Tetaz - Psychonomics

March 18, 2020 | Author: Anonymous | Category: Memory, Inflation, Salary, Decision Making, Psychology & Cognitive Science
Share Embed Donate


Short Description

Download Tetaz - Psychonomics...

Description

BajaLibros.com Tetaz, Martín Psychonomics. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Vi-Da Global, 2014. E-Book. ISBN 978-987-34-2052-8 1. Economía. I. Título CDD 330 Fecha de catalogación: 12/03/2014 Diseño de portada e interior: Donagh | Matulich Psychonomics Martín Tetaz 1ra edición © Martín Tetaz , 2014 © Ediciones B Argentina S.A., 2014 Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina www.edicionesb.com.ar ISBN 978-987-34-2052-8 Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. Libro de edición argentina. No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

A Pikes, Tito, Lore, Neto y Agustín, por compartir (en promedio) el 50% de mi paquete genético, con todo lo que ello implica en materia de conductas y carácter. A La Mo y a Solcito, por haberme elegido aún a pesar de no compartir ni un solo gen, con todo lo que ello implica.

Agradecimientos Me gradué de Economista el 21 de diciembre del 2001 y aunque sabía que quería seguir estudiando no hubiera encontrado mi norte si en el 2002 la Academia Sueca no le hubiera dado el Premio Nobel de Economía a un Psicólogo, Daniel Kahneman, por sus aportes para entender el modo en que las personas toman decisiones en contextos de incertidumbre. Mi primer agradecimiento es para con ellos. La segunda persona que influyó decisivamente en mi inclinación a la Economía del Comportamiento es Sebastián Campanario, que con la publicación de “La Economía de lo Insólito” me voló la cabeza y me enseñó que había un mundo súper interesante más allá de los modelos de la micro y la macroeconomía convencionales. Sebastián es, además, una persona extremadamente generosa que me abrió muchas puertas y a quien le debo buena parte de mi desarrollo profesional. Guillermo Cruces ha sido mi compañero de debates, una especie de sparring que me llamó la atención sobre muchos de los temas que se publican en el libro, me motivó siempre con este proyecto y me ayudó a moldear varias ideas. También estoy muy agradecido a Tomás Bulat, quien para mí siempre había sido una referencia desde mis tiempos de estudiante, pero que también me demostró en este último año que detrás del gran economista, periodista y comunicador, hay un tipo de primera que siempre me abrió el juego y me dio oportunidades de mostrar mi trabajo. Varias personas colaboraron leyendo borradores del libro y estoy obviamente muy agradecido con todos ellos, pero quiero mencionar particularmente a Diego Golombek, porque su crítica me resultó de muchísima utilidad. Por último, tengo un agradecimiento especial a un desconocido que en el verano del año 2004, dejo un libro difícil de conseguir en la mesa de saldos de ocho pesos de una conocida librería de Pinamar. Compré “Como funciona la mente”, por la curiosidad que me inspiró el título, sin saber que Steven Pinker era uno de los máximos exponentes de la Psicología Cognitiva y desde entonces le estoy agradecido al anónimo librero.

Prólogo I El día previo a una elección presidencial suele ser aburrido y rutinario en las redacciones de los diarios. Ya no se pueden publicar encuestas, porque rige la veda, y los esfuerzos se van en planificar la cobertura del día siguiente. El 6 de noviembre de 2012, los principales medios gráficos de los Estados Unidos abrieron sus ediciones con notas de servicios —dónde y cómo votar, las listas completas de candidatosy con artículos de color destinados a contar las horas previas, de nervios, de los principales aspirantes a la Casa Blanca. Tanto el demócrata Barack Obama como el republicano Mitt Romney fueron retratados en compañía de sus familias, y tomando un café en sus bares favoritos con amigos. Los fotógrafos que enfocaron sus cámaras al escritorio de Obama captaron un detalle: el presidente que sería reelecto al otro día estaba leyendo —luego aclaró en un reportaje que “con devoción”el libro Pensar rápido, pensar despacio, del premio nobel de Economía 2002, Daniel Kahneman. Pensar rápido… fue publicado en 2011 y recopila las principales investigaciones de la vida de Kahneman, el padre de la denominada “economía del comportamiento”, que cruza a la ciencia de Adam Smith y John Maynard Keynes con enseñanzas provenientes de la psicología. El psicólogo israelí, residente en los Estados Unidos, se había negado hasta entonces a escribir un libro de divulgación —lo consideraba “poco académico”-, que terminó siendo un boom. El hecho de que el presidente de la principal economía del mundo haya estado leyendo un trabajo sobre economía del comportamiento y de la felicidad no es un dato anecdótico. Se suma al interés de líderes de otros gobiernos, como Inglaterra, Francia, Canadá o países de Asia por aplicar en políticas públicas lecciones de la psicoeconomía que sean de provecho para mejorar la vida de la sociedad, y por captar en mediciones oficiales los niveles agregados de felicidad que no se reflejan en las estimaciones tradicionales de PBI. En la actualidad, unos 30 países hacen esfuerzos estatales por medir el bienestar emocional de sus respectivas poblaciones. Las conclusiones de la economía del comportamiento y de la felicidad hace años que abandonaron su lugar de “colección de curiosidades” y pasaron a nutrir la caja de herramientas de los economistas para mejorar las políticas públicas y para promover un mayor éxito en los negocios. El campo ya tiene reconocimiento académico, con decenas de centros especializados en todo el mundo y journals específicos, además de las “behavioural units” ya mencionadas en varias estructuras estatales. En la Argentina, en la última media década aparecieron los primeros trabajos locales sobre el tema, gracias al aporte y al entusiasmo de un grupo todavía pequeño de economistas intrépidos que se lanzaron a la conquista de este nuevo campo. Martín Tetaz, el autor de este libro, está a la vanguardia de este grupo. No solo porque cuenta con estudios en psicología cognitiva —además de su título en Economía-, sino porque ostenta una combinación única de pasión por divulgar y rigor técnico. Martín trabaja en varias instituciones pero tiene su base en el CEDLAS (Centro de Estudios Distributivos y Laborales) de la Universidad de La Plata, el principal centro de investigaciones sobre temas de desigualdad de América latina. A lo largo de Psychonomics esta combinación se hará presente una y otra vez, para provocar con datos curiosos y sorprendentes al lector no especializado. Se responderán preguntas tales

como: ¿Cómo debería comportarse un consumidor de acuerdo a lo que sabemos sobre el funcionamiento de la mente? ¿Cómo pueden los gobiernos mejorar el logro de sus objetivos y el impacto de sus políticas, usando economía del comportamiento? ¿Qué lecciones deberían aprender los comerciantes y productores que buscan mejorar el posicionamiento de sus productos; qué nudges les servirían? ¿Qué nos hace más felices? ¿Hacia donde irá la ciencia económica, cuando terminen de incorporarse estos insights en los modelos? Es fundamental que este tipo de preguntas comiencen a ser abordadas con encuestas y estudios locales, porque los estudios antropológicos más recientes muestran que los “sesgos” o errores sistemáticos que toma la economía del comportamiento varían mucho su intensidad dependiendo de la cultura. La “aversión a perder” o el “sentido de justicia” muestran valores muy distintos, según se hagan mediciones en Latinoamérica, en Europa, en Estados Unidos o en otras partes del mundo. En este sentido, Martín no es un economista de escritorio, sino que se “embarra” cuando hay que hacerlo. Y lo hace literalmente: a principios de 2013 coordinó un equipo de la UNLP, junto a María Laura Alzúa, que determinó los costos de la terrible inundación que unos días antes había castigado a La Plata. Fue luego de encontrar en una plaza a sus dos perras, perdidas durante el desastre, en un momento muy emotivo que fue tapa de varios diarios y portales de noticias. Como diría Sheldon Cooper, el físico genio protagonista de “The Big Bang Theory”: “Esto es lo que la gente no familiarizada con la teoría de los grandes números llamaría una casualidad”. Aunque con recursos mucho más limitados que en EE.UU. y Europa, la Argentina tiene cada vez más excelentes investigadores económicos abocados a estudiar temas de frontera. En la reunión anual de la Asociación Argentina de Economía Política (AAEP), el porcentaje de papers presentados sobre nuevas temáticas está en franco aumento. El diálogo interdisciplinario —con psicólogos, físicos, neurocientíficos, matemáticos, biólogos, etc.también es cada vez más fluido. Es en estas zonas de intersección y cruce, en las que bucea Psychonomics, donde están surgiendo las ideas más interesantes. Además de ser los dos de La Plata, comparto con Martín la pasión por exploraciones de frontera de distintas ciencias. De este territorio aparecen ocurrencias que los dos compartimos todas las semanas con los lectores, Martín, desde su columna en el diario El Día y yo, desde el espacio Alter Eco, los domingos en La Nación. (Ambos bromeamos que formamos una Cámara de Columnistas de Economía no Convencional de domingo en diarios de derecha, en la que cada año nos turnamos la presidencia y la vicepresidencia). Ojalá puedan disfrutar tanto como yo de un libro que cuenta una historia que, en realidad, recién empieza. Sebastián Campanario

Prólogo II Cuando me llamó Martín para proponerme que escriba el prólogo a su libro, no pude más que ponerme contento. En primer lugar porque no sabía que estaba escribiendo un libro, y segundo, por el tema que estaba desarrollando en el libro. Cuando yo compro un libro lo hago bajo dos criterios: me gusta cómo escribe el autor, o bien el tema me interesa más allá de quién sea su autor. En este caso, se cumplen ambas condiciones: vale la pena leerlo por el autor y por el tema. Así que doblete. Voy a hablar primero del autor. Martín Tetaz. Martín es un gran economista y una gran persona. Lo conocí hace un tiempo gracias a sus artículos. Hacía bastante que un economista no me llamaba la atención con sus enfoques de los problemas que vivimos los argentinos. Porque Martín tiene una formación académica profunda y moderna, y hace el esfuerzo permanente por aplicar aquello que la teoría dice a nuestro momento económico. Ese es el principal desafío de todo economista... Están los que se quedan en la teoría y la realidad les molesta porque no se comporta como el modelo dice que debería hacerlo, y están aquellos que sin mucha formación teórica describen superficialmente lo que sucede. Martín es ese salto de calidad que uno espera encontrar: teoría y coyuntura. Ese es el escritor. Que se sigue sorprendiendo cuando aprende y por lo tanto sigue enseñando. Es profesor también de alma. Le gusta enseñar y por lo tanto le gusta aprender. Y en este libro me enseñó mucho y, mejor aún, me ayudó a ordenar y sistematizar los conocimientos. Así que un autor apasionado de lo que hace, con ganas de enseñar es poco habitual y hay que aprovecharlo. El tema. La economía del comportamiento. Los economistas solemos decir que “la economía es la más exacta de las ciencias sociales”. Por ello es que usamos muchos datos estadísticos y fórmulas que nos permiten explicar lo que pasó, con bastante certeza, y prever lo que pasará, con más convicción que realismo. Porque justamente la economía es una ciencia social, por lo cual depende del comportamiento del hombre y eso implica cierto grado de imprevisibilidad. Si queremos saber qué puede pasar en el futuro tenemos que entender cómo se comporta el ser humano hoy. Es decir, cómo te comportás vos, lector de este libro. Mientras mayor sea nuestra capacidad para entender nuestro comportamiento, estaremos en mejores condiciones de prever que pasará en la economía. De eso se trata, tan sencillo y tan complejo como eso. Todas las personas somos distintas, por lo tanto nuestras reacciones son diferentes, lo cual nos haría completamente imprevisibles. En realidad, no es exactamente así. Maitena tiene una frase que define muy bien la situación, dice “las mujeres somos todas distintas, pero nos pasan las mismas cosas”. Es aplicable a todo el género humano. Lo cierto, y tal como lo dice Martín en su libro, somos en un alto porcentaje muy parecidos: “En términos estrictos, es probable que no encuentre muchas personas como yo a quienes les guste desayunar con café amargo por la mañana mientras chequean los mails, acostumbren usar ropa de moda, vayan caminando a todos lados, saturen el celular, almuercen a las 2 de la tarde, miren mujeres de 35 años por la calle, salgan a correr por las tardes y se regalen

comidas autoelaboradas convenientemente regadas con un buen malbec, antes de irse a dormir en un somier de una plaza y media. Sin embargo, estoy seguro de que podría encontrar muchísimas personas que hagan el 90% de todo lo anterior con alguna variante, y, en todo caso, considero que las cosas que me identifican con exclusividad no son tan relevantes como para hacer que mi modo de organizar el mundo y la realidad difiera en demasía del que caracteriza a muchas otras personas.” Ese comportamiento casi común, en Martín —cuento— ya se ha modificado con la llegada de Agustín, su primer hijo. Ahora yo tengo más capacidad predictiva de cómo va a ser su vida que él, porque ya tengo 3 hijos. Muchas de las acciones que realicé como padre y sus consecuencias, las tendrá Martín. No todas, muchas. Y cuando logramos ser comprendidos, tenemos más pautas para anticipar nuestras futuras acciones. Esto es lo que me fascinó del libro. Que cada explicación que ofrece, ya sea de la memoria, de cómo encapsulamos los recuerdos o de cómo tomamos algunas decisiones eran lisa y llanamente una descripción de mi propio comportamiento, de cuando tomo una decisión, cuando recuerdo algo o cuando doy clases. En la sección de la economía invasiva es un capítulo mejor que el otro. Invasiva lo llamo porque se introduce en casi todos los aspectos de nuestra vida, desde el afectivo, por qué nos casamos o por qué somos infieles hasta el educativo o el muy interesante sobre las políticas públicas. Esa lectura nos llevan a descubrir dos cosas: que algunos prejuiciosos suelen tener razón de ser, el viejo “piensa mal y acertarás”, pero lo más interesante es descubrir cómo aquello que llamamos sentido común, suele ser una burrada. Muchas veces nuestro “sentido común” choca con realidades más complejas y menos obvias. Es un libro que te atrapa porque te descubrís vos mismo. Leerlo es repasar conductas de tu vida. Además, te brinda herramientas para ayudarte a tomar decisiones que mejoren tu calidad de vida, con las restricciones reales que hoy tenemos todos. Siempre, mientras más entendemos, mejores decisiones tomamos. No son ni serán siempre las correctas, pero sí mejores. Todos buscamos en nuestra vida ser felices, lo cual depende ya no solo del contexto sino de cómo reaccionamos en ese contexto, para lo cual estoy seguro que este libro te será de gran utilidad. Ojalá lo disfrutes como lo disfruté yo. Tomás Bulat

Introducción Un vuelo de reconocimiento en las tierras de la Psicoeconomía Mercedes Ramón Negrete es un tipo de suerte. El 10 de abril de 1972, este obrero textil de origen paraguayo controló los resultados de los trece partidos del concurso de pronósticos deportivos, más conocido por su sigla PRODE, y se le heló la sangre. “No puede ser…venga Fabiana, ayúdeme”, le ordenó a su mujer, que trabajosamente acomodó su generosa anatomía en la silla lindera. Repasó una y otra vez la boleta y se convenció: era el ganador del millonario pozo, de una magnitud equivalente a un Loto o Quini 6 actuales. Es probable que ese año haya sido el más feliz de su vida. Dejó a su mujer, retornó a su tierra natal, hizo varias inversiones y se cansó de contar billetes. La dicha por desgracia duró poco y no porque la falta de educación de Negrete lo condenara a dilapidar su dinero, algo que sucedería a la postre, sino por uno de los hallazgos más notables descubiertos por la Psicología: el denominado “efecto habituación”. Tal y como lo demostró uno de los primeros científicos en estudiar este tema, el profesor Richard Thompson del Departamento de Psicobiología de la Universidad de California, este acostumbramiento a las nuevas condiciones es en realidad una característica fundamental que hizo posible nuestra supervivencia como especie a lo largo de los años... La idea es que los cambios en el estado de ánimo que llevan a que nos sintamos más o menos felices son respuestas de nuestro organismo ante una novedad que exige de nuestra parte cierta acción compensadora para restaurar el balance con el ambiente, del mismo modo que lo haría un termostato. El fenómeno es, además, naturalmente simétrico. Corre para las buenas pero también para las malas, y ello explica porqué las personas que hacen los trabajos más desagradables, como limpiar inodoros o preparar cuerpos para un velorio, no son menos felices que los que pasan sus días tranquilamente sentados detrás de un escritorio. Incluso cuando la desgracia golpea a nuestra puerta súbitamente, también terminamos habituándonos tarde o temprano, como descubrió el psicólogo Phillip Brickman en un estudio en el que entrevistó a 22 ganadores de lotería y 29 personas que habían quedado parapléjicas luego de sufrir diversos accidentes, descubriendo que al cabo de un tiempo del evento crucial todos volvían a reportar niveles de felicidad similares a los que declaraban antes de esa circunstancia que les cambió la vida. Este efecto habituación explica además por qué los habitantes de los países con mayor PBI per cápita no son necesariamente más felices que los que viven en naciones más pobres, del mismo modo que tampoco las generaciones actuales que disfrutan de ingresos muy superiores a los que percibían sus padres hace 25 años se sienten más a gusto con sus vidas. Un simpático investigador de la Universidad de Southern California llamado Richard Easterlin se encontró por sorpresa con este resultado cuarenta años atrás mientras intentaba ponerle precio a la felicidad. Y es el culpable de que dediquemos un amplio capítulo de este libro a ver qué es lo que entonces nos hace felices.

¿Nunca importa el ingreso? ¿Cuánto pesan la inflación y el desempleo en la felicidad? ¿Somos envidiosos de lo que ganan los otros? ¿Nos hará más felices tener una pareja estable o sexo con la mayor cantidad de personas que nos sea posible? ¿Y la religión, y la actividad política, y el gimnasio, el trabajo, la familia…? ¿Qué es lo que la ciencia demostró que realmente nos hace felices? Pero las relaciones entre la Economía y la Psicología no terminan en la felicidad. En noviembre del 2002, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a un psicólogo israelí, llamado Daniel Kahneman, quien luego de efectuar cuantiosos experimentos demostró que cometemos errores, o sesgos, de manera sistemática a la hora de tomar decisiones, y sobre todo cuando lo hacemos en contextos de mucha incertidumbre. Parece que simplemente usamos reglas o heurísticas que nos funcionan, aunque no nos permitan alcanzar los mejores resultados. Uno de esos sesgos, por ejemplo, es el de representatividad. Este premio nobel, actual profesor de la Universidad de Princeton, descubrió que tenemos la propensión a creer que la realidad que nos rodea es representativa del total del país, cuando en verdad tendemos a juntarnos con personas de nuestro mismo nivel socioeconómico, que además suelen pensar como nosotros y compartir muchas de nuestras prácticas. En una investigación que acabamos de publicar con Guillermo Cruces, del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la Universidad de La Plata (CEDLAS), y Ricardo Pérez Truglia, de Harvard, hicimos una encuesta a una muestra de vecinos representativa del área metropolitana del Gran Buenos Aires, en la que el entrevistador les preguntaba: “En la República Argentina hay aproximadamente 10 millones de familias, ¿cuántas familias con menores ingresos que las suyas creen que existen?”. Pues, sistemáticamente los entrevistados más pobres tendían a contestar que había 4 o 5 millones de hogares que la pasan peor que ellos, al tiempo que los que estaban en el 10 o 20 por ciento de mayores ingresos creían que había solo cinco o seis millones más pobres. Todos creían ser más clase media de lo que en realidad eran. Otro hallazgo notable de Kahneman es que por distorsiones en nuestro sistema de memoria no recordamos exactamente lo mismo que experimentamos y entonces no hay manera de asegurar que tomemos decisiones correctas en nuestras vidas. Si probamos escribir en un cuaderno un relato de nuestras últimas vacaciones, veremos que nos alcanza con un par de hojas porque buena parte del tiempo transcurrido simplemente se ha borrado de nuestro recuerdo, y hasta es muy posible que hayamos tergiversado lo que en realidad pasó. Que no recordemos algunos momentos de nuestras vacaciones puede ser trivial; quizás terminemos sobrevalorando lo bien que la pasamos y gastando demasiado dinero en el próximo receso laboral, pero que fragüemos las memorias de nuestra última relación amorosa puede llevarnos a cometer el error de reincidir en una pareja que en rigor no funciona. Los problemas con la memoria no quedan allí. Sabemos por investigaciones de psicólogos cognitivos como Endel Tulving que no tenemos una sola memoria, sino un sistema con distintos almacenes donde guardamos diferentes informaciones. El funcionamiento del sistema de memoria será de hecho uno de los ejes de este libro, porque veremos que tanto el marketing como las políticas públicas tienen un efecto que depende del tipo de memoria al que apelen.

Comprender esto nos permitirá entender por qué sube el dólar en nuestro país y por qué no funcionan las campañas de prevención del consumo de cigarrillos, alcohol y drogas, pero también cómo hay que hacer para lograr que la gente se comporte como los hacedores de políticas públicas desean. El diseño de la arquitectura de elección es la especialidad de otro experto en Economía del Comportamiento, el profesor de la Universidad de Chicago, Richard Thaler, quien ha estudiado pequeños trucos (nudges) para lograr que las personas donen más órganos, consuman menos grasas, ahorren más, gasten menos energía y estén dispuestas a resignar subsidios públicos o comprar un vino más caro en un restaurante. Todos estos descubrimientos son solo la punta del iceberg del comportamiento. Una abundante literatura científica revela cientos de resultados que no coinciden con las predicciones de los modelos económicos tradicionales que se enseñan en la mayoría de las universidades del mundo entero. Sin embargo, durante muchos años, no obstante la obvia relación que la Economía y la Psicología deberían haber guardado, ambas disciplinas siguieron caminos diferentes. Los modelos que se aprenden en las facultades de Economía suponen que los seres humanos son máquinas absolutamente racionales, capaces de efectuar millones de cálculos por segundo sin ningún costo, con el objeto de maximizar su utilidad, aun cuando nadie haya podido establecer hasta el momento qué es concretamente la utilidad. Hay investigaciones más sofisticadas que tienen en cuenta variables como la información imperfecta y los costos de transacción, pero estos estudios siguen sin indagar cómo es que las personas, realmente, toman sus decisiones. Parten de suponer que los individuos presentan fallas o sesgos en sus conductas por el mero hecho de enfrentar situaciones en las cuales su acceso a la información es deficiente; como les sucede, por ejemplo, a quienes tienen que comprar una computadora o arreglar el auto, puesto que no saben nada respecto de las características tecnológicas (de los procesadores y motores) y tampoco están dispuestos a gastar el tiempo y el dinero que necesitarían para ilustrarse en el tema. Nadie estudia qué es aquello que las personas efectivamente hacen cuando entran al supermercado o, más importante quizás, qué tienen en cuenta cuando toman decisiones económicas absolutamente relevantes a largo plazo, como por ejemplo cuánto estudiar, qué carrera elegir, qué nivel de esfuerzo dedicar a los estudios, cuándo trabajar y dónde, con quién formar pareja, cuántos hijos tener o cómo preparar su jubilación. Mejor dicho, estas cuestiones no son objeto de estudio entre los representantes del mainstream de la economía científica, pero sí son tenidas en cuenta por las empresas. Desde la publicación del famoso libro que Vance Packard escribió en los años cincuenta, Las formas ocultas de la propaganda, sabemos que las empresas de primera línea montan sus centros de investigación en la parte trasera de los supermercados y no dejan absolutamente nada librado al azar. Establecen con precisión cuál debe ser la ubicación de los productos en las góndolas, el color de las etiquetas, el precio de las mercancías y la forma de los paquetes. También estudian en detalle quiénes son sus clientes y qué días del mes realizan sus compras, entre otros datos. Sin embargo, los resultados de esas investigaciones difícilmente se publican. Se sabe muy poco respecto al modo en que las personas toman las decisiones económicas que resultan más importantes para sus vidas. El sector privado, de hecho, no tiene el hábito de contratar economistas para que integren los departamentos de marketing, de fidelización

de clientes y de inteligencia comercial, puesto que los modelos que nuestra ciencia ofrece no tienen poder para explicar el modo en que los consumidores efectivamente eligen. En el sector público, como resultado de la falta de conocimientos más precisos sobre las causas que determinan los comportamientos económicos, la calidad de las políticas diseñadas por los economistas resulta bastante baja, y en consecuencia la sociedad se encuentra a la deriva, en manos de Estados que no logran planificar el desarrollo ni corregir los rumbos indeseados. ¿Saben los científicos y los políticos, por ejemplo, cuáles son los factores que causan el bajo esfuerzo de los docentes y de los alumnos? ¿Saben qué explica la elección de una carrera o su abandono? El modelo económico tradicional indica que el alumno evalúa mediante una ecuación cuáles son los costos y los beneficios de estudiar, y en función del resultado decide continuar o interrumpir sus estudios. No obstante, como mostró el economista Robert Jensen, de la Universidad de California, en un artículo publicado en el prestigioso Quarterly Journal of Economics, los alumnos tienen una distorsión bastante grande respecto de cuáles son las tasas de retorno de la educación. Es decir, no saben cuánto van a ganar cuando se reciban, y las estimaciones que realizan están muy lejos de coincidir con los salarios que efectivamente se perciben en el mercado laboral, porque en general sus cálculos están basados en los salarios del grupo reducido que ellos conocen. Más aún, cuando se les informa cuánto gana en promedio una persona que se ha recibido, como sucedió en un experimento reciente efectuado en un grupo de colegios de Madagascar, son menos propensos a abandonar los estudios. La inmensa mayoría de los ingresantes a las universidades cree que van a terminar sus estudios en un lapso de alrededor de cinco o seis años, cuando el promedio de duración de las carreras es de entre ocho y nueve años. Los niveles de abandono de los estudios superiores son pasmosos (se recibe aproximadamente solo el 20 por ciento de los alumnos que ingresan), y probablemente esto se deba a que al cabo del primer o segundo año, cuando pueden evaluar la cantidad de materias que en efecto rindieron en ese período, la inconsistencia entre sus previsiones y la realidad se hace patente. ¿Qué sucede con las decisiones en el mercado laboral? Un resultado interesante de la reciente literatura sobre la economía del comportamiento señala que, al ser consultadas sobre sus preferencias, la mayor parte de las personas se muestran más de acuerdo con una empresa que otorga un aumento salarial del 10 por ciento en un contexto de inflación del 20 por ciento anual que con otra que reduce los salarios un 5 por ciento en un contexto de estabilidad de precios, si bien en términos de capacidad adquisitiva del salario la segunda empresa es más favorable para los empleados que la primera, porque un aumento de 10 por ciento con una inflación de 20 por ciento equivale a una caída de la capacidad adquisitiva de casi un 10 por ciento, mientras que si no hay inflación y los salarios nominales se reducen un 5 por ciento, esa es toda la pérdida. Esto ocurre básicamente por dos razones; la primera de ellas es que los seres humanos sufrimos de ilusión monetaria y por ello siempre preferimos ganar más, incluso cuando la capacidad adquisitiva de ese nuevo salario sea en realidad más baja. La segunda tiene que ver

con una aversión a las injusticias, por la que rechazamos cualquier recorte salarial cuando este es el resultado deliberado de la acción de alguien (en este caso el empresario, por ejemplo), al tiempo que nos cuesta identificar al culpable de la inflación con la misma facilidad. Adam Smith, en su famoso libro que constituyó la piedra fundacional de la ciencia económica, cita cinco elementos que explican las diferencias entre los salarios que perciben los trabajadores, y entre ellos menciona el grado en que un trabajo es del gusto de la persona que lo efectúa. La cuestión es que no se dispone de modelos de mercados de trabajo que incorporen el principio de habituación al estudio de las tareas que realizan los trabajadores, y por ende se desconoce cómo aplicar políticas que administren exitosamente la oferta laboral, dado que si las personas se acostumbran rápidamente a las nuevas condiciones laborales, entonces un cambio en esas condiciones, destinado a atraer más trabajadores, por ejemplo, podría no tener los efectos esperables a priori. Las tasas de ahorro interno de los países, por mencionar otro ejemplo, son un indicador que se relaciona estrechamente con sus tasas de inversión, las cuales determinan, a su vez, las tasas de crecimiento de sus economías a largo plazo. Por ello, las autoridades de política económica muchas veces buscan modificar las decisiones de ahorro de las familias, pero no poseen modelos apropiados que indiquen qué es lo que determina que una persona ahorre el 10 por ciento de su ingreso en lugar del 20 por ciento, o que no ahorre nada. Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento muy interesante en el marco de un estudio realizado con varios niños a fin de analizar los efectos de la postergación del placer. A un grupo de niños de un jardín de infantes se les ofrecía un bombón de regalo, pero antes de que se lo guardaran, los investigadores les proponían la posibilidad de devolver la golosina a cambio de recibir dos al día siguiente. Mischel, quien siguió visitando a los alumnos durante varios años, realizó un descubrimiento notable: aquellos que habían postergado el momento de comer el chocolate en busca de lograr una mayor satisfacción posterior (es decir, los más propensos al ahorro) fueron quienes mostraron mejores índices de rendimiento académico en la escuela secundaria. Lo destacable no es la relación entre paciencia y tasa de ahorro, o entre ansiedad y consumo, sino que este hallazgo está muy relacionado con los resultados del análisis de las evaluaciones de calidad educativa a nivel internacional. Todos los años, en varios países se llevan adelante dos pruebas estandarizadas que miden el rendimiento de los alumnos en matemática, lengua y ciencias. Las evaluaciones son muy conocidas internacionalmente por sus siglas en inglés, PISA (Programme for International Student Assessment) y TIMSS (Trends in International Mathematics and Science Study). ¿Qué países cree usted que presentan mejor rendimiento académico? Le doy una pista: Estados Unidos no figura entre los primeros puestos. Tampoco se destacan Francia, Australia, Inglaterra o Argentina (que presenta peores resultados que Rumania). Son los países asiáticos los que lideran la mayoría de los rankings: no solo tienen las tasas de ahorro más altas del mundo, sino que además crecen a tasas más elevadas (cabe mencionar que Finlandia también presenta excelentes indicadores académicos, así como una de las tasas de ahorro

más altas de Europa). Así, podría extenderse largamente la lista de ejemplos que muestran la enorme necesidad de que la Economía incorpore modelos de la Psicología para mejorar su comprensión y explicación del modo en que las personas toman sus decisiones. Este libro no es sin embargo un catálogo de fallas en el funcionamiento de la mente; de rarezas de coleccionistas mentales. Estos comportamientos que sistemáticamente nos alejan de lo que haría el homo economicus son en realidad consecuencia del normal funcionamiento de la mente, y no anomalías, como su nombre lo sugiere, y de allí que resulte tan interesante indagar con más profundidad en las aguas de la Psicología Cognitiva, para buscar las bases sobre las cuales se asentará el edificio de la Psicoeconomía. El estudio de esas aparentes “fallas” en el comportamiento y del modo en que las personas efectivamente toman sus decisiones tiene aplicaciones de suma utilidad en la psicología de las finanzas personales, en el análisis del modo en que las personas razonan cuando enfrentan una elección económica, en la psicoeconomía de la publicidad, en la psicoanatomía de las crisis económicas, en la economía de la felicidad, en la representación mental que la gente hace de las políticas públicas, en la psicoeconomía de las relaciones personales y en su equivalente en la educación, así como en el terreno donde la sofisticación de la mente alcanza su máxima expresión: los comportamientos estratégicos y la teoría de los juegos. Las áreas de investigación mencionadas probablemente formarán parte de la agenda que resultará de la unión entre la Economía y la Psicología en los próximos veinte años.

Primera Parte ¿Cómo funciona la mente? De Pinker y Fodor a Damasio, Kahneman y Rangel En el 1070 de la Quinta Avenida, una estructura con forma de caracol balconea sus cinco circulares pisos de cara al Central Park. Aunque la mayoría de las exposiciones suelen ser rotativas, el 15 de agosto del 2012, un festival de formas geométricas de distintos colores deslumbró la vista de los afortunados espectadores que decidieron salirse de la rampa principal en el cuarto piso y girar a la izquierda para apreciar la pintura. Uno de cada noventa visitantes del famoso Museo Guggenheim incluso escuchó música mientras deleitaba su vista en esa pequeña área destinada a exhibir cuadros de Wassily Wasilyevich Kandinsky, el extraordinario artista ruso poseedor de una extraña condición hereditaria cuyo nombre se forma de la combinación de dos vocablos griegos: syn (junto) y aesthesis (sensación). Para la enorme mayoría de los mortales, los sentidos están encapsulados y son específicos de dominio, de modo que no es posible que se influyan los unos a los otros; no se pueden oír colores o sentir el tacto de un sonido. Pero para quienes tienen sinestesia es perfectamente posible ver colores cuando escuchan un sonido, leerlos cuando observan un número o letra, e incluso hay quienes son capaces de olerlos. Ahora bien, en la arquitectura cognitiva de la mente humana existe un conjunto de módulos perceptivos que captan los estímulos sensoriales del medio ambiente que puede asimilarse al entorno y transportan los datos al procesador central, denominado sistema ejecutivo. Estos módulos, como bien ha indicado Jerry Fodor, se distinguen de las facultades horizontales —mecanismos generales que están presentes o “auxilian” procesos mentales de distintas funciones como, por ejemplo, la memoria, la atención y el juicio, entre otras—. Constituyen más bien facultades verticales, esto es: “mecanismos específicos de dominio, genéticamente determinados, asociados a estructuras neurales diferenciadas y computacionalmente autónomos”, en el sentido de que operan sin información de otros módulos (como por ejemplo la visión). Consideremos, por ejemplo, el caso de la visión. Es evidente que se trata de un mecanismo que solo contempla el dominio de las imágenes (salvo para los sinestésicos) y que se encuentra encapsulado en el sentido de que no se altera con información proveniente de otros sentidos o de la razón misma. Es cierto que un ruido llamaría la atención sobre el objeto que lo produjese, ocasionando que este fuera visto, pero si una persona ya estuviera dirigiendo su atención hacia ese objeto no lo vería más brilloso, ni más grande ni más cercano por más ruidos que generase. El caso de las ilusiones ópticas ya es un clásico de la literatura desde el trabajo pionero del neurocientífico David Marr de principios de 1980. Por ejemplo, si usted se para sobre las vías de un tren, verá que estas “convergen” a medida que su vista se aleja, aun cuando usted sepa a ciencia cierta que eso no es posible, pues las vías siempre corren paralelas. El problema es que el mecanismo de la visión (no la información sobre las vías) se encuentra encapsulado y no puede ser modificado ni siquiera por las propias creencias o

certezas de quien mira. Además es evidente que el mecanismo de la visión es autónomo, por cuanto no recluta información proveniente de ningún otro módulo o sistema, del mismo modo en que no ejerce ninguna influencia sobre otros sistemas modulares. Además de los módulos perceptivos, innatos y por tanto heredados y diseñados por la selección natural, hay comportamientos que pueden ser parcialmente modularizados y automatizados, del mismo modo que existen otros elementos del sistema cognitivo que son de naturaleza mucho más general en lo que hace a su dominio de acción (no modulares). Pensemos, por ejemplo, en el mecanismo de la memoria.

El backstage de la memoria Clive Wearing recuerda perfectamente muchas de las grises tardes inglesas en que se ganaba la vida como director de orquesta, aunque esa no es la razón por la que está siendo entrevistado por la BBC. Durante el reportaje, aparece de manera imprevista su mujer, Deborah. Clive se incorpora para recibirla, olvidando por completo a los periodistas y se funde en un emotivo abrazo, puesto que hace 25 años que no la veía. O por lo menos, eso es lo que él cree. En 1985, este simpático bretón tuvo una terrible encefalitis que le produjo un daño en el hipocampo, una zona del cerebro particularmente importante en la tarea de almacenar experiencias. Como consecuencia de ello, aunque no ha perdido sus viejas memorias, es incapaz de atesorar nuevos recuerdos; no puede trasladar sus vivencias a los almacenes de largo plazo que posee la mente, y por lo tanto la información se desvanece de su conciencia a los 15 segundos de haber ingresado, que es aproximadamente el tiempo que perduran los recuerdos en la memoria de corto plazo, parte fundamental de la memoria de trabajo. Su dolencia nos recuerda al personaje central de la película Memento, quien consciente de su problema de memoria, escribe la información que va obteniendo en todo su cuerpo, puesto que sabe que olvidará todo pronto y busca entonces evitar el tener que comenzar a reconstruir sus recuerdos otra vez desde cero. Una característica similar explotan los autores de Como si fuera la primera vez, una divertida comedia romántica en la que Adam Sandler debe reconquistar todos los días a una Drew Barrymore que lo olvida todo ni bien apoya la cabeza contra la almohada. Aunque Clive olvidará dentro de unos pocos segundos que ha visto a su mujer y volverá a emocionarse cuando ella salga del baño, lo despierte por las mañanas o le lleve al mediodía el almuerzo a la mesa, en verdad la breve duración de la información en la memoria de corto plazo no es el problema central de Wearing. Todos los seres humanos perdemos en un lapso del orden de quince segundos cualquier dato que no nos hayamos ocupado de almacenar en la memoria de largo plazo y para todos nosotros la capacidad de esa memoria es muy reducida respecto de la cantidad de elementos que podemos procesar al mismo tiempo. Así, nos olvidamos de un número de teléfono que nos acaban de pasar si no lo anotamos rápidamente en alguna parte, y si en vez de tratarse de un celular, nos quieren dar una lista de veinte artículos que debemos comprar en el supermercado, también tenemos problemas para recordar muchos de ellos, puesto que como demostró el psicólogo cognitivo de la Universidad de Princeton, George Miller, en un famoso trabajo de la década del 50, la memoria de corto plazo solo puede almacenar entre cinco y nueve elementos (siete en promedio).

La clave entonces pasa por la codificación de la información en la memoria de largo plazo. Sabemos, gracias a los trabajos del psicólogo experimental Endel Tulving y de su colega Alan Baddeley, de la Universidad inglesa de York, que los mecanismos encargados del almacenamiento de información a largo plazo parecen diferenciarse entre sí en cuanto a la naturaleza de la información que guardan (episódica, semántica, procedural y perceptual). Por ejemplo, esperamos que todo lo que usted está leyendo en este libro sea almacenado en la memoria semántica, que es la que guarda los conocimientos transmitidos, los datos que se aprenden, los valores y hechos de carácter más enciclopédico. El acto de la lectura, en cambio, del mismo modo que el ambiente que lo rodea en este momento, el almuerzo que tuvo ayer, su primer beso y lo que hizo el último año nuevo son experiencias autobiográficas que nadie le contó, sino que han sido vividas por usted y serán guardadas entonces en la memoria episódica, marcadas o señalizadas por las emociones que sintió cuando pasaban esas cosas. Otros recuerdos han sido tan automatizados que no necesitamos siquiera pensar en ellos conscientemente para traerlos al presente. Tal es el caso de las actividades que se conservan en la memoria procedural, como por ejemplo las reglas que deben seguirse para conducir un auto, o manejar una bicicleta. Finalmente, hay imágenes, formas y disposiciones de colores que son grabadas en la memoria perceptual y que hacen que reconozcamos fácilmente un objeto, producto (o marca) en un golpe de vista, incluso antes de que los hayamos notado de manera consciente. Más allá del tipo de memoria que esté en juego, lo que resulta evidente es que se trata de una facultad innata en los seres humanos (y probablemente también lo sea en los animales). Esto se hace patente al observar la nula variabilidad que presenta el funcionamiento del mecanismo de la memoria en las distintas culturas. También parece existir cierta localización cerebral de los distintos subsistemas de memoria, como muestran los estudios de neurocirugía efectuados por Tulving en pacientes con lesiones focalizadas, quienes pierden algunas de las capacidades memorísticas pero conservan otras. Más aún, esta importante facultad cognitiva es entrenable y puede estar influida por otros elementos del sistema mental, a punto tal que, como lo demuestran las investigaciones de Elizabeth Loftus, la memoria puede incluso ser manipulada y tergiversada. Esta prestigiosa psicóloga de Irvine, Universidad de California, es habitual perito forense en la justicia norteamericana desde que a principios de la década del 80 comenzara a trabajar en el caso de Steve Titus, un manager de un restaurante en Seattle que fue erróneamente enviado a la cárcel porque una mujer que había sufrido una violación lo confundió con el violador. A contramano de la mayoría de los psicólogos que trabajan en el área de memoria, Loftus no se especializa en investigar por qué olvidamos, sino justamente lo opuesto; esto es: por qué recordamos, qué es lo que recordamos y por qué nuestras memorias son tan susceptibles al error.

Más allá de la memoria Si bien otros investigadores como Daniel Shacter, han corroborado y confirmado las hipótesis de Loftus, tampoco podría sostenerse que nuestro sistema de memoria fuese tan frágil, porque si así hubiese sido, las presiones evolutivas nos hubieran pasado factura y no

estaríamos sobre la faz de la tierra discutiendo sobre estos temas. En todo caso, parece que el sistema de memoria ha funcionado globalmente de modo efectivo para sortear los problemas de nuestra especie y es probable que las fallas hayan persistido en el tiempo porque contamos con un montón de comportamientos preconfigurados de origen; heredados en mayor o menor medida, que nos ayudan a desenvolvernos de modo satisfactorio en el medio que nos rodea. Tal parece ser la idea de Pinker cuando, en Cómo funciona la mente, plantea que los seres humanos venimos al mundo equipados con un conjunto de programas innatos que han sido adquiridos por nuestra especie porque a lo largo de los años le han brindado ventajas reproductivas o de subsistencia. Para ponerlo en términos computacionales: esto es como suponer que nuestro hardware (cerebro) ya viene con algunos programas (software) preinstalados. Hace un millón de años, nuestros ancestros cazadores y recolectores estaban expuestos a diferentes desafíos de supervivencia y reproducción. Según este psicólogo evolucionista de Harvard, aquellos que por mutaciones fortuitas (o simplemente por configuraciones dispuestas al azar) poseían programas de comportamiento funcionales a las circunstancias ambientales tenían más chances de sobrevivir y de reproducirse, transmitiendo así sus genes (y con ellos el nuevo programa) a las generaciones futuras. Para Pinker los programas de comportamiento son redes neuronales “estructuradas para manipular símbolos”, de modo tal que ante un problema (input) determinado generan representaciones mentales, a partir de cuya manipulación y procesamiento se obtienen soluciones (outputs) aptas evolutivamente. Como veremos más adelante, esas representaciones mentales son clave a la hora de evaluar distintos cursos de acción por parte de los consumidores. Ahora bien, es poco probable que la evolución haya diseñado programas de comportamiento completamente configurados en forma azarosa. Si las conexiones predeterminadas de un programa estuvieran distribuidas de manera aleatoria, solo unos pocos individuos (o quizás ninguno) habrían sido dotados con la configuración correcta para resolver un problema de supervivencia o de reproducción. Además, como señala el nobel de Medicina, Eric Kandel, esa ventaja aleatoria habría desaparecido rápidamente cuando el portador se apareara con otro individuo que no hubiera resultado tan afortunado en cuanto a su dotación inicial. En el otro extremo, si el programa comportamental no hubiera incluido ninguna conexión preconfigurada y nuestros ancestros hubieran sido solo tabula rasa (como sugería Locke, que creía que veníamos al mundo completamente en blanco y lo absorbíamos todo como esponjas), entonces el proceso de aprendizaje necesario para lograr conexiones aptas para resolver un determinado problema habría resultado muy arduo, y los individuos habrían tenido escasas posibilidades de sobrevivir a todos los errores que, seguramente, habrían cometido. Parece más plausible pensar en que la realidad esté en un lugar intermedio, puesto que es fácil pensar en la hipótesis de que la selección natural fue favoreciendo la transmisión de genes que codificaban arquitecturas neuronales con algunas conexiones preestablecidas, junto con mecanismos de aprendizaje para establecer satisfactoriamente las restantes conexiones.

Piense en los comportamientos de aversión a los riesgos, de altruismo y cooperación, de consumo presuntuoso (el que se hace para demostrar estatus social), de interacción estratégica en juegos (como por ejemplo el engaño), de ahorro e inversión, etcétera. ¿Tenemos una predisposición innata a determinados comportamientos económicos, como por ejemplo la corrupción y el consumismo? ¿Los aprendemos acaso de nuestros padres y entorno? portamientos son heredados; vienen de fábrica. No conforme con postular la existencia de tendencias de cooperación y propensiones a las preferencias de justicia distributiva, por mencionar algunas áreas sobre las que hay consenso en aceptar cierto grado de transmisión hereditaria, el profesor Pinker plantea la existencia de una biología intuitiva, una psicología intuitiva, una física intuitiva, una lógica intuitiva, una aritmética intuitiva y una economía intuitiva, todas ellas de carácter innato. Más aún, en el planteo de Pinker cada uno de estos campos estaría compuesto por subprogramas: un módulo de diferenciación entre lo inanimado y lo animado, otro para diferenciar lo nutritivo de lo venenoso, un tercero para reconocer potenciales predadores, un módulo detector de tramposos, otro para comprender la geometría, y así sucesivamente. En síntesis, cientos de programas y aplicaciones que nos permiten tomar decisiones todos los días y que ya vienen precargados, como los que tienen hoy en día los smartphones. Claro que este planteo nos genera un problema adicional, porque si efectivamente nuestro aparato cognitivo estuviera conformado por un conjunto de programas computacionales muy amplio, cabe preguntarnos cómo se lograría la coherencia global en casos en que los diversos módulos emitieran órdenes contradictorias. Así, parece necesaria la emergencia de algún tipo de sistema ejecutivo central encargado de coordinar y arbitrar las respuestas de los distintos programas. Pinker propone que la conciencia (como capacidad de acceso a la información) puede cumplir ese rol. La conciencia, entonces, puede funcionar como un programa más (quizá como un metaprograma) encargado de aislar la información relevante (fijar la atención), ponderarla según su valor en términos de reproducción y de supervivencia (tal vez con un marcador somático emotivo) y tomar las decisiones de acción pertinentes.

La emoción al poder Volvamos sobre esta última idea: estamos diciendo que el sistema ejecutivo central probablemente haga uso de las emociones para decidir cómo ponderar la información del ambiente en el cual se desenvuelve el sujeto a la hora de tomar decisiones. Se trata de un planteo sumamente importante, porque existe una idea muy difundida en el conocimiento popular según la cual las personas tendríamos dos sistemas de toma de decisiones diferentes: la razón, por un lado, y la emoción, por el otro. Justamente, aquí se está postulando que en el proceso de toma de decisiones el sistema ejecutivo central utiliza las emociones como insumos informativos, de modo que no habría dos sistemas separados que funcionarían en forma paralela, sino que las emociones serían parte constitutiva del sistema cognitivo global. Por supuesto, las emociones son programas “a la Pinker”, que han sido evidentemente seleccionados en respuesta a las demandas del entorno, porque han permitido integrar de

manera bastante modular (esto es, con un grado bastante alto de automatismo) un conjunto de información ambiental relevante para mejorar las chances de supervivencia y de reproducción. Afirmar que las emociones son heredadas y comunes a la especie no es una idea nueva. Darwin planteó en 1872 la extraordinaria similitud de un conjunto de emociones en culturas diferentes, y Paul Ekman (el científico en cuyo trabajo se basó la popular serie Lie to Me) confirmó la hipótesis al estudiar la interpretación de seis emociones diferentes en distintas culturas y corroborar que, en todas ellas, asumían un mismo significado (alegría, enojo, tristeza, miedo, aversión y sorpresa). Si, en cambio, las emociones fueran un desarrollo de la cultura, existirían variaciones significativas de lugar a lugar y lo que para algunos grupos es una cara de susto para otros sería de alegría. Sin embargo eso no es lo que sucede. Las emociones son universales, probando de ese modo que han sido el producto de la evolución de nuestra especie. Pero por si ese hallazgo no fuera suficiente, Gili Peleg y sus colegas de la Universidad de Haifa, en Israel, encontraron en una investigación reciente una alta correlación entre los gestos faciales de niños ciegos y los de sus padres, demostrando que estos necesariamente habían sido heredados. Es interesante señalar que, al estudiar las expresiones faciales, Ekman descubrió que el reconocimiento de los gestos de sorpresa es universal. Este hallazgo coincide con los resultados de los estudios pioneros de la experta en Desarrollo Infantil de la Universidad de Harvard, Elizabeth Spelke, quien demostró que los bebés de poco tiempo de vida presentan rápidamente signos de habituación cuando un estímulo permanece constante, mientras que se sorprenden cuando el estímulo varía. Es en esta capacidad de percibir variaciones que reside una de las claves más importantes del funcionamiento de la mente, porque cualquier sistema cognitivo que intente efectuar clasificaciones, abstracciones de regularidades e inferencias inductivas —que son las tareas propias del pensamiento y de la toma de decisiones— usa como insumo indispensable la variabilidad ambiental o del entorno de los sujetos. Nuestro particular apetito por la sorpresa explica también buena parte de los sesgos atencionales que estudiaremos luego y por los que las personas prestamos particular atención a los atributos de nuestro entorno que cambian, dejando de lado aquellos parámetros que se mantienen inalterados. Por ejemplo creemos que la inflación es más alta porque subió la carne en el supermercado, pero no prestamos atención al hecho de que quizás las verduras o las tarifas de los servicios no aumentaron. El trabajo de Spelke es además importante porque si los bebés pequeños perciben variaciones es porque de algún modo identifican atributos relevantes de los objetos (y descartan otros). O sea que son capaces de resolver el famoso problema de indeterminación de Goodman, que surge cuando no es posible identificar la relevancia de un atributo sin hacer referencia a su relación con otro que tiene que haber sido, por fuerza, identificado con anterioridad. A fin de que el lector comprenda mejor esta cuestión, traigamos el famoso cuento de Borges, “Funes, el memorioso”. Funes cae de un caballo y queda postrado en una cama. El golpe, sin embargo, lo dota de una memoria prodigiosa que le permite retener y diferenciar hasta el más mínimo detalle. Tal capacidad, cuenta Borges, le impide a Funes pensar, e

incluso generar categorías. “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y formas; le molestaba que el perro de las tres y catorce, visto de perfil, tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto visto de frente”. “Pensar —dice Borges en el cuento— es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Para que el sistema cognitivo funcione correctamente y sea capaz de abstraer regularidades y de generar categorías no necesitamos siquiera que la fuente de variación del entorno del sujeto sea consciente. Es decir, no necesitamos acceder a ninguna representación mental del estado del mundo para generar una emoción determinada que dirija nuestra atención a un fenómeno particular (más allá de que las representaciones mentales efectivamente puedan disparar emociones). De hecho, muchas de las emociones que garantizan nuestra supervivencia han sido localizadas en términos anatómicos en un área de la base del cerebro (la raíz del lóbulo temporal) denominada amígdala. Los estudios realizados mediante la técnica de neuroimagen muestran que la activación de la amígdala precede la actividad de los lóbulos frontales, normalmente asociados a la actividad cognitiva consciente. Es justamente la amígdala la responsable de que nos peguemos un susto bárbaro cuando pasamos por una casa con un perro grandote que comienza a ladrar. Uno ve claramente la reja y comprende en un segundo que el poderoso can se encuentra atrapado del otro lado sin posibilidad de traspasarla. Empero, la amígdala reacciona incluso antes de que seamos conscientes de la reja y nos dispara la emoción del miedo, para darnos una ventaja de décimas de segundo que, cuando los perros eran leones o jabalíes en el medio de la sabana africana, eran la diferencia entre la vida y la muerte. Es posible afirmar que las emociones básicas son vectores informativos que recogen información ambiental (no necesariamente percibida de manera consciente) y la resumen en u n output que es captado por el sistema sensorial (algunas veces, con simples neurotransmisores; otras, mediante el sistema endocrino). Ese producto es el responsable de que nuestra atención se dirija sesgadamente hacia la consideración de determinadas fuentes de variabilidad ambiental, dejando de lado otras. La idea, de un modo u otro, ya aparecía en la obra de la experta en desarrollo cognitivo de la Universidad de Londres, Annette Karmiloff Smith, cuando postuló la existencia de preferencias estimulares innatas, para referirse por ejemplo a la preferencia de los bebés por las cosas novedosas. Por esta razón las emociones muchas veces son difíciles de racionalizar. Uno “siente” que algo no le gusta, percibe que le están mintiendo, simpatiza con alguien a primera vista, tiene “un pálpito” para un negocio, frena una inversión porque “algo” no le cierra, aunque no pueda identificar exactamente de qué se trata. A propósito de la mención de Karmiloff Smith, es interesante señalar que esta autora ofrece una síntesis de la antítesis Pinker-Fodor respecto de los programas de comportamiento que vienen preinstalados en nuestro cerebro. Karmiloff introduce la idea de que los módulos (como programas más o menos específicos de dominio, automáticos y relativamente encapsulados) pueden ser construidos a partir de la experiencia del sujeto. Esto significa que las personas, al interactuar con el ambiente, detectan regularidades y edifican sus propias teorías sobre el funcionamiento del mundo que las rodea. Una vez que estas teorías construidas resultan satisfactorias para explicar algunos

acontecimientos novedosos de la vida del sujeto, se produce un proceso de modularización (débil): dichas teorías se encapsulan y se automatizan para ser aplicadas en el dominio particular en el cual se generaron. Lo interesante de esta idea es que soporta el planteo a partir del cual Kahneman construyó los cimientos de su Premio Nobel. En efecto, Kahneman sostiene que buena parte de los sesgos cognitivos que alejan el comportamiento de los sujetos de aquel que predican las leyes de la racionalidad postuladas por la economía tradicional tiene que ver con la existencia de dos sistemas de toma de decisiones diferentes: uno automático, cuyo mecanismo es más o menos inconsciente, y otro deliberado, cuya lógica responde a la evaluación consciente que se efectúa cuando se enfrenta un problema. El funcionamiento del sistema automático (sistema 1) que postula Kahneman remite claramente a la idea de módulos construidos a la Karmiloff Smith. Por eso muchas veces los mercados no funcionan de manera eficiente, porque las personas no se detienen a pensar los pros y contras de cada decisión, sino que muchas veces las toman con mecanismos más o menos automáticos que han construido a partir de su experiencia y luego han modularizado. Por ejemplo, cada vez que se genera una situación de incertidumbre en la economía argentina, los ahorristas corren a comprar dólares, sin detenerse a considerar los riesgos y ventajas asociados; simplemente han desarrollado un “módulo precautorio” que automáticamente dispara la conducta de compra. No importa que en muchas oportunidades durante los últimos doce años no haya sido un buen negocio comprar dólares, porque no se hace una evaluación deliberada de las condiciones del mercado, de la evolución de la cotización de la moneda norteamericana, etcétera. Prima la emoción. La ansiedad por dolarizarse emerge como el síntoma de que nuestro sistema cognitivo capta (de manera no necesariamente consciente) una serie de elementos y características de la situación económica actual que lo ponen en alerta. Prueba de ello es que muchas veces resulta incluso difícil verbalizar las razones por las que los ahorristas se lanzan a las divisas extranjeras. Uno “siente” que está haciendo lo correcto, aunque no pueda justificar en palabras su accionar.

Una compu con fallas La metáfora del ordenador que tanto utiliza la psicología cognitiva a priori parece ser acorde con la idea de racionalidad de la ciencia económica tradicional. Después de todo, los críticos más fervientes de los idílicos supuestos de los libros de texto con que estudiamos economía en las universidades sostienen frecuentemente que los modelos económicos presentan al homo economicus como si este fuera una computadora, o sea, el paradigma de las reglas y de la racionalidad. Sin embargo, puesto que “nuestra computadora” ha sido moldeada y construida como resultado de cientos de miles de años de evolución durante los cuales fuerzas muy diferentes presionaron para que distintos atributos predominaran, ella presenta numerosas “fallas”. Las comillas vienen a cuento ya que, en rigor, nuestro cerebro es la herramienta que mejor ha sabido sortear los problemas de la supervivencia y de la reproducción a lo largo de la historia de la especie, y por lo tanto, si la prueba de confiabilidad —de cualquier característica física en general y de la mente en particular— consiste en la capacidad de reproducirse y de sobrevivir,

entonces no puede hablarse de un diseño inefectivo. Pero, de ahí a afirmar que se trate del mejor diseño posible para resolver el conjunto de problemas que un individuo enfrenta en la vida contemporánea hay una distancia considerable. Buena parte de esa distancia tiene que ver con que el ambiente en el cual nuestra especie evolucionó es, sin dudas, muy diferente del actual. Hace 100 mil o 150 mil años, época de la cual data aproximadamente el homo sapiens sapiens, no había ciudades, ni electricidad, ni transportes, ni dinero, ni leyes. Más importante aún, tampoco había agricultura. Por lo tanto, no existía la posibilidad de ahorrar ni de acumular, y por ende no existía desigualdad en los ingresos de la población, o al menos no en los términos en que se presenta actualmente. Es posible pensar que los principales desafíos del hombre por aquel entonces tenían que ver con cómo alimentarse, cómo reproducirse y cómo evitar ser devorado por otros animales. Los “otros animales” que se mencionan en el párrafo anterior bien pueden haber sido hombres de otras tribus, dispuestos a exterminar a sus congéneres quizás no necesariamente con el objeto de alimentarse de carne humana, pero sí ciertamente con el fin de eliminar la competencia por los recursos escasos (la comida, el acceso a la reproducción y a un buen territorio, básicamente). Si esto fue así, las relaciones personales, grupales y sociales —aun en las organizaciones primitivas— deben haber tenido enorme peso en la supervivencia. El o los más aptos para construir alianzas y conducirlas seguramente tuvieron más y mejores chances de sobrevivir. Por lo tanto, cuando repasemos los sesgos cognitivos descubiertos, en general, en los laboratorios de los psicólogos siempre buscaremos alguna explicación evolutivamente plausible, pues dado que estos comportamientos “anómalos” se presentan de manera sistemática sin distinguir culturas ni razas, resulta evidente que tienen que haber brindado alguna ventaja evolutiva en algún momento de la historia, o no se habrían transmitido por herencia de manera exitosa. Pero si deseamos darle crédito a la idea de que muchos de esos comportamientos, lejos de ser producto de la selección natural darwiniana, se construyen a partir de la experiencia del sujeto, tendríamos que considerar las consecuencias en el modo en que las personas toman decisiones. Por ejemplo, dada la diversidad cultural deberíamos observar una alta heterogeneidad en el comportamiento de personas de distintas culturas o en diferentes momentos históricos, donde los patrones económicos, si seguimos esta lógica, terminarían siendo más bien consecuencia de la idiosincrasia de la gente que puebla esas regiones en cada momento del tiempo.

Si mal no recuerdo Para desentrañar los misterios de la decisión humana parece acertado comenzar indagando los distintos mecanismos de la memoria. Daniel Schacter y Elizabeth Loftus, a quienes ya hemos presentado más temprano, probablemente sean las dos personas que más saben sobre el funcionamiento de ese sistema en todo el mundo. El primero de ellos, psicólogo de la Universidad de Harvard, publicó en 2002 Los siete pecados de la memoria, un apasionante recorrido por las aparentes debilidades de nuestro sistema de memoria, que nos enseña que

no recordamos la mayor parte de la información a la cual estamos expuestos diariamente, y que, cuando lo hacemos, normalmente “elaboramos” nuestros propios recuerdos. Nuestra memoria, dice este especialista, no graba literalmente los eventos como un disco rígido, sino que guarda fragmentos de lo experimentado; lo que hacemos con eso que guardamos es una suerte de edición al producir un recuerdo. Loftus, por su parte, lo sabe muy bien por su especialidad de ser perito judicial. Sus investigaciones van más allá al demostrar que incluso es posible introducir recuerdos falsos en la memoria de las personas. Esta científica experta en memoria, presenta abrumadora evidencia sobre la facilidad con que es posible inducir a testigos para que crean haber visto determinados sucesos durante un accidente, por ejemplo, o sobre cuán simple puede ser convencer a las personas de que han padecido aberrantes abusos infantiles. Incluso, en una de las investigaciones llevadas adelante por Loftus y su equipo, los investigadores lograron convencer a un grupo de sujetos de que se habían indigestado siendo niños por comer huevos duros o pickles, suministrándoles cuestionarios tendenciosos y generando falsos feedback. Quienes participaron en el experimento sistemáticamente evitaron a posteriori la ingesta de los productos que consideraban responsables de la supuesta indigestión, poniendo de manifiesto que las falsas memorias pueden incluso modificar nuestros hábitos de consumo futuros. En otro experimento, estos psicólogos mostraron a los participantes de la investigación una grabación de un accidente automovilístico extraído de una película, pero hicieron trampa a la hora de preguntarles a los voluntarios a qué velocidad creían que venía uno de los autos. A la mitad de los espectadores se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo cuando se estrelló contra el gris, mientras que a la otra mitad se le formuló la pregunta cambiando la palabra “estrelló” por la palabra “pegó”. Sistemáticamente, aquellos a los que se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo cuando “pegó” contra el gris indicaron una velocidad menor que los espectadores a quienes se les formuló la pregunta usando la palabra “estrelló”. Más aún, los catedráticos volvieron a contactar a los voluntarios una semana después, solo que esta vez les preguntaron si recordaban haber visto vidrios rotos en la escena del accidente. Para sorpresa de muchos, los participantes a quienes se les había preguntado usando la palabra “estrelló” recordaban haber visto vidrios rotos, mientras que los que habían sido interrogados con la palabra “pegó” no recordaban los vidrios. El resultado de este experimento nos proporciona la excusa perfecta para comenzar a hablar de la cuestión de la utilidad. Este concepto tan fácil de transmitir pero tan difícil de definir es el corazón de la teoría microeconómica estándar. Se supone que las personas tienen una función de utilidad o satisfacción que buscan maximizar cada vez que toman una decisión. Así, si me da más utilidad el helado de dulce de leche que una porción de ensalada de fruta y ambos productos tienen el mismo precio, se espera que elijamos el primero de ellos. Hasta el momento este era un resultado indiscutible de la teoría económica, pero el Nobel de Economía y padre de la Economía del Comportamiento demostró que una cosa es utilidad experimentada, que es la que tiene en mente la economía tradicional para explicar la toma de decisiones de los agentes económicos, y otra cosa muy distinta es la “utilidad recordada”, que

es el grado de satisfacción declarado cuando con posterioridad se le pide al sujeto que recuerde la acción. El punto es que si no podemos confiar en nuestros recuerdos, entonces no tenemos garantías de que a la hora de tomar una decisión efectivamente estemos maximizando la utilidad, como sugiere el enfoque económico tradicional, porque para ello tendríamos que ser capaces de predecir con exactitud el grado de satisfacción que una elección nos proporcionará y esto no podemos hacerlo con base en un recuerdo que difiere de la realidad. Imagine el lector, por ejemplo, que tiene que considerar la posibilidad de volver con su ex pareja. Es evidente que no elegirá el curso de acción que le asegure la mayor satisfacción si basa su decisión en un recuerdo distorsionado de la relación, que difiera de la realidad que efectivamente le tocó experimentar. Concretamente, frente a varios cursos de acción posibles se termina eligiendo uno, y la tarea de cualquier ciencia económica que se precie de tal es explicar con mayor o menor precisión las razones que llevan a la elección efectiva, de manera tal que a futuro la teoría explicativa pueda ser utilizada para predecir el comportamiento humano ante circunstancias similares. Los libros de texto de microeconomía nos dicen que el sujeto computa por separado el resultado que obtendría de los distintos cursos de acción posibles y elige aquel que le proporciona la mayor utilidad. Sin embargo, los descubrimientos antes presentados parecen señalar que el problema tiene dos respuestas diferentes: si los cursos de acción refieren a experiencias ya vividas (y en ese caso, pesan la evocación y el recuerdo para la decisión) o, si por el contrario, se está ante una novedad. El enfoque tradicional es útil en particular cuando se trata de explicar el comportamiento ante situaciones repetitivas: el recuerdo de la utilidad experimentada inclinará la balanza a favor de una elección similar ante un curso de acción también similar. En cambio, cuando se trata de elegir entre productos o cursos de acción novedosos o poco conocidos no existen garantías de que el resultado recordado por el sujeto coincida con el que experimentará en esta nueva elección. Al menos, no existen tales garantías para la gran mayoría de los mortales que no han sido diagnosticados con hyperthymesia, una enfermedad extraordinaria que actúa de un modo exactamente opuesto a la amnesia. Jill Price, Ric Baron y Brad Williams, por el contrario, bien podrían ser las únicas personas sobre la tierra a quienes se les aplique el modelo tradicional de comportamiento del consumidor que aprendemos en microeconomía. Estos norteamericanos tienen la paradójica desgracia de poseer una memoria episódica perfecta. Son capaces de recordar con lujo de detalles qué hicieron el 25 de abril de 1995 a las tres y media de la tarde, qué tenían puesto el 3 de junio de 1998, qué comieron el 2 de enero de 2001 o qué temperatura hizo hace exactamente un año, por mencionar solamente algunos ejemplos caprichosos. Esta capacidad podría ser de utilidad para entretenerse un rato o divertir a los ex compañeros de escuela en una reunión anual, pero para vivir una vida normal resulta tortuoso no poder olvidar toda aquella información que es por completo irrelevante. Quien todo lo recuerda se vuelve obsesivo porque carece de la capacidad de resumir su historia en un conjunto acotado de eventos que le den sentido. Así, en lugar de relatar: “Me separé de mi novia y pasé tres meses solo”, una persona que padeciera esta condición diría: “Llegué a las 15.24 a la casa de mi novia en un taxi marca…, con patente…, que tenía dos ventanillas bajas y

dos a medio subir. El chofer me dijo que ese día había mucho tráfico debido a un corte de calles, mientras sudaba profusamente una camisa marca…”, y así continuaría dando detalles sin poder arribar a un punto significativo del relato. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los mortales almacenamos la información de un modo parcial, fraccionado y selectivo. Tal como lo demostraron Christopher Chabris y Daniel Simons en El gorila invisible, elegimos qué información almacenamos, y el proceso de elección tiene que ver con aquello que (consciente o inconscientemente) consideramos relevante en función de nuestra realidad. Muchas veces, como veremos, esta tendencia genera un sesgo de selección (sería algo así como seleccionar de manera tendenciosa a los testigos de un juicio), puesto que recordamos en mayor medida aquella información que tiene que ver con nuestras propias hipótesis sobre el funcionamiento del mundo. Más difícil aún es tener que elegir entre un curso de acción cuyo resultado podemos recordar con precisión y otro que nunca hemos experimentado directamente, y que por lo tanto debemos proyectar en nuestra imaginación. Quien cambia de automóvil, compra una prenda de moda, prueba una comida nueva, inicia una relación amorosa o cambia de trabajo, se encuentra en esta situación. Conoce o cree saber qué le proporcionó lo viejo, pero no sabe qué sucederá con lo nuevo. Ahora bien, cuando hablamos de la memoria dijimos que existían distintos tipos de almacenes mnémicos, según la naturaleza de la información guardada. En este punto resulta de interés considerar la diferencia entre la memoria episódica (también denominada autobiográfica) y la semántica. La primera de ellas tiene que ver con el recuerdo de hechos vividos, y permite responder a preguntas como “¿Qué hizo usted el día de su último cumpleaños?” o “¿Le gustó el helado de chocolate?”. En cambio, cuando se trata de datos o de saberes concretos que no resultaron de una vivencia particular, la codificación y el almacenamiento son completamente diferentes. Los conocimientos transmitidos o aprendidos, como los que se adquieren en la escuela o los que se obtienen de una enciclopedia, se ubican en la memoria semántica. Entonces: quien esté frente a una acción nunca experimentada y deba tomar una decisión bien puede buscar en su memoria episódica los eventos más parecidos entre los ya vividos, o bien puede recurrir a la memoria semántica (datos obtenidos mediante lectura de información o por comentarios de otras personas), porque allí reside el conocimiento que indica, por ejemplo, que Cuba tiene mejores playas que Chile, que resultará de utilidad para quien nunca ha viajado a ninguno de los dos lugares. Por lo tanto, el consumidor se imagina en la situación que se produciría a partir de los diferentes cursos de acción posibles y elige en el presente no aquel que le proporcionará la mayor utilidad en el futuro, sino el que le resulta más grato imaginar. Elección que está además contaminada por las probables imperfecciones de la información almacenada en uno y otro tipo de memoria. Y Daniel Kahneman nos enseña que, aun pudiendo recordar con precisión y confiabilidad los resultados experimentados, el mecanismo que utilizamos para optar ente dos cursos de acción posibles no consiste en comparar el total de la utilidad experimentada en cada uno de ellos sino, probablemente, el pico de utilidad (o de displacer) con que concluye cada experiencia. En un famoso estudio efectuado por el doctor Don Redelmeier junto con Kahneman, hace

19 años, 682 pacientes que fueron sometidos a una colonoscopía reportaron la intensidad de la desagradable experiencia en intervalos de un minuto, y al finalizar el estudio dieron una apreciación final de cuán molesto les había resultado el procedimiento. A la mitad de los pacientes los inescrupulosos médicos les dejaron el colonoscopio en “la zona de examen” durante un minuto más luego de haber concluido la inspección. Como en general ese minuto provoca baja molestia en relación con el resto del procedimiento, esos individuos señalaron, en promedio, que el tratamiento les había resultado menos molesto en comparación con lo que indicaron el resto de los pacientes a quienes se les retiró el colonoscopio inmediatamente después de haber experimentado los momentos de mayor dolor. La paradójica conclusión de este experimento es que podemos reducir el displacer experimentado simplemente agregando más displacer, siempre que este resulte menos molesto que el padecido durante el resto del tratamiento, porque el mecanismo cognitivo de nuestra especie no computa el total de placer o displacer de una experiencia, sino que considera especialmente el gozo o el dolor experimentados al final. Entonces, si usted tiene un restaurante, por ejemplo, y estaba pensando en mejorar la calidad del primer plato o de los postres, ya sabe qué resultará más conveniente a fin de aumentar la sensación de satisfacción de sus clientes. Si por el contrario está planeando las próximas vacaciones, no gaste dinero en ir muchos días, porque el recuerdo de las mismas estará fuertemente influenciado por lo que haya hecho en las últimas jornadas, de modo que resultará muy conveniente dejar las actividades más placenteras para el final.

Más piedras en el camino Si el diablo me contratara de fiscal para criticar los resultados obtenidos por la Psicología Cognitiva, y en particular los hallazgos de la Economía del Comportamiento, mi alegato seguramente apuntaría a la metodología experimental utilizada en esas investigaciones. El típico experimento de la clase de investigaciones que consideraremos en la próxima sección se basa en el estudio de grupos integrados por un centenar de estudiantes universitarios, los cuales, a su vez, son divididos en forma aleatoria en dos subgrupos: el grupo de tratamiento y el grupo de control. El grupo de tratamiento recibe una consigna apenas modificada respecto de la que se le proporciona al grupo de control, y el cambio tiene que ver, justamente, con aquello que se pretende someter a prueba. Por ejemplo, hablemos de priming. El priming es un registro de información que se almacena en un tercer tipo de memoria, denominado sistema de representación perceptual, que por lo general es de acceso no consciente. Es como una suerte de preactivación neuronal que condiciona futuras elecciones. Para someter a prueba la existencia de este mecanismo, veamos un experimento habitual. A quienes integran el grupo de tratamiento se les solicita que miren un monitor en blanco en el cual de repente aparece, por ejemplo, una marca de galletitas; la imagen dura menos de doscientos milisegundos en pantalla, de modo que nadie podría tener conciencia de haberla visto. A los que conforman el grupo de control, en cambio, se les pide que miren un monitor

en el que nunca aparecerá ninguna imagen. El resultado habitual es que, si bien los integrantes de ambos grupos declaran no haber visto absolutamente nada en la pantalla, cuando el investigador les solicita que nombren marcas de galletitas, sistemáticamente los miembros del grupo de tratamiento son más propensos a nombrar la marca correspondiente al estímulo visual al que fueron expuestos, aunque no sepan por qué lo hacen. Más allá de la leyenda urbana que afirma que todas las películas contienen imágenes escondidas de marcas que tan solo duran unos milisegundos, puestas allí a propósito para inducirnos a consumirlas, lo cierto es que los resultados de las pruebas mencionadas muestran que, aunque existe una tendencia del grupo de tratamiento a dar respuestas diferentes a las del grupo de control, esta diferencia no es absoluta. Es decir, no todos los individuos sometidos al priming citan la marca de galletitas mostrada, mientras que algunos integrantes del grupo de control también la mencionan. Esto sucede en la mayoría de los experimentos de este tipo. En todo caso, es posible afirmar que existe una tendencia sistemática de los sujetos que participan en ellos a brindar respuestas diferentes según se encuentren en el grupo de control o en el de tratamiento. Lo importante es que a partir de estos resultados no es posible concluir que todas las personas se comportan de una u otra manera, sino que en todo caso hay una mayoría que tiende a comportarse de determinada manera, aunque sospecho que en lo que respecta a los mecanismos de memoria el funcionamiento es bastante universal, porque estos han sido heredados, no creo que pueda decirse lo mismo sobre el trabajo del sistema ejecutivo central. Las personas, por lo general, procesan la información de modo diferente. Quizás utilizan los mismos mecanismos o las mismas herramientas, pero lo hacen de modo distinto. Esto es evidente en el hecho de que existen personas que son más inteligentes que otras y que resuelven los mismos problemas pero por distintos caminos, con distintas estrategias. Aquí, en una gambeta digna de Messi, pretendo esquivar la interminable discusión sobre si existe una sola inteligencia o si, como sostienen algunos autores como Gardner, estas son múltiples. Lo haré generalizando lo suficiente mi definición. Diré entonces que la inteligencia es la capacidad del individuo para detectar regularidades en el “mundo” y construir teorías explicativas que le sean útiles a fin de dar cuenta de cómo funciona el medio que lo rodea, de modo de poder predecir lo que ocurrirá en situaciones nuevas (ya sea que esto lo realice conscientemente o de modo más o menos automático). Enfrentadas a cursos de acción alternativos, las personas pueden realizar elecciones diferentes no porque posean distintas preferencias, sino porque en el proceso de proyección necesario para imaginar los escenarios nuevos y traducirlos en resultados potenciales algunos distinguen regularidades que otros no notan y, por ende, construyen modelos del futuro diferentes. Por ejemplo, tomemos el caso de dos estudiantes muy buenas que finalizan los estudios secundarios y deben elegir su carrera universitaria. Sofía ha notado que la Facultad de Ingeniería presenta una matriculada ampliamente dominada por los hombres y por lo tanto se imagina un futuro profesional poco promisorio en esa facultad, pero Ana mira la composición de género a nivel de cada carrera, en vez de observar el agregado de la facultad, y entonces descubre que en ingeniería química predominan las mujeres, circunstancia que influye positivamente para que termine eligiendo

esa carrera. Más en general, no importa si la proyección que hace un consumidor se relaciona con las características de un auto o de una casa, o con la elección de un tipo de trabajo, de una pareja, de una carrera universitaria, de un seguro de salud, de una pensión o del próximo presidente de la república. En todos los casos aparecerán estas diferencias. Soy consciente de que muchos lectores quizás no habían pensado que fuera tarea de la economía predecir este tipo de elecciones, pero en todos los casos se trata de asignar recursos escasos (como el tiempo y el dinero) a la satisfacción de necesidades, y ese es justamente el campo de estudio de esta ciencia.

¿Por qué nos comportamos así? Vivimos bombardeados a diario por millones de bytes de información. Como consecuencia de ello y de las limitaciones de nuestras capacidades cognitivas, necesitamos un filtro para establecer a qué estímulos daremos prioridad y cuáles dejaremos de lado. El primer filtro es la atención. Si bien no podemos evitar que los estímulos auditivos, visuales, gustativos, táctiles y olfativos sean captados por nuestros sentidos y dirigidos al sistema de representación perceptual, sí podemos elegir cuáles de ellos pasarán a la memoria de trabajo (la memoria de corto plazo) para ser procesados. Esto lo realizamos simplemente “prestando atención” a algunos datos en forma selectiva, porque la memoria de corto plazo es muy limitada respecto de la información que puede retener. Por esta razón es que resulta difícil encontrar dos testigos que hayan “visto” exactamente el mismo accidente, incluso cuando hubieran estado uno al lado del otro en la escena; simplemente cada uno habrá reparado en distintos aspectos, detalles o circunstancias de una misma situación. A partir de la publicación de El mágico número siete de George Miller, sabemos que la memoria de trabajo puede almacenar transitoriamente alrededor de siete chunks de información, siendo un chunk el agrupamiento más grande de datos con algún sentido que resulta posible retener. La limitación de manejo de bytes de manera simultánea no refiere a números o letras, sino a los bytes que se pueden agrupar en chunks que tengan algún sentido, por ejemplo, palabras o números de dos o tres cifras (prácticamente nadie memoriza un número telefónico dígito a dígito, y es mucho más fácil recordar quince letras si estas forman tres palabras, que si se presentan de modo aleatorio y desorganizado). Asimismo, gracias a los trabajos del psicólogo cognitivo y profesor de la Universidad de York, Alan Baddeley, sabemos que esa información se pierde en un lapso no superior a quince segundos si no es procesada y almacenada en la memoria de largo plazo, o si no es ingresada nuevamente en la memoria de trabajo. Esto lo sabe muy bien quien lee un número de teléfono en una guía e intenta retenerlo para efectuar la llamada: basta con que alguien le hable para olvidarlo. En caso de que no se realice un esfuerzo para codificar el número de algún modo, se esfuma de la memoria en pocos segundos a menos que la información sea reingresada, como ocurre cuando repetimos el número una y otra vez para retenerlo hasta el momento de realizar la llamada. El segundo filtro tiene que ver con el proceso de clasificación de los datos y con el posterior almacenamiento en la memoria de largo plazo.

En general, puede decirse que nuestra mente es parsimoniosa. El principio de parsimonia de Ockham implica que si existe un modelo sintético que puede explicar adecuadamente una realidad, este será preferible frente a un modelo más complejo de similar poder explicativo. Esto quiere decir que tendemos a buscar explicaciones bien concretas de lo que nos pasa, incluso a riesgo de exagerar en la simplificación, como cuando en una relación de pareja que no funciona nos matamos pensando cuál es la causa del distanciamiento o indiferencia del otro. Nos preguntamos qué hicimos mal, como si hubiera una única causa, un solo error al que culpar. Para organizar nuestras experiencias en el mundo y encontrarles sentido, categorizamos y agrupamos las cosas y los eventos que nos rodean. Retomando la mencionada cita de Borges, recordemos que categorizar implica olvidar las diferencias, puesto que si fuéramos muy exigentes en cuanto a los criterios para establecer una categoría o un grupo, acabaríamos por tener infinitos elementos separados que no podríamos clasificar de ningún modo. Asimismo, dado que las diferencias de hecho existen, también pagamos un costo cada vez que, al generar categorías muy amplias, incluimos en la misma bolsa elementos bastante disímiles. Realicemos un examen de nuestros propios modos de categorizar la realidad que nos rodea y de sus implicaciones. Sentimos miedo si al circular de noche por una calle oscura percibimos que detrás de nosotros camina un hombre, aunque curiosamente no nos da miedo si quien viene detrás es una mujer y, seamos políticamente incorrectos, tampoco nos daría tanto miedo si el señor que camina atrás fuera rubio de ojos azules y estuviera vestido con traje. Creemos que los políticos son corruptos aun cuando somos capaces de recordar muy pocos casos en que efectivamente la justicia haya condenado a alguno. “Sabemos” que los petisos son agrandados, los gordos son buenos, las gordas son simpáticas y las modelos son huecas, y también sabemos que esta lista podría continuar casi indefinidamente. Permanentemente lo categorizamos todo con una voracidad que no tiene límites, y cuando se nos presenta una realidad que resulta un poco confusa y no corresponde a nuestras categorías habituales, construimos una nueva etiqueta para poder clasificarla. No resulta sorprendente que las personas presenten diferentes modos de procesar una misma realidad, puesto que ante un mismo evento determinado cada observador comienza por prestar atención a distintos aspectos de esa realidad y termina por organizarla a partir de categorías que no tienen por qué coincidir con las de otro espectador del mismo fenómeno, pues las categorías que emergen son resultado de la historia de cada sujeto. Por supuesto, tampoco quisiera caer en el cliché de sostener que todos los seres humanos somos únicos e irrepetibles, porque no creo que así sea. En términos estrictos es probable que no encuentre muchas personas como yo a quienes les guste desayunar con café amargo por la mañana mientras chequean los mails, usar ropa de moda, ir caminando a todos lados, hablar mucho por celular, almorzar a las 2 de la tarde, mirar mujeres de 35 años por la calle, salir a correr por las tardes y regalarse comidas autoelaboradas y convenientemente regadas con un buen malbec antes de irse a dormir en un somier de una plaza y media. Sin embargo, estoy seguro de que podría encontrar muchísimas personas que hagan el 90 por ciento de todo lo anterior con alguna variante, y en todo caso considero que las cosas que me identifican con exclusividad no son tan relevantes como para hacer que mi modo de organizar el mundo y mi realidad difiera en demasía del que caracteriza a muchas otras personas.

En general, la mayoría de las personas responden más o menos de igual modo a los estímulos del entorno. Por ejemplo: si choco el auto de otra persona desde atrás en un semáforo en rojo, no puedo predecir con exactitud cómo reaccionará el damnificado; si será del tipo de personas que se alteran con facilidad y tienden a generar peleas, o si pertenecerá a la clase de los que solo insultan pero no participan en agresiones físicas, o si el perjudicado simplemente se bajará del auto y con maneras civilizadas me ofrecerá intercambiar los datos de los respectivos seguros. Sin embargo, como considero que los seres humanos no tenemos reacciones tan únicas e irrepetibles, me atrevo a afirmar que alguna de las tres reacciones que acabo de mencionar ocurrirá en la enorme mayoría de los casos, del mismo modo en que dudo mucho que sea posible encontrar un conductor que luego de ser chocado opte por subir el volumen de la música e invitarme a bailar, o que se ponga a tocar el violín, o que dé la vuelta a la manzana y se disponga a chocarme desde atrás para devolverme la gentileza (comportamiento que, por otro lado, encontraría muy razonable). El punto consiste en comprender que los seres humanos hacemos lo que podemos para darle sentido a una realidad muy compleja a partir de un aparato cognitivo que posee muchas limitaciones para procesar y almacenar información. No somos computadoras que identifican la solución óptima para un problema entre un menú de opciones y la ejecutan sin reparo. Somos máquinas que categorizan, buscan relaciones, alcanzan conclusiones y aventuran pronósticos, pero además hacemos todo esto con imperfecciones. Sorteamos nuestras limitaciones reemplazando la dificultad de los cálculos y las estimaciones exactas por aproximaciones y reglas que la mayoría de las veces funcionan bastante bien. Usamos heurísticas; reglas y métodos que no son del todo rigurosos. En lo que hace a la formalización de esas heurísticas por parte de la ciencia, una crítica bastante sólida y habitual a las investigaciones experimentales de la economía del comportamiento reside en que los científicos colocan a las personas en situaciones que solo ocurren excepcionalmente. Así, fuerzan las condiciones de los experimentos para que se generen situaciones posibles aunque poco probables. Paradójicamente, sin embargo, allí reside el principal potencial de estos experimentos, porque en ese proceso se pone de manifiesto el conjunto de reglas o heurísticas que habitualmente utilizamos para procesar la información. Si el experimento replicara situaciones más reales, la distancia entre nuestros métodos y el comportamiento óptimo podría no ser tan evidente. Esto daría cuenta que hemos aprendido algo que nos permitió tomar mejores decisiones. Aunque vimos anteriormente que Pinker sostiene que existe un conjunto de reglas de origen o de heurísticas con las cuales ya venimos preprogramados cuando nacemos, sabemos que la vida actual es muy diferente de la que generaban las presiones selectivas que han venido moldeando a nuestra especie durante miles de siglos. Incluso cuando puedan existir reglas para administrar situaciones o contextos que no han cambiado mucho en el tiempo (como el uso del lenguaje, el manejo de las nociones de objeto, la capacidad de reconocer e interpretar los estados mentales de otras personas, el reconocimiento de la madurez sexual, la definición de las reglas de grupos, entre otras), sin duda también hemos sido capaces de construir reglas nuevas a partir de nuestra experiencia cotidiana, muchas veces de manera espontánea y no guiada, y otras tantas a partir de la

colaboración de otros con quienes hemos interactuado y que nos han facilitado categorías e interpretaciones del mundo. Entre los ambientes con los cuales hemos interactuado incluyo a la educación formal, pero me gustaría precisar que la naturaleza de los distintos tipos de reglas construidas no es similar, por el simple hecho de que cada una de ellas se basa en diferentes mecanismos cognitivos. No es lo mismo buscar regularidades usando como apoyo la memoria autobiográfica (o episódica), que es lo que hacen las personas que verdaderamente construyen sus propias teorías sobre el funcionamiento del mundo (aquellos que aprenden de la calle), que incorporar reglas que funcionan porque alguien nos ha dicho que es así, como ocurre en el caso de la educación formal. En este segundo modo de aprendizaje resulta claro que la estructura cognitiva implicada es la memoria semántica. A su vez, el tercer caso, que corresponde al aprendizaje guiado, pivotea entre las dos estructuras, aproximándose más a una u otra según el grado en que la guía se acerque al extremo de la sugerencia o al de la transmisión de herramientas ya elaboradas. Aquí es menester recordar que la investigadora del Laboratorio de Desarrollo Neurocognitivo de la Universidad de Londres, Annette Karmiloff Smith, señalaba que muchas veces el conocimiento construido por el sujeto puede modularizarse gradualmente, lo que significa que puede depender del contexto específico de aprendizaje y no ser generalizable o aplicable en situaciones nuevas, o en otro ambiente considerado por el sujeto como distinto. Esto explica por qué muchos sesgos del comportamiento hallados experimentalmente también son “sufridos” por expertos que se supone que poseen los conocimientos necesarios para generar reglas óptimas, no sesgadas, puesto que aunque conocen las reglas de un dominio particular no tienen la capacidad de generalizarlas fuera de ese contexto, como ocurre cuando expertos en estadística caen presa de los efectos de framing o enmarcado, en los experimentos de Kahneman y Tversky. Para terminar entonces de comprender la relación entre los errores comportamentales sistemáticos más habituales en la economía del comportamiento, el funcionamiento de la estructura cognitiva que los soporta, y la naturaleza de las formas de aprendizaje a partir de las cuales se producen, veamos un ejemplo concreto. Un equipo de psicólogos brasileños conformado por Terezinha Carraher, David Carraher y Analucía Schliemann, interesados en estudiar las causas del bajo rendimiento de los niños provenientes de hogares humildes en los exámenes escolares, tuvieron la brillante idea de comparar el rendimiento de los jóvenes en evaluaciones formales realizadas con lápiz y papel en los ámbitos escolares con su desempeño en los ámbitos laborales (ferias o mercados) al realizar operaciones de similar complejidad. El título del trabajo referido lo dice todo: En la vida diez, en la escuela cero. Los autores observaron que los jóvenes fracasaban en los exámenes formales porque insistían en la aplicación de las reglas aprendidas en el ámbito escolar para la resolución de cuentas (todos estamos familiarizados con expresiones usadas a la hora de efectuar operaciones aritméticas, como “me llevo uno”, “le pido uno prestado”). Sin embargo, en sus trabajos resolvían los mismos problemas sin papel y lápiz, sin aplicar métodos enseñados por terceros de manera formal; simplemente hacían uso de técnicas construidas por ellos mismos, como la heurística de descomposición por la cual para restarle

25 a 100 primero se restan 20 y luego a los 80 restantes se les restan 5, o la de agrupamiento repetido, que para calcular 6 por 8 va sumando 6 más 6 más 6 más 6, hasta obtener el resultado de 4 por 6, y luego duplica ese resultado para llegar a 48, por ejemplo. Los resultados del estudio mostraron que las reglas o heurísticas construidas por ellos mismos aparentemente estaban enclaustradas en la memoria episódica y no lograban ser transferidas a otros ámbitos. Mientras que los métodos mecánicos aprendidos en la escuela no eran correctamente almacenados en la memoria semántica, o si lo eran, fallaba el mecanismo de recuperación de la información.

Un viaje al mundo de las irregularidades en el comportamiento Quizás la mayor cantidad de errores sistemáticos en el razonamiento humano (sesgos), siempre respecto de lo que la teoría económica tradicional postula, se produce en el terreno de las elecciones realizadas en escenarios caracterizados por la presencia de incertidumbre. La teoría económica sostiene que en los contextos inciertos las personas computan la utilidad esperada de los distintos cursos de acción posibles para decidir cuál de ellos seguir, y afirma que este resultado refiere al promedio surgido de los distintos escenarios, ponderado por la probabilidad de que ocurran. Para comprender esto primero debemos entender el simple concepto de valor esperado. Supongamos que una persona tiene que elegir entre dos empleos muy similares. Sin embargo, en uno de ellos ofrecen pagarle $ 4.000 todos los meses, mientras que en el otro empleo le proponen arrojar una moneda al aire a fin de mes: si sale cara, el empleado cobra $ 9.000 y si sale ceca, no cobra nada. Puesto que al tirar la moneda —en promedio— saldrá cara la mitad de las veces, es evidente que a la larga el trabajador cobrará más si opta por el sueldo por sorteo. Así, en términos de valor esperado, el primer empleo promete un sueldo de $ 4.000 mensuales, mientras que el segundo ofrece un salario de $ 4.500 por mes. Los productores agropecuarios conocen muy bien estas ponderaciones. Si un año de cada diez ocurre una fuerte sequía o una inundación que arruina completamente la cosecha pero en los otros nueve años se pueden obtener tres toneladas de soja por hectárea, el valor esperado de la cosecha será de 2,7 toneladas por año (el 90 % de 3 toneladas). Presentemos un último ejemplo para ilustrar mejor la idea. Nos ofrecen la concesión de un bar en la playa. El bar factura habitualmente $ 2.000 los días soleados y solo $ 1.000 los días lluviosos. Si se estima que lloverá el 20 por ciento de los días, entonces la facturación esperada será de $ 1.800 diarios (2.000 por 0,8 más 1.000 por 0,2). Volvamos entonces al ejemplo de las alternativas laborales. ¿Con cuál de los dos empleos elegiría usted quedarse? La respuesta dependerá principalmente de su grado de aversión al riesgo. Si usted es una persona muy conservadora a la que no le gusta asumir riesgos y que prefiere lo seguro, probablemente optará por la posición que garantiza el sueldo fijo de $ 4.000. En cambio, si usted es una persona un poco más arriesgada (o no tan conservadora) quizás elija el empleo que en promedio paga $ 4.500, aunque sepa que algunos meses no cobrará (y que otros meses percibirá $ 9.000). Naturalmente, la predisposición a asumir riesgos tiene un componente que depende de la personalidad, pero también se relaciona con las circunstancias, pues la situación varía si

quien debe elegir entre esos dos empleos es una madre que debe alimentar a sus hijos todos los días o un joven de treinta años que vive con sus padres y destina sus ingresos a salir con sus amigos. La madre no puede decirles a sus hijos un mes que no comerán porque al tirar la moneda salió ceca, y al mes siguiente atiborrarlos de comida porque salió cara. Para tomar una decisión en un contexto de incertidumbre de esas características es preciso tener en cuenta, en cambio, lo que los economistas llamamos utilidad esperada que, tal como indicamos anteriormente, es el promedio de las utilidades que le reporta a una persona cada estado probable de la naturaleza, ponderado por sus probabilidades de ocurrencia. Así, en el ejemplo de los dos empleos, el valor esperado del salario del primer empleo era de $ 4.000 mensuales y el del segundo empleo era de $ 4.500 mensuales. Claramente, el valor esperado en el segundo empleo era más alto. En cambio, la utilidad esperada podría no ser superior en el segundo caso, dado que para estimarla habrá que computar la utilidad obtenida en los meses en que se cobran $ 9.000 y la alcanzada en los meses en que no se gana nada. En el caso de la madre con hijos, es probable que el exceso de utilidad alcanzado en el mes en que ganaría $ 9.000 no lograse compensar el enorme sufrimiento que atravesaría durante el mes en que no recibiría ingresos, por lo que probablemente ella opte por la utilidad o satisfacción que le proporcionará cobrar $ 4.000 todos los meses. Aunque esta elección implique percibir menos dinero en promedio, evitará así el sufrimiento que implicarían los meses sin ingresos que seguramente atravesaría en el otro trabajo. Para el joven treintañero, en cambio, es probable que no contar con ingresos un mes no implique una pérdida de utilidad muy importante, dado que de todos modos vive con sus padres, quienes le proporcionan alojamiento y comida e incluso pueden prestarle dinero durante los meses malos. Así, aunque el valor esperado del salario de ambos empleos sea de $ 4.000 y de $ 4.500, respectivamente, tanto para la madre como para el joven de treinta años, evidentemente la utilidad esperada no es la misma para cada uno de ellos. Ahora bien, es preciso señalar que el postulado que sostiene que las personas comparan la utilidad esperada de distintos cursos de acción y elijen el que reporta la mayor utilidad es probablemente uno de los más fáciles de falsear de toda la teoría económica tradicional. Dicho de otro modo, no es difícil encontrar ejemplos que demuestran que, al actuar, las personas violan manifiestamente ese principio. El primer economista en descubrir esto probablemente haya sido el premio nobel francés Maurice Allais. Para ilustrar la famosa paradoja de Allais, ambientémonos en la sala de cualquier casino que tenga ruletas. Sitúo el ejemplo en ese contexto porque me topé en Internet con una explicación de la paradoja que hiciera Adrián Paenza, en la cual el matemático también utiliza un ejemplo construido con ruletas que resulta bastante convincente. Supongamos que usted entra a un casino donde hay dos ruletas. En la ruleta de su izquierda le pagan $ 550 de premio si sale la primera docena (cualquier número entre 1 y 12) y $ 500 de premio si salen la segunda o la tercera docena (cualquier número entre 13 y 36). Si sale el cero, usted no gana nada, es decir, la banca se lleva todo. En la ruleta de su derecha, en cambio, le pagan $500 sin importar qué número salga (incluso si sale el cero). ¿En cuál de esas ruletas preferiría usted jugar? Piénselo bien y anote su elección en el margen de la página. Al día siguiente usted va a otro casino. En la ruleta de la planta baja le pagan $ 550 de premio si sale la primera docena

(cualquier número entre 1 y 12) y nada si salen la segunda o la tercera (cualquier número entre 13 y 36). Si sale el cero, usted tampoco gana nada, la banca se lleva todo. En la ruleta de la planta alta, en cambio, le pagan $ 500 por cualquier número de la primera docena que salga (del 1 al 12) y nada si salen la segunda o la tercera (cualquier número entre 13 y 36). Si sale el cero, en cambio, en este caso también le pagan $ 500. ¿En cuál de esas ruletas preferiría usted jugar? Nuevamente, piénselo bien y anote su elección en el margen de la página. Paradójicamente, la mayoría de las personas optan por jugar en la ruleta de la derecha en el primer casino y en la ruleta de la planta baja en el segundo casino. Sin embargo, la diferencia que existe entre la ruleta de la izquierda y la de la derecha en el primer casino es idéntica a la que se registra entre la ruleta de la planta baja y la de la planta alta en el segundo casino, de modo que, en caso de actuar racionalmente, quienes prefirieron la ruleta de la derecha en el primer casino deberían haber optado por la ruleta de la planta alta en el segundo casino, y viceversa. Veámoslo con más detenimiento. En la primera sala de juegos, ninguna ruleta paga nada si salen la segunda o la tercera docena; en el segundo casino, sin embargo, ambas ruletas pagan $ 500 tanto si sale la segunda docena como si sale la tercera. O sea que en caso de salir la segunda o la tercera docena, da lo mismo haber elegido cualquiera de las ruletas: ni la ruleta de la derecha presenta ventajas respecto de la de la izquierda en el primero de los casinos, ni la de la planta baja resulta mejor que la de la planta alta en el otro salón. Dado que cuando salen la segunda o la tercera docena da lo mismo haber elegido cualquiera de las ruletas, la diferencia existe solo si sale algún número de la primera docena o el cero. Asimismo, en caso de salir esos números (la primera docena o el cero) la diferencia de premios entre la ruleta de la izquierda y la de la derecha en el primero de los casinos es la misma que existe entre la ruleta de la planta alta y la de la planta baja en la otra sala de juegos. En ambos casos una ruleta paga $ 550 por la primera docena y nada si sale el cero, mientras que la otra paga $500 por la primera docena y también por el cero. De manera tal que no tendría sentido elegir en un caso un premio seguro de $500 y en otro caso arriesgarse a que salga el cero por la ambición de obtener $ 550. De acuerdo. En los casinos siempre ocurren cosas un poco extrañas. Sin embargo, resulta evidente que no puede afirmarse que las personas se comporten siquiera “como si” maximizaran la utilidad esperada, porque al menos en uno de los dos casos planteados en el ejemplo anterior no lo estarían haciendo. Necesitamos entonces encontrar otra explicación del modo en que se comportan las personas en contextos inciertos. Sigamos con el ejemplo anterior. Cabe notar que en el primer caso la elección de la ruleta de la derecha implicaba que el riesgo de irse con las manos vacías era nulo (siempre se ganaban $ 500). En cambio, la ruleta “equivalente de Allais”, situada en la planta alta del otro casino, no podía ofrecer semejante garantía, puesto que una persona se iba con las manos vacías si salían la segunda o la tercera docena. Para decirlo de otro modo: la certeza de saber cuánto ganarán genera una utilidad adicional. Nótese, por otro lado, que la teoría de la decisión fundada en la utilidad esperada podría salvarse simplemente incorporando un término que incluyera el valor dado por los individuos a la certeza: la utilidad de la certeza. Massimo Piattelli Palmarini, profesor en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Arizona,

presenta en su libro Los Túneles de la Mente otro ejemplo en el que se observa un comportamiento similar respecto de la valoración que realizan las personas acerca de lo certero. Se nos informa que existe un virus absolutamente letal y que nuestra probabilidad de contraer la enfermedad es de 5 en 1.000. Existe una vacuna que puede reducir nuestras chances de ser infectados en 1 por 1.000, de suerte que si la tomamos, nuestra probabilidad de enfermarnos y de morir será de 4 en 1.000. ¿Cuánto estaría usted dispuesto a pagar por una vacuna de esas características? Anote el monto máximo en el margen de la página. A los pocos meses aparece un nuevo virus mortal. En este caso, las probabilidades de enfermarse y de morir son de 1 en 1.000. Si se aplica la vacuna, estas se reducen en 1 por 1.000, de modo que las probabilidades de contraer la enfermedad resultarán nulas. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar por una vacuna de esas características? Anote el monto máximo en el margen de la página. Sistemáticamente, los resultados muestran que las personas están dispuestas a pagar más en el segundo caso, lo cual indica nuevamente que los sujetos sobrevaloran la certeza de saberse inmunes a la enfermedad, porque en ambos casos el efecto absoluto de recibir la vacuna es reducir en 1 por 1.000 las probabilidades de contraer el mal. La explicación que se me ocurre tiene que ver con el modo en que funciona nuestra mente. La primera hipótesis es, simplemente, que no somos muy buenos para pensar en términos de probabilidades. En concreto, ¿qué significa que tengamos 1 por 1.000 menos de probabilidades de morir? ¿Cómo nos representamos mentalmente esa idea? ¿Cómo procesamos esa información? Imagino el siguiente escenario: de 1.000 aviones que salen de un aeropuerto sé que hay 5 que se van a caer. Si tuviera que viajar en uno de esos 1.000 aviones, no cambiaría mucho mi temor que alguien corrigiera la estimación y me dijera que ahora son 4 los que caerán. Muy distinto sería saber que hay un avión averiado en toda la flota, y que me notificasen que ese avión ha sido reemplazado por uno nuevo. Las probabilidades son un concepto un tanto esquivo para la mente humana, básicamente porque son magnitudes hipotéticas, establecidas a priori. A la postre, podrán suceder solo dos eventos: o el avión se cae, o llega satisfactoriamente a destino. Es decir, no puede caerse un 0,5 por ciento del avión y llegar ileso a destino el 99,5 por ciento restante. Esto recuerda los métodos anticonceptivos que pregonan un 99 por ciento de eficacia. En términos estrictos, en cada caso particular y concreto, la realidad es que luego del acto sexual la mujer queda o no queda embarazada, no puede quedar un poquito embarazada. Es lógico que nos representemos mucho más fácilmente una reducción de la probabilidad del 1 por ciento al 0 por ciento que una disminución del 5 por ciento al 4 por ciento. Si esta hipótesis respecto de nuestras limitaciones para representarnos probabilidades es correcta, entonces las personas ciertamente no computamos las utilidades esperadas de los distintos cursos de acción posibles antes de actuar, sino que en todo caso utilizamos otro criterio en el momento de tomar decisiones en contextos inciertos. Puede ser que los ejemplos de las ruletas de Allais o de las vacunas de Piattelli Palmarini no den la dimensión exacta de la relevancia que el problema asume para las ciencias económicas. Sin embargo, la cuestión central a tener en cuenta es que prácticamente la mayoría de nuestras decisiones económicas de todos los días las tomamos en contextos de

incertidumbre, y son las más importantes. En mi caso, cuando decidí estudiar Economía no tenía la menor idea de cuál sería mi ingreso esperado, ni tampoco conocía la distribución de los salarios de quienes optaban por no ir a la universidad o por seguir otra carrera. Del mismo modo, me dicen que si me caso existe una probabilidad del 50 por ciento de que termine divorciándome al cabo de diez años. Y si fumo dos paquetes de cigarrillos diarios tendré una probabilidad del 30 por ciento de tener cáncer de pulmón antes de los 65 años. ¡Malditas probabilidades! Parecería que uno debiera ser un eximio matemático para poder funcionar en este mundo y tomar decisiones “racionales”. ¿Cómo me represento mentalmente la probabilidad del 30 por ciento de contraer cáncer de pulmón? ¿Dios jugará a los dados conmigo? En general, las personas tienen una particular forma de considerar las probabilidades: o creen que algo les va a pasar, o creen que no les ocurrirá. Me informan que manejando a 150 km por hora tengo una probabilidad del 2 por ciento de matarme en el próximo viaje. De acuerdo, bajo las revoluciones y manejo a 110 km por hora. Entonces noto que me pasan todos los demás conductores como si yo tuviera el motor apagado. ¿Acaso ellos no se enteraron de esa estimación? No, en efecto: quienes manejan a 150 km por hora, quienes fuman dos atados de cigarrillos diarios y quienes se casan de blanco simplemente piensan que ellos no serán parte de ese porcentaje que se mata en la ruta, contrae cáncer de pulmón o se divorcia luego de diez años de matrimonio. No tiene sentido pensar en la utilidad esperada de manejar a 150 km por hora o de fumar como un marrano. ¿Cuál es la utilidad de morirse? Además, tengo malas noticias. Si usted muriera en el próximo viaje (¡esperemos que antes haya comprado este libro!), no podría disfrutar de la utilidad de llegar a destino manejando a 150 km por hora en los próximos viajes que tenía planeado hacer. O sea que dejaría de tener sentido el concepto de utilidad esperada considerado en todos los ejemplos anteriores. Sin embargo, de algún modo las personas tenemos que tomar decisiones. Mi sospecha es que tenemos una noción de probabilidad que varía dependiendo de si esta ha sido construida a partir de la memoria semántica o de la memoria episódica. Con los datos de la memoria episódica (que registra cosas que nos ocurrieron o que experimentamos como si nos hubieran ocurrido, como sucede, por ejemplo, cuando participamos en un juego, vemos una película o leemos una novela) es razonable pensar que las personas construyen distribuciones de frecuencias del tipo de las siguientes: “comí diez veces comida china y ocho de esas veces me indigesté”, “estudié bien para treinta exámenes de los cuales aprobé 29”, “manejé 25 veces a 150 km por hora y nunca me pasó nada”, “cada vez que corro me agito”, “siempre que aposté al peso y contra el dólar perdí”, “tengo diez amigos abogados, siete de los cuales ganan muy bien”, etcétera. En cambio, las probabilidades que se nos informan por escrito o verbalmente pero que no son producto de nuestra experiencia se almacenan en la memoria semántica. De este modo, la frecuencia con que experimentamos fenómenos a lo largo de nuestra vida participa de manera crucial en la determinación de nuestro comportamiento (no digo nada aquí que no haya afirmado Skinner sesenta años atrás) de un modo bastante parecido al que sugiere la teoría tradicional de maximización de la utilidad esperada, pero se utilizan las frecuencias aprehendidas o autoincorporadas y no las adquiridas por transmisión de otros.

Asimismo, cuando no existen experiencias anteriores a partir de las cuales estimar probabilidades, la información sobre probabilidades establecidas a priori (en oposición a las frecuencias estimadas a posteriori) necesita ser representada mentalmente de algún modo por los individuos antes de poder participar en cualquier cálculo de utilidad. Es decir; una cosa es estimar la probabilidad de que me guste veranear en la costa atlántica argentina, sobre la base de mi experiencia de una decena de vacaciones en ese lugar y otra muy distinta es el cálculo de la probabilidad de divorciarme de la mujer con la que me acabo de casar, o de las chances de gozar de una buena salud si dejo de fumar. En estos últimos dos casos realmente no tengo antecedentes en mi memoria episódica, pero puesto que debo tomar una decisión, necesito representarme mentalmente esos escenarios en mi imaginación. Sobre la base de esa idea, podemos pensar que en escenarios de incertidumbre las personas buscan información sobre contextos similares en su pasado autobiográfico y repasan las elecciones tomadas anteriormente y los correspondientes resultados en materia de utilidad (algo que ya fue sugerido por los economistas Caramuta, Contiggiani y Tohmé). Cuanto mayor sea la dificultad para hallar similitudes entre una situación nueva y las experiencias anteriores, menos valor tendrán las estimaciones de la utilidad experimentada y las frecuencias aprehendidas, de suerte que en tales circunstancias será más probable que una persona se deje “convencer” por los datos de su memoria semántica (conocimientos del mundo no relacionados con su propia experiencia). En cambio, cuando la semejanza sea alta, las probabilidades subjetivas construidas a partir de la memoria episódica serán las que gobiernen sus actos.

Más problemas con las probabilidades Además de todos los reparos planteados en los apartados anteriores, cabe afirmar que muchas veces la información que se nos brinda en términos de probabilidades resulta un tanto engañosa. Por ejemplo, confieso que nunca comprendí muy bien qué significa que un profiláctico tenga una efectividad del 99 por ciento, para seguir con los ejemplos sobre anticonceptivos. ¿Acaso quiere decir que 1 de cada 100 cien dispositivos se rompe o permite filtraciones? ¿Lo mismo da si usted es un actor porno que toma Viagra y resiste dos horas de embestidas que si se trata de un ansioso eyaculador precoz? ¿O querrá decir, en todo caso, que 99 de cada 100 embarazos que de otro modo se habrían producido se evitan gracias al uso del profiláctico? Porque esto último es algo bastante diferente. Otras veces la información no es engañosa, pero simplemente no estamos preparados para asimilarla y por ende nos resulta confusa. Consideremos el caso de los tests de embarazo. La cajita reza que el producto tiene una confiabilidad del 98 por ciento. Entiendo, igual que usted, que esto indica que dos de cada cien veces el test se equivoca. Ahora bien, imaginemos que se acerca una señorita al consultorio del ginecólogo y le dice al médico que acaba de hacerse el test y que el resultado le dio positivo. ¿Cuán probable es que esa mujer efectivamente esté embarazada? En términos más simples aún: de cada cien chicas que visitan al médico con un test de embarazo que ha dado resultado positivo, ¿cuántas cree usted que en efecto están embarazadas? Tómese su tiempo y anote la respuesta en el margen de la página. Escribió 98, ¿cierto? Sin

embargo, la cajita no dice que 98 de cada cien chicas que obtienen un resultado positivo están embarazadas, dice que el test proporciona un 98 por ciento de confiabilidad. Esto significa que de cada cien mujeres que se hacen el test, 98 obtienen el resultado correcto. Ahora supongamos que de 1.100 mujeres que se someten a la prueba solo 100 de ellas están embarazadas y las otras 1.000 no lo están. ¿Qué indicará el test? A 980 de las 1.000 que no están embarazadas les brindará un resultado acertado. A 20 de las que no están embarazadas les indicará erróneamente que lo están. A 98 de las que están embarazadas les brindará un resultado acertado. A 2 de las que están embarazadas equívocamente les indicará que no lo están. Entonces, ¿cuántas mujeres llegarán al consultorio del médico con un resultado positivo? La respuesta es 118. De esas 118 mujeres, ¿cuántas están efectivamente embarazadas? La respuesta es 98, es decir, el 83 por ciento y no el 98 por ciento de las mujeres. Así, sobrestimamos las bondades del test porque nuestro cerebro no está preparado para pensar en falsos negativos, sino solo en falsos positivos. Por algo, después de todo, el test se llama “prueba de embarazo” y no “prueba de no embarazo”, denominación que, para el caso, también sería válida, y que seguramente tendría más éxito comercial en el segmento de las mujeres que compran test con el profundo deseo de descubrir que su atraso no durará nueve meses. Al lector podría parecerle que estos problemas que involucran probabilidades se acotan al campo de los resultados médicos, pero no es así. Tomemos dos casos de experimentos hechos por Daniel Kahneman y por mí, en los que se administra una situación hipotética a un conjunto de estudiantes para que estimen la probabilidad de ocurrencia de un evento. Veamos. Caso 1: En el escenario del crimen se presenta la siguiente situación: una mujer es asesinada a pocas cuadras de la terminal de ómnibus, luego de que un delincuente le robara el dinero proveniente de una herencia que acababa de cobrar. Un testigo que presencia el crimen jura que el delincuente tenía pelo rubio, pero como el tribunal desconfía de la capacidad del testigo para identificar el color del pelo de una persona en las circunstancias del delito, lo somete a una serie de evaluaciones y concluye que en el 80 por ciento de los casos el testigo identifica correctamente el color de pelo de los sospechosos (o, lo que es lo mismo, que solo se equivoca en el 20 por ciento de los casos). Asimismo, se establece que de 100 sospechosos que tiene la fiscalía solo el 15 por ciento de ellos son rubios (el resto de los sospechosos son morochos). ¿Cuál es la probabilidad de que el delincuente sea en efecto rubio? Caso 2: En el escenario de las admisiones académicas se asiste al siguiente problema: el Ministerio de Educación evalúa la conveniencia de implementar un examen de ingreso en todas las universidades del país. El problema más preocupante es que el examen es una medida imperfecta de la capacidad de un alumno de enfrentar las exigencias de una universidad de buen nivel. Bien puede suceder que una persona muy inteligente y capaz tenga un mal día o que se ponga nerviosa y desapruebe el examen, del mismo modo en que también puede ocurrir que un alumno de bajo nivel tenga un día de suerte y logre ingresar en la universidad. Las estimaciones de los expertos del Ministerio indican que solo el 40 por ciento de los aspirantes tienen el nivel que la universidad exige. Sin embargo, como el examen es imperfecto, el 30 por ciento de las veces falla, arrojando un resultado erróneo debido a alguna de las razones antes expuestas. ¿Cuál es entonces la probabilidad de que ingresen a la universidad personas que no tienen el nivel requerido, y cuál es la probabilidad de que se queden afuera alumnos que efectivamente tienen el nivel solicitado?

No daré las respuestas por el momento, pero puedo anticiparles que no es cierto que la probabilidad de que el delincuente sea rubio sea del 80 por ciento, ni tampoco que el 30 por ciento de los alumnos buenos con condiciones para aprobar el examen de ingreso se queden afuera de la universidad.

¿Por qué nos cuesta tanto comprender

las probabilidades? A lo largo de este libro me he propuesto mostrar que somos animales sedientos de regularidades. Buscamos patrones, construimos modelos explicativos de nuestro mundo y los utilizamos para pronosticarlo todo. Esto no debiera sorprendernos: Jean Piaget ya nos enseñaba que en el desarrollo de su inteligencia los bebés comienzan por explorarse a ellos mismos por medio de las reacciones circulares. Así, puede observarse cómo los niños, en los primeros cuatro meses de vida, repiten sistemáticamente experiencias que les provocan cierto placer, por ejemplo, la succión (incluso en el vacío). Luego el niño empieza a explorar el mundo repitiendo acciones, pero ahora hace uso de su cuerpo y de algún objeto externo (el borde de la cuna, por ejemplo). Al cabo de un año el bebé intencionalmente utiliza objetos de su entorno para explorar otros objetos y de manera muy significativa produce variaciones en sus interacciones con los objetos del exterior; esto es, en las reacciones circulares terciarias ya no repite sin cambios un movimiento o una acción que le resulta interesante, sino que produce variaciones en la exploración del objeto. Esas variaciones generan información que luego le permitirá al niño comprender mejor la noción de objeto y construir reglas causales. Eventualmente, y aquí dejo a Piaget de lado, los niños aprenden a interactuar con otras personas y las utilizan como medios para construir atajos en su comprensión del mundo. Es la etapa en que preguntan repetidamente “¿por qué esto?”, “¿por qué aquello?”, “¿por qué lo otro?”. En ese momento ocurren dos cosas muy importantes para el desarrollo del niño. En primer lugar, atribuyen carácter de verdad a las afirmaciones de los mayores que poseen más influencia (típicamente, los padres). De este modo pueden comenzar a almacenar teorías sobre el funcionamiento del ambiente (y a modularizarlas) en la memoria semántica, dejando de depender de la propia experimentación. Comienza aquí la génesis de un sesgo que hará estragos en la vida adulta y que será responsable del modo en que las personas somos persuadidas de comprar un determinado producto o de votar a un determinado candidato. Este sesgo, que denominaré sesgo de falacia ad hominem, hace que ponderemos la información que recibimos no por su valor de verdad lógico o por la abundancia de la evidencia estadística en su favor, sino por la legitimidad que le adjudicamos a quien sea el mensajero. Posteriormente, alrededor de los cuatro o cinco años de edad, los niños empiezan a ser capaces de comprender que las otras personas con quienes interactúan también tienen representaciones mentales (piensan y hacen planes), y esto complica enormemente el trabajo que hay que hacer para entender cómo funciona el mundo, porque aparece la posibilidad de disociar la acción de terceros de sus pensamientos, suspender significados literales, utilizar metáforas y asimilar la noción de engaño. Rebecca Saxe y otros colegas del Instituto Tecnológico de Massachusetts han demostrado que el nacimiento y la maduración de esa capacidad coinciden con el desarrollo de un área del cerebro denominada juntura temporoparietal derecha. La información a partir de la cual se aprende se torna, entonces, excesivamente compleja.

La búsqueda de regularidades comienza a ser una tarea por la cual las personas se diferencian en función de su mayor o menor capacidad para filtrar ruidos en los datos del entorno y para descubrir las verdaderas covarianzas que conducen a la construcción de modelos de funcionamiento del mundo que permiten predecir mejor lo que ocurrirá al elegir un determinado curso de acción. O puesto en otras palabras: cuál es efectivamente la correlación que existe entre los fenómenos que observamos. ¿Es verdad, por ejemplo, que los productos más caros generalmente son de mejor calidad? ¿Puede asegurarse que en promedio la gente que estudia una carrera universitaria gana más? ¿Si sube el dólar, quiere decir que se avecina una crisis? En todos estos casos la correlación entre los fenómenos que se observan no se da como correspondencia, caso a caso y de manera lineal, sino que por el contrario uno observa mucha gente que estudia y sin embargo está desempleada, o productos que son caros y no resultan buenos, del mismo modo que muchas veces que sube el dólar no termina produciéndose una crisis. Esto sucede porque en la realidad hay otro montón de variables que no observamos y también una cuota de azar. No sabemos si el graduado tiene problemas de comportamiento por los que pierde los empleos, o si el producto caro nos salió malo a nosotros porque justo había una partida defectuosa en la góndola, o si la crisis no devino luego de la suba del dólar porque al mismo tiempo mejoró la economía de nuestros socios comerciales (Brasil, por ejemplo) y eso nos permitió esquivar la recesión. Además, en la realidad es difícil que un evento se repita, en su manifestación más pura, un número suficiente de veces como para que seamos capaces de construir frecuencias de ese fenómeno y de computar, por ende, probabilidades. Por el contrario, en la mayoría de las decisiones que tenemos que tomar contamos con unos pocos casos de nuestra experiencia como parámetros, y por ende la noción de probabilidad carece de sentido: dos o tres realizaciones de una variable aleatoria no son suficientes para generalizar y elaborar alguna conclusión sobre las chances de que ocurra un fenómeno si actuamos de determinada manera. Cuando un niño mete los dedos en un enchufe y recibe una descarga, la asociación es directa. Pero cuando lo que hace tiene distintas consecuencias en cada oportunidad, como ocurre —por ejemplo— si molesta al perro pellizcándolo, se necesitan más experiencias para conocer la influencia de los propios actos en el mundo que nos rodea. En sentido más estricto aún, para hablar de probabilidad a posteriori se necesita considerar una frecuencia de sucesos aleatorios que permita identificar en cuáles de esos episodios ocurre la realización de un valor determinado de la variable de interés y en cuáles, no. El típico ejemplo es el de los juegos de azar como la ruleta, los dados o las cartas. En el caso de la ruleta, por ejemplo, puede observarse que en un gran número de tiros la tendencia del color negro y del color rojo a aparecer es prácticamente la misma, y de ahí se deduce que ambos colores tienen similar probabilidad de ocurrencia. Una vez que el fenómeno ha sucedido repetidas veces y que se pueden comprobar las frecuencias de cada resultado, podrá establecerse la noción de probabilidad a priori, que implica que en caso de no cambiar las condiciones del juego ambos colores deberían seguir saliendo en las proporciones esperadas. El problema es que habitualmente abusamos de la idea de probabilidad y la utilizamos para

referirnos a muchos eventos que no son ni repetitivos ni aleatorios. Por ejemplo, decimos que la probabilidad de morir en un accidente de automóvil es de tanto por mil, como si el accidente fuera un suceso independiente de cómo el sujeto maneja, una ruleta rusa. Supongamos que nos informan que la probabilidad de estar desempleados si fuimos a la universidad es del 6 por ciento. ¿Sobre qué base se calculó esa probabilidad? Seguramente consideraron una muestra de una población determinada y calcularon cuántas personas estaban desempleadas, cuántas habían ido a la universidad y cuántas pertenecían a ambas clases, esto es, universitarios desempleados. El punto es que ese dato no me dice nada útil, porque a mí no me interesa la probabilidad de un universitario cualquiera de estar desempleado, dado que no todos son iguales. Concretamente, quisiera saber cuántos hombres de 39 años de edad, provenientes de familias de profesionales, graduados en Economía en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y con estudios de posgrado en Psicología se encuentran desempleados. Hasta donde yo sé, esa clase engloba a un solo sujeto llamado Martín Tetaz, y por lo tanto nadie podría decirme cuántas personas que tienen mis mismas características están desempleadas. Además, incluso si hubiera diez personas más que presentaran las mismas condiciones, ¿qué dato relevante podría yo concluir por conocer que una de ellas no posee empleo? ¿Cómo sabría yo si el colega en cuestión buscó trabajo lo suficiente, si sabe elaborar un curriculum vitae, si conoce las reglas básicas de una entrevista laboral, etcétera? ¿Cómo sabría si el sujeto no se quedó sin trabajo porque se puso de novio con la mujer de su jefe, o simplemente porque tuvo mala suerte? Más aún, somos los propios economistas quienes muchas veces abusamos del concepto de probabilidad. En el peor momento de la crisis financiera internacional de 2008, Nouriel Roubini, quien justamente fue el primero en pronosticar la caída, afirmó, abusando de su fama de gurú, que existía un 80 por ciento de probabilidades de que la crisis tuviera forma de “U” (léase, suave y prolongada) y un 20 por ciento de probabilidades de que tuviera forma de “V” (léase, breve y muy pronunciada). Para que semejante pronóstico tuviera sentido sería preciso contar con datos sobre cientos de recesiones de naturaleza similar a la de 2008 que permitieran identificar esas frecuencias de evolución de la crisis. Hablar de probabilidades para referirse a un hecho único e irrepetible es simplemente un error conceptual, a menos que se trate de probabilidades subjetivas. Es decir, no nos resulta fácil tratar con probabilidades porque posiblemente no exista en el mundo real de todos los días algo parecido a lo que tienen en mente los estadísticos cuando se refieren a ese concepto. Incluso, creo que todos tenemos la sospecha de que la mayoría de los eventos a los cuales me he referido hasta ahora asignándoles alguna probabilidad no son aleatorios ni mucho menos. No obstante, nos movemos en un mundo incierto, al que debemos encontrarle alguna lógica para poder inferir y de ese modo justificar nuestras elecciones. Quizás no dispongamos de todos los elementos necesarios para computar correctamente probabilidades y tomar decisiones, pero, como dicen los jóvenes hoy en día, “es lo que hay”. De modo que hay que aprehender el mundo a partir de los medios disponibles o morir en el intento (dilema que en el caso de nuestros antepasados cazadores y recolectores asumía sentido literal). Así, no resulta para nada curioso que aparezcan dos sesgos que marcan no solo nuestras decisiones económicas sino también nuestras opiniones más íntimas.

Se trata del sesgo de conclusiones apresuradas (o prejuicio) y del sesgo de categorizaciones instantáneas. Mi madre acaba de brindarme un ejemplo del primer sesgo: al regresar del supermercado en Valeria del Mar, el lugar de la costa argentina donde nos encontramos veraneando, tuvimos el siguiente diálogo: —No hay nadie en la costa —afirmó ella. —¿Por qué lo decís, mamá? —pregunté. —Porque pudimos estacionar fácilmente en el centro comercial —contestó. Al realizar esa deducción, no tuvo en cuenta que eran las dos de la tarde de un día soleado y que probablemente mucha gente estaría en la playa. Tampoco intentó estacionar en repetidas oportunidades. Le bastó con la experiencia de un día para elaborar la conclusión. Habitualmente nos apresuramos a concluir y pronosticar a partir de muy pocos casos, porque sabemos que los casos serán bastante distintos y que no tendremos oportunidad de construir probabilidades ciertas, sobre las cuales basar nuestros juicios. Así, tenemos más probabilidades de cometer el error de ver una relación entre dos variables cuando la relación en realidad no existe (lo que los estadísticos denominan error de tipo 1) que de incurrir en el error de no ver una relación entre dos variables cuando esa relación efectivamente existe (error de tipo 2). Pongámoslo en un ejemplo jurídico, de mucha relevancia actual por la creciente ola de inseguridad. En el Derecho hay que optar por un sistema que minimice uno de los dos tipos de errores, pero no hay modo de minimizar los dos al mismo tiempo, sino que si busco el menor error tipo 2 posible (que no se me escape ningún delincuente potencial), estaré cometiendo un gran error tipo 1 (caerán muchos inocentes). Si en cambio busco asegurarme de no cometer el error tipo 1, esto es: no meter preso a ningún inocente, pues mi sistema cometerá muchos errores de tipo 2; o sea: no será capaz de atrapar a muchos culpables. Mi sospecha es que esta tendencia a elaborar conclusiones de forma prematura está asociada a circunstancias que potencialmente implican algún riesgo. En cambio, cuando se trata de situaciones que podrían generar un beneficio, desarrollamos la conducta contraria, esto es, tardamos bastante tiempo en alcanzar una conclusión y le pedimos a la realidad demasiadas pruebas antes de decidirnos a actuar. Pensemos qué ocurría con nuestros antepasados cuando, mientras caminaban por la sabana africana, escuchaban un ruido entre las malezas. Ciertamente podía tratarse de un ciervo inofensivo (una potencial presa) o de un león hambriento (un posible depredador). Cometer el error de tipo 1 (escapar y luego descubrir que se trataba de Bambi) implicaba perder una oportunidad de conseguir alimento, pero cometer el error de tipo 2 (considerar que no había suficiente evidencia para pensar que podía tratarse de un león) habría conducido al sujeto en cuestión a una muerte segura. Entonces, la evolución aparentemente promovió la tendencia a elaborar conclusiones rápidas ante las amenazas (minimizando los errores de tipo 2) y la propensión a ser más conservadores frente a las oportunidades (minimizando los errores de tipo 1), como comportamientos óptimos. Creo que este perfil define bastante bien al consumidor y productor promedio. Somos prejuiciosos en situaciones de riesgo, pero muy conservadores a la hora de lanzarnos a una nueva empresa, ya sea económica o personal. En lo que respecta al sesgo de categorizaciones instantáneas, lo sufrimos

permanentemente, cada vez que le asignamos a alguien un valor determinado a partir de su pertenencia a un grupo o a una clase, ya sea por el color de su piel, la ropa que usa, el acento que tiene al hablar, el lugar de procedencia, la filiación política o religiosa, etcétera, por más que seamos muy conscientes de que el proceso de generalización es imperfecto y sepamos que no podemos garantizar que los miembros de una clase actúen en función del estereotipo que les hemos asignado. Así, basta con que en promedio los miembros de una clase determinada satisfagan el criterio que estereotipamos o predijimos para que construyamos nuestras propias nociones de probabilidad a priori, que constituyen nuestra noción subjetiva del grado en que creemos que una conducta o un suceso serán más o menos factibles. Piense en la siguiente situación. Usted está volviendo de la oficina un viernes y la autopista está fatal, circulan veinte mil autos por hora y el estrés hierve las venas. En medio del caos el auto de adelante se pasa de carril sin preanunciar la maniobra y conduce torpemente delante de usted. Pregunta; ¿el conductor es hombre o mujer? La gran mayoría de la gente se apresura a etiquetar como mujeres a quienes no saben manejar y cometen maniobras imprudentes. Yendo al ámbito de lo laboral; Juan tiene 28 años, un título universitario y es empleado público. Andrea tiene 32, es madre de un hijo y maneja una PyMe. ¿Quién cree que es más productivo de los dos? ¿Verdad que condenó a Juan cuando supo que era empleado público? Y allí reside la clave: carentes de la posibilidad (y de la capacidad) de estimar probabilidades objetivas, construimos perfiles que nos permiten representarnos mentalmente distintas situaciones, y ante eventos concretos simplemente analizamos si una persona cumple con los requisitos para entrar o no en determinada categoría, por más difusa que sepamos que esta resulta. Pagamos así el costo de cualquier generalización, pero nos ahorramos la tragedia de no poder disponer de categorías a partir de las cuales razonar y tomar decisiones.

Vivimos en una burbuja Lo diré una vez más: los seres humanos somos máquinas cuyo diseño es el resultado de las presiones que nuestros ancestros cazadores y recolectores debieron enfrentar para garantizar la supervivencia y la reproducción de la especie en un medio ambiente que resultaba hostil. Esto no significa que estemos programados para realizar ciertas tareas de un modo determinado, sino que, entre todas las maneras posibles en las cuales esas tareas podrían haberse efectuado en el pasado, el proceso evolutivo se encargó de seleccionar las estrategias más exitosas. Simplemente, quienes estuvieron dotados de programas más funcionales para enfrentar las circunstancias particulares de cada ambiente en cada momento del tiempo pasaron más cantidad de copias genéticas a las generaciones posteriores, de modo que esos comportamientos se hicieron más habituales. Ahora bien, ¿cómo se siente usted respecto de lo que acabo de decir? Por favor, tome nota de su respuesta en el margen de la página. Sí, leyó bien. Escribí los párrafos anteriores para hacerlo partícipe de un simple experimento. Verá: el mundo se divide en dos grandes grupos de personas: quienes creen que “lo que

natura non da, Salamanca non presta”, y quienes piensan que “nacemos todos iguales”. Por el momento no me interesa la discusión entre naturaleza y crianza. El punto es que la frase con la cual inicié esta sección divide opiniones: a muchos les parece lo más obvio del mundo y a otros la simple idea les sabe de lo más repugnante. Piense: en la población total, ¿cuántas personas comparten su opinión? ¿Más de la mitad, o menos de la mitad? Por favor, una vez más anote su presunción en el margen de la página. Le apuesto dinero a que cualquiera que haya sido su opinión, usted cree que más de la mitad de las personas comparten su manera de pensar respecto de este tema. Esto es natural: la tendencia general es que las personas casi siempre creen que integran el bando mayoritario. ¿Cómo puede suceder esto? Porque los sujetos se mueven en grupos y frecuentan ámbitos donde hay personas muy parecidas a ellos. Los sociólogos y los economistas no se ponen de acuerdo respecto de si esto sucede porque las personas similares se atraen y agrupan (como en los clubes), o si ocurre porque la convivencia torna parecidas a personas que inicialmente eran distintas. De cualquier modo, nuestras opiniones son rehenes de los ámbitos en los cuales actuamos. Tenemos la tendencia a creer que “nuestro mundo” es el mundo, que las personas con quienes interactuamos son la gente. Le propongo realizar el siguiente ejercicio. Vaya a la plaza de un barrio humilde un sábado o un domingo y pregúnteles a las personas que encuentre allí qué porcentaje de argentinos creen que veranean, o que tienen auto, o que terminaron el secundario, o que cuentan con una obra social, o realice cualquier otra pregunta similar. Luego repita las mismas preguntas, pero esta vez en el clubhouse de un country, o entre sus compañeros de carpa del balneario. Notará que sistemáticamente los miembros del primer grupo subestimarán los porcentajes, al tiempo que los integrantes del segundo grupo los sobrestimarán. Esto es más o menos como pronosticar el resultado de las próximas elecciones encuestando vecinos a la salida de un acto político, o preguntar si dios existe justo en la puerta de una iglesia. Resulta obvio que las muestras no son representativas de la población general. Y dado que no lo son, las estimaciones que realicemos con base en esas muestras estarán sesgadas. Estamos en presencia del sesgo de representatividad. Este sesgo no es una simple cuestión anecdótica, sino que como descubrimos en una investigación que hicimos con Guillermo Cruces, del CEDLAS, con una encuesta de 1039 casos representativos del Área Metropolitana del Gran Buenos Aires, no solo que los pobres y los ricos creen que son todos de clase media, y que están en el centro de la distribución de los ingresos (los pobres se creen mejor acomodados socialmente y los ricos, uno más del montón), sino que cuando se les da información indicándoles su verdadera posición en la pirámide de los ingresos, cambian sistemáticamente sus preferencias redistributivas; los pobres se tornan más propensos a la redistribución y los ricos, menos. Si bien los dos últimos ejemplos son extremadamente simples, exactamente ese tipo de razonamiento es el que realizamos día a día. Formulamos nuestros juicios a partir de una experiencia acotada y no nos damos cuenta de que nuestro mundo no es representativo de toda la sociedad, del mismo modo en que el taxista no se da cuenta de que su concepto de “la gente” no es el mismo que el del colectivero o el de la azafata, por ejemplo. Ahora bien, ¿por qué este sesgo tendencioso en las opiniones de las personas debería importarle a la economía? La razón es que, como en el ejemplo de las políticas redistributivas, muchas de las decisiones que tomamos todos los días se basan en

estimaciones que hacemos a partir de la información proveniente del mundo que nos rodea. Por supuesto, nadie nace sabiendo y, por lo tanto, para pronosticar adecuadamente las consecuencias de nuestras acciones necesitamos aprender cómo funciona el mundo. De niños aprendemos a partir de la prueba y el error. Cuando nos cansamos de quemarnos con la pava caliente, de recibir descargas por meter la tijera en el enchufe, de que el perro nos muerda por haberle sacado el hueso y de peripecias similares, entonces nos volvemos pequeños científicos. Claro, hay dos maneras de hacer ciencia. Con objetos inanimados podemos experimentar como si la vida fuera un laboratorio, pero si buscamos comprender las consecuencias de nuestros actos cuando estos implican a otras personas o a grupos, la experimentación resulta lenta, tediosa, costosa y metodológicamente muy difícil. Optamos entonces por hacer lo que hace la mayoría de los cientistas sociales: observamos el mundo en busca de patrones, regularidades y correlaciones. Construimos teorías causales. A partir de ellas decidimos si nos conviene estudiar, trabajar, invertir, tener hijos, practicar sexo seguro, vacunarnos, comprar una casa, pagar los impuestos, hacer negocios, votar a un determinado candidato, manejar prudentemente, jugar a la lotería, pedir aumento, fumar, ir al gimnasio, tomar alcohol, tener tarjeta de crédito, comprar un teléfono celular, y así indefinidamente. Tomemos a modo de ejemplo el caso de la educación, que es uno de los que más me interesan. ¿Cómo sabe una persona si le conviene o no estudiar, o qué carrera seguir? Idealmente quisiéramos poder conocer la suerte que, en promedio, corren quienes tienen distintos títulos universitarios y cómo les va a quienes no tienen ninguno. Pero no lo sabemos. Contamos con una casuística acotada de parientes, amigos y conocidos, y solamente en forma casual sus experiencias resultarán representativas para que podamos realizar una inferencia más o menos razonable. Más grave aún: por regla, al conocer pocos casos la variabilidad de los resultados será mayor que la observada en una población más grande, por lo cual es probable que las personas consideren que la decisión de estudiar y de invertir en capital humano resulta más riesgosa de lo que en verdad es. Asimismo, ¿qué podemos decir de los esfuerzos que estaremos dispuestos a realizar a la hora de trabajar, o del riesgo que aceptaríamos correr para hacer una inversión? Durante mucho tiempo, los economistas creyeron que todo se resumía a una ecuación de costo versus beneficio. Se trabaja más horas si la paga es mayor que la desutilidad que implica el esfuerzo, se invierte más dinero si la tasa de retorno justifica ahorrar, postergar el consumo y soportar la ansiedad por consumir ya. Cuando empezaron a aparecer las investigaciones sobre la economía de la felicidad se encontró que en realidad uno de los determinantes más importantes del grado de satisfacción de las personas no es su propio ingreso (el resultado de su trabajo o inversión), sino la comparación de su ingreso con el de sus pares y con el de los miembros de su grupo de referencia. Parecería que lo que motiva a las personas a esforzarse no es su bienestar absoluto, sino su bienestar relativo. Esto suena lógico, pues después de todo somos animales sociales. En el reino animal es habitual que los mamíferos se ordenen jerárquicamente y que esa escala determine el acceso a los recursos alimenticios y de reproducción. En las distintas especies la posición social se determina por el tamaño de los individuos o por la capacidad de agresión, pero los seres humanos hemos desarrollado un modo más civilizado de zanjar las disputas: la

billetera. Ricardo Pérez Truglia, de la Universidad de Harvard, ha demostrado que buena parte de nuestro consumo no está destinado a satisfacer necesidades de alimento, refugio, vestimenta, educación, seguridad o recreación, sino a señalizar nuestra capacidad adquisitiva. El “consumo presuntuoso”, del cual hablara por primera vez Thorstein Veblen hace más de cien años, explica por qué hay personas que pagan más de $ 2.000 por una crema antiarrugas, US$ 30.000 por una noche en la suite Ty Warner del hotel Four Seasons de Manhattan , US$ 309.675 para abrir una botella de la bodega Château Cheval Blanc de 1947 (una botella de 6 litros, es cierto), 1.500.000 billetes norteamericanos por un automóvil súper deportivo Bugatti Veyron, la módica suma de US$ 800 por un jean de algodón orgánico fabricado en Zimbabwe, o 350 billetes de la divisa estadounidense por un litro de aceite de oliva Armando Manni que, según dicen, es el mejor del mundo. Se trata de ejemplos que pueden parecer exagerados, que solo ilustran el deseo de mostrar en el grupo de referencia que uno pertenece a lo más alto de la escala social del mundo entero. Pero el consumo destinado a ordenarse jerárquicamente y a diferenciarse del que tiene menos ocurre en todos los niveles sociales, y ello explica por qué pagamos $ 5.000 por un televisor de 42 pulgadas y $ 11.000 por uno que solo tiene seis pulgadas más, por qué pagamos tres o cuatro veces el valor de una buena camisa para adquirir una igualmente buena con un cocodrilo impreso en el bolsillo, por qué la diferencia de precio entre el mejor celular y el segundo mejor celular es del 100 por ciento, o por qué gastamos muchísimo dinero para mandar a nuestros hijos a un colegio donde no necesariamente aprenderá más que en una escuela pública gratuita. La segunda consecuencia de esta segmentación es que, dado que las personas tendemos a pensar que la población se parece a nuestro grupo de referencia, hay una propensión de los pobres y de los ricos a creer que hay muchas más personas que se encuentran en idéntica situación y esto, paradójicamente, aumenta el bienestar percibido por los pobres (porque no tienen noción de lo mal que están comparativamente) al tiempo que reduce el bienestar que sienten los más acomodados (porque no notan la magnitud de su privilegio). Nada que no haya planteado Karl Marx hace más de 150 años cuando se refirió a la “falsa conciencia de clase” como un freno para el proceso revolucionario. Sé que el comentario que voy a hacer a continuación es un poco provocativo, pero creo que si las personas conocieran cuál es su verdadero lugar en la distribución de los ingresos y si los distintos niveles sociales interactuaran más entre sí, el resultado esperado sería el siguiente: los pobres se esforzarían más (al tomar conciencia de su posición relativa desventajosa) y los ricos lo harían menos (al recibir información respecto de su ubicación de privilegio en la distribución de los ingresos). Es decir, cabría esperar que los pobres buscaran adquirir más educación, hacer más negocios, trabajar más, etcétera, y que los ricos actuasen de manera contraria.

Dime lo que escuchas y te diré lo que piensas El problema de sesgar nuestras opiniones debido a que no contamos con una muestra representativa de personas a nuestro alrededor que nos permita sacar conclusiones generalizables se ve comúnmente agravado por el hecho de que no accedemos a la información sobre los sucesos que ocurren en el mundo de modo neutral. Existe un sesgo de

disponibilidad de información. Ya sea en la cola del supermercado, en los canales de televisión o en el sillón del peluquero, la verdad es que la información que escuchamos no constituye una muestra cabal de lo que sucede en el mundo. Comentamos un choque, un divorcio estruendoso, el éxito de un abogado mediático, el fracaso de una institución financiera. Es noticia aquello que sale de lo común y se aparta de la normalidad. Como resultado de esto, sobrestimamos la frecuencia con que ocurren esos eventos y minimizamos la chance de que pasen cosas sobre las que no tenemos mucha información. Por eso resulta muy importante la publicidad, puesto que de otro modo nos quedamos con la idea de que los productos y precios que existen en toda la economía son los que vemos en la góndola de nuestro supermercado habitual. Otro ejemplo, ¿a cuánto cree usted que asciende la probabilidad de que se caiga un avión durante el próximo año? ¿Piensa que se caerá 1 de cada 100.000 aviones, o cree que las chances son aún menores? Anote su respuesta en el margen de la página. Le pediré que arriesgue otra respuesta, ¿cada cuántos aviones que llegan a destino felizmente cree que ocurre un accidente? Anote su respuesta, por favor. Tengo noticias para usted. Por supuesto, la mayoría de las personas no tienen la menor idea de con qué frecuencia ocurre una tragedia, pero casi todas creen que se trata de un fenómeno mucho más habitual de lo que en verdad es. Esto sucede porque en los diarios no se publica la noticia: “Ayer despegaron 50.000 aviones y llegaron a destino sin problemas”. Tampoco sale la noticia: “En 2009 hubo 4.388.779 vuelos, de los cuales solamente 1 se estrelló”. Tengo otra noticia para usted. Como resultado del sesgo de anclaje, las personas tienden a dar opiniones cercanas a la sugerencia brindada por quien los interroga. Sospecho que muchos de los lectores, en efecto, al evaluar las posibilidades de que un avión se caiga durante el próximo año, han estimado una probabilidad más cercana a 1 en 100.000 que a 1 en 10.000.000, porque se dejaron influenciar por el ancla que establecí al hacer la pregunta. ¿No me cree? Haga el experimento usted mismo. Repítale la pregunta a cualquier conocido que esté cerca, pero en vez de preguntarle si cree que se cae 1 de cada 100.000 aviones, pregúntele si piensa que se cae más o menos de 1 avión cada 1.000.000. Luego pregúntele cada cuántos vuelos cree que se cae un avión, y notará que la respuesta esta vez se acercará mucho más al 1 en 1.000.000 proporcionado por usted como ancla, o sugerencia. El fenómeno del anclaje, además, no se limita a lo numérico, sino que también funciona en el nivel categorial. Los restaurantes que como plato sugerido proponen “fetuccini al funghi” venden muchas más pastas (aunque no sean exactamente fetuccini) que los locales que sugieren “lomo a la mostaza”, los cuales suelen vender más carnes de todo tipo. Algunos incluso se aprovechan del efecto del sesgo de anclaje. Los encargados de recolectar fondos con la venta de bonos contribución saben que juntarán más dinero si primero ofrecen el bono de $ 100 que si comienzan por ofrecer el de $ 50; los negociantes en los mercados de regateo suelen preguntarle al vendedor si la pieza sale más o menos de $ 300, aun cuando saben que el precio real está en torno de los $ 700; el gobernante les consulta a los ciudadanos si prefieren que se invierta en semáforos o en asfalto, y luego les pregunta cómo diseñar el presupuesto participativo. Podría seguir adelante con los ejemplos, pero temo dar ideas que

más adelante puedan ser usadas en mi contra, ya sea en mi rol de consumidor o de votante, y además debo ocuparme de analizar otra tendencia sistemática de los seres humanos: aquella que los induce a focalizar la atención hacia la información que está en la misma sintonía que sus propias ideas. En efecto, el sesgo de confirmación de hipótesis es el responsable de que una vez que hemos arribado apresuradamente a una conclusión nos aferremos a nuestra teoría con uñas y dientes, aun cuando aparezca información que la contradiga. En ese caso, simplemente ignoramos la información contradictoria o no le damos importancia. A simple vista parece tratarse de una estrategia poco conveniente. En última instancia, si de veras queremos conocer el mundo que nos rodea y sacar ventajas de ello, parecería razonable revisar nuestras hipótesis a la luz de la mayor cantidad de información posible y corregir nuestras ideas en caso de ser necesario. Sin embargo, no es así como funciona nuestra mente: una y otra vez, en discusiones políticas, económicas, de pareja, sobre los hijos o incluso sobre cuál es la causa por la que el auto gasta mucha nafta, insistimos en apresurarnos a emitir una opinión y en desestimar cualquier información que la contradiga. Las consecuencias de ser testarudos pueden ser devastadoras en los negocios. Conozco personas que compran acciones de una compañía determinada con base en una noticia aislada sobre su potencial de éxito (sacan conclusiones apresuradas) y luego conservan las acciones incluso tiempo después de que se haya comprobado que ese potencial no era tal. También hay quienes insisten en seguir invirtiendo dinero en un emprendimiento que a todas luces ya ha mostrado que no funciona. Sospecho que el comportamiento pernicioso proviene de nuestra condición de animales sociales. En sistemas en los cuales los ordenamientos jerárquicos son tan importantes, uno siente la presión de tener que decidir rápido y de mostrarse seguro si desea mantener su posición en la escala social. En la tarea de generalizar y sacar conclusiones apresuradamente somos ayudados por nuestras emociones. En apartados anteriores afirmé que las emociones son vectores informativos que captan un sinnúmero de estímulos del ambiente y los resumen en una sensación placentera o displacentera que dirige nuestra atención a un conjunto particular de información, sobre la cual luego trabaja el sistema ejecutivo central para encontrar regularidades y realizar clasificaciones. Agregaré ahora que al dirigir nuestra atención sobre algunos aspectos de la realidad que se nos presentan (descartando otros), las emociones condicionan nuestro análisis del mundo e influyen de esa manera en nuestro accionar. En una investigación notable, Michael Spezio y Antonio Rangel, del Instituto Tecnológico de California, le pidieron a un conjunto de voluntarios que analizaran las fotos de políticos locales que habían sido candidatos al Congreso de los Estados Unidos en las elecciones de los años 2000, 2002 y 2004, y que indicaran cuáles de ellos creían que eran más competentes para el cargo. De manera sorprendente, la percepción de los voluntarios anticipó con gran acierto el resultado que esos candidatos tuvieron en las elecciones siguientes. Más aún, manipulando la duración de las imágenes en la pantalla de la computadora, Rangel logró que los participantes clasificaran exitosamente a los ganadores y a los perdedores en menos de una décima de segundo, solo mediante un flash de la imagen. Como bonus de la investigación, gracias al hecho de que los sujetos estaban conectados a un aparato de resonancia magnética funcional, los científicos encargados del estudio pudieron detectar

una particular activación de dos zonas del cerebro, la ínsula y el cíngulo anterior ventral, en el momento en que los participantes miraban la foto de los candidatos perdedores. Lo interesante es que investigaciones anteriores han descubierto que esta combinación de activaciones cerebrales se produce ante emociones negativas asociadas a los comportamientos de evitación. Sin embargo, resulta claro que a nadie le gusta reconocer que toma decisiones de manera emotiva, sin razonar. Mi hipótesis es que muchas veces resolvemos un problema a partir de decisiones basadas en nuestros estímulos emocionales y luego buscamos argumentos racionales para justificar nuestra acción. Este argumento explicaría bastante bien por qué habitualmente priorizamos la información que está de acuerdo con nuestras hipótesis a priori sobre el funcionamiento del mundo. Una idea parecida a esta es la que tiene en mente Antonio Damasio cuando postula que las emociones funcionan como marcadores somáticos que nos permiten asignar valor a los estados de la naturaleza que tenemos que sopesar en el momento de tomar una decisión. Las investigaciones del neurocientífico Antonio Rangel han demostrado que a la hora de escoger entre distintos cursos de acción, nuestro cerebro le asigna un valor a cada una de las alternativas, y nosotros hemos visto que la memoria episódica (que tenía que ver con las experiencias autobiográficas) era fundamental para proyectar en nuestra mente los distintos escenarios futuros. Damasio nos enseña que esas memorias episódicas, que son insumos del proceso de decisión, están impregnadas de emociones. Las emociones, entonces, resumen toda la información de lo que sentimos en el momento en que almacenamos en nuestra memoria episódica cada una de las experiencias que vivimos. Por esa razón, cuando vemos un político que no nos cierra, o una cartera que nos gusta, decidimos emocionalmente a partir del recuerdo de experiencias políticas desagradables o paseos en los que disfrutamos de una nueva prenda, unos zapatos o una cartera. Anticipamos así las emociones que pensamos que vamos a sentir si tomamos tal o cual decisión. Así elegimos el camino a seguir y luego tenemos la necesidad de racionalizar nuestra decisión, por un fenómeno que en psicología se denomina locus de control y que tiene que ver con la sensación de sentir que se está al mando de lo que nos sucede.

¿Quién está al mando? Los manuales de microeconomía tradicionales con los cuales se nos enseña la teoría del consumidor en las universidades afirman que los seres humanos simplemente maximizamos la utilidad que podemos obtener a partir de un presupuesto dado. Es decir, elegimos una canasta de bienes y servicios que nos proporciona el máximo nivel de bienestar posible en función del dinero de que disponemos. Más estrictamente, el consumidor ideal de estos libros de texto debe decidir cuánto esfuerzo dedicará cada día a trabajar para obtener los ingresos que luego destinará al consumo de bienes. A cada momento, además, debe resolver si consumirá sus recursos o si postergará el placer, invirtiéndolos y ahorrándolos a la espera de un futuro mucho más promisorio. Finalmente, una vez que ha determinado el monto de dinero dedicado al consumo, debe elegir qué bienes comprará. Así, la cantidad de escenarios que debe considerar es astronómica, y además, como hemos

visto, al homo sapiens sapiens le resulta sumamente trabajoso comparar los beneficios de consumir en distintos períodos de tiempo, mucho más cuando se trata de escenarios caracterizados por la incertidumbre. Piense usted en un caso concreto. Supongamos que ya decidió cuánto tiempo trabajará y qué porcentaje de sus ingresos destinará al consumo. Llega entonces al supermercado con un presupuesto de $ 2.000, por ejemplo, y debe decidir su compra mensual. ¿Cuántos carritos distintos puede llenar con $ 2.000? De acuerdo, el número es finito, pero le aseguro que tiene muchos ceros. Imagine, por ejemplo, que podría comprar 40 kg de carne (a $ 50 el kg), o 39 kg de carne y 2 kg de pollo, o 38 kg de carne, 2 kg de pollo y 1,8 kg de riñones, o 39 kg de carne y 1 kg de chorizos. A propósito, ¿conoce usted el cuento de la buena pipa? Porque esto se le parece bastante. Se nos presentan miles de combinaciones de productos distintas y aún no hemos salido de la carnicería. Créame, usted aprendió el concepto de los números cien, mil, un millón, un trillón, pero nadie le enseñó el nombre del número que representa la cantidad de combinaciones de compras diferentes que se pueden realizar con $ 2.000. Por cierto, la cuestión no concluye ahí. Nuestro consumidor racional del libro de microeconomía debería poder computar la utilidad que obtendría de cada una de esas probables compras, de manera tal de ser capaz de ordenar sus opciones y determinar cuál de todos esos millones de millones de millones de combinaciones posibles le resulta más conveniente. En palabras de economistas, el individuo debe tener un conjunto de preferencias completas, estables, computables y ordenables. Pero claro, esto no es lo que las personas hacen en su vida diaria. Ahora bien, en la realidad, las personas de carne y hueso aplican típicamente dos estrategias de compra alternativas. Algunas primero se sientan tranquilas en el living de su casa, papel y lápiz en mano, piensan qué necesitan, confeccionan una lista de productos y luego van al supermercado. Otras prescinden de la lista: simplemente van, recorren las góndolas y colocan en el carro aquello que necesitan. Pero aquí el diablo mete la cola, porque, como bien saben las amas de casa, incluso una misma persona no termina comprando lo mismo si va al supermercado con la lista previamente confeccionada que si se lanza sin ella a recorrer las góndolas. ¿Cómo puede ser? ¿Acaso las personas no saben qué necesitan? ¿El consumidor “descubre” sus necesidades mientras recorre las góndolas? ¿O será que los inescrupulosos trabajadores del departamento de marketing de las grandes marcas y tiendas “crean” artificialmente necesidades en los consumidores, mediante la publicidad y la difusión cultural del consumismo? ¿Falta mucho para su cumpleaños? No, no me he vuelto loco todavía. Simplemente quiero proponerle un ejercicio. Por favor, tome papel y lápiz y confeccione una lista de todos los amigos que quisiera invitar a su próximo aniversario si alguien se ofreciera a regalarle una gran celebración. ¿Lo ha hecho? No me haga trampa, por favor. Complete su lista antes de seguir leyendo. Perfecto. Ahora, si es tan amable, por favor busque su agenda de teléfonos. Revise uno por uno sus contactos y vuelva a hacer la lista de todas las personas a quienes quisiera invitar a su fiesta de cumpleaños. ¿Ha concluido? ¿Verdad que esta segunda lista es más extensa que

la anterior? Esto ocurre porque ha recurrido a dos mecanismos distintos para buscar información en su memoria. En el primer caso confeccionó la lista basándose en el recuerdo espontáneo. En el segundo, realizó un reconocimiento guiado. Este último recurso es mucho más potente que el primero, porque no requiere de razonamiento alguno: tan solo precisa un mecanismo que nos indique si un estímulo que se presenta ante nosotros está o no registrado en nuestra memoria. ¿Alguna vez alquiló una película en el videoclub y apenas empezó a verla se dio cuenta de que ya la había visto? No es que usted no realizara ningún esfuerzo por pensar de antemano en las películas que ya había visto, ni que no sospechara con antelación que existía la posibilidad de alquilar una película repetida. Simplemente, el reconocimiento se dispara de manera automática. Incluso es probable que, si antes de alquilar la película en cuestión le hubieran pedido que recordara qué películas había visto con anterioridad, jamás hubiera pensado en esa en particular. Ahora le pregunto, ¿ha experimentado alguna vez un déjà vu? Algunas personas creen que la sensación de haber experimentado antes una situación presente en forma idéntica se basa en la hipersensibilidad de nuestros mecanismos de reconocimiento, que identifican algunos patrones similares entre una situación nueva y una situación vivida y transmiten automáticamente la sensación de reconocimiento, aunque el resto del evento sea diferente. Volvamos ahora al supermercado. En efecto, hacer una lista previa que incluya los productos que se comprarán reduce sustancialmente la cantidad de artículos que finalmente adquiriremos, pero incluso en el caso de que los consumidores vayan al mercado con un presupuesto acotado (solo con el dinero suficiente para hacer la compra que indica la lista) acabarán comprando cosas diferentes, con o sin lista previa. Así, parece que hacer la lista de la compra en casa implica realizar una búsqueda poco exhaustiva en nuestra memoria (recordar en oposición a reconocer), y por lo tanto no garantiza la maximización de la utilidad que postula la microeconomía tradicional. ¿Qué podemos decir de las necesidades creadas? El tema ha sido ampliamente discutido y parece haber consenso en este punto: las personas tienen una jerarquía de necesidades muy generales, y las firmas diseñan objetos que apuntan de una u otra manera a satisfacerlas. Parece oportuno recordar aquí el influyente trabajo del gran psicólogo norteamericano Abraham Maslow, quien hablaba en primer lugar de las necesidades fisiológicas (alimentación, básicamente); en segundo lugar hacía referencia a las necesidades de seguridad (en el ámbito laboral, de la salud, de la propiedad, etcétera); en tercer lugar, a las necesidades de afiliación a grupos (amistad, afecto); en cuarto lugar, a las de reconocimiento o estima, y en quinto y último lugar se refería a las necesidades de autorrealización. Así, el hecho de que un producto nuevo irrumpa en el mercado, por ejemplo, la aparición de los teléfonos celulares o de Internet, no implica que las firmas que lo comercializan deban crear necesidades nuevas en los consumidores, sino que les basta con asegurarse de estar satisfaciendo una necesidad preexistente de carácter más general, por ejemplo, la búsqueda de estatus o de reconocimiento social (la cuarta jerarquía de Maslow), o la búsqueda de identidad y de pertenencia a determinados grupos (la tercera jerarquía). Sin embargo, aun cuando las empresas lograran implantar con éxito una necesidad nueva en los consumidores, esto modificaría poco el problema central que enfrentan los compradores. La cuestión relevante es descubrir el mecanismo que utilizamos a diario para

lidiar con nuestra obvia incapacidad para hacer aquello que los libros de economía dicen que hacemos. Esto es: comparar las casi infinitas posibles combinaciones de bienes y servicios que podemos adquirir antes de decidir qué producto compraremos. Mi hipótesis es que el punto de partida es una canasta base que comenzamos consumiendo por defecto (por tradición familiar, por ejemplo). Luego, sobre esa base vamos modificando paulatinamente los consumos y construimos así nuestro propio menú de opciones. Incluimos en la canasta algunos bienes o servicios que queremos probar y sacamos los que menos placer nos proporcionan por cada peso gastado. De este modo buscamos alcanzar óptimos locales; esto es: la canasta de bienes que más nos gusta sin cambiar radicalmente lo que compramos. La posibilidad de saltar hacia otro punto de maximización local distinto del experimentado originalmente, producto de un gran cambio en nuestro changuito, está dada por la experiencia que proporciona un shock en la canasta de consumo (unas vacaciones en un lugar distinto, una convivencia con una nueva pareja o con un amigo, etcétera), que nos fuerza de algún modo a cambiar de manera importante aquello que consumimos y nos permite probar otras cosas. Entonces, tanto el ama de casa que confecciona la lista como quien va al supermercado sin ella de algún modo tienen en mente esa canasta base (que, insisto, es diferente en ambos casos). Buscan ese conjunto de bienes que funciona como punto de partida y producen cambios graduales que se van adaptando a las nuevas condiciones del mercado en materia de precio y de variedad. Estoy utilizando el concepto de mercado como una metáfora. En rigor, el conjunto de elección es mucho más amplio que el que ofrece las góndolas de un supermercado, e incluye las decisiones antes mencionadas de trabajo, de estudio y de formación del hogar. A su vez, en estos últimos casos se debe optar entre las distintas alternativas que se presentan sin haber podido experimentar demasiado, de modo que es más plausible aún la hipótesis de una elección medio automática, por default, que estaría influenciada por los valores adquiridos en la familia y, más tarde, en los grupos de pertenencia. Mi idea se sustenta en los resultados de las investigaciones de Kahneman y Tversky, quienes han mostrado que somos bastante malos para evaluar distintas situaciones en forma aislada y que nuestros sistemas perceptivos se especializan en notar cambios en el statu quo, que son los que en última instancia guían nuestras acciones. El ejemplo de libro de texto, que además usó Kahneman en su conferencia Nobel, es el de quien coloca el brazo derecho dentro de un cubo, digamos a 5° centígrados, y el izquierdo en otro cubo a, por ejemplo, 50°. Al cabo de un tiempo, si uno retira ambos brazos y los coloca en un tercer cubo, a 25° digamos, sentirá calor en el brazo derecho y frío en el izquierdo. En esas condiciones seríamos incapaces de decir si el agua está fría o caliente en términos absolutos. Nuestra única posibilidad es percibir el cambio, respecto del punto de partida de cada brazo. Esta idea de que cada situación se evalúa con respecto a un punto de referencia tiene, además, lógica evolutiva. No tiene sentido pensar que la evolución favorezca expertos en evaluar distintos escenarios de manera aislada, puesto que lo realmente relevante era ser capaces de notar los cambios que se producían en el medio ambiente, que eran en última instancia los que señalaban la aparición de una amenaza o la existencia de una oportunidad. Así, estas investigaciones indican que si bien no podemos computar la utilidad que nos

podrían proporcionar los diferentes cursos de acción alternativos, sí podemos calcular cuánto cambiaría nuestra utilidad si nos alejáramos de la canasta actual de consumo en alguna otra dirección. Más aún, uno de los sesgos más notables que encuentran las investigaciones sobre la economía del comportamiento tiene que ver justamente con la excesiva sobrevaloración que le damos al orden actual de las cosas en comparación con otras alternativas. Así, las personas son reacias a cambiar incluso cuando podrían estar mejor si modificaran sus pautas de consumo, y esto se debe al sesgo de statu quo. Este desvío del comportamiento óptimo ha sido explotado muchas veces por los hacedores de política y por los comercializadores de productos. Por ejemplo, el Gobierno argentino se aprovechó de este sesgo en el año 1994, cuando privatizó el sistema de jubilaciones y se crearon las hoy difuntas Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP). En un esquema de opción ideal lo adecuado habría sido preguntarle a cada trabajador cual de los dos sistemas prefería, si el de capitalización (privado) o el de reparto (público). Sin embargo, lo que se hizo fue pasar a todos los trabajadores al nuevo sistema de AFJP, salvo que manifestaran expresamente su voluntad en contrario. Es importante destacar que a priori no existía ninguna limitación en la capacidad de elección de los trabajadores. En teoría, lo mismo habría dado si el esquema se hubiera planteado en forma inversa; esto es, si todos hubieran permanecido en el sistema público de reparto a menos que expresamente optaran por pasarse a una AFJP. En la práctica, claro, la forma en que se planteó a los ciudadanos la posibilidad de optar no fue neutral. Aunque se supone que la ciudadanía debería tener una preferencia clara en cuanto a si privilegia un sistema jubilatorio u otro, todas las investigaciones muestran sistemáticamente que cualquiera de las opciones será más elegida si es presentada como predeterminada (por default). David Brooks registró la misma situación al analizar el efecto del statu quo en la donación de órganos. En Estados Unidos, al renovar la licencia de conducir el ciudadano puede expresar su deseo de donar. En Francia, en cambio, en principio todos los ciudadanos son considerados donantes salvo que expresen su deseo en contrario. Aunque las opciones disponibles son las mismas en los dos casos, los resultados son completamente distintos en ambos países: en Estados Unidos solo un 14 por ciento de la población es donante, mientras que en Francia este porcentaje asciende al 90 por ciento. El efecto de este sesgo ha sido desaprovechado recientemente cuando en noviembre de 2011 se buscó eliminar los subsidios a los servicios públicos en Argentina. En vez de sacar esos beneficios por default, salvo que alguien manifestara voluntad en contrario de manera expresa, se estableció un registro de renuncia voluntaria a los subsidios, que obviamente apenas cosechó 35.000 adhesiones. Entonces, ya sabe: si usted tiene un restaurante y quiere vender más vino, simplemente inclúyalo en el menú ejecutivo. Aunque les brinde a los clientes la posibilidad de cambiar el vino por otra bebida, sin dudas muchos terminarán optando por acompañar la comida con la bebida predilecta de Dionisio. Si usted maneja una cadena de hamburgueserías y quiere vender la gaseosa y las papas fritas de tamaño grande, no las ofrezca a cambio de que los clientes paguen $ 10 adicionales; inclúyalas directamente en el menú y ofrézcales a los clientes la posibilidad de achicar el

tamaño de la gaseosa y de las papas fritas pagando $ 10 menos. Notará que los clientes consumen muchas más gaseosas y porciones de papas fritas de tamaño grande. Incluso más: McDonald’s ahora ofrece los combos de sus tradicionales hamburguesas con ensalada en vez de las papas fritas, lo que baja considerablemente el contenido calórico del menú. Sería interesante pedirle a la cadena de los arcos dorados que esa opción aparezca como default en las promos que ofrecen y que la gente deba optar expresamente por el cambio, para disfrutar de las papas. El efecto, naturalmente, no se agota en el mercadeo de productos privados. Si usted se dedica a la política y somete una propuesta a plebiscito o a votación, asegúrese de que su preferencia sea presentada como la opción predeterminada (o como statu quo) y de que la alternativa sea planteada como una modificación de la misma. Aun si usted no es ni comerciante ni político, puede también aprovechar este sesgo. Si debe preparar la cena en casa y tiene antojo de comer pastas, ofrézcale a la familia comer “ravioles al roquefort, o alguna otra pasta”, y así será mucho menos probable que le pidan que prepare un plato que incluya carne, por ejemplo. Ahora bien, uno de los principales problemas que plantea este resultado es que implica necesariamente que no maximizamos la utilidad como sostiene la microeconomía tradicional. Dicho de otro modo, es muy probable que exista una canasta de bienes alternativa que proporcione más utilidad para un gasto idéntico de recursos, o bien una que proporcione similar satisfacción pero que sea más barata, solo que no la elegimos. Y por si esto fuera poco, existe otro sesgo hallado en las investigaciones de economía del comportamiento que aporta más evidencia al mostrar que la sobrevaloración del statu quo no es un fenómeno aislado, una rareza de laboratorio. Se trata de la tendencia a sobrevalorar nuestros activos, que es conocida en la literatura como sesgo de sobrevaloración de posesiones. Richard Thaler, economista de la Universidad de Chicago, ha mostrado en sucesivos experimentos que valoramos más los objetos cuando los poseemos que cuando tenemos que adquirirlos. A modo de ejemplo: ¿cuánto es lo máximo que usted estaría dispuesto a pagar por una entrada para una final deportiva en la cual juegue su equipo favorito, o para asistir a un recital de su artista preferido? Le pido que piense concretamente en el partido o en el recital, que se los represente mentalmente con la mayor claridad posible y que se visualice siendo parte del espectáculo. Ahora le pido que por favor indique el precio máximo que estaría dispuesto a pagar. Anótelo en el margen de la página. Supongamos que usted efectivamente ha comprado la entrada. Es un hecho: usted posee el ticket y será uno de los privilegiados asistentes al show. El espectáculo será cubierto por los principales medios de comunicación y usted se sentirá satisfecho por haber asistido. Sorpresivamente, el día antes del evento un amigo lo llama y le ofrece comprarle la entrada y pagarle $ 1 más de lo que usted gastó para adquirirla. ¿Qué haría? ¿Se la vendería? La mayoría de las personas responden que no, e incluso sostienen la negativa si en vez de un peso más el ejercicio se hace suponiendo que el amigo ofrece $ 10 más. Los libros de economía dicen que en tales circunstancias una persona estaría dispuesta a vender su entrada. El problema de este comportamiento irracional es que la teoría económica tradicional dice que si usted ya ha adquirido una canasta de bienes y por el mismo costo se le ofrece la

posibilidad de cambiarla por otra canasta alternativa que le proporciona un nivel de utilidad más alto usted debería aceptar sin dudarlo. Sin embargo, por culpa de este sesgo, será más difícil que usted cambie, porque exigirá por la canasta adquirida un precio más alto del que ha pagado inicialmente. A modo de ejemplo podemos pensar en la gran cantidad de personas que no cambian el auto o la casa porque no pueden venderlos en el mercado debido a que creen que sus bienes valen más de lo que ellos gastaron para comprarlos. Y no acaban aquí los problemas. Resulta que no solo tenemos inconvenientes para elegir una canasta de bienes que nos permita maximizar nuestro bienestar, sino que, como han demostrado los profesores Eldar Shafir y Sendhil Mullainathan de las universidades de Princeton y de Harvard, respectivamente, los consumidores tampoco se comportan del mismo modo a principio de mes, cuando recién acaban de cobrar su salario, que en la segunda quincena. De acuerdo con la teoría neoclásica del “ciclo vital” de Franco Modigliani, se suponía que las personas equilibraban su consumo a lo largo del tiempo, ahorrando en períodos de bonanza y gastando sumas superiores a sus ingresos en los momentos en que las ganancias se reducían, de modo de maximizar la utilidad intertemporal. Ahora bien, resulta que estos expertos en teoría del comportamiento estudiaron los hábitos de consumo de granjeros de la India en el período que le sigue a la venta de la cosecha y en períodos intermedios, y hallaron que los comportamientos de consumo eran muy diferentes según de qué momento se tratara. Durante mucho tiempo se pensó que el “consumo cíclico”, que es el nombre con que se denomina a este fenómeno, se producía porque las personas tenían una tasa de preferencia intertemporal muy alta (es decir, eran muy impacientes y por lo tanto no tenían capacidad de ahorrar cuando sus bolsillos estaban llenos por haber vendido la cosecha o cobrado su salario, y gastaban rápidamente su dinero). Sin embargo, las investigaciones de Dean Spears aislaron el efecto de impaciencia y mostraron que la anormalidad persistía, hallazgo que sugeriría que esta conducta se debe a un incorrecto procesamiento de la información en el sistema ejecutivo central (la memoria de trabajo). Así, parecería que en épocas de abundancia actuamos sobre la base de una racionalidad completamente distinta a la que utilizamos en circunstancias de escasez (incluso los rendimientos en las pruebas de cociente intelectual arrojan resultados distintos a lo largo del mes, mostrando que efectivamente la capacidad de la memoria de trabajo no es la misma en diferentes períodos de tiempo). Es fácil comprobar que lo mismo sucede en nuestras sociedades occidentales, donde la clase media habitualmente come en restaurantes, toma taxis y pide comida por delivery los primeros quince días del mes, pero luego se comporta con gran austeridad durante los restantes quince días, en completa disonancia con lo que sugiere la teoría neoclásica. En todo caso, si las personas efectivamente son conscientes de las consecuencias de sus elecciones y toman decisiones con racionalidad, este resultado sugiere que la utilidad marginal del consumo efectuado durante un día sería creciente y que, por ejemplo, daría más utilidad gastar $ 400 los primeros quince días del mes y $ 200 por día, las últimas dos semanas, en lugar de gastar $ 300 todos los días, hallazgo que, en caso de comprobarse, obligaría a replantear buena parte de los principios de la microeconomía actual. De manera alternativa, podría conjeturarse que los individuos simplemente tienen muy bajo nivel de autocontrol, y que si bien les resultaría beneficioso gastar su dinero de manera

equilibrada cada día del mes, no pueden evitar consumir por encima de su nivel de ingresos en los primeros días, incluso sabiendo que deberán someterse a un ajuste a fin de mes. Nótese que si este último fuera el caso, el Gobierno podría mejorar el bienestar de todos los trabajadores estableciendo salarios semanales en vez de mensuales. Mi hipótesis es que la teoría del ciclo vital de Modigliani falla porque no reconoce la importancia que en la función de utilidad tiene el consumo presuntuoso, el que se hace para presumir frente a otros y posicionarse socialmente. Creo que los individuos prefieren vivir públicamente como lo hace la clase alta (y la clase alta, como lo hace el jet set) unos pocos días al mes, ni bien acaban de percibir sus ingresos, aceptando el costo de vivir el resto de los días con limitaciones (pero a la sombra de su casa, donde nadie los vea), en lugar de resignarse a vivir todos los días con un estatus de consumo de clase media. Pero si usted está sorprendido por el modo aparentemente anómalo en que funciona nuestro cerebro, conserve la calma porque hay más. La frutilla del postre es la razón más importante por la que Kahneman ganó el Premio Nobel: la teoría de los prospectos, que extiende este tipo de comportamientos al ámbito de los contextos inciertos. Esta teoría parte del hallazgo experimental de que las personas son propensas a tratar de modo diferente al dinero según este sea ganado o perdido. En particular, la pérdida de utilidad que experimentan los sujetos si pierden $ 100, por ejemplo, es mucho mayor que el incremento de utilidad que sienten al ganar esos mismos $ 100. Dicho de otro modo, no es neutral ganar una X cantidad de dinero y perderla unos días después, como sugeriría la microeconomía tradicional, o por caso que se diera la situación inversa de perder por ejemplo $ 1.000 y volver a ganarlos un mes después. La persona a la que le pase esto no queda igual de satisfecha que antes, sino peor, porque el daño que le produce la pérdida pesa mucho más que la felicidad por la ganancia. Este funcionamiento de nuestra cognición nos recuerda al personaje de Quién se ha llevado mi queso, que al descubrir que no existían más reservas del preciado alimento se queda prácticamente inmóvil ante la confirmación de su pérdida, a tal punto que no llega a comprender que pierde todavía más por quedarse inmóvil y que debería empezar a buscar nuevas alternativas. Más aún, según el planteo de Kahneman también evitamos el riesgo (somos aversos al riesgo) en el terreno de las ganancias, pero preferimos arriesgarnos cuando nos movemos en contextos de pérdidas. Así, preferimos un trabajo que nos ofrece un sueldo seguro de $ 7.000 a otro en el que tenemos un 50 por ciento de probabilidades de ganar $ 4.000 y un 50 por ciento de probabilidades de percibir $ 12.000, aun cuando, como ya vimos anteriormente, el valor esperado de esta última oferta sea de $ 8.000, que obviamente superan a los $7000 que garantiza el trabajo seguro. Sin embargo, si el mismo trabajador tiene $ 20.000 de ahorros invertidos en acciones, ante una eventual caída de $ 7.000 en el precio de estas (a los fines de brindar un ejemplo, lo mismo vale una caída en el valor de su auto o de su casa), prefiere habitualmente conservarlas y no venderlas (no aceptando asumir las pérdidas) si piensa que, por los futuros cambios en los mercados, existe una probabilidad del 50 por ciento de que las acciones se recuperen y lleguen a los $ 16.000, aun cuando exista un 50 por ciento de probabilidades de que las acciones sigan cayendo y terminen valiendo $ 8.000.

Es decir, nos gustan las ganancias seguras y las pérdidas inciertas. Ante las ganancias parecería que pensamos: “Ya lo he ganado, ya es mío, a cobrar”, y ante las pérdidas imaginamos que aún existe una posibilidad de reducir el daño, “no lo he perdido todo aún”. Llevada al extremo, esta conducta respecto de las pérdidas explica el conocido comportamiento de los jugadores compulsivos que no pueden parar de apostar cuando van perdiendo, pues creen que aún existe una pequeña oportunidad de recuperarse. Es muy factible que esa conducta haya evolucionado en nuestra especie como resultado de las presiones selectivas del medio ambiente. Resulta claro que, en el proceso de evolución de nuestra especie, los cazadores y recolectores que perdían su alimento o su pareja estaban prácticamente destinados a perecer sin reproducirse, por lo cual bien valía arriesgarse a sufrir una pérdida aún mayor —que en términos de la transmisión de sus genes a futuras generaciones de todos modos no cambiaría mucho el panorama— si el premio podía ser recuperar el alimento y la pareja, lo que implicaba extender en el tiempo las chances de sobrevivir y de aparearse algunas veces más. En cambio, quien ya tenía asegurados su sustento y su compañero de apareamiento, tenía comprado el pasaje de sus genes hacia la próxima generación, por lo cual para ese sujeto no tenía mucho sentido arriesgarse, máxime cuando una amplia varianza en los resultados podía conducir a la extinción de sus genes si perdía la comida o la pareja y después no tenía la suerte de encontrar otros recursos rápidamente. Mi pregunta es, entonces, la siguiente: ¿qué hubiera sucedido si nuestros antepasados hubieran contado con alguna clase de “mercados financieros de genes” para administrar los riesgos asociados a la puesta en práctica de otras estrategias de comportamiento diferentes? Si alguien daba con una fuente de alimentos que ofrecía 2.000 calorías seguras por día durante un mes, ¿por qué no arriesgarla si se le presentaba una situación que implicaba un 50 por ciento de probabilidades de acabar obteniendo solo 1.000 calorías y un 50 por ciento de alcanzar 3.500? En los casos en que las cosas salieran mal, los individuos podrían haberse dirigido a un “banco” para pedir prestadas las 1.000 calorías faltantes para sobrevivir, con la condición de devolverlas cuando “la cosecha” ascendiera a 3.500. Ese comportamiento habría sido claramente óptimo, ya que habría proporcionado calorías excedentes que podrían haberse dedicado a mejorar la alimentación de los sujetos y a aumentar sus chances de sobrevivir, así como a incrementar sus posibilidades de reproducción. Sin embargo, por desgracia para las teorías económicas tradicionales, sabemos que la evolución no contaba con esta posibilidad y por ende solo las tendencias a los “comportamientos prospectivos”, que implicaban priorizar lo seguro en el terreno de las ganancias y arriesgarse justificados en el “perdido por perdido”, en el campo de las pérdidas, eran evolutivamente ventajosas, aumentando las posibilidades de que quienes se comportaran de ese modo incrementaran la prevalencia de sus genes en la población, generación a generación. Es importante mencionar aquí que quizás la tendencia a desarrollar comportamientos altruistas de cooperación podría haber servido como una forma de sociabilizar los resultados y de disminuir así el riesgo de muerte de los individuos de un grupo, porque después de todo, la caza y la recolección de frutos tiene también un componente de suerte. Esto es así porque los sujetos con conductas solidarias, como compartir la comida y racionar el acceso a la reproducción, habrían disminuido drásticamente el riesgo de

exterminio de su grupo social, produciendo el mismo resultado que de hecho generan los mercados financieros cuando de ingresos monetarios se trata; esto es: diversificar riesgos. Podría argumentarse, claro está, que si la pauta fuera la cooperación, existirían incentivos para que algunos individuos disfrutaran del colectivo sin aportar al grupo (free riders). Luego esos miembros podrían beneficiarse a expensas de otros más solidarios, pasando sus genes en mayor proporción a las generaciones siguientes. Para salvar este punto, podría argumentarse que aunque algunos comportamientos altruistas y cooperativos disminuían las chances de supervivencia hacia dentro del grupo, porque generaban condiciones para la aparición de miembros parasitarios, aumentaban sin embargo las chances de que el grupo como un todo sobreviviera y pasara sus genes hacia delante, reemplazando así la supervivencia individual por la adaptación grupal. En los grupos en los cuales hubiera muchos egoístas que solo buscaran su propio beneficio, ellos terminarían dominando todo el grupo, pero el colectivo no lograría sobrevivir. Perecería, por ejemplo, en la lucha con otros grupos que no tuvieran miembros parásitos. Esta propuesta relativa a las presiones evolutivas grupales no es nueva, pero no fue considerada válida hasta la aparición de los recientes trabajos conjuntos del biólogo de la Universidad de Binghamton, David Wilson, y del zoólogo de Harvard, Edward Wilson, corroborados y confirmados por los descubrimientos de otro zoólogo de la Universidad de Cambridge, el Dr. Tim Clutton Brock. Desde esta óptica se abre la posibilidad de pensar que todos estos comportamientos son producto de la evolución de nuestra especie, aunque también es plausible especular con la hipótesis de que estos fenómenos sociales emergieron a partir de una construcción cultural motivada por algún cambio histórico en las condiciones del medio ambiente, como pudo haber sido el descubrimiento de la agricultura unos 10.000 o 12.000 años atrás. No soy el primero en plantear esta idea, sino que, de hecho, un reciente libro de Christopher Ryan y de Cacilda Jethá aporta cuantiosa evidencia arqueológica y antropológica en este sentido. Aun si esta última hipótesis fuera la correcta, lo cierto es que las posibilidades del hombre de acumular recursos a partir de los excedentes generados por la agricultura y por el consecuente florecimiento de los mercados financieros llegaron, no obstante, demasiado tarde. El germen de nuestros sesgos cognitivos ya había echado raíces. Y aquí quizás resida la clave de los problemas que el 99 por ciento de las personas enfrentamos para manejarnos en forma óptima en los mercados financieros y ante decisiones que implican incertidumbre. Simplemente no estamos preparados para ello.

Pero, entonces, ¿cómo funciona la mente? Si resumimos los resultados provenientes de las enseñanzas de la Economía del Comportamiento y los hallazgos de la Psicología Cognitiva junto con los aportes de los últimos descubrimientos de los estudios de imágenes neuronales, podemos afirmar que tenemos una memoria de trabajo (constituida básicamente por la memoria de corto plazo) que procesa los valores de cada una de las alternativas de elección a fin de poder compararlos y elegir. El cómputo de las señales neuronales provenientes de esos valores se efectúa en la corteza

prefrontal ventromedial de nuestro cerebro. Dado que la memoria de corto plazo es limitada en su capacidad de almacenamiento y en el tiempo que puede conservar los datos, los valores de decisión computados no pueden ser comparados todos entre sí, motivo por el cual es habitual que se los contraste con un repertorio preestablecido de opciones, es decir: un escenario de statu quo que funciona como punto de referencia. En la memoria RAM de las computadoras personales la capacidad de almacenamiento también es limitada (el span de memoria) y la duración de los datos está supeditada a la disponibilidad de una fuente de energía continua, razón por la cual se pierde la información cuando se apaga la máquina o se corta la corriente. En la memoria de corto plazo de los humanos, la energía que mantiene la información disponible (online) es la atención, y la variable que determina a qué porciones de información se les presta atención normalmente está asociada, lo que resulta novedoso para el individuo y tiene valor de supervivencia. Es razonable pensar que los marcadores somáticos o las emociones en general funcionan como vectores informativos que dirigen la atención hacia algunos aspectos particulares de las alternativas bajo análisis. Ahora bien, una vez que elegimos entre las opciones alternativas y efectuamos el consumo, experimentamos una utilidad que neuroanatómicamente está asociada a la activación de un área denominada corteza frontal orbital, conjuntamente con la activación del núcleo accumbens. La información producida por la corteza frontal orbital es almacenada en la memoria episódica de largo plazo, que será el lugar en el cual la memoria de trabajo buscará información la próxima vez que tenga que computar las señales neuronales correspondientes al valor de esa alternativa en la corteza prefrontal ventromedial. El cómputo de las señales que median el proceso de elección de alternativas contiene una cuota de azar; esto quiere decir que se cometerán errores en la estimación de la utilidad que en definitiva proporcionarán las opciones elegidas. Esos errores lógicamente serán menores cuando se trate de elecciones repetitivas y relativamente triviales, sobre las cuales tenemos mucha experiencia (por ejemplo, elegir la bebida del almuerzo). A medida que las elecciones se adentren en el terreno de las alternativas no conocidas ni experimentadas, los márgenes de error serán mayores, y cuando entre las variables a considerar se incluyan alternativas o contextos desconocidos, el sistema ya no podrá utilizar información generada por la corteza frontal orbital y el núcleo accumbens (almacenada en la memoria episódica de manera directa), sino que deberá producir estimaciones de la utilidad esperada a partir de la experiencia registrada en situaciones evaluadas como lo más similares posibles a la nueva situación. El modelo de generación de similitudes, o de matching de escenarios, será construido de manera diferente por cada persona, e influirá significativamente la capacidad cognitiva de cada individuo tanto para administrar la información en la memoria de trabajo como para procesarla. Esto implica el fracaso de la idea del “consumidor representativo”, puesto que no existe tal cosa sino muchos consumidores heterogéneos que presentan distintos niveles de sesgo y de

varianza en sus estimaciones de la utilidad que esperan experimentar a partir de sus decisiones. Del mismo modo, cuando nos encontremos en escenarios caracterizados por la incertidumbre, construiremos probabilidades de que ocurran los distintos escenarios a partir de las frecuencias con que esos casos efectivamente nos pasaron y fueron registrados (esto es: almacenados en la memoria episódica). Obviamente ello generará sesgos en el comportamiento, pues el individuo probablemente no tenga en cuenta la casi segura falta de representatividad de sus experiencias para dar cuenta de cómo funciona el mundo. Más aún, en ausencia de experiencias personales, los individuos utilizarán las experiencias aprehendidas en los medios de comunicación, la literatura, el cine o los relatos familiares, sufriendo aquí las limitaciones que impone el sesgo de disponibilidad de información. En los casos en que alguno de los escenarios inciertos incluya una posible pérdida o un resultado no deseable, sabemos que mediará una activación de la ínsula y del cíngulo anterior ventral (áreas del cerebro que ya mencionamos anteriormente, que estaban asociadas a los comportamientos de evitación), haciendo que las alternativas que incluyan esas posible pérdidas sean excesivamente penalizadas a la hora de computar su valor de decisión en la corteza prefrontal ventromedial, lo que básicamente implica que el individuo será averso al riesgo en el terreno de las ganancias, pero propenso a tomar riesgos cuando se trate de contextos que involucren pérdidas, que se espera poder evitar. Cuando en la memoria de los sujetos no existan situaciones similares y las alternativas de elección que enfrenten sean completamente desconocidas, de todos modos necesitarán efectuar una representación mental de los escenarios posibles a fin de proporcionarle a la corteza prefrontal ventromedial la información necesaria para computar la utilidad estimada, para lo cual también utilizarán información proveniente de la memoria semántica de largo plazo. Puesto que la información proveniente de esta última fuente está en desventaja respecto de la que procede de la memoria episódica porque no posee marcadores somáticos o experiencias emocionales que le permitan “sentir” de algún modo cuáles serán las consecuencias de las elecciones, su utilización en la función de utilidad construida por la corteza prefrontal ventromedial requiere además la colaboración de la corteza prefrontal dorsolateral, que será la encargada de sopesar las ventajas conocidas de una elección con las desconocidas. La corteza prefrontal dorsolateral ha sido ampliamente estudiada en diversos experimentos de neuroanatomía y sistemáticamente se presenta como la responsable del autocontrol en situaciones en las cuales se contraponen utilidades a corto plazo experimentadas repetitivamente (que producen, por ejemplo, acciones como fumar, beber, comer, hacer ejercicio) y utilidades a largo plazo no experimentadas (por ejemplo, gozar de buena salud, estar flaco, evitar un problema cardíaco en el futuro, etcétera). En breve: el modo en que elegimos actuar frente a situaciones ya experimentadas o desconocidas, el modo en que evaluamos los resultados posibles de nuestras decisiones depende también de nuestras capacidades cognitivas y de nuestra inteligencia, de manera que no se puede plantear una explicación del comportamiento del consumidor basada en el accionar de un solo agente representativo, sino que es preciso construir un modelo que

contemple agentes heterogéneos y que considere equilibrios múltiples producidos por la varianza en las estimaciones de los diversos agentes.

Segunda Parte Psicoeconomía aplicada Leyendo la mente de los otros. Teoría de los juegos; estrategia, engaño y cooperación La historia transcurre en el año 1950, en una cafetería de la Universidad de Princeton, Estados Unidos. Un joven de 21 años, estudiante de doctorado en matemática, está tomando una cerveza con unos amigos cuando hace su ingreso al bar una de las chicas más “populares” de la facultad, rodeada por un grupo de compañeras. Parafraseando a Adam Smith, uno de los amigos propone que cada uno intente por sus propios medios conquistar a la rubia más deseada, puesto que, según sostiene, “en la persecución del interés individual se garantizaría el mayor bienestar posible para el grupo”. El doctorando piensa por un segundo y luego, con total soberbia, anuncia: “Adam Smith estaba equivocado. Verán, si todos intentamos abordar a la rubia, ella seguramente se jactará de su belleza y nos rechazará. Cuando queramos sacar a bailar a las amigas, tampoco nos prestarán atención, pues a nadie le gusta ser la segunda opción. En cambio, el bienestar del grupo se maximiza cuando cada uno hace lo mejor para sí mismo, teniendo en cuenta las acciones del resto del grupo”. Es probable que la anterior escena, que pertenece a la película Una mente brillante, sea inventada y nunca haya sucedido en la realidad. Sin embargo, lo cierto es que la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a John Nash, protagonista de la anécdota, por sus extraordinarias contribuciones en el terreno de la teoría de los juegos, que es la rama de la matemática económica que se ocupa del estudio de las interacciones estratégicas entre las personas. Nash no fue el primer curioso en estudiar este tema. En 1928, un brillante matemático húngaro nacionalizado estadounidense publicó un artículo titulado “Zur Theorie der Gesellschaftsspiele”, cuya traducción sería algo así como “Sobre una teoría de juegos de estrategia”. De manera interesante, John von Neumann comenzó a trabajar en la temática a partir de su pasión por el póquer, con la intención de encontrar una solución matemática que permitiera aumentar las chances de ganar en ese juego. El póquer realmente no es un juego más, es una metáfora de la vida. Sé que muchos están más de acuerdo con la idea de que la vida es como el trabajo de un artesano o un carpintero que talla la madera y obtiene de su labor un resultado que es directamente proporcional a su talento y al esfuerzo realizado, y que también depende en cierta medida de la calidad de la madera tallada y de los instrumentos o las herramientas con que cuenta para realizar su tarea. Quienes piensan de este modo son los amantes de la meritocracia, que están convencidos de que las desigualdades sociales son el resultado de los diferentes talentos de que disponen los individuos y de los distintos niveles de esfuerzo que ellos realizan para progresar en la vida.

Algo así tenía en mente el filósofo John Rawls cuando sostuvo, en su segundo principio de justicia distributiva, que un determinado nivel de desigualdad era aceptable si se había generado a partir de iguales oportunidades o condiciones de partida. En la vereda de enfrente se ubican quienes, más a tono con las teorías sociológicas clásicas, piensan que los resultados socioeconómicos son producto de un proceso que se repite históricamente, reproduciendo un determinado orden social en el cual las personas ocupan diferentes posiciones casi por azar. Como sucede habitualmente, la realidad yace en algún lugar intermedio. Tal y como lo demuestra Malcom Gladwell en su libro Los fuera de serie, las personas a las cuales les va muy bien suelen combinar talento con suerte, ambos elementos en cantidades significativas. Por otro lado, esa es exactamente la receta para ser exitoso en el póquer: recibir buenas cartas, pensar estratégicamente y saber jugar. Es verdad que, además, en el póquer hay que saber mentir y detectar mentirosos, pero ¿acaso no ocurre lo mismo en la vida? Según el tráiler de la famosa serie Lie to me, basada en las investigaciones del psicólogo Paul Ekman, una persona común dice en promedio tres mentiras en cada conversación de diez minutos. Obviamente, muchas son mentiras relativamente “inocentes” o “ingenuas”, como por ejemplo: “justo te iba a llamar”, “me quedé sin crédito en el celular”, “la cena te salió riquísima”, “es la primera vez que me pasa”, “te queda muy lindo”, “estoy en el banco, no puedo hablar”, “vuelvo en cinco minutos”, “yo no fui”, “no tengo cambio”, “después te lo devuelvo”, y un larguísimo etcétera. El engaño es una de las características fundamentales de nuestra especie, que prueba al mismo tiempo nuestra inteligencia y nuestra capacidad para adentrarnos en la mente del otro, es decir, nuestra empatía. A su vez, si bien en un grado menor de complejidad, este comportamiento también se encuentra presente en otras especies animales, como lo han demostrado la bióloga Federica Amici y sus colegas de la Universidad de Liverpool en un trabajo reciente sobre el engaño en monos, publicado en los Proceedings of the Royal Society in Biological Sciences. Las investigaciones de la especialista en comportamiento de niños de la McGill University, Victoria Talwar, muestran que los chicos comienzan a mentir a los dos años, aunque al principio lo hacen de manera burda y evidente. Recién alrededor de los cuatro años empiezan a desarrollar la verdadera capacidad de engañar (que luego perfeccionan durante el resto de sus vidas), lo cual concuerda con el hecho de que, como señala Steven Pinker en su libro Cómo funciona la mente, a esa edad se desarrolla la capacidad de tener una teoría de la mente que nos permite comprender que las otras personas también tienen estados mentales. Este fenómeno no tiene prácticamente excepción: los estudios de laboratorio efectuados por estos especialistas señalan que el 96 por ciento de los chicos miente (y mi sospecha es que los que no lo hacen presentan algún problema concreto en su desarrollo cognitivo, como ocurre en el caso de los niños autistas). Justamente, nuestra especie se denomina homo sapiens sapiens porque somos hombres que pensamos que pensamos, pero probablemente los investigadores se hayan quedado cortos con el nombre: deberíamos rebautizar a la especie como homo sapiens sapiens sapiens, pues no solo somos conscientes de que pensamos (y, si estoy en lo cierto, lo hacemos del modo descripto en este libro), sino que además tenemos la capacidad de representarnos

los pensamientos de otros; es decir, poseemos una teoría sobre el modo en que otros piensan, una teoría de la mente. Obviamente, esa teoría de la mente permite comprender que otras personas también tienen una teoría de la mente, de suerte que resulta realmente difícil y tedioso decidir el curso de acción óptimo considerando que uno sabe que el otro sabe que uno es consciente de que el otro se imagina el modo en que uno piensa, y así sucesivamente, ad infinitum. Exactamente esa idea tenía en mente von Neumann cuando escribió su primer artículo, a partir del cual se elaboró la estrategia del minimax, que consiste en elegir el curso de acción que, dados los diferentes comportamientos estratégicos posibles de la persona con quien interactuamos, minimiza las posibles pérdidas. Supongamos, por ejemplo, que nos designan para dirigir un equipo de fútbol de primera división. Por desgracia no se trata de un gran equipo de esos que pelean el campeonato, pues en ese caso nuestra estrategia óptima sería simplemente salir siempre a ganar, con un planteo de juego bien ofensivo. En cambio, si nuestro equipo es uno del montón, lo mejor que podemos hacer es evaluar nuestro potencial ofensivo y defensivo y compararlo con el de cada uno de los rivales a los que tendremos que enfrentar. Imaginemos que cuando llega la décima fecha del campeonato hemos hecho diez goles y nos han marcado otros doce tantos. En esa fecha nos enfrentamos con un equipo que ha hecho doce goles pero solo ha sufrido tres caídas de su valla. Si hacemos un planteo defensivo y ellos presentan el mismo esquema de juego, la pelota estará un 50 por ciento del tiempo en nuestro campo y un lapso similar en campo contrario. En ese caso tendremos todas las chances de perder, porque en defensa los rivales son cuatro veces superiores a nosotros. Si hacemos un planteo ofensivo y ellos se mantienen en una postura defensiva, tendremos chances de lograr un buen resultado porque nos mantendremos alejados de nuestra valla (supongamos, un 80 por ciento del tiempo), que comparativamente representa nuestra mayor debilidad. En cambio, si nuestro rival sale a ganar y nosotros salimos a defendernos, estaremos en el peor de los mundos, porque tenemos una defensa bastante mala, ellos poseen una delantera muy efectiva y el 80 por ciento del tiempo la pelota estará en nuestro campo. La última posibilidad es que tanto nuestro rival como nosotros salgamos a ganar, en cuyo caso nuevamente tendremos las de perder, pues aunque la delantera de ellos es mejor que la nuestra por una diferencia pequeña, resultará más efectiva en virtud de nuestra mala defensa. Ahora bien, obviamente nosotros no sabemos a ciencia cierta si ellos optarán por un planteo ofensivo o defensivo, de modo que nuestro razonamiento estratégico debería preguntarse qué es lo mejor que podríamos hacer si supiéramos que el rival saldrá a defenderse. Por el contrario, si estuviéramos seguros de que nuestro oponente saldrá a atacarnos, ¿cuál sería nuestra mejor elección? En el primer escenario (el rival sale a defenderse) vimos que la mejor estrategia era salir a atacar. En el segundo escenario (el rival hace un planteo ofensivo), el mal menor también consistía en salir a atacar. Así, en economía diríamos que salir a atacar es nuestra estrategia dominante en el juego de minimax. Si nuestro rival razona del mismo modo, preferirá defenderse, pues la defensa es la estrategia que le proporciona más ventaja. De este modo, podríamos afirmar que el escenario resultante, en el cual nuestro equipo sale a atacar y el equipo rival sale a defenderse, constituye en términos económicos un equilibrio de Nash (el cómputo matemático exacto

puede hacerse a partir de los números proporcionados en el ejemplo). En los años que siguieron a la publicación del mencionado artículo, von Neumann fue por más. En 1944, junto con Oskar Morgenstern, publicaron La teoría de juegos y el comportamiento económico, la biblia de la teoría de los juegos aplicada a la economía. Al comienzo de este libro utilizamos la metáfora del ordenador para explicar el modelo del funcionamiento de la cognición según la Psicología Cognitiva. De manera interesante, además de ser un matemático brillante y el padre de la teoría de los juegos, von Neumann desarrolló las bases científicas para la invención de las computadoras, de modo que sus descubrimientos relativos a la teoría de los juegos se basaron en considerar que las personas efectivamente actuaban en forma idéntica al funcionamiento de las computadoras. Así, sin temor a equivocarnos podríamos afirmar que von Neumann fue, tal vez sin saberlo, el primer psicólogo cognitivo. Sin embargo, su visión de la mente como un ordenador fue quizás excesivamente literal. Este matemático no solo consideraba que los sujetos tenían una teoría de la mente y comprendían los estados mentales de las otras personas, sino que además suponía que esa teoría era perfecta y, casi con fuerza de ley, creía que todos podían adentrarse en los estados mentales de otras personas con claridad y transparencia. Puede que ese haya sido el caso de la mente de von Neumann, probablemente la persona más inteligente que haya existido jamás sobre la faz de la tierra. Cuenta la leyenda que un día los compañeros de laboratorio del matemático húngaro estaban preocupados porque necesitaban hacer un complejo cálculo matemático y las primitivas computadoras que habían creado no poseían aún la potencia suficiente para realizarlo. John pidió un lápiz y un papel y resolvió el ejercicio, que era imposible de solucionar para un computador, a mano alzada y en unos pocos minutos. Naturalmente, si von Neumann tenía en su cerebro un procesador Core Duo o un Quad de 3,2 Giga Hertz, 4 Giga de memoria RAM y 500 Mega de disco rígido, el resto de los mortales tenemos apenas la capacidad de una Commodore 64 o de una Atari. Si hemos desarrollado heurísticas y estamos infectados de sesgos en nuestros razonamientos como un modo de darle sentido al mundo a partir de nuestras limitaciones, el terreno de la teoría de la mente no es una excepción y el desarrollo de nuestras estrategias de comportamiento, que tienen en cuenta la reacción de otras personas, también está teñido de reglas de comportamiento que quizás no se basen en razonamientos tan sofisticados como los que von Neumann pensaba que teníamos. Una de las mejores pruebas de que nuestra mente piensa acerca de qué es lo que piensa la mente de las otras personas pero no lo hace como si fuera una computadora surge del experimento que el experto en Economía del Comportamiento, Colin Camerer, realizó en el Instituto Tecnológico de la Universidad de California inspirado en el famoso “concurso de belleza” que popularizara John Maynard Keynes en su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, publicada en 1936. En el juego de Keynes, los lectores de una revista donde se publicaban fotos de señoritas debían votar para elegir no ya a la modelo que ellos consideraran más bonita, sino a la que creían que la mayoría iba a considerar como la más linda. En la versión de Camerer, las personas debían elegir un número entre 1 y 100, y la gracia del juego residía en que ganaba quien hubiera elegido la cifra que más se aproximara al 70 por ciento del promedio de las cifras elegidas por todos los participantes. Por ejemplo, si el

promedio de los números elegidos por los jugadores fuera 50, dado que el 70 por ciento de 50 es 35, ganaría el concurso quien hubiera elegido la cifra más cercana al número 35. Obviamente, en el juego de Keynes lo mejor que se podía hacer no era elegir a la concursante que uno considerara más bonita, sino a aquella que uno pensaba que iba a ser vista por el resto como la más bonita (por ende, la más elegida). En el experimento de Camerer, si todos se dan cuenta de que el ganador va a ser quien elija el 35, entonces la mayoría elegirá el 35 y el verdadero ganador será aquel que elija el 70 por ciento de 35, es decir, 24,5. A su vez, si todos razonan del mismo modo, ganará el que elija el 70 por ciento de 24, esto es, 16,8, y así sucesivamente, de suerte que si nuestra mente funcionara como una computadora, eventualmente todos terminarían eligiendo el número 0. Sin embargo, el resultado notable es que los participantes empiezan por elegir el número 46 y solo cuando el juego se repite una y otra vez se dan cuenta de que les conviene pensar en qué están pensando los otros; es decir, comprenden que les conviene formarse una teoría sobre el funcionamiento de la mente del resto de los participantes. Aunque los concursantes empiezan a actuar de manera cada vez más racional a medida que repiten el juego, incluso luego de haber participado diez veces seguidas todavía muy pocos eligen el 0 y la mayoría termina escogiendo cifras cercanas al 13. En tiempos turbulentos en los mercados financieros internacionales, y mientras las bolsas de Italia, Francia, España y muchos otros países se desploman, la lección de la teoría de los juegos es que no importa cuán bien les vaya a esas economías y a las empresas que cotizan en sus respectivas bolsas; en última instancia, lo que determina el precio de esas acciones es lo que las personas piensan sobre la crisis y sobre las posibilidades de recuperación. Más aún, si los inversores son pensadores sofisticados, lo que importará será lo que las personas piensen respecto de cómo piensan las demás personas, dando lugar a una potencial profundización de la crisis como resultado del fenómeno de la profecía autocumplida. Keynes se hizo multimillonario invirtiendo en la bolsa según esta lógica, de modo que resulta muy razonable que los inversores no quieran ver los balances de las empresas, ni les hagan caso a los presidentes de los bancos centrales. En cambio, ellos preferirían, aunque de momento no sea posible, contar con un escáner cerebral de los otros inversores para saber qué piensan en promedio sobre la crisis, y qué piensan que piensan los otros inversores. Esta es exactamente la lógica que explica los ataques de pánico a nivel individual: las personas exageran la posibilidad de que ocurra un determinado fenómeno y sufren terribles ataques de ansiedad como resultado de anticipar continuamente la realización de escenarios que no son reales. Así, por ejemplo, un alumno que debe rendir un examen se angustia pensando en qué hará si sufre una laguna en la memoria, o si no sabe responder una pregunta, o si lo interrumpen durante el examen, entre cientos de posibilidades más. La angustia que le provoca anticipar en su mente todos esos escenarios negativos resulta tan grande que en el momento del examen el estudiante no logra pensar claramente y fracasa en la prueba, auto confirmando de esa manera su propia profecía. En el terreno financiero, el terrible riesgo de este tipo de procesos mentales es que aun cuando los inversores comprueben la existencia de una economía sólida y de indicadores robustos, con indicios ciertos de recuperación de la actividad, ellos estarán más pendientes de lo que los otros inversores piensen. De ese modo, si consideran que los otros inversores se

encuentran ansiosos y saldrán a vender sus acciones de todos modos, ellos venderán antes para anticiparse a las bajas, produciendo con ese comportamiento el cumplimiento de la profecía y el temido crack económico y financiero. Sin embargo, los experimentos de Camerer no son la única evidencia de que en materia de interacciones estratégicas con otras personas no aplicamos el grado de racionalidad que indicaría von Neumann. En particular, me interesa comentar un famoso problema que incluso provocó en su momento la equivocación de la mujer que ostentaba el honor de poseer el coeficiente intelectual más alto del planeta, Marilyn von Savant. El juego es así: usted asiste a un programa de televisión donde participa de un concurso en el cual puede ganar un automóvil 0 km si logra acertar detrás de cuál de tres puertas que le muestra el conductor del programa se encuentra el vehículo. No está mal, ¿verdad? Después de todo se le ofrece una chance en tres de acertar y volverse a casa en cuatro ruedas. Ahora bien, supongamos que usted ha elegido la puerta A, dejando de lado las opciones B y C. Antes de abrir la puerta elegida por usted y develar la incógnita, el conductor abre la puerta B (que usted había desechado), le muestra que efectivamente no había nada detrás de esa puerta y le ofrece modificar su elección inicial. ¿Qué hace usted? ¿Confía en su instinto e insiste en la primera opción, la puerta A, o aprovecha la oportunidad que le da el conductor y cambia de puerta, eligiendo ahora la C? Por favor, anote en el margen de la página su respuesta. Si usted es como la mayoría de las personas, incluso en el caso de que posea conocimientos avanzados de estadística, lo más probable es que haya elegido quedarse con la puerta elegida inicialmente, declinando el ofrecimiento del conductor del programa para modificar su decisión. ¿Por qué sucede esto? Si usted no sabe mucho de estadística, lo más probable es que su decisión de no modificar su elección inicial se deba a uno de los sesgos ya comentados en este libro, que consiste en sacar conclusiones apresuradamente y luego ignorar cualquier información que contradiga esa primera elección, filtrando la información disponible y prestando atención solamente a aquellos datos de la realidad que confirmen su hipótesis original. Si en cambio usted considera que sabe algo de estadística, es probable que haya caído en la trampa de pensar que la probabilidad de ganar al cambiar su elección sea exactamente igual a la probabilidad de ganar manteniéndose fiel a su primera respuesta (o sea, 50 por ciento). En ese caso, usted jamás se puso en la mente del conductor del show, ni analizó el problema con la lógica de una decisión estratégica. Veamos. Cuando usted elige la puerta A al comienzo del juego, lógicamente sus posibilidades de acertar son del 33 por ciento, que es lo mismo que decir que si usted jugara muchas veces el mismo juego se llevaría el auto una de cada tres veces. Sin embargo, cuando el conductor abre una de las puertas y le muestra que no hay nada detrás de ella, su decisión de cambiar puede ser trágica o exitosa. Piense que cada vez que usted acierte, el conductor abrirá al azar cualquiera de las otras dos puertas y le ofrecerá cambiar la elección. Obviamente, si se tienta y decide cambiar, habrá perdido el auto. Sin embargo, en los casos en que usted no acierte (digamos que usted eligió la puerta A y el auto en realidad se encontraba detrás de la puerta B o de la C), el conductor ya

no podrá elegir aleatoriamente qué otra puerta abrir, sino que, entre las dos puertas restantes, necesariamente deberá mostrarle la que no contiene el auto (dejando sin abrir la puerta que tiene el rodado), pues de otro modo le estaría revelando la verdadera ubicación del automóvil. En este último caso, si usted cambia su elección original, estará asegurándose el premio mayor. Como vimos al principio, usted puede elegir correctamente solo una de cada tres veces (33 por ciento de probabilidades de acertar), por lo cual si cambia la elección original, se asegura de que las otras dos de cada tres veces (el restante 66 por ciento) se quedará con el auto.

¿Juegos psicológicos? La evidencia científica disponible indica que no somos buenos pensando estratégicamente y que muchas veces no nos metemos en la cabeza de los otros ni tenemos en cuenta las formas en que los demás pueden reaccionar ante nuestras acciones. Además, muchos experimentos señalan que, aun cuando pensamos en las posibles respuestas de las personas con las que interactuamos, tendemos a asignarles un conjunto de valores parecidos a los propios y, por ende, somos propensos a considerar que los demás actuarán de una manera muy similar al modo en que nosotros actuaríamos si estuviéramos en su lugar. Un muy buen ejemplo de lo anterior lo constituyen las investigaciones de John Geanakoplos, quien a los modelos tradicionales de la teoría de los juegos les agregó la posibilidad de que las personas tengan en cuenta no solo las expectativas monetarias o los beneficios materiales de sus decisiones, sino también las emociones, las creencias y los valores. Por ejemplo: la sorpresa, la confianza, la gratitud, la ira, la vergüenza, el respeto, la culpa, el desagrado, el enojo, la revancha y la reciprocidad, entre otros. Luego, Pierpaolo Battigalli y Martin Dufwenberg enriquecieron estos modelos al incluir las creencias y los valores en un contexto dinámico, a fin de permitir que las expectativas de las personas se ajustaran y acomodaran en el tiempo, y que incorporaran las creencias acerca de las motivaciones del otro. Este enfoque parece un poco más humano que el de von Neumann, pues aporta una visión algo más completa del modo en que las personas efectivamente actúan. Uno de los juegos que experimentalmente suma más evidencia en favor de este modo de conceptualizar nuestros comportamientos estratégicos es el “juego del ultimátum”. En el juego del ultimátum, desarrollado inicialmente por tres economistas alemanes a principios de la década de 1980, los participantes se agrupan en parejas y se le indica a uno de ellos que divida un monto de dinero con el compañero (típicamente $ 10, aunque los montos han variado en otros experimentos). El receptor de la oferta tiene el derecho de veto: si rechaza la propuesta, ninguno de los dos recibe nada. En síntesis, es como si dos personas tuvieran que dividir entre ambas una torta: una de ellas corta la torta de alguna manera y la otra decide si acepta la porción que le toca o si ninguno recibe nada. Por ejemplo, ¿cuánto dinero le daría usted a su compañero si tuviera que jugar este juego? Desde el punto de vista de la economía tradicional, debería darle lo menos posible, por ejemplo, 1 centavo (quedándose usted con los restantes $ 9,99), y su pareja de juego debería

aceptar la propuesta, porque después de todo recibir 1 centavo es mejor que no recibir nada, ¿verdad? Richard Thaler, el mencionado economista de la Universidad de Chicago, analizó exhaustivamente la mayor parte de los experimentos realizados sobre este juego y observó que en general los sujetos que deben hacer la oferta tienden a ofrecer más dinero a sus compañeros de lo que la teoría de los juegos de von Neumann habría sugerido. En promedio, los individuos ofrecen entre el 35 y el 40 por ciento del botín a repartir, mientras que los compañeros que tienen el derecho a veto suelen ejercerlo si la propuesta es inferior al 25 por ciento del total. Evidentemente, o bien las personas fallan a la hora de pensar estratégicamente, o lo que sucede es que sus funciones de utilidad no se basan exclusivamente en argumentos monetarios. En otras palabras, los sujetos no solo consideran el aspecto material, sino que también tienen en cuenta valores como la equidad y juzgan la intencionalidad de las personas con las que interactúan, y no solamente el resultado de sus acciones. Para evaluar esta hipótesis, Sally Blount, también de la Universidad de Chicago, realizó un experimento en que los participantes jugaban al juego del ultimátum primero contra otros participantes y luego contra una computadora. La investigadora comprobó que prácticamente ninguno de los participantes rechazaba una oferta, por más baja que fuera, cuando esta era efectuada por la computadora. Es lógico: no tiene sentido enojarse con una máquina ni mucho menos atribuirle cualidades como el egoísmo o la codicia (aunque muchas veces nos enojemos con la computadora cuando no funciona, e incluso algunos podamos hablarle o insultarla). Los estudios de neuroimagen, a su vez, confirman el hecho de que los procesos mentales que se activan cuando analizamos las ofertas que nos proponen en el juego del ultimátum son diferentes si consideramos que la oferta es justa o si creemos que resulta insultante y por lo tanto decidimos rechazarla, ejerciendo nuestro poder de veto. Alan Sanfey y sus colegas de la Universidad de Princeton realizaron estudios de resonancia magnética funcional a diversos participantes en el juego que mostraron que, además de activarse la corteza prefrontal dorsolateral (cuya participación es típica en ejercicios que involucran razonamientos cognitivos), también se activaba la ínsula anterior (asociada a las emociones negativas). Incluso, los investigadores observaron que la ínsula anterior se activaba con mayor intensidad al procesar ofertas injustas, de suerte que podía predecirse el grado de veto o de rechazo experimentado ante una determinada propuesta según el nivel de activación de esa región del cerebro. En otros estudios efectuados por Antonio Damasio a pacientes que presentaban lesiones en la corteza prefrontal ventromedial (asociada a la capacidad de controlar los impulsos y de regular o suprimir los estados emocionales) también se descubrió que eran más propensos a rechazar las propuestas injustas en el juego del ultimátum (por ejemplo, aquellas en que les ofrecían menos del 30 por ciento del botín a repartir). Ahora bien, si las funciones de utilidad de los sujetos tienen en cuenta las intenciones, creencias o actitudes de otras personas, sería razonable suponer que los pacientes con autismo, que carecen de la capacidad de “ponerse en los zapatos del otro” o de adjudicarles estados mentales —y por ende intencionalidad—, deberían aceptar más frecuentemente las propuestas de reparto injustas realizadas en el juego por participantes más codiciosos.

Sin embargo, los estudios de Elizabeth Hill, del University College London, y de David Sally, de la Cornell University, han mostrado que los pacientes con autismo no se comportan de modo muy diferente a los pacientes sanos, lo cual es lógico si el lector tiene en cuenta que en los estudios de neuroimagen a los cuales hice referencia no se menciona la activación de la juntura temporoparietal derecha, que es el área del cerebro que se activa cuando los individuos están pensando en los estados mentales de otras personas. Por el contrario, la evidencia sugiere que hemos desarrollado un mecanismo detector de injusticias (una emoción localizada en la ínsula anterior de nuestro cerebro) que enciende una alarma cuando interactuamos con alguien que “se está pasando de vivo”, y que la región más sofisticada y nueva de nuestro cerebro (la corteza prefrontal) nos sirve para reprimir el impulso inicial de castigar a quien consideramos injusto cuando evaluamos que ese comportamiento, a pesar de todo, puede beneficiarnos en valores absolutos. Es como si nuestra parte racional entablara un debate con nuestras emociones para intentar explicarle a la sangre que nos hierve que si bien la propuesta que hemos recibido es injusta, realmente nos conviene aceptarla porque su admisión mejorará la situación en que nos encontramos. Quizás la mejor prueba de lo anterior sea la que nos ofrece la etología. Sara Brosnan y Frans de Waal realizaron un interesante experimento con monos capuchinos. Empezaron por darles a los monos pequeñas piedras de granito que los animales podían cambiar, como si fueran monedas, por diferentes alimentos que les ofrecían los investigadores: algunas veces les daban una rodaja de pepino y otras veces les ofrecían una uva a cambio de la piedrita. En los primeros ejercicios, los monos, que podían verse unos a otros, recibían aleatoriamente cualquiera de los dos alimentos. Sin embargo, a medida que avanzaba el experimento, alguno de los monos era favorecido sistemáticamente por los experimentadores, quienes una y otra vez le entregaban uvas, la fruta ampliamente preferida por ellos. El resultado fue que los monos que habían sido discriminados dejaban de participar en el experimento y cesaban su intercambio de piedritas por pepinos cuando veían que sus privilegiados compañeros recibían uvas; esto es: preferían resignar su ración de pepinos en vez de aceptar una realidad que, a todas luces, no les resultaba para nada agradable. Evidentemente, la falta de desarrollo de la corteza prefrontal de los monos les impedía suprimir la emoción negativa provocada por la desigualdad de que eran víctimas, incluso si su reacción los terminaba perjudicando. Podemos decir entonces que quizás von Neumann consideró de manera muy literal la metáfora computacional de la mente cuando desarrolló las bases científicas de la teoría de los juegos. Si bien desconozco detalles sobre el funcionamiento del cerebro de von Neumann, sospecho que el desarrollo de su corteza prefrontal debe haber sido mucho mayor que el del resto de los mortales. Incluso, Hans Bethe dijo alguna vez que von Neumann representaba una mutación superior de nuestra especie, y por las noticias que tengo del éxito académico y científico de su única hija y de sus nietos, creo que no estaba muy errado. Probablemente le resultara mucho más fácil que al resto de nosotros controlar sus emociones y decidir mayormente sobre la base de la razón. Por otro lado, el hecho de que nuestras emociones interfieran en nuestras decisiones no

necesariamente es algo negativo. Ya he mencionado anteriormente que considero que las emociones son vectores informativos, maneras que ha encontrado la naturaleza de resumir información relevante. Imaginemos la existencia de dos sociedades primitivas idénticas a uno y otro lado de una gran montaña, con la única diferencia de que en una de ellas los individuos pensarían de manera estrictamente racional, mientras que en la otra lo harían aplicando una regla simple de valoración de la igualdad heredada de sus antepasados, que se manifestaría en su rechazo emocional hacia la injusticia. En la sociedad de los racionales, cada vez que alguien encontrara alimento lo repartiría a la von Neumann; es decir, el responsable del hallazgo se quedaría con la mayor parte y solo convidaría las sobras, mientras que en la sociedad de los emocionales el afortunado distribuiría el alimento en forma más equitativa. Así, es un resultado demostrable matemáticamente, que en la medida en que encontrar alimentos fuera un fenómeno absolutamente aleatorio, la sociedad de los racionales estaría condenada a desaparecer, o en todo caso a reproducirse a una tasa mucho más baja que el grupo situado del otro lado de la montaña. Esto sucedería porque la cantidad de alimento encontrado por cada individuo de la sociedad de los racionales tendría una distribución normal, que resultaría en un acceso inequitativo, de suerte tal que todos los que tuvieran la mala suerte de no encontrar suficiente alimento para cubrir sus requerimientos calóricos diarios durante algunos días, perecerían, mientras que los afortunados que encontraran mucho solo engordarían al acumular un exceso de calorías. Conseguir más alimentos tampoco les garantizaría una mayor descendencia porque podría poner en riesgo su supervivencia dada la mayor dificultad que estos sujetos experimentarían para moverse y escapar de los depredadores, o simplemente porque se incrementaría su probabilidad de sufrir complicaciones de salud asociadas al sobrepeso, como colesterol alto o diabetes. En la otra sociedad, con pobladores orientados genéticamente a privilegiar las emociones y condenar las injusticias, la distribución del acceso a alimentos sería mucho más concentrada en torno a la media, más equitativa, aumentando así las chances de supervivencia (y de reproducción) de sus integrantes, porque quienes tuvieran la suerte de encontrar muchos alimentos durante algunos días los compartirían con los de menos éxito. Todos saldrían ganando. Así las cosas, no es necesario postular que las personas tienen una sofisticada ingeniería de razonamiento estratégico como la que sugería Geanakoplos, según la cual no solo uno debe ser capaz de “ingresar” en la mente de la otra persona e imaginar cómo está pensando el otro y qué piensa ese otro que yo pienso (la hipótesis de von Neumann), sino que además cada uno debe evaluar con qué intención y desde qué lugar piensa esa otra persona, y cómo interpreta mis pensamientos, asignándome determinadas creencias y valores. Basta con imaginar una sociedad de autistas (que obviamente carecen de la capacidad de realizar el proceso racional al cual refiere Geanakoplos) cuyos integrantes estén dotados de la capacidad emocional de detectar una injusticia. Esa capacidad sería suficiente para garantizar la supervivencia y la reproducción de ese grupo. Desde ya que no estoy negando la posibilidad de que las personas, efectivamente, consideren los motivos, las creencias y los valores que guían las acciones de los individuos

con quienes interactúan, además de la naturaleza de las acciones mismas. Esa es justamente la tarea de la corteza prefrontal (por supuesto, ayudada por la información proveniente de la juntura temporoparietal derecha, que es la herramienta que nos permite “meternos” en la mente de los otros). Mi hipótesis es que esa capacidad ultra sofisticada ha sido de las últimas en evolucionar en nuestra especie, y probablemente esté distribuida entre las personas de una manera muy desigual. Veamos dos experimentos que buscan comprobar estas ideas. El primero es una investigación de Robert Slonim y Alvin Roth, en Eslovenia, que demostró experimentalmente que cuando el monto absoluto del botín a repartir en un juego es muy alto, los sujetos tienden a aceptar propuestas de reparto mucho más desiguales. En el mismo sentido apunta el descubrimiento de Gary Charness de la Universidad de California, Santa Bárbara, quien simuló experimentalmente un mercado de trabajo donde los empleados debían decidir cuánto esforzarse en un contexto en que los salarios podían ser fijados por el empleador o por un sorteo aleatorio. Los resultados señalaron que los trabajadores siempre tendieron a esforzarse más (incrementando las ganancias del patrón) en los casos en que los salarios fueron más altos, sin considerar si esos valores habían sido alcanzados por decisión del empleador o como consecuencia del sorteo. Sin embargo, se observaron resultados muy interesantes: en los casos en que los salarios fueron bajos a causa del mecanismo aleatorio (por mala suerte), los trabajadores igual continuaron esforzándose, pero cuando la paga fue baja por decisión del empleador la respuesta de los trabajadores ante esa decisión consistió en reducir el esfuerzo realizado. Las experiencias analizadas indican que el mecanismo emocional se pone en juego cuando lo que está en peligro es nuestra supervivencia, y no solo por una mera preferencia por la igualdad. En otras palabras, no nos importa que otro coma más que nosotros si la parte que nosotros recibimos nos permite quedar satisfechos, pero sí nos importa cuando la codicia del otro pone en riesgo nuestra cuota calórica diaria, amenazando así nuestra supervivencia.

¿Somos racionales en nuestro comportamiento estratégico? Es 2 de julio de 2010 en Johannesburgo, Sudáfrica. La selección uruguaya viene de derrotar a Corea del Sur y se enfrenta a los africanos de Ghana, que acaban de vencer a Estados Unidos en tiempo de descuento. No cabe un alma en el estadio. Los jugadores batallan durante noventa minutos y lo siguen haciendo durante los treinta del alargue, pero la pasión africana no puede evitar el empate en un tanto que condena la definición al azar de los penales. Ahora bien, reflexionemos un momento. ¿Es efectivamente una cuestión de azar la definición por penales? Si von Neumann viviera, contestaría que sí. Se trata de un juego estratégico entre el jugador que patea y el arquero. El ejecutante debe decidir si pateará a la izquierda, a la derecha o fuerte al medio. Puesto que la corta distancia que hay entre el arco y el punto de penal hace imposible que el arquero pueda mirar hacia dónde se dirige el disparo antes de tirarse, el guardavallas debe adivinar, enfrentando por lo tanto un dilema similar al del otro jugador: o se queda inmóvil en el

centro del arco, o vuela hacia la derecha o se lanza hacia la izquierda. Obviamente, en un juego de estas características lo mejor que puede hacer el jugador que patea es elegir aleatoriamente el lugar adonde piensa colocar la pelota, pues si tuviera una marcada predilección por alguna ubicación (supongamos que siempre pateara a la derecha) esta sería rápidamente detectada por los arqueros, quienes en el momento de decidir podrían anticipar la jugada, reduciendo de manera drástica las chances de que el penal resulte en gol. La misma situación enfrenta el arquero, pues si no alternara sus elecciones con suficiente frecuencia (tirándose más veces hacia la izquierda, por ejemplo), los jugadores notarían rápido la tendencia y aprovecharían esa información, maximizando así las chances de convertir el gol. Si, en cambio, ambos jugadores eligieran aleatoriamente la ubicación hacia la cual patear o lanzarse para atajar, según el caso, dejando de lado los remates dirigidos por encima del travesaño o al costado de los palos, una de cada tres veces el arquero debería acertar el palo del ejecutante, dependiendo así la conversión del gol de la prestancia o fuerza de la ejecución y de la habilidad del guardavalla. En un famoso trabajo, Steven Levitt y colegas analizaron 459 penales ejecutados entre el año 1997 y el año 2000 en las ligas italianas y francesas. De manera interesante, observaron que un 75 por ciento de los penales fueron convertidos. Sin embargo, la ubicación elegida por los encargados de patear no fue aleatoria: sistemáticamente (un 44 por ciento de las veces) eligieron el palo contrario a la pierna con la cual patearon, mientras que un 38 por ciento de las veces eligieron el otro palo. Solo un 17 por ciento de los penales se dirigieron al centro del arco. Volvamos a Sudáfrica. Estamos en la definición por penales y empieza pateando Uruguay. Los dos equipos convierten los dos primeros tiros. Luego Scotti marca el tercer tanto para Uruguay pero Mensah falla su tiro. Maxi Pereyra erra también para la celeste, y la misma suerte corre el africano Adiyiah con el cuarto disparo para Ghana. La definición está 3 a 2. Sebastián Abreu, apodado “el loco”, sale caminando desde la mitad de la cancha con paso tranquilo en medio del ensordecedor ruido de las vuvuzelas. Richard Kingson, el arquero, sabe que debe atajar sí o sí, porque si “el loco” convierte, Uruguay habrá pasado a las semifinales de la copa mundial y será el final para los ghaneses, quienes deberán regresar a su tierra. Lo que sigue rebasa la historia de las definiciones importantes en un mundial y empequeñece la potencial fantasía del más soñador de los realizadores cinematográficos de Hollywood: “el loco” Abreu, con toda la responsabilidad del pasaje a semifinales sobre sus hombros, con una nación completa conteniendo la respiración y todos sus compañeros al borde de un infarto, toma una decisión en el centro de la cancha que sellará su apodo a sangre y fuego: “pica” el penal y patea despacito al centro del arco, casi como si estuviera jugando a errarlo. Nadie podría haber imaginado tanta locura, tampoco el simpático arquero ghanés que se arroja hacia su derecha y nada puede hacer para detener el agónico ingreso de la pelota en la meta. Supongamos ahora por un segundo que usted piensa que las definiciones por penales no son una cuestión de suerte, o que, como sostenía Louis Pasteur, el azar solo favorece a las mentes preparadas. Puede ser que usted se llame Jens Lehmann, es decir, que usted sea el arquero de la selección alemana de fútbol, haya estudiado las tendencias de los pateadores

argentinos, las haya escrito en un papel, las tenga guardadas bajo una media, las consulte antes de cada ejecución y termine atajando dos penales para asegurarse el pasaje a semifinales en el mundial de 2006. O puede que usted sea “el loco” Abreu, haya leído el paper de Levitt y haya descubierto que solo en el 2 por ciento de los penales el arquero elige quedarse en el centro del arco sin moverse ni jugársela hacia ninguno de los palos. Incluso, puede que todos piensen que usted está loco y seguramente no le creerán si les dice que esa decisión no fue una locura, sino el resultado obvio de un análisis basado en la teoría de los juegos: un equilibrio de Nash. La paradoja: Uruguay clasificó porque Abreu fue el único cuerdo en un mundo de locos, repleto de sujetos que sistemáticamente se apartan de las predicciones de la clásica teoría de los juegos. El motivo por el cual la mayor parte de las personas se comportan de ese modo es que han desarrollado reglas heurísticas para lidiar con los complejos cálculos que de otro modo deberían hacer. En lo que respecta a los penales, es posible mencionar otro estudio que arroja resultados similares al de Levitt, pero utiliza otra base de datos. En ese trabajo Michael Bar-Eli de la Universidad de Néguev, Israel, muestra que los arqueros son presa del sesgo de acción y que por eso siempre tienden a tirarse hacia alguno de los palos y rara vez se quedan en el centro del arco. Este sesgo se produce porque, ante malos resultados, las personas se sienten peor si consideran que no han hecho el máximo esfuerzo posible para evitarlos. En cambio, no se sienten tan mal si creen que esos resultados se han producido aun a pesar de haber intentado evitarlos. Para la mente de un arquero resulta imperdonable que la pelota ingrese por uno de los palos habiéndose quedado él parado en mitad del arco, porque el razonamiento del guardavalla es que podría haber evitado ese desenlace lanzándose hacia uno de los lados. En cambio, si se tira hacia uno de los lados y la pelota se dirige al centro del arco, al menos le quedará el consuelo de pensar que él realizó el máximo esfuerzo posible, y creerá que solo fue cuestión de mala suerte el no haber acertado. En economía y en la vida en general, muchas veces la mejor opción estratégica es, paradójicamente, no hacer nada, pero quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones sienten sobre sus espaldas el peso de tener que demostrarles al resto de las personas que para algo se los ha elegido, y por lo tanto son más propensos a la acción, que lo que los principios de racionalidad sugerirían. Otro juego estructuralmente muy parecido al de los penales es el famoso “piedra, papel o tijera”, que todos hemos jugado desde pequeños para zanjar disputas triviales y otras no tanto. Nuevamente, aquí lo mejor que puede hacer cada uno de los participantes es elegir de manera aleatoria su movimiento, pues cualquier secuencia que tenga alguna lógica será fácilmente detectable por los adversarios, quienes podrán adaptar sus respuestas para explotar la respuesta previsible de su oponente y derrotarlo. Sin embargo, como ya se imaginará el perspicaz lector, las personas no juegan a “piedra, papel o tijera” de manera aleatoria. A tal punto esto es así que incluso existe un campeonato mundial de este pasatiempo, y hay personas que se dedican profesionalmente a jugar, como el canadiense Mark Julien. Incluso, algunos jugadores debaten cuáles son las mejores estrategias en You Tube. Si bien no he podido acceder a datos estadísticos fuertes, en los foros se comenta que las

mujeres tienen una mayor tendencia a optar por tijera en la primera ronda, mientras que los hombres suelen comenzar eligiendo piedra. Es posible pensar que esto tiene que ver con la mayor familiaridad que cada uno de los sexos tiene con esos objetos. Otra estrategia habitual consiste en elegir piedra contra quienes van perdiendo en las rondas finales del juego, pues se dice que quien va atrás en el tanteador busca elementos agresivos (una roca o una tijera) y no pasivos (como un papel) para descontar la ventaja de su rival. Lo que sí ha sido suficientemente probado en varias investigaciones (por ejemplo, los trabajos de Rapoport y Budescu, y el estudio de Falk y Konold) es que somos particularmente malos para producir o generar secuencias aleatorias. Por ejemplo, mientras que una ruleta de un casino puede arrojar diez veces seguidas números de la segunda docena y no es raro que las docenas salgan en secuencias repetidas, la mayoría de los seres humanos cree que para que un fenómeno sea aleatorio las alternativas deben estar intercaladas prácticamente sin repeticiones. Así, es muy poco probable que quien comenzó el juego con tijeras, por ejemplo, vuelva a elegirlas en la segunda ronda, por lo que cualquier jugador más o menos experimentado podría explotar esa tendencia y ganar simplemente eligiendo papel en la siguiente ronda. Los sesgos en el comportamiento estratégico no se reducen al campo de los juegos que técnicamente se denominan “no cooperativos con equilibrios de estrategias mixtas”, como los penales o el “piedra, papel o tijera”, sino que emergen una y otra vez en todos los juegos. El artículo seminal al respecto es el que escribió Colin Camerer para el Journal of Economics Perspectives. Allí se exploran varios efectos del framing (encuadre) que tienen que ver con el modo en que el juego se presenta a los participantes, y con las palabras que se eligen para explicitar las posibles estrategias y las pérdidas o ganancias asociadas a cada elección. Por ejemplo, en el juego del ultimátum se llega a resultados muy diferentes si al jugador que reparte inicialmente el dinero se le plantea que debe elegir cuánto le ofrecerá al otro participante (el que tiene el poder de veto) o si se le dice que debe decidir cuánto le quitará al otro jugador. En este último caso los repartos suelen ser mucho más equitativos, porque parece ser que el framing del primer escenario lo ubica a quien reparte en una posición de generosidad (elige cuánto da) mientras que el del segundo escenario lo coloca en una situación de “robo” (decide cuánto le quita). De manera interesante, cuando las personas interaccionan estratégicamente en la vida real también tienden a responder en forma diferente según el marco de la situación, aun cuando las consecuencias de sus acciones bajo uno u otro encuadre sean equivalentes. En un famoso experimento, Dan Ariely, experto en Economía del Comportamiento, dejaba u n pack de seis latas de Coca Cola en las heladeras comunitarias de distintos campus universitarios durante una semana, y en otras oportunidades dejaba un plato con seis monedas de US$ 1 (el costo aproximado de cada lata) sobre el refrigerador. Sistemáticamente desaparecían las latas de gaseosa, pero nada les sucedía a las monedas, que nadie se atrevía a tocar. Parece que en nuestra mente robar está asociado con tomar dinero que no nos pertenece, pero nos permitimos más licencias cuando se trata de tomar objetos materiales no monetarios. Así, los experimentos de Ariely nos enseñan que cuando tenemos que interactuar con otras personas en la vida real no computamos las consecuencias esperadas de nuestros actos de

manera neutral, sino que hacemos una traducción mediada por una escala de significados de nuestras acciones. De este modo, tomar una gaseosa de la heladera o útiles de la oficina no se considera un robo, y quedarse en el medio del arco cuando hay que atajar un penal o mantenerse callado en una discusión son elecciones que en las representaciones mentales de los sujetos no presentan el mismo estatus que lanzarse hacia uno de los palos o esgrimir un argumento. También en la interacción estratégica con otros aparece el sesgo de confianza ya mencionado. Un juego que ejemplifica bien este sesgo es el denominado chicken game, en el cual los participantes buscan determinar quién tiene más agallas. En la famosa película de James Dean, Rebelde sin causa, Jim (el personaje de Dean) y Buzz (su rival en la escuela secundaria) se retan a duelo para dirimir quién es cobarde (chicken). El reto consiste en encarar un precipicio con un auto y ver quién logra resistir más tiempo dentro del vehículo antes de saltar para no caer al abismo. En una versión diferente del mismo desafío, que puede verse en muchas películas, dos jóvenes colocan sus autos enfrentados en una carretera y aceleran al máximo, uno frente al otro. Pierde aquel que demuestra tener menos agallas al torcer el rumbo del rodado para evitar la colisión. El juego puede parecer artificial, pero la vida real está repleta de situaciones en que se producen disputas que ponen en riesgo a ambos contendientes, las cuales se dirimen mediante el abandono de uno de ellos. Esto ocurre cuando un gremio poderoso persiste en sostener una huelga y la patronal se niega a hacer concesiones, o cuando dos empresas oligopólicas compiten ferozmente por un mercado a tal punto que, a riesgo de quebrar, deciden vender a valores menores al costo. Los ejemplos anteriores remiten a casos con relevancia nacional, pero también es posible mencionar otros más cotidianos y triviales: la misma situación se repite cuando dos autos se encuentran en una bocacalle y ambos conductores intentan pasar primero. En el programa de televisión que emite la Televisión Independiente de Inglaterra, los productores han recreado un juego que tiene las mismas características, pero en este caso se juega por dinero de verdad. En Divided, los participantes trabajan mancomunadamente contestando preguntas y sorteando diversas instancias para engrosar un pozo común y llegar a la final, en que deben repartírselo. El problema es que el pozo no se reparte en partes iguales, sino que la producción separa las porciones y los participantes deben pujar para determinar quién se quedará con cada una de ellas. En uno de los programas del ciclo, los participantes debían dividirse aproximadamente £ 115.000 (unos US$ 200.000). La producción propuso la siguiente repartija: £ 69.400 para el participante que se llevara la mayor parte, £ 11.655 para el participante que se llevara la menor parte, y £ 34.700 para el que obtuviera el premio intermedio. Obviamente, todos querían llevarse a casa las £ 69.400 y ninguno quería aceptar el monto menor. Para hacer las cosas más interesantes aún, la producción les da cien segundos a los participantes para que negocien entre ellos y acuerden quién se quedará con cada una de las porciones. El truco es que, mientras los jugadores deciden, el pozo común se va achicando como un reloj de arena a medida que pasan los segundos, de suerte que si transcurren más de cincuenta segundos sin que los participantes hayan arribado a un acuerdo, como

efectivamente sucedió en el programa citado, la mitad del dinero a repartir se evapora. La realidad es que en la mayoría de los episodios del programa más de la mitad del dinero se termina perdiendo antes de que los participantes hayan logrado arribar a un acuerdo, e incluso en muchos casos se pierde absolutamente todo y los jugadores regresan a sus casas con los bolsillos vacíos. En casi todos los casos ocurre lo siguiente: cuando finalmente se arriba a un acuerdo ya se ha perdido tanto dinero durante la discusión que quien recibe la porción más grande termina quedándose con menos plata de la que habría obtenido en caso de haber aceptado el segundo premio en el primer instante de la negociación. En el episodio referido, los participantes tardaron 77 segundos en arribar a un acuerdo, de modo que al final solo quedaba para repartir el 23 por ciento del botín inicial y el participante que más dinero se llevó recibió solamente £ 16.320. Ahora bien, desde el punto de vista teórico el mejor modo de ganar en el chicken game es convencer al otro de que uno no dará el brazo a torcer de ninguna manera. En el caso de los autos que se enfrentan, uno puede lograrlo simplemente atándose las manos, o arrancando el volante de su lugar. En el juego televisivo Divided, la mejor estrategia es anunciar rápidamente que uno solamente aceptará el premio mayor y luego taparse los ojos y los oídos, a fin de pasar la presión al resto de los contendientes, quienes comprenderán que no tiene sentido dilatar el debate mientras el botín se achica cuando no existe ninguna posibilidad de hacer cambiar de opinión a un participante que ha decidido no ver ni escuchar, aislándose así de la discusión. Luego, el segundo participante que más rápido imite la estrategia del primero obtendrá el segundo premio y el tercer participante no tendrá más remedio que aceptar el último lugar. El problema del juego se produce cuando por efecto de los mencionados sesgos cognitivos cada una de las partes tiene más confianza en su propia capacidad para persistir en la posición inicial que la que ha sido capaz de transmitirle a su contrincante en la negociación, y también cuando las partes subestiman la capacidad de perseverar (es decir, la valentía) del otro. En estos casos se incrementa la posibilidad de que los autos choquen, o de que un conflicto se prolongue indefinidamente. Esto es así porque por definición el equilibrio de Nash del chicken game implica una estrategia según la cual, dado el comportamiento del actor B, el actor A no puede mejorar su situación cambiando de decisión (y viceversa). Obviamente, el choque entre los dos autos (o el dinero que se evapora en el concurso) no representa el equilibrio de Nash predicho teóricamente, por lo cual si el conductor de uno de los dos vehículos se dirige indefectiblemente al choque, el otro siempre tendrá una estrategia mejor que consistirá en desviar el curso y evitar la colisión para salvarse. En la realidad, estos errores de cálculo por exceso de confianza (o por fallas de comunicación) harán que el juego no alcance en la práctica el equilibrio de Nash que postula la teoría, sino que derive en una situación de no cooperación. El desafío de un buen negociador consiste en averiguar cuánto es lo máximo que estaría dispuesta a ceder su contraparte, hacerle esa oferta y generar una tecnología de compromiso tal que no exista margen para torcer el rumbo que uno mismo ha establecido una vez que la propuesta está sobre la mesa.

El dilema del prisionero Otro programa quizás aún más excitante que Divided es Golden Balls. Este show tiene una estructura similar al anterior en el sentido de que los jugadores deben participar en forma conjunta en un proceso previo de eliminación y construcción de un pozo común, basado en la confianza mutua. Sin embargo, en la última ronda el juego tiene un desenlace espectacular. Cada uno de los dos finalistas tiene a su disposición dos bolas doradas (golden balls) que presentan, respectivamente, las inscripciones split (dividir) y steal (robar) impresas en su interior. Imaginen por un segundo la escena. Steve y Sara están frente a frente, cada uno con sus respectivas bolas doradas, y hay £ 100.150 en juego (unos US$ 175.000). El popular conductor explica una vez más las reglas: “Cada uno de los jugadores debe elegir una de sus bolas doradas sin que el otro pueda verlo […]. Si ambos jugadores eligen split (dividir), el pozo se dividirá y cada uno ganará £ 50.075 […]. Si uno de los jugadores elige steal (robar), y el otro, split (dividir), entonces el ladrón se llevará todo el pozo y quien haya elegido compartir no obtendrá nada […]. Por último, si ambos jugadores eligen steal (robar), ninguno de los dos recibirá nada y ambos volverán a sus casas con los bolsillos vacíos”. El presentador les da un minuto a los participantes para que intenten ponerse de acuerdo y discutan cuál será la estrategia a seguir. Stop. Pausa. ¿Qué haría usted si llegara a la final de ese programa y tuviera que repartir US$ 175.000 con su contrincante? ¿Cooperaría e intentaría dividir el pozo en partes iguales con el otro participante? ¿O sentiría codicia y traicionaría a su oponente para intentar llevarse todo el botín? ¿Qué haría nuestro amigo John von Neumann? ¿Qué hacen las personas habitualmente? Olivia “Liv” Boeree es un angelito de 27 años que no tiene nada que envidiarle a la belleza de Angelina Jolie. Sin embargo, detrás de esa cara bonita con modales de muñeca se esconde una temible jugadora profesional de póquer con más de US$ 2.000.000 ganados en torneos gracias a una combinación letal de agresión, actuación y manejo psicológico de sus oponentes, que se suma a un conocimiento y un dominio de la teoría de los juegos que pondría orgulloso al propio von Neumann. Liv fue una de las finalistas de Golden Balls, pero con menos suerte que Steve y Sara, dado que tuvo que decidir con su compañero Stuart qué hacer con un pozo de solo £ 6.500. Como de costumbre, el moderador explicó las reglas, dándoles luego a Liv y a Stuart el minuto de rigor para que pudieran dialogar y ponerse de acuerdo. Si las personas que determinan qué actores de Hollywood estarán nominados para ser premiados con el Oscar al mejor actor hubieran visto el programa, seguramente habrían incluido a Liv Boeree en la lista. Habría sido prácticamente imposible para Stuart no confiar en ella, e incluso usted o yo le habríamos dado la combinación de nuestra caja fuerte o las llaves del auto. Sin embargo, cuando cada uno de los participantes le mostró al otro su decisión, Stuart se derrumbó: la cara del mismísimo diablo se dibujó en el rostro del angelito, y Liv Boeree se marchó a casa con el 100 por ciento del pozo. El mismo trago amargo tuvo que digerir Steve, solo que en su caso, luego de haber saboreado en su imaginación lo que pensaba hacer con las más de £ 50.000 que

supuestamente obtendría, tuvo que observar atónito cómo su contrincante (por cierto, también joven y bonita) le robaba un pozo de £ 100.150, luego de haberle jurado incluso por sus hijos que estaba dispuesta a cooperar y a compartir las ganancias. Ahora bien, si lo que movió a Sara fue la codicia de no conformarse con las 50.000 libras, sin dudas en el caso de Liv Boeree una diferencia de 3.250 libras no justificaba la traición. Más bien le salió la jugadora de póquer de adentro: no pudo evitar aplicar la implacable lógica de la teoría de los juegos. Liv sabía que la estructura del show replicaba el famoso dilema del prisionero, y lo único que hizo fue jugar como le habrían enseñado los mismísimos Nash y von Neumann. El dilema del prisionero es el Cadillac de la teoría de los juegos. Aunque se les atribuye a Merrill Flood y Melvin Dresher el descubrimiento del dilema, los créditos normalmente son para el matemático estadounidense Albert Tucker por haber propuesto la metáfora de origen criminal que le da origen al nombre del dilema. El dilema original es más o menos así: dos sospechosos de haber cometido un crimen son detenidos por la policía. El juez no tiene suficiente evidencia para condenarlos por más de un año, de modo que llama a cada uno de ellos por separado a su despacho y les hace la siguiente propuesta: “Si delata a su compañero y afirma que él fue el autor material del delito y que usted fue un simple colaborador, a él le daremos cinco años de cárcel y a usted le reduciremos la sentencia a seis meses en agradecimiento por su colaboración”. Cada uno de los detenidos sabe que la misma propuesta le será efectuada al otro, por lo que pueden darse tres escenarios posibles. Una posibilidad es que ninguno de los dos confiese, en cuyo caso ambos cumplirán una condena de un año; la segunda posibilidad es que los dos confiesen, enfrentando entonces ambos una pena superior a la que recibirían en caso de no haber existido la confesión (supongamos, dos años cada uno); finalmente, la tercera situación posible se produce si solo uno de los dos sospechosos confiesa mientras que el otro decide mantener silencio: en este último caso el confesante recibe seis meses de sentencia y el delatado, la pena máxima (digamos, unos cinco años). Si los delincuentes analizan la situación racionalmente, cada uno de ellos realizará el siguiente razonamiento: “Yo no sé si mi cómplice me delatará o no, pero solo una de esas dos posibilidades se concretará. Si mi cómplice me delatara, lo mejor que yo podría hacer sería delatarlo también, pues prefiero cumplir dos años de condena en lugar de cinco. Si mi cómplice no me delatara, nuevamente lo mejor que podría hacer yo sería delatarlo de todos modos, dado que en ese caso yo solo recibiría una condena de seis meses, opción que obviamente es mejor que enfrentar la condena de un año que nos corresponderá a ambos si ninguno de los dos confiesa. Por lo tanto, en cualquiera de los dos escenarios me conviene delatarlo”. El problema es que si los dos delincuentes razonan del mismo modo enfrentarán el siguiente dilema: sabrán que lo mejor que pueden hacer desde un punto de vista estratégico es delatar al otro, aun cuando sean conscientes de que el resultado más probable de su acción sea que ambos terminen cumpliendo una condena mayor que la que recibirían si pudieran ponerse de acuerdo de algún modo y mantener el silencio. Así, la no cooperación entre los sospechosos constituye en este caso el equilibrio de Nash del juego, dado que la mejor estrategia posible para cada uno de los delincuentes consiste en delatar al otro. Ese es exactamente el mismo razonamiento estratégico que siguió Liv Boeree en Golden

Balls: pensó que si su contrincante elegía robarse el pozo lo mejor que podía hacer ella era optar por robarlo también para castigarlo por su comportamiento, pues de todos modos no obtendría nada de dinero. En cambio, si su contendiente elegía dividir el pozo, ella podría obtener el doble del dinero al robárselo. De este modo, independientemente de qué decidiera Steve, lo mejor que podía hacer Liv, según un pensamiento absolutamente estratégico, era robarse el pozo. Sin embargo, detengámonos aquí un momento: lo que el equilibrio de Nash del dilema del prisionero nos enseñó es que si ambos jugadores fueran racionales y pensaran estratégicamente, entonces ninguno de los dos elegiría cooperar. Es decir, ambos deberían optar siempre por robarse el pozo, en cuyo caso los dos se marcharían siempre a su casa con los bolsillos vacíos. Paradójicamente, si todos fuéramos tan racionales como von Neumann, Nash y tantos otros teóricos de los juegos suponen que somos, entonces Golden Balls sería un juego aburrido y previsible. El show resultaría un completo fracaso, pues siempre terminaría del mismo modo. Pero eso no es lo que sucede en la realidad. Algunas veces uno de los participantes decide cooperar y el otro lo traiciona; muy pocas veces los dos eligen cooperar, y muchas veces se retiran ambos del programa con un diez en teoría de los juegos, pero con los bolsillos vacíos. Las investigadoras sociales Donja Darai y Silvia Grätz, de la Universidad de Zurich, analizaron 222 episodios del show y observaron que el 54,5 por ciento de los participantes elegían cooperar. Asimismo, al clasificar a los participantes según características socioeconómicas, descubrieron resultados aún más interesantes. Por ejemplo, notaron que el 62 por ciento de las personas mayores de cuarenta años cooperaban, frente al 49 por ciento en el grupo de los más jóvenes. A su vez, los datos obtenidos indicarían que la tentación de traicionar al contrincante aumenta en la medida en que el monto en juego es mayor, dado que mientras que el 75,7 por ciento de los participantes cooperaron cuando se trató de montos inferiores a £ 3.500, la cooperación se redujo al 51 por ciento cuando se pusieron sobre la mesa montos superiores a £ 30.000. El hecho de que la cooperación disminuya fuertemente cuando están en juego grandes cantidades de dinero podría estar señalando que las personas actúan en forma más racional cuando aquello que está en juego verdaderamente importa. Así, en oposición a los planteos de Nash se observó que una tercera parte de las veces ambos participantes decidieron cooperar, y por lo general la cooperación mutua se dio en equipos mixtos en lo que respecta al sexo de los participantes, entre personas mayores de cuarenta años y, como era previsible, cuando estaban involucrados montos relativamente pequeños. Solo en un 24,3 por ciento de los programas se arribó al resultado final de no cooperación mutua predicho por la teoría de los juegos estándar, y en general este desenlace se dio entre participantes de sexo femenino y de edad avanzada. Lamentablemente no hay estadísticas sobre otras características de los participantes, pero los capítulos que están disponibles en You Tube permiten observar que en general los participantes más jóvenes, y especialmente los más atractivos, son quienes tienden a robarse sistemáticamente el pozo. Mi sospecha es que las personas de edad avanzada, tal como sugieren las investigaciones sobre juegos psicológicos que presentamos anteriormente, consideran argumentos no monetarios en sus funciones de utilidad, por ejemplo, creencias o valores morales que influyen a la hora de evaluar las alternativas y hacen más factible optar

por un resultado cooperativo, mientras que en el caso de las personas más jóvenes pesa más el dinero en sus funciones de utilidad. Respecto de la aparente relación entre la belleza de los participantes y la respuesta no cooperativa, pienso que responde al hecho, demostrado en numerosas investigaciones científicas (por ejemplo, los trabajos de Hamermesh y mis propias investigaciones sobre el tema), de que existe una alta correlación entre la belleza y la inteligencia de las personas, que explicaría que las personas más atractivas sean en promedio las más racionales, esto es, las más parecidas a von Neumann. Sé que la afirmación de que la inteligencia y la belleza están correlacionadas genera incredulidad en muchas personas e incluso incomoda a otras, pero no solo hay evidencia empírica al respecto sino que el planteo tiene lógica, tanto si se considera que la inteligencia es una capacidad codificada en los genes y transmitida hereditariamente (la hipótesis nature, o de la naturaleza), como si se la define como el resultado de la reproducción social de una desigualdad inicial (la hipótesis nurture o de la influencia ambiental). En el primero de los casos, si las personas más inteligentes son más productivas y ganan mejores salarios, aumentan sus chances de aparearse y reproducirse con personas más atractivas, pasando así genes atractivos e inteligentes a su descendencia; en el segundo caso, la trasmisión se produce porque los más inteligentes (y productivos), además de aparearse con personas más atractivas, mandan a sus hijos a los mejores colegios y les pagan la mejor educación, potenciando así su inteligencia. En cualquiera de los dos casos se va generando un patrón de correlación que se fortalece generación tras generación. Como quiera que haya sido, volviendo al juego que nos ocupa, resulta interesante que John List, del National Bureau of Economic Research, encontrara prácticamente los mismos resultados en un análisis de 117 capítulos del programa Friend or Foe, que también se basa en una estructura similar a la del dilema del prisionero. Según el estudio realizado por List, solo en un 25 por ciento de las oportunidades se arribó al resultado de no cooperación mutuo que predice la teoría de los juegos y prácticamente el mismo porcentaje de veces ambos participantes eligieron cooperar. Estos resultados confirman los hallazgos anteriores y nos obligan a pensar en modelos de comportamiento estratégico heterogéneos, que no pueden generalizarse para explicar el accionar de todos los individuos. El lector recordará que en la primera sección de este libro llamé la atención sobre el hecho de que la mayor parte de la Psicología Cognitiva estaba construida sobre modelos experimentales que mostraban resultados heterogéneos. Estos experimentos naturales, en los cuales las personas compiten por montos significativos de dinero de verdad, confirman mis sospechas y obligan a pensar en la construcción de una nueva teoría económica. Para microfundamentar los comportamientos estratégicos de los agentes y elaborar nuevos modelos explicativos, esta nueva teoría deberá en principio reconocer que existen distintos tipos de agentes en las interacciones, los cuales presentarán diferentes niveles de racionalidad, dispondrán de teorías de la mente de desigual nivel de sofisticación e implementarán estrategias de interacción diversas, en contextos caracterizados por la presencia de variados factores no monetarios que también influirán en sus decisiones.

Hay cosas que el dinero no puede comprar… todavía En 1992, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a Gary Becker por haber extendido el análisis costo/beneficio a áreas impensadas de las relaciones sociales, como el matrimonio y el crimen, pero sobre todo por su análisis económico sobre el uso del tiempo. Como economista, confieso que me he formado en la concepción de la escasez, que es la que justifica nuestra ciencia, porque si viviéramos en un contexto de abundancia no habría de qué preocuparse. Me he nutrido en la influencia del análisis costo/beneficio de Becker, de suerte que he modularizado (a la manera de Karmiloff Smith) ese modo de pensar el mundo, cualquiera sea su manifestación, y lo aplico prácticamente a todo. Sin embargo, la realidad no funciona siempre así. Por supuesto, en muchas áreas donde no hay mercados, la escasez de todos modos les pone “precio” a las conductas, y los análisis de los pros y los contras están a la orden del día. Así, las rubias son más deseadas porque hay pocas (lo mismo ocurre con las morochas en Suecia); las parejas se divorcian más a menudo porque el costo de hacerlo (sobre todo para la mujer) se ha reducido drásticamente como resultado del mayor acceso a los mercados laborales; la delincuencia aumenta cuando caen los salarios reales y el desempleo; y las amistades se debilitan si no invertimos tiempo en ellas. Sin embargo, muchas de nuestras relaciones sociales se manejan en cuentas mentales diferentes de las que utilizamos para evaluar los aspectos económicos. Quizás una de las personas que mejor lo ha mostrado sea Dan Ariely, quien en su libro titulado Predeciblemente irracional muestra claramente el efecto nocivo de considerar con un criterio monetario relaciones sociales que se desenvuelven en ámbitos no mercantiles, aun cuando existan relaciones económicas similares. Aquello que Ariely señala me tocó experimentarlo en carne propia en la Facultad de Ciencias Económicas de la UNLP donde me desempeño como profesor e investigador. Nunca he tenido problemas en convocar a renombrados especialistas de la contabilidad, la administración y la economía para que dicten conferencias a los estudiantes. Jamás me pidieron dinero a cambio, y estoy seguro de que si les hubiera dicho que había una remuneración de $ 200 para cada conferencista por su asistencia muchos de ellos se habrían negado a concurrir. Lo mismo sucede con muchos conocidos a los que habitualmente les pedimos favores. Nos dan una mano con la pintura del departamento o aceptan llevarnos en su auto como una gentileza, pero si les ofreciéramos $ 50 por hacerlo seguramente se negarían a aceptar, puesto que es muy probable que su tiempo valga en verdad mucho más que eso. Algo parecido me ocurrió recientemente. Cuando hace doce años me recibí de economista, mi primer trabajo consistió en dar clases particulares de economía, microeconomía, macroeconomía y finanzas públicas. Con el tiempo, cuando empezaron a aparecer mejores oportunidades laborales, fui dejando las clases particulares. Sin embargo, cada tanto me llaman solicitándome apoyo para preparar un examen. Por lo general rechazo amablemente el pedido, pero cuando se trata de algún amigo o conocido trato de encontrar el tiempo para ayudarlo. Lo hago completamente ad honorem. Si se ofrecen a pagarme, les explico que no

tengo tiempo para hacerlo por dinero: simplemente tengo mejores ofertas laborales, y si accediera a recibir una retribución tendría que cobrar un precio prohibitivo para un estudiante. Ahora dejemos que Ariely nos cuente su ejemplo, el cual seguramente resultará mucho más revelador y alarmante. O al menos esa fue mi sensación cuando por primera vez leí sobre las investigaciones de Gneezy y Rustichini en el libro de Ariely. Estos economistas no hicieron su trabajo de campo en mercados de acciones ni en empresas productoras de bienes, sino que eligieron un jardín de infantes de Israel como objeto de estudio. Como sucede en muchos colegios, algunos padres suelen experimentar demoras para pasar a buscar a sus hijos cuando termina el horario escolar, no importa cuáles sean las razones, tráfico pesado o reuniones demoradas, sistemáticamente un puñado llega tarde. Los administradores del jardín de infantes de Israel comenzaron a encontrar inconvenientes las demoras y no tuvieron mejor idea que imponer un arancel a los retiros tardíos. En definitiva, puede pensarse que los jardines cobran una matrícula por cuidar a los chicos (y educarlos) por un lapso determinado. El hecho de que no se pague por el retiro tardío podría generar un exceso de demanda por parte de los progenitores, quienes abusarían del recurso, como ocurre siempre que el precio de un bien o servicio es demasiado barato. Desde una perspectiva economicista, poner un precio al comportamiento no deseado (la demora) ciertamente debería haber reducido ese comportamiento. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió. Para sorpresa de muchos, el resultado fue exactamente opuesto al buscado. De algún modo, fue como si los padres hubieran encontrado un justificativo para la conducta incorrecta. No más preocupaciones, no más vergüenzas: ahora se podía “comprar” el derecho a llegar tarde, y muchos padres lo aprovecharon. La moraleja es que hay que ser muy cuidadoso cuando se decide monetizar una relación social que no está atravesada por el mercado. Esto puede tener consecuencias nefastas, obvias en el caso de muchas políticas públicas de control de tránsito o de uso de espacios comunes, e incluso también en el caso de la regulación de conductas ilegales, tanto en el ámbito del derecho público como en el terreno del derecho privado (civil y penal). Pienso en este momento en las multas por exceso de velocidad, o por pasar semáforos en rojo, por ejemplo. Es evidente que al asignarle un valor monetario a una conducta que es incorrecta se le permite al infractor regularizar ese comportamiento inadecuado. Lo mismo sucede con los ruidos molestos, la contaminación, las violaciones a las leyes del consumidor, etcétera. Es cierto que una vez que estas conductas han entrado en el ámbito del mercado opera la ley de la demanda —que postula que a mayores precios el consumo de un bien disminuye— y, por ende, se dispone de una herramienta poderosa para reorientar los comportamientos sociales. Lo que quiero destacar es que la eventual multa opera reemplazando reglas sociales no mercantiles, y seguramente sea posible establecer un conjunto de incentivos sociales que produzcan los efectos deseados sin monetizar las relaciones y sin arriesgarse a provocar efectos indeseados. Así, al jardín de infantes se le podría recomendar que publicara una “lista negra” con los nombres de los padres incumplidores, que podría distribuirse, por ejemplo, en las reuniones escolares. En cuanto a los infractores de tránsito, en lugar de cobrarles multas podrían imponerse otras sanciones, como obligar a los conductores a hacer tareas comunitarias, o

inmovilizar sus autos mediante un cepo y retenerles la licencia de conducir durante un mes. El mismo efecto podría lograrse si a un conductor que excediera el límite de velocidad máxima se lo obligara a retroceder 150 kilómetros para abonar un ticket de multa simbólico por valor de $ 1. Las empresas que violan las normativas sobre los derechos del consumidor podrían ser obligadas a reducir sus pautas publicitarias, a hacer contra publicidad de su marca o a financiar la campaña de la competencia, o bien podrían sufrir suspensiones que limitasen su capacidad de operar en los mercados. Quien contamina o genera ruidos molestos podría ser sancionado mediante una clausura preventiva, no cancelable con ningún pago. Si se tratase de un bar, por ejemplo, la sanción podría consistir en prohibirle el uso de los equipos de sonido, lo cual redundaría en un descenso considerable de la clientela. También existe un conjunto de comportamientos que generan efectos indeseados en los demás, pero que no cuentan aún con penalidades económicas ni sociales. El caso que me viene a la mente es el de las alarmas de los autos. ¿Cuántas veces usted ha tenido que escuchar durante horas y horas sonar una alarma sin que nadie se ocupara de apagarla? La respuesta económica obvia sería que los dispositivos deberían incluir un medidor que, como en el caso de la luz o del gas, obligase al dueño del auto a pagar por el ruido ocasionado. En cambio, una solución no monetaria podría consistir en obligar al causante del ruido molesto a colocar en el parabrisas del auto una calcomanía con la siguiente inscripción: “Róbeme tranquilo el auto, porque de todos modos nunca escucho la alarma”. Por supuesto, se aceptan ideas alternativas. Probablemente sea posible un mundo donde todas y cada una de las relaciones sociales estén monetizadas, pero le advierto que será uno muy distinto al que conocemos. Basta con imaginarse un mundo donde los favores se compran y se venden, los lugares en las colas se negocian, el sexo tiene precio y los votos se comercian. Usted podría hacer muchos favores de joven, acumulando un saldo monetario importante en su cuenta que luego podría usar para “comprar” otros favores durante la vejez, cuando probablemente necesite colaboración para cruzar las calles o levantar objetos pesados. También podría canjear los bonos de favores por dinero. Incluso podría negociar su historial de comportamiento. Si alguien le dijera: “Señor, necesito algunos favores, pero como he sido egoísta toda mi vida no poseo bonos para comprarlos”, usted podría responderle: “No hay problema, le vendo algunos de mis derechos a recibir favores y usted me da una parte de su dinero”. Sospecho incluso que esto podría servir para mejorar sustancialmente la distribución del ingreso, ya que los pobres, que disponen de más tiempo libre, podrían dedicarse a hacer favores a otras personas y de este modo lograrían comprar bienes con los bonos obtenidos (es decir, los derechos a ser retribuidos) por los favores realizados. La gente de Timebanking.org de hecho ha llevado a la práctica una idea parecida a esta, estableciendo un banco de tiempo que permite que la gente haga favores, tareas comunitarias y brinde todo tipo de servicios, acumulando horas que luego pueden ser usadas cuando se necesita algo que demanda esa cantidad de tiempo. Por ejemplo, supongamos que ofrezco en el sitio quince horas de tutoría en Economía. Si luego necesito un arreglo de mi auto, busco un mecánico que haya ofrecido algunas horas de su tiempo y le pago con mis horas, que luego el podrá intercambiar por otras horas de tiempo en tareas que necesite. La clave, por

supuesto, es que una hora de trabajo vale exactamente lo mismo, sin importar la tarea desempeñada. Si se monetizaran otras relaciones sociales, las consecuencias positivas en materia distributiva podrían ser reforzadas. Imagine, por ejemplo, la siguiente escena. Usted llega a la cola del banco y encuentra cincuenta personas delante. Allí nomás comienza la subasta. Se dirige al primero de la cola y le ofrece $ 10 a cambio de su lugar. Si obtiene una respuesta negativa, entonces le realiza la oferta al segundo y así sucesivamente, hasta que encuentra alguien dispuesto a recibir el dinero y dirigirse al final de la cola. Esa persona, a su vez, podría gritar a viva voz: “Me han ofrecido $ 10 por mi lugar. ¿Alguien da más?”. En una sociedad cuyas relaciones sociales se encuentran escasamente monetizadas, quienes más pierden son los pobres, que no pueden negociar ningún valor social más que su trabajo. ¿Qué hay de la monetización del sexo? Y no me refiero a la antigua profesión de la prostitución, al sexo pago como trabajo, sino que mi planteo ahora tiene que ver con imaginarse un mundo donde todas las relaciones sexuales salieran del espacio social no mercantil e ingresaran en el terreno de la oferta y la demanda. Hasta la irrupción del Viagra las mujeres gozaban de una ventaja de negociación, ya que podían tener más relaciones sexuales por día que los hombres. Fármaco mediante, las posibilidades se han balanceado, de modo que es preciso analizar la situación de otro modo. Supongamos que hay personas muy deseables, cuyo sexo vale $ 500, por ejemplo, y otras menos dotadas cuyos atributos se valoran solo en $ 100. Cada vez que dos personas igualmente deseables tengan sexo, no habrá movimiento de dinero, pues ambos cotizarán igual y los pagos se cancelarán. Sin embargo, alguien más deseable podría encontrar conveniente ofrecerle sus servicios a una persona menos deseable, recibiendo a cambio $ 400 de diferencia. A su vez, si la pareja de la persona más deseable sintiera celos, siempre podría ofrecerse a pagar los $ 400 de diferencia para evitar que su partenaire tenga relaciones con una tercera persona. Para los conocedores de la economía de las externalidades, esto no es otra cosa que una versión simplificada del Teorema de Coase, que señala que si los derechos de propiedad están correctamente establecidos (se sabe de antemano quién tiene derecho a qué), la negociación entre las partes siempre permite llegar a un resultado socialmente óptimo sin importar quién posea esos derechos. Siguiendo con el ejemplo anterior, si los dos miembros de una pareja fueran igual de celosos, la solución de mercado óptima sería la monogamia, pero si difiriesen en su nivel de celos, el más posesivo debería poseer mayores ingresos o ser más atractivo sexualmente hablando. Aun en el caso de que todas las relaciones sexuales pasaran por el mercado podría persistir una forma de prostitución como la que conocemos en la actualidad, pero quien apostara a vivir de ello o bien tendría que aceptar no tener pareja (a menos que su partenaire fuera alguien igual de promiscuo, quien obviamente no debería ser celoso, a menos que pudiera solventar el costo de serlo), o debería encontrar una pareja menos atractiva y poco celosa. De este modo, la monetización del sexo seguramente conduciría a un desplazamiento de los valores afectivos que definen la relación. Obviamente, si usted es como la mayoría de los mortales y le resultó algo chocante tan solo

pensar en la posibilidad de monetizar una relación que constituye una parte tan íntima de su vida, es justamente porque se trata de una relación social correspondiente a un ámbito a priori no mercantil. Note que deberíamos experimentar la misma desaprobación cada vez que observamos que una persona que pasó un semáforo en rojo, o que manejó a 150 kilómetros por hora poniendo en riesgo la vida de otros, lava sus culpas pagando una multa que ni siquiera es proporcional al valor de su auto. Aunque la cuestión de la monetización de las relaciones sociales admite multiplicidad de ejemplos, cerraré este apartado comentando las implicancias de un mundo en el cual los mercados electorales estuvieran monetizados. El sistema representativo en el cual se basan la mayoría de las democracias modernas implica un método de votación que responde a la consabida fórmula de un hombre, un voto. Aunque las leyes electorales se han encargado de distorsionar un poco esta proporción, puede decirse que los sistemas de algún modo buscan (con muchas comillas) lograr un reparto igualitario del poder político de cada ciudadano. Por el contrario, las economías de mercado que descansan en el poder del libre juego de la oferta y la demanda para asignar recursos escasos establecen un sistema de votación bajo la regla un peso, un voto, según la cual el poder queda concentrado de acuerdo a la disponibilidad de riqueza de cada ciudadano. Ahora bien, si las reglas sociales de representación estuvieran mediadas por dinero, viviríamos en un mundo donde los ciudadanos votarían transfiriendo dinero a sus candidatos favoritos, de suerte que quien lograse reunir la mayor fortuna (que luego debería invertir en el presupuesto público) sería el ganador. Curiosamente, existe la posibilidad inversa; esto es: que sean los candidatos quienes paguen a los ciudadanos por sus votos. Finalmente, existe la posibilidad de implementar un sistema mixto (cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia), en que los ciudadanos con interés particular en un político determinado podrían aportar dinero al partido que lo sustenta, y este a su vez podría comprar los votos de los individuos que no manifestaran preferencias por uno u otro candidato (los indecisos o desinteresados), o de aquellos para quienes el derecho a elegir un candidato no ameritara gastar dinero de su propio bolsillo. Nótese que un sistema electoral monetizado podría funcionar muy bien en un mundo donde las personas tuvieran similares niveles de ingresos, porque de hecho bajo esas condiciones la regla una persona, un voto sería en principio tan justa como la que reza un peso, un voto, pero en el caso de sociedades muy fragmentadas socioeconómicamente la regla mercantil podría conducir a que unos pocos llegaran a imponer su voluntad al resto simplemente usando sus fortunas para pagar por ello. Incluso en un mundo desigual, si el mercado electoral funcionara de forma eficiente, aun cuando la mayoría no tuviera ingresos suficientes como para influir en los resultados de la elección, contaría de todos modos con un importante caudal de votos que podría hacer valer según su preferencia. La mayoría de los ciudadanos más pobres podrían contratar los servicios de un negociador que vendiera sus votos colectivamente, como lo hacen los gremios cuando negocian de manera grupal los derechos del colectivo de trabajadores que representan. Alternativamente, si los ciudadanos pobres tuvieran una muy fuerte preferencia por un determinado tipo de políticas, podrían exigir una cantidad tan grande de dinero a cambio de

votar por un candidato que deseara implementar políticas contrarias a las de su preferencia que solo un candidato favorable a sus intereses podría ganar, porque nadie sería capaz de juntar la fortuna de dinero necesaria para compensarlos. El problema, de todos modos, es que no existe ninguna garantía de que el mercado electoral efectivamente funcione de modo eficiente. Incluso si lo hiciera, el conjunto de los incentivos monetarios introducidos modificaría sustancialmente las reglas de juego de la política. La política sería un negocio y las convicciones, una mercancía. Bajo esas condiciones, los partidos políticos se transformarían en meras marcas, susceptibles de ser promocionadas bajo las modernas reglas del marketing, y los ciudadanos se convertirían en consumidores que maximizarían su utilidad o satisfacción, incluso si esto implicara votar por un candidato que los perjudicase. Actuamos y tomamos decisiones de una manera cuando una relación social transcurre en un terreno distinto del monetario, pero modificamos nuestro comportamiento cuando el dinero entra en la ecuación. No razonamos del mismo modo cuando tenemos que lidiar con los análisis económicos de costo/beneficio, si hay dinero de por medio, que cuando no lo hay.

¿Qué tiene que ver el amor con la Economía del Comportamiento? Desde el trabajo pionero del sociólogo Reuben Hill, presentado hace ya más de cincuenta años, se reconoce una diferencia sustancial en la respuesta que los distintos sexos dan a la pregunta respecto de las preferencias en el momento de elegir pareja. Sistemáticamente, los hombres reportan un mayor interés por los aspectos físicos de su partenaire, mientras que las mujeres parecen sentirse más atraídas por la posición económica de su compañero. Para descartar la hipótesis de que esa predilección solo se observaba entre los estudiantes de alguna universidad de Estados Unidos, el psicólogo social David Buss efectuó un estudio transcultural que consistió en encuestar a individuos provenientes de 37 países culturalmente diversos, y el investigador llegó a las mismas conclusiones. Una explicación plausible de este fenómeno surge del modelo que el economista David Bjerk desarrolló en la Universidad de Claremont, que demuestra que si efectivamente la utilidad marginal del ingreso es decreciente (es decir, si el ingreso del partenaire importa menos cuando la posición económica de quien busca pareja es mejor), entonces la situación óptima consistirá en que el integrante de la pareja de mayor ingreso busque un compañero que aporte belleza, y en que los individuos más pobres busquen “socios” mejor acomodados y presten menos atención a las apariencias. Luego, que las mujeres prioricen la economía por sobre la biología sería un resultado circunstancial, producto de que todavía los hombres ganan en promedio más que las mujeres. Si la afirmación precedente es cierta, no sorprenderá que en la próxima generación, digamos, en unos 25 años, sean los hombres los que elijan a las mujeres por su posición económica y las mujeres quienes seleccionen a sus parejas teniendo en cuenta principalmente los aspectos físicos, pues la brecha de educación entre géneros se está cerrando, y es muy probable que próximamente se invierta, haciendo que por lo tanto pasen a ganar mejores salarios las mujeres que los hombres. Naturalmente, este cambio modificaría la morfología de una de las relaciones sociales más

ancestrales: la prostitución. La venta de sexo encaja perfectamente en el modelo explicativo de Bjerk, pues si es cierto que un miembro de la pareja considera principalmente el aspecto físico, entonces no le convendrá asumir el compromiso que implica una relación y podrá maximizar su bienestar simplemente pagando por obtener aquello que en verdad le interesa. No debería sorprendernos que el mundo de las relaciones presente grandes transformaciones en los próximos años, en un contexto caracterizado por una creciente cantidad de mujeres cada vez más interesadas en el aspecto físico de sus compañeros y un número en aumento de hombres ávidos de la protección (y provisión) que implica el compromiso. Metodológicamente es posible que no resulte fácil para los investigadores sociales detectar estos nuevos patrones de conducta, pero para los economistas debería ser más fácil notarlos en el mercado de los servicios sexuales, pues la tendencia debería traducirse en un aumento de la prostitución masculina y en una mayor demanda de productos vinculados con el cuidado y la belleza del hombre (incluyendo, por supuesto, las cirugías estéticas). Lógicamente habrá otras fuerzas sociales operando que puedan contribuir a generar tanto un incremento de la prostitución masculina como una mayor tendencia hacia las consideraciones estéticas por parte de las mujeres, pero la variabilidad de ingresos relativos y la disminución de las brechas salariales entre sexos en las distintas regiones del planeta deberían servir para aislar el efecto puramente económico. Claro que la asimetría de preferencias que mencionamos al inicio de este apartado bien podría ser un resultado artificial, producto de fallas en el proceso de investigación. Por ejemplo, los psicólogos Richard Nisbett y Timothy Wilson han probado en varios experimentos que existe una diferencia entre aquello que las personas dicen que les gusta y lo que en definitiva terminan eligiendo. Así, probablemente resultaría mucho más ilustrativo analizar el modo en que hombres y mujeres efectivamente eligen a sus parejas en contextos reales. Con ese objetivo en mente, Paul Eastwick y Eli Finkel, en un reciente artículo publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, organizaron un evento de speed dating, en que 163 estudiantes universitarios tuvieron entre 9 y 13 citas aleatorias de 4 minutos de duración cada una. Luego, durante el mes siguiente a la reunión se realizó un seguimiento para evaluar cómo continuaban las relaciones que se habían formado en aquella oportunidad. Los resultados mostraron que, si bien con anterioridad a las citas los participantes habían manifestado el típico patrón de preferencias antes descripto, las relaciones que se formaron no coincidieron con aquello que habían dicho que deseaban; esto es, no se observó correlación entre el sexo del participante y la preferencia por la situación económica o por el aspecto físico del compañero o la compañera. En otro famoso estudio, el profesor Dan Ariely, experto en Economía del Comportamiento, analizó junto a Günter Hitsch y Alí Hortacsu una base de datos de 23.000 usuarios de un famoso sitio de citas de Internet. Lo interesante de la investigación es que los autores pudieron identificar tanto la cantidad de mensajes enviados y recibidos por cada participante del sitio como la cantidad de veces que sus perfiles habían sido consultados por otros postulantes. Incluso fueron capaces de detectar si los interesados habían intercambiado números de teléfono o direcciones de correo electrónico en los mensajes.

Los resultados de esta investigación son sumamente interesantes. Se observa que los hombres pertenecientes al 10 por ciento de la población masculina más atractiva envían mensajes solo a un 5 por ciento de mujeres feas o del montón, y recién incrementan fuertemente sus envíos cuando la candidata en cuestión compone el 30 por ciento de las mujeres más lindas. El hombre promedio, en cambio, también presta poca atención a las mujeres menos favorecidas estéticamente, pero su interés crece en forma más pareja, razón por la cual una chica “6 puntos” o una “5 puntos” tienen iguales chances de recibir su atención que la mujer más linda de la oficina, pero la del 6, gracias a su punto de ventaja, se gana con más facilidad los favores del hombre estándar, que habitualmente es rechazado por la chica “9 o 10 puntos”. Por su parte, los hombres más feos actúan en forma bastante similar a los demás, pero no se animan a intentar conquistar a las mujeres que integran el 20 por ciento de las más lindas. Las mujeres, aunque más reacias a enviar correos electrónicos, tienen un perfil bastante homogéneo, independientemente de sus atributos físicos. Sin importar qué clase de hombre sea usted, tiene el doble de probabilidades de que le escriba una mujer fea, pero si por fortuna ha sido dotado de los atractivos físicos de un actor de Hollywood, deberá tener cuidado, pues el 100 por ciento de las mujeres intentarán conquistarlo. Es interesante notar que, en términos de cantidad de mensajes, las damas reciben por regla general seis veces más correos que los caballeros. A la hora de analizar las respuestas, a un hombre promedio le contestan el 40 por ciento de los mensajes que manda, mientras que una mujer común y corriente obtiene un 70 por ciento de respuestas. Obviamente, existen diferencias de calidad sustantivas. Incluso las mujeres más feas tienen la posibilidad de que les respondan uno de cada dos mails que han enviado, lo cual es justo porque ellas se comportan de igual modo que los hombres al responder al menos un 40 por ciento de las solicitudes. En cambio, las que se ubican entre el 30 por ciento de las más lindas solamente responden alrededor de un 15 y un 25 por ciento de los mensajes, alcanzando hasta un 30 por ciento de respuestas cuando se trata de candidatos muy bien parecidos. La diferencia de edad también influye fuertemente en las decisiones de los participantes y perjudica de manera especial a los hombres más jóvenes y a las mujeres más grandes (seis años de diferencia entre los participantes equivalen a caer un 25 por ciento en el ranking de belleza). Por otro lado, incluir una foto en el perfil es una medida altamente beneficiosa, pero mientras que para ellos las respuestas se incrementan en un 50 por ciento, en el caso de las mujeres las respuestas que reciben se duplican. Hasta aquí los resultados son interesantes, pero veamos cómo impactan las apariencias en relación con el dinero. El aspecto físico (que se evalúa mediante un puntaje asignado por jueces neutrales que miran la foto del interesado) es estadísticamente, y por lejos, el más importante de los predictores de respuesta para ambos sexos. La altura y el índice de masa corporal también tienen importancia, pero en sentido opuesto según el sexo: los más comprometidos aquí son los hombres muy bajitos y las mujeres extremadamente altas. La posición económica importa en el hombre, pero solo cuando su ingreso asciende por encima de los US$ 50.000 anuales (que es, más o menos, el ingreso promedio en Estados Unidos). Cada US$ 10.000 adicionales de ingresos, crece un 7 por ciento la chance de recibir

respuesta a los mails. En cambio, en el caso de las mujeres, sus ingresos importan relativamente menos, siendo solo las mujeres de más bajos recursos las perjudicadas. Más interesante aún es que parecería existir una tendencia a buscar una pareja lo más parecida posible a uno. Las mujeres que más importancia le asignan al dinero son las de altos ingresos y, sorpresivamente, también las que componen el 50 por ciento de las mujeres más feas de la población. Esta tendencia también se observa al considerar las preferencias por el nivel educativo de los partenaires: las mujeres prefieren fuertemente a hombres que presentan su misma educación o superior, y lo mismo ocurre en el caso de los hombres que no tienen estudios superiores; pero en caso de caballeros con estudios universitarios, el nivel educativo de la mujer les da lo mismo. Finalmente, los resultados de esta investigación muestran que mientras que el modelo que tiene en cuenta las apariencias, los ingresos y la educación explica el comportamiento de los hombres en un 44 por ciento, su poder predictivo asciende al 29 por ciento en el caso de las mujeres. Parecería que cuando las personas buscan activamente una pareja, consideran el aspecto y la posición socioeconómica de los candidatos, pero cuando se cruzan circunstancialmente con distintos tipos de personas, terminan por asumir la importancia de otros aspectos quizás más vinculados con la personalidad. Claro que este análisis que hemos realizado hasta aquí es demasiado lineal y pierde de vista un aspecto fundamental de las relaciones entre las personas: el engaño, cuyas causas y consecuencias delimitan un terreno en el cual la Economía y la Psicología se dan nuevamente la mano. Helen Fisher, en su libro Anatomía del amor, nos introduce en el tema cuando dice que “la monogamia es rara entre los mamíferos porque genéticamente al macho no le conviene permanecer con una sola hembra cuando puede copular con varias y traspasar más de sus genes a la posteridad”. La hembra, en cambio, no puede quedar embarazada de más de un hombre al mismo tiempo, de modo que no encuentra beneficios genéticos en la poligamia, al menos mientras dura la crianza del fruto de su último apareamiento. Sin embargo, no alcanza con dejar embarazada a la hembra. Además hay que asegurarse de que pueda alimentarse adecuadamente hasta que se produzca el alumbramiento de la descendencia, y también conviene garantizar cierta protección para los cachorros hasta estar más o menos seguro de que podrán sobrevivir sin mayores sobresaltos. Aquí es cuando el análisis se torna interesante: no solo la poligamia no representa beneficios genéticos para la hembra, sino que ella tiene un incentivo adicional para mantener al macho elegido a su lado, porque este puede proveerle recursos alimenticios para ella y para su prole. En el caso del macho, la lógica indica que habrá equilibrios múltiples. ¿Se está preguntando qué significa esto? Me explico. El macho alfa de la manada sigue teniendo incentivos para aparearse con cuanta hembra se le cruce por el camino, porque aunque no tenga certezas sobre su paternidad en cada caso, sabe que a la larga preñará más hembras que el promedio de su especie. En cambio, los ejemplares más sumisos se encuentran en desventaja y, por lo tanto, necesitan otros recursos. Ellos pueden “comprar” el acceso a las hembras asegurando la provisión de recursos alimenticios y de protección para ellas y su descendencia a cambio de alguna garantía de paternidad: la fidelidad. Nace entonces la monogamia entre los mamíferos.

Ahora bien, machos y hembras también tienen incentivos para hacer trampa y salirse a hurtadillas del acuerdo en la medida en que no arriesguen su vigencia. El macho que circunstancialmente puede copular con otra hembra logra un mayor traspaso de sus genes a futuras generaciones. Y aunque un macho proveedor pueda ser preferido por la hembra en detrimento del macho alfa, el mejor negocio de la hembra es quedarse con los dos, jurándole amor eterno al sumiso proveedor mientras hace todo lo posible porque sea el macho alfa quien en última instancia haga el aporte genético a su descendencia. Sin embargo, hay que tener presente que el ser humano no es un mamífero cualquiera: posee cultura, es decir, religión y reglas morales, y también puede acumular recursos, aunque en la historia evolutiva de nuestra especie este último sea un fenómeno relativamente reciente. El nobel de Economía Gary Becker sostiene que las familias son unidades de producción (una especie de empresas) que producen bienes conjuntamente. Desde un punto de vista estrictamente económico, un individuo maximiza su utilidad si puede acceder al mayor conjunto de bienes posible efectuando el menor esfuerzo, de manera que, según este enfoque, lo mejor que le podría pasar a cualquiera es conseguir una pareja mucho más productiva que uno y sentarse a disfrutar del dinero del otro. Sin embargo, este no es un equilibrio posible porque al sujeto híper productivo nunca le convendrá juntarse con un holgazán. Entonces, si no existieran los genes ni fuéramos en última instancia mamíferos, las familias estarían conformadas por personas de similares niveles de productividad. Después de todo, nadie quiere un socio vago o con pocas luces. Sin embargo, los genes empujan y nos llaman la atención las personas atractivas, del mismo modo en que sobre todo a la mujer le interesa encontrar a un hombre con capacidad de proveer. Ahora bien, ¿qué lugar hay para el engaño en las parejas de homo sapiens sapiens? En el año 2008, el profesor Daniel Kruger, de la Universidad de Michigan, condujo un estudio transcultural para determinar patrones de preferencia de las mujeres en las relaciones personales. Argentina fue parte de la muestra y yo tuve la responsabilidad de llevar adelante el trabajo local. En lo que respecta a los resultados de esta investigación, las mujeres de Estados Unidos, Croacia, Israel, Corea del Sur y Argentina señalaron sistemáticamente a los sujetos que representaban el estereotipo del hombre atractivo, agresivo y poco predispuesto al compromiso (el macho alfa) como ideales para una aventura, y a aquellos que presentaban un perfil afable, cariñoso, protector y escasamente agresivo (el sumiso) como los candidatos ideales para construir una relación a largo plazo. La segunda investigación ha sido publicada recientemente. Su autora, la socióloga Christin Munsch de la Universidad de Cronell, estudió los patrones de infidelidad en hombres y mujeres norteamericanos, y su relación con las disparidades de ingresos en la pareja. Los resultados no pueden ser más polémicos: sus hallazgos indican que los hombres tienen mayor tendencia a engañar a las mujeres si ganan bastante menos que ellas porque, según palabras de la autora, esta situación “amenaza la identidad masculina cuestionando la imagen de ganador del hombre”. Sin embargo, también tienen tendencia a engañar con mayor frecuencia a las mujeres si

ganan bastante más que ellas, presumiblemente porque las mujeres estarían en una posición más vulnerable y además el hombre tendría abundancia de recursos para destinar a otras candidatas. Respecto de las mujeres, el estudio señala que tienen mayor tendencia a la fidelidad si ganan menos que su pareja. Parece que, a fin de cuentas, no somos tan distintos de los animales. Los hombres buscamos pareja para asegurar que se refuerce nuestra identidad de machos y para obtener garantías si buscamos ser padres, pero hacemos trampa si nuestra garantía tambalea, si no la necesitamos porque somos el macho alfa, o si nos sobra el dinero como para proveer de recursos a más de una candidata. Las mujeres, por su parte, refuerzan el vínculo a medida que aumenta su dependencia, pero si buscan un candidato para una aventura, difícilmente elegirán al que les regala las rosas o les abre la puerta del auto: optarán por el perfil propio del macho alfa, con excelente aspecto físico y alto grado de agresividad. Finalmente, si las brechas económicas entre hombres y mujeres mantienen la tendencia actual, es probable que en los próximos años debamos cambiar los últimos dos párrafos, reemplazando “él” por “ella”, y viceversa.

Psicoeconomía de las finanzas familiares Vistiendo un mameluco azul que supo pasar por mejores momentos, el técnico confirma la mala noticia: “la heladera no da más”. La pareja se agarra la cabeza, pero, como si tuviera la solución, el marido abre el armario del living y se dispone a elegir entre los quichicientos frascos que atesoran los distintos fondos; el dinero para el plasma, la plata para el veraneo, los fondos para el cumple de quince de la nena, los ahorros para la cucha de “Coco” y las monedas que se acumularon para pagar el terapeuta. El comercial del conocido banco que salió por cuanto canal de televisión existe e inmediatamente fue viral en todas las redes sociales habidas y por haber buscaba ilustrar los supuestos beneficios de una tarjeta de crédito, que prometía sacarnos de un apuro, pero en rigor pinta de cuerpo entero una conducta extremadamente habitual acá y en la China: las cuentas mentales separadas. De acuerdo con lo que suponen los libros de Economía, cada uno de nosotros es un gran contador que lleva un balance general en el cual computa ingresos, egresos, ganancias y pérdidas. A partir del resultado global de esa hoja de cálculo es posible determinar el resultado de nuestras acciones (que nuestro cerebro traducirá, a su turno, en utilidades). Esto permite tomar todas las decisiones económicas relevantes. No obstante, en la realidad se observan comportamientos muy curiosos (aunque paradójicamente habituales) que parecen cuestionar la tarea del contador que cada uno de nosotros lleva dentro. Por ejemplo, ¿utiliza usted su tarjeta de crédito? ¿Tiene dinero depositado en una caja de ahorros? Desde el punto de vista de la racionalidad económica es probable que usted responda afirmativamente solo a una de las dos preguntas, pero poco probable que responda en forma afirmativa a ambas. La razón es que no tiene sentido que usted pague con una tarjeta de crédito que le cobra intereses cuando puede hacerlo con su tarjeta de débito. Del mismo modo que no tendría sentido depositar alternativamente sus ahorros en un plazo fijo que le proporcionara un interés del 10 por ciento si esa acción le restara liquidez y lo obligara a financiar sus compras

pagando el 30 por ciento de interés a la tarjeta de crédito. Sin embargo, muchas personas se comportan así de todos modos. Richard Thaler ha mostrado que este y otros comportamientos igual de curiosos emergen como consecuencia de que la contabilidad mental de las personas funciona en compartimientos: tenemos distintas cuentas mentales que manejamos por separado. Por favor, acompáñeme una vez más de recorrido por el casino. Entramos. Vamos directo hacia las cajas y cambiamos $ 500 en fichas. Las ruletas están atestadas pero, propina mediante, conseguimos un color y comenzamos a apostar a nuestro número favorito. La suerte es esquiva, y al cabo de 25 minutos hemos perdido todo nuestro dinero. Volvemos a casa masticando bronca, contrariados, pensando en todo lo que podríamos haber comprado con esos $ 500. Al día siguiente, volvemos con otros $ 500, pero esta vez el azar está de nuestro lado. Llevamos casi una hora jugando y hemos ganado más de $ 10.000. Todo es júbilo y alegría, pedimos un whisky, seguimos apostando, pero esta vez lo hacemos más agresivamente, con apuestas más fuertes. Después de todo, estamos jugando con dinero del casino, ¿verdad? Espere, aguarde un momento. Razonemos por un instante. ¿Cómo es eso de que estamos jugando con dinero del casino? ¿Acaso no lo hemos ganado ya? Si fuéramos a la caja, podríamos cambiarlo por efectivo y marcharnos a casa, ¿cierto? ¿Todo esto le suena familiar? Si la respuesta es “no”, es porque usted nunca ha ganado en un casino. Para el resto de los mortales que sí lo hemos hecho, esta situación resulta bastante habitual: aunque el dinero ganado sea nuestro y los $ 10.000 sirvan para comprar exactamente lo mismo que podríamos comprar con otros $ 10.000 percibidos por algunos meses de trabajo, les damos un tratamiento completamente diferente, e incluso es probable que gastemos ese dinero en compras que no haríamos si en vez de haber ganado ese monto en la ruleta lo hubiéramos obtenido como un bonus salarial en nuestro empleo. Ahora sigamos con el simulacro de juego en el casino. Supongamos que usted sigue jugando convencido de que es su noche de suerte, pero el azar decide jugarle una mala pasada y, sistemáticamente, comienza a perderlo todo. Casi todo. Cuando le quedan los últimos $ 1.000, su mujer lo obliga a abandonar y a convertir en efectivo las últimas fichas. Pasarán dos cosas: la primera de ellas es que aunque usted saliera del casino con más dinero del que tenía cuando entró, no estará más feliz (por el contrario, es probable que esté amargado). En segundo lugar, gastará ese dinero de un modo muy distinto del que elegiría si lo hubiera ganado trabajando. Esto es lo que habitualmente hace la gente con el dinero ganado en el juego; se da gustos que tenía postergados y se permite gastar en cosas que ni loca haría con su sueldo. De acuerdo: sé que muchos de mis lectores no han entrado nunca en un casino, de modo que utilizaré un ejemplo diferente. Volvamos a nuestro consumidor racional que maximiza utilidades. Este hombre recibe un sueldo de $ 7.500 por mes, de suerte que al cabo de un año de trabajo reúne $ 90.000 que debe destinar a adquirir bienes y servicios para lograr el mayor bienestar posible. Al año siguiente cambia de trabajo. Ahora recibe $ 6.900 por mes y un aguinaldo (sueldo anual complementario) de $ 7.200 a fin de año, de modo que sigue obteniendo $ 90.000 anuales (aunque los economistas enseñamos que no es estrictamente lo mismo percibir la misma cantidad de dinero en distintos momentos del tiempo, permítaseme la licencia de la

simplificación). Supuestamente el consumidor debería comprar lo mismo en los dos casos, ¿verdad? Sin embargo, sistemáticamente, la gente incluye en cuentas mentales separadas el ingreso del aguinaldo, y destina ese monto a realizar compras que no haría con su sueldo mensual. Parece que a las personas no les gusta mezclar cuentas distintas, por más que en definitiva el dinero sea todo igual, sin importar su origen. Como resultado, cambios monetarios de similar magnitud, pero registrados en distintas cuentas mentales, pueden generar diferentes efectos sobre nuestra utilidad. Este resultado es particularmente interesante porque los gobiernos pueden manipular el modo en que se pagan los aguinaldos; podrían establecer desde un solo pago anual, a doce pagos mensuales que se agregaran al sueldo. En el primero de los extremos, la gente trataría muy diferente ese dinero, como si fuera un ingreso extraordinario, ahorrando más o gastando en cosas que no compraría con su sueldo. En el otro extremo, si el aguinaldo se pagara mes a mes, la gente lo terminaría incorporando como un ingreso corriente igual al salario, gastando por tanto una porción mucho mayor del mismo. El fenómeno de las cuentas mentales separadas me tocó de cerca desde chico. Recuerdo cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes, y mi padre nos daba dinero para nuestras compras. Si cualquiera de nosotros pedía $ 50 una vez por semana, mi papá se angustiaba y se mostraba reticente a entregar el dinero, lo cual parece lógico considerando que bancaba a cuatro hijos. Pero lo curioso es que no había ningún problema si cada uno le pedía $ 10 por día durante los siete días de la semana. Claramente, mi padre llevaba cuentas mentales diarias y organizaba sus finanzas en torno a ellas. Muchas personas tienen ingresos específicos que destinan a gastos determinados y se permiten licencias cuando el dinero proviene de ciertas actividades, mientras que se autocensuran si la plata viene de otro lado. Si ninguno de los ejemplos anteriores le pareció apropiado, los restaurantes son extraordinarios laboratorios para observar estos comportamientos. En muchos lugares cobran por separado el cubierto o el servicio de mesa, o incluyen un recargo por pedir pan o por agregarle crema al postre. Parece que muchas personas consideran razonable pagar varias cuentas pequeñas por separado, pero no ingresarían al local si todos esos costos estuvieran prorrateados en el valor del plato principal. Siguiendo con los ejemplos de restaurante, ¿quién no conoce algún mozo o alguna camarera que administre de modo muy distinto el dinero proveniente de su sueldo y el que obtiene de las propinas? Después de todo, los clientes también tienen comportamientos similares. La misma persona que camina cinco cuadras más para tomar un café de $ 6 en vez de uno de $ 10 por las tardes, a la noche no es capaz de cruzar a la vereda de enfrente para cenar por $ 60 en vez de hacerlo por $ 65 en el local que acaba de divisar. Sospecho que las cuentas mentales separadas son una consecuencia directa de nuestros límites cognitivos de procesamiento de la información, a los cuales se suma el hecho de que muchas veces definimos por separado un conjunto de objetivos y los medios o planes apropiados para alcanzar cada uno de ellos. Es nuestra particular manera de lidiar con la necesidad de efectuar el análisis costo/beneficio, cuyas conclusiones motivan nuestras acciones.

Ojo con la publicidad y las promociones Es probable que usted conozca a Miguel Brascó por alguna de sus obras literarias, o que lo haya visto en algún canal de televisión hablando de una de sus pasiones: los vinos. En el año 1992, este sibarita canoso, oriundo de Puerto Santa Cruz, organizó la exitosísima feria de alimentos finos Expo Gourmandise, donde el famoso Chef Francis Mallmann debutaba como productor de unas exquisitas mermeladas que llevaban su nombre como marca. Javier González Fraga, que había pasado hacía poco por la Presidencia del Banco Central, lanzaba en la misma feria su, a la postre altamente exitoso, dulce de leche La Salamandra. Unos días antes de la feria, Javier recibió un pedido de Francis para que le proveyera una partida de dulce de leche a granel, con el objeto envasarlo y venderlo como “dulce de leche Mallmann”. Los caprichos del azar quisieron que al stand de La Salamandra le tocara un espacio justo enfrente de las mermeladas del conocido Chef y aunque miles de transeúntes probaron ambos dulces durante los siete días que duró la feria, ni una sola persona se dio cuenta de que era el mismo producto. De manera interesante, a las mujeres les gustaba más el de Mallmann, incluso cuando era el doble de caro, mientras que los hombres se inclinaban más por el producto envasado por González Fraga. Sin duda no es una evidencia suficiente para concluir que las mujeres son compradoras de marcas. Quizás son más sensibles a utilizar el precio como un indicativo de calidad y los hombres, por el contrario, resultan más utilitaristas. La idea de que el envase puede influenciar nuestras percepciones, choca con el principio de modularidad de Fodor, pero fue puesta en práctica de manera muy exitosa por Pepsi, al lanzar el desafío homónimo, en el que los participantes debían identificar la gaseosa que tomaban sin poder ver la botella. La influencia del precio en los gustos de los consumidores, por su parte, fue probada empíricamente por el neurocientífico del Instituto Tecnológico de California, Antonio Rangel, quien les hizo tomar a 20 voluntarios, varias muestras de distintos vinos identificados con la etiqueta del precio, con valores que oscilaban entre los 5 y los 90 dólares por botella, pasando por precios intermedios como 10, 35 y 45 dólares. No solo que sistemáticamente los participantes declararon haber experimentado un mayor placer cuando consumían las botellas más caras, sino que un área del cerebro denominada corteza medial orbito frontal, que participa en la evaluación de la utilidad, mostraba mayores niveles de activación, confirmando que realmente los vinos más caros sabían mejor. Pero Rangel y sus colegas hicieron luego trampa, cambiando arbitrariamente las etiquetas de las botellas, de suerte que por ejemplo el vino de 90 dólares aparecía con la etiqueta del de 10, o el de 5 dólares venía identificado como si fuera de 35. Resultado: la gente seguía considerando más ricos los vinos con las etiquetas más caras, incluso cuando lo que había en la botella en realidad era un producto de 5 o10 dólares. Y lo que es más curioso aún: los estudios de neuroimagen confirmaron que efectivamente habían disfrutado más los vinos con las etiquetas más caras, independientemente de que en realidad fueran caros o baratos. Dos pruebas que nos indican que el terreno de la publicidad es uno de los campos más

apasionantes para observar el comportamiento humano en pleno funcionamiento. Desde un punto de vista absolutamente racional, podría pensarse que las campañas publicitarias están destinadas a informar a las personas sobre las bondades de los productos que se busca comercializar, pero la realidad dista mucho de ello. Es bastante extraño encontrar una campaña exitosa que parta de esa premisa comunicacional. Cuando comencé a trabajar en marketing político tuve que asesorar a un candidato a intendente que pretendía que el principal eslogan de su campaña resaltara su honestidad. Me rehusé. No porque pensara que no era un hombre honesto, ni porque no creyera que la honestidad sea una virtud importante, sino porque sé que el votante promedio no les presta atención a los avisos de los políticos y, además, porque nadie va a creer que alguien sea honrado porque lo diga un cartel, menos si se trata de un político y falta poco para las elecciones. Tampoco creo que se trate de un atributo relevante en una elección, sobre todo en momentos en que abundan quienes consideran natural o inevitable que los políticos roben, y valoran que al menos “hagan algo”. Sé que algunas personas consideran inaceptable que alguien piense que a la hora de “vender” un político la transparencia no importa. Duplico la apuesta: ¿importan la vida y la muerte a la hora de adquirir un bien o un servicio? Los autores de la ley que exige que los paquetes de cigarrillos y las publicidades de marcas de tabaco lleven la inscripción El fumar es perjudicial para la salud creían que sí. Mientras tanto, los dueños de las tabacaleras disimulan su risa, puesto que no existe prácticamente ningún fumador que haya desistido de su hábito como resultado de la campaña. Más aún, Martin Lindstrom ha probado la ineficacia de esas advertencias en numerosos estudios de neuroimagen en los cuales era posible ver que no se activaban las áreas del cerebro asociadas al peligro y a la evitación de comportamientos riesgosos (las áreas límbicas) cuando los fumadores veían los anuncios. ¿Ha visto usted alguna publicidad de autos? Difícilmente encontrará en ellas información referente a las prestaciones del rodado: su consumo, su autonomía, el costo de los repuestos, la duración del motor, el tamaño del baúl, etcétera. Además, cuando usted compra el auto lo recibe sin la modelo de la publicidad. ¿Y la publicidad de textiles? ¿Usted ha notado alguna mención sobre la procedencia del algodón, el método de costura, la resistencia al lavado o la ductilidad de la prenda para el planchado? Podría seguir mencionando infinidad de ejemplos, pero estoy seguro de que ya ha comprendido la idea general que deseo transmitir. No, la publicidad no es informativa. Y no lo es porque los seres humanos no somos supercomputadoras capaces de procesar toda la información relevante para tomar decisiones en el día a día. Los investigadores no se ponen muy de acuerdo respecto de la cantidad de marcas y logos que enfrentamos día a día. Algunos dicen que nos relacionamos con cientos de marcas en pocas horas, otros sostienen que son miles. Haga el ejercicio. Piense en todas las marcas con que interactúa a lo largo de un día. Se despierta cuando suena el reloj Casio, se levanta del somier Piero, se pone las ojotas Havaianas, va al baño que posee cerámicos Durex, abre la grifería Ferrum, se ducha con jabón Dove, se lava el pelo con champú Pantene, lo desenreda con Sedal, cepilla sus dientes con Colgate, se seca la cara con una toalla de Pierre Cardin, usa desodorante Rexona, desayuna café Cabrales que prepara en la cafetera Philips, come galletitas Criollitas que unta con mermelada de La Campagnola y manteca de La Serenísima, lee el diario Clarín, abre el portón

que tiene una cerradura Trabex, se sube a su Chevrolet y sale a la calle. Si ya se está aburriendo de esta enumeración, tenga presente que no mencioné las marcas de la heladera, la ropa, los cosméticos, los zapatos, el cepillo de dientes, el celular, la agenda, el cuchillo de las tostadas, el extractor de aire, el condominio donde vive, y un larguísimo etcétera de marcas. Usted se relaciona con una inmensa cantidad de marcas en forma directa apenas en la primera hora del día, incluso antes de haber salido de su casa. Calcule, además, las cientos de publicidades y de marcas que enfrenta mientras hojea el diario o mira el noticiero de las 7, y multiplique esa cantidad por las 16 horas que se mantiene despierto. Evidentemente, ningún cerebro tiene la capacidad de absorber, almacenar, procesar y comparar toda la información relevante relativa a las miles de marcas que enfrentamos cada día. En páginas anteriores, ya vimos que nuestra cognición tiene grandes limitaciones y que funciona a partir de un conjunto de reglas o heurísticas que le permiten organizar toda esa masa de información del modo más eficiente posible. Básicamente, nuestra mente tiene un rápido mecanismo de generalización y categorización, que es ayudado por un puñado de emociones que resumen parte de la información disponible y preconfiguran nuestras decisiones. Tal vez quien mejor comprendió cómo aplicar esos conocimientos a la publicidad fue Al Ries, quien escribió lo que a mi juicio es la biblia de la publicidad: Posicionamiento. En ese libro, Ries imagina la mente humana de un modo que me recuerda a aquellas mujeres de Dalí que poseían muchos cajones por todo su cuerpo, los cuales representaban sus secretos. Solo que según Ries cada cajón de nuestra mente está reservado para una categoría de producto, la cual se organiza a su vez en varios estantes donde se posicionan las marcas. Cualquiera puede hacer un simple ejercicio de evocación de marcas para determinar cómo están ordenados los estantes de su mente. Piense en las gaseosas, por ejemplo. La mayoría de las personas nombrarán a Coca Cola, Pepsi, Sprite, Fanta, 7 up, Mirinda y Paso de los Toros. Piense en políticos, en autos, en zapatillas. En todos los casos aparecerán unos pocos nombres o marcas en los primeros estantes y luego resultará cada vez más trabajoso continuar nombrando representantes de la categoría en cuestión. Así, la idea de Ries es que organizamos nuestra realidad en “compartimientos” o “cajones” a los cuales enviamos la información nueva, luego de haberla categorizado. La información nueva irá a parar a los compartimientos inferiores de cada uno de esos cajones, y por lo tanto será más difícil encontrarla o recuperarla en primera instancia cuando nuestra mente intente evocar miembros de una categoría determinada, puesto que habrá otras marcas que ya se habrán posicionado previamente en los primeros lugares. Puede decirse que las nuevas marcas deberán “pagar derecho de piso” hasta que eventualmente logren ubicarse en posiciones expectantes, que son las que usualmente consideramos a la hora de tomar una decisión. Si Ries está en lo cierto y nuestra mente funciona como uno de esos ficheros con clasificadores que habitualmente se utilizan en las oficinas, entonces las marcas deben descubrir los atributos que las personas usan para clasificar los productos a fin de posicionarse en un determinado segmento del mercado. Naturalmente, cuanto menos desarrollado se encuentre un rubro, más fácil resultará posicionarse en los primeros lugares de accesibilidad mental. Así, resultará mucho más difícil

instalar en la mente del consumidor una marca nueva de gaseosas (como bien sabe la gente de Manaos) que una que ofrezca licuados de banana envasados, puesto que las personas ya tienen varias marcas en mente para el primer producto pero no existe siquiera una categoría (un cajón mental) que corresponda al segundo. Quien inaugure una categoría arrancará con ventajas. Ahora bien: antes de clasificar un producto en una categoría (algo que normalmente se hace de modo casi automático) debemos dirigir nuestra atención hacia él. Me gusta pensar en la analogía con un bibliotecario que debe organizar un enorme fichero. En “La Biblioteca de Babel”, de Borges, existía un catálogo completo que contenía todas las obras, pero en la realidad esta es una tarea titánica, imposible. El homúnculo que reside dentro de nuestro cerebro y está a cargo de nuestra organización mental (valga la metáfora), por fuerza, debe tratar de sistematizar la máxima cantidad de información posible según sus propias restricciones de capacidad de trabajo, incluyendo determinada información y descartando otra sobre la base de algún criterio de relevancia que normalmente estará determinado por los intereses de cada uno. En otras palabras, dirigimos nuestra atención a una pequeña porción de la información que nos rodea; y tampoco disponemos de tiempo de analizar demasiado cada dato de la realidad antes de decidir si lo almacenaremos en alguna parte o lo ignoraremos por completo. Nuestro sistema atencional es un portero extremadamente celoso, que debe operar a base de reglas muy simples, generales y consecuentemente imperfectas. En consecuencia, la comunicación de cualquier producto debe ser a la vez lo suficientemente simple y novedosa como para llamar la atención. Luego, debe contener la cantidad de información justa para producir una ágil clasificación en alguna categoría mental y, finalmente, debe tener el poder necesario para escalar posiciones dentro del segmento, en la categoría correspondiente. Esta es la razón por la cual ningún candidato político exitoso habla de su plataforma en las propagandas electorales. Hacerlo no solo demandaría mucho tiempo, sino que también nos forzaría al uso de información con una alta complejidad cognitiva de procesamiento. La atención del 90 por ciento del electorado simplemente se dispersaría para poder lidiar con tantos otros datos de igual o mayor relevancia para el ciudadano. Del mismo modo, aun en el caso de que la campaña pase la barrera atencional del individuo, el sistema ejecutivo central debe clasificar el producto y ordenarlo en un estante posicional. Si el mensaje es muy general, por ejemplo, “Juan Pérez 2015”, probablemente se sumará a la categoría “políticos”, en el lugar 328. Si por el contrario el eslogan es “Juan Pérez mete bala”, la categoría será más específica: por ejemplo, “políticoseguridad”, en cuyo caso presumiblemente Juan Pérez pueda aspirar a ocupar los primeros lugares (esto es, los primeros compartimientos) de la categoría correspondiente. A veces la apuesta publicitaria puede ser más fuerte. Se puede proponer un mensaje novedoso que, en caso de pasar la barrera atencional, obligará al ejecutivo central a crear una categoría nueva, aunque para lograr esto deberá traspasar los filtros atencionales de los potenciales votantes, corriendo el riesgo de que estos terminen ignorando directamente el mensaje. Se me ocurre, por ejemplo, el siguiente eslogan: “Un costurero al Congreso: Juan Pérez 2015”. En este caso no se trata de un político en general, por lo cual será preciso crear la categoría específica “político del sector textil”, en la cual Juan Pérez seguramente liderará las

posiciones. No obstante, el problema es que el sistema cognitivo no puede crear infinitas categorías, puesto que ello atentaría contra las ventajas del propio proceso de categorización y redundaría en enormes esfuerzos a la hora de buscar la información deseada. Por esta razón, a la hora de lanzar una novedad o de producir un aviso, los publicistas deben estudiar el mapa mental de los potenciales consumidores para determinar cuál es la mejor estrategia de posicionamiento. Por supuesto, la información debe ser sutil. El proceso de categorización y de posicionamiento es construido por los sujetos y resulta difícilmente asimilable si ya viene “empaquetado”. Esta es la razón por la cual no soy partidario de los mensajes como “Juan Pérez es honesto” o “Juan Pérez es oposición”. Es verdad que probablemente existan las categorías “político honesto” y “político opositor”, pero no son grupos a los cuales un candidato pueda ingresar simplemente por declarar que pertenece a ellos. Quizás sea más efectivo transmitir un mensaje como “Perpetua a los responsables de actos de corrupción. Juan Pérez 2015”, o “Si usted está de acuerdo con el actual gobierno, no vote a Juan Pérez”. Ambos mensajes son lo suficientemente fuertes como para sobrepasar la barrera atencional, y en los dos casos resultan amigables a la hora de ser categorizados. He abundado en ejemplos del marketing político, pero las ideas que deseo transmitir son fácilmente generalizables y pueden aplicarse a cualquier producto, cada uno con sus particularidades, las cuales dependerán, a su vez, del grado en que un conjunto de personas compartan el mismo mapa, es decir, del mercado del producto. Esto es así porque una cosa es crear una campaña destinada a un producto de consumo masivo que, presuntamente, es representado de la misma manera en la mente de cientos de miles de consumidores que poseen similares mapas mentales, y otra cosa muy distinta es posicionar un producto cuya representación en la mente de los consumidores no es necesariamente homogénea ni coincidente, como ocurre, por ejemplo, cuando se quiere vender una obra de arte. Así, una marca nueva de pañales dirigirá un mensaje bastante homogéneo a un público representado por una madre o un padre joven con hijos recién nacidos, al tiempo que una marca de zapatillas deportivas también apuntará a un segmento con representaciones mentales homogéneas, compuesto por quienes practican actividad física. En cambio, una productora de contenidos multimedia, por ejemplo, deberá pensar en una comunicación más diversificada, puesto que es muy probable que los diferentes clientes tengan modelos mentales muy distintos. Lógicamente, los mapas mentales difieren de uno a otro grupo de consumidores puesto que tanto el organizador de categorías como el filtro atencional tienen objetivos distintos en cada caso. Así, cuanto más masivo sea el producto y cuanto menos importancia tenga su compra en el presupuesto (o en la salud de una persona), mucho más general, y también más homogénea, será la categoría mental de almacenamiento de la mayoría de esos consumidores. En casos de este tipo resulta clave la arquitectura del mensaje para garantizar que logre atravesar el filtro atencional de la mayor cantidad posible de compradores potenciales. Una vez superada esa barrera, la categorización de los productos de consumo masivo es tan superficial que, por lo general, el posicionamiento se realiza sobre la base de pistas emocionales que son más o menos automáticas y que no requieren mayores esfuerzos de

razonamiento. Por el contrario, cuanto más específico es el grupo de personas que comparten un determinado mapa mental, más probable es que este sea más sofisticado y heterogéneo. Si además se trata de un producto costoso o asociado a la salud, resultará mucho más fácil atravesar el filtro atencional (por el interés del sujeto), pero la información deberá ser más precisa, puesto que la categorización y el posicionamiento resultarán más rigurosos. Naturalmente, en este último caso el mensaje deberá estar acotado al mercado que comparte el mapa mental, y también deberá estar segmentado para aprovechar el alto grado de heterogeneidad en el interior del grupo. Pero todavía hay más. Hemos visto que una de las principales limitaciones que posee la microeconomía tradicional es que en general solo funciona más o menos bien cuando se trata de pronosticar pautas de consumo de bienes homogéneos y de carácter muy general, que suelen satisfacer necesidades de primero y de segundo grado en la escala de Maslow (fisiológicas y de seguridad). Son los bienes que los economistas denominamos commodities. Ese tipo de bienes pueden haber sido muy representativos en la canasta de consumo de una familia tipo doscientos años atrás, pero en la actualidad la cantidad de dinero que las personas destinan a adquirirlos es cada vez menor, mientras que crece considerablemente y sin pausa la porción del presupuesto que se dedica a satisfacer necesidades de niveles superiores en la escala de Maslow, como la afiliación a grupos, el reconocimiento, la estima y la autorrealización. Cuesta reconocer esto porque en la actualidad nadie va a un supermercado y compra una lata de autorrealización o una caja de reconocimiento, pero estos “productos” están, no obstante, “escondidos” o “camuflados” en otros bienes. Dos ejemplos ilustran bastante bien la idea: el de los teléfonos celulares y el de las zapatillas de marca. Las zapatillas Nike salen entre US$ 5 y US$ 10 de costo en China, pero la gente paga por ellas más de US$ 100 en cualquier centro comercial. Es decir que más del 90 por ciento del valor del producto corresponde a la marca, pues es perfectamente posible conseguir zapatillas de similar calidad por un precio mucho menor como anécdota, valga mencionar que una misma fábrica china habitualmente confecciona zapatillas de varias marcas distintas, y todas son efectuadas con los mismos materiales, la misma mano de obra, las mismas máquinas. Solo difieren el diseño y la etiqueta que se le pone a cada par, y consecuentemente varía el precio. El mundo de los teléfonos celulares constituye otro caso que merece ser analizado. En la actualidad los teléfonos portátiles poseen cámara de fotos, mp3, agenda, filmadora, linterna, acceso a Internet, jueguitos, GPS, radio AM y FM… ¡Ah! Y casi olvido mencionar que también sirven para hablar por teléfono, pero esto no importa demasiado pues los compradores suelen gastar cerca de $ 1000 para adquirir un equipo (algunos gastan más de $ 4.000) cuando se puede conseguir uno con las prestaciones básicas (o sea, un teléfono para hablar y enviar mensajes de texto) por menos de $ 500. Más aún, los equipos móviles básicos incluso suelen tener mejor señal y más autonomía energética que los de alta gama. Así, entre el 70 por ciento y el 80 por ciento del valor del producto no está dado por su prestación para realizar y recibir llamadas. La única explicación posible de este fenómeno es que los consumidores compran zapatillas y celulares para satisfacer sus necesidades de autorrealización, reconocimiento y pertenencia

social. Es más. En tanto y en cuanto las razones psicológicas que motivan la compra son tan poderosas y obedecen a impulsos que tienen que ver con necesidades innatas que cuesta mucho suprimir, muchas veces el rol del vendedor no es el de convencer al cliente de las bondades de un producto, sino el de darle las excusas racionales que él necesita para efectuar una compra que emocionalmente ya decidió. Un conocido consultor me contó hace unos días que cuando termina de dictar conferencias a empresarios, muchos se acercan para preguntarle si realmente es el momento de comprar un auto como inversión. No lo hacen para saber las ventajas y desventajas de la elección sino para obtener la justificación de lo que ya han decidido (cambiar el auto) de boca de una autoridad reconocida en materia económica. De este modo, es lógico que los especialistas en branding (construcción, posicionamiento y mantenimiento de marcas) no intenten resaltar las bondades subyacentes de sus productos, sino que construyan, sobre la base de una zapatilla o de un teléfono celular, un símbolo de pertenencia y de posicionamiento social. Algunos pueden creer —a mi juicio, equivocadamente— que el mundo moderno ha creado nuevas necesidades para poder mantener al sistema capitalista con sangre corriendo por sus venas. Después de todo, hace pocos años no había celulares y no por eso las personas eran menos felices que ahora. Mi punto es que los nuevos productos que ofrece el avance tecnológico son en gran parte meros instrumentos en los cuales se apoyan o canalizan un conjunto de servicios que de uno u otro modo siempre han existido, y que tienden a satisfacer necesidades humanas preexistentes, de orden superior. Si observamos la evolución de la economía mundial en los últimos años, globalización mediante, comprenderemos que el consumo de este tipo de bienes y servicios está creciendo cada vez más en el presupuesto de los consumidores, y por consecuencia está aumentando la porción que estos representan dentro del producto interno bruto de cada país. La microeconomía tradicional, no obstante, falla en explicar correctamente este fenómeno porque el nivel de utilidad que se obtiene a partir del consumo de un bien determinado no es estable, e incluso puede ocurrir que se vea alterado su nivel de satisfacción de necesidades sin que se modifique la composición de la canasta de bienes que consume, como sucede cuando en el grupo social en que se desenvuelve aparece otro individuo con un celular mejor o con un par de zapatillas último modelo. También se modifica la utilidad según el éxito de la estrategia publicitaria de la marca, pues el tipo de bienes al que estoy haciendo referencia son verdaderos combos cuya máxima proporción está compuesta por intangibles simbólicos; marcas y atributos implícitos como el prestigio, la pertenencia, o la sensación de vanguardia, por ejemplo, con un valor que cambia todos los días al compás de la coyuntura comunicacional. Desde el punto de vista de las marcas, la novedad es que las categorías a partir de las cuales los individuos clasifican a los productos son enteramente simbólicas, y por ende el proceso de posicionamiento depende principalmente de la habilidad de las firmas para descubrir e interpretar el mapa mental de los sujetos y el lenguaje en que están inscriptas sus coordenadas. Las marcas venden entonces ilusiones y representaciones mentales. Incluso hacen eso cuando ofrecen promociones porque saben que además de la utilidad que derivaremos del

consumo del bien que se nos oferta, hay una utilidad transaccional adicional, que se consigue toda vez que terminamos pagando un precio más bajo que el que consideramos “justo”. Richard Thaler descubrió esto en varios experimentos hechos en la Universidad de Chicago, pero yo tuve mi propio ejemplo en casa el mes pasado cuando mi mujer volvió cargada de chucherías compradas en un bazar de esos del tipo “todo x 2 pesos”. Le pregunté para qué había comprado tantas cosas que no necesitábamos y su respuesta fue que simplemente estaban muy baratas como para ser desaprovechadas. No quiero decir con esto que las mujeres sean más susceptibles a la utilidad transaccional, pero me parece importante traer ese ejemplo porque muchas veces el proceso de decisión de compra de un producto es complejo y puede incluir la participación de varios miembros del hogar. Así, muchas veces termina influyendo en la decisión alguien de la familia que considera muy barato un producto (siempre de acuerdo al precio justo estimado) o que no había sido tenido en cuenta por los publicistas como receptor del mensaje. Acabo de comprobar esto en carne propia esta mañana, mientras alquilaba la casa que mis padres tienen en la costa argentina. Entró un matrimonio con dos nenas a ver la casa. Mientras los padres hacían las preguntas de rigor (que involucraban el uso de la razón), una de las chicas descubrió la hamaca paraguaya que reposa entre los pinos del jardín y salió disparada a probarla. Cuando vi su cara de felicidad, supe que la casa ya estaba alquilada.

Políticas públicas: El arte de elegir representantes El tipo debe tener unos 45 años. Entrado en kilos, algunas canas y lentes con pretensiones de acreditar un paso inconcluso por dos facultades de la UBA. Son exactamente las siete de la mañana y mientras lee en la mesa de desayuno las últimas noticias políticas, mira la evolución del PIB intradiario y aprovecha una nueva app que le permite identificar exactamente qué parte de la evolución de la economía tiene estrictamente que ver con las decisiones que acaba de tomar ayer nomás el Presidente y qué porcentaje responde a los caprichos que localmente vistos parecen del azar pero que, en rigor, responden a la evolución de la tasa de interés internacional y el precio de los commodities. A las ocho menos cuarto se sube al metrobala (una novedosa mezcla entre el Metrobus y el tren bala) y llega puntual a su oficina en pleno centro de la metrópolis. Puede parecer una exageración de la ficción pero, detalle más detalle menos, algo así tenía en mente Anthony Downs cuando postuló su teoría económica de la democracia. En las tierras recónditas de los libros de economía política, los candidatos elaboran propuestas (plataformas) que alteran (o no) el statu quo de un modo tal que beneficia o perjudica a los votantes, quienes decidirán su voto a favor de aquellos que los dejan más cerca de sus estados deseados de la naturaleza. El sistema tiene, no obstante, sus fallas. Winston Churchill, aún a pesar de haber defendido la democracia a capa y espada (literalmente, a bala y bombas), solía decir que el mejor argumento en contra de ese sistema era una conversación de cinco minutos con el votante mediano. Pero incluso aunque los votantes no conocieran todas las propuestas, lo cierto es que podrían aproximarlas a partir de la ideología de los candidatos, o simplemente de la imagen, en caso de que ni siquiera tuvieran en claro cuáles son los

distintos escenarios a los que uno u otro político puede llevarlos. Lo que quizá algún día en el futuro pueda hacerse, aunque no lo logren los electores en la actualidad, es resolver lo que en econometría se denomina “el problema de identificación”. O sea: determinar qué parte de los resultados económicos que se observan y perciben son consecuencia de las políticas adoptadas por los funcionarios de turno y sobre qué resultados (buenos o malos) no tienen la culpa. El riesgo que esa incapacidad conlleva y que pone en jaque la efectividad del sistema democrático es, por lo tanto, que los ciudadanos cometan lo que en estadística se denomina “error tipo 1”; esto es: ver una correlación donde en realidad no existe. Daniela Campello, de Princeton y César Zucco, de Rutgers University, acaban de publicar justamente un artículo revelador al respecto, intitulado “Merit or Luck? International Determinants of Presidential Performance in Latin America”. En resumen, los autores construyen un índice de “buenos tiempos económicos” que tiene en cuenta la tasa de interés internacional y los precios de los commodities para un período de 31 años que va desde 1980 hasta 2011. En efecto, el índice correlaciona notablemente con el ciclo económico de diez de los 18 países latinoamericanos analizados, siendo la economía argentina la que muestra una relación más fuerte de dependencia respecto de las condiciones internacionales. Más aún: en aquellos países en los que la economía local depende más del índice de buenos tiempos económicos, la probabilidad de reelección del presidente es hasta 50% mayor cuando las condiciones externas son favorables que cuando el viento sopla de frente, mientras que en las otras economías (no dependientes del clima externo) no existe relación alguna entre el contexto y la suerte política del gobernante de turno. Parece que tal y como predice la economía del comportamiento, la gente “salta a conclusiones” y tiende a premiar (o castigar) a los gobiernos por los resultados económicos, más allá de que estos no estén determinados por sus políticas, como sucede cuando son el resultado de cambios en la tasa de interés internacional y los precios de los commodities. Simplemente no tenemos la capacidad de identificar hasta qué punto un determinado resultado económico es producto de las decisiones del gobierno o consecuencia de factores externos ajenos a la voluntad de los gobernantes de turno. Y por nuestra necesidad de buscar patrones y regularidades, saltando a conclusiones, tampoco tenemos la capacidad de reconocer que no podemos inferir la causalidad entre las políticas y los resultados. Somos buscadores de culpables.

Economía del Comportamiento y mejores políticas públicas La preponderancia que adquiere la memoria episódica a la hora de tomar decisiones tiene básicamente que ver con que en última instancia lo que se procesa en la memoria de trabajo son representaciones mentales. Es verdad, no obstante, que esas representaciones mentales pueden ser icónicas (apoyadas en memoria episódica), pero también semánticas, basadas sobre todo en el lenguaje, y que son estas últimas representaciones las que se activan cuando tenemos que decidir respecto de circunstancias en las que tenemos poca experiencia. Por ejemplo; sabemos que nos gusta más el helado de chocolate que el de menta, porque hemos probado varias veces ambos y podemos recuperar de nuestra memoria episódica el placer o disgusto de cada una de esas experiencias, pero en cambio la mayor parte de nosotros

no sabemos qué se siente estar enfermo de cáncer de pulmón por haber fumado, o habernos accidentado por manejar habiendo tomado alcohol, del mismo modo que la vida nos ofrece pocas oportunidades de experimentar con malos hábitos alimenticios que nos hagan engordar y nos den la chance de volver la balanza al peso anterior. Simplemente, para muchas elecciones importantes de nuestra vida no tenemos suficiente experiencia y no hay modo de que hayamos acumulado suficientes imágenes icónicas en nuestra memoria episódica, de modo que debemos ayudarnos por lo que hemos aprendido y almacenado en la memoria semántica (como Giambattista Bodoni) sobre lo que está bien y lo que está mal, y las consecuencias futuras de nuestros comportamientos actuales. Ahora bien: las representaciones que se alojan en la memoria semántica son muy dependientes del lenguaje. Lev Vigotsky, psicólogo bielorruso, comienza de hecho su libro Pensamiento y Lenguaje citando un tramo de un poema de Osip Mandelstam: “Olvidó una palabra, y su pensamiento incorpóreo ingresó en el reino de las sombras”. Sin embargo, la prueba empírica del peso del lenguaje en las representaciones mentales tuvo que esperar varios años más, hasta que Keith Chen de la Universidad de Yale puso en práctica un ingenioso cuasi experimento. Este economista experto en el estudio de los determinantes del ahorro buscó varias comunidades geográficamente cercanas, pero también demográfica y económicamente similares, cuya única diferencia era que algunos hablaban dialectos, como el chino mandarín, o el mismo alemán, que acercaban gramaticalmente el futuro y el presente, mientras que otros grupos, como los hablantes del inglés o el español, refuerzan la separación temporal del pasado y el presente en el lenguaje, conduciendo a representaciones mentales donde el futuro aparece artificialmente más distante del presente. Por ejemplo; en castellano decimos “mañana lloverá” marcando dos veces la separación temporal, con mañana primero y con lloverá después, mientras que en alemán la expresión sería “Morgen regnet es” que traducida literalmente sería algo así como “mañana llueve”. Partiendo de la hipótesis de que esas separaciones temporales tendrían un impacto en las decisiones que involucraran costos presentes versus beneficios futuros, como en el caso del ahorro, o viceversa, como en el caso de la elección de fumar o consumir sustancias, Chen usó una base de datos de World Value Survey, con encuestas en 76 países, algunos de los cuales hablaban lenguas con fuertes referencias temporales, mientras que otros tenían idiomas “carentes de futuro” con pocas separaciones gramaticales de los tiempos. Más aún, en varios de los países de la muestra coexistían culturas con diferente intensidad de referencias temporales en el lenguaje, lo que hizo todavía más rica la comparación. De manera notable, el investigador encontró que los hablantes de lenguas con fuerte separación temporal (como la nuestra) ahorraban un 54 por ciento menos que los habitantes de regiones más neutras en materia de temporalidad de sus lenguas. Pero, además, estas personas llegaban a la edad de jubilarse con un 39 por ciento menos de activos que los que hablaban lenguas que no forzaban la separación temporal, tenían un 24 por ciento más de chance de haber fumado alguna vez, poseían un 29 por ciento menos de probabilidad de estar físicamente activos, y detentaban un 13 por ciento más de chance de presentar obesidad. Entonces, resulta clave la construcción gramatical que se utilice para regular o prevenir acciones con consecuencias futuras, porque de ello dependerá el tipo de representación mental que construyan los ciudadanos y que realmente consideren al futuro como una preocupación. Sabemos además que cuando llevamos adelante una política pública debemos

tener en cuenta las activaciones que es esperable que se produzcan en la memoria episódica de los sujetos objeto de las medidas, puesto que estas, al estar reforzadas por marcadores somáticos, serán fundamentales a la hora de generar un primer impulso emocional de aprobación o rechazo, de gusto o disgusto, de propensión o evitación a un comportamiento deseado por el hacedor de la política. Por ejemplo, analicemos el establecimiento del cepo cambiario en nuestro país. Es evidente que las grandes crisis económicas de los últimos sesenta años fueron almacenadas en memoria episódica por muchos argentinos, que aprendieron que cuando sube el dólar generalmente es porque se avecina una tempestad económica, de modo que generar un mercado negro donde la divisa ha llegado a cotizarse a más del doble que el tipo de cambio oficial es una pésima idea, porque solo puede lograr comportamientos de evitación (de la moneda doméstica) por parte de los agentes que buscarán certidumbre en la divisa norteamericana. Pensemos, por poner otro ejemplo de fuerte influencia de la memoria episódica, en las medidas destinadas a resolver el problema del transporte. Lo cierto es que la gente se forma una representación mental de las alternativas para efectuar un traslado donde juegan las experiencias de viajes en transporte público (tren o micro) versus las del transporte privado (auto). Esas representaciones usualmente no tienen una temporalidad asociada (recordemos el experimento del proctólogo), por lo que no tiene sentido que el Gobierno invierta dinero en aumentar la velocidad del transporte público, sino que debe destinarlo a mejorar la calidad de la experiencia mientras esta dura, o en reforzar la memoria episódica de esas experiencias haciendo que la gente mejore la creencia que tiene de cómo fue esa experiencia (la sensación térmica del viaje). Comprender la carencia de la sensación del tiempo en las representaciones mentales tiene un efecto muy importante en políticas como las destinadas a combatir la criminalidad. Gary Becker ganó un Nobel de Economía por demostrar, entre otras cosas, que los criminales también hacen una ecuación costo/beneficio a la hora de decidir si salen a robar o no. En particular sopesan la representación mental de los beneficios del botín (es fácil imaginarse comprándose cosas, disfrutando de una cena afuera o tomando sol en una playita el próximo fin de semana), con la de los costos asociados. Pero el problema es que la representación mental de estar preso (que puede provenir de la memoria episódica de cualquiera que haya visto suficientes películas alusivas) se pondera por la probabilidad de ser apresado, que puede provenir de la memoria semántica ( el sujeto “sabe” que nadie va preso en Argentina), o en el caso que el individuo ya haya delinquido exitosamente, de la propia memoria episódica. Cuando se comprende la naturaleza de esas representaciones mentales, se entiende que no tiene sentido aumentar las penas a quienes delinquen, por la simple razón de que diez años más de cárcel, multiplicados por una probabilidad de aprensión y condena del 5 por ciento, se representan en todo caso como seis meses de prisión adicionales. Pero sobre todo porque la representación mental de cinco años en la cárcel es exactamente la misma que la de cinco y seis meses… Simplemente uno puede representarse mentalmente libre o preso, pero no hay manera de representarse mentalmente X cantidad de días preso. Cambiando el ejemplo, se quiere evitar que los jóvenes fumen, rendiría mucho más una visita a la terapia intensiva de un centro oncológico especializado en pulmón, experiencia que difícilmente se olvidará y quedará grabada en memoria episódica, que miles de millones gastados en mensajes que se pierden en la memoria semántica del sujeto. Por otro lado, en el

caso de políticas públicas que no pueden ser motorizadas o apuntaladas a partir de recuerdos episódicos, resultará crucial la representación mental que se “imagine” el sujeto, que necesariamente estará mediada por el lenguaje. No importa tanto entonces el cúmulo de información que se transmita, por ejemplo respecto de los beneficios de cuidar el medio ambiente clasificando la basura, reciclando y evitando los desechos como las pilas o los desodorantes en aerosol, sino que la clave es el modo en que se transmite la información. Lo ideal en este sentido es mostrar películas o cortos que reflejen el mundo del futuro si no somos prudentes, más que contarlo semánticamente. En este sentido, una investigación reciente de Melissa Kearney y Phillip Levine, de National Bureau of Economic Research (NBER), comprobó que la exposición al reality televisivo “16 y embarazada” causaba una caída del 5,7 por ciento en el embarazo adolescente en los 18 meses siguientes al show, evidenciando que cuando la información es procesada por la memoria episódica, los resultados son claramente palpables. Entonces la alternativa a las actuales campañas públicas, podría ser construir historias de fácil recuerdo y amigables a la hora de ser representadas mentalmente. Por ejemplo, supongamos que el Gobierno busca que la gente sea financieramente responsable y no se endeude más allá de sus posibilidades. Puede optar por una campaña de educación financiera que le explique a la gente el significado del costo financiero total (CFT), la cual se almacenará desprovista de cualquier marcador emotivo en la memoria semántica, o por el contrario puede elegir transformar el costo financiero total en plata y decirle a la gente que cada $ 1000 que pide en el banco recibirá solo 400 porque el resto del dinero se evaporará en intereses y comisiones. Puesto de ese modo, el costo financiero es fácilmente representable de manera cognitiva, porque la gente comprende perfectamente lo que podría hacer con esos $ 600 que le están cobrando (es fácil imaginar, e incluso “ver” mentalmente las actividades a las que habría que renunciar a futuro), pero la gente no tiene la menor idea de cómo representarse mentalmente un costo financiero total del 60 por ciento. El hacedor de política debe primero entonces trazar sus objetivos y luego pensar en el modo en que el ciudadano se representará mentalmente la situación de interés, teniendo en cuenta las representaciones mentales icónicas (apoyadas en memoria episódica) y las semánticas (basadas en el lenguaje). Un famoso ministro de Economía argentino aprendió la lección en carne y hueso casi 25 años atrás. Dio el mejor discurso de su vida explicando las bondades de su plan económico y apelando con cuidadas palabras a los valores de la ciudadanía. No sabía entonces, que esos valores se almacenaban en memoria semántica y se sorprendió cuando terminó el discurso y la gente corrió a comprar dólares. “Les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo”, dijo Juan Carlos Pugliese. Le habló a la memoria semántica y la gente contestó basada en representaciones episódicas del beneficio que podía darles mover primero, o lo que es peor, el perjuicio que podía ocasionarles no hacerlo.

Psicoeconomía de un evasor impositivo

En el paradigma clásico de las finanzas públicas, los gobiernos deciden qué impuestos cobrar y qué valor deben alcanzar esos impuestos para respetar criterios de equidad y producir al mismo tiempo los menores costos de eficiencia, esto es: ocasionar los menores cambios posibles en las decisiones de las personas a fin de que estas decisiones difieran en la menor medida factible de las que los ciudadanos habrían tomado en caso de no mediar los tributos. Así se busca que el sistema impositivo tenga un efecto “neutral” en la economía. En cambio, en el paradigma de la corriente positiva que encarnan economistas como Torsten Persson y Guido Tabellini, esa preocupación se coloca en un segundo plano y emerge como principal objetivo del gobierno la maximización de alguna función electoral, de modo que los impuestos resultantes no son necesariamente los más eficientes, sino en todo caso los que ocasionan el menor costo político. Ahora bien, en uno u otro paradigma la Psicología Cognitiva juega un rol fundamental. Bajo el enfoque normativo clásico, el cambio en los precios relativos ocasionado por el impuesto era incorporado inmediatamente como un dato por los consumidores, quienes cambiaban de manera automática sus canastas de consumo óptimas. Pero en la realidad sabemos que esto no necesariamente sucederá, por la incapacidad de los individuos para procesar tanta información y notar los cambios en los precios relevantes. El problema es todavía mayor en situaciones de alta inflación en que los cambios de precios nominales no se corresponden con los cambios reales y a los compradores les lleva más tiempo averiguar cuáles son efectivamente los precios relativos. Incluso en el caso de que los consumidores pudieran procesar exitosamente todos los cambios de precios, lo cierto es que por el “efecto adaptación” podrían no sufrir pérdidas de bienestar considerables por verse forzados a consumir una combinación distinta de bienes por culpa de los impuestos. En lo que respecta al paradigma positivo, ya vimos que las consideraciones de equidad se ven influenciadas por el sesgo de representatividad; los pobres sobrestiman su situación socioeconómica mientras que los ricos, en cambio, subestiman la propia. Esta tendencia a ubicarse hacia el centro de la distribución del ingreso alterará las percepciones de equidad de los votantes, haciendo que no voten por plataformas que promuevan la equidad. Pero volviendo a las consideraciones sobre la eficiencia del sistema tributario, para la mayoría de los economistas la neutralidad del sistema se logra si es factible gravar todos los bienes y si a estos se les aplica proporcionalmente el mismo impuesto de suerte que no se altere la relación de precios de los bienes respecto de la que existía antes de la imposición. El problema es que no es factible gravar todos los bienes. En primer lugar, hay muchas actividades económicas de producción o de consumo que no pasan por los mercados. En segundo lugar, y más importante aún, la inmensa mayoría de los bienes pasan solo parcialmente por el mercado, porque el tiempo que es necesario utilizar para consumirlos no puede ser gravado impositivamente. El problema que ello ocasiona es que cuando un bien es gravado por impuestos los consumidores puede migrar su consumo hacia otros bienes con menos impuestos, o directamente hacia bienes que son más difíciles de gravar tributariamente, como es el caso del tiempo.

Así, las personas que realizaban actividades que consumían pocas unidades de tiempo por peso gastado podrían reorientar su gasto hacia actividades que demanden un mayor consumo de tiempo (actividades más intensivas en lo que respecta al tiempo invertido). Pido aquí la asistencia de Borges, quien en su cuento “Juan Muraña” afirmaba que “[…] no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora”. Obviamente, los economistas hemos supuesto durante mucho tiempo que se podía efectuar la conversión de horas a pesos, considerando la tasa de salario (o el salario de reserva, en el caso de que la persona no trabaje o esté desocupada). Esta suposición quedó grabada en nuestra mente como una obviedad luego de todos los trabajos del profesor Gary Becker que culminaron con el otorgamiento del Premio Nobel. Sin embargo, me parece que estábamos equivocados, pues la utilidad de una hora de tiempo cambia drásticamente de hora en hora. Más aún, varía la utilidad que ese tiempo proporciona incluso si se realiza la misma actividad, puesto que, por ejemplo, el placer que experimentaré si juego al fútbol hoy no necesariamente será idéntico al que sentiré si practico el mismo deporte mañana. Con el dinero no hay problema, porque uno puede guardarlo todo el tiempo que quiera hasta encontrar un bien cuya utilidad sea tal que justifique su gasto (salvo, claro, en un contexto inflacionario). Sin embargo, dado que no existe modo de almacenar las horas, la utilidad que proporcionará adquirir bienes cuyo consumo demande mucho tiempo (que son los que quedarían más “baratos” luego de los impuestos) no será la misma a cada momento, generando lo que en microeconomía se conoce como ineficiencias asignativas. En lo que respecta a la cuestión del costo político de los impuestos, ya hemos mostrado que las personas suelen sufrir una ilusión monetaria y por lo tanto no tratan del mismo modo un impuesto que reduce su salario en un 10 por ciento que su equivalente inflacionario, que eleva el precio de los bienes ocasionando una pérdida idéntica de capacidad adquisitiva. La misma situación se registra ante la decisión alternativa de financiar el gasto público vía endeudamiento. Hace 150 años, David Ricardo señaló que no deberían existir diferencias entre el financiamiento con deuda y el financiamiento con impuestos. Después de todo, una mayor deuda pública hoy implica mayores impuestos mañana (aunque es verdad que esos impuestos se irán pagando a lo largo de muchos años), de modo que si los ciudadanos fueran consumidores racionales, simplemente deberían reducir sus niveles de consumo toda vez que el gobierno contrajera deuda, pues sabrían que deberían pagar mayores impuestos en el futuro. Sin embargo, ya sabemos que los consumidores no son tan racionales y por lo tanto la “equivalencia ricardiana” no necesariamente se cumple. Ahora podemos hacer un intento por explicar por qué esto es así, una vez más con la ayuda de la Psicología Evolucionista. Después de todo, ya vimos que las personas prefieren tener certezas en el terreno de las ganancias (son aversas al riesgo) y correr riesgos en lo que respecta a las pérdidas (son amantes del riesgo). Así, los impuestos de hoy ocasionan una pérdida cierta, mientras que asumir una deuda constituye una empresa riesgosa. Uno nunca sabe qué puede ocurrir: quizás no queden hijos o nietos que deban soportar la carga de pagar los tributos futuros, o tal vez se descubra un

nuevo yacimiento de petróleo, o quizás la inflación mundial licúe la deuda, o puede ocurrir que el Gobierno simplemente se declare en cesación de pagos. Por esta razón, las personas preferirán siempre el financiamiento con deuda y no reducirán sus niveles de consumo actuales si el gasto público aumenta, como sugería la equivalencia ricardiana, porque es perfectamente posible que en la representación mental de muchos ciudadanos “más gasto hoy” no implique necesariamente “más impuestos mañana”. De cualquier modo, los problemas no acaban con la decisión relativa a qué bienes gravar y cuánto cobrar en concepto de impuestos, dado que las personas también suelen hacer trampa. En un congreso de la Asociación Argentina de Economía Política, Victoria Giarrizzo, del Centro de Economía Regional y Experimental (CERX), presentó un trabajo muy interesante con datos de Argentina, que mostraba la figura de lo que ella denominó los “moralistas evasores”. En las encuestas que hizo el equipo del CERX, las personas mostraron distintos grados de moralidad tributaria, la cual fue medida según cuán correcto creían que era pagar todos los impuestos y cuán reprobable les resultaba la actitud de evadir. Casi el 60 por ciento de los encuestados manifestó un alto compromiso con el pago de sus tributos. Sin embargo, al realizar distintos experimentos, los investigadores encontraron que un 42 por ciento de los que inicialmente habían expresado tener una alta moral tributaria aprovechaban la primera oportunidad que se les presentase para no exigir una factura si podían obtener un descuento a cambio. Aparecieron, así, los moralistas evasores. El trabajo disparó un fuerte debate entre los economistas que estábamos presentes. Algunos entendieron que los resultados de la investigación mostraban que, por ejemplo, no tenía sentido invertir en campañas publicitarias que resaltaran la importancia de estar al día con el fisco o que destacaran el carácter delictivo de la evasión impositiva, pues los evasores de hecho conocían perfectamente el carácter incorrecto de sus actos y aun así insistían en perpetrarlos. No obstante, los resultados parecen sumamente lógicos si pensamos en el modo en que efectivamente funciona el sistema de memoria de nuestra especie. Giambattista Bodoni, el personaje principal de La misteriosa llama de la Reina Loana, de Umberto Eco, tenía amnesia anterógrada; en otras palabras, había perdido la llave de acceso al almacén de la memoria episódica (también denominada “memoria autobiográfica”, el recuerdo de las experiencias vividas). Recordemos que cada vez que nos acordamos de algo que hicimos o de una experiencia que transitamos, estamos evocando la memoria episódica. La memoria semántica, por su parte, refiere a cosas que nos enseñaron o que aprendimos sin haberlas vivido necesariamente: hechos, conceptos, valores e ideas, como la fecha de la declaración de la independencia, los nombres de las personas y sus fechas de cumpleaños, el teorema de Pitágoras, los diez mandamientos, qué está mal y qué está bien, el significado de la palabra “evadir”, etcétera. Pues bien, el personaje de la novela de Eco, que se dedicaba a la compraventa de libros antiguos, se muestra sorprendido cuando Sibilla, su empleada, le informa que acaba de cerrar una operación muy ventajosa y que le resultará sencillo engañar al fisco respecto del monto real y evadir así parte de los impuestos que debería pagar. Giambattista, que en muchas oportunidades anteriores había evadido el pago de tributos, atónito le responde: “He leído en algún sitio que un ciudadano debe pagar los impuestos hasta el último céntimo”.

La memoria semántica del personaje estaba intacta, y con ella permanecía en pie su concepto sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal; es decir, el personaje conservaba su moral tributaria. Sin embargo, había perdido su memoria episódica y entonces no podía representarse mentalmente la ventaja asociada al beneficio de evadir, pues Giambattista carecía del recuerdo de los beneficios que esa conducta le había proporcionado en otras ocasiones. Tampoco podía traer a su mente la historia de alguien a quien él hubiera visto beneficiarse gracias a la evasión. La mayoría de las campañas publicitarias de las agencias fiscales provinciales y nacionales apuntan a construir y apuntalar el concepto moral: corresponde pagar los impuestos y es incorrecto evadir. Estas campañas son altamente exitosas en cuanto a la construcción de la moral tributaria de los ciudadanos, pero como todo lo que dicen va a parar a la memoria semántica, pocas veces son exitosas en lo que respecta a disminuir la evasión. A menos que los ciudadanos sufran masivamente de amnesia anterógrada, el resultado más probable será un aumento en la cantidad de “moralistas evasores”. Este no es un tema menor. En el libro de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL), titulado La economía oculta en la Argentina, los autores estiman que la economía informal representa el 24 por ciento del producto interno bruto. La evasión del impuesto al valor agregado (IVA), uno de nuestros principales impuestos, se ubicaría entre el 26 y el 30 por ciento, mientras que el no pago del impuesto a las ganancias de las personas físicas oscilaría entre el 45 y el 49 por ciento. En lo que respecta a los impuestos internos, como los que se aplican a los combustibles y los cigarrillos, la evasión alcanzaría el 7,5 por ciento. Más aún, uno de los principales focos de evasión que más directamente castiga a los sectores de menores ingresos es la informalidad laboral. De acuerdo con datos del INDEC, un 34 por ciento de los trabajadores están en negro. En términos de dinero, el cálculo de FIEL es que la evasión tributaria en Argentina rondaba en 2010 los 70 mil millones de pesos por año. Para pensarlo en perspectiva tenga en cuenta que de acuerdo con el presupuesto de ese año, el gasto público nacional en educación y cultura, salud, ciencia y técnica, vivienda y urbanismo, defensa y seguridad interior ascendió solo a 55 mil millones. Es decir que el monto de la evasión superaba a la sumatoria del gasto público nacional anual en todas estas áreas vitales. namiento del sistema económico, quien evita pagar los impuestos enfrenta un precio menor que quien sí los paga, generándose así una falsa ilusión respecto de la abundancia de ese bien artificialmente barato (porque, recordemos que los precios señalan el grado de escasez de los bienes). La buena noticia es que la Economía puede aprender de la Psicología Cognitiva. No alcanza con que los contribuyentes sepan o se convenzan de que está mal no pagar los impuestos. Es preciso que puedan representarse mentalmente las consecuencias de la evasión impositiva y que esa representación constituya una película de la que prefieran no ser los protagonistas. Hemos aprendido que, para representarse mentalmente los distintos escenarios a los cuales pueden conducir sus decisiones, las personas buscan situaciones parecidas en su memoria

episódica, en su historia de vida, y las proyectan hacia delante. Si las publicidades tuvieran el formato de historias protagonizadas por personajes en los cuales los ciudadanos pudieran verse reflejados, y si las campañas contra la evasión en locales y puntos fijos fueran lo suficientemente mediáticas y notorias como para causar una impresión que lograra grabarse a fuego en la memoria episódica de quienes las sufren o las presencian, probablemente, los moralistas evasores aprenderían poco a poco que deben empezar a pagar sus impuestos.

Pequeños empujoncitos (Nudges) que producen grandes cambios Uno de los libros más influyentes en la corta historia de la Economía del Comportamiento es el de Richard Thaler, Nudge. La propuesta del profesor de la Universidad de Chicago es trabajar en la arquitectura de elección de las personas para “empujarlas ligeramente” a elegir de algún modo particular, sin coartar en lo más mínimo sus libertades ni sus posibilidades de optar por otras alternativas. A este tipo de intervenciones suele llamárseles paternalismo libertario, porque si bien no se fuerza a las personas a elegir de un modo u otro, se aprovechan los sesgos comportamentales que discutimos en secciones anteriores, para inducirlas a actuar del modo deseado. El ejemplo estrella para comprender la idea de los empujoncitos (Nudges) es el de donación de órganos. Poner como default que el sujeto es donante cuando renueva el DNI o saca la licencia de conducir y ofrecerle si quiere cambiar su condición a no donante genera muchos más donantes que hacerlo al revés, como es hoy, donde el statu quo es que la gente no dona y hay que manifestar la intención de hacerlo explícitamente. Otros ejemplos habituales son los de planes de pensiones donde como default se propone un descuento voluntario en el salario para constituir un fondo de inversión/fideicomiso de pensión, salvo que el individuo opte explícitamente por mantener el statu quo previo, en vez de suponer como default que el individuo no desea ahorrar. En Argentina, por ejemplo, la norma por la cual se retira el salero de las mesas a menos que el comensal expresamente lo pida, es uno de los mejores ejemplos de nudge que combate la peligrosa costumbre de excederse con la sal y poner en riesgo el sistema cardiovascular. Obviamente el tipo de nudge que uno puede pensar para las políticas públicas de Argentina tiene que ver con el tipo de problemas que los gobernantes normalmente enfrentan por estos lares, dado que el concepto de nudge tiene que ver con la idea de facilitar determinadas elecciones que son socialmente deseables, u objeto de las políticas públicas. Así, el hacedor de políticas que utiliza nudges se convierte en realidad en un arquitecto de la elección, en alguien que diseña un menú de opciones de modo de lograr que la gente elija de una determinada manera, pero asegurándose de que no se les reduce el conjunto de alternativas de elección, no se les acota la libertad, ni se elige por ellos. Por ejemplo, si se busca hacer políticas preventivas de salud y que la gente se chequee con habitualidad, se puede poner como default que deben hacerse una placa de tórax para renovar la licencia de conducir, aunque se le da la posibilidad de negarse al candidato si completa un formulario. Si buscamos generar un fondo voluntario para obras públicas (por ejemplo para evitar las últimas inundaciones) podemos incluir un sobre precio en las próximas tasas, que puede ser

evitado si el contribuyente presenta una nota diciendo que no quiere contribuir con las obras. Si queremos que la gente consuma carne, podemos entregar cupones de carne en los planes sociales, pero estableciendo que los mismos pueden ser canjeados por dinero en efectivo si el que recibe el pago así lo solicita. Mucha más gente terminará así comiendo carnes. Si queremos evitar accidentes de tránsito y hacer más seguras las calles, podemos establecer que las luces se deben encender automáticamente cuando se pone en marcha el motor y el conductor tiene que apagarlas si es que desea viajar sin ellas. Por supuesto que los nudges no se limitan a establecer reglas de default convenientes, sino que también pueden lograrse elecciones más acordes a los objetivos de las políticas públicas, modificando el contexto de elección, con efectos de marco (framing) o de redacción de formularios y promociones (wording). Por ejemplo, un comercio que quiere aumentar la facturación puede ofrecer alternativas más sofisticadas (y costosas) en el menú aprovechándose de que muchas veces la gente usa los precios con fines informativos cuando desconoce la calidad de algún producto. Así, si a quien va a comprar quesos le dicen: “Tengo uno de 30, uno de 40 y uno de 50, lo más probable es que venda masivamente el de 40, pero si modifica la elección y suma un queso de 80 al menú, notará que mucha más gente elige el de 50. Y lo mismo sucede con vinos, o distintas coberturas de un seguro. Simplemente el modo en que se ofrece el menú de alternativas termina impactando en la elección del usuario, sin que haya sido necesario quitarle libertad a la misma. Dan Ariely, en Predictably Irrational comenta una promoción de The Economist, donde nudgeaban la elección de los consumidores hacia un determinado tipo de suscripción, agregando alternativas irrelevantes más caras, que hacían lucir interesante la suscripción estándar que la revista quería en realidad vender. Pero veamos a continuación varias políticas donde se puede mejorar el logro de objetivos, simplemente modificando de manera sutil, la arquitectura de elección. ¿Puede el Gobierno usar nudge para bajar el precio del dólar blue? Sí, puede. Una parte importante de la escalada del dólar es por razones estacionales cada vez que el Gobierno se ve obligado a inyectar liquidez extra en los mercados (pago de aguinaldos o liquidación de divisas de la soja). En esos casos lo que puede hacer el Gobierno es depositar los aguinaldos en un plazo fijo a siete días creado ad hoc para cada trabajador, con renovación automática si el mismo no elige sacar los fondos de la cuenta. Así se evita que al tener un excedente de pesos en la mano, la gente busque el blue por no saber qué hacer con el dinero. Otro nudge con el dólar podría ser pagar los títulos públicos nominados en dólares, en pesos a la cotización oficial, dando la chance al ahorrista de cambiarlos por dólares. Una gran cantidad de los que tengan bonos obviamente elegirán convertir los fondos a dólares nuevamente, pero sin dudas no serán todos. Similar estrategia puede elegirse para los depósitos en dólares al momento del vencimiento, cambiándolos automáticamente a pesos, con una opción de mantenerlos en dólares que debe ser ejercitada ex profeso por el ahorrista. ¿Puede el Gobierno usar nudge para bajar el consumo de energía? Sí, puede. Les pide a los fabricantes de aire acondicionado que programen por default los controles automáticos de los aires, de modo que cuando se encienden lo hagan en una temperatura fresca, pero de bajo consumo (22 grados por ejemplo) y la gente deba bajar la temperatura manualmente en el equipo central si desean poner el ambiente a menos de esa temperatura.

Alternativamente, se puede bajar el consumo promedio, informándoles a los consumidores cuánto es lo que gastan sus vecinos, tal y como descubrió el profesor de Psicología de la Universidad de Arizona, Robert Cialdini. Y por si los resultados de esos experimentos no fueran lo suficientemente convincentes, el emprendedor Alex Laskey fundó la empresa Opower, que en alianzas con varias empresas distribuidoras de energía, les envía resúmenes personalizados a los clientes informándoles cuánto están ahorrando sus vecinos. Alex está logrando notables progresos en las comunidades en las que está trabajando y actualmente está haciendo un nuevo experimento que podría ser muy interesante para nuestro país. La idea es enviar mensajes de texto a los vecinos en días particularmente difíciles para el sistema eléctrico, porque por razones climáticas o estacionales hay mucha demanda. Entonces el SMS luce algo así como: “Mañana será un día pico en uso de energía; usted puede ganar hasta $ 100 si ahorra energía entre las 18 y las 24 hs”. Al otro día, la distribuidora computa los ahorros de cada hogar y llega un mensaje que dice: “Felicitaciones, usted ahorró un 5 por ciento de energía, el ahorro promedio en su barrio fue del 6 por ciento y el que más ahorró dejó de gastar un 22 por ciento de energía…ha ganado $ 50”. Los resultados de esos experimentos todavía no están, pero la Economía del Comportamiento nos ha enseñado que el simple recordatorio, sumado a la presión social de saber que los vecinos lo están haciendo mejor que uno, alcanza para generar grandes cambios en el comportamiento. ¿Puede el Gobierno usar nudges para que la gente fume menos? Sí, puede. Si establece que los paquetes vengan con 18 cigarrillos en vez de 20 (y con 9 en vez de 10), logrará que la gente elija fumar menos, aun cuando siempre pueden comprar tantos cigarrillos como deseen. ¿Puede el Gobierno usar nudges para bajar la inflación? Sí, puede. La clave en este caso está en el componente de expectativas. Si el Gobierno le pide a las empresas de servicios que manden facturas mensuales en vez de bimestrales, pues la sensación de los consumidores será que pagan menos por la luz y el gas y que estos servicios se están abaratando, dado que quien recibía una cuenta de $ 200 por bimestre ahora pasará a recibir 100 por mes. También se puede negociar con los supermercados para masificar el pago con tarjetas de débito que generen devolución de IVA, y usar esa devolución para sostener los acuerdos de precios con las grandes cadenas. Esta parece ser la medida que había intentado el secretario de Comercio, Guillermo Moreno con la Supercard (que nunca funcionó); pero aquí el nudge sería establecer que todas las cuentas sueldo de la Argentina deben poder debitar de una Supercard, salvo que el trabajador expresamente elija otra opción de Banco/Tarjeta. ¿Puede el Gobierno usar nudges para mejorar el rendimiento financiero de los consumidores? Sí, puede. En este caso deberá establecer por decreto que cada vez que se ofrezca la posibilidad de varios pagos sin interés, el sistema que procesa el pago tome esa opción por default, ofreciéndole la chance a la gente de cancelar las cuotas pagando al contado, en caso que lo deseen. Adicionalmente hay que establecer que los bancos conviertan las distintas formas de financiamiento que está utilizando un cliente, agrupándolas en la opción más barata por default, salvo elección en contrario del consumidor. Por ejemplo, es mucha la gente que tiene un descubierto en una cuenta corriente o caja de ahorros, por el que paga más de lo que

pagaría si ese saldo lo financiara la tarjeta de crédito que tiene con el mismo banco (o viceversa). Similar situación se da con clientes que poseen fondos en una caja de ahorro y al mismo tiempo utilizan un descubierto o tienen saldo deudor en la tarjeta de crédito. La gente no hace rendir bien sus opciones financieras por desconocimiento o por no tomarse la molestia de ir o llamar al banco, de modo que si se les ofrece las mismas opciones que antes, pero el banco elige la combinación de financiamiento más conveniente como default, los consumidores estarán mucho mejor. ¿Puede el Gobierno usar nudges pata recaudar más impuestos? Sí, puede. El área de Desarrollo Económico del CIPPEC, que coordina Paula Szenkman acaba de demostrarlo. Estos especialistas diseñaron distintos mensajes para incluir en las boletas de servicios municipales (tipo alumbrado, barrido y limpieza); algunos explicando que seis de cada diez contribuyentes pagaban, otros recordando las distintas consecuencias de no pagar y finalmente un tercer grupo de mensajes ejemplificando lo que se hacía con el dinero recaudado. La iniciativa, al reactivar las representaciones mentales de los contribuyentes, logró aumentos de pago de entre 4 y 7 por ciento en varios municipios de la provincia de Buenos Aires. Por último, ¿puede el Gobierno bajar los subsidios sin perder capital político? Sí, puede. La clave, nuevamente, pasa por aprovechar el sesgo de statu quo, por el que las personas priorizan la situación que se les presenta como default. En noviembre de 2011, algún funcionario que no leyó el libro Nudge decidió abrir un registro voluntario de renuncia a los subsidios, que como era de esperar solo consiguió que 35.000 personas renunciaran al beneficio sobre las facturas de luz y gas. El error es que el registro parte de un punto de partida equivocado (default). Esto es: todo el mundo conserva el subsidio, salvo que expresamente se renuncie al mismo, cuando en rigor debió haber sido al revés; o sea: todo el mundo pierde el subsidio, salvo que expresamente manifieste su necesidad de conservarlo. Si se hubiera hecho de este último modo, mucha más gente habría elegido quedarse sin el subsidio. Adicionalmente se podría reforzar la elección agregando, como en el ejemplo del consumo energético, un cartel en la página de solicitud de mantenimiento del subsidio que salte cuando el usuario inicia el trámite informándole cuántos de sus vecinos han solicitado lo mismo que él, o con imágenes que activen su memoria episódica y le recuerden el destino del dinero a mejorar la salud, la educación o la vida de los que menos tienen.

Psicoeconomía para evitar las Crisis Económicas Sabiendo que soy un economista con estudios de posgrado en Psicología, durante los días de pánico que provocó la crisis iniciada con la caída de Lehman Brothers en 2008, muchas personas me preguntaron (y me siguen preguntando en estos días de crisis del área euro) si mis conocimientos me permitían prever el comportamiento de los consumidores y pronosticar el rumbo de la crisis. Les tengo buenas y malas noticias. Las buenas son que el comportamiento de los agentes económicos que ocasionó ambas crisis es perfectamente comprensible si se recurre a las herramientas de la economía del comportamiento. Las malas noticias son que no tengo la menor idea de cómo ni cuándo terminará finalmente la incertidumbre internacional. De

hecho sospecharía de cualquier persona que efectuara pronósticos públicamente, puesto que, desde un punto de vista estrictamente racional, al visionario en cuestión le resultaría mucho más rentable no compartir sus conocimientos y ganar dinero gracias a ellos. Para entender lo que ocurrió: recordemos que vimos que las personas interactúan en cientos de mercados por día, y que la abrumadora cantidad de información que sería necesario procesar para tomar las decisiones “racionales” de los agentes que describen los libros de texto de microeconomía está completamente fuera del alcance de la capacidad de procesamiento de información con que la naturaleza nos ha dotado. Es por eso que, para desenvolvernos exitosamente en el mundo actual, hemos desarrollado heurísticas, es decir, reglas de decisión más o menos automáticas que, en general, suelen funcionar bastante bien. Naturalmente, estas reglas no son perfectas y ocasionan una serie de sesgos respecto del comportamiento que asumiríamos si tuviéramos la capacidad de procesar toda la información que nos rodea. Repasemos algunas de estas reglas, que nos servirán para comprender un poco mejor las causas de las crisis económicas. Generalizamos rápidamente a partir de muy pocas experiencias (algunas de las cuales no fueron siquiera vividas por nosotros, sino quizás transmitidas por un amigo, un familiar o algún medio de información); nos apresuramos a sacar conclusiones sobre la base de información escasa (prejuzgamos) y luego la seleccionamos sesgadamente, considerando en mucho mayor medida aquella que confirma nuestros juicios previos; exageramos la categorización de todos los objetos y experiencias que vemos y vivimos; y buscamos correlaciones, regularidades y causalidades entre las categorías que formamos y los hechos que vivimos o conocemos. Aquí van algunos ejemplos típicos de estos comportamientos. Decimos: “¿Viste? Te dije que agarraras por la 9 de Julio” cuando el que maneja queda atrapado en un congestionamiento, pero no reconocemos que nos equivocamos en diez oportunidades anteriores cuando hicimos la misma recomendación. Tenemos miedo si caminamos de noche por una calle oscura y detrás nuestro viene un hombre. Todos somos meteorólogos. Cuando vamos al casino estamos convencidos de que es mucho más probable que salga colorado si acaba de salir negro en las últimas cuatro rondas. Las empresas que venden sus productos en los mercados conocen estas tendencias perfectamente, y por lo tanto, diseñan sus estrategias de marketing con el objeto de posicionar los productos en la mente de los consumidores, pero siempre teniendo en cuenta esas “fallas” en el funcionamiento de nuestra cognición. A su vez, debido a la limitación en la capacidad mental de procesar información, las categorías son muy generales y se construyen más con base en símbolos de los productos que a partir de descripciones detalladas de sus características técnicas. Las simbolizaciones permiten aprovechar el conocimiento previo del sujeto, quien elabora rápidamente conclusiones y categoriza cada producto nuevo en menos tiempo del que tarda en parpadear. Los mercados de productos financieros no constituyen una excepción. Los clientes difícilmente sean usuarios sofisticados con conocimientos de finanzas y de probabilidades. Para posicionar un producto financiero en las mentes de los consumidores, las empresas deben recurrir básicamente a la misma estrategia que se utiliza para posicionar un televisor, un político o un jabón en polvo. Así, si el aviso del político no dice nada sobre su plataforma, la publicidad del televisor no

menciona el tipo de chips con que está construido el aparato y la promoción del jabón en polvo no habla de la composición química del producto, ¿por qué los bancos habrían de explicarles a sus clientes en qué invierten el dinero, a quién otorgan préstamos, cómo computan los intereses o con base en qué criterios eligen las acciones de los fondos que manejan? ¿Acaso alguien ha visto alguna publicidad del mundo financiero que aporte datos o información remotamente útil a los efectos de planificar una inversión segura? No, la verdad es que el conocimiento que tiene el cliente de un banco sobre la situación financiera de la institución es el mismo que posee un votante respecto de la plataforma de un candidato o un consumidor de productos alimenticios industriales respecto de los ingredientes con que se prepara su cena. Ahora bien, si los bancos construyen sus marcas en torno a símbolos que soportan conceptos como “solidez”, “respaldo”, “solvencia” y “trayectoria”, pero los clientes leen en el diario una noticia sobre la quiebra de un banco que era símbolo de esos valores, es fácil comprender que el derrumbe del esqueleto en que se apoya el posicionamiento de las marcas financieras ocasione una incertidumbre colosal que se traduzca en pánico. De acuerdo con el modelo cognitivo desarrollado por los doctores Aaron Beck y Albert Ellis, un ataque de pánico es la consecuencia de un pensamiento automático que se activa o dispara a partir de un conjunto de creencias centrales que los sujetos han construido a lo largo de su infancia y adolescencia para poder explicar el funcionamiento del mundo que los rodea. Aunque las creencias de las personas no necesariamente concuerden con la realidad en cuanto al modo en que efectivamente funcionan las cosas, lo cierto es que fueron construidas como resultado de sus experiencias porque en algún momento determinado ofrecieron una explicación satisfactoria de lo que les sucedía. Así, la economía mundial (la economía argentina no es una excepción) ha sido tan volátil y sus crisis, tan recurrentes que no es difícil pensar que muchos ahorristas hayan construido la creencia de que “cada X cantidad de años hay una crisis”, por ejemplo. Una vez que la idea ha adquirido fuerza de creencia, de nada sirven los ministros de Economía que le hablan al corazón, ni tampoco los que invocan la razón, y mucho menos aquellos que proponen zanjar la cuestión “apostando” a señalar que la percepción está equivocada. Casualmente, uno de los cuadros clínicos que habitualmente se presenta junto con el ataque de pánico es la llamada claustrofobia o ansiedad extrema por encontrarse en situaciones o en lugares de los cuales el escape o la huida podrían resultar difíciles. Como le sucede a un inversor que posee una acción o un bono cuyo precio no para de caer o, peor aún, que ha dejado sus depósitos en un banco del cual no puede retirarlos. El disparador de la creencia puede ser cualquier suceso que cuestione la solidez bancaria o del sistema económico en su conjunto. El cliente descubre que no posee la más mínima información respecto de la potencial solidez de la institución en la cual tiene sus ahorros, y la incertidumbre le genera tanta ansiedad que entra en pánico, se replantea todas sus decisiones previas, corre a retirar sus inversiones y busca un resguardo seguro para su dinero. El funcionamiento de los mercados de valores se basa en una lógica similar a la descripta. Ahora bien: esto no debería suceder. Después de todo, el economista Eugene Fama acaba de ganar un Premio Nobel por demostrar, en su tesis doctoral del año 1965 presentada en la

Universidad de Chicago, que los precios de las acciones siguen un camino completamente aleatorio e impredecible. En el mundo de las finanzas esta tesis se conoce como el principio de “mercados eficientes”, porque a cada momento los mercados incorporan a los precios toda la información existente, de suerte que cualquiera que tenga nueva información sobre un evento que impactará en la rentabilidad de una empresa simplemente actúa en el mercado (comprando o vendiendo esas acciones) y ocasiona que los precios se ajusten de modo automático para reflejar la nueva información. Esta es la razón principal por la cual siempre les digo a mis alumnos, amigos y conocidos que me consultan que no tengo la menor idea respecto de si conviene comprar dólares o euros, por ejemplo, y les sugiero que desconfíen de cualquiera que recomiende alguna de esas dos opciones. Sin embargo, el común de las personas, que no conocen el modo en que funcionan los mercados financieros ni tienen estudios en economía, suelen creer que pueden predecir la tendencia del dólar, del euro o de la bolsa, o el precio del petróleo. Paradójicamente, muchas veces terminan teniendo razón. Volvamos a nuestro jugador del ejemplo del casino que sufría la “ilusión del apostador”, por la cual creía que luego de cuatro bolas con números negros un número colorado tenía muchas más chances de salir. Ese apostador creía fervientemente en el azar, y dado que conocía la ley de los grandes números sabía que si, en efecto, la ruleta era azar, antes o después la cantidad de veces que saliera negro o colorado debería equilibrarse necesariamente. Su problema central es que no sabía que la ley de los grandes números solo es válida, valga la redundancia, para una cantidad muy grande de intentos. Por lo tanto, la próxima bola tenía tantas probabilidades de repetir el color de la anterior como de cambiar. A su vez, la ruleta no tiene memoria y simplemente “no le importa ni le afecta” en lo más mínimo cuál es la creencia del apostador. Ahora pensemos qué sucede cuando el apostador no cree en el azar, y en vez de ir a jugar a la ruleta va a invertir en la bolsa. Muchas personas creen que si la bolsa se comportara de manera aleatoria debería alternar permanentemente entre días de baja y días de alza; consideran que las rachas de varios días de subas o varios días de bajas no corresponden a un comportamiento aleatorio. Para ser más específicos, la mayoría de las personas creen que la secuencia S B S B S B S B S B (donde la S indica que la bolsa sube y la B señala que la bolsa baja) observada a lo largo de diez días de operaciones corresponde a un comportamiento aleatorio, pero consideran que la serie S S S S S B B B B B no es el resultado lógico o probable de un comportamiento aleatorio. En rigor, las dos secuencias de alzas y bajas de la bolsa presentadas en el ejemplo podrían perfectamente ser el resultado de un fenómeno por completo aleatorio, y de hecho ambas tienen exactamente la misma probabilidad de ocurrir. Si a ese habitual error de razonamiento le sumamos el hecho de que tendemos siempre a buscar regularidades (aunque muchas veces lo hagamos de manera inconsciente), a elaborar conclusiones con facilidad y a prejuzgar a partir de información escasa, obtendremos manadas de inversores convencidos de que una semana de cotizaciones en alza del tipo S S S S S necesariamente implica que se está viviendo una racha positiva, que el mercado está hot,

y que por lo tanto hay que invertir porque el alza continuará. Y no se trata de una hipótesis mía. Acabo de hacer un experimento parecido con mis alumnos del curso de Economía del Comportamiento de la Universidad de Buenos Aires. Construí una serie de números aleatorios en una planilla de Excel y cuando el número (entre 0 y 1) era mayor a 0,5 lo reemplacé por la palabra “suba”, mientras que cuando resultaba menor a 0,5 ponía “baja”. Luego les pedí que me dijeran si comprarían o venderían acciones al cierre de cada semana (obviamente, sin decirles que la serie no reflejaba la evolución real del mercado accionario, sino que había sido generada aleatoriamente por el Excel). El resultado es que la mayoría de ellos creyeron observar tendencias alcistas o bajistas, tendiendo por lo tanto a comprar o vender sus acciones hipotéticas en ese juego. En el aula esto no es más que un interesante resultado académico una anécdota. Pero el problema es que en la realidad, si muchos inversores razonan del mismo modo, habrá un exceso de demanda de acciones en la bolsa y el valor de las mismas tenderá a subir, reforzando la convicción de nuestros inversores, quienes confirmarán que efectivamente estaban en lo cierto al inferir que el mercado presentaba una tendencia alcista. Cualquier semejanza con el ejemplo del conductor que en pleno congestionamiento maldecía por no haber tomado la avenida 9 de Julio no es, obviamente, mera coincidencia. Tanto en Economía como en Psicología, esta situación se conoce como la “profecía autocumplida”: la propia creencia de los inversores en que se está asistiendo a una racha alcista es la que produce la próxima suba del valor de las acciones, y como la suba confirma las expectativas previas, esta “supuesta capacidad” para predecir se refuerza. Se produce, entonces, lo que técnicamente se denomina una “burbuja” especulativa. Por supuesto, el razonamiento es igualmente válido para los períodos de baja. Así, una burbuja puede hacerse añicos simplemente a partir de un proceso aleatorio de movimiento bursátil del tipo B B B B B S S S S S, en que una semana completa de bajas le puede hacer creer al inversor que se está asistiendo a un ciclo bajista y que por lo tanto conviene vender de inmediato. De este modo, el comportamiento en manada de los inversores que venden hará bajar nuevamente los precios y ellos se encontrarán nuevamente frente a la profecía autocumplida, con datos que reforzarán sus hipótesis previas. Es cierto que es más fácil observar burbujas alcistas que bajistas, pero eso se debe a que los inversores que compran acciones creen que estas van a subir y por lo tanto, cuando se produce una racha de baja, no aceptan fácilmente que estaban equivocados. En ese caso, debido al sesgo de confirmación de hipótesis, es más probable que los individuos crean que una serie de cinco días seguidos de baja solo constituye un fenómeno aleatorio y que, como en la ruleta, al sexto día “subirán las acciones”, porque de este modo queda a salvo la hipótesis que motorizó la compra de acciones, según la cual los valores iban a subir. La razón por la cual es más probable que una burbuja bajista siga a una alcista es que los inversores están mucho más dispuestos a vender después de que el mercado se ha mantenido en alza durante un tiempo, pues ya han obtenido una ganancia, y en esas circunstancias retirarse no ocasiona ninguna disonancia cognitiva con las expectativas previas. Otro sesgo que afecta sistemáticamente las decisiones de los agentes que operan en los mercados financieros le valió en 2012 el Premio Nobel de Economía a Robert Shiller, por descubrir que los operadores normalmente sobre reaccionan ante las noticias (buenas o

malas) acerca de las empresas que cotizan en bolsa, o respecto a la salud de la economía en general. Esta reacción exagerada puede generar burbujas tanto alcistas como bajistas, haciendo que los mercados financieros sean muy volátiles y requieran algún tipo de regulación. ¿Qué podemos aprender, entonces, de la psicoanatomía de las últimas crisis económicas internacionales? En primer lugar, que los mercados están lejos de funcionar de modo eficiente y que los consumidores e inversores usan atajos, a los cuales denominamos heurísticas, para procesar la información y tomar decisiones; no maximizan funciones de utilidad construidas a partir de preferencias estables, sino que las preferencias se construyen sobre la base de símbolos que funcionan como vectores informativos que resumen (muchas veces sesgadamente) la información disponible. En segundo lugar, que si en efecto existe ese tipo de sesgos en el procesamiento de las marcas de productos financieros, que resumen de manera simbólica la información relevante, quizás sea conveniente repensar los esquemas de regulación de la publicidad para este tipo de productos. Quizás resulte conveniente promover medidas que protejan a los consumidores de los comportamientos imprudentes de los bancos y financieras, que son áreas en que los mercados no funcionan seleccionando eficientemente a los mejores productores, como ocurre en otros sectores de la economía en los que las empresas que no saben hacer las cosas bien o son ineficientes, terminan quebrando. Si la verdulería de la esquina vende frutas de mala calidad, los vecinos optarán por comprar en otro lado y el comerciante tendrá que cerrar. Si una empresa textil vende ropa muy cara, los consumidores comprarán productos de la competencia y el carero deberá adaptar sus precios o cerrar su negocio. Pero si un banco no administra bien los ahorros de sus clientes y se funde, ¿cómo saben los clientes de los otros bancos que esa entidad quebró por ineficiente o porque hay un problema sistémico que pone en riesgo los ahorros de todas las instituciones financieras? En tercer lugar, el único modo de evitar que se produzcan burbujas ocasionadas en comportamientos de manada sería lograr que las cotizaciones evolucionaran sin rachas autogeneradas, sino como un fenómeno realmente aleatorio en el que ningún inversor pudiera predecir cuál será la evolución de una acción o un bono en los próximos días. En ese sentido es plausible pensar en intervenciones aleatorias de la autoridad monetaria en los mercados (mediante la compra y venta de acciones), que aumentando la imprevisibilidad de la evolución de los índices bursátiles, les transmitirían a los inversores de la bolsa la sensación de aleatoriedad de que carecen. De ese modo se reduce notablemente la posibilidad de que los operadores generen hipótesis sobre rachas o tendencias de mercado, que son las que dan lugar a los comportamientos de manada que producen las profecías autocumplidas y desembocan en las burbujas financieras.

Juegos online y aprendizaje autoorganizado: ¿el futuro de la escuela? Es un lunes a las 14.30 hs en la ciudad de Frías, Catamarca. La temperatura no baja de los 35° y hace varios días que no logro conectarme a Internet para revisar mi correo. Finalmente

ubico un cyber donde un puñado de niños de entre seis y trece años está jugando un popular juego en red conocido como “Counter Strike”. Espero mi turno y me siento en la computadora que acaba de dejar uno de ellos por falta de crédito y cuando me dispongo a abrir mi correo me salta la ventana del juego en red con el perfil del chico que acababa de dejar la máquina, aún con vida. “Está vivo, está vivo”, exclamaban los chicos. Suficiente provocación para que mi ego me moviera a dar batalla, en un juego del que no tenía la menor idea. Empecé a apretar botones más o menos al azar, pero para mi sorpresa los rivales, conscientes de mi torpeza, comenzaron a enseñarme. Recibí una catarata de instrucciones desinteresadas que me permitieron en pocos minutos alcanzar un dominio básico del juego. Unos minutos después perdí y me dediqué a contestar correos electrónicos, pero la lección me hizo mella; los niños saben cómo aprender un juego complejo sin ningún maestro que les enseñe. Simplemente se auto organizan y generan un proceso de aprendizaje espectacular, que difícilmente alcance la educación tradicional en nuestras aulas. Me acordé entonces de una magnífica conferencia TED (Tecnología, Entretenimiento, Diseño), en que Ali CarrChellman sostuvo la tesis de que existe un tremendo divorcio entre la cultura de los niños y la cultura de la escuela, particularmente en el caso de los varones. El tipo de vida que la escuela les propone a los jóvenes quizás concuerde más con la cultura de las chicas, pero no tiene nada que ver con la de los niños, que se encuentran más a gusto jugando al Counter Strike o peleándose entre ellos por el control de la PlayStation. Esta experta en diseño de materiales instructivos para el ámbito escolar señala la escasez de hombres al frente de los cursos como otra de las causas del desinterés de los chicos por la escuela: los niños carecen de un modelo masculino en el aula. En Estados Unidos, por ejemplo, el 93 por ciento de las maestras son mujeres, y sospecho que aquí en Argentina los números serán similares. Como sean las proporciones, la propuesta de Ali CarrChellman consiste en destinar recursos al desarrollo de videojuegos que tengan contenido educativo y que se parezcan lo máximo posible a aquellos que captan la atención de los chicos durante las horas que pasan fuera de la escuela. De manera interesante, una de las más prestigiosas diseñadoras de juegos online, Jane McGonigal, también dio una conferencia TED en 2010 en la cual explicó por qué los juegos electrónicos resultan tan atractivos, e incluso adictivos, para los jóvenes. La clave parece residir en la organización y en la dificultad de las tareas que los juegos proponen, así como en el esquema de premios, que genera incentivos para que los participantes realicen el máximo esfuerzo posible para superar las pruebas. Nótese que el sistema educativo tradicional tiene un enorme problema con los incentivos. Los alumnos (y los padres) reciben un feedback tardío e inútil, porque nuestra escuela no tiene tradición de evaluar, medir y controlar frecuentemente lo que pasa en el aula. Los juegos en red funcionan por dos características fundamentales de las funciones de pago que tienen asociadas; el feedback es automático y siempre se puede empezar de nuevo de manera instantánea. La escuela, en cambio, no funciona porque no tiene ningún sentido que el boletín llegue a los dos meses de que el alumno empezó las clases ni que se termine decidiendo a fin de año

que ha reprobado la materia y debe recuperarla. Es tarde. En ese sentido uno de los grandes éxitos del sistema educativo de Finlandia (uno de los mejores del mundo en las pruebas estandarizadas PISA) es que la evaluación es continua y cada vez que un alumno no comprende un tema, debe asistir a clases adicionales por las tardes, en las que un tutor se asegura que el chico alcance al resto de sus compañeros y no pierda el tren. Por otro lado, el aprendizaje cooperativo y autoorganizado tampoco es algo que ocurra solo en el ámbito de los juegos en red. El profesor Sugata Mitra ha efectuado decenas de estudios en diferentes aldeas pobres de Asia que no contaban con conexión a Internet y demostró que con muy pocos recursos se puede lograr que los niños aprendan. Los experimentos de este magnífico pedagogo indio consistían en seleccionar una comunidad, instalar una computadora con acceso a Internet, la cual quedaba empotrada a una pared, y dejarla allí sin dar la más mínima instrucción. Seis meses más tarde, el investigador retornaba para evaluar los resultados. Así pudo observar que sistemáticamente los chicos aprendían, en forma colectiva y cooperativa, a navegar en Internet, buscar contenidos en Google, usar el correo electrónico y chatear, e incluso mejoraban de manera notable sus niveles de inglés, pues lo primero que debían descubrir para poder dominar la computadora y navegar era cómo traducir a su lenguaje local lo que aparecía en la pantalla. La segunda gran diferencia entre nuestras escuelas y el mundo virtual en que los chicos triunfan tiene que ver con los premios. Además de su capacidad para generar contextos de autoaprendizaje, el mundo de los juegos online es apasionante para los jóvenes porque, según afirma McGonial, les permite lograr triunfos épicos con bastante frecuencia, cumpliendo objetivos que exigen realizar el máximo esfuerzo y alcanzar altos niveles de concentración. Por si ello fuera poco, logran cosas que ni siquiera creían que podían alcanzar, lo que les demuestra que en ese mundo sus capacidades son premiadas, y que hay un lugar donde son útiles no solo individualmente sino, sobre todo, en forma colectiva. Ciertamente, los juegos representan la cultura de los jóvenes a la que hacía referencia Ali Carr-Chellman y son absolutamente opuestos al sistema de premios y castigos reinante en las escuelas. El otro tema es el de las motivaciones y los esfuerzos. El profesor William Glasser no es un experto en juegos online, pero de manera muy interesante sus investigaciones parecen confirmar los hallazgos de Ali Carr-Chellman. A comienzos de los años noventa, el profesor Glasser, un teórico de la calidad educativa que además dirige un colegio, fue invitado a Pittsburg a dictar una conferencia sobre los colegios secundarios. Como norma usual, Glasser solía visitar con anterioridad las escuelas en las cuales realizaría su exposición y conversar con los alumnos. En esa oportunidad lo inquietaba saber qué porcentaje de los estudiantes verdaderamente se esforzaban en clase, de modo que les transmitió la pregunta a los jóvenes con quienes se encontraba reunido. La respuesta fue sorprendente: la mayoría de los alumnos consideraban que solo entre el 20 por ciento y el 45 por ciento de sus compañeros hacían el máximo esfuerzo posible por lograr un buen

desempeño. Cuando Glasser quiso saber si los que más se esforzaban eran los más capaces, se llevó una segunda sorpresa: muchos de los alumnos más capaces afirmaron que habían perdido hacía tiempo el interés y que integraban el grupo de los que no se esforzaban demasiado. Pero hay más: por la tarde, durante su conferencia, preguntó qué era la calidad para los alumnos. La respuesta de los jóvenes fue que “era lo mejor que podían hacer”, “que requería tiempo y esfuerzo”, etcétera. Finalmente, Glasser preguntó: “¿Ustedes hacen trabajos de calidad en su escuela?” El silencio invadió el aula por varios segundos hasta que un alumno que gozaba de excelente reputación se paró y dijo: “He estado en este colegio desde preescolar y he sido un estudiante bueno; casi todas mis calificaciones han sido A, pocas B y ninguna C. Mis padres y maestros han quedado siempre muy satisfechos, pero quiero decirles esto: nunca en una clase he hecho todo lo que puedo hacer”. De este modo, el trabajo de Glasser viene a ser una comprobación empírica de la disociación entre la cultura de los alumnos y la cultura de la escuela. Sin embargo, hay más al respecto. Casi todos los economistas y pedagogos prestamos poca atención al factor relacional, que es muy importante a la hora de explicar cómo se construye la cultura del aula. Digo “casi todos”, porque el nobel de Economía George Akerlof y su colega Rachel Kranton han desarrollado una interesante línea de trabajos sobre el poderoso efecto de la construcción de la identidad en la escuela. Como antecedentes, podemos mencionar el famoso Informe Coleman. En “Equality of Educational Opportunity” (Igualdad de Oportunidades en Educación), James Coleman destacaba, entre otras cosas, la importancia que para los alumnos tenía pertenecer a un grupo, y por supuesto los experimentos del padre de la Psicología Social Muzafer Sherif, en las décadas del cuarenta y del cincuenta, que consistían en conformar grupos de estudiantes que no se conocían de antemano entre sí para analizar la evolución del grupo y el desempeño de sus integrantes. Estos experimentos mostraban que al cabo de una semana ya se desarrollaba un profundo efecto de pertenencia entre los miembros de cada grupo, por un lado, y un efecto de competitividad entre grupos, por el otro. A este efecto lo denomino, recurriendo a una metáfora deportiva, el efecto camiseta. La novedad de los trabajos del profesor Akerlof es que señalan que los alumnos eligen su pertenencia a un determinado grupo (nerds, marginales y líderes), y como cada grupo tiene una identidad y una imagen ideal de comportamiento, sus miembros terminan seleccionando el nivel de esfuerzo, que están dispuestos a efectuar de acuerdo con esa imagen; lo cual podría explicar en parte el bajo compromiso con el trabajo en el aula que encontró el profesor William Glasser. Este fenómeno social tiene probablemente raíces en la evolución de nuestra especie. El biólogo Richard Alexander sostenía que como el depredador natural del hombre había sido el propio hombre, resultaba crucial la capacidad para conformar grupos y elaborar estrategias a fin de garantizar la supervivencia de la especie. En ese sentido, la voluntad de ocupar un determinado lugar en la matriz social del aula resulta crucial para garantizar el acceso a una posición jerárquica, pero no basta con alcanzar esa posición. En muchos casos es necesario, además, defender el lugar generando situaciones de agresión

y de violencia dentro del aula. Ya en el gran libro del etólogo y nobel Konrad Lorenz, Sobre la agresión, el pretendido mal, se presenta la hipótesis de que la agresión tiene una función en la conservación de la especie en la medida en que permite administrar y asignar eficientemente el espacio medioambiental al separar y distribuir a los individuos disminuyendo la necesidad de enfrentamientos letales resultantes de la rivalidad por el acceso a un determinado recurso de supervivencia o de reproducción. De manera interesante, las últimas investigaciones del profesor Robert Faris, de la Universidad de California, coinciden con esta perspectiva al señalar que existe una fuerte correlación entre la batalla por el posicionamiento social y la agresión dentro del aula. Estos hallazgos representan un quiebre con la tradicional creencia según la cual los procesos de hostigamiento escolar (bullying) estaban dirigidos a amedrentar a los individuos más marginados dentro del grupo. Recapitulando: mi hipótesis es que el resultado del proceso educativo en términos de formación académica, pero sobre todo en relación con la conformación de las principales características de la personalidad de los jóvenes —que tanto impacto tienen luego en los niveles de logro alcanzados en lo económico y en el terreno de las relaciones familiares y sociales— depende crucialmente de cómo se origine y conforme el proceso de armado de grupos en la escuela, del posicionamiento de los sujetos en el mapa social resultante y de la distancia que exista entre el paradigma cultural del grupo de pertenencia y la cultura de la propia escuela. Los economistas deberíamos aprender de William Glasser y preguntarles a los alumnos y a los docentes qué niveles de esfuerzo alcanzan efectivamente, por qué no lo incrementan y qué incentivos promoverían el aumento del esfuerzo realizado. Los pedagogos deberían perder el miedo a experimentar científicamente y a incorporar los desarrollos y las líneas de trabajo que la Psicología Cognitiva propone. Entre todos podemos analizar el boom de los juegos online y averiguar por qué logran captar la atención de tantos chicos durante tanto tiempo, qué causas explican que promuevan la realización del máximo esfuerzo por parte de ellos, y cómo los jóvenes aprenden las reglas de estos juegos. En su libro Los fuera de serie, Malcom Gladwell sostiene que se necesitan 10.000 horas de dedicación absoluta para lograr que un joven sea un fuera de serie en cualquier rama de la ciencia, el deporte o el espectáculo. Aun suponiendo una asistencia perfecta a la escuela durante los doce años que conllevan la primaria y la secundaria, un alumno no llegaría a cursar 10.000 horas (si consideramos 180 días al año y cuatro horas por día, sin tener en cuenta los feriados, los paros, las enfermedades y los recreos, obtendríamos un total de 8.640 horas). Si a esto le agregamos el hecho de que el nivel de esfuerzo de los alumnos dista mucho de ser el máximo posible, comprenderemos cuán lejos está la escuela de producir jóvenes talentosos. En cambio, según sostiene Jane McGonigal, muchos jóvenes llegan a los 18 años habiendo acumulado 10.000 horas de entrenamiento y de competencia intensiva, si sumamos el tiempo que dedican a la PlayStation, la Wii y los juegos online. Parafraseando a Terezinha Carraher, podríamos decir que si hace veinte años, como rezaba el título de su libro (En la vida diez, en la escuela cero), muchos alumnos resolvían exitosamente problemas aritméticos en contextos no escolares pero reprobaban en el aula

porque la pedagogía escolar discriminaba socialmente, hoy la fragmentación se da en el nivel cultural y atraviesa transversalmente al sistema educativo, de modo que el título actual debería ser: En la compu diez, en la escuela cero, porque el sistema educativo discrimina a todos los jóvenes con cultura tecnológica moderna. Como indica el experto en educación Ken Robinson, probablemente ello se deba a que el modelo de escuela que tenemos hoy fue pensado en el siglo XVIII como elemento funcional de la Revolución Industrial, porque permitía formar de manera sistemática y estandarizada a la mano de obra requerida por los nuevos procesos de producción. El problema es que la creación de valor en las sociedades actuales ha cambiado radicalmente, y hoy es preciso desarrollar un modelo flexible y personalizado que permita que todos los jóvenes exploten al máximo su potencial. En este sentido, una experiencia muy interesante es la que está llevando adelante Salman Khan, quien desde una organización no gubernamental sin fines de lucro desarrolla videos explicativos sobre los distintos temas del currículo escolar, que los estudiantes pueden mirar en You Tube. Cuando los alumnos consideran que han comprendido un tema se someten a una serie de evaluaciones online, organizadas de forma tal que los estudiantes no pueden pasar al tema siguiente si antes no han logrado resolver diez ejercicios consecutivos en forma correcta. Todo esto sucede adentro del aula, donde el maestro puede monitorear en tiempo real, y desde su computadora, el grado de avance de cada uno de los alumnos y detectar cuando alguno de ellos tiene dificultades para avanzar con algún tema. Así, puede dedicarse a ayudar en forma personalizada a los alumnos que presentan dudas o dificultades, mientras el resto sigue trabajando. Bill Gates ha sugerido, incluso, que esa metodología podría aplicarse fuera del aula, donde los estudiantes podrían solicitar la cooperación de otros alumnos que hubieran recibido puntos por buen desempeño por haber avanzado exitosamente en las distintas etapas del programa. De este modo, los alumnos que presentaran dudas en el hogar podrían recurrir a los tutores de “buen desempeño certificado” y los encargados de brindar ayuda podrían recibir más puntos por su colaboración y obtener además el reconocimiento social de sus compañeros. El desafío de la escuela del futuro probablemente sea animarse a abandonar las reglas del modelo presencial de tiza y pizarrón y sumarse al reto de construir una nueva cultura, según la cual la escuela se parezca cada vez más a un juego online, donde los contenidos habituales de geografía, historia, matemática y ciencias sean necesarios para completar problemas y tareas —cuya resolución proporcione puntos— disponibles en formatos digitales amigables online, para que los estudiantes puedan acceder a ellos tanto dentro como fuera del aula. Estoy convencido de que, cuando llegue ese día, nuestros jóvenes aprenderán en contextos que les resultarán altamente significativos, sobre la base del trabajo grupal y cooperativo.

El dinero no hace la felicidad Una mañana del mes de mayo de 1974, el profesor Richard Easterlin, experto en estudios demográficos y poblacionales, recibió una base de datos con los resultados de encuestas de 19 países en los que se le había hecho a la gente la siguiente pregunta: “Teniendo todo en cuenta

y en términos generales, ¿cuán satisfecho diría usted que está con su vida, en una escala de 1 a 7, donde 1 significa que no está satisfecho para nada y 7, que está completamente satisfecho?” A este investigador de la Universidad de Pennsylvania, las encuestas le parecieron fantásticas porque por fin podría saber cuánto dinero era necesario para ser feliz; qué diferencias de satisfacción con la vida habría entre los países más ricos (con mayor PBI per cápita) y los más pobres. Eran épocas en que no existía la capacidad computacional de hoy en día y muchos de los cálculos econométricos se hacían a mano. Easterlin convocó a sus ayudantes, les dio la base de datos y les pidió entonces que calcularan el impacto del ingreso en la felicidad. Al cabo de unas horas, los asistentes volvieron con la cabeza gacha. No había forma; habían repetido los cálculos una y otra vez y no lograban encontrar ninguna diferencia estadísticamente significativa entre la felicidad que reportaban los habitantes de los países pobres y los de los países ricos. Los cubanos, por ejemplo, se sentían tan satisfechos con su vida como los norteamericanos, y los egipcios eran más felices que los japoneses y los alemanes. Easterlin probó entonces con una pregunta alternativa que aparecía en las mismas encuestas: “Teniendo todos los aspectos de su vida en cuenta, ¿usted diría que es muy feliz, bastante feliz, o no muy feliz?” El resultado fue el mismo, ambas preguntas presentaban una alta correlación. Sin darse por vencido, el investigador cambió entonces la metodología de análisis. Si no era cierto que los estadounidenses fueran más felices que los cubanos, quizás ello se debía a alguna característica idiosincrática de los distintos países. Quizás los cubanos eran intrínsecamente más felices, por el clima, las playas o la razón que fuera. Para sortear el problema, el economista echó mano de otra base de datos en que había reportes de felicidad de los norteamericanos desde 1946 a 1970. Después de todo, en esos 24 años el PBI per cápita de Estados Unidos había aumentado un 63 por ciento, de modo que era esperable que las nuevas generaciones reportaran mayores niveles de felicidad que la de sus padres. Sin embargo, Easterlin se volvió a frustrar; el porcentaje de personas que se declaraban muy felices se mantenía estable en torno del 43 por ciento y no crecía con el ingreso. Por suerte, los resultados fueron publicados de todos modos y sacudieron a la comunidad científica internacional dándole a Easterlin una notable fama y el privilegio de que desde entonces se conozca como “Paradoja de Easterlin” a la falta de relación entre los ingresos y la felicidad. Desde la publicación de aquel famoso trabajo se ha sucedido una catarata de investigaciones científicas que han buscado ya sea criticar sus hallazgos o explicarlos. La discusión no es trivial, puesto que hay mucho en juego. Si Easterlin está en lo cierto y el acceso a un mayor consumo no incrementa la satisfacción de la población, entonces la microeconomía tradicional se encuentra en serios problemas, pues no sería cierta la afirmación de que una canasta de bienes más amplia reporta mayor utilidad que otra más pequeña que está incluida en la primera. El resultado, por cierto, parece desafiar incluso principios elementales de la racionalidad. Para ejemplificar la contradicción imaginemos el siguiente ejemplo: se ofrece a los

consumidores un servicio de televisión por cable que tiene 50 canales y otro con los mismos canales que el anterior y otros 20 adicionales. Si los clientes optan por el servicio de 70 canales, la lógica indica que es porque lo prefieren respecto del de 50 y porque les garantiza una mayor utilidad (mayor disfrute). Sin embargo, cuando los investigadores les preguntan a las personas si disfrutan más de la televisión desde que poseen DIRECTV y comparan las respuestas con las que brindaban antes cuando debían arreglárselas con el servicio básico de cable local, observan que la respuesta es negativa. Miran la misma cantidad de televisión que antes y disfrutan tanto como entonces o incluso menos porque, como ha mostrado el profesor Barry Schwartz, el hecho de enfrentarse a un conjunto desmesurado de oportunidades de elección genera angustia. ¿Por qué sucede esto? En primer lugar, porque las limitaciones de nuestra cognición hacen que sea imposible analizar todas las posibilidades de consumo y uno se ve forzado a elegir sin haber explorado la totalidad de las alternativas. En segundo lugar, porque ahora elegir implica sacrificar muchas más opciones que antes. Cuando la televisión tenía cuatro canales, si uno elegía mirar fútbol se perdía el noticiero, la novela o una película determinada, pero ahora la sensación es que si elijo mirar un partido de fútbol local, me pierdo la posibilidad de ver un partido de la Copa del Rey en que está jugando el Barcelona, me pierdo el partido de Ginóbili en la NBA, me pierdo a Del Potro ganando un torneo de tenis, y también dejo de ver el programa de póquer que pasan por canal FOX, 32 novelas, 45 películas, 5 noticieros locales y 22 internacionales, entre muchas otras opciones. Más aún, como ya lo hemos visto en este libro, la memoria no es un dispositivo que graba toda la información de manera inalterada, sino un almacén bastante imperfecto, por lo cual — y esto ya ha sido señalado por el propio Kahneman— una cosa es la utilidad o el placer que proporciona un determinado consumo en un momento dado y otra muy diferente es la utilidad recordada cuando se evoca ese consumo un tiempo después. Por esta razón, la felicidad probablemente no dependa solo del monto absoluto de dinero gastado en consumo por parte de los hogares, sino de la estructura cualitativa del mismo. Esto es, cuando los consumos son repetitivos y habituales no existe novedad y por lo tanto es posible pensar que no serán almacenados en la memoria del mismo modo que los consumos variados y novedosos. ¿Se ha ido de vacaciones últimamente? Haga memoria y anote en un cuaderno todo lo que recuerde de sus últimas vacaciones. Si su memoria es muy buena o sus vacaciones resultaron sumamente significativas, usted debería ser capaz de llenar varios cuadernos con relatos de anécdotas y situaciones vividas en esos días de descanso. Sin embargo, la mayoría de las personas no logran escribir más de dos o tres páginas con recuerdos de sus vacaciones. El 90 por ciento de la utilidad experimentada no se recuerda, a menos que se hayan vivido experiencias novedosas. También existe una tendencia, que se basa en los principios psicológicos de recencia (lo último, o más reciente) y de primacía (lo primero, o más antiguo), a acordarse más de los primeros días y de los últimos, y a basar la evaluación de cuán feliz fue uno en sus vacaciones según el recuerdo de lo que haya pasado en esos días. ¿Quiere ser realmente feliz en sus vacaciones? Organícelas en pequeños bloques de experiencias significativas de modo tal que todos los días sean distintos, y reserve las emociones fuertes para los últimos cinco días. Ahora bien, la microeconomía que nos enseñan en la universidad no es la única que se

encuentra en problemas a partir de estos descubrimientos. Los gobiernos que se han jactado históricamente de que bajo su administración el producto interno bruto había subido están ahora en dificultades. Es decir, puede que una familia de clase media contemporánea tenga un acceso a bienes mayor que el que podía disfrutar un rey o un emperador 1.500 años atrás, pero esto no parece determinar que los sujetos sean más felices en la actualidad. ¿Cuál es el sentido, entonces, de esforzarse por incrementar el ingreso per cápita? ¿Por qué resultaría tan importante aumentar la producción? Ahora bien, algunos autores, como Ruth Veenhoven, de la Universidad de Rotterdam, han criticado el trabajo de Easterlin sosteniendo que cuando se considera un conjunto más extenso de países y se dispone de datos correspondientes a períodos más amplios de tiempo, en verdad sí se observa una tendencia creciente en los reportes sobre la felicidad a medida que se incrementan los ingresos. Los investigadores del National Bureau Of Economic Research, Betsy Stevenson y Justin Wolfers, confirman este resultado en el principal estudio publicado hasta la fecha sobre esta cuestión, pero aunque encuentran efectos positivos de los ingresos sobre los niveles de felicidad, los impactos son pequeños. En lenguaje coloquial, sería algo así como decir que “el dinero no brinda la felicidad, pero ayuda un poco”. Veenhoven, además, tiene una página de Internet en la cual ha reunido bases de datos sobre felicidad recopilados entre 1945 y 2009 para 225 países, 148 de los cuales han respondido preguntas similares y comparables. Según el ranking que surge de esos estudios, Argentina se ubica en el puesto 22 entre las naciones más felices del mundo, apenas por debajo de Estados Unidos (20) y de Brasil (18). Costa Rica y Dinamarca son los paraísos de la alegría. Burundi, Tanzania y Togo, los peores lugares para buscar la felicidad. En Argentina había pocas investigaciones empíricas al respecto, hasta que el año pasado publicamos el primer estudio exhaustivo de Economía de la Felicidad, junto a Pablo Schiaffino, tomando datos de encuestas de los últimos 28 años. Como antecedente, en un trabajo basado en datos del Centro de Economía Regional y Experimental (CERX), la economista de la Universidad de Buenos Aires, Victoria Giarrizzo, observó que un 84 por ciento de la población argentina evaluaba su situación económica como mala, muy mala o regular, y sin embargo un 73 por ciento de los encuestados se consideraban felices o muy felices, lo cual parecería indicar una contradicción. Prueba de ello es que cuando se les preguntó a las personas qué factores las harían más felices, nuevamente un 81 por ciento de las respuestas incluyeron variables relacionadas con la situación económica. Adicionalmente, los resultados de dos encuestas que hicimos en 2008 y 2009 con Guillermo Cruces y Andres Ham, en CEDLAS, parecen coincidir en que existe un impacto positivo del ingreso en la satisfacción con la vida, aunque este explique solo el 9 por ciento de los cambios en la felicidad y el impacto de los ingresos sea pequeño. Una persona cuyo hogar tiene ingresos medios necesita un 163 por ciento de incremento para que su satisfacción con la vida pase de 7 a 8 puntos. Además, el efecto del ingreso se hace más chico cuando se sube en la escala de remuneraciones, de suerte tal que una familia que ya tiene el doble de ingresos que el promedio de la población, necesita un aumento del 236 por ciento para subir un punto de felicidad.

De manera interesante, se observa que las mujeres son ligeramente más felices que los hombres y que las personas más jóvenes reportan mayores niveles de felicidad que el resto de la población, una relación que coincide con los hallazgos de estas investigaciones en la mayor parte de los países. Un resultado notable de la encuesta del CEDLAS, que ya había sido sugerido por autores como Carol Graham, señala que, si bien el ingreso tiene una contribución relativamente pequeña a la determinación de la felicidad, aquellas personas que consideraron que su familia era pobre (pobreza subjetiva) reportaron valores mucho menores de felicidad, incluso luego de considerar al propio ingreso en la ecuación. En otras palabras, los resultados de las investigaciones del CEDLAS muestran que, además de la caída en la felicidad que ocasiona poseer bajos ingresos, existe un agravante para aquellas personas que se auto clasifican como pobres. El argumento de Graham señalaba que el ingreso impactaba en la felicidad en la medida en que les permitía a las familias satisfacer sus necesidades básicas; luego, una vez superado ese umbral, el ingreso perdía buena parte de su efecto. El resultado del CEDLAS confirma este argumento. Este efecto explicaría, además, una parte de la paradoja de Easterlin, según la cual en los países desarrollados el aumento de los ingresos no impacta en la felicidad, pues la mayoría de la población ya ha cubierto sus necesidades básicas. Volviendo entonces al estudio que acabamos de publicar con Pablo Schiaffino, para Argentina, encontramos que la felicidad subió claramente en 1991, cayó en 1995, volvió a subir en 1999 y lo hizo nuevamente en 2006. Luego subió hasta principios de 2011, pero como hay una caída luego, finalmente no puede concluirse que haya cambiado entre 2006 y 2012. La hipótesis más fuerte (coincidente con los cambios en la felicidad a nivel regional) es que la variable relevante no es el ingreso sino el empleo, un resultado que ya habían encontrado los economistas Rafael Di Tella y Robert Mac Culloch, en uno de los trabajos más famosos sobre la relación entre la felicidad y la macroeconomía. Estos autores demostraron, sobre la base de encuestas en doce países europeos y los Estados Unidos, que la gente valora un 70 por ciento más una reducción del desempleo que una caída en la inflación. O puesto en otras palabras, un gobierno que lograra bajar un 10 por ciento el desempleo incrementaría la felicidad de la gente incluso cuando los precios aumentaran, como consecuencia del calentamiento de la economía, hasta un 17 por ciento. En el caso particular de la Argentina se confirma esta relación. Hay una fuerte suba del desempleo en la crisis del Tequila, en 1995 (desempleo según INDEC 16,6%), una mejora para 1999 (desempleo 13,8%), una caída grande hasta el 2006 (8,7% de desempleo) y luego se congela la mejora en el desempleo (el desempleo solo baja hasta el 7,6% de la última medición). Coincidentes con la hipótesis de Graham, podemos concluir entonces que el ingreso no hace la felicidad (no insistamos con el PBI per cápita), pero la falta de su fuente (el desempleo) nos hace absolutamente miserables. Existen, por último, otras dos explicaciones del bajo impacto de los ingresos en la felicidad que fueron formuladas inicialmente por Clark, Frijters y Shields en 2006, y por Frey y Stutzer en 2002, respectivamente. La primera explicación tiene que ver con un proceso que ya fue mencionado en apartados anteriores. Estos autores sostienen (aunque la hipótesis fue planteada originalmente por Duesenberry en 1949) que en buena parte la felicidad no depende del ingreso absoluto sino

del ingreso relativo; esto es, de cuánto gana cada uno en comparación con los ingresos percibidos por su grupo de referencia. La idea es que cada uno de nosotros estima cuánto debería ganar en función del ingreso que perciben sus pares (compañeros de colegio y de facultad, vecinos del barrio, etcétera). De este modo, las personas son más felices cuando sus ingresos sobrepasan los de su grupo de referencia, y viceversa. El resultado, que fue corroborado empíricamente en repetidas oportunidades —por ejemplo, en un trabajo de Chaparro y Lora de 2008—, puede parecer chocante para muchos lectores, pero a mí me parece muy lógico considerado a la luz de los principios elementales de la psicología evolucionista. Como ya discutimos antes, prácticamente en todas las especies animales que viven en grupos o en sociedades existe alguna forma de jerarquía que ordena el acceso a los recursos de supervivencia y de reproducción. Civilización mediante, el hombre también se organiza sobre la base de jerarquías sociales, algunas veces fundadas en el linaje y otras, en la posición económica. Por lo tanto, no es descabellado que el dinero cumpla dos roles: primero, que funcione como medio que permite la adquisición de bienes y servicios; segundo, que actúe como elemento que organiza una jerarquía social. Incluso es posible pensar que si la posición en la jerarquía social permitiera “comprar” el acceso a recursos reproductivos y de supervivencia (parejas y exenciones de alistamiento en las fuerzas militares, por ejemplo), muchas personas estarían dispuestas a sacrificar ingresos absolutos para mejorar su posición relativa. Esto permitiría explicar por qué puede caer la felicidad en un escenario en que sube el ingreso de una persona, pero lo hace en menor medida que el de su grupo de referencia. Entonces, como las personas no llevan el recibo de sueldo impreso en la frente, no llama la atención que paguen $ 850 por un par de zapatillas o $ 4.000 por un celular, pues esos productos son usados como “señales” del ingreso y funcionan como organizadores sociales, algo que sabe perfectamente cualquier niño de diez años de edad, cuyo día más feliz en la escuela es aquel en que llega a clases con un par de zapatillas nuevas o con un celular recién comprado. Vemos entonces cómo los distintos hallazgos de la Psicología y de la Economía, que parecían compartimientos estancos, finalmente están relacionados. El ímpetu por satisfacer necesidades de tercero, cuarto y quinto orden en la escala de Maslow hace que las personas experimenten bajos niveles de felicidad cuando no pueden acceder a bienes que están disponibles para otros individuos de su grupo de referencia, incluso si se encuentran en una mejor posición económica que la que tenían unos años atrás. Sin embargo, aún falta un componente para explicar por qué no nos sentimos más felices que hace veinte años atrás pudiendo acceder a un conjunto de bienes mucho más amplio. En la conferencia que el profesor Kahneman dio al recibir el Premio Nobel le explicó a la audiencia en qué consiste el principio de adaptación, un fenómeno psicológico fundamental que da cuenta de por qué un mismo estímulo (por ejemplo, el acceso a un conjunto de bienes) puede provocar sensaciones muy diferentes en distintos momentos. El famoso estudio de Brickman y sus colegas, que comentamos al inicio de este libro, confirma el principio de adaptación a partir de los resultados de encuestas realizadas a

ganadores de lotería y víctimas de accidentes que habían quedado parapléjicos. Al cabo de un tiempo ambos grupos de personas mostraron una tendencia de retorno a los niveles de felicidad que tenían antes del hecho crucial que cambió tan drásticamente sus vidas. De este modo, el principio de adaptación permitiría explicar por qué los países que han experimentado mejoras en su situación económica no necesariamente presentan mayores niveles de felicidad. Simplemente los sujetos se acomodan, se adaptan a la nueva situación. También este principio explica por qué las nuevas generaciones declaran sistemáticamente tener menos oportunidades que sus padres cuando en realidad consumen el doble de bienes que sus progenitores. El lector puede dudar de mi afirmación, claro. En ese caso, le hago una sugerencia: puede consultar los resultados de la encuesta nacional de gasto de los hogares efectuada entre los años 1985 y 1986 por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Los resultados de esa encuesta muestran claramente la estructura de la canasta de consumo promedio de hace 28 años. El lector puede intentar vivir un mes con esa canasta de bienes, es decir, como vivía una familia promedio hace 28 años en Argentina, y comprobará que le sobrará la mitad de su sueldo. Teniendo todo esto en cuenta, cabe preguntarse si los gobiernos deberían orientar sus políticas económicas a mejorar el ingreso de las personas, o si en cambio debería perseguirse la maximización de la felicidad. Esa es justamente la pregunta que se hace Sebastián Campanario en su libro Economía de lo insólito, en el cual comenta el caso de Buthán, un país donde los funcionarios han dejado de lado las cuentas nacionales tradicionales desde hace tiempo y basan sus políticas en los niveles de felicidad de la población. Como los sujetos se adaptan a su nueva situación, y considerando que hay mucho para ganar en materia de felicidad si se tiene éxito en sacar a la población de la pobreza, podría incluso proponerse una medida que estableciera, por ejemplo, un impuesto del 30 por ciento a los ingresos de la población que mejor situación económica experimente con el objetivo de destinar los fondos a eliminar la pobreza. El impuesto debería tener una característica distintiva: implicar valores muy pequeños en un principio (apenas un 1 por ciento del ingreso, por ejemplo) e ir subiendo año a año, paulatinamente, de modo de no alterar significativamente el nivel de felicidad de los sujetos más acomodados y de darles el tiempo necesario para que actúe el principio de adaptación. ¿Cuán lentamente tendría que subir el impuesto para no alterar en forma significativa la felicidad de la población que debería pagarlo? Los psicólogos cognitivos que trabajan para las empresas de consumo masivo tienen la respuesta: el diferencial apenas perceptible (DAP). El DAP, un viejo concepto de psicología de la percepción descubierto por Ernst Henrich Weber y Theodore Gustav Fechner en el siglo XIX, es la mayor variación de tamaño, consistencia, calidad, precio, etcétera, que puede aplicarse a un estímulo (producto) sin que el consumidor note la diferencia. ¿Recuerda la crisis de 2001-2002? ¿Notó que después de la crisis los rollos de papel higiénico eran diez metros más cortos, los jabones eran de menor tamaño y los paquetes de galletitas contenían tres o cuatro unidades menos? Ninguna de esas variaciones se realizó en forma arrebatada. En cambio, las empresas estudiaron en laboratorio cada uno de los cambios y los fueron realizando paulatinamente, de suerte que los consumidores no notaran la diferencia entre la presentación anterior del producto y la nueva.

El mismo principio podría aplicarse al implementar el impuesto sugerido para erradicar la pobreza, máxime con la ventaja que acarrea la ilusión monetaria generada por el proceso inflacionario y que hace que, por ejemplo, un aumento de salarios del 15 por ciento en un contexto de inflación del 25 por ciento sea mucho mejor visto que una reducción nominal del 10 por ciento en un contexto sin inflación. Entonces, si el Gobierno impusiera un impuesto del 1 por ciento a los ingresos en un contexto de inflación del 20 por ciento anual, los contribuyentes prácticamente no notarían el cambio. Luego podría estudiarse cuál es el DAP en materia impositiva para ir aumentando año a año el impuesto sin producir modificaciones sustantivas en el nivel de satisfacción de los contribuyentes y resolver al mismo tiempo el problema de la pobreza.

Pero, entonces, ¿qué hay que hacer para ser feliz? Daniel Todd Gilbert tiene parte de la respuesta. Este carismático profesor de Psicología de la Universidad de Harvard está maravillado con la capacidad única que tenemos los humanos de proyectar el futuro en nuestra imaginación. No necesitamos tocar la arena o mojar los tobillos en la orilla del mar, podemos construir una representación mental de esos fenómenos tan real, que incluso las áreas de placer del cerebro se activarán en anticipación. Lo mismo nos sucede en cada momento, cuando planeamos las pequeñas cosas, pero también los grandes proyectos. No existe alumno que se anote en una universidad y que mientras lo hace no esté soñando con su futuro como profesional, y debo confesarles que uno de los momentos más fantasiosos de mi vida diaria es cuando salgo de una agencia de lotería, luego de haber jugado una boleta de Loto. El delirio suele durarme menos de cinco minutos, pero me proporciona un placer que justifica el dinero gastado en la apuesta, a punto tal que muchas veces olvido revisar los números ganadores, lo cual pone en evidencia que más que jugar por el premio, apuesto para tener el derecho de soñar con que lo gano. El problema es que como demostró Gilbert en varias investigaciones, tenemos un sesgo de impacto que nos hace sobreestimar tanto la intensidad del placer asociado a una nueva experiencia como la duración del mismo. Esta situación hace que muchas veces no podamos alcanzar estados de felicidad natural, sino que el “sistema inmunológico de nuestra cognición” nos ayuda a producir un estado de felicidad sintética. Esta idea fue planteada por Gilbert en un libro que fue best seller, algo poco común para las publicaciones de ciencias. En Stumbling on Happiness, cuya traducción sería algo así como “una felicidad que trastabilla” el autor plantea esta idea central de que nuestro sistema cognitivo posee una especie de termostato que sintetiza felicidad cuando la necesitamos para asegurar un nivel de bienestar más o menos estable. Lo notable es que este sistema parece funcionar de manera más o menos automática y sin mucho control consciente como lo prueban una serie de experimentos que Gilbert hizo en pacientes con amnesia anterógrada, que como en el caso de Clive Wearing, no pueden consolidar nuevos recuerdos.

Los investigadores que trabajaron con el profesor Gilbert les pedían a los participantes en el experimento que ordenaran, desde el favorito al que menos les gustaba, seis réplicas de famosos cuadros de Monet. Luego les daban las réplicas de los que cada uno había rankeado tercero y cuarto y les pedían que eligieran entre uno de ellos para quedárselo y que devolvieran el restante. Transcurrida media hora, un tiempo suficiente para que esos pacientes olvidaran completamente que habían participado de un experimento con cuadros de Monet, los asistentes de Gilbert volvían a visitarlos y les pedían que ordenaran nuevamente las seis réplicas. El resultado era idéntico al que se obtenía con participantes sanos; ahora el cuadro que se habían quedado los pacientes era mejor rankeado, subiendo al segundo puesto, al tiempo que el que había sido elegido en cuarto lugar perdía una posición para ubicarse quinto. El sistema cognitivo había cambiado las preferencias de los sujetos. Las había acomodado para que fueran más felices con la elección que habían hecho, mejorando las perspectivas de la lámina que se habían quedado, y devaluando el atractivo de la que habían tenido que devolver. En el caso de los participantes sanos, podría argumentarse que conscientemente sobrevaloraron lo que habían elegido (un sesgo parecido al que ya vimos que había descubierto Kahneman), pero los pacientes con amnesia ni siquiera recordaban que habían elegido una de las réplicas y que habían devuelto la otra, de modo que en todos esos casos el mecanismo había operado de manera inconsciente. De manera que si el ingreso no hace a la felicidad y tenemos un sistema inmunológico en nuestra cognición que preserva nuestro bienestar creando felicidad sintética para compensar todas las veces en que nos va mal en nuestras elecciones, pareciera que es poco lo que podemos hacer para ser más felices. Máxime si tenemos en cuenta una investigación hecha con gemelos homocigotos (que comparten el 100 por ciento del paquete genético), por el genetista comportamental David Lykken y su colega Auke Tellegen de la Universidad de Minnesota. Los autores encontraron que entre un 44 y 53 por ciento de las diferencias en la felicidad de los individuos se puede explicar por causas hereditarias. Así que ahora podemos culpar a nuestros padres; eso sí: con evidencia científica. El estudio no deja de ser controvertido, pero si estuviera en lo cierto podría dar cuenta de la paradoja de Easterlin, porque implicaría que buena parte de la felicidad está fuera de nuestro control. Como quiera que sea la ciencia de la felicidad, no se da por vencida y tiene muchas más balas de plata todavía. Tres balas de plata escribieron Nattavudh Powdthavee, profesor del Nanyang Technological University de Singapur y autor de La Ecuación de la Felicidad, junto a Carl Wilkinson, en un artículo muy interesante del Financial Times. Analizando datos estadísticos, estos economistas calcularon el “valor de la amistad” y llegaron a un número asombroso: ver amigos frecuentemente vale 230 veces más que conseguir un aumento salarial de $1.000 dólares, o sea, casi un cuarto de millón. En materia de familia, los investigadores encontraron que el peor momento en la vida de un hombre, siempre en términos de felicidad, es durante el año previo a la ruptura de su matrimonio o convivencia, mientras que en el caso de las mujeres, el calvario comienza dos años antes de la

separación. Más aún, se descubrió que les lleva dos años a los hombres y tres años a las mujeres recuperar sus niveles de felicidad, luego del fracaso de la relación. Esto explica por qué en muchas bases de datos con las que trabajamos en nuestro estudio de Argentina, aparecía el curioso resultado de que los divorciados suelen ser más felices que los casados. La tercera bomba que tiraron Powdthavee y Wilkinson es que la felicidad es contagiosa. Si una amiga nuestra está significativamente más feliz (quizás porque consiguió trabajo, se puso de novia o fue mamá), aumenta nuestra propia felicidad un 25 por ciento. Si en cambio, el que está más satisfecho con su vida es un hermano nuestro, pues su efecto de contagio sobre nosotros es del 14 por ciento. Por último, si se trata de nuestra pareja, su mejor ánimo nos hace 8 por ciento más felices. Otra bala de plata tiene Michael Northon de la Universidad de Harvard. Este profesor hizo varios experimentos en los que les daba a sus voluntarios (estudiantes de la Universidad de Vancouver) un sobre con montos de dinero que variaban entre los 5 y los 20 dólares, junto con las instrucciones de lo que podían hacer con ese regalo. La clave es que de manera aleatoria, a la mitad de los estudiantes se les pidió que gastaran en algo para ellos, mientras que a la otra mitad se le indicó que debían gastar el dinero en otra persona (haciendo un regalo). Los asistentes de Northon llamaban luego por teléfono a los estudiantes y les preguntaban cuán felices se sentían. Resultado: los que se habían comprado algo para ellos no reportaban mayor felicidad que por la mañana, cuando había empezado el experimento. En cambio los que habían recibido dinero para gastar en otros, sistemáticamente se sentían más felices a la noche, y lo que es más interesante, el monto de dinero no hizo diferencia: lo mismo daba poder regalar algo de 5 dólares que algo de 20. Movido por esos resultados y para ver si ese efecto de felicidad tenía impacto en el mercado laboral, el equipo de Northon intervino en varios grupos de vendedores en Bélgica dándoles a la mitad de ellos (siempre elegidos de manera aleatoria) 15 dólares para que gastaran en ellos mismos, mientras que a la otra mitad se les daba el dinero pero se les pedía que lo gastaran en el equipo de ventas. Resultado: en el primer grupo no hubo diferencias, pero cuando el dinero fue gastado dentro del equipo de ventas cada miembro vendió, en promedio, 78 dólares más, prácticamente multiplicando por 5 el dinero que se les había dado. Alejandro Dolina dijo alguna vez que todo lo que hacemos, “lo hacemos por una mina” y la evidencia científica parece indicar que el humorista estaba en lo cierto parcialmente. Somos felices cuando lo que hacemos lo hacemos por otros (presumiblemente otros que nos importan), y esto parece estar bastante de acuerdo con nuestras propias investigaciones para Argentina. En nuestro país, por ejemplo, no existe una relación lineal entre la satisfacción con la vida y la clase social, aunque los que pertenecen al segmento más exclusivo ABC1 es poco probable que caigan en la categoría de los que no se sienten felices para nada, y los que están en la clase baja D1, tienen un poco más de chances de pertenecer a ese grupo. Pero más allá de esos casos no existe relación entre clase social y felicidad. Sí aparecen los clásicos resultados de las investigaciones en todo el mundo, en lo que tiene que ver con la sonrisa de la edad, porque la felicidad dibuja esa forma geométrica a lo largo del tiempo, cayendo sistemáticamente a medida que cumplimos años y hasta una edad que oscila entre los 45 y los 55 años, que dependiendo de la base de datos utilizada (nosotros usamos cinco ondas del World Value Survey de Gallup, y tres encuestas ad hoc diseñadas en conjunto con la Universidad de Palermo y Gallup) es el momento menos feliz de nuestras vidas, para recuperarse después y crecer nuevamente a medida que envejecemos.

Los hallazgos más interesantes vienen, sin embargo, de una de las últimas encuestas que hicimos con Gallup, en la que primero le preguntamos a los entrevistados cuán satisfechos estaban con sus vidas y cuán felices eran, como siempre, pero luego indagamos respecto de cuán activos eran en distintos dominios; a saber: en la vida familiar, en el trabajo, en la actividad religiosa, en tareas de voluntariado, practicando deportes, en su vida social, estudiando, saliendo afuera, en actividades políticas, en su vida de pareja y en su vida sexual. La variable que más peso tiene en la felicidad es la actividad en la vida familiar, seguido por la actividad en la vida social, confirmando esta idea de que es compartir con los otros (ya sean familiares o amigos) lo que nos hace felices. Ni el trabajo, ni los deportes, ni la actividad política nos hacen más felices. La actividad religiosa presenta un resultado interesante porque aunque no existe una relación lineal con la satisfacción con la vida, funciona como un antídoto disminuyendo la probabilidad de caer en el grupo de los que no están felices para nada. El mismo resultado, incluso con más fuerza estadística, aparece en el grupo de los que estudian. Parece que agarrar los libros no nos hace necesariamente más felices, pero nos evita caer en el pozo de la infelicidad. Ambas variables funcionan como un antídoto contra la depresión. La frutilla del postre, por último, es que estar más activo en nuestra vida de pareja definitivamente nos hace más felices, incluso cuando no tengamos una vida sexual muy activa. En cambio, tener una vida sexual muy activa en el contexto de los que no tienen una vida de pareja activa, contra todos los pronósticos, no incrementa la felicidad. Los más felices son aquellos que combinan las dos cosas. Una vida sexual muy activa en el contexto de una vida de pareja también activa. La felicidad después de todo se puede comprar, solo que no se puede hacerlo con dinero. La ciencia indica que conviene trabajar menos y usar ese tiempo para pasarlo con la familia y los amigos, en actividades sociales y de ser posible saliendo también. Hace unos meses cuando terminé de dictar una conferencia se acercó un señor muy amable que me pidió hablar aparte y me contó una historia. Me dijo que había tenido un accidente y había estado en coma al borde de la muerte y que tanto antes de entrar en ese cuadro clínico tan delicado, como al instante de recuperar la conciencia, en lo primero que pensó fue en su familia y en sus amigos. Ojalá nadie tenga que pasar por una situación tan dramática para aprender qué es lo que nos hace felices. La Economía de la Felicidad nos ayuda en ese camino.

A modo de conclusión Un viaje al futuro de la economía El martes 4 de noviembre de 2008, la Reina Isabel de Inglaterra fue invitada a una reunión con un grupo de prestigiosos economistas del Reino Unido, en la London School of Economics. Después de escuchar varias exposiciones sobre las duras consecuencias de la crisis financiera internacional de 2008, Su Majestad interrumpió a los expositores e hizo una simple pregunta: “¿Cómo pudo ocurrir que nadie viera venir la crisis?” Un tiempo después los académicos contestaron por escrito: “En suma, Su Majestad, la falla de pronosticar el momento, el alcance y la gravedad de la crisis y su solución, a la vez que procede de muchas causas fue principalmente una falla de imaginación colectiva de mucha gente brillante, tanto en este país como a nivel internacional, para entender los riesgos que corría el sistema en su conjunto”. Mi impresión es que no faltó un análisis sistémico, sino que los modelos económicos que usan las instituciones encargadas de regular el sistema financiero no comprenden cómo es que los agentes económicos realmente se forman una idea sobre los precios de los activos (acciones, bonos, casas, etcétera), porque parten de la base de que el mundo está poblado por homos economicus más o menos racionales. En ese sentido hay un chiste famoso que circula entre los economistas, que reza más o menos así: ¿Qué hace un economista al que se le pide que estudie el comportamiento de los elefantes? Respuesta: Se encierra en su oficina y piensa: “A ver… ¿Qué es lo que haría yo si fuera un elefante?”. Puede parecer una exageración, pero con honrosas excepciones esto es más o menos lo que ha venido haciendo la ciencia económica durante los últimos cincuenta años: suponer que existe un individuo “representativo” que de manera “racional” “maximiza” una función de “utilidad”, sujeto a un conjunto de restricciones. Realmente creo que estamos transitando los comienzos de una nueva teoría general de la elección económica, que reemplazará a los consumidores representativos que maximizan funciones de utilidad dadas de antemano por un conjunto heterogéneo de “consumidores prototípicos” que producirán modelos de funcionamiento del mundo a partir de los cuales estimarán el impacto de sus decisiones sobre la base de objetivos que cambiarán con el contexto de la elección. Asimismo, pienso que el nuevo modelo se apoyará en la psicología cognitiva de la memoria y de la inteligencia, así como en la Neuroanatomía. La heterogeneidad de los depósitos de la memoria a largo plazo, que permite almacenar en forma diferente los recuerdos experimentados (memoria episódica) y los contenidos aprendidos (memoria semántica), será fundamental para explicar los problemas de decisión intertemporal en que generalmente se contraponen beneficios a corto plazo fáciles de experimentar (el placer de comer, la satisfacción de fumar o el disfrute de la velocidad cuando manejamos, por ejemplo) con costos a largo plazo sobre los cuales tenemos conocimiento no por haberlos experimentado sino por lo que nos transmiten los relatos de terceros (no tener

un buen estado de salud, o morir tempranamente a causa de un cáncer de pulmón o de un accidente automovilístico, por ejemplo). El nuevo modelo canónico considerará como punto de partida el funcionamiento de un sistema ejecutivo central que procesará en la memoria de trabajo (con una inteligencia determinada) la información proveniente de los almacenes de la memoria a largo plazo, produciendo un modelo explicativo que les permitirán a las personas estimar las consecuencias de sus actos y elecciones en relación con sus objetivos. La Neuroanatomía será necesaria para calibrar el modelo, pues al reunirse información proveniente de la memoria episódica (cargada de contenido somático y emocional) con datos que llegan desde la memoria semántica (desprovistos de la experiencia) algunos individuos prototípicos darán más peso a las enseñanzas de lo vivido (lo que habitualmente se conoce como “tener calle”), mientras que otros darán más importancia a la información adquirida mediante la lectura o al conocimiento transmitido por otros. Si el análisis que he desarrollado a lo largo de este libro resulta coherente, debería haber convencido al lector de que la totalidad de los sesgos o heurísticas sobre los cuales hemos discutido, y que sientan las bases de la Economía del Comportamiento, emergen como consecuencia natural del proceso de construcción de los modelos explicativos del mundo que los sujetos generan en cada circunstancia, por lo cual esta nueva teoría general de la elección que estoy proponiendo considerará a los comportamientos heurísticos y a los sesgos no como una rareza, sino como la consecuencia lógica del proceso de elección. En lo que respecta al modelo de la microeconomía tradicional, considero que no desaparecerá, sino que pasará a constituir un caso particular de este nuevo modelo general. Es perfectamente posible plantear que uno de los prototipos de consumidor sea justamente el del consumidor racional, que tiene mucha experiencia ligada con la elección que está efectuando, que ha experimentado distintas conductas una y otra vez en condiciones y contextos similares, y que conoce perfectamente cuáles serán las consecuencias de sus actos. Más aún, es posible pensar que una persona pueda, en una situación determinada, realizar elecciones que respondan a cierto prototipo de agente económico, mientras que en una situación diferente esa misma persona podrá presentar otro comportamiento y basar sus elecciones en criterios distintos de los primeros. Resulta claro que todos podemos pertenecer en determinadas circunstancias al prototipo del consumidor racional que maximiza la utilidad, por ejemplo, cuando elegimos el gusto de un helado o la bebida con que acompañaremos la cena. Pero en otros casos, por ejemplo, cuando debemos elegir una carrera universitaria o una pareja para casarnos y tener hijos, podemos poner en práctica un comportamiento diferente. Naturalmente, la nueva forma de modelar el comportamiento microeconómico de los consumidores implicará una nueva macroeconomía, que en su renovada justificación psicológica de los comportamientos individuales, probablemente podrá producir estimaciones más acertadas acerca de la evolución de las principales variables económicas. No imagino un modelo macroeconómico que describa cada una de las interacciones de los distintos prototipos de consumidores y sus consecuencias agregadas, sino más bien un modelo que permita la simulación de una economía virtual, con agentes generados mediante inteligencia artificial que repliquen las acciones de sujetos reales diversos y que aprendan a partir de sus propios modelos del funcionamiento del mundo cuáles son las relaciones

relevantes y cuál es el impacto esperado de cada una de las medidas implementadas por los hacedores de políticas públicas. Así, los funcionarios y los técnicos podrán controlar no solo el efecto esperado de una nueva medida económica, sino también la diferencia en los resultados que es factible esperar en función del modo en que se anuncien esas políticas, puesto que la comunicación que un gobierno haga de sus acciones debe pasar el filtro atencional de los ciudadanos y ser procesada en sus memorias de trabajo, para lo cual cada uno recluta de sus memorias episódica y semántica distinta información, según el recuerdo que evoque la retórica elegida para transmitir el mensaje. Los departamentos de Economía de las principales universidades del mundo competirán para lograr el diseño de los mejores laboratorios virtuales, del mismo modo en que hoy lo hacen las empresas de tecnología de la información para entrar en las mentes de los distintos consumidores y replicar sus pautas de consumo con algoritmos capaces de pronosticar la satisfacción que cada consumidor obtendrá de un consumo que ni siquiera sabe que está a punto de realizar en las próximas horas o días. Hoy en día, paradójicamente, las empresas y los grupos que ganan dinero averiguando y estimando las preferencias de los consumidores y las tendencias de los distintos mercados pocas veces contratan los servicios de economistas. Sin embargo, existen dos excepciones. La primera de ellas la constituyen las firmas que asesoran a los ahorristas sobre el mejor modo de invertir sus fondos en los mercados financieros. La segunda excepción son los gobiernos. Respecto de la primera, no existe ninguna investigación científica relevante que pueda probar que el asesoramiento que brindan los “especialistas” sea más recomendable que tirar una moneda al aire y decidir el destino de las inversiones según salga cara o ceca. De hecho, existen varias investigaciones que muestran una bajísima correlación entre los resultados de los rankings de los fondos de inversión para distintos años, lo cual muestra que la posición de cada uno en la “tabla de rendimientos” de cada año constituye un resultado prácticamente aleatorio. Respecto de la segunda excepción, tampoco hay pruebas que demuestren que el consejo de los economistas efectivamente permita alcanzar los mejores resultados posibles. Mi sospecha es que esos sectores continúan contratando economistas no por los resultados generados a partir de decisiones basadas en la información que la ciencia económica pueda producir, sino por una mera cuestión de marketing. Simplemente, las personas en general sucumben ante la falacia ad hominem discutida anteriormente en este libro, por la cual se tiende a asignar valor de verdad a una afirmación u opinión no en función de la lógica que ella encierre ni por la evidencia empírica que la soporte, sino por la autoridad en la materia que se les confiere a quienes la emiten. Es lógico: para quien no sabe nada de activos financieros, de políticas regulatorias o de medidas anticrisis, resulta natural pensar que un economista más o menos prestigioso tendrá las respuestas a todas las preguntas. Nadie depositaría sus ahorros en un banco cuya política de inversiones estuviera diseñada por un médico o por un profesor de Educación Física (aunque probablemente obtendría un mayor rendimiento de sus inversiones, dado que terminaría pagando un menor costo en comisiones). Pocas personas apoyarían a un gobierno que nombrase a un abogado para decidir la política

monetaria, o a un verdulero para determinar la política fiscal (aunque la realidad es que los economistas no necesariamente parecen cumplir estas funciones mucho mejor). Cuando los economistas nos animemos a salir del clóset de los supuestos y empecemos a diseñar modelos positivos que describan el modo en que verdaderamente se comportan los agentes económicos, podremos generar herramientas capaces de estimar mejor las decisiones económicas de los seres humanos. La economía dejará entonces de ser un juguete académico con poco poder de pronóstico para convertirse en un insumo fundamental de los managers y los políticos. El verdadero triunfo de la nueva ciencia no se medirá por los Premios Nobel que la economía sea capaz de obtener, ni por el caudal de citas bibliográficas de economistas destacados en prestigiosos journals, sino que estará vinculado con los usos efectivos que esta nueva disciplina genere en los departamentos de marketing, de administración de clientes y de inteligencia comercial de las grandes empresas. Mientras tanto, otros libros como este sumados a muchos economistas que están escribiendo en revistas y medios de difusión masivos, informando a la gente sobre los sesgos y consecuencias de nuestras decisiones económicas, ayudarán a que aprendamos a ser más racionales, elijamos mejor y sobre todo, seamos más felices, este quizás algún día sea el objetivo final de la economía.

Para profundizar en estos temas Introducción Para entender mejor los principios de habituación y adaptación: • Thompson, R.F. & Spencer, W.A.: “Habituation: A Model Phenomenon for the Study of Neuronal Substrates of Behavior”. Psychology. Review. 73:1643, 1966. University of Oregon Medical School, Eugene, OR.

Sobre la felicidad en ganadores de lotería y accidentados. • Brickman, P.; Coates, D. & Janoff-Bulman, R. (1978): “Lottery Winners and Accident Victims: Is Happiness Relative?”. Journal of Personality and Social Psychology, 36/8, 917-927.

La paradoja de Easterlin surgió de este paper: • Easterlin, R.A. (1974): “Does Economic Growth Improve the Human Lot? Some Empirical Evidence”, in Nations and Households in Economic Growth: Essays in Honour of Moses Abramowitz, edited by P.A. David and M.W. Reder, Academic Press, New Y ork and London.

Sobre sesgos y anomalidades recomendamos este paper de Kahneman: • Kahneman, D.; Knetsch, J. & Thaler, R.: “Anomalies: The Endowment Effect, Loss Aversion, and Status Quo Bias” The Journal of Economic Perspectives, Vol. 5, No. 1. (Winter, 1991), pp. 193-206.

La investigación sobre percepciones distributivas es esta: • Cruces, G.; Perez Truglia, R. & Tetaz, M. (2012): “Biased Perceptions of Income Distribution and Preferences for Redistribution: Evidence from a Survey Experiment”. Journal of Public Economics.

El sistema de memoria descubierto por Tulving se desarrolla en este artículo: • Tulving, E. “Episodic and Semantic Memory”. (Tulving, E & Donaldson W, eds.) Organization of memory. New Y ork: Academic Press. 1972. p. 381-403

Para aprender más de Nudges: • Thaler, R. and Sunstein, C. (2008). Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness. New Haven, CO: Y ale University Press. Las formas ocultas de la Propaganda salió primero en inglés; Packard, Vance (1957). The Hidden Persuaders (London: Longmans, Green).

Acerca de Percepción de retornos de la educación: • Jensen, Robert. 2010. “The (Perceived) Returns to Education and the Demand for Schooling”, Quarterly Journal of Economics, 125(2): 515-548.

El experimento de postergar los caramelos en los niños está acá: • Mischel, W., et al. (1989). “Delay of gratification in children”. Science, 244(4907), 933–938.

Primera Parte De Pinker y Fodor a Damasio, Kahneman y Rangel Para entender mejor la postura de Fodor en el debate con Pinker y su noción de modularidad, recomiendo estos dos libros: • Fodor, J. La modularidad de la mente. Ed. Morata. Madrid, 1986. • Fodor, Jerry A. (2003). La mente no funciona así: alcances y límites de la psicología computacional. Siglo XXI.

Sobre las ilusiones ópticas de Marr: • Marr, David (2010). Vision. A Computational Investigation into the Human Representation and Processing of Visual Information. The MIT Press.

El backstage de la memoria Para aprender más sobre Clive Wearing y la memoria de corto plazo recomiendo este documental: • http://www.youtube.com/watch?v=CCJcbFxF45A

La capacidad de la memoria de corto plazo fue descubierta en este artículo: • Miller, G.A. (1956). “The magical number seven, plus or minus two: Some limits on our capacity for processing information”. Psychological Review 63 (2): 81–97.

Los sistemas de memoria se explican en detalle en: • Tulving, E. “Episodic and semantic memory”. (Tulving E & Donaldson W, eds.) Organization of memory. New Y ork: Academic Press. 1972. p. 381-403.

Y en: • Baddeley, A. Human Memory; Theory and practice. Nedham Heigts Allyn and Bacon. 1990.

Más allá de la memoria Para entender más acerca de los problemas de la memoria y su manipulación recomiendo estos cuatro artículos: • Schechter, D. The Seven Sins of Memory, Houghton Mifflin, 2001. • Loftus, E.F. (1974). “Reconstructing memory: The incredible eyewitness”. Psychology Today 8: 116–119. • Loftus, E.F. & Pickrell, J.E. (1995). “The formation of false memories”. Psychiatric Annals 25: 720–725. • Loftus, E.F. & Palmer, J.C. (1974). “Reconstruction of automobile destruction: An example of the interaction between

language and memory”. Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior 13: 585–589.

Podes profundizar las ideas de Pinkers sobre cómo funciona la mente es este el libro que recomiendo fervientemente: • Pinker, S. (2000). Cómo Funciona la Mente. Paidós. Para profundizar en la discusión sobre la evolución de nuestras conductas: • Neurociencia y conducta (1996); en colaboración con James H. Schwartz y Thomas M. Jessell. Pearson Prentice Hall.

La emoción al poder En este libro Ekman descubrió la universalidad de las emociones básicas: • Ekman, Paul. (1994). The Nature of Emotion: Fundamental Questions (with R. Davidson), Oxford University Press.

Y en este explica cómo detectar mirando microgestos las verdaderas intenciones de nuestros interlocutores: • Ekman, P. (2009). Cómo Detectar Mentiras. Paidós.

El estudio de las expresiones heredadas en los niños ciegos se puede ver acá: • Peleg, Gili; Katzir, Gadi; Peleg, Ofer; Kamara, Michal; Brodsky, Leonid; Hel-Or, Hagit, Keren. • Daniel, and Nevo, Eviatar. “Hereditary family signature of facial expression.” Proceedings of the National Academy of Sciences. October 24, 2006. Vol. 103 No. 43. 15921-15926.

Para quienes quieran conocer un poco más sobre los estudios de Elizabeth Spelke con bebes: • Spelke, ES. Infant Cognition. In: Wilson, R.A., Keil, F. The MIT Encyclopedia of the Cognitive Sciences. Cambridge, MA: MIT Press; 1999.

El cuento “Funes el Memorioso” está en: • Borges, J. Narraciones. Ed. Salvat. Navarra, 1982.

Más sobre la hipótesis de indeterminación de Goodman en: • Goodman, N. Fact, Fiction, and Forecast, Bobbs-Merrill, 1973.

Sobre las preferencias estimulares innatas y el desarrollo de la modularización: • Karmiloff-Smith, Annette (1996). Beyond Modularity: A Developmental Perspective on Cognitive Science. Cambridge, MA: MIT Press.

Recomiendo este libro de Kahneman para aprender más sobre los dos sistemas de toma de decisiones. Yo tengo esta versión, pero está la traducción también. • Kahneman, D. (2011). Thinking, Fast and Slow, Farrar, Straus and Giroux.

Si mal no recuerdo Vuelvo a recomendar estos cuatro artículos sobre las imperfecciones de nuestra memoria: • Schechter, D. The Seven Sins of Memory, Houghton Mifflin, 2001. • Loftus, E.F. (1974). “Reconstructing memory: The incredible eyewitness”. Psychology Today 8: 116–119. • Loftus, E.F. & Pickrell, J.E. (1995). “The formation of false memories”. Psychiatric Annals 25: 720–725. • Loftus, E.F. & Palmer, J.C. (1974). “Reconstruction of automobile destruction: An example of the interaction between language and memory”. Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior 13: 585–589.

A quienes quieran conocer un poco más sobre la Hiperthymesia y la vida de Rick Baron les sugiero este video: • http://www.dailymotion.com/video/xfhqyx_hipermnesia-autobiografica-rick-baron_school

También hay una entrevista al “hombre Google”, Brad Williams, acá: • http://www.youtube.com/watch?v=E7ZR83t7xp4

Uno de los mejores libros sobre sesgos atencionales es El Gorila Invisible, yo tengo esta versión en inglés, pero está en castellano también: • Chabris, C. & Simons, D. (2011). The invisible gorilla: And other ways our intuitions deceive us. Portland, OR: Broadway Books.

El famoso artículo de Kahneman en el que surge la diferencia entre la experiencia y la memoria de la expericiencia, experimentando con colonoscopias es este: • Redelmeier, Donald A. and Kahneman, Daniel. “Patients Memories of Painful Medical Treatments: Realtime and Retrospective Evaluations of Two Minimally Invasive Pro-cedures.” Pain, July 1996, 66(1), pp. 3-8.

Más piedras en el camino Para saber más de priming, este es el artículo seminal: • Tulving, E., & Schacter, D. L. (1990). “Priming and human memory systems”, Science, 247, 301-305.

¿Por qué nos comportamos así? El artículo sobre los siete chunks de memoria de corto plazo es este: • Miller, G. A. (1956). “The magical number seven, plus or minus two: Some limits on our capacity for processing information”. Psychological Review 63 (2): 81–97.

Para quienes estén interesados en saber más sobre la modularización del conocimiento: • Karmiloff-Smith, Annette (1996). Beyond Modularity: A Developmental Perspective on Cognitive Science. Cambridge, MA: MIT Press.

Sobre el efecto de “marco” o “framing”, este es el artículo clave:

• Tversky, A. and D. Kahneman. ”The framing of decisions and the psychology of choice”, Science, 211, 1981, pp. 453458.

Las investigaciones de los pedagogos brasileños sobre el contexto y la significatividad están en este libro: • Carraher, T., Carraher, D. y Schliemann, A. (1995). En la vida diez, en la escuela cero, México: Siglo XXI.

Un viaje al mundo de las irregularidades en el comportamiento Aquí está la explicación de Adrián Paenza sobre la paradoja de Allais: • http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/1384020-2007-04-25.html

Sobre heurísticas y túneles de la mente: • Piattelli Palmarini, M. (2005). Los Túneles de la Mente; Qué se esconde detrás de nuestros errores. Crítica.

Más sobre Skinner y la relación entre la frecuencia con que experimentamos un fenómeno y las elecciones que hacemos: • Skinner, B.F (31 July 1981). “Selection by Consequences”, Science 213 (4507): 501–504.

Este es el artículo en el que explican cómo decidimos basándonos en memorias de situaciones similares a las que enfrentamos: • Caramuta, D. M., Contiggiani, F., & Tohmé, F. (2006). “Memory and Similarity: a Graph# Theoretic Model for Case Based Decision Theory”, Anales AAEP.

Más problemas con las probabilidades Los experimentos de Kahneman sobre negación de la tasa de base están desarrollados en este artículo: • Tversky, A. & Kahneman, D. (1982). “Evidential impact of base rates”. In D. Kahneman, P. Slovic & A. Tversky (Eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases. Cambridge, UK: Cambridge University Press.

El libro en el que Piaget explica cómo se desarrolla la inteligencia en los niños es este: • Piaget, Jean. El nacimiento de la inteligencia en el niño. México: Grijalvo, 1990.

Vivimos en una burbuja Para conocer más acerca de nuestra investigación sobre percepciones distributivas subjetivas y actitudes hacia la redistribución, está el siguiente artículo: • Cruces, G., Perez-Truglia, R. and Tetaz, M. (2013). “Biased perceptions of income distribution and preferences for redistribution: Evidence from a survey experiment”, Journal of Public Economics, 98, 100-112.

Sobre el consumo presuntuoso como un modo de señalizar nuestra posición social: • Perez Truglia, Ricardo Nicolas (2010). “Conspicuous consumption and the income distribution” Working Paper, Harvard University.

Dime lo que escuchas y te diré lo que piensas Este es el artículo donde se prueba que la gente elige candidatos por su apariencia: • Spezio. M, Rangel. A, Alvarez. R, O’Doherty. J, Mattes. K, et al. 2008. “A neural basis for the effect of candidate appearance on election outcomes”, Soc. Cogn. Affect. Neurosci. 3:344–52.

Aca se aprende un poco más sobre cómo computamos neuronalmente los beneficios y costos de cada curso de acción: • Sokol-Hessner, P; Hutcherson, C; Hare, T; Rangel, A. (2013) “Decision value computations in DLPFC and VMPFC adjust to the available decision time”, European Journal of Neuroscience.

Y este es el libro clásico en el que Antonio Damasio explica cómo funcionan los marcadores somáticos y las emociones: • Damasio, A. (2010). El Error de Descartes. Paidós.

¿Quién está al mando? La teoría de las necesidades y motivaciones de Maslow está en este artículo seminal: • Maslow, Abraham, “A Theory of Human Motivation”, Psychological Rev, (1943).

Acá se ve la conferencia Nobel de Daniel Kahneman: • http://www.nobelprize.org/mediaplayer/?id=531

El sesgo de statu quo está desarrollado en este paper: • Kahneman, D; Knetsch, J; Thaler, R. “Anomalies: The Endowment Effect, Loss Aversion, and Status Quo Bias” The Journal of Economic Perspectives, Vol. 5, No. 1. (Winter, 1991), pp. 193-206.

Los experimentos sobre statu quo y donantes de órganos están resumidos acá: • Johnson, Eric J. and Goldstein, Daniel G. “Do Defaults Save Lives?”, Working paper, Cen-ter for Decision Sciences, Columbia Univer-sity, 2003.

Sobre el sesgo de dotaciones: Kahneman, Daniel; Knetsch, Jack and Thaler, Richard. “The Endowment Effect, Loss Aver-sion, and Status Quo Bias: Anomalies”, Journal of Economic Perspectives, Winter 1991, 5(1), pp. 193-206. 1472 december 2003.

Acerca del consumo cíclico y las consecuencias de la escases de recursos en el funcionamiento cognitivo: • Mani, Anandi; Sendhil Mullainathan; Eldar Shafir, and Jiaying Zhao (2013). “Poverty Impedes Cognitive Function”, Science 341 (6149): 976–980.

Para entender por qué el consumo cíclico no es en realidad un problema de impaciencia:

• Spears, D. (2010): ”Bounded intertemporal rationality: Apparent impatience among South African pension recipients”, working paper, Princeton.

Una explicación de la aversión al riesgo en el terreno de las ganancias y la búsqueda del riego en las pérdidas, está en este artículo clásico de Kahneman y Tversky: • Kahneman, D; Tversky, A. “Prospect Theory; an Analysis of decision under risk”, Econometrica, 1979, Vol 47, n2, pp. 263-292.

Para profundizar más sobre la evolución de nuestra especie y la selección grupal, recomiendo este artículo: • Wilson, D. S., Sober, E., 1994. “Re-introducing group selection to the human behavior sciences”, Behavioral and Brain Sciences, 17, 585-608.

Este es el libro sobre cómo la agricultura cambió drásticamente nuestras pautas de comportamiento social: • Ryan, C., & Jethå, C. (2010). Sex at dawn: The prehistoric origins of modern sexuality. New Y ork, NY : HarperCollins.

Pero, entonces, ¿cómo funciona la mente? Para leer sobre Neuroanatomía y las elecciones de los consumidores: • Fehr, E., Rangel, A. “Neuroeconomic foundations of economic choice – Recent advances”, Journal of Economic Perspectives, 2011, 25(4):3-30.

Segunda Parte Leyendo la mente de los otros En este link se ve la escena de la cafetería de Nash en “una mente brillante”: • http://www.youtube.com/watch?v=wS84q1SQwSU Y este es el tráiler de Lie to Me: • http://www.youtube.com/watch?v=pbOgHa34Ec8

Sobre el engaño en los monos: • Amici, F.; Aureli, F. & Call, J. (2010). “Monkeys and apes: are their cognitive skills really so different?”, American journal of physical anthropology, 143 (2), 188-197.

Y sobre el engaño en los niños: • Talwar, V. & Lee, K. (2002). “Development of lying to conceal a transgression: Children’s control of expressive behaviour during verbal deception”, International Journal of Behavioral Development, 26 (5), 436-444.

Para la teoría de la mente, nada mejor que el libro de Pinker: • Pinker, S. (2000). Cómo Funciona la Mente. Paidós. Este es el libro de von Neumann y Morgensten:

• von Neumann, J. & Morgenstern, O. (1953). Teoría de juegos y comportamiento económico. Prensa de la Universidad de Princeton.

Los experimentos de Camerer están en: • Camerer, C.F., Loewenstein, G. and Rabin, M. (Eds) (2004). “Advances in Behavioral Economics”, Princeton NJ: Princeton University Press.

Aquí hay varios experimentos que buscan ver si en los mercados de acciones los participantes se comportan como predecía Keynes en su concurso de belleza: • Allen, F.; Morris, S. & Shin, H. S. (2006). “Beauty contests and iterated expectations in asset markets”, Review of Financial Studies, 19 (3), 719-752.

¿Juegos psicológicos? Este es uno de los artículos más influyentes en juegos psicológicos: • Geanakoplos, J.; Pearce, D. & Stacchetti, E. (1989). “Psychological games and sequential rationality”, Games and Economic Behavior, 1 (1), 60-79.

Cómo las creencias y los valores afectan a las estrategias: • Battigalli, P. & Dufwenberg, M. (2009). “Dynamic psychological games”, Journal of Economic Theory, 144 (1), 1-35.

Aquí están los experimentos de Camerer en el juego del ultimátum: • Camerer, C. & Thaler, R.H. (1995). “Anomalies: Ultimatums, dictators and manners”, The Journal of Economic Perspectives, 9 (2), 209-219.

El juego del ultimátum contra una computadora puede arrojar distintos resultados: • Blount, S. (1995). “When Social Outcomes Aren‘t Fair: The Effect of Causal Attributions on Preferences”, Organizational behavior and human decision processes, 63 (2), 131-144.

Para saber más sobre los estudios de neuroimagen en el juego del ultimátum: • Sanfey, A.G.; Rilling, J.K.; Aronson, J.A.; Nystrom, L. E. & Cohen, J. D. (2003). “The neural basis of economic decision-making in the ultimatum game”, Science, 300 (5626), 1755-1758.

Las lesiones en la corteza prefrontal cambian nuestro modo de jugar el juego del ultimátum: • Koenigs, M.; Y oung, L.; Adolphs, R.; Tranel, D.; Cushman, F.; Hauser, M. & Damasio, A. (2007). “Damage to the prefrontal cortex increases utilitarian moral judgements”, Nature, 446 (7138), 908-911.

Para quien le interese saber qué pasa en el juego del ultimátum con las personas con autismo (fallas en la teoría de la mente): • Sally, D. & Hill, E. (2006). “The development of interpersonal strategy: Autism, theory-of-mind, cooperation and fairness”, Journal of economic psychology, 27 (1), 73-97.

A los monos no les gusta la injusticia: • Brosnan, S.F. & De Waal, F.B. (2003). “Monkeys reject unequal pay”, Nature, 425 (6955), 297-299.

Cuando se juega por mucha plata, las estrategias pueden ser distintas: • Slonim, R. & Roth, A.E. (1998). “Learning in high stakes ultimatum games: An experiment in the Slovak Republic”, Econometrica, 569-596.

Juegos estratégicos aplicados al mercado laboral: • Charness, G. (2000). “Responsibility and effort in an experimental labor market”, Journal of Economic Behavior & Organization, 42 (3), 375-384.

¿Somos racionales en nuestro comportamiento estratégico? El penal del loco Abreu a Gahna: • http://www.youtube.com/watch?v=wWffhygtroE Cómo patear un penal: • Chiappori, P.A.; Levitt, S. & Groseclose, T. (2002). “Testing mixed-strategy equilibria when players are heterogeneous: the case of penalty kicks in soccer”, American Economic Review, 1138-1151.

Usando penales para mostrar el “sesgo de acción”: • Bar-Eli, M.; Azar, O.H.; Ritov, I.; Keidar-Levin, Y . & Schein, G. (2007). “Action bias among elite soccer goalkeepers: The case of penalty kicks”, Journal of Economic Psychology, 28 (5), 606-621.

¿Somos buenos generando números aleatorios?: • Rapoport, A. & Budescu, D.V. (1992). “Generation of random series in two-person strictly competitive games”, Journal of Experimental Psychology: General, 121 (3), 352.

Los efectos del framing (encuadre) en los juegos, están desarrollados en este artículo de Camerer: • Camerer, C.F. (1997). “Progress in behavioral game theory”, The Journal of Economic Perspectives, 11 (4), 167-188.

Acá Dan Ariely nos muestra varios experimentos que demuestran cuán deshonestos somos y en qué circunstancias: • Mazar, N.; Amir, O. & Ariely, D. (2008). “The dishonesty of honest people: A theory of self-concept maintenance”, Journal of marketing research, 45 (6), 633-644.

Este es un gran capítulo del juego Divided que nos muestra la esencia humana cuando jugamos Chiken Game: • http://www.youtube.com/watch?v=8k8ETko16tQ

El dilema del prisionero

Recomiendo para ver este espectacular desenlace del juego Golden Balls, donde se juega un dilema del prisionero: • http://www.youtube.com/watch?v=p3Uos2fzIJ0

Aquí se puede leer más sobre la investigación del juego Golden Balls: • Darai, D. & Grätz, S. (2010). “Golden Balls: A Prisoner’s Dilemma Experiment”, Socioeconomic Institute, University of Zurich, Working Paper, (1006).

Sobre la relación entre belleza e inteligencia: • Tetaz, M. (2006). “Wages, intelligence and physical appearance”, in Anales AAEP.

Y más experimentos naturales sobre el dilema del prisionero: • List, J.A. (2006). “Friend or foe? A natural experiment of the prisoner’s dilemma”, The Review of Economics and Statistics, 88 (3), 463-471.

Hay cosas que el dinero no puede comprar… todavía Este libro clásico de Becker aplica modelos económicos a casi todo; desde el matrimonio al crimen: • Becker, G. S. (1976). The Economic Approach to Human Behavior. Chicago: University of Chicago Press.

Sobre nuestras decisiones irracionales en el ámbito de lo social: • Ariely, D. (2008). Predictably Irrational. The hidden forces that shape our decisions, Harper Collins Publishers.

En este artículo está el experimento en el que le cobran un recargo a los padres por retirar los niños tarde de la guardería: • Gneezy, Uri and Aldo Rustichini (2012): “A Fine is a Price”, Journal of Legal Studies.

¿Qué tiene que ver el amor con la Economía del Comportamiento? Las investigaciones de Reuben Hill sobre las preferencias de cada sexo a la hora de elegir pareja, aparecen en este artículo: • Powers, E.A. (1971). “Thirty years of research on ideal mate characteristics: What do we know?”, International Journal of Sociology of the Family, 207-215.

Aquí el artículo que muestra que si la utilidad marginal del ingreso es decreciente, los ricos priorizarán atributos físicos del otro sexo. • Bjerk, D. & Han, S. (2007). “Assortative marriage and the effects of government homecare subsidy programs on gender wage and participation inequality”, Journal of Public Economics, 91(5), 1135-1150.

Este artículo muestra las diferencias entre lo que la gente dice que le gusta y lo que realmente termina eligiendo:

• De Camp Wilson, T. & Nisbett, R.E. (1978). “The accuracy of verbal reports about the effects of stimuli on evaluations and behavior”, Social Psychology, 118-131.

Para saber más sobre el estudio de preferencias de pareja y speed dating: • Eastwick, P.W. & Finkel, E.J. (2008). “Sex differences in mate preferences revisited: do people know what they initially desire in a romantic partner?”, Journal of personality and social psychology, 94 (2), 245.

Sobre online dating y preferencias de pareja: • Hitsch, G.J.; Hortaçsu, A. & Ariely, D. (2010). “Matching and sorting in online dating”, The American Economic Review, 130-163.

Este es uno de los libros más recomendables para entender nuestras tendencias evolutivas en materia de parejas: • Fisher, H.E. (1996). Anatomía del amor: historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio. Círculo de Lectores.

Aquí, el estudio que hicimos con Kruger en Argentina: • Kruger, D.; Kardum, I.; Tetaz, M.; Tifferet, S. & Fisher, M. (2008, July). “Cross-Cultural Recognition of Alternative Male Mating Strategies”, in XIX Biennial Conference of the International Society for Human Ethology, Bologna, Italy.

Este es un buen resumen de la literatura sobre infidelidad e ingresos: • Munsch, C.L. (2012). “The Science of Two Timing: The State of Infidelity Research”, Sociology Compass, 6 (1), 46-59.

Psicoeconomía de las finanzas familiares Sobre cuentas mentales, el artículo clave es: • Thaler, Richard (1985), “Mental accounting and consumer choice”, Marketing Science, 4, 199– 214.

Ojo con la publicidad y las promociones Para saber más sobre la investigación de los vinos y las etiquetas de precios cambiadas: • Plassmann, H.; O’Doherty, J.; Shiv, B. & Rangel, A. “Marketing actions can modulate neural representations of experienced pleasantness”, Proc. Natl Acad. Sci. USA 105, 1050–1054 (2008).

El estudio del efecto de publicidad preventiva para fumadores está en: • Lindstrom, M. (2009). Neuromarketing. Attività cerebrale e comportamenti d’acquisto, Apogeo, Milano.

La biblia del marketing: • Ries, A. & Trout, J. (2002). Posicionamiento: la batalla por su mente. McGraw Hill.

Sobre la utilidad transaccional: • Thaler, R. (1983). “Transaction Utility Theory”, Advances in Consumer Research, 10 (1).

Políticas públicas: el arte de elegir representantes ¿Cómo deberían elegirse los candidatos supuestamente? • Downs, A. (1973). Teoría económica de la democracia. Madrid: Aguilar.

¿Cómo se eligen los candidatos en la realidad? • Campello, D. & Zucco, C. “Merit or Luck? International Determinants of Presidential Performance in Latin America”. (in Press)

Economía del Comportamiento y mejores políticas públicas Esta es la investigación de Chen sobre los lenguajes y la tendencia a representar distinto el futuro: • Chen, M.K. (2013). “The effect of language on economic behavior: Evidence from savings rates, health behaviors, and retirement assets”, The American Economic Review, 103 (2), 690-731.

El trabajo de Becker sobre la economía del delito es este: • Becker, G.S. (1974). “Crime and punishment: An economic approach”, in Essays in the Economics of Crime and Punishment (pp. 1-54). UMI.

Embarazo e influencia de los medios: • Kearney, M.S. & Levine, P.B. (2013). “Media Influences on Teen Sexual Behavior and Childbearing: The Impact of MTV’s16 and Pregnant“ (in Press).

Psicoeconomía de un evasor impositivo Sobre los moralistas evasores: • Giarrizzo, V. & Sivori, J. S. (2012). La inconsistencia de la moral tributaria: El caso de los moralistas evasores. Mimeo.

Pequeños empujoncitos (Nudges) que producen grandes cambios El libro de cabecera sobre diseño y arquitectura de la elección y nudges: • Thaler, R. and Sunstein C. (2008). Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness. New Haven, CO: Y ale University Press.

Te recomiendo esta conferencia TED de Alex Laskey sobre cómo ahorrar energía con nudges: • http://www.ted.com/talks/alex_laskey_how_behavioral_science_can_lower_your_energy_bill.html

Psicoeconomía para evitar las Crisis Económicas Para entender mejor el modelo cognitivo de Beck y Ellis que explica el pánico: • Knapp, P. & Beck, A.T. (2008). “Cognitive therapy: foundations, conceptual models, applications and research”, Revista Brasileira de Psiquiatria, 30, s54-s64.

El artículo que le dio el Nobel a Fama por la supuesta eficiencia de los mercados financieros es este: • Malkiel, B.G. & Fama, E.F. (1970). “Efficient Capital Markets: A Review Of Theory And Empirical Work“, The journal of Finance, 25(2), 383-417.

Juegos online y aprendizaje autoorganizado; ¿el futuro de la escuela? Esta es la conferencia TED de Ali Carr-Chellman, en la que habla de usar juegos on line en la educación: • http://www.ted.com/talks/ali_carr_chellman_gaming_to_re_engage_boys_in_learning.html

Y esta es la otra conferencia TED, de Jane McGonigal, en la que nos enseña cómo aprovechar mejor los juegos online: • http://www.ted.com/talks/jane_mcgonigal_gaming_can_make_a_better_world.html

Y esta, súper, altamente recomendable, es la conferencia TED de Sugata Mitra, un indio que nos enseña cómo será la escuela del futuro: • http://www.ted.com/talks/sugata_mitra_build_a_school_in_the_cloud.html

Este es el libro de William Glasser sobre la falta de esfuerzo de los niños en la escuela: • Glasser, W. (1999). Teoría de la elección: una nueva psicología de la libertad personal, (Vol. 16). Paidós.

Sobre el sentido de identidad en el aula: • Akerlof, G.A. & Kranton, R. E. (2002). “Identity and schooling: Some lessons for the economics of education”, Journal of economic literature, 40 (4), 1167-1201.

El trabajo más influyente de los años cincuenta sobre conformación de grupos y conflicto: • Sherif, M. (1967). Group conflict and co-operation: Their social psychology. London: Routledge & Kegan Paul.

La hipótesis de Richard Alexander sobre la evolución de nuestra inteligencia a partir de la posibilidad de conformar grupos y alianzas, en este artículo: • Alexander, R.D. (1974). “The evolution of social behavior”, Annual review of ecology and systematics, 5, 325-383.

Aquí Lorenz explica cómo la agresión surge como un mecanismo para aprovechar mejor el espacio: • Lorenz, K. (1998). Sobre la agresión: el pretendido mal. Siglo XXI.

Para entender la agresión dentro del aula como un mecanismo de posicionamiento social: • Faris, R. & Ennett, S. (2010). Adolescent aggression: The role of peer group status motives, peer aggression, and group characteristics. Social Networks.

Para saber más sobre la regla de las 10.000 horas de práctica para alcanzar la perfección: • Gladwell, M. (2009). Outliers: The story of success. Penguin UK.

Te recomiendo esta notable conferencia TED de Ken Robinson que nos enseña por qué la escuela actual no funciona y cómo mata la creatividad: • http://www.ted.com/talks/ken_robinson_how_to_escape_education_s_death_valley.html

Y acá Salman Kahn nos cuenta cómo usar videos tipo youtube para mejorar la enseñanza: • http://www.ted.com/talks/lang/es/salman_khan_let_s_use_video_to_reinvent_education.html

El dinero no hace la felicidad Este es el artículo seminal que probó que no había relación entre ingresos y felicidad: • Easterlin, R.A. (1974). “Does economic growth improve the human lot? Some empirical evidence”, Nations and households in economic growth, 89.

A veces más no es mejor; las paradojas de la elección: • Schwartz, B. & Ward, A. (2004). “Doing better but feeling worse: The paradox of choice”, Positive psychology in practice, 86-104.

La réplica de Veenhoven a Easterlin está acá: • Veenhoven, R. (1984), Conditions of Happiness, D. Reidel Publishing Company, Dordrecht.

Y su base de datos mundial de felicidad, pude ser consultada acá: • http://www1.eur.nl/fsw/happiness/

Esta es la crítica de Wolfers y Stevenson a Easterlin: • Stevenson, B. & Wolfers, J. (2008). “Economic growth and subjective well-being: Reassessing the Easterlin paradox” (No. w14282). National Bureau of Economic Research.

La encuesta del CERX sobre economía y felicidad en Argentina aparece en: • Giarrizzo, V. (2008). Economía y Felicidad :¿Existe Vínculo?, Mimeo.

Los estudios de felicidad con las encuestas del CEDLAS para argentina, están en: • Ham, A. (2010). Guillermo Cruces, Andrés Ham, and Martín Tetaz. The Quality of Life in Latin American Cities, Lora, E. (Ed.) World Banck. p.91.

La hipótesis del umbral de felicidad está en: • Graham, C. (2005). “The economics of happiness”, World Economics, 6(3), 41-55.

El primer estudio comprehensivo y sistemático de Economía de la Felicidad con datos de Argentina es: • Schiaffino, P. & Tetaz, M. “Twenty eight years of Argentina’s life satisfaction and happiness data interrogated”, en M. Rojas (Ed.), Handbook of Happiness Research in Latin America, Springer (2013, en prensa).

Sobre el peso del desempleo y la inflación en la felicidad: • Di Tella, R.; MacCulloch, R.J. & Oswald, A.J. (2001). “Preferences over inflation and unemployment: Evidence from surveys of happiness”, The American Economic Review, 91(1), 335-341.

¿Por qué importa más el ingreso relativo que el absoluto? • Clark, A.E.; Frijters, P. & Shields, M.A. (2008). “Relative income, happiness, and utility: An explanation for the Easterlin paradox and other puzzles”. Journal of Economic Literature, 95-144.

Sobre la felicidad en ganadores de lotería y parapléjicos: • Brickman, P.; Coates, D. & Janoff-Bulman, R. (1978). “Lottery Winners and Accident Victims: Is Happiness Relative?”, Journal of Personality and Social Psychology, 36/8, 917-927.

Pero, entonces, ¿qué hay que hacer para ser feliz? Acerca de la felicidad sintética: • Gilbert, D. (2006). Stumbling on happiness. Vintage.

¿Es hereditaria la felicidad?: • Lykken, D. & Tellegen, A. (1996). “Happiness is a stochastic phenomenon”, Psychological Science, 7(3), 186-189.

Las cosas que nos hacen felices según Nattavudh Powdthavee: • Powdthavee, N. (2007). “Economics of happiness: A review of literature and applications”, Chulalongkorn Journal of Economics, 19(1), 51-73.

Gastar dinero en otros nos hace más felices: • Dunn, E. W.; Aknin, L.B. & Norton, M.I. (2008). “Spending money on others promotes happiness”, Science, 319 (5870), 1687-1688.

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF