Testamento de Un Cura Ateo - Meslier, Jean

April 14, 2017 | Author: Juan Elías | Category: N/A
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TESTAMENTO DE UN CURA ATEO

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Jean Meslier

TESTAMENTO DE UN CURA ATEO SEGUIDO DE

ENSAYO DE HISTORIA NATURAL SOBRE ALGUNAS ESPECIES DE MONJES por Jean de Antimoine Traducción de José Codina Prólogo de David F. Strauss

el libertino erudito

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Meslier, Jean Testamento de un cura ateo / Jean Meslier; con prólogo de David F. Strauss; 1ª ed.; Buenos Aires; El cuenco de plata, 2011. 144 pgs.; 21x12 cm.; (el libertino erudito) Traducido por: José Codina ISBN 978-987-1772-06-3 1. Filosofía. I. Strauss, David F., prolog. II. Codina, José, trad. III. Título CDD 190

el cuenco de plata / el libertino erudito Director editorial: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández

© 2011, El cuenco de plata Av. Rivadavia 1559 3º “A” (1033) Buenos Aires, Argentina www.elcuencodeplata.com.ar

Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en febrero de 2011.

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor.

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Colección fundada por Diego Tatián

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Fragmentes des instructions pour le prince royal de ***** (1752), Avertissement pour le poème sur la Loi naturelle et sur le Désastre de Lisbonne (1756), Poème sur le désastre de Lisbonne ou examen de cet axiome: tout est bien (1756), Idées republicaines (1762), Les droits des hommes et les usurpations des papes (1768), Il faut prendre un parti, ou le principe d'action. Diatribe (1772).

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Prólogo

EL CURA MESLIER Y SU TESTAMENTO Por David F. Strauss (1870)

Jean Meslier nació, según la conjetura más probable (tomamos esta información de la obra de Boulliot, Biographie Ardennaise, París, 1830, art. Meslier), en el año 1664, en una aldea de la Champaña llamada Mazerny. Su padre fue tejedor o artesano pañero. Un párroco de la comarca se hizo cargo de la educación del inteligente niño y fue también, probablemente, quien sugirió a los padres la idea de consagrarlo a la carrera eclesiástica, a lo que el muchacho no puso ninguna objeción. El futuro sacerdote hizo sus estudios en el seminario de Chálons-sur-Marne, donde, además de cursar las obligadas disciplinas de la carrera, se aplicó con especial empeño y profundidad a la filosofía cartesiana. En 1692 fue designado para hacerse cargo de la parroquia de Etrépigny, en lo que hoy es departamento de las Ardenas, donde tras haber ejercido durante años su ministerio, murió hacia 1729, según unos, y en opinión de otros alrededor de 1733. Se distinguió en el cumplimiento de sus funciones sacerdotales por dos rasgos: su severidad y el retraimiento de su vida, por una parte, y por otra el desinterés y la caridad. Al margen del trato con dos o tres curas de los alrededores, se pasaba las horas encerrado en su pequeña biblioteca, en la que se destacaban las obras de algunos padres de la Iglesia, un Moreri, los Ensayos de Montaigne, Telémaco y otro ensayo de Fenelón sobre la existencia de Dios y el libro de Malebranche sobre la investigación de la verdad.

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De no haber sido por sus desavenencias con el señor del lugar, es seguro que el nombre del cura de Etrépigny apenas habría trascendido, en vida, los límites de su parroquia. Pero como el señor de Clairy había maltratado a algunos de sus campesinos, se sublevó en el cura el sentimiento de la justicia, y un domingo expulsó de la iglesia, por indigno de compartir el culto, al inhumano marqués. Éste recurrió en queja al arzobispo de Reims, quien amonestó al cura por haberse excedido en sus atribuciones. Obligado a recibirlo de nuevo en la iglesia, el párroco de Etrépigny pidió en voz alta a Dios por el alma del noble, para que se dulcificara su conducta y no volviera a caer en el pecado de robar a los huérfanos y maltratar a los desvalidos. La disputa con el señor feudal y con el arzobispo de la arquidiócesis duró, al parecer, mucho tiempo y amargó la vida del cura rural. Por la comarca corrió más tarde la leyenda de que el marqués ordenaba a sus lacayos que tocasen el cuerno en las tierras de su propiedad colindantes con la iglesia cuando el cura estaba oficiando; y añadía la leyenda que el arzobispo lo había llamado al orden, amenazándolo con excomulgarlo, a consecuencia de lo cual el orgulloso noble se dejó morir de hambre. Sea como fuere –pues nada de esto ha podido comprobarse–, lo cierto es que el cura de Etrépigny dejó al morir un manuscrito en el que proclamaba sus convicciones más íntimas, que chocaban tan abiertamente no ya con su ministerio, sino incluso con el estado general del mundo que lo rodeaba, que en comparación aquellos conflictos externos quedaban reducidos a incidentes menores. Legó a la posteridad este manuscrito, en tres copias de 366 páginas escritas de su puño y letra, con trazos claros y casi floridos –una de las cuales se cuidó de depositar en la cancillería del juzgado de Saint-Menehould–, bajo el título de Mi testamento, una obra en que exponía sus auténticas convicciones

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a los feligreses a los que durante toda su vida enseñara la fe católica y la obediencia a sus superiores. En la cubierta de la copia destinada a su parroquia se lee: He visto y conocido los errores, los abusos, las vanidades, las necedades y las maldades de los hombres; los he odiado y aborrecido; no me he atrevido a decirlo en voz alta mientras viví, pero quiero decirlo al menos en la muerte y después de ella, por lo que registro aquí mis pensamientos, para que puedan servir de testimonio de la verdad a los ojos de cuantos vean estas páginas y tengan a bien leerlas. Estas palabras ya indican que no se trata simplemente de una protesta contra los errores de la religión, sino también contra los males y los abusos imperantes en la vida y en la sociedad de los hombres: “el Testamento del cura Meslier” no es solamente una abjuración filosóficoteológica, sino también, y en no menor proporción, un manifiesto político. Se distingue así sustancialmente de un documento alemán, el Mensaje en defensa de los adoradores racionales de Dios, de Hermann Samuel Reimarus. En ambos casos, se trata de una voz de ultratumba proclamando un secreto que torturara en vida a quien lo guardaba. Pero mientras que una de estas almas sólo se muestra abrumada bajo el peso de la religión imperante, la otra clama también contra la situación político-social. Y algo esencial: una se apoya, frente a la teología revelada, en una filosofía en la que aún palpita la fe en Dios, mientras que la otra desarrolla su pensamiento filosófico hasta el ateísmo. Por tanto, el campo de acción de la duda es mucho más amplio en Meslier que en Reimarus, pues los argumentos contra la verdad del cristianismo y la Biblia a la que está

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consagrada toda la obra del segundo, sólo son una parte en la del primero. En esta parte, debemos reconocer que el alemán es superior al francés, el protestante al católico, la profunda sabiduría y la disciplina filosófica del profesor a las amargas cavilaciones del sacerdote. Cierto es que también éste sabe muchas cosas, pero casi todas ellas de segunda mano. Casi puede asegurarse que jamás leyó la Biblia, al menos el Antiguo Testamento en su versión fundamental. Y su fuente para las noticias de carácter histórico son casi exclusivamente los Ensayos de Montaigne. Pero aun cuando como erudito, lógico y estilista, quede el francés muy por debajo del alemán, nada tiene que envidiarle como pensador. Su posición dentro de la escuela cartesiana es tan original e independiente como la de Reimarus dentro de la escuela leibniziano-wolfiana. No exageraríamos si dijésemos que Meslier es el más profundo o, por lo menos, el más audaz de los dos; lo que ocurre es que paga este mérito con cierta falta de claridad y mesura que no se observa en Reimarus. Pero penetra a fondo en más de un punto ante el que éste se detiene. Decíamos que la protesta y el ataque de Meslier, a diferencia de Reimarus, no están dirigidos sólo contra la religión cristiana y contra la Iglesia, sino también contra el Estado. Y aun podríamos añadir que se dirigen en primer término contra el Estado y sólo de rebote contra la religión y la Iglesia. Aunque tal vez sería más exacto formularlo a la inversa y decir que el verdadero blanco de sus ataques, a través de la Iglesia, es el Estado vigente en su tiempo. “Una religión –dice Meslier– que tolera e incluso aprueba abusos contrarios a la justicia natural y atentatorios contra el buen gobierno y contra el bien común, una religión que da por buena la tiranía de los reyes y los príncipes e impone su pesado yugo a los pueblos, no puede ser la verdadera.” Haciendo alarde de ingenio, podríamos incluso decir que Meslier, para disputar a los reyes el derecho

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a llamarse tales “por la gracia de Dios”, no encontró recurso más eficaz que negar la existencia de Dios. Y el rey que le había hecho sentir y odiar la usurpación de este título fue nada menos que aquel gran Luis de Francia, según él, grande tan sólo en el despojo y el derramamiento de sangre, en el perjurio y la infidelidad conyugal. Es curioso observar los juicios tan contradictorios que merece este monarca y su gobierno por parte de Meslier y de Voltaire. Mientras que éste se deja llevar por el hechizo del brillante período de Luis XIV, aquél se subleva ante los horrores que hicieron posible ese esplendor. Meslier ve por todas partes el reverso de la bella pintura que Voltaire traza del siglo de Luis XIV. La explicación está en que la contempla desde otro punto de vista y, desde luego, que la siente con otro corazón. Voltaire la ve con los ojos de las clases altas de la sociedad de aquella época y sobre todo con los ojos de los escritores y poetas, tan favorecidos por ése su rey ejemplar. Meslier asume el punto de vista del pueblo, principalmente de los campesinos entre quienes ejercía su ministerio de cura rural y a quienes veía agobiados y hundidos en la miseria bajo las cargas de aquel fastuoso gobierno. La omnipotente monarquía había aplastado, indudablemente, la resistencia de la nobleza y del clero, pero sin aliviar la carga que estas dos clases, unidas ahora a la realeza, cargaban sobre los hombros del pueblo. ¿Os sorprendeis, ¡oh pobres gentes! –exclama Meslier–, de que la vida no sea para vosotros más que un fardo de sufrimientos y fatigas? Ello se debe a que todo el esfuerzo y los sudores del día pesan solamente sobre vosotros, como a los trabajadores del Evangelio le pesan las cargas del Estado. Sobre vosotros gravitan no sólo vuestros reyes y príncipes, que son vuestros tiranos, sino toda la nobleza,

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toda la clerecía, toda la frailería, unidas a la caterva de picapleitos y los vampiros de las finanzas y los impuestos y toda la gente ociosa e inútil que hay sobre la tierra. Todos ellos y sus criados y servidores viven de los frutos de vuestro amargo trabajo; sois vosotros, y solamente vosotros, quienes les suministráis todo lo que necesitan o pueden apetecer no ya para su sustento, sino también para sus placeres. Nos parece estar escuchando una voz del tiempo de las guerras de los campesinos. Pero Meslier es, en muchos aspectos, un precursor lejano de la Revolución Francesa, en el que encontramos pasajes tan arriesgados como el siguiente: Os hablan, mis queridos amigos, del diablo, queriendo asustaros con su solo nombre y haciéndoos creer que los diablos no sólo son los más grandes enemigos de vuestra dicha, sino también lo más horrible y abominable que se pueda concebir. Pero los pintores se equivocan cuando en sus cuadros pintan a los diablos como monstruos repelentes y espantosos; se engañan y os engañan, lo mismo que vuestros predicadores, cuando unos en sus cuadros y otros en sus sermones, os presentan a los diablos como feas, repugnantes y monstruosas bestias. No es así como debéis representároslos, sino como esos bellos galanes y esas lindas damas y damiselas de la nobleza que veis tan bien ataviados, peinados y empolvados, tan perfumados y tan resplandecientes de oro, plata y pedrería. Los diablos que vuestros curas y vuestros pintores os describen con tan feas y horribles figuras son diablos imaginarios, que sólo infunden miedo a los niños y a los ignorantes y sólo pueden causar males imaginarios a quienes creen

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en su existencia. En cambio, aquellos otros diablos y diablesas, esos caballeros y esas damas de que os hablo, no son seres imaginarios, sino figuras palpables de carne y hueso, tan reales y verdaderos como los males que causan a los pobres pueblos, que son, desgraciadamente, harto reales y sensibles. Esta realidad de la sociedad en que le había tocado vivir representaba, para Meslier, una criminal inversión del verdadero orden de las cosas: Todos los hombres son iguales por naturaleza –dice nuestro cura–; todos ellos tienen derecho a vivir y a desplazarse sobre la tierra, a disfrutar de su libertad natural y a participar de los bienes del mundo, procurándose por medio de su trabajo las cosas útiles y necesarias para la vida. Ahora bien, puesto que viven en sociedad y la sociedad no puede subsistir sin cierta dependencia y sumisión, por fuerza tiene ésta que existir, en mayor o menor medida, entre los hombres. Pero esta sumisión debe ser justa y bien proporcionada, es decir, no debe exaltar demasiado a unos y humillar demasiado a otros, reservar para unos todos los goces y todos los bienes y para otros todos los sacrificios y toda la miseria. Cabría pensar lógicamente, dice Meslier, que la religión coopera a este resultado, que condena con la dulzura y la equidad que le son propias la dureza y las injusticias de un régimen tiránico. Como también cabría esperar, por otro lado, que una sabia política pusiese un dique a las fantasmagorías y a los abusos de una falsa religión. Así debería ser, pero no lo es. Ambas, la religión y la política, se entienden y trabajan mano a mano, como dos rateros combinados. Los curas predican la obediencia y la

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autoridad ante los príncipes, a quienes presentan como instituidos por Dios; los príncipes, por su parte, mantienen en pie la dignidad de los curas y los rodean de prebendas y de rentas. De modo que ambos males deben ser combatidos simultáneamente; pero como la Iglesia y la religión son las que encadenan preferentemente las almas de la multitud y atan las manos de los pueblos en su resistencia contra los gobiernos tiránicos, Meslier considera que lo primero es demostrar la carencia de fundamentos de la religión. Dos cosas contribuyen a abrir los ojos a nuestro párroco: una es la mentalidad escéptico-secular que va afirmándose en la lectura de su libro favorito, los Essais de Montaigne; otra, el espíritu de duda y el rigor de pensamiento y de concepto que adquiere en la escuela de Descartes. También parte Meslier en su análisis de la religión –como se desprende naturalmente de la actitud de la duda incipiente– del hecho de la pluralidad de religiones sobre la tierra. Cada una de ellas pretende ser la verdadera y la instituida por Dios; pero es imposible que todas sean verdaderas y de origen divino, puesto que se contradicen en muchos puntos y hasta se repelen y condenan unas a otras. Podría serlo, a lo sumo, una; pero en realidad ninguna lo es, ni la católico-cristiana ni ninguna otra. Todas las religiones son obra de los hombres, y como todas se hacen pasar por invenciones divinas, todas descansan sobre el engaño; fruto de las cavilaciones de astutos políticos, son difundidas y desarrolladas luego por farsantes y falsos profetas, aceptadas por los pueblos ignorantes y sancionadas por los poderosos y los grandes de la tierra como freno para la multitud. Si un Dios infinitamente poderoso, infinitamente sabio y bueno, hubiese creído necesario revelar una religión, la habría dotado por medio de su infinita bondad y sabiduría de rasgos absolutamente imborrables donde quedara impresa su divinidad, para impedir que los hombres pudieran verse inducidos a error

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con respecto a ella. ¿Para qué, si no, instituir una religión? Pues bien, ninguna de las muchas religiones existentes ostenta estos signos, pues de otro modo sería incomprensible que los hombres siguieran discutiendo todavía hoy para saber cuál es la verdadera. Por consiguiente, ninguna puede ser considerada como obra de la revelación divina. Ninguna tampoco es verdadera. Todas ellas, y son muchas, se asientan sobre la fe, es decir, sobre la creencia en lo que no se ve, sin pruebas y hasta castigándose el intento de indagarlas como un crimen laesea majestatis. Ahora bien, semejante fe, lejos de ser principio de verdad, sólo es principio de error, de fraude y de quimeras, por una parte, y por otra de litigios y divisiones. Es cierto que, bajo cuerda o a posteriori, todas las religiones, y principalmente la cristiana, alegan ciertas pruebas en apoyo de su verdad: ¿quién ignora, en efecto, las pretendidas pruebas que suelen derivarse de los milagros, de las profecías, de las excelencias de la doctrina, del celo y la firmeza de sus primeros adeptos y mártires? Ninguna de estas pruebas resiste el examen, según Meslier; ni las de la religión cristiana ni las de ninguna otra. Y como los milagros y profecías aducidos como pruebas por el cristianismo están incluidos en los libros sagrados de los judíos y los cristianos –escritos que pasan también por ser obra de la inspiración divina–, conviene ante todo proceder a su examen. Todos ellos, tanto los del Nuevo Testamento como los del Antiguo, son, según el párroco de Etrépigny, de tal naturaleza, que excluyen toda idea de inspiración divina, y hasta como simples libros humanos valen muy poco. Estos libros, que por lo que se refiere al contenido no son otra cosa que compilaciones de fábulas, errores y contradicciones, presentan también defectos enormes en cuanto a la forma. El Antiguo Testamento comienza con el cuento del paraíso y de la serpiente que habla, para recoger luego

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un montón de leyes sobre el culto divino, tan supersticiosas como pueda serlo cualquier pueblo de idólatras; vienen enseguida una serie de historias poco edificantes de reyes, y a continuación los profetas, gente fanática y entregada a la fantasía. Realmente, para componer estos libros no hacía falta inspiración divina, e incluso habría sido necesaria muy poca cultura humana para haberlos redactado un poco mejor. En cuanto al Nuevo Testamento, Meslier va descubriendo con gran sagacidad las variantes y contradicciones entre los distintos Evangelios, y podemos decir que saca a la luz casi todos los puntos que siguen siendo la manzana de la discordia entre críticos y apologéticos. Por lo demás, reprocha a los Evangelios su tosquedad y pobreza de estilo, así como la falta de orden y continuidad en el relato. Y de los escritores que intervinieron en la redacción del Nuevo Testamento, siente especial aversión, por el embrollo y la confusión de las ideas –y en esto coincide con Reimarus– por el apóstol Pablo. La Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, no puede compararse ni de lejos, ni en conjunto ni en sus detalles, por lo que se refiere a su valor y a su contenido, con las obras en prosa de Jenofonte o Platón, de Cicerón o Virgilio. Las fábulas de Esopo, dice Meslier, encierran un sentido y una enseñanza incomparablemente mayores que todas aquellas vulgares y toscas parábolas de los llamados Evangelios. En cuanto a los milagros y a todas las historias plagadas de milagros y profecías que recogen estos libros, ¿qué crédito nos pueden merecer, si las fuentes que los transmiten son lo que acabamos de ver? Nadie sabe por quién ni cuándo fueron redactados estos escritos. Lo que sí puede asegurarse, pues se lo descubre en ellos a primera vista, es que fueron redactados por gente inculta e ignorante, incapaz incluso de analizar debidamente lo escuchado a

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muy poca distancia en el tiempo de los hechos, y ni siquiera lo que vieron sus propios ojos. Añádase a esto que tales supuestos milagros son tan poco dignos de Dios como las pretendidas revelaciones, y que las profecías no pueden darse por cumplidas a menos que para ello se recurra a una llamada interpretación espiritual de los hechos, cuya forzada violencia no demuestra sino una cosa: lo malparado que sale el intento al enfrentarse con la realidad. Así, por ejemplo, los milagros del Antiguo Testamento presuponen una incomprensible parcialidad de la Providencia divina en torno a un pueblo pequeño y altamente indigno. En cuanto a los del Nuevo Testamento, resulta difícil, por no decir imposible, comprender cómo Dios pudo limitarse a curar unas cuantas enfermedades del cuerpo, dejando intactos los profundos daños morales que padece la humanidad y cuya curación era, según asegura el mismo Nuevo Testamento, la finalidad de la misión con que Jesús bajó a la tierra. Para Meslier, la doctrina cristiana del carácter divino de Jesús es, sencillamente, una de tantas mitificaciones que encontramos en la historia del mundo antiguo. El pretexto de las revelaciones divinas no fue nunca, según él, más que un ardid político, como el de Numa cuando impresionaba a sus gentes hablándoles de sus conversaciones con la ninfa Egeria o el de Moisés cuando se escudaba detrás de sus entrevistas con el Dios del Sinaí. Sin embargo, añade Meslier, estos gobernantes antiguos tenían todavía, al menos, un resto de pudor, pues no se hacían pasar ellos mismos por dioses, como otros de épocas posteriores, aunque se apoyasen en ellos. El supuesto Dios que hablaba con Adán, se paseaba con él por los jardines del paraíso terrenal, etc., era sencillamente, según se desprende de lo dicho, un mortal igual que él, y Adán un necio engañado por sus artes de simulación. Y otro tanto acontecía, evidentemente, con el Dios de

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Moisés, como lo demuestra su negativa a mostrársele de frente, para no exponerse al peligro de ser identificado por él como una persona demasiado conocida. A menos –añade nuestro demoledor crítico, llevando hasta el final una audaz conjetura– que las palabras del supuesto Dios fuesen las del propio Moisés, que recurriera a este ardid para darles mayor autoridad al ponerlas en boca de un Dios. Punto de vista cuestionado de la crítica histórica, al que tampoco Reimarus acierta a sobreponerse de un modo sustancial. “Los antiguos tenían –dice Meslier– la costumbre de elevar al rango de dioses a los emperadores y a los grandes personajes. El orgullo de los grandes, la adulación de unos y la ignorancia de otros dieron vida y alimento a esta costumbre.” Y del mismo modo puede explicarse el nacimiento de las más antiguas ideas sobre la divinidad. Saturno, Júpiter, Juno, etc., tampoco fueron –según nuestro cura–, otra cosa que “hombres y mujeres de alta alcurnia, príncipes y princesas y otros personajes prestigiosos que se arrogaron el nombre de dioses y de diosas o a quienes los demás se lo atribuyeron por ignorancia, complacencia y adulación”. Sin embargo, hay que reconocerlo, el párroco declara que al menos algunos de ellos fueron gente importante y meritoria. ¿Pero quién fue el hombre al que los cristianos escogieron como Dios? Si nos detenemos a averiguar la opinión que otros tenían de él, veremos que sus contemporáneos y sus conciudadanos no sólo lo consideraban, en general, un hombre como cualquier otro, sino además un fanático y un necio. Detengámonos en sus discursos y encontraremos que se forjaba las ideas más extravagantes acerca de su persona: anunciaba que restauraría el reino de David, que retornaría en las nubes del cielo e incluso que era el hijo del todopoderoso Dios.

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Y lo mismo ocurre con sus actos, con sus peregrinaciones predicando el advenimiento del reino celestial, con sus visiones, en las que aparecía conducido por el demonio a una montaña y a las almenas del templo, con sus jactanciosas milagrerías: son los actos de un fanático que, como se advierte en el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo, no retrocede siquiera ante el empleo de la violencia. El propio Voltaire se creyó en la obligación de defender la personalidad de Jesús contra los virulentos ataques de Meslier, atribuyéndolos a la rabia largamente contenida de un hombre que durante años y años se había visto obligado a predicar y adorar como Dios, en el púlpito y en el altar, a quien sólo consideraba como un hombre. Su crítica demoledora contra el Dios de los cristianos y el Hombre-Dios, sobre el concepto del Dios de los filósofos, prosigue y no considera haber logrado su meta hasta no juzgar que ha logrado que se desvanezca como una quimera y una fantasmagoría toda posible idea de Dios, viniese de donde viniese. Los modernos adoradores de Dios, dice, creen haber hecho una gran cosa al apartarse de la religión politeísta de los paganos para concentrarse en el culto de un solo Dios. Con ello no han hecho más que poner aún más de relieve las contradicciones inherentes a la mitología. “Ni la Quimera de los antiguos –dice Meslier–, ni la Esfinge, ni Tifón, ni todas las ficciones de los poetas, llegaron a ser nunca tan disparatadas como el concepto de Dios de sus modernos adoradores.” Entre estas contradicciones se cuentan, para él, no sólo la que media entre la unidad y la trinidad del misterio cristiano, que somete a una crítica demoledora, sino las que invalidan también por completo el concepto puramente teísta de la divinidad. Un ente que sin ocupar lugar alguno en el espacio llena el espacio todo, que sin tener él mismo movimiento hace mover el mundo, que sin experimentar cambio alguno es un principio de vida y de acción, es algo

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totalmente inconcebible para él. A su juicio, los modernos adoradores de Dios operan con simples palabras, a las que no atribuyen ninguna representación mental. Esto no es obstáculo para que se ofrezcan a aportar más de una prueba de que semejante ente existe y tiene necesariamente que existir. Recordemos la firmeza y la certeza con que el propio Voltaire edificaba, principalmente, sobre el argumento físico-teológico de la existencia de Dios. Meslier somete este argumento a una crítica tajante. Ninguna premisa habría refutado con tanta fuerza en su crítica como la que pretende presentar a la naturaleza como arte. Las obras de arte, dice Meslier, nacen de materias que de por sí no tienen movimiento, y que por lo tanto jamás podrían llegar por sí solas a constituir una obra; por el contrario, las obras de la naturaleza nacen de materias que imprimen su propia forma gracias al movimiento que les es propio y natural. Se objeta que este movimiento no reside en la propia naturaleza, sino que necesariamente le sería transmitido desde fuera, por una causa creadora. Pero, ¿qué ganamos con dar por supuesta la existencia de esta causa? Contemplo la naturaleza y veo en ella ciertos movimientos y formas que me llenan de admiración; ¿acaso podré explicármelas más fácilmente inventando un ente misterioso encargado de transmitirle esos movimientos? No cabe duda de que es mucho más sencillo atribuir a algo revelado por la experiencia –la naturaleza o la materia– ciertas cualidades que observamos como propias, que presuponer –para adjudicarle estas cualidades– un ente que ninguna experiencia nos revela. De donde todo queda reducido al problema de saber si el movimiento puede ser realmente considerado como atributo esencial de la materia. En este punto, llevado de la errónea concepción de que existen también cuerpos inmóviles, incurre Meslier en la capciosa distinción de que si

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bien el movimiento no forma parte de la esencia misma de la materia, es, sin embargo, una cualidad de su naturaleza; no sabemos, dice, qué sea el principio del movimiento, pero sí que no encierra ninguna contradicción el derivar el movimiento de la materia misma. A nuestro sagaz cura le faltaba fundamentalmente, para salir triunfante en su empeño, indagación sobre este punto, conocer el principio newtoniano de la gravitación, muy poco difundido todavía en la Francia de su tiempo; se aferra aún a la teoría de los remolinos de su Descartes y, situado en este punto de vista exterioriza, como es natural, una serie de ideas extraordinariamente peregrinas sobre el movimiento originario del mundo físico. Mucho más fuertes son sus argumentos en la contraprueba. Si el movimiento de la materia, nos dice, proviene de afuera, sólo podría originarse, naturalmente, de un ente inmaterial, pues de otro modo provendría de sí misma. Ahora bien, un ente inmaterial no puede mover la materia, por la sencilla razón de que él mismo carece de movimiento, ya que el movimiento presupone espacio, corporeidad, y el impulso motor firmeza e impenetrabilidad, cualidades todas ellas exclusivas de la materia. Y no es menos certero el contraargumento que Meslier desarrolla basándose en el concepto de la creación. Si algo fuese obra de la creación, tendrían que empezar por serlo el tiempo, el espacio y la materia. Sin embargo, el tiempo no puede haber sido creado, pues para ello tendría que haber existido antes su creador, y este antes sería ya el tiempo mismo. Y lo mismo acontece con el espacio; antes de existir, ¿dónde habría estado su creador y cómo podía haberlo creado sin movimiento y, por tanto, sin espacio? En lo que se refiere a la materia, la prueba de que no pudo ser creada coincide con el argumento anterior de que su movimiento no puede provenir de afuera.

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Otra refutación del argumento físico-teológico es la que Meslier desarrolla desde el punto de vista de la teodicea. Todas las perfecciones del mundo, dice, no hablarían en pro de la existencia de un creador perfecto con la fuerza con que habla en contra de ella el más pequeño de los males. “Admiro –declara– las obras de la naturaleza, su belleza y su orden, tanto como pueden admirarlas quienes adoran a Dios; pero las admiro como obras de la naturaleza, ya que como obras de Dios me sería imposible admirarlas.” Para ello tendrían que ser, en efecto, obras perfectas y sin mácula, cosa que no son. Meslier se da perfecta cuenta de que el mal es una necesidad para el universo, tal y como éste es actualmente; el proceso incesante de nacimiento sobre el que descansa presupone una constante caducidad, la caducidad o la muerte presupone la desintegración de los cuerpos, que en los seres sensibles lleva aparejado necesariamente dolor; los hombres y los animales morirían asfixiados los unos por los otros si no prefiriesen devorarse entre sí. Todo esto es cierto. Pero ¿cómo podría un mundo así (y aquí Meslier habla casi como Schopenhauer) haber sido creado por un ente perfecto? Lejos de ello, la existencia de semejante universo prueba la inexistencia del Dios creador. En lo que se refiere al mal moral, Meslier refuta la idea de que esté admitido por Dios; niega que esa idea pueda aplicarse a un ser omnipotente, y demuestra con bastante sagacidad cómo jamás se encontrará en la realidad de las cosas ese pretendido bien mayor que se dice fruto de la admisión divina del mal. Como es sabido, la verdadera prueba cartesiana de la existencia de Dios era la llamada prueba ontológica. Tampoco esta argumentación, a pesar de proceder de su escuela filosófica, es respetada por Meslier. A esta prueba basada en la idea de Dios y que se presenta como concluyente en cuanto a su existencia, opone la afirmación, indudablemente

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simplista pero a primera vista irrefutable, de que la idea que nos formamos de una cosa no quiere decir, ni mucho menos, que la cosa sea tal como nos la representamos. Y si se pretende que ocurra esto con las ideas claras y diáfanas, es decir, que sea verdad todo lo que nos representamos con claridad y nitidez, no olvidemos que Meslier, según acabamos de ver, considera la idea de Dios como la negación de la nitidez y la claridad. ¿O acaso se pretende que la idea de Dios existente en nosotros pruebe la existencia de Dios en el sentido de que sólo puede habernos sido comunicada por Dios mismo? En este caso, Meslier demuestra lo contrario, a saber: que la idea de lo infinito es algo tan natural a nuestro espíritu como la idea de lo finito, razón por la cual no necesitamos que ningún ente infinito nos la infunda. El algo inexistente que hay que concebir no es el ser infinitamente perfecto, sino el ser o el ente en general (l’être en général et infini, no l’être infiniment parfait). Ahora bien, este ser o ente general no es otra cosa que la materia. Enfocada de este modo, la prueba ontológica coincide con la prueba cosmológica bien entendida. Es cierto que, por el mero hecho de que exista algo, tiene que haber existido algo desde toda una eternidad; pero este algo es precisamente el ente o ser material que tenemos ante nosotros, y no un algo inmaterial que simplemente nos imaginamos. Ese algo eterno tiene que ser algo de que estén hechas todas las cosas, que resida en todas ellas y al que todas retornen: pues bien, este algo sólo es, sólo puede ser, la materia. De esta materia nace, por medio de su movimiento natural y como resultado de diversas combinaciones y modificaciones de sus partes, toda la gama de los seres naturales hasta llegar al animal y al hombre, sin que para ello sea necesario ni pueda ayudar tampoco en lo más mínimo la idea de un creador situado fuera de la naturaleza.

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Al presentar el ser general como el fundamento y principio de todas las cosas y éstas –excluyendo toda idea de creación–, simplemente como otras tantas modificaciones del ser, Meslier se acerca considerablemente a Spinoza y a su sustancia. Lo que ocurre es que no contrapone el pensamiento a la extensión como otro atributo de la sustancia igual en rango, sino que lo considera simplemente como un modus de la extensión o, para decirlo mejor, de lo extenso, de la materia. Mientras que en el primer punto, el de la eliminación del divino artífice, Meslier se halla en abierta oposición con el punto de vista de Voltaire y del teísmo en general, en el otro punto, el que se refiere al concepto del pensamiento como una modificación de la materia, observamos una analogía entre ambas concepciones. Sin embargo, mientras Voltaire echa mano aquí al pobre recurso de considerar el pensamiento como una función transferida a la materia por obra de una voluntad todopoderosa, Meslier se esfuerza en desvirtuar las pruebas de la inmaterialidad del pensamiento y del alma. Los pensamientos y las sensaciones, dicen los cartesianos, carecen de forma y de extensión, no pueden dividirse ni cortarse; no son, por consiguiente, materiales. Tampoco de un sonido, de un aroma, replica Meslier, puede decirse que sean redondos ni cuadrados; ni la salud y la enfermedad, la fealdad o la belleza pueden medirse con una vara, y, sin embargo, son cosas bien materiales. Lo que ocurre es que podemos encontrarnos con modificaciones de la materia que, aun siéndolo, no reúnen todas las cualidades de ésta. ¿O acaso se cree que por no considerar el pensamiento y las sensaciones como funciones de la materia, es decir, del cuerpo humano formado por ésta, y por atribuir estas actividades a un alma inmaterial, resulta más fácil explicar la comunidad de esta alma con el cuerpo material del

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hombre? En lo más mínimo. Si el cuerpo no es capaz de sentir, ¿cómo va a transmitir al alma las percepciones de los sentidos? Y si el alma es un ente sencillamente inmaterial, ¿cómo puede ser capaz de placer y de dolor? Quien conciba el pensamiento y las sensaciones como funciones de un alma inmaterial, negando ésta a los animales, deberá, consecuentemente, negar a los animales toda sensación, considerarlos como simples máquinas, que era en efecto lo que hacía la escuela cartesiana. Contra esta manera de ver se rebela en Meslier no sólo el saludable sentido común, sino también el sentimiento humano. Califica esta teoría de abominable porque contribuye a ahogar en el corazón del hombre, ya de por sí bastante duro, toda compasión por aquellos pobres seres, dignos de ser tratados humanamente, como compañeros que son de nuestra vida y de nuestros trabajos. “Si existiese –dice– un tribunal para administrar justicia a los pobres animales, denunciaría ante él a una doctrina tan nefasta e infame como ésta con la que tanto se los perjudica, e insistiría en que fuese condenada hasta conseguir que se la desterrase por completo del espíritu y las creencias de los hombres, obligando a abjurar públicamente de ella a los cartesianos que la sostienen.” Esta compasión por el mundo animal respondía en Meslier a un sentimiento tan profundo que, aun comprendiendo, como hemos visto, la necesidad de que se diese muerte a los animales, no acaba de congraciarse con la alimentación carnívora. No dice que sea vegetariano, pero confiesa que le produce mucha pena ver retorcer el cuello a una gallina o a una paloma o sacrificar a un cerdo y que siente verdadera repugnancia por los mataderos. “Si me sintiese atraído por la superstición –dice–, abrazaría seguramente la religión de los que no comen carne.” Partiendo de la inmaterialidad y la unidad simple del alma, la escuela cartesiana llegaba a la conclusión de que

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ésta era inmortal. El pensamiento y lo pensante carecen de extensión; donde no hay extensión, no hay partes que puedan separarse unas de otras; lo que no tiene partes no puede desintegrarse, no puede morir. Sin embargo, dice Meslier, ¿cómo pretenden los cartesianos afirmar la unidad simple y la inmaterialidad del alma, si reconocen que se halla sujeta a cambio e incluso a enfermedad? Lo que cambia tiene necesariamente partes; y si el alma, como demuestra la experiencia, se fortalece y debilita con el cuerpo, no puede ser una sustancia separada de él, pues para ello tendría que gozar de independencia, de sustantividad. Meslier, por su parte, considera el alma como lo más fino y lo más sutil que hay en nosotros de materia, a diferencia de la materia burda de que están hechos nuestros miembros y las partes visibles de nuestro cuerpo. Claro está que los pensamientos y las sensaciones carecen de forma concreta mensurable y son, simplemente, movimientos y modificaciones interiores de la materia de que se conforma el cuerpo vivo. La vida del hombre, como la de los animales, no es sino una especie de fermentación constante de su sustancia, es decir, de la materia de que uno y otros están hechos, y las sensaciones y los pensamientos son, simplemente, modalidades especiales y transitorias de este proceso continuo de modificación o fermentación que constituye su vida. Esta fermentación cesa al sobrevenir la muerte, y lo que llamamos el alma se extingue como la llama de una vela cuando le falta el alimento. Con la vida después de la muerte se desvanece también la llamada justicia divina; miles y miles de hombres justos, dice Meslier, se quedan sin premio, y miles y miles de hombres malvados sin castigo. De donde nuevamente se sigue que no existe un Dios infinitamente justo, como no existe un Dios infinitamente perfecto.

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Al llegar aquí, al parecer nuestro filósofo debería tomar conciencia de este desvanecimiento de la justicia externa para replegarse dentro de sí y ahondar en sus ideas acerca de la dicha y la desventura, de la vida y el destino del hombre; pero no hace tal cosa, sino que emprende un camino muy distinto. Puesto que no existe vida futura, lo primero –dice–, es no seguir dejándose engañar por los curas, “quienes –grita Meslier a sus antiguos feligreses– con el pretexto de conduciros al cielo y de aseguraros allí la bienaventuranza eterna, os impiden disfrutar de la verdadera dicha sobre la tierra; quienes, con el pretexto de salvaguardaros en otro mundo de los castigos imaginarios de un infierno inexistente, os hacen sufrir los verdaderos tormentos del infierno en esta vida, la única que os será dado disfrutar”. Pero esta resistencia puramente pasiva, que consiste en no dar crédito a las fabulaciones de los curas, no basta. Hay que sacudir el yugo que los tiranos, los príncipes y la nobleza han impuesto al pueblo con ayuda de la Iglesia. Los pueblos deberían ponerse de acuerdo, olvidar sus querellas y sus litigios y darse la mano para esta obra, más necesaria que cualquier otra. Y el curita de una aldea de las Ardenas querría que su voz resonase de un extremo a otro del reino para arrancar a todos los hombres del sueño de sus ilusiones y ponerlos en pie y a la obra para romper sus oprobiosas cadenas. Desearía ser Hércules para abatir todos los monstruos que tan cruelmente oprimen a los pueblos. Y al llegar a este punto, aquel hombre tranquilo, incapaz de ver matar a una gallina, nos reserva una tremenda sorpresa. Dice un autor antiguo –escribe– que es muy raro ver a un tirano cargado de años; eso sucedía entonces, cuando los hombres no tenían aún la debilidad

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y la cobardía de dejar vivir y gobernar mucho tiempo a sus tiranos. Aquellas gentes tenían la inteligencia y el valor necesarios para desembarazarse de ellos tan pronto como empezaban a abusar del poder. Hoy, desgraciadamente, ya no tiene nada de raro ver que los tiranos viven y gobiernan largos años (como Luis XIV, piensa Meslier, aunque no lo diga expresamente). Y apenas damos crédito a nuestros ojos cuando leemos en el Testamento del amable cura párroco de Etrépigny el siguiente desahogo: ¿Dónde están aquellos nobles tiranicidas del tiempo pasado? ¿Dónde están los Bruto y los Casio, dónde los valientes matadores de un Calígula y de tantos otros? ¿Y qué se ha hecho, por otra parte, de los Trajano y los Antonino, de aquellos príncipes bondadosos y de aquellos dignos emperadores? En vano buscaremos a sus émulos en el trono. Pero, a falta de ellos, ¿dónde están los Jacques Clément y los Ravaillac de nuestra Francia? ¿Por qué ya no vivís, ¡oh nobles asesinos de los tiranos!, para abatir a todos estos malditos monstruos y enemigos del género humano y liberar a los pueblos, con su muerte, de la esclavitud en que hoy gimen? No, nuestros ojos no nos engañan. El buen cura clama real y verdaderamente –si dejamos a un lado aquellas tradicionales figuras retóricas que son los nombres de Bruto o Casio– por la vuelta de un Ravaillac, de un Jacques Clément. El derecho al tiranicidio es para Meslier algo tan indiscutible, que no perdona al concilio de Constanza que lo hubiese condenado (por lo demás, en términos bastante condicionales) e incluso deriva de ello otro reproche contra el

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cristianismo. En el Testamento del pastor de almas de Etrépigny nos encontramos ya con aquella célebre frase a que más tarde daría tajante forma epigramática Diderot: “No estaba tan errado –dice Meslier– el hombre que expresó su deseo de ver a todos los grandes y nobles de la tierra colgados de las tripas de los curas”. Pensamos, al leer esto, en Voltaire y en su afirmación, innumerables veces repetida, de que sólo en el fanatismo religioso, jamás en la filosofía o en la ilustración, había que buscar la causa de los regicidios perpetrados durante los últimos siglos. Y he aquí que un filósofo, y además un filósofo tan afín a él por sus ideas, se atrevía a predicar el tiranicidio. Claro está que este filósofo era, además, un fanático, y su invocación de Ravaillac procedía más del segundo que del primero. Sin embargo, ¿quién podía establecer diferencias tan sutiles, y quién era capaz de prever las funestas consecuencias que de aquí podían derivarse para la filosofía y para el partido de los filósofos? No se trataba solamente de colocar esta antorcha en el candelero, sino de prender fuego con ella, al igual que con la del ateísmo, a las mieses de la sociedad. Ahora bien, una vez desembarazado el mundo de sus tiranos eclesiásticos y seculares, ¿qué régimen preconiza nuestro caritativo regicida para sustituir al derrocado? Sabemos que reconoce la necesidad de una subordinación, de una relación de dependencia, para que el orden social pueda existir. Pero los dirigentes de la sociedad no deberán ser soberbios nobles ni violentos y poderosos príncipes, sino siempre los hombres más sabios y más dignos, los hombres maduros y llenos de experiencia. Y éstos sólo gobernarán la sociedad como lo aconseja el bien común, pues así lo garantiza la desaparición en ella del lucro privado. Como se ve, nuestro revolucionario párroco profesa ideas comunistas. Considera como un abuso, desgraciadamente

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muy extendido, “que los hombres hayan convertido en propiedad los bienes y las riquezas de la tierra, en vez de poseerlos en común y de disfrutarlos también en común y por igual”. Entiende que todos los habitantes de una ciudad, de una aldea o de una parroquia deben formar una gran familia, vivir entre sí como hermanos y hermanas, como padres e hijos y, por tanto, comer, vestirse y albergarse en común con los mismos alimentos, con el mismo vestido y bajo el mismo techo, como fruto de su trabajo también común, aunque repartido según el talento y la destreza, la estación del año y la necesidad. Cada comunidad establecería convenios con otras de la misma comarca o el mismo país, obligándose a comportarse fraternalmente unas con otras y a prestarse la necesaria ayuda mutua. De este modo, no sólo se acabaría con la desigualdad en la distribución de los bienes y con todos esos medios reprobables de que hoy se vale el individuo para acaparar la mayor cantidad posible, sino que se pondría fin a todos los descontentos, a todos los litigios, los odios, las revueltas y las guerras. Eran también éstas las ideas que no podían encontrar eco en Voltaire; tal vez sí, en cambio, en Rousseau. Enseguida se nos ocurre preguntarnos qué sucedería con el matrimonio en un régimen así, donde todos los hombres se considerarían como hermanos y hermanas. Y no debemos considerar, por este solo hecho, como un acto de fanatismo el que este experimentado sacerdote declare también la indisolubilidad católica del matrimonio como uno de los abusos con los que conviene acabar. Si los hombres –dice–, sobre todo los que adoran a Cristo, no considerasen indisoluble entre ellos el vínculo del matrimonio; si, por el contrario, dejasen a hombres y mujeres en plena libertad de unirse maritalmente los unos con los otros según

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sus inclinaciones y de volverse a separar a tono con su voluntad o cuando su inclinación los moviera a establecer otra unión, podemos estar seguros de que no se verían tantos malos matrimonios ni tantas discordias conyugales como hoy se ven. Es, como se ve, una legislación matrimonial muy amplia la que se predica aquí. ¿Y los hijos? También ellos, opina nuestro platónico sacerdote, saldrían ganando con este régimen. Mientras que ahora son muchos los que padecen las discordias entre sus padres o son víctimas de su ignorancia o su pobreza, por el contrario todos recibirían la misma educación, la misma alimentación e idénticos cuidados, a los que proveería la comunidad de su fondo colectivo. Ese hombre ve al mundo que lo rodea engañado por los curas, humillado por los tiranos; todas las religiones se basan fundamentalmente para él en el engaño, y todos los estados en la injusticia y el despojo; no ve en el cielo ningún Dios que vele sobre este desconcierto ni una vida después de la muerte que remedie las contradicciones y los males de la actual. De un estado como éste, tan atroz y desesperado, no se puede salir más que por medio de un cataclismo espantoso, allanando el suelo y erigiendo sobre él un edificio levantado sobre cimientos completamente nuevos. Algo había que no funcionaba del todo bien en el espíritu y las facultades de este filósofo rural. Pero la culpa hay que atribuírsela a su tiempo. Le tocó vivir en una época cuyas realidades eran demasiado duras para su corazón y en que las ciencias, las sociales, las filosóficas y las de la naturaleza, no habían salido aún de su fase rudimentaria y podían proporcionar escasa ayuda a su ágil pero desamparado pensamiento. El ideal es para él una imagen del porvenir, un proyecto, una utopía que reclama una violenta

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realización, en vez de saturar como un hálito ideal y de impulsar como un resorte orgánico su visión del presente. El manuscrito que dejó al morir el cura Meslier circuló durante bastante tiempo en copias manuscritas, las cuales, según afirma Voltaire, se cotizaban a un precio elevado en París, como mercancía prohibida. De una de estas copias, que sin duda alguna llegó a sus manos por Thieriot, hizo Voltaire el extracto publicado por él en 1762 y difundido gratuitamente con el título de Sentiments du curé Meslier. Diez años después, el barón de Holbach dio a la imprenta un escrito titulado Le bon sens (que sólo en posteriores ediciones, según parece, se completó con las palabras du curé Meslier), en el que el autor del Systéme de la nature desarrollaba los principios del materialismo y del ateísmo coincidiendo de manera general con Meslier, pero por lo demás ajustándose a su propio criterio. El Catéchisme du curé Meslier, publicado en 1789, era, al parecer, una simple repetición de la obra anterior. Si tenemos en cuenta el modo en que los librepensadores de una época posterior tratan los pensamientos de Meslier, debemos rechazar como poco verosímil la conjetura del editor de la Biographie ardennaise, inspirada evidentemente en la simpatía hacia el autor, de que ya los ejemplares manuscritos de su Testamento habían sido interpolados por gentes de esa ideología. Durante la época del terror, en noviembre de 1793, Anacarsis Cloots propuso a la Convención que fuese elevado un monumento a Meslier, por haber sido el primer sacerdote que había tenido el valor y la honradez de abjurar de sus errores religiosos; la propuesta, enviada al Comité de Instrucción Pública, cayó en el vacío. Por aquel entonces, la Convención tenía bastante que hacer con intentar llevar a la práctica las doctrinas del Testamento sobre

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el tiranicidio. Por otra parte, menos de medio año después Robespierre decretaba la existencia del Ser Supremo. Ya bajo el antiguo régimen, hacia 1775, fueron condenadas a ser destruidas todas las copias y reediciones del Testamento que circulaban en Francia, condena que en distintas ocasiones volvió a decretarse bajo la Restauración y aún estando en el poder la monarquía de julio. Hasta que finalmente, en 1864, un admirador de la obra se hizo acreedor a la gratitud de todos los amigos de la Historia mediante la publicación en Holanda del texto completo en tres tomos: Le testament de Jean Meslier, curé d’Étrepigny et de But en Campagne, décédé en 1733. Ouvrage inédit, précédé d’une préface, d’une étude biographique, etc., por Rudolf Charles. Amsterdam, à la librairie étrangère, R. C. Meijer, 1864.

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CORRESPONDENCIA A PROPÓSITO DE LA OBRA DEL CURA MESLIER

VOLTAIRE A D’ALEMBERT Ferney, Febrero de 1762.

Se ha impreso en Holanda el Testamento de Jean Meslier. Al leerlo he temblado de horror. El testimonio de un cura que, al morir, pide perdón a sus feligreses por haberles enseñado el cristianismo, puede inclinar la balanza a favor de nosotros los libertinos. Os enviaré un ejemplar de este Testamento del Anticristo, puesto que queréis refutarle. No tenéis más que indicarme por qué conducto lo queréis recibir. Está escrito con una sencillez burda que, por desgracia, se asemeja mucho al candor.

DEL MISMO AL MISMO Ferney, 29 de Febrero de 1762.

...Meslier es también curioso. La buena semilla estaba ahogada por la cizaña de su in-folio. Un buen suizo ha hecho un extracto muy fiel, y este extracto puede hacer mucho bien. ¡Qué respuesta a los insolentes fanáticos que motejan a los sabios de libertinos! ¡Qué

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respuesta, miserables, mejor que el testamento de un sacerdote que pide perdón por haber sido cristiano!

RESPUESTA DE D’ALEMBERT París, 31 de Marzo de 1762.

Una desinteligencia ha sido la causa, mi querido filósofo, de que recién haya recibido hace pocos días la obra de Jean Meslier que me habíais enviado hace cerca de un mes. Aguardaba recibirla para escribiros. Me parece que se podría poner sobre la tumba de este cura: Aquí yace un sacerdote muy honrado, cura de aldea en Champaña, que al morir pidió perdón por haber sido católico, y que ha demostrado de este modo que noventa y nueve corderos y un pastor no suman cien bestias. Supongo que el extracto de su obra es de un suizo que entiende perfectamente el francés. Esto es evidente, y bendigo al autor del Extracto, quienquiera que sea. Esto es trabajar la viña del Señor. Después de todo, mi querido filósofo, aguardemos un poco, y no sé si todos estos libros serán necesarios y si el género humano no tendrá talento suficiente para comprender por sí mismo que tres no son uno y que el pan no es Dios. Los enemigos de la razón hacen en este momento una ridícula figura, y creo que pudiera decirse como en la canción: Para destruir a esas gentes, no hay más que dejarlas obrar. No sé a dónde irá a parar la religión de Jesús; pero su Compañía anda de capa caída. Lo que Pascal y Nicole

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Arnaud no pudieron hacer, parece que tres o cuatro fanáticos absurdos y desconocidos lo llevarán a cabo. La nación dará una muestra de vigor en el interior cuando se ocupe poco de las cosas exteriores, y figurará en los anales cronológicos futuros el 1762: Este año, Francia perdió todas sus colonias y expulsó a los jesuitas. No conozco nada como la pólvora de artillería que, con tan poca fuerza aparente, produce tan grandes efectos.

VOLTAIRE A D’ALEMBERT Las Delicias, 12 de Julio de 1762.

...Me parece que la obra de Jean Meslier produce un gran efecto. Todos cuantos la leen quedan convencidos; este hombre discute y prueba. Habla en el instante de la muerte, en el momento en que los embusteros dicen la verdad. He aquí el más fuerte de todos los argumentos. Jean Meslier debe convertir la Tierra. ¿Por qué su Evangelio anda en tan pocas manos? Sois muy tibios en París; dejáis la luz bajo el celemín.

RESPUESTA DE D’ALEMBERT París, 31 de Julio de 1762.

Nos acusáis de tibieza, mas ya creo habéroslo dicho: enfría mucho el miedo que infunden los cuentos. Querríais que hiciésemos imprimir la obra de Jean Meslier, y que distribuyésemos cuatro o cinco mil ejemplares. El fanatismo infame poco o nada perdería con esto, y nos juzgarían locos aun los mismos

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que hubiéramos convertido. La Humanidad está hoy más ilustrada, porque se ha tenido la precaución o la dicha de ilustrarla poco a poco. Si el sol apareciese de repente en una cueva, sus habitantes no percibirían sino el daño que les haría en sus ojos. El exceso de luz, únicamente serviría para cegarlos.

D’ALEMBERT A VOLTAIRE París, 9 de Julio de 1764.

...A propósito, me han prestado esa obra atribuida a Saint-Évremont, y que dice ser de Dumarsais, de la cual me habéis hablado hace mucho tiempo: es buena; pero el Testamento de Meslier es mejor.

VOLTAIRE A D’ALEMBERT Ferney, 16 de Julio de 1764.

El Testamento de Meslier debería estar en el bolsillo de toda la gente honrada. Un buen sacerdote, lleno de candor, que pide perdón a sus feligreses por haberse equivocado, debe iluminar a los que se equivocan.

VOLTAIRE AL CONDE D’ARGENTAL Las Delicias, 6 de Febrero de 1762.

...Pero los ángeles no me han dicho nada del libro infernal de este cura Meslier, obra muy necesaria a

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los ángeles de las tinieblas, excelente catecismo de Belcebú. Es un libro muy raro; es un tesoro.

VOLTAIRE AL MISMO Las Delicias, 31 de Mayo de 1762.

Es justo que os envíe un ejemplar de la segunda edición de Meslier. Se había omitido en la primera su prólogo, que es muy curioso. Vos tenéis amigos cuerdos que no se asustarán de leer este libro. Todo él es muy propio para formar la juventud. El infolio, que se vendía en manuscrito a ocho luises de oro, es ilegible; este pequeño extracto es muy edificante; ¡pero la obra completa es lo que hay que ver!

VOLTAIRE A DAMILAVILLE En Las Delicias.

Mi hermano tendrá un Meslier desde que recibió mi orden. Parece que mi hermano no está al tanto del asunto. Hace quince o veinte años se vendía el manuscrito de esta obra a ocho luises de oro. Era un volumen muy grueso. En París hay más de cien ejemplares. No se sabe quién ha hecho el extracto, pero todo él, palabra por palabra, está sacado del original. Existen aún muchas personas que han conocido al cura Meslier. Sería muy útil que se hiciese en París una nueva edición de esta obrita. Se puede hacer fácilmente en tres o cuatro días.

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VOLTAIRE AL MISMO

...Mas yo creo que nunca habrá nada que haga más impresión que el libro de Meslier. Calculad de cuánto peso es el testimonio de un moribundo, y de un sacerdote honrado.

DEL MISMO AL MISMO Ferney, 6 de Julio de 1764.

Trescientos Meslier distribuidos en una provincia han conseguido muchas conversiones. ¡Ah! si me secundaran, no solamente hubiera publicado el TESTAMENTO o el Extracto del buen sentido (Dios ante el sentido común), sino toda la obra completa, la cual debe formar tres volúmenes, comprendiendo en ellos el maravilloso estudio sobre Los curas y la religión natural, que es una obra maestra.

DEL MISMO AL MISMO Ferney, 29 de Septiembre de 1764.

Hay aquí poco Meslier y mucho tunante.

DEL MISMO AL MISMO

El nombre perjudica a la causa, porque despierta la preocupación. Únicamente el nombre de Jean Meslier puede ser útil, porque el arrepentimiento de un buen sacerdote en el trance de la muerte debe causar profunda impresión.

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Este Meslier debería andar en manos de todo el mundo.

VOLTAIRE A MADAME DE FLORIAN Las Delicias, 20 de Mayo de 1762.

Querida sobrina: Es muy triste estar ausente de vos. Leed y releed a Jean Meslier; es un buen cura. Leedle completo, sobre todo, puesto que tenéis la dicha de poseer las tres obras completas.

VOLTAIRE AL MARQUÉS D’ARGENS Ferney, 2 de Marzo de 1763.

He encontrado un Testamento de Jean Meslier, que os envío. La sencillez de este hombre, la pureza de sus costumbres, el perdón que pide a sus feligreses y la autenticidad de su libro, deben producir un gran efecto. Os enviaré todos los ejemplares que deseéis del Testamento de este buen cura.

VOLTAIRE A HELVETIUS Las Delicias, 1° de Mayo de 1763.

¿Y qué testimonio mejor que el de un sacerdote que, al morir, pide perdón por haber enseñado cosas absurdas y horribles? ¡Qué respuesta a los lugares comunes de los fanáticos, que tienen la audacia de afirmar que la filosofía no es más que el fruto del libertinaje!

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EXTRACTO

del

TESTAMENTO* DE J. MESLIER, POR VOLTAIRE, o SENTIMIENTOS DEL CURA DE ÉTRÉPIGNY Y BUT, DIRIGIDO A SUS FELIGRESES

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La presente versión es una síntesis de la obra de Jean Meslier hecha por Voltaire y publicada en 1762. Mémoire des pensées et des sentiments de Jean Meslier se publicó por primera vez en español con el título Memoria contra la religión, Ed. Laetoli, Pamplona, 2010.

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CAPÍTULO I

DE LAS RELIGIONES

No existe secta particular de religión que no presuma de estar fundada en la autoridad de Dios y por completo exenta de los errores e imposturas que en las demás se encuentran. A los que pretenden establecer la verdad de su secta toca demostrar que ésta es de institución divina, por medio de pruebas y testimonios claros y convincentes, sin lo cual es preciso admitir como cierto que no es sino invención humana, llena de errores y engaños; pues no es creíble que un Dios Todopoderoso e infinitamente bueno haya querido dar órdenes y leyes a los hombres, y que éstas no lleven un sello más auténtico y verdadero que las de cualquier impostor de los que tanto abundan. No hay, sin embargo, ningún cristiano, de cualquier secta que sea, que pueda patentizar con pruebas claras que su religión es de institución divina y lo demuestra el hecho de que al cabo de tantos siglos de discusión sobre el asunto, hasta recurriendo al hierro y al fuego como argumentos en pro de sus diferentes opiniones, no hay todavía entre ellos partido alguno que haya podido convencer y persuadir a los demás con testimonios de la verdad; lo que no sucedería si hubiese en una u otra parte pruebas seguras y claras de una institución divina. Como ninguna persona ilustrada y de buena fe, perteneciente a una secta religiosa, pretende sostener y propagar el error y la mentira, y por el

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contrario cada cual por su parte intenta sostener la verdad, el modo cierto de deshacer todos los errores y unir a los hombres en paz en una misma forma, sería exhibir esas pruebas y testimonios de la verdad, y por este medio demostrar palmariamente que tal religión es de institución ciertamente divina, y no lo es ninguna de las otras. Todos entonces se rendirían a la verdad, y nadie osaría combatir tales testimonios sin resultar de inmediato rebatido por las pruebas; pero como éstas faltan en todas las religiones, hace que los impostores puedan inventar a sus anchas y sostener toda suerte de mentiras. Veamos, además, otras razones que demuestran más claramente la falsedad de las religiones humanas, y sobre todo de la nuestra. Toda religión que establece por fundamento de su moral y doctrina un principio de errores, y es ella misma manantial funesto de divisiones y trastornos constantes entre los hombres, tiene que ser forzosamente una mala religión. Y como las religiones humanas, y principalmente la católica, basan el fundamento de su doctrina y su moral en el principio del error, sáquese la consecuencia lógica. No comprendo que pueda negarse la primera parte de este argumento, pues es bien clara y evidente para que pueda ser puesta en duda. Paso a la prueba de la segunda proposición, a saber: que la religión cristiana toma por regla de su doctrina y su moral lo que llaman fe, es decir, la creencia ciega, pero, sin embargo, firme y asegurada por algunas leyes o revelaciones divinas, o por una divinidad. Necesariamente debe así suponerse, pues esta creencia en la Divinidad y en sus revelaciones, es la que le da el crédito y la autoridad que en el mundo tiene, sin los cuales no se haría caso alguno a sus prescripciones.

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Razón por la cual no hay una religión que no recomiende expresamente a sus seguidores* la firmeza en la fe; de allí que todo cristiano tenga por máxima que la fe es el principio de la salud, la raíz de la justicia y de toda santidad, como lo marca el Concilio de Trento, sesión 6, cap. VIII. Es pues evidente que una creencia ciega respecto a cuanto se enseña en nombre de Dios, es un principio de errores y de mentiras. Prueba clara es que no hay impostor en materia de religión que no pretenda cubrirse con el nombre y la autoridad de Dios, y no diga que es su enviado especial o inspirado por Él. Esta fe y creencia ciegas que ponen como base de su doctrina no son solamente un principio de error, sino también un manantial funesto de divisiones y luchas entre los hombres por el mantenimiento de su religión, pues no hay maldad que bajo este especioso pretexto no cometan los unos contra los otros. Luego, no es creíble que un Dios Todopoderoso, infinitamente bueno y sabio, hubiera querido servirse de medio tal ni de tan engañoso procedimiento para dar a conocer su voluntad a los hombres, pues esto equivaldría a querer manifiestamente inducirlos al error y tenderles trampas para hacerlos abrazar la causa de la mentira; siendo igualmente increíble que un Dios que amase la unión y la paz, el bien y la salud de los hombres, hubiera establecido nunca por fundamento de su religión un manantial tan abundante de divisiones eternas entre ellos: claro es, por lo tanto, que semejantes religiones no pueden ser verdaderas ni haber sido establecidas por Dios. Bien conozco, no obstante, que nuestros cristianos no dejarán de recurrir a sus pretendidos motivos para *

Estote fortes in fide.

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creer, y que dirán que, aun cuando sus creencias sean en cierto sentido ciegas, no dejan sin embargo de estar apoyadas por testimonios tan claros y convincentes de la verdad, que sería no sólo imprudencia, sino temeridad y hasta locura, no querer convencerse. Generalmente reducen sus argumentos a tres o cuatro, que son los capitales. Sacan el primero de la supuesta santidad de su religión, que condena el vicio y recomienda la práctica de la virtud. Su doctrina, según ellos, es tan pura, tan sencilla, que se ve claramente que no puede sino provenir de la pureza y santidad de un Dios infinitamente bueno y sabio. El segundo motivo de su credibilidad, lo fundan en la inocencia y santidad de la vida de los que con amor la han abrazado y defendido, hasta el punto de sufrir la muerte y los más crueles tormentos antes que abandonarla; pero no es verosímil que personajes de tal valía se hayan dejado sorprender respecto a sus creencias, ni renunciado a los beneficios de la vida, ni expuesto a sufrir crueles persecuciones por sostener nada más que errores e imposturas. El tercer motivo de credibilidad lo extraen de los oráculos y las profecías que largo tiempo han estado a su favor, y que presumen se han cumplido de un modo imposible de negar. El cuarto motivo, finalmente, que sería el principal de todos, consiste en la grandeza y cantidad de milagros que en todos los tiempos y lugares han sido hechos en pro de su religión. Pero es fácil refutar todos estos razonamientos vanos y hacer ver la falsedad de todas sus aseveraciones. En primer lugar porque los argumentos que nuestros cristianos sacan de sus supuestos motivos de credibilidad, sirven igualmente para establecer y confirmar

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tanto la mentira como la verdad; porque vemos, en efecto, que por falsa que pueda ser, no hay religión que no intente apoyarse en idénticos motivos de credibilidad, ni existe una sola que no pretenda poseer una sana y verdadera doctrina, y que por lo menos a su manera, no condene todos los vicios y no recomiende todas las virtudes; ni la hay que no haya contado con doctos y celosos defensores que sufrieran en su defensa crueles persecuciones, ni que no pretenda que en su favor se han hecho prodigios y milagros. Los mahometanos, los hindúes, los paganos, los invocan en pro de sus religiones, al igual que los cristianos. Si nuestros cristianos hacen gala de sus milagros y sus profecías, por cierto que en las religiones paganas no se hallan menos que en la suya; así es que la ventaja que pudieran obtener de todos estos pretendidos motivos de credibilidad, es la misma que se encuentra en toda clase de religiones. Siendo esto así (como la historia y la práctica de todas las religiones lo demuestran), resulta claro que los motivos de credibilidad de los que quieren aprovecharse nuestros cristianos, se encuentran igualmente en todas las religiones, y no pueden, por tanto, servir de pruebas y testimonios que aseguren la verdad de la suya por sobre cualquier otra. La conclusión es evidente. Segundo: para dar una idea de la semejanza de los milagros del paganismo con los del cristianismo, ¿no podría, verbigracia, decirse que habría más razón para creer a Filostrato en lo que se refiere a la vida de Apolonio, que en creer lo que todos los evangelistas juntos dicen respecto a los milagros de Cristo, puesto que se sabe que Filostrato era un hombre de talento, discreto y elocuente, secretario de la emperatriz Julia, mujer del emperador Severo, y que fue a petición

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de esta señora que escribió la vida y hechos maravillosos de Apolonio? Señal segura de que éste habría llegado a ser famoso por sus hechos extraordinarios, puesto que una emperatriz estaba deseosa de que se escribiese el relato de su vida. Lo que no puede decirse de Jesús ni de los que escribieron su vida, pues sólo eran unos ignorantes, gentes de baja estofa, pobres mercenarios, pescadores, que ni siquiera tenían el talento de narrar ordenadamente y sin digresiones los hechos a los que se referían, y que hasta se contradecían groseramente y con bastante frecuencia. Respecto a Aquél cuya vida y hechos describen, si hubiera verdaderamente realizado los milagros que le atribuyen, se hubiese hecho realmente notable por sus buenas obras; todos lo habrían admirado, y se le habrían erigido estatuas, como se ha hecho con los dioses; pero, en vez de esto, se lo ha visto como a un hombre salido de la nada, como a un impostor, etc. El historiador Josefo, después de hablar de los grandes milagros hechos en pro de su nación, minimiza a renglón seguido la creencia y la vuelve sospechosa, diciendo que cada cual es libre de creer lo que quiera: muestra clara de que no le prestaba demasiada fe. Esto precisamente da pie a los más sensatos a considerar como narraciones fabulosas las historias de las que estas cosas se ocupan*. Puede decirse que todo lo que respecta a este asunto, nos hace ver claramente que los pretendidos milagros lo mismo pueden imaginarse a favor de la justicia y de la verdad, como de la injusticia y la mentira. *

Ver Montaigne y también G. Naudé, autor de la Apologie pour tous les grands personnages qui ont esté faussement soupçonnez de magie. Ver también Relation des missionnaires de l’ile de Santorini: hay tres capítulos sobre este hermoso tema.

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Puedo probarlo con el testimonio de lo que nuestros cristianos llaman la palabra de Dios, y con el de Aquél a quien adoran; ya que sus libros, que dicen encerrar la palabra de Dios, y del mismo Cristo a quien adoran como Dios hecho hombre, afirman expresamente que no sólo hay falsos profetas, es decir impostores que dicen ser enviados de Dios y hablar en su nombre, sino que además manifiestan claramente que hacen y harán tan grandes y prodigiosos milagros, que a poco estarán de seducir a los justos*. Además, los pretendidos milagreros, queriendo que se preste fe a los suyos y no a los del partido contrario, se destruyen unos a otros. Uno de estos pretendidos profetas, llamado Sedecías, al ver en cierta ocasión que otro profeta denominado Michée lo contradecía, le dio una bofetada y, burlándose, le dijo: “¿Por qué camino el espíritu de Dios ha salido de mí para ir a ti?”**. Mas ¿cómo pueden estos supuestos milagros ser testimonio de la verdad, si resulta claro que no han sido hechos? Porque sería preciso saber: Primero: si los que pasan por ser los primeros autores de tales relatos, lo son efectivamente. Segundo: si eran gente proba, digna de fe, sabia e ilustrada y exenta de todo prejuicio en aquello que tan favorablemente juzgaban. Tercero: si han examinado todas las circunstancias de los hechos a que se refieren, si los han conocido bien y si los relatan fielmente. Cuarto: si los libros y antiguas historias que refieren esos grandes milagros no han * Ver San Mateo, XXIV, v. 4, 5, 11, 23, 24 y 26. ** Nova Vulgata, II Paralipomenon, XVIII, v. 23: Accessit autem Sedecias filius Chanaana et percussit Michaeae maxillam et ait: “Per quam viam transivit spiritus Domini a me, ut loqueretur tibi?”.

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sido falsificados y transformados con el transcurso del tiempo, como ha ocurrido en otros muchos casos. Consúltese a Tácito y otros célebres historiadores, y se verá, respecto a Moisés y su pueblo, que eran considerados como una turba de ladrones y bandidos. La magia y la astrología eran las únicas ciencias existentes por esa época; y como, según se dice, Moisés era versado en la sabiduría de los egipcios, le resultó fácil inspirar veneración y adhesión hacia su persona por parte de los hijos de Jacob, rústicos e ignorantes, y, dada su miseria, hacerles aceptar la disciplina que se le antojó darles. Lo cual por cierto se diferencia bastante de lo que los judíos y nuestros cristianos pretenden que se crea. ¿Qué regla cierta nos hará reconocer que debe prestarse fe a unos más que a otros? No existe ninguna razón atendible. Tan poca certeza y hasta verosimilitud hay respecto de los milagros tanto del Nuevo como del Viejo Testamento, como para que puedan llenar las precedentes condiciones. De nada serviría decir que las historias que se relacionan con los hechos contenidos en los Evangelios han sido consideradas como sagradas, y que las verdades que contienen se han conservado fielmente y sin alteración alguna; pues precisamente por eso deben ser más sospechosas, y estar tanto más corrompidas por los que intentan sacar de ellas provecho, o bien temen no les sean completamente favorables; siendo lo común en los autores que transcriben esta clase de historias añadir, cambiar o mutilar cuanto les parece bien, conforme a sus deseos. Lo que no podrán negar nuestros propios cristianos; ya que, aun sin mencionar a otros importantes personajes que han reconocido estas adiciones, cortes y falsificaciones llevados a cabo en diferentes épocas

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respecto a sus Santas Escrituras, San Jerónimo, su famoso doctor, dice formalmente en diferentes sitios de sus Prólogos que aquéllas han sido corrompidas y falsificadas, hallándose en su tiempo en manos de toda clase de personas, que añadían o quitaban cuanto les parecía, de tal suerte, añade, que había tantos ejemplares distintos como copias diferentes*. En lo que toca particularmente a los libros del Antiguo Testamento, Esdras, sacerdote de la Ley, testifica haber él mismo corregido y vuelto a completar los pretendidos libros sagrados, que en parte se habían perdido y en parte corrompido. Los distribuyó en XXII libros, siguiendo el número de las letras hebraicas, y compuso otros, cuya doctrina sólo debía comunicarse a los sabios. Si de tales libros una parte se ha perdido y otra ha sido corrompida, como el mismo Esdras y el doctor San Jerónimo en tantas partes afirman, ninguna certeza cabe respecto a lo que contenían; y respecto a lo que dice Esdras de haberlos corregido y vuelto a completar por inspiración del mismo Dios, tampoco hay seguridad alguna, y no existe un impostor que no pueda decir lo mismo. En tiempos de Antíoco, fueron quemados cuantos libros de la ley de Moisés y los profetas pudieron encontrarse. El Talmud, libro tenido como sagrado y santo por los judíos, y que contiene todas las leyes divinas, con las sentencias y dichos notables de los rabinos, su exposición tanto sobre las leyes divinas como humanas, y una gran cantidad de otros secretos y misterios de la lengua hebrea, es considerado por los cristianos como un libro repleto de delirios, fábulas, imposturas y herejías. En el año 1559 se quemaron en Roma, por *

Ver de San Jerónimo su Epístola a los Gálatas, y sus prólogos y prefacios.

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mandato de los inquisidores de la fe, doscientos Talmud hallados en una biblioteca de la ciudad de Cremona. Los fariseos, que constituían una secta famosa entre los judíos, no admitían más que los cinco libros de Moisés, y rechazaban a los Profetas. Marción y sus seguidores entre los cristianos, rechazaban los libros de Moisés y los Profetas, e introdujeron otras Escrituras de moda. Carpócrates y su secta hicieron lo mismo, rechazando el Antiguo Testamento y sosteniendo que Jesucristo no fue más que un hombre como los demás. Marcionitas y soberanos reprobaban también el Antiguo Testamento como dañino, y no admitían la mayor parte de los Evangelios ni las Epístolas de San Pablo. Los ebionitas sólo admitían el Evangelio de San Mateo, rechazando los otros tres y las Epístolas de San Pablo. Los marcionitas publicaron un Evangelio bajo el nombre de San Lucas, para confirmar su doctrina. Los apostólicos introdujeron otras doctrinas para mantener sus errores, y al efecto valíanse de algunos actos que atribuían a San Andrés y Santo Tomás. Los maniqueos escribieron un Evangelio a su manera, y rechazaron los escritos de los Profetas y los Apóstoles. Los etzaitas propagaban cierto libro que decían venido del Cielo, y truncaban a su antojo las otras Escrituras. El mismo Orígenes, a pesar de su gran talento, no dejó de corromper las Escrituras, forjando a cada paso alegorías fuera de lugar, apartándose, por lo tanto, del sentido de Profetas y Apóstoles, y corrompiendo incluso algunos de los puntos capitales de la doctrina. Al presente, sus libros se hallan mutilados y falsificados, y no son más que un conjunto de trozos zurcidos y arreglados por otros que han venido posteriormente; así resulta que en ellos se encuentran manifiestos errores y supresiones.

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Los alogos atribuyen al hereje Corinto el Evangelio y el Apocalipsis de San Juan, por cuya razón los rechazan. Los heréticos de nuestros últimos siglos no admiten, por considerarlos apócrifos, muchos libros que los católicos romanos consideran sagrados y santos, como los libros de Tobías, de Judith, de Esther, de Baruch, el Canto de los Tres Niños en el Horno, la historia de Susana y el ídolo de Bel, la sabiduría de Salomón, el Eclesiástico, el primero y segundo libro de los Macabeos; a los cuales, inciertos y dudosos, se podrían añadir todavía muchos que se atribuyen a otros apóstoles, por ejemplo: Las Actas de Santo Tomás, sus Circuitos, su Evangelio y su Apocalipsis; el Evangelio de San Bartolomé, el de San Matías, el de Santiago, el de San Pedro y los de otros apóstoles; como asimismo el de las Gestas de San Pedro, su libro de la Predicación y el de su Apocalipsis, el del Juicio, el de la Infancia del Salvador y muchos otros de la misma ralea, que se ven rechazados como apócrifos por católicos romanos, hasta por el Papa Gelasio y por los Santos Padres de la comunión romana. Lo que sobre todo confirma que no existe fundamento ni certeza respecto de la pretendida entidad de tales libros, es que los que sostienen la Divinidad se ven forzados a confesar que, si su fe no se lo asegurase y no los obligara imperiosamente a creerlo así, no tendrían certidumbre alguna en qué fijar aquélla. Por lo tanto, siendo la fe sólo un principio de error y de impostura, ¿cómo la fe, es decir, la creencia ciega, puede hacer verdaderos los libros que son precisamente el fundamento de esa misma creencia ciega? Pero veamos si tales libros llevan en sí mismos algún particular carácter de verdad, como, por ejemplo, erudición, sabiduría, santidad o cualquier otro tipo de perfecciones que sólo de un Dios pudieran

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provenir, y si los milagros que en ellos se citan concuerdan con la idea que debe formarse de la grandeza, de la bondad, de la justicia y de la infinita sabiduría de un Dios Todopoderoso. En primer lugar se verá que no hay en ellos erudición, pensamientos sublimes ni perfección alguna que esté por encima de las fuerzas ordinarias del espíritu humano. Se encontrará en ellos, por el contrario, por una parte fabulosas narraciones, tales como las de la formación de la mujer, sacada de la costilla del hombre del supuesto paraíso terrenal; la de una serpiente que habla y razona y que es más astuta que el hombre; la de una burra que también hablaba y que reprendía a su dueño porque la maltrataba sin motivo; la de un diluvio universal y un arca, donde estaban encerrados animales de todas las especies; la de la confusión de las lenguas y la división de las naciones: un gran número de falsos relatos, de asuntos bajos o frívolos que autores serios desdeñarían tratar. El mismo aspecto fabuloso tienen todas estas narraciones que las contadas acerca de la industria de Prometeo, sobre la caja de Pandora, o sobre la guerra de los gigantes contra los dioses, y otras por el estilo, inventadas por los poetas para divertir a la gente de su tiempo. No se verá por otra parte en ellas más que una mezcla de leyes, de ordenanzas o de prácticas supersticiosas respecto de los sacrificios y la necia división de los animales, de los que se supone que unos son puros e impuros otros. Tales leyes no son más respetables que las de las naciones idólatras. Sólo se encontrarán, además de lo dicho, simples historias de muchos reyes, verdaderos o falsos, y las de algunos príncipes o particulares, que vivieron bien o mal e hicieron buenas o malas obras.

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Para todo esto, claro es que no hacía falta ser un genio ni tener revelaciones divinas: no se hace gran honor a Dios de ese modo. En fin, no se ve en estos libros más que los discursos, las creencias y la conducta de esos renombrados profetas que aseguraban estar particularmente inspirados por Dios. Se seguirá su manera de decir, de gobernar; sus ilusiones, sus sueños, sus fantasías; y será fácil juzgar del grandísimo parecido que tienen con los visionarios y fanáticos, y ninguno con los sabios e ilustrados. Hay, sin embargo, en alguno de estos libros, bastantes enseñanzas buenas y bellas máximas morales, como ocurre con los proverbios atribuidos a Salomón en el libro de la Sabiduría y en el Eclesiástico; pero el mismo Salomón, no obstante, siendo el más profundo de sus escritores, es a la vez el más incrédulo. Duda hasta de la inmortalidad del alma, y termina sus obras diciendo que no hay nada mejor que gozar en paz el fruto de su trabajo y vivir con lo que se ama. ¡A cuánta mayor altura están los escritos de los autores llamados profanos, Jenofonte, Platón, Cicerón, el emperador Antonino, el emperador Juliano, Virgilio, etc., que estos libros que se dice están inspirados por Dios! Creo poder afirmar que, aun cuando sólo existiesen las Fábulas de Esopo, resultarían éstas mucho más ingeniosas y más instructivas que todo ese cúmulo de parábolas bajas y groseras contenidas en los Evangelios. Pero lo que mejor patentiza aún que tal clase de libros no procede de la inspiración divina, es el que además de la grosería y vulgaridad de su estilo, de la falta de método en la narración de los hechos particulares que se hallan mal contextuados, nunca se observa que los autores se pongan de acuerdo, sino que se

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contradicen en muchas cosas; carecen hasta de las luces y el talento suficientes para encauzar debidamente una historia. He aquí algunos ejemplos de las contradicciones que en ellos se encuentran. El evangelista Mateo hace descender a Jesucristo del rey David por su hijo Salomón, hasta José, padre, putativo al menos, de Jesús; y Lucas lo hace descender del mismo David por su hijo Nathan, hasta José. Dice Mateo, hablando de Jesús, que habiéndose difundido en Jerusalén el rumor de que un nuevo rey de los judíos había nacido, y que los magos habían venido en su busca con el fin de adorarlo, el rey Herodes, temiendo que el nuevo supuesto rey le quitase algún día la corona, mandó degollar a todos los niños nacidos de dos años hasta entonces en los alrededores de Belén, donde le dijeron que habría de nacer; y que, advertidos por un ángel, en sueños, de este peligroso intento, la madre de Jesús y José huyeron enseguida a Egipto, donde permanecieron hasta la muerte de Herodes, que ocurrió bastantes años después. Lucas, por el contrario, afirma que José y la madre de Jesús permanecieron tranquilamente durante seis semanas en el mismo sitio donde Jesús nació, y que fue circuncidado, siguiendo la ley judía, ocho días después de su nacimiento, y que, transcurrido el tiempo prescripto por dicha ley para la purificación de su madre, ésta y José, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo a Dios en su templo y ofrecerle al propio tiempo el sacrificio ordenado por la ley del Señor; hecho lo cual volvieron a Galilea y a su pueblo de Nazaret, donde Jesús crecía de día en día en gracia y talento, y que su padre y su madre iban todos los años a Jerusalén en los días so-

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lemnes de Pascua. De modo que Lucas no hace siquiera mención de la huida a Egipto, ni de la crueldad de Herodes con los niños de la provincia de Belén. Respecto de la crueldad de Herodes, comoquiera que los historiadores de su tiempo nada dicen, ni tampoco Josefo, que escribió su vida, ni los otros evangelistas la mencionan, es evidente que el viaje de esos magos, guiados por una estrella, esa matanza de niños y esa huida a Egipto son sencillamente una mentira absurda. Pues no es creíble que Josefo, que censuraba duramente los vicios de los reyes, callara tan negra y detestable acción como la que ese evangelista dice haberse efectuado. Según lo que los evangelistas cuentan acerca de lo que duró la vida pública de Jesucristo, no debieron transcurrir más de tres meses desde su bautismo hasta su muerte, suponiendo que tenía treinta años cuando fue bautizado por Juan, como dice Lucas, y que nació el 25 de diciembre. Porque después del bautismo, que fue en el año 15 de Tiberio César cuando Arias y Caifás eran importantes sacerdotes, hasta las siguientes Pascuas, que eran en el mes de marzo, no median más de tres meses aproximadamente. Según los tres primeros evangelistas, fue crucificado la víspera del primer día de la Pascua que siguió a su bautismo, y la primera vez que fue a Jerusalén con sus discípulos; porque cuanto dicen de su bautismo, de sus viajes, de sus milagros, de su pasión y de su muerte, debe necesariamente referirse al año mismo en que fue bautizado, dado que sus evangelistas no hablan de ningún otro año siguiente; y que hasta se desprende de la narración que hacen de sus hechos, que los llevó a cabo consecutivamente unos tras otros después de su bautismo y en poquísimo tiempo, durante

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el cual no se halla más que un intervalo de seis días antes de su transfiguración, en los que no se ve que hiciera cosa alguna. Se desprende de esto que habiendo vivido tres meses aproximadamente después del bautismo, de los cuales hay que restar las seis semanas de cuarenta días y cuarenta noches que pasó en el desierto luego de ser bautizado, el tiempo de su vida pública, desde sus primeras predicaciones hasta su muerte, sólo fue de seis semanas; y, conforme a lo que dice Juan, fue por lo menos de tres años y tres meses, pues parece, según su Evangelio, que habría estado, durante el transcurso de su vida pública, tres o cuatro veces en Jerusalén por la fiesta de la Pascua, que sólo se celebra una vez al año. Luego, si verdaderamente estuvo allí tres o cuatro veces después de su bautismo, como Juan asegura, es falso que no viviera más que tres meses después de bautizado, y que hubiera sido crucificado la primera vez que fue a Jerusalén. Si se me dice que los tres primeros evangelistas no hablan realmente más que de un año solo, pero que no señalan distintamente los otros que transcurrieron después de su bautismo; o que Juan no oyó hablar más que de una Pascua, por más que parece que se refiere a muchas, y que únicamente como anticipación repite muchas veces que la Pascua estaba próxima y que Jesús fue a Jerusalén, y que, por consiguiente, no hay más que una contradicción aparente entre los citados evangelistas, lo admito de buen grado; mas conste que esta aparente contradicción no puede provenir sino de que aquellos no explican todas las circunstancias que debieron tener en cuenta para semejante relato. Otra contradicción se da con lo primero que Jesucristo hizo después del bautismo, pues los tres prime-

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ros evangelistas cuentan que fue inmediatamente transportado al desierto por el espíritu, donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches, siendo tentado diferentes veces por el Diablo; y, conforme a lo que dice Juan, a los dos días de ser bautizado partió para Galilea, donde hizo el primer milagro convirtiendo el agua en vino en las bodas de Caná, tres días después de su llegada, a más de treinta kilómetros de donde se encontraba. Acerca del lugar adonde se retiró después de salir del desierto, Mateo dice que fue a Galilea, y que, sin pasar por Nazaret, pasó a vivir a Cafarnaúm, ciudad marítima*; y Lucas cuenta que estuvo primero en Nazaret, y que enseguida se fue a Cafarnaúm**. Se contradicen en cuanto a la época en que los apóstoles comenzaron a seguirlo, ya que los tres primeros dicen que al pasar Jesús por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a Andrés, su hermano, y que un poco más lejos vio a Santiago y Juan, su hermano, con su padre el Zebedeo; y Juan, por el contrario, dice que Andrés, hermano de Simón-Pedro, fue el primero que se reunió con Jesús y otro discípulo de Juan Bautista, al verlos pasar junto a ellos cuando estaban con su maestro en la orilla del Jordán. Respecto de la cena, hacen notar los tres primeros que Jesucristo instituyó el sacramento de su cuerpo y su sangre, como creen los cristianos romanos; y Juan no hace mención alguna de este sacramento misterioso. Juan cuenta que después de la cena Jesús lavó los pies a sus discípulos***, y les ordenó que unos con otros practicasen la misma operación, y refiere un lar* Ver San Mateo IV, v. 13. ** Ver San Lucas IV, v. 16. *** Ver San Juan XIII, v. 5.

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go discurso que les dirigió al mismo tiempo. Mas los otros evangelistas no mencionan ni una palabra de tal lavatorio de pies, ni del largo discurso que pronunciara con tal motivo. Lejos de eso, afirman que inmediatamente después de la cena partió con los apóstoles al monte de los Olivos, donde abandonó su alma a la tristeza, y que al fin cayó en la agonía, mientras un poco más allá dormían sus apóstoles. Se contradicen respecto al día en que se celebró la cena, ya que por una parte marcan la noche de la víspera de Pascua, es decir, la noche del primer día de Azimes o del uso del pan sin levadura, como está marcado en el Éxodo*, el Levítico** y los Números***; y por otra dicen que Jesús fue crucificado en la mañana siguiente al día en que se verificó la cena, hacia la hora del mediodía, tras el proceso que los judíos le siguieron durante la noche y la mañana. Luego, según sus dichos, la mañana siguiente a la cena no sería la víspera de Pascua. Pues si murió la víspera de Pascua, al mediodía, no era la noche de la víspera de esta fiesta cuando se verificó la cena. Hay aquí, pues, un error manifiesto. También se contradicen en lo que concierne a las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, pues los tres primeros evangelistas dicen que estas mujeres y todos sus enviados, entre las que se encontraban María Magdalena y María, madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos del Zebedeo, miraban de lejos lo que sucedía cuando estaba sujeto y pendiente de la cruz. Juan, por el contrario, dice que la madre de Jesús y la hermana de su madre, y María Magdalena, estaban de pie cerca de la cruz, en compañía de Juan, * Ver Éxodo XII, v. 18. ** Ver Levítico XXIII, v. 5. *** Ver Números XXVIII, v. 16.

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su apóstol*. La contradicción resulta manifiesta, pues si estas mujeres y este discípulo estaban cerca de él, no estaban alejados, como dicen los otros. Respecto de las supuestas apariciones que relatan de Jesús después de su pretendida resurrección, también se contradicen, pues Mateo no habla más que de dos apariciones**: una cuando se apareció a María Magdalena y a otra mujer llamada también María, y otra cuando se apareció a sus once discípulos que habían ido a Galilea y llegado de la montaña que les había señalado para verlo. Marcos habla de tres apariciones: la primera, cuando se apareció a María Magdalena; la segunda, cuando se apareció a dos de sus discípulos que iban a Emaús; y la tercera, cuando se apareció a sus once discípulos y les reprochó su incredulidad. Lucas sólo habla de dos apariciones, al igual que Mateo; y Juan, evangelista, habla de cuatro apariciones, y añade a las tres de Marcos la que presenciaron siete u ocho discípulos que pescaban en el lago de Tiberíades. Se contradicen hasta en el lugar en que tales apariciones se verificaron, porque Mateo dice que fue sobre una montaña de Galilea; Marcos, que mientras estaban en la mesa Lucas, que los sacó de Jerusalén hasta Bethania, donde los dejó, elevándose al Cielo; y Juan, que fue en la ciudad de Jerusalén y en una casa cuyas puertas habían cerrado, y otra vez sobre el mar de Tiberíades. Véase, pues, cuánta contradicción hay en estas supuestas apariciones. Se contradicen con motivo de la pretendida ascensión al Cielo; pues mientras Lucas y Marcos dicen categóricamente que subió al Cielo ante la presencia de sus once discípulos, ni Mateo ni Juan * Ver San Juan XIX, v. 25. ** Ver San Mateo XXVIII, v. 9 y 17.

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hablan una palabra de tal ascensión; y por el contrario, Mateo claramente afirma que no subió al cielo, pues expresa que Jesucristo aseguró a sus discípulos que estaría y permanecería siempre con ellos hasta el fin de los siglos. “Id”, les dijo en aquella supuesta aparición, “enseñad a todas las naciones, y vivid seguros de que estaré siempre con vosotros hasta el fin de los siglos.” Lucas, en este punto, entra en contradicción consigo mismo, pues en su Evangelio dice que el hecho ocurrió en Bethania, en presencia de sus apóstoles, y en sus Hechos de los Apóstoles (suponiendo que sea el autor) cuenta que se verificó en el monte de los Olivos*. Se contradice también en otra circunstancia de esta ascensión; ya que en su Evangelio afirma que el primer día de la resurrección o la primera noche siguiente fue cuando subió al Cielo, y sus Hechos de los Apóstoles dicen que fue cuarenta días después, lo que de manera alguna concuerda. Si todos los apóstoles hubieran visto verdaderamente a su Maestro subir al Cielo, ¿cómo es que Mateo y Juan, que lo habrían visto al igual que los otros, hubiesen pasado por alto un misterio tan glorioso y tan favorable a su Maestro, cuando hacen notar infinidad de circunstancias de su vida y de sus actos que son mucho menos importantes? ¿Cómo no hace Mateo mención expresa de dicha ascensión, y no explica claramente de qué manera permanecería siempre con ellos, aunque visiblemente los abandonaba para subir al Cielo? Paso en silencio otras muchas contradicciones; baste lo que acabo de decir para que se vea que tales libros no provienen de inspiración divina, ni tan siquiera de la sabiduría humana, y por consiguiente no merecen que se les dé crédito. *

Ver San Lucas XXIV, v. 5.

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CAPÍTULO II

DE LOS MILAGROS

¿Por qué privilegio estos cuatro Evangelios y algunos libros parecidos pasan por divinos y santos, diferenciándose de otros muchos que han sido publicados bajo el nombre de otros apóstoles? Si se nos dice que estos Evangelios relegados son atribuidos falsamente a los apóstoles, otro tanto puede decirse de los primeros; si se suponen corrompidos y falsificados los unos, lo mismo puede suponerse de los otros. No hay, por lo tanto, prueba segura para discernirlo, a despecho de la Iglesia, que pretende decidir sobre el asunto. Por lo que se relata en el Antiguo Testamento sobre los supuestos milagros, éstos habrían sido hechos para demostrar la adopción por parte de Dios de pueblos y personas, y para colmar con deliberado propósito de males a los unos y favorecer especialmente a los otros. La elección hecha por Dios de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob para hacerse con su posteridad un pueblo que santificara y bendijera sobre todos los de la Tierra, es una prueba de ello. Pero Dios, se me dirá, es el dueño absoluto de mercedes y beneficios; puede concederlos a quien le plazca, sin que exista el derecho de quejarse ni de tacharlo de injusto. Vano argumento; porque Dios, el autor de la Naturaleza, el Padre de todos los hombres, debe amarlos a todos por igual, y ser en consecuencia su

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protector y bienhechor; porque quien da el ser, debe darle lo necesario para su bienestar; salvo que nuestros cristianos pretendan decir que su Dios desea expresamente formar criaturas para hacerlas miserables, lo cual sería indigno de un Ser infinitamente bueno. Hay más; si todos los supuestos milagros, tanto del Nuevo como del Viejo Testamento, fuesen ciertos, se podría decir que Dios se habría cuidado más de proveer al hombre de pequeños bienes que de lo más grande y esencial; que habría querido castigar severamente en determinadas personas ligeras faltas y dejar impunes en otras grandes crímenes; y, en fin, que no habría querido mostrarse bienhechor en las grandes necesidades al igual que en las pequeñas. Lo que es fácil de ver, tanto por los milagros que se pretende que ha hecho como por los que ha dejado de hacer, y que debería haber hecho si fuese verdad que los hacía; por ejemplo, decir que Dios habría tenido la complacencia de enviar un ángel a consolar y socorrer a una simple sirvienta, mientras dejaba y deja aún languidecer y morir día a día a infinidad de inocentes en la miseria; que habría conservado milagrosamente por espacio de cuarenta años los vestidos y el calzado de su pueblo, al tiempo que dejaba de velar por la conservación de tantos bienes indispensables para la subsistencia de pueblos que, por cierto, se han perdido y se pierden cada día por diferentes desgracias? ¡Cómo! ¿Habría enviado a los primeros individuos del género humano, Adán y Eva, un demonio, un diablo, o sencillamente una serpiente, para seducirlos y causar por este medio la perdición de todos los hombres? ¡Cómo! ¿Habría querido impedir, por gracia especial de su Providencia, que el rey pagano Géraris cayera en ligera falta con una mujer extranjera, falta que por otra parte no habría tenido consecuencias, y no habría querido evitar

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que Adán y Eva lo ofendieran y cayeran en el pecado de desobediencia, pecado que, según nuestros cristianos, debía ser fatal y causar la perdición de todo el género humano? Esto no es creíble. Yendo a los milagros del Nuevo Testamento, se basan, según se pretende, en que Jesucristo y sus apóstoles curaban por medio divino toda clase de padecimientos y enfermedades; en que daban cuando querían vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos; en que hacían andar a los paralíticos, que sacaban los demonios del cuerpo a los poseídos y resucitaban a los muertos. En los Evangelios aparecen muchos de estos milagros, pero se encuentran todavía más en los libros que nuestros cristianos han escrito sobre las admirables vidas de sus santos; ya que en todas partes se lee que estos supuestos bienaventurados curaban males y padecimientos, ahuyentaban los demonios al primer encuentro, y que sólo con pronunciar el nombre de éstos, o con hacer la señal de la cruz, dominaban a los elementos; que Dios los favorecía al punto de conservarles hasta después de la muerte su divino poder, y que este poder divino se comunicaba hasta a la más pequeña prenda de sus vestidos, hasta en la sombra misma de sus cuerpos, y hasta a los afrentosos instrumentos de su muerte. Se ha dicho que los calcetines de San Honorato resucitaron un muerto el 6 de enero; que los báculos de San Pedro, Santiago y San Bernardo hacían milagros. Lo mismo se dice del cordón de San Francisco, del báculo de San Juan de Dios y del cinturón de Santa Melania. Se cuenta de San Graciliano que, instruido por la gracia divina acerca de lo que debía creer y enseñar, y con el solo poder de sus oraciones, hizo retroceder una montaña que le estorbaba para edificar una iglesia; que del sepulcro de San Andrés manaba

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sin cesar una especie de licor que curaba toda clase de males; que el alma de San Benito se vio subir al Cielo, vestida con un precioso manto y rodeada de ardientes lámparas; que Santo Domingo decía que Dios no le negaba nunca las cosas que le pedía; que San Francisco gobernaba sobre las golondrinas, los cisnes y otras aves, que éstas le obedecían, y que frecuentemente los conejos y las liebres venían a acurrucarse entre sus manos; que habiéndoles cortado la cabeza a San Pablo y San Pantaleón, salió leche en vez de sangre; que el bienaventurado Pedro de Luxemburgo hizo dos mil cuatrocientos milagros durante los dos primeros años posteriores a su muerte, entre los que figuran cuarenta y dos muertos resucitados, sin contar los más de tres mil milagros que hizo posteriormente y los que sigue haciendo todavía; que de los cincuenta filósofos convertidos por Santa Catalina que fueron arrojados a la hoguera, se hallaron los cuerpos completos y no se les chamuscó ni un cabello; que el cuerpo de la Santa fue arrebatado por los ángeles después de su muerte y enterrado por ellos en el monte Sinaí; que el día de la canonización de San Antonio de Padua todas las campanas de la ciudad de Lisboa tocaron solas; que dicho Santo, estando un día en la ribera del mar, llamó a los peces para predicarles, y éstos acudieron en masa y, sacando las cabezas fuera del agua, lo escucharon con atención extrema. Si se hubieran de referir todas estas patrañas no se acabaría nunca; no hay motivo, por vano, frívolo y hasta ridículo que sea, sobre el cual los autores de vidas de santos no hayan forjado milagros y más milagros; tan hábiles son en inventar grandes mentiras*. *

Ver también los sentimientos de G. Naudé sobre este mártir, en su Apologie pour tous les grands personnages qui ont esté faussement soupçonnez de magie, cap. I, p. 13.

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En efecto, no sin razón se miran estas cosas como vanas mentiras, ya que es fácil observar que todos los supuestos milagros se han inventado imitando las fábulas paganas; lo que aparece perfectamente claro, por la conformidad que existe entre unos y otros.

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CAPÍTULO III CONFORMIDAD DE LOS ANTIGUOS MILAGROS Y LOS NUEVOS

Si nuestros cristianos dicen que Dios dio ciertamente a los santos el poder de hacer los milagros que se refieren en sus vidas, del mismo modo los paganos decían que los hijos de Ando, grandes sacerdotes de Apolo, habían recibido del dios Baco el poder de trocar en trigo, vino, aceite, etc., todo lo que querían; que Júpiter dio a las ninfas que cuidaron de su educación un cuerno de la cabra que las amamantó en su infancia, con la propiedad de suministrarles además con abundancia cuanto deseaban. Si nuestros cristianos dicen que sus santos poseían el poder de resucitar a los muertos y que tenían divinas revelaciones, los paganos habían dicho antes que Athalido, hijo de Mercurio, había recibido de su padre el don de poder vivir, morir y resucitar cuando quisiese, y que tenía también el de conocer todo lo que pasaba en el mundo y en la otra vida; que Esculapio, hijo de Apolo, había resucitado a los muertos, entre otros a Hipócrito, hijo de Teseo, ante ruegos de Diana; y que Hércules resucitó también a Alcestes, mujer de Admeto, rey de Tesalía, para devolvérsela a su marido. Si nuestros cristianos dicen que su Cristo nació milagrosamente de una virgen, sin haber conocido varón, los paganos habían dicho ya antes que ellos que Rómulo y Remo, fundadores de Roma, habían nacido milagrosamente de una virgen vestal, llamada

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Ilia o Silvia, o Rhea Silvia; y antes aún, que Marte, Vulcano y otros habían sido concebidos por la divina Juno sin conocimiento de varón; y aún antes habían dicho también que Minerva, diosa de las Ciencias, fue engendrada en el cerebro de Júpiter, del que salió completamente armada a impulso de un puñetazo que el dios se descargó en la cabeza. Si nuestros cristianos dicen que sus santos hacían brotar fuentes de las rocas, los paganos decían otro tanto de Minerva, que hizo brotar una fuente de aceite en recompensa por haberle erigido un templo. Si nuestros cristianos se precian de haber recibido milagrosamente imágenes del Cielo, como por ejemplo las de Nuestra Señora de Loreto y del Pilar, y otros varios presentes de la divinidad, como la supuesta santa redoma de Reims, la casulla blanca que San Idelfonso recibió de la Virgen María, y otras cosas por el estilo, los paganos se jactaban antes que ellos de haber recibido un broquel sagrado en señal de que conservarían Roma, y antes aún los troyanos celebraban haber obtenido milagrosamente su paladium o imagen de Palas, que vino por sí misma, según ellos, a ocupar su sitio en el templo edificado en su honor. Si nuestros cristianos dicen que a su Jesucristo los apóstoles lo vieron remontarse gloriosamente al Cielo, y que muchas almas de sus santos se vieron llevadas al Cielo por los ángeles, los paganos romanos habían dicho ya antes que ellos que Rómulo, su fundador, fue visto después de su muerte circundado de gloria; que Ganimedes, hijo de Trois, rey de Troya, fue transportado por Júpiter al Cielo para que le sirviese de escanciador; que habiendo sido consagrada al templo de Venus la cabellera de Berenice, se la vio después transportada al Cielo; lo mismo decían de Casiopea, Andrómeda y hasta del asno de Sileno.

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Si nuestros cristianos dicen que muchos cuerpos de santos se han visto milagrosamente preservados de la corrupción después de la muerte, y que han sido hallados, merced a divinas revelaciones, luego de haber estado largo tiempo perdidos sin conocerse su paradero, los paganos referían del cuerpo de Orestes exactamente lo mismo, y pretendían haberlo encontrado gracias a la advertencia del oráculo, etc. Si nuestros cristianos dicen que los siete hermanos durmientes permanecieron milagrosamente dormidos durante los ciento setenta y siete años que estuvieron encerrados en una caverna, los paganos decían que Epiménides, el filósofo, durmió por espacio de cincuenta y siete años en una cueva donde lo sorprendió el sueño. Si nuestros cristianos dicen que muchos de sus santos hablaban milagrosamente después de serles cortada la cabeza o la lengua, los paganos aseguraban que la cabeza de Gabieno cantó un poema después de ser separada del cuerpo. Si nuestros cristianos se precian de que sus templos se hallan adornados de cuadros y ricos presentes que demuestran las curas milagrosas debidas a la intercesión de sus santos, se ven asimismo, o por lo menos en otro tiempo se veían, en el templo de Esculapio, en Epídoro, multitud de cuadros representando las curas milagrosas que había hecho. Si nuestros cristianos dicen que muchos santos han sido milagrosamente respetados por las llamas sin experimentar en medio de ellas lesión ni trastorno alguno en sus personas ni en sus ropas, los paganos aseguraban que las religiosas del templo de Diana caminaban con los pies desnudos sobre carbones encendidos, sin herirse ni quemarse, y que los sacerdotes de la diosa Feronia y de Hírpico marchaban sobre

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las ascuas en los fuegos celebratorios que se dedicaban a Apolo. Si los ángeles construyeron a San Clemente una capilla en el fondo del mar, la pobre vivienda de Filemón y Baucis fue milagrosamente convertida en soberbio templo como recompensa a su piedad. Si muchos santos, como Santiago, San Mauricio, etc., han aparecido varias veces con sus ejércitos, armados y montados a la antigua y combatiendo a su favor, Castor y Pollux aparecieron frecuentemente en las batallas y combatieron a favor de los romanos contra sus enemigos. Si se presentó milagrosamente un cordero para ser sacrificado en vez de Isaac cuando su padre Abraham quiso ofrecerlo a Dios en sacrificio, la diosa Vasta envió una becerra para que se la sacrificase en lugar de Metella, hija de Metello: la diosa Diana mandó también una corza que sustituyese a Ifigenia cuando ésta se hallaba ya en la hoguera para ser inmolada, salvándose por esta artimaña. Si San José fue a Egipto por advertencia del ángel, Simónides el poeta esquivó mortales peligros merced a milagrosas advertencias. Si Moisés hizo brotar de una roca, golpeándola con su bastón, un caudal de agua cristalina, el caballo Pegaso hizo lo mismo hiriendo la roca con su casco. Si San Vicente Ferrer resucitó a un muerto hecho pedazos cuyo cuerpo estaba mitad cocido y mitad asado; Pélopos, hijo de Tántalo, rey de Frigia, habiendo sido trozado por su padre para hacerlo devorar por los dioses, éstos recogieron todos los miembros, los juntaron y le devolvieron la vida. Si muchos crucifijos y otras imágenes han hablado y respondido milagrosamente a las preguntas que se les dirigían, los paganos afirmaban que sus oráculos

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hablaban y respondían a los que los consultaban, y que las cabezas de Orfeo y de Polícrates emitían oráculos después de la muerte. Si Dios dio a conocer, por medio de una voz del cielo, que Jesucristo era su hijo, como relatan los evangelistas, Vulcano hizo ver, gracias a la aparición de una llama milagrosa, que Cœculus era el suyo. Si Dios ha alimentado milagrosamente a sus santos, los poetas paganos cuentan que Triptolemo lo fue por Ceres con una leche divina; que le dio luego su carro, tirado por dos dragones; y que Phenné, hijo de Marte, aunque salió del vientre de su madre muerta, ésta no obstante lo alimentó con su leche. Si varios santos amansaron milagrosamente a las fieras más crueles, también se ha dicho que Orfeo, con la dulzura de su canto y la armonía de sus instrumentos, reducía la ferocidad de los leones, los osos y los tigres; que atraía hacia sí las rocas y los árboles, y que los ríos detenían su curso para escuchar su canto. En fin, para abreviar (pues podrían citarse otros muchos), si nuestros cristianos dicen que las murallas de Jericó cayeron al son de las trompetas, los paganos decían que los muros de Tebas fueron construidos por el de los instrumentos musicales de Anfión; las piedras, según los poetas, se colocaron por sí mismas, movidas por su dulce armonía. Lo cual es realmente más admirable que ver caer a tierra las murallas. He aquí claramente gran conformidad de milagros en ambas partes; y si es una necedad insigne prestar fe a los pretendidos milagros del paganismo, es claro que no lo es menos concederla a los del cristianismo, dimanando ambos de un mismo principio de error. Por eso los maniqueos y los arrianos de principios del cristianismo se burlaban de los supuestos milagros hechos por la invocación de los santos, y censuraban a los

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que los invocaban después de su muerte y honraban sus reliquias. Observemos ahora el fin principal que Dios se habría propuesto al enviar al mundo a su Hijo hecho hombre; habría sido, según se dice, para lavar los pecados y destruir por completo las obras del supuesto Demonio, etc. Esto que nuestros cristianos sostienen, como también que Jesucristo quiso morir por amor a ellos, de acuerdo a la intención de su Padre, está claramente señalado en todos los pretendidos libros santos. ¡Cómo! ¡Un Dios Todopoderoso que ha querido, por amor a ellos, hacerse hombre mortal y verter, para salvarlos, hasta la última gota de su sangre, preferió limitar su poder para curar solamente algunos males y enfermedades del cuerpo a unos cuantos dolientes que se le presentaron! ¡Y no empleó su bondad divina en curar todas las enfermedades de las almas, es decir, en curar a todos los hombres de sus vicios y sus excesos, que son mil veces peores que los males del cuerpo! Esto no es creíble. ¡Cómo! ¡Un Dios tan bondadoso prefirió preservar de la corrupción y de la podredumbre a nuestros cuerpos, y no quiso de igual modo preservar del contagio y la corrupción del vicio y del pecado las almas de infinidad de personas que debía santificar con su gracia! ¡Qué lamentable contradicción!

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CAPÍTULO IV DE LA FALSEDAD DE LA RELIGIÓN CRISTIANA

Empecemos por las supuestas visiones y revelaciones divinas, sobre las que nuestros cristianos fundan y establecen la verdad y certeza de su religión. Para dar justa idea de ellas, creo que no hay mejor cosa que decir que son tales, en general, que si alguien pretendiera vanagloriarse de tenerlas hoy día, sería indudablemente considerado como un fanático o un loco. He aquí cuáles fueron esas supuestas visiones y revelaciones divinas: Dios, dicen sus pretendidos libros santos, habiéndose por primera vez aparecido a Abraham, le dijo: “Sal de tu país (estaba entonces en Caldea), deja la casa de tus padres y ve al país que te mostraré”. Habiendo ido allí Abraham, dice la Historia Santa que Dios se le apareció por segunda vez y le dijo: “Yo daré a tu posteridad todo este país en el que te encuentras”*. En agradecimiento a esta generosa promesa, Abraham le levantó un altar. Después de la muerte de Isaac, yendo Jacob a Mesopotamia para buscar una mujer que le conviniera, quiso reposar hacia la tarde, fatigado del camino; acostado en tierra, apoyada sobre unas piedras la cabeza, se quedó dormido, y vio en sueños una escala dirigida *

Ver Génesis XII, v. 7.

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desde la tierra a la extremidad del cielo, y creyó mirar a los ángeles subir y bajar por ella, y que Dios mismo se apoyaba en su extremo y le decía: “Yo soy el Señor, el Dios de Abraham y el Dios de Isaac, tu padre. Yo te daré a ti y a tu descendencia todo el país en que duermes. Ésta será tan numerosa como el polvo de la tierra; se extenderá desde Oriente a Occidente y desde el Mediodía al Septentrión; yo seré vuestro protector por dondequiera que vayas; yo te sacaré sano y salvo de esta tierra y no te abandonaré hasta que no cumpla cuanto te he prometido”. Habiéndose despertado Jacob, se sintió lleno de temor, y dijo: “¡Qué! ¿Dios está verdaderamente aquí y yo nada sabía? ¡Ah; qué terrible es este lugar, pues no es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del Cielo!”. Levantándose luego, alzó una piedra sobre la que derramó aceite en memoria de lo que acababa de ocurrirle, y al mismo tiempo hizo votos a Dios de que si volvía sano y salvo le ofrecería el diezmo de cuanto poseyera. Otra visión aún. Guardando los rebaños de su suegro Labán, que le había prometido que cuantos corderos de varios colores produjeran serían su recompensa, soñó una noche que veía a los machos saltar sobre las hembras y que éstas parieron de varios colores todos los corderos. En tan delicioso sueño, se le apareció Dios y le dijo: “Repara en cómo los machos montan a las hembras, y cómo los corderos son de varios colores, porque he visto la falsedad y la injusticia que tu suegro Labán comete contigo; levántate, pues, sal de este país y vuelve al tuyo”*. Cuando regresaba a él con su familia y con lo que en casa de su suegro había ganado, dice la historia que encontró por la noche a un hombre desconocido, con quien tuvo *

Ver Génesis XXXI, v. 12 y 13.

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que combatir hasta la salida del sol, y que no habiendo podido aquel hombre vencerlo, le preguntó quién era. Jacob le dijo su nombre. “Ya no te llamaré Jacob, sino Israel; porque si has sido fuerte en el combate contra Dios, con más razón lo serás en el combate contra los hombres*”. Éstas son en parte las primeras de tales supuestas visiones y revelaciones divinas. Lo mismo que a éstas puede juzgarse a las demás. Ahora bien, ¿qué apariencia siquiera de la Divinidad hay en sueños tan grotescos y en ilusiones tan vanas? Si alguna persona viniese durante el día a contarnos semejantes disparates deseándolos dar como verdaderas revelaciones divinas, por ejemplo si algunos extranjeros, algunos alemanes que hubiesen venido a Francia y visto las principales provincias de la nación dijesen que Dios se les había aparecido y les había dicho que viniesen a Francia, y que les daría todas las provincias y señoríos y hermosas tierras que se extienden desde los ríos Rhin y Ródano hasta el océano; que había hecho con ellos una alianza eterna; que multiplicaría su raza y haría su posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas de la mar, etc., ¿quién no se reiría de tales necedades y no tomaría a esos extranjeros por locos? Seguramente no hay quien así no los considerara y no se burlase de esas bellas visiones y esas revelaciones divinas. No se puede, por tanto, juzgar de diferente manera todo cuanto se pone en boca de esos así llamados Santos Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, sobre las revelaciones divinas que dicen haber tenido. Por lo que respecta a la institución de los sacrificios sangrientos, los libros santos se la atribuyen ma*

Ver Génesis XXXI, v. 12 y 13.

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nifiestamente a Dios. Como sería fastidioso contar los pormenores repugnantes de esa clase de sacrificios, remito a mis lectores al Éxodo*. ¡Dígaseme si no eran locos y ciegos los hombres que creían honrar a Dios destrozando, matando y quemando sus propias criaturas, so pretexto de ofrecerle sacrificios! Y ahora mismo, ¿cómo los cristianos son tan necios que creen causar placer a Dios Padre con ofrecerle eternamente su hijo divino en sacrificio, en memoria de haber sido vergonzosa y miserablemente clavado en la cruz donde murió? Esto sólo puede provenir de una tenaz ceguera de espíritu. En lo tocante a los pormenores del sacrificio de animales, todo se reduce a ropas de colores, a sangre, asaduras, hígados, buches, riñones, uñas, pieles, estiércol, algunas medidas de aceite o vino, todo ofrecido e infectado por ceremonias sucias tan despreciables como las más extravagantes operaciones de magia. Lo que hay aún de más horrible, es que la ley del detestable pueblo judío mandaba también que sacrificasen hombres. Los bárbaros (eso eran) que habían redactado esta espantosa ley, ordenaban que se matara sin misericordia a todo hombre que hubiera sido ofrecido al Dios de los judíos, que ellos llamaban Adonaï**. Conforme a este execrable precepto, Jefté inmoló a su hija y Saúl quiso inmolar a su hijo. Pero hay una prueba más de la falsedad de esas revelaciones de las que hablamos: la falta de cumplimiento de las grandes y magníficas promesas de que iban acompañadas, pues consta que tales promesas jamás se cumplieron. * Ver Éxodo XXVII v. 1 y 21; XXVIII v. 43. ** Ver Levítico XXVII.

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La prueba de lo expuesto consiste en tres cosas principales. Primera: hacer su posteridad más numerosa que todas las de los otros pueblos de la Tierra, etc. Segunda: hacer al pueblo que formara su raza el más dichoso, el más santo y el más triunfante de todos los pueblos de la Tierra, etc. Tercera: y también hacer eterna su alianza y que poseerían para siempre el país que les diera. De modo que se puede ver que sus promesas no se cumplieron nunca. En primer lugar, es cosa cierta que el pueblo judío o el pueblo de Israel es el único al que puede considerarse descendiente de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, y el único también en el que deberían cumplirse las promesas: jamás ha sido tan numeroso como otros pueblos de la Tierra, y mucho menos, por consiguiente, que los granos de arena, etc.; porque se ve que hasta en el tiempo mismo en que fue más numeroso y floreciente, nunca ocupó más que las provincias pequeñas y estériles de la Palestina y sus contornos, que son casi nada comparadas con la vasta extensión de multitud de reinos florecientes asentados en las diferentes partes de la Tierra. En segundo lugar, jamás se cumplieron en lo tocante a las grandes bendiciones con que debió hallarse favorecido; pues aunque obtuvo pequeñas victorias sobre naciones pequeñas que saqueó, esto no impidió que fuese vencido frecuentemente y reducido a la esclavitud; que viera destruido su reino, lo mismo que su erario, por los ejércitos romanos, y que todavía los restos de esta desgraciada nación sean mirados como el más vil y despreciable de los pueblos entre todos los de la Tierra, no teniendo en parte alguna superioridad ni dominio. En fin, en tercer lugar, esas promesas no resultan cumplidas respecto a la alianza eterna que Dios debió

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hacer con ellos, porque ni se ve ahora, ni nunca se ha visto señal ninguna de ella; y por el contrario, están hace mucho privados de la posesión exclusiva del pequeño país que pretenden haberles sido prometido por Dios para disfrutarlo eternamente. Por tanto, el no haberse realizado todas estas supuestas promesas es la prueba evidente de su falsedad, lo que palmariamente demuestra aún más que los llamados libros santos donde se hallan contenidas, no han sido hechos por inspiración divina. En vano, pues, nuestros cristianos pretenden servirse de ello como infalible testimonio para lo verdadero de la religión que profesan.

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CAPÍTULO V

DE LAS SANTAS ESCRITURAS

I. Del antiguo testamento Colocan aún nuestros cristianos en el rango de causas de creencia y de seguras pruebas de la verdad de sus aseveraciones, las profecías, que son según ellos testimonios ciertos de la verdad de las revelaciones o inspiraciones de Dios, por no existir nadie más que Dios que pueda predecir con certeza las cosas futuras con tanta anterioridad a su realización como las preanunciadas por los profetas. Veamos, pues, lo que tales profetas son, y si debe otorgárseles la credulidad que nuestros cristianos pretenden. Estos hombres sólo eran visionarios fanáticos que obraban y hablaban siguiendo los impulsos o transportes de sus propias y dominantes pasiones, e imaginándose que el espíritu de Dios era la causa que los hacía moverse y hablar como lo hacían, u otra clase de visionarios que parodiaban a los profetas y que, para engañar más fácilmente a los ignorantes, se jactaban de obrar y hablar en nombre de Dios y ser movidos por su espíritu. Quisiera yo saber cómo se juzgaría a un Ezequiel, a quien, según dice*, Dios le había hecho comer por *

Ver Ezequiel III y IV.

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almuerzo una libra de pergamino, le había ordenado hacerse atar como un loco, le había prescrito acostarse cuatrocientos noventa días sobre el lado derecho y cuarenta sobre el izquierdo, le había mandado comer sobre el pan el excremento, y luego, como compensación, estiércol de buey. Y yo pregunto: ¿cómo extravagancia semejante sería oída hoy por el más ignorante de nuestras tierras? ¿Qué mayor prueba además de lo falso de las supuestas predicaciones, que los violentos reproches que esos profetas se dirigían respecto a que hablaban falsamente en nombre de Dios; reproches que, según ellos, dimanaban de Dios mismo*? Todos decían: “Guardaos de los falsos profetas”, como los vendedores de antídotos dicen: “Desconfiad de las píldoras falsificadas”. ¡Desgraciados, que hacen hablar a Dios como no se permitiría expresarse a un charlatán! Dios dice, en Ezequiel, que la joven Ahola amó a rufianes con miembro de burro y esperma de caballo**. ¿Cómo, pues, insensatos así, habrían podido conocer el porvenir? Ni una sola de las predicciones en favor de su nación judía se ha realizado. El número de profecias que predijeron la felicidad y grandeza de Jerusalén es indecible; pues es natural que un pueblo vencido y esclavo se consuele de males efectivos con esperanzas imaginarias. Pero si las promesas hechas a los judíos se hubiesen cumplido verdaderamente, haría mucho tiempo que la nación judía habría sido y lo sería aún hoy la más numerosa, la más potente, la más feliz y la más triunfante. * Ver Ezequiel XIII, v. 3; Sofonías III, v. 4; Jeremías II, v. 8. ** Ver Ezequiel XXIII, v. 20.

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II. Del nuevo testamento Preciso es ahora examinar las supuestas profecías contenidas en los Evangelios. En primer lugar, habiéndose aparecido en sueños un ángel a alguien llamado José, padre, putativo al menos, de Jesús, hijo de María, le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, porque lo que hay en ella es obra del Espíritu Santo*. Ella te dará un hijo a quien llamarás Jesús, porque él libertará a su pueblo de sus pecados**”. El mismo ángel dijo también a María: “No temas cosa alguna, porque has hallado la gracia delante del Señor. Yo te declaro que concebirás en tu seno y parirás un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande y llamado hijo del Muy Alto. Dios le dará el trono de David su padre, reinará por siempre en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin”. Jesús comienza a predicar y a decir: “Haced penitencia, porque el reino de los Cielos se aproxima***. No abriguéis cuidado, ni digáis qué comeremos, o qué beberemos, o de qué nos vestiremos, porque vuestro Padre celestial sabe que todas esas cosas os son necesarias. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, que todo lo demás se les dará por añadidura****”. Ahora bien: que toda persona que no haya perdido el sentido común piense un poco, y vea si Jesús fue alguna vez rey, y si sus discípulos tuvieron abundancia de todo. *

Cuántas historias similares de cuernos, dice Montaigne, de dioses contra los pobres humanos, etc. ** Ver San Mateo I, v. 20; y San Lucas I, v. 30. *** Ver San Mateo IV, v. 17. ****Ver San Mateo VI, v. 31-33.

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El mismo Jesús prometió a menudo que liberaría al mundo del pecado. ¿Hay profecía más falsa? ¿No es nuestro siglo una prueba elocuentísima? Se dice que Jesús vino para salvar a su pueblo. ¡Qué modo de salvarlo! La parte mayor es siempre la que da nombre a una cosa: una docena de españoles o de franceses, por ejemplo, no son el pueblo francés o el español; y si un ejército de ciento veinte mil hombres fuera hecho prisionero de guerra por otro ejército más fuerte, y el jefe del primero rescatara solamente a algunos hombres, diez o doce oficiales o soldados, por ejemplo, no se diría por eso que ha rescatado a su ejército. ¿Qué es, pues, un Dios que viene a que lo crucifiquen y a morir para salvar al mundo entero, y deja tantas naciones condenadas? ¡Qué lástima y qué horror! Dice Jesús que no hay más que pedir para obtener, que buscar para hallar. Asegura que todo cuanto se pida a Dios en su nombre será alcanzado, y que con tener solamente una cantidad de fe del tamaño de un grano de mostaza se conseguirá, por la sola virtud de la palabra, trasladar de un punto a otro las montañas. Si tal promesa fuese cierta, nada sería imposible para nuestros cristianos que tienen fe en él; sucede, no obstante, lo contrario. Si hubiera hecho Mahoma a su secta promesas parecidas a las de Jesús sin resultado alguno, ¿qué no se diría? Se exclamaría a viva voz: ¡Ah, qué superchería! ¡Qué impostura! ¡Qué locos los que creen en él! He ahí a los cristianos en la misma situación; hace mucho tiempo que no abandonan su ceguera; son, por el contrario, tan ingeniosos para engañarse a sí mismos que pretenden que se han cumplido las promesas desde los comienzos del cristianismo, siendo por tanto necesario, según ellos, que haya habido milagros a fin de convencer a los incrédulos de la verdad

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de la religión; pero que, ya sólidamente establecida, han dejado de ser necesarios. ¿Dónde está, pues, la exactitud de tal proposición? Por otra parte, quien hizo esas promesas no las limitó solamente a tal o cual época, ni a este o al otro lugar, ni a determinadas personas en particular, sino que las hizo de manera general y a todo el mundo. “A la fe de los que creen seguirán estos milagros: expulsarán a los demonios en mi nombre, hablarán diversas lenguas, tocarán a las serpientes”, etc. Respecto a trasladar las montañas, dice explícitamente que cualquiera que diga a una montaña: “Quítate de ahí y arrójate al mar”, con tal que no vacile y su corazón crea, será obedecido en lo que mandara. ¿No eran estas promesas completamente generales, sin restricción de tiempo, lugar ni personas? Se ha dicho que todas las sectas contaminadas de errores e imposturas tendrán vergonzoso fin. Mas si de Jesucristo se dice que ha fundado y establecido una sociedad de sectarios que jamás caerían en el vicio y el error, se dice algo completamente falso, pues en el cristianismo no hay secta, sociedad ni iglesia alguna que no esté plagada de errores y de vicios, principalmente la secta o sociedad de la Iglesia romana, aunque se considere la más pura y santa de todas. Hace tiempo que ha caído en el error; ha nacido en él, o mejor dicho en él ha sido engendrada; y hoy mismo sostiene errores contrarios a la intención, los sentimientos y la doctrina de su fundador, puesto que contra sus designios abolió las leyes de los judíos que aquél aprobara, y que, según él, había venido a hacer que se cumplieran y no a destruirlas. Y que ha caído en los errores de la idolatría, lo demuestra con claridad el culto idolátrico que rinde a su Dios convertido en pasta, y a sus santas imágenes y reliquias.

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Bien sé que nuestros cristianos consideran una grosería del espíritu pretender tomar al pie de la letra, y tal como se hallan expresadas, las profecías y promesas, y que abandonan el sentido exacto y natural de las palabras para otorgarles otro que llaman místico y espiritual, alegórico y metafórico. Dicen, por ejemplo, que por el pueblo de Israel y Judá, a quien esas promesas se hicieron, debe entenderse no a los israelitas por la carne, sino a los israelitas por el espíritu: es decir, los cristianos que son el Israel de Dios, el pueblo verdaderamente elegido. Dicen que en la promesa hecha a ese pueblo esclavo de librarlo del cautiverio, es preciso entender no la libertad corporal de un solo pueblo cautivo, sino la redención espiritual de todos los hombres de la esclavitud del Demonio que debe llevar a cabo su Divino Salvador. Que la abundancia de riquezas y todos los bienes temporales prometidos a ese pueblo debe entenderse como abundancia de gracias espirituales. Que por la ciudad de Jerusalén, en fin, debe entenderse no la Jerusalén terrena sino la espiritual, que es la Iglesia cristiana. Pero se ve claramente que ese sentido espiritual y alegórico es tan sólo un sentido extraño e imaginario, una especulación de los intérpretes, y que de manera alguna sirve para probar la verdad o la mentira o una promesa cualquiera. Es ridículo inventar sentidos alegóricos, pues sólo en relación a lo natural y verdadero pueden juzgarse la verdad y la mentira. Una proposición, una promesa, por ejemplo, que se revela como verdadera en el sentido propio y natural de los términos en que está concebida, ¿resultaría falsa porque se le pretendiera dar un sentido extraño que no tuviese? Pues las que se advierte que son falsas en su sentido propio y natural,

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no resultarán verdaderas porque quiera dárseles uno extraño que no tengan. Puede decirse que aplicar al Nuevo Testamento las profecías del Antiguo es algo tan absurdo como pueril. Por ejemplo: Abraham tenía dos mujeres, de las cuales la una, que sólo era sierva, representaba la sinagoga, y la otra, que era esposa, representaba la iglesia cristiana; y además con el pretexto de que Abraham tuvo dos hijos: el que era de la sierva representaba el Viejo Testamento, y el de la esposa el Nuevo. ¿Quién no se rie de una doctrina ridícula? ¿No es más risible aún que un jirón de tela roja exhibido por una ramera para servir de seña a los espías en el Viejo Testamento sea la figura de la sangre de Jesucristo derramada en el Nuevo? Si a consecuencia de interpretar alegóricamente cuanto se ha dicho, hecho y practicado en la antigua religión de los judíos, quisieran interpretarse alegóricamente todos los discursos, todas las acciones y todas las aventuras del famoso Don Quijote de la Mancha, se encontrarían, con seguridad, otros tantos misterios y figuras. Y, sin embargo, sobre tan ridículo fundamento se basa toda la religión cristiana. Razón por la cual apenas hay en el Antiguo Testamento cosa alguna que los cristianos no traten de explicar místicamente. La profecía más falsa, la más ridícula que se ha hecho, es aquella de Jesús, según Lucas: “Predicho está que habrá señales en el sol y la luna, y que el Hijo del Hombre descenderá en una nube a juzgar a los hombres”*; y predijo esto para la generación actual. ¿Se ha cumplido? El Hijo del Hombre ¿ha descendido en una nube? *

Ver Lucas XXI.

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CAPÍTULO VI ERRORES DE LA DOCTRINA Y DE LA MORAL

La religión cristiana, apostólica y romana enseña y obliga a creer en un solo dios, y al mismo tiempo en que existen tres personas, cada una de las cuales es Dios. Lo cual es en verdad absurdo. Porque si hay tres que formen un dios, en realidad son tres dioses. Es una falsedad decir que no hay más que un solo dios; o, si se lo afirma con seguridad, falsamente se está diciendo que hay tres que sean un solo dios, puesto que de uno y tres no puede decirse con certeza que son la misma cosa al mismo tiempo. Se dice además que la primera de estas supuestas personas a quien se llama el Padre, ha engendrado a la segunda, llamada el Hijo, y que las dos primeras personas juntas han producido la tercera, a la que llaman el Espíritu Santo, y sin embargo estas tres personas divinas no dependen una de otra, ni son una más antigua que otra. Esto es aún más manifiestamente absurdo ya que una cosa no puede recibir el ser de otra sin cierta dependencia de ésta, y porque es forzosamente necesario que una cosa sea para que pueda dar el ser a otra. Si la segunda y tercera personas divinas han recibido el ser de la primera, es absolutamente necesario que dependan en su ser de esta primera persona que se lo había dado y las había engendrado; y es a la vez forzoso que esta primera que había dado el ser a las otras dos, hubiese

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sido antes, porque lo que no es no puede dar el ser a nada. Es por otra parte absurdo y repugna decir que una cosa que ha sido engendrada o producida no haya tenido principio. Luego, según nuestros cristianos, la segunda y la tercera han sido engendradas o producidas; han tenido, pues, principio; y si han tenido un principio y la primera persona no, por no haber sido ni engendrada ni producida por ninguna otra, concluimos forzosamente que una de aquéllas ha sido con anterioridad a la otra. Nuestros cristianos, que conocen tales absurdos, se contentan con decir como único argumento que se deben cerrar piadosamente los ojos de la razón humana y adorar humildemente tan altos misterios sin pretender comprenderlos. Pero esto que llaman fe está decididamente refutado, pues cuando nos dicen que es preciso someterse, es como si dijeran que es forzoso creer ciegamente en aquello que no se cree. Nuestros cristianos condenan abiertamente la ceguera de los antiguos paganos que adoraban muchos dioses; se burlan de la genealogía de estos dioses, de su nacimiento, de sus matrimonios y de la generación de sus hijos, y no reparan en que ellos dicen cosas mucho más ridículas y absurdas. Si los paganos creyeron que había diosas al igual que dioses, y que éstos y aquéllas se casaban y engendraban hijos, al pensar así no pensaban más que lo natural, pues no imaginaban aún que los dioses no tuvieran cuerpo ni sentimientos; creían, por el contrario, que los tenían como los hombres. ¿Por qué no tendría que haber entre ellos machos y hembras? No se ve de manera alguna que exista mayor razón para negar o para reconocer lo de uno más que lo de otro. Y suponiendo la existencia de dioses y diosas, ¿por qué no habían de engendrar por el medio ordinario?

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Nada habría, seguramente, de ridículo y absurdo en semejante doctrina, a ser cierta la existencia de los dioses. Algo hay en la doctrina de nuestros cristianos mucho más absurdo y mucho más ridículo; porque, dejando de un lado eso que dicen de un dios que hace tres, y de tres que hacen uno, aseguran que ese dios triple y único: no tiene cuerpo, ni forma, ni figura; que la primera persona de ese dios triple y único que llaman el Padre, ha engendrado por sí solo una segunda persona que llaman el Hijo, todo semejante a su Padre, no teniendo, como éste, cuerpo, forma ni figura. Si esto es así, ¿qué es lo que hace que la primera persona se llame el padre más bien que la madre, y la segunda el hijo más bien que la hija? Porque si la primera es padre en vez de madre, y la segunda hijo en vez de hija, preciso es que haya en ambas personas algo que haga que una sea padre y no madre, y la otra hijo y no hija. Y luego, ¿qué importancia tiene esto, fuera de que los dos sean machos y no hembras? Pero ¿cómo han de ser machos más bien que hembras si no tienen cuerpo, ni forma, ni figura? Esto no es siquiera imaginable y se invalida por sí mismo. No importa, continúan diciendo, que estas dos personas sin cuerpo, forma, ni figura, y por consiguiente sin diferenciación de sexo, sean, no obstante, padre e hijo; y que por su mutuo amor hayan producido una tercera persona que llaman Espíritu Santo, la cual, al igual que las otras dos, tampoco tiene cuerpo, ni forma ni figura. ¡Qué despreciable galimatías! Puesto que nuestros cristianos limitan el poder de Dios al punto de no poder engendrar más que un hijo, ¿por qué admiten que esta segunda persona, al igual que la tercera, tenga el poder de engendrar sin que sea a ellas semejante? Si tal poder de engendrar un

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hijo es una perfección en la primera persona, es, por lo tanto, una perfección y una potencia de la que carecen la segunda y la tercera. Así, pues, hallándose estas dos personas desprovistas de una perfección y un poder que se encuentran en la primera, no serán seguramente iguales entre sí todas. Y si por el contrario dicen que este poder de engendrar un hijo no es una perfección, no deberían atribuírselo a la primera persona con mayor razón que a las otras dos, pues a un ser soberanamente perfecto sólo pueden atribuírsele perfecciones. No se atreverán, por otra parte, a decir que el poder de engendrar una persona divina no sea una perfección; y si objetan que la primera persona hubiera podido engendrar muchos hijos e hijas, pero que no habría querido engendrar más que un solo hijo, y que los otros dos, a su vez, no habrían querido engendrar otros, se podría preguntarles: 1º Si saben que es así, porque en sus supuestas Sagradas Escrituras no se ve absolutamente que ninguna de esas personas divinas se haya positivamente manifestado aquí abajo, ¿cómo, pues, nuestros cristianos podrán saber lo que hay en esto? Hablan por tanto de ello, guiados únicamente por sus ideas y fantasías vanas. 2º ¿No podría decirse que si tales supuestas personas divinas tuvieran poder de engendrar varios hijos, y no quisieran sin embargo hacer ninguno, podría deducirse que aquel poder divino existía en ellos sin efecto? Existiría absolutamente sin efecto en la tercera persona, que no engendraría ni produciría ninguna, y casi sin él en las otras dos, puesto que habrían querido limitarlo a tan poca cosa. De esta suerte, el poder que tendrían de engendrar y producir multitud de hijos existiría como inactivo e inútil, lo cual no

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se diría o no debería decirse tratándose de personas divinas. Vituperan y censuran nuestros cristianos el que los paganos atribuyeran la Divinidad a hombres mortales y que los adorasen como dioses después de su muerte. Razón tienen en ello; pero aquellos paganos no hacían más que lo que ahora hacen los cristianos que atribuyen a su Cristo la Divinidad. De modo que deberían vituperarse también a sí mismos, puesto que padecen idéntico error que los paganos: adoran a un hombre que era mortal, y tan mortal, que expiró sobre una cruz infamante. De nada les serviría decir que existía gran diferencia entre Jesucristo y los dioses paganos, so pretexto de que su Cristo fuese, como dicen, verdadero Dios y hombre juntos, puesto que la Divinidad había por cierto encarnado en él, por cuyo medio la naturaleza divina, hallándose junta y unida hipostáticamente (como ellos dicen) con la naturaleza humana, ambas en Jesucristo hubieran hecho un verdadero Dios y un verdadero hombre; lo que, según pretenden, jamás se efectuó en los dioses de los paganos. Pero es bien sencillo hacer notar la debilidad de semejante respuesta; porque, de un lado, ¿no habría sido tan fácil para los paganos como para los cristianos decir que la Divinidad había encarnado en los que adoraban como dioses? Y por otra parte, si la Divinidad hubiese querido encarnar y unirse hipostáticamente a la humana naturaleza en su Cristo, ¿qué saben si esa misma Divinidad no habría querido también encarnar y unirse hipostáticamente a la naturaleza humana en esos grandes hombres y esas mujeres admirables que por su virtud, por sus bellas cualidades o por sus admirables acciones han sobresalido sobre el común nivel de las gentes y se han

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hecho semejantes a dioses y diosas? Y si no quieren creer que la Divinidad haya encarnado nunca en esos grandes personajes, ¿por qué pretenden persuadirnos que ha encarnado en su Jesús? ¿Dónde está la prueba? En la fe y la creencia que existía entre los paganos, como en ellos; lo que demuestra que están en el error tanto unos como otros. Pero, respecto a todo esto, lo que es aún más ridículo en el cristianismo que en el paganismo, es que los paganos no han atribuido generalmente la Divinidad sino a grandes hombres, autores de ciencias y artes, y que brillaron por virtudes útiles a su patria. En cambio ¿a quién atribuyen la Divinidad nuestros cristianos? A un hombre salido de la nada, vil y despreciable, que no tenía talento, ni ciencia, ni habilidad; hijo de padres pobres, y que luego de pretender figurar en el mundo y que se hablara de él, sólo ha pasado por un insensato, un seductor que fue objeto de burla, despreciado, perseguido, azotado, y finalmente ejecutado como la mayoría de los que han querido representar el mismo papel, cuando no han tenido valor ni habilidad. En su misma época hubo además otros muchos impostores parecidos, que decían ser el verdadero Mesías prometido por la ley, entre otros un tal Judas Galileo, un Teodoro, un Barcón y otros más, que con pretextos vanos engañaban a los pueblos y trataban de sublevarlos para atraerlos, por lo cual perecieron todos. Pasemos a sus discursos y examinemos algunos de sus actos, que son de lo más extraño y singular en su clase: “Haced penitencia”, decía a los pueblos, “pues el Reino de los Cielos está próximo; creed en la buena nueva”. Y recorría la Galilea toda, predicando así la supuesta próxima venida del Reino de los Cielos. Como nadie ha notado señal alguna de la llegada de seme-

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jante Reino, queda palmariamente demostrado que era sólo imaginario. Veamos, sin embargo, en sus otras prédicas, el elogio y la descripción de ese hermoso Reino. He aquí cómo hablaba a los pueblos: “El Reino de los Cielos es semejante al hombre que ha sembrado grano en su campo; pero que, mientras los dormían, vino su enemigo y sembró cizaña entre el grano. “Es semejante a un tesoro escondido en un campo; al haberlo encontrado un hombre, vuelve a ocultarto, y tanta alegría tiene de haberlo encontrado, que vende todos sus bienes y compra el campo. “Es semejante a un mercader que busca hermosas perlas, y que, habiendo encontrado una de gran valor, vende todo lo que tiene para comprar aquella perla. “Es semejante a una red echada al mar que encierra toda clase de peces; cuando estaba llena, los pescadores la han sacado y juntado los peces buenos en las barcas y tirado los malos. “Es semejante a un grano de mostaza que un hombre ha sembrado en su campo; no hay grano tan pequeño como él; no obstante, cuando crece, es la más grande de todas las hortalizas, y se hace árbol y vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas”. ¿Son estos discursos dignos de un Dios? Se formará además el mismo juicio sobre él si se examinan de cerca sus actos. Primero: recorrer una provincia entera predicando la proximidad de un supuesto reino. Segundo: haber sido trasladado por el Diablo a la cumbre de una montaña, desde donde había creído ver todos los reinos del mundo; tal cosa no puede caber más que en un visionario, pues es probado que no hay montaña en la Tierra desde la cual pueda verse ni siquiera un reino entero: sólo en su imaginación, por lo tanto, vio todos esos reinos y fue

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transportado a la tal montaña, al igual que sobre el pináculo del templo. Tercero: cuando curó el sordomudo de que habla San Marcos, se dice que le metió los dedos en los oídos y que, habiendo escupido, le tiró de la lengua; después, fijando los ojos en el Cielo, dio un gran suspiro y le dijo: Epheta. En fin, léase cuanto de él se cuenta, y júzguese si hay algo más ridículo en el mundo. Habiendo mostrado alguna de las muchas miserias atribuidas a Dios por los cristianos, continuaremos diciendo algunas palabras acerca de sus misterios. Adoran a un Dios en tres personas, o tres personas en un Dios, y se atribuyen el poder de hacer dioses de pasta y harina tanto como les convenga. Pues, según sus principios, no tienen más que decir cuatro palabras sobre tal cantidad de vasos de vino o de esos pequeños moldes de masa, para hacer otros tantos dioses, de modo que hubiese millones de ellos. ¡Qué locura! ¡Con todo el supuesto poder de su Cristo no podrían hacer una miserable mosca, y creen poder hacer dioses por millares! Es preciso padecer una extraordinaria ceguera para sostener cosas tan risibles, y esto fundándose tan sólo en las equívocas palabras de un fanático. ¿No comprenden esos ciegos doctores que es abrir una ancha puerta a toda clase de idolatrías el pretender que se adore de ese modo a imágenes de masa, bajo el pretexto de que los sacerdotes tengan el poder de consagrarlas y convertirlas en dioses? ¿No ven, además, que las mismas razones que demuestran la vanidad de los dioses o de los ídolos de madera, de piedra, etc., que los paganos adoraban, patentiza igualmente la vanidad de esos dioses de masa y de harina que los cristianos adoran? ¿Con qué derecho se burlan de los falsos dioses de los paganos? ¿No

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es porque no son sino obra de la mano del hombre, imágenes mudas e insensibles? ¿Y qué son nuestros dioses, que por miedo a los ratones guardamos encerrados en cajas? ¿Qué vanos recursos les quedan, pues, a los cristianos? ¿Su moral? Es en el fondo la misma que la de todas las religiones; pero han nacido de ella dogmas crueles que han enseñado las persecuciones y la matanza. ¿Sus milagros? Pero ¿qué pueblo no tiene los suyos, y qué hombre sensato no se ríe de semejantes fábulas? ¿Sus profecías? ¿No está demostrada ya su falsedad? ¿Sus costumbres? ¿No son con frecuencia infames? ¿El haber establecido su religión? Pero ¿no ha sido el fanatismo visiblemente el sostén de ese edificio? ¿La doctrina? Pero ¿no es ésta el colmo de lo absurdo? Creo, mis queridos amigos, haberos dado advertencias suficiente contra tamañas locuras. Vuestra razón influirá más que mis discursos, y sería deseable que no tuviésemos que quejarnos sino de haber estado engañados. Pero la sangre corre desde los tiempos de Constantino por establecer imposturas tales. La Iglesia romana, la protestante, la griega, tanta vana disputa y tanta ambición hipócrita, han trastornado la Europa, el África y el Asia. Pensad, amigos míos, en los hombres que esas querellas han hecho perecer; en esa multitud de monjes y de monjas convertidos por su estado en seres estériles. Ved cuántas criaturas perdidas, y observaréis que la religión cristiana ha hecho que perezca la mitad del género humano. Concluyo haciendo votos porque los pueblos lleguen lo antes posible a la práctica de la religión natural, de la que el cristianismo es declarado enemigo. Es esa religión santa, única que existe desde la cuna en el corazón de todos los hombres, la que nos ense-

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ña a no hacer a otro lo que no queremos que con nosotros mismos se haga. A dicha Religión Natural la he explicado en otro libro, escrito para vosotros, y que os lego, mis queridos hermanos. El día que aquélla fuese honrada por doquier, el Universo estaría compuesto por buenos ciudadanos, padres justos, hijos sumisos, amigos entrañables. Es la religión que reside en nosotros desde que tenemos uso de razón, pero que el fanatismo ha pervertido hasta el presente. ¡Ojalá pueda triunfar sobre los curas! ¡Ojalá haga desaparecer a esos fabricantes de mentiras! Pero ¡ay! voy a morir más lleno de deseos que de esperanza. JEAN MESLIER Etrépigny, 15 de Marzo de 1732.

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ENSAYO DE HISTORIA NATURAL SOBRE ALGUNAS ESPECIES DE MONJES escrito a la manera de Linneo Por JUAN DE ANTIMOINE “Las jaulas eran grandes, ricas, suntuosas y construidas por maravillosa arquitectura. Los pájaros grandes, bellos y afables con los visitantes, parecidos a los hombres de mi patria. Comían y bebían como los hombres; engordaban como hombres; dormían como hombres; en suma, a primera vista, se hubiera dicho que eran hombres. No lo eran, sin embargo, ni pizca, según la instrucción del señor Editué; pero haciendo constar que no eran seglares. Su plumaje, blanco en unos, negro en otros, gris en algunos, mitad blanco y negro en éste, en aquél todo rojo, en muchos blanco y azul, era cosa de ver. No trabajaban ni cultivaban la tierra. Toda su ocupación consistía en gozar, murmurar y cantar.” F. RABELAIS, PANTAGRUEL, LIB. V., CAPS. II, III Y VI

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Jean de Antimoine es un seudónimo. Por tratarse de una obra clandestina este ensayo fue atribuido a distintos personalidades del mundo científico. Pero el hombre detrás de este ingenioso texto fue Ignaz von Born (1742-1791), masón y minerólogo húngaro, colaborador de Federico II, cuya sátira titulada Monachologia figuró en el Index de libros prohibidos. También fue considerado como autor a Pierre Marie Auguste Broussonet (1761-1807) médico apasionado por la historia natural que fundó la Sociedad Linneana de París; pero es probable que éste se haya inspirado en el texto de Von Born. En una carta a Damilaville del 6 de julio de 1764 Voltaire manifiesta que no publicaría el Testamento de Meslier sin agregar “el maravilloso estudio sobre los Curas y la Religión Natural, que es una obra maestra”. De allí nuestra decisión de incluirlo en el presente volumen junto con el extracto que Voltaire hizo de la obra de Meslier. Recientemente fueron publicadas la Histoire Naturelle Des Moines: Ecrite D’Apres La Methode De M. De Buffon, Ornee D’Une Figure (1790) por Pierre Marie Auguste Broussonet y la Monochologia or Handbook of Natural History of Monks (1852) por Ignaz Born (ambas obras en Kessinger Publishing, 2009).

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Advertencia del traductor del latín

La obra que ofrezco al público no es una traducción puramente literal del latín. Me he permitido hacer algunas ligeras variaciones y adiciones al texto, y he añadido gran parte del Prefacio. Este trabajo ha sido publicado primero en Viena, reimpreso en Augsburgo, después en Londres, en alemán y en inglés. No se nombra al autor. Razones particulares que no sabré determinar, lo han decidido a conservar el anonimato, y yo me guardaré bien de publicar su nombre, como algunos periodistas han hecho. Varios periódicos han dado cuenta de esta obra, y la han juzgado conforme a los sentimientos que animaban a sus autores. El de esta traducción se ha atenido estrictamente al estilo de Linneo, del cual raras veces se separa. Sentimos que nuestra lengua no ofrezca suficiente número de términos técnicos para conservar por completo en esta traducción la noble sencillez del latín. Pero es de esperar que una vez cultivada esta rama de la Historia Natural, se introduzcan muchas voces técnicas de las que hoy carecemos. No dudo que los naturalistas llegarán dentro de poco a describir un gran número de especies y de variedades que en la actualidad son desconocidas. Cuando lea las siguientes descripciones, rogamos al lector tenga en cuenta que se refieren a especies

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que se encuentran en Alemania y en otros países del Norte, y que ofrecen ligeras diferencias con las francesas y españolas. Por ejemplo, el color de los tegumentos exteriores de la gran mayoría, se vuelve más claro a medida que uno se acerca a los trópicos. En España y en Italia, los franciscanos usan vestido gris hierro; y en Francia, las vestiduras de estas mismas especies son ya más claras que en Alemania; tan grande es la influencia del sol sobre la Naturaleza entera. Por lo demás, este ensayo sólo debe considerarse como una muestra de la historia general de las especies, a la cual se llegará sin duda escribiendo las de cada país. Por tanto, no recomendaré lo suficiente a los naturalistas que nos faciliten faunas particulares; una hispánica sería, sobre todo, sumamente útil. Del gabinete del Gran Lama A 21 de Agosto de 1784.

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PREFACIO

Desde el renacimiento de las letras, despojadas ya de todas las preocupaciones que las habían ensombrecido durante muchos siglos, las ciencias han comenzado a florecer en Europa. La Historia Natural especialmente ha hecho los más rápidos progresos. A los trabajos de muchos hombres célebres debemos el estado de perfección que en nuestros días ha alcanzado esa ciencia. Ellos han llevado sus investigaciones a todas partes, hasta los confines del globo. Repetidos viajes emprendidos para adquirir nuevas riquezas en ese sentido; la tierra removida en todos lados para extraer los minerales; las plantas conservadas en jardines inmensos; los animales mantenidos a gran costo en soberbias casas de fieras, han dado a los sabios los medios de poder escribir obras que a cada uno ha asegurado la reputación inmortal. Prolongado sería pagar a cada autor que en tal empresa se ha distinguido el tributo de elogio que se le debe. El campo es vasto; pero en el actual estado de los conocimientos, es casi imposible hacer grandes descubrimientos en Europa, donde debe uno contentarse con compilar. Preciso es emprender largos viajes para descubrir nuevos objetos. Me ha gustado la Historia Natural desde mi más tierna infancia, y a ella me he dedicado con ardor;

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pero carezco absolutamente de medios para viajar, y, no pudiendo conquistar más que un nombre discreto, he vuelto mis ojos hacia el hombre y he hecho un estudio ininterrumpido de nuestra especie. Me he consagrado a determinar las diferentes variedades de la raza humana. En primer lugar, he estudiado con cuidado sumo las diversas especies de animales que más se aproximan al hombre por su forma, y he establecido sus diferencias. Después de haber pasado revista a los monos tití, macacos; a los sátiros, faunos, tritones, etc., por casualidad he descubierto algunas especies de un género variado en extremo. Quiero hablar de los monjes, que me han dado el eslabón que sirve para unir al hombre con el mono. Las especies de este género tienen figura humana; no obstante, se diferencian substancialmente del hombre; algunos se acercan más al género de los monos, mientras un pequeño número tiene más características comunes con el hombre. Me guardaré muy bien de imputar un crimen a los naturalistas que me han precedido: el no haber hablado de este género, el monje, aunque lo hayan tenido al alcance de la mano; pero las especies tienen hasta tal punto aspecto humano, que al principio era difícil imaginar que pudieran constituir un género distinto. Confieso que debo únicamente a la casualidad semejante descubrimiento, que considero uno de los más importantes de este siglo. El camino abierto por mí es largo y podrán recorrerlo muchos naturalistas. Me es imposible describir en este breve ensayo todas las especies, pues su número es considerable; por otra parte, muchas son exóticas y apenas pueden resistir nuestro clima. No he tenido, por consiguiente,

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medios para poder apreciarlas. Es de esperar que en el futuro, los poderosos, impulsados a favorecer las ciencias, harán construir zoológicos a fin de conservar las diferentes especies de monjes de los países exóticos. Creo, sin embargo, que será muy difícil estudiar a fondo su economía animal, porque no se daría nunca la posibilidad de conservar suficiente cantidad de individuos de la misma especie para poder observar sus actos en sociedad. Estas casas de fieras serían, con todo, sumamente provechosas, ya que reunirían en un mismo sitio a todas las especies de un género tan singular. Los príncipes, verdaderos mecenas que las mandarían construir, estoy seguro que no experimentarían al visitarlas menos placer que las que actualmente encierran leones, tigres, cebras, rinocerontes y otras diversas fieras. En tales habitaciones veríamos las especies de Italia, de España, de Portugal, de América, de las Indias; los derviches, los santones, los brahmanes, los morabitos, etc.; puede ser que, cruzando las razas, llegáramos a obtener algún producto monstruoso que no pudiera ciertamente propagarse, pues sería como la mula, pero resultaría notable por su forma. Séame permitido para las primeras experiencias cruzar al capuchino con el monje del Japón, al cartujo con el derviche, al carmelita con el trapense, al padre de la Merced con el santón, al recoleto con el marmitón del Gran Lama, al dominico con el morabito, al trinitario con el imán de Argelia, etc. El talento y el celo de las personas admitidas para estos experimentos, estoy seguro que variarán las cruzas hasta el infinito. Entre las especies más raras y cuya adquisición será más difícil, cuento con un Gran Lama, un mufthi, un patriarca armenio, y algunos otros.

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O bien tendremos que contentarnos con alguna pequeña parte, como por ejemplo con estiércol, con polvo del Gran Lama, etc., o se procurará adquirir al individuo relleno de paja, o mejor aún, conservado en espíritu de vino, recomendando a los naturalistas que quieran emplear en sus viajes este último procedimiento, que sumerjan las especies aún vivas en el espíritu de vino para que conserven mejor sus colores. Bueno será también tener brazos anquilosados de brahmanes, colgantes orejas de pegú, prepucios infibulados con anillos de dos libras de santones, ruedas de los indios, disciplinas de cuero, de pergamino, de plomo, de latón; con puntas, sin ellas; con nudos, sin ellos; cilicios, de ganchos, de espinas, dobles, triples, movibles, provistos de pimienta, de vinagre, de calaveras; reclinatorios, sacos de crin, mordazas, cadenas de hierro, de cobre, cenizas, bulla, trabajos de los cartujos, crucifijos en botellas de cuello estrecho, etc., etc. Se podrían añadir a esta colección los sacos de los penitentes españoles o italianos; blancos, azules, azules y blancos, rojos, amarillos, grises, etc. Como hubo en los tiempos remotos muchas especies que fueron destruidas, bueno sería poseer algunos de sus restos. Los naturalistas, filólogos y anticuarios podrán también ilustrarnos acerca de algunas cuestiones interesantes, como por ejemplo la de saber el procedimiento empleado para mutilar a los sacerdotes de Cibeles, si por él estaban condenados al cáncer si no tenían barbas; si las Vestales bebían siempre agua en la que hacían una infusión de flores de sauce. No ofrecería menos interés inquirir la causa del epíteto de indigno que los capuchinos adoptan constantemente; habría asimismo algunas preguntas que hacer relativas a la jurisprudencia monacal, verbigracia; si un jacobino, noble Guzmán, debe ceder el paso a un mínimo labrador

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calabrés, o si éste a un capuchino italiano. Si el diocesano tiene el derecho de castigar a los vagabundos, si los libertinos a los ignorantes, a los postulantes, a los hipócritas; si el solemne voto de pobreza impide el uso, manejo y empleo del dinero o no; por qué no hay ningún individuo de estas especies lisiado; si se podría darles armas para combatir; si un capuchino que estando de centinela fue muerto en el sitio de Barcelona debe figurar en la Leyenda martyrum ordinis Capucinorum. Yo creo que sin duda muchas especies podrían suministrar excelentes soldados. La Historia de la Liga, la de San Bernardo, la del Terror de los Albigenses, la de la Inquisición en España y Portugal, la de los Capuchinos en Córcega, son datos suficientes para persuadir a cualquiera. Por otra parte, así como los indios emplean a los elefantes como parte activa en los combates, los africanos los toros salvajes, etc., nosotros podríamos emplear especies diferentes de la nuestra. Se podría también hacer uso de ellas para llevar a cabo las ejecuciones, imitando a esos pueblos tan sensibles de la India que no matan jamás a sus semejantes, pero que los echan a los elefantes; al igual que los antiguos, que condenaban a los criminales a ser devorados por las fieras. La conducta de los calificadores de la Inquisición, de los jesuitas en el Paraguay, etc., son otras tantas pruebas que nos confirman que las especies de este género podrían ser sumamente útiles desde este punto de vista. Si la afición por los espectáculos sangrientos no hubiera decaído del todo, se podría además hacer combatir, en lugar de gladiadores o toros, diversas especies unas contra otras, y no dudo que podría sacarse gran provecho.

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Los climas cálidos favorecen particularmente a las especies de esta clase, y son más favorables para su multiplicación. No nos atrevemos a asegurar positivamente el modo en que se han reproducido, pues los naturalistas no dejarían de alzarse contra nuestra afirmación. Estamos persuadidos de que todos los seres son producidos por sus semejantes, y que el azar, disfrazado por los antiguos bajo las denominaciones de espíritu de vida, naturaleza plástica, fuerza generatriz, etc., nada produce y únicamente sirve de velo a la ignorancia. Después de los descubrimientos de Harvey de Leuwenhock acerca de la generación, no deberíamos dudar de que los gérmenes no sean preexistentes a cada individuo; pero, asimismo, nos parece probado que la mayoría de las especies de este género debe su origen a la podredumbre. No me permitiré, sin embargo, reflexionar sobre este punto, y básteme decir que podría citar en mi apoyo un gran número de valiosas autoridades. Muchas especies de animales que existieron en otro tiempo hoy no existen; se encuentran solamente sus restos fósiles, que sirven para indicarnos que existían en los tiempos más remotos. No buscaríamos en vano en la Naturaleza multitud de formas si tuviéramos las obras de naturalistas de los tiempos en que el rinoceronte se paseaba por los bosques de Fontainebleau o los Moncouk, se cavaban en Siberia cavernas subterráneas, o el anónimo no estaba aún relegado al fondo de Virginia, o los cuernos de Romion figuraban en las mesas de la gente de paladar delicado. Si tales obras, repito, existieran, y contuviesen acabadas descripciones de todos esos seres, y tan bien hechas como las historias de los tiempos antidiluvianos,

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no tendríamos ahora el disgusto de no poder establecer mejores sistemas, y las especies no serían de manera alguna destruidas por la Naturaleza, porque los animales, mientras no son descritos, no existen realmente. He juzgado el apuro en que se encontrarán nuestros descendientes partiendo del que nosotros experimentamos, y estarán aún más expuestos a equivocarse, porque a nosotros al menos nos quedan los fósiles, y las especies del género el monje no suministrarán fósiles distintos a los del mono; los tegumentos externos que los distinguen no podrán petrificarse al igual de los moluscos, orugas de mar, lombrices, etc., de los cuales no se conoce ningún fósil. Quedarán aún algunas imágenes en platos y vasos que no hayan sido transformados en moneda; pero desde que los pintores y escultores han desarrollado su talento, por extraña casualidad ya no representan frailes, o han cambiado en monedas los modelos de los que se pintaban o modelaban antes; y si alguno ha quedado, nuestros descendientes no podrán jamás formarse idea cabal de esos seres extraordinarios, atendiendo a tan defectuosa representación. Los príncipes, ocupados antiguamente en aniquilar en sus reinos las bestias dañinas, como lobos, zorros, gorriones, gavilanes, etc., parece que han dirigido a otra parte la mirada, y para seguir haciendo el bien al género humano, exterminan poco a poco las especies de monjes. No queda, pues, otro medio de transmitir a la posteridad el conocimiento de tan singulares especies que no sea describirlas con sumo cuidado. Si se hiciese un sistema general de los monjes, se los podría dividir en diferentes clases, y, a su vez, cada una de estas clases en varios órdenes; por ejemplo: en barbudos e imberbes; en blancos, negros, píos, empenachados, etc.; los que se alimentan de carne, de pescado, de vegetales.

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Se deben considerar los características específicas de la cabeza, de los pies, de la parte posterior, del capuchón, de los tegumentos. La cabeza es velluda, cubierta de pelos, rapada. Varía por la corona hemisférica; la corola velluda, estriada; la cara imberbe, barbuda. Los pies, calzados, medio calzados, desnudos. La capucha es mudable, fija, móvil, floja, puntiaguda, en forma de embudo, de corazón. La parte posterior, cubierta, semicubierta, desnuda. Los tegumentos: El hábito: es preciso fijarse en la calidad de la tela, el color, si es ancho o estrecho. El escapulario: si es ancho, estrecho, colgante en forma de lengua, obtuso, corto o largo por detrás. El capuchón: se debe distinguir en pectoral y dorsal. El alzacuello: si está cosido al hábito, si es ancho, tieso, o si no existe. Las mangas: del largo de los brazos, angostas, anchas, en forma de saco. El manto: largo, corto, plegado, de la longitud del cuerpo. Los tegumentos internos: La camisa: de lienzo, de lana. El cinturón: largo, cilíndrico, de cuero, de lana, de cáñamo, nudoso, etc. Preciso es, sobre todo, observar los gritos o los tonos; si son melodiosos, desagradables; como quien canta, como quien reza; de garganta, de nariz; quejosos, alegres, gemidores, ladradores, aulladores, gruñidores, etc. La marcha: lenta, presurosa, perezosa, ruda. El aire: severo o lascivo, rústico, abotagado, pesado, ligero, modesto, hipócrita, etc. Las costumbres: las horas en que grita, el silencio, las ocupaciones, el alimento, la bebida, el olor, el lugar de su vivienda, las metamorfosis, las especies bastardas, la historia de la especie, su origen, su destrucción actual o futura; en fin, las diferencias entre la hembra y el macho.

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EL MONJE

DEFINICIÓN

Animal con figura humana, encapuchado, que aúlla durante la noche, atormentado por la sed. DESCRIPCIÓN

Cuerpo erguido, bípedo, torso encorvado, la cabeza inclinada hacia adelante, siempre adornado con un capuchón; el cuerpo cubierto por todas partes, excepto en algunas especies en que los pies, la parte posterior, las manos y la cabeza están desnudos; por lo demás, un animal avaro, sucio, que exhala un olor fétido, inactivo, que prefiere carecer de todo a trabajar. Al salir y al ponerse el sol, y también por la noche, los monjes se reúnen y gritan todos juntos apenas uno de ellos da el ejemplo; acuden presurosos al son de la campana, marchan siempre en parejas, van vestidos de lana, viven de la rapiña y la limosna; dicen que el mundo ha sido creado únicamente para ellos, se multiplican furtivamente, atacan y combaten a los de su propia especie, en sus asambleas se deshonran por alcanzar los puestos lucrativos y superiores, y preparan emboscadas a sus enemigos. La disciplina y el calabozo se reservan únicamente para los individuos que piensan y hablan de modo distinto al jefe.

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La hembra sólo se diferencia del macho en que lleva velada la cabeza; es más limpia, no sale casi nunca de su habitación, que cuida de tener muy aseada. De joven le gusta jugar, toma todo lo que encuentra, mira en torno suyo y saluda sonriendo a los hombres. Las adultas y las viejas son maliciosas; muerden y enseñan los dientes cuando están enojadas. DIFERENCIAS

El hombre habla, razona y quiere; el monje, generalmente callado, ni razona ni tiene voluntad y está sometido absolutamente a su superior. El hombre lleva la cabeza alta; el monje inclinada y con los ojos fijos en la tierra. El hombre gana el pan con el sudor de su frente; el monje engorda en la ociosidad. El hombre habita en compañía de sus semejantes; el monje busca la soledad, se oculta, huye de la luz del día. De lo que se deduce que el género monje es muy distinto del género hombre, e intermedio entre éste y el del mono, al cual se aproxima hasta el punto de no diferir de él más que por la voz y por la calidad de los alimentos. USO

Un peso inútil sobre la Tierra, nacido para comer y beber. METAMORFOSIS

Planta. Granos, con cotiledones en flor, en grano. Insectos. Huevo, oruga, crisálida, insecto perfecto.

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Cuadrúpedo, feto, niño, joven, adulto. Sapos. Huevo, renacuajo, sapillo y sapo. Monjes. Aspirante, novicio, hermano, lego, reverendo padre.

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EL BENEDICTINO

DESCRIPCIÓN

Sin barba, la cabeza afeitada, con corola lineal: los pies calzados, la parte posterior cubierta con un calzón; el hábito negro, de lana, envolviendo completamente el cuerpo y las extremidades inferiores; el capuchón suelto, casi redondo, ancho; el escapulario colgante, liso, de la longitud del abdomen; cuello tieso, bordado de blanco; el cinturón de lana o de seda, ancho; el manto negro, descendiendo hasta los talones; los tegumentos interiores, negros por lo común; las mangas estrechas, plegadas con el puño y un poco levantadas. ECONOMÍA ANIMAL

El aire lánguido, la marcha lenta, la cabeza alta. Cuatro veces durante el día y a medianoche deja oír sus gritos, y algunas veces también al primer canto del gallo, sonidos sordos, lentos y graves; es entonces cuando se viste con un gran hábito plegado con mangas muy anchas, y ostenta en la cabeza un bonete cuadrado. Come de todo, rara vez ayuna, bebe a las cuatro de la tarde, y está siempre atormentado por la sed de riquezas; recoge cuidadosamente las monedas para guardarlas en su caja. Algunos se contentan con vegetar;

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otros muestran alguna afición al estudio; pero éstos constituyen el menor número. Cuando sale de su habitación, se quita la capucha y se ciñe el escapulario por medio del cinturón, y defiende la cabeza de las injurias de la atmósfera merced a un sombrero ancho. La hembra oculta su frente y sus mejillas bajo un velo blanco por debajo y negro por arriba. Los dos sexos ofrecen gran número de variedades, y ruego a los naturalistas que estén en condiciones de examinarlos en sus propias guaridas, que nos proporcionen los caracteres esenciales de cada uno. Se encuentra generalmente esta especie en los países montañosos, por los que muestran decidida predilección, y rara vez puede estudiarse en las ciudades y sitios frecuentados. Sigue la regla de San Benito, padre de los monjes de Occidente. Clemens Reynerius, Apostolatus benedictine, fol. Duaci, 1626. Antonio de Yepes, Chronicon generale ordinis S. Benedicti, fol. Colonix, 1648. P. Paolo Morigia, Istoria di tutte le Religioni che sono state al Mondo, in Venezia, presso Gio Batt. Bonfadio, 1586, in-12.º.

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EL DOMINICO

DESCRIPCIÓN

Sin barba, corola velluda continua, pies calzados, la parte posterior cubierta, hábito de lana blanco, cinturón de correa de unos tres dedos de ancho, capuchón móvil levantado en forma de joroba hacia la cabeza, de bordes sinuosos, con un apéndice o escudo sobre el pecho, puntiagudo sobre el dorso, con una sutura longitudinal dividiéndolo en dos partes; mangas de la longitud del brazo, anchas y plegadas; cuello blanco apenas visible por estar cubierto generalmente por una gran papada y un robusto morrillo repleto de grasa; cuando sale se cubre con un gran manto negro de lana que oculta el hábito blanco; los tegumentos interiores generalmente blancos; las mangas de la camisa estrechas y sobresaliendo de las anchas del hábito. Los hermanos legos no usan manto y no se quitan nunca la capucha ni el escapulario negro. ECONOMÍA ANIMAL

El aire hipócrita, el andar lascivo, la fisonomía pérfida; ladra hacia medianoche y es su voz desagradable y ronca. Tiene gran olfato y husmea a gran distancia el vino y la herejía; come de todo. El hambre es una de las

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pruebas a la que se somete a los novicios; los veteranos prescinden de toda ocupación y todo cuidado; hacen un dios de su vientre, se alimentan con suculentos manjares, se acuestan en mullidos lechos, reposan tranquilamente, duermen mucho y siguen el mismo género de vida que ciertos animales inmundos a fin de que todo lo que comen se convierta en grasa. La mayoría exhibe vientres colosales; los viejos, por ser los más tripones, son también los más estimados. Combaten el dogma de la Inmaculada Concepción; tal vez por eso se inclinan por las mujeres públicas. Esta especie es el mayor enemigo del género humano y de la sana razón. Es poco numerosa, porque la sabia previsión del Creador así lo ha dispuesto. Acecha su presa desde lejos, cayendo sobre ella al menor descuido, y asiéndola por la astucia o por la fuerza, acaba por arrastrarla a la hoguera; entonces se ve alrededor de ella la turba de monjes, que sólo respira sangre, insultar los sufrimientos de la víctima cuyos despojos se reparte, y aplaudirse a sí misma con aullidos y horribles ladridos. El Gran Inquisidor es el más terrible de todos: da, como el basilisco, la muerte solamente con la mirada. Son sumamente peligrosos en España, Portugal y la América Meridional: los de Francia no están completamente limpios de veneno; pero, como viven en un clima templado, son algo más tratables; esto no quita que se vuelvan terribles si se los transporta a un país más cálido. Cambian constantemente de color, y parecen píos: la Naturaleza los ha criado así, con el fin de que se vuelvan sospechosos e inspiren desconfianza a quienes los vean. El Creador tuvo la bondad de inspirar a los príncipes la idea de exterminar a esta perniciosa especie.

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La hembra no se diferencia del macho más que por un velo negro y por sus costumbres menos feroces. Sigue las leyes de un español llamado Domingo, que fue el primero que condenó hombres al fuego, mediante la sanción del Santo Padre, quien para que nunca faltara una raza exterminadora, estableció en el siglo XIII tal especie de monjes, que pretende inculcar su doctrina a hierro y fuego. Un perro rabioso llevando en la boca una antorcha encendida, que parece anunciar el suplicio y la tortura, es el símbolo que esta especie cruel ha elegido para diferenciarse de las otras. Antonius Senensis, Chronicon Fratrum ordinis Prædicatorum, in 8.°, París, Nivelles, 1585. Baronius Vincentius, Libri quinque apologelici pro... moribus Ordinis Prædicatorum, in 8.°, 2 vol., París, Piget, 1666. P. Paolo Servita, Istoria della sacra Inquisizione; opera pía, dotta e curiosa del R., in 4.°, Serravalle, dalla Stamperia di Albicocco, 1838. José Francisco de Isla, Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, predicador general del Colegio Santo Tomás de Madrid, in 4.°, 1787.

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EL CAMALDULENSE

DESCRIPCIÓN

Barbudo, la barba larga hasta el pecho, la cabeza afeitada, pelo corto formando una corola lineal; la parte posterior cubierta por un calzón, los pies calzados con sandalias de madera; hábito de tela rústica, blanco, descendiendo hasta los pies; capuchón redondeado y suelto; las mangas de la longitud del brazo; escapulario tan largo como el hábito, sujeto al cuerpo por un cinturón de tela blanca; el cuello estrecho, cosido al hábito; el manto blanco, amplio, envolviendo todo el cuerpo y cayendo hasta los pies; una túnica de lana en vez de camisa; algunas veces un cilicio lleno de espinas dirigidas hacia fuera.

ECONOMÍA ANIMAL

Aire severo, andar pesado. Canta en comunidad siete veces al día y también a la medianoche; lanza un son gutural, sepulcral y lánguido; permanece en silencio en su habitación, donde, según dice, está en meditación constante; vegeta en la ociosidad y rara vez se aleja de su morada. Come pescado, huevos y vegetales; en tiempo de vigilia desnaturaliza las legumbres y la harina, saturándolas con aceite; apaga la sed con vino.

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Cuando por casualidad se aparta de su habitación, se desprende de las sandalias y usa zapatos. Los hermanos legos se ciñen el hábito con una correa. La hembra no se diferencia del macho más que por un sayo con que se cubre la cabeza. Se los encuentra en las montañas, bosques y sitios escarpados. Siguen la regla de Benito por orden de un cierto Romualdo, que habiendo visto en sueños subir al Cielo por una escalinata a unos monjes blancos, por ese aviso sobrenatural cambió por el blanco el hábito negro de los Benedictinos. Esta especie es bastante rara y ya no se encuentra en los países sometidos a la casa de Austria. En 1782 se llevó a cabo en esos países una cacería general que destruyó los últimos individuos. P. Guido Grandis, Dissertationes de antiquit. ord. Camaldulenses, Lucæ, 1708. Carl Pfeiffersberg, Columnae militantis ecclesiæ sive sancti, et illustres viri, in fol., fig. Norimb., 1725. Pierre Helyot, Histoire des ordres monastiques religieux et militaires, tome V, chap. XXI, in-4.°, París, 1714. La Opere de Giovanni Cassiano, delle Costituzioni e dell’origine de’ monaci, tradotte da Benedetto Rufi, eremita camaldolese, in Venezia per Michel Tramezzino, in-4.º, 1563.

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EL FRANCISCANO

DESCRIPCIÓN

Sin barba; la cabeza afeitada; la corola velluda y completa; los pies a medias calzados; cubierta la parte posterior; sayo de paño buriel; capuchón movible casi en forma de corazón; la capilla pectoral redondeada; la dorsal triangular, bajando hasta el cordón blanco con tres nudos que ciñe con dos vueltas el abdomen; las mangas del largo de los brazos y bastante anchas para poder ocultar en ellas las manos; no llevan escapulario; el manto buriel truncado, descendiendo hasta un poco más abajo del trasero, sujeto por un pedazo de hueso sobre la parte anterior del tórax; los tegumentos internos de paño, para producir cosquillas en la piel; el delantal, también de paño, alrededor de las nalgas y adherido a la túnica, largo hasta las rodillas aproximadamente. ECONOMÍA ANIMAL

El aire rústico, el andar acompasado, la ropa completamente cubierta de pequeños sacos en forma de embudo, donde guarda sus comestibles; los de debajo del sobaco le sirven para que el tabaco fermente, los del pecho encierran la caja de rapé, los de las mangas el pañuelo; exhala un fuerte olor a macho cabrío, y se lo ve alguna vez rumiar cuando se entrega al

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reposo; desprecia el oro y la plata y sólo piensa en atrapar pan, carne o pescado, que componen ordinariamente su alimentación; mendiga, y, quitándose el capuchón, ofrece en prueba de reconocimiento tabaco a quienes lo socorren; posee un arte singular para convertir en un instante los amuletos, rosarios, reliquias, Agnus-Dei, escapularios, imágenes y otros muchos talismanes, en vino y comestibles; se bate con los individuos de su especie, y se deshace algunas veces en secreto de sus enemigos; canta frecuentemente durante el día, y desde la medianoche hasta rayar el alba; su voz suena áspera y muy alta; los novicios padecen un año de prueba. La hembra es completamente parecida al macho, sólo que se cubre la cabeza con un pedazo de tela negra: se las encuentra en las aldeas y ciudades. El número de variedades de esta especie es casi infinito; difieren únicamente por su economía, género de vida y aire especial, y no merecen ser consideradas como especies distintas. La híbrida, que sale de tanto en tanto de Irlanda, cultiva algunas veces sus cualidades intelectuales. Es el verdadero y eterno hijo de Francisco, que, por divina inspiración, predijo que el fin del género humano sería anterior al de su especie; puede ser que porque la economía de la naturaleza no se altere, pues sabido es que cada especie animal no es más que un eslabón de la gran cadena que une a todos los seres, y ésta se rompería si una pulga o piojo solamente fuesen destruidos. Hállase en los anales de esta especie que su creador, Francisco, tuvo a un cochino por primer compañero de sus trabajos. Muy preocupado estaba respecto de que Inocencio III aprobase su manera de vivir, cuando vio un cerdo revolcarse en un charco; incitado por tan bello ejemplo, hizo él lo mismo, y

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se presentó a Su Santidad completamente cubierto de lodo, e impresionado aquél por acto tan piadoso, bendijo, en los comienzos del siglo XIII, la orden del Franciscano. Henricus Sedulius, Historia seraphica vitæ B. P. Francisci Assisiatis, in-fol., fig. Antuerp. Nutius, 1613. Bartholomaeus de Pisis, Liber conformitatum, in fol., G. Ponticus, 1510. Jacobus de Voragine, Legenda aurea, in-4.°, Lugduni, 1514. Erasmus Alberus, L’Alcoran des Cordeliers, 2 vol., in-4.°, fig. Amsterdam, 1734.

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EL CAPUCHINO

DESCRIPCIÓN

La barba, las mejillas y el borde superior de la boca cubiertos por largos pelos; la cabeza afeitada, la corola velluda, interrumpida hacia el sincipucio; los pies calzados a medias; el cuello y la parte posterior desnudos; el sayo de paño, compuesto de jirones a medio usar, cosidos entre sí, pardo, formando sobre el abdomen dos pliegues longitudinales; el capuchón movible, alargado y puntiagudo; las mangas largas, anchas, sirviendo de envoltura a los velludos brazos; no usan escapulario; el cordón blanco, con tres nudos; el manto cortado sobre las nalgas, cubriendo los hombros, el abdomen y las extremidades superiores; carece de tegumentos interiores. ECONOMÍA ANIMAL

Aire miserable; marcha perezosa; fisonomía siniestra, muy parecida a la del orangután. Exhala un olor fuerte; esconde todo lo que le dan en el capuchón y en las bolsas que lleva bajo los sobacos; le basta con levantar un poco sus ropas para hacer libremente sus menesteres, y se limpia con el extremo de una cuerda. Tiene sumamente flexible la espina dorsal, y toca el suelo con la frente al menor gesto de su superior; no busca el oro ni la plata, pero está

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continuamente a la caza de piojos que lo molestan, a los que, sin embargo, no mata nunca. Se bate con los individuos de su propia especie, pero su cólera se apacigua fácilmente pasándole con dulzura la mano por la barba, a la que cuida con esmero; ladra a ciertas horas del día y de la noche en tono nasal y desagradable; devora y bebe de todo indistintamente; los más barbudos tienen el privilegio de llevar, cuando van de camino, frascos llenos de aguardiente, que colocan en el fondo de la capucha, para confortarse; el silencio es su estado natural. Apenas si tienen alguno que otro pensamiento; la necesidad los obliga a alejarse de su morada para mendigar el alimento; recogen y extienden paja, sobre la cual se entregan al sueño. La hembra usa el velo superior negro y el inferior blanco, y uno y otro en forma de corazón, sobre la frente; lleva el cuello desnudo, y blanca la envoltura del seno. Prueban a los novicios durante un año, haciéndoles fregar la vajilla, ir por leña, limpiar la porquería, etc. Los hermanos laicos tienen la cabeza cubierta de largo pelo; son semejantes a las larvas o a las crisálidas que no han adquirido todavía los caracteres propios de la especie: les falta el capuchón. Se los encuentra en las aldeas y ciudades pequeñas. Esta especie fue creada por Francisco y reglamentada por Mateo Baschi, quien, no pudiendo resignarse a obedecer después de haber mandado, salió de su convento y, con la aprobación de Clemente VIII, desgarró la capucha puntiaguda que había recibido del Cielo.

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Zacharias Boverius, Anuales capucinorum, in-fol. Lugd., 1632. Guillaume Cacherat, Le Capucin défendu contre les calomnies de Me Pierre Du Moulin, in-8.°, Paris, 1642. S. Rouillard, Les Gymnopédes, in-4.°, Paris, 1624. La guerre séraphique, ou histoire des périls qu’a couru la barbe des capucins, etc., in-12.°, Amster., 1734.

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EL AGUSTINO

DESCRIPCIÓN

Sin barba; rasurada la cabeza; corola cubierta de pelo, no interrumpida; solideo negro, redondo, compuesto de cinco piezas; semicubierta la parte posterior; desnudo el cuello; los pies calzados a medias; el sayo de paño negro, bastante ancho; una correa negra ciñendo la cintura y colgando sobre la región umbilical hasta debajo de la rodilla; el capuchón movible, corto, casi en forma de corazón; la capilla pectoral redondeada; levantada la dorsal y terminada en ángulo agudo; las mangas de la longitud del brazo, plegadas en el puño; el manteo negro descendiendo hasta la rodilla. ECONOMÍA ANIMAL

Aire de idiota; crapulosa la fisonomía; andar de bobo; canta algunas veces durante el día y a medianoche; lanza sonidos melancólicos y sumamente agudos; en ocasiones, a pesar de la crápula y la ociosidad, enflaquece mucho; en varias ciudades, y sobre todo en Viena, sirve para guardar los intestinos de los príncipes rellenos de aromas. Es carnívoro, y está siempre atormentado por una sed inextinguible; se lo tomaría por un animal hidrófobo, pues jamás prueba el agua. Sin embargo, no muerde ni presenta otra señal de rabia; canta más

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alegremente cuando la vid promete abundante cosecha. El vino, que consume en abundancia, apaga en él el fuego del apetito carnal; por tanto, se cuida muy poco de su hembra, de la cual se encuentran pocos conventos, sobre todo en las comarcas vinícolas, donde no hay ninguno. Se lo encuentra en las ciudades y aldeas, especialmente en las cercanías de los bosques. Sigue las reglas de Agustín, que un portugués, Tomás de Jesús, reformó en el siglo XVI, dejando a la noble casa de Andrade el famoso título de padre de una numerosa descendencia. Nicolaus Crusenius, Monasticon Augustinianum, in-fol., fig. Monachismi, 1622. Elssius, Encomiasticon Augustinianuln, in-fol., Bruxelles, 1654. Martin Luther, Ejusd. ord. de votis monasticis iudicium, in-8.°, Witemb., 1521.

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EL TRINITARIO

DESCRIPCIÓN

Sin barba; la cabeza afeitada; un mechón de cabellos hemisférico; calzado a medias; semicubierta la parte posterior; la túnica blanca, de lana, sujeta con un cinturón negro, un tanto levantado sobre los bordes del escapulario; el capuchón flojo, blanco; las capillas pectoral y dorsal, corta y redondeada la primera, la segunda más larga y puntiaguda; el escapulario estrecho, más corto que la túnica y adornado con una cruz; las mangas plegadas y de la longitud del brazo: el manteo negro, ancho, con una capucha del mismo color, encerrando completamente la capucha blanca de la túnica; una cruz roja y azul sobre el escapulario y el lado izquierdo del manto; los tegumentos interiores de lana. ECONOMÍA ANIMAL

El aire grave, preocupado; la fisonomía exótica; deja oír a medianoche sonidos disonantes y desagradables: es ictiófago en su morada, pero se acomoda a todo fuera de ella; prefiere, sin embargo, las entrañas de los animales a cualquier otro alimento; es ávido de carne humana, sin que pueda, no obstante, decirse que es antropófago; se lo ve en todos los mercados donde son vendidos los hombres; despoja a los europeos, y lleva enseguida su presa a los piratas africanos,

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para recibir de ellos esclavos; se deja la barba cuando va a esa repugnante feria. Esta especie es sumamente variada en España y Portugal; se ven allí individuos bien calzados y mejor vestidos, apandar piadosamente los cuartos; los naturalistas de estos países han descubierto la antipatía mortal de esta especie hacia el famoso y valiente marino Barceló, que llevó a cabo la redención de cautivos sin el escapulario y sin la cruz roja. Semejante este monje a los que están constantemente de viaje o a los mercaderes ambulantes, no tiene hembra, excepto, acaso, en las más cálidas provincias de España; pero se acomoda gustoso con las hembras de las otras especies. Los que visiten con sus mujeres las viviendas de esta especie, deben reparar atentamente en el ciervo de grandes cuernos que acompaña a Juan de la Mata y al bienaventurado Valois, que por instigación de dicho ciervo, separaron a sus discípulos de los otros monjes y los convirtieron en una especie particular, en el siglo XII. Cuando este monje termina sus migraciones, establece en las ciudades sus cuarteles de invierno. El Padre de la Merced es una variedad de esta especie. Annales Ord. SS. Trinit., in-fol., Romæ, 1683. Jean-Baptiste de La Faye, Relation du voyage pour la redemption des captif aux royaumes de Maroc et d’Alger, in12.º, Paris, 1726. Théophile Raynaud (pseud. René de La Vallée), Hipparque du religieux marchand, 1645.

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EL CARMELITA CALZADO

DESCRIPCIÓN

Sin barba; la cabeza afeitada; corola peluda, no interrumpida; los pies calzados; cubierta la parte posterior con un calzón; el sayo de paño pardo; el capuchón flojo, ancho; la capilla pectoral corta, redonda; la dorsal triangular, llegando hasta el trasero; cuello de paño pardo o negro; las mangas largas, anchas; el cinturón negro, pasando por la región umbilical, sin sujetar el escapulario; el manto tan largo como el sayo, de lana blanca y adornado de una capucha muy floja y de dos capillas, una dorsal y otra pectoral, que constituyen una envoltura completa del sayo; la camisa de lienzo. ECONOMÍA ANIMAL

Aspecto robusto; semblante enrojecido; fisonomía impúdica; espaldas anchas; paso firme. Se engorda con carne; deja oír día y noche un áspero sonido. Es reñidor, disoluto; busca camorra y le gusta batirse con los individuos de su misma especie; es más peligroso encontrarse a su paso, cuando está poseído por la ira, que tropezar con un toro; tiene especial afición a las riñas y las citas nocturnas; sus órganos sexuales alcanzan en algunos países un desarrollo

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monstruoso; no contento con su hembra, suele algunas veces violar mujeres como el orangután. La hembra de esta especie es común también a la siguiente. Se la encuentra en las ciudades, y generalmente en sus barrios extremos. Engendrado por Elías y Eliseo, ha degenerado extraordinariamente; apareció por vez primera sobre el Monte Carmelo. Acta Sanctorum ad diem XX Julii, in-fol., Antuerp. Cartagena, De antiquitate ordinis Montis Carmel, in-8.°, Ant., 1620. Mirœus, Ordinis Cannelitani origo, in-8.°, Antuerp. 1610. Joan Balleus, Ejusd. Ord., Bibliot. Mundi, in-fol. Lon., 15...

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EL CARMELITA DESCALZO

DESCRIPCIÓN

Sin barba, la cabeza afeitada; la corola provista de pelos, no interrumpida; los pies medio descalzos; la parte posterior medio cubierta; el sayo de paño pardo, ceñido al cuerpo por un cinturón ancho y negro; el escapulario anterior estrecho, obtuso, más corto que el sayo; el capuchón flojo, amplio, arrugado, unido a la capilla pectoral, casi redonda y a dorsal, puntiaguda; las mangas de la longitud de los brazos recogidas; el manto de paño blanco baja hasta las rodillas y tiene un capuchón flojo, suelto, que puede echarse hacia atrás; una capilla pectoral casi redonda, y la dorsal triangular; los tegumentos internos son de lana. ECONOMÍA ANIMAL

El aire bastante modesto; anda con lentitud y a pasos contados; come indistintamente pescados, huevos, lácteos y farináceos; no prueba la carne; prefiere la cerveza a cualquier otra bebida; sin embargo, está obligado a beber algún vino todos los días; cuando se halla repleto, duerme, según la regla; en medio de la noche deja oír una voz monótona y bronca. Esta especie es muy amiga de la limpieza; rechaza a las jóvenes que tienen piojos o ladillas; hace pedazos la ropa vieja de los individuos, y los conserva cuidadosamente en si-

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tios excusados; los novicios están encargados de lavar estos trapos después que han servido; admirable economía de la Naturaleza que ha dado a cada especie un instinto particular para aprovecharlo todo: así como el ave hace comer a los pequeñuelos sus secreciones; así como el Gran Lama... ¡Oh profundidad! La hembra vive con un poco más de austeridad que el macho; cubre su cabeza con un velo y no se reúne jamás en comunidad sin envolverse en un manto, mucho más largo que el de los machos. Se los ve en rebaños por las ciudades; algunos viven aislados en ermitas; éstos, como las serpientes de cascabel, llevan una campanilla cerca de la cola y la menean cada vez que sienten el aguijón de la carne y quieren anunciar su buena fortuna a todos los de su especie; entonces, cada uno de ellos revela su placer con gritos sordos y aplaude el feliz presagio, modo ingenioso de dar a conocer en un instante a todo el bosque el ardor concupiscente que uno solo experimenta. Estos anacoretas no se afeitan la barba al volver a sus habitaciones. Alberto, patriarca de Jerusalén, en 1205 redujo a una sola especie varias familias en otro tiempo dispersas por el Asia. Una doncella española, Teresa, la restableció en el siglo XVI; por su orden se pusieron el calzón remangado y se descalzaron. Acta Sanctorum, mensis april. ad diem VIII. P. Helyot, Histoire Des Ordres Monastiques Religieux Et Militaires, tom. 1 , c. 46 y 47, 1714. François de Sainte Marie, Histoire générale des Carmes déchaussés et des Carmélites, in-fol, 1655. Histoire du desert des Carmes Dechaussés, dit Las Batuecas, sous le titre “Les cinq mots de Saint Paul”, in-4.°, fig. Matriti, 17...

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EL SERVITA

DESCRIPCIÓN

Sin barba en los climas templados, barbudo en los países del Norte; la barba larga, partida, generalmente roja; la corola filiforme, provista de pelos, interrumpida en el sincipucio; desnudo el cuello; calzados los pies; la parte posterior cubierta con calzones; el sayo de paño negro; el capuchón movible, casi en forma de corazón, unido a las capillas, de las que la pectoral es corta, redonda, y la dorsal triangular; el escapulario ancho, obtuso, libre; las mangas de la longitud de los brazos, recogidas; el cinturón de cuero negro, colgante sobre la extremidad inferior izquierda; el manto de paño negro, truncado alrededor del fémur; el capuchón amplio, redondo, sombreando los hombros y la cabeza. ECONOMÍA ANIMAL

El aire, judaico; perezoso el andar; come y bebe de todo; turba el sueño de sus vecinos durante la noche haciendo oír sonidos temblorosos, que saca del fondo de su gaznate. Inclinado a la avaricia y a la lujuria; usurero, no repara en los medios de recoger monedas, que conserva cuidadosamente; sin embargo, tiene, como todos los avaros, el aire pobre; se disciplina los miércoles

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y los viernes, y sus pobres e inocentes nalgas expían los pecados de la avaricia y de la carne. En Italia no tiene barba, pero la ha recobrado en Alemania a fin de atraerse al capuchino Baschi, favorito de María Julia, viuda del archiduque. Esta princesa es quien ha trasplantado a Alemania dicha especie; se la puede considerar como un producto híbrido del capuchino y el servita italiano. Puede decirse que es bígamo, porque tiene dos clases de hembras: una recogida, la otra vagabunda; la primera no se diferencia del macho más que en el velo; la segunda tiene una estrella azulada en la frente, y una mancha roja en el seno izquierdo. Algunos frailes, bajo el nombre de Mamilares, han creído que se podía tentar el pecho de una religiosa sin pecar. Giano, Annales Ord. TT. Servor. B. Mariæ, in-fol. Florentiæ, 1618, apud. Juntas. Mich. Florentini, Chronicon Ord. Serv. B. Mariæ, in4.°, Florent., 1667. Histoire des Ordres Monastiques, contenant tout se qu’il y a de plus curieux dans chaque Ord., in-12.°, Berlin, 1751.

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EL TRAPENSE

DESCRIPCIÓN

Sin barba; la cabeza, provista de pelos, con un surco lineal circunscrito; y en los pies calzado de madera; la parte posterior cubierta con calzones; el capuchón negro, movible, puntiagudo, corto; el sayo de paño blanco; el escapulario negro, estrecho, sujeto con un cinturón de lana negra; las mangas estrechas; el cuello tieso, blanco; los tegumentos internos de lana; lleva zapatos y se envuelve en un sayo muy amplio, blanco, de mangas grandes, y superpuesto un capuchón lingüiforme cuando se presenta en comunidad.

ECONOMÍA ANIMAL

El aire siniestro; lento, lúgubre el andar; la meditación está pintada en su rostro. Es misántropo; huye de los hombres, y hasta de los individuos de su propia especie; tiene los ojos constantemente fijos en tierra. Es mudo, pero lanza de vez en cuando, sobre todo de noche, algunos sonidos lastimeros, y entonces tiene el cuerpo encogido. Se alimenta de vegetales, bayas, manzanas, peras, rábanos, coles, etc.; bebe los jugos exprimidos de los frutos carnosos.

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Este rebaño de monjes está compuesto por aquellos a quienes un amor desgraciado o una ruina completa han inducido a asociarse de tal modo. Nada los asusta; la misma muerte es un bien para los que no abrigan ninguna esperanza lisonjera; siempre están entre suciedad, suspiros y llantos; duermen en un féretro; no se les da ningún remedio a los enfermos, porque Hipócrates dice que no se debe dar remedio alguno a las gentes desesperadas; a la hora de la muerte se los acuesta sobre cenizas, y expiran rodeados de todos los de su especie y envidiados por ellos. Como tienen más empeño en la destrucción que en la multiplicación de su especie, carecen de hembra. Son los únicos frailes que labran la tierra, pero no gustan los frutos de su trabajo; éstos corresponden a los jefes de la especie. Nietos de Benito, hijos de Bernardo, huyeron a los desiertos como un rebaño de hidrófobos; sus habitaciones podrían pasar por casuchas o por guaridas de desesperados. Armand-Jean de Rancé, Les réglements de l’Abbaye de Notre-Dame de la Trappe en forme de constitutions, in-12.°, Paris, 1698. Jean Bouhier, Bernard de Montfaucon, Lettres pour et contre sur la fameuse question “Si les solitaires, appellez therapeutes, dont a parle philon le juif, etoient chretiens”, in12.°, Paris, 1712.

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EL MINIMO

DESCRIPCIÓN

Sin barba; la cabeza cubierta de pelo, con una mancha redonda en medio; los pies calzados; la parte posterior cubierta por calzones; el sayo de lana, ancho, negro; el capuchón triangular, movible, acentuado, casi escamoso, tieso, formado por dos paños cosidos de modo que, cuando inclina la cabeza, tiene el aire de un animal calafracto; collar negro con filetes blancos; mangas anchas, plegadas en la muñeca, formando los codos un saco que llega hasta las rodillas; el escapulario ancho, redondo por la extremidad, llegando por delante hasta las rodillas y por detrás más abajo, formando ancha cola; está dividido en toda su longitud por una sutura que lo atraviesa en medio, y por otras dos suturas transversales triangulares, cuya parte anterior tiene un ángulo dirigido hacia el pecho, y la posterior hacia las nalgas; el cordón de lana, cilíndrico, al que se añade otro con dos regiones de nudos, cinco en cada una, cae sobre la extremidad inferior derecha. Los tegumentos internos, de los que no se despoja nunca, ni aun de noche, tienen un olor a aceite muy pronunciado. ECONOMÍA ANIMAL

Aire avispado, andar imbécil, inseguro; el olor a aceite rancio que exhala produce náusea; no hay vientos

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más fétidos que los que suelta; no tiene piojos ni pulgas, y en general ningún insecto se acomoda sobre él, pues ya se sabe que huyen todos del aceite. En medio de la noche deja oír una voz chillona; pasa el día sin hacer nada. Rechaza la carne, los lácteos y los huevos; devora los pescados y los vegetales, que cuida mucho de aderezar bien con aceite; del mismo modo adereza las aves acuáticas, metamorfoseadas por él, contra todas las leyes de la Naturaleza, en pescados; su detestable cocina se extiende a las ranas, las tortugas, las culebras, etc.; continuamente se ve atormentado por la sed y por el aguijón de la carne. Probablemente es andrógino, como los caracoles; al menos, los naturalistas no han descubierto aún ni a un solo individuo hembra entre los miles que han tenido ocasión de examinar. El escapulario, más largo adelante que atrás, indica el carácter esencial de los hermanos laicos. Se lo encuentra en las barriadas y en los pueblos, sobre todo donde abunda el pescado. Esta especie tiene su origen en la Calabria, país del aceite; tuvo por padre a Francisco de Paula, y fue concebida por Alejandro VI, papa en el siglo XV. Este Francisco, cuando estuvo bastante saturado en aceite, flotaba sobre el agua sin hundirse, como un trozo de corcho. Refiérese esta historia como un milagro, cuando nadie ignora que el aceite es más liviano que el agua. Franciscus Lanovius, Chronicon generale ordinis Minimorum, in-fol., Sumptibus Sebastiani Cramoisy, 1635. Camus, evêque de Belley, de l’ouvrage “Des moines”, in-8.º, Rouen, 1633. Mathurin Picard, Le fouet des Paillards, par le curé du Mesnil Jourdain, in-12.º, Rouen, 1623.

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ÍNDICE

Prólogo por David F. Strauss, 9 Correspondencia a propósito de la obra del cura Meslier, 37

El Testamento de J. Meslier por Voltaire, 45 I. De las religiones, 47; II. De los milagros, 67; III. Conformidad de los antiguos milagros y los nuevos, 72; IV. De la falsedad de la religión cristiana, 78; V. De las santas escrituras, 84; VI. Errores de la doctrina y la moral, 91

Ensayo de historia natural sobre algunas especies de monjes, 101 Advertencia del traductor del latín, 103 Prefacio, 105 El monje, 113; El benedictino, 116; El dominico, 118; El camaldulense, 121; El franciscano, 123; El capuchino, 126; El agustino, 129; El trinitario, 131; El carmelita calzado, 133; El carmelita descalzo, 135; El servita, 137; El trapense, 139; El mínimo, 141

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