Tesis Doctoral Manuel Gandara

January 21, 2017 | Author: Israel Hernandez Servin | Category: N/A
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ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGIA E HISTORIA

El análisis teórico en ciencias sociales: Aplicación a una teoría del origen del estado en Mesoamérica



Tesis que para obtener el grado de 


Doctor en Antropología

Presenta

Manuel Gándara Vázquez



Director:

Dr. Felipe Bate Petersen

México 2007

2!























© Manuel Gándara Vázquez Escuela Nacional de Antropología e Historia Periférico Sur y Zapote s/n Col. Isidro Fabela México, D.F. 14020 MEXICO





[email protected]

3!

Índice Índice

3

Dedicatoria

10

Sinopsis

11

A manera de prefacio

13

Agradecimientos

15

Introducción

20

¿Para qué hacer un viaje al pasado?

20

Una “re-saña” discordante

22

De ahí “p’al real”

24

Intentos de solución

25

Objetivos

26

Hipótesis principal e hipótesis subordinadas

27

Instrumentación

28

El papel de la filosofía de la ciencia en la arqueología

29

El problema del naturalismo en filosofía de la ciencia 29 La filosofía de la ciencia no solamente como una disciplina analítica, sino como una ética de la actividad científica 33

La filosofía de la ciencia y la arqueología: historia de una catástrofe anunciada (e innecesaria) 35 La cápsula del tiempo

41

La estructura de este texto

44

Capítulo 1

46

Los múltiples significados del término “teoría” en arqueología

46

¿Qué diablos es la teoría, para empezar? La distinción entre teoría y datos Las escalas de la teoría Las teorías que rigen la observación

Los múltiples significados del término “teoría” en la arqueología. 1. Teoría en el sentido holístico –la teoría como totalidad. 2. Teoría en sentido partitivo, o “teoría sustantiva”. 3. Teoría de la observación o de lo observable. 4. Teoría como “arqueología temática”, o reflexión sobre un “recorte” de la realidad social.

¿Pueden confundirse a discreción estos significados? ¿Refutar teorías sustantivas refuta posiciones teóricas? ¿Teorías de rango medio convencionales o teorías de la observación refutables? De nuevo: ¿y todo esto a mi qué…?

En resumen…

46 47 49 53

55 55 56 57 57

59 60 62 68

69

4! Capítulo 2

72

El concepto de “posición teórica” y sus áreas constitutivas

72

Motivación y antecedentes

72

Caracterización del concepto de “posición teórica”

78

Áreas constitutivas de una posición teórica

84

Capítulo 3

86

El Área Valorativa

86

Objetivos cognitivos La descripción La explicación Interpretación comprensiva (verstehen o “understanding”) La glosa La relevancia política de los objetivos cognitivos

Justificación ética y política Preferencias “estéticas”

87 87 89 91 94 95

97 97

Capítulo 4

100

El Área Ontológica

100

La independencia o dependencia de la realidad en relación a los sujetos

102

La cognoscibilidad de la realidad social

104

Estatuto y naturaleza del objeto de estudio

105

Propiedades: causalidad, nomologicidad, jerarquía

107

Propiedades: individualismo metodológico vs. realismo social

109

Propiedades: emergencia vs. reducción/absorción

110

Propiedades: agencia vs. estructura

113

Propiedades: Estatismo vs. historicidad/dialéctica

115

Los modelos de Hollis y de Lloyd

118

La naturaleza humana

120

La naturaleza del registro arqueológico

124

Capítulo 5

129

El área epistemológica

129

Cognoscibilidad del objeto y límites del conocimiento

129

El análisis del conocimiento

130

La creencia La justificación La verdad

El inexplicable escepticismo posmoderno y las veleidades del relativismo postprocesual

131 134 137

140

5! En síntesis…

143

Capítulo 6

144

El área metodológica

144

Criterios de demarcación

145

Verificacionismo o justificacionismo: la ciencia como conocimiento comprobado, verificado 147 El convencionalismo: la ciencia como conocimiento coherente 148 El probabilismo: la ciencia como conocimiento altamente probable, verificable 149 El falsacionismo dogmático: la ciencia como conocimiento refutable por los datos 152 El holismo o historicismo: la ciencia como solución de acertijos 154 El falsacionismo metodológico sofisticado: la ciencia como conocimiento refutable en principio a través de alternativas progresistas 158 El anarquismo metodológico: la ciencia como ideología laica: “todo se vale” 162 Las metodologías “alternativas” 164

Concepción del método y de las unidades de análisis

164

Las Técnicas

173

Las rutinas de trabajo

176

Heurísticas

178

Teorías de la observación involucradas

181

Las orientaciones metodológicas

181

Capítulo 7

186

El concepto de posición teórica puesto en práctica: ¿De qué posición(es) teórica(s) sale la teoría de SPS? 186 La detección de posiciones teóricas en arqueología

186

El procedimiento de análisis: algunos comentarios generales

188

La distancia entre retórica y práctica: la necesidad de analizar ambas

190

Capítulo 8

192

El debate sobre la escala de análisis y la estructura de las teorías

192

Las teorías sustantivas: unidades de análisis, desde la hipótesis aislada hasta las teorías más complejas 194 El análisis de teorías en arqueología: antecedentes

198

Capítulo 10

203

El problema de la explicación

203

La explicación: la historia de una búsqueda sin terminar

205

El origen: la propuesta hempeliana

206

La caída del modelo hempeliano

214

Un vistazo a lo que pasó después: los modelos pragmatistas, de relevancia estadística (SR), causal, unificacionistas

217

6! ¿Qué hacer con todo esto?

226

Capítulo 10

229

El proceso de análisis de teorías sustantivas

229

Ubicación contextual

229

Consideraciones de corte hermenéutico

230

Aspectos a analizar y criterios de evaluación para las teorías sustantivas

232

1.

Aspecto pragmático 232 Criterios de evaluación: fertilidad explicativa, simetría explicativa, inferencia a la mejor explicación 234 2. Aspecto sintáctico. 238 Criterios de evaluación: simplicidad, elegancia, parsimonia, completud, relevancia y validez del argumento 248 3. Aspecto metodológico 250 Criterios de evaluación: factibilidad: algoritmo identificatorio, precisión, factibilidad práctica 250 4. Aspecto ontológico 253 Criterios: “emergencia”, o en su caso, “calidad de la reducción interteórica” 254 5. Aspecto valorativo (implicaciones éticas y políticas de la teoría) 256 Criterios: fertilidad teórica; consistencia con el resto de los valores de la posición teórica; congruencia con un punto de vista que permita entrever cómo mejorar nuestra realidad social 257 6. Aspecto empírico: el apoyo de los “datos” 258 Criterios: calidad y variedad de los casos de prueba; severidad del intento de falsificación; confiabilidad y representatividad de la información; contundencia de la evaluación 261

Segunda Parte

263

El caso de estudio: la teoría de Sanders, Parsons y Santley

263

Capítulo 11

264

El campo de batalla: las teorías sobre el origen del estado arcaico, prístino o inicial 264 Explicar el origen del estado. Ok. Pero ¿qué entendemos por Estado?

264

La distinción entre estados primarios y estados secundarios; y entre estados e imperios 268 Perdidos en el tiempo: los Hunt a la caza de Wittfogel con una diferencia de solamente… ¡dos mil años!

270

Instrumentalismo vs. realismo: ¿a qué se refieren los términos de una teoría? 276 Definición estipulativa vs. hipótesis; ejemplo de las bulae

281

Dos trucos a evitar: el del “equívoco” y el truco del desplazamiento de explanandum

286

Los contendientes para finales de la década de 1970.

290

Capítulo 12 La posición teórica y el contexto de Sanders, Parsons y Santley [1989]

296 296

7! La posición teórica de Sanders Elementos contextuales

296 306

Capítulo 13

319

Análisis teórico de la teoría sustantiva de SPS

319

El locus de la teoría

319

Aspecto pragmático: definición de SPS del problema a resolver

320

Definición de Sanders de Estado El problema del momento de surgimiento del estado La delimitación del caso en SPS: La Cuenca de México y el estado Teotihuacano en particular La “situación problemática”: los “por qué”s y los “cómo”s de la teoría de SPS

Aspecto sintáctico: Las 3 leyes de SPS La necesidad de otros principios generales El modelo de 1976 Nuevos principios generales requeridos Las condiciones antecedentes requeridas para la explicación Las preguntas subsidiarias Comentarios al análisis sintáctico

324 326 328 329

332 333 335 337 339 349 353 356

Aspecto metodológico:

358

Aspecto ontológico:

361

Aspecto valorativo

364

Aspecto empírico

365

La evaluación que los propios SPS hacen de su teoría La evaluación de terceros SPS: ¿una teoría refutada?... Lo dudo

Capítulo 14

366 369 371

374

El análisis, ahora comparativo, entre SPS y algunas de sus competidoras 374 Algunas teorías reconocidas por los propios SPS

374

Algunas de las alternativas disponibles

382

Marxista (varias versiones incluyendo Diakonov): cerca, pero todavía no –gracias por participar 382 Wittfogel: anegado en la irrefutabilidad 386 Service: filosofía política liberal disfrazada 389 Las teorías sistémicas: fue bueno mientras duró… 392

La teoría de SPS como legítima contendiente El “marcador global”

401 401

Tercera Parte

404

Consecuencias y… ¿conclusiones?

404

Capítulo 12

405

Algunas consecuencias del análisis realizado

405

8! Los problemas pendientes para la teoría de SPS (y cualquiera de sus contendientes de ese momento, actuales o futuras)

405

Dos problemas en la teoría de Sanders, Parsons y Santley

406

El asunto de lo emocional, lo simbólico y lo cognitivo

411

La perspectiva desde la arqueología social

412

Hacia un nuevo “realismo social”

416

Capítulo 16

424

El falsificacionismo dogmático como vehículo para el regreso del particularismo histórico

424

El “conde” de la refutación

425

Una evolución desafortunada

428

El gran “cacique” del “doblepensar”

430

Capítulo 17

457

¿Conclusiones? A manera de reflexiones finales…

457

El análisis teórico

457

El concepto de posición teórica: cuestiones pendientes El pluralismo constructivista: ¿una opción promisoria? Problemas, problemas, problemas El análisis de teorías sustantivas: cuestiones pendientes

459 462 471 472

La importancia del problema del origen de las clases sociales y el estado

473

La relación a la conservación del patrimonio arqueológico en México

476

Hay lugar para todos, todos podemos y debemos contribuir

481

Apéndice 1

483

Publicaciones selectas de Sanders desde 1996

483

Bibliografía Citada

487



Lista de Figuras Fig. 2.1. El concepto de Posición Teórica



Fig. 7.1. Posiciones teóricas en Arqueología: del inicio de la arqueología al presente.

188

Fig. 8.1. Dos ejemplos de análisis de Wright: Wittfogel y Diakonoff Fig. 8.2. Análisis de Wright de Carneiro



Fig. 8.3. El “modelo de trabajo” de Wright de 1968

Fig. 8.4. Dos ejemplos de análisis de Wright: Wittfogel y Diakonoff Fig. 10.1. Tabla de verdad para los condicionales deterministas

Fig. 10.2. Tabla de verdad para los condicionales probabilísticos Fig. 10.3. Relaciones de fuerza (refutabilidad) de los condicionales Fig. 13.1 Argumento explicativo de SPS [Sanders et al. 1979]

200

214

246 352

















89

199 202 203 246

9!

Dedicatoria





A todos mis maestros y maestras, en la academia y en la vida



A Jaime Litvak y Pedro Armillas (in memoriam) A William Sanders y Kent Flannery A Henry Wright y Peter Railton



! 10

Sinopsis

La arqueología enfrenta el problema de cómo evaluar teorías para poder elegir racionalmente entre diferentes alternativas, más allá de las preferencias personales, las lealtades institucionales o la disciplina partidaria. En particular, para poder determinar cuándo y bajo qué condiciones se puede decir que una teoría ha sido refutada. Este criterio es indispensable para saber si, como pretendían algunos especialistas de la época, todas las teorías disponibles sobre el origen del estado estaban refutadas alrededor de 1980.

Se formula la hipótesis de que es factible construir un procedimiento de análisis teórico que sirva dichos propósitos, utilizando principios y criterios conocidos de la epistemología y la filosofía de la ciencia.

Se propone en consecuencia el procedimiento que hemos llamado “análisis teórico”, que se basa en el modelo de “posición teórica”. Este modelo que permite diferenciar escalas de teoría y así distinguir entre la escala mayor (la de las posiciones teóricas) y la escala menor (la de las teorías sustantivas) y ubicar en este modelo a las teorías de la observación y lo observable, así como a las llamadas “arqueologías temáticas”. Se sostiene que las posiciones teóricas permiten generar teorías sustantivas a través de un conjunto de supuestos valorativos, ontológicos, epistemológicos y metodológicos y se ofrecen criterios para determinar la congruencia de estos supuestos dentro de una posición teórica en particular. Se sostiene que las teorías sustantivas, a su vez, pueden ser analizadas en cinco componentes (pragmático, sintáctico, metodológico, ontológico, valorativo y empírico); y que la comparación entre teorías sustantivas en competencia puede arrojar criterios que permitan determinar sus ventajas relativas. Se adopta una metodología derivada de la propuesta central de Lakatos, de que para que una teoría esté refutada, debe proponerse una alternativa.

Para evaluar la viabilidad del procedimiento, se toma como caso de estudio, a manera de una “cápsula en el tiempo”, la teoría de Sanders, Parsons y Santley de 1979 [Sanders, et al. 1979] sobre el origen del estado en la Cuenca de México. Se examina, en particular, la pretensión de algunos de sus críticos de que esta es la “más refutada de las teorías”. El análisis arroja como resultado que la teoría es mucho más compleja de lo que parecería a simple vista; que de acuerdo a la formalización básica de sus supuestos centrales y de una comparación con otras teorías de ese momento, lejos de estar refutada, esta teoría era una de las mejores. El análisis también arroja en que puntos la teoría es débil y cómo es que podría reforzarse.

Se propone que la supuesta refutación de esta y otras teorías del momento son espurias y que responden a una postura metodológica conocida como

! 11 “falsacionismo dogmático”. Se sostiene que esta fue una mala apuesta metodológica, cuyos efectos pusieron en duda no solamente las teorías en cuestión, sino la propia posibilidad de producir explicaciones en arqueología. Y que, dos décadas más tarde, como resultado al menos parcial de esta tendencia, se intenta ahora “refutar” una tradición académica entera, el neoevolucionismo. Se analiza con detalle el intento de Yoffee al respecto y se sostiene que hay errores fundamentales en su análisis. Se sostiene que detrás de este intento (y de las “teorías” que se vienen proponiendo en los últimos años) lo que hay es un regreso velado al particularismo histórico y la historia cultural tradicional, tradiciones académicas que han mostrado ser poco fértiles en el pasado.

Finalmente, se argumenta que la elección entre tradiciones académicas y, en particular, entre los objetivos cognitivos de las respectivas posiciones teóricas tiene un impacto directo sobre las posibilidades de conservar el patrimonio arqueológico. Se esboza un criterio de priorización y jerarquización que permitiría conservar sitios que son únicos por haber participado en procesos de cambio centrales, como el de la aparición de las clases sociales y el estado. Con ello se intenta mostrar cómo la discusión de temas aparentemente abstractos y teóricos tiene a final de cuentas una aplicación concreta y efectos prácticos inmediatos sobre nuestra capacidad de conservar adecuadamente el patrimonio arqueológico.





! 12

A manera de prefacio



“Y entonces, el maestro de epistemología analizando la relación sujeto-objeto nos dijo, citando al Ché: ‘Seamos realistas. Demandemos lo imposible’.”



Anécdota apócrifa, atribuida a Savonarola (El Sabio)

He sostenido durante años en mi Seminario de Tesis en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), que escribir una tesis es, ante todo, “un viaje de crecimiento personal”. El pretexto es académico, pero la experiencia es fundamentalmente individual. El tesista tiene que enfrentar sus fuerzas y sus debilidades, sus temores y fantasmas, sus obsesiones y sus manías. Y no hay vuelta de hoja. Ni manera de que un tercero viva todo eso por nosotros. Ahora me toca, como decimos en México, tomarme “una sopita de mi propio chocolate” y ver qué tanto de lo que pontifico ante mis alumnos soy capaz de aplicarme a mi mismo. Esta tesis es el resultado de ese intento.



Es una tesis que debió haberse escrito hace muchos años. Y le ha pasado lo que a las emociones viejas, que se guardan y en el proceso se añejan y, como dicen los analistas transaccionales, “ganan réditos”. Por eso, cuando salen, salen con una intensidad que supera la que originalmente tenían y quizá la que finalmente deberían tener. Si la hipótesis de mi Seminario de Tesis es mínimamente correcta, el problema central de escribir la tesis es siempre de corte emocional. En mi caso, de emociones “con réditos”, que me temo han aflorado en más de una ocasión a lo largo de estas páginas. Pero todos tenemos que exorcizar nuestros demonios tarde o temprano y este texto que ahora tiene el lector en sus manos es mi vehículo.



No haré aquí un recuento detallado de las peripecias que ha sufrido la idea de hacer esta tesis (y no cualquier otra) a lo largo de casi 25 años. Baste decir que, en el proceso, terminé los estudios de doctorado en la Universidad de Michigan; posteriormente los del doctorado en Arqueología en la ENAH; y luego una vez más en el doctorado en Antropología en la línea de Antropología simbólica de la propia ENAH. En el ínterin me fue más fácil estudiar un doctorado en Diseño y Nuevas Tecnologías y escribir ahí sí de manera oportuna la tesis respectiva que terminar ésta.

! 13



Pero no hay plazo que no se cumpla, así que luego de prácticamente cuatro ciclos de doctorado regreso al tema que me obsesionó desde 1982: ¿cuándo podemos decir en arqueología que una teoría está refutada? ¿Será esta cuestión solamente un asunto de gusto u opinión personal? ¿Podríamos diseñar procedimientos que nos permitan tratar a las teorías como lo que son, a saber, teorías, y entonces facilitarnos elegir racionalmente entre diferentes alternativas? ¿Tiene algo que ofrecernos en ese sentido la filosofía de la ciencia? ¿En qué sentido puede ser relevante a la disciplina? ¿A quién c.…… le puede interesar todo esto?



Resolver esas preguntas (y muchas otras relacionadas o derivadas de ellas) implicaba antes muchas tareas: establecer la legitimidad y utilidad de emplear la filosofía de la ciencia y la epistemología en arqueología; mostrar que era factible proponer un mecanismo que permitiera analizar y comparar teorías en arqueología; rastrear qué efectos había tenido el refutar a diestra y siniestra las teorías disponibles; determinar qué conexión había entre estos asuntos aparentemente abstractos y teóricos con las necesidades más urgentes de la disciplina, en particular con la conservación del patrimonio arqueológico, entre otras.



Por supuesto, el mundo no se quedó quieto mientras yo iniciaba un largo periplo ahora autodidacta por un campo que me fascina, pero que sin duda requiere conocimientos especializados y determinación para no perderse en el intento. Y de repente me di cuenta de que el asunto como querer hacer malabares con varios trenes en movimiento: por un lado, el propio desarrollo de la teoría arqueológica, que en mi opinión siguió una ruta que eventualmente puede llevarla a descarrilarse; por otro, la propia filosofía de la ciencia, que sobre todo en la última década sufrió cambios que todavía estoy tratando de entender, porque a veces da la impresión de que es un tren que ha decidido dejar de ser tren; y, finalmente, el de las presiones externas sobre la conservación del patrimonio arqueológico, que establecen un entorno político muy diferente al de 1982, que amenaza, perdonando la expresión, que al patrimonio literalmente “se lo lleve el tren”.



No sé hasta donde el producto de mis malabares ha sido exitoso (o al menos útil). Será tarea del lector juzgar por si mismo el resultado. Pero lo cierto es que por ganas no ha quedado. Dos comentarios adicionales antes de pasar a dar crédito a quien crédito merece en esta aventura que hoy finalmente llega a fin: primero, el tono del trabajo. Sé que no es muy frecuente que en una tesis doctoral se use un tono informal. Lo siento y juro que no es mi culpa. Pero como, a final de cuentas, esta es mí tesis, después de mucho sueño sacrificado ponderando el asunto, decidí escribir usando precisamente un tono personal. He intentado que muchos de los comentarios anecdóticos recaigan en notas a pie de página, en las que también he descargado argumentaciones o detalles subsidiarios. Lo digo quizá si al lector el tono le molesta, puede entonces evitarse molestias no leyendo

! 14 las notas a pie de página. Por desgracia, el recurso no siempre fue posible y quedaron cuestiones personales en el texto principal. Disculpas. El segundo comentario: todas las traducciones, salvo en los pocos casos especificados, son mías. Claro que no faltará el que señale que son traducciones del inglés al gandariano, ya que “mi extranjerismo es delicioso” y traduzco recuperando todo lo que puedo del sentido de los textos originales (con lo que de paso introduzco anglicismos y mi redacción denota el origen del texto traducido). En todo caso, se reportan las referencias específicas, por si alguien quiere cotejar con dichos textos. Las citas en muchas ocasiones son extensas, pero me parecía indispensable recuperar la formulación del autor verbatim.



Agradecimientos

Escribir esta es una tarea que, por la mera longevidad del asunto, difícilmente hubiera podido llevarse a cabo sin apoyo. Hay muchas gentes e instituciones a las que es justo reconocer. Como suele en estos casos, el riesgo es dejar fuera a alguien, pero es preferible a no mencionar a nadie.



Empezaré con Michigan. Debo a Henry Wright, del Museo de Antropología, el estímulo para explorar cómo mejorar nuestra comprensión de las teorías en arqueología. Su propio análisis mediante diagramas de flujo es el antecedente directo de mi interés en el asunto. A Peter Railton, del Departamento de Filosofía el haberme mostrado, con afecto y paciencia infinita, que el mundo de la filosofía de la ciencia era a la vez más complejo y más rico que lo que mis propios esfuerzos autodidactas y que quizá no contenía exactamente las soluciones prefabricadas que yo esperaba encontrar. A Lawrence Sklar, por su motivación para conocer a fondo las ideas de Popper, lo que indirectamente me llevó a Lakatos. A Tim McCarthy, cuyo curso de lógica simbólica me dio las herramientas básicas para hacer lo que estaba proponiendo (y de paso mostrarme que en realidad las matemáticas eran un campo formidable, del que me perdí por completo durante mi formación, a pesar de tener muy buenas notas). Y, por supuesto, a Kent Flannery, la razón de que yo fuera a Michigan para empezar y el interlocutor de muchas discusiones, en las que mi apasionamiento me hizo perder la brújula en más de una ocasión –pero él siempre estuvo ahí, dándome impulso incluso para disentir de sus ideas. A Joyce Marcus, quien fue en realidad mi tutora esos cuatro años (perdón Joyce, pero me sigue dando trabajo seguir el consejo de redactar siguiendo la excelente regla que me enseñaste: “sujeto, verbo, complemento, punto”); a Robert Whallon, cuyo curso me mostró que era por supuesto posible proponer buenas teorías explicativas en arqueología; y a Jeffrey Parsons, cuya serena manera de ver las cosas me regresó a la realidad en más de una ocasión, con un afecto solidario que no olvidaré jamás. A mis compañeros, que tuvieron que aguantarme cuando las emociones me convertían en una especie de “montaña rusa” y que siempre estuvieron ahí para apoyarme, particularmente a Olivier De Montmollin, Virginia Popper, Mike Blake, Mary Hodges, Kim Smiley, Carla Sinopoli, “Chip” Willis y el inolvidable Nick (“Sir”)

! 15 James. Y al personal administrativo del Departamento y del Museo (Marjorie y Maureen), que me ayudó para resolver más de una maraña burocrática, me hizo sentir siempre bienvenido y me facilitó muchas cosas, especialmente cuando en los cuatro años que estuve en Ann Arbor en México el peso se hundió de 36 por dólar a más de 180. Mi estancia allá fue posible mediante una beca de la Fundación Fullbright (espero que esta tesis tardía compense en algo su inversión), otra del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y las facilidades que me otorgó el Instituto Nacional de Antropología e Historia –aunque luego me descontaran esos años de mi antigüedad.



La ENAH ha sido otra protagonista especial en esta aventura. Generación tras generación de alumnos me han tenido que soportar mis obsesiones y han sido sometidos a dosis de epistemología que otros considerarían peligrosos para la salud. En particular, a los extraordinarios “Tepeapulcos” (Fernando López, Ignacio Rodríguez y Tere García); a los “Rufos” (Víctor Ortiz, Eliseo Linares, Alberto Aguirre y todo un grupo maravilloso); a la generación de Manuel de la Torre, Rosa Elena Gaspar, Magdalena García y, de nuevo, a todo ese otro grupo excepcional); a mis alumnos del Curso de Epistemología y Metodología de las Ciencias Sociales, de la División de Posgrado en sus sucesivas ediciones. Esta tesis es el resultado directo de la intervención de Patricia Fournier (mi “sister”), que descubrió que nunca me dieron de baja en el primer intento de hacer el Doctorado en la ENAH, sino que solamente perdieron mi expediente (literalmente) en el fondo de un archivero. Para entonces yo ya estaba en el proceso de cursar de nuevo el doctorado. Ella hizo que ese proceso fuera lo menos complicado y doloroso posible; y me animó a insistir en la tesis que realmente yo quería hacer, a sabiendas de que quizá no iba mostrar profusamente todo lo que aprendí con ella y con mi otro maestro, Stanislaw Iwaniszewski, sobre antropología simbólica. Con ambos estoy muy agradecido y en deuda; así como con Rosi Brambila, con quien cursé el doctorado la primera vez y que, no solo es una interlocutora formidable, sino que llegado el momento fue una pieza clave para facilitar mi cambio a la línea de Arqueología Simbólica. Sin su apoyo simple y sencillamente no habría tesis. Las diferentes coordinadoras de la Maestría, desde la propia Patricia hasta Cristina Corona, pasando por Vera Tiesler y Wally Wiesheu, me otorgaron siempre facilidades para continuar investigando sobre los temas que me apasionan; mis estimados compañeros de la Academia, junto con Cristina, hicieron posible que mi sabático fuera destinado elaborar esta tesis. Agradezco también a las autoridades de la Escuela, particularmente a Francisco Ortiz y Federico Martínez, su apoyo para que el sabático se realizara, además de su continuo apoyo personal y emocional.



El que pudiera yo dedicarme a hacerla en un contexto tan propicio y estimulante como el Colegio de Michoacán (COLMICH) se lo debo en primer lugar a Efraín Cárdenas, que fue el de la idea de una estadía sabática en el Centro de Estudios Arqueológicos del COLMICH en la Piedad. La idea se hizo realidad gracias a Magdalena García, compañera en tantas aventuras académicas, quien como Coordinadora del Centro siempre me otorgó todas las facilidades para que

! 16 esta tesis llegara a fin, incluyendo la oportunidad de traer al Dr. Sanders a la Piedad este marzo pasado (2007). Mis colegas y alumnos en el CEQ, particularmente la actual generación de la Maestría y la gentil presencia de Alberto Aguirre y Verenice Heredia en las discusiones de mi curso de teoría arqueológica, me permitieron someter a prueba ante un público exigente pero cariñoso, la última versión de las ideas que ahora el lector tiene ante sus ojos. A todos ellos y, por supuesto, a la Presidencia del COLMICH, al Dr. Diego, al Dr. Zárate y su equipo, les estoy profundamente agradecido. No solamente me pasé uno de los mejores años de mi vida (así es), sino que pude disfrutar de la hospitalidad de La Piedad, Zamora, Pátzcuaro y particularmente la belleza de la extraordinaria ciudad de Morelia.

Fue en Michigan donde surgió la idea de probar el procedimiento de análisis aplicándolo a una teoría sobre la que mi opinión y la de algunos de mis maestros diferían: la de Sanders, Parsons y Santley (en lo sucesivo “SPS”, para abreviar), de 1979, expresada en lo que en México conocemos afectuosamente como “la Biblia Verde”, por referencia al color del empastado de su libro [Sanders, et al. 1979]. Sanders había sido mi maestro en aquel memorable Taller de Adiestramiento Avanzado en Arqueología, organizado por el INAH en 1973 y en el que tuve el placer y el honor de ser alumno también de Flannery y de Armillas. Su claridad teórica (que él modestamente niega) ha sido siempre una guía, incluso a la distancia, en el tiempo y en el espacio. Aunque las discusiones epistemológicas y metodológicas no le entusiasman tanto como a mí, me ha soportado con muy buen ánimo todos estos años y tuvo la enorme gentileza de acceder a venir a La Piedad, Michoacán en marzo de este año (2007); aquí no pudo evitar mi emboscada y tuvimos más de una de esas discusiones, que en parte quedaron reflejadas en poco más de seis horas de video y audio en las que se documenta lo que en el texto refiero como “Entrevista 2007”. Su opinión era fundamental para ver si mi intento de formalizar su teoría tenía sentido y lograba aproximarse cuando menos a la superficie de su propuesta. El y su esposa Lilly merecen un agradecimiento especial.



A lo largo de los años ha habido colegas que tuvieron que resistir lágrimas de aburrimiento ante mi enésimo recuento de la importancia del análisis teórico; y aún así me siguieron apoyando: a mi queridísima Linda Manzanilla, con quien compartí no solamente muchas temporadas de campo sino prácticamente toda nuestra trayectoria académica y siempre estuvo ahí para apoyarme; Mario Cortina, gracias a quien realmente entendí el formalismo de la lógica de la refutación (y muchas otras cosas); Mari Carmen Serra, que más de una vez me hizo ver no era necesario polarizar para lograr que se entendiera mi planteamiento, además de darme la oportunidad (como Litvak lo hizo antes) de conocer y poder platicar con algunos de mis héroes (o némesis) en la teoría arqueológica; y, por supuesto, al Grupo Evenflo, comandado por Felipe Bate, que me ayudó a consolidar mi transición entre la arqueología procesual y la arqueología social latinoamericana a mi regreso de Michigan; y al grupo Oaxtepec, en donde Luis Guillermo Lumbreras, Mario Vargas, Iraida Sanoja, Héctor Díaz-Polanco y el resto de los compañeros

! 17 siempre tuvieron una solidaridad a prueba incluso de mi novatez en el marxismo. Ellos fueron de los primeros en tener que sufrir mi insistencia en la importancia de la explicación causal y mis criticas a lo que creía era una mala teoría marxista del origen del estado (la del modo de producción asiático).

Mención especial tienen mis compañeros de generación en la ENAH, que han soportado mis disquisiciones teóricas todos estos años: especialmente Linda Manzanilla, Alejandro Martínez, Alicia Blanco, Antonio Benavides, Eduardo Merlo, Pilar Luna, Juan Yadeun. Y a los colegas españoles (incluyendo a los canarios) que han insistido en que lo que hago puede ser útil: Oswaldo Arteaga, Francisco Nocete, José (“Pepe el Uru”) de León y Saturnino (“Sanjo”) Fuentes y los demás entrañables colegas y alumnos canarios.



Y, por supuesto, un agradecimiento a mi comité doctoral: Arturo Oliveros (otro cómplice de muchos lances en la vida); Stanislaw Iwaniszewski; Héctor DíazPolanco (con quien sostengo una polémica que empezó hace más de 20 años y no termina, aunque me preocupa que cada vez estoy más de acuerdo con él); el Dr. León Olivé, quien me orientó muchísimo en las lecturas para esta tesis y del que, en diferentes momentos del tiempo, he tenido oportunidad de aprender mucho; y, por supuesto, mi director, gurú y consejero espiritual, Felipe Bate por, entre una infinidad de otras cosas, alentar que yo pueda finalmente exorcizar mis demonios y escribir, aunque sea con réditos, esta tesis que debió haber sido escrita hace muchos años. Su guía respetuosa y su esmerado, acucioso y cariñoso trabajo de corrección han hecho una gran diferencia en el resultado (aunque, como se dice en estos casos, los errores que queden siguen siendo míos).



Nunca hubiera soñado con un doctorado en Michigan sin el patrocinio y aliento de mi padre, Manuel Gándara Mendieta, que antes hizo posible mis estudios en la ENAH; o sin el entusiasmo de mis hermanos Marinela y Felipe. Un agradecimiento especial a Anita Salazar, a quien le tocó acompañarme y vivir en carne propia la experiencia michigana y luego toda una vida juntos; a mi hija Mariana, a quien el texto que hoy ve la luz le debe horas que debieron dedicarse a ella y aún así siempre ha apoyado ésta y muchas otras de mis locuras. A Luis Miguel Rodríguez, responsable de mis incursiones en la televisión y eficaz asesor sobre el tono que debía adoptar en esta tesis, además de ser un polemista eficaz y solidario que siempre tiene los pies sobre la tierra, lo que me regresa a mí de las abstracciones de la teoría a las realidades pragmáticas. A José Rodríguez, compañero que ayudó siempre a mantener la fe en que “sí se puede”, apoyó el trabajo gráfico y de corrección de la tesis y me ha seguido siempre, incluso en las más audaces de mis exploraciones; y a Valentín Cipriano, mi anfitrión y compañero en Morelia, que tuvo que soportar las angustias, desveladas, prisas y depresiones que implicó intentar entregar este texto a tiempo –y estoicamente no solo las aguantó, sino que a cambio hizo de mi estadía aquí una experiencia maravillosa que atesoraré toda mi vida…

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A todos ellos (y a aquellos que omití u olvidé -perdón), ¡muchas gracias!...

Morelia, Junio de 2007

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Introducción

¿Para qué hacer un viaje al pasado? En 1979 Sanders, Parsons y Santley (en lo sucesivo ‘SPS’ para abreviar) publican The Basin of Mexico [Sanders, et al. 1979]. Este libro representa la culminación de más de 15 años de investigación de William Sanders. E indirectamente, uno de los logros de un colectivo de trabajo que, convocado en 1960 en Chicago por Eric Wolf, se trazó una meta de investigación de largo plazo: explicar por qué el altiplano mexicano y en particular lo que en ese momento llamaban “el valle de México”, había sido el asiento de la hegemonía política y cultural de buena parte del territorio mexicano a lo largo de su historia [Wolf 1976b].

Ni Wolf, ni su cómplice en esa convocatoria, Ángel Palerm, eran arqueólogos. Pero ambos conocían las críticas de Julian Steward a la arqueología particularista histórica, que reducía la historia a secuencias cerámicas y no se atrevía a formular explicaciones. Varios de los miembros de el grupo convocado compartían las teorías de Steward [1949] y Karl Wittfogel [1957] y querían determinar qué tanto podían ayudar a resolver un problema específico: el del origen y la transformación de la civilización mesoamericana. El grupo pensaba que el problema podía no solamente plantearse, sino resolverse desde la arqueología, con apoyo de la etnohistoria y otras disciplinas antropológicas.

Cuando muchos arqueólogos dudaban todavía que la disciplina pudiera enfrentar problemas sobre la organización social o el poder, Wolf, Palerm, Armillas y el propio Sanders se atrevieron a realizar varias conjeturas temerarias: entre ellas, que la irrigación y las técnicas de cultivo intensivo habían tenido mucho que ver con el desarrollo temprano y el subsiguiente crecimiento de la civilización en el centro de México. De inmediato hubo voces escépticas: “¡Pero si nunca se ha encontrado un solo canal!”, a lo que visionarios como Pedro Armillas, contestaron: “Porque nunca antes se han buscado” [Armillas, comunicación personal, Taller de Adiestramiento Avanzado en Arqueología. INAH. México. 1973]. La realidad pronto les daría la razón: como surgidos de la nada, empezaron a reportarse no solamente canales, sino complejos sistemas de control de agua.

Si hemos de creer el recuento de Wolf (que aparentemente está un poco idealizado, a decir de Sanders [Entrevista 2000] los participantes en la reunión, no solamente definieron el problema, sino la manera de abordarlo. En un consenso inédito, arqueólogos de diferentes instituciones y tradiciones académicas fijaron la estrategia y el conjunto básico de técnicas a emplear. El resultado fue que, aunque cada proyecto era independiente, en conjunto se convertían en un esfuerzo a escala regional, involucrando prácticamente toda la cuenca de México. Se

! 20 emplearían (y subsecuentemente se perfeccionarían) las técnicas de reconocimiento y recolección de superficie que con éxito habían sido empleadas en otras regiones, inspiradas en la llamada “arqueología de asentamientos”. De nuevo, enfrentarían con ello la crítica de sus colegas, alguno de los cuales incluso acuñó el término “arqueología superficial” para burlarse de la idea.

Cada participante se haría eventualmente cargo de una diferente área dentro de la región. René Millon trabajaría Teotihuacan, iniciando con un mapeo exhaustivo apoyado en fotografía área restituida; Armillas se encargó del suroeste de la cuenca, incluyendo Xochimilco. Y Sanders y su equipo prácticamente el resto de la región, un vasto territorio del que se sabía poco, excepto por excavaciones puntuales en sitios como Tlatilco, Copilco, Cuicuilco o Zacatenco. No se habían llevado a cabo reconocimientos sistemáticos regionales y el equipo de Sanders era conciente de que había que localizar y registrar los sitios existentes, antes de que el inminente crecimiento de la mancha urbana de la ciudad de México destruyera los sitios o hiciera imposible su estudio.

En las siguiente dos décadas, apoyado por cerca de medio centenar de arqueólogos, dirigidos por los entonces ayudantes de Sanders, como Jeffrey Parsons (que trabajó Texcoco) o Richard Blanton (encargado del reconocimiento de Iztapalapa), Sanders y su equipo intentarían lo que parecía una proeza imposible: lograr una cobertura del 100% de la Cuenca (descontando Teotihuacan, que, como mencionamos, investigaría Millon).

Simplemente el aporte empírico del proyecto de Sanders hubiera sido razón suficiente como para que su trabajo se reconociera como una importante contribución. Pero Sanders fue más allá: innovó las estrategias y las técnicas de trabajo de superficie (lo que aún su más severo crítico, Blanton [1990], ha reconocido) y diseñó, con apoyo de sus ceramistas, formas más expeditas de análisis cerámico que pudieran fijar periodos cronológicos más finos. No obstante, el aporte medular, en mi opinión, vendría después: Sanders haría una contribución central en el terreno teórico, no sólo se atrevió a contestar la pregunta que habían formulado Wolf y Palerm veinte años atrás, sino que nos regalaría, con Parsons y Santley, una teoría claramente delimitada sobre el origen del estado en Teotihuacan. Ese es, sin menosprecio de la importancia de las otras contribuciones contenidas en The Basin of Mexico, su aporte central; y razón suficiente como para ganarse un lugar en la historia de la antropología. O al menos eso pensamos algunos. Pronto otras voces pondrían todo esto en duda.



Una “re-saña” discordante Antes de que el libro de SPS empezara realmente a recibir el reconocimiento que en mi opinión merecía (presente en dos reseñas de la época: Brown [1980], Brush [1981]), se inició la campaña para su descrédito. La sorpresa es que la crítica viniera de alguien tan cercano.

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En efecto, en 1981, uno de los antiguos colaboradores del proyecto de Sanders, Richard Blanton, publicó una reseña en American Anthropologist [Blanton 1980] en la que expresaba sin ambages su opinión. Cito en extenso:

“De no ser por los mapas, sin embargo, no puede considerarse que The Basin of Mexico sea en mucho una contribución a la arqueología antropológica. Las fallas del libro son tan numerosas y tan serias que enmascaran lo que pudiera haber de valor. Como era de esperarse, este libro ha sido usado como un vehículo más para las envejecidas teorías ecológicas de Sanders, en las que el crecimiento demográfico (que se toma como dado) es visto como la máquina que conduce la evolución cultural y la intensificación agrícola. Sanders, Parsons y Santley están tan fuertemente comprometidos con este enfoque, de hecho, que incluso a la luz de hallazgos empíricos contrarios en los reconocimientos, se ven forzados a hacer declaraciones bizarras. […] Queda pendiente que expliquen por qué [las leyes que usan] se aplican solamente cuando les conviene para preservar sus ideas sobre el papel de la presión demográfica. […] Un problema consistente en este volumen es la falla en consultar la literatura de tal manera que sus enunciados y teoría puedan ubicarse en el contexto de puntos de vista alternativos. […] Todo es deformado, contorsionado, amoldado, forzado o retorcido para que quepa en su modelo a priori. No hay ningún sentido de descubrimiento; ninguna inclinación para ver qué podía aprenderse de los datos que pueda ser nuevo y diferente, aunque eso pudiera forzar el abandono de algunas ideas y el desarrollo de otras nuevas. En cierto sentido, no se siquiera por qué se molestaron en hacer los reconocimientos. Están tan seguros del poder de sus explicaciones de ecología cultural que lo último que requieren es información nueva. […] La carencia de una actitud de cuestionamiento los ha llevado a una atrofia analítica…ellos no necesitan métodos analíticos. ¿Para qué analizar los datos cuando uno ya sabe de antemano las respuestas (o al menos cree que lo hace)? Por desgracia, los investigadores interesados en probar hipótesis alternativas tampoco podrán hacerlo. Excepto por los mapas, no se presenta ningún otro dato en bruto. Los reconocimientos de la Cuenca de México pudieron haber jugado un papel importante en esa parte de nuestra disciplina preocupada con la evolución de las sociedades complejas, pero no lo hacen (con excepción del estudio de René Millon en Teotihuacan). Con Sanders, Parsons y Santley al timón, todo lo que obtenemos es una teoría obsoleta y sobre simplificada, una incapacidad para utilizar incluso aquellos métodos analíticos que son de uso común y un fracaso en

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publicar los datos de manera completa. The Basin of Mexico deja mucho que desear” [Blanton 1981:223-224, énfasis mío].

En ese entonces yo era alumno de doctorado en la Universidad de Michigan. Recuerdo haber leído la reseña y quedarme pasmado que de un ataque tan visceral hubiera sido aceptado por los editores de la revista. Pronto aprendí que en adelante ese sería el tono al respecto y que había que aplaudirle a Blanton el que cuando menos lo hacía por escrito y con una semblanza de argumentos – cuya validez analizaremos más tarde: “La teoría de Sanders, Parsons y Santley es tan, pero tan, pero tan mala”, decía una profesora, “¡que hasta Jeffrey [Parsons] se da cuenta!”

A mí el comentario no me produjo ninguna hilaridad. Me parecía un doble insulto, a Sanders y al propio Parsons. Parsons era profesor del Departamento de Antropología en Michigan y en los cuatro años que estuve ahí yo jamás lo oí proferir, en clase o fuera de clase, un ataque personal contra ningún colega, mucho menos contra otro profesor del Departamento. Por el contrario, es una de las personas más gentiles, serenas y ecuánimes que he tenido el placer de conocer, que siempre reconoce y aprecia los aportes de los demás. Pero al menos en Michigan parecía existir un consenso de que el libro escrito con Sanders y Santley era una especie de anacronismo inoportuno: cómo podía alguien atreverse a proponer una teoría “de primer motor”, cuando no sólo todas las teorías, particularmente las de primer motor, sobre el origen del estado estaban refutadas, sino que se cuestionaba la legitimidad misma de explicar el origen del estado. Lo que se requería era “un regreso a los datos”.

Este incidente fue la gota que derramó un vaso que se había empezado a llenar cuando tomé el curso de Henry Wright sobre orígenes del Estado. Con pulcritud y seriedad, Henry mostró cómo ninguna de las teorías del estado (incluyendo cuando menos tres de su propia autoría), sobrevivían a un examen crítico, ya fuera desde el punto de vista de la teoría, pero particularmente en términos de la evidencia disponible. Recuerdo que, sorprendido, pregunté “¿Entonces, cómo vamos a explicar el origen del Estado? A lo que Henry contestó, con excelente ironía, “¿de veras crees todavía en la explicación?

Para mí el asunto no era menor. Como docente en la Escuela Nacional de Antropología de Historia (ENAH), había enseñado en los últimos tres años (de 1975 a 1978), que la meta de la arqueología era la explicación. Y creía firmemente que el modelo hempeliano de la explicación, que requiere leyes generales, era la mejor guía para la arqueología. Henry no estaba de acuerdo. Para él el término “ley general” sonaba demasiado pretencioso y además conjuraba la imagen de conocimiento absoluto, final, irrefutable, que a él personalmente no le parecía compatible con una imagen de la ciencia, como siempre, en proceso de revisión y cambio.

! 23 Pero de Henry aprendí que una opinión tan fuerte como “esa teoría está refutada” debía ir respaldada con un análisis serio. Más adelante comentaré sobre el mecanismo de análisis teórico propuesto por Henry, que es el antecedente directo de la propuesta que constituye el centro de esta tesis. Es decir, a diferencia del incidente comentado antes, las teorías no se refutan simplemente con un comentario de mal gusto en el salón en que se toma el café.



De ahí “p’al real” Habían surgido entonces las inquietudes centrales que motivan esta tesis: ¿Cómo podemos evaluar una teoría en términos que vayan más allá de los gustos personales, los rencores profesionales o incluso las líneas partidarias? En particular: ¿cuándo podemos decir que realmente hemos refutado una teoría?; ¿realmente ya no es deseable o factible plantear la explicación como meta de la arqueología (aunque sea con un modelo diferente al hempeliano)?; ¿es la refutación al estilo en que se practicaba en Michigan en ese momento una práctica que realmente fomentará el avance de la disciplina? Y, en particular, ¿realmente estaban refutados Sanders, Parsons y Santley?

Mis dudas respondían no solamente a un sentimiento de justicia y “juego limpio” y a mi aprecio personal por dos de los autores “refutados” (Sanders fue mi maestro en aquel inolvidable “Taller Avanzado en Arqueología, de 1973, junto con Flannery y Armillas; y asistí como oyente al curso de Parsons durante el doctorado en Michigan). Además del aspecto personal, emocional, todo el asunto de las refutaciones al estilo michigano iba a contra corriente de lo que estaba aprendiendo en los cursos de filosofía de la ciencia, tanto del Dr. Peter Railton como del Dr. Larry Sklar, de quienes aprendí sobre Hempel, Kuhn, Popper y Lakatos, entre otros autores. En particular, contradecía la propuesta central de Lakatos de que no existe refutación sin alternativa, regla que claramente estaba siendo violada en el momento en que se suponía que todas las teorías sobre el origen del estado estaban refutadas simultáneamente.

Sin embargo, surgía ahora un meta-problema: cuando confronté (de una manera muy torpe, por cierto) a algunos de mis maestros en Michigan con el hecho de que nuestras refutaciones no seguían lo que proponía la filosofía de la ciencia, lo que obtuve de varios de ellos era un rechazo más o menos rotundo a aceptar que la filosofía de la ciencia tuviera algo que ver con la arqueología. De ahí el meta-problema: ¿será cierto que la filosofía de la ciencia –o al menos partes de ella- sean totalmente irrelevantes para la práctica arqueológica? Contestar afirmativamente tiene dos consecuencias importantes, que generan a su vez nuevas preguntas: la primera, de ser cierto ¿qué hace tan especial a la arqueología como para que nuestras teorías sean inmunes al análisis filosófico, o éste les sea irrelevante? O bien, tesis todavía más fuerte ¿será acaso que lo que sucede es que la filosofía de la ciencia es en general irrelevante a la práctica científica?

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Intentos de solución Intentaré mostrar en esta tesis que, entendida de la manera en que propondré adelante, la filosofía de la ciencia (en este caso, filosofía de la arqueología) es no solamente relevante a la práctica de la arqueología, sino que es inevitable; y que quienes, como Blanton, piensan que teorías como la de SPS están refutadas, están ya practicando una forma de análisis filosófico del tipo que supuestamente es irrelevante.

Es más, propondré como hipótesis central que, apoyados en los hallazgos de la filosofía de la ciencia y el propio trabajo reflexivo de la arqueología, es factible establecer mecanismos y criterios de evaluación que permitan evaluar teorías y seleccionar racionalmente entre varias opciones disponibles.

Y -lo que son las cosas- intentaré mostrar que, aplicados estos mecanismos y criterios de evaluación, lejos de estar refutada, la teoría de Sanders, Parsons y Santley era quizá una de las mejores en ese momento. Si los argumentos que presentaré son mínimamente plausibles, ello nos permitirá llegar a una conclusión final: que la concepción del método (y particularmente del papel de la refutación) que se tenía en ese momento, actuó finalmente en contra de la arqueología procesual: los propios arqueólogos procesuales abrieron la puerta a la crítica postprocesual, introdujeron el escepticismo sobre la explicación y están llevando a la arqueología de regreso a versiones del particularismo histórico del que nos costó mucho trabajo salir.

En cierto sentido, esta tesis es como una “cápsula de tiempo”, esos dispositivos que han promovido la NASA y otras agencias, en las que se concentran artefactos y documentos representativos de nuestra cultura en ese momento de tiempo y que son enterrados o lanzados al espacio como muestra de nuestra época. En nuestro caso, regresaremos a los inicios de la década de 1980 para hacer una especie de “radiografía” de las concepciones metodológicas en boga, bajo las que la teoría de SPS estaba refutada. Utilizando herramientas disponibles en ese momento y tomando la teoría de SPS como caso de estudio, intentaremos determinar hasta dónde era justificado considerar a la teoría como refutada.



Objetivos De la exposición anterior se derivan algunos de los objetivos centrales de este trabajo:

1) Mostrar, a partir de un estudio de caso, que la falta de claridad sobre el contenido de una teoría sustantiva puede llevar a formular dicha teoría de

! 25 manera incompleta lo que, a su vez, la abre a críticas injustificadas o tangenciales;

2) Mostrar que el falsacionismo dogmático (la idea de que con un caso en contra una teoría está refutada y debe abandonarse) es una mala apuesta como posición metodológica para la arqueología; y que la refutación real es algo mucho más complejo que lo que se ha reconocido hasta ahora;

3) Mostrar que los supuestos metodológicos (como el implícito en el falsacionismo dogmático) derivan, en buena medida, de supuestos epistemológicos, cuya crítica puede ayudarnos a buscar opciones más eficaces;

4) Mostrar que nuestras teorías sociales se construyen a partir de supuestos valorativos (para qué y para quién teorizamos) y ontológicos (cómo asumimos que es la realidad) y que, en ocasiones, dichos supuestos prácticamente están a “flor de piel” en las teorías sustantivas. Es decir, que se nos está vendiendo, veladamente, una filosofía política o una posición ética como si fuera una construcción empírica

5) Apuntar hacia la construcción de un “realismo social”, compatible con el realismo en general, pero también con un reconocimiento pleno de que parte de la realidad social es, en efecto, construida simbólicamente por los sujetos

6) Relacionar el análisis teórico, aparentemente un asunto abstracto y formal, a las necesidades prácticas y tareas más urgentes de la arqueología, como la conservación del patrimonio arqueológico

Hipótesis principal e hipótesis subordinadas En general, el proyecto es del tipo que he llamado “investigación instrumental”, dado que las hipótesis principales tienen que ver con cómo mejorar un procedimiento; en nuestro caso, un procedimiento de análisis y evaluación de la teoría. Es decir, se trata fundamentalmente de hipótesis instrumentales, más que de nuevas propuestas de teorías sustantivas, aunque en algún punto intentaré mostrar que la teoría original de SPS puede mejorarse con modificaciones menores, que precisamente incorporan aspectos simbólicos a la propuesta. La hipótesis central, esbozada arriba, es que apoyados en los hallazgos de la filosofía de la ciencia y el propio trabajo reflexivo de la arqueología, es factible establecer mecanismos y criterios de evaluación que permitan evaluar teorías y seleccionar racionalmente entre varias opciones disponibles.



1. El análisis teórico ayuda a formalizar y sistematizar una teoría, haciéndola a la vez más vulnerable a la crítica legítima y menos vulnerable a las críticas espurias; 2. La crítica al falsacionismo dogmático es aplicable a las refutaciones de la arqueología sistémica, entre ellas la de la teoría de SPS, con lo que una de las fuentes de evidencia en contra de la explicación como meta (el fracaso de las teorías explicativas) se debilita;

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3. El falsacionismo dogmático deriva de supuestos epistemológicos empiristas ingenuos y comparte con el neopositivismo más elementos que la arqueología sistémica quisiera aceptar. En consecuencia, la adopción de una epistemología diferente, en este caso el falibilismo, puede orientarnos a una elección más eficaz de metodología. 4. La “ontologización” es una forma de rehuir a la explicación, ya sea porque la capacidad explicativa de una teoría sustantiva a llegado a un tope momentáneo, o porque es un recurso para disfrazar con tintes científicos propuestas que realmente son expresiones de una filosofía política o una ética velada. Mientras más se retrase en la cadena explicativa la ontologización, más fértil será la teoría. 5. El materialismo no tiene porque ser incompatible con una noción de agencia, o con el que ciertas partes de la realidad social las construyan, en efecto, los sujetos. Las construcciones sociales, una vez sancionadas colectivamente, adquieren tanta “realidad” como cualquier otro proceso. 6. El análisis teórico tiene consecuencias prácticas de aplicación inmediata a los problemas más urgentes de la arqueología, dado que permite construir criterios con los que defender mejor el patrimonio arqueológico Y, con relación a la teoría de SPS: 7. Analizada con las herramientas propuestas en este trabajo, la teoría de SPS nunca estuvo realmente refutada. Por el contrario, fue posiblemente una de las mejores candidatas como teoría explicativa del origen del Estado en su momento. Con modificaciones menores, que introducen algunos aspectos no considerados originalmente por sus autores, esta teoría probablemente es la mejor entre las contendientes y a la que habrá de enfrentar desde la arqueología social; por ello es relevante su estudio para esta posición teórica

Instrumentación Dado que esta investigación es de carácter fundamentalmente teórico e instrumental, para cumplir los objetivos y evaluar las hipótesis centrales (y algunas de las subsidiarias) expuestas, el procedimiento será fundamentalmente de introducción de herramientas de análisis teórico (algunas derivadas de la literatura metodológica, otras propuestas propias) y su aplicación al caso de estudio. Es decir, intentaremos mostrar, utilizando las herramientas propuestas, que la teoría de SPS es más de lo que incluso SPS reconocen. Y que, así reconstruida, es una teoría particularmente fuerte; de hecho, al compararla con otras opciones disponibles, se aprecia como una de las mejores de ese momento. Me interesa que, sin perder el centro de atención sobre la solución de las polémicas en la arqueología, la tesis pueda nutrirse de lo que se ha generado en la discusión de la filosofía de la ciencia social contemporánea y de la epistemología en general. No pretendemos hacer un tratado de metodología, pero pensamos indispensable el abordar esta temática con esa perspectiva. Y, finalmente, tendremos que ligar esa

! 27 discusión, aparentemente abstracta, al problema de la conservación del patrimonio arqueológico.

El papel de la filosofía de la ciencia en la arqueología El lector familiarizado con las polémicas hoy en filosofía quizá piense que, de inicio, el proyecto entero es poco viable, particularmente a la luz de las nuevas corrientes pluralistas. En palabras de un querido amigo, Héctor Díaz-Polanco, en una discusión informal hace unas semanas: “No estarás tratando de revivir la osadía de unos locos que pretendían decirnos a todos cómo hacer la ciencia…” [Díaz-Polanco, Comunicación personal. Marzo de 2007]. Se necesita entonces, primero, al menos comentar brevemente el llamado “giro naturalista” en la filosofía de la ciencia que suele fundamentar ese pluralismo; y luego, el escepticismo que despierta en muchos colegas la aplicación de la filosofía de la ciencia, en particular en la arqueología. Pospondré la discusión del pluralismo al capítulo 17.

El problema del naturalismo en filosofía de la ciencia Recientemente y, como una de las muchas secuelas del llamado “historicismo” en la filosofía de la ciencia y el neopragmatismo en filosofía en general, se generó una reacción a las pretensiones normativas de la generación anterior de filósofos de la ciencia. En efecto, la disciplina había tenido un doble carácter: por un lado, pretendía ser descriptiva y analítica de la actividad científica; y por otro, normativa en el sentido de ir más allá y ofrecer consejo razonado (en su versión moderada) o adjudicar disputas (en versiones más fuertes) o incluso decirle a los científicos cómo debe ser la ciencia (en las versiones prescriptivas más fuertes).



Kuhn y otros filósofos que eran también historiadores de la ciencia, mostraron que buena parte de las pretensiones prescriptivas de los filósofos no tenían fundamento en las prácticas reales de los científicos, al menos tal como lo recupera dicha disciplina1 . El problema es que si, empíricamente, no había entonces evidencia de ciertas prácticas de las que supuestamente los filósofos extraían las lecciones que luego pretendían aplicar prescriptivamente, estas lecciones perdían, cuando menos, parte de su justificación: entonces no estaban recuperando la práctica científica real y codificándola, sino intentando pontificar sus propias preferencias.  

1

Es notoria, aunque seguramente apócrifa, la anécdota de Popper en la que, al señalársele que Galileo difícilmente habría realizado un determinado experimento crucial desde una torre (¿la de Pisa?), porque la torre en cuestión no estaba aún construida, molesto replicó: “Pues peor para Galileo”. Primero los neopositivistas y luego los racionalistas críticos insistían que nunca pretendieron hacer una historia “real de la ciencia, sino solamente su “reconstrucción racional”. El problema no se reduce a cuestiones de detalle, anecdóticas, sino cruciales: ¿siguieron realmente los científicos las reglas metodológicas que estos filósofos dicen “reconstruir racionalmente? [Laudan 1984].

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Lakatos [1983 (orig. 1971)] fue uno de los primeros filósofos en notar que se daba entonces un “matrimonio forzado” entre la filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia. Y la relación era compleja: se supone que la historia de la ciencia sería el campo en que se podrían evaluar, a manera de teorías empíricas, las propuestas de metodología de los filósofos. El problema es que existe una circularidad: ¿qué metodología se empleará para evaluar esos episodios históricos? Si lo que está en juego, precisamente, es cuál metodología captura mejor la práctica científica a lo largo de la historia, es necesario hacer historia primero. Pero para ello se requiere emplear alguna metodología.

Feyerabend adelantó una respuesta que se anticipó a la siguiente iteración de este acertijo: en su opinión, la historia (reconstruida con alguna metodología que el no clarifica) derrota todas las propuestas metodológicas, incluyendo la de su colega y amigo Lakatos. De ahí Feyerabend derivaba la única regla prescriptiva posible en su opinión: “Todo se vale” [Feyerabend 1975:28; cap. 10].

La credibilidad del componente prescriptivo se vio doblemente dañada cuando nuevos estudios de sociología e historia de la ciencia mostraban a unos científicos muy alejados de los ideales propuestos por la filosofía de la ciencia clásica. Aunque a mí me parece en absoluto sorprendente, autores como Latour hicieron una carrera proponiendo “descubrimientos sensacionales”, como el que los científicos son seres humanos, con pasiones, ambiciones e intereses personales; y que, en virtud de esas características, se apartan muchas veces de la racionalidad y honestidad perfecta de los acartonados ejemplos de la filosofía de la ciencia clásica. La intención final era sostener un argumento antirealista y supuestamente “desbancador” (“debunking”) –traducido como “devastador” por Olivé [2000:172]- de la ciencia, en opinión de un crítico definitivamente más calificado que yo: Klee opina que libro de Latour está lleno de falacias derivadas de su intento de hacer una etnografía del laboratorio sin mucho conocimiento de lo que estaban observando y con una conclusión desde antes de empezar el trabajo, en el sentido de que no existe tal cosa como un mundo independiente que la ciencia descubre, sino solamente “creaciones” de las comunidades científicas a partir de las “inscripciones” contenidas en sus registros de trabajo [Klee 1997:165-174].

Estos desarrollos y otros que seguramente pueden agregarse a este breve recuento, como el de Shapin y Shaffer [1985], también comentado por Klee [1997:174-179], han llevado a que, durante la década de 1990, empezara a generalizarse la idea de que quizá era tiempo de “naturalizar” la filosofía de la ciencia, así como antes se intentó “naturalizar” la epistemología. Es decir, convertirla en una disciplina empírica, cuyas teorías en definitiva tendrían que ser evaluadas como las de cualquier otra disciplina empírica. De hecho, se generaliza el término “estudios de la ciencia” (del inglés “science studies”) que enfatiza el lado descriptivo-analítico de la filosofía de la ciencia y la ve como una de varias disciplinas relevantes al estudio de la actividad científica –junto con la historia, la

! 29 psicología y la sociología de la ciencia. El componente prescriptivo se elimina, o al menos se reduce, de manera considerable. Se pone en duda incluso la idea de que pudiera haber tal cosa como una “filosofía de la ciencia en general” y se presta mucha atención a las disciplinas particulares. Parecería que incluso se piensa que antes de intentar volver a proponer grandes generalizaciones es necesario encontrar primero, inductivamente, patrones locales en grupos o familias de disciplinas.

Pero sigue poco claro cómo se resuelve lo que, en principio, podría considerarse el problema central de la filosofía de la ciencia: el de la evaluación de teorías. Aún concediendo que sus teorías sean tratadas como teorías empíricas, en mi opinión, lo que se logra es empeorar la situación previa a la “naturalización” de la disciplina: antes el problema era determinar si era posible extraer lecciones sobre la evaluación de las teorías científicas; ahora hay que añadir las de la propia filosofía de la ciencia. La solución pudiera estar en el cambio de escala y estrategia: se analizan disciplinas particulares (e incluso episodios particulares dentro de esas disciplinas): es decir, la escala es local; y se espera poder generalizar al final: es decir, se adopta una estrategia inductiva (que es la ruta que parecería favorecer Willey [2002]). Olivé [2000] favorece otra, basada en un constructivismo realista interno y plural, que comentaré luego (Cap. 17).

En paralelo, parecería que algunos filósofos de la ciencia están dispuestos a cambiar también la orientación metodológica: ir de una orientación que en antropología se llama “etic” (es decir, en donde la evaluación se hace por criterios independientes y normalmente externos a los de la cultura que se estudia), hacia una orientación “emic”, en la que la última palabra la tienen los propios miembros del grupo estudiado Harris [1982, orig. 1968: cap. 20, esp. p.510 y sig.]. No sé si entiendo completamente la motivación y el grado al que este cambio está teniendo lugar, pero en definitiva presenta un problema para la arqueología (y creo que para cualquier disciplina en general): ¿a qué nativo creerle?

Para ver cómo es que este es un problema, regresemos brevemente a la situación que genera la motivación para esta tesis: un grupo de arqueólogos, representados por Blanton, están convencidos de que la teoría de SPS ha sido refutada o, al menos, que debe abandonarse [Blanton 1981]. Otro grupo (notablemente representados por los autores de la teoría y sus seguidores) parece pensar que la teoría no solamente no ha sido refutada, sino que está quizá bastante confirmada. ¿A cuál de los dos “nativos” creer?

El ejemplo tiene otros filos de interés: los términos “refutada” y “confirmada” (o, más frecuentemente en la tradición arqueológica, “comprobada”) no son originales del lenguaje de la arqueología. Han sido tomados en préstamo por los arqueólogos (e internalizados a veces con significados diferentes a los que tenían en sus contextos originales) desde la filosofía de la ciencia (la del neopositivismo o incluso de tradiciones previas). Es decir, estos “nativos” no son

! 30 “nativos” que no hayan recibido el impacto de la aculturación de la filosofía de la ciencia. Pretender que son “neutrales e ingenuos” me parece muy poco creíble.

Una solución posible sería el aumentar la escala del análisis: salir del provincialismo de dos grupos en oposición y consultar a la comunidad en general a la que pertenecen. De nuevo surge un problema: ¿a cuál comunidad?; aunque, en este caso, parecería ser que el consenso se inclinaría hacia la opinión de que la teoría de SPS ha sido refutada. Pero diferentes comunidades probablemente tengan opiniones distintas, si no en torno a esta teoría en particular, sí en relación a asuntos de aún mayor envergadura. La mejor evidencia de este problema es el debate actual entre los arqueólogos procesuales (tradición originaria de Estados Unidos) y sus críticos, los llamados post-procesuales a los que, siguiendo a Renfrew, yo prefiero llamar “anti-procesuales”. Tomando a una subcomunidad dentro de este segundo grupo, el de los arqueólogos interpretativos, vemos que no existe ni siquiera acuerdo en cuanto a cuál es el objetivo que debe perseguir la arqueología: ellos proponen que es la comprensión interpretativa (“verstehen”, o “understanding”, en lo sucesivo simplemente “comprehensión”, o “comprensión”), mientras que la arqueología procesual reivindicó la explicación como meta de la arqueología, meta que supuestamente comparte con el resto de las ciencias.

El recurso de incrementar la escala, como se ve, ayuda poco. Y tampoco resuelve el problema de que los “nativos” en cuestión no son inocentes: se nutrieron de la filosofía de la ciencia de una o varias generaciones atrás; sus posturas no son asépticas en torno a las recomendaciones prescriptivas de la filosofía de la ciencia. Y ocurre con el debate entre estas dos tradiciones que discuten “a propósito cruzado” (cross-purposes) lo cual, como señalaba Kuhn, es común que suceda entre miembros de diferentes paradigmas.



La filosofía de la ciencia no solamente como una disciplina analítica, sino como una ética de la actividad científica En un acto sin duda de arrogancia y osadía, dado que el asunto supera mis capacidades –y rebasa los límites de esta tesis- permítaseme intentar cuando menos una conjetura razonada al respecto de este primer problema: el de si la filosofía de la ciencia debe o no renunciar a su lado prescriptivo y si es posible que se convierta solamente en una disciplina empírica más, evaluable como se evalúan otras disciplinas empíricas. Nótese que mi argumento no será en el sentido de que debe evitarse que ciertos aspectos de la filosofía de la ciencia se “naturalicen”, sino en torno a por qué no veo ni viable ni conveniente que se naturalice en su conjunto. Presentaré, de hecho, dos argumentos: el primero, basado en el paralelismo entre epistemología y filosofía de la ciencia; el segundo, como una caracterización de la actividad filosófica en general.

! 31 En cuanto al primero, de una fuerza limitada, por supuesto, en la medida en que depende de una argumentación por analogía, la tesis sería que, si atendemos al éxito que ha tenido el intento de “naturalizar” la epistemología, cuyos inicios se atribuyen en tiempos modernos a Quine [1969], a casi cincuenta años del inicio de este movimiento, la epistemología sigue viva como disciplina filosófica. De nuevo, el centro del asunto no es que haya elementos de la propia epistemología que merezcan ser naturalizados, o aprovechen de un enfoque naturalizador; más bien, me parece que muchos temas originalmente “epistemológicos” de hecho han sido absorbidos para bien por la ciencia empírica, como ciertos aspectos de la percepción, que hoy tratan la neuropsicología y la ciencia cognitiva. Y mi argumento es que este fracaso (al menos parcial) de las pretensiones naturalizadoras se debe precisamente a las mismas razones: por un lado, a que la reflexión epistemológica es de una gran generalidad, que ninguna disciplina empírica particular puede cooptar o acotar; siempre será posible hacer la pregunta epistemológica básica (“¿cómo sabes que…?”), que es previa o está detrás de cualquier pretensión de conocimiento, independientemente del campo.

Me imagino que esta característica es la responsable de que, durante mucho tiempo, se considerara a la epistemología como una especie de “reina de las disciplinas filosóficas”, dado que sus preguntas pueden hacerse no solamente sobre cualquier enunciado empírico, sino también filosófico. En el momento en que están en discusión la justificación o la verdad de un enunciado, en ese momento la discusión es una meta-discusión (elemento al que regresaré adelante) que puede sin injusticia ser llamada “epistemológica”. Entonces, incluso los intentos de naturalización que no provienen de la filosofía misma, sino de las ciencias empíricas, como es el caso de la llamada “epistemología genética” de Piaget, son sujetos de una discusión que no se resuelve en el marco interno de la teoría piagetana. Puedo preguntarme si la capacidad de conocer tiene un sustrato evolutivo; y a lo que conteste puedo aplicarle la pregunta epistemológica básica, cuya respuesta no podrá provenir de la propia teoría piagetana, so pena de que entonces ésta sea circular y no pueda, en consecuencia, competir con otras teorías epistemológicas naturalizadas, que con justicia señalarían que dicho procedimiento las pone en desventaja.

El argumento de la generalidad de la epistemología, de su carácter fundacional, sin embargo, ha tenido sus críticos. Y uno de ellos, en mi opinión, apunta en el proceso a una característica de la epistemología que es relevante a mi segundo argumento sobre la naturalización de la filosofía de la ciencia social. ¿Por qué deberíamos preocuparnos por responder la pregunta epistemológica básica? La respuesta típica sería: para, en lo posible, contar con justificación para nuestras creencias; pero ello solamente abre otra pregunta ¿Por qué es bueno contar con justificación para nuestras creencias? No importa qué contestemos, la pregunta misma muestra que la generalidad y carácter fundacional de la epistemología debe rendirse ante una pregunta entonces previa, de carácter valorativo. Ello lleva a este autor a proponer que, en realidad, la epistemología no es sino una ética del conocimiento. Y que quizá la auténtica reina de las disciplinas

! 32 filosóficas sea la ética (ver Brandt [1967), para una discusión de los paralelos entre epistemología y ética).

Se ha señalado que el argumento no es conclusivo, dado que podríamos preguntarnos cómo sabemos que el bien (o en este caso, la verdad) es el valor que debemos promover. Pero en el “debemos” de nuevo ha entrado la valoración, así que el debate no se resuelve fácilmente. Mi interés no es aquí resolverlo, sino mostrar que hay un componente valorativo implícito en la epistemología, que resulta tan fundacional como la propia pregunta epistemológica básica. Y si este componente fuera constitutivo de la epistemología (y en mi opinión lo es), entonces ningún intento de naturalización podrá ser completo, porque siempre quedará este “residuo valorativo” (o fundamento valorativo, como prefiero llamarlo) que no podrá ser absorbido por disciplinas empíricas particulares, como la psicología cognitiva o la neurofisiología.2  

Si se acepta la existencia de este componente valorativo de la epistemología entonces se entenderá por qué el intento de naturalizar la ciencia natural no tendrá más éxito que el que pueda tener la naturalización de la epistemología: sostengo que, en sus aspectos más distintivos, la filosofía de la ciencia, como su nombre lo indica, no es sino la epistemología de un tipo particular de conocimiento, el conocimiento científico. Y ahora, de nuevo por analogía, propongo que si esto fuera así, la filosofía de la ciencia heredaría de la epistemología ese componente valorativo. Sería, además de otras cosas, una “ética del conocimiento científico”, intentando plantear las directrices para conseguir un conocimiento confiable. Si este componente valorativo se rechaza, entonces no hay manera de justificar por qué la verdad (o al menos la ausencia de falsedad reconocida) es una propiedad deseable de nuestras teorías. El adjetivo revela este componente valorativo. La filosofía de la ciencia, bajo este argumento, no podría renunciar a sus aspectos prescriptivos sin renunciar a un componente vital de su quehacer.

Otro asunto, al que ahora paso, es cómo, desde dónde o quién debe construir este aspecto prescriptivo, asunto que nos lleva a la segunda de las preocupaciones planteadas al inicio de esta sección: el de la pertinencia, relevancia o necesidad de la intervención filosófica en la arqueología. Y si esa intervención es absolutista o permite la pluralidad.

2

Esto asumiendo que las ciencias se centran en cuestiones de hecho y no de valor. Claro que otra manera de enfrentar el asunto es abolir esta distinción y reconocer que las propias disciplinas empíricas contienen elementos valorativos. Pero, para que el programa naturalizador se cumpla, entonces, habrá que naturalizar no solamente la epistemología, sino la ética. Y de hecho, de lograrse, se resolvería de paso un problema apremiante de las ciencias sociales y es que no parece ser posible hacer una ciencia social sin un punto de vista ético y político explícito. Las limitaciones que había que fijar para escribir esta tesis me impiden profundizar en este tema, pero creo que las propuestas de Peter Railton sobre realismo moral pueden ser parte de la solución.

! 33

La filosofía de la ciencia y la arqueología: historia de una catástrofe anunciada (e innecesaria) Varios libros relativamente recientes se han dedicado a analizar la complicada relación entre la filosofía de la ciencia y la arqueología (Wylie [2002], Pinsky and Wylie [1989], Embree [1992], Hanen and Kelley [1989], Kelley and Hanen [1988]). Este análisis se hacía indispensable, sobre todo después de comentarios como el de Renfrew [Renfrew, et al. 1982], hecho en el periodo de interés de esta tesis: quizá había llegado el momento de reconocer que proponer la explicación como meta, basada en modelos generados por la filosofía de la ciencia (y en particular, el de Hempel), no había funcionado; y revisar la utilidad o pertinencia de la manera en que los arqueólogos estábamos tomando de dicha disciplina. O todavía más directo hacia la Nueva Arqueología: Binford nunca produjo una ley [Renfrew 1983:4-5) y salvo por los arqueólogos “de la ley y el orden”, criticados en 1973 por Flannery [1973a), no mucha gente parece creer en eso. Otro comentario indicativo del tono de las cosas en esas fechas es el de Johnson quien, reseñando un libro editado por Renfrew, considera necesario iniciar diciendo que:

“Como alguien que tiene simpatía por aquellos cuyos ojos se ponen vidriosos a la primera mención de cuestiones epistemológicas, déjenme decir solamente que estoy de acuerdo con Renfrew en que la relación entre la teoría y los datos debe ser reflexiva. Los contribuyentes de este volumen quizá estén demasiado cercanos a los datos, pero cuando menos están cercanos a algún dato. Esta es una condición que va en declive en los Estados Unidos –y una que incluso se considera ideológicamente sospechosa en algunas partes” [Johnson 1983:643; énfasis en el original).



De manera aún más directa esta utilidad fue cuestionada un año antes por Flannery [1982), en un artículo que es una de las joyas de la literatura arqueológica: un increíble despliegue de la creatividad, sentido del humor y perspicacia de este autor, uno de los más grandes genios, sin duda, de la arqueología de todos los tiempos. Es una obra maestra y un punto de referencia para muchas generaciones. Pero también es una diatriba contra lo que Flannery considera los abusos e irrelevancia de la filosofía de la ciencia, de los que aparentemente está ya harto y en los que ve poca promesa (quizá uno en diez haga una contribución). Lo que requerimos es un regreso a los datos. El tono es claro desde el inicio, un epígrafe tomado de un premio Nobel: “Estoy felizmente demasiado ocupado haciendo ciencia como para tener tiempo de preocuparme de filosofar sobre ella” [Flannery 1982:265).

En esta “parábola para los 80s” tiene tres personajes ficticios, recurso que permite que los destinatarios reales de los ataques no puedan responder; uno de los interlocutores de Flannery durante el viaje en el que tiene lugar la historia, es

! 34 un arqueólogo que era torpe en el campo, estaba frustrado y en su momento “más oscuro”, descubrió la Filosofía de la Ciencia y volvió a nacer” [Ibíd.):



“De repente se dio cuenta que el mundo crearía un sendero hasta su puerta si criticaba la epistemología de los demás. De repente descubrió que mientras su diseño de investigación fuera extraordinario, no tendría ya que llevar a cabo la investigación; nada más publica el diseño y sería considerado como modelo, un anillo de bronce que cuelga inalcanzablemente lejos de aquellos que realmente hacen recorridos de campo y excavan. No más polvo, no más calor, no más cuadrados de 5 pies [que este incompetente jamás pudo trazar correctamente]. Ahora trabaja en una oficina, generando hipótesis y leyes y modelos que un interminable flujo de estudiantes de postgrado ahora serían enviados a probar; porque él mismo ya no haría ningún trabajo de campo” [Flannery 1982:265:266).

El personaje central de la historia, el “Old-timer” (o “viejito”) oye primero con paciencia las “leyes” (invariablemente triviales o de otras ciencias) que el “filósofovuelto-a-nacer” ha “explicitado”. Luego, ya medio irritado, propone a los otros dos interlocutores una analogía entre la arqueología y el foot ball americano: típicamente el comentarista deportivo más ruidoso y crítico es precisamente el que nunca fue jugador; y que, desde su cabina de transmisión, lejos del sudor y esfuerzo físico de la cancha, en el área de prensa que está colocada “en lo alto, distante, Olímpica, cerebral y verbal. Dios, vaya que si es verbal”, pontifica sobre un juego que realmente hacen los que están en la cancha:



“Lo que está pasando ahora es que estamos encontrando un nuevo tipo de arqueólogo. Es una especie de Howard Cossell [el odiado comentarista deportivo americano]. Se sienta en su cabina muy alto sobre el campo de juego y cita a Hempel y a Kuhn y a Popper. Trata de adivinar [second-guess] la estrategia de los jugadores y nos dice cuando no estamos a la altura de sus expectativas. ‘Lew Binford’ dice, ‘fue alguna vez una de las mentes más rápidas en el campo, pero francamente, esta estación ha perdido un paso o dos’. O, ‘Es chocante ver a un veterano como Struever cometer un error de principiantes como ese’” “Lo que me preocupa, hijo, es que cada año haya menos gente en el campo de juego y más en la cabina. Se puede vivir bien en la cabina, pero es un lugar que genera mucha arrogancia. Nadie ahí nunca falla una patada o, para tal efecto, se equivoca clasificando ollas o echa a perder el dibujo de un perfil. Hacen juicios sobre otros, sin exponerse ellos mismos a la crítica. Los tipos de la cabina logran mucha visibilidad y algunos hasta se convierten en celebridades. Lo que raramente se señala es que tienen poco si es que algún impacto

! 35

estratégico o teórico sobre el juego, porque están demasiado retirados de la cancha” [Flannery 1982:271).

Afortunadamente, los jugadores reales saben eso, según el Old-Timer. Y saben que los de la cabina los ven como trabajadores manuales y ya están hartos de eso. Sobre todo cuando se pretende crear un nuevo campo de “teoría arqueológica”, una misión más elevada y prestigiosa. “Y si eso no fuera suficientemente malo, algunos están empezando a pensar que son filósofos de la ciencia”, lo que quizá sería excitante de no ser porque “eso es lo único en lo que son peores que para la arqueología de campo”; y ni siquiera su incipiente diálogo con los filósofos reales los salva, porque ahora tendremos “filósofos que no saben nada sobre la arqueología, asesorando a arqueólogos que no saben nada sobre filosofía” [Íd.:272). El Old-timer piensa que es suficiente hacer una contribución cuando menos a la arqueología: “Creo que preferiría ser un arqueólogo de segunda que un filósofo de tercera” [Ibíd.). Lo que el mundo espera de nuestra disciplina es aprender algo sobre el pasado de la humanidad, “no quiere que le demos filosofía”. La mejor razón por la que se hace arqueología es para satisfacer la curiosidad intelectual del arqueólogo, no por alguna pretensión de relevancia más allá de lo que el público espera de nosotros. “Odiaría ver que nos confundiéramos tanto… que dejáramos de hacer lo que hacemos mejor…Nuestra responsabilidad principal es hacer buena investigación básica” [Ibíd.).



La idea es clara: “No necesitamos muchas de nuestras llantas ponchadas vulcanizadas como filósofos” [Ibíd.:278). El Old-Timer piensa que hay muchos premios y reconocimientos para logros intelectuales en la disciplina: lo que él quiere es uno “solamente por el compromiso con la investigación básica al viejo estilo y la ética profesional” [Ibíd.).



Estas opiniones de Flannery, que se supone que “nadie debería buscar por algo muy profundo” en ellas [Flannery 1982:265) pasaron a la literatura como el mejor ejemplo punto de vista para el que la filosofía de la ciencia es irrelevante o inútil en arqueología, tal como atestiguan las opiniones de autores posteriores [Dunnel [1989), Hanen y Kelley [1989), Wylie [1989a), Embree [1989)). Los especialistas en esta temática apuntan a que esta reacción, cuya severidad quizá era exagerada, responde sin embargo a una insatisfacción real y sentida por la comunidad de arqueólogos, que Flannery simplemente articuló de manera magistral con su inigualable y divertido estilo literario.



La relación entre ambas disciplinas no se inicia, como en ocasiones pudiera pensarse, con la arqueología procesual o “Nueva Arqueología”: existen antecedentes que se remontan cuando menos a la década de 1930, con autores como Collingwood, que era a la vez arqueólogo, historiador y filósofo hermenéutico[Collingwood 1946), o el multicitado trabajo de Kluckhohn [1939). Pero es sin duda con la Nueva Arqueología que la filosofía de la ciencia toma un papel central. Binford [1972:8) atribuye a su maestro, Leslie White, su interés en la

! 36 filosofía de la ciencia (White incluso llegó a publicar en revistas especializadas de este campo -ver Gándara [1983:81)).



Impresionado por la filosofía neopositivista, Binford vio en ella la posibilidad de fundamentar las pretensiones científicas de la arqueología. Es factible ubicar la fecha aproximada en que esto sucedió, dado que es a partir de ese momento que las referencias al método hipotético-deductivo y a la explicación en el modelo hempeliano hacen su aparición: alrededor de 1965 este componente, el último de los que en mi opinión constituyen la arqueología procesual, estaba sólidamente establecido como uno de los ejes del programa [Gándara 1983).



Algunos de sus discípulos, notablemente Watson, Le Blanc y Redman [Watson, et al. 1971), Fritz y Plog [1970), entre otros, se tomaron a pié juntillas la convocatoria, de forma tal que para 1971 se proclamaba la naturaleza científica de la arqueología procesual precisamente porque se fundaba en la propuesta neopositivista de la naturaleza de la ciencia.



En otro trabajo he intentado mostrar que el conocimiento al respecto, al menos de Binford3, era limitado. Pero que, como consecuencia del explosivo éxito de la Nueva Arqueología y el consecuente prestigio y autoridad de su líder indiscutido, Binford pasó de leer filosofía de la ciencia a intentar escribir su propia versión del asunto, combinando con singular gusto a autores incompatibles, como Hempel y Kuhn, sin que en ningún momento se notara (al menos para ese momento, que cae precisamente dentro de nuestro periodo de estudio, 1981) que se daba cuenta de las inconsistencias a que esta combinación conduce.  



Si el conocimiento de Binford era limitado, el de sus seguidores (fuera de algunas contadas excepciones) lo era aun más, dado que simplemente citaban a Binford como la fuente de sus propios pronunciamientos. Es decir, las referencias que Binford usó originalmente fueron las únicas que durante un tiempo circularon entre sus seguidores de segunda y tercera línea (y no es claro que éstos realmente las leyeron). En estas circunstancias era difícil que cualquiera de ellos se diera cuenta de que, para el momento en que la Nueva Arqueología adopta el Neopositivismo, éste había iniciado ya su caída en picada, atacado por varios flancos: el enfoque historicista de Kuhn, las críticas del racionalismo crítico de Popper y sus discípulos (notablemente Lakatos), la filosofía analítica inspirada en el segundo Wittgenstein y el renovado y creciente interés en los enfoques neopragmatistas, para mencionar solamente algunos. Una indicación del estado de cosas fue la aparición, en 1969, del libro de Achinstein y Barker [Achinstein and Barker 1969), titulado “La herencia del Positivismo Lógico”. Era claro que, al menos para sus críticos, para inicios de la década de 1970 el neopositivismo había

3

Una excepción debe haber sido Patty Jo Watson, cuyo marido de ese momento era filósofo profesional, por lo que ella tenía seguramente acceso a una literatura que el resto del grupo parece haber desconocido.

! 37 perdido la clara hegemonía que tuvo durante mucho tiempo en la filosofía de la ciencia occidental.



Para desgracia de los arqueólogos procesuales, la filosofía neopositivista no era una fuente de discusión que había que analizar críticamente en relación a otras posiciones disponibles en ese momento, tal como han señalado varios comentaristas [[Wylie 1989b:, 2002), [Kelley and Hanen 1988), [Embree 1992)]. Para los procesuales (y me incluyo en el grupo en ese momento, inicios de los 70’s), la filosofía neopositivista era la prescripción para hacer de la arqueología finalmente una ciencia. Citábamos a los filósofos neopositivistas como fuente de legitimación y como recurso de autoridad4: lo habían dicho los sabios filósofos de la ciencia y no había más que discutir.  



Esta situación tampoco duró mucho en Estados Unidos y, para mediados de la década de 1970, se incrementó el número de artículos cuestionando alguno u otro aspecto de la aplicación del neopositivismo [ver Gándara 1983 para una lista de autores relevantes en cuanto al tema de la explicación y las leyes, o el excelente resumen global del impacto de esta corriente en la arqueología procesual de Kelley y Hanen [1988)]. Es notable la participación que tuvo Merilee Salmon, compañera del filósofo Wesley Salmon en estos debates, por ejemplo [Salmon 1975)) y en los que el propio Wesley finalmente se involucró [Salmon 1998a:, 1998b). Mi impresión es que la intención de Salmon no se entendió: que las propuestas filosóficas estaban siendo objeto de intensos debates y que, en consecuencia, no debían tomarse como verdades definitivas; por desgracia, parecía más bien que los Salmon simplemente querían vender su producto, que sustituiría al de Hempel, pero con el mismo espíritu autoritario. Esta impresión mía es subjetiva, por supuesto, pero recuerdo con plena claridad, es la que parece haber recibido también Renfrew y de ahí el comentario citado antes. Podía pensarse que los filósofos estaban peleándose el mercado de la arqueología y no ayudándonos a entender las limitaciones que cualquier propuesta podría tener para nuestra disciplina.



Me parece que los analistas citados [Hanen, Embree, Wylie] aciertan en lo fundamental, al señalar que uno de los elementos que viciaron la relación entre la filosofía de la ciencia y la arqueología fue precisamente esta adopción casi a ciegas y de manera acrítica del neopositivismo. Pero me parece que es Dunnel [1989) quien, con su característica claridad, va más allá para presentar lo que le parecen las razones por las que se pasó, muy rápidamente, de ver a la filosofía de la ciencia como la fuente de legitimación (inicios de la Nueva Arqueología) a verla 4

En México el gusto nos duró poco, porque con la popularización del marxismo en las universidades latinoamericanas, pronto fue claro que el neopositivismo no era ni la única ni quizá la mejor de las posibilidades. En lo personal, este descubrimiento (que pudo haber sido más bien un encontronazo) afortunadamente no tuvo consecuencias trágicas, gracias a que mi interlocutor desde el marxismo, Felipe Bate, tuvo desde entonces una enorme paciencia e interés en discutir mis puntos de vista. Durante un tiempo incluso algunos de nuestros alumnos comunes intentaron integrar ambos puntos de vista, en lo que luego fue sarcásticamente llamado “marxitivismo”...

! 38 como un obstáculo y una genuina pérdida de tiempo: irrelevancia a la operación cotidiana de nuestra disciplina, uso autoritarista de argumentos filosóficos, falla en considerar posiciones alternativas, arrogancia. Y, según él, estas razones van más allá del hecho de que el neopositivismo estuviera ya moribundo para cuando lo adoptó la Nueva Arqueología.



Las críticas de Dunnel, aunque quizá demasiado severas (y no es solamente mi parecer, sino el de Embree [1989), en mi opinión son certeras y justas. Es más, cualquiera que proponga una nueva relación entre la filosofía de la ciencia y la arqueología tiene que enfrentarlas y dar soluciones exitosas a los problemas que Dunnel plantea. Dado que precisamente esta tesis es un intento de mostrar la utilidad de muchos hallazgos de la filosofía de la ciencia, creo que es inescapable que intente contestarlas. Y lo haré por la vía teórica, aportando algunos argumentos al debate y por la vía práctica, dado que el procedimiento de análisis que propondré no es otra cosa que la aplicación de criterios y lineamientos derivados de la propia filosofía de la ciencia.



La cápsula del tiempo En cierto sentido, decíamos que el centro de este trabajo es como una “cápsula del tiempo”. Es decir, como esas muestras de una generación que incluyen elementos representativos de un momento histórico y son luego enterradas dentro de contenedores especiales que aumentan la probabilidad de que se preserven para el futuro. Los estadounidenses lo hacen de manera regular.

Mi cápsula del tiempo tiene que ver con la discusión sobre el origen del estado, tal como ésta se daba, sobre todo en el mundo anglosajón, alrededor del momento en que se publica The Basin of Mexico [1979). Es decir, tomando la obra de SPS como eje, examinaré, en la medida de lo posible, con los ojos de ese momento, que me tocó vivir y con las herramientas disponibles para esa época, el debate en torno a esta teoría y, en particular, sobre su estatuto: el mejor ejemplo de una teoría refutada, o una teoría prácticamente corroborada, al grado de convertirse en “La Biblia Verde”. Limito de esta manera el ámbito del estudio, dado que no pretendo rastrear ni todos los antecedentes que llevaron a la publicación del libro desde décadas atrás, ni todas las reacciones que la teoría ha suscitado desde 1979 hasta nuestros días, simplemente porque una empresa de tal tamaño rebasa tanto las posibilidades de tiempo como las de conocimientos que este doctorante tiene en esta coyuntura particular. También encuentro muy difícil (y vaya que si lo intenté), el mantener una narrativa en varios planos temporales: lo que se pensaba en la época, pero cómo luego la teoría en arqueología cambió y qué efecto tuvo una década después esto en las evaluaciones del problema, que a su vez estaban inspiradas en cambios en la filosofía de la ciencia de la década previa, etc. Aquello es realmente imposible de resolver, al menos con las restricciones que tiene el texto linear. Albergué ingenuas fantasías en algún momento en torno a resolverlo mediante el recurso del hipertexto, dado que ahora

! 39 crear un texto que contenga a otros textos y establezca ligas entre sus componentes es algo que incluso el procesador de palabras que estoy usando podría en principio resolver. El asunto es el tiempo requerido para resolverlo. Así que abandoné (más tarde de lo que la prudencia hubiera requerido) esa pretensión y opté por este otro recurso, el de limitar el trabajo a un marco temporal en torno a 1979, fecha de publicación de la teoría de SPS.



Ello no implica que no buscara reconstruir al menos parte de la historia de la recepción de la teoría, o rastreara algunos impactos más tardíos que los años inmediatamente subsecuentes a su publicación. En particular, el debate entre el grupo de Michigan (del que era miembro Blanton en ese momento) y el de Penn State (el departamento desde el que se construyó la teoría), no terminó con la reseña de Blanton que citamos antes. El intercambio entre los alumnos y seguidores de Sanders y los de Flannery prácticamente ha seguido dos décadas después. El corpus resultante –centrado muchas veces en cuestiones de detalle empírico- es enorme y no todo relevante a mi interés central aquí: el de ver cómo se resuelve el problema de determinar si una teoría está refutada o no. Es en ese sentido que la teoría de SPS es interesante para mí. Un trabajo de historiografía de sobre cómo se han entrelazado y reaccionado la una a la otra las obras de estos dos gigantes de la arqueología y sus respectivos seguidores es una tarea altamente apetecible, pero no la mía en esta tesis.



Recuperaré solamente un momento en esa trayectoria que queda fuera de momento histórico de interés señalado (finales de la década de los 70’s, inicio de los 80s’s), que es el nuevo intercambio entre ambos bandos a raíz del libro editado por Marcus precisamente para contestar a dos interlocutores: Sanders, por un lado y Marcos Winter por otro, a inicios de la década de 1990. Y lo hago porque el discurso de Blanton en este nuevo enfrentamiento explícitamente hace uso de la filosofía de la ciencia, para tratar de presentar una imagen de Sanders, ya no solamente como un arqueólogo necio que propone teorías obsoletas, sino como un ejemplo de “deshonestidad intelectual” y el problema sigue siendo la manera en que se interpretan los datos tanto de la Cuenca de México como del Valle de Oaxaca y los puntos de vista que conducen hasta dos visiones diferentes.



Así, nuestra atención se centrará en esa cápsula del tiempo, de la que solamente saldremos en la tercera parte de este texto, para tratar de evaluar una intuición que me persigue desde 1982: hasta dónde el refutar a diestra y siniestra teorías podría llevar de regreso a la arqueología hacia una nueva forma de particularismo histórico. Las recientes pretensiones de Yoffee [2005) de haber refutado ya no una teoría en particular, sino toda una posición teórica, la que él llama “neoevolucionismo” y en la que ubica explícitamente a Sanders [Id.:20, 22, 26). Aunque pudiera ser una casualidad, Yoffee labora para la misma universidad que Flannery: la Universidad de Michigan.



Es importante aclarar, de entrada, precisamente en el contexto del diálogo entre estos dos grupos, que la iniciativa de tomar como caso de estudio la teoría

! 40 de SPS no es el resultado de una sugerencia o solicitud por parte de Sanders o alguno de los otros autores. Por el contrario, una vez en los 80’s, otra en los 90’s y ahora que Sanders vino al Centro de Estudios Arqueológicos [CEQ) del Colegio de Michoacán (COLMICH) en marzo de 2007 explícitamente a que lo entrevistara en torno a mi análisis de su teoría, Sanders se ha mostrado reticente (e inclusive uno podría pensar que hasta no tan terriblemente entusiasmado) con la idea. Como me dijo esta última vez, antes de empezar con las entrevistas formales: “Pero Manuel, ¿realmente necesitamos resucitar ese debate? Es agua que hace tiempo pasó debajo del puente [expresión inglesa para indicar que algo es cosa del pasado]. ¿Tiene sentido volver a revivir todo ese asunto? [Sanders, comunicación personal, La Piedad, Mich. Marzo 2007). Yo creo que sí. Y si bien Sanders optó por nunca contestarle (al menos no directamente) a Blanton o a otros de sus críticos y yo no tengo especial interés en molestar o enemistarme ni con el grupo de Oaxaca ni con Blanton, a quien conocí en 1973 y por el que siento un gran respeto, creo que sí es necesario que se oiga “el punto de vista opuesto”, como dicen en las noticias norteamericanas. Me parece un asunto de elemental justicia. Del resultado el lector será el árbitro.

La estructura de este texto He organizado este trabajo en tres grandes partes; en la Primera rastreo algunos antecedentes para lo que he bautizado como “análisis teórico”, para luego presentar las herramientas y los criterios que proponemos y que emplearemos en nuestro caso de estudio, la teoría de SPS. Para ello, primero intentamos mostrar que el término “teoría” es ambiguo y la primera tarea es distinguir sus diferentes significados. Esta tarea es prerrequisito para poder proponer entonces dos juegos de herramientas y criterios distintos: aquellos destinados a analizar una teoría en sentido holístico (“posición teórica”, el equivalente de la idea de paradigma de Kuhn) y los que son de nuestro interés central aquí, los destinados a analizar una teoría particular, en sentido partitivo o “teoría sustantiva”. Se hace también una rápida revisión del concepto de “explicación”, cuyo papel nos sigue pareciendo crucial (sorry, Henry) y sus vicisitudes.



En la Segunda Parte se hace la aplicación del análisis teórico a la teoría de SPS. Se intenta primero delimitar la posición teórica de los autores (o al menos la del autor principal, Sanders) y se evalúa el resultado del análisis, en particular, si la teoría realmente estaba refutada, como sostenía Blanton. O a la inversa, si había recibido considerable corroboración (como parecía pensar Sanders). Se compara la teoría con otras disponibles en ese momento, para intentar obtener un “marcador global” que permita definir si la teoría era mejor o peor que otras teorías disponibles.



En la Tercera Parte se abordan las consecuencias del análisis realizado en la Segunda Parte. Primero, para la teoría de SPS y los problemas que presenta, que en nuestra opinión tienen que ver con el ámbito de lo simbólico (que prácticamente no figura ni en la teoría de SPS ni en las de sus competidores, al no

! 41 considerarse en ese momento un tema de tanto interés). Ello nos llevará a abordar un problema subyacente, el del realismo social, dado que hasta ahora la mayoría de los abordajes de lo simbólico se hacen desde una epistemología idealista subjetiva y nos interesa mostrar que esto no es ni necesario ni indispensable. En seguida se abordan las consecuencias que yo creo resultaron de la insistencia en refutar, de manera generalmente espuria, teorías creadas en el marco del neoeovolucionismo: el que ahora, a 25 años después, hay quien pretende haber refutado no una teoría, sino al neoevolucionismo entero [Yoffee 2005). Luego se hace una reflexión global sobre todo el proceso de análisis, los problemas a resolver a futuro, Se analiza el regreso de las teorías voluntaristas a la arqueología (bajo el disfraz de “teorías de la acción” o de la agencia); y se intenta fundamentar por qué este tipo de teorías podría constituir un retroceso en la arqueología y un regreso hacia una forma fortalecida de particularismo histórico.

Se discute también, aunque de manera indudablemente breve e incompleta, el problema del pluralismo en filosofía de la ciencia y, en particular, la versión de Olivé [2000]; así como las razones por las que su análisis me parece a la vez promisorio pero incompatible con la posición general adoptada aquí, misma que me imagino pudiera ser calificada como “absolutismo realista”. El que esta tesis sea una cápsula del tiempo y las propuestas sobre el pluralismo (derivadas de las críticas historicistas) sean posteriores al periodo de interés, no exime la necesidad de cuando menos dejar constancia de su existencia y discutir su relevancia para la arqueología, así como ofrecer, al menos, un esbozo de justificación de la postura adoptada aquí –que de hecho, el lector vera simplemente asumida sin mayores comentarios en el conjunto de la tesis. Notablemente, en la manera en que, mediante un concepto minimalista de “método científico” recupero una idea que va, aparentemente, a contrapelo de las que parecen las tendencias actuales, mismas que deben mucho al trabajo de Laudan [1984] y sus obras siguientes, recuperadas por Olivé [2000]. Bajo dichas concepciones, proponer que hay un elemento central o históricamente inmutable en la práctica científica es inaceptable, así como lo es el sugerir reglas metodológicas y criterios de evaluación generales, universales. Yo adopto en la tesis el punto de vista históricamente anterior (el del tiempo de mi cápsula), y opuesto, aunque limito mis pretensiones a la arqueología (y quizá a otras ciencias sociales), desarrolladas a partir de finales del siglo XIX y consolidadas en los últimos 50 años –es decir, sin una distancia histórica tan fuerte como la que, con razón, preocupa a los historicistas- aunque distancia histórica al fin.

Finalmente, se relaciona toda esta discusión, aparentemente abstracta y teórica, con el asunto concreto y práctico de la conservación del patrimonio arqueológico. La esperanza es mostrar que hay una conexión inmediata entre ambos aspectos y que la construcción de explicaciones no es solamente un asunto teórico, sino una posibilidad de generar criterios que nos ayuden a conservar mejor el patrimonio arqueológico.

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Capítulo 1

Los múltiples significados del término “teoría” en arqueología ¿Qué diablos es la teoría, para empezar? Sostener que parte de los problemas de la arqueología contemporánea derivan de un inadecuado tratamiento de las teorías presupone entender, para empezar, qué diablos es una teoría. Los cínicos (generalmente no muy bien intencionados) la han definido por omisión: “teoría es lo que hacen los arqueólogos que no pueden o no quieren ir al campo” –omito el nombre del autor del comentario, pero el lector es libre de achacárselo a su propio villano favorito en la arqueología: prácticamente todos comparten ese punto de vista.



En arqueología generalmente utilizamos el término de manera más o menos coloquial. Como he señalado en otro lado, muchas veces lo utilizamos como sinónimo de corazonada o especulación, como cuando afirmamos “yo tengo la teoría de que en Teotihuacan sí hubo juego de pelota”. A veces lo utilizamos para contrastarlo con el trabajo práctico, de campo o gabinete (como en el comentario arriba citado). En otras ocasiones, lo utilizamos para calificar a una propuesta de utópica o poco realista, como cuando afirmamos, “transformar la arqueología oficial suena fácil en teoría, pero ya en la práctica…” En varias de estas acepciones la imagen que se conjura es la del erudito, típicamente pedante, que pontifica desde su cubículo; un especie de “Petronio, árbitro del buen criterio”, que desde sus alturas es capaz de opinar sobre lo que los arqueólogos “de a de veras” hacen o deberían de hacer, pero que rara vez se ha ensuciado él mismo las manos en el campo.



Pero en otras ocasiones, el uso del término se parece más al que encontraríamos en otras disciplinas, como cuando nos referimos a “la teoría neoevolucionista”, o alguna otra corriente antropológica de las que la arqueología se ha nutrido; o a la “teoría arqueológica”, para referirnos a asuntos que tienen que ver con la formación y transformación de contextos arqueológicos; o a la “arqueología postprocesual”, para referirnos a las propuestas de un grupo notablemente dominado por autores con un estricto acento británico.



Así, la desesperación de algunos colegas con la teoría empieza por ahí: parecería que ni siquiera en algo tan básico podemos ponernos de acuerdo: ¿qué, a fin de cuentas, es una teoría? ¿cuándo es legítimo decir que algo es “teórico”?. No los culpo. Y esta confusión es una en donde una vez más, parece, la respuesta tampoco vendrá de los filósofos de la ciencia profesionales. Definir qué es una

! 43 teoría ha sido precisamente uno de los campos de batalla entre los expertos durante los últimos 30 años -ver, por ejemplo, Suppe [1977a; 1977b; 1977c: 36-62)]; o el excelente tratamiento de Diez y Moulines [1999)].



Pero de esa discusión entre los filósofos ha surgido algo que, en ausencia de un acuerdo, parecería lo mejor a lo que podemos aspirar: una especie de tácito entendimiento sobre, cuando menos, tres cosas: primero, que no es en absoluto sencillo trazar una línea que separe a la “teoría” de los “datos” (así, con comillas ambos); segundo, que quizá parte de la dificultad de definir una teoría (y de acordar cuándo ha sido refutada), se remite a que cuando utilizamos el término nos referimos a entidades de cuando menos dos escalas diferentes; y, tercero, que la articulación entre la teoría y los datos ocurre… ¡sorpresa! a través de teorías también, similares a las de una de las dos escalas mencionadas, pero que tienen una función especial.



Veamos estos tres cuasi-acuerdos en detalle.

La distinción entre teoría y datos En cuanto al primero, la diferenciación entre datos y teoría era crucial a un grupo en particular de filósofos de la ciencia: aquellos de persuasión neopositivista, que tenían la esperanza de poder eliminar cualquier referencia a términos teóricos, como “gravedad”, por referencia a sus expresiones empíricas (de ahí el otro nombre de esta escuela, “empirismo lógico”). La insistencia en que la teoría era una especie de molestia que había que tolerar momentáneamente no era un simple capricho: al parecer estos filósofos, herederos de una tradición laica en la filosofía, y todos ellos practicantes de alguna ciencia (típicamente una ciencia “dura”, como la física o las matemáticas), tenían miedo a que, a través de estos términos “teóricos” que referían a entidades invisibles, como la gravedad, entraran por la puerta de atrás todo tipo de entidades “metafísicas” y “místicas”. Es fácil ver cómo podría pasar algo así: ante el reclamo de un escéptico sobre la existencia de la gravedad, que nunca vemos directamente, el empirista diría que la vemos a través de sus efectos, como la caída de los cuerpos. Pero si el escéptico fuera al mismo tiempo una persona religiosa podría de inmediato contestar: “igual que a Dios, al que nunca vemos directamente, sino sólo a través de sus obras”. Este riesgo era aparentemente inaceptable para los neopositivistas.

En consecuencia, iniciaron una serie de intentos, desde la década de 1930, para lograr una versión de la ciencia que asignara a la teoría simplemente un papel de puente temporal entre evidencias observables, para determinar las sucesiones de eventos de las que dan cuenta las leyes científicas. Pero al paso del tiempo, y en manos de críticos como Norman O. Quine, el proyecto empezó a hacer agua. Quine [1961b) mostró que no había manera sencilla de determinar cuándo estábamos en presencia de algo “observable” en oposición de una entidad “teórica”. El detalle de estos argumentos rebasa nuestros objetivos en este texto (aunque el lector interesado puede consultar la excelente antología preparada por

! 44 Olivé y Pérez Ranzanz [1989b); o la de Grandy [1973); o el resumen breve de esta discusión en Gándara [1988a)). Aquí simplemente delinearé los elementos centrales del debate.

Quine y otros críticos [notablemente Popper [1963:; Popper 1980); Hanson [1958:Cap. 1), y particularmente Achinstein [1968:cap. 5) y Putnam [1989)] señalaron que parecería que algo sea teórico depende del estado del conocimiento de ese momento y, en particular, de nuestras posibilidades de observarlo. Así, las bacterias eran entidades teóricas hasta que se inventó el microscopio óptico; los virus eran teóricos hasta que se inventó el microscopio electrónico; los electrones eran teóricos hasta que se diseñaron las “cámaras de nubes” en las que es factible ver su traza; y así con otros ejemplos. Parecería que nuestra asignación de un término a una u otra categoría depende del desarrollo de nuestros instrumentos de observación. Por otro lado, algunos de estos instrumentos de observación tendrían en realidad muy poco de “observacionales”: sin una teoría que explique qué es una radio-estrella, y otra que diga como esta estrella crea ciertos efectos en un detector sensible, que a su vez los traduce en puntos en una pantalla, es difícil entender en qué sentido “observamos” la estrella en un monitor. Toda la observación está ineludiblemente teñida de teoría, como señaló con un gusto casi morboso Feyerabend [1965), como escupiendo sobre la tumba de empirismo.

Para 1975, incluso Hempel, uno de los pilares del neopositivismo, y sin duda un hombre con un admirable y ejemplar sentido de la honestidad intelectual, tuvo que reconocer que la distinción entre lo teórico y lo observable era problemática [Hempel 1977). Su solución, aunque no del gusto de todos sus interlocutores, no es mala y coincide con otras propuestas. Los términos teóricos son los que los científicos introducen de novo, o bien transformando el significado de términos existentes, para que realicen precisamente su trabajo en explicaciones y predicciones científicas, y en otras tareas “teóricas”. Los términos “observables” realmente son a veces remanentes de términos que en otros momentos pudieron haber sido teóricos, pero sobre los que hoy hay consenso suficiente, o bien son términos del “lenguaje antecedentemente entendido”, y que los científicos no consideran problemáticos –a menos de que surja alguna razón para revisarlos. Así que más que una línea clara entre un tipo y otro de términos, hay más bien una gama, o continuo, de carácter histórico, en el que se pueden situar en los extremos lo que coloquialmente llamamos términos teóricos vs. términos observables o referidos a los “datos”.

El lector impaciente reclamará, con razón, que este primer cuasi-acuerdo no ayuda mucho a entender, para empezar, qué es un término teórico, ya que sigue estando poco claro qué es la teoría (salvo porque ésta introduce un vocabulario especial con en el que se formula el discurso científico). Punto concedido. La dificultad tiene que ver con el segundo acuerdo, sobre la escala a la que aplicamos el término “teoría”.

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Las escalas de la teoría Buena parte de esta segunda confusión tiene que ver con la obra de un historiador de la ciencia vuelto filósofo: Thomas Kuhn [2001: orig. 1962). Este autor introdujo en 1962 un término que sería el centro de la polémica durante los siguientes 20 o 25 años: el de “paradigma”. El contexto era uno en el que Kuhn quería mostrar que la filosofía de la ciencia neopositivista, e incluso la de uno de sus críticos, la del racionalismo crítico de Popper, presentaban una imagen equivocada de la historia de la ciencia. Esta distorsión era producto no solamente de que realmente no hacían estos autores una investigación histórica seria, sino que parecería que pensaban que podrían prescindir de ella, al ignorar un factor importantísimo en la práctica científica: el conjunto de supuestos implícitos que están detrás de la formulación de teorías, y que constituyen la “cosmovisión” desde la que escuelas particulares de científicos llevan a cabo su práctica cotidiana. La obra de Kuhn tiene muchos filos y aristas fascinantes [ver, por ejemplo los comentarios de Sharrock and Read, [2002), o Pérez Ransanz [1999)], cuyas implicaciones para la arqueología he tratado en otros momentos [Gándara [1977:; 1992)]. Pero, para mis propósitos actuales, me centraré solamente en uno: el que surgía por primera vez, con claridad, una diferenciación de escalas de aplicación del término teoría: por un lado, la de las teorías específicas que son en ocasiones el objeto de debate y, por otro, las “cosmovisiones” o paradigmas desde que dichas teorías son construidas. Esta escala mayor, la del paradigma, normalmente permanece oculta, invisible, asumida, señalaba Kuhn; aparece solamente cuando dos paradigmas se enfrentan, y requieren que los supuestos normalmente implícitos se hagan explícitos.

La distinción es importante, porque golpea el mismo corazón de varias propuestas sobre lo que es realmente el método científico. Aunque habría que ver si realmente es una apreciación justa, se reclamaba a los neopositivistas proponer que la ciencia era un diálogo entre una hipótesis (teórica) y los datos, un pleito a dos esquinas claramente diferenciadas. Cosa que, como vimos antes, resulta imposible lograr; críticos como Popper y sus seguidores, como Lakatos, mostraron desde finales de la década de 1950 que en realidad el pleito es de cuando menos tres esquinas: se enfrentan no una sino dos teorías, contra unos “datos” (así, con comillas), que ya no son totalmente neutrales. Y el progreso científico se da cuando una de estas teorías refuta a la otra (bajo condiciones que trataré con detalle en otra sección), como cuando la teoría de los humores malignos es derrotada por la teoría de la infección bacteriana. Pero ahora Kuhn mostraba que realmente el pleito no es normalmente a esa escala de teorías específicas, sino precisamente de estas cosmovisiones, de estas teorías mayores, de las que salen no solamente teorías específicas, sino reglas de cómo construirlas, o cómo deben considerarse resueltos los enfrentamientos entre ellas.

Su solución, la de proponer que el enfrentamiento real es entre entidades de escala mayor, los paradigmas, iba a resultar problemática. Estos paradigmas

! 46 condicionaban todo: el mundo se veía según el color del paradigma respectivo. La consecuencia es que, en sentido estricto, dado que ven mundos diferentes, los paradigmas realmente nunca sustituyen uno al otro mediante un proceso tan nítido e higiénico como incluso la refutación que proponía Popper, sino que se ven involucrados factores sociales e incluso psicológicos. Un paradigma realmente no refuta a otro, simplemente el consenso de la comunidad científica se vuelca hacia un nuevo paradigma, con lo que se consuma una “revolución científica”. El problema, como muchos señalaron de inmediato, incluyendo al propio Popper [1970), era que entonces es difícil entender en qué sentido preciso el cambio científico es un cambio racional; en qué sentido una revolución científica implica progreso.

Aunque fascinante, no me detendré aquí ahora sobre estas dificultades, dado que lo que me interesa es simplemente rescatar la idea de que hay, cuando menos, dos escalas de teorías. Esta idea es al menos parcialmente independiente del modelo de cambio o racionalidad científica de Kuhn y ha sido reconocido por otros autores, notablemente Lakatos [1970), que introduce el modelo de los “programas de investigación científica” y Laudan [1986), con su propuesta de “tradiciones de investigación”, y por autores y tradiciones filosóficas posteriores, como la llamada escuela “modelo-teórica” [Diez y Moulines 1999), que incluye formas de distinguir esa escalas.

La mejor manera de entender estas dos escalas, creo, es mediante algunos ejemplos, al menos de la manera en que yo entiendo esta distinción. Ello me permitirá precisar en un momento más -¡finalmente!- qué significa para mí el término “teoría”. Mi propuesta no pretende en absoluto novedad: como dije, es heredera directa de Kuhn, Lakatos y Laudan.

Ejemplos de las dos escalas pueden encontrarse con facilidad: uno que viene a la mente de inmediato es el freudianismo o psicología freudiana. Si yo le preguntara a alguien qué exactamente es lo que explica el freudianismo, probablemente tuviera alguna dificultad, dado que el freudianismo intenta explicar muchas cosas. Quizá señalara la importancia de la primera infancia y de la pulsión sexual en la determinación de la personalidad adulta; pero si nos fijamos, esta respuesta apunta a supuestos que son comunes a varias de las propuestas freudianas, que son en realidad intentos particulares de explicación. Cada uno de esos intentos es, en si mismo, una teoría: es el caso de la teoría freudiana de la formación del yo, la teoría freudiana sobre el fetichismo, o la teoría freudiana sobre la histeria (que históricamente inicia el conjunto de teorías que este autor y sus seguidores producirían durante las décadas que siguieron a su presentación). Pero si reconocemos esto, entonces nos daremos cuenta que hablar de “teoría freudiana” resulta ambiguo: ¿nos referimos al conjunto de supuestos que permitieron a Freud y a sus seguidores generar explicaciones específicas, o a las propias explicaciones específicas? La respuesta es: a ambas, por desgracia. Pero es por ello que resulta útil poder distinguir las dos escalas: aquella que, en una versión reformulada del término de paradigma, Kuhn llamó “la matriz disciplinaria”,

! 47 que contiene los supuestos requeridos para formular explicaciones particulares, y las propias explicaciones particulares, teorías específicas, de las cuales algunas se convierten en emblemáticas de esa matriz, las que Kuhn llama “teorías ejemplares” [Kuhn 1977).

Un segundo ejemplo ayudará a clarificar esta diferencia en escalas (espero). Cuando hablamos de la teoría marxista, ¿a qué nos referimos? En mi opinión, a dos cosas diferentes pero relacionadas: por un lado, a las teorías específicas que explican procesos o fenómenos particulares, como la teoría del valor, la teoría del partido, la teoría de la vocación revolucionaria del proletariado, la teoría del imperialismo y hasta la no tan teoría del modo de producción asiático, para mencionar solamente algunas. Y por otro, a una misma manera de ver a la historia y a la sociedad (con algunas variantes locales), una manera de concebir la realidad, el conocimiento y las razones que justifican la creación de las teorías mencionadas.

Un último ejemplo sería la teoría procesual en arqueología. Aquí nos referimos, por un lado, a la tradición fundada por Binford y sus seguidores, que propuso la adopción del modelo hempeliano del método y la explicación, adoptó el modelo de cultura de White y propuso una visión optimista del registro arqueológico. Pero también a alguna de las teorías que la arqueología procesual propuso para explicar procesos particulares, como la teoría de las áreas marginales de Binford [1968), la teoría del origen de la agricultura, o la del origen del estado, de Flannery [Flannery 1975, orig. 1972:, orig. 1973), o la teoría del origen del estado de Wright [1978).

Estos ejemplos ilustran que cuando hablamos de teoría, a veces nos referimos a teorías específicas y a veces a los “marcos conceptuales” mayores de los que estas teorías han partido. Creo que es útil, para poder definir lo que significa “teoría”, reconocer esta diferencia de escala. Así que, recuperando las intuiciones detrás de las propuestas de Kuhn, Lakatos y Laudan, he propuesto que a la escala mayor de teorización le llamemos “posición teórica”, que en un momento más definiré (y que presentaré con detalle en el siguiente capítulo); y a la escala menor le llamemos “teoría sustantiva” –a la que también definiré en seguida.

Existen, sin embargo, al menos otros dos usos no coloquiales del término “teoría” en arqueología. El primero, cuando hablamos de enfoques como la “arqueología del paisaje”, o la “arqueología del género”, y nos referimos a ellas como “teorías”5. El segundo, cuando hablamos del conjunto de principios que permiten la inferencia arqueológica en general, a los que colectivamente llamamos “teoría arqueológica”. Estos dos usos apuntan a otros dos significados importantes del término teoría, aunque ya no en un sentido de escala o amplitud del término,  

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Yo les he llamado “arqueologías temáticas”, como se verá adelante. Apunta Felipe Bate, director de esta tesis: más bien, “modas temáticas”.

! 48 sino a su función. Y, en particular este último, el de teoría arqueológica, nos remite al tercero de los cuasi-acuerdos mencionados páginas atrás, y al que ahora regresamos, antes de ofrecer definiciones para cada una de estas cuatro acepciones no coloquiales del término teoría.

Las teorías que rigen la observación Recapitulando, los dos primeros cuasi-acuerdos eran, primero, la dificultad de separar entre “teoría” y “datos”; y segundo, la existencia de dos escalas a las que podemos referirnos cuando hablamos de “teoría”, punto que acabamos de elaborar. El tercero era que, aun con las dificultades de separar datos de teoría, si no los consideramos como una separación tajante, sino extremos de un continuo, resulta que la vinculación de uno de los extremos, el de aquellos principios más claramente “teóricos” con el otro, el de los enunciados más claramente “observacionales”, ocurre a través de una teoría, una teoría de escala menor, cuya función especial es esa vinculación. A este tipo de teorías he propuesto llamarle, siguiendo una referencia de Lakatos, “teorías de la observación”, y luego de debates con Felipe Bate, a regañadientes rebautizarlas como “teoría de lo observable”.

Estas son las teorías que utilizamos para permitir el pleito de tres esquinas al que se refería Popper pero que, ahora queda claro, es un pleito entre teorías de escala menor, o teorías sustantivas, como hemos propuesto llamarles. Las teorías sustantivas se pueden pelear, siguiendo la propuesta de Lakatos, a partir de un “mundo compartido” al que ambas acceden vía una teoría que permite fijar las observaciones relevantes. Esta teoría suele ser una teoría de nivel bajo, suficientemente consensuada como para no ser ella el objeto de la polémica. Solamente en ocasiones de conflicto, esas teorías se someten a discusión, y son entonces el objeto de otro pleito a dos esquinas, que ocurre mediante una teoría de la observación de un nivel aún menor, y que esté consensuada; y así sucesivamente, hasta llegar a pleitos entre teorías que se resuelven por referencia al lenguaje antecedentemente entendido, para retomar la frase de Hempel.

De nuevo, un ejemplo puede ayudar a clarificar las cosas. El ejemplo viene de Feyerabend [1975), colega e interlocutor de Lakatos. Y aunque él lo ofrece como parte de una diatriba en contra de cualquier metodología, yo lo recupero (en versión libre) aquí como una ilustración de la manera en que, para poderse dar una polémica entre dos teorías sustantivas, se requiere de una teoría de orden menor, que relacione a ambas con “datos” que en función de esa teoría pueden considerarse no problemáticos.

El protagonista del ejemplo es el héroe de tantas batallas en la filosofía de la ciencia, Galileo. Se supone, de acuerdo a la anécdota, que Galileo enfrentó a la iglesia en torno a las características que tenía la luna. De acuerdo a sus observaciones con el recientemente inventado telescopio, la luna no era ni un cuerpo perfectamente esférico, ni era transparente –como se supone debía serlo

! 49 de acuerdo a la interpretación de la Biblia que hacía la iglesia. Además de tildarlo por supuesto de herético, los astrónomos de la iglesia señalaron que la teoría galileana no tenía soporte real: nadie, salvo un loco, podría tomar como serias las observaciones del dichoso telescopio. Era claro que ese era un instrumento poco confiable, como cualquiera que tuviera a bien usarlo se daba cuenta: apuntado hacia un objeto cercano, arrojaba una monstruosa y exageradamente amplificada imagen; y si el instrumento se giraba, para ver ahora ese mismo objeto pero apuntando el telescopio al revés, ahora aparecía exageradamente reducida su imagen. Era un instrumento a todas luces no fiable. En consecuencia, antes de poder pelearse con la iglesia sobre las características de la luna (con todo y su superficie llena de cráteres, según Galileo), era menester mostrar que el telescopio era confiable. Y Galileo lo hizo: desarrolló la óptica, mostrando que la manera en que se producen imágenes al paso de la luz por diferentes tipos de lentes es un proceso inteligible, predecible e incluso expresable mediante elegantes fórmulas matemáticas. Lejos de ser “artefactos” creados por un instrumento poco veraz, la ampliación o la reducción de la imagen eran explicables mediante una relación entre el tipo de lente, la distancia del objeto, el ángulo de la luz y otras variables. Su argumentación fue tan sólida, que sus opositores tuvieron que concederle la razón. Pero solamente hasta ese momento las observaciones con el telescopio pudieron fungir como “datos” en la polémica sobre las características de la Luna.

En este ejemplo, las teorías sustantivas en juego son la de Galileo y la de sus opositores sobre la forma y apariencia de la Luna. Y la óptica, que es en sí misma una teoría sustantiva, pasa a jugar un papel especial: al no ser ya el objeto del debate, puede funcionar para sustentar las inferencias generadas a partir de la observación con el telescopio. Tiene la función de una “teoría de la observación”. Historias similares pueden encontrarse en otros casos, como en el del corpúsculo de Golgi, ese elemento dentro de la célula, cuyos descubridores proponían tenía ciertas funciones metabólicas, y sus opositores, que decían que el corpúsculo era realmente un artefacto del procedimiento de teñido de la célula. No fue sino hasta que se desarrollaron maneras de mostrarlo que no fueran sospechosas de estarlo causando, que se reconoció su existencia, y pudo entonces proceder el debate sobre su función en la célula. Es importante notar que las teorías de la observación no se limitan a justificar la observación mediante instrumentos, sino que incluso cuando observamos sin ayuda de dispositivos especiales, estamos, queriéndolo o no, introduciendo teorías sobre cómo observamos, como intenté señalar para el caso de la arqueología, y en particular de nuestras técnicas de excavación, en otro momento.

Mi idea original [Gándara 1988a) fue recogida y mejorada por Bate. La propuesta de Bate es que en arqueología tenemos dos teorías realmente: la primera, a la que Bate ha llamado “teoría de lo observable” está compuesta por los principios que explican los procesos de formación y transformación de contextos arqueológicos; la segunda, a la que yo llamé originalmente “teoría de la observación”, es la que justifica nuestros procedimientos de detección, registro,

! 50 obtención, análisis y presentación (comunicación de información) sobre dichos contextos y sus componentes. La propuesta de Bate diferencia entre los componentes ontológicos (historia de los contextos arqueológicos) y los epistemológicos (la transformación de los “datos” –lo dado- en “información”): la historia de la producción de información. Esta última estudia no solamente la manera en que un arqueólogo produce información a partir de sus propias observaciones, sino cómo usa (y con qué limitaciones) la información producida por terceros [Bate 1998:50). La teoría de lo observable, en rigor, estaría dentro de la ontología de la posición teórica, como veremos más adelante; la de la observación, en el área metodológica de una posición teórica. Yo acepto esta diferenciación, aunque en mis trabajos previos el término “teoría de la observación” engloba a lo que ahora veo con claridad como teorías diferentes.

Podemos regresar ahora a los cuatro diferentes significados que el término teoría normalmente recibe en arqueología, para clarificar sus diferencias. Hechas las distinciones necesarias, me será posible argumentar por qué su confusión debe evitarse y cómo es que genera problemas y equívocos en la discusión en arqueología.



Los múltiples significados del término “teoría” en la arqueología. Intentaré en seguida una primera aproximación a la definición de estos cuatro diferentes usos del término teoría. Más adelante haré un tratamiento más detallado de cada uno.

1. Teoría en el sentido holístico –la teoría como totalidad. Es el equivalente a la matriz disciplinaria de Kuhn o el programa de investigación científica de Lakatos. Se puede definir como el conjunto de supuestos que permiten a una comunidad científica identificar ciertos problemas como importantes, y ciertas formas de solución como legítimas. Estos supuestos pueden agruparse en cuatro áreas íntimamente relacionadas, pero que es posible distinguir con fines analíticos: el área valorativa, en el que la posición teórica define qué tipo de conocimiento persigue, para qué y para quién y por qué esas decisiones son justificables en términos éticos y políticos; el área ontológica, en la que se define cómo es el objeto de estudio y qué propiedades tiene; el área epistemológica, en donde se establece hasta dónde y con que grado de confiabilidad el objeto de estudio es cognoscible; y por último, un área metodológica, que define los procedimientos que habrá que seguir para cumplir los objetivos de conocimiento de la posición teórica, incluyendo las técnicas de observación y análisis a seguir. En arqueología, es el equivalente a las llamadas “escuelas” o “marcos teóricos” que orientan el trabajo de una comunidad de

! 51 arqueólogos determinada, como sería el caso de la ecología cultural, que orientó en buena medida el trabajo de Sanders en la cuenca de México.

En México es común proponer que Sanders es más bien miembro de la “arqueología de asentamientos”. Pero, como veremos adelante, esta es una forma de “arqueología temática”, que no define una posición teórica, sino que se practica precisamente desde una posición teórica. Sanders contribuyó notablemente a esta arqueología, que puede ser entendida no solamente como una arqueología temática, sino con mayor precisión, como una arqueología instrumental, como se define adelante. La arqueología de asentamientos se ha practicado desde posiciones teóricas tan diferentes como la arqueología de historia cultural revisada de Willey y Phillips [1968 (orig. 1958)), la arqueología procesual analítica de Clarke [1968)(que luego dio lugar a la arqueología espacial, Clarke [1977)), o una forma de arqueología materialista histórica como la que practicó en su momento Armillas, aspecto al que, en un gesto que no tuvo mayor eco en 1973 él llamaba “arqueología del paisaje” [Armillas, comunicación personal, Taller de Avanzado en Arqueología. INAH. México].



2. Teoría en sentido partitivo, o “teoría sustantiva”.

Es el intento de una posición teórica para explicar o comprender un determinado fenómeno, evento o proceso. Es un conjunto de enunciados, articulados entre sí, que normalmente incluyen cuando menos un enunciado de corte general, y que es en principio refutable, a partir de sus consecuencias observables. En el caso de la arqueología, se trata de las teorías que se proponen específicamente para explicar o comprender procesos como el origen del estado. Esta definición, hay que señalarlo, apunta más a un estado ideal de cosas, porque en arqueología las teorías sustantivas no siempre están completamente explicitadas, ni muchos menos formalizadas de manera axiomática. A veces son simplemente “esbozos explicativos”, pero que logran su función al ser recibidas por una comunidad académica que comparte unos antecedentes o “fondo de referencia” (“background”), que las hace suficientemente inteligibles a pesar de no estar explícitamente formuladas. Su explicitación suele convertirse en un asunto importante cuando existe debate sobre su capacidad explicativa. Un ejemplo sería la teoría de Sanders, Parsons y Santley sobre el origen del estado en la Cuenca de México, que será el centro de nuestra atención en capítulos sucesivos.

3. Teoría de la observación o de lo observable. Es una teoría sustantiva con mucho apoyo empírico (o al menos mucho consenso en una comunidad académica), que justifica las inferencias a

! 52 partir de la evidencia “observable”, y establece los límites de representatividad, confiabilidad y precisión de las técnicas y los instrumentos con los que se realizan la observación o el análisis de los datos [Gándara 1988a). En el caso de la arqueología, este es el ámbito de la “teoría arqueológica” en sentido estricto, del que el ejemplo más sistematizado es el trabajo de Schiffer y su grupo (en la arqueología llamada “conductual” hasta antes de 19986). Está detrás de lo que se ha llamado, equivocadamente, las “metodologías” de trabajo y que, en rigor, incluye en realidad conjuntos de técnicas (con los supuestos teóricos que las justifican), como las que Sanders y sus colaboradores emplearon en sus reconocimientos de la Cuenca de México.  

4. Teoría como “arqueología temática”, o reflexión sobre un “recorte” de la realidad social. A diferencia de los tres primeros sentidos, que me parecen aplicables a cualquier disciplina científica, este último sentido creo que es más característico de las ciencias sociales y en particular, de la arqueología contemporánea; y es quizá por lo mismo, más vago. Ante la diáspora o proliferación de posiciones teóricas a raíz del colapso de la arqueología procesual, se enfatizó una tendencia que quizá venía de tiempo atrás en arqueología, para abordar ciertos temas o áreas de interés. Uno de los primeros fue el del género, que dio lugar a la llamada “arqueología del género”, y que es un ejemplo típico de lo que llamaremos “arqueologías temáticas”. A diferencia de las posiciones teóricas en arqueología, que intentan abordar normalmente la totalidad social (como la arqueología procesual o la arqueología social ameroibérica), las arqueologías temáticas proponen estudiar un segmento de lo social, o tomar ese segmento de lo social como “filtro” con el que se abordan otras áreas de lo social. Son, en cierto sentido, una especie de ventana sobre el conjunto de lo social, o una mirilla particular a través de la que se observa el conjunto. Una característica que permite distinguir las arqueologías temáticas de las posiciones teóricas es que, al ser recortes de la realidad social, la temática de la que tratan puede ser abordada desde diferentes posiciones teóricas. En el ejemplo de la arqueología de género, el género puede ser abordado desde la posición teórica procesual, o la marxista, o la hermenéutica. Es decir, aunque ciertos temas suelen ser favorecidos por algunas posiciones teóricas, no les son exclusivos; otro ejemplo particularmente ilustrativo es la

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La precisión cronológica no es por capricho o pedantería: a partir de más o menos esta fecha, Schiffer ha propuesto que su teoría es más amplia, para proponer no solamente principios de formación y transformación de contextos, sino también teorías sustantivas. Esta propuesta la articula en el 2001 e intenta mostrar su fertilidad ofreciendo un par de esbozos de teorías sustantivas. A partir de este momento, la arqueología conductual dejaría de ser una teoría de la observación, para convertirse en una posición teórica, como hemos definido ambos términos arriba.

! 53 arqueología del paisaje, que, como temática, puede abordarse de nuevo desde diferentes posiciones teóricas.7 De acuerdo a esta caracterización, aunque se habla de la “teoría del género”, o de manera aún más amplia, de “teorías de la identidad” (de las que un excelente ejemplo es el de Hernando [2002)), realmente no existe una sola, como una teoría sustantiva particular, sino solamente las teorías sustantivas del género desde diferentes posiciones teóricas: esto es, por ejemplo, la teoría marxista del género o la teoría crítica del género, que pueden generar teorías sustantivas al respecto. Es precisamente el hecho de que estas teorías requieren del apellido de la posición teórica de la que dependen, lo que señala su carácter derivado; y es precisamente el que puedan ser de diferentes apellidos, lo que señala que no son propiedad exclusiva o producto de una posición teórica en particular.  

¿Pueden confundirse a discreción estos significados? Para un arqueólogo que no pierde mucho el sueño con este tipo de finuras analíticas, quizá el ejercicio anterior no solamente le parezca innecesario, sino gratuito: “¿y eso, a mí qué…?”. En efecto, como señalamos al inicio, comparado con tareas infinitamente más urgentes para la arqueología, como la inclemente destrucción del patrimonio arqueológico que sucede de manera cotidiana, parecería que estamos tejiendo demasiado fino. No obstante, el asunto resulta ser relevante incluso a esas preocupaciones urgentes. Ver en qué radica la relevancia es más difícil, con varios eslabones intermedios en una cadena de razonamientos que quizá es más larga de lo que algunos lectores estén dispuestos a seguir. Una manera de hacer más fácil el trayecto es segmentarlo en etapas. Trataré aquí

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Queda por definirse, y no intentaré hacerlo aquí, el estatuto de dos tipos de arqueología adicionales: aquellas cuyo tema es técnico y otras cuyo recorte es temporal. En cuanto a las primeras, figuran la arqueometría, la arqueología experimental, la etnoarqueología, para mencionar solamente algunas. En mi opinión, estas son diferentes a las arqueologías temáticas en el sentido en que el recorte no se hace vía privilegiar un aspecto de la realidad social, sino un abordaje técnico. Propongo llamarles “arqueologías instrumentales”. A diferencia de las posiciones teóricas, no tienen necesariamente un concepto general de la realidad social, y por lo mismo, pueden abordarse desde más de una posición teórica; pero a similitud de ellas, producen teorías sustantivas (o las importan de otras disciplinas), aunque de un tipo especial: son teorías destinadas a funcionar precisamente como teorías de la observación. El segundo tipo son las arqueologías al estilo de la arqueología documental, la arqueología histórica o la arqueología industrial. Aquí el terreno es más pantanoso, porque se supondría, en el caso de la arqueología documental, que el énfasis está en los procedimientos técnicos (en cuyo caso sería una forma de arqueología instrumental), mientras que interpretada en términos cronológicos, el énfasis sería en periodos para los cuales se cuenta con documentación escrita. La arqueología histórica o la arqueología industrial parecerían ser estudios de la totalidad social en esos periodos, y en ese sentido no son un recorte análogo al que hacen las arqueologías temáticas; no obstante, normalmente pueden abordarse desde diferentes posiciones teóricas, por lo que no son tampoco posiciones teóricas. No tengo, por el momento, claridad en cuanto a su estatuto. Algunas parecerían ser subconjuntos de posiciones teóricas, como la arqueología del capitalismo, que depende de la teoría crítica para su definición del objeto de estudio.

! 54 algunos de los eslabones iniciales, con la promesa de regresar más tarde e ir hilando los siguientes.



Para nuestros propósitos en esta tesis, las distinciones ofrecidas son, además de uno de los primeros eslabones en esa cadena de relevancia, absolutamente cruciales. El crecimiento de la arqueología ha sido relativamente rápido en los últimos años. La multiplicación de “arqueologías” que trajo consigo el posmodernismo hace demasiado fácil perderse en el camino. Y una de las consecuencias es, precisamente, que ya no es claro para la disciplina de qué estamos hablando cuando hablamos de “teoría”. La propuesta anterior intenta cubrir esta deficiencia y evitar las confusiones actuales.



Son dos las confusiones más frecuentes: la primera, entre lo que aquí hemos llamado “posición teórica” y “teoría sustantiva”; la segunda entre lo que hemos llamado “teoría de la observación” y lo que en la arqueología procesual se llamó, para desgracia, “teoría de rango medio”.



¿Refutar teorías sustantivas refuta posiciones teóricas? La primera confusión (entre posición teórica y teoría sustantiva) era frecuente en los días de gloria de la arqueología procesual, en los que sus críticos creían que con refutar una de sus teorías sustantivas refutaban a la posición teórica en su conjunto. Me tocó ver varios incidentes de este tipo, en donde algún entusiasta (¡y veloz!) colega marxista decía que era capaz de refutar la arqueología procesual en “sólo cinco minutos”. Su procedimiento era elegante, según él: lo único que había que hacer era mostrar que la teoría de Flannery sobre el origen de la agricultura era falsa y… ¡presto! Se había derrotado con ello a la arqueología procesual en su conjunto. Afortunadamente otros colegas del grupo no prestaron mucha atención a estas pretensiones y optaron por seguir leyendo a los autores de lo que para mi raudo amigo era “una arqueología totalmente refutada y superada”.



Para entender en qué se equivocaba, es necesario de nuevo analizar la relación entre posición teórica y teorías sustantivas. Y quizá preguntarnos cómo es que surge una posición teórica, porque en ocasiones, la lógica de la presentación del concepto (que va de lo general a lo específico, y en consecuencia, de las posiciones teóricas a las teorías sustantivas), se puede confundir con una narrativa de la secuencia que históricamente se sigue para constituirlas. Pero nunca un grupo de arqueólogos se reunió para empezar por la pregunta “¿qué supuestos valorativos, ontológicos, epistemológicos y metodológicos debemos seguir?”; luego, resolvió la pregunta y solamente entonces se preguntó: “¿qué problemas explicativos debemos enfrentar ahora?, y solamente en ese momento iniciar la construcción de teorías sustantivas. Más bien, yo intuyo que ha sido precisamente al revés: se inicia con una pregunta o problema explicativo, a veces heredado de una posición previa que no ha logrado resolverlo satisfactoriamente.

! 55 Y, en el proceso de responderla, se hace claro que la propia selección de la pregunta y del rango de respuestas posibles dependen de ciertos supuestos que se han hecho de manera implícita. Es decir, lo que mueve el proceso general es la solución de problemas sustantivos y, solamente más tarde, mediante una reflexión de segundo orden se detectan y articulan (si la posición teórica lo requiere), los supuestos que la guían.



Los supuestos de una posición teórica se hacen visibles exactamente tal como Kuhn proponía: solamente en momentos de crisis o de debate con posiciones teóricas pre-existentes. Es el caso de los artículos o ensayos que se pueden considerar como fundacionales de una posición teórica y que normalmente se escriben en el momento en que el debate ha mostrado que la nueva posición teórica tiene madera como para convertirse en contendiente. Es el caso de los artículos de Binford de 1962 a 1968 [L. R. Binford 1972); o del libro de Luis Guillermo Lumbreras [1974), o Analythical Archaeology de David Clarke [1968), o la arqueología contextual de Hodder [1991).



Entonces, la posición teórica se va articulando a medida que se perfilan sus primeras teorías sustantivas. Pero la posición teórica es, entonces, más que la suma de sus teorías sustantivas: es la matriz de la que se generan dichas teorías sustantivas. La relación, yo sospecho, no es de carácter totalmente deductivo en un sentido estricto: es decir, las teorías sustantivas no son teoremas derivados de los supuestos de la posición teórica que operarían como axiomas. La relación es más una de congruencia y consistencia general, que es lo que hace que las teorías sustantivas de una posición tengan un mismo “aire de familia”. Si este argumento es medianamente plausible, entonces no es cierto que la refutación legítima (asunto problemático, como veremos) de una teoría sustantiva sea, de manera automática, la refutación de una posición teórica.



Otro estado de cosas sería el que prácticamente todas las teorías sustantivas de una posición teórica estuvieran (legítimamente) refutadas. Habría que ver si la fuente de las debilidades que conducen a las refutaciones es la misma. En ese caso, es probable que esa fuente sean los supuestos ontológicos de la posición teórica. En ese caso, si para los mismos problemas explicativos (o problemas similares) reconocidos por otra posición teórica dicha posición teórica alternativa ofrece mejores soluciones, habría que considerar que la posición teórica original ha sido debilitada, y quizá refutada. Pero mi intuición me hace pensar que mientras que las teorías sustantivas pueden refutarse (con ciertas condiciones, que veremos en secciones posteriores), las posiciones teóricas simplemente se abandonan una vez que parecen haber agotado su fertilidad; son sustituidas por otras posiciones teóricas que, a ojos de la comunidad académica en cuestión, ofrecen ventajas al menos aparentes, en un proceso que por desgracia se parece, en el caso de la arqueología, mucho al que proponía Kuhn. Sin embargo, no pretendo que estos breves comentarios constituyan un modelo de cambio o progreso científico. Mi modelo de posición teórica no intenta llegar a

! 56 tanto. La propuesta aquí es simplemente que no es lo mismo refutar una teoría sustantiva que una posición teórica.



Esta idea es la que permitiría no solamente defender a una posición teórica de pretensiones infundadas de refutación, como la de mi veloz colega, sino que pone la mira en donde la mira debe estar: la refutación de una posición teórica requiere ofrecer teorías sustantivas que mejoren las de la posición precedente. Esta ha sido mi defensa no solamente de la arqueología procesual, en su momento, sino más tarde, del propio marxismo [Gándara 1995). Y la defensa de ambas depende de los mismos argumentos. La derrota de muchas teorías sustantivas es un mal presagio para cualquier posición teórica; y la famosa caída del Muro de Berlin y el “fracaso del socialismo real” sin duda debilitan al marxismo (y en particular, a algunas interpretaciones del marxismo). Pero para que estuviera completamente refutado, en tanto posición teórica, sería necesario que un buen número de sus teorías sustantivas (y no solamente las atingentes a la sociedad capitalista) fueran derrotadas por las teorías sustantivas de alguna posición rival. Y la misma regla operaría a la inversa, al menos idealmente. Combinado con una perspectiva técnicamente llamada “falsacionismo metodológico sofisticado” [Lakatos 1970), que no es otra cosa que el nombre pedante para una idea muy razonable, la de que para que haya una refutación debe haber una alternativa mejor, la distinción entre posición teórica y teoría sustantiva nos evita hacer refutaciones espurias. Volveremos más tarde a tratar con mayor detalle el falsacionismo más adelante.



¿Teorías de rango medio convencionales o teorías de la observación refutables? La segunda confusión se da entre “teoría de la observación” y “teoría de rango medio”. A veces se presenta como “el problema de los niveles de teoría” Yoffee, o de la “estructura de la teoría” Es fácil identificar a algunos de los protagonistas en este embrollo: primero Binford, que popularizó de manera singularmente despreocupada el término “teoría de rango medio” Binford [Binford 1977:7), tomada de la sociología, pero con un significado totalmente distinto; luego Raab y Goodyear [1984), que intentan corregir el error, quizá un poco con el sentimiento de culpa de que ellos habían introducido el término en primer lugar; y finalmente Yoffee [2005), que lo toma como punto de partida para proponer una estructura tripartita para la teoría arqueológica, con su clasificación de teorías de rango inicial, medio y alto. Pero vayamos por partes…



Merton [1957), uno de los discípulos del sociólogo Parsons, introduce el concepto de “teoría de rango medio” a finales de la década de los 50´s. Lo hace en un momento en que el “operacionismo”, introducido décadas atrás [Bridgman 1991 (orig. 1927)), una particular filosofía de la ciencia era muy popular. Una teoría de “rango medio” se definía por oposición a las “grandes teorías” como el propio funcionalismo parsoniano, o el neoevolucionismo antropológico. Merton quería

! 57 lograr una distinción entre estas grandes teorías globales y sus aplicaciones locales, restringidas histórica o geográficamente. Era la manera en que las grandes teorías lograban “operacionalizarse”, pasando de ser grandes discursos a casos concretos de aplicación.

De paso, estas teorías cumplían una función adicional: la de darles significado tangible a los términos teóricos que aparecían en dichas teorías, términos como “clase” o “poder”. Los operacionalistas, parientes cercanos del empirismo lógico, compartían su suspicacia hacia los términos teóricos, y aspiraban a poder traducirlos (y eliminarlos) mediante sus “consecuencias empíricas” u observables, gracias a las operaciones que eran necesarias para su aplicación. Así, el significado de un término era la aplicación de la operación por la cuál se medía. Fabricando un ejemplo para ilustrar la idea, “clase” podía quizá ser interpretado como “poder adquisitivo”, que a su vez se traducía mediante la operación de ubicar a una persona en una escala de ingreso anual; o bien como la capacidad de tener movilidad social, que se medía como el número de escalones que esa persona había subido en la escala de ingreso anual8. Un ejemplo más claro, y en absoluto ficticio, era la definición operacional de “inteligencia” que ofrecían los psicólogos de esa época, también influidos por el operacionalismo: era la cantidad lograda en una prueba de IQ. Estos psicólogos encontraban ocioso preguntarse, “¿pero qué es realmente la inteligencia?”, o “¿dónde reside la inteligencia?”. O “¿se puede incrementar la inteligencia?”; para ellos el asunto de interés es cómo se observa la inteligencia; y, según ellos, se observa mediante una prueba de IQ. Así que el significado de “inteligencia” se “operacionaliza” vía la prueba mencionada, que agota el significado del término teórico.  

Aunque atractiva en principio, sobre todo para aquellos que creen que es la observación y no la teoría el fundamento de la ciencia, la idea acaba resultando ser complicada, como desde entonces sus críticos les señalaron a los operacionalistas: primero, hay varias maneras de medir una propiedad, como por ejemplo la longitud. Si cada operación nos da una definición diferente, entonces la longitud ya no es una sola propiedad sino varias, lo que contradice la práctica científica normal, en la que habla de longitud, no longitud medida mediante intersección de láser, o por triangulación o por referencia al metro patrón, sino 8

Aunque inventado, el ejemplo no es totalmente ficticio, y remite a polémicas de los sesentas y setentas entre los parsonianos y los marxistas sobre si en Estados Unidos había o no clases sociales. Algunos parsonianos, utilizando la definición operacional resumida arriba, llegaban a la conclusión de que no las había, cualquier persona podía aspirar a ser millonario, ascendiendo en la escala de ingresos. Es decir, para ellos “clase” era igual a “movilidad social, reflejada en el tránsito de la posición social en una escala de ingresos”. Y, en efecto, hasta un mal actor puede hacerse millonario en Estados Unidos; como la historia ha mostrado posteriormente, puede incluso llegar a ser gobernador de un estado, o presidente de la república… Bajo esa definición, no hay clases. Claro que bajo la definición marxista sí las hay: hay un acceso diferencial a los medios de producción que causa un acceso diferencial a la riqueza social, con múltiples consecuencias. Pero bajo el operacionalismo las definiciones son convencionales, así que no hay mucho que discutir: a ellos les sirve su definición y no la del marxismo, y a la inversa, así que cada uno utilice la que mejor le convenga. Es una de las ventajas de vivir en “el país de la libertad irrestricta”.

! 58 longitud a secas. Segundo, porque las operaciones equivalen a la aplicación de instrumentos, y pueden entonces caracterizarse solamente en términos de utilidad y precisión, y no necesariamente de veracidad. No nos preguntamos cuál de los dos, el kilo o la libra es el verdadero. La pregunta no tiene sentido. Ambos nos permiten medir el peso (la masa). Podemos preguntar cuál es más fácil de usar, o cuál se inventó primero, o si las balanzas respectivas son más o menos precisas, pero no cuál es la verdadera. Pero los científicos utilizan las teorías no solamente para lograr resultados útiles y precisos, sino para saber cómo es verdaderamente el mundo. A los científicos no les molesta, como a los filósofos operacionalistas, hablar de verdad o falsedad de las teorías. Pero vistas como conjuntos de operaciones, como meros instrumentos, las teorías no son ni verdaderas ni falsas.

Me parece más o menos claro, por la lectura de la bibliografía respectiva, que Binford ignoraba todo esto cuando rescata el término introducido por Raab y Goodyear [1984) en 1977 [Binford 1977:7); ni cuando declara que la razón por la que la arqueología procesual no está avanzando es porque no ha desarrollado suficientemente “teorías de rango medio”. Pero para él no son exactamente lo que para el autor del término original: para Binford son las teorías que permiten convertir la evidencia del registro arqueológico, estático, en evidencia relevante a la operación de un sistema cultural vivo, dinámico. Curiosamente, se retiene al parecer la intención operacionalista, porque parecería que lo que requerimos son precisamente procedimientos que nos permitan, por ejemplo, distinguir las marcas de uso en un hueso producidas por un humano, a las que resultarían del acarreo por una hiena u otro animal carroñero.

Poco después, como mencionamos, Raab y Goodyear [Op. Cit) intentan corregir la plana a Binford, pero para entonces ya es tarde. Tan tarde, que, de acuerdo a la usanza norteamericana del término, se propone que las teorías de rango medio son “teorías metodológicas”, con lo que produce ahora una doble confusión, dado que para los norteamericanos parece no haber diferenciación entre el método (el procedimiento lógico por el que cual evaluamos una proposición a partir de sus consecuencias), y la técnica (el procedimiento práctico con el cual obtenemos, registramos, analizamos o presentamos datos). De paso, parecería que Raab y Goodyear tienen confusiones sobre el grado de generalidad de una teoría, y parecerían pensar que hay teorías más generales que otras9. Así que para ellos, las teorías de rango medio deben ser teorías particularizadas a regiones o momentos o casos. Así, por poner un ejemplo, la teoría general o de rango alto sería la teoría del origen de la agricultura; la teoría de rango medio sería  

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Todas las teorías, en tanto teorías, son lógicamente de la misma generalidad: esto es, completamente generales. Postulan relaciones entre variables o propiedades que, de ser ciertas las teorías, se darán siempre que ocurra dicha relación. Otra cosa es que las entidades de las que hablen en el mundo tengan extensiones de diferente generalidad. De hecho, las primeras leyes sobre los planetas se restringían, en la práctica, a los planetas conocidos; pero su generalidad obligaba a que, de identificarse posteriormente nuevos planetas (como sucedió) éstos deberían comportarse de acuerdo a lo previsto por la teoría, si ésta era realmente verdadera. Claramente esas leyes no dejan de ser generales por aplicarse solamente a los planetas y no a las plantas.

! 59 una teoría del origen de la agricultura en Mesoamérica; y no queda claro lo que sería entonces la teoría de rango inferior, aunque se supondría que sería aquella que permite traducir los términos teóricos en observaciones concretas en el registro de un sitio arqueológico en particular, a la que corresponda lo que Binford entendió como teoría de rango medio. Tampoco queda en ese caso claro de dónde sale la teoría general sobre el origen de la agricultura.

Años más tarde Yoffee intenta clarificar el asunto [Yoffee 2005:185-188), y se inventa una jerarquía de tres niveles que él pretende corresponde a la idea original de Merton. Al fondo estarían las teorías “básicas” (para no ofender a nadie llamándoles “teorías inferiores”, aclara). Son las teorías que podrían llamarse “metodologías”, y constituyen el nivel de teoría arqueológica por quintaesencia: tienen que ver con la formación de contextos arqueológicos y la operación cotidiana del arqueólogo: la identificación, recuperación y clasificación de los materiales arqueológicos –lo que para Binford (y prácticamente la mayoría de los arqueólogos contemporáneos anglosajones) serían las teorías de rango medio. Enseguida vendrían las teorías de rango medio en sentido estricto, ocupadas de “los marcos explicativos contextualmente adecuados” [Yoffee 2005:186], y que por tanto algunas pueden ser apropiadas para la comprensión de los cazadores recolectores, mientras que otras lo pueden ser para las primeras ciudades estado. Adicionalmente, estas teorías de rango medio lo son porque son “el locus de la inferencia entre las operaciones metodológicas del nivel básico y los supuestos, analogías y comparaciones que todos los investigadores usa para seleccionar los problemas (a estudiar), la construcción de hipótesis y el análisis” [Ibíd.:187]. Las teorías de rango alto, siguiendo a Merton, serían “aquellas teorías unificadas, ideales, de la conducta, la organización y el cambio” [Ibíd.]. Como ejemplo propone a la economía formalista, pero señalando que las teorías de rango alto se pueden “escalar” hacia el nivel medio, creando explicaciones adecuadas para diferentes tipos de sociedades. “Las teorías de rango amplio deben ser escalables” [Ibíd.], en el sentido de que, por ejemplo, la teoría de la economía formalista puede emplearse, con ajustes, para explicar mediante teorías intermedias como la del lugar central o del área de captación, las estrategias de los cazadores, lo mismo que “la conducta en los mercados y la localización de los asentamientos en los estados tempranos” [Ibíd.:188].

No me detendré aquí a comentar mucho sobre la idea de que sea la economía formalista (y no los modelos de antropología económica sustantivista10, de los cuáles el clásico es la obra de Polanyi [Polanyi 1957a:, 1957b:, 1968)) la  

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Por supuesto, no es necesario advertir que el “sustantivismo” al que se refiere la frase no tiene nada que ver con la idea de “teoría sustantiva” del que hablamos antes. Como es sabido, el sustantivismo es la propuesta de que lo económico no constituye un campo separado de lo social o lo político en sociedades anteriores a los estados modernos, por lo que las teorías formalistas, con su énfasis en que la meta de toda actividad económica es la maximización del capital, o en general, de la ganancia individual, no se aplicarían a sociedades anteriores a ese momento –idea con la que evidentemente Yoffee está en desacuerdo, dado que piensa que los principios formalistas son aplicables a las sociedades cazadoras-recolectoras.

! 60 más apropiada para el estudio de las sociedades precapitalistas (Yoffee parecería haber resuelto de un plumazo ese debate entre ambas formas de antropología económica); aunque en el párrafo siguiente intenta asociar precisamente el sustantivismo a la teoría que se ha propuesto refutar, la del neoevolucionismo. Lo que me interesa es señalar que, hasta donde entiendo, para Yoffee este tercer nivel es al que corresponden las “grandes teorías que la arqueología rara vez ha producido”, como la del neoevolucionismo [Yoffee 2005:188]. Y, por supuesto, lo que Yoffee ha logrado, es ni más ni menos que refutar al neoevolucionismo:

“Habiendo rechazado la teoría putativa de alto nivel del neoevolucionismo, sin embargo, necesitamos preguntarnos cómo y si es que los arqueólogos modernos deberíamos concebir los niveles de la teoría. De manera aún más importante, debemos preguntarnos si una consideración de la estructura de la teoría arqueológica será útil en la consideración de pretensiones rivales de conocimiento que se basan en los mismos datos” [Yoffee 2005:188; énfasis mío].



Dos cosas quedan pendientes en este breve recuento. En el caso de Raab y Goodyear [1984), considerando que su nivel bajo de teoría es el equivalente al de rango medio de Binford, ¿existiría entonces un nivel aún inferior para acomodar lo que este autor pudo haber considerado teorías de nivel bajo? Asunto difícil de determinar, dado que Binford no ha dicho mucho al respecto. En cuanto a Yoffee, ¿son las teorías de rango medio –término supuestamente ahora sí fiel al original de Merton -teorías operacionales, de corte instrumental- y en esa medida convenciones no susceptibles de ser verdaderas o falsas? El asunto es importante, dado que la preocupación expresada en la cita anterior habla de teorías que se basan “en los mismos datos”; es decir, se refiere al punto de confluencia entre teoría básica y teoría alta, la teoría de rango medio de Merton, que al menos para el autor original, sería de corte operacional. No sé si Yoffee se da cuenta de este problema. Pero parecería que ubica las cuestiones de verdad y falsedad, y por lo tanto de rechazo o aprobación, en el nivel alto de la teoría. De otra manera, no podría haber “rechazado” el neoevolucionismo. No me interesa ahora debatir este “rechazo”, que es en realidad a lo largo del libro un repudio sin tapujos y con bastante poca apreciación o respeto para los aportes centrales que han hecho autores como White, Steward, Service, Sahlins e incluso el propio Flannery. Lo que me interesa por el momento es comparar esta visión de la estructuración de la teoría en arqueología con la nuestra, presentada en la sección anterior.



Si el neoevolucionismo es una teoría de nivel alto, entonces el punto de contacto podría estar entre este nivel y nuestra escala de teoría en el sentido de posición teórica. Esta impresión se debilita rápidamente, ya que Yoffee coloca también en ese nivel las posturas formalistas en antropología económica, que es una antropología temática en nuestros términos, es decir, la visión de un segmento de lo social, o la perspectiva del conjunto de lo social desde ese segmento; y como sus teorías de alto nivel son “escalables”, el formalismo también cabe en el

! 61 rango medio. Esta doble inclusión me hace reflexionar sobre la manera en que Yoffee pretende haber refutado una teoría de nivel alto que, de equivaler a nuestra idea de posición teórica, es una tarea que resultaría difícil, por las razones aducidas en la sección anterior. Lo que Yoffee ha hecho realmente es examinar trozos aislados de lo que yo llamo teorías sustantivas producidas por el neoevolucionismo, y en particular sobre uno de los estadios neoevolucionistas, el estado temprano o arcaico. Y a partir de ese examen, concluye que no solamente ha refutado esas teorías sustantivas, sino al conjunto de la posición teórica. Es importante notar que esta “refutación” es del tipo conocido en la literatura como “refutación dogmática”, dado que no se presenta en realidad una teoría alternativa que supere a la teoría refutada. Se presentan pinceladas de cómo podría ser eventualmente esa teoría (que Yoffee llama a veces “evolución social”, lo que se presta a confusiones con las ideas originales de Spencer, a las que estoy seguro él no se afilia). Para que esta nueva posición teórica pudiera refutar la posición retardataria del neoevolucionismo [Yoffee 2005:31-32), sin embargo, se requerirían no solamente pincelazos de una nueva posición teórica, sino, de manera fundamental e impostergable, teorías sustantivas mejores que las teorías sustantivas supuestamente superadas.

Por más que leo su libro, no alcanzo a encontrar una sola teoría sustantiva. Quizá, dada su visión de la estructuración de la teoría arqueológica, están “escaladas” en algún otro nivel que no alcanzo a discernir. Lo único que encuentro son “platicaciones”, es decir narrativas en las que se dan por supuestas las conexiones causales entre las variables; o incluso, “historias de ‘na más así’” (“just-so stories”). Regresaremos en otro momento a este punto, y a la idea de “platicación”, momento en el que espero aportar evidencia de por qué las refutaciones de Yoffee no son tales. Aquí mi interés ha sido mostrar cómo la confusión entre las diferentes acepciones del término teoría tiene normalmente resultados problemáticos; lleva a que las teorías sustantivas se consideren convencionales, al ser de corte operacional; o a que lo que es convencional sea la teoría arqueológica, al ser ésta el ámbito de acción de las teorías operacionales. Lo más triste es que me temo que ninguno de los autores citados se imaginó siquiera que Merton introdujo su modelo como parte del programa de una filosofía de la ciencia operacionalista. Quizá es perdonable en Goodyear, que lo retoma en el momento en el que dicha filosofía todavía parecía plausible. Encuentro mucho más difícil justificarlo en Yoffee, quien escribe casi treinta años después…

De nuevo: ¿y todo esto a mi qué…? Quizá el lector siga sin realmente ver la relevancia de todo este asunto a las tareas urgentes de la arqueología. Prometí ir hilando los eslabones de esa cadena de relevancia, y puedo ahora empezar a cumplir mi promesa. Si el operacionalismo (o su pariente cercano, el instrumentalismo) son adoptados por la arqueología, las consecuencias para la conservación del patrimonio arqueológico podrían ser desastrosas. Como se recordará, para ambas filosofías de la ciencia, las teorías son a final de cuentas meras convenciones que permiten traducir los

! 62 términos teóricos en operaciones observables que agotan su significado. Ello implica que no pueden ser, en rigor, sujetas de verdad o falsedad, por lo que elegir una teoría o alguna de sus alternativas queda subordinado a la utilidad práctica que una u otra presten a sus usuarios. En arqueología, parte de la labor herculeana de la disciplina ha sido proteger el patrimonio arqueológico, sobre la base de que lo que interesan no son solamente los objetos, sino los contextos. Este ha sido un principio central en la lucha contra enemigos del patrimonio, como el coleccionismo privado. No obstante, el principio descansa sobre el supuesto de que podemos definir lo que es el contexto a través de una teoría (que correspondería a una teoría de lo observable, en nuestra propuesta), teoría que como buena teoría sustantiva es verdadera o falsa, y no solamente útil o inútil. Para ver por qué esto es crucial, pensemos por un momento la alternativa: entonces el concepto de contexto (y cualquier otro de la teoría arqueológica) se convierten en convenciones útiles o inútiles, evaluables solamente por su utilidad. Apuesto a que los coleccionistas privados encuentran nuestro concepto de contexto arqueológico bastante inútil. El convencionalismo detrás de las definiciones operacionales les da derecho, sin embargo, a utilizar entonces la definición que para ellos resulte útil, dado que la utilidad es relativa al usuario. Y todo este asunto no es solamente un experimento mental: parte del esfuerzo de los promotores de las recientes y afortunadamente fallidas iniciativas de leyes de cultura ha sido precisamente redefinir conceptos como “patrimonio arqueológico” de manera tal que la iniciativa privada y otros agentes logren acceder libremente a él para usufructuarlo. Parte de la polémica ha estado precisamente ahí, en las definiciones. ¿Conviene entonces adoptar una manera de concebir la teoría que hace de esas definiciones meras operaciones convencionales?

El costo del convencionalismo suele ser alguna forma de relativismo. En mi opinión, para el futuro del patrimonio arqueológico este es un costo inadmisiblemente alto.



En resumen… Hemos intentado en este capítulo clarificar el término “teoría”, tal como este se usa en arqueología, señalando cuando menos cuatro significados no-coloquiales con los que se emplea en nuestra disciplina. El ejercicio tiene como resultado lateral el ofrecer una comprensión diferente a la tradicional de la forma en que se estructura la teoría en arqueología. Su intención inmediata es poder clarificar la teoría que nos ocupara como estudio de caso en esta tesis, la teoría de SPS sobre el origen del estado en la cuenca de México.



Proponemos que existen cuando menos cuatro acepciones del término, que se refieren a diferentes escalas y funciones de la teoría: 1. Teoría como “posición teórica”: se trata del conjunto de supuestos que comparte una comunidad académica y que orientan su trabajo para la

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solución de preguntas explicativas o de comprensión interpretativa, es decir, en la producción de teorías sustantivas 2. Teoría en el sentido de “teoría sustantiva”: son los intentos de explicar o comprender interpretativamente un evento, fenómeno o proceso; están constituidas de enunciados articulados de una manera específica, y entre los que existe cuando menos un enunciado de carácter general; son refutables en principio: es decir, son susceptibles de ser verdaderas o falsas. Muchas veces se trata apenas de “bocetos explicativos” que no están completamente explicitados, pero que, aprovechando que se comparte un mismo “fondo” de referencia, resultan inteligibles para la mayoría de los miembros de una comunidad académica. 3. Teoría en el sentido de “teoría de la observación”: se trata de teorías sustantivas bien corroboradas, o al menos socialmente consensuadas, que justifican los procesos de identificación, registro, obtención, análisis y presentación de datos, y establecen sus límites de confiabilidad y representatividad de las inferencias logradas. Están detrás de nuestras técnicas de trabajo. Junto con las “teorías de lo observable”, constituyen el campo de la “teoría arqueológica en sentido estricto”, uno de cuyos componentes centrales es la teoría de la formación y transformación de los contextos deposicionales. En tanto teorías sustantivas, no son meras convenciones, sino objeto de refutación potencial; es decir, son susceptibles de ser verdaderas o falsas. 4. Teoría en el sentido de “teoría temática”: se trata de reflexiones organizadas en torno a un tema que, a su vez, es un recorte o subconjunto de la totalidad social, o un punto de vista desde el cuál se observa el conjunto. Puede o no producir teorías sustantivas, en cuyo caso normalmente lo hacen desde una posición teórica determinada. Las “teorías temáticas” (dado que aquí el uso del término es el más laxo de los analizados) caracterizan a las llamadas “arqueologías temáticas”, como la arqueología del género o del paisaje.

Bajo este modelo, la teoría de SPS sería una teoría sustantiva, cuyo objetivo explicativo es sobre el origen del estado en la cuenca de México. Esta teoría se desprende en buena medida de la posición teórica de la ecología cultural (con aportes de otras posiciones y otras teorías sustantivas). Y se apoya en teorías de la observación que el propio Sanders y su equipo ayudaron a formular y perfeccionar, particularmente las técnicas de reconocimiento regional y recolección de superficie con un marco de una muestra de prácticamente el 100%, técnicas que están sostenidas en teorías sustantivas (aunque no siempre explícitas) y, por lo mismo, sujetas en principio a la crítica de la realidad.

La comparación de este modelo con las concepciones actuales de la forma en que se estructura la teoría arqueológica arrojó otro resultado: el señalar la adopción, probablemente inconsciente y por ello no necesariamente mal intencionada, de una escuela de filosofía de la ciencia que fue severamente

! 64 criticada desde la década de 1960 y que muchos considerarían perniciosa para nuestra comprensión de la actividad científica: el operacionalismo que Merton introdujo a la sociología y que Binford adoptó como base de su “teoría de rango medio”. El término no solamente resulta confuso –y como han intentado mostrar otros autores- se separa del contenido que Merton le diera inicialmente sino que, aún reinterpretado con fidelidad al original, no evita la adopción del convencionalismo. Este parece ser un hecho del que no se han percatado incluso los autores de varios populares libros de texto sobre teoría arqueológica, que lo adoptan en la versión binfordiana (véase, por ejemplo Dark [1995], Johnson [1999:71-88], Trigger [1992:29, 30-33, 347-348, 368]). El problema con cualquiera de sus versiones radica en que no solamente no clarifica qué es una teoría y qué escalas de teoría usamos en arqueología, sino que introduce inadvertidamente el convencionalismo que está detrás de la propuesta operacionalista. El convencionalismo conduce al relativismo, posición que nos parece riesgosa para el futuro del patrimonio arqueológico, al dejar abierta su definición a lo que diferentes agentes consideren “útil” para sus propósitos.



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Capítulo 2

El concepto de “posición teórica” y sus áreas constitutivas En el capítulo anterior argumentamos la necesidad de clarificar el concepto de “teoría”, para entender a qué nos referimos a él cuando lo usamos en arqueología. Ello nos llevó a proponer dos escalas diferentes de teoría, la posición teórica y la teoría sustantiva, y dos tipos especiales de la teoría, la teoría de la observación (una teoría que permite justificar nuestras inferencias a partir de las observaciones obtenidas mediante las técnicas de campo y gabinete), y la teoría que llamamos “temática”, que aborda un aspecto específico de la realidad. Sobre este último tipo de teoría tendremos poco ya que decir en lo que resta de este texto. No así de sobre las posiciones teóricas, que serán nuestro objeto de atención en este capítulo, en el que ofreceremos una definición un poco más elaborada. Luego haremos en los capítulos 3, 4, 5, 6 un desglose de sus áreas constitutivas (valorativa, ontológica, epistemológica y metodológica, respectivamente); En el capítulo 7, pondremos el concepto en práctica y ofreceremos una propuesta para su detección en la literatura arqueológica. Complementan la presentación de la propuesta los capítulos 7 al 10, en que caracterizamos a las teorías sustantivas, destacando el papel que juega la explicación en esa escala de teorización. Todo este andamiaje es puesto en práctica en la Segunda Parte de este trabajo, al aplicarse al caso de estudio que nos ocupa, la teoría de SPS.

Motivación y antecedentes ¿De dónde surgió la idea del “análisis teórico” y la intención de desarrollar el concepto de “posición teórica? ¿Qué relevancia podrían tener, además de la aplicación que, por supuesto, haremos de ellos en esta tesis? Permítaseme hacer un viaje nostálgico al pasado personal para rastrear las motivaciones de todo este asunto.



Una de las cosas que más me impresionó como estudiante de arqueología, allá por los inicios de los setentas, era la poca claridad, poca precisión y en general, poco rigor que parecía haber en cuestiones de teoría. Mientras que ningún arqueólogo que se precie dejaría que lo sorprendan mezclando la cerámica mazapa con la coyotlatelco, y había colegas que eran capaces de detectar si el coyotlatelco era tardío o temprano, esos mismos colegas hablaban de “culturalismo” para referirse a lo que era una “corriente” o “escuela” dentro de la antropología.

! 66 Se suponía que esa corriente agrupaba, con singular alegría, lo mismo a Boas que a White (que en la realidad sostuvieron posiciones casi diametralmente opuestas), que a Malinowski o a Raddcliff-Brown, provenientes de una tradición completamente distinta y con interesantes diferencias entre ellos. Curioso sobre cuál era el criterio clasificatorio, se me contestaba que “todos comparten el concepto de cultura”. A lo que realmente se referían es a que todos usaban un mismo término, “cultura”, porque cualquiera que esté mínimamente familiarizado con estos autores reconocerá de inmediato que los conceptos subyacentes son muy distintos. Como también era diferente el objetivo que cada uno perseguía. Tan diferente que dejaron un río de tinta al respecto: ¿debía la antropología intentar crear explicaciones? Sí, decían algunos (White, Malinowski, Radcliff-Brown); no, porque no existen explicaciones del tipo que ustedes buscan, contestaba Boas. Y si los tres primeros se hubieran sentado a discutir qué tipo de explicaciones era las que había que buscar, de nuevo saltarían las diferencias: de corte diacrónico, evolutivas, diría White; de corte sincrónico, funcionales, dirían los otros dos.

Pero las cosas se pusieron aún peor cuando el marxismo se hizo la corriente de moda en las instituciones latinoamericanas, incluyendo la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en la que yo estudiaba. La clasificación se redujo aún más: había solamente dos posturas en la antropología: la progresista, que era el marxismo (aunque era evidente que estaba lejos de ser una postura unificada, como cualquier maoísta o trotskista de aquella época seguramente recordarán); y la reaccionaria, que era todo aquello que se publicara en inglés.

Cuando la llamada “Nueva Arqueología” impulsada por Binford empezó a hacer su impacto, tardío por cierto, en México, la polémica se reprodujo a nivel local: se achacaba a Jaime Litvak el haberla introducido, y de ser su representante número uno. ¿Cómo se sabía que Litvak era “nuevo arqueólogo”? Fácil: ¡Usaba computadoras! No importaba si Litvak estaba más cercano a la arqueología analítica británica de David Clarke (en uno de cuyos libros incluso participó el arqueólogo mexicano y querido maestro, Jaime Litvak [Clarke 1972]): para muchos, lo que caracterizaba a la Nueva Arqueología era la computación (y quizá el uso de la estadística).

Para entonces yo había empezado a leer ya a Binford. Su obra me parecía fascinante, y estaba seguro que ese era el camino para que por fin la arqueología se convirtiera en una ciencia. Pero en mis lecturas era claro que nunca fue la computadora la característica central de la Nueva Arqueología. Posteriormente, las críticas de algunos notables personajes acrecentaron mi duda de que estuvieran entendiendo lo que realmente era la Nueva Arqueología. En voz de uno de mis profesores, que ya antes he citado en algún otro trabajo: “¡Seamos serios! La Nueva Arqueología ni es nueva, ni es arqueología”. Y en seguida despotricaba contra autores que clarísimamente no podían ser considerados nuevos arqueólogos.

! 67 Decidí entonces darme a la tarea de intentar clarificar mis propios criterios para clasificar teorías. La tarea no era solamente capricho personal, sino por esas fechas el destino me había puesto frente a un grupo de estudiantes de licenciatura, impartiendo el curso de Teoría arqueológica que había heredado de Litvak. Si consideramos que en ese momento tenía 22 años, estaba terminando apenas la maestría y un buen número de mis alumnos eran mayores que yo, era evidente que tenía que hacer un buen trabajo. La responsabilidad que Litvak me había confiado me la tomaba definitivamente en serio y quería hacer un buen papel.

Desde entonces intenté ir más allá que algunos de los cursos típicos de teoría en la ENAH que, con excepción de los Litvak y de Javier Guerrero, seguían un formato que yo podría llamar de “autores y libros clásicos”. Sospecho que el formato lo importaron de las clases de literatura que se imparten en las preparatorias. Todos lo conocemos: aprender literatura no significa entender cómo es que funciona el arte literario, ni mucho menos leer a los autores más representativos. Significa poder contestar qué autor escribió que libro, y dar una sinopsis de su contenido. Muchos cursos de teoría antropológica, pero también arqueológica de la ENAH eran -me temo que algunos todavía son- el equivalente a este formato preparatoriano; y por desgracia, a veces con el mismo nivel de profundidad del bachillerato.

Me parecía que enseñar teoría así era perderse de todo lo que realmente podría aportarnos la teoría. No sólo era mortalmente aburrido11 (de nuevo, aquí Litvak y Guerrero eran excepciones notabilísimas no solamente en cuanto al formato, sino al nivel de espectáculo que ambos motaban); sino que enseñada así, era algo que había ocurrido en el pasado, había sido creado por próceres de talla inalcanzable y, por supuesto, era totalmente irrelevante a la práctica cotidiana de la arqueología. Yo no quería para mis alumnos lo mismo. Había que hacer algo al respecto.  

Con prácticamente sólo tres elementos para guiarme (además de las enseñanzas y el ejemplo de Litvak) fue que me armé de valor e intenté hacer algo diferente. Esas guías eran los libros de Marvin Harris, “The rise of anthropological theory” [Harris 1982 (orig. 1968]; el de Binford, que recopilaba sus artículos hasta 1972 [L. R. Binford 1972] y el libro introductorio de Hempel a la filosofía de la ciencia [Hempel 1966]. Lo que tomé de ellos eran ciertos criterios y distinciones que permitían no solamente describir, sino analizar de manera crítica los autores que estudiábamos en el curso. A veces se trataba de oposiciones que en manos de autores como Harris, eran casi siempre polares y supuestamente irreconciliables (“estrategia inductiva” vs. “estrategia deductiva”, “emic” vs. “etic”); pero en definitiva planteaban elementos que permitían entender por qué, salvo en una clasificación como la de una “cierta Enciclopedia China llamada Emporio 11

Aquí la opinión no es mía, es de muchos alumnos que habían tomado esos cursos y que, en contextos informales, se atrevían a expresar su punto de vista…

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celestial de conocimientos benévolos” [Borges 2005]12, nadie en su sano juicio pondría a Boas en el mismo grupo que a White, como pretendían los que hablaban de “culturalismo”.

Pero más apasionante era que, al poner en práctica esos criterios de análisis, se ponía de realce lo que estaba en juego en la polémica: maneras distintas de concebir la disciplina que tenían definitivas y claras consecuencias políticas y éticas, y que eran indudablemente relevantes para la práctica cotidiana de la arqueología. En términos pedagógicos, aún asumiendo el riesgo de que se pudieran malinterpretar esos intentos clasificatorios de la teoría como “cajones” rígidos e inamovibles, la estrategia resultó: los estudiantes tenían ahora un rol más activo: el de tratar de identificar los elementos que permitían colocar a un autor en una “escuela” y no en otra; o evaluar los méritos relativos de las diferentes propuestas.

La relevancia para el trabajo arqueológico era inmediata: ¿debía la arqueología seguir la tradición y restringirse a describir el material arqueológico? o ¿debía intentar producir explicaciones y contrastarlas con la evidencia del pasado?; ¿era realmente factible producir hipótesis de este tipo?; ¿hacía daño llegar al campo “contaminado de teoría”, como decía uno de los líderes de la arqueología mexicana?, ¿era factible realmente llegar “con la mente en blanco”?, ¿era la elección de técnicas de campo realmente una cuestión de “estilo personal”, como decía otra de mis profesoras? o ¿era más bien cuestión de seriedad profesional y respeto por el patrimonio arqueológico? Estas y muchas otras preguntas surgían semestre a semestre. Aunque no todos los alumnos reaccionaban con el mismo entusiasmo, los resultados eran promisorios.

Por esas épocas fue que leí a Kuhn. Leí la primera edición del libro, [Kuhn 1962] sin el Poscripto de 1970 [Kuhn 1970] en el que discute y trata de enfrentar 12

“Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, shintoismo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: "Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias…He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo”. (Borges 2005), citado en http://ndirty.cute.fi/~karttu/tekstit/wilkins.htm, 13 de mayo de 2007.

! 69 las consecuencias problemáticas de su propuesta. Por supuesto, a mí se me escaparon igual que se le habían escapado a Binford cuando él lo introdujo al público de arqueólogos [L. R. Binford 1972:244], aunque la primera mención a Kuhn ocurre originalmente en un artículo de Paul S. Martin [1971]. Decidí de inmediato incorporarlo, dado que ahora tenía no solamente un nombre que me gustaba mucho más que el de “escuelas” o “enfoques” o “marcos teóricos”, sino que Kuhn presentaba además una imagen muy plausible de los aspectos sociales e históricos de la ciencia. Tan plausible que, cuando lo leía, parecía que estaba leyendo sobre las discusiones teóricas entre las diferentes facciones de la arqueología en México. Por supuesto, no solamente lo adopté, sino que mi tesis de maestría [Gándara 1977] fue un intento de aplicarlo a la arqueología (y creo que fue uno de los primeros, al menos en México) que fue la fuente original de la referencia para Binford, hasta donde es posible darse cuenta).

En 1978, durante mi primer cuatrimestre en el Doctorado en la Universidad Michigan, pude ratificar que mi intuición no estaba tan errada: el excelente curso de Aram Yengoyan sobre Teoría Arqueológica utilizaba mecanismos similares de presentación y análisis. Ese otoño, y el invierno siguiente, resultaron particularmente estimulantes: así como se podían analizar lo que todavía llamaba entonces paradigmas, había maneras de presentar teorías específicas (que aquí he propuesto llamar teorías sustantivas), gracias de nuevo a dos extraordinarios cursos: el de Robert Whallon sobre cazadores recolectores y el de Henry Wright sobre sociedades complejas. Como se verá adelante, el mecanismo de análisis de Wright es el antecedente directo de mucho de lo que yo propondré aquí para el análisis de teorías sustantivas.

Sin embargo, la gran sorpresa fue tomar por primera vez un curso de filosofía de la ciencia con un filósofo profesional13: en una decisión que me temo que luego me costó ante mis asesores en el Departamento de Antropología, insistí en que me dejaran tomar el curso del Peter Railton, “Phil 420”. El efecto fue inolvidable e irreversible: mis intentos autodidactas se habían quedado cortos; había un mundo entero que explorar en la filosofía de la ciencia, en el que a cada paso veía yo la posibilidad de emplear lo aprendido en beneficio de la arqueología. Al curso de Peter, que tomé no una, sino dos veces, por el puro placer de oírlo, siguieron el curso del Dr. Mailand, sobre filosofía de la ciencia social, y los seminarios avanzados de Larry Sklar, en donde tuve oportunidad de conocer la obra de Popper y sus seguidores, de entre los que me fascinó Lakatos. Luego hubo otros sobre filosofía política (Railton), Lógica simbólica (McCartney) y teoría  

13

Sin restarle mérito a Johnatan Mollinet, que fue mi maestro de metodología científica durante mi primer año en la ENAH. Pero su enfoque, encapsulado claramente en la frase con la que abrió el curso, me resultaba restrictivo; palabras más, palabras menos dijo algo como: “Hoy iniciamos un recorrido por la única filosofía que vale la pena; la del marxismo, que se expresa en la obra que aquí analizaremos: El Capital”. Y en efecto, eso prácticamente fue lo único que vimos (aunque recuerdo, en justicia, que también leímos a Geymonat y a Bachelard). Ese era el espíritu de los tiempos…

! 70 de la historia (Scott), y sesiones en las que me logré colar como oyente en cursos de epistemología y metafísica.

Escribo todo esto no solamente por nostalgia personal –quizá son asuntos que solamente serán ininteresantes para mí- sino como un acto de reconocimiento a estos profesores, de los que aprendí mucho de lo que voy a presentar en los capítulos siguientes. Y aunque el aprendizaje no siempre fue fácil (había que estar a la altura de los estudiantes graduados del Departamento de Filosofía), y hubo muchos momentos en que estuve tentado a “tirar la toalla”, la intuición era de que todo esto podía ser útil para mejorar la teoría en arqueología y por supuesto, la docencia en este tema.

La primera aplicación concreta de esta intuición a la arqueología fue un texto escrito originalmente como trabajo de fin de semestre en Michigan, que luego creció para convertirse en una ponencia presentada en 1981 y finalmente en un ensayo de más de 300 cuartillas publicado en dos partes como “La “Vieja ‘Nueva arqueología’” [Gándara 1983]. Se presenta por primera vez ahí el concepto de “posición teórica”, y se perfilan algunas de las ideas sobre el análisis de teorías sustantivas. El ensayo presentaba, además, mi crítica a la arqueología procesual, y era el equivalente a una despedida, un “corte de caja” y un deslinde: la experiencia michigana me había convencido de la necesidad de adoptar el materialismo histórico y unirme como aprendiz al grupo de arqueología social comandado en México por Felipe Bate. Quería con ese ensayo dejar planteadas mis diferencias con la arqueología procesual, e indirectamente, las razones para mi cambio.

A mi regreso de Michigan en 1982 apliqué lo aprendido, y el embrión de lo que sería lo que aquí he llamado “análisis teórico” en mis cursos de la ENAH, con excelentes resultados, en los que no poco tiene que ver que tuve generaciones de estudiantes definitivamente sobresalientes. En 1984 fui invitado a hacerme cargo del curso de Epistemología (Metodología I) del posgrado de la ENAH. El programa hasta entonces vigente era un recuento de la historia de la teoría del conocimiento de los griegos a Marx, que generalmente se acababa antes de llegar al siglo XIX, por limitaciones de tiempo. Yo propuse convertirlo en un curso de epistemología y filosofía de las ciencia aplicadas a las ciencias sociales. A partir de ese momento fue el laboratorio de experimentación del que surgió mucho de lo que presentaré en esta tesis. En versiones subsecuentes del curso, dictado primero a antropólogos sociales, pero luego también a lingüistas, antropólogos físicos, historiadores y finalmente a arqueólogos, fue que el concepto de posición teórica se depuró y se convirtió en el eje estructurante del curso. Paso ahora a caracterizarlo con mayor detalle, y en una sección subsiguiente, a aplicarlo para tratar de identificar la posición teórica de Sanders cuando escribió con Parsons y Santley la “Biblia verde” (“The Basin of Mexico” [Sanders, et al. 1979]).

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Caracterización del concepto de “posición teórica” El análisis de una teoría sustantiva, como la de SPS, se beneficia enormemente de tener cuando menos una claridad inicial sobre la posición teórica de la que esta teoría se deriva. Por ello, es conveniente revisar ahora el concepto con mayor detalle.



Podemos definir una posición teórica como el conjunto de supuestos valorativos, ontológicos, epistemológicos y metodológicos que orientan el trabajo de una comunidad académica para la construcción de teorías sustantivas (ver Fig. 2.1)

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Fig. 2.1. El concepto de Posición Teórica.

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Las teorías sustantivas, como se recordará, son los intentos particulares de resolver una problemática explicativa o comprensiva-interpretativa; son conjuntos de enunciados que incluyen cuando menos un principio general y que son en principio refutables. Algunas de esas teorías sustantivas, que se convierten en emblemáticas de la posición teórica, son las “teorías ejemplares”, y sirven tanto para establecer su prestigio como para formar a nuevos profesionales.



En el caso de posiciones teóricas que supuestamente no pretenden la creación de teorías, como sería el caso de las versiones boasianas más particularistas, se privilegia un componente que en otras posiciones no siempre se destaca: los “proyectos ejemplares”. Estos proyectos son casos particularmente notorios y exitosos, que reciben un reconocimiento general de la comunidad académica. Sirven a los mismos propósitos de promoción y formación que en otras posiciones tienen las teorías ejemplares. Estos proyectos incorporan maneras de realizar el trabajo de campo y gabinete que son imitados por otros investigadores, sin que a veces se internalice el conjunto de la posición teórica de la que derivan.



Una “rutina de trabajo” es la secuencia de actividades y de procedimientos técnicos que, derivados de uno o más proyectos ejemplares, son la base para la formación de los nuevos profesionales en el campo y el gabinete. Una vez establecidos pueden ser reproducidos sin que los participantes tengan que entender la justificación profunda ni de la secuencia ni del particular conjunto de técnicas empleadas.



Todas las posiciones teóricas maduras tienen eventualmente proyectos ejemplares y generan rutinas de trabajo. Y, al ser la aplicación de conjuntos de técnicas, aquellas rutinas de trabajo que resultan exitosas o son promovidas institucionalmente, pueden ser compartidas por más de una posición teórica.



Podemos llamar “comunidad profesional” al conjunto de practicantes de una disciplina, como en el caso de la comunidad profesional de arqueólogos. Dada la multiplicidad de programas de formación académica, no toda la comunidad profesional comparte la misma posición teórica. Podemos llamar “comunidad académica” al subconjunto de una comunidad profesional que comparte una posición teórica. Como se verá, las definiciones de posición teórica y comunidad académica están imbricadas. Una comunidad académica puede ir perfeccionando la posición teórica con la que trabaja, típicamente como resultado del trabajo de sus figuras más representativas, pero también como efecto de responder a las críticas y retos que le presenta el diálogo con otras posiciones teóricas. Así, a lo largo del tiempo, la posición teórica genera lo que podemos llamar una “tradición académica”. Las tradiciones académicas se sustentan normalmente en los programas de formación de profesionales y se transmiten tanto a través del currículo explícito como del llamado “currículo oculto”, muchas veces sin una

! 74 exposición directa a las propuestas de otras posiciones teóricas, lo que hace aún más invisible para algunos de sus practicantes el darse cuenta de que siguen una posición teórica en particular –tal como Kuhn había señalado para los “paradigmas”.



Creo que son tres los mecanismos de endoculturación más importantes que permiten la reproducción de una posición teórica: el primero, como se mencionó, es el currículo, incluyendo lo que normalmente se llama el “canon” bibliográfico, es decir, la lista de textos y autores que se consideran indispensables para la formación de un profesional; el segundo, sería el compartir rutinas de trabajo; el tercero sería la interacción con otros profesionales en reuniones académicas (congresos, mesas redondas y otros eventos de este tipo), que permiten un “aprendizaje por modelaje” o “aprendizaje mimético”, que creo es uno de los medios por los que, en particular, se aprenden las actitudes y, con ellas, los valores de la posición teórica.



Un par de ejemplos pueden ilustrar cómo es que se aplican estas ideas a la arqueología. El primero remite a la arqueología mexicana en los setentas. En esa época, muchos arqueólogos se sintieron profundamente ofendidos cuando en el debate iniciado sobre todo desde el marxismo, fueron calificados no solamente como “reaccionarios” sino como “tradicionalistas historiadores de la cultura”. Aparte del epíteto político, muchos no entendían en qué sentido es que eran historiadores culturales o, más precisamente, cómo es que sus interlocutores pretendían que ellos no lo eran. Es decir, hacer historia cultural es hacer arqueología; ¿qué otra arqueología había, entonces? ¿A qué venía la crítica?



Recuerdo la sorpresa de muchos colegas cuando en una Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología en Tegucigalpa, dedicada a la frontera sur de Mesoamérica, Enrique Nalda dejó fríos a muchos. Se discutía qué rasgos de la lista de Kirchhoff debían privilegiarse, dado que si se seguía alguno, la frontera pasaba por un lado, y si seguía otro, se extendía o se contraía. Nalda se puso de pié y dijo algo así como (en versión libre) “¿Y a quién (diablos) le importa si la frontera pasa por un lado o por otro? Si de eso se trata la arqueología estamos fritos. Supongamos que llegamos ahorita a un acuerdo y decimos que la frontera pasa por aquí. ¿Se acabó entonces la arqueología mesoamericanista? ¿Ya no hay nada que investigar? Lo interesante no es por dónde pasa la frontera de acuerdo a algún rasgo, sino por qué hay algo que podemos caracterizar como mesoamericano, por qué se extendió cronológica y geográficamente, y por qué es que tiene un ámbito delimitado y diferente al de otras de las llamadas altas culturas. Pero entender que éstos son los problemas importantes implicaría salir del marco de la historia cultural, cosa que por lo visto nos da trabajo hacer…”.



En efecto, a muchos colegas formados en el particularismo histórico de la escuela mexicana de arqueología, les era invisible que eran particularistas y que los objetivos que perseguían no eran los únicos posibles. Pero, dado que la mayoría no era conciente de su filiación a una posición teórica, no podían

! 75 entender por qué es que se les tachaba de particularistas. Ellos simplemente hacían arqueología, igual que sus maestros la habían hecho y antes de éstos los maestros de sus maestros. ¡A qué venía tanto ruido! En el canon de esta posición no había textos que no fueran particularistas, ni cursos que hicieran visibles otras posiciones.



Antes de la inclusión del curso de teoría arqueológica, idea de Litvak allá por 1970, el tratamiento explícito de la teoría arqueológica se reducía al par de semanas que se le dedicaba a la historia de la arqueología en el curso introductorio de Arqueología General. Y esta historia se presentaba como una progresión no interrumpida de arqueólogos, con algunos nombres distinguidos, como Childe, pero fundamentalmente dentro de una sola manera de hacer la arqueología. E incluso los críticos de la tradición particularista que la combatieron desde antes, como José Luis Lorenzo, fueron en cierto sentido neutralizados al aceptarse que esa “otra manera” de hacer arqueología se justificaba solamente en contextos precerámicos. A nivel de técnicas, se daba un “dejar hacer, dejar pasar”: la insistencia de Lorenzo en la estratigrafía era aplicable solamente a sitios prehistóricos, salvo por un ocasional “pozo de control” que era el único en el que se excavaba realmente de manera estratigráfica. Es decir, las rutinas de trabajo de esta posición no incorporaban normalmente la excavación estratigráfica (ni el registro tridimensional, ni la recuperación de muestras paleoambientales), y no veían por qué tenían que hacerlo. No importa cuantas veces Lorenzo los calificara (siguiendo a Armillas) de “piramidiotas”, la comunidad académica mayoritaria no aceptaba la necesidad o la relevancia de excavar de una manera diferente. “Que eso lo aplique él en Prehistoria”, se disculpaban.



El segundo ejemplo se deriva de mi propia experiencia en Michigan. A pesar de considerarme un estudiante dedicado, muchas veces me encontraba en la situación en que alguno de mis profesores me decía “¡pero… cómo! Acaso no haz leído a…” tal y tal autor. Yo tenía que confesar mi ignorancia. Era obvio que para ellos esos autores se consideraban indispensables. Eran parte del canon bibliográfico que se llevaba desde la licenciatura. Durante meses me sentí increíblemente ignorante y hubo que trabajar duro para ponerse al día. Hasta que un día, releyendo a Kuhn sobre la invisibilidad de los paradigmas y el papel de las universidades en este proceso, me di cuenta que mi ignorancia era mucho más el resultado de haberme formado en una tradición académica diferente, que de negligencia o flojera. Así que un día me armé de valor, y al siguiente señalamiento de “pero entonces no haz leído a…” contesté “No, pero he leído a Piña Chán, a Lorenzo y a García Cook, que seguramente Ud. habrá leído también”, y resultaba que salvo por aquellos que trabajaban en Mesoamérica, la mayoría no sabían de qué estaba hablando, ni de quiénes eran Marquina o García Payón, Medellín Senil o Acosta, Noguera o Muller, Caso o Bernal. Y si la cuestión era de teoría, prácticamente nadie había leído a Marx, Engels, Lenin, Trotski o Mao, y tampoco a Althousser, Balibar, Meillasoux, Terray, Godelier o Mandel, que era lo que se leía en la ENAH por esas épocas. Las tradiciones académicas tienen como efecto lateral el hacernos a todos en cierto sentido “provincianos”…

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Como se verá, propuestas como las de “comunidad académica” y “tradición académica” son heredadas sobre todo de Kuhn. ¿Por qué entonces no adoptar de plano la propuesta kuhniana entera? Tal como he discutido con mayor amplitud en otro lado [Gándara 1992], el problema central con la idea de “paradigma”, aún revisada y descompuesta en los componentes de “matriz disciplinaria” y “ejemplares”, lleva implícito un relativismo expresado en el problema de la “inconmensurabilidad interparadigmática”. Este término, amén de ser un buen trabalenguas, describe la imposibilidad de comparar dos paradigmas. Dado que cada paradigma “construye” su mundo, los mundos de paradigmas distintos no se tocan. Y si no se tocan, no es claro en qué sentido el cambio de un paradigma a otro es un cambio racionalmente motivado. No es posible determinar si la ciencia realmente avanza, o es un salto, motivado por factores sociales como la moda o la búsqueda de prestigio, en la que simplemente se abandona un paradigma por “viejo y desgastado” y se adopta otro que no necesariamente implique una mejoría.



Otro problema con la idea de “matriz disciplinaria” es que no queda totalmente claro qué tipo de supuestos son los que comparte una comunidad académica. A mí me interesaba caracterizarlos de manera más precisa y, de ser posible, identificar aquellos que le dan su “sabor” particular e identidad a una posición teórica. Lakatos resuelve parcialmente ambos problemas. El de la inconmensurabilidad, mediante la idea de que los (en su terminología) programas de investigación científica sí pueden compararse entre sí y “pelearse con los datos”, dado que, por un lado, no “construyen” el mundo –el mundo existe independientemente de los paradigmas- y por otro, gracias a las teorías de la observación, que se comparten, es factible determinar en qué momento resulta racional abandonar o adoptar un nuevo programa de investigación científica.



No es este el lugar para un tratamiento detallado de su propuesta. Podemos simplemente adelantar que la racionalidad científica se salvaguarda cuando en un proceso de crisis un programa muestra que resuelve (o disuelve) los problemas que el programa anterior no podía resolver, tiene mayor contenido teórico y empírico, y al menos una porción de este contenido empírico adicional está corroborado (es decir, no ha podido ser refutado).



En cuanto al segundo problema, el de identificar los supuestos que caracterizan a un programa de investigación científica, Lakatos avanza al proponer una jerarquía al interior de un programa de investigación científica: es decir, no todos los supuestos son igualmente importantes. Distingue entre el “núcleo duro” del programa y su periferia. En este núcleo duro están las creencias más básicas y preciadas de la comunidad, que rara vez serán sujetas a evaluación empírica; en la periferia están las teorías de orden menor, que son las que se someten a la prueba de los datos, así como los procedimientos técnicos. Las primeras pueden ser modificadas y rectificadas, reconociendo como ciertos los problemas que se

! 77 les presentan; los segundos son sujeto del desarrollo de los procedimientos de observación y análisis.



Aunque esta propuesta afina la caracterización de los supuestos que una comunidad científica comparte, e indica que no todos son del mismo peso o importancia, todavía no es claro en qué consisten. Pero si se lee con atención tanto a Kuhn como a Lakatos, yo creo que es factible derivar de estos autores una idea que permita precisar de qué supuestos se trata. Así que, de nuevo sin ninguna pretensión de originalidad, en lo que sigue intentaré caracterizar estos supuestos, agrupándolos por áreas para facilitar la exposición. En la vida real, por supuesto, estas áreas se intersectan todas. De hecho, sus relaciones permiten determinar qué tan congruente es una posición teórica, como veremos adelante.

Áreas constitutivas de una posición teórica Propongo que podemos agrupar los supuestos de una posición teórica en cuatro áreas constitutivas: el área valorativa, el área ontológica, el área epistemológica y el área metodológica. De estas dos, las centrales, por razones que se expondrán en su momento, son el área valorativa y el área ontológica.



En los siguientes capítulos abordaremos en detalle estas cuatro áreas, en el orden enunciado arriba. Pasamos entonces ahora al área valorativa.



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Capítulo 3

El Área Valorativa En esta área están los supuestos que tienen que ver con el “para qué y para quién” de la actividad científica. Son los supuestos éticos y políticos que permiten seleccionar qué problemas son los relevantes, por qué, y a quién beneficia su solución14.  

Aunque en la tradición empirista la ciencia implica supuestamente la neutralidad valorativa, aún dentro del neopositivismo se reconoció en su momento [Rudner 1970 (orig. 1953)), en Brody [1970)), que esta apreciación era errónea y que la ciencia persigue, cuando menos un valor: la verdad15. Podemos agregar que una cosa es la neutralidad valorativa y otra muy diferente el prejuicio. Cualquiera protestaría ante un juez que tuvieran predilección para uno de los contendientes en un pleito legal, dado que prejuiciaría el resultado; pero, del mismo modo, nadie aceptaría someterse a un juez que no creyera que es importante encontrar la verdad y ver que se haga justicia, bajo el argumento de que él no tiene valores, es “valorativamente neutro”. Esos son los valores que guían a un buen juez, que debe ser neutro en relación a las partes, no a los valores.  

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Es importante hacer notar que en nuestra formulación, la idea de valores que orientan las elecciones científicas es distinta a la de Laudan [1984). De hecho, construí mi propuesta sin conocer el desarrollo que había hecho Laudan de la suya a partir de sus trabajos iniciales (por ejemplo, Laudan 1977) y solamente me enteré de ella durante el proceso de revisión de este texto. Para mí, estos valores centrales son los objetivos cognitivos: el para qué de la investigación. Laudan utiliza el término más para referirse al cómo, es decir a la propiedades que se consideran deseables de esos objetivos cognitivos; o bien a un meta-valor, que no todos los científicos reconocen, para sorpresa de aquellos que piensan que la ciencia es un asunto unificado: la búsqueda de la verdad. Laudan correctamente identifica valores que el conocimiento científico debe cumplir, de acuerdo a diferentes directrices metodológicas: la economía conceptual, la precisión predictiva, la simplicidad de manipulación, la certidumbre o la inteligibilidad [ver, por ejemplo, Laudan 1984: p. 48-49). Laudan discute estos valores como “metas” de la ciencia. Claramente es un sentido diferente al que yo emplearé al hablar de “metas cognitivas”. No discutiré aquí si una u otra formulación es preferible; simplemente señalo las diferencias, dado que aparentemente la propuesta de Laudan es muy popular en México –atributo justamente merecido: el libro es excelente, aunque no pueda hacerle justicia ya en esta tesis. 15

El argumento que sigue, sin embargo, no es el de Rudner (aunque la corrección de las teorías juegue ese papel en su artículo). Es uno que creo haber leído en Nagel o en Cohen durante mis días en Michigan, pero que me ha sido imposible rastrear en la literatura; al menos no aparece en las obras más conocidas de estos autores que tengo a la mano. Lamento la omisión bibliográfica, pero el argumento es fuerte y merece mención, a pesar de que quien escribe estas líneas haya olvidado, veinticinco años después de su lectura, al autor.

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Hago todo este periplo, conciente sobre todo de que en la tradición académica de los Estados Unidos de América, al menos en arqueología, se considera anatema mezclar ciencia y valores. La política en particular debe ser eliminada de la ciencia, como ha señalado, por ejemplo, Binford [Binford 1989:3, 23). Pero sin referencia a un conjunto de valores que orienten el trabajo de una comunidad científica, resulta entonces inexplicable por qué se eligen ciertos problemas y no otros como los problemas relevantes a resolver.

Objetivos cognitivos

El primer elemento dentro de esta valoración tiene que ver con el tipo de conocimiento -o más precisamente, la meta de ese conocimiento- que se persigue. Llamamos “objetivo cognitivo” u “objetivo cognoscitivo” (para los puristas del español), al objetivo de conocimiento que se persigue y que, en general, en antropología y ciencias sociales suele ser uno de los cuatro siguientes: descripción, explicación, comprensión interpretativa (verstehen) y glosa. Estos cuatro objetivos probablemente no agotan los objetivos posibles; tampoco son objetivos que se puedan separar con una línea fuerte y dura, dado que rara vez existen de manera aislada. Es más frecuente encontrar combinaciones de ellos, aunque algunas combinaciones son más problemáticas que otras. Y, por último, es importante notar que al menos dos de ellos (explicación y comprensión) están ligados a otro objetivo cognitivo (la predicción/postdicción), que a su vez se liga a un objetivo práctico, el del control y la manipulación de la realidad para determinados fines. En la ciencia social esta conexión es más difícil de ver que en las ciencias naturales, en las que en muchas ocasiones ha sido la necesidad de predicción y control la que ha motivado que se seleccionen algunos problemas sobre otros como los que requieren una solución más urgente. Veamos ahora estos cuatro objetivos con más detalle.



La descripción

Tiene que ver con preguntas del tipo “Qué, cuándo, dónde, cuánto, cómo (descriptivo)”. Son las preguntas con las que se originó la arqueología, y que dominan sobre todo la tradición particularista histórica, al unírsele “Quiénes”, en el sentido de grupo cultural o étnico. Se intenta ubicar los materiales en tiempo y espacio, organizando el registro arqueológico en etapas, periodos y subperiodos, en la dimensión cronológica; y áreas culturales, subáreas culturales y culturas en la dimensión geográfica (o sus equivalentes en otras posiciones teóricas). Normalmente se refieren a culturas específicas o a características específicas de una cultura, como la de determinar cuánta población hubo en un sitio determinado. Muchas veces estos problemas son entonces de un tipo que podemos llamar “identificatorio”: qué materiales pueden utilizarse para tipificar a cierta fase o grupo cultural (en la tradición particularista), o cómo saber si son ejemplos de un estadio o de otro (en la tradición procesual). Interesa determinar qué pasó, dónde, cuándo y con quiénes pasó.

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La descripción aparentemente no involucra teorías, en el sentido de que no busca construir nuevas teorías; pero si se examinamos más claramente el tipo de enunciados involucrados se puede apreciar que en muchos casos se asumen o se usan explícitamente teorías previamente desarrolladas. Un ejemplo puede facilitar ver esta característica: para determinar si un sitio en particular es ejemplo de un cacicazgo, se tiene que tener un enunciado general que establezca que “todos los cacicazgos tienen las propiedades p, q y r…”, cuya presencia es lo que permitirá identificar ese sitio como ejemplo de un cacicazgo. Entonces, en sentido estricto es falso que la descripción prescinda de la teoría. Muchas veces los principios generales involucrados simplemente se asumen como verdaderos y por ello es que no se explicitan.



La descripción fue reconocida durante algún tiempo, a finales del siglo XIX e inicios del XX, como la meta real de la ciencia. Mach propuso que la ciencia no es otra cosa que una “descripción económica” del mundo (no en el sentido economicista, sino de simplicidad, elegancia y parsimonia). La tradición boasiana actuaba en perfecta concordancia con esa filosofía de la ciencia, al insistir que la meta de la antropología era la descripción (antropofísica, arqueológica, etnográfica y lingüística). En esta época se sospechaba de la explicación y de las nociones de “causalidad” que podían contaminar con entidades “metafísicas” el carácter empírico de la ciencia.



En arqueología, el énfasis en la descripción fue cuestionado desde los años treintas, por el neoevolucionismo: primero Childe [Childe 1944:, 1956:, 1963:; 1974), que proponía que no era suficiente saber qué pasó en la historia, sino por qué pasó; por Kluckhohn [1939), a quien le parecía que mucha de la investigación arqueológica se asemejaba más una forma descerebrada de coleccionismo que una actividad científica; por Steward [Steward and Seltzer 1938), quien cuestionó que, una vez armado todo el esquema cronológico y tipológico, equivalente a la taxonomía de Lineo, se requeriría todavía de un Darwin para explicar la variabilidad documentada en dicha taxonomía; por Taylor [1967 (Orig. 1948)), que mostró el doble discurso de los arqueólogos tradicionales, privilegiando supuestamente la explicación y luego produciendo predominantemente monografías descriptivas; y por Willey [Willey and Phillips 1968 (orig. 1958)), que encontraron que se había avanzado tan poco en dar explicaciones en arqueología, que “era difícil encontrar un nombre para aquello”. Estas críticas serían retomadas por la arqueología procesual, que propuso precisamente que el objetivo real de la arqueología, como el de todas las ciencias, debía ser la explicación [Binford 1972 (orig. 1962)).



La explicación

Podemos señalar que la explicación responde a preguntas de tipo “por qué” y “cómo” (causal). Pero no resulta sencillo hoy día definir lo que es una

! 81 explicación. Paul S. Martin [1968) parece haber introducido el modelo hempeliano de “leyes cobertoras” a la arqueología procesual [Carl Gustav Hempel 1970 (orig. 1965)) y fue el que, durante un corto tiempo, fue adoptado por la arqueología procesual. Bajo esta concepción, las explicaciones son argumentos en los que las premisas permiten deducir el evento o proceso a explicar o, cuando menos lo hacen altamente probable, según los cuatro modelos de explicación nomológica. Pronto, sin embargo, aparecieron críticas, sobre todo en torno a la necesidad que tiene este modelo, para funcionar, de leyes generales, y la dificultad de producirlas en arqueología, al menos de producir leyes que no fueran triviales [Flannery 1973a). En ese mismo momento, se cuestionaba desde la filosofía de la ciencia el modelo hempeliano.



Un cuestionamiento que venía de atrás era en el sentido de que la explicación mediante leyes fuera posible o deseable en la historia. Existe un interesante intercambio en la literatura entre Hempel y Dray sobre este punto. Dray sostenía que crear una explicación en historia es simplemente generar la sucesión de eventos que llevan hasta el evento que se pretende explicar, en lo que él llamó “explicación histórica”. Al armar esta sucesión de eventos –lo que luego Willey llamaría “la secuencia histórica correcta”, se logra una explicación sin referencia a leyes o relaciones causales universales.

Desde entonces ha habido varias propuestas alternativas, desde las que proponen que explicar algo implica proferir un determinado acto, típicamente del habla, (teorías pragmáticas de la explicación –[Van Fraassen [1991 (orig. 1977)), Bromberger [1970 (orig. 1966)), Achinstein [1983)]); o que es crear clases de referencia estadística que hacen más probable un determinado resultado (explicación como relevancia estadística -[Salmon [Salmon, et al. 1971)), hasta las que proponen que explicar es determinar las causas y mecanismos que lo producen (explicación causal [Salmon [1998a)); más recientemente se ha propuesto que explicar es mostrar que lo explicado pertenece a un conjunto mayor de procesos o fenómenos (explicación como unificación –[(Kitcher 1991 (orig. 1981):; Kitcher and Salmon 1989))].

El consenso actual apunta a que la explicación es en efecto una de las metas centrales de la ciencia, pero una que es más fácil señalar en el caso de teorías desarrolladas, que definir con precisión o normar en abstracto en qué consistiría una explicación adecuada. Otro consenso aparente es que el término “ley” pudiera ser demasiado pesado para algunos, al remitir de inmediato a las leyes de disciplinas tan bien establecidas como la física, que cuentan con un aparato cuantitativo y formal bien desarrollado. En ese sentido, se piensa que las explicaciones involucran principios generales, que conectan variables, y que no necesariamente tienen que ser expresados formal y cuantitativamente como las leyes de la física. Estos principios son interpretados como involucrando conexiones causales, en una de las propuestas más populares hoy día, aunque otros piensan que lo único que se requiere (y puede) es que se determinen regularidades. Bajo estas propuestas la explicación siempre involucra lo que

! 82 Railton ha llamado “establecimiento de los mecanismos causales”, que nos permiten no solamente determinar por qué ocurre algo, sino el mecanismo causal que permite saber cómo es que ocurre. Por ejemplo, en el caso de teorías demográficas en arqueología, no sería suficiente decir que la presión demográfica causa la aparición del estado, sino que se vuelve indispensable mostrar las conexiones causales intermedias que hacen que invocar esta variable explique el resultado obtenido.

Como se verá, sin embargo, no hay hoy día un consenso completo, y mucho menos una posición hegemónica, como la hubo en los días de gloria del neopositivismo en los que el modelo Hempeliano era la guía a seguir. Para nuestros propósitos, en esta “cápsula del tiempo” en la que analizaremos la teoría de SPS, el modelo todavía tenía alguna vigencia, por lo que para nuestros propósitos tomaremos varios de sus elementos como guía, señalando los puntos en los que nos separamos del modelo. Anticipando un poco, plantearemos que las explicaciones sí son argumentos (es decir, conjuntos de premisas relacionados en juicios que permiten inferir con diferentes grados de expectabilidad aquello que se explica); que entre las premisas debe haber un principio general y que este principio general es de tipo normalmente causal (punto este último que sería inaceptable para Hempel, pero que estaba ya siendo considerado por algunos filósofos de la ciencia a finales de los 70s). La explicación tiene un componente pragmático que ya se apuntaba desde entonces, que hace difícil proponer un modelo general de explicación, que centra la atención sobre aquello que se quiere explicar (la situación problemática) y el público al que quiere explicársele, así como el contexto histórico en que ocurre el acto de explicación. Volveremos a este punto en el capítulo 9).

La explicación, tanto por los problemas con el modelo (en la filosofía de la ciencia) como en su aplicación en la arqueología (dificultad para encontrar leyes legítimas y construir entonces explicaciones relevantes), estaba siendo ya cuestionada a inicios de los 80s en nuestra disciplina. Renfrew convocó a una reunión en Southampton en 1983, cuyo objetivo era precisamente determinar si había que abandonar o al menos reconsiderar la explicación como meta de la arqueología procesual. A pesar de la participación de filósofos profesionales, que intentaron mostrar que las dificultades podrían deberse más al modelo adoptado que a la meta en sí, el tono general del libro es pesimista, lo que fue aprovechado por críticos de la arqueología procesual. Ellos reclamaban que las dificultades encontradas en torno a la explicación no eran accidentales: eran el resultado de haberla confundido con la meta real de la arqueología, que era la interpretación comprensiva (verstehen), centro de la propuesta postprocesual que finalmente se convertiría en la arqueología hermenéutica o interpretativa.



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Interpretación comprensiva (verstehen o “understanding”) La idea de que es la interpretación, también llamada “comprensión”, o verstehen (en inglés: “understanding” o “interpretation”) y no la explicación la meta de la historia y las ciencias sociales no es una idea nueva. Dilthey inaugura lo que se ha llamado “separatismo metodológico”, cuando sostiene que las ciencias que él llamaba “del espíritu” no deben intentar buscar causas y leyes como las ciencias naturales. Su tarea es determinar el sentido de la actividad humana. A través de recursos como la empatía (ponerse en el lugar del otro), busca desentrañar el sentido de la acción.

Así, la interpretación –que no hay que confundir con lo que en arqueología llamamos “la interpretación de los datos”, busca responder a preguntas de tipo “qué significa”, referido a una acción, a un texto o a un análogo-de-texto; o “qué motivó a”, referido a un actor, para entender el significado de lo que hizo.

Si hoy día es difícil determinar qué es una explicación, es aún peor tratar de definir qué es la comprensión o interpretación. Aquí el consenso es que tiene que ver algo con la creación de sentido y con la determinación del significado. Hay discusión sobre qué tipo de eventos o procesos son capaces de tener significado y si para que algo tenga significado se requiere de un actor que haya intentado concientemente “decir algo” con su acción. Otra dificultad severa es la de evaluar entre interpretaciones alternativas. Hay autores que dicen que tal evaluación es imposible, al menos como una operación que pueda resolverse por referencia a la empiria; mientras que otros sostienen que sí es posible, pero que entonces se reduce a aquellas acciones que tienen un autor, y en las que el significado es recuperable al estar “escrito” en un código accesible y público.

Los arqueólogos interpretativos parecerían considerar que es parte de nuestra condición posmoderna el no poder (ni quizá requerir) elegir entre interpretaciones alternativas; ciertamente a su líder, Hodder, la idea le parecía incluso “neopositivista y reaccionaria” [Hodder, Seminario sobre Arqueología Interpretativa, IIA. México. 1991]. Yo no me pronunciaré por el momento al respecto, como tampoco lo haré en torno al asunto de que la interpretación y la explicación serían incompatibles y mutuamente excluyentes, como parecerían sostener los arqueólogos interpretativos. Más tarde tendré algo que decir sobre el uso de principios generales, que se supone no se requieren en la interpretación, como tampoco se requerirían en la “explicación histórica” en el sentido de Dray y las “secuencias históricas correctas” de Willey.

Un asunto que quedará pendiente, dado que no he terminado de lograr una solución que me parezca satisfactoria, es cuándo una pregunta explicativa puede ser reformulada como pregunta interpretativa y viceversa. En muchas ocasiones ambas formulaciones son intercambiables; en otras claramente no. Binford ha señalado una en la que la pregunta “qué significa” no tiene sentido: señala que, si pudiéramos viajar con la máquina del tiempo hasta el momento del origen de la agricultura y le preguntáramos a un sujeto qué significa para él el proceso de

! 84 domesticación, aún si entendiera nuestra pregunta, seguramente no tendría mucho de interés que responder, dado que este fue un proceso que duró cientos de años y del que probablemente ningún sujeto fue consciente. Es decir, habría procesos en los que la pregunta correcta es “por qué” y no “qué significa” o “qué motivó a”.

Por otro lado, hay contextos en los que la pregunta por qué no tiene sentido, o al menos no es la pregunta interesante. Así, preguntar por qué la Mona Lisa tiene ciertos colores puede arrojar como respuesta algo trivial, como que esos son los que Leonardo quiso usar, o porque eran los más parecidos a la situación que estaba pintando. La pregunta interesante es “qué significan esos colores en la Mona Lisa”, y por supuesto, “qué significa la Mona lisa”, en sí misma. En ese acto, que es claramente un acto de significación, la pregunta “qué significa” es la pertinente.

Hay otros en los que ambas son posibles y pueden dar lugar a soluciones no triviales. En ese caso, se complementan o apuntan a una necesidad práctica, que es la que en ese momento determinaría cuál es el aspecto que requiere mayor atención. Para ver esto, pensemos por un momento en un ejemplo no arqueológico (o al menos no de arqueología prehispánica, aunque sí de arqueología contemporánea). El ejemplo son los asesinatos conocidos como “las muertas de Juárez”. Aquí es factible preguntarse “por qué ocurren estos asesinatos”, y si la causa es única o múltiple; pero también es factible preguntarse “qué significan”, atendiendo a que las víctimas parecen corresponder a un patrón que los asesinos encuentran significativo, aparentemente. Ante la dificultad de evaluar interpretaciones, sin embargo, la segunda pregunta puede llevar a respuestas de rangos de amplitud crecientes y relevancia decreciente: así, se puede contestar que son un intento por simbolizar el estatuto inferior en que la sociedad machista tiene a las mujeres, el poco valor de su vida para estos machos, o el desprecio a las mujeres de cierta profesión (aunque hoy día es claro que no todas eran prostitutas). Estas soluciones son al menos plausibles y medianamente relevantes. Pero también es factible decir que los asesinatos significan “la crisis y decadencia del sistema capitalista depredador”, o incluso “la insoportable levedad del ser”, respuestas por desgracia también aceptables bajo el marco interpretativo, pero cuya relevancia parecería ser menor si lo que nos interesa con urgencia es detener la serie de asesinatos. En ese caso, parecería que la pregunta “por qué” las matan nos acerca más al objetivo práctico deseado, al apuntar a nuevas hipótesis, como la que insiste en que los asesinatos ocurrieron porque las mujeres fueron usadas para filmar películas pornográficas del género “smut”, destinadas a públicos a quienes ver morir a una mujer los excita sexualmente.

Hoy día parecería que la profesión se ha dividido y al menos en la arqueología anglosajona, da la impresión de que la explicación no es ya solamente el único objetivo cognitivo deseable, sino tampoco el que busca prácticamente la mitad de los arqueólogos. Habrá que ver hasta dónde la

! 85 arqueología interpretativa resuelve el problema de la evaluación de interpretaciones (y con ella, la de la elección de interpretaciones alternativas), antes de ver si esta tendencia se consolida. Por lo pronto, lo cierto es que en el conjunto mayor de las ciencias sociales, la interpretación es claramente un objetivo cognitivo reconocido como legítimo y alternativo a la explicación.

La glosa Este objetivo cognitivo es el más reciente en las ciencias sociales, y habría seguramente oposición a colocarlo en el mismo estatuto que los tres previos (descripción, explicación e interpretación). Pero lo cierto es que parece también estar creciendo, aunque con la claridad de que no intenta ser del mismo tipo que los anteriores.

En la glosa, la pregunta de nuevo es “qué significa”, pero con una pregunta subsidiaria de corte instrumental, que sería “¿cómo puedo, mediante la narración adecuada, ‘iluminar’ el significado de esta acción?”. La formulación es por necesidad vaga dado que “iluminar” (en el sentido de arrojar luz, no de pintar) es ya en sí una metáfora. Pero el reciente interés de la antropología con la literatura, y la apuesta de autores como Geertz en el sentido de que quizá la antropología nunca fue otra cosa que literatura, implican que este objetivo debe ser reconocido. A mí los dos ejemplos que me sugirieron la necesidad de incluir la glosa entre los objetivos cognitivos de las ciencias sociales actuales son Huizinga, el historiador medievalista; y Monsiváis, el profundo crítico de la sociedad mexicana contemporánea.

Huizinga, en “El otoño de la edad media”, utiliza la narración literaria (sin llegar a la ficción, solamente retomando formas de presentación que podrían considerarse pertenecientes más al arte que a la ciencia), para precisamente “iluminar” nuestra comprensión de esa época. En ese sentido, enunciados como “La edad media era una edad en la que llorar era de buen gusto”, no deben ser interpretados como hipótesis a corroborar, como tampoco lo sería el que “La edad media era una edad de violeta y dorado”. Pero este par de ejemplos son suficientes como para mostrar que lo que se conjuran son imágenes poderosas, más poderosas quizá que cualquier cantidad de estadísticas económicas como las que llenaron las páginas de la historia medieval econometricista.

Monsiváis hace algo similar en “Amor perdido”, en el que la vida nocturna de la ciudad de México a mitad del siglo XX renace en las imágenes que él pinta de los centros nocturnos y los trasnochados personajes que deambulan por las páginas de su libro. Aprendemos más de estas prácticas culturales de esa manera y por referencia a boleros y canciones de la época, que con una detallada enumeración de las ubicaciones, dimensiones y otras características descriptivas de esos antros que seguramente produciría un arqueólogo de otra persuasión.

! 86 Creo que, mientras no se confunda este objetivo cognitivo con otros, debe reconocerse su importancia y su lugar entre las metas legítimas de la ciencia social. Otra historia es pretender que la glosa es la única meta posible, como parecerían proponer algunos autores posmodernos. Para ellos, las ciencias sociales no son sino la creación de ficciones sobre el pasado desde el punto de vista de los autores contemporáneos. Esta negación de la historia que parecería liberadora a primera vista, deja de serlo cuando se examinan sus consecuencias. Si no hubo realmente historia, o si ésta es irrecuperable, entonces no es claro en qué sentido la defensa de los indígenas fue importante en la época novohispana; o por qué pelearon con pasión los defensores de los derechos civiles en los sesentas; o porqué el Holocausto es una tragedia no solo para los judíos, sino para la Humanidad, si todo a fin de cuentas es un invento de los historiadores.



Hemos intentado caracterizar brevemente estos objetivos cognitivos. Nuestra caracterización, por necesidad expositiva, los separa y muestra independientes unos de otros. Pero como mencionábamos antes, rara vez se dan de manera aislada. Notoriamente, la descripción suele ser un preludio a la explicación y a la interpretación comprensiva; y, al menos en mi manera de ver las ciencias sociales, la interpretación comprensiva es una herramienta que ayuda a clarificar los ámbitos de la explicación (aunque los arqueólogos interpretativos, como vimos, piensan que ambos objetivos son incompatibles).



La relevancia política de los objetivos cognitivos ¿Cómo se elige un objetivo cognitivo y no otro? En la respuesta a esta pregunta aflora el carácter valorativo de la decisión. En otras ciencias, hoy día la descripción se consideraría como un objetivo poco satisfactorio si se persigue de manera exclusiva. Las necesidades de control y manipulación, normalmente asociadas a la explicación y la predicción, harían difícil de justificar una ciencia totalmente descriptiva. En otros contextos, la interpretación recibiría un tratamiento similar, dado que lo interesante no es tener el equivalente a “comentaristas sociales” cuyas opiniones no pueden ser evaluadas, sino conocimiento relevante a la solución de los problemas que agobian hoy día a la humanidad. Pero en otros contextos la interpretación es vista como una mirada mucho más humana y penetrante que la explicación causal, así que este asunto no es uno que tenga una solución fácil.

En el caso de la arqueología el asunto es aún más complejo, dado que además hay que preguntarse, en un segundo eslabón de la cadena de relevancia que atraviesa esta tesis y que iniciáramos en el capítulo 1, si hay algún objetivo o mezcla de objetivos que pueda contribuir mejor a la conservación y uso responsable del patrimonio arqueológico. En mi opinión, si el circuito de la conservación que ha propuesto Jiménez [Jiménez 2005) es una representación correcta de la realidad, entonces la parte final de este circuito que se inicia con la

! 87 investigación, que es la comunicación de los resultados a la sociedad en su conjunto, apunta claramente a que la descripción aislada no es suficiente. Al público general parecería no moverlo mucho el listado de atributos de la cerámica o la arquitectura, o el recuento de fases y tipos característicos de tal o cual cultura. Es mucho más factible “engancharlo” con elementos que hagan al pasado algo comprensible, relacionable a la experiencia humana universal. Para estas funciones, he sostenido en otro lado [Gándara 2003), la explicación y la interpretación son preferibles.

En particular, si se trabaja con una estrategia de comunicación como la “interpretación temática”, que hemos empleado en el contexto de sitios y museos, contar con explicaciones es mucho más eficaz que tener solamente descripciones [Gándara 2001). Es la diferencia entre los museos interactivos, como los museos de la ciencia o los museos de los niños, en los que utilizamos los principios generales detrás de las teorías de diferentes campos, para permitir una interacción significativa con el público; es decir, no se le presentan al público datos, o al menos no datos aislados, sino experiencias a partir de los principios generales involucrados. No les contamos a los niños sobre las propiedades de tensión superficial, sino que utilizando los principios relevantes, hacemos que los niños generen enormes burbujas y exploren los principios de primera mano. Para hacer lo mismo –con toda proporción guardada, por supuesto- en arqueología tendríamos que contar con los principios generales equivalentes. Pero solamente la explicación hace de esos principios generales un componente ineludible, así que solamente la explicación como meta cognitiva nos permitirá eventualmente contar con ellos. Incluso nuestra ignorancia actual al respecto puede ser utilizada como elemento interpretativo, si apunta a que esa ignorancia será corregida con nuevas investigaciones arqueológicas; y que dichas investigaciones solamente ocurrirán si el patrimonio arqueológico sobrevive. Así, yo encuentro que la explicación como objetivo cognitivo central (combinada con descripción e interpretación, si se quiere), es una mejor guía que cualquier otro objetivo aislado. Pero esta es una decisión política, y la respuesta apunta, en consecuencia, precisamente a los valores que le dan su nombre a esta área de análisis.



Justificación ética y política La posición teórica normalmente tiene, en particular en los escritos “programáticos” de sus autores centrales, algún tipo de manifesto o declaración de principios en los que se establece la justificación ética y política de los objetivos cognitivos que se persiguen, y del conjunto en general de la propia posición.



Pero no todas las posiciones teóricas son igualmente explícitas en este punto. La tradición anglosajona, y en particular estadounidense, suele dar por sentado de que la arqueología es una ciencia, y que la ciencia es buena por naturaleza. Por ello, no es necesario dar mayor justificación a la actividad de los arqueólogos. En varios momentos de crisis económica estadounidense, la

! 88 pertinencia de la arqueología ha sido cuestionada y se observa que el argumento de “la ciencia por la ciencia” no es tan satisfactorio entonces. Lo mismo sucede, aunque con más frecuencia, en la propia arqueología mexicana. En la medida de que nuestra actividad se financia con fondos públicos, hay cada vez mayor presión para clarificar para qué y a quién sirve lo que hacemos.



Una posición teórica completa aborda esta cuestión de manera frontal; la idea de que puede haber posiciones teóricas apolíticas no es sino una manera de decir que hay posiciones teóricas ingenuas, cuya postura política no está clara; o que su postura es una de arrogancia, en donde la importancia autoevidente de la arqueología no requeriría ningún tipo de justificación adicional. Si bien no estoy proponiendo aquí un regreso a los días del “puño en alto y hasta la victoria siempre”, en que el asunto de la justificación ética y política fue discutido a la saciedad al menos en México, lo cierto es que las condiciones de desigualdad social e inminente crisis ecológica que enfrenta el mundo actual, comentadas en la introducción, hace que sea imperioso el tomar una postura política clara. Este es parte del material que se analiza en el área valorativa de una posición teórica.

Preferencias “estéticas” Hay un último elemento que normalmente se podría analizar en esta área. Se trata de lo que, a falta de mejor nombre, se podría considerar las “preferencias estéticas” de la posición. El nombre viene del hecho de que muchas filosofías de la ciencia (y para ese efecto, también muchos arqueólogos – criterios como la parsimonia, la elegancia y la simplicidad (o sus contrarios, como prefería Flannery [1973a), son aplicables a las teorías científicas. Esa manera de evaluar las teorías tiene mucho que ver con el desarrollo de disciplinas como la astronomía y las matemáticas, en las que incluso de habla de la “belleza” de ciertas demostraciones. Para algunos autores esta es una decisión valorativa y la decisión es una cuestión estrictamente de gustos. Para otros, apunta a ventajas o desventajas heurísticas (es decir, que facilitan la adquisición del conocimiento): para ellos, debería haber un isomorfismo entre la complejidad de lo que se quiere estudiar y las teorías que se proponen al respecto, y las teorías simplistas para procesos complejos tienen poca probabilidad de ser útiles. Para un último grupo, la decisión es más bien de corte metodológico: una teoría simple es más fácil de refutar que una teoría compleja, como parecerían sostener los filósofos de filiación popperiana.



Este último argumento es particularmente poderoso si se adopta una postura metodológica cercana al falsacionismo popperiano. Esta postura insiste en que la marca de cientificidad de una teoría es el grado al que puede ser falsada o refutada. La facilidad de refutación es entonces un valor deseable, y la simplicidad ayudaría a lograrlo. Visto así, este elemento es a la vez valorativo y metodológico. Algunos analistas quizá prefirieran verlo en el área metodológica de la posición teórica. A mí me parece que no es tan urgente definir a dónde va, sobre todo en ausencia de un mecanismo claramente establecido para determinar la complejidad

! 89 de una teoría: ¿ha de determinarse por referencia al número de variables involucradas? ¿o por el número de principios que componen la teoría? ¿o por la complejidad sintáctica de dichos principios? ¿O por el que involucren enunciados no-probabilísticos (esto es, solamente principios deterministas, como los de la astronomía clásica)? Es claro que si para explicar un fenómeno para el que tengo 6 casos propongo una teoría con 30 variables, esa teoría será menos parsimoniosa que una que logra la misma capacidad explicativa con 10 variables. Pero más allá de esta intuición, es difícil poner en operación el criterio. La filosofía de la ciencia modelo-teórica, con su ingenioso mecanismo para la formalización de una teoría, podría tener una solución a este problema, cuyos detalles trascienden los intereses y límites del presente estudio (pero véase Diez y Moulines [1999) para una introducción al tema.



El área valorativa tiene que ver mucho con el área ontológica, a la que ahora turnamos nuestra atención. Si pensamos que lo social no es sujeto de leyes o de causas, por ejemplo, entonces difícilmente adoptaremos como objetivo cognitivo la explicación nomológica, que requiere de ambas. Si tenemos una concepción del hombre como inherentemente malo o egoísta, es muy factible que nuestra justificación política y ética para hacer arqueología tenga algo que ver con potenciar las capacidades humanas, que en ese caso serían más bien los defectos humanos. No es extraño en ese caso que nuestras teorías se orienten a destacar mecanismos de control y administración que pongan freno a lo que pensamos es la naturaleza humana. Pero nos estamos adelantando, así que pasemos ahora a describir el área ontológica de una posición teórica.



! 90

Capítulo 4

El Área Ontológica En esta área se ubican los supuestos que tiene que ver con las preguntas sobre las características de la realidad. De ahí su nombre, que no es más que una manera taquigráfica (y ligeramente pedante) de referirse a algo así como “el tipo de entidades y procesos constitutivos de la realidad y las propiedades que los caracterizan”, que resulta más largo y barroco. La idea es simple: contestar a la pregunta ¿de qué esta hecha la realidad –en nuestro caso, la realidad social, la realidad arqueológica?; ¿cuáles son las unidades relevantes de estudio?; ¿qué propiedades tienen?



La ontología normalmente se estudia en la filosofía profesional como parte de la metafísica16. Para autores como Harré [1984:100], la metafísica es el estudio de las categorías más básicas que usamos para pensar la realidad; para otros, es el análisis de cuestiones que no se pueden resolver por una investigación empírica directa: los hechos no nos ayudan a probar o refutar una ontología, dado que la propia idea de hechos presupone ya una ontología. Es parte de los “supuestos de fondo” que son indispensables para poder pensar la realidad. Y, en tanto supuestos, no son el objeto de investigaciones empíricas17.  

 



El problema es que se pueden asumir diferentes cosas, aunque el ciudadano promedio es menos prolijo en sus supuestos. Es solamente la obsesión filosófica la que ha llevado a proponer ontologías que para muchos resultarían risibles o inconcebibles. Esas propuestas no eran inocentes y generalmente tienen una agenda secreta escondida bajo la manga. De otra manera no es muy fácil entender por qué alguien puede llegar al grado de proponer que no existen objetos materiales, sino solamente nuestras percepciones y sensaciones de algo que, equivocadamente, pensamos son objetos materiales (Berkeley). Al depender solamente del sujeto que percibe (“ser es ser percibido”) se logra, sin embargo algo muy caro a toda una tradición filosófica: se reducen las posibilidades del error. Yo no asevero que tal objeto es una silla, sino que digo que tengo

16

Para el marxismo de los años 70’s del siglo pasado, “metafísica” era todo aquello que no sea dialéctico. Pero este es un uso parroquial del término. Pero la metafísica es una subdisciplina filosófica “vivita y coleando” y va más allá de lo se desprendería de la definición marxista dogmática del término 17

Si le proponemos a CONACYT un proyecto para determinar si existe o no la realidad, probablemente nos manden muy lejos y sin presupuesto. Que la realidad existe simplemente se acepta o se asume; salvo, por supuesto, que uno tenga una preferencia por el escepticismo ontológico, en cuyo caso declara tener dudas sobre dicha existencia…

! 91 sensaciones y percepciones de algo que para mí es una silla. Si resulta que esa sensación es realmente el resultado de haber tomado algunos tequilas más de los que aconseja la prudencia, no me equivoqué, dado que no aseveré que la silla existía. La carta escondida tiene que ver con que la falibilidad de nuestro conocimiento solamente es salvable cuando se compensa con la capacidad de Dios de darnos normalmente sensaciones plausibles. Claro que para ello hay que empezar por aceptar la existencia de Dios, que es lo que para estos autores realmente está en juego.



En la arqueología las cosas no son tan graves, al menos no normalmente. Pero de todas maneras se cuecen habas. Por ejemplo, si yo parto de que el registro arqueológico es un registro de entrada incompleto, entonces es solamente natural que proponga que no podremos reconstruir elementos de la organización social y mucho menos de la ideología, tal como propusiera hace años Lady Jacketta Hawks. Y si es imposible recuperar estos elementos, pues entonces ni caso tiene buscarlos. El asunto es que este es un supuesto, derivado me imagino de experiencias previas de fracaso, pero realmente no es sometido a prueba. Simplemente se asume y la arqueología va por la vida feliz limitándose a recuperar solo información sobre tecnología y economía, hasta que llega un Binford que propone un punto de partida diferente: no existe razón para pensar que en la “estructura arqueológica” no se hayan reflejado el total de los elementos de una cultura, incluyendo el social y el ideológico. “Es un asunto de nuestro ingenio metodológico” [Binford 1972:136].



Los supuestos ontológicos son metafísicos precisamente porque las disputas al respecto normalmente no se resuelven mediante investigaciones empíricas. Eso no significa que la elección de una ontología ser arbitraria, o no deba estar apoyada en argumentos racionales. Popper fue uno de los primeros en proponer que nunca podremos derrotar, por ejemplo, a los escépticos; pero que podemos preguntarnos si elegir el escepticismo (la tesis de que el conocimiento pudiera no ser posible, típicamente por las características de la realidad o del sujeto), es la mejor y más racional de las opciones.



La manera en que estos supuestos se presentan en la arqueología suele ser menos aparatosa y profunda, pero ahí están. Son, cuando menos, de dos o tres tipos: sobre la naturaleza de lo social/cultural, sobre la naturaleza del hombre y sobre la naturaleza del registro arqueológico. Pero antes queda una primera pregunta, esa sí de escala mayor…

La independencia o dependencia de la realidad en relación a los sujetos

La primera pregunta es la gran pregunta: ¿existe la realidad con independencia de los sujetos que la conozcan o perciban? ¿O es la realidad solamente un producto de la percepción o representación de dichos sujetos? Este

! 92 es el tipo de preguntas que pueden mandar rápidamente a dormir a aquellos que tienen poca paciencia para estas cosas. Pero lo cierto es que es una polémica actual y totalmente vigente.



Para autores como Geertz, la realidad está constituida como “un entramado de significados”. Los significados radican, por supuesto, en los individuos y son mentales. Sin individuos no hay significados. Pero, ¿implica eso que no había realidad antes de que hubiera individuos que representaran simbólicamente la realidad? Por ejemplo, ¿hubo dinosaurios antes de que hubiera humanos que los representaran?18 Aún si restringimos la tesis a la realidad social, ¿hubo entonces realidad social antes de que hubiera representación? ¿Por ejemplo, existieron los homínidos antes de que de que se desarrollaran capacidades de representación simbólica?  



Quien propone que sí asume una posición que en filosofía tiene un largo abolengo: el realismo. Este sostiene que la realidad es independiente de las capacidades o voluntades cognitivas de los sujetos, con una importante adenda en lo que toca a la realidad social, que solamente esbozaré más adelante. La posición contraria es el anti-realismo, a veces llamado “idealismo subjetivo”, en su versión como tesis epistemológica. Esta sostiene que no hay tal cosa como un mundo que no sea un mundo conocido y representado por los sujetos. O que, si existiera, no lo podríamos conocer de cualquier manera, dado que a lo único que tenemos acceso es a nuestras sensaciones y percepciones. En ese sentido el mundo es una construcción de los sujetos.



La realidad específicamente social presenta un problema, que abordaremos con más detalle en un capítulo posterior; y es que resulta más o menos absurdo proponer que “la realidad social existe con independencia de la capacidad cognitiva o voluntad de los sujetos”. Ello implicaría una ontología en la que los pobres sujetos no tienen siquiera conciencia de existen y viven en sociedad. Y políticamente implica un gran pesimismo, dado que si esa realidad social es independiente de la voluntad de los sujetos, entonces no hay nada que éstos puedan hacer para modificarla19.  



Este es un tema sobre el que existe una enorme confusión en estos días del post-postmodernismo. Sin duda hay partes de la realidad que son socialmente 18

Nótese que la pregunta no es “¿hubo un concepto de ‘dinosaurio’ antes de que hubiera humanos?”. Es trivial que todos los conceptos son productos humanos y que no existieron antes de que el hombre los creara. La pregunta es si aquello que designa el término “dinosaurio” existió o no antes de que hubiera humanos que lo designaran así. Si usted contesta, “por supuesto que existían”, entonces es realista. 19

Este es un punto en el que, desde mediados de los ochentas, uno de los miembros del grupo Oaxtepec de Arqueología Social, ha venido insistiendo –incluso a costa de que se le llamara “idealista” y “revisionista”: Héctor Díaz Polanco. Su visión siempre fue crítica de una forma de realismo que resultara reductora y políticamente castrante, como en efecto resulta la versión más ortodoxa de lo que se suele llamar “materialismo” y no realismo, en la tradición marxista.

! 93 generadas (ni más ni menos que la propia realidad social). Pero ello no implica que esta construcción de la realidad social, como le llama Searle, ocurra en un vacío, o sea solamente el producto de una indomable voluntad humana. Ocurre en el contexto de una realidad que, para los realistas, estaba ahí antes de que hubiera humanos y tiene y mantiene ciertas capacidades causales incluso cuando aparece el Hombre.



Para los materialistas, esta realidad no solamente es independiente de los sujetos (tesis realista), sino está constituida materialmente (es decir, por materia y energía, en diferentes arreglos y niveles de integración) (tesis materialista). No así para sus opositores, los idealistas, que sostienen no solamente la noindependencia de la realidad, sino que proponen que está hecha de entidades dependientes de los humanos (o de lo divino), como pueden ser las ideas, las normas, los juegos del lenguaje y las formas de vida (al estilo Wittgeinstein), las representaciones, la capacidad simbólica o, en el caso extremo, el espíritu o la voluntad divina. Para un anti-realista, incluso la serranía del Ajusco, al sur de la ciudad de México, es “una construcción social”, una representación ideal y existe solamente en la medida en que fue representada por las culturas prehispánicas y “resignificada” por nosotros, los arqueólogos contemporáneos. Sin sujetos no existiría; y gracias a los sujetos, existe como representación ya sea mental, lingüística o materializada en imágenes.20  



Este debate es uno de los centrales hoy día en arqueología, en la historia y en las ciencias sociales en general. Los arqueólogos interpretativos están, en su mayor parte, comprometidos con una posición anti-realista e idealista subjetiva y han ofrecido argumentos particularmente fuertes en su defensa (Ver, por ejemplo, Hodder et al [1995], Whitley [1998], Shanks and Tilley [1987a, 1987b]). Los arqueólogos procesuales mantienen una forma débil de realismo (ya que dependen de la posición neopositivista, que a final de cuentas es anti-realista), pero son sin duda materialistas. La arqueología marxista sostiene el realismo (a veces reductivo) y es, por supuesto, materialista. Gran parte de la discusión sobre teorías sustantivas (o sobre la posibilidad o imposibilidad de generar dichas teorías), gira sobre este punto.

La cognoscibilidad de la realidad social Ligada de manera casi indisoluble al punto anterior está la cuestión de hasta dónde podemos conocer la realidad (en nuestro caso, social, histórica, arqueológica). Como veremos en un momento más, esta discusión tiene que ver con otra, sobre de qué está hecha esta realidad, o cuáles son sus unidades

20

Yo suelo contestar a esta pretensión diciendo que realmente es muy meritorio el trabajo de las culturas prehispánicas, porque, al menos desde lejos, la serranía del Ajusco parece una serranía “de a de veras”; ello que seguramente implicó un gran esfuerzo constructivo y un gran cuidado, para que la sierra se vea convincentemente “natural”.

! 94 constitutivas y, en el caso de la arqueología, a dónde reside la cultura, cómo se puede caracterizar el objeto de estudio.



Hoy día lo que está de moda es ser escéptico, si no es que de plano agnóstico. El escepticismo es la tesis de que posiblemente no podamos saber nada (incluyendo nada sobre la historia, en el caso del escepticismo sobre el pasado); el agnosticismo es la tesis de que la realidad es de plano incognoscible. Ambas tesis combinan un componente ontológico y uno sobre cómo es que conocemos la realidad, es decir un componente epistemológico.



Postergaré hasta el momento en que tratemos el área epistemológica algunos de los argumentos detrás de estas dos tesis de moda. Pero ambas descansan, en el fondo, en un supuesto ontológico, que asigna al pasado la propiedad de ser incognoscible, o cognoscible de una manera muy imperfecta y poco confiable. El argumento suele correr sobre una versión de que el pasado ya desapareció y que lo que quedan son solamente evidencias que son construidas a partir de teorías generadas por autores contemporáneos. Estos autores no pueden sino proyectar sus prejuicios y limitaciones contemporáneas hacia el pasado, de tal manera que la historia es siempre una construcción, una ficción creada desde el presente para darle sentido al propio presente. Otras veces, el argumento es de corte antropológico y reside en la supuesta imposibilidad de lograr conocer realmente “al otro”, dado que cada cultura está atrapada inescapablemente en su propio lenguaje y “juego de vida”. Lo más que podemos aspirar es a darnos cuenta de que lo otro es diferente, pero jamás lo conoceremos con plenitud, dado que existe una “intraducibilidad” cultural insalvable. Ello no implica que ni la antropología ni la historia sean inútiles: el ver nuestra cosmovisión occidental contemporánea proyectada al pasado o a otras culturas, se dice, nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos y a hacer una autocrítica de nuestros valores y creencias21.  



La postura opuesta afirma que la realidad (incluyendo la realidad social) es cognoscible, aunque quizá en diferentes grados de certeza. Hay quienes piensan que este conocimiento no es tan problemático, dado que contamos con evidencia empírica que nos permite comprobar o al menos hacer altamente probables nuestras teorías; hay quienes proponen que la certidumbre es inalcanzable, como veremos más tarde. Pero en ambos casos es factible conocer la realidad, aunque quizá no de manera absoluta e incorregible. Esta postura puede llamarse “gnosticismo”, aunque a riesgo de confundirla con los hermanos de la Gran Fraternidad Universal, con los que no tiene nada que ver.

Estatuto y naturaleza del objeto de estudio 21

De nuevo yo recomiendo que este punto, sobre la imposibilidad de la arqueología, la historia y la antropología, no lo enfaticen mucho los investigadores que quieran conseguir financiamientos de CONACYT para sus proyectos…

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La mejor manera de ver cómo las concepciones ontológicas afectan la práctica real de la arqueología es revisar cómo estas concepciones se revelan en diferentes maneras de entender el objeto de estudio de la arqueología.



Para algunas tradiciones académicas, este objeto es la Cultura, con C mayúscula, a través del estudio de las culturas, con c minúscula. Muchos arqueólogos concurrirían con esta propuesta. El problema es que no es tan sencillo definir a la cultura o determinar qué tipo de entidad es. Para la arqueología tradicional, heredera del concepto tayloriano original del siglo XIX, la cultura está constituida de normas, ideas, tradiciones y, por supuesto prácticas y objetos. Pero lo central en la cultura está en las convenciones que los sujetos siguen y que rigen lo que hacen. Esto lleva a preguntarse qué tipo de entidad es entonces la cultura y a responder que, en tanto normas e ideas, la cultura es un fenómeno fundamentalmente mental. Reside en la cabeza de los hombres. Aunque parece un supuesto inocente, los opositores a este punto de vista, llamado “normativo” por Aberlee desde finales de los 50´s, han mostrado que tiene muchas consecuencias.



La más importante de estas consecuencias tiene que ver con el acceso al mundo de las ideas y sobre sus capacidades para causar o ser causadas. Ante la pregunta, ¿por qué observamos variabilidad cultural?, la respuesta suele ser porque diferentes culturas tienen diferentes ideas (normas) que la generan. De acuerdo. Pero, ahora, ¿de dónde sale la diferencia en ideas (normas) que genera la variabilidad cultural? La solución normativa es que la diferencia en normas se causa sola, o que es inexplicable, así simplemente es. Las culturas son distintas, entonces ¿por qué no se dio entre ellas siempre un flujo de ideas que permitiera que unas culturas adoptaran las ideas de otros, o porque ideas previas prohibían o dificultaban dicha adopción?



Nadie ha combatido tanto esta idea como Binford, que le llamó “la visión acuática de la cultura” [Binford 1965], dado que, en efecto, parecería que el caudal de ideas genera homogeneidad en la medida en que no encuentra barreras o razones que impidan su penetración. El asunto no es solamente semántico, sino que va al corazón de la práctica arqueológica: bajo una concepción normativa, ante la presencia de similitudes en el registro arqueológico, la única explicación posible es la de “influencias” de un grupo sobre otro. Se revisa entonces el material de las zonas aledañas o distantes, para descubrir cuál fue la fuente de la o las influencias y se “amarra” la inferencia documentando que en efecto el rasgo donado aparece primero en la cultura donante que en la receptora. Si no es así, simplemente se invierte la dirección del flujo cultural.



Así, antes de que se identificara la cerámica característica de Tlaxcala, se pensaba que esta región tenía pocos tipos propios y sí muchas evidencias de influencias de los vecinos cercanos; cuando se define la secuencia regional, pronto se ve que, a la inversa, hay tipos tlaxcaltecas en otros lugares del Altiplano

! 96 Central y que estos tipos son más tempranos en Tlaxcala. No hay problema: simplemente se da un giro a la dirección de la influencia.



Pero la pregunta de fondo subsiste: ¿qué hace que las normas culturales sean distintas? Y la pregunta no es cualquier pregunta de interés menor: es la pregunta que inaugura la antropología: se supone que nuestra tarea sería no solamente documentar la variabilidad humana, sino que, reconociendo que somos una sola especie, teníamos que explicar cómo de una naturaleza común surge la riqueza que la variabilidad cultural muestra a lo largo del tiempo y el espacio.



Por ello, la tradición opuesta al mentalismo normativo propone que la cultura no está compuesta de ideas y normas, sino de conductas o prácticas. Estas conductas o prácticas son observables, públicas y materiales ([White 1949:8); Binford [1972:136]). Surge aquí la pregunta inversa y recíproca a la que los normativos deben responder: ¿qué causa entonces la diferencia en normas? La respuesta puede ser que diferencias en prácticas, que son entonces remitidas a otros factores y causas también de orden material. O, como tristemente se ha respondido en ocasiones, que estas normas, particularmente las ideológicas, son un “epifenómeno” que, o es imposible estudiar en arqueología, o simplemente no merece nuestra atención.



He aquí claramente el resultado de la adopción de dos ontologías diferentes sobre la cultura. El impacto es claro y real: si no pienso que la ideología es estudiable, lo congruente es que ni lo intente; si pienso que las normas se causan solas, no tengo por qué buscar causas externas, materiales, así que no requiero una gran finura para estudiar, por ejemplo, el medio ambiente. Y como cada ontología normalmente sólo se asume, no se cuestiona, acaba pareciendo “natural” o “lógica” y simplemente se perpetúa.



Los supuestos ontológicos no se reducen solamente al problema de qué esta hecha y en dónde reside la cultura, sino a qué propiedades tiene, como ahora veremos.

Propiedades: causalidad, nomologicidad, jerarquía Una de las propiedades más debatidas de lo social es si presenta relaciones de causa y efecto, es decir, si es sujeta de causalidad. Íntimamente conectada a la respuesta de esta pregunta, está la de si las relaciones causales se presentan de manera regular y son capturables mediante enunciados generales, pomposamente llamados “leyes” (en griego “nomos”): de ahí el nombre de esta segunda propiedad, la de “nomologicidad”. O si bien solamente son asunto de correlaciones regulares, conjunciones constantes, entre ciertas variables. Finalmente, si dentro de estos procesos hay elementos en lo cultural o social que causan otros elementos, es decir si existe una “jerarquía causal”, como cuando se propone que, en última instancia, son los factores materiales los que causan variaciones en el ámbito ideológico; o si bien se presenta lo que Harris ha llamado “una democracia

! 97 de factores”, en las que, de manera no regular ni sucesiva, unos factores a veces son causa y otras efecto de otros [Harris 1982 (orig. 1968):537, 547-548].



El asunto tiene variantes, porque aún si se acepta que la realidad social es sujeta de causas, no siempre hay acuerdo sobre qué es, para empezar, una causa. Hay quienes piensan (como la mayoría), que las relaciones causales implican una asimetría temporal: las causas van antes de los efectos en un tiempo determinado, aunque nada prohíbe que en otro tiempo la relación pudiera invertirse. Otros, notablemente los arqueólogos sistémicos, prefieren un concepto de “causalidad sistémica”, en el que todo puede ser causa y efecto a la vez ([Flannery 1975, orig. 1972]; Seminario “Archaeological Systematics, University of Michigan, Ann Arbor, 1981]). Algunos críticos, incluyéndome a mí [Gándara 1983:123-4], señalan que esta visión circular confunde correlación (que puede ser sincrónica) con causalidad (que es temporalmente asimétrica, al menos en la mayoría de los análisis de la causalidad –ver Sosa [1975], Salmon [1998a]. Y como el asunto no es solamente semántico, vemos que las explicaciones que producen los arqueólogos sistémicos en efecto tienen múltiples circuitos de realimentación, mientras que las explicaciones producidas por autores con una noción normal de causalidad buscan relaciones más lineares. Cuando se combina este supuesto con el supuesto valorativo sobre la complejidad o simplicidad de las teorías, entendemos el porqué los sistémicos encuentran invariablemente “simplistas” a las teorías de sus contrincantes y éstos, a su vez, castigan de ininteligibles o innecesariamente complejas a las teorías sistémicas.



El pleito por la causalidad en las ciencias sociales tiene un rancio abolengo y se remite a una cuestión de orden político y ético, e incluso a una discusión de corte teológico: para aquellos que piensan que (al menos buena parte de) la realidad social es sujeta de fenómenos causales, ello implica que la acción humana está al menos parcialmente determinada; que identificando las causas y las conexiones causales, podríamos incluso predecir con alguna precisión la conducta resultante (o postdecirla, es decir, mostrar que era la esperada, cuando la aseveración se hace para un tiempo anterior, como sería el caso de la arqueología). Sus opositores piensan que este punto de vista es inaceptable, dado que implica que el libre albedrío y la decisión individual se verían entonces limitados. En la versión cristiana del asunto, ello implica ponerle un límite al principal don que Dios le dio al género humano, que es precisamente el libre albedrío.



Como consecuencia de esta polémica se ha intentado mostrar, por un lado, que existen muchas regularidades que claramente apuntan a relaciones causales, no solamente en lo social, sino incluso a nivel de psicología individual. Pero precisamente fue por eso que el psicoanálisis recibió una buena parte de la fuerte oposición en su contra, ya que se denunciaba que constituía una forma de determinismo: la infancia determinaba la madurez, de una manera inaceptable para los que creían que la conducta adulta es siempre el resultado de decisiones concientes y racionales.

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Esta disyuntiva está íntimamente ligada, entonces, a la posibilidad de formular explicaciones generales, que simplemente serán imposibles si no existen relaciones de causalidad; y a la discusión entre dos tradiciones de investigación histórica: la ideográfica y la nomotética. La primera insiste en que “cada cultura es un caso”, irrepetible y único; y la segunda, que es realmente un ejemplo de un proceso de mayor escala, generalizable mediante principios generales. Otra consecuencia metodológica será el énfasis en una de dos escalas de trabajo, la “micro” escala, que en ocasiones ve al sitio arqueológico como un microcosmos en el que la otra escala se refleja y en ocasiones se considera como la única escala interesante; y la escala “macro”, que mínimamente es regional, pero suele ser mayor. Aunque estos enfoques pueden conciliarse, no así la diferencia entre una aproximación ideográfica y otra nomotética.

Propiedades: individualismo metodológico vs. realismo social Conectada íntimamente a la disyuntiva de la determinación vs. el libre albedrío humano está la cuestión de hasta dónde lo social es reductible o no a lo individual, por un lado; y hasta dónde, de aceptarse la existencia de lo social, es éste ámbito el que condiciona o determina la conducta individual.



Aunque parezca increíble, hay quien ha llegado a sugerir que lo social simplemente no existe. Y fue uno de los filósofos de la ciencia a quien más respeto, pero que tenía la costumbre de que cada vez que hablaba de política o de lo social, decía cosas cuando menos debatibles si es que no totalmente erradas de entrada: me refiero a Sir Karl Popper. En un curioso vuelco de su realismo sobre las entidades que figuran en las teorías científicas –es decir, la tesis de que los conceptos teóricos realmente refieren a entidades existentes en la realidadPopper propone un instrumentalismo en torno al concepto de “sociedad”. La sociedad no existe. Hablar de “lo social” no es sino una especie de taquigrafía, para no tener que enumerar a todos los individuos a los que nos estamos refiriendo. Estos individuos son lo único que existe. A ellos sí los podemos tocar, medir, entrevistar, etc... La sociedad es un concepto que cumple una función instrumental, una convención que nos permite comunicarnos más eficazmente sobre lo social, pero es eliminable a favor de enunciados sobre individuos. Esta postura, llamada “individualismo metodológico” es frecuente en la economía contemporánea, en la que se asume adicionalmente que los individuos buscan ante todo su propio interés, son egoístas y en general, racionales, cuando se les equipa de la información suficiente.



Popper reacciona a la postura opuesta, el llamado “realismo social”, representado emblemáticamente por Durkheim, aunque compartido por muchas posiciones teóricas. Para estos autores, existe una entidad que es superior a los individuos, que tiene una existencia propia y autónoma en relación a individuos específicos, a los que trasciende. Es el superorgánico de Kroeber, la conciencia colectiva de Durkheim, la sociedad en Marx y la cultura como mecanismo

! 99 extrasomático de adaptación humana en White, para dar solamente algunos ejemplos. Está detrás de afirmaciones como la que dice que las instituciones son más que el conjunto de los individuos que las conforman en un momento dado: si el soldado Ryan cae en batalla al no haber sido rescatado a tiempo, rápidamente es reemplazado por otro y a la institución del ejército el cambio le es poco relevante. El ejército como institución es más que su personal en un momento específico.



Las ontologías individualistas metodológicas tratan de reducir al máximo los supuestos sobre el número de entidades que conforman el objeto de estudio y de las propiedades que tienen. Desconfía de lo que llama “entelequias”, cuya existencia es dudosa, dado que nadie ha visto a “la cultura” o a la “sociedad” o a instituciones como “el ejército” sino, en particular, a la cultura pro bélica estadounidense, la sociedad capitalista norteamericana o el cuarto batallón de Marines. Sus opositores dicen que las entidades supra-individuales no tienen nada de misterioso, o al menos no más misterioso que otras entidades de las que hablan las teorías, como la gravedad o los quarks; y que estas entidades no solamente existen, sino que permiten explicar un importante rango de fenómenos sociales.



En arqueología habría lo que casi podría concebirse como un antiindividualismo metodológico, que se origina epistemológicamente: es decir, ante la imposibilidad de conocer a detalle las acciones de individuos particulares, se insiste que no tiene caso el tratar de recuperar evidencia de sus acciones. Casi toda la arqueología adopta alguna variante del realismo social, aunque, como hemos visto, con importantes diferencias sobre cómo está constituido, o en dónde reside lo cultural o qué propiedades tiene.

Propiedades: emergencia vs. reducción/absorción Una siguiente esfera de análisis tiene que ver con propiedades íntimamente ligadas a la de la existencia o no de un sujeto de estudio propiamente social, que además intenta localizar en dónde debe ponerse fundamentalmente el foco de atención cuando se intenta generar teorías.



Una primera propiedad es la de la naturaleza de las propiedades que tendrían “eficacia causal”, es decir, para aquellas ontologías en donde se asume que existen causas, podrían ser las responsables de los efectos socialmente observados. Aquí el debate está entre dos puntos de vista que son los extremos de un continuo y entre los que pueden ubicarse diferentes puntos de vista. Un extremo es el del llamado reduccionismo, que propone que la eficacia causal que puede explicar lo social yace fuera de lo social, en entidades típicamente estudiadas en alguna disciplina que se ocupa de un nivel inferior de integración de la materia y la energía. Por ejemplo que, en el último análisis, los fenómenos sociales son reducibles a cuestiones ecológicas, o genéticas, o incluso bioquímicas. Mientras que nadie duda que los humanos somos sujetos de las

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leyes de estas y otras muchas disciplinas22, lo que se cuestiona aquí es si esas leyes son capaces de explicar fenómenos genuinamente sociales. La respuesta de una postura reduccionista es que, a la larga, se verá que no hay tal cosa como fenómenos genuinamente sociales.



El punto de vista opuesto propone que las propiedades sociales son “emergentes”, es decir, no son reductibles a los niveles inferiores de la ecología, la biología, la química o la física. Ello no es otra cosa que decir que tendrán que ser solamente las teorías sociales las que expliquen los fenómenos sociales. Puesta en práctica, esta postura sostiene que las entidades que operen en las teorías sociales deberán ser fundamentalmente sociales, es decir, pertenecientes al léxico utilizado para referirse a lo social. De tener razón este punto de vista, entonces, a pesar de lo meritorio y quizá estimulante de esfuerzos como el de la teoría general de sistemas, en los setentas, o de la teoría del caos, en tiempos más recientes, mientras no sepamos cómo traducir los términos sociales a los términos de estas teorías (ya sea que se interpreten como teorías matemáticas o teorías físicas), no podremos eliminar los términos sociales a favor de los términos de estas otras disciplinas. Dicho con un ejemplo burdo: a la pregunta ¿por qué surge el estado?, que involucra los término de una teoría social “surgimiento” y “estado”, no se vale contestar con las fórmulas del efecto mariposa, o las de los “atractores extraños”, que involucran términos matemáticos o físicos, sin antes dar las reglas de reducción que permiten traducir unos términos en otros y proporcionar explicaciones satisfactorias en el campo social.



Una manera alternativa de proponer esta oposición es entre “nature vs. nurture”, en inglés, que es difícil traducir exactamente, pero que podría equivaler a “naturaleza” vs. “cultura”. Puesto en estos términos, el asunto es más complicado, dado que es más difícil determinar la contribución causal de cada componente. Es indudable que reaccionamos de manera instintiva a muchos estímulos e incluso a pulsiones básicas. Lo que no es tan claro es si incluso estas pulsiones están siempre mediadas por el ámbito cultural o simbólico. Estudios como los de la ciencia cognitiva parecen apoyar la apuesta de la lingüística estructuralista profunda de autores como Chomski (citado en Gardner [1991], en el sentido de que nuestra capacidad de aprendizaje de la lengua es innata y está fundamentada, en efecto, en oposiciones binarias del tipo que Levi-Strauss encontraba fundacionales para el conjunto de la cultura. El hecho de que los errores lingüísticos sean estructuralmente similares en niños de edades parecidas pero en diferentes lenguas (como la proyección de las formas regulares a verbos de conjugación irregular –“se me rotó mi juguete”) apunta a cuestiones que estarían ligadas a lo biológico.

22

Suelo ilustrar este proceso en mis clases narrando mis fallidos intentos de suicidarme intentando saltar desde la base del Empire State hasta su cima. Para mi fortuna (y desgracia de mis lectores), la ley de la gravedad frustró cruelmente mis empeños…

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Existe una tercera opción, que he llamado “absorción”, para destacar que, a diferencia de la reducción, que opera desde una disciplina de nivel menor en la escala ontológica, pretende que las leyes y teorías que realmente darán cuenta de lo social lo harán así desde una disciplina de nivel mayor, que es capaz de explicar no solamente los sistemas sociales, sino cualquier sistema complejo. Esa era la propuesta de Flannery [Flannery 1975, orig. 1972], que yo equivocadamente califiqué de reduccionista, ya que identificaba a esta teoría con la teoría general de sistemas propuesta por Bertalanfy y otros (ver Gándara [Gándara 1983]; curiosamente, anoto ya desde entonces la posibilidad de que la teoría de sistemas aludida sea la de la ecología y no la teoría general de sistemas –Ibíd.:122). Con una enorme generosidad y paciencia, Flannery me hizo ver que la teoría que el tenía en mente era una teoría diferente, sobre sistemas complejos, que le debía en mucho de su inspiración a la teoría ecosistémica de animales, pero que veía a este campo como uno de aplicación específica de principios generalizables no solamente a lo humano sino a sistemas de mayor complejidad aún. Hoy día se habla de teorías de la complejidad, que pudieran estar ocupando el lugar que Flannery anticipaba para una teoría de este tipo. Yo he de confesar mi profunda ignorancia al respecto. Pero, en cualquier caso, las reglas para la “absorción” serían las mismas que para la reducción y están bien establecidas en la literatura (Diez y Moulines [1999:373-377)], Nagel [1961: cap. 11:336-397]): quien pretenda absorber una teoría de un campo menor deberá primero mostrar cómo se traducen los términos de una teoría a otra, luego cómo se traducen los principios generales de una teoría a otra y por último, tener corroboración empírica de que tal traducción recupera los datos que la teoría anterior explicaba y ofrece adicionalmente ventajas como contenido teórico y empírico excedente, además de la capacidad de unificación teórica (con su ganancia de reducir el número de entidades y principios requeridos para entender el mundo).

Propiedades: agencia vs. estructura La discusión sobre el libre albedrío vs. la determinación es parcialmente reeditada cuando se discute esta propiedad de lo social. Aquellos que favorecen teorías antideterministas del libre albedrío suelen favorecer las teorías de la “agencia”. El nombre se refiere a la facultad de los agentes de tomar decisiones y expresar su voluntad en acciones que son típicamente autodeterminadas o reacciones a retos externos. Las teorías de la agencia, que están poniéndose de moda apenas en la arqueología, son asunto de discusión de larga data en las ciencias sociales. La motivación es la oposición a un determinismo total que no daría pie a explicar por qué, si la determinación de la sociedad o de la cultura es tan fuerte, la cultura y la sociedad han cambiado como resultado de la acción de sujetos, ya sean individuales o sociales. Estos agentes tienen capacidades cognitivas y motivaciones personales, emocionales, etc., que permiten reconstruir sus intenciones e interpretar su accionar en el sentido hermenéutico. De nuevo estamos ante uno de los polos de un continuo en el que, antes de llegar al otro extremo, seguramente encontraremos posiciones intermedias.

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El otro extremo son las teorías que suelen ver en la raíz de los procesos sociales a la determinación de entidades superiores al individuo o sujeto social. Algunos candidatos para ocupar esta posición han sido la estructura social (y, en particular, la infraestructura económica -en ocasiones- la ideología o superestructura ideológica -en otras), la conciencia colectiva, la cultura, el sistema social o el ecosistema. Aquí lo que se privilegia es explicar por qué la homogeneidad de la conducta, que resultaría misteriosa o producto de la extraordinaria casualidad de que muchos agentes decidieran actuar en un mismo sentido.



Un par ejemplos pueden ayudar a entender esta polaridad. El primero es Susanita, el personaje de la tira cómica Mafalda, cuya meta en la vida es casarse y tener muchos hijitos. Susanita, como todavía muchas mujeres, piensa que esta decisión es su decisión, es el resultado de su voluntad perfectamente autodeterminada. Mafalda, más cínica, continuamente intenta hacerle ver que esa es una ilusión y que la triste realidad es que es el sistema el que la ha hecho creer que ella está decidiendo por sí misma algo que el sistema necesita que ella haga. Susanita está determinada estructuralmente y no lo sabe. Claro que puede romper con la expectativa, lo que muestra que realmente no está tan determinada estructuralmente, pero lo hará a costa de sufrir el precio de no seguir la regla, hasta que la regla cambie. Esa sería una explicación de determinación estructural.



Pero ¿quién cambia la regla? Si resulta que muchas mujeres deciden que el matrimonio y la procreación no son mandatos divinos y que ni siquiera se les antojan, ¿no son acaso ellas las que cambiarían (como de hecho están cambiando) la norma? Bajo un determinismo estructural esto no es posible. Habría que buscar qué condiciones estructurales (por ejemplo, la necesidad de fragmentar el mercado creando nuevos tipos de consumidores, como la mujer adulta no casada), llevan a que mujeres individuales crean que están tomando esa decisión, cuando de nuevo se trata de una determinación estructural.



A la inversa, si ciertas versiones marxistas del poder de la ideología fueran ciertas, entonces el capitalismo tiende un velo ideológico que impide a los sujetos ver la realidad como ésta realmente es. Salvo a Marx, que denuncia este proceso. Entonces, ¿es en realidad tan determinante la ideología, o hay lugar para que individuos y sujetos sociales tengan realmente capacidad de actuación?



Ha habido, en los años en que esta venerable polémica tiene en las ciencias sociales –aunque sea nueva para los arqueólogos- varios intentos de acercar los polos del debate. El más conocido es quizá la teoría de la estructuración, de Giddens, que reconoce capacidad de agencia individual pero dentro de los límites establecidos previamente por la estructura, aunque en condiciones especiales, esas capacidades de agencia individual, al colectivizarse, pueden afectar a las estructuras preexistentes. En su propuesta, no hay necesariamente un choque total entre libre albedrío y determinación.

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Un ejemplo de Giddens ayuda a entender por qué esto es así. Pensemos, nos convoca, en un automovilista. Al menos en los países “democráticos”, en los que cualquiera que pueda pagar los peajes respectivos puede ir a donde desee, los individuos son libres de manejar sus automóviles a voluntad, por cualquier calle o carretera. Eso muestra que tienen libre albedrío y que lo ejercen. Pero, curiosamente, no pueden decir que circulan sobre la banqueta, o en sentido contrario, o en donde no hay caminos, so pena de recibir las consecuencias en su persona o automóvil. Es decir, son libres de transitar por cualquier calle o carretera, pero solamente sobre calles o carreteras previamente existentes23. Por supuesto, pueden unirse y mediante un accionar social, clausurar algunos caminos y crear otros, de nuevo ejerciendo su libre albedrío. El caso es que una vez puesta esta estructura, los individuos de nuevo circularán (al menos normalmente) solamente sobre los caminos previamente disponibles. Es decir, la estructura es “estructurante” de la acción, pero la acción puede transformar la estructura en condiciones especiales. No me detendré más aquí sobre esta teoría cuyas complejidades escapan al tratamiento que podemos concederle ahora, pero ofrezco este breve ejemplo como uno de una teoría que ha intentado salvar las distancias entre los polos de agencia y estructura o sistema.  



En arqueología una variante popular es la que Marcus y Flannery introdujeron, tomada de Sherryl Ortner, en “Zapotec Civilization” (Marcus and Flannery 1996). Se llama “teoría de la acción”, desafortunado nombre, porque ese es el mismo nombre de la teoría hueveriaza en la que por primera vez algunos de estos asuntos de trataron y el nombre genérico de las teorías herederas de esta tradición. En cualquier caso, la teoría propone reconocer tanto la contribución del “sistema” como del “actor”, cuyos poderes de toma de decisión deben ser tomados en cuenta. Ambos son capaces de crear situaciones que promueven en cambio.

Propiedades: Estatismo vs. historicidad/dialéctica Una característica común tanto a las ontologías que polarizan la dicotomía, como las que intentan mediarla, es que acaban juntas del mismo lado en otra dicotomía importante: aquella que define si el sujeto es ahistórico y estático, a partir de una serie de características que de alguna manera constituyen su “esencia”; versus aquellas ontologías que ven al sujeto como una entidad dinámica, histórica, que se transforma en el tiempo. En las ontologías del primer tipo hay que responder a la dicotomía agencia-estructura de manera ahistórica: si domina un polo lo hace siempre, dado que el sujeto es fundamentalmente el mismo todo el trayecto histórico. En las del segundo tipo, al que podemos asociar al marxismo, el sujeto es cambiante, por lo que preguntar qué polo de la dicotomía agencia-estructura domina es una pregunta que debe especificar primero de qué momento histórico estamos hablando. 23

Salvo, por supuesto, que estén en alguna aventura a campo abierto en un vehículo todo terreno, o sean Mel Gibson en “Arma Mortal 4”, quien atraviesa un edificio de lado a lado en un auto a toda velocidad…

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Como me recordó hace algunos años uno de mis alumnos, José Pantoja24, aunque es difícil encontrar una formulación precisa de la propuesta, es lugar común en el materialismo histórico proponer que el hombre ha ganado capacidad de agencia a medida que logra control primero de la naturaleza (y por desgracia) luego de otros hombres. Es decir que, entre los grupos cazadores-recolectores incluso la idea de “individuo” tiene poco sentido, dado que no solamente hay una interdependencia importante de factores que tienen que ver con el entorno natural, sino del social. A medida que el hombre gana control de la naturaleza y conciencia de las relaciones sociales en las que está inmerso, puede no solamente actuar con mayor autonomía, sino ser crítico de esas mismas relaciones. En el caso del marxismo su capacidad de agencia no es individual, sino en tanto “sujeto histórico”, o sujeto social que la propia relación con la estructura convierte en pieza clave en un momento de cambio, razón por la que esta manera de ver el asunto de la agencia se liga a la teoría marxista de que hay sujetos privilegiados como “sujetos históricos” en ciertos momentos. En el capitalismo serían los polos del capital y el trabajo asalariado los que tendrían mayor capacidad de agencia. El carácter dinámico del sujeto es una consecuencia directa de la adopción de una ontología dialéctica, en la que la realidad está cambiando todo el tiempo, incluyendo la propia naturaleza del sujeto.

Una variante de este mismo argumento es la idea de que las leyes sociales tienen aplicación solamente para el tipo de sociedades en las que históricamente se presentan las relaciones en cuestión; esto es, que no tiene sentido intentar aplicar las leyes que rigen el capitalismo a sociedades precapitalistas. De hecho, no solamente no tiene sentido, sino que es un error conceptual, dado que simple y sencillamente hay características como el propio capital, que no surgen históricamente sino hasta cierto momento, de forma tal que la proyección al pasado de principios de la teoría del capital son errores de anacronismo. Esta es la razón por la que la analogía etnográfica en el caso de la arqueología social siempre debe aplicarse con el cuidado de que las propiedades que se comparan sean del tipo que pueden proyectarse sin riesgo de anacronía.

Este era mi argumento en la crítica al uso que hace Binford de la analogía entre los Nunamiut y los cazadores musterienses. Quizá podemos aceptar que el snowmobil sea el equivalente funcional del trineo, o que el rifle con mira de precisión sea el equivalente a la lanza; pero aún aceptando esas – reconociblemente forzadas- analogías, lo que no tiene análogo en el pasado es la situación en la que el cazador Nunamiut falla en la cacería de manera repetida y no se muere de hambre, porque puede reclamar el equivalente al seguro de desempleo. El seguro de desempleo (“welfare compensation”) fue una de las reformas que el capitalismo introdujo luego de la gran crisis de 1929. Dudamos que ni siquiera forzando el término tenga un análogo en la situación musteriense

24

José Pantoja, comunicación personal, curso de Epistemología, ENAH. México. 1997),

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[Gándara 1990b]. Esta crítica es elaborada en un artículo posterior [Gándara 2006].

Otra consecuencia de la adopción de una ontología en que la realidad es vista como algo dinámico e histórico es que debemos, en todo caso, asegurarnos de que los análogos seleccionados realmente no sean productos indirectos del impacto del capitalismo en sociedades menos desarrolladas. De otra manera, asumir que estas sociedades se mantuvieron sin cambio es un supuesto riesgoso. Algo similar reclamaba Fried (ex militante marxista), cuando denunciaba que el concepto de “tribu” como estadio evolutivo es falaz; en su opinión, todas las tribus analizadas por Service como base para la postulación del estadio son realmente reacciones a la intromisión de los poderes coloniales. Y que, si en vez de asumir que no tienen historia, como bien criticaba Wolf [1982], intentáramos investigar la historia que por supuesto tienen, encontraríamos clara evidencia de este proceso25. Es irónico que en muchos de estos casos, la historia a la que los colegas procesuales norteamericanos se niegan a poner atención, es muchas veces la historia en la que su propio país ha sido el agente principal de disrupción y, en ocasiones, destrucción…  



Los modelos de Hollis y de Lloyd Una manera de abordar los supuestos ontológicos, distinta a la presentada aquí mediante el tratamiento de propiedades específicas como un conjunto de dicotomías o continuos entre polos, es tomar algún esquema de clasificación de ontologías desarrollado para las ciencias sociales. Dos de los que yo he usado con éxito en mi docencia son el de Hollis [1994] y, antes, el de Lloyd [1986].

25

Esta es parte de mi justificación para poner en duda a Hawai como ejemplo del cacicazgo, como lo hace Earle [1975], para luego concluir que se trata de un cacicazgo anómalo y de ahí justificar la creación de un nuevo estadio evolutivo, el de cacicazgo complejo. La evidencia de su estudio proviene de documentos de mediados del siglo XIX, alrededor de 70 años después de que Vancouver convirtiera a Hawai en protectorado inglés; casi 30 años después de que se instaurara un gobierno pelele colonial ya con la población mermada por las enfermedades occidentales y la nobleza convertida al protestantismo; y después de una reforma agraria que fue una solución para poder enfrentar el cobro, mediante una invasión militar, de la deuda ante los países colonialistas que años antes habían vendido armamento y otras mercancías a los jefes insulares a los que primero enfrentaron –para luego promover a Honolulu como centro de la hegemonía del archipiélago. Pero la cosa se pone peor: incluso si ponemos en duda que estos cerca de 80 años de historia traumática no son suficientes para descalificar el caso como un caso legítimo, hay autores que, recuperando la historia tradicional hawaiana y complementándola con excavaciones, han propuesto que el estado se fundó en Hawai alrededor del año 1200. Esto es ya era una sociedad estatal cuatrocientos años antes de la invasión inglesa. Difícilmente era, entonces, un cacicazgo, complejo o simple. Aquí parte de la culpa recae, por desgracia, en el propio Service, que identificó a Hawai como un ejemplo del cacicazgo, a pesar de haber descrito su organización social como dividida en dos clases endogámicas y señalar la presencia de un “verdugo real” que se encargaba de ejecutar a los responsables de crímenes contra la figura del “cacique” (Service, en Profiles in Ethnology).

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Ambos autores encuentran similitudes entre los supuestos ontológicos de diferentes tradiciones académicas, similitudes suficientes como para agrupar a dichas tradiciones en clases o familias. El esquema de Lloyd recupera por esta vía cinco ontologías diferentes, mientras que Hollis aparentemente piensa que pueden reducirse a solamente cuatro y que, en rigor, son la combinación de un criterio valorativo/metodológico (en nuestros términos) y un supuesto fundacional ontológico.

Este supuesto sería la adopción de una visión holista (equivalente al realismo social tratado antes), que se contrasta con una visión individualista (equivalente al individualismo metodológico). La combinación de estas ontologías con dos objetivos cognitivos (la explicación y la interpretación) genera una matriz de cuatro entradas (ver su figura 1.2 [Hollis 1994:19]). A su vez, esta matriz arroja entonces cuatro posibilidades para las entidades que constituyen lo social: los sistemas o estructuras, los individuos o agentes, la totalidad social (como cultura o formas de vida, juegos de significado) y los actores.

En la primera, Hollis ubicaría a tradiciones académicas como el funcionalismo en sociología y el evolucionismo en antropología, así como al marxismo, dado que están interesados en generar teorías explicativas que involucren principios generales y que compartirían todas supuestamente una preponderancia de la estructura, los sistemas, sobre los sujetos. En la segunda estarían los enfoques derivados del individualismo metodológico, del que hay varios ejemplos en economía y las relaciones internacionales y del que Hollis destaca la teoría de los juegos; en esta ontología lo único que existe son individuos centrados en sí mismos, con completo libre albedrío, que buscan su satisfacción personal (son “self-interested”, en inglés) y son perfectamente racionales dada la información disponible; se pretende que a través de un número finito de “juegos” sencillos o posibles interacciones (como el “juego del prisionero” o el de “gallina”), esta teoría es capaz de generar lo que en otras tradiciones serían las instituciones sociales. En la tercera estarían las tradiciones que reconocen la existencia de una totalidad social mayor a cualquier individuo, que orienta la conducta individual al proponer normas y “juegos de vida” (no confundir con los juegos de la teoría de los juegos mencionada antes) que rigen las opciones de los agentes. Se trata de reglas socialmente impuestas, convencionales, no de leyes nomológicas causales, lo que orienta la acción y permite interpretarla hermenéuticamente, dado que esa es la meta y no la explicación nomológica. Estos agentes tienen cierto margen de maniobra, pero están fundamentalmente determinados por el marco social amplio en el que actúan. Finalmente estarían los actores, llamados así no por referencia a la teoría de la acción weberiana, sino a la dramaturgia. En posiciones teóricas como el interaccionismo simbólico y en algunos momentos de la obra de Geertz, los individuos son actores en el sentido de que representan papeles en los que les interesa aparecer lo mejor posible. En tanto actores, reconocen que hay una obra, en la que los papeles están cuando menos delineados y la línea dramática

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definida en general. Pero como en el teatro, estos actores pueden improvisar y, bajo ciertos límites, incluso modificar paulatinamente el guión. El guión lo proporciona la cultura o la sociedad, pero los sujetos son actores con capacidad no solamente de adaptarse al guión sino de modificarlo.

Lloyd, en un libro escrito casi 10 años atrás [Lloyd 1986], intentó un ejercicio similar, concluyendo que existen cuando menos cinco tradiciones académicas en la ciencia social (aunque él estaba escribiendo en particular sobre la historia social). Los criterios clasificatorios son menos claros que en el caso de Hollis, pero quizá por el hecho de usar un mayor número de ellos, las clases resultantes parecerían más creíbles y relacionables a autores particulares (aunque uno pueda estar en desacuerdo con la ubicación de algún autor particular y… ¡es fácil estarlo!). Las tradiciones que Lloyd propone serían (Ver su figura 7, Ibíd.:191) el evolucionismo sistémico (una mezcla extraña entre el evolucionismo antropológico y el funcionalismo en sociología), el individualismo (incluyendo las teorías de la modernización del sociólogo Parsons, que aparece también en el tipo anterior, así como a Hommans, North y Olson), el estructuralismo (de raíz Levi-straussiana, pero no limitado a él), el realismo simbólico (que incluiría a Geertz y al interaccionismo simbólico de Goffman) y su favorito, el estructuracionismo relacional de Giddens, en donde estaría también parte del marxismo y que Lloyd propone prácticamente como la solución a los problemas de la explicación en la historia.

No tenemos espacio aquí para hacer una sinopsis detallada de estos textos o polemizar con los tipos resultantes, ya sean en la propuesta de Hollis o en la de Lloyd; pero me parecía importante mostrar estos dos enfoques como maneras alternativas de abordar la ontología social como elemento rector de una posición teórica (y las subsecuentes tradiciones académicas que se derivan de ella). Debe, en cualquier caso, reconocerse a Lloyd el entregarnos uno de los primeros esfuerzos de abordar sistemáticamente esta problemática para las ciencias sociales en su conjunto, tarea monumental y para la que se requiere una erudición considerable. Se trata de una obra cuya lectura es altamente recomendable para quien quisiera tener un panorama global, que presenta además una extraordinaria síntesis de las principales discusiones en la filosofía de la ciencia de ese momento (inicios de los ochentas), centrado en el problema de la explicación en la historia social.

En cuanto a Hollis, el mérito es quizá el proporcionarnos un tratamiento más balanceado y equitativo. Hollis se pregunta hasta dónde las cuatro tradiciones de las que habla (y sus respectivas ontologías), son compatibles; hasta dónde pueden mezclarse sin caer en un eclecticismo peligroso. Propone una imagen interesante con la que cierra el libro: en el centro de la matriz podemos imaginar un poste, del que se amarra una cuerda; y Hollis, a lo largo del libro, recorrido, cuerda en mano, cuadrante a cuadrante, tratando de ver si la tradición siguiente resuelve los problemas de la anterior. Avanza de uno a otro, buscando maneras de conciliar las diferencias entre ellas; pero la insatisfacción con el resultado lo lleva a

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dar un nuevo giro, que hace que la cuerda se vaya enredando en el poste y que él, en efecto, se encuentre cada vez más cerca del centro, aunque nunca totalmente satisfecho…

La naturaleza humana ¿Existe algo así como “la esencia humana”? Esa pregunta genera de nuevo propuestas ontológicas ya no sobre cómo es la realidad social, sino la condición humana en general. Es sorprendente el número de veces que se nos intenta vender como hipótesis científica una ontología de lo humano, típicamente motivada desde una postura política o ética. Hemos mencionado ya antes la polémica entre “naturaleza” y “cultura” y la dificultad de determinar en ocasiones sus aportes relativos.



Resulta entonces importante estar conciente de qué concepción del hombre está detrás de las propuestas, sobre todo en vistas a las consecuencias éticas y políticas de dicha concepción. ¿Es una visión pesimista? En ese caso, lo que se nos propone de manera velada detrás de las pseudo-teorías es que el hombre “es malo por naturaleza”, o “es egoísta por naturaleza”, o “está obsesionado por el prestigio y el poder, por naturaleza”. A la inversa, ¿es una visión optimista? Es probable que entonces las teorías en cuestión destaquen sus avances, su altruismo, su adaptabilidad u otras propiedades favorables. Por supuesto, no tiene nada de malo -de hecho es inevitable- el tener ideas al respecto de la “naturaleza humana”. Los problemas surgen cuando estas opiniones se ofrecen como “teorías empíricas confirmadas por los datos”.



Esto me lleva a un concepto que será crucial entre las herramientas de análisis que proponemos en esta tesis: el concepto de “ontologización”. Ontologizamos cuando respondemos a una pregunta de tipo “por qué”, contestando “porque sí, porque así es la realidad”. Es decir, cuando nos negamos a contestar realmente la pregunta. Esta negativa puede estar acompañada de un acto de modestia y reconocimiento de ignorancia: “dado que no sabemos de momento por qué, en lo que lo averiguamos, proponemos que porque sí, porque así es la realidad, así es el hombre, así son las cosas”. Cuando ontologizamos por esa razón, quizá estamos siendo honestos simplemente y aceptando que todavía queda mucho que aprender. O bien puede estar acompañada de un acto de arrogancia e impaciencia: “porque sí, porque es obvio que así es, cualquiera se da cuenta que así es la vida, así es el hombre, así son las cosas, porque no hay nada más que preguntar”. Este segundo tipo de ontologización es el que me parece más peligroso: pone fin a nuestro espíritu inquisitivo, decide que no hay más que aprender e insinúa que solamente los necios siguen preguntando.



La ontologización es inevitable. Ello se debe a una propiedad que, propongo, tienen las explicaciones en tanto respuestas a preguntas de tipo “por qué”. A la respuesta a una pregunta de este tipo siempre puede seguir otra pregunta igual. Es decir, si contesto a “¿Por qué X?” con “Porque p”, entonces

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alguien puede preguntar: ¿Y por qué p?, a lo que la respuesta es “porque p*”; “pero ¿por qué p*?”, lleva a “porque p**” y “y por qué p**” conduce a “porque p***” y así sucesivamente, en lo que podemos llamar una “cadena explicativa”.

Hay tres desenlaces posibles para esta cadena: el primero, que en algún punto respondamos regresando a una respuesta previa, como lo haríamos si dijéramos que “p*** por que p”, lo que crea un círculo que normalmente vemos como vicioso y que quizá otros puedan ver como una muestra de coherencia, aunque en la ciencia normalmente esta solución ha sido históricamente inaceptable como una solución definitiva. El segundo desenlace sería que dijéramos “Porque R” y ante la pregunta “¿y por qué R?”, contestáramos “porque así son las cosas y es obvio son así, así que no hay nada más que preguntar”. Esta es la solución de ontologización que podemos calificar como “perniciosa” o “arrogante”. Finalmente, está la posibilidad de contestar a “¿y por qué R?”, diciendo “pues porque por el momento hasta ahí podemos contestar y parece haber consenso sobre esa respuesta, aunque lo podemos seguir investigando”. Esta es la solución de ontologización que podemos llamar “temporal” o “humilde”. Y creo que todos podemos recordar casos en la historia de la ciencia en la que se llegó a esas pausas momentáneas en la cadena de explicación, solamente para reanudar la cadena en cuanto supimos más sobre algún fenómeno o proceso, como sería el caso preguntas sobre la naturaleza de los elementos químicos que parecían insolubles pero que, llegado el momento, llevaron a investigar la existencia y conducta del átomo y luego de las partículas subatómicas, las partículas sub-subatómicas y así sucesivamente.



Si ontologizar es inevitable, el problema es decidir cuándo y qué tipo de ontologización se adopta. En la Segunda Parte de este trabajo utilizaré el concepto de ontologización para proponer un criterio, el de fertilidad explicativa, que intenta responder a esa pregunta. Por el momento, lo que me interesa señalar es que, en lo que toca a las preguntas sobre la ontología de lo humano, es importante entender las consecuencias que tiene el intentar pasar una ontología de este tipo como si fuera realmente una hipótesis o una teoría sustantiva.



Las consecuencias de la ontologización en este caso son típicamente dos: la “naturalización” y la “des-historización” de las propiedades en discusión. Podemos ilustrarlas con un par de ejemplos. Si, ante la pregunta “¿por qué surge el estado?”, luego de un número de pasos en la cadena explicativa llegamos a una respuesta de tipo “porque el hombre siempre quiere poder”, lo que estamos indirectamente haciendo es proponer que, en consecuencia, esa es una característica “natural” del hombre –es parte de su “esencia”. Y al sostener que es “natural” y que siempre ha estado allí, hacemos de esa propiedad una propiedad eterna, inmanente del hombre –la despojamos de la historia que normalmente tiene.



A su vez, estas consecuencias tienen corolarios políticos y éticos: si así son las cosas y así es el hombre, es parte de su naturaleza inmutable, ¿qué sentido

! 110 tiene intentar cambios políticos o cualquier otro tipo de iniciativa que permita mejorar las cosas? No importa lo que se haga, el hombre siempre regresará a las andadas. El corolario es claro: hay que aceptar con resignación el estado de cosas y no intentar cambiarlo. Insistir en un cambio no solamente es ocioso, sino que normalmente causa más dolor que bienestar y a final de cuentas no llegará a nada: el hombre inherentemente “es así”.



La antropología y la historia tienen un carácter subversivo precisamente porque una y otra vez ha mostrado que algunas de esas propiedades ontológicas “naturales” y “eternas”, es decir “inherentes”, resultaron solamente ser una proyección de (ciertas) características de (ciertos) grupos en la sociedad occidental capitalista. Por ejemplo, la supuesta tendencia “inherente” a buscar maximizar la ganancia del capital acabó denunciada como una mentira, al mostrar la historia que no solamente que la sociedad capitalista era una novedad reciente en el trayecto humano, sino que grupos no occidentales contemporáneos, las sociedades igualitarias que la antropología daba a conocer, no solamente no tenían capital, sino que no tenían ningún interés en maximizar su ganancia. La arqueología mostró que es altamente probable que las sociedades cazadoras recolectoras del pasado tampoco lo tenían, lo que, combinado con la conciencia de la magnitud del pasado humano (alrededor de cuatro millones de años como género humano), claramente arroja que los últimos doscientos años en un rincón específico del planeta difícilmente son suficientes para justificar que “el hombre inherentemente busca maximizar la ganancia del capital”.



La variabilidad que la historia y la antropología (y con ellas la arqueología) muestran en tiempo y espacio es un excelente campo de pruebas para muchas de estas “teorías” que realmente no son mas que intentos de ontologización arrogante. En la Segunda Parte de este texto introduciré el criterio de “simetría explicativa”, que juega precisamente con esa propiedad. Cualquier ontologización disfrazada de teoría deberá dar cuenta, para las propiedades que hipostasia como “naturales” y “eternas” del hecho de que si son propiedades universales del hombre, entonces deberán haber producido los mismos efectos en todo el planeta y a lo largo de toda la historia. Muchas pseudo-teorías no alcanzan a pasar esta prueba, como veremos.



Dado que las ontologías, en tanto elementos del discurso metafísico, no se pueden “comprobar” ni “refutar” en sentido estricto, sino solamente criticarse de manera racional y por referencia a sus consecuencias éticas y políticas, el asunto es entonces estar cuando menos claro de dichas consecuencias. A lo largo de este texto insistiré en un criterio de orden general que pienso puede ayudarnos a tomar decisiones. Es el criterio de la congruencia personal. ¿Realmente creo en las propuestas ontológicas que sostengo académicamente, o son solamente un a veces no tan divertido divertimento de salón?; ¿Vivo mi vida tal como mi ontología supondría que lo haga, o lo que sostengo lo hago solamente “de dientes pa’ fuera”?; ¿Realmente me creo lo que estoy proponiendo, o es solamente una pose académica? Y finalmente, ¿Qué se gana y qué se pierde al adoptar esa postura?

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En el caso de muchas de las ontologías pesimistas del humano, lo que se gana, dirían algunos, es un realismo y una sensación de humildad antes el reconocimiento de nuestras limitaciones. A mi me parece que en realidad este realismo es una sensación de inmovilismo, de parálisis política disfrazada de serena resignación y, en el peor de los casos, un cínico nihilismo ético. Lo que se pierde es una sensación de esperanza, un reconocimiento de que podemos mejorar el mundo, de que vale la pena intentar, que tenemos la obligación moral de seguir intentando.



Al menos para mí, eso es mucho que perder…

La naturaleza del registro arqueológico En este apartado no me refiero a las técnicas del registro arqueológico, por supuesto, sino al conjunto del material arqueológico. A diferencia de otras ciencias sociales, la arqueología tiene un doble problema de acceso a la realidad que estudia: el común a cualquier acto de conocer y el adicional de conocer a partir de algo que ha sido separado de su contexto sistémico (aunque no por sea estático), normalmente incompleto y parcialmente alterado, algo que es dinámico y complejo.



Es en este momento en el que entran en juego nuestros supuestos sobre cómo es ese algo que es nuestra vía para el conocimiento de las sociedades antiguas y recientes cuando nos aproximamos a ellas vía la arqueología. Mencionamos antes que uno de los puntos en que primero se revelan estos supuestos ontológicos es en el de los límites del conocimiento que podemos obtener a partir del material arqueológico y cómo si estos límites se aceptan sin crítica, podemos perdernos de aprender sobre aspectos de la sociedad, tal como argumentó Binford contra Hawkes.



Nadie como Schiffer ha avanzado, en mi opinión, nuestro conocimiento sobre lo que él llama “el contexto arqueológico” (para diferenciarlo del “contexto sistémico”, el de las sociedades vivas, en operación) (Schiffer [1973, 1976, 1987; Schiffer and NetLibrary Inc. 1995, 1996]). Sus trabajos sobre los procesos previos y posteriores a la deposición que afectan este contexto son la base sobre la que podemos evaluar muchas de las inferencias que hacemos como arqueólogos. En virtud de que se trata de propuestas suficientemente generales como para ser aceptadas por varias posiciones teóricas, éstas propuestas se adoptan para cubrir el papel que aquí hemos asignado a las “teorías de lo observable” que constituyen, en nuestro caso, la teoría arqueológica en sentido estricto. En ese sentido, son teorías sustantivas sujetas a la prueba de la realidad. Regresaremos brevemente a ellas en el nuestra discusión sobre el área metodológica de una posición teórica.

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Nos interesa ahora explorar los supuestos ontológicos que están detrás de estas teorías de la observación y que tienen consecuencias, ya no solamente sobre la estrategia de la investigación (el pesimismo u optimismo sobre los límites del material arqueológico comentados antes), sino sobre la elección de ciertas técnicas de obtención y análisis de datos.



En muchos casos, estos supuestos son una consecuencia directa, casi deductiva, de los supuestos ontológicos sobre la naturaleza de la sociedad y, en particular, de la cultura (en el sentido antropológico tradicional del término). Examinamos antes este tipo de articulación cuando hablamos de la concepción normativa de la cultura y sus efectos sobre el rango de inferencias posibles dentro del particularismo histórico. Quiero explorar ahora sus implicaciones en cuanto a la forma en que observamos y analizamos el propio material arqueológico.



En México se sostiene con frecuencia que las elección de técnicas de registro y análisis es un asunto de preferencia personal, o cuando mucho una elección académica que debe ser respetada como se respeta la libertad de cátedra. Me permito disentir. Me parece que en México y en muchos otros países la elección de técnicas es un resultado de los supuestos sobre la naturaleza de la cultura que son traducidos ahora a supuestos ontológicos sobre el material arqueológico. Para verlo, analicemos brevemente un par de ejemplos.



Para el primero permítaseme remitirme a una anécdota personal. Mientras trabajaba en 1974 en Chalcatzingo, Morelos, pude platicar con uno de mis maestros favoritos, el Dr. Román Piña Chán, sobre la secuencia cerámica del sitio. Piña había logrado, años atrás, una de las primeras secuencias completas del sitio, utilizando ese poder casi de percepción extrasensorial que de alguna manera le indicaba en dónde excavar para obtener los mejores resultados. La plática ocurrió en el contexto de una polémica con el director del Proyecto, David Grove, sobre la pertinencia del uso del muestreo probabilístico en arqueología. Yo tenía fresca la lectura del artículo de Binford de 1964, en el que hace una de las argumentaciones más efectivas a favor del uso de dichas técnicas. Grove no estaba de acuerdo y en consecuencia tanto la recolección de superficie como la decisión de dónde excavar se hacían “a juicio”, como es común en la arqueología mesoamericanista.



Por todo este contexto, era interesante saber cómo es que Piña había decidido dónde excavar, años atrás, para obtener su secuencia cerámica. Uno de los lugares elegidos resultó ser un conjunto de terrazas muy cercano a uno de los arroyos que cruzan el sitio. Deduzco que Piña notó en los cortes del arroyo evidencia de que se tenía una secuencia de deposición larga (aunque esto es conjetura mía, él nunca articuló en detalle el criterio empleado). A mi pregunta (con la necedad de un estudiante de cuarto año de la carrera), sobre si él consideraba ese lugar como representativo del conjunto del sitio, contestó que por supuesto lo

! 113 era, al menos para los propósitos de establecer una buena parte de la secuencia cerámica.



La respuesta chocaba directamente con la propuesta Binfordiana que insistía en controlar la representatividad de nuestras observaciones; una muestra tan pequeña, en un lugar elegido a juicio, parecía ser una mala apuesta a favor de la representatividad. Le daba además en cierto sentido la razón a Grove, que hablaba de la necesidad de optimizar el presupuesto limitado del proyecto y, en consecuencia, de eliminar los pasos que no fueran en su opinión indispensables, como el del diseño de un esquema de muestreo.



En ese momento entendí una de las consecuencias de la adopción de una ontología normativa de la cultura, señalada indirectamente por Binford en el artículo citado [Binford 1964]: bajo la concepción normativa, mentalista, de la cultura, la cultura reside en las cabezas de los miembros de una cultura y es universalmente compartida. Dicho de otra manera, todos los miembros de la cultura “cargan” en la mente las mismas normas. Dado que son estas normas las que indican cómo hacer, entre otras cosas, la cerámica y cómo disponer de ella cuando ya no sirve, en principio estas normas deberían crear una homogeneidad en los patrones respectivos de manufactura, uso y desecho. Esto implica que prácticamente en cualquier punto de un sitio en el que se excave, encontraremos fundamentalmente lo mismo, dado que la uniformidad de los depósitos en los sitios no es más que la expresión de la homogeneidad con que se comparten las normas culturales.



La consecuencia es que, entonces, cualquier punto del sitio es igualmente representativo, dado que la población muestreada es homogénea en ese sentido. Es decir, los sitios son como “pasteles” más o menos indiferenciados, en los que casi cualquier rebanada mostrará la misma composición y contenido (exceptuando, por supuesto ¡…las roscas de reyes mexicanas!). La estadística enseña que en poblaciones homogéneas en torno a la variable de interés, una muestra pequeña e incluso a juicio, puede ser suficientemente representativa de la población objetivo.



¿Pero qué sucedería si los sitios no fueran homogéneos porque las normas no fueran homogéneas?; ¿o incluso si las normas fueran homogéneas pero hubiera una diferenciación funcional en los sitios complejos? Y Chalcatzingo ciertamente es un sitio complejo, con arquitectura monumental, petrograbados, estelas y altares de “influencia olmeca”, áreas residenciales de elite y áreas más modestas.



Piña asintió de inmediato que era precisamente por ello era importante no tener solamente un par de pozos, sino que había que elegir con cuidado dónde excavar en las diferentes áreas del sitio. En efecto, pensé yo, en vez de partir del supuesto de que las normas culturales se comparten homogéneamente, podemos partir del supuesto de que la cultura, como proponía Binford, es “diferencialmente

! 114 participada”, en el sentido en que no todos los miembros de un grupo realizan las mismas actividades en los mismos lugares con los mismos utillajes y no dejan en consecuencia los mismos residuos y desechos. Pero entonces se sigue que los sitios no son pasteles indiferenciados en los que cualquier rebanada arrojará los mismos tipos cerámicos o la misma evidencia en general. Y si esto es así, entonces es importante saber hasta dónde los trozos seleccionados representan al conjunto26.  



Anécdota aparte, la intención es mostrar que la elección o no de técnicas de muestreo probabilístico descansa no solamente en cuestiones de tipo personal o presupuestal; lo hace realmente en los supuestos que se tengan sobre el rango de variabilidad de los depósitos de un sitio y de la importancia de controlar la representatividad de la muestra obtenida.



En un segundo ejemplo ya sin anécdota de por medio, es factible ver que algo similar sucede con un elemento aún más delicado (y sobre el que espero habrá mayor consenso que en torno a la utilización del muestreo en arqueología): el asunto de las muestras de material paleoambiental. Un número considerable de colegas encuentran que no es necesario (o factible, de nuevo por restricciones presupuestales), recuperar y registrar material paleoambiental. En consecuencia no emplean técnicas como la flotación, el muestro de paleopolen y otras similares. Y cuando lo hacen y las muestras son (¡insólitamente!) analizadas, los datos resultantes aparecen simplemente como apéndices en el reporte de la excavación.



De nuevo, lo que está en juego aquí no es una cuestión de preferencia personal, ni de restricción presupuestal; lo que está en juego es una concepción del material arqueológico en donde ese tipo de materiales se considera optativo, opcional; podríamos decir que “el tiempo (y presupuesto) que te quede libre dedícalo a él”, parafraseando la canción popular mexicana. Bajo la concepción tradicional de cultura el medio ambiente es solamente como un telón de fondo, el lugar de donde se sacan las largas y aburridas listas de nombres científicos que engalanan los capítulos de “el entorno geográfico”; por ello, cuando se obtienen muestras paleoambientales y se analizan, es adecuado que los resultados queden desintegrados y vayan a parar a los apéndices. De esa concepción de cultura se sigue una concepción del registro arqueológico, en donde esos materiales no son realmente indispensables, o tan importantes como la cerámica residual a la que tanto tiempo se le dedica. De nuevo, un supuesto ontológico afecta la práctica real, cotidiana de la arqueología, con consecuencias para la conservación adecuada del patrimonio arqueológico.



26

La reacción de Grove fue distinta. Al día siguiente de mi plática con Piña, me mostró cómo iba a resolver el problema del muestreo en el sitio. Me llevó a la Gran Plaza, tomó un guijarro y dijo, al tiempo que lanzaba el guijarro hacia atrás sobre su hombro: “He ahí tu muestra aleatoria; ahí es donde vas a excavar”. Y ahí excavé…

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Espero, cuando menos, haber articulado en esta sección la importancia de analizar los supuestos ontológicos de una posición teórica. En el caso de la arqueología estos supuestos serán sobre la naturaleza de la cultura o la sociedad, sobre la naturaleza humana y sobre la naturaleza del registro arqueológico. En conjunto, estos supuestos determinan en buena medida no solamente el rango de teorías sustantivas que generará la posición teórica, sino incluso, como espero haber mostrado, el conjunto de procedimientos técnicos a emplear. Los supuestos ontológicos tienen consecuencias éticas y políticas. La ontologización que he llamado arrogante naturaliza y hace ahistóricos y universales rasgos que bajo otra concepción son productos históricos y por lo mismo dinámicos y heterogéneos. La consecuencia es la justificación del estado de cosas actual y el crear un desánimo o sensación de inutilidad de la acción política para mejorar el mundo. En el caso de los supuestos ontológicos sobre el registro arqueológico, la consecuencia es la selección de técnicas de registro y análisis que no siempre cumplen con la meta de la arqueología de preservar adecuadamente el patrimonio que sociedades previas nos heredaron y que la sociedad actual nos confía para conservar responsablemente.



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Capítulo 5

El área epistemológica Cognoscibilidad del objeto y límites del conocimiento El término “epistemológico” es un término cómodo. Dan ganas de usarlo: suena bien y viste mejor. De hecho, tengo una querida amiga arqueóloga que lo usa sin empacho cada seis o siete adjetivos.



En algunas tradiciones, destacando entre ellas la francesa, parecería que se equipara por el conjunto que aquí hemos llamado “teórico”. Se nos invita, entonces, a entrar en el debate epistemológico, pero a veces se trata de asuntos ontológicos o de carácter valorativo. Aunque la confusión no tiene realmente consecuencias severas, se presta a confusiones y en cualquier caso se aleja del significado más generalmente entendido del término.



En este texto lo utilizaremos en ese sentido más popular: el de lo relativo a cuestiones de cómo sabemos, cómo sabemos que sabemos y qué tan confiable es nuestro conocimiento. La epistemología, en tanto disciplina filosófica intenta contestar a la pregunta “¿y cómo sabes?” y luego, “y cómo sabes que sabes”; o en mayor generalidad, cuándo podemos decir que tenemos conocimiento y en qué justificamos nuestra pretensión. Aplicado como adjetivo o adverbio, normalmente se refiere a cuestiones de acceso a la realidad (para su conocimiento) y el énfasis está en uno de los dos polos del proceso de conocimiento, el del sujeto. Este uso tiene un uso simétrico en el otro polo del proceso, cuando empleamos “ontológico” como adjetivo o adverbio, para referirnos a características de la realidad –mismas que discutimos en el capítulo pasado para el caso de la realidad social en arqueología.



La arqueología es un campo en el que la discusión epistemológica es constitutiva de la disciplina. Se dice que la arqueología no tiene acceso directo a la realidad social que estudia. Ello implica que nuestro acceso está mediado, depende del material arqueológico. Se ha generado un escepticismo, que la mayor de las veces es saludable y una dinámica académica no tan saludable, dado que uno de los pasatiempos favoritos de los arqueólogos es poner en duda los datos de sus colegas. ¿Y de dónde se saca tal inferencia el arqueólogo X…? Lo cierto es que el problema de la justificación de nuestras inferencias (que es un problema clásico en epistemología) es una tarea cotidiana para el arqueólogo.



Esta área de la posición teórica incluye precisamente los supuestos sobre hasta dónde y cómo es que podemos conocer el pasado a través del registro

! 117 arqueológico (o en general, la realidad). Se trata de supuestos muy profundamente integrados a la práctica cotidiana y por ello, muchas veces no explicitados ni discutidos o examinados críticamente. Hemos hecho ya referencia aquí a las opiniones de Hawkes, que proponía de entrada que hay aspectos de la realidad social que son incognoscibles mediante la arqueología. Este es un supuesto al mismo tiempo ontológico (cómo es la realidad) y epistemológico (hasta dónde podemos conocerla). Implica un pesimismo epistemológico al que se opuso, como vimos, Binford, que creía que los límites de nuestro conocimiento serán los de nuestro ingenio metodológico y técnico.



Pero los supuestos epistemológicos normalmente empleados en arqueología van más allá: tienen que ver con la posibilidad de lograr la certidumbre o certeza total del conocimiento y con la naturaleza (y aporte relativo) de las observaciones que hacemos en campo y gabinete, comparadas a los aportes desde la teoría. Involucran el grado de confianza sobre los datos empíricos y la manera en que nuestras técnicas pueden influir en su confiabilidad. ¿Es factible conocer el pasado con total certidumbre? ¿Podemos llegar a la verdad absoluta en arqueología? O, a la inversa, como parecen proponer algunos arqueólogos postprocesuales, ¿es nuestra pretensión de conocimiento del pasado una mera ilusión?; ¿estamos simplemente proyectando nuestras propias creencias contemporáneas al pasado, que resulta fundamentalmente incognoscible?; ¿será cierto que hay tantas verdades en arqueología como hay arqueólogos?

El análisis del conocimiento Este tipo de cuestiones han ocupado mucha de la polémica reciente en arqueología. En mi opinión, derivan de una confusión en cuanto a ciertos términos y propiedades epistemológicos. Y, si bien han puesto el dedo en la llaga sobre la confiabilidad de nuestras reconstrucciones sobre el pasado –y por ello hay que aplaudirles- amenazan con llevarnos mucho más allá, hacia una forma de escepticismo relativista que, como espero mostrar al final de este capítulo, es incongruente.



Por ello, haré una breve excursión a un punto central del debate, que es la propia caracterización que hacemos del conocimiento, lo que técnicamente se conoce como “análisis del conocimiento” (Para una introducción pensada para arqueólogos, ver [Gándara 1990a]. El propósito del análisis es poder determinar cuándo podemos decir que alguien sabe algo. Como en el caso de otros análisis, su intención es permitirnos separar aquellos casos que podrían ser candidatos legítimos al conocimiento de los que no; dicho de otra manera, hacer una partición del mundo, de la que en un lado queden ejemplos de conocimiento y del otro los que no lo son. Un análisis en el que todo fuera conocimiento (o en el que nada fuera conocimiento) no serían satisfactorios –aunque, como veremos, el escéptico filosófico a veces parecería apostar a la segunda de estas posibilidades.

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El análisis más conocido y popular es el que heredamos de la tradición griega y que se conoce como “análisis tradicional del conocimiento”. Bajo esta propuesta, decimos que alguien sabe algo si esa persona lo cree, tiene razones para creerlo y, además, lo que cree es verdadero. Es decir, se propone que debe cumplir tres condiciones: creencia, justificación y verdad27.  



La creencia

Aunque parece algo trivial, este análisis arroja de inmediato importantes consecuencias para la polémica arqueológica actual. En un intento de liberalismo democratizante, algunos autores como Hodder han sostenido que cada quién tiene su verdad –pero a la hora de discutir en detalle, han reconocido que lo que realmente quieren decir es que cada quien tiene su creencia [Hodder, comunicación personal, ciudad de México, 2002].



Yo soy el primero en defender el derecho de cualquiera a sus propias creencias. Pero ello no implica que, por el simple hecho de creer algo, eso que se cree se haga verdadero. Daniel Russo cree y está convencido de que las montañas de Tepoztlán son en realidad monumentos esculpidos por extraterrestres con poderosas herramientas. Está tan convencido que intenta convencernos a nosotros (o al menos vendernos sus libros). La propuesta de que cualquier creencia es automáticamente verdadera haría que en efecto, los cerros tepoztecos sean obras extraterrestres; pero si alguien cree que no lo son, bajo el mismo criterio entonces no lo son, lo que resulta al menos problemático. Aquí la confusión es entre el derecho a creer y la verdad.



Esta confusión se empeora cuando decimos “es que esa es la verdad de Russo, esa es su verdad, el tiene derecho a su verdad”. No. Esa es la creencia de Russo, su creencia, a la que como ya dijimos, por supuesto tiene derecho. Para que algo cuente como conocimiento a la creencia deben unírsele razones para creer lo que se cree (justificación) y que lo que se crea en realidad sea así (verdad).



Quien propone que no es necesario dar razones para lo que se cree está adoptando una posición epistemológica conocida: se llama dogmatismo. Algunos filósofos lo defendieron, dado que tenían bajo la manga el as de que solamente el conocimiento revelado por Dios es realmente digno de ser considerado verdadero. Y ese conocimiento se adquiere por fe, no mediante justificaciones terrenales. El dogmatismo tiene otras fuentes, por supuesto, además de la religiosa. En los setentas y ochentas fue común el dogmatismo político: lo que dijera el Partido Comunista Soviético era automáticamente verdadero e incuestionable. Y hay

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Dicho de manera más precisa, dado un sujeto S y una proposición (o enunciado –para nuestros propósitos esta diferencia no es importante) p, S sabe que p sí y sólo si S cree que p, tiene razones para justificar su creencia y p es verdadera (o simplemente y p).

! 119 dogmatismos de comunidad académica (como cuando es para todos obvio que algo es de tal manera y no de otra y no estamos dispuestos a discutirlo).



Esa disposición a dudar, a discutir, es lo que propone el opositor del dogmático, el escéptico. Claro que él quiere hacerlo para mostrar que quizá nadie tiene nunca el grado de justificación suficiente como para decir que sabe. De nuevo, la motivación para una posición tan extravagante a veces venía de la religión (de nuevo, el único conocimiento indudable provenía de Dios); pero a veces ha sido el resultado de una defensa de la propia ciencia ante los embates de la autoridad política o religiosa. El escéptico demanda razones que justifiquen la creencia, para luego poder ponerlas en duda.



Completan este triángulo los relativistas. Aunque a primera vista parecerían enemigos de los dogmáticos, en realidad llegan a una conclusión parecida: cualquier conocimiento es igualmente legítimo, porque cualquier justificación para la creencia es igualmente aceptable, por lo que no es realmente indispensable discutir las justificaciones (y es en eso en que se parecen a los dogmáticos). Es decir, el derecho a que la fe (no me refiero solamente a la religiosa) tome el lugar del conocimiento es un privilegio que no debe restringirse a la iglesia o al partido, sino que debe generalizarse a cualquiera que pretende saber.



Al centro de este triángulo, cercano a veces más a uno de los vértices que a otro, estaría lo que a veces se ha llamado “racionalismo crítico”. Sostiene, concediendo en parte la razón al escéptico, que nuestra justificación quizá nunca sea suficiente, pero que estamos obligados a proporcionar una; y en parte al dogmático, en el sentido de que habrá algunas cosas para las que de momento no tengamos una buena justificación; aunque, de nuevo, estamos obligados a buscarla, a dar las razones que tenemos para proponer lo que proponemos. Coincide con el relativista en que seguramente hay muchas maneras de justificar lo que se cree, pero difiere de él en el sentido de que estas maneras son evaluables y que estamos obligados a preferir a las mejores justificaciones disponibles.



En todo este debate, sin embargo, se aprecia que precisamente lo que está en juego es mantener diferenciados y claramente separados los tres componentes del conocimiento: creencia, justificación y verdad; el dogmático equipara creencia con verdad y por lo tanto no requiere justificación; el escéptico propone que la justificación jamás será suficiente; y el relativista elimina la verdad a favor de la justificación, añadiendo que cualquier justificación es igualmente respetable.



Sin embargo, este primer acercamiento es demasiado esquemático. Lo que está en el fondo son no solamente diferentes maneras de analizar el conocimiento, sino cada uno de los componentes de dicho análisis.



La creencia es el menos controvertido quizá. La creencia puede definirse como la disposición a aseverar. Es un estado “doxástico”, del sujeto, capaz de

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grados que van desde la certidumbre total (en donde no es factible equivocarse), hasta la duda total. La certeza, sin embargo, es un estado del sujeto; y salvo que uno defina que lo único que hay en el mundo sean estados del sujeto, no puede confundirse con los estados de la realidad. Dicho de otra manera, se abren aquí dos posiciones: una, que propone que si el sujeto está súper convencido de algo, de hecho tiene certeza, completa certidumbre al respecto, entonces lo que cree debe ser verdadero; y otra, en que lo que el sujeto crea, con certidumbre o sin ella, es diferente al estado del mundo. Es decir, que los estados del sujeto (estados epistemológicos) no tienen por qué coincidir con los estados del mundo (estados ontológicos). Esta última posición ha recibido diferentes nombres, pero en general se conoce como “realismo”. La primera tiene muchas variantes, pero en conjunto podemos describirlas como “anti-realistas”.



De regreso a Russo, él parece estar muy convencido de lo que cree. Incluso puede dar razones más o menos convincentes de lo que cree. Pero solamente un anti-realista podría tomar ese estado del sujeto como equivalente a la verdad.



Hay quien ha puesto en duda que la creencia sea necesaria para tener conocimiento; los argumentos son demasiado técnicos y alejados de nuestros propósitos como para retomarlos aquí (pero véase, por ejemplo Lehrer [1974:18-19]). Digamos simplemente que de las tres propiedades del conocimiento, esta es la menos polémica.



La justificación

Buena parte de la polémica se ha centrado en esta segunda propiedad. ¿Cuándo podemos decir que tenemos suficiente justificación como para pretender que sabemos algo? Aquí el diálogo con el escéptico ha resultado clave, dado que este personaje se ha encargado de encontrar ejemplos que ponen en duda hasta la más fuerte de las justificaciones.



Para entender su estrategia, es necesario introducir un nuevo término técnico: la “cadena ancestral de la justificación”. Le llamamos así a la serie de enunciados con la que se apoya o justifica el enunciado sobre el que pretendemos conocimiento. Es decir, si yo pretendo que sé que p, alguien puede preguntarme “¿y cómo sabes que p? La respuesta será uno o más enunciados, del estilo “bueno, porque p’”. Pero ahora nuestro interlocutor puede simplemente variar la pregunta: “y cómo sabes que p’”; a lo que contestaremos algo así como “bueno, porque p’’”. El escéptico puede seguir preguntando, con lo que se genera la secuencia de enunciados que, en conjunto, apoyan al enunciado original p.



Es fácil ver que se abren aquí tres posibilidades. Si el escéptico sigue preguntando puede suceder una de tres cosas: que llegado cierto punto, nos neguemos a contestar, arguyendo que ese último enunciado es tan claro, tan

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autoevidente, que se justifica sólo y es capaz de justificar al resto de la cadena ancestral hasta el enunciado en cuestión, al menos por el momento; la segunda, es que algunos pasos adelante, nos demos cuenta que la cadena regresa sobre sí misma, es decir, se reinserta en algún enunciado previamente considerado; finalmente, podemos seguir el juego del escéptico y a cada nueva pregunta contestar con un nuevo enunciado de forma tal que la cadena de justificación se va al infinito.



La primera se conoce técnicamente como “fundamentalismo”, por referencia a la idea de cimiento (“foundation”, en inglés). La intuición detrás de la propuesta es que hay enunciados que se autojustifican y pueden justificar el resto de la cadena. Tiene dos variantes: la radical, que dice que estos enunciados son incuestionables o “incorregibles” en el sentido de que nada podría cambiar nuestro estado de creencia sobre ellos; son la garantía de certeza absoluta. Y la segunda variante, llamada “moderada”, que propone que quizá el cimiento en cuestión es solamente temporal, pero que cualquier persona racional en una época determinada, aceptaría ciertos enunciados como incuestionables (por ejemplo, los del sentido común o los de la ciencia de ese momento); proponen que, sin ser dogmáticos, aceptemos de momento que esos son los buenos y los demos como justificados y justificadores del resto. El problema para ambos ha sido encontrar enunciados incorregibles. La dificultad ha sido tan grande, que el fundamentalismo prácticamente desapareció durante el siglo XX, al derrotarse su última versión, el llamado “sensacionalismo” o “fenomenalismo”.28  



La segunda concepción es la opuesta al fundamentalismo, el antifundamentalismo y tiene también dos variantes: la primera se llama “coherentismo”: propone que, en realidad y a veces por efecto de la manera en que funciona nuestro propio lenguaje, a veces por las limitaciones de nuestro aparato cognitivo, cualquier justificación acaba por regresar sobre sí misma, en un círculo que, salvo que sea muy corto, no es necesariamente vicioso. Es más, insisten, no hay mas que esa opción, sobre todo si se considera el fracaso que han tenido históricamente los fundamentalistas para encontrar candidatos de enunciados realmente incorregibles.



La segunda variante, llamada “falibilismo”, rechaza el fundamentalismo pero tampoco acepta el coherentismo, ya que señala que es factible construir dos o 28

No confundir con el sensacionalismo periodístico, por supuesto. Era la tesis de que si, en vez de hablar de la realidad externa nos limitamos a reportar nuestras sensaciones básicas, entonces no podemos equivocarnos. Si yo digo “yo siento como si me duele la muela” y resulta que ya me la sacaron, no me equivoqué, dado que no afirmé que es la muela la que me duele, sino solamente que tenía una sensación que parecía localizarse ahí. Las posiciones más radicales proponían dejar de hablar por entero de objetos para reducirse a sensaciones: en vez de decir que teníamos frente a nosotros un vaso maya, habría que decir que teníamos una sensación “durosa, cilindricosa, continua, huecosa, policromosa,…etc.” frente a nosotros. Esta postura fue la versión moderna de la idea de Berkeley de que la mejor manera de evitar equivocarse sobre los objetos es simplemente proponer que lo que existe realmente son solo nuestras percepciones.

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más sistemas igualmente coherentes y que entonces no es claro cómo se debe elegir entre ellos; y que el negarse a seguir discutiendo o dar razones es realmente un acto de dogmatismo disfrazado con el velo de la coherencia del discurso. El falibilismo concede al escéptico el hecho de que podríamos en cualquier momento estar equivocados y que estamos obligados en siempre a dar razones para nuestras creencias. Que es cierto que jamás llegaremos a la certeza total, pero que ese esa la condición humana. Y critica al escéptico por no ser congruente: de hecho, el escéptico no puede decir que sabe que el escepticismo es correcto, entonces alguien sabe algo y por definición su juego es poner eso en duda. Por ello, el escepticismo no es capaz siquiera de recomendarse a sí mismo. El escéptico vive su vida en realidad como si algunas formas de conocimiento fueran al menos tentativamente verdaderas, por lo que en la práctica traiciona lo que sostiene en la epistemología.



Para el falibilista, que el conocimiento pueda fallar no es lo mismo que decir que ya falló. Y para él, que falle el conocimiento es la mejor indicación de que realmente no sabíamos algo y ahora podemos, entonces, intentar aprenderlo. La certeza es imposible. Debemos mantener una actitud humilde siempre ante el conocimiento y estar dispuestos a corregir lo que creíamos. El dogmatismo es un obstáculo al conocimiento. Es importante mantener siempre la polémica abierta.



Los críticos del falibilismo (ver, por ejemplo, en México las opiniones de Hurtado [Hurtado 2002] –y la réplica de Beltrán [Beltrán 2002] en el mismo volumen)- dicen que se trata de una forma de escepticismo velada; y que en la práctica, el falibilista o es un escéptico de closet, o es un fundamentalista moderado. No es nuestra intención (ni estaríamos capacitados) para resolver este asunto aquí. Lo que nos interesa destacar es que estas dos grandes concepciones, la fundamentalista, (con sus dos variantes) y la antifundamentalista, (con el coherentismo y el falibilismo), van a permear de manera profunda la elección de concepciones del método científico. Y que, en realidad, mucho del debate actual en arqueología tiene su génesis en las diferencias apuntadas aquí.



El fundamentalismo fue la concepción que dominó la filosofía durante muchos siglos, con dos tradiciones en competencia: el empirismo y el racionalismo. La diferencia fundamental entre ellas deriva de cuál consideran es la fuente última de la certeza, si la experiencia o la razón (aunque en ambos casos se reconocen los aportes recíprocos de cada una). En arqueología el fundamentalismo radical es raro. Quizá algunas variantes de la arqueología tradicionalista de historia cultural sean fundamentalistas, de corte empirista, que considera además que la observación es en general confiable y neutra en relación a la teoría; pero es más común que se adopten el fundamentalismo moderado (que es la epistemología detrás del neopositivismo y del pragmatismo), como en la nueva arqueología; o el coherentismo (como en la arqueología postprocesual). El falibilismo es mucho más raro, aunque a veces se cita como si fuera compatible con la epistemología neopositivista [Blanton [1990]).

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Binford reclamaba a la arqueología tradicional el pensar que la fuente de la justificación de una teoría era el prestigio personal de quien la proponía, una forma de dogmatismo que le parecía inaceptable (ver su polémica [Binford 1972a (orig. 1968):87] con Thompson [1972]). Para él, la base de la evaluación era la información empírica, pero que, a diferencia de los tradicionalistas, debía ser controlada en cuanto a confiabilidad y representatividad; es decir, los datos pueden ser problemáticos, cosa que la arqueología tradicional normalmente no acepta (postura conocida como “empirismo ingenuo”). Pero, a su vez, Binford es tildado de ingenuo al pensar que los datos justifican las teorías, según los postprocesuales, para los que la única forma de evaluación es la coherencia interna y eso con límites –es decir, son partidarios de alguna forma de coherentismo. Su rechazo a lo que consideran “la verdad absoluta” es realmente un rechazo al fundamentalismo tanto radical como moderado de sus antecesores.



El falibilismo, propuesto formalmente por Popper a mediados del siglo XX [Popper 1963, 1976, 1980; Popper and Schlipp 1974], se ha explorado menos en arqueología. Yo he propuesto que esa es realmente la epistemología detrás del materialismo histórico. Esta afirmación ha sido no muy bien recibida, dado que la mayoría de los colegas parecen pensar que la dialéctica es la epistemología del marxismo. Y, en la práctica, el materialismo histórico solía ser más bien dogmático. A mi me parece, sin ser de ninguna manera experto en la obra marxista, que el espíritu detrás de las propuestas de los clásicos apunta más a una posición que hoy llamaríamos falibilista y que quizá en efecto deriva de la idea dialéctica de que cada vez que se inicia un nuevo ciclo de investigación las teorías se vuelven a considerar como hipótesis sujetas a revisión (ver, por ejemplo, [Bate 1998:Fig. 2.2, p.39 y sigs.]).



Mucha de la discusión sobre el método científico que se ha dado con los postprocesuales es realmente una discusión sobre la certeza. Se acusa de “positivista” a cualquiera que sea sospechoso de pensar que podemos llegar a la certeza. Esas críticas afectarían al fundamentalismo, (y con él a su variante moderada, que en efecto sigue la arqueología procesual) pero ciertamente son tangenciales para la postura falibilista, para la que la certeza es una quimera. Proponer que podemos evaluar una teoría no implica que el resultado de nuestra evaluación sea infalible. De hecho, nada sería infalible para el falibilismo. ¡Incluso el falibilismo podría estar equivocado!

La verdad

Si las teorías de la justificación han sido objeto de fuertes debates, es por que la tercera propiedad del conocimiento, la verdad, se pensó durante algún tiempo como prácticamente imposible de definir. De nuevo, hay cuando menos tres posturas al respecto. La primera es la característica de las epistemologías realistas, en las que una cosa es la creencia de los sujetos y otra los estados del mundo. En esta primera teoría, un enunciado es verdadero sí y sólo corresponde

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al mundo. Llamada “teoría de la correspondencia”, fue durante mucho tiempo la más popular, hasta que surgieron problemas derivados de puntos de vista antirealistas, que cuestionaban la independencia de la realidad como algo contra lo que pudieran evaluarse los enunciados; o bien que surgían de cuestiones técnicas (como la imposibilidad de saber a qué corresponde un enunciado como los llamados “epiménides”, que parecen no corresponder a nada29); o complicaciones ontológicas sobre cómo era posible que dos entidades distintas, la realidad y los enunciados, podían corresponder. Una discusión detallada de estas dificultades está fuera de nuestros objetivos. Baste señalar que con el regreso del idealismo filosófico el realismo y el criterio de verdad como correspondencia fueron puestos en duda.  



Las dos alternativas más populares fueron el pragmatismo y el coherentismo. En el caso del primero, producto americano de finales del siglo XIX, se denunciaba el asunto de la verdad como un asunto “metafísico” e irresoluble y, por consiguiente, poco útil su discusión. De qué nos sirve postular una teoría de la verdad si no sabemos cuándo algo es verdadero o falso, sino precisamente porque funciona. Es decir, llamamos verdaderos a los enunciados que son útiles. Si alguno resulta no serlo, nos damos cuenta precisamente en el momento en que ya no nos son útiles. Por lo tanto, cualquier referencia a una realidad inaccesible con la que supuestamente corresponden es superflua. Mientras un enunciado funcione podemos considerarlo como verdadero. Esta posición es compatible con un fundamentalismo moderado. La teoría de la verdad resultante se llama “verdad como éxito pragmático” En ocasiones parecería estar detrás de la arqueología tradicional30.  



La segunda reacción consiste en proponer que no hay tal relación entre enunciados y realidad, sino solamente una relación entre unos y otros enunciados de una teoría. Y mientras estos enunciados no sean incoherentes o resulten en un sistema que sea incoherente, entonces debemos considerarlos verdaderos. No hay una realidad externa contra la que debemos cotejarlos. Su evaluación es interna al propio sistema. Como se verá, esta teoría de la verdad (“verdad como coherencia”) está ligada a la teoría de la justificación como coherencia.

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Se llaman así en honor a Epiménides, el cretense que supuestamente dijo “Y en verdad os digo, todos los cretenses son unos mentirosos”. 30

Curiosamente, sería también la teoría de la verdad de la arqueología marxista, si en efecto el criterio marxista de verdad es la praxis. Aunque se trata de una práctica de sujetos sociales, no individual, el éxito en la transformación de la realidad sería una evidencia de que una teoría puede ser verdadera, pero he sostenido que entonces no habría distinción con el criterio pragmático. La dificultad es que el éxito pragmático o la praxis dependen de los intereses de los sujetos en cuestión. Si al capitalismo le funcionan la discriminación racial o la etnofagia, para utilizar el término de Díaz-Polanco, entonces los enunciados sobre los que descansan son verdaderos: tienen éxito. El dominio actual del capitalismo depredador sería entonces una indicación de su éxito y en consecuencia de su verdad. La verdad acaba entonces relativizada, lo que no parece muy compatible con la posición realista que supuestamente caracteriza al materialismo dialéctico…

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Uno de los problemas de la teoría de la coherencia es que no es fácil determinar en qué consiste esta propiedad. Ciertamente no es igual o reducible a la consistencia lógica (es decir, a que no es posible sostener simultáneamente enunciados contradictorios, “p” y “no p”). El otro problema, quizá más grave, es que, al igual que con la justificación, es posible tener dos teorías igualmente coherentes pero contradictorias entre sí; y no es claro en ese caso cómo debe seleccionarse entre ellas (de no ser atendiendo a cuestiones formales o estéticas, como la simplicidad o la parsimonia).



El coherentismo (en cuanto a la verdad y la justificación) es, hoy día, una de las epistemologías más populares, bajo el nombre genérico de “epistemología constructivista” (aunque no se refieren a la versión de Piaget del mismo asunto, popular entre los pedagogos). Unida a una ontología anti-realista, propone que es el sujeto que conoce el que construye la realidad que conoce. Lo hace dado que no hay otra realidad que la que el sujeto hereda de su grupo, a través del lenguaje o de los “juegos de vida” de su cultura. En particular en aquellas posiciones teóricas que tienden a ver a la cultura como “un entramado de significaciones”, en virtud de que no hay significaciones sin sujetos, la realidad no tiene autonomía. Y se propone que no solamente es la realidad social la que tiene estas características, sino el conjunto de la realidad. Para esta epistemología, por lo tanto, la verdad de una teoría no puede ser evaluada por su comparación con una realidad independiente, dado que dicha realidad independiente simplemente no existe. Lo más a lo que podemos aspirar es a crear un discurso coherente. Y dado que es posible crear más de uno, entonces o todos son igualmente respetables y “verdaderos”, o bien deben considerarse complementarios. De ahí que esta epistemología sea acusada normalmente de ser una forma de relativismo no solo epistemológico sino ontológico. Y también de ahí que para ella no haya diferencia en ocasiones entre creencia y verdad, dado que la verdad no sería sino una relación armónica entre creencias.





El inexplicable escepticismo posmoderno y las veleidades del relativismo postprocesual

En años recientes, el posmodernismo ha venido a poner de nuevo de moda al escepticismo. A veces se trata de escepticismo del tipo llamado “global” (es decir, se duda de que nadie sepa nada); a veces se trata de un escepticismo “local”, sobre algún área de conocimiento, como podrían ser el pasado u otras culturas.



Antaño, el escéptico lo era porque tenía una agenda oculta que motivaba su discurso; como vimos, esta agenda solía estar relacionada a una visión religiosa. Hoy día es mucho más difícil entender qué motiva a los escépticos modernos. Algunos parecerían ser resultado solamente de una confusión: la de pensar que cualquiera que pretenda conocer lo hace pensando que alcanzará una verdad inamovible, cosa que como vimos solamente pretenden los fundamentalistas. A

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veces parecería simplemente el resultado de una argumentación que, si no falaz, es al menos incongruente.



En Historia, por ejemplo, se popularizó en México la obra de Chartier, un experto francés sobre la historia del libro. Los aportes empíricos de este autor son innegables: ha recuperado la manera en que la industria del libro nació y creció para dar pie al libro moderno. De este aporte empírico, sus seguidores creen encontrar pie para un argumento epistemológico, que se desarrollaría más o menos como sigue: a) los libros no se hacían antes como se hacen hoy; b) si no se hacían antes como se hacían hoy, entonces es probable que tampoco se leyeran igual que hoy (por ejemplo, es el caso de la novela por entregas, que el autor iba modificando según tenía éxito comercial); c) pero si no se leían igual antes que hoy, entonces no tenemos ninguna certeza de que lo que leemos hoy en esos libros es lo que leían antes sus lectores; ergo, nuestra lectura actual no es sino una proyección del presente y está condenada a jamás permitirnos entender cómo se leía antes: el significado original nos está vedado. Ampliado este argumento para ir más allá de los libros, para cubrir cualquier tipo de texto, se convierte en una extraña negación de la posibilidad de hacer historiografía: como el sujeto construye el sentido al momento que lee, ya no hay un sentido original recuperable del documento histórico. Dicho de otra manera, la historia es imposible.



Yo no entiendo, primero, el gusto y la emoción con la que presentan algunos colegas historiadores este argumento (o variantes de él). Y segundo, no entiendo al argumento en sí que, además, dudo realmente haya que culpar a Chartier de proponerlo. Mi desconcierto se centra en la primera y la segunda premisa: si se les aplica la pregunta epistemológica fundamental, ¿cómo sabemos que los libros no se leían igual al no producirse igual que hoy? Veo dos salidas: una, la máquina del tiempo: estos escépticos tienen acceso a la máquina del tiempo y con ella viajaron a finales del siglo XVIII para constatar esas diferencias, lo cual suena fascinante, pero es poco probable; la otra, que su abuelita, o alguien muy longevo, se los dijo. Por que de no ser estas dos, la única que queda es que ellos leyeron en documentos que los libros se producían y leían de manera diferente. Pero aquí está precisamente la incongruencia: se supone que no tenemos acceso al significado real de los documentos del pasado. Eso incluye a todos los documentos y, entre ellos, a aquellos que nos informan supuestamente de esas diferencias. Entonces: ¿tenemos o no acceso a dichos significados?



Los escépticos de la historia quieren, como dicen los angloparlantes, “tener su pastel y comérselo”: pero si se lo comen ya no lo tienen. Aquí la incongruencia consiste en afirmar la imposibilidad de una lectura correcta y luego vendernos como correcta su lectura sobre la diferencia en la producción y consumo de libros y documentos del pasado. Yo encuentro todo el asunto más o menos ridículo y, en definitiva recomiendo a cualquier historiador y arqueólogo interesado en seguir esta epistemología el no incluir en su propuesta de financiamiento para su proyecto, el supuesto de que la historia es una disciplina imposible.

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No muy lejos andan los arqueólogos postprocesuales, cuyo relativismo es en realidad un lobo dogmático disfrazado de gentil y liberal oveja. Al proponer que no hay una “lectura” del pasado que pueda ser privilegiada, venden su propuesta como una apertura de la arqueología más allá de los claustrofóbicos claustros académicos: cualquiera puede interpretar lo que quiera. Esta tesis, que más que a anarquismo suena a liberalismo decimonónico, pronto resulta ser una apertura solamente en el dicho; y cuando es una apertura real, resulta nociva para la arqueología.



Un ejemplo, de nuevo tomado de una anécdota, puede ayudar a ilustrar esta idea. Hace unos años, Ian Hodder, en el mismo curso en cuyo contexto se dio el intercambio reportado antes, cerraba la primera de las conferencias con la idea de que su sitio Chatal Huyuk, está siendo apropiado por diferentes grupos a través de distintas interpretaciones, entre las que la suya, la del arqueólogo profesional, no es sino una más. Es el caso de los turcos que ahora quieren ver en el sitio el origen de la identidad turca (a pesar de que es varios miles de años anterior a cualquier cosa que se pueda llamar auténticamente turca); o a las feministas del grupo New Age de la Diosa Madre, que atribuyen a una figurilla encontrada en el sitio el inicio del culto a la Diosa Madre (aunque, como Hodder explicó, la figurilla se encontró en un basurero, no precisamente un lugar que destaque su centralidad en el sistema de creencias de Chatal Huyuk). Pero la idea es que todas estas interpretaciones son legítimas (me imagino que en el sentido de que la gente tiene derecho de hacerlas, lo que me parece razonable) y más, son igualmente dignas de crédito, porque no hay una que tenga algún tipo de privilegio.



Desconcertado ante ese aserto, pregunté a Ian si entonces cualquier interpretación (y uso del patrimonio, en consecuencia), son realmente legítimos e igualmente respetables; pensé que quizá había entendido mal lo que dijo, después de todo, la charla era en inglés. Pero no, él ratificó su posición. En ese momento se me ocurrió que había una manera fácil de saber si en realidad, como él dijo, “no hay límite” a las interpretaciones posibles. Decidí, ahí y entonces, crear una nueva religión: la de “Destruyamos Chatal Huyuk, porque de ahí salió el Diablo”, (interpretación apoyada en los bucéfala -cornamentas de toro- que adornan el templo principal del asentamiento). Y nuestra tarea es, tan rapído como sea posible, ir a destruir el sitio. Por supuesto, Ian saltó y dijo “¡pero hay límites!”. Interesante. Eso era exactamente lo que había dicho que no existía, apenas un momento antes.



Si las interpretaciones del coleccionista, el saqueador, el traficante de antigüedades son tan legítimas como las del arqueólogo profesional y las instituciones de conservación el patrimonio, veo poca razón para que nuestro trabajo se financie con fondos públicos; mucho menos razón para que tengamos legislaciones que prohíban y castiguen a quienes ponen en peligro dicho

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patrimonio. Pero bajo el relativismo postprocesual, cualquier aproximación es igualmente creíble.



El relativismo y el escepticismo tienen el mismo problema como enfoques epistemológicos: son incongruentes y ni siquiera son capaces de recomendarse a sí mismos. Es por ello un misterio para mí el que autores como Geertz y sus seguidores citen con complacencia a autores como Winch, que desde los años cincuenta venía sosteniendo la imposibilidad de conocer realmente a otras culturas, dada la imposibilidad de una “traducción completa” entre nuestro lenguaje y el suyo. Como otros seguidores del último Wittgenstein, consideran que el lenguaje “crea la realidad” y los mecanismos para aproximarnos a ella. En ese sentido, jamás podremos en realidad saber qué dice una persona de otra cultura, dado que no entenderemos jamás su lengua y, con ello, el acceso a su realidad. Esto se propone como una sorprendente revelación, que ignora con rauda elegancia los aportes de la lingüística antropológica, que en el siglo XX nos permitió recuperar muchísimas lenguas no-occidentales. De la tesis de que no todos los lenguajes son iguales (que encuentro inobjetable), a que por ser diferentes nunca lograremos un conocimiento “profundo” de otras culturas, hay un salto enorme que en lógica tiene un nombre: non-sequitur.



De nuevo, en estos casos resulta interesante tratar de entender qué puede estar motivando este escepticismo. De ser correcta la tesis de Winch, la antropología sería imposible. Pero… ¡un momento! Quizá no estoy entendiendo la tesis de Winch: después de todo, está escrita en inglés y aunque algo aprendí de este idioma en Michigan, seguramente no tengo una “comprensión profunda” de la cultura inglesa. Es más, al ser de una cultura y un lenguaje diferente, me está realmente vedado entenderla de manera profunda. Como a él, me imagino, entenderme a mí. Aunque… ¿de dónde me saco entonces que son diferentes, si realmente no tengo acceso a ellas? Una vez más, el argumento es incongruente. Afortunadamente en este caso va acompañado (y quizá sirve de sustento) a una forma de relativismo. Este relativismo es tan generoso que permite no solamente negar la posibilidad de hacer antropología (que es una de las interpretaciones legítimas), sino también el derecho de hacer el intento (que es otra interpretación igualmente legítima).



Como en otros casos, lo que se requiere es preguntarse qué se gana y qué se pierde en ambas opciones. Yo prefiero quedarme con lo que estos autores seguramente considerarían un “reducto positivista ingenuo” y pensar que la antropología no solamente es posible, sino que es relevante para la solución de los problemas del mundo actual…



En síntesis… ¿Es posible conocer el pasado? ¿Con qué limites, con qué grado de certeza? ¿Es confiable siempre la información que obtenemos en campo y gabinete, o es

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posible incluso someterla a crítica? ¿Existe la verdad, o es solamente un asunto de creencias? ¿Deberíamos aspirar a ella, o simplemente reconocer que vivimos en un “entramado de significados” del que no podemos escapar?



Estas son algunas de las preguntas a las que los supuestos del área epistemológica intentan dar respuesta. Las teorías que produzcamos tendrán normalmente que ver con el grado al que suponemos podemos conocer el pasado. Así, existe una relación estrecha entre estos supuestos y la producción y tipo de teorías que una posición teórica genera. Los supuestos epistemológicos tendrán un efecto sobre otra área, el área metodológica, como ahora pasamos a examinar.



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Capítulo 6

El área metodológica La discusión sobre si la arqueología ya es o debería ser una ciencia es una de las más antiguas en la disciplina. Se han propuesto soluciones de todo tipo, incluyendo que la arqueología es una ya ciencia porque utiliza técnicas científicas, como el Carbono 14. Pero la mayoría de los teóricos en arqueología no encuentran esta solución aceptable. Aunque para un tratamiento en donde se equipara técnicas a ciencia, el lector puede consultar Jones [2002], que intenta cubrir un abismo, en mi opinión inexistente, entre lo que él llama “ciencia” (fundamentalmente el uso de técnicas, en la arqueología instrumental llamada “arqueometría”) y la hermenéutica, enfoque que el autor considera indispensable pero difícil de compatibilizar con su idea de la ciencia como el uso de técnicas. Me temo que la dicotomía está mal de entrada. La naturaleza científica de la arqueología debe radicar en otro lado, no en su uso de las técnicas.



Precisamente es el responder a este tipo de preguntas lo que genera un área metodológica dentro de una posición teórica. Se intenta clarificar si la arqueología es o debe ser una ciencia y en el segundo caso, en qué consistiría este estatus, es decir, que delimitaría a la ciencia de la no-ciencia. Típicamente este problema, llamado del “criterio de demarcación”, se soluciona por referencia al elemento considerado distintivo de la ciencia, el método científico. Pero he ahí que no hay una versión única de este método científico, por lo que una posición teórica debe elegir, como en otros casos, entre varias opciones disponibles. Complementan esta área una particular selección de técnicas de campo y gabinete, a veces tomadas de otras disciplinas, así como las teorías de la observación (o de lo observable) que establecen la confiabilidad y representatividad de la información obtenida con dichas técnicas. Junto con ciertos procedimientos para facilitar la adquisición de conocimiento (llamados “heurísticas”, entre las que incluyo las llamadas “reglas metodológicas” que una comunidad sigue), se desarrollan así “rutinas de trabajo” que la posición repetirá al considerarlas como exitosas y no problemáticas. Adicionalmente, tendrá una orientación metodológica en una serie de dicotomías muy cercanamente relacionadas a las dicotomías (o continua) discutidos en el área ontológica. Pasemos ahora a ver estos elementos en detalle.

Criterios de demarcación Para algunos colegas, es totalmente irrelevante si la arqueología es o no una ciencia. Para ellos es divertida, emocionante, nos da de comer y genera múltiples oportunidades para viajar, así que con eso es suficiente. Respeto este punto de

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vista. Si de entrada uno no es arqueólogo por el simple placer de serlo, entonces probablemente no sea un buen arqueólogo (ciertamente, no está en la disciplina por los supersalarios que nos pagan…). Pero, aunque de entrada esta justificación es intuitivamente satisfactoria, no es capaz de proporcionar entonces una justificación al coto que tiene la arqueología en relación a la investigación y protección del patrimonio arqueológico. No solamente en México, sino prácticamente en todos los países que tienen una estructura de investigación arqueológica consolidada, las leyes de protección giran siempre en torno a la capacidad especial que tendría la arqueología, en tanto ciencia, para hacerse cargo del patrimonio, investigándolo y poniéndolo en el uso social que normalmente se reconoce es su destino legítimo. Por ello, si este argumento ha de sostenerse, no es suficiente reconocer que la arqueología es emocionante o divertida; hay que mostrar que, en efecto, es una ciencia.



Otra ruta podría ser su defensa desde una concepción diferente. Una en que la arqueología no tendría por qué ser una ciencia. Por ejemplo, que se trata de recuperar objetos bellos para documentar la historia del arte; o que la intención es una recuperación simbólica para la construcción (así, construcción, en el sentido de algo que se crea de novo) de identidades. O bien que se trata de la reconstrucción de una historia que no requiere ser científica, sino solamente una buena historia, una historia creíble y bien escrita. Históricamente ha habido pronunciamientos de este tipo. No es el lugar para discutirlos aquí, salvo que en estos enfoques el arqueólogo sale sobrando, o al menos sale caro: sería mucho más barato y rápido habilitar a coleccionistas, historiadores del arte31, literatos e ideólogos para que recuperen del registro arqueológico lo que ellos consideren más relevante a sus diferentes objetivos.  



Entonces, el campo de debate es si la arqueología ya es o debería ser una ciencia; y recae sobre los que piensan que sí debería serlo, el clarificar entonces qué entienden por ciencia; es decir, proporcionar un “criterio de demarcación”32, para usar la frase de Popper [1963:20-21].  



Este es un campo minado, porque precisamente al haberse debatido durante tantos años y aparentemente no lograr una conclusión satisfactoria, es capaz de provocar lágrimas de aburrimiento en muchos colegas; o, en el caso de los filósofos de la ciencia, la práctica convicción de que dicho criterio es imposible, como ha vehemente argumentado Olivé [2000:51-56; incluye una excelente

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No quisiera que la inclusión en esta lista de los historiadores del arte se vaya a entender como derogatoria; de ninguna manera. Sus aportes a la arqueología son múltiples y bien conocidos. El asunto es si su trabajo es capaz de sustituir al del arqueólogo en todos los frentes en donde éste se mueve. Ambas disciplinas tienen sus propios campos de especialización y por supuesto, el campo de intersección en el que confluyen y a través del que generan contribuciones conjuntas. 32

No confundir con el criterio de significado, tan caro para el neopositivismo…

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síntesis de los principales participantes en este debate]33. Paradójicamente, es este debate uno de los lugares en donde la filosofía de la ciencia se ha utilizado en la arqueología como argumento de autoridad, para aplicar su lado prescriptivo o normativo a “lo que debería ser la arqueología”. Es también un campo interesante, dado que muestra que, a lo largo de la historia de la arqueología, ésta ha recurrido o al menos ha usado los resultados de diferentes filosofías de la ciencia, en ocasiones sin darse cuenta, en otras de manera explícita. Esta observación es crucial a nuestro argumento de que no existe ni puede existir, en realidad, una arqueología que no tenga un componente autoreflexivo, filosófico. Y que no existe tal cosa como el arqueólogo totalmente virgen de filosofía de la ciencia: existe solamente aquél que no sabe qué filosofía de la ciencia está siguiendo, de dónde la tomó o por qué esa y no otra. En este punto, como en otros, las posiciones teóricas necesariamente tienen que hacer elecciones entre diferentes opciones. Lo ideal es que esas elecciones sean explícitas y racionales, más que asuntos de inercia social o moda.



¿Cuáles son las opciones que históricamente se han considerado en el caso del criterio de demarcación? Lakatos hace un resumen que me parece muy útil para nuestros efectos y que aparece en varias de sus obras [Lakatos 1970, 1982; Lakatos, et al. 1983]. Él liga este recuento a la manera en que han cambiado los estándares de honestidad académica; y, por supuesto, la secuencia termina con su propia propuesta. En cualquier caso, es un buen recurso de exposición, así que lo usaré aquí, ampliándola cuando lo considere útil.

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La imposibilidad de un criterio que sea aplicable a lo largo de la historia y a través de diferentes comunidades y disciplinas científicas no implica que no haya otras maneras de distinguir, por referencia que incluye consideraciones ya no solamente metodológicas o formales, sino sociales, a las prácticas científicas, como hace el propio Olivé (2000). Concuerdo en lo esencial con este argumento. No obstante, en esta tesis privilegio lo que considero el mínimo elemento común de la ciencia, que sería la actitud de apertura a la crítica vía la necesidad de justificar la creencia mediante la –admitidamente tentativa- intención de refutar en principio lo que se propone y obtener corroboración de teorías que progresivamente amplían el rango de fenómenos que explican. Me imagino que ello me ubica dentro del campo popperiano/lakatosiano y seguramente en una minoría en el panorama metodológico actual. Sus detractores utilizan como ejemplo clásico de por qué este criterio falla el del debate entre evolucionismo y creacionismo. Se supone que al aceptar que el creacionismo está refutado o es refutable, irónicamente se le concede un estatuto científico. Pero ello sucede solamente si la evaluación se restringe a hipótesis de nivel bajo que serían supuestamente refutables. Si se asciende en escala, habría que preguntarse qué fuente alimenta a la putativa “teoría sustantiva” y su conexión a la “posición teórica” religiosa. Tarde o temprano saldrá la Biblia como libro sagrado incuestionable y la autoridad del Papa como sujeto infalible cuando habla “ex cátedra”. La apariencia de falsabilidad se verá entonces como eso, como mera apariencia, al chocar de frente contra una vocación dogmática característica no solamente del cristianismo sino de prácticamente cualquier religión. Aunque no pretendo que estas líneas constituyan argumento, me parece una línea de argumentación plausible.

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Verificacionismo o justificacionismo: la ciencia como conocimiento comprobado, verificado

El primer criterio de demarcación formalmente expresado es el que Lakatos llama “verificacionismo” o “justificacionismo”[Lakatos 1970], que se asocia a autores como Bacon y los inicios de la ciencia, aunque realmente se formula con mayor precisión hasta el siglo XIX, con Comte y el primer positivismo. Es un criterio exigente y, como Harré ha mostrado [Harré 1984:39], tiene consecuencias considerables. Consiste en proponer que la ciencia se distingue de otras formas de conocimiento por ser conocimiento comprobado. Comprobado en el sentido epistemológico de verificado más allá de cualquier duda, es decir, en el sentido fundamentalista radical. Sería un conocimiento “incorregible”, en el sentido de que ninguna nueva observación nos haría cambiar nuestra creencia. ¿Cómo se llega a tan formidable pretensión? Utilizando el método científico, que para estos autores se modela de una de dos maneras: la de la geometría (y las matemáticas y la lógica, es decir, mediante la demostración, que es final e infalible), o la de la inducción, que se combinaba con la pretensión de que una técnica (la experimentación) era realmente un método. Es decir, el “método experimental” permite, por inducción acumulativa, comprobar las pretensiones de la ciencia.



La propuesta tuvo, entonces, variantes. A finales del siglo XIX, Mach la complementa, en el segundo momento del positivismo (el llamado “empiriocriticismo”. Rechaza que la ciencia tenga que ver con la explicación, mucho menos con la explicación causal; se trata de una “descripción económica del mundo” (en el sentido de elegante, simple, parsimoniosa), una descripción sistemática y rigurosa, en la que se registran los procesos que ocurren juntos de manera repetida. En su base está la inducción.



Es curioso que este criterio de demarcación siga siendo el prevaleciente en la arqueología. Mi explicación para ello es que es el criterio que ha capturado la imaginación popular. Y el que aprendemos desde cuando menos la secundaria34. Como veremos adelante, se trata de lo que yo he llamado “los fáciles pasos de Fab”, por referencia al detergente que abrió ese mercado en México, que insinuaba que la ropa con Fab se lava sola: simplemente es cuestión de seguir los pasos “Remoje, exprima y tienda”, que en la ciencia serían “observe, analice, haga una ‘teoría’ y compruébela convirtiéndola en ley”. Cualquiera sabe que está comprobado que los dentistas prefieren cierta marca de dentífrico, o que cierto  

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He propuesto en son de broma, pero que en ocasiones me da miedo pudiera tener visos de verdad, que existe una sociedad secreta, con fondos del capital transnacional, llamada “Sociedad para la perversión de los jóvenes educandos en cuanto a la naturaleza real de la ciencia y el método científico” (o SPPJECNRCMC, por sus siglas, impronunciables, por cierto). Su misión es promulgar y difundir una concepción obsoleta e imposible de la ciencia. Gastan millones de dólares y euros en infiltrar el sistema educativo, para corromper primero a los docentes, luego éstos a los alumnos, haciéndoles creer que la ciencia produce conocimiento comprobado. Llevan décadas operando y lo hacen con mucho éxito, como el lector puede fácilmente constatar haciendo una encuesta informal entre sus conocidos sobre qué hace especial a la ciencia…

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producto realmente evita la caída del cabello, o cien y un embustes más que se basan en este criterio, que hoy sabemos es un mito.

El convencionalismo: la ciencia como conocimiento coherente

Quienes destronaron este criterio fueron científicos (que eran a la vez filósofos de la ciencia), de dos campos que, entre ellos, eran casi tan opuestos entre sí como en relación al verificacionismo. Pero ambos coincidían en la imposibilidad del proyecto verificacionista de que la ciencia fuera conocimiento comprobado. El primero fue Duhem y el grupo conocido como “convencionalistas”. El segundo fue Hempel y la corriente conocida como “neopositivismo” o más tarde, como “empirismo lógico”.



Ambos tenían muy fresco y reciente el triunfo de la teoría de la relatividad de Einstein, que mostraba que la teoría de Newton era falsa, o al menos había sido superada. Ello echaba al trasto la idea de que la acumulación de evidencia positiva (esto es, por la vía de la inducción), no era garantía de verdad. Pero a este hecho (que conmocionó a los expertos), añadieron cada bando sus propios argumentos de por qué es que el método inductivo era una ficción.



Del lado de Duhem, este autor propuso el problema que ahora lleva su nombre. Consiste en que nunca evaluamos realmente una hipótesis de manera aislada. Para poderla evaluar requerimos siempre de supuestos e hipótesis auxiliares. El problema consiste en que si una hipótesis falla ya no es tan claro saber si es culpa de la hipótesis central misma, o de las hipótesis auxiliares. Y es un problema porque no se puede hacer ciencia sin hipótesis auxiliares, al menos sin una de ellas: la llamada cláusula ceteris paribus, que dice que la observación o el experimento ocurren en “condiciones normales”, sin intervención significativa de elementos no controlados. El problema se complica, dado que no solamente rechazar una hipótesis se convierte entonces en una fuga hacia el infinito, sino también determinar el mérito relativo en caso de que los datos la apoyen.



Para verlo, tomemos el caso en que la hipótesis no es soportada por los datos y que atribuye la culpa en las hipótesis auxiliares1. No hay problema: tomemos entonces ahora como centro de atención a una de estas hipótesis auxiliares. Claro que para evaluarla, ahora requeriremos de otras hipótesis auxiliares2. En caso de que fallen, no hay problema: tomamos a esas hipótesis auxiliares2 y considerémoslas como principales, aunque claro ello requerirá de nuevas hipótesis auxiliares3 y así sucesivamente, potencialmente hasta el infinito. Nunca lograremos una comprobación completa, porque no podemos ni siquiera empezar a evaluar una hipótesis si no es con ayuda de hipótesis auxiliares.



La solución de Duhem para el problema que él mismo formuló requería hacer una decisión “metodológica” y considerar que en caso de duda, era preferible poner en duda a los datos y mantener las teorías. Su argumento era que la construcción de teorías es mucho más compleja y laboriosa y que los datos de

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cualquier manera pueden fallar, así que era preferible mantener una teoría aún ante la oposición de los datos. Eventualmente, si la teoría era fallida, le pasaría lo que a una fachada que ha recibido demasiados retoques y reparaciones, que finalmente se viene abajo. Es decir, el propio paso del tiempo mostraría si la decisión metodológica estaba bien motivada. Para ello era necesario además considerar a las teorías realmente como instrumentos, como convenciones que permitían ligar observaciones. La inducción seguía siendo crucial; simplemente no era “a prueba de balas”.

El probabilismo: la ciencia como conocimiento altamente probable, verificable

La otra impugnación al verificacionismo vino, como decíamos, de los neopositivistas. La versión mejor conocida en arqueología del argumento en su contra proviene de Hempel [Hempel 1966:28 y sigs.], aunque es tardía en relación a las formulaciones originales que hicieron otros miembros de esta tradición. En cualquier caso, el argumento aquí lo que hace es derribar el mito de lo que he llamado antes los “fáciles pasos Fab”. En particular, mostrar que la ciencia, de seguir la propuesta de los verificacionistas, sería imposible. La idea de que el primer paso del método es la observación “inocente” o “neutral”, es simple y sencillamente imposible. El campo de lo que podemos observar es infinito, como lo es el de los atributos que podríamos estar registrando. El ejemplo de Hempel es famoso: si mando a un equipo de investigación a observar la playa, ¿qué se supone que hagan? Aunque yo tengo algunas ideas sobre lo que a mí me gustaría observar en ese contexto privilegiado, es cierto que con esa directiva “vayan y observen la playa”, no hay manera de determinar si hay que contar los granos de arena, el número de olas que llegan a la playa, el estado de ánimo de los participantes, la marca de sus instrumentos de escritura, o qué… De hecho, de este pasaje yo derivo la idea de “rutinas de trabajo” que presentaré en más detalle adelante, dado que en ausencia de una directiva más precisa, lo que los investigadores harían es recaer en rutinas de trabajo previamente definidas. En cualquier caso, es evidente que no están actuando de manera neutral o inocente y que el primer paso del método no es la observación, así, sin más.



Lakatos [1970:21] presenta este debate además con toda la gravedad que se reconocía en ese momento y la urgencia de su solución: si la ciencia es conocimiento comprobado y ningún conocimiento está comprobado, entonces no hay nada que distinga la ciencia de la no ciencia. Es decir, el criterio verificacionista nos deja en la situación de reconocer que no existe entonces conocimiento científico. Esa propuesta contradice nuestras intuiciones, así que la solución debe estar en otro lado.



Para Duhem y antes para Mach, tiene que ver con la capacidad de la ciencia de presentar una imagen unificada (y Duhem quizá insistiría, bonita, elegante, parsimoniosa) del mundo. De reducir el número de entidades y procesos que nos rodean, de simplificar nuestra comprensión, aumentando nuestra

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posibilidad de control. El problema con esta solución, me parece, es que también las grandes religiones son capaces de hacer esta simplificación reduciendo el número de factores y procesos. Así que si de eso se trata, sin más, entonces no podemos diferenciar entre ciencia y religión. Debe haber algo más, que era precisamente la preocupación de los neopositivistas que, como es sabido, eran primero científicos practicantes que se interesaron en la filosofía a partir de las propuestas de Wittgenstein y sus maestros Russell y Whitehead.



Para ellos, el “algo más” era que el conocimiento científico, si bien no estaba comprobado, ni era en principio comprobable, era al menos altamente probable, más probable que otras formas de conocimiento. Especificar este criterio requería contar con una adecuada teoría de la probabilidad, tarea a la que este grupo se dedicó desde la década de los treintas. Pero su criterio real de demarcación tenía que ver con la propuesta, derivada del primer Wittgenstein, del criterio del significado. La manera de evitar que la ciencia se llenara de entidades misteriosas o místicas era requerir que todos los términos de las teorías científicas tuvieran significado. Y el significado de un término derivaba de su contenido empírico, del “método de su verificación” (aunque aquí la idea de verificación no remite a la prueba concluyente, sino solamente a la idea de que hay que evaluar empíricamente su contenido). De ahí la preocupación que luego resultaría en enfoques como el operacionalismo o el instrumentalismo. Se trataba de evitar, a toda costa, compromisos metafísicos, porque precisamente la ontología y la metafísica con ella, eran ejemplos clásicos de pronunciamientos no falsos, sino simplemente carentes de sentido.



Este criterio de demarcación estaba ligado a una versión del método, como veremos adelante. Este método ya no era el método inductivo, porque los neopositivistas mostraron que no es lo mismo enumerar una serie (aunque se muy grande de casos), que decir que se tiene una ley que cubre potencialmente todos los casos. La diferencia no es trivial: las leyes son centrales a la propuesta, dado que son las que permiten ir de una observación particular a otra observación particular, en el caso de la predicción o la retrodicción y ambas son claves para el uso práctico de la ciencia. Si lo que tengo es solamente una lista de casos en los que ciertas correlaciones se han dado, no tengo realmente una ley, que debería hablar del total de casos de ese tipo, para poder ser luego proyectada a casos nuevos, incluso desconocidos previamente.



Se requería entonces algo diferente, más poderoso. Ese algo era lo que luego se llamó el método “hipotético-deductivo”. Popper [1976] ha reclamado que este método lo formuló (o rescató de la tradición filosófica) él y que los neopositivistas (con los que tenía una relación tensa desde los días previos al nazismo), se lo robaron. Como veremos adelante, consiste en una idea muy simple: derivar consecuencias observables de una hipótesis y ver si se dan en la realidad. Si sucede así, decimos que hemos “confirmado” la hipótesis. En caso contrario, que la hemos “desconformado” o “refutado”.

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Esta fue la metodología que Binford tomó como centro de la arqueología procesual. Para 1968 el neopositivismo era ya oficialmente una de las características de la “nueva arqueología” [Binford 1968:90]. Como hemos mencionado antes, al parecer Binford no sabía que para entonces el neopositivismo era ya objeto de severas críticas.



La solución neopositivista parecía recuperar para la ciencia un estatuto especial, como ha señalado Lakatos: era un conocimiento más probable que otros gracias a haber sido producido mediante un procedimiento confiable, el método científico. Si bien el conocimiento científico no estaba comprobado, cuando menos estaba confirmado por referencia a sus consecuencias empíricas, mérito que no podía reclamar para sí, por ejemplo, la religión.



Pero fue precisamente Popper [1963, 1980] el que destruyó este fugaz momento de ilusión. Mostró que el criterio de significado derivado de Wittgenstein era problemático (para empezar, no tenía significado si se le autoaplicaba el propio criterio); y por ello es que propuso que lo que requeríamos no es un criterio de significado, sino de demarcación entre ciencia y no ciencia. Pero la situación era todavía peor: si la ciencia era supuestamente conocimiento más probable que otros, entonces no había ciencia, porque la ciencia es fundamentalmente un conocimiento poco probable. Y la confirmación hace poco para mejorar esta situación: la evidencia a favor de una hipótesis es infinitesimal en relación al número de casos potenciales de los que una hipótesis habla.



El argumento detrás de esta propuesta es complejo y más técnico quizá de lo que yo puedo presentar con soltura aquí. Pero la intuición es sencilla: las hipótesis (o las teorías en las que participan), “predican” sobre un número potencialmente infinito de casos [Lakatos 1970:21-22]. ¡Ese es un número muy grande de casos! Tan grande, que no importa cuánta evidencia a favor de una teoría tengamos, si ponemos en una fracción en el numerador el número de casos a favor, en el denominador pondríamos infinito y el resultado, para empezar, es incalculable salvo bajo ciertos trucos estadísticos. Y cuando se hacen, de todas maneras arrojan una probabilidad bajísima. Para Popper esta era una evidencia de que la ciencia es en realidad un conocimiento especial, un conocimiento que, partiendo de riesgos enormes (al ser poco probable lo que se propone, para empezar), de alguna manera ha avanzado nuestro conocimiento del mundo. No era en la probabilidad en donde había que buscar el criterio de demarcación. Si la ciencia era conocimiento probable, entonces no había ciencia.

El falsacionismo dogmático: la ciencia como conocimiento refutable por los datos Desde la década de los treintas Popper [1980: orig. 1935 en alemán] propuso un criterio diferente. Lo que distinguía a la ciencia era una actitud de apertura a la crítica, que se materializaba en su característica central: la ciencia era conocimiento refutable en principio. A diferencia del dogma (religioso o político), la

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ciencia estaba (¿debería estar?) sujeta siempre a la crítica. La marca de cientificidad estaba entonces en la posibilidad de decir, de antemano, en qué condiciones un científico estaba dispuesto a abandonar una teoría; es decir, que observaciones o resultados teóricos cuentan en contra de la teoría. Si no es posible formularlos, es que la teoría es irrefutable y bajo este criterio, anticientífica.



Claramente el componente normativo o prescriptivo de esta propuesta es importante. Popper parecería no estar reportando cómo es la ciencia o cómo se ha desarrollado históricamente; comparte con los neopositivistas la idea de una “reconstrucción racional”, que es un eufemismo para decir que no está apoyado en la investigación de eventos reales históricos. Pero proporciona sin duda un criterio claro de demarcación. Este criterio, que se popularizó con la publicación de la obra maestra de Popper en inglés hasta 1958, se conocía, como dijimos, desde los 30s. Para diferenciar su propuesta de la de los neopositivistas (quienes en opinión de Popper habían tomado su idea del método hipotético-deductivo sin entenderla plenamente), él la llama el método de las “conjeturas y refutaciones”. Y la marca de su propuesta es que no importa de dónde salgan las conjeturas –uno puede ser audaz al crearlas- lo que garantizará su cientificidad es que al evaluarlas debemos ser “implacables con las refutaciones”. El criterio de demarcación Popperiano se conoce como “falsacionismo”, o “falsificacionismo” y sigue de cerca la propuesta de este autor en epistemología, el falibilismo, presentado en el capítulo anterior.



Lakatos [1970:22-31] aclara que la insistencia en la refutación fue mal entendida cuando Popper introdujo su propuesta en los 30s. En alguna de las sesiones en las que se reunían neopositivistas en el “Círculo de Viena”, Popper presentó sus ideas y uno de los invitados era un joven filósofo inglés, Ayer, quien quedó maravillado con la idea y publicó su propia versión a su regreso a Inglaterra [Lakatos 1983 (orig. 1970):123, nota a pie 338]. El libro de Ayer [1971], “Truth, Value and Logic” era un libro de divulgación que resumía los preceptos principales del neopositivismo lógico, con algunas otras ideas adicionales propuestas por el propio Ayer, o retomadas de autores como Popper. Bien escrito y fácil de leer, el libro fue muy popular. Pero tenía un defecto, a los ojos de Lakatos (quien más tarde sería el colega y discípulo más cercano a Popper durante algún tiempo): presentaba la idea de conjeturas y refutaciones en forma simplificada, dando pie a la falsa imagen de que Popper proponía que en cuanto surgiera un caso en contra de una teoría, ésta debía ser abandonada. Los cánones de racionalidad exigían que se eliminara del panorama y no se trabajara más sobre ella: los datos la habían derrotado.



Pero cualquiera que haya leído a Popper con cuidado encontrará que uno de los pilares de su propuesta es precisamente el proponer que no hay “datos” puros y neutrales como hubieran querido los neopositivistas. Esto implica que pueden darse, en principio, casos de refutación espuria, en los que lo que está mal son los datos, no las teorías en cuestión. Pero estas aclaraciones sobre la propuesta popperiano no se popularizaron tan rápido como la versión que Ayer había hecho de Popper. Lakatos ha propuesto distinguir esta versión simplista

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llamándola “falsificacionismo dogmático”. La distinción resultará importante, como veremos adelante.

Es curioso que, aunque Popper nunca fue popular entre los arqueólogos (y citas a su trabajo ocurren realmente tarde, como la que hace Blanton [1990], el espíritu de la metodología falsificacionista dogmática parece haber entrado subrepticiamente en la arqueología –o al menos resonó una cuerda sensible en un sub-grupo de arqueólogos procesuales, los llamados “arqueólogos sistémicos” (asociados a Flannery y la Universidad de Michigan), que desde la década de los setentas hicieron mucho énfasis en la refutación o rechazo de las teorías que ellos consideraban demasiado simplistas. Quizá la idea de que una teoría es refutada en cuanto aparecen datos en contra es parte del “sentido común” de la arqueología y entonces no se trata de un caso de adopción velada de una metodología, sino de la expresión de algo que ya estaba ahí. En cualquier caso, las refutaciones dogmáticas, como vimos en el prólogo, estaban a la orden del día durante el período de interés para esta tesis (inicios de la década de 1980).

El holismo o historicismo: la ciencia como solución de acertijos Mucho más claro sería el impacto de una metodología que se popularizó en la arqueología en los 70’s, aunque se había venido gestando desde más o menos de la misma época en que Ayer difundía la versión dogmática de Popper. Me refiero a la metodología de Kuhn [Kuhn 1962, 1970], cuyas raíces deben rastrearse en los años treintas. En ese momento se había empezado a reconocer en varios países europeos la necesidad de hacer investigación histórica real (y no solamente “reconstrucciones racionales”). Autores como Koyré y Geymonat tuvieron influencia más allá de Europa, en un grupo de historiadores que sabían también de filosofía de la ciencia (o eran filósofos de la ciencia al mismo tiempo), incluyendo a Stillman Drake y sus discípulos. De este grupo, un grupo general insatisfecho o de plano contrario al neopositivismo (y como veremos, también de la propuesta Popperiana en su versión dogmática), salió Thomas Kuhn.



Siempre me ha parecido irónico que Kuhn fuera invitado por los neopositivistas a publicar sus ideas en una serie de anuarios que era el órgano de difusión neopositivista por excelencia: la Enciclopedia Unificada de la Ciencia. Años atrás, Carnap y otros autores35 había inaugurado la serie, con el manifiesto de la filosofía neopositivista. En 1962 Kuhn publica dentro de la misma serie “La estructura de las revoluciones científicas” [Kuhn 1962]. Y ese sería prácticamente el último título de la serie: tal fue su impacto.  



Lo que Kuhn proponía es que un examen de la historia real, no “reconstruida”, de la ciencia no mostraba ejemplos de prácticas que correspondieran ni con la propuesta neopositivista ni con la popperiana (en la 35

http://en.wikipedia.org/wiki/International_Encyclopedia_of_Unified_Science; consultada en febrero de 2007

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versión que hemos llamado “dogmática”). Los científicos rara vez trabajaban con hipótesis aisladas para “confirmarlas”, al estilo que proponían los neopositivistas. Muchos descubrimientos son más bien el resultado de accidentes que derivan, en último análisis del trabajo cotidiano, rutinario, de científicos orientados más bien por un complejo de supuestos que no necesariamente están sometiendo a prueba, sino que asumen como orientación en la solución de “acertijos” [Kuhn 1970]. A ese conjunto de supuestos Kuhn le llamaría “paradigma” y, luego, en reacción a las críticas de ambigüedad y vaguedad que hicieran Masterman y otros discípulos de Popper “matriz disciplinaria” (ver [Lakatos and Musgrave a 1970), Kuhn [1977)).



La propuesta de Kuhn, a la que ya nos hemos referido antes (capítulo 1) tenía una consecuencia que él aparentemente no previó, pero que Popper y sus discípulos rápidamente le hicieron ver. El contexto fue una reunión no muy simétrica realizada en el London School of Economics a finales de los 60´s. [Lakatos y Musgrave [1970]. En esa ocasión, que debe haber sido un auténtico “festín de negros”, Kuhn expuso un resumen de su teoría del cambio científico, en la que los paradigmas se suceden unos a otros en una serie de “revoluciones científicas”, resultado de la aparición de “anomalías” dentro de un paradigma, que éste no puede resolver; con ello su prestigio se pone en duda, hasta que finalmente un nuevo paradigma no solamente resuelve las anomalías, sino que explica la incapacidad del paradigma anterior para resolverlas; ello le otorga un prestigio que motivará a que muchos científicos (incluso algunos que no están realmente convencidos), se adhieran y eventualmente la popularidad del nuevo paradigma haga obsoleto al anterior.

Terminada su exposición, los alumnos de Popper ofrecieron sus críticas y comentarios a Kuhn, finalizando con el propio maestro, quien calificó la propuesta de irracional ya que, en su opinión, no era sino la reivindicación de “la ley de la chusma”: la ciencia cambiaba entonces como cambia la moda, por capricho y no era claro si en realidad el conocimiento científico avanza en algún sentido claro. Esta es una consecuencia ineludible de la propuesta de Kuhn de que cada “paradigma construye su mundo” y este mundo está cerrado sobre sí mismo, es “inconmensurable” con el de otros paradigmas.

El centro de la propuesta, como quizá algún lector haya detectado, es una tesis epistemológica, que se convierte en una tesis ontológica: cada comunidad científica al conocer construye el mundo, un mundo que es entonces diferente y no tiene puntos de contacto con el de otras comunidades científicas. Cada una construye sus “datos” de manera tan total que no hay un mundo compartido que pueda servir para comparar entonces a un paradigma con otro, porque simple y sencillamente ya no hay un mundo independiente de los paradigmas. Pero si esto es así, entonces el cambio paradigmático no nos está acercando más a una verdad que es cuando menos un ideal a seguir: el progreso científico no es sino una quimera, una meta que carece de sentido. Las revoluciones científicas no implican el avance que Kuhn desearía. No hay avance en la medida en que no hay manera de afirmar que el nuevo paradigma mejoró al anterior: ambos, por

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definición, no se pueden tocar, no hay medida común para evaluarlos. Eso es exactamente lo que significa “inconmensurable”.

Recuerdo mi sorpresa, estando en el doctorado en Michigan, cuando entendí estas dificultades por primera vez. Y mi molestia con el artículo de un autor que luego adquiriría enorme prestigio, que aplaudía a Kuhn este “logro”: Rorty, en un artículo reveladoramente titulado “El mundo, perdido y para bien” [Rorty 1972].

La crítica de Popper, documentada en el libro que recogió el debate [Lakatos and Musgrave 1970] puede calificarse de demoledora y hasta cruel. Kuhn intentó responder, pero sus esfuerzos fueron vanos. Lo único que logró fue debilitar su posición, tratando de aclarar que él sí cree en la racionalidad y el progreso científico y que de alguna manera nos estamos acercando cada vez más a la verdad, aunque quizá nunca la podamos tener de manera absoluta. Pero es esa “alguna manera” la que no está clara en su propuesta y Popper muestra es prácticamente imposible de construir dentro de la propuesta kuhniana.

La violencia de la argumentación popperiana afectó a dos más de los participantes en el debate: dos alumnos de Popper, que aparentemente sentían que su maestro se había excedido; que en la propuesta kuhniana había elementos valiosos que podrían ser retomados. Esos alumnos eran el propio Lakatos y su amigo y eterno interlocutor, Paul Feyerabend. Ellos habían presentado ponencias en el mismo evento intentando, el primero, tender un puente entre Popper y Kuhn; el segundo, tomar a Kuhn como la gota que finalmente colmara el vaso y la paciencia de aquellos que pensaban que, en realidad, había que encontrar alguna metodología que hiciera de la ciencia una actividad racional: más bien había que aceptar que cualquier esperanza de producir una metodología era ingenua. Así, de esa misma reunión salieron dos propuestas: la del propio Lakatos, de los programas de investigación científica ya mencionada brevemente en el capítulo 1; y la de Feyerabend [Feyerabend 1975 (orig. 1970)] que luego elaboraría en su libro de 1975 [Feyerabend 1975] en el sentido de que la única regla metodológica que vale la pena es “todo se vale”, es decir, el anarquismo metodológico.

La propuesta de Kuhn, sin embargo, no murió en ese intercambio con Popper y sus alumnos. Aunque había recibido lo que parecía un golpe mortal, hubo varios intentos de conciliarla con una visión del cambio científico como algo racional. En conjunto, a las propuestas derivadas o similares a las de Kuhn se les ha llamado “historicismo” (por ejemplo, en Diez y Moulines [1999: Cap. 9:309-325)], o Klee [1997:129-156]), término que en ciencias sociales tiene otras connotaciones, por lo que yo prefiero el otro nombre que se les ha dado: holismo. Este nombre tiene la ventaja de que pone el énfasis en una característica que en mi opinión es central de la propuesta: el que la ciencia no es un asunto de hipótesis aisladas y “datos”, sino que involucra incluso más que las teorías sustantivas que Popper ya anotaba eran la unidad real de discusión. Los paradigmas incluyen supuestos que no son probados, ni para confirmación ni para

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refutación, sino que simplemente se asumen como guías para la elección de problemas a resolver y limitan el tipo de soluciones consideradas como legítimas.

El holismo (y no solamente un interés en que cualquier metodología estuviera reflejada históricamente en la práctica de los científicos reales), es en mi opinión lo que une a propuestas como las de Hanson [1958] y Toulmin [Toulmin 1953, 1961], dos filósofos críticos también del neopositivismo, a la obra de Kuhn; y es el hilo que lleva hasta propuestas que intentaron mesurar los problemas de relativismo e irracionalidad que plagaban la propuesta original, como una particularmente popular en México, la de Larry Laudan [1986]. Kuhn mismo intentó mejorar y precisar su propuesta en obras posteriores [Kuhn 1977, 1983], pero la importancia de la visión holista sigue siendo indudable. Mucho del interés filosófico detrás del holismo es, por supuesto, anterior a Kuhn y debe buscarse en autores como Quine [1961a], que años atrás habían criticado los intentos del neopositivismo de crear un “lenguaje de la ciencia” que permitiera definiciones noambiguas para términos específicos, al mostrar que en realidad los significados de un término siempre están conectados a otros dentro de un entramado que constituye la teoría en su totalidad. Es de ahí que salen las dificultades, dado que si “electricidad” aparece en la teoría de Franklin, su significado depende al menos parcialmente del significado de otros términos dentro de esa misma teoría; y en ese sentido es que es una entidad diferente a “electricidad” dentro de una teoría como la de Faraday. Este problema, el del significado o de la referencia de los términos teóricos alcanzaría una gran relevancia como resultado de la popularización de la obra de Kuhn.

Kuhn logró, además, algo que los neopositivistas (salvo quizá Hempel, unos años después [Hempel 1966], no habían logrado: escribir un texto que pudiera ser leído de manera amena y sin requerir del formalismo de la lógica de predicados que normalmente agraciaba las páginas de los tratados neopositivistas. El resultado fue que su obra se filtró rápidamente hacia profesionales fuera de la filosofía y la historia de la ciencia. Su incorporación de elementos de sociología y psicología de la ciencia (amén de el riguroso tratamiento histórico), hacían de su propuesta algo atractivo particularmente para las ciencias jóvenes, que veían en la dinámica de crecimiento, crisis y revolución paradigmática quizá la vía para hacer madurar sus disciplinas. En arqueología, este fue el papel que Binford [Binford 1972] vio en la obra de Kuhn, sin darse cuenta de las implicaciones relativistas e irracionales de la propuesta.

Retomando la secuencia propuesta por Lakatos, tendríamos así cuando menos los siguientes criterios de demarcación: el verificacionista, el convencionalista, el probabilista, el falsificacionista dogmático y el holista. La secuencia no termina ahí, dado que, como vimos, el debate entre Popper y Kuhn tuvo dos secuelas. La primera (que es con la que termina su recuento Lakatos [1970:41-72], es la propia propuesta de este autor. La segunda, que añadimos nosotros a su lista, es la de Feyerabend, que trataremos más adelante.

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El falsacionismo metodológico sofisticado: la ciencia como conocimiento refutable en principio a través de alternativas progresistas Lakatos había hecho historia de la ciencia (particularmente, de las matemáticas), así que el énfasis de Kuhn en la importancia de que la filosofía de la ciencia tuviera un sustento histórico era un elemento en el que Lakatos ya creía. De hecho, es uno de los primeros en formular el problema rápidamente mencionado en el Prólogo de la interconexión entre historia y filosofía de la ciencia, en ese “matrimonio por conveniencia” que él veía como inevitable entre ambas disciplinas. No tengo espacio aquí para exponer los detalles del argumento, pero el problema consiste en que si hemos de utilizar la historia de la ciencia para evaluar las teorías de la filosofía de la ciencia, requerimos hacerlo con alguna metodología; pero esta metodología es lo que precisamente queremos evaluar estudiando la práctica real de la ciencia. Dicho de otra manera: ¿cómo reconstruimos la historia de la ciencia sin asumir un método, que era lo que queríamos evaluar de entrada? El problema es fascinante, pero trasciende nuestro interés aquí, que es rastrear el desarrollo de los criterios de demarcación.

El que Lakatos propone, lo atribuye humildemente [1970:123-134], a su maestro, Popper. Dice que está formulado en la obra de este autor, cuando menos desde la edición inglesa de su “Lógica del Descubrimiento” [Popper 1980: Orig. publicado en inglés en 1958], si no es que desde la formulación original. La distorsión introducida por Ayer hace que la propuesta se desvirtúe y surja así un Popper1, que nunca existió. El Popper real, que sería Popper2, nunca fue tan ingenuo. Propuso siempre (cosa que comentaristas posteriores han dudado y creen que Lakatos está siendo demasiado generoso con su maestro), que la ciencia es un pleito de tres esquinas: lo que está en juego no son solamente una hipótesis aislada y unos datos puros, sino dos teorías, que compiten entre sí mediante “datos” que siempre pueden ser problemáticos, tal como Duhem señaló; pero que, a diferencia de la decisión “metodológica” de retener las grandes teorías si los datos fallan, aquí la convención que se hace es la de retener a los “datos”, cuando estos estén suficientemente soportados por las teorías de la observación que justifican su confiabilidad. Esta convención es temporal y si existen razones para dudar de ellos, entonces, al estilo de Duhem, lo que se pone ahora en duda son dichas teorías de la observación. Dicho de otra manera, contrariamente a lo que verificacionistas y neopositivistas pensaban, la ciencia no descansa sobre una especie de sólida roca madre de la empiria, el cimiento inamovible que nos permite “comprobar” teorías, sino se parece más bien a una construcción hecha sobre pilotes en el mar, que de tiempo en tiempo se hunden un poco más en el sustrato que los sostienen. La idea de que es necesario adoptar una convención de este tipo le da a la propuesta el primero de sus apellidos “falsacionismo metodológico”.

El criterio de demarcación seguiría siendo la refutabilidad de una teoría. Pero las críticas de Kuhn mostraron que si esa es la marca de la ciencia, entonces

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toda la ciencia está refutada: prácticamente cualquier teoría importante tenía datos en contra desde que fue formulada. Es decir, el criterio falsacionista dogmático no funcionaría como criterio de demarcación. La solución de Lakatos tiene, en mi opinión, tres componentes: el primero, recuperar la idea de Kuhn que lo que está en juego son unidades normalmente mayores a las teorías sustantivas, es decir, reconocer la importancia de supuestos implícitos rara vez sometidos a prueba, para lo que formula su modelo de “programas de investigación científica, al que ya hemos hecho referencia antes. Estos programas de investigación tienen un “núcleo duro”, en donde se alberga a los supuestos más preciados por la comunidad académica y una “periferia”, en la que operan “heurísticas” que permiten evaluar teorías sustantivas, procedimientos técnicos y supuestos de nivel menor.

Los programas de investigación científica, sin embargo, no son “inconmensurables”, como sucede con los paradigmas de Kuhn. La manera de superar el relativismo kuhniano es la adopción del realismo: el mundo sí existe fuera de los paradigmas. Quizá nunca lo conozcamos con completa precisión, pero sabemos lo suficiente como para darnos cuenta cuándo estamos equivocados. Los “datos”, aunque no son neutrales, remiten a realidades independientes de los investigadores. Y aún programas en pugna pueden siempre encontrar puntos de encuentro si realmente va a haber entre ellos una confrontación para determinar cuál es el mejor.

El segundo componente es proponer que “no existe refutación hasta que no haya surgido una teoría mejor” [Lakatos 1970:119], o como he propuesto formular esta idea en términos de los “aforismos gandarianos”: “no hay refutación sin alternativa” [[Gándara 1999:48, nota a pie 24*). Es decir, que lo que refuta a una teoría no son datos en contra (todas estarían refutadas), sino la existencia de un programa alternativo que es capaz de a) explicar el éxito aparente del programa anterior; b) tener contenido teórico excedente; c) tener contenido empírico excedente y d), que al menos parte de este contenido excedente esté “corroborado”; es decir, de acuerdo a la propuesta popperiana, que haya sido sometido a intentos “sinceros” de refutación y haya sobrevivido. Independientemente de los detalles técnicos de la propuesta (que son problemáticos pero sobre los que no podemos detenernos aquí), lo importante es no perder de vista lo que, a mi juicio, es la propuesta central: no hay refutación sin alternativa. El programa actual podrá ser deficiente, con problemas reconocidos y datos en contra, pero no está refutado hasta que no surja uno mejor, que realmente ofrezca una opción cuya adopción sea más racional que seguir insistiendo en el programa anterior. “Es preferible la tenue y frágil luz de una vela que maldecir en la oscuridad”.

El tercer componente lo motiva, en congruencia con la decisión metodológica citada arriba, el que los datos pueden engañarnos y llevarnos a refutar injustamente una teoría crucial a un programa de investigación; en consecuencia, la propuesta es que todas las refutaciones son tentativas, o dicho

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de otra manera, que son revisables: una teoría aparentemente refutada puede “regresar” si se muestra que su refutación no está justificada. Este tercer componente, insiste Lakatos, es el que permite entender incidentes en la historia de la ciencia en los que los científicos parecer aferrarse a una teoría a pesar de que el grueso de la evidencia apunta en su contra, lo que eventualmente lleva a su descrédito, pero que años más tarde son reivindicados, cuando nuevos procedimientos técnicos de observación o análisis muestran que la propuesta original era realmente viable y es superior a la alternativa que supuestamente refutó a la teoría.

Lakatos ejemplifica este principio de manera muy convincente con un par de episodios de la historia de la ciencia, del que a mí me parece particularmente memorable el de Prout [Lakatos 1970] p. Este científico destacó en el siglo XIX por sostener una teoría de que los pesos atómicos mostrarían una secuencia de números naturales (1, 2, 3 y así sucesivamente); pero los datos de la época mostraban pesos que en muchos casos eran números reales (es decir, con puntos decimales), lo que contradecía no solamente su predicción, sino su modelo de la estructura atómica. En su aparente necedad, Prout generó muchas de las técnicas de la llamada “química analítica moderna”, en un intento vano de obtener muestras químicamente puras de los elementos que corroboraran su teoría. Lo que no sabía, ni se supo sino hasta años después, cuando Prout y su teoría habían caído ya en descrédito, es que los procedimientos mecánicos y químicos empleados para obtener muestras puras no eran capaces de separar variantes atómicamente inestables, cuya presencia en la muestra era capaz de arrojar resultados inconsistentes. El avance de la teoría atómica reivindicó el modelo original de Prout y su teoría fue reestablecida –aunque él ya no pudo disfrutar de este triunfo póstumo [Lakatos 1970:72-5].

Estos tres componentes, en conjunto, le otorgan a la propuesta su segundo apellido: falsacionismo metodológico sofisticado. Lakatos le da el crédito a Popper, pero existe la percepción de que realmente el mérito era suyo. Irónicamente, parece ser que una vez formulado, Popper en efecto lo reivindicó y se dice que llegó a insinuar que su alumno, además de desleal por tratar de hacer propuestas que rescataran elementos del enemigo Kuhn, era un plagiario. Pero estos son rumores que no podemos sustanciar aquí.

Las ideas de Lakatos llegaron demasiado tarde a la arqueología, en mi opinión. Hasta donde sé, soy uno de los primeros autores en emplear su propuesta, que aprendí en Michigan. Tardarían varios años y el desarrollo de la llamada “meta-arqueología”, “arqueología teórica” o “filosofía de la arqueología”, para que su existencia fuera apenas reconocida. Y se le vio, en ese momento, como una más de varias propuestas que la arqueología debería considerar. Para ese momento, el antagonismo de la arqueología con la filosofía de la ciencia ya era evidente y al parecer la propuesta no recibió mayor atención. Curiosamente, su interlocutor, Feyerabend, fue objeto de mayores atenciones.

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El anarquismo metodológico: la ciencia como ideología laica: “todo se vale” En el mismo volumen en que aparece la propuesta inicial de Lakatos aparecía, como dijimos antes, un artículo de su amigo Feyerabend [1975 (orig. 1970)]. En éste se apuntaba ya a más que un criterio de demarcación, a un anticriterio: el fracaso de todos los criterios anteriores y de cualquier metodología en general, es que realmente la ciencia no es sino un tipo especial de ideología, no muy diferente en función y estatus al que antes tuvo la Iglesia. E históricamente es fácil encontrar ejemplos de científicos que violan los principios que las diferentes metodologías supuestamente marcaban como ineludibles para que su práctica calificara de científica. Es decir, no habrá nada que haga al conocimiento científico especial. De ahí que el único consejo metodológico que él luego podría ofrecer es “todo se vale” [Feyerabend 1975].

Puesta así, la visión fayerabendiana parece poco verosímil. Pero las cosas no son tan sencillas. Feyerabend expandió el artículo para generar un libro muy polémico [Ibíd.], que dedica precisamente a Lakatos; y lamenta que para el momento en que lo terminó Lakatos ya había fallecido; comenta que ello le robó a su libro el poder contar con una respuesta de Lakatos a un problema que Feyerabend identifica. Y el problema, me temo, es grave.

Fayerabend hace un fascinante recuento de cómo científicos particularmente apreciados en la filosofía de la ciencia, como Galileo, parecen violar a diestra y siniestra las recomendaciones de las diferentes metodologías, se hacen valer de recursos propagandísticos e incluso se apoyan en la opinión pública como manera de defenderse de las autoridades de su época. Los muestra obstinados, defendiendo sus teorías, tal como Lakatos supone que lo harían, en ausencia de alternativas mejores; ello parecería abonar a favor de la propuesta lakatosiana. Pero conforme el libro se acerca al final, Feyerabend hace un ataque frontal a Lakatos, relativo al que aquí hemos identificado como el tercer componente de su propuesta: la idea de que las teorías refutadas pueden ser más tarde reivindicadas. El centro del argumento es poder contar con criterios para saber cuánto tiempo habrá que esperar a que una teoría “regrese”. Evidentemente, cualquier lapso parecería de entrada arbitrario: ¿10, 20, 50, 100 o más años? Pero en ausencia de ese criterio, entonces habría que considerar como sujetas a revisión teorías como la del flogisto, la piedra filosofal, la generación espontánea, o incluso creencias folk como la danza navaho de la lluvia [Feyerabend 1975:28]. Y Feyerabend, en lo que luego intentó minimizar como una mera pose, propone que estas teorías refutadas son tan legítimas como la de Prout y deberían seguirse estudiando.

Feyerabend fue acusado de relativista, anarquista, nihilista y demás. Sus libros posteriores primero endurecieron cada vez más su posición –llegó incluso a recomendar la creación de “comités de defensa de los derechos ciudadanos ante las intromisiones de la ciencia”, a la que denunció como la religión de nuestro

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tiempo; y luego, al perder credibilidad, intentó recuperar su prestigio suavizando y modulando su tono.

En arqueología esta metodología fue considerada con toda seriedad por los arqueólogos postprocesuales Shanks y Tilley [1987a], Shanks and Tilley [1987b], quienes la citaban con aprobación. Era parte de su intento de reconstruir la arqueología sobre una base no “positivista”, recuperar la importancia de la narración literaria, la necesidad de que la arqueología se haga responsable por las consecuencias políticas de lo que dice y, en general, de adoptar una posición que ellos de alguna manera encuentran cercana a la izquierda. El resto de la disciplina la rechazó de manera casi unánime y de hecho, durante un tiempo se convirtió en el “hombre de paja” con el que se golpeaba a la arqueología postprocesual más radical.

La crítica a Lakatos sin duda debilita la propuesta. Lakatos murió sin oportunidad de contestar. ¿Deberíamos considerarla como una propuesta inviable? En mi caso la pregunta es crucial, dado que es ésta precisamente la metodología que orienta esta tesis. Me parece entonces justo que cuestionar por qué insistir en una metodología que aparentemente ha sido superada. Mi respuesta es sencilla y utiliza de manera recursiva (es decir, aplicándola) la propia propuesta de Lakatos: a Lakatos lo refutará no el señalamiento de una deficiencia o datos en contra; lo refutará una propuesta que mejore la suya y haga racional abandonarla para adoptar una nueva opción. Feyerabend no nos ofrece una nueva opción. Intenta más bien disolver la problemática a la que respondía la propuesta original. Eso, en mi humilde opinión de arqueólogo, no es ofrecer una alternativa mejor.

Por otro lado, tomando momentáneamente como buena la propia recomendación de Feyerabend y ahora aplicándola también a nuestro caso, si todo se vale, se vale entonces seguir a Lakatos. Eso es precisamente lo que intento hacer en esta tesis.

Las metodologías “alternativas” La lista de criterios de demarcación quizá podría ampliarse para incluir a otras metodologías, pero al menos a mí no me parece fácil determinar qué criterios son los que proponen, por ejemplo, las llamadas “metodologías alternativas”, o “el reto del constructivismo” [Klee 1997:157-180], el nuevo “programa fuerte” de la sociología de la ciencia (ejemplificado por en las que se suele incluir a autores como Latour; o las metodologías “feministas”, ejemplificadas por Duran [1998]; o a la hermenéutica metodológica (por ejemplo, [Hirsch 1967]; o sobre la obra de Ricoeur, [Thompson 1972]), que suele confrontar precisamente a las metodologías de las ciencias “duras” (aunque se supone que habría uno en la hermenéutica filosófica, pero yo no alcanzo a articularlo (pero ver Sánchez [2007]), para un punto de vista diferente; un tratamiento más serio, aunque no por ello más claro, es el que hace Silverman [Gadamer and Silverman 1991]; y, finalmente, la

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metodología que resultó más novedosa para mí, preparando este texto, la de los “modelo-teóricos”, como Díez y Moulines [1999: Cap 10:327-366]; pero, de nuevo, no logro determinar con claridad en qué consistiría su criterio de demarcación – aunque mi dificultad quizá se derive de que ellos piensen que es imposible formular uno. Estas otras metodologías, por otro lado –con la excepción de la hermenéutica metodológica, que aunque es mucho muy anterior, no llegó a la arqueología sino precisamente a finales de los 80s- todas se popularizaron un poco después del periodo de interés de esta tesis. Y la propuesta modelo-teórica ha pasado prácticamente inadvertida en la arqueología, a pesar de que varios de los autores que son centrales en esa corriente habían publicado extensivamente desde finales de los 50s (por ejemplo, Suppes y Adams; los 60s (Beth) y los 70’s (Van Fraassen) –citados en Diez y Moulines [Ibíd.]).

Concepción del método y de las unidades de análisis El segundo elemento dentro del área metodológica es la concepción del método y el tipo o escala de las unidades sobre las que éste se aplica. A los diferentes criterios de demarcación suele corresponder una concepción del método, aunque algunos criterios diferentes coinciden en la propuesta del método. No obstante, antes de pasar a ver en qué consisten estas opciones (y cómo se han retomado en arqueología), es necesario clarificar qué entendemos por método, dado que existen muchas confusiones sobre el significado de este término.



En su sentido más laxo, método, como es bien sabido, no es otra cosa que la manera o camino a seguir para hacer algo. Por eso no es necesariamente incorrecto hablar del “método de la cocina china”, o el “método del fen shui”; en contextos informales es perfectamente válido decir, como dice un querido amigo, que él ha desarrollado “un método para ganar en las apuestas en el Hipódromo”. Que le aproveche.



Aquí, sin embargo, nos interesa el sentido técnico del término. Y la primera confusión surge entre “técnica” y método”. Evidencia de esta confusión es la mención de un “método experimental”, que supuestamente no existe en las ciencias sociales –diferencia que sería una de las muchas distinciones que se supone habría entre estas ciencias y las ciencias naturales. El problema es que la experimentación no es un método, es una técnica. Y si no contar con ella afecta el estatuto de cientificidad de una disciplina, entonces la astronomía, llamada durante muchos años “la reina de las ciencias”, no lo sería sino hasta 1957, en que se hace el primer experimento astronómico: el lanzamiento del Sputnik por la Unión Soviética. Y es falso, además, que no haya experimentación en las ciencias sociales. Existe en la psicología (para desgracia de las pobres ratas de los laboratorios conductistas), para mencionar solamente un ejemplo; o en la economía, como sabemos todos los que hemos tenido que sufrir los experimentos que el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional ha realizado en Latinoamérica a costa de nuestro nivel de vida.

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La experimentación, sostenemos, es una técnica. Definiríamos entonces primero este término. Las técnicas son procedimientos prácticos para la obtención, registro, análisis y presentación de información36. El método científico, en cambio, es un procedimiento lógico para la evaluación de enunciados sobre la realidad37.  

 



Nótese que en esta formulación no distingo entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Ello me ubica, de inmediato en una posición llamada “unificacionismo metodológico”, o “ciencia unificada” [Ryan 1973:3] también llamado a veces “naturalismo” [M. H. Salmon 1992:405-406], que sostiene que la lógica empleada en toda la ciencia es la misma, independientemente del contenido específico de las disciplinas. Este punto de vista no es popular en las ciencias sociales, en donde suele ser más común el punto de vista opuesto, el llamado “separatismo metodológico” Sus propositores insisten en que las diferencias ontológicas entre uno y otro tipo de ciencias son tales que los métodos no pueden ser los mismos. Cuando el argumento depende de la confusión entre método y técnica ya señalada, es trivialmente cierto: las técnicas de la oceanografía no son tampoco las mismas que las de la astrofísica y entonces no habría solamente dos “métodos”, sino tantos como diferentes técnicas tienen las ciencias. Cuando se entiende en su sentido fuerte, como diferencias en métodos, no en técnicas, el argumento adquiere interés filosófico, dado que hay que fundamentar cómo las diferencias ontológicas requieren de procedimientos lógicos (y no solamente prácticos) y a qué escala y nivel de diferencias ontológicas es necesario hacer el corte.



El asunto es importante para los fines de esta tesis, así que permítaseme emplear un par de párrafos para elaborarlo. Lo primero que hay que decir es que proponer un “unificacionismo metodológico” no es lo mismo que proponer un “reduccionismo teórico”. En el reduccionismo teórico y en particular, en su forma más extrema (y muy querida al neopositivismo), el “fisicalismo”, se supone que, en última instancia, las teorías de todas las ciencias acabarán siendo “reducidas” o explicadas por las teorías de la física, dado que este nivel ontológico es el más “básico”. Esta pretensión se fundamenta en el éxito de dos casos exitosos de reducción, que son los que normalmente se citan a su favor: el de la genética mendeliana, que acaba reducida a la genética molecular (es decir, una teoría biológica acaba reducida a una teoría de un nivel ontológico inferior; y el de partes de la termodinámica a la mecánica estadística.

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Obvio por el momento que la información (siguiendo la terminología de Bate), mejor conocida como “datos” pueden ser de corte teórico: de otra manera no habría técnicas de análisis filosófico, como las que desarrollaron tanto los neopositivistas como, notablemente, los filósofos del lenguaje. 37

Obvio aquí la discusión sobre si el método, aplicado a las matemáticas, opera sobre una realidad matemática (como sostendrían los realistas respecto a las matemáticas); o si se trata de entidades u objetos formales de un tipo distinto a las entidades y objetos reales. Y obvio también la discusión sobre si las proposiciones son lo mismo que los enunciados y si no, sobre cuáles de ellos opera el método. Espero que mis lectores me perdonen no profundizar en estas polémicas aquí.

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Me parece que el furor neopositivista por el fisicalismo seguramente era un reflejo de que muchos neopositivistas eran físicos y quizá estaban convencidos de que si explicar es remitir a los mecanismos profundos de las cosas, no había más que llegar a los más profundos ontológicamente, que serían los de la física. Yo no comparto en absoluto este punto de vista. Pero mucha gente confunde la propuesta de que todas las ciencias operan con el mismo método, con la propuesta reduccionista de que a final de cuentas todas serán reducidas a un grupo reducido de teorías sustantivas de la física o algún otro campo, por ejemplo, la Sociobología de Wilson [1975]38. Para reiterar: la tesis a la que me adhiero es la de que todas las ciencias comparten un mismo método, no una misma teoría.  



De hecho, estoy convencido, como parecen proponer algunos psicólogos cognitivos, que este método no es sino la formalización y control riguroso de un proceso que caracteriza a los seres humanos y forma parte del sentido común39. Es el proceso por el que evaluamos una creencia (y en la ciencia un enunciado) por referencia a sus consecuencias empíricas. En el sentido común opera sin mucha reflexión; cuando alguien, al interior de una habitación sin vista a la calle, me pregunta ¿está lloviendo?, contesto aplicándolo: veo si afuera cae agua, si el piso está mojado, etc. y contesto en un sentido o en otro de acuerdo a esos datos. Los humanos somos, en opinión de uno de mis psicólogos cognitivos favoritos, Donald Norman, auténticas máquinas de hacer (y evaluar) hipótesis.  



La ciencia formaliza este proceso y las metodologías han intentado, históricamente, determinar en qué consiste. Pero, en el fondo, es la misma lógica –o al menos eso me parece, por lo que tendré que derivar de esta propuesta consecuencias y ver si se dan en la realidad. (Aunque… no se preocupe el lector, no lo haré en esta ocasión).



Entonces, el método sería un procedimiento lógico de evaluación. La variante que a mí me convence más es esa que dice que esta evaluación ocurre 38

Durante mis días en Michigan el furor reduccionista (entre los biólogos que compartían el edificio del Museo), era el reduccionismo biológico, promovido por los éxitos de Wilson, Alexander y otros para explicar mediante las teorías sociobiológicas la conducta altruista en los animales, que era hasta entonces un reto para la teoría evolucionista. Pero de ahí estos autores saltaron y en particular, Wilson, a proponer que no era necesario emplear tiempo y esfuerzo en desarrollar teorías en las ciencias sociales, cuando se contaba ya con las teorías de la sociobiología. La reacción de las ciencias sociales no se hizo esperar (Sahlins), acompañada por voces dentro de las propias ciencias naturales, como Jay Gould. 39

Admito de inmediato que esta versión minimalista del método probablemente no sea compartida por la mayoría de los filósofos profesionales. La razón: se queda corta como guía para la práctica, al no mencionar explícitamente los “valores” de los que hablaba Laudan, citados antes. Pero por eso yo propongo que es importante distingue entre método (este procedimiento lógico), y metodología (que sería el conjunto que incluye al método, las técnicas, las teorías de lo observable y la observación, y las heurísticas –lugar en el que yo ubico a los lineamientos metodológicos, incluyendo las orientaciones metodológicas; éstos no tienen por qué ser, como las técnicas tampoco lo son, universales. El que es compartido universalmente, sostenemos, es el método en tanto procedimiento lógico de evaluación de proposiciones.

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por referencia a los estados del mundo. Pero, como veremos en seguida, no es la única. Sin pretender gran profundidad en el recuento, podemos revisar rápidamente cómo a los criterios de demarcación antes expuestos corresponden visiones del método.



Para los justificacionistas, el método era fundamentalmente de corte inductivo. La manera en que un determinado enunciado gana credibilidad (y por lo tanto se evalúa como digno de ser creído), depende de que se haya acumulado mucha información sobre observaciones particulares, especialmente en condiciones controladas (experimentales). Es decir, el método es de corte inductivo. Es claro para esta metodología que inducción y deducción van juntas, pero la manera en que se apoya o debilita una teoría tiene que ver con el que haya muchos casos a su favor. El problema es determinar cuántos realmente se requieren para considerar a la teoría “comprobada”. Y ese es el defecto central de esta metodología que, apoyada en una epistemología que quiere encontrar un cimiento firme para el conocimiento (el fundamentalismo, como se recordará), entonces tiene que conceder a las observaciones un carácter no problemático ni “corregible”. Esta segunda creencia es a la vez la segunda debilidad de esta metodología, dado que, como han mostrado los escépticos y Duhem señaló con claridad, los datos siempre son problemáticos.



Curiosamente, en arqueología se ha sostenido en repetidas ocasiones que el método que la disciplina debería emplear es precisamente éste. La negativa de los arqueólogos particularistas a proponer generalizaciones deriva de la visión de Boas, de que hacerlo es todavía prematuro: no se han acumulado suficientes datos como para poder hacer una generalización que sea suficientemente sólida. Será solamente cuando la evidencia se haya acumulado, que ella misma revelará patrones que serán el punto de partida para nuestras generalizaciones. Para estos arqueólogos, es importante, en consecuencia, no “contaminar” el trabajo de campo o gabinete con lo que llaman “ideas preconcebidas” y se sienten orgullosos de que en su trabajo ellos no utilizan hipótesis. No es que las hipótesis sean malas, simplemente que formularlas contamina la observación y es además prematuro, en ausencia de datos suficientes. Esta es la coartada típica de los particularistas para que sus diseños de investigación se orienten por temas y no por problemas y que típicamente carezcan de hipótesis.



Hay muchos problemas con la idea de fundamentar el método sobre la base de la inducción por enumeración. El primero, ya apuntado antes, es que no podríamos empezar a investigar sin una idea al menos vaga del problema u objetivo a resolver. El segundo, es que no es lo mismo decir, “todos los casos C observados hasta ahora presentan las propiedades p, q y r” y lo que la ciencia normalmente dice, que es “todos los C´s presentan las propiedades p, q y r”. Aquí el problema de fondo es uno de los más venerables en la historia de la filosofía de la ciencia: el problema de la justificación de la inducción. No podemos detenernos mucho aquí, pero cuando menos podemos señalar la intuición detrás el problema: de un conjunto finito de observaciones no se sigue, salvo que se asuma la propia

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inducción, que la siguiente será similar. Y mucho menos, que todas las observaciones posibles lo serán. Si se argumenta que, en el pasado, cada vez que hemos hecho este tipo de inferencia resultó, entonces de todas maneras asumimos la inducción, porque estamos proponiendo que el futuro será como ha sido el pasado y no tenemos justificación independiente para creer eso. Sobre todo si, como proponían los empiristas en los que se inspiraron los propositores de la metodología verificacionista, en realidad no hay leyes en la naturaleza, sino simplemente la conjunción constante de fenómenos, a los que, por fuerza de la costumbre, llamamos causa y efecto. Pero lo que observamos en realidad, diría un empirista, es la solamente la co-ocurrencia repetida de fenómenos.



Es menos claro entender qué propuesta de método tenían los proponentes del criterio de demarcación convencionalista, aunque el problema de Duhem de alguna manera asume la idea central de que cuando una hipótesis está en duda, centramos nuestra atención a una hipótesis auxiliar, a la que evaluamos por sus consecuencias. De ser correcta esta lectura (y no soy en absoluto un experto en Duhem), entonces esta propuesta tendría al menos algunos elementos en común con la de los otros críticos del verificacionismo, los neopositivistas.



La metodología neopositivista, característica del criterio de demarcación probabilista, adopta y de hecho articula de manera especialmente eficaz esta idea: de una hipótesis se derivan consecuencias, que en la terminología neopositivista se llaman “implicaciones de prueba”. Si estas implicaciones de prueba se cumplen, entonces se dice que la hipótesis en cuestión ha sido “confirmada”. Si no, que ha sido “desconformada” o “refutada”. La lógica detrás de la propuesta se llama “modus tollens”: propongo que si el enunciado “si p entonces q” es cierto, cuando se de p deberá darse q. Si sucede así, confirmo el enunciado. Pero si se da p y no se da q, entonces el enunciado es falso. A medida que tengo muchos y variados casos que apoyen al enunciado, su confirmación crece, por lo que se hace entonces más probable y en consecuencia más justificado creer en él y aplicarlo en situaciones prácticas –recordemos que la idea de la predicción está ligada a la de control de la realidad. Así, a muchas predicciones (o retrodicciones, si los eventos en cuestión ya pasaron) exitosas, se dice que ha crecido la confirmación de la hipótesis.



Como vimos antes, fue Popper el que señaló la deficiencia central de esta propuesta y curiosamente, el argumento de fondo es similar al empleado contra los verificacionistas: ninguna cantidad de confirmación será equivalente a garantizar la verdad de las hipótesis en cuestión, por la simple y sencilla razón de que aunque el número de casos a favor sea grande, el denominador de esta fracción es el número total de casos, que es infinito. Decimos que es preferible creer en una hipótesis confirmada asumiendo que el incremento en casos a favor es una evidencia inductiva de que la hipótesis es verdadera. Es decir, de nuevo empleamos la inducción.

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Pero, como bien mostró la caída de la física newtoniana, una teoría entera, con doscientos años de casos a favor, puede ser falsa. Es decir, la confirmación tampoco es garantía de la verdad.



La propuesta de Popper (el Popper real, no el presentado por Ayer), es que existe una asimetría importante entre el proceso de confirmar y el de refutar. Esta asimetría hace que la refutación cobre un peso que la confirmación no puede aspirar a tener. Aunque, de nuevo, el argumento es técnico y complejo, podemos intentar cuando menos dar “una probadita” de las intuiciones que están detrás de la propuesta. El centro será, de nuevo, el modus tollens, que Popper insistía él había señalado como fundamental en el método y que los neopositivistas le copiaron sin entender bien el asunto. Para diferenciar su propuesta, habla de conjeturas que se refutan a través de sus consecuencias empíricas. Pero mientras que el énfasis en la versión neopositivista del método hipotético-deductivo está en la confirmación, es decir, en los casos a favor, Popper propone que en realidad debería estar en los casos en contra.



Para verlo, pensemos en una hipótesis simple, como la que a veces se atribuye (injustificadamente) a Wittfogel [1957]: “En todos los casos en que se dio la irrigación compleja, ésta requirió para su administración el desarrollo de un estado despótico”. Si lo pensamos un momento, vemos que esta formulación es equivalente a decir que, “si la hipótesis es cierta, entonces no habrá un caso en el que, habiéndose dado la irrigación compleja, no esté presente el estado despótico”, dado que hemos afirmado que en todos los casos de irrigación compleja deberá haber un estado despótico. Supongamos por un momento que vamos a un caso particular en el que tenemos razones para pensar que hubo irrigación compleja, por ejemplo, San Cucuchán (el Alto, no el Bajo). De acuerdo a la propuesta neopositivista, chocaríamos si, en efecto, en San Cucuchán hay irrigación compleja y también evidencia de un estado despótico. Supongamos también que, en efecto, encontramos evidencia de ambos. ¿Qué podemos concluir?



Ciertamente, podemos concluir que hay cuando menos un caso, el de San Cucuchán el Alto, en donde en efecto, hubo irrigación compleja y también un estado despótico. Pero no podemos concluir que la hipótesis original es verdadera: ésta afirmaba que en “todos los casos en que haya irrigación compleja habrá un estado despótico” y solamente hemos visto uno, San Cucuchán. Bajo la propuesta neopositivista, contamos el caso como caso a favor de la hipótesis, le damos una confirmación aún débil, pero ciertamente no podemos decir que hemos mostrado que sea verdadera. Ello es así porque, de nuevo, habla de todos los casos y nuestro reporte de observación es apenas sobre un caso específico: San Cucuchán.



Pero ¿qué sucedería si ahora vamos a examinar otro caso, digamos San Cucuchán el Bajo y encontramos que ahí hay evidencia de irrigación compleja, pero no de estado despótico? El efecto de este caso en contra es devastador:

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como se recordará, afirmar que todos los casos de irrigación compleja tendrán estados despóticos, es equivalente a afirmar que no habrá un caso en el que, habiendo irrigación compleja, no haya estado despótico. Y precisamente eso fue lo que encontramos en San Cucuchán el Bajo: un caso en el que, habiendo irrigación compleja, no hubo un estado despótico. Esa observación refuta* (así, con asterisco, que explicaremos en un momento) de manera directa la hipótesis. Dicho de otra manera, mientras que bajo la propuesta neopositivista un caso a favor no prueba definitivamente la hipótesis, un caso en contra definitivamente la refuta*. Esa es la fuerza de la asimetría entre confirmación y corroboración que Popper dice haber descubierto.



El asterisco en “refuta*” obedece a que, como vimos en la sección anterior, realmente la refutación no ocurre cuando los datos contradicen a una hipótesis, sino cuando tenemos una hipótesis mejor, que explique el éxito aparente de la anterior y tenga contenido teórico y empírico adicional (y parte de este contenido adicional no haya podido ser refutado). Obedece también a que la refutación puede ser espuria: es decir, a que los datos que observamos realmente no eran confiables. Sería el caso de que, comentando con tristeza en voz alta nuestra sorpresa de que en San Cucuchán el Bajo no hay estado despótico, porque no encontramos, por ejemplo, grandes pirámides (asumiendo, para propósitos sólo del ejemplo, que esa evidencia fuera suficiente), un campesino que nos oyera comentara: ¿Se refiere Ingeniero a que no hay aquí cuisillos grandes? Porque fíjese que sí los había, ¡pero se los echaron los de la Comisión Federal de Electricidad! En ese caso, la observación sería espuria y realmente el caso no contaría como un caso en contra. Detectado el error, tendríamos que decir que realmente no refutamos* la hipótesis.



En la metodología popperiana (y en su heredera, la de Lakatos), decimos que corroboramos una hipótesis cuando hemos realizado “intentos sinceros y honestos de refutación” y la hipótesis no pudo ser rechazada. En el falsificacionismo dogmático, rechazamos la hipótesis si se presenta un solo caso en contra. En el falsificacionismo metodológico sofisticado la refutamos cuando tenemos una hipótesis mejor y no tenemos razones, de momento, para pensar que la culpa del fracaso de la anterior es atribuible a problemas con los datos.



En las metodologías neopositivista, falsacionista dogmática y falsacionista metodológica sofisticada, el procedimiento lógico empleado (modus tollens) es el mismo; pero sus resultados reciben una interpretación diferente. Hay quien insistiría que incluso en el verificacionismo la lógica es la misma: se deducen o derivan consecuencias empíricas de la hipótesis que son las que se cotejan en la realidad y cuando se suman inductivamente “comprueban” la hipótesis. Creo que la idea está también detrás de la propuesta de las “anomalías” que llevan al descrédito de un paradigma, en la metodología holista, es decir, que son consecuencias que no se esperaban o no se cumplieron. E incluso en las variantes metodológicas de la hermenéutica, me parece a mí sin ser experto en el tema, se evalúa una interpretación a partir de sus consecuencias, que se cotejan

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con el texto que sirve como evidencia (aunque no requiero para mi argumento aquí que esta extensión a la metodología kuhniana o hermenéutica sea aceptada)40.  



En arqueología la metodología neopositivista fue el centro, al menos durante sus primeros años, de la arqueología procesual. Fue rápidamente atacada por el bando sistémico y una de las razones del cisma de esta posición, que parece haber adoptado una variante dogmática del falsificacionismo (es decir, la refutación al estilo la versión de Ayer sobre Popper). Popper mismo aparece mucho más tarde en la literatura y no es contrastado con Kuhn sino hasta cerca de 15 años después del período que nos interesa (los ochentas tempranos -ver [Blanton 1990]. Kuhn fue utilizado más como mecanismo descriptivo de la historia de la arqueología (incluyéndome a mí [Gándara 1977]), o como parte de un discurso tendiente a señalar la presencia de “supuestos ocultos” en la arqueología particularista [Binford, ed. 1972, Binford 1977).



Para nuestros propósitos, este recuento, evidentemente simplificado y omitiendo muchos detalles técnicos, es suficiente como una muestra de las opciones que normalmente están disponibles en cuanto a concepciones del método en el área metodológica de una posición teórica. Quedaría solamente comentar la escala de las unidades que estas metodologías proponen. Para el verificacionismo y el falsacionismo dogmático es la hipótesis aislada; y para el convencionalismo serían la hipótesis más las hipótesis auxiliares. Puede decirse lo mismo para el neopositivismo y la propuesta real popperiana, antes de Kuhn; para los holistas, es el paradigma; para el falsacionismo metodológico sofisticado (la propuesta de Lakatos), sería el programa de investigación científica. Para las otras metodologías no me atrevo a proponer una unidad de análisis41.  

En mi propia propuesta, creo que las que realmente se evalúan mediante el método científico son las que he llamado aquí “teorías sustantivas”, que son cuando menos una y típicamente más de una hipótesis y sus hipótesis auxiliares respectivas; que, de manera indirecta, se evalúan las posiciones teóricas, por referencia al éxito empírico de las teorías sustantivas derivadas de ellas, pero esa idea la ofrezco solamente como una intuición, dado que no tengo un modelo de reemplazo de posiciones teóricas cuando menos suficientemente esbozado como para presentar aquí. Esto no afecta las pretensiones de esta tesis, dado que lo que estoy sosteniendo es que existen mecanismos para la evaluación de teorías 40

En cuanto a las otras metodologías señaladas en la sección sobre criterio de demarcación, si se toma a Feyerabend en serio, entonces todo se vale, aunque en los ejemplos que usa la lógica es similar a la de otras propuestas; no puedo decir lo mismo de las llamadas metodologías alternativas (incluyendo la feminista); y conozco demasiado poco de la propuesta modelo-teórico como para aventurar una opinión. 41

Salvo quizá para la propuesta modelo-teórica, que reconoce cuando menos dos niveles de teoría, que permiten articular la intuición tanto de Kuhn como de Lakatos de los diferentes grados de centralidad de ciertos supuestos (ver Diez y Moulines 1999:363).

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en el sentido de teorías sustantivas. Haré, sin embargo, algunos apuntes sobre la refutación de posiciones teóricas en el capítulo 17.

Las Técnicas Todas las posiciones teóricas en arqueología eligen técnicas, en mi opinión, como resultado de dos impulsos: el primero y más profundo, el de las directrices que marca la ontología de la posición sobre el registro arqueológico; el segundo y a veces más circunstancial, resultado de la tensión entre un interés en “estar al día” y las realidades presupuestales y de capacitación que típicamente para mal limitan ese interés, al menos en las instituciones latinoamericanas, todo ello mediado por los efectos de la tradición académica en la que se inserta la posición teórica.



La ontología determina de manera profunda la elección de técnicas, porque, como vimos en el capítulo 4, dependiendo de cómo se concibe el material arqueológico, tiene o no sentido aplicarle ciertas técnicas. En ese momento señalábamos que una visión normativa, universalmente participada y mentalista, de la cultura, se traduce en una visión del registro arqueológico como fundamentalmente homogéneo. Mientras que una visión que la concibe como una conducta material, heterogénea y diferencialmente participada, concibe al registro como algo fundamentalmente heterogéneo; con ello se introduce el problema de cómo controlar la representatividad de una muestra que, por necesidad, es lo único que normalmente logramos obtener en un sitio. En consecuencia, será raro encontrar el uso del muestreo probabilístico en posiciones particularistas, normativas, salvo que hayan logrado recursos para ceder al impulso de estar al día, aunque en el fondo no estén muy convencidos de su utilidad.



Pero el ámbito en donde esta determinación es mucho más clara es en el de las técnicas de excavación. En una posición teórica en que el registro arqueológico es fundamentalmente un registro indiferenciado, que actúa sólo como repositorio de objetos, es raro el arqueólogo que considera su responsabilidad excavar estratigráficamente (esto es, retirando contextos deposicionales uno a uno, en el orden inverso al de su deposición). De hecho, se considera que excavar de esta manera y hacerlo por intervalos métricos – dibujando eso sí de manera diligente la estratigrafía que quedó en el corte- es equivalente. Muchos insistirían, si se les presiona, que lo que sucede es que sus sitios no están estratificados: su ontología permite pensar que existe una situación en la que no hay fenómenos de superposición de depósitos; o bien, “epistemologizan” su existencia, aduciendo que como son difíciles de ver (lo que no es de sorprenderse, cuando la herramientas excavatoria son el pico y la pala), entonces no existen. Recuerdo aquí la frase de mi maestro, José Luis Lorenzo, que con su característica mordacidad, decía, “Pobre gente. No se da cuenta que estratigrafía siempre hay. Lo que a veces no hay es arqueólogo” [Lorenzo, comunicación personal, Abasolo, 1973].

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En ocasiones los arqueólogos se dan cuenta, auténticamente, de que deben recuperar la estratigrafía, muestras de paleoambiente, etc., porque su posición teórica las considera útiles (aunque un tanto accesorias); es más un asunto de ética profesional que de convencimiento teórico. Aquí lo que pasa, por desgracia, es que las deficiencias en la infraestructura de las instituciones y su propia capacitación, aunados a presiones de tiempo y presupuesto, impiden que su intención se traduzca en realidad. Pesa también la tradición académica: el emplear técnicas más detalladas, tardadas o costosas de las que emplea la comunidad académica suele ser visto negativamente o al menos con recelo.



En posiciones de corte más ecléctico, en lugares en donde hay posibilidades de acceder a técnicas más sofisticadas, se da el segundo de los impulsos mencionados: los arqueólogos somos normalmente gente responsable y queremos estar al día; así que adoptamos liberalmente técnicas que nuestra posición quizá no requiere, pero que sabemos deben adoptarse, de nuevo por una cuestión ética. El que realmente no estén integradas a la posición teórica queda revelado cuando esos resultados acaban, característicamente, en apéndices desconectados del cuerpo central de los informes y publicaciones42.  



Por otro lado, no existen técnicas que sean específicas o exclusivas a posiciones teóricas: dicho de otra manera, no existe una técnica de excavación marxista y otra procesual43. Las técnicas se comparten en la medida en que son compatibles con más de una posición teórica. Otra cosa es que todas las posiciones teóricas estén continuamente aportando técnicas al utillaje del arqueólogo: normalmente las posiciones más tradicionalistas, tendientes al particularismo histórico y la historia cultural, suelen ser más bien usuarias que desarrolladoras de técnicas.  



La idea central es que las técnicas no son neutrales. Tienen detrás teorías que las sustentan, como intenté argumentar hace ya casi dos décadas [Gándara 1988a]. ¿Cómo es posible, entonces, que su elección no sea siempre compatible con los supuestos de una posición teórica –dejando de lado los asuntos institucionales, presupuestales y de tiempo?



En mi opinión, es posible precisamente por la misma razón que sea posible hacer arqueología bajo una metodología inductiva estrecha. Como se recordará, 42

A veces lo que impide que las buenas intenciones se materialicen es la falta de capacitación o, más específicamente, de actualización. Siempre (ver Gándara 1992, original de 1977) me ha parecido curioso, por usar un adjetivo suave, que mientras que en otras disciplinas como la medicina, es obligatorio re-certificarse para estar al tanto de las últimas técnicas y procedimientos, en la arqueología la mención de la necesidad de actualización suele ser recibida como si se hubiera proferido un terrible insulto… 43

Me tocó ver, hace unos años en un Curso en Huelva, Andalucía, como uno de los asistentes cuestionaba a la arqueología social, porque no alcanzaba a ver ninguna diferencia entre cómo excavamos nosotros y cómo se excava en otras posiciones teóricas. Reclamaba, auténticamente molesto “¿Dónde está la técnica marxista de excavación?

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esta metodología insiste en que hay que ir al campo sin contaminación de hipótesis o idea preconcebida. Y aunque el argumento hempeliano en contra es suficientemente convincente, lo cierto es que los arqueólogos cercanos al inductivismo estrecho parecen, en efecto, no requerir de problemas o hipótesis previas para poder hacer investigaciones. La razón es que dependen de “rutinas de trabajo”, heredadas por su posición teórica.

Las rutinas de trabajo Estas rutinas, como su nombre indica, son aplicaciones repetidas, en secuencias que operan de manera más o menos constante, de técnicas consideradas como suficientes para los propósitos de esa posición y que se aplican como “naturales”, sin mucha reflexión al respecto. Lejos de ser perniciosas, creo que son uno de los signos de madurez de una posición teórica (o al menos del poder de algunos de sus líderes para imponerlas). Aquí la razón puede encontrarse en un argumento de Kuhn: la ciencia suele ser una institución jerarquizada, en la que no es siempre posible, ni necesario, que todos los científicos en todos los niveles puedan articular las razones que tienen para seguir cierta secuencia de pasos mediante ciertas técnicas. De hecho, equivaldría a preguntarse, de manera cotidiana, si tienen sentido nuestras rutinas normales: el resultado normalmente es que esa discusión acaba en el diván de un terapeuta. Normalmente muchas de nuestras actividades se hacen prácticamente en automático y no es saludable (al menos para la mayoría de los mortales) cuestionarlas una a una todos los días. Lo mismo pasa con las rutinas de trabajo científico.



Creo que las rutinas de trabajo se originan en proyectos especialmente exitosos (o al menos prestigiosos o bien publicitados), que entonces se convierten en los ejemplos a seguir. Combinados con los límites que fija la ontología, son una guía suficiente como para conducir el trabajo cotidiano de campo y laboratorio. El problema surge cuando esa naturaleza irreflexiva se encuentra con situaciones en las que esa rutina ya no es suficiente. El ejemplo que primero viene a mi memoria es el de la rutina de trabajo en sitios monumentales de los arqueólogos de la llamada “escuela mexicana de arqueología”, que tuvo sus días de gloria a partir de los años treinta en México. Motivados sin duda por la más noble de las intenciones, estos arqueólogos consideraban que reconstruir más allá de la evidencia era tanto un recurso didáctico como una manera de incrementar el atractivo de los sitios. Y concentraban casi siempre su atención en lo que todavía se siguen llamando, 70 años después, “zonas de monumentos”. Ambas decisiones tendrían consecuencias que llevaron a que, a partir de la década de 1970, esta rutina de trabajo fuera cuestionada, a veces para sorpresa de sus practicantes, para los que era “la única”, “la mejor” o “la natural”.



La consecuencia de la reconstrucción es, por supuesto, la pérdida de autenticidad del monumento, además de su distorsión como documento histórico y científico al plasmarse en cemento y piedra una hipótesis de muchas otras posibles. La intención pedagógica o decorativa bien puede expresarse en

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maquetas y modelos. Las convenciones internacionales, a las que México está suscrito desde hace décadas, indican que la intervención debe limitarse a la conservación, en los niveles de consolidación y, cuando mucho, reposición de elementos cuya proveniencia es clara (la “anastilosis” -para un tratamiento temprano de esta problemática, ver Molina [1975]).



La consecuencia de ver a los sitios como “zonas de monumentos” y concentrar el trabajo en estas zonas ha sido que durante décadas se careció de información contextual sobre los entornos de dichos monumentos; se preció, sin duda con razones bien motivadas y honestas, el trabajo en las áreas de religiosas y de elite, a costa del conocimiento de las unidades habitacionales populares, o las áreas de infraestructura productiva. Años después, esta concentración de interés actúa en contra de los esfuerzos de conservar lo que no nunca fue realmente una “zona de monumentos”, sino siempre un asentamiento, un sitio arqueológico; pero incluso en la mentalidad popular, el sitio llega nada más hasta donde pasa la cerca que separa a la zona de monumentos de su entorno. Las rutinas de trabajo acabaron actuando, en una consecuencia quizá insospechada por esos bien intencionados arqueólogos a los que les debemos que haya una arqueología institucional en México, en contra del patrimonio: se generó lo que he llamado la “arqueología de éste lado de la cerca”, que concentra su atención en las zonas protegidas y luego se sorprende de que el entorno, incluyendo las áreas habitacionales prehispánicas, incluso las llamadas “zonas B”, de uso contemporáneo restringido, estén siendo destruidos y no hay manera fácil de conservarlo, ni siquiera mediante recursos legales.

Eso nos debería dar, me parece, una lección de humildad y de reconocimiento de que incluso las más flamantes rutinas de trabajo serán seguramente cuestionadas por los arqueólogos del futuro. Ello implica no perder la perspectiva histórica y apreciar los esfuerzos honestos de los arqueólogos que nos antecedieron. Pero también implica entonces el mantener abierta las puertas a la discusión de los supuestos detrás de nuestras rutinas de trabajo, como una manera de paliar los efectos negativos que sin duda, junto con los efectos positivos, tienen las rutinas de trabajo. Es importante ver más allá de la tradición académica propia, al menos en lo que toca a la selección de técnicas.

Así, para concluir esta sección, podemos reiterar algunas de las propuestas centrales: 1), las técnicas (en tanto procedimientos prácticos para la obtención, registro análisis y presentación de datos), pueden ser compartidas por diferentes posiciones teóricas; 2) y como consecuencia del punto anterior, las técnicas nunca definen las posiciones teóricas44; 3), el elemento rector en la elección de técnicas es el área ontológica de la posición teórica, aunque mediado siempre por las  

44

De aquí el señalamiento hecho en el capítulo 1 de que no es correcto entonces caracterizar a la Nueva Arqueología por su uso de estadísticas o computadoras. La arqueología analítica las empleaba en ese mismo tiempo y desde entonces han sido usadas por muchas otras posiciones teóricas.

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capacidades institucionales de su empleo y la disposición a la capacitación que requieren, por un lado y por la tradición académica, por otro. La tradición académica se expresa en lo que hemos llamado aquí las rutinas de trabajo: conjuntos de técnicas y secuencias de pasos en su aplicación que derivan generalmente de proyectos especialmente exitosos (o al menos prestigiosos) y que son adoptadas y repetidas de manera generalmente no reflexiva; 4) la elección de técnicas tienen efectos sobre las posibilidades de conservación del patrimonio arqueológico; y, aunque es inevitable que a futuro se nos señalen deficiencias y problemas con las técnicas empleadas hoy, es importante para todas las posiciones teóricas mantener el debate abierto para minimizar este riesgo.

Heurísticas El término “heurística” lo define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como: “(Del gr. εὑρίσκειν, hallar, inventar y -́ tico).1. adj. Perteneciente o relativo a

la heurística. 2. f. Técnica de la indagación y del descubrimiento. 3. f. Busca o investigación de documentos o fuentes históricas. 4. f. En algunas ciencias, manera de buscar la solución de un problema mediante métodos no rigurosos, como por tanteo, reglas empíricas, etc.” [http://buscon.rae.es/ draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=heur%C3%ADstica, consultado en febrero de 2007].

Nuestro uso es un tanto más restringido y en cierto sentido, más difícil de definir. Las heurísticas (dado que normalmente una posición teórica tiene varias), son recomendaciones o sugerencias, incluso consejos y “mañas”, que se transmiten generalmente por vía oral, informalmente y que orientan decisiones estratégicas en cuanto al uso y secuencia de técnicas. En ese sentido, están muchas veces detrás de las rutinas de trabajo mencionadas en la sección anterior. Pero a veces no solamente impactan las tareas prácticas, sino la estrategia general de la posición teórica. No son teorías sustantivas, dado que no se supone que se pongan a prueba, ni están formalizadas; tampoco son teorías de la observación, por razones similares. Son como condensaciones del sentido común profesional dentro de una comunidad académica, ligadas de manera tenue pero generalmente rastreable a la ontología de la posición teórica, que intentan proponer atajos o facilitar de alguna manera la adquisición del conocimiento y el cumplimiento de los objetivos de los proyectos respectivos.



Quizá la mejor manera de entender la idea es mediante ejemplos. Uso normalmente tres en clase. El primero viene de la psicología y en particular del psicoanálisis. No puedo rastrearlo en la literatura, lo que me hace pensar que lo aprendí informalmente, en alguna conversación hace ya mucho tiempo con algún psicoanalista. La heurística en cuestión es “Piensa esfínter” (dado que las heurísticas suelen expresarse como consejas o máximas) o, más explícitamente,

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“Cuando quieras tener una aproximación inicial al diagnóstico de tu paciente, en cuanto entre a tu consultorio, pregúntate cuál de sus esfínteres domina su personalidad”. La idea es que el lenguaje corporal es capaz de ofrecer una primera impresión sobre este elemento diagnóstico de la personalidad bajo la teoría freudiana: si la persona habla todo el tiempo, o se lleva continuamente las manos u otros objetos a la boca (lo que supuestamente indicaría una tendencia oral); si, por el contrario, prácticamente no habla y mantiene una actitud rígida (lo que supuestamente indica una personalidad anal-retentiva), etc. No se trata realmente sino de facilitar un diagnóstico inicial, que por supuesto es reforzado con técnicas muy complejas. La idea es facilitar el primer diagnóstico y tomarlo como punto de partida para la sesión inicial –o al menos eso recuerdo haber entendido. Esta heurística está conectada, obviamente, a principios de la teoría freudiana a veces explicitados en teorías sustantivas, pero en general deriva de la ontología de dicha posición.



El segundo ejemplo viene de la antropología funcionalista británica, que tiene aparentemente una heurística que es popular en México: “Ve al mercado del pueblo”. Desarrollada, es algo así como “Lo primero que hay que hacer es visitar el mercado de la comunidad y observar cómo se dan ahí las interacciones”. He oído atribuir esta heurística al propio Malinowski y se que mis colegas etnólogos y antropólogos sociales que trabajan en contextos rurales se la toman muy en serio. De nuevo, tiene que ver con la ontología de la posición teórica, en la que seguramente hay un supuesto de cómo ciertos lugares públicos y notablemente el mercado, son excelentes escaparates para detectar roles, estatuses y normas de interacción. No es una técnica en sí, sino es una recomendación sobre cómo y cuándo usar la técnica de la observación participante. Es una recomendación estratégica.



El tercer ejemplo viene del marxismo y aunque me imagino que podría acudir a los clásicos para documentarla, también la aprendí por la vía de ver y oír ejemplos de su aplicación, así que prefiero reportarla de esta manera. La heurística es “Piensa contradicción”. La liga con la ontología dialéctica detrás del materialismo histórico es muy clara: la contradicción es el motor del cambio en el mundo. Desarrollada sería “Cuando inicies el estudio de un particular proceso, evento o coyuntura, pregúntate cuáles son los segmentos sociales en pugna – sean clases, fracciones de clase u otro tipo de agrupación; o si la contradicción fundamental es entre el grupo y su entorno natural”.



Creo que estos ejemplos son suficientes para ilustrar la idea. No solamente las posiciones teóricas tienen heurísticas, por supuesto. Baste recordar una que es favorita de los detectives en las novelas de misterio: “Piensa, ¿quién se

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beneficia con este crimen?45 Creo que incluso pueden encontrarse en el sentido común aplicado cotidianamente. Por el momento la idea era mostrar que generalmente las posiciones teóricas tienen heurísticas, que sin ser técnicas, orientan el uso de éstas, así como la producción de conocimiento en general. Cumplen, pues, una función estratégica. Como están de alguna manera ligadas a la ontología, suelen ser útiles en la identificación de una posición teórica y su diferenciación de otras posiciones teóricas parecidas.



Un segundo tipo de heurísticas serían las que he llamado “lineamientos metodológicos”. Son directrices que califican el tipo de conocimiento o de aplicación del conocimiento que se espera obtener en la ciencia. “Busca la simplicidad”, “Permite la agilidad y facilidad de manipulación”, “Trata de lograr una economía conceptual”, “Maximiza la capacidad predictiva/retrodictiva”, “Intenta lograr la mayor coherencia posible con el resto de las teorías disponibles”, y principios similares son los que Laudan llamaba “valores” o “metas” de la ciencia y que yo prefiero ver como propiedades que las comunidades pueden o no acordar son deseables en el conocimiento científico. De nuevo, estas normativas metodológicas pueden variar de comunidad a comunidad y de época en época. Es por ello que, aunque parezca increíble, la máxima “Busca lograr teorías verdaderas” (o al menos no falsas), en efecto no se haya seguido siempre: las metodologías de corte instrumentalista prefirieron siempre la capacidad de manipulación o incluso de explicación que la veracidad de las teorías. Esta manera de concebir a la ciencia se asocia casi siempre a una epistemología y una ontología anti-realista, para la cual no tiene sentido preguntarse si la entidades teóricas contenidas en las teorías realmente existen o no y, en consecuencia, si nuestros enunciados sobre ellas “corresponden” o no a una realidad externa.

Teorías de la observación involucradas Nos hemos referido antes ya a la idea de teoría de la observación (ver capítulo 1)46 y Olivé y Pérez Ransanz [1989a], para una excelente introducción a los problemas de la observación científica). Aquí solamente reiteraremos su carácter de teorías sustantivas, por lo general bien corroboradas o al menos consideradas no problemáticas, de forma tal que son aceptadas por diferentes posiciones teóricas. Permiten así el crear la arena en la que se enfrentarán posiciones teóricas en debate. Son teorías que están detrás de nuestras técnicas, justifican las inferencias y determinan el grado de confiabilidad y representatividad de los datos así obtenidos. En arqueología, como vimos, muchas están subsumidas  

45

El lector avezado en estos temas notará que mi uso no es el mismo que hace Lakatos cuando habla de “heurísticas positiva y negativa”, que son más bien procedimientos para decidir cuando una anomalía debe ser aceptada y, en consecuencia, producir una modificación en un “programa de investigación” , o bien debe ser descartada como poco importante o como espuria [Lakatos ]. Estas serían del tipo “lineamiento metodológico”, que enseguida trato. 46

Y de nuevo remito al lector interesado a mi artículo (Gándara 1988) para un tratamiento más detallado de este concepto en arqueología.

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dentro de las llamadas teorías de formación y transformación de contextos. Aunque Schiffer y su grupo son quizá de los autores que más han contribuido en este campo (junto con los etnoarqueólogos, los arqueólogos experimentales y los arqueómetras), creo que aún estamos lejos de tener teorías de la observación adecuadas en arqueología. Pero no intento elaborar este punto aquí, sino solamente destacar que cada posición teórica elige qué teorías de la observación considera confiables; a veces la elección se hace de manera indirecta, al elegirse en realidad técnicas particulares de trabajo –y, de manera implícita y en consecuencia, se adoptan teorías de la observación.

Las orientaciones metodológicas  

Aunque el término es ambiguo47, podemos llamar “metodología” cuando nos referimos al área de una posición teórica, al conjunto de supuestos que incluye a) un criterio de demarcación b) una concepción del método (incluyendo las unidades sobre las que se aplica); c) una selección de técnicas y rutinas de trabajo; d) un conjunto de heurísticas y e) un conjunto de teorías de la observación.



Las metodologías, entendidas así, suelen tener, adicionalmente, una particular orientación, entendida como el peso relativo que se le da a ciertas formas de aplicación, o al punto de vista desde el que se aplican. En ese sentido, pudieran incluirse dentro de las heurísticas, particularmente de las que hemos llamado “lineamientos metodológicos”.



Históricamente, las dicotomías más importantes en este sentido han sido las que se dan entre las orientaciones ideográficas y las nomotéticas; y entre los enfoques emic y etic, aunque no son las únicas y hay otras que en cierto sentido quedan prefiguradas cuando se elige una concepción del método, como serían la orientación fundamentalmente inductiva o la orientada a problemas. Veamos el asunto con más detalle.



Como resultado de los supuestos ontológicos y sobre todo en ciencias sociales, se ha debatido si la investigación debe orientarse privilegiando el estudio de casos particulares como tales, en su irreductible especificidad histórica, o si bien debemos buscar siempre encontrar las regularidades (de ahí el uso de “nomos”: ley, en el nombre de esta orientación). La decisión normalmente parte de la convicción, en el primer caso, de que simplemente no existen generalizaciones, o son imposibles de conocer, como vimos en el capítulo 4. O a la inversa, que lo social es sujeto de principios generales capaz de explicar los casos individuales. 47

Es ambiguo porque el término a veces hace referencia a posiciones dentro de la filosofía de la ciencia y en particular, a concepciones sobre el método (que es el sentido en que utilicé el término en ese apartado); en otros casos hace referencia al estudio de la metodología y es en ese sentido equivalente a “filosofía de la ciencia”; en otros, parecido al que defino en seguida, refiere a una combinación de método y técnicas, que es como a veces se usa en arqueología, aunque en la tradición anglosajona se reduce más bien a técnicas; y, finalmente, hay quien lo confunde con la estadística…

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En el caso de la distinción etic/emic, bien conocida en antropología, se recupera una distinción originalmente surgida de la lingüística. Los lingüistas han mostrado que del conjunto de sonidos posibles e incluso presentes en una lengua (el componente fonético), solamente un subconjunto es reconocido como significativo por esa lengua (el componente fonémico). Así, aunque un osciloscopio permita detectar variantes fonéticas, si los hablantes no reconocen como significativas esas variantes, no son entonces fonéticas. La prueba de fuego de una recuperación lingüística (en este y en otros aspectos) es que al hablar, el lingüista pueda hacerlo de forma tal que los informantes reconozcan como correcta su articulación. De ahí la idea se extendió a otros campos de la cultura, notablemente bajo la posición teórica de la antropología cognitiva y la etnometodología (la original, la de Sturtevant, Goodenough y otros -ver [Harris 1982 (orig. 1968): cap. 20]- de finales de los 50s e inicio de los 60s). Se propuso que, así como en la reconstrucción lingüística la prueba de fuego es la aprobación del informante, en la recuperación de las normas sociales sucede lo mismo: si el antropólogo es capaz de actuar con corrección y su actuación es aprobada por los informantes, eso la valida. Esta es la orientación émica, dado que privilegia el reconocimiento de sentido por parte del informante y lo ubica como la fuente última de validación.



El punto de vista contrario propone que en el caso de la evaluación ya no de reconstrucciones lingüísticas, sino en aplicaciones como las que hacía la etnometodología, el punto de vista del nativo es solamente un punto de vista más; y que la verdad o carencia de ella de una formulación sobre el grupo recae en la realidad, no en lo que digan los sujetos (incluyendo al propio investigador). Esta es la orientación ética (que en realidad no tiene nada que ver con la moral, sino es así como se ha traducido el término étic, de “fonetic”; en inglés, como se recordará, ética en inglés es ethic –quizá es preferible hablar de orientaciones emic y etic para evitar confusiones).



El ejemplo más extremo de este debate pasa por el centro de un debate más profundo, entre las posturas realista y anti-realista en ontología y epistemología (ver, por ejemplo, [Winch 1970, orig. 1964]. Es el de las vacas de los Azande. Evans-Prichard es quien inicia indirectamente el debate (ver [Wilson, ed. 1979], para una bibliografía completa al respecto), cuando no solamente reporta que, de acuerdo a los Azande, las vacas vuelan. Si no que él, después de haber vivido con ellos mucho tiempo, no puede decir que eso sea falso. De ahí, un lado del debate interpretó que lo que este autor propone es que si los Azande creen que las vacas vuelan, pues entonces vuelan. Es decir, que si un Azande dice “El enunciado ‘las vacas vuelan’ es verdadero”, se ha dicho entonces la última palabra, dado que es precisamente el nativo, el informante el que la tiene. Si para él es cierto, es un acto de etnocentrismo poner su dicho en duda. Para el punto de vista contrario, aunque es muy respetable que los Azande piensen eso, el enunciado “Las vacas vuelan” será verdadero sí y solo sí las vacas realmente vuelan. Como se verá, el criterio etic es realista y recupera la teoría de la verdad

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como correspondencia, mientras que el criterio emic suele ser antirealista y toma un criterio de verdad o como coherencia o como éxito pragmático48.  



La última dicotomía es entre una orientación inductiva estrecha y una orientada a problemas. La primera, como hemos visto, insiste en la importancia de que el investigador llegue (cognitivamente) virgen a la investigación, sin presuposición o hipótesis alguna, so riesgo de “encontrar precisamente lo que quería”. La segunda insiste que el punto de partida de cualquier investigación es la detección de un problema a resolver y que la solución al problema, la hipótesis, es la que orientará el trabajo. La orientación inductiva estrecha suele ser reconocible porque los proyectos respectivos suelen ser sobre temas, como Cuicuilco, la cerámica coyotlatelco, o el epiclásico. Mientras que la orientación a problemas suele ser reconocible al postular preguntas: ¿Qué papel tuvo Cuicuilco en el origen del estado en Teotihuacan? ¿Hubo uno o muchos centros de producción de la cerámica coyotlatelco? ¿Qué causó los cambios a los que llamamos epiclásico? En una orientación no solamente a problemas, sino de corte nomotético, las preguntas entonces se formulan en toda su generalidad: ¿cómo es relevante Cuicuilco al origen del estado en general? ¿Cómo se detectan uno o varios centros de producción para un bien y qué consecuencias sociales hay en cada caso? ¿Qué determina las transiciones sociales más pronunciadas, como la ilustrada por el Epiclásico? La diferencia parece sutil, pero en la segunda formulación los casos empíricos son solamente ejemplos, no el centro real de la atención; este papel se le reserva al propio problema49.  



Aplicadas de manera general, estas orientaciones son elementos útiles para caracterizar una posición teórica, dado que si ésta es congruente, suelen conformarse conjuntos de propiedades que irán juntas: es decir, normalmente si la ontología prevé que lo social es sujeto de causalidad, entonces el objetivo cognitivo será la explicación, la orientación metodológica será nomotética, etic y centrada en problemas y el método será alguna variante del método hipotético48

Aunque tengo una posición clara al respecto, no intentaré apoyarla aquí. En todo caso, mi recomendación a los que siguen el enfoque émico es que si visitan la zona azante no olviden usar un casco de protección, por si las dudas… 49

Uno de mis primeros aprendizajes en Michigan (y digo, realmente de los primeros, porque ocurrió en el cóctel de bienvenida a los alumnos de nuevo ingreso), es que estas diferentes orientaciones influyen en cómo nos presentamos ante un grupo que acabamos de conocer. En mi caso, alguien me preguntó “¿y tú qué estás trabajando?” y yo contesté, sin chistar “Abasolo, Guanajuato”, refiriéndome al último proyecto de campo en el que había participado. “Ah!” –me dijo“Pues yo estudio el origen del estado, en particular en el caso de Susa, Irán y específicamente mediante la distribución espacial de artefactos de la tecnología administrativa”. En ese momento aprendí que los arqueólogos formados en el particularismo histórico (que en el fondo era mi formación de base, como la muchos otros arqueólogos mexicanos, a pesar de mi adhesión entonces a la Nueva Arqueología), solemos definirnos mediante temas (o sitios, o periodos, o materiales específicos), mientras que la gente formada en una orientación a problemas se define a través de una triple coordenada: el problema central, de gran envergadura, en el que se inscribe su trabajo; el caso específico desde el que aborda; y el conjunto de técnicas o materiales que constituyen su foco de interés. Experimento mental rápido: Y tú, lector, ¿en que estás trabajando?

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deductivo; mientras que si la ontología privilegia la agencia y el libre albedrío, entonces el objetivo cognitivo será la descripción de historia cultural, la orientación será ideográfica, probablemente emic e inductiva estrecha, si no es que relativista o particularista histórica. Epistemológicamente, suele ser el caso de que el primer grupo adopta una epistemología (y una ontología) realista, mientras que el segundo prefiere una de tipo anti-realista; y, en consecuencia, el primero favorecerá una teoría de la verdad como correspondencia, mientras el segundo tenderá más a teorías como la de la coherencia o la del éxito pragmático.



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Capítulo 7

El concepto de posición teórica puesto en práctica: ¿De qué posición(es) teórica(s) sale la teoría de SPS? En esta sección podremos en marcha el instrumental desarrollado en esta Primera Parte, aplicándolo a nuestro caso de estudio, la teoría de SPS. Antes de abordar el caso, vale la pena hacer algunos apuntes generales sobre la detección y el proceso análisis de posiciones teóricas ya en la práctica. Así, en este capítulo hacemos primero esos comentarios generales sobre el proceso de análisis y en seguida intentamos caracterizar la posición teórica de la que sale la teoría de SPS.

La detección de posiciones teóricas en arqueología Como se recordará, el concepto de posición teórica tuvo su inicio como herramienta didáctica en los cursos de teoría arqueológica de la ENAH. Al aplicarlo, podemos pasar de un catálogo de nombres y obras, que suele ser el formato de los cursos de este tipo, a determinar que estos autores se agrupan en posiciones teóricas cuyos elementos son analizables en los términos vistos hasta aquí.



Aunque no es este el lugar para poder defender los detalles de la propuesta que aparece en la Fig. 7.1, presento este “mapa de posiciones teóricas” como una primera aproximación a la historia de la teoría arqueológica contemporánea (es decir, de mitades del siglo XX al momento actual). Se trata de un primer intento, como para motivar la polémica mostrando la utilidad del modelo con una aplicación práctica, por un lado y, por otro, como una manera de intentar ubicar históricamente la posición de SPS en ese conjunto.



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Fig. 7.1. Posiciones teóricas en Arqueología:
 del inicio de la arqueología al presente.

¿Cómo es que se identifica y se ubica una posición teórica (y la tradición académica de la que forma parte?) Aunque se de manera resumida, insisto,

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vale la pena comentar el proceso práctico involucrado. Los pasos generales serían: 1) Caracterización general del momento histórico en que surge la posición teórica, incluyendo los interlocutores principales a los que se dirigen buena parte de los argumentos más retóricos; 2) Selección de los autores y textos característicos de la posición teórica a analizar; generación del corpus básico de análisis; lectura y exégesis de este corpus, aplicando los criterios de análisis que hemos presentado en esta Primera Parte; 3) Selección de las teorías sustantivas emblemáticas o “ejemplares” (y aplicación de las herramientas que presentaremos en la Segunda Parte); 4) Determinación de la congruencia interna de la disciplina (incluyendo no solamente la congruencia discursiva, sino en relación a las aplicaciones prácticas); y, finalmente, 5) Elaboración de un reporte con las conclusiones más importantes. Sobre algunos de estos pasos vale la pena comentar en más detalle los aspectos prácticos del análisis, que es lo que haremos en el resto de esta sección.

El procedimiento de análisis: algunos comentarios generales Idealmente, cada posición teórica se “inaugura” con una publicación que funciona a manera de “manifiesto”, “position paper” o declaración de principios, que típicamente el líder o figura más reconocida de la posición publica de manera temprana. Puede luego elaborar esta presentación inicial en un libro que se convierte en el libro emblemático del arranque de la posición y que acaba siendo la referencia obligada para su estudio. A estos textos los llamamos “textos programáticos”. En ellos suele señalarse quiénes son los interlocutores de la naciente posición, dado que estos textos suelen ser críticos de las propuestas previas, a las que se intenta superar.

A manera de ejemplo50, en el caso de la Arqueología Procesual, es claro que la figura central (sin demérito a otras contribuciones), es Lewis Binford. Y que los artículos que inauguran la posición oficialmente (con anticipos en Binford [1962, 1964 y 1965]) aparecieron entre 1968, en el libro “New Perspectives in Archaeology” [Binford and Binford 1968]. Binford recopila sus artículos iniciales, los comenta y añade materiales nuevos en el que se convierte en el clásico inicial de esta posición, “An archaeological perspective” [Binford, ed. 1972]. La interlocutora, sin duda, es la arqueología de historia cultural.  

50

Que no es un caso hipotético: es más o menos lo que intenté hacer en 1980, cuando formulé por primera vez la propuesta de posición teórica y la apliqué de manera incipiente a la tarea de analizar la “Nueva Arqueología” [Gándara 1983]. Adicionalmente, detecté tesis o líneas de desarrollo centrales a la posición teórica, para caracterizar a la arqueología procesual también en términos de los que sus propositores consideraban central. Este aspecto un tanto émico lo he abandonado, aunque pudiera retomarse, con las precauciones del caso.

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Una indicación de que se ha creado una nueva posición teórica y que está ganando terreno, es la aparición tanto de libros de texto como de antologías iniciales (tal como señalaba Kuhn [1970]). Ambos recursos son cruciales para el análisis, al redondear la propuesta más allá de la formulación del autor central de la posición y adoptarla para la “endoculturación” de los nuevos alumnos.



En el caso de la Arqueología Procesual, el texto (aunque luego sería muy criticado) fue sin duda el de Watson, LeBlanc y Redman “Explanation in Archaeology” [Watson, et al. 1971] aunque algunos consideran que el libro de Flannery [1976], “The Early Mesoamerican Village”, que contiene ejemplos concretos de aplicación, es una mejor muestra de un recurso pensado para la formación de nuevos alumnos. En cuanto a la antología, sin duda es la de Leone, “Contemporary Archaeological Theory” [Leone 1972].



La idea en este punto es tratar de identificar el corpus de los materiales que serán el punto de partida del análisis. Esta tarea, como cualquier otra tarea histórica, es mucho más fácil si se tiene ya una distancia temporal en relación a la posición analizada: resulta mucho más complicada (y riesgosa) para posiciones que están formándose en ese momento. El uso de herramientas como el Social Science Citation Index, así como la elaboración de cadenas bibliográficas de los autores líderes ayudan en la tarea de tratar de determinar la importancia relativa de los autores y los textos centrales. Es evidente que siempre se tratará, inevitablemente, de una muestra y que dado que el tiempo para el análisis normalmente es finito, generalmente se harán decisiones sobre qué incluir y que excluir (al menos por el momento) que no siempre son fáciles. En el caso que he venido proponiendo como ejemplo, es claro el énfasis en la variante original, estadounidense, de la propuesta. Pero un análisis más completo debería incluir a autores como Clarke [1968, 1972, 1977, 1979; Clarke, et al. 1981] y el primer Renfrew [Hole, et al. 1969; Renfrew 1973a, 1973b, 1979; Renfrew and Cooke 1979; Renfrew and University of Southampton. 1973]. De hecho, hoy día el libro de Renfrew se ha convertido en el libro de texto de la arqueología procesual, incluyendo su variante actual, la arqueología cognitiva [Renfrew, et al. 2004; Renfrew and Scarre 1998; Renfrew and Zubrow 1994].



El análisis tiene que empezar por algún lado; contar con un corpus jerarquizado ayuda a organizar el trabajo de lectura, pero es indispensable arriesgarse e intentar definir qué autor puede ser el más representativo y tomar su obra como punto de partida, como vimos en el ejemplo de la Arqueología Procesual. Cuando, como en nuestro caso, el interés no es la posición teórica en su conjunto, sino el análisis de una teoría sustantiva, la selección del autor es automática: es el que propone la propia teoría sustantiva –en nuestro caso, idealmente Sanders, Parsons y Santley. Sanders es el autor principal, o “senior”, así que por esta razón (y por dificultades prácticas y operativas –básicamente la imposibilidad de entrevistar al otro autor que sobrevive, Parsons), nos centraremos en él.

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Al análisis de la posición teórica sigue, en su caso, el análisis de la teoría sustantiva de interés (que en el nuestro es SPS). Esta parte del análisis la veremos en detalle en particular en el capítulo 10 señalaremos aspectos que resulta muy importante tomar en cuenta para la selección de las obras en las que se plasma la teoría sustantiva. Por el momento, complementando la visión general del proceso de análisis de una posición teórica, vale la pena comentar un último elemento: el de la representatividad de las obras declarativas

La distancia entre retórica y práctica: la necesidad de analizar ambas Es importante tomar en cuenta una dificultad potencial en el análisis de posiciones teóricas, que es el grado al que los textos programáticos realmente representan la aplicación de la posición teórica en la práctica. Como suelen ser textos que normalmente presentan, a grandes rasgos, lo que la posición intentará hacer y lo hacen normalmente en el contexto de una polémica con una posición previa o contendiente, suceden normalmente dos cosas: que la retórica suele rebasar en algunos casos las posibilidades reales de la posición, es decir, que son generalmente demasiado optimistas; y, segundo, que no siempre lo que dicen sobre sí mismos es lo que realmente están haciendo o serán capaces de hacer. Es decir, es necesario complementar el análisis con casos de aplicación concreta, que típicamente son las teorías sustantivas que se convierten en ejemplares, así como los proyectos emblemáticos de campo y gabinete. De otra manera se corre el riesgo de tomar como realmente llevado a cabo el programa enunciado en las obras programáticas. Y es en esos casos en los que, además, se encontrará material para determinar si lo que se dice es realmente correcto y corresponde a lo que se hace.



Para ejemplificar de nuevo con la Arqueología Procesual, si tomáramos a pie juntillas algunas de las declaraciones iniciales, encontraríamos que hay un rechazo, de manera tajante, a la inducción; pero si se analizan casos de proyectos emblemáticos, como los de Hill, Longacre y Deetz [Watson, et al. 1971], se aprecia de inmediato que la inducción por supuesto jugó siempre un papel importante. Es decir, hay una distancia entre lo que se dice y lo que se hace. O, en otras ocasiones, no se entiende a veces bien lo que se dice: en 1972 Binford –como muchos de nosotros- ve la utilidad de la propuesta de Kuhn para entender el debate entre la nueva arqueología y la arqueología tradicional de historia cultura. Y supuestamente adopta la posición kuhniana, cosa que reiteraría años después [Binford 1977]. Pero esta propuesta y su adhesión al neopositivismo lógico son incompatibles, cosa de la que Binford parece no haberse dado cuenta nunca, o al menos no lo ha destacado suficientemente en su obra; por ello, si simplemente nos quedáramos con lo que el autor dice, estaríamos adoptando, por omisión, una orientación metodológica de tipo emic, cuando lo que se requiere es complementar la opinión del autor analizado con la visión crítica del analista. En ese sentido, el analista debe asumir la responsabilidad de su lectura, dado que intentará ir más allá de lo que está dicho a la letra en el texto. En análisis siempre

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será desde el punto de vista del analista, con los riesgos que ello implica y con la necesidad de actuar con responsabilidad y rigor indicando en cada momento qué es un pronunciamiento textual del autor y qué es interpretación nuestra.



En nuestro caso, somos particularmente afortunados, dado que el autor central de SPS está vivo y puede aclarar en muchos puntos nuestro análisis tanto de su posición teórica como de su teoría sustantiva. En la sección siguiente citaremos algunos pasajes de la entrevista que tuviéramos oportunidad de hacerle a finales de Marzo del 2007, que tienen que ver con su posición teórica. En particular en el capítulo 13, presentaremos otros fragmentos de la entrevista en torno a su teoría sustantiva.



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Capítulo 8

El debate sobre la escala de análisis y la estructura de las teorías Una de las más acaloradas discusiones en la filosofía de la ciencia durante la década de 1970 tuvo que ver con la estructura de las teorías [Suppe 1977c]. La obra de Kuhn sacudió repentinamente no sólo las ideas sobre cuál era la metodología que en realidad habían empleado los científicos a lo largo de la historia, sino sobre cuál es la unidad de análisis correcta para estudiar el cambio científico. Como vimos rápidamente en el cap. 2, lo que sucedió es que la escala del análisis había cambiado. Si Kuhn tenía razón, existía ahora una escala no prevista antes (salvo quizá por filósofos como Quine, para la que las teorías desde siempre fueron totalidades): la escala nueva era la de los paradigmas. Fue inmediatamente reconocida como legítima e importante, aunque los detalles de su constitución interior no siempre coincidieran con la propuesta de Kuhn. Lakatos [1983 (orig. 1970)] propuso sus “programas de investigación científica” y autores como Laudan intentaron depurar y clarificar la propuesta de Kuhn [Laudan 1984; Laudan and Álvarez Álvarez 1990].



Nuestra propia propuesta que, por supuesto, de ninguna manera intenta ser de la envergadura o generalidad de cualquiera de las mencionadas arriba, retoma la idea central de que hay diferentes escalas a las que puede proceder el análisis. En la Primera Parte de esta tesis hemos presentado la escala más grande, la de la posición teórica (que, a su vez, se engloba dentro de “tradiciones académicas”)51; así como sus componentes y la mecánica de análisis a seguir en la identificación y evaluación crítica de posiciones teóricas.  



El énfasis en esta escala, sin embargo, parecería ahora restar importancia a escalas menores de trabajo, o incluso poner en duda que es factible su análisis, salvo como un elemento subordinado a y dependiente de, el contexto de las 51

Mi uso de este término difiere del de Laudan ya mencionado, o del de Olivé [2002). Sería la escala de análisis que sigue en amplitud a las posiciones teóricas. Ya con este texto casi terminado, me doy cuenta que quizá hace falta un nivel intermedio, para dar cuenta de las diferentes variantes dentro de una tradición, como podrían ser las variantes de la tradición marxista, que aunque comparten elementos centrales, difieren en detalle o en énfasis político. ¿Constituyen diferentes posiciones teóricas? Mi intuición es que no, sino líneas o “escuelas” dentro de una posición teórica. Pero cuando consideramos la distancia entre una epistemología idealista en Bachelard (base de la variante althusseriana), que parece conectarse a una manera diferente de ver la ontología (compatible con dicho idealismo) y la del marxismo ortodoxo, quizá sí se trata de posiciones teóricas, dentro de una sola tradición marxista. Planteo solamente el problema, para el que no tengo una solución por el momento…

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posiciones teóricas. En particular, parecería que lo que está siempre en juego son las grandes posiciones teóricas y que, en efecto, las propuestas de metodólogos anteriores sobre la evaluación de esas escalas menores ya no tienen sentido. Si las hipótesis aisladas no existen y las teorías sustantivas que las engloban dependen de las posiciones teóricas que las contienen, no existiría un ámbito legítimo de análisis a esa escala.



Yo quiero proponer que, al menos en el caso de la arqueología, estas unidades menores siguen siendo precisamente el campo de batalla entre las diferentes posiciones teóricas, por lo que su análisis es central. De hecho, he sugerido que es a través de la evaluación de teorías sustantivas que es factible evaluar empíricamente a las posiciones teóricas correspondientes; que la refutación de la mayoría de las teorías sustantivas de una posición es la razón principal para abandonarla, o al menos cuestionar seriamente sus supuestos, dado que son esos supuestos los que orientan la producción de las teorías en cuestión. Es decir, para mí, la escala más “empírica” del debate es precisamente la de las teorías sustantivas.



Algunas metodologías, notablemente la llamada “modeloteórica” pueden, gracias a un aparato formal flexible basado en la teoría de conjuntos, dar cabida a ambos niveles. Al menos en principio, de acuerdo a lo propuesto por Diez y Moulines [1999], es factible capturar el sentido en que ciertos elementos de la teoría serían más “profundos” y por lo tanto, normalmente menos susceptibles de evaluación empírica directa que otros, que se ubicarían en porciones más internas (o superiores, dependiendo de la metáfora especial empleada), de la red teórica. Los detalles de este modelo son de una complejidad técnica que nos impide tratarlos aquí. Pero para nuestros propósitos es importante señalar que existe al menos una propuesta en la que se reconocen como legítimos ambos niveles y en la que se proponen criterios para reconocer cuál es cuál a nivel formal –problema que yo simplemente glosaré, dado que en el caso de la arqueología es relativamente más sencillo identificar en la práctica ambos niveles (aunque con algunas complicaciones, como veremos en su momento).



Así y dado que nuestro interés en esta tesis es la evaluación de una teoría sustantiva en particular, la de SPS, en esta Segunda Parte de la tesis reivindicaré la importancia del análisis de las teorías sustantivas, destacando el papel crucial que tiene la noción de explicación (y de principios generales); para presentar un procedimiento de análisis que es el que luego aplicaremos a la teoría de SPS en la Tercera Parte de este trabajo.

Las teorías sustantivas: unidades de análisis, desde la hipótesis aislada hasta las teorías más complejas Definimos antes (Capítulo 1) a las teorías sustantivas como los intentos de una posición teórica para explicar o comprender un determinado fenómeno, evento o

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proceso. Es decir, tienen un propósito pragmático, que es responder a las preguntas “por qué” y “cómo” en su sentido causal (en las tradiciones académicas nomotéticas) y “qué significa” o “qué motivó…” (en las tradiciones académicas ideográficas, incluyendo las hermenéuticas).



Mi propia definición de teoría sustantiva está en deuda con la definición original de teoría dentro de la tradición neopositivista, en particular con la formulación de Rudner [1966:18 y sigs.], aunque solamente con lo que considero tres características que me parecen rescatables de esta propuesta [ver Gándara 1983:117-8 y nota a pie]. Así que el resultado final quizá no se parezca mucho al modelo original, dado que añado un cuarto elemento y cambio el énfasis de los tres elementos rescatados:

a.

b.

Una teoría sustantiva es un conjunto de enunciados, articulados entre sí. Hoy día la corriente modeloteórica pone en duda esta primera característica. De hecho, el nombre de la propuesta deriva precisamente de que para estos autores, las teorías no están constituidas de enunciados, sino que son modelos de segmentos de la realidad [Diez y Moulines 1999]. En la caracterización de Rudner [1968] se señalaba que en disciplinas desarrolladas, típicamente cuantitativas, o al menos formalizadas, esta articulación adquiere la forma axiomática (Rudner revela así el respeto que le tenía el neopositivismo a la geometría como el ideal de la formalización científica). En arqueología las teorías sustantivas están característicamente subdesarrolladas, como veremos, así que es cuestionable si algún día llegaremos a un nivel de formalización completa, mucho menos de axiomatización y si esta tarea es fructífera o incluso posible. Aunque en arqueología contamos con un intento, destacable en muchos sentidos: el de Fernando López, que hizo un intento concienzudo y completo para formalizar la teoría arqueológica [López 1984, 1990]. Ello no significa que las teorías sustantivas en arqueología no tengan una articulación de algún tipo; es decir, la mayoría no son hipótesis simples aisladas, sino conjuntos de hipótesis. Que normalmente incluyen cuando menos un enunciado de corte general (o “principio general”). De nuevo, en la propuesta original de Rudner estos enunciados son auténticas leyes, si la teoría es una teoría legítima [1966:18 y sigs.]. El término “ley” es problemático en la filosofía de la ciencia neopositivista, considerando las dificultades que tuvo esta posición en distinguir entre auténticas leyes y “generalizaciones accidentales”, derivadas, me parece, de su rechazo a involucrar la noción de causa y poner en suspenso la de verdad (con excepción quizá de Hempel). En arqueología el término “ley” ha sido objeto de muchas confusiones, reflejadas en una abundante literatura con

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dejos filosóficos que es de las partes más universalmente repudiadas de la teoría en arqueología. Prefiero evitarme esa polémica y hablar, eufemísticamente si se quiere, de “principios generales”. Estos principios generales establecen las conexiones (causales, en las tradiciones nomotéticas; de significado, en las hermenéuticas) entre las variables, conjuntos o sistemas de variables de interés para la teoría. Una teoría de complejidad media puede incluir muchos de estos principios. Son ellos los que hacen posible la aplicación de la teoría a más de un caso. En la tradición ideográfica se niega que existan y muchos hermeneutas protestarían de inmediato, señalando que ellos no creen que tales principios sean generales o necesarios. Intentaré, al final de esta tesis, esbozar un argumento de por qué sí existen y son necesarios. Por el momento, pido a mis lectores que simplemente me concedan el punto en un acto de fe que espero no traicionar. c.

Que es “refutable en principio”, a partir de sus consecuencias “observables”, por teorías que las superan. Aquí en la propuesta original de Rudner [Ibid.] se requería que las teorías fueran “confirmables”, lo cual es congruente con la metodología probabilista que sostenían los neopositivistas. Dado que, por las razones expuestas en los capítulos 8 y 9 yo me afilio más a la propuesta popperiana (y, en particular, a la versión lakatosiana), no retomo la confirmación, sino la “refutación en principio”, que no es ajena tampoco al neopositivismo, pero que le debe más a Popper y su grupo. Una hipótesis es refutable en principio cuando podemos especificar, de antemano, las condiciones en las que la abandonaríamos. Típicamente ello involucra establecer qué “reportes de observación” la contradirían, indicando que es probablemente falsa. Se especifica que sea “refutable en principio”, por dos razones: la primera, porque los datos requeridos para su refutación pueden no estar disponibles de momento, o ser peligrosa su obtención: los propios neopositivistas reconocían que, por ejemplo, sería riesgoso evaluar una teoría sobre la inclinación del eje terrestre modificando éste en la realidad: nos saldríamos de órbita. Lo interesante es que podemos plantear, en principio, un conjunto de observaciones que, de darse el caso, mostrarían que la hipótesis está refutada*. Como se recordará, el asterisco nos remite a la segunda razón de por qué esta refutación es solamente en principio: la refutación podría ser espuria si los datos (o las hipótesis auxiliares, indispensables para derivar las “consecuencias observables”) resultaran estar mal; y, por último, la refutación completa no ocurre a merced de los datos, sino de una teoría que mejore a la teoría preexistente.

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d.

Y que se proponen con la intención pragmática de explicar o comprender un evento, fenómeno o proceso. Aquí los términos complicados son, por supuesto, “explicación” y “comprensión”, como vimos en el capítulo 3. Por el momento, baste con que intentan responder a preguntas de tipo “por qué” y “cómo” (causales) o bien “qué significa” o “qué motivó…” (interpretativas). Pero este punto resulta crucial: en algunas discusiones se producen ejemplos de explicaciones espurias (ese es el punto de la discusión, mostrar que es factible construir explicaciones formalmente impecables, pero de todas maneras espurias), pero que parecerían no responder a nada; dan la impresión de haberse construido de “arriba para abajo”, seleccionando elementos para explicar algo que no se explicita sino a posteriori. Al menos en arqueología esto no sucede así: no se formula un principio general para ver luego a qué se aplica, o qué explica; sino, por el contrario, se empieza con una pregunta y se trata de darle respuesta mediante principios generales. Este aspecto pragmático, destacado por varios de los críticos más lúcidos del modelo hempeliano de explicación, lo retomo aquí como un elemento central de la definición propuesta. No por ello me comprometo a “comprar” en su conjunto, las propuestas neopragmatistas sobre la explicación, como la de Van Fraasen[1991 (orig. 1977)], la de Bromberger [1970 (orig. 1966)], o la de Achinstein [1983].

Las teorías sustantivas son la razón de ser de las posiciones teóricas. De nuevo, espero que la lógica expositiva seguida hasta aquí no haya creado la impresión de que un grupo de sabios se reúne para determinar qué supuestos valorativos, ontológicos, epistemológicos y metodológicos asumirá y luego busca en dónde aplicarlos; por el contrario, las posiciones teóricas nacen en torno a problemas explicativos o interpretativos, reconocidos como relevantes, para los que se busca una solución. Eventualmente, los supuestos que permitieron reconocer el problema como relevante y la solución como legítima se articulan junto con otros elementos de la posición teórica, pero el punto de partida es la formulación de teorías sustantivas52.  

52

Aquí los boasianos, si queda alguno, protestarían sobre la base de que ellos supuestamente no proponen teorías (sustantivas). Pero, de nuevo, esta es una falsa impresión, derivada de la retórica de la posición y no de su práctica real. Boas mismo es autor de teorías tan importantes como la que permitió combatir el racismo a principios del siglo XX: la teoría de que raza, lengua y cultura son tres elementos completamente independientes entre sí: es decir, que la raza ni determina la lengua ni la cultura, así como éstas tampoco determinan (quizá más obviamente) la raza. Los filósofos analíticos dirían que la lengua sí determina la cultura, pero es porque ignoran precisamente las observaciones de Boas con inmigrantes en Nueva York, que mostraron que niños pequeños de cualquier nacionalidad e idioma original eran capaces de aprender a moverse como nativos en la lengua y cultura norteamericana, sin perder muchas veces su lengua y su cultura originales, hasta donde ello es posible en una situación de inmigración.

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Tal como Kuhn señalara, hay teorías sustantivas que adquieren prestigio a partir de sus capacidades explicativas (o que quizá fueron las que se usaron en el debate con otras posiciones teóricas), a las que llama “ejemplares”. Yo retomo aquí el término con el mismo sentido y simplemente añado, para aquellas posiciones empeñadas en que no producen teorías sustantivas, la idea de “proyectos ejemplares”, que son casos de investigaciones que juegan el papel de ejemplares en dichas posiciones teóricas, en el sentido de que son imitadas y utilizadas en la formación de nuevos investigadores.

El análisis de teorías en arqueología: antecedentes ¿Cómo se analiza una teoría sustantiva en arqueología? Antes de entrar en los detalles de nuestra propuesta (en el capítulo 10), quiero hacer un breve paréntesis histórico para dar crédito a las propuestas sobre las que la mía se construye. En particular, a Henry Wright, de quien tomé la idea original y cuyo apoyo y entusiasmo fueron centrales en el desarrollo de mi propuesta. Fue en su Seminario Sobre Orígenes del Estado53 que presentamos por primera vez los gérmenes de las ideas que ofrecemos hoy al lector.

En un texto destinado en sí mismo a ser un clásico, el libro editado por Cohen y Service [1978], Origins of the State, el artículo de Wright brilla con particular distinción [H. Wright 1978], originalmente presentado para un simposio en Santa Fe [Wright 1970, citado en Flannery 1975:72 (orig. 1972)]. No solamente presenta (y, según él, refuta o al menos decide abandonar) ¡tres teorías sustantivas de su propia creación!, sino que ofrece reflexiones muy útiles y profundas sobre el proceso de construcción y evaluación teórica. Como parte de la discusión que hace de las teorías disponibles sobre el origen del estado introduce una representación gráfica de dichas teorías que es innovadora. No solamente por la idea de representarlas como diagramas de flujo, sino por la seriedad y la conciencia de lo que significa la labor de exégesis:  



“En éste [se refiere al diagrama que realiza para la teoría de Wittfogel] y en los diagramas siguientes los números representan las páginas en las ediciones citadas. Tales diagramas son, admito, mis interpretaciones de las presentaciones más largas y sutiles que hacen sus propios autores” [Wright 1978:30].

Y, en efecto, en los diagramas, de los que reproducimos aquí algunos ejemplos en las figuras 8.1, 8.2 y 8.3, debajo de cada flecha aparece el número de página con la que Wright apoya su interpretación. Este tratamiento destaca del de otros autores, que simplemente citan la obra analizada en su conjunto, por ejemplo “Wittfogel 1957”, quedando al lector rastrear de dónde se sacó el analista la idea de que eso es lo que realmente proponía el autor original. Wright concede 53

En la Universidad de Michigan, Ann Arbor, durante el invierno de 1982.

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de antemano, además, que este análisis gráfico simplifica y resume la presentación original de los autores analizados, lo que me parece un acto de honestidad que muchos otros arqueólogos sistémicos pudieron haber seguido.





Fig. 8.1 Dos ejemplos de análisis de Wright: Wittfogel y Diakonoff

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La representación gráfica debe mucho, sin duda, a los diagramas sistémicos populares en ese momento. La popularidad se debía no sólo al éxito de la teoría sistémica (la Teoría General de los Sistemas y las aplicaciones específicas, como la variante de la teoría ecológica de sistemas, que seguía Flannery), sino de las aplicaciones de esta teoría a la computación y a las técnicas de control y seguimiento de proyectos. Así, los diagramas de flujo quizá eran ya conocidos en arqueología. Pero lo original es que para Wright cada flecha implica, en cierto sentido, una conexión causal. Complementados con la lectura del texto, es fácil a veces determinar el verbo exacto que Wright tiene en mente cuando plantea una flecha de una a otra variable: “causa”, “promueve”, “estimula” [Ibíd.: 30 y sigs.].



Fig. 8.2 Análisis de Wright de Carneiro



Los diagramas, como el de Wittfogel [Fig. 1 en el original de 1998, fig. 8.1 aquí], muestran además cómo Wright está de acuerdo, en algunos casos, en la idea de “causalidad recíproca”, es decir, que un efecto se puede volver a su vez en causa de otros efectos, en un circuito de realimentación. En la fig. 8.1 vemos cómo, una vez desarrollado el liderazgo diferenciado, tendrá un impacto sobre la construcción de obras de irrigación a gran escala, con lo que se inicia una nueva vuelta al circuito54. No siempre usa este tipo de construcción, dado que hay teorías en las que la secuencia es más lineal, como su propia propuesta de 1968 [Ibíd., fig. 5 en el original, fig. 8.3 aquí].  

54

Hoy día el software de simulación permite clarificar la dirección y secuencia de estos “bucles” de realimentación, con el uso de la convención “+1”, que implica que ese regreso ocurre cuando se ha recorrido el circuito cuando menos una vez y que es, además un circuito que “amplifica” el proceso respectivo (realimentación positiva) y “-1” cuando a cada ciclo el proceso implica una disminución del proceso (realimentación negativa).

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Fig. 8.3 el “modelo de trabajo” de Wright de 1968

Este punto sobre la dirección de las flechas no es trivial, como tampoco lo es el señalamiento de las páginas específicas que soportan el análisis. Para verlo simplemente hay que revisar los diagramas que, sin duda inspirados en la misma teoría de sistemas, hace Redman [1978:221-227]. Los diagramas son, en general, mucho más pobres, no tienen referencias a páginas específicas y gracias al asunto de las flechas de realimentación, el estado causa el aumento demográfico en la teoría de Carneiro y no a la inversa, como uno tendería a pensar (ver fig. 8.4, Fig.7-4 en el original, Redman 1978:224]. Tampoco es claro cómo es que operan las flechas, si siempre como conexiones causales, o como condiciones antecedentes, dado que el texto tampoco es explícito al respecto.



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Fig. 8.4 Dos ejemplos de análisis de Wright: Wittfogel y Diakonoff

Siendo alumno de Wright en Michigan, me llamó la atención que el símbolo en lógica formal para el conector del condicional sea precisamente una flecha. El condicional (Si p ->q) suele ser la forma lógica asociada a los principios generales como los que caracterizan las leyes. De ahí salió la idea de convertir los diagramas de Wright en representaciones formalizadas con la ayuda de la lógica de predicados (o lógica simbólica). Cuando aprendí un poco de lógica de predicados de segundo orden, también llamada “teoría de la cuantificación”, que incluye la posibilidad de introducir símbolos para fórmulas que hablen de “para todos los casos” o “existe un caso tal que”, me pareció que la traducción podría ser más precisa incluso que los diagramas de Wright, dado que podía ser capaz de mayor sutileza que la expresable mediante los diagramas de flujo. Fue así como surgió la idea de tomar alguna teoría para hacer la prueba y presentarla en el Seminario de Wright (aunque ahora como expositor invitado, dado que yo había aprobado ya ese curso un par de años antes). La teoría que seleccioné era la que, en opinión de buena parte del departamento, se consideraba como “la más refutada de las teorías sobre el origen del estado”: precisamente la de Sanders, Parsons y Santley. Y como dicen en mi tierra, “y de ahí pa’l real”…



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Capítulo 10

El problema de la explicación -“¡Oh, no!... Una discusión más sobre la explicación en arqueología… ¡Arghhh!”



La sinceridad no es quizá la cualidad más frecuente en el gremio arqueológico (al menos no lo es en nuestro país); pero si fuera, el comentario anterior no sería solamente algo que muchos colegas piensan, sino que se atreverían a expresar abiertamente. No los culpo. El tema de la explicación es uno que ha sido traído y llevado, llevado y traído en arqueología, sin que las polémicas en torno suyo parezcan resolverse nunca; un tema capaz de arrancar lágrimas de aburrimiento a más de un arqueólogo, esto es, no a uno sino al par de compañeros que, por cortesía, no escapan despavoridos como el resto ante su mera mención.



Parecería, en consecuencia, necio seguir insistiendo al respecto. En esta tesis hacerlo es, me temo, indispensable. Si hay que tratar a las teorías en arqueología como lo que son, a saber, teorías; y si la función principal de las teorías es proveernos de explicaciones, entonces es inevitable cuando menos dejar sentada nuestra concepción de lo que es una explicación. De otra manera no hay forma de darle sentido a una de nuestras propuestas centrales, que es la idea de que la teoría de SPS era probablemente la mejor de las teorías disponibles sobre el origen del estado a inicios de la década de 1980.



Pero más allá de los intereses particulares de este trabajo, revisar el concepto resulta crucial. En el capítulo 3 comentamos que la explicación (junto con la descripción, la comprensión interpretativa y la glosa) es uno de los objetivos cognitivos de nuestra disciplina. Desde cuando menos los trabajos de Childe [1954] y Clark [1947, 1954], en la primera mitad del siglo XX, pasando por las propuestas de Taylor [1967 (Orig. 1948)], Willey y Phillips [1968 (orig. 1958)] y con toda claridad en la arqueología procesual binfordiana Binford [2001; Binford, ed. 1972; Binford, et al. 1983] y sus secuelas a finales de siglo, la explicación ha sido uno de los ejes del debate. Este debate tomó un giro decididamente antiprocesual con el advenimiento de lo que más tarde se conocería como arqueología interpretativa: Hodder y sus seguidores han puesto en tela de juicio la posibilidad e incluso la necesidad de intentar proponer explicaciones; con ello hicieron eco tardío de las voces de algunos arqueólogos dentro de la propia arqueología procesual, notoriamente la “escuela de Michigan”, que cuestionó no solamente el modelo de explicación mediante leyes que introdujera la Nueva Arqueología, sino la idea misma de leyes no-triviales [Flannery 1973a].

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Pero, a lo largo de estos debates, ¿realmente se ha estado hablando de lo mismo cuando se habla de explicaciones? De ser así, no tendría sentido el debate entre Binford y Willey y Sabloff, precisamente sobre qué se debe entender como una explicación satisfactoria y sobre el orden de los pasos a seguir cuando se quiere proponer una [Binford 1972 c (orig. 1968)], Sabloff and Willey [1967]. Para Willey y Sabloff el primer paso es construir “una secuencia histórica correcta” [Sabloff and Willey 1967:329-330]; para Binford, la construcción de esa secuencia histórica involucra, ya de entrada, principios generales, del tipo que deberíamos explicitar en nuestras explicaciones [Binford 1972 c (orig. 1968):115].



El tema ha sido sin duda tratado extensamente, sobre todo a partir de la Nueva Arqueología, dado que uno de los ejes de la arqueología procesual era precisamente postular la centralidad de la explicación (Binford [1962, 1968]; Watson, LeBlanc and Redman [Watson, et al. 1971]); se ha discutido también el grado al que la explicación debe involucrar principios generales [Fritz and Plog 1970]; sobre su estructura (deductiva o no) [Salmon 1975; Salmon 1998b, 1998c] y otros aspectos, ver Gándara [1983] para una bibliografía de estos primeros intercambios. Y, entrados los ochentas, si buscar explicaciones realmente había beneficiado a la arqueología (que es el problema al que intentan responder los autores del volumen editado por Renfrew [Renfrew, et al. 1982]. Para finales de esa década y buena parte de la siguiente se intentó identificar la fuente de muchas de las confusiones en torno a la explicación y varios autores de la recién creada subdisciplina de la “meta-arqueología” las rastrean a una comprensión inadecuada del modelo propuesto originalmente por Hempel dentro de la tradición neopositivista (Embree [1992], Kelley and Hanen [1988], Wylie [1989a, 1989b, 2002], Pinsky and Wylie [1989], Gándara 1983]). Es quizá el único debate al que se han unido filósofos de la ciencia profesionales, ya sea para apoyar la idea de explicación mediante leyes [Watson, et al. 1984], o para proponer modelos alternativos, notablemente el de la explicación como relevancia estadística (los artículos de los Salmon, citados entes) y, finalmente, los modelos causales [Salmon 1950; W. C. Salmon 1992], o de ajuste a la mejor inferencia [Hanen and Kelley 1989]. Finalmente, se ha discutido los meritos relativos de la explicación vs. la comprensión interpretativa o hermenéutica (Hodder [1986, 1995], Wylie [2002: particularmente la Introducción], Gándara [2000, 2003]).



Como se verá, por tinta no ha parado el asunto. Lo curioso es que, a casi 40 años de que la Nueva Arqueología introdujera explícitamente este debate parece haber pocos consensos. Uno de ellos pudiera ser que si un modelo requiere ser abandonado, o ha sido superado, es el que los propios procesuales introdujeron, el de Hempel [1966, 1970 (orig. 1958)]. Ello es ligeramente injusto, dado que es más o menos claro que Binford no conoció (o no parece haber entendido) en toda su complejidad la propuesta hempeliana. De hecho, cita normalmente el libro de Hempel introductorio a la filosofía de la ciencia [Hempel 1966] y no el ensayo clásico sobre explicación [Hempel 1970 (orig. 1958)), salvo en lo que se puede considerar el manifiesto de la Nueva Arqueología [Binford 1972 a (orig. 1968)], en el que Hempel contesta a los críticos e intenta resolver

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dificultades que él mismo había señalado en relación a la propuesta original publicada en 1948 [Hempel and Oppenheim 1948], artículo que sí era citado por los primeros procesuales.



Así que se hace indispensable, cuando menos, revisar en qué consistía la propuesta de Hempel, así como la fortuna que esta tuvo, primero entre los propios filósofos de la ciencia y, luego, en arqueología. E intentar ver qué líneas de consenso (o, alternativamente, de batalla) se dan recientemente en torno al concepto central de explicación; ello puede ayudar a normarse un criterio sobre cuál de las alternativas (o cuáles de ellas combinadas) hay que adoptar, si es que alguna.



En consecuencia, con una disculpa adelantada para aquellos lectores que reaccionaron con horror ante el título del capítulo, helo aquí, una vez más, a todo color: el tema de la explicación en arqueología.

La explicación: la historia de una búsqueda sin terminar Los debates sobre la explicación son un ejemplo perfecto para lo que pudiéramos llamar las paradojas de la ciencia: la mayoría de los científicos estarían de acuerdo en que explicar es una de las metas centrales de la actividad científica (junto con la predicción y el control). Pero cuando se les interroga sobre qué significa exactamente “explicar”, ese consenso parece disolverse. La paradoja, o al menos la ironía, es que todos parecen reconocer una buena explicación cuando la tienen en frente, pero al mismo tiempo les es difícil determinar exactamente qué características debe cumplir una explicación para ser considerada como satisfactoria.



En ciencias desarrolladas, como la física o la astronomía, el asunto no parece ser de gravedad, dado que muchos científicos, si bien no pueden definir con precisión qué es una buena explicación, sí pueden sin mucho trabajo identificar ejemplos de buenas explicaciones y todo indica que habría coincidencias importantes sobre cuáles explicaciones son las buenas. El problema es más bien para las disciplinas en desarrollo, como la propia arqueología, en la que precisamente una de las dificultades es llegar a acuerdos sobre cuáles son los ejemplos de una buena explicación, o aún peor, si deberíamos intentar incluso explicar.



Es en este tipo de casos cuando los científicos que normalmente desconfían de la filosofía, incluyendo a la filosofía de la ciencia, encuentran útiles (o al menos utilizables como fuentes de autoridad) los resultados de la filosofía de la ciencia. Eso es exactamente lo que Binford hizo a mediados de los sesentas, a sugerencia de su profesor Leslie White [Binford, ed. 1972:8]. Leyó un libro introductorio a la filosofía de la ciencia; pero no cualquier libro, sino un clásico, un extraordinario ejemplo de divulgación: precisamente el libro de Karl Hempel. Y resulta que este autor era ni más ni menos que el creador del modelo sobre la

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explicación con mayor influencia en la filosofía de la ciencia (Hempel and Oppenheim [1948], Hempel [1970 (orig. 1958)]).

El origen: la propuesta hempeliana Lo que Binford parece haber ignorado es que, para el momento en el que él incorpora lo que es uno de cuatro modelos hempelianos de explicación, la propuesta de Hempel había sido puesta en duda prácticamente, con contraejemplos que a veces el propio Hempel había identificado, pero que sus detractores, por supuesto, proliferaron y diversificaron. En parte, el ataque no era solamente al modelo de explicación y mucho menos a la persona de Hempel, que parece haber sido una persona amable y gentil; era un ataque al neopositivismo, la tradición a la que Hempel pertenecía y de la que era uno de los pilares. Pero esto lo ignoraban Binford y sus seguidores, lo que hace irónico el hecho de que un par de años antes de que se produjera el primer libro de texto procesual [Watson, LeBlanc y Redman 1971], titulado ni más ni menos que “La explicación en arqueología”55, en el que el modelo neopositivista era central, Achinstein había publicado “La herencia del Positivismo Lógico”, con la clara intención de indicar que dicho movimiento estaba muerto.  



Lo que Hempel había intentado hacer, en cierto sentido, es lo que en antropología llamaríamos ir de un enfoque emic a uno etic. Como se recordará del capítulo 5, en el primero, lo que el informante diga es la verdad final y la concordancia con la visión del grupo estudiado es la validación de que la reconstrucción de la cultura es correcta. En el segundo la visión es externa, del analista y se intenta validar el análisis contra la propia realidad, aunque no coincida con lo que los informantes piensen o su cultura sancione. Es decir, como científico (Hempel era físico de profesión original y con credenciales impecables al respecto), Hempel tenía una intuición emic de lo que era una explicación. Pero, como filósofo y, en particular, como filósofo neopositivista, esta intuición no era suficiente. Había que hacer un análisis “desde fuera”, que pudiera servir cuando menos dos propósitos: identificar los componentes claves de una explicación satisfactoria, por un lado; y por otro, servir como guía, en sentido prescriptivo o al menos heurístico, en la construcción de explicaciones.



Pero el neopositivismo demandaba requerimientos adicionales, congruentes con el énfasis de este grupo en valores como la claridad, la precisión y el evitar a toda costa nociones “metafísicas” o “carentes de significado”. Y a tono con su insistencia en que un buen análisis era uno que pudiera expresarse en el formulismo de la lógica simbólica, el modelo de explicación resultante debería capturar la forma esencial de las explicaciones, su carácter formal, también llamado “sintáctico”; debía hacerlo sin referencia a otro tipo de consideraciones, como las de tipo histórico, contextual o, curiosamente, las de uso del término, 55

Por desgracia, la traducción española modificó el título original: la edición de Alianza Universidad lo tituló “El método científico en Arqueología” [Watson, Le Blanc y Redman 1971].

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llamadas ésta últimas “de tipo pragmático”. Es decir, una buena explicación era una buena explicación a partir de sus características formales, que eran independientes de quién pedía la explicación, en qué contexto o quién la proporcionaba. Estas características se consideraban anecdóticas y, en consecuencia, no generalizables en un buen modelo.



Hempel fue claro desde el inicio en el sentido de que su análisis se limitaría al concepto de explicación usado en la ciencia. Es decir, otros contextos de uso, que marcan significados diferentes del término, serían omitidos de consideración. Entonces quedaban fuera usos como el de “explicarle a alguien cómo” (en el sentido de darle instrucciones, por ejemplo, cómo tocar la guitarra o llegar a una dirección postal). Se entiende entonces que le interesaban las explicaciones que los científicos ofrecen, fundamentalmente, a otros científicos. El punto es importante, porque posteriormente su propuesta fue criticada por no ser de suficiente amplitud y no analizar todos los contextos en el que el término “explicación” es usado. Esa crítica me parece injusta.



¿En qué consiste su análisis? Obviando los detalles, para los que puede consultarse el locus clasicus [Hempel 1965, reeditado en 1970] o el trabajo de reseña crítica de autores posteriores, tanto en arqueología (como los ya mencionados de Kelley Hanson, Wylie, Embers y Renfrew), como en la filosofía de la ciencia (notablemente [Ruben 1990] y el propio Wesley Salmon [Salmon 1989], entre otros), la idea fundamental es que las explicaciones son un tipo particular de argumentos. Esto es, establecen las relaciones entre premisas y las conclusiones que se derivan de ellas. Estos argumentos pueden ser de tipo deductivo (el modelo clásico que Binford popularizó en arqueología) o de tipo inductivo. En el primer caso, la conclusión del argumento se deriva con la fuerza de la propia deducción y, por lo tanto, era una situación que era de esperarse dadas las premisas. En el segundo, la conclusión típicamente se da con una alta probabilidad. Veamos más de cerca la propuesta.



Las explicaciones intentan dar respuesta a preguntas de un tipo particular: las de tipo “por qué”. Pero es importante aclarar que de hecho hay dos tipos de preguntas “por qué” y que las explicación solamente intenta contestar a las uno de estos tipos. El primer tipo se llama “epistémico” y es el que empleamos cuando queremos que nuestro interlocutor ofrezca las razones que tiene para creer en un enunciado. Por ejemplo, si yo digo “La civilización maya clásica se colapsó alrededor del año 900 d.C.”, es perfectamente legítimo que alguien me pregunte: “Por qué dices eso”, en el sentido de “qué te lleva a creer que eso es cierto, que realmente hubo un colapso maya”. Mi respuesta es ni más ni menos que una justificación, en el sentido epistemológico que examinamos en el capítulo 5. Es decir, me piden las razones que tengo para creer que un evento o proceso realmente ocurrió.



Algo muy distinto sucedería si lo que a mi interlocutor le interesa es saber “¿Por qué se colapsó la civilización maya en el 900 d.C.?”. En este segundo caso

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no se me pide que justifique mi creencia, sino que ofrezca un recuento de las variables y condiciones que produjeron dicho colapso. Evidentemente, se asume que tengo razones para pensar que ocurrió, pero lo que interesa ahora no es que me lleva a mí a pensar que ocurrió, sino por qué es que ocurrió. Normalmente eso nos remite a las causas que pudieron estar operando para, en ciertas condiciones, producir el colapso. Este segundo tipo de pregunta “por qué” se llama, como es de esperarse, “por qué explicativo”. Y es el tipo de pregunta sobre el que Hempel y otros analistas de la explicación centran su interés.



Así, toda explicación inicia con un “por qué explicativo”. Un ejemplo podría ser “¿por qué no se encuentra evidencia ósea en este sitio?”. Si transformamos ahora la pregunta en un enunciado aseverativo, se convierte, en la terminología de Hempel, en el enunciado “explanandum”: es decir, el que describe lo que queremos explicar. En nuestro ejemplo, si quitamos el “por qué”, nos queda: “No se encuentra evidencia ósea en este sitio”. Este enunciado explanandum va a funcionar como la conclusión del argumento explicativo. Las premisas que permiten derivarlo constituyen lo que Hempel llama el “explanans”, o aquello mediante lo que explicamos lo que queremos explicar. En su modelo, el explanans incluye siempre al menos una generalización relevante e indispensable para lograr un argumento válido. Dependiendo del tipo de explicación (Hempel propone cuatro modelos diferentes), puede incluir además enunciados particulares de condiciones antecedentes. Juntos constituyen el explanans y deben permitir, mediante el formato de inferencia conocido como “modus ponens” en lógica, derivar el enunciado explanandum. Esta derivación no siempre es deductiva, aunque las variantes más conocidas del modelo son las de la explicación llamada “nomológico-deductiva”.



La terminología hace que el modelo suene más complicado de lo que realmente es. Si regresamos a nuestro ejemplo podemos ver que en realidad es simple. Si nuestro interés es explicar por qué en este sitio no hay evidencia ósea, nuestro explanandum sería: “No se encuentra evidencia ósea en este sitio”. Requerimos ahora cuando menos una premisa de orden general y dado que se hace referencia a un sitio en particular, cuando menos una premisa de orden particular en la que el sitio se mencione.



Un buen candidato para principio general sería el bien conocido principio general de que el hueso no se conserva en suelos ácidos. Si el sitio en cuestión tiene suelos ácidos, este hecho particular, combinado con el principio general mencionado, son suficientes para proporcionar una posible explicación:

Pregunta explicativa: “¿por qué no se encuentra evidencia ósea en este sitio?



Enunciado explanandum: No se encuentra evidencia ósea en este sitio Argumento explicativo

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Explanans PG1: La evidencia ósea no se conserva en suelos ácidos

CA1: Este sitio tiene suelos ácidos (por lo tanto) ------------------------------------------------------ Explanandum No se encuentra evidencia ósea en este sitio

Este ejemplo pertenece al primero de los cuatro modelos hempelianos (el de la explicación de eventos particulares); los otros tres serían el de explicación deductiva de generalidades, el de la explicación deductiva estadística y el de la explicación estadística inductiva. No es necesario que entremos a los detalles de estos modelos, salvo quizá presentar un ejemplo del segundo, en el que nos interesa explicar una generalidad. Ello requiere, típicamente, una generalidad de orden mayor. En el caso de nuestro ejemplo, quizá lo que ahora motiva nuestra curiosidad ya no es el que no aparezcan restos óseos, sino el por qué en los suelos ácidos no se preservan dichos restos. Así ahora:







Pregunta explicativa: ¿Por qué en los suelos ácidos generalmente no se preserva la evidencia ósea? Enunciado explanandum (que se logra eliminado la pregunta y dejando solo al enunciado): En los suelos ácidos generalmente no se preserva la evidencia ósea Argumento explicativo Explanans PG1: El material óseo es rico en compuestos de calcio y otras sustancias alcalinas PG2: La reacción de una sustancia alcalina ante un ácido es la su disolución y la formación de sales y agua (con una pequeña liberación de calor) PG3: Las sustancias alcalinas de los huesos interactúan con los suelos ácidos lo que reduce la probabilidad de su preservación (Por lo tanto) --------------------------------------------------------------------------- Explanandum: En los suelos ácidos generalmente no se preserva evidencia ósea

El interés de ambos ejemplos es mostrar, en primer lugar, que los términos que aparecen en el enunciado explanandum deben estar contenidos ya sea en los principios generales (PG) del explanans o, en su caso, en las condiciones antecedentes (CA). En el primer caso hay cuando menos una que hace mención a un sitio en particular; en el segundo, que es la explicación de principios generales, no se requiere mención a condiciones antecedentes y las premisas involucradas son todas de orden general. De hecho pudimos haberlas formulado en toda su generalidad, anteponiendo la cláusula “En todos los casos…”; y, en segundo lugar, el que, como en nuestro ejemplo, la explicación de un evento particular mediante

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un principio general puede, en un segundo momento llevarnos a buscar la explicación de ese principio general en términos de principios aún más generales.



En estas dos variantes (así como en las dos restantes que no trataremos aquí), como se verá, es necesario involucrar principios generales. De otra manera, el juicio ya no es válido: de la premisa particular “En este sitio hay suelos ácidos”, no se sigue “No se encuentra evidencia ósea en este sitio”. Uno de los términos del enunciado a explicar “evidencia ósea” simple y sencillamente no aparece en la premisa particular, por lo que el juicio no resulta válido. Nótese también que el principio general involucrado (y en su caso, los enunciados de condiciones antecedentes) deben ser también pertinentes al caso (indispensables para la deducción). Considérese, por ejemplo:





Explanans: PG1: Todos los gases se expenden cuando se les aplica temperatura (mientras la presión se mantiene constante) CA1: En este sitio hay suelos ácidos (Por lo tanto) ------------------------------------------------ Explanandum No se encuentra evidencia ósea en este sitio

Claramente, el principio general involucrado no es relevante al argumento, dado que no aparecen los términos que aparecen en el explanandum; notablemente, la inexistencia de evidencia ósea.







O bien este ejemplo: Explanans PG1: La evidencia ósea no se conserva en suelos ácidos

CA1: En este recipiente el gas contenido está a presión constante (Por lo tanto) ------------------------------------------------ Explanandum No se encuentra evidencia ósea en este sitio

En este caso el principio general es relevante: términos como “evidencia ósea” aparecen; lo que falla es la condición antecedente, que no tiene nada que ver con lo que nos interesa explicar y cuyo papel sería conectar el principio general a nuestro caso de estudio, identificado aquí como “en este sitio” en el explanandum. En este caso, como en el anterior, el argumento resultante es inválido, con lo cual la explicación ya no es válida.



La belleza de este modelo es que, en plena concordancia con las intenciones neopositivistas, puede reducirse a su expresión formal, también llamada “sintáctica”; es decir, podemos incluso prescindir del contenido específico del argumento para establecer la forma lógica que debe cumplir. Veámoslo con el caso de la explicación de eventos particulares: la fórmula es

Explanans:

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PG1: Para todo caso del tipo x, si el caso tiene la propiedad P, entonces tiene la propiedad Q

CA1: Este es un caso de tipo x, y tiene la propiedad P (por lo tanto) ---------------------------------------------------------- Explanandum: El caso tiene la propiedad Q

De hecho, hay quien reduce este argumento a su forma lógica aún más básica:











Si P, entonces Q

P (por lo tanto) ----------

Q

Esta es ni más ni menos que la estructura del tipo de argumento conocido en lógica como modus ponens.



De nuevo, no hay que dejar que la presencia de variables (que nos recuerdan a las temidas matemáticas de las que claramente creíamos haber escapado estudiando arqueología), nos intimide o confunda el panorama. Regresando a nuestro ejemplo, en el caso del principio general 1, simplemente estamos diciendo que, , en todos los casos de sitios con suelos ácidos (propiedad P) generalmente no se conserva la evidencia ósea (propiedad Q); la condición antecedente 1 indica que el caso, nuestro sitio, es un caso de ese tipo, por lo que tiene la propiedad de tener suelos ácidos (propiedad P), lo que nos autoriza a inferir, deductivamente, el caso (nuestro sitio) tiene la propiedad Q. Dicho de otra manera, que era de esperarse que, dado el principio PG1 y la condición antecedente CA1 (que conjuntamente constituyen el explanans), se diera la situación que nos interesaba explicar (el explanandum). Este rasgo resultará, como veremos adelante, crucial: el de que la explicación hace que el explanandum fuera de esperarse.



¿En virtud de qué es que habría que esperarlo? En virtud de los principios generales involucrados, de las condiciones antecedentes y del carácter deductivo del argumento. Hempel utiliza el término “Ley” en vez de principio general. Ley en griego es “nomos”. Juntando estos elementos, es fácil entender por qué este primer modelo de explicación se conoce como “Nomológico deductivo de particulares”, ya que hace referencia al papel indispensable de estas leyes (que yo prefiero llamar simplemente “principios generales”) y a la naturaleza deductiva del argumento involucrado. También es fácil entender por qué, al requisito de que una buena explicación haga de aquello que queríamos explicar algo que era de esperarse, se le llama “expectabilidad nómica”, de nuevo por referencia a nomos, o ley. El evento explicado era de esperarse en función de las leyes o principios generales involucrados, dado que dichos principios establecen que para todos los

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casos de un cierto tipo, si tienen la propiedad P entonces es de esperarse que tendrán la propiedad Q.



La simplicidad de este modelo (sobre el que centraremos nuestra atención) es sin duda admirable. Su utilidad práctica y heurística son también, en principio, claras: ¿tengo duda si una explicación de eventos particulares es satisfactoria? Fácil: cotejo que tenga los componentes requeridos: principios generales y condiciones antecedentes particulares ambos relevantes (indispensables para la explicación) y que el argumento siga fielmente la lógica deductiva del modus ponens.



En la vida real, sin embargo, las cosas se complican (o se simplifican), precisamente por aspectos que tienen que ver con quién pide una explicación, en qué contexto y quién la proporciona, es decir, aspectos de uso, o “pragmáticos”. Se simplifican, porque entre arqueólogos quizá no es necesario establecer el argumento completo y explicitar las premisas. Si un colega me pregunta por qué en mi sitio no hay evidencia ósea, simplemente le contesto “¡suelos ácidos!” y no necesito decir más. De hecho, si lo hago, seguramente mi interlocutor me considerará un petulante o se ofenderá de lo que quizá le parezca una actitud condescendiente de mi parte. Es decir, en ocasiones, como señalaba el propio Hempel, las explicaciones son “elípticas”, ya que solamente asumen, sin explicitar, el conjunto de las premisas ni el argumento deductivo en su conjunto.



Y se complican, porque si mi interlocutor es una persona del público general, y le contesto: “suelos ácidos”, no entenderá nada y, dependiendo de sus conocimientos de química, deberé explicitar no solamente la explicación entera, sino seguramente pasar luego a explicar por qué, en general, los huesos no se preservan en suelos ácidos, lo que quizá requiera ahora explicar por qué la reacción de ácidos con álcalis; y si el interlocutor es una de esas gentes inteligentes y deseosas de aprender, quizá nos ponga en aprietos preguntando ahora por qué es que ácidos y álcalis reaccionan como lo hacen, lo que llevaría a una discusión de la estructura atómica, misma que, en mi caso, yo ya no podría sostener. O quizá si pudiera, llegaría el momento en que, a partir de la relación que he llamado “cadena explicativa” llegara a un punto en donde la incapacidad ya no fuera solamente mía, sino del conocimiento científico de ese momento: por qué ciertas subpartículas parecen tener un giro hacia la izquierda o a la derecha, por ejemplo… Quizá hasta el más ducho de los físicos tendría que reconocer que, o aún no sabemos, o recurrir a lo que hemos llamado “ontologización”: “¡porque así es la vida!”, “¡porque así son esas subpartículas!”



Este tipo de problemas, de orden pragmático, eran reconocidos por Hempel. Pero al parecer, nunca esperó que tuvieran un impacto tan fuerte sobre su modelo como eventualmente lo tuvieron. Pero me estoy adelantando. Antes de que esas dificultades saltaran a la vista, aparecieron primero otros problemas, de corte formal, algunos de los cuales Hempel alcanzó a resolver, pero muchos otros, como veremos, no.

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La caída del modelo hempeliano La insistencia en que un modelo formal, sintáctico, resolviera el asunto de los criterios de adecuación para una explicación pronto resultó ser más que una solución, la fuente de los problemas para Hempel. Como decíamos, algunos no solamente los reconoció, sino que en un acto de honestidad intelectual que habla de su entereza como ser humano, él mismo fue el primero en señalarlos. En ocasiones logró solventarlos, pero a medida que se multiplicaban los contraejemplos, es decir, los ejemplos que aparentemente satisfacían sus requerimientos pero resultaban inaceptables como explicaciones, se empezó a generalizar una sensación de que la propuesta hempeliana tenía defectos de origen, que a primera vista lucen insuperables.



Algunos son de orden un tanto técnico, que nos tomaría mucho espacio intentar clarificar aquí (aunque, de nuevo, el lector interesado puede recurrir a los recuentos ya mencionados, o a una versión resumida [Woodward 2003]. Pero, para muestra, un botón: resulta que una explicación del tipo:





Los hombres que toman anticonceptivos no se embarazan El sr. Jones toma cotidianamente anticonceptivos ----------------------------------------------------------------- El Sr. Jones no se embaraza

Es una explicación que cubre los requisitos para el modelo de explicación de eventos particulares, pero resulta a todas luces insatisfactoria. Cuando el Dr. Railton lo presentó en clase, en el curso de Filosofía de la Ciencia durante mi estadía en Michigan yo recuerdo claramente haber saltado de mi asiento y protestar, furioso - “Eso es falso, no puede valer como un contraejemplo del modelo hempeliano”. Con paciencia ejemplar, Railton me llevó de la mano: - “¿Qué parte es falsa?”, preguntó: “¿El principio general?”(Los hombres que toman anticonceptivos no se embarazan); “¿Conoces algún caso de algún hombre que lo haya hecho y esté embarazado?” - “¡Por supuesto que no!”. - “Entonces”, continuó, “¿será a caso el reporte de que el Sr. Jones toma anticonceptivos? Porque tenemos evidencia independiente de que el Sr. Jones es muy especial, medio supersticioso y un tanto paranoico y que jamás dice mentiras. Además, tenemos videos que muestran su conducta cotidiana y otras líneas de evidencia intachable. Así que espero tu duda no será sobre la condición antecedente…” (El Sr. Jones toma cotidianamente anticonceptivos) -“No, contesté, me imagino que tenemos que tomar el reporte como bueno –de todas manera el caso es inventado…”. - “Entonces”, siguió, “quizá lo que te parece falso es el evento del que habla el explanandum” (El Sr. Jones no se embaraza). De nuevo tuve que reconocer que no era falso. “O quizá pones en duda la validez lógica del argumento…”. Tampoco.

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Era impecable. “O el carácter de relevancia de principios generales y condición antecedente”. Tampoco. “Si es así, entonces es necesario reconocer que esta explicación cumple los requerimientos originales de Hempel, pero sigue siendo totalmente insatisfactoria”. - “En efecto”, tuve que reconocer, frustrado de no poder hacer una mejor defensa de lo que me parecía un modelo de gran relevancia para la arqueología.

El autor del contraejemplo (o al menos el que lo popularizó), fue Wesley Salmon. Era parte de un intento de mostrar que los requisitos formales propuestos por Hempel no eran suficientes. Es decir, seguramente faltaba algo. Otros autores siguieron una ruta diferente: mostrar que los requisitos no eran necesarios. El resultado conjunto: el modelo hempeliano, se dijo, no es ni necesario ni suficiente para una buena explicación. Hempel intentó fortalecer los requisitos (inclusive hablando de aspectos que ya no eran formales, sino históricos y de contexto). Por ejemplo, que en el caso del ejemplo del Sr. Jones lo que sucede es que dentro del cuerpo antecedente de conocimientos disponibles actualmente, existe un principio general que es preferible al usado en la explicación y es el principio de que los hombres, tomen o no anticonceptivos, no se embarazan, porque los hombres simplemente no se embarazan, lo que arroja una explicación más satisfactoria (“¿por qué el Sr. Jones no se embaraza? Porque es hombre y los hombres no se embarazan”. Con ello queda solventada la situación, pero a costa de relativizar cuándo una explicación es satisfactoria a un estado de conocimiento en un momento determinado. Ello implica que habría explicaciones que eran satisfactorias y ya no lo son, o a la inversa (y mucho peor), que las explicaciones satisfactorias hoy pudieran ya no serlo mañana, con lo que el proyecto de un modelo estrictamente en términos formales, sintácticos, que tuviera poder prescriptivo y ya no solamente descriptivo, se viene abajo.

Otras dificultades tuvieron que ver con otras partes del programa neopositivista más amplio. Por ejemplo, en cuanto a la noción de ley. El neopositivismo es una forma de empirismo (de hecho, el nombre de la tradición una vez que los autores centrales escaparon de la persecución nazi y se instalaron en Estados Unidos, fue precisamente el de empirismo lógico). Ello implica que, seguidores de la herencia del gran filósofo del siglo XVIII, Hume, para ellos las leyes no son más que conjunciones constantes de fenómenos. Es decir, no hay nada por encima o detrás de la evidencia empírica a la que tenemos acceso; simplemente observamos que cada vez que ocurre P ocurre Q y por costumbre y facilidad, formulamos esa regularidad observada como ley, pero no podemos asumir de nuestras observaciones que haya algo en P que necesariamente conduzca a que Q ocurra. Es decir, las leyes son solamente reporte de regularidades empíricas.

Pero esta concepción tiene un costo altísimo: ya no hay manera de distinguir fácilmente entre las leyes genuinas y las generalizaciones accidentales (para ver otras ramificaciones de este análisis, la excelente antología de Sosa es un buen punto de partida [Sosa 1975]). El ejemplo típico es la gente de un salón

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de clase. Podemos afirmar, si ese salón es el mío en La Piedad, Michoacán, que todos los asistentes tienen menos de 56 años (al momento de escribir esto). Pero eso es accidental, aunque en ese momento sea verdadero. Si mi salón lo usa ahora Sanders, esa generalización ya no es verdadera. ¿Cómo reconocer las generalizaciones verdaderas de las accidentales, o de las meras correlaciones, como la que se ha observado en París, que establece que la cantidad de nacimientos aumenta exactamente cuando llegan las cigüeñas? O en un caso mucho más relevante por sus consecuencias e importancia histórica: el intento de la industria del tabaco por insinuar que más que el cigarro causar cáncer, ¿era la predisposición al cáncer lo que llevaba a la gente a fumar? Compárese con situaciones en donde tengo en un contenedor muchas muestras de carbón (el elemento químico) y son puras -no inestables- todas tienen un peso atómico de 12; y si pongo una muestra más, también esa tendrá el mismo peso; o, con dolor de la industria tabacalera, fumar causa cáncer en un muy alto número de casos.

Es decir, lo que falta en el modelo neopositivista de ley es precisamente la idea de causalidad. Pero Hume había descartado que existiera algo tal como las causas. Este concepto parecía (¡y es!) metafísico, es decir, está más allá de lo que podemos observar directamente. Sin embargo, sin él, se producen todo tipo de anomalías en el modelo hempeliano. Mientras que podemos decir que la altura de un asta bandera explica la longitud de la sombra que ésta proyecta en un determinado momento de un día soleado, lo contrario no tiene sentido: no podemos explicar la longitud del asta bandera en función de su sombra (en un contraejemplo propuesto por Bromberger). De hecho, el contraejemplo del Sr. Jones es relevante aquí: la generalización de que los hombres que toman anticonceptivos no se embarazan es accidental precisamente porque no va a la causa real del fenómeno de interés y que tiene que ver con que los hombres no se embarazan.

Esto es, ahora se sumaban dos problemas al problema formal: no poder contar con un concepto de ley que permita diferenciar entre leyes genuinas y generalizaciones accidentales (y que, a pesar de varios esfuerzos, los neopositivistas no lograron resolver); y el que al eliminar el concepto de causa, la distinción necesaria parece a primera vista imposible. Aunados a un tercer problema, la negativa del neopositivismo a hablar sobre verdad y preferir términos como “asertabilidad garantizada” (es decir, un término epistémico, relativo al sujeto, con el fin de evitar un término ontológico, relativo a la realidad), la situación casi se hace insalvable: considérese por ejemplo (tomado de [Kyburg 1965]):

Toda la sal a la que se aplica un embrujo de disolución se disuelve en agua La sal que está en el vaso recibió un embrujo de disolución -------------------------------------------------------------------------- La sal se disolvió en el agua



Sin una noción de verdad y de causalidad, el ejemplo tiene que considerarse como legítimo de acuerdo al modelo formal hempeliano. Nótese,

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dicho sea por justicia, que en sus últimos escritos Hempel rompió con la tradición neopositivista y empezó a utilizar con liberalidad ambos términos. Pero el daño estaba hecho. Para el momento en que Binford introduce el modelo hempeliano a la arqueología, el consenso de buena parte de la filosofía de la ciencia era que este modelo había sido refutado.

Un vistazo a lo que pasó después: los modelos pragmatistas, de relevancia estadística (SR), causal, unificacionistas De los cuatro modelos hempelianos hemos revisado dos (el deductivo de eventos particulares y el deductivo de generalidades). El tercero es el de la explicación deductivo estadística, parecido al segundo, con la diferencia de que las leyes a explicar involucran principios probabilísticos, estadísticos. El cuarto siempre fue el más problemático, según el propio Hempel reconoció. Es el inductivo-estadístico, en el que se trata de explicar un evento particular bajo una ley o principio general estadístico. Es problemático, porque a diferencia de los tres primeros, en que la conclusión se sigue (es de esperarse) con certeza deductiva, en este último caso, al tratarse de leyes probabilísticas, no hay certeza de que el resultado debía de esperarse. Y ello viola una característica implícita en los cuatro modelos, el de la expectabilidad nómica: explicar un evento es mostrar por qué dicho evento era de esperarse, dadas las leyes y las condiciones antecedentes involucradas.



Así, si queremos explicar por qué Jones desarrolló la enfermedad llamada paresis, acudimos a un principio general que dice que, en una proporción de casos de sífilis no tratada de manera oportuna, se desarrolla la paresis. Pero resulta que la proporción en que se desarrolla esta condición es realmente menor a aquella en que no se desarrolla. Es decir, lo que habría que esperar es que no se desarrolle. Dicho de otra manera, no se cumple con la intuición de que el explanans debería hacer muy probable el explanandum para considerar como satisfactoria a la explicación. Pero si se requiriera que el evento sea altamente probable, entonces la ciencia tendría que renunciar a explicar eventos que tienen baja probabilidad, cosa que en la vida real no hace, notablemente en la física actual, que es prácticamente probabilista. Así que hay aquí un problema con la idea misma de la expectabilidad nómica.



Algunas de las propuestas que siguieron a las críticas intentaban, como el propio Hempel, afinar esta y otras de las dificultades mencionadas. Eran, en cierto sentido, extensiones y ajustes de la propuesta. En el proceso, sin embargo, era notorio que añadían elementos no necesariamente contemplados en el plan o estrategia general neopositivista.



Un intento temprano fue el de Salmon, que implicaba un alejamiento importante de la intuición de Hempel. Salmon, trabajando precisamente sobre las dificultades del modelo de explicación inductivo-estadística, encuentra una solución que le hace pensar que el problema no se reducía a ese modelo, sino a la

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propuesta en su conjunto. Su solución evita algunas de las dificultades mencionadas. El modelo, llamado de relevancia estadística (o SR, por sus siglas en inglés), propone que no explicamos cuando mostramos que el explanandum era de esperarse (como resultado de un argumento lógico), sino cuando mostramos que cierta partición de la realidad, en la que cae el ejemplo a explicar, hace más probable que éste ocurra, que otra partición de la realidad en la que no ocurre. Los detalles técnicos del modelo no nos interesan aquí (de hecho, Salmon abandonó posteriormente la propuesta); pero la intuición básica es clara: si bien, en el ejemplo del Sr. Jones que desarrolla paresis este resultado es de menor probabilidad que el que no la hubiera desarrollado, sin duda el hecho que de que haya tenido previamente sífilis es relevante a que ahora haya desarrollado paresis y ello es más probable que suceda a pacientes no tratados de sífilis que a aquellos que no padecieron la enfermedad. Es decir, el ser parte de un conjunto conformado por aquellos que tuvieron sífilis, hace más probable que desarrolle paresis que si estuviera en un conjunto de personas que no sufrieron de sífilis. Algo similar puede decirse del contraejemplo en que el Sr. Jones no se embaraza: el que haya tomado anticonceptivos no es estadísticamente relevante a que no se embarace, dado que cualquier manera estar en el conjunto de los que toman anticonceptivos no cambia la probabilidad del embarazo, comparado a el de estar en el conjunto de las mujeres, para las que tomar anticonceptivos afecta su posibilidad de embarazarse. La moraleja sería que el factor citado como explicativo debe ser estadísticamente relevante, y que la ingesta de anticonceptivos por parte del Sr. Jones no lo es.



Explicar, bajo esta propuesta, no asume ya la forma de una inferencia deductiva o inductiva. Es decir, ya no es un argumento lógico, sino un conjunto de información cuyo propósito es el establecimiento de clases estadísticas (conjuntos) de contraste, con probabilidades diferentes de ocurrir que, aunque sean bajas, permiten entender por qué el explanandum sucedió, aunque no era de esperarse en el sentido nómico. Salmon luego abandonó esta propuesta, retomando de ella lo que consideró el centro: el que la relevancia del factor citado como explicativo depende precisamente de que es causal de aquello que quiere explicarse. Es decir, la diferencia entre los casos que contienen la variable de interés (que genera la partición en clases o conjuntos relevantes) y los que no, radica en que la variable citada es no solamente estadísticamente relevante, sino causalmente relevante. Este cambio lo hace cuando, ya aparentemente derrotado el modelo de Hempel, las baterías se enfilaron pronto contra el modelo SR de Salmon, por lo que empezaron ahora a proliferar contraejemplos centrados en generar particiones basadas en meras correlaciones estadísticas, que fallaban en ser explicativos precisamente por no implicar una conexión causal.

Un caso diferente fue el de Railton, resultado también de una intención original de mejorar el modelo de la explicación inductivo-estadística de Hempel, que tuvo como resultados laterales dos importantes contribuciones: una, la de destacar que quizá lo central en la explicación no es la propia expectabilidad nómica, sino la elucidación de los “mecanismos causales” involucrados. En este

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sentido, se anticipa o avanza en paralelo, aunque de manera independiente, al desarrollo de Salmon. La intuición básica es en cierto sentido similar: si bien no podemos predecir qué electrón particular cambiará de órbita en un átomo inestable, si comprendemos el mecanismo causal involucrado entenderemos que, en un intervalo de tiempo T, una determinada proporción de electrones cambiará de órbita con una probabilidad P, lo cual constituye una explicación de este cambio. Es decir, se reduce quizá el énfasis sobre la expectabilidad, pero se redobla en el interés sobre los mecanismos causales.

La segunda contribución de Railton fue la idea de un “texto explicativo ideal”. Este sería el texto que, si tuviéramos tiempo y conocimiento infinitos, podríamos construir para proporcionar una explicación perfecta, una que daría respuesta a diferentes interlocutores, al contener el conjunto entero de los principios y condiciones antecedentes que a veces se omiten en ciertos contextos. Con ello se intenta enfrentar el problema del carácter pragmático de la explicación que los filósofos neopragmatistas habían explotado mediante contraejemplos a los modelos hempelianos.

Van Fraassen [Salmon and McLaughlin 1982; Van Fraassen 1980, 1991 (orig. 1977)] y Bromberger [1970 (orig. 1966)] son quizá los críticos más conocidos de Hempel desde el campo neopragmatista. El centro de su propuesta es que es imposible generar un modelo formal, con requisitos universales de adecuación, que resuelva todos los casos de explicación, incluyendo los de las explicaciones cotidianas. Debe considerarse, en cada caso, el interés de quien realiza la pregunta “por qué” (y Van Fraasen avanzó mucho nuestra comprensión de las preguntas de este tipo), así como el contexto y el interlocutor.

Sobre líneas similares, aunque mucho más radical, fue la propuesta de otro autor neopragmatista, Achinstein [1983], que desglosa precisamente diferentes tipos de contextos, para señalar que en algunos no se requiere de un argumento, ni de establecer clases de contraste de relevancia estadística (contra Salmon), sino que una sola palabra basta. Es el caso del ejemplo en que señalar simplemente “suelos ácidos” se considera una explicación adecuada a que no se encuentren restos óseos humanos. Achinstein profundiza la manera en que la lógica de la pregunta por qué y su respuesta dificultan una solución de orden general, por el llamado “problema del énfasis”, que es normalmente no capturable cuando se trata de formalizar un argumento explicativo. Un ejemplo puede ayudar a tener, cuando menos, una pequeña muestra del tipo de dificultades que tiene en mente. Si pregunto “Por qué regresó ella en este momento”, puedo estar queriendo que me contesten por qué regreso ella y no otra persona: “Por qué regreso ella en este momento”; o por qué en ese momento y no en otro: “Por qué regresó ella en este momento”; o por qué regresó en vez de quedarse en donde estaba: “Por qué regresó ella en este momento”. Claramente, argumenta Achinstein, la explicación en cada caso sería diferente. Pero las cosas no mejoran si restringimos la discusión simplemente a los casos científicos, dado que, de nuevo, dependiendo del tipo de interlocutor y el contexto, se considerarán

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perfectamente adecuadas explicaciones que no son, en absoluto, argumentos completos y mucho menos formalizables mediante los recursos de la lógica formal.

Curiosamente, Achinstein prefiere referir la idea de explicación a la de comprensión interpretativa en un extraño giro -para ese momento histórico- hacia la hermenéutica. Esta solución permite un concepto de explicación muy amplio, centrado en aquello que nos permite lograr una comprensión, pero nos deja a oscuras en cuanto a qué, exactamente, significa lograr una comprensión, dado que Achinstein prefiere considerar a este término como “primitivo”, es decir, un término que no requiere o no puede ser definido.

La defensa del modelo hempeliano de ataques de tipo pragmático (una vez reconocida la importancia de los aspectos pragmáticos y la imposibilidad de que los criterios sean solamente sintácticos, formales), ha sido el proponer que explicaciones como “suelos ácidos” son en realidad elipsis, o bien “bocetos explicativos” que no han sido todavía desarrollados. De ahí que la idea de un “texto explicativo ideal” permitiría recuperar la idea de que, en el límite, todas las explicaciones, si se desarrollaran y explicitaran al máximo, acabarían teniendo la forma de argumentos como Hempel proponía.



Woodward ha llamado a los intentos de este tipo “argumentos sobre la estructura escondida” de la explicación. Son relevantes no solamente a las críticas de los neopragmatistas, sino que de hecho responden a críticos aún anteriores, como Scriven, cuyo interés era otro: mostrar que existen explicaciones que no requieren principios generales. En particular, Scriven [1958, 1962], un historiador y filósofo de la historia, propuso que no hay nada de nomológico en que, a la pregunta, “¿por qué hay una mancha de tinta en la alfombra?” yo responda simplemente que “golpeé con la rodilla la mesa y derribé el tintero”. Suponer la existencia de una ley sobre tinteros y manchas es absurdo, sostenía Dray, para quien la historia y las ciencias sociales no podrían nunca satisfacer los requerimientos del modelo hempeliano al no contar con leyes. Pero tampoco tenían por qué hacerlo: la explicación histórica, sostenía, no tiene por qué compartir la misma estructura. Puede haber explicación sin leyes.



Hempel contestó en su momento que el ejemplo de Scriven, para ser realmente explicativo, lo que hacía era tomar como supuestos ciertos principios generales que se mantenían implícitos [Hempel 1970 (orig. 1965)]. Estos eran, por supuesto, no leyes sobre manchas y tinteros, sino sobre la inercia de objetos al ser golpeados con cierta fuerza, el efecto de la gravedad al perder sustentación y su fragilidad ante el resultante golpe, así como otros sobre la absorción de líquidos por capilaridad, etc. Es decir, que detrás de la aparentemente simple narrativa de Scriven existían por supuesto principios generales que estaban simplemente implícitos. De ahí que Woodward [2003] le llame a este tipo de soluciones “argumentos de la estructura oculta”, dado que asumen que, detrás de esas explicaciones aparentemente diferentes en estructura a los modelos hempelianos, existe en realidad un argumento que podría desarrollarse (en el sentido del texto

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explicativo ideal de Railton [1978, 1981], momento en el que la estructura hempeliana sería visible.



Como Woodward señala, es curioso que Hempel y sus discípulos, como el propio Railton, tomaran esta ruta y no la de sostener que los modelos hempelianos no pretendían explicar casos de la vida cotidiana fuera de la ciencia, o los bocetos explicativos y las explicaciones elípticas. En el intento de enfrentar esos casos, es evidente que hay un deseo implícito por mostrar que la explicación científica no es sino la expresión más acabada del proceso general de explicar qué ocurre en la propia vida cotidiana. Es decir, no debería haber grandes discontinuidades en la estructura de ambos tipos de explicación. Hempel fue un decidido defensor de que incluso en la historia hay leyes, aunque estas no sean de tipo cuantitativo y no siempre se expliciten. Este punto de vista de la “estructura oculta” resultará, como veremos adelante, crucial para los propósitos de esta tesis.



La idea de que hay que distinguir los episodios concretos de explicación (científica o del sentido común) de la estructura de la explicación y del caso extremo de un “texto explicativo ideal” no se reduce solamente a los seguidores de Hempel que intentaban mejorar sus propuestas. Kitcher [Kitcher and Salmon 1989], quien sostiene que su modelo es alternativo al de Hempel, requiere de una distinción similar. En su propuesta, el centro de la explicación no es la expectabilidad nómica, sino la capacidad de una explicación de darnos una imagen cada vez más unificada del mundo. Para ello requiere tanto de principios generales como de relaciones deductivas, dado que la idea global es que al explicar eventos mediante generalizaciones y luego estas generalizaciones en virtud de generalizaciones cada vez más amplias, lo que hacemos es en efecto reducir el número de factores y variables que determinan cómo son las cosas en la realidad. Pero en la vida real no siempre se explicitan todos estos componentes, e incluso, como señalaron los críticos pragmatistas, tampoco sucede necesariamente así cuando un especialista le da a un colega igualmente capacitado una explicación.



La idea central de estas propuestas es que en cierto sentido, es como si las explicaciones estuvieran anidadas. En la versión de Kitcher, este anidamiento es lo que caracteriza precisamente su función como explicaciones y las hace deseables desde el punto de vista cognitivo. En el caso de Railton, la idea es que con tiempo y conocimiento infinitos podríamos explicitar todas las conexiones involucradas. Pero, como señala de nuevo Woodward, la idea de explicaciones que “subyacen” a otras explicaciones o están de alguna manera implícitas no es suficientemente clara. En el ejemplo de Scriven sobre la mancha de tinta, hasta dónde debemos llevar esa relación de subsunción: a la mecánica de cuerpos inelásticos, o

“… a aquella en que la conducta del sistema total se caracteriza en términos de alguna teoría física más fundamental (la mecánica cuántica o la teoría de las supercuerdas, etc.). ¿Están todas estas

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explicaciones implícitas (…) o [el ejemplo de Scriven] ofrece información parcial sobre todas ellas? ¿En qué sentido de ‘implícito’ o ‘proporciona información sobre’ podría esto ser cierto?” [Woodward 2003: Sin paginación en la versión en línea].

La crítica es de interés dado que pone en duda el criterio detrás de la idea del texto ideal (o de la explicación implícita subyacente a otra explicación), que es el de reducir la incertidumbre sobre alguna propiedad del texto, al eliminar ciertas posibilidades de su estructura. Intuitivamente, cuando explicamos al menos parcialmente algo, reducimos el número de posibles explicaciones alternativas. Pero Woodward señala que este requerimiento permite que entonces, incluso un señalamiento como “eso es inexplicable”, sea máximamente explicativo, al eliminar cualquier otra posibilidad en el texto explicativo ideal: sería el texto explicativo ideal, pese a que no explica nada. La objeción es importante, aunque no podemos detenernos en los detalles aquí, salvo por la conexión entre explicación y entendimiento, a la que regresaremos más tarde (pero véase Woodward, op. cit). El asunto es relevante a esta tesis, porque –para mi sorpresa cuando leí a este autor- mucha de de mi argumentación hace uso de la idea de una “estructura escondida”, que remite o a explicaciones subyacentes al estilo de Kitcher o a un texto ideal explicativo al estilo de Railton.



Para la década en la que centramos nuestro interés en esta tesis, habían sido aceptadas como dos posibles candidatas a reemplazar el modelo hempeliano la propuesta de “explicación causal” del Salmon (que reemplazó la de “relevancia estadística” previamente defendida, aunque en una versión posterior la reintroduzca) y la de la explicación como unificación de Kitcher. En ambos casos los modelos ya no intentan ser modelos sintácticos, completamente formalizados, lo que es congruente con el declive del interés en utilizar a la lógica formal como el recurso que capturaría el lenguaje científico sin ambigüedades y con gran claridad que caracterizó al neopositivismo. Hemos dicho, a grandes rasgos, en qué consiste la propuesta de Kitcher: explicamos cuando proporcionamos un recuento que unifica un rango amplio de fenómenos, de la manera en que la teoría newtoniana unificó dos las teorías previas sobre los movimientos planetarios, o cuando Maxwell logró una teoría que unifica el magnetismo y la electricidad –que son los casos paradigmáticos (Salmon [1998e]; Woodward [2003]).



Ambas propuestas son fascinantes, aunque tratarlas con todos sus detalles técnicos nos desviaría de la meta de este trabajo. Baste señalar que, irónicamente, ambas corren prácticamente en sentidos opuestos: la de Salmon, tratando de darle sentido a la noción de causalidad, sin alejarse demasiado del marco empirista heredado de Hume; la de Kitcher, intentando mostrar que nuestra idea de causalidad no es sino resultado del “por qué” que motiva una explicación, es decir, es una idea parásita que solamente refleja los patrones explicativos de nuestra tradición intelectual.

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Entre ambos ha habido un intercambio importante de ideas, con Salmon haciendo ajustes a su propuesta y finalmente considerando que ambas son complementarias [Salmon 1998a]. La de Salmon, que consistiría en que explicar es describir el “nexo causal” que lleva desde el inicio de un proceso causal, vía interacciones causales potencialmente complejas, hasta el resultado que nos interesa explicar, que en cierto sentido implica ver “hacia abajo”, dado que estos procesos normalmente involucran partes componentes a una escala menor de la que se estudia (p. ej., moléculas en movimiento, cuando se intenta explicar el comportamiento de un gas). Y la de Kitcher, que mira “hacia arriba”, para establecer cómo los patrones de argumentación que se ofrecen a un determinado nivel, que nos interesa explicar, son miembros de un conjunto mucho mayor de patrones que, al mostrar a los del nivel inferior como uno de otros ejemplos posibles de dichos patrones, unifica nuestro conocimiento [Salmon 1998b:362, Salmon 1998d].

Y, como de costumbre, ambas presentan problemas. Salmon, cuya teoría de la causalidad originalmente recuperó parte de la credibilidad filosófica de este polémico concepto, pero que ahora tiene que reconocer que los procesos causales involucran muchas veces elementos que son irrelevantes a lo que queremos explicar, por lo que re-introduce la noción de relevancia estadística para poder intentar filtrarlos. Por otro lado, con la crítica de que quizá lo que nos interesa no es explicar los eventos individuales, sino clases de eventos (un poco al estilo que proponía Railton en su discusión de los mecanismos causales), lo que permitiría no solamente simplificar la producción de una explicación (y no perderse en la miríada de procesos que ocurren simultáneamente), sino quizá reconocer que la explicación inductivo-estadística debe hacer referencia, en general, a clases de casos [Woodward 2003].



Kitcher, quien recupera al menos parcialmente el carácter deductivo del entramado de patrones que permiten la unificación [Kitcher and Salmon 1989, en Woodward, op. cit] –y con ello retoma parte de la intuición Hempeliana- se ve en dificultades al insistir que su propuesta unificacionista hace de la noción de causalidad un efecto de la explicación; con ello, no puede explicar la simetría entre predicción y retrodicción en sistemas deterministas (como el Sistema Solar) dado que, aunque podemos explicar ambas con el mismo conjunto de patrones, normalmente no decimos que las posiciones futuras de un planeta causan su posiciones previas. Y, como Woodward ha señalado, no es claro que toda la unificación científica siempre ocurra por patrones de inferencia que explican otros patrones más particulares: existe unificación formal (como en el caso de formalizaciones matemáticas aplicables a más de un campo), la de corte clasificatorio, como en el caso del sistema linneano, en que la multiplicidad de organismos vivos es reducida a un número menor de categorías que incluso permiten hacer ciertas predicciones sobre los miembros de una categoría; la unificación teórica misma, como el caso de Newton que muestra que los movimientos de los cuerpos en la Tierra y los de los astros son explicables por los

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mismos principios. Sólo en este tercer tipo de casos parecería poderse equiparar unificación a explicación. Los otros dos fallan precisamente porque normalmente no involucran relaciones causales. Si bien puedo asegurar que un mamífero tendrá un corazón, no por ello he explicado por qué lo tiene [Woodward op. cit.: sin paginación en la versión en línea].

Otro problema señalado por este autor es que, detrás de la propuesta, habría una concepción de la unificación como “el que gana se lleva todo”, dado que el carácter explicativo de una teoría dependería del momento histórico en que se analiza, dado que teorías posteriores, al unificar a teorías subyacentes, se quedan entonces ellas con el mérito explicativo final, es decir ¿dejaron de ser explicativas las otras por haber sido subsumidas por las teorías unificadoras?. Un problema final tiene que ver con quién es que hace esta evaluación del poder unificador de las teorías (o, en general, de nuestros sistemas de creencias). De nuevo, Woodward arroja luz: parece implausible que este modelo sea aplicable (sin caer entre otros males, en el relativismo), a los sistemas de creencias del sentido común, en donde la comparación de diferentes patrones de inferencia para ver cuál es más unificador no es un proceso formal [Ibíd.].

¿Qué hacer con todo esto? La explicación sigue siendo objeto de acalorados debates entre los especialistas. No ha sido mi intención aquí el intentar proporcionar un recuento completo y técnicamente detallado de los diferentes modelos. Más bien, este repaso somero ha tenido el interés de ubicar el modelo hempeliano (que era el que a inicios de los ochentas seguía siendo el más utilizado en arqueología), en un contexto mayor, para poder identificar, si se quiere, los límites del análisis que yo proporcionaré aquí de la teoría de SPS (y, para ese efecto, de cualquier teoría en arqueología). Mi análisis, originado como se dijo antes, en 1981, estaba guiado precisamente por el modelo hempeliano, aunque la propuesta de relevancia estadística de Salmon ya era conocida en arqueología y yo, por razones anecdóticas, tuve la fortuna de conocer las propuestas de Railton. Me parece que era importante que mis lectores no fueran a sufrir las consecuencias que antes sufrió la Nueva Arqueología, cuando se presentó el modelo hempeliano, sin una idea de cuál era el contexto en que éste se discutía en ese momento en la filosofía de la ciencia, o cuáles eran las críticas que ya desde entonces se le hacían.



Así, este recuento me deja ahora con dos tareas: una, determinar en qué sentido afecta el ejercicio de “cápsula del tiempo” que estoy intentando hacer al tomar como caso de estudio a SPS; el segundo, ampliando el horizonte al momento actual, el determinar cuál, si es que alguno, de los modelos actualmente en competencia podría ser el mejor para analizar actualmente las teorías en arqueología. La primera tarea la abordaré aquí, la segunda será objeto de una reflexión general en el capítulo 17.

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Quizá el impacto más fuerte de estos desarrollos sobre lo que intento hacer con la teoría de SPS es que ya no parece tan promisorio el intentar formalizar por completo la teoría. Por un lado, porque todo indica que esta formalización no es capaz de recuperar aspectos que no sean sintácticos y que tienen que ver con la aplicación y uso de la teoría (es decir, con los aspectos pragmáticos que, como vimos, es indispensable considerar). En consecuencia, haremos una aproximación inicial a la estructura de la teoría, sin intentar una formalización total (que además seguramente escapa a mis capacidades técnicas).



Por otro lado, me era claro desde entonces y me es aún más claro hoy, el que no puedo retomar las ideas de ley y causalidad de Hempel (incluso del último Hempel, que parecería estar finalmente aceptando un punto de vista que hemos llamado antes “realista”). Es decir, no creo que las leyes sean meras conjunciones constantes de eventos particulares; creo que existen procesos causales, aunque como vimos, definir “causalidad” ha sido un proceso que las mentes más brillantes en la filosofía de la ciencia no parecen terminar de resolver. Ello me remite de inmediato a la “paradoja de la filosofía de la ciencia” con la que empecé: porque es al menos curioso que cualquier científico entienda intuitivamente lo que es una ley y qué papel juegan las relaciones de causa y efecto, así como cuando una teoría es explicativa y cuando no y ese mismo científico, vuelto filósofo de la ciencia, no logre articular de manera completa esa intuición.

La solución emic, de dejar que cada arqueólogo defina como quiera una explicación y que cada posición teórica asuma criterios de adecuación para sus propias explicaciones es claramente inaceptable. Su consecuencia es el relativismo, que es incongruente, como hemos visto. Además, el punto de partida de la idea para una tesis como esta fue precisamente el no estar de acuerdo con los criterios de evaluación de teorías (en tanto explicaciones) que mis colegas norteamericanos estaban empleando a finales de los setentas e inicios de los ochentas. Y dada la conexión entre las necesidades de explicación y la capacidad de la arqueología de asegurar muestras suficientes del patrimonio arqueológico, así como de facilitar su divulgación, los conceptos de explicación que manejemos en arqueología no tienen solamente efectos académicos y son objeto de divertimentos intelectuales, sino que tienen consecuencias prácticas, de gran relevancia ética y política sobre la conservación.



Desde la arqueología social nosotros no tenemos problema para aceptar el realismo, incluyendo un realismo materialista sobre las causas y las leyes. Pero no contamos con un modelo propio de lo que es una buena explicación. Yo sigo pensando que las intuiciones básicas de la propuesta hempeliana son correctas: que las explicaciones son argumentos, es decir, constan de premisas y conclusiones derivadas ya sea deductiva o inductivamente; que entre las premisas debe haber principios generales, que para mí son enunciados que hablan de un número potencialmente infinito de casos y establecen relaciones causales entre variables, grupos o sistemas de variables; que involucran, en el caso de explicaciones de eventos particulares, especificación de condiciones

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antecedentes; que tanto los principios generales como las condiciones antecedentes deben de ser relevantes (sintáctica y causalmente) a lo que se quiere explicar; y que la relación entre causalidad y explicación sigue siendo una en que la expectabilidad nómica es importante, quizá reforzada para casos de baja probabilidad, con un criterio de relevancia estadística, si fuera necesario, al estilo de Salmon. De Hempel y el propio Railton recupero que cualquier “reconstrucción racional” o formalización de una explicación será seguramente incompleta, parte de ese “texto explicativo ideal” que podría construirse con tiempo y conocimientos ilimitados. Y ofrezco una explicación, al menos de parte del carácter limitado que tiene cualquier texto explicativo específico: el hecho de que se presenta siempre una cadena explicativa, que termina en un reconocimiento de ignorancia, o nos va conectando a problemas y teorías mayores (como parece sostener Kitcher), en un intento de unificación, o bien termina en el recurso que he llamado de “ontologización”.



De nuevo, nos parece que estos supuestos son pertinentes (e históricamente no presentan necesariamente un anacronismo) al caso de estudio de este trabajo. Otro asunto es si pueden ser utilizados sin más en análisis de otras teorías hoy día. Este otro problema lo abordaré en el capítulo 17, en donde espero hacer todavía más clara la relación entre cómo adoptar un concepto de explicación para la arqueología tiene consecuencias sobre las posibilidades de conservación del patrimonio.

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Capítulo 10

El proceso de análisis de teorías sustantivas Así como contamos con herramientas para hacer el análisis de una posición teórica, existen elementos que nos permiten analizar una teoría sustantiva. En nuestro caso, el objetivo del análisis es poder proporcionar elementos que permitan elegir entre teorías en competencia. Quizá no para una elección juicio sumario y final, sino para armar una especie de “marcador global”, que permita al menos jerarquizar en una escala ordinal las mejores teorías disponibles. Nada garantiza de antemano que una teoría destacará en todos los rubros de análisis, pero al menos se logra trascender el criterio típico de la arqueología, que parecería ser “la mejor es la que más me guste”, o “la que mi grupo (academia, partido, secta) prefiera”.



En este capítulo presentaremos el proceso general de análisis de teorías sustantivas: los aspectos a analizar y algunos de los criterios que pueden emplearse en la evaluación. En la tercera parte de este trabajo aplicaremos este procedimiento a la teoría de SPS.

Ubicación contextual

Antes de entrar al detalle del análisis la teoría sustantiva misma, es necesario ubicarla en su contexto más amplio. En particular, hay que tratar de ubicarla dentro de alguna de las posiciones teóricas de la arqueología (y, al hacerlo, en el contexto social en que se genera), utilizando las herramientas que hemos presentado en los capítulos anteriores, así como determinar el marco institucional y académico en el que surge. En cuanto a este último, es importante saber quién o quiénes son los interlocutores de la teoría: ¿se trata de una teoría “de novo”, es decir, a partir de una problemática apenas reconocida, que quizá se deriva del intento de resolver problemas del contexto social más amplio, o responde al estímulo de polémicas en disciplinas cercanas?; o ¿se trata de un intento de mejorar (incluso refutar) alguna teoría anterior?. Ubicar a los interlocutores resulta importante, dado que la comparación y la evaluación de la teoría deben tomar en cuenta entonces contra qué otras teorías compite.



En cuanto al aspecto institucional, es importante saber si quien propone la teoría es un académico ya establecido, trabajando desde una posición de seguridad laboral en una institución reconocida y que, en consecuencia, tiene el aval indirecto de “el establecimiento” (“establishment”); o si se trata de un científico joven y la teoría lleva entonces motivaciones adicionales, como la de asegurarse

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una posición en el muy competido campo de la arqueología. Nótese que refutar a un líder de la disciplina, a una “vaca sagrada”, es una ruta rápida, sobre todo en el mundo anglosajón, hacia una posición de definitividad laboral (“tenure”) en algún departamento de antropología reconocido. Es una ruta mucho más rápida que la creación de una teoría propia. El anverso de la moneda es que un científico que empieza tendrá más dificultades, al menos inicialmente, en lograr los financiamientos y avales que le permitan establecer su teoría y, en ocasiones, puede ser el propio “establecimiento” el que se encargue de dificultar su avance y eventual corroboración. En el caso de la arqueología, en que normalmente se requiere pasar con comités o consejos que no solamente aprueban financiamientos, sino permisos, este es un elemento importante a considerar en la evaluación de una secuencia histórica de teorías.



Consideraciones de corte hermenéutico Utilizo aquí el término “hermenéutico” en el sentido más restringido técnico y, espero, menos polémico del término: el de los problemas de la lectura de un texto, que implica leer más allá de lo directamente dicho y contrastar el texto contra su contexto, entendiendo que “no hay lecturas inocentes” y que, en consecuencia, el resultado del análisis es tan responsabilidad nuestra como del autor del material analizado. Esto es indispensable porque, como en el caso de cualquier texto, siempre hay más de una lectura posible, lo que genera también interpretaciones alternativas (y nos lleva a los problemas hermenéuticos en un sentido más profundo del término, mencionados brevemente en el capítulo 3).

Sin embargo, lo que tenemos en mente en este punto es más sencillo, al menos en principio. Se trata de determinar, cuando menos, cuatro elementos: a) el grado de centralidad de la teoría en la obra general del autor analizado; b) el grado de madurez del propio autor; c) la historia del diálogo con sus interlocutores; y, en general, d), la historia de la “recepción” de la teoría, cuando ha pasado suficiente tiempo como para que se haya generado una.

En cuanto al primer elemento, aquí lo que hay que asegurarse es que la teoría analizada es realmente una de las propuestas importantes del autor y no algún intento menor que, jerárquicamente, no calificaría como central en el conjunto de su obra. La motivación de este elemento es que normalmente nos interesa analizar una teoría sustantiva como una manera de aproximarnos también al éxito de la posición teórica de la que se deriva. En consecuencia, nuestra evaluación de la posición teórica correría el riesgo de ser injusta si elegimos una teoría de carácter menor o secundario en el contexto de la propia posición teórica. El mejor ejemplo es la tan llevada y traída “teoría del modo de producción asiático” de Marx (ver Gándara [1986]). Suponiendo que ésta fuera una auténtica teoría y que fuera la teoría marxista del origen del estado arcaico (cosa que yo he debatido en el artículo mencionado, Ídem), ¿qué sucedería si fuera refutada? ¿Constituiría dicha refutación (en el caso de que fuera una refutación real, a partir de una teoría

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alternativa), una refutación de la posición teórica marxista? Mi propuesta es que no, dado que en el conjunto de la posición y en el de la obra de Marx, esta es una teoría que aparece en manuscritos no publicados, o en cartas a amistades de Marx, o en documentos de orden más político (en el sentido práctico, de discusión de asuntos importantes de ese momento), que de un trabajo central, depurado, destinado también a tener una aplicabilidad política pero de una trascendencia mayor, pero capaz de ser objeto de una discusión académica incluso fuera del ámbito del marxismo, como sería el caso del El Capital (Marx [1981, 1985, 1980, 1983, 1984]). En consecuencia, determinar qué tan central es una teoría en el conjunto de la obra del autor, es indispensable para utilizar el análisis como punto de partida para la evaluación de la posición teórica de la que se desprende.

Por lo mismo, es importante también saber en qué momento de la trayectoria personal del autor se produce la teoría: ¿se trata de una obra de juventud, madurez o senectud?. No es lo mismo Kirchhoff proponiendo el concepto de Mesoamérica en 1943 [Kirchhoff 1943], que proponiendo, por ejemplo, que todas las altas civilizaciones son resultado de una difusión desde Sumeria, como él concluía a partir de un análisis comparativo de calendarios ya al final de su vida, en la Mesa Redonda de Antropología celebrada en Cholula en 1972. En un caso tenemos una obra de madurez, en el segundo, sin restarle importancia o validez56, de uno de los últimos trabajos que preparara poco antes de morir ya a una edad muy avanzada, en la que parecía obsesionado con el difusionismo.  

Una teoría normalmente no se presenta y ya; generalmente se presenta para mejorar las teorías pre-existentes (o incluso reemplazarlas). En consecuencia, es parte de un diálogo con interlocutores, diálogo que a veces llega a adquirir tonos ríspidos. Es importante para el análisis, en lo posible, el rastrear este diálogo y cómo es que influyó en versiones sucesivas de la teoría analizada, si las hubo.

Este elemento es parte, entonces, de uno de orden más general, que sería el documentar, cuando es posible, la “historia de la recepción” de la teoría y de los intentos del autor por contestar a sus críticos. No siempre se cuenta con elementos formales, pero la tradición oral (con todos sus peligros) puede ser de utilidad en este caso.

Un análisis completo (que no es lo que pretendemos aquí), profundizaría en estos aspectos contextuales sociales, teóricos, biográficos y de historia de la recepción de la teoría. Los apuntamos solamente para dar una idea de la 56

Me precio y siempre agradeceré el haber sido su alumno, primero en el Curso Introductorio a la Antropología en la ENAH (1970), como en el Seminario especial que gentilmente accedió a darnos –a insistencia de Linda Manzanilla- en el que tratamos estos aspectos relativos a la difusión, poco tiempo después. Kirschhoff era de la opinión que los cursos introductorios, más generales, deberían ser impartidos por los decanos de una disciplina, para aprovechar su experiencia y su visión panorámica del campo disciplinar.

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complejidad de la tarea. Pasemos ahora a los aspectos específicos que constituyen las seis áreas de análisis que propondremos. No pretendemos que estas áreas sean exhaustivas, pero creemos que son un buen punto de partida y mantienen al análisis dentro de una escala manejable.



Aspectos a analizar y criterios de evaluación para las teorías sustantivas Hemos dividido el análisis teorías sustantivas en seis aspectos, que nos parece cubren las características centrales de cualquier teoría en arqueología: 1) el pragmático; 2) el formal-sintáctico; 3) el metodológico; 4) el ontológico; 5) el valorativo; y, reconociendo el lugar que justamente le toca, 6) el empírico. En paralelo, esbozaremos los criterios de evaluación que son aplicables a cada uno de estos aspectos, de nuevo sin pretender que estos criterios sean exhaustivos o que su aplicación sea siempre un asunto inequívoco, de “blanco o negro”, sino más bien de gradaciones y comparaciones cualitativas.



1. Aspecto pragmático

En general, en este primer aspecto, intentamos determinar qué problema(s) intenta resolver la teoría. Si las teorías sustantivas son precisamente intentos de resolver problemas, entonces no debería ser demasiado difícil determinar qué problemas son éstos, al menos en un primer nivel, explícito en los textos. El tipo de problemas estaría acotado, en principio, por la propia posición teórica, en sus objetivos cognitivos; es decir, esperaríamos que en una posición teórica orientada a la explicación, el problema a resolver sea un problema explicativo (expresado normalmente mediante una pregunta de tipo “por qué” o “cómo” causales); mientras que en una posición teórica interpretativa la pregunta normalmente será de tipo “qué significa”, o “qué motivó que…”.



Es importante notar dos cuestiones: la primera, que en ambos tipos de problemas se encuentra implícito uno de corte descriptivo, del tipo que hemos llamado “identificatorio”. Si la pregunta es “por qué surge X”, entonces típicamente no habrá sólo una definición de X, sino criterios para identificar un caso de X en el registro arqueológico. Así, sería raro que alguien proponga una teoría del origen del estado, sin tener un concepto de lo que es el estado, o cómo es que se observa en arqueología. Ello implica que, en paralelo, se asume un problema identificatorio que, en principio, debería estar o resuelto o en vías de solución. En la práctica esto no es así y suelen debatirse tanto el problema de fondo como los problemas definitorio e identificatorio.

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La segunda cuestión es más compleja ya que, como vimos, de una pregunta de tipo “por qué” suelen derivarse otras preguntas de tipo “por qué”, que en conjunto constituyen lo que hemos llamado “cadena explicativa”. Aquí el analista tiene que hacer una decisión difícil y es la de determinar el grado de “resolución” del análisis: la escala o finura, si se quiere, a la que se llevará a cabo. Así, por ejemplo, si la teoría ubica como elemento causal central en el origen del estado a la irrigación, entonces es probablemente correcto preguntar “¿y por qué adoptan la irrigación?”; y si a su vez la respuesta habla del incremento en la productividad agrícola, es legítimo preguntarse quizá “¿y por qué quieren incrementar su productividad agrícola?”, etc., etc.. En principio, nada impide que, con tiempo, sabiduría y paciencia infinitos, se reconstruyera el “texto explicativo ideal” completo (al estilo que postula como experimento mental Railton). En la práctica, el análisis tiene que parar en algún lado, que suele estar insinuado en el propio texto que sirve de base al análisis.



A las preguntas que formarían parte de la cadena explicativa, por ser consecuencia de respuestas previas, les he llamado “preguntas subsidiarias legítimas”. La idea es diferenciarlas de otras que implican o problemas que la teoría nunca se planteó, o que resultan del uso de un recurso ilegítimo, al que llamo “desplazamiento de explanandum” y que trataré en el siguiente capítulo. Puedo anticipar que implica que la pregunta explicativa original es subrepticiamente sustituida por otra que la teoría no pretendía resolver. Evidentemente, mientras más preguntas subsidiarias legítimas conteste una teoría, es más fértil.



Unida a esta segunda cuestión, en que la cadena explicativa le da posibles “profundidades” diferentes al análisis, está la de lo que hemos llamado “preguntas legítimas subsidiarias o relacionadas” y que tiene que ver con la idea de una “presuposición completa”, por un lado y con elementos de simetría que normalmente son considerados importantes en la arqueología (aunque no siempre se utilicen de manera consistente o justa). Si pregunto “¿por qué surge el estado arcaico en Teotihuacan en la fase 4 del periodo intermedio?” (Esto es, aproximadamente a finales del formativo), asumo ciertas cosas y abro legítimamente mi teoría a ser analizada en términos de preguntas relacionadas a la que explícitamente intento resolver. Entre los supuestos podíamos señalar algunos ontológicos: que Teotihuacan existe, que ahí se dio un proceso de formación del estado arcaico y que se dio en el momento señalado; otros serían de corte epistemológico: que podemos reconocer algo como Teotihuacan, determinar que fue un estado arcaico y que surgió en tal periodo. Estos supuestos son los que tienen que ver con las cuestiones identificatorias ya mencionadas. En cuanto a las preguntas subsidiarias legítimas, me parece que están las que surgen, por simetría, de la propia formulación de la pregunta: nos interesa saber por qué surge en Teotihuacan (y no en otro

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lado de la Cuenca de México) y por qué surge en ese periodo (y no en otro, anterior o posterior). Vista con toda su generalidad, si la teoría cumple con su cometido, debía en el último caso poder resolver por qué surge cuando y donde surge y no en otros momentos o lugares del mundo, aunque ese nivel de generalización muchas veces no es lo que, de entrada, intenta resolver el autor.

Criterios de evaluación: fertilidad explicativa, simetría explicativa, inferencia a la mejor explicación De este primer aspecto pragmático se derivan ya algunos elementos de evaluación. El primero es el que he llamado “fertilidad explicativa” [Gándara 1994]. Consiste en la capacidad de una teoría sustantiva de dar respuesta a la sucesión de preguntas por qué dentro de la cadena explicativa que se genera, dentro del marco mismo de los principios que la teoría (o la posición teórica de la que se deriva) proponen. En principio, mientras más larga sea esta cadena, mayor fertilidad explicativa tiene la teoría. Dicho de otra manera, mientras menos rápidamente recurra a la “ontologización” (sea ésta modesta o arrogante), mejor57.  



La justificación para este primer criterio es su uso común en arqueología. Hasta donde entiendo, algunas de las críticas de Blanton a SPS (notablemente [Blanton 1980]) van por ahí: si se asume que el aumento demográfico es una variable central, entonces es necesario explicar por qué ocurrió, lo que parece una pregunta derivada legítima. Si la teoría de SPS es fértil, deberá poder darle respuesta. Generalmente, parte de la crítica a las llamadas “teorías de motor central” sobre el origen del estado son de ese tipo: que el motor central queda en sí mismo sin explicación. Me parece que es una forma de decir que la teoría no es fértil, al no darle explicación sino solamente suponerlo.

El segundo criterio sería el de simetría explicativa: la teoría debe permitir explicar no solamente por qué ocurre el proceso donde y cuando ocurre, sino por qué no en otros lugares o momentos. La idea es simple: si el conjunto de principios y condiciones antecedentes es más o menos completo, entonces, por simetría debería explicar no solamente la ocurrencia sino la falta de ocurrencia del proceso, precisamente en virtud de esos principios y condiciones antecedentes. Es precisamente este criterio

57

En la ontologización “modesta”, como se recordará, ante la enésima pregunta “y por qué…”, contestamos, “pues eso ya no sabemos por qué, al menos por el momento” –es decir, hacemos un reconocimiento de nuestra ignorancia; en la ontologización “arrogante” contestamos “¡ya estuvo bueno, es así por que así son las cosas! (así es la vida, así es el hombre, así es la naturaleza humana, etc.); es decir, recurrimos a una ontologización que “naturaliza” o hace parte de una “esencia irreductible” y ahistórica aquello que ya no podemos explicar y nos negamos a seguir buscando respuestas simplemente por que no tendría caso: así es la vida ¡y ya!

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de evaluación el que hace a la ontologización arrogante una mala estrategia explicativa: si se nos propone que el estado surge porque el hombre está siempre deseoso de poder y dominación, que así es su naturaleza, sin más, entonces hay que explicar por qué no surgió el estado entre los aborígenes del desierto occidental en Australia o, como en el ejemplo paradigmático inventado en los cursos que llevé en Michigan, entre los “Bongo-bongo del sur del Congo”. Si sólo se requiere humanos que “así son”, salvo que se pretenda, de manera racista inaceptable, calificar de no humanos a esos grupos, entonces la “explicación” resulta no serlo y la ontologización arrogante queda expuesta como recurso explicativo. Claramente, aún concediendo para propósitos del ejemplo, que “así es el hombre”, debe entonces haber algo más, un conjunto de condiciones que hacen que en Teotihuacan sí surja el estado y en esos otros casos no. Ello indica que, en el mejor de los casos, tenemos una teoría incompleta y por lo tanto, menos preferible a otras que sí sean simétricamente explicativas.



De nuevo, la justificación para incluir este criterio está en la propia literatura arqueológica. Baste señalar dos casos: el de Braidwood criticando la idea de “área nuclear” de Childe para el explicar el origen de la domesticación de plantas y animales (Braidwood 1951, citado en Binford [1968:42]). Y el ya mencionado de Binford contra Willey y Sabloff sobre el colapso de la civilización maya. En el primer caso, lo que Braidwood critica a Childe es que si lo único que se requiere para que surja la domesticación es la concentración forzosa de plantas, animales y humanos en los “oasis” formados por condiciones de desecación ambiental (como las del postpleistoceno), entonces resulta que ese mismo tipo de condiciones se dieron cuando menos tres veces en los periodos interglaciales previos y no surgió en ninguno de ellos la domesticación. Claramente, aún si la idea de áreas nucleares u oasis tuviera algo que ver, falta algo más, que explique esta asimetría. En ausencia de un señalamiento de condiciones antecedentes que explique por qué sí ocurrió donde ocurrió y no antes, la explicación es menos satisfactoria que una que sí lo haga. En el caso de la polémica Binford-Willey y Sabloff, el argumento de Binford es que la explicación de que el colapso maya es el resultado de una invasión por parte de grupos no mayas resulta insatisfactoria, porque parecería invocar un principio general del tipo “a toda invasión se produce un colapso sociocultural”, que es a todas luces falsa, como muestra el florecimiento de la cultura en España luego de la invasión musulmana; o bien citar ejemplos de colapso sin invasión, como en el Suroeste Americano (Binford 1972 (orig. 1968)-c:115). Es decir, la teoría no es satisfactoria, porque no permite explicar cuándo las invasiones resultan en colapsos y cuándo en florecimientos. Es, apenas y con mucho, una explicación incompleta. El tercer criterio es más reciente, “inferencia a la mejor explicación” y se deriva de ciertas escuelas de filosofía de la ciencia (derivadas, entre otros autores, del pragmatismo de Pierce, aunque en versiones más

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modernas, como en Harman y Van Fraassen (para las referencias bibliográficas más importantes ver Hanen and Kelley [1989:17]) y adoptado en arqueología particularmente por Kelley y Hanen [1988), especialmente el capítulo 8, pags. 360 y sigs]. Consiste en proponer que, dado un conjunto de evidencia, la mejor manera de dar cuenta de toda la información disponible es precisamente la hipótesis que se ofrece como explicación. Es decir, “acomoda” toda la evidencia disponible, o en el lenguaje original neopositivista “salva los fenómenos”. Estas autoras dan ejemplos de la aplicación de este criterio en arqueología, como en el caso de Point of Pines y su explicación por Haury [Hanen and Kelley 1989:15-16]. La idea es que, como en las mejores historias de detectives, no queden aspectos sobresalientes del caso sin explicar: si compiten dos hipótesis sobre un asesinato y una explica por qué no hay huellas de hemorragia junto al cadáver y la otra sí, es preferible la segunda, al “acomodar” este hecho sobresaliente que quedaría de otra manera como un misterio. En el caso de las explicaciones sobre el origen del estado, un ejemplo potencial sería la presencia de ciudades en muchos estados arcaicos. Aunque la explicación no es necesariamente sobre el origen de la ciudad, una buena teoría sobre el origen del estado debería acomodar el hecho de que muchos estados generaron ciudades (o, según el autor, muchas ciudades generaron estados). Es un hecho sobresaliente que debería ser explicado.



El idea central detrás del aspecto pragmático (y los criterios para su evaluación) es la que aportaron los neopragmatistas como Bromberger, Achinstein [1971]y Van Fraassen [1980; Van Fraassen, et al. 1985]: las teorías son intentos de responder a preguntas de tipo por qué (y como señaló Railton, también “cómo” en el sentido causal). O bien, como pretendía Achinstein, de proporcionar “comprensión” o “entendimiento”. Si esta idea es certera, entonces el análisis debe empezar tratando de clarificar cuáles son las preguntas que la teoría intenta contestar y qué tan bien lo hace. Los criterios de fertilidad y simetría explicativa, así como el de inferencia a la mejor explicación, permiten una primera aproximación a la teoría. En muchos casos, se aprecia de inmediato que la teoría tiene una cadena explicativa pobre (al recurrir al segundo paso a la ontologización), o que no es simétrica, o que deja elementos sobresalientes sin explicar. En esos casos, será difícil que una teoría deficiente en este primer aspecto sea satisfactoria en los otros cinco aspectos a analizar. Por otro lado, si pedimos de cualquier teoría que cubra este primer conjunto de requisitos, es más difícil que se construyan ejemplos espurios de explicaciones formalmente impecables pero cuyos problemas son triviales o irrelevantes (como el caso del Sr. Jones que no se embaraza: el problema a resolver no es realmente por qué el Sr. Jones no se embaraza, sino por qué los hombres en general no se embarazan, asunto para el cual los hábitos excéntricos del Sr. Jones resultan totalmente irrelevantes).

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2. Aspecto sintáctico. Hemos propuesto en otro lado que “una teoría es lo que lo que una teoría dice” y que “lo que dice lo dice en sus principios generales” [Gándara 1994]. El análisis del aspecto formal-sintáctico es parte de la determinación de lo que la teoría dice. Aunque, como veremos, la forma no lo es todo, las características que arroja un análisis sintáctico son cruciales para luego complementar el estudio con el significado (la ontología) de las variables y principios detectados.

Anticipo que este aspecto sea uno de los más polémicos. Y concedo de antemano parcialmente el punto: hoy día no es tan seguro que podemos capturar todo lo que una teoría dice simplemente acudiendo a un examen de su forma. En particular, hay dudas sobre la capacidad de fórmulas lógicas, como la del condicional, de capturar toda la fuerza de un principio general tipo-ley. Para entender mejor estas cuestiones, conviene desviarnos momentáneamente y comentar un poco sobre la representación formal de las teorías.



La idea de formalizar una teoría (reducirla a símbolos y conectivos lógicos) viene, cuando menos, desde el neopositivismo. Era parte de ese esfuerzo por eliminar la ambigüedad y la vaguedad de las teorías y bloquearles el paso a conceptos “metafísicos” y de otros estilos que representaran una “carga innecesaria” en la ciencia empírica. Además, si el sueño neopositivista había de realizarse, era necesario poder identificar con claridad los términos teóricos y substituirlos por sus consecuencias empíricas, a fin de “cargar” de empiria la teoría o, visto mediante otra metáfora, “anclarla” y darle “tierra” en nuestras observaciones en el mundo. Para ello se contaba con la lógica simbólica, o lógica de predicados con cuantificación, que la generación anterior de filósofos había argumentado era capaz de capturar toda la lógica canónica previa. De hecho, se habían probado teoremas en el sentido de que el número de conectores lógicos podía reducirse a un pequeño grupo. Como se recordará, los conectores lógicos son partículas tales como “y”, “o” (que puede ser excluyente o no excluyente), “no” y “si…, entonces…”; es decir, como la conjunción, la disyunción, la negación y el condicional. Estas partículas sirven para armar “proposiciones” con ayuda de símbolos que representan variables. Armados con las reglas de inferencia deductiva, es posible entonces evaluar la validez de argumentos complejos examinando solamente la relación entre estas proposiciones y los “valores de verdad” que arroja la articulación de variables y conectores.



A esta lógica, llamada “de primer nivel”, se le complementó más tarde con otras funciones que permiten expresar ideas más complejas, como la de “para todos los casos de…” o “existe al menos un caso que…”; es decir, los cuantificadores universal y existencial. Con ello se pudo reproducir argumentos complejos y capturar todas las reglas de silogismo clásicas y

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evaluar la validez de los juicios solamente por referencia a su forma. Nótese que la validez no es lo mismo que la verdad: la validez lógica solamente tiene que ver con la estructura del juicio deductivo correcto, en la que la verdad de las premisas se preserva en la conclusión (si las premisas eran en efecto verdaderas). Es decir, no es factible generar una conclusión falsa a partir de premisas verdaderas si el juicio ha sido formulado válidamente.



Como todo esto suena muy abstracto, vale la pena recurrir a un ejemplo visto anteriormente. El argumento de que el Sr. Jones no se embaraza porque los hombres que toman anticonceptivos no se embarazan y el Sr. Jones toma cotidianamente los anticonceptivos de su mujer podría esquematizarse así, como se recordará:









Los hombres que toman anticonceptivos no se embarazan El Sr. Jones toma cotidianamente anticonceptivos ----------------------------------------------------------------- El Sr. Jones no se embaraza

En la lógica clásica, suele llamarse “premisa mayor” a la que generaliza; “premisa menor” a la que establece que estamos frente a un ejemplo de la generalización en cuestión; juntas nos permiten deducir la conclusión. Este es un ejemplo típico de inferencia deductiva. Si las premisas son verdaderas y el juicio es válido, no hay manera de que la conclusión sea falsa. El juicio podría expresarse simbólicamente reduciendo progresivamente los detalles:

Todo h que t no e Jt





(en donde h equivale a “hombre”, t a “toma anticonceptivos” y e a “embarazan) (en donde J equivale a “el Sr. Jones” y, como vimos, t a “toma anticonceptivos”

(por lo tanto) J no e

Y, continuando con nuestro proceso de abstracción, podemos generalizar todavía más:



Para todo x, si px entonces qx (en donde x equivale a hombre, p equivale a “toma anticonceptivos” y q equivale a “no se embaraza”) Xp

(que equivale a sustituir la variable x (hombre) por su valor específico en este caso,

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(Por lo tanto) Xq



el Sr. Jones y atribuirle la propiedad p, de tomar anticonceptivos)

(que equivale a adjudicarle al Sr. Jones la propiedad de no embarazarse)

Y todavía de manera más general:

Si p -> q p (entonces) q

Que no es otra cosa que la representación del “modus tollens” que hemos encontrado anteriormente. Es decir, una vez despojado de los detalles específicos, podemos mostrar que el juicio es un ejemplo de una forma de inferencia válida, la inferencia deductiva. Este es un ejemplo de la representación “sintáctica” del juicio que nos ocupa, a niveles progresivos de abstracción. Es sintáctica, porque lo que hemos hecho a cada paso es quedarnos con la forma del juicio, prescindiendo de los detalles de contenido. Ello permite evaluar la validez del juicio y generalizar la regla de inferencia. Pero lo hace a costa de abstraer el contenido.

El problema es si, con este sencillo utillaje (cuantificación universal, existenciación particular, conjunción, disyunción, negación y condicional) es posible representar las teorías científicas, especialmente los principios generales (leyes). Ya no en su forma y en la validez de la inferencia, sino en su contenido o importancia empírica. En particular, si el condicional (“si p entonces q), universalizado (Para todo x, si x tiene la propiedad P entonces tiene la propiedad Q), es suficiente para captar “la fuerza” de las leyes empíricas. Y las dudas surgen porque no es claro que el condicional universalizado equivalga a proponer una conexión causal, que haga que necesariamente, si X tiene P entonces tenga Q.

Hay quien ha pensado que para capturar esa relación causal hay que ascender al siguiente nivel de la lógica, el llamado “modal”, en el que a los conectores y cuantificadores se les unen nuevas funciones como “necesariamente que…” y “probablemente que…” y sus negaciones. Y aún así, hay quien piensa que este nivel sigue sin hacer justicia a las leyes científicas, o bien que lo hace a costa de hablar de propiedades y no de entidades; es decir, que evita comprometerse ontológicamente [Harré 1984:12-14].

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Aunque fascinante, este debate nos alejaría mucho de nuestro objetivo aquí. Lo que intento es simplemente dejar constancia de que la formalización es problemática y que hay quien piensa que el condicional cuantificado no es una representación suficiente de los principios nomológicos. Yo asumiré ese riesgo aquí, tratando de escapar de cualquier cargo de formalización neopositivista introduciendo no solamente las características pragmáticas relevantes, como vimos, sino las de contenido (que representan los compromisos ontológicos a los que la mera forma sintáctica no nos permite acceder).

La formalización también es problemática porque implica no solamente esta pérdida (al menos momentánea) del contenido, sino porque nada en el procedimiento indica a qué escala es que hay que formalizar, problema que es una herencia de la dificultad pragmática de saber qué segmentos de la cadena explicativa hay que incluir en el análisis. Y es finalmente problemática porque tampoco selecciona qué nivel de detalle hay que reconstruir una explicación, es decir, la resolución a la que se presentan las variables.

Veamos un ejemplo parcialmente ficticio. Se ha tratado de adjudicar a Wittfogel la teoría de que la única manera de que surja el estado (despótico) es vía el control de la irrigación compleja. Yo dudo que la teoría de este autor sea tan simple como eso, pero valga como ejemplo precisamente del problema de la escala y de la resolución. ¿Cómo podríamos representar ese principio general?

Una posibilidad sería el reducir la teoría a dos variables: irrigación compleja y estado despótico. De ser aceptable este nivel de “resolución”, entonces el principio en cuestión podría representarse así:



Para todos los casos, si hay irrigación compleja, entonces hay estado despótico



O, formalmente:

Para todo x, si x tiene IC entonces tiene ED, (en donde IC es “irrigación compleja” y ED es “estado despótico”).



Nótese de inmediato que, formulada así, la expresión no capta todo el significado de la teoría. Lo que dice es que si hay irrigación compleja habrá estado despótico; pero no que la única manera de llegar al estado despótico es la irrigación compleja. Ello es así porque la lógica del condicional está permitiendo ir de lo que se llama el “antecedente” (si x tiene IC) a lo que se llama el “consecuente” (entonces tiene ED); o, en términos aún más generales, si P, entonces Q, en donde P es el antecedente y Q el consecuente.

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Requerimos una relación más fuerte, una que en español se indica con la fórmula “Si y sólo si hay irrigación compleja habrá estado despótico”. Para formalizar esa relación puede acudirse al símbolo usado en matemáticas (“iff”, del inglés if, “sí…”, o si quisiéramos traducirlo: “SSi” (de sí y solo si). La expresión quedaría como “SSi IC entonces ED”. O bien, como se hace en otros casos, juntar dos condicionales, uno que exprese la relación desde la irrigación compleja al estado despótico y otro la relación inversa, en lo que se llama un “bicondicional”:



(Si IC entonces ED) y (si ED entonces IC)

En la lógica simbólica se utiliza una flecha doble para expresar esa relación:





Si IC ! ED

Hay problemas con esta segunda opción, dado que en ese caso, como bien señala Bate [comunicación personal, abril 2007], lo que se ha sacrificado es el carácter causal: parecería que la generalización nomológica se ha convertido en una mera correlación estadística); aunque se reconocen como legítimas, al menos en filosofía de la ciencia, las llamadas “leyes de coexistencia”, si bien no establecen necesariamente vínculos causales [Ruben 1990:191]. Es decir, se establece que ambas variables van siempre juntas y nada más y se pierde el sentido en que la única manera de llegar al estado despótico es por la vía de la irrigación. El problema no es trivial, dado que la lógica de ambos conectivos es diferente. La lógica del condicional simple (o meramente “condicional”), es distinta a la del bicondicional. En el primer caso, el condicional es falso si el antecedente es verdadero y el consecuente falso y verdadero en todos los otros casos (incluyendo uno paradójico, el caso en que ambos antecedente y consecuente son falsos, lo que hace que el condicional sea verdadero). En el caso del bicondicional, será falso cuando los valores de verdad del antecedente y consecuente no coincidan: esto es, cuando el antecedente sea verdadero y el consecuente falso, o a la inversa; y verdadero cuando coincidan (ambos falsos o ambos verdaderos).

Analizando las llamadas “tablas de verdad” (que todos aprendimos a odiar en la preparatoria, así que me disculpo por traerlas de regreso aquí), vemos (Fig. 10.1) que esta diferencia será relevante para propósitos de refutación: el condicional solamente tiene un caso de refutación (el mencionado, en que el antecedente es verdadero y el consecuente falso), mientras que el bicondicional tiene dos (los casos en que los valores de verdad de antecedente y consecuente no coinciden). Es en ese sentido que el bicondicional es “más fuerte” y metodológicamente preferible bajo un

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criterio falsacionista, dado que existen más posibilidades de darnos cuenta de que es falso (dos vs. una en el condicional simple) y por lo tanto es más refutable y, en consecuencia, nos permite corregir más rápidamente nuestro conocimiento.





antecedente

consecuente

condicional

bicondicional

p

q

p -> q

p q

v

v

v

v

v

f

f

f

f

v

v

f

f

f

v

v



Fig. 10.1. Tabla de verdad para los condicionales deterministas

Complicando el asunto, hay ocasiones en que la relación entre las variables P y Q no es “determinista”, es decir, no siempre que hay P hay Q, sino que Q ocurre con un grado de posibilidad, es decir, bajo una distribución de probabilidad. Esta probabilidad puede ser un reflejo de nuestra ignorancia (en ese caso es una probabilidad subjetiva, epistémica), o bien puede ser una característica del propio mundo, como la de que no todos los que desarrollan sífilis desarrollan paresis, que vimos antes.

Es el caso de autores como Service, que afirman que en la mayoría de los casos del cacicazgo, éste parece haber surgido como una respuesta ante la variabilidad ambiental, vía la diferenciación productiva y la redistribución regional. Dicho de otra manera, no siempre que hay variabilidad ambiental, diferenciación productiva y redistribución regional habrá un cacicazgo; o, alternativamente, hay cacicazgos que no parecen haber surgido por esta causa.

¿Cómo representar esta nueva propuesta? Una, me imagino, sería vía la lógica modal, o incluso la lógica de la teoría de la probabilidad. La otra, más común, es ubicar encima de la flecha del condicional o

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bicondicional una “P” mayúscula, para indicar el grado de probabilidad. Éste debe ser alto (no hay una convención universalmente aceptada de qué tan alto deba ser, pero el mínimo es que sea mayor al 50% pues, de otra manera, es preferible lanzar una moneda al aire).

Estos principios probabilistas presentan una dificultad adicional en el momento de ser evaluados: si encontramos un caso en contra no necesariamente refutamos la teoría, dado que lo que la teoría establece es que, en efecto, es probable que no todos los casos cumplan la relación en cuestión. Entonces, si encuentro un caso de cacicazgo sin redistribución, no he refutado realmente a Service. Se supondría que si caso tras caso encuentro que hay cacicazgos sin distribución, entonces sí que he debilitado la teoría. El problema es que, en ausencia de una manera de determinar el número total de casos, esta evaluación se complica. La fig. 10.2 resume estas relaciones y las respectivas tablas de verdad.



Antec.

consec.

condicional probabilista

bicondicional probabilista

p

q

P p -> q

P
 p q

v

v

v

v

v

f

f

f

f

v

v

f

f

f

v

v



Fig. 10.2. Tabla de verdad para los condicionales probabilísticos

En ese sentido, los principios nomológicos probabilísticos serían “menos fuertes” que los deterministas y entre los deterministas, serían más fuertes (refutables) los bicondicionales. Estas relaciones se expresan en la figura 10.3, en la que el condicional de la esquina inferior izquierda es la más débil y el la superior derecha la más fuerte:



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condicional

bicondicional

determinista

p -> q

p q

probabilístico

P p -> q

P
 p q



Fig. 10.3. Relaciones de fuerza (refutabilidad) de los condicionales

Resumiendo las observaciones hechas hasta ahora sobre este aspecto sintáctico: hay dificultades en la expresión formalizada de una teoría, porque, por un lado, no es claro si la lógica del condicional cuantificado captura toda la fuerza de un principio nomológico y por otro, porque la mera técnica no permite definir a qué escala (qué tantos segmentos de la cadena causal hay que formalizar), ni a qué nivel de detalle, es decir, qué resolución hay que usar. Y, adicionalmente, cómo lidiar con el caso de la fórmula “Sí y sólo sí” y el caso de las variantes probabilísticas del condicional simple y el bicondicional.

A pesar de estas dificultades y sin resolver de momento el asunto de la expresión formal, el intentar formalizar una teoría tiene cuando menos dos efectos positivos: ayuda a explicitar lo que la teoría propone y a ver en qué momento pueden existir problemas de vaguedad o dificultad para identificar en la realidad las variables involucradas. Ello es útil simple y sencillamente para poder determinar lo que la teoría dice. Y, como veremos, a contrastar si lo que el autor de la teoría dice que su teoría dice, es lo que realmente dice la teoría. Nos permite también identificar (para una escala y nivel de resolución), cuántos principios están involucrados, de qué tipo son y cuántas variables involucran. Ello ayudará a evaluar la simplicidad, elegancia y parsimonia de la teoría (para posiciones teóricas en las que estos valores son deseables).

Un último ejemplo puede ayudar a ver este proceso. Regresemos a Service y su teoría del origen del cacicazgo. Una manera de formalizarla es decir que propone que

“En donde haya sistemas redistributivos regionales aparecerá el cacicazgo”, en cuyo caso estamos hablando de una teoría determinista con un condicional simple; o bien:

“En donde haya sistemas redistributivos regionales muy probablemente aparecerá el cacicazgo”, en cuyo caso tenemos un condicional probabilista; o bien:

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“Solamente en donde haya sistemas redistributivos regionales aparecerá el cacicazgo”, en cuyo caso tenemos un bicondicional determinista; o bien:

“Solamente en donde haya sistemas redistributivos regionales muy probablemente aparecerá el cacicazgo”, en cuyo caso tenemos un bicondicional probabilista.

Nótese que a esta escala, no tenemos todavía una conexión causal clara entre la redistribución y el cacicazgo, por lo que se hace evidente que esta primera reconstrucción no es suficiente y que requerirá de principios adicionales; un primer intento podría ser algo así:

“En condiciones de diversidad regional, la especialización productiva de tiempo parcial permite optimizar los recursos y reducir los tiempos de transporte” “La especialización productiva requiere, sin embargo, garantizar la circulación de los bienes, lo que a su vez implica la creación de un sistema redistributivo”

“Los asentamientos más antiguos de una región suelen estar centralmente ubicados”

“La ubicación central de un asentamiento incrementa su probabilidad de ser el centro de un sistema de redistribución”

“La manipulación del sistema redistributivo puede ser una fuente de beneficios y prerrogativas para el gobernante del sitio central”

(Y el paso de la muerte): “El gobernante del sitio central asegura la posición de su familia al frente del sistema redistributivo haciendo que esta posición, con todos sus privilegios, sea hereditaria”

“El cacicazgo surge cuando un gobernante hereda su estatus y función dentro de un sistema redistributivo regional”



Le dejo al lector de tarea formalizar este argumento. Pero es claro que estamos más cerca de una versión que le haga justicia a Service. El precio ha sido ir de un principio general a cuando menos siete (a esta escala), e involucrando no solamente un par de variables, sino considerablemente más. La ganancia es detectar la complejidad y estructura de la teoría y detectar sus puntos débiles, como el que señalé aquí como “el paso de la muerte”, dado que es factible preguntarse “por qué quisiera hacer eso el gobernante”, recordando que si Service contesta

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“porque así es el hombre”, entonces, por simetría explicativa, debería haber cacicazgos en todos los lugares en que haya diversidad regional, lo que, como sabemos, es falso.

Esta explicitación permite listar los principios, explorar sus formas y detectar el conjunto de variables involucradas. Las variables son reconocibles como sustantivos, cuyas propiedades se establecen mediante predicados que a veces incluyen adjetivos. Los principios se establecen como relaciones, identificables como verbos a veces calificados mediante adverbios. Esta detección será un insumo del análisis del aspecto ontológico, como veremos adelante.

Una cuestión interesante es qué tratamiento dar a la teoría así explicitada: ¿es la teoría un argumento cuya verdad es la conjunción de la verdad de todos los principios involucrados?. Es decir, si se refuta uno de ellos, ¿se refuta la teoría en su conjunto?. La lógica parecería indicar algo así. Alternativamente, ¿podemos ver a cada principio como un principio semi-independiente y entonces evaluar a la teoría como más o menos fuerte según el número de sus principios corroborados vs. aquellos debilitados o refutados teórica o empíricamente?. La literatura arqueológica al respecto es nula o casi inexistente. Y no se puede decir mucho más respecto a la guía que ofrecen muchos tratamientos de filosofía de la ciencia, en donde los ejemplos casi siempre se reducen a teorías sencillas, de uno o dos principios.



Criterios de evaluación: simplicidad, elegancia, parsimonia, completud, relevancia y validez del argumento Los tres primeros criterios son comúnmente reconocidos en los manuales de filosofía de la ciencia, pero como apunta Harré, es más fácil hablar de ellos que ponerlos en práctica. Los debates sobre la estructura de las teorías (ver [Suppe 1977a, 1977b, 1977c]) y el creciente desencanto con las técnicas de formalización que acompañaron el declive del neopositivismo hacen difícil una formulación precisa de la simplicidad, la elegancia y la parsimonia. Con excepción de la propuesta modelo-teórica que, hasta donde entiendo, tendría el utillaje técnico para convertir esos valores en elementos mesurables, en general lo que se nos presenta es una idea intuitiva de los mismos. La elegancia tendría que ver, a escala de los principios involucrados, con enunciados y el número de variables involucradas: mientras menos, más elegante la teoría. La simplicidad tendría que ver con la complejidad interna de los mismos (por ejemplo, el que la parte antecedente de un condicional incluya, anidados, diferentes conjunciones, disyunciones y otros condicionales, a varios niveles de profundidad); en ese caso, el principio sería solamente uno, pero de mayor complejidad que otros que sólo involucraran condicionales simples con una

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variable como antecedente y otra como consecuente. Y la parsimonia, en su concepción clásica, tendría que ver con que la teoría permitiera, con pocas variables y relaciones, explicar un rango amplio de casos y situaciones: una teoría que requiera cinco variables distintas para dar cuenta de cinco casos diferentes es menos parsimoniosa que una que lo hiciera con solamente un par de variables y condiciones antecedentes distintas. Debe recordarse que, salvo por el argumento popperiano de que la simplicidad está relacionada a la fuerza y, con ello, a la refutabilidad de una teoría, otros autores parecerían considerar este asunto como uno de preferencias estéticas. Es importante tener esto en cuenta, dado que la posición teórica puede preferir, el su área valorativa, teorías complejas a sencillas, en cuyo caso el criterio operaría en sentido inverso al expuesto aquí. La completud del argumento tendría que ver, para la escala de análisis seleccionada, con que no se requiera de gran cantidad de principios o supuestos no explicitados para dar cuenta de todos los detalles capturados a esa escala y resolución. La relevancia, el sentido de que tanto las variables presentes en los principios generales y condiciones antecedentes sean realmente requeridos para la deducción de la conclusión y a la inversa, nada quede en la conclusión sin cobertura en el explanans. La validez, con que la inferencia deductiva realmente se cumpla: que la conclusión (explanans) pueda ser derivada de los principios generales y las condiciones antecedentes (asumiendo que las explicaciones en general toman esta estructura básica). El problema, de nuevo, es el de la escala de trabajo y la resolución, que implicarían posiblemente resultados diferentes si se trabaja asumiendo solamente una explicación elíptica (o esbozo explicativo), o se hace el desarrollo completo sin dejar muchos elementos como supuestos o autoevidentes. En el caso de la teoría de Service que nos sirvió de ejemplo, es probable que la pregunta “por qué quiere el cacique hacer hereditarios sus beneficios” esté poco desarrollada en la formulación original. Ello hace que este aspecto de la teoría sea elíptico o implícito; ningún procedimiento formal completará, por desgracia, lo que no haya estado en el original. Lo que puede lograrse es, cuando mucho, hacer explícitos y evidentes los huecos. Si una teoría no sale moderadamente airosa del análisis formalsintáctico probablemente no lo haga tampoco en los aspectos siguientes. Como se verá, el análisis parece tener una progresión lógica, lo que implicaría que quizá haya teorías que no lleguen a requerir un análisis completo, al quedar prácticamente debilitadas desde los análisis pragmático o sintáctico. En las que sobreviven es factible pasar al aspecto metodológico.

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3. Aspecto metodológico



En este tercer aspecto nos interesa determinar si la teoría es realmente una teoría empírica legítima: es decir, si es cuando menos refutable en principio. Y si cumple con el criterio de refutabilidad, qué tan viable es la refutación. Intuitivamente, para que una teoría sea refutable en principio, debe “prohibir” algo; es decir, debe especificar qué condiciones llevarían a considerarla debilitada. Si la estructura es simple, de un condicional, lo que la teoría prohíbe es que se presente el antecedente y no el consecuente. O, en su versión cuantificada, que exista al menos en un caso en que se dé la propiedad adscrita en el antecedente y no la adscrita al consecuente (como vimos en la sección sobre el método, del capítulo 6). El problema surge cuando la teoría tiene muchos principios generales, dado que, como vimos entonces, en principio, puede suceder una de dos cosas: considerar al explanans en su conjunto como antecedente de la explicación y al explanandum como su consecuente; o bien tratar a cada principio general de manera autónoma. En cualquiera de las dos opciones debe haber algo que la teoría “prohíbe”, lo que se llama el “reporte de observación” que debilitaría la teoría.

Regresando al ejemplo de Service, reconstruida simplemente la teoría como “En donde haya casos de redistribución regional surgirá el cacicazgo”, el reporte de observación que refuta sería que en el caso X hubiera redistribución regional y no cacicazgo.

Criterios de evaluación: factibilidad: algoritmo identificatorio, precisión, factibilidad práctica

No todas las teorías, por desgracia, son refutables en principio. Existen algunas que parecerían impedir a toda costa su refutación, lo que logran haciendo que cualquier estado de cosas sea permisible para la teoría. Dicho de otra manera, no prohíben nada y en consecuencia, son inmunes a la opinión del mundo. Un ejemplo sería la versión de 1972 de la teoría de Wittfogel [1972] en que, enfrentado con los casos mesoamericanos, en los que se pensaba no había irrigación compleja, el autor recurre a proponer que ello no significa que la sociedad no sea hidráulica, dado que existen “instituciones hidráulicas” aunque la irrigación sea simple. Y en seguida, da una lista de instituciones que se encontrarían en cualquier estado, hidráulico o no. Con ello se asegura que cualquier caso conocido cumpla lo estipulado por su teoría, dado que no habrá un caso de sociedad hidráulica que no tenga un estado despótico, dado que todos los casos de estados serían sociedades hidráulicas, aunque no dependan del riego. En otros casos, el problema para la refutación es la vaguedad de la teoría. Es el caso de la propuesta de Flannery sobre el origen del estado de

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1973. Aunque el autor, con su modestia característica, nunca pretendió tener una teoría completa, lectores posteriores (incluyéndome a mí) la han incluido entre las teorías sobre el origen del estado arcaico. El problema es que la teoría sufre de “vaguedad terminal”: sus principios generales especifican cosas del estilo de que “si un control de orden inferior falla en mantener algunos valores dentro de los umbrales mínimos, entonces un control de orden superior tomará su función”, lo que sin duda puede ser cierto. El problema es qué es un control de orden superior, o de orden inferior y, peor aún, qué valores son los que hay que mantener dentro de qué umbrales. En ausencia de una especificación más precisa, la teoría es totalmente irrefutable, aunque, paradójicamente, siempre será posible sostener, a posteriori, ante la presencia de una teoría real, que “eso” era lo que la teoría sostenía. Así si fuera el caso de que la población es una de las variables en cuestión y el umbral fuera el límite de capacidad de carga, ambos elementos propuestos por otra teoría, siempre es posible decir: “claro, exactamente lo que mi teoría predecía”, pero en rigor la teoría no puede predecir nada con precisión.58  



58

En otras ocasiones no es la imprecisión con la que se formulan los principios generales, sino más bien que de todas maneras no podemos evaluar la teoría por que no hay cómo reconocer esas variables en el mundo. Ya mencionamos el caso de las teorías derivadas de la teoría de la información o la capacidad de proceso humano, que predicen con precisión la aparición de controles jerárquicos de segundo orden a partir del número de unidades de control de primer orden [Johnson 1982:395]. Ahí el problema no es la precisión, sino el cómo contar unidades de control en la realidad, o bits de información. ¿El control de primer nivel equivale al grupo familiar? ¿al pater familias? ¿el de segundo nivel al administrador del poblado? ¿al centro regional del que dependen poblados locales? Es imposible, de solamente leer la teoría, determinar estos factores. Es a este problema al que he llamado de “algoritmo identificatorio”. Un algoritmo, entendido el término en un sentido laxo, es el procedimiento a seguir para resolver un problema. En este caso, el problema es el de identificar en la realidad una variable y poder determinar su magnitud. Las

Aprendí en Michigan que esta es la razón por la que el éxito predictivo tiene que ser genuino como para que valga a favor de una teoría y que Popper no está tan convencido de que ese sea el quid del asunto. El ejemplo, del que luego yo hice uso, es el de las “teorías de las psíquicas de California”. Al inicio de cada año, en las revistas femeninas (lamento el comentario aparentemente sexista, pero es en donde aparecen normalmente estas predicciones), las psíquicas de California predicen cosas como “morirá este año una querida actriz de Hollywood”. “¡Claro!”, decía mi profesor Railton, “¡si Hollywood está lleno de viejas actrices alcohólicas!; o bien: “continuarán los conflictos en el Medio Oriente”, o “un terrible fenómeno natural azotará Asia”. El número de eventos que son compatibles con estas pseudo-predicciones es potencialmente infinito. Así no es el que predigan algo lo que las haría científicas, sino el que fueran refutables, cosa que por lo visto no pueden ser.

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teorías en ciencias sociales parecen adolecer muy frecuentemente de este tipo de problemas. La causa, se ha dicho, es la dificultad de cuantificar lo social. Pero es claro que no se requiere llegar a escalas de intervalos para decir que hemos cuantificado: las escalas nominal y ordinal son escalas también (aunque cuantitativa solo la segunda, en sentido estricto). El problema es el de poder tener un algoritmo para identificar la variable y estimar, cuando menos en una escala ordinal, su magnitud. Ello suele ser resultado menos de la complejidad de lo social que de lo incompletas que suelen ser las teorías en nuestras ciencias.

Un último elemento tiene que ver con la viabilidad práctica de la refutación (es decir, ya no en principio, sino en la práctica). Me refiero a que la teoría puede ser de tal complejidad y la recuperación de los datos tan difícil (tardada, costosa, peligrosa, moralmente objetable, etc.), que en realidad aunque la teoría sea refutable en principio, no lo es en la práctica (salvo por experimentos “mentales”). Ello en si mismo no descarta a una teoría: hemos empleado en otras ocasiones el ejemplo de teorías sobre qué implicaría desviar el eje terrestre, que aunque quizá hoy ya sea posible lograr, ello no significa que sea bueno o justificable hacerlo simplemente para evaluar una teoría. Pero es claro que si tenemos dos teorías, empatadas en todos los otros aspectos y desiguales en cuanto a éste, habría que preferir aquella cuya evaluación en la práctica y no solamente en principio, es más viable.

Si la teoría no logra pasar el análisis de este aspecto metodológico, entonces probablemente ya no será necesario (ni posible, en sentido estricto) pasar a evaluarla empíricamente; a una teoría irrefutable no pueden hacerle nada los datos. Me temo que en arqueología será frecuente encontrarnos con discursos que son, a la hora de la hora, formulaciones veladas de filosofía política, disfrazadas de teorías empíricas, cuya verdadera identidad será revelada cuando sean analizadas en el aspecto formal-sintáctico.



4. Aspecto ontológico Otro elemento que distingue nuestra propuesta de las formalizaciones de corte sintáctico, gratas al neopositivismo, además del énfasis pragmático señalado, es el que el contenido importa. De poco sirve en arqueología una teoría formalmente impecable si no es una teoría social aplicable a la arqueología. Ello requiere analizar el tipo de entidades que la teoría postula. De nuevo, esta asignación derivará, en condiciones normales, de la posición teórica que generó la teoría sustantiva. Es decir, sería extraño encontrar que no coincidieran.

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Lo que nos interesa, en consecuencia, es determinar si las unidades empleadas en la teoría son unidades sociales o si estamos frente a un caso de reducción o de “absorción” teórica (que abordamos con algún detalle en el capítulo 4). En el primer caso, la explicación recurre a entidades de una teoría que está “por debajo” del nivel ontológico social –como sería el caso en el intento de reducir lo antropológico a lo genético en la sociobiología [Wilson 1975]; en el segundo caso, cuando las unidades son, al menos pretendidamente, de un nivel “superior” que engloba y subsume a lo social, como pretenden la escuela sistémica [Bertalanffy 1971] y ecosistémica [Flannery 1975, orig. 1972], que sostienen que los sistemas sociales no son sino ejemplos de un tipo de sistemas más amplio, el de los sistemas complejos, con principios generales de un nivel mayor de aplicación que simplemente el ámbito social (como proponía Flannery en 1972: “Sugiero que los mecanismos y procesos son universales, no solamente en la sociedad humana, sino en la evolución de los sistemas complejos en general”. [Flannery 1975, orig. 1972:31].



¿Qué unidades son al menos en principio sociales? Cualquier mención a sociedades, asentamientos, grupos, etnias, culturas, niveles evolutivos humanos, sitios, tecnologías, etc., es decir, cuestiones producto de la actividad social humana; por contraste, no son al menos en principio sociales unidades como “sobrecarga de información”, “entropía”, “gen”, “atractor”, “unidad jerárquica de proceso y control”. No por ello son unidades ilegítimas: en absoluto, juegan importantes papeles en sus respectivas teorías; solamente que estas teorías no son teorías sociales, sino de la cibernética, la genética, la teoría del caos, la teoría de la información y similares. En particular, sobresale el intento de explicar mediante teorías de las llamadas “ciencias formales” (lógica y matemáticas) asuntos de las “ciencias empíricas” como la arqueología. Resulta absurdo contestar a la pregunta “por qué surge el estado”, con el teorema de Pitágoras (o algún principio similar en la teoría del cálculo o de la teoría matemática del caos). Y resulta cuando problemático hacerlo desde una disciplina empírica que intenta reducir o absorber a la teoría social en cuestión. Al menos es inaceptable si no se cumplen los requerimientos para una reducción interteórica, que cómo vimos en el capítulo 4, son muy demandantes.

Criterios: “emergencia”, o en su caso, “calidad de la reducción interteórica” Derivados de las consideraciones anteriores, surgen cuando menos dos criterios: es preferible en arqueología una teoría que reconoce el carácter “emergente” de los procesos sociales, es decir, que no son reducibles/ absorbibles por otros niveles ontológicos. O, si no se quiere prejuiciar el asunto, entonces se puede pedir que la propuesta de reducción/absorción cumpla los requisitos relevantes: que haya funciones (unívocas o multívocas) que permitan eliminar todos los términos y principios de la

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teoría reducida a favor de los de la teoría reductora; que la teoría no pierda capacidad explicativa al ser reducida; y que las reglas de reducción (que son en sí mismas hipótesis), tengan corroboración empírica independiente.

Para ilustrarlo con el caso de la sociobiología, no solamente habría qué encontrar a término de la teoría sociobiológica corresponde un término como “ideología”, sino mostrar que los fenómenos ideológicos o simbólicos son explicables a partir de diferenciales reproductivos atribuibles en último caso a caracteres genéticamente determinados. Habría que mostrar, adicionalmente, que dichos caracteres son localizables en el genoma humano, por ejemplo, que existe, como insinuaba Wilson, un “gen de la clase social”; y que los principios generales que gobiernan la transmisión de información genética son, en efecto y con todo el apoyo empírico requerido, capaces de explicar, por ejemplo, las diferencias ideológicas entre clases. Sin evidencia al respecto, la reducción no es aceptable y la teoría en cuestión no es satisfactoria, o al menos lo es en menor medida que una teoría no reductora.

Íntimamente ligado al problema de la reducción de los términos teóricos, como veremos, está el de su identificación en la realidad: lo que he llamado el “problema del algoritmo de identificación”. Si propongo que un proceso social es el resultado de la “sobrecarga de información”, entonces más vale que tenga manera de determinar a qué equivale una “unidad de información” en lo social. De otra forma no puedo aplicar las ecuaciones que relacionen la carga de información con la aparición de “unidades jerárquicas de control” y argumentar que cuando la carga de información supera “cierto límite”, típicamente después de la séptima unidad de información, será más “eficiente” generar una “unidad de segundo nivel” que optimice el proceso de toma de decisión, como hace Johnson [1982].

No se me malinterprete. No tengo nada en contra de usar teorías de otras disciplinas como fuente de inspiración y búsqueda de analogías que pueden estimular la generación de teorías sociales. Cualquiera disciplina puede ser utilizada con propósitos heurísticos en arqueología. Lo que no se vale es afirmar que se han logrado explicaciones legítimas cuando lo único que se tiene, quizá, son paralelos que puede valer la pena explorar.

Aquí es más difícil encontrar ejemplos del criterio en arqueología, precisamente porque la arqueología procesual era muy dada a explorar posibilidades reductoras, es decir, el criterio sería exactamente el opuesto. Pero el propio Binford se quejaba, por ejemplo, del intento de explicar mediante principios de la psicología (un caso de absorción, en nuestra terminología), procesos culturales [Binford 1972 (orig. 1965):196].Y uno podría leer la insatisfacción sobre la arqueología procesual que hacían críticos como Hodder, como al menos parcialmente motivada por la tendencia hacia explicaciones deterministas en que los elementos causales

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siempre vienen desde el exterior, de cambios medio ambientales [Hodder 1986]. No obstante, hasta donde sé, el tema de la reducción no se ha discutido mucho, salvo quizá desde la propia arqueología social latinoamericana [Gándara 1983, 1990b].

De nuevo, como sucedía con el aspecto pragmático, el análisis de este segundo aspecto puede ser suficiente como para reducir el número de teorías contendientes, o al menos, ir jerarquizando qué teorías son preferibles. Las teorías que califican mal en este aspecto difícilmente mejorarán en los aspectos subsecuentes del análisis (con excepción del sintáctico, dado que las teorías formales que se ha intentado a veces utilizar suelen ser teorías sintácticamente impecables, incluso formalizadas y con todo un aparato cuantitativo, como la teoría matemática de la información).



5. Aspecto valorativo (implicaciones éticas y políticas de la teoría) Una de las mejores maneras de detectar si la teoría es realmente una teoría empírica o un discurso moral velado es analizar sus implicaciones éticas y políticas. De nuevo, estas implicaciones derivan de lo que, a nivel de la posición teórica en su conjunto, se sostiene en el área valorativa. Pero es en las teorías sustantivas en donde esta valoración es mucho más clara.

En cierto sentido, esto no es sino una expresión de lo que hemos llamado la “ontología social” de la posición teórica. Es decir, los supuestos que tienen que ver con la condición o naturaleza humana. Estos supuestos quedan evidenciados cuando una teoría poco fértil “enseña el cobre” rápidamente y recurre a la ontologización arrogante. Es en ese momento en que quedarán más evidenciados sus supuestos valorativos. He hecho mención antes a las polémicas con colegas tan queridos como Luis Guillermo Lumbreras, quien alguna vez propuso una teoría del origen del estado en la que, una vez que existía el excedente o plus producto social, alguien lo “secuestraba” para su uso individual. Ante la pregunta “¿y por qué lo hacen?”, la respuesta solía ser, “porque aprovechan el poder que les da su función, como la de ser los que predicen el tiempo”; a lo que la pregunta se convertía en “¿y por qué quieren sacar provecho al poder de su función?”, la respuesta, luego de varios titubeos era “porque así es la gente”. El problema es que esta ontologización, además de ser poco explicativa, nos genera un problema político: si así es la gente, entonces ¿qué caso tiene trabajar por un cambio social profundo? A la larga, el “hombre malo por naturaleza” volverá a emerger, de forma tal que parecería que la única manera de protegerse es con terribles instituciones de supervisión y control, en cuyo caso no es claro decir en qué sentido es que una transformación revolucionaria sería realmente un paso adelante. Al menos para el marxismo, asumir una valoración de este tipo implica contradecir los valores éticos y políticos detrás de la teoría.

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En otras teorías hay menos empacho al respecto. Service cierra su libro de 1975 con una propuesta que no es otra cosa que el discurso de la filosofía política liberal del siglo XIX: la gente se da cuenta que le conviene vivir bajo la supervisión del estado y sacrificar algunos derechos personales y, por supuesto, que alguna parte de la población viva en condiciones de desventaja- siempre y cuando se eleve el bien común [Service 1975:294-299]. Con ello, la explicación del origen del estado regresa a las teorías voluntaristas que Carneiro criticó desde 1970, críticas con las que Service se supone estaría de acuerdo. Al menos la teoría no indica en qué condiciones antecedentes es que la gente “se da cuenta”. Ello es importante, porque deja sin explicar por qué solamente en seis casos apareció en el mundo el estado arcaico original. Me imagino que el resto de la gente simple y sencillamente “nunca se dio cuenta”.



Criterios: fertilidad teórica; consistencia con el resto de los valores de la posición teórica; congruencia con un punto de vista que permita entrever cómo mejorar nuestra realidad social

Muchas teorías acaban resultando realmente ontologías derivadas de una filosofía política, que el autor consciente o inconscientemente intenta vendernos como teorías sustantivas. La mejor manera de detectarlo es viendo tanto la naturaleza de las entidades propuestas (es decir, si son realmente sociales o implican alguna forma de reducción). Y de ser entidades sociales, ver qué tan fértil es la teoría, antes de recurrir a la ontologización. Una vez que lo hace, determinar qué concepción del hombre o la naturaleza humana presentan. El hombre acaba siendo: macho dominador, adicto al poder, sediento de violencia gratuita, ostentoso, megalomaníaco y antisocial, ya sea de manera aislada o en conjunto, “por naturaleza”. Como señalamos antes, aún si eso fuera cierto (cosa que no es factible probar, dado que las ontologías se asumen, no se prueban, como vimos en el capítulo 4), las teorías en cuestión resultan insatisfactorias, precisamente porque carecen no solo de fertilidad explicativa (de otra manera no ontologizarían tan rápido), sino de simetría explicativa: si el hombre “es así por naturaleza”, entonces en donde quiera debería haber estados y sociedades de clase.

Es importante también determinar si los valores presentes en la teoría sustantiva son congruentes con los de la posición teórica (al menos con el discurso de la posición teórica). Una posición teórica que dice tener una visión optimista del mundo, pero que en el último análisis renuncia a cualquier posibilidad de mejorarlo, dado que “el hombre es así”, es incongruente. Conste que aquí la congruencia no es entre mis valores y los de la teoría analizada: es entre la posición teórica, su discurso y los valores encarnados en la teoría sustantiva.

Sobre estos criterios tampoco hay muchos antecedentes, salvo que las críticas de autores como Shanks y Tilley [1987a, 1987b] a la arqueología

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procesual pudieran considerarse como tales. En virtud de que el propio proceso de ontologización no había recibido mucho interés en la disciplina, era difícil detectar sus componentes políticos y éticos.

Resulta interesante preguntarse cómo es que científicos responsables, normalmente hasta progresistas, son capaces de recurrir a la ontologización prematura, orientados más por una filosofía política implícita y sin crítica, que por una teoría empírica real. Me imagino es el resultado de que las posiciones teóricas no se adoptan en un vacío social. Los componentes valorativos de la posición suelen responder a las necesidades ideológicas del momento en que se generan. Los arqueólogos no tendríamos por qué ser inmunes a este proceso. Lo que no se vale es que simplemente se asuma, sin cuestionamiento y se eleven a elementos de la “esencia humana”, eterna e inmutable, opiniones políticas y morales.

Es por esta razón que resulta ilustrativo el análisis de este aspecto de las teorías sustantivas, aún si otros aspectos han desmeritado a la teoría en cuestión. Nos ayuda a entender el conjunto de fuerzas y valores en el que opera la arqueología; y a detectar y examinar críticamente estos valores, antes de pasarlos como “resultados de la ciencia”.

Si la teoría ha pasado bien otros aspectos entonces, aunque nuestra valoración pueda ser diferente a la del autor analizado, es indispensable ver el último (y en mi opinión ese debería ser el orden real de la evaluación teórica) de los aspectos, que es en el que normalmente se centra el trabajo en arqueología: el del apoyo que pueden estar o no dando a la teoría “los datos”.

6. Aspecto empírico: el apoyo de los “datos” A estas alturas quizá quede al menos un poco más claro por qué es que este aspecto debe ser considerado en este momento y no antes. Si no sabemos cuando menos a qué responde la teoría, qué es lo que la teoría dice y si lo que dice es refutable o no, entonces no veo en qué sentido los datos pueden hacerle o no mella. La información por si misma no es significativa. Lo es en función de alguna teoría. Pero entonces adquiere prioridad determinar qué es lo que la teoría propone, con la mayor exactitud y fidelidad al autor original que podamos lograr.

Para verlo baste revisar un solo ejemplo. En una sus tres “refutaciones hawaianas”, Earle pretende [Earle 1978] haber refutado la teoría de Service sobre el origen del cacicazgo (la misma teoría sobre la que presentamos antes tres posibles reconstrucciones informales). Earle reporta que a) en la isla de Kawaii, que es la que el estudia, sí hay variabilidad ambiental; b) que no hay un sistema redistributivo regional, dado que cada unidad es autosuficiente y no existe especialización productiva; y c), que la organización social no es una de cacicazgo al estilo de Service. En consecuencia, concluye que Service está refutado.

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Si yo entiendo bien este argumento, Earle propone que de dos de las variables que constituyen el posible antecedente del condicional, solamente una se cumple; y que el consecuente está ausente. Es decir, reconstruye algo así como:







Principios generales P1: Si existe variabilidad regional y especialización productiva entonces surgirá un sistema de redistribución regional P2: Si existe un sistema de redistribución regional entonces surgirá (asumimos que de su manipulación) un cacicazgo Condiciones antecedentes A1: En Kawaii hay variabilidad regional A2: En Kawaii no hay especialización redistributiva A3: En Kawaii no hay un sistema de redistribución regional

-------------------------------------------------------------- Explanandum: En Kawaii no hay un cacicazgo

Hasta donde yo logro darme cuenta, este argumento no refuta a Service, sino, en una interpretación al menos, ¡lo corrobora!. La razón es simple: se cumple precisamente lo que establece la teoría (así reconstruida): si el cacicazgo es resultado del sistema de redistribución (por P1) y en Kawaii no hay un sistema de redistribución (por A3), ¡no tendría por que surgir un cacicazgo!. Y eso es precisamente lo que Earle dice que encuentra (para él Hawai en su conjunto no es un cacicazgo “simple” como el descrito por Service, sino un cacicazgo complejo, cuyo origen Earle intentará explicar de manera alternativa [Earle 1973].

Earle parece reducir la teoría a una expresión todavía más simple y con otra composición:

P*: Sí y solo sí hay redistribución regional habrá cacicazgo

A* En Kawaii no hay redistribución y sí un cacicazgo (complejo) -------------------------------------------------------------------- (Por lo tanto), es falso que el cacicazgo (complejo) sea un resultado de la redistribución

Es decir, interpreta aparentemente P* como un principio bicondicional determinista: si es cierto, deberán aparecer con el mismo valor de verdad ambos antecedente y consecuente; como indica A* esto no se cumple en Kawaii, al no haber redistribución y sí haber cacicazgo, lo que muestra que A* es falso.

Pero es dudoso que A* captura lo que Service quería decir cuando propuso su teoría. Y peor de dudoso (aunque en un sentido diferente, el de la honestidad

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intelectual), es el truco que hace Earle a sustituir el consecuente original de P*, que habla del concepto de cacicazgo de Service, con el término que Earle introduce, el de “cacicazgo complejo”, sobre el que Service no tuvo nada que decir. Conste que no abogaré aquí por una interpretación de la teoría de Service como compuesta de condicionales probabilísticas (él era muy cuidadoso y generalmente utilizaba fórmulas como “es altamente probable”, o “en la mayoría de los casos”, ambas mucho más legítimamente interpretables como apuntando hacia principios probabilísticas).

Entonces: ¿apoyan o refutan a Service los datos de Earle?. Depende de dos cosas: primero, de cómo se reconstruya la teoría de Service; es una desgracia que Earle no haya tenido oportunidad de responder a esta “refutación”, que sin duda impulsó la carrera académica de Earle (había refutado a una “vaca sagrada”). Segundo, de qué tan confiables sean en cualquier caso los datos de Earle. No puedo entrar aquí en detalles sobre el asunto, pero el lector interesado los puede consultar en Gándara [1981]. En suma, se trata de un estudio etnohistórico mediante documentos obtenidos de un periodo en el que la economía y organización social hawaiana habían sido totalmente transformados por la invasión inglesa. En lo que toca a la parte arqueológica, es fundamentalmente un estudio de superficie, con excavación limitada (de confiabilidad difícil de evaluar, al menos en la versión publicada como tesis), que difícilmente constituyen una muestra adecuada del distrito de Halelea, que es en donde se centra el estudio, que a su vez es difícilmente una muestra representativa de Kawaii, o del conjunto de las islas hawaianas.

Generalizando el ejemplo, podemos regresar a formular en qué consiste la evaluación de este aspecto empírico. Requiere, en primer lugar, una reconstrucción cuidadosa de los aspectos pragmáticos y formal-sintácticos de la teoría, para determinar exactamente lo que la teoría dice. En segundo lugar, del aspecto metodológico, sobre todo lo que se refiere a la viabilidad de la evaluación empírica, es decir, que no haya variables o principios vagos o imposibles de identificar empíricamente. En tercer lugar, hay que evaluar la calidad de la información en sí, en términos de la calidad y variedad, la confiabilidad y la representatividad de la información empírica, lo que se logra por referencia a las teorías de la observación y de lo observable involucradas. En suma, se requiere de hacer una “crítica de fuentes”, que en arqueología suelen ser fuentes arqueológicas (es decir, el propio registro arqueológico recuperado por el arqueólogo o sus colegas).

Criterios: calidad y variedad de los casos de prueba; severidad del intento de falsificación; confiabilidad y representatividad de la información; contundencia de la evaluación He argumentado en otro lado que, aunque parezca sorprendente, nuestros procedimientos de obtención de datos (y conversión en información) involucran

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siempre teorías, teorías de la observación y lo observable, a las que hicimos referencia en el capítulo 11. Hasta la aparentemente inocente elección de herramientas de excavación y tipo de ataque empleado a la superficie excavada, dejan improntas sobre la calidad y confiabilidad de los datos. El control de la representatividad estadística es otro factor importante.

No añado, entonces, mucho que no sea conocido, a los argumentos típicos que tienen que ver con la evaluación de la corroboración (o confirmación, en el lenguaje neopositivista): variedad e independencia de los casos, a lo que se suma el criterio popperiano de “severidad del intento de refutación”; y, por supuesto los de confiabilidad de la información, en términos de los procedimientos de obtención y análisis, incluyendo la representatividad estadística.

Sin criterios como los señalados (aunados a tener claro lo que la teoría dice), es difícil ver cómo es que puede proceder la evaluación empírica. De otra manera, se asume implícitamente una epistemología empirista ingenua, en la que la información es siempre confiable y no problemática, dado que accedemos a los datos sin ningún tipo de dificultad.

Por último, aún con una información impecable (y como he dicho en otro lado, el que tenga los datos libres de culpa que arroje la primera piedra Gándara [1994], si la evaluación no está hecha bajo criterios claros, puede perder contundencia. Es el caso de una hipótesis en la que se dijera que en un alto número de casos si P entonces Q. Reviso 6 casos; en cuatro se cumple el principio; en dos no. ¿He refutado la teoría?. Depende, por supuesto, de la manera en que se interprete “alto número de casos”. Es por ello que lo ideal es que los que proponen teorías empíricas establecieran los criterios de su evaluación empírica. Por desgracia, muchas de las teorías empleadas en arqueología vienen de la antropología cultural y sus autores no siempre han visto la necesidad de explorar la literatura arqueológica para ver cómo es que se están interpretando (e identificando en el campo) conceptos como “estado arcaico” o “presión demográfica”. Las posibilidades para errores del tipo llamado “equívocos” (en que se mantiene el término pero se sustituye el significado original por uno nuevo, del analista o crítico de la teoría), son amplias.

Pero incluso en el caso en que la información fuera impecable y estuviera fuera de duda lo que la teoría dice y cómo ha de ser evaluada y la información contradijera directamente a la teoría, no se le habría refutado por completo. No hay que olvidar que, siguiendo a Lakatos, no puede haber refutación sin alternativa. Así que un último elemento en el análisis de este aspecto puede ser el examen de la o las teorías que supuestamente constituyen la alternativa a la teoría refutada.

Hay que resistir, entonces, el síndrome que he llamado de “empirización prematura” en la que, sin tener primero claro lo que la teoría intenta resolver, cómo es que lo hace y qué es lo que realmente dice, saltamos de inmediato a los “datos”

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para refutarla o corroborarla. Como he dicho en otro lado, la empirización prematura, como otras incidencias prematuras, suele dejar a todo mundo insatisfecho. Afortunadamente, es tratable y se puede superar con un poquito de análisis… teórico.



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Segunda Parte

El caso de estudio: la teoría de Sanders, Parsons y Santley

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Capítulo 11 El campo de batalla: las teorías sobre el origen del estado arcaico, prístino o inicial En esta segunda parte aplicaremos las herramientas desarrolladas hasta ahora a nuestro caso de estudio, la teoría sustantiva de Sanders, Parsons y Santley [Sanders, et al. 1979] sobre el origen del estado en la Cuenca de México. En este capítulo analizaremos el contexto en que la teoría se propuso y, en particular, cómo se concebía en ese momento el problema que la teoría debía resolver. En el capítulo 12, ubicaremos la teoría dentro de la posición teórica de Sanders; en el 13 realizaremos el análisis teórico de la teoría sustantiva, para intentar en el capítulo 14 evaluar el resultado de este análisis comparando la propuesta de SPS con algunas de las teorías competidoras destacadas de ese momento.



En el capítulo anterior señalábamos que uno de los pasos iniciales del análisis de teorías sustantivas es la delimitación del contexto en que se produce la teoría a analizar. En este capítulo nos daremos a esa tarea, sobre todo en lo que toca al contexto académico. Intentaremos dar algunos antecedentes sobre las polémicas en torno al origen del Estado y cómo la discusión del propio término (y sus indicadores arqueológicos) constituyen un auténtico campo minado. Para poder proceder al análisis es importante al menos desactivar algunas de esas minas. Ello implicará hacer algunos viajes que, de primera impresión, parecerían alejarnos del tema, pero espero que luego el lector podrá constatar son indispensables para darle sentido a la polémica.

Explicar el origen del estado. Ok. Pero ¿qué entendemos por Estado? Sin pretender un examen exhaustivo del tema (aunque el lector interesado puede consultar Gándara [1987] para un recuento más completo), es indispensable clarificar primero de qué se trataba la polémica sobre el origen del Estado y cómo la caracterización de este término tiene un impacto directo tanto sobre las teorías producidas como sobre sus supuestas “refutaciones”.



El término “Estado” adquiere su connotación actual en antropología a partir del trabajo de Service, quien lo ubica como el cuarto de los estadios o niveles evolutivos en su esquema de evolución general (Sahlins, et al. [1960]; Service [1962, 1963, 1971a]). La definición que propuso originalmente sufrió modificaciones en el camino y, en ocasiones, se confunde con la que sostuvo un ex-militante compañero suyo en las brigadas de apoyo a la República Española, el también evolucionista Morton Fried [1967, 1968]. Sin embargo, aunque tienen

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puntos de coincidencia, también los tienen de divergencia (aunque no tan severa como en los conceptos de “cacicazgo” –Service- vs. sociedad estratificada -Fried).



Estos conceptos, generados por los antropólogos culturales, fueron introducidos a la arqueología por varias rutas. La más prolija fue la propia arqueología procesual que adopta, como hemos señalado antes, el neoevolucionismo como su columna vertebral. A finales de los 60s se popularizó la secuencia de “bandas, tribus, cacicazgos y estados”, así como el intento de explicar los orígenes de cada uno de estos niveles, junto con el problema de la inestabilidad de los primeros estados arcaicos (“colapsos”). Habría un nivel evolutivo que quedó solamente esbozado en los trabajos originales de Service, que es de los imperios y su surgimiento. De esta manera, la Nueva Arqueología “reinventa” el problema del origen de estado en su versión moderna.

Otra ruta tuvo que ver con la arqueología de asentamientos y la arqueología de ecología cultural. Y en ella (al menos para propósitos mesoamericanistas), Sanders fue pionero. En su libro con Barbara Price [Sanders and Price 1968] propuso por primera vez de manera formal el estudio del origen y transición entre los diferentes estadios evolutivos. Los autores también intentan dar un primer conjunto de “indicadores”, es decir, de elementos diagnósticos que permitirían detectar su presencia en el registro arqueológico.



Pero ni el “reinvento” de la arqueología procesual ni la incorporación del modelo de Service a la arqueología de ecología cultural y asentamientos ocurrían en un vacío. El problema del origen del Estado no era en realidad nuevo: era solamente la nueva versión de un problema que es, de hecho, constitutivo de las propias ciencias sociales: el problema de cómo es que la sociedad occidental desarrolló los aparatos políticos que tenía en el momento en que contacta a sociedades no-occidentales, mientras que éstas parecían arreglárselas muy bien sin gobierno (¡gracias!). A partir de un conjunto de especulaciones en filosofía política, apoyadas en las observaciones del registro etnográfico, el estudio de los textos clásicos y las incipientes observaciones arqueológicas, surgieron los primeros intentos de resolver ese enigma. Con el evolucionismo clásico, se postulan las primeras secuencias evolutivas y se genera por primera vez un concepto para el conjunto de características que distinguían originalmente a la sociedad occidental: el de “civilización”. Morgan incorpora este concepto como estadio evolutivo y apunta algunos de los elementos que debían cumplirse para que una sociedad se considerara civilizada: la vida en ciudades (de donde viene el término “civilización”) con un gobierno central que controla el poder sobre un territorio, la escritura y otros logros culturales y artísticos.

El modelo original eran las civilizaciones clásicas del Egeo, pero con el desarrollo de la arqueología pronto se hizo evidente que estas primeras civilizaciones eran aparentemente tardías; no solamente más tardías que Egipto (cuya antigüedad era reconocida ya por los historiadores griegos), sino que Egipto mismo era tardío en relación a lo que empezaba a aparecer en Mesopotamia,

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particularmente en Sumeria. A principios del siglo XX se generalizó la discusión sobre otros casos posibles, notablemente el de los Aztecas y el de los Incas, con una polémica sobre si la carencia de ciertos rasgos (entre ellos la escritura y la rueda) eran suficientes o no como para conceder el estatuto de civilización a dichas culturas (como en el debate entre Bandelier y Gamio, por ejemplo).

Para el primer tercio del siglo XX no solamente habían proliferado los intentos de explicar por qué es que no todas las culturas del mundo habían “logrado alcanzar” el grado de civilizaciones –en un problema con claros tintes de evolucionismo unilineal, en el que el progreso era el destino de la Humanidad- con lo que era imperioso saber qué facilitaba o impedía este proceso. El marxismo no había estado al margen de esta discusión. Es conocido el aprecio que tenían Marx y Engels por la obra de Morgan; en el caso del marxismo el asunto no era tanto de unilinealismo hacia el progreso sino sobre las distintas vías que podían llevar hacia el capitalismo y su disolución. En ese contexto el hecho de que hubiera rutas “no occidentales” era un problema de interés. Es probable que Childe, militante de izquierda en su país natal (Trigger [1980, 1982]; Pérez [1981]), Australia, adquiriera parte de su interés en el problema por esta misma vía. Aunque hay que recordar que los escritos de Marx sobre las llamadas “formas precapitalistas” no se dieron a conocer sino hasta finales de los años cuarenta [Marx and Hobsbawm 1979].

Aunque en principio para el marxismo no era el estado, sino la sociedad de clases la que interesa (el estado no era sino la forma de control que una clase ejercía contra otra), Childe [1950] centró su interés sobre el conjunto de rasgos que llamó “civilización” (las primeras cinco, son características primarias, las segundas, secundarias):

Los rasgos definitorios de la civilización (Childe [1950]; Redman [1978:218]):

1. Tamaño y densidad de las ciudades

2. Especialización de tiempo completo

3. Concentración de excedentes

4. Sociedad estructurada en clases

5. Organización estatal

6. Obras públicas monumentales

7. Comercio a larga distancia

8. Arte hierático estandarizado

9. Escritura

10. Aritmética, geometría y astronomía







Con la reivindicación del evolucionismo en Estados Unidos (representado por White y por Steward) el problema adquirió carta de naturalización en este país.

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En particular Steward, influido por la lectura de Wittfogel y desde su perspectiva de ecología cultural, intentó formular una “hipótesis tentativa” sobre el origen de la civilización [Steward 1949]. Por rutas que a mi todavía no me quedan muy claras, el problema parecía bifurcarse: autores como Adams (en [Manzanilla 1986]) parecían poner énfasis en la cuestión del urbanismo como elemento central definitorio, mientras que otros, notablemente Service, pondrían énfasis en los mecanismos de integración social [Service 1963 ,1975].

Así, para el momento en que, por un lado [Sanders and Price 1968] (y otros arqueólogos afiliados a la ecología cultural) y por otro la Arqueología Procesual (y en particular, Flannery [1975, orig. 1972]), reivindicaban el esquema neoevolucionista de Service con el Estado como centro, había ya una rica tradición, a ambos lados del Atlántico, que privilegiaba otros aspectos, como el del urbanismo. El asunto era: ¿son estos problemas equivalentes?

El problema eran casos como el Egipcio, del que se dudaba hubiera tenido auténticas ciudades; o el Inca, que no tuvo una escritura fonética (o al menos no se ha descubierto). Lo cierto es que para finales de los sesentas y con toda claridad para los setentas, se había conformado un corpus de casos que parecían ser reconocidos ampliamente como los casos relevantes; en orden de aparición: Mesopotamia, Egipto, India (hoy Pakistán), China, Mesoamérica y Perú. Esta coincidencia en casos es importante dado que, independientemente de las divergencias específicas en la definición (civilización o estado), había convergencia en cuanto a la mayoría de los casos involucrados. Era el origen de esos casos el que había que explicar.

Es importante reconocer que la lista, sin embargo, es muy general y que los detalles particulares en cada región reflejarían el grado de avance de las investigaciones arqueológicas. El efecto típico fue “echar para atrás” tanto las fechas como los sitios específicos: Sumer/Uruk y ya no Babilonia, que era mucho más tardía; el viejo Imperio, en Egipto; Mohenho Daro y Harappa en India (hoy Pakistán); las sociedades post-bronce en China; Teotihuacan (y no los aztecas) en Mesoamérica –caso al que pronto se uniría el de Oaxaca- y Wari y no los Incas en Perú. Es decir, aunque las regiones seguían siendo las mismas, a medida que se refinaban las cronologías y se excavaban nuevos sitios, lo que en general sucedió es que el caso se movía hacia atrás en la secuencia. Y surgía un interesante paralelo: los casos originalmente utilizados resultaban todos ser tardíos y mucho más complejos que los casos originales. Todos tenían una organización imperial. En este proceso surgió la discusión de las diferencias entre los “estados primarios” y los “estados secundarios”.

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La distinción entre estados primarios y estados secundarios; y entre estados e imperios Este progresivo avance del conocimiento arqueológico llevó, a inicios de la década de 1970, a una reconsideración de los casos y a un primer intento de afinar la secuencia evolutiva.



El primer punto a definir fue cuál debería ser el centro de atención: si de lo que se trataba era de explicar el origen del estado/civilización, entonces parecía legítimo concentrarse en los primeros casos conocidos. Dicho de otra manera: si el estado griego, uno de los casos originalmente considerados, resultaba ser casi 3,000 años posterior al origen del primer estado en Sumer –y había maneras en que el desarrollo de este último pudo haber impactado los procesos que llevaron a la constitución del caso griego- habría que centrar la atención en los primeros casos. Algo similar sucede con el caso mexicano: si los aztecas son un estado alrededor de 1,500 años posterior a los primeros estados (Teotihuacan y Monte Albán), entonces el énfasis debería recaer sobre los casos más tempranos.



Esta es la motivación detrás de uno de los primeros ajustes al concepto: se apellidó a los primeros estados como “arcaicos”, para enfatizar que eran los primeros de lo que podría ser una secuencia larga que condujera en muchos casos hasta los imperios originalmente reconocidos en la lista de casos. Posteriormente esta distinción se afinó aún más, aunque no tuvo necesariamente el consenso de todos los involucrados: había que distinguir entre “estados primarios” y “estados secundarios”. Los primeros son aquellos que surgen en un contexto de sociedades no-estatales –y por ello son los “prístinos”- mientras que los segundos ocurren en un contexto en el que ya existen otras sociedades estatales (ver particularmente Price [1978]). Otros autores, como Wiesheu [1996] retoman el término, así como lo hacen Feinman y Marcus [1998].



Para muchos colegas, esta distinción era “bordar demasiado fino” y pensaban que daba igual estudiar casos primarios que casos secundarios59. Otros pensaron que no era suficiente: se produjo entonces la propuesta de hablar de estados “incipientes, medios y desarrollados” (Claessen and Skalnâik [1978]; Claessen and Velde [1987]) en donde no es siempre claro que esta distinción haga coincidir los términos de estado prístino, arcaico o primario con el de “estado incipiente”, ni el de “estado desarrollado” con el de imperio; mucho menos es claro si todos los estados “incipientes” tenían que ser primarios (es decir, si la distinción rescataba la característica de haber surgido en el contexto de sociedades no estatales), o si reflejaba la complejidad estructural, independientemente del contexto de surgimiento. Bajo esta segunda interpretación, estados como el Zulú, en África, serían –al menos en sus primeros momentos- estados incipientes, aunque definitivamente no prístinos ni arcaicos.  

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O bien que realmente los que calificaban como estados eran los imperios que, bajo esta terminología, no podrían ser ya casos arcaicos o primarios legítimos.

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La otra distinción importante sería entre estados arcaicos e imperios. Los segundos serían un momento evolutivo más desarrollado de los primeros. Los imperios serían, por el criterio expresado arriba, estados secundarios. Adicionalmente, suelen ser estados expansionistas en los que la guerra de conquista juega un papel central. Su extensión territorial es mucho mayor y normalmente tienen un carácter multiétnico. En la tradición marxista se les asocia al nivel evolutivo llamado “esclavismo”. En la arqueología procesual Service tuvo menos éxito con este término que con el de estado. La arqueología mesoamericana parecería indicar, adicionalmente, que estos imperios podrían ser momentos de resurgimiento de estados arcaicos luego de un momento de colapso inicial. Hoy sabemos que, al menos para el área maya, esta distinción pudiera no ser aplicable y si la epigrafía se interpreta literalmente, tampoco valdrían para el altiplano central: en 370 un guerrero de filiación teotihuacana entra a Tikal y al día siguiente el señor de Tikal “entra al agua”, es decir, muere.



Para nuestros propósitos no es crucial ni que todos los imperios sean estados arcaicos resurgidos luego de colapsos, ni que sean militaristas o esclavistas. Lo crucial es que son estados secundarios y muchos son, adicionalmente, muy tardíos al momento del origen del estado arcaico. Esta es la razón por la que estudiar el imperio de Alejandro Magno (casi cuatro mil años más tardío que el primer estado arcaico en Sumer), o el imperio azteca en Mesoamérica (casi mil quinientos años después del primer candidato a estado arcaico, Monte Albán), aunque sin duda es importante, no es directamente relevante al problema del origen del estado arcaico. Sin duda, al ser los imperios normalmente casos mejor documentados, más cercanos en el tiempo, etc., constituyen información comparativa de interés, a veces proyectable como elemento de contraste con casos anteriores, pero definitivamente no son estados que hayan surgido en un contexto de sociedades no estatales previas. No son estados primarios.



El asunto parecería reducirse a una cuestión clasificatoria: indudablemente un asunto muy aburrido y que parecería llevar a debates irresolubles y, en consecuencia, poco útiles. Pero yo quisiera argumentar que es absolutamente crucial para una justa evaluación sobre las teorías del origen del estado. El argumento es simple: aquellas teorías que se generaron para explicar el origen de los estados arcaicos o primarios deberían ser evaluadas solamente con casos arcaicos o primarios; de otra manera, se extiende la teoría a casos que los autores no necesariamente intentaban explicar y se abre la puerta a refutaciones espurias. Y para muestra un botón: la “refutación” de los Hunt a la teoría de Wittfogel.

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Perdidos en el tiempo: los Hunt a la caza de Wittfogel con una diferencia de solamente… ¡dos mil años! Cuando escuché por primera que Eva y Robert Hunt habían “refutado a Wittfogel”, lo primero que pensé fue “Ahá…ellos y cuántos más”, porque parecería que, además de la música disco y los zapatos de plataforma, una de las diversiones favoritas de la segunda mitad de la década de los setentas era “refutar” a Wittfogel. Luego, entrando en detalles, me comentaron que la “refutación” era particularmente ingeniosa porque no se trataba de algún caso prehispánico, sino de la cañada de Cuicatlán, Oaxaca a finales de… ¡la década de 1960! En ese momento pensé que se trataba de una mala broma, pero mis interlocutores (compañeros de doctorado en Michigan) parecían tomarse el asunto con seriedad.



Aunque resultó que la noticia no era exacta, es interesante que varios colegas pensaran que, en efecto, se trataba de una refutación legítima. Por cierto que en México el efecto de esta “refutación” no fue el mismo, sino más bien uno de burla: nadie entendía cómo era posible que se pensara que un caso contemporáneo refutara una teoría sobre el estado arcaico. En justicia, lo que realmente había sucedido es que, motivados por las críticas que se habían hecho a Wittfogel desde varios flancos, los Hunt [Hunt and Hunt 1978] habían tomado algunos elementos de la teoría, para ver su viabilidad mediante un enfoque comparativo. En el proceso, más que evaluar directamente la teoría wittfogeliana, lo que harían sería tratar de precisar algunos de los términos involucrados, para terminar proponiendo algunas hipótesis propias sobre las relaciones entre irrigación, conflicto y poder.



Los autores eran conscientes de que el caso mexicano contemporáneo no cabía entre los casos originalmente previstos por la teoría (los estados arcaicos del Oriente lejano y medio) [Id:89]. De todas maneras, creían poder derivar lecciones importantes sobre los conceptos de centralización, escala del sistema de irrigación y la relación entre el control de los recursos hidráulicos y el poder. En sus propias palabras:

“Las críticas al modelo de Wittfogel, en oposición a las evaluaciones de la precisión de su tratamiento de los casos empíricos, deben mantenerse dentro del dominio que Wittfogel ha definido. Muchas de las críticas se han enfocado no sobre las posibles relaciones entre el riego, la economía, la estratificación y la política sino en el nexo supuesto entre la irrigación (concebida normalmente en términos generales, más que con las limitaciones que demandaba la teoría de Wittfogel), la centralización y el despotismo. La distinción debe tenerse en mente cuando uno lee la literatura sobre la irrigación, dado que se ha hecho un esfuerzo importante para desacreditar la parte de la teoría referida al despotismo. Para poder cumplir esa meta, la relación entre la irrigación y la estructura política ha sido oscurecida, que en este caso equivale a tirar el grano con tal de deshacerse de la paja” [Hunt and Hunt 1978:71]; énfasis en el original].

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A primera vista, parecería ser un llamado a la cordura y a la prudencia en cuanto a las críticas a Wittfogel. Por lo mismo, resulta entonces incomprensible que los autores no protesten cuando comentan sobre otros intentos de evaluar a Wittfogel que han resultado en rechazos a la teoría, como sería el caso de Glick, que no encontró la presencia de un estado despótico en …¡la Valencia de la Edad Media! [Id:72]. Claramente el caso está fuera de lo que ellos llaman “el dominio de la teoría” original. Algo similar sucedería con otros casos que citan, como el de Ceilán de Leach [Id.]. Es decir, por un lado, parecen tener una idea de lo que llaman el “dominio de la teoría original”, que entendemos son los estados arcaicos; pero por otro lado no señalan el abuso de casos fuera de ese dominio que supuestamente debilitan la teoría original.



Hay varios elementos importantes en este caso de evaluación: el primero es que los autores [Hunt and Hunt 1978:69] parecen depender más de una fuente secundaria, los comentarios de Price [1971], destinados a defender a Wittfogel, que de la obra original [Wittfogel 1957]; de otra manera no se explica que la distinción de hace Price entre los supuestos aspectos diacrónicos y sincrónicos de la teoría sea retomada, ya que esta distinción no juega un papel central en la teoría original. Y tampoco que se separen elementos de la teoría que supuestamente correspondan a aspectos sincrónicos (también llamados “funcionales” por los Hunt [Id.:69]; y que, así separados de la teoría original, ahora puedan considerarse en un marco comparativo, “fuera del dominio” de la teoría, un marco históricamente lejano al de los casos originales. El segundo elemento es que se pretende también separar la teoría de su componente evolutivo y de su intención de explicar el origen del despotismo oriental. Es decir, se prescinde de la “problemática explicativa” original de la teoría. El tercer elemento es que, a pesar de contar con una secuencia histórica sobre los sistemas de riego en la región de la Cañada de Cuicatlán, Oaxaca, que va desde el Postclásico hasta finales de la década de 1960, que documenta los cambios y la compleja interacción entre las escalas local, regional y nacional, así como su efecto en el juego entre las variables políticas, sociales y económicas, los autores encuentren que pueden restringir su evaluación fundamentalmente al municipio de San Juan en las décadas de 1940 a 1970 (aproximadamente) y, al mismo tiempo, pretendan encontrar relaciones que sean invariantes en el tiempo, como para poder desplantar desde ahí sus propias hipótesis.



Los autores señalan que comparten con otros asistentes a una reunión en Long Beach en 1971, la conclusión de que en realidad “no hay una sociedad hidráulica” [Id.:72], sino quizá muchos tipos de sociedades hidráulicas. De nuevo, quizá este intento de mejorar las clasificaciones sea loable. Lo que no queda claro es entonces cómo deja esto a la teoría de Wittfogel, que no habla sobre las sociedades hidráulicas de cualquier momento de la historia o el tiempo, sino de las que acompañaron al origen del estado en sus áreas respectivas, es decir, un tipo particular de sociedades hidráulicas. Al menos era así en la formulación original de la teoría, que para 1972 Wittfogel mismo se encargaría de transformar para dar

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cuenta, llamándoles “sociedades hidráulicas” [Wittfogel 1972], de aquellas que no dependían de las obras hidráulicas, maniobra que, como comentamos en el capítulo anterior, hace irrefutable a la teoría.



No pongo en duda la seriedad de los Hunt, de la honestidad de su motivación, ni el esmero que pusieron en la recolección y análisis de los datos; de hecho, hacen una contribución en el sentido de ayudarnos a encontrar medidas tanto de centralización como de complejidad hidráulica. Pero el hecho es que este caso se usó luego, aunque solamente en la vox populi como un ejemplo en contra de la teoría de Wittfogel. De aceptarse como legítimo, de hecho desaparece la necesidad de hacer arqueología: podríamos con mucho menos costo y trabajo, refutar todas las teorías disponibles sobre el origen del estado arcaico mediante casos contemporáneos de sociedades capitalistas, so pretexto del uso del “método comparativo”, aplicable una vez que son expurgados los elementos “diacrónicos” y “evolutivos” de las teorías. Teotihuacan y Monte Albán resultarían superfluos, al menos para esos propósitos.



Pero, de nuevo, el argumento es poco claro, pues resulta que los Hunt no hicieron después de todo, un estudio comparativo, sino un estudio de caso [Id.:74]; la intención era contribuir a tener suficientes estudios de caso para entonces, quizá solamente entonces, aplicar el método comparativo. Su estudio de caso los lleva a concluir que, por supuesto, no hay elementos de un estado despótico en el México de los sesentas, aunque –¡sorpresa!- encuentran que sí existe una relación entre el control de los recursos hidráulicos (a diferentes escalas) y el control político. De hecho, de todos sus esfuerzos se deriva al menos una nueva hipótesis:



“El problema central al que nos hemos enfocado en este ensayo es la relación que existe entre la centralización política generalizada y los niveles de conflicto en una sociedad basada en la irrigación mediante canales. En términos más generales, esta cuestión focaliza el problema en el valor adaptativo de la centralización en sociedades con agricultura de irrigación. La hipótesis que emerge de nuestro caso de estudio es que una condición bajo la que la centralización de la autoridad es adaptativa sería en la reducción de conflictos bajo condiciones de escasez de agua (esto es, cuando hay presión demográfica sobre los recursos de la tierra y el agua) y esta respuesta adaptativa podría ser particularmente efectiva en un sistema de producción de comida que fuera totalmente dependiente de la agricultura hidráulica” [Hunt and Hunt 1978:118].

Por supuesto, en buen estilo inductivo estrecho, se formula esta hipótesis pero ya no se evalúa. Cuando menos los autores no proponen que ésta es una alternativa a la teoría original de Wittfogel. Así, aún si el caso fuera relevante, los datos confiables y la lógica empleada fueran correctos, sigue sin constituir un caso legítimo de refutación al no haber realmente una alternativa.

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Detrás de todo esto está una ontología profundamente ahistórica: es decir, cualquier sociedad de cualquier momento histórico puede servir para evaluar teorías de cualquier estadio evolutivo; claro, si primero eliminamos la historia. Y dudo que esta sea la intención del llamado “método comparativo”. Hasta donde lo entiendo, este método, también llamado de “la variación concomitante”, se deriva de las propuestas de Mills (para una síntesis del “canon” de Mills, véase, por ejemplo, Harré [1984:38, 58]. La idea central es que, cuando por alguna razón resulta imposible realizar experimentos controlados en el sentido estricto, se puede llegar a resultado similares si se comparan casos que coinciden en la variable de interés, aunque varíen en otras características; alternativamente, se pueden comparar casos que compartan muchas características comunes, salvo en la que interesa evaluar. Pero en ambos casos es necesario controlar el rango de variación para que la comparación tenga sentido.



La hipótesis de Wittfogel no es una hipótesis sobre cualquier tipo de sociedades ni sobre cualquier tipo de irrigación. Es claramente sobre la relación entre un cierto tipo de estado arcaico y el control de la irrigación compleja. Es una hipótesis destinada originalmente a explicar, en términos evolutivos, el surgimiento del estado despótico. Para evaluarla con justicia, como vimos en el capítulo anterior y proponemos como idea central en esta tesis, se requiere, antes que nada, determinar con claridad qué dice la teoría; es decir, qué tipo de relaciones se establece entre las variables centrales.

Me quedo con la impresión de que los Hunt (y otros críticos), asumen que es una relación expresable mediante un bicondicional. Ello implicaría que sería legítimo evaluarla mostrando un caso en el que el despotismo no fuera acompañado por el control de la irrigación compleja (suponiendo que una simplificación tan burda como la anterior reflejara lo que la teoría dice), o bien que la irrigación compleja estuviera presente y al mismo tiempo no hubiera un estado despótico. Nótese que, cuando menos, una de las dos variables tiene que estar presente para que la evaluación tenga sentido. Podemos buscar estados despóticos y ver si su base no es hidráulica compleja, o bien sociedades con irrigación compleja que no sean despóticas, dentro del marco de referencia de la teoría, que son los estados primarios. Wittfogel no escribió sobre las sociedades industriales, ni sobre el medioevo, ni sobre las sociedades postcoloniales modernas de Oriente. Aunque sin duda puede resultar interesante ver si en estas sociedades la irrigación juega un papel importante, la relación a evaluar no es la que motivó la creación de la teoría y lo que se logre aprender, aunque sin duda útil, no lo será para evaluar la teoría original.

Nótese también que mi intención en todo esto no es defender a Wittfogel, sino abogar por una honestidad intelectual en la que las refutaciones no sean espurias y se haga un mínimo de justicia a su autor. Ello implicaría tener respeto ante un logro que muchos ya quisiéramos poder presumir: el de producir una teoría mínimamente plausible. En el caso de las teorías sobre el origen del estado,

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ello requiere reconocer, cuando menos, la diferencia entre estados primarios y estados secundarios y el concepto de “situación problema” original de una teoría.

Antes de continuar, es importante señalar que no solamente se han usado casos de estados secundarios para refutar teorías sobre estados arcaicos, sino también para corroborarlas. Es el caso de Stephenson (citado en Wright y Johnson [1975:274])60, quien muestra una cercana correlación positiva entre la densidad demográfica y los estados del sur del Sahara, lo que reforzaría la teoría de Carneiro. Pero esta corroboración sería igual de espuria que las refutaciones si los casos no son casos de estados primarios. Curiosamente, hasta donde sé, ni Carneiro ni Wittfogel comentaron estos incidentes, con lo que quizá se dio pié a interpretar que estaban de acuerdo con este tipo de extensiones de su teoría a casos no originalmente previstos.  



Quien sí lo comenta es precisamente Sanders, que reconoce la diferencia entre estados primarios y secundarios de manera explícita y rechaza el uso de ejemplos contemporáneos para evaluar teorías sobre el origen del estado arcaico. El caso en cuestión no es el de Hunt, sino de un miembro del proyecto de ecología humana de Oaxaca, de Flannery, Susan Lees:

“Un tratamiento aún más ingenuo [que el de algunos arqueólogos, como Adams y Lanning] de la tesis de Wittfogel lo representan los estudios etnográficos, que se proponen evaluar [to test] esta hipótesis mediante el uso de datos cuidadosamente controlados provenientes de comunidades contemporáneas. Un ejemplo clásico del mal uso de Wittfogel es el estudio de Susan Lees [1973] de la irrigación contemporánea en el Valle de Oaxaca, que cubre aproximadamente 2,500 kms2, es parte de una república que cubre aproximadamente 2,000,000 de km2, caracterizada políticamente por una burocracia elaborada incluyendo varios niveles jerárquicos y un complejo patrón de departamentalización de funciones. La organización política de los niveles más bajos está predeterminada por la constitución nacional y todos los grupos locales del Estado de Oaxaca se conforman en general de acuerdo a la organización de la república. […]”

“Aparentemente, cuando Lees inició su proyecto ella esperaba encontrar una burocracia elaborada para la gestión del agua y un poder despótico entre y dentro de las comunidades de acuerdo al modelo clásico de Wittfogel y lo aplicó a los diminutos sistemas de riego y la organización de baja escala del área. Esta hipótesis inicial alcanzó el nivel del absurdo cuando intentó encontrar si existían ejemplos de despotismo dentro de la aldea y si es que una aldea ejercía un poder despótico sobre otras en el mismo sistema de irrigación. ¡Y todo esto se suponía sucedería dentro de la 60

Este uso es irónico, dado que Wright y Johnson parecen aceptar la distinción entre estados primarios y estados secundarios [Op. cit.:267-8]; aunque luego, en el estudio sobre Madagascar al que nos referimos antes, Wright parece haber abandonado la distinción.

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configuración de un estado nacional moderno!...”[…]”Lo que encontró fue una gran variedad de arreglos en la distribución del agua (aunque el agua era oficialmente gestionada en cada comunidad) y ninguna evidencia de un “despotismo” de aldea. En consecuencia, ella rechazó la hipótesis de Wittfogel”. [Sanders, et al. 1979:368, énfasis en el original].

Cito en extenso este segmento dado que la cita apoya la observación de que Sanders no considera ejemplos etnográficos contemporáneos como válidos para la evaluación de teorías sobre el origen del estado61. Adicionalmente, porque evidencia el que ya desde inicios de los setentas se generó una curiosa dinámica, en la que investigadores relacionados al proyecto de Oaxaca de Flannery, alumnos o no de Michigan, insisten en refutar teorías como la de Wittfogel o la de Carneiro, que son parte de la formulación que Sanders venía sosteniendo ya desde esa misma época62.  

 

Instrumentalismo vs. realismo: ¿a qué se refieren los términos de una teoría? El problema que venimos comentando se deriva, al menos parcialmente, de las diferentes maneras en que términos claves, como estado o civilización, han sido usados en la literatura. Vimos antes cómo hay autores que ponen énfasis en la presencia de ciudades o la escritura; pero otros lo hacen en el número de niveles en la jerarquía administrativa; por ejemplo, [Wright 1969; Wright and Johnson 1975]; o al control total de la fuerza pública; o incluso en su manifestación arqueológica, en número de niveles de rango-tamaño en el patrón de asentamiento.



En innumerables debates, a veces amistosos y en otras no tanto, con muchos colegas, una reacción típica ante esta profusión de conceptos y definiciones, parece ser el señalamiento de que se trata de una mera cuestión terminológica. Y para ellos, da igual qué concepto se utilice mientras se sea explícito y consistente en su uso. Confrontados ante la pregunta, “¿pero existe entonces el estado, o algo a lo que al menos remotamente apunten todas estas definiciones?, la respuesta suele ser: no, no existe. El estado es una “abstracción”, una especie de “tipo-ideal” weberiano, para el que no existe un correlato único. Se trata simplemente de un término que nos ayuda a hacer nuestra tarea explicativa. Y es por ello que cualquier término puede funcionar, mientras se use consistentemente. 61

SPS recuperan explícitamente la distinción entre estados primarios y estados secundarios en su discusión de los casos relevantes a la teoría de Wittfogel [Sanders et al. 1979:366] y, un párrafo adelante, de cómo Wittfogel se abre a las críticas cuando él mismo incluye estados secundarios como casos de despotismo oriental aún en ausencia de complejidad hidráulica [Ibíd.]. 62

Y que fueron objeto de acalorados debates entre Sanders y Flannery, durante aquel Taller Avanzado de Arqueología, organizado por el INAH en 1973 y en el que el tercer docente era Pedro Armillas.

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Muchos de estos interlocutores se sorprenderían de saber que esa posición tiene un gran abolengo en la literatura de la filosofía de la ciencia: es una formulación, palabras más, palabras menos, de la posición instrumentalista en torno a los términos teóricos. En la discusión clásica original el objeto de la polémica eran términos teóricos como “electrón” o “inteligencia”. Un lado del debate dice que no tiene sentido preguntarse si existen realmente entidades que correspondan a dichos términos, siempre y cuando los términos nos permitan hacer explicaciones y predicciones exitosas. De hecho, los términos teóricos no son sino instrumentos. Y como cualquier instrumento, no se evalúan por referencia a la pregunta “¿son verdaderos?”, sino en relación a su utilidad práctica63.  



La solución instrumentalista, de herencia neopositivista, tuvo una vida corta en la filosofía de la ciencia, recibiendo críticas dentro del mismo neopositivismo. Por desgracia, estas críticas no se conocieron en el mundo de las ciencias sociales, en el que esta posición sigue siendo muy popular y de hecho fue la que reinó en disciplinas como la psicología conductista. En arqueología es popular gracias a que Binford y otros autores la trajeron en su versión sociológica, al incorporar la idea de “teoría de rango medio” de Merton, un autor claramente instrumentalista.



El problema central, mencionado ya en el capítulo 6, es que si el significado de un término teórico se reduce al mecanismo por el cual se mide (una versión de instrumentalismo), entonces no existe tal cosa como la longitud, sino solamente la longitud medida mediante el metro patrón de París, o la medida mediante triangulación, o la lograda mediante intersecciones de rayos láser. Tampoco existiría la inteligencia, dado que la inteligencia sería simplemente la calificación en una prueba de IQ. El problema es que los científicos normalmente utilizan “longitud” o “inteligencia” como si se refirieran a una sola entidad, es decir, sin relativizar su aserto al mecanismo de medida. Pero existe un problema aún peor: que entonces las teorías ya no pueden ser evaluadas en relación a su verdad (o falsedad), sino solamente a su utilidad práctica. Y es un problema porque, como señaló claramente Kuhn, esta utilidad práctica es dependiente de los intereses y cosmovisión (paradigma) de una comunidad académica. Dicho en otros términos, quizá la idea de “subconsciente” sea útil al psicoanálisis, pero si no lo es para el conductismo, cualquier debate más allá de este criterio es irrelevante. El resultado, como se verá, es una vez más el relativismo.

63

El Dr. Railton utilizaba un ejemplo particularmente eficaz: no tiene caso preguntarse si un Porsche es más verdadero que un Volkswagen: ambos son meros instrumentos de transporte. En tanto tales, podemos preguntarnos sobre su eficiencia energética, su costo o su velocidad, o sobre su estilo. Algo similar sucede con el rugby y el football americano: en este caso se trata no de instrumentos sino de convenciones. Podríamos preguntarnos cuál es más antigua, o más violenta, o más difícil de entender, pero no tiene caso preguntarse cuál de las dos es verdadera. Si los términos de los que hablan las teorías son solamente instrumentos o convenciones, entonces no tiene caso preguntarse sobre su estatuto de verdad.

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La otra solución no es menos problemática y es la de asignarles a los términos teóricos un estatuto de realidad. Es decir, son términos que refieren a realidades existentes fuera de la propia teoría. Es decir, reconocerles un estatuto ontológico: los electrones, la electricidad o la longitud existen, independientemente del mecanismo con que se midan. Y su significado tiene que ver con las características necesarias y suficientes para que algo pertenezca a la clase de referencia respectiva.



La solución es problemática si no se tiene una precaución adicional, como veremos. El problema deriva de que cada teoría puede tener una definición diferente del término. Estas definiciones normalmente están implícitas en las leyes que conforman las teorías, como “aceleración”, que se define por su participación en una ley que la relaciona a la masa y a la velocidad. Pero si esto es así, ¿qué sucede cuando una teoría reemplaza a otra? Sería el caso del término “masa”, que ya sería definido de la misma manera en la teoría newtoniana que en la einsteniana. Esta es la raíz profunda del problema de la inconmensurabilidad que hizo famoso a Kuhn. Bajo una interpretación como la suya, no hay manera de sostener que Einstein ha refutado a Newton, dado que las teorías hacen referencia a entidades distintas, ya que sus definiciones también son diferentes.



El problema de la referencia ocupó un considerable interés entre los filósofos del período que nos interesa. Se abandonó el instrumentalismo, pero se tuvo que enfrentar entonces el problema de a qué exactamente se refieren los términos de una teoría, cuando su significado parecía ahora no estar fijado por algún elemento de la realidad, sino solamente por relaciones internas a cada teoría. De las varias soluciones disponibles (por ejemplo, las de los realistas al estilo de Putnam [1983, 1987], a mí me parece más sólida (y aplicable a la arqueología) es la de Kripke [1980]. (He tratado con más detalle su propuesta en [Gándara 1987]; lo que sigue aquí es una simplificación del argumento presentado allí).



Kripke resuelve el problema de la continuidad de referencia entre distintas teorías mediante el recurso de fijar la referencia en la propia realidad externa a la teoría. El ejemplo de la electricidad ayuda a entender de manera intuitiva esta idea. Para Franklin, la electricidad tenía, entre otras propiedades la de comportarse como un líquido. Teorías posteriores de la electricidad mostraron que la analogía no era completamente exacta. Pero, ¿precisamente en qué sentido podemos decir que son “teorías posteriores” si lo problemático es decir que ambas hablan “sobre lo mismo”, cuando le asignan propiedades diferentes al mismo fenómeno?. La solución de Kripke tiene que ver con la idea de “bautizo inicial”, por analogía con lo que sucede con una persona. Las personas también cambian, pero nadie duda que “Manuel” (referido a quien escribe estas notas) es el mismo Manuel de hace dos años o hace 25. Y que, en efecto, es el mismo que un 18 de marzo nació y poco tiempo después recibió este nombre en un acto de bautizo. Es decir, a pesar de que, por desgracia no solamente mi estatura, sino mi peso, no son los mismos que tenía hace 25 años, ha habido una continuidad de referencia

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entre el nombre y aquello que nombra. Esta continuidad es rastreable al momento en que se produjo el acto inicial de bautizo.



En términos de los términos teóricos, la idea es que cuando los científicos reconocen por primera vez un fenómeno como digno de explicación, lo hacen al mismo tiempo refiriéndose a una realidad concreta, específica y a la entidad teórica que dará cuenta de ella, ligando ambas en un acto de bautizo inicial. “Esto que fluye por mi cometa”, diría Franklin, “es la electricidad”. Bueno, realmente luego supimos que no exactamente fluye, pero “eso” a lo señaló Franklin sigue existiendo y el término podrá sufrir modificaciones, pero sabemos que estamos en presencia del mismo proceso porque podemos señalar una continuidad de referencia que se remonta al acto de bautizo inicial.



Esta es la razón de mi insistencia en la importancia, por un lado, de la “situación problemática” de una teoría y del juego de casos que constituyen los casos inicialmente considerados. Sería esta conjunción de factores lo que permitiría el acto de bautismo inicial a la Kripke. Pero es entonces crucial que se mantenga clara la distinción entre casos legítimos y casos ilegítimos, que en nuestra discusión tiene que ver con la diferencia entre estados primarios y estados secundarios. Nótese que podemos irnos hacia atrás en el tiempo (no es Mesopotamia, es Sumer; no es Tenochtitlan, es Teotihuacan), en una genealogía que en este caso extiende el acto de bautizo a un caso previo; pero que es ilegítimo (además de absurdo, o al menos no le veo el caso) el decir “no es Mesopotamia, es Bali”, o quizá de manera más caritativa “Además de Mesopotamia, es Bali”, dado que no se preservan elementos centrales que fueron los que permitieron “seleccionar” los casos originales.



Quizá se trata de un ejemplo más de cómo el sentido común es el menos común de los sentidos, o que el mío en particular siempre ha sido objeto de sospecha. Pero no veo cómo son equivalentes dos casos en donde en una parte de la explicación pasa por “y entonces, el estado X empujó al grupo Y a convertirse en un estado” (es decir, en donde ese segundo estado depende de la acción de un primer estado, previo en el tiempo) y una situación en la que la explicación pasa por “de entre todos estos grupos preestatales, el caso X se convirtió en estado). Las teorías del origen del estado intentaban dar cuenta de cómo y por qué surgieron los estados en un contexto en que las sociedades en cuestión no tenían una organización estatal, sino un nivel evolutivo “previo” o “anterior”. Quizá un ejemplo permita entender mejor la idea.



Los estados en Madagascar surgieron (si entiendo el argumento de Wright) como un impacto directo de la trata de esclavos. Poderes coloniales (que eran estados imperiales perfectamente constituidos, como Portugal, Francia o España) encuentran que la venta de esclavos es muy lucrativa. En su expansión, llegan a las playas de Madagascar, de entre las que secuestran en las primeras oleadas de invasión a los futuros esclavos. Los grupos cercanos pero no inmediatos a la costa se enteran; luego de intentar resistir a los esclavistas, acaban produciendo una

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solución diferente: serán ellos los que secuestren a miembros de grupos vecinos (a veces enemigos tradicionales), para venderlos a los tratantes y de esa manera mantener su integridad. Pero la organización, tanto de la guerra como del intercambio, requería formas de organización más complejas que la tribal. El resultado final es la creación de estados secundarios, por un proceso de expansión y coalición, pero que a su vez es el efecto directo de la expansión de los estados coloniales esclavistas.



A la pregunta: “¿por qué surgen las primeras sociedades estatales?” no podemos responder, “Porque otras sociedades estatales forzaron su desarrollo”, precisamente por que no había otras sociedades estatales. Para mí, es claro que las teorías del origen del estado tienen que referirse a estos casos arcaicos o prístinos. Y aunque su extensión a otros tipos de casos o contextos puede ser ilustrativa, de ninguna manera cuenta a favor o en contra de la teoría original, cuyo dominio acotan los casos de estados primarios.

Definición estipulativa vs. hipótesis; ejemplo de las bulae La discusión sobre la naturaleza de los términos teóricos y cómo es que se fija su referencia está íntimamente ligada a la de cómo se definen. No es este el lugar para un tratamiento detallado sobre el problema de la definición (aunque el lector interesado puede consultar el artículo clásico de Hempel [1970 (orig. 1958); Hempel 1988]); o la aplicación de esas y otras ideas a la arqueología en un intento muy original y fructífero de formalización teórica, el de López [1990]. No obstante, se pueden rescatar cuando menos dos distinciones básicas que, de no hacerse, conducen a confusiones: la de la naturaleza convencional del término que se utilice para denotar un concepto, que es distinta a proponer que el contenido de la definición del término sea solamente convencional; y la idea de que las definiciones pueden ser solamente estipulativas vs. la idea de que implican hipótesis que a su vez implican, en consecuencia, principios generales del tipo de una ley.



Qué término se asigne para denotar un concepto es indudablemente un asunto convencional y arbitrario. “Dog” no es más o menos verdadero que “perro”. Y para todos los efectos prácticos, en español el término pudo haber sido “rupa” o cualquier otra palabra inventada. Claro que no sería una palabra en español si esta invención no es adoptada por un número significativo de hablantes (sea o no reconocida eventualmente por la Academia de la Lengua). Eso no significa que el significado de “dog” o “perro” sean arbitrarios o convencionales. Suponemos que indican (de manera informal en el caso del lenguaje cotidiano) qué características debe tener algo para ser un perro. Y, al menos bajo una interpretación realista, estas características están presentes en el animal: lo único que hacemos es reconocer su presencia. Es decir, no es convencional que los perros tengan columna vertebral, no es algo que los hablantes hayamos gentilmente decidido. Aún si no hubiera humanos, los perros seguirían teniendo columna vertebral, bajo una interpretación realista.

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La ciencia profundiza este proceso, al utilizar como elementos definitorios aquellos que están nomológicamente ligados. Y qué elementos cumplen estas condiciones no es algo que sea normalmente perceptible a primera vista. Así, nos tomó muchos siglos determinar que todos los mamíferos son animales de sangre caliente y que, en virtud de que los perros son mamíferos, es que comparten esta propiedad. Por lo tanto, si incluyo en la definición de perro el que tiene sangre caliente no es un asunto de convención arbitraria o gusto personal, sino el reconocimiento de que esa característica está nomológicamente ligada a la de ser perro en función de una teoría que establece esa conexión. Teorías posteriores intentarían explicar por qué los perros (y otros mamíferos) tienen la sangre caliente. Aquí la idea es explicar algo que existe en la realidad y que la definición capturó.



Se ha tratado de articular esta idea mediante la de “clases naturales”, que serían las entidades de las que está compuesto o separado el mundo. Es decir, si quisiéramos clasificar las diferentes entidades que constituyen la realidad, los “cortes” más sencillos serían aquellos que corresponden a los cortes de la propia realidad. La idea es problemática, porque como ha mostrado Harré, no hay nada de natural en preferir cierto tipo de entidades a otras. Cualquier preferencia lo que hace es revelar preferencias de corte ontológico. Lo que me interesa recuperar de esa discusión es el hecho de que “naturales” o no, las clases lógicas que las teorías científicas postulan normalmente se logran señalando propiedades que no son ni arbitrarias ni accidentales. Por supuesto, los científicos se pueden equivocar e identificar como causalmente relevante una propiedad que solamente era accidental. Pero ello no es sino un corolario del principio general epistemológico de que el conocimiento es falible.



La discusión ha sido si la arqueología es sujeta al mismo proceso de definición teórica. La experiencia muestra que los términos se introducen de manera informal, a veces sin definiciones explícitas y con un rango de ambigüedad que, en principio, quizá es positiva, porque permite ir ajustando progresivamente el concepto. Pero en otras ocasiones simplemente se mantiene ambiguo y es entonces que se convierte en una fuente de problemas. El asunto es si esta práctica es entonces saludable, o vale la pena intentar formalizar mínimamente las teorías en arqueología. Creo que López propone un argumento fuerte a favor de hacerlo [Id.]. Lo cierto es que estas precisiones no han sido adoptadas por la disciplina, al menos no en la medida en que se pudiera haber previsto que sucedería.



Ello lleva a la segunda veta dentro de esta discusión, que preferiría que entonces los términos teóricos sean estrictamente convencionales y sus definiciones de corte estipulativo. Esta propuesta ha recibido apoyo de las posiciones teóricas a las que el relativismo les es grato y se defienden además señalando que implica una dosis de tolerancia y pluralidad que deberían ser

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bienvenidas. En otras palabras, “si no te gusta mi concepto de estado, pues no hay problema, tu propón y usa el tuyo y todos contentos”.



El problema es que, una vez más, el relativismo conduce a problemas: en este caso al de la inconmensurabilidad. Es imposible entonces que una teoría refute a otra, salvo dentro de una misma posición teórica en la que se comparten las definiciones de los términos. Esto significa, por ejemplo, que sería imposible que el marxismo refutara una teoría sobre el origen del estado de corte procesual, dado que los términos no coinciden y a la inversa. Pero es precisamente este hecho el que hace que muchas de las “refutaciones” de los procesuales sistémicos sean inmediatamente objeto de sospecha: bajo el convencionalismo instrumentalista que caracteriza a mucha de esa arqueología, lo más que se puede decir es que se tienen teorías diferentes, pero no necesariamente mejores a aquellas que se supone “refutan”. Es decir, las refutaciones de los sistémicos que, como he sostenido, son generalmente espurias, quieren “repicar y andar en la procesión”, o como se dice en inglés, “tener su pastel y comérselo”: quieren sostener un convencionalismo instrumentalista, que conduce al relativismo y a la imposibilidad real de una refutación y al mismo tiempo insistir en que han refutado a teorías de posiciones rivales.



He propuesto (con más detalle del que puedo hacerlo aquí, [Gándara 1987], que la solución es de nuevo una posición realista en torno a los términos teóricos, combinada con la propuesta de que las definiciones no son convencionales o arbitrarias, sino que constituyen precisamente hipótesis. De la misma manera que no depende de una estipulación el que un perro tenga sangre caliente (aunque las palabras “perro”, “sangre” y “caliente” sean convencionales y arbitrarias), no debería ser una cuestión de estipulación, por ejemplo, si los estados siempre están estructurados como sociedades de clase. En mi opinión, el relativismo corre el riesgo de retrasar el avance de la disciplina y debe ser abandonado, particularmente cuando conduce a una negación de una de las metas de la ciencia, que es producir teorías cada vez mejores.



Esta solución permitiría evaluar definiciones (hipótesis) alternativas. Y se aplicarían algunas de las reglas de evaluación comunes a cualquier otra teoría. En ese sentido, sería posible jerarquizar en una definición los términos involucrados y establecer entre ellos relaciones causales. Es decir, algunos de los términos estarían en la definición en virtud de ser consecuencias o efectos de otros términos que actúan como causas.



Bajo la idea de unificación explicativa sería entonces posible determinar cuál de dos alternativas de definición es más poderosa: sería aquella que unifica (explica) las características de la otra mostrando que éstas no son sino efectos de variables consideradas centrales por la primera. He intentado mostrar un caso concreto de este principio en el artículo mencionado arriba [Gándara 1987]. Se trata de la definición del estado que proponen Wright y Johnson, en que el estado

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es un mecanismo de control y procesamiento de información, que tiene cuando menos cuatro niveles jerárquicos:



“…Un estado se define como una sociedad con actividades administrativas especializadas. Por “administrativas” queremos decir “control”, incluyendo así lo que es comúnmente llamado “política” dentro de la administración. En los estados definidos para los propósitos de este estudio, las actividades de toma de decisión están especializadas en dos maneras. Primero, existe una jerarquía de control en la cual el nivel más alto involucra la toma de decisiones sobre otras decisiones de nivel menor, más que sobre la condición particular o movimiento de materiales o gentes. Cualquier sociedad con tres o más niveles de toma de decisión en su jerarquía debe involucrar necesariamente la especialización dado que los niveles más bajos o de primer nivel estarán directamente involucrados con actividades productivas y de transferencia y las decisiones de segundo orden estarán ocupadas con la coordinación y corrección de sus errores materiales. Sin embargo, las decisiones de tercer orden estarán ocupadas coordinando y corrigiendo esas correcciones. Segundo, la efectividad de tal jerarquía de control se facilita por la especialización complementaria de las actividades de proceso de información en observación, resumen, traslado de mensajes, almacén y la propia toma de decisión. Esto permite tanto el manejo eficiente de las masas de información y las decisiones que se mueven a través de una jerarquía con tres o más niveles y reduce la independencia de los subordinados” [Wright and Johnson 1975:267].



Una de las ventajas de esta definición es que hace precisamente el tipo de trabajo del que estamos hablando: al centrarse en las necesidades administrativas del estado, hace que uno de los elementos de la definición childeana original, la escritura, resulte explicado causalmente como el efecto de la capacidad de carga finita de los humanos, que requiere entonces apoyos nemónicos externos, pasado algún umbral de carga de información. La escritura (o algún equivalente funcional, como los quipus) serían entonces una consecuencia de esos requerimientos administrativos.

El extraordinario trabajo de Wright [1969], de una gran creatividad, lo llevó a analizar patrones de distribución de lo que el llama “tecnología administrativa” en su región de estudio, Susa, en Irán. Mostró que la distribución diferencial de elementos de esta tecnología, como los sellos y las llamadas “bulaes”, siguen de cerca el arreglo jerárquico en cuatro niveles que la teoría predeciría. Los bulaes o “bolas” son esferas de barro huecas, muchas veces sin cocer, que por fuera muestran una impresión en la que se especifica qué productos se están entregando como impuesto de sitio de jerarquía menor a uno de jerarquía mayor; y

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por dentro contienen “marcadores”, cuyo tipo y número debe coincidir con el tipo y número de productos especificados en la inscripción externa. La idea es que aunque el portador de la carga podría manipular quizá la inscripción externa, tendría que romper la bola para manipular los marcadores o contadores internos. Como las bolas están selladas, el sello aparecería roto evidenciando que la bola ha sido violada. La evidencia muestra que, en los puestos de control, estas bolas eran inspeccionadas, rompiéndose para cotejar el contenido con la inscripción externa. Dado que las bolas indican la fuente del cargamento así como su destino, la frecuencia de mención de los sitios de jerarquía más alta sería mayor a las de jerarquía más baja (es decir, varios sitios secundarios enviarían productos a un subcentro regional, por lo que su nombre aparecería mencionado más frecuentemente en las bolas que el de cualquier sitio subordinado). Esta expectativa se cumple, dando apoyo empírico a la definición de Wright y Johnson citada arriba [Wright and Johnson 1975:267].

Pero podemos preguntarnos ahora: ¿por qué se utilizan bolas, para empezar? La razón ya la mencionamos: para evitar que los portadores hagan trampa. Se puede ahora desplantar de la pregunta original y su respuesta una cadena explicativa: ¿y por qué los portadores harían trampa? Una respuesta posible: para obtener satisfactores que de otra manera no tendrían –productos, dinero, etc. -pero ¿por qué no los tendrían? Por que tienen una posición subordinada en la estructura de clases sociales, derivada de un acceso diferencia a la riqueza social.

Claramente, esta serie de preguntas ya no se resuelve dentro de la posición teórica procesual sistémica. Requiere de una teorización en la que un elemento central de las sociedades estatales sea precisamente la existencia de clases. Son las clases las que explican la presencia de las bolas y otros mecanismos de inspección y control. Y así como hay que reconocer que el señalamiento de requerimientos administrativos explica la presencia de la escritura, con lo que la definición de Wright y Johnson es más poderosa que la de Childe, ellos tendrían que reconocer que la propia estructura administrativa y de control no es sino un síntoma de una causa mucho más profunda: la desigualdad social, que está al centro de la definición marxista del estado o sociedad clasista inicial (para una definición completa de este término, véase Bate [1983].

En suma, creo que se pueden poner en juego a las definiciones como hipótesis, y luego, aplicar procedimientos de evaluación teórica para poder elegir qué definiciones son preferibles a otras. De ser al menos medianamente plausible este argumento, la elección de conceptos para el estado dejaría de ser arbitraria y convencional, para ser un campo más de batalla entre las teorías contendientes.

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Dos trucos a evitar: el del “equívoco” y el truco del desplazamiento de explanandum El convencionalismo no es el único problema a enfrentar si se quiere hacer un análisis de teorías sustantivas sobre el origen del estado. Hay dos problemas adicionales que, en realidad, no son sino trucos o artimañas que de repente son usados en las refutaciones espurias. El primero es el del equívoco (que es una falacia reconocida en la lógica y por desgracia muy común en arqueología); el segundo es el que he llamado del “desplazamiento de explanandum”. Veámoslos por partes.



En el caso del equívoco, la falacia consiste en sustituir, casi siempre de manera subrepticia, el significado original de un término, por un significado alternativo que normalmente beneficia a quien hace el argumento. Es decir, se sustituye el significado original, que es el que se está criticando, por otro, que permitirá rebatir o debilitar la posición del interlocutor.



En el ámbito que nos interesa este truco es común, sobre todo porque los autores de varias de las teorías sobre orígenes del estado no tradujeron sus definiciones en conjunto de artefactos que permitan identificar claramente los elementos que las constituyen. Entonces, por ejemplo, Carneiro tiene un concepto claro de lo que es el estado, pero no necesariamente el conjunto de “indicadores arqueológicos” que permitan identificar cuándo, en una secuencia evolutiva, podemos decir, para un sitio específico, si se ha alcanzado ya el nivel estatal. Ello permite que, en el momento de evaluar empíricamente la teoría, se substituya la definición de Carneiro por la del arqueólogo que intenta refutarlo.



Un ejemplo son los propios Wright y Johnson, que interpretan la teoría de Carneiro como estableciendo una relación entre la presión demográfica y el conflicto y, eventualmente, la subordinación de un grupo por otro que conllevaría al estado. Una consecuencia de la teoría es que el estado surgiría en un momento de presión demográfica. De nuevo, la teoría parece interpretarse como una estructura bicondicional: si y solo sí hay presión demográfica habría estado. Por lo tanto, para refutar la teoría se podría recurrir a dos “reportes de observación” que la dañan: un caso en el que hubiera presión demográfica y no hubiera estado; o, alternativamente, otro en el que no habiendo presión demográfica, surgiera el estado.



Dejando a un lado que este análisis sea correcto y fiel a la propuesta original de Carneiro (esto es, dándolo por bueno), es que la refutación de Wright y Johnson tiene sentido. En el caso que analizan, el estado no surge en un momento de presión sino precisamente de depresión demográfica: es decir, la población se reduce en relación al momento inmediatamente anterior:

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“En suma, los datos disponibles muestran que hubo un periodo de declive de población previo a la formación del estado. Los estados emergieron quizá durante un periodo de condiciones inestables a medida que la población escalaba de regreso hacia su nivel previo. Como sugirió Carneiro, la guerra puede tener un papel en la formación del estado, pero en este caso, el incremento de población en un área circunscrita no puede ser la causa única o directa de tal guerra. Si la hipótesis de que el incremento de población fue la causa primaria del origen del estado fuera correcta, el estado debió haber emergido en tiempos Susiana d, dado que la población de ese periodo parece haber sido tan alta como la población de los tiempos Uruk tempranos [Wright and Johnson 1975:276].

Con ello se da el segundo de los “reportes de observación” mencionados: hay un estado y no hay presión demográfica, por lo que, interpretada como bicondicional, la teoría ha sido “refutada” en un sentido dogmático, es decir, sin que necesariamente se haya propuesto una alternativa (aunque Wright produjo varias –ver [Wright 1977]- por lo que la suya sería en principio la más cercana a una refutación real).



El problema radica en que, interrogado sobre cómo identificó el momento en el que surgía el estado, Wright contestó que no le fue problemático: es el momento en el que se pueden identificar, sin lugar a dudas, cuatro niveles de jerarquía en el patrón de asentamiento, que es precisamente uno de los indicadores para el concepto de estado de Wright. ¡Pero no se trataba en principio de evaluar el concepto de estado de Wright (que deriva de su propia teoría), sino el de Carneiro! El problema es que, como se señaló, en ausencia de un conjunto de indicadores propuesto por Carneiro, Wright se siente en derecho de sustituir entonces su concepto de estado por el de este autor y no ve dificultad para, aún así, refutarlo.



No tengo el conocimiento de la empiria de Susa como para poder hacer un gran avance en un sentido alternativo, pero mi apuesta sería a que, antes de que aparezcan cuatro niveles claramente diferenciados en el patrón de asentamiento regional, encontráramos restos de conflictos y subordinación; creo, pero aquí hablo de memoria, por lo que recuerdo del caso a partir de mis cursos con Wright, que eso es lo que estaría realmente sucediendo; y que, cuando está pasando, si se coteja contra la curva demográfica de Wright y Johnson, coincide con un momento de elevación en la población (aunque no necesariamente de “presión demográfica”, que requeriría evaluar otras cosas). Es decir, no pretendo tener evidencia empírica alternativa, pero mi argumento no la requiere: lo único que hay que mostrar es que, en el proceso de refutación, el concepto de estado de Carneiro fue sustituido subrepticiamente (a nivel de indicadores arqueológicos) por

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el de los críticos de este autor. Y eso, hasta donde entiendo, es un caso clásico de la “falacia del equívoco”.



Este tipo de argumentos, en el que se cambia el término original por el término del evaluador, es muy frecuente en arqueología. Frecuente incluso al grado de que me imagino que muchos de mis colegas no lo encuentran problemático. Espero haber mostrado que sí lo es. Y de hecho, sería una razón más para analizar con lupa los casos de las que he llamado “refutaciones hawaianas” Gándara [1981] y otras refutaciones espurias parecidas.



El otro truco consiste en una maniobra que, interpretada de otra manera, realmente puede convertirse en parte de la evaluación de la fertilidad de la teoría. No es otra cosa que cambiar aquello que se quería explicar, para luego criticar al autor original de no ofrecer una explicación satisfactoria. Es decir, el autor original, a partir de una “situación problemática”, formula un explanandum, el enunciado que describe lo que quiere explicar. Sus críticos analizan el argumento y en el proceso cambian este enunciado, reemplazándolo por uno que, a sus ojos, es el realmente interesante; suele ser, además, uno que la teoría originalmente no contemplaba, así que no logra explicarlo, con lo que el truco se consuma: ahora podemos decir que el autor no ofreció una explicación adecuada.



En la literatura arqueológica hay un ejemplo particularmente notable: el de Read y LeBlanc [1978] discutiendo la estructura de las explicaciones hempelianas, con el ejemplo del color de un ganso. Haciendo una paráfrasis libre del ejemplo, supongamos que la pregunta original era “por qué Goosey, mi ganso, es blanco”. La respuesta: “porque los descendientes de gansos homocigóticos con respecto al color blanco son blancos”. Pero esta respuesta no es satisfactoria a los autores (cosa que aprovechan para criticar el modelo hempeliano, al permitir construir explicaciones insatisfactorias), dado que, nos informan, lo que el realmente estaban preguntando era “por qué los gansos son blancos”, pregunta para la que la explicación ofrecida es sin duda insatisfactoria y lo que realmente se requiere es alguna referencia a la teoría evolutiva en la que el blanco juegue un papel adaptativo en ciertos ambientes. Pero el truco consiste en haber cambiado la pregunta. Y de hecho yo he sugerido, en la tontería de no haber preguntado entonces lo que realmente se quería preguntar [Gándara 1983].



Al desplazar el explanandum y sustituirlo por otro es fácil hacer de cualquier explicación una explicación poco satisfactoria. Salvo en un caso especialmente interesante: aquel en que la teoría en cuestión es capaz de acomodar la nueva pregunta y ofrecer una nueva explicación. Es por ello que, visto de otra manera, el desplazamiento de explanandum puede ser una forma de aproximarse a lo que he llamado la “fertilidad explicativa de la teoría”. Porque, si sucede que, aún con un desplazamiento de explanandum, la teoría es capaz de ofrecer una explicación al menos plausible, entonces esa es una evidencia de su fertilidad.

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Veremos, en el análisis de nuestro caso de estudio, la teoría de SPS, que esto es lo que ocurre precisamente con algunos críticos de Sanders. Insisten en que Sanders no explica por qué la población creció. Ello no solamente es falso (hay elementos en la teoría que lo hacen), sino que es precisamente un caso de desplazamiento de explanandum: el centro de la teoría es por qué surge el estado en Teotihuacan en cierto momento, no por qué aumentó la población.



No obstante, el truco del desplazamiento de explanandum es común. Junto con la falacia del equívoco, parece ser una herramienta clave del arsenal de los refutadores espurios. Por eso, amiguitos en casa, si alguien les quiere aplicar estos trucos, simplemente digan “¡No! y cuéntenselo al epistemólogo al que más confianza le tengan…



Los contendientes para finales de la década de 1970. La de SPS no fue, por supuesto, la primera teoría sobre el origen del estado. Hemos mencionado ya a Childe [1969], que produjo no una, sino cuando menos dos variantes de su teoría sobre el origen de la civilización, décadas atrás [Childe 1950, 1954]. Wittfogel [1957] propuso su teoría sobre el despotismo oriental en la década de los 30s, basado parcialmente en la tradición marxista –y en particular en la llamada “teoría del modo de producción asiático (ver Gándara [1986]) para las referencias históricas pertinentes); esta teoría sería luego retomada por Steward [1949]. No obstante, salvo por la teoría de Wittfogel, para la década de los 70´s, como señalamos, el énfasis pasó de explicar el origen de la civilización a explicar el origen del estado, definido en general como un estadio evolutivo relacionado a la secuencia propuesta por Service [1962] o, al menos en cierto sentido, equivalente a él.



Uno de los primeros teóricos “modernos” del estado fue sin duda Carneiro [1970] quien, en 1970, no solamente produjo su famosa teoría sobre el papel de la presión demográfica en condiciones de circunscripción territorial, sino que mostró la importancia de distinguir entre teorías “voluntaristas” y “no-voluntaristas” de origen del estado. En las primeras, el estado es prácticamente una casualidad, el resultado de una decisión personal que es, a final de cuentas, prácticamente inexplicable. La dificultad central de esas teorías no es la agencia, sin embargo, sino precisamente lo que hemos llamado aquí el problema de la simetría explicativa: si lo único que se requiere es que un líder que, a partir de una ontología humana escencialista, “decida” crear el estado, queda entonces sin explicar por qué no todas las sociedades se hicieron estatales, dado que en principio todos los seres humanos tendrían la misma esencia y pudieron haber tomado entonces la misma decisión. Pero sabemos que no fue así y que solamente hubo seis casos de estados arcaicos (o al menos eso se pensaba a inicio de la década de 1970).

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Para mediados de los setentas se consideraban teorías contendientes no solamente la de Carneiro, sino el modelo de Flannery de 1973 [Flannery 1975, orig. 1972], que Flannery nunca pretendió fuese una teoría acabada; la teoría “marxista” de Diakonov (que substituyó a la que Wright y Johnson citaban como teoría marxista: la de Engels en “Los orígenes de la familia, la propiedad privada y el estado”, en su edición de 1910, y (en Wright and Johnson [1975:288]); la nueva versión de la teoría de Service [1975] (que en realidad era la primera teoría más o menos explícitamente formulada, dado que en su secuencia evolutiva inicial [Service 1962] el asunto no quedaba claro.

Wright y Johnson constituyen una buena muestra del consenso a mediados de la década, no solamente porque indican qué teorías había que refutar, sino porque “rechazaron” (“rejected”) varias de ellas. En su lista, además de Childe, aparece la teoría de Adams [1966], aunque luego Wright señaló que Adams se había equivocado al centrarse en un síntoma de las sociedades estatales, el urbanismo, en vez de ir directo a la causa (el aparato de toma de decisiones que a Wright le parecía central)64. También citan a Sanders y Price [1968:105] y a Polanyi [Polanyi 1957b:257-262], esta vez no en conexión con el aumento demográfico (rubro en el que como vimos, evaluaron también a Carneiro [1970], sino al intercambio. En este grupo de teorías en ocasiones se ubica también a Childe, aunque la teoría favorita en este rubro para el final de esa década sería la de Lamberg-Karlovsky [1979]. El intercambio, como “primer motor” (idea a la que regresaré en un momento), tampoco resultó convincente para Wright y Johnson en vista de la información de Susa:  



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“De la misma manera, no hubo una expansión primaria del intercambio justo antes de la formación del estado. El intercambio inter-regional no se incrementó de manera notable sino hasta el final del Periodo Uruk. [Ambos tipos de intercambio] parecen haberse transformado de manera concomitante con la aparición del estado y pueden por lo tanto haber sido un efecto de una transformación administrativa. Ello no quiere decir que las redes de intercambio que se desarrollaron alrededor de los estados primarios no condujeron a la formación de estados secundarios. Tenemos evidencia de que lo hicieron en la llanura de Deh Luran [Wright 1969:104]. Tampoco negaríamos que los cambios en el intercambio local hayan tenido algo que ver con la formación del estado primario. Sin embargo, la hipótesis de que el incremento en el intercambio inter-regional por si mismo conduce a la formación del estado primario debe ser también rechazada” [Wright and Johnson 1975:284].

En una sesión memorable durante mi estadía en Michigan, en la que Adams nos visitó, Wright hizo esta crítica, a lo que Adams contestó algo así como, “No, mi querido Henry, eres tú quien se ha equivocado tomando al síntoma –la burocracia, a la que tu llamas aparato de toma de decisiones- por la causa: el urbanismo que la requirió [Conferencia de R. Adams. Anthropology Museum, Univ. of Michigan, Ann Arbor, 1982].

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Una variante de estas teorías del intercambio se atribuye a Sanders y Price [1968], en forma de “simbiosis interregional”; así, no solamente quienes aparecen en la lista de teorías demográficas, sino de intercambio/simbiosis y finalmente, en las de “conflicto y cooperación” citados por Flannery [1975:28]. Flannery redondea la lista de “teorías de primer motor” con una referencia a la propuesta de Willey sobre el “poder integrador de las grandes religiones” [Ibíd.:28].



¿En qué consisten estas “teorías del primer motor”? Tanto Flannery como Wright coinciden en que son teorías que destacan un solo factor como el causalmente relevante o principal. Así, desde Engels hasta Carneiro, pasando por Wittfogel, Sanders y Price y Rathje, hasta Polanyi y Willey, lo que estos autores tendrían en común es el que insisten en la primacía de un factor causal o “primer motor”. Flannery, citando a Wright [1969] y con información propia –en varias ocasiones, de casos etnográficos- llega a la conclusión de que esta insistencia impide ver la naturaleza sistémica del proceso. De ahí su propio modelo, que distingue entre las tensiones socio-ambientales, los mecanismos de su solución y los procesos que llevan a la aparición de la segmentación y la centralización crecientes [Flannery 1975, orig. 1972:31] que distinguen al estado en su propia definición:



“Sugiero que los mecanismos y procesos son universales, no solamente en la sociedad humana, sino en la evolución de los sistemas complejos en general. Las presiones socioambientales no son necesariamente universales, sino que pueden ser específicas de regiones y sociedades concretas. En esta última categoría es donde sitúo los “primeros motores” de que ya se ha hablado y esta categorización ayuda a explicar por qué, pese a ser importantes, no puede demostrarse que operen en todas partes del mundo” [Flannery 1975:31-32].  

Esta cita es particularmente importante cuando menos por dos razones65: 1) Intenta explicar la razón del (aparente) fracaso de las teorías previas, que es uno de los requisitos de Lakatos para una refutación real: fracasan al universalizar condiciones particulares, que son las que caracterizan a las presiones socioambientales. Así, sin grandes ríos u obras masivas de irrigación en el altiplano central mexicano, la teoría Wittfogeliana invariablemente fallará, como falla la de Childe sobre la necesidad de intercambio regional en un ambiente en 65

Además de una tercera, de orden personal: cuando leí este artículo, original de 1972, en aquel Taller de Adiestramiento Avanzado en Arqueología de 1973, tuvo un impacto tan fuerte que fue el elemento que me llevó a escoger quedarme en la arqueología –que me tenía muy desilusionado pasa esas fechas- y eventualmente decidir estudiar con Flannery; y abandonar entonces mis pretensiones de dedicarme al rock progresivo, ruta que se hizo real ese año también, con una oferta para hacer una audición ante la disquera Polydor de “Las Abejas”, el grupo en el que yo tocaba entonces los teclados…

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que haya diversidad ecológica, a diferencia de las planicies aluviales del Medio Oriente. Es decir, se apunta a una causa del fracaso de estas teorías y se señala una posible solución: reconocer que lo que es universal son los procesos y mecanismos, no los “motores primarios”. 2) Se propone que estos últimos son universales “no solamente en la sociedad humana, sino en la evolución de los sistemas complejos en general”.

Este enunciado yo lo interpreté como una indicación de reducción en mi análisis de la Nueva Arqueología de 1981, afinado y publicado posteriormente [Gándara 1983]. Pensé que la referencia implícita era a la teoría de sistemas de Bertalanffy, a la que ataqué con fuerza en ese mismo artículo. Con gran paciencia, Flannery me hizo ver que no era esa la teoría que tenía en mente y que, en efecto, salvo por una sola referencia en toda su obra hasta entonces, lo “sistémico” de la arqueología sistémica no venía de su incorporación de las ideas de Bertalanffy (cosa que Wright sí hacía: ver [1978:55], por ejemplo), sino que la inspiración tenía que ver con la ecología animal originalmente, pero lo que él tenía en mente, además de los trabajos de los antropólogos ecosistémicos, como Rappaport o Vayda, era una teoría que no buscara reducir, sino mostrar que los procesos de creación de complejidad son comunes a muchos sistemas complejos. Es decir, se trataría de un caso no de reducción, sino de lo que antes he llamado “absorción”, en el que se crea un nivel ontológico nuevo, generalizado, del que ahora niveles inferiores son ejemplos. A diferencia de la reducción, no se intenta mostrar que los niveles inferiores explican a los superiores.



El rechazo a las teorías de primer motor no es un rechazo motivado entonces solamente por un intento de mostrar como “lo hecho en Michigan es mejor”, sino que corresponde a una ontología en que los procesos de causalidad son complejos, lo que hace que la causalidad “lineal” y en particular a la causalidad a partir de una sola variable, inadmisibles. Son ellas la razón del fracaso de las teorías criticadas. Rechazarlas es indispensable para encontrara teorías realmente adecuadas, de corte sistémico. Wright y Johnson retomarían en el multicitado artículo de 1975 esta misma idea:



“Los nuevos métodos y en consecuencia los nuevos datos derivan de repensar los problemas incluyendo los supuestos y perspectivas básicas, las definiciones de las variables y de los principios que las relacionan. Nuestros esfuerzos al evaluar [test] hipótesis de una sola variable ha conducido a varios de los métodos de reconocimiento y análisis que hemos usado en este trabajo. Es el rechazo de esas hipótesis lo que nos ha forzado a reconsiderar el problema de los orígenes del estado primario en una perspectiva de múltiples variables o sistémica y a proponer los enfoques y métodos esquematizados arriba [Wright and Johnson 1975:286].

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No se trata solamente de rechazar algo y ya, sino de proponer el esbozo de una alternativa. Ellos proponen tres “consideraciones metodológicas” y una conjetura de por qué ningún factor causal aislado será capaz de romper la autonomía de toma de decisión en los niveles bajos de la jerarquía [1975:384-5]. Su “refutación”, como mencionamos, al menos intenta acercarse a proponer algo nuevo, aunque ellos mismos reconocen no es una teoría alternativa.

En el caso de Flannery [1975], él no solamente rechaza las teorías de primer motor, sino que presenta un modelo con 15 reglas (“de la infinidad posible”, p.63) que permitiría utilizando una computadora, simular la creciente centralización y segregación de los sistemas complejos y la eventual aparición del Estado [Id: 63-64]. De nuevo, la cita es interesante, porque no se pretende construir una teoría alternativa todavía, sino solamente un boceto de cómo es que esa teoría se vería y, en particular, cómo podría instrumentarse dentro de una simulación, que en ese momento había mostrado sus bondades en el estudio de la transición hacia las sociedades agrícolas en Oaxaca. De hecho, Flannery parecería pensar en ese momento que la simulación era un sustituto del método hipotético-deductivo, que él estaba convencido estaba siendo mal utilizado en arqueología [Flannery 1973a]. Yo dediqué un buen número de páginas [Gándara 1983] a mostrar cómo la simulación tenía límites precisos, incluso presentaba ciertos peligros pero, sobre todo, que de ninguna manera era una alternativa al método científico, tal como lo hemos definido en este trabajo; años después yo reconocería que la simulación es, sin embargo, una excelente herramienta para enseñar metodología [Gándara 1998]66.  



Para 1978, un año antes de la publicación de la teoría de SPS, se había consolidado ya un canon de teorías contendientes, que enriquecía la lista de las teorías clásicas [Service 1978], en las que aparecen Hobbes, Rouseau, Locke, Spencer, Marx y Engels, Ibn Khaldun, Spengler, Toynbee, Oppenheimer, Morgan y otros; y se agrega a autores “modernos”, como Childe, Wittfogel, Steward, Adams, Diakonov, Carneiro, Fried, Wright y Johnson, Sanders y Price, Flannery y el propio Service, entre otros [Cohen and Service 1978]. El debate se centraría en estos autores modernos, dado que tanto Fried como Service (y el propio Cohen) parecen encontrar que las teorías clásicas en general son poco satisfactorias (para un tratamiento más amplio, ver Service [1975]).

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La virulencia de mi ataque, como otras cosas que se hacen envueltas en la pasión de la polémica y con la miopía de la inmadurez, me perseguiría luego: no habían pasado tres años de este intercambio con Flannery, cuando en 1984 descubrí que, si bien la simulación no era una alternativa al método científico sino que lo asumía, resultaba ser una extraordinaria herramienta didáctica, combinable con una pedagogía de aprendizaje por descubrimiento; pero, además, que intentar simular una teoría era una excelente manera de encontrar sus deficiencias, huecos y ambigüedades, como pronto descubrí cuando escribí, en Apple Basic para la Apple II+, una simulación basada en la teoría de SPS [Gándara 1998]. Hoy día, en mi otro campo de interés, las aplicaciones del cómputo en la educación formal y no formal, soy uno de los defensores y promotores más entusiastas del uso de la simulación…

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La idea de que esta lista básica (con variaciones menores) se consideraba el canon para ese momento se refuerza con el hecho de que aparece en un libro ya no especializado, resultado de un debate entre especialistas, sino en un libro de texto [Redman 1978:Cap. 7]67.  

Para los propósitos de esta tesis, es importante mencionar que Sanders cita a varios de estos autores “modernos”, si bien se centra en Steward, Wittfogel y Carneiro, aunque en su trabajo con Price, como mencionamos antes, introdujo a Service en la arqueología mesoamericanista. En su bibliografía aparecen mencionados Adams, Blanton (que en 1978 produjo su propia teoría sobre el origen del estado en Oaxaca), Carneiro, Flannery, Fried, Service (de 1962, no de 1975), Steward, Wittfogel y Wright y Johnson [Sanders, et al. 1979:533-549], aunque no se hace un tratamiento detallado de sus propuestas. Al menos no hay un intento o mención de que, al publicar su teoría, ellos pretendían con eso “refutar” alguna de las alternativas existentes. Como hemos visto, cuando mucho intentan mostrar que algunas de las refutaciones de Carneiro y Wittfogel no están bien fundamentadas. Concuerda con Carneiro sobre la poca viabilidad de las teorías voluntaristas y se declara partidario de las teorías materialistas [Sanders et al. 1979:360-362]. Pero todo indica -y Sanders lo confirmo durante nuestra entrevista [Sanders, Entrevista 2007]- que no se tenía la pretensión de refutar a nadie, e incluso dan cuenta del hecho de que las teorías demográficas estaban siendo fuertemente debatidas en ese momento [(Sanders, et al. 1979:363]. Como veremos, con una gran modestia, Sanders dice que su teoría no era sino “un intento de darle sentido a los datos que habíamos recogido en todos esos años” [Entrevista 2007].



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Con variaciones menores, era también la lista que formaba el centro del formidable curso sobre Orígenes del Estado que daba Henry Wright en la Universidad de Michigan por esas épocas y que yo tuve el privilegio de cursar en 1979.

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Capítulo 12

La posición teórica y el contexto de Sanders, Parsons y Santley [1989] Ha llegado finalmente el momento de aplicar todo el instrumental desarrollado hasta aquí a nuestro caso de estudio, la teoría de SPS [Sanders, et al. 1979]. En este capítulo intento identificar o al menos caracterizar la posición teórica de su autor central, Sanders y elementos contextuales que nos permitan ubicar la teoría sustantiva resultante. En el capítulo siguiente analizo los componentes de dicha teoría (pragmático, sintáctico, metodológico, ontológico, valorativo y empírico). Y, por último, en el capítulo 14 compararé el resultado de este análisis en relación a las otras teorías existentes y al “rechazo” de la teoría de SPS que la ubicaba como “la más refutada de todas las teorías del origen del estado”.

La posición teórica de Sanders Como otros autores que se formaron antes del cisma de la arqueología en “arqueología procesual” y “arqueología tradicional” y, por ende, antes del cisma posterior entre arqueólogos procesuales y arqueólogos “postprocesuales”, Sanders no parece estar muy preocupado por definir o asumir una posición teórica específica [Entrevista 2007]68.  

Mi propia hipótesis, antes de entrevistarlo en Abril de 2007, es que Sanders era fundamentalmente un ecólogo cultural al estilo de Steward, que retomó como herramienta la arqueología de asentamientos de Willey69 (y quizá su intento de  

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En esta sección utilizaré material recuperado durante esta entrevista, realizada formalmente entre el 26 y el 29 de marzo en las instalaciones del Centro de Estudios Arqueológicos (CEQ) del Colegio de Michoacán (COLMICH). Se trató de cuatro sesiones de aproximadamente una hora y media cada una, que se documentaron en audio digital y video; la entrevista fue parte de un diálogo más amplio e informal, que inició el 23 de marzo y terminó 31 de ese mes, incluyendo el Seminario Sobre Urbanismo en Mesoamérica que gentilmente accedió a impartir durante su estancia. Existe el proyecto de transcribir y publicar completa la entrevista (o al menos, una versión editada), por parte del COLMICH. Dados los tiempos de entrega de esta tesis, no nos propusimos incluir dicha trascripción ni la inclusión del texto correspondiente en este trabajo. Pero los materiales están disponibles para consulta pública en el CEQ. 69

Nótese que ubico a la arqueología de asentamientos como una herramienta, dado que esta no es una posición teórica, en los términos definidos en este trabajo, sino una arqueología temática, una arqueología temática instrumental, para mayores señas. Lo menciono porque en ocasiones se dice que la posición de Sanders es la arqueología de asentamientos, a raíz de que obtuvo reconocimiento desde muy joven con su trabajo sobre patrón de asentamiento en el centro de Veracruz.

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reformular la arqueología de historia cultural americana). Mi propia remembranza de las discusiones con Flannery y Armillas en el Taller Avanzado de 1973 (momento en el que yo ya entendía un poco sobre el cisma entre arqueólogos tradicionales y nuevos arqueólogos), era que Sanders jamás se ubicó como un arqueólogo procesual, aunque no era necesariamente adverso a las propuestas de los procesuales (de los que Flannery representaba al bando sistémico desde entonces).

Pero, independientemente de la impresión personal que pueda haber logrado a lo largo de conocer a Sanders desde 1973, SPS son claros en cuanto a qué posición orienta su trabajo:



“Desde que iniciamos el proyecto hemos enfatizado un enfoque materialista y ecológico. Más específicamente hemos favorecido y continuamos favoreciendo el paradigma de Steward [1955] del núcleo cultural como la estructura teórica más útil; que cambios en la interacción social producen la necesidad de nuevas reglas de organización; y que esas reglas requieren validación ideológica. No obstante, hemos modificado este esquema en respuesta a los desarrollos recientes en demografía, energética y geografía cuantitativa…[desarrollos] que pueden ser fácilmente adaptados al paradigma de Steward, particularmente si uno cambia de un concepto linear del cambio a uno más sistémico, un cambio que se ha hecho cada vez más popular entre los antropólogos” [Sanders et al. 1979:359].

En cualquier caso, Las obras claves para diagnosticar su posición (al menos la que tenían al escribir SPS), serían, por supuesto, The Basin of Mexico [Sanders, et al. 1979], el artículo con Logan [Sanders and Logan 1976], que son al mismo tiempo el locus clasicus de la teoría sustantiva que analizaremos; su artículo sobre la simbiosis mesoamericana [Sanders 1956]; el libro “Mesoamérica” [Sanders and Price 1968]; su síntesis de la historia cultural de América [Sanders and Marino 1970]; los reportes del proyecto Teotihuacan [Sanders 1963, 1970, 1996; Sanders and Pennsylvania State University. Dept. of Sociology and Anthropology 1965] y del proyecto Kaminaljuyú [Sanders and Michaels 1977], así como su artículo clásico sobre patrón de asentamiento en Veracruz [Sanders 1953] y su tesis doctoral Sanders [Sanders 1957]. Por supuesto, esta es solamente una pequeña muestra de su producción, que no se detuvo en 1979. Puede consultarse una bibliografía más completa, actualizada hasta 1996, en Sanders y Mastache [1996]. Hemos incluido una selección de obras representativas de 1996 a la fecha en el Apéndice 1. Como se verá, aunque sería igual de interesante diagnosticar la obra de los otros dos coautores, que es muy rica y prolija y, en el caso de Parsons, muy diversificada en cuanto a temáticas y enfoques, por razones de espacio (¡y tiempo!) he restringido mi análisis a la obra del autor principal (“senior”) del libro.

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En términos de su formación, ocurrida en Harvard a finales de los 40s y principios de los 50s, tal como lo ha dicho también por escrito [Sanders 1996], sus mayores influencias fueron quizá Carlton S. Coon, de quien Sanders aprendió teoría evolutiva; más tarde, Armillas, en un curso que Sanders tomó en México en 1951 y gracias al que entró en contacto con la obra de Wittfogel, Steward y la ecología cultural; y de su maestro en Harvard, Gordon Willey, de quien aprendió sobre arqueología de asentamientos, que jugaría un papel crucial en su desarrollo futuro. Sanders comenta que le hacía la broma a Willey de que él sí haría un reconocimiento real de superficie en condiciones adversas, no como el que el había hecho Willey en Virú, quien analizó fundamentalmente fotografías aéreas de sitios que tenían condiciones excepcionales de conservación.

Steward, Wittfogel y posteriormente Service y Carneiro figuran prominentemente en las referencias de sus trabajos teóricos, unidos a Boserup [1963], Allan [1963], Armillas [Armillas 1971], Wolf y Palerm [1955], Wolf [1959, 1964, 1966]. En consecuencia, si la designación de “ecología cultural” pareciera demasiado específica, cuando menos se puede ubicar su trabajo dentro de una tradición académica, la tradición neoevolucionista que surgiera en la década de los 30´s y se consolidara en la posguerra. A partir de los setentas, parece afiliarse a las corrientes llamadas “neomalthusianas”, en las que la presión demográfica es la variable crucial en muchos procesos. Desde ese momento se le asocia a este grupo, que en 1972 explora las implicaciones de estas teorías para la antropología [Spooner, et al. 1972].

En términos del área valorativa, en particular, de objetivos cognitivos, claramente la meta es la explicación, de la que Steward se quejaba había poca en la arqueología de ese momento [Steward and Seltzer 1938]. Es una posición a la que le gustan las teorías simples y la preferencia es explícita: reconociendo la importancia de los enfoques sistémicos (sobre todo si se corrige la falta de jerarquía entre los factores involucrados), piensan que:



“En suma, sentimos que un marco de referencia sistémico tiene una gran utilidad, pero añadiríamos la advertencia de que la teoría para ser útil debe ser simple [‘useful theory must be simple theory’, en el original]; mientras menos variables, más fácil será asignarles valores cuantitativos y por lo tanto más efectiva será la capacidad de la estructura teórica para la predicción. Un objetivo ideal sería aislar las cuatro o cinco variables que expliquen el 80% o más de la variedad registrada en el registro [sic] arqueológico…” [Sanders et al 1989:360]

Aunque se busca una teoría no tan simple como las de lo que Steward llamó evolucionismo unilineal (que atribuía no solamente a los evolucionistas clásicos sino a White, con quien aparentemente tenía una ríspida relación de competencia; ver Harris [1982 (orig. 1968):560 y sig.]:

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[continúa de la cita anterior] “…No vemos cómo lograr esta tarea actualmente y, aunque nuestra propia estructura teórica tiene algunos elementos sistémicos, en esencia puede ser descrita como un paradigma multilineal” [Sanders et al 1989:360].

Políticamente es una tradición de signo variado, aunque orientada más bien hacia la izquierda, elemento mucho más claro en White que en Steward. De hecho, la recuperación de Wittfogel, que podría considerarse un acercamiento de Steward al marxismo, es normalmente cuestionada como tal, al asociarse –hasta donde sé, sin prueba- a Wittfogel como informante durante la persecución de “comunistas” que llevara a cabo el senador Macarthy durante los 50´s..

El asunto es complejo, porque esta participación, a su vez, se ha explicado no como un sentimiento antimarxista, sino más bien antisoviético y se dice que Wittfogel llegó a Estados Unidos precisamente ante el riesgo que implicaba permanecer en la esfera soviética luego de señalar que había más de una línea de desarrollo social: la famosa la vía Oriental, misma que luego sería reivindicada cuando se publicaran los Cuadernos de trabajo de Marx; pero que en los treintas era profundamente herética, al cuestionar la secuencia evolutiva que Stalin había propuesto y fuera sancionada por el Partido Comunista. Proponer un desarrollo no unilineal tenía una consecuencia política inmediata en ese contexto: el de la viabilidad de una “vía china” hacia el socialismo, sin la custodia rusa y por una ruta no prevista por Stalin.

Se trata, entonces, al menos de una tradición más afiliada a ideas “progresistas” que a la supuesta neutralidad valorativa típica de la arqueología americana. Sanders no tuvo ninguna dificultad de compartir con Palerm o con Armillas, refugiados de la Guerra Civil española, o con Wolf, quién combatió como voluntario por la República en dicha guerra; o en tomar (y más tarde, dar varias clases) en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), cuya proclividad hacia la izquierda es bien conocida. Sanders mismo no parece, sin embargo, compartir completamente esta orientación, ni preocupado por justificar políticamente su interés en la arqueología o los aportes que ésta puede hacer a la sociedad [Entrevista 2007]. Ello no lo hace apolítico, pero sí muestra que no es una consideración de orden político la que orienta su selección de problemas a resolver o recursos explicativos a emplear en su solución.

Regresando por un momento al objetivo cognitivo, no hay duda que se trata de la explicación y de la explicación que utiliza principios generales. Ello puede documentarse claramente en su propia obra, en la que dice emplear “tres leyes generales” [Sanders, et al. 1979:360]. Esta impresión la confirmó con creces, mostrando incluso cierta impaciencia, durante la entrevista, a mis preguntas y respondiendo cosas del estilo: ¿Qué no es así en todas las ciencias?, ¿Hay alguien que lo dude?, ¿Si no buscamos explicaciones generales, entonces, de qué sirven nuestras teorías? Claramente recupera la diferencia entre narrar históricamente y explicar nomológicamente. Le gustaron tanto el término de “just-

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so story” (historia de “así na’más”) como el concepto de “platicación” (que yo aprendí de Railton –“Schmplanation”70) y coincidió de que mucho de lo que pasa por explicaciones no son sino platicaciones e historias de “así na’más” [Entrevista 2007].  

Ello dio pie para preguntarle a Sanders si se consideraba un “arqueólogo procesual”, dado que se seguía la explicación como meta y esta es una de las insistencias centrales de Binford. Su reacción fue muy indicativa: él nunca entendió para qué tanto ruido y tanta polémica entre los procesuales y los supuestamente “tradicionales”. Le parecía que en su propio trabajo él había utilizado elementos de lo que luego Binford caracterizaría como “Nueva Arqueología”, pero sin tanto revuelo. Eso confirma mi sospecha de que, al estar afiliado más a Steward –creador de la ecología cultural- que a White -creador del materialismo cultural-, era probable que Sanders no fuera un arqueólogo procesual; sobre todo, habiendo estudiado en uno de los bastiones de la arqueología que luego sería catalogada como tradicional: Harvard. Cosa injusta, porque en los cincuentas había muchos desarrollos novedosos en dicha universidad y el propio Binford reconoce la importancia de las propuestas de Willey como antecedentes de la Nueva Arqueología.

Esta identificación (como ecólogo cultural) tendría sus consecuencias tanto en el área ontológica como en el área metodológica, si hemos de atenernos a las diferencias que Harris señala entre estas dos variantes del neoevolucionismo: ontológicamente, aunque Steward habla de un “núcleo cultural” que es el punto de interacción entre hombre y ambiente, a fin de cuentas su noción de cultura es normativa, por contraste de la de White, que es materialista (la cultura es una conducta adaptativa); metodológicamente, Steward supuestamente favorecería una variante del método inductivo (generalización por acumulación progresiva de casos), a diferencia de White, que explícitamente abogaba por un método deductivo, de nuevo al menos a decir de Harris [1982 (orig. 1968)]. Pero digo “tendría” sus consecuencias, aunque no las tiene, porque estas distinciones parecen no ser significativas para Sanders. El ve a ambas variantes como complementarias y a la polémica en torno al asunto como algo no muy interesante para discutir [Entrevista 2007].

Regresando al área ontológica, Sanders sin duda piensa que lo social es sujeto de causas, expresables en relaciones nomológicas; que los procesos suelen ser sistémicos, sin despreciar el papel de la agencia. Y más bien se sorprendió de que hoy día se hiciera tanto ruido sobre el papel del hombre como 70

El término implica una referencia velada a un prefijo que suele acompañar palabras ofensivas en yiddish; la idea hacer mofa de los que proponen que “la explicación en las ciencias sociales es “igualita a la de las ciencias naturales, pero diferente”: no requiere de principios generales, no establece causas, no determina condiciones antecedentes y se reduce a una narrativa en la que “poco a poco” algo sucede, por la mágica mano del destino, la dialéctica o el desarrollo evolutivo… O bien, “porque así son las cosas” (“just-so”), lo que da origen a la otra expresión, de “historia de así na’más”.

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tomador de decisiones; lo crucial es evitar las explicaciones voluntaristas, que le parecen poco satisfactorias [Entrevista 2007]. Ya no quise explorar qué piensa sobre la realidad de lo social (vs. el individualismo metodológico), ni algunas de las otras distinciones que nos ayudan a redondear el análisis de esta área de la posición teórica, porque el tema parecía irritarle, porque no entendía cómo es que este tipo de cosas fueran objeto de debate – ¡sobre todo cuando la hora del almuerzo se había retrasado ya más de una hora! Pero claramente su posición es realista, materialista para más señas [Entrevista 2007].

En la propia obra se pronuncia hacia las teorías jerarquizadas “…sería un error asumir una democracia de variables” [Sanders et al. 1979: 360]. De entre las teorías jerarquizadas, prefiere las que priorizan los aspectos materiales sobre los mentales o ideológicos [Id: 362]; esta posición la hace explícita en el contexto de su comentario a Netting [1972], que proponía que la gente es capaz de ceder su autonomía cuando, como efecto del incremento demográfico, el número de conflictos se incrementa geométricamente y la gente acepta entonces un arbitraje externo; el árbitro que puede entonces favorecerse del proceso de arbitraje y acumular privilegios y beneficios que finalmente alteran la naturaleza igualitaria de la sociedad. Comentan SPS:



“La teoría no es, por lo tanto, esencialmente materialista dado que algunos de los conflictos pueden o no involucrar la propiedad…” [1979:362].

Sobre su concepto del hombre (y sus consecuencias éticas y políticas) regresaré cuando analicemos el componente valorativo de la teoría de SPS.

En cuanto al área epistemológica, Sanders no cree que los datos “hablen por si mismos”, o que no sean problemáticos. Parte de los aportes de su proyecto tiene que ver, precisamente, sobre cómo mejorar los procedimientos de campo y análisis71. Es decir, no se trata de una posición empirista ingenua. Como se dijo, es realista, y se desespera con enfoques que proponen que “la realidad fue creada socialmente”; no tiene mucha paciencia con el relativismo epistemológico; y sostiene al menos una versión de la teoría de la verdad como correspondencia,  

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De hecho, me tocó ver cómo sus técnicas se refinaban a partir de las críticas incluso de terceros, como Juan Yadeun y quien esto escribe. Nosotros habíamos adaptado varias de las técnicas de Sanders para el estudio de superficie de Tula, pero las habíamos complementado con ideas de Binford, bajo el argumento de que no podíamos hablar de densidad de tiestos sin un control de la variable espacial. Nuestro argumento era simple: densidad es cantidad dividida entre área y sin un control del área no se podía entonces hablar de densidad. Nosotros empleábamos la técnica de la “correa de perro” propuesta por Binford en 1964, en la que describíamos un círculo de un área de un metro mediante un cordel atado a un picahielos. Cuando cuestionamos cómo es que Sanders medía la densidad, el reconoció que era “estimativa”. Para la siguiente temporada nos mostró cómo ahora esta estimación era más precisa, dado que, utilizando el recurso de trazar aproximadamente un cuadrado (mediante pasos cuya longitud conocía cada investigador), podían aproximarse a un control de área, menos riguroso quizá que nuestra correa, pero más rápido [Sanders, comunicación personal 1974).

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aunque no le llame así o parezca estar al tanto de los debates al respecto, ni le preocupen los detalles del asunto [Entrevista 2007].

En el área metodológica surgieron algunos hallazgos importantes durante la Entrevista. Por ejemplo, sin duda recupera la tradición de investigación orientada a problemas, en donde no se tiene solamente un tema, sino una pregunta a resolver y ésta actúa como guía de la investigación. Concuerda con la reconstrucción que hace Wolf [1976a:5] de la manera en que se concibió el trabajo de la Cuenca de México en una reunión apoyada por la National Science Foundation en la Universidad de Chicago, aunque deja ver que esta reconstrucción está un tanto idealizada: algunos proyectos individuales ya habían arrancado o estaban en proceso de arrancar, así que no es exacto que todos hubieran sido inspirados por el conjunto de preguntas que tan nítidamente presenta Wolf en su recuento. Claramente había el interés de responder a la pregunta global de por qué, a lo largo de la historia mexicana, el altiplano central había sido el centro de la hegemonía; y de entender, en este proceso, qué papel había jugado la agricultura hidráulica. Pero muchas de las preocupaciones más específicas surgirían a lo largo del propio trabajo de campo, en ocasión como reacción a lecturas que se hicieron posteriormente (como sería el caso de Service, aplicado por Sanders y Price en 1968), o la recuperación de la teoría de Carneiro [1970] que se incorporaría al modelo general de Sanders desde ese momento.

Dicho de otra manera, aunque el proyecto tuvo una orientación a resolver un problema, la solución no fue planteada inicialmente como una hipótesis a evaluar durante el proyecto. Esto abona a la filiación de Sanders hacia la estrategia inductiva que Harris asocia a Steward que a la versión hipotéticodeductiva que, según este mismo autor, caracterizó más a White y fue retomada por Binford en la arqueología procesual.

De hecho, Sanders [Entrevista 2007] fue totalmente abierto y sincero al decir que, en realidad, su teoría fue algo que se fue construyendo sobre la marcha: lo que les interesaba era tener algo que les permitiera darle sentido a la enrome cantidad de datos que generaron en el proyecto (que duró de 1960 a 1975). Este trabajo iba al parejo de desarrollar y perfeccionar técnicas de trabajo de campo y análisis, de forma tal que los tres aspectos corrieron en paralelo. La primera formalización de la teoría, en el artículo de Sanders y Logan [1976] del volumen editado por Wolf [1976a], fue presentada originalmente en 1971, como parte de una segunda reunión convocada por Wolf, que tuviera lugar en Santa Fe en la School of American Research.

Si bien no es entonces un ejemplo de una metodología hipotético-deductiva, no es ajeno ni hostil a la misma. Sanders piensa que las teorías deben ser evaluadas contra la realidad y que es este proceso en el que pueden mejorarse. No cree, como vimos en el capítulo pasado, que las refutaciones espurias nos permitan avanzar. Se mostró favorable a la propuesta de Lakatos, de que para que haya una refutación debe haber una alternativa, aunque confesó no haber leído

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trabajos de este autor o estar familiarizado previamente con su obra [Entrevista 2007].

Ya mencioné algo sobre sus técnicas y sobre su aceptación de que los datos pueden ser problemáticos. En términos de representatividad, por ejemplo, es un tanto sensible a la crítica, expresada por autores como Brown [1980] y Brush [1981]en el sentido de que no empleó muestreo probabilístico en su proyecto. Su justificación (misma que aparece en SPS), es que intentaban recuperar el 100% de la muestra, cosa que ahora le parece menos realista que en su momento [Entrevista 2007]. De su técnica excavatoria no puedo opinar mucho, salvo que fue mi impresión, trabajando juntos en 1973 en Monte Albán, que no era tan detallada o fina como la que se seguía en Prehistoria o la que utilizaba Flannery. Alguna vez, cuestionado sobre la manera en la que intentaba trazar una unidad de excavación sin apoyo de instrumentos de topografía, contestó, “Yo nunca dije que era arqueólogo; yo soy antropólogo cultural” [Sanders, comunicación personal, Monte Albán, Oaxaca, 1973]72 . Es decir, aunque se percata del carácter problemático de los datos de superficie, no es claro si la misma preocupación rige su trabajo excavatorio –aunque los reportes de sus excavaciones no muestran una falta de cuidado, misma que era notable en otros de sus contemporáneos norteamericanos. Sus aportes a la técnica de reconocimiento de superficie regional es reconocida incluso por sus críticos, como Blanton [1990:4], o Yoffee [1997:510].  

En cuanto a heurísticas, son no solamente clarísimas, sino impresionantes: aunque él no las articule en frases precisas, su empleo constante las evidencias a cada paso; todas se centran en su convicción materialista de que la gente tiene que resolver las necesidades básicas de supervivencia antes de poder pensar en símbolos o dioses. Ello lo lleva a preguntarse, de manera que haría ruborizarse a más de uno de mis alumnos que se autoproclaman como marxistas, datos tan fundamentales como las variables que controlan la productividad agrícola. Cuando visitamos sitios con él, incluso en esta última vez, durante su visita al Bajío, en sitios que el no conocía, las preguntas inmediatas eran: cuál es la altura sobre el nivel del mar, la temperatura promedio, la calidad del suelo, los gradientes topográficos; qué se cultivaba; dónde vivía la gente, cuál pudo haber sido el calendario productivo; dónde vivían los que organizaban la producción, cuál era la posible localización y extensión del palacio local, etc. Nos dejó sorprendidos a todos, durante el Seminario que nos impartió, por ejemplo, con sus estimaciones sobre factores como el consumo de agua en Tenochtitlan (de qué dimensión era, cómo es que se aprovisionaban los habitantes de la ciudad, desde dónde y cómo se transportaba, etc.). Es decir, se toma a pecho la idea de que hay factores en los que se intersecan lo social y lo natural y es ahí donde hay que preguntar 72

Y más allá de las bromas, es un hecho que realmente Sanders se mueve con entera facilidad en varios campos de la antropología: su tesis de doctorado es un estudio de una comunidad chinampera viva (San Gregorio Atlapulco); ha hecho aportes a y se ha apoyado considerable y continuamente en, la etnohistoria; conoce de cerca la evidencia etnográfica comparativa; y, por supuesto, a contribuido a la técnica y la teoría de la arqueología.

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primero [Sanders, Seminario Sobre Urbanismo en Mesoamérica –CEQ-COLMICH, La Piedad, 2007]. No es una heurística determinista ambiental, sin embargo, dado que está plenamente conciente del papel que juegan los factores culturales en este proceso.

En suma, aunque a él no le interesa colocarse alguna etiqueta en particular, no le incomoda que se le asocie a la ecología cultural; autores como Schiffer identifican a Sanders como ejemplo de una variante del evolucionismo, probablemente por la misma razón [Schiffer 1996:646]. Cuestionado sobre si esta ecología cultural había sido rebasada por la teoría de los ecosistemas culturales (como la propusieron Maruyama, Vayda y Rappaport, entre otros), él dijo sin titubeos que estos aportes constituían avances importantes. Que mucho de lo que hicieron es difícil de aplicar en arqueología, pero que sin duda es un avance, aunque él no lo ve como algo que haga obsoleta a la ecología cultural, sino que la complementa. El asunto es relevante, dado que algunos de sus críticos han opinado que el enfoque de Sanders es “obsoleto”, se entiende que por referencia a estos enfoques más recientes. Estuvo de acuerdo conmigo en que es paradójico que algunos de esos autores que profesaban una posición materialista dentro de ese grupo (como Sahlins, Yengoyan y el propio Geertz, que participaron de estos aportes), luego viraran hacia un enfoque émico de corte más bien idealista o simbólico [Entrevista 2007].

Me parece que el de Sanders es un caso claro de cómo rara vez una posición teórica se da de manera pura, en plena concordancia con los textos fundacionales de la propia posición; ello sería difícil, además, considerando que Steward abandonó muy temprano la arqueología, por lo que el fundador de la posición no la elaboró más en cuanto a sus aplicaciones al registro arqueológico. Pero queda la impresión de que más bien, los textos fundacionales ayudan a definir una tradición académica que es dinámica y en la que, en la medida en que no haya contradicciones abiertas, los participantes se sienten en libertad de incorporar incluso teorías sustantivas que no necesariamente fueron creadas en su interior, mientras sean compatibles. No se trata de un eclecticismo indiferenciado y acrítico, pero sí del derecho a nutrirse de desarrollos que pueden ayudar a mejorar el desempeño, aunque hayan sido inventados en otro lado.

La consecuencia para nuestro modelo de posición teórica es que es un concepto útil en la descripción de los supuestos que guían el trabajo de una comunidad académica, así como en el análisis de su congruencia interna y su consistencia; pero que estos supuestos rara vez se encuentran plasmados en su totalidad, reivindicados por todos los miembros de la comunidad, con la misma intensidad con la que los formularon los fundadores de la posición. No habría arqueólogos “puros” totalmente, ni posiciones teóricas estáticas. No obstante, creo que la utilidad heurística y analítica del modelo justifica su uso, aunque hay que tener cuidado de no hipostasiar los textos fundacionales y cotejar que la práctica realmente sea congruente con la teoría. Otra consecuencia es que el eclecticismo controlado es seguramente una estrategia adaptativa en el mundo académico,

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sobre todo si no existen mecanismos o controles externos (como sería la disciplina partidaria) que eviten “desviaciones”.



Elementos contextuales La teoría que analizaremos, como dijimos antes, tiene su expresión fundamental en el libro de 1979 (con un anticipo en el artículo de Logan y Sanders de 1976), representa sin duda un trabajo de madurez. Es el resultado de un proyecto de campo de 15 años y en el momento en que se escribe Sanders está en plenitud académica e intelectual. Es una obra central en su obra, aunque a la distancia y quizá por modestia, su autor no la considere una contribución monumental [Sanders, comunicación personal, La Piedad 2007]. El consenso, en cualquier caso, es que este libro no es solamente el resumen de un proyecto (de hecho, hay un reporte final de trabajo de campo), sino el resultado de años de trabajo sobre la problemática de la que se ocupa. En México y en otros lugares se le conoce afectuosamente como “La Biblia Verde”, lo que habla un poco de su grado de centralidad. Solamente el libro sobre Mesoamérica [Sanders and Price 1968], que irónicamente se popularizó como libro de apoyo a los turistas (y se vendía regularmente en tiendas del tipo de la cadena Sanborns) supera, en mi impresión, su popularidad, aunque no cuento con datos de los tirajes respectivos.



Para el momento en que se publica SPS, Sanders tiene una sólida posición en uno de los departamentos de antropología más reconocidos particularmente por su trabajo en Mesoamérica; el libro lo publica la casa que en ese momento era la editorial norteamericana más importante sobre teoría arqueológica: Academic Press, que publicó también los trabajos de Binford, Flannery, Schiffer y otros importantes teóricos. Es decir, hay un doble aval institucional: el de la Universidad Estatal de Pennsylvania y el del editor. No se trata de un trabajo primerizo, de un autor desconocido en una editorial igualmente oscura.



Aunque no soy partidario de “historias sociales fáciles” para explicar los desarrollos científicos (que me parece responden también a la propia dinámica del cambio teórico y el debate disciplinar), pueden señalarse, en cuanto al contexto social en que se produce y se publica la teoría, que Estados Unidos estaba saliendo de la crisis de los energéticos que sacudió la economía americana en la primera parte de la década; había terminado la guerra de Vietnam, Nixon había renunciado y sido perdonado por Ford y se vislumbraba que el siguiente episodio en la interminable serie de conflictos bélicos de Estados Unidos sería en el Medio Oriente (como de hecho sucedió, involucrando originalmente a Irán). Se empezaba a notar un declive en las tasas de inscripción a los programas de ciencias sociales (incluyendo la antropología) y adquiría preeminencia la arqueología de contrato, al reducirse las plazas disponibles en los departamentos académicos más prestigiosos. En términos de la cultura popular, la cultura “disco” y luego la “new wave” acabarían con la pretensión de la juventud americana de

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cambiar el mundo, pretensión que había caracterizado a los contestatarios años 60s, para dar lugar al a generación yuppie.



Pero, fuera de estos elementos de corte general, cuya relevancia es cuestionable, me parece mucho más pertinente a la teoría el contexto académico y político en el que se debatían los “limites al crecimiento”. Este debate era empujado precisamente por la corriente neomalthusiana a la que indirectamente se afilia la obra de Sanders vía su incorporación de elementos del trabajo de Boserup y Allen. Había una preocupación muy sentida, expresada por el llamado “Club de Roma”, sobre la capacidad de carga del planeta y la presión sobre los recursos que estaba ejerciendo la sobrepoblación. Mucha de esta discusión dependía de la exactitud (o carencia de ella) de las simulaciones de Jay Forrester. Este autor, uno de los pioneros de la simulación, había generado originalmente programas de computadora para evaluar diferentes escenarios que explicaran el decaimiento de los centros urbanos en Estados Unidos; posteriormente amplió el ámbito de sus simulaciones, para intentar ya no cubrir problemas locales sino globales. Los resultados parecían apuntar a que, en efecto, la sobrepoblación constituiría un reto importante en la década de 1970. Ello coincidía con lo que algunos activistas ecológicos sostenían (entre ellos, Odum), aunque en su caso era más importante detener el deterioro ecológico.



Por circuitos que desconozco, pero que en la izquierda mexicana generalmente se atribuyen a las maquinaciones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, lo cierto es que estas preocupaciones llevaron a que se implantaran en muchos países programas para detener el aumento demográfico. Se llevó a hablar de esterilizaciones forzadas o de las que no se avisaba a las pacientes, en Centro América y en Afrecha. Nada de esto tengo oportunidad de documentarlo aquí y quizá no es sino un ejemplo más de los mitos urbanos de la izquierda. Pero lo cierto es que la preocupación por la sobrepoblación sí motivó programas de corte nacional e internacional. La demografía asumió un papel clave en ese momento. Y parece que con igual reacción luego fue cuestionada.



Ese era el contexto en que Sanders propondría su modelo inicialmente en 1971 y en el que finalmente se publicaría en 1979.



Recepción de la teoría La recepción inicial fue mixta, al menos a decir por las tres reseñas publicadas, aunque no tenemos manera de determinar si las que detecté son las únicas que se publicaron, porque Sanders no llevó un registro [Sanders, Entrevista 2007] y no todas las revistas están indexadas en el Social Science Citation Index electrónico, que es el único al que tuvimos acceso durante esta etapa final de redacción. En orden de aparición, fueron Blanton [1981], Brush [1981] y Brown [1980]. Blanton, como vimos al inicio de esta tesis y revisaremos en un momento, no quedó en absoluto satisfecho con el libro y, en particular con el papel asignado a la presión demográfica, descontento que había expresado desde la reunión de Santa Fe, a

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pesar de que en ese momento creo que era todavía parte del equipo de Sanders [Blanton 1976].



Brush da crédito al proyecto y sus resultados y dice que: “La riqueza de los materiales presentados aquí hará estos capítulos sean un punto de referencia para estudios futuros en el área. Los tres capítulos finales tratan sobre los problemas interpretativos y de la investigación futura en la Cuenca. Los autores construyen un modelo a partir de tradicionales y muy discutidas teorías para describir y analizar la evolución del control ecológico y los sistemas políticos en la Cuenca. Este modelo incorpora la teoría de Boserup sobre la demografía y la intensificación agrícola y la teoría de Wittfogel sobre la agricultura hidráulica y la centralización política. Los principios de crecimiento demográfico, menor esfuerzo en la producción de subsistencia y el manejo del riesgo subyacen a este modelo. Excavaciones, comparaciones con material etnográfico contemporáneo y estimaciones de la capacidad de carga se usan para complementar los resultados de los recorridos y evaluar [test] el modelo. Teóricamente así como de manera sustantiva, este libro proporcionará material de discusión para algunos de los más importantes debates en torno a los procesos demográficos, tecnológicos y políticos de la evolución de la civilización en México y en otros lugares” [Brush 1981:301].

Por su parte, Brown recupera la organización tripartita del libro (con la síntesis empírica, las implicaciones teóricas y una sección breve sobre tendencias a futuro [Brown 1980:884]. En cuanto a la primera, señala las dificultades con el esquema de muestreo utilizado y no queda muy convencido con la idea de que se realizó realmente una cobertura del 100%. En cuanto a la teoría, siente que la aplicación de la teoría neoevolucionista en el capítulo 8 a dos casos de excavación extensiva queda disminuida porque en su opinión no se presenta evidencia suficiente como para evaluar la interpretación [Ibíd.:885], por lo que a él le da la impresión de ser “subjetiva” [Id.]. En cuanto a la teoría misma de SPS comenta:

“Los autores se mueven hacia una discusión de la teoría evolutiva y los procesos detrás del cambio cultural en la cuenca. Delinean y someten a prueba [test] un modelo de circunscripción/crecimiento demográfico para explicar y predecir el cambio cultural. Este modelo fue desarrollado originalmente en un seminario que tuvo lugar en Penn State en 1971 y ha sido desde entonces aplicado a la Cuenca de México. En este libro, los autores proporcionan apoyo mucho más detallado para el modelo y evalúan su utilidad por comparación con otros tipos de modelos. El atractivo básico de este modelo tiene que ver con dos aspectos importantes: su naturaleza sistemática y el que proporciona un factor dinámico. La mayoría de las teorías sobre el cambio cultural involucran primariamente factores externos (culturas/

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ideas o el ambiente) o decisiones internas (guerra, cooperación – dado que no pueden explicar por qué ocurrió un cambio en la conducta. El modelo empleado aquí proporciona una fuerza dinámica –el incremento de población dentro de un área circunscrita- y esto proporciona una base para predecir posibles soluciones al incremento demográfico. Una vez que la cultura y el cambio cultural son vistos de esta manera, entonces el escenario ambiental (tanto natural como cultural) puede ser incorporado en el proceso de toma de decisiones. El último capítulo importante del libro toma este modelo y lo aplica para explicar (predecir) la conducta del pasado y la evolución de la cultura [Brown 1980:885, énfasis en el original]. Y apunta: “Mientras que este reseñador encuentra poco equivocado con la teoría y muchas de las interpretaciones incluidas en el libro, hay reservas mayores en cuanto a la metodología –tanto en relación a la obtención como a la interpretación de los datos. Estas reservas derivan de dos debilidades metodológicas: la ausencia de muestreo, particularmente en las excavaciones y la ausencia de pruebas [testing] (y en algunos casos la imposibilidad de evaluar) las analogías etnográficas…” [Brown 1980:885].

El asunto del muestreo ya ha sido comentado; en cuanto al de la analogía etnográfica y etnohistórica, la queja hace eco a mucho de lo que se discutía en ese momento, de no presentar solamente como hipótesis estas analogías, sino que había que evaluarlas (propuesta de Binford desde 1965 y congruente con una orientación hipotético-deductiva, que, como vimos no es la que Sanders et al. Siguen). En opinión de Brown, el uso del “enfoque histórico directo” (usar analogías de grupos con los que existe continuidad histórica), no es garantía y resta fuerza entonces a la aplicación de la teoría, al impactar parámetros como el de la capacidad de carga [Id.:885].



Brown finaliza comentando algo que parece haber sido la crítica central al libro que se hacía en los pasillos y que en opinión de algunos –entre ellos, un prominente arqueólogo mexicano- anulaba prácticamente los aportes de SPS: el que se hayan publicado los mapas de dos periodos sucesivos en el mismo pliego de papel, lo que impide una comparación directa de dichos periodos. Y se queja del precio del libro, que considera “inflado” [Id.]. No obstante, concluye que:

“Con algunos problemas, este es uno de los mejores libros actualmente disponibles sobre cualquier área del mundo. Este trabajo deberá ser atractivo por un número de razones y a una variedad de investigadores. Cualquiera interesado en el cambio cultural se beneficiará dado que el libro combina datos, una historia cultural y la prueba de un modelo interpretativo. Uno puede fácilmente encontrara los argumentos y reaccionar a ellos. Una

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desventaja mayor para tal uso amplio es, sin embargo, el precio tremendamente inflado del libro. Aún concediendo que hubiera un público pequeño para el libro y los mapas, el precio está fuera de línea. Ello resulta desafortunado porque el libro representa una contribución significativa a la antropología y a nuestro conocimiento de los seres humanos y su evolución cultural [Brown 1980:885]





Como se verá, a pesar de que se señalan deficiencias, no se pretende haber refutado la teoría o debilitado mortalmente los argumentos que la sostienen; de hecho, a mi me da la impresión de que el balance es positivo, como el párrafo citado arriba parece acreditar.



La reseña de Blanton fue la que apareció primero, aunque dudo que las otras dos, mucho más favorables al libro, sean una reacción a las opiniones de este autor. Blanton no se anda con rodeos. Podemos ahora citar el contexto de la opinión con la que abrimos esta tesis:

“Debemos agradecer a Academia Press por la publicación de este juego de mapas, considerando que sin duda le añadieron mucho al costo del trabajo. (Desafortunadamente, periodos cronológicos adyacentes están en algunos casos impresos en ambos lados de una misma hoja, lo que dificulta comparaciones cruzadas). De no ser por los mapas, sin embargo, The Basin of Mexico no puede considerarse como una gran contribución a la arqueología antropológica. “De no ser por los mapas, sin embargo, no puede considerarse que The Basin of Mexico sea en mucho una contribución a la arqueología antropológica. Las fallas del libro son tan numerosas y tan serias que enmascaran lo que pudiera haber de valor. Como era de esperarse, este libro ha sido usado como un vehículo más para las envejecidas teorías ecológicas de Sanders, en las que el crecimiento demográfico (que se toma como dado) es visto como la máquina que conduce la evolución cultural y la intensificación agrícola. Sanders, Parsons y Santley están tan fuertemente comprometidos con este enfoque, de hecho, que incluso a la luz de hallazgos empíricos contrarios en los reconocimientos, se ven forzados a hacer declaraciones bizarras. […] Queda pendiente que expliquen por qué [las leyes que usan] se aplican solamente cuando les conviene para preservar sus ideas sobre el papel de la presión demográfica. […] En su teoría, que pretenden está guiada por tres ‘principios tipoley” […] “la irrigación en la Cuenca casi duplica la producción, con apenas un ‘incremento mínimo en el input de trabajo […]”y, por supuesto, minimizaría el riesgo agrícola. ¿Por qué entonces no se usó durante periodos anteriores? Quedará a Sanders, Parsons y Santley explicar por qué esas ‘generalizaciones tipo-ley se aplican solamente cuando les conviene para preservar la integridad de sus ideas sobre el papel de la presión demográfica. […] [Blanton 1981:223-224, énfasis mío].

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Blanton siente que tampoco se ubican las propuestas en el contexto de puntos de vista alternativos, por ejemplo en cuanto a los mercados en la Cuenca de México. La razón:



“Un problema consistente en este volumen es la falla en consultar la literatura de tal manera que sus enunciados y teoría puedan ubicarse en el contexto de puntos de vista alternativos. […] Todo es deformado, contorsionado, amoldado, forzado o retorcido para que quepa en su modelo a priori. No hay ningún sentido de descubrimiento; ninguna inclinación para ver qué podía aprenderse de los datos que pueda ser nuevo y diferente, aunque eso pudiera forzar el abandono de algunas ideas y el desarrollo de otras nuevas. En cierto sentido, no se siquiera por qué se molestaron en hacer los reconocimientos. Están tan seguros del poder de sus explicaciones de ecología cultural que lo último que requieren es información nueva” [Blanton 1981:224].

Esto conduce, en opinión de Blanton, a una “atrofia analítica” [Ibíd.]. Blanton se mofa del reconocimiento de que en el terreno de las técnicas analíticas SPS reconocen que fallaron [Sanders et al. 1979:15], lo que por si mismo parece molestar menos a Blanton que el sugerir que no existan dichas técnicas, cuando parece ser claro para Blanton que lo que faltó fue o voluntad o capacidad para usarlas. La razón:



“La cuestión no es si tales estrategias existen –lo hacen y constantemente se vuelven más efectivas y sofisticadas- sino si Sanders, Parsons y Santley requieren de métodos analíticos; no los requieren. ¿Para qué analizar los datos cuando uno sabe de antemano las respuestas (o se piensa que las sabe)? Desafortunadamente, otros investigadores interesados en evaluar hipótesis alternativas tampoco podrán hacerlo. Excepto por los mapas, no se presentan los datos primarios” [Blanton 1981:224].

En efecto, a diferencia de Blanton [1978], que el año anterior a la publicación de SPS fue uno de los primeros en incluir los datos en bruto de los reconocimientos, SPS no contiene la información base, que se descargó al menos parcialmente en los informes de campo. Blanton atribuye a esta omisión, como vimos, una intención: no se requiere de datos para responder preguntas cuando de antemano se tiene las respuestas:

“Los reconocimientos de la Cuenca de México tienen un papel importante a jugar en esa parte de nuestra disciplina preocupada con la evolución de las sociedades complejas, pero no lo hacen (con excepción del estudio de Teotihuacan de René Millon). Con Sanders, Parsons y Santley al timón, todo lo que estamos obteniendo es una teoría sobre simplificada y obsoleta,

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una falla para emplear incluso las técnicas analíticas de uso común y un fracaso en publicar los datos de manera completa. La Cuenca de México deja mucho que desear”. [Blanton 1981:224].

Conocí a Blanton en 1973 y nos hemos encontrado varias veces desde entonces. Siempre me pareció una persona gentil y afable. Nunca entendí por qué el tono tan virulento y negativo de esta reseña. Es una persona tan razonable como cualquier otra; además, independientemente de ser un producto de Michigan, fue discípulo de Sanders en el campo, uno de sus ayudantes favoritos y sin duda uno de los más brillantes. La violencia de la reacción me desconcierta y a lo único a lo que me lleva a pensar es que quizá es una respuesta con la misma intensidad que pudo haber recibido de Sanders en su momento, cuando presentó algunas de estas mismas críticas en 1971. Pero no tengo manera de substanciar esta intuición. Sanders no recuerda haberlo ofendido o dar pie a un ataque tan vitriólico [Sanders, comunicación personal, CEQ-COLMICH, La Piedad, 2007].



Estas primeras tres reacciones no quedaron ahí. Aunque Sanders no contestó ninguna de las reseñas, la polémica con Blanton continuó. A partir de ese momento (y quizá desde antes, como ya apuntamos), se generó una dinámica no muy saludable en relación al equipo de los proyectos de Oaxaca. Además de reseñas desfavorables cruzadas, para los 90s la situación ya había escalado al grado en el que Joyce Marcus y otros investigadores trabajando en Oaxaca decidieron dedicarle a Sanders y su otro blanco favorito, Marcus Winter, todo un libro [Marcus 1990]. Aparentemente, hubo un incidente que disparó este ataque, protagonizado por Sanders y su grupo. Joyce Marcus [Id.:ix], no nos dice en donde o cómo fue exactamente que el grupo de Sanders los ofendió (no viene referencia precisa al incidente o al evento en el que ocurriera dicho desaguisado); Blanton cuando menos indica una posible fuente: un artículo de Sanders y Nichols [1988] en el que estos autores, en reciprocidad a años de comentarios de Blanton sobre el proyecto de Sanders, comentan ahora sobre los resultados de los reconocimientos en Oaxaca. El libro acabaría resultando un ataque frontal, casi ad hominem, apenas disfrazado de debate académico. Y esta no es solamente mi opinión, como veremos adelante.

En el libro, Blanton se encarga de comparar la propuesta de Sanders con la de Kuhn, que para estas alturas la arqueología procesual ya se había enterado puede tener como consecuencia el que el cambio científico es irracional y no hay manera de elegir entre teorías en competencia. Blanton se compara a sí mismo a Popper, como paladín de la idea de que solamente la crítica racional permite hacer avanzar el conocimiento y la honestidad intelectual requiere abandonar teorías cuya ineficacia ha sido probada [Blanton 1960:6]. Así, Sanders es el dogmático e irracional y Blanton el defensor de la razón y la ciencia. Cuando pregunté a Sanders cuál era su opinión sobre este ataque contestó que realmente no entendía de qué se trataba. Por otro lado, conociendo a Sanders, la herencia irlandesa a veces le aflora en el debate; es un excelente polemista, capaz de usar todos los recursos disponibles, sin olvidar la ironía y el sarcasmo, así que no

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descarto que algunas de sus reacciones en alguna reunión pudieran haber sido legítimamente interpretadas como ofensivas.

Pero la reacción es excesiva. Y no lo digo solamente yo, lo dicen Dunnel (un tercero en discordia que no tiene nada que ver con ninguno de los dos proyectos) y Cowgill [1992], que quizá podría pensarse estaría más cercano al bando de Oaxaca que al de Sanders.

Según Cowgill: “Este es un libro altamente informativo y frecuentemente entretenido sobre nuestro conocimiento y pensamiento actual sobre Oaxaca. Con seguridad y Marcus lo reconoce, no es un debate, dado que no se nos presenta aquí sino uno de los lados –el de Marcus, Kent Flannery y varios de sus colegas. Esto difícilmente puede considerarse un defecto, dado que el punto de vista opuesto está publicado y es fácilmente asequible. Más preocupante es que Marcus y Flannery no puedan resistir hacer un número de chistes a costas de sus principales opositores, Marcus Winter y William Sanders. Escriben con mucha más habilidad que Sanders y Winter y no necesitan realmente de burlarse de ellos para que entendamos su punto. Algunas de sus parodias pueden acabar apenando más a sus amigos que haciéndoles daño a sus blancos y pudieran hacer más mal que bien a su causa. Otros de los contribuyentes al volumen logran salir del paso sin caer en este estilo…” [Cowgill 1992:458].



Cowgill entra en algunos detalles, como el que parte del ataque a Winters toma cosas fuera de contexto, pero no puede defenderlo completamente porque parece ser que en efecto hay errores y omisiones en su punto de vista (es decir, en opinión de Flannery y su grupo). En cuanto a la polémica que nos interesa aquí, además de reseñar la identificación que hace Blanton de Sanders con Kuhn y de Blanton con Popper, Cowgill recupera la opinión de Flannery y Marcus de que quizá ambos bandos difícilmente cambiarían de opinión, lo que hace que la imagen de terquedad de Sanders en oposición a la flexibilidad del grupo de Oaxaca quede temperada [Id.:459]. Y luego apunta a una de las paradojas de todo el asunto: el de la similitud de técnicas empleadas, que ahora Blanton quisiera al mismo tiempo reconocer y atacar:

“Blanton es, con justicia, crítico de la teoría de Sanders, pero alaba muchas de las técnicas que éste ha desarrollado para estimar las densidades de población y la capacidad de carga a partir de los datos del reconocimiento. La lógica es, dado que los métodos de Sanders para interpretar los datos son tan buenos y dado que Blanton ha seguido los mismos métodos, entonces los datos de Blanton y sus asociados deberían ser de calidad irreprochable. Ambos autores se pierden: Sanders trata demasiado duro de encontrar falla en los datos del Valle de Oaxaca; Blanton insiste demasiado tenazmente en sobre excelencia [Cowgill 1962:459].

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Como se verá, al proponer que Blanton “con justicia critica” a Sanders, Cowgill parece estar más del lado Flannery y su grupo que el de Sanders, lo que confirma el comentario inicial sobre la superioridad estilística de los primeros. Lo que no vemos es cómo es que la teoría puede “con justicia” ser criticada. Es posible que sean parcialmente el resultado del halo de refutación y obsolescencia que durante años han promovido Blanton y su grupo, iniciando con la reseña de SPS publicada por Blanton de 1981.



Ignoro cómo es que Dunnel se decide entrar en la polémica y reseñar un libro que no trata normalmente sobre temas como los que él aborda (es uno de los líderes de la posición teórica llamada “Arqueología evolutiva” [O'Brien and Dunnell 1996]; que yo sepa, no ha trabajado en Mesoamérica73. El caso es que reseña el libro, ubicándolo en el contexto de la reunión de Filadelfia, a la que ignoro si asistió o simplemente reporta lo que el grupo de Flannery sostiene, que la reunión era un intento de este grupo de responder a la “crítica áspera, dura” (“harsh criticism” en el original de Dunnel [1992:557], del grupo de Sanders, no nos dice en qué publicación o en qué evento. Imagino que en el artículo mencionado solamente por Blanton y no en la introducción al libro.  





“Rechazan lo que ellos pretenden es la insistencia de Sanders de que la presión demográfica es el motor de la evolución cultural y que su operación está circunscrita completamente por las variables de uso del suelo. Pero en ninguna parte de este volumen se expone la posición del grupo de Oaxaca. Y tampoco se hace una presentación objetiva del punto de vista de Sanders…” “Más aún, varios de los artículos degeneran en lanzamiento de apelativos. La argumentación se reemplaza frecuentemente con las afirmaciones categóricas y la insinuación. Se nos dice, por ejemplo, que ‘Lo que no nos habíamos dado cuenta es de que, para Sanders, toda la evolución en cualquier parte debe encajar en su teoría’ [p.ix]. ¿Es este un golpe revelador que cierra el caso? No realmente si uno se detiene y piensa al respecto. Esa es exactamente la expectativa de la ciencia. Uno no construye explicaciones caso por caso; más bien todas son ligadas juntas al haber sido generadas por la misma teoría. La tarea de la ciencia es eliminar una teoría a favor de otra utilizando criterios empíricos –no la acumulación de teorías diferentes porque hacerlo es divertido o para glorificar el pluralismo explicativo” [Dunnell 1992:557].

Lo que Dunnell parece olvidar es que desde finales de los 70´s el estilo en Michigan, o al menos el impulsado por Flannery y Marcus es precisamente uno de 73

Aunque conoce de arqueología mesoamericana. Visitó México en los 70´s, a invitación del Dr. Litvak y nos dio un extraordinario seminario en el IIA/UNAM.

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rechazo a las teorías generalizadoras, para proponer un “regreso a los datos” y los estudios de caso, como queda claramente establecido en el artículo de Flannery [1982]. Aparte de las parábolas y bromas que utilizan su recurso favorito de no citar a quién se refieren, el tono del artículo es, en mi opinión, anti-teórico y definitivamente anti-filosofía de la ciencia. Apreciación esta última no solamente mía, sino de varios otros lectores que no tuvieron como yo el privilegio de oír primera mano este tipo de comentarios, como es el caso de Wylie [1989b:4], Embree [1989:37, nota a pie 1], o Dunnell mismo [1989:5, 9].



Regresando a la reseña, Dunnel dedica varias líneas a la comparación que hace Blanton de Sanders con Kuhn y a la manera en que el compromiso personal con las ideas puede hacer que se pierda la objetividad:



“Sanders, por supuesto, es presentado como uno de los practicantes de una ‘ciencia degradada’ (p.6) e ‘intelectualmente deshonesta’ (p. 6). Ese tipo de caracterización es seguido por pronunciamientos tales como ‘nuestro nuevo lema en la arqueología Mesoamericanista debe ser: ‘Abajo los paradigmas’ (p.9) y ‘Yo prefiero ser multicausal que dogmático’ (p.10), que acaba siendo tan dogmático como se puede ser. Incluso confunde la ‘multicausalidad’ una doctrina singular, con el pluralismo explicativo…” [Dunnell 1992:557].

Dunnell critica la dureza innecesaria (y en su opinión, injustificada, contra Winters y en general, destaca elementos del libro que no lo dejan muy satisfecho y que en ocasiones revelan una “miopía epistemológica” que en su opinión “caracteriza el resto de este volumen” [Id.:558].



A final de cuentas, Dunnel expresa, sin ambajes y con una claridad meridana, su opinión del libro:



“Muchos de los más urgentes y fundamentales problemas que enfrenta la arqueología son tocados en este volumen, pero por ningún lado se hace mucha luz al respecto. La presión demográfica como causa y el uso simplista del ambientalismo funcional son ciertamente fáciles de refutar [debunk], pero no son refutados aquí; simplemente se les insulta [villified]. No se resuelve ningún problema. El tono bajo del discurso es embarazoso. La arqueología realmente no requiere este tipo de libros” [Dunnel 1992:559].

Viniendo de quien viene, esta es una opinión muy importante. Dunnell es uno de los teóricos más originales y profundos de la disciplina, aunque siempre ha estado un poco al margen de la línea central (no es, por ejemplo, un arqueólogo procesual, cosa que abiertamente declaró a pregunta expresa mía en 1975 – Dunnel, comunicación personal, IIA/México 1975). Sus ideas actuales sobre teoría evolutiva son polémicas, pero lo que intenta hacer es una especie de regreso a la

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teoría darviniana (revisada en la llamada “nueva síntesis” de los 30´s del siglo pasado).



No sé cómo interpretar la idea de que “la presión demográfica como causa y el uso simplista del funcionalismo ambientalista son ciertamente fáciles de refutar”; no se si habla en general y en abstracto, o está parcialmente insinuando que de eso se trata la teoría de SPS, misma que es, tras bambalinas, el objetivo del libro; el otro objetivo es, por supuesto, el ajuste de cuentas con Winter, incluyendo la “corrección” de todas sus imprecisiones.



No es mi intención (ni está en mis posibilidades), el hacer un seguimiento longitudinal de la teoría de SPS y ver en detalle cómo es que fue recibida en diferentes momentos y qué efecto tuvo esta recepción en el prestigio de la teoría. Otras menciones de la época pueden ser consideradas como favorables, como la de Cordell [1981:81-97] en el contexto de las publicaciones de Academic Press en arqueología; o la que hace Price, colaboradora de Sanders durante muchos años, por lo que quizá algunos dudaran de la objetividad de su opinión, en el sentido de que el materialismo cultural, ejemplificado en la teoría de SPS, es la más poderosa de las explicaciones para la “revolución hidráulica” [Price 1982:730].



Es claro que para el grupo de Oaxaca la teoría es deficiente y su autor principal peca de deshonestidad intelectual que, como Dunnell también capta, está proponiendo Blanton. La acusación es severa y no es nueva: como vimos, es la misma opinión que Blanton tenía cuando publicó lo que he llamado su “re-saña” en 1981.



¿Será tan mala la teoría? ¿Es Sanders realmente el terco, deshonesto y dogmático vendedor de una teoría claramente derrotada? Ha llegado el momento de tratar de averiguarlo…



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Capítulo 13

Análisis teórico de la teoría sustantiva de SPS El objetivo central de esta tesis es que la respuesta a preguntas como las formuladas al final del capítulo anterior (“¿Será tan mala la teoría [de SPS]? ¿Es Sanders realmente el terco, deshonesto y dogmático vendedor de una teoría claramente derrotada?”), vaya más allá de los gustos y opiniones personales, el afecto –o carencia de- hacia los autores; la disciplina partidaria o las particulares preferencias de las pequeñas provincias académicas que muchas veces actúan más como mafias que como espacios de formación profesional.



Es por ello que me preocupa que sectores de la filosofía de la ciencia reciente duden sobre si una parte de su tarea es asumir una función normativa, valorativa, sobre la práctica científica. En nuestro caso, la solución relativista de que cada comunidad y disciplina resolverán caso a caso las disputas claramente no sirve. Si hacemos caso a Blanton y su grupo, Sanders es un deshonesto y empecinado intelectual que insiste en defender una teoría refutada; y aunque Sanders no es muy explícito al respecto, sus seguidores sí: la teoría de la “Biblia Verde” no tiene problemas y ha sido prácticamente corroborada, por lo que la discusión puede pasar a otros temas.



Así que, asumiendo los riesgos y las responsabilidades que me toquen y sin hablar nunca a nombre de una filosofía de la ciencia que hoy titubea al respecto, en las páginas que sigue intentaré aplicar las herramientas y criterios desarrollados para evaluar hasta dónde podemos decir que la teoría de SPS está refutada, o alternativamente, confirmada.



El locus de la teoría Como he mencionado antes, la teoría se formula por primera vez como un esbozo de “modelo” en 1971, en la reunión de Santa Fé, según reporta Wolf [1976:7]74;  

74

“Durante la reunión Sanders argumentó que su modelo no era una teoría, sino solamente una parte de la estrategia de investigación destinada a evaluar [to test] el poder explicativo del enfoque ecológico, de ver ‘qué tan lejos’ podría llevarlo. No se había desarrollado, el argumentó, para ‘explicar todo’. Ciertamente la simplicidad y estilo directo del modelo son apreciables, especialmente cuando uno está interesado en las relaciones globales y las tendencias globales. Parecería, sin embargo, que cuando el interés se torna hacia un análisis de los puntos de quiebre críticos en la espiral que conecta población => tecnología => diferenciación social => controles, se requerirán modelos más complejos (Dummond 1972b, Katz 1972, Netting 1972, Sahlins 1972)” [Wolf 1976:7].

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luego apareció como un capítulo del libro resultado de esa reunión, publicado como Sanders y Logan [1976]. La versión definitiva es la que aparece en el capítulo 9 de “la Biblia Verde” [Sanders et al. 1979]. Interrogado explícitamente sobre si en algún momento posterior la teoría fue afinada o se le hicieron ajustes a partir de las críticas y comentarios recibidos, Sanders aclaró que, aunque su propia posición general había cambiado en algunos aspectos de detalle y que, por supuesto, la base empírica continuamente se enriquece, la teoría no fue reformulada [Entrevista 2007]. Dicho de otra manera, la versión en SPS puede considerarse la versión definitiva.



Es importante señalar que, aunque dentro del libro la argumentación se concentra y se condensa en el capítulo 9 [“Implicaciones teóricas del reconocimiento de la Cuenca de México”, Sanders et al. 1979:359-409], hay elementos dispersos en otros puntos del texto y se requiere en ocasiones “leer entre líneas” para recuperar algunos de los puntos finos de la propuesta. Para facilitar la evaluación de nuestro análisis y aunque sea un poco tedioso para la lectura, referiremos en todo momento las páginas en las que aparece el texto sobre el que justificamos nuestra interpretación.



Aspecto pragmático: definición de SPS del problema a resolver Durante la entrevista de 2007, como comentamos antes, Sanders comentó modestamente que, más que haber sido su meta desde el inicio formular una teoría completa sobre el origen del estado, lo que quería era poder darle sentido a los datos recolectados desde 1960. Esta idea se refuerza al inicio del capítulo 9:



“En el capítulo 5 presentamos una descripción detallada de la historia de asentamientos de la Cuenca de México a lo largo de un periodo de 3000 años. Aunque ocasionalmente ofrecimos en efecto explicaciones para algunos de los cambios ocurridos, nuestra intención era hacer esa sección lo más descriptiva posible. Aquí exploraremos un número de hipótesis que creemos son responsables de las características de los sistemas de asentamiento durante las diferentes fases y de los cambios que ocurrieron en dichos sistemas durante el largo periodo de ocupación de los campesinos sedentarios” [Sanders et al. 1979:359].

Así, a primera vista, se trata de explicar, a posteriori de la investigación, un conjunto de información empírica derivada de los reconocimientos. Pero más adelante la lectura ofrece un panorama más amplio y más profundo:

“Esencialmente, nuestro procedimiento consiste en sugerir primero varias generalizaciones que sospechamos tienen una validez considerable y poder para explicar la evolución cultural [‘explanatory

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power for the cultural evolution’, en el original] de la Cuenca de México” [Sanders et al. 1979:360].

Este objetivo mayor es el que fundamentalmente proponía desde la reunión de 1960 en Chicago el grupo convocado por Wolf [1976b:5]75. Nótese que se habla de la evolución cultural y del desarrollo de la civilización, lo que tiene sentido dado que la secuencia evolutiva de Service todavía no era tomada por Sanders como columna vertebral con la cual describir este proceso.  



Como problema, explicar la evolución cultural total de la Cuenca resulta un objetivo demasiado amplio como para ser el desplante de una teoría sustantiva en particular. Quizá eso explica que la teoría de SPS no se limita al origen del estado ni arranca con el momento previo al de su formación. Pero creo que es posible acotar este problema global a una cuestión mucho más específica, que es explicitada un poco más adelante en el mismo texto de SPS. Una vez que presentan las tres leyes en las que según ellos se apoya su propuesta [Sanders et al. 1979:360] y que analizaremos adelante, comentan:

“Virtualmente todos los evolucionistas previos han utilizado explícita o implícitamente la operación de esas generalizaciones tipo ley en sus argumentos teóricos. Carneiro [1970] hizo una reseña de las diferentes teorías y encontró que arrancan con uno de dos muy diferentes supuestos. Una posición asume que la evolución de las sociedades complejas, o como frecuentemente se le llama, la evolución de la civilización, es un proceso de progreso general o mejoría del bienestar humano y que la emergencia de la civilización puede ser entendida entonces como un proceso ‘voluntarístico’. Dada la naturaleza de la centralización política y la especialización económica, ambas inevitables en el proceso civilizatorio, algunos individuos derivan más beneficios del sistema que otros. Dado que todos avanzan en su mejoría general, sin embargo, aún aquellos que ocupan la base del sistema de estratificación social aceptarán un cierto grado de reciprocidad negativa”.

75

“El grupo (en el que figuraban Armillas, Sanders, Millon, Meyer-Oakes, Carrasco, Coe, Deevey, Bopp y Piña Chán] recomendó que la investigación se concentrara en la parte noreste del Valle, especialmente el Valle de Teotihuacan y las proximidades de Texcoco. Los argumentos a favor de esta selección se establecían en el reporte de Wolf a la Fundación Nacional de Ciencias sobre la reunión: ‘El Valle de Teotihuacan, que contiene el sitio prehistórico más grande la América Media, es la región ideal en la cual estudiar el origen y desarrollo temprano de la civilización. La región de Texcoco ofrece una combinación única de sitios arqueológicos, fuentes nativas y crónicas del periodo de la Conquista, es la región ideal en la cual estudiar el desarrollo posterior de las civilizaciones prehispánicas y los procesos culturales que transformaron dicha civilización en el patrón colonial y el México Moderno…” [Wolf 1976:5].

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“La segunda posición ve el proceso tanto como una pérdida de autonomía política como un incremento en el costo económico para la mayoría de la población y, en consecuencia, el proceso se concibe como uno coercitivo; la gente aceptó la situación porque no tenía otra opción” [posición que SPS prefieren, aunque sus principios generales, aclaran, pueden ser aplicadas a ambas posturas] [Sanders et al. 1979:360-361, énfasis mío].

Además de ser interesante esta cita, que recupera la diferenciación de Carneiro [1970] entre las teorías voluntarísticas y las coercitivas, es directamente relevante a nuestros propósitos: SPS equiparan el desarrollo de las sociedades complejas (normalmente entendidas como las etapas de cacicazgo y estado en Service [1971] o las de rango y estratificadas en [1967], con el desarrollo de la civilización. Y es interesante que, hasta este punto, no se hable directamente del estado. Pero, como se comentó antes, todavía para el inicio de los 70’s, “civilización” era el término más usual, considerándose al estado una de las características de la civilización. Solamente cuando el esquema de Service fue generalizado por la arqueología procesual es que “estado” se consideró no el nombre del aparato político de la civilización, sino del estadio evolutivo en general.



Más tarde, al discutir una teoría competidora, voluntarística aunque materialista, la de Netting, SPS vuelven a mencionar “la explicación de la evolución de la sociedad compleja” como el problema a resolver [Sanders et al. 1979:362]. Esta apreciación se refuerza cuando, un párrafo adelante, consideran la teoría de Boserup dentro de las teorías coercitivas sobre la “evolución de la sociedad compleja” [Sanders et al. 1979:362]. Páginas adelante, antes de defender la utilidad de las primeras dos de sus leyes, vuelven a mencionar que son útiles en resolver “el problema de la evolución cultural en la Cuenca de México” [Sanders et al. 1979:385]. El estado, en tanto entidad política, no aparece explícitamente mencionado sino hasta que se discute el papel de la agricultura hidráulica, un par de secciones después:



“La emergencia de Teotihuacan en tiempos del Primer Periodo Intermedio Fase Tres como un pueblo grande, su crecimiento explosivo durante la Fase Cuatro y su clímax final durante el Horizonte Medio revela un proceso de formación del estado y de urbanismo sin paralelo en Mesoamérica hasta el desarrollo de Tenochtitlan y el estado Mexica en el siglo XV. Aunque uno puede rastrear muchos aspectos de la cultura teotihuacana hacia atrás, a lo largo de las varias fases del Primer Periodo Intermedio en la Cuenca de México, su emergencia representa una ruptura evolutiva con el pasado y un rediseño completo del ecosistema de la Cuenca…” [Sanders et al. 1979:392, énfasis mío].

La conexión entre la civilización y el origen del estado se retoma cuando SPS hacen referencia [Sanders et al. 1979:395], en términos positivos, a la idea

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de circuitos de retroalimentación y causalidad sistémica propuestos por Flannery [1972], en donde precisamente se hace la equivalencia entre “civilización” y “estado”, ambos ya como estadios evolutivos. La impresión de que para SPS las teorías pertinentes al origen del estado son pertinentes a las del origen de la civilización y viceversa, se refuerza cuando discuten [Sanders et al. 1979:400] al comercio a larga distancia como “mecanismo de formación del estado”, al que no ven como una línea productiva de investigación: siguen a [Odum 1971] (uno de los ecólogos más importantes del momento y figura central en la bibliografía de los nuevos ecólogos sistémicos que supuestamente hicieron obsoleta a la ecología cultural), en la idea de que los costos de producción y distribución tienen que considerar el costo energético de transporte en el caso del intercambio a larga distancia en el caso de los “antiguos estados” [Sanders et al. 1979:401], del que claramente Teotihuacan es un ejemplo [Ibíd.].



Hago todos estos señalamientos porque podría cuestionarse en qué sentido es que la teoría de SPS es una teoría sobre el origen del estado, cuando los conceptos que más utilizan son el de “sociedad compleja”, o “civilización”. De hecho, de creer en su índice analítico [Sanders et al. 1979:558], las referencias al proceso de formación del estado se restringirían a las páginas 392-395 y 400-402, relacionadas las primeras a la agricultura hidráulica y las segundas al papel del intercambio a larga distancia, antes citados. Mi argumento es simple y ha sido en cierto sentido anticipado ya: la mención al estado pasó en los 70s de referirse al aparato político, para abarcar el nivel evolutivo como tal, de acuerdo a la secuencia de Service. Adicionalmente, la teoría de Sanders incorpora abiertamente la teoría de Carneiro [1970] que explícitamente es sobre el origen del estado; así como la de Wittfogel [1957], que es sobre un tipo especial de estado arcaico: el estado hidráulico o despótico. Esta aclaración es clave, dado que de otra manera se cae en el problema anticipado en el capítulo anterior, de hacer de las teorías al respecto esferas inconmensurables, ya que utilizan términos que refieren a realidades incompatibles. Dicho de otra manera, no habría posibilidad de hacer una evaluación comparativa entre ellas. Si ese fuera el caso, entonces tampoco serían válidas las evaluaciones negativas de la teoría, como la de Blanton, que claramente asumen que en conjunto, las teorías en competencia hablan de lo mismo.

Una segunda línea de argumentación a favor de que las teorías son sobre lo mismo es la que hicimos desde 1986 y recapitulamos en el capítulo anterior también: la de la referencia al conjunto de casos en la situación de “bautismo original” que fija la referencia del término “estado”. En el caso mesoamericano, uno de los seis casos ejemplares, esta referencia se inició apuntando hacia el estado Mexica, cuando la cronología mesoamericana todavía no era capaz de determinar incluso si la Tula de las fuentes históricas era o no Teotihuacan. Pasó cuando menos una década para que la relación entre Teotihuacan, Tula y Tenochtitlan se clarificara y surgiera un nuevo consenso, expresado por Wolf en la cita que hiciéramos arriba a la reunión de Chicago de 1960, en el sentido de que los orígenes de la civilización debían buscarse en Teotihuacan. Es decir, con ello

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se fijaba el caso, aunque los detalles de la cronología todavía esperarían varios años antes de tenerse claros. La teoría de SPS es sobre Teotihuacan, con lo que se establece la liga hacia uno de los casos ejemplares en el momento de interés.

Definición de Sanders de Estado Aunque Sanders introdujo, hasta donde sabemos, la secuencia evolutiva de Service en la arqueología mexicana [Sanders and Price 1968], no necesariamente estuvo casado con todos los detalles de ésta o de la secuencia de Fried:



“El problema con esas categorías taxonómicas amplias no es, como muchos investigadores han dicho, que tienden a distraer a sus usuarios de las consideraciones sobre procesos [a expensas de una preocupación clasificatoria, se entiende del contexto], sino que asumen una relación funcional demasiado cercana entre los varios aspectos o categorías de conducta humana. Por ejemplo, en la definición de Service del cacicazgo como tipo general, la conducta económica redistributiva se incluye como parte de la definición, sin embargo, el cacicazgo es esencialmente un tipo político que podría asociarse con una variedad de patrones conductuales económicos. Parecería más útil, entonces, usar categorías taxonómicas más restringidas que sistemas socioculturales enteros y ese será el enfoque que en general seguiremos aquí” [Sanders et al. 1979:295-296].

En seguida cita “el brillante ensayo de Flannery” de 1972, para concurrir con él que en es útil considerar los procesos de segregación y centralización [Sanders et al. 1979:296] y discute enseguida maneras para aproximarse a su medición [Sanders et al. 1979:296 y sigs], sobre todo a lo largo de los ejes económico (diferenciación de la producción), social y político. Para SPS es importante, en lo posible, tener medidas cuantitativas de estos ejes, cuyos cambios no están tan cercanamente correlacionados como las tipologías sugerirían:

“Los esquemas evolutivos amplios, del tipo de Service y Fried, involucran supuestos sobre las interrelaciones funcionales de esos varios procesos. La sociedad de bandas de Service, por ejemplo, es esencialmente una sociedad en la que los procesos de politización se desarrollan únicamente a nivel del liderazgo informal mediante el arbitraje y ocasionalmente la organización de pequeños grupos para la explotación de recursos y la defensa. La estratificación y la especialización económica se basan enteramente sobre la edad y el sexo y la guerra funciona solamente como un mecanismo para distribuir espacialmente (spacing) y procurarse mujeres. El intercambio es cuantitativamente insignificante e involucra

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primariamente un patrón de reciprocidad balanceada” [Sanders et al. 1979:301].



La cita continúa con un pasaje que es lo más cercano, aunque sea por oposición, a una definición de SPS del nivel estatal:



“En el otro extremo de la escala, lo que podríamos llamar estados incluyen clases o castas sociales bien definidas, con acceso diferencial a los medios básicos de producción; organización política burocrática formal, que frecuentemente involucra la propiedad o los derechos de tasación sobre las tierras agrícolas; especialización de tiempo completo; economías de mercado; etc. El problema, como hemos señalado, es que estos procesos están correlacionados de manera amplia, pero no de forma tan precisa como las tipologías sociales parecerían sugerir” [Sanders et al. 1979:301].

El problema del momento de surgimiento del estado

El siguiente punto a definir es cuándo creen SPS que surge el estado en Teotihuacan. De nuevo, el asunto hay que rastrearlo no solamente en el capítulo 9, sino en el conjunto del texto. Y, de nuevo, no hay un pronunciamiento directo, explícito:



“Teniendo en mente la calidad admitidamente pobre de la información, la evidencia parecería apuntar a que las sociedades durante el periodo Horizonte Temprano hasta el Primer Intermedio Fase Cuatro cabrían generalmente en el rango amplio de tipos que Service llama tribus y cacicazgos y que Fried llama sociedades igualitarias y de rango” [Sanders et al. 1979:304].

Esta es, de nuevo, quizá la mejor aproximación a que SPS fijen un momento de origen del estado. Páginas atrás establecen que para hasta el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro…



“…la urbanización y su proceso corolario, la especialización económica, no estaba muy desarrollada. La politización, sin embargo, tal como podemos medirla por la monumentalidad de los templos, era un proceso vigoroso, cuando menos en Cuicuilco y Teotihuacan. No es claro el grado al que Teotihuacan era una sociedad estratificada para este momento…” [Sanders et al. 1979:303].

Por omisión, se entendería que no es sino hasta entrado el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (fase Tzacualli en la secuencia tradicional, o alrededor de la fecha era, en la cronología reconocida en ese momento; Sanders et al.

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1979:93), es que se puede hablar de un nivel estatal. Hoy día la fecha probablemente se corriera hasta doscientos o trescientos años, pero tomaremos esta fecha como primera aproximación.

Parecería extraño que un asunto tan aparentemente importante como la fecha de surgimiento del estado (o el rango de fechas, como seguramente es más probable plantearlo), no estén clara y explícitamente fijados en el texto. Aprovechando la oportunidad que la entrevista de 2007 me brindaba, insistí sobre este punto a Sanders76. La reacción fue clara: el no piensa que se pueda fijar una fecha precisa, porque no todos los elementos de la sociedad se mueven de manera sincrónica ni son evidentes de inmediato sus efectos [Entrevista 2007]. Coincidió con Flannery en el sentido de que es quizá más útil rastrear elementos individuales, como la aparición del complejo palacio o la complejidad del sistema de asentamientos, que intentar una caracterización monolítica. Además, sigue pensando que nuestras secuencias cerámicas no son suficientemente finas (a pesar de que, gracias a sus esfuerzos y los de Cowgill, las fases teotihuacanas se supone tienen una resolución de 50 años). El desarrollo del fechamiento es una posibilidad de tener una mejor precisión en el futuro, pero el problema es que seguimos teniendo una mala muestra de contextos fechables para el periodo de interés. A Sanders le angustia particularmente que ciertas áreas del sitio, actualmente no protegidas, desaparezcan antes de que estas fechas puedan precisarse [Ibíd.].  



Concedo y coincido con la apreciación de que no podemos fijar un día o un año en particular como “el momento exacto” en que aparece el estado como nivel evolutivo. Y que rastrear dicho momento sería muy difícil dada la naturaleza incompleta de nuestro conocimiento del registro arqueológico. Pero se requiere, cuando menos, de una estimación general o rango de fechas. De otra manera, la teoría se abre a refutaciones espurias por referencia a momentos posteriores o anteriores en el tiempo, como he argumentado sucede con las refutaciones de que hacen Wright y Johnson con los datos de Susa (ver cap. 11, de esta tesis). Es decir, si no se ubica, cuando menos aproximadamente, el momento de aparición del estado, es relativamente sencillo mostrar que ocurre mucho después del máximo momento de crecimiento demográfico o de expansión del sistema de irrigación. O a la inversa, que estos tuvieron sus picos mucho antes y no surgió un estado.

Para propósitos de esta tesis y con la venia de Sanders [Entrevista 2007] asumiremos el rango que SPS establecían en 1979, en el que, con certeza, cuando menos a durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (la fase Tzacualli como se fechaba en ese momento, o sea cerca de la fecha era), se puede hablar ya de una sociedad estatal consolidada y que el proceso se inició 76

Amén de traerlo imprudentemente a colación un par de veces más en un contexto menos formal y acompañado generosamente de vino y cerveza…

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cuando menos hacia el inicio de dicha fase, en lo que en otras cronologías se llamaba “el Formativo Final”.

La delimitación del caso en SPS: La Cuenca de México y el estado Teotihuacano en particular Como hemos visto, la problemática en la que se inscribió el proyecto es una problemática muy amplia y ambiciosa: explicar los procesos de evolución cultural, que luego se acotan a los que se desarrollaron en la Cuenca de México y, ya sobre la marcha, se centran en el caso del estado Teotihuacano. Aunque, por supuesto, las investigaciones de SPS no se restringen solamente a Teotihuacan, ni temporalmente ni espacialmente. Pero el énfasis es claro: es Teotihuacan y no Tula o Tenochtitlan lo que ocupa el grueso de “la Biblia Verde”.



En mi opinión, la teoría plasmada en SPS atiende entonces a ese problema en particular, sin perder de vista la perspectiva más amplia. Se trata de explicar por qué surge el estado en Teotihuacan cuando menos durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo Final). Esta sería, en mi opinión, la pregunta explicativa central de la teoría. De nuevo, consultado al respecto, Sanders estuvo de acuerdo, enfatizando simplemente que el trabajo de campo se llevó a cabo al paralelo en que la problemática se clarificaba: es decir, no actuó como guía en la producción de una hipótesis explícita desde el inicio del proyecto, sino como una reflexión sobre cómo darle sentido a los datos que se iban recuperando [Entrevista 2007]; y es claro que ésta es solamente una de las preguntas a las que el proyecto intentaba dar respuesta.



Se trata, al menos de entrada, de una teoría destinada a explicar un caso concreto de estado arcaico. Aunque la teoría debería ser generalizable y los autores (o al menos Sanders, lo reconoce), también es claro en cuanto a sus pretensiones: al menos en la formulación original, su propósito es dar cuenta de los desarrollos de la Cuenca de México.

La “situación problemática”: los “por qué”s y los “cómo”s de la teoría de SPS He retomado el término de “situación problemática” de Laudan [1986:14-18], aunque lo uso de manera ligeramente diferente, para referirme precisamente al conjunto de preguntas que complementan la pregunta “por qué” central sobre la que se articula una teoría sustantiva. En particular, las que llamo “preguntas subsidiarias legítimas”, que están asumidas o contenidas en la problemática central, aunque no necesariamente reciban una expresión explícita. Algunas son preguntas derivadas, parte de la “cadena explicativa”, o secuencia de preguntas “por qué…” a la que la respuesta de la pregunta central da pie, como hemos visto antes y que cuya respuesta permite evaluar la fertilidad teórica de la teoría.

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En el caso de SPS, la pregunta explicativa central sería:

Pec: Por qué surge el estado en Teotihuacan cuando menos durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)



No se requiere asumir por completo un punto de vista neopragmatista para reconocer que esta pregunta da lugar, legítimamente, a preguntas subsidiarias legítimas, considerando diferentes énfasis posibles al formular la pregunta:



Ps1: Por qué surge el estado en Teotihuacan (y no en otro lugar de la Cuenca)

Ps2: Por qué surge el estado en Teotihuacan cuando durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (y no antes o después)

Ps3: Por qué surge el estado (y no un regreso a formas más sencillas de organización social)



Estas tres preguntas subordinadas son, en cierto sentido, resultado directo del desideratum de que las teorías sean simétricas o tengan capacidad sistemática, explicando con los mismos factores (y diferentes condiciones antecedentes) por qué sí ocurre cuando ocurre el evento o proceso que nos interesa y por qué en esas condiciones y no en otras.



Es, por supuesto, muy tentador ampliar el rango de estas preguntas: ¿por qué en la Cuenca y no en otro punto de Mesoamérica?; ¿Por qué en el Formativo Final, teniendo desarrollos como el Olmeca desde el Formativo Medio?, ¿por qué en Mesoamérica y no en la región Circunscaribeña o en Aridoamérica?. Y, por supuesto, la pregunta de los 64,000 euros: ¿por qué surge, en general, el estado? Nótese, sin embargo, que aunque estas serían ampliaciones que permitirían evaluar qué tan extensible es la teoría, no son lo que al menos SPS intentaban resolver por el momento. Creo que esta es una particularidad interesante de las ciencias sociales, que no tiene paralelo en las ciencias naturales más “duras”, como la física o la química, pero mi conocimiento de esas disciplinas es muy limitado como para que este señalamiento sea más que una mera opinión. En cualquier caso, en la medida en que, con el mismo aparato teórico, SPS lograran dar respuesta a estas preguntas derivadas, estarían mostrando la extensibilidad de la teoría y por lo tanto su fertilidad.



Otras preguntas surgirán más directamente de los intentos de SPS de contestar la pregunta central y las tres preguntas subordinadas mencionadas. Al citar al aumento demográfico como una variable causalmente central, se abren a una pregunta que creo que, aunque legítima, podrían no estar obligados a responder (aunque, en mi opinión, lo hacen):



Ps4: ¿Por qué aumenta la población al grado en que ejerce presión sobre los recursos?

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Por otro lado, considerando que la otra variable crucial es la agricultura hidráulica y por lo que sabemos, esta es una estrategia productiva más costosa en términos de mano de obra que el cultivo de temporal, es natural preguntarse:



Ps5: ¿Por qué se adoptó la agricultura hidráulica, siendo que es más costosa que el cultivo de temporal?



En el transcurso del desarrollo del modelo de Sanders y Logan de 1976 y con claridad en la exposición de la teoría en el capítulo 9 de SPS [Sanders et al. 1979] se presentarán otras preguntas subsidiarias, lo que precisamente da pie a una cadena explicativa que, al mismo tiempo, enriquece la teoría pero dificulta su análisis, introduciendo el problema de la “resolución” a la que se analizará la teoría, como vimos en el capítulo 9. Algunas de estas preguntas derivadas adicionales SPS las responden utilizando resultados y teorías de otros autores. Ello genera una pregunta a la que no tengo respuesta fácil: ¿deben ser consideradas como parte de una “macroteoría” mayor, que es la que se evalúa en su conjunto?. O ¿debe focalizarse la evaluación en ese segmento del “texto explicativo ideal” que es explícitamente sometido a prueba por los autores de la teoría?



Dicho de otra manera, si las explicaciones son argumentos, ¿cuántos argumentos anidados pueden contener, si es que alguno?; o bien, ¿debe considerarse el discurso entero como un enorme condicional, del cual el explanans en su conjunto es el antecedente y el explanandum el consecuente? Hay autores como Ruben [1990], quienes piensan que las consecuencias son diferentes en cada caso, lo que lo lleva a proponer, como vimos en el cap. 9, que en realidad las explicaciones no son argumentos, sino enunciados causales. Para nuestros propósitos la situación es la misma: ¿debe considerarse como un único enunciado causal al conjunto del discurso (con las conjunciones y demás conectivos necesarios para unir a los enunciados particulares)?. O bien, ¿es cada uno de los enunciados una explicación independiente?



En mi caso, tomaré partido por la idea de que las explicaciones son argumentos, porciones de un texto ideal cuya estructura no siempre está visible (es decir, adopto el llamado “argumento de la estructura oculta”) y que el centro del análisis debe ser la pregunta explicativa central, que da sentido y genera a las preguntas subsidiarias legítimas y da pie, en una secuencia explicativa, a preguntas derivadas.



Congruentes con este punto de vista, es momento entonces de transformar la pregunta explicativa central en el enunciado explanandum que la teoría de SPS debe poder derivar, caracterizando a SPS como una explicación de un evento o proceso particular. Para ello se elimina la pregunta para dejar el enunciado en modo declarativo:



Pregunta explicativa central (Pec):

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¿Por qué surge el estado en Teotihuacan durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)?



Explanandum:

El estado surge en Teotihuacan durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)



En este explanandum aparecen términos que, en consecuencia, deberán estar contenidos o en los principios generales o en las condiciones antecedentes del explanans: “estado”, “Teotihuacan” y “Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro [Formativo final]”



Nótese también que este explanandum implica una “suposición completa”, en el sentido de que asume cuando menos que a) el estado existe; b) que tenemos razones para pensar que existió, en particular, en Teotihuacan (que también existe); c) que tenemos razones para pensar que surgió cuando menos durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final); d) que podemos reconocer empíricamente tanto al estado como a Teotihuacan, así como al periodo de interés.



Un cuestionamiento de esta suposición completa es, por supuesto, posible. Mostrar que Teotihuacan no es un estado, o que es imposible separar el Formativo Final del Formativo Medio o del Clásico son relevantes a la teoría, por supuesto, pero no la falsifican; son previos a su aplicación. Mostrarían que quizá es prematuro someterla a prueba, pero nunca que “la han refutado”. Otra cosa sería proponer que el estado no existe, o que no es reconocible arqueológicamente. En el primer caso, la teoría no tiene sentido; en el segundo es poco útil, dado que no es factible probarla al menos con materiales arqueológicos. Hasta donde sé, nadie ha llegado tan lejos como para señalar dificultades de alguno de estos tipos.

Aspecto sintáctico: Una de las razones por la que la teoría de SPS me llamó la atención de inmediato, en cuanto se publicó el libro en 1979, es porque proponía, de manera explícita, el uso de principios generales tipo ley. En ese momento se estaba llegando quizá al clímax de un sentimiento generalizado de que las explicaciones arqueológicas (de

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haber alguna) no podían o no debían emplear leyes77. Y que incluso si lo hacían, no eran del tipo que el modelo hempeliano (o alguna variante de tipo argumental) requería: no eran formalizables mediante los recursos entonces en boga, que eran los que ofrecía la lógica de predicados con cuantificación universal.



Y he aquí a unos autores que no solamente pensaban que la explicación involucraba leyes (aunque no citen a Hempel, que ahora confirmo con Sanders no fue una lectura que el hubiera hecho en aquella época [Entrevista 2007], sino que nos proponían que su modelo requería solamente tres de ellas. Ese era la muestra de que sí se podía tener leyes en arqueología y que, en consecuencia, era factible producir explicaciones mediante leyes cobertoras.



Pronto mi incipiente análisis mostró dificultades en la propuesta de SPS, que luego de tomar el curso de lógica simbólica se hicieron mucho más claras: resulta que las tres leyes propuestas no eran suficientes y, así como estaban planteadas, dejaban fuera pasos intermedios del argumento que impedían derivar como conclusión el enunciado explanandum de la teoría. Sorprendido, releí con cuidado el texto, para ver que, implícitos en ocasiones, insinuadas en otras, había otros principios generales involucrados. La sorpresa era inevitable: o los autores las consideraban suficientemente obvias como para no mencionarlas (quizá por pensar que han sido tan corroboradas como para lograr consenso en cuanto a su veracidad); o bien las estaban usando sin darse cuenta de manera completa de que lo hacían. El problema de que quedaran implícitas era que entonces no se podía evaluar en rigor la teoría, al ser “invisibles” salvo mediante un análisis más cuidadoso.



Hago todo este prolegómeno, porque años después y luego de varios intentos por tratar de convencerme de que seguramente el error estaba en mi mecánica de análisis, llego a la conclusión de que la segunda de estas opciones es la correcta. Suena muy arrogante que el analista de una teoría le clarifique al autor de la misma qué es lo que realmente implica la teoría que propone. Arrogancia que me fue señalada con grandes dosis de sarcasmo por la comentarista que me asignaron cuando presenté mi análisis inicial en el Simposio 77

De hecho, 1979 tuvo un inicio particularmente doloroso para mí: corriendo para no llegar tarde a mi primera clase sobre sociedades complejas con Henry Wright, resbalé en el hielo y me desguincé el meñique izquierdo; pero no me iba a perder la clase, así que dolor y todo llegué a tiempo y la tomé; solamente para enterarme de que a) no había leyes en arqueología; y en consecuencia, b), que la explicación mediante leyes era, por lo tanto, inaplicable en nuestra disciplina. Espantado, dado que yo había enseñado en mis cursos de teoría arqueológica en la ENAH precisamente lo contrario, pregunté “¿Pero, entonces qué tipo de explicaciones es el que debemos producir en arqueología? A lo que Henry contestó –en lo que años después me enteré era parcialmente una broma- “Qué, ¿todavía crees en las explicación? En ese momento el dolor del meñique no fue nada comparado a la sensación de total desconcierto con la que me quedé. Enterarme de por qué es que no puede haber leyes en arqueología o cómo es que la explicación ya no era la meta de la disciplina se convirtió en una prioridad. Cuando ví que el Departamento de Filosofía de la Universidad de Michigan ofrecía un curso de Filosofía de la Ciencia (Phil. 420, impartido por Railton), no dudé un segundo sobre la urgencia de tomarlo…

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interno del Doctorado en Antropología de la ENAH, allá por 1995. Pero me temo que la situación es la descrita y que es incluso evidencia indirecta de que los autores de una explicación no necesariamente consideran indispensable mostrar “el texto explicativo ideal”, por lo que explicitan solamente aquellos segmentos que consideran relevantes para sus propósitos. Es decir, no es que no sepan qué es lo que dicen sus teorías, sino que optan por explicitar solamente lo que les parece pertinente.

Las 3 leyes de SPS

Veamos el asunto con más detalle, entrando de lleno en materia. SPS proponen, como vimos antes, que lo ideal sería tener una teoría sencilla, en la que cuatro o cinco variables explicaran el 80% de la variabilidad [Sanders et al. 1979:360], cosa que no es factible todavía, por lo que aclaran que:



“Esencialmente nuestro procedimiento será primero sugerir varias generalizaciones tipo ley que sospechamos tienen considerable validez o poder explicativo para la evolución cultural de la Cuenca de México y luego discutir algunos de los efectos de realimentación del sistema social sobre la operación de esas proposiciones básicas. En el presente estado de la teoría sabemos de solamente tres generalizaciones tipo ley que gobiernan el cambio cultural: la ley del potencial biótico, la ley del menor esfuerzo y la ley de la minimización del riesgo” [Sanders et al. 1979:360; énfasis mío].

Nótese que estas leyes no solamente son pertinentes al caso teotihuacano, sino que “gobiernan el cambio cultural” en general; y que son parte de lo que ahora se reconoce abiertamente como una “teoría”. ¿En qué consisten estas leyes?:



“La ley del potencial biótico simplemente establece que todas las especies de vida tiene el potencial para incrementar constantemente su número. Este potencial es enorme; cuando se permite el tiempo suficiente (y que ello involucra solamente cientos, o cuando mucho miles, de años), aún el animal con más lento crecimiento o reproducción tiene la capacidad de cubrir la tierra con su progenie. La ley del menor esfuerzo simplemente establece que cuando es posible elegir entre dos o más respuestas alternativas en una situación de tensión, se elegirá aquella que produzca la mayor ganancia con el mínimo esfuerzo. La ley del menor riesgo significa que cuando se enfrenta con opciones, la decisión será adoptar la solución que produzca el mínimo riesgo” [Sanders et al. 1979:360].

Hay varias cosas dignas de ser destacadas de este párrafo crucial en la obra de SPS. Primero, no se dan referencias a las fuentes de las leyes. Parecería que son tan conocidas como para no ser necesario, o bien que ellos pueden hacer una formulación propia sin mucha dificultad, aunque no pretenden haberlas descubierto, dado que en el siguiente párrafo tratarán de mostrar cómo

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“virtualmente todos los evolucionistas previos han explícita o implícitamente utilizado la operación de esas leyes en sus argumentos teóricos” [Sanders et al. 1979:360]. Y para mostrarlo, usan como primer ejemplo a Carneiro. Segundo, que así planteadas, sin más, no son suficientes para derivar el explanandum, dado que no aparecen los términos del explanandum en ninguna de las tres leyes. Faltan, por supuesto, también condiciones antecedentes que las hagan aplicables al caso Teotihuacano en particular. Tercero, que así planteadas, no es inmediatamente evidente que se trate de una teoría social, dado que bajo una lectura ecológica, puede pensarse que son aplicables a cualquier especie viva, en términos termodinámicos. Alternativamente, las dos segundas podrían interpretarse como las conocidas leyes del menor esfuerzo y el menor riesgo que se utilizan con frecuencia en la economía contemporánea y que son bastiones centrales en la propuesta de la antropología económica formalista. Cuarto, que falta cuando menos una ley que nos diga qué sucede cuando existen dos opciones y una es más costosa que la otra, pero menos riesgosa.



Pero quizá antes de proceder a comentar estas características hay una pregunta previa (que ha mí me formularon mis interlocutores desde la primera vez que intenté analizar la teoría): ¿en qué sentido se parecen esos principios tipo ley a las leyes que intentaban formalizar los neopositivistas? ¿Dónde quedaron los condicionales materiales universalmente cuantificados? ¿Es posible formalizar estos principios lógicamente?



Creo que no hay mucha dificultad para mostrar cómo es que pueden formalizarse estas tres leyes y que en todo caso las dificultades no serían específicas a estos principios, sino más bien a la capacidad del condicional material universalmente cuantificado de captar completamente el sentido de una ley.



He aquí la formalización:

(1) Ley del potencial biótico (LPP) Para todo x (si x es una especie viviente, entonces x tiene el potencial de incrementar constantemente su población)

(2) Ley del menor costo (LMC) Para todo x y todo y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y x es mejor que y en términos de eficiencia (tiene una mejor proporción costo-beneficio), entonces se preferirá la respuesta x)

(3) Ley del menor riesgo (LMR) Para todo x y todo y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y el riesgo de x es menor que el riesgo de y, entonces se preferirá la respuesta x)

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La necesidad de otros principios generales Como se dijo, si estas fueran las únicas leyes, la derivación del explanandum es imposible. Se requiere, para empezar, una cuarta ley que ligue el riesgo al costo. Esta no está explícitamente formulada como tal en SPS, pero sí es usada en el texto, precisamente para explicar por qué es que la agricultura de riego o en general la agricultura hidráulica se empleó a pesar de ser más costosa [Sanders et al. 1979:384 y sigs.]:

“La secuencia de eventos que ocurrió durante este largo lapso de tiempo, desde el inicio del Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro hasta el Horizonte Tardío, sentimos, refleja la operación de la tercera ley ecológica, la ley del mínimo riesgo y los efectos de procesos de realimentación sobre el sistema sociopolítico mismo y el ecosistema. La razón más importante por la que esta ley asume más importancia durante este tiempo es porque fue la primera vez en que hubo una ocupación sustancial de las regiones más áridas de la Cuenca. El paradigma teórico de Boserup fue diseñado primariamente sobre la base de los datos de regiones húmedas y es más útil en condiciones donde el factor de riesgo es mínimo. En el caso de las regiones áridas el factor de riesgo es posiblemente más significativo que la operación de la ley del menor esfuerzo” [Sanders et al. 1979:386, énfasis mío].

Es interesante señalar que, en este párrafo, SPS califican a las leyes como “ecológicas”. Me imagino que en el sentido de la ecología cultural; de otra manera se abren a cargos de reduccionismo teórico. Creo, por otro lado, que no se hace violencia a la teoría original si se formula una cuarta ley, implícita en este y otros pasajes del texto:

 

(4’) Ley de la prevalencia de la reducción del riesgo (LPRR’)78: Para toda x y toda y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y x es menor en riesgo que y, entonces, salvo que el costo de x esté por encima de un nivel CL máximamente aceptable, x será preferida a y aunque y sea menos costosa)

En esta formulación estoy relativizando la selección a un nivel máximo de costo: es decir, si el costo de una respuesta sobrepasa un máximo aceptable, entonces aunque sea menos riesgosa no se adoptará. En términos del proceso que nos interesa, si la irrigación resultara ser costosísima, entonces no se hubiera empleado, aunque reduzca el costo. Como muestran SPS, la irrigación permite evitar la pérdida de trabajo en la preparación y cuidado de las parcelas que se produce cuando las lluvias son insuficientes en el cultivo de temporal y la cosecha se pierde. Pero, adicionalmente, a pesar de su mayor costo, también son capaces de mayores volúmenes de producción por año (al grado de que para tiempos 78

Este nombre y los de los principios que siguen son inventos míos, para facilidad de referencia. Los autores no les dan nombre en el texto original…

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aztecas era posible obtener hasta tres cosechas de maíz al año en Xochimilco) [Sanders et al. 1979:384-395].

No obstante, puede dejarse el mismo principio sin especificar un nivel máximo de costo:

(4) Ley de la prevalencia de la reducción del riesgo (LPRR): Para toda x y toda y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y x es menor en riesgo que y, entonces x será preferida a y aunque y sea menos costosa)

De nuevo, si estas leyes son las únicas involucradas, la explicación es incompleta. La razón, de nuevo, es que no aparecen en ellas los términos que aparecen en el explanandum, lo que impide entonces su derivación. Nótese también que esta situación no varía si las leyes son interpretadas como probabilísticas en vez de deterministas, e incluso si se les interpreta como bicondicionales en vez de condicionales.

El modelo de 1976 ¿Qué está sucediendo?. Que SPS usan muchos más principios que los que ellos reconocen. Varios de ellos aparecen en lo que llaman “el modelo”, presentado originalmente por Sanders y Logan en 1976 y retomado en SPS. Este modelo, presentado en forma de esquema, que se desglosa en el texto original, tiene siete pasos o momentos. Dada su importancia, lo cito entero, tal como aparece en [Sanders et al. 1979:370]:

“I. El crecimiento demográfico depende de ciertas combinaciones favorables de tres factores: A. Fertilidad B. Mortalidad C. Migración

II. Si la intensificación de factores en I conduce a un crecimiento demográfico y tensión de subsistencia, el grupo puede responder mediante: A. La fisión física y social B. Un incremento en la producción de comida por unidad de espacio de los recursos disponibles o por la explotación de recursos de nueva incorporación o desarrollo dentro del mismo espacio físico



III. II-A será eliminada como respuesta y II-B ocurrirá si: A. El ambiente está circunscrito y los espacios deseables para asentamientos están ocupados o ya no existen B. Los factores ambientales permiten II-B IV. Si II-B ocurre, entonces esto estimulará:

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A. La residencia sedentaria B. El acceso diferencial a recursos tanto agrícolas como no agrícolas, primero dentro de asentamientos y luego entre asentamientos C. La competencia al interior y entre sociedades V. Si IV-A, IV-B y IV-C ocurren, entonces resultarán los siguientes procesos: A. Especialización ocupacional en actividades no agrícolas B. Aún mayor intensificación de la agricultura, incluyendo especialización agrícola en las primeras etapas del proceso C. Incremento en las redes de intercambio y desarrollo o elaboración de las instituciones administrativas [managerial institutions] D. Diferenciación en rangos y, ultimadamente, estratificación de clase E. Linearización política, o la emergencia de más numerosos y cada vez más complejos controles políticos

VI. La tasa de desarrollo de II-B, IV y V se verá afectada por: A. El tamaño de la población y la tasa de crecimiento B. El tamaño del área circunscrita C. La variabilidad de recursos dentro de la región circunscrita D. La base tecnológica de producción y las esferas militares de la cultura E. Eventos y procesos comparables ocurriendo en áreas geográficas cercanas



VII. La estabilidad de, o declive en, la complejidad cultural ocurrirá cuando: A. Los factores en I resulten en una población estable o decreciente B. II-A es operativa C. III-B no permite II-B D. El área circunscrita es demasiado pequeña o muy aislada” [Sanders et al. 1979:370]

De inmediato se aprecia que este modelo va más allá de la problemática explicativa original. Me parece que es un intento de anticipar las preguntas y críticas que desde siempre se hicieron a la teoría. Es por ello que, siendo una teoría sobre el origen del estado, nos lleva tan atrás como al inicio de la sedentarización. También intenta explicar por qué no ocurrió en donde no ocurrió, o lo hizo a un ritmo muy lento, o incluso por qué pudo colapsarse en un momento dado.

Nuevos principios generales requeridos Un primer intento de formalización requiere el reducir estos “pasos” a principios generales. Una ventaja adicional de hacerlo, creo, es que se facilita su lectura. He aquí un primer intento, resumiendo el modelo en tres “pasos”:

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(i) Si los factores que afectan el crecimiento demográfico (fertilidad, mortalidad y migración) conducen al incremento en la población y éste a una tensión en la subsistencia, entonces, bajo condiciones de circunscripción pero en las que existe potencial para intensificación, se dará una fisión social, así como un incremento en la producción a través ya sea de la intensificación o del desarrollo de nuevos recursos;

(ii) Si se da una intensificación de la producción, esta estimulará el sedentarismo, el acceso diferencial (primero dentro y luego entre asentamientos) y la competencia inter e intra-social;

(iii) La intensificación agrícola resultará además en especialización productiva, incremento en las redes de intercambio, desarrollo de las instituciones administrativas, diferenciación de rango y finalmente, estratificación en clases y linearización política;

(iv) Si la tasa de crecimiento demográfico, el tamaño del área circunscrita, el potencial para la intensificación, la variabilidad en recursos, la tecnología de producción de alimentos y la guerra, así como eventos comparables en áreas vecinas toman ciertos valores dentro de un rango R, entonces la velocidad de los procesos mencionados en (ii) y (iii) será afectada en un factor F (o incluso imposibilitada).



De nuevo, la mención de un rango R o un factor F puede ser eliminada, si se considera que no es necesario explicitarla como una variable en la teoría.

Al llegar a este punto empezamos a ver que la teoría de SPS no es tan simple como se ha hecho suponer y que esta complejidad se hace visible si se intenta formalizar los principios i-iv en la versión ya replanteada del modelo; aparecen entonces condicionales anidados y otro tipo de conectivos que los primeros cuatro principios no mostraban. Baste un ejemplo:

Ley de la presión demográfica como motor de la intensificación agrícola: Para todo x ( Si [Si (La fertilidad, la mortalidad y la migración conducen al incremento en la población en x}, entonces {tensión en la subsistencia en x)) y ((existen condiciones de circunscripción en x) y (existe potencial en x para intensificación)), entonces (se intensificará el uso de los recursos en x) y/o (el desarrollo de nuevos recursos en x))] entonces (se incrementará la productividad en x))

Aún un intento parcial de formalización como el de este principio, muestra de inmediato varias cosas: primero, que no es cierto que simplemente se asume al aumento demográfico como dado: se especifica en qué condiciones puede ocurrir;

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segundo, que no lleva invariablemente a una tensión ni a la adopción en automático de técnicas de intensificación agrícola; y tercero, que reducir incluso este principio a una relación linear y automática entre “presión demográfica => intensificación => conflicto, etc.”, como hacía incluso Wolf, es condensar demasiado las relaciones causales y eliminar condiciones en las que operan.

Si bien principios como iii, arriba ya establecen algunas de las ligas requeridas, aún así no es posible derivar el explanandum. Primero será necesario extraer todos los principios involucrados en el modelo. Y, adicionalmente, explicitar otros principios que los autores asumen, como los que siguen, que quizá son demasiado obvios como para requerir de explicitación; pero se requiere explicitarlos para que la derivación funcione:



(5) Ley del potencial biótico humano La población humana esta sujeta a la ley del potencial biótico, especialmente en condiciones de “colonización inicial”: bajo estas condiciones, la población crecerá a un ritmo acelerado

Aunque obvio, este principio se requiere para hacer relevante la ley LPB al caso humano; además indica una condición importante que hizo que el proceso fuera acelerado: el de la colonización inicial [Sanders et al. 1979:364, 409]. Cuando el maíz ha evolucionado suficiente como para ser viable en la Cuenca de México (antes del Horizonte Temprano (Formativo) y es introducido aparentemente desde el sur, desde Morelos, a través de Amecameca, los suelos nunca habían sido cultivados, la fertilidad estaba en su punto máximo y no había competencia todavía de otras plantas. Estas condiciones no iban a durar mucho, pero permitieron tasas de productividad que tendrían un efecto sobre la capacidad inicial de carga de la región.



(6) Ley sobre el costo y riesgo de las prácticas agrícolas (LCRPA) Las practicas agrícolas están reguladas por las leyes LMC,LMR y LPRR: Para toda x y toda y (si x y y son practicas agrícolas y x es menos costosa| riesgosa que y, x será preferida a y bajo condiciones normales)

Por ejemplo, si la agricultura intensiva es mas costosa que la agricultura extensiva, como muestran los estudios de Boserup y otros, entonces se adoptará solo cuando no quede otra alternativa; y por LPRR’, ciertas formas de agricultura intensiva (como la irrigación), se adoptarán a pesar de su mayor costo, si resultan ser opciones menos riesgosas que otras disponibles.



De esta manera las leyes sobre costo y riesgo se hacen relevantes y aplicables a las prácticas agrícolas. Se requiere un puente adicional entre estas leyes y los arreglos sociales, que creo está explícita en el texto (“Aparentemente, la ley del menor esfuerzo opera en términos de sistemas sociales tanto como en la conducta económica, es decir, la gente no se organizará de maneras que sean más caras que lo necesario” [Sanders et al. 1979:361] y podría formularse así:

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(7) Ley sobre conservación de los arreglos sociales (LCAS) (alternativamente, sobre los costos y riesgos de los arreglos sociales): La organización social esta regulada por las leyes LMC,LMR y LPRR: Para toda x y toda y (si x y y son formas de organización social y x es menos costosa y/ o menos riesgosa que y, entonces, bajo condiciones normales, se intentara conservar la forma de organización y)

En efecto, este es un principio ya bastante más arriesgado, pero estaría detrás de lo que llaman SPS el uso de estos principios por otros evolucionistas [Sanders et al. 1979:360] como Carneiro, dado que es indispensable para que funcione una concepción no-voluntarista del cambio social. Bajo esta concepción, el cambio social no es algo que sucede de manera automática o por decisión individual de algún líder efímero, sino que se da en condiciones en las que era la única (o la mejor) de las opciones disponibles. Este principio tendría, por supuesto, la dificultad de que no es claro cómo es que deben calcularse los costos y los riesgos de la organización social: si en términos de kilocalorías, horas de trabajo o alguna otra unidad de medida similar. Pero se requiere para que explicar el carácter aparentemente conservador de la organización social que SPS y otros teóricos asumen.

El principio es, en cierto sentido, el paralelo del principio anterior, en que tampoco la intensificación agrícola es automática o voluntaria. Para teóricos anteriores, notablemente Childe, era el continuo mejoramiento de las técnicas agrícolas lo que permitía niveles mayores de población. Siguiendo a Boserup y otros teóricos que demuestran que la intensificación agrícola normalmente no es la opción que se sigue de manera automática: la agricultura extensiva es menos costosa (aquí si es clara la unidad de medida: días-hombre) que la intensiva, lo que explica que, en contextos post-coloniales como los que estudió Boserup, las sociedades emancipadas que habían sido forzadas a utilizar un ciclo agrícola corto (que requiere entonces devolver la fertilidad al suelo por medios artificiales), regresaran a un ciclo largo, de agricultura extensiva [Sanders et al. 1979:362-364]. El principio entra en contradicción directa con cualquier teoría para la que el desarrollo tecnológico sea automático, lo mismo que el cambio social. Si fuera una cuestión ontológica (el cambio es inevitable), entonces deberíamos ver crecer la población en donde quiera y en donde quiera surgir técnicas de intensificación que invariablemente llevaran a cambios sociales. Claramente esa no es la propuesta de SPS.

La propuesta de SPS retoma el concepto de “capacidad de carga”, desarrollado originalmente en la ecología, para abordar las primeras dos de estas cuestiones. Para poder aplicarlo a lo social, no obstante, es necesario primero hacer un ajuste, dado que a diferencia de otras especies, el hombre puede hacer que la ecuación “población/recursos” se altere creando nuevos recursos o intensificando los existentes, en lo que toca al denominador, o bien reduciendo (o

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aumentando) la población prácticamente a voluntad –dentro de ciertos límites biológicos- con lo que puede alterar también el denominador.

En consecuencia, “La definición biológica de la capacidad de carga como el número máximo de una especie de organismos vivos que un área puede sostener, sin efectos negativos de largo plazo que reduzcan la capacidad de la misma área para sostener la misma población, es probablemente de utilidad limitada para los ecólogos culturales. El problema es que los humanos, a través de la cultura, son capaces de cambiar los arreglos de explotación [del ambiente] a medida que la población crece y esos cambios permiten entonces que poblaciones mayores residan en la misma área. Ello no implica que el proceso no tenga efectos negativos en el largo plazo, sino que en la mayoría de los casos estos efectos pueden contrarrestarse mediante nuevas técnicas” [Sanders et al. 1979:371].

Por lo tanto, el concepto de capacidad de carga utilizado por SPS es dinámico y requiere ajustes en la manera de calcularse. Ellos siguen [Sanders et al. 1979:372-378] a Allan [1965], quien usa tres variables centrales para dicho cálculo: el factor de cultivo, que se refiere a la cantidad de tierra plantada en un año particular necesario para sostener a la persona promedio, aunque SPS prefieren calcularlo para una familia extensa de 7 personas, que era la unidad de consumo promedio en la Cuenca durante el momento del contacto; el factor de uso de la tierra [Sanders et al. 1979:376], que el número de unidades del tamaño del factor de cultivo que se requieren para sostener a una familia indefinidamente, lo que implica calcular no solamente las unidades directamente en cultivo un año determinado, sino las que deben estar en descanso; y el factor de tierra cultivable [Sanders et al. 1979:376] que es el porcentaje de la tierra que puede ser clasificado como tierra agrícola.

La aplicación de este concepto, como el lector se imaginará, es compleja, dado que implica conocer el valor de muchas variables para las que solamente se tienen estimados: desde la proporción que el maíz aportaba a la dieta promedio; ello a su vez implica estimar el tamaño y volumen de la mazorca promedio desde su introducción a la Cuenca hasta cuando menos el periodo Clásico, a partir de lo que se sabe del momento de la Conquista y de las pocas muestras de maíz carbonizado o conservado de otra manera; hasta las diferentes calidades de la tierra en diferentes épocas y bajo distintos regímenes de cultivo y sus relativas productividades; así como, de manera central, la población de la Cuenca en diferentes momentos de su historia. Cualquiera de estas estimaciones es, por supuesto, sujeta a debate y en efecto será el aspecto en el que muchas de las críticas se centrarán.

Para nuestros propósitos, es importante señalar que aún si la teorización completa sobre capacidad de carga se añade a la lista de principios de la teoría, ésta sigue siendo insuficiente para derivar el explanandum. Se requiere antes

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ligar, como hacen SPS en el texto [Sanders et al. 1979:378-385], este concepto a los procesos de fisión social y espacial, generación de conflictos y otros efectos que tendría la presión demográfica en condiciones de circunscripción. Para ello se necesita explicitar otros principios que, de nuevo, están implícitos en el texto, aunque no necesariamente apuntan una formulación específica como la que sugiero aquí, por lo que esta “reconstrucción” es más aventurada que las anteriores:

(8) Principio sobre la fisión social (PFS) Para todo x (si la población en x crece hasta un punto CC1 de su capacidad de sustentación (bajo las condiciones de desarrollo tecnológico y potencial de un momento T), entonces, dado que la fisión tiene una mejor tasa de eficiencia que la intensificación agrícola, por las leyes (6) y (7) se preferirá en x la fisión, siempre y cuando no existan condiciones de circunscripción C en x).

O alternativamente: (8’) Para todo x (si la población en x crece hasta un punto CC1 y x no presenta condiciones de circunscripción C, se producirá en x la fisión y no la intensificación, dado el mayor costo de esta última) -por la ley (7)

Evidentemente, el umbral CC1 debe ser determinado empíricamente. Por los datos de SPS (tablas 9.2, 9.3, 9.5, Sanders et al. 1979: 379, 380, 388), todo indica que estaba entre el 20 y el 30% de la capacidad de carga. Este principio explica por qué la intensificación no se presentará antes de alcanzar cierto umbral de capacidad de carga, si no hay condiciones de circunscripción. Se requiere formular el principio simétrico que explique cuando es que sí se presenta la intensificación.

(9) Principio sobre la intensificación agrícola: Para todo x (si la población en x crece hasta un punto CC2 y x presenta condiciones de circunscripción C, entonces se intensificara la producción en x) por la ley (6)

De nuevo, el punto CC2 debe determinarse empíricamente. Basado en la misma información, parecería ubicarse entre el 50 y el 80% de la capacidad de carga. Las condiciones de circunscripción C (que son también dinámicas), en la Cuenca de México son parciales: solamente tres de sus flancos están delimitados por serranías con alturas que imposibilitan el cultivo del maíz llegado cierto punto), sino de diferenciales en la productividad agrícola que reflejan no solamente un régimen de lluvia con un gradiente que va disminuyendo de Sur a Norte, sino de fertilidad diferencial del suelo (menos productivo en el borde norte de la Cuenca).

De, nuevo extrayendo del texto el contenido que sustenta el modelo de 1976, se pueden formular principios adicionales, todos requeridos para que la derivación sea factible. Creemos que se necesitan cuando menos los siguientes y

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que están implícitos (aunque ya de una manera no tan fácil de ubicar con precisión), en el texto:

(10) 79 Si la intensificación conduce a una reducción de la movilidad de los grupos, entonces se tenderá a un mayor sedentarismo y una redefinición de los derechos territoriales  

(11) Si se dan condiciones de presión demográfica CC2, entonces la tierra será vista como un bien limitado, sujeto a la competencia

(12) Si la competencia llega a un punto PC, entonces producirá una reducción adicional de tierra disponible, al crearse “zonas de amortiguamiento”

El punto PC no está especificado, por lo que en ese sentido la teoría es vaga; lo que sí está especificado es la detección de estas zonas de amortiguamiento, que aparecen como franjas de terreno cultivable que dejan de ser cultivadas alrededor del Formativo Final. Estos tres principios son indispensables. De otra manera, no se sigue que de la reducción de la movilidad en condiciones de circunscripción eventualmente se produzcan conflictos por la tierra, como requiere la teoría de Carneiro que está siendo retomada en este punto por SPS; y que ese conflicto, en un primer circuito de realimentación, empeore las condiciones de circunscripción.

(13) Si los diferenciales productivos agrícolas implican demasiado costo o riesgo en comparación a otras posibilidades productivas, como la especialización artesanal, se optará por esta última (en condiciones de variabilidad regional de recursos)

(14) Si el intercambio regional adquiere importancia, entonces se estimulará la creación de instituciones que lo regulen y faciliten

En el caso de estos dos principios, hay que tomarlos con cuidado ya que sabemos (y Sanders estaba conciente desde siempre) que la especialización entre los campesinos preindustriales rara vez es del 100%; es decir, siempre se mantiene una base agrícola al menos para el autosustento. El argumento aquí es que, en condiciones de variabilidad regional, una especialización parcial puede optimizar el uso de los recursos cuando los diferenciales productivos agrícolas son no-triviales entre una parte de la región y otras. Pero sin un principio como éste no se explican los elementos V.A y V.C, que hablan de la importancia del intercambio regional y las instituciones que lo regulan.

79

A partir de este principio general y para facilitar la lectura, obvio la formulación más formal (con uso de variables y cuantificadores) de los principios siguientes, con la intención adicional de diferenciarlos de los que SPS reconocen como leyes y sus derivados. Evidentemente, podría dárseles a todos un tratamiento más formal.

! 311 La parte más débil de la teoría es la que hereda de la última fuente que toman SPS como componente de su teoría, la del modelo de Flannery de 1972, que relaciona la complejidad del flujo de energía de un sistema con la complejidad de su aparato de control. Se requieren entonces principios como los que siguen, de nuevo implícitos en el modelo de 1976, para explicar elementos como el V.C o el V.E, que requieren algún principio de este tipo para justificar la complejización del aparato de control [Sanders et al. 1979: 384, 395, 397]:

(15) Si se incrementa el flujo de energía capturado por un sistema, se tendrá que incrementar su aparato de control, incluyendo los ecosistemas humanos

(16) Si aumenta el flujo de energía y el número de actividades a regular, entonces tenderá a aumentar en complejidad y en especialización el aparato de control, incluyendo los ecosistemas humanos

(17) Si las demandas administrativas ocasionadas por aumentos en flujo de energía y número de actividades llegan a un punto DA, entonces habrá presión para seleccionar formas más complejas de organización social aunque estas sean más costosas

La vaguedad es evidente en relación a otros umbrales y mecanismos de medición para otros elementos de la teoría; no sabemos cómo establecer el punto DA; de hecho, en su formulación del modelo de 1976, simplemente se nos dice que la administración se hace más compleja (elemento V.C del modelo, o cómo afecta la linearización, punto V.E del modelo).

Curiosamente, un elemento que es central a toda la explicación, que es precisamente la aparición de una sociedad de clases, recibe un tratamiento restringido en SPS. En parte, ellos lo atribuyen a la pobreza de los datos disponibles, que son “inadecuados, pero altamente sugerentes” [Sanders et al. 1979:384]. La idea central será ligar el tamaño de la sociedad con la capacidad de su aparato de control para mantener un determinado arreglo social; en un primer momento, cuando se inicia el conflicto, este arreglo social probablemente era el de una sociedad de rango [Sanders et al. 1979:385] o cacical. Se entiende que en este punto recuperan la teoría de Carneiro, de que eventualmente el conflicto llegó a un punto en que un grupo tiene que ceder ante otro su autonomía, pero curiosamente el asunto no se trata en detalle, seguramente por considerarlo demasiado obvio. Lo cierto es que, para finales del Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro el estado parece estar establecido en Teotihuacan, por lo que requieren principios adicionales para justificar los elementos V.D y V E (sobre aparición de las clases y del aparato estatal).

Lo más que logramos obtener del texto original es el siguiente pronunciamiento, en torno al papel de la agricultura hidráulica en todo el proceso. Cito en extenso:

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“Básicamente nuestro modelo evolutivo e histórico del impacto de los canales de irrigación en las instituciones de la Cuenca de México involucra lo siguiente: “(1) Durante el Primer Periodo Intermedio un número de grupos locales empezaron a experimentar con la agricultura hidráulica. Muchos de esos experimentos involucraron drenajes de pequeña escala y canales de irrigación permanente. El efecto inmediato de este cambio fue causar un cambio de un sistema social de rangos a uno estratificado. En Teotihuacan, la zona de mayor riesgo agrícola, el proceso fue más rápido que en ningún otro lado y fue mayor en escala. El resultado fue el nacimiento de un poblado de aproximadamente 40,000 personas para el final de la fase [sic]. Como hemos notado previamente, esta fue una fase de conflicto intensivo entre los diferentes agrupamientos políticos. “(2) Teotihuacan, con sus ventajas de tamaño y localización cerca del sistema de irrigación permanente más grande de la Cuenca, emergió como el poder principal. Como resultado de los conflictos que emergieron durante la Fase Tres, la población de la Cuenca de México se redujo considerablemente durante la Fase Cuatro. Por razones aún poco claras, los remanentes no solamente fueron regidos por Teotihuacan, sino nucleados en la propia ciudad. Esta sería, si nuestro modelo es correcto, la fase de la máxima expansión de los recursos de irrigación en el área central. “(3) Durante la fase sucesiva Cinco del Primer Periodo Intermedio y el Horizonte Medio Teotihuacan se convirtió en un poder económico y político en la Cuenca de México y en Mesoamérica. La ciudad tenía ahora una base agrícola segura, convenientemente localizada en términos de distancia y facilidad de control, había desarrollado una red extensa de comercio extraregional y había completamente rediseñado el ecosistema de la Cuenca” [Sanders et al. 1979:394].

Varios elementos destacan en esta cita: uno, concerniente al momento del origen del estado mismo. Parecería que el conflicto se resolvió al final de la Fase Tres, y que, para ese momento ya existiría una sociedad estratificada, lo que en otras formulaciones equivaldría a decir que el estado estaba ya conformado. De nuevo, aquí la reticencia a ubicar un momento preciso le puede costar a la teoría. Hemos seguido lo que parece ser la propuesta más clara (y, como vimos, hasta cierto punto ratificada por Sanders [Entrevista 2007], con el calificativo de “cuando menos durante”, para dar cabida a que haya sido al inicio de la Fase Cuatro o durante su desarrollo.

Dichos principios podrían “reconstruirse racionalmente” (aunque aquí el apoyo preciso del texto es cada vez menor), como sigue:

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(18) Bajo condiciones de presión demográfica CC2 y habiendo llegado la intensificación a un límite L, la guerra de sumisión es vista como alternativa menos costosa y más preferible que la continuación de la intensificación.

Este principio (o alguna formulación equivalente que pudiera derivarse del texto), es crucial para que la explicación tenga sentido. La teoría de Carneiro pierde su carácter explicativo si no se entiende que el propósito de la guerra (y de la pérdida de la autonomía a la que hace referencia la teoría) era el sometimiento del grupo vencedor para obligarlo a intensificar la producción. De otra forma, considerando que la guerra preindustrial no es una guerra de exterminio, con un número de bajas que pudieran haber vuelto a balancear la relación entre población y recursos, no se entiende qué gana un grupo al subordinar a otro. Esta fue la crítica que Webster [1975] hiciera a Carneiro y que parece justificada. Si la guerra no alivia de alguna manera las condiciones de presión sobre los recursos, no se entiende qué efecto real pudo haber tenido o cuál es su importancia evolutiva.

En el caso que nos ocupa, el formidable crecimiento de Teotihuacan y el hecho de que una vez convertido en un centro urbano, prácticamente desaparecen los asentamientos de segundo nivel en la Cuenca (y muchos de tercer nivel en su ámbito inmediato), junto con la monumentalidad y tamaño de la ciudad, claramente apuntan a que éste era el centro de un estado muy importante. El desplazamiento de la población puede haber sido un efecto de poder ejercer, en efecto, control sobre ella. La presencia de recursos intensificables en Teotihuacan (los manantiales que permitían la creación de pseudo-chinampas y canales de riego), llevan a pensar a SPS que el control de estos recursos (retomando ahora a Wittfogel), tuvo una importancia central en la conversión de Teotihuacan en estado. Pero la agricultura hidráulica tiene costos importantes, por lo que, hasta donde entiendo, la idea es que estos costos fueran asumidos por los grupos a los que Teotihuacan subordinaría. En cualquier caso, se requeriría algo así como el principio (17) para dar cuenta de este proceso, aunque no esté explícitamente formulado en la teoría [Sanders et al. 1979:394].

(19) El estado arcaico es una forma de organización o arreglo social complejo y costoso, pero capaz de responder a un nivel de demandas administrativas DA, que resultan tanto de la regulación del sistema de intercambio regional, como el de la organización de la producción, la guerra y la gestión del sistema hidráulico

Este principio se requiere para ligar al estado con el principio sobre los requerimientos administrativos, e indirectamente a la linearización y estratificación [Sanders et al. 1979:394].

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Las condiciones antecedentes requeridas para la explicación Estos (cuando menos) 19, que no tres, principios generales constituirían la teoría de SPS, junto con otros supuestos de fondo quizá demasiado obvios para ser explicitados, o que pudieran ser parte de una cláusula ceteris paribus. Para que la explicación funcione, se requieren además ahora condiciones antecedentes, que pueden encontrarse también en el texto, de nuevo en mayor o menor grado de explicitación:



ca1) El proceso al que las leyes anteriores es relevante sólo al origen del estado primario Esta en realidad no es tanto una condición antecedente cuanto una especificación de la teoría. Su propósito es bloquear la evaluación de la teoría mediante casos de estados secundarios. Como vimos, Sanders no piensa que las teorías destinadas a estados prístinos puedan evaluarse a voluntad con cualquier tipo de casos, como se desprende de su discusión de la “refutación” que hizo Lees de Wittfogel [Sanders et al. 1979:367]

ca2) La Cuenca de México presenta condiciones de circunscripción C

ca3) Cuando menos desde el Primer Periodo Intermedio, la base de l a subsistencia en la Cuenca era la agricultura Estas condiciones se requieren para que el caso sea relevante a la teoría de Carneiro, incorporada por SPS en su propia formulación.





ca4) La agricultura se desarrolló en un proceso de colonización inicial en la Cuenca a finales del Horizonte Temprano Esta condición, mediante el principio respectivo, explica el ritmo acelerado del crecimiento demográfico durante el Horizonte Temprano en la Cuenca

ca5) La Cuenca es una región con variabilidad regional de recursos

Esta condición se requiere para que el principio sobre especialización regional tenga sentido ca6) La población alcanzó el punto CC1 (20-30% de la capacidad de sustentación.) al inicio de l Primer Intermedio [Sanders et al. 1979:371] Este es uno de los puntos empíricos más debatidos de la teoría, como vimos, dada la complejidad de estimar los tres factores del modelo de Allen. ca7) La población alcanzó el punto CC2 (50-80% de la capacidad de sustentación.) durante la Fase 3 del Primer Intermedio (Formativo Tardío/ Formativo Final) [Sanders et al. 1979:371] Esta y la condición anterior determinan los puntos de quiebre en el proceso y explican por qué se intensifica inicialmente la producción en el primer momento y se adopta la agricultura hidráulica y acentúan los conflictos durante el segundo

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ca8) En Teotihuacan existe un recurso que permitió la intensificación temprana y redujo el riesgo, los manantiales cercanos al sitio y corrientes permanentes como el río San Juan; su único competidor potencial, Cuicuilco, fue destruido por la erupción del Xitle Esta condición permite explicar, junto con el principio respectivo, por qué Teotihuacan emerge como estado y no otro sitio el otro sitio con condiciones similares Así, si esta explicitación del explanans (con todos los riesgos de una “reconstrucción racional”) es suficientemente fiel al texto original), entonces podemos ahora sí derivar el explanandum: Explanandum: El estado surge en Teotihuacan durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)

Para facilitar la lectura del argumento entero y ya sin mis comentarios, reproduzco la explicación en la figura 13-1.

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Figura 13.1

Argumento explicativo de SPS [Sanders et al. 1979]

Pregunta explicativa central: ¿Por qué surge el estado en Teotihuacan cuando menos durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)?

Explicación: Explanans Principios Generales: (1) Para todo x (si x es una especie viviente, entonces x tiene el potencial de incrementar constantemente su población) (2) Para todo x y todo y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y x es mejor que y en términos de eficiencia (tiene una mejor proporción costo-beneficio), entonces se preferirá la respuesta x) (3) Para todo x y todo y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y el riesgo de x es menor que el riesgo de y, entonces se preferirá la respuesta x) (4) Para toda x y toda y (si x y y son respuestas potenciales a la tensión y x es menor en riesgo que y, entonces x será preferida a y aunque y sea menos costosa) (5) La población humana está sujeta a la ley (1), especialmente en condiciones de “colonización inicial”, en las que la población crecerá a un ritmo acelerado (6) Las prácticas agrícolas están reguladas por las leyes (2), (3) y (4): Para toda x y toda y (si x y y son prácticas agrícolas y x es menos costosa|riesgosa que y, x será preferida a y bajo condiciones normales) (7) La organización social está regulada por las leyes (2), (3) y (4): Para toda x y toda y (si x y y son formas de organización social y x es menos costosa y/o menos riesgosa que y, entonces, bajo condiciones normales, se intentará conservar la forma de organización y) (8)80 Si la población crece hasta un punto CC1 de su capacidad de sustentación (bajo las condiciones de desarrollo tecnológico y potencial de un momento T), entonces, dado que la fisión tiene una mejor tasa de eficiencia que la intensificación agrícola, por las leyes (6) y (7), se preferirá la fisión, siempre y cuando no existan condiciones de circunscripción C) (9) Si la población crece hasta un punto CC2 existen condiciones de circunscripción C, entonces se intensificará la producción -por la ley (6) (10) Si la intensificación conduce a una reducción de la movilidad de los grupos, entonces se tenderá a un mayor sedentarismo y una redefinición de los derechos territoriales (11) Si se dan condiciones de presión demográfica CC2, entonces la tierra será vista como un bien limitado, sujeto a la competencia (12) Si la competencia llega a un punto PC, entonces producirá una reducción adicional de tierra disponible, al crearse “zonas de amortiguamiento” (13) Si los diferenciales productivos agrícolas implican demasiado costo o riesgo en comparación a otras posibilidades productivas, como la especialización artesanal, se optará por esta última (en condiciones de variabilidad regional de recursos) (14) Si el intercambio regional adquiere importancia, entonces se estimulará la creación de instituciones que lo regulen y faciliten (15) Si se incrementa el flujo de energía capturado por un sistema, se tendrá que incrementar su aparato de control, incluyendo los ecosistemas humanos  

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A partir de este principio general y para facilitar la lectura, obvio la formulación más formal (con uso de variables y cuantificadores) de los principios siguientes, con la intención adicional de diferenciarlos de los que SPS reconocen como leyes y sus derivados. Evidentemente, podría dárseles a todos un tratamiento más formal.

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(16) Si aumenta el flujo de energía y el número de actividades a regular, entonces tenderá a aumentar en complejidad y en especialización el aparato de control, incluyendo los ecosistemas humanos (17) Si las demandas administrativas ocasionadas por aumentos en flujo de energía y número de actividades llegan a un punto DA, entonces habrá presión para seleccionar formas más complejas de organización social aunque estas sean más costosas (18) Bajo condiciones de presión demográfica CC2 y habiendo llegado la intensificación a un límite L, la guerra de sumisión es vista como alternativa menos costosa que la continuación de la intensificación y será preferida (19) El estado arcaico es una forma de organización o arreglo social complejo y costoso, pero capaz de responder a un nivel de demandas administrativas DA, que resultan tanto de la regulación del sistema de intercambio regional, como el de la organización de la producción, la guerra y la gestión del sistema hidráulico

Condiciones antecedentes: ca1) El proceso al que las leyes anteriores se refieren es relevante sólo al origen del estado primario ca2) La Cuenca de México presenta condiciones de circunscripción C ca3) Cuando menos desde el Primer Periodo Intermedio, la base de la subsistencia en la Cuenca era la agricultura ca4) La agricultura se desarrolló en un proceso de colonización inicial en la Cuenca a finales del Horizonte Temprano ca5) La Cuenca es una región con variabilidad regional de recursos ca6) La población alcanzo el punto CC1 (20-30% de la capacidad de sustentación) al inicio del Primer Intermedio ca7) La población alcanzó el punto CC2 (50-80% de la capacidad de sustentación.) durante la Fase 3 del Primer Intermedio (Formativo Tardío/Formativo Final) ca8) En Teotihuacan existe un recurso que permitió la intensificación temprana y redujo el riesgo: los manantiales cercanos al sitio y corrientes permanentes como el río San Juan; su único competidor potencial, Cuicuilco, fue destruido por la erupción del Xitle _______________________________________________________________________________ ______ Explanandum: El estado surge en Teotihuacan durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro (Formativo final)

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Las preguntas subsidiarias Queda por determinar si no solamente la pregunta explicativa central, sino cuando menos las tres subsidiarias legítimas las responde la teoría de SPS. Aunque en rigor este sería un elemento del aspecto pragmático, por secuencia de exposición conviene tratarlo aquí. En mi opinión, dos de ellas las resuelve cuando menos inicialmente:



Ps1: Por qué surge el estado en Teotihuacan (y no en otro lugar de la Cuenca)

La respuesta sería porque en Teotihuacan había recursos que permitieron desplantar un sistema de agricultura hidráulica relativamente temprano. Cuicuilco pudo haber sido el primer estado, dado que tenía condiciones aún más favorables, pero, en opinión de SPS, su desarrollo lo frenó la erupción del Xitle.

Ps2: Por qué surge el estado en Teotihuacan cuando surge, durante el Primer Periodo Intermedio Fase Cuatro, y no antes o después

Esta pregunta asume que el momento de aparición del estado es el que hemos identificado aquí, asunto que no está del todo claro, como se comentó en su momento. Pero la teoría puede responder a la pregunta: es para ese momento en que los niveles de conflicto llegan al punto en que la guerra de sumisión es vista como una opción, ante la disyuntiva de seguir intensificando la agricultura y bajo las condiciones de presión demográfica que implicaría estar cercanos al 60 o 70% de la capacidad de carga. El esfuerzo de mano de obra adicional que requeriría la expansión máxima del sistema de agricultura hidráulica no sería posible antes de contar con el trabajo de las poblaciones subordinadas. Un argumento bajo estas líneas puede producirse sin problema dentro del marco de la teoría.



Ps3: Por qué surge el estado (y no un regreso a formas más sencillas de organización social) Aquí sí la teoría está muda. La opción de una “devolución” no es una opción que sea grata a las diferentes variantes de la tradición evolucionista (incluyendo a los neoevolucionistas). Pero la pregunta es legítima, aunque se requiere ir hacia atrás en el tiempo para ver los puntos en que otras opciones estuvieron disponibles. En particular, si todo el proceso es el resultado de un desbalance entre población y recursos, la pregunta ¿por qué no tomar el primer lado de la ecuación, la población y actuar ahí, en vez de comenzar la espiral de intensificación agrícola que haría que el proceso entre en un circuito de realimentación positiva?

Sabemos (y SPS lo citan), que Binford recuperó para la arqueología procesual los hallazgos de Birdsell y otros especialistas en torno a cómo es que se

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mantienen las tasas de natalidad tan bajas entre los cazadores-recolectores: es fundamentalmente a través del infanticidio selectivo (femenino), requerido cuando la pareja no puede cuidar a más de dos o tres niños durante los ciclos de trashumancia. Con la reducción de la movilidad que permitió la dependencia de recursos densos, predecibles y fijos (como los cereales), Binford y otros autores piensan se levantó la restricción a la natalidad y se redujo el infanticidio. Esta, por cierto, es la respuesta a otra pregunta derivada de la teoría y una que en particular le preocupa a Blanton: ¿por qué aumentó, para empezar, la población?

El primer punto de quiebre sería entonces éste, cuando la reducción de la movilidad permite un crecimiento demográfico [Binford 1968]. Pero ello implica otra pregunta: ¿Por qué no se regresó al infanticidio cuando la cantidad de trabajo que requiere sostener la agricultura se aumentó? Una respuesta alternativa a la fisión de los grupos en comunidades madres y comunidades hijas (que fue responsable de la progresiva colonización inicial de la Cuenca) no era la única respuesta. Pudo haberse recurrido de nuevo al infanticidio. Como veremos en el capítulo 15, esta pregunta queda sin respuesta porque quizá requiere recursos teóricos que el materialismo detrás de la ecología cultural no está dispuesto a aceptar.

Blanton [1980] podría tener una respuesta dentro del mismo marco materialista, que él ha recogido de la discusión en economía: la idea del llamado “análisis de la demanda de fuerza de trabajo”, que podría formularse como un principio general adicional:

(B) Si las demandas de intensificación agrícola pueden ser resueltas mediante la incorporación de nuevos productores, habrá una tendencia al aumento demográfico adicional: crecimiento en el número de hijos

Blanton ve este proceso más bien como pertinente al crecimiento demográfico posterior al estado (que él prefiere, dado que no le gustan las teorías en donde la presión demográfica es antecedente del origen del estado). Pero es una explicación que puede servir también para contestar a la pregunta que nos ocupa y que es compatible con la teoría de SPS. Es decir, es una solución abierta a SPS, si bien ellos no la usan en su formulación original.

El segundo punto de quiebre tiene que ver con la adopción misma de la agricultura, que seguiría a la reducción de la movilidad. Aquí la decisión sería en regresar a la caza-recolección, en cuanto la fertilidad del suelo empezó a abatirse luego del momento de colonización inicial. SPS no tiene recursos en la teoría como para responder tampoco a esta pregunta, aunque Flannery [1973b] ha propuesto uno que es pertinente:

(F) Si en un momento T las condiciones CC1 de presión demográfica han ocasionado alteraciones permanentes al ecosistema, entonces no se podrá optar, como salida a la presión demográfica, por el regreso a la estrategia productiva anterior a ese momento.

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En el argumento original de Flannery [1973], que es en parte retomado por SPS (o bien ellos proponen uno muy similar, dado que no se cita a Flannery en este punto), es que la agricultura no se adoptaría como alternativa a la cazarecolección sino hasta que el maíz no supere la productividad de la cubierta vegetal original. En el caso de Oaxaca, que es para el que Flannery propone el argumento, este límite se ubica alrededor de los 200-250 Kg. por hectárea, que es lo que la recolección de las vainas de varias leguminosas (incluyendo el mezquite) permite sin necesidad de cultivo. Entonces, por la ley del menor esfuerzo, el maíz no se adoptará (al menos no en el sentido de plantarse intencionalmente) hasta que su productividad supere ese umbral. En ese momento tiene sentido retirar parte de la cubierta vegetal original y sembrar maíz. El problema surge cuando la productividad baja por efecto de la pérdida de nutrientes (y mientras tanto la población ha crecido, por efecto de la reducción de la movilidad): regresar a la estrategia previa requeriría que regrese la vegetación original, o se recupere de los remanentes que seguramente quedaron; pero ese es un proceso que toma muchos años, es difícil de controlar y se convierte en una solución de largo plazo ante una necesidad de imperioso corto plazo. Según esta reconstrucción del argumento de Flannery, en esas condiciones realmente no hay otra opción que continuar con la intensificación agrícola.

Podría parecer paradójico que SPS puedan recurrir a elementos de teorías o propuestas de sus más severos críticos. Lo cierto es que es una medida que está abierta a SPS. Lo más informativo de la situación y que retomaremos en el capítulo siguiente, es que la situación inversa no es permisible: es decir, si se enfrenta a Blanton, Flannery o Wright a la pregunta: y ¿por qué crecen las demandas administrativas y de proceso de información?, la respuesta no puede ser “como resultado del incremento demográfico”, puesto que los tres claramente han rechazado el papel causal de la presión demográfica. En el caso de Blanton este rechazo es determinante: la población simple y sencillamente no tiene por qué crecer. Eso implica que estos autores no pueden complementar sus propias propuestas atendiendo a los factores que SPS privilegian, mientras que SPS pueden complementar su teoría con los dos aportes mencionados sin incurrir en contradicciones internas. Su teoría es “extensible” de una manera en que las de sus críticos y competidores no lo es.

Comentarios al análisis sintáctico Antes de continuar con el análisis metodológico, vale la pena hacer varios señalamientos sobre la propuesta de análisis sintáctico presentada en esta sección.



Primero, aunque el ejercicio de formalizar toda la teoría solamente queda esbozado, espero que el lector no tendrá dificultad en reconocer que el conjunto de la teoría es formalizable y, de hecho, a mayores niveles de abstracción, que no he creído útil aquí dado que normalmente los arqueólogos no leemos fácilmente

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lógica de predicados con cuantificación. Ello quizá es triste, porque permite una formulación muy compacta de una teoría, lo que facilita su análisis, pero es la realidad y realmente los arqueólogos no tendrían por qué saber lógica de predicados (o peor aún, teoría de conjuntos avanzada).



Segundo, que como se habrá notado, he reconstruido todos los principios generales como condicionales simples deterministas. Ello a pesar de que hay algunos en que se mencionan explícitamente tendencias, que probablemente sería más justo proponer como condicionales probabilísticas



Tercero, que no creo que haya en el texto original evidencia de que Sanders y sus colegas pensaran que los principios generales que mencionan explícitamente (ni los que usan de manera implícita), sean de tipo bicondicional. Es decir, no creo que piensen que ninguno de ellos sea la única forma en que un determinado efecto se produce. Esto es importante, porque las condiciones de refutación, como vimos en el capítulo anterior, son diferentes para un condicional simple que para un bicondicional. Curiosamente, en plática informal con Sanders [Comunicación personal, Guadalajara 2007] parecería a ratos que él asume que todas las leyes son bicondicionales, pero en el texto este supuesto no está claramente presente (al menos en mi lectura).



Cuarto, que es importante diferenciar entre la teoría sustantiva (que en mi opinión está constituida por el conjunto de los principios teóricos, más algunos supuestos de fondo derivados de la posición teórica) y la explicación en la que participa. La diferencia principal estriba en que la explicación es un intento de usar la teoría, intento que requiere especificar además condiciones antecedentes que serán particulares en este caso y que dependen del grado de precisión con el que se determinen algunos asuntos de orden empírico, como el momento de presión demográfica por capacidad de carga al que llamé CC1. Lo mismo pasaría con otros valores. La distinción es importante, porque hay que preguntarse si el encontrar que estos valores fueran falsos echa abajo solamente al intento de explicación, o implica un golpe de muerte para la teoría.



Dicho de otra manera: si encontráramos que el nivel CC1 no fuera al 40% de la capacidad de carga, sino al 38% ¿derrota esto a la teoría? O todavía más específicamente, si el cálculo mismo de la capacidad de carga que hacen SPS estuviera errado, quizá porque el factor de tierra de cultivo pudiera haber sido subestimado ¿es esta una falla que es capaz de refutar la teoría? ¿O solamente su uso en la explicación?.



Evidentemente, planteo este problema expresado como una cuestión a resolver en el análisis de SPS, pero el problema es de alcance general y podría plantearse para cualquier caso de teoría utilizada en una explicación. Mi intuición es que la determinación de constantes empíricas (como la temperatura de fusión de elemento químico) corre en paralelo pero es un trabajo diferente al de la construcción de la teoría que explica por qué la mayoría de los elementos

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químicos tienen un punto de fusión, o la relación que tiene el punto de fusión con la estructura atómica del elemento. Que lo que realmente dañaría a la teoría de SPS no es que resulte que la tierra cultivable en la Cuenca durante el Formativo Final era 25% más grande que lo que estimaron, sino que la capacidad de carga no tuviera nada que ver en el proceso, que sería el equivalente, en este ejemplo inventado de la química, a que en vez de ser de 200 grados, el punto de fusión de un determinado elemento fuera de 225; por supuesto habría que corregir la teoría, pero el golpe no sería del tamaño que implicaría que no hubiese relación entre el punto de fusión y la estructura atómica.



Quinto, que aún con un nivel de “resolución” no tan fino, como el que hemos abordado aquí, la teoría de SPS difícilmente puede considerarse “simplista”. Y definitivamente no se reduce a un único condicional en el que, si hay presión demográfica y agricultura hidráulica entonces surge el estado. La teoría no solamente indica qué variables son causalmente importantes, sino que los principios generales que propone dan cuenta de los mecanismos causales centrales. De hecho, resultaría ser, después de todo, una teoría no tan sencilla ya que una veintena de principios generales no me parece un número reducido.



La explicación resultante es, con las limitaciones señaladas, completa. Es factible derivar el explanandum del explanans una vez que se explicita completo éste, con todo y las condiciones antecedentes necesarias. Los principios y las condiciones son lógica (y, en mi opinión, causalmente) relevantes al explanandum y el argumento es válido.



Aspecto metodológico: El interés en este aspecto es determinar si la teoría es refutable en principio y bajo qué condiciones. Ello implica, por un lado, si es lógicamente refutable (“prohíbe algo”, en términos popperianos) y si es prácticamente refutable, es decir, si su refutación es viable al menos en principio.



Creo que todos los condicionales propuestos son refutables, dado que claramente implican que si se da su antecedente y no su consecuente, el condicional en cuestión ha sido falsado. Es decir, por ejemplo, que si encontráramos que sistemáticamente en una cultura se adoptan prácticas de subsistencia que son más ineficientes que otras alternativas disponibles a la misma cultura, entonces no es cierto que, ante dos alternativas, se tome la de menor costo. Para verlo basta recordar cómo opera el modus tollens en este ejemplo: Si es cierto que para dos alternativas con costos diferentes se tomará en todos los casos la menos costosa, entonces no habrá un caso en que se opte por la menos costosa. Encontrar un caso de este tipo es afirmar que no es cierto que todos los casos se comporten como propone la ley. Ese es el caso cuya existencia genera el “reporte de observación” que refuta* el principio. El asterisco en refuta*

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es para recordar que la refutación real requiere de que se presente una alternativa, siguiendo el espíritu de la propuesta lakatosiana.



Más interesante para nuestros propósitos aquí es el problema planteado en el capítulo anterior y tocado brevemente en la sección previa, sobre si la teoría de SPS debe considerarse como un solo y complejo condicional, caso en el cual el refutar* cualquiera de sus principios generales implica refutar* la teoría entera; o bien si cada principio debe considerarse de manera independiente. En este segundo caso el que se refute* un principio afecta (debilita) la teoría, pero no la refuta* ipso facto.



En la tradición falsacionista dogmática que caracteriza a la arqueología sistémica, mi impresión es que se prefiere la primera opción y es por ello que no solamente cuando un principio general es refutado, sino incluso cuando alguna constante empírica resulta ser imprecisa, se refuta al conjunto de la teoría. Me parece que esta práctica es la causa de que, en efecto, a inicios de 1979 en opinión de Wright no quedara sin refutar una sola teoría sobre el origen del estado (incluyendo cuando menos tres que él mismo propuso – Wright, Curso de Arqueología II, Sociedades Complejas. Universidad de Michigan, Ann Arbor, invierno de 1979).



En suma, me parece que ya sea tomada en su conjunto o principio a principio, la teoría es lógicamente refutable en principio. Quedaría por determinar si es también viable su refutación.



La viabilidad dependerá, como vimos en el capítulo 10, de la precisión con la que estén definidas las variables y sus relaciones, por un lado y de la existencia de “algoritmos” para su identificación y cuantificación, por otro; y, en términos prácticos, que las tareas derivadas de estos algoritmos sean realizables: que al menos en principio –con tiempos y presupuestos suficientes- sea factible evaluar la teoría.



Aquí SPS tendrían una calificación mixta. En algunos de los principios las variables están claramente definidas y son fácilmente identificables y mesurables. En otros, notablemente en los que toman prestados de la arqueología sistémica, no puede decirse lo mismo. Mientras que es claro, con la aplicación que hacen del modelo de Allan, cuándo una determinada sociedad está al 40% de su capacidad de carga –con todo y las dificultades de obtener estimaciones muy exactas- no es tan claro cuando los “requerimientos administrativos” sobrepasan un determinado nivel crítico. Entre otras cosas, porque no es claro cómo es que debemos contabilizar estos requerimientos administrativos, ni cómo establecer ese umbral. Aunque en teorías como la de Johnson [1982) se propone, recuperando las ideas de Millar, que estos umbrales tienen que ver con el “mágico número siete” y que en cuanto se sobrepasa esta cifra se incrementa el costo administrativo al punto en que es preferible tener una entidad de segundo nivel que seguir proliferando las

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de primer nivel, lo real es que no nos dice cómo medir las transacciones que se requieren para “cargar” el modelo.



SPS tratan el asunto sin mucha profundidad, con lo que se unen a lo que era “el espíritu de la época”: se pensaba quizá que es tan obvio que administrar un sistema de riego implica requerimientos administrativos complejos que no había que especificar como y con qué tipo de escalas habría que hacer esta medición. El problema está en que, al evaluar la teoría es necesario tener cuando menos una medida ordinal que permita comparar proporciones o porcentajes. De otra manera la variable queda tan vaga como para dificultar la evaluación del principio respectivo (o su simulación, como fue mi caso en aquel experimento intentando crear un juego a partir de la teoría de SPS para mis alumnos de la ENAH en 1986 –Gándara [1988b].



La contraparte de esta dificultad está en la claridad que permite la formulación de algunos de los otros principios. Quedan establecidos entonces requerimientos de información muy precisa. Podemos o no contar por el momento con esta información, pero es claro que sabemos qué es lo que necesitamos. Me parece que esta no es una coincidencia, como se desprende de este párrafo:



“También se necesita, para hacer a los modelos sistémicos más útiles [además de asignar un peso jerárquico a las variables, para evitar la ‘democracia de factores], son medidas cuantitativas de las variables individuales en los casos particulares bajo análisis, un problema particularmente difícil si el sistema ha de incluir factores tales como la organización social y política. Nuestra sospecha es que si asignamos valores cuantitativos para las variables y diferentes pesos para jerarquizarlas, el modelo sistémico adquirirá un carácter unilineal, o al menos multilineal [ver Sanders y Webster 1978 para una discusión detallada de este problema)” Sanders et al. 1979:360].

Durante la entrevista con Sanders, fue claro que para él este proceso sigue siendo prioritario [Entrevista 2007] y que él piensa que es el miedo de las ciencias sociales a cuantificar lo cuantificable uno de los factores que ha retrasado su avance.



Mi conclusión sobre la teoría es que es falsificable en principio y es viable lograr precisar las variables y relaciones de interés. De hecho, la teoría es capaz de generar todo un “programa de investigación científico” en términos Lakatosianos, porque apunta con gran claridad qué huecos de nuestro conocimiento hay que resolver para poder hacer una evaluación más precisa de la teoría. Esta era la motivación de mi propio proyecto Cuicuilco: cuando mis colegas hacían bromas en torno a que si había salido o no el origen del estado en el cuadro F3 de la excavación, perdían de vista que el objetivo era mucho más modesto: la teoría de SPS tiene como dos variables cruciales la productividad el maíz y el tamaño promedio de la familia (para determinar sus necesidades de

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consumo). Mi proyecto intentaba localizar basureros y fogones del formativo final en las que pudiéramos localizar maíz carbonizado (o preservado por alguna otra causa), así como casas, para mediante las fórmulas de Narroll sobre la relación entre espacio techado y población, ayudar a precisar el tamaño de la unidad familiar.



Este es un segundo tipo de fertilidad que una buena teoría tiene. Podríamos llamarla “fertilidad empírica”, que muchas veces lleva consigo la necesidad de desarrollar nuevos procedimientos, en una especie de “fertilidad metodológica” o “fertilidad técnica”. No soy el primero en señalar que incluso si una teoría resultara finalmente refutada, pero en el proceso estas otras formas de fertilidad arrojaron frutos útiles a una disciplina, la teoría habría valido la pena. Esta es precisamente la apreciación de Lakatos en torno a la teoría del peso atómico de Prout. Aún si la teoría no hubiese sido finalmente reivindicada, el impulso que le dio al desarrollo de la química analítica sería razón suficiente como para reconocer su importancia [Lakatos 1970:75].



En síntesis, en cuanto a este aspecto, SPS muestran una gran fuerza para aquellos principios y variables que proponen de manera directa; y heredan la vaguedad e imprecisión de los principios que retoman de la arqueología sistémica. Con todo, la teoría es lógicamente refutable y su refutación (dentro de los límites de precisión de nuestros instrumentos disponibles), viable.



Aspecto ontológico: Las unidades propuestas por la teoría son en principio sociales, aunque SPS se abren al cargo de reduccionistas al llamar a sus tres leyes “leyes evolucionistas” [Sanders et al. 1979:360]. Pero luego aclaran que son “ecológicoculturales” [Id.:395] y que ese es el marco general de la teoría. Pero, tomada literalmente, la teoría podía ser considerada reduccionista, aunque los términos involucrados en las tres leyes tienen interpretaciones posibles en la teoría social. “Costo” y “riesgo” son conceptos frecuentes en la economía, como se señaló en su momento; “potencial biótico” sería el más problemático, pero se puede reformular en términos de capacidad reproductiva humana. Creo que cuando se establece el puente entre estas tres primeras leyes y los dominios sociales (en las leyes 4, 5 y 6, que según yo están implícitas), esta dificultad se minimiza.



No es tan fácil salir del problema que indirectamente tendría la teoría a partir de los préstamos que hace de la arqueología sistémica y la dependencia de ésta a la teoría de la información y la cibernética. De nuevo, creo que en la aplicación concreta se habla de tareas administrativas y aparatos políticos, ambos términos de la teoría social.

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El resto de los términos están formulados dentro de la teoría social, o reinterpretados desde ésta, como el de capacidad de carga, por lo que en ese caso no cabe el cargo de reducción.



Es claro que, como en todas las teorías sociales materialistas, puede pensarse que hay un trasfondo termodinámico, que en este caso estaría claramente expresado en la ley del menor esfuerzo, cuando menos; pero de ser así, éste no sería un problema exclusivo a SPS.



Hay otro sentido en que un examen de la ontología es útil para nuestros propósitos y que tiene que ver con la fertilidad teórica de la teoría, aunque es en este contexto en el que vale la pena evaluarlo: el momento en que SPS recurren a la “ontologización”. Analizar este elemento nos permite explorar también la teoría desde otro ángulo: viéndola no como un conjunto de enunciados que permiten generar un argumento en una explicación, sino como una serie de enunciados causales, al estilo de Ruben [1990:191] antes citado.



Así, si le preguntáramos a SPS: ¿Por qué surge el estado? Probablemente contestarán: porque las necesidades administrativas, de control y de toma de decisiones, así como los mecanismos de integración social requerían de una organización más compleja.



Pero ¿Por qué surgieron esas necesidades? Porque la organización de la intensificación, particularmente mediante la agricultura hidráulica, así como del intercambio regional y la preparación para la guerra la requerían.

Pero, ¿Por qué era necesaria la intensificación?, ¿Por qué era necesario el intercambio regional?, ¿Por qué prepararse para la guerra? Dadas las condiciones de presión demográfica sobre los recursos, se requería incrementar la productividad, optimizar la producción local mediante el intercambio regional; y cuando, por un lado, el conflicto al considerarse la tierra un bien escaso y reconocer las demandas de fuerza de trabajo que derivaban de la intensificación, hicieron de la guerra una opción.



Pero, ¿Por qué había una presión demográfica?

Porque la población se incrementó al punto en que la fisión ya no fue una solución, dado que la región estaba circunscrita; por otro lado, la propia intensificación requería de fuerza de trabajo adicional; juntas hicieron que la capacidad de carga llegara a un punto de tensión.



Pero, ¿Por qué se incrementó la población para empezar?

Porque la reducción de la movilidad hizo que fuera menos frecuente o innecesario el infanticidio femenino y la colonización inicial de un área nueva

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permitía una expansión rápida; porque el hombre tiene un potencial biótico alto, que el infanticidio regulaba.



Pero, ¿Por qué se redujo la movilidad?

Porque la dependencia de un recurso denso, predecible y localizado como la agricultura permitía y requería reducir la trashumancia.



Pero ¿por qué utilizar un recurso nuevo?

Porque era menos riesgoso y costoso que la dependencia de los recursos de caza, que habían sufrido cambios al terminar la última glaciación (este último argumento ya no explícito en SPS, pero sí en la teoría de Binford [1968] de citan al respecto.



Pero, ¿Por qué buscar menor riesgo y costo? ¿Por qué el potencial biótico del hombre?

Por que así es el hombre…



Evidentemente, se trata de un experimento mental, dado que no es como una secuencia de preguntas y respuestas que está planteada la teoría. Pero lo cierto es que en el marco de la misma, utilizando los recursos teóricos que plantea, fue posible armar lo que hemos llamado una “cadena explicativa” antes de recurrir a la ontologización. Y es una teoría que nos llevó del origen del estado prácticamente al origen de la agricultura, lo que tampoco es poco mérito.



Utilizando el criterio de fertilidad teórica (que en realidad es parte del análisis del aspecto pragmático de la teoría) es factible decir que es una teoría fértil y que la ontologización se pospone. Es probable que incluso, presionándolos a contestar la última pregunta, todavía hicieran un intento de contestar, acudiendo a principios termodinámicos que gobiernan la conducta de los seres vivos, con lo que quizá acudirían a alguna forma o de reducción o de absorción. En ambos casos sería una solución que satisfaría a algunos teóricos de la explicación como Kitcher, dado que permitiría la unificación teórica. A mí la reducción me parece no solamente problemática, sino política y éticamente cuestionable, pero ante otros criterios este sería el punto en que la unificación a teorías más amplias podría darse. Y parecería que cualquier teoría materialista tarde o temprano llegaría a una solución similar, aunque no argumentaré aquí más al respecto…

Aspecto valorativo También instructivo resulta en análisis de los valores y concepciones éticas y políticas detrás de la ontología social de SPS. A diferencia de otras teorías anteriores y algunas de las teorías de ese momento, la aparición del estado no es el resultado de un destino manifiesto, la culminación del proceso evolutivo y por lo tanto algo no solamente natural, sino progresista.

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SPS heredan de Carneiro la idea de teorías “coercitivas” o “novoluntarísticas”, en las que el estado no es el producto de una decisión individual, o del genio de líderes efímeros que quieren postergar su poder, ni tampoco el desenlace “natural” del proceso civilizatorio. Por el contrario, el estado es algo que surge “porque no quedaba de otra”, para utilizar la popular expresión mexicana. Aunque para Carneiro lo que se cede a regañadientes es la autonomía política, para la arqueología social lo que ocurre es que se establece, por primera vez en términos históricos, la relación clasista. Es quizá por ello que dentro de nuestra posición teórica el estado no es visto necesariamente como un “logro evolutivo”. Sanders concurre: hay que poder determinar las condiciones en las que la subordinación fue posible o aceptable para los vencidos [Entrevista 2007].



Es más problemático si Sanders, al ser un ecólogo cultural, está obligado a aceptar una conclusión inevitable para esta posición: la de que el estado es una solución “adaptativa”. En la medida en que los rasgos adaptativos se perpetúan, es que están realizando adecuadamente su función, lo que, a pesar de la negativa de muchos colegas de ver las consecuencias políticas de sus propuestas, hace que el estado sea, a fin de cuentas, benéfico. La arqueología sistémica sale en este caso mejor librada, dado que Flannery reconoce que los sistemas pueden tener “patologías” y que, en consecuencia, no todas las soluciones son soluciones adaptativas. Lo que carece la arqueología sistémica es de una respuesta a por qué es que el proceso se echa a andar de entrada.



A diferencia de algunas interpretaciones del marxismo ya comentadas, en las que se llega de inmediato a una ontologización y lo que echa a andar el proceso es la “malvada naturaleza humana”, SPS no requieren ni asumen algo por el estilo, al menos que yo detecte. Las tres leyes principales que formulan, en todo caso, lo que propondrían es una concepción del hombre en que le gusta reproducirse (y habría que reconocer que, efectivamente, el proceso de hacer niños es placentero); que es flojo; y que es timorato. Es decir, prefiere tener hijos que no tenerlos, si puede darse el lujo; prefiere no tener que desarrollar más esfuerzo que el que se necesite (al menos para las tareas de subsistencia); y prefiere, cuando es posible, evitar el riesgo.



Me parece que estos valores salen mejor librados que los de otras ontologías, como la de algunos y algunas colegas feministas, para los que la subordinación es una vocación natural humana; la de clase no sería sino el perfeccionamiento de la que históricamente sería previa: la de género y edad. O la que se atribuye a Foucault, de que todas las relaciones están siempre atravesadas por una voluntad de poder y control; es decir, ontologías pesimistas de la condición humana.



Para SPS, en todo caso, el hombre a veces calcula mal. Lo que se supone facilitaría su vida (la adopción de la agricultura primero, luego de la intensificación agrícola) acabó resultando en mayor cantidad de trabajo, en una espiral de la que

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la Humanidad no logra salir aún. Pero en ese caso tenemos un hombre cuyo cálculo de largo plazo es malo y no un hombre malo y calculador.



La diferencia que tiene una ontología de este tipo es que no es necesaria e inevitablemente pesimista. Abre el espacio para el cambio y la transformación. El estado puede ser visto como la solución temporal que la humanidad encontró en una determinada coyuntura. Es este aspecto dinámico de las propuestas evolutivas la que espantó en su momento a los detractores del evolucionismo clásico. Y creo que sigue siendo un elemento presente en la tradición.



En cualquier caso, se trata de una visión en la que la “naturaleza humana” no genera, de manera automática, ni las clases ni el estado, sino que estas “le pasan”, al estar en ciertas condiciones de tensión social. No podemos decir lo mismo de varias de las teorías contra las que competía la de SPS.

Aspecto empírico Hemos llegado al único punto y criterio con el que normalmente evalúan los arqueólogos las teorías: por referencia a los datos. Por supuesto, ello implica que los datos son confiables y representativos y que los problemas de corte identificatorio (o de “indicadores arqueológicos”) están adecuadamente resueltos.



La evaluación que los propios SPS hacen de su teoría En el caso de SPS, el hecho de que la teoría se construyera de manera paralela al trabajo de campo tiene una consecuencia importante: que no fue entonces el conjunto de hipótesis derivadas de la teoría lo que orientó la recopilación de información. Ello no significa que no hubiera una situación problemática general, que actuó en efecto como guía, pero, como vimos antes, no se trata de un caso clásico de investigación bajo un modelo hipotético-deductivo. En consecuencia, aunque más del 75% de libro es un resumen de los datos obtenidos, estos datos no están referidos a la teoría de manera directa, al menos en el sentido de que ellos hablen del grado al que la teoría ha sido corroborada, por ejemplo.



Esto no significa que los autores no hayan hecho una evaluación empírica de la teoría. En cierto sentido, la hacen. Pero no como una tarea explícita y por referencia a los principios generales de la teoría. Según yo, lo más cercano a una evaluación explícita es el que los puntos de capacidad de carga que he llamado aquí CC1 y CC2 postulados por la teoría son cotejados contra los datos y ocurren en el momento del proceso que la teoría prevé [Sanders et al.:371]. Es decir, la intensificación se inicia en el momento en que la presión demográfica está en el punto CC1; y el conflicto y la introducción de los recursos hidráulicos a mayor escala (“los cambios globales en el sistema de susbsistencia, a un grado en el que son mesurables, a 50-80%” de la capacidad de carga - Sanders et al.:371) ocurre

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en el punto CC2. Dado que eso es lo que la teoría predice, en cierto sentido corroboraría los principios involucrados.



Algún crítico con espíritu cínico podría protestar y señalar que es indispensable, para tomar esta evaluación parcial como favorable a la teoría, revisar cómo se determinaron los indicadores para ambos puntos. Dado que en arqueología la observación siempre está mediada, hay que revisar que la definición de indicadores arqueológicos no sea circular. Es decir, que no se identifique como CC1 el punto en que la capacidad de carga está entre el 20 y el 30% a partir de que aparecen evidencias de fisión e inicios de la intensificación, por que de otra manera la definición es circular: se asume que la intensificación no ocurre a menos presión que esa y, luego, el que haya evidencias de intensificación se usa para postular que estaba precisamente a ese nivel.



Creo que esa crítica sería injusta. Los niveles de presión demográfica se calcularon de manera independiente, a través de las estimaciones derivadas del modelo de Allan, alimentados con los datos de los reconocimientos de superficie. Es decir, el momento CC1 se fija por referencia a la relación población/recursos de manera independiente. Otro asunto es si los datos referentes a ambos lados de la ecuación son igualmente confiables.



No obstante, las críticas que se pudieron hacer en su momento a los datos no partían de una plataforma mucho más confiable. Es decir, el procedimiento de estimación de población seguido, por ejemplo, era prácticamente el mismo en el proyecto de Sanders que en el de Blanton. Ambos dependen de que se cumplan un número de supuestos que no son autoevidentes. La población se estima a partir de parámetros como la densidad de tiestos y la presencia de alteraciones topográficas que pueden corresponder a construcciones. Dado que un sitio puede haber sido ocupado en más de un periodo cerámico, hay una dificultad adicional en estos sitios multi-componente, dado que si el patrón de construcción es el normal (en que el asentamiento más reciente ocupa y supera generalmente la superficie del anterior), entonces la cerámica de los periodos anteriores tenderá a estar sub-representada. Otro problema es la correcta identificación, en campo, de los tipos diagnósticos de cada periodo, que afectaría el cálculo de área para ese periodo. Pero, de nuevo, estos y otros factores que podrían mencionarse, eran comunes a las técnicas de trabajo de superficie de ese momento.



La estimación del componente de los recursos es todavía más problemática, porque implica hacer lo que Schiffer llama una “transformación de equivalencia” [Schiffer 1976]. Es decir, asumir que el registro arqueológico es una adecuada representación, una representación equivalente, al contexto sistémico, es decir, cuando la cultura estaba viva. En el caso de los recursos agrícolas, el supuesto implica que ni el clima ni los suelos se han alterado desde la época de interés, o que se tiene control de hasta dónde y en qué sentido se han dado cambios. De nuevo, este es un problema que afecta a cualquiera haciendo este tipo de trabajo y no es exclusivo de SPS. Ellos, por cierto, dedican la sección final

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del capítulo teórico (9), precisamente a determinar los patrones de cambio climático que pudieron incidir en el proceso. Es decir, son plenamente concientes de que si el clima postulado para los momentos de interés fuese realmente diferente, los cálculos tendrían que ser revisados, dada su incidencia en los suelos. Una manera de mitigar estas dificultades es mediante el estudio de paleosuelos, para lo que se requiere típicamente de excavaciones o sondeos. No mencionan SPS el haber hecho este tipo de estudios.



El otro componente sensible al error dentro del lado de los recursos es, por supuesto, el maíz y su proporción de importancia en la dieta de la Cuenca de México, así como de su rendimiento en términos calóricos. Aquí SPS dependen mucho de modelos lineares a partir de puntos conocidos de la secuencia, apoyados en documentación del siglo XVI. Claramente, si estas estimaciones estuvieran mal, entonces el cálculo sería puesto en duda. Pero, de nuevo, no es algo que estuviera resuelto en el caso de otros autores.



En suma, lo más cercano que al menos este analista encuentra a un intento de evaluación empírica explícita por parte de SPS es el que los puntos de quiebre del proceso ocurren dentro de los dos momentos críticos que la teoría prevería. De nuevo, hay que señalar que aquí pesa mi reconstrucción, dado que en el texto no hay mayor énfasis al respecto. Y quizá los rangos de capacidad de carga son demasiado amplios como para permitir una evaluación más precisa, pero al menos fijan los límites de los valores incompatibles con la teoría. Y que, con esas consideraciones, las predicciones de la teoría en torno a estos puntos de quiebre CC1 y CC2 parecen cumplirse, dentro de los rangos mencionados.



Es importante destacar que SPS no son los únicos autores en los que el procedimiento de evaluación o “contrastación”, en la terminología neopositivista, no ocupa un lugar destacado. No todos los autores que siguen una orientación a problemas necesariamente adoptan el método hipotético deductivo, por lo que proponen sus teorías al final de sus proyectos de investigación, no al inicio81. Solamente los arqueólogos procesuales son normalmente explícitos en el planteamiento de hipótesis al inicio de sus investigaciones, o si éstas fueron desarrolladas a medio camino, entonces durante la propia investigación se  

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Ello no significa que el proyecto no hubiera tenido objetivos claros desde el inicio:

“En 1960, Sanders inició el proyecto del Valle de Teotihuacan con un conjunto de cuatro objetivos específicos que esperaba lograr, sobre todo mediante los recorridos sistemáticos de patrón de asentamiento: 1. Rastrear el desarrollo de la agricultura, con un foco especial en la irrigación y el terraceado 2. Definir y rastrear el desarrollo de los diferentes tipos de asentamiento 3. Construir, tan precisamente como fuera posible, un perfil demográfico 4. Explorar las relaciones entre fenómenos como los patrones de asentamiento, las técnicas agrícolas y la demografía, como para iluminar el proceso general de la evolución cultural en el Valle de Teotihuacan y en la Región Simbiótica Central Mexicana” [Sanders et al. 1979:5].

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generan pruebas para que la evaluación se haga en el marco de esa temporada o la siguiente.



Es decir, SPS forman parte de la mayoría que concluye su trabajo con el planteamiento de una hipótesis que se evalúa o con los datos recopilados durante dicho trabajo, o queda a “posteriores investigaciones”. En el caso de la arqueología mexicana, de tradición particularista histórica, lo típico es que ni siquiera al final se propongan hipótesis. Y cuando se proponen, las “posteriores investigaciones” suelen no ocurrir, porque los investigadores son enviados a atender otros problemas, los proyectos se cancelaron, el cambio de sexenio afectó los presupuestos, etc..



En este sentido adquiere relevancia la idea de la “inferencia a la mejor explicación”, cuya aplicación a la arqueología Kelley y Hanen [1988] han estudiado. Parecería ser que, de nuevo salvo por la arqueología procesual, otras posiciones teóricas consideran suficiente el proponer, a posteriori, una hipótesis que sea la que mejor explique los datos previamente obtenidos y parar la investigación allí. La evaluación ocurre entonces cuando se proponen hipótesis alternativas para ese conjunto de datos previos, que entonces compiten por ser la “inferencia a la mejor explicación”. Pudiera ser el caso que el debate entre Sanders y Blanton es un ejemplo de este proceso, dado que en ninguno de los dos casos (Blanton evaluando a Sanders, o Sanders opinando sobre Oaxaca) la discusión borda sobre protocolos formales de evaluación de hipótesis precisas. O al menos yo no logro detectarlos en las discusiones que alcanzaron expresión escrita en el periodo que nos interesa aquí.



La evaluación de terceros La evaluación empírica de ésta y cualquier otra teoría sería supuestamente, en principio sencilla, al menos en términos lógicos: es cuestión de ver si se da el antecedente del condicional de cada hipótesis y no su consecuente para cada uno de los principios generales involucrados en la teoría. Pero nuestro examen del aspecto sintáctico de la teoría de SPS arroja, por supuesto, no uno ni tres sino prácticamente una veintena de principios generales, algunos de ellos compuestos por conjunciones de otros condicionales. Al no plantearse así la teoría en el texto original, se dificulta rastrear la información relevante a cada condicional, lo que hace todavía aún más problemático en aceptar los reclamos de terceros de que se trata de una teoría refutada. ¿Qué principios son los que fueron refutados?, ¿con qué datos?



Veamos un ejemplo. Se dice, vox populi, porque no se ha asentado como tal en la literatura, que en su estudio de Huexotla, Brumfiel no encontró en absoluto evidencia de especialización regional, al menos no del tipo que supuestamente requiere la teoría. Por lo tanto, la teoría estaría refutada. Hasta

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donde sé Brumfiel ni ha escrito ni se ha pronunciado en ese sentido por lo que, de nuevo, este tipo de comentarios que son más bien informales, de pasillo, pero que pesan contra la teoría, no pueden documentarse fácilmente. En cualquier caso y sin atribuir a Brumfiel responsabilidad al respecto, ¿es justa la apreciación de que con sus datos queda refutada la teoría?



Habría que ver, primero, cómo es que está siendo reconstruida sintácticamente la teoría: qué principio se supone está siendo afectado o, si se está interpretando a la teoría como un solo mega-principio que incluye al principio sobre la especialización regional, por un lado; y por otro, si el caso asilado de Huexotla es suficiente para, en efecto, probar que no había especialización regional en general, en la Cuenca durante el Formativo Medio y Tardío, o quizá no era de la intensidad que los críticos sienten debió haber sido si SPS tienen razón.



Supongamos que los datos fueran confiables (y siendo Brumfiel una excelente arqueóloga en todos sentidos, es un supuesto plausible), ¿Cuál sería el reporte de observación? Sería algo del estilo: “En Huexotla, en el periodo tal, no hay evidencia de especialización”. Al menos a primera vista, así formulado, este reporte solamente refutaría la hipótesis menor de que “En Huexotla hubo especialización”, si es que alguna vez SPS hicieron una hipótesis tan específica. Pero… ¿Y? ¿Cómo afecta esto a la teoría en general?



Quizá el reporte puede ser reinterpretado como asentando algo que tiene un impacto regional, no solamente local. En cuyo caso el reporte incluiría una cláusula adicional “por lo que no se puede hablar de especialización regional en la Cuenca de México en ese periodo”. De nuevo asumiendo (lo que ya no es tan plausible) que con un sólo caso, contra la evidencia que SPS tienen de producción salinera, extracción de recursos especiales, lacustres, de la sierra, etc.., se pudiera hacer una generalización estadísticamente representativa para la Cuenca, ¿Cómo afectaría esto a la teoría?



Afectaría a la hipótesis, derivada de uno de los principios generales (en nuestra reconstrucción), de que la especialización regional fue una de las respuestas a la presión demográfica, como mecanismo de optimización de la producción local; y al principio que establece que la regulación de un sistema de intercambio regional implicaba demandas administrativas que una organización política simple, del tipo de una tribu, no era capaz ya de resolver.



De ahí implica un salto ya más fuerte el proponer que esa ausencia es evidencia de que no había tal presión demográfica requiriendo la especialización; y que, al no existir, entonces un elemento central de la teoría queda refutado y con él, quedaría refutada la teoría en su conjunto. Pero esa conclusión simple y sencillamente no se sigue, cuando menos por dos razones. La primera, porque la existencia de un sistema de intercambio regional basado en la especialización local de la producción no es la única motivación que tiene postular la existencia de presión demográfica: de otra manera, ¿cómo se explica entonces la intensificación

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agrícola, empezando por una reducción del ciclo de descanso de la tierra, luego una progresiva colonización de áreas previamente no cultivadas, hasta el momento en que se están construyendo terrazas, drenajes y finalmente pseudochinampas y canales de riego?. Segundo, porque una auténtica refutación pasaría por proponer una teoría alternativa. Y no conozco una. Al menos, insisto, no producida por Brumfiel, quien dudo haya pretendido jamás refutar a SPS.



Por la misma razón mucho menos me impresionan los ajustes que pudieran hacerse a detalles empíricos. Quizá las cifras de población estén mal (hacia arriba o hacia abajo en un 5%); o quizá el factor de tierra de cultivo está sub-valuado. O quizá realmente hay un problema de representatividad, porque, a pesar de su pretensión de cobertura total, SPS cubrieron quizá solamente el 85% de la Cuenca, con lo que les faltó identificar sitios. Etc., etc., etc.



Aunque sin duda todos esos reportes requerirían correcciones y ajustes a algunas partes de la teoría, mientras no sepamos a qué principios específicamente tocan y adicionalmente tengamos una alternativa, no veo cómo podemos decir que “refutan la teoría”.



Todavía me impresionan mucho menos las afirmaciones como la que hace Blanton de que la población simple y sencillamente no tiene una tendencia natural a crecer [Blanton, Ponencia presentada en la reunión de la American Anthropological Association, Sn. Francisco, Cal. 1975]. Su evidencia: cultivos de levadura en platos de Petri muestran que mucho antes de llegar a un porcentaje elevado de la capacidad de carga, la propia levadura segrega una sustancia que hace que se detenga su crecimiento. Me imagino que esa es también la razón por la que nunca se dio un estado arcaico entre las levaduras…

SPS: ¿una teoría refutada?... Lo dudo En suma: la evaluación empírica de la teoría (de esta o cualquier otra) tiene como prerrequisito el que se tenga claridad sobre lo que la teoría dice; y una teoría dice lo que dice en sus principios generales, por lo que lo primero es contar con un análisis sintáctico que permita determinar cuáles son dichos principios y qué forma tienen.



Ello no significa que crea a pie juntillas lo que parecen asumir SPS en su libro: que la teoría está corroborada. En la medida en que ellos mismos no han cubierto (seguramente por no considerarlo necesario) el prerrequisito mencionado, no es entonces fácil que pudiera hacerse una evaluación que arroje que la teoría se ha corroborado. Si los únicos principios generales de la teoría son las tres leyes que citan al inicio del capítulo 9, entonces la relevancia de un reporte como “Efectivamente, la capacidad de carga llegó entre el 20 y el 30% en el momento en que se produce la fisión y se inicia la intensificación” se pierde: ¿ese enunciado a qué principio es relevante?, ¿a la ley del menor esfuerzo?, ¿a la del menor riesgo? , ¿a la del potencial biótico?. Aún reforzados estos principios con el modelo de

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1976, no es claro a qué “paso” o momento del modelo aplican. ¿Al V-E? , ¿al VA?.



El problema con una evaluación empírica de una teoría que no sabemos bien a bien qué dice, es que acaba siendo un asunto de impresiones generales; pero por un principio entonces de elemental justicia, si hemos de rechazar las refutaciones por basarse en meras impresiones, entonces no podemos tampoco aceptar las corroboraciones logradas de la misma manera.



SPS ofrecen mucha evidencia a favor de la presión demográfica, de la tensión producida por llegarse a umbrales de la capacidad de carga, del proceso previo de colonización inicial, de los efectos y evidencias de la intensificación agrícola, de la complejización del aparato político. No estoy poniendo en duda esa evidencia. Aún en el caso de que, de nuevo, tuviera errores de detalle, creo que la imagen que ofrecen de la Cuenca de México era fundamentalmente correcta para el momento en que la plantearon. Nunca ha sido ni es mi intención hacer un seguimiento de la base empírica de la teoría desde esos días hasta hoy –no tengo la capacidad ni los conocimientos, ni fue nunca ese el centro de esta tesis. Si se me pregunta mi impresión personal, la evidencia que se tenía en ese momento habla más a favor que en contra de la teoría. Pero la idea central de esta tesis es que podamos llegar a desarrollar mecanismos de evaluación que vayan precisamente más allá de la impresión u opinión personal de los arqueólogos.



A riesgo de ser redundante: primero hay que saber qué intenta explicar la teoría; luego, lo que la teoría dice y lo que asume; evaluar entonces los datos que sean relevantes a eso que dice; y finalmente, en su caso, contar con una alternativa, antes de poder hablar de refutación en sentido lakatosiano. Quizá estos requerimientos son demasiado astringentes. Pero el costo de no realizar a cabo cuando menos un mínimo de análisis teórico es lo que nos ha llevado, estoy convencido, primero a la situación de pensar que todas las teorías sobre el origen del estado estaban refutadas en 1979. Luego, en los 80´s y 90´s, a pensar que el error era intentar producir explicaciones, que quizá había que abandonar esa meta. Y hoy día, a autores como Yoffee [2005], a proponer que la insistencia del neoevolucionismo en producir explicaciones fue en realidad una insistencia retardataria del progreso de la arqueología. Y hoy día vemos, aparentemente y por desgracia, el regreso a las “platicaciones” voluntaristas, ontologizantes, las historias de “así na’más”. No me parece un estado saludable para la disciplina. Valgan estas líneas como parte de un intento para modificar esta situación.



Finalmente, esta teoría es parte de un esfuerzo que resultó no solamente en un incremento considerable de nuestro conocimiento de la Cuenca de México, sino que también desarrolló nuevas técnicas y procedimientos de trabajo de campo, que han sido usados exitosamente en otros lugares del mundo. Esta razón es suficiente como para considerar que, aún si la teoría estuviera refutada (e insisto, en ese caso, exijo primero ver cómo es que se reconstruye y qué datos supuestamente la refutan), el esfuerzo de Sanders, Parsons y Santley (y los

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equipos de trabajo que a lo largo de más de 25 años colaboraron con Sanders), reciba el reconocimiento y respeto que merece.



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Capítulo 14

El análisis, ahora comparativo, entre SPS y algunas de sus competidoras El proceso de análisis teórico que proponemos no termina con el análisis de una teoría sustantiva aislada; para ser realmente ilustrativo, tiene que tener un carácter comparativo. Como se recordará, la idea es lograr una especie de “marcador global” que asignara posiciones relativas a cada una de las teorías en competencia. En el caso de la “cápsula del tiempo” que nos ocupa, estas serían algunas de las más representativas teorías disponibles alrededor de la fecha de publicación de SPS, es decir, finales de los 70’s, e inicios de los 80’s.



Aunque este recorte es mucho más manejable que pretender un análisis de todas las teorías que estaban en boga mucho antes o mucho después de este momento, aún así es claro que hacer un análisis teórico detallado para todas esas teorías, como el que hemos esbozado aquí para SPS, nos llevaría una cantidad de tiempo (y espacio) que simplemente trascendería los límites de esta tesis. Por ello, nunca nos propusimos que, en este primer ejercicio, el análisis comparativo fuera del mismo grado de profundidad que para SPS. Queda a otros analistas y particularmente a los propositores y defensores de las otras teorías, el hacer un análisis detallado de sus propuestas. Aquí nuestro tratamiento seguramente no hace cabal justicia de sus propuestas, ni lo pretende: es simplemente un acercamiento inicial, motivado por la intención de mostrar cómo se vería, en principio, el análisis comparativo si todas las teorías hubieran sido tratadas de manera similar.

Algunas teorías reconocidas por los propios SPS El primer marco comparativo lo presentan SPS, al seleccionar como puntos de referencia cuando menos cinco teorías: Carneiro [1970], Wittfogel [1957] y aunque no mencionan la fecha de la modificación posterior a la teoría se refieren a Wittfogel [1972]; Boserup [1963], que es reinterpretada como una teoría sobre la evolución social y política; Netting [1972], con su teoría del arbitraje o mediación; e, indirectamente, más como enfoque general que como teoría explícita –lo que es correcto- el modelo de Flannery [1975, orig. 1972].



El tratamiento es bastante sumario. Se hace una primera distinción analítica y crítica en términos de ontología social: se ubica a Netting y, sorpresivamente a Carneiro, como teorías no-materialistas, mientras que Wittfogel y Boserup se consideran materialistas. A Netting, como vimos en un capítulo anterior, porque el proceso de mediación sobre el que actúan los árbitros puede no involucrar

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aspectos de propiedad, con lo que, en opinión de SPS, la teoría ya no es materialista [Sanders et al. 1979:362]. A Carneiro, por considerar que al ser la guerra una constante universal, cuyo efecto es solamente político, “no necesariamente mediado por procesos económicos” [Sanders et al. 1979:361] y en consecuencia, “no es un paradigma materialista” a los ojos de SPS [Ibíd.]. Es claro que, dada la ontología que SPS prefieren, un criterio de evaluación es hasta dónde las teorías competidoras satisfagan el desideratum de ser materialistas.



Luego, bajo una segunda distinción ontológica, tomada de Carneiro [1970], se considera a Netting como una teoría voluntarística y a las tres restantes como coercitivas; para ello, argumentan que la identificación que hace el propio Carneiro de la teoría de Wittfogel como voluntarista es incorrecta, dado que los conflictos que se generan por los sistemas hidráulicos (conflictos que, a otra escala, se documentaron incluso en la Cuenca para la década de los 60s) implican un componente coercitivo y no solamente la voluntad de los administradores del sistema hidráulico. De nuevo, las preferencias de la posición de SPS van hacia el lado de las teorías coercitivas. Platicando con Sanders [Sanders, comunicación personal, Morelia, Marzo de 2007] respecto al carácter simétrico que en principio debe poder tener una explicación, salió a relucir el tema: la preferencia por las teorías coercitivas no está motivada políticamente (es decir, porque las voluntaristas presenten una visión negativa o pesimista de la naturaleza humana), sino porque son malas explicaciones: si la razón por la que un árbitro, como en el caso de Netting, decide sacar provecho de su situación estriba solamente en la naturaleza humana que busca siempre privilegios personales, entonces el estado debió haber surgido en donde quiera que hubiera árbitros y mediadores, cosa que sabemos no es cierta.



Pero me estoy adelantando ya a lo que estas teorías dicen y por qué SPS no las encuentran enteramente satisfactorias. La de Netting utiliza también a la presión demográfica como factor, pero de manera diferente a Carneiro. En palabras de SPS, propondría que la complejidad social es el resultado de que, al incrementarse la población aritméticamente, se incrementan las oportunidades para conflictos sociales geométricamente. Con ello, se acude cada vez más al proceso de arbitraje o mediación, hasta que:



“…Finalmente, se llega a un punto en el que es menos costoso aceptar los resultados del arbitraje que continuar el conflicto” … En el caso africano, el individuo seleccionado como árbitro es usualmente una persona que ya tiene una posición de prestigio en la sociedad, usualmente un líder religioso con poder político o económico muy limitado. A través de su posición como árbitro y dado que recibe regalos de los litigantes, gradualmente construye un fondo de poder económico y político. Mucho de este poder puede ser transferible a sus descendientes y finalmente emerge un cacicazgo a partir de una sociedad esencialmente igualitaria” [Sanders et al. 1979:362].

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Es decir, la gente rinde su autonomía de manera voluntaria, con tal de evitar el conflicto y asume el costo de que los mediadores eventualmente tomen el poder. Es curioso que SPS tomen una teoría desarrollada para estudiar estados secundarios y se le considere entre las de interés para el estudio del origen del estado arcaico, aunque su tratamiento se limite básicamente a un párrafo y otro par de menciones. El problema con la teoría sería que el estado debería aparecer en donde quiera que hubiera habido crecimiento demográfico, como se señaló, y eso no sucedió.

Sanders [Comunicación personal, Guadalajara, Marzo de 2007] se mostró gratamente sorprendido cuando le propuse un nivel adicional de análisis, que era el de qué tan rápido una teoría (la de Netting u otras similares), llegaba a lo que he llamado aquí la “ontologización”. Es decir, hasta dónde la teoría era fértil –criterio discutido en el capítulo 10. Si preguntamos por qué surgen las diferencias sociales que luego se convertirán en cacicazgo y estado, Netting contestaría que son el efecto de la manipulación del papel del árbitro y su acumulación de bienes materiales y prestigio, que son luego heredados. Ante la pregunta de ¿por qué el árbitro quisiera acumular poder y transmitirlo a sus descendientes, en vez de compartirlo con el resto del grupo?, Netting aparentemente no tendría otra respuesta que “porque así es el hombre”, con lo que la teoría recurre a la ontologización apenas un paso después del que constituye la propia explicación. Se trata, sin duda, de una teoría poco fértil y en mi opinión, de nuevo una manera de vender como teoría sustantiva una opinión política, muy cercana, como el lector apreciará, a la teoría del contrato social, dentro de la filosofía política.

Carneiro recibe un tratamiento más favorable, aunque se le ubique como una teoría no materialista. La teoría propone que el estado surge cuando un grupo derrota a otro, de forma tal que éste “nunca de manera voluntaria, rinde su autonomía” [Carneiro 1970]. Es decir, la subordinación social es el resultado del conflicto. A la pregunta, ¿y por qué hay conflicto?, Carneiro respondería que es el resultado de la competencia por la tierra, que a su vez es un efecto del crecimiento demográfico en condiciones de circunscripción. Aquí la teoría es más fértil, dado que incluso puede intentar contestar a la pregunta ¿y por qué creció la población?, por referencia a factores que sacan de balance la proporción natalidad-mortalidadmigración. SPS ven en esta teoría la operación de su primera ley (del potencial biótico) y de la ley del menor costo, aplicada a las organizaciones sociales [Sanders et al. 1979:361]. Es claro que SPS entienden que el propósito de la sumisión es aprovechar a los vencidos en una relación de explotación [Ibíd.], que se produce precisamente porque, dadas las condiciones de circunscripción, la población derrotada no tiene la posibilidad de escapar. La universalidad de la guerra, como factor explicativo, es mediada por las condiciones de presión demográfica bajo circunscripción, lo que permite explicar por qué no en donde quiera que hubiera crecimiento demográfico hubo un estado.

La pregunta subyacente, por supuesto, es por qué los vencedores quieren aprovechar el trabajo de los vencidos. Da la impresión de que este es

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precisamente el elemento que SPS sienten no está adecuadamente resuelto en la teoría de Carneiro (aunque no abundan más allá de decir que la teoría no es materialista, si bien en ella se pueden aplicar las tres leyes que ellos proponen). Implícito en el argumento, en cualquier caso, está el que la sumisión permitirá que la fuerza de trabajo adicional que la intensificación requiere la hagan los subordinados. ¿Por qué habrían de desear esto? Carneiro no parece tener respuesta (al menos en la formulación original de 1970). Creo que SPS sienten que ellos sí la tienen, bajo la ley del menor esfuerzo: prefieren que otros hagan el trabajo adicional. Sanders confirmó esta lectura [Entrevista 2007].

La tercera teoría tratada es la de Boserup [1965], que normalmente es considerada como una teoría para explicar la variabilidad en técnicas agrícolas y la aparente reacción de algunas sociedades tradicionales, por “retraso cultural”, a adoptar técnicas cada vez más sofisticadas (como asumiría el evolucionismo clásico). Boserup muestra que, dados los costos adicionales en trabajo que implica la intensificación, el resultado es en realidad una relación costo/beneficio de “declinamiento gradual” [Sanders et al. 1979:362]; por ello, si las comunidades tienen la opción de fisionarse y seguir cultivando de manera extensiva, lo harán; pero ante un aumento demográfico que impida la colonización de nuevas áreas, finalmente se adoptará la intensificación, a pesar de su mayor costo.



“En su libro, sin embargo, ella va más allá de la explicación de la variabilidad agrícola. Ella ve a la intensificación agrícola como responsable de causar cambios en la propiedad de la tierra, desde cuando prácticamente no había ningunos claramente definidos, ni al nivel de la aldea, hasta que se alcanza un nivel de derechos individuales. Otro efecto del proceso es la especialización económica creciente y la especialización. La estratificación social es primeramente el resultado del sistema de tenencia de la tierra y los derechos de propiedad se hacen cada vez menos equitativos a medida que ocurre la intensificación. En su modelo asume el crecimiento demográfico como una variable universal e independiente. Su teoría está esencialmente dentro de la tradición del materialismo cultural, dado que los cambios sociales, económicos y políticos están mediados a través del sistema agrícola” [Sanders et al. 1979:363].

Como se verá, esta teoría recibe un tratamiento más favorable y es de hecho incorporada (junto con los elementos positivos de la teoría de Carneiro), en la propia formulación de SPS. Quedaría de todas maneras por resolver el por qué la distribución de la tierra “se hace cada vez menos equitativa”, cuando sabemos que las sociedades igualitarias (al menos las etnográficamente documentadas), tienen importantes y relativamente eficaces mecanismos de “nivelación social”, señalados, entre otros, por Flannery [1975:45]. Esta pregunta afecta, por supuesto, no solamente a Boserup, sino al uso que hacen de sus ideas SPS.

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La última teoría considerada explícitamente por SPS es la de Wittfogel [1957], a quien ven como un ejemplo de la aplicación de su tercera ley, la del menor costo. Son concientes de los intentos de varios colegas por refutar la teoría, cosa que atribuyen a “una falta básica de comprensión de la teoría” y “a un muy ingenuo diseño de investigación” [Sanders et al. 1979:365], que ha llevado a utilizar casos muy anteriores al proceso de interés (cacicazgos, con sistemas hidráulicos muy incipientes, como Adams [1965, 1966, citado en Sanders et al. 1979:366], o bien demasiado tardíos –incluso contemporáneos, como en el caso de la refutación espuria de Lees, mencionado en el capítulo 8.



“Lo que Wittfogel hizo fue mostrar una correlación entre los sistemas políticos grandes y altamente centralizados, a los que se refiere como despotismo oriental, con el manejo del agua a gran escala, que involucra tanto irrigación como sistemas de transporte. Las características centrales del despotismo oriental son un monopolio del poder político y económico por parte del estado, con control absoluto sobre la población que lo sostiene, un monopolio que impide la formación de instituciones rivales que puedan controlar el poder…” [Sanders et al. 1979:366].

Para SPS el problema es tratar a la teoría como una propuesta monolítica, centrada en la presencia o ausencia de obras hidráulicas a gran escala, en vez de verla en el contexto de la capacidad de la agricultura hidráulica (de cualquier escala) para reducir los riesgos. Habría que ver a la agricultura hidráulica como suficientemente variada como para…:



“…requerir una serie de modelos evolutivos, cada uno dependiente de las características específicas del sistema. Tales variables incluirían el tamaña del sistema (particularmente si es de una o múltiples comunidades), el grado al que la población derivaba mucho o casi todas sus cosechas de la tierra irrigada, la proporción de agua a la tierra irrigada, si el sistema ocurre en un ambiente en el que el riesgo del cultivo sin riego es bajo o alto, los problemas de largo plazo, como la salinización y las relaciones de realimentación entre la irrigación y el sistema político” [Sanders et al. 1979:368].

Como se verá, el tratamiento es crítico, pero favorable. Evidentemente, lo que SPS harán es tomar la variante de la agricultura hidráulica en condiciones de alto riesgo de pérdida de la cosecha cuando se practica el cultivo de temporal, como eran en su opinión las condiciones en la Cuenca de México y su ambiente alto y seco. Son concientes de que adoptar, in toto, la teoría de Wittfogel, en particular en su última formulación [1972], es meterse en problemas; al proponer que una sociedad es hidráulica en función de su sistema político despótico y aceptar casos secundarios, aún en ausencia de agricultura hidráulica, la teoría se vuelve problemática [Sanders et al. 1979:366]. Aunque SPS no la articulan, la razón es simple: la teoría se vuelve irrefutable. No habría un solo caso disponible

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en el que pudiéramos encontrar que no se cumple: prácticamente todos los estados, por definición serían despóticos y sus sistemas hidráulicos, haya o no tenido nada que ver la agricultura hidráulica en su desarrollo.

La última teoría mencionada, aunque no explícitamente tratada por SPS es la de Flannery [1972], a la que ven más como una heurística sistémica que permite pensar los procesos en forma de circuitos de realimentación, que como una teoría desarrollada. Creo que es un acierto el verla así. En cualquier caso, opinan que, como Flannery ha enfatizado:



“…a medida que la estratificación social se vuelve más intensa, a la par que otras formas de diferenciación intra-social, se hacen necesarios mecanismos más elaborados y complejos de control político y organización. Finalmente una clase administradora emerge, con poca relación directa y frecuentemente solo un conocimiento muy generalizado, de los medios de producción en la base del sistema. Las decisiones de cómo es que debe usarse el ambiente se hacen cada vez más por gente que no está directamente explotándolo. Las decisiones se hacen frecuentemente para propio beneficio, en términos de sus propias necesidades más que en términos del funcionamiento del sistema en su conjunto. Algunas veces el proceso crea incluso desastres ecológicos, como en el caso de la salinización de la baja Mesopotamia y posiblemente la erosión del suelo en las tierras bajas Mayas del Clásico. Nosotros argumentaríamos, sin embargo, que las decisiones hechas por la clase gobernante están basadas en nuestras tres leyes –pero en términos de sus propios subsistemas- no del sistema en su conjunto. Es por esa razón, creemos, que muchos antropólogos frecuentemente ven la toma de decisiones como noecológica” [Sanders et al. 1979:395].

Aunque no se refieren explícitamente a Flannery, páginas atrás SPS argumentan en contra de las teorías sistémicas que se basan en una “democracia de factores”. La insistencia en sus leyes, en el pasaje citado, es una manera de traer jerarquía a los factores causales, remediando así una dificultad con la propuesta sistémica. Otra, de la que no parecen estar concientes, es la de medir, con la precisión que a Sanders le gustaría, estas demandas administrativas que se derivan de la estratificación; y el hecho de que el modelo simplemente parece asumir un gradualismo en el que “poco a poco…” las cosas se hicieron más complejas porque “así na’más”.

Vale la pena cerrar esta sección comentando una última teoría que Sanders discute: la suya sobre el papel de la simbiosis regional [Sanders 1956, 1968]. Y vale la pena hacerlo, porque creo que arroja luz sobre el supuesto carácter dogmático y de deshonestidad del que acusa Blanton [1990] a Sanders. La teoría

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proponía que en condiciones de variabilidad regional se darían procesos de especialización que llevarían a la creación de sistemas de intercambio complejo:

“Siguiendo este argumento teórico, a partir de la necesidad de salvaguardar esas redes de intercambio es que se desarrolló la centralización política. Además de la necesidad de salvaguardar el sistema, su control, como el de la agricultura hidráulica, alteró las posiciones políticas mismas que habían sido diseñadas para regularlas y proporcionó oportunidades adicionales para los ocupantes de las posiciones de estatus de expandir este poder político. Un aspecto adicional del argumento teórico es que la gran frecuencia y regularidad de los encuentros de mercado reduciría el sentimiento de parroquialidad de los grupos locales y actuaría para validar el sistema político más amplio […]”. “El modelo es tal vez muy útil para explicar el grado de integración conseguido por los estados locales y supralocales durante el Horizonte Tardío [Postclásico Tardío en la secuencia tradicional]. En la formulación original de Sanders, sin embargo, su propósito era explicar cómo es que los sistemas políticos centralizados emergieron en tiempos más tempranos. Se veía como un proceso mecánico que resultaba de la necesidad de intercambio. El muy divergente sistema de asentamiento de tiempos más tempranos, particularmente durante el Primer Periodo Intermedio (Formativo), cuando se lograron los estadios de centralización política, debilita considerablemente el valor explicativo de este modelo... [La ubicación de los asentamientos permitía asegurarles acceso a una variedad de recursos…así que…] la especialización y la simbiosis serían importantes solamente entre segmentos de la misma comunidad física. La especialización local, por lo tanto, no parece haber sido una variable que estimulara la evolución de los cacicazgos simples o los estados pequeños durante este periodo…” [Sanders et al. 1979:402].

Me he atrevido a citar en extenso el pasaje, porque ilustra no solo la honestidad de Sanders al revisar el modelo que fue una de las razones de su prestigio a nivel internacional cuando iniciaba su carrera, sino porque muestra el nivel de generalidad al que muchas propuestas teóricas son presentadas por SPS. Este nivel de generalidad lo compartían muchos arqueólogos de la época. Formalizar la teoría no parece ser un requisito para poder emplearla o evaluarla. Una narrativa causal a grandes pinceladas (que en el caso de Sanders siempre son pinceladas precisas, firmes, convincentes), es todo lo que parece ser necesario. Nótese también que parte de la evaluación de SPS descansa en la congruencia con los supuestos de la posición teórica en torno a la causalidad, la simplicidad de las teorías y la ontología social.



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Algunas de las alternativas disponibles Este breve recuento de las teorías explícitamente mencionadas por SPS es un buen preludio para considerar otras que, en el momento de interés esta tesis, eran contendientes también, aunque no se mencionen en el texto Como se recordará, para 1978 Cohen y Service listaban las siguientes como relevantes: Hobbes, Rouseau, Locke, Spencer, Marx y Engels, Ibn Khaldun, Spengler, Toynbee, Oppenheimer, Morgan, entre las teorías clásicas; y autores “modernos”, como Childe, Wittfogel, Steward, Adams, Diakonov, Carneiro, Fried, Wright y Johnson, Sanders y Price, Flannery y el propio Service, entre otros [Cohen and Service 1978].



Marxista (varias versiones incluyendo Diakonov): cerca, pero todavía no –gracias por participar Fue en realidad Engels quien abordó de manera más directa el problema del origen de las clases sociales y el estado. Como se ha comentado ya antes, los trabajos de Marx sobre sociedades precapitalistas se dieron a conocer tardíamente. He sostenido que se trata de trabajos que no son de la talla ni de la importancia del tratamiento que hizo Marx sobre el Capital. Esta naturaleza secundaria se refleja en que se trata o de cartas a colegas o de notas sin acabar ver Gándara [1986] para un tratamiento más detallado.



La tradición marxista posterior recuperó, en mi opinión, tres o cuatro ideas que son centrales a las diferentes propuestas de los clásicos marxistas: a) el estado es el aparato de control y subordinación de una clase por otra; en consecuencia, el problema explicativo es el origen de las clases, no del estado. El estado es un efecto de la aparición de las clases sociales; b) el estado tiene como precondición la existencia de una plus-producción o excedente, que a su vez requiere del desarrollo de las fuerzas productivas vía, típicamente, de la domesticación de animales y plantas; c) el problema es explicar cómo un grupo es capaz de dominar al conjunto social y, de manera simétrica, por qué el grupo en su conjunto no se pudo oponer a tal dominación; d) la solución debe pasar por el control de los medios de producción centrales y por un cambio en las reglas de propiedad.



Diferentes tratamientos de estos puntos comunes resultan en variaciones diferentes de la teoría. En particular, de los puntos c) y d), que son parte de la situación problemática de la teoría. Sabemos (y la arqueología y la etnografía lo han ratificado), que las sociedades pre-estatales eran igualitarias o cuando mucho jerarquizadas y que la propiedad era colectiva. Parte, entonces, del acertijo a resolver es cómo se rompe la lógica igualitaria de la reciprocidad balanceada y aparecen formas de propiedad particular e incluso individual de los medios de producción.

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Una solución típica (con variantes locales) es la de postular un “poder de función” que cierto(s) segmento(s) segmento(s) de la población pudieron haber tenido antes de la formación del estado. Este poder de función es el que luego es manipulado a favor de un subconjunto social, que al producirse la subordinación se convierte en la clase dominante. La idea detrás del “poder de función” es que la tarea desarrollada por este segmento era crucial al mantenimiento del conjunto social, de forma tal que éste le concede privilegios especiales a cambio de realizar la función y poco a poco estos privilegios se acumulan para convertirse cada vez más en un poder real económico, sancionado política e ideológicamente.



Así, en una de las versiones de Childe, la función en cuestión es el control del sistema de intercambio a larga distancia. El argumento sería que, considerando que las tierras bajas de Sumer no tienen una serie de materiales indispensables para la vida aldeana (tales como madera o piedra para la construcción), es necesario establecer un sistema de intercambio para abastecer a las áreas ribereñas de dichas materias primas. Ello implica producir un poco más de lo que se consumirá y este plusproducto canalizarlo hacia el intercambio. Se requiere entonces que alguien administre y coordine esta producción, así como que mantenga las redes de intercambio y las proteja de predadores. Con el tiempo, la manipulación de los privilegios derivados de esta función se traducirá en un diferencial social que finalmente lleva a la aparición de clases sociales.



Otra variante, también atribuida a Childe tiene que ver con el intercambio pero de bienes suntuarios. En este caso se trata de los bienes que las nacientes elites locales requieren para simbolizar su estatuto diferencial y resaltar su prestigio. Su poder ha derivado quizá de que son especialistas en alguna rama (metalurgia, astronomía, etc.). Con el tiempo, el control del sistema de intercambio llevará a la estratificación y las clases sociales. Luis Guillermo Lumbreras sostenía hasta hace algún tiempo una variante de esta misma idea, al proponer que en el caso peruano el especialista en cuestión es el que es capaz de predecir, vía su observación del firmamento, eventos astronómicos directamente relevantes al éxito agrícola en estas regiones. En otras variantes es el shamán, que permite un intercambio con los poderes del más allá y hay, por supuesto, variantes en donde este especialista es el líder militar, que luego de varias campañas exitosas de ataque o defensa, transfiere su poder a sus descendientes que eventualmente constituyen una elite. Como la función desarrollada es crucial para el conjunto social, la gente es capaz de soportar las cargas de trabajo adicionales y conceder a estos especialistas privilegios especiales.



Por detrás de estas variantes está la misma idea: en cuanto surge el plusproducto o excedente (que es a su vez una consecuencia inevitable del imparable desarrollo de las fuerzas productivas, motor infalible del desarrollo social), alguien se lo roba para su beneficio y el de sus familiares y parientes cercanos. Este robo, primero de escala menor y justificado por el poder de función desarrollado, se convierte finalmente en una escisión en clases sociales cuyo control requiere la formación del estado.

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Vista así, a pesar de que generalmente se incluye este grupo de teorías dentro de las llamadas teorías coercitivas o del conflicto (me imagino que por la referencia al conflicto de clases), la teoría es, como espero será evidente, una teoría voluntarista. Y si preguntamos por qué es que el especialista (ya sea en intercambio, control del tiempo o contacto con el inframundo o, como en la variante de Wittfogel, administrador de la agricultura hidráulica) quiere apoderarse del excedente y luego del poder político, después de unos segundos en que nuestro interlocutor parece haber perdido el semblante o estar en otro planeta, se nos ofrece normalmente un discurso sobre la importancia de la historicidad en el materialismo histórico. Al marxismo le interesan los casos en su singularidad fundamental, por lo que es prematuro intentar una generalidad que traicione la recuperación de la historia específica de sociedades concretas (¡¡Uff!!). A lo que normalmente respondo, “O sea que no sabemos por qué, ¿no?”.



La respuesta más común es “por que así es el hombre”. Es decir, la teoría no aguanta ni un par de eslabones en la cadena explicativa antes de ontologizar. Y lo hace de una manera que, en mi opinión, es incompatible con una auténtica posición marxista. La ontología resultante es una de desesperanza, en la que lo único que queda es “vigilar y castigar”, para emplear una frase de Foucault. Ello es así, porque que si está en la “esencia humana inmutable” –incompatible de nuevo con una visión dialéctica, histórica y cambiante, perfectible de dicha naturaleza- el buscar a toda costa el poder y el dominio, entonces la revolución no es más que una solución temporal a un problema insuperable.



La excepción a esta caracterización global de las teorías de corte marxista de la época es la propuesta de Bate, que es, como el modestamente reconoce, apenas una propuesta de qué es lo que hay que investigar cuando decimos que queremos investigar las primeras sociedades clasistas [Bate 1983]. Se trata de un trabajo en progreso, que empieza aparentemente a rendir frutos en unos primeros bocetos explicativos. Me parece que esta es la ruta a seguir, más que insistir que teorías como la del “modo de producción asiático” -ver Gándara [1986], Bate [1983]- son la explicación marxista del origen del estado.

He argumentado que si dicha teoría realmente fuera una teoría y fuera la teoría marxista, entonces tenemos una teoría parcialmente refutada: uno de sus planteamientos es que el supra-poder del estado se instala sobre la estructura de las comunidades aldeanas, a la que no transforma dado que lo único que requiere es la extracción de tributo. Es decir, las comunidades aldeanas se mantienen físicamente iguales y quizá el único añadido es la figura de un colector de tributos (y, por supuesto, que se trabaja adicionalmente para producirlos). Pero la implicación es que las comunidades aldeanas permanecen. Al menos para el caso de Teotihuacan esta predicción no tendría apoyo empírico, dado que, como precisamente muestran los mapas de SPS [Sanders et al. 1979: mapas 11 y 12] el momento de la aparición del estado es precisamente el momento en que desaparecen las comunidades aldeanas y los sitios de segundo nivel en la parte

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oriental de la Cuenca. Todo indica que esa población fue forzada a vivir en Teotihuacan, que pasa de tener algunos miles de habitantes al inicio del proceso hasta alcanzar una población que, para finales de los 80´s, se estimaba en 200,000 personas. Hoy el estimado se ha corregido hacia abajo, pero de cualquier manera, la evidencia muestra que no resurgirían comunidades aldeanas sino hasta la caída de Teotihuacan, lo que es consistente con la idea de que estaban en la cuidad de manera forzada.



La confusión sobre cuál sería y que dice la teoría marxista del origen de estado llega a un nivel trágicamente cómico con el intercambio entre Fried y Service en torno a lo que ellos interpretan como la teoría marxista del origen del estado en el libro de Cohen y Service de 1978. Uno la ataca, diciendo que no ve ningún ejemplo de lucha de clases, en particular entre el proletariado y el estado en Mesopotamia; y el otro la defiende tratando de encontrar ejemplos de dicha lucha, olvidando antes que el proletariado es la contrapartida dialéctica del capital y que surge, cuando más temprano82, al final de la era mercantil e inicio de la industrial, o casi cinco mil años después del origen del estado. Es casi doloroso ver a dos ex-militantes de la izquierda norteamericana ignorar el principio marxista de que las teorías se producen sobre formaciones socioeconómicas de niveles particulares de desarrollo; y que, por lo mismo, las teorías sobre el capitalismo no tienen por qué ser proyectables hacia los estados arcaicos. Es más, les ofrezco una predicción: no solamente no van a encontrar proletarios protestando, tampoco encontrarán capitalistas que repriman sus protestas.  



En suma, a pesar de que me gustaría poder decir, por mi filiación al marxismo, que la teoría marxista tenía mucho más poder explicativo que la de SPS, no es posible hacerlo, al menos no en las teorías disponibles en el momento relevante a nuestro análisis. Carecía de fertilidad teórica, no tenía capacidad sistemática ni simetría explicativa y, al menos en el caso mesoamericano, la evidencia empírica debilita de manera considerable un supuesto central de la teoría. Es sin duda, una teoría simple, al grado de ser considerada como simplista o mecánica por sus críticos. Y los valores que promueve no son en absoluto congruentes con la concepción marxista del hombre. Para poder construir una auténtica teoría marxista el primer paso es, como en el alcoholismo, reconocer que se tiene un problema: el nuestro consiste en que no tenemos una teoría sobre el origen de las clases y el estado (aunque los avances de Bate en torno a la sociedad clasista inicial son un buen augurio) [Bate 1984].



82

Apunta Bate [Comunicación personal, México, Agosto 2007]: como clase fundamental; hay antecedentes previos: el término mismo es romano e incluso en Grecia se daba el fenómeno de que a un comunero o ex-patricio se le esclavizara. Pero no jugaban un papel fundamental como clase.

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Wittfogel: anegado en la irrefutabilidad Habría dos variantes de la teoría a considerar: la original, escrita en los treintas y publicada en 1957 en inglés [Wittfogel 1957]. La primera, que comentaré en seguida, comparte con el grupo de teorías marxistas antes mencionadas los problemas señalados para éstas. De hecho, esta primera versión es una variante de las teorías de “poder de función”83, en la que los administradores del sistema de riego aprovechan su función para monopolizar el poder. Quizá porque ésta fue una de las primeras teorías “modernas” sobre el origen del estado arcaico, es quizá una de las más evaluadas en arqueología.  

De hecho, Sanders recibió esta teoría temprano en su formación, dado que era una que Armillas, Wolf y Palerm consideraban importante; tan importante como para que Palerm, siendo etnólogo, trabajara con Armillas tratando de determinar si el riego había sido un factor de desarrollo en la Cuenca de México antes que otros arqueólogos lo hicieran. En la tradición popular, la reacción de la arqueología mexicana fue que Wittfogel era inaplicable a Mesoamérica (al menos en la Cuenca de México) ante la ausencia de grandes ríos que pudieran haber sido objeto de manipulación. En consecuencia, no se había encontrado, para finales de los 50s, un solo canal de riego, ni aparecerían en lo sucesivo. Se supone que Armillas y Palerm contestaron que “no se han encontrado porque nunca se buscaron”. Y, en efecto, pronto documentaron canales tempranos en las inmediaciones de Cuicuilco. Fueron estos autores también los que mostraron que la agricultura hidráulica no se reduce al uso de canales, sino que puede incluir otro tipo de recursos, como las chinampas, los campos levantados y otros sistemas no solamente de riego, sino de drenaje.

Pero, mientras que en México estos autores, junto con Sanders, dedicaban recursos a determinar qué tan viable era la teoría (generalizada más allá de sus casos originales, Mesopotamia y China) para explicar el desarrollo mesoamericano, sus colegas norteamericanos parecían pensar que la tarea era tratar de mostrar a toda costa que la teoría era falsa. No sé si es coincidencia que dos de las refutaciones ocurrieron con materiales oaxaqueños (Lees y, en menor grado, como vimos, los Hunt); y que, al menos, otras sea productos de la Universidad de Michigan: la refutación que hizo Earle con materiales de la isla de Huahu, en Hawai [Earle 1978]. Esta teoría es una de las que primero aparecen citadas como “de primer motor” por Flannery, quien tuvo familiarización con ella en su trabajo en el Medio Oriente [Flannery 1975:22].

De hecho, es del Medio Oriente de donde sale la primera refutación. Adams encuentra que los sistemas de canales más complejos son mucho más tardíos que la aparición del estado y las primeras ciudades [Adams 1965, 1966; Adams, et al. 1974]. Esta refutación sería contundente, si la teoría fuera tan simple como un sólo enunciado y este enunciado tuviera la forma de un bicondicional: es decir, sí y solo sí existe irrigación compleja surge el estado. En ese caso, al cumplirse el 83

De nuevo apunta Bate: es Wittfogel quien propone el término…

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consecuente (hay indudablemente un estado en Sumer) y no el antecedente (no hay irrigación compleja), la teoría estaría refutada* -y destaco el asterisco para recordar que una refutación completa requiere postular una alternativa. Hasta donde entiendo, Adams no postuló nunca una teoría completa y los esbozos de algunos de sus pronunciamientos, como que el crecimiento de las ciudades se debió a que los pobladores rurales se deslumbraron por las luces y opulencia de la ciudad y voluntariamente migraron me parece muy poco plausible, amén de voluntarista.

Si la teoría fuera tan simple como un solo enunciado, pero ese enunciado tuviera la forma de un condicional simple, es decir: si existe irrigación compleja entonces surge el estado; en ese caso, al no cumplirse el antecedente (no hay irrigación compleja), la teoría, lejos de estar refutada, estaría anómala o perversamente corroborada; o, en una alternativa igualmente poco atractiva, habría que descartar el caso meso-oriental como relevante, dado que no se cumple el antecedente. Este problema es un problema de la lógica del condicional, como vimos en un capítulo anterior.

La “refutación” de Earle correría la misma suerte, por lo que incluso el aporte de este autor en clarificar y cuantificar la complejidad hidráulica queda disminuido al llegar a una conclusión que simple y sencillamente no se sigue si la teoría es de forma condicional simple.

Lo cierto es que si no había irrigación compleja sino hasta tiempos mesopotámicos (o, peor aún, islámicos), entonces más que ser falsa sería una teoría irrelevante al origen del estado arcaico en Medio Oriente, dado que habla claramente de un momento posterior al surgimiento de los primeros estados; sería relevante, en ese caso, al desarrollo quizá de imperios y estados secundarios. No puedo pronunciarme en el caso Chino, del que sé considerablemente menos.

Decíamos al inicio de esta sección que hay dos variantes de la teoría. En la segunda, publicada en una antología de Fried, que es donde creo haberla leído por primera vez [Fried 1968]; y luego reiterada, con variantes en Wittfogel [1972], tiene el problema ya señalado antes: es simplemente irrefutable. Por estipulación, se considera que cualquier caso de estado es un ejemplo de despotismo y que cualquier estado, por tener ciertas instituciones, es un estado hidráulico (tenga o no obras hidráulicas). Ello significa que, por definición, no habrá estados que no sean hidráulicos. Esta desafortunada maniobra la propone Wittfogel para dar cuenta de casos como el Maya, para el que no se conocían entonces obras hidráulicas complejas. Hoy día sabemos que existen campos levantados y seudochinampas. Pero su solución era que la sociedad maya tenía instituciones “hidráulicas”, por lo que contaba como un caso a favor de la teoría. Por supuesto, a una teoría irrefutable los datos le son realmente irrelevantes.

Aplicando el llamado “principio de caridad” (que de caritativo tiene lo que yo de deportista), podríamos considerar esta segunda variante como una corrupción

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desafortunada de la teoría original y quedarnos con esta última. Creo que eso es lo que SPS hacen, para incorporar la importancia de la agricultura hidráulica en condiciones de riesgo por la sequedad del ambiente en el altiplano. Aún en esta interpretación, la teoría sigue heredando, de la tradición marxista de la que se nutrió originalmente, cuando menos dos problemas: ¿qué lleva a que se desarrollen obras de intensificación agrícola? Y, una vez desarrolladas, ¿qué lleva a que sus administradores se aprovechen de su control para subordinar al resto de la comunidad?

La primera pregunta no era una pregunta en la tradición marxista de esa época: la tecnología se desarrolla de manera incesante, por obra de la dialéctica que hace que las fuerzas productivas se desarrollen automáticamente. Por supuesto, ello conduce a la hipótesis racista o determinista ambiental de que entre los Bongo-bongo del Sur del Congo las fuerzas productivas no se desarrollaron por tratarse de una raza en la que esta fuerza dialéctica no operó, o porque el ambiente no permitió su operación. Esta pregunta queda sin contestar en Wittfogel, al menos hasta donde me doy cuenta, a menos que este recurso a la ontologización “así son las fuerzas productivas”, valga como respuesta.

La segunda pregunta, como vimos, requiere de la ontologización: así es el hombre. Dadas las condiciones de plus-producción, el surgimiento del excedente y, ahora, gracias al control hidráulico, la posibilidad de concentrar el poder, resultan irresistibles para esta naturaleza humana marcada por su afán de dominación. Dicho de otra manera, salvo de nuevo por la ontologización, no hay respuesta.

Me parece que lo que SPS logran es cuando menos avanzar un paso o dos en esta cadena explicativa, lo que hace que su teoría tenga mayor fertilidad teórica y permita una explicación con capacidad sistemática o de simetría explicativa que el original de Wittfogel no tiene. Claro que sería necesario hacer un análisis teórico detallado para ver si la teoría es tan simple como generalmente se dice que es y si su estructura sintáctica es la que todo mundo parece asumir. En ausencia de un análisis de este tipo, podemos proliferar ejemplos de estados o agricultura hidráulica y no afectarán a la teoría mientras no sepamos con claridad lo que la teoría dice.

Service: filosofía política liberal disfrazada Es paradójico que quien inventa la versión moderna del acertijo a resolver en cuanto al origen del estado, al final de su vida produzca una teoría, en mi opinión, a todas luces insatisfactoria [Service 1975]. En su libro de 1975, que es un tratado complejo y erudito sobre el origen del estado, brilla mucho más la síntesis que Service hace de su teoría del origen de cacicazgo (momento evolutivo previo al estado), de la que propone para explicar el surgimiento de este último.

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El libro hace, como es común en este tipo casos, un repaso de todas las teorías relevantes (clásicas y modernas) que Service considera dignas de atención (o de las que alcanzó a enterarse antes de que el libro entrara a prensa), acompañado de las razones de por qué la teoría en cuestión es inaceptable. Esta primera tarea es indispensable para justificar la producción de una teoría nueva, propia, al respecto. La lista de teorías analizadas incluye por supuesto a Marx, Wittfogel, Carneiro y otros autores mencionados aquí. Sin ser tan tajante como otros autores en cuanto a que hay que “refutar” o “rechazar” dichas teorías (gentileza que los críticos de Service, como Earle, no tuvieron para con él), Service deja claro que le parece que sean teorías convincentes. Acto seguido, hace una revisión de los seis casos paradigmáticos de estados arcaicos, tarea monumental para cualquier arqueólogo y por lo tanto, doblemente loable para Service, que no es arqueólogo. Por lo mismo, el libro ha sido criticado de contener información no actualizada e incompleta, crítica que, aunque quizá certera, obvia la intención de Service de lograr una mirada no de detalle, sino de conjunto.

Finalmente, lo que concluye es que en realidad las condiciones de conflicto a las que pudieron llevar el crecimiento demográfico y otros de los factores llamados por Flannery “tensiones socioambientales”, fueron precisamente las condiciones –independientemente del “primer motor” involucrado- las que llevaron a que la gente “se diese cuenta” de que valía la pena renunciar a ciertos privilegios individuales y ceder ante un organismo central las funciones de poder y control. El argumento es que el sacrificio (que en algunos casos, debe recordarse, implicaba el sacrificio de la vida, como es el caso de los acompañantes del rey en la tumba real de Sumer), aunque importante a nivel individual, era menor que la ganancia colectiva que el estado, como administrador del conflicto y de los bienes comunales, podría ofrecer.

Service no intenta una evaluación formal de esta teoría (de nuevo, a tono con la tradición de que la teoría es el punto final de la investigación, no el arranque); no obstante, hay al menos una especie de prueba de coherencia o consistencia con los casos empíricos reportados. Es decir, quizá opera aquí otra vez esta lógica de “inferencia a la mejor explicación”.

Lo cierto es que, en realidad, esta “teoría” de corte voluntarista y, contrario a la tradición académica que Service ayudó a fundar (el neoevolucionismo materialista moderno), de corte idealista o mentalista, ubica en la conciencia de los sujetos una decisión de ceder la autonomía individual a favor del bien común. ¿Por qué lo hicieron? La respuesta no es tan clara, pero lo que está detrás parece ser ni más ni menos que el cálculo liberal de costo/beneficio, referido ya no a los individuos, sino al “bien común”: No es otra cosa que la teoría utilitaria de la formación del estado, heredera de una larga tradición en filosofía política y a fin de cuentas, un comentario adicional a la propuesta de Hobbes de que, de no aceptar subordinarse al estado, el hombre en estado de naturaleza seguiría llevando una vida “desagradable, corta y brutal”. No es más que Leviatán, convertido en “teoría antropológica”.

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Preferencias en filosofía política aparte, ¿qué tan buena es la teoría resultante? De nuevo, el problema central es que es una historia de “así na’más”, apoyada en una ontologización que propone que el hombre es malo por naturaleza, pero calculador también de su beneficio personal y colectivo, lo que constriñe su maldad y lo obliga a refrenar sus bajos impulsos en aras del bien común. No tiene simetría explicativa, lo que implica que deja sin explicar precisamente lo que hizo de este problema el problema fundacional de las ciencias sociales: si esta es la naturaleza humana y es universal, entonces ¿cómo es posible que miles, sino es que cientos de miles, de grupos humanos contactados por Occidente durante la expansión colonial, vivieran en “estado de naturaleza”, sin un gobierno formal? Y que, en realidad, la anomalía sea el propio Occidente, o si se quiere la versión arqueológica del acertijo, los seis casos paradigmáticos de estado arcaico.

Me temo, aunque no tuve el placer de conocer a Service, que esta es una obra en la que los efectos de la edad empiezan a aparecer. No es una obra de madurez. Renuncia en ella (quizá plenamente motivado por desencantos personales), a una perspectiva materialista, que en su caso lo llevó a estar comprometido con la izquierda norteamericana e internacional. La aparición del estado es un asunto de que ciertas personas “se den cuenta”, en condiciones no especificadas, de las ventajas del estado. Que estas ventajas impliquen, a fin de cuentas, con el desarrollo de los imperios esclavistas, la total subordinación de otros seres humanos, parece no tener importancia. Me imagino que los esclavos entendían que su sacrificio era en aras del “bien común”.

No soy especialista al respecto, pero me parece que este es quizá el caso más claro (y hay que agradecer a Service su candidez) de una “teoría empírica”, que no es sino el vehículo no tan velado para la formulación de un discurso liberal tomado de la filosofía política. No es una teoría que pueda refutarse, simplemente porque no es una teoría. Es una platicación, una historia de “na más así”, en que poco a poco (¡gracias a Dios, imagínense si hubiera sido rápido!), la sociedad se hizo más compleja y surgieron condiciones (no especificadas) en que la gente “se dio cuenta” de las bondades de la organización estatal.

Igual y esta impresión definitivamente negativa de la teoría no es sino efecto de que no se ha hecho un análisis teórico detallado. Quizá el hacerlo revele virtudes que en esta breve glosa no se detectaron. Ello solo abona a la idea central de este trabajo, que en ese caso habrá que suspender juicio hasta que no sepamos, con claridad, lo que la teoría dice.

Las teorías sistémicas: fue bueno mientras duró… La arqueología sistémica es una variante de arqueología procesual, de hecho, el primer cisma de la arqueología procesual [Gándara 1983:110-129]. Uno de sus lemas centrales es la búsqueda de teorías complejas, en que la búsqueda de lo

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que llaman “primeros motores”, es sustituida por una comprensión más sofisticada y profunda de las relaciones entre múltiples variables. Como vimos, su principal expositor, en el momento de interés para este trabajo, era Flannery, cuyo artículo de 1973 sentó las bases para la aplicación de este enfoque al problema del origen del estado. Un elemento muy original de la propuesta fue la ampliación del rango de fenómenos a considerar: a diferencia de la ecología cultural original, de la que Sanders es parte, incluyeron no solamente los circuitos de materia y energía, sino también el intercambio de información. Ello hace que su tratamiento sea, sin duda, mucho más completo, al incorporar elementos que, bajo el esquema clásico, se podrían considerar “epifenómenos”, como el ritual o la toma de decisiones. Pero dado que para este grupo el estado es precisamente un aparato de toma de decisiones, esta ampliación era indispensable.



“Definimos a un estado como una sociedad con actividades administrativas específicas. Por ‘administrativas’ queremos decir ‘de control’, incluyendo entonces lo que comúnmente se llama ‘política’ bajo la administración. En los estados tal como los definimos para nuestros propósitos, las actividades de toma de decisión están diferenciadas en dos maneras. Primero, hay una jerarquía de control en la que los más altos órdenes involucran tomar decisiones sobre otras decisiones de orden menor más que sobre cualquier condición particular de movimiento de bienes materiales o gente. Cualquier sociedad con tres o más niveles de jerarquía en la toma de decisiones debe involucrar necesariamente tal especialización, dado que los órdenes más bajos o de primer nivel estarán involucrados con las actividades productivas y de transferencia y la toma de decisiones de segundo orden estarán coordinándolas y corrigiendo sus errores materiales. Sin embargo, la toma de decisiones de tercer orden está ocupada de coordinar y corregir estas correcciones. En segundo lugar, la efectividad de tal jerarquía de control se facilita por la especialización complementaria de las actividades de procesamiento de información en observación, resumen, transporte de mensajes, almacén de datos y la toma de decisión real. Esto permite tanto el eficaz manejo de las masa de información y decisiones que se mueven una jerarquía de tres o más niveles, así como la reducción de la independencia de los subordinados” [Wright and Johnson 1975:267].

Como se verá, esta definición ya no es la original de Service que retomaba Flannery en 1973 [Flannery 1975:11]. Otro elemento importante es que Wright y Johnson específicamente restringen su teorización a los estados primarios “aquellos que se desarrollaron en el contexto de sociedades preestatales que interactuaban entre sí” [Id.:268], que reconocen solamente podrán ser estudiados arqueológicamente.

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El argumento central detrás de las teorías que girarán en torno a esta concepción es que los procesos de diferenciación y especialización que acompañan, como propone Flannery, a la evolución de los sistemas complejos, están ligados, entre otros factores, a la necesidad de procesar cantidades cada vez mayores de información y toma de decisiones. Es por eso que el estado, en otros de sus trabajos, aparece como el aparato que toma una decisión, evalúa el impacto de la decisión y registra y almacena tanto la decisión original como sus consecuencias.



Dadas las diferencias de tamaño entre cacicazgos (el nivel evolutivo previo al estado) y los propios estados arcaicos, es más o menos razonable que estas diferencias en tamaño implicarán diferencias en las cantidades de decisiones e información a procesar. Surge de ahí la pregunta explicativa central de las teorías de este grupo: ¿qué motivó que la información y las decisiones se incrementaran?



En un acto de creatividad que al menos yo no he visto en otro lado, Wright propuso en menos de 10 años no menos de tres teorías al respecto. En la primera, la necesidad de controlar los sistemas de intercambio a larga distancia era uno de los impulsos para el modelo. Así, el punto de partida original eran las propuestas sobre el intercambio inter e intra-regional de otros autores:



“El intercambio [‘trade’ en el original] ha sido citado repetidamente como un factor en el desarrollo de los estados primarios [Sanders 1968; Polanyi et al 1957:262], pero el mecanismo de cómo es que contribuyó a la especialización de la administración rara vez se especifica claramente. Una posible cadena de eventos pudo haber sido que, a medida que la demanda de materiales exóticos se incrementaba, los líderes de las sociedades de rango estaban obligados, por un lado, a organizar el procuramiento de los recursos locales para poder tener cosas que exportar. Y por el otro, tendrían que organizar la redistribución de las importaciones. Esos tipos de requerimientos organizativos, acompañados por otros tales como la defensa de los grupos de portadores, podrían exceder las capacidades administrativas de los personajes con rango y forzarlos a nombrar a un número cada vez mayor de asistentes especializados. Si tal argumento fuera una explicación adecuada para el desarrollo del estado, entonces en cualquier caso la expansión del comercio precedería el periodo de emergencia del estado” [(Wright and Johnson 1975:277].

Hay varios elementos notables en este segmento que he citado en extenso. Primero el hecho de que queda claro que el problema explicativo es el de cómo es que las demandas administrativas proliferan al punto de que es necesario un aparato especializado. Ese va a ser el quid en este tipo de teorías. Segundo, que para los autores las explicaciones son, evidentemente, siempre de tipo bicondicional: si la explicación es correcta, entonces no habrá estado sin la previa

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expansión del comercio. Es decir, todos los estados deberían surgir como respuesta a esta causa y no habría caso de expansión del comercio que no llevara al estado. Tercero, que los autores están convencidos de que es posible evaluar empíricamente enunciados de este tipo, que es lo que proceden a hacer enseguida en el artículo citado. Y cuarto, que es una idea recurrente en Wright al menos, que no es suficiente citar variables, sino lo que hemos llamado aquí “mecanismos causales”: no es suficiente decir “la población (o el intercambio o la irrigación, etc.) causa el estado”, sino cómo es que lo causa. Pedir que el mecanismo causal se explicite es un paso adelante, indudablemente, en la discusión del origen del estado y uno por el que hay que dar crédito en este y otros trabajos a Wright [1977, 1978].



Una importante restricción que tendrán es que este incremento en el intercambio no podrá estar relacionado a un incremento en la población, dado que páginas atrás han rechazado la teoría de Carneiro, como comentamos en el capítulo 11, al encontrar, utilizando sus indicadores arqueológicos, que el estado surge en un momento de depresión, no de explosión y presión demográfica.



Luego de un cuidadoso e ingenioso estudio, los autores concluyen que, a decir por de datos:



“Los incrementos mayores en el volumen de movimiento interregional [de bienes] no ocurren sino hasta mucho tiempo después de que surgió el estado. Cualquiera que pueda ser el impacto del procuramiento de tales materiales en la formación de estados posteriores, los estados del periodo Uruk Temprano no pueden haber resultado de un incremento en el volumen del intercambio interregional” [Wright and Johnson 1975:279].



Esta teoría es ya una teoría de Wright y Johnson, no una de los autores citados. Al rechazarla, no pretenden, o al menos no lo hacen explícito, que están rechazando a terceros, sino a una propuesta propia. Este rechazo llevó a que Wright intentara variantes de esta misma idea, algunas muy ingeniosas. Por ejemplo, quizá lo que está en juego, en ausencia de un incremento real en el tráfico de bienes, es el hecho de que los mercados son como termómetros del bienestar social; por lo tanto, en una región caracterizada por ataques continuos de los grupos nómadas y seminómadas a los asentamientos agrícolas, era importante mantener una imagen del mercado que indicara un estado saludable de la economía local. Ello requeriría que los productores directos estuvieran de acuerdo en producir un excedente destinado para este propósito, con lo que se generan quizá las demandas administrativas que requiere la teoría [Wright, curso Arqueología II, Universidad de Michigan, Ann Arbor, Invierno de 1979].



Esta y otras variantes fueron refutadas también. Quizá es por eso que, para 1979, Wright era un poco escéptico de que se pudiera generar una teoría

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adecuada sobre el origen del estado, al menos con la facilidad con la que él previamente construyó tres [Wright 1978].



Johnson continuó con la idea y produjo la teoría más formalizada que conozco sobre el origen del estado, completa con todo y relaciones cuantitativas. La teoría se basa en una profundización de la idea de límites de proceso de información, que ahora se remite explícitamente a las propuestas de Miller [1956] sobre el “mágico número siete”, que causaron furor en la psicología cognitiva a finales de la década de los 50’s. Lo que Miller encuentra es que los humanos tenemos un límite de proceso en la memoria de corto plazo, capaz de almacenar para procesos inmediatos un máximo de cinco más menos dos elementos de información. Lo interesante es que estos elementos de información pueden ser números, letras, sílabas o palabras aisladas, en los experimentos clásicos de Miller. Una solución a este umbral de sobrecarga de información es agrupar los datos en lo que Miller llama “trozos” (“chunks” en inglés), como cuando en vez de tener ocho elementos a memorizar (5, 6, 5, 8, 7, 6, 9, 6), los reduzco a cuatro (56-58-76-96, mi número de teléfono, por si alguien se interesara…).



Otra salida, que es la que Johnson comenta en su artículo, es la de crear jerarquías de proceso: unidades de segundo orden que procesen no la información bruta de la actividad, sino el resumen o condensación de las actividades o decisiones más relevantes. Y de ahí la idea, derivada de esta teorización y de elementos de teoría de la información, de que al llegar a siete unidades el proceso se repite y requiere otra unidad de nivel más alto, so pena de incurrir en costos que rápidamente asumen una curva exponencial [Johnson 1982].



Hay tres problemas con esta propuesta. Uno lo anticipé desde el capítulo 10: es fascinante salvo porque no sabemos, en el mundo de lo social, a qué equivale “una unidad de información” y mucho menos, cómo la identificaríamos en el contexto arqueológico. Él juega con elementos tan dispares como el número de fronteras entre grupos cazadores recolectores, o el número de sitios en un sistema de intercambio regional, pero la impresión que queda es que en realidad no tenemos un algoritmo o procedimiento para determinar cómo cuantificar la información. Esta es una deficiencia metodológica clave, dado que en ausencia de un algoritmo claro, la cuantificación parecería ser arbitraria y los resultados, en consecuencia, poco confiables. Por otro lado, no se me malentienda, no creo que el problema sea insoluble; y, de hecho, quizá se ha resuelto ya en la ciencia cognitiva, de manera tal que la solución encontrada en este campo puede ser utilizada en la arqueología.



El segundo problema es el que ya plagaba sus intentos desde el artículo conjunto con Wright: ¿por qué habría de incrementarse la información?. El argumento implícito es que, a medida que el sistema social crece y adquiere una escala regional (lo que sucedió si no desde el momento de las tribus sí con seguridad en los cacicazgos), la toma de decisiones involucra no solamente las

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que competen de manera directa al agricultor y a su familia, sino a aquellos que se beneficiarán del intercambio de productos locales. Y alguien tiene entonces que coordinar esas decisiones de segundo nivel. Pero no queda claro, para empezar, por qué se genera un sistema regional o supra local, o por qué tendría que surgir la especialización (incluso la de tiempo parcial). Una solución sería el que se están adoptando formas de cultivo intensivo en donde tal intensificación es factible y especialización productiva en donde las condiciones del suelo o del clima no permiten la intensificación agrícola. Pero se requeriría entonces, para que la teoría sea fértil, el explicar por qué es que ocurre la intensificación agrícola. O es, como quisieran los evolucionistas clásicos, inevitable –cosa que Wright no aceptaría- o algo la mueve. Ese algo no puede ser el incremento demográfico, al rechazarse de manera explícita que esta variable pueda ser una variable independiente. En ausencia de un argumento al respecto, hay que asumir que las demandas administrativas se incrementaron “na’más por que sí”, o recurrir a la ontologización y concluir que “así son las demandas administrativas”, o “así es el hombre”.



El tercer problema es el que, como hemos visto, plaga a otras teorías: ¿por qué el controlar el sistema de información tiene que conducir a los que lo controlan a querer poder y gloria y a subordinar al resto de la sociedad?, ¿cómo le hicieron para echar abajo la lógica igualitaria previa?. De otra manera, no es claro cómo se salieron con la suya para privar a otros de la riqueza social. Y que hay un fenómeno de clase es algo que el propio Wright acepta. En su artículo de 1977 narra el caso de los inspectores de obras ¡hidráulicas! en Mesopotamia, que tenían que reportar al gobierno central los avances. Pero he aquí que son corruptibles, así que pronto hay que instrumentar un sistema de inspectores que inspeccionen a los inspectores de primer nivel y finalmente, un sistema de espías que reporte sobre estos otros inspectores, que también se corrompían. ¿Por qué lo hacen?

La única explicación posible es que quieren tener acceso a satisfactores que el arreglo social se los niega, porque la riqueza está asimétricamente distribuida. Nada de eso sucede entre los cazadores recolectores, ni entre los grupos tribales, ni siquiera en el cacicazgo. La única explicación posible de este monopolio de poder y de riqueza por parte de los gobernantes (y el intento de compartirlo incluso “a la mala” por sus empleados) es que, “así es el hombre”. De nuevo, la ontologización a menos de un par de pasos de la cadena explicativa. Y de nuevo, una visión pesimista de la condición humana, que aparte de no ser política o éticamente satisfactoria, carece de capacidad explicativa: ¿si el hombre es así, por qué no surgieron jerarquías administrativas de tres o más niveles en todo el mundo?



Ignoro si fue la incapacidad de dar respuesta satisfactoria a estos problemas, o la idea de que la ciencia simplemente avanza refutando teorías, que finalmente no se produjeron teorías adicionales (en el marco temporal relevante a este estudio); y lo que sí sucedió es que se empezó a generalizar la sospecha de

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que quizá era prematuro intentar producirlas. De ahí a poner en entredicho la explicación como objetivo cognitivo hay solamente un trecho…



Dejo al final de esta sección el modelo de Flannery de 1972, aunque es cronológicamente anterior a las dos consideradas. Como comenté antes (capítulo 10), este artículo es un hito en la teoría arqueológica. Vincula el problema explicativo anterior (origen de la civilización), con el nuevo (origen del estado, en términos de la secuencia evolutiva de Service); prefigura la lista de casos que serán considerados paradigmáticos; intenta explicar el fracaso de las teorías anteriores sobre el origen del estado (a las que llama de “primer motor), diferenciando entre tensiones ambientales a la que esos motores responden (y que son típicamente específicos) y los mecanismos y procesos que pueden ser universales; establece algunos de los componentes de la situación problemática, como el hecho de que las sociedades igualitarias tienen “mecanismos de nivelación” para evitar la generación o perpetuación de desigualdades sociales; por ello, cualquier teoría que explique el origen del estado deberá dar cuenta de cómo es que estos mecanismos (que asumimos operaron en el pasado y no solamente en los ejemplos etnográficos que él cita) pudieron ser anulados o sobrepasados; establece los intercambios de información como relevantes a los procesos evolutivos, lo que abre el ámbito de análisis de un enfoque ecosistémico; e incluso propone, para terminar, un modelo que podría servir, eventualmente, para generar una simulación de computadora sobre el proceso del origen del estado.



El modelo intenta “enumerar provisionalmente” quince reglas “de las muchas posibles con las que algún día podremos simular la aparición del estado”. Cito en extenso el modelo (en la traducción de Anagrama de 1975):



“El proceso comienza con una población humana simple, con un pequeño conjunto de reglas y un pequeño número de subsistemas. Los controles de orden inferior (por ejemplo, la agricultura) son específicos y relativamente inflexibles. Los controles de orden superior (por ejemplo, el “gobierno”) son más generales y flexibles, pero establecen valores de referencia para los sistemas de orden inferior. 1. Caso de que los controles de orden inferior no consigan mantener determinadas variables dentro de la esfera de objetivos específica, los controles de orden superior se activan. Repetidas activaciones pueden conducir a la ‘linearización’ o ‘evolución’ por centralización. 2. La linearización debilita los amortiguadores entre subsistemas y, en consecuencia, conduce a una simplificación o falta de autonomía de los subsistemas. 3. El mantenimiento de tal simplificación exige más dirección. 4. Más dirección exige más instituciones formales.

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5. Las instituciones formales (a) pueden colaborar a una mayor linearización, haciendo que de este modo las reglas 2-3-4-5se conviertan en circuitos de ‘positiva’ [sic, realimentación positiva en el original en inglés] o bien (b) caso de ser apoyadas, pueden ser ‘promocionadas’ a una posición en un sistema de orden superior. Esto puede tener como consecuencia la aparición de una nueva institución, o bien una nueva ‘evolución’ por segregación. 6. Los sistemas vivos en evolución generan autónomamente nueva información a través de la integración de sus parte (Maruyama 32) 7. Aparecen nuevas instituciones para procesar con mayor rapidez esta información, o bien en mayor cantidad, o ambas cosas. 8. Cualquier institución tiene que desarrollarse a partir de algún elemento de una institución previamente existente (muchas veces por promoción). 9. Solamente aparecerá una nueva institución después de haberse alcanzado algún umbral crítico en cuanto a la necesidad de procesar información; de este modo, la evolución parece ir despacio (cf. Adams 3, p.170). 10. En principio, las nuevas instituciones son más eficaces, pero también son más caras de sostener; su ‘coste’ puede proporcionar una tensión adicional. 11. La tendencia evolutiva de las instituciones se dirige de servir al sistema (propósitos especiales) a ser autónomas (propósitos generales). 12. La tensión a que somete al sistema el hecho de sostener instituciones autónomas exige la creación de nuevas instituciones para propósitos especiales que se ocupen de la tensión. 13. Cuando la segregación y la centralización alcanzan un determinado umbral, se puede decir que existe el estado. 14. Demasiada centralización, promoción y linearización puede desplazar el estado hacia la hipercoherencia y la inestabilidad. 15. Por último, la hipercoherencia puede producir el colapso y la delegación [sic, “devolution” en el original en inglés]” [Flannery 1975:63-65; traducción de Anagrama; énfasis mío].

He subrayado los elementos del modelo que dejan variables, valores, umbrales o posibles trayectorias abiertas, en el sentido de ser demasiado poco específicas o de plano vagas. Es interesante notar que, planteadas como están, son como el plan para construir reglas verdaderas de simulación, dado que ningún lenguaje de simulación de los que conozco admitiría formulaciones como “puede” sin que a este enunciado se le asigne mínimamente una estimación de

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probabilidad. Pero, en justicia, Flannery solamente ha pretendido decir cómo es que se verían estas reglas y nunca el que nos las daría ya pulidas y terminadas. De nuevo cito:

“Evidentemente, estas pocas reglas simples sólo constituyen un pequeño primer paso hacia la comprensión de la evolución cultural de las civilizaciones. Tales modelos de muchas variables, aunque muchos se sientan repelidos por su complejidad, pueden tener ciertos efectos beneficiosos. Antes que nada, obligan al investigador a ser específico sobre los vínculos entre las variables, distinguiendo de este modo entre [las tensiones, en el original en inglés] socioambientales (que son locales) y mecanismos y procesos (que son universales). En segundo lugar, resaltan la importancia de la información y del ritual en la regulación de las variables ambientales y económicas de la sociedad humana. De este modo, pueden proporcionar un terreno común para humanistas y ecólogos […] Especialmente para los ecólogos interesados por el estado, son todavía más importantes que los sistemas por los que tales sociedades complejas producen sus alimentos” [Flannery 1975 (orig. 1972):65-66].



He comentado antes el impacto definitivo que tuvo en mi formación este artículo. Me sigue pareciendo una heurística de primer nivel. Trabajar especificando las variables, los valores de los umbrales, los mecanismos de articulación entre los subsistemas, etc., constituyen un auténtico plano de construcción para una teoría desarrollada y son capaces de generar todo un “programa de investigación científica” en términos Lakatosianos. Con todo y mi admiración, y creo que con justicia a Flannery, una heurística no es lo mismo que una teoría. Y un plan de construcción no es lo mismo que un edificio terminado. Hace veinticinco años señalé que, dejada a su suerte en este nivel de desarrollo, la propuesta se parece mucho más a las predicciones de las psíquicas de California que a una teoría real. Las psíquicas de California utilizan predicciones de tal vaguedad en las que sin duda, “algo pasará”; que cuando algo pasa, dentro de un rango amplísimo de eventos de alta probabilidad, pueden decir, “yo predije que eso iba a pasar”. Hoy me arrepiento sinceramente del sarcasmo involucrado en el símil, que cualquier réferi deportivo hubiera calificado de “rudeza innecesaria”. Pero sigo pensando que, para que la promesa del modelo se materializara, se requeriría seguir desarrollando las teorías y no, como era el tono en ese momento en Michigan, desarrollando un fuerte escepticismo a que fuera posible formularlas, particularmente aquellas que involucraran principios generales. Se requeriría buscar mejorar sus capacidades explicativas, no de renunciar a la explicación como meta.

Pero, consciente de que era un trabajo en proceso, propuse en esa sesión del seminario de Henry Wright al que había sido invitado como expositor, que

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quizá había que tener paciencia con el modelo. Darle tiempo de madurar. “No sé”, dije arrogante, “quizá unos cinco o diez años… O quince, o de una vez 25 años…” Este año se cumplen, por las fechas en las que estoy escribiendo estas líneas, exactamente 25 años de ese intercambio. En el capítulo 15 mencionaré brevemente cuál fue el resultado final. Pero anticipo al lector que, tristemente, no fue el esperado…



La teoría de SPS como legítima contendiente Con todas las reservas del caso, derivadas de que no hemos hecho un análisis teórico detallado de todas las teorías presentadas en este capítulo y que seguramente había algunas quizá menos prominentes en ese momento que merecerían ser incluidas, podemos intentar aproximarnos a un “marcador global” y determinar si, como decía una de mis maestras en Michigan en 1982, la teoría de SPS “Es la más refutada de todas las teorías. Es tan mala que hasta Jeffrey Sanders [uno de los autores y también profesor mío en Michigan] se da cuenta…”

El “marcador global” Considerando los criterios de fertilidad explicativa, simplicidad, capacidad sistemática, simetría explicativa, claridad en los mecanismos causales y otros introducidos en el capítulo 10, parecería que la teoría de SPS no luce tan mal.



De las alternativas reseñadas, la de Wittfogel, en su versión tardía, es irrefutable; las de Wright las refutó el mismo y su modificación para quizá salvar los obstáculos que encontraban las versiones originales pasa, junto con la de Johnson, por el problema “del algoritmo”: cómo identificar y cuantificar “unidades de información” que permitan darle sentido a la idea de que el estado es la respuesta a la necesidad de lidiar con sobrecargas de información; las de Netting y Service, junto con las variantes de teoría marxista revisadas (incluida la de Wittfogel en su formulación original), comparten con la formulación original de Carneiro el problema de que si dependen de un mecanismo universal que descansa eventualmente en una “naturaleza humana esencial”, entonces no nos explican por qué el estado no surgió en todas las sociedades, ni por qué no surgió antes o después. Las de Netting y Service tienen, adicionalmente, el problema de que dejan en el aire el por qué la gente “se dio cuenta” de las ventajas del estado solamente en seis casos conocidos y precisamente en esos momentos en particular. Las teorías del intercambio (de las que solamente vimos una muestra aquí), parecerían predicar una naturaleza humana en la que es importante ser “el primero en la cuadra” en tener materiales exóticos, para refrendar y simbolizar su prestigio, una especie de ontología de la “feria de vanidades”. La de Flannery, por propio reconocimiento, no es una teoría sino una receta para eventualmente poder construir una teoría.

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La teoría de SPS no es perfecta. De hecho, en la medida en que incorpora elementos de la teoría de Carnerio y Wittfogel y en parte de la formulación de Flannery y los sistémicos y no da respuesta a algunas de las interrogantes y problemas de esas teorías fuentes, comparte entonces sus debilidades. Creo que en el caso de Carneiro y Wittfogel, ofrece correctivos o al menos soluciones que permiten posponer la ontologización. No tiene la misma suerte cuando habla de “demandas administrativas” crecientes. Y comparte con todas el salto de la muerte: el por qué quienes están en una posición de control deciden emplear este control para su beneficio y no regresar ese beneficio a la sociedad en su conjunto. Cuando menos, como vimos, SPS utilizan una ontologización que no es la de la desesperanza, necesariamente, dado que el hombre no es malo por naturaleza: a lo más, es flojo y no le gusta tomar riesgos innecesarios. Pero esa flojera hace que le parezca más barato dominar a sus congéneres que encontrar con ellos una solución no violenta, por lo que el problema subsiste.

La teoría tiene dificultad para explicar, en términos de mecanismos causales específicos, cómo es que las sociedades con rangos aparecen –es decir, cómo es que se hace hereditario el estatus- y luego cómo es que lo que eran privilegios simbólicos se convierten en controles reales de los medios de producción y la distribución de la riqueza social. Y queda sin contestarse la pregunta de, por qué, en condiciones de creciente presión demográfica, antes de recurrir a la intensificación (y mucho antes de llegar al conflicto), los grupos no recurrieron a sus viejas prácticas de control natal, fundamentalmente al infanticidio selectivo femenino. Aunque estas deficiencias son claras, no son exclusivas de SPS, así que en ese sentido los elementos diferenciadores son aquellos en los que SPS explica cosas que las otras teorías no pueden explicar. Ofreceré en el capítulo 15 una posible solución al problema del infanticidio; y al otro problema de la teoría, esta vez político, derivado de que, por flojera y miedo al riesgo, el hombre acabe optando por algo que resultará en las atrocidades que finalmente los estados arcaicos (y los estados posteriores) terminaron haciendo.



En esta comparación el aspecto empírico del análisis de cada teoría seguramente tendría que ser reforzado; cuando menos en las teorías que permiten una evaluación empírica (a diferencia de la de Wittfogel que es irrefutable, o las sistémicas que no pueden evaluadas al no saber cómo identificar y cuantificar las unidades empíricas a las que se refieren las teorías).



Pero, aún con estas reservas, me parece que la conclusión es inevitable: para inicios de los 80s, no solamente no estaba refutada la teoría de Sanders, Sanders y Santley; sino que, al menos bajo el análisis realizado, era probablemente una de las mejores teorías disponibles.



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Tercera Parte

Consecuencias y… ¿conclusiones?



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Capítulo 12

Algunas consecuencias del análisis realizado En estos dos penúltimos capítulos quiero examinar algunas de las consecuencias de lo dicho hasta aquí. Procederé de lo particular a lo general: primero, con comentarios sobre la teoría de SPS y cómo podrían remediarse algunos de los problemas que el análisis arrojó. En el capítulo 16 discutiré lo que creo que es una de las consecuencias del falsacionismo dogmático, una tendencia peligrosa en la disciplina y que es tiempo de detener: el regreso a una forma reforzada de particularismo histórico y de superficialidad analítica y argumental. Ejemplificaré esta tendencia con las recientes diatribas de Yoffee contra el neoevolucionismo; y, por último, discutiré en el capítulo 17 las consecuencias de las argumentaciones previas sobre el propio procedimiento de análisis teórico, tanto de las posiciones teóricas como de las teorías sustantivas; y analizaré las consecuencias de todo esto sobre los problemas apremiantes de la conservación del patrimonio arqueológico, antes de resumir algunas de las ideas centrales de este trabajo.



Los problemas pendientes para la teoría de SPS (y cualquiera de sus contendientes de ese momento, actuales o futuras) El análisis de la teoría de SPS arrojó elementos que muestran su fuerza, pero también otros que apuntan hacia sus debilidades. Algunas de estas debilidades, como se señaló en el capítulo 14, son derivadas de las teorías en las que se inspira la de SPS; otras son específicas a las propuestas que en ese momento hacían sus autores. Algunos de los problemas de este segundo tipo, en mi opinión, derivan de una misma fuente: la poca atención que el materialismo cultural y la ecología cultural han puesto en el ámbito de lo simbólico y, en particular, del terreno de los afectos y de la cognición. Intentaré mostrar cómo esta desatención está epistemológica y antológicamente motivada, pero que existen soluciones que permiten abordar ese ámbito evitando los riesgos que han conducido a ese prurito materialista. Finalmente, intentare mostrar que las dificultades restantes, los problemas sin resolver en SPS, no le son exclusivos, sino que representan retos que cualquier teoría, de ese momento, actual o futura, tendrían que resolver (o, en su caso, aunque lo dudo, disolver).

Dos problemas en la teoría de Sanders, Parsons y Santley Uno de los problemas detectados en el análisis de SPS era que, bajo una aplicación estricta de la ley del menor esfuerzo, la solución más eficiente a la

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presión demográfica en condiciones de circunscripción era el regreso al infanticidio femenino, no el inicio de la intensificación y la entrada a la espiral cuyas consecuencias inesperadas incluyeron la generación de la sociedad de clases y el estado. La explicación de que no se practicara es que la intensificación requiere de mano de obra adicional, así que, en principio, la población excedente, que era parte del problema, era también parte de la solución. Este elemento, señalado por Blanton en su recuperación del “análisis de demanda de fuerza de trabajo” (Blanton) para explicar por qué la población aumenta una vez que se ha generado el estado, es aplicable al momento previo. No dudo de que el argumento sea plausible. Pero lo único que hace es postergar el problema: si la población excedente es requerida por la intensificación, ¿por qué adoptar la intensificación en primera instancia y no simplemente regresar al infanticidio?. Hemos visto que la otra opción, de regresar a una economía de apropiación basada en la recolección y la caza (y la pesca, considerando el contexto de la Cuenca) es explicable con el argumento de Flannery de que la remoción o alteración de la cubierta vegetal impedía esa opción.

Una simulación detallada permitiría entender si los ritmos a los que la población creció, una vez que se redujo la movilidad superó el ritmo al que sus efectos pudieran ser previstos y corregidos por los agricultores incipientes. En esta simulación podría incluirse una estimación del trabajo adicional necesario. Una posibilidad es que éste fuera de una magnitud menor de lo que parecería a primera vista. Para ilustrar a qué me refiero con esta aseveración, baste recordar el cálculo hecho por Bate, en el contexto del análisis de Cacaxtla (un estado secundario del Epiclásico en la región Puebla-Tlaxcala), de que el plus-trabajo necesario para mantener el estado (y el estilo de vida de la elite) parece haber sido menor al 15% que hoy pagamos nosotros –en moneda- como impuesto al valor agregado. Distribuido en una familia extensa, este trabajo adicional se podría resolver en el corto plazo con la población excedente. Si este cálculo arroja una cifra quizá inferior al 8% para un momento estatal, una simulación detallada permitiría quizá ubicar su rango de posibles valores en una situación pre-estatal de inicio de la intensificación. Asumiendo que el trabajo adicional sería seguramente menor, es entonces factible que la población excedente se viera como una parte de la solución, no del problema.

No descarto que por esta vía se resuelva este primer problema para SPS (y todas las teorías que vean el incremento demográfico en condiciones de circunscripción como causa central de la intensificación agrícola). Pero creo que hay otra explicación posible, una que a primera vista parecería ser discordante con el resto de la propuesta, precisamente porque aborda un ámbito que el materialismo cultural y la ecología cultural no estudiaron nunca a fondo: el ámbito de lo simbólico y en particular de lo afectivo.

Se supone, por los recuentos de los investigadores que estudiaron el infanticidio entre cazadores recolectores contemporáneos (como Birdsell [1958]; en Binford [1972:434] hay un listado de las fuentes relevantes) es una práctica

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socialmente aceptada. El asunto no es visto, aparentemente, como una disyuntiva moral: se trata de la supervivencia del grupo contra la supervivencia de una recién nacida. Es significativo, sin embargo, que aunque está socialmente sancionada, no se reconoce en toda su significación, al grado de que a mi me entra la duda si realmente es que, aunque se aceptaba, era algo de lo que la gente estaba orgullosa o contenta, particularmente las madres, que eran hasta donde sé las encargadas de la tarea. De otra manera no se utilizarían frases como la de “a la niña se la llevó el bosque”, explicación que todos en el grupo supuestamente aceptan como real, cuando todos saben que la madre tuvo que sacrificarla.

Los hombres no tenemos, desafortunadamente, el privilegio de la maternidad, ni, afortunadamente, ¡tampoco los dolores asociados!. Pero cualquiera que haya visto la conducta de una madre, en cualquier cultura (y puede ser parte de nuestra herencia primate) sabe del vínculo profundo que se establece entre la madre y la cría, cuyas implicaciones evolutivas son bien conocidas. Es plausible pensar que una vez que la sedentarización permitió evitar el infanticidio o reducir su frecuencia, lo que seguramente no ocurrió en el transcurso de una sola generación (de nuevo, aquí una simulación podría ayudarnos a tener cuando menos una estimación aproximada) ya no fue tan fácil para las nuevas madres, llegado el momento, considerar como opción regresar a la práctica de matar a sus hijas. Seguramente la práctica existía en la memoria colectiva y, sin duda, en la masculina, y de las mujeres más viejas del grupo; pero ante la disyuntiva de matar a las hijas o quizá trabajar un poco más, me parece que esa consideración pudo haber pesado.

Esta especulación no pretende ser sino eso, una especulación, con la desventaja adicional de que sería muy difícil encontrar una manera de ponerla a prueba. Pero aquí hay que tener cuidado que no se dé el proceso complementario al de la ontologización, el de la “epistemologización”: cuando cuesta trabajo conocer u observar algo, se niega entonces la posibilidad de que haya ocurrido, o al menos se descarta el investigarlo, al considerarlo “inaccesible”.

Una ruta a explorar sería la etnográfica, buscando en el registro casos en que este proceso estuviera ocurriendo (o siendo revertido), quizá en situaciones de emancipación post-colonial o similares. Aquí la dificultad es que la orientación masculina de la investigación no siempre tomó en cuenta este tipo de detalles. Pero creo que, combinada con la idea de que quizá la inversión adicional de trabajo no era tan alta, permitiría explicar mejor por qué no se regresó a la práctica del infanticidio.

Independientemente de lo descabellado de la idea, me atrevo a sugerirla como pretexto para abordar una cuestión de fondo, que permanece aún si la especulación se rechaza (sobre la base que fuera). Y tiene que ver con la dificultad de los enfoques materialistas y en particular el materialista cultural y la ecología cultural, con este tipo de aspectos simbólicos y en particular, emotivos. La apelación a los sentimientos de alguien, sea ésta una madre ante la

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perspectiva de matar a su hija, o de la reverencia y miedo de un grupo ante un desastre inexplicable, como la erupción de un volcán, es un recurso que está bloqueado en estas tradiciones. Los sentimientos existen, se reconoce, simplemente no son importantes en la cadena causal. O bien, lo son, pero siempre en el contexto de un proceso colectivo, sistémico.

Lo paradójico de la situación es que en ausencia de emociones (y significaciones por parte de los sujetos de su propia realidad), esta tradición presenta entonces no seres humanos, sino autómatas; mecanismos de preciso cálculo termodinámico, lo que hace entonces que queden muchos aspectos del cambio cultural sin explicar. Antes de diagnosticar con más detalle la fuente de la dificultad y posibles avenidas de solución, permítaseme explorar un ejemplo más, derivado de la propia teoría de SPS.

Aunque, como vimos en el capítulo 14, la ontologización de SPS no implica necesariamente una visión del hombre como malo por naturaleza, sí lo deja en una situación en donde su deseo de no trabajar más de lo necesario lo lleva a subordinar a otros para que trabajen para él. Si bien al inicio, como vimos, esta cantidad de trabajo adicional quizá no fue muy onerosa y si, como en momentos posteriores, el estado intentaba interferir poco en los asuntos de las comunidades que pagaban tributo, quizá esta subordinación no fue inicialmente de carácter tan épico y monumental como las imágenes de los esclavos que Hollywood nos presenta, abatidos por el látigo egipcio en “Los Diez Mandamientos”. Pero lo cierto es que en relativamente muy poco tiempo, los estados se abrogaron derechos como el de vida y muerte de sus súbditos. Es decir, a final de cuentas, las consecuencias políticas y morales de la subordinación alcanzaron los niveles que nos hacen ver (al menos a los arqueólogos sociales) este momento como un momento crucial en la historia humana, que tendría consecuencias peores que la propia adopción de la intensificación agrícola.

Entonces, ¿será solamente una cuestión de costo/beneficio la que llevó a aceptar el rompimiento de los lazos de reciprocidad y solidaridad que caracterizaron los arreglos sociales igualitarios?. De ser así, aunque no tan terrible como una ontología social en donde el hombre es malo por naturaleza y quizá hasta gozó de su triunfo, tenemos una visión tampoco muy halagadora, en la que su pereza le hace admisible algo que su cultura, unas cuantas generaciones atrás, hubiera encontrado inadmisible.

Sobre todo si ese era el trato que habría que darle a sus familiares. Incluso en la sociedad capitalista, los vínculos de reciprocidad y solidaridad se mantienen (aunque dañados) en el seno familiar. (De hecho, creo que Mauss tenía razón al ubicar a la reciprocidad como la relación fundacional de lo social [Mauss 1958]. El grupo de residencia y luego la comunidad inmediata, suelen ser los ámbitos en que esta solidaridad se expresa. Sabemos por los recuentos de las sociedades de “grandes hombres”, que una dificultad de sus líderes es que no pueden forzar a sus parientes a trabajar de más, so pena de que ellos encuentren que realmente

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esos líderes no son sus parientes reales y se afilien a un líder alternativo. No me parece descabellado pensar que incluso en las sociedades cacicales (si éstas realmente antecedieron al estado) esta reciprocidad y solidaridad se extendieran al grupo ampliado de parentesco que implicaba el linaje. Es por ello que el cacique normalmente tampoco puede abusar de su autoridad y “recargarle la mano” a quienes, en esencia, son sus parientes. Es precisamente este salto (que en un momento más relacionaré al asunto de la propiedad de los medios de producción), el más difícil de resolver en una teoría sobre el origen de las clases y el estado que no recurra a la ontologización fácil de asumir que “está en la naturaleza humana” la voluntad de subordinar.

Si estas reflexiones son mínimamente plausibles, entonces hay una posibilidad de entender cómo quizá no es solamente la relación costo/beneficio la que estuvo detrás de aceptar irse contra otro grupo en vez de asumir el trabajo adicional requerido por la intensificación. Pudo haber mediado el hecho de que otros grupos no solamente no eran vistos como parientes, sino existe la posibilidad de que no se les concibiera siquiera como seres humanos.

Recordemos cómo, en muchos grupos étnicos, el nombre del grupo se traduce como “los auténticos hombres”, o “los hombres reales”. Este es un reflejo de un etnocentrismo que parece haber caracterizado a muchos (si es que no todos los grupos) en una parte de su trayecto evolutivo. De hecho, todavía para tiempos estatales, en Grecia y Roma la designación “bárbaro” no solamente implicaba alguien que vivía fuera del ámbito clásico, sino algo que no era completamente humano. Dicho de otra forma, a la humanidad le ha tomado tiempo llegar a la conclusión a la que muchas de las grandes religiones habían llegado antes: a reconocer la igualdad del género humano.

Para nuestra sensibilidad occidental en el siglo XXI parece increíble que alguien pueda poner en duda esta humanidad común. Pero no solamente persiste en muchos casos la idea de una “superioridad” que ciertos grupos se abrogan para sí, sino que todavía tan tarde como la guerra de secesión en Estados Unidos se discutía si los negros eran seres humanos y, en consecuencia, si tenían o no los derechos comunes a todos los seres humanos.

A donde quiero llegar es a una solución que hace más digerible (al hacerla explicable, si bien no necesariamente justificarla política o moralmente), el que en el contexto del origen del estado las relaciones de reciprocidad y solidaridad se rompieran: no es remoto que se rompieran primero en relación a grupos de “extranjeros” cuyo estatuto como seres humanos pudo haber sido cuestionado. Entonces, además de la reflexión de “ellos o nosotros”, pudo haber pesado el que los “ellos” no eran de la misma cualidad que “nosotros”.

Una versión más cínica diría que los otros tenían simplemente tierras intensificables y que podían ser puestos a trabajar más duro que los parientes o miembros de la comunidad inmediata. Lo cierto es que la guerra no debe haber

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sido simplemente por la tierra, porque, como señaló Webster, eso deja casi igual la relación población-recursos que era la que motivaba el conflicto: al ser rara vez guerras de exterminio, la guerra preindustrial no hubiera sido un correctivo para la presión demográfica. Se trataba más bien, como señala Bate, de hacerse de la fuerza de trabajo de los derrotados [Bate 1984]. Es decir, la propiedad que resultaba crucial no era tanto la tierra, como la propia fuerza de trabajo. Es por ello que en la propuesta de Bate, las sociedades clasistas iniciales no son ejemplos de formas arcaicas de feudalismo, basadas en la renta de la tierra, como en la teoría del modo de producción tributario, sino que son, en todo caso, más cercanas a una forma de esclavismo inicial. A diferencia de esclavismo clásico, aquí los trabajadores seguían manteniendo control sobre su proceso reproductivo.

En cualquier caso, de nuevo la solución que propongo, especulación una vez más, difícil de evaluar empíricamente, pasa por la misma dificultad que la sugerencia anterior: requiere de sujetos que sean capaces de concebirse a sí mismos y a sus vecinos. Es decir, sujetos capaces de cognición, que en los esquemas materialistas más ortodoxos parecerían estar fuera de discusión, al considerarse “fenómenos mentales” y en consecuencia, sujeto de teorización por posiciones idealistas, no materialistas.

El asunto de lo emocional, lo simbólico y lo cognitivo El prurito materialista de ni siquiera considerar estos aspectos de la naturaleza humana parece tener dos motivaciones: la primera, de corte epistemológico; la segunda, de jerarquía causal y por ende, de corte ontológico, remontable a la propia posición ontológicamente materialista y realista. Aunque un tratamiento detallado está fuera de las metas de este trabajo, creo que vale la pena esbozar algunas reflexiones que espero poder elaborar en otros trabajos.



La dificultad epistemológica, como su nombre lo dice, es una dificultad de acceso: se piensa de alguna manera que lo emocional, lo cognitivo y en general lo simbólico de alguna manera son inaccesibles; o bien que, indefectiblemente, aunque fueran parcialmente accesibles, no lo son lo suficientemente como para permitirnos evaluar teorías en que aparezcan como variables. El ejemplo más típico es Binford: si no se lo que está pasando por la cabeza de mi interlocutor hoy día, lejos estoy de poder saber qué tenía en la cabeza el individuo del pasado cuyo cráneo estoy excavando [Binford, comunicación personal, México 1974; Binford [1972 (orig. 1968):198)].



Se asocia lo simbólico a lo mental y lo mental a lo inaccesible. No se requiere mucha perspicacia para descubrir que esta secuencia de asociaciones tiene que ver con la reticencia del neopositivismo a aceptar entidades teóricas inaccesibles, razón por la que gozó de popularidad en la psicología conductista. El conductismo postulaba reducir el campo de investigación psicológico a lo observable de manera directa –la conducta- y miraba con desconfianza lo mental, que prefería considerar como una “caja negra” inexpugnable. Pero la propia

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psicología criticó esta postura y a partir de los años 50’s creció y se consolidó lo que luego sería una postura que competiría con éxito por la preeminencia en esa disciplina: la psicología cognitiva, que insistía en la necesidad de investigar los fenómenos y procesos mentales. Y ello, sin menoscabo del rigor científico. Su éxito le llevó a ser uno de los pilares de la ciencia cognitiva, en la que convergen otras disciplinas, todas con credenciales que ningún materialista podría objetar [Gardner 1987].



En la medida en que los fenómenos cognitivos tengan efectos o huellas materiales recuperables o inferibles en el contexto arqueológico, la arqueología, al ignorarlos, se está perdiendo de un campo de la experiencia humana que resulta vital para una adecuada explicación de la variabilidad social e histórica. Este es el punto de desarrollos ya no tan recientes, como la arqueología cognitiva, en la que, una vez más, destaca Flannery como uno de sus líderes [Flannery and Marcus 1998]. Su particular variante me parece menos atractiva que la de Renfrew [Renfrew and Scarre 1998; Renfrew and Zubrow 1994], que ha mostrado de manera muy convincente como lo cognitivo puede ser abordado sin menoscabo de un rigor materialista, para propósitos explicativos concretos. Su solución al enigma de las unidades de peso en la cultura [Renfrew and Scarre 1998] me parece un ejemplo de lo que puede lograrse por esta vía.



Pero queda pendiente el asunto de la cuestión ontológica. Quizá reconocer como pertinentes problemas en este campo nos lleva, indirectamente, a abandonar una posición ontológicamente materialista, hacia algo más parecido al anti-realismo. Esta preocupación también me parece infundada. Una cosa es reconocer la existencia e importancia de procesos cognitivos (incluyendo los afectivos) y otra muy diferente es asumir de entrada que son éstos los que causan la conducta y no a la inversa, como parece pensar Shanks [1995:17-18]. Estos procesos cognitivos, como el resto de la realidad, son materiales.



Tampoco se requeriría adoptar una nueva “democracia de factores”, como parece requerir la nueva ontología de Flannery asociada a la “teoría de la acción” de Ortner [Marcus and Flannery 1996:31], en la que es a veces el sistema en su componente material el que lleva la pauta y otras veces es el conjunto de normas y otros componentes simbólicos el que manda. En mi tierra decían, “si no es Chana es Juana”. Me parece que proponer algo así es regresar a la idea de que cualquier elemento tiene cualquier peso causal, lo que suele ser, cuando menos, una mala heurística.

La perspectiva desde la arqueología social La arqueología social iberoamericana (o de acuerdo a su nombre más reciente, arqueología social ameroibérica) ha propuesto, desde el inicio, la incorporación de factores como la emoción, los afectos o la cognición. Al menos es así en el papel, porque este es un segmento de la posición teórica que no se ha desarrollado

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mucho y donde nos nutríamos de los avances de Agnes Heller [Heller 1979] antes de que ella tomara una ruta distanciada del materialismo histórico.

“[Las superestructuras]…son los sistemas de ideas y reflejos condicionados por la práctica del ser social y las organizaciones o instituciones que, en correspondencia con aquellos, instrumentan normativamente la voluntad social de mantener o transformar las formas de reproducción de la base material de la sociedad. Para referirnos a las dos instancias principales de la superestructura, emplearemos los términos de conciencia o reflejo social y de institucionalidad” [Bate 1998:62].



Bate [Ibíd.] prefiere reservar otros términos comúnmente usados en la tradición marxista, como el de superestructura jurídico-política o ideológica a las sociedades de clase. Yo concuerdo. Requerimos términos más generales, que nos permitan abordar las sociedades preclasistas también. Por ello prefiere el término de “psicología social”, que puede ser quizá una mala elección terminológica, dado que conjura imágenes de la disciplina académica del mismo nombre. En cualquier caso, él la define en los siguientes términos:





“[…] Generalmente, cuando se habla de conciencia social o, en particular, de ideología, se denota el hecho de que todo lo que los hombres hacen pasa, de una u otra forma, por su conciencia, de modo que la conciencia social es inseparable de la práctica del ser social, aunque para entender la dinámica de esa relación de unidad es necesario abstraer tal diferencia objetiva. Pero, tal vez, incluso el término de conciencia social es algo limitante, puesto que la realidad de la que los seres humanos participan en la práctica no solamente es reflejada por la conciencia, sino también a través de la afectividad y es difícil entender teóricamente con claridad las diversas manifestaciones de la conducta social, o conceptos como el de ‘interés de clase’ o ‘sistema de valores’, si no consideramos la unidad real de esas dos formas diferentes del reflejo subjetivo de la realidad: conciencia y afectividad” “La conciencia social, como sistema de reflejos cognitivos o ‘cosmovisión’ tiene distintos niveles y formas. Como niveles de conciencia pueden distinguirse, en los extremos polares, la conciencia habitual (empírico-espontánea o seudoconcreta) y la conciencia reflexiva (conocimiento lógico-teórico, ideológico o científico). La conciencia también presenta diversas formas (mágicofantásticas, lógicas, etc.).” “La afectividad […] es el reflejo subjetivo que muestra cómo la realidad afecta a los sujetos. Un mismo fenómeno real, que puede ser reflejado cognitivamente de igual manera por distintos sujetos (si

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es reflejado correctamente), puede afectarlos diferencialmente, dependiendo de la posición relativa de los sujetos respecto al objeto, dentro de un mismo sistema social. En este caso, nos referimos a los sujetos como grupos sociales.” [Bate 1998:62-63; énfasis en el original].

Los sujetos sociales son grupos sociales que comparten características en la práctica social, que a veces son de clase (en las sociedades clasistas, obviamente), pero que pueden resultar de otros factores: el género, los grupos de afinidad, la residencia en común y otros [Id:63]. Así, la psicología social contendría tres elementos fundamentales: los sistemas de valores, la conciencia social y la afectividad (ver su Figura 3.3., [Id:64]).

“Las representaciones en que se asocian vivencias afectivas a determinados reflejos cognitivos constituyen los valores. Las diversas configuraciones posibles de asociación de reflejos conscientes y afectivos conforman sistemas de valores, los cuales condicionan distintas posiciones (toma de posición) de los sujetos sociales frente a la realidad, conforman determinadas actitudes (disposición a la acción) y pueden motivar distintas conductas sociales” […] “El reflejo subjetivo y la actividad social, en su recíproca interacción, son aspectos inseparables en la práctica del ser social” [Bate 1998:64, énfasis en el original].

Complementa las superestructuras la institucionalidad:



“Es el sistema de organizaciones sociales a través de las cuales se ejercen las actividades de coerción y administración que permiten el mantenimiento o los cambios en la reproducción de las formas de conducta social; es decir, del sistema de relaciones sociales de producción o de filiación. Ello supone la correspondencia con una concepción normativa de la realidad que se estructura en la conciencia social. La institucionalidad no sólo incide recíprocamente en la base material…sino también en la reproducción o cambio de determinados contenidos y formas de conciencia social [Bate 1998:65].

Hay varios puntos que merecen comentario en esta extensa cita. Primero, que el cargo de que la arqueología social no esté interesada en las cuestiones ideológicas o afectivas resulta falso; de hecho, de las posiciones materialistas recientes en arqueología, es la única que las ubica explícitamente en un modelo de cómo opera la totalidad social. Segundo, que, a diferencia de la arqueología procesual, que rechazara in toto la versión normativa de la cultura, Bate no tiene miedo en reconocer que, en efecto, hay normas culturales. Binford, en su muy justificada reacción a que el único mecanismo explicativo de la arqueología particularista fueran los cambios, préstamo y difusión de normas culturales,

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mentales, rechazó de paso que estas normas existieran o que fuera relevante su estudio [Binford 1972 b (orig. 1968)]. Con ello, cercenó de la arqueología procesual un elemento clave, que estructura sin duda el registro arqueológico en alguna medida. Tercero, que a diferencia de algunos de los enfoques simbólicos recientes, está claro que este componente ni “flota solo” (ya que está anclado en el ser social), ni se “causa a si mismo” o acaba determinando al propio ser social. Así, a diferencia de Flannery y Marcus [Marcus and Flannery 1996], cuya teoría examinaremos brevemente en una sección posterior, no se trata de que la superestructura se modifica espontáneamente, por la voluntad de algún cacique “emprendedor” y es capaz de trasformar de raíz el conjunto social. Ello deja sin explicar por qué este cacique actúa como actúa, o deja como única explicación alguna forma de ontologización en la que “el hombre es así”. Esto es, en la propuesta de Bate se retiene una orientación materialista en la ontología social.



Lo cierto es que, aún con estas ventajas, la teorización de este aspecto de la realidad social en la arqueología social (y en otros enfoques materialistas) está subdesarrollada. Nuestro interés aquí no es desarrollarla, por supuesto, sino mostrar que las propuestas hechas antes sobre cómo resolver problemas que la teoría de SPS presenta a cualquier teoría alternativa pueden enfrentarse, al menos en principio, desde la arqueología social. Y creo que las soluciones ofrecidas, una sobre el papel de la afectividad como freno del regreso del infanticidio femenino y otra sobre el papel de la cognición, particularmente el reconocimiento de la humanidad común en un contexto de identidades étnicas, son compatibles con una formulación materialista como la de la arqueología social.



Me parece, por otro lado, que parte del subdesarrollo de esta área dentro de la arqueología de corte marxista no es accidental. Y que puede remitirse a una visión restrictiva de lo que significa el realismo ontológico, derivada de la manera que se entienden las tesis del materialismo. No tengo espacio para entrar en una discusión de detalle aquí (aunque el lector interesado puede consultar Gándara [en prensa]. No obstante, creo que es importante al menos esbozar aquí tanto el problema como una posible solución.

Hacia un nuevo “realismo social” El término “realismo social” lo uso con cierto temor, dado que normalmente se asocia a la tesis de Durkheim de que existe un nivel ontológico social que trasciende la existencia de cualquier individuo aislado. Y que esta entidad, “existe realmente”, cosa que ha sido debatida por los individualistas metodológicos, normalmente asociados a la desafortunada posición de Popper al respecto.



Independientemente del término que se use, lo que tengo en mente es una reformulación de las tesis básicas del materialismo, tal como se usa este término en el marxismo. Y digo tesis, porque son cuando menos dos las que están involucradas: la primera, que es la tesis del realismo, de que la realidad existe con independencia de la capacidad o voluntad cognitiva de los sujetos (o de la

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conciencia, como a veces se formula). La segunda es que la realidad es material, o está compuesta de elementos materiales (normalmente se mencionan tres: materia, energía e información, que suelen reducirse a una, la materia, en diferentes grados de agregación). La tesis realista es a su vez, cuando menos, el conjunto de dos tesis (al menos en formulaciones como la de Devitt [1997]: la de la existencia de la realidad y la de la independencia de esa existencia con respecto a los sujetos que conocen.



Hoy día hay muchas versiones del realismo. Devitt [op. cit] reseña algunas de las más significativas. La de Bhaskar [1978], introducida hasta donde sé en México por Olivé [1988:61], es hoy día muy popular, aunque no todavía en arqueología. Yo prefiero la formulación que ha hecho Searle del realismo ya que está precisamente destinada a combatir la moda antirealista actual, moda que me temo está detrás de algunos de los más preocupantes desarrollos en la teoría arqueológica. Para Searle, el realismo, que el califica como realismo “externo” sería:



“… el punto de vista de que el mundo existe independientemente de nuestras representaciones de él. Esto tiene la consecuencia de que si nosotros no hubiéramos existido nunca, si nunca hubiera habido ninguna representación –ningún enunciado, creencia, percepción, pensamiento, etc.- la mayoría de nuestro mundo permanecería sin afectarse. Excepto por esa pequeña esquina del mundo que está constituida o afectada por nuestras representaciones, el mundo de todas maneras habría existido y sería exactamente el mismo que es ahora…” [Searle 1995:153; traducción mía. Existe traducción al español -ver, 1997].

¿En qué consiste entonces el problema de la formulación mecánica, dogmática, del materialismo en el marxismo?. De que no queda espacio, en dicha formulación, para que el sujeto tenga una capacidad creativa, generadora de aspectos o elementos de la realidad. Al ser la realidad “independiente” del sujeto, entonces no puede haber elementos de esa realidad que el sujeto haya creado; o peor aún, como desde hace años ha señalado en las reuniones del Grupo Oaxtepec de arqueología marxista Héctor Díaz-Polanco, tampoco podría transformar la realidad, lo que contradice de manera frontal la razón de ser del marxismo. Así, la realidad sería inmune a la operación humana, lo que no solamente resulta ridículo sostener dentro del marxismo, sino contrario al sentido común. Se podrá decir que nadie ha sostenido una posición tan estrecha, pero lo cierto es que repetimos como mantra la idea de que la realidad es “independiente a la voluntad o capacidad de los sujetos”.



La tesis anti-realista, hoy día disfrazada con el nombre de “constructivismo” (con diferentes sabores y colores), propone que la realidad es un constructo (total o parcial) de los sujetos, que depende de ellos para su existencia

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en algún grado. Esta es la tesis a la que el materialismo se ha opuesto, porque lleva de regreso al idealismo o incluso al solipsismo extremo. Searle lo ataca porque, en su argumentación, el realismo constituye una condición de inteligibilidad del discurso, en lo que llama su “argumento trascendental” a favor del realismo [Searle 1995:caps. 7, 8 y 9]. El problema con la versión marxista es que, al pintar una imagen reductora del realismo se mete, en mi opinión, en un predicamento: no poder explicar muchos elementos de la realidad social, o peor aún, no poder reconocer que, al menos el componente social de la realidad, la realidad social, es un producto de la acción de los sujetos y por lo tanto, no puede ser independiente a ellos.



El problema radica en cómo formular una versión del realismo que permita recuperar una de sus implicaciones centrales, que es la teoría de la correspondencia: los enunciados son falsos si no corresponden a la realidad (aunque Searle, a quien me referiré en seguida, dice que el realismo no es una teoría de la verdad ni implica una teoría de la verdad, aunque la teoría de la correspondencia es compatible con el realismo [Searle 1995:154, cap 9]); pero si la realidad es libremente inventada o construida por los sujetos, ¿a qué realidad se supone que correspondan los enunciados?. En un intento de evitar el relativismo, el marxismo (al menos como se le usó en arqueología durante buena parte de los 70s y 80s) corrió el riesgo de cancelar el carácter generador de los sujetos sociales y su papel como constructores de realidades sociales84.  



De nuevo, luego de muchos años de considerar el asunto y de hacer un par de bocetos de una respuesta a este problema, conocí la solución de Searle85, que encuentro convincente y compatible en principio con la propuesta marxista (aunque Searle venga de una tradición filosófica y política diferente). Searle argumenta cómo, a través de ciertas funciones del lenguaje, se construye la realidad social, a partir de hechos que él llama “hechos brutos”. Cómo, por ejemplo, el dinero dejaría de existir si las convenciones que le dan sentido desaparecieran (no en el sentido de que físicamente desaparecerían las monedas o los billetes, sino que ya no serían lo mismo, como ha sucedido más de una vez en la historia del mundo. El propio oro, sin la convención consensualmente aceptada de que es valioso, no sería sino un pedazo más de metal. Esta construcción estaría, entonces, estrechamente ligada a la función simbólica, dado que se relaciona un objeto o elemento con un significado: “X cuenta como Y en un contexto C” [Searle 1995:45]. El argumento de Searle es demasiado rico para intentar sintetizarlo aquí. Baste decir que requiere de un acuerdo social, pero no necesariamente un acuerdo voluntarista o cualquier acuerdo social arbitrario y  

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Apunta Bate: una lectura vulgar, reductora, del realismo es incompatible con la propia lógica dialéctica y, en consecuencia, del propio marxismo [Comunicación personal, México, Agosto 2007]. 85

Aprovecho para agradecer al Dr. Renfrew [Renfrew, comunicación personal, México, 2004] el haberme señalado la relevancia de Searle a esta discusión. Mi propia familiaridad con Searle se reducía a lo que tuve oportunidad de leer de sus aportes a la teoría de los actos del habla, para mi tesis doctoral en diseño y nuevas tecnologías.

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local86; uno que tiene una sanción del grupo –o yo añadiría, de los que tienen quizá el poder en el grupo- y se expresa en ciertas fórmulas del habla que tienen a su vez una serie de consecuencias. Pero sugiero que el lector interesado consulte directamente la obra. No se arrepentirá.



Mi propia reflexión surgió de una experiencia real: el haber estado accidentalmente en San Francisco, California, en una celebración mexicana, completa con mariaches, antojitos, tequila y hasta un concierto gratuito de Carlos Santana frente al Palacio Municipal. Cuando pregunté que se celebraba, uno de los asistentes contestó, con completa determinación, “La Independencia de México”. El problema es que la fecha no era el 16 de Septiembre, sino el 5 de Mayo, día en que se celebra la Batalla de Puebla de 186287.  



Cuando uso este ejemplo en mi clase de Epistemología y Metodología de las Ciencias Sociales y pregunto: el enunciado “El 5 de Mayo se inició la Independencia de México” ¿es verdadero o falso?, obtengo normalmente una reacción mixta. Una parte del grupo (que es cada vez mayor, lo que creo es una indicación cómo están los tiempos), afirma que sí. Que si los mexicanos por allá así lo creen, entonces es verdadero. Otra protesta y dice que no, dado que no corresponde a la realidad y que la realidad es que la Independencia se inició el 10 de Septiembre de 1810.



Con el primer grupo (en el que suele haber, curiosamente, varios historiadores), discutimos la diferencia entre la creencia (estado del sujeto, o para mayor pedantería, estado “doxástico”); y la verdad, que al menos para el realismo es una relación entre un enunciado (que propone un sujeto) y el estado del mundo, que fija la propia realidad, bajo el concepto de verdad como correspondencia. Por lo tanto, aunque respetamos el derecho de cualquiera a sus creencias, ese respeto no debe confundirse con el valor de verdad (o su ausencia) de dicha creencia formulada en un enunciado. Y apunto a los riesgos de asumir la posición contraria: si la verdad de un enunciado solamente depende de que alguien lo crea, entonces cualquier enunciado, por terrible que sea, es verdadero – momento en el que los antropólogos sociales del grupo reconocen que, detrás de la aparente apertura del constructivismo, se esconde el relativismo para el que enunciados como “los indios son unos borrachos y unos flojos; el gobierno haría bien en meterlos en reservaciones”, o “Calderón ganó las elecciones del 2006” son 86

De nuevo, apunta Bate: no es una mera decisión convencional: contiene trabajo objetivado [Comunicación personal, México, Agosto 2007]. 87

Todo esto sucedió hace ya más de 15 años. Desde entonces se han hecho programas de difusión en Estados Unidos para clarificar que el inicio de la Independencia de México ocurrió el 16 de Septiembre de 1810. Yo encuentro muy interesante que estos programas no se instrumentaran antes y que la confusión pareciera no molestarle al gobierno americano. ¿Será coincidencia que el 5 de Mayo los mexicanos derrotaron a un invasor europeo en Puebla? Correcciones aparte, el 5 de mayo sigue siendo la celebración más importante para la comunidad mexicano-americana y migrante. Se ha convertido, en últimas fechas, en el “día de la mexicanidad”, con lo que ha venido adquiriendo otro sentido.

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tan verdaderos como los enunciados contrarios, simplemente por que alguien los crea.



Con el segundo grupo discutimos si, en realidad, la Independencia inició el 16 de Septiembre de 1810. Aquí los historiadores salen al rescate, para recordarnos que la celebración del 16 de septiembre se generalizó solamente una vez que se había firmado la Independencia de México y, con mayor probabilidad, luego de que los historiadores liberales escribieron a mitad del siglo XIX sus historias del período. Es decir, en un argumento similar al que se atribuye a Danto, el filósofo de la historia, difícilmente Hidalgo inició algo que él sabía iba a concluir once años después con la firma de la Declaración de Independencia. De hecho, entre las proclamas que hizo en su famoso “Grito”, se incluía la de “Viva el Rey de España”, lo que resulta un tanto incongruente para el líder del movimiento de Independencia.



Los hechos “brutos” de esa noche serían que un cura de Dolores, Miguel Hidalgo, se paró frente a sus feligreses la noche del 15 de septiembre y los convocó a rebelarse ante el gobierno colonial. Pero que esa fecha entonces marque “el inicio de la Independencia”, es una construcción social, lograda a posteriori. Años después de 1810, a iniciativa de algunos intelectuales y políticos, se le atribuyó ese significado, que recibió un apoyo amplio popular y desde ese momento se decidió que el 16 de Septiembre sería, para los mexicanos, “el inicio de la Independencia”.



Llegados a este punto, el primer grupo de alumnos protesta: entonces por qué, si el asunto es algo que fue socialmente decidido y políticamente sancionado y en ese sentido, “socialmente construido” no tienen derecho ahora los mexicanoamericanos y los migrantes a “de-construirlo”; sobre todo cuando existe (o al menos existía, a finales de la década de 1980), un consenso amplio en dicha comunidad en el sentido de que la Independencia de México se había iniciado el 5 de mayo de 1862.



Mi solución (que no pretendo sea generalizable o constituya un argumento formalizado) es similar a la que propuse para la manera en que se mantiene la referencia de los términos teóricos (ver capítulo 11). Utilizo la misma idea de “bautismo inicial” de Kripke. La noche del 15 de septiembre realmente ocurrió (hasta donde sabemos), que un cura de Dolores arengó a la multitud, lo hizo frente al templo del pueblo y llevaba como estandarte una imagen de la Virgen de Guadalupe. Los recuentos testimoniales parecen ser numerosos en el sentido de que este evento o hecho “bruto”, en el sentido de Searle, realmente ocurrió. Yo añadiría que ocurrió en un contexto material específico, en un escenario y con unos actores específicos en los que se emitieron conductas materiales específicas. La fecha del evento (o de su término, la madrugada siguiente), fue el 16 de Septiembre de 1810. A ese evento, años después, le asignaron el significado de ser “el inicio de la Independencia”, como resultado de un consenso social, políticamente mediado, sobre el sentido que tuvo aquel evento bruto de

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1810. A partir de ese consenso, la frase “inicio de la Independencia” apunta a ese evento, con esa fecha. Ambos eventos, el inicial y posteriormente el de bautizo y el consenso en torno suyo, fueron reales, materiales. Y el segundo lleva adicionalmente la fuerza de haber sido socialmente sancionado, reproducido y transmitido durante más de un siglo, todo el tiempo apuntando al evento original de 1810.



De la misma manera, el 5 de Mayo “las armas mexicanas se cubrieron de gloria”, al derrotar al Ejército Francés en Puebla en 1862. Aunque el gusto no nos duró mucho, la batalla realmente ocurrió y su resultado fue la victoria mexicana. Hubo de nuevo un escenario, actores y conductas materiales, con consecuencias y efectos del tipo que el arqueólogo puede recuperar en el “hecho bruto” respectivo. En este caso el consenso se construyó prácticamente de inmediato, dado que la interpretación del sentido del evento ocurrió prácticamente al término del evento mismo. Desde entonces y por poco más de un siglo, ese consenso se refrendó y ha sido reproducido y transmitido durante más de un siglo, todo el tiempo apuntando al evento original de 1862.



Supongamos por un momento que el día de mañana otros actores, en otros escenarios, decidieran que la derrota del Ejército Francés fue un terrible retroceso para la europeización de México; y que Hidalgo es el culpable de haber iniciado ese retroceso años atrás; y que estos nuevos actores lograran un consenso social amplio al respecto (cosa que en este México panista no parece tan descabellada), de forma tal que a partir de ese momento se detuvieran las celebraciones respectivas. Es decir, que socialmente dichos eventos recibieran otro sentido, otro significado. ¿Sería entonces falso que la Independencia de México inició en 1810?



No lo creo. Entre otras cosas, porque quedaría la “cadena ancestral de referencia” que seguiría uniendo el nuevo significado al significado anterior; es decir, quizá incluso la noticia del cambio se daría en términos de “A partir de hoy se declara luto nacional el 16 de Septiembre, antes considerado inicio de la Independencia, por retrasar la europeización de México”. En ese momento se establece una liga con el sentido anterior y, a partir de ésta, con el evento bruto que realmente ocurrió y que fuera bautizado posteriormente como “Inicio de la Independencia”. Y ese evento bruto ocurrió el 16 de Septiembre de 1810. ¿Sería, en nuestra situación hipotética, valorado por la gente de otra manera? Sin duda. Pero eso no cambia que algo real ocurrió en un momento particular del tiempo y en un lugar específico del espacio.



Pero si todo este argumento es mínimamente viable, entonces no es cierto (aunque lo digan los mexicano-americanos o por algún poblano particularmente orgulloso de sus raíces), que el 5 de mayo se celebra el Inicio de la Independencia, entre otras cosas por que el 5 de mayo está enlazado a una cadena ancestral que apunta a 1862 en Puebla y no a 1810 en Dolores, Gto.. La realidad con la que debe corresponder el enunciado “La Independencia inició el 16 de Septiembre de 1810”, es el evento bruto que realmente tuvo lugar en esa fecha

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y luego fue conferido de ese significado. Y de ese evento (y su posterior bautizo) quedan evidencias tan materiales como las de cualquier otra ciencia. Son tan independientes de mi voluntad individual como que el Carbono 14 sea un isótopo inestable.



La respuesta trivial a este argumento es que no hay tal independencia, porque los términos “Carbono” y “14”, son parte de un lenguaje socialmente construido. Y es trivial, porque confunde la naturaleza social del lenguaje y el carácter incluso arbitrario de las etiquetas con las que designamos ciertas entidades, con las propiedades que estas etiquetas designan. En efecto, nadie pone en duda que el lenguaje es una construcción social. Ni mucho menos que lo social todo es una construcción social, incluyendo al lenguaje. O como me decía, enfático, algún alumno: “¡Pero maestro, si incluso el Ajusco es una construcción social! Me imagino que sí, pero al menos de lejos parece un cerro o, para mayores señas, una estructura de origen volcánico… Adoptar una posición realista es asumir que incluso si no hubieran existido hombres que inventaran nombres como “Ajusco”, el cerro seguiría estando ahí.

Pero todo el argumento depende de aceptar que hay entonces segmentos de la realidad que no son independientes de la voluntado o capacidad de los sujetos. Que hay, en efecto, partes de la realidad que son “socialmente construidas”. Ello requiere adoptar, entonces, una forma de “realismo social” que vaya más allá de la tesis normalmente recitada por el materialismo.



Y si esta digresión ha confundido un poco al lector en cuanto a qué tiene que ver todo esto con la arqueología y con el asunto de esta tesis, solamente le pido paciencia. La conexión inicial tiene que ver con el hecho de proponer soluciones a los problemas de la teoría de SPS con los que inicié la sección. Estos problemas son retos que cualquier teoría tendría que resolver, pero cuya solución aparentemente requieren alejarse o traicionar el materialismo… He intentado mostrar que esto no es cierto, porque hay maneras de abordar esos aspectos de la realidad desde un punto materialista, como el de la arqueología social, en donde al menos en el discurso se reconocen como importantes. Pero ello requiere revisar nuestra concepción del propio materialismo, ya no solamente por una cuestión de orden político, como le preocupaba en su momento a Díaz-Polanco, sino estrictamente metodológico. Creo que el realismo social, en la versión de Searle o en alguna que pudiera desarrollarse eventualmente sobre los apuntes que hice en torno al ejemplo del 5 de Mayo, muestran que se puede hacer conciliar el materialismo con una concepción en que hay partes de la realidad genuinamente creadas por la propia sociedad.



La conexión final del asunto con la arqueología tiene que ver con los riesgos del relativismo constructivista como teoría de fondo para la conservación del patrimonio. Hoy día está de moda proponer que “el patrimonio es una construcción social” y, en consecuencia, que algo sea o no patrimonio es un asunto de “construcción social” y relativo a grupos. De nuevo, se confunde el

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consenso que pueda construir una comunidad, con la materialidad sobre la que se construye este consenso. Aceptar el relativismo en torno al patrimonio es abrir a que si los talibanes no reconocen como patrimonio los Budas centenarios en Afganistán, entonces en virtud de esa creencia los Budas dejan instantáneamente de ser patrimonio; que si Wall-Mart (con la venia del INAH) decide que es perfectamente legítimo construir un supermercado dentro de la ciudad de Teotihuacan, se justifica porque lo que sucede solamente es que ellos tienen “una noción diferente de patrimonio”, tan respetable como cualquier otra.

El relativismo es una mala apuesta epistemológica, metodológica y probablemente también política: confundir la importancia del respeto (odio la palabra “tolerancia”, con sus resonancias de asimetría) y del diálogo, del derecho de cualquiera a expresar su opinión, con el que esa opinión sea verdadera por el solo hecho de que alguien la cree, es cometer un error muy peligroso… O al menos eso creo, lo que espero algo me valdrá ante los relativistas…



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Capítulo 16

El falsificacionismo dogmático como vehículo para el regreso del particularismo histórico La teoría de SPS y su supuesta “refutación” me interesaron, desde 1982, porque apuntaban, en mi opinión, hacia una tendencia que me parecía peligrosa: el del regreso de la arqueología al particularismo histórico de Boas y sus discípulos. Esta posición teórica, bautizada así por White y por su seguidor, Marvin Harris, en sus mejores momentos no negó que la explicación fuera la meta de la antropología; estaba de acuerdo que quizá lo era. Pero, a diferencia de los neoevolucionistas, los particularistas pensaban que todavía era demasiado prematuro para intentar proponer explicaciones. Eran necesarios más casos, mejores datos, mejor información. Combinada esta situación con la urgencia de documentar la variabilidad cultural que la expansión del capitalismo estaba destruyendo, es que se privilegiaba la meta de describir. En sus peores momentos el particularismo llegó a negar por completo la meta de explicar, aduciendo a que todas las explicaciones formuladas por sus antecesores, los evolucionistas clásicos, estaban refutadas.



Tomó cerca de 30 años que la oposición al particularismo, que inició en la antropología cultural neoevolucionista y, en el caso de la arqueología europea, con la obra de Childe, fuera adoptada en la arqueología americana. Ese es, si no tuviera otro, el mérito de la arqueología procesual. Pero esta victoria parece haber sido pírrica, porque en menos de diez años, a partir del cisma entre arqueólogos “de la Ley y el orden”, como llamó Flannery [1973a] a los que creían en las explicaciones nomológicas y los arqueólogos “Serután” (el nombre de un laxante que “trabaja con tu sistema”), es decir, los arqueólogos sistémicos, se volvió a poner en duda que la explicación fuera una meta oportuna o legítima. Al menos la explicación mediante principios generales, que era la se cuestionaba.



Aquella mañana de enero de 1979 en Michigan, esguince en el meñique y todo, cuando Wright me preguntó si todavía creía en las explicaciones, no daba crédito de que la pregunta se me formulara en la misma universidad en la que dieron clase White, Service y Sahlins, paladines de la explicación en la antropología y líderes del neovolucionismo. Era, después de todo, la universidad desde la que Binford generó mucho de lo que luego sería la arqueología procesual. Era la universidad de Flannery, el autor de una de las mejores explicaciones sobre el origen de la agricultura [Flannery 1973], el mismo que había hecho, entre muchas otras, una genial conjetura sobre la distribución de elementos con rasgos olmecas en Mesoamérica [Flannery 1968]. Y era, por supuesto, el alma mater del propio Wright que, como vimos, produjo no una, sino

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cuando menos tres explicaciones sobre el origen del estado. La misma universidad de Whallon, en cuyo curso había yo aprendido, apenas un semestre atrás, muchísimas explicaciones sobre cazadores recolectores, esbozadas inicialmente por Whallon y desarrolladas por estudiantes como Wobst, Yellen o Jochim.



Me tomó mucho tiempo animarme a preguntarle a Wright si realmente creía que la explicación ya no debería ser la meta de la arqueología. Resultó que mis agonías estaban parcialmente injustificadas: el comentario había sido hecho medio en broma, medio en serio; lo que a Wright le molestaba más es la arrogancia que el sentía se asume cuando se habla de “leyes universales”, leyes que, al ser analizadas en detalle, resultan o triviales o falsas. Pregunté entonces cómo podría proceder una explicación, en ausencia de leyes: la respuesta fue clara: con principios generales, a los que no es necesario llamar pomposamente “leyes”. Un enorme peso se levantó de mis hombros ese día: el asunto era, al menos parcialmente, terminológico. La solución era congruente con lo que yo veía a Wright hacer todo el tiempo y que era una fuente de inspiración constante para mí, como vimos en el capítulo 7, que era explorar precisamente qué explicaciones pudieran ser más viables; en dónde estaba el problema con las disponibles; qué heurísticas o metodologías podrían emplearse para mejorarlas; etc., aunque en dicho proceso nunca hablara de “leyes” o asumiera un formato deductivo al estilo hempeliano.

El “conde” de la refutación Lo cierto es que, quizá en su búsqueda de mejores explicaciones, algunos egresados de Michigan lo primero que hicieron fue “refutar” las explicaciones disponibles. Y lo hicieron sin proponer necesariamente alternativas mejores. Es el caso de Earle, cuya tesis pasará a la historia de la metodología en ciencias sociales, dado que con un mismo caso de estudio, un distrito de riego en Halelea, Huahu, Hawai, refutó no una, sino tres teorías, dos sobre el origen del estado y con el mismo caso, ¡otra más sobre el origen del cacicazgo! [Earle 1978]. Estas refutaciones, ejemplo del tipo de refutaciones espurias que en su honor he llamado “refutaciones hawaianas”, requirieron un acto de prestidigitación tan hábil que su público no notó los espejos, cuerdas y poleas involucradas. No entraré en detalles aquí, aunque el lector interesado puede consultar Gándara [1999].



El truco es ingenioso y merece aplauso. Consiste en distraer al público con la paloma blanca de la refutación, mientras que se pasa de considerar a Hawai como caso de estado a caso de un cacicazgo hasta ese momento inexistente: el “cacicazgo complejo”. En efecto, se “refutan” dos teorías sobre el origen del estado, la de Carneiro y la de Wittfogel y con el mismo caso, la de Service sobre el papel de la redistribución en el origen del cacicazgo. Esta refutación ocurre con los mismos materiales, del mismo momento en el tiempo; es decir, no es que se utiliza un momento de la secuencia en el que Hawai era cacicazgo para refutar a Service y luego otro, posterior, para refutar a Carneiro y a Wittfogel: los tres son refutados

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con datos provenientes de documentos de la reforma agraria hawaiana, casi 80 años después de la invasión inglesa, así como reconocimientos de superficie y excavaciones limitadas.



La lógica ya la conocemos; no es la lógica del condicional, sino es la del incondicional intento de refutar a toda costa: en los tres casos no se da el antecedente del condicional en cuestión y de todas maneras se considera falsificada la teoría respectiva. En el caso de Carneiro, se muestra que no hubo presión demográfica; en el de Wittfogel, que no hubo un sistema de riego complejo; en el de Service, que no había una red de intercambio regional. Para que esos casos valieran como “reportes de observación” de contraejemplos a las teorías, la única salida sería considerar que las teorías tienen forma de bicondicionales. Así, al no haber ni irrigación ni presión demográfica, pero haber estado, el caso serviría como contraejemplo de Wittfogel y Carneiro; al no haber redistribución, pero haber un cacicazgo, quedaría refutado Service. Pero… ¡sorpresa!: en Hawai no había ni estado ni cacicazgo, sino todo lo contrario: ¡un cacicazgo complejo! Es decir, aún considerando las teorías como bicondicionales, la refutación no procede, dado que no solo no se cumple el antecedente, sino el consecuente. Ese resultado se puede interpretar en uno de dos sentidos, ambos tan dolorosos como los “cuernos” de cualquier dilema: o bien el caso hawaiano es irrelevante para las teorías en cuestión (interpretación que yo favorezco) o, gracias a un tecnicismo lógico (que yo pondría en duda, pero cuya lógica es impecable)… ¡Earle corroboró las tres teorías!88  



En toda justicia, el error de Earle lo provocó, en cierto sentido, el propio Service. Service incluye [1962, 1971b] como ejemplo de cacicazgo a Hawai; mientras que en el libro que lo acompañaba como recurso escolar [Service 1963] parece contradecirse: en 1962 sostiene que en el cacicazgo clásico, que antecede al estado en su secuencia evolutiva, hay una gradación de estatuses, “las clases sociales no existen en los cacicazgos” [Service 1971:163]. Pero luego, en el libro de 1963 , al describir en detalle el caso, reporta que hay en Hawai dos grupos de parentesco endogámicos, e incluso un “verdugo real”, evidencias que, cuando se conjuntan con la aportada por otros autores, como Goldman [1970:207], 88

En cuanto me di cuenta de esta situación, escribiendo un ensayo de fin de semestre para Wright, acudí a mis profesores de filosofía de la ciencia (Railton) y de lógica matemática (Timothy McCartney), dado que no creía que algo tan grave pudiera haber pasado sin detectarse no solamente en la tesis doctoral de Earle en Michigan, sino como en el libro que le daría luego prominencia a Earle [1991]. Pero ellos confirmaron mi análisis. Como el trabajo lo presentaría como ponencia en 1981, Wright sugirió que le enviara copia a Earle –en aquella época, por mensajería, dado que no había otra opción disponible- cosa que hice de inmediato. Nunca recibí respuesta. Casi diez años después, cuando Earle estaba en UCLA, intenté platicar con él, pero al no haber agendado con tiempo nuestra reunión, él no pudo recibirme. Un año más tarde hice un nuevo intento, ahora con anticipación, pero el resultado fue el mismo. He de aclarar que no conozco a Earle, que nunca me ha hecho algo que pudiera constituir “una motivación oculta para atacarlo”, que respeto sus aportes y que jamás tuve intención de que mi trabajo pudiera afectar el suyo: de hecho, la idea de que estudiara el caso hawaiano en aquel curso no fue mía, sino del propio Henry Wright, y revisé no solamente a Earle sino a otros autores.

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claramente señalan la presencia de clases sociales en Hawai. No obstante, en su libro sobre el origen del estado, que hemos comentado antes (cap. 14), Service insiste en identificar a Hawai como cacicazgo [Service 1975:154].



Entonces ¿era o no era Hawai un cacicazgo? Reforzando la idea de que no lo era o, con mayor exactitud, que ya no lo era, dado que se había convertido en un estado cuando menos doscientos antes, según los estudios de Homon [1976:231] o cuatrocientos años antes, según los de Goldman [1970:204-212]. Nada de esto se discute en el libro de Earle. El simplemente encuentra que no hay un sistema redistributivo del tipo previsto por Service, ni tendría por qué existir, dado que aunque hay diversidad regional en la isla de Huau, los distritos productivos cortan radialmente esta diversidad, por lo que son autosuficientes. Por otro lado, Earle encuentra que lo que se transporta no son bienes básicos, sino bienes suntuarios y que, en realidad lo que se mueve no son los bienes, sino el ápice del sistema político, en un peregrinaje anual que coincide con el ciclo del dios Lono. A partir de consideraciones de este tipo, Earle concluye que Hawai es un tipo de cacicazgo nuevo: el “cacicazgo complejo”.



Lo extraordinario es que si Hawai no es un caso de estado, entonces las refutaciones de Carneiro y Wittfogel son espurias; y si tampoco es un cacicazgo al estilo de Service, entonces la refutación de este autor es también espuria: Nótese que esta conclusión es ya independiente de cómo se reconstruya la sintaxis de las teorías en cuestión; o de qué reglas de evaluación se acepten para el condicional o el bicondicional; o incluso de que el condicional material capte o no la lógica de un principio nomológico, llamémosle ley o como queramos llamarle.

Una evolución desafortunada He retomado este asunto de las refutaciones hawaianas en lo que seguramente, al menos para algunos lectores que conocen los antecedentes del caso, parecerá una obsesión. Pero es que estoy convencido de que representa un ejemplo de lo que más tarde sería toda una tendencia. Y el incidente reportado es uno de sus momentos iniciales, porque el asunto del cacicazgo en Hawai no terminó ahí.



La idea en principio no era mala: una secuencia evolutiva de escala tan amplia como la de Service, cuyo nivel de abstracción no permite una “resolución” muy fina, seguramente encontrará casos problemáticos. La solución es entonces ver si hay regularidades en estos casos problemáticos y hacer ajustes y refinamientos a la secuencia. Por lo mismo, no era tan descabellado proponer que no hubo un tipo, sino dos, de cacicazgo: los sencillos (los originales de Service, menos Hawai) y los complejos (curiosamente, solo Hawai, al menos al inicio). Algo similar sucedió con otros niveles: la banda cazadora-recolectora, que se propuso años después partir en cazadores y forrajeros; el propio estado, que como vimos en el capítulo 11, hubo quien propusiera dividir en embrionario, desarrollado y complejo y quizá solamente la tribu no tuvo refinamientos, quizá porque su existencia había sido cuestionada antes por Fried [1976].

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Para los 90s, a esta proliferación de subniveles se le había unido un pasatiempo popular: el de jugar a “¿es cacicazgo complejo o es estado?”, o sus equivalentes con otros “escalones” de la secuencia. Con justicia, tanto la proliferación de tipos como la reducción de toda la problemática a un problema clasificatorio fue puesta en tela de juicio por varios críticos, notablemente por Yoffee [Yoffee 1993]. La insatisfacción con tipos que actuaban como “camisas de fuerza” y parecían canalizar toda la investigación hacia la identificación, desviándola de los auténticos problemas explicativos llevó enseguida a proponer que quizá el problema era la secuencia misma, la idea de estadios evolutivos y que la solución no estribaba en mejorar, ploriferándolos, los estadios, sino en eliminarlos por completo.



Esta era la idea detrás de la propuesta de McGuire [1983], irónicamente, un arqueólogo marxista norteamericano; y de Price [1985], quien junto con Sanders introdujo la secuencia de Service en la arqueología mexicana. En la primera solución, la motivación, de nuevo, quizá no es mala: parte de reconocer que de las dimensiones de variabilidad que cada estadio incorpora no siempre se mueven al mismo ritmo o con la misma intensidad; en consecuencia, que quizá es preferible descomponer la variabilidad en líneas de desarrollo y evaluarlas de manera independiente, sin tratar de encontrar o forzar puntos en los que cada línea coincida con otras. Quizá esta manera de plantear las cosas permitiría volver a enfocar los esfuerzos sobre los procesos de cambio y transición y no sobre la identificación de “los escalones”.



Es desafortunado que, para ejemplificar su propuesta, McGuire [Id.] seleccionara la desigualdad social como una de las líneas de análisis. El resultado es que ahora tenemos una línea que empieza con “poca desigualdad” y avanza, en un continuo del tipo que recomendara en su propuesta Price, hasta momentos en los que crece para terminar en valores de “gran desigualdad”. Desafortunado al menos para un marxista, que lo que indirectamente está haciendo es decir que la desigualdad ha existido siempre, que lo único que ha cambiado es su magnitud. El lector a estas alturas ya habrá notado lo que está en juego: nuestra vieja conocida la ontologización. Queriendo flexibilizar la secuencia, lo que se acaba haciendo es suponer que características evidentes en el último de los escalones estaban, en alguna medida, presentes, aunque en magnitudes menores, a lo largo del continuo.



Desafortunado también para Price, que cuestiona la utilidad de los estadios o escalones, proponiendo que la evolución actúa como continuo. Pero entonces es legítimo tomar un caso de un imperio o, en el extremo del ridículo de Lees, el de un estado nacional capitalista postcolonial y dependiente, como el México moderno, para evaluar la hipótesis de Wittfogel sobre el origen del estado arcaico, dado que están en algún momento del mismo continuo. Es casi incomprensible que una de las más ardientes propositoras de la necesidad de distinguir entre

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estados primarios y secundarios ahora encuentre que estas etiquetas son restrictivas y que estaríamos mejor sin ellas [Price 1985].



El nivel que disparó todo este asunto fue el del cacicazgo. Y el caso que sirvió de pretexto fue precisamente Hawai en manos de Earle. Pero, toda proporción guardada, sería como tirar a la basura el concepto de pez, porque no parecen caber ahí los delfines. El que podamos ubicarlos como mamíferos no es sino muestra del poder heurístico que tiene la clasificación zoológica, a pesar de las apariencias iniciales. Creo que nadie, en su sano juicio, tiraría la taxonomía biológica a la basura simplemente porque se eligió el ejemplo equivocado para analizar una de sus categorías. La solución al problema que se inició con el cacicazgo no es necesariamente proponer que la evolución es un continuo, sino estudiarlo con casos que sean casos de cacicazgo, para empezar.



Todo este asunto no hubiera trascendido la relevancia de quizá una nota a pie de página en los anales de la teoría arqueológica. Pero no es así, dado que uno de los críticos de la proliferación tipológica y la insistencia identificatoria decidió, años más tarde, poner en duda ya no solamente la idea de niveles (o continua), sino del neoevolucionismo en sí. En efecto, en su más reciente libro Yoffee [2005] se lanza ya no contra las refutadas teorías sobre niveles evolutivos específicos, o sobre los niveles como tipos, sino que va a lo que considera el centro del asunto: el “dogma del neoevolucionismo” [Yoffee 2005:182].

El gran “cacique” del “doblepensar” ¿Qué es el “doblepensar”? Es…

“El poder de albergar dos creencias contradictorias en la mente de uno de manera simultánea y aceptarlas ambas. […] De decir deliberadamente mentiras mientras que genuinamente se creen, de olvidar cualquier hecho que se haya vuelto inconveniente y, luego, cuando se hace necesario otra vez, recuperarlo del olvido sólo el tiempo que sea necesario, negar la existencia de la realidad objetiva y al mismo tiempo darse cuenta de la realidad que uno niega –todo esto es indispensablemente necesario. Incluso al usar la palabra doblepensamiento es necesario ejercitar el doblepensamiento. Ello es así, porque al usar la palabra uno admite que está manipulando la realidad; mediante un acto fresco de doblepensar uno borra su conocimiento; y así sucesivamente, con la mentira siempre un salto por delante de la verdad” [Orwell 1949:35, 176-177; traducción mía].



El “doblepensar” era uno de los requisitos (y efectos) del uso de la “neolengua”, el diabólico recurso del dictador Gran Hermano para controlar la mente del pueblo en “Mil Novecientos Ochenta y Cuatro”, la distópica novela de George Orwell [1949]. La neolengua buscaba alterar los significados de las

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palabras, o incluso desaparecer aquellas que no fueran convenientes al régimen, de manera tal que no se pudiera pensar en ciertos conceptos como antes se hacía en la “viejalengua”. Así, “libertad”, por ejemplo, acababa teniendo un significado completamente distinto e inofensivo. La contradicción y la inconsistencia eran elementos indispensables para lograr este efecto, uno de los elementos de la “doblehabla”, parte de la neolengua. Se trataba de “entrenar” a la mente para aceptar la inconsistencia, de la que, por supuesto, cualquier conclusión es lógicamente valida. Finalmente, aquello para lo que no hubiera palabra, lo que no se pudiera decir, no podía entonces ser pensado.



Sin duda, Orwell sistematiza de manera magistral este recurso, al grado de incluir un manual de la neolengua al final de su novela. Pero hay un antecedente relevante del uso autoritario del lenguaje: el personaje Humpty Dumpty, el huevo antropomorfizado que, desde la posición de superioridad que le confiere estar sentado en lo alto de un muro, pontifica ante Alicia, en “A través del espejo”, de Lewis Carroll:





“No entiendo que quieres decir con ‘gloria’, dijo Alicia. “Humpty Dumpty sonrió condescendientemente. ‘Por supuesto que no –hasta que yo te lo diga. Quiero decir ‘he aquí un lindo argumento noqueador para ti’ “Pero ‘gloria’ no significa ‘un lindo argumento noqueador’, protestó Alicia. “‘Cuando uso una palabra,’ dijo Humpty Dumpty en un tono bastante burlón, ‘significa exactamente lo que yo elijo que signifique –ni más ni menos’ “‘La cuestión es’ dijo Alicia, ‘si es que tu puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes’ “‘La cuestión es,’ dijo Humpty Dumpty, ‘quién manda –eso es todo’” [Lewis Carroll, “A través del espejo”, citado en el artículo “Humpty Dumptyism, en http://en.wikipedia.org/wiki/ Humpty_Dumptyism; la cita a Carroll está referido a la pag. 364 de la edición en línea del libro. Consultado en mayo de 2007; traducción y énfasis míos].

De este párrafo se ha desprendido “el principio Humpty Dumpty”, o “Humpty Dumpismo”: la “insistencia en el sentido de una palabra que no es el generalmente aceptado por otros” [Id.]. Esta insistencia, agregaría yo, está más bien basada en el autoritarismo (como claramente indica el final de la cita), que en un anarquismo de significados, o un relativismo supuestamente liberador en torno al significado.



Me temo que ese ha sido el recurso favorito de los refutadores “a la hawaiana”, con perdón por el término a los habitantes de esa isla repetidamente pisoteada por las potencias coloniales y finalmente “anexada” a Estados Unidos a finales del siglo XIX: había que “salvaguardar la democracia en el Pacífico”. El

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Humptydumptismo es un buen recurso para construir la neolengua de la teoría arqueológica, logrando así el doblepensar orwelliano.



Y, aunque para él quizá ya hay “demasiados caciques” [(Yoffee 1993], el “gran cacique” del uso del doblepensar es, sin duda, Norman Yoffee [2005]. Sé que la afirmación suena dura, pero a Yoffee no le gusta andarse con miramientos: “las canta como las ve”, sin ningún miramiento, prurito o cortesía. Creo que es legítimo entonces darle un tratamiento recíproco.



Su libro “Los mitos del estado arcaico” [Yoffee 2005] es una diatriba contra lo que sin duda Yoffee piensa son los efectos nocivos del “neoevolucionismo”. En particular, como el neovolucionismo infectó el problema del origen del estado a través de la creación de un “factoide” como el concepto de “estado arcaico” [Id:7]. En varios puntos del libro asevera haber “refutado” dicho “dogma” o pseudo-teoría, junto sus mitos derivados, por ejemplo [Id:228]. Eso suena como una hazaña monumental: el neoevolucionismo ha sido el producto de algunas de las mentes más brillantes de la antropología (y las de sus discípulos en arqueología, a los que Yoffee llama “acólitos” –[Id:21]. ¿Habría que aplaudirle y agradecerle tal proeza?



Me temo que no. Toda su “refutación” descansa en un claro ejemplo de Humptydumptismo. Y su argumentación, aún si aceptáramos que “neoevolucionismo” signifique lo que él quiera que signifique, tiene tantas inconsistencias como para merecer una nominación en los premios del doblepensar.



El problema general con el libro es la inconsistencia. No solamente terminológica, sino entre lo que se dice y lo que se hace. Entre lo que se promete y lo que se entrega. Entre los criterios que se proponen y los que se aplican. Si se tratara de un problema aislado o dos, podría pensarse que, bueno, a hasta al refutador más hábil se le va una liebre. Pero en este caso son muchos y se presentan con una dureza, arrogancia y contundencia que no pueden, no deben pasar desapercibidos. Son, creo, la culminación de la tendencia que se inició en el periodo que trata esta tesis. Pero vamos por partes, aunque a ratos me es difícil mantener la calma y la compostura leyendo los “mitos de Yoffee”89.  



El ataque central, como dijimos, es el neoevolucionismo. Claro, tal como a Yoffee le de la gana definirlo:

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“Aunque critico la ‘teoría neo-evolucionista’, el intento de crear categorías de progreso humano, que en la antropología se desprende del trabajo durante el siglo XIX de Edward Tylor y Lewis

De hecho, cuando me di cuenta, tenía ya cerca de 36 cuartillas de citas traducidas del libro; y es que estoy seguro que amerita ser examinado con lupa y cada argumento falaz detectado y disectado para señalar precisamente en dónde es que hace trampa. Pero no se preocupe el lector, eso no sucederá en esta tesis, en la que el tratamiento será muy sintético.

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Henry Morgan y que fue revivido en la mitad del siglo XX por Leslie White, Julian Steward y otros –no rechazo el término evolución o evolución social” [Yoffee 2005:1; énfasis mío].

Pero… un minuto… ¿Morgan y Tylor neoevolucionistas? Todo mundo sabe que ellos son los evolucionistas originales, conocidos en la literatura de la historia de la antropología como “evolucionistas clásicos”. Yoffee conoce (o, cuando menos, cita [Yoffee 2007:5, 10]) algunas de estas fuentes, pero parecería no haberlas entendido Y, de nuevo, ¿los neoevolucionistas proponiendo “categorías de progreso humano”?, ¿todos?; ¿algunos?; ¿quiénes?; ¿dónde?. Ciertamente no es lo que uno lee en Service o Sahlins, quienes buscaban integrar las posiciones de los dos auténticos fundadores del neoevolucionismo americano, White y Steward [Sahlins, et al. 1960], en un clásico editado por la propia Universidad de Michigan, en donde labora Yoffee. Para el neoevolucionismo en arqueología, en particular (con la excepción de Childe [1944]) el progreso era, cuando menos, una noción problemática o polémica; cuando se le usó se dio un sentido diferente al decimonónico y de ninguna manera era el centro sobre el que se proponían ni estadios evolutivos ni secuencias. Es claro que el “neoevolucionismo” no está siendo entendido como generalmente se usa en la literatura antropológica.

Pero eso para Yoffee no constituye un problema:



“Como yo discuto en este libro, no importa mucho cómo llamemos a las cosas, siempre y cuando expliquemos con claridad que es lo que queremos decir y mientras nuestras categorías avancen la investigación más que forzar los datos en bloques analíticos que son profecías que se auto-cumplen” [Yoffee 2005:1, énfasis mío].

Esta condición está detrás, me imagino, del permiso que se otorga entonces Yoffee para utilizar los términos de manera que, como decía Humpty Dumpty, “ni más ni menos” signifiquen exactamente lo que él elija que signifiquen. De otra manera no se explica cómo a lo largo del libro, se intercambien con libertad términos que tienen significados bastante precisos en la literatura:



“Yo uso los términos evolución cultural, evolución social y evolución sociocultural –así como los términos antropología cultural, antropología social y antropología sociocultural –de manera intercambiable” [Yoffee 2005: pag. 8, nota a pie 7].

El humpydumptismo es su primer paso para lograr el doblepensamiento. Si no, cómo entonces explicar de otra manera el que se nos proponga que los cambios de sociedades simples a complejas…

“…deben ser explicados y los arqueólogos han hecho ese trabajo con un notable éxito por más de un siglo, con un ritmo que se ha acelerado en las últimas décadas” [Yoffee 2005:1].

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Y luego, páginas adelante, estos arqueólogos “acólitos” (cuyos nombres y obras no se mencionan)…



“…nunca pudieron explicar el cambio en términos otros que no fueran holísticos y se contentaron con identificar como mecanismos evolutivos –usted puede oír los engranajes girar- el cambio climático y/o el aumento demográfico. Ofrecieron poca explicación de las diferencias dentro de los tipos excepto apelando a diferentes circunstancias ambientales y arrogantemente asignaron a sociedades modernas no-estatales como fracasos en la trayectoria normal que conduce hacia los estados[…] [Yoffee 2005:32; énfasis mío].

Entonces, por fin ¿hicieron o no progreso los arqueólogos a lo largo del último siglo en producir explicaciones?, ¿salió algo bueno del “detrito” [Yoffee 2005:32] del neoevolucionismo? Sí y no. Todo depende del “color” de la página del libro con que se vea. En eso consiste el doblepensamiento: esa capacidad de sostener una contradicción para luego derivar de ella cualquier conclusión. Y este no es el único ejemplo, como veremos.



Lo que pudiera tener de útil o positivo su crítica al neoevolucionismo se pierde en el momento en que el término se utiliza de manera indiscriminada o de plano incorrecta. No es cierto que el neoevolucionismo “revivió en la década de 1940” [Yoffee 2005:8]: surge en la década anterior a esa. Yoffee confunde evolucionismo (clásico) con neoevolucionismo.



¿Qué está sucediendo aquí?. Lo que sucede es que, con la libertad que da el poder de escribir desde la hegemonía Yoffee ha decidido poner en una sola categoría a todos los autores con los que disiente. Es por ello que “la historia de la evolución social”, ahora calificada de “mitología” [Yoffee 2005:5] y representada con los mismos autores antes llamados por Yoffee “neoevolucionistas”, (gracias al milagro de la transmutación humptydumptiana del sentido de los términos) “se extiende, según el comentarista, cientos o miles de años antes de Tylor y Morgan…” [Yoffee 2005:5].

De aquí se desprenden varias cosas: (1), que Yoffee no tiene problema con que, dependiendo del comentarista, lo que antes llamó neoevolucionismo y ahora repentinamente es evolución social, haya surgido el siglo XIX o milenios antes, de hecho, insiste en el que el neoevolucionismo ”revivió en la década de 1940” [Yoffee 2005:8], con lo que muestra de nuevo que no entiende la diferencia con el evolucionismo clásico. Ello hace doblemente misterioso que si el neoevolucionismo es sempiterno, tenga el prefijo “neo” en su nombre; (2), que ya no entendemos cómo, en otros lugares del libro Yoffee ve la salvación de la arqueología en la adopción de una nueva “evolución social” [Yoffee 2005:228], que por el párrafo en cuestión ha sido equiparada al neoevolucionismo; y (3), que en

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definitiva para Yoffee el evolucionismo clásico, el neoevolucionismo y la evolución social son términos equivalentes. Y cómo nos los ha dicho casi con claridad, debemos aceptarlo.

Me parece que la confusión es demasiado obvia como para ser accidental. ¿Qué está detrás de esta estrategia?. Creo que la intención es fácil de reconocer: desacreditar al neoevolucionismo (una vez que se ha distorsionado el término), lo que hace más fácil vender su propio producto, al que a veces llama nueva “evolución social” [Yoffee 2005:228 - ¡término que en muchas ocasiones equipara a “neoevolucionismo”! y en un par de ocasiones a “historia mundial” -Id:195,197]. El neoevolucionismo, particularmente en la arqueología, es algo del pasado, superado totalmente, abandonado por la mayoría de los arqueólogos. Es un enfoque finalmente “refutado” [Id.228].

Su lógica era “falaz” [Id:19] y “circular” [Id:8]:

“La conclusión inevitable es que los arqueólogos, al convertirse en fervientes creyentes de la teoría neoevolucionista, produjeron confirmaciones de la verdad revelada y no tenían nada nuevo que contribuir a la teoría social” [Yoffee 2005:20].

Según Yoffee, este momento de “infancia” [Yoffee 2005:20] de la disciplina ha sido, para bien, superado; sus “notables…deficiencias” [Id:132], abandonadas; sus modelos, que “distorsionan”, [Id:173], descartados. Constituían “las viejas reglas” del juego académico que, gracias a su valiente esfuerzo (y al de los refutadores que le allanaron el camino), han sido finalmente desenmascaradas; su efecto retardatorio en la disciplina, finalmente superado:

“Las viejas reglas de la teoría de la evolución social [sic: se equipara de nuevo evolución social a neoevolucionismo] que fueron usadas para explicar el origen de los estados más tempranos no han funcionado…Sin duda…hoy retrasa la investigación, o es simplemente ignorado por los arqueólogos contemporáneos. El viejo juego neo-evolucionista se jugaba sobre el supuesto central de que las sociedades modernas ‘tradicionales’ representan estadios en el desarrollo de los estados modernos” [Yoffee 2005:180; énfasis mío].

“Les ha tomado décadas a los arqueólogos el rechazar la propuesta neo-evolucionista…La definición de ‘tipos’ de sociedades (por ejemplo, bandas, tribus, cacicazgos, estados), imputándoles ciertos elementos comunes dentro de cada tipo y postulando líneas simples (o incluso una sola línea) de desarrollo evolutivo condujo a los arqueólogos a despojar de la mayoría de lo que es interesante (como los sistemas de creencias) e importante (como la lucha por el poder y sus muchas facetas) en las sociedades antiguas y ha consignado a aquellas sociedades modernas que no son estados al basurero de la

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historia. Reseño por qué la mayoría de los arqueólogos han descartado ahora, o simplemente ignoran, esas ‘viejas reglas del juego’ de la teoría social evolucionista, incluso al grado de cercenar la palabra “evolución” de su análisis del cambio social. Este no es un simple ejercicio en la historia del pensamiento social, porque la tarea de construir ‘las nuevas reglas del juego’ para entender la evolución de los estados antiguos depende de un examen auto-conciente de las fallas de la teoría neo-evolucionista” [Yoffee 2005:6; énfasis mío].



Pero ¿cómo fue posible que los arqueólogos se dejaran engañar así? ¿Por qué adoptaron una propuesta falaz, de la que afortunadamente ahora han logrado escapar en masa?



“Esas viejas reglas se desarrollaron dentro de departamentos americanos de antropología a medida que los arqueólogos, buscando el respeto de sus colegas antropólogos sociales (así como trabajos, promociones, financiamientos y estatus) intentaron modelar las sociedades prehistóricas vía analogías con los casos descritos por los etnógrafos […] Esos arqueólogos, que entonces podrían clamar ser antropólogos genuinos, se sorprendieron cuando sus colegas insistieron en que las sociedades ‘tradicionales’ tenían historias propias y que no podían ser insertadas como ‘modelos’ en una trayectoria prehistórica, neoevolucionista. En los 1980’s y 1990’s el edificio entero de la teoría social evolutiva fue abandonado por los arqueólogos no-americanos, que nunca fueron miembros del establecimiento antropológico” p.180

Así es. La culpa fue de la necesidad de reconocimiento y prestigio, así como (en un nivel material más mundano que a Yoffee no le interesa tanto normalmente), la definitividad en los puestos de trabajo y los financiamientos. Según él, al menos en cuanto al prestigio les fue mal, porque los “antropólogos sociales” no quisieron avalar esas reglas de juego. Y peor aún, algunos cambiaron de bando, como Sahlins o Geertz, que Yoffee diligentemente señala [Yoffee 2005:7], aunque olvida mencionar que ni White, ni Steward, ni Service ni Fried abandonaron nunca el neoevolucionismo. Por fortuna, los arqueólogos no comprometidos con el establecimiento lograron escapar. Me imagino que se refiere a los ingleses, que difícilmente podrían estar comprometidos con él, cuando la arqueología no se estudia necesariamente en departamentos de antropología, mucho menos en los de antropología social funcionalista, que tiene ese nombre precisamente para diferenciarse de la antropología cultural de herencia original boasiana, nombre este último que continúa siendo usado en los departamentos de antropología americana.

El villano de esta película, que como el flautista de Hamelin, engañó a sus inocentes colegas, es Binford, que a su vez no fue sino el “acólito” del verdadero maligno: Leslie White, quien fuera su maestro en Michigan, como Yoffee

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diligentemente apunta [Yoffee 2005:9] Así es. Binford, “el líder” de los “vueltos a nacer” (“born-again”, epíteto para designar a los fanáticos religiosos) arqueólogos procesuales se aprovechó de que los arqueólogos estudiamos el cambio “por fuerza”, por lo que “no debe sorprendernos” que “los arqueólogos de ese momento se juntaran como rebaño al cobijo de la bandera del evolucionismo” [Yoffee 2005:9; énfasis mío]. Yoffee parece ignorar que lejos de “correr” a cobijarse en la Nueva Arqueología, fue rechazada por la arqueología tradicional, un rechazo tan fuerte como el desprecio que los arqueólogos procesuales luego mostraron por los tradicionalistas. De hecho, a decir de Binford, él tuvo que abandonar Michigan, porque lo más probable es que ahí, ya retirado White, no se fuera a doctorar nunca [Binford 1972:11]. Y muchísimos arqueólogos, no solamente en Estados Unidos, sino en el resto del mundo, jamás adoptaron el neoevolucionismo, ni siquiera la secuencia evolutiva de Service.

Yoffee no esconde su desprecio por estos arqueólogos que, párrafos atrás, eran loados por avanzar a paso ligero la explicación de la complejidad social. No. Estos arqueólogos neoevolucionistas, lejos de asumir una posición de humildad ante la pobreza de sus ideas (y el detrito que deja tras de sí), son temerarios:



“…El neo-evolucionismo buscó empacar todos los sistemas sociales dentro de un modelo comprehensivo de desarrollo, que he descrito como una ilusión de la historia, una serie de mitos, aunque tan abstractos como para contener pocos héroes o villanos. Sin duda, tal como un neo-evolucionista tuvo la temeridad de decirlo, a final de cuentas los arqueólogos no deberían interesarse en el artefacto o el indio detrás del artefacto, sino el sistema detrás del indio. Los humanistas siempre han sospechado de las teorías elegantes que dejan a la gente fuera de la historia…” [Yoffee 2005:231; énfasis mío].

Quizá es una especie de aplicación del principio que en México llamamos “una sopita de su propio chocolate”, el que el arqueólogo neoevolucionista en cuestión, cuyo nombre no se revela ni se cita su obra, pudiera ser ni más ni menos que Flannery, colega de Yoffee en Michigan. El mismo Flannery que años antes logró muchas millas con sus parábolas y sátiras en las que tampoco se cita nunca a los objetos de sus mofas.



Luego regresaré a la insinuación que hace Yoffee [Yoffee 2005:11] de que, detrás del neoevolucionismo de White (y más tarde, de las diferencias entre Service y otros neoevolucionistas) había oscuras entretelas políticas. Por el momento y una vez ubicados los villanos, vale la pena comentar cuáles eran, además de las ya señaladas, sus villanías. Una, que parece imperdonable a Yoffee, es el no darle importancia al concepto de civilización. Yoffee se queja de que salvo por Service, los “neoevolucionistas” ignoraron las cualidades de la civilización [Yoffee 2005:17]. Este comentario, al estar escrito en doblehabla, es difícil de evaluar: si los neoevolucionistas incluyen a los evolucionistas clásicos,

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como Yoffee propuso al principio, entonces la crítica es no solamente injustificada sino ridícula: uno de los estadios de la evolución propuesto por Morgan, como Yoffee seguramente sabe, es por supuesto el de la “civilización”. De hecho Yoffee menciona explícitamente la “escalera” del desarrollo social “neoevolucionista” de Morgan [Id:44].

Injusta también es la apreciación de que otros arqueólogos, que Yoffee se atreve a calificar de neoevolucionistas directamente, pero por el contexto es claro que piensa que lo son, como Flannery. Su pecado: criticar el concepto de civilización tradicional de “vago y ambiguo” [Flannery 1975, orig. 1972:11]; pero no el que ahora Yoffee se inventa, sino el tradicional, error responsable de conducir a una “comprensión equivocada fundamental” [Yoffee 2005:18] sobre el tamaño de los estados y sus conflictos políticos internos. Aquí el truco es precisamente la falacia del equívoco, que discutimos en el cap. 9: sobre la marcha Yoffee fue de su nuevo concepto al concepto normal sin aviso y ahora castiga a Flannery por no anticipar lo que Yoffee propondrá 20 años después.

Otro error imperdonable: los “neoevolucionistas” (a quien, por supuesto ya no es factible identificar, dado la doblehabla empleada por Yoffee, “discutieron el poder solamente de manera vaga”, simplemente enunciándolo como “una cualidad inherente a un tipo social”. Falso otra vez. Tanto Service como Fried dedicaron sendas secciones de sus libros -ver [Service 1975] para un ejemplo concreto- a discutir este concepto y sus implicaciones.



Uno empieza a preguntarse si estos errores son simplemente descuidos menores, o si hay algo más en este recuento del “neoevolucionismo”. Por ejemplo, si no hay un manejo tendencioso de los momentos históricos; de nuevo, es imprescindible citar: “…mientras White y Steward promulgaban el regreso a la teoría evolucionista social” [Yoffee 2005:13], “algunos antropólogos sociales entraron en el debate clásico” sobre el origen del estado y la civilización. “Por un lado, Service…y por otro Fried…” quien puso en duda la benévola teoría de Service de la creación consensual del estado a la que nos referimos en el capítulo 14. Pero todo esto es un anacronismo: las propuestas originales de Steward y White son de los años 30’s y 40s; y White se había retirado hacía tiempo y… ¡murió en 1975, año en que Service publicó su teoría!; teoría a la que Fried difícilmente podría haber reaccionado ¡en 1960 o en 1967! [Yoffee 2005:14]90. Es decir, se hace caso omiso de veinte o treinta años de desarrollo y se presenta como si todo fuera sincrónico. Se rescribe la historia con un estilo que el Gran Hermano de Orwell hubiera ciertamente aplaudido.  



Pero profundicemos en los argumentos de Yoffee. ¿En qué consiste su refutación? ¿Qué, exactamente, es lo que refutó?, ¿cómo lo hizo?. Para Yoffee el 90

Otra cosa, como señalamos en un capítulo anterior, es que Service y Fried sostuvieran divergencias en sus aplicaciones del marxismo, como se aprecia en sus artículos publicados en 1978 [en Cohen y Service, eds. 1978], originales de una reunión acaecida algunos años antes.

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neoevolucionismo en arqueología es un buen ejemplo de un “factoide” (“factoid” en inglés, término introducido por Norman Mailer en 1973): “Una especulación o conjetura que ha sido repetida tan frecuentemente que eventualmente es tomada como un sólido hecho” y que se consolida “mientras más tiempo viva… La historia del neoevolucionismo es la historia de un factoide” [Yoffee 2005:8]. Su aplicación de este mito en arqueología “resultó en un razonamiento circular sobre la naturaleza de las sociedades antiguas y el proceso de cambo social” [Id].



“El mito central [que aborda este libro] no es que no haya evolución social (aunque véase adelante el capítulo 1), sino la pretensión de que los estados tempranos eran básicamente el mismo tipo de cosa: sistemas territoriales grandes gobernados por tiranos déspotas que controlaban el flujo de bienes, servicios e información e impusieron auténticamente la ley y el orden sobre sus sujetos. Si el mito puede ser definido (al menos en un sentido) como ‘una cosa de la que se habla como si existiera’ encontramos que mucho de lo que se ha dicho de los estados más tempranos, tanto en la literatura profesoral como en los escritos populares, no solamente es erróneo en términos fácticos sino que también es implausible en la lógica de la teoría social evolucionista.” [Yoffee 2005:2; énfasis mío].

El doblepensamiento en toda su expresión: no se pone en duda que haya habido evolución social, pero igual luego sí; se combate un mito sin referencia a quiénes supuestamente lo propagan, ni se recogen en todo caso sus formulaciones, sino que, en una técnica complementaria al humpydumptismo, se crea un “hombre de paja” (como se dice en inglés, un “molino de viento”, diríamos en español) inexistente: la caricatura de alguien cuyo rostro real es preferible ocultar. Finalmente, el mito no es sólo empíricamente falso, sino implausible bajo la lógica de ¿qué? …¿la teoría social evolucionista? ¿Cuál teoría social evolucionista?. ¿Será aquella con la que nos dijo antes no tiene problemas?; ¿o la que luego es equivalente al neovolucionismo y debe ser refutada?; ¿o la “nueva” que me imagino algún día nos ofrecerá?. Porque he de decir que teorías, en el sentido de posiciones teóricas nuevas o teorías sustantivas, en el libro definitivamente no las hay; salvo que se quiera tomar como teoría sustantiva una “historia de na’más así”, una platicación que aparece hacia el final del libro y a la que regresaré más tarde. De manera velada, la única posición teórica detectable es un regreso a la historia cultural del particularismo histórico, ahora “simbólicamente” reforzada y aderezada de “agentes”, “resistencia cultural”, “negociación”, “identidad” y otros términos de moda.



No se pretende hacer una refutación “de todas las ideas del cambio social evolucionista con las que sucede estoy en desacuerdo…”, pero para el final del libro, el neoevolucionismo ha sido refutado [Yoffee 2005:228]. Se presenta una visión “desde abajo”, que recupera no solamente a los gobernantes, sino al pueblo, incluyendo a las prostitutas, que ocupan buena parte de un capítulo del libro [Yoffee 2005:cap. 5], pero no por ello se concibe la naturaleza del gobierno de

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los estados más tempranos “como otra cosa que no sea represiva y explotadora”; aunque también se acepta el carácter teatral del estado en Bali [Yoffee 2005:50], que será usado como análogo etnográfico, aunque antes se nos advirtió que la analogía etnográfica es inaceptable como guía del estudio de los estados arcaicos [Yoffee 2005: cap. 8]. Se cuestionan las historias en las que predominan las figuras heroicas (y apunta Yoffee, “masculinas” [Yoffee 2005:2]); pero al final del libro, como vimos, se desconfía de los recuentos abstractos en los que no aparecen ni héroes ni villanos [Yoffee 2005:231]. ¿Por fin?





A lo que específicamente se opone Yoffee es a las siguientes tesis: “(1) Que los estados más tempranos fueran básicamente el mismo tipo de cosa (mientras que las bandas, las tribus y los cacicazgos variaran considerablemente dentro de sus tipos); (2) que los estados antiguos fueran regímenes totalitarios, gobernados por déspotas que manipulaban el flujo de bienes servicios e información e impusieron una ‘verdadera’ ley y orden sobre sus desamparados ciudadanos; (3) que los estados más tempranos circundaban grandes regiones y estaban territorialmente integrados; (4) que se puede y se debe desarrollar tipologías para medir las sociedades en una escalera de progreso; (5) que los representantes prehistóricos de esos tipos sociales pueden ser correlacionados, mediante analogía, con sociedades modernas reportadas por los etnógrafos; y (6) que los cambios estructurales en los sistemas políticos y económicos fueron las máquinas y por lo tanto, las condiciones suficientes y necesarias que explican, la evolución de los estados más tempranos” [Yoffee 2005:5-6]. “Critico los ‘tipos’ de sociedades como esencialmente carentes de contenido, modelos abstractos que dicen poco sobre cómo vivía la gente o cómo entendía sus vidas. Quiero contribuir a la rehabilitación de la teoría de la evolución social como un medio para investigar cómo la emergencia de nuevos y diferenciados roles sociales y nuevas relaciones de poder ocurrieron en las sociedades agrícolas y cómo los grupos diferenciados se recombinaron mediante el desarrollo de nuevas ideologías de orden y jerarquía. Estas ideologías están en el centro de lo que llamamos ‘estados antiguos’.” [Yoffee 2005:6; énfasis mío].

Nobles propósitos, me imagino, pero no tan nobles tácticas. Ni los seis puntos en los que desglosa el mito a combatir, ni en este último párrafo citado aparece una sola referencia a alguien que haya sostenido dichos puntos de vista. Pero es evidente de inmediato que esto no es sino un nuevo ejemplo del doblepensamiento: en esta y varias de las citas anteriores Yoffee ha hecho uso de un “tipo de sociedad”, exactamente la misma clase de abstracciones que critica. Y, por desgracia, un nuevo tipo cuya legitimidad no es automática, sólo por no ser de Service: Yoffee ha hablado una y otra vez de los “estados tempranos” o “estados

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antiguos”, sin el beneficio de que nos diga qué tiene en mente –salvo por la mención a Teotihuacan.

El error es uno de lógica elemental: para abordar la complejidad del mundo real y poderlo explicar (y controlar) requerimos categorías que nos permitan reducir su complejidad. Estas categorías o, más modestamente en este caso, conceptos generales, son por supuesto susceptibles de ajuste o refinamiento; pero no es posible, de entrada, proponer que se puede trabajar sin ellas. Y Yoffee mismo lo ejemplifica: no le gusta ni siquiera el término de “estado arcaico” usado en un libro en el que él participó [Feinman and Marcus 1998], dado que lo encuentra “curioso”; y mucho menos le gusta el término original de Service (al que por supuesto no cita); pero no puede evitar ponerle al menos una etiqueta temporal a aquello de lo que quiere hablar. Esa etiqueta es “estado antiguo” o “estado temprano” cuyos características o límites no se nos dicen. Mucho menos a que casos paradigmáticos se liga el término. Salvo que se entienda que la Tabla 3.1 (específicamente citada como de “ciudades” [Yoffee 2005:43]), sea esa lista.

Si así fuera, la lista tiene un problema: hay tanto estados primarios como estados secundarios y auténticos imperios. Quizá piense el lector que quien hace ahora trampa ahora soy yo, dado que Yoffee quizá no piensa que esta distinción sea necesaria. Pero no es así. El la retoma explícitamente, cuando discute la polémica sobre las “capitales no-insertas” (“embeded capitals”), entre Blanton y sus críticos [Yoffee 2005:1189 y sigs.]. Sus comentarios son ilustrativos por varias razones; primero, ocurren en el contexto de una discusión sobre cómo elegir entre modelos alternativos; dos, porque son un ejemplo más de inconsistencia, en este caso, sobre las analogías, que a Yoffee le parecen un recurso inaceptable; y, tercero, porque en el propio párrafo echa abajo sus criterios sobre cómo escoger entre teorías, pues es evidente que basta que un bando las considere desechadas como para tomar esa opinión a pie juntillas:



“…la analogía de Blanton con las capitales-no insertas modernas es fallida, dado que esas capitales con el producto de estados ya altamente estratificados, mientras que Monte Albán se fundó en un periodo formativo de crecimiento regional y diferenciación social.”…

Pero tampoco es aceptable la posición de Santley, uno de los lados del debate, porque



“…muestra un residuo de adaptacionismo, si no es que un determinismo ambiental, supuestos característicos de los 1960’s [así que] sus oponentes han desechado su posición teórica” [Yoffee 2005:190].

Para corregir el problema de las “analogías inapropiadas” [Yoffee 2005:191] Yoffee ofrece una propia: la de cómo el Rey David elige la ubicación de Jerusalén; pero luego reconsidera, precisamente usando el concepto de “estado secundario”:

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“… puede notarse que los ejemplos de Jerusalén y el de las capitales neo-asirias conciernen al surgimiento de ‘estados secundarios’: esto es, el origen de los estados secundarios no es separable de las tendencias regionales y el impacto de estados previos… Si bien la investigación arqueológica debe por fuerza enfocarse a sitios en regiones locales, las explicaciones para el cambio político y social debe frecuentemente buscar contextos históricos más amplios, como la comparación con otros estados sugiere” [Yoffee 2005:192].

Pero la comparación no es para él una forma de analogía: “la comparación, opuesta a la analogía, implica el examen de dos o más entidades a fin de descubrir semejanzas y diferencias entre ellas…y deben estar localizadas dentro de historias contextualmente adecuadas…” [Yoffee 2005:194].

De nuevo, este criterio será violado por el propio Yoffee, cuando de manera aprobatoria, toma el caso del “estado teatral” de Bali en el siglo XIX [Yoffee 2005:50] y la explicación que hace de él Geertz [1980:132], al que regresaré más tarde, como elemento comparativo para explicar el origen del estado en Mesopotamia, a pesar de no estar dentro de trayectorias comparables, o “historias contextualmente adecuadas”. En suma, el doblepensamiento le permite utilizar el concepto de “estado secundario” de manera crítica, pero no de sus propios ejemplos, que incluyen casos de estados secundarios, en ocasiones separados por más de mil años de los casos primarios. Sería el equivalente de proponer para Mesoamérica que no solamente Teotihuacan, sino Tenochtitlan son casos de “estados tempranos”, cuya “comparación” con otros ejemplos de “estados tempranos”, casos tan disímbolos como Uruk y el Imperio Acadio, arrojará algo de valor.

Pero quizá estas observaciones siguen siendo injustas: ¿Qué es, a fin de cuentas, un “estado temprano” o “estado antiguo”?, ¿cómo se puede definir con precisión?. No se puede, de acuerdo a Yoffee, siguiendo ahora a Nietzche: “Se puede definir solamente lo que no tiene historia” [Yoffee 2005:4], lo que impide una definición en “términos absolutos” del tipo que los arqueólogos emplean cuando clasifican cerámica [Id:5]. A esto atribuye la dificultad de separar, arqueológicamente, estados de sociedades previas y de ahí, a la ventaja de llamarles “sociedades complejas”. En concordancia con su doblepensamiento, no tiene empacho, en ese contexto, en citar favorablemente a uno de los creadores del mito que combate: Herbert Spencer [Yoffee 2005:16], de quien ni siquiera nos dice es el creador real de la variante del evolucionismo clásico llamada injustamente “darwinismo social”, como Harris ha mostrado convincentemente [1982 (orig. 1968):105 y sig.].

Yoffee, quien como vimos desprecia las categorías simplificadoras que implican secuencias evolutivas, retoma, sin embargo, la dicotomía entre

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sociedades simples y sociedades complejas, porque la necesita. La requiere para contrastar el papel de las relaciones de parentesco que, en un descubrimiento sensacional, nos informa no desaparecieron con las sociedades estatales y de hecho ¡eran la base de las dinastías reales! [Yoffee 2005:16]. El problema es explicar la emergencia de un centro político que actúe más allá de lo que eran las funciones originales del parentesco en las sociedades simples.



“La emergencia de un centro político dependía de su habilidad de expresar la legitimidad de las interacciones entre los elementos diferenciados. Lo hizo actuando a través de una estructura generalizada de autoridad, haciendo ciertas decisiones en disputas entre miembros de grupos diferentes, incluyendo los de parentesco, manteniendo los símbolos centrales de la sociedad y haciéndose cargo de la defensa y la expansión de la sociedad. Es a este centro de gobierno al que yo denomino el ‘estado’, así como al territorio político controlado por el centro de gobierno…” [Yoffee 2005:17; énfasis en el original].

Para Yoffee, “estado” no es el nombre entonces de un estadio evolutivo (a los que desprecia), sino el de un aparato político. Tampoco es equivalente al estadio de la civilización, dado que el término para él significa otra cosa. De nuevo, es imprescindible citar in extenso:

“[Dado que] la mayoría de los estados tempranos eran territorialmente pequeños y podrían de hecho llamarse ciudadesestado (o micro-estados) y un número de tales ciudades estado comparten una ideología de gobierno, me refiero al orden social más amplio y al conjunto de valores compartidos en el que los estados están culturalmente insertos como ‘civilización’. Dentro de una civilización el estado sirve como foco e ideal de autoridad y mantiene los puestos por los que compiten los miembros de las corporaciones que constituyen el orden civilizacional más amplio”… [Yoffee 2005:17; énfasis en el original].



”El estado y la civilización son en cierto sentido [de la misma antigüedad], dado que es la idea de que debería haber un estado – una autoridad central, cuyos líderes tienen acceso privilegiado a la riqueza y a los dioses –que debe acompañar la formación, legitimidad y durabilidad de un centro político”[…] “La evolución de una nueva ideología ‘civilizacional’, esto es, que debería haber un estado, fue crítica, porque el estado constituyó y estipuló el funcionamiento ordenado del cosmos, especialmente al requerir a los gobernantes interceder ante los dioses y a representar al resto de la sociedad en dicha intercesión.” [Yoffee 2005:17; énfasis mío].

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Empiezan a salir a la luz elementos que nos permitirán apreciar mejor tanto la refutación del “neoevolucionismo” como de algunas de las teorías sustantivas que según Yoffee se generaron bajo su manto, como la de Wittfogel. Estas teorías, a las que llama sin citar a Flannery “de primer motor”, incluyen a Carneiro y ¡sorpresa! al propio Earle [Earle y Jonson, citados en Yoffee 2005:14], quien antes le había allanado el camino al desfigurar el concepto de cacicazgo, como vimos antes. Y, claro la de Steward, que ejemplifica al conjunto y como “esquema explicativo…puede ser refutado ahora en todos sus detalles”, como supuestamente nos muestra adelante en su libro. Lo curioso es que estas teorías no son, si hemos de tomar en cuenta sus definiciones, sobre lo mismo que la suya. Afortunadamente, la coincidencia en algunos de los casos paradigmáticos permitirá la equiparación; amén de que él mismo considera estas teorías como los rivales a derrotar, por lo que da el primer paso en esa comparación. Otro elemento notable es en dónde se ubicarán los factores “causales” [como les llama en otro momento a los elementos de una teoría o “modelo” Yoffee 2005:186) del proceso: en el mundo de las ideas, que hacen necesarios los cambios visibles en el registro arqueológico.



El pecado central que Yoffee ve en el “neoevolucionismo” es su incapacidad explicativa. Por supuesto, no explica el surgimiento del estado y la civilización como ahora él los define; pero tampoco explica su origen, a decir de Yoffee en los términos de las teorías anteriores.

“Lo que el neoevolucionismo nunca fue, era una teoría del cambio social. Más bien, era una teoría de la clasificación, o la identificación de tipos ideales en el registro material… su atracción era precisamente su debilidad: era un atajo para investigar las variedades de las formas más complejas y más simples de integración sociopolítica. De una manera vaga, sobre todo al hablar de diferentes adaptaciones como si fueran parecidas a las diferencias genéticas, los neoevolucionistas aprovecharon el prestigio de la teoría de Darwin y frecuentemente proclamaron que habían creado una nueva ciencia de la evolución social. Sin embargo…no podían explicar el cambio en términos que no fueran holistas…” [Yoffee 2005:31-2].

Y, como citamos antes: “….y se contentaron con identificar como mecanismos evolutivos –usted puede oír los engranajes girar- el cambio climático y/o el aumento demográfico. Ofrecieron poca explicación de las diferencias dentro de los tipos excepto apelando a diferentes circunstancias ambientales…” [Yoffee 2005:32; énfasis mío].

Las teorías neoevolucionistas, a las que Yoffee no dedica más que un párrafo, no lograron, entre otras cosas, lo que hemos llamado “simetría explicativa” y que él formula en términos de un criterio que las teorías deberían cumplir [Yoffee 2005:194]:

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“Los estudios sociales evolutivos, incluyendo tanto los de los orígenes como los del colapso, tienen que preguntarse por qué ciertas cosas pasaron en ciertos momentos y también por qué algo distinto no pasó en su lugar” [Yoffee 2005.132].

Quizá la más clara incapacidad explicativa de las teorías neoevolucionistas fue, en opinión de Yoffee, el que no lograron resolver lo que él llama “el predicamento de Service”, lo que llevó, hacia 1991 al abandono de los intentos de ver al estado en términos políticos [Yoffee 2005:26]: ¿cómo es que los caciques benefactores se convierten en reyes represivos? “¿cómo los sistemas de parentesco de rangos que distribuían el acceso a los recursos y al estatus podrían convertirse en estados plagados [riven] de clases” [Id.].

Este problema surgía de la secuencia de Service y de un planteamiento anterior de Sahlins sobre los momentos anteriores al cacicazgo. Sahlins había documentado sociedades en Polinesia que llamó de “grandes hombres”, quienes eran particularmente activos y lograban convocar a parientes y vecinos en tareas colectivas que beneficiaban al conjunto. Pero si este “gran hombre” quería abusar de su poder, o demandaba más trabajo que el que estaban dispuestos a aportar sus “parientes”, ellos rápidamente recordaban que el señor no era realmente su pariente y se afiliaban a alguno de sus competidores. No había manera de forzarlos a trabajar, o de privarlos del producto de su trabajo. Si estas sociedades de grandes hombres son el prerrequisito de los cacicazgos, entonces es necesario explicar, primero, el paso por el que los caciques hicieron que sus privilegios pudieran heredarse a sus descendientes, generándose de paso una gradación de rangos; y, segundo, cómo es que los caciques, que tampoco podían apropiarse de los recursos o los medios de los demás, se convierten en el momento siguiente en la clase dominante que es capaz de extraer un tributo e incluso tener derecho de vida o muerte sobre ellos.

Este “predicamento” es en efecto un problema explicativo central si la secuencia se acepta en los términos señalados. No todos los evolucionistas la aceptaban, sin embargo. Notablemente, Fried, cuyo concepto de sociedad de rango fue distorsionado por autores como Earle, al equipararlo al de cacicazgo de Service, pensaba que las sociedades de rango fueron sucedidas por sociedades que él llamaba “estratificadas” y para las que no habría equivalentes etnográficos o etnohistóricos. Si se les quería encontrar, decía Fried, habría que buscarlas debajo de los primeros estados. En tiempos posteriores, muchos arqueólogos (incluyéndome), hemos sostenido que es probable que el cacicazgo tal como se documentó etnográficamente pudiera ser un mal ejemplo de las sociedades que antecedieron al estado. Yo he insistido que, en particular, Hawai es un mal ejemplo de cacicazgo, ni más ni menos porque no es un cacicazgo, sino un estado secundario.

El caso polinésico no es ajeno a Yoffee, que curiosamente, luego de haber recuperado la refutación de Earle del mecanismo redistributivo del cacicazgo

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[Yoffee 2005:24], recupera el argumento de Kirch de que no hubo una tal transición del “gran hombre” al cacique en Hawai, porque “los caciques ya existían antes de las migraciones a Polinesia [Kirch, citado en Yoffee 2005:27]; este argumento es precisamente el que Homon [1976] había utilizado antes, para señalar que la transición al estado en Hawai ocurrió siglos antes del periodo estudiado por Earle: el Hawai etnohistórico nunca fue un estado.

Parte del problema está, entonces, en la secuencia, que para Yoffee “si uno fuera evolucionista”, tendría más sentido plantear una transición de las sociedades de grandes hombres al estado [Yoffee 2005:27]. Pero, en lo profundo Yoffee piensa que está en la idea misma de escalones o niveles y en cierto sentido está de acuerdo con McGuire, en la idea de que hay que “desagregar” diferentes líneas de desarrollo en vez de ver la evolución como un proceso holista. Ello permitiría reconocer entonces diferentes “trayectorias evolutivas”. Y según Yoffee, la de los cacicazgos etnográficos no es la misma que la de los estados antiguos [Id:31 y nota a pie 4, Figuras 2.1 y 2.1].

El resultado es el mismo: las teorías neoevolucionistas no lograron resolver el predicamento de Service, no son simétricas y no lograr, a partir de mecanismos universales, dar cuenta de la diversidad. Es por ello que requerimos una nueva teoría. Esta teoría nueva tiene que dar cuenta del proceso en términos de dos mecanismos: la diferenciación, por la que se disocian los grupos como resultado de diferencias en sus actividades, roles y símbolos; la integración, el proceso por el que estos grupos existen juntos en un marco institucionalizado. Ambos procesos son detectables arqueológicamente y pueden ser medidos, según Yoffee [Id:32].





“Los estados tienen el poder de extraer recursos de los grupos diferenciados para sus propios fines y glorificación, ya que los símbolos de integración son tan críticos para establecer la legitimidad de las sociedades” […] “…nuevos grupos fueron creados para transformar, crear y controlar los recursos simbólicos y ceremoniales que les permitieron recombinar los grupos diferenciados en una nueva colectividad social” [Yoffee 2005:33]. “Las nuevas ideologías en los estados más tempranos crearon sistemas explícitos de significado sobre las relaciones sociales y económicas así como eventos y especificaciones sobre quien tiene poder político y que deben hacer los ostentadores del poder para mantenerlo –es decir, las reglas del poder se les comunicaron a los varios grupos sociales –especialmente a través de ceremonias que celebraran el papel de los gobernantes en relación de sus sujetos” [Yoffee 2005:p.34].

Como vemos, el predicamento de Service se transforma en otra cosa. De hecho Yoffee es claro en cuál es el nuevo problema a resolver; es el que Geertz planteando, estudiando una sociedad en una trayectoria evolutiva diferente, no

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comparable con los estados tempranos y, por supuesto, mediante el tipo de analogía etnográfica que Yoffee desautoriza: el del estado teatral en Bali en el siglo XIX:



“El estado obtuvo su fuerza, que era suficientemente real, de sus energías imaginativas, su capacidad semiótica de hacer de la desigualdad un encantamiento” [o “que la desigualdad encante”, “de la desigualdad un encanto” -to make inequality enchant] [Geerz 1980:123, citado por Yoffee 2005:22].

¿Cómo sucedió esto en el origen de los “estados tempranos”? “… El liderazgo, ejercido por los shamanes, cazadores expertos y los individuos carismáticos, cedió su lugar a ideologías formalizadas en las que la acumulación de riqueza y estatus alto fueron vistas como justamente perteneciendo a los líderes cuyos papeles eran, entre otros, ‘hacer de la desigualdad’ algo encantador” [Yoffee 2005:23].

Aceptemos por el momento esta nueva formulación. No discutamos que se trata claramente de una teoría voluntarista, émica, en la que el asunto es que alguien se da cuenta que puede manipular la ideología y su problema es convencer ideológicamente a los demás. Aceptemos que los factores causales estén en la ideología, e incluso, por un momento, que los estados tienen, después de todo, una labor y servicio que prestar: la crítica y ardua labor de sostener los símbolos colectivos para “establecer la legitimidad de las sociedades”. Aceptemos todo eso, para ser lo menos injustos cuando evaluemos si la nueva teoría de Yoffee resuelve ese, el nuevo problema del origen del “estado temprano”. Aceptemos que se trata de explicar cómo se apodera no solo del poder económico sino del social y el político [Id:38]. Aceptemos incluso la lista de casos relevantes, que incluye lo mismo Monte Albán que Jerusalén [Id:36-39]. Aceptemos que…



“El interés central en estudiar la evolución de los estados más tempranos no es identificar una estructura política esencializada y deificada (“el estado”) sino explicar los mecanismos a través de los cuales las unidades sociales que estaban progresivamente diferenciadas eran reensambladas. En esas nuevas y más grandes estructuras, ideales de orden, legitimidad y riqueza en la sociedad fueron creadas y/o refinadas, como lo fueron los mecanismos para la transmisión de esos ideales” [Yoffee 2005:34].

La “teoría” de Yoffee es presentada en el capítulo 9. Le llama “modelo de crecimiento” y lo resume en los siguientes términos, que aquí cito en extenso, so pena de que se me acuse de manipular o editar malintencionadamente la propuesta:

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“Ningún estado evolucionó sin el potencial para producir excedentes grandes y regulares que pudieran ser almacenados, por años si se requiriera…Los campamentos de los cazadores recolectores se transformaron en aldeas de duración relativamente larga que subsistían sobre la bonanza emergente y eventualmente domesticada de plantas y animales. La agricultura de las aldeas redujo la elección de recursos explotados por la gente y condujo al aumento demográfico dentro de las aldeas y a la expansión demográfica hacia nuevas regiones. Bennet Bronson [1975] describe estos cambios en el Post-pleistoceno dentro de un ‘modelo de desarrollo’, que yo pienso explica la frase dramática de V.G. Childe, ‘revolución neolítica’. Bronson quiere decir que dados los cambios específicos biológicos en los humanos que prevalecieron hacia el final del Pleistoceno, el conocimiento de largo plazo de las características de la flora y la fauna y el cambio crucial del final del Pleistoceno, hubo una tendencia natural hacia el ‘crecimiento’, tanto en el sentido demográfico como en el social, que era irreversible. El proceso de cambio no se caracterizó por sistemas estables cuyas limitaciones había que superar, sino más bien por el cambio constante en las poblaciones post-Pleistocénicas.” [Yoffee 2005:229; énfasis mío].

“He elaborado este modelo de crecimiento en este capítulo notando que las aldeas más tempranas en Mesopotamia y creo que en donde quiera, persistieron como aldeas modestas durante miles de años, mientras que los roles y las identidades sociales cambiaban de manera significativa. Del ambiente de la vida aldeana, la circulación de bienes y compañeros maritales condujo a las interconexiones institucionalizadas entre gente no relacionada y a la formación de esferas de interacción. Los códigos de comunicación y los símbolos de las creencias compartidas permitieron y expresaron nuevos aspectos de la identidad cultural entre los aldeanos. Ciertos individuos, las nacientes elites, empezaron a restringir el acceso a la tecnología de manufactura de símbolos y también a los medios de comunicación y a los lugares de comunicación tales como las festividades y las ceremonias. El control de esos símbolos y el conocimiento esotérico se convirtió en un dominio de poder en estas aldeas tempranas…” [Yoffee 2005:229; énfasis mío].

“…En Mesopotamia, la formación de esferas de interacción cada vez más grandes, con el tiempo y el crecimiento de un sistema de creencias que conectaba tanto a la Mesopotamia del norte como a la de Sur resultó no solamente en intercambios regulares de bienes, sino también en la razón para modificar las metas de producción del consumo local hacia la producción para el intercambio”[…]“Dentro de las esferas de interacción las ciudades cristalizaron en algún momento, rápidamente…”[…]”En Mesopotamia, las aldeas, que eran centros de producción e intercambio, localizadas en las rutas de intercambio o sobre los ríos, que eran localidades defendibles de ataques de sus vecinos –durante cientos de

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años- repentinamente se convirtieron en ciudades, a medida que la gente del campo se mudaba a ellas…” [T:230; énfasis mío].

De acuerdo. He eliminado solamente detalles a casos empíricos y algunas referencias a autores, pero el núcleo de la idea es el citado aquí. ¿Podemos decir que contamos con una explicación del origen del “estado temprano”. ¿Queda resuelto el nuevo problema que sustituyó al predicamento de Service?



Me temo que no. Lo que tenemos aquí es una platicación, una historia de “así na’más”. O como el propio Yoffee se refiere a su propuesta en otra parte del capítulo, una “narrativa” [Yoffee 2005:201], en la que aparecen “propiedades emergentes”, pero que simplemente “emergen”. Bajo los propios estándares del autor, la teoría no nos dice por qué, si las condiciones iniciales son las del cambio climático, nótese, del Post-Pleistoceno, que fueron universales, no tuvieron las mismas consecuencias en donde quiera. Tampoco cómo es que el crecimiento demográfico, nótese, lleva a la adopción de la agricultura y ésta a la de que se desarrollen cambios en las identidades: simplemente pasan. Y luego, se adopta una especialización regional porque… bueno, eso no está dicho, ni tampoco porqué, ni de dónde surgen elites que empiezan a restringir el acceso, no a los medios de producción material, sino simbólica; ni por qué hay que defenderse o atacar a los vecinos.



Lo que si se nos indica y que es un elemento diagnóstico de las platicaciones, son cambios en el ritmo: poco a poco, como cuando las aldeas agricultoras casi no cambian durante milenios, o más rápido, como cuando las elites “empiezan” a tomar control o, finalmente, de manera “repentina”, como cuando surgen, quién sabe por qué, las ciudades.



Quizá el lector piense que este resumen que Yoffee hace de su propia propuesta no la presenta con completud. Lo invito a que revise el resto del capítulo, en el que la platicación se desarrolla paso a paso, en el mejor estilo del particularismo histórico: primero pasa algo, luego pasa otra cosa, momento en el que se inicia alguna práctica, que luego se intensifica misteriosamente, hasta que pasa otra cosa y así sucesivamente. He ocupado ya demasiado espacio de este trabajo a este asunto, pero, sin pretender que he analizado ni la posición teórica ni la teoría sustantiva con el detalle que hay que hacerlo, como he propuesto en otros capítulos, creo que puedo adelantar algunas conclusiones, aunque sea de manera tentativa, sobre este primer fruto de las “nuevas reglas” de la “evolución social”: ¿qué tan satisfactoria es esta nueva teoría?



Me temo que muy poco. Creo que no resuelve la problemática explicativa que propone (independientemente de que yo crea que esa problemática es la relevante). Nos quedamos sin saber, primero, por qué es que la elite quiere controlar el poder simbólico; segundo, cómo es que convirtió la desigualdad en algo “encantador” u objeto de “encanto”, más allá de que manipuló símbolos de comunicación colectiva, estableciendo, como dice en otro punto del texto “normas

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sociales” e “ideales” que el pueblo complaciente aceptó. Me imagino que en el tiempo que le quedaba libre, entre que se ajustaba a las nuevas identidades, la proliferación de oficiales burocráticos, el cambio en los templos que ahora incorporan hasta esclavos y se defendía de los vecinos que, de nuevo por razones misteriosas, atacaban aldeas y ciudades.



Pero quizá su mérito es que explica por qué hay diferentes trayectorias. Por ejemplo, porqué Cahokia o Chaco Canyon, utilizadas para ejemplificar una de estas trayectorias, no se hicieron estatales. Pero me temo que tampoco. Se nos dice que la autoridad de sus líderes no era algo que se hubiera desarrollado en miles de años de cambios acumulativos dependientes del control de excedentes agrícolas [Yoffee 2005:230]. Y que las aldeas de las que Chaco y Cahokia emergen eran “más grandes que las aldeas de las que emergieron las primeras ciudades” [Yoffee 2005:231]. ¿Por qué, siendo que su trayectoria era más corta? Quién sabe. Pero Yoffee piensa que, por lo mismo, eran muy complejas, así que



“…su misma complejidad las hizo inestables y se colapsaron. No se desarrolló, o fue muy débil, una memoria colectiva de que siempre había habido gobernantes, que la desigualdad económica y social era natural y que el liderazgo político debe ser diferente a los principios hieráticos y las decisiones locales y eventualmente el contacto social mandó el cambio social en otras direcciones” [Yoffee 2005:230].

La clara incapacidad explicativa de esta platicación lleva a Yoffee a desenmascarar su “último mito sobre el estado”, que ubica el problema de explicar su origen como el centro, como aquello que es atípico y merece explicación, cuando…

“Nuestro modelo de crecimiento, sin embargo, sostiene que los estados son los productos que había que esperar de las condiciones Post-pleistocénicas y las historias de las sociedades que no eran estados requieren tanta explicación como los diferentes tipos de estados tempranos que sí evolucionaron” [Yoffee 2005:231].

Es decir, todo el un asunto, a final de cuentas, se resuelve con un recurso bien conocido a estas alturas por el lector: la ontologización. Era natural, dados los cambios climáticos del post-Pleistoceno, que los estados surgieran. Era natural que las elites quisieran el poder. Era natural que la población creciera (aunque no donde quiera). Era natural que la agricultura se adoptada (aunque no donde quiera). Era natural el conflicto entre grupos (aunque no donde quiera). Era natural que, finalmente, unos grupos subordinaran a otros y les hicieran creer que la desigualdad “encanta” (aunque no donde quiera).

Si el lector piensa que este último comentario no está justificado, una última cita puede ayudar a ver de dónde sale, que nos dará pie a un comentario final sobre la orientación política de Yoffee. El contexto es un comentario sobre el

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estudio de los sistemas adaptativos complejos en el Instituto de Sta. Fe. Esta vez transcribo directamente del inglés, para evitar que mi traducción le pueda dar un sentido diferente al texto:



“…not only are ancient states and civilizations complex systems in terms of the SFI [Sta. Fe Institute], but so are all human societies playgrounds for social negotiation and for the empowerment of the few, and their parts remain far from equilibrium with each other and their environment” [Yoffee 2005:179; énfasis mío]. [Traducción: “… que no solamente son los estados antiguos y las civilizaciones sistemas complejos en términos de SFI, sino que todas las sociedades humanas son áreas de juego para la negociación social y el empoderamiento de unos cuantos y que sus partes se mantienen lejos estar en equilibrio entre sí o con el ambiente”].

Hay que aplaudirle a Yoffee el, cuando menos, ser sincero y decir de frente lo que otros arqueólogos solo piensan (y luego empacan de manera velada en sus teorías): para él, la desigualdad es un producto de la naturaleza humana; buscar el “empoderamiento” de unos cuantos no es sino obedecer los dictados de esta naturaleza.



Yoffee insiste en el papel de en los agentes que, como él mismo reconoce, aunque estén de moda, nadie sabe qué signifiquen en arqueología. Para él. Son individuos aislados que toman decisiones. Si combinamos este elemento con el papel central que le otorga a la ideología, la preeminencia de los símbolos, el que sean las ideas las que generan o cambian instituciones91, entonces no se requiere mucha imaginación para ver que las preferencias políticas de Yoffee están detrás de su insinuación de que el neoevolucionismo tuvo mucho que ver con el marxismo. White se “vuelve” neoevolucionista después de estar en la URSS [Id: 10]; Steward es influenciado por las ideas de Wittfogel [Id:11]; en incluso los debates sobre las teorías de consenso vs. las de conflicto son explicadas así:  

“Obviamente, esta polaridad de enfoques se debe en buena medida a la adherencia filosófica o el rechazo a teorías mayores del cambio social, especialmente aquellas de corte ortodoxo marxista”…” [Yoffee 2005:14].

A diferencia de estas teorías “deterministas”, la suya reconoce que el estado no es omnipotente, ni todo viene “desde arriba”: muchos grupos diferentes (de residencia, étnicos, elites, etc.)…

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Como sería el caso del colapso de Mesopotamia, debido a “la concatenación de las acciones de los individuos que ya no querían ser mesopotámicos” [Id:130]; esta idea se repite en pasajes similares.

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“…aspiran por su propia autonomía, son al menos parcialmente independientes de otras partes de la sociedad y compiten por el poder de acuerdo a reglas sociales aceptadas. En otras palabras, los modelos de conflicto no permiten la existencia de luchas endémicas y legítimas en los estados antiguos” [Yoffee 2005:15; énfasis mío].

Es decir, los estados antiguos son sospechosamente parecidos a la “democracia americana”, con todo y lo que le molestan a Yoffee los ejemplos modernos. Me imagino que las comunidades campesinas explotadas, las mujeres de los talleres de tejidos a las que se les tenía semiesclavizadas en Mesopotamia (como han documentado las arqueólogas feministas), o los sentenciados a muerte por haber ofendido a un noble, como se aprecia en los primeros códigos legales (posteriores, por cierto, al origen del estado), están todos siguiendo “reglas sociales aceptadas”. Y es en este libre juego de fuerzas que, gracias a lo ubicuo del propio conflicto, resulta una resolución “parcial, ‘consensual’, en la que se logra al menos parcialmente una legitimación del orden de los subsistemas diferenciados y sus metas (Parsons 1964)” [Yoffee 2005:15]. La cita a Parsons – Talcott, no Jeffrey- me parece particularmente significativa: aunque a Yoffee le molestan los tipos abstractos y generalizados, sobre todo si derivan de la información etnográfica, no hay ningún problema en postular que, después de todo, los “estados tempranos”, son, a final de cuentas, muy similares a la democracia capitalista estudiada por Parsons.

¿Qué podemos concluir de esta, admitidamente, incompleta revisión de la propuesta de Yoffee?. ¿Está ahora refutado el neoevolucionismo entero y ya no solamente teorías sustantivas específicas, como sucedía al inicio de los 80’s?. Lo dudo. Primero, habría que ver en qué condiciones se refuta una posición teórica. Por lo pronto, las teorías sustantivas, para ser refutadas, tendrían que ser sustituidas por mejores teorías y Yoffee no propone una. Pero quizá este es un efecto de lo superficial de mi tratamiento. Por ello es que la propuesta central de esta tesis es que se requiere, antes de hacer veredictos finales, realizar un análisis teórico detallado.

De otra manera, esta “refutación” del “neoevolucionismo” es tan contundente como la que hace unos años hacía un alumno mío de la “Nueva Arqueología”: se requerían solamente cinco minutos para lograrlo. Sorprendido, le pedí que me dijera qué arqueólogos tenía en mente, en qué obras en particular. De obras, admitió, no sabía. Pero de nombres, sí, así que soltó una retahíla de ellos, que incorporaban no solamente a algunos nuevos arqueólogos, sino a sus contrincantes y detractores, como Chang, quien intentó construir una arqueología estructural-funcionalista, sin mucho éxito [Chang 1967]; o a Willey y Sabloff, contra los que Binford explícitamente polemizó [1972 c (orig. 1968)]; o a otros arqueólogos que habían escrito 30 años antes de la aparición de la arqueología procesual, como Clark (Graham, a quien mi alumno confundía obviamente con Clarke, David). Cuando, casi sin aliento, terminó su largo recuento, le pregunté que es lo que hacía a todos ellos “nuevos arqueólogos”. “Muy fácil”, contestó,

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“todos escriben en inglés”. El argumento con el que los refutaría así definidos era igualmente insólito y divertido: “Y como el inglés es la lengua del imperialismo, todos ellos son reaccionarios y metafísicos…” (epíteto común en aquellos días a quien no jurara lealtad a la dialéctica); “en consecuencia, están refutados”. No puedo evitar que esta imagen venga a mi mente cuando leo la “refutación” del “neoevolucionismo” en manos de Yoffee. Sin embargo y en vista de sus cuestionamientos hacia la analogía, no quiero con este comentario que el lector piense que estoy haciendo una entre sus argumentos y los de mi alumno. De ninguna manera: los de mi alumno son divertidos.



A final de cuentas y a pesar de su arrogancia, Humpty Dumpty, como saben muy bien todos los niños angloparlantes, se estrelló en el suelo y se hizo pedazos…



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Capítulo 17

¿Conclusiones? A manera de reflexiones finales… En este último capítulo intentaremos, más que derivar conclusiones finales, ofrecer algunas reflexiones generales que resultan de lo expuesto hasta ahí. Empezaré comentando el proceso mismo de análisis empleado, sus limitaciones y perspectivas de trabajo subsecuentes. Luego intentaré mostrar que los problemas que nos han ocupado a lo largo de esta tesis, que quizá parecerían demasiado desligados de las cuestiones más apremiantes de la conservación del patrimonio arqueológico, sobre todo en México, realmente son relevantes, y lo son de manera muy directa. Finalmente, como suele ser el caso las tesis, cerraré con una visión hacia futuro, que espero no será excesivamente lacrimógena y “puño en alto”…

El análisis teórico La hipótesis central de este trabajo, como se recordará, es que, “apoyados en los hallazgos de la filosofía de la ciencia y el propio trabajo reflexivo de la arqueología, es factible establecer mecanismos y criterios que permitan evaluar teorías y seleccionar racionalmente entre varias opciones disponibles”, como propusimos en la Introducción.



El procedimiento de análisis teórico es la solución desarrollada en esta tesis. Requiere primero definir escalas de trabajo en la teoría, distinguiendo fundamentalmente entre la escala mayor, la posición teórica, y la escala menor, la de las teorías sustantivas. En el proceso intentamos también ubicar en su justo lugar a las teorías de la observación y lo observable, así como a las arqueologías que llamamos “temáticas”.



La aplicación de este procedimiento de análisis teórico a nuestro caso de estudio, la teoría de Sanders, Parsons y Santley (SPS) indica que la propuesta es viable. Aún si el lector no quedara completamente satisfecho de que la teoría de SPS no solamente nunca estuvo refutada, sino que quizá era una de las mejores en su momento, espero haberlo convencido de que, para resolver esa cuestión (y otras similares, como la supuesta refutación del “neoevolucionismo” que hace Yoffee), es indispensable algún procedimientos de análisis teórico. La arqueología ha puesto gran parte de su esfuerzo en determinar hasta dónde los datos apoyan a las teorías sustantivas, sin haber satisfecho necesariamente en todos los casos el paso previo de determinar qué es lo que intentan explicar, qué dicen, si son refutables, qué tipo de entidades y relaciones causales postulan y qué asumen en cuanto a la condición humana; y no siempre se ha incluido la crítica de los propios datos, cuya calidad y representatividad afecta el resultado de la evaluación. Es

! 411 decir, creo que hemos aportado evidencia que corrobora la hipótesis subordinada 4.1 que presentamos en la Introducción: El análisis teórico ayuda a formalizar y sistematizar una teoría, haciéndola a la vez más vulnerable a la crítica legítima y menos vulnerable a las críticas espurias. Al mostrar precisamente que las refutaciones sistémicas son casos de refutaciones espurias, se apoya la hipótesis subordinada 4.2: La crítica al falsacionismo dogmático es aplicable a las refutaciones de la arqueología sistémica, con lo que una de las fuentes de evidencia en contra de la explicación como meta (el fracaso de las teorías explicativas) se debilita; y 4.3: El falsacionismo dogmático deriva de supuestos epistemológicos empiristas ingenuos y comparte con el neopositivismo más elementos que la arqueología sistémica quisiera aceptar. En consecuencia, la adopción de una epistemología diferente, en este caso el falibilismo, puede orientarnos a una elección más eficaz de metodología. De hecho, hemos argumentado por qué el falsacionismo metodológico sofisticado propuesto por Lakatos, es una mejor apuesta que la variante dogmática, al demandar que para que una refutación sea completa debe haber una alternativa mejor a la teoría refutada.



Un criterio que creo es original y que mostró su utilidad como parte del procedimiento de análisis teórico desarrollado aquí, es el de fertilidad teórica, ligado al concepto de “ontologización” propuesto. Y éste, a su vez, ha resultado provechoso para explorar las motivaciones (concientes o inconscientes, explícitas o implícitas) éticas y políticas que supuestas teorías; con ello, se aporta positivamente a la hipótesis subsidiaria 4.4: La “ontologización” es una forma de rehuir a la explicación ya sea porque la capacidad explicativa de una teoría sustantiva ha llegado a un tope momentáneo, o porque es un recurso para disfrazar con tintes científicos propuestas que realmente son expresiones de una filosofía política o una ética velada.



El análisis de la teoría de SPS arrojó algunos huecos o problemas en la formulación original, mismos que pensamos pueden ser solventados incorporando a la teoría elementos que a primera vista parecían incompatibles, al referirse a cuestiones de orden afectivo o simbólico. Hemos argumentado por qué, al menos para la arqueología social, dicha incorporación no representa en principio un conflicto; y hemos sugerido que una línea a explorar es el realismo social de Searle [1995]. Sin pretender que un argumento tan incipiente como el ofrecido sea una corroboración contundente, creo que se han aportado elementos como para al menos no descartar de entrada la hipótesis subordinada 4.5: El materialismo no tiene porque ser incompatible con una noción de agencia, o con el que ciertas partes de la realidad social las construyan, en efecto, los sujetos. Las construcciones sociales, una vez sancionadas colectivamente, adquieren tanta “realidad” como cualquier otro proceso.



No pretendemos que este procedimiento de análisis teórico sea universal, aunque vemos su aplicabilidad, cuando menos, a otros campos de las ciencias

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sociales. No obstante, no ha sido una de nuestras pretensiones en este trabajo mostrar que en efecto puede extenderse su aplicación.



Tampoco pretendemos que el procedimiento esté terminado, finalizado y totalmente afinado. Es claro que quedan muchos puntos pendientes, otros merecen ser explorados en más detalle y para algunos tenemos quizá más preguntas que respuestas. Paso ahora a comentar sobre varios de estos últimos.

El concepto de posición teórica: cuestiones pendientes En virtud de que, en mucho, mi propuesta es un derivado de las ideas de Lakatos, ¿hasta dónde las críticas a Lakatos invalidan mi modelo?. Creo que más bien muestran sus limitaciones. Lakatos intentó construir algo mucho más ambicioso que mi idea de “posición teórica”: con su propuesta de “programas de investigación científica” estaba tratando de resolver los problemas que implicaba para la racionalidad científica el holismo o historicismo derivado de la obra de Kuhn. Las críticas de Feyerabend al respecto, en cuanto a lo arbitrario del tiempo que habría que conceder a una teoría refutada para que “vuelva” sigue sin resolverse, hasta donde sé. No obstante, creo que esa dificultad es independiente de la propuesta mucho más específica de que para que exista una refutación, debe haber una alternativa, aplicada a la escala de trabajo de las teorías sustantivas. En cualquier caso, como comentamos en su momento, la idea es iterativa: refutar la propuesta de Lakatos implica proponer una mejor. Ninguna de las alternativas que conozco cumple ese criterio, aunque por supuesto estoy abierto a darme cuenta que existen, momento en el que, si en efecto son mejores, abandonaré la de Lakatos.



En mi opinión, el problema de la refutación ya no de una teoría sustantiva, sino de una posición teórica entera, no está resuelto. La propuesta modelo-teórica, con la que apenas me estoy familiarizando, pudiera tener los recursos técnicos que permitan ligar con mayor precisión la escala mayor de la teoría con las teorías sustantivas. Pero la pregunta permanece: ¿en qué condiciones podemos decir que se ha refutado una posición teórica?



Propuse, hace ya varios años que una indicación de esta refutación sería el que la mayoría de sus teorías sustantivas estuvieran refutadas [Gándara 1995]. Un criterio menos fuerte sería el que sus teorías ejemplares estuvieran refutadas. El argumento sería que, en virtud de que la ontología (incluyendo las concepciones de causalidad y la definición de entidades de las que hablan las teorías sustantivas) se fija en la escala de la posición teórica, el que un número de teorías sustantivas (o, como dijimos, quizá tan solo sus teorías ejemplares) estén refutadas, es una indicación de que algo anda mal en la posición teórica. Salvo lo que logren encontrar los modelo-teóricos, no parece ser que la relación entre ambas escalas sea una de deducción en el sentido estricto. Es por ello que no sería automático que si se refuta una teoría sustantiva se refute la entidad mayor.

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Esta era mi argumentación cuando, a la caída del muro de Berlín, se promulgó la refutación del marxismo. Creo que se refutaron muchas teorías sustantivas, algunas de bajo nivel y casi todas referidas a la parte práctica o aplicada del materialismo histórico a la lucha política. Creo que es el momento de aceptar que la clase trabajadora no tiene un acceso epistemológico privilegiado que le permite ver la verdad, ni que el partido represente esa verdad y tenga, ipsofacto, determinada automáticamente la dirección a la que debe conducir el movimiento. Tampoco parece muy factible hoy día seguir insistiendo en que es el proletariado industrial la clase de vanguardia, a la vista de uno tras otro ejemplo de revoluciones en las que el campesinado ha sido la pieza central. En otros casos, como el del modo de producción asiático, se trata de teorías menores, subsidiarias y poco centrales, probablemente ya de vejez (que no de senectud) en los clásicos, que en mi opinión nunca pasaron de ser esbozos explicativos muy generales. No obstante, dado que, como siempre lo he dicho, mi pertenencia al grupo de arqueología social se basa más en mi orientación política general que en un sólido dominio de los libros sagrados del marxismo, me reconozco como siempre solamente un “proto-pseudo-cripto-filio-marxista”, aunque creo que ya es factible eliminar lo de “cripto” ahora que el marxismo ya no es la moda oficial. Es hora de “salir del closet”.



Mi otro ejemplo favorito (y de nuevo, del que sé mucho menos, aunque mi orientación –y al menos mi última experiencia- me hacen sostener), es el de la teoría freudiana. Creo que aquí, sin embargo, el número de teorías sustantivas que han sido debilitadas es mucho mayor –y no me refiero solamente a aquellas que las feministas con toda razón cuestionaron desde hace tiempo, como la de la naturaleza “madura” (y por lo tanto “correcta”) vaginal del orgasmo femenino. Creo que se trata de una posición teórica con muchos problemas. Y uno de ellos es, ni más ni menos, el carácter críptico de su aplicación práctica, la terapia psicoanalítica, que como sus críticos han señalado (incluyendo a Popper), se niega a una inspección de las tasas relativas de remisión o mejoría.



Mucho más cerca de mi campo de conocimiento está el caso de la arqueología procesual, a la que se supone la arqueología postprocesual ha “derrotado”. Yo creo que este es un caso particularmente interesante, dado que lo que está sucediendo, en mi opinión, es que ha habido un cambio en el objetivo cognitivo, lo que constituye una de las áreas en las que se puede dar, con mayor claridad que en otras, un fenómeno similar al de la inconmensurabilidad original kuhniana. No me refiero aquí al “idealismo con filtro”, como le he llamado a la idea de “paradigmas” que generan mundos, sino a una idea mucho más modesta: ¿si el objetivo ya no es producir explicaciones, en qué sentido es que la arqueología postprocesual ha refutado a la procesual?. A la inversa, el hecho de preferir las explicaciones a las interpretaciones comprensivas (“verstehen” o “understanding”), hace preferible a la arqueología procesual?



Me parece que esta discusión apunta hacia un nivel aún más alto de análisis, el de los valores que están detrás de la elección de una u otra meta

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cognitiva. Ello me llevó a revisar a un autor al que hace tiempo había dejado de leer, aunque siempre me pareció muy sensato y sus propuestas muy útiles: Larry Laudan [1984]. En un modelo tendiente a resolver, de nuevo, problemas mucho más profundos sobre la racionalidad científica en su conjunto, Laudan propone que una manera de evaluar, incluso en momentos de lo que Kuhn llamaba “de crisis”, es por referencia a la viabilidad de ciertos valores que actúan, yo diría, como “meta-objetivos” cognitivos. Que estos objetivos resulten inalcanzables (por problemas teóricos o por problemas prácticos), o simplemente ya no resulten pertinentes a las necesidades de la comunidad científica o el conjunto de la sociedad del momento, pueden motivar su revisión y eventual abandono.



Aplicando esta idea (presentada por razones de espacio de manera tan esquemática como lo he hecho aquí), a la evaluación de posiciones teóricas, la evaluación consistiría en tomar como un elemento central la comparación de los objetivos cognitivos de cada posición y determinar si son viables, pertinentes y, por supuesto, compatibles con una visión ética y política del mundo considerada justa. Claro que esto lo único que hace es escalar el problema un nivel más: cómo es que podemos elegir racionalmente entre diferentes opciones éticas o políticas; o bien, como parecen plantear algunos pensadores actuales, si acaso debemos elegir, en vez de dejar que proliferen tantas posiciones como grupos haya.



El pluralismo constructivista: ¿una opción promisoria? No tengo solución para estos problemas. No se incluso si existen, aunque tengo la ilusión de que, terminado este trance doctoral, tendré oportunidad de revisar el último libro de Railton [2003] que habla precisamente sobre este punto. Pero lo que sí puedo decir, es que no alcanzaba a ver las consecuencias de este nuevo análisis de Laudan hasta que leí (ya tarde en el proceso de redacción) el extraordinario libro de Olivé (2000). En esta obra, con una claridad meridiana y una enorme lucidez para exponer de manera sintética argumentos complejos, Olivé rastrea que pasó entre la propuesta de Laudan de 1984 y sus obras posteriores; y, en seguida, cómo es que sus conclusiones son relevantes a los debates sobre la posibilidad de definir a la ciencia o a la racionalidad científica a partir de algo como el criterio de demarcación –que como recordará el lector, fue precisamente lo que yo hice en este texto. En seguida, Olivé muestra como la conclusión historicista de Laudan, la inexistencia de un criterio universal, transhistórico, de la ciencia, echa por tierra el intento de definirla a partir de alguna “esencia”. Esta conclusión, que podría interpretarse como un regreso al relativismo kuhniano puede, sin embargo, ser el punto de partida para una posición pluralista, acorde con la nueva actitud que la “naturalización” de la filosofía de la ciencia parece reconocer como deseable [Olivé 2000: Tercera parte, pags.:131-198].

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Hasta aquí, vamos más o menos bien: coincido que uno de los aportes de la ahora difunta posmodernidad92 ha sido precisamente el destacar la importancia de la pluralidad en diferentes ámbitos de la vida humana. Díaz-Polanco ha escrito con particular vehemencia sobre la relación entre pluralidad, diversidad y respeto en las relaciones entre las culturas [2006]. La defensa de la pluralidad es entonces una responsabilidad política, que se extiende más allá de la situación que DiazPolanco llama “etnofágica” y que abarca otras formas de diversidad además del terreno de lo étnico. No podría yo estar más de acuerdo.  



Por eso, leí con mucho interés la propuesta de Olivé, que permitiría evitar un autoritarismo como el que caracterizó a buena parte de la filosofía de la ciencia de la primera mitad del siglo. Es ese autoritarismo el que preocupaba al propio Díaz-Polanco en torno al proyecto de esta tesis, tal como reporté en la Introducción. Cualquier cosa que vaya contra el autoritarismo va bien políticamente conmigo.



El problema es el precio que habría que pagar por una pluralidad del estilo de la que se deriva de las propuestas de Laudan elaboradas por Olivé. Al menos en la versión que él presenta, la pluralidad (en filosofía de la ciencia y en una teoría de la racionalidad científica tendría como precondición una epistemología y una ontología particulares: la epistemología sería el constructivismo, la ontología, el realismo interno al estilo de Putnam [Olivé 2000:171 y sigs.]. Ello implica, de antemano, que se ha renunciado a criterios universalistas del estilo que Olivé llama “hegeliano”. Ésta acepta que ha habido de hecho diferentes fines para la actividad científica: es decir, no siempre se buscó ni la verdad, ni la capacidad predictiva o de manipulación, la simplicidad u otros fines en el sentido de Laudan (de nuevo, que no hay que confundir con la idea de objetivo cognitivo que yo propongo). Por ello no se puede sostener que los científicos de todas las épocas persiguieron siempre la misma meta. Pero no todas las metas han sido igualmente eficaces para producir avances, por lo que, a la distancia, sería posible determinar cuál es el fin que la ciencia debería estar persiguiendo:

“Esta es la visión que llamo hegeliana: estas teorías suelen afirmar que los fines han cambiado a lo largo de la historia de la ciencia. Ésta es una afirmación histórica y verdadera. Pero el cambio de fines en la historia de la ciencia debe llegar a término. Ahora sabemos que ningún fin es tan perfecto como X (donde X debe substituirse por el fin favorito de la teoría en cuestión –la resolución de problemas, la construcción de teorías empíricamente adecuadas, la construcción

Y digo “difunta” no como opinión mía: de acuerdo con uno de sus estudiosos más reconocido, Pilles Livopetsky, quien daba un ciclo de conferencias al respecto mientras este texto entraba en el equivalente electrónico de la revisión de galeras, la posmodernidad terminó, para dar paso ahora a la hipermodernidad. Me imagino que eso es una buena noticia para los que ahora podrán declarar sus obras anteriores obsoletas y nos invitarán a comprar su nueva producción para estar “al día” –al menos en lo que las ventas determinen que es necesario iniciar un nuevo ciclo, con algún otro concepto igualmente novedoso y revelador… 92

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de teorías verdaderas, etc.-). La historia debe llegar a su fin, por lo menos en lo que toca a las metas de la ciencia”. “La idea de que las metas han cambiado a lo largo de la historia de la ciencia, pero que no deberían cambiar más, equivale a la idea de que esas metas deben quedar fijas de ahora en adelante, y que la única recomendación epistemológicamente correcta que se puede ofrecer a los científicos es: ‘Olvídense de cualquier otro fin de la ciencia y concéntrense únicamente en X’. Muchos científicos bien podrían no seguir esta recomendación. Peor para ellos, pues estarían persiguiendo fines menos deseables y ya no harían contribuciones al progreso de la ciencia” [Olivé 2000:138].

No hay duda de que un criterio de este tipo sería autoritario. No hay duda de que no parece ser un criterio recomendable. Coincido con Olivé en que habría que “removerlo” [Id:139]. El problema es qué ponemos a cambio. Una alternativa es que todos los fines sean igualmente legítimos y deseables. Con ello, la metodología necesaria para que se cumplan se convierte entonces en igualmente legítima y deseable. Pero esto no es mas que una vuelta la relativismo, cosa que a nadie, incluyendo a Olivé, le parece deseable. De hecho, él explícitamente rechaza lo que llama “constructivismo devastador” (al estilo de Latour y Woolgar) y argumenta a favor de un modelo no relativista [Id:147]; uno que tampoco caiga en situaciones utópicas como las que suponen un consenso racional universal al estilo de Haberbmas [Id. 186].

Así, parecería que una propuesta pluralista permitiría escapar tanto del absolutismo (total o hegeliano) como del relativismo. Como Díaz-Polanco ha señalado en el caso de las relaciones culturales, el relativismo, a pesar de disfrazarse como un discurso progresista y “tolerante”, acaba siendo un impedimento para asumir la diversidad: acaba fomentando el “enconamiento cultural”, al impedir construir un campo común para el diálogo y la evaluación [Diaz-Polanco 2006:31]. Harris (James, no Marvin) [Harris 1992] ha mostrado con lujo de argumentos que el relativismo es o incongruente, se autorefuta o no sincero (es decir, veladamente introduce un criterio no relativista por el cual el relativismo es preferible). A mí esta conclusión me era más o menos obvia cuando finalmente entendí que Kuhn no podía, de manera simultánea, decir que la historiografía de la ciencia previa a la suya estaba mal, y al mismo tiempo sostener que cada paradigma crea un mundo que no toca al de otros paradigmas, en cuyo caso no hay forma de decir que historiografía es mejor o preferible a las anteriores. Es más: no tenemos razones para saber acaso si es verdadera, dado que la verdad no juega un papel en el argumento, al quedar vedada.

El problema, decía antes, es que, al menos en la propuesta de Olivé, el costo de un modelo pluralista como el que propone es, en mi opinión, difícil de aceptar. Y en mi caso, incompatible con la posición sostenida en esta tesis –lo que no lo hace ni mejor ni peor, sino simplemente incompatible. Para entender por qué

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esta incompatibilidad, señalará (admitidamente de manera muy rápida y superficial) las dificultades.

La primera, es que el constructivismo (kuhniano, que es el que Olivé adopta), requiere, en mi opinión, adoptar una epistemología idealista subjetiva una vez más. Ello redundará, como suele ser el caso en este tipo de epistemologías, en que de las tres condiciones del conocimiento (en el análisis clásico) se minimizará -si no es que se elimina- el tercero: el de la verdad. Y se sustituye o “refuerza” con el segundo: el de la justificación. Es decir, se argumenta (y en este caso, de manera inteligente), que las limitaciones cognitivas del hombre le impiden normalmente acceder al “mundo real” si ese mundo real se postula como algo totalmente independiente de él. En consecuencia, una noción de verdad como correspondencia en relación a objetos o “estados de cosas” independientes en el mundo carece de sentido. Ello normalmente lleva a proponer que lo único a lo que podemos aspirar es a alguna forma de justificación suficientemente fuerte como para hacer de nuestra creencia algo racional. De hecho, páginas adelante del pasaje citado, Olivé refiere a un trabajo de Pérez Ranzanz que presenta precisamente esa conclusión: “El filósofo internalista tiende a relacionar estrechamente verdad y justificación, tan estrechamente que en algunos casos se define ‘verdad’ como cierto tipo de justificación” [1992:85-86, citado en Olivé 2000:186]. La justificación en cuestión es normalmente de tipo coherentista y, para mayores señas, hoy día es alguna forma de coherentismo social, que por desgracia, parece no ser totalmente satisfactorio -ver la discusión que hace Huntington [1996:51-63] de cómo las teorías de “defeasibility” y “social defeasibility” (que se podrían traducir como “derrotabilidad” y “derrotabilidad social”) son incapaces de bloquear los casos de tipo Gettier que supuestamente plagan el análisis tradicional del conocimiento).

Esta es la razón por la que muchos filósofos de la ciencia “internalistas”, entre los que destaca, por supuesto, Putnam y los neopragmatistas, conceptos como el de “warranted assertability” (aceptabilidad racional, aseverabilidad justificada) tienden a sustituir el de verdad. Los argumentos suelen ser fuertes, pero apuntan ahora a su fundamento ontológico que, en mi opinión, no tiene mucho de realismo.

El “realismo interno” propone que “Lo que se impone y se le resiste al sujeto no son hechos particulares previamente dados, pues los hechos son aquello s lo que se refieren las proposiciones cuando son verdaderas. Sin la proposición correspondiente no puede existir el hecho; y en el caso de la ciencia, sin teorías y prácticas tampoco hay hechos científicos. Pero esto no hace que los hechos no sean reales. Sólo quiere decir que sin proposiciones y teorías no habría hechos” […] Así, los hechos no son puestos sólo por los sujetos, o por su lenguaje o por sus marcos conceptuales, pero tampoco son puestos sólo por la realidad” […] El

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constructivismo kuhniano, pues, no sostiene que la realidad sea un mero producto de los marcos conceptuales…” [Olivé 2000:176].

El problema es conciliar esta declaración con la de que la “objetividad es una aceptabilidad racional en condiciones realmente existentes para una comunidad académica” [Olivé 2000:161]. El contexto de la aseveración es una polémica con Villoro, que Olivé ilustra con un ejemplo que pienso retomar adelante: para este otro autor, si un diplodocus se paseaba hace 250 millones de años en lo que ahora llamamos Berlín, esto constituye un hecho objetivo “independiente de toda subjetividad”. No nos interesa por el momento si Villoro luego hará depender la objetividad de la intersubjetividad o de la fuerza de la justificación, sino la idea de independencia de ese objeto de los sujetos, a la que originalmente refiere la idea de objetividad.



Lo que sucede es que, para el realista interno, es imposible tener un punto de vista “desde ninguna parte” […] “No existe un conjunto fijo de objetos en el mundo que sea independiente del lenguaje, y no hay ninguna relación fija entre los términos de un lenguaje y sus extensiones [Olivé 2000: 175, citando a Putnam 1990:28, 27].



Se revela entonces la ontología real detrás de la propuesta, que, además, con completa honestidad Olivé formula, no sin antes haber reconocido su herencia kantiana:



“Tesis ontológica del constructivismo: lo que es un objeto, o un hecho, tanto como lo que cuenta como objeto o como hecho, depende, siempre (aunque no únicamente), del marco conceptual y del sistema de prácticas sociales establecidas dentro de las comunidades científicas. Los objetos no tienen una existencia independiente de los marcos conceptuales y de los sistemas de prácticas, porque éstos hacen una contribución decisiva a la estructura causal del mundo y a la constitución de los objetos (aunque no son los únicos que contribuyen a su existencia), también la realidad independiente de todo marco conceptual impone restricciones” [Olivé 2000:174, énfasis mío].



Aquí es donde me confundo. ¿Existe o no existe entonces un conjunto de objetos que sean independientes de los marcos conceptuales?. De otra manera ¿a qué se refiere el realismo interno cuando habla de “la realidad independiente”?; ¿es una realidad independiente, sin objetos?, o ¿o tiene objetos dependientes de los marcos conceptuales pero que son de alguna otra manera independientes?



No pretendería aquí argumentar en contra del realismo interno. De hecho Olivé hace un trabajo magnífico y muy mesurado, al presentar con rigor y seriedad algunos de los puntos de vista opuestos, como el de Boyd, el de Bunge o el de

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Villoro (cuando éste último realmente difiere, cosa que no es fácil siempre de determinar). Pero puedo referir al lector al trabajo ya citado de Searle [1995], en que este autor muestra, por un lado, que el realismo interno tiene poco de realismo, al menos en la forma en que Searle lo define; y por otro, que el realismo es una precondición de la inteligibilidad del propio discurso, idea que apoya con un argumento de corte trascendente. Es notable que para Searle, el realismo no implica una tesis que privilegie, necesariamente y de entrada, algún punto de vista o sistema de representaciones sobre otro; es decir, es un realismo pluralista.



Lo que sí quiero hacer es explorar las consecuencias de este realismo interno, que si es coherente y está reforzando el constructivismo kuhniano de herencia kantiana, entonces quizá no es el mejor apoyo para una teoría pluralista de la racionalidad científica. Lo que me interesa destacar es que, al deshacerse del concepto de verdad como correspondencia, (como es de esperarse si se adopta una concepción no-realista) se inicia un descenso que, a pesar de las buenas intenciones, puede terminar muy fácilmente en el relativismo.



El pluralismo respeta todos los puntos de vista y reconoce tanto la historicidad como la variabilidad cultural de las maneras de aproximarse al mundo. Retoma del historicismo el que la ciencia ha cambiado en cuanto a metas (y, consecuentemente, en métodos). No tengo objeción con ninguna de las dos tesis, que son perfectamente compatibles con el marxismo al que me afilio. La incompatibilidad se produce cuando el realismo es sustituido por algo que, nombres aparte, no es sino una forma de idealismo subjetivo. Para mostrarlo, no hace falta sino recuperar uno de los puntos de vista que el pluralismo está obligado a reconocer: el del sentido común y su concepción del realismo “ingenuo”.



Curiosamente, el sentido común ha sido una de las víctimas de las metodologías llamadas absolutistas. Se le critica el ser volátil, histórica y culturalmente determinado y haber fracasado en más de una vez (atributos, todos, que comparte con la ciencia, bajo la visión historicista). Los antropólogos de corte materialista (como Harris) han mostrado que aunque el sentido común de los habitantes de Salem indicaba que había brujas, idea que tenía consenso por parte de una comunidad, tenía una trayectoria dentro de una tradición (no fue algo que se inventó en ese momento, su raíz se remonta a la Europa Medieval), y contaba con “apoyo empírico” en términos de la comunidad [Harris 1984] –criterios que podrían equipararse a los usados para evaluar la racionalidad en la ciencia. Es una comunidad que tenía reglas de evaluación para sus justificaciones, tenía procedimientos para ponerlas en juego y llegaba a veredictos que la comunidad en general (exceptuando, por supuesto, a las acusadas de brujas) aceptaban. Entonces, los habitantes de Salem cumplen muchos de los requisitos que una concepción pluralista de la racionalidad fijaría: al menos en términos de racionalidad instrumental, tomando en cuenta el fin de deshacerse de las brujas, los medios fueron aterradoramente eficaces. Salvo que las brujas no existen…

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Pero entonces quizá no es cuestión de evaluar solamente la racionalidad instrumental, sino la de fines, como acertadamente insiste Olivé [2000:94,147]. La dificultad es que para poder descartar como un consenso racionalmente equivocado el que los habitantes de Salem tenían, requerimos una noción de verdad más allá de la coherentista o de la pragmática, porque bajo ambas, el resultado es el mismo. El asunto es si las brujas existen o no, no solamente si existen para los habitantes de Salem en ese momento (y quizá desaparecieron un momento después gracias a la eficacia del tratamiento que les dieron).



Nótese que no hablo aquí de la creencia de los habitantes de Salem en la existencia de brujas. Eso está documentado. No hablo de lo que el sujeto (social en este caso) creía –no me refiero a sus estados doxásticos. Me refiero a los estados del mundo. Y ahí es donde se produce el problema, porque si los estados del mundo no son realmente independientes (con las precauciones que el caso de la realidad social implica, señaladas en un capítulo anterior), de las representaciones, entonces nunca dejamos la esfera de los sujetos o, cuando más, de la intersubjetividad.



Y elegí un caso del sentido común, porque ese mismo sentido común normalmente no tiene dificultad para aceptar una forma de realismo que la academia califica de “ingenuo”, y que no es otra que la del realismo sin más. Es decir, no es un realismo con apellidos, ni mucho menos uno derivado de alguna “filosofía-con-guiones” que requiera postular “el-estar-siendo-para sí”. Será que por mis deficiencias de formación esas filosofías me dan mucho trabajo, pero no tengo problema con la formulación del realismo según el sentido común. Y la prueba de fuego son los dinosaurios: si le preguntamos a una persona normal, con una educación media, si existieron los dinosaurios antes de que hubiera humanos, lo más probable es que conteste con un rotundo “sí”93.  



Nótese que no le estamos preguntando si el concepto de dinosaurio existía antes de que hubiera humanos. Esa pregunta es trivial: no había conceptos antes de haber lenguaje y no había lenguaje antes de haber humanos. Tampoco es la pregunta sobre de dónde es que nos sacamos que hubo dinosaurios: es obvio que de un esfuerzo humano por conocer el pasado. La pregunta es clara y sencilla: ¿antes de haber seres humanos, hubo dinosaurios, digamos, diplodocus que pudieron pasearse por lo que hoy es Berlín?

Dicho ya no de manera tan simple: ¿hubo unos objetos, que hoy llamamos “dinosaurios”94 antes de que hubiera ? Si la  

Nótese que no estamos preguntando si eso lo sabe de manera incorregible o aseverando que es imposible que pudiéramos estar equivocados en esa creencia. Ese es el punto de partida. La falibilidad del conocimiento no es lo que está en cuestión aquí. 93

Insisto, esta pregunta no es la misma que se resuelve trivialmente: “¿existía la palabra/concepto/idea de “dinosaurio” antes de que hubiera humanos?”. Por supuesto que no… 94

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respuesta es sí, somos realistas. Si la respuesta es que la estructura causal del mundo responsable de que hubiera dinosaurios (me imagino que la del proceso evolutivo animal y las presiones selectivas del momento) depende de nuestras representaciones, entonces somos cualquier cosa, pero no realistas95. Ello no implica negar la importancia de lo que Searle llama “representaciones”, ni negar que las representaciones que los humanos hacemos sean dinámicas, históricamente condicionadas, culturalmente relativas, etc.. Pero la cosa es muy simple: antes de que hubiera representaciones, ¿hubo objetos, entre ellos, dinosaurios?  

Ahí es donde yo me pierdo con el realismo interno y el constructivismo de herencia kantiana. Ello, por supuesto, seguramente habla mal de mí y no del constructivismo. Pero parecería que hay una oscilación constante (y no me refiero aquí a la extraordinaria síntesis que hace Olivé, sino al conjunto de los realistas internos y especialmente a su fundador, Putnam), entre que los objetos son siempre construidos pero que también hay una realidad independiente de cualquier representación/construcción.

El asunto es que, al perderse el realismo y con él la verdad como correspondencia, lo único que queda es esperar a algún tipo de justificación coherentista (hoy día basada en el consenso social) que tiene como consecuencia, me temo que inevitable, alguna forma de relativismo. Ello no implica que se acepte como alternativa alguna forma de fundamentalismo absolutista que clame que ha llegado a la verdad, a alguna verdad que ya no es susceptible de cambio. Pero oponerse al absolutismo no requiere entregarse al relativismo. El falibilismo es una opción que creo que descartamos demasiado rápido. El falibilismo (del que a mí la versión popperiana sigue pareciéndome factible) es humilde por naturaleza, abierto al diálogo y la crítica racional y, por lo tanto, en principio compatible con una postura proclive a la pluralidad: en la medida en que no podemos pretender poseer la verdad, estamos abiertos a, y necesitamos de, otros que también buscan la verdad, con otras aproximaciones, desde otros puntos de vista. Lo que nos permitirá elegir entre esas diferentes aproximaciones (al menos tentativamente) será el control de la realidad. Nadie dijo que sería fácil, pero la ciencia muestra que se puede. Y este optimismo, me parece, lo comparte Olivé, quien no comparte las tesis relativistas, sino que ofrece excelentes argumentos para no recomendarlas.

En suma, aunque la propuesta es definitivamente atractiva, los puntos de partida son casi diametralmente opuestos y, sin duda, incompatibles con una formulación marxista –al menos hasta donde, como aficionado al asunto, yo Esto no implica negar la importancia de los conceptos/marcos de referencia/lenguajes/etc., como instrumentos para poder aproximarnos a la realidad; o el hecho de que haya más de un esquema conceptual a lo largo de la historia o a lo ancho del mundo cultural y las dificultades de dirimir cuál, si alguno, se aproxima mejor a dicha realidad; ni restarle importancia a la manera en que esos puntos de vista organizan y orientan incluso nuestra observación de dicha realidad (propuesta que, creo, es uno de los aportes más importantes tanto del historicismo como del realismo interno). 95

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entiendo esta tradición. Por otro lado, la meta es probablemente la misma: llegar a una concepción de la racionalidad científica que explique el trayecto cambiante de la ciencia, su aparente éxito, sus límites y posibilidades, sin cerrar de antemano y de manera autoritaria ninguna vía96. Pero creo que el pluralismo requiere del realismo para que el diálogo y complementación entre culturas del que habla DíazPolanco [2006] pueda operar sobre una base sólida, no relativista.  

Y, de nuevo, gracias al elemento de relativismo presente en la propuesta, me imagino que (uff!), me salvé: una mirada como la mía no podría desecharse de entrada sólo porque -como cualquier mirada- todas se hacen siempre, trivialmente, desde “un punto de vista”. Hacerlo sería incurrir en el autoritarismo que una postura pluralista está obligada a combatir…



Problemas, problemas, problemas Hay otros problemas de un orden mucho menor, pero de todas maneras importantes para el modelo de posición teórica, que tienen que ver con el hecho de que no parece haber “posiciones teóricas puras” o, puesto de otra manera, arqueólogos que sostengan sola, exclusiva y consistentemente una posición teórica, quizá con excepción de los propios fundadores de cada posición. Esto implica que hay que estar alerta sobre aquellos casos en que una posición teórica adopta elementos de otras dentro de su tradición académica, e incluso (aunque no encuentro ejemplos en lo que he podido leer), de otras posiciones teóricas, como no sea en el campo de las técnicas o las heurísticas. El problema se complica con el uso retórico de muchos pronunciamientos, que obligan a examinar con doble cuidado si lo que se dice es lo que se hace.



Una pregunta derivada de esta es: ¿hasta qué punto entonces es recomendable el eclecticismo? A favor del eclecticismo podría decirse que es quizá la posición teórica mayoritaria en arqueología, lo que obliga a explicar su éxito. En el caso de la arqueología, el sustrato sobre el que se añaden eclécticamente elementos parece seguir siendo la historia cultural particularista. Considerando la velocidad a la que se han propuesto (y pasado de moda) posiciones teóricas en los últimos 50 años, quizá una posición de eclecticismo moderado es una apuesta no tan mala para muchos colegas. Si recordamos que Hodder, él solo, propuso en menos de 10 años no menos de seis intentos de Me doy cuenta, de inmediato, que hay una aparente contradicción en este párrafo y el conjunto de la tesis y que, quizá, acabo siendo más hegeliano de lo que a mí me gustaría reconocer. En la tesis argumenté sobre la prioridad de la explicación como objetivo cognitivo: ¿no estaré, indirectamente, proponiendo cancelar los demás? Sin pretender ofrecer un argumento al respecto, la intuición detrás de mi propuesta es que, salvo la glosa, que tiene una vocación diferente, los otros tres objetivos cognitivos son realmente el mismo. Es decir, no es que la explicación mediante principios generales, de corte causal, sea mejor o peor que los otros dos; sino que, de alguna manera, los otros dos presuponen a ésta. Y que, al menos en las ciencia sociales, el debate ha sido no precisamente sobre el punto en el que los tres son variantes de la misma meta (y, en consecuencia, compatibles), sino sobre su supuesta incompatibilidad –salve Weber- y superioridad de uno sobre el otro. 96

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posición teórica, el llamado a la prudencia no suena tan descabellado. El límite de ese eclecticismo sería, por supuesto, la consistencia lógica, por un lado; y por otro, la congruencia valorativa.



Otro asunto es el de la formación de nuevos arqueólogos, directamente relacionada a las motivaciones que me llevaron a proponer el modelo de posición teórica. ¿Debemos formar a los estudiantes desde el inicio en una única y exclusiva posición teórica? ¿No será nuestro intento de apertura plural lo que acaba produciendo arqueólogos eclécticos? La experiencia de la ENAH en los años 70s y 80s parece indicar que este pluralismo es preferible; o al menos tenemos un caso concreto en que la posición teórica se suponía era hegemónica (el marxismo a ultranza, que yo me temía en ese momento se podría convertir en “paradogma”), pero los resultados fueron los mismos: la mayoría de los alumnos formados en esa época acabaron siendo historiadores culturales eclécticos (aunque utilizaran una terminología marxista, al menos hasta que dicha moda se acabó en la academia).



He sostenido que es indispensable tener en cuenta tres principios en ese sentido: 1) Es importante que los estudiantes conozcan el panorama general de las posiciones teóricas; 2) Es indispensable que cuenten con elementos para comparar y evaluar las diferencias y similitudes, de ahí la motivación para generar el modelo de posición teórica; 3) Es crucial que vean a las posiciones teóricas en acción y que, sobre todo a nivel de posgrado, puedan afiliarse a programas en los que las posiciones teóricas se asuman explícitamente –no digo de manera hegemónica ni excluyente, pero si abierta y sin pretensión ya de que a ese nivel el trabajo pueda seguir procediendo de acuerdo a “todas” las posiciones teóricas. Esta es la manera en que funciona en casi todos los posgrados del mundo. Uno va a estudiar, digamos, con Flannery porque esa es la posición sobre la que uno quiere aprender. Y Flannery (o cualquier otro arqueólogo) lo que le va a enseñar, sobre todo en la práctica, es esa posición teórica y no una pretendida pluralidad. Claro que si el receptor no sabe que hay otras opciones y no cuenta con elementos para incluso criticar lo que se le presenta, el efecto es otro.

El análisis de teorías sustantivas: cuestiones pendientes Simplemente reitero aquí algunos de los problemas encontrados durante el análisis de SPS. El primero, el de la escala y en paralelo, el del nivel de “resolución” del análisis. Asumiendo tanto la idea de un “texto explicativo ideal” de Railton [1978, 1981], como el argumento de la “estructura oculta”, propuesto por Woodward [2003], se produce en automático la dificultad del grado de detalle al que hay que disectar los principios generales de la teoría (resolución) y el número de eslabones en la cadena explicativa que es necesario considerar (escala). No es una cuestión trivial, porque afecta en particular la aplicación del criterio de fertilidad teórica. Si la escala está mal elegida, quizá se dará la impresión de menor o mayor fertilidad de la realmente presente en la teoría.

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El otro problema es más complejo y no tengo tampoco una solución fácil para él: en el caso de teorías complejas, cómo debemos interpretar el conjunto. Es trivialmente cierto que cualquier argumento puede ser convertido en un largísimo condicional, como señala Ruben [1990:198]. Pero al hacerlo así, asumiendo además que el condicional incorpora a los principios generales como conjunciones, entonces la teoría es no solamente refutable, sino extremadamente vulnerable. Inicialmente eso pudiera ser congruente con una postura popperiana como la que sostengo, pero en un análisis más cuidadoso resulta ser contraproducente, porque multiplica las posibilidades de una refutación espuria. El menor error incluso en la determinación de constantes empíricas llevaría a falsar el enunciado en cuestión y, con él, al conjunto del enunciado condicional global. La alternativa es considerar como sujeto a refutación a cada principio (y determinación empírica de constantes) de manera independiente, pero entonces lo que se ha logrado es complicar el proceso de corroboración. No obstante, de los males el menos, y éste me parece menor.



Una última dificultad merece atención aquí, sobre todo porque tiene ramificaciones en la sociología de la arqueología. ¿Qué hacer con lo que parece ser la tendencia general de los arqueólogos a interpretar las teorías siempre como bicondicionales?. Es increíble que incluso sus propios autores, que entienden los principios involucrados, parezcan estar dispuestos a una interpretación de este tipo. ¿Cómo se genera esta concepción?, ¿a qué obedece su popularidad?. La única solución que se me ocurre es que al considerar a las teorías como bicondicionales se incrementan las posibilidades de refutarlas (y, en ese sentido, de producir teorías mejores). Aquí el riesgo es que, dado el procedimiento dogmático de falsificación puesto de moda por la arqueología sistémica, lo que se produzcan sean refutaciones incompletas, de las que hemos indicado como con “asterisco”, es decir, aquellas en las que se debilita una teoría pero no necesariamente se produce una alternativa.



Lo que si es cierto, en todo caso, es que necesitamos regresar a un mayor rigor en el análisis y en el planteamiento de argumentos en la teoría arqueológica. El hacer pastiches como hizo Yoffee con el “neoeovolucionismo”, fenómeno cada vez más frecuente, lo único que logra es abatir los niveles de seriedad de la discusión. La arqueología nunca ha sido particularmente cuidadosa en lo que toca a la teoría: se mezclan, amplían, reducen o distorsionan propuestas que originalmente eran precisas y claras y luego se acusa a sus autores de un pensamiento confuso, o simplemente se les refuta. No creo que esta manera de hacer las cosas sea saludable para la disciplina.



La importancia del problema del origen de las clases sociales y el estado A diferencia de la visión de Yoffee, que por cierto no es el único en plantear las cosas así, creo que el problema del origen del estado no se reduce al control

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“simbólico”, o a hacer encantadora a la desigualdad. Tampoco creo, como propone Geertz y retoma Demarest para la zona maya, que es un asunto de prestación de servicios dramáticos en un “estado teatral”. En el fondo del asunto hay un problema grave, cuyas consecuencias seguimos viviendo hoy: el de las clases sociales y los terribles desajustes e injusticias que provocan.



Salvo que se parta de una ontología en la que el hombre es malo por naturaleza, o de una tendencia a “empoderarse” a costa de otros, como propone Yoffee, hay que explicar qué pasó para que se rompieran los lazos de reciprocidad balanceada que caracterizaron a las sociedades antes del advenimiento de las sociedades complejas. El asunto no es solamente académico: es el campo de batalla de, cuando menos, dos visiones de la humanidad y de la historia. Es un campo, sin embargo, en el que la lucha no debe ser solamente ideológica (para eso no requerimos arqueología, punto en el que propuestas postprocesuales, como la de Shanks y Tilley se vienen abajo). Se requiere proponer y evaluar teorías cada vez más poderosas, cuya complejidad seguramente rebasa la de las teorías analizadas aquí.



Bajo un concepto como el de estado arcaico, que defendemos aquí y de una distinción entre estados primarios y secundarios, todo parece indicar que el número de casos en los que este proceso puede estudiarse se limita a seis – aunque parece que los desarrollos europeos no fueron, como se ha pensado, necesariamente reacción al efecto de otros estados mediterráneos. En cualquier caso, el número es un número limitado. El estado más antiguo del mundo, el de Sumer, corre actualmente el riesgo de quedar obliterado por la guerra en Iraq. Y la presión sobre los sitios en los otros casos, aunque quizá no tan dramática, es continua.



Fried tenía razón cuando decía que los antecedentes del estado no estarían representados en el registro etnográfico o etnohistórico contemporáneo. No queda ningún estado arcaico, ni fueron documentados por escrito, la escritura es posterior y los primeros documentos son muestras de sus efectos, no indicios sobre sus causas. Dicho de otra manera, este es un problema para el que la única forma de abordaje es la propia arqueología.



Si hemos de resolverlo, lo primero será no disolverlo o trivializarlo como ha estado sucediendo recientemente. Disolverlo, mezclando libremente casos de tal manera que podemos estudiar desde el México de los 60s, Bali del siglo XIX, Afrecha en el siglo XVII y otra docena de ejemplos de estados nacionales, imperios y estados secundarios que se han hecho pasar como ejemplos legítimos de la problemática

Trivializarlo, cuando proponemos pseudo-teorías que no son sino versiones apenas disfrazadas de filosofía política; lo grave no es que tengan un punto de vista político: lo grave es que no expliquen nada. Que el estado surja en Oaxaca porque un cacique particularmente emprendedor decidió un buen día aliarse con

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otros para conquistar a sus aliados es mala teoría. Proponer que la manera en que logró que su subordinación la aceptaran los demás utilizando el principio ideológico de que el éxito era un reflejo de la fuerza e importancia de los antepasados, por lo que los suyos deberían ser más poderosos, es añadir ofensa al insulto de la imposición de un sistema de explotación que tuvo más de crueldad que de simbolismo. Me refiero, aunque no pretendo que estas líneas sean un tratamiento justo ni completo, a lo que 25 años después de aquella poderosa formulación de una heurística para explicar el origen, acabó siendo la propuesta de Flannery [Marcus and Flannery 1996]: una historia de “na’más así”, una platicación “sin estadios”, como la de Yoffee y usando el mismo recurso alternativo: la narración de historia cultural organizada por la cronología cerámica. Una historia que, curiosamente, contiene “agencia” [Id:31], pero una agencia cuya ontología ya no es un misterio: se trata de individuos que buscan su propio beneficio (literalmente, son “…esencialmente individualistas, egoístas, racionales y pragmáticos” – [Marcus y Flannery 1996:31]). Y lo hacen, en cuanto pueden, a costa del beneficio de los demás, por que, al menos ahora estamos advertidos, así es el hombre. Una ontologización que no por ser explícita es explicativa, ni política o éticamente más aceptable.



Me parece altamente indicativo que, en esta nueva teoría voluntarista y mentalista, los agentes actúen de forma sospechosamente parecida a la que dicta, toda proporción guardada, la ética protestante: como se recordará, Weber [Weber, et al. 1976] destacó en su momento, esta ética, a diferencia de la católica, toma a la riqueza como producto del trabajo y por lo tanto, como indicativa del amor de Dios. En vez de expresar nuestro amor a Dios pidiéndole que nos resuelva la vida, en el protestantismo se asume la postura inversa: en la medida en que se resuelva la vida se está queriendo a Dios; y Dios premia ese logro. Ello implica que, a diferencia de la falsa modestia católica, tan claramente expresada en el trato cotidiano en México (“pase a mi humilde casa”, “usted perdonará lo pobre de la comida que le ofrezco” e innumerables variaciones al respecto), sin necesariamente ser ostentosos, los protestantes no se avergüenzan de sus logros. Estos logros son una evidencia de su fervor y, a la inversa, de la manera en que Dios reconoce su trabajo. Más o menos lo que los indígenas zapotecas interpretaban: al cacique que le iba bien, era porque sus ancestros le ayudaban por ser emprendedor; y aquellos que tenían más, en consecuencia, debían tenerlo porque sus ancestros eran más poderosos que los de cualquiera, ¡así que era entonces justificable que sometieran a los demás! De nuevo, es extraordinario lo que se parecen los grupos prehispánicos a los estadounidenses promedio…



¿Dónde quedaron los procesos de linearización, centralización y promoción, dónde los mecanismos y las tensiones?. Quién sabe. Lo que sabemos es que estos caciques emprendedores finalmente se salieron con la suya, momento en que deciden que es hora de crear el estado, para lo que el cerro de Monte Albán resulta políticamente conveniente. Creo que me gustaba más el modelo original, aunque en su momento dije (y me arrepiento y me disculpo) que se parecía a las predicciones de las psíquicas de California…

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La relación a la conservación del patrimonio arqueológico en México Un reclamo que se oye cada vez más, en voz sobre todo de políticos de derecha y centro-derecha, es el de que los arqueólogos queremos “salvarlo todo”. No somos capaces de jerarquizar o priorizar, dicen; todos los sitios son igualmente importantes y queremos conservarlos todos –aunque luego el material acabe en bodegas, sin analizar, o nunca se publique lo que aprendimos. El reclamo no es nuevo. Y tampoco desinteresado. Por ello es que una manera de detenerlo desde el Instituto Nacional de Antropología e Historia ha sido apoyarnos en la Ley de Zonas y Monumentos Arqueológicos de 1972 (de la que, sin duda, uno de los promotores y arquitectos centrales fue Olivé, aunque no el que hemos citado antes, también estimado colega, sino mi maestro Julio César Olivé, padre, uno de los grandes defensores del patrimonio en México [ver Olivé, J. C. 1995; Barba, Coord, 1991; Bolfi 2004].



El problema es que hoy día parecería que una respuesta de corte legal ya no es suficiente. Y la reacción ante el reclamo citado a veces ha sido: “por supuesto que todo es igualmente importante. ¡No perderemos un solo tiesto!”. Yo comparto esta noble intención, pero el hecho es que, de acuerdo a un dato de la Coordinación Nacional de Arqueología, parece que perdemos un sitio arqueológico cada cinco o seis semanas. A los cínicos esto no les preocupa: para un universo conservadoramente calculado en los 250,00 sitios visibles en fotografías aéreas, todavía queda para rato. Si la estimación incluye sitios sin construcciones visibles en fotografía aérea, sitios pre-aldeanos, abrigos, cuevas, sitios de extracción de materia prima, etc., entonces el número puede irse a los 750,000 sitios –lo que de inmediato el cínico toma como “más a mi favor; ni se van a acabar mañana, ni van a poder salvarlos todos”.



El miedo a producir algún tipo de jerarquización es repetir los errores del pasado. Por razones fundamentalmente políticas (no exentas de fundamento económico y sin duda simbólico-nacionalista), la arqueología mexicana desde la década de 1930 le apostó a los grandes sitios espectaculares. Mencioné ya que el caracterizarlos como “zonas de monumentos” tuvo consecuencias funestas años después. Me interesa ahora, sin embargo, destacar no tanto ese elemento, como el hecho de que, de manera indirecta, se produjo una priorización. El presupuesto se destinó a sitios de este estilo, que fueran redituables políticamente o en términos de atractivos turísticos. La consecuencia fue clara: estados enteros del país tenían menos presupuesto para cuidar su patrimonio, del que se gastaba en un día de excavaciones en el Templo Mayor durante las primeras temporadas de trabajo.



Esta lógica monumentalista, que parecía haberse reducido con la popularidad de los estudios de patrón de asentamiento (en donde las técnicas de Sanders, Millon y otros fueron el modelo a seguir y a mejorar); y con la crítica a los

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excesos de la reconstrucción, durante la década de 1970. Pero luego, con los proyectos del Fondo Arqueológico, los llamados “mega-proyectos” esta tendencia se revirtió y de nuevo el gasto real en la arqueología mexicana (aunque ya no necesariamente fondos del INAH, pero el efecto es el mismo), se canalizó otra vez hacia los sitios monumentales. Aunque estos proyectos han desaparecido hoy día, no estoy seguro de que la tendencia se haya detenido por completo.



En este contexto es entonces muy difícil, por un lado, entender que en efecto quizá no podamos salvar todo. Que, independientemente de argumentos maniqueos en los que es la terrible mano de la iniciativa privada la que está detrás de la destrucción del patrimonio –lo que es verdad, pero incompleta- hay situaciones reales que llevan a pensar la problemática con calma. ¿Qué contestarle a quien dice “¿yo para que quiero saber sobre el pasado?”. “Mejor que nos construyan el hospital (o la carretera, o la presa, o el metro, o incluso un supermercado donde comprar más barato y surtido)” ¿Qué decirle ya no al villano estado mexicano, sino a un colega médico rural, para justificar el gasto en otra temporada más para obtener la ‘secuencia cerámica’, cuando ese gasto podría irse a la dotación de las clínicas rurales (o en el caso de los docentes, a la adecuada instalación de sus escuelas, al acceso público a la tecnología, etc.). Creo que el lector capta por donde voy.



Hay que tener cuidado con lo que se contesta, porque si la respuesta es algo así como “es que la arqueología es capaz de generar fondos para el país”, estamos de regreso a la arqueología monumental y los museos “mausoleos”. Si la respuesta es “tenemos que recuperar nuestra identidad nacional”, nos contestarán, como de hecho ha sucedido ya, “con Templo Mayor y el Museo Nacional de Antropología tenemos”. Si lo que interesa es ahora la variante estatal del asunto, nos contestarán que “Ya con Comalcalco tenemos”, si estamos en Tabasco; o que “Tzintzuntzan es más que suficiente”, si estamos en Michoacán.



Pero igual de peligrosa es la respuesta de “para saber todo lo posible sobre el pasado, nuestro pasado”, porque si la gente es honesta, lo más probable es que nos mande a revisar nuestro pasado, pero en dirección hacia la antecesora materna.



¿Cómo jerarquizar, cómo priorizar, y cómo justificar las, sin duda dolorosas, decisiones que me temo habrá que hacer en el futuro? No tengo una solución general. Y la que estoy a punto de proponer tiene efectos negativos, de los que de inmediato comentaré. Pero es al menos una justificación para salvar un grupo de sitios bajo un argumento muy sencillo: son únicos y requerimos que se preserven (junto con una muestra estadísticamente representativa de su región) si queremos resolver una de las grandes interrogantes de la humanidad.



El lector seguramente ya anticipó el argumento, que se centra en tres casos, no por quitarles importancia al resto, sino por empezar por algún lado. Dos los conozco más de cerca, del tercero hablaré, si no prácticamente de oídas, casi,

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dado que mis lecturas al respecto son pobres. El argumento es que de los seis casos de estados arcaicos que hubo en todo el mundo, en México tenemos al menos dos ejemplos: Teotihuacan y Monte Albán. Hasta donde sabemos, sus desarrollos son independientes. Teotihuacan resulta ser la ciudad más grande del mundo antiguo conocido [Sanders, Seminario Sobre Urbanismo, CEQ-La Piedad, marzo de 2007]. Es una ciudad doblemente excepcional, dado que a su formación, como vimos, prácticamente se vació la Cuenca de México y su único competidor viable –que también habría que salvar, Cuicuilco- lo cubrió la lava. La zona actualmente protegida es una muestra insuficiente y según los cálculos del ahora difunto Centro de Estudios Teotihuacanos, si las tendencias de destrucción siguen como van, antes del 2015 el 75% de la zona no protegida mediante la cerca será destruida. El problema es, por supuesto, más grave, porque necesitamos también salvar sitios que tuvieron que ver con el proceso, mediante un muestreo de aldeas del formativo superior, sitios de abastecimiento, centros secundarios, etc.., en toda el área circundante a Teotihuacan (y Cuicuilco).



Con Monte Albán sucede algo parecido. Con la diferencia de que aquí el proceso pudo incluso haber sido más temprano. Gracias a los trabajos Flannery y su equipo, hoy día tenemos un panorama bastante claro de los sitios involucrados en el proceso, como San José Mogote, en los valles, o la Cañada de Cuicatlán (de acuerdo a la evidencia, una de las primeras zonas sometidas). Mientras que el sitio mismo de Monte Albán tiene una zona protegida de dimensión considerable, no cubre todas las áreas funcionales de interés, y la expansión urbana llega ya, en algunos puntos, hasta la misma cerca. De nuevo, se requiere salvar los sitios estratégicos, así como una muestra representativa de los otros sitios que tuvieron que ver con el proceso.



Pero, ¿por qué estos dos y no otros? Porque son únicos. Ya sé. Bajo cierto argumento, cada sitio es único. Pero eso nos trae de regreso al punto de partida. Aquí yo digo únicos en el sentido de que no es factible decir “Ok. No hay problema. Me voy al sitio de junto, al fin que ahí también ocurrió lo mismo.” No. No ocurrió lo mismo. Salvo en casos que ahora surgen a la luz, como el que tengo cerca de mí, en Teuchitlán, en donde Weigand ha hecho descubrimientos sensacionales que cambian muchas de nuestras ideas previas, no es cierto que podamos estudiar el mismo proceso en muchos otros lugares. El estado primario surgió solamente en estos dos (o tres, si se añade Teuchitlán) sitios. Eso no implica que no haya otros lugares importantes, como la zona olmeca (en donde por alguna razón el proceso tuvo un desenlace distinto), o ciertas áreas de la zona maya que ahora parecen apuntar a un proceso de desarrollo también primario). Lo cierto es que se trata, cuando mucho, de una docena de casos potencial o directamente relacionados con el problema de cómo es que a partir de ese momento hubo gobernantes y gobernados, pobres y ricos, verdugos y sacrificados.



El tercer caso es más difícil de ubicar en cuanto a sitios específicos y algunos tienen la complicación de estar en Guatemala o Belice. Aquí el interés es

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en entender el proceso de colapso del estado arcaico. Sin prejuiciar por el momento que pueda haber evidencia del proceso de gestación de un estado primario, nadie duda que en las tierras bajas mayas tenemos un caso de colapso. Quizá no fue tan monumental o dramático como se creía hace unas décadas, pero algo definitivamente inusitado sucedió. Hoy todo apunta a que, más que un desastre ecológico, las raíces del abandono de muchos sitios mayas del sur tiene que ver con el ciclo de guerras continuas entre las diferentes capitales regionales y sus vecinos. Aquí hay una oportunidad definitivamente relevante a los problemas del mundo actual: la combinación de alteraciones ambientales con el dispendio de la riqueza social en la guerra ¿son la causa por la que el colapso se produjo?



Seguramente el área maya no es la única en que esto puede preguntarse, pero las oportunidades que ahora ofrece la epigrafía hacen del caso un caso especial, con la ventaja de que los efectos del crecimiento urbano todavía no han destruido la evidencia requerida para entender los entornos regionales pertinentes. Un sitio como Dos Pilas, en el que se desmantela parte de la arquitectura para construir, aparentemente por parte de la población común, una vez que las elites habían abandonado el sitio, una enorme palizada [Martin and Grube 2000:66-68] son ejemplos particularmente claros del proceso en cuestión. De nuevo, no pretendo que este sitio (que habría que complementar con alguna capital regional –y aquí no me atrevo a pronunciarme- y sus entornos) sea el mejor o el más indicado: no soy mayista. Lo que me interesa aquí es esbozar un argumento, bajo el que el criterio de priorización tiene que ver con la promesa, al menos, de resolver a largo plazo, cuestiones apremiantes para el diseño del futuro de la Humanidad, como el origen de las clases sociales y el colapso de los estados arcaicos.



Dije antes que soy conciente de las consecuencias negativas de un argumento de este tipo. ¿Qué va a suceder entonces con los sitios que no estuvieron involucrados en estos procesos?. ¿Hay que abandonarlos a su suerte?. En absoluto. La propuesta consiste, explícita y concretamente, en reconocer la importancia de los problemas teóricos como guía de una posible priorización o jerarquización de sitios. Cuando menos en términos de a qué sitios atendemos primero (en el idílico supuesto de que tenemos personal y presupuesto para atenderlos eventualmente a todos).



El argumento es uno que pasa por proponer que la historia cultural particularista, con sus narrativas descriptivas, sus “historias de así na’más” y sus platicaciones, no son suficientes para generar el tipo de criterios necesarios. Tampoco sirven los argumentos relativistas postprocesuales, ya que no son capaces ni siquiera de servir para contraatacar los argumentos que aquellos que quisieran ver el patrimonio privatizado97.  

Nótese que, de nuevo, lo que está en juego son los fines y los efectos que tiene el tratar de conseguir que se cumplan… 97

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Estoy convencido de que los sitios más importantes en términos de procesos (y el del origen del estado no es el único) de cada región podrían salvarse –con muestras representativas de su entorno- con una argumentación de este estilo. ¿Qué otros procesos son de interés similar?. La estabilidad o equilibrio dinámico de los grupos cazadores recolectores; los orígenes la domesticación y de la vida sedentaria; la aparición de diferenciación de rangos sociales y la creación de redes intra e interregionales de intercambio (como varios de los puntos en la llamada área de influencia olmeca); puntos clave en los que se dieron hitos en el conocimiento del mundo (como Xochicalco o Chichén), el uso del entorno (como Xochimilco y el área chinampera)… en fin. Creo que se entiende la idea general.



Sin pretender que este sea un argumento acabado (o que no tenga otros ángulos problemáticos, ya que solamente abordé uno), es cuando menos un argumento. Propuse hace ya exactamente 30 años -Gándara [1977]- que teníamos que hacer algo mejor que sentarnos a llorar, porque el patrimonio se pierde; hoy digo lo mismo: es mejor tener un argumento (éste o cualquier alternativa que lo mejore), a sentarnos a llorar que seguimos perdiendo el patrimonio y que no podemos salvarlo todo.



Lo curioso –o mañoso, si se quiere ser cínico- es que el punto de partida del argumento es, ni más ni menos, el de entender el justo papel de la teoría en arqueología. Los problemas planteados son todos problemas explicativos, no descriptivos. Todos involucran procesos, no eventos o secuencias de historia cultural. Todos requieren de una concepción sofisticada del registro arqueológico y sus problemas de observación (es decir, de reconocer la importancia de la teoría arqueológica); todos requieren el refuerzo de una buena teoría sustantiva, o al menos un esbozo explicativo, lo que de nuevo refuerza que, con los defectos que quieran achacársele, la teoría de SPS resultó después de todo útil.



Con este esbozo (muy incipiente, lo reconozco) de argumento, creo que se apoya la última de las hipótesis subordinadas que planteamos en la Introducción -4.6: El análisis teórico tiene consecuencias prácticas de aplicación inmediata a los problemas más urgentes de la arqueología, dado que permite construir criterios con los que defender mejor el patrimonio arqueológico.



Hay lugar para todos, todos podemos y debemos contribuir Sin embargo, vale la pena dejar explícitamente señalado que lo que estoy haciendo (mañas o no de por medio), no es proponiendo que todo mundo tiene que interesarse en la teoría, ni mucho menos en el análisis teórico, y todavía menos en las discusiones que, como vimos, son más complicadas de lo que pensábamos, de la filosofía de la ciencia.

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No. La propuesta no es esa. Ni tampoco que ahora generemos una nueva estratificación social, en la que los teóricos manden y los demás ejecuten, al estilo de los comentaristas deportivos de los que con toda justicia Flannery [1982] se quejaba. A exactamente 35 años, casi en el día preciso (1º de Mayo) de haber ingresado formalmente al campo laboral de la arqueología y habiendo pasado por todo, desde las mofas como el letrero que alguien puso sobre la puerta de mi cubículo que decía “Departamento de Teorías”, hasta las satisfacciones de ver cómo llegaban a dicho “Departamento” los colegas que necesitaban apoyo teórico, puedo decir que 35 años no pasan en balde. Y una de las cosas que se aprenden es que no hay soluciones fáciles a problemas complejos, ni soluciones que puedan lograrse de manera aislada, ni desde una sola óptica. Y tampoco creo que todo mundo tenga que pasar por una misma trayectoria para que su opinión pueda ser tomada en cuenta, como de alguna manera también insinúa Flannery en el artículo citado.



Como veo la arqueología hoy día y creo será la tendencia también a futuro, es como una disciplina en la que estamos profundamente imbricados todo tipo de especialistas. En esta tesis me ha tocado usar el gorro de teórico/epistemólogofilósofo de la ciencia aficionado. En mi tesis doctoral (sí, aunque no parezca, soy la misma persona), me tocó usar el gorro de especialista en la difusión de la arqueología. Pero esos son solamente dos de las camisetas que necesitan aparecer en esta película. La disciplina es demasiado amplia, demasiado compleja para pretender que nadie puede abarcarla desde uno (ni siquiera dos) de los gorros o especialidades o puntos de vista. Crucial es el trabajo de los compañeros que hacen arqueología de salvamento, como los que trabajan en los laboratorios, como los que restauran el patrimonio, o los que lo gestionan, o los que tienen proyectos de investigación regionales y a largo plazo, y podría continuar la lista durante muchos renglones más. No podemos prescindir de ninguno. Nos necesitamos todos. Todos tenemos algo que aportar.



El patrimonio arqueológico de este país nos necesita a todos…

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Apéndice 1

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