Thomas Merton. El Verdadero Viaje - Fernando Beltrán Llavador

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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FERNANDO BELTRÁN LLAVADOR

Thomas Merton El verdadero viaje

SAL T2ERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

© Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández, OSA Administrador diocesano de Santander 10-04-2015 Diseño de cubierta: Magui Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2473-0

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«Merton nos lleva a un viaje a Dios en el que el yo que emprende la andadura no es el yo que llega. El yo que inicia el viaje es alguien que creíamos ser. Es el yo que va muriendo en el camino hasta que al final no queda “nadie”. Ese “no yo” que queda es nuestro verdadero yo. Es el yo previo a esto o aquello. Es el yo en Dios, el yo más grande que la muerte y que, con todo, nace del morir. Es el yo que el Padre ama sin fin». – JAMES FINLEY, El Palacio del Vacío de Thomas Merton. Encontrar a Dios: despertar al verdadero yo Sal Terrae, Santander 2014, 51-52.

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Nota preliminar del autor Thomas Merton, cisterciense de proyección universal, nació hace 100 años en Europa, vivió como monje en los Estados Unidos y murió en 1968 en Asia. Ese itinerario vital ya es reflejo de la ancha geografía de su alma, la de alguien, por lo demás, muy familiarizado con santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz. Con el paso del tiempo, está obteniendo cada vez mayor reconocimiento, debido a su visión profética y al valor de su legado contemplativo. Su correspondencia con el papa Juan XXIII, su encuentro con el Dalai Lama, sus escritos monásticos, su denuncia de la guerra, su compasión desde la soledad para con la familia humana, su sensibilidad ecológica y el lenguaje moderno con el que supo acercar la sabiduría de tradiciones contemplativas milenarias a la comprensión del siglo XX son fuente de inspiración y luz en momentos de cambios sin precedentes. Esta aproximación al itinerario de Merton –una sucinta síntesis de su vida y de su obra y una selección de algunos de sus textos más representativos– revisa y actualiza cuatro fuentes principales de autoría propia, además de otro conjunto de pequeñas contribuciones en diversos foros a lo largo de más de dos décadas. De entre las primeras, tres son variaciones de la tesis doctoral (Soledad y sociedad en Thomas Merton: El Nuevo Adán y la identidad americana, Universitat de València, Servei de Publicacions 1993), a saber,La contemplación en la acción, Madrid, San Pablo 1996; La encendida memoria: Aproximación a Thomas Merton, Universitat de València, Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans 2005; y «Thomas Merton: Soledad contemplativa y compromiso solidario»: Nova et Vetera: Temas de vida cristiana 67: 1 (2009), 103-160. Mi sincera gratitud, que sigue viva, a quienes entonces hicieron posible que todas ellas vieran la luz, se extiende ahora, de una manera especial, a los actuales responsables de esta cuidada edición y a quienes la han alentado y han colaborado en la misma con un apoyo tan cálido como efectivo. Sin menoscabo del reconocimiento que merecen los numerosos estudios que han enriquecido estas páginas, en este libro he prescindido deliberadamente de todo aparato crítico y de la incorporación del dato preciso de procedencia de cada cita, así como de cuadros cronológicos y bibliográficos. He tratado de ofrecer un acercamiento general que, sin perder rigor pero optando por un tratamiento divulgativo, a la vez quiere ser una invitación a la lectura de otras obras del propio Merton y sobre Merton que, en las ediciones de este mismo sello editorial, ya incluyen esa información de manera exhaustiva. La sensibilidad lectora reclama cada vez más el uso de un lenguaje no discriminatorio con el género femenino. Merton, como era costumbre, utilizaba de forma frecuente el término «hombre» para referirse a varones y mujeres por igual. No siempre ha sido posible, y a veces resulta incluso forzado e incorrecto, traducir esa

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palabra por otras de sentido muy próximo, como «persona» o «ser humano», por ser utilizadas por el propio Merton con sentido diverso en contextos específicos. En España se ofrece noticia puntual de los eventos en torno a Merton en http://cistercium.es/; y en los Estados Unidos, tanto la Sociedad Internacional como el Centro Thomas Merton, con sede en Bellarmine University (Kentucky), difunden sus iniciativas a través del sitio http://www.merton.org/

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Prólogo desde un pasado incierto hacia cualquier futuro Cuando se me pidió un prólogo para este libro, estaba viajando, recorriendo un itinerario de versos queridos y entrañables para mí. T. S. Eliot me guiaba por sendas misteriosas y evocadoras a la vez: «Fare forward, travellers! not escaping from the past Into different lives, or into any future; You are not the same people who left the station Or who will arrive at any terminus» (Four Quartets, III: 137-140). La traducción de estos versos, debida a Jesús Placencia, me condiciona a la hora de comenzar estas pocas líneas y plasmar unas ideas con las que cumplir un deber de amistad: «¡Adelante, viajeros! Sin escapar del pasado Hacia vidas diferentes, o hacia cualquier futuro; No sois las mismas personas que abandonaron la estación O que llegarán a cualquier destino» (Cuatro cuartetos, III: 137-140). Efectivamente, hace muchos años prologué un libro similar a este, un libro que proviene del pasado y camina hacia el futuro. No somos ya los mismos viajeros que partimos de aquella estación y, seguramente, nuestras vidas son ahora diferentes, me dice mi compañero de viaje: «No sois aquellos que vieron el puerto Perderse, o aquellos que desembarcará́ n. Aquí entre esta y aquella orilla Mientras el tiempo se ha retirado, considerad el futuro Y el pasado con igual opinió́ n. En el momento que no es de acció́ n o inacció́ n Podéis recibir esto: “En cualquier esfera del ser La mente de un hombre debe estar atenta

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A la hora de la muerte – esa es la ú́ nica acción (Y la hora de la muerte es cualquier momento) Que fructificará en las vidas de otros: Y no penséis en el fruto de la acció́ n. Adelante. Oh viajeros, Oh marineros, Vosotros que llegáis a puerto, y vosotros cuyos cuerpos Sufrirá́ n la prueba y el juicio del mar, O cualquier suceso, este es vuestro destino real”. Como Krishna, cuando reprendió a Arjuna En el campo de batalla. No adiós, Sino adelante, viajeros» (III, 151-170). Quizá no debería decir nada más; pero acogiéndome a la indulgencia del lector le recodaré que seguramente también Thomas Merton leyó estos versos de T. S. Eliot, autor bien conocido por él y algunas de cuyas ideas manejó y transformó (Incursiones en lo Indecible, de Merton, por ejemplo, es una variación de «A raid on the inarticulate», de East Coker, V, 8, de Eliot). Merton, por otra parte, considera la contemplación como un viaje, como el retorno a un punto de partida (que siempre ha estado ahí) y que cada vez aparece nuevo. Eliot dice algo parecido sobre la poesía. Y, en realidad, así es nuestra vida: continuas llegadas a un punto de partida que siempre es nuevo. Un punto en el que nunca hay un adiós definitivo, sino un adelante incierto. Me atrevería a decir qué es lo que el lector encontrará en este libro. Mi experiencia como lector de Merton y, posteriormente, como estudioso y divulgador de la obra de mi hermano de Orden –por obra y gracia de múltiples «viajes», generalmente sin planificar– me ha llevado a considerar a Merton no como un autor preocupado por lo que sus lectores dirían de sus libros u obsesionado por lo que un monje debe hacer o decir desde teorías establecidas de antemano; su único propósito, creo yo, fue una constante atención a las señales que Dios ponía en su itinerario vital. No intentó ser modelo de nada ni para nadie. Su vida monástica –equipaje que nunca abandonó– es una danza en la que, tras las rigideces del aprendizaje, llegó a la libertad de movimientos que armonizan los desplazamientos del cuerpo según los compases y mandatos de la música, una música que no es oída en absoluto, porque mientras la música dura, solo hay pistas y suposiciones... pistas seguidas de suposiciones. Y el resto es intuición y acatamiento, disciplina, pensamiento y acción. Este libro nos lleva a pistas medio adivinadas, a dones medio comprendidos; porque la imposible unión de esferas de existencia es real. Yo diría que en este libro 8

sobre Thomas Merton hay un pasado y un futuro que son reconciliados y reconquistados. En su lectura podremos encontrar un modo de moverse que no tiene en sí fuente de movimiento, sino que es solo movido. Este libro está hecho de sugerencias, más que de aseveraciones graves y científicamente comprobadas. Pienso que el autor se ha introducido en el pensamiento y la obra de Merton no como el que desea demostrar lo que sabe, sino como quien desea encontrar lo que desconoce y hacer participar al lector de su propia búsqueda. De este modo, tampoco el lector se va a sentir «guiado»; posiblemente se verá «comprometido» entre la nostalgia de lo que abandona y la incertidumbre de lo que le espera. Y, en este sentido, el autor de estas páginas sí recoge, como Eliseo de Elías, la mitad de su manto, la mitad de su espíritu –de Merton–; pero también nosotros nos quedaremos absortos e inquietos ante quien asciende en un carro de fuego. Thomas Merton tuvo una vida que, según algunos, fueron varias vidas entremezcladas y pugnando siempre por la unidad armónica, a fin de conseguir los pasos perfectos sin perder el equilibrio entre diferentes movimientos. Un viaje lineal en el que el principio abraza al fin, en el que cada etapa es nueva pero repite la misma búsqueda, en la que el yo se expande y corre por un escenario al son de la música no creada por el intérprete... Hasta que la música cesa y el último movimiento coincide con la quietud y la paz. FRANCISCO RAFAEL DE P ASCUAL, OCSO Abadía de Viaceli Pascua de 2015

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Introducción Thomas Merton (Francia 1915 – Bangkok 1968), después Father Louis, pero también Tom, Uncle O’remus, Ottaviani, Wang, Llewellyn, Happy, de acuerdo al destinatario o la ocasión, alcanzó su popularidad con La montaña de los siete círculos, que inesperadamente se convirtió en un éxito de ventas sin precedentes; su joven autor relataba allí su camino de conversión al catolicismo. También en lengua española llegó enseguida ese testimonio singular, comparado al de las Confesiones de san Agustín, y a él le siguieron algunos ensayos en torno a la contemplación, así como una selección de sus diarios monásticos. De su último periodo, sin duda alguna el más universal y el de mayor madurez, contamos en nuestro idioma con las traducciones de su adaptación personal de los poemas de Chuang-Tzu y un interesante diálogo con el estudioso del zen Daisetz Teitaro Suzuki, así como con la publicación de su obra póstuma, el Diario de Asia de Thomas Merton, las notas que tomó cuando participó en su viaje a Asia. En Sudamérica muchos de sus ensayos y poemas se encuentran traducidos en revistas literarias o recogidos en libros de naturaleza miscelánea. En España se ha realizado un encomiable esfuerzo en el ámbito de la edición que ha permitido que vean la luz, entre otros, una significativa selección epistolar y, en este mismo grupo editorial, una compilación de sus Escritos esenciales, un extracto de sus Diarios (1939-1968), la revisión de algunas de sus obras más destacadas, una recopilación de los prefacios de sus obras en Oriente y Occidente, y un Diccionario de Thomas Merton, una obra magna donde se ofrecen explicaciones de aquellos conceptos nucleares que perfilan, con trazo claro y ricos matices, el mapa de su vida y su mensaje contemplativos. Desde su atalaya en la Abadía Cisterciense de Getsemaní, en Kentucky, que Merton llegó a considerar el centro de América, esta figura excepcional del siglo XX lanzó un mensaje muy claro a sus coetáneos, que poco a poco iría refinando y transformando en una crítica frecuentemente implacable, pero siempre compasiva, dirigida a sacudir nuestra autocomplacencia y las capas de falsedad que ocultan nuestra verdadera naturaleza, el ser que estamos llamados a ser de verdad. Aunque no era nuevo, ese mensaje reclamaba una nueva voz, y su contenido fue de tal nitidez que hoy, cuando se cumplen 100 años desde su nacimiento, mantiene vigencia plena. Este viene a decir que cualquier cambio radical en el ámbito social, cultural, político y humano que aspire a ser auténticamente significativo a la larga debe tener raigambre espiritual. Pues, en efecto, para Merton la presencia de Dios tiene el poder de transformar a un grupo de individuos o a un conjunto de estructuras sociales, e incluso a un país entero y a toda la humanidad, en una comunidad fraterna, unida en una alianza que, lejos de oprimir, es liberadora y tiene como horizonte nuestra plenitud. Para él, como cristiano, «Dios es infinita soledad (una naturaleza) y sociedad perfecta (tres personas)». Es, por tanto, alfa y omega, fin y medio, premisa y promesa, origen y destino, fuente de gracia y fuerza que anima nuestra entrega. En suma, la medida de nuestra humanidad depende del uso que hagamos de nuestra libertad para ir 10

conformándonos a imagen y semejanza suya, a través de nuestra incorporación, si así lo escogemos, al «baile» trinitario o, en la sugerente imagen de Merton, a la «danza general»: «Pues el mundo y el tiempo son la danza del Señor en el vacío [...]. En realidad, estamos en el centro de ella, y la danza está en medio de nosotros [...]. Estamos invitados a olvidarnos [...] de nosotros mismos, a arrojar a los vientos nuestra horrible solemnidad y a unirnos a la danza general». Merton heredó una fina sensibilidad para la contemplación de la naturaleza y el mundo de la creación de sus padres, ambos artistas. En sus diarios prolongó la disciplina del autoescrutinio incesante que antes hubiera iniciado su propia madre al tomar notas del progreso del pequeño Tom desde su nacimiento. Apenas contaba con seis años cuando su madre murió, e inició con su padre una itinerancia que le hizo conocer en muy poco tiempo experiencias educativas diferentes en Francia e Inglaterra, y familiarizarse por igual con los idiomas de ambos países. A los dieciséis años quedó huérfano al fallecer su padre, víctima de un tumor cerebral en Londres. Dos años más tarde, el joven Merton visita Roma y, después de pasar el verano en los Estados Unidos, regresa a Cambridge para estudiar francés e italiano. En 1935 se traslada a los Estados Unidos para residir con sus abuelos maternos y estudiar en la Universidad de Columbia, donde colaboró en diversas publicaciones internas y completó una tesina sobre el arte y la naturaleza en William Blake. En 1938, por propia decisión, y tras un periodo de febril agitación, fue bautizado en la Iglesia católica y comenzó sus estudios de doctorado, interesándose por la obra del poeta Gerard Manley Hopkins. Ese mismo año viaja a Cuba, donde una profunda experiencia religiosa, que relata en su precoz autobiografía, le hace considerar seriamente la opción del monacato; después de conocer la obra social de Catherine de Hueck en Harlem, pasa un tiempo de retiro en la Abadía de Getsemaní siguiendo el consejo de su profesor Daniel Walsh, y finalmente, en diciembre de 1941, es admitido como novicio en esa comunidad trapense, en la que encontrará una auténtica «escuela de caridad». Su periodo monástico comprende diversas etapas netamente diferenciadas: de noviciado (1942-1944), de toma de los primeros votos hasta la ordenación sacerdotal (1944-1949), como maestro de escolásticos primero (1951-1955), después como maestro de novicios (1955-1966) y, finalmente, como ermitaño (1966-1968), en la fase que algunos autores han calificado como de «monasticismo universal» (1968). Diez años después de su ingreso en la abadía, adopta la ciudadanía norteamericana, y a través de sus escritos comienza a manifestarse en torno a la discriminación racial, cuestionando desde su fidelidad al Evangelio la intervención del gigante americano en Vietnam y su uso de la fuerza nuclear. En 1965 obtiene permiso para vivir en una ermita a una milla escasa de la abadía; tres años más tarde, en 1968, se le propone la tarea de buscar nuevas ubicaciones para futuros eremitorios y con tal cometido viaja a Nuevo México, California y Alaska. Ese mismo año emprende otro viaje, que será el último, por distintos puntos de Asia con motivo de un encuentro de monjes benedictinos y cistercienses en Bangkok. Allí muere de forma inesperada, electrocutado por un ventilador. 11

Apenas una década después de su muerte ya se habían publicado más de cuarenta libros suyos en prosa, once libros de poesía, cerca de quinientos artículos y numerosas traducciones del latín, del francés y del español. Sus escritos en prosa, que emergen de un fructífero voto de silencio, comprenden seis categorías: hagiografías, diarios, estudios teológicos, colecciones de ensayos, traducciones de autores clásicos y una novela. Adicionalmente, a comienzos de la década de 1990 se publicaron cinco volúmenes de cartas recogidas temáticamente sobre el monacato y la dirección espiritual, correspondencia con escritores, comentarios epistolares de carácter social y un volumen misceláneo de muy diverso género. Estos epistolarios incluyen su correspondencia con, literalmente, cientos de personas, escritores, políticos, religiosos de diversas confesiones, jóvenes y adultos de Europa, las dos Américas y Asia: corresponsales anónimos o personalidades famosas del mundo de las letras, el arte y el pensamiento como Evelyn Waugh, Nicanor Parra, la activista Dorothy Day, el psicólogo Erich Fromm, el escritor Aldous Huxley, el estudioso del Oriente Marco Pallis, el arabista Louis Massignon, o figuras relevantes del cristianismo como Jean Daniélou o Hans Urs von Balthasar, entre muchas otras. A ellos hay que añadir todavía una compilación de 111 de las llamadas «Cartas de la Guerra Fría» (Cold War Letters) que dirigiera, entre octubre de 1961 y 1962, a amigos, artistas, activistas e intelectuales en torno a su preocupación por las crecientes tensiones y fuerzas destructivas a escala planetaria en un escenario fuertemente polarizado, así como otra selección de la correspondencia de carácter interreligioso que mantuvo con personalidades como Abraham Heschel, Thich Nhat Hanh, Abdul Aziz y Dona Luisa Coomaraswamy (Signs of Peace). Posteriormente, habrían de ver la luz otros libros monográficos de su correspondencia, en cada uno de ellos, con Robert Lax, Rosemary Radford Ruether, Ernesto Cardenal, Victoria Ocampo, Czeslaw Milosz, Jean Leclercq, James Laughlin, Catherine de Hueck, Edward Deming y Faith Andrews, Robert Giroux, y Victor y Carolyn Hammer. El compromiso con su tiempo es patente en sus escritos sobre la amenaza nuclear, la discriminación racial y la alternativa de la no violencia, sobre los indios del continente americano y sobre temas de interés tanto nacional como mundial: los campos de concentración, el existencialismo, la contribución del hemisferio oriental a la cultura universal, el papel de la ciencia y de la tecnología en el mundo contemporáneo o el deterioro medioambiental, que no fueron sino el corolario de todas aquellas exploraciones de temas de carácter estrictamente monástico: meditaciones, lecturas de la Biblia, directrices sobre la vida monástica, la espiritualidad de san Juan de la Cruz y santa Teresa –a quienes dedicó ensayos monográficos–, o la de san Bernardo y Juliana de Norwich, además del estudio de las figuras del escolasticismo, de los padres del desierto, del misticismo sufí, la espiritualidad zen, el budismo tibetano, el taoísmo, etc. Desde el recinto claustral salvó barreras temporales, geográficas y disciplinares, y hoy su reconocimiento procede tanto del ámbito católico, como del de las grandes religiones del mundo al igual que de las esferas del pensamiento secular e intelectual más diverso.

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Siguiendo una suerte de feliz inversión, podemos afirmar que la vida de Merton responde a un arquetipo monástico en el que su inicial soledad, en medio de la sociedad, encontrará correspondencia especular en una sociedad final, en el centro mismo de la soledad. Su itinerario espiritual, a modo de pilgrim’s progress, o andadura de peregrino, se actualizó en una trayectoria que lo llevaría desde Europa hasta América, y desde allí finalmente a Asia. Para Thomas Merton, ese camino es una metánoia, esto es, un camino de transformación, una auténtica conversión de corazón, un viaje desde una identidad falsa, reducida al yo empírico, mera máscara superficial, ilusoria y presa de las obsesiones del momento, cifradas fundamentalmente en las patologías del poder y del tener, hasta un yo auténtico, «más allá de la sombra y del disfraz», a quien el Padre reconoce como «mi Hijo, mi Bienamado». Merton, en suma, nos recuerda, parafraseando a John Donne, que «los hombres no son islas». Su buen amigo, el poeta Robert Lax, decía que una sola estrella no basta para iluminar el cielo por la noche. Son necesarias constelaciones enteras. Si el pecado es, desde esa perspectiva, sinónimo de alienación, aislamiento y autoexilio, la conversión religiosa supone un proceso redentor de reencuentro y de religación: una nueva alianza, relación, communio y vida nueva. La paradoja de Merton, y la del solitario solidario, consiste, pues, en que al retirarse del «mundo» redescubre el corazón del mundo. En ese «castillo interior» o «palacio del vacío», para utilizar la imagen del propio Merton, no hay separación entre uno mismo, los semejantes y Dios. En soledad se encuentra la verdadera sociedad, que así deviene «comunidad» y deja de ser mera «colectividad», entendiendo esta última como un mero agregado de individuos encerrados en sus propias burbujas solipsistas, en prisiones de su propia hechura.

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1 El legado de Merton, cien años después de su nacimiento

«Conocerlo y vivir con él ha sido una de las mayores bendiciones de mi vida. El hecho de que todavía siga hablando tan elocuentemente a mucha gente [...] muestra que realmente había vivido esa clase de soledad de la que escribió, una soledad que le llevó no solo a lo íntimo de su corazón, sino al corazón de cada persona, con la que es uno en Cristo». – (JAMES CONNER, OCSO, «Thomas Merton: un monje compasivo, un hombre paradójico», en Semillas de esperanza: el mensaje contemplativo de Thomas Merton).

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I El 10 de noviembre de 1963, con ocasión de la inauguración de la colección de la Biblioteca de Bellarmine College (en la actualidad Bellarmine University), que acabaría siendo el Centro de Estudios Thomas Merton, el mismo Merton afirmaba que todo cuanto había escrito podía reducirse a una verdad esencial: que Dios llama a los seres humanos a su unión en Cristo, y con el Padre, en la Iglesia, que es su cuerpo místico. Y añadía que no se había limitado a escribir tan solo acerca de la vida contemplativa, porque también otros temas de índole social son completamente sustanciales a la llamada del ser humano a vivir como hija de Dios. El ser humano, concluía, ha de responder a esa llamada para vivir en paz con todos sus hermanos en Cristo. El lector, ante el espejo de esa escritura pródiga en los interrogantes humanos más universales, se pregunta y le pregunta: «¿Quién es, en definitiva, Thomas Merton?». A modo de respuesta, sin embargo, se siente a su vez increpado con urgencia: «¿Quién eres tú?». Esa fue la pregunta que, en efecto, se instalaría en el centro de su búsqueda personal más profunda, la interpelación que sacudió los cimientos de sus señas de identidad psicológicas, intelectuales, morales incluso, pero, sobre todo, existenciales. Esa fue la cuestión con la que Thomas Merton empezó a reconocer su existencia a la luz del Ser, la aseitas con que Étienne Gilson le abriría las puertas de la tradición escolástica. Y no otra fue la indagación que inspiró su viaje «en el vientre de la paradoja» desde un microuniverso monástico con una estructura propia del siglo XIII, en la Norteamérica de la conquista espacial, hasta la universalidad radical y sin fronteras del católico al que reconocieron en Asia como un buda natural, y en el ámbito del islam como un simurgh, ese pájaro de alto vuelo en la mitología persa. Ese fue, en definitiva, el interrogante que Thomas Merton trató de responder con la obra de su vida y con la vida de su obra. La experiencia de una vida inmersa en las aguas de Siloé le mostraría que la conversión es un proceso inagotable que, lejos de conducir a un escenario enajenado de la realidad cotidiana, consiste, ni más ni menos, en «llegar a ser lo que somos» de verdad en medio de la vida diaria. En ese trayecto de «ascenso a la Verdad», Merton llevó a cabo incursiones en lo inefable, acogiendo en su interior todo aquello que en las grandes tradiciones religiosas señalara hacia la cumbre de la contemplación; así, testimoniando la posibilidad de un auténtico diálogo interreligioso monástico, y siguiendo para ello la escuela de la luz o la de la noche, ora el misticismo de Juliana de Norwich ora el de san Juan de la Cruz, ya mediante la riqueza del salmista ya mediante la inmediatez no discursiva del zen, bien con la «embriaguez» sufí bien con la radicalidad del «neti, neti» («no es eso, no es eso») hindú, la ascesis de Merton le condujo a desidentificarse de todo «dictum» social, ético e incluso doctrinal ajeno al «yo verdadero», para poder darse cuenta de esa realidad que, en expresión de Juan de la Cruz, es «noticia oscura, general, amorosa». En cuanto a los rasgos más destacables de sus múltiples «rostros» –el del escritor, el del profeta, amigo, monje o peregrino–, algunos testimonios pueden ayudarnos a 15

comprender las razones para que pueda darse un grado de empatía tal entre un autor «intramuros» y sus lectores «extramuros». Así, James Forest, autor de una biografía de Merton, Vivir con sabiduría, recuerda la tremenda energía que Merton desprendía y la impresión que le produjo la sorprendente explicación que el monje le diera acerca de la celebración eucarística: «Merton inmediatamente comenzó a hablar de la celebración de la misa como si se tratara de una especie de danza donde, de hecho, el tiempo irrumpe en la eternidad y la eternidad irrumpe en el tiempo». En el primer congreso internacional sobre Thomas Merton, Semillas de esperanza: el mensaje contemplativo de Thomas Merton, que tuvo lugar en Ávila en 2006, y en su volumen homónimo, James Forest lo considera un «puente vivo entre los cristianos de Oriente y de Occidente». Por su parte, la hermana Mary Luke Tobin, fundadora del Centro Thomas Merton en Denver, destaca la voz de Merton en la reivindicación de los derechos civiles de los ciudadanos de color: Merton «se había carteado con Martin Luther King, y King tenía previsto viajar hasta la Abadía de Getsemaní». Y añade: «Merton consideraba la contemplación no como un acto abstracto, extramundano, sino como una realidad, como la forma de vivir de las personas: lo real de la realidad». De acuerdo con Dom Flavian Burns, abad de Getsemaní en 1968 y responsable de su viaje a Asia ese mismo año, la conciencia de Dios y la claridad de su propósito en el mundo impregnan la vida y la obra de Merton. Cuando Ernesto Cardenal fundó la comunidad de Solentiname, en Nicaragua, al pedir unas directrices para su establecimiento a Merton, que había sido su maestro de novicios, este le respondió que la primera regla consistiría en que no habría regla alguna. Merton estaba pensando en una comunidad de estructuras tan flexibles que fueran totalmente permeables al soplo del Espíritu. Cardenal observa: «Las últimas palabras de un prólogo que Merton había escrito para un libro mío, Vida en el Amor, constituían también una profecía en la que no reparé hasta después del triunfo de la revolución, cuando alguien me llamó la atención sobre ello. Esas palabras eran que él veía en ese libro “un signo del amanecer de un nuevo día en esos países del futuro. Ellos no solo obtendrán libertad y prosperidad temporales, sino que también aprenderán a cantar himnos a la vida y al amor, proporcionando el goce de las abundantes potencialidades que están aún dormidas en aquel rico suelo volcánico”». Y en la carta que Cardenal escribe a Merton el 13 de noviembre de 1963 reconoce: «Acabo de conocer al Cacique General de los cunas [...]. Casi todo el tiempo estuvo hablando de la paz, de cómo ellos no pelean porque Dios, cuando los creó, les dijo que esta tierra no era para pelear [...]. Y por cierto que le debo a usted el haber comenzado a entender y amar a los indios y, sobre todo, a ver en ellos los valores religiosos y espirituales que antes no veía». La cantante Joan Baez evoca con emoción haber adaptado una melodía para el poema de Thomas Merton en recuerdo de su hermano John Paul, muerto en combate en la Segunda Guerra Mundial.

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Su Santidad el Dalai Lama muestra su estima llamándolo «un geshe», esto es, «un sabio» católico y también «un hombre santo», y explica que considera santa a la persona que lleva a la práctica sinceramente lo que sabe y, a pesar de su conocimiento o de su posición, sigue un modo de vida muy sencillo, es honesta y respeta a otras personas. Para el monje budista Thich Nhat Hanh, exiliado de Vietnam por motivos políticos y candidato a la nominación del Premio Nobel de la Paz, Merton representa el ejemplo vivo de lo que él quiere decir cuando habla de «ser paz». El arzobispo Jean Jadot, presidente del Secretariado Vaticano para los no cristianos en Roma, cifraba en tres las esferas de relación para las que Merton encontró una dimensión más profunda: en primer lugar, con la naturaleza; a continuación, con la interioridad como algo esencial y propio de todos los seres humanos; y, finalmente, la relación humana como algo completamente personal, y la comunión como el fundamento de una genuina comunicación. Para John Eudes Bamberger, novicio bajo la dirección de Merton en 1950 y elegido abad de un monasterio dependiente de Getsemaní cercano a Nueva York en 1971, lo más destacable de Merton era su experiencia del perdón. En cuanto a su convivencia cotidiana, los rasgos más destacados, a veces en un contraste difícil de asimilar, eran su sentido del humor a la vez que su carácter cortante, directo, accesible pero independiente. De acuerdo con Jean Leclercq, reconocida autoridad en san Bernardo, sobre quien escribió de manera exhaustiva, el carácter de la espiritualidad de Merton queda resumido en la radical orientación de su vida entera hacia la oración y concebida, en sí, como oración. La vocación del monje en el mundo moderno, escribía Merton en su última carta a Jean Leclercq el 23 de julio de 1968, «no es la supervivencia, sino la profecía». Monica Furlong apunta, en el epílogo a su biografía de Merton, algunos rasgos de su personalidad, luces y sombras de una vida compleja y rica, aunque a la vez sencilla y pobre. Quizá debido a su orfandad temprana, a su permanente búsqueda de un hogar más allá del que pudiera ofrecerle su estancia terrena, a su necesidad imperiosa de encontrar una estabilidad que no pudiera ser amenazada por nada pasajero, se pueda entender mejor su sesgo marginal, su soledad constitutiva y también su enorme calor humano. Con un conocimiento vastísimo de su tradición, y habiendo alzado en ocasiones la voz en favor de la reforma de la vida monástica, Merton nunca se detuvo en cuestiones superficiales de mera forma y apariencia externa. Sí insistió, sin embargo, en que algunos monjes de probada capacidad y madurez pudieran establecer un diálogo serio con todas aquellas personas interesadas en las dimensiones internas del crecimiento humano y de la experiencia espiritual: poetas, filósofos, psiquiatras y artistas que pudieran reconocer en los monjes a otros «profesionales» como ellos mismos que, no

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obstante, profesan una clase de experiencia y una visión diferentes en su praxis cotidiana. En su comunidad no destacaba de manera especial, y hay quien tardó años en identificar al Padre Louis con el famoso escritor de esa popular narrativa de conversión que fue La montaña de los siete círculos. Era muy obediente y, aunque mantuvo abiertas discrepancias con sus superiores, siempre se sometió a la autoridad, que para él ostentaba un papel especialmente relevante en el plan de salvación. Plagado de intuiciones e inspiraciones, mostraba valentía para traducirlas al terreno de lo real por medio de acciones concretas, aun a riesgo de equivocarse, como hizo en ocasiones. Todas estas pinceladas nos pueden hacer idealizar su persona de forma ingenua. En un entrañable escrito, Matthew Kelty describe aspectos más cercanos: manos y pies pequeños, vestir descuidado, siempre atento al interlocutor, de mirada rica y agradecido ante cualquier excusa para unas pequeñas pausas regaladas a una conversación siempre llena de buen humor y jovial, si bien presto a concluirla casi bruscamente cuando sentía que había llegado a término. Tenía un acusado sentido de la economía del tiempo y, aunque no escatimaba su dedicación a los otros, tampoco cedía a entretenimientos vanos, pues el tiempo poseía para él un valor sacramental. Estaba dotado de una extraordinaria capacidad de concentración y era organizado y disciplinado en su trabajo; en sus escritos, añade, seguía un patrón de escritura regular hasta obtener su versión mecanografiada. Planificaba sus días hasta el menor detalle, aunque sistematizar todas las actividades no le producía tensión. Era afable y abierto en la conversación, y siempre ofrecía ángulos originales ante el tema que se abordara. Sin embargo, aunque escuchaba con sumo respeto, si tenía alguna convicción firme difícilmente se le podía hacer cambiar de punto de vista. Escribía con portentosa rapidez y nunca utilizaba los periodos de siesta diurna para dormir, aunque tampoco se consentía, ni consentía a los novicios, prolongar los periodos de trabajo más allá de lo prescrito para privárselo a los espacios reservados a la oración. Sentía una profunda aversión por lo que él consideraba decoraciones extravagantes en ciertas festividades especiales como la Navidad o Corpus Christi. Disfrutaba especialmente de las horas de oración nocturna. Leía mucho y trataba de estar al día de las novedades que llegaban a la biblioteca. Sentía, prosigue Kelty, un gran amor por las personas y por la naturaleza, y sus caminatas por el bosque le proporcionaban horas de sencilla felicidad. Por el contrario, era poco amigo de la maquinaría agrícola, y su visión de la gestión de una granja era más romántica que práctica, aunque sentía una gran admiración por los beneficios de la tecnología. Apreciaba las destrezas manuales de todo tipo, pero él mismo no era en absoluto una persona práctica; sus habilidades culinarias eran escasas, y su uso de las herramientas torpe y desmañado. Para sus hermanos de comunidad, en definitiva, Merton fue una suerte de espíritu divisorio, una providencial «bandera discutida», un interrogante abierto en demanda de respuesta plena, y un hombre libre.

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Rowan Williams, arzobispo anglicano de Canterbury entre los años 2002 y 2012, destaca la influencia que autores tan diversos como Hannah Arendt, Olivier Clément, Dietrich Bonhoeffer, Boris Pasternak, Paul Evdokimov o Karl Barth ejercieron sobre el pensamiento de Merton. Para Henri J. M. Nouwen, Merton «fue, y todavía lo es, un excelente guía en nuestra búsqueda de Dios». El propio Pablo VI animó a Thomas Merton a escribir un mensaje a los contemplativos del mundo, que Merton redactó el 21 de agosto de 1967 y constituye un testimonio que siguen atesorando los hombres y mujeres de oración del siglo XXI en todo el mundo: «Si te atreves a penetrar en tu propio silencio y te arriesgas a compartir esa soledad con el otro, también solitario, que busca a Dios a través de ti, entonces recuperarás de verdad la luz y la capacidad de comprender lo que está más allá de las palabras y de las explicaciones, porque está demasiado cerca como para poder ser explicado: es la unión íntima, en lo más hondo de tu propio corazón, del espíritu de Dios y de tu propio yo más recóndito y secreto, hasta el punto de que tú y Él sois en verdad un solo Espíritu». Para William Apel, autor de un volumen sobre la correspondencia interreligiosa de Thomas Merton, el mayor legado de este consiste en el arraigo profundo y la ramificación sorprendentemente expansiva de su firme «sí a Dios». Entre nosotros, la misionera concepcionista, y autora de libros sobre Merton, María Luisa López Laguna, lo ha considerado, en sus libros con títulos homónimos, como «maestro y amigo», «ni ángel ni estatua», y ha definido la suya como «una vida con horizonte». Al decir de la estudiosa Malgorzata Poks, Merton sigue importando hoy porque «nos enseña que el Sermón de la Montaña todavía importa».

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II El discurso entero de Merton se construye básicamente en torno a dos imágenes recurrentes, la del «viaje» y la del «yo», que vertebran la búsqueda final de todo monje en peregrinación hacia un sol sin ocaso en el país de la vida. Ambas confluyen en su andadura monástica, un viaje, podría decirse que hacia la trascendencia, o vertical, en pos del yo personal auténtico, en soledad; su adopción deliberada de una nueva ciudadanía civil representará un nuevo viaje, esta vez de orientación inmanente, u horizontal, hacia sus semejantes, en sociedad. Esas dos imágenes, «viaje» y «yo», sitúan a Merton en el centro de una tradición narrativa norteamericana que se remonta hasta las primeras crónicas de colonización. Fue precisamente un marcado sentido de divinidad inherente al individuo en Norteamérica, que se sentía espiritualmente animado, lo que, bajo los presupuestos de la ética protestante y del temor calvinista, autorizó perversiones políticas de dominación y explotación insostenibles, al encontrar para ellas legitimación religiosa. Sin embargo, Merton, pese a ser también deudor de esa tradición puritana, hizo con su meditación escrita un serio intento de discernimiento, a fin de desvelar los sutiles mecanismos de operación del denominado «individualismo posesivo» para no caer presa del mismo. Merton señala que esa forma de egoísmo, que en su proyección en el área económica dará lugar a formas lacerantes de capitalismo salvaje, tiene su origen en lo que él define como teología prometeica; tal teología, señala Merton, viene a justificar el intento falaz del ser humano de robar el fuego sagrado de la divinidad, esto es, su identidad verdadera, pasando por alto que, como hijo y heredero de Dios, ya lo posee como herencia, y de una manera gratuita. En nuestra ceguera, nos empeñamos en robar lo que nos ha sido regalado, y en ese denodado esfuerzo por su posesión nos privamos del tesoro y sofocamos la llama de ese fuego que ya «somos». Merton nos conmina a tener la valentía de entrar en nuestro propio silencio y compartir la soledad con el otro, también solitario, que busca a Dios en nosotros y con nosotros. Y si para Merton la sociedad es el haz de una hoja que tiene a la soledad como envés, las dos se hallan entreveradas y ligadas a un sentido irrenunciable de responsabilidad histórica, como la savia de ese árbol de la vida que, a la par que enraizado y replegado en la eternidad, se despliega y ramifica en el locus de lo contingente y constituye el corazón y simiente misma de materia, también ella «sagrario», lugar sagrado. Desde ese compromiso existencial, Merton se siente llamado a buscar en la historia, es decir, en las acciones inteligibles de hombres y mujeres, algunas indicaciones de su significado interno y su papel en nuestro compromiso como cristianos. En 1968, el significado de la historia para Merton se hallaba vinculado a la matanza de niños en Birmingham, Alabama, y a la de los trabajadores por la defensa de los derechos civiles en Mississippi; el asesinato del ministro de la Iglesia Unitaria en Selma, Alabama; la quema de iglesias en el Sur, los disturbios de Chicago y Cleveland; las declaraciones de Luther King y su asesinato; el intervencionismo injustificable del 20

gigante americano en Vietnam; el confinamiento paternalista pero opresor y humillante de los nativos americanos a zonas de reserva; y un largo etcétera. La actitud de denuncia de Merton, como manifestó antes de morir, lejos de suponer una desviación de su vocación religiosa, resultaba del todo consistente con la misma, una profundización del matrimonio de su soledad con su sociedad, además de una doble afirmación de su condición civil americana y de su identidad cristiana. Merton sabía que, para la imaginación puritana, en el origen del sueño americano los destinos particulares de las vidas y su imbricación en la historia de cada momento quedan sometidos a una hermenéutica tipológica que concibe la Biblia como un mapa de correspondencias entre los sucesos personales y colectivos, entre los acontecimientos históricos y los designios trazados en la Escritura. El peregrino, el pionero, el exiliado, el homo americanus, se siente compelido a escapar de sí mismo en un viaje que pasa ineludiblemente por su propio centro, de tal suerte que resulta difícil dibujar con claridad los límites entre los movimientos centrífugos y centrípetos de su conciencia, entre su búsqueda y su huida. No es de extrañar, entonces, que la «novedad» de vida cristiana hallara un campo fabuloso de exploración en Norteamérica; pero los propios americanos quizá proyectaran la sombra de la que huían, la vieja imagen de sí mismos, sobre el norte luminoso que anhelaban, nada menos que la Nueva Jerusalén, en una fabulosa tierra virgen, aumentando así las dimensiones de su culpa. El relato del americano, en su dimensión arquetípica, simboliza de ese modo la narrativa de un yo desterrado del universo de su propia identidad que Dios, en principio, le depara al ser humano desde antes del tiempo. Es la narración de un yo que ha emprendido un viaje en el que persigue satisfacer la necesidad vital de reencontrar su hogar abandonado, un paraíso perdido y una inocencia sin mácula. Ahora bien, el americano estadounidense, que a menudo ha hecho del contenido mítico de su «historia» una exégesis bíblica reduccionista, ha incurrido con ella en una lectura literal, atribuyéndose tanto la responsabilidad salvífica como la prerrogativa de aplicar un tipo de justicia apocalíptica sobre el «mundo», esto es, sobre el resto del mundo; ha ejercido de esa manera, desde su atalaya prometeica, una violencia sin precedentes, multiplicada en su horror por un criterio de legitimación desde la apropiación, exclusiva y excluyente, de la autoridad divina. Sin renunciar a sus identidades cristiana o americana, Thomas Merton arrojó luz sobre esa grotesca distorsión afirmando que el verdadero significado de la escatología cristiana hace del americano un sujeto susceptible de salvación con el resto de las naciones. Apeló para ello a la auténtica inocencia predicada de forma inequívocamente mejor por los silencios del bosque y del corazón que por una retórica de la culpa, pronunciada desde cualesquiera púlpitos del temor o difundida por medio de «argumentos» irrefutables, entonados con la voz gélida de los más tecnológicamente sofisticados lanzamisiles.

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Para romper las barreras que se erigen entre el Prometeo «americano» y su semejante, su hermano o hermana, europeo o asiático, blanco o de color, creyente o agnóstico, cristiano o budista, Merton invita a sus conciudadanos a reconocer, en soledad desnuda de todo autoconcepto individual o social, la identidad primera y última en Cristo, Nuevo Adán. Paradójicamente, el centro de esa soledad radical es, a su vez, el doble principio de emergencia y de convergencia de la sociedad transformada. Si para Merton ser cristiano es una invitación a «ser» en verdad otro Cristo, ser americano comporta la responsabilidad de devolver a América su rostro auténticamente personal y humano, una inocencia gratuita y más genuina que cualquier innecesaria ensoñación insular. En la convivencia de ambas identidades reside la esperanza salvífica del americano, bajo una nueva lectura en las antípodas de cualquier fundamentalismo religioso. En ella el americano ahora deja de ser un ego prometeico, una isla poderosa que impone el imperio de su salvación y la potestad de su juicio a las otras naciones, que estima mancilladas o inferiores. La renuncia a su falso yo hace real la promesa de su redención salvífica con sus semejantes, así reconocidos como «otro americano», «otro Cristo», «nuevo Adán», y el otrora continente inexplorado de la soledad y la sociedad de sí mismo.

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III Para Merton, la escritura entrañaba dar realidad a su doble vocación, de monje y de escritor, y establecer una conciliación entre su yo superficial, compulsivo y en perpetua necesidad de perdón, y su verdadero yo, esa identidad nueva, redimida, y el instrumento para la «Escritura» de otra «Palabra», de la cual la suya propia quería ser un pequeño aunque sincero cauce en verbo contemporáneo. De un modo aproximativo y con solapamientos entre todas ellas, se distinguen tres etapas en la producción de Merton: una primera de fuga mundi, otra de preocupación social, y una tercera de universalismo con un fuerte acento ecuménico e interconfesional. La primera etapa comprende desde su autobiografía, La montaña de los siete círculos (1948), hasta Cuestiones discutidas (1960), y abarca diecisiete libros de prosa. En el camino místico, y aun a riesgo de una excesiva simplificación, esa etapa se correspondería con la de la vía purgativa; en la vida de Merton, su inicio se identifica con la decisión de ingresar en la orden cisterciense, en diciembre de 1941, y en su obra se traduciría en una declarada actitud de contemptus mundi. Su autobiografía anuncia la entrada de Thomas Merton en un interregno, un paréntesis entre el momento de su separación del mundo y su retorno al mismo años más tarde, después de una profunda transformación interior que habría de conocer una completa inversión de valores. Publicado en el mismo año que su famosa autobiografía, El exilio y la gloria (1948) es el relato biográfico de la madre Mary Berchmans, monja trapense destinada en misión a Japón entre finales del siglo XIX y principios del XX; fue escrito por deseo expreso de sus superiores, y se trata de uno de los libros que, debido a su «retórica piadosa», peor opinión merecería al propio Merton en una evaluación retrospectiva de su obra. Con Las aguas de Siloé (1949) presenta Merton una concisa pero completa historia del monasticismo cisterciense, y en especial de la orden de la estricta observancia, desde sus orígenes benedictinos, pasando por la reforma francesa del siglo XVII, hasta sus comienzos en el Nuevo Mundo, e incluye además una descripción de la vida cisterciense contemporánea. Se trata de una obra valiosa que sitúa en el marco de una larga tradición la propia figura de Merton y ayuda a entender la síntesis personalísima, si bien no del todo original, que llegara a efectuar de la misma. Publicada el año siguiente, ¿Qué llagas son esas? es otra hagiografía, esta vez de santa Lutgarda de Aywières, mística cisterciense que vivió entre los años 1182 y 1246; como los anteriores, fue un encargo de Dom Frederic Dunne, entonces abad de Getsemaní. En 1951, Merton llevó a cabo el primero, y casi único, intento de escribir un ensayo teológico sistemático, Ascenso a la verdad, cuyo título se inspira en un ensayo de Jacques Maritain y que tiene por objeto «definir la naturaleza de la experiencia contemplativa y mostrar algo de la necesaria ascesis interior que lleva a ella, así como ofrecer un breve esbozo de la contemplación madura». En él, de la mano de san Juan 23

de la Cruz, si bien ajustándose a una metodología tomista, Merton aborda el misticismo conciliando teóricamente lo que después, en una rara síntesis, interiorizaría en su propia experiencia de oración, a saber, ese hiato entre las vías catafática, o afirmativa, y apofática, o negativa. La integración de ambas vías, así como la vivencia equilibrada de las dimensiones de inmanencia y trascendencia, es del todo necesaria, pues en sus aspectos extremos corren el riesgo de conducir al contemplativo a posturas desviadas en relación con su lugar en el mundo, que pueden ir desde el quietismo o el angelismo hasta el hiperactivismo y cierta arrogancia, o hýbris, bajo la apariencia de celo apostólico. Por el contrario, se trata de que la persona se sitúe en el centro justo de una cruz que tiene por ejes la acción y la contemplación, el compromiso y el desapego, la libertad absoluta y la obediencia perfecta: el lugar en el que se encuentran la soledad y la sociedad, por un lado, y la humanidad y la divinidad, por otro, porque, de hecho, no son dimensiones escindidas. El signo de Jonás (1953) es un diario de su experiencia monástica desde diciembre de 1946 hasta julio de 1952. Se abre con la profesión de votos solemnes del joven monje e incluye su ordenación sacerdotal y la adopción de la ciudadanía norteamericana y, junto con ella, un paso decisivo, aunque todavía no el definitivo, hacia su regreso al barro del tiempo y al reconocimiento de su lugar en el mundo en su sinfín de concreciones. Contiene páginas de extraordinaria hermosura, y todavía hoy el lector puede agradecer el raro privilegio que supone tener una puerta abierta a la interioridad de un monje a través de sus diarios y reconocer en la prosa más íntima la llama y la llamada a una vocación, compartida con personas seglares en disposición de escucha atenta. Merton pone al final del libro, en boca de Dios, las palabras que le dirige en el paraíso: «Siempre he cubierto a Jonás con mi sombra de misericordia y no conozco la crueldad. ¿Te has fijado en mí, Jonás, hijo mío? ¡Misericordia en la misericordia, dentro de la misericordia!». Respecto a Pan en el desierto (1953), Merton señala en su prólogo que, antes que un tratado sistemático, se trata de una colección de notas personales sobre el Salterio, y por eso, en lugar de hacer una exégesis, se acerca a los salmos abordando temas de simbolismo, poesía, tipología, liturgia, el sentido bíblico y sacramental de las palabras, etc. La edición de San Bernardo, el último de los Padres (1954) coincide con el octavo centenario de su muerte y celebra, además, la publicación de la encíclica de Pío XII Doctor mellifluus; aunque no se considera uno de los libros principales de Merton, constituye otra vez una buena muestra de su interés por beber en las fuentes de su tradición y, al mismo tiempo, conocer los pronunciamientos doctrinales contemporáneos. A pesar del sugerente título, Los hombres no son islas (1955), este libro apenas incluye comentario social alguno, aunque es una continua invitación, en clave contemplativa, al encuentro de Dios en los semejantes y al de los semejantes en Dios a través, una vez más, del descubrimiento de nuestro auténtico ser tras la compleja 24

maraña de espejismos que fabricamos cotidianamente. Contiene meditaciones de inestimable valor sobre la esperanza, la libertad, la oración, el ascetismo, la vocación, la caridad, la sinceridad, la misericordia, la soledad y el silencio, y sin duda constituye uno de los libros que mejor acogida tuvieron entre los lectores hispanohablantes en el momento de su publicación. El pan vivo (1956) es una profunda meditación sobre el sacramento de la eucaristía, pues «toda comunión es el alimento y bebida que nos sostiene en nuestro viaje hacia Dios. Pero, en tanto que el alimento y la bebida ordinarios solo sostienen nuestra vida corporal, este alimento es también nuestro guía de viaje». En La vida silenciosa (1957), una colección de diez ensayos sobre el régimen de vida monástico, Merton define al monje y señala el auténtico sentido de su aparente huida del mundo, en realidad no para repudiar a los demás, sino a fin de olvidarse de sí mismo y, de ese modo, facilitar la ofrenda de su vida a sus semejantes. El monasterio, para Merton, es una escuela de caridad en la que se ofrece una alternativa a los estilos de vida centrados en el culto al falso yo. De Pensamientos en la soledad (1958), escrito que recoge los pensamientos sobre la vida contemplativa e intuiciones básicas de algunos momentos de meditación de Thomas Merton durante los años 1953 y 1954, cobran particular relevancia algunas palabras de su prefacio, en las que pone de manifiesto su postulado fundamental: «En realidad, la existencia de la sociedad depende de la inviolable soledad personal de sus miembros. La sociedad, para ser merecedora de tal nombre, tiene que estar compuesta, no de números o unidades mecánicas, sino de personas. El ser una persona implica responsabilidad y libertad, y ambas cosas implican cierta soledad interior». Aunque El diario secular de Thomas Merton fue publicado en 1959, su contenido incluye los diarios que guardara entre los años 1939 a 1941 y, por tanto, pertenece al conjunto de sus escritos premonásticos, si bien, en contra de lo que el título parece sugerir, mantiene un tono marcadamente espiritual. El manuscrito, que Merton entregó a Catherine de Hueck antes de su ingreso en el monasterio, puede ser leído como un documento complementario a su autobiografía. Con Dirección espiritual y meditación (1960) cierra Thomas Merton esa primera etapa de su obra. En las páginas que lo prologan, Merton subraya la importancia de la disciplina, puesto que «sin ella jamás será posible una meditación seria», si bien, en una nota que le caracteriza, añade a renglón seguido: «Pero tiene que ser la disciplina de uno mismo, no una rutina impuesta desde fuera». En la segunda etapa, el rasgo más distintivo es el de un claro desplazamiento de su perspectiva, en la que la inmanencia de la realidad divina, incardinada en las realidades sociales, iba a ocupar un lugar cada vez más destacado. La transición de una a otra etapa no fue en absoluto repentina, aunque ayudarán a entenderla algunos factores que desempeñaron un papel preponderante en este cambio de visión, que también lo fue de creciente encarnación y compromiso con la suerte de su prójimo, entre ellos su responsabilidad como maestro de escolásticos y maestro de novicios en 1951 y en 25

1955, respectivamente, y su consiguiente contacto cotidiano con los jóvenes aspirantes; su admiración profunda por Mahatma Gandhi, en quien encontraría un modelo de integridad humana y un patrón de conducta moral indiscutible en su aproximación espiritual al mundo de la política activa; su intercambio epistolar con Boris Pasternak y el acceso a las realidades sociales de Latinoamérica a través de su entonces joven novicio Ernesto Cardenal; la adopción de su ciudadanía norteamericana; la inspiración del papa Juan XXIII, que en su pontificado impulsó en la Iglesia la inclinación hacia una teología de mayor carácter social, y su inicial admiración por el presidente John F. Kennedy. En Cuestiones discutidas (1960), perteneciente ya a ese segundo estadio de escritura, se recogen doce ensayos de naturaleza diversa, acerca del arte y la vida espiritual, del ideal carmelita primitivo, de Boris Pasternak, y un ensayo difícil en su radicalidad, repleto de interpelaciones: «Notas para una filosofía de la soledad». En ese libro, Thomas Merton redefinirá, sin renunciar a él, el ideal de santidad como un sacramento de la misericordia de Dios en el mundo y la expresión visible de la presencia de Dios en la Iglesia y en la vida de los hombres y mujeres. La sabiduría del desierto (1960), la traducción y el comentario de ciento cincuenta apotegmas, o dichos, de los padres del desierto, pone de manifiesto la nueva comprensión de la posición del monje actual en el mundo a la luz de la actitud de sus predecesores; en su reconsideración, la responsabilidad del monje en el mundo es ahora, ante todo, de carácter social, si bien la sociedad que persigue tiene como única autoridad la que resulte capaz de combinar los carismas de la sabiduría, la experiencia y el amor. Allí, de manera significativa, Merton escribe: «¿Qué ganancia nos procura el navegar a la luna si no somos capaces de cruzar el abismo que nos separa de nosotros mismos? Este es el más importante de todos los viajes de descubrimiento, y sin él todos los demás resultan no solo inútiles, sino desastrosos». En The Behaviour of the Titans (1961), Thomas Merton explota el mito griego de Atlas y Prometeo para hacer incisivos comentarios sobre nuestra cultura contemporánea, con escasas alusiones al Dios cristiano, pero, en cambio, con repetidas críticas a la sociedad tecnocrática occidental. Su lenguaje ha cambiado de tono, acercándose mucho más al de sus coetáneos y renunciando para ello al uso familiar de una retórica exclusivamente doctrinal y devota. El hombre nuevo (1961) representa una síntesis teológica de toda su obra, si bien su contenido no está destinado exclusivamente al estudioso, al intelectual o al monje profeso. Sus páginas resumen el propio sendero espiritual recorrido por Merton: primero, de huida del mundo; más tarde, de encuentro en soledad con Dios; y, finalmente, de retorno, con Dios y con sus hermanos, al complejo escenario de la sociedad, con sus urbes y mercados, sus trabajos y sus días, sus fatigas y sus alegrías. Merton concluye:

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«La claridad de la luz eterna es tan grande que no podemos verla, y todas las demás luces se hacen tinieblas en comparación con ella. Pero para el hombre espiritual todas las demás luces contienen la luz infinita. Pasa a través de ellas para alcanzarla. Y al pasar, no vacila más, comparando una luz infinita con otra, un objeto empírico con otro, concepto con concepto. Viajando deprisa, con la seguridad sin error que trasciende a todos los objetos, instruido por el Espíritu, el único que puede decirnos el secreto de nuestro destino individual, el hombre empieza a conocer a Dios como se conoce a sí mismo. La noche de fe nos ha puesto en contacto con el Objeto de toda fe, no como objeto, sino como una Persona que es el centro y la vida de nuestro ser, a la vez Su propio Yo trascendente y la fuente inmanente de nuestra identidad y nuestra vida». Nuevas semillas de contemplación (1961) es una versión revisada y ampliada del libro que publicara en 1949. La revisión estableció, eso sí, un puente definitivo entre la espiritualidad individual y la solidaridad humana; en pocas palabras, «cuanto más unidos estamos a Dios, tanto más unidos estamos entre nosotros; y el silencio de la contemplación es una profunda, rica e interminable sociedad, no solo con Dios, sino con los semejantes [...]. Cuanto más estamos en soledad con Dios, tanto más unidos estamos, en oscuridad, pero en multitud». En Vida y santidad (1963) encontramos una colección de breves meditaciones, algunas de índole social, que hoy adquieren inusitada vigencia, con constantes referencias a las Escrituras y a la encíclica del papa Juan XXIII, Mater et Magistra. Semillas de destrucción (1964) aborda, esta vez exclusivamente, problemas sociales, fundamentalmente cuestiones en torno al racismo y a la guerra, de manera crítica y directa. En ese libro apela, por ejemplo, al «Señor de la historia» para abogar por la ruptura de la servidumbre del negro en Norteamérica sin necesidad alguna de la aprobación paternalista del hombre blanco. El énfasis recae ahora, sin ambages y de forma decidida, sobre las implicaciones de la presencia de Dios, encarnada en el prójimo y en la historia. Muestra sus cautelas ante un cristianismo bienintencionado pero blando, que, refugiándose en fórmulas manidas de amor fraterno, abstraídas de todo contexto y diluidas en esencialismos vacuos, elude, sin embargo, esa forma de amor recio que entraña pronunciarse claramente en torno a los problemas más acuciantes de nuestro tiempo. En ese punto de inflexión religiosa, que exige sumo discernimiento, Merton asume plenamente la dificultad de su posición como monje de su siglo, «la paradoja monástica de la separación del mundo y a la vez la apertura al mismo». Tiempos de celebración (1965) recoge material escrito por Merton hasta quince años antes de su publicación, con temas litúrgicos como hilo conductor. En el prólogo a su edición española de 2013, Francisco Rafael de Pascual, ocso, señala: «Merton había descubierto hacía ya tiempo, y lo había profundizado en el monasterio, que la unidad no proviene de la uniformidad y la corrección “en las formas religiosas”, sino de la “comunión en el amor”. En tiempos inmediatamente posconciliares, en que la división 27

entre progresistas y conservadores se teñía del color de agrios enfrentamientos y peligrosos conatos de escisión, Merton hace una llamada a “una apertura mental y espiritual que considere la necesidad de una gozosa y plena participación en las riquezas que ofrecen las celebraciones dentro de la liturgia y los misterios de una fe compartida y vivida en comunión”». Bien diferente de la anterior, la última y completamente representativa de esta segunda etapa, al tiempo que preludiaba la siguiente, sería su breve introducción a la selección que él mismo realizara de algunos escritos de Gandhi, Gandhi y la no violencia (1965). En la actitud axial de su pacífica protesta social, Merton debe mucho al legado de Gandhi sobre la no violencia. Para Merton, «las observaciones de Gandhi sobre las premisas y las disciplinas en que se basa la satyagraha, la confianza en la verdad, son una lectura necesaria para todo aquel que esté seriamente interesado en el destino del hombre en la era nuclear». Con su tercera etapa, cuya semilla ya se encontraba germinando de hecho en las anteriores, e incluso en su periodo premonástico, Merton abre un periodo en el que la nota predominante es su contacto continuado con manifestaciones espirituales no cristianas, de origen oriental en su mayoría. En una carta dirigida en 1961 a Dona Luisa Coomaraswamy, esposa del erudito de origen hindú, Merton anticiparía el nuevo objetivo, otra vez de alcance profético, que se había marcado en la estación final de su vida, una exploración tentativa y todavía remota, a fin de formar a algunas personas capaces de integrar y unir en su vida y experiencia lo mejor de diversas tradiciones espirituales. Esas personas ya serían, por el hecho de reconciliar en su interior una pluralidad sinfónica y entablar un diálogo intrarreligioso, signos de paz vivos. Merton, en efecto, iba a entablar una fructífera conversación con el budismo, además de hacerlo con la fe islámica y el misticismo sufí, así como con la espiritualidad de los nativos de los dos hemisferios del continente americano. Con todo, fue su contacto con las religiones orientales el que ejerció una influencia decisiva en su experiencia renovada del cristianismo. Así, en el prólogo a Por el camino de Chuang Tzu (1965), Merton confiesa abiertamente haber disfrutado escribiendo ese libro más que con cualquier otro que pudiera recordar; explica allí su contenido, una antología del pensamiento, el humor, los chismorreos y la ironía de los círculos taoístas en los siglos IV y III antes de Cristo. Añade a continuación que la enseñanza y el sendero insinuados en esas anécdotas, poemas y meditaciones son característicos de una mentalidad universal; esa mentalidad muestra una inclinación natural hacia la sencillez, la humildad y el silencio y un rechazo de la agresividad, la ambición y la autoimportancia. Su equivalente cristiano más cercano en la Biblia se encuentra, para Merton, en una combinación del tono del Eclesiastés con el de los Evangelios. Merton escribió una versión personal, pero no aculturada, del clásico chino. En el prólogo al siguiente libro de esta etapa final, Incursiones en lo Indecible (1966), el autor se dirige a su libro, de tono poético e irónico, como un padre lo haría a 28

su hijo, y define su propósito de penetrar en las zonas inciertas, poco cómodas, difusas y en tinieblas, de la crisis contemporánea. El libro recoge catorce ensayos muy diversos (meditaciones sobre Ionesco, Thoreau, Filoxeno, Julien Green, Ibn Abbad, así como sobre el kerigma, sobre arte y libertad...) y una muestra de quince caligrafías, «signos o códigos de energía». Los temas abordados en Conjeturas de un espectador culpable (1966) ponen de manifiesto, en su mayoría, una honda preocupación por Norteamérica. En la primera parte se incluyen notas sobre el racismo en América y sobre el mito norteamericano, junto a comentarios sobre el discurso inaugural de la presidencia de John F. Kennedy y una crítica hacia la actitud americana condescendiente con el uso de las armas nucleares. En la segunda parte efectúa una crítica a la actitud del pueblo americano hacia la tecnología y a su acentuado materialismo. En la tercera describe distintos escenarios naturales norteamericanos que evocan la prosa de Thoreau. La cuarta aborda la amenaza de la guerra y contiene un comentario sobre la crisis de los misiles en Cuba, en 1962. La sección final reflexiona, por último, acerca del asesinato de John F. Kennedy. El libro, además, incluye reflexiones de otro carácter, algunas de las cuales, como el tributo que rinde a Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer, ya dejaban ver que la lectura en clave de tiempo final de Merton pronto iba a extenderse desde Norteamérica al resto del mundo. Además, la inserción del mensaje de la Revelación en la realidad social iba a quedar cada vez más lejos de las esferas de distante abstracción de su primera etapa; Merton admite que tiene cierta consistencia la sospecha de que la acción social cristiana, en tanto el pensamiento religioso se reduzca a esencias estáticas y a principios morales abstractos e ignore la dimensión dinámica del kairós, será susceptible de ser explotada en beneficio de valores ultramundanos pero ajenos a cosas tales como los salarios y el trabajo, la política, la guerra y la paz. Su siguiente libro, Místicos y maestros zen, escrito en 1967, es un intento de aproximarse, en el espíritu de la Declaración de religiones no cristianas, a la riqueza espiritual de las diversas tradiciones religiosas de la familia humana. Merton cuenta, para esa iniciativa, con el respaldo y la aprobación del estudioso del zen D. T. Suzuki. Apela a un ecumenismo, oikouménē, de ancho horizonte y calado profundo: la familia espiritual de quienes han emprendido la búsqueda del sentido último de su vida, de su lugar en el universo. El libro recoge aspectos internos y externos a la tradición cristiana: temas de patrística y formas primitivas de monasticismo, representantes del misticismo inglés, la espiritualidad ortodoxa rusa, las comunidades monásticas protestantes y la de los shakers, así como consideraciones en torno al budismo y el mundo moderno, el koan zen, el tao y el amor, la contemplación y el diálogo. El zen, al que dedica particular atención, siguiendo el hilo de las enseñanzas de Bodhidharma, el patriarca al que legendariamente se atribuye la transmisión del zen desde la India hasta China, persigue una captación directa del propio «rostro original» o de la «mente» (en chino, shin; en japonés, kokoro, esto es, el núcleo, corazón o centro más hondo de la persona). Esa comprensión pasa por un abandono de medios o fórmulas conceptuales; consiste en «ser» mente en lugar de «tener» mente. Merton compara la «budeidad» o 29

el estado de la «mente del Buda» con expresiones cristianas como «tener la mente de Cristo» (1 Corintios 2,16), o ser «un Espíritu con Cristo»: «El que se une al Señor es un Espíritu» (1 Corintios 6,17). Se pregunta si nuestra equiparación del «ego empírico» con la «persona» no ha comportado una malinterpretación, desde la misma raíz, del budismo. Por eso, señala, la intuición básica del zen no consiste en una inmersión panteísta, sino en caer en la cuenta de que «yo» no estoy separado de todo cuanto existe. No se trata de una negación, viene a decir, de mi realidad personal, sino más bien de cuestionar su exacerbada afirmación, que puede llegar a extremos solipsistas, cuando no narcisistas. Recordemos que para Merton el «falso yo», o «individuo» separado, representa la caída humana y su expulsión del paraíso, mientras que «verdadero yo» y «persona» definen al ser humano redimido, aquel que, como Jesucristo, y con Él, ha nacido de nuevo en el agua bautismal y ha sido tocado por el fuego del Espíritu. El libro posterior, Faith and Violence (1968), incluye el tema de la guerra en Vietnam, regresa al tratamiento del racismo en los Estados Unidos y aborda otra vez la cuestión de la no violencia. El zen y los pájaros del deseo (1968) es el último libro de Merton publicado antes de su muerte y continúa el intento iniciado en Místicos y maestros zen de hacer accesible al lector occidental la comprensión del zen. Su segunda parte la constituye un auténtico diálogo de culturas religiosas mantenido con D. T. Suzuki. Resulta interesante señalar que, aun poniendo de manifiesto sus diferencias, ambos autores encuentran en la espiritualidad del místico renano Meister Eckhart un terreno espiritual común entre zen y cristianismo, si bien Merton no deja de señalar, además, la importancia del misticismo de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, la sabiduría de los Padres del desierto o las enseñanzas de san Bernardo a la hora de apreciar ese camino milenario que, procedente del dhayana de la India, y a su paso por China como chana y por Japón como zenna, tan solo recientemente llegó a orillas americanas y europeas como zen, y en algunos casos ya está regresando al puerto de origen, esta vez sumando a las aguas sagradas del Ganges del budismo el caudal de Vida del Jordán del cristianismo. Publicado cinco años después de su muerte, su último libro, el Diario de Asia de Thomas Merton, nos ofrece la crónica de su último paso por la tierra. Como si intuyera su muerte inminente, Merton hace un apunte casual en las primeras páginas para decir que siente que está volviendo a casa, al hogar en el que nunca ha estado «en este cuerpo...» El libro consta de dos partes: la primera describe, a partir de notas tomadas a vuelapluma, su peregrinaje asiático por Calcuta, Nueva Delhi, el Himalaya, Madrás, Ceilán y Bangkok. La segunda incluye una selección de las propias lecturas que acompañaron a Merton en su periplo. Incluye, además, nueve apéndices que comprenden cartas y conferencias a lo largo de ese viaje, además de un escrito budista en torno a la atención meditativa. Uno de los editores del libro, Amiya Chakravarty, describe, en una hermosa semblanza, la auténtica personalidad integrada e integradora de Thomas Merton en ese tramo final de su incursión en lo inefable destacando que los 30

principales intereses de su devoción se resumían en lo que él llamaba constantia, donde «todas las notas, a pesar de tener algo perfectamente único, se fusionan en una sola». Se han venido publicando hasta la actualidad, además, de forma póstuma otros libros de prosa de Thomas Merton, de los que mencionaremos los siguientes: Ishi (1976), un conjunto de cinco sugerentes ensayos acerca de los indios americanos, del Sur y el Norte de América; Geography of Holiness (1980), una selección de las fotografías tomadas por Thomas Merton, que recoge los frutos de uno de sus muchos intereses creativos; The Literary Essays of Thomas Merton (1981), una recopilación de los ensayos literarios de Thomas Merton desde antes de su ingreso en la Trapa americana hasta su muerte, que recoge artículos y ensayos de una extensa variedad; Monks Pond (1989), la edición en forma de libro de los cuatro ejemplares de la revista que Merton publicara en la Abadía de Getsemaní el último año de su vida, y en la que a sus propias contribuciones literarias se añade la colaboración de jóvenes poetas, algunos de ellos pertenecientes al mundo de la contracultura, como Jack Kerouac, y escritores o ensayistas de distintas nacionalidades; Honorable Reader (1991), traducido en España con el título de «La voz secreta»: Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occidente (2015), una muy iluminadora compilación anotada de los prefacios que Merton escribiera para las traducciones de sus obras a otros idiomas (español, francés, catalán, portugués, japonés, coreano y vietnamita); y, finalmente, Los manantiales de la contemplación (1992), una pequeña joya testimonial que recoge la transcripción de las conversaciones que tuvieron lugar a lo largo de dos retiros dirigidos por Merton a religiosas contemplativas norteamericanas en 1967 y 1968. Merton muestra una enorme simpatía hacia la vocación contemplativa femenina y urge a las participantes a explorar juntas la opción profética de su llamada y las formas comunitarias más apropiadas para seguir con fidelidad absoluta, pero sin estrangulamientos, su profesión; las exhorta a examinar las nuevas formas de alienación social y, por tanto, a ofrecer una respuesta monástica adecuada a las perversiones actuales; las empuja, en fin, a profundizar en el sentido auténtico de los votos, la ascesis, la oración, el silencio y la comunidad: «Decir comunidad es decir amor. Y la contemplación no es una ocupación individualista; es algo que tiene lugar dentro de un contexto cultural. Una comunidad es un lugar donde ser contemplativo, para quienes deseen serlo, es más fácil que en cualquier otra parte. Pero una comunidad no es únicamente un medio. Es también un fin. Cada uno de nosotros tiene un fin personal y un fin comunal. Unidad y diversidad». Si en la prosa sus primeras influencias decisivas, aunque no las únicas, fueron las de Dante, Gilson, Maritain, Huxley y Joyce, en la poesía destacan las de William Blake, Gerard Manley Hopkins y T. S. Eliot. La opinión de la crítica en torno a la producción poética de Merton no es unánime. Interesa ahora que nos detengamos tan solo en la distinción de tres etapas aproximadas en su producción poética. Al menos la primera de ellas (de 1944 a 1957) se corresponde casi exactamente con el primer estadio de su 31

producción en prosa, sugiriendo en Merton la existencia de un mundo de opuestos y polaridades. En su periodo premonástico, el joven escritor abundaba en símbolos de cinismo e incluso desesperación precoz hacia la naturaleza humana y sus sombras, en poemas cargados de imágenes de la guerra, la prisión, la ciudad, el invierno y el desierto. El ingreso en el monasterio iba a provocar una transformación sustantiva. Al principio, el cambio iba a acentuar su sentimiento de oposición al mundo, reflejada en una visión maniquea, con algunas imágenes de carácter litúrgico y otras evocadoras de una promesa constante, como la mañana, la luz o la primavera. Hacia el final de la década de 1950, sin embargo, Merton empezó a experimentar con un uso del lenguaje de carácter más informal, por medio de un vocabulario de extracción secular; el horizonte de intereses de Merton en el mundo de la poesía se extendió de una forma asombrosa en los años siguientes y comenzó a adentrarse con fascinación creciente en la creación poética contemporánea, y especialmente en la experimentación de la antipoesía. También en ese cambio profundo desempeñó un papel decisivo su aproximación al zen, ayudándole a acabar con una visión escindida del mundo. Su largo poema Cables to the Ace, un arriesgado experimento poético, comprende tres voces narrativas, tres unidades en las que describe momentos de paz y caos, y tres «plegarias» poemáticas en las que retrata de nuevo, a veces con mordacidad, nuestra identidad como un espejo roto o como una antena abierta a las voces discordantes del mundo. The Geography of Lograire es una suerte de épica sobre la caída del mito de nuestra civilización. A modo de mandala y dividida en cuatro secciones –Norte, Sur, Este y Oeste–, está construida a partir de una gran cantidad de notas extraídas de lecturas fundamentalmente antropológicas. El diseño se asemeja a la construcción de un mosaico, una brújula caleidoscópica compuesta de citas extraídas de documentos tan diversos como las descripciones de los cultos en el Sur del Pacífico, diarios españoles de la conquista del Nuevo Mundo o crónicas gubernamentales de los indios sudamericanos. Afortunadamente, la edición española del Diccionario de Thomas Merton (2015) supone un acceso sugerente al rico, aunque muy poco conocido, universo poético de Merton. Por su parte, la filóloga y traductora Sonia Petisco, además de haber abordado ese capítulo imprescindible de la obra de Merton en su tesis doctoral, La poesía de Merton: creación, crítica y contemplación (2003), lo está dando a conocer a través de rigurosos estudios monográficos y de compilaciones bilingües. Otra fuente inestimable para el conocimiento de la vastísima topografía interna de Thomas Merton es la constituida por sus cartas, que revelan a un Merton más fresco, espontáneo y plenamente humano, siempre apasionado y lleno de una simpatía profunda por el destinatario. La publicación de su diálogo epistolar favorece el acercamiento a un monje llano y directo, con una gran riqueza de matices humanos. La prosa epistolar tiene entidad propia y, más que una mera curiosidad, añade un ángulo nuevo, no exento de sorpresas, al conjunto de su obra escrita. Cercanas a las cartas, aunque inevitablemente menos personales, son igualmente reveladoras las circulares 32

escritas por Merton para sus amigos durante los dos últimos años de su vida, una solución que adoptó como una vía media entre una correspondencia personal que le desbordaba y la publicación de escritos para un público amplio, pero al que no conocía personalmente. En una de ellas, por ejemplo, hace pública la deuda contraída desde el momento de su conversión religiosa: «He recibido tres dones por los que nunca podré estar suficientemente agradecido: en primer lugar, mi fe católica; en segundo lugar, mi vocación monástica; y en tercer lugar, la llamada a ser un escritor y a compartir mi credo con los demás. Jamás tuve el menor deseo de ser algo más que un monje, desde que vine aquí por primera vez». Tenemos acceso, además, a las conferencias que impartió en el monasterio desde 1962. Nuestra Señora de Getsemaní conservó 192 cintas magnetofónicas, cada una de las cuales contiene cuatro conferencias a los novicios; la colección incluye también una serie de charlas impartidas los domingos por la tarde para todos aquellos miembros de la comunidad que desearan asistir de forma libre. Las conferencias dirigidas a los novicios siguen un esquema de magisterio monástico basado en la enseñanza del sentido de los votos, la historia del monasticismo y las fuentes de la espiritualidad cristiana, una introducción a las Escrituras, etc. Las otras recogen un abanico de temas tan extenso como el de sus escritos. Ahora, en su mayor parte, están al alcance de los estudiosos y del público en general en formato digital, organizadas temáticamente e introducidas, en ocasiones, por investigadores e incluso acompañadas por imágenes de contexto y complementadas con guías de estudio. Hijo, siempre adoptivo, de un siglo poblado de signos contradictorios, descubrió muy pronto que ellos no eran más que emblemas de su propia condición, un recinto de soledades en difícil convivencia. En el cristianismo encontró un sentido más allá de todo sinsentido. En el catolicismo, una fraternidad real y una catolicidad realmente universal y, al menos de forma potencial, por encima de cualquier sectarismo. En el monasticismo halló, intramuros, un clima de sola sociedad, una comunidad de orantes, y las mismas llagas que dejara, ahora convocadas, también ellas, a una sola búsqueda: la llama de una plegaria. Un hombre nuevo, con el eremitismo volvió a encontrar, en soledad dentro de soledad, el corazón del mundo; y aunque vio que jamás lo había abandonado realmente, ahora quedaba, a sus ojos, transformado, esto es, conformado por la trascendencia. Desde esa soledad universal emprendió, extramuros, solitario vuelo hacia el encuentro de otros iconos vivos, de transparente soledad y diáfana sociedad, en tierras lejanas. Allí, al fin sin muros, la Luz lo tomó para sí, haciéndolo un «hombre quemado». En ese nuevo continente, Merton es, para muchos, soledad compartida, íntima sociedad.

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IV Una parte sustancial de la extensa obra de Merton está dedicada a la realidad monacal, esto es, a la vida de aquellas personas que han hecho de la búsqueda de Dios el centro de su vida, a quienes Javier Melloni denomina «nómadas del Absoluto». Merton reconoce la universalidad de la vocación monástica y, en El camino monástico, afirma: «En casi todas las grandes religiones se encuentran grupos de hombres y de mujeres que se separan de la vida corriente de la sociedad [...] y se entregan a una tarea exclusiva: ahondar en el conocimiento y en la práctica de su propia religión hasta las últimas consecuencias». Ofrece ejemplos procedentes del hinduismo, del budismo, del judaísmo y del islam. Por lo que respecta al cristianismo, «el monje busca, antes que nada, vivir su fe de acuerdo con el evangelio de Jesucristo [...], se une a la vida oculta de trabajo que Jesús vivió en Nazaret o sigue a Jesús al desierto haciéndose partícipe de la oración solitaria del maestro», y trata de seguir su consejo: «Permaneced en mi amor» (Juan 14,23; 15,9-10). Ante todo, «la vida monástica, como toda la vida cristiana, la vida de la Iglesia, prolonga en el mundo el misterio de la encarnación». Que la Palabra se hizo carne es la piedra angular de la vida monástica, y la eucaristía su centro. Para Merton, «la transformación por la que el mundo tiene que pasar no es solo política». «El monasterio está en el mundo sin ser del mundo, como una visión de paz, una ventana abierta al horizonte de un mundo completamente distinto, una nueva creación». El secreto de la paz monástica está atravesado por la experiencia de la Pascua, o paso, de la muerte a la resurrección y por la de Cristo resucitado y vivo, hoy, entre nosotros. Que el monasterio sea, en sí, un sacramento, tiene consecuencias para la misma condición humana, pues «una escuela de caridad, si es una escuela de verdadera caridad, es también una escuela de libertad. Es para hombres maduros y responsables, no para chiquillos que buscan echar su carga de responsabilidad sobre los hombros ajenos. Un monasterio es, o debería ser al menos, un lugar donde la persona aprende a llevar el peso de la libertad». Merton asumió la responsabilidad de la formación de los novicios; el programa de iniciación a la tradición monástica y las notas de sus conferencias constituyen un legado único que permite descubrir la centralidad que otorgaba a una filiación genuina de los monjes con el depósito vivo de la sabiduría de quienes les precedieron, a través del cultivo de su conocimiento, que, después de todo, es a la vez expresión y exigencia del amor. De hecho, siempre que ha habido una renovación monástica profunda, su arraigo y su solidez han dependido de una recuperación, depurada de elementos superficiales o distorsionados, de sus fuentes. El itinerario formativo que Merton ofreció a sus novicios ha quedado recogido en siete volúmenes, todavía sin traducir al español, precedidos en cada caso de un estudio 34

preliminar para situarlos en el contexto en el que fueron escritos y para explicar la tarea de adaptación a la que forzosamente han debido someterse, pues transcriben apuntes que, si bien muy elaborados, no fueron concebidos originalmente para su publicación. El primero de ellos, Cassian and the Fathers (2004) introduce la figura de Juan Casiano y sus obras fundamentales, las Instituciones y las Conferencias, en las que aborda aspectos de la vida ascética y eremítica, así como la de otros padres de la Iglesia –figuras como Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa– y los dichos del desierto, por los que sintió especial predilección. Es importante destacar que Merton impartió sus conferencias al tiempo que intercalaba en ellas comentarios con respecto a los acontecimientos sociales más relevantes del momento, para establecer un diálogo fructífero entre la sabiduría del corazón de los ascetas, santos y patriarcas del monacato en el pasado, y las cuestiones más acuciantes en el orden de los acontecimientos contemporáneos y de las estructuras e ideologías predominantes en el mundo. La introducción a ese primer volumen recoge una carta de Merton a un monje brasileño, en la que recapitula el curso de estudios que desarrolló como maestro de novicios: «Durante el noviciado, se impartieron cursos sobre los votos, sobre Casiano, sobre la historia del monacato, sobre la historia y los padres del Císter, sobre teología ascética, sobre la Escritura, la liturgia y el canto monástico. Todo eso se cursaba a lo largo de dos años». A excepción del curso sobre la Escritura, el propio Merton impartió el resto de materias durante periodos de media hora cuatro veces a la semana. Hacia el final de su responsabilidad como maestro de novicios, Merton también impartió charlas sobre literatura, especialmente sobre la poesía de T. S. Eliot, Rilke y otros poetas contemporáneos. Merton, por ejemplo, estaba familiarizado con la poesía de Lorca y de Alberti, así como con la obra de numerosos escritores latinoamericanos, a algunos de los cuales él mismo había traducido al inglés. El segundo volumen, Pre-Benedictine Monasticism (2007), recoge la serie de conferencias que impartió a los monjes sobre monacato pre-benedictino, entre los años 1963 y 1965, hasta cinco días antes de retirarse a la ermita en el terreno de la propia abadía. En ellas se ocupa del periodo histórico comprendido entre los siglos IV y VI y se propone familiarizar a los novicios con los antecedentes de la Regla de san Benito, fuentes tanto griegas y latinas como sirias. Merton acudiría una vez más a los padres y ascetas primitivos, y en este caso a Filoxeno, un sirio del siglo VI, para hacer una de las reflexiones más originales de toda su producción escrita, «La lluvia y el rinoceronte», en diálogo con las obras de Ionesco (El rinoceronte), Thoreau (Walden) y el Premio Nobel de Literatura William Golding (El señor de las moscas). El tercer volumen, An Introduction to Christian Mysticism (2008), es una introducción al misticismo cristiano y no estuvo dirigido a novicios, sino a sacerdotes con responsabilidades pastorales y en el ámbito de la dirección espiritual. El curso tuvo lugar entre los meses de marzo y mayo de 1961; pero, debido a su magnífica acogida, le pidieron que lo prolongara, cosa que hizo durante el verano de ese mismo año, más allá de las veintidós clases originalmente previstas. Para Merton, el estudio de la mística resulta vital para la vocación monástica, pues en ella se abordan, y no solo mediante la 35

lectura, las cuestiones nucleares del camino monástico. «Hemos de quedar plenamente impregnados de nuestra tradición mística», afirma con contundencia, pues ella «forma y afecta al ser humano en su totalidad: intelecto, memoria, voluntad, emociones, cuerpo, destrezas (artes): todo ha de ser entendido a la luz del Espíritu Santo». A partir del origen neotestamentario y de la inspiración directa del Evangelio de Juan y de las Epístolas de san Pablo y los Hechos de los Apóstoles, Merton regresa a los Padres del desierto y dedica atención especial a Evagrio Póntico y a figuras como las de san Agustín, Dionisio Areopagita, Meister Eckhart y santa Teresa de Jesús, a quien considera representante prominente de la mística española. Para Merton, la mística posibilita una nueva forma de ver el mundo, transido de Dios, que es el modo de conocer de quienes, por amor, son «vaciados de Dios y transformados en Su alegría». El cuarto volumen, The Rule of Saint Benedict (2009), está dedicado en su totalidad a la Regla de san Benito, en cuyo prólogo Merton ve la «fundación teológica de toda la doctrina espiritual de san Benito», idéntica a la de los evangelios, aunque aplicada a los monjes y cuya quintaesencia se encuentra en la primera palabra, «Ausculta», «Escucha». Con san Benito, Merton exhorta a los monjes a escuchar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura, en la tradición monástica, en el abad, en la comunidad y en su propio corazón. La escucha reclama una respuesta de radical humildad que no es otra sino la del seguimiento de Jesucristo, quien por amor llegó al extremo de darse, es decir, de vaciarse de sí, por completo. En el prefacio a este volumen, Joan Chittister, OSB, otorga a la Regla la categoría de «clásico», por cuanto su vigencia, de generación en generación, se debe a las verdades que comunica, la universalidad de su significado y su eficacia a la hora de apelar a lo mejor del alma humana. A pesar de ser un documento escrito hace más de 1.500 años, afirma, sigue siendo la guía espiritual para más de 1.400 monasterios y sus 35.500 monjes y monjas y 25.000 oblatos laicos en todo el mundo. Para Chittister, la intención de Merton es, antes que preservar la letra, captar el espíritu de la Regla, cosa que, a su juicio, realiza con acierto al mantener sus tres dimensiones esenciales: su moderación, su flexibilidad y su orientación espiritual antes que legal. Merton inicia sus notas sobre la Regla observando que los monjes no ingresan en el monasterio para seguir las prescripciones de los hombres, sino para amar a Dios. «La Regla», sostiene, «no es un fin en sí misma, sino un medio para un fin [que no es otro sino el de] la unión con Dios en el amor». Y añade que el espíritu de la Regla «se basa, ante todo, en el respeto a la realidad»; en otras palabras, «acepta todas las cosas sencillas de la vida y las pone al servicio de Dios». El quinto volumen, Monastic Observances (2010), recoge las orientaciones que Merton dio a los novicios sobre las observancias monásticas, otorgando un espacio privilegiado a la lectio divina, aunque el volumen también incluye las notas de Merton sobre la «Dirección espiritual en un entorno monástico». Respecto a la primera, Merton observa que esta no se reduce a una mera lectura, ni tan siquiera a un ejercicio de lectura y reflexión. Por el contrario, la «lectio divina supone, idealmente, leer y meditar y orar en el silencio del claustro o de cualquier otro lugar monacal y solitario», pues «el 36

silencio es parte de la lectura, un elemento positivo de la lectio divina». Con todo, el silencio no es un mero mutismo o ausencia de ruido. Hay dos ideas erradas en relación con el silencio monástico: la primera es que «mediante el silencio escogemos a Dios y rechazamos a los hombres. Eso es falso. En nuestro silencio monástico estamos también unidos más estrechamente a nuestros hermanos y a Dios»; la segunda es que «mediante el silencio renunciamos a toda suerte de comunicación humana. Eso es falso: nunca podemos dejar de lado la comunicación presupuesta por la caridad. La caridad es lo primero, antes incluso que el silencio». Para la profesora Bonnie Thurston, el sexto de esa serie de libros de iniciación a la tradición monástica, The Life of the Vows (2012) tiene interés no solo para los monjes profesos sino para cualquier cristiano serio, puesto que Merton estimaba que «el propósito último de los votos [...] ha de entenderse como la restauración de la propia identidad a imagen divina y la donación incondicional de este yo verdadero a su Creador», y que «la esencia de los votos no es la restricción, sino la liberación». El séptimo volumen, Charter, Customs, and Constitutions of the Cistercians (2015), saca a la luz por primera vez tres conjuntos de conferencias de Merton sobre la Carta Caritatis: el primero, sobre el documento fundacional de la orden de Cîteaux; el segundo, las Consuetudines, compendio de costumbres y regulaciones de la orden en el siglo XII; y, finalmente, las Constituciones por las que se regía la orden en el siglo XX, durante el tiempo en que Merton impartía su formación a los novicios. En este contexto, es justo señalar la deuda de gratitud que Merton hizo expresa hacia la espiritualidad del Carmelo y la influencia que reconoce de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús en su propia vida de oración. Respecto a Teresa de Jesús, además de dedicarle un apartado específico en sus lecciones sobre el misticismo a los novicios, ante todo, Merton vio en ella un ejemplo de sensatez y de honda comprensión del papel de la humanidad de Cristo en la oración monástica. Merton señala que santa Teresa estaba «totalmente de acuerdo con la tradición patrística y monástica», pues en el monacato primitivo «no había problema con respecto a la humanidad y la divinidad de Cristo en la oración», y procede a hacer una breve revisión histórica de esa tradición a través de representantes destacados de la teología patrística, como san León, san Gregorio y san Beda, para concluir encapsulando la tradición monástica en las palabras del monje benedictino medieval Ambrosio Autpert: «En la única persona de nuestro redentor, Dios y hombre, confesamos que está la verdadera naturaleza de Dios y la verdadera naturaleza del hombre. Por una de ellas es el señor, por la otra, un siervo [...]. Ser señor es una cosa; ser siervo, otra. Y, sin embargo, el señor no es distinto del siervo, ya que es el mismo el hijo de Dios y el hijo del hombre». Merton parece invitarnos a aplicar lo que santa Teresa dijo del alma a todo nuestro mundo, mirándolo con ojos llenos de fe y viendo en él la manifestación de un castillo «todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos». Por eso, en 1967 escribe esto a la teóloga radical Rosemary Radford Ruether sobre el papel del

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monacato en el mundo: «Lo que es necesario es abrir las puertas y que las personas transiten y aprendan un poco». En Oriente, karuna, la compasión, representa la expresión amorosa de la matriz búdica. También san Bernardo en uno de sus sermones (12.I.1), y en un lenguaje sorprendentemente parecido al del VI patriarca zen de la China, Hui-Neng, hablaba del «perfume de la compasión»: «Se elabora con las indigencias de los pobres, las congojas de los oprimidos, las depresiones de los tristes, las culpas de los delincuentes y, finalmente, con todo género de miserias, incluyendo las de nuestros enemigos. Sus componentes son despreciables, pero con ellos se elabora el perfume más aromático de todos. Y tiene una virtualidad sanativa. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Hoy en día se están haciendo verdaderos esfuerzos para un encuentro cordial de las aguas espirituales del Jordán y las del Ganges. Sin duda, el encuentro de Thomas Merton con el Dalai Lama y con representantes cualificados de otras religiones en Asia tendió un puente para que muchos cristianos pudieran acceder al corazón del budismo. La visita del monje vietnamita Thich Nhat Hanh a Merton y el encuentro interreligioso del Dalai Lama con monjes de diferentes tradiciones en la Abadía de Getsemaní, así como sus sinceros esfuerzos por comprender el Evangelio y el loable empeño de budistas contemporáneos de reflexionar sobre la Regla de san Benito esconden un profundo significado espiritual no solo para la vida de la Iglesia, sino también para el futuro del mundo.

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V Mención aparte merece una reciente publicación que, sin ser de Merton, encuentra su lugar en este punto, porque recoge la quintaesencia de su mensaje contemplativo a partir del testimonio vivo de quien fuera novicio suyo en la Abadía de Getsemaní. La traducción al español del libro de James Finley que lleva por título El Palacio del Vacío de Thomas Merton (2014) aporta una visión imprescindible para el conocimiento de Merton; de hecho, en el ámbito angloparlante es lectura obligada para quienes desean tener un primer, pero decisivo, acceso a su visión contemplativa, pues, como Finley indica, es fruto del contacto diario durante cinco años con su maestro en el marco de la formación monástica y de la dirección espiritual. Su redacción fue acrisolada en un clima de contemplación que hace a los lectores partícipes del espacio interior desde el que se concibió y reclama, a la vez que evoca, esa misma cualidad de atención orante que rezuman sus páginas. El pequeño volumen, introducido de manera sencilla y honda por quien fuera secretario de Merton, el Hermano Patrick Hart, ocso, y por Henri M. Nouwen, cuenta además con una presentación del autor a la edición española, un gesto de genuino aprecio por la feliz coincidencia de su publicación con el quinto centenario del nacimiento de santa Teresa. En palabras del autor, su redacción obedeció al deseo de compartir el don que recibió como monje trapense en contacto con su maestro de novicios, el Padre Louis (nombre monacal de Merton), quien «escribió desde la misma sustancia de su vida» y fue «conocido en el mundo por su carisma para articular algo de la inefable realidad del Dios vivo». Si bien la obra de Merton ha sido objeto de estudio desde las perspectivas teológica, ecuménica e interreligiosa, mística, literaria y social, ningún libro de toda esa rica constelación había sido escrito con tal grado de simpatía interna. No es, por tanto, otro libro más sobre Merton, sino una destilación original de Finley, precisa y preciosamente tejida en comunión con el aliento espiritual de su maestro: «el fuego que las enseñanzas de Merton sobre el verdadero yo aspiran a encender en nuestro corazón» para disponernos a «superar los engaños, tan queridos como temidos, de nuestro falso yo». Los cinco capítulos que lo componen son una meditación sobre el mensaje de Merton, cuyo valor «se cifra en la esperanza de que las palabras apunten a un yo [...] que tan solo en silencio escucha su propio nombre secreto». Ponen voz al anhelo más hondo de nuestras vidas, en su búsqueda de sentido y plenitud. Finley muestra cómo la oración está llamada a provocar una completa transformación de la conciencia hasta que la vida entera, en cada expresión concreta, pueda ser mirada con el ojo interior, como Dios mismo la ve, entrañada en la Luz de su amor. En sus palabras: «La espiritualidad de Thomas Merton se centra en el hecho de que la vida espiritual, en su totalidad, encuentra su cumplimiento llevando nuestra vida entera a una comunión transformadora y llena de amor con el Dios inefable. Esta comunión es a un tiempo la razón de ser y la fruición de nuestro ser más profundo. De hecho, esta comunión revela que nosotros mismos somos inefables, al haber sido 39

hechos a imagen y semejanza de Dios y llamados a una unión de identidad con Dios para siempre».

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2 La raíz de la alienación humana

«La idea de la alienación es básicamente marxista y quiere decir que el hombre que vive bajo ciertas condiciones económicas ya no se encuentra en posesión de su vida. Su vida ya no le pertenece [...]. El cristianismo se rebela contra la vida alienada. El Nuevo Testamento es, de hecho, y así puede leerse desde una orientación marxista, una protesta contra la alienación religiosa». – (T HOMAS MERTON, «Marxismo y perspectivas monásticas», en Diario de Asia). El símbolo geográfico más frecuente en la descripción del paisaje espiritual de Merton, en su autobiografía, es el de la montaña. De ahí la imagen del título, tomada de Dante. Ese símbolo encuentra su correlato físico en la realidad: Merton vio la luz en los Pirineos; como monje, vivió rodeado por las colinas de Kentucky; y murió en las montañas del Himalaya. En su dimensión sagrada, la montaña actúa como metáfora de la divinidad, y el mismo proceso de conversión de Merton se puede interpretar, según un diseño familiar al caminante cristiano, como el ascenso a una montaña, mediante el sendero de la contemplación, hasta la cima de la unión mística. Cabe leer, pues, su narración autobiográfica como un viaje de carácter arquetípico desde la ciudad irreal (Nueva York) hasta la paradisíaca (la comunidad trapense). El tránsito de la primera a la segunda será un bautismo oceánico, una nueva travesía desde las aguas revueltas de la vida contemporánea hasta las aguas sacramentales del bautismo. El impacto que tales imágenes universales iba a provocar en los lectores, al ser trasladadas a un contexto contemporáneo, resultaría tremendo. Publicada el 4 de octubre de 1948, La montaña de los siete círculos tuvo enseguida un éxito sin precedentes en su género. Distintas circunstancias concurrieron para precipitar el proceso de conversión de Thomas Merton, y cada una de ellas ponía de relieve su terrible sentimiento de soledad y alienación en medio de la sociedad de su tiempo, de la que se sabía parte, pero también exiliado: en primer lugar, la tremenda movilidad de su vida en su más temprana juventud, pues cuando Merton contaba con dieciocho años de edad, ya había viajado más de lo que entonces podría hacerlo una inmensa mayoría de personas en toda su vida. 41

Un segundo factor decisivo para la búsqueda de la fe del joven Merton fue su temprano y repetido encuentro con la muerte de los seres más cercanos: la de su madre, a los seis años, precedida de una –y única– carta que ella misma escribiera al niño explicándole la situación de una forma adulta y, para el impresionable niño, brutal; la de su padre, diez años más tarde, carente de sentido y más allá de toda lógica para el entonces adolescente Thomas; la propia experiencia de sentirse amenazado por su propia muerte en un momento de enfermedad, un año más tarde; y la de sus parientes más cercanos: la de su tía Maud, en 1933, y con ella la muerte de su niñez, y la de sus abuelos, con la diferencia de tan solo un año entre ambas. Igualmente determinante en la historia de su conversión fue una creciente toma de conciencia de su condición de pecador, necesitado por ello de perdón. Para Merton, el alejamiento del centro espiritual, auténtica piedra angular de la soledad y la sociedad de la vida del mundo, es, a juicio del crítico contemplativo, el responsable último de cualquier forma de extravío y alienación humana. No es difícil imaginar que Merton encontrara carente de sentido la Europa de entreguerras. Una vez en América, su interés fugaz y su abandono inmediato del comunismo militante no le hizo desistir de su fin ideal, cuyo epítome más genuino vería después asumido en el proyecto de sociedad cristiana. Merton ya no iba a abandonar jamás su crítica severa a los males del capitalismo, que veía indisociablemente unido a la corrupción materialista y, a la vez, la causa y el efecto más inmediato del egoísmo y la irresponsabilidad humanas. Con todo, el comunismo tampoco podía afirmar sus bondades únicamente a partir de su oposición al capitalismo, por cuanto la alternativa que ofrecía defendía ideológicamente la utilización de medios de violencia. Merton diferenciaba el diagnóstico social comunista, con muchos de cuyos postulados teóricos estaba de acuerdo y que, a su parecer, merecían ser tomados en serio, de su remedio curativo, que repudiaba, al mostrar este una falaz afinidad con los errores que el mismo diagnóstico criticaba. Había leído a conciencia el libro de Aldous Huxley, Fines y medios, en el que se expresaba la idea de que con medios erróneos no pueden alcanzarse fines rectos, y aplicó su razonamiento a la ideología que asomaba tras los totalitarismos de su siglo. Merton reunió en sí, de manera comprensible, una mezcla de idealismo con las vivencias reales y dolorosas de la gran depresión y los efectos de dos guerras mundiales. Los males de que estaba aquejado el mundo no eran distintos de los males morales que él mismo padecía, y de ese modo acabó por concluir que es imposible que surjan instituciones humanas perfectas con el mero concurso colectivo de seres humanos imperfectos a la búsqueda de su interés propio. Para Merton, pues, la auténtica ciudadanía, el compromiso social verdadero, solo podría realizarse desde un centro contemplativo y desde un reconocimiento de la persona como ser libre y a imagen de Dios. Sus más grandes y duraderas relaciones se inician en la Universidad de Columbia, una vez establecido de forma permanente en Norteamérica: Seymour Fredgood, Bob 42

Gerdy, Bob Gibney, estudiantes de inquietudes intelectuales como él; Edward Rice, autor de un «entretenimiento biográfico» sobre Merton; Robert Lax, a quien Merton describiría como «una combinación de Hamlet y Elías» y el amigo providencial que, en 1938, en medio de una conversación simple en su improvisación, descubriría en Merton una secreta, aunque todavía escondida, inclinación a la santidad. Para Mark Van Doren nuestro autor solamente reserva palabras de admiración, un sentimiento compartido de modo generalizado por muchos de sus estudiantes. Las clases de ese profesor eran, para su joven aprendiz, verdadera «educación», es decir, una profunda extracción del saber del estudiante para hacerlo explícito y consciente. Su temperamento sobrio y escolástico –era amigo personal de filósofos americanos neotomistas y estaba familiarizado con la obra de Maritain y Gilson–, de una intelectualidad seria y sólidamente fundada, y su conocimiento profundo y riguroso de la materia que impartía, expuesta siempre de una forma disciplinada y sin fáciles subterfugios retóricos, de inmediato se ganó la total simpatía de Merton. La relación entre Van Doren y Merton se mantuvo al término de los estudios del último, a través de una fiel amistad epistolar, hasta el final de sus días. Van Doren le ofreció desde el principio un inestimable estímulo a su vocación creativa, recomendando incluso la publicación de sus primeros poemas a una casa editorial. La admiración de profesor y alumno se fue haciendo mutua, y su familiaridad creció con los años de modo parejo a la estima que se profesaban, hasta el punto de que el propio abad, al corriente de lo estrecho de esa relación, comunicaría personalmente por teléfono a Van Doren el fatal accidente que causó la muerte de Merton en Bangkok. Otro de los mentores que dejaron una huella indeleble en la espiritualidad de Merton, aunque no ejerciendo un papel tutorial académico, sino mediante la práctica de su enseñanza, fue el Dr. Mahanambrata Brahmachari, discípulo de Prabhu Jagatbandhu (1871-1920) de Faridpur, en Bangladesh. Este último había formado una escuela espiritual vaisnava, esto es, de los seguidores de Visnú, que ponía el énfasis en la necesidad del celibato, la no violencia y la eliminación del sistema de castas hindú. En 1932 se le cursó una invitación para enviar a un representante a la Conferencia de las Religiones del Mundo, convocada en Chicago. Brahmachari, entonces un estudiante de 28 años de Calcuta y monje de esa rama, fue seleccionado y, después de llegar tarde a la misma, y sin medios económicos de subsistencia, fue ganándose la vida dando clases y conferencias sobre materias religiosas, hasta llegar a obtener un doctorado en la Universidad de Chicago. Su compañero de estudios, Seymour Freedgood, se lo presentó por primera vez a Merton. Merton había tenido un primer encuentro intelectual con el hinduismo en 1937 por medio de Huxley, pero ahora estaba ante un representante que encarnaba sus valores de manera viva con su sola presencia y comportamiento, más incluso que con sus parcas explicaciones doctrinales. De mayor influencia incluso que los anteriores, Dan Walsh había sido estudiante y colaborador de Gilson y un buen conocedor de Maritain. Walsh, de hecho, le presentó a Maritain, para quien también Merton guarda un lugar predilecto en su memoria. El profesor Walsh descubre muy pronto en su joven estudiante un temperamento 43

agustiniano. Para Merton, ser así considerado suponía entrar a formar parte de una tradición espiritual que incluía los nombres de san Anselmo, san Bernardo, san Buenaventura, Hugo y Ricardo de San Víctor y Duns Escoto, de talante espiritual, místico y práctico, a diferencia de la tradición tomista, más intelectual, dialéctica y especulativa. Fue Dan Walsh quien por primera vez asesoró a Merton acerca de su vocación sacerdotal y quien le mencionó la existencia de los monjes de Getsemaní. Mención especial merece, finalmente, la poderosa personalidad femenina de la baronesa Catherine de Hueck, marcada por un fuerte compromiso social de inspiración cristiana. Merton dedica unas páginas de su autobiografía a relatar su experiencia en Harlem y traza el perfil de esa mujer extraordinaria. Ella hizo del credo evangélico algo más que una teoría estimulante, explica Merton, pues asumió la condición proletaria en la Norteamérica de los años veinte y emprendió la creación de «la Casa de la Amistad» en Toronto en 1930, y en Harlem ocho años más tarde. Esos cinco modelos de aprendizaje y de enseñanza representan, en cierto modo, aspectos medulares de lo que después sería, en una combinación fuera de lo común, el propio magisterio de Merton: un conocimiento vasto del mundo de la cultura contemporánea «secular»; un gusto inagotable por los ámbitos literarios, en sus vertientes de creación y de crítica; una enorme curiosidad existencial por la religiosidad oriental en sus distintas expresiones; una rigurosa exploración teológica de las fuentes doctrinales de su propia tradición monástica; y un interés comprometido con las realidades sociales de su entorno como resultado de una profundización en el mensaje evangélico.

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3 Desierto y paraíso

«De repente, yo soy lo que Cristo es, porque Él fue lo que yo soy, y Este fulano, hazmerreír, pobre pedazo de teja, pelele, brizna de leña, diamante inmortal, Es diamante inmortal». – (GERARD MANLEY HOPKINS, «Que la naturaleza es un fuego heraclitano y del consuelo de la Resurrección», en Soledades y sonetos terribles). Para Merton, la «soledad» contenía básicamente tres significados próximos, pero diferenciados. En primer lugar, indicaba las condiciones de soledad física convenientes y, al menos en un grado mínimo, necesarias para apartarse de ciertos consensos sociales, establecidos y asumidos sin perspectiva ni reflexión, acerca del significado final de la realidad humana; esas condiciones físicas se pueden encontrar en una comunidad monástica o incluso en un clima de soledad más extremo, en el desierto eremita; aunque Merton, que se sabía también leído por un público seglar o no católico, a veces recomienda sencillamente el recogimiento en un «monasterio del corazón». En segundo lugar, la auténtica soledad únicamente podía significar soledad interior. No siempre se encuentran unidas, pero, sobre todo, detrás de una soledad exterior sin soledad interior se puede esconder sencillamente una huida de las responsabilidades humanas o una actitud de menosprecio hacia los semejantes. Por otro lado, quizá se pueda, e incluso resulte conveniente, hallar verdadera soledad interior sin necesidad de apartarse completamente del entorno cotidiano. En tercer lugar, y como objetivo de la segunda, en su acepción más radical, la soledad es realmente un encuentro con Dios y con la humanidad; desde esa consideración, la soledad es verdadero centro, eje y corazón de la persona y de su sociedad. En otras palabras, toda filiación humana que ponga a Dios como centro vinculante es una comunidad. En ese doble encuentro, a su vez, la soledad puede adoptar tres aspectos: desde el punto de vista ontológico, puede entenderse como el terreno esencial del ser; desde el punto de vista psicológico, se trata de un clima interno que propicia y es el umbral de una paz «más allá de toda comprensión», o de un nivel de conciencia de una profundidad inconmensurable; desde el punto de vista religioso, y con la perspectiva de la conversión, se trata ahora no tanto de un logro estático, o de un 45

lugar alcanzado, cuanto del propio camino espiritual, de un adentramiento en lo inefable, en un proceso de continuo autovaciamiento de sí para llenarse de la plenitud de Dios. Para Merton, un ser humano que no cuestiona desde sus entrañas las convenciones de la socialización responde mecánicamente a dictados ajenos sobre los que no tiene conciencia y ante los que carece de libertad; es, en suma, un individuo tan adiestrado como «alienado»; se conforma socialmente de forma plana, pero no se forma humanamente de manera plena. Cinco son, al menos, los frutos de la auténtica soledad que pueden reconocerse en el viaje monástico de Merton: el primero, unidad, que se proyecta en todas las esferas del quehacer humano; el segundo, libertad, en una doble acepción: libertad positiva, al reconocernos hechos a imagen y semejanza de Dios, nuestra libertad primera y última, esto es, libertad para crear, con Él, en la vida del mundo y en el mundo de la vida; y negativa, por quedar liberados de las fabricaciones ilusorias de una individual y colectiva egolatría o, lo que es igual, liberación de los obstáculos para obrar desde el Espíritu y con Él; el tercero, pureza de corazón; el cuarto, compasión, que, antes que un mero sentimiento de empatía, es la personificación misma de la caridad cristiana en acciones de responsabilidad y compromiso; y el quinto, perspectiva, una nueva forma de ver las cosas, desprendida, por vía de unificación con ellas, al descubrir la trascendencia no solo de las mismas, sino en su mismísima constitución. El propio Thomas Merton expone las claves más significativas de su pensamiento en torno a la soledad en ese singular ensayo, tocado por el fuego de la profecía, que lleva por título «Notas para una filosofía de la soledad», del libro Cuestiones discutidas. En esas páginas impresionantes, escritas en 1960, Merton sustituye deliberadamente la palabra «monje» por «solitario» o monachós, escribiendo, por tanto, su reflexión para una audiencia no exclusivamente monástica. Comienza por diferenciar el auténtico sentido de la sociedad, que permite a la persona trascenderse en servicio a los demás, de su comprensión distorsionada y asumida de forma masiva, como fuente de dispersión y distracción continua. Merton advierte a las personas con vocación solitaria que el primer peligro, pero ineludiblemente también el primer paso en ella, consiste en hacer frente al propio absurdo y aceptarlo, asumiendo que la racionalidad de la vida ordinaria oculta con frecuencia un abismo de desorden y confusión. El solitario, continúa, se adentra en una oscuridad sin explicación, en un misterio sin formulación posible y en una «agonía» igualmente incomprensible. Solo cabe aceptar la «celda», no necesariamente física y ni tan siquiera monástica, y seguir el consejo de los padres del desierto: «Vuestra celda os enseñará todas las cosas». Sin embargo, la soledad interior no es un mero apartamiento de la sociedad, no es reclusión, evasión ni, mucho menos, regresión patológica, sino una forma de trascender inercias y automatismos, renunciando a sus múltiples ofertas de diversión y escapatoria. La unión del solitario, mantiene Merton, es la unificación que hace a todos los hombres Uno, y solo en la medida en que cada persona sea unificada (no fragmentada, no «distraída») volverá la humanidad a su condición original de Una. Para eso, el solitario está llamado a vaciarse 46

de sí y a ser indiviso, puesto que de otra manera podría muy fácilmente convertirse en un individualista. Soledad, en su opinión, no equivale a narcisismo. Soledad es la vocación de estar totalmente despierto en medio de una muchedumbre adormecida. La persona solitaria –reitera– no renuncia a las relaciones humanas, pero sí a los disfraces que con frecuencia adoptan so pretexto de que la «imagen social» y el prestigio colectivo contribuyen a mejorarlas. Hombres y mujeres solitarios están llamados al vacío, y en el vacío encuentran que no hay diferencia entre sí mismos y los otros. En su soledad, de ese modo, reconocen la soledad ajena y saben así que su soledad no les afecta tan solo como individuos aislados. Y por saberse solos con Dios, su fidelidad a la soledad («solo Dios basta») es su sostén. La función del solitario es casi siempre oculta, aunque exteriormente «sirva» siquiera para contradecir nuestra natural obsesión por las formas y apariencias de la convivencia, incluso las apariencias de la misma vida cristiana; y todavía más, sirve para poner en tela de juicio la noción misma de «utilidad». La vocación de silencio, pobreza y vacío, añade Merton, es una forma de amor y no de desprecio a los hombres. En el desierto, el solitario se retira a curar las heridas del mundo. Ese desierto puede ser en medio de los hombres o lejos de ellos: ese desierto es aquel lugar de silencio donde Dios pronuncia una sola palabra en la que todas las cosas están comprendidas. El solitario goza de la condición de extranjero sobre la faz de la tierra. A los ojos de la sociedad, puede ser un fracaso: alguien inútil y carente de posición, incluso menos «productivo» en la vida de oración que otros hombres o mujeres religiosos, pues además de su vida, su oración es, también ella, seca y pobre. Hasta tal punto es así que no se da cuenta siquiera de Dios, pues tan absorto está en Él que le parece no verlo. Es prisionero de su soledad y, sin embargo, es libre en su prisión. El solitario es un signo de contradicción. El mensaje central de Merton en torno a la soledad es que el paraíso se encuentra en el centro del desierto solo con que aceptemos el desierto plenamente. Y el desierto de la soledad puede encontrarse en medio de la multitud, en los suburbios, en el sufrimiento, en el aislamiento, en la desgracia y en medio del vocerío urbano. El desierto se encuentra en todas partes.

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4 El pozo de la contemplación

«Jesucristo es para nosotros un modelo de tradición. No ha venido para mantener las instituciones, las leyes, los marcos vacíos; ni mucho menos para destruirlas. Ha venido para llenar y dar cumplimiento: adimplere. [...] Los brazos extendidos sobre la Cruz [...] como el libro con el que se compara la tradición, que siempre permanece el mismo y abierto, ofreciéndonos siempre su mensaje, pero del que hay que volver una página en cada época. El cumplimiento que ha venido a inaugurar continúa en la Iglesia. A nosotros nos incumbe ser lo suficientemente dóciles para dejarnos enseñar continuamente, tan animosos como para ser capaces de volver a comenzar sin desmayo una puesta en práctica que no será ni perfecta ni definitiva, pero que será la que el Espíritu espera de nosotros hoy». (JEAN LECLERCQ, «Renovación y fidelidad», en El desafío de la vida contemplativa). En la biografía oficial sobre Thomas Merton, Michael Mott observa que Merton careció siempre de una estructura familiar. Incluso consciente de que en 1941, y para el propósito para el que estaba reorientando su vida entera, la pertenencia a la Iglesia habría bastado para proporcionarle una vertebración psico-religiosa, ese marco no era suficiente para Merton, que por entonces tenía absoluta necesidad de perdón. No fue casual que Merton encontrara en la espiritualidad cisterciense la curación providencial de su más profunda herida. Y es que el monasticismo cisterciense es una derivación directa de la invitación evangélica a «vivir como vivió Él» (1 Juan 2,6), adoptada por la Regla de san Benito, que, más que un manual de doctrina o un código de vida, aunque participe de ambas, es, sobre todo, una condensación de la experiencia espiritual que preside el corazón de toda vida monástica. San Benito, conocido como el «Patriarca de los monjes de Occidente», según la biografía que de él hiciera san Gregorio, «enseñó lo mismo que vivió»; en su Regla prevé que la vida eremítica solo viene tras una larga prueba suministrada por la vida en comunidad, y Thomas Merton no supuso una excepción a esa norma de sabiduría destilada por la tradición. San Benito insta a seguir ese cauce de vida monástica a todos cuantos se afanen «por llegar a la patria celestial», «a las

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cumbres más elevadas de doctrina», exhortando así a sus seguidores: «cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima Regla que hemos redactado como un comienzo». El propio Thomas Merton, en la historia que escribiera sobre su orden monástica, Las aguas de Siloé, señala el énfasis contemplativo de la misma, aunque sin menoscabo de la parte activa, ya que acción y contemplación –afirma– deben ir de la mano en toda regla religiosa, pues la perfección cristiana se resume en una actitud caritativa, y el amor que la inspira no puede dividirse en dos. En el mismo documento define Merton al monje como un ser humano dedicado por entero a vaciarse de todo egoísmo para ser transformado por Dios y en Dios. Se refiere al ejemplo de san Antonio, quien, después de haber abandonado la ciudad para adentrarse en el desierto, se reveló a sus primeros discípulos como una persona cuyo semblante resplandecía con la paz y la sencillez del Edén en los primeros días en una tierra todavía sin mancillar. Hay una notable diferencia entre el joven Merton que encuentra asilo temporal en un paraíso claustral de orden y sencillez –un marco, en suma, ideal para responder con obediencia al propósito más hondo de toda vida humana, frente a las complejidades de su mundo externo e interno (el horror de la guerra, el ejercicio irresponsable de su libertad)– y el Merton en proceso de maduración que, consecuente con el aliento que allí le guiara, despierta gradualmente de un sueño artificial para descubrir que ni siquiera un monasterio puede quedar inmune al desorden, ruido y complejidad del gran mundo. Sigue siendo cierto, sin embargo, que todo el empeño religioso del monasticismo, con su estructuración precisa, el calendario litúrgico y todo el conjunto de reglas, se dirige a propiciar la creación de un clima contemplativo para la formación de personas de verdad. El monje, en la particular estructura familiar del recinto monástico, es la persona orante que, en su búsqueda de la realidad, persigue ahondar en el significado de la llamada de Cristo a través de las palabras de su mensaje (cf. Lucas 2,19). Si bien separado físicamente de la vida del mundo, participa plenamente de los sufrimientos de su sociedad y es, bien que de una manera específica, arte y parte de la misma. Consciente de pertenecer a una época de constantes transiciones, Thomas Merton predice cambios drásticos de alcance global para los años que cierran el siglo XX, algunos de los cuales necesariamente habrán de sacudir los cimientos de la propia Iglesia católica y cuestionarán seriamente la naturaleza y función del monasticismo. La posición del monje en una situación de resquebrajamiento de estructuras, afirma Merton, no ha de ser la de alguien que se aferra ciegamente a los esquemas del pasado, si bien debería preservarse todo lo que de valioso ofrezca la propia tradición. Afirma, empero, que el monasterio ha de ser algo más que un museo. Merton adoptó, en sucesivas etapas de su vida y con matices y variaciones muy finas, tres actitudes frente a los desafíos del presente: la primera es rendirse con absoluta lealtad a las enseñanzas de la tradición, ignorando los cambios actuales. La segunda es sumergirse hasta tal punto en las urgencias del instante presente que se ignore la experiencia del pasado y lo que este pueda aportar al momento contemporáneo. Y la tercera y más madura, finalmente, consiste en dejar que los signos de los tiempos en el presente y las enseñanzas decantadas del pasado se encuentren en un punto de tensión creativa. Esa 49

es la encrucijada contemplativa que encontró Merton y a la que dio respuesta, acompañándola de un ejercicio constante de discernimiento, mediante una actitud de apertura triple: a la sociedad, a las otras Iglesias cristianas y a las religiones no cristianas. Por lo que respecta a la acción política de raíz espiritual, nos dice Merton, la misma comporta tres grandes énfasis. En primer lugar, supone poner el acento en lo humano antes que en lo meramente colectivo. Implica afirmar a la persona antes que los procesos de producción, y evitar reducirla a una mera pieza del gigantesco engranaje de mercado o dejarla inmersa en una «masa» anónima en la que pierda toda capacidad de emitir pensamientos, deseos, o juicios propios para acabar por convertirse en una criatura sin luz ni voluntad, un instrumento fácil de los políticos en el poder. En segundo lugar, significa enfatizar lo personal, que, aun participando del orden de lo natural, lo trasciende en ámbitos espirituales e incomunicables que eluden cualquier acercamiento analítico; en otras palabras, respetar la soledad, la necesidad de amor y aceptación, los espacios únicos de amistad y creatividad. Finalmente, una acción social de ese tipo implica resaltar la importancia de la sabiduría y el amor, esos elementos no mensurables que hacen que la sociedad pueda gozar de una dimensión más contemplativa. Ese triple enfoque, presidido por el amor a la Iglesia, es el que Merton heredó del impulso transformador de Catherine de Hueck, quien, con el arrojo de un apóstol contemporáneo, cifra la actitud cristiana ante las estructuras de la Iglesia como sigue: «Las estructuras deben cambiar, pero la Iglesia hay que construirla sobre la locura de Cristo y de su cruz, y no sobre la arena de la sabiduría e inteligencia de los humanos. Nos situamos, pues, ante la crucifixión, mas también ante la resurrección. Si levantamos sobre otros cimientos, ¿qué garantía tenemos de que las nuevas estructuras resulten correctas? [...] Abandonar las estructuras o permanecer en ellas y conocer mil muertes; abandonarlas con desesperación o hacerlas cambiar desde dentro con amor. Y este amor no puede ser otro que el de Cristo, el de su propio corazón. Él no dejará de darnos este amor si, en la oscuridad de la fe, penetramos en el misterio de la Iglesia. Si nos quedamos en la periferia de la Iglesia, nunca llegaremos a comprenderla. Es preciso entrar en su tremendo misterio».

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5 Música silente, silencio elocuente

«El misterio del lenguaje y del silencio se resuelve en los Hechos de los Apóstoles. Pentecostés es la solución. El problema del lenguaje es el problema del pecado. El problema del silencio es, asimismo, el del amor. ¿Cómo puede saber un hombre si ha de escribir o no, si debe hablar o no, si sus palabras o su silencio son buenos o malos, causan la muerte o la vida, si no comprende las dos divisiones de las lenguas: la de Babel, cuando los hombres se dispersaron con sus lenguas respectivas en castigo de su orgullo, y la de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo envió a hombres que solo sabían expresarse en un dialecto, a hablar todas las lenguas de la tierra y a unificar a todos los hombres? “¡Que todos sean uno, Padre, Tú en mí y yo en ellos, de modo que sean uno en nosotros!”. Los Hechos de los Apóstoles es un libro lleno de lenguaje. Empieza con las lenguas de fuego. Los apóstoles y discípulos bajaron las escaleras e irrumpieron en la calle como un alma, hablando todas las lenguas, y el mundo cree que están ebrios; pero antes de que se ponga el sol habrán bautizado a tres mil almas, sacándolas de Babel para hacerlas penetrar en el cuerpo de Cristo. En la fiesta de Pentecostés cantamos sobre lo que ellos hablaron. La antífona “loquebantur” inunda mi corazón con sus cadencias luminosas. La falsa Jerusalén, la que solo era apariencia y pereció, no pudo prohibirles que hablaran (Hechos 4). Y cuanto más se amaban unos a otros y amaban a Dios, tanto más proclamaban su palabra. Y Él se manifestó a través de ellos. Esta es la única razón posible para hablar; pero justifica la locuacidad sin fin, en tanto las palabras broten del silencio y al silencio devuelvan el alma». (T HOMAS MERTON, El signo de Jonás). En el desierto monástico, Merton enraizó el árbol de su soledad en «la única cosa necesaria». El silencio como «clima» y condición monástica dio paso al silencio como Presencia. El silencio se reveló música callada y discurrir de aguas de transformación, y así devino paraíso. 51

El silencio es esencialmente para Thomas Merton la morada del presente, y el presente, a su vez, es recinto de la Presencia. Soledad y silencio ofrecen la ocasión de que nuestra percepción del tiempo sea transformada. Merton distingue entre ser libres en el tiempo y quedar libres del tiempo. El último extremo podría comportar una vida de abstracción con el fin de concentrarnos en «esencias ideales» o en «absolutos» alejados de las realidades históricas. Esa opción se halla en abierta contradicción con la cosmovisión cristiana, que reconoce en el tiempo el lugar en el que Dios despliega su actividad redentora. El cristianismo se centra en un acontecimiento histórico por cuyo umbral el Hijo de Dios entra en el tiempo. Él mismo es la puerta. Cristo es el centro de la historia cristiana. Él ha hecho de Su soledad el corazón santo de la sociedad, su cruz y su agápē. Para el monje, el tiempo es historia, mas historia de salvación: liturgia encendida mejor que letárgica desmemoria, realidad sacramental antes que bien de consumo, ocasión de expiación mucho más que unidad de medición. El silencio posibilita la libertad del hombre en el tiempo, abre una brecha, presenta una alternativa, ofrece otra opción. Percibido en esa clave, el mundo contemporáneo aparece, por contraste, como una torre de Babel llena de voces contradictorias. Las palabras, cuando no surgen del yo verdadero, sostiene Merton, son únicamente el vestido de la ignorancia, que oculta la desnudez de la Verdad, pues la Verdad es una Palabra inefable que brota del silencio. Esa ocultación se extiende no solo a la vida ordinaria, sino incluso a la propia vida de oración, que puede llegar a convertirse, advierte Merton, en una elaboración mental de imágenes, conceptos, palabras, actos, sentimientos, mociones o discursos que impiden más que facilitan el acceso a una Voz silenciosa absolutamente sencilla, el encuentro con un Quien a la orilla del misterio. El lenguaje actual, pues, si no brota del silencio, se convertirá inevitablemente en síntoma a la vez que en instrumento virtual de separación y distracción, de fragmentación y alienación. El silencio es, como morada de la Palabra, una matriz indispensable para la verdadera escucha. En receptividad profunda, total, quien escucha enteramente se convierte, sin división alguna entre sí y aquello que oye, en la propia escucha. Nuestra sociedad es de tal naturaleza, sostiene Merton, que, a pesar de estar superpoblada, está integrada por una población dividida, «ausente», incomunicada, esto es, arrojada a un lugar no «presente», perpetuamente enajenada. Paradójicamente, las estrategias de socialización del falso yo, en las que la conquista progresiva de la articulación lingüística juega un papel fundamental, terminan por separar a los sujetos y los apartan de su más profundo centro. Mas el cristianismo, nos recuerda Merton, es una religión de la Palabra. Esa Palabra es Ley, y esa Ley es Amor. Con todo, a menudo olvidamos que la Palabra únicamente adviene en el Silencio. Sin silencio, la palabra de Dios deja de ser Amor para disgregarse en una multiplicidad de «palabras» con sentidos diferentes y casi siempre contradictorios. Por el contrario, la Palabra que Dios pronuncia es su mismo 52

«Es». Su Palabra es expresión de su infinito Amor. Mediante las palabras y acciones que acontecen en la vida y en la historia, la acción secreta y silenciosa de la Palabra, una suerte de «no acción», manifiesta Su realidad, y en ese inconmensurable silencio el Amor opera en la historia. El Verbo se hace carne para habitar entre nosotros. No obstante, sin silencio, sostiene Merton, el cristianismo deja de ser religión para convertirse en mera ideología religiosa. El mal que aqueja a Occidente, en opinión de Merton, es su pérdida de contacto con la sabiduría silenciosa, a la que pretende sustituir por sucedáneos de conocimiento exclusivamente discursivos y analíticos. Por eso, ahora más que nunca, indica, se hace necesario redescubrir un clima de soledad y silencio consonante con la circunstancia concreta de cada mujer y cada hombre. El silencio es el eje del corazón religioso, el núcleo de la vivencia mística y el agua fresca y nutricia de la contemplación. Sin embargo, y a pesar de formar parte de la tradición monástica cisterciense, una orden de naturaleza contemplativa, Merton nunca redujo el uso del término «vida contemplativa» a la profesión exclusiva del monasticismo, ni tan siquiera a la experiencia mística unitiva, aunque ese constituyera el propósito último y el aspecto más importante de su ortopraxis religiosa. La llamada a la contemplación es universal. Los místicos de todos los tiempos han advertido contra el peligro de reificar la contemplación concibiéndola como un «objeto» de posesión, una propiedad privada, un privilegio elitista. Su apropiación exclusiva por grupos o personas se encuentra en la raíz misma del falso misticismo y es una muestra de ambición espiritual, que eleva a un plano supuestamente legitimado por Dios el mismo tipo de egoísmo exhibido en el orden de la posesión material. Eso no significa que no desempeñen un papel único y extraordinariamente relevante las «escuelas de contemplación» monásticas, que cultivan con especial celo la llamada universal a la santidad y se ofrecen como servicio, foco de irradiación y modelo de vida para todos. Asimismo, Merton pone en entredicho el surgimiento de las múltiples formas de pseudomisticismo asociadas a las culturas marginales de las drogas psicodélicas. Sin entrar en el debate del momento, y aun cuando resultara probado que su uso no fuera dañino, e incluso si se llegaran a demostrar efectos psicológicos beneficiosos, Merton apela a la experiencia de san Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo, II, xvi), quien insiste en que un camino místico genuino rechaza por propia definición el apetito de experiencias gratificantes. Y para aquellos que pongan objeciones al misticismo apofático por considerarlo propenso a la «introversión», Merton advierte que, efectivamente, ese término ha sido originalmente utilizado en la literatura mística, aunque posteriormente fue asumido por la psicología clínica. La «introversión» mística no es psicológica; y el recogimiento silencioso del contemplativo no tiene que ver en absoluto con un ejercicio de narcisismo, bien que ese sea otro de los mayores peligros de un misticismo mal asimilado. Para discriminar entre aquel y el verdadero misticismo, Merton tan solo comenta: «Por sus frutos los conoceréis». 53

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6 Las riberas de la Vida

«Hay en todas las cosas visibles una fecundidad invisible, una luz tenue, una docilidad sin nombre, una totalidad escondida. Esta Unidad e Integridad misteriosa es la Sabiduría, la Madre de todo, Natura naturans. Hay en todas las cosas una dulzura y pureza inagotables, un silencio que es una fuente de acción y alegría. Surge suavemente sin palabras y fluyen hasta mí desde las raíces ocultas de todo ser creado, acogiéndome con ternura, saludándome con indescriptible humildad. Es a la vez mi propio ser, mi propia naturaleza, y el Don del Pensamiento y del Arte de mi Creador en mi interior, hablándome como Hagia Sophia, hablándome como mi hermana, la Sabiduría.Despierto, nazco de nuevo ante la voz de ella, mi Hermana, que me ha sido enviada desde la profundidad de la fecundidad divina». Despierto, nazco de nuevo ante la voz de ella, mi Hermana, que me ha sido enviada desde la profundidad de la fecundidad divina». (T HOMAS MERTON, Hagia Sophia). San Juan de la Cruz llama «noche oscura» al camino estrecho de la perfección que es la unión con Dios. Thomas Merton emprendió ese angosto camino en pos de la infinita soledad y de la sociedad perfecta en un viaje arquetípico al que aluden veladamente los poemas del niño perdido y encontrado, de William Blake, o al que abiertamente se refieren tanto la parábola del hijo pródigo en el Nuevo Testamento (cf. Lucas 15,1132)como algunos versos deLa canción del zazen, de Hakuin, en la tradición budista: «Sin saber lo cerca que tienen la Verdad, los seres la buscan en la lejanía –¡qué pena!–. Es como alguien que está dentro del agua y grita pidiendo agua al sentirse sediento. Es como el hijo de un hombre rico perdido entre los pobres». La noche, dirá Merton, es una muerte del falso yo superficial y la consecuente resurrección, o salvación, del verdadero yo esencial; una transformación de las aguas 55

más profundas; una revolución interna que se opera desde el fondo de un océano espiritual. La noche nos obliga a confrontar directamente el rostro de la muerte, interpelándonos continuamente acerca del sentido final de la existencia. Aceptar la muerte en la Cruz y atravesarla, como hizo el Señor de la Vida, conduce a la fuente misma de la Vida. El despojamiento propio lleva a la sobreabundancia, la nada hasta el todo, el vacío a la plenitud, y nuestra ausencia a Su Presencia. En esa convergencia de aparentes opuestos, adentrarse en la noche y morir con Cristo en la Cruz significa también reconocer el lugar del hombre en el universo y participar de Su misterio insondable. Si en ese territorio del asombro el amor de Dios se manifiesta en nuestra pobreza, y Su todo en nuestra nada, la noche es el camino de desposesión espiritual, en el que, en absoluta renuncia a su voluntad «individual», el peregrino ofrenda con perseverancia, mediante la oración y por medio de las prácticas religiosas y de la caridad hacia los semejantes, su voluntad para ponerla en Otras manos, dando así fiel cumplimiento a la exhortación de san Bernardo para que seamos copartícipes de la acción creadora de Dios, reconciliando la naturaleza humana con la divina en Cristo, Nuevo Adán. Para que eso suceda, el «hombre viejo» ha de «desnacer», dirá Merton, dando paso simultáneamente al alumbramiento de una nueva identidad: «Porque [...] si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre, mas su vida es un vivir para Dios» (Romanos 6,5-11). La clave para la comprensión de lo que tal proceso implica reside en la pureza del amor «no egoísta». Ahora bien, un amor de esa naturaleza supone que ya no el ego, sino Dios, ocupa el centro de nuestro proyecto vital. Eso comporta una trascendencia de sí, en la que el yo ha caído en el olvido, experimentándose un «no yo» o un yo nacido de nuevo y tocado por la gracia, resucitado en el momento de su misma muerte. Podríamos decir que la vocación monástica es una auténtica «vacación», esto es, un vacare Deo, o un vaciarse de uno mismo para llenarse de Dios. El sujeto individual experimenta una transformación, dejando de percibirse como un «ego» aislado para reconocerse como «alguien» absolutamente dependiente de Otra Persona infinitamente trascendente. La autonomía prometeica ha dado paso a una liberación teonómica. De ese modo, la práctica de autovaciamiento es el paso preliminar para recibir gratuitamente el don del amor divino, del que en realidad ya somos herederos desde antes incluso de la creación del mundo. En las antípodas de lo anterior, la noche de la identidad personal puede ser un infierno opresivo, más que un cauce de libertad, cuando procede de la anulación de la persona en manos de la maquinaria social totalitaria. Sería monstruoso confundir la mayor experiencia de liberación humana, esa nada necesaria que encierra un potencial infinito de plenitud, con el fruto irracional de cualesquiera patologías del poder. La verdadera libertad personal jamás puede ser sinónimo de enajenación social o adocenamiento ideológico. Esa fue, precisamente, la terrible distorsión del nazismo, y 56

sigue constituyendo aún, advierte Merton, un inmenso peligro para nuestra actual sociedad, que de una forma quizá más sutil, pero no menos eficaz, puede adoptar comportamientos totalmente injustos y contar, sin embargo, con el ciego beneplácito de los ídolos religiosos o seculares del momento. En una suerte de inversión de la acusación marxista, el «éxtasis político» puede llegar a erigirse en auténtico opio pseudorreligioso, sucedáneo del núcleo personal y social más sagrado. Con esa perspectiva, la elección de la soledad y la sociedad contemplativas es para Merton una proclamación viva de la posibilidad de una existencia plenamente humana. Equivale a dar una respuesta creativa, sana y santa a las estructuras de pecado o de alienación imperantes. Ahora bien, Merton admite que también es cierto que el clima monástico puede alimentar un tipo de actitud que inconscientemente enmascare un entramado de percepciones autocomplacientes en nombre de una abstracta «espiritualidad», y en ese caso será la soledad ahora, y no la sociedad, la matriz generadora de una nueva variante de la alienación. Puede ser preciso en tales casos, tras un fino discernimiento, deshacer ese refugio de equívoca apariencia que impide, más que alienta, el tránsito de la noche al día. Mas ¿cómo mudar la tiniebla en luz? ¿Cómo salir de nuestro propio laberinto? «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Juan 3,4-5). Thomas Merton indica que el nuevo nacimiento espiritual ocupa el lugar primordial de las aspiraciones de las grandes religiones de la humanidad. En la religión cristiana, esa aspiración queda reflejada en el bautismo y preside todos los actos sacramentales a partir de esa primera inmersión en las aguas del Espíritu, además de constituir el objetivo fundamental de la conversión monástica. Por otro lado, la civilización cristiana occidental, argumenta Merton, ha asimilado en gran medida el dinamismo bautismal de la fe cristiana, estableciendo una ecuación entre la «nueva vida» y una «actividad renovada» incesante, lo que hoy en día equivale, en la exégesis capitalista, a una continua necesidad de intervención mercantilista y, por tanto, en términos económicos, a una desenfrenada compulsión productiva. Remontándose a los orígenes, Merton sugiere que los carismas de la Iglesia primitiva, que pervivían como signos de libertad frente a la dominación romana y helénica, fueron fundiéndose de manera gradual con las energías culturales de Roma y, más tarde, con las de los pueblos bárbaros del norte de Europa. En su enfrentamiento con el islam –aduce–, el cristianismo (como religión) se confundió con «la Cristiandad» (como imperio), y la convicción de una victoria segura sobre la muerte justificó, en una terrible distorsión del impulso evangélico, la necesidad imperiosa de dar muerte al enemigo: la Cruz se enarboló, en definitiva, como estandarte de guerra, y la religión se confundió en demasiadas ocasiones con una cruzada militar, poniendo el mensaje del Evangelio al servicio de un interesado programa ideológico.

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Reconociendo ese pasado plagado de sombras, Merton, sin embargo, rescata otro aspecto crucial del cristianismo: su semblante femenino, un carácter contemplativo y silencioso, el rostro de la interioridad, en el que la sabiduría oculta adquiere primacía sobre el ideal de dominio y conquista del mundo y en el que el amor gratuito reemplaza a la violencia ejercida con frecuencia a fin de obtener resultados visibles. La nueva persona, según Merton, no ha de ser unidimensional ni caracterizarse por un activismo agresivo; debe cultivar, junto a las virtudes positivas que encierra la acción correcta, una cualidad de profundidad, la capacidad de guardar silencio y la escucha atenta de la voz de su corazón; ha de saber renunciar a la propia voluntad para dejarse llevar con docilidad por el viento del Espíritu, que actuará sobre ella y a través de ella en sus semejantes. Merton concluye que ese aspecto del cristianismo, hasta cierto punto escondido en Occidente, posiblemente resulte más inteligible para los religiosos de Oriente. Por eso resulta de importancia capital un profundo diálogo ecuménico con el Este cristiano y no cristiano. La madurez del contemplativo, mediante una integración orgánica de las cualidades de acción y contemplación que encarnan Marta y María, viene marcada por una creciente comunión con todo lo creado y, de manera particular, con la humanidad sufriente. La soledad, el silencio y el tránsito por la «noche», viene a decir Merton, deben ayudar a crear un clima de «vacío», esto es, un espacio interior indispensable en la topografía sin sitio, sobrestimulada y aturdida, de nuestros sistemas sociales. El 8 de abril de 1950, Sábado Santo, Merton anota en su diario: «Todo está a la espera de la Resurrección». Y en mayo de 1968, durante un retiro dirigido a mujeres contemplativas en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, Merton concluyó su charla sobre «La realidad contemplativa y el Cristo viviente» afirmando que «Cristo realmente ha resucitado y vive en nosotros ahora». Así, todo está a la espera de la Resurrección, y al propio tiempo «se trata de que Cristo realmente está presente y vivo aquí y ahora entre nosotros». Eso es intrínseco a nuestra condición liminal. Quizás es en esos dos retiros con las abadesas, en diciembre de 1967 y en mayo de 1968, donde encontramos al Merton de plenitud, dando muestras de madurez y compartiendo su sabiduría de una manera honda y humana, bendecido por el espíritu de Sofía y abordando temas en los que, si bien inicialmente fueron objeto de exploración en un ambiente de apertura y sinceridad reservado solo a unas pocas contemplativas, muchas personas se pueden reconocer hoy. Comentarios como el siguiente, que afortunadamente fueron transcritos y pueden leerse en el capítulo titulado «Presencia, silencio, comunicación», disipan la aparente opacidad de nuestras vidas: «Dios quiere la bondad divina en nosotros. Esa es una verdad profunda, el deseo de parte de Dios de volverse consciente de Sí en nuestra propia conciencia. Por eso la contemplación es para todos». En tiempos convulsos y de suma confusión, como un antídoto contra la alienación contemporánea en sus múltiples manifestaciones, Merton nos exhorta a cultivar «la responsabilidad en una comunidad de amor», pues «la contemplación no es una 58

cuestión individualista». Y se hace eco de las palabras de Cristo, «amaos los unos a los otros», que para él sintetizan la relevancia y la urgencia de la contemplación: «Que Dios habite justamente aquí, entre vosotras. Eso es la contemplación, ¿verdad?, la experiencia de la cercanía y la proximidad de Dios». Vivir a la altura de las consecuencias que ello entraña puede convertir a las personas contemplativas en profetas, antes que en meras supervivientes; en creadoras y artistas de la danza, visionarias y hacedoras, exploradoras del arte espiritual de la posibilidad, ya no ajenas, sino próximas a y prójimos de nosotros, de los otros y de Dios; peregrinas hacia un nuevo cielo y una nueva tierra, sus pioneras a la vez que moradoras y entrañadas en Él desde antes incluso de la creación del mundo (cf. Efesios 1,4).

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7 La luz abisal

«¡Usurparemos tus viñas e invadiremos tus colinas de trigo, Hasta que nos encierres, Jesús, en tu cárcel de luz!». (T HOMAS MERTON, «La Comunión», en Collected Poems [traducción de Sonia Petisco]). Para la espiritualidad sufí el hombre es memoria del universo. De modo parecido, para el cristiano, tras la «noche» purgativa en la que el hombre viejo se ve reducido a nada, la iluminación supone traer al presente la Presencia del hermano universal y despertar de su letargo la memoria del Cristo cósmico. La iluminación, en expresión de Merton, es un despertar en el que el peregrino de Dios, despojándose de todas las imágenes ilusorias que mantenía de sí en su vieja identidad, y con ayuda de la gracia, abre su espíritu al Espíritu. En La experiencia interna, Merton, a quien parafraseamos, señala que la historia de la expulsión de Adán lejos del paraíso presupone, en términos simbólicos, que el estado original del hombre es el de la contemplación. La caída fue esa separación a la que la patrística griega atribuía la causa de que una sola humanidad llegara a dividirse en dos sexos, dos tendencias (acción y contemplación), una mente dual y un corazón escindido. Esa caída fue un auténtico exilio a un mundo exterior y contingente, un reino poblado de objetos con los que el ser humano mantenía una exclusiva relación de dependencia. Como ya no contaba con Dios como centro, tan solo podía percibirse a sí mismo como su propio dios. Y en compensación por los afanes y frustraciones de ese extrañamiento, el hombre, hasta el día de hoy, ha de admirarse, confirmarse y gratificarse a expensas de sus semejantes. De ahí el doloroso entramado de amores y odios, de deseos y de miedos, de impulsos contradictorios, que nos determina. Merton desarrolla el mismo tema con mayor extensión en El hombre nuevo. Allí evoca la existencia del primer Adán en el paraíso, una existencia alumbrada por la Luz del Padre, y presenta distintas versiones doctrinales en torno a las nociones de «imagen» y «semejanza» de Dios, concluyendo que «la imagen de Dios es la cumbre de la conciencia espiritual del hombre y supone su grado más alto de autorrealización». Sin embargo, continúa Merton, encontrar la imagen de Dios en nosotros no tiene nada que ver con un despertar platónico a la espiritualidad de nuestra esencia como una 60

dimensión escindida de la materialidad concreta de la existencia. Y añade a ese respecto una observación de suma relevancia, cuya ignorancia puede haber contribuido en buena medida a ocasionar formas peculiares de alienación dentro del propio cristianismo: «La visión cristiana no establece una división abstracta entre materia y espíritu», «El cuerpo no se rechaza (lo que, en cualquier caso, no sería posible), sino que se eleva y se espiritualiza. El hombre no queda cortado por la mitad, sino más unificado, cada vez más una sola pieza, más integrado que nunca». Esa aclaración resulta fundamental para comprender el enorme aprecio del monje trapense por, además de otras, la senda del zen, un camino de despertar al yo verdadero que precisamente integra la actitud religiosa con una postura corporal adecuada e incide en la unificación de la persona como un todo en medio de las realidades concretas y cotidianas, viendo, como santa Teresa, a Dios en los pucheros. Merton afirma, siguiendo las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, que Cristo, la Palabra pronunciada por el Padre, es la luz del mundo, desde antes incluso de la génesis de Adán, y hacia Quien la misma creación de Adán ya apuntaba (cf. Juan 1,1-11). Si Dios nos parece escondido, no es tan solo debido a su infinita distancia de nosotros, sino también a causa de su infinita proximidad. Más próximo a nosotros que nosotros mismos, es una luz que no vemos y sin la cual, sin embargo, no podríamos ver. Con la luz de Cristo, en suma, los sentidos corporales y las potencias del alma no quedan eliminados, sino iluminados. La iluminación divina no es sino la que posibilita el conocimiento real de uno mismo y de los semejantes, poniéndonos en disposición de traducir la experiencia profunda de unidad con el otro en los actos concretos de servicio hacia él. Cristo es, por tanto, además del modelo de nuestra comunión existencial con Dios, la misma luz misericordiosa por la que en nuestras almas se efectúa la unión con Él. Ahora bien, Merton, haciéndose eco de una clásica división teológica, distingue tres modos de unión: natural, sobrenatural y mística. Esta última supone no solo una identificación perfecta de mentes y voluntades en conocimiento y en amor, sino la perfecta comunión por encima de todo conocimiento y todo amor: ya no yo, sino Cristo viviendo en mí. A partir de aquí, Merton regresa a la consideración de la fe como la luz transformadora del hombre en Cristo, el Nuevo Adán. Para ello acude a san Pablo, que subraya la diferencia entre el primer y el último Adán: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Corintios 15,45); y explica que, al igual que Adán fue elegido por Dios para gobernar la primera creación, Cristo fue enviado para presidir una segunda creación espiritual completamente nueva, pues con Su muerte y resurrección entramos en otra etapa que orienta de manera completamente distinta la historia del mundo, insuflándole nuevo aliento desde su interior. La tarea del Nuevo Adán, ahora, es la de unir las almas de todos los seres humanos en un solo cuerpo místico. Cada persona tiene una parte que cumplir en esa reunificación, porque todos, dice Merton, conformamos el cuerpo del Nuevo Adán y participamos de su misión en la tierra. Merton señala cómo nos convertimos en primer 61

lugar a Cristo al recibir la luz del bautismo, al participar sacramentalmente en su pasión y resurrección y al seguir el consejo evangélico (cf. Gálatas 6,8); nos convertimos finalmente en Cristo por medio de una operación mística que nos hace hombres nuevos. Merton, con san Pablo, afirma que la transformación en Cristo ya ha comenzado en esta vida, pues la identidad más honda de los hombres y su realidad verdadera es Cristo mismo, «el segundo Adán». Aún somos Adán, pero ya somos Cristo. Dios mora en nosotros, y nosotros en Él. Somos un nuevo paraíso que tiene a Cristo, Árbol de la Vida, como centro, cruz y eje. Desde ese árbol de Luz se ilumina nuestra soledad, ermita interior del Espíritu, y de ella emana la acción de Cristo, infundiendo a todo Nueva Vida. Merton proclama con pasión y sencillez el secreto luminoso de la fe cristiana: «El mensaje de esperanza que el contemplativo te ofrece, hermano, no es que necesitas abrirte camino en medio de la jungla del lenguaje y de los problemas que hoy rodean a Dios, sino que, tanto si lo entiendes como si no, Dios te ama, está presente en ti, vive en tu interior, mora en ti, te llama, te salva y te brinda una comprensión y una luz como jamás pudiste encontrar en los libros o escuchar en las homilías». Para Thomas Merton, la visión del nuevo mundo y su consiguiente transformación desde la experiencia de la trascendencia y hacia ella entraña una orientación renovadora en los ámbitos de la sociedad y de la naturaleza. De manera concreta, entre los incontables problemas que padece nuestra sociedad, Merton menciona los siguientes: leyes laborales injustas, distribución desigual de vivienda y alimentos, conflictos raciales, dificultades económicas en el tercer mundo, tensión e incomunicación entre los bloques poderosos, indoctrinamiento secularizado y materialista del hombre contemporáneo, brutalidades, abusos y asimetrías en el ejercicio del poder, la carrera armamentista, la amenaza nuclear, etc. Entre las posibles medidas para afrontar esos problemas, y siempre vinculando la acción social con su fuente contemplativa, para garantizar su rectitud, Merton enumera, estimándolas urgentes, las que siguen: en primer lugar, la humanización de la sociedad, lo cual demanda la sustitución de los espacios colectivos, en tanto que mera suma de individuos, por lugares realmente comunitarios, donde hay comunión de personas, y requiere, de forma concreta, la humanización de cada sujeto, convirtiendo las pulsiones individuales, superficiales y egoístas en impulsos personales profundos y creativos; a continuación, la restauración de la verdadera comunicación humana más allá de la uniformización y superficialidad de los medios de comunicación de masas; derivada de la anterior, el fomento de un auténtico diálogo de culturas, así como una apertura ecuménica tanto más necesaria cuanto más aguda se hace la crisis de estructuras y mayor alcance tiene la situación de diáspora del cristianismo; y, finalmente, la extensión de la paz mediante el ejercicio de una auténtica no violencia, que atribuye a Dios antes que al ego, en el espíritu de las enseñanzas de Mahatma Gandhi, la raíz de cualquier legítima protesta. En cuanto al segundo ámbito, la responsabilidad del hombre para con la naturaleza se desprende del propio papel del hombre en el universo como locus de la epifanía divina, porque el universo se hace consciente de sí a través del ser humano. La persona, 62

para Merton, es al universo lo que el ojo al cuerpo. Con la mirada limpia, y la visión unificada, el cuerpo –persona y a la vez cosmos– se llena de luz, y la creación entera predica, en explosión silenciosa, la presencia de Dios. Esa luz se extiende en el hombre, y a través de él a toda la tierra: desde el corazón humano se elevan, en comunión con la naturaleza, cantos de alabanza al Creador. El hombre nuevo es, no solamente contemplativo, sino heredero con Cristo y copartícipe de la creación. Su «acción contemplativa», además de ser redentora y salvífica, es, por tanto, «creadora» y se despliega, bien mediante el trabajo, que así deviene liturgia, bien mediante la creación artística, que, cuando brota de un corazón purificado, como en el caso de la pintura de iconos o el del arte japonés del sumi-e, hace transparente al espectador la realidad luminosa de las cosas.

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8 Secreta belleza

«En el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no está tocado por el pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Ese puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por así decirlo, su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como nuestra indigencia, como nuestra dependencia, como nuestra filiación. Es como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verla, veríamos esos miles de millones de puntos de luz reuniéndose en el aspecto y fulgor de un sol que desvanecería por completo toda la tiniebla y la crueldad de la vida [...]. No tengo programa para esa visión. Se da, simplemente. Pero la puerta del cielo está en todas partes». (T HOMAS MERTON, Conjeturas de un espectador culpable). Diversos factores pueden explicar el profundo interés de Merton por las cuestiones sociales. En primer lugar, la naturaleza profética de la profesión monástica, entendiendo por «profecía», en sus propias palabras, una comprensión directa de la realidad en su momento de mayor tensión y pulsión hacia lo nuevo, y ello a la luz de la experiencia cotidiana; es decir, una lectura de la Noticia evangélica entre las líneas de las noticias del mundo. En segundo lugar, Merton estaba acostumbrado a cuestionar las motivaciones últimas de su conducta, y eso le ayudó a discernir sutiles mecanismos de comportamiento social extremadamente estereotipados y rutinarios; en suma, el conformismo tibio y acomodaticio de los biempensantes. En tercer lugar, la propia definición del cristianismo obliga a la Iglesia y a sus creyentes a tomar parte responsable en el curso de la historia. Un cuarto factor de no pequeña importancia fue el deseo ardiente, expresado de manera explícita en su joven autobiografía, de alcanzar la santidad; en sus estudios hagiográficos, Thomas Merton descubrió como un distintivo común a los santos de todos los tiempos su inmensa compasión hacia los semejantes, a la vez que definía la santidad como el proceso de conversión en uno mismo, en el yo 64

verdadero: «Para mí, ser un santo comporta ser el que soy», repite Merton una y otra vez. También fue decisiva en su proceso de apertura la del monasterio mismo y el acceso gradual a cada vez mayores fuentes de información del otro lado del espejo monástico. Otro factor relevante es que Merton habría de adoptar con inmensa fidelidad el mensaje de Juan XXIII en su encíclica Pacem in Terris, llevando hasta el final sus implicaciones sociales. Hay que destacar en este punto una experiencia de iluminación y comunión profundas en Louisville, un episodio importantísimo que relata en la tercera parte de Conjeturas de un espectador culpable, donde claramente se testimonia que el júbilo de «ver» o «despertar» a la propia naturaleza verdadera va acompañado de un deseo sincero de compartir ese descubrimiento con los otros, ya no otros, sino nos /otros, «nuestros otros», los miembros de un mismo Cuerpo: «No hay modo de decir a la gente que anda por ahí resplandeciendo como el sol... ellos no son “ellos”, sino mi propio yo; [...] fue como si de repente viera la secreta belleza de sus corazones, las profundidades de sus corazones, adonde no pueden llegar el pecado ni el deseo ni el conocimiento de sí mismo, el núcleo de su realidad, la persona que es cada cual a los ojos de Dios. ¡Si por lo menos todos ellos se pudieran ver como son realmente...! ¡Si por lo menos nos viéramos unos a otros así todo el tiempo...! No habría más guerra, ni más odio, ni más crueldad, ni más codicia». Si la primera respuesta monástica en la sociedad de su origen fue de signo ascético, Merton señala que en nuestra sociedad, aquejada en su misma raíz de la enfermedad de la alienación, la genuina ascesis contemporánea únicamente puede consistir en una respuesta personal íntegramente humana. «No necesitamos una comunidad de robots religiosos sin mente, sin corazones, sin ideas y sin caras». La contribución, de rostro personal y acento humano, que hizo Merton para establecer la paz de Dios en el corazón de la soledad y de la sociedad contemporáneas fue triple: en primer lugar, desde una solidez teológica acompañada de propuestas concretas, su posición firme y reiterada en múltiples artículos y ensayos de que la guerra, en cualquiera de sus formas, tiene que ser totalmente abolida y debe ser moral y políticamente repudiada; en segundo lugar, su postura de que los modos de resistencia a la opresión han de ser, en todo caso, no violentos; y, finalmente, su convicción de que la acción no violenta no se limita a un acto positivo de oposición a los conflictos bélicos, sino que constituye toda una forma de vida.

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9 La fruición de la contemplación

«Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí». (SAN JUAN DE LA CRUZ, «Oración del alma enamorada»). En el registro de su diario correspondiente al 29 de noviembre de 1951, a los seis meses de aceptar su puesto como maestro de escolásticos en el monasterio trapense, Thomas Merton afirma que, una vez llamado a la soledad, todo lo que toca el monje le conduce a una soledad cada vez mayor, y todo cuanto le afecta contribuye a transformar a la propia persona en una ermita viva. Merton escribe: «No hay un desierto tan terrible, tan hermoso, tan árido y tan abundante como el desierto de la compasión». En ese desierto, el corazón del solitario no conoce fronteras, y en su corazón caben los dolores y aflicciones de la humanidad entera. La compasión es un fruto consustancial a la experiencia de la iluminación que mueve a la persona a dar una respuesta íntegra a cada situación. No se trata, nos previene Merton, de actuar de acuerdo con un programa moral, afectivo o ético sobreimpuesto de manera doctrinal o dogmática a la estructura de la personalidad, sino de dejarse mover con docilidad por el Espíritu, con compasión y asumiendo compromisos humanos en todas sus dimensiones, incluidas las sociales y políticas. En su Diario de Asia, Merton escribe que, en distintas entrevistas con representantes de la espiritualidad del budismo tibetano, todos ellos, con el propio Dalai Lama, ponían el acento en la compasión como algo necesario en un camino de desierto y soledad. Por ejemplo, en una conversación con Chobgye Thicchen Rimpoche, el lama además de místico y poeta de la escuela sakyapa del budismo tibetano, este resaltaba, frente a maitreya y karuna, la centralidad de bodhicitta. Los tres giran en torno al amor y la compasión, aunque maitreya, que en sánscrito denota la cualidad de lo «amigable», se refiere popularmente a la futura encarnación del Buda, de quien se espera que haga su aparición cinco mil años después de la muerte de Gautama, el primer buda histórico; karuna es el término que en la comprensión del budismo mahayana indica propiamente la compasión; bodhicitta, finalmente, se refiere a la naturaleza búdica, la mente o el corazón de un ser iluminado o despierto. El auténtico significado de este último término queda ilustrado en la clasificación que Thicchen Rimpoche estableció para Merton, 66

distinguiendo tres clases de bodhicitta, la última de las cuales considera la más perfecta: en primer lugar, la del rey, que le mueve a uno a buscar fuerza espiritual para salvarse a sí mismo y, a continuación, a los otros; en segundo lugar, la del barquero, por la cual uno se encamina con los demás hacia la salvación; finalmente, la del pastor, que hace que uno deliberadamente se quede detrás, al cuidado de los demás, y sea el último en alcanzar la salvación. No solo el valioso contenido de esas conversaciones sino la familiaridad con que parecen haber tenido lugar, ejemplifican la misma cualidad compasiva del diálogo, que en todo momento emerge de una honda preocupación por las cuestiones perennes del ser humano en un intento por darles una respuesta viva y afirmada en la experiencia de una orientación de vida religiosa. Solamente entonces, una suerte de camino medio, «acción contemplativa» o «contemplación activa» podía garantizar la unidad de origen y de propósito de las relaciones sociales genuinas en Dios y conducir al ser humano hacia un tipo de convivencia social no alienada. En suma, el imperativo monástico de compartir los frutos de la contemplación (contemplata tradere) suponía, dicho de otra manera, derramar el amor en obras. En ese contexto, conviene recordar la invitación de Merton a su público lector laico a emprender un viaje espiritual sin necesidad de optar por un monasticismo «formal». Merton iba a referirse a una suerte de «paramonasticismo», o mencionaría al «monje laico de tipo Zósimo», aludiendo a la distinción que Dostoievski establece en Los hermanos Karamazov entre el asceta Ferapont, que se separa del mundo para poder maldecirlo desde la torre de su soledad, y el staretz Zósimo, de carácter amable y compasivo, que se identifica con quienes sufren en el mundo y solicita con su oración las bendiciones de Dios sobre todos ellos. Para Merton, ese monasticismo, de un carácter más carismático que institucional y no necesitado de complejas estructuras, adquiere cada vez mayor relevancia en nuestro mundo. Con todo, el monje no debe quedar «funcionalmente» definido en torno a una «misión» o «tarea» específica, pues juzgarlo según criterios de «utilidad» pronto podría conducir a un nuevo culto a la eficiencia «espiritual» que reprodujera el comportamiento propio del capitalismo en el orden «material». Antes que un «hacer» sin raíces, el monje, según Merton, persigue otro fin: «cultivar cierta cualidad de vida, un nivel de despertar, una profundidad de conciencia». Merton situaba a los monjes, en su deliberada irrelevancia, junto a los poetas y algunos hippies sinceros, esto es, en un espacio de necesaria marginalidad y en abierta confrontación con el hecho incontestable de la muerte, «puesto que hay algo más profundo que la muerte, y el oficio del monje o el de la persona en los márgenes, el de la persona meditativa o el del poeta, es ir más allá de la muerte incluso en esta vida, superar la dicotomía de vida y muerte». Para Merton, el monasticismo más genuino, que persigue alcanzar, por medio de la pureza del corazón y del desapego, una libertad que nada ni nadie puede tocar y a la que ninguna circunstancia puede afectar de manera alguna, es un anhelo común a todo 67

corazón humano. Ese «monasticismo del corazón», ecuménico e interconfesional, opera sobre aquellos mismos factores culturales, sociales y psicológicos de los que no depende, transformando a la persona y su entorno social desde el mismo ápice del alma. Un fruto natural de la compasión, vital para la misma, es la enseñanza, otro aspecto del compromiso íntegro del hombre nuevo a quien Dios bautizara con fuego en la noche. Antes de convertirse al catolicismo, el aprendizaje de Thomas Merton había procedido de las instituciones educativas (escuelas, liceos, universidad), así como de su inmersión en el «mundo» a través de los viajes y de las influencias familiares. Los contenidos de esos aprendizajes habían abarcado en lo académico las disciplinas más diversas: arte, idiomas, filosofía, literatura, etc. No ha de resultar extraño, pues, que en la narrativa de su vida Merton defina el monasterio como otro tipo de escuela, un lugar de maduración espiritual en el que aprender es sinónimo de sanar, donde el objeto de curación lo constituye nuestra propia naturaleza herida, y la materia de aprendizaje es el amor, pues nada sino el amor define de manera justa la salud esencial de nuestro verdadero yo. Años más tarde, Merton sostendría que el propósito último de la enseñanza universitaria, en consonancia con el fin del monasterio, ha de ser el conocimiento propio. Ese programa educativo, claro está, excede con mucho el reconocimiento académico formal que confieren las acreditaciones institucionales. La graduación consiste ahora, ni más ni menos, en resucitar de entre los muertos, en aprender a morir para vivir de verdad, en conocer a la persona que nace y muere tanto como a la que, aun sin dejar de ser la anterior, no nace ni muere. En virtud de su experiencia de enseñanza y aprendizaje en el monasterio y en la universidad, Merton afirma que detrás de ambas estructuras se encuentra el mismo Lógos o Ratio, habiendo nacido las dos en un contexto histórico con una fundamentación sagrada basada en una creación de índole espiritual; desde la perspectiva de su origen, las dos constituyen a la vez un microcosmos y un paraíso. Eso adoptó en un principio una manifestación simbólica, al referirse a las diversas disciplinas universitarias y monásticas, respectivamente, como «los cuatro ríos del paraíso». Universidad y monasterio perseguían desde el principio un mismo fin, si bien por diferentes medios: la universidad, mediante el conocimiento intelectual (scientia), y el monasterio, mediante la contemplación mística (sapientia). Lejos de abogar por un retorno romántico a las enseñanzas del trivium y el quadrivium, el argumento de Merton intenta destilar la impronta paradisíaca del origen y propósito universitario, reconociendo en el paraíso, antes que una geografía física, la topografía interna de una nueva inocencia. Así pues, ese enfoque, básicamente centrado en la persona, recupera, a la vez que renueva desde su impulso primigenio, el fundamento de un humanismo sagrado que con el tiempo ha quedado pervertido, al pasar a definir a la persona en relación con las exigencias del medio (la estructura monástica o académica) antes que en relación con el fin para el que existen (el mismo Dios y la actualización del yo verdadero). Merton explica que el fruto de la educación, ahora como antaño, ha de conducir al descubrimiento del núcleo más íntimo de la persona, la activación de la scintilla animae. Desde el punto de vista sapiencial por el que aboga Merton, aunque 68

no en detrimento del científico, su mensaje educativo se resume en lo siguiente: «cualquier cosa que hagas, cada acción, por pequeña que sea, te lo puede enseñar todo [...] siempre que veas quién es el que actúa». Una vez más, el modelo último de enseñanza lo encuentra Merton en el Hijo mismo de Dios: «Cuando se le ofreció ser rey, de su boca no salió una palabra; su respuesta fue un absoluto rechazo y soledad, pero Él salió de su soledad para enseñarnos acerca de una sociedad que habría de ser una sola carne y una sola sangre con la suya propia, una unión mística de todos los seres humanos en Su Cuerpo, donde la soledad y la vida común encuentran al unísono su cumplimiento perfecto».

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10 Feliz eclosión

«Podemos ser los artesanos de una felicidad que jamás imaginaron. Podemos encender en esta ciudad una hoguera de felicidad que hará que se avergüencen. Con su oro han arruinado nuestras vidas. Pero nosotros, con amor, las haremos arder y transformaremos las ruinas de nuestra existencia otra vez en oro. Y en esta ocasión el oro tendrá auténtico valor. No será solo una porquería que sale de la tierra. Será el valor infinito de la identidad humana flameando en un corazón que confía en el amor. Este es el principio del poder. Este es el comienzo de la transformación. ¡Un día podremos verlo!». (T HOMAS MERTON, «La calle es para las celebraciones», en Amar y vivir). En Noche oscura, san Juan de la Cruz escribe: «Todas estas aflictivas purgaciones del espíritu para reengendrarla en vida de espíritu por medio de esta divina influencia, las padece el alma, y con estos dolores viene a parir el espíritu de salud...». Thomas Merton compara la presencia gloriosa de Cristo en el mundo con un sol naciente. Sin embargo, advierte que el reconocimiento del advenimiento de la Luz no debe hacer incurrir a los cristianos en un triunfalismo fácil o un vitalismo autocomplaciente, más cercano, en la fuerte expresión de Merton, a una suerte de «fascismo clerical» que a las propias realidades dolorosas del mundo. Un «vitalismo» entendido como una clamorosa exaltación de vida en una sociedad de masas con tendencias totalitarias no haría sino enmascarar un odio oculto hacia la vida y una incapacidad de aceptación de los gozos sencillos que esta ofrece, que no requieren sobreexcitaciones artificiales ni anuncios propagandísticos o conformidades gregarias. Nada más lejos del «día» contemplativo y de la visión luminosa que sus deficientes sustitutos encubiertos bajo las formas más sofisticadas. La aurora espiritual viene acompañada, si se quiere verdadera, de una feliz eclosión silenciosa. Lejos del cliché habitual, Merton sostiene que la preocupación del cristiano no es la de una vida dividida en dos, la de este mundo y la del siguiente, sino la de una única vida, la vida nueva de la nueva humanidad en Cristo y la del día del Espíritu, tanto ahora como tras la muerte. 70

Tres son las cualidades singulares de ese día del hombre nuevo: integridad, sabiduría y amor. En cuanto a la primera, para Merton, la santidad es sinónimo de integridad (holiness y wholeness en inglés, respectivamente); de ahí que en el hombre espiritualmente san(t)o, dice Merton, los diversos niveles de la personalidad estén armonizados de manera equilibrada. La integridad tiene como frutos consustanciales las cualidades de la paz y la felicidad, y ella misma es en sí «integradora», es decir, que de manera natural tiende a ser, en el aspecto social o relacional, portadora de unidad en situaciones de discordia, además de mostrarse pacificadora en los momentos de perturbación y de llevar un gozo sereno y sencillo allá donde se encuentren circunstancias desgraciadas. Con todo, esa integridad supera con mucho el mero centramiento psicológico, y de ninguna manera cabe confundirla con la que definen ciertos programas de wellness o placidez inducida para mejor sobrellevar el estrés y la presión de las vidas agitadas y sometidas a las tensiones y pulsiones de la vida moderna. Con respecto a la segunda cualidad, la sabiduría (sapientia) es ese atributo necesario cuya carencia es la causa de tantos males en la sociedad de Occidente y cuya posesión hacía tan atractivo para Merton el clima de las disciplinas espirituales del Oriente y, cada vez más, la cualidad de Sofía como rostro femenino de Dios. La característica sapiencial no desprecia los méritos de la ciencia, si bien Merton ve en el reduccionismo cartesiano de la realidad una de las principales causas del dualismo espiritual del hombre contemporáneo. Para Merton, en definitiva, la mayor sabiduría es la propia experiencia de Dios, que es experiencia verdadera de amor. Y ese amor, que es la misma unión del hombre con Dios, constituye, por último, la tercera característica principal del hombre nuevo, que comprende las anteriores y de las que se erige en centro, a la vez que es el agente primero de toda acción social genuinamente legítima, pues el amor, al tiempo que procede de Dios, hace que la persona se asemeje a Él. Constituye de esa manera el primer y el último paso de la madurez espiritual y es además, en rigor, el mismo suelo por el que se transita, el único y verdadero viaje contemplativo, lo que equivale a decir que en el propio camino místico el amor es a la vez su medio y su mensaje. Solamente podemos considerar que un hombre es nuevo, plenamente nacido, mantiene Merton, cuando en él ha germinado y crece saludablemente la capacidad de amar. En síntesis, el amor es para Merton la medicina más eficaz contra la enfermedad de la alienación que aqueja a la sociedad contemporánea. Devuelve al hombre a su raíz, restaura su conexión con la misma médula de su ser, habilita un tipo de conocimiento que la indagación exclusivamente objetiva no puede proporcionar, y le permite acceder a la realidad de sus semejantes como seres de una misma familia. La acción gratuita, libre, caritativa y compasiva del amor en el hombre nuevo transparenta una Presencia divina en la presencia humana concreta y transforma al individuo aislado en persona, tras haber sido ungida en la noche oscura del alma. Se hace ahora, desde un consentimiento pleno y libre de todo su ser, copartícipe de la acción creadora del Padre: su vida queda, desde esa «fonte», unida a un inagotable 71

caudal creativo en el que cada acto brota como una semilla generadora de vida y un momento de epifanía en el núcleo mismo de la sociedad humana. A la luz de ese día de la contempla/acción no es difícil entender la afinidad de Merton con Gandhi, si asumimos que la flor de la compasión, que nace en el desierto contemplativo, es en esencia no violenta. La no violencia no es una estrategia para obtener algo que en realidad ya se tiene; tampoco consiste en la persecución de resultados visibles y mensurables, sino en una cualidad inherente a la unidad espiritual. El reconocimiento de la verdad de esa unidad espiritual profunda en toda la humanidad inspira la valentía de ser paz y el arte de la concordia. La irradiación compasiva de la no violencia, como la de un sol interior en el corazón humano, es para Merton el fundamento básico de la verdadera solidaridad humana y la primera piedra en la construcción de una nueva comunidad y de una sociedad transformada. La humanidad tiene acceso a la participación responsable en la construcción de su propio destino mediante la confrontación abierta con los interrogantes de su tiempo. En esa tarea el cristiano define su naturaleza creativa como una extensión de la propia obra creadora de Dios. En la década de 1960 desarrolló Thomas Merton de una manera específica el tema de la creatividad en relación tanto con la responsabilidad personal y social como con la creación de «un nuevo cielo y una nueva tierra» en un ensayo sobre la Teología de la creatividad. Allí comienza por señalar el uso estereotipado y abusivo de la noción de la creatividad, precisamente en la llamada era atómica. Para él, una aproximación semántica al significado de ese término descubre, tras su misma idea de la creatividad, un problema de culpa; no tan solo por lo que respecta a la ambivalencia de un término apropiado para usos completamente dispares como podrían ser el arte y la propaganda, por ejemplo, sino porque además puede funcionar como la justificación de su realidad contraria, esto es, un subterfugio para la destrucción. Merton, que además de contemplativo era artista, se muestra sensible al legítimo derecho e incluso a la obligación de los artistas de elevar un grito de protesta creativo contra la alienación humana en un mundo aparentemente absurdo, plagado de crisis morales, económicas y culturales. Sin embargo –matiza–, el artista corre el riesgo de acabar siendo dominado por su protesta hasta un extremo tal que su arte deje de ser articulado, reduciéndose a una pura destrucción arbitraria, a una mera expresión caótica de la desesperación y el autodesprecio, pues, aun admitiendo que la reacción del artista a los sufrimientos de este mundo se pretenda agónica, no por ello debemos apreciar en el mero hecho de exhibir una «reacción», un gesto creativo. Cuando todo pretende calificarse como creativo –razona–, nada en realidad lo es; y cuando nada es creativo, todo invita a la destrucción. Desde ese punto de vista, Merton presenta cuatro sentidos erróneos en el uso contemporáneo de la noción de la creatividad, y a continuación, como contrapunto de los anteriores, cuatro enfoques filosóficos que, a su juicio, se acercan de manera acertada al auténtico significado de esa idea.

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En primer lugar, la creatividad puede utilizarse con frecuencia como un sinónimo de espontaneidad y libertad. En su interpretación positiva, debemos admitir que la presencia de una persona realmente creativa puede aportar algo original a su mundo, bien mediante las artes, bien mediante el trabajo, o sencillamente por su particular modo de vida. Desafortunadamente, en la sociedad capitalista, viene a decir Merton, esa creatividad personalista ha sido corrompida por los medios de comunicación, para convertirse en una caricatura de sí misma en manos del mito de un optimismo irreal, evasivo, narcisista y autohipnótico. En segundo lugar, y en el extremo opuesto de una filosofía trivializada de laissez faire y de exaltación individualista, la creatividad puede ser capitalizada por la apropiación unívoca del «Partido», doblegándose de ese modo a los dictados ideológicos de un programa político que se pretende poseedor de las claves internas del dinamismo de la historia. Merton evita, sin embargo, asignar esa distorsión exclusivamente al escenario soviético y a las consignas del ideario comunista, ya que encuentra exactamente la misma actitud en ciertos círculos del mundo de los negocios y de la ciencia en Norteamérica. El tercer error consiste en identificar «creatividad» con «productividad». La tarea del artista será, desde esa comprensión errónea, valorada exclusivamente en términos de eficacia productiva. Naturalmente, esa perversión solo puede tener lugar en una sociedad consumista en la que se han hecho cada vez más borrosos los límites entre los reinos de la cantidad y la calidad del quehacer humano. La cuarta forma engañosa de entender la creatividad eleva el arte a una suerte de categoría religiosa sustitutoria, en la que el artista se arroga una función heroica o «sacerdotal»; el arte, con una artificiosidad demoníaca, se subordina de manera grotesca a la exaltación del «genio» del artista, nuevo Fausto, antes que al reconocimiento de la realidad que lo trasciende. El artista permanece atrapado en una fascinación ególatra ante sus cualidades sobrehumanas, en una especie de misticismo invertido. Acto seguido, y como contrapunto, Merton presenta otras cuatro percepciones alternativas de la creatividad de muy distinto signo. La primera de ellas viene sustentada por Paul Tillich, quien, al observar la dialéctica entre las tendencias creativas y destructivas en el arte contemporáneo, defiende el valor lícito de un arte religioso como expresión creativa de las corrientes destructivas de nuestro tiempo, un gesto de humildad y angustia sinceras antes que un signo de orgullo y queja inmaduros. La segunda procede de la espiritualidad zen, a través de Daisetz Teitaro Suzuki, para quien la experiencia y su expresión no pueden separarse. Por «experiencia» entiende caer en la cuenta de la propia naturaleza, despertar al rostro original o manifestar el yo verdadero. La obra de arte se genera en la misma fuente creativa en la que se sumerge el artista en olvido de sí mismo. Por tanto, el arte, antes que ofrecer una representación simbólica, abre una vía para que, en cierto modo, el artista 73

desaparezca a fin de que la Realidad se manifieste a través de él. El arte, de ese modo, adquiere una cualidad religiosa única, donde sujeto y objeto se hacen uno y donde el vacío de sí en el artista cede el lugar en su ser a la plenitud creadora de Dios. Una visión similar es la que sostiene el estudioso de las religiones Ananda Coomaraswamy. En contra de la posición que hace del artista contemporáneo el Orfeo de un culto mistérico moderno, ambos defienden que la persona creadora no es un individuo especial, sino que, de hecho, cada persona es en realidad, en última instancia, un artista, esto es, alguien singular y único. Para los dos autores, en consecuencia, la rectitud de vida del artista resulta indisociable de su actividad en el terreno del arte. Por último, Jacques Maritain se muestra a favor de una reconciliación del punto de vista oriental y el occidental. Si bien el artista contrae una especial responsabilidad hacia sus propias cualidades, eso no ha de hacerle ignorar el puesto que ocupa en el conjunto de su sociedad, ni mucho menos endiosar su ego situándolo en el centro de una veneración idólatra. En la consideración de Merton, una teología de la creatividad debería estar fundamentada en el propio relato del Génesis, particularmente en aquellos pasajes en los que Adán aparece como colaborador de Dios en el paraíso (cf. Génesis 2,15-24). Tras su caída y posterior redención, el hombre vuelve a ser copartícipe en la creación de un «nuevo orden», en la redención de sus propios semejantes y en la restauración, purificación y transfiguración del cosmos. Dios, en un acto de infinito amor, se hizo hombre para permitir a los hombres recobrar su identidad en Cristo y alcanzar de ese modo la perfecta sociedad en comunión con la tarea creadora del Padre. Para el cristiano, el sufrimiento, más allá de la desesperación, adquiere de esa manera un sentido creativo y supone una interpelación continua a las propuestas hipertróficas de un individualismo egoísta, a un arte de vida que busca la vanagloria del artífice, el propio ego, antes que la alabanza a Dios, su Creador. La Cruz se alza entonces, en el eje de la nueva creación, como verdadero árbol de vida con una «fonte» en su centro. La creatividad, bajo una mirada escatológica, no es de esa manera responsabilidad exclusiva del artista, sino de toda la Iglesia y de cada uno de sus miembros. El hombre nuevo es aquel que, habiendo nacido por segunda vez en soledad en Cristo (cf. Colosenses 1,9-29), asiste ahora a la creación entera, que gime con dolores de parto y de la que también él forma parte. El compromiso social es, así pues, una tarea creativa consustancial a la identidad del nuevo Adán. La contemplación y la acción, la soledad y la sociedad, la oración y la vida, el aprendizaje y la enseñanza, la escucha y la palabra, devienen así una obra de arte de alcance sacramental, unificada en el propósito, personal y comunitario, de la revelación final de Dios mediante la restauración de todas las cosas en Cristo.

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11 Desde el más profundo centro

«Mi corazón puede adoptar toda suerte de formas: puede ser un prado para las gacelas, un monasterio para los monjes, un templo para los ídolos, una Kaaba para los peregrinos, las tablas de la Torá, y el libro del Corán. Mi religión es la religión del amor, y dondequiera que sus corceles deambulan, ahí se encontrarán mi religión y mi fe» (IBN ARABI , citado por BONNIE B. T HURSTON, «“Un ámbito de fe al rojo vivo”: Thomas Merton sobre el islam en España», en Semillas de esperanza: el mensaje contemplativo de Thomas Merton). Para el último Merton las estructuras seguían siendo necesarias, pero solo en tanto permitieran hacer viable la acción portadora de vida del Espíritu. Si, por el contrario, se ignora su carácter mediador, las estructuras corren el riesgo de erigirse en fines en sí mismas, pervirtiendo el mismo significado original que acompaña la emergencia y la pervivencia de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Se hacía necesario entonces trascender los límites estructurales del monacato e ir más allá de ellos desde su interior, en el propio recinto claustral. La esperanza del cristiano, dirá Merton de nuevo, no es una evasión de los problemas del mundo, sino que va más allá de la desesperación en medio de la desesperación, más allá del absurdo en medio del absurdo, más allá del dolor en medio del dolor, más allá de la alienación en medio de ella, más allá de la identidad fenoménica, precisamente, al asumirla plenamente. «Más allá» y, a la vez, «en» explican e implican el proceso espiritual de conversión continua. Cristo es la propia transformación de corazón y, a la vez, «camino, verdad, y vida»; esto es, no solo el Alfa y el Omega, sino el arco temporal tendido entre ambos, un proceso de nuevo nacimiento incesante de lo Real en lo real. Poner el énfasis de la sociedad y la soledad monásticas como proceso antes que como estructura unifica en un solo movimiento la responsabilidad compasiva y la actividad creativa al mantener, con la más pura tradición bíblica, que estar en armonía 75

con Dios y con Jesús significa estar presente en el mundo en una actitud de esfuerzo por vencer los impedimentos que conducen a la plenitud de vida. En Lucas 4,18 Jesús se apropia de las palabras del profeta Isaías para indicar que el Espíritu de Dios impele a la persona a «liberar a todos los oprimidos». Ahora bien, si, como señala Merton, los detentadores del poder invisten a Dios de sus propios atributos agresivos de prepotencia, control y dominación, esa convicción, lejos de conducir a una liberación «religiosa», esto es, de tal naturaleza que restablezca el vínculo humano con la realidad sagrada, resulta ser la causa última de toda suerte de abusos idólatras bajo un aspecto de moralidad de signo prometeico. Desde ese pervertido horizonte de sentido, la propia apertura a Cristo como transformación creativa puede constituir, de hecho, una seria amenaza a algunas instituciones actuales, y al igual que en el Antiguo Testamento se presenta al Dios de los israelitas utilizando contra Israel a las propias naciones que no lo reconocían, Cristo podría muy bien estar operando en la actualidad, según Thomas Merton, venciendo aquellas fuerzas de resistencia que se oponen a un proceso de cambio inherente al dinamismo interno de la tradición. La Iglesia, a su decir, se enfrenta en la actualidad, con otros, a dos retos fundamentales, oportunidades únicas o amenazas aborrecibles, según la perspectiva que se adopte frente a ellos: por un lado, el desafío de la propia creatividad de la cultura occidental en el campo de las artes, la ciencia, la filosofía, la investigación histórica y los diferentes movimientos de liberación. Por otra parte, la coexistencia y actualidad de otras grandes culturas y caminos religiosos con propuestas, como las hace el cristianismo, de salvación humana. Thomas Merton asumió plenamente la responsabilidad de su historicidad al dar la bienvenida a ambas realidades con enorme comprensión, reconociendo en ellas interpelaciones providenciales al significado presente de las estructuras religiosas. Tras una larga noche de purificación, y en perfecto abandono de sí, la vida de Merton, además de representar una relación dialógica con su soledad y su sociedad, terminó por convertirse finalmente en un proceso continuado de celebración del Origen, danza de vacío y plenitud: llama de amor. Esa es, quizá, la misma danza que san Juan de la Cruz, en la cima del monte Carmelo y atravesados los círculos de oscuridad del alma, describe con prosa encendida en Llama de amor viva: «Es cosa maravillosa, que como el amor nunca está ocioso, sino en continuo movimiento, como la llama está siempre echando llamaradas acá y allá; y el amor, cuyo oficio es herir para enamorar y deleitar, como en la tal alma está en viva llama, estále arrojando sus heridas, como llamaradas ternísimas de delicado amor, ejercitando jocunda y festivamente las artes y juegos del amor». Añade el santo de la Cruz que es «en el más profundo centro» donde «pasa esta fiesta del Espíritu Santo». El mismo Merton, acercándose cada vez más en su escritura a las formas de expresión de la espiritualidad oriental, hace uso del concepto hindú de la «danza cósmica» para referirse a esa gozosa celebración de unidad en el centro más hondo de su personalidad. En Nuevas semillas de contemplación escribe: 76

«... el Señor juega y se divierte en el jardín de Su creación, y si abandonamos nuestra obsesión de lo que consideramos el significado de todo, podemos oír Su llamada y seguirle en Su misteriosa danza cósmica. No tenemos que ir muy lejos para percibir los ecos de ese juego y de esa danza. Cuando estamos solos en una noche estrellada, cuando por casualidad vemos que los pájaros que emigran en otoño descienden en un bosque de enebros para descansar y comer; cuando vemos a los niños en el momento en que son realmente niños; cuando conocemos el amor en nuestros corazones; o cuando, como el poeta japonés Basho, oímos que una vieja rana se zambulle en un estanque tranquilo, en tales ocasiones la inversión de todos los valores, la “novedad”, el vacío y la pureza de visión que se hacen evidentes, nos dan un vislumbre de la danza cósmica. Pues el mundo y el tiempo son la danza del Señor en el vacío». El servicio último de Merton a sus contemporáneos fue hacer de su vida una danza pacificadora, antes que un mero programa «pacifista». De esa forma quiso aceptar, en cumplimiento de la Regla de san Benito, la voluntad de Dios como fuente última de la paz. Merton hizo suyo hasta sus últimas consecuencias el anhelo inagotable del vuelo contemplativo, una infinita danza en el vacío y la compasión: «Aquel que está llamado a ser un monje es precisamente el que, cuando finalmente se da cuenta de que se ha embarcado en la pura locura de pedir un imposible, en lugar de renunciar a esa demanda, opta por dedicarse con mayor entrega a esa tarea. Se da cuenta de que, justamente porque él no va a poder cumplirla, va a ser cumplida para él».

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12 El verdadero viaje

«En las tradiciones de todas las grandes religiones, la peregrinación hace que los fieles retornen a la fuente y el centro de la religión misma, el lugar de la teofanía, la purificación, la renovación y la salvación [...]. La peregrinación geográfica es la representación simbólica de un viaje interior [...]. Tenemos que ir hasta el final de un largo viaje y ver que el extraño que encontramos allí no es otro que nosotros mismos: lo cual es igual a decir que en él encontramos a Cristo» (Thomas Merton, «Del peregrinaje a la Cruzada», en Místicos y maestros zen). El doble viaje de Merton por la geografía del alma y la del planeta entrañó la construcción gradual de una sociedad sin fronteras en el centro de la mayor soledad. Los dos libros autobiográficos que inauguran y concluyen su obra hacen evidente esa simetría especular de la trayectoria de Merton. En el epílogo de La montaña de los siete círculos, Merton escribe: «En cierto sentido, siempre viajamos; viajamos como si no supiéramos adónde vamos. En otro sentido, ya hemos llegado. No podemos llegar a la perfecta posesión de Dios en esta vida; por eso viajamos en la oscuridad. Pero ya lo poseemos por la gracia y, por lo tanto, en ese sentido hemos llegado y vivimos en la luz. Pero, ¡ah, qué lejos de ir a encontrarte a Ti, a quien he llegado ya!». En su joven autobiografía, Thomas Merton había sido el único autor, «héroe» y protagonista de un viaje y una conversión en primera persona, que hacia el final se hace plural. El último libro, sin dejar de ser obra suya, no puede decirse, a diferencia del anterior, que fuera de su exclusiva factura. Si La montaña de los siete círculos salió casi «químicamente pura» del laboratorio de la soledad, el Diario de Asia representa, tanto por su contenido como por su composición, una elaborada empresa corporativa y, si se nos permite la imagen, concurre en ella una «sociedad» entera. Efectivamente, los editores explican la compleja tarea de «reconstrucción» y «publicación» de las notas tomadas precipitadamente por Merton: de inmediato surgieron dos problemas de orden práctico; por un lado, la adaptación de la ortografía de los términos del pali, sánscrito, tibetano, etc. al inglés, pues Merton se había limitado en casi todos los casos a transcribir fonéticamente esas palabras; por otro lado, la corrección de estilo, ya que 78

Merton había tomado buena parte de sus notas de una manera apresurada, entre conversación y conversación, o en medio de otras ocupaciones, omitiendo muchas veces los verbos o conjunciones y haciendo descripciones telegramáticas separadas únicamente por guiones, a modo de «flashes» verbales, etc. Por lo demás, el libro fue compuesto de forma similar a un «collage» a partir de tres libretas distintas: un diario «público» que Merton tenía intención de editar, previa corrección; un diario «privado» que, en buena parte, reproduce el anterior, pero al que se añaden notas íntimas de conciencia u observaciones de autoanálisis espiritual; y un cuadernillo de bolsillo del que Merton no se separaba y que utilizaba para hacer pequeñas anotaciones en el curso de las conversaciones, y también para recoger, en su carácter misceláneo, direcciones, teléfonos, horarios de trenes y aviones, etc. El diario, además de contener una multiplicidad de «voces» en las alusiones de las notas, recoge varios apéndices que incluyen cartas y conferencias de Merton en el curso de su peregrinación. Más aún, sus propias notas ya constituyen una pequeña antología de extractos de múltiples textos orientales a los que el responsable de la edición añadió aclaraciones explicativas y un pequeño glosario adicional de términos filosóficos y religiosos específicos de las diversas corrientes de espiritualidad asiática. Finalmente, la lista de colaboradores de esa póstuma edición recoge más de una cincuentena de nombres de distintos credos y nacionalidades. En una carta a James Baldwin en relación con la crisis racial, Merton ya había dicho: «No hay nadie de nosotros, individualmente, racialmente, socialmente, que sea absolutamente completo en el sentido de encerrar en sí toda la excelencia de toda la humanidad. Y esta excelencia, esta totalidad, se construye a partir de las contribuciones de sus partes diferenciadas que podemos compartir unos con otros. Por lo tanto, no soy completamente humano hasta que me haya encontrado a mí mismo en mi hermano africano y asiático e indonesio, porque él tiene la parte de humanidad de la que yo carezco». Ese encuentro con el otro había de brotar del reencuentro con el infinitamente Otro y absolutamente Uno en uno mismo. Antes de emprender su peregrinación a Asia, Thomas Merton resumía la esencia del monasticismo y el objeto de su viaje: «La esencia real del monasticismo es la transmisión de maestro a discípulo de una experiencia incomunicable. Es decir, una experiencia que no puede ser comunicada en términos de filosofía, que no puede expresarse en palabras. Tan solo puede comunicarse en el nivel más profundo posible. Y eso, me parece, con completo respeto por todo lo demás, lo más importante. Eso es lo único que me interesa. Nada me parece que pueda tener una importancia similar. Y quisiera decir eso porque está más allá – desde luego, los junguianos y otros así lo han sentido–, más allá, digo, del nivel psicológico. Hay una dimensión más honda que la psicología. Es una dimensión teológica, si admitimos que la teología es algo más que dogma, algo más que una formulación doctrinal acerca de lo último. Y espero que sea ahí donde vaya a entrar».

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Para Merton, su contacto con otras visiones religiosas había despertado la necesidad urgente de un redescubrimiento de la conciencia cristiana afín al espíritu del hombre moderno, más allá de la vieja herencia de las categorías helénicas y de un tipo de pensamiento platonizante. En El zen y los pájaros del deseo, Merton apuntaba que para el cristiano contemporáneo una nueva conciencia habría de satisfacer al menos cuatro grandes conjuntos de necesidades humanas. En primer lugar, la necesidad de una comunidad como marco de las relaciones genuinas con los semejantes basadas en el amor. La nueva conciencia, lejos de una resignación negligente o un angostamiento endogámico, habría de conducir a las comunidades y a sus miembros a un auténtico compromiso social como la primera expresión legítima de apertura y hermanamiento. En segundo lugar, la necesidad humana de una comprensión adecuada del yo en la vida ordinaria. Merton sostiene que hoy en día ya no tiene cabida una filosofía de la existencia de carácter idealista que proyecte el ámbito de lo real a una esfera celestial haciendo, por ende, un sinsentido de la existencia terrena. El ser humano necesita encontrar el sentido último de su existencia aquí y ahora, en las tareas ordinarias y en los problemas humanos de cada día. En tercer lugar, la necesidad de una integración de todos los aspectos de la persona (corporales, imaginativos, emocionales, intelectuales, espirituales), pues cultivar una faceta a expensas de las otras, incluso con el argumento de su sacralidad frente al carácter profano del resto, tan solo serviría para cercenar la totalidad de la persona. Por último, y como consecuencia de las anteriores, la necesidad humana de una liberación total de su autoconciencia desordenada, de su narcisismo monumental, de su obsesión por la autoafirmación con el fin de gozar de la libertad sencilla y profunda de ser realmente quien se es y de aceptar las cosas tal como son, y así poder trabajar al unísono con ellas y en armonía con los demás. Solo con esa nueva conciencia pueden concluir las guerras, en cumplimiento de las palabras de Isaías: «Forjarán rejas de arado de sus espadas, y podaderas de sus lanzas. Una nación no levantará la espada contra otra, y no se ejercitarán más en la guerra» (Isaías 2,4). En las notas que tomó para una conferencia programada para Calcuta, que finalmente no tuvo lugar debido a su inesperada muerte, Merton escribía: «Creo que hemos llegado a una etapa de madurez religiosa en la cual puede ser posible que alguien permanezca fiel a su compromiso monástico cristiano y occidental y a la vez aprender en profundidad de una disciplina y experiencia, digamos, budista o hindú». El 19 de noviembre de 1968 Merton «veía» la cima de la contemplación en una montaña de los Himalayas, Kanchenjunga. Con ese momento de iluminación profunda, el círculo se cerraba. El sol «se ponía» en Oriente. Las contradicciones se resolvían. Le había llegado el tiempo de la Noticia: «No se oirá más hablar de violencia en tu tierra, ni de despojo o quebranto en tus fronteras... No será para ti ya nunca más el sol la luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás a Yahvé por luz eterna, y a tu Dios por tu hermosura» (Isaías 60,18-19). Ese fue el horizonte de fuego 80

atisbado por Thomas Merton al final de su viaje asiático, pero, sobre todo, al término de su andadura monástica: «Nuestro verdadero viaje en la vida es interior. Es una cuestión de crecer, de profundizar y de rendirnos cada vez más a la obra creadora del amor y la gracia en nuestros corazones. Nunca como hoy es tan necesario que demos una respuesta a esa acción».

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Textos para meditar con Thomas Merton* * Todos los textos de Merton que siguen son extractos de libros publicados por Mensajero y Sal Terrae, sellos editoriales del Grupo de Comunicación Loyola.

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1. Muerte y vida Vivir sin autenticidad en el mundo, pasar la vida entera evadiéndose de la realidad de la muerte, y luego, encima de todo, decirse a sí mismo que se tiene la respuesta a la pregunta de lo que pasa después de la muerte: ese puede ser un nivel más profundo aún de autoengaño. Uno quizás puede lograrlo por un empeño terco e ingenuo en creer que después de la muerte todo seguirá como hasta ahora, salvo por el dolor y la preocupación, que ya no serán un problema. Tal actitud no es cristiana, es sencillamente una regresión a una forma crasa de paganismo. La fe cristiana no nos da respuestas detalladas y exactas en cuanto a lo que ocurre después de la muerte, pero nos apremia a hacer frente a la muerte y a tomarla en cuenta, a superar nuestro miedo a ella y a vencerla en Cristo. Esto es otro asunto muy diverso. Debería haber más cristianos que se dieran cuenta de esto, en vez de hacer sus piadosas consideraciones sobre cielo e infierno (si las hacen) sencillamente como modo de eludir la necesidad de enfrentarse a la muerte en su realidad. Pero, una vez más, la fe cristiana no trata meramente de responder a la pregunta «¿Qué pasa después de la muerte?». Más bien contesta a la pregunta que hacemos sobre la misma muerte: «¿Qué es la muerte? ¿Qué significa la muerte, en mi existencia, ahora?». Pues la muerte no es meramente el inevitable final de la vida, un final que ha de llegar, nos guste o no. No es meramente una necesidad penosa, como pagar los impuestos. El hecho de la muerte no es meramente el cierre de todas las posibilidades, la negación de elección y de esperanza. No soy libre de no morir, pero sigo siendo libre de hacer lo que me plazca con una vida que debe acabar en muerte. Pero un auténtico uso de esa libertad exige que tome en cuenta la muerte. Fingir que vivo como si no me pudiera tocar la muerte no es un uso racional y humano de la libertad. Tal «libertad» no tiene, de hecho, ningún sentido. Es un engaño. En el corazón de la fe cristiana está la convicción de que, cuando no se acepta la muerte en un espíritu de fe, y cuando la vida entera está orientada a la entrega de sí mismo, de modo que al final uno la devuelva alegre y libremente en manos de Dios, el Creador y Redentor, entonces la muerte se transforma en un logro. Uno vence a la muerte con el amor: no con la propia voluntad heroica de uno mismo, sino tomando parte en ese amor con que Cristo aceptó la muerte en Cruz. Eso no resulta visible a la razón: es, precisamente, materia de fe. Pero el cristiano es una persona que cree que, cuando ha unido su vida y su muerte en el don que Cristo hizo de Sí mismo en la Cruz, no ha encontrado solamente una respuesta dogmática a un problema humano y una serie de gestos rituales que consuelen y alivien la ansiedad: ha obtenido acceso a la gracia del Espíritu Santo. Por eso, ya no vive por su propia existencia caída y confiscada, sino por la vida eterna e inmortal que se le da, en el Espíritu, por Cristo. Vive «en Cristo». Entonces, lo que «viene después de la muerte» todavía sigue sin ponerse en claro en términos de un «lugar de descanso» (¿un cementerio celeste?) o un paraíso de 83

recompensa. Al cristiano no le interesa realmente una vida dividida entre este mundo y el otro. Le interesa una sola vida, la nueva vida del hombre (Adán –todos los hombres–) en Cristo y en el Espíritu, ahora y después de la muerte. No pide un plano de su mansión celeste. Busca el rostro de Dios y la visión de Aquel que es vida eterna (cf. Juan 17,3). (Conjeturas de un espectador culpable, 2011, 280-281).

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2. Oración por la paz [Leída en la Cámara de Representantes el 12 de abril de 1962, Miércoles Santo]. Omnipotente y misericordioso Dios, Padre de todos, Creador y Soberano del universo, Señor de la Historia, cuyos designios son inescrutables, cuya gloria es sin tacha y cuya compasión por nuestros errores es inagotable, en tu voluntad está nuestra paz. Escucha compasivo esta oración que asciende a Ti desde la confusión y la desesperación de un mundo en el que has sido olvidado, en el que no se invoca tu nombre, no se respetan tus leyes y se ignora tu presencia. Como no te conocemos, no tenemos paz. Ayúdanos a controlar las armas que amenazan con dominarnos. Ayúdanos a emplear nuestra ciencia para la paz y el progreso, no para la guerra y la destrucción. Enséñanos a utilizar la energía nuclear para bendecir a los hijos de nuestros hijos, no para arruinarlos. Resuelve nuestras contradicciones internas, que exceden lo creíble y lo soportable, que son a la vez un tormento y una bendición: si Tú no nos hubieras dado la luz de la conciencia, no tendríamos que soportarlas. Enséñanos a sufrir con paciencia la angustia y la inseguridad. Enséñanos a esperar y a confiar. Concede tu luz, tu fuerza y tu paciencia a todos cuantos trabajan por la paz. Concédenos Prudencia en proporción a nuestro poder, Sabiduría en proporción a nuestra ciencia, y Humanidad en proporción a nuestra riqueza y a nuestra fuerza. Bendice nuestra decidida voluntad de ayudar a todas las razas y pueblos a avanzar en amistad por el camino de la justicia, la libertad y la paz duradera. Concédenos, sobre todo, comprender que nuestros caminos no son necesariamente los tuyos; que no podemos acceder plenamente al misterio de tus designios; y que la auténtica tormenta de poder que se propaga furiosa sobre esta tierra revela tu voluntad escondida y tu decisión inescrutable. Concédenos ver tu rostro en el relámpago de esta tormenta cósmica, oh Dios de santidad, compasivo con todos. Concédenos buscar la paz allí donde realmente se encuentra. ¡En tu voluntad, oh Dios, está nuestra paz! Amén. (Diálogos con el Silencio, 2005, 175-177).

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3. El simple hecho de mi humanidad ¡La alegría de ser hombre! Este hecho, que soy un hombre, constituye una verdad y un misterio teológicos. Dios se hizo hombre en Cristo. Al convertirse en lo que yo soy, Él me unió a Sí mismo e hizo de mí su epifanía, de manera que ahora se supone que yo lo revelo a Él. Mi existencia misma como hombre depende de que, en virtud de mi libertad, yo obedezca Su luz, permitiéndole así revelarse a Sí mismo en mí. Y el primero en ver esta revelación es mi propio yo. Yo soy Su misión para mí mismo y, a través de mí, para todos los hombres. ¿Cómo podré yo verlo o recibirlo a Él, si desprecio o temo lo que soy, un hombre? ¿Cómo puedo amar lo que soy –hombre–, si odio al hombre en los demás? El simple hecho de mi humanidad debería ser fuente inagotable de gozo y placer. Al alegrarme por aquello que mi Creador ha hecho de mí, estoy abriendo mi corazón a la salvación que me ofrece mi Redentor. Es una manera de saborear las primicias de la redención y la restauración. El gozo de ser hombre es tan puro que quienes tienen una comprensión cristiana débil pueden incluso llegar a confundirlo con el gozo de ser algo distinto del hombre: por ejemplo, un ángel o algo parecido. Pero Dios no se hizo ángel. Se hizo hombre. (Diarios [1939-1968], 2014, 254-255).

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4. La epifanía de Dios en nuestra pobreza Dios no es un «problema», y nosotros, que vivimos la vida contemplativa, hemos aprendido por experiencia que nadie puede conocer a Dios mientras esté intentando resolver «el problema de Dios». Tratar de resolver el problema de Dios es tratar de verse los ojos. Uno no puede verse los ojos, porque son aquello con lo que ve; y Dios es la luz por la que vemos –por la que vemos, no un «objeto» claramente definido llamado «Dios», sino todo lo demás en el Único invisible–. Dios es entonces Aquel que ve y la Visión, pero Él no es visto en la tierra. En el cielo, Él es Aquel que ve, la Visión y el Visto. Dios se busca a sí mismo en nosotros, y la aridez y aflicción de nuestro corazón es la aflicción de Dios que no es conocido en nosotros, que no puede encontrarse a Sí mismo en nosotros, porque no nos atrevemos a creer o confiar en la increíble verdad de que Él puede vivir en nosotros y puede morar en nuestro ser porque lo elige, porque lo prefiere. En efecto, existimos solo para esto, para ser el lugar que Él ha elegido para Su presencia, Su manifestación en el mundo, Su epifanía. Pero nosotros oscurecemos todo esto y lo hacemos vergonzoso, porque no lo creemos, porque nos negamos a creerlo. No es que odiemos a Dios, sino más bien que nos odiamos a nosotros mismos y hemos perdido la esperanza en nosotros mismos. Si empezáramos a reconocer, humilde pero verdaderamente, el verdadero valor de nuestro yo, veríamos que este valor es el signo de Dios en nuestro ser, la firma de Dios sobre nuestro ser. Por suerte, el amor del prójimo se nos da como el camino para comprender esto, pues el amor de nuestro hermano, de nuestra hermana, de la persona amada, de nuestra esposa, de nuestro hijo, está ahí para que veamos con la claridad de Dios mismo que somos buenos. Es el amor de quien me ama, de mis hermanos o de mi hijo, lo que ve a Dios en mí, lo que hace a Dios creíble para mí mismo en mí. Y es mi amor a la persona que amo, a mi hijo, a mi hermano, lo que me permite mostrarles que Dios está en ellos. El amor es la epifanía de Dios en nuestra pobreza. (El libro de las Horas, 2009, 151-152).

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5. Soledad y solidaridad El verdadero solitario no renuncia a nada que sea básico y humano en su relación con los demás. Está profundamente unido a ellos, tanto más profundamente cuanto que no está absorto ya en asuntos marginales. A lo que renuncia es a la imaginería superficial y al simbolismo trivial que pretenden hacer la relación más auténtica y fértil. Renuncia a su descuidado autoabandono en la diversión general. Renuncia a las vanas pretensiones de solidaridad que pretenden sustituir a la solidaridad real enmascarando un espíritu interior de irresponsabilidad y egoísmo. Renuncia a las ilusorias reivindicaciones de realización y satisfacción con que la sociedad trata de agradar al individuo y calmar su necesidad de sentir que cuenta para algo. Aun cuando pueda estar físicamente solo, el solitario permanece unido a los demás y vive en solidaridad profunda con ellos, pero en un nivel místico y más profundo. Los demás pueden pensar que es uno con ellos en los vanos intereses y preocupaciones de una superficial existencia social. Él comprende que es uno con ellos en el peligro y la angustia de su soledad común: no solo la soledad del individuo, sino la radical y esencial soledad del ser humano, una soledad que fue asumida por Cristo y que, en Cristo, llega a identificarse misteriosamente con la soledad de Dios. El solitario es alguien consciente de su soledad como una realidad humana básica e ineludible, y no solo como algo que le afecta como individuo aislado. De ahí que su soledad sea el fundamento de una comprensión profunda, pura y amable de todos los seres humanos, sean o no capaces de darse cuenta de la tragedia de su difícil situación. Más aún: es la puerta por la que accede al misterio de Dios y conduce hacia él a los demás mediante el poder de su amor y su humildad. El vacío del verdadero solitario está marcado por una gran sencillez. Esta sencillez puede ser engañosa, porque puede esconderse bajo una superficie de aparente complejidad; sin embargo, está ahí, detrás de las contradicciones exteriores de la vida humana. Se manifiesta en una especie de candor, aunque pueda ser muy reticente. En esa soledad hay amabilidad y una profunda simpatía, aunque pueda ser aparentemente asocial. Hay una gran pureza de amor, aunque pueda dudar en manifestar su amor de alguna manera o comprometerse abiertamente a ello. (Humanismo cristiano, citado en Escritos esenciales de Thomas Merton. Introducción y edición de Francisco R. de Pascual, OCSO, 2006 [2.ª ed.: 2007], 202-204).

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6. El fuego sagrado Nadie fue menos parecido a Prometeo en el Cáucaso que Cristo en Su Cruz. Pues Prometeo pensó que había de ascender al cielo a robar lo que Dios ya había decretado darle. Pero Cristo, que tenía en Sí mismo todas las riquezas de Dios y toda la pobreza de Prometeo, bajó con el fuego que necesitaba Prometeo, escondido en Su corazón. Y se sometió a Sí mismo a la muerte junto al ladrón Prometeo, para mostrarle que en realidad Dios no puede pretender guardarse nada bueno en exclusiva para sí. Lejos de matar al hombre que busca el fuego divino, el Dios Vivo se hará pasar a Sí mismo por la muerte para que el hombre tenga lo que le está destinado. Si Cristo ha muerto y ha resucitado de entre los muertos y ha derramado sobre nosotros el fuego de Su Espíritu Santo, ¿por qué imaginamos que nuestro deseo de vida es un deseo prometeico, condenado al castigo? ¿Por qué actuamos como si nuestro deseo de «ver días buenos» fuera algo que Dios no deseara, si Él mismo nos dijo que los buscáramos? ¿Por qué nos reprochamos a nosotros mismos desear la victoria? ¿Por qué nos enorgullecemos de nuestras derrotas y nos gloriamos en la desesperación? Porque creemos que nuestra vida es importante solo para nosotros y no sabemos que nuestra vida es más importante para el Dios Vivo que para nosotros mismos. Porque pensamos que nuestra felicidad es para nosotros solos y no nos damos cuenta de que es también Su felicidad. Porque pensamos que nuestras penas son solo para nosotros y no creemos que son mucho más que eso: son Sus penas. No hay nada que podamos robarle en absoluto, porque antes de que podamos pensar en robarlo, ya ha sido dado. (Incursiones en los Indecible, 2004, 88-89).

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7. Las semillas de la libertad Tenemos que aprender a entender que el amor de Dios nos busca a nosotros y busca nuestro bien en todas las situaciones. Su inescrutable amor busca nuestro despertar. Ciertamente, como este despertar implica una forma de muerte a nuestro yo exterior, tememos Su venida en la medida en que nos identificamos con este yo exterior y estamos atados a él. Pero cuando comprendamos la dialéctica de la vida y la muerte, aprenderemos a correr los riesgos que implica la fe, a hacer las elecciones que nos libran de nuestro yo rutinario y nos abren la puerta de un nuevo ser, de una nueva realidad. La mente que es prisionera de ideas convencionales y la voluntad que es cautiva de su propio deseo no pueden aceptar las semillas de una verdad desconocida y de un deseo sobrenatural. Pues ¿cómo puedo recibir las semillas de la libertad si amo la esclavitud, y cómo puedo estimar el deseo de Dios si estoy lleno de un deseo diferente y contrario? Dios no puede plantar Su libertad en mí, porque soy un prisionero y ni siquiera deseo ser liberado. Amo mi cautividad, me cautiva el deseo de las cosas que odio, y he endurecido mi corazón contra el verdadero amor. Tengo que aprender, por tanto, a abandonar lo que me resulta familiar y habitual, para aceptar lo que es nuevo y desconocido para mí. Tengo que aprender a «abandonarme», a fin de encontrarme cediendo al amor de Dios. Si fuera en busca de Dios, todo acontecimiento y todo momento sembrarían en mi voluntad semillas de la vida de Dios que, en su día, producirían una extraordinaria cosecha. Pues el amor de Dios es el que me calienta con el sol y el que envía la lluvia refrescante. El amor de Dios es el que me alimenta con el pan que como, y es Dios quien también me nutre por medio del hambre y el ayuno. El amor de Dios es el que envía los días de invierno cuando tengo frío y estoy enfermo, y el verano tórrido cuando mis ropas se llenan de sudor mientras trabajo: pero es Dios quien me envía el viento suave que viene del río y la brisa que viene del bosque. Su amor extiende la sombra del sicómoro sobre mi cabeza y envía al aguador al lindero del campo de trigo con un cubo de la fuente, mientras los labradores descansan y las mulas pacen bajo el árbol. El amor de Dios me habla en las aves y en los arroyos; pero también, detrás del clamor de la ciudad, Dios me habla en Sus juicios, y todas estas cosas son semillas que me envía Su voluntad. Si estas semillas arraigaran en mi libertad, y si la voluntad de Dios creciera en ella, me convertiría en el amor que es Él, y mi cosecha sería Su gloria y mi alegría. Y me uniría con miles y millones de personas liberadas en el oro de un inmenso campo que alaba a Dios, cargado de mieses, sobreabundante de trigo. Si en todas las cosas considero tan solo el calor y el frío, el alimento o el hambre, la enfermedad o el trabajo, la belleza o el placer, el éxito o el fracaso, o el bien o el mal material que mis obras han conseguido para mi propia voluntad, solo encontraré vacío y no felicidad. No 90

seré alimentado ni me veré saciado. Porque mi alimento es la voluntad de Aquel que me hizo y que ha creado todas las cosas para darse a mí a través de ellas. Mi principal preocupación no debería ser encontrar el placer o el éxito, la salud, la vida, el dinero, el descanso, ni siquiera la virtud y la sabiduría –y mucho menos sus contrarios: el sufrimiento, el fracaso, la enfermedad y la muerte–. En todo cuanto sucede, mi único deseo y mi única alegría debería ser saber: «Esto es lo que Dios ha querido para mí. En esto se encuentra Su amor, y al aceptarlo puedo devolverle Su amor y darme con amor a Él. Pues dándome encontraré a Aquel que es la vida eterna». Si consiento a Su voluntad con gozo y la cumplo con alegría, tendré Su amor en mi corazón, porque mi voluntad es ahora igual que Su amor, y me estoy convirtiendo en lo que Él es, en el Amor mismo. Y al aceptarlo todo de Él, recibo Su alegría en mi alma, no porque las cosas son lo que son, sino porque Dios es Quien es, y Su amor ha querido que encuentre mi alegría en todas ellas. (Nuevas semillas de contemplación, 2003 [3.ª ed.: 2008], 37-40).

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8. El sacramento del tiempo La liturgia acepta, pues, la imagen arquetípica y natural de un «tiempo sagrado», un tiempo primordial que se reitera misteriosamente y que está presente en el mismo corazón del tiempo secular. Dondequiera que se proclama el Evangelio en la liturgia, empieza con la fórmula «en aquel tiempo...»; y la fórmula, de hecho, destruye el paso del tiempo, anula todo el tiempo que ha pasado desde «entonces», pues en la liturgia el «entonces» de las acciones salvíficas de Cristo es «ahora» en el misterio redentor de la oración de la Iglesia. De ahí que, aun cuando «en aquel tiempo» quizá sugiera a veces el «érase una vez» de los cuentos de hadas, en realidad es una dimensión muy diferente. No está fuera del tiempo, no es un escape del flujo y la decadencia de la vida, sino una afirmación de la plenitud de la vida, presente «ahora» como lo estaba «entonces», ni en el tiempo ni fuera de él. El cambio y el transcurrir del tiempo no están puestos aparte por la Iglesia como absolutos en sí mismos. No son la medida de realidades de las que ella se ocupe. Pero usan nuestra experiencia familiar del tiempo como «materia», por así decirlo, de una acción sacramental y santificadora. El tiempo es transformado por la bendición y la oración de la Iglesia. La historia misma adquirió una nueva significación, o más bien su significado oculto fue revelado, cuando la Palabra de Dios se hizo carne y entró en la historia. El tiempo mismo fue entonces una Epifanía del Creador y del Redentor, el «Señor de las Edades». Y, sin embargo, el tiempo también adquirió una nueva solemnidad, un nuevo apremio, ya que el Señor mismo declaraba ahora que el tiempo tendría un final. Vivimos en el reino de Cristo, el nuevo mundo consagrado a Dios, el reino mesiánico, la nueva Jerusalén. La historia del reino se desarrolla, pero en el misterio de fe, oculto a los sabios de este mundo (cf. 1 Corintios 1,19-21), y el día final de su manifestación está reservado para el futuro, el final del tiempo. El tiempo, que ahora está encerrado entre los dos advenimientos de Cristo –Su primera venida en humildad y oscuridad y Su segunda venida en majestad y poder–, ha sido reclamado por Dios como Suyo. El tiempo ha de ser santificado, como todo lo demás, por la presencia y la acción de Cristo. La redención no es simplemente un hecho histórico pasado con un efecto jurídico sobre las almas individuales. Es una realidad siempre presente, viva y eficaz, que penetra las profundidades más íntimas de nuestro ser por la palabra de salvación y el misterio de la fe. La redención es Cristo mismo, «que de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia y santidad de redención» (1 Corintios 1,30), viviendo y compartiendo Su vida divina con Su elegido. Ser redimido no es meramente ser absuelto de culpa ante Dios; es también vivir en Cristo, nacer otra vez del agua y del Espíritu Santo, para ser en Él una nueva criatura, para vivir en el Espíritu. Decir que la redención es una realidad espiritual siempre presente equivale a decir que Cristo se ha adueñado del tiempo y lo ha santificado, dándole un carácter 92

sacramental, haciéndolo signo eficaz de nuestra unión con Dios en Él. Así, el «tiempo» es un medio que hace presente a todos los hombres el hecho de la redención. Cristo ha dado un significado y un poder especiales al ciclo de las estaciones, que por sí mismas son «buenas» y por su misma naturaleza tienen capacidad de significar nuestra vida en Dios, pues las estaciones expresan el ritmo de la vida natural. Son la sístole y la diástole de la vida natural de nuestro planeta. Jesús ha convertido ese flujo y reflujo de luz y tiniebla, de actividad y descanso, de nacimiento y muerte, en signo de una vida más elevada, una vida que vivimos en Él, una vida que no conoce decadencia, y un día que no cae en la tiniebla. Es el «día del Señor» que amanece para nosotros otra vez cada mañana, el día de Pascua, el «octavo día», la Pascha Domini, el día de la eternidad, refulgiendo sobre nosotros en el tiempo. (Tiempos de celebración, 2013, 53-55).

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9. Cristo ha conocido nuestro exilio Hacia el final de la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Conoceré como soy conocido». Es en la pasión de Cristo donde Dios nos ha probado que nos «conoce», que nos ha reconocido en nuestra miseria, que ha encontrado Su imagen perdida en nuestro estado caído y la ha reclamado para sí, purificada en la caridad de Su Hijo Divino. Es en la Cruz donde Dios nos ha conocido, donde ha buscado nuestras almas con Su compasión y ha experimentado el pleno alcance de la capacidad de maldad: es en la Cruz donde Él ha conocido nuestro exilio, lo ha concluido y nos ha llevado a Él. Tenemos que volver a Él a través de la misma puerta de caridad por la que Él vino a nosotros. Si hubiéramos tenido que abrir la puerta nosotros, nunca lo habríamos logrado. Él ha hecho el trabajo. A nosotros nos corresponde seguirle y entrar a través de todas las cosas que lleva aparejadas para cumplir en nosotros la ley de la caridad, en la que todas las virtudes se completan. 14 de febrero de 1953: II.31-32. (Un año con Thomas Merton Meditaciones de sus «Diarios», 2006, 57)

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10. Perspectivas sociales de la caridad Con excesiva frecuencia, la caridad cristiana se entiende de un modo absolutamente superficial, como si no fuera más que mera gentileza, afabilidad y amabilidad. Por supuesto que incluye todas estas cosas, pero va aún más allá. Cuando consideramos la caridad como mera «amabilidad», generalmente es porque nuestra perspectiva es muy estrecha y alcanza únicamente a nuestros vecinos más cercanos, que comparten nuestras mismas ventajas y facilidades. Esta concepción excluye tácitamente a las personas que más necesidad tienen de nuestro amor: los desafortunados, los que sufren, los pobres, los desheredados, los que no tienen nada en este mundo y, consiguientemente, tienen derecho a reclamar a cualquier persona que tenga más de lo que estrictamente necesita. No hay caridad sin justicia. Demasiado a menudo pensamos que la caridad es una especie de lujo moral, algo que elegimos practicar y que nos hace meritorios a los ojos de Dios, a la vez que satisface una cierta necesidad interior de «hacer el bien». Esta caridad es inmadura e incluso, en determinados casos, del todo irreal. La verdadera caridad es amor, y el amor implica una profunda preocupación por las necesidades del otro. No se trata de autocomplacencia moral, sino de estricta obligación. La ley de Cristo y del Espíritu me obliga a preocuparme de la necesidad de mi hermano, sobre todo la más perentoria, que es la necesidad de amor. ¡Cuántos de los terribles problemas que se dan en las relaciones entre clases, naciones y razas en el mundo moderno tienen su origen en la desoladora falta de amor...! Y lo peor de todo es que esta falta se ha manifestado muy claramente entre quienes afirman ser cristianos. ¡Incluso se ha invocado una y otra vez el cristianismo para justificar la injusticia y el odio! En el Evangelio, el propio Cristo describe el juicio final con palabras que hacen de la caridad el criterio central de la salvación. Quienes han dado de comer al hambriento y de beber al sediento, han hospedado al forastero, han visitado a los enfermos y presos... son acogidos en el reino, pues todo eso lo hicieron con el propio Cristo. Por el contrario, quienes no han dado pan al hambriento ni de beber al sediento, y todo lo demás, tampoco lo han hecho con Cristo: «Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de estos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo» (Mateo 25,31-46). Este texto y el de la Primera Carta de Juan que citábamos al final del apartado anterior nos permiten comprender que la caridad cristiana carece de sentido sin actos exteriores y concretos de amor. El cristiano no es digno de tal nombre a menos que se desprenda de sus bienes, de su tiempo o, cuando menos, de sus preocupaciones, con el fin de ayudar a quienes son menos afortunados que él. El sacrificio debe ser real, no solo un gesto de orgulloso paternalismo que satisface su propio ego a la vez que protege condescendientemente a «los pobres». Compartir los bienes materiales supone también compartir el corazón, reconocer la común miseria y pobreza y la fraternidad en Cristo. Pero tal caridad es imposible sin una pobreza de espíritu interior que nos identifique con los desafortunados, los desfavorecidos, los desposeídos. En algunos casos, esto puede y 95

debe llegar al extremo de dejar cuanto tenemos con el fin de compartir la suerte del desdichado. Más aún, una noción miope y perversa de la caridad lleva al cristiano, simplemente, a realizar actos exhibicionistas de misericordia, actos meramente simbólicos que son expresión de simple buena voluntad. Este tipo de caridad no tiene el efecto real de ayudar al pobre: lo único que consigue es condonar tácitamente la injusticia social y contribuir a perpetuar las condiciones en que nos movemos; es decir, mantiene a los pobres en su pobreza. En nuestros días, el problema de la pobreza y del sufrimiento se ha convertido en preocupación de todos. Ya no es posible cerrar los ojos a la miseria que abunda por todas partes, en todos los rincones del mundo, incluso en las naciones más ricas. Un cristiano tiene que afrontar el hecho de que esta inexplicable desgracia no es en modo alguno «la voluntad de Dios», sino el efecto de la incompetencia, la injusticia y la confusión económica y social de nuestro mundo en rápido desarrollo. No nos basta con ignorar estas cosas so pretexto de que estamos desvalidos y no podemos hacer nada constructivo para mejorar la situación. Es un deber de caridad y de justicia para todo cristiano implicarse activamente en el intento de mejorar la condición del hombre en el mundo. Como mínimo, esta obligación consiste en tomar conciencia de la situación y formar un criterio propio con respecto al problema que plantea. Obviamente, nadie espera poder resolver todos los problemas del mundo, pero sí debería saber cuándo puede hacer algo para ayudar a aliviar el sufrimiento y la pobreza y darse cuenta de cuándo está prestando implícitamente su cooperación a los males que prolongan o intensifican el sufrimiento y la pobreza. En otras palabras, la caridad cristiana deja de ser real si no va acompañada de una preocupación por la justicia social. ¿De qué sirve celebrar seminarios sobre la doctrina del cuerpo místico y la sagrada liturgia si no nos preocupamos en absoluto del sufrimiento, la indigencia, la enfermedad y hasta la muerte de millones de potenciales miembros de Cristo? Puede que imaginemos que toda esta pobreza y este sufrimiento están muy lejos de nuestro país; pero si conociésemos y entendiésemos nuestras obligaciones con respecto a África, América del Sur y Asia, no seríamos tan complacientes. Y, sin embargo, no tenemos que mirar más allá de nuestras fronteras para descubrir enormes dosis de miseria humana en los suburbios de nuestras grandes ciudades y en las zonas rurales menos privilegiadas. ¿Y qué hacemos al respecto? No basta con meter la mano en el bolsillo y sacar unos billetes. Lo que hemos de entregar a nuestro hermano no son únicamente nuestros bienes, sino a nosotros mismos. Mientras no recuperemos este profundo sentido de la caridad, no podremos comprender toda la hondura de la perfección cristiana. La Carta de Santiago nos dice que un cristiano no debe respetar al rico y despreciar al pobre, sino que, por el contrario, debe identificarse con el pobre y hacerse pobre también, como lo fue Cristo:

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«No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: “Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado”. Al pobre, en cambio: “Estate ahí de pie o siéntate en el suelo”. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que lo aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y, sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que denigran ese nombre tan hermoso que lleváis como apellido?» (Santiago 2,1-7). Más adelante, en la misma carta, Santiago le habla con toda franqueza al rico injusto que ha defraudado a los pobres en el salario: «Ahora vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida, y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego. ¡Habéis amontonado riqueza precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» (Santiago 5,1-6). Para ser uno en Cristo, tenemos todos que amarnos unos a otros como a nosotros mismos. Amar a otro como a uno mismo significa tratarlo como a uno mismo, desear para él todo lo que uno desea para sí mismo. Este deseo carece de sentido si no tomamos medidas muy concretas para ayudar a los demás. La parábola del buen samaritano, que tan a menudo se escucha en los sermones, puede que tenga más significado del que creemos. Fueron los buenos judíos, el sacerdote y el levita, quienes dejaron al hombre herido en la cuneta. Solo el extraño y el marginado se dignaron a ayudarle. ¿Qué somos nosotros: sacerdotes, levitas o samaritanos? (Vida y santidad, 2006 [3.ª reimpr.: 2014], 101-107)

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11. Todas las palabras repiten una sola cosa El cristianismo es una religión de la Palabra. La Palabra es Amor. Pero a veces olvidamos que la Palabra emerge en primer lugar del silencio. Cuando no hay silencio, la Palabra que Dios pronuncia no se escucha verdaderamente como Amor. Únicamente se oyen «palabras». «Las palabras» no son amor, pues ellas son muchas, y el Amor es Uno. Donde hay muchas palabras, perdemos la conciencia del hecho de que en realidad tan solo hay Una Palabra. La Palabra que Dios pronuncia es Él mismo. Al hablar, se manifiesta como Amor infinito. Su habla y Su escucha son una. Tan silencioso es Su hablar que, a nuestro entendimiento, Su palabra es no palabra, y Su escucha es no escucha. Sin embargo, en Su silencio, en el abismo de Su Amor, Uno, todas las palabras son pronunciadas y todas ellas son escuchadas. Tan solo en este silencio de Amor infinito tienen ellas coherencia y significado. Sin embargo, las sacamos del silencio a fin de separarlas, de hacerlas distintas, de darles un sonido distintivo por el que podamos discernirlas. Eso es necesario. Y, con todo, en todos esos sonidos y conceptos múltiples permanece el poder secreto, oculto, de un silencio y un amor que son la fuerza de Dios. «Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía», dice el libro de la Sabiduría (18,14), «y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente... saltó del cielo, desde el trono real». A través de la acción que tiene lugar en la vida y en la historia, la secreta no acción de la Palabra y su poder manifiestan su realidad. En este profundo silencio, el Amor sigue siendo la base de la historia. Aunque una persona tenga estudios y un conocimiento profundo de muchos temas, y posea muchas «palabras», todo eso carece de valor si la única Palabra, el Amor, no ha sido escuchada. Esa Palabra se escucha solo en el silencio y en la soledad de un corazón vacío, en olvido de sí, un corazón indiviso, un corazón en paz, desapegado, libre, sin cuidado. En el lenguaje del cristianismo, esta libertad es el ámbito de la fe y de la esperanza, pero, ante todo, de la caridad. «Aunque tuviera plenitud de fe... si no tengo caridad, nada soy» (1 Corintios 13,2). «Quien no ama permanece en la muerte» (1 Juan 3,14). Cuando la fe cristiana se presenta de forma muy complicada, parece que esta consista en numerosas doctrinas, en un sistema complejo de conceptos que imparten información acerca de lo sobrenatural y que puede responder a todas las posibles preguntas sobre el más allá y la forma de alcanzar la felicidad en el cielo. Aunque esas doctrinas puedan ser muy ciertas, no podrían ser de ningún modo comprendidas si llegamos a pensar que el único objeto de la fe es la información múltiple que comunican muchas doctrinas complejas. De hecho, el objeto de la fe es Uno: Dios, el Amor. Y aunque las doctrinas reveladas sobre Él sean ciertas, lo que nos dicen sobre Él nunca será plenamente adecuado mientras las entendamos de un modo separado, incoherente, faltas de unidad viva en el Amor. Deben converger en el amor al igual que los radios de una rueda convergen en el eje central. Son meros marcos de ventanas a través de las cuales la luz entra en nuestros hogares. El marco de la ventana es preciso y nítido; pero 98

lo que en realidad vemos nosotros es la misma luz, que es difusa y todo lo penetra hasta el punto de que está en todas partes y en ninguna. No hay mente alguna capaz de comprender la realidad de Dios en sí misma; y si nos acercamos a Él, tenemos que avanzar no solo por medio del saber, sino del no saber. Hemos de aspirar a comunicarnos con Él no solo con palabras, sino sobre todo por medio de un silencio en el que tan solo hay una Palabra, y esa Palabra es Amor infinito y silencio ilimitado. ¿Dónde está el silencio? ¿Dónde la soledad? ¿Dónde el Amor? Todos ellos, en última instancia, no pueden encontrarse en parte alguna, salvo en la base misma de nuestro propio ser. Allí, en las profundidades silenciosas, no cabe ya distinción entre el yo y el no yo. Mora la paz perfecta, porque estamos arraigados en el Amor infinitamente creativo y redentor. Allí encontramos a Dios, a quien ningún ojo puede ver y en el que, como dice san Pablo, «vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,28). También en Él encontramos la soledad, como nos dijo san Juan de la Cruz, y caemos en la cuenta de que el todo y la nada se encuentran y son lo mismo. Si no hay silencio dentro de y más allá de las múltiples palabras de la doctrina, no hay religión, sino tan solo ideología religiosa. Y es que la religión va más allá de las palabras y de los actos y alcanza la verdad última solamente en el silencio y el Amor. Allí donde falta este silencio, allí donde tan solo hay «muchas palabras» y no una sola Palabra, a pesar de todo el trasiego y la actividad, no hay paz, ni pensamiento de hondura, ni comprensión, ni reposo interior. Y donde no hay paz, no hay luz ni Amor. La mente hiperactiva se cree despierta y productiva, pero lo único que hace es soñar, envuelta en fantasías y dudas. Hay que saber cómo volver a la quietud del culto, la paz reverente de la oración, la adoración en la que mi identificación como ego se silencia y se inclina ante la presencia del Dios Invisible para recibir su Palabra de Amor. En estas «actividades», que son «no acciones», el espíritu en verdad se despierta del sueño de una existencia múltiple, confundida y agitada. Asentados en la no acción, quedamos prestos para actuar en todas las cosas. Precisamente a causa de esa carencia, el moderno hombre occidental teme la soledad. Es incapaz de estar solo, de estar en silencio. Y está comunicando su enfermedad mental y espiritual a los hombres de Oriente. Asia está gravemente tentada por la violencia y el activismo de Occidente y empieza a perder gradualmente su respeto tradicional por la sabiduría silenciosa. Por eso se hace tanto más necesario en este tiempo redescubrir el clima de la soledad y del silencio. No se trata de que todos hayan de apartarse y vivir solos, pero en momentos de silencio, de meditación, de iluminación y de paz, uno aprende a estar en silencio y en soledad en todas partes. Se aprende a morar en un entorno de soledad incluso en medio de la multitud. No «dividido», sino uno con todos en el Amor de Dios. Porque aprendemos a ser alguien que escucha, al tiempo que nadie que escucha; a olvidarnos de todas las palabras para prestar atención únicamente a la Palabra que parece ser una no palabra. Abrimos la puerta interior del corazón a los silencios infinitos del Espíritu, desde cuyo abismo el amor mana sin cesar y se da entero a todo y a todos. En su silencio, el sentido de todo sonido se hace al fin claro. Solo en ese silencio pueden distinguirse las palabras de verdad, no en su 99

distinción, sino en su forma de remitirnos a la unidad central del Amor. Todas las palabras repiten una sola cosa: que todo es Amor. (Prefacio a la edición japonesa de Pensamientos en la soledad. En «La voz secreta»: Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occidente, 2015, 158-162).

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12. No a la guerra Si la Verdad me ha de hacer libre, también debo dejar de aferrarme a mí mismo, dejar de retener la semblanza de un yo que es un objeto o una «cosa». También yo he de ser «nada», ninguna cosa. Y cuando no soy nada, estoy en el Todo, y Cristo vive en mí. Pero Aquel que vive en mí son todos cuantos me rodean. El que vive en el mundo caótico de los hombres está escondido en medio de ellos, incognoscible e irreconocible, porque no es «nada». Así, en los cataclismos de nuestro mundo, con sus crímenes, sus mentiras y su tremenda violencia, El que sufre con todos es el Todo que no puede sufrir. Y, sin embargo, Él es el que sufre para que nosotros podamos vivir en Él [...]. Mi monasterio no es un hogar. No es un lugar en el que me encuentre arraigado y establecido en la tierra. No es un entorno en el que sea consciente de ser un individuo, sino más bien un lugar en el que desaparezco del mundo como objeto de interés, a fin de estar en él en todas partes por medio del ocultamiento y la compasión. Para existir en todas partes tengo que ser Nadie. Pero el monasterio no es una «huida» del mundo. Por el contrario, al estar en el monasterio asumo mi verdadero lote entre todas las luchas y los sufrimientos del mundo. Adoptar una vida que esencialmente no busca la afirmación propia, que es no violenta, una vida de humildad y de paz, es en sí una declaración de la propia postura. Pero cada uno en esa clase de vida puede, por la modalidad personal de su decisión, otorgar a su vida entera una orientación especial. Es mi intención hacer de mi vida entera un rechazo de y una protesta contra los crímenes y las injusticias de la guerra y de la tiranía política que amenazan con destruir a toda la raza humana y al mundo entero. A través de mi vida monástica y de mis votos digo NO a todos los campos de concentración, a los bombardeos aéreos, a los juicios políticos que son una pantomima, a los asesinatos judiciales, a las injusticias raciales, a las tiranías económicas y a todo el aparato socioeconómico que no parece encaminarse sino a la destrucción global, a pesar de su hermosa palabrería en favor de la paz. Hago de mi silencio monástico una protesta contra las mentiras de los políticos, de los propagandistas y de los agitadores; y cuando hablo, es para negar que mi fe y mi Iglesia puedan estar jamás seriamente alineadas junto a esas fuerzas de injusticia y destrucción. Pero es cierto, a pesar de ello, que la fe en la que creo también la invocan muchas personas que creen en la guerra, que creen en la injusticia racial, que justifican como legítimas muchas formas de tiranía. Mi vida debe, pues, ser una protesta, ante todo, contra ellas [...]. Si digo NO a todas esas fuerzas seculares, también digo SÍ a todo lo que es bueno en el mundo y en el hombre. Digo SÍ a todo lo que es hermoso en la naturaleza, y para que este sea el sí de una libertad y no de sometimiento, debo negarme a poseer cosa alguna en el mundo puramente como mía propia. Digo SÍ a todos los hombres y mujeres que son mis hermanos y hermanas en el mundo; pero para que este sí sea un 101

asentimiento de liberación y no de subyugación, debo vivir de modo tal que ninguno de ellos me pertenezca ni yo pertenezca a alguno de ellos. Porque quiero ser más que un mero amigo de todos ellos me convierto, para todos, en un extraño. (Prefacio a la edición japonesa de La montaña de los siete círculos [Agosto de 1963] En «La voz secreta»: Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occcidente, 2015, 96-99).

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Libros y escritos de y sobre Thomas Merton publicados por el Grupo de Comunicación Loyola Conjeturas de un espectador culpable, Sal Terrae 2011. Diálogos con el Silencio, Sal Terrae 2005 (2.ª ed.: 2009). Diarios (1939-1968), Mensajero 2014. El Libro de las Horas, Sal Terrae 2009. Escritos esenciales de Thomas Merton. Introducción y edición de Francisco R. de Pascual, OCSO, Sal Terrae 2006 (2.ª ed.: 2007). Incursiones en lo Indecible, Sal Terrae 2004. «Introducción de Thomas Merton», en Alfred Delp, Terrae 2012.

SJ,

Escritos desde la prisión, Sal

«La voz secreta». Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occidente, Sal Terrae 2015. Nuevas semillas de contemplación, Sal Terrae 2003 (3.ª ed.: 2008). Tiempos de celebración, Sal Terrae 2013. Un año con Thomas Merton. Meditaciones de sus «Diarios», Sal Terrae 2006. Vida y santidad, Sal Terrae 2006 (1.ª ed., 3.ª reimpr.: 2014). ***

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Sobre Thomas Merton BELTRÁN LLAVADOR, Fernando, Thomas Merton. El verdadero viaje, Sal Terrae 2015. Diccionario de Thomas Merton, Mensajero 2015. FINLEY, James, El Palacio del Vacío de Thomas Merton. Encontrar a Dios: despertar al verdadero yo, Sal Terrae 2014.

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Índice Portada Créditos Nota preliminar del autor Prólogo desde un pasado incierto hacia cualquier futuro Introducción 1. El legado de Merton, cien años después de su nacimiento 2. La raíz de la alienación humana 3. Desierto y paraíso 4. El pozo de la contemplación 5. Música silente, silencio elocuente 6. Las riberas de la Vida 7. La luz abisal 8. Secreta belleza 9. La fruición de la contemplación 10. Feliz eclosión 11. Desde el más profundo centro 12. El verdadero viaje Textos para meditar con Thomas Merton* 1. Muerte y vida 2. Oración por la paz 3. El simple hecho de mi humanidad 4. La epifanía de Dios en nuestra pobreza 5. Soledad y solidaridad 6. El fuego sagrado 7. Las semillas de la libertad 8. El sacramento del tiempo 9. Cristo ha conocido nuestro exilio 10. Perspectivas sociales de la caridad 11. Todas las palabras repiten una sola cosa 12. No a la guerra 105

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Libros y escritos de y sobre Thomas Merton publicados por el Grupo de Comunicación Loyola

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