos; en Inglaterra, se aglom era sin cesar. Las tierras de mediana extensión desaparecen en los vastos dom inios; los grandes cultivos suceden a los peque­ ños. Cabría dar al respecto algunas explicaciones quizá no exentes de interés, pero me alejarían de mi tem a: me basta el hecho, siendo constante. De ahí deriva que m ientras el agri­ cultor es solicitado por su interés a dejar el arado y a in cor­ porarse a la m anufactura, es, en cierto sentido, impelido a pesar suyo a hacerlo a causa de la aglom eración de la propie­ dad inmobiliaria. Y es que, a igual p rop o rción , se requiere un núm ero infinitamente m enor de trabajadores para culti­ var un gran dominio que un pequeño cam po. La tierra le falta y la industria lo llama. Ese doble m ovim iento lo arras­ tra. De los veinticinco millones de habitantes que pueblan Gran B retaña, no hay más de nueve ocupados en el cultivo del suelo; catorce o casi dos tercios siguen las suertes traicio­ neras del com ercio y de la industria. Así, pues, el pauperismo ha debido crecer más deprisa en Inglaterra que en países de civilización pareja a la de los ingleses, Inglaterra, una vez adm itido el principio de la asis­

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tencia legal, no pudo ya sortearlo. De hecho la legislación inglesa de los pobres no ofrece, desde hace doscientos años, sino un amplio desarrollo de las leyes de Isabel. Casi dos siglos y medio han transcurrido desde que el principio de la asistencia legal ha sido plenamente admitido entre nuestros vecinos, y pueden hoy juzgarse las consecuencias fatales de­ rivadas de dicha adopción. Examinémoslas una a una. M tener el pobre un derecho absoluto a los auxihos de la sociedad, y al haber en todas partes una administración púbhca organizada para prestárselos, pronto se vieron rena­ cer y generalizarse en un país protestante los abusos que, con razón, la Reforma había reprochado a algunos países católicos. El hombre, como todos los seres organizados, tie­ ne una pasión natural por la ociosidad. Hay con todo dos motivos que le llevan a trabajar; la necesidad de vivir y el deseo de mejorar las condiciones de su existencia. La expe­ riencia ha probado que la mayor parte de los hombres no podía ser aguijoneada lo bastante al trabajo por el primero de tales motivos, y que el segundo sólo ejercía su poder so­ bre un pequeño número. Ahora bien, una institución asistencial, abierta indistintamente a todo necesitado, o una ley que da a todos los pobres, sea cual fuere el origen de la pobreza, un derecho a la asistencia pública, debilita o des­ truye el primer estimulante y no deja intacto más que el segundo. El campesino inglés, como el campesino español, si no siente vivo el deseo de mejorar la posición en la que nació y de salir de su esfera — deseo tímido y que fácilmente se consume en la mayoría de los hombres; el campesino de esos dos países, digo, no tiene ningún interés en el trabajo, o si trabaja no tiene ningún interés en el ahorro; permane­ ce, pues, ocioso, o bien gasta desconsideradamente el pre­ cioso fruto de sus labores. En uno y otro de los dos países se llega, por distintas causas, a este resultado: que es la parte más generosa, más activa, la más industriosa de la nación la que consagra sus esfuerzos a suministrar de qué vivir a los que no hacen nada o hacen un mal uso de su trabajo.

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Henos aquí, cierto, bien lejos de la bella y sed u ctora teoría expuesta más arriba. ¿Es posible escapar de las co n se­ cuencias funestas de un buen principio? Para mí, confieso que las considero com o inevitables. En este punto se me detiene dicien d o: U sted p re su p o ­ ne que sea cual fuere la causa de la miseria, la m iseria será asistida; añade que la asistencia pública sustraerá a los p o ­ bres la obligación del trabajo; es dar por hecho algo sobre lo que persisten dudas. ¿Quién impide a la sociedad, antes de acordar su auxilio, indagar las causas de la necesidad? ¿Por qué no se impondría la condición del trabajo al indigente válido que se dirija a la piedad del público? Respondo que las leyes inglesas concibieron la idea de semejantes paliati­ vos; pero abocaron al fracaso, y se com prende sin esfuerzo el por qué. N ada hay tan difícil de distinguir com o los m atices que separan una desgracia inm erecida de un infortunio p rod u ci­ do por el vicio. ¡Cuántas miserias, las producidas a la vez por ambas causas! ¡Cuán profundo conocim iento del c a rá c ­ ter de cada hom bre y de las circunstancias en las que ha vivido supone el juicio sobre un asunto com o ése: cuántas luces, qué seguro discernimiento, qué razón fría e in e x o ra ­ ble! ¡Dónde hallar al magistrado con la conciencia, el tiem ­ po, el talento, los medios de entregarse a un exam en tal! ¡Quién tan osado com o para dejar m orir de hambre al pobre porque muere por su propia culpa! ¿Quién escuchará sus gritos y razonará sobre sus vicios? Ante la vista de las m ise­ rias de nuestros semejantes, incluso el interés personal calla; ¿tendrá más fuerza el interés del tesoro público? ¿Y si el alma del vigilante de los pobres perm aneciera inaccesible a esas em ociones, bellas siempre, aun cuando extravían, p er­ m anecerá cerrada al tem or? Teniendo en sus m anos los d o ­ lores o las alegrías, la vida o la muerte de una considerable parte de sus semejantes, de la parte más desordenada, más turbulenta, más grosera, ¿no reculará ante el ejercicio de ese terrible poder? Y aun si se diera con uno de estos intrépidos hombres, ¿se hallarían muchos? A hora bien, estas funciones

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sólo pueden ser ejercidas sobre un pequeño territorio; es menester por tanto investir a un alto núm ero de hombres. Los ingleses se han visto obligados a establecer vigilantes de pobres en cada municipio. ¿Qué deriva infaliblemente de todo esto? Se constata la miseria, pero las causas de la mise ria permanecen inciertas; la una resulta de un hecho patente, las otras son probadas p or un razonam iento siempre contes­ table; la asistencia no puede sino causar un daño lejano a la sociedad, el rechazo de la asistencia, un mal instantáneo a los pobres y al propio vigilante; de ahí que la elección de este último esté cantada. Las leyes habrán declarado que la miseria inocente será la única asistida; la práctica acudirá en auxilio de todas las miserias. H aré razonam ientos análogos, e igualmente apoyados en la experiencia, respecto del segun­ do punto. La limosna pasa por ser el precio del trabajo. Pero, en prim er lugar, ¿hay siempre trabajos públicos que h acer?, ¿es­ tán tan igualmente repartidos p or la entera superficie del país, que nunca se verán en un distrito m uchos trabajos por hacer y pocas personas a p roveer, y en otro m uchos indigen­ tes por asistir y pocos trabajos p or hacer? Si esta dificultad se presenta en todas las épocas, ¿no se vuelve quizá insuperable cuando, a consecuencia del desarrollo progresivo de la civi­ lización, de los progresos de la población, de los efectos de la propia ley de pobres, el núm ero de indigentes alcanza com o en Inglaterra el sexto — o el cu arto, al decir de otros— de la población total? M as suponiendo incluso que se encuentren siempre tra ­ bajos a realizar, ¿quién se encargará de constatar la urgencia, de seguir la ejecución, de fijar el precio? El vigilante. Ese hombre, con independencia de las cualidades de un gran magistrado, tendrá, pues, los talentos, la actividad, los conoci­ mientos especiales de un buen em presario industrial; encon­ trará en el sentimiento del deber lo que quizá el m ismo inte­ rés personal sería im potente para crear; el valor de constreñir a esfuerzos productivos y continuos a la porción más inacti­ va y más viciosa de la población. ¿Sería intehgente regodear­

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se al respecto? ¿Es razonable creerlo? A cuciado p or las n ece­ sidades del pobre, el vigilante le im pondrá un trabajo ficti­ cio, o incluso, com o ocu rre casi siem pre en Inglaterra, dará el salario sin exigir el trabajo. Es m enester que las leyes sean hechas para los hom bres y no en vista de una perfección ideal ajena a la naturaleza hum ana, o de la que no presenta sino m odelos de tarde en tarde. T oda m edida que funde la asistencia legal sobre una base perm anente y le dé una form a adm inistrativa crea, pues, una clase ociosa y perezosa que vive a expensas de la clase industriap y trabajadora. Tal es, si no su resultado inm ediato, al menos su consecuencia inevitable. R eproduce todos los vi­ cios del sistema m onacal, p ero no de las altas ideas de m o ra­ lidad y religión que a m enudo allí venían a añadirse. Una ley semejante es un germ en envenenado depositado en el seno de la legislación; las circunstancias, com o en A m érica, pue­ den impedir que dicho germ en se desarrolle con celeridad, pero no destruirlo; y si la actual generación escapa a su in­ fluencia, devorará el bienestar de las generaciones p o r venir. Al estudiar de cerca el estado de las poblaciones en las que una tal legislación lleva tiem po en vigor, fácilm ente se descubre que los efectos no actúan de una m anera m enos nociva sobre la m oralidad que sobre la prosperidad pública, y que deprava a los hom bres más aún de lo que los em ­ pobrece. En térm inos generales, nada hay que eleve y sostenga más alto el espíritu hum ano que la idea de los derechos. Se encuentra en esa idea de derecho algo de grande y de viril que sustrae a la dem anda su carácter suplicante, y sitúa al que reclam a al mismo nivel del que acuerda. A hora bien, el derecho que tiene el pobre a obtener los auxilios de su c o ­ munidad tiene esto de particular: que en lugar de elevar el corazón del hom bre, lo rebaja. En los países en los que la legislación no abre sem ejante posibilidad el pobre, dirigién2. En Francia la clase industrial aún no constituye más que un cuarto de la población.

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dose a la caridad individual, recon oce, es verdad, su estado de inferioridad en relación al resto de sus semejantes; pero lo recon oce a hurtadillas y por un tiem po; desde el m om en­ to en que un indigente está inscrito en la lista de pobres de su parroquia puede, sin duda, reclam ar con garantías asis­ tencia, mas ¿qué es la obtención de este derecho, sino la m anifestación auténtica de esta m iseria, de la debilidad del mal andar de su titular? Los derechos ordinarios son confe­ ridos a los hom bres en razón de alguna ventaja personal adquirida por ellos sobre sus semejantes. Ésta es acordada en razón de una inferioridad reconocida. Los prim eros ponen aquella ventaja en relieve y la constatan; la segunda pone a la luz esa inferioridad y la legaliza. Cuanto más unos son grandes y seguros, más honran; cuanto más el o tro es perm anente y extendido, más degrada. El pobre que reclam a la limosna en nom bre de la ley está, pues, en una posición más humillante todavía que la del indigente que la pide a la piedad de sus semejantes en el nom bre de Aquel que m ira con un mismo ojo y que somete a leyes iguales al pobre y al rico. Pero esto aún no es to d o ; la limosna particular establece vínculos preciosos entre el rico y el pobre. El prim ero se interesa, por la buena acción misma, en la suerte de aquel cuya miseria ha em prendido aliviar; el segundo, sostenido por una ayuda que no tenía derecho a exigir y que quizá ni esperaba obtener, se siente atraído por el reconocim iento. Un vínculo m oral se establece entre estas dos clases, a las que tantos intereses y pasiones concurren a separar, y divididas por la fortuna, su voluntad las acerca. N o es igual con la asistencia legal. Ésta deja subsistir la hm osna, pero la priva de su m oralidad. El rico, a quien, sin consultarle, la ley des­ poja de una parte de su superfino, no ve en el pobre más que a un ávido extrañ o llam ado p or el legislador a com partir sus bienes. El pobre, de su p arte, no siente gratitud alguna ante una buena acción que no puede serle refutada, y que por otro lado no podría satisfacer; y es que la limosna púbhca, que asegura la existencia, no la vuelve más feliz o más có m o ­

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da de lo que lo haría la limosna individual; la asistencia legal en absoluto impide, pues, que siga habiendo en la sociedad pobres y ricos, que aquéllos lancen a su alrededor miradas llenas de odio y de tem or, que éstos n o piensen en sus males con desesperación y envidia. Lejos de tender a unir en un mismo pueblo a estas dos naciones rivales que existen desde el com ienzo del mundo y que se llam an ricos y pobres, quie­ bra el único vínculo que podía establecerse entre ellas, alinea a cada una bajo su propio pabellón, las cuenta y, poniéndo­ las frente a frente, las prepara para el com bate. H e dicho que el resultado inevitable de la asistencia legal consisitía en m antener en la ociosidad al m ayor núm ero de pobres, y de m antener su tiem po libre a costa de quienes trabajan. Si la ociosidad en la riqueza, la ociosidad hereditaria, adquirida con servicios o trabajos, la ociosidad envuelta en la consideración pública, acom pañada de la satisfacción del espíritu, interesada en los placeres de la inteligencia, m orali­ zada por el ejercicio del pensam iento; si esa ociosidad, digo, ha sido la madre de tantos vicios, ¿qué será de una ociosidad degradada, adquirida a través de la bajeza, m erecida por el mal com portam iento, de la que se goza en m edio de la igno­ minia y que sólo se vuelve soportable a m edida que el alma de quien la sufre acaba por corrom perse y degradarse? ¿Qué cabe esperar de un hom bre cuya posición no puede m ejorar, pues ha perdido la consideración de sus semejantes, que es la condición prim era de todos los progresos; cuya fortuna no podría em peorar, pues habiéndose reducido a la satisfacción de las necesidades más acuciantes está seguro de que serán siempre satisfechas? ¿Qué acción queda a la con ­ ciencia y a la actividad humana en un ser tan limitado en todo, que vive sin esperanza y sin tem o r porque conoce el avenir, com o hace el animal, porque ignora las inconstancias del destino, concentrado com o él en el presente y en eso que el presente puede ofrecer de goces innobles y pasajeros a una naturaleza embrutecida? Leed todos los libros escritos en Inglaterra sobre el pau­

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perism o; estudiad las encuestas ordenadas p or el Parlam ento británico; recorred las discusiones que han tenido lugar en la C ám ara de los Lores y en la de los Com unes acerca de tan espinosa cu estió n ; una sola queja tin tin eará en vuestros oídos: ¡la deploración del estado de degradación en el que han caído las clases inferiores de este gran pueblo! El núm e­ ro de hijos naturales aum enta incesantem ente; el de los cri­ minales se acrece con celeridad; la población indigente se desarrolla más allá de toda medida; el espíritu de previsión y de ahorro se m uestra cada vez más extraño al pobre; mien­ tras en el resto de la nación las luces se expanden, las cos­ tumbres- se dulcifican, los gustos se vuelven m-ás delicados, los m odales más educados, él perm anece inmóvil, o m ejor, involuciona; se diría que retrocede hacia la barbarie, y pues­ to en el centro de las maravillas de la civilización, sus ideas y sus inchnaciones parecen acercarlo al hom bre salvaje. L a asistencia legal no ejerce una influencia m enos funes­ ta sobre la libertad del pobre que sobre su m oralidad. Lo cual se demuestra fácilm ente: desde el m om ento en que se establece para los m unicipios el estricto deber de asistir a los indigentes, se sigue inmediata y forzosam ente la siguien­ te consecuencia: que los municipios sólo deben asistir a los pobres domiciliados en su territorio; es el único m odo equi­ tativo de igualar la carga pública que resulta de la ley, y de hacerla proporcional a los medios de quienes deben sop or­ tarla. A hora bien, com o en un país en el que la asistencia pública está organizada la caridad privada es más o menos desconocida, se desprende que aquel cuyos infortunios o vi­ cios hayan incapacitado para ganarse la vida está condenado, bajo pena de m uerte, a no abandonar el lugar en el que ha nacido. Si se aleja, m archa solo hacia un país enem igo; el interés individual de los municipios, m ucho más potente y activo de lo que podría serlo la policía nacional m ejor orga­ nizada, denuncia su llegada, espía sus m ovim ientos, y si quie­ re instalarse en un nuevo domicilio lo consigna a la fuerza pública, la cual lo devuelve al punto de partida. A causa de su legislación sobre los pobres, los ingleses han inmovilizado

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a una sexta parte de su población. La han ad scrito a la tierra com o lo estaban los cam pesinos de la Edad M edia. L a gleba forzaba al hom bre a perm anecer contra su voluntad en el lugar donde nacía; la asistencia legal le impide querer alejar­ se del m ism o. Entre los dos sistemas no veo más que esta diferencia: los ingleses han ido más lejos, y del principio de la beneficencia pública han sacado consecuencias todavía más funestas, y de las cuales pienso que esté perm itido escapar. Los municipios ingleses están hasta tal punto preocupados por el tem or a que un indigente llegue a en contrarse a su cargo y obtenga un domicilio en su territorio que cuando un extranjero; del cual el aspecto no anuncia opulencia, m o ­ m entáneam ente se establece en alguno, o cuando una des­ gracia inesperada lo golpea, la autoridad m unicipal se apre­ mia a pedirle una fianza con tra su miseria futura, y si el extranjero no puede satisfacerla, ha de irse. Así, la asistencia legal no ha privado sólo a los pobres de Inglaterra de su libertad de circulación, sino a todos aquellos a los que la pobreza amenaza. N o sabría, creo, com pletar m ejor tan triste cuadro que transcribiendo aquí el párrafo siguiente, hallado entre mis apuntes sobre Inglaterra. R eco rría Gran Bretaña en 1 8 3 3 ; a otros les llamaba la atención la prosperidad interior del país; yo discurría acerca de la secreta inquietud que visiblemente trabajaba sobre el espíritu de todos sus habitantes. Pensaba que grandes mise­ rias debían ocultarse bajo ese brillante m anto que Europa admira. T al idea me llevó a exam inar con una atención del todo particu lar el pauperism o, esa plaga odiosa e inmensa adherida a un cuerpo lleno de fuerza y de salud. Vivía entonces en casa de un gran propietario del sur de Inglaterra; era el m om ento en el que los jueces de paz se reunían p ara pronunciarse sobre las reclam aciones presenta­ das por los pobres con tra sus municipios y los municipios contra los pobres. M i anfitrión era juez de paz, y yo lo se­ guía regularm ente al tribunal. H allo entre mis apuntas de viaje esta pintura de la prim era audiencia: resum e en pocas

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palabras y pone de relieve todo lo dicho anteriorm ente. Transcribo con extrem a exactitud, al objeto de dejar al cua­ dro el simple tim bre de la verdad; «El prim er individuo que se presenta ante los jueces de paz es un anciano; su aspecto es franco y argénteo, lleva peluca, viste un traje negro excelente, tiene todo el aire de un rentista; sin em bargo se acerca al estrado y clama arreba­ tadam ente con tra la injusticia de los administradores de su municipio. Este hom bre es un pobre, y se le acaba de dismi­ nuir injustamente la parte que recibía de la asistencia públi­ ca. Se aplaza la causa hasta escuchar a los administradores del municipio. • »Tras este fresco y petulante anciano aparece una joven mujer em barazada, cuya rop a anuncia una pobreza reciente, y que lleva en sus rasgos mustios la im pronta del dolor. E xp on e que su m arido partió hacía unos días para un viaje por m ar, que desde entonces no ha recibido ni noticias ni ayudas; reclam a la asistencia pública, pero el administrador de los pobres duda si acordársela. El suegro de esta mujer es un m ercante acom od ad o, vive en la misma ciudad en la que el tribunal celebra sus sesiones, y ciertam ente se espera que él desee, en ausencia de su hijo, hacerse cargo del m anteni­ m iento de su nuera. Los jueces de paz convocan a este hom ­ bre, mas éste rehúsa cum plir con los deberes que la naturale­ za le im pone pero que la ley no le manda. Los magistrados insisten; pretenden que los rem ordim ientos o la com pasión nazcan en el alma egoísta de tal hom bre; sus esfuerzos fraca­ san, y el municipio es condenado a pagar la ayuda reclamada. »Luego de esta pobre mujer abandonada vienen cinco o seis hom bres grandes y vigorosos. Están en la fuerza de la juventud, su paso es firme y casi insultante. Se quejan de los administradores de sus pueblos, porque rehúsan darles tra­ bajo o, a falta de trabajo, una ayuda. »Los adm inistradores replican que el municipio no tiene en este m om ento ninguna obra que llevar a cabo; y en cuan­ to a la ayuda gratuita, no se les debe, dicen, porque los pe­

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ticionarios encontrarían fácilm ente un trabajo acorde a ellos entre los privados, si lo quisieran. »Lord X , con quien había ido, me dijo: “Acabáis de ver, aunque sea en un m arco restringido, una parte de los num e­ rosos abusos producidos p or la ley de pobres. El anciano que se presentó el prim ero tiene con la m áxim a probabilidad de qué vivir, p ero piensa que tiene derecho a exigir que se le mantenga en el bienestar, y no le sonroja reclam ar la asisten­ cia pública desde el m om ento en que ésta ha perdido ante el pueblo su carácter penoso y humillante. Esa joven mujer, en apariencia honesta y desgraciada, sería sin duda socorrida por su suegro si la ley de pobres no existiese, pero el interés acalla en este último el grito dé la vergüenza, y revierte en el público una deuda que sólo él debería saldar. En cuanto a los jóvenes que se presentaron los últimos, los con ozco, vi­ ven en mi pueblo; son ciudadanos muy peligrosos y, de h e­ cho, malos súbditos. Disipan en p oco tiem po en las tabernas el dinero que ganan, porque saben que el Estado acudirá en su ayuda; así, veis que a la prim era m olestia, causada por su culpa, se dirigen a nosotros” . »La audiencia continuó. Una m ujer joven se dirige al es­ trado, el vigilante de los pobres de su municipio la sigue, un niño la acom paña; aquélla se ap roxim a sin el m enor signo de vacilación, el pudor ni siquiera le hace bajar la m irada. El vigilante la acusa de haber tenido, en ilegítima relación, el niño que lleva en sus brazos. »Aquélla lo admite sin problem as. C om o es indigente, y el niño natural, si el padre perm aneciese desconocido, esta­ ría junto con su m adre a cargo del m unicipio, el vigilante la intima a decir el nom bre del padre; el tribunal le hace pres­ tar juram ento. La mujer designa a un campesino del vecinda­ rio. Éste, que está presente en la audiencia, recon oce muy com placidam ente la exactitud del hecho, y los jueces de paz lo condenan al m antenim iento del niño. El padre y la madre se retiran sin que este incidente cause la m enor em oción en una asamblea habituada a espectáculos semejantes. »Después de esta joven mujer se presenta otra. Ésta viene

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voluntariam ente; aborda a los magistrados con idéntica des­ carada indiferencia a la m ostrada por la prim era. Se declara embarazada y dice el nom bre del padre del niño que debe nacer; tal hom bre se halla ausente. El tribunal remite a otro día para poderlo citar. »Lord X me dice; “H e aquí más ejemplos de los efectos funestos producidos por las mismas leyes. La consecuencia más directa de la legislación sobre los pobres es la de poner a cargo del público el m antenim iento de los niños abandona­ dos, los más necesitados entre todos los indigentes. De ahí nació el deseo de descargar a los municipios del m anteni­ miento de los hijos naturales que sus padres estarían en gra­ do de alimentar. De ahí también esa búsqueda de la paterni­ dad provocada por los municipios, y cuya prueba es dejada a la mujer. ¿Y qué otro tipo de prueba podría uno ilusionarse de obtener en m ateria semejante? Al obligar a los municipios a hacerse cargo de los hijos naturales, y al permitirles buscar la paternidad a fin de aliviar tan agobiante peso, hemos faci­ litado cuanto estaba en nuestro poder la m ala conducta de las mujeres de las clases bajas. El em barazo ilegítimo debe casi siempre m ejorar su situación m aterial. Si el padre del niño es rico, aquéllas pueden descargar sobre él el cuidado de educar el fruto de sus comunes errores; si es pobre, co n ­ fían este cuidado a la sociedad: la asistencia que se les acu er­ da de una'u otra partes casi siempre sobrepasa las necesida­ des del recién nacido. Ellas, pues, se enriquecen m erced a sus propios vicios, y a menudo ocurre que la m uchacha que ha sido varias veces m adre lleve a cabo un m atrim onio más ventajoso que la joven virgen que no tiene más que sus virtu­ des que ofrecer. La prim era se ha encontrado con una suerte de dote en su infam ia”». Repito que no he querido alterar nada este pasaje de mi diario; lo he reproducido en los mismos térm inos porque me ha parecido que transmitiese con sencillez y verdad las im ­ presiones que quisiera com partir con el lector. Después de mi viaje a Inglaterra la ley de pobres ha sido

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m odificada. M uchos ingleses se ilusionan de que estos cam ­ bios ejercerán una gran influencia sobre la suerte de los indi­ gentes, sobre su m oralidad, sobre su núm ero. Y o desearía p od er com p artir tales esperanzas, pero no sabría hacerlo. Los ingleses de nuestro tiem po han consagrado nuevam ente en la nueva ley el principio adm itido hace doscientos cin­ cuenta años p or Isabel. Com o ella, han im puesto a la socie­ dad la obligación de asistir al pobre. Es dem asiado; todos los abusos que he intentado describir están encerrados en el p ri­ m er principio, com o la m ayor de las encinas en la bellota que un niño puede esconder en la m ano. Sólo requiere tiempo para desarrollarse y para crecer. Q uerer establecer una ley que de m anera regular, perm anente, uniforme, acuda en auxi­ lio de los indigentes, sin que aumente el núm ero de los indi­ gentes, sin que crezca su pereza con sus necesidades, su ocio­ sidad con sus vicios, equivale a plantar la bellota y asombrarse de que luego salga un tallo, luego flores, más tarde hojas y finalmente los frutos que, esparciéndose a lo lejos, harán que un día una verde foresta surja de las entrañas de la tierra. Estoy desde luego muy lejos de querer h acer aquí el p ro ­ ceso a la beneficencia, que es a la vez la más natural, la más bella y la más santa de las virtudes. Pero pienso que no hay principio tan bueno del que se puedan adm itir com o buenas todas las consecuencias. C reo que la beneficencia debe ser una virtud viril y razonada, no un gusto débil e irreflexivo; que no se debe hacer el bien que más gusta al que da, sino el más verdaderam ente útil al que recibe; no el que más y m e­ jor alivia las miserias de unos cuantos, sino el que sirve al bienestar de la m ayoría. Y o , sólo de esta m anera sabría cal­ cular la beneficencia; entendida en otro m od o, sigue siendo un instinto sublime, pero ya no m erece a mis ojos el nom bre de virtud. R econ ozco que la caridad individual produce casi siem­ pre efectos útiles. Se adhiere a las m ayores m iserias, cam ina sin notarse detrás de la m ala fortuna, reparando de pronto y en silencio los males producidos p or ésta. Se hace visible allá donde haya desgraciados que so co rrer; crece con sus sufri­

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m ientos, mas con todo no es posible sin im prudencia confiar en ella, pues mil accidentes podrían retardar o detener su m archa; no se sabe dónde encontrarla, y en absoluto es ad ­ vertida p or el grito de todos los dolores. Adm ito que la asociación de personas caritativas, regula­ rizando las ayudas, podría dar a la beneficencia individual m ayor actividad y potencia. R econozco no sólo la utilidad, sino la necesidad de una asistencia pública aplicada a males inevitables, com o la debilidad de la infancia, la caducidad de la vejez, la enfermedad, la locura; incluso admito su m om en­ tánea utilidad en estos tiempos de calamidades públicas que de vez en cuando escapan de las manos de Dios y vienen a anunciar su cólera a las naciones. La limosna del Estado es entonces tan instantánea, tan im prevista, tan pasajera com o el mal mismo. Concibo asimismo la asistencia pública para abrir escue­ las a los hijos de los pobres y para proporcionar gratuita­ mente a la inteligencia los medios de adquirir mediante el trabajo los bienes m ateriales. M as estoy firm em ente convencido de que cualquier sis­ tema regular, perm anente, administrativo, que tenga por fi­ nalidad proveer a las necesidades del pobre, hará nacer más miserias de las que puede crear, depravará a la población que quiere socorrer y consolar, reducirá con el tiempo a los ricos a no ser más que los arrendatarios de los pobres, secará las fuentes del ah orro, detendrá la acumulación de capitales, com prim irá el desarrollo del com ercio, entorpecerá la activi­ dad y la industria humanas, y acabará p or dar lugar a una revolución violenta en el Estado cuando el núm ero de los que reciben la limosna haya casi igualado al de los que la dan, y el indigente, no pudiendo ya sacar de los ricos em po­ brecidos con qué proveer a sus necesidades, hallará más fácil despojarlos de golpe de sus bienes que pedirles ayuda. Resum am os en pocas palabras cuanto precede. La m archa progresiva de la civihzación m oderna au­ m enta gradualm ente, y en una prop orción más o menos

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rápida, el núm ero de los que se ven llevados a re cu rrir a la asistencia. ¿Qué rem edio aplicar a tales males? La lim osna legal es el prim ero en venir a la m ente; la limosna legal en todas sus form as, ya sea gratuita u oculta bajo la form a de salario, ya sea accidental y pasajera en algu­ nos m om entos, o bien regular y perm anente en otros. Pero un exam en profundo no tarda en dem ostrar que dicho re ­ m edio, que parece a la vez tan natural y eficaz, sería muy peligroso si se le em please; que sólo ap orta un alivio enga­ ñoso y m om entáneo a los dolores individuales, y que infecta las llagas de la sociedad, cualquiera que sea el m odo en que se le emplee. Q ueda, pues, la caridad privada; ésta no p roduciría más que efectos útiles. Su misma debilidad da garantías contra sus peligros; sirve de alivio a m uchas miserias sin dar lugar a ninguna. Pero en presencia del desarrollo progresivo de las clases industriales, y de todos los males que la civilización mezcla con los bienes inestimables que produce, la caridad individual parece h arto débil. Suficiente en el M edievo, cuan­ do el ardor religioso le infundía una energía inmensa, y cuan­ do su tarea era m enos difícil de realizar, ¿podría llegar a serlo en la actualidad, cuando tan pesado es el fardo que debe cargar y tan débiles sus fuerzas? La caridad individual es un poderoso agente que la sociedad en absoluto debe despreciar, pero al que sería im prudente confiarse: es uno de los m edios, y no podría ser el único. Así, pues, ¿qué queda p o r h acer?, ¿hacia qué lado volver sus m iradas?, ¿cóm o entibiar los males que se pueden prever mas no curar? H asta aquí he exam inado los m edios lucrativos de la miseria. ¿Pero existe sólo ese orden de medios? T ras haber intentado aliviar los males, ¿'no sería más útil aspirar a pre­ venirlos?, ¿no se sabría impedir el rápido desplazam iento de la población, de suerte que los hom bres no dejen la tierra y no se pasen a la industria sino cuando esta última pueda responder fácilm ente a sus necesidades?, ¿no puede seguir

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aum entando la suma de las riquezas nacionales sin que una parte de los que producen tales riquezas no tenga que m al­ decir la prosperidad a que dan lugar?, ¿es imposible estable­ cer una relación más fija y más regular entre la producción y el consum o de productos m anufacturados?, ¿no sería posible facilitar a la clase obrera la acumulación del ahorro que, en los periodos de calamidades industriales, le perm itiría sobre­ vivir hasta el retorn o de la fortuna? En este punto el horizonte se extiende hacia todos lados ante mí. M i tem a se ensancha; veo abrirse un cam ino, mas no puedo en este m om ento recorrerlo . La presente M em o­ ria, demasiado corta para lo que debía de tratar, excede ya em pero los límites que había creído deber prescribirm e. Las medidas mediante las cuales cabe esperar que pueda com ba­ tirse de m anera preventiva el pauperism o serán el objeto de una segunda obra, con la que cuento rendir homenaje el p róxim o año a la Sociedad A cadém ica de Cherburgo.

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H e intentado m ostrar en un precedente artículo que, en nuestros días, la caridad privada y la asistencia pública eran im potentes para sanar las miserias de las clases pobres; me queda buscar los m edios de los que cabría servirse a fin de prevenir que tales miserias surjan. Un tem a tal casi carece de límites naturales, y siento la necesidad de ponerm e a mí mismo los topes que aquél en absoluto me. indica. Entre aquellos a los que su posición sitúa en los confines de la necesidad, y a los que se refiere el tem a de este artícu ­ lo, conviene establecer dos grandes categorías; por un lado, están los pobres pertenecientes a las clases agrícolas; por o tro , los pobres que dependen de las clases industriales. E s­ tos dos aspectos de mi tem a deben ser tratados por separado y exam inados en detalle en tanto lo perm itan los estrechos límites del presente trabajo. N o haré sino to ca r de pasada lo concerniente a las clases agrícolas, por cuanto las grandes am enazas del futuro no provienen de ellas. En Francia, las sustituciones son abolidas y la igualdad de las divisiones ha penetrado en las costu m ­ bres al mismo tiem po que se ha establecido en las leyes. Resulta, pues, cierto que en Francia la propiedad inm obilia­ ria jamás se hallará concentrada en pocas manos, tal y com o hoy se ve en una parte de Europa.

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A hora bien, la división de la tierra, que durante un tiem ­ po al menos puede perjudicar los progresos de la agricultura al impedir la concentración de capitales en las m anos de propietarios que tendrían voluntad de innovar, produce un bien inmenso: el de prevenir el desarrollo del pauperism o en las clases agrícolas. Cuando el campesino no posee ningún trozo de suelo, com o en Inglaterra, los caprichos o la avidez de los amos pueden infligirles de pronto miserias terribles. Lo cual se com prende sin dificultad; el mismo núm ero de hombres no es en absoluto necesario a todos los géneros de cultivo, ni exigido p o r todos los m étodos de cultivar.. Cuando, por ejemplo, cam pos de trigo son transform a­ dos en pastizales, un pastor puede sustituir fácilm ente a cien trabajadores. Cuando en lugar de veinte pequeñas haciendas se conform a una grande, cien hombres serían suficientes para cultivar los mismos cam pos que reclam aban cuatrocientos brazos. Desde un punto de vista técnico, quizá ha habido progreso al convertir los cam pos de trigo en praderas, y las pequeñas haciendas en grandes dominios, pero al cam pesino a cuyas expensas tienen lugar tales experiencias no puede dejar de sufrir por ello. Le he oído decir a un rico p rop ieta­ rio escocés que un cambio en el m odo de adm inistrar sus tierras y de cultivarlas había forzado a tres mil cam pesinos a abandonar su m orada y a buscar suerte en otros lugares. La población agrícola de esa región escocesa , se ha visto, por tan to, repentinamente expuesta a las mismas miserias que golpean sin tregua a las poblaciones industriales cuando nue­ va maquinaria se descubre. Acontecim ientos parecidos, que en las clases agrícolas hacen surgir el pauperismo, en las clases industriales lo au­ mentan desm edidamente!'Los hombres que tan violentam en­ te son arrancados del cultivo de la tierra buscan refugio en los talleres y las fábricas. La clase industrial no se ve única­ m ente increm entada de m anera natural y fragm entaria, a tenor de las necesidades de la industria, sino de m anera re ­ pentina y por un procedim iento artificial, a ten or de las m i­ serias de las clases agrícolas, lo que no tarda en producir un

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exceso de m ano de obra y en destruir el equilibrio que debe existir siem pre entre el consum o y la p ro d u c c ió n ^ La con cen tración de propiedad inmobiliaria en un redu­ cido núm ero de m anos no sólo da accidentalm ente lugar a que la miseria recaiga sobre una parte de la clase agrícola: igualmente sugiere a un elevado núm ero de agricultores ideas y costum bres que, a la larga, necesariam ente les volverán miserables. ¿Qué vem os cada día ante nuestros propios ojos.^ ¿Cuáles son entre los m iem bros de las clases inferiores aquellos que con m ayor resolución se entregan a todos los excesos de la intem perancia, y que gustan vivir com o si cada día no hubie­ se de tener un m añana? ¿Cuáles dan m uestra en todo de suma falta de previsión? ¿Quién con trae esos m atrim onios p reco ­ ces e im prudentes que no parecen tener más objeto que el de m ultiplicar el núm ero de infelices sobre la tierra? La respuesta es fácil. Son los proletarios, aquellos que no tienen más propiedad bajo el sol que sus brazos. C onform e estos hom bres van poseyendo una porción cualquiera de sue­ lo, por pequeña que sea, ¿no percibís que sus ideas se m odi­ fican y sus costum bres cam bian?, ¿no resulta visible que, con la propiedad inm obiliaria, la idea de futuro les llega? Se vuelven previsores en cuanto sienten tener algo precioso que perder. Apenas se crean los medios de ponerse ellos y sus hijos a resguardo de los embates de la miseria, tom an m edi­ das enérgicas para rehuirla y buscan p or medio de privacio­ nes m om entáneas asegurarse un bienestar duradero. Tales gentes no son ricas, pero tienen ya las cualidades que hacen nacer la riqueza. Franklin tenía la costum bre de decir que con el orden, la actividad y la econom ía, el cam ino de la fortuna era tan llano com o el del m ercado. Tenía razón. Así, pues, no es la pobreza lo que vuelve al agricultor falto de previsión y desordenado, ya que con un cam po muy pequeño puede seguir siendo muy pobre. Es la com ple­ ta ausencia de tod a propiedad, es la dependencia absoluta del azar. Añado que entre los m edios de dar a los hombres el

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sentimiento del orden, de la actividad y de la econom ía no conozco ninguno más poderoso que el de facilitarles el acce­ so a la propiedad inmobiliaria. De nuevo traeré a colación el ejemplo de los ingleses. Bien m irado, los campesinos en Inglaterra están quizá más instruidos que los nuestros, sin mostrarse menos industrio­ sos. ¿Por qué entonces viven en esa indiferencia brutal res­ pecto del m añana, de la cual ni siquiera tenemos idea? ¿De dónde viene en un pueblo frío ese gusto desordenado por la intem perancia? Es fácil decirlo: en Inglaterra, leyes y costum bres se han com binado en m odo que ningún trozo de suelo recaiga jamás en posesión del pobre. Su bienestar, e incluso su existencia, nunca dependen, pues, de sí mismo, sino de la voluntad de los ricos, sobre la que nada puede, los cuales le niegan o le dan trabajo según su capricho. C areciendo de toda influencia directa y perm anente sobre su propio futuro, lo descuida y de buen grado olvida que existe. • Así, pues, el medio más eficaz de prevenir el pauperismo entre las clases agrícolas es, con toda seguridad, la división de la propiedad inmobiliaria';^^ División que entre nosotros, en Francia, existe, con lo cual no hay que tem er en absoluto que alguna vez se establezcan en su seno grandes y perm a­ nentes miserias. Pero sí que puede aún aum entar, y m ucho, el bienestar de estas clases, así com o volver los males indivi­ duales menos crueles y más raros. El deber del gobierno y de todas las personas de bien consiste en trabajar por ello. Cae fuera de mi trabajo actual el buscar los medios. Si en Francia la clase agrícola no está tan expuesta com o en otras partes a reveses inevitables, la clase industrial ape­ nas lo está menos. El remedio que hemos opuesto con éxito a las miserias del agricultor no lo ha sido, y es dudoso que pueda serlo, a los males del obrero. Perm anece sin descubrir aún el medio de dividir la p ro ­ piedad industrial sin volverla im productiva, al contrario de la propiedad inmobiliaria; la industria ha conservado la fo r­ m a aristocrática en las naciones m odernas, mientras que por

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doquier se veían desaparecer las instituciones y las costum ­ bres que la aristocracia había hecho surgir. La experiencia, hasta ahora, ha m ostrado que para entre­ garse con alguna esperanza de éxito a la m ayor parte de las empresas com erciales se requerían grandes capitales con cen ­ trados en pocas manos. H ay, pues, algunos individuos que poseen grandes riquezas y que hacen trabajar por su cuenta a una m ultitud de obreros que no poseen nada. Tal es el es­ pectáculo que presenta hoy día la industria francesa. Es e x a c ­ tam ente lo que aquí ocurría en la Edad M edia, y que vemos ocu rrir todavía en una gran parte de Europa respecto de la industria agrícola. - ^ L o s resultados son análogos. El obrero actual, com o el agricultor de entonces, no teniendo ninguna propiedad per­ sonal, no viendo medio alguno de asegurar por sí mismo la tranquilidad de su futuro y de elevarse gradualm ente hacia la riqueza, se vuelve indiferente a cuanto no sea el goce del m om ento. Su descuido lo libra entonces sin defensa a todas las oportunidades de la miseria"!^ Em pero, existe una gran y capital diferencia entre el proletario agricultor y el proleta­ rio industrial, a saber: que el segundo, con independencia de las miserias habituales a las que su falta de previsión puede entregarlo, está igualmente expuesto sin cesar a males acci­ dentales que no ha podido prever y que no amenazan al o tro " ;^ esas ocasiones son infinitamente m ayores en la in­ dustria propiam ente dicha que en la agricultura, dado que, com o exphcarem os más tarde, la industria está som etida a crisis súbitas desde siempre desconocidas por la agricultura."^ Esos males imprevistos nacen para él de las crisis com er­ ciales. 'I^T od as las crisis com erciales pueden, en suma, ser atribui­ das a dos causas: — cuando el núm ero de obreros aum enta sin que la cifra de p rod u cción varíe, los salarios disminuyen: y hay crisis; — cuando el núm ero de obreros perm anece idéntico, pero disminuye la cifra de la producción, entonces muchos obreros se vuelven inútiles: y hay crisisi^

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H em os visto que Francia está mucho m enos expuesta que las demás naciones industriales a las crisis del prim er tipo, pues aquí la clase agrícola jamás se ha visto empujada de m anera repentina y con violencia hacia la industria. Tam bién está m ucho menos expuesta que otros pueblos m anufactureros a las crisis de la segunda clase, debido a que depende m enos del extranjero. Me explico. Cuando la industria de una nación depende de los capri­ chos o de las necesidades de naciones extranjeras, de n acio­ nes alejadas y a m enudo casi desconocidas, resulta fácilmente comprensible que, cambiando tales caprichos o necesidades por causas imposibles de prever, haya siempre de, tem erse una revolución industrial. En cambio, cuando el único o el principal consum idor de los productos del país se encuentra en el país mism o, sus necesidades o sus gustos no sabrían variar en m odo tan repentino e imprevisto que el p rod u ctor no pudiese descubrir desde mucho antes el cam bio que se prepara; y este cambio mismo, llevándose a cabo gradual­ m ente, ocasionaría ciertas molestias al com ercio, pero rara­ mente crisis. El mundo se encamina evidentemente hacia ese punto en el que todas las naciones estarán bastante igualmente civili­ zadas o, m ejor, serán lo bastante símiles unas a otras com o para poder fabricar en su seno el m ayor núm ero de objetos que les sean agradables y necesarios. Las crisis com erciales serán entonces más raras y menos crueles. Pero ese día aún queda muy distante de nosotros; actualm ente, aún se dan amplias desigualdades entre los conocim ientos, la potencia, la industria de los diferentes pueblos para que algunos de ellos puedan encargarse de fabricar para un buen núm ero de ellos los objetos de que tienen necesidad. Tales pueblos, em prendedores de la industria humana, fácilmente amasan inmensas riquezas, pero están amenazados sin tregua de p e­ ligros espantosos. Ésa es la posición de Inglaterra. La situa­ ción com ercial de Francia es a la vez menos brillante y más segura. Francia no exp o rta al extranjero más que el [ ] de sus p roductos; el resto circula por el interior. Entre n osotros, la

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cifra del consum o aum enta sin cesar, pero los nuevos consu­ m idores son, en general, franceses. Así, pues, en Francia las crisis com erciales no pueden ser ni tan frecuentes, ni tan generales, ni tan crueles com o en Inglaterra. Pero sería imposible evitar que las hubiera, pues no hay m edio conocido de equilibrar de m anera exacta y perm anente, incluso en el interior de un rein o, el núm ero de obreros y el trabajo, el consum o y la producción. Cabe prever por tanto que las clases industriales, inde­ pendientem ente de las causas generales y perm anentes de m iseria que se agitan sobre ellas, estarán som etidas a crisis frecuentes. P or lo que resulta muy necesario poder garanti­ zarlas a un tiem po, sea de los males que se atraen a sí m is­ mas, que de aquellos sobre los que nada pueden. T oda la cuestión está en saber qué medios preventivos pueden usar al objeto de atenuar sus efectos. En mi opinión, el entero problem a a resolver es el si­ guiente: hallar un medio de dar al obrero industrial, com o al pequeño agricultor, el espíritu y los hábitos de la propiedad. D os medios principales se presentan: el prim ero, y en apariencia más eficaz, consistiría en dar al obrero un interés en la fábrica. Ello produciría para las clases industriales efec­ tos similares a los de la división de la propiedad inmobiliaria entre la clase agrícola. Equivaldría a salirse de los límites del presente escrito exam in ar todos los proyectos que, uno tras o tro , han sido propuestos con el propósito de obtener dicho resultado. M e contentaré, pues, con decir brevem ente que tales p ro ­ yectos, para realizarse, se han topado siem pre con uno de estos dos obstáculos; por un lado, los capitalistas em presa­ rios de industria se han m ostrado casi todos poco inclinados a dar a sus obreros una parte p roporcional de los beneficios, o a co lo ca r en la empresa las pequeñas sumas que éstos hu­ bieran podido confiarles. Pienso que, en su propio interés, han com etid o un gran error al no h acerlo, pero no sería ni justo ni útil obligarles a ello. P o r otro lado, cuando los obreros han querido prescindir

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de los capitalistas, asociarse entre ellos, reunir fondos y ad­ ministrar por sí mismos, con la ayuda de un sindicato, su industria, no han sido capaces de llevarlo a cabo. El desor­ den no ha tardado en introducirse en la asociación, sus agen­ tes han sido desleales, sus capitales, insuficientes o mal ase­ gurados, su crédito, casi nulo, sus relaciones com erciales muy restringidas. Pronto una com petencia ruinosa forzaba a la asociación a disolverse. Esas tentativas con frecuencia han sido renovadas ante nuestros ojos, particularm ente en los últimos siete años, pero siempre en vano. Con todo, me siento llevado a creer que se está ap ro xi­ m ando un tiempo en el que un gran núm ero de industrias podrán ser conducidas de esta m anera. C onform e nuestros obreros vayan adquiriendo conocim ientos más amplios y el arte [de] asociarse sobre fines honestos y pacíficos progrese entre nosotros, cuando la política para nada se mezcle con las asociaciones industriales y el gobierno, asegurado sobre su objeto, no rehúse a estas últimas su benevolencia y su apoyo, veremos cóm o se multiplican y prosperan. Pienso que en siglos dem ocráticos com o los nuestros la asociación debe ir en cada cosa tom ando paulatinam ente el lugar de unos pocos individuos potentes. La idea de las asociaciones industriales de obreros me pa­ rece por tanto que debe ser fecunda, pero no la creo m adura. Es menester, pues, para el presente, buscar otros remedios. Puesto que no puede darse a los obreros un interés de propietario en la fábrica, se podría al m enos facilitarles, con ayuda de los salarios que perciben en la fábrica, la creación de una propiedad independiente. Favorecer el ahorro sobre los salarios y ofrecer a los obreros un m étodo fácil y seguro de capitalizar tales ahorros y de hacerles producir una renta son, pues, los únicos m e­ dios de los que puede servirse en nuestros días la sociedad con objeto de com batir los malos efectos de la concentración de propiedades muebles en las mismas m anos, y a fin de dar a la clase industrial el espíritu y los hábitos de la propiedad que una gran parte de la clase agrícola posee.

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Así, pues, la entera cuestión se reduce a buscar los m e­ dios en grado de perm itir al pobre capitalizar y volver p ro ­ ductivos sus ahorros. El prim ero de estos medios y el único hasta el presente empleado en Francia es el establecimiento de cajas de ahorro. V oy, pues, a hablar de las cajas de ahorro con algún detenim iento. En Francia las cajas de ahorro difieren un poco unas de otras en ciertos detalles de la administración. Pero en definitiva, todas pueden ser consideradas com o institu­ ciones en virtud de las cuales los pobres ponen sus ahorros en m anos del Estado, que se encarga de valorizarlas y de darles un interés del 4 % . • ■ M ás o m enos la situación en Inglaterra es la misma, salvo que el interés dado que el Estado les da es algo inferior al nuestro. Rem edio semejante, ¿no supone grandes peligros? Antes que nada, observo que, entre nosotros, el Estado que da a los pobres el 4 % de su dinero podría prestarlo fácilm ente al 2 ,5 % o al 3 % . Es decir, que hay al menos un 1% que el Estado paga sin necesidad y p or consideraciones particulares a su acreed or. La suma resultante debe ser co n ­ siderada com o el p rod u cto de una verdadera taxa de los pobres que el gobierno im pone a todos los contribuyentes para so co rrer a los más necesitados de ellos. ¿Q uerrá el Estado soportar por m ucho tiempo tal carga? ¿'Podrá? Son muchas las dudas al respecto. En p ocos años, el m ontante de las cajas de ahorro se ha elevado entre nosotros a más de 1 0 0 millones. En Inglaterra, en este m om en to, es de 4 0 0 millones. En Escocia, que alcan­ za apenas los 2 .3 0 0 .0 0 0 habitantes, el ahorro de los pobres sube a ce rca de 4 0 0 m illones. Si las clases pobres de Fran cia aportasen al Tesoro Públi­ co de 4 a 5 millones — lo que, en cierto tiem po, es posible e incluso probable— , de los que tendría que pagar el 4 % , ¿es­ taría en grado de aceptarlos? Aun si el interés se redujera, lo que constituiría en sí una gran desgracia, una tal suma, ¿no supondría con frecuencia m ucho más trastorno que utilidad?

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La constitución actual de nuestras cajas de ahorro causa, pues, molestias al T esoro. ¿Ofrece al menos a los pobres mismos, a la nación en general, todas las garantías desea­ bles? N o lo creo así. ¿Qué empleo puede dar el Estado a esas sumas deposita­ das en sus manos desde todos los rincones de Francia? ¿Las empleará en proveer a las necesidades cotidianas del Tesoro? Las necesidades del T esoro están lim itadas; en cam bio, el aumento de las cajas de ahorro no lo está. Llega así un m om ento en que el Estado, ingresando más de lo que puede gastar, se ve obligado a dejar que en sus m anos se acumulen inmensos capitales im productivos. Es cuanto se ha visto últimamente. En el m om ento en que la últim a ley sobre las cajas de ahorro se presentó (febrero de 1 8 3 7 ) el T esoro tenía en caja en el banco 6 4 millones, de los que pagaba el 4 % a los propietarios y nada le rendían al estar enteram ente sustraídos a la circulación, medida siempre nociva. Eso hacía decir a uno de los oradores que to m aron parte en la discusión de la última ley que era preciso crear gastos para consumir los capitales, idea luego desarrollada, que ha hablado de grandes trabajos públicos susceptibles de em pren­ derse con el ahorro de los trabajadores. D ado que tales tra ­ bajos no serían, o podrían no serlo, productivos para el E sta­ do, todo ello, en definitiva, se reduciría a gravar cada año a la masa de contribuyentes con el interés de las sumas que los pobres depositan en el T esoro Público. Sería, con tod a evi­ dencia, la taxa de los pobres con otro nom bre. Si el Estado no emplease el dinero de las cajas de ah orro en proveer a las necesidades cotidianas del T eso ro, habría de hacerlo en un modo que le rep ortara intereses. A hora bien, es fácil ver que sólo hay un m odo conveniente de em plazar­ lo, a saber, la adquisición de renta. El Estado detenta el dinero de las cajas de ahorro sólo a condición de restituirlo a la prim era petición de los depositarios; no puede por tanto invertir el dinero de los depositarios sino con la misma co n ­ dición, es decir, con la facultad de obtener líquido a volun­ tad para pagar a' sus acreedores. Ahora bien, únicam ente las

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rentas negociables en plaza pueden ofrecer abiertam ente esa facilidad. Así, pues, el Estado — esté representado p or el T esoro o p or la Caja de Depósitos y Préstam os— sólo puede invertir el dinero de los pobres en rentas. L o cual tiene muy graves inconvenientes, en particular el siguiente: cuando los pobres realizan su depósito se adquieren continuam ente ren ­ tas, y se las adquiere a un altro precio, precisam ente porque se adquieren muchas a la vez; cuando hay pánico o miseria real, y los pobres piden la restitución de su dinero, es m enes­ ter vender rentas para pagarles, y venderlas a bajo precio, en razón de que se venden m uchas a la vez. El Estado se halla así en esa posición deplorable que le obhga siempre a co m ­ prar caro y vender barato, es decir, a perder. El cuadro expuesto es exacto , y no pienso que hoy por hoy haya nadie con la idea de contestarlo. Por tan to, el depósito del dinero de los pobres en manos del Estado es, o puede serlo con facilidad, muy oneroso para el Estado y ■ —-lo que es p eor— puede im ponerle cargas cuya extensión resulta imposible prever por adelantado. N o es eso todo. cEs conform e al interés general del país y a su seguridad? Desde un punto de vista económ ico, pien­ so que es perjudicial atraer constantem ente hacia el centro la totalidad de los pequeños capitales disponibles de las provin­ cias, los cuales podrían servir para fecundar sus localidades. Sé que una parte de estos capitales revierte a éstas bajo la form a de retribución a los funcionarios, de trabajos públicos, etc. Pero ese retorn o del dinero desde el centro hacia los extrem os se hace lenta y desigualmente; las sumas más fuer­ tes se distribuyen a menudo p or las provincias que menos han contribuido al T esoro, y que siendo las más pobres y retrasadas, tienen m ayor necesidad de que se les hagan ca­ rreteras, se les excaven canales, etc. De otro lado nunca, salvo una parte de los ahorros de los pobres, vuelve a los pobres bajo la form a de salarios o de mejoras sociales. La gran m asa, sobre todo después de la nueva ley, va a perderse en los fondos públicos, y se queda en las m anos del com ercio y de los rentistas de París.

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Si considero el sistema actual desde un punto de vista meram ente político, sus peligros todavía me im pactan más. En lo que a mí respecta, no puedo creer que sea sabio depositar la entera fortuna de las clases pobres de un gran reino en las mismas m anos, y p or así decir en un único lugar, de suerte que un acontecim iento, sin duda im probable, pero posible, pueda arruinar con sólo un golpe sus solos y últim os recursos, y llevar a la desesperación a poblaciones enteras, las cuales, no teniendo ya nada que perder, se precipitarían con suma facilidad sobre bienes ajenos. En los últimos cien años el Estado ha estado más de una vez en bancarrota: el Antiguo Régimen lo ha estado; la C o n ­ vención lo ha estado. En los últimos cincuenta años el g o ­ bierno de Francia ha sido cambiado en m anera radical siete veces, y ha sido rem odelado un buen núm ero de ocasiones. En ese mismo espacio de tiem po los franceses han tenido 2 5 años de guerra terrible y dos invasiones casi com pletas de su territorio. Resulta penoso recordar estos hechos, pero la p ru ­ dencia exige que no se los olvide. Es el nuestro un siglo de transición, un siglo que, forzosam ente, p or su posición, p or su naturaleza, está llamado a experim entar grandes sacudi­ das; en un siglo com o éste, ¿será quizá de sabios p oner en manos del gobierno, sea cuales fueren su form a y su actual representante, la entera fortuna de tan alto núm ero de h o m ­ bres? N o puedo creerlo, y es m enester que se me pruebe que ello es necesario para que dé mi aquiescencia. Por otro lado, lo que hay que tem er no es sólo que el gobierno se adueñe del capital prestado por los pobres: tam ­ bién que el propio prestamista, m erced a su im prudencia, ponga a su acreedor en la imposibilidad de reem bolsar y lo constriña a ir a la bancarrota. ¿Cuál es el objetivo de las cajas de ahorro? El perm itir que el pobre acumule poco a poco durante los años de p ro s­ peridad de los capitales, de lo que podrá servirse en los tiem ­ pos de miseria. Pertenece, pues, a la esencia de las cajas de ahorro que el reembolso sea siempre exigible, y en pequeñas sumas, vale decir, en metálico.

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En un m om ento de crisis nacional, en una fase revolucio­ naria, cuando tem ores reales o imaginarios acerca de la sol­ vencia del T esoro Público se adueñasen repentinam ente del espíritu del pueblo, sería pues posible que en pocos días el Estado se viese en la obligación de pagar en metálico nume­ rosos centenares de millones de francos. Sin poder en cam ­ bio llevarlo a cabo. A hora bien, ¿quién osaría calcular el efecto que produciría en el conjunto de las clases indigentes de un gran reino com o Francia el anuncio de acontecim iento semejante? C on el loable propósito de disipar los tem ores infunda­ dos suscitados por la última ley sobre las cajas de ahorro en el espíritu de las clases obreras de París, Charles Dupin ha intentado últim am ente establecer que en Francia los depósi­ tos en las cajas de ahorro no podrán sobrepasar ciertos lími­ tes fijos, que ha cifrado en un m áxim o de unos 2 5 0 millones, suma ya considerable, pero a la que sin duda el Estado p o­ dría hacer frente. A fin de prevenir el argum ento que no puede dejar de deducirse del ejemplo de Inglaterra, y más aún del de E sco­ cia, donde sobre una población de poco más de 2 millones de habitantes las cajas de ah orro, fundadas hace solamente 3 6 [s/c] años, han recibido ya depósitos p or un valor de 4 0 0 millones de francos, Dupin hace observar que en Inglaterra las clases inferiores, al serles imposible la posesión de la tie­ rra, únicam ente pueden em plear sus ahorros depositándolos en las cajas. El hecho es cierto, pero la consecuencia que se extrae es exagerada en exceso. Que el ahorro se haga con el propósito de adquirir tierras o rentas im porta poco. El hecho genera­ dor es el ah o rro , y no el objetivo final del ahorro. Aún voy más lejos, y digo que si en Francia la confianza real y absoluta en la solvencia de las cajas de ahorro llegase a arraigar en las clases agrícolas se vería, manteniendo las proporcion es, afluir a tales cajas infinitamente más dinero del que se vierte en Inglaterra. Por una simple razón: el cam pesino francés es ecónom o, pero econom iza con un solo

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fin: la com pra de tierra. Su dinero, por tan to, no tiene más que un uso, o no se usa. Existen, pues, en Fran cia, m ucho más que en otras partes, pequeños capitales disponibles para las cajas de ahorro, y cuyo cam ino tom arían si un tem or instintivo, que la experiencia acabará debilitando, no les re ­ tuviese todavía en manos de quienes los poseen. Es evidente que conform e los con ocim ien tos aum enten, y se expanda el hábito de b uscar un uso a sus ah o rro s c o ti­ dianos entre las clases pobres de Fran cia, incluso el p eque­ ño propietario de bienes inm uebles, en lugar de am asar m oneda a moneda en algún rin cón de su h ogar la sum a que debe permitirle aum entar su tierra, m anteniendo así d u ran ­ te un buen número de años un pequeño capital im p rod u c­ tivo y expuesto a mil accidentes, es evidente, digo, que este pequeño agricultor llevará sus ah orros a la caja de ah o rro más próxim a, con la idea de sacarlos un día para llevar a cabo la deseada adquisición de tierra. Las cajas de ah o rro constituyen precisam ente el único em plazam iento co n v e­ niente para esa suerte de personas que desean co m p rar la tierra tan sólo en las inm ediatas proxim idades y en peque­ ños lotes, y que necesitan p ara ello ten er siem pre su cap i­ tal disponible al objeto de hallarse siem pre en estado de aprovechar al instante la ocasión las raras veces que ésta se presenta. El gusto por la tierra que posee el cam pesino francés en absoluto impide, o muy p oco, el aum ento de los depósitos hechos en la caja de ahorro. En realidad, tales depósitos tienen com o sólo límite la capacidad que tenga el pobre de ahorrar, y el mayor o m enor conocim iento que le haga ver con m ayor o menor claridad que su interés consiste en no dejar improductivos ni expuestos sus ahorros. H e ahí lo que es preciso ver con claridad, pues los pue­ blos, com o los individuos, nada ganan ocultándose la ver­ dad. Los unos y los otros, p or el con trario, deben m irarla fijamente a fin de com probar si junto al mal no se percibe, por azar, algún remedio.

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¿Qué cabe deducir de cuanto precede? P ara resum ir, lejos estoy de decir que las cajas de ah o ­ rro , con la co n stitu ció n que Ies hem os dado, supongan al­ gún peligro actual', n o co m p ortan ninguno. Incluso creo que, aun cuando no se pudiese en con trar ningún m edio de hacer d esap arecer la eventualidad [de] ese peligro futuro, seguiría siendo necesario crear cajas de ah o rro. Los males físicos y m orales causados por la falta de previsión y p or el pauperism o son actuales e inm ensos, los males que p ro d u ­ ciría a la larga el rem edio están lejanos y quizá no lleguen jamás. E sta con sid eración basta para hacerm e actuar con determ in ación . T o d o lo que quiero decir es que sería imprudente creer haber hallado en las cajas de ah o rro , tal y com o las vemos hoy día, un rem edio seguro para los males futuros, y que es m enester guardarse de ver su institución com o una suerte de panacea universal. En lugar de echarse a dorm ir sobre esa falsa seguridad, los econom istas y los hombres de Estado actuales deberían ten d er, de una p arte, a m ejorar la constitu­ ción de las cajas de ah o rro , y de o tra a crear otros recursos para los ah orros de los pobres. Las cajas de ah orro constituyen un medio excelente para hacer n acer en el pobre la idea de conseguir ahorrar y de que sus ah orros le reporten intereses. Pero tales cajas no podrían llegar a ser con seguridad, y para siempre, el único lugar de depósito para los ah orros del pobre. E xam in em os de m anera sucinta ambas cuestiones. N o pretendo investigar ni, sobre todo, indicar la totali­ dad de las m ejoras en grado de introducirse en el sistema de las cajas de ah orro. Ello equivaldría a sobrepasar los límites de este artículo. Deseo tan sólo indicar el principio general que, en mi opinión, debería adoptarse, así com o una de las más sencillas aplicaciones de dicho principio. El gobierno, en lugar de esforzarse por atraer lo m áxim o posible el p rod u cto de las cajas de ahorro al Tesoro y a los fondos públicos, debería tender con todo su poder a dar, bajo su garantía, a estos pequeños capitales un empleo local

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y que exponga lo menos posible al Estado a un recurso uni­ versal y repentino. H e ahí el principio. En cuanto a la aplicación, he aquí lo que tengo que decir: Actualm ente hay en todas las ciudades de Fran cia bancos de préstam o bajo empeño a los que se denom ina «m ontes de piedad». Tales m ontes de piedad son instituciones fu erte­ mente usureras, puesto que prestan, por lo general sin co rre r riesgo alguno, al 1 2 % . Es verdad que el dinero acum ulado de esta m anera sirve para financiar los hospicios, de suerte que estos m ontes de piedad pueden ser considerados com o instituciones con cuya ayuda se arruina al pobre a fin de prepararle un asilo en su miseria. Esta simple exposición habla por sí misma. Es evidente que, en interés de las clases indigentes tanto com o en el del orden y la m oral pública, resulta necesario apresurarse en proporcionar a las rentas de los hospitales otras fuentes. En el m om ento en que se rom piera el vínculo que une los m ontes de piedad y los hospitales, nada más natural que unir los m ontes de piedad con las cajas de ah orro, y h acer de ambos entes una sola y misma empresa. En este sistema la administración recibiría con una m ano los ahorros de los unos, y con la otra los devolvería. Los pobres que tienen dinero que prestar lo depositarían en las manos de una administración que, empeño m ediante, lo d e­ volvería a los pobres necesitados de préstam os. La adm inis­ tración sería sólo un interm ediario entre estas dos clases. En realidad, sería el pobre ecónom o, o m om entáneam ente favo­ recido por la fortuna, quien prestaría con interés su ah orro al pobre pródigo o desafortunado. Qué de más sencillo, de más practicable y de más m oral a un tiempo que un tal sistema: los ahorros de los pobres, invertidos de esta m anera, no harían correr ningún riesgo ni al Estado ni a los pobres mismos, pues nada hay de más seguro en el mundo que una inversión bajo empeño. Así, el interés del dinero tom ado en préstam o, al no ser empleado sino en producir un interés a los ahorros deposita­ dos p or el pobre, perm itiría obtener sim ultáneam ente dos

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resultados de gran utilidad: desaparecería la necesidad de pedir al pobre que tom a en préstam o bajo empeño un inte­ rés usurero y podría darse un interés más elevado al pobre que deposita su ahorro. Aquél podría reducirse fácilmente al 7 % y éste elevarse al 5% , lo cual supondría una doble ventaja. Es verdad que podrían darse m om entos de miseria públi­ ca en los que los depositadores en las cajas de ahorro pedi­ rían que se les reem bolsara su dinero, a la par que el núm ero de los que piden préstam os al m onte de piedad aum entaría desmedidamente. En tal caso, la administración recibiría m e­ nos de aquéllos, y estaría obligada a dar más a éstos. Resulta fácil ver que el peligro aquí señalado es sólo aparente, no real. N o hay instituciones que gocen de más crédito que una casa de em peño. Los que le prestan el dinero no corren ningún riesgo, pues com o garantía de su crédito tienen la propia cosa empeñada. A ello se debe que los montes de piedad siempre hayan podido recibir préstamos a un precio bajo, incluso cuando el Estado o los particulares no dispusie­ ran de crédito. Por tanto, si la adm inistración de la que ha­ blo se encontrase m om entáneam ente privada de los ahorros de algunos pobres, tom aría en préstam o para hacer frente ella misma a los préstamos bajo empeño que otros pobres fueran a hacerle, y hasta obtendría su beneficio, dado que prestaría al 7 % lo obtenido al 5% . Por lo demás, no pretendo en absoluto ser el inventor del sistema que estoy exponiendo aquí. La unión del monte de piedad y de la caja de ahorro tuvo lugar hace [ ] años en una de nuestras ciudades más im portantes y más avanzadas en lo concerniente a las instituciones filantrópicas y popula­ res, la ciudad de M etz. Gracias a dicha unión, los adminis­ tradores de la caja de ahorro han llegado a pagar el 5 % en lugar del 4 % a los depositadores con menos de [ ] francos, y los adm inistradores del monte de piedad, que son las mismas personas, han estado en grado de rebajar el interés del prés­ tam o bajo em peño al 7% , mientras que en París aún sigue tratándose al 1 2 % . Más aún, los gastos de administración de

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ambos entes han disminuido hasta la mitad después de que ios dos se unieran en uno solo. En fin, y para com pletar el cuadro, es menester añadir que la caja de ahorro de M etz, al igual que el monte de piedad, han atravesado la R evolución de 1 8 3 0 y la crisis financiera subsiguieiitc ^'asar por gran­ des dificultades. Las ideas que expongo, por taiit^, ti^iicn a su favor sólo el razonamiento, sino la experiencia. ¿Por qué el go­ bierno, que en los últimos tiempos ha m ostrado tanta solici­ tud por los intereses m ateriales de las clases indigentes, no intenta sacar partido a tan útil experiencia? ¿A qué se debe el que, lejos de provocar la unión de las cajas de ah orro y los montes de piedad, se resista diariamente a las peticiones que se le hacen en tal sentido? M e resulta m uy difícil en ten d er­ lo. Si alguna vez se consiguiera atraer realm ente a las manos del Estado la totalidad de los ahorros de los pobres, la ruina de los pobres, y la del propio Estado, no dejarían de llegar. ¿Llegaría a creer el gobierno que interesa a su seguridad vincular la existencia de las clases obreras a la suya de tal suerte que no se le pueda destruir sin arruinarlas? N o puedo creer, pues, en una empresa tan peligrosa. En cuanto a mí, confieso que veo, en la com binación que indico, el más p o ­ deroso medio que pueda usarse para sacar de las cajas de ahorro sus ventajas evitando una parte de sus peligros. Digo una parte porque es evidente que el rem edio propuesto pue­ de, en un periodo dado, resultar insuficiente. ■ Si los adm inistradores de la caja de a h o rro no pud ie­ sen emplear los ahorros del pobre más que en prestar bajo empeño, siendo dicha inversión limitada y no siéndolo el ahorro, llegaría sin duda el día en que se estaría obligado a rechazar a parte de los nuevos depositadores, lo cual consti­ tuiría un gran mal, puesto que en el espíritu del pobre ger­ minaría una continua duda acerca de la inversión de sus ahorros, y por ende una gran tentación a no ahorrar. Así, pues, no quisiera que el Estado cerrase de una m ane­ ra definitiva sus cajas a los ahorros del pobre. D ejaría subsis­ tir la legislación tal y com o existe en la actualidad; tan sólo

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autorizaría a las cajas de ahorro a que ingresaran sus fondos en el T esoro cuando los montes de piedad ya no les dieran utilidad. De este m odo se tendrían todas las ventajas de la institución y se evitarían la m ayor parte de sus peligros. M as eso aún no es bastante. En tanto el pobre sólo quie­ ra invertir su dinero a condición de poder retirarlo a volun­ tad, y en tanto no se le ofrezcan m edios fáciles y seguros de invertirlo de otra m anera, no se obtendrán en absoluto re­ sultados grandes y seguros a la vez.

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C A R T A S O B R E E L PA U P E R IS M O E N N O R M A N D ÍA ’^

* Con la presente carta se completan las dos precedentes M emorias. El comienzo de la misma no se ha encontrado. Ni la fecha ni el destinatario nos son conocidos (N. del T.).

[Es m enester evitar] estimular la falta de previsión y los vi­ cios p or querer satisfacer las necesidades. En los casos, por suerte raros entre nosotros, en que una miseria inevitable caiga sobre el hom bre válido, es preciso al m enos que el auxilio sea siempre el precio de un trabajo. Una vez admitidos tales principios generales, las conse­ cuencias que derivan de ellos no son difíciles de hallar. Pienso que en los municipios se habrían de form ar aso­ ciaciones libres a las que pudiera darse el nom bre de asocia­

ción municipal para la extinción del vagabundeo y la mendi­ cidad. Esas asociaciones no tendrían carácter político; su objetivo sería extirpar un mal que se abate p or igual contra todos los partidos, por lo cual los hombres de todos los partidos serían invitados por igual. N o harían gala de hosti­ lidad alguna contra el gobierno, pero su existencia sería aje­ na a él. N o sería necesario reunir para cada asociación más de dos o tres municipios, al objeto de que el radio de acción no fuera demasiado extenso. Incluso sería deseable que hubiese de actu ar sólo sobre uno. La asociación estaría com puesta p or todos aquellos que quisieran consagrar cada año una suma cualquiera para ali­ viar a los pobres del municipio.

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Todos los suscriptores se reunirían una vez al año, y nombrarían en su seno una comisión de tres, cinco o siete miembros (según la extensión de los municipios) a fin de distribuir las ayudas en el modo indicado anteriormente. Todos los suscriptores, sea cual fuere su contribución, ten­ drían derecho a ser elegidos miembros de la comisión admi­ nistrativa. Cada año, antes de cesar en sus funciones, los miembros dé la comisión rendirían cuentas a los suscriptores del empleo de los fondos; sus operaciones serían controladas por sus sucesores. Si los miembros de la asociación cayesen en la necesidad durante el curso del año, tendrían derecho a la ayuda con prioridad sobre los demás. Todos los años, en un periodo establecido, uno de los miembros de cada comisión iría a Cherburgo. Allí, unos y otros se comunicarían entre sí lo que se ha llevado a efecto durante el año, y con el conjunto de documentos se elabora­ ría un informe general que sería publicado, al igual que el nombre de los suscriptores. Es fácil indicar en pocas palabras cuáles serían las venta­ jas de un tal sistema. En primer lugar, no habría que temer que semejantes asociaciones aumentasen el número de pobres, puesto que nadie podría contar por adelantado con el auxilio de los asociados, y estos últimos serían siempre libres de acordar­ lo o refutarlo según su voluntad. Tampoco habría riesgo de convertir la beneficencia en un fardo insoportable, dado que no se obÜgaría a nadie a permanecer en la asociación. Por otro lado, los asociados y los municipios obtendrían un claro beneficio con dicho sistema. Ese que hoy nada da porque la débil oferta que su fortu­ na le permite hacer no es de ninguna utilidad permanecien­ do aislada, de buen grado la entregaría a la asociación, pues su dinero, confundiéndose con el fondo social, contribuiría entonces eficazmente a aliviar las miserias de sus vecinos. Otro tanto puede decirse de los propios pobres, los cuales,

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una vez bien entendida la asociación, pondrían en sus ma­ nos el producto de sus ahorros estivos al objeto de tener un derecho a su beneficencia invernal. El pobre haría en los campos lo que el obrero hace en las ciudades cuando invier­ te sus pocos ahorros en una caja de ahorro. De-su parte, el rico cultivador tendría menos que dar, puesto que la caridad hecha por la asociación sería más poderosa y más productiva que la caridad individual. Habría al mismo tiempo menos limosnas y menos pobres. El fondo social se emplearía de una manera sistemática y siguiendo un plan preordenado, por lo que una suma de poca consideración sería suficiente para aliviar una multitud de miserias. Ocurriría con la asistencia lo que todos los días ocurre con la industria, en la que un alto número de particu­ lares poco ricos, asociándose y poniendo cada uno una pe­ queña cantidad, logran montar grandes empresas. Así, pues, en los municipios en los que hubiese una aso­ ciación se vería en primer lugar desaparecer esas profundas miserias que amenazan la propiedad del hombre acomodado más aún que la existencia del indigente. Pues es menester que los ricos sepan comprender que la Providencia les ha hecho solidarios de los pobres, y que no hay desgracias ente­ ramente aisladas en este mundo. Habría, por tanto, menos robos, atropellos y desórdenes de todas clases en el munici­ pio, ya que habría menos necesidades acuciantes por sa­ tisfacer. Habida cuenta de que la asociación podría seguir un ca­ mino fijo, y sería dueña de rechazar donaciones, no permiti­ ría derrochar su beneficencia, como la caridad individual. Y si hiciese trabajar, redundaría siempre en provecho del mu­ nicipio. Los municipios obtendrían una ulterior ventaja del siste­ ma de asociación que propongo: puesto que estaría regla­ mentado que la asociación no acordara su asistencia más que a condición de que no se mendigara, se verían desaparecer esos hábitos degradantes que privan a la pobreza de una parte de su aspecto respetable, que depravan la infancia y

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POBREZA

con frecuencia llevan a que una generación de ladrones suce­ da a una de indigentes. Si el pobre desdeñara la beneficencia de la asociación para fiarse a los recursos precarios y vergon­ zosos de la m endicidad, nadie estaría obligado en conciencia a proveer a sus necesidades; y si se obstinase en proseguir con sus viciosos hábitos, las leyes severas dirigidas contra los mendigos deberían aplicársele sin piedad. M as no es eso tod o. En cuanto una asociación se estable­ ciese en un municipio, el A yuntam iento podría rechazar de su territorio a todos los indigentes extranjeros. Pues, por hacerse cargo de los pobres, debe exigir que los demás hagan lo mismo. Los habitantes de uñ municipio en el que existiera una asociación semejante estarían, pues, fundados en dere­ cho com o en razón a rehusar tod a asistencia a los mendigos extranjeros, y el alcalde, usando rigurosam ente el poder que le otorga la ley, podría con tod a justicia obligarles a dejar el territorio. Si el sistema del que hablo llegase a generahzarse en el distrito, la autoridad superior podría a su vez tom ar la mis­ ma m edida, y los tribunales no vacilarían en condenar a los vagabundos que, desafiando la razón y la ley, quisiesen co n ­ tinuar buscando fortuna entre nosotros. Pero a los vagabun­ dos ni siquiera se les pasaría p or la cabeza la idea de venir. En un municipio de los alrededores de París (M areuil), un cierto núm ero de propietarios se asoció (si bien sobre bases menos generales). N o sólo destruyeron la m endicidad en el municipio, sino que desde entonces no se ha vuelto a oír hablar de mendigos extranjeros. Estos saben que no han de esperar ninguna Hmosna, y no vienen. En ese m unicipio en concreto se acabaron desde entonces las tropelías. El señor de W indé ha escrito cosas buenas sobre la m en­ dicidad. Es m enester leerlas. Edouard ha debido enviártelas.

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Alexis de Tocqueville Nació en París en 1 8 0 5 , en el seno de una familia aris­ tocrática fuertemente vinculada al Anden Régime que le inculcó una marcada orientación hacia la cosa pú­ blica, a la que dedicaría su vida de pensador y hombre político. Difícil de clasificar en los moldes disciplinares ac­ tuales, Tocqueville fue politòlogo, sociólogo, historia­ dor, filósofo político, pero también hombre de acción. Testigo de la Revolución de 1 8 3 0 y diputado bajo la Monarquía de Orleans, renovó su acta tras la Revolu­ ción de 1 8 4 8 , formando parte del reducido comité re­ dactor de la nueva Constitución. Ocupó el puesto de ministro de Asuntos Exteriores en el segundo gabinete Barrot (1 8 4 9 ) bajo la presidencia de Luis Bonaparte, cuyo golpe de Estado lo apartaría de la actividad po­ lítica. Se mantuvo desde entonces a una prudente dis­ tancia del nuevo autócrata, dedicando su tiempo a la actividad intelectual. Enfermo y amargado por la evo­ lución de los acontecimientos y sin lograr finalizar sus investigaciones todavía en curso sobre la Revolución de 1 7 8 9 , se retiró a Cannes, donde murió en 1859. Crucial en el desarrollo de la ciencia social y reco­ nocido como uno de los grandes pensadores del X IX , entre sus obras más conocidas figuran La democracia en América (1 8 3 5 y 1 8 4 0 ) y El Antiguo Régimen y la Revolución (1 8 5 6 ).

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