Teresa de Jesús Con Los Pies Descalzos - Montserrat Izquierdo
January 30, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Teresa de Jesús Con Los Pies Descalzos - Montserrat Izquierdo...
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Teresa de Jesús Con los pies descalzos
Monserrat Izquierdo
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A Pedro Poveda, santo y fundador de la Institución Teresiana
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Siglas empleadas C Camino de perfección. Códice de Valladolid CC Cuentas de conciencia CE Camino de perfección. Códice de El Escorial Cta. Carta Ex Exclamaciones F Fundaciones M Moradas del castillo interior MC Meditaciones sobre los Cantares P Poesías V Libro de la vida Para adentrarme en la vida interior de Teresa de Jesús he tomado como fuente principal el Libro de la Vida, escrito por ella misma. A partir de 1565, fecha en que acaba su autobiografía, las fuentes empleadas han sido distintas y variadas: Camino de perfección, Meditaciones sobre los Cantares, Moradas del castillo interior, el Epistolario y las Fundaciones. Y, muy especialmente, las Cuentas de conciencia, que son sus escritos más íntimos y directos. Cito los textos teresianos según la edición de Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, Obras completas de santa Teresa de Jesús, BAC, Madrid 1979 (20039).
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Prólogo
Teresa de Jesús. Con los pies descalzos es un libro más sobre Teresa de Jesús, la monja «inquieta y andariega», primera Doctora de la Iglesia, que con su experiencia espiritual y su doctrina ha marcado profundamente la vida de la Iglesia en los cuatro últimos siglos. No se trata, sin embargo, de una biografía escrita al estilo tradicional o de un simple análisis de las enseñanzas de la Santa de Ávila. Su autora escribe no sólo desde su condición de filóloga, sino también y, sobre todo, a partir de un conocimiento serio y profundo de la persona de Teresa y de su doctrina. Su manejo del lenguaje facilita la lectura y la hace amena. El dominio de las obras teresianas hace posible una especie de biografía interior que se convierte en un espejo en el que podemos contemplar, en la experiencia de la refundadora del Carmelo, nuestra propia experiencia humana y espiritual. Comprendemos así la actualidad de sus orientaciones y la universalidad de su magisterio. La oración es el leitmotiv que guía a la autora cuando expone la experiencia teresiana; la oración como trato de amistad con Dios que lleva a la determinación de ser siervos del amor. Por eso, en su Pórtico, invita a los lectores a recorrer en compañía de Teresa ese proceso de amistad que revela las riquezas humanas y divinas de su interior, donde Dios actúa y la va transformando para convertirla también en guía de sus caminos para la Iglesia. Después de situar a Teresa de Jesús en su contexto histórico, la autora nos lleva de la mano a recorrer su itinerario espiritual, que arranca con el descubrimiento de un Dios amigo que invita a su intimidad. Dotada para la amistad humana y abierta a ella, la Santa de Ávila va pasando del descubrimiento de la relación con las personas a la relación con Dios; del contacto con los otros al contacto con el Otro; de la búsqueda de la compañía de los demás a la búsqueda de la compañía de Cristo y de la Trinidad; de los «tú» contingentes al «Tú eterno». Su historia no es otra cosa que una historia de oración. Con gran acierto, Montserrat Izquierdo subraya que la conversión de Teresa de Jesús se realiza cuando ella, después de buscar al Dios amigo, descubre que era Él quien la buscaba, y que gozar de su amistad no es una conquista sino un don. Es entonces cuando ella «entiende» que Dios es Verdad y que sólo a partir de Él tienen sentido el mundo, la historia y los seres humanos. Lo maravilloso es que ese Dios está presente dentro de cada uno. Eso conduce a Teresa a vivir y enseñar la oración como un encuentro de personas que se aman. En lo profundo del alma, donde Dios vive, se produce el encuentro con Él, en el centro del castillo interior. Y eso se realiza por la misericordia de Dios que se encuentra con la miseria humana a condición de que esta se abra a la comunicación total que Él quiere hacer de sí mismo. «Nunca se cansa de dar, ni se pueden agotar sus misericordias. No nos cansemos nosotros de recibir» (V 19,15). Somos fruto de la gratuidad de Dios. Él es siempre amigo fiel: «¡Oh, Señor mío, cómo sois vos el amigo verdadero... Todas las cosas faltan; Vos, Señor de todas ellas, nunca 5
faltáis» (V 25,17). El encuentro con ese Dios amigo lleva a Teresa de Jesús a preocuparse de sus intereses, que no son otros sino los de salvar y liberar a las personas. Eso la llevará a comprometerse con la refundación del Carmelo. La autora recorre magistralmente las vicisitudes fundacionales para poner de relieve no tanto los aspectos externos de las mismas, sino la motivación interior que condujo a santa Teresa a emprender esa obra y, especialmente, la carga de experiencia y de maduración espiritual que le aportó. Va apareciendo, en la descripción del capítulo IV de este libro, su creciente experiencia de Dios acompañada de dones místicos que la van adentrando en el misterio de Dios y transformando en Él. Al mismo tiempo, tiene que pasar a través de las persecuciones e incomprensiones por las que atraviesan los profetas en la historia de la Iglesia. Constata repetidamente su debilidad y la fuerza de Dios que la sostiene, el cansancio que conllevan las fundaciones y la alegría cuando quedan establecidas. Pero, sobre todo, Teresa toca con la mano la realidad de que los caminos de Dios no son los caminos humanos, pero que siempre están llenos de misericordia y fidelidad. La tarea fundacional marcó el paso de la búsqueda de la salvación personal, que la caracterizó desde su niñez, a la búsqueda de la salvación de los demás. Ver el Cristo llagado hizo de la Santa de Ávila una persona comprometida en la tarea salvífica. En ese período de su vida se dio en ella la unión entre Marta y María: una vida mística intensa y, al mismo tiempo, una entrega sin límites a las necesidades de los demás. Comprendió y transmitió en sus enseñanzas la convicción de que «el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho sino en amar mucho», y de que «en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándonos en lo interior y exterior» (F 5,2-7). El capítulo quinto del libro de Montserrat Izquierdo nos presenta una de las facetas más importantes de Teresa de Jesús: la de escritora. Es un capítulo que nos abre, desde la perspectiva de sus obras, la riqueza de su experiencia espiritual. La autora no hace sólo atinadas síntesis de cada uno de los escritos fundamentales de la Santa de Ávila. Nos da también, en pocas pinceladas, lo que cada obra manifiesta en el itinerario espiritual del camino teresiano. Hay en ello una gran originalidad al tejer su historia, su experiencia mística y sus escritos. Como punto de partida se subraya la importancia de considerar a Teresa escritora como «mujer ardiente, enamorada, femenina hasta la última fibra de su ser». Mujer, monja y mística del siglo XVI. De este modo se puede comprender mejor su forma de escribir, los acentos que pone en sus enseñanzas y las descripciones que hace. El contexto socio-cultural y eclesial condicionan también lo que se escribe y el modo de hacerlo. La refundadora del Carmelo habla en sus escritos de la experiencia del misterio de Dios que se comunica al ser humano, y lo hace a partir de lo que ella misma ha vivido y constatado. Su teología es narrativa, viva, penetrante. En una época de teología sistemática abstracta y especulativa encontramos en los escritos teresianos vida concreta, humanidad, la acción misteriosa pero real de Dios, la búsqueda de sus caminos, la alegría del encuentro con Él y la plenitud de los frutos que regala a quien lo acepta. Al presentar el Libro de la vida, la autora pone de relieve que es una obra que «se 6
estructura sobre la síntesis, misericordia de Dios/miseria humana, simbolizada por la oposición luz/oscuridad». Detrás de esa síntesis se encuentra la oración, diálogo de amistad con Dios. Se dice acertadamente del Camino de perfección: «Es un tratado doctrinal pero nace directamente de la vida, como un diálogo familiar entre la madre y sus hijas». Es un libro caracterizado por su «estilo coloquial, directo, vivo y espontáneo; lleno de comparaciones para hacerlo más asequible a sus monjas». Su tema fundamental es la oración. Teresa de Jesús lo escribe porque está convencida de que como mujer que escribe a otras mujeres, podrá atinar mejor que los letrados en cosas menudas. La declaración del padrenuestro que contiene este libro «encierra en sí todo el camino espiritual, desde el principio, hasta engolfar Dios el alma y darla abundosamente a beber de la fuente de agua viva, que dije estaba al fin del camino» (C 42,5). La autora se centra especialmente en el libro de las Moradas del castillo interior, obra de la madurez humana, espiritual y literaria de Teresa de Jesús, y donde mejor se describe la historia de un encuentro personal entre Dios y el hombre. Fiel a su leitmotiv, Montserrat Izquierdo vuelve, una y otra vez, a insistir en el tema de la oración teresiana como síntesis de la experiencia interior de la Santa de Ávila y como su enseñanza original. Para ello nos ofrece apretadas y acertadas síntesis de cada una de las moradas. Y concluye afirmando en la misma línea: «La concepción simbólica del castillo teresiano se cierra, precisamente, en el punto central donde está Dios. Allí está su morada. Allí se realiza la unión transformante». El último capítulo del libro lleva como título «En el castillo interior». En él, la autora vuelve a adentrarse en la interioridad de santa Teresa que, como decíamos, constituye una de las características originales de esta obra. Nos describe la vivencia teresiana del desposorio espiritual a partir de los escritos de este período: Meditaciones sobre los Cantares y Cuentas de conciencia. En la vida interior de la santa se van dando sucesivamente la experiencia de la presencia de Dios en su alma, la experiencia de Cristo y la experiencia de la Santísima Trinidad. La presencia trinitaria la acompaña muy habitualmente en los últimos años de su vida y, sin embargo, eso no la deshumaniza. Sigue prestando sus servicios de priora de la Encarnación con comprensión y amor, atendiendo no sólo las necesidades espirituales de sus monjas sino también las materiales. En la misma perspectiva de una humanidad bien integrada, Montserrat presenta la «relación de amor y de intimidad, y una comunicación espiritual y mística» que se da entre santa Teresa y el P. Jerónimo Gracián. Este significa para Teresa la prolongación de sus anhelos apostólicos. Esa profunda amistad hay que leerla en clave teologal y como prueba de que el amor a Dios es compatible con un auténtico y profundo amor humano. Se mencionan también en este capítulo las tensiones que la refundadora del Carmelo tuvo con algunas autoridades eclesiásticas, el acoso que sufrió de parte de la Inquisición y que ella asume con la serenidad que le da su unión con Dios: «Ojalá, Padre, nos quemasen a todas por Cristo; mas no haya miedo, que en cosa de la fe, por la bondad de Dios, falte ninguna de nosotras; antes morir mil muertes». Al concluir el libro, la autora lanza una pregunta: «¿Tiene Teresa de Jesús algo que 7
decir a los hombres y mujeres de nuestros días?». La respuesta es positiva. Ella dice algo fundamental a las personas humanas de todos los tiempos y, en especial, de nuestra época: que Dios nos ama y nos busca, y que está presente en nosotros y en el corazón del mundo. Montserrat Izquierdo ha logrado trazar en este libro de forma magistral una «biografía interior» de Teresa de Jesús, que vivió en unos «tiempos recios». Su lectura nos puede ayudar «para caminar por los nuestros, que no son menos recios que los suyos». Fray Camilo Maccise, O.C.D.
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Pórtico «Descálzate, porque la tierra que pisas es sagrada» (Éx 3,5).
Descalzarse, sí. Quitarse las sandalias porque vamos muy cargados. Y es preciso sacudirnos el polvo para entrar «con los pies descalzos» en la presencia de Dios. Descalzarse es señal de pobreza. Es darle a Dios un corazón vacío de sí mismo. De todo. Así entraron los santos. Descalzos, ligeros, pobres. En el monte Horeb, ante la zarza ardiendo, Dios le dice a Moisés que se descalce porque la tierra que pisa es sagrada. Esas mismas palabras me las he dicho muchas veces a mí misma. Porque «tierra sagrada» es también la vida interior de santa Teresa, y adentrarme en ella ha sido un atrevimiento por mi parte. Lo sé. Pero el lector que se decida a tomar este libro entre sus manos debe saber que me han «obligado» a hacerlo. Mis buenos amigos, Norberto Alcover, sj, y Maximiliano Herráiz, ocd, me invitaron a pisar esa tierra sagrada. Me resistí durante mucho tiempo, pero, al final, me descalcé... Escribo desde mi condición de filóloga, pero también desde el conocimiento, después de muchos años de estudio serio y apasionado por la figura y las obras de Teresa de Jesús. ¡Ojalá que mi atrevimiento le sirva al lector para adentrarse también él, con los pies descalzos, por esa tierra sagrada! Porque los santos no nacen, los hace Dios. Poco a poco. O muy deprisa. En la medida en que ellos se dejan. Dios llama, espera, acosa. Pero respeta. A veces, mucho tiempo. A veces, muchos años. No tiene prisa. Su tiempo no es el nuestro. Él lo mide con relojes distintos. Por eso siempre espera, pacientemente, divinamente, amorosamente. Nos ha creado libres. El hombre puede optar entre el sí y el no. Y Dios respeta su libertad de decidir. Teresa de Jesús tardó mucho tiempo en optar por el sí. Quería tocar la Divinidad. Quería llegar a Dios, pero sin Dios. Error inmenso. Dice el concilio Vaticano II que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» [1]. Pero el hombre no puede responder a esa vocación divina con sus solas fuerzas. Sólo se puede responder a Dios con Dios. Al hombre le cuesta mucho aceptarlo porque significa reconocer su limitación y su pobreza. Y el hombre no quiere ser pobre. Teresa de Jesús tampoco quería. Por eso, Dios tuvo que emplearse a fondo con ella. Trabajarla, acosarla, rendirla. No fue fácil. Casi veinte años dura la batalla entre los dos. Esta mujer, poseída de sí misma, de su talento y de sus cualidades, quería tocar el cielo, pero sola. Valorada por unos, cortejada por otros, querida por todos, se supo siempre el centro. Primero, en su familia. Luego, entre el corro de monjas y amigos, doña Teresa de Cepeda y Ahumada subrayaba siempre con rojo su presencia. Jamás pasó desapercibida. Si Dios no se hubiera interpuesto en su camino, habría sido insoportable. Demasiada mujer para un siglo que despreciaba a las mujeres. Demasiado empeño para un Dios que 9
sólo pide humildad. Hoy, después de cuatro largos siglos, la llamamos Doctora mística, santa Teresa, la Santa. Tal vez, un poco ampulosamente. Tal vez, deslumbrados por su figura exterior, atrayente y simpática, muchos ignoran el torrente de gracia que le bulle por dentro, la fuerza interior que la sostiene, el Dios que la posee por entero. Sin Dios, Teresa de Jesús no existiría. Corremos el peligro, muchas veces, de creer que los santos son de un barro distinto. O de que su perfección es fruto de su fuerza de voluntad; o el resultado de una vida de grandes penitencias y esfuerzos. En definitiva, corremos el peligro de creer que los santos se han hecho a sí mismos. Es falso. La santidad es obra de Dios. La conversión también. El hombre no puede santificarse por sí solo. Ni transformarse. De nada habrían servido sus cualidades humanas y su voluntad de acero, si ella no se hubiera dejado transformar por la acción misteriosa de la gracia. Buena prueba es su vida. Rondará los cuarenta años, y doña Teresa seguirá «coqueteando», valga la palabra, con el Dios que desea enamorarla. Quiere tocar el cielo, pero sin dejar la tierra. Quiere conjugar dos extremos, como ella misma nos dice recordando esos años difíciles: «Yo procuraba tener oración, mas vivir a mi placer». Cuando caiga en la cuenta de que eso es imposible, de que sola no puede, entonces se rendirá al Amor. Ese día nacerá Teresa de Jesús. Este libro no es una biografía exterior de la Santa de Ávila. Hay muchas y muy buenas. Mi deseo es otro. Lo que me mueve es mostrar la experiencia de Teresa de Jesús, una experiencia que es paradigmática. De ella tiene que sacar cada uno su propia y personal experiencia. Por eso, si me acompañas, amigo lector, podremos adentrarnos, podremos recorrer juntos la aventura interior de la Doctora mística. Porque la vida de esta mujer, como la de todos, es un caminar hacia Dios, un proceso, donde lo más importante no es hacer, sino dejarse hacer. Descalzarse. Salir de sí mismo. Eso hizo Teresa de Jesús. Darle a Dios el corazón «por suyo, con toda determinación». Para que «guíe Su Majestad por donde quisiere» porque «ya no somos nuestros, sino suyos». Son palabras teresianas. Ella se dejó guiar, se dejó conducir por Dios. Desde los arrabales del castillo, lugar de la sombra y del pecado donde se empeñó en vivir mucho tiempo, hasta la morada más interior de ese castillo donde Dios vive y se une con el hombre. Castillo «todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchas moradas» y en cuyo centro más interior «pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma». Imagen gráfica de su libro Moradas del castillo interior, donde la Doctora mística nos declara su progresiva experiencia de amistad con Dios. Amistad con Dios. Eso es la oración para ella: «Tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Si para Teresa de Jesús la oración es amistad, orar es vivir referido a Otro, vivir en relación con Dios. Desde el principio, nos dice que orar es «determinarse a ser siervos del amor», única forma de vivir la amistad con Dios. Porque la amistad es lo que más empeña una vida, porque la compromete en su totalidad. A recorrer ese proceso de amistad invito al lector. A acompañar a Teresa de Jesús, 10
viéndola vivir, sabiendo que Dios la vive por dentro. Y que va actuando, poco a poco en ella, respetando sus ritmos, que no siempre son los de Dios. Este libro es una invitación a vivir su experiencia, a leer su palabra, que no escribió para sí misma, sino para todos los que quieren asomarse a ella. Santa Teresa es maestra de oración y de vida. O de vida y de oración, que es lo mismo. Fue maestra para sus monjas y amigos del siglo XVI, lo sigue siendo para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, y lo seguirá siendo para los lectores de siglos futuros. Todos cabemos en su experiencia y todos podemos aprender de su palabra. Vamos a llegar hasta esa tierra sagrada de su castillo interior, hasta ese centro del alma donde Teresa ha sido vivida por Dios y transformada en Él. Sólo desde ese centro parten y tienen sentido los caminos teresianos. Sólo en ese centro confluyen todas sus andanzas. La santa «inquieta y andariega» no comenzó haciendo sino dejándose hacer.
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A modo de introducción Contexto histórico Teresa de Jesús, doña Teresa de Cepeda y Ahumada, nace en Ávila el 28 de marzo de 1515 y muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Son sus padres don Alonso Sánchez de Cepeda, de ascendencia judeoconversa, y su segunda esposa, doña Beatriz de Ahumada, cristiana vieja. Teresa es la quinta hija de don Alonso y la tercera de doña Beatriz. Después nacen siete hijos más. Hasta doce. Sólo tres mujeres en medio de nueve varones. La hermana mayor, doña María de Cepeda, se casa pronto y deja la casa familiar. La benjamina, Juana, es muy pequeña. Por eso, al morir su madre, Teresa se convierte en el centro y vínculo de unión entre los miembros de esa familia numerosa perteneciente a la baja nobleza castellana. Gracias a la historiografía moderna, hoy conocemos bien las circunstancias concretas de ese ambiente familiar de santa Teresa. Aunque ella nunca habla de la ascendencia judeoconversa de su padre, sabemos que el abuelo, Juan Sánchez, era un rico mercader judío, administrador de obispados, arrendador de rentas y otros oficios propios de su raza; que en Toledo fue sambenitado por la Inquisición durante siete viernes, «por herejía y apostasía contra nuestra sancta fe católica»; y que, después, en 1485, fue reconciliado con todos sus hijos. Más tarde, conocido y despreciado en la ciudad imperial, el abuelo se traslada a Ávila con toda su familia y allí continúa con su rico comercio de paños y sedas. Los hijos abandonan poco a poco los trabajos «viles» del padre, propios de los judíos; cambian sus patronímicos sospechosos, en este caso, Sánchez; se casan con mujeres hidalgas, «cristianas viejas»; pleitean con muchos testigos comprados y gastan mucho dinero para conseguir ejecutorias de hidalguía. La costumbre es frecuente entre los conversos, costumbre que le viene muy bien a las arcas reales, pues constituye una fuente suculenta de ingresos. Con esas ejecutorias, llamadas despectivamente «de gotera», pueden borrar su ascendencia judía y entrar en el sector de la baja nobleza, exenta de impuestos y obligada a vivir sin trabajar para disimular su verdadero estado. Así actúa don Alonso de Cepeda, padre de santa Teresa, conocido en Ávila como «el toledano». Casa dos veces con mujeres hidalgas. Primero con doña Catalina del Peso, que muere en 1507. Después, en 1509, con doña Beatriz de Ahumada, que sólo tiene catorce años. Don Alonso vive a lo noble, sin oficio, y dilapida las cuantiosas dotes y bienes de sus dos mujeres; participa en la conquista de Navarra como caballero del rey, y muere en 1543, arruinado y acosado por los acreedores. En ese ambiente de ostentación aparente y de pobreza real vive Teresa su infancia y adolescencia. Tiene sólo siete años cuando su padre y sus tíos empeñan parte de su fortuna para comprar las ejecutorias de hidalguía. Quizá a esos hechos dolorosos se refiere veladamente cuando habla de los «grandes trabajos» que pasaron sus padres. En la familia de los Cepeda se respira un ambiente muy culto. Sorprende la gran afición del padre por los libros y el interés de que sus hijos sean alfabetizados, cuando en Castilla la mayor preocupación es la limpieza de sangre, y ser analfabeto la mejor prueba 12
de no estar manchado de sangre judía. Por su parte, doña Beatriz imprime en el hogar un ambiente muy religioso y los aficiona a la lectura, en especial a Teresa, que se convierte en su amiga y confidente. En ese hogar culto y religioso vive la joven hasta los veinte años. Todos esos datos son muy importantes para comprender a la sociedad castellana del siglo XVI, sacralizada y orgullosamente analfabeta por un lado, pero tremendamente racista por otro. Desde la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos en 1492, los judeoconversos son mirados con enorme recelo, viven marginados y acosados siempre por la Inquisición, que desconfía de la sinceridad de sus conversiones. Es sabido que muchos de esos conversos siguieron judaizando en la clandestinidad. La vida de Teresa de Jesús abarca prácticamente todo el siglo XVI y está enmarcada por entero en la historia de España de ese siglo. Historia que llenan los gobiernos del emperador Carlos V y su hijo, Felipe II. Dos etapas. Dos reyes. Dos momentos históricos distintos con clara influencia en la vida y en la obra de santa Teresa. Nace poco antes de llegar a España el emperador Carlos V (1515-1556). Toda la primera etapa de su vida coincide con ese reinado, «con el trascendente cambio de orientación política y quizá económica de Castilla. De las preocupaciones peninsulares y del interés por la unidad de España, de la orientación mediterránea de los Reyes Católicos, se pasa al compromiso europeo enorme que llega con Carlos V y su legado territorial múltiple» [2]. Coronado emperador de Alemania, logra el imperio más grande desde Carlomagno. Castilla se abre plenamente a Europa. A la península llegan toda clase de corrientes culturales y religiosas procedentes del Norte. Acaba de producirse la Reforma de Lutero, y España, capitaneada por el emperador, se convierte en la defensora del catolicismo frente a los protestantes, primero con el diálogo y después con la lucha armada. Se produce, además, una gran expansión y colonización de la América recién descubierta, las Indias, tan presentes en la historia de Teresa de Jesús. Esa etapa de gran apertura coincide con la juventud y primeros años de vida religiosa de la joven carmelita en el monasterio de la Encarnación. No hay escritos teresianos de esa época, por lo que no podemos conocer su vivencia. Pero, sin duda, esa apertura le permitió conocer y leer toda clase de libros profanos y religiosos, y acceder a la mayor cultura que una mujer de la baja nobleza podía adquirir en su tiempo. Es posible, incluso, que doña Teresa conociera los escritos de Erasmo, a través de algunos grupos espirituales, y tuviera conocimiento del espíritu abierto y reformista del gran humanista holandés que tanto influyó en las corrientes espirituales del siglo XVI. Con la llegada al trono de Felipe II (1556-1598) se produce en Castilla un gran cambio. El nuevo rey se erige en el defensor del catolicismo frente al protestantismo. Refuerza la unidad religiosa de España mediante la Inquisición y los autos de fe; sostiene duras guerras de religión con Francia; y llega a poseer el mayor dominio de occidente: continúa la expansión en América, se colonizan las Filipinas y se anexiona Portugal. El rey se radicaliza en sus actitudes, que se materializan en posturas cerradas y antirreformistas. Se crea una policía férrea tanto entre los cenáculos religiosos como entre la jerarquía, y se atajan todas las desviaciones dogmáticas. En 1559, Felipe II prohíbe estudiar en las universidades europeas y manda regresar a los españoles que 13
estudian en ellas. Se prohíbe también importar libros extranjeros por miedo a la herejía protestante. No obstante la prohibición, muchos de esos libros llegan a los puertos del Mediterráneo, escondidos en los bajos fondos de los toneles. En España se institucionaliza el miedo. Se persigue y aplasta toda experiencia espiritual. Y se produce la identificación entre luteranos, erasmistas, alumbrados, mujeres y espirituales. Místico viene a ser sinónimo de alumbrado o «desbocado». En el fondo de ese movimiento está el deseo de evitar el contagio con Erasmo y Lutero. Se recrudece la lucha entre teólogos y espirituales y se produce el cisma entre teología y mística. Es la resistencia al cambio espiritual que está aflorando en España desde hace mucho tiempo. El cambio de una espiritualidad vacía y fría, basada en la oración vocal y en las obras exteriores, ritos y ceremonias, a otra espiritualidad íntima y vital, construida sobre la experiencia personal. Una espiritualidad creadora, apasionada, abierta a todos; que llama a todos a la perfección cristiana y al seguimiento de Cristo sin distinción de estado ni de sexos; que trata no sólo de los mandamientos y de las virtudes cristianas, sino que invita a todos a la más subida intimidad con Dios. A ese cambio contribuye en gran medida la amplia producción cultural y religiosa de España. De la Castilla de Carlos V, abierta a Europa, se pasa al hermetismo de su hijo, en lo que se ha venido en llamar «la tibetización de Felipe II». La represión de toda espiritualidad sospechosa alcanza su punto álgido con la publicación de los Índices de libros prohibidos, que representan el triunfo de los teólogos sobre los espirituales. Es especialmente famoso el del inquisidor Valdés, publicado en 1559, por la honda repercusión en la vida de Teresa de Jesús. Felipe II y su Iglesia cierran las puertas a Europa, y España se aísla. Toda la segunda parte de la vida de santa Teresa se desarrolla bajo el reinado de Felipe II, y la actitud y decisiones del rey influyen notablemente en ella. Castilla, cerrada a Europa, con un sistema policial férreo que impide toda desviación ideológica que suene a herejía, con el Santo Oficio de la Inquisición, tan popular como temido, y la censura, se imponen en la vida y obras de la santa abulense de un modo que difícilmente podemos llegar a comprender. Ante esas imposiciones ideológicas, ella se muestra tremenda y hábilmente crítica a la vez que es víctima. También esa situación y ese clima explican en gran parte el sentido de la reforma teresiana, que conecta más que con el concilio de Trento, con las corrientes reformistas españolas. En la vida de Teresa de Jesús hay un hecho fundamental: su encuentro con Cristo, su conversión definitiva en 1554. Ese encuentro nos permite dividir su vida en dos etapas claramente definidas. La primera, que suele llamarse ascética, abarca desde 1515, fecha de su nacimiento, hasta 1554, año de su conversión. Es la época de su juventud y primeros años de vida religiosa, y coincide plenamente con el reinado de Carlos V. La segunda etapa o período místico se extiende desde su conversión en 1554 hasta 1582, fecha de su muerte. La plenitud mística, literaria y fundacional de Teresa coincide totalmente con el reinado de Felipe II. De los primeros años de su vida podemos destacar la temprana inclinación a la oración y a la lectura de vidas de santos, en compañía de su hermanito Rodrigo. Su huida 14
a «tierra de moros», en 1522, con apenas siete años, en busca del martirio. También su deseo de soledad y sus muchas devociones. Son años en los que la niña vive un ambiente muy espiritual dentro de la familia. Ya adolescente, nace en ella una pasión desbordada por la lectura de los libros de caballerías, ayudada por su madre. Pero la muerte de doña Beatriz, en 1528, marca e imprime un estilo nuevo en su vida. Ella se encomienda a la protección maternal de la Virgen, pero, a su vez, se convierte en el eje central de la familia. Durante la adolescencia, la joven sufre su primera crisis afectiva, que la acompañará hasta los cuarenta años. Abandona la oración y el fervor de la infancia. Doña Teresa se encuentra en medio de un mundo de varones que la cortejan y a los que ella se aficiona en extremo. Su vanidad de mujer se desborda en su afán de agradar. La situación llega a ser muy difícil, agravada por la influencia de una pariente muy ligera. Y en 1531, don Alonso, temeroso del peligro, lleva a Teresa interna a Santa María de Gracia, un monasterio de monjas agustinas donde se educan doncellas nobles. Allí, con la ayuda de una religiosa joven, vuelve a hacer oración y comienza a pensar en su vocación. Teme tanto la idea de casarse como la de entrar en un convento. Sólo un año largo pasa en las agustinas. Pronto tiene que salir a causa de una extraña enfermedad, provocada, sin duda, por la tensión espiritual que vive. En 1533, la llevan a casa de su hermana mayor que reside en el campo. En el camino, su tío don Pedro de Cepeda le da a leer las Epístolas de san Jerónimo que ayudan a la joven a decidir su vocación religiosa. Tiene veinte años cumplidos. Como su padre se opone a esa vocación, el 2 de noviembre de 1535 doña Teresa huye de su casa acompañada de su hermano, don Antonio de Ahumada, y se va al monasterio de la Encarnación, donde tiene una amiga monja. Según sus propias palabras, no la mueve el amor de Dios sino el temor del infierno. Vivirá en la Encarnación 27 años. Aunque al principio vive su vocación con gozo, no hay un cambio profundo en su relación con Dios. Y en 1538 sufre de nuevo una terrible enfermedad porque su psicología es todavía muy frágil y ella somatiza siempre sus grandes tensiones espirituales. Ante el fracaso de los médicos de Ávila, su padre la lleva a una famosa curandera con la esperanza de sanarla. En el camino, su tío don Pedro le regala otro libro, el Tercer Abecedario, de Francisco de Osuna. Un libro decisivo en la vida oracional de Teresa de Jesús. Durante el tiempo que permanece en Becedas, Dios le concede las primeras gracias místicas. Su afición desbordada por la lectura ejerce sobre ella una fascinación que no decrecerá con los años. El tratamiento de la curandera deja a la enferma medio muerta. El día de la Asunción de 1539 sufre un paroxismo que la lleva a las puertas de la muerte. En la Encarnación le preparan la sepultura y hasta celebran un funeral en una iglesia de los carmelitas. Al cabo de cuatro días vuelve en sí y pide que la lleven enseguida a la Encarnación. En la enfermería del monasterio pasará tullida casi cuatro años hasta verse curada, según su propia confesión, por la mediación de san José. De esa curación arranca su devoción al Santo Patriarca. Sin embargo, seguirá arrastrando, durante muchos años, su crisis afectiva y una vida espiritual totalmente mediocre. En 1542 abandona del todo la oración 15
y en 1543 sale a cuidar a su padre, que muere en la Navidad de ese mismo año. Doña Teresa se encuentra en el momento más bajo de su vida espiritual. Tiene 28 años. Durante diez años más, 1544-1554, vivirá entre la infidelidad y la oración, en una vida de total incoherencia. En la cuaresma de 1554, rondando los cuarenta años, se convierte definitivamente ante un «Cristo muy llagado». Ese día nace Teresa de Jesús y comienza la segunda etapa de su vida. La de su fecundidad espiritual, mística y literaria. La etapa de fundadora. En 1556, recibe la gracia mística del desposorio espiritual o unión plena con Dios. Pero la abundancia de gracias místicas y la mirada siempre atenta de la Inquisición le hacen temer si estará engañada. Al año siguiente, 1557, tiene la oportunidad de ver por dos veces al padre Francisco de Borja, duque de Gandía, que luego será santo. Él le confirma su espíritu y su oración. Más tarde, en 1558, elige como confesor al padre Baltasar Álvarez, también jesuita, cuya dirección espiritual durará seis años. El temor a la propagación de la herejía protestante va en aumento, y en 1559 el inquisidor Valdés publica el Índice de libros prohibidos. La medida sorprende a Teresa en un momento crítico y sus palabras muestran el gran cambio operado por la involución en Castilla. Ya no puede leer más libros espirituales porque sólo se salvan del fuego los escritos en latín. Y ella no sabe latín. Pero el Señor la consuela, y, poco después, tiene la primera visión intelectual de Cristo. El año siguiente, 1560, es muy fecundo en la vida espiritual de nuestra santa. Tiene la visión imaginaria de Cristo resucitado y recibe la merced del dardo o transverberación. Y también la terrible visión del infierno que le produce grandes efectos: un deseo inmenso de salvar almas, el voto de hacer siempre lo más perfecto y el propósito de levantar un monasterio más pequeño que la Encarnación donde retirarse a vivir con muy pocas monjas en completo recogimiento. Ese convento será la semilla de la gran reforma del Carmelo. Invadida por un torrente de gracias místicas, Teresa teme ser engañada «por el demonio». En ese mismo año, 1560, llega a Ávila el santo franciscano Pedro de Alcántara que le devuelve la paz y le asegura que su espíritu es de Dios. Ese encuentro será el comienzo de una breve pero íntima amistad entre los dos santos. De ese mismo año, 1560, data la primera Cuenta de conciencia que Teresa de Jesús escribe para el dominico Pedro Ibáñez. También él aprueba incondicionalmente su espíritu. Según las fuentes consultadas, los últimos veinte años de la vida de santa Teresa (1562-1582) son de vértigo. En 1562, funda el monasterio de San José, de Ávila. Y animada por el general de la Orden del Carmen, comienza su vida de fundadora. Recorre todos los caminos de España levantando monasterios de carmelitas descalzas. Sólo en veinte años fundará diecisiete conventos. El primero, el de San José, en Ávila. Después, Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas de Segura, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Granada y Burgos. Esta última fundación la hace en 1582, poco antes de morir. Al mismo tiempo, y con la ayuda de san Juan de la Cruz, comienza la reforma de los frailes. El 28 de noviembre de 1568 se inaugura en Duruelo el primer monasterio de carmelitas descalzos. 16
Esos últimos veinte años constituyen también su etapa de escritora. Durante ellos escribe santa Teresa todas sus obras: el Libro de la Vida, Camino de perfección, Meditaciones sobre los Cantares, Moradas del castillo interior, Exclamaciones, Fundaciones, Visita de Descalzas, las Constituciones para sus monjas, varias poesías y miles de cartas, además de sesenta y seis Cuentas de conciencia para sus confesores. Pero, sobre todo, vive una intensa vida mística que la convierte en maestra de experiencia espiritual. El 18 de noviembre de 1572 recibe el don sublime del matrimonio espiritual o unión transformante en Dios, la mayor gracia que se puede recibir en esta vida. En medio de esa intensa experiencia mística, la madre Teresa siente el acoso de la Inquisición, ante cuyo Tribunal tiene que defenderse en Sevilla, en 1575. También su reforma sufre la tremenda persecución de los carmelitas calzados, ayudados por el nuncio, Felipe Sega, y por el vicario de la Orden del Carmen, fray Jerónimo Tostado. Ambos desean que desaparezcan los descalzos y descalzas y, si posible fuera, la misma Teresa de Jesús. De hecho, el Definitorio General de la Orden le manda encerrarse como «presa» en el convento que ella elija. Y el mismo vicario ordena encarcelar a los confesores descalzos de la Encarnación, fray Juan de la Cruz y fray Germán de San Matías. En 1577, la persecución de los calzados llega a tal extremo que la reforma teresiana está a punto de desaparecer. Al fin, en 1580, el papa Gregorio XIII, mediante la bula Pia consideratione, concede a los descalzos una provincia separada de los calzados. La fundadora puede respirar tranquila. La reforma teresiana está salvada. Acabada esa tremenda persecución, la madre Teresa continúa su actividad fundacional. De esos últimos años son las fundaciones de Villanueva de la Jara, Palencia, Soria y Burgos. Quedaba en su corazón la fundación de Madrid, que nunca pudo ver hecha. En septiembre de 1582 Teresa de Jesús llega al monasterio de Alba de Tormes por un absurdo mandato del provincial. Es el final de su camino. Está muy enferma. Y el 4 de octubre de 1582, que por la reforma gregoriana del calendario pasa a ser el 15, muere, pronunciando aquellas famosas palabras, «en fin, muero hija de la Iglesia». En 1588, fray Luis de León publica sus obras por primera vez, en Salamanca. En 1614, es beatificada por el papa Paulo V. Y el 12 de marzo de 1622, el papa Gregorio XV la canoniza junto con san Isidro Labrador, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Felipe Neri. Pero tuvieron que pasar cuatro siglos para que la Iglesia proclamara oficialmente el magisterio espiritual de santa Teresa de Jesús, a pesar de reconocer la sublimidad de su doctrina. Lo impedía el solo hecho de ser mujer. Hasta que el papa Pablo VI, rompiendo una tradición de siglos, la nombró Doctora de la Iglesia Universal junto con santa Catalina de Siena, en Roma, el 27 de septiembre de 1970.
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1 Temprano despertar «El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara... Con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora... comenzó (Dios) a despertarme. Ayudábame no ver en mis padres favor sino para la virtud; tenían muchas. Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos. Era de gran verdad. Mi madre también tenía muchas virtudes... Grandísima honestidad... Muy apacible. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente. Éramos tres hermanas y nueve hermanos... yo era la más querida de mi padre» (Libro de la Vida 1,1-4).
Dios se anticipa Ese ambiente familiar y cristiano en el que vive es ya para Teresa presencia amorosa de Dios. Presencia personal que se anticipa. Llamada que precede. Ella responde muy pronto al aire del Espíritu. A los seis o siete años, cuando los niños sólo piensan en jugar, Teresa, sorprendentemente, dedica mucho tiempo a rezar y a leer vidas de santos. Sorprende por su edad y por ser mujer, ya que entonces la mujer no iba a la escuela ni a la universidad. Eso era privilegio de los varones. Y sorprende porque, como hemos señalado, en la Castilla del siglo XVI, tan dividida por el problema racial, ser analfabeto es señal de limpieza de sangre, de no estar manchado por «sangre judía». Los cristianos viejos no saben leer. Los hijosdalgos sólo guerrean. Sin embargo, en el hogar de los Cepeda se respira un ambiente muy culto. Habrá que pensar en la ascendencia judeoconversa del padre, muy aficionado a leer buenos libros, «y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos» [3]. A doña Beatriz la aficionó a los libros su madre, doña Teresa de las Cuevas, siguiendo la moda que había impuesto a las damas la reina Isabel I de Castilla. Y a Teresa la ha enseñado a leer su madre doña Beatriz. Pero no lee sola. Nunca hará nada sola. Rasgo importante de su personalidad y de su capacidad de ser líder. Atrae a su hermano Rodrigo, casi de su misma edad, y, durante muchas horas, leen juntos vidas de santos, el Flos sanctorum, y piensan. En esas lecturas los niños se maravillan de los martirios que por Dios pasaban los santos. Y deciden imitarlos. Como siempre, Teresa lleva la iniciativa: «Como veíamos los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios» [4]. Ella desea morir así, pero confiesa que no la mueve el amor, sino «por gozar tan en breve de los grandes bienes... que leía haber en el cielo» [5]. Teresa desea tocar el cielo pero confiando en sus fuerzas. Conciertan irse a «tierra de moros» para que allá «los descabezasen». «Tierra de moros», no de judíos. Porque seguramente han oído en su casa que los moros son los únicos enemigos de los cristianos. La lectura de vidas de santos provoca en los niños una oración espontánea: «Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre... Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábanos de decir muchas veces: ¡para siempre, 18
siempre, siempre!» [6]. Palabras que se refieren claramente a la dicha eterna del cielo y a la pena eterna del infierno. Parece que en la mente de los niños flota la imagen de un Dios todavía abstracto y lejano. El camino de la verdad Esa forma de orar con su hermano Rodrigo es la primera oración comunitaria que vive Teresa y que enseñará más tarde en su vida y en sus escritos. En esa oración «era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» [7]. Imprimir es un verbo místico, porque el conocimiento de la verdad forma parte de la personalidad teresiana, no se le queda en la cabeza sino que llega hasta el fondo y afecta al comportamiento de toda su persona, de tal modo que la constituye y la define. Parece como una estratagema de la santa para declararnos desde el principio que su camino hacia Dios se desarrolla en la verdad. Así comienza la narración de su vida y así la termina. Cuando llega a las alturas de la unión plena, se le revela en una grandiosa visión que Dios «es la misma Verdad» [8]. La vida de Teresa de Jesús es una búsqueda apasionada de la verdad. «A ella religa lo que va a ser su talante espiritual, enraizamiento en la verdad, opción por lo permanente y eterno» [9]. Su oración irá siempre unida al conocimiento de la verdad. Pero la búsqueda de la verdad no es para ella un concepto abstracto o filosófico. Es la búsqueda de una Persona, Jesús de Nazaret, que nos ha mostrado la Persona de Dios y la nuestra. A Teresa se le revela la verdad de Dios y la verdad del hombre. En esa revelación que revela al final de la autobiografía, escribe: «Entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad» [10]. «A tierra de moros» Como habían decidido, los dos niños se fueron «para que los descabezasen». Pero no pudieron ser mártires. La tierra de moros que su elemental geografía juzgaba tan cercana se esfumó enseguida. Su huida provoca en la familia la natural alarma. Uno de sus tíos, don Francisco de Cepeda, sale en su busca y los encuentra enseguida. Unos niños tan pequeños no pueden haber ido muy lejos. Vuelven a casa cabizbajos. El niño culpa a la niña de haber inventado aquella aventura. El primer intento de Teresa por tocar el cielo se frustra. Quizá se ha idealizado mucho ese deseo de martirio. Como escribe Teófanes Egido: «No estaría mal penetrar en esta noción de trueque cuasibancario que acompaña a la Santa (y acompañaba a todo el mundo) cuando de “ganar” el cielo se trataba» [11]. La muerte era una realidad familiar por los altísimos índices de mortalidad, sobre todo, la infantil. La muerte era más decisiva que la vida, centrada toda ella en «el negocio de la salvación». Los niños han recibido del ambiente familiar esa idea que domina la sociedad, la muerte y la preocupación por la otra vida, la eterna, en contraste con esta terrena, tan costosa. Cercano a la casa paterna está el hospital de Santa Escolástica, 19
donde Teresa y Rodrigo pueden ver a los enfermos y la muerte de muchos niños expósitos. La misma frágil figura de su madre puede ser para ellos un referente muy cercano. Doña Beatriz, casada a los catorce años, moriría a los treinta y tres, agotada de tantos partos. Fracasado su intento de martirio, los niños deciden ser ermitaños: «Cuando vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños» [12]. En el jardincillo familiar levantan pequeñas ermitas con piedrecitas que luego se les caían. Y con otras niñas juegan a ser monjas y hacer monasterios. Teresa gusta de la soledad para dedicarse a sus devociones, «que eran hartas, en especial el Rosario, de que mi madre era muy devota, y así nos hacía serlo» [13]. Teresa y Rodrigo, siempre juntos, rezan y leen y se espantan y se maravillan y gustan de pensar en las cosas eternas. Todavía no saben que eso es oración. Lo sabrán más tarde. Pero esa oración infantil es ya un esbozo de lo que será la oración contemplativa de Teresa de Jesús. Oración silenciosa, prolongada, durante «mucho rato», sin apenas palabras. Oración asombrada ante el misterio de Dios. Oración profunda y hasta saboreada, «gustábamos». Cuando Teresa escribe el Libro de la Vida tiene cincuenta años y hace más de diez que se ha convertido del todo a Dios. Todo lo que narra en el libro lo hace desde una clave teológica y mística. Ella, que es maestra en el arte de expresar emociones fruitivas, comienza, ya desde el principio de sus escritos, a presentarnos ese aspecto gozoso de la cercanía de Dios. Cercanía, relación con el Dios que se le muestra tan próximo desde la niñez. No podríamos comprender la oración teresiana sin esa relación con la Divinidad. Si más tarde define la oración como trato de amistad con Dios es, precisamente, por esa capacidad de relación. «Toda la espiritualidad teresiana está surcada por esta realidad penetrante y fecunda. Una realidad viva que implica una comunión personal. La vida espiritual de Teresa consistirá fundamentalmente en un contacto con otra persona..., Dios... La presencia divina que, en su realidad íntima, es una comunicación de Dios al alma, constituye el núcleo central de su espiritualidad...» [14]. Esa oración intensa y fervorosa de la infancia dura bastante tiempo; hasta la muerte de la madre. La niña tiene unos trece años. Durante ese tiempo, Dios se vuelca en ella y ella responde con devoción sincera. Hay una sintonía entre los dos. Todo es presagio de una amistad profunda. En esa amistad con Dios juega un papel decisivo «Nuestra Señora», como la llama Teresa. Precisamente ahora, cuando pierde a su madre terrena, se revela, de modo especial, la devoción a la Madre de Dios que caracteriza toda su vida. Consciente de la gravedad de lo ocurrido, se dirige a la catedral y se postra ante la imagen de la Virgen de la Caridad para implorar su protección. Años más tarde, recuerda conmovida aquella escena: «Acuérdome que cuando murió mi madre, quedé yo de edad de doce años... Como comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y le supliqué fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella y, en fin, me ha tornado a sí» [15]. La Virgen soberana le confirma continuamente que su oración ha sido oída. Durante 20
toda su vida Teresa experimentará la maternidad y la protección de la Reina del cielo. Cuando comience la reforma del Carmelo, nuestra Señora la acompañará en sus correrías y fundaciones a las que llamará «palomarcicos de la Virgen». Recibirá de ella gracias muy señaladas, especialmente, en la fiesta de la Asunción. Y el Señor le prometerá que las puertas del monasterio que va a fundar estarán siempre guardadas por la Virgen y por san José. Ella responde a esa protección maternal con una devoción filial muy verdadera. No es una devoción «a bobas». Celebra sus fiestas con especial fervor. Y, sin saber latín, reza y saborea con sus hijas el oficio de Nuestra Señora. Las páginas de sus libros y de sus innumerables cartas están salpicadas del nombre de María, y a ella se acoge y le encomienda sus empresas. Cada acontecimiento importante de su vida va precedido casi siempre de una visita a un santuario mariano o a una imagen venerada, para pedirle gracias o para dárselas por las recibidas. Sabemos que peregrina con su hermana Juana al santuario de Guadalupe, en Extremadura. Van a dar gracias a la Virgen morena por la ayuda prestada a sus hermanos que luchan en la América recién descubierta. Años más tarde, cuando obtiene permiso para integrarse en el monasterio de San José que acaba de fundar, la madre Teresa baja con sus compañeras a la cripta de la Virgen de la Soterraña a pedirle su protección. Y algunos años después, cuando las monjas de la Encarnación no quieren recibirla como priora, coloca una imagen de la Virgen en la silla prioral con las llaves del convento en sus manos y se sienta a sus pies. Desde entonces, las monjas saben que la «priora» de la Encarnación es Nuestra Señora. No es posible detenernos en los múltiples textos en los que Teresa de Jesús presenta a la Virgen como prototipo de las virtudes cristianas, la fe, la humildad, la fortaleza, la oración. En especial, cuando se dirige a su familia del Carmelo: «Pues tenéis tan buena madre, imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por patrona...» [16]. Crisis de adolescencia Hacia 1530, doña Teresa es ya una adolescente. De su madre ha recibido la afición a las novelas de caballerías. Madre e hija se confabulan para leer a escondidas del padre, que ve con disgusto aquel pasatiempo: «Se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos» [17]. Es teoría común entre muchos críticos literarios que, bajo el nombre de novelas de caballerías, se esconde toda una literatura profana que la joven leería de la mano de su madre. Novelas sentimentales, pastoriles, toda una literatura amorosa muy en boga entre la sociedad femenina del siglo XVI. Teresa disculpa la afición de su madre, porque sin duda «lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía» [18]. ¿A qué trabajos se refiere? Con toda seguridad, al de traer al mundo diez hijos. Casada con don Alonso a los catorce años, muere a los treinta y tres. ¡Demasiados hijos en tan poco tiempo! También debieron de ser muy duros para doña Beatriz los apuros y dispendios económicos de su marido por borrar las señales de su ascendencia judía. 21
Pero si Teresa disculpa a su madre, no se disculpa a sí misma. La afición a las novelas se ha convertido en una obsesión. La joven gasta muchas horas del día y de la noche en ese pasatiempo, «era tan extremo lo que en esto me embebía que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento» [19]. Aquella «pequeña falta» que ve en su madre es el comienzo de su primera crisis espiritual: «Me comenzó a enfriar los deseos y comenzar a faltar en lo demás». Las crisis no vienen de repente. El alejamiento de Dios no sucede de golpe. Se va enfriando la fe y acaba por perderse. Consciente del daño sufrido, avisa a los padres del peligro que supone para los hijos su mal ejemplo: «Considero algunas veces cuán mal lo hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud» [20]. A doña Teresa ya no le queda tiempo para las devociones infantiles, ni para la soledad, ni para pensar en las cosas eternas. Ahora son otras cosas y otros libros los que atraen su atención. Ha descubierto una vida distinta. Sus ojos de niña se han convertido en ojos de mujer. Se sabe muy atractiva y su cuerpo despierta con toda la apasionada fuerza de su feminidad. Frente a los ascetas de su tiempo, que claman contra los perfumes, las joyas y los atavíos femeninos, la joven da rienda suelta a sus impulsos, sin escrúpulo alguno: «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores y todas las vanidades que eran hartas, por ser muy curiosa» [21]. «Desear contentar en parecer bien» es un rasgo muy femenino. A la mujer siempre le gusta agradar. «El dedo de Dios, que esculpió en (la mujer) la forma adecuada de abrirse paso al corazón del hombre, le inspira y promueve ciertos gestos de inducción, que el hombre absurdamente califica de coquetería, vanidad o sensualidad» [22]. Pero coquetería, no obstante, que al hombre le gusta. Doña Teresa mantendrá esa actitud de «curiosidad», como ella la llama, durante mucho tiempo, en realidad toda su vida: «Duróme mucha curiosidad de limpieza demasiada, y cosas que me parecía a mí no eran pecado, muchos años» [23]. Sus conventos serán siempre modelo de limpieza y pulcritud, aunque sean muy austeros. «El primer encuentro de la mujer es el hombre», escribe también el P. Efrén. Ahora la joven ya no piensa en los martirios de los santos. Ella, que ha crecido entre sus hermanos varones a los que conoce y adora, se encuentra con otros hombres que llegan a su puerta. Y con otros caballeros andantes que pueblan su imaginación y su vida. Caballeros de carne y hueso. El corro de primos hermanos que ronda la casa paterna atraídos por su presencia: «Tenía algunos primos hermanos... eran casi de mi edad, poco mayores que yo; andábamos siempre juntos; me tenían gran amor» [24]. El encuentro con ellos debió de ser delicioso, como lo es siempre entre los adolescentes. Sus sonrisas, sus gestos, sus miradas, sus ojos llenos de una viveza especial denotan bien a las claras la conmoción interior que experimentan. Entre esos primos, uno, especialmente, interesa a la joven. Uno que tiene entrada fácil en la casa por sus lazos familiares. No sabemos exactamente el nombre. No importa. Lo que importa es que doña Teresa acaba de descubrir su primer amor y es difícil no dejarse seducir por él. Las aventuras amorosas que pueblan las novelas de caballerías se hacen 22
realidad en ella. Sus quince años la sorprenden metida en un mundo de ilusiones. Pienso que no se debe tratar este asunto como un simple juego de adolescentes. Cuando se vive y se trabaja entre jóvenes resulta fácil saber por experiencia hasta dónde puede llegar la fiebre del primer amor. Y Teresa está ciertamente enamorada. Cortejada por los jóvenes a los que dedica su tiempo y por los que se siente muy querida, también gusta mucho de llevar joyas. El gusto por las piedras preciosas y el oro fue muy marcado en los siglos XIV y XV, tanto en el arte como en la literatura. Y, especialmente, en el culto divino. La orfebrería religiosa alcanza su máximo esplendor en el siglo XVI. Basta recordar las ricas y monumentales custodias de muchas catedrales españolas. Doña Teresa participa de ese gusto por las joyas como todas las damas de su tiempo. Sabemos que ese gusto fue exagerado: piedras preciosas, collares, pulseras, anillos y arracadas de oro no faltaban en el vestuario de ninguna señora noble. Y la familia de los Cepeda se podía permitir ese lujo. Prueba de ello es una carta que, siendo ya carmelita, escribe a su hermano, don Lorenzo de Cepeda. Le agradece el regalo que le ha enviado de una imagen de la Virgen muy ricamente ataviada. Al verla, le confiesa: «Si fuera en el tiempo que yo traía oro, hubiera harta envidia a la imagen, que es muy linda en extremo» [25]. Cuando se convierta en escritora, el oro, las joyas y las piedras preciosas serán para ella el símbolo de las gracias místicas que Dios le concede. Pero ese gusto por las joyas y ese deseo de agradar no es todo. Al sano bullicio de los jóvenes se suma también la influencia perniciosa de una prima de «muy livianos tratos» que doña Beatriz había procurado evitar sin conseguirlo. El trato con la prima es continuo. Ayuda a la joven en todas «las cosas de pasatiempo» que quiere y le da parte de «sus conversaciones y vanidades». Teresa confiesa, dolorida, que hasta entonces: «No había dejado a Dios por culpa mortal ni perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra; éste tuvo fuerza para no perderla del todo, ni me parece por ninguna cosa del mundo en esto me podía mudar, ni había amor de persona de él que a esto me hiciese rendir. ¡Así tuviera fortaleza en no ir contra la honra de Dios!» [26]. Ella no quiere traspasar los límites de lo permitido, «no tenía mala intención, porque no quisiera yo que nadie ofendiera a Dios por mí». Pero está en serio peligro. El capítulo segundo del Libro de la Vida dice más de lo que dice. Hay que saber leer entre líneas. Mujer de grandes afectos y tremendamente decidida, comienza a jugar con el amor, «me atrevía a muchas cosas bien contra (la honra) y contra Dios» [27]. El final puede ser desastroso. Ella se disculpa porque piensa en una solución normal de matrimonio para aquel amor: «Era el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar bien» [28]. Y, además, busca consejo en quien debe: «E informada de quien me confesaba y de otras personas, en muchas cosas me decían no iba contra Dios». Muchos años después de esa experiencia, Teresa de Jesús escribe unas cuantas reflexiones: «Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos; porque aquí (hay) mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor. Así me acaeció a mí. Espántame... el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo pudiera creer; 23
en especial, en tiempo de mocedad, debe ser mayor el mal que hace. Querría escarmentasen en mí los padres para mirar mucho en esto» [29]. Frente a esas amistades peligrosas contrapone la importancia de la buena amistad, «por aquí entiendo el gran provecho que hace la buena compañía; y tengo por cierto que, si tratara en aquella edad con personas virtuosas, estuviera entera en la virtud» [30]. Poco más adelante, la joven pierde también el temor de Dios, y sólo le queda el de la honra. Los ojos vigilantes de su padre están al acecho. Hace apenas tres años que ha muerto su madre, y su hermana mayor, doña María de Cepeda acaba de casarse. En el siglo XVI la honra de una hija no es sólo un asunto personal, afecta a toda la familia. Teresa confiesa su propósito de «no poner en peligro la honra». Pero también confiesa que «puesta en la ocasión, estaba en la mano el peligro y ponía en él a mi padre y hermanos» [31]. Su temor no es infundado. Sabe que está llegando a la raya, cruzada la cual ya no hay retorno: «De esos peligros me libró Dios de manera que se parece bien procuraba contra mi voluntad que del todo no me perdiese». Dios actúa contra su voluntad. A pesar de ella. Porque sus ligerezas y devaneos comienzan a ser conocidos en Ávila. Y los peligros a los que se expone apasionadamente amenazan a todos los suyos: «No pudo ser tan secreto que no hubiese harta quiebra de mi honra y sospecha de mi padre» [32]. Y manchada la honra de una hija, el padre y los hermanos tienen la obligación de lavar el deshonor. Nuestros dramaturgos de los siglos XVI y XVII, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, nos han dejado muchas obras sobre el honor de la mujer. El momento se presenta oportuno para su padre, porque «haberse mi hermana casado, y quedar sola sin madre, no era bien» [33]. Don Alonso, que conoce la tenacidad de su hija, actúa rápidamente y la lleva al monasterio de Santa María de Gracia, donde se educan doncellas de familias nobles. Teresa tiene dieciséis años. Aquel despertar tan precoz a la vida del espíritu se quiebra. Se rompe la promesa de amistad con Dios. No será la única vez. Ni la última. En la vida de la santa hay muchas crisis, muchas rupturas; y muchas conversiones. En realidad, son siempre rupturas con la oración y conversiones a la oración. Esta ruptura es sólo la primera. El suyo es un proceso difícil. Una vida marcada por los desequilibrios espirituales, una vida en zigzag que podemos dividir en dos etapas. La ascética –la de su infancia y juventud–, hasta su conversión a Dios; y la mística, desde la conversión hasta su muerte. El punto de separación entre ambas lo constituye el encuentro con Cristo, su conversión definitiva, en 1554. Pero, incluso dentro de la primera secuencia del itinerario espiritual teresiano, cabe hacer más divisiones. Los primeros años de su vida, promesa de una sincera amistad con Dios, que se extienden hasta la muerte de su madre. Y la crisis afectiva de su adolescencia y juventud, que no se cierra hasta que cumple casi los cuarenta años. Su camino hacia Dios no es en absoluto rectilíneo. Y eso, a pesar de la llamada incesante de Dios. A veces, escandalosamente incesante; a veces, descaradamente maravillosa. Teresa se le escapa de las manos. Todavía recorrerá muchos caminos hasta encontrar el Camino 24
y gustará de muchos amores hasta entregarse al Amor. Primera conversión El monasterio de Santa María de Gracia está fuera de las murallas de Ávila. Es de las monjas agustinas. Allí se educan doncellas nobles. Allí leen y escriben. Allí recibe Teresa «no sólo la educación religiosa, sino también la social y humana y las normas necesarias para una escritura correcta» [34]. Dato importante de cara a su futura tarea de escritora. Las jóvenes también rezan. Muchos rezos y mucho retiro. Sin cartas ni visitas a solas. Un lugar ideal para los planes que don Alonso tiene para su hija. Alejamiento del corro de primos y amigos. Un ambiente sereno y religioso para que olvide sus devaneos sentimentales. Pero doña Teresa no va contenta al monasterio. Teme que sospechen la causa de su encerramiento, «los primeros ocho días sentí mucho, y más la sospecha que tuve se había entendido la vanidad mía» [35]. Al mismo tiempo, comienza a estar cansada de tanto ajetreo y a temer en serio a Dios, «ya yo andaba cansada, y no dejaba de tener gran temor de Dios cuando le ofendía» [36]. El temor y el dolor por sus pecados la acompañarán siempre. Serán los dos grandes motores de su vida. Pero serán siempre un temor y un dolor superados por la experiencia de que hay Alguien que le demuestra hasta la saciedad que su misericordia es más fuerte que sus pecados. Al concluir el Libro de la Vida y declarar las grandes mercedes que Dios le hace, escribe: «No tengo poco temor algunas veces; aunque por otra parte, y lo muy ordinario, la misericordia de Dios me pone seguridad» [37]. Pasados los primeros días de encerramiento, va cediendo el desasosiego interior. Incluso llega a escribir: «Traía un desasosiego que en ocho días –y aun creo menos– estaba muy más contenta que en casa de mi padre» [38]. ¿Significan esas palabras desavenencias con don Alonso? No sabemos cuál pudo ser la reacción de la joven ante la decisión de su padre, ni qué conversación mantendrían los dos. Pero no cabe pensar en rebeldías. En la sociedad machista del siglo XVI, la mujer vive plenamente sometida, primero a la autoridad del padre y luego a la del marido. Nada por tanto de actitudes contestatarias. Don Alonso hace lo que cree que es mejor en aquel momento tan decisivo, y lo hace con la mayor discreción y el mayor amor. Piensa en el bien de su hija. Sin duda que a Teresa no le agrada. También ella, tan temerosa de la honra, pone todas «sus diligencias» para que el asunto se lleve con el mayor secreto. Lo que quizá más le preocupa es lo que su padre pueda pensar de ella. ¿Conoce don Alonso el límite peligroso hasta el que ha llegado? En la distancia de muchos años resume en una significativa frase lo que debió de ser aquella decisión para los dos: «Era tan demasiado el amor que mi padre me tenía y la mucha disimulación mía, que no había de creer tanto mal de mí, y así no quedó en desgracia conmigo» [39]. Se adivina la lucha interior de la joven para disimular su malhumor, y, a la vez, disculpar a su padre. Quizá a nuestra moderna pedagogía le 25
parezca inadecuada la decisión de don Alonso. Y bastante incomprensible. ¿No se casó él con doña Beatriz, que era una niña de catorce años? ¿Por qué, entonces, esa negativa ante los amores de Teresa? Son preguntas difíciles de contestar desde nuestro modo actual de ver las cosas. Lo más probable es que debió de sentir miedo ante la tenacidad de su hija, capaz de llegar hasta las últimas consecuencias. No podemos juzgar con criterios de hoy a la sociedad castellana del siglo XVI. Poco a poco la joven se va serenando en el monasterio. Fuera queda el corro de amigos y de primos que no se contentan tan fácilmente, y buscan cómo desasosegarla con recados. Como no es posible, al fin cede la guerra. Pronto comienza a sentirse a gusto en aquel ambiente. Se sabe muy querida por todas, «porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y así era muy querida» [40]. Se va dibujando más claramente su capacidad de amistad, de relacionarse con los que la rodean, de hacerse amigos. Rasgo fundamental de la personalidad teresiana que jugará un papel decisivo en su vida y en su relación con Dios. Mujer de grandes afectos y sumamente apasionada, definirá un día la oración como un trato de amistad con Dios. Esa capacidad de amistad se centra primero en su hermanito Rodrigo de su misma edad. Luego, en los primos que la cortejan. Ahora, en las monjas y las otras jóvenes que se educan con ella, «todas estaban contentas conmigo». Más tarde, en los grandes amigos de su vida. Por eso, considero importante detenerme en el tema de la amistad. Porque en el proceso espiritual de Teresa de Jesús tiene suma importancia. El amor era su fuerza y su debilidad. Los teresianistas no han pasado por alto este punto. Escribe el P. Nazario: «La amistad, por cualquier parte que se la mire, es la mitad en la psicología de santa Teresa» [41]. Y M. Herráiz comenta: «La amistad arrastra consigo a toda su persona. Verdaderamente, Teresa se entrega sin reservas a la corriente de la amistad. Aunque parezca un contrasentido, Teresa, joven o mujer madura, “mundana” o “divina”, no puede vivir desde fuera la amistad. Por eso la amistad la marcará durante toda su vida» [42]. Volveremos a este punto más adelante. En Santa María de Gracia tiene lugar su primera conversión. Conversión que es, como diremos muchas veces, conversión a la oración. El ejemplo de aquellas religiosas, su recogimiento y su «gran honestidad» van calando en el espíritu atormentado de la joven. Y, aunque confiesa que era «enemiguísima de ser monja... comenzó mi alma a tornarse a acostumbrar en el bien de mi primera edad» [43]. Destaca entre todas las religiosas la amable figura de doña María de Briceño, la monja que está al cuidado de las jóvenes seglares. Su actuación discreta pero cercana hace mella en el alma de doña Teresa. Maestra y discípula pasan largos ratos entretenidas en santas conversaciones. María de Briceño le cuenta «cómo ella había venido a ser monja por sólo leer lo que dice el Evangelio: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Decíame el premio que daba el Señor a los que todo lo dejan por Él» [44]. La joven gusta de oírla, y comienza a sentir los efectos beneficiosos de su compañía. La contrapone a otras amistades anteriores que tanto daño le habían hecho: «Comenzóme esta buena compañía a 26
desterrar las costumbres que había hecho la mala, y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas» [45]. Su enemistad por la vida religiosa también va cediendo. No se han apagado en su alma los rescoldos de su piedad primera. Y aquel ambiente la conmueve. Ve con envidia las muestras de devoción de las monjas y de sus compañeras, «si veía alguna tener lágrimas cuando rezaba habíala mucha envidia» [46]. Porque el alejamiento de Dios la ha endurecido: «Era tan recio mi corazón en este caso que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima» [47]. Siente pena de verse así. Comienza a rezar «muchas oraciones vocales». Seguramente también por entonces tiene lugar un hecho de claro relieve cristológico. Nos lo cuenta ella misma: «Muchos años, las más noches antes que me durmiese –cuando para dormir me encomendaba a Dios– siempre pensaba un poco en este paso de la oración del Huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron se ganaban muchos perdones; y tengo para mí que por aquí ganó muy mucho mi alma, porque comencé a tener oración, sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto, como el no dejar de santiguarme para dormir» [48]. «Aún desde que no era monja», es decir, antes de serlo. Si podemos datar esa devoción por estas fechas «podemos afirmar sin temor que en la espiritualidad de Teresa comienza a entrar la persona de Cristo como el Dios a quien refiere toda su existencia» [49]. Ya antes, en la oración de sus primeros años, late un fondo cristológico. Teresa confiesa que desde niña busca la soledad para rezar sus oraciones que «eran hartas». Especialmente el rosario, en el que va desgranando poco a poco los misterios de la vida de Cristo. Esa buscada soledad le ayuda a rezar con sosiego, pensando lo que reza. Lo mismo que pensaba en aquel «para siempre, siempre, siempre» con su hermano Rodrigo. Y en ese rezo del rosario se va centrando en la Humanidad de Cristo, la Encarnación y el papel fundamental de la Virgen en el misterio cristológico. Comienza a hacer oración mental sin saber que la hace. Porque la oración fundamental del rosario es el padrenuestro y el avemaría. Veremos cómo en Camino de perfección hace un comentario del padrenuestro en clave cristológica. También en sus escritos nos ofrece Teresa otros dos datos interesantes sobre la oración de su juventud centrada en Jesucristo. En primer lugar, la contemplación de su alma como un huerto por donde se paseaba el Señor: «Muchas veces en mis principios... me era gran deleite considerar ser mi alma un huerto y al Señor que se paseaba en él; suplicábale aumentase el olor de las florecitas de virtudes que comenzaban... a querer salir..., y cortase las que quisiese» [50]. El otro dato, su afición especial por el pasaje evangélico de la Samaritana: «¡Oh, qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel evangelio..., desde muy niña lo era y suplicaba muchas veces al Señor me diese aquel agua» [51]. Cristo será siempre para Teresa el centro de su alta y profundísima espiritualidad. Dios llama
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En el retiro de Santa María de Gracia, Dios la sigue llamando, «me parece andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Sí» [52]. Mucho debe de mirar Su Majestad el modo de rendirla, porque, después de año y medio de estancia en el monasterio, doña Teresa comienza a pensar en su vocación. Son pensamientos que van y vienen. Un ir y venir de ideas sobre el «estado en que había de servir a Dios» [53]. Y pide a las demás que recen por ella para que acierte en su elección. No le parece mal el estado de monja, aunque el de aquellas religiosas agustinas le parece exagerado. Prefiere que Dios no se lo dé. En caso afirmativo, elegiría el monasterio de la Encarnación, donde tiene una gran amiga. Si hay que ser monja, que sea «adonde ella estaba». Del mal, el menor. «Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma», escribe avergonzada. La lucha por la elección de vida continúa. No debió de ser fácil: «Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces, y luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo» [54]. Pero también teme casarse. Ella conoce bien la esclavitud que en su tiempo sufre la mujer casada. Le bastan los ejemplos de su madre y de su hermana mayor. Mucho tiempo después, les dirá a sus monjas, valorando la libertad en la que viven: «Así como dicen ha de hacer la mujer para ser bien casada, con su marido, que si está triste, se ha de mostrar ella triste, y si está alegre, aunque nunca lo esté, alegre. Mirad de qué sujeción os habéis librado» [55]. Doña Teresa no ha nacido para sujetarse a un hombre. Pero tampoco está dispuesta a entregarse a Dios. La decisión no es fácil. En medio de esas dudas, surge la enfermedad. ¡Tremendas enfermedades las de Teresa que siempre aparecen unidas a sus crisis espirituales! Tiene que salir del monasterio y volver a casa de su padre. Preocupación y miedo de don Alonso. La llevan al campo, con su hermana mayor, doña María de Cepeda, para que se reponga. En el camino, Dios la espera de nuevo. Se detiene unos días en Hortigosa, en casa de su tío, don Pedro de Cepeda, que le pide le lea «buenos libros de romance». Como siempre, sabe dar contento a los demás y le complace, «en esto de dar contento a otros he tenido extremo, aunque a mí me hiciese pesar» [56]. Pero no es amiga de esos libros. Hablan de Dios y de la vanidad del mundo. Sin embargo, y a pesar de que los días pasados en casa de su tío son pocos, Dios sigue haciendo su obra, «con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada y la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve, y a temer» [57]. «Con los ojos del alma...» Hay una palabra clave en la vida y en las obras de Teresa de Jesús, entender. Quizá ningún místico ha sabido exprimir como ella todas las posibilidades lingüísticas y semánticas que esa palabra encierra. Para la Doctora mística, entender no es sólo un ejercicio de la inteligencia humana, aunque también. En los primeros capítulos del Libro de la Vida equivale a comprender con el entendimiento. En ese sentido lo emplea algunas 28
veces. Pero entender el don de Dios supera los límites del entendimiento humano. Es mucho más. Significa aprehender, captar, conocer, ver por gracia infusa. Teresa repite constantemente, a medida que crece la iluminación mística, que ve «con los ojos del alma muy mejor que acá vemos con los del cuerpo» [58]. «Ver con los ojos del alma» es para ella la expresión habitual del conocimiento infuso y profundísimo de Dios. Un conocimiento paralelo al crecimiento de su experiencia mística. El hombre no puede llegar a ese conocimiento si no se lo dan de arriba. Teresa lo ha recibido. Por eso, cuando comienza a declarar gracias místicas, entender significa, casi siempre, conocimiento infuso del misterio de Dios. «Vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña». Esa confesión señala el momento crítico de la primera etapa de su vida. No se trata de una gracia mística, sí del efecto de la gracia de Dios. Tampoco es una comprensión repentina. La misma forma verbal, «ir entendiendo», nos habla de una acción progresiva en el tiempo. Porque Dios no procede por saltos. Su acción se acomoda al modo de ser del hombre. De cada hombre. De cada persona. Respetando tiempos y ritmos. Pero actuando siempre. El zigzag teresiano de los primeros años acaba por enderezarse. Teresa entra en la recta de Dios. Entender «la verdad de cuando niña» significa abrir las puertas del alma, dejar que el Espíritu la ilumine, permitir que Dios le enseñe, caer en la cuenta de que Dios está ahí. «Era todo nada». Todo lo que no es Dios. Todo lo que no la ayuda a potenciar su relación de amistad con Él. Todo lo que no la lleva a Él. Es cierto que el conocimiento de esa verdad irá haciéndose más profundo con el paso de los años. Es cierto también que Teresa torcerá muchas veces, con terquedad inexplicable, ese camino de la verdad. Pero no es menos cierto que ha comenzado a entender que sólo Dios «es Verdad». Por eso dije al principio que parece que se trata de una estratagema teresiana para enseñanza de sus lectores: quiere poner la verdad como pórtico de la narración de su vida y quiere acabarla con la verdad que Dios le ha revelado. La verdad al principio y al final del libro, encerrando toda su andadura espiritual. Decisión dolorosa Decidir una vocación nunca es fácil. Tampoco lo es para doña Teresa. Su clara inteligencia le pone delante las ventajas de una vida religiosa, pero también los inconvenientes. Su voluntad no acaba de decidirse. Temerosa de su debilidad, y sumamente realista, reconoce que, en su caso, la vida religiosa es el mejor estado para salvarse. Su experiencia de la vanidad del mundo influye mucho en esa vocación: «Vine a ir entendiendo... la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve» [59]. También teme el infierno, tan presente en la predicación y en la instrucción religiosa de la sociedad sacralizada del siglo XVI. No podemos dudar de sus sentimientos: «Y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno» [60]. Ante esa posibilidad, calcula fríamente. Y piensa que vale la pena pasar el purgatorio en esta vida. Es decir, en la vida religiosa. La lucha dura tres meses. Como no la mueve el amor sino un «temor servil», Teresa se resiste. Es dramática la descripción que hace de su estado espiritual durante ese tiempo: 29
«En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno, que no era mucho estar (el tiempo) que viviese como en el (purgatorio), y que después me iría al cielo, que este era mi deseo..., me parece me movía más un temor servil que amor» [61]. Su miedo tiene sentido. ¿Aguantará Teresa ese purgatorio del convento? ¿Podrá más su temor o la fuerza de Dios? Su decisión está amparada por el mismo Señor que la reclama, sin ella saberlo: «Poníame (delante) el demonio que no podría sufrir los trabajos de la religión, por ser tan regalada. A esto me defendía (pensando) en los trabajos que pasó Cristo..., que no era mucho (que) yo pasase algunos por Él... Pasé hartas tentaciones estos días» [62]. De nuevo quiere ganar el cielo pronto. De nuevo confía en sus fuerzas. Si hay que pasar un purgatorio en la vida religiosa, lo pasará. Está en juego su salvación. Es lo único que importa cuando no importa el amor. Al fin pesa el temor y se inclina la balanza. Pero con la lucha espiritual aparece otra vez la enfermedad, «habíanme dado, con unas calenturas, unos grandes desmayos, (por)que siempre tenía bien poca salud» [63]. En esa situación dolorosa, le «dio la vida haber quedado ya amiga de buenos libros». Uno de esos libros será el definitivo para decidir su vocación religiosa. Las Epístolas de san Jerónimo en las que el santo anima a un joven a seguir la bandera de Cristo con palabras ardientes: «Dime, caballero delicado..., ¿qué haces en casa de tu padre?... Sabes que tanto ha de pesar en tu voluntad la fe que a este Señor prometiste, que si vieses, que se te ponen delante padre, madre, hijos... si menester fuere, hollando por encima de todos, volar al pendón de la cruz, donde tu gran Capitán te espera» [64]. Esas palabras acaban por animarla y se decide a ser monja. Y lo que es peor, a decírselo a su padre. Ha ganado una batalla. Pero aún le quedan muchas: «Me determiné a decirlo a mi padre, que casi era como a tomar el hábito» [65]. Determinación, la gran palabra teresiana. Palabra que pronuncia siempre ante las grandes decisiones y a la que invita a sus lectores. Ahora su elección es definitiva. No se trata de una aventura como en sus años infantiles. Ahora su decisión es «para siempre». Pero don Alonso se niega. Quiere demasiado a esta hija, «era tanto lo que me quería, que en ninguna manera lo pude acabar con él, ni bastaron ruegos de personas que procuré le hablaran» [66]. El forcejeo entre padre e hija dura dos años, de los dieciocho a los veinte. Ella teme volverse atrás: «Yo ya me temía a mí y a mi flaqueza no tornase atrás, y así no me pareció me convenía esto, y lo procuré por otra vía» [67]. La otra vía es tajante. Huir de su casa para ingresar en el monasterio de la Encarnación, de la Orden del Carmen, por el que siente «mucha afición». Allí está su gran amiga Juana Suárez. Y puesta a elegir lo más duro, que sea con amigos. En esa huida doña Teresa tampoco va sola. Si de niña asocia a su hermano Rodrigo para huir a «tierra de moros», ahora persuade a su hermano Antonio «a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo» [68]. Es curioso observar cómo, en ambos casos, emplea la misma expresión lingüística: «Concertamos entrambos irnos un día». 30
Concertar, ponerse de acuerdo con otros para actuar. No hacer las cosas sola. Buscar compañía. Siempre será así. Los dos hermanos se fueron al romper el alba del 2 de noviembre de 1535. Doña Teresa tiene veinte años cumplidos. Es la segunda vez que huye de casa. Pero ahora no va a tierra de moros. Otro martirio la espera. Deja atrás a su padre que no sospecha nada. El dolor de aquella huida es inmenso. Muchos años después, lo describe así: «Acuérdaseme..., y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece (que) cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes..., era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante» [69]. La misericordia de Dios Se cierra así la primera etapa de la vida de Teresa de Jesús. Estreno de respuesta a un Dios que se anticipa y crisis de un amor que se resiste a ser vivido en plenitud. Crisis de amistad con Dios. Miseria frente a misericordia. Pecado frente a gracia. Teresa frente a Dios. Con razón llamó a su autobiografía Libro de las misericordias de Dios. La misericordia de Dios es una palabra nuclear en la vida y en el mensaje teresiano. En ese primer libro nos ofrece las primicias de sus escritos y de su vida. En él nos muestra un contraste, no sólo literario sino existencial. Todo su discurso autobiográfico discurre sobre esas dos coordenadas: misericordia de Dios/miseria humana. Nos narra su caso personal, su historia que es también la historia de todo hombre. Historia que no aparece como una excepción sino como ley. Dios es misericordia, el hombre, miseria. Es su tesis doctrinal. Contemplando esos primeros veinte años de su vida desde la luz de su experiencia mística, Teresa recuerda la prisa que tuvo Dios en despertarla y su tardanza en responderle. Al terminar el primer capítulo del Libro de la vida, escribe: «Sé que fue mía toda la culpa, porque no me parece os quedó a Vos, Señor, nada por hacer para que desde esta edad fuera toda vuestra» [70]. Ella ha sentido el cerco de Dios. Su presencia amorosa. Su cercanía. Recuerda con nostalgia su temprano despertar a Dios y con amargura su tardía respuesta. Sabe que Él ha estado siempre a su lado. Llamando. Persiguiendo. Acosando. Dios no es para ella algo en que pensar, sino Alguien a quien amar. Alguien que la reclama. Presencia personal de un Dios que se le da por entero, pero que exige también una entrega radical. Dios se le da para que ella se le dé. Y en esa etapa que acaba de cerrarse, Teresa se ha negado muchas veces. Por eso, muchos años después, cuando escribe las Exclamaciones, se dirige al Señor con palabras estremecidas de amor: «¡Qué tarde se han encendido mis deseos y qué temprano andabais Vos, Señor, granjeando y llamando para que toda me emplease en Vos!» [71]. No ha sido así. Es consciente de sus desequilibrios espirituales. En 1571, sumida en la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad y en la inmensa bondad de Dios, evoca nuevamente la prontitud con que Él la despertó en su 31
niñez, las gracias con que la rodeó y su falta de respuesta. Ahora que ya ha entrado en la verdad de Dios, ve claro el gran amor que Él tiene a los hombres: «Veía claramente lo mucho que el Señor había puesto de su parte, desde que era muy niña, para allegarme a Sí..., y cómo todos esos medios no me aprovecharon... Se me representó claro el excesivo amor que Dios nos tiene en perdonar todo esto, cuando nos queremos tornar a Él» [72]. A cuatro siglos de distancia, la palabra de Teresa de Jesús es particularmente oportuna para el creyente de hoy, tantas veces minado por el desaliento y la desesperanza. No hay futuro para un hombre sin esperanza. Los místicos tienen una palabra que decirnos. La santa ha traducido su experiencia personal en palabra para los hombres y mujeres de todos los tiempos, para nosotros que acabamos de estrenar el siglo XXI. «Su palabra lleva en sí la frescura de lo inmediato, es una palabra joven, del hoy mismo en que cada uno se encuentra... Nadie al dialogar con ella ha experimentado la sensación de retrotraerse a tiempos lejanos. No pasa para el místico la hora de la historia» [73]. Porque Dios es el Señor de la Historia y siempre es tiempo de su «excesivo amor». Esa es la imagen de Dios que Teresa nos ofrece: «Nunca se cansa de dar, ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir» [74]. El místico canta la misericordia de Dios porque la ha experimentado. Lo más importante de la experiencia teresiana es la experiencia de la misericordia de Dios. La misericordia no es sólo perdón del pecado y compasión de la miseria humana. Nosotros hemos devaluado el término. Pero toda acción de Dios, toda comunicación divina es misericordia. Dios no puede relacionarse con el hombre de otro modo. Nuestra sociedad actual tiene «hambre de personas de experiencia, hambre de místicos... Hoy se observa un creciente interés por ellos, porque el hombre de nuestro tiempo no pide pruebas de que Dios existe, pide experiencia de Dios» [75]. Teresa de Jesús sabe que el hombre se juega su vida espiritual según la imagen que se ha hecho de Dios. Porque no es una idea, es Alguien que nos llama a la vida. La santa quiere ayudarnos a cambiar esa imagen. A perder el miedo a un Dios temido muchas veces más que amado. El Dios de Teresa es el Dios de la Biblia, el Dios de salvación, el Dios del hijo pródigo, el Dios buen Pastor, el Dios Padre de Jesús, el Dios que no castiga, el Dios que siempre perdona, el Dios que nunca se cansa de dar. Un Dios que es, sobre todo, amor gratuito al hombre. Y así nos lo muestra en sus escritos: «A nuestro Rey sacratísimo fáltale mucho por dar: nunca querría hacer otra cosa si hallase a quién...» [76]. «Por nuestros temores y prudencias humanas, Dios mío, no obráis vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién?» [77]. El que no acepta a ese Dios que no se cansa de dar no ha comenzado a ser cristiano. Desde esa perspectiva, misericordia de Dios/miseria humana, se escribe esta biografía interior. Son los dos ejes sobre los que gira. La vida de Teresa de Jesús es la historia de las misericordias de Dios y de sus miserias. Cada uno de esos términos define al protagonista. Se trata de su historia. Pero también la de cada hombre. Hay que leer a santa Teresa leyéndose cada uno en ella. Nuestra lectura no puede ser neutra. Las 32
maravillas que Dios hizo en ella las sigue haciendo ahora si el hombre le deja. Dios continúa actuando hoy como ayer. La no respuesta es siempre culpa nuestra. También puede ser nuestra la experiencia teresiana si nos disponemos. A Dios no le queda nada por dar. Al hombre, mucho por recibir.
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2 Contraste entre Dios y Teresa «En estos días que andaba con estas determinaciones, había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo; y concertamos entrambos de irnos un día, muy de mañana, al monasterio adonde estaba aquella mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición; puesto que ya en esta postrera determinación yo estaba de suerte que a cualquiera que pensara servir más a Dios, o mi padre quisiera, me fuera; que más miraba ya al remedio de mi alma, que del descanso ningún caso hacía de él» (Libro de la Vida 4,1).
El gozo de una entrega La Encarnación es un hermoso monasterio comenzado a construir en 1513 sobre el solar de un cementerio judío. Está alejado de Ávila. Para llegar a él hay que salir de las murallas y descender hasta el valle del Ajates. Allí, sobre una colina, entre álamos, huertas de regadío y frutales, se levanta el monasterio. Por razones de pobreza, el monasterio no es de piedra como otros conventos famosos de Ávila. Su arquitectura es muy sobria. Al exterior, paredes de mampostería. En el interior, celdas y claustro de adobe y ladrillos, paredes encaladas, techos de madera y pisos de baldosas de barro cocido[78]. A ese monasterio llega doña Teresa en la madrugada del 2 de noviembre de 1535. Aquí encuentra su convento ideal, «la casa era grande y deleitosa». Allí vivirá veintisiete años. La decisión de dejar a su padre para irse al monasterio ha sido terrible, no obstante su gran determinación. Pero una vez tomada, no hay quien doblegue su voluntad de acero. Es verdad que no la mueve tanto el amor de Dios como un temor servil. Sin embargo, dado el primer paso, llega hasta el final, «era yo tan honrosa, que me parece no tornara atrás por ninguna manera, habiéndolo dicho una vez» [79]. A pesar de esa firme decisión, la joven siente un dolor indescriptible al dejar a su padre. Muy pronto, el dolor por esa huida se muda en alegría. El Dios a quien ella teme más que ama le premia su esfuerzo, «en tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle..., dábanme deleite todas las cosas de la religión» [80]. Entender significa para Teresa un conocimiento experiencial del don de Dios. Y ahora comienza a entender «cómo paga Su Majestad» y el gozo de darse a Él. Y comienza a saborear las primeras alegrías de la entrega, «a la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura» [81]. Tiene prisa por decirnos la importancia del esfuerzo en el seguimiento de Dios y el gozo con que Él premia esa determinación: «Tengo experiencia que si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo..., siendo sólo por Dios..., mayor premio y más sabroso se hace después..., aún en esta vida lo paga Su Majestad por unas vías que sólo quien goza de ello lo 34
entiende» [82]. En pocas líneas, repite varias veces los términos fruitivos contento, gozo, deleite, ternura y sabroso. Todos en singular. Porque, en los escritos teresianos, el singular tiene siempre una valoración positiva frente al plural. El contento y el deleite que produce el don de Dios no se parecen en nada a los contentos y deleites que da el mundo[83]. Teresa es maestra en el arte de expresar sentimientos gozosos del alma, unidos siempre a la proximidad de Dios. A medida que se va rozando la cercanía divina va creciendo el gozo interior. Gozar es siempre para ella experiencia de Dios. La joven que antes no sabía estar sin galas, ni joyas, ni perfumes «y todas las vanidades que podía», se encuentra, a veces, en el monasterio, «barriendo en horas en que solía ocuparse» en su regalo y gala, y «acordándome que estaba libre de aquello me daba un nuevo gozo» [84]. Historia pasada y gozo presente. Lejanía de Dios y cercanía amorosa. Cuando escribe el Libro de la Vida, treinta años más tarde, apoyada en su experiencia, aconseja a sus lectores que cuando acomete muchas veces una buena inspiración, no se deje de hacer por miedo. Cuando se trabaja «por solo Dios, no hay que temer que sucederá mal, que poderoso es para todo» [85]. En la Encarnación la joven estrena una vida nueva. Conociendo la vehemencia de su carácter, no es difícil imaginar cómo se entrega a las observancias del Carmelo. Nace en ella la nostalgia de los antiguos Padres del yermo con su austeridad y pobreza. Su recuerdo será, años más tarde, uno de los motivos para comenzar la reforma del Carmelo: «Este fue nuestro principio, de esta casta venimos, de aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo» [86]. Crece también su veneración por los orígenes de la Orden del Carmen, la estima por sus cosas, la devoción a la Madre de Dios, verdadera fundadora de la Orden. Repetirá siempre a sus hijas que llevan «el hábito de Nuestra Señora». Durante esos meses, la novicia vive en un clima de intensa vida espiritual. Busca la soledad y el retiro. Sabemos por el testimonio de varias de sus testigos que, al principio de su llamamiento, «se comenzó a ejercitar con muchas obras de piedad y humildad y en la compunción de sus pecados, y con lágrimas y afecto grande espiritual..., haciendo áspera penitencia, y tal, que con el rigor de ella a poco tiempo después... tuvo grandes enfermedades y desmayos y dolores de corazón, sufriéndolo todo con grandísima paciencia» [87]. Era tanto el fervor que ponía en hacer esas penitencias que, «por más que fuesen y en ellas usase de rigor» [88], no las sentía. Sigue vivo el recuerdo de su vida pasada. Su preocupación dominante es hacer penitencia y llorar sus pecados. Las monjas no lo entienden, «como me veían procurar soledad y llorar por mis pecados algunas veces, pensaban era descontento» [89]. No es descontento, pero hay tristeza en su espíritu. Su gran determinación y su esfuerzo personal no la privan de pasar «grandes desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo». Teresa sufre por esas cosas con «harta pena», aunque «con el gran contento de ser monja, todo lo pasaba». La culpan «sin tener culpa hartas veces». Es «aficionada a todas las cosas de religión, mas no a sufrir ninguna que pareciese menosprecio». Le gusta 35
«ser estimada». «Todo me parecía virtud; aunque esto no me será disculpa, porque para todo sabía lo que era procurar mi contento» [90]. Es el claroscuro de una entrega fundada más en el esfuerzo personal que en el amor de Dios. Teresa sigue queriendo «ganar bienes eternos», y está determinada «a ganarlos» por cualquier medio. Aunque todavía «no tenía, a mi parecer, amor de Dios», sí tenía «una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba, y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos» [91]. No obstante los «grandes desasosiegos», el año de noviciado termina con el gozo de la profesión religiosa. La vive con toda determinación. Tanta, que ella misma la llama «desposorio». El término desposorio nos indica la intensidad de su vivencia. Aunque en esos momentos no se refiere al hecho místico concreto que recibe más tarde, sí nos indica la hondura espiritual en la que se halla. De esa hondura son prueba las palabras que les dice a sus hijas años más tarde en Camino de perfección: «Razón será que procuremos deleitarnos en estas grandezas que tiene nuestro Esposo... Nosotras estamos desposadas –y todas las almas– por el bautismo...» [92]. Y también nos muestra esa misma hondura espiritual su dolor por la gracia no correspondida. Cuando escribe esas líneas, ya se encuentra en la plenitud de la unión. Recuerda estremecida los años siguientes a ese «desposorio» vividos en la infidelidad, y se lamenta amargamente de la frialdad a la que ha llegado: «No sé cómo he de pasar de aquí, cuando me acuerdo la manera de mi profesión y la gran determinación y contento con que la hice, y el desposorio que hice con Vos. Esto no lo puedo decir sin lágrimas... No parece, Dios mío, sino que prometí no guardar cosa de lo que os había prometido... para que más se vea quién Vos sois, Esposo mío, y quién soy yo» [93]. Su empeño es mostrarnos quién es Dios y quién es ella. De nuevo asoma a las páginas de su autobiografía el contraste entre la misericordia de Dios y su miseria. La contemplación de la misericordia divina la consuela: «Muchas veces me templa (=suaviza) el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias. ¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzaste a hacer?» [94]. Teresa no pierde el hilo conductor de sus escritos, resaltar la antítesis misericordia divina/miseria humana, simbolizada por la oposición luz/oscuridad. Aunque en estos primeros capítulos nuestra escritora sólo alude al simbolismo nupcial, la referencia a Cristo Esposo es habitual y constante en todos sus libros. Será en las Moradas del castillo interior donde desarrolle plenamente el simbolismo para declarar la oración de unión con Dios. «En estos primeros años de su vida religiosa comienza a fraguarse en (Teresa) una espiritualidad netamente cristológica. Cuando aplica a su profesión el término desposorio se está refiriendo evidentemente a Cristo, ya que... el desposorio espiritual se hace con Cristo. La persona de Cristo se le va haciendo cada vez más presente» [95]. Grave enfermedad 36
Entre los medios que la joven carmelita está dispuesta a procurar para alcanzar los «bienes eternos» incluye la enfermedad. Siente envidia de una monja muy enferma cuyos dolores y efectos desagradables producen temor y repugnancia en las otras religiosas. Le pide a Dios que le dé «las enfermedades que fuese servido», si le da la misma paciencia que a esa monja. Los extremos de su carácter la llevan a desear y pedir la enfermedad que será compañera inseparable de su vida. No sabe lo que pide. Porque «también me oyó en esto Su Majestad, que antes de dos años estaba tal, que aunque no el mal de aquella suerte (como el de la monja enferma), creo no fue menos penoso y trabajoso el que tres años tuve» [96]. Su salud se está resquebrajando desde hace varios meses. Teresa lo sabe, pero no declara las verdaderas causas. Y lo disimula con unas razones que nos resultan inexactas: «La mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la salud, que aunque el contento era mucho, no bastó» [97]. ¿Qué es lo que no basta, a pesar del contento? ¿Se ha excedido quizá en la aspereza de las penitencias que han sido atroces? ¿Quizá en los ayunos prolongados? ¿Quizá su determinación de entregarse a Dios apoyada en solas sus fuerzas ha destrozado su psicología? ¿Quizá el «temor servil» aprendido en san Agustín, o el dolor por sus pecados? Sean cuales sean las causas, el sentimiento de culpabilidad pesa en su ánimo más de lo que ella misma cree. Porque el sentimiento de culpabilidad y el deseo de perfeccionismo van siempre unidos. Como escribe un psicólogo de nuestros días, «la culpa puede ser en nuestra vida también un foco permanente de autodestrucción revestido muchas veces de exigencia o imperativo de fe. Es una culpa persecutoria... que, además, resulta infecunda. Es la que, al decir de san Ignacio, produce “lágrimas amargas”... Es una culpa egocéntrica, que encierra al sujeto en sí mismo... Dentro del conjunto de las creaciones culturales, el fenómeno religioso es el que presenta conexiones más amplias con el sentimiento de culpabilidad... En la génesis y desarrollo del sentimiento religioso, la culpa aparece como el elemento inconsciente más relevante; el que moviliza la creación de dioses y demonios, de ritos y plegarias, de sacrificios y oblaciones... La culpa, con su carácter inconsciente, ha ido invadiendo, coloreando, deformando y muchas veces pervirtiendo la experiencia religiosa cristiana» [98]. Y otro teólogo escribe también sobre el sentimiento de culpabilidad: «Estas experiencias profundas y, con frecuencia, oscuras de mancha y pecado tienen en nosotros un precedente... antes de toda prohibición y de toda ley, antes de que tengamos idea alguna sobre Dios o sobre la religión, se hace presente en nosotros el sentimiento de culpa... La culpa es una experiencia “normal” de todo ser humano igualmente normal. Y una experiencia, además, que nos acompaña toda la vida» [99]. Es muy difícil descubrir la verdadera causa de las enfermedades de Teresa, porque son muy complejas. Sobre ellas se han escrito ríos de tinta. Lo cierto es que aparecen siempre después de sus crisis espirituales porque ella lo somatiza todo. Y ahora la lucha interior es dramática. Hace las cosas de un modo extremoso. Quiere conseguirlo todo a fuerza de brazos. Quiere gobernar su vida imponiendo su «determinada determinación». No ha entendido todavía que el crecimiento en la vida del espíritu no es fruto de nuestros 37
esfuerzos, sino pura donación de Dios. «Parece como si desde nuestras estructuras psíquicas inconscientes se nos hiciera muy difícil aceptar la gratuidad de Dios» [100]. Más tarde, cuando reconozca su incapacidad para el bien, escribirá que «todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios» [101]. Al terminar el año de noviciado, y después de su profesión, la enfermedad se muestra con toda crudeza, «comenzaron a crecer los desmayos y dióme un mal de corazón tan grandísimo que ponía espanto a quien lo veía» [102]. Los síntomas son muy parecidos a los que sufre siendo adolescente en Santa María de Gracia. Por primera vez habla de «su mal de corazón». Insistiremos muchas veces en la íntima relación que existe entre el corazón «físico» de Teresa y el corazón «psicológico». Hay en ella una predisposición importante a la somatización. Y los esfuerzos titánicos de su voluntad de acero por transformar la vida quiebran para siempre su salud. Ella misma confiesa que pasó «el primer año con harta mala salud» y que «antes de dos años estaba mal» [103]. Algún teresianista atribuye la causa de esa gravísima enfermedad al cambio del modo de oración. La explicación no carece de fundamento, aunque quizá sea un poco exagerada. Tal vez sea más exacto hablar de un desfase entre una oración personal nacida desde la afectividad interior y una oración mental impuesta desde un rigor exterior. Hasta la entrada en la Encarnación, la oración de la joven «era una expresión de vida», ahora «tenía que ser un ejercicio... y un ejercicio que estaba meticulosamente programado... un ejercicio mental para desarrollar... “la mentalidad”, la razón imaginativa e intelectual» [104]. Las normas y rúbricas para la oración de las novicias la obligan a ese ejercicio mental. Teresa tiene que tratar a Dios como un ser abstracto, muy distante de la Persona de Jesús con quien está acostumbrada a dialogar. Dios no ha sido para ella un tema sobre el que razonar sino una persona a quien amar. Mujer sumamente afectiva y con mucha dificultad para discurrir con el entendimiento, nos dirá después, en el libro de las Fundaciones, que «la sustancia de la perfecta oración... no está en pensar mucho, sino en amar mucho» [105]. Su oración ha sido hasta entonces una relación personal de amistad con la Humanidad sacratísima. Y el Evangelio su libro preferido. Ahora tiene que renunciar a esa oración que la ha hecho capaz de actos heroicos. El desequilibrio puede ser grande. Pero quizá sea su gran voluntarismo el que quiebra su salud. Cuando muchos años después Dios la libera definitivamente de sus afectos desordenados, consciente de que esa libertad no es fruto de su esfuerzo sino don de Dios, confiesa agradecida: «Sea Dios bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años..., no pude alcanzar conmigo, haciendo hartas veces tan gran fuerza que me costaba harto de mi salud» [106]. A Teresa se le quiebra la salud siempre que experimenta graves tensiones espirituales. Siempre que juega con la oración. Su historia es la historia de su oración. No se explica sin ella. Y en esa oración juega un papel decisivo su afectividad. Esa afectividad se va centrando cada vez más en Jesucristo, el Hombre-Dios. La espiritualidad teresiana será total y profundamente cristocéntrica, basada en el amor. Hoy 38
que tanto se habla de la «dimensión de género», quizá no está de más pensar en la atracción afectiva de Teresa, mujer, por Cristo Hombre. Pienso que el peso de esa Humanidad en su vida espiritual tiene mucho que ver con el hecho de ser mujer. Veremos cómo su enamoramiento de Cristo centrará definitivamente su afectividad. Por eso, cuando define la oración, lo hace en términos de amistad. Orar es «tratar de amistad» con Dios. «La oración capitaliza vida y narración de la Madre Teresa. Es el hilo en el que se engarzan todos los acontecimientos y la línea que da unidad a todo el proceso» [107]. Cada una de sus crisis y conversiones son crisis de oración y conversiones a la oración. Desconocer los vaivenes de la oración teresiana es desconocer su historia. Todos esos vaivenes agravan su enfermedad hasta el extremo de no poder ya encubrirla. Ha estado así cerca de un año. Su padre decide actuar con rapidez. Y como los médicos de Ávila no solucionan el problema, busca remedio en un lugar «adonde había mucha fama de que sanaban otras enfermedades, y así dijeron harían la mía» [108]. El lugar, llamado Becedas, se ha hecho famoso por su curandera. Doña Teresa sale del convento a principios del invierno de 1538. Pero hasta la primavera no pueden comenzar las curas. Las hierbas que se necesitan no florecen hasta entonces. En esa demora la espera Dios. Soledad en Becedas El lugar está cerca de Castellanos de la Cañada, donde vive doña María de Cepeda, su hermana mayor. Con ella pasará casi un año. El viaje a Castellanos lo hace en compañía de su gran amiga, Juana Suárez. Nuestra escritora disculpará esa salida del monasterio, porque «en la casa (donde ella) era monja no se prometía clausura» [109]. En el camino, se detienen en Hortigosa, en casa de su tío, don Pedro de Cepeda. También se detuvo allí siendo adolescente, cuando salió enferma de Santa María de Gracia. Hortigosa y don Pedro marcan dos momentos decisivos en su vida. Después del primer encuentro, la joven decide su vocación con la lectura de las Epístolas de san Jerónimo. Ahora, seis años después, don Pedro le regala otro libro que va a ser crucial en su vida de oración: «Llámase Tercer Abecedario, que trata de enseñar oración de recogimiento; y (aunque) este primer año había leído buenos libros... no sabía cómo proceder en oración...» [110]. Para entonces el Señor ya le ha concedido «don de lágrimas», primer brote de la oración mística. A Teresa le gusta leer y comienza «a tener ratos de soledad, y a confesarme a menudo y comenzar aquel camino, teniendo a aquel libro por maestro» [111]. Porque la joven novicia no tiene maestro, «digo confesor que me entendiese», aunque lo buscó mucho tiempo. Eso le hizo «harto daño para tornar muchas veces atrás, y aún para del todo perderme, porque todavía me ayudara a salir de las ocasiones que tuve para ofender a Dios» [112]. De aquí la importancia del libro de Osuna, que fue para ella su verdadero maestro durante muchos años. El Tercer Abecedario es la obra clásica de la vía del recogimiento y la obra maestra de 39
Francisco de Osuna. Para comprender la importancia de la vía del recogimiento y su influencia en santa Teresa es preciso volver a la historia. Porque, a finales del s. XV y principios del XVI, se imponen en España una teología y una espiritualidad común entre las distintas órdenes religiosas. Teología y espiritualidad que superan las diferencias de escuela y hacen comunes los modos de vivir el Evangelio, sin renunciar a las propias instituciones religiosas. Todos buscan la unión de Dios solo con el alma sola. De esa espiritualidad nacen las distintas vías o modos de vivirla. De todas ellas, nos importa destacar la del recogimiento que se extendió a través de los franciscanos, especialmente entre el pueblo sencillo. Esa vía del recogimiento produjo los primeros místicos de nuestro Siglo de Oro e influyó notablemente en san Juan de Ávila, en san Francisco de Borja, en santa Teresa de Jesús, en san Juan de la Cruz y en algunos de los primeros miembros de la Compañía de Jesús. Como escribe Melquíades Andrés: no se puede entender la llamada mística española sin haber penetrado en la vía del recogimiento[113]. Esa vía espiritual trata de llevar al hombre desde la profundidad del pecado a la sublimidad de la mística, sin distinción de estado ni de sexo. Osuna «parte de la posibilidad de la amistad y comunicación de todo hombre con Dios en esta vida. Para ello es necesario un intento o deseo permanente, infundido por Dios y buscado por nuestra industria. El mejor medio es buscar a Dios en el corazón, sin salir de sí, o vía del recogimiento» [114]. «El fondo básico en torno al cual gira el dinamismo interior del recogimiento es la unión del alma con Dios. El recogimiento es un camino». Los deseos de los que van por él «se cifran en la unión con Dios, inmediata y sin rodeo, alcanzada por medio de la voluntad» [115]. Osuna trata de enseñar un ejercicio que él basa en la amistad con Dios y en el deseo de poner en Él la atención y el contento. Su núcleo fundamental es afectivo. Doña Teresa se encuentra con un libro que parece escrito para ella. Ya en la primera página, expone el autor «tres razones que parecen necesarias a toda persona que se quiere llegar a Dios... La primera es que la amistad y comunicación de Dios es posible en esta vida y destierro; no así pequeña, sino más estrecha y segura que jamás fue entre hermanos ni entre madre e hijo» [116]. El autor ha tocado la fibra más sensible de la joven, la afectividad. Su relación de amistad con Dios encuentra aquí su confirmación. Lee y subraya con verdadera fruición lo que es la amistad de Dios para el orante: «Las personas que trabajan de llegar a la oración y devoción..., desfallecerían sin duda..., si no saliese Dios, nuestro Señor, a recibirlos, abiertos los brazos de su amistad, con mayor alegría y consuelo que la madre recibe a su hijo chiquito que se viene a ella huyendo de las cosas que le afligen. Abre la madre sus brazos al niño, y allende de lo abrazar, ábrele sus pechos y mátale su hambre, y junta su rostro con el de su hijo, y cesa el gemir y lágrimas, perdido el miedo» [117]. Para el místico franciscano el recogimiento es un ejercicio de oración por el cual «se alza lo más alto de nuestra ánima más pura y afectuosamente a Dios con las alas del deseo y piadosa afección, esforzada por el amor, el cual, mientras mayor es, tiene menos 40
palabras...; porque el amor, si es verdadero, no sabe buscar rodeos de razones compuestas, mas callando obra grandes cosas, y sabe que, si de las criaturas se aparta y se recoge a Dios será de Él enteramente recibido, y tanto más enteramente cuanto más recogido fuere y con mayor fervor» [118]. Distingue tres clases de oración: la vocal, la de pensamiento (hoy llamada mental) y la de recogimiento o espiritual. «La primera manera de orar es como carta mensajera que enviamos a nuestro amigo. La segunda, como si la enviamos a alguna persona que es a (nosotros) muy conjunta. La tercera como si fuésemos en persona. La primera es beso en los pies. La segunda, beso en las manos. La tercera, beso en la boca» [119]. A una mujer como Teresa, caracterizada «por su afectividad y por su inteligencia», se le abre «la posibilidad de alcanzar a ese Dios inmóvil e insondable, de iniciar con Él un largo discurso silencioso según los modos del propio lenguaje interior... un discurso construido de escucha y de silencio, de imágenes y frases... una forma de plegaria –la oración–... destinada no a hacer y obtener, sino a recibir y a esperar» [120]. Dios dentro Después de la lectura del Tercer Abecedario, el Señor comienza a regalar a la joven novicia con gracias sobrenaturales: «Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en estos principios, que, al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi nueve meses...) comenzó el Señor a regalarme tanto... que me hacía merced de darme oración de quietud y, alguna vez, llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro» [121]. Teresa se esfuerza por no cometer pecado mortal, aunque de los veniales hace poco caso. Esos comienzos de oración sobrenatural son gracias fugaces que duran breve tiempo. El de un avemaría dice ella. Pero los efectos son grandes. Con sólo tener veintitrés o veinticuatro años, le parecía que «traía el mundo debajo de los pies». Sin embargo, esas primeras gracias místicas no son definitivas. No logran encauzar del todo su vida de oración. La lectura del Tercer Abecedario aumenta en Teresa su hambre de oración. Oración centrada en la Persona de Jesús: «Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración; si pensaba en algún paso (de la Pasión), le representaba en lo interior. Aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento, ni de aprovecharme con la imaginación» [122]. La oración teresiana es un encuentro de personas que se aman, Cristo y ella, dentro. En lo interior. Es la primera vez que emplea la expresión «dentro de mí», expresión que repetirá, obsesivamente, a lo largo de todos sus libros. Veinte años más tarde, sigue haciendo oración de recogimiento, y la describe con las mismas palabras: «Tenía este modo de oración: que como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí» [123]. «Representar a Cristo dentro» muestra su profunda tendencia al encuentro con la Persona. Representar significa hacerse consciente y presente a una Presencia previa que 41
se le descubre. En esa oración teresiana esa representación se hace mediante la figura de Jesucristo. Cuando llegue a la unión mística, será el mismo Cristo quien se le represente a ella y se le comunique y le hable. Habrá un cambio de sujeto. Teresa piensa en las personas que no pueden discurrir en la oración. Reconoce que, «aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso...» [124]. Sabe por experiencia que en esos ratos de oración, «si falta la ocupación de la voluntad y el haber en que se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos» [125]. Es preciso ayudarse de algunos medios. Ella «jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro». Y aconseja a quien tiene su mismo problema que busque esa ayuda. Porque, si le hacen estar mucho rato en la oración sin ayuda, «será imposible durar mucho en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque es cosa muy penosa» [126]. Habla desde su experiencia porque durante casi veinte años ha sufrido la dificultad para la oración: «Si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro. Con este remedio –que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos– andaba consolada..., con esto los comenzaba a recoger, y como por halago llevaba el alma» [127]. Ese modo de oración, apoyada en la representación amorosa de algunos pasos de la vida de Jesucristo, es el que Teresa practica desde su estancia en Santa María de Gracia. Muchas noches antes de dormirse, pensaba en la oración del Huerto. Pensar en Jesucristo, «estarse allí con Él» y «representarlo dentro» es casi lo mismo. No sabía qué era «tener oración». Ahora está aprendiendo a ser orante. La oración no es una técnica. Para Teresa de Jesús es un modo de ser, un modo de vivir la amistad con Dios. En los inicios de su oración de recogimiento, aprende en Osuna que el encuentro con Dios se realiza en lo más interior: «Tú, hermano, si quieres mejor acertar, busca a Dios en tu corazón, no salgas fuera de ti, porque más cerca está de ti y más dentro que tú mismo» [128]. Después sabrá por experiencia mística cómo Dios la vive dentro, y que dentro es el lugar del encuentro. Y les dará a sus monjas y a sus lectores una excelente lección sobre el recogimiento interior: «Mirad que dice san Agustín que buscaba (a Dios) en muchas partes y le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad... (y que no) ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped» [129]. En la espiritualidad teresiana dentro significa lo profundo del alma donde Dios vive, y centro donde se produce el encuentro con Él. Los dos términos son fundamentales en su experiencia, porque la inhabitación de Dios en el interior del alma es la realidad más fuertemente experimentada por santa Teresa y constituye la clave de su espiritualidad. Ese interior del que habla el místico «es un espacio íntimo, tan sólo accesible desde el apartamiento de los estímulos externos, donde se realiza esa experiencia íntima de encuentro. La realidad externa, en todo caso, si se hallara presente, participaría tan sólo a modo de soporte, estímulo o invitación para encontrar al Otro en la más honda 42
interioridad. Es allá, en lo más profundo del propio ser donde la experiencia se realiza... los otros necesariamente se desdibujan y ausentan para dejar paso al único Otro añorado y encontrado en la vivencia unitiva» [130]. A medida que Teresa avance en su proceso espiritual, dentro y centro irán intensificando su connotación de interioridad. Ahora, en la soledad de Becedas, procura traer a Jesucristo «dentro de sí». Busca ratos de soledad. Y Dios premia su esfuerzo. Ella insiste en el daño que le hizo no encontrar un maestro que le avisara para huir de las ocasiones, a la vez que admira la paciencia que Dios le da para sufrir las terribles enfermedades. Una vez más, «espantada de la gran bondad de Dios», contrasta la misericordia divina y su miseria: «Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados luego los escondía... dora las culpas, hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mí» [131]. Un encuentro significativo Primavera de 1539. Por fin pueden llevar a la joven a la curandera de Becedas. Allí va a hacer su primera conquista apostólica en favor de un clérigo que reside en aquel lugar. Tiene buen entendimiento y letras, «aunque no muchas». Teresa comienza a confesarse con él. Desde que está aprendiendo a tener oración de recogimiento, procura confesarse con frecuencia. Pronto surge en el clérigo una especial simpatía por la joven, «comenzándome a confesar con (este clérigo), él se aficionó en extremo a mí...» [132]. Una mezcla de admiración y afición apasionada ante aquella novicia tan espiritual y, a la vez, hermosa. Una admiración en un hombre que lleva una vida conocidamente irregular. También Teresa se deja cautivar por aquel hombre mayor que ella y por el que siente a la vez ternura y compasión. Quizá el enamoramiento fue mutuo. Y surge en ella la duda ante esa amistad: «No fue la afección de éste mala, mas de demasiada afección venía a no ser buena». La joven carmelita le da a entender «que no me determinaría a hacer cosa contra Dios que fuese grave... y él también me aseguraba lo mismo, y así era mucha la conversación» [133]. Las confesiones menudean. Y las conversaciones espirituales también, por «el embebecimiento de Dios» que traía Teresa. Sus deseos y fervor impresionan al clérigo. Y como la amistad entre ellos es sincera, el pobre comienza a declararle la perdición de vida que lleva: «(Hacía) casi siete años que estaba en muy peligroso estado con afección y trato con una mujer del mismo lugar; y con esto decía misa» [134]. El escándalo es grande en el pueblo. La fama y la honra del clérigo están por los suelos. La joven siente gran lástima por él y no se queda quieta. Con intuición femenina, indaga, pregunta, se informa, hasta saber que la mujer «le tenía puestos hechizos en un idolillo de cobre» que el clérigo llevaba siempre al cuello y nadie había podido quitarle. En la España del siglo XVI, todo el mundo sabía de la existencia de los hechizos y de sus efectos, como hoy sabemos de la existencia de las drogas y sus efectos devastadores. Aunque Teresa no cree en los hechizos, sí cree en la debilidad de una voluntad maniatada. Y decide 43
conseguir quitarle aquel idolillo. Intenta ayudar al clérigo mostrándole más amor porque siente gratitud por él: «A mí hízoseme gran lástima, porque le quería mucho, que esto tenía yo de gran liviandad y ceguedad, que me parecía virtud ser agradecida y tener ley a quien me quería» [135]. El agradecimiento es una virtud muy teresiana, «era mi condición tan agradecida...». En una carta que escribe a María de San José, muchos años después, le confiesa: «Bien veo que no es perfección en mí esto que tengo de ser agradecida; debe ser natural, que con una sardina que me den me sobornarán» [136]. La joven, con sólo veintidós años, le habla al clérigo de Dios, «muy de ordinario», con el deseo de aprovecharle. Pero no está muy segura de aquel amor, «mi intención buena era, la obra mala; pues por hacer bien, por grande que sea, no había de hacer un pequeño mal» [137]. Al fin, vencido por el cariño que siente por la carmelita, el clérigo le entrega el idolillo. Ella lo arroja a un río. Y «como quien despierta de un gran sueño», va tomando conciencia de su pecado. Comienza a aborrecer a la mujer con la que está liado hasta dejarla del todo. Teresa atribuye esa conversión a nuestra Señora «(por) que era muy devoto de su Concepción, y en aquel día hacía gran fiesta» [138]. Un año después muere el clérigo, «parece quiso el Señor que por estos medios se salvase». Pero ella insiste en el peligro vivido. Quizá ha ido demasiado lejos. Esta es una amistad muy fuerte que le llega más dentro que la amistad de su adolescencia con sus primos. «Lo que nació como necesidad de conectar y empalmar espiritualmente desató todos los ríos de su amor que amenazaron anegarla. Sólo su inquebrantable y férrea voluntad de no ir contra Dios la pudo mantener a flote no sin serios peligros de quebranto. La vulnerabilidad afectiva de Teresa era manifiesta» [139]. De lo que no cabe duda es de que si la joven quería mucho al clérigo, mucho más la quería él. Confiesa que el clérigo «había estado muy en servicio de Dios, porque aquella afición grande que me tenía, nunca entendí ser mala, aunque pudiera ser con más puridad; mas también hubo ocasiones para que, si no se tuviera muy delante a Dios, hubiera ofensas suyas más graves» [140]. «Con más puridad» quiere decir que, aunque todo lo ocurrido entre ellos fuese bueno, debería haber sido con más discreción. «Teresa ganará la partida, pero no sin haberse dejado arrastrar imprudentemente por su corazón. Dios permitió que, en el camino de este hombre, ella fuera el ángel que lo arrancara del mal. Pero siendo el ángel una religiosa muy joven, hubo momentos en que la aventura no dejó de inquietarla» [141]. Lo sucedido «era la comprobación de los “pies de barro” de aquélla formación mental, aprendida en el noviciado. Había cultivado su mente, no su afectividad» [142]. Una afectividad que le va a jugar muy malas pasadas y la va a poner en situaciones muy difíciles cuando regrese a la Encarnación. Hasta que Dios la cure y la centre definitivamente en Él. El encuentro con el clérigo de Becedas significa también el primer encuentro de Teresa con los sacerdotes. Su primera experiencia. Su primera mano tendida. Serán muchos los clérigos, letrados y no, que a lo largo de su vida encontrarán en ella la ayuda y la luz que les levante y motive a una vida de más perfección. Y, sin duda, uno de los 44
motivos de su gran empresa del Carmelo. Cuando escriba Camino de perfección, les dirá a sus hijas cuál es el motivo por el que están allí: «Para que todas ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia, y predicadores y letrados que la defienden...» [143]. Ronda la muerte El tratamiento al que la curandera somete a la joven es terrible: «Estuve casi un año por allá, y los tres meses de él, padeciendo tan grandísimo tormento en las curas que no sé cómo las pude sufrir» [144]. Las curas, las purgas diarias y los remedios son más fuertes de lo que su naturaleza puede soportar. Y llega casi al límite, «a los dos meses, a poder de medicinas, me tenía casi acabada la vida» [145]. El mal de corazón crece hasta el punto de temer que «era rabia». Empeora por días, «estaba tan abrasada que se me comenzaron a encoger los nervios con dolores tan insoportables, que día ni noche ningún sosiego podía tener; una tristeza muy profunda» [146]. Don Alonso decide llevar a su hija de nuevo a Ávila y ver a los médicos. Pero Teresa no tiene cura. Durante los tres meses siguientes, los dolores siguen siendo tremendos. Lee la historia de Job en los Morales de san Gregorio, y su ejemplo la ayuda a soportar la enfermedad. Ella se admira de la paciencia que le da el Señor para soportar tan «terrible tormento». Pero no es sólo la lectura. Teresa ha comenzado a tener oración mental, «todas mis pláticas eran con Él» [147]. Por eso, puede llevar todo con tanta conformidad. Su debilidad es extrema, y el día de la Asunción de 1539, sufre un paroxismo. Su padre le impide confesarse por «no darle pena». Está cuatro días en coma. Todos la creen muerta. En la Encarnación le abren una sepultura e incluso en un monasterio de los PP. Carmelitas le hacen un funeral. Don Alonso se resiste a enterrar a su hija y siente haberle negado la confesión. Los familiares, los amigos y las monjas rezan intensamente, «clamores y oraciones a Dios, muchas». Escribe enternecida después: «Bendito sea Él que quiso oírlas... y que tornase en mí» [148]. Al tornar en sí, pide enseguida confesarse y comulgar. Nueva queja contra los confesores medio letrados que le han dicho que sus pecados no son tan graves. Ella tiene conciencia de lo contrario. Aparece de nuevo el temor servil: «Estoy con tan gran espanto llegando aquí y viendo cómo me parece me resucitó el Señor, que estoy casi temblando entre mí. Paréceme fuera bien, ¡oh, ánima mía!, que miraras del peligro que el Señor te había librado y, ya que por amor no le dejabas de ofender, lo dejaras por temor» [149]. Cuando escribe esas palabras desde la altura de su vida mística y recuerda lo ocurrido, siente más deseos de amar a Dios, «plega a Su Majestad que antes me consuma que le deje yo más de querer». Doña Teresa ha quedado destrozada. La descripción que hace de su estado físico es impresionante: «Quedé de estos cuatro días de paroxismo de manera que sólo el Señor puede saber los insoportables tormentos que sentí en mí: la lengua hecha pedazos de mordida; la garganta, de no haber pasado nada y de la gran flaqueza que me ahogaba, 45
que aún el agua no podía pasar; toda me parecía estaba descoyuntada... con grandísimo desatino en la cabeza... toda encogida, hecha un ovillo... sin poderme menear, ni pie, ni mano, ni cabeza, más que si estuviera muerta...» [150]. Pero desea volver enseguida a la Encarnación, «di luego tan gran prisa de irme al monasterio, que me hice llevar así. A la que esperaban muerta, recibieron con alma, mas el cuerpo peor que muerto» [151]. En la enfermería del monasterio pasa tres años de parálisis casi total. Y cuando puede comenzar «a andar a gatas, alababa a Dios». Sin embargo, Teresa va a quedar marcada por la enfermedad para siempre. La lista de los dolores y enfermedades que podemos leer y deducir de sus escritos es impresionante. Todo lo sufrido le ha dado una gran lección, conformarse con la voluntad de Dios. Pero sigue rondando el temor, «pensaba algunas veces, que si estando buena me había de condenar, que mejor estaba así; mas todavía pensaba que serviría mucho más a Dios con la salud» [152]. Y avisa a sus lectores que nuestro engaño es, «no nos dejar del todo a lo que el Señor hace, que sabe mejor lo que nos conviene» [153]. Las monjas se espantan de su paciencia. Pero ella sabe que es Dios quien anda por medio. Ese Dios que le da tantas gracias en la oración. Y en esa oración entiende «qué cosa es amar» al Señor. De esa oración nacen muchas virtudes que comprueban todos. Le queda «deseo de soledad; amiga de tratar y hablar en Dios... amiguísima de leer buenos libros; un grandísimo arrepentimiento en habiendo ofendido a Dios» [154]. Como no mejora, decide buscar remedio en los «médicos del cielo». Y acude a la protección de san José, «él hizo... que pudiese levantarme y andar, y no estar tullida» [155]. La mejoría llega poco a poco. Desde la primavera de 1542 hasta el verano. Pero la curación es notoria para todo el convento. Y para Ávila. La joven carmelita está curada por intercesión del santo Patriarca. De esa curación arranca su devoción a san José, extendida por todas sus fundaciones. Aconsejará después a sus lectores que «quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este santo glorioso por maestro, y no errará el camino» [156]. Consciente de que la enfermedad la va a acompañar siempre, nunca permitirá que sea un obstáculo para realizar sus proyectos. Como escribe J. Mª Javierre, «las enfermedades de Teresa representan su mejor capital humano... La enfermedad... condiciona su biografía, la marca y la conduce. Ha sido en los años de juventud el instrumento mediante el cual Dios “macera” los materiales de Teresa, suaviza sus arranques heroicos, amansa los ímpetus, interioriza su mirada. Y en los años de madurez ahora incipiente, las dolencias sostienen su personalidad en un plano de contemplación de los dolores de Cristo, de participación en su misterio redentor, de creatividad apostólica... Las enfermedades, con el arranque terrible y la permanencia venidera, la hacen “apta” y la sostienen “apta” frente a la misión personal, cara al destino previsto para Teresa» [157]. No obstante la curación, entra en una nueva crisis. Quizá la más grave de su vida. Se trata de una etapa de fuerte contraste y forcejeo con Dios, de relaciones muy tensas. Años de oración difícil y dolorosa. Larga etapa entre los fervores de su temprano despertar y los siguientes a su conversión. «Pocos, casi nadie, saben de una Teresa que lucha dramáticamente... por la oración, que se le ha convertido en ejercicio doloroso, 46
impracticable verdaderamente. Y, sin embargo, la oración, durante largos años, se convierte en el dolor más intenso en la vida de Teresa» [158]. La ayuda de san José, la salud recobrada y las gracias inmensas que Dios le hace no son suficientes. Ella afirma que es el santo quien la cura, «pues él hizo, como quien es, en hacer de manera que pudiese levantarme y andar, y no estar tullida; y yo, como quien soy, en usar mal de esta merced» [159]. Teresa no responde, pues, aunque procura confesarse a menudo y hacer lo que puede para «tornar en gracia», no quita las ocasiones. Tampoco los confesores la ayudan. Y se enfada consigo misma porque le parece que su vida es una falsedad, «como me acordaba los regalos que el Señor me hacía en la oración y lo mucho que le debía, y veía cuán mal se lo pagaba, no lo podía sufrir; y enojábame en extremo» [160]. Poco a poco, el temor a Dios irá cediendo paso al amor, «todas estas señales de temer a Dios me vinieron con la oración, y la mayor era ir envuelto en amor, porque no se me ponía delante el castigo» [161]. Durante todo el tiempo que está enferma, procura guardar su conciencia de pecados graves. Pero la salud recobrada va a ser el motivo de una tremenda crisis: «¡Oh, válgame Dios, que deseaba yo la salud para más servirle, y fue causa de todo mi daño! ¡Quién dijera que había tan presto de caer, después de tantos regalos de Dios!» [162]. Entre dos fuegos El monasterio de la Encarnación es, por los años en los que vive doña Teresa, un hervidero de monjas. Más de sesenta y cinco profesas. Cuando ella salga del monasterio para fundar San José, llegarán a ser casi ciento cincuenta. La Encarnación se ha convertido en un lugar privilegiado para muchas jóvenes distinguidas de Ávila que no pueden casarse por falta de varones. En el siglo XVI, el oficio de los nobles y caballeros es guerrear, y en España hay muchas guerras. Y, en el monasterio, mientras crece el número de monjas no crecen las rentas comunes. Ese número se ve agravado por las personas seglares, parientes, amigas y sirvientas de las monjas que viven también allí y que resultan un peso añadido para la comunidad. Un grupo de personas tan variopinto imprime un estilo de vida semejante al de la sociedad en la que abundan las desigualdades. Es típico del momento histórico español. Una cantidad inmensa de pobres y harapientos, y una pequeña y privilegiada clase adinerada. En la Encarnación hay muchas monjas pobres, las de comedor y dormitorio común, que pasan verdadera hambre. Y hay monjas ricas que viven en sus celdas individuales y que pueden tener criadas para barrer y limpiar. Incluso esclavas. Su estilo de vida no se distingue en nada del secular. Son las llamadas doñas. Entre ellas está doña Teresa de Cepeda y Ahumada. El ambiente no es lo más oportuno para una vida de recogimiento. No obstante, hay un grupo numeroso de religiosas que llevan una vida fervorosa y ejemplar. La misma Teresa escribe que en el monasterio «hay tantas que sirven muy de veras y con mucha perfección al Señor, que no puede Su Majestad dejar... de favorecerlas» [163]. Cuando la fundadora comience su obra reformadora, la Encarnación 47
será una cantera de donde sacará muchas monjas para sus fundaciones. Y si se le quejan de ello, contestará: «Más de cuarenta quedan que podían fundar una religión» [164]. Lo que más destaca en el monasterio es la extrema necesidad, el hambre que pasan muchas religiosas, lo que les permite salir para buscar ayuda entre sus familias y amigos. En realidad, las monjas dependen económicamente del mundo exterior. Esa libertad para salir es considerada por todas como una cosa legal ya que las carmelitas de ese monasterio no están obligadas a una clausura estrecha. La misma Teresa disculpará más tarde esa libertad de movimiento por la gran necesidad que había. Dirá que las monjas podían salir muchas veces a lugares «adonde con toda honestidad y religión podíamos estar; y (además) no estaba fundada en su primer rigor la Regla, sino guardábase conforme a lo que en toda la Orden, que es con bula de relajación» [165]. Aunque considera esa libertad un gran inconveniente para guardar la Regla, confiesa que ella misma «era la que mucho lo usaba». Entre los remedios que buscan las monjas para cubrir la necesidad económica hay que subrayar las visitas a los locutorios, que se convierten en una fuente importante de ingresos. En esos locutorios pasará doña Teresa muchas horas de conversación. La noticia de su curación por intercesión de san José corre por todo Ávila. Las visitas se suceden. No sólo su padre, sino también los amigos van a felicitarla. Todos quieren ver la curación milagrosa. Ya han pasado los cuatro años que las Constituciones señalan para salir de la vigilancia de la maestra de novicias y doña Teresa tiene ahora mayor libertad para tratar con seglares. Primero en su celda. Allí se reúne un grupito de monjas que desean gozar de su compañía y oírla hablar de Dios. Ella aprovecha para iniciarlas en la práctica de la oración. Luego, además de las monjas, también seglares. Entre esos amigos y alumnos de la oración teresiana está don Alonso. Padre e hija pasan largos ratos en el locutorio. Sin embargo, aunque enseña a orar a otros, ella está viviendo su gran crisis de oración. El momento de su mayor lejanía de Dios. La «particular amistad» con Él no admite contrarios. Es excluyente. Y Teresa no puede soportarlo. Tratar con Dios de amistad y, a la vez, tratar con otras amistades que la alejan de Él: «Me tentaba el demonio no pretendiese amistad estrecha con quien trataba enemistad tan pública» [166]. Dios o el mundo. Hay que optar. Y opta por lo más fácil. Dejar la oración, no complicarse la vida, «parecíame era mejor andar como los muchos» [167]. Dejar la oración de amistad con Dios y hacer sólo oración vocal: «Rezar lo que estaba obligada, y vocalmente... no tener oración mental y tanto trato con Dios» [168]. Si hubiera vivido las exigencias de la amistad con Dios, su oración no habría tenido ese tono agónico que mantuvo durante veinte años. La dificultad para su oración no era psicológica, ni lo era su incapacidad para discurrir y sujetar la imaginación. Esa dificultad la siguió teniendo después de entrar en la oración mística. Era una cuestión moral. Teresa no planteaba su oración en términos de amistad, sino de temor. Ésa era su tragedia. No lograba poner su persona en el juego de la amistad. Su resistencia a la amistad era una resistencia sorda, pero tenaz. Porque la amistad compromete la vida de una persona, es lo que más 48
empeña la existencia. Por eso la rehusamos. Sabemos que comporta la muerte y nadie quiere morir en aras de la amistad. Teresa, tampoco. También habla de otras dificultades. Una, que no tiene maestros que la ayuden. Y la segunda, el ambiente del monasterio, que tampoco la favorece. Gran parte de ese desvío es por «no estar en monasterio encerrado». Es consciente del peligro. Y avisa a los padres que, si quieren poner a sus hijas en «camino de salvación» y mirar por su honra, prefieran «más casarlas muy bajamente que meterlas en monasterios semejantes» [169]. Acusa con una dureza tremenda la relajación a la que han llegado algunos monasterios religiosos en su tiempo, «es lástima de muchas (mujeres) que se quieren apartar del mundo y, pensando que se van a servir al Señor y apartar de los peligros del mundo, se hallan en diez mundos juntos» [170]. No habla sin fundamento. Desde finales del s. XV existe en la Iglesia y en la sociedad española un deseo de reforma. La espiritualidad de los últimos veinticinco años de ese siglo se caracteriza por su sentido de renovación. Esa espiritualidad provoca una reacción frente al conventualismo, consecuencia de la peste negra que trastocó la vida de los conventos en Europa. Muchas personas entraron en ellos sin verdadera vocación, sólo por remediar el hambre; y los religiosos se olvidaron de la práctica de sus constituciones y de la vida en común. El cardenal Cisneros trató de imponer la observancia en los monasterios. Se buscaba volver a la regla primitiva y la vida de comunidad; a la austeridad y la observancia; a la oración mental y la penitencia. Pero en tiempos de la madre Teresa todavía existían conventos no reformados donde la relajación era grande: «Me parece es grandísimo (peligro), monasterio de mujeres con libertad, y que más me parece es paso para caminar al infierno las que quisieren ser ruines que remedio para sus flaquezas. Esto no se tome por el mío... sino de otros que yo sé y he visto» [171]. Ella lo ha visto y conoce muy bien la vida monástica. Su juicio acerca de la vida de los religiosos es duro: «No sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia, pues los que habían de ser los dechados para que todos sacasen virtudes, tienen tan borrada la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron en las religiones» [172]. Tampoco la Encarnación es un modelo. Y aunque no la ayude, su vida después de la curación también deja mucho que desear. No bastan los buenos ejemplos de algunas monjas. No bastan los avisos y consejos de otra pariente suya «gran sierva de Dios» que también vive en la Encarnación. Ella sigue gastando horas y horas en el locutorio. Ni siquiera Dios puede sacarla de su ceguedad. Y tiene que recurrir a medios no ordinarios. «Estando con una persona... quiso el Señor darme a entender que no me convenían aquellas amistades... representóseme Cristo delante con mucho rigor, dándome a entender lo que de aquello le pesaba» [173]. No sabemos qué clase de representación fue aquélla. Pero como era la primera vez que se encontraba frente a un acontecimiento sobrenatural, no lo considera una visión. Sin embargo, Secundino Castro cree que «esta experiencia no es algo distinto de aquellas otras que vendrían más tarde... Y que con este fenómeno religioso, la espiritualidad teresiana quedaba definitiva y radicalmente orientada hacia Jesucristo» [174]. La visión se le 49
queda muy dentro. Afirma que vio a Cristo «con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo» [175]. Cuando escribe esas líneas, ha pasado mucho tiempo. Y, sin embargo: «Quedóme tan imprimido que ha esto más de veintiséis años, y me parece lo tengo presente» [176]. La visión le hizo comprender que su vocación le exigía algo más que el cumplimiento de las normas que prescribía la regla de la Orden. Y, sobre todo, le hizo comprender que Cristo la amaba. Sin embargo, volvió al locutorio. No obstante su aparente desinterés por lo sucedido, algún remordimiento le queda. Alguna sospecha de que no es antojo suyo, sino que Dios anda por medio para advertirla. Pero como «no era a su gusto», ella misma se lo desmiente. Además sigue habiendo «importunación» por parte del monasterio para que mantenga la conversación con aquella persona. Debe de ser muy importante, porque le dicen que no sólo no pierde honra sino que la gana. ¡Siempre la honra por medio! ¡Hasta en los monasterios...! Por eso, pasada la primera impresión, doña Teresa vuelve a las mismas conversaciones, e incluso más tiempo. Porque «fue muchos años los que tomaba esta recreación pestilencial» [177]. Está obcecada y prendida en los hilos de una amistad tan fuerte, que no es posible cortar. Pero Dios está todavía más empeñado que ella. Y vuelve al acoso. En otra ocasión, «estando con la misma persona... vimos venir hacia nosotros... una cosa a manera de sapo grande, con mucha más ligereza que ellos suelen andar. De la parte que él vino no puedo yo entender pudiese haber semejante sabandija en mitad del día, ni nunca la ha habido» [178]. Lo de menos son los modos como Dios llama. Sapo o sabandija lo importante es que Dios la sigue llamando y ella sigue diciendo que no. Tozudez incomprensible: «Y la operación que hizo en mí me parece no era sin misterio; y tampoco esto se me olvidó jamás. ¡Oh grandeza de Dios, y con cuánto cuidado y piedad me estabais avisando de todas maneras, y qué poco me aprovechó a mí!» [179]. Tampoco esa «visión» la deja insensible ni se le olvidó jamás. Después de muchos años, describe la escena como si acabara de ocurrir. Pero tampoco la hizo cambiar. Lejanía de Dios El final era previsible. Al cabo de mucho tiempo de forcejeo con Dios, Teresa acaba por dejar la oración; la mayor tentación de su vida que puede dar al traste con aquella oración-amistad de los días de Becedas. El abandono de Dios nunca viene de repente. Se va caminando por la cuerda floja hasta que se rompe. Y ella ha roto el último hilo que la ataba con Dios, «estuve un año, y más, sin tener oración, pareciéndome más humildad» [180]. Es la humildad del soberbio que no soporta constatar su miseria ante la misericordia de Dios. La fe es patrimonio de los pobres. Al hombre le cuesta reconocer que no puede solo. Que todo depende de Dios. A Teresa también. Esa es la causa de su fracaso. No soporta ver su miseria cuando Dios la está colmando de gracias. La solución más fácil es romper, «esta fue la mayor tentación que tuve, que por ella me iba a acabar de perder» [181]. Mientras mantiene su confianza en Dios todo se puede solucionar, porque 50
«con la oración, un día ofendía a Dios, (pero) tornaba otros a recogerme y apartarme más de la ocasión» [182]. Una vez decidida a romper su amistad con Dios, puede acabarse todo. Su experiencia es aviso para sus lectores. Que nadie deje la oración, porque «dejar la oración es perder el camino» [183]. El fondo de la crisis oracional de Teresa es la vida. Su oración se le quiebra por la vida. Aunque las monjas la ven apartarse «muchas veces a soledad a rezar y leer mucho», no es orante. Hay muchas presencias que la alejan de la Presencia. No tiene el corazón entero para el Amigo. «Con el amor no se juega reduciéndolo a espacios y tiempos cada vez más cortos. El amor se abre a la vida, es vida... en la amistad... El abandono de la oración arrastra tras sí toda la vida» [184]. Teresa tiene veintiocho años. Para compensar su amargura interior, procura que otros hagan oración y sirvan al Señor por ella. Entre esas personas está su padre, al que le ha enseñado a hacer oración. Y él ha salido muy buen discípulo: «Como era tan virtuoso... en cinco o seis años estaba tan adelante que yo alababa mucho al Señor, y dábame grandísimo consuelo» [185]. Don Alonso está sufriendo y pasando muchos trabajos. Seguramente se refiere aquí nuestra escritora a los apuros por la pérdida de la hacienda y al acoso de los acreedores que se le echan encima. El pobre anciano busca apoyo en su hija: «Iba muchas veces a verme, que se consolaba en tratar cosas de Dios» [186]. Teresa se deja perder a sí y procura ganar a otros. Pero al fin, no puede ocultar a su padre el abandono y frialdad en los que vive. El bueno de don Alonso cree que la causa son las enfermedades porque «él no decía mentiras». Y abrevia los encuentros: «Como él estaba ya en tan subido estado, no estaba después tanto conmigo, sino, como me había visto, íbase, que decía era tiempo perdido; como yo le gastaba en otras vanidades, dábaseme poco» [187]. Pero no enseña sólo a su padre a tener oración. También a otras personas que la rodean: «Como las veía amigas de rezar, les decía cómo tendrían meditación, y les aprovechaba, y dábales libros» [188]. A pesar de su flojedad, desea ayudar a otros para que sirvan al Señor: «Parecíame... que ya que yo no servía al Señor como lo entendía, que no se perdiese lo que me había dado Su Majestad a entender y que le sirviesen otros por mí» [189]. Es el consuelo de los flojos. Teresa no se rinde al Amor La muerte de don Alonso, en la Navidad de 1543, marca el momento más bajo en la vida espiritual de doña Teresa. Sale a cuidar a su padre, «estando (yo) más enferma en el alma que él en el cuerpo» [190]. Después de su muerte, queda confundida ante el contraste de la virtud de su padre y su «ruin vida». El dominico Vicente Barrón logra encauzar un poco aquella vida rota y hacerle entender «la perdición que traía». Ella le da cuenta de su oración y él le pide que no la deje. Nueva conversión a la oración, «comencé a tornar a ella –aunque no a quitarme de las ocasiones–, y nunca más la dejé». No dejó más la oración. Pero el drama interior no desaparece. Teresa quiere «concertar dos contrarios». 51
Confiesa que «pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas: por una parte me llamaba Dios, por otra yo seguía al mundo, dábanme gran contento todas las cosas de Dios, teníanme atada las del mundo» [191]. Teresa vive una situación agónica porque no quita de raíz las ocasiones. No le faltan deseos grandes, pero hay incoherencia entre su vida y su oración. Así la declara ella: «Yo procuraba... tener oración mas vivir a mi placer» [192]. En la oración pasa gran trabajo, «porque no andaba el espíritu señor, sino esclavo, y así no me podía encerrar dentro de mí... sin encerrar conmigo mil vanidades» [193]. No puede hacer su oración habitual de recogimiento. Así pasará diez años. Las visitas en el locutorio y las salidas continúan por mucho tiempo. Los superiores la siguen animando, pues el monasterio sigue necesitando de ella. Pero Dios también la sigue llamando y agraciando. Ella permanece en su infidelidad. El capítulo séptimo del Libro de la Vida es la mejor expresión del contraste entre Dios y Teresa. Soporta el «más penoso castigo» que puede recibir de Dios: «A la verdad, tomabais, Rey mío, el más delicado y penoso castigo por medio que para mí podía ser... con regalos grandes castigabais mis delitos» [194]. Dios castiga su infidelidad dándole más gracias. En este momento de su proceso espiritual es imposible dejar de recordar lo que ella misma escribe en las terceras moradas del Castillo interior. Como el joven rico del Evangelio, Teresa tampoco está dispuesta a un amor radical a Dios. A jugárselo todo por Él. A romper con todo para alcanzarlo todo: «Aún es menester más para que del todo posea el Señor el alma, no basta decirlo como no bastó al mancebo cuando le dijo el Señor si quería ser perfecto. Desde que comencé a hablar en estas moradas lo traigo delante, porque somos así al pie de la letra... de aquí vienen las grandes sequedades en la oración» [195]. Lo importante para el que ha llegado a ese estado espiritual es «procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo» [196]. No querer que se haga nuestra voluntad sino la suya. Hay que admitir «que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare». Hay que ponerse en las manos de Dios, sin condiciones: «Guíe Su Majestad por donde quisiere; ya no somos nuestros sino suyos» [197]. A Dios no se le puede indicar el camino. Él no entra por la puerta que nosotros le abrimos. Porque es Dios, reivindica para Sí todo el protagonismo. Y a eso no está dispuesta Teresa. Por eso no rompe a amar. Por eso pasa los años en una triste mediocridad: «No tengáis miedo que esas almas se maten, porque su razón está muy en sí, no está aún el amor para sacar de razón» [198]. Pero es que, además, Teresa está sola. Es verdad que la situación de la Encarnación no la ayuda. Pero tampoco tiene un maestro o guía espiritual que la oriente. Se queja repetidas veces de que «no halló maestro», de que los confesores la «ayudaban poco». Y añade que «es gran mal un alma sola entre tantos peligros» [199]. Desde su experiencia aconseja a los que tienen oración que «procuren amistad y trato con personas que traten de lo mismo, es cosa importantísima» [200]. Porque los que trabajan en el servicio de Dios 52
necesitan «hacerse espaldas unos a otros para ir adelante». Poco a poco, doña Teresa se va convirtiendo en líder. Su presencia se hace indispensable en el locutorio para la marcha económica del monasterio. La estrechez en que vive el monasterio la obliga a acudir a las visitas que son fuente de ingresos y limosnas. Sus amistades, su gracia y su encanto en el hablar convierten el locutorio de la Encarnación en un ininterrumpido visiteo. Van quedando lejos el fervor de los meses vividos en Becedas, el gozo de la experiencia de Dios, la oración de amistad con Él. Ahora, es una más entre las monjas. Confiesa dolorida: «Así comencé de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades, que ya yo tenía vergüenza de en tan particular amistad, como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios» [201]. Esta larga y profunda crisis afectiva es muy importante para estudiar y conocer la espiritualidad teresiana y su metodología. Como veremos más adelante, incluso después de su conversión definitiva, nuestra santa no acaba de romper con sus amistades. El confesor no se atreve a pedírselo: «Como me veía tan asida en esto, no había osado determinadamente decir(me) que lo hiciese. Debía aguardar a que el Señor obrase...» [202]. Había que esperar «a que Dios obrase», había que ir «poco a poco». En las Fundaciones, advierte a las prioras de las casas que no traten de perfeccionar a las monjas a fuerza de brazos, sino que disimulen sus faltas, yendo «poco a poco hasta que obre en ella el Señor» [203]. Hay que esperar el tiempo de Dios. Hay que educar primero a la persona para que capte la acción de Dios. Sólo así se puede dar una respuesta de amor a ese amor previo del Señor. Doña Teresa lo sabe muy bien por experiencia. Hasta que Dios no obró en ella, su vida fue un fracaso. Quiso ir muy deprisa y tocar el cielo con sus manos, pero sin Dios. ¿Por qué tenía que negarse nada si en su corazón cabía todo? ¿Por qué no podía concertar amores contrarios? La respuesta es sencilla. No le faltaban grandes deseos pero había en su vida una gran incoherencia. No lograba poner toda su persona en juego de amistad. Ese es su fracaso, su gran tragedia. Su dificultad para orar no era psicológica, sino moral, porque después de la conversión siguió teniendo las mismas dificultades psicológicas. Era cuestión de vida. No la planteaba en términos de amistad. Había en ella una resistencia enorme a entregar la propia persona. Teresa mantiene la práctica de la oración pero no es orante. Las tensiones espirituales que eso le produce son tan grandes, que ellas solas bastan para explicar sus tremendas enfermedades. El resumen de esa primera etapa, que se prolonga hasta casi los cuarenta años, nos lo hace ella misma. Antes de contarnos su conversión definitiva, pinta en el Libro de la Vida un cuadro impresionante por su realismo y crudeza. Son muchos años de vida condensados en unas pocas líneas: «Suplicaba al Señor me ayudase... Buscaba remedio, hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios» [204]. Maestra de la lengua castellana, Teresa de Jesús juega con las palabras y se vale de una imagen literaria 53
bellísima y tremendamente expresiva: «Deseaba vivir –que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte– y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar, tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a Sí y yo dejándole» [205]. La imagen de la muerte connotando la separación de Dios se adelgaza tanto, que ya no pelea con la muerte sino con su sombra. No está aún muerta a la vida del espíritu, pero la sombra presagia la llegada de la muerte, del mismo modo que las sombras presagian la noche. Simbólicamente, Teresa no vive sino que muere. La acción de vivir se opone a la de morir como acción inacabada. Mientras la vida puede durar mucho tiempo, la muerte aparece en un instante. Sin embargo, ella está muriendo en una acción que no sabe cuándo terminará. Sólo el amor de Dios pondrá fin a ese vivir muriendo que tanto la destroza. Ahora, cuando escribe esas líneas, ya ha llegado a la plenitud de la luz mística. Y entiende plenamente cuál ha sido la causa de su fracaso espiritual durante tantos años y cómo todo depende de Dios: «Mas debía faltar –a lo que ahora me parece– no poner en todo la confianza en Su Majestad y perderla de todo punto de mí» [206]. La santa cierra el capítulo cuarto del Libro de la vida entonando una especie de magníficat: «Si hubiera de decir por menudo de la manera que el Señor se había conmigo en estos principios, fuera menester otro entendimiento que el mío para saber encarecer lo que en este caso le debo, y mi gran ingratitud y maldad, pues todo esto olvidé. Sea por siempre bendito que tanto me ha sufrido, amén». Oración-amistad A punto de narrar su conversión definitiva, Teresa de Jesús mira hacia atrás y piensa en sus hijas y en sus lectores. Quiere dejarles una lección. Y decirles que, si después de tanto «caer y levantar» ha logrado salir, es por no haber dejado la oración: «Por estar arrimada a esta fuerte columna de la oración pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas. Y con levantarme y mal –pues tornaba a caer– y en vida tan baja de perfección...» [207]. Su vida es una historia de oración. Ella ha experimentado lo que es vivir en ese difícil equilibrio: «Ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo» [208]. Su oración no ha sido fácil. Cuando la vida no es coherente y «se hace traición al rey» sabiendo que Él lo sabe, hace falta mucha valentía para orar. Es decir, mucha humildad para aceptar la propia miseria delante de Dios: «Porque los que tratan de oración... están viendo que (Dios) los mira». Para eso escribe: «Para que se vea la misericordia de Dios» y su ingratitud. Y «para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración» [209]. Lo importante es perseverar en ella. Aunque haya «pecados y caídas y tentaciones de mil maneras», Dios saca al alma a «puerto de salvación» [210]. Como la sacó a ella. Ahora ha pasado del temor a la dulzura de la amistad con Dios. La amistad es la clave de su oración. Amistad con Dios. Oración en el amor. No otra cosa. Por eso nos ha dejado la más bella definición de la oración como amistad con Dios: «No es otra cosa 54
oración mental –a mi parecer– sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» [211]. La oración-amistad es un encuentro interpersonal entre Dios y el hombre. Un encuentro de personas que se aman, un encuentro de amigos. La oración teresiana es estar o querer estar con Dios. Para Teresa orar es darle ocasión a Dios, para que se esté con nosotros. Con una finura extremadamente femenina nos dice que nadie desconfíe del amor de Dios, pues a ella tanto la sufrió, «sólo porque deseaba y procuraba algún lugar y tiempo para que (Él) estuviese conmigo, y esto muchas veces sin voluntad» [212]. Es decir, sin ganas. Donación plena del ser a Dios. No buscando su gusto sino el de Dios. Estar con Él para que Él esté con ella, para que se regale con ella. Teresa de Jesús ha sido la gran orante. Por eso es maestra de oración: «De lo que tengo experiencia puedo decir». Ella que ha jugado tanto tiempo con la gracia de Dios, insiste, una y otra vez, en que no se deje la oración: «Por males que haga quien la ha comenzado, no la deje, pues es el medio por donde puede tornarse a remediar» [213]. No dejar la oración por humildad. Y porque en la oración «se torna a la amistad que estaba» con Dios, ruega a «quien no ha comenzado (oración)... que no carezca de tanto bien» [214]. Sus miserias y caídas le han enseñado que Dios no necesita personas que lo adoren, sino personas que se dejen perdonar y regalar por Él, que quieran recibir sus gracias. Dios es amor, y el amor sólo busca darse. Bellamente nos dice que la oración es la puerta para que Dios entre, se comunique al alma y la llene de sus dones: «Sólo digo que para estas mercedes tan grandes que me ha hecho (el Señor) a mí, es la puerta la oración; cerrada esta, no sé cómo las hará, porque, aunque quiera entrar a regalarse con un alma y regalarla, no hay por dónde, que la quiere sola y limpia y con gana de recibirlos» [215]. Sólo la oración pone al hombre en contacto con Dios. Sólo a través de esa puerta, Dios puede «regalarse con un alma y regalarla». Una y otra vez nos presenta el gozo que produce la amistad con Dios. En la oración-amistad, Dios se regala y nos regala. Primero, se regala Él. Porque es Dios. A Él la gloria. Luego, nos regala a nosotros y así le damos gloria. El hombre, por sí solo, no puede glorificar a Dios. Lo glorifica dejándose dar y regalar por Él. Dejándole hacer. Hay que hacer el esfuerzo de abrirle la puerta. Hay resonancias bíblicas en esas palabras teresianas: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaremos juntos» [216]. Cenar juntos es la comunión de gozo con el Amor, es «la cena que recrea y enamora» [217]. Por eso, no entiende «por qué todo el mundo no se procura llegar a (Dios) por esta particular amistad» [218]. Hoy tampoco es fácil la oración. Ni ayuda el ambiente, ni las circunstancias históricas que nos rodean. Pero es posible. Porque Dios se sigue revelando al hombre y se sigue comunicando. La experiencia de esta mujer que pasa casi veinte años en «guerra tan penosa», entre Dios que la llama y el mundo que la solicita, es clave para el orante de hoy. Nuestros tiempos no son más fáciles que los suyos. La experiencia cristiana es la de un Dios que busca al hombre y que alcanza su culmen en la Encarnación. Dios desciende para encontrarse con nosotros. No somos nosotros los que vamos a Dios, es Él quien 55
viene a nosotros y nos busca. Somos buscadores de un Dios que nos busca. Los místicos nos han enseñado a cambiar la imagen de Dios. Orar es acogerle. Él va siempre delante, buscando, llamando, pidiendo. A esa compañía nos invita Teresa de Jesús. A buscar el encuentro. Pero ese encuentro no puede ser efectivo si no es afectivo. Dios no es Alguien para ser pensado sino para ser amado. Orar es dejarse amar por Dios y dejarse regalar por Él. Confiar en Él: «Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer» [219]. Cuando se ha saboreado lo que es la amistad con Dios, se puede exclamar, arrebatada como ella: «Sí, que no matáis a nadie, Vida de todas las vidas, de los que se fían de Vos y de los que os quieren por amigo» [220]. Si en Dios está la vida y la plenitud del amor, es lógico que no entienda «esto que temen los que temen comenzar oración mental, ni de qué tienen miedo» [221]. Sin embargo, hay que saber traducir la oración-amistad a nuestro hoy. Santa Teresa es una orante excepcional y, al mismo tiempo, una mujer profundamente humana. La oración la humaniza, pero su saber tratar con el mundo la prepara para el trato con Dios. En ella convergen oración y acción. El humanismo y Dios corren una misma suerte. «Con sólo atender al carácter eminentemente humano de aquella vida, por otra parte, toda de Dios, henchida totalmente de Dios y consagrada por entero al servicio de Dios, es, sin género de duda, santa Teresa de Jesús una de las almas más generosas y simpáticas que han descendido a este mundo. Carácter eminentemente humano... Aquella vida toda de Dios...» [222]. Dios crece donde crece la humanidad. La humanidad crece donde crece Dios. Todo crecimiento humano se apoya en Él. Y toda relación auténtica con Dios se verifica en las relaciones humanas. La oración-amistad tiene para el creyente de hoy una traducción concreta. No podemos imitar los caminos ni los modos teresianos porque el teresianismo no se acaba en Teresa de Jesús. Es más. Ella nos enseña cómo deben ser nuestros caminos y nuestros modos. Lo primero, una gran opción por Dios. La oración-amistad no es sólo una praxis, sino una vida al servicio de Dios y de los hombres. Es abrir los ojos para leer los signos de los tiempos y comprometerse con ellos en la medida de nuestras posibilidades. La santa, con su gran experiencia de Dios y su aguda visión histórica, supo leer los signos de su tiempo y comprometerse con ellos. Desde su condición de mujer, de monja y de mística. Tres condiciones sumamente difíciles en el siglo XVI que no debemos olvidar. A Teresa la oración-amistad no la aleja del mundo. La abre al mundo. Capta desde Dios las necesidades de la Iglesia y de sus hermanos. Le urge la vida. Toda vida. La de sus Carmelos y la del mundo en el que vive. Ninguna realidad le fue ajena, ni ella se sintió ajena a ninguna realidad.
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3 El encuentro «Era una imagen de Cristo muy llagado, y tan devota, que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Libro de la Vida 9,1).
La fuerza de una imagen Dios es imprevisible. Nos sale al encuentro cuando menos lo esperamos. En cualquier recodo del camino. Quizá al doblar una esquina. Quizá por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Quizá sentados frente al televisor. No importa. Ningún camino le es ajeno porque Él es el Camino. Y sus caminos no son los nuestros. Es un día de Cuaresma de 1554. No sabemos exactamente la fecha. Doña Teresa tiene treinta y nueve años. Alguien ha llevado a su oratorio una imagen de un «Cristo muy llagado». Ella no lo sabe. Como tampoco sabe que detrás de esa puerta que abre con descuido Alguien la espera. Los ojos de Cristo la miran. Y, poco a poco, se siente invadida por el amor infinito de esos ojos. No hay palabras. Sólo un cruce de miradas. Ella «mira que la miran». Lleva casi veinte años esquivando encuentros. Pero este es el definitivo. Allí está Él: «Era una imagen de Cristo muy llagado, y tan devota, que en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros» [223]. Primero, tiembla. Luego, llora. Al fin, cae de rodillas. Muchas veces, seguramente, ha visto esa imagen en el monasterio. Pero esta vez la ha visto de otro modo, «con los ojos del alma que se ve muy mejor que acá vemos con los del cuerpo» [224]. Y siente la fuerza transformadora de esa mirada. Experiencia inefable que cambia su vida. «El mirar de Dios es amar», dice san Juan de la Cruz[225]. Por eso, al mirar al «Cristo muy llagado», Teresa se deja seducir por una experiencia de perdón y de amor. Dios no ha roto con ella. Ese Jesús, al que tantas veces llama Esposo, quiere iniciar una nueva seducción para restaurar la historia de amor que ella sí ha roto: «Yo voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Le devolveré sus viñedos, haré del valle de Acor una puerta de esperanza, y ella me responderá allí como en los días de su juventud» [226]. A sus casi cuarenta años, se deja seducir por el Amor. Esta vez no ha sido un libro. Esta vez ha sido la fuerza de una imagen la que se le ha metido por los ojos y le ha transformado el corazón. La conversión de Teresa no ocurre de pronto. A lo largo de su vida ha sufrido muchas crisis y muchas conversiones hasta llegar a este momento. La gracia de Dios ocurre siempre en una persona y tiene mucho que ver con su historia, sus circunstancias 57
personales y su psicología. La de cada uno[227]. Por eso, siempre me resulta interesante comparar la conversión de Ignacio de Loyola con la de Teresa de Cepeda y Ahumada, dos santos coetáneos, con historias distintas, pero con una conversión lenta y progresiva y a una edad madura. Ignacio pierde a su madre siendo muy niño, y desde niño siente la carencia materna. Luchando en el sitio de Pamplona es herido gravemente. Vuelto al castillo de Loyola, el elegante y mujeriego caballero se recupera de las heridas recibidas e intenta que su pierna destrozada le permita volver a ser el de antes mediante una terrible cirugía. Allí lo cuida su cuñada Magdalena, que hace de segunda madre. En esa dura convalecencia, Ignacio, lo mismo que Teresa, lee la Vita Christi, de Ludolfo de Sajonia, que lo introduce en los misterios de la vida y pasión de Cristo; y el Flos sanctorum, donde admira el heroísmo de los santos. Entonces ocurre lo inesperado. Él mismo lo escribe en su Diario mucho tiempo después, aunque habla en tercera persona: «Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de Nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas. Así desde aquella hora hasta el agosto de 1553 que esto se escribe, nunca más tuvo un mínimo consenso en cosas de carne, y por este efecto se puede juzgar haber sido la cosa de Dios, aunque él no osaba determinarlo ni decía más que afirmar lo susodicho» [228]. Ignacio no habla de visión sino de «visitación». Y aunque «no osa afirmar con certidumbre que sea cosa de Dios, sí afirma con certeza los prodigiosos efectos... de aquel trance, y su convencimiento de que tan radical cambio no provenía de sus fuerzas». Frente a la conversión del caballero vasco, la dama abulense se convierte ante la imagen de un «Cristo muy llagado». Así, a primera vista, parece que tendría que haber sido al contrario: el guerrero frente a un Cristo sufriente y la mujer frente a la imagen dulce de la Virgen madre. Sin embargo no fue así. Se cumple lo que decíamos en líneas anteriores, la conversión tiene que ver con la historia personal de cada uno. En Ignacio, seguramente, la falta de su madre. En Teresa, su condición de mujer y su tremenda afectividad no equilibrada todavía para esas fechas. Más tarde, el enamoramiento de Jesús hombre equilibró su afectividad, le dio serenidad liberándola de sus afectos desordenados y logró su conversión plena. A los pies del «Cristo muy llagado» parece que estaba pintada la imagen de María Magdalena, otra mujer enamorada de Cristo que le siguió hasta el pie de la cruz. Teresa ha pensado muchas veces en su conversión y se ha encomendado a esa «gloriosa santa» para que le alcanzara el perdón de Dios. Pero muchas veces también se le olvidaba aquel sentimiento. Mas esta postrera vez le aprovecha más, «porque estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba» [229]. La larga lucha con el Dios que la reclama acaba por ceder. Termina el asedio y Teresa se rinde al Amor. Mejor, el Amor rinde a Teresa. Encuentro arrollador. Como a Saulo, camino de Damasco, la gracia de Dios la ha fulminado. El Señor se ha dejado ver. Lo mismo que el 58
apóstol, puede decir: «El Señor tuvo a bien revelarme a su Hijo» [230]. Se ha producido el encuentro. Teresa «ha sido alcanzada por Cristo Jesús» [231]. De ahí sus famosas palabras: «Me pudiste». La conversión es un encuentro. Lo decisivo en la vida de toda persona, «es la experiencia de encuentro con la persona de Cristo... encuentro, no con algo, sino con Alguien... una experiencia de perdón, una experiencia de conversión y cambio profundo... una conversión a Cristo como fuente única de vida y salvación» [232]. «El encuentro-vocación... es personal e intransferible: no se sustituye con nada, ni nadie nos la puede racionalizar, siendo como es la clave permanente de una vocación intrínsecamente misteriosa y amante. Se trata de una experiencia absolutamente personalizada en que nos sentimos comprometidos –por amor de identificación– con el hombre que nos llama a seguirle. Es la experiencia definitiva que, lógicamente, irá madurando con la vida. Cuando Juan afirma “serían las cuatro de la tarde” (Jn 1,39), está significando todo este complejo y sencillo universo vocacional» [233]. La conversión «es una experiencia única e irrepetible en la vida... repetida múltiples veces en la historia de los hombres... Unas conversiones son de tipo intelectual... Las hay emocionales... Más que aprisionarla, el hombre se ve preso, seducido por la verdad, la bondad o la hermosura. Toda conversión supone una integración de fuerzas dispersas de la persona que se funde en un haz y un rumbo, un rumbo nuevo al que se proyectan, versus. Este cambio de rumbo afecta a las capas más profundas del ser, rompe su vieja estructuración. Toda conversión es una sub-versión, justamente porque lleva en sí una ruptura y sacudimiento, y una a-versión» [234]. Conversión a Dios y aversión a las criaturas. Hay un cambio de rumbo. Lo que a Teresa se le hacía imposible se ha cumplido. Porque la conversión es obra de Dios. Convertirse es reconocer que sólo Él puede hacerlo. Durante muchos años, doña Teresa ha buscado a Dios. Se ha esforzado por encontrarlo. Ha querido gozar de su presencia con prisa. Ha trabajado por ganar los bienes del cielo y liberarse de la fugacidad de este mundo. Pero siempre confiando en sus fuerzas. Todavía no ha entendido que toda experiencia religiosa es siempre pasiva. Ahora comienza a entender que necesita desasirse de sí misma y poner toda su confianza en Dios. Porque el papel de Dios es comunicarse, dar. El del hombre, querer recibir. Pero recibir es actitud de pobre, por eso al hombre le cuesta recibir. A Teresa le ha costado mucho tiempo adoptar esa actitud: «Primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme» [235]. Su búsqueda «se apoyaba en el esfuerzo propio, el Dios buscado se medía por la intensidad del deseo que de Él tenía... El resultado es el fracaso. La presencia anunciada no acaba de producirse... Ella reconoce el fracaso del esfuerzo cuando se detiene en él... ¿Qué le faltaba a Teresa para que su búsqueda culminase en encuentro?... Le faltaba pasar de la autoafirmación... al abandono» [236]. Ahora ha comprendido que «todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza en nosotros, no la ponemos en Dios» [237]. Ha descubierto que el origen de su mal es la confianza en sí misma. Creo que 59
de este reconocimiento arranca todo su progreso espiritual. La conversión que nos describe en el capítulo 9 del Libro de la Vida, «cierra el largo período caracterizado por una intensa acción amorosa de Dios, por un asedio sostenido y firme a la fortaleza de Teresa. Dios, que lucha por abrirse paso a su interior, por ganársela como amiga, poniendo en juego todas las invenciones de su amor. Desde ese momento, Dios pasa a primer plano» [238]. Ahora ya ha aprendido. Dicen sus testigos que muchos años después, cuando les contaba a sus monjas más amigas el momento de su conversión, les repetía aquellas célebres palabras: «Porfié y valióme». «Esa decisión de cambiar de vida no arranca inmediatamente del conocimiento de la miseria teresiana, como sucede ordinariamente antes de recibir una gracia mística. Aquí es la persona de Cristo, sufriendo en una imagen, quien la impulsa y decide... Teresa intuyó a través de la imagen la persona de Cristo vivo que se presenta a ella compasivamente. Ve a Cristo que sufre por ella..., y se siente empujada por fuerzas misteriosas a un contacto con Él» [239]. Cristo es el primer objeto de su experiencia mística. Conversión definitiva. Encuentro con Jesucristo. Momento culminante en su vida. Hasta entonces vivía doña Teresa de Cepeda y Ahumada. Ahora, acaba de nacer Teresa de Jesús. JESÚS, la gran palabra que la explica y la define. Sin Jesús, no existiría santa Teresa. ...Y la fuerza de un libro Los libros sólo tienen fuerza si hay sensibilidad en la persona que lee. Doña Teresa siempre ha estado receptiva. Hasta el punto de que los libros son como hitos que van marcando su proceso espiritual. Siendo niña, el Flos sanctorum le descubre la vida y el valor de los santos y mártires, y la impulsa a buscar el martirio junto con su hermano Rodrigo. En su adolescencia, las novelas de caballerías que devora la inclinan hacia el sendero del mal, como ella escribe. Pasada esa crisis, su juventud se abre al don del Espíritu y las Epístolas de san Jerónimo la animan a decidir su vocación religiosa. Más tarde, en la soledad de Becedas, el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna le enseña la oración de recogimiento, tan decisiva en su proceso oracional. Y después del destrozo físico en que la deja la curandera de Becedas, la historia de Job leída en las Morales de san Gregorio le ayuda a sufrir con paciencia tantos dolores. Entre las lecturas preferidas por Teresa destacan el Contemptus mundi, de Tomás de Kempis, y, especialmente, la Vita Christi de Landulfo de Sajonia, el Cartujano. Este libro es fundamental en la formación cristológica de Teresa porque en él puede leer muchos pasajes bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento y conocer y estudiar los principales misterios de la vida de Jesús. Esos dos libros la sumergen en la contemplación sensible de la dimensión humana de Cristo, la Sagrada Humanidad como ella la llama siempre. No se sabe la fecha en la que se encuentra con el libro del Cartujano, pero sí sabemos que lo mantuvo consigo hasta los últimos años de su vida: «Un día, víspera del Espíritu Santo, después de misa fuime a una parte bien apartada... y comencé a leer en un “Cartujano” esta fiesta» [240]. En ese mismo texto indica que había leído ese pasaje en otras ocasiones. 60
Si el Libro de la vida lo escribe en 1565 quiere decir que hacía tiempo que leía el Cartujano. El libro le ofreció la más amplia documentación bíblica, litúrgica y cristológica. Y en las Constituciones, la fundadora lo señala como uno de los que no deben faltar en las bibliotecas de sus conventos. No podemos detenernos en la influencia que ejerce en la Doctora mística la lectura del Libro de la oración, de fray Luis de Granada, y la del Tratado de la oración y meditación, de fray Pedro de Alcántara. Y la posible lectura del Audi, filia, de Juan de Ávila. Sabemos que le envió el Libro de la Vida con muchísimo interés para que él le confirmara su espíritu. Ahora son las Confesiones de san Agustín las que afianzan su conversión: «En este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto» [241]. Los grandes pecadores, luego santos, son muy de su agrado: María Magdalena, Pedro, Pablo, Agustín... En ellos halla mucho consuelo, porque como «los había el Señor perdonado, podía hacer a mí». Sólo una cosa la desconsuela, y es que «a ellos sola una vez los había el Señor llamado, y no tornaban a caer; y a mí eran ya tantas que esto me fatigaba» [242]. Teresa es muy aficionada a san Agustín desde su internamiento en el monasterio de Santa María de Gracia, aunque no ha podido leer sus libros escritos en latín. Alguien le pone ahora en las manos la traducción de las Confesiones. La lectura del libro la conmueve. Se ve reflejada en aquel hombre pecador, y comienza a encomendarse mucho a él. Pero cuando llega a su conversión y lee «cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón; estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, y entre mí misma con gran aflicción y fatiga» [243]. En medio de esas lágrimas, Teresa alaba a Dios que la ha sacado de «muerte tan mortal». Su dolor no es estéril. Con una encantadora sencillez confiesa que la «Divina Majestad» oía sus clamores y tenía lástima de «tantas lágrimas». Dios no se deja ganar en generosidad y comienza a volcarse en ella. Crece su deseo de estar más tiempo con el Señor: «Comenzóme a crecer la afición de estar más tiempo con Él y a quitarme de los ojos las ocasiones, porque quitadas, luego me volvía a amar a Su Majestad» [244]. Y después del esfuerzo, entiende «en qué está el amar de veras a Dios». A cada determinación suya de «querer servirle», Su Majestad responde tornándola a «regalar... con gustos y regalos» en la oración. Tantos que, «no me parece sino que lo que otros procuran con gran trabajo adquirir, granjeaba el Señor conmigo que yo lo quisiese recibir» [245]. Así concluye la declaración de su encuentro con Cristo: «Como no estaba Su Majestad esperando sino algún aparejo en mí, fueron creciendo las mercedes espirituales de la manera que diré» [246]. Primera oración teresiana Después de narrar su encuentro con Cristo, y antes de la lectura de las Confesiones de san Agustín, Teresa de Jesús hace una especie de paréntesis para decirnos cómo era su oración habitual antes de ese encuentro. Ya hemos hablado de ella. Pero vuelve a insistir: 61
«Como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí, y hallábame mejor... de las partes adonde le veía más solo; parecíame a mí que, estando solo y afligido, como persona necesitada me había de admitir a mí. De estas simplicidades tenía muchas...» [247]. Una de ellas era «acompañarle» en la oración del Huerto. «Pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había tenido». Y como prueba de su dificultad para esa oración, añade: «Si podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor», aunque nunca «se determinaba a hacerlo» pensando en la gravedad de sus pecados. Lo único posible era estarse con el Señor: «Estábame allí lo más que me dejaban mis pensamientos... porque eran muchos los que me atormentaban» [248]. Es interesante destacar las palabras teresianas: «Lo más que me dejaban mis pensamientos». Dificultad para la oración debida a su imaginación dispersa, y, al mismo tiempo, deseo de estar orando lo más posible. Es la misma oración de recogimiento activo que aprende en el Tercer Abecedario y que viene practicando desde hace veinte años. En el capítulo cuarto de la Vida, había escrito: «Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo... dentro de mí presente» [249]. Aparentemente, parece afirmar que por entonces ya hacía su oración representándose a Jesucristo dentro de ella misma. Y no es así[250]. En los dos textos citados se corrige. En el primero, escribe: «Porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento... que aún para pensar y representar en mí –como lo procuraba– traer la Humanidad del Señor, nunca acababa» [251]. Y en el segundo: «Tenía tan poca habilidad para con el entendimiento representar cosas... Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre, mas es así que jamás le pude representar» [252]. Esta parece que es la oración inicial de Teresa, procura «traer» a Jesucristo en su interior, pero no lo consigue. «Mucho tiempo antes de leer el Tercer Abecedario, la oración de Teresa consistía en ponerse en presencia de Cristo. Era una presencia vaga que no penetraba los momentos de su vida, pero la realidad de la presencia de Cristo era ya su modo de orar» [253]. En los párrafos siguientes, continúa explicando la dificultad de esa oración «sin discurso del entendimiento», y confiesa que los que llegan a ese estado «es muy a su costa». Habla desde su experiencia y vuelve a decirnos de qué medios se valía en su oración: «Es bueno un libro para presto recogerse. Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro, y en mi ingratitud y pecados» [254]. Más adelante, vuelve a hablar del recogimiento activo y enseña a los principiantes cómo deben actuar en esa primera oración: «Se representen delante de Cristo y, sin cansancio del entendimiento, se estén hablando y regalando con Él, sin cansarse en componer razones, sino presentar necesidades y la razón que tiene para no nos sufrir allí. Lo uno en un tiempo, y lo otro otro, porque no se canse el alma de comer siempre un manjar» [255]. En Camino de perfección traduce su propia experiencia de esa oración de recogimiento activo y la convierte en doctrina para sus lectores: «Dice san Agustín que le 62
buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo, ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces?» [256]. Esa oración primera no es un repliegue sobre sí misma, sino un recogimiento en Dios. Recogerse es ponerse a la escucha del Dios que nos habla: «Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija» [257]. Tres datos señala Teresa como esenciales: ponerse en soledad, mirar a Dios dentro y rezar con oraciones sencillas nacidas del corazón. Invadida por Dios En medio de esa «representación» de Cristo, se siente invadida por la Presencia divina: «Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo..., y aún algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él» [258]. Hay un cambio sustancial. «La representación se hace experiencia. El paso de la oración ascética de recogimiento a la oración mística de recogimiento infuso lo señalan claramente las expresiones, representar dentro y estar dentro. En el primer caso, actúa el hombre. En el segundo, es Dios quien toma la iniciativa» [259]. El recogimiento pasivo o infuso es una oración sobrenatural totalmente gratuita dada por Dios. Es un fortalecimiento del alma y del mundo interior, por tanto, un debilitamiento de los sentidos. Es un centramiento en la Persona divina. Quien recoge es Dios que nos vive dentro. En la Cuenta de Conciencia, escrita en 1576, Teresa de Jesús declara esa oración infusa: «La primera oración que sentí... sobrenatural... es un recogimiento interior que se siente en el alma... Aquí no se pierde ningún sentido ni potencia, que todo está entero; mas lo está para emplearse en Dios» [260]. Esa oración «nace de un llamamiento poderoso de Dios que despierta y atrae a su presencia –el centro, la interioridad– a todo el hombre, potencias y sentidos. Dios “recoge” al hombre dentro... La Persona divina “impone” su presencia. Y el hombre “experimenta”... que Dios está actuando» [261]. La declaración más completa de ese recogimiento infuso la hace nuestra escritora en las Moradas del castillo interior con la bella alegoría del Rey convertido en Buen Pastor. Sin embargo, en la Cuenta de Conciencia arriba señalada, Teresa olvida declarar ese «sentimiento de la presencia de Dios». Y escribe al final de la misma: «Otra oración me acuerdo –que es primero que la primera que dije– que es una presencia de Dios que no es visión de ninguna manera, sino que parece que cada y cuando (a lo menos cuando no hay sequedades) que una persona se quiere encomendar a Su Majestad, aunque sea rezar vocalmente, le halla» [262]. «Esta inesperada experiencia de la presencia divina es la primera 63
gracia mística “sobrenatural”, pasiva e infusa... es al principio fugaz... poco a poco irá infiltrándose en la vida de Teresa hasta convertirse en una realidad predominante. La presencia divina llegará a ser el núcleo de la espiritualidad teresiana» [263]. Llegada a esos primeros grados de oración sobrenatural, la santa da a sus lectores una estupenda lección de humildad, reconocer que somos fruto de la gratuidad de Dios. No es humildad no admitir que Dios nos da sus gracias: «No cure (=procure) de unas humildades que hay... que les parece humildad no entender que el Señor les va dando dones». Es humildad entender que nos las da «Dios sin ningún merecimiento nuestro», y agradecérselo. Lección magistral: «Porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar» [264]. Punto fundamental de su doctrina. Sólo quien se sabe amado es capaz de amar. La humildad es saberse don de Dios, no posibilidad nuestra. Reconocer la pobreza humana abre a la donación de Dios. Sólo el que se sabe favorecido por Él será capaz de decisiones generosas: «¿Cómo aprovechará y gastará con largueza el que no entiende que está rico? Es imposible tener ánimo para cosas grandes quien no entiende (que) está favorecido de Dios» [265]. La conversión de Teresa es como el primer eslabón de una cadena que acaba de comenzar. La oración de recogimiento infuso la prepara para nuevas experiencias místicas. Es el comienzo de la verdadera interiorización. El puente entre la oración meditativa que tanto le costó y la oración de quietud, primera oración mística que recibe. «En su oración primera, Teresa busca “representar a Cristo, llegar a Él, alcanzar su persona”. No siempre lo logra... Con la oración mística, en cambio, Dios mismo se le hace vivo e irresistiblemente presente» [266]. «En el hondón interior» En esa profundidad del alma, en ese «hondón interior», como escribe en las Moradas, es donde recibe Teresa de Jesús la oración de quietud o de gustos de Dios. Es, en realidad, la primera oración propiamente mística, una comunicación de Dios del todo gratuita. Comunicación que afecta directamente a la voluntad, que es la que se une con Dios. El alma toma conciencia de la presencia divina en su interior. La quietud es una oración que, «precedida por un recogimiento activo y pasivo sucesivos, se caracteriza esencialmente por una particular comunicación de la presencia divina en lo interior del alma» [267]. Aunque la Doctora mística declara esa oración en varios de sus libros, es en las Moradas donde alcanza su expresión más bella y completa como veremos. En el Libro de la Vida, escribe sobre esa oración en el segundo modo de regar un huerto: «Aquí se comienza a recoger el alma, toca ya aquí cosa sobrenatural, porque en ninguna manera puede ganar aquello por diligencias que haga» [268]. Es una experiencia de amor infuso: «Esto es un recogerse las potencias dentro de sí para gozar de aquel contento con más gusto, mas no se pierden ni se duermen; sola la voluntad se ocupa de manera que –sin saber cómo– se cautiva; no sólo da consentimiento para que la encarcele Dios, como 64
quien bien sabe ser cautivo de quien ama» [269]. En las Meditaciones sobre los Cantares, dice: «Siéntese una suavidad en lo interior del alma tan grande, que se da bien a sentir estar vecino nuestro Señor de ella... parece que todo el hombre interior y exterior conforta... No ve al buen Maestro que le enseña, aunque entiende que está Dios con ella» [270]. Y en Camino de perfección: «Es ya cosa sobrenatural... es un ponerse el alma en paz o ponerla el Señor con su presencia... todas las potencias se sosiegan. Entiende el alma... que está ya junto cabe su Dios» [271]. Para comunicar el gozo, Teresa recurre a una comparación muy querida para declararla: «Está el alma como un niño que aún mama, cuando está a los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca por regalarle. Así es acá, que sin trabajo del entendimiento, está amando la voluntad y quiere el Señor que, sin pensarlo, entienda que está con Él» [272]. La voluntad es la potencia más alcanzada por la acción divina, «es en lo interior de la voluntad». Un paso más en esa comunicación que recibe Teresa es la que llama oración de «sueño de potencias». Una oración que sólo declara en el Libro de la Vida y que le resulta muy difícil deslindar de la anterior oración de quietud. La declara en la tercera manera de regar un huerto que es con agua corriente de fuente o de río. Aquí las potencias «ni del todo se pierden, ni entienden cómo obran. El gusto y suavidad y deleite es más sin comparación que lo pasado... es que da el agua a la garganta» [273]. El alma se siente «como desatinada y embriagada de amor» y toda ella «querría fuese lenguas para alabar al Señor» [274]. Sigue hablando de esos deseos de alabar a Dios. Y, aunque se refiere a ella misma, escribe de forma anónima: «Yo sé persona que, con no ser poeta, que le acaecía hacer de presto coplas muy sentidas» [275]. En su sencillez, las llama coplas. Pero para esas fechas en las que escribe el libro, 1565, ya había compuesto seguramente uno de sus primeros poemas. Más tarde se lo envía a su hermano Lorenzo con el nombre de villancico: «Ahora se me acuerda uno que hice una vez estando con harta oración y parecía que descansaba más: ¡Oh Hermosura que excedéis a todas las hermosuras! Sin herir, dolor hacéis, y sin dolor deshacéis el amor de las criaturas. ¡Oh nudo que así juntáis dos cosas tan desiguales! No sé por qué os desatáis, pues atado fuerza dais a tener por bien los males. Juntáis quien no tiene ser con el Ser que no se acaba: sin acabar, acabáis, sin tener que amar, amáis, engrandecéis vuestra nada»[276].
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«No entender entendiendo» Dios sigue agraciando a Teresa con la oración mística. Después de «comenzar a quitar las ocasiones y darse más a la oración», el Señor se vuelca en ella: «Comenzóme Su Majestad a darme muy ordinario oración de quietud, y muchas veces de unión que duraba mucho rato» [277]. Sobre la unión habla en varios libros y en todos lo hace desde su experiencia: «No diré cosa que no la haya experimentado mucho» [278]. En el Libro de la Vida, la declara en el cuarto modo de regar un huerto: «Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien adonde juntos se encierran todos los bienes, mas no se comprende este bien» [279]. Es una oración en la que todas las potencias, memoria, entendimiento y voluntad se unen con Dios de tal modo que el alma no puede ocuparse más que en gozar de Dios. «Esta acción fuerte de Dios conlleva una absoluta pasividad del hombre... Acción divina que desborda, por dentro y por fuera, alma y sentidos, al hombre» [280]. Pero la santa confiesa con sencillez que no sabe declarar qué es unión: «El cómo es esta que llaman unión y lo que es, yo no lo sé dar a entender. En la mística teología se declara, que yo los vocablos no sabré nombrarlos» [281]. Teresa no sabe teología. Pero ha experimentado el gozo de la unión y desea declararlo para «engolosinar las almas de un bien tan alto». Como se le hace tan dificultoso, deja la pluma y se va a comulgar. Es muy frecuente que Dios le conceda la misma oración mística en el momento en que quiere declararla. La experiencia cobra así nueva vida. Después de comulgar, el Señor le enseña y le dice lo que ella no sabe decir: «Díjome el Señor estas palabras: “Deshácese toda, hija, para ponerse más en Mí; ya no es ella la que vive, sino yo; como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo”» [282]. En la Cuenta de conciencia 54, declara esa misma oración: «Cuando es unión de todas las potencias, es muy diferente; porque ninguna cosa puede obrar, porque el entendimiento está como espantado; la voluntad ama más que entiende; mas ni entiende si ama ni qué hace, de manera que lo pueda decir; la memoria, a mi parecer, que no hay ninguna, ni pensamiento, ni aun por entonces son los sentidos despiertos... que por aquel breve espacio se pierden. Pasa presto» [283]. Años más tarde, san Juan de la Cruz, en una de sus poesías, canta bellamente esa inteligencia mística de la unión del alma, y repite la misma frase teresiana del «no entender entendiendo»: «Entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo... Estaba tan embebido, tan absorto y ajenado, que se quedó mi sentido de todo sentir privado, el espíritu dotado de un no entender entendiendo, toda ciencia trascendiendo»[284].
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Cristo y Teresa Ya hemos visto que el encuentro de la santa con Cristo sufriente provoca su conversión y divide su vida en dos partes totalmente diferenciadas. Podríamos decir que en la relación Cristo-Teresa, ese encuentro es un hecho fundante, comienza «otro libro nuevo». Representa el último eslabón de una cadena de encuentros con el Señor que ha tenido a escala más reducida antes de su conversión. Durante su juventud, ha vivido una oración y una espiritualidad cristológica. Como todavía no sabe hacer oración, no puede discurrir con el entendimiento, se «representa» a Cristo «de las partes a donde le veía más solo... en especial me hallaba muy bien en la oración del Huerto; allí era mi acompañarle» [285]. Antes de ingresar en el Carmelo ya ha vivido una espiritualidad cristológica, apoyada, sobre todo, en la pasión de Cristo: «Muchos años las más noches antes que me durmiese... siempre pensaba un poco en este paso de la oración del Huerto» [286]. «Los años premísticos de santa Teresa, a pesar de estar bien narrados, al ser analizados bajo el prisma de una vida espiritual superior, no son valorados del todo en su justa dimensión..., no existe ninguna duda de que sus vivencias cristológicas fueron muy profundas» [287]. Por eso, años después, declarará dolorida el breve alejamiento que tuvo de la Humanidad de Cristo: «Había sido yo tan devota toda mi vida de Cristo... y así siempre tornaba a mi costumbre de holgarme con este Señor, en especial cuando comulgaba; quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle tan esculpido en mi alma como yo quisiera» [288]. En el alma de Teresa se va perfilando cada vez más la imagen de Cristo frente a aquel Dios lejano y abstracto de su niñez. Después de recibir las primeras gracias místicas, la oración de recogimiento infuso, la oración de quietud y los primeros grados de la oración de unión, ocurre un hecho negativo muy importante en la vida de la santa: su alejamiento de la sagrada Humanidad. Teresa es víctima de la polémica que surge entre los espirituales, especialmente, los franciscanos Osuna y Laredo. Creen que para llegar a la contemplación de la Divinidad hay que prescindir de toda cosa corpórea, incluida la Humanidad de Cristo, porque es hombre. Como los franciscanos han sido sus maestros en la oración de recogimiento, se deja llevar por esa corriente de espiritualidad. Sumida en el gozo de la oración contemplativa, abandona la meditación de los misterios de la vida de Jesús. A pesar de que ese error dura poco tiempo, su vida queda marcada. De ese error se lamentará siempre, pero el hecho es de enorme trascendencia para su proceso espiritual y místico. Según Tomás Álvarez, ese alejamiento de Cristo debió de ocurrir bastante después de la entrada de Teresa en la vida mística (1554-1555), mucho antes de las visiones de la Humanidad de Cristo (1559), e incluso antes de comenzar su fase extática, en 1557. Tendría unos 41 años. Hasta que recibe un aldabonazo y vuelve sus ojos al Jesús de su devoción primera. El «descarrío cristológico» le sirve «para zanjar un enfoque doctrinal ambiguo y para dar paso a una jornada definitiva... La década que sigue es, a la vez, la fase de sus grandes experiencias cristológicas y la antesala de su magisterio espiritual» [289]. Cuando escribe el Libro de la Vida, y más tarde aún, las Moradas del castillo interior, ya ha comprobado que su ascenso espiritual ha sido a través de la experiencia de Cristo, 67
y se erige en defensora de la sagrada Humanidad. El capítulo veintidós de su autobiografía es como el resumen de su pensar, de su sentir, de su vivir. Comienza recordando el hecho. Algunos letrados y espirituales «avisan mucho que aparten de sí toda imaginación corpórea y que se lleguen a contemplar en la Divinidad; porque dicen que, aunque sea la Humanidad de Cristo, a los que llegan ya tan adelante... embaraza o impide a la más perfecta contemplación» [290]. Con mucha ironía, escribe Teresa: «Yo no los contradigo, porque son letrados y espirituales y saben lo que dicen y por muchos caminos y vías lleva Dios las almas» [291]. Y explica por qué fue víctima de ese error inmenso: «Como yo no tenía maestro y leía en estos libros por donde poco a poco yo pensaba entender algo... en comenzando a tener algo de oración sobrenatural, digo de quietud, procuraba desviar toda cosa corpórea... parecíame sentir la presencia de Dios como es así, y procuraba estarme recogida con Él; y es oración sabrosa, si Dios allí ayuda, y el deleite mucho» [292]. Una vez sentido ese deleite, ya no había quien la tornara a la meditación de la Humanidad de Cristo, «sino que en hecho de verdad me parecía era impedimento». En una oración estremecida se dirige al Señor y le expresa su dolor por aquel yerro: «¿Es posible, Señor mío, que cupo en mi pensamiento... que Vos me habías de impedir para mayor bien? ¿De dónde me vinieron a mí todos los bienes sino de Vos?» [293]. Y se lamenta de esa tremenda equivocación: «¡Oh qué mal camino llevaba, Señor! Ya me parece iba sin camino, si Vos no me tornarais a él, que en veros cabe mí he visto todos los bienes». Desde su experiencia, anima a sus lectores a buscar a Cristo como amigo y como ayuda: «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero» [294]. Y frente a los espirituales y letrados, hace una encendida defensa de la Humanidad de Cristo: «Y veo yo claro, y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita». Apoya esa tesis en su experiencia y con su autoridad moral afirma: «Muy, muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esa puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos» [295]. Esa autoridad llega hasta el extremo de darle a su confesor, que es un gran letrado, este consejo: «Así que vuestra merced... no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes; Él lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado que no nos dejará?». Y concluye emocionada: «Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí» [296]. Todo el capítulo veintidós del Libro de la Vida es una apología de la Humanidad de Cristo. Teresa, que hace mucho tiempo que ha sentido su presencia «cabe sí», acompañando su travesía humana y espiritual, escribe rezumando humanismo: «Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano». La razón es clara: «Nosotros no somos ángeles, sino (que) tenemos cuerpo. Queremos hacer ángeles estando en la tierra..., es desatino... Y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le 68
miramos Hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía; y habiendo costumbre, es muy fácil hallarle cabe sí...; venga lo que viniere, abrazado con la cruz, es gran cosa» [297]. Una vez más, aconseja a sus lectores el recuerdo del amor que Dios tiene a sus criaturas: «Siempre que se piense de Cristo nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor» [298]. La santa cierra ese capítulo con unas encendidas y amorosas palabras dirigidas a Dios, pero también como una clara lección para los espirituales: «Oh, Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que llegan a este estado y se quedan consigo mismos» [299]. En las Moradas del castillo interior se expresa con mucha más fuerza. Es tajante en la exposición de su doctrina. Ya en el capítulo séptimo de las sextas moradas, dice: «Cuán gran yerro es no ejercitarse, por muy espirituales que sean, en traer presente la Humanidad de nuestro Señor...». Y se dirige a sus monjas para confirmar su tesis: «Os parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en los misterios de nuestro Señor Jesucristo, porque se ejercita ya toda en amor... y aunque me han contradecido... y dicho que no lo entiendo..., a mí no me harán confesar que es buen camino» [300]. Tiene seguridad absoluta. Y como está muy escarmentada, les avisa con firmeza: «Mirad que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa» [301]. Insiste en su doctrina bañada de grandísima ironía y profundo realismo: «Yo no puedo pensar en qué piensan, porque, apartados de todo lo corpóreo, para espíritus angélicos es estar siempre abrasados en su amor, que no para los que vivimos en carne mortal... Y no puedo creer que lo hacen, sino que no se entienden, y así harán daño a sí y a los otros» [302]. Este capítulo séptimo es paralelo al veintidós de la Vida. Pero ahora su seguridad es mayor porque hace años que goza del matrimonio espiritual. Por eso se atreve a afirmar: «Al menos yo les aseguro que no entren a estas dos moradas postreras; porque si pierden la guía –que es el buen Jesús–, no acertarán el camino...; porque el mismo Señor dice que es camino... y que no puede ninguno ir al Padre sino por Él» [303]. Sólo Cristo es camino y puerta. Ella lo ha experimentado. Teresa no retiene de Cristo «solo la gracia y la divinidad, sino su palabra, sus trabajos y sufrimientos, sus acciones históricas y su físico... Y a eso se debe que en la visión teresiana del hombre y de la vida espiritual, se acoja lo humano con todos sus valores: amistad, simpatía, talento, belleza, relaciones humanas, sentido del humor, fragilidad corporal, alegría... y todas las facetas cambiantes que ella fue capaz de descubrir en la vida» [304]. Después de este hecho negativo, se encuentra con la Persona de Cristo al que siente «cabe sí». Ese será el momento decisivo en su relación con Jesucristo. «Es otro libro nuevo...» «De aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí» [305]. Así 69
comienza la santa el capítulo veintitrés de su autobiografía, donde retoma la narración de su vida interrumpida con el tratadillo de la oración y el capítulo dedicado a Jesucristo. Hay un cambio de protagonista. A partir de este momento, el libro es una narración detallada de las gracias que Dios le concede. Un torrente arrollador. Después de declarar su conversión, ya había escrito: «Como no estaba Su Majestad esperando sino algún aparejo en mí, fueron creciendo las mercedes espirituales de la manera que diré» [306]. Ahora vuelve a repetir lo mismo: «Pues comenzando a quitar ocasiones y darme más a la oración, comenzó el Señor a hacerme las mercedes, como quien deseaba –a lo que pareció– que yo las quisiese recibir» [307]. Ella lucha por desviarse de todo lo que le parecía «podía enojar» a Dios. Y «en haciendo yo esto, comenzaste, Señor, a abrir vuestros tesoros para vuestra sierva. No parece esperabais otra cosa sino que hubiese voluntad y aparejo en mí para recibirlos» [308]. Los «tesoros» son las gracias místicas que Dios le concede a manos llenas. Él sólo espera «algún aparejo» para volcarse en ella. Esa vida nueva, mística, presenta distintos grados y formas, y es siempre una experiencia de la presencia viva de Dios. En esa experiencia, Él se le va desvelando de un modo progresivo. Pueden señalarse tres pasos: 1) experiencia de la presencia de Dios; 2) experiencia de la presencia de Cristo; 3) experiencia de la inhabitación de la Santísima Trinidad. Esas experiencias «son las tres realidades cumbres sentidas sucesivamente por santa Teresa» [309]. La experiencia de la presencia de Dios en su alma es un descubrimiento para ella. Y tiene lugar después de su conversión. Dice en la Vida: «Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas y, como me parecía estar tan presente, parecíame imposible. Dejar de creerlo que estaba allí no podía por parecerme casi claro había entendido estar allí su misma presencia» [310]. Y, aunque un medio letrado le dice que «estaba solo por gracia», ella no le cree: «Yo no lo podía creer, porque – como digo– parecíame estar presente». Al fin, un dominico le confirma la verdad: «Me dijo estar presente (Dios) y cómo se comunicaba con nosotros, que me consoló harto» [311]. En las Moradas del castillo interior cuenta de nuevo esa misma experiencia casi con las mismas palabras: «Yo sé de una persona (ella misma) que no había llegado a su noticia que estaba Dios en todas las cosas..., y aunque un medio letrado... le dijo que no estaba más de por gracia, ella tenía ya tan fija la verdad que no le creyó, y preguntó a otros que le dijeron la verdad» [312]. Llega a sentir la presencia de Dios de un modo infuso: «Acaecíame... algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en Él» [313]. En un segundo momento, Dios se le muestra con rostro humano en la persona de Cristo. Son los años, intensamente cristológicos, que van desde la primera visión de Cristo, en 1559, hasta 1571. El tercer paso de ese desvelamiento progresivo de Dios, la 70
presencia de la Santísima Trinidad en su interior, abarca desde 1571 hasta su muerte. Durante esa última etapa de su vida, Teresa de Jesús se siente y vive inmersa en el profundo misterio de la Trinidad. «A todo su parecer de entrambos era demonio» A pesar de que esas gracias de Dios se multiplican, Teresa está asustada. No tiene a quién declarar su espíritu. Por España corren rumores de falsos místicos y mujeres visionarias a quienes «las había hecho el demonio» grandes ilusiones y engaños. «Yo comencé a temer». Sin duda, tiene en su memoria a Magdalena de la Cruz, tenida por santa, primero, y condenada después por la Inquisición. Porque la Inquisición no está dormida. Teresa busca una ayuda en medio de ese torrente de gracias místicas. Le dicen de un clérigo letrado de Ávila, Gaspar Daza, famoso por su bondad y vida ejemplar. Habla con Francisco de Salcedo, el «caballero santo», un seglar y pariente suyo lejano, hombre de mucha oración y grandes virtudes. Por medio de él consigue hablar con el clérigo. Le da cuenta de su alma y su oración. El clérigo no quiere confesarla, pero le exige mucha perfección: «Comenzó con determinación santa a llevarme como a fuerte». Y a pedirle que acabe con las amistades por la vía rápida. Demasiado pronto. Teresa no está aún preparada. Recibe muchas gracias místicas, pero las virtudes no son todavía fuertes: «En fin, entendí no eran por los medios que él me daba por donde yo me había de remediar, porque eran para almas más perfectas; y yo, aunque en las mercedes de Dios estaba adelante, estaba muy en los principios en las virtudes y mortificación» [314]. Este texto es muy importante para comprender la claridad de juicio que tiene la santa sobre la actuación de Dios. A Él no le importa la situación moral del hombre, de cualquier hombre, para agraciarlo con sus dones. Dios se da cuando quiere y a quien quiere, sin que podamos merecer sus gracias, ni mucho menos, «comprárselas». Él se da como quien es. Hace lo que es y es lo que hace. Porque es Dios, va delante actuando gracia, no detrás pagando. Esa era la concepción de muchos letrados del siglo XVI, y sigue siendo la de muchos cristianos del siglo XXI. Teresa de Jesús sabe de los milagros que Dios está haciendo en su interior, a pesar de ella. Por eso, impresiona la claridad con que entiende que aquel modo de actuar del confesor no es el adecuado para su caso, «porque de la aflicción que me daba de ver como yo no hacia –ni me parecía podía– lo que él me decía, bastaba para perder la esperanza y dejarlo todo» [315]. Le parece que no puede. Discernimiento claro. Se consuela con la ayuda del caballero santo. Le da cuenta de su oración. Él le dice que aquellos regalos en la oración son para personas muy perfectas: «No venía lo uno con lo otro». No cuadran las cosas. Y crece su temor. El caballero santo le pide que le diga todo lo que entiende de su oración. Ella no sabe. La que un día será maestra de espirituales todavía no sabe declarar su espíritu. Y toma un libro, Subida del Monte Sión, del franciscano Bernardino de Laredo, y subraya los pasajes en los que ve reflejada su oración de unión. Se lo entrega al caballero amigo para que él y el clérigo lo examinen. El dictamen no 71
puede ser más desolador: «A todo su parecer de entrambos era demonio» [316]. Teresa queda muy afligida, «todo era llorar». La solución que le ofrecen es que trate con algún jesuita de los que hace poco tiempo se han establecido en Ávila. Así lo deciden los asustadizos varones. Teresa y la Compañía de Jesús Primavera de 1555. Un jesuita de 24 años baja al monasterio de la Encarnación para tratar el espíritu de la monja. Es el P. Diego de Cetina, de salud frágil y hombre piadoso a quien sus superiores consideran mediocre, como para poco. Teresa de Jesús prepara su confesión general y pone por escrito un discurso de su vida, «lo más claramente que yo entendí y supe, sin dejar nada por decir» [317]. No dice el nombre del jesuita, pero los efectos de su trato son notorios. Años después, lo recuerda con veneración: «Tratando con aquel siervo de Dios –que lo era harto y bien avisado– toda mi alma, como quien bien sabía este lenguaje me declaró lo que era y me animó mucho» [318]. El jesuita inexperto acierta con el espíritu de Teresa: «Dijo ser espíritu de Dios muy conocidamente... (pero) que era menester tornar de nuevo a la oración, porque no iba bien fundada, ni había comenzado a entender mortificación... y que en ninguna manera dejase la oración, sino que me esforzase mucho» [319]. Quizá estaba demasiado sumida en la contemplación de la Divinidad y olvidada de todo lo corpóreo, incluida la Humanidad de Cristo, siguiendo la doctrina de sus maestros del Recogimiento. El jesuita, educado en los Ejercicios de san Ignacio, le aconseja resistir los gustos espirituales y «que tuviese cada día oración en un paso de la Pasión y que me aprovechase de él, y que no pensase sino en la Humanidad...» [320]. Ella, que desde joven ha tenido una oración afectiva con la persona de Jesús, siente renacer ese amor: «Comencé a tomar de nuevo amor a la sacratísima Humanidad... y a aficionarme a más penitencia de que yo estaba descuidada por ser tan grandes mis enfermedades. Díjome que... algunas cosas no me podrían dañar... Mandábame hacer algunas mortificaciones no muy sabrosas para mí... Dábale el Señor gracia para que me lo mandase de manera que yo le obedeciese» [321]. Este es buen momento para destacar el juicio teresiano sobre el distinto modo de dirección espiritual de un confesor a otro. Y también muy interesante para su magisterio posterior sobre el discernimiento. El modo del P. Cetina se basa en la suavidad y la comprensión del momento en que vive Teresa: «Hízome gran confusión; llevóme por medios que parecía del todo me tornaba otra. ¡Qué gran cosa es entender un alma...! Dejóme consolada y esforzada, y el Señor que me ayudó, y a él, para que entendiese mi condición y cómo me había de gobernar» [322]. El confesor la exhorta a no dejar la oración pues Dios le hace tantas mercedes. La lleva por medios tan suaves, «que parecía del todo me tornaba otra», porque «lo llevaba por modo de amar a Dios». Visión profética la del joven jesuita: «Qué sabia (yo) si por mis medios quería el Señor hacer bien a muchas personas... que tendría mucha culpa si no respondía a las mercedes que Dios me hacía. En todo me parecía hablaba en él el Espíritu Santo» [323]. 72
La confesión deja a Teresa «blanda» y dispuesta a todo: «Quedó mi alma de esta confesión tan blanda que me parecía no hubiera cosa a que no me dispusiera... aunque el confesor no me apretaba, antes parecía hacía poco caso de todo. Y esto me movía más, porque lo llevaba por modo de amar a Dios, y como que dejaba libertad y no premio, si yo no me lo pusiera por amor» [324]. Ella nota el cambio. Y el Señor le premia sus esfuerzos. De esa experiencia aprende una gran lección dictada por el amor: que a Dios no se le encuentra sólo «con mucho arrinconamiento». Porque cuanto más procura resistir los gustos de Dios como le aconseja el confesor, Él la cubre «de aquella suavidad y gloria, que me parecía toda me rodeaba y que por ninguna parte podía huir, y así era». No puede huir porque Dios la envuelve con su amor. Muchos años después, escribirá en el libro de las Fundaciones que «el verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado. ¡Recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese traer oración!» [325]. «Del encuentro con Cetina y las enseñanzas de la escuela jesuítica la santa aprendió a valorar lo humano del Verbo encarnado y la capacidad mediadora, no sólo para la redención universal, sino para el acceso a la divinidad. La defensa de la Humanidad de Cristo en todo el proceso espiritual contra otros escritores de su tiempo, no es un debate teórico, sino proyección de una experiencia de salvación. Al enamorarse de Jesús Hombre, equilibró su afectividad, le dio serenidad y provocó su conversión» [326]. Se han planteado algunos autores si el P. Cetina le dio a Teresa de Jesús los Ejercicios de san Ignacio. No se sabe con certeza. Como señala el P. Efrén, la marcada orientación cristocéntrica dada por el joven jesuita «se comprende mucho mejor si se la considera como fruto de las semanas segunda y cuarta de los ejercicios» [327]. En mayo de 1554 llega a Ávila el P. Francisco de Borja, duque de Gandía, que es ahora comisario de la Compañía de Jesús en España. Cetina y el caballero santo consiguen que hable con la monja. El santo jesuita baja a la Encarnación y ella le da cuenta de su oración y de las mercedes que Dios le hace. Llega la luz: «Díjome que era espíritu de Dios y que le parecía no era bien ya resistirle más, que hasta entonces estaba bien hecho, (pero) que siempre comenzase la oración en un paso de la Pasión; y que si después el Señor me llevase el espíritu, que no lo resistiese, sino que dejase llevarle a Su Majestad, no procurándolo yo... Dijo que era yerro resistir ya más» [328]. Consolada Teresa y tranquilo el caballero santo. Habrá más encuentros con Francisco de Borja. La dirección del P. Cetina sólo dura dos meses. Los superiores le mandan abandonar Ávila. Su marcha deja a Teresa desolada: «No me parecía posible hallar otro como él. Quedó mi alma como en un desierto, muy desconsolada y temerosa; no sabía qué hacer de mí» [329]. Su psicología cambiante, con altibajos emocionales, se resiente y cae en un estado depresivo grande. Busca refugio entre sus familiares, posiblemente, en casa de su prima carnal, doña Inés del Águila, donde se siente libre y con holgura. En cuanto puede, busca de nuevo otro confesor de la Compañía. En el escenario teresiano aparece el P. Prádanos, también jesuita. La amistad con doña Guiomar de Ulloa, una joven y rica viuda «de mucha calidad y oración», a quien 73
Teresa había conocido en la Encarnación, le facilita el contacto con los padres de la Compañía, «hízome confesar con su confesor». La señora vive cerca de la iglesia de San Gil y le ofrece su palacio para que pase con ella una temporada. Serán, en realidad, tres años. Desde allí es más fácil acercarse a confesar con los jesuitas, lejos de las miradas curiosas de las monjas de la Encarnación. Todo lo necesita la pobre Teresa. En el palacio de doña Guiomar viven además su madre, cuatro hijos pequeños y la mística y santa Maridíaz. En ese ambiente tan original y complejo vivirá mucho tiempo. Es llamativo el detalle de su estancia en esa casa. Lo que iban a ser «muchos días» se convierte en una estancia de tres años. Parece de poca importancia el detalle pero nos ayuda a comprender hasta dónde son violentos los caminos de Dios. Porque esos tres años, 1555-1558, son decisivos en la vida de Teresa de Jesús. Durante ellos conoce al P. Prádanos, tiene grandes experiencias místicas, y recibe la conversión plena y el desposorio espiritual. El nuevo confesor está más preparado que el anterior y su dirección espiritual es más prolongada. Comienza a ponerla «en más perfección» y le dice que «no había de dejar nada por hacer». Los modos de llevar su alma son también «con harta maña y blandura», aunque la aprieta y ella hace grandes penitencias. Pero no está «nada fuerte», no acaba de romper con las ocasiones «ni de dejar algunas amistades». El confesor insiste en que debe apartarse de ellas. Teresa responde que le tienen «mucha afición», y que «pues no ofendía a Dios, que por qué había de ser desagradecida» [330]. Decididamente, las amistades la tienen atada. ¿Qué hará falta para que rompa de una vez? Hará falta una intervención de Dios. Y Dios interviene. En esa lucha por la posesión de su amor, Él toma claramente la iniciativa. Conversión plena Fue seguramente en la Pascua de Pentecostés. Teresa tiene cuarenta y un años. Ante su negativa a dejar las amistades, el P. Prádanos le pide que invoque al Espíritu Santo y que rece el himno Veni, Creator. En medio del rezo, Dios la saca fuertemente de sí y le dice: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles» [331]. Es el primer arrobamiento y la primera vez que Teresa oye y «entiende» la palabra de Dios. En ese momento, se siente curada afectivamente: «Nunca más yo he podido asentar en amistad, ni tener consolación ni amor particular, sino a personas que entiendo le tienen a Dios y le procuran servir» [332]. La palabra de Dios obra en ella y es liberada totalmente de sus afectos desordenados: «En un punto (Dios) me dio la libertad». Lo que para ella ha sido imposible durante muchos años, Él lo hace en un instante, «desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios, como quien había querido en aquel momento –que no me parece fue más– dejar otra a su sierva, así que no fue menester mandármelo más» [333]. Aquí nos enseña Teresa de Jesús el método a seguir en el discernimiento de un alma. El confesor no logra convencerla de que deje las amistades, «debía aguardar a que el Señor obrase, como lo hizo, ni yo pensaba salir con ello; porque ya yo misma lo había 74
procurado». Su trabajo de tantos años había sido inútil. Se empeñaba en hacerlo con solas sus fuerzas, y eso le costó muchas y graves enfermedades. Puro voluntarismo. Hasta que Dios obró. Exclama llena de gratitud: «Sea Dios bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años... no pude alcanzar conmigo, haciendo hartas veces gran fuerza que me costaba harto de mi salud» [334]. Las palabras de Dios centran definitivamente la afectividad de Teresa. Su enamoramiento de Cristo equilibra su afectividad desbordada y puede volcarse a partir de ahora en las personas que sirven a Dios. Esos son los «ángeles» con quienes tendrá su conversación verdadera. Desde ese momento, está dispuesta para las grandes amistades que la acompañarán toda su vida: san Juan de la Cruz, san Francisco de Borja, el P. Baltasar Álvarez, san Pedro de Alcántara, D. Álvaro de Mendoza, el P. Gracián, María de San José, María Bautista, Ana de Jesús, Ana de San Bartolomé, su hermano D. Lorenzo de Cepeda, y un largo etcétera de amigos. Hemos hablado anteriormente de su capacidad de amistad y lo haremos más tarde de nuevo. Pero este acontecimiento es decisivo. Poco más adelante, la Doctora mística escribe sobre las «hablas» de Dios: «Cómo es este hablar que hace Dios al alma y lo que ella siente» [335]. Vuelve a afirmar, como hace en las visiones, que «son unas palabras muy formadas, mas con los oídos corporales no se oyen, sino entiéndense muy más claro que si se oyesen... En esta plática que hace Dios al alma no hay remedio ninguno, sino que, aunque me pese me hacen escuchar y estar el entendimiento tan entero... que no basta querer ni no querer; porque el que todo lo puede quiere que entendamos se ha de hacer lo que quiere y se muestra señor verdadero de nosotros» [336]. Y esas palabras de Dios «son palabras y obras y aunque las palabras no sean de devoción, sino de reprensión, a la primera disponen un alma, y la habilita y enternece y da luz, y regala y quieta... que parece quiere el Señor se entienda que es poderoso y que sus palabras son obras» [337]. Teresa testifica muchas veces en sus libros que Dios le habla, y de modos muy diversos. Hablarle Dios significa «imprimir» o «representar» la verdad o verdades parciales de la revelación en lo más profundo de su ser. Ya dijimos que imprimir es un verbo místico porque la palabra de Dios no se le queda en la cabeza sino que le penetra hasta el fondo de su ser y la transforma. «Las “hablas” son de Dios o de Cristo. Digamos de la Persona divina. Son Él que está con ella... La que le niegan los hombres, los amigos y confidentes. Dios llega cuando todos se van... Dios está cuando todos faltan y la soledad se estrecha sobre la madre Teresa... Sin duda se trata del fenómeno místico que habla más elocuentemente de lo adherida que está la mística teresiana a la vida» [338]. Esas palabras que Dios le dirige son las que san Juan de la Cruz llama «palabras sustanciales»: «La palabra sustancial hace efecto vivo y sustancial en el alma... imprime sustancialmente en el alma aquello que ella significa... Porque el dicho de Dios y su palabra es llena de potestad; y así hace sustancialmente en el alma aquello que le dice... Y... estas locuciones sustanciales... son de tanto momento y precio, que le son al alma vida y virtud y bien incomparable, porque la hace más bien una palabra de estas que 75
cuanto el alma ha hecho toda su vida» [339]. Conversión plena. En ella recibe Teresa de Jesús el desposorio místico. Se trata de un símbolo literario que arranca de la Biblia para significar la unión plena del alma con Dios. Lo encontramos ya en Oseas: «Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor» [340]. El zigzag que hemos visto tejer a doña Teresa durante más de veinte años llega a su fin. A partir de ahora, su proceso espiritual es rectilíneo. Va lanzada a Dios como una flecha. Nada se interpondrá en su camino. Ha entrado en lo que ella llama las sextas moradas: la antesala de la unión transformante en Dios. Otra vez el demonio Pero los confesores no la dejan en paz. Ni sus amigos los clérigos. Ven demonios por todas partes y siguen creyendo que su espíritu es preso de ellos. La tienen atemorizada. Ahora es por culpa de esas palabras que el Señor le dirige algunas veces. Ella se defiende y les explica cómo son. A Dios no se le pueden poner cortapisas. Él habla cuando quiere y hace que el entendimiento esté tan entero para entender y oír lo que quiere que oigamos, «que no basta querer ni no querer» [341]. Lleva dos años intentando resistir por el «gran miedo que traía». Pero el corro de letrados amigos no cesa en sus temores, pues le tienen «mucho amor» y temen que su oración sea un engaño. El corro son cinco o seis letrados, «todos muy siervos de Dios», pero bastante imprudentes. Hablan más de lo que deben en su afán de ayudarla. En los corrillos de Ávila se comentan las gracias sobrenaturales de la monja de la Encarnación. El P. Baltasar Álvarez, también jesuita, que es ahora su confesor, adopta una actitud muy severa. La reprende con rigor y la somete a pruebas muy duras. Le dice que «todos se determinaban en que era demonio, que no comulgase tan a menudo y que procurase distraerme de suerte que no tuviese soledad» [342]. No tener soledad quiere decir no hacer oración. Distraerse. Alejarse de Dios. A Teresa la rodean los demonios. Todos están asustados. La presencia maléfica del demonio está muy arraigada en la conciencia cristiana de la España del siglo XVI. No tiene con quién tratar «porque todos eran contra mí». En un siglo en el que abundan los falsos místicos y los alumbrados, y se extiende la herejía protestante, es fácil comprender el miedo de los clérigos. Nadie está exento de la condena de la Inquisición. Hasta el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, ha sido encarcelado por el Santo Tribunal. Un día, Teresa se estremece: «Espantada de tanta tribulación y temor de si me había de engañar el demonio, toda alborotada y fatigada, sin saber qué hacer de mí» [343]. La angustia dura cinco o seis horas. Pero ella pone su confianza en Dios: «¡Oh, quién diese voces para decir cuán fiel sois a vuestros amigos! Todas las cosas faltan; Vos, Señor de todas ellas, nunca faltáis». Su oración es oída y Dios le responde: «No hayas miedo, hija, que yo soy y no te desampararé, no temas» [344]. Ella queda «con solas esas palabras sosegada, con fortaleza, con ánimo, con seguridad, con una quietud y luz, que en un 76
punto vi mi alma hecha otra y me parece que con todo el mundo disputara que era Dios. ¡Oh, qué buen Dios! ... Sus palabras son obras» [345]. Recuerda el pasaje del Evangelio en el que Jesús manda que cese la tempestad, y se pregunta: «¿Quién pone estos deseos? ¿Quién da este ánimo?... ¿De qué temo? ¿Qué es esto? Yo deseo servir a este Señor; no pretendo otra cosa sino contentarle; no quiero contento ni descanso, ni otro bien, sino hacer su voluntad...» [346]. Y sigue preguntándose: «Si este Señor es poderoso, como veo que lo es y que son sus esclavos los demonios..., ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?» [347]. Después, declara la paz que le queda: «Yo quedé sosegada y sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos». Y añade con mucha gracia: «Quedóme un señorío contra ellos (los demonios), bien dado del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas...» [348]. Está convencida de que el mal del mundo viene de nosotros, es culpa nuestra porque ponemos «en sus manos las armas con las que nos hemos de defender». Las armas que presenta Teresa son claras: «Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos abrazamos con la cruz y tratamos de servir (al Señor) de verdad, huye (el demonio) de estas verdades» [349]. Por eso es capaz de escribir una de las palabras más atrevidas y audaces que han salido de su pluma. Frente a los miedos, la verdad. Quien anda en verdad delante de Dios no tiene que temer. Escribe con una fuerza arrolladora: «Plega al Señor... me favorezca para entender por descanso lo que es descanso, y por honra lo que es honra, y por deleite lo que es deleite... No entiendo estos miedos: ¡demonio, demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios, Dios!... ¡Tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estos otros, en especial si son confesores, inquietan mucho!» [350]. La Doctora mística hace una lectura creyente de su momento histórico, porque ha descubierto la Verdad de Dios, y su experiencia interior le permite ver la realidad exterior desde esa misma Verdad. Ésta es la clave de su discernimiento. ¿Desde qué clave leemos la historia?, podríamos preguntarnos hoy nosotros. «Yo te daré libro vivo» La Inquisición sigue muy nerviosa. El peligro de la herejía protestante se extiende por España y el pánico es enorme. El 21 de mayo se celebra en Valladolid un auto de fe. Quince condenados por herejes mueren en la hoguera. Se prohíbe la entrada en España de libros procedentes del norte de Europa con castigos tremendos –incluso con pena de muerte–, y se vigilan todos los de espiritualidad escritos en lengua romance. Sobre todo, se prohíbe la Biblia. Es preciso quemarla para que las mujeres y la gente sencilla, «las mujerzuelas y los idiotas», como dicen algunos letrados, no puedan leerla. ¡La Palabra de Dios prohibida a sus hijos! Se encienden por toda España enormes piras de libros. Arden verdaderas joyas de la literatura cristiana, entre ellas, una multitud de biblias de gran valor artístico y literario. También libros muy estimados por Teresa de Jesús y en los que había aprendido mucho. El Tratado sobre la oración, de fray Luis de Granada, las Obras 77
del cristiano, del P. Francisco de Borja y el Audi, filia, de Juan de Ávila, uno de los espirituales más valorados, llamado el «apóstol de Andalucía». Un libro que seguramente Teresa había leído, y con mucho deleite porque hablaba de un modo exultante sobre el amor. Muy parecido en sus expresiones afectivas al Tercer Abecedario. Incluso va a la hoguera el Catecismo cristiano de Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo. Había sido publicado en Amberes dos años antes y tenía licencia del rey, pero fue inútil. La decisión del Inquisidor general, Fernando de Valdés, es inflexible, y publica en 1559 el Índice de libros prohibidos. Es el triunfo de los letrados sobre los espirituales, el despotismo de la inteligencia sobre la masa inculta, es decir, todos los que no han estudiado en las universidades y no tienen, por tanto, capacidad para entender e interpretar la Sagrada Escritura. Teresa de Jesús acusa el golpe: «Cuando se quitaron muchos libros de romance (para) que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya por dejarlos en latín». La expresión «por dejarlos en latín» expresa claramente que se refiere a la Biblia, su libro preferido. En esa situación de soledad, oye unas palabras del Señor: «No tengas pena, que Yo te daré libro vivo» [351]. Al principio no comprende el sentido de esas palabras. Pero a los pocos días lo entiende muy bien: «Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja impreso lo que se ha de leer y hacer de manera que no se puede olvidar!» [352]. ¿Qué verdades ve Teresa en el libro vivo que es Cristo?: Dios y el hombre en relación de comunión. Como los temores de los clérigos amigos continúan, Teresa sigue pidiendo oraciones para que el Señor la lleve por otro camino más seguro y libre de sospechas. Pero los planes de Dios son otros. Y otro el camino que Él ha trazado a su vida. El encuentro con la Persona de Cristo El segundo paso en el desvelamiento de la presencia de Dios es la experiencia de Cristo. De esa experiencia nos habla Teresa de Jesús, especialmente, en los capítulos 27 al 29 de su autobiografía, donde declara las visiones cristológicas. Esos capítulos tienen una unidad interna en el objetivo y contenido, Cristo. Son tres gracias distintas: la visión intelectual de Cristo, la visión imaginaria y «otra manera que Dios enseña al alma y la habla sin hablar». Ante esas gracias, los confesores dudan y temen. En medio de esas luchas y temores, el Señor se le hace presente. Un día de san Pedro, estando en oración, ve «cabe sí» o, por mejor decir, «sentí... que estaba junto cabe mí Cristo y veía ser Él el que me hablaba». Ver, sentir, «cabe mí» quiere decir experiencia personal, junto a mí. Pero todavía no sabe qué es una visión intelectual y siente mucho temor al principio, «no hacía sino llorar». La presencia de Jesucristo la aquieta cada vez que le dice una palabra. Vive inmersa en la presencia de la Persona divina: «Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo y, como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro y que era testigo de todo lo que yo hacía y que ninguna vez que me recogiese un poco... 78
podía ignorar que estaba cabe mí» [353]. Teresa siente la presencia de Cristo con toda claridad. Sentir es para ella más que ver, entender y saber. «Sentir no expresa emociones sentimentales sino experiencias profundas que ha vivido y de las cuales no puede dudar, porque su certeza es absoluta... Sentir significa para Teresa de Jesús conocimiento experiencial» [354]. Después de la visión, busca fielmente el discernimiento. A pesar de su seguridad, siempre lo hace así. Pero no sabe cómo hacerse entender del confesor, Baltasar Álvarez. Se suscita el diálogo. La inexperiencia frente a la experiencia. ¿Cómo sabe ella que es Cristo? Ella no sabe decir cómo, mas no puede «dejar de entender que estaba cabe mí, y lo veía claro y lo sentía». No puede dudar que Jesucristo está con ella. Que anda siempre a su lado. Lo sabe cierto. Lo siente muy claro. Y también que los efectos de esa presencia divina «eran muy otros (de) los que solía tener, y que era cosa muy clara» [355]. Jesucristo se le representa «por una noticia al alma más clara que el sol... Acá vese claro que está aquí Jesucristo, hijo de la Virgen» [356]. Ver claro, claridad... La claridad se convierte en el atributo específico de la luz teresiana y nos indica la profundidad de su experiencia. El confesor insiste: «¿Quién dijo que era Jesucristo?». Ella contesta: «Él me lo dice muchas veces... mas antes que me lo dijese se imprimió en mi entendimiento que era Él, y antes de esto me lo decía, y no le veía» [357]. No se puede explicar con palabras humanas. Cuando se tiene muy interiorizada la presencia de Dios es muy fácil «oír» su voz en el interior, y se puede decir: «El Señor me dijo». Y cuando se hace oración dejándose orar por Dios, es muy fácil escuchar su voz. Esa visión teresiana de Jesucristo nos recuerda la visión del profesor Manuel García Morente, ocurrida en París, la noche del 29 al 30 de abril de 1937. Visión que significó para él la vuelta a la práctica religiosa, después de muchos años de alejamiento de Dios. Las palabras con que García Morente describe la visión de Cristo que tuvo aquella noche son casi las mismas que las de Teresa de Jesús: «Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, no lo oía, yo no lo tocaba, pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada, no tenía la menor sensación, pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil agarrotado por la emoción. Y le percibía. Percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo..., pero no tenía ninguna sensación ni en la vista ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé..., pero sé que Él estaba allí presente y que yo... le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo surgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido» [358]. Él estaba allí. Y lo ha percibido. Como lo percibe Teresa de Jesús. Su presencia lo llena todo: «Acá... sin verse se imprime con una noticia tan clara que no parece se puede 79
dudar, que quiere el Señor esté tan esculpido en el entendimiento que no se puede dudar» [359]. Después de la visión, Dios «enseña al alma y la habla sin hablar... Es un lenguaje tan del cielo que acá se puede mal dar a entender, aunque más queramos decir, si el Señor por experiencia no lo enseña. Pone el Señor lo que quiere que el alma entienda, en lo muy interior del alma, y allí lo representa sin imagen ni forma de palabra, sino a manera de esta visión que queda dicha» [360]. Es necesaria la experiencia personal de esa cercanía divina para entender. En esa manera de enseñar Dios al alma, unas veces «no hay bullicio en las potencias ni en los sentidos». En otras sí que están «muy en sí, aunque no obramos nosotros nada ni hacemos nada; todo parece obra del Señor» [361]. Y pone una comparación muy clara para mostrar la acción divina; «Es como cuando ya está puesto el manjar en el estómago sin comerle, ni saber nosotros cómo se puso allí, mas entiende bien que está... Todo lo halla guisado y comido, no hay más que hacer de gozar». La comparación la ayuda para dar a entender «algo de este don celestial, porque se ve el alma en un punto sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad y de otras cosas muy subidas, que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» [362]. Dios trata con el alma «con tanta amistad y amor que no se sufre escribir». Inefabilidad de la experiencia mística. Dios está muy cerca y quiere que el alma entienda «el amor que se tienen estos dos amigos... Parece que se entienden con sólo mirarse... esto debe ser aquí, que sin ver nosotros, como de hito en hito se miran estos dos amantes como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares...» [363]. Mirarse, entenderse, comunicarse, amarse. Eso son en realidad, las visiones y las «hablas» de Dios a Teresa. Grandes y hondas convicciones de esa comunicación divina que se le imprimen en las entrañas. En las sextas moradas, declara muy bien la función de las visiones. Dice que «Su Majestad se nos comunica» y se experimenta no por los sentidos, «es por otra vía más delicada, que no se debe de saber decir», y «con una grandísima certidumbre» [364]. La visión imaginaria queda «más esculpida en su memoria» aunque pasa «con tanta presteza que la podríamos comparar a la de un relámpago», «es la vista interior... la que ve todo esto» y «su resplandor es como una luz infusa» [365]. De esos textos citados García Ordás saca una conclusión: «Las visiones consisten esencialmente en comunicaciones divinas a las potencias humanas. Dios se comunica al alma mediante infusiones de conocimiento y amor. No es necesario pensar en una presencia material, sino en una presencia espiritual, que no es menos real que la material. Dios solamente puede estar presente de un modo espiritual» [366]. Teresa se ha encontrado con la Persona de Cristo. O mejor, Cristo ha encontrado a Teresa. Encuentro definitivo que marca la existencia de esta mujer cuya espiritualidad es profundamente cristocéntrica. Al terminar la declaración de ese encuentro, escribe unas palabras alentadoras para sus lectores de ayer y de hoy: «Yo sé por experiencia que es verdad esto que digo... ¡Oh, almas que habéis comenzado a tener oración y las que tenéis verdadera fe!... Mirad que es cierto que se da Dios a Sí a todos los que todo lo dejan por 80
Él. No es aceptador de personas, a todos ama, no tiene excusa por ruin que sea, pues así lo hace conmigo trayéndome a tal estado. Mirad que no es cifra lo que digo de lo que se puede decir» [367]. «Es luz que no tiene noche» El año 1560 es para Teresa de Jesús un año de gracias especiales. Cristo se le sigue mostrando cada vez más cercano. Estando otro día en oración: «Quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer» [368]. De nuevo el temor, porque cada merced sobrenatural supone una novedad para ella. Pero Dios sigue trazando su historia. Pocos días después, ve también el rostro divino. Y queda absorta. No entiende los modos de Dios. Luego comprende que la va llevando «conforme a su flaqueza natural». Y el 25 de enero, fiesta de la conversión de san Pablo, «se me representó todo esta Humanidad sacratísima como se pinta resucitado, con tanta hermosura y majestad... que no se puede decir que no sea deshacerse» [369]. Esta visión es imaginaria, aunque afirma, una vez más, que nunca lo ve con los ojos del cuerpo sino con los ojos del alma. De nuevo acude al confesor. De nuevo las preguntas. De nuevo los temores. ¿Engaño del demonio? ¿Imaginación suya? ¿Antojo? Ella no quiere engañar a nadie ni ser engañada. Abre el alma con transparencia. Y el Señor se da prisa en declararle la verdad. La verdad es tan apabullante que para describir la hermosura de Cristo resucitado, la Doctora mística escribe una de las páginas más bellas de todos sus libros. Maestra del lenguaje, juega con el simbolismo de la luz y del sol y del cristal y del agua. Es bobería suya querer describir esa belleza divina, «porque si estuviera muchos años imaginando cosa tan hermosa, ni pudiera ni supiera, porque excede a todo lo que acá se puede imaginar, aún sola la blancura y resplandor» [370]. Ese resplandor no deslumbra, sino que es «una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa». Sigue acumulando comparaciones para declarar la belleza de Jesucristo: «Es una luz tan diferente de la de acá... que no se querrían abrir los ojos después. Es como ver un agua muy clara que corre sobre cristal y reverbera en ello el sol, a una muy turbia y con gran nublado, corre por encima de la tierra. No porque se representa sol, ni la luz es como la del sol; parece, en fin, luz natural y estotra cosa artificial». La descripción de la belleza de Cristo resucitado se condensa en una metáfora espléndida, la más bella que ha salido de su pluma: «Es luz que no tiene noche». La visión de Cristo la deja fascinada. La imagen que ella ve «es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad que no hay quien pueda dudar... en especial en acabando de comulgar... Represéntase tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» [371]. Teresa de Jesús lo ve siempre resucitado, vivo. Incluso cuando le muestra sus llagas o cargado con la cruz, siempre lo ve glorificado. Es un encuentro de 81
personas vivas. Los efectos de ese encuentro son claros: «Queda el alma otra». Transformada. «Parécele comienza de nuevo amor vivo de Dios en muy alto grado» [372]. Las visiones intelectuales e imaginarias de Cristo se van sucediendo alternativamente a lo largo de la existencia teresiana. Las dos clases de visión casi siempre «vienen juntas» y «así se nos da a entender cómo es Dios y poderoso, y que todo lo puede, y todo lo manda, y todo lo gobierna y todo lo hinche su amor» [373]. «Una y otra especie de visiones irán alternándose a lo largo del historial de experiencias contemplativas de la santa; prevalecerá, finalmente, la contemplación puramente intelectual del Señor, que se hará estable y permanente, con leves oscilaciones» [374]. Esas visiones cristológicas ocupan los capítulos centrales del Libro de la Vida. Los símiles y alegorías que nuestra escritora ha empleado para declarar la acción de Dios y los distintos grados de oración se convierten ahora en un estallido de luz para describir la belleza de Cristo glorioso. La luz se hace para Teresa de Jesús una «cristofanía», porque ella ha pasado «del plano del símbolo y de las imágenes al plano existencial de la experiencia», al encuentro con la persona viva de Cristo[375]. Según S. Castro se puede afirmar sin ninguna duda, que «a partir de estas primeras visiones, la Santa gozó de la presencia de Cristo casi constantemente... De modo que podemos describir el itinerario espiritual de Teresa como un itinerario esencialmente cristológico» [376]. De la experiencia de Cristo Teresa pasa a la experiencia trinitaria. De Jesucristo a la Trinidad. Pero el mismo autor añade que «las experiencias trinitarias no desplazaron las experiencias cristológicas. Es más, a medida que (Teresa) va progresando en la vida espiritual, la experiencia de Cristo se hace cada vez más sublime» [377]. La merced del dardo Todo ocurre en el año 1560. Mientras Teresa goza de la presencia de Cristo, la Inquisición está cada día más asustada porque el protestantismo se extiende por España. En Sevilla y en Valladolid se han celebrado otros dos autos de fe. Y el arzobispo de Toledo, ha sido llevado a la cárcel de la Inquisición. El hecho conmueve a la ciudad de Ávila. Los amigos de Teresa temen por ella y por ellos. El confesor, Baltasar Álvarez, convencido de que todo es obra del demonio, se muestra cada vez más duro. La obliga a confesarse a cara descubierta y a espaciar las comuniones. Además le impone una de las penitencias más horribles que puede sufrir, «santiguarse y dar higas» al Señor cuando se le muestre. Se trataba de un gesto obsceno para burlarse de alguien. Ella obedece. Pero «dábame este dar higas grandísima pena cuando veía esta visión del Señor; porque cuando yo le veía presente, si me hicieran pedazos, no pudiera yo creer era demonio» [378]. El miedo del confesor llega hasta privarla de la oración. El Señor interviene y le habla: «Cuando me quitaban la oración, me pareció (que el Señor) se había enojado; díjome que les dijese que ya aquello era tiranía» [379]. Dios premia su obediencia: «Comenzó Su Majestad a señalar más que era Él, creciendo en mí un amor tan grande de Dios que no sabía quién me lo ponía» [380]. Ese 82
amor se traduce en unos deseos grandes, en unos ímpetus de amor. Son unos deseos de ver a Dios que sólo puede alcanzar con la muerte. Nada la satisface. Siente que «se le arrancaba el alma». Dios la aprieta con su amor hasta experimentar «una muerte tan sabrosa que nunca el alma querría salir de ella». La santa se apresura a decir que es imposible que entienda la fuerza de esos ímpetus de amor quien no ha pasado por ellos. Porque no se trata de movimientos emocionales, ni de desasosiegos del alma, ni de sentimientos descontrolados. Y mucho menos, de una patología extraña o de una morbosidad extrema: «Estos ímpetus son diferentísimos. No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos» [381]. En su necesidad de declarar la nueva experiencia, la santa recurre al simbolismo del fuego, muy querido por todos los místicos, para quienes el fuego es el símbolo del amor de Dios. Ese fuego llega a ser tan delgado y sutil, que se convierte en saeta o dardo que atraviesa místicamente el alma: «No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón..., que no sabe el alma qué ha, ni qué quiere». De nuevo el lenguaje paradójico para declarar lo inefable. Teresa sabe que sólo quiere a Dios, que le duele su ausencia y, por eso, «muere por morir». Le parece que «la saeta traía hierba para aborrecerse a sí por amor de este Señor, y perdería de buena gana la vida por Él». El modo con que «llaga Dios el alma y la grandísima pena que da» no se puede encarecer ni decir. Porque esta pena es «tan sabrosa que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo de este mal» [382]. Nuestra escritora emplea muy pocos adjetivos con una función puramente ornamental. Los únicos, y muy frecuentes, son los que expresan sentimientos gozosos del alma, sabroso, deleitoso, oloroso, dulce y amoroso. Es maestra en el arte de expresar las emociones fruitivas más profundas. Precisamente, por eso, sólo encontramos los adjetivos señalados cuando declara estados místicos muy sublimes. Esta es la pena «tan sabrosa» que le produce la saeta del amor de Dios. Esas expresiones «tormento sabroso», «muerte deleitosa», «dolor amoroso», y otras más, muy frecuentes en sus escritos, significan el profundo gozo que siente el místico en esas experiencias que tienen analogía con la muerte. «El místico se esfuerza –esa es la paradoja– por expresar con palabras lo que experimenta como indecible. Por eso su lenguaje... se hace obligadamente objeto de una violencia, de un zarandeo en el que vacila, se rompe y renace... Sólo así, haciendo funcionar al lenguaje de otro modo, puede el místico dar cuenta de ese “exceso” que ha experimentado en su relación con el Otro» [383]. Otras veces, esos ímpetus de amor de Dios son tan intensos y profundos que sólo los experimenta «en el sentimiento». De aquí nace la dificultad de algunos críticos y lectores para comprender la llamada «merced del dardo» y las falsas interpretaciones que con frecuencia se dan a ese fenómeno místico. Parece que Teresa de Jesús recibe esa gracia mística en varias ocasiones. La primera vez que la declara es en el Libro de la Vida. Recordamos el texto íntegro por su belleza y profundidad: «Veía algunas veces un ángel cabe mí, hacia el lado izquierdo..., hermoso mucho... veíale en las manos un dardo de 83
oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas; al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande Dios. Era tan grande el dolor..., y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios» [384]. A los que no saben o no pueden entender el modo de esa experiencia, les aclara: «No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento». Es interesante destacar la importancia de los términos «ver» y «visión» que nuestra autora repite hasta nueve veces en la declaración de esa gracia mística. Expresan su certeza. También conviene destacar la reiteración de la expresión «me parecía». Los místicos no son dogmáticos. Por eso insisto en la infinidad de veces que Teresa afirma que no ve nada «ni con los ojos del cuerpo ni del alma» [385]. Se trata, como dice Tomás Álvarez, de «una descripción de alto valor literario y psicológico, pero, sobre todo, de valor testifical religioso, tanto en los aspectos psicosomáticos, antropológicos, como en su tensión de trascendencia: acción de Dios y, a la inversa, anhelo de Él» [386]. Y J. Mª Javierre escribe acerca de esa gracia: «Apenas hay en la literatura mundial alguna página que describa con semejante vigor el arrebato divino de un ser humano» [387]. Pero hay que decir claramente que se trata de una visión mística, inefable, en la que no hubo ni ángel, ni dardo, ni fuego, ni herida. Dios se muestra a Teresa, como no podía ser de otro modo, con una imagen erótica propia de su tiempo y de su cultura: la del dios Cupido o del Amor, representado por un niño con una flecha en las manos. Más tarde, ella misma traduciría esa experiencia mística en aquellos famosos versos: «Hirióme con una flecha enherbolada de amor y mi alma quedó hecha una con su Criador; yo ya no quiero otro amor, pues a mi Dios me he entregado, y mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado»[388].
La merced del dardo no es un acto pasajero, Teresa recibe esa gracia varias veces y varias veces la declara. En las Meditaciones sobre los Cantares, escritas entre 1566-67, dice: «Paréceme el amor una saeta que envía la voluntad, que, si va con toda la fuerza que ella tiene, libre de todas las cosas de la tierra, empleada en solo Dios, muy de verdad debe de herir a Su Majestad; de suerte que, metida en el mismo Dios, que es amor, torna de allí con grandísimas ganancias» [389]. Y dos años más tarde escribe en las Exclamaciones: «¡Oh verdadero Amador, con cuánta piedad, con cuánta suavidad, con cuánto deleite, con cuánto regalo y con cuán grandísimas muestras de amor curáis estas 84
llagas que con las saetas del mismo amor habéis hecho!» [390]. Cuando es acusada a la Inquisición en Sevilla, escribe una Cuenta de Conciencia declarando sus grados de oración a un jesuita que forma parte del tribunal que la va a juzgar. Y dice: «Otra manera harto ordinario de oración es una manera de herida, que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón, o por ella misma. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma» [391]. De nuevo hay que observar la insistencia con que Teresa afirma que se trata de experiencias inefables que «no se pueden dar a entender sino por comparaciones..., mas no sé decirlo de otra suerte... es imposible entenderlo sino quien lo ha experimentado» [392]. En 1577, escribe a su hermano Lorenzo de Cepeda, y le habla de ese ímpetu de amor de Dios que ella experimenta: «Es un ímpetu bien recio... es un toque que da al alma de amor... una pena grande y dolor sin saber de qué, y sabrosísima. Y, aunque en hecho de verdad es herida que da el amor de Dios en el alma, no se sabe adónde, ni cómo ni si es herida, ni qué es, sino siéntese ese dolor sabroso que hace quejar...» [393]. Como su hermano le ha confiado su alma y también anda gozando de una oración gozosa en la que él siente cómo participa el cuerpo, Teresa le aclara: «entiendo debe ser que cómo el deleite del alma es tan grande, hace movimiento en el natural... Son esas cosas –a lo que yo creo– como son las complexiones; y como vuestra merced es sanguino (= sanguíneo), el movimiento grande de espíritu con el calor natural –que se recoge a lo superior y llega al corazón– puede causar eso; mas –como digo– no es por eso más la oración» [394]. En las sextas moradas del Castillo interior, la santa vuelve a declarar la merced del dardo: «Pues vienen veces que... estos grandes ímpetus que quedan dichos... andándose así esta alma abrasándose en sí misma, acaece muchas veces por un pensamiento muy ligero o por una palabra que oye de que se tarda el morir, venir... un golpe, o como si viniese una saeta de fuego; no digo que es saeta, mas cualquier cosa que sea..., más agudamente hiere». Y dice el modo inefable como se produce la herida: «Y no es adonde se sienten acá las penas –a mi parecer– sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo, que de presto pasa todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvo, que por el tiempo que dura es imposible tener memoria de cosa de nuestro ser» [395]. San Juan de la Cruz, teniendo como trasfondo la experiencia teresiana de la que él fue testigo de excepción, escribe en la Llama de amor viva: «Acaecerá que estando el alma inflamada en amor de Dios... sienta embestir en ella un serafín con una flecha o dardo encendidísimo en fuego de amor, traspasando a esta alma... Y entonces..., al herir de este encendido dardo, siente la llaga el alma en deleite sobremanera; porque... siente la herida fina y la yerba con que vivamente iba templado el hierro, como una viva punta en la sustancia del espíritu, como en el corazón del alma traspasado» [396]. Con versos encendidos canta el místico poeta la intensidad de ese amor de Dios: «¡Oh llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro. Pues ya no eres esquiva
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acaba ya, si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro!»[397].
La merced del dardo o transverberación de santa Teresa ha sido y es un tema tratado con mucho recelo por parte de algunos críticos. Surge la pregunta: ¿En qué consistió esa gracia y qué sintió la santa en ese éxtasis de amor de Dios? ¿Una «agonía gustosa»? ¿Un «orgasmo interior»? ¿Podemos nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, acercarnos a esa gracia mística y tratar de comprenderla o, al menos, intentarlo? Pienso –es una opinión personal– que si el amor de un varón y una mujer puede producir una conmoción sexual, un orgasmo como fruto de ese amor, ¿por qué no lo puede producir el amor de Dios? No podemos afirmar que santa Teresa lo tuvo, sólo ella lo pudo saber. Pero no podemos negar la participación del cuerpo en toda experiencia espiritual y, sobre todo, mística. La mayor fuerza del hombre, después del instinto de conservación, es la sexualidad, ¿por qué negarle esa posibilidad al místico? Me gusta acudir en este momento a la opinión de un psicoanalista de nuestros días que ha estudiado el problema a fondo: «En esa experiencia (mística), el cuerpo, sin recluirse en la búsqueda del placer, no es excluido tampoco del gozo. “Siéntese grandísimo deleite en el cuerpo –dice santa Teresa en un reconocimiento que no le causa ningún temor– y grande satisfacción en el alma”[398]. La corporalidad se hace así metáfora de la misma experiencia espiritual que se experimenta. Sin que ello signifique, tal como desde la miopía médica tantas veces se creyó, que esa participación venga a constituir la prueba flagrante de histeria o de perversión. El éxtasis de Teresa de Ávila, reproducido en la obra escultórica de Bernini, fue, en este sentido, el que con más insistencia y miopía intentó ser comprendido» [399]. San Juan de la Cruz declara que «pocas almas llegan a tanto como esto». Explica que esas gracias suele darlas Dios a «aquellos cuya virtud y espíritu se había de difundir en la sucesión de sus hijos, dando Dios la riqueza y valor a las cabezas en las primicias del espíritu según la mayor o menor sucesión que había de tener su doctrina y espíritu» [400]. El santo escribe todas sus obras después de morir santa Teresa. Es lógico suponer que cuando habla de ese don místico y escribe esas líneas piensa, precisamente, en la madre Teresa de Jesús, de cuyo espíritu y doctrina tantos hijos e hijas iban a nacer. A esos ímpetus de amor de Dios ella intenta responder haciendo terribles penitencias, no siente ni siquiera derramar sangre. Pero el remedio es insuficiente. La causa de su mal espiritual es la ausencia de Dios. Y «como no está allí el remedio, son muy bajas estas medicinas para tan subido mal» [401]. El único remedio sería la muerte, pero aún no llega. La primera vez que recibe la gracia de la transverberación, Teresa está en el palacio de doña Guiomar de Ulloa, donde pasa unos días con permiso del provincial. Allí puede disimular los grandes ímpetus de amor de Dios. Más tarde, los recibirá en su monasterio, y entonces será muy difícil ocultarlos. Por eso, los temores de los clérigos amigos van en aumento. La vida de la monja carmelita es comidilla en todo Ávila. Hasta las monjas de la Encarnación están molestas. Les parece desprecio del monasterio llevar una vida de 86
tanta oración fuera de él. ¡Como si dentro no pudiera ser también orante! La priora cree que es mejor que regrese. Ella obedece. Pero a Dios no le importan ni los palacios ni los conventos. Sigue actuando. Pero ahora, los ímpetus de amor le vienen delante de todas las monjas y se publican entre la gente. Sus esfuerzos por encubrirlos son inútiles. El sufrimiento de Teresa llega a ser tan grande, que desea irse de Ávila a otro monasterio de la Orden donde no sea conocida. Quizá piensa en el de la Encarnación de Valencia, que por entonces tiene fama de muy recogido. «Hecho de raíces de árboles» A mediados de agosto de 1560, fray Pedro de Alcántara vuelve a Ávila. Doña Guiomar de Ulloa, muy devota del santo franciscano, intenta remediar los sufrimientos de Teresa. Y, con permiso del provincial, se la lleva de nuevo unos días a su palacio para que pueda ver a fray Pedro. El encuentro no puede ser mejor. Él le da «grandísima luz» y le aclara sus dudas. Sobre todo, le dice que no tenga pena, sino que alabe a Dios. «Que estuviese tan cierta que era espíritu suyo, que si no era la fe, cosa más verdadera no podía haber, ni que tanto pudiese creer» [402]. Y doña Guiomar oye de labios del franciscano que «después de la Sagrada Escritura y de lo demás que la Iglesia manda creer, no hay cosa más cierta que el espíritu de esta mujer ser de Dios» [403]. Fray Pedro consuela a Teresa. Siente «grandísima lástima» de ella, porque «uno de los mayores trabajos de la tierra es la contradicción de los buenos». Le promete hablar con los clérigos amigos para que no la inquieten más. Y nace entre ambos una profunda amistad: «Quedamos concertados que le escribiese lo que me sucediese... y de encomendarnos mucho a Dios» [404]. Queda consolada. Pero no sin temor. Porque, a veces, está «con grandísimos trabajos de alma junto con tormentos y dolores de cuerpo, de males tan recios», que no se puede valer. La enfermedad sigue siendo su compañera inseparable. Y cuando se juntan los dolores de una y otra clase, la aprietan «muy mucho». Impresiona oír decir a esta mujer que ha recibido gracias tan grandes de Dios que, a veces, se le olvidaban esas mercedes. Porque el entendimiento «se entorpece». Y también es aleccionador su ejemplo. Con demasiada frecuencia se oye decir que a los místicos, como reciben tantas gracias sobrenaturales, les es muy fácil ser santos. Sin caer en la cuenta de que esos torrentes de gracias no suele darlos Dios sino después de muchos años de oración, a veces dura, de trabajos y de sufrimientos de toda clase. Santa Teresa es un buen ejemplo de ello. A pesar de tantas gracias, vuelven los temores de ser engañada. Confesión sincera: «Parecíame yo tan mala, que cuantos males y herejías se habían levantado eran por mis pecados» [405]. Pero añade que quizá ese pensamiento es falsa humildad. La inventa el demonio para desasosegarla y llevarla a la desesperación. La Doctora mística enseña que la verdadera humildad «no viene con alboroto, ni desasosiega el alma, ni la oscurece, ni da sequedad, antes la regala, y es todo al revés: con quietud, con suavidad, con luz... duélele lo que ofendió a Dios, por otra parte la ensancha su misericordia; tiene luz para confundirse a sí y alaba a Su Majestad porque tanto la sufrió» [406]. Y dedica varios 87
párrafos a declarar los trabajos que experimenta el alma después de esos ímpetus de amor de Dios. Desea que el fuego no se consuma. «Es una pena bien grande; porque como le faltan fuerzas para echar alguna leña en este fuego y ella muere porque no se mate... entre sí se consume y hace ceniza, y se deshace en lágrimas, y se quema, y es harto tormento, aunque es sabroso» [407]. Envidia a los que pueden hacer penitencia o predicar y llevar almas a Dios. No saben la pena ni lo entienden, «si no ha pasado por gustar qué es no poder hacer nada en servicio del Señor y recibir siempre mucho». «No hay luz sino todo tinieblas oscurísimas» Poco después del encuentro con fray Pedro de Alcántara, Teresa tiene una visión inesperada. Al gozo de la vista de Jesucristo resucitado y de los grandes ímpetus de amor de Dios sucede la visión espantosa del infierno: «Me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno» [408]. Ve la entrada «como un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro» y siente «un fuego en el alma» que no sabe decir cómo es. «Los dolores corporales... insoportables». Siente en el alma «un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción» con «un desesperado y afligido descontento» que no sabe cómo encarecer. Aquí «es el alma misma la que se despedaza». No sabe decir cómo es «aquel fuego interior», «mas sentíame quemar y desmenuzar». No terminan ahí los sufrimientos. En el infierno «no hay luz sino tinieblas oscurísimas... no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve» [409]. No debe sorprendernos esa descripción. Son las imágenes propias de la predicación y de la religiosidad de su tiempo. Teresa ha oído hablar innumerables veces del fuego del infierno, de la angustia, del dolor desesperado y de los terribles tormentos que sufren los condenados. Era tema habitual de los sermones con que se adoctrinaba a la gente sencilla e inculta, la única forma de catequesis que recibían. Por eso, Dios le muestra el infierno del único modo asequible a un cristiano del siglo XVI. Santa Teresa sólo puede ser bien entendida a la luz del siglo en el que vive. Es claro que la descripción que hace del infierno choca con nuestra sensibilidad de hoy. Lo importante es que a ella la visión la deja espantada y lo sigue estando cuando la describe muchos años después. Ante tanto sufrimiento, pierde el miedo a las tribulaciones y nacen en ella grandes ímpetus de aprovechar a las almas. Con verdad puede decir que es «una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones... como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles» [410]. El voto de lo más perfecto La visión del infierno interesa a Teresa y debe interesar a sus lectores por los grandes efectos que le produce. Entre los más grandes cabe destacar tres. El primero, el deseo de vivir su vocación en plenitud: «Pensaba qué podría hacer por Dios y pensé que lo 88
primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese» [411]. Ese deseo de perfección la lleva a emitir un voto nada frecuente entre los santos, el voto de hacer siempre lo más perfecto. Es decir, elegir entre varias posibilidades la mejor y la que más sirve al Señor. Y eso siempre. En lo grande y en lo pequeño. Traducido a nuestro lenguaje de hoy, podríamos decir que Teresa decide vivir su vocación cristiana a tope. El P. Ibáñez escribe más tarde un famoso Dictamen sobre el espíritu de la monja. En él dice claramente: «tiene hecho voto de ninguna cosa entender que es más perfección o que se la diga quien lo entienda, que no lo haga» [412]. La Cuenta de Conciencia le sirve después al dominico para defender a la madre Teresa ante el grupo de letrados que examinan su espíritu y su vida. El segundo gran fruto de la visión es el deseo de salvar almas, de trabajar en su favor, de dar «mil vidas» porque una sola se salvase: «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan... y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece cierto a mi que por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes muy de buena gana» [413]. El tercer fruto es el deseo de fundar un convento pequeño con pocas monjas, con total pobreza y dedicado de lleno a la oración. Ese monasterio será el de San José, de Ávila, el comienzo de la reforma teresiana del Carmelo. Me parece muy interesante constatar que esos tres grandes efectos no son fruto ni de las visiones de Jesucristo, ni de los grandes ímpetus de amor de Dios, ni de la transverberación. Lo son de la visión del infierno. ¿Pudo más el temor que el amor? ¿Por qué? La pregunta se nos queda en el aire.
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4 La gran empresa del Carmelo «Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas (hacer un monasterio), haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra y que Cristo andaría con nosotras; y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor» (Libro de la Vida, 32,11).
«A la manera de las descalzas» Corre el mes de septiembre de 1560. La celda de Teresa de Jesús se ha convertido en un pequeño cenáculo. Allí se juntan un grupo de monjas amigas y hablan de oración y de cosas espirituales. Una tarde, María de Ocampo, joven y sobrina suya, le dice a su tía y a las otras «si no seríamos para ser monjas de la manera de las descalzas, que aun posible era poder hacer un monasterio» [414]. Para comenzar el proyecto ofrece parte de su herencia. La idea no coge de sorpresa a Teresa. Hace algún tiempo que anda «en estos deseos». Precisamente ese año el rey Felipe II, ante la situación en que se encuentra España por la influencia del protestantismo y ante la relajación existente en muchos monasterios, ha pedido a los religiosos y religiosas de todas las Órdenes que hagan «plegarias por las cosas de nuestra religión». A Teresa le van llegando noticias de las calamidades y tragedias que provocan los protestantes en Francia que, en realidad, son calvinistas hugonotes. Su mapa del protestantismo no está muy claro. A la idea de hacer un monasterio más recogido se suma doña Guiomar de Ulloa, su gran amiga, siempre dispuesta a colaborar con ella. Le ofrece renta para la nueva fundación y toma muy a pecho el proyecto. Aunque la renta que ofrece no da para tanto, el deseo de las dos amigas las ciega. Sin embargo, Teresa no acaba de decidirse porque «como tenía tan grandísimo contento en la casa que estaba, porque era muy a mi gusto y la celda en que estaba hecha muy a mi propósito, todavía me detenía» [415]. No era fácil desinstalarse. Desinstalarse significa desposeerse, salir de sí, hacerse pobre. «Dichosos los pobres de espíritu... » [416]. Pobre de espíritu es el que se deja llevar por el espíritu de Dios. El que, poseyendo algo, no posee nada. El pobre está desposeído, por eso puede recibirlo todo, incluso a Dios. Me gusta recordar unas palabras del pobrecillo de Asís a uno de sus monjes: «Hubiera querido decirle que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo el amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. Que allí donde cada uno se esfuerza en hacerse un haber ya se ha acabado la verdadera comunidad de hermanos y de amigos» [417]. Sólo haciéndose pobre, saliendo de sí mismo, puede el hombre seguir la llamada de Dios. «“Sal de tu tierra... y vete a la tierra que yo te indicaré”, le dice el Señor a Abrán» [418]. La llamada de 90
Dios es siempre la misma, primero «ven», luego, «sal de tu tierra y vete». Vete y di a tus hermanos... Enseña, profetiza, habla. Teresa todavía no ha entendido del todo lo que significa salir de sí misma y hacerse pobre por Dios. Doña Teresa y su amiga doña Guiomar deciden «encomendar mucho a Dios» el asunto del monasterio. Rezar no compromete. Pero como Dios sí que está comprometido, insiste. Un día, después de comulgar, «mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra y que Cristo andaría con nosotras; y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor» [419]. La fuerza de esas palabras es tan grande que Teresa no duda de que es voluntad de Dios. No obstante, siente miedo y se acobarda. Su actitud, llena de dudas y de temores, nos recuerda la de Moisés en el Horeb, el monte de Dios: «¿Quién soy yo para ir al faraón..., no me creerán los israelitas..., yo no soy un hombre de palabra fácil..., Señor, envía a cualquier otro» [420]. El hombre siempre siente miedo ante la llamada divina. Por eso, a pesar de la claridad con que «Su Majestad» se lo pide, Teresa siente «grandísima pena», porque «en parte se me representaron los grandes desasosiegos y trabajos que me había de costar» [421]. El Señor sigue importunando y le pone delante «tantas causas y razones que yo veía ser claras y que era su voluntad, que ya no osé hacer otra cosa». Al fin se rinde y Dios triunfa. Fiel a sí misma, el paso siguiente es decirlo a su confesor. Tampoco él lo ve claro, y, prudentemente, la remite al provincial, Ángel de Salazar. Pero no va ella en persona, sino su amiga doña Guiomar. El provincial, «amigo de toda religión», la recibe amablemente y da su permiso para comenzar el proyecto. Al mismo tiempo, Teresa escribe a varios letrados amigos, que luego serán santos: a fray Pedro de Alcántara, al duque-jesuita, Francisco de Borja y al valenciano Luis Beltrán. La respuesta del santo valenciano, además de animar a Teresa, resulta una profecía, porque antes de 1610, la reforma teresiana se había extendido ya por España, Italia, Francia, Flandes, Polonia, Persia, Indias Orientales y Occidentales[422]. Sin embargo, las cosas no van a ser fáciles. En cuanto corre por Ávila la noticia de la nueva fundación, comienza una persecución grande a las dos mujeres. Risas y burlas. Todos lo consideran un disparate. No es menor el alboroto que se arma en la Encarnación. Las monjas están indignadas. Ante semejante situación, al provincial «le pareció recio ponerse contra todos, y así mudó el parecer» [423]. No quiere admitir la fundación. Teresa no se rinde. Mujer de grandes «determinaciones», antes incluso de hablar con el provincial, ya ha buscado más caminos para realizar su proyecto. En octubre de 1560, también con la ayuda de doña Guiomar, consulta con el dominico Pedro Ibáñez, gran letrado. A pesar de las advertencias que le hace un caballero para que no trate el asunto con las dos mujeres, el dominico les pide ocho días para pensar. Al cabo de ellos, les contesta que es «muy en servicio de Dios» y que no dejará de hacerse. «Y así nos respondió (que) nos diésemos prisa a concluirlo y dijo la manera y traza que 91
se había de tener» [424]. Tanta prisa se dieron, que hasta compraron una casa pequeña. Pero la víspera de hacerse las escrituras, «fue cuando el provincial mudó de parecer». Teresa no sólo le consulta al P. Ibáñez el asunto de la fundación. Le abre también su alma, y le escribe la que se llama primera Cuenta de Conciencia, una especie de confesión, hecha entre los meses de octubre-diciembre de 1560. La titula «Su manera de proceder en la oración». Es una larga exposición en la que le da cuenta de su oración de recogimiento, de quietud y de sus arrobamientos; de sus deseos de servir a Dios «con unos ímpetus tan grandes», que no sabe encarecerlos. Con esos deseos de servirle quisiera hacer grandes penitencias, pero no puede más «por la flaqueza del cuerpo». Le habla también de su voto de perfección y de su obediencia a los confesores; de sus deseos de pobreza que la llevan a querer no poseer nada. Las visiones la dejan con tanto provecho, que no quiere nada de este mundo, porque, en su comparación, todo le «parece basura». Reconoce que Dios le concede tantas gracias porque ella es «flaca y ruin», y por eso Dios la «ha llevado por este camino». Y le confiesa que vive continuamente «con el pensamiento en Dios, y aunque trate de otras cosas, sin querer yo, no entiendo quién me despierta» [425]. Reconforta verla decir que, en medio de tantas gracias, hay veces que todo se le junta para turbarla, y pierde el ánimo y querría no ver a nadie. Son estados depresivos debidos a sus altibajos emocionales: «Tengo tristeza... querríame esconder donde nadie me viese, no soledad para virtud, sino de pusilanimidad; paréceme querría reñir con todos los que me contradijesen» [426]. No obstante esos malos momentos, agradece la corrección de sus confesores. Podríamos resumir esta larga confesión de su espíritu con sus mismas palabras: «Sabe Él bien, que ni honra, ni vida, ni gloria, ni bien ninguno en cuerpo ni alma hay quien me detenga, ni quiera ni desee mi provecho, sino su gloria» [427]. No hemos olvidado la fundación. Ante la actitud negativa del provincial, el confesor Baltasar Álvarez, manda a la fundadora que cese en su proyecto. ¡Después de tantos trabajos padecidos! Porque el alboroto de las monjas va en aumento, «estaba muy malquista en todo mi monasterio, porque quería hacer monasterio más encerrado... decían que las afrentaba, que allí podía también servir a Dios» [428]. Quieren incluso encerrarla en una celda de la Encarnación que hace de cárcel. Lo que más la «fatiga» es la actitud del confesor, que la riñe para que se enmiende. Su aflicción es extrema. No falta una voz tremendista que la amenaza diciéndole que «andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores» [429]. Ella se ríe de esas amenazas, «me cayó esto en gracia». Y les contesta «que de eso no temiesen... que si pensase había para qué temer (a la Inquisición), yo me la iría a buscar» [430]. En medio de ese desconsuelo, el Señor la tranquiliza y le dice que lo deje todo hasta que «fuese tiempo de tornar a ello». Ese tiempo propicio vuelve en abril de 1561. En Ávila, la Compañía de Jesús estrena rector nuevo, Gaspar de Salazar. Es un hombre «muy espiritual y de gran ánimo y entendimiento y buenas letras» [431]. Todos los ingredientes que Teresa necesita. El encuentro entre ambos es un festín para ella: «Sentí en mi espíritu un no sé qué... que no 92
sabré decir cómo fue... porque fue un gozo espiritual y un entender mi alma que aquella alma la había de entender» [432]. Entendido su espíritu y consolada, el Señor vuelve a importunarla con la fundación. Dios es muy exigente en sus llamadas. Le encarga que les diga al confesor y al rector de la Compañía que no estorben sus planes. Ambos deciden ayudarla, y ella trama en secreto la compra de una casa. Lo planea con su hermana doña Juana de Ahumada, casada con don Juan de Ovalle, como si fuera para vivienda del matrimonio. Al mismo tiempo, su hermano Lorenzo de Cepeda, a quien le van bien las cosas en América, le manda una cantidad fuerte de dinero sin sospechar la ayuda que necesita su hermana. Pero, aunque le llegan algunos «dineros» para su proyecto, no bastan. No podemos ni imaginar los apuros y dificultades que pasa. Son mucho mayores que lo que dicen sus escritos. Bastaría considerar la situación en la que vive y se mueve. Mujer, monja, con fama de mística, metida a fundadora, perseguida por muchos y sin dinero: «En tener los dineros, en procurarlo, en concertarlo y hacerlo labrar pasé tantos trabajos... que ahora me espanto cómo lo pude sufrir» [433]. Anima ver la confianza con que Teresa se queja a Dios en medio de esos grandes problemas: «Señor mío, ¿cómo me mandáis cosas que parecen imposibles?, que aunque fuera mujer ¡si tuviera libertad!; mas atada por tantas partes, sin dineros ni de donde los tener ni para Breve ni para nada, ¿qué puedo yo hacer, Señor?» [434]. Cumplir la voluntad de Dios no es incompatible con la queja humilde y confiada. También Jesús se quejó a su Padre en la oración de Getsemaní: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz» [435]. No fue posible. Tampoco le es posible a Teresa, porque no siempre se puede rehuir la cruz. Dios la urge, ella le contesta. El diálogo entre los dos es muy expresivo. La fundadora ha comprado una casa, pero le parece pequeña para hacer un monasterio. Quiere comprar otra que está al lado, también muy pequeña, para levantar la iglesia. Sigue sin dinero y sin saber qué hacer. El Señor la riñe: «Ya te he dicho que entres como pudieres... ¡Oh codicia del género humano, que aun tierra piensas que te ha de faltar!, ¡cuántas veces dormí yo al sereno por no tener adonde me meter!» [436]. Avergonzada de sí misma, calla y compra la casita sin buscar más espacio. El monasterio será sencillo y pobre, «todo tosco y sin labrar». Con lo necesario solamente para no dañar la salud. Y afirma que «así se ha de hacer siempre» en sus conventos. Teresa ha comenzado a entender el bien de la pobreza. No ha tenido poco que ver en ello la intervención de Santa Clara, quien el día de su fiesta, el 12 de agosto, la anima a esforzarse en su empeño y le promete su ayuda. Lo que más le ha ayudado es «que poco a poco trajo este deseo mío a tanta perfección, que la pobreza que la santa tenía en su casa, se tiene en ésta y vivimos de limosna» [437]. Desde entonces, la pobreza de sus conventos será la gran obsesión teresiana. Un día de la Asunción Pasado un tiempo, el provincial permite a Teresa volver al palacio de doña Guiomar. 93
Desde allí puede vigilar las obras del nuevo monasterio con más holgura y discreción. Porque la gente, incluso los mismos albañiles, comienzan a sospechar de unas obras tan complejas para vivir sólo una familia. Un día de la Asunción de la Virgen va a la iglesia de Santo Tomás, de los PP. Dominicos. Ha ido allí muchas veces y ha confesado sus «muchos pecados» y «ruin vida». Estando en esa consideración, tiene un gran arrobamiento y se siente vestir «una ropa de mucha blancura y claridad». Ve a «Nuestra Señora» a su lado derecho y a san José al izquierdo: «Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados». Nuestra Señora le dice que el monasterio se hará y que en él se servirá mucho al Señor. Y que no tema, porque su Hijo le ha prometido que andará con ellas. Como señal de que eso será verdad, le da una joya, «parecíame haberme echado al cuello un collar de oro muy hermoso, asida de una cruz a él de mucho valor» [438]. Teresa de Jesús insiste de nuevo en que nunca ve nada con los ojos del cuerpo ni del alma, «parecíame». Son iluminaciones profundas que se le quedan impresas en el alma. Después de recibir esa iluminación, describe la belleza de la Virgen con las mismas palabras con las que describe la de Cristo resucitado: «Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora... vestida de blanco con grandísimo resplandor, no que deslumbra, sino suave... parecíame nuestra Señora muy niña» [439]. También le dice la Virgen que no tenga miedo de poner el nuevo monasterio bajo la obediencia del obispo de Ávila. Conviene hacerlo así por entonces y no dar la obediencia a la Orden como ella desea. Después de la negativa del provincial a admitir la fundación, es mejor para poder llevar el monasterio a buen término. De ese modo serán más fáciles los caminos de Roma. La visión de «Nuestra Señora» deja a Teresa no sólo consolada y con mucha paz, sino «con un ímpetu grande de deshacerme por Dios». Deshacerse por Dios es siempre el fruto de las gracias divinas. Dios se nos da para que nos demos a Él y a los hermanos. En Toledo La noche de Navidad de 1561 el provincial manda a Teresa ir a Toledo, a consolar a una señora de la alta nobleza, doña Luisa de la Cerda, cuyo marido acaba de morir. A la señora le han llegado noticias de la santidad de la monja, y piensa que ella la puede consolar. El ruego de la dama es atendido por el provincial, que la estima mucho. Teresa siente repugnancia ante ese mandato «y mucha pena ver que, por pensar que había en mí algún bien, me quería llevar, que, como yo me veía tan ruin, no podía sufrir esto» [440]. Pero el Señor le dice que no deje de ir. Mientras llega el Breve de Roma, conviene que se ausente de Ávila. Doña Luisa y Teresa se entienden a la perfección, «tomó grande amor conmigo, yo se lo tenía harto de ver su bondad». En adelante, ella será una de sus mejores amigas y valedoras. Su presencia en Toledo y su amistad con tan gran señora la pone en contacto con lo mejor de la nobleza castellana y, aunque ella todavía no lo sabe, eso le reportará grandes beneficios para sus fundaciones. En el palacio de doña Luisa de la Cerda, Teresa recibe del Señor «grandísimas mercedes», entre ellas, aprender a ser más libre y 94
menospreciar el mundo, «así que de todo aborrecí el desear ser señora» [441]. Durante su estancia en Toledo conoce a una beata de su Orden, María de Jesús Yepes que «es mujer de mucha penitencia y oración». También ella ha sentido la llamada de Dios para fundar un monasterio. Por medio de esa monja, Teresa se entera de que la primitiva Regla «mandaba no se tuviese propio», es decir, que se viviese en pobreza. El encuentro con la beata va a ser muy importante en la decisión teresiana de fundar en pobreza. Hasta entonces no había pensado hacerlo «sin renta», queriendo librar a sus monjas del cuidado de lo que iban a necesitar, «y no miraba los muchos cuidados que trae consigo tener propio». Desde ahora, sus deseos son vivir en total pobreza, «días había que deseaba fuera posible a mi estado andar pidiendo por amor de Dios y no tener casa ni otra cosa» [442]. Pero teme que, si a sus monjas «no les daba el Señor estos deseos», podían estar descontentas y distraerse de lo principal que es la oración y el recogimiento. Teme también, con razón, que «no se lo habían de consentir, sino decir que hacía desatinos». El tema de la pobreza la trae y la lleva. Consulta con unos y con otros. Pide parecer a todos, confesores y letrados. Y casi todos le dicen que pobreza, no. Pero no pueden persuadirla a tener renta ahora que ya sabe que «era Regla y veía ser más perfección». Y cuando alguno logra convencerla, «en tornando a la oración y mirando a Cristo en la cruz tan pobre y desnudo, no podía poner a paciencia ser rica» [443]. Entre esas consultas, destaca la respuesta de fray Pedro de Alcántara. El santo franciscano le dice que las cosas de espíritu no son para tratarlas con juristas y teólogos. Y que «en los consejos evangélicos no hay que tomar parecer si será bien seguirlos o no... porque es ramo de infidelidad. Porque el consejo de Dios no puede dejar de ser bueno, ni es dificultoso de guardar, si no es a los incrédulos y a los que se fían poco de Dios». Y sigue diciéndole el franciscano: «Si vuestra merced quisiere seguir el consejo de Jesucristo de mayor perfección en materias de pobreza, sígalo... yo no alabo simplemente la pobreza, sino la sufrida por amor de Cristo nuestro Señor, y mucho más la deseada, procurada y abrazada por su amor» [444]. Muy distinta es la respuesta que le da su gran amigo, el dominico Pedro Ibáñez, defensor y valedor de sus primeras andanzas como fundadora. Su parecer, después de haberlo estudiado mucho, es que funde sin pobreza. Es fácil imaginar el enfado con que Teresa contesta a su carta: «Yo le respondí que para no seguir mi llamamiento y el voto que tenía hecho de pobreza y los consejos de Cristo con toda perfección, que no quería aprovecharme de teología ni con sus letras en este caso me hiciese merced» [445]. Cuando se trata de servir al Señor con la mayor perfección posible no la detiene nadie. Así son los santos. Después el Señor le mostrará su alegría por haber tomado esa decisión. Y hasta cambiará «el corazón» de su amigo. Ella está radiante: «Yo estaba muy contenta... con tener tales pareceres; no me parecía sino que poseía toda la riqueza del mundo en determinándome a vivir por amor de Dios» [446]. La que ha decidido ser radicalmente pobre por Dios se siente inmensamente rica. Mientras tanto, al palacio de doña Luisa de la Cerda van llegando noticias estremecedoras de los daños que los protestantes causan en Francia y de las guerras de 95
religión que el rey Felipe II sostiene con el del país vecino. Son motivo de conversación entre las moradoras del palacio. Teresa da vueltas a esas noticias y piensa en su futuro monasterio. Aunque ella no habla de los luteranos de España, le han llegado los ecos de los autos de fe de Valladolid y de Sevilla en los que varias personas, entre ellos algunos clérigos importantes, han sido llevados a la hoguera acusados de herejía. Toda Castilla lo sabe. El problema de los protestantes, los «luteranos» como los llama Teresa, tendrá mucho que ver en su ideal reformador. También en Toledo se encuentra con un viejo amigo, el dominico García de Toledo, al que conoció en Santo Tomas de Ávila. En ese encuentro, hablan los dos amigos, intercambian confidencias espirituales, y, al fin, el dominico le pide que le escriba una relación de «los trabajos de su alma». A pesar de la repugnancia que siente, obedece, y en junio de 1562, escribe una primera relación biográfica, no muy larga y sin división de capítulos. Son las primicias del Libro de la Vida. Al empeño del dominico se lo debemos. Recorriendo la vida de Teresa de Jesús llama la atención el gran número de letrados y teólogos a los que les abre su espíritu. Y es que el místico nunca se fía plenamente de su experiencia y quiere que no sea sólo subjetiva sino también objetiva. Por eso busca al letrado, al hombre de la Sagrada Escritura para que contraste su experiencia con la palabra de Dios. San Juan de la Cruz escribe a propósito de este discernimiento que busca el místico, que en el Antiguo Testamento no se le podía dar crédito a «lo que Dios decía»..., si no se aprobaba «por la boca de los sacerdotes y profetas». Y explica la razón: «Porque es Dios tan amigo de que el gobierno... del hombre sea también por otro hombre semejante a él... que quiere que las cosas que sobrenaturalmente nos comunica no las demos entero crédito ni hagan en nosotros confirmada fuerza y segura, hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre» [447]. «El contento que me da contentarle» En verdad que Dios zarandea a Teresa. Ahora, el provincial le manda salir de Toledo y volver otra vez a la Encarnación. Va a haber elecciones para priora de ese monasterio. A la madre le llegan noticias de que muchas monjas quieren elegirla a ella. Sólo el pensarlo le causa un terrible tormento. Está dispuesta a pasar cualquier martirio por Dios, pero «a éste en ningún arte me podía persuadir» [448]. Escribe a sus monjas amigas para que no le den el voto. Pero los planes de Dios son muy otros. ¿No desea cruz? El Señor le dice que «en ninguna manera deje de ir, que, pues deseo cruz, buena se me apareja». De nuevo la resistencia: «Yo me fatigué mucho y no hacía sino llorar». Algunas veces los santos son incoherentes. O quizá nos muestran que también son de carne y hueso por muy santos que sean. Si Teresa ha hecho voto de lo más perfecto; si el confesor le dice que aquello es de mayor perfección; si el Señor lo quiere, ¿por qué se detiene en Toledo? Se escuda en que hace mucho calor para emprender el viaje y que bastará con que esté en Ávila para la elección de la priora. Las consecuencias de esa indecisión son el desasosiego, la dificultad para hacer oración, la sequedad, el apretamiento de espíritu... Y, por si fuera poco, la pena de doña Luisa de la Cerda por perderla. Otro tormento 96
añadido. Al fin, triunfa el lado bueno, «porque entendiendo yo era más perfección una cosa y servicio de Dios, con el contento que me da contentarle pasé la pena de dejar a aquella señora» [449]. De nuevo, se pone en camino sabiendo que en Ávila la espera una gran cruz. Son palabras del Señor. Teme que la cruz sea su elección para priora de la Encarnación: «Veía que venía a meterme en un fuego..., aunque nunca yo pensé lo fuera tanto como después vi» [450]. Pero va contenta de poderse meter «en la batalla», porque es deseo de Dios y Él le da la fuerza que necesita. Sin embargo, la cruz no es el priorato. Llegará enseguida con la fundación de San José. Su vuelta a Ávila resulta ser necesaria para concluir la fundación del nuevo monasterio. Más tarde, desde la perspectiva que le darán los años, mirará hacia atrás y contemplará con gozo la vida que llevan las monjas en el conventito de San José. Toda cruz tiene su pascua. A quien se decide a darse del todo a Dios y cumplir su voluntad, Él le ayuda y le facilita las cosas. Sólo hace falta amarle de verdad. El camino de Dios es seguro. Ella insiste: «No puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección». Basta confiar en Dios y poner en Dios su propia seguridad. A lo largo de todos sus escritos, repetirá como un estribillo: «Poned los ojos en Él». Quien camina con los ojos puestos en Dios, no puede tener miedo que lo «deje caminar de noche». El hombre no se pierde, «si primero no le dejamos a Él» [451]. En agosto de 1562, eligen a la priora de la Encarnación. En el monasterio viven casi doscientas mujeres entre monjas, señoras residentes, niñas educandas y mujeres acogidas. Un centenar de ellas son de familias nobles de Ávila. Afortunadamente para todos, la madre Teresa no es elegida priora. Dios maneja los hilos de la historia, de toda historia humana, con su amorosa providencia. Y en la Encarnación no la necesitan de priora. Su sitio está en el convento de San José. Allí la espera Dios para comenzar la gran empresa de la reforma del Carmelo. A su llegada a Ávila se encuentra con varias sorpresas. La primera que ha llegado el Breve de Roma la misma noche que ella. Con fecha del 7 de febrero de 1562, el papa Pío IV otorga poder «para fundar y edificar un monasterio de monjas de la regla y orden de Santa María del Monte Carmelo y debajo de la obediencia y corrección del obispo de Ávila» [452]. El asombro es general por la rapidez con que ha llegado. La segunda sorpresa es que fray Pedro de Alcántara está de nuevo en Ávila. Su presencia va a ser providencial para la nueva fundación. Y para completar el cuadro de sorpresas, Teresa se encuentra con que su cuñado, Juan de Ovalle, no se ha ido a Alba de Tormes porque se ha puesto enfermo. La ocasión no puede ser más propicia. Con la excusa de cuidarlo obtiene permiso para salir de la Encarnación. Ahora hace falta que el obispo don Álvaro de Mendoza acepte el convento bajo su jurisdicción. La cosa no va a ser fácil a pesar del Breve del papa. Los amigos de la madre deciden que sea fray Pedro de Alcántara el que hable con el obispo. Como está ausente y el franciscano enfermo, fray Pedro le escribe una carta recomendándole la fundación del monasterio «sin renta» y la santidad de la madre. La primera respuesta es negativa. En 97
Ávila hay muchos conventos de monjas pobres. La ciudad no da para tanta limosna. El santo franciscano no se rinde y, enfermo como está, se va a visitar al obispo. No sabemos qué razones aduciría. Lo cierto es que el obispo no sólo admite la fundación, sino que se vuelve a Ávila y baja a la Encarnación a visitar a Teresa de Jesús. La entrevista entre los dos es definitiva. El obispo vuelve prendado y prendido de ella. La fundación se hará sin que nadie lo estorbe. Estamos a mediados de agosto. El monasterio de San José Amanece el 24 de agosto de 1562. Fecha para subrayar en rojo en la historia del Carmelo. El repique alegre de una campanita rota anuncia que acaba de nacer el monasterio de San José. «Fue el Señor servido que, día de San Bartolomé, tomaron hábito algunas y se puso el Santísimo Sacramento, y con toda autoridad y fuerza quedó hecho nuestro monasterio del gloriosísimo padre nuestro San José, año de mil y quinientos y sesenta y dos» [453]. En el altarcito de la pobre iglesia, la madre coloca un devoto cuadro de san José. Y como no olvida la promesa que le ha hecho el Señor, pone una imagen de la Virgen sobre la puerta del monasterio y otra del santo sobre la puerta de la iglesia. La devoción de Teresa al santo Patriarca arranca de su juventud, cuando la enfermedad la llevó a las puertas de la muerte. Desde entonces, acude a san José para todo y aconseja a todos esa devoción: «Solo pido... que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción» [454]. San José será el patrono de muchas fundaciones teresianas. Bajo su advocación, el nuevo convento echa a andar con sólo cuatro novicias y la madre Teresa de Jesús. Este es el principio de la gran empresa de la reforma teresiana del Carmelo. Sin embargo, conviene subrayar, como escribe el historiador Teófanes Egido, que ese gran proyecto se fraguó dentro de los muros de la Encarnación, sensible a las corrientes reformistas y permeable al ambiente exterior pretridentino: «Sin la Encarnación no sería explicable san José». Parece que, al principio, el proyecto reformista de santa Teresa estuvo «alentado por deseos confusos y carecía incluso de un programa inicial concreto» [455]. Como vimos, la idea de fundar un monasterio nace en la celda de doña Teresa, en 1560, durante un coloquio espiritual con sus monjas amigas. Hablan de hacer un monasterio para «ser monjas de la manera de las descalzas», pero sin saber demasiado lo que pretenden. De hecho, ella no conocerá la existencia de la «regla primitiva» del Carmen hasta la Pascua de 1562, en Toledo, cuando se encuentra con la beata carmelita María de Jesús Yepes. Ciertamente, la santa no es demasiado concreta acerca de los primeros objetivos de su fundación. En la primera redacción de Camino de perfección, comenzada a finales de 1562, dice que «al principio que se comenzó este monasterio a fundar... no era mi intención hubiese tanta aspereza en lo exterior, ni que fuese sin renta, antes quisiera hubiera posibilidad para que no faltara nada» [456]. El deseo de fundar sin renta llega más tarde. Y más tarde también surge en su ánimo el deseo apostólico de hacer algo «en el servicio del Señor». Cree Teófanes Egido que, «al margen de motivaciones 98
sobrenaturales», hubo otros agentes en los comienzos de la fundación de San José: la simpatía hacia los movimientos de observancia; la incomodidad del estilo de vida de la Encarnación; el deseo de una igualdad social entre las monjas del nuevo monasterio. Todos esos factores, además del encerramiento y el número limitado de monjas, podían asegurar la tranquilidad e independencia necesarias para la vida de oración, que era el eje de la nueva experiencia de la madre Teresa y su grupo. Leyendo los últimos capítulos del Libro de la Vida y los primeros de Camino de perfección se tiene la impresión cierta de que se movía en un ambiente irrespirable dentro y fuera de la Encarnación. Su confesión no puede ser más expresiva: «Yo me santiguo de ver lo que pasa. El caso es que ya yo no sabía cómo vivir cuando aquí me metí... Se ve una pobre de alma fatigada» [457]. Se explica por eso la fuerte oposición que, desde el primer momento, encuentra el proyecto teresiano. Su idea fundacional es una clara protesta. «La idea de formar unas comunidades de oración con matiz contrarreformístico, el carácter de servicio a la Iglesia de su Reforma, brota de una consideración feminista. Teresa se ve “mujer” y “ruin” e “imposibilitada” para servir al Señor en las cosas que ella quisiera. Existe una lógica interna en estas expresiones que tienen un fundamento en la realidad histórica y eclesial de su tiempo. Se sentía inútil en la Iglesia precisamente por ser mujer» [458]. La formación de grupos de mujeres orantes era un desafío clamoroso contra el ambiente marginador de la mujer que imperaba en los letrados y teólogos del s. XVI, auténticos dirigentes de aquella sociedad sacralizada. Teresa lo sabe. Sabe que por su condición de mujer, de espiritual y de lectora es tremendamente sospechosa. Por eso, hay que saber leer entre líneas su repetida predilección por los letrados y su constante confesión de ruindad y flaqueza. Mujer sagaz donde las haya, se escuda en esas declaraciones para decir lo que quiere y como quiere. Sus gritos de protesta, camuflados bajo esas confesiones de «iletrada» y «ruin», asoman en muchas de sus páginas, pero alcanzan la cima de agresividad no disimulada en el capítulo cuarto de la primera redacción de Camino de perfección, llamada de El Escorial. Lo veremos más adelante. Señala Teófanes Egido otro motivo más para que la madre Teresa busque la tranquilidad del convento de San José: la terrible y cruel marginación social que sufren los judeoconversos[459]. Esa marginación llega al monasterio de la Encarnación como todos los monasterios, del mismo modo que llega e invade a toda la sociedad castellana del s. XVI. Una marginación que se convierte en una abierta persecución. La Inquisición, temerosa siempre de su falsa conversión, persigue y acosa sin piedad a los judeoconversos. Quizás hoy nos resulte fácil entender hasta dónde llegó el enfrentamiento social entre aquellos y los cristianos viejos, recordando la historia reciente de la Alemania nazi. Y, aunque Teresa nunca habla de su origen judeoconverso, escribe con dureza sobre el tremendo problema de la honra. Es preciso entender lo que significa para ella la «negra honra», si queremos entender su vida y sus escritos. En sus nuevos monasterios admitirá a jóvenes de ascendencia judeoconversa, y lo mismo harán los monasterios de frailes descalzos. Al menos hasta después de la muerte de la fundadora. Tristemente, también a la Orden del Carmen llegarán, hacia 1595, los Estatutos de 99
limpieza de sangre, como a casi todos los monasterios religiosos. En el nuevo monasterio de San José, Teresa puede liberarse y borrar de una vez los títulos y los apellidos. Y no permitirá la más leve concesión al tema del linaje o de la ascendencia: «En esta casa tenéis ya aventurada y perdida la honra del mundo... Nuestra honra, hermanas, ha de ser servir a Dios; quien pensare que esto os ha de estorbar, quédese con su honra en su casa» [460]. Y en un capítulo de Camino de perfección, que titula «lo mucho que importa no hacer ningún caso del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios», escribe con la misma fuerza: «En esta casa nunca, plega a Dios, haya acuerdo de cosas de estas –sería infierno–, sino la que fuere más, tome menos su padre en la boca; todas han de ser iguales» [461]. A pesar de todo lo dicho, hay que señalar, como escribe O. Steggink, lo mucho que santa Teresa debe a la Orden, y, más en particular, a su convento de la Encarnación: «De hecho, la obra teresiana se presenta como la prolongación histórica, jurídica y espiritual de la Orden del Carmen. De ella recibe su título, su hábito, su regla, en su pureza primitiva... En la Encarnación... se nutrió del patrimonio espiritual de la Orden. Allí nacieron sus ideales. Y de la Encarnación sacó las piezas vivas para sus primeras fundaciones» [462]. Ello no le quita mérito. «Con todo... la nueva forma de ser monja carmelita implantada por la Madre Teresa de Jesús en sus conventos, más que de reforma debe calificarse de obra creadora y fundadora, en cuanto, inspirándose en el más hondo espíritu evangélico, instaura dentro del marco obligado de la vida cenobítica, la jornada eremítico-contemplativa carmelitana» [463]. Teresa de Jesús y la Iglesia En San José de Ávila, la fundadora inaugura una nueva forma de vida comunitaria. Comunidad orante, de pocas monjas y en pobreza. ¿Qué causas la mueven a ese nuevo estilo de vida? Como hemos señalado, no es sólo una reacción a la vida irregular de la Encarnación. Busca, sobre todo, un monasterio pequeño donde pueda dedicarse a la oración y en total recogimiento: «Deseaba... apartarme más de todo y llevar mi profesión y llamamiento con más perfección y encerramiento» [464]. Poco a poco, irán surgiendo en ella el ideal apostólico y su sentido eclesial. Debió de pasar algún tiempo entre la primera idea de fundar un monasterio y el deseo de que fuera con tanta pobreza, como escribe en las primeras líneas de Camino de perfección. Y también debió de pasar algún tiempo entre el deseo de una vida de más soledad y recogimiento, y el propósito de servir a la Iglesia. Recojo la pregunta y la respuesta de J. Castellano: «¿Cómo y cuándo nace en Teresa su conciencia eclesial?... El momento histórico de esta conciencia nueva hay que situarlo en plena madurez espiritual, varios años después de su segunda conversión, por el año 1560, como una gracia que va dilatando y sensibilizando su corazón al amor de las almas» [465]. Del desarrollo de esa conciencia eclesial escribe también T. Álvarez: «En la vida interior de la Santa, un momento de intensa vivencia del misterio de la Iglesia sirvió de 100
anillo de enlace entre su vida íntima y personal y su lanzamiento apostólico, de dimensión católica y universal» [466]. Se trata de un proceso espiritual muy interesante. Desde su conciencia individual pasa a tener una conciencia eclesial. «Los testimonios más directos... se refieren exclusivamente al período de transición de lo íntimo y personal a la acción apostólica: 1560-1565/67. Fueron esos los años en que la santa vivió más intensamente la tragedia de la Iglesia» [467]. En ese proceso podemos distinguir distintas fases que conviene señalar para comprender bien la reforma del Carmelo. En la primera etapa de su vida, hasta casi los cuarenta años, doña Teresa vive preocupada, fundamentalmente, por su salvación personal. Recordemos su primera aventura en busca del martirio siendo muy niña. La motivación de su vocación religiosa y entrada en el Carmelo tampoco es fruto del amor de Dios, «más me movía un temor servil». Por eso considera la vida religiosa como un purgatorio, y, después de pasarlo, «me iría derecha al cielo». Durante sus largos años de vida religiosa, incoherente y disipada, doña Teresa sigue dominada por el temor, deseando alcanzar el cielo pero confiando en sus propias obras. Esa es su lucha y la clave de su fracaso. Ella, que definirá la oración como un trato de amistad con Dios, no puede sufrir su falta de correspondencia a esa amistad: «Ya yo tenía vergüenza de en tan particular amistad, como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios... comencé a temer... de verme tan perdida» [468]. Y por eso piensa que es «mejor andar como los muchos» y «no tener oración mental ni tanto trato con Dios». A partir de su encuentro con «un Cristo muy llagado», en 1554, Teresa se abre a la contemplación del sufrimiento que pasó el Señor «por nosotros». Y cae en la cuenta de que ella sola no puede conseguir la salvación ni el cielo: «Estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios» [469]. Desde ese encuentro, se afianza el deseo de vivir su vocación contemplativa. Son años de intensa vida mística que culminan con el desposorio espiritual en mayo de 1556, estando aún en el monasterio de la Encarnación. Desde esa experiencia mística comienza a sentir hondamente los daños que provocan los protestantes y las necesidades de la Iglesia. Después de la visión del infierno crece ese dolor por las almas que se pierden: «De aquí también gané la grandísima pena de las muchas almas que se condenan, de estos luteranos, en especial, porque eran ya miembros de la Iglesia» [470]. Más tarde, dice en una Cuenta de Conciencia: «Deseo grandísimo, más que suelo, siento en mí de que tenga Dios personas que con todo desasimiento le sirvan..., en especial, letrados; que como veo las necesidades de la Iglesia, que estas me afligen tanto...» [471]. No sabemos exactamente el momento en que conoce a fondo el problema de los protestantes y formula su propósito de trabajar por la Iglesia. Las guerras de religión entre España y Francia, la noticia de las terribles luchas entre católicos y hugonotes –los «luteranos» para Teresa–, y cómo «iba en crecimiento esta desventurada secta» llegan, sin duda, a Toledo, donde reside entonces en casa de doña Luisa de la Cerda. También le llegan los ecos de los autos de fe de Valladolid y Sevilla que acaban con el luteranismo castellano. Todas esas noticias, y la ruptura de la unidad de la Iglesia a causa de la herejía protestante, abren el carisma teresiano a una 101
dimensión eclesial. A partir de ese momento, la Iglesia y las almas se convierten en su gran pasión. Teresa se decide a servir a la Iglesia, una Iglesia que, por entonces, tiene para ella todavía límites pequeños. Pero quiere servirla viviendo en una comunidad orante. Esa idea teresiana de servir a la Iglesia en una comunidad contemplativa es nueva y original. En el s. XVI, ni a las carmelitas de la Encarnación ni a ninguna monja de clausura se le podía ocurrir que ellas podían participar activamente en esa batalla espiritual. La vida del claustro no era para eso. España estaba asolada por las guerras y una gran parte de los varones se encontraban luchando. Para muchas jóvenes el matrimonio era un problema. Es verdad que en los monasterios había monjas que buscaban sinceramente una vida espiritual. Pero no es menos verdad que otro buen número de mujeres trataban de remediar su forzada soltería en la soledad del claustro. Cumplir el ritmo diario de rezos, normas y penitencias era suficiente para conseguir la salvación eterna, la mayor preocupación de los cristianos del siglo XVI. ¿Cómo iban a pensar las monjas de clausura en un servicio apostólico a la Iglesia, cuando esa misma Iglesia las tenía marginadas por el simple hecho de ser mujeres? Teresa de Jesús «crea una nueva forma de vida evangélica: la contemplación al servicio de la Iglesia» [472]. Vista desde hoy, la idea teresiana es genial. En el primer capítulo de Camino de perfección, pero en el versículo dos, ya habla claramente del problema protestante y de su propósito de trabajar en favor de las almas. Ante la situación dolorosa que vive la Iglesia y estando ya entre sus monjas de San José, escribe con rasgos vigorosos: «Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder» [473]. Consciente de sus grandes limitaciones por ser mujer, toma una decisión: «Como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, que toda mi ansia era y aún es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos que éstos fuesen buenos; así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada yo en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo» [474]. Respetamos el texto íntegro por su importancia fundacional. A partir de ahora, ese va a ser el objetivo principal de su reforma: «Que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen..., que parece le querrían tornar ahora a la cruz» [475]. Teresa ha visto que ni las armas ni los grandes ejércitos de los reyes han servido «para atajar este fuego». Y pone su esperanza en las oraciones y penitencias de sus hermanas: «Para esto os juntó aquí el Señor; este es vuestro llamamiento; estos han de ser vuestros negocios... aquí vuestras lágrimas; estas vuestras peticiones...» [476]. Hay un tercer momento en el desarrollo de la conciencia eclesial de Teresa de Jesús. Han pasado cuatro años desde la fundación de San José. En febrero de 1566, un misionero franciscano venido de América, el P. Alonso de Maldonado, visita el 102
monasterio y les habla a las monjas de la situación espiritual de los indios en un tono encendido y exaltado. A ella se le descubre la dimensión universal de la Iglesia. Existe un mundo más allá de Europa con muchos hombres que están en el extrarradio de la Iglesia. La narración de «los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina» la conmueve hasta límites extremos: «Fuíme a una ermita con hartas lágrimas, clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma a su servicio... y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más» [477]. Según sus testigos, parece que esa conmoción espiritual se debió a una gracia mística[478]. Ahora, su vocación recibe un carácter misionero. Ese nuevo ideal se revela más tarde en una carta que le escribe a su hermano don Lorenzo de Cepeda, que está en el Ecuador. Le dice que se alegra mucho de que vuelva a España: «Para que nos juntemos entrambos para procurar más la honra y gloria (del Señor) y algún provecho de las almas, que esto es lo que mucho me lastima, ver tantas perdidas; y esos indios no me cuestan poco» [479]. En 1576, cuando Teresa se defiende en Sevilla ante el tribunal de la Inquisición, escribe una Cuenta de Conciencia para uno de los jesuitas que forma parte de dicho tribunal. Y le dice los grandes efectos que le produce el arrebatamiento: «Pienso que deben venir de aquí estos deseos tan grandísimos de que se salven las almas y de ser alguna parte para ello y para que este Dios sea alabado como merece» [480]. La experiencia del dolor por las almas que se pierden es, según la Doctora mística, uno de los motivos de purificación que experimentan los que llegan a la oración de unión: «Cada vez que tiene oración es esta su pena;... quizá procede de la muy grande que le da de ver que es Dios ofendido... y de las muchas almas que se pierden» [481]. Después, cuando se llega al matrimonio espiritual, el alma debe ser Marta y María juntamente «para hospedar al Señor» y darle de comer. Pero «su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben» [482]. En cambio, en 1581, vísperas de su muerte, Teresa de Jesús escribe otra Cuenta de Conciencia al obispo Dr. Velázquez en la que le dice que se encuentra con gran quietud y sosiego, y que por nada pierde la paz: «Me espanta una cosa, que aquellos sentimientos tan excesivos e interiores que me solían atormentar de ver perder las almas y de pensar si hacía alguna ofensa a Dios, tampoco lo puedo sentir ahora así, aunque –a mi parecer– no es menor el deseo de que no sea ofendido» [483]. Nuevas dificultades «Mucho me he divertido», como diría la santa. Volvamos al convento de San José en la mañana del 24 de agosto de 1562. El gozo y el sentirse como estar en la gloria después «de ver poner el Santísimo Sacramento» se convierten de pronto para la madre Teresa en un inmenso dolor: «Acabado todo, sería como desde a tres o cuatro horas, me revolvió el demonio una batalla espiritual» [484]. Piensa si ha obrado mal. Si ha ido contra la obediencia. Si estarán contentas las monjas «en tanta estrechura». Si les faltará de comer. «Cómo me quería encerrar en esa casa tan estrecha... y dejaba casa tan grande... 103
adonde tan contenta había siempre estado y tantas amigas...; que me había obligado a mucho; si había sido disparate, que quién me metía en esto, pues yo tenía monasterio» [485]. En expresión suya, el demonio, ¡cómo no!, le «ponía delante cosas de esta hechura juntas». La aflicción y oscuridad y tinieblas en el alma son tantas, «que yo no lo sé encarecer». Llega a hablar de una «agonía de muerte». De esa situación vivida saca una conclusión válida también para hoy, «¡si mirásemos con advertencia las cosas de nuestra vida!, cada uno vería por experiencia en lo poco que se ha de tener contento ni descontento de ella» [486]. La reacción ante la tentación sufrida es hacer justamente lo contrario. Busca el consuelo y la ayuda en Dios. Y decidida a vencer todas las tentaciones, se va delante del Señor: «Prometí delante del Santísimo Sacramento hacer todo lo que pudiese para tener licencia para venirme a esta casa (de San José), y en pudiéndolo hacer con buena conciencia, prometer clausura» [487]. Teresa se crece en las dificultades porque se fía de Dios. Y mientras ella lucha con la tentación, Ávila está en pie de guerra. En cuanto se sabe por la ciudad la fundación del nuevo convento, se levanta un gran alboroto. Esa misma tarde, mientras está hablando con el obispo, le llega un recado urgente de la priora de la Encarnación para que regrese rápidamente al monasterio. Teresa obedece y le da sus disculpas a la priora. Las monjas están enfurecidas. Y teme que la «echen a la cárcel» del monasterio. El provincial le hace «una gran reprensión» y la obliga a pedir perdón públicamente delante de todas las monjas. Después, hablan a solas y él le promete que la dejará volver a San José, «en sosegándose la ciudad». Pero la ciudad no se sosiega: «Era tanto el alboroto del pueblo que no se hablaba de otra cosa, y todos condenarme e ir al provincial y a mi monasterio» [488]. Se juntan los regidores y el corregidor del cabildo y deciden que se quite el Santísimo, que aquello no puede seguir, que se reúnan dos letrados de todas las Órdenes religiosas para resolver el asunto. Unos dudan. Otros callan. Un dominico, el P. Domingo Báñez sale en defensa de la fundación. Envían un informe al Consejo Real y comienza un gran pleito. Teresa de Jesús está en el ojo del huracán. Y sus cuatro pobres novicias de San José, solas y rezando. La priora le prohíbe tratar ninguna cosa del convento recién fundado, que era «como acabarlo todo». Ella hace lo de siempre. Se va delante del Santísimo y le dice abiertamente: «Señor, esta casa no es mía, por Vos se ha hecho; ahora que no hay nadie que negocie, hágalo Vuestra Majestad» [489]. Y Su Majestad lo hace. Pero a costa de grandes trabajos y sufrimientos. Una vez más, para Teresa y los amigos de su convento no es posible rehuir la cruz: «Duró esta batería casi medio año... Espantábame yo de lo que ponía el demonio contra unas mujercitas y cómo les parecía a todos era gran daño para el lugar solas doce mujeres –que no han de ser más–... y de vida tan estrecha» [490]. Al fin, aceptan el monasterio, si se hace con renta. Ella se siente tan cansada, que está a punto de ceder. Pero Dios anda por medio y no quiere que le estropeen su obra. Si hace el monasterio sin pobreza, ya no le dejarán luego volver atrás. Y como Teresa tiene amigos hasta en el cielo, fray Pedro de Alcántara, que ya ha muerto, le dice desde allí 104
que de ninguna manera admita el monasterio con renta: «Me mostró rigor, y sólo me dijo que en ninguna manera tomase renta, y que por qué no quería tomar su consejo» [491]. Nuevo cambio de decisión. Nuevo alboroto en la ciudad. La santa lo resume todo en unas frases muy elocuentes: «Así dicho en suma no se puede bien dar a entender lo que se pasó en dos años que se estuvo comenzada esta casa, hasta que se acabó» [492]. El monasterio de San José siguió adelante. Y Ávila comenzó a favorecer a las carmelitas y a tener mucha devoción por aquella casa. Una devoción que continúa cuatro siglos después. Hoy, quien se llega hasta Ávila, no puede dejar de acercarse a esa primera fundación teresiana, y contemplarla con veneración y cariño. «Estáse ardiendo el mundo» En diciembre de 1562, sosegadas un poco las cosas, la madre Teresa puede trasladarse al convento de San José con permiso del provincial. Allí vivirá cinco años, los más felices de su vida. Atrás queda el nombre de doña Teresa de Cepeda y Ahumada, desde ahora se llamará Teresa de Jesús. Pero no se va sola. Nunca hace nada sola. Se lleva a otras cuatro monjas de la Encarnación que quieren ir con ella. Crece el número de seguidoras. Y cuenta la tradición que antes de entrar en el monasterio de San José, la madre y sus compañeras entran en la iglesia de San Vicente y bajan a la cripta de la Virgen de la Soterraña para orar. Y cuenta la misma Teresa de Jesús que, al entrar en el convento y estando en oración: «Vi a Cristo que con grande amor me pareció me recibía». Otro día, ya en el monasterio con sus monjas, después del rezo de Completas, ve cómo «nuestra Señora, con grandísima gloria con manto blanco... parecía ampararnos a todas. Entendí cuán alto grado de gloria daría el Señor a las de esta casa» [493]. Nace así la pequeña comunidad de San José. El deseo de la fundadora de darse del todo a Dios, guardando los consejos evangélicos con toda la perfección que pudiese, no quiere vivirlo sola. Necesita abrir su respuesta a otros. «No le basta vivir, llevar adelante su decisión “aislada” en una comunidad que es ajena a la misma, que la “consiente”. Quiere, necesita con-vivir, alumbrar una auténtica mística de entrega comunitaria... Comunidad abierta a la Iglesia y al mundo» [494]. Porque a Teresa de Jesús le urge la vida. Le duele la Iglesia. No puede contemplar tanto desastre sin conmoverse. Por eso se decide a ser toda para Dios, a guardar todo su amor para el Amigo. Si hasta su conversión ha sido una mujer dispersa en amores, ahora se decide a ser mujer de un solo Amor. A polarizar toda su vida en Cristo. El deseo de ser «buenos amigos» del Señor significa para ella vivir con radicalidad su entrega a Dios. Todo un programa de vida para sus monjas y para el lector de todos los tiempos. La comunidad de San José va a ser una comunidad de buenos amigos de Cristo. Comunidad unida e identificada por Jesús, «el colegio de Cristo»: «Él nos juntó aquí». Jesús es el «huésped que se viene con nosotras a estar y a comer y a recrear» [495]. Jesús es la única razón de ser de esa comunidad. Su objetivo es vivir pendientes de Jesús, atentos a él, centrados en él, recogidos en él. Repetirá como un estribillo en todos sus escritos: «Los ojos en Él», «los ojos en vuestro Esposo», «los ojos en el Crucificado y 105
todo se os hará poco» [496]. San José será una comunidad de exigencias, no de mediocridades, abierta a las necesidades del mundo. Porque a Teresa le preocupa el mundo, su mundo, el que la rodea. No es ajena a los problemas de la sociedad en la que vive, ni se aleja de ella para vivir tranquilamente su oración. Es impresionante comprobar cómo en aquel siglo sin radio, sin prensa, sin televisión, y con tan malas comunicaciones, la madre Teresa está atenta a todo, sabe lo que pasa cerca y lejos. Su mirada escrutadora se fija en los problemas de la sociedad, de la política, de la Iglesia, de la temida Inquisición. Da su particular visión de cómo se ha hecho la anexión de Portugal; se interesa por las rebeliones de los moriscos de Sevilla; se preocupa por el fracaso de las armas de Felipe II contra los protestantes; prevé los problemas que van a traer las guerras de religión en Francia; e incluso escribe preocupada sobre la inflación que arruina a muchos y enriquece a otros, y que tanto repercute en sus monasterios. Al decir de T. Egido, «la obra de Santa Teresa irrumpe como documento de primer orden... para rastrear la historia real de aquella España que presencia, entre atónita e indolente, su andadura fulgurante» [497]. Ante los problemas de esa España, Teresa de Jesús no sólo reza, sino que actúa en la medida de sus posibilidades. Bastaría repasar las miles de cartas que escribe a los más variados personajes, desde el rey hasta la más humilde carmelita descalza. Los grandes místicos de la Iglesia «testifican mejor que nadie lo que el deseo de Dios puede llegar a suponer de pasión arrebatadora, sin que ese arrebato supusiera nunca, por otra parte, un enclaustramiento regresivo..., que viniese a ignorar las condiciones de la realidad. Muy al contrario, el deseo de Dios se constituyó siempre en estos grandes místicos como un fundamental elemento propulsor en su obstinado empeño por la transformación de la realidad histórica que a cada uno de ellos les tocó vivir» [498]. El resumen de «esa pasión arrebatadora» que siente Teresa de Jesús por la transformación del mundo lo encontramos vivamente expresado en Camino de perfección. Concluye el primer capítulo del libro animando a sus monjas a orar por los grandes problemas y no por los negocios e intereses materiales que les encargan los devotos de fuera. En una frase lapidaria encierra todo su ideal de servicio al Señor y a la Iglesia: «Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo... y quieren poner su Iglesia por el suelo... No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia» [499]. Navidad de 1562 Casi nos hemos olvidado de la vida interior de Teresa de Jesús. Su azarosa vida exterior parece encubrir la obra que Dios va realizando en ella. Pero no son dos personas distintas la fundadora y la mujer vivida por Dios. Porque vive en Dios y para Dios, Teresa puede fundar, escribir, enseñar. Precisamente de esos meses tan intensos vividos en San José conservamos una importante confesión suya. En vísperas de Navidad, el P. Pedro Ibáñez visita de nuevo Ávila. Los dos viejos amigos se encuentran, y Teresa le escribe la tercera Cuenta de Conciencia en la que le declara el estado actual de su espíritu. Dios no ha cesado de obrar maravillas en ella. Y 106
ella «no ha tornado atrás». Entre las grandes mercedes que Dios le hace señala la libertad de espíritu: «Me parece he recibido de nuevo... mucha mayor libertad». La mujer, que hasta entonces «había menester a otros y tenía más confianza en ayudas del mundo», entiende claro ahora «ser todos unos palillos de romero seco» [500]. No hay seguridad apoyándose en ellos, porque se quiebran ante la más pequeña contradicción. «El verdadero remedio para no caer es asirnos a la cruz y confiar en el que en ella se puso. Hállole amigo verdadero y hállome con esto con un señorío que me parece podría resistir a todo el mundo que fuese contra mí, con no faltarme Dios». La raíz de esa libertad y señorío «le viene de su radicación amorosa en Dios». También le cuenta al P. Ibáñez cómo, en todos los grandes trabajos y persecuciones que ha tenido durante esos meses, Dios le ha dado «gran ánimo; y cuando mayores, mayor, sin cansarme en padecer». Sigue teniendo «grandes ímpetus» de hacer penitencia. Siente un «deseo grandísimo de que tenga Dios personas que con todo desasimiento le sirvan», pues las cosas de aquí le parecen basura. Ese deseo de servir a Dios quisiera encontrarlo especialmente en los letrados. Porque le preocupan cada vez más «las grandes necesidades de la Iglesia». La afligen tanto, que «me parece cosa de burla tener por otra cosa pena». De ahí su oración continua por los letrados: «No hago sino encomendarlos a Dios». Su mayor deseo es que sean espirituales. Y aduce unas razones que invitan a una seria reflexión: «Porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza». Se sabe favorecida con muchas gracias del Señor, pero le confiesa al P. Ibáñez que no siente vanagloria porque reconoce que no son suyas. Por eso, se abandona «en los brazos de Dios» y se fía de sus propios deseos. Lleva muchos años viviendo el desposorio espiritual. Puede decir como san Pablo: «Ni me parece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como casi fuera de mí, y así me es grandísima pena la vida». Pero el místico que ha llegado a esa unión con Dios ya no desea morir sino vivir para trabajar en su servicio. Sigue diciendo Teresa: «La mayor cosa que yo ofrezco a Dios por gran servicio es cómo, siéndome tan penoso estar apartada de Él, por su amor quiero vivir». Y vivir «con grandes trabajos y persecuciones: ya que no soy para aprovechar, querría ser para sufrir, y cuantos (trabajos) hay en el mundo pasaría por un tantico... en cumplir más su voluntad». «Como Su Majestad me lo ha dicho» A principios de 1563, la madre Teresa es elegida priora del monasterio de San José. Cada día llegan allí más jóvenes solicitando ser admitidas. Ella se deleita en cantar las maravillas que Dios hace en sus monjas y el deseo que tienen de servirle: «Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios. La soledad es su consuelo y pensar de ver a nadie que no sea para ayudarlas a encender más el amor de su Esposo, les es trabajo... Y así no viene nadie a esta casa, sino quien trata de esto; porque ni las contenta, ni los contenta. No es su lenguaje otro sino hablar de Dios, y así no entienden ni las entiende sino quien habla el mismo» [501]. El ideal que ella soñó para su monasterio 107
se cumple. Se siente satisfecha: «Espero en el Señor ha de ir muy adelante lo comenzado, como Su Majestad me lo ha dicho» [502]. Lo que Su Majestad todavía no le ha dicho es que el monasterio de San José es sólo el comienzo. Se lo dirá cuatro años más tarde. Mientras tanto, goza de la paz de su convento y Dios sigue actuando en ella. Entre las mercedes que recibe con frecuencia destacan las visiones de Cristo que son una manifestación del amor del Señor a su alma enamorada. Son años de intensa vida cristológica. Ella es consciente de la transformación que experimenta, aunque insiste muchas veces en que nunca ve nada ni con los ojos del cuerpo ni del alma. Se trata de una iluminación interior: «De ver a Cristo..., me quedó imprimida su grandísima hermosura... Después..., no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase» [503]. Y sigue explayándose en el gozo inmenso que le produce esa visión: «Ni hay saber ni manera de regalo que yo estime en nada en comparación del que es oír sola una palabra dicha de aquella divina boca». Su relación con la Humanidad de Cristo se hace cada vez más intensa y nos la hace cercana: «Comenzóme mucho mayor amor y confianza de este Señor... Veía que, aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura, sujeta a muchas caídas..., que Él había venido a reparar. Puedo tratar como con amigo, aunque es el Señor» [504]. En la Pascua de Pentecostés de ese año, estando un día en oración, piensa Teresa en cómo había merecido el infierno por sus muchos pecados. En ese momento, «dióme un ímpetu grande, sin entender yo... era un ímpetu tan excesivo, que no me podía valer... ni entendía qué (tenía) el alma, ni qué quería» [505]. Después tiene una visión especial del Espíritu Santo. La presencia de tan «buen huésped» le enciende el alma y la llena de fortaleza: «Desde aquel día entendí quedar con grandísimo aprovechamiento en más subido amor de Dios y las virtudes muy más fortalecidas» [506]. «Entre los pucheros anda el Señor» Los cinco años que Teresa vive en el convento de San José son de una intensa vida mística. Muchas veces recibe las gracias y regalos de Dios en presencia de la gente. A ella le preocupa mucho ese modo de actuar el Señor, y pide oraciones para que la lleve por otro camino. De esa época de San José es el famoso éxtasis ocurrido en la cocina. La madre Teresa cumple los oficios del convento: «Y siendo cocinera, como lo era por sus semanas como las demás, estando a la lumbre fue arrobada con la sartén en las manos, la cual no le pudieron quitar hasta que volvió en sí» [507]. No hay más aceite en el pobre convento. Las monjas, asustadas, no pueden quitarle la sartén. Cuando vuelve en sí, les dice graciosamente: «Hijas, también entre los pucheros anda el Señor». Aunque el hecho es verídico, no debemos recordarlo sólo como una simpática anécdota teresiana. Se trata de un hecho teológico. Porque todo acto humano bueno es anunciador del Reino. Dios está en medio de nosotros, en la vida de cada persona; en el 108
trabajo, en el campo, en la oficina, en las aulas de la universidad o el instituto, en la cocina más humilde. En las Fundaciones, Teresa insiste en la misma idea. Y enseña a sus monjas y a sus lectores que el trabajo exterior no impide la unión con Dios: «Pues, ¡ea!..., no haya desconsuelo; cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exterior» [508]. A pesar de esos éxtasis, Teresa también recibe del Señor pequeñas reprensiones para que no olvide que todas las gracias que le concede son pura gratuidad. Una noche, estando en oración, «comenzó el Señor a decirme algunas palabras, trayéndome a la memoria... cuan mala había sido mi vida, que me hacían harta confusión y pena» [509]. Y aunque esas palabras no son dichas con rigor, producen «un sentimiento y pena que deshace, y siéntese más aprovechamiento de conocernos con una palabra de estas que en muchos días que nosotros consideremos nuestra miseria». Es tanta la luz que proyecta una sola de esas palabras, que le hacen conocer su miseria mejor que si empleara muchos días en considerarla, «porque trae consigo esculpida una verdad que no la podemos negar». Otras veces le dice el Señor «que me acordase lo que le debía, que cuando yo le daba mayor golpe, estaba Él haciéndome mercedes». En la oración conoce la verdad de Dios y su miseria. Después de ese doble conocimiento tan profundo, piensa si es que Dios quiere hacerle «alguna merced particular». Porque de ordinario, antes de concedérsela, se deshace a sí misma con lágrimas de dolor. Cree que el Señor obra de ese modo «para que vea más claro cuan fuera de merecerlas yo son». Y así es, porque al poco tiempo, tiene una de las visiones cristológicas que más impresión le producen: «Vi a la Humanidad sacratísima con más excesiva gloria que jamás la había visto. Representóseme por una noticia admirable y clara estar metido en los pechos del Padre; esto no sabré yo cómo es, porque sin ver, me pareció me vi presente de aquella Divinidad» [510]. La visión se repite otras tres veces y es, según la doctora mística, «la más subida que el Señor me ha hecho..., y trae consigo grandísimos provechos... Parece que purifica el alma en gran manera... Es una llama grande, que parece abrasa y aniquila todos los deseos de la vida... Hace un espanto grande al alma de ver cómo osó, ni puede nadie osar ofender una Majestad tan grandísima» [511]. En ese estado de perfección vive Teresa en su convento de San José. Y en su deseo de hacer por Dios todo lo que está en su mano, decide imitar hasta en los más mínimos detalles a los Padres antiguos del desierto. Y como ellos iban totalmente descalzos, decide descalzarse, y con ella todas sus monjas. El 13 de julio de 1563 celebran una fiesta íntima y simbólica. Se quitan los zapatos «simples y redondos» de la Encarnación y se calzan unas pobres alpargatas de cáñamo. Y aunque su primer deseo fue andar completamente descalzas, después pareció conveniente llevar alpargatas. El hecho de descalzarse significaba romper con las ataduras sociales, ya que el calzado era signo de poder y de honor. Los pobres iban descalzos. Descalzarse suponía, por tanto, aceptar del todo la pobreza en el convento de San José. Desde ese día, las monjas de la nueva 109
fundación se llaman carmelitas descalzas. En San José comienza también a escribir las Meditaciones sobre los Cantares. Concluye la primera redacción de Camino de perfección y la segunda del Libro de la Vida. Y, como el día no da para tanto, la madre roba horas a la noche, y sentada en el suelo escribe sobre el poyito de su humilde celda. Así la ven sus monjas, que declaran que muchas noches no se acostaba hasta las dos o tres de la madrugada. Su pluma de ave no cesa. La experiencia es muy grande. Escribe rápido, no corrige y no vuelve a leer lo escrito. No tiene tiempo para ello. Y no se preocupa. En una carta a su hermano Lorenzo de Cepeda le dice con mucha gracia: «Si faltaren letras póngalas allá, que así haré yo acá con las suyas –que luego (=enseguida) se entiende lo que quiere decir–, que es perdido tiempo» [512]. «Sólo Dios es Verdad» Una de las manifestaciones divinas más importantes que recibe Teresa de Jesús es la visión de que «sólo Dios es verdad». Debió de ocurrir hacia 1565. Declara esa gran visión en el último capítulo del Libro de la Vida y en las sextas moradas del Castillo interior. Como siempre, el Señor se le manifiesta durante la oración. Está considerando su miseria y su pecado y cómo merecía estar «en el lugar que yo había visto..., para mí en el infierno». A pesar de la altura mística en la que se encuentra, sigue viva en su alma la impresión de aquella terrible visión, «nunca olvido de la manera que allí me vi». Nunca se le borra el recuerdo de sus pecados en contraste con la gran misericordia de Dios. Es la lectura que hace siempre de su vida: misericordia de Dios frente a su miseria. Mientras considera sus pecados, el Señor se le manifiesta de un modo admirable: «Comenzóse a inflamar más mi alma... Parecióme estar metido y lleno de aquella majestad que he entendido otras veces. En esta majestad se me dio a entender una verdad que es cumplimiento de todas las verdades..., dijéronme sin ver quién, mas bien entendí ser la misma Verdad» [513]. La manifestación de que sólo Dios es Verdad es el cumplimiento pleno de una antítesis: Sólo Dios es Verdad, el hombre es mentira. Ese conocimiento de que Dios es la Verdad acompaña a Teresa desde niña. Ya vimos cómo al principio del Libro de la vida, cuando narra los muchos ratos que pasaba con su hermano Rodrigo pensando y rezando, confiesa que «era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» [514]. Más tarde, cuando supere su crisis de adolescencia con la lectura de buenos libros y buena compañía, volverá a decir que «con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios..., vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña». Ahora, en la plenitud de su vida mística, Dios le muestra que sólo Él es Verdad. Y ella entiende cuál es el secreto del verdadero amor de Dios: «¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todo es mentira lo que no es agradable a mí» [515]. El eco de esas palabras es muy profundo en Teresa: «Y así lo he visto..., que después acá tanta vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios, que no lo sabría decir» [516]. Vanidad y mentira es todo lo que no lleva al servicio de Dios. 110
La verdad se convierte en su gran obsesión. De esa visión le quedan unos efectos insospechados: «Quedóme una verdad de esta divina Verdad que me representó, sin saber cómo ni qué, esculpida, que me hace tener un nuevo acatamiento a Dios, porque da noticia de su majestad y poder de una manera que no se puede decir: sé entender que es una gran cosa» [517]. A partir de esa gran revelación, Teresa de Jesús no desea hablar sino de cosas «muy verdaderas». Le queda «una gran ternura y regalo y humildad». «Sin entender cómo», el Señor «me dio aquí mucho». No le queda ninguna sospecha de que esa manifestación divina es una ilusión: «No vi nada, mas entendí el gran bien que hay en no hacer caso de cosa que no sea para llegarnos más Dios». «No vi nada, mas entendí...». Eso es ver, entender desde dentro, desde las entrañas. Entiende que la verdad es todo lo que potencia la relación con Dios y con los hermanos. No hacer caso de lo que no ayuda a esa relación. Cuando se hace caso de cosas que no llevan a Dios, se vive en la mentira. La visión de que sólo Dios es Verdad es determinante en la vida de Teresa: «Y así entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad. Esto que entendí es darme el Señor a entender que es la misma Verdad» [518]. En las Moradas del castillo interior vuelve a hablar de la misma visión, y descubre la verdad como una purificación de luz y de amor: «Acaece así muy de presto, y de manera que no se puede decir, mostrar Dios en sí mismo una verdad, que parece deja oscurecidas todas las que hay en las criaturas, y muy claro dado a entender que Él sólo es verdad que no puede mentir... Es verdad que no puede faltar» [519]. Esa iluminación que purifica al alma es la que lleva a Teresa al deseo de que todos «andemos en verdad. delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos». Y también descubre por qué Dios es tan amigo de la humildad, «porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad» [520]. «Andar en verdad» se convierte en el lema teresiano. No es extraño que una gran mujer de nuestros días, Edith Stein, judía, atea y filósofa se convirtiera a Dios leyendo a santa Teresa. Ella, que había buscado ansiosamente la verdad en los libros de filosofía, la encontró una noche de junio de 1921. Después de recorrer con avidez las páginas del Libro de la Vida, exclamó entusiasmada: «¡Aquí está la Verdad!». Convertida a la fe cristiana en 1922, entró luego en el Carmelo. Y durante la persecución de Hitler fue llevada al campo de concentración de Auschwitz, donde murió en las cámaras de gas. El papa Juan Pablo II la canonizó el 11 de octubre de 1998 en la plaza de San Pedro, en Roma. Las fundaciones se multiplican A la madre Teresa se le acaba muy pronto la paz de su convento de San José. Sólo han pasado cuatro años desde la fundación cuando aparece por allí un misionero venido de América. Ya vimos en páginas anteriores la tremenda exposición que hace a las monjas sobre la situación de los indios y la dolorosa reacción de Teresa en favor de la salvación de las almas. Es entonces cuando el Señor entra en escena. Una noche, estando en oración, se le representa y le habla: «Mostrándome mucho 111
amor, a manera de quererme consolar, me dijo: “Espera un poco, hija, y verás grandes cosas”» [521]. ¿Qué cosas son las que va a ver? A mediados de febrero de 1567, el general de la Orden del Carmen, Juan Bautista Rubeo viene de Roma para visitar los conventos de Andalucía y luego los de Castilla. Teresa de Jesús escribe sorprendida: «Jamás ningún (general) vino a España, y así parecía cosa imposible venir ahora. Mas, como para lo que nuestro Señor quiere no hay cosa que lo sea, ordenó Su Majestad que lo que nunca había sido, fuese ahora» [522]. Mientras él visita los conventos del Carmen y la Encarnación de Ávila, le hablan del conventito de San José. El P. Rubeo siente deseos de conocerlo y va a verlo. La madre Teresa tiene miedo de que la reprenda por haber puesto el convento bajo la jurisdicción del obispo. Y tiene todavía más miedo de que le mande volver a la Encarnación. Eso sería para ella de gran «desconsuelo por muchas causas que no hay para qué decir». Como siempre, da cuenta a su superior «con toda verdad y llaneza» de lo hecho y «casi de toda mi vida, aunque es harto ruin» [523]. El general queda encantado del nuevo monasterio. «Cuando vio unas monjas tan diferentes de las demás, “vestidas con sayal y calzadas de alpargatas”, la pobreza de la casa, la rusticidad de los maderos, de las mesas y de todo el ajuar..., la huerta henchida de ermitas para recogerse como los primeros ermitaños de la Orden... sintió un inmenso gozo» [524]. Teresa describe así la escena: «Alegróse de ver la manera de vivir y un retrato –aunque imperfecto– del principio de nuestra Orden» [525]. No sólo eso. El general le da «muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios», sin que «ningún provincial le pudiese ir a la mano». Le da también muestras de gran afecto, llamándola «la mia figlia», «mi hija». Cuentan que el P. Báñez oyó que el propio Rubeo dijo a la madre Teresa «que hiciese tantos monasterios cuantos pelos tenía en la cabeza». Era el pistoletazo que necesitaba. Las nuevas fundaciones vendrán en cascada. Está radiante de gozo. Comienza a ver «las grandes cosas» que Su Majestad le había dicho. Y es tal el deseo de trabajar «para que un alma se llegase más a Dios», que teniendo permiso para fundar más monasterios, le parece «los veía hechos». En adelante, fundar es un deseo de Dios y un deber suyo. Nace entre el general y la madre Teresa una verdadera amistad. Ella le cobra «un gran amor» y él le muestra «grandísimo y mucho favor». En sus ratos libres se va al monasterio de San José a tratar de cosas espirituales. Tanta es la confianza que le inspira, que ella le abre el alma y le declara su espíritu y oración. El P. Rubeo está realmente contento con la nueva fundación. Y cuentan que al marchar de Ávila escribió a una persona de confianza: «Ella sola, nuestra Teresa de Jesús, da más vigor a la Orden que todos juntos los carmelitas de España». Antes de que el general salga de Ávila, el obispo, don Álvaro de Mendoza, le pide licencia para que «en su obispado se hiciesen algunos monasterios de frailes descalzos de la primera regla» [526]. Él da la licencia. Pero el deseo no puede cumplirse porque se levanta una «contradicción en la Orden» entre los calzados, enemigos acérrimos de la reforma teresiana. Por no alterar más la provincia, se deja por entonces. Los monasterios de frailes tienen que esperar. 112
La que no puede esperar es Teresa de Jesús. Concedida al obispo la licencia para fundar, ¿quién detiene a esta mujer encendida en deseos del «gran servicio de Dios»? Piensa «cuán necesario era, si se hacían monasterios de monjas, que hubiese frailes de la misma regla» [527]. Porque sus monjas necesitan quien las ayude «en el espíritu». Y, movida por ese deseo, se encomienda mucho a Dios y le escribe una carta al general, «lo mejor que yo supe..., poniéndole delante el servicio que haría a nuestra Señora, de quien era muy devoto» [528]. Él, que está ya a punto de embarcar para Roma, le contesta rápidamente y le envía licencia para que funde dos monasterios de frailes en Castilla. Y, para que no haya contradicción, le remite también la licencia «al provincial que era entonces y al pasado, que era harto dificultoso de alcanzar». «Ya tengo fraile y medio» La madre Teresa ya tiene licencia para fundar un monasterio de frailes, pero no tiene frailes. No hay ninguno en la provincia que valga para ello. Ni hay ningún seglar que quiera «hacer tal comienzo». Tampoco tiene casa ni cómo tenerla: «Helaquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra» [529]. Pero el ánimo no desfallece, y con una enorme confianza en Dios, Teresa comienza a poner en marcha la fundación. Si no hay frailes, los buscará. Si no tiene casa, la encontrará. En esos momentos, desconcertantes para cualquiera, Teresa de Jesús escribe las frases más impresionantes sobre el poder de la confianza en el Señor: «¡Oh grandeza de Dios, y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga!, ¡y cómo, Señor mío, no queda por Vos el no hacer grandes obras los que os aman, sino por nuestra cobardía y pusilanimidad! Como nunca nos determinamos, sino llenos de mil temores y prudencias humanas, así, Dios mío, no obráis Vos vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién?» [530]. No pierde tiempo, y mientras encuentra frailes decide fundar otro monasterio de descalzas en Medina del Campo. Busca la ayuda de los jesuitas, muy queridos en esa ciudad. Ellos le prometen su ayuda, aunque siempre fundar un monasterio en pobreza «en todas partes es dificultoso». Al fin llega la licencia del obispo. Pero, como le ocurre siempre, Teresa no tiene «casa ni blanca para comprarla». Tampoco tiene quien le fíe un crédito, «¿cómo le había de tener una romera como yo?» [531]. Sin embargo, Dios le proporciona un ángel de la guarda en el bendito Julián de Ávila, capellán del monasterio de San José. Desde entonces lo encontraremos siempre al lado de la madre, animando y ayudándola en todas sus fundaciones. Entre tanto se soluciona la compra o alquiler de una casa en Medina, la madre Teresa sigue con el «cuidado de los monasterios de frailes». Y como sigue sin tener ninguno, decide hablar en secreto con el prior de aquella ciudad, Antonio de Jesús. Él se ofrece para ser el primer descalzo. Ella lo toma a broma, porque aunque es buen fraile y recogido, muy estudioso y letrado, «no me pareció sería ni tendría espíritu ni llevaría
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adelante el rigor que era menester» [532]. Habrá de pasar un año para que el fraile esté preparado. Pero hay otro fraile que ya está preparado. Se llama fray Juan de Santo Matía, que después se llamará fray Juan de la Cruz y luego será santo. Ha estudiado teología en Salamanca y acaba de ser ordenado sacerdote. Aunque es carmelita, quiere irse a la Cartuja en busca de mayor rigor. En cuanto Teresa de Jesús habla con él, –«contentóme mucho»–, le ruega que espere a encontrar monasterio, y le dice «el gran bien que sería, si había de mejorarse, ser en su misma Orden y cuánto más serviría al Señor» [533]. Fray Juan accede, con tal de «que no se tardase mucho». La fundadora está feliz: «Cuando yo vi ya que tenía dos frailes para comenzar, parecióme estaba hecho el negocio». Cuentan que, como fray Juan de la Cruz era pequeño de estatura, solía decir la madre con mucha gracia: «Bendito sea Dios..., que ya tengo fraile y medio para la fundación». Pero la valoración y la estima que Teresa de Jesús tiene por fray Juan supera todo lo imaginable. Prueba de ello es la carta que años más tarde escribe a Ana de Jesús, priora de Beas, que se queja de su situación: «Hija, cuán sin razón se queja, pues tiene allá a mi padre fray Juan de la Cruz, que es un hombre celestial y divino... Yo le digo que después que se fue allá no he hallado en toda Castilla otro como él ni que tanto fervore en el camino del cielo. No creerá la soledad que me causa su falta. Miren que es un gran tesoro el que tienen allá en ese santo» [534]. Fray Juan de la Cruz es el primer descalzo y el colaborador más eficaz de la madre. Juntos llevan a cabo la reforma del Carmelo. Durante los años en que es confesor de la Encarnación, Teresa se enriquece con su dirección espiritual. Son los años de su plenitud mística en los que recibe el don sublime del matrimonio espiritual. Y fray Juan es testigo de esa gracia. La comunicación entre los dos místicos es intensa y profunda. Juntos, con su altísima experiencia y doctrina, construirán el gran edificio de la Mística carmelitana. El día de la Asunción de 1567 se hace por fin la fundación de Medina del Campo. A partir de esa fecha, la vida de la madre Teresa es un vértigo de viajes y fundaciones. Si pudiéramos escribir una tras otra todas las ciudades, lugares y pueblos donde estuvo, vivió, visitó e incluso pernoctó, nos asombraría la actividad de esta mujer, «inquieta y andariega», como la llamó despectivamente el vicario de la Orden, Jerónimo Tostado. «Teresa de Jesús está siempre en camino y por los caminos. Camino de interiorización hacia la morada donde ella sabe que Dios la vive, y camino de evangelización por los tortuosos senderos de España. La monja andariega, vocada al mayor silencio interior, fue, paradójicamente, la mujer más inquieta del siglo XVI español. Ningún camino le fue extraño, ni ella fue extraña para ningún camino. Teresa de Jesús es la maestra de los caminos: de los que se alargan físicamente hasta la última fundación, y de los que conducen espiritualmente a la más alta unión con Dios» [535]. Basta ver un mapa de sus fundaciones, para comprobar la extraordinaria actividad de esta mujer que, encendida en amor de Dios, cruzó España de norte a sur, en un carro entoldado y tirado por mulos. Duruelo Ahora que la madre Teresa tiene ya dos frailes para la fundación, no tiene casa. «Y como 114
no tuviese remedio para tenerla..., no hacía sino encomendarlo a nuestro Señor» [536]. Sus apuros los soluciona siempre en la oración. Cuando los confesores no la entienden, reza. Cuando los problemas la angustian, reza. Cuando no tiene ni blanca para comprar una casa y fundar un monasterio, reza. Y acude a Su Majestad poniendo en Él toda su confianza. Y Su Majestad está encantado de verla siempre colgada de sus brazos. Es la gran lección de Teresa de Jesús, la oración es su fuerza. Ahora, ante la falta de casa para sus descalzos, una vez más, confía y reza: «Fue nuestro Señor servido que como nos dio lo principal, que eran frailes que comenzasen, ordenó lo demás» [537]. Un caballero de Ávila le ofrece una casa que tiene «en un lugarcillo de hartos pocos vecinos», camino de Valladolid. Como va a esa ciudad, le coge de paso. Duruelo está en verdad en un lugarcillo muy escondido. Tanto, que la madre, acompañada de otra monja y de Julián de Ávila, van a verlo y se pierden. Cuando llegan a Duruelo y entran en la casa, no se atreven a quedarse allí aquella noche por «la demasiada poca limpieza que tenía». La descripción de la casa que hace Teresa en las Fundaciones es digna de una antología[538]. La compañera la desanima: «Cierto, madre, que no haya espíritu por bueno que sea que lo pueda sufrir; vos no tratéis de esto». De vuelta a Medina, les cuenta a los dos primeros descalzos lo que hay en Duruelo. Y ellos, llenos de espíritu, se deciden a vivir allí. El P. Antonio se encarga de buscar lo que hace falta para inaugurar el «monasterio». Y la madre Teresa se lleva consigo a fray Juan de la Cruz para que se informe en la nueva fundación de Valladolid «de toda nuestra manera de proceder, para que llevase bien entendidas todas las cosas, así de mortificación como del estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas» [539]. El primer descalzo sale muy buen discípulo. Aprendido el estilo teresiano de vida, fray Juan de la Cruz se va a la nueva casa de Duruelo y durante los dos primeros meses vive acompañado sólo de un hermano suyo. Vestido de tosco sayal, descalzo, sin sandalias en los pies, recorre los pueblecitos cercanos predicando. Al fin, el 28 de noviembre de 1568, primer domingo de Adviento, se inaugura en Duruelo el primer monasterio de carmelitas descalzos. El sueño de Teresa, tanto tiempo acariciado, se cumple. Ahora, la reforma teresiana ya tiene carmelitas descalzas y descalzos. Ella sigue muy de cerca la vida de sus frailes. En marzo, camino otra vez de Ávila, pasa por Duruelo. Se admira de «ver el espíritu que el Señor había puesto allí». Los descalzos le informan del género de vida que llevan y del apostolado que hacen. A ella le interesa, sobre todo, que los frailes ayuden a sus monjas «en el espíritu». Esa fue la principal razón que le expuso al general para conseguir la fundación. Por eso interviene en su régimen de vida. Asustada del rigor que llevan, les pide con mucha insistencia que no se excedan. Y con ternura de madre, escribe: «Como me habían costado tanto de deseo y oración, que me diese el Señor quien lo comenzase y veía tan buen principio, temía no buscase el demonio cómo los acabar antes que se efectuase lo que yo esperaba» [540]. Esa preocupación por los descalzos la mantendrá siempre, guiándolos con sus consejos y enseñanzas. Ana de Jesús, que visitó Duruelo el año siguiente, declara cómo recordaban los frailes lo que la madre Teresa les había 115
enseñado para componer aquella fundación. Y cómo habían recibido «todo el orden y modo de proceder de la santa Madre». Y completa su testimonio diciendo lo que es para los descalzos: «Sé cierto fue tan fundadora de ellos como de nosotras, y en ese lugar la tienen todos ellos y tendrán siempre» [541]. La tarea de fundar nuevos monasterios continúa porque Dios sigue animando a Teresa. En todas sus fundaciones, siente gran confusión de ver lo que Su Majestad ha hecho en ellas: «Ahora que lo voy escribiendo, me estoy espantando y deseando que Nuestro Señor dé a entender a todos cómo en estas fundaciones no es casi nada lo que hemos hecho las criaturas. Todo lo ha ordenado el Señor por unos principios tan bajos, que sólo Su Majestad lo podía levantar en lo que ahora está. Sea por siempre bendito, amén» [542]. Una santa que come, duerme y habla como nosotras El año 1569 es muy movido para la madre Teresa. Lo comienza en Valladolid. Desde allí gestiona por carta la fundación de Toledo. De camino para Ávila, visita a sus descalzos de Duruelo. Y el 24 de marzo llega a Toledo para fundar el monasterio. Las cosas, sin embargo, van a ser allí extremadamente difíciles. La peor, conseguir la licencia del gobernador eclesiástico, que se niega a darla. Toledo es sede vacante desde 1567, cuando la Inquisición lleva a la cárcel al arzobispo Carranza. Hay muchas tensiones entre el cabildo y el gobernador eclesiástico, que es el sustituto del arzobispo. A Teresa le fallan los amigos y «los dineros». Pero, sobre todo, le falla el gobernador, con sus continuas negativas. Y se le acaba la paciencia. En uno de sus arranques típicos, se va a verlo cara a cara. Es el 8 de mayo, cuarto domingo de Pascua. Mejor no estropear el texto teresiano: «Como me vi con él, díjele que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras hartas cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor; de manera le movió el corazón, que antes que me quitase de con él me dio la licencia» [543]. El 14 de mayo se inaugura el monasterio de Toledo. Al fin, la madre puede descansar un poco. Y, al sentarse a comer con sus monjas, se siente feliz: «Me dio tan gran consuelo de ver que ya no tenía que hacer y que aquella Pascua podía gozarme con nuestro Señor algún rato, que casi no podía comer, según se sentía mi alma regalada» [544]. ¿Descansar? Mientras comen, le anuncian que un criado de la princesa de Éboli está a las puertas del convento con el encargo de llevarla a Pastrana. La carroza de la princesa espera. Quiere fundar un monasterio de carmelitas descalzas en Pastrana y quiere llevarse a la madre Teresa en persona. Ella se resiste. Nuevas vacilaciones. Nuevas consultas al confesor. Nuevas oraciones ante el Santísimo. Y nuevamente la voz amiga que le dice que no deje de ir, que va a más que a fundar, y que se lleve «la regla y las constituciones». 116
Teresa obedece a la voluntad de Dios, sale de Toledo el 30 de mayo y llega a Madrid, no precisamente en secreto. La caprichosa princesa tiene sumo interés en que toda la corte sepa sus planes. Teresa y sus monjas se hospedan en el convento de los Ángeles, fundado por doña Leonor de Mascareñas, que había sido aya del rey. Durante su breve estancia en Madrid, pasa también unos días en el monasterio de las Descalzas Reales. Es abadesa del convento sor Juana de la Cruz, hermanastra del P. Francisco de Borja. En las Descalzas Reales también la princesa doña Juana, hermana de Felipe II, tiene ocasión de ver a Teresa de Jesús y conversar con ella. En Madrid se codea con lo más granado de la nobleza castellana. Su estancia entre las monjas no pasa desapercibida. Y cuentan las crónicas que, al despedirse, la abadesa pronuncia una frase ya célebre: «¡Bendito sea Dios, que nos ha dejado ver una santa a quien todas podemos imitar, que come, duerme y habla como nosotras y anda sin ceremonias!» [545]. Pastrana, Salamanca y más... Sin ceremonias, pero con mucho tacto, se va la madre a fundar el monasterio de la princesa de Éboli en Pastrana. Porque la princesa quiere tener su monasterio. Al principio, Teresa y sus monjas se hospedan en el palacio. La princesa quiere gobernarlas y hacerlo todo a su gusto. La fundadora se opone, especialmente, en lo tocante a la renta. Si permite que la princesa mantenga el monasterio, deja a las monjas en sus manos. Sus negativas exasperan a la princesa, acostumbrada a hacer su voluntad, y sabe vengarse. Le exige que le deje el Libro de la Vida. Teresa se niega temiendo las consecuencias. Pero tiene que ceder ante la petición del príncipe Ruy Gómez, esposo de la de Éboli, con la promesa de que solamente lo leerá el matrimonio. Por descontado que la princesa no cumple lo prometido. A los pocos días, todo el palacio conoce las íntimas experiencias místicas de la madre. Hay risas y burlas. Aquello le puede costar un serio disgusto con la Inquisición. Piensa incluso si es mejor abandonar Pastrana y la fundación de las monjas. Pero decide aguantar, porque le interesa fundar allí otro monasterio de descalzos, para el que ya tiene dos frailes. En junio de 1569 se inaugura solemnemente el monasterio. Los sufrimientos que las monjas tienen que soportar a costa de la princesa no son para ser descritos. Sobre todo cuando, después de enviudar, decide hacerse descalza. Con mucha gracia e ironía aclara Teresa que «con la acelerada pasión de la muerte (de su esposo) entró la princesa allí monja» [546]. Entró, mandó, gobernó y hasta exigió que las monjas le sirvieran de rodillas. Pretende ser la abadesa del convento imponiendo su criterio. Además, está embarazada esperando su noveno hijo. Aquello no puede durar. La priora trata de ponerse en su sitio y le exige el cumplimiento de las normas del monasterio, ya que «por el santo concilio la priora no podía dar las libertades que quería». Harta de no poder imponer su voluntad, la princesa se vuelve a su palacio: «Vínose a disgustar (con la priora) y con todas de tal manera que aún después que dejó el hábito estando ya en su casa, le daban enojo, y las pobres monjas andaban con tanta inquietud, que yo procuré con cuantas vías pude, suplicándolo a los prelados que quitasen de allí el monasterio» [547]. 117
Las descalzas vivieron en aquel tormento durante cinco años, hasta que la madre Teresa decide liberarlas. Se confabula con Julián de Ávila y Antonio Gaitán. Y una noche de abril de 1574, aprovechando la oscuridad, las trece monjas salen del monasterio de Pastrana como duendes, en fila india, una detrás de otra. En un lugar alejado del dominio de la princesa, las esperan unos carros entoldados. Cuando lo sabe la madre, respira de alegría: «Yo con el mayor contento del mundo de verlas en quietud, porque estaba muy bien informada que ellas ninguna culpa habían tenido en el disgusto de la princesa» [548]. Pero la venganza de la de Éboli le va a costar muchos disgustos a la madre Teresa. Mejor suerte corre la fundación del monasterio de los frailes. El príncipe Ruy Gómez, antes de morir, les ha cedido la ermita de San Pedro en un cerro alejado. La fundadora cose los hábitos y las capas para los dos nuevos frailes. Viene de Duruelo el P. Antonio de Jesús con dos frailes calzados que quieren ser descalzos. Y el 13 de julio, en medio de una solemne procesión, los frailes se instalan en el nuevo convento. El de Pastrana ha de ser una copia del de Duruelo. Será una casa de «ermitaños contemplativos». Teresa está feliz. Ya tiene dos monasterios de descalzos. Y de Pastrana nuevamente va a Toledo. Y de Toledo, a Malagón que necesita una priora. La actividad teresiana no cesa. No puede cesar porque Dios sigue animándola. El 9 de febrero de 1570, «acabando de comulgar..., se me representó nuestro Señor..., como suele..., díjome que no le tuviese lástima por aquellas heridas (de su cabeza), sino por las muchas que ahora le daban» [549]. Teresa le pregunta qué puede hacer para remediar esos males. El Señor le contesta espoleando más su deseo: «Díjome que no era ahora tiempo de descansar, sino que me diese prisa a hacer estas casas, que con las almas de ellas tenía Él descanso: que tomase cuantas me diesen» [550]. Le pide también que ponga mucho cuidado en el mantenimiento corporal de las monjas para que «no se perdiese la paz interior, que Él nos ayudaría para que nunca faltase». Y el Señor le indica cómo debe actuar en sus fundaciones, sin renta o con ella, según convenga. En adelante, recibirá a muchas monjas sin dote. En la paz de Toledo la madre Teresa tiene tiempo para seguir escribiendo. Hace allí la segunda redacción de Camino de perfección. Y ese mismo año escribe las Exclamaciones. Estando en aquella ciudad, recibe una carta del rector de la Compañía de Jesús, de Salamanca, diciéndole que «estaría allí muy bien un monasterio de estos» [551]. La idea no le gusta demasiado. Salamanca es una ciudad pobre y pequeña, aunque famosa por su Universidad. Pero ella nunca deja de hacer una fundación por temor a la pobreza, ya que confía en Dios. Obtiene la licencia del obispo y se va a Salamanca con sólo otra monja. Conmueve leer cuántos son los trabajos que pasan en las fundaciones: «No pongo... los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves..., me acaecía algunas veces, que se trataba de fundación, hallarme con tantos males y dolores, que yo me congojaba mucho, porque me parecía que aun para estar en la celda sin acostarme no estaba» [552]. Y se queja a Dios diciéndole que «cómo quería hiciese lo que no podía». Pero «Su Majestad daba fuerzas y con el hervor que me ponía y el cuidado parece que me 118
olvidaba de mí». La madre nunca deja de hacer una fundación por miedo al trabajo ni a los largos caminos que tanto le cuestan: «En comenzando a andar, me parecía poco, viendo en servicio de quién se hacía y considerando que en aquella casa se había de alabar al Señor y haber Santísimo Sacramento» [553]. Enamorada de la Eucaristía, está obsesionada por levantar «pequeñas iglesias» para contrarrestar las que quitan «los luteranos». Llegan a Salamanca la víspera de Todos los Santos. La narración de la fundación del monasterio de esa ciudad es una de las páginas más divertidas del libro de las Fundaciones. La casa que le han ofrecido no está libre, la ocupan unos estudiantes, que no quieren salir de ella. Después de muchos trabajos, consiguen que se vayan, y las monjas pueden entrar. Es casi de noche. Pero no entran para dormir, porque ya se sabe lo que son los estudiantes: «Como no deben tener esa curiosidad (=limpieza), estaba de suerte toda la casa, que no se trabajó poco aquella noche» [554]. Barrer, limpiar y fregar todo. Al día siguiente, 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, se celebra la primera misa y queda inaugurado el monasterio de Salamanca. Teresa pide a las carmelitas de Medina que vengan más monjas. Pero, con tanto ajetreo, la noche de Ánimas se queda sola con otra religiosa. Los estudiantes, la fecha, el doblar de las campanas... La compañera de la madre que está muerta de miedo, le pregunta qué haría si ella se muriera esa noche. Teresa comienza a pensar que el demonio anda por allí de nuevo tratando de enredar la fundación. Y como no está dispuesta a que le gane la partida, le contesta a la asustada monja con mucha gracia: «Hermana, de que eso sea, pensaré lo que he de hacer; ahora déjeme dormir» [555]. Muchas noches de insomnio pasará la madre por la casa de Salamanca. Será la más costosa de todas sus fundaciones. Pronto tiene que abandonar a sus hijas. La fundación del convento se hará sin ella. Porque estando todavía allí, el contador de los Duques de Alba le ofrece hacer una fundación en Alba de Tormes. Allí viven sus hermanos y Teresa se va con ellos para estudiar las condiciones. También en Alba tendrá problemas porque las ofertas de renta que le hacen los fundadores del monasterio no acaban de convencerla. Después de muchos titubeos, se firman los acuerdos en diciembre y la fundación del monasterio se hace el 25 de enero de 1571. En esa fundación la acompaña fray Juan de la Cruz. Diez años de preparación De 1562 a 1572 Teresa de Jesús vive una intensa experiencia mística conjugada con una extraordinaria actividad apostólica. La gracia se le da a manos llenas y ella se deja invadir. Dios la va preparando para recibir el don sublime del matrimonio espiritual, el mayor don que se puede recibir en esta vida. No podríamos comprender su impresionante ir y venir por los tortuosos caminos de España, si no supiéramos quién mueve su vida, quién la alienta, quién la empuja, quién la vive. Porque la vida de Teresa ya no es suya. Desde su conversión definitiva ante un «Cristo muy llagado», puede decir como san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» [556]. Ha habido un cambio 119
de protagonista. Dios ha tomado la iniciativa. Contemplación y acción. Intensa vida mística y entrega sin límites a las necesidades de todos. A las puertas de la unión transformante en Dios, Teresa escribe unas frases, síntesis de su doctrina: «Yo miro con advertencia en algunas personas... que mientras más adelante están en esta oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las necesidades de los prójimos» [557]. La riqueza de la figura de Teresa de Jesús reúne, «reconciliadas en torno al amor de Dios como su centro, dimensiones que el común de los mortales tendemos a separar y hasta oponer, como acción y contemplación, osadía y humildad, abnegación y alegría, pobreza y sensibilidad exquisita, obediencia y espíritu de libertad; esta síntesis viviente de los mejores valores humanos que es su vida es la mejor prueba del poder humanizador de la experiencia de Dios, o –para decirlo con sus mismas palabras– de la «grande humanidad de nuestro Dios» [558].
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5 Teresa de Jesús, escritora «Creo por la humildad que vuestra merced ha tenido en quererse ayudar de una simpleza tan grande como la mía, me dio el Señor hoy, acabando de comulgar, esta oración, sin poder ir adelante, y me puso estas comparaciones y enseñó la manera de decirlo y lo que ha de hacer aquí el alma; que, cierto, yo me espanté y entendí en un punto» (Libro de la Vida, 16,2).
Y se puso a escribir Los últimos veinte años de la vida de Teresa son también los más fecundos en su quehacer como escritora. Todos sus libros son de esta última etapa, la de su madurez humana, espiritual y literaria. Por eso considero importante dedicar un apartado de esta biografía para recordar, aunque sea a grandes rasgos, las obras fundamentales de la Doctora mística. Son la declaración de su proceso espiritual y contienen todo su mensaje y su doctrina. Porque ella escribe describiéndose, sus libros son pura biografía. Quizá parezca una obviedad decir que Teresa de Jesús era, ante todo, una mujer. Pero estamos hablando de una Doctora de la Iglesia. No podríamos comprender bien su mensaje doctrinal si olvidáramos que quien escribe esos tratados sublimes de oración mística es una mujer. Mujer ardiente, enamorada, femenina hasta la última fibra de su ser. Mujer que supo de amores, a veces escurridizos, hasta que se encontró con el Amor con mayúscula. Mujer inteligente y cauta. Perspicaz y aguda. Osada y prudente. Mujer, en fin, en medio de un mundo gobernado por varones, especialmente el eclesial, cuya autoridad había llegado a ser opresiva, y donde la mujer poco o nada podía hacer. «Una de las claves más decisivas para comprender la personalidad de santa Teresa, la originalidad de su empresa reformista y la inteligencia de sus escritos... es el hecho de ser mujer, su consciente condición femenina; premisa ineludible que no siempre se la ha sabido situar en las concretas circunstancias de su tiempo, abiertamente enfrentada con un ambiente hostil de prevenciones e incomprensiones, en un desafío que, no por espiritual resultaría menos atrevido –el más audaz, sin duda, de su época–, y cuyo caso es considerado entre los especialistas como ejemplo de feminismo precoz. De hecho, los problemas y dificultades fundamentales que acompañaron su difícil trayectoria le vinieron precisamente de aquí, de esta condición natural, en una sociedad fuertemente masculinizada, brutalmente antifeminista, cual era la de aquella Castilla del siglo XVI, que consideraba a la mujer –así, sin más, por el mero hecho de serlo– como un ser inferior, depauperado» [559]. Pues en ese mundo «brutalmente antifeminista», Teresa de Jesús, mujer, monja y mística, tres títulos que de entrada tenían que hacerle temblar, se atrevió a escribir, y escribió mucho. Para enseñar a sus monjas y a sus lectores de todos los tiempos. Lo que caracteriza su magisterio es la experiencia del misterio. Su palabra y su 121
doctrina nacen de ahí, de su experiencia. No podemos entender nada de la vida y de los escritos de la santa si no nos acercamos a su experiencia. Es siempre la base de su exposición. Su forma de hacer teología es como la Biblia. Narra, cuenta, relata lo que Dios ha hecho en ella. La biografía como teología. La suya es una teología narrativa, contar y cantar «las misericordias de Dios». Así tituló ella su Libro de la Vida. Lo mejor de sus páginas lo encontramos cuando se dirige a Dios como destinatario. Escribe orando y ora escribiendo. En medio de su escritura, prorrumpe en alabanzas del «gran Dios» y se le entrega en efusiones llenas de amor y de ternura: «¡Oh Dios mío y mi sabiduría infinita! ... ¡Oh Amor «que me amas más de lo que yo no puedo amar ni entiendo!» [560]. En la exposición de toda experiencia hay tres escalones, la realidad de la gracia que se recibe, la experiencia y la declaración de esa experiencia. No todos los místicos saben traducir la suya. Porque la experiencia es siempre menor que la realidad experimentada y mayor que la traducción. Al principio, nuestra escritora no sabía declarar lo que recibía. Fue gracia de Dios. La que ella llama de las tres mercedes: «Porque una merced es dar el Señor la merced, y otra es entender qué merced es y qué gracia; otra es saber decirla y dar a entender cómo es» [561]. No es posible comentar todos sus escritos porque se alargaría mucho este libro. Tampoco es ese mi objetivo. Me detengo sólo en las tres obras mayores. Pero recuerdo al lector que puede leer con verdadero deleite las Meditaciones sobre los Cantares, obra bellísima en la que Teresa escribe sobre la oración mística. Las Fundaciones, donde cuenta sus aventuras y peripecias en la fundación de sus conventos, libro calificado como una novela picaresca «a lo divino». Las Exclamaciones, verdaderas joyas nacidas de su fervor interior. Las Cuentas de conciencia, sus escritos más íntimos, dirigidos a sus confesores. Sus sencillas poesías, en muchas de las cuales expresa su experiencia mística, o su amor y su entrega al Señor. Y, por supuesto, las miles de cartas donde aparece la mujer, humanísima y realista; cercana a los problemas de sus fundaciones, y, al mismo tiempo, preocupada por los problemas del mundo en el que vive. Libro de la Vida Es su primera gran obra doctrinal. No es este el momento de explicar con detalle la génesis del libro. Basta decir que el texto definitivo que hoy conservamos es la segunda redacción y que la escribe en el monasterio de San José en 1565. A esa redacción precedieron otras parciales que escribió para sus confesores, dándoles cuenta de sus pecados y de las gracias sobrenaturales que Dios le concedía. Hemos hablado de ellas en páginas anteriores. Impresionados por la garra espiritual de esa redacción primera, los confesores le mandan que la escriba por segunda vez. Teresa se esmera en la tarea porque intuye la importancia que va a tener la nueva redacción. Sus destinatarios no van a ser sólo los confesores y letrados. Lo dice abiertamente en el prólogo: «Quien este discurso de mi vida leyere...». Divide el libro en cuarenta capítulos, incorpora el tratadillo sobre la oración, y añade la fundación del monasterio de San José. Es la segunda redacción del 122
Libro de la Vida que hoy poseemos, pues la primera se perdió. El libro es algo más que una autobiografía. Nace de su experiencia para dar a sus lectores una doctrina. Inaugura así un modo de hacer teología que hoy está en auge: partir de la experiencia interior y no imponer doctrina desde fuera. Ella funde experiencia y doctrina, vida y enseñanza. En el título del último capítulo lo expresa abiertamente: «Decir las grandes mercedes que el Señor le ha hecho. De algunas se puede tomar harto buena doctrina, que este ha sido... su principal intento..., poner las que son para provecho de las almas». «El Libro de la Vida de la Madre Teresa es fruto de una experiencia. Su autora es vitalista, intuitiva y dinámica. Escribe desde su experiencia, con la fuerza arrolladora de quien ha vivido –en toda su amplitud– los más profundos misterios de la vida espiritual, que son los que dejan también más honda impresión en la psicología humana» [562]. La tesis fundamental del libro es que la oración es transformante. Teresa lo ha experimentado. Quien trata de amistad con Dios ve cómo su vida se transforma. No sólo eso. La oración es también servicio eclesial. Quien ora sirve a la Iglesia, «estando encerradas peleamos por Él» [563], les dirá a sus monjas. El Libro de la Vida se estructura sobre la antítesis, misericordia de Dios/miseria humana simbolizada mediante la oposición luz/oscuridad. Porque Dios es fuente de luz y de vida, y alejarse de Él equivale a morir. Esa oposición es el telón de fondo de todo el libro y de toda la historia de santa Teresa: la misericordia de Dios frente a su miseria. Podemos dividir el libro en cuatro partes[564]. El eje sobre el que gira todo el relato es la segunda, el tratadillo de la oración que la autora intercala entre la primera y las dos últimas partes. Para declararlo, se vale de la bella alegoría de los cuatro modos de regar un huerto. Con ella quiere significar los cuatro grados de oración que experimenta el alma en su camino de unión con Dios. La primera parte del libro, los diez primeros capítulos, nos hablan del contraste entre Dios y Teresa. En la tercera parte, capítulos 23 al 31, reanuda su biografía, la armonía entre Dios y ella. En esos capítulos desgrana el torrente de gracias místicas que Dios le concede y el cambio experimentado en su vida. Los capítulos 32 al 40 forman la cuarta parte del libro, en los que se profundiza y aquilata la armonía entre los dos protagonistas. Precisamente en el centro del libro intercala el tratadillo de la oración, capítulos 11 al 21. Y el capítulo 22, dedicado a la sagrada Humanidad. Lo que pretende la autora no es contar su vida externa, sino destacar la acción de Dios en ella. Y aunque el libro es doctrinal, quiere que sea un libro «secreto» y reservado. Por ello, y a pesar de que habla en primera persona, mantiene un total anonimato. No cita ni el lugar de su nacimiento, ni el nombre de sus padres, ni ningún otro dato externo que le sirva al lector para localizar los hechos que narra. En la primera parte, resume los largos años de su vida, casi cuarenta, marcados por la infidelidad. Frente a esa historia, presenta la historia de gracia que Dios va escribiendo en ella. Incluso, a pesar de ella. Quiere destacar que desde el principio, Dios «comenzó a despertarla a cosas virtuosas» [565]. Recuerda su temprana inclinación a Dios, su deseo de martirio, sus inicios en la oración. Con mirada retrospectiva, confiesa: «No me parece os quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra» [566]. En 123
contraste, presenta su primera crisis espiritual en la adolescencia y el abandono de la oración. Dios la sigue llamando durante el internamiento en el monasterio de Nuestra Señora de Gracia. Y cuenta la enfermedad, que aparece por primera vez, y su convalecencia en casa de su hermana. La lectura de las Epístolas de san Jerónimo, que la ayudan a decidir su vocación religiosa. Su huida dolorosa de la casa de su padre y su entrada en el monasterio de la Encarnación. Confiesa con toda verdad que no la mueve el amor sino un temor servil. Y, a pesar de que al principio vive su vocación «con gran determinación y contento», se lamenta de no haber sido fiel a Dios: «No parece... sino que prometí no guardar cosa de lo que os había prometido» [567]. Vuelve la enfermedad y la llevan a una curandera. En el camino, su tío le regala otro libro. Es interesante observar que, a pesar del anonimato con que escribe, Teresa cita por segunda vez un libro, el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, que es decisivo en su vida. Teniendo ese libro por maestro, la joven carmelita comienza a hacer oración de recogimiento. En las páginas siguientes nos dice que Dios empieza a darle muchas gracias y a regalarla con «oración de quietud y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro» [568]. Narra su encuentro con el clérigo de Becedas y cómo le ayuda a salir de su estado de pecado. Describe la grave situación en que la deja la curandera y el peligro de muerte en el que permanece durante cuatro días. Curada, según ella, por la intercesión de san José, pide que la lleven enseguida a la Encarnación. Su desbordamiento afectivo le hace entrar en una larga etapa de infidelidad: «Comencé de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad...» [569]. Recuerda la visión de Cristo que la reprende «con mucho rigor» porque no deja las amistades. Y otra advertencia que le hace con la visión «de una cosa a manera de sapo grande». El capítulo 7 es la mejor expresión del contraste entre Dios y Teresa. Frente a su miseria, la misericordia de Dios: «A la verdad, tomabais, Rey mío, el más delicado y penoso castigo..., con regalos grandes castigabais mis delitos» [570]. Antes de contar su conversión definitiva, dedica un capítulo entero para hablar del papel decisivo que la oración ha tenido en su vida. Porque la oración es la clave para interpretar el cambio radical operado en ella y para que mejor se entienda «lo que está por venir». Y también para aconsejar a sus lectores el gran bien de la oración: «Si persevera en ella, por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras..., tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación» [571]. En esas páginas, nos deja Teresa de Jesús su preciosa definición de la oración como amistad con Dios que ya vimos en páginas anteriores: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» [572]. En los capítulos 9 y 10, narra su conversión ante un «Cristo muy llagado» y el comienzo de su vida mística. Algunas veces me venía a deshora «un sentimiento de la presencia de Dios...» [573]. Acaba la primera parte del libro agradeciendo los dones recibidos y enseñando a sus lectores que quien no se sabe «favorecido de Dios» no es capaz de amarle: «Entendamos bien, bien..., que nos da Dios (sus dones) sin ningún 124
merecimiento y agradezcámoslo..., porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar» [574]. «Despertar a amar» es una deliciosa frase teresiana que repite muchas veces en sus escritos. En el tratadillo de la oración suspende el relato de su vida y presenta la oración como una opción existencial por Dios: «Hablando ahora de los que comienzan a ser siervos del amor (que no me parece otra cosa determinarnos a seguir por este camino de la oración al que tanto nos amó)» [575]. «Ser siervos del amor» significa ser orantes. Determinarse a orar es determinarse a amar. Hay que destacar la importancia del verbo ser, porque Teresa de Jesús plantea la oración en términos de amor. Se trata de una opción radical por Dios. De una determinación total, irreversible y perseverante. No se trata sólo de hacer ratos de oración, sino de ser orantes. Para declarar los grados de oración emplea una comparación que «no sabe si ha leído u oído», y que se convierte en una bellísima alegoría. La imagen no era nueva para ella porque «muchas veces en mis principios... me era gran deleite considerar ser mi alma un huerto y al Señor que se paseaba por él» [576]. Sin duda le quedó el recuerdo de aquella consideración, pues la describe unas líneas más adelante. La alegoría comienza diciendo que el principiante en la oración «ha de hacer cuenta que comienza a hacer un huerto en tierra muy infructuosa que lleva muy malas hierbas para que se deleite el Señor. Su Majestad arranca las malas hierbas y ha de plantar las buenas» [577]. El hortelano, el orante, ha de procurar que crezcan esas plantas «y tener cuidado de regarlas para que no se pierdan, sino que vengan a echar flores..., para dar recreación a este Señor nuestro, y así se venga a deleitar muchas veces a esta huerta y holgarse entre estas virtudes» [578]. Desde el comienzo de la alegoría, se destaca que la belleza del huerto es para que se deleite el Señor. Es la exigencia de la oración-amistad. Se trata de regar el huerto para dar satisfacción al Amigo, no a sí mismo. De aquí la importancia de los términos recreación, deleitar y holgarse, que nuestra escritora repite insistentemente referidos siempre a Dios. ¿Y cómo regar ese huerto? De cuatro modos, que significan los cuatro grados de oración que ella ya ha experimentado. El agua es siempre el símbolo de la gracia de Dios. Se puede regar «o con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; o con noria y arcaduces..., es a menos trabajo... y sácase más agua; o de un río o arroyo, esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano; o con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho» [579]. Es la imagen que llama de las «cuatro aguas». * Comenzar a tener oración es sacar agua del pozo. Es la oración de los que comienzan. Y por ello, resulta dura y costosa. Pero es una oración que cualquier persona puede hacer «con el favor de Dios». El hombre vive derramado en las cosas exteriores. Su oración es necesariamente difícil, «muy a su trabajo». Acostumbrados a esa dispersión, tienen que recoger los sentidos, buscar la soledad para pensar en su vida pasada y tratar de la vida de Cristo. Y eso cansa el entendimiento y produce «sequedad y 125
disgusto y desabor y tan mala gana para venir a sacar el agua... del pozo» [580]. Al hortelano le entran ganas de dejarlo todo. Sólo le salva pensar que hace «placer y servicio al Señor de la huerta». De nuevo, la insistencia en decir al lector que la oración es para complacer a Dios y no a sí mismo. ¿Qué remedio da la santa para esas situaciones costosas y difíciles? Conocedora de ellas por experiencia, lleva al orante a plantear su vida en términos de amistad: «¿Qué hará aquí el hortelano? Alegrarse y consolarse... de trabajar en huerto de tan gran Emperador; y pues sabe que le contenta en aquello y su intento no ha de ser contentarse a sí sino a Él, alábele mucho..., pues ve que sin pagarle nada tiene tan gran cuidado de lo que le encomendó. Y ayúdele a llevar la cruz... y no deje jamás la oración» [581]. Y, madre al fin, consuela al principiante: «tiempo vendrá que se lo pague por junto, no haya miedo que se pierda el trabajo; a buen amo sirve; mirándole está». Por eso, el verdadero orante va muy contento porque sabe que hay Alguien que dirige su vida. Teresa ha sufrido durante casi veinte años esa oración difícil, ese caer y levantarse muchas veces. Siempre sin éxito. Hasta que la rindió el Amor. Precisamente en ese contexto del primer modo de regar el huerto es donde refiere la causa de sus largos años de infidelidad. Confiesa que tenía siempre buenos deseos, «mas procuraba esto que he dicho, tener oración, mas vivir a mi placer» [582]. Fracaso seguro. Por eso su testimonio tiene tanta fuerza. El que se decide de verdad a seguir a Cristo tendría que grabar en oro las palabras teresianas: «Guíe Su Majestad por donde quisiere, ya no somos nuestros sino suyos... Cúmplase en mí de todas maneras vuestra voluntad» [583]. La oración-amistad consiste en un amor limpio por el Amigo, «no está en tener lágrimas ni estos gustos y ternura..., sino en servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad» [584]. Es necesario ayudar a Jesús a llevar la cruz. Porque hay muchos que comienzan pero «nunca acaban de acabar», no pueden discurrir con el entendimiento y se cansan. Da algunos avisos a los que comienzan a tener oración: libertad y alegría, «no encoger el espíritu», confiar en Dios y tener grandes deseos, porque «Dios es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí» [585]. Señala como gran tema de la oración la pasión de Cristo, pero sin cansarse en esto, «sino que se esté allí, acallado el entendimiento». Y si puede, ocuparlo en «que mire que le mira, y le acompañe, y hable y pida y se humille y regale con Él, y acuerde que no merecía estar allí» [586]. Es la oración humilde del que comienza. * El segundo modo de regar el huerto es «con un torno y arcaduces, saca el hortelano más agua y a menos trabajo», y «puede descansar sin estar continuo trabajando» [587]. Es la oración de quietud, oración ya sobrenatural: «Es un recogerse las potencias dentro de sí para gozar de aquel contento con más gusto, mas no se pierden ni se duermen; sola la voluntad se ocupa...» [588]. En esa oración pasa todo «con grandísimo consuelo y con tan poco trabajo, que no cansa la oración aunque dure mucho rato». El hortelano «saca muy mucha más agua que no sacaba del pozo». Y esta agua hace crecer las virtudes «muy más sin comparación que en la oración pasada..., porque comienza Su Majestad a 126
comunicarse a esta alma y quiere que siente ella cómo se le comunica». Esa comunicación es tan intensa y cercana, que «quiere Dios... que entienda el alma que está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con Él, y no a voces, porque está ya tan cerca, que en meneando los labios la entiende» [589]. Después de la breve exposición doctrinal sobre la oración de quietud, Teresa vuelve a la alegoría, y la aplica a lo dicho: «Ahora tornemos a nuestra huerta o vergel, y veamos cómo comienzan estos árboles a empreñarse para florecer y dar fruto, y las flores y claveles lo mismo para dar olor» [590]. No obstante la comunicación divina, hay momentos en que Dios permite sequedad en el alma. Y el pobre hortelano pasa mucho trabajo, «porque quiere el Señor que le parezca..., que todo el que ha tenido en sustentarle y regalarle va perdido». Teresa no puede olvidar sus infidelidades pasadas, la humildad que nace de este ver su miseria y el gran amor que Dios tiene a los hombres. Y, una vez más, mientras escribe, se dirige al Señor en una oración arrebatada de amor y de gratitud: «¡Oh, Señor mío y Bien mío!, que no puedo decir esto sin lágrimas y gran regalo de mi alma, que queráis, Vos, Señor, estar así con nosotros y estáis en el Sacramento..., y, si no es por nuestra culpa, nos podemos gozar con Vos y... Vos os holgáis con nosotros, pues decís ser vuestro deleite estar con los hijos de los hombres» [591]. Para declarar mejor la oración de quietud, nuestra escritora abandona el simbolismo del agua e introduce un elemento nuevo, el fuego. Esa técnica es muy teresiana, porque su experiencia mística es tan grande que necesita pasar de un simbolismo a otro para darla a entender. No olvidemos que Teresa no sabe teología y necesita expresarse mediante el juego literario. Ahora nos sorprende diciendo que esa oración de quietud: «Es una centellica que comienza el Señor a encender en el alma del verdadero amor suyo y quiere que el alma vaya entendiendo qué cosa es este amor con regalo» [592]. Y, siempre maestra de oración, enseña que no está en nuestras manos adquirirla: «Pues esta centellica puesta por Dios, por pequeñita que es, hace mucho ruido, y si no la mata..., esta es la que comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí». Insiste en que esa centella es «una señal que da Dios al alma que la escoge ya para grandes cosas, si ella se apareja (=dispone) para recibirlas» [593]. Se lamenta porque conoce «muchas almas que llegan aquí, y que pasen de aquí, como han de pasar, son tan pocas, que se me hace vergüenza decirlo». Por eso avisa a sus monjas, y a sus lectores de todos los tiempos, dándoles un consejo que jamás deberían olvidar: «Querríalas mucho avisar que miren no escondan el talento, pues parece las quiere Dios escoger para provecho de otras muchas, en especial en estos tiempos que son menester amigos fuertes de Dios para sustentar los flacos» [594]. Me permito subrayar las palabras que encierran el mensaje teresiano y que resumen lo que fue su vida: amistad fuerte con Dios que la lanza a trabajar por Él y por sus hermanos. * El tercer modo de regar el huerto es «con agua corriente de río o de fuente, que se riega muy a menos trabajo, aunque alguno da el encaminar el agua. Quiere el Señor aquí ayudar al hortelano de manera que casi Él es el hortelano y el que lo hace todo» [595]. Esa 127
oración es «un sueño de las potencias que ni del todo se pierden ni entienden cómo obran» [596]. Esa oración «es una intensificación de la oración de quietud. Aumenta la acción de Dios, Y alcanza más intensa y extensivamente al hombre» [597]. La experiencia de la gracia es mayor, porque Dios «le da el agua a la garganta». El gusto, la quietud y el deleite es tanto, que el alma «sólo querría gozar de grandísima gloria». A la santa le resulta difícil distinguir esta oración de la anterior. Entiende que todavía no llega a unión de todas las potencias, pero confiesa que «no podía determinar ni entender cómo era esta diferencia» [598]. La inefabilidad es muy grande, y brota el lenguaje paradójico para declararla. Porque el alma: «Ni sabe qué hacer; porque ni sabe si hable, ni si calle, ni si ría, ni si llore; es un glorioso desatino, una celestial locura, adonde se desprende (=aprende) la verdadera sabiduría, y es deleitosísima manera de gozar el alma» [599]. Una vez más, Dios le concede la oración que va a declarar en el mismo momento de escribir. Esa reviviscencia mística la ayuda a hacer más clara su exposición. Así ocurre ahora: «Me dio el Señor hoy, acabando de comulgar esta oración, sin poder ir adelante, y me puso estas comparaciones y enseñó la manera de decirlo y lo que ha de hacer aquí el alma, que, cierto, yo me espanté y entendí en un punto» [600]. Se siente embriagada de amor y «como desatinada». Habla muchas palabras «en alabanzas de Dios sin concierto». Es tal el deseo de que Dios sea alabado por todos, que «querría dar voces en alabanzas, y está que no cabe en sí; un de-sasosiego sabroso». En plena reviviscencia de la oración, escribe a impulsos de su fervor interior: «Ya, ya se abren las flores, ya comienzan a dar olor. Aquí querría el alma que todos la viesen y entendiesen su gloria para alabanzas de Dios» [601]. Y sigue diciendo: «¡Oh, válame Dios, cuál está un alma cuando está así! Toda ella querría fuese lenguas para alabar al Señor; dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a quien la tiene así». Los efectos de esa oración, gusto, suavidad y deleite superan con mucho a los de la oración de quietud. De ellos participa en gran manera el cuerpo: «Es tan grande la gloria y descanso del alma, que muy conocidamente... participa de él el cuerpo». Crecen las virtudes, «quiere el Señor se abran las flores...». Y siente, sobre todo, mayor humildad: «Aquí es muy mayor la humildad y más profunda..., porque ve más claro que poco ni mucho hizo, sino consentir que le hiciese el Señor mercedes y abrazarlas la voluntad» [602]. Dada la pasividad que se experimenta en esta oración plenamente gratuita, Teresa aconseja «dejarse del todo en los brazos de Dios». Y como los deseos de darse son muy grandes, el Dueño del huerto «no le da licencia (para) que reparta la fruta hasta que esté tan fuerte con lo que ha comido de ella...» [603]. Resalta luego la ineficacia del hombre. Todo es obra de y sólo de Dios. Aquí el recuerdo de sus años de esfuerzo inútil salta a la vista: «Y lo que la pobre alma con trabajo... de veinte años de cansar el entendimiento no ha podido acaudalar, hácelo este hortelano celestial en un punto, y crece la fruta y madúrala». Pero el gozo no le impide desear sufrir por Dios y que todos los hombres se vuelvan locos de amor por Él. Las virtudes quedan mucho más fuertes, aunque ella sabe que todo es debido a Dios. Su protagonismo va creciendo en cada modo de regar el huerto: «No sabe cómo comienza a 128
obrar grandes cosas con el olor que dan de sí las flores, que quiere el Señor se abran para que ella vea que tiene virtudes, aunque ve muy bien que no las podía ella, ni ha podido ganar en muchos años y que en aquello poquito el celestial hortelano se las dio» [604]. Hay que destacar, una vez más, la insistencia con que Teresa habla de la participación del cuerpo en el gozo de la experiencia mística. Así termina la declaración de esta tercera agua: «En todas estas maneras que de esta postrera agua de fuente he dicho, es tan grande la gloria y el descanso del alma, que muy conocidamente aquel gozo y deleite participa de él el cuerpo y esto muy conocidamente, y quedan tan crecidas las virtudes como he dicho» [605]. * La cuarta agua o agua de lluvia simboliza la oración de unión. La inefabilidad es tan grande, que la santa pide al Señor que le «enseñe palabras cómo se pueda decir algo de la cuarta agua. Bien es menester su favor, aún más que para la pasada...» [606]. Dice que en esa oración pasada, «alguna cosa trabaja el hortelano...». Pero en la unión es todo distinto: «Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien adonde juntos se encierran todos los bienes». A diferencia de la oración anterior, esta es unión de todas las potencias: «Ocúpanse todos los sentidos en este gozo, de manera que no queda ninguno desocupado para poder (obrar) en nada exterior ni interiormente». La unión de potencias y sentidos con Dios es plena, y el alma «siente con un deleite grandísimo». Ante esa inefabilidad Teresa pretende tres cosas, decir «lo que siente el alma cuando está en esta divina unión», «las gracias y efectos que queda», y «qué es lo que de suyo puede hacer para llegar a este estado» [607]. Escribir sobre la oración de unión le resulta más difícil «que hablar en griego». Y una vez más, después de la comunión, Dios le concede la oración que va a declarar y el modo de hacerlo: «Su Majestad parece quiere decir lo que yo no puedo ni sé». Le dice el Señor: «Deshácese toda, hija, para ponerse más en Mí; ya no es ella la que vive, sino yo; como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo» [608]. No se puede negar el arte literario de Teresa de Jesús. En esta declaración recurre al lenguaje paradójico, juega con la sintaxis y exprime todos los matices léxicos del verbo entender para explicar lo inexplicable: «La voluntad debe estar bien ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento, si entiende, no entiende cómo entiende, al menos no puede comprender nada de lo que entiende; a mí no me parece que entiende, porque –como digo– no se entiende; yo no acabo de entender esto» [609]. Dice Cilveti que «el no entender entendiendo» de santa Teresa no es un contrasentido sino «la expresión clásica de la oración de unión..., es una paradoja que obedece a la necesidad psicológica de su no entender (racional) entendiendo (en sentido místico), que ella no ha tomado de otros místicos» [610]. De ahí su originalidad. Lo más importante es decir las gracias y efectos que quedan en el alma después de la oración de unión. Los psicológicos son ternura, lágrimas gozosas y gran deleite. Los morales, grandes ánimos: «Queda el alma animosa, que si en aquel punto la hiciesen pedazos por Dios, le sería gran consuelo. Allí son las promesas y determinaciones heroicas, la viveza de los deseos...» [611]. Deseos también de entrega a los demás, 129
«comienza a aprovechar a los prójimos». Y una gran concentración amorosa en Dios: «Le cerraron la puerta a todos los sentidos..., quédase sola con Él, ¿qué ha de hacer sino amarle?». La potente iluminación le hace ver «su miseria» y la Verdad de Dios: «Es todo nada sino contentar a Dios». Sin embargo, a estas alturas místicas se puede volver atrás. La Doctora mística insiste en que no se debe dejar la oración. Y escribe unas bellísimas palabras de esperanza para los lectores, recordando su propia experiencia: «Cuando cayere, mire, mire por amor del Señor no la engañe (el demonio) en que deje la oración como hacía a mí; fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer..., y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias, no nos cansemos nosotros de recibir» [612]. Declara luego la diferencia entre el arrobamiento y el vuelo de espíritu con varias imágenes, la nube y el águila caudalosa, acentuando la acción poderosa de Dios. Y termina diciendo la experiencia de desierto que sufre el alma en esa oración: «Muchas veces, a deshora viene un deseo... que penetra toda el alma..., y pónela Dios tan desierta de todas las cosas que, por mucho que trabaje, ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella la querría, sino morir en aquella soledad» [613]. En esa situación se experimenta una pena «delgada y penetrativa» por la ausencia de Dios. La pluma de Teresa se hace sumamente expresiva: «Parecen unos tránsitos de muerte», pero es «un martirio sabroso», «un ansia de ver a Dios». Es el «morir porque no muere» que declara mejor en las sextas moradas. En ellas se encontraba cuando escribió el Libro de la Vida. Por eso, en las moradas sextas, encontramos las mismas expresiones de dolor por la ausencia de su Dios. Antes de volver a la narración de su vida, nuestra escritora dedica un capítulo entero, el 22, para tratar de un tema muy polémico en su tiempo: la necesidad o no de la Humanidad de Cristo para llegar a la contemplación de la Divinidad. Ya hablamos largamente de este tema en la tercera parte, «El encuentro», y a él remito al lector. Acabado el largo paréntesis del tratadillo de la oración y el capítulo que dedica a Jesucristo, Teresa retoma el discurso de su vida: «Es otro libro nuevo, digo otra vida nueva..., es que vivía Dios en mí» [614]. A partir del capítulo 23, el libro es una narración detallada de las gracias que Dios le concede. En los capítulos 27 y 29 cuenta las visiones cristológicas que recibe durante los años 1559-1560. Dios se le muestra con rostro humano. En las visiones imaginarias, Cristo se le va mostrando de un modo progresivo, primero las manos y después el rostro. Visiones parciales que la disponen a la visión total que tiene lugar poco después. Otras gracias que Dios le concede son unas «hablas» y unos ímpetus grandes de amor de Dios que los teresianistas llaman transverberación, y de los que también hemos hablado largamente. Los capítulos 32 al 40 forman la cuarta parte del libro y en ellos se profundiza la amistad entre Dios y Teresa. Una de las visiones que más efectos produce en ella es la del infierno. Quiero insistir en que nuestra escritora habla en un contexto religioso donde el infierno y la condenación eterna eran el tema principal de la predicación. Por eso, la 130
descripción que hace se ajusta a los tópicos que empleaban los predicadores del s. XVI. Cada uno es hijo de su tiempo y de su cultura. Lo importante de esa horrible visión es la fuerte impresión y los grandes efectos que le dejan y que también hemos comentado anteriormente. La visión la lleva a una radicalización de su entrega en servicio de las almas. Y su deseo de compartir su consagración radical con un grupo, fundando el monasterio de San José. De esa fundación habla en los capítulos 32 al 36. En el último capítulo del Libro de la Vida, Teresa de Jesús declara tres visiones especiales: la primera, que sólo «Dios es verdad». Esa visión le hace entender «qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma verdad» [615]. Hablamos de esta visión en páginas anteriores y cómo, a partir de ella, hizo lema de su vida «andar en verdad». En la segunda visión, Cristo se le representa en el interior del alma «como un espejo claro toda..., sin espaldas ni lados, ni alto ni bajo que no estuviese toda clara» [616]. Esa visión la ayuda en su oración de recogimiento, considerando al Señor «en lo muy interior de su alma». Y es un claro antecedente de la imagen del castillo de diamante y claro cristal que da origen al libro de las Moradas. En la tercera visión, Dios se le muestra como «un muy claro diamante..., y todo lo que hacemos se ve en este diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza» [617]. Teresa se llena de vergüenza y asombro al verse delante de Dios, y comprende que Él es misericordia, «pues entendiendo nosotros todo esto, nos sufre». El libro se cierra con una Carta-Epílogo en la que la Doctora mística remite el libro a su confesor para la censura. Ante las maravillas que Dios ha hecho en ella, le apremia: «Dése prisa a servir a Su Majestad..., pues verá por lo que aquí va, cuán bien se emplea en darse todo... a quien tan sin tasa se nos da». Camino de perfección Es el segundo gran libro doctrinal de santa Teresa. Lo comienza a escribir en el convento de San José en 1562. Sus monjas saben que tiene permiso de su confesor para que «escriba algunas cosas de oración». Y, aunque hay muchos libros escritos sobre el tema, le instan a que escriba para ellas. La madre accede por el mucho amor que le tienen: «Pareciéndome (que) por sus oraciones y humildad querrá el Señor acierte algo a decir que les aproveche y me lo dará para que se lo dé» [618]. Además de sus años y experiencia personal, piensa que «podrá atinar en cosas menudas más que los letrados que, por tener otras ocupaciones... y ser varones fuertes... no hacen tanto caso (de esas cosas menudas), y a cosa tan flaca como somos las mujeres todo nos puede dañar» [619]. Ya asoma en estas primeras líneas la fina ironía teresiana en defensa de la mujer y en contra de los letrados que la tienen marginada. Ironía que encontraremos en muchas páginas de sus libros convertida, en algunos momentos, en condenas muy duras. Este libro es, sin lugar a dudas, donde Teresa de Jesús hace la defensa más clara y más valiente de la mujer y de su papel en la Iglesia. Camino de perfección es un tratado doctrinal, pero nace directamente de la vida, como una prolongación del diálogo familiar entre la madre y sus hijas. «Es un libro del 131
grupo. Ha surgido de la comunidad y para la comunidad. Fruto de diálogos comunitarios, fijación de los mismos, conversación que se plasma y se prolonga» [620]. Por eso emplea un estilo coloquial, directo, vivo y espontáneo; lleno de comparaciones para hacerlo más asequible a sus monjas, en su mayoría analfabetas. Por estas fechas, Teresa vive en plena efervescencia mística, el desposorio espiritual. Su experiencia le da una autoridad moral tan grande, que le permite tratar muchos temas con absoluta libertad y con una firme convicción en sus declaraciones. El tema fundamental de Camino es la oración. La madre Teresa quiere enseñar a sus hijas a orar, aunque no tengan ninguna experiencia mística. Es un libro escrito para aprender a hacer oración, válido para todo cristiano de todos los tiempos. Ella está viendo el fracaso de los grandes ejércitos de los reyes en su lucha contra los protestantes y busca otra solución: «Viendo yo tan grandes males que fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego... hame parecido que es menester...» [621]. Lo que es menester, piensa ella, es orar «por los predicadores y teólogos... para que vayan muy adelante en su perfección» [622]. Y como ni ella ni sus monjas pueden enseñar ni predicar por ser mujeres, quiere que sus oraciones valgan «para ayudar a estos siervos de Dios». Para ella la solución no está en las armas sino en la fuerza de la comunidad orante. Por eso crea pequeños núcleos comunitarios y trata de elevar el nivel orante de cada persona y de cada grupo. Quiere elevar el nivel contemplativo de la Iglesia. Esas pequeñas comunidades orantes son las fuerzas vivas que pueden ayudarla. Está tan convencida de ello que les dice a sus monjas: «Estando encerradas, peleamos por Él» [623]. Una propuesta que sigue siendo válida para hoy. Porque no todos pueden predicar ni enseñar, pero todos, hombres y mujeres, pueden orar. La oración es la fuerza del cristiano. Y nuestros tiempos no son más fáciles que los suyos. En Camino de perfección Teresa de Jesús hace una lectura del Evangelio en profundidad y con sencillez. Pero, como se siente miembro activo de la Iglesia, se siente también con capacidad para criticar y pronunciarse honestamente sobre algo que le afecta. Y a ella le afecta mucho la Iglesia. En el s. XVI, los letrados han prohibido hacer oración mental a las mujeres y al pueblo sencillo. Sólo pueden rezar oraciones vocales. Además, la Inquisición ha mandado quemar todos los libros de espiritualidad escritos en castellano, especialmente la Biblia. La palabra de Dios queda secuestrada para el pueblo sencillo. Teresa se rebela contra esas medidas y defiende el derecho de la mujer a tener oración contemplativa. Con inmensa valentía les dice a sus hijas: «Pues creedme vosotras, y no os engañe nadie en mostraros otro camino sino el de la oración..., quien os dijere que este es peligro, tenedle a él por el mismo peligro y huid de él» [624]. Y poco más adelante, insiste: «Así que, hijas, dejaos de estos miedos; nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo» [625]. Insiste en que todo el mundo puede hablar con Dios, y no sólo recitar el padrenuestro y el avemaría: «Cuando os dijeren (que) no es bien tengáis otra oración sino vocal, no os 132
desconsoléis; leed esto muy bien y lo que entendiereis de oración, suplicad a Dios os lo dé a entender..., si os lo quitare alguna persona u os lo aconsejare, no le creáis; creed que es falso profeta» [626]. Palabras duras que se extienden, de modo especial, al hecho de que la mujer no tenga sitio en la Iglesia de Dios. Mientras está escribiendo se queja al Señor de la situación de las mujeres, y le dice: «No sois, Vos, Criador mío, desagradecido para que piense daréis menos de lo que os suplican (estas siervas vuestras), sino mucho más... Ni aborrecisteis... cuando andabais por el mundo a las mujeres..., y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres» [627]. Siguen unas líneas medio borradas en las que Teresa se apoya en los méritos de la Virgen cuyo hábito llevan. Y continúa diciéndole al Señor: «Pues estaba vuestra sacratísima madre en cuyos méritos merecemos... lo que desmerecíamos por nuestras culpas... que no hagamos cosa (las mujeres) que valga por Vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan justa; no lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia que sois justo juez y no como los jueces de este mundo que como son hijos de Adán, y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa». Y resume su queja en unas valientes palabras: «Sí, que algún día ha de haber, rey mío, que se conozcan todos..., porque veo los tiempos de manera que no es razón de desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres». El texto es muy largo, pero vale la pena recordarlo íntegro. Difícilmente se puede encontrar una defensa mayor de la dignidad de la mujer y de su papel en la Iglesia. Como es fácil suponer, el censor del libro no admitió esas líneas y las tachó de tal manera, que, hasta principios del s. XX, no pudieron ser leídas mediante el empleo de las técnicas modernas. A Teresa le salió un libro muy duro. La crítica era tan fuerte que no pudo pasar. Esta es la primera redacción de Camino de perfección, que se llama de El Escorial porque allí se guarda el manuscrito. Los confesores le mandan escribir el libro de nuevo, pero eliminando muchas cosas que pueden ser sospechosas para la Inquisición. Ella no se amilana y asume la tarea. Corrige algunas expresiones, suprime varias comparaciones y diminutivos, y reduce el texto de setenta y tres capítulos a cuarenta y dos. Añade unos temas doctrinales muy importantes para sus monjas, como la libertad de conciencia y el tema del amor puro y de los afectos. Y amplía la enseñanza sobre la oración de recogimiento y de quietud, insistiendo en la eficacia de la oración contemplativa. Se atreve, incluso, a hacer un bello comentario del padrenuestro. Es la segunda redacción, llamada de Valladolid porque la guardan las carmelitas de esa ciudad. Pero tampoco esa segunda redacción, escrita hacia 1566, pudo pasar, y Teresa de Jesús moriría sin ver publicado el libro. Camino de perfección se puede dividir en cuatro partes[628]. En la primera, que comprende los tres primeros capítulos, muestra a sus monjas «la gran empresa» que llevan entre manos. Y no les pregunta, ni pregunta a sus lectores de hoy, qué cosas han de hacer para ser orantes, «sino qué tales habremos de ser» [629]. Para ella lo fundamental es cambiar el ser. No se trata de cambiar unas cosas externas para hacer otras distintas. Se trata de cambiar el interior del hombre. Y ahí comienza la segunda parte del libro, que 133
se extiende del capítulo 4 al 25. Para cambiar el interior y llegar a ser orantes son precisas tres «virtudes grandes» como Teresa las llama: «La primera, amor de unas con otras; (la segunda), desasimiento de todo lo criado; (y la tercera), verdadera humildad, que, aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza a todas» [630]. La humildad es la principal. Esas tres cosas son más que virtudes, y hay que leerlas en clave cristológica. Porque Cristo es la verdad de Dios y la verdad del hombre. Ya veremos cómo, en las moradas sextas, dice Teresa que entiende por qué nuestro Señor es tan amigo de la humildad, «porque la humildad es andar en verdad». El amor al prójimo es lo primero para ser orante. Es imposible acercarse a Dios con un corazón cerrado y egoísta: «Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar» [631]. Los que aman de verdad al prójimo «pasan por los cuerpos y ponen los ojos en las almas». El hermano es «una mina de oro; si le tienen amor, no les duele el trabajo; ninguna cosa se les pone delante que de buena gana no la hiciesen por el bien de aquel alma» [632]. Y después del amor, el desasimiento de todo lo que impide la cercanía de Dios: «Porque en esto está el todo, si va con perfección. Aquí digo está el todo, porque abrazándonos con solo el Criador, y no se nos dando nada por todo lo criado, Su Majestad infunde de manera las virtudes que, trabajando nosotros poco a poco, no tendremos mucho más que pelear, que el Señor toma la mano contra todo el mundo en nuestra defensa» [633]. El que de verdad se abraza «con el buen Jesús..., como allí lo halla todo, lo olvida todo». La nada no es negación. Para los místicos el desasimiento es un ejercicio de predilección. Es la ascética del amor. No buscar nada porque se ha optado por el Todo. Para santa Teresa el medio para adquirir el verdadero desasimiento es pensar en la vanidad del mundo. A ese desasimiento va unida «la verdadera humildad, porque esta virtud y la otra paréceme andan siempre juntas». No se pueden apartar. «Quien las tuviere, bien puede salir y pelear... contra todo el mundo..., suyo es el reino de los cielos..., sólo teme descontentar a su Dios» [634]. Insiste en que para ser verdaderos orantes es preciso ser personas radicales en su entrega a Dios: «Quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida; pues le ha dado su voluntad, ¿qué teme?» [635]. Y, antes de comenzar a hablar de la oración, resume así su doctrina: «No vendrá el Rey de la gloria a nuestra alma, digo a estar unido con ella, si no nos esforzamos a ganar las virtudes grandes». * Después de esas «virtudes grandes», Teresa comienza «a tratar de la oración». Ella, que ha pasado por mil dificultades en su ejercicio, exige al principiante como condición importante una «gran determinación». Y escribe las frases más enérgicas que se hayan escrito en favor del esfuerzo para ser orantes. En Camino de perfección toma como símbolo de la unión con Dios, que es el fin de toda oración cristiana, la fuente de agua viva. Y dice: «A los que quieren ir por (el camino de la oración) y no parar hasta el fin – que es llegar a beber de esta agua de vida– digo que importa mucho y el todo una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, 134
suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» [636]. No contenta con lo dicho, sigue escribiendo para alejar de sus hijas los temores y las opiniones contrarias de los letrados: «Ningún caso hagáis de los miedos que os pusieren, ni de los peligros que os pintaren... Queramos que no, todos caminamos para esta fuente, aunque de diferentes maneras...» [637]. Y líneas más adelante, insiste: «Nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo» [638]. A ella no le importa la doctrina de los que predican sino su vida. Vivir «conforme a la vida de Cristo». * En los capítulos siguientes, 22 al 26, declara qué es oración mental y vocal y cómo las dos deben ir siempre unidas. No hay verdadera oración vocal si no va acompañada de la mental. Hace así frente a los letrados que prohíben esa oración: «Sabed que no está la falta para ser o no ser oración mental en tener cerrada la boca; si hablando estoy enteramente entendiendo y viendo que hablo con Dios... junta está oración mental y vocal» [639]. Y en tono enfático, se dirige, velada pero enérgicamente, a esos mismos letrados para increparles por sus prohibiciones: «¿Qué es esto, cristianos, los que decís no es menester oración mental? ¿Os entendéis? Cierto, pienso que no os entendéis, y así queréis desatinemos todos, ni sabéis cuál es oración mental, ni cómo se ha de rezar la vocal, ni qué es contemplación; porque si lo supieseis, no condenaríais por un cabo lo que alabáis por otro». La madre alerta de nuevo a sus monjas: «No os espanten, hijas, que yo sé en qué caen estas cosas, que he pasado algún trabajo en este caso, y no querría que nadie os trajese desasosegadas... ¿Quién puede decir es mal, si comenzamos a rezar... que comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla, para ver cómo le ha de tratar?» [640]. Todo el capítulo 22 del libro es una encendida defensa del derecho de las mujeres a hacer oración. Así resume su doctrina para los orantes de todos los tiempos: «En mil vidas de las nuestras no acabaremos de entender cómo merece ser tratado este Señor..., ¿por qué nos han de quitar que procuremos entender quién es este hombre, y quién es su padre, y qué tierra es esta adonde me ha de llevar, y qué bienes son los que promete darme, en qué le haré placer, y estudiar cómo haré mi condición que conforme con la suya? ... Esta es oración mental..., entender estas verdades» [641]. * En la tercera parte, capítulos 26 al 35, Teresa de Jesús inicia su comentario del padrenuestro. Como los letrados sólo permiten a las mujeres el rezo vocal de esa oración, se vale precisamente de ella para escribir todo un tratado de oración. Pero a su manera. «La originalidad de santa Teresa no consistió en el regreso a la fuente del Evangelio, sino en la orientación y en el contenido de su comentario, personalísimo, espontáneo, de diáfana ingenuidad, entretejido de meditaciones, recomendaciones ascéticas y efusiones íntimas» [642]. Con las primeras palabras del padrenuestro declara qué es la oración de recogimiento y los modos para recogerse: «Ya sabéis que Dios está en todas partes..., pues claro está que adonde está Dios es el cielo... Dice san Agustín que le buscaba en 135
muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco... entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre ir al cielo ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces?» [643]. Y sigue aconsejando a sus hijas para animarlas: «Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija». Teresa sabe de las dificultades que conlleva la práctica de la oración, sobre todo al principio. Ahora, desde la altura de su unión mística, es maestra de oración y puede enseñar lo que hay que hacer en esos ratos de intimidad a solas con Dios. No importa la distracción. No importa la incapacidad para discurrir con el entendimiento. Es mucho más sencillo. Orar es mirar al Señor: «No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más que le miréis... Nunca quita vuestro Esposo los ojos de vosotras..., ¿y es mucho que le miréis algunas veces a Él? Mirad que no está aguardando otra cosa sino que le miremos: como le quisiereis, le hallaréis. Tiene en tanto que le volvamos a mirar, que no quedará por diligencia suya» [644]. Nuestra escritora juega una y otra vez con el verbo mirar porque eso es la oración para ella, mirar, clavar los ojos en el Señor, sin pensar nada, sin meditar nada. Mirada contemplativa. Inmersión amorosa en la Persona divina. Atención al Amigo que le mira. Dios mira siempre al hombre. En presente. Es una acción continuada. Y con amor. Mirar al Señor es entrar en comunión de vida. Es el amén teresiano con el que concluye toda oración: «Juntos andemos, Señor, por donde fueres tengo de pasar» [645]. Para clarificar más cómo es esa oración de recogimiento, la madre Teresa se vale de una bella comparación: «Hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas..., y que en este palacio está este gran Rey..., y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón» [646]. Hace muchos años que está experimentando la presencia viva de Dios en su interior. De ahí que todo su deseo sea enseñar a sus lectores a vivir esa presencia. Les dice a sus monjas con finura de madre: «Todo esto es menester para que entendamos con verdad que hay otra cosa más preciosa... dentro de nosotras... No nos imaginemos huecas en lo interior..., que tengo por imposible, si trajésemos cuidado de acodarnos tenemos tal huésped dentro de nosotras, nos diésemos tanto a las cosas del mundo, porque veríamos cuan bajas son para las que dentro poseemos» [647]. Porque la obsesión por la interioridad es característica de la mística teresiana. Y el adverbio dentro, que repite hasta tres veces, es una de las expresiones lingüísticas más significativas de esa interioridad. Su empeño es llevar al lector hasta el interior, donde Dios se comunica y une al hombre consigo. En esta sociedad nuestra tan volcada al exterior; cuando los medios audiovisuales están arrojando al hombre del siglo XXI a un mundo intranscendente y sin sentido, convendría volver los ojos al mensaje teresiano para conocer Quién nos vive dentro y «las grandísimas riquezas» que nos guarda. 136
Después de esa enseñanza, Teresa recuerda su triste experiencia, los años en los que dejaba la oración y vivía alejada de Dios: «Bien entendía (yo) que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella no lo entendía. Que, si como ahora entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey..., ¡no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara que no estuviera tan sucia!» [648]. La admiración por la grandeza de Dios y el contraste con sus reiteradas infidelidades, le hace exclamar estremecida: «¡Qué cosa de tanta admiración, quien hinchiera mil mundos con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña...! Como es Señor, trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida». Al comentar las palabras «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», Teresa da a sus lectores una excelente lección sobre la eucaristía. Pone especial énfasis en la fe con que se debe recibir al Señor y con la que ella misma lo recibía: «Yo sé de una persona (ella)... que, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada el Señor, procuraba esforzar la fe..., desocupábase de todas las cosas exteriores..., y entrábase con Él... Y aunque no sintiese devoción, la fe le decía que estaba bien allí» [649]. La fe le decía que estaba bien allí... No hacen falta palabras. A los que se quieren aprovechar de su presencia, el Señor «se les descubre» de muchos modos. Sólo hace falta querer estar con Él: «Estaos con Él de buena gana..., procurad dejar el alma con el Señor... este es buen tiempo para que os enseñe nuestro Maestro, y que le oigamos... y le supliquéis no se vaya de con vos» [650]. Y, ¿qué hacer después de recibir al Señor? Responde Teresa: «Pues tenéis la misma persona delante, procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraros al corazón...; que si procuráis tener tal conciencia... os sea lícito gozar a menudo de este Bien..., no viene tan disfrazado que de muchas maneras no se dé a conocer conforme al deseo que tenemos de verle; y tanto lo podéis desear que se os descubra del todo» [651]. Dios quiere no sólo que entendamos que es Él mismo quien se nos da en el sacramento, sino que lo deseemos: «Mas que le vean descubiertamente y comunicar sus grandezas y dar de sus tesoros, no quiere sino a los que entiende que mucho le desean, porque estos son sus verdaderos amigos». Camino de perfección concluye declarando la excelencia del padrenuestro: «Jamás vino a mi pensamiento que había tan grandes secretos (en esta oración), que ya habéis visto encierra en sí todo el camino espiritual, desde el principio, hasta engolfar Dios el alma y darla abundosamente a beber de la fuente de agua viva, que dije estaba al fin del camino» [652]. Moradas del castillo interior Es la obra cumbre de Teresa de Jesús y una de las obras más importantes de la mística de todos los tiempos. La escribe durante los meses que permanece en su encerramiento de Toledo por mandato del P. Gracián. A pesar de la desgana, la enfermedad y las muchas ocupaciones, obedece y escribe. Desde el principio, aparecen muy claros los destinatarios del libro y el objetivo: 137
declarar «algunas dudas de oración» para sus monjas, porque «mejor se entiende el lenguaje unas mujeres de otras» [653]. El escrito se anuncia como una prolongación del coloquio entre la madre fundadora y sus hijas, «iré hablando con ellas en lo que escribiré». Pero en su mente el círculo de posibles lectores es mucho mayor. Alude a ellos de forma negativa, lo que constituye un tópico retórico de captación: «Y porque parece desatino pensar que puede hacer al caso a otras personas, harta merced me hará nuestro Señor si... alguna de ellas se aprovechare para alabarle algún poquito más» [654]. Escribe el libro en el breve espacio de tiempo que media entre el 2 de junio de 1577 y el 29 de noviembre de ese mismo año. Apenas seis meses para su composición, y no seguidos. Iniciada la redacción en Toledo, se ve interrumpida en el capítulo tres de las quintas moradas por motivos graves de la Orden. Ella misma nos data el momento en que vuelve a tomar la pluma: «Han pasado casi cinco meses desde que lo comencé hasta ahora» [655]. Sólo dos meses para redactar las páginas más densas por su contenido doctrinal y las más sugestivas por su belleza formal y literaria. Sin embargo, el contexto histórico en el que escribe el libro es extremadamente angustioso para ella. Como hemos visto, desde 1576 se encuentra recluida en el convento de Toledo, por mandato del Definitorio General. Hay que añadir la grave situación en la que se encuentran los descalzos y el peligro de extinción de la reforma teresiana. A ese sombrío panorama histórico tenemos que sumar el serio agravamiento de la salud de Teresa. Espiritualmente, se encuentra gozando desde 1572 del don inefable del matrimonio espiritual. En ese complejísimo estado de cosas, escribe las Moradas del castillo interior. Tiene 62 años y faltan sólo cinco para su muerte, ocurrida en 1582. Desde esa altura mística, Teresa de Jesús ya no es sólo maestra de oración y de experiencia, sino también del lenguaje. El libro se nos presenta así como la obra de su madurez humana, espiritual y literaria. Moradas del castillo interior es «la historia de un encuentro personal entre Dios y el hombre. A través de sus páginas asistimos al desarrollo de ese encuentro que arranca de las tinieblas del pecado, pasa por los difíciles caminos de la lucha ascética y llega, por fin, al abrazo transformante en Dios en la morada de la luz. Teresa conduce al alma, peregrina de sí misma, por los caminos de la interiorización, y la lleva a su centro, donde ella ha experimentado que vive Dios. La suya es una historia personal, avalada por la experiencia, que intenta trasvasar a sus lectores para que también la vivan» [656]. Desde ese centro, Dios se comunica al alma y la une consigo. La inhabitación de Dios en lo interior es la realidad espiritual más fuertemente experimentada por Teresa de Jesús y la clave de su espiritualidad. Sin ella no podríamos entender el significado del libro. Cuando lo escribe ha llegado al final de su camino de interiorización. Desde esa altura mística declara el proceso espiritual del hombre. Su propio proceso. Y completa el mensaje doctrinal de Vida y Camino de perfección describiendo los últimos grados de la unión transformante recibida varios años después de escribir aquellos dos primeros libros. Moradas del castillo interior es «la lección magistral» de Teresa de Jesús, un verdadero tratado de teología espiritual. 138
En el libro, la autora borda la hondura y la belleza del proceso espiritual sobre el cañamazo de su propia biografía. Mejor diríamos de la biografía de Dios, de lo que Dios ha hecho en ella. «Este libro tiene tanto de biográfico, que bien lo podemos llamar, de hecho, su segunda autobiografía» [657]. Consciente del valor de su libro, Teresa escribe a su amigo Gaspar de Salazar: «No trata de cosa sino de lo que es Él, y con más delicados esmaltes». Y añade que esta «joya» le hace «muchas ventajas» al Libro de la Vida, «porque... no sabía tanto el platero que la hizo entonces, y es el oro de más subidos quilates... Hízose por mandado del vidriero (Dios) y parécese bien, a lo que dicen» [658]. Las joyas, el oro y las piedras preciosas son siempre para nuestra escritora símbolo de las gracias místicas. Por eso no duda en calificar su libro como una «joya» y a sí misma como «el platero». Su objetivo es interiorizar. Orar es entrar dentro de sí, conocer la verdad de Dios y la verdad del hombre. Por eso invita a sus lectores a conquistar palmo a palmo su interioridad, su castillo interior, que es su propia personalidad cristiana. Porque el hombre tiene una capacidad infinita. Para Teresa de Jesús la oración es un camino de interiorización hasta llegar a la morada donde está Dios. La persona, expulsada del paraíso, está fuera, en la ronda. La casa de la persona es la interioridad. El alma ha de entrar hasta el centro, ya que sólo estamos centrados cuando llegamos a él. Para declarar esa experiencia de encuentro con Dios nuestra escritora construye una espléndida alegoría simbólica, partiendo de un símil inicial o, como dice ella, de una «comparación»: «Considerar el alma en gracia como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos» [659]. La imagen no es nueva para ella. Hemos visto claros precedentes en otros libros anteriores. En la Vida, una visión en la que le pareció ser su alma «como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados, ni alto ni bajo...» [660]. Son casi las mismas palabras con las que declara el castillo: «Con muchas moradas, unas en lo alto..., otras en bajo..., otras a los lados» [661]. En Camino de perfección, la imagen aparece todavía más nítida. La fundadora pone a sus hijas una comparación que ya vimos para que mejor entiendan el recogimiento: «Hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas» [662]. La semejanza es tan grande, que difícilmente se puede decir que la imagen se le ocurrió de pronto. El castillo teresiano es esférico y está formado por siete moradas que significan las distintas formas de relacionarse Dios con el hombre. En la morada más interior está Dios. ESTAR es un verbo fundamental en este libro. El castillo sólo tiene una puerta, «la oración y consideración» [663]. Una vez traspasada esa puerta, todo el esfuerzo de la persona consiste en entrar hasta llegar al centro, a la morada de Dios, donde se realiza la unión transformante. Teresa de Jesús quiere mostrar al lector que Dios actúa siempre, desde el comienzo del proceso espiritual –la ronda del castillo–, hasta la consumación de la unión. Pero, poco a poco, Él va mostrando mayor protagonismo y el alma va perdiendo del suyo. Las moradas se dividen en tres bloques: ascéticas, las tres primeras; fronterizas, las cuartas; y místicas, las tres últimas. 139
En las tres primeras, se resalta el esfuerzo del hombre, aunque Dios no deja de actuar. Es la oración meditativa o ascética. Se corresponden con la primera forma de regar un huerto que Teresa describe en el Libro de la Vida[664]. En las cuartas moradas, Dios comienza a mostrarse protagonista de esa historia de amor. Es la primera forma de oración sobrenatural, la oración de quietud. Estas moradas fronterizas se corresponden con la segunda forma de regar un huerto[665]. Finalmente, las tres últimas, de la quinta a la séptima, son las moradas místicas. Aquí la acción de Dios se hace avasalladora. El hombre «padece» esa acción y se le rinde con una entrega total. Se corresponden con la cuarta forma de regar un huerto[666]. Es la oración de unión. Unión que este libro declara del todo: unión simple, unión plena o desposorio espiritual y unión transformante o matrimonio espiritual. Dios une al alma consigo para transformarla en Él. Teresa de Jesús completa así la doctrina del Libro de la Vida, donde no habla del matrimonio espiritual, porque recibe esa gracia ocho años más tarde. – Primeras moradas Son la presentación del libro. Teresa ofrece a sus lectores un tema de reflexión: «Considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal» [667]. Esa belleza es porque Dios «nos crió a su imagen y semejanza». En el interior de ese castillo, «dentro», está Dios. La palabra clave de estas moradas es considerar. Porque la oración de esta primera etapa es una oración meditativa. Todo el mundo la puede hacer ayudado de la gracia de Dios para decidirse a entrar. El verbo ESTAR es clave en todo el libro porque Dios está dentro del alma. La santa hace luego una llamada muy fuerte a sus lectores para que conozcan «quién está dentro de esta alma o el gran valor de ella». Y encierra en unas breves palabras el contenido fundamental del libro: «Consideremos que este castillo tiene muchas moradas... y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» [668]. Esas «cosas de mucho secreto» son las que ella ha vivido y nos desvela en el libro. Porque, desde ese interior, Dios se comunica al alma y le da sus tesoros. Esa donación divina no depende de la santidad de la persona: «Y así acaece» que Dios no hace esas mercedes «por ser más santos a quien las hace..., sino porque se conozca su grandeza» [669]. El hombre despierta a amar cuando se sabe amado. Como nos cuesta creer que el Dios de nuestra fe es un Dios de gracia, Teresa insiste: «Podráse decir que parecen cosas imposibles y que es bien no escandalizar (a) los flacos». Pero los que crean que Dios nos ama, aunque no haya motivos en nosotros, «despertarán a más amar a quien hace tantas misericordias» [670]. Sólo el que cree en el amor de Dios puede recibirlo. El que no lo cree «no lo verá por experiencia, porque es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras». Esas obras enriquecen al hombre de tal modo, que «puede tener su conversación no menos que con Dios» [671]. ¿Y cómo se entra en ese castillo?: «La puerta para entrar en este castillo es la oración». No importa que sea vocal o mental. Lo importante es que sea oración: 140
«Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios» [672]. Teresa se explaya en cantar la belleza del alma en gracia, que es como «un paraíso» donde Dios se deleita, y como una «perla oriental», y como un «árbol plantado en las mismas aguas vivas de la vida, que es Dios» [673]. Él es el rey del castillo y la fuente y el sol resplandeciente que «está en el centro del alma». De esa fuente manan las gracias que inundan el alma y de ese sol sale la luz que ilumina todas las moradas. Conviene observar la diferencia que hace Teresa en la presentación del alma y la de Dios con dos simples palabras: el alma es como un castillo. Dios es. Una comparación frente a una definición. Por el contrario, en la ronda, sólo hay tinieblas, el demonio, y sabandijas, que significan las cosas exteriores. Cuando el alma cae en pecado, como su intento es «hacer placer al demonio, que es como las mismas tinieblas, la pobre alma queda hecha una misma tiniebla» [674]. Y para apuntalar más la interioridad donde Dios vive y se comunica, asocia la imagen del palmito «que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas, que todo lo sabroso cercan» [675]. Es la primera vez que nuestra escritora emplea el adjetivo «sabroso» unido a la gracia, adjetivo que repetirá a lo largo del libro hasta la saciedad. Quiere decir a sus lectores que toda la persona participa del gozo de la cercanía de Dios. Sin darnos cuenta, nos mete en el terreno de la fruición, al comparar el centro donde Dios vive con «lo sabroso» del palmito. Ese centro cobra así una connotación gustativa. El verbo latino sapere tiene ambas traducciones. El místico no sólo entiende o sabe a Dios, sino que también lo saborea. Teresa de Jesús quiere atraer al hombre al camino de la oración, quiere engolosinarle, y le presenta, desde el principio, el aspecto fruitivo de esa relación amorosa con Dios. Enemiga de toda estrechura, dice que «las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza... que capaz es de mucho más que podremos considerar» [676]. Por eso pide a los que tienen oración «poca o mucha», que no arrinconen el alma ni la aprieten: «Déjenla andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados; pues Dios le dio tan gran dignidad, no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola» [677]. Es decir, en un modo único de oración, aquí, el del propio conocimiento. Ese conocimiento es necesario en cualquier estado de la vida espiritual, porque la humildad es necesaria en cualquiera de ellos. Sin embargo, en ese trabajo de la oración Teresa pide que se tome ejemplo de la abeja: «que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel, que sin esto va todo perdido». Pero hay que pensar que «la abeja no deja de salir a volar para traer flores». Así en esa oración hay que salir a volar, para «considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en sí misma». No hay mejor modo de conocerse a sí mismo que mirando a Dios: «Jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza acudamos a nuestra bajeza y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes» [678]. El propio conocimiento es el camino para subir a las moradas postreras. Exhorta a sus lectores a «poner los ojos en Cristo, nuestro bien». Allí se aprende la verdadera 141
humildad. Hay que «descabullirse» de las sabandijas que impiden que llegue la luz que sale «del palacio donde está el Rey». Insiste en que las dificultades de las primeras moradas son muchas y que no hay que descuidarse: «Mirad que en pocas moradas de este castillo dejan de combatir los demonios» [679]. Esas dificultades las resume diciendo que lo que el enemigo pretende es enfriar la caridad de unas con otras. Y termina con unas palabras que encierran todo su mensaje doctrinal: «Entendamos... que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos seremos más perfectas» [680]. – Segundas moradas Son las de aquellos que ya «han comenzado a tener oración» [681]. Pero es necesaria la perseverancia para poder entrar a las moradas postreras. Se presentan dos mundos enfrentados: Dios, que llama desde dentro, y las cosas exteriores, que llaman desde fuera. Estas moradas son las de la lucha y suponen una gran tensión espiritual. La acción comienza a desarrollarse dentro del castillo, pues el alma ya ha comenzado a hacer oración. De un modo muy gráfico nuestra escritora presenta las dificultades de la vida ascética con las imágenes bélicas de la guerra, la batería, la artillería, los golpes y la barahúnda que simbolizan la acción del demonio. Es fácil leer en esas imágenes las tremendas dificultades que vivió doña Teresa durante los largos años de su negativa de darse del todo a Dios. Frente a esas simbólicas imágenes bélicas, propias de su tiempo, presenta a un Dios «lleno de misericordia y bondad», que es «muy buen vecino», y que «no deja de llamarnos una y otra vez para que nos acerquemos más a Él» [682]. Dios que vive en el interior del alma es significado por los nombres buen vecino, Amador, Amigo y Huésped. Teresa aconseja al alma que se deje de andar «por casas ajenas» y se meta «en su casa», donde «gozará de todos los bienes, en especial, teniendo tal huésped» [683]. Salir de su «casa» y andar «por casas ajenas» significa perder la relación íntima con Dios y buscar otras presencias que la alejan del Huésped que la reclama y enriquece. En medio de esa lucha, el alma no sabe «si pasar adelante o tornar a la primera pieza». Es entonces cuando la santa pronuncia su gran palabra: «Una gran determinación de que antes perderá la vida y el descanso que tornar atrás» [684]. Al final de las segundas moradas, muestra a Cristo como el único camino para llegar al Padre: «El mismo Señor dice: “Ninguno subirá a mi Padre sino por mí”..., pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos..., ¿quién nos despertará a amar a este Señor?» [685]. – Terceras moradas Son la culminación del camino ascético. Como «en este destierro» hay poca seguridad, Teresa de Jesús aconseja andar con temor «como quien tiene los enemigos a la puerta» [686]. Dios comienza a mostrarse protagonista de esa historia de amistad, y asume 142
la iniciativa. Quiere poseer del todo al hombre con un amor totalitario, y el hombre tiene que rendirse del todo a la voluntad de Dios. Lo que hace crisis en las terceras moradas es la imagen de Dios. Son las moradas de la prueba. Dios entra en el alma purificándola, y eso la desconcierta. No entra como a ella le gustaría. La Doctora mística presenta como paradigma de esa etapa a las «almas concertadas», que le han dado a Dios muchas cosas, pero no se han dado a sí mismas. Y como desean grandes regalos espirituales a cambio de sus buenas obras, «no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar adonde está nuestro Rey» [687]. El modelo de esas «almas concertadas» es el joven rico del Evangelio. Ha cumplido todos los mandamientos, pero no quiere ir más allá en su entrega al Señor[688]. Por eso le vuelve la espalda. Teresa insiste en que hay que darle el corazón a Dios, y a eso se resisten las «almas concertadas». Hay que romper y llegar a un amor radical, y a eso se niegan. Y hay que rendir la voluntad a la de Dios, dejarle el protagonismo y ponerse incondicionalmente en sus manos. La santa nos está leyendo su propia historia, su desencuentro con Dios, su negativa a un amor radical. Para animar a ese amor, recuerda el ejemplo de los santos: «Mirad los santos que entraron a esta cámara de este Rey y veréis la diferencia... No pidáis lo que no tenéis merecido» [689]. Y achaca esos deseos de gustos y regalos en la oración a la falta de humildad: «¡Oh, humildad, humildad!... No puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco falta de ella» [690]. No podemos comprar a Dios: «Crea que no ha obligado a nuestro Señor para que le haga semejantes mercedes» [691]. Hay que ir a Dios por el camino que Él quiere, no por el que nos trazamos nosotros. «El concierto de tu vida», dice Teresa, no es que Dios haga nuestra voluntad, sino que nosotros hagamos la suya. Por eso es necesaria la purificación. Por eso le pide: «Pruébanos tú, Señor, que conoces las verdades para que nos conozcamos» [692]. – Cuartas moradas Son las moradas-frontera. Atrás queda una etapa de ascetismo en la que el alma tiene que luchar con mucho esfuerzo. A partir de ahora, el trabajo del alma consiste en dejar actuar a Dios, que es quien quiere llevarla a su morada interior. La situación espiritual se presenta nueva porque «comienzan a ser cosas sobrenaturales, y es dificultosísimo de dar a entender» [693]. Nos encontramos con un lenguaje nuevo. A nuestra escritora ya no le sirve el que aprendió en sus maestros, los místicos franciscanos. Ahora estrena su propio lenguaje, el de los silbos y el del ensanchamiento de corazón. Desde el principio, deslinda lo que puede ser turbación psicológica y el amor asentado en Dios. Ella, que ha experimentado las dificultades de su imaginación para orar, dice que lo importante es que el espíritu esté anclado en Dios. Y enseña a sus lectores en qué consiste la oración: «Para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho» [694]. El amor «no está en el mayor gusto sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios». 143
Se mueve siempre en la misma línea. El pensamiento no añade ni quita nada al amor. En las Fundaciones, declara «cuál es la sustancia de la perfecta oración» [695]. Y recordando sus propias dificultades, dice que «no todas las imaginaciones son hábiles de natural para pensar, mas todas las almas lo son para amar». De donde concluye que «el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho» [696]. Lo sustancial es el amor. Lo que nos recoge y centra es el amor. En las cuartas moradas Dios se comunica al alma por medio de la oración de recogimiento infuso y la oración de gustos de Dios o de quietud. * El recogimiento infuso es una oración sobrenatural, dada totalmente por Dios, «no está en nuestro querer». Es un fortalecimiento del alma y del mundo interior y, por tanto, un debilitamiento del poder de los sentidos. El recogimiento infuso es un centramiento en la Persona divina. Teresa pone el acento en que no se trata de una actitud psicológica sino de una actitud teologal. Para declarar esa oración de recogimiento se vale de la bella alegoría del Buen Pastor. Desde la ronda del castillo, símbolo del pecado, el alma pasa por tres moradas distintas en un esfuerzo personal, llamémoslo ascético. Con mucho trabajo, con poco resultado. Yendo atrás y adelante, «cayendo y levantando». Pero sola. Queriendo ser protagonista de su andadura espiritual. Como ella cuando todavía era doña Teresa de Cepeda y Ahumada. El alma ha pasado largo tiempo luchando y esforzándose por acercarse a Dios, por entrar dentro de sí y llegar al centro del castillo. Hasta que Dios, que es el Rey de ese castillo, decide tomar la iniciativa. Deseosa de acercar la figura de Dios a sus lectores, la santa asocia la imagen del «gran Rey» a la alegoría evangélica del Buen Pastor y las funde en una sola[697]. Pastor manso y amable que con un silbo amoroso llama suavemente a las potencias y sentidos del alma que son «la gente del castillo». Porque hace tiempo que se han alejado de Dios, y andan «con gente extraña y enemiga», derramados en las cosas del mundo. La santa lee su propia historia y la describe mediante el lenguaje metafórico. Ahora, con la alegoría del Buen Pastor dibuja su largo proceso de alejamiento-acercamiento a Dios. La gradación del lenguaje con el que describe ese proceso configura una página magistral de psicología espiritual y humana. Porque los sentidos y potencias, «viendo su perdición», se van acercando al castillo, «aunque no acaban de estar dentro porque esta costumbre es recia cosa..., sino que no son ya traidores y andan alrededor». Es entonces cuando emerge la figura del rey del castillo convertido en Buen Pastor, que, compadecido de su situación, y viendo su buena voluntad, los llama para que se acerquen a Él: «Como buen pastor, con un silbo tan suave que aun casi ellos mismos no lo entienden (=no lo oyen), hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que se tornen a su morada, y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados, y métense en el castillo» [698]. Oración de los silbos. Llamada del pastor, suave pero atrayente. Silbo de Dios que penetra hasta el fondo del alma. Acción polarizadora que la atrae hacia la Persona divina para centrarla en Él. Conviene destacar la belleza de la forma reflexiva métense, porque 144
expresa toda la fuerza atrayente del silbo del Pastor[699]. La acción poderosa de Dios aparece connotada por esa fuerza, paradójicamente suave, del silbo que nuestra escritora repite hasta tres veces en pocas líneas. El recogimiento infuso no es fruto del entendimiento humano, sino de la iniciativa de Dios. No penséis, dice a sus lectores, que este recogimiento infuso se consigue «por el entendimiento adquirido, procurando pensar dentro de sí a Dios». Ese recogimiento «es en diferente manera, y algunas veces, antes que se comienza a pensar en Dios, ya esta gente está en el castillo que no sé por dónde ni cómo oyó el silbo de su pastor» [700]. Insiste, una y otra vez, en que no se oye nada «por los oídos». Pero la suavidad con que el alma «siente» esa llamada divina revela el aspecto fruitivo con que ella describe siempre las vivencias místicas: «De este recogimiento viene algunas veces una quietud y paz interior muy regalada» [701]. No contenta con su declaración, y para que el lector comprenda la gratuidad del don místico, recurre a otra imagen. El recogimiento infuso es: «Como un erizo o tortuga, cuando se retiran hacia sí... Mas éstos se entran cuando quieren; acá no está en nuestro querer, sino cuando Dios nos quiere hacer esta merced» [702]. Frente a la acción voluntaria del erizo, se contrapone la pasividad del recogimiento infuso, que es un don gratuito de Dios. Y el adverbio «acá», significa claramente que se trata de una oración mística. No está en nuestras manos. * El otro modo de comunicarse Dios al alma es la oración de quietud o de gustos de Dios. Es una comunicación totalmente gratuita por la que el alma toma conciencia clara de la presencia de Dios en ella. Esta comunicación no es tan fuerte como para «suspender» las potencias, se dirige más directamente a la voluntad que es la que «se une» a Dios. Las otras dos potencias pueden molestar. Teresa de Jesús habla de esa oración en varios de sus escritos. Ya los vimos. La comunicación personal es nota distintiva de esa oración. Comunicación divina que se localiza en el «centro del alma». Esa oración de quietud es simbolizada ahora con la imagen de dos fuentes que se llenan de agua de manera distinta[703]. El agua es siempre para Teresa de Jesús el símbolo de la gracia. La primera fuente, que está en el exterior, «se hinche» con agua que «viene de más lejos por muchos arcaduces y artificios». Significa la oración meditativa y costosa que hace el hombre que comienza oración. En esa oración hay que traer el agua de más lejos, con mucho esfuerzo, simbolizado por los caños o «arcaduces», «ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento» [704]. Y como el agua viene «con nuestras diligencias, hace ruido». Es decir, cansa. Es la oración difícil que ha hecho doña Teresa durante muchos años. Pero hay otra fuente que mana dentro, labrada «en el mismo nacimiento del agua» que es Dios, y que se va «hinchiendo sin ningún ruido» [705]. Es el símbolo de la oración mística. Y el agua que da Su Majestad cuando quiere «produce... grandísima paz y quietud y suavidad de lo muy interior de nosotros mismos...». Oración de quietud. Comunicación totalmente gratuita. Comunicación de la Persona a la persona. Comunicación que afecta a las potencias interiores, pero que el hombre entero llega a experimentar. Esa agua: «Vase revertiendo por todas las moradas y potencias hasta llegar 145
al cuerpo..., que cierto, todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad» [706]. La oración de quietud produce en el alma un inmenso gozo. Y como Teresa es maestra en el arte de expresar sentimientos fruitivos, despliega un amplio vocabulario afectivo para señalar los distintos grados de esa fruición: contentos, gustos, deleite, paz, suavidad, quietud, ensanchamiento, dilatamiento, anchura. Cada uno de esos términos expresa no sólo distintos niveles de afectividad sino, sobre todo, la progresiva cercanía del alma a Dios. Al declarar el ensanchamiento que produce esa oración, Teresa evoca el canto del salmista, Cum dilatasti cor meum. La comunicación divina se localiza en lo interior: «No me parece que su nacimiento es del corazón, sino de otra parte aun más interior, como una cosa profunda. Pienso que debe ser el centro del alma» [707]. El agua que brota «de lo profundo de nosotros» produce «un ensanchamiento», como si Dios quisiera agrandar la capacidad del alma: «Parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aún el alma sabe entender qué es lo que se le da allí». El ensanchamiento es el efecto específico de la oración de quietud. Ante la inefabilidad de la experiencia mística, y para mejor declararla, nuestra escritora recurre a otra imagen muy bella. En esa oración, el alma «entiende (=siente) una fragancia como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes; ni se ve la lumbre ni dónde está; mas el calor y humo oloroso penetran toda el alma y aún hartas veces –como he dicho– participa el cuerpo» [708]. De nuevo insiste en que «ni se siente calor ni se huele olor» porque son cosas «más delicadas». Son comparaciones que emplea «para darlo a entender». Al místico se le hace muy difícil expresar lo inefable: «Entiendan las personas que no han pasado por esto, que es verdad que pasa así y que se entiende y lo entiende el alma más claro que yo lo digo ahora». Una lectura superficial del texto teresiano podría llevar al lector a creer que se trata de la percepción real de un perfume. El significado es mucho más profundo. Se trata de un sentimiento claro de la presencia de Dios en el centro del alma, en el hondón interior. Para Teresa de Jesús «el hondón interior» es la máxima expresión lingüística de la interioridad donde Dios se comunica. Y en esa oración es tan intensa la comunicación divina, que, aunque no «se ve la lumbre ni dónde está; mas el calor y humo oloroso penetran toda el alma, y aun hartas veces –como he dicho– participa el cuerpo» [709]. Por dos veces seguidas aparece el cuerpo como sujeto pasivo de la experiencia gozosa de Dios. ¿Quién ha dicho que santa Teresa es enemiga del cuerpo? Quizá ningún místico ha expresado con más fuerza la participación del cuerpo en el gozo espiritual. Sin embargo, la oración de quietud no es pasividad. Entre los efectos que produce, la santa señala la suavidad, el gozo, el deleite y la paz. Pero destaca, sobre todo, los frutos de esa oración: «Comienza un amor con Dios muy grande»; queda «con mucha más anchura» para trabajar en su servicio; pierde el temor que tenía de hacer penitencia «ya que le parece que todo lo podrá en Dios»; y el temor a los trabajos «porque Su Majestad le dará gracia para que los sufra con paciencia, y aun algunas veces los desea»; queda 146
también «con una gran voluntad de hacer algo por Dios». En fin, «en todas las virtudes queda mejorada, y no dejará de ir creciendo si no torna atrás» [710]. Antes de terminar la declaración de las cuartas moradas, Teresa avisa al que ya ha llegado a ellas para «que se guarde muy mucho de ponerse en ocasiones de ofender a Dios» [711]. Y lo explica de modo muy serio valiéndose de una imagen muy querida: «Porque aquí no está aún el alma criada, sino como un niño que comienza a mamar, que si se aparta de los pechos de su madre, ¿qué se puede esperar de él sino la muerte?» [712]. – Quintas moradas Son las de la unión, el punto de llegada en el proceso ascético-místico y el punto de arranque hacia la unión definitiva. Dios se comunica y se une al alma en la esencia misma de su ser. Y, en medio de un gozo indescriptible, se le muestra y se le hace presencia, mientras los sentidos permanecen en una absoluta pasividad. En el proceso espiritual Dios lleva siempre la iniciativa, pero, a partir de las quintas moradas, aparece claramente su protagonismo. En la oración de unión se tiene una experiencia cierta de que Dios acompaña al alma, de que es siempre presencia actuante. Comienza a sentir la experiencia fuerte y constante de que Dios la conduce. Teresa de Jesús manifiesta desde las primeras líneas la inefabilidad de la unión mística. Y comienza con una pregunta retórica: «¿Cómo os podría yo decir la riqueza y tesoros y deleites que hay en las quintas moradas?» [713]. Confiesa que «mejor fuera no decir nada» de las moradas que faltan, porque «ni el entendimiento lo sabe entender ni las comparaciones pueden servir (para) declararlo». Y anima a sus lectores a pedir la ayuda divina para que «dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mismas» [714]. En la oración de unión, Dios llega a lo más profundo del alma, de manera que las potencias están dormidas y, «bien dormidas» a las cosas del mundo. La suspensión de las potencias es completa. Ya, en el Libro de la vida, describe la unión con su célebre paradoja del «no entender entendiendo» [715]. Ahora vuelve a insistir en que para mejor «mostrar sus maravillas», Dios no quiere estorbos ni de las potencias ni de los sentidos: «Aquí no es menester... suspender el pensamiento; hasta el amar, si lo hace, no entiende cómo, ni qué es lo que ama, ni qué querría». De nuevo el lenguaje paradójico para declarar lo inefable. Compara esa suspensión de las potencias con alguien que «de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios» [716]. Pero con un gozo inmenso: «Es una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma... estando en el cuerpo; deleitosa...». Habla de otros modos de la falsa unión que puede producir el demonio o la misma naturaleza humana. La señal para distinguirlas es clara: «Aquí, por agudas que son las lagartijas, no pueden entrar..., porque ni hay imaginación, ni memoria ni entendimiento que pueda impedir este bien» [717]. La acción de Dios es tan profunda y entrañada, que la Doctora mística busca un nuevo término para declararlo, «la esencia del alma» con la que «está Su Majestad tan junto y unido..., que no osará llegar (el demonio), ni aún debe 147
de entender este secreto» [718]. Dice de otra clase de unión que produce el amor excesivo de cosas vanas. Aunque pueda producir algún placer, «no (es) con la manera que Dios, ni con el deleite y satisfacción del alma y paz y gozo» [719]. La verdadera unión con Dios «es sobre todos los gozos de la tierra y sobre todos los deleites y sobre todos los contentos, y más» [720]. La diferencia entre esas dos clases de satisfacción radica en su distinto origen. Los contentos de la tierra son «como si fuera en esta grosería del cuerpo», los de la unión son «como en los tuétanos... que no sé cómo lo decir mejor». Pero sí sabe. Y sabe manejar un léxico cada vez más expresivo para connotar la presencia divina en el fondo del alma: «Fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que, cuando torna en sí, en ninguna manera puede dudar que estuvo en Dios y Dios en ella» [721]. La seguridad de esa presencia es firme: «Aunque pase años sin tornarle Dios a hacer la merced...». El Cantar de los Cantares le brinda la imagen de la bodega interior significando la total actuación de Dios y la total pasividad del alma: «Llevóme el rey a la bodega del vino, o metióme... Y no dice que ella se fue... Esta entiendo yo es la bodega donde nos quiere meter el Señor, cuando quiere y como quiere... Su Majestad nos ha de meter y entrar en el centro de nuestra alma» [722]. La unión mística es obra exclusiva de Dios. Más adelante, confiesa Teresa de Jesús que en cuanto a lo que es unión, no sabrá decir más. La inefabilidad de la oración y de la doctrina que declara la obligan a bucear en el lenguaje simbólico. Y emplea dos símbolos básicos: el gusano de seda que se convierte en mariposa y el matrimonio espiritual. Vale la pena recoger íntegro el texto teresiano porque es digno de una antología: «Ya habréis oído... cómo se cría la seda... y cómo de una simiente que es a manera de granos de pimienta pequeños..., con el calor, en comenzando a haber hoja en los morales, comienza esta simiente a vivir..., y con hojas de moral se crían, hasta que después de grandes les ponen unas ramillas, y allí con las boquillas van de sí mismos hilando la seda y hacen unos capuchillos muy apretados, adonde se encierran; y acaba este gusano, que es grande y feo, y sale del mismo capucho una mariposica blanca muy graciosa» [723]. Con este bello símbolo quiere significar el misterio de muerte-transformación que ella misma ha experimentado. El gusano grande y feo muere. Eso fue su vida durante los casi veinte años en que estuvo alejada de Dios. Pero cuando el alma se pone en las manos divinas, encerrada en su capuchillo interior, sale transformada en una mariposica blanca muy graciosa. No se puede decir más bellamente. Ningún místico cristiano había empleado antes ese símbolo. De aquí la originalidad de la Santa. Con ella «el símbolo del gusano de seda entra en el campo de la espiritualidad cristiana» [724]. Pero el símbolo no termina aquí. Teresa identifica el capuchillo con la casa que el gusanito labra para morir después en ella. Y esa casa «querría dar a entender aquí que es Cristo» [725]. Lo mismo que el gusano, el hombre debe morir a sí mismo para ser vivido por Dios. Ésa es la única condición. Morir, «hilar la seda», porque Dios nos salva desde nosotros mismos y con nuestra colaboración. Todo en el simbolismo expresa urgencia y apremio: «Pues, ¡ea!, prisa a hacer esta labor y tejer este capuchillo... Muera, muera este 148
gusano..., y veréis cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en su grandeza como lo está este gusanillo en su capucho» [726]. La oración de unión dura poco tiempo. Pero después de haber «estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con Él..., la misma alma no se conoce» [727]. Y experimenta los efectos de esa unión. A la mariposita «hanle nacido alas, ¿cómo se ha de contentar, pudiendo volar, de andar paso a paso?». Los deseos de trabajar por Dios son inmensos, «todo se le hace poco». La capacidad de volar que ha alcanzado en su nueva vida le hace buscar «asiento de nuevo». El alma queda con gran descontento de las cosas del mundo y un «deseo penoso» de salir de él. Dios se convierte en el «dolor del alma» [728], dolor que se experimenta en lo más profundo del ser. Y pena que «le llega a lo íntimo de las entrañas..., que parece desmenuza un alma y la muele, sin procurarlo ella, y aún a veces sin quererlo» [729]. Teresa sabe que no todos llegan a Dios por caminos místicos. Y para que nadie quede sin esperanza de llegar a la unión con Dios, declara «otra manera de unión» [730]. Porque «hay tanta ganancia», que no quiere que nadie se quede sin esperanza de alcanzarla. Además de la unión mística o unión regalada, existe otra manera de unión, la que se consigue en «no tener voluntad sino atada con lo que fuere la voluntad de Dios». Cuando se ha llegado a eso, les dice a sus lectores: «Habéis alcanzado esta merced del Señor, y ninguna cosa se os dé de estotra unión regalada». Lo más sustancial de la unión regalada le viene de ser unión, no de que sea regalada. Es unión de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios. De ahí procede la unión mística: «La unión de estar muy resignada nuestra voluntad en la de Dios. ¡Oh, qué unión ésta para desear!» [731]. Esa unión con Dios exige que el gusano muera: «Mas advertid mucho, que es necesario que muera el gusano, y más a vuestra costa». En la unión regalada ayuda mucho para morir la gracia mística. En la unión no regalada es mayor el esfuerzo humano. Teresa juega con los verbos morir y matar y los adverbios «acullá» y «acá», para significar la diferencia entre las dos clases de unión: «Acullá ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que viviendo en esta vida, matemos nosotras (el gusano)» [732]. En la unión mística, «acullá», el gusano «muere». «Acá», en la unión no regalada, hay que «matarlo». Y, desde su experiencia, afirma que esa es la verdadera unión: «Esta es la unión que toda mi vida he deseado, esta es la que pido siempre a nuestro Señor y la que está más clara y segura». Teresa de Jesús enseña a sus hijas y a sus lectores en qué consiste la voluntad de Dios: «¿Qué pensáis que es su voluntad? Que seamos del todo perfectas» [733]. La perfección está en ser personas de un solo amor, el de Dios. Pero como no podemos saber si amamos a Dios a quien no vemos, cifra el amor a Dios en el amor a los hermanos: «Acá solas estas dos cosas nos pide el Señor; amor de Su Majestad y del prójimo... Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con Él» [734]. Y como no queda satisfecha, insiste: «La más cierta señal... que hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber..., mas el amor 149
del prójimo, sí...». En el capítulo 4, nuestra escritora sigue declarando la unión. Y toma para ello el simbolismo del matrimonio, que es la imagen estructural de las tres moradas místicas. «El simbolismo de unión representa la culminación del simbolismo místico» [735]. «La inefabilidad de la unión suprema es el íntimo torcedor de la mística universal... No pudiendo expresar por medio de la ciencia que no sabe, la poesía mística (en verso o en prosa) ha recurrido siempre a las imágenes de la fantasía, sobre todo a las imágenes de la alegoría amorosa» [736]. Según G. Etchegoyen, la imagen del matrimonio es una de las menos originales de la santa, porque siempre ha sido un lugar común entre los místicos representar al alma como esposa del Amado[737]. Y, aunque eso es verdad, «la originalidad de Teresa de Jesús radica, como siempre, en su habilidad para manipular, flexibilizar imágenes recibidas y reconducirlas a objetivos concretos... El simbolismo del matrimonio es una de las imágenes más fecundas para expresar la propia vivencia mística. Teresa de Jesús se sabe y se vive verdadera esposa de Cristo, ha recibido la gracia sublime del matrimonio espiritual. A través del simbolismo deja correr, amplio y desbordante, el rico caudal de su experiencia mística. El matrimonio espiritual no es para ella solamente una imagen, sino la expresión real de su vida que ha llegado a la unión transformante en Dios» [738]. Me parece interesante recordar, precisamente aquí, lo que escribe L. Beirnaert acerca del simbolismo conyugal[739]. Para algunos autores como Baruzi y Etchegoyen ese simbolismo es sólo un lenguaje alegórico, puramente literario y tradicional. Él sostiene una teoría distinta. Y explica el origen del simbolismo. Aunque casi siempre se le ha hecho derivar del Cantar de los Cantares, ya aparece en los profetas. Por primera vez en Oseas; luego en Isaías, Jeremías y Ezequiel. En todos aparece Dios como el Esposo que ama a Israel, su esposa. Pero en todos, los esponsales se asimilan a la alianza de Dios con su pueblo. El poema sagrado se inserta en esa tradición. En el Antiguo Testamento, el simbolismo tiene una significación colectiva y comunitaria porque Israel es todo el pueblo. En el Nuevo Testamento aparece el mismo simbolismo aplicado a la unión de Cristo y del nuevo Israel, que es la Iglesia también con una significación colectiva. Más tarde, la tradición patrística emplea el símbolo nupcial significando la unión del Verbo y de la naturaleza humana en la Encarnación. En esos escritores el simbolismo sigue teniendo un sentido comunitario. La pregunta es cómo se ha pasado de la Iglesia esposa al alma esposa. Según el mismo Beirnaert, fue Orígenes el primero que vio en el Cantar de los Cantares el poema de la unión del alma y el Verbo. También en el culto divino aparece Cristo uniéndose a la Iglesia esposa en el bautismo. Esa unión se corresponde con el abrazo nupcial del comulgante con Cristo en la eucaristía. Por tanto, los místicos no partirían de una experiencia estrictamente personal y psicológica para aplicarse el simbolismo conyugal, sino que partirían de la fe en la unión de Dios y de la Iglesia expresada por el símbolo. Con él significan su participación en esos esponsales, primero en el rito sacramental y luego en su vida mística personal. Por ello, según Beirnaert, es un error dar una 150
interpretación psicológica e individual al empleo del simbolismo nupcial por parte de los místicos católicos. Teresa de Jesús se vale del simbolismo conyugal para declarar la unión con Dios. Pero siempre maestra, acerca la imagen a la realidad social en la que vive, y logra así un simbolismo nuevo. Adapta los tres grados de la unión mística, simple, plena y transformante, a las tres fases de una boda castellana de su tiempo: vistas, desposorio y matrimonio. En las quintas moradas compara la unión simple con las «vistas» que hacían los novios antes de su compromiso definitivo: «Paréceme a mí que la unión aún no llega a desposorio espiritual sino como por acá cuando se han de desposar dos, se trata si son conformes..., y que se vean para que más se satisfaga el uno del otro» [740]. La diferencia más importante entre la unión y la oración de quietud «es que la unión se orienta al centro del castillo: es el encuentro preliminar con el futuro esposo, un salir «a vistas», que «aún no llega a desposorio espiritual» y que enamora profundamente al alma para que pueda soportar las terribles pruebas que la aguardan antes del matrimonio» [741]. En esa preparación, como Dios ve que el alma ya está «determinada a hacer en todo la voluntad de su Esposo..., y Su Majestad lo está de ella..., quiere que le entienda más y que vengan a vistas y juntarla consigo» [742]. La iluminación divina es muy potente y muy profundo el conocimiento de Dios que recibe el alma: «Allí no hay más dar y tomar, sino un ver el alma por una manera secreta quién es este Esposo que ha de tomar». Y este «ver», que es brevísimo, «deja (al alma) más digna de que se vengan a dar las manos» [743]. Lo fundamental de estas «vistas» es que Dios quiere unirse con el alma. Y ella queda «tan enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte este divino desposorio» [744]. Enseña además la santa que la perfección no es sólo un bien personal, sino un bien para todos. No vamos solos a Dios: «Si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a Sí, es para alabarle mucho» [745]. Dios no se agota en los místicos ni en los santos antiguos. Y hace una llamada a la confianza plena en Él porque su gracia es para todos y en todos los tiempos: «Tan aparejado está este Señor (para) hacernos mercedes ahora como entonces, y aun en parte más necesitado de que las queramos recibir; porque hay pocos que miren por su honra» [746]. – Sextas moradas Son las del desposorio espiritual, «adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo» [747]. Desposorio o unión plena, preparación definitiva al matrimonio espiritual en el que Dios lleva la iniciativa absoluta. Lo que define el desposorio espiritual es el profundo conocimiento de Dios que enamora y mueve al alma a una entrega total. De ese conocimiento queda el alma «bien determinada... a no tomar otro esposo». Son por ello las moradas de la luz y del enamoramiento. Sin embargo, a pesar de «los grandes deseos que tiene el alma de que se haga ya el desposorio», el Esposo «quiere que lo desee más, y que le cueste algo» [748]. «De aquí el carácter tremendamente purificador de 151
esta etapa. Dios se muestra avasallador. Llama y se comunica. Ilumina y arrebata. Purifica y hiere. Enamora pero se ausenta» [749]. Lo fundamental de estas moradas es que Dios lleva siempre la iniciativa y que lo importante es querer ser salvados. Para ello hay que dejarse en sus manos, es necesaria la purificación. Tan necesaria, que la Doctora mística dedica nada menos que once capítulos para declarar la experiencia de las moradas sextas. Casi la tercera parte del libro. Ella sabe que Dios lleva a las almas «por muchos caminos». En las sextas moradas describe el suyo, marcado por un gran número de fenómenos místicos. El lector no se debe dejar impresionar por ellos. La santa habla desde su experiencia, que sabe no es igual para todos. La abundancia de esos fenómenos místicos y su extrema inefabilidad la obligan a recurrir a una complejísima red de imágenes y símbolos literarios para darse a entender: la cometa, el trueno, el silbo, la herida, la saeta, el brasero, la centella y el fuego. El símbolo más importante, y el que los aglutina a todos, es el símbolo nupcial del desposorio. La declaración es de una belleza espiritual y literaria impresionante, expresada con un riquísimo vocabulario afectivo, sensorial y luminoso. El lector que se adentre por las páginas de las sextas moradas debe tener esto en cuenta. Teresa se muestra en ellas verdadera maestra de experiencia mística y del lenguaje. Con razón dice Miguel de Unamuno que los místicos han sido los creadores de la lengua castellana. No es posible ni necesario detenernos en cada uno de los fenómenos descritos. Basta comentarlos brevemente con el deseo de que los lectores se asomen a esas maravillosas páginas teresianas y las lean personalmente. La santa comienza hablando de los «grandes trabajos» que sufren las almas en esa etapa. Y advierte que, aunque no todas irán a Dios por el camino místico, «dudo mucho que vivan libres de trabajos de la tierra... las almas que a tiempos gozan tan de veras de cosas del cielo» [750]. La simbólica palomica que dejó revoloteando inquieta en las quintas moradas, le sirve ahora de enlace: «Parece que hemos dejado mucho la palomica y no hemos; porque estos trabajos son los que aún la hacen tener más altos vuelos» [751]. Y describe los grandes impulsos de amor con los que Dios despierta al alma antes de celebrarse el desposorio espiritual: «Son unos impulsos tan delicados y sutiles que proceden de lo muy interior del alma, que no sé comparación que poner que cuadre». Esos impulsos son como el trueno que «la hacen estremecer» y «aún quejar sin ser cosa que le duele». Después «siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina quién ni cómo la hirió..., mas jamás querría ser sana de aquella herida» [752]. Porque la herida produce «harta pena, aunque sabrosa y dulce». Teresa confiesa su incapacidad para darse a entender, e insiste en la llamada de Dios, que está presente en lo interior. Llama «con un silbo tan penetrativo... que no lo puede dejar de oír». Y es que, «en hablando el Esposo que está en la séptima morada», los sentidos y potencias callan. Presencia y ausencia. Dios está pero no se manifiesta del todo. «Su Majestad desde lo interior del alma hace crecer la centella... y abrasada toda ella... queda renovada» [753]. Es la oración de arrobamiento. En uno de esos arrobamientos, Dios suspende al alma y celebra con ella el desposorio espiritual. Su actuación es 152
avasalladora: «Roba Dios toda el alma para sí». Y como no quiere estorbos de nadie, «manda cerrar las puertas de estas moradas todas, y sólo en la que Él está queda abierta para entrarnos» [754]. El lenguaje expresa, una vez más, la pasividad del alma en esta oración de unión. Teresa está empeñada en acercar al lector a su experiencia y hacerle ver «lo que perdemos por nuestra culpa». Porque, «aunque es verdad que son cosas que da el Señor a quien quiere, si quisiésemos a Su Majestad como Él nos quiere, a todas las daría» [755]. Insiste: «Dios no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar». En la oración de vuelo de espíritu, Dios arrebata al alma de pronto: «Muy de presto, algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto temor» [756]. Con una interrogación retórica expresa ese temor: «¿Pensáis que es poca turbación estar una persona muy en su sentido y verse arrebatar el alma..., sin saber adónde va o quién la lleva, o cómo?». Ante ese despliegue de fuerza divina es imposible resistir y el alma se abandona en Dios «como hace una paja cuando la levanta el ámbar». La violencia con que Dios actúa evoca en la escritora la imagen de «aquel pilar de agua» que en la oración de quietud «se henchía» sin ningún movimiento. Esa suavidad se convierte ahora en una acción arrebatadora. Y vemos al gran Dios que «aquí desató los manantiales por donde venía el agua..., y con un ímpetu grande se levanta una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma» [757]. Y del mismo modo que el piloto no puede gobernar la nave si las olas «vienen con furia..., muy menos puede lo interior del alma detenerse en donde quiere». Arrebatar es la máxima expresión lingüística de la violenta actuación divina. Ese protagonismo avasallador de Dios campea por las páginas centrales de las sextas moradas. Y Teresa de Jesús sigue acumulando imágenes para declararlo. Dios ilumina al alma y «le muestra otra luz tan diferente de la de acá...» [758]. Expresa esa iluminación divina con el término entender que para ella siempre significa conocimiento infuso de Dios. Las cosas que le «enseñan» en esa oración de vuelo de espíritu «se ven con los ojos del alma muy mejor que acá vemos con los del cuerpo, y sin palabras se le da a entender» [759]. También la llenan de luz las grandes visiones de Jesucristo. Los capítulos 7 al 9 son una apología de la sagrada Humanidad, paralelos al capítulo 22 del Libro de la vida. En esos capítulos, como en aquél, la santa hace una encendida defensa de la Humanidad de Cristo frente a los espirituales, que negaban la necesidad de meditar en sus misterios cuando se llegaba a la contemplación. Las razones, y hasta las expresiones, son las mismas. Les dice a sus monjas: «Os parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo..., y aunque me han contradecido y dicho que no lo entiendo... a mí no me harán confesar que es buen camino» [760]. No insisto en lo que dije en el apartado, «Cristo y Teresa de Jesús», y a él remito al lector. Cristo es presencia habitual para la santa: «Es muy continuo no se apartar de andar con Cristo...» [761]. Y recurre a una nueva imagen para decir que Él vive dentro del alma. Es «como si... tuviésemos una piedra preciosa» encerrada en un bellísimo relicario que 153
es nuestro interior. Aunque conocemos las virtudes de esa piedra, no podemos abrir el relicario porque se quedó con la llave el Dueño de la joya, «y como cosa suya abrirá cuando nos la quisiere mostrar». La iluminación del desposorio se concede a Teresa en otras visiones de más subido valor que las de la Humanidad de Cristo. Así, la visión en la que se le revela «cómo en Dios se ven todas las cosas y las tiene todas en sí mismo». En otra gran visión se le muestra que solo Dios «es verdad que no puede faltar» [762]. Por eso Dios es tan amigo de la humildad, «porque la humildad es andar en verdad» [763]. Esa iluminación la lleva a una determinación que se convierte en eje de su vida y de su doctrina, «andar en verdad» porque Dios «es suma verdad». También hemos hablado de esa visión y de sus grandes efectos al comentar el Libro de la vida, pues se refiere a la misma visión. No insisto en ella. La última prueba purificadora del desposorio es el sentimiento profundo de la ausencia de Dios. Es la «noche pasiva del espíritu» de la que habla san Juan de la Cruz. Deseos impetuosos de gozar a Dios que prolonga su ausencia para más acrecentar la pena del alma. Teresa declara esa prueba en el capítulo 11 donde se multiplican las imágenes para ponderar el dolor que pone al alma en trance de morir. En medio de esos deseos el alma anda «abrasándose en sí misma» porque «se tarda el morir». Primero siente venir «un golpe o como una saeta de fuego» que, paradójicamente, no es saeta. La inefabilidad de la experiencia crece: «Cualquier cosa que sea..., más agudamente hiere». Pero esas heridas y esas penas no se sienten como acá, «sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo, que de presto pasa (=atraviesa) todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvo» [764]. La soledad inmensa por la ausencia de Dios inspira a nuestra escritora una imagen impresionante. El alma siente una «soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no la hace compañía..., como no fuese el que ama» [765]. Se ve «como una persona colgada» entre el cielo y la tierra, «abrasada con esta sed y no puede llegar al agua». Es una sed que «con ninguna (agua) se le quitaría, ni quiere que se le quite, si no es con la que dijo nuestro Señor a la Samaritana, y eso no se lo dan». Ese dolor por el Dios ausente llena los últimos párrafos de las sextas moradas. La fuerza del amor es tan grande, que no se puede resistir. El alma «se muere por morir cuando aprieta tanto» [766]. Teresa cierra la declaración del desposorio espiritual subrayando «el muy excesivo gozo y deleite» que se experimenta en este «camino espiritual», y que es «en tan grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma». – Séptimas moradas Son las del matrimonio espiritual, donde se realiza la unión transformante del alma en Dios. La santa se admira de las grandezas que Dios hace, y lo dice a sus lectores: «Pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco lo tendrán sus obras. ¿Quién acabará de
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contar sus misericordias y grandezas?» [767]. Todo lo que va a declarar es sólo «una cifra de lo que hay que contar de Dios». Estas moradas «son la culminación de la gracia bautismal» [768]. Anima a sus hijas y lectores para que entiendan lo que importa «que no quede por vosotras» llegar a ese estado de perfección. Las séptimas moradas «significan la plenitud del proceso espiritual, la culminación de la acción de Dios y de su comunicación al hombre. Dios se manifiesta, se comunica, se muestra, se descubre, se une plenamente al alma, pero todo en morada interior donde Él habita de modo permanente. El camino de interiorización termina en el centro del alma que es la morada de Dios» [769]. Hacia esa morada interior encamina Teresa al lector para darle a entender «algo de lo mucho que hay que decir y da Dios a entender a quien mete en esta morada» [770]. La inefabilidad del matrimonio espiritual es tan grande, que piensa «si será mejor acabar con pocas palabras». De hecho, la declaración es muy breve, sólo cuatro capítulos, muy sobria en imágenes y en el léxico, especialmente el fruitivo. En esta oración nupcial, «cuando Su Majestad es servido de hacer (al alma) la merced de este divino matrimonio, primero la mete en su morada» [771]. Meterla en su morada significa comunión entre la persona y las Personas. Dios ilumina al alma con una gracia extraordinaria, la visión intelectual de la Santísima Trinidad. Como en todo el libro, Teresa habla en tercera persona, aunque lo hace desde su propia experiencia: «Aquí... quiere nuestro buen Dios... que vea y entienda (el alma) algo de la merced que le hace». Estamos en la culminación del desvelamiento del misterio trinitario: «Y... por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas..., y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios...» [772]. La luz es potentísima. El alma no sólo conoce y entiende el misterio de la inhabitación de Dios en ella, sino que siente esa presencia y experimenta su comunicación. Comunicación íntima y directa. ¡Teresa de Jesús acentúa el adverbio «aquí» para señalar bien la diferencia de esta unión con la de moradas anteriores: «Aquí se le comunican todas tres Personas y la hablan y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar en el alma que le ama...» [773]. La experiencia trinitaria sucede en lo más interior del alma. La Doctora mística sigue obsesionada por declarar la interioridad con que se realiza esa gracia mística que ella está viviendo. Y busca y acumula expresiones para traducirla: «Notoriamente ve... que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda... siente en sí esta divina compañía» [774]. Siente «que están». La visión es experiencia. Y esa presencia trinitaria es desde ahora estable, permanente. El alma entiende y advierte siempre esa presencia que la llena: «Lo esencial de su alma jamás se movía de aquel aposento..., por trabajos que tuviese» [775]. «Después de las intensas purificaciones ocurridas poco antes del matrimonio espiritual, el alma, en una operación altísima y serena, goza de la compañía permanente de la Trinidad» [776]. Pero es una compañía que no la aleja del servicio de 155
Dios: «Pareceros ha que, según esto, no andará en sí, sino tan embebida que no pueda entender en nada. Mucho más que antes, en todo lo que es servicio de Dios» [777]. La santa declara cómo recibe el matrimonio espiritual: «Pues vengamos ahora a tratar del divino y espiritual matrimonio» [778]. La primera vez que Dios concede esa gracia, se muestra al alma «por visión imaginaria de su sacratísima Humanidad, para que lo entienda bien». No todas las personas lo reciben del mismo modo: «A esta de quien hablamos (ella misma) se le representó el Señor, acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y Él tendría cuidado de las suyas, y otras palabras que son más para sentir que para decir» [779]. En la visión intelectual insiste en la profunda interioridad con que se realiza ese matrimonio: «Pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios, y a mi parecer no ha menester puerta por donde entre» [780]. La puerta es un elemento simbólico muy importante en estas moradas. Estamos en el interior. Ya no hay puerta porque Dios se comunica directamente. Teresa escribe, por tres veces seguidas, que Dios «no ha menester puerta por donde entre». Aquí no es como antes. Aquí «es muy diferente..., aparécese el Señor en este centro del alma... como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta» [781]. Después, dice qué es el matrimonio espiritual: «un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante y el grandísimo deleite que siente... que no sé a qué lo comparar... queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios» [782]. Como la mariposica blanca en la que se transforma el gusano muerto en su capuchillo. Y ante esa inefabilidad y para declarar la naturaleza íntima del matrimonio espiritual, nuestra escritora recurre a varias comparaciones. El matrimonio es como dos corrientes de agua que se funden en una sola y «no podrán ya dividir ni apartar»; o como la luz que entra por dos ventanas que «aunque entra dividida, se hace todo una luz». Una vez más, la Sagrada Escritura la ayuda a refrendar su declaración. Eso es el matrimonio espiritual: «Quizá es esto lo que dice san Pablo: “El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con Él”... Mihi vivere Christus est, mori lucrum. Así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla... muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» [783]. Teresa reitera una y otra vez que el matrimonio espiritual se realiza con el Hijo de Dios encarnado y resucitado. No hay más declaración sobre la unión esponsal. Los dos últimos capítulos son una síntesis de los efectos que produce esa oración. Se podrían reducir todos a la expresión teresiana: «Vive en ella Cristo». Centrada en Dios, «toda el alma está empleada en procurar la honra de Dios». Tiene «un extraño olvido, que... parece ya no es, ni querría ser en nada..., si no es para cuando entiende que puede haber algo en que acreciente un punto la gloria y honra de Dios» [784]. Frente a los deseos de morir de la oración anterior, el alma desea ahora vivir «para servir al Señor y que por ella sea alabado y... aprovechar
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algún alma...» [785]. Contemplación y acción. Nota característica de la unión esponsal es la fruición. Ninguna gracia como esta produce tan profundas emociones en el místico. La pena «sabrosa y dulce» pero desgarradora del desposorio espiritual se convierte ahora en paz y quietud estable. En el matrimonio espiritual, «sólo Dios y el alma se gozan en grandísimo silencio» [786]. Todos sus efectos se resumen en una bella y anafórica conjunción de imágenes bíblicas: «Aquí le da Dios al alma el ósculo que pedía la esposa; aquí se dan las aguas a esta cierva herida; aquí se deleita en el tabernáculo de Dios...; aquí halla la paloma la oliva..., después de tantas tempestades de este mundo» [787]. Pero la Doctora mística se apresura a decir que la paz y el silencio del matrimonio espiritual no es quietismo ni reserva para sí. Escribe a modo de conclusión: «Bien será deciros qué es el fin para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo... porque no piense alguna que es para sólo regalar estas almas». El mayor regalo de Dios es «darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo...; tengo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza para poderle imitar en el mucho padecer» [788]. El «mucho padecer» significa para Teresa «servir». Escribe con frase enérgica: «Para esto es la oración; de esto sirve el matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» [789]. De aquí que al lector no puede sorprenderle que las moradas de mayor pasividad coincidan con las de mayor actividad. Es la gran lección de santa Teresa: los años de su mayor contemplación fueron los de mayor entrega a Dios y a los hermanos. Por eso puede decir que si no hay verdadero amor al prójimo, «creedme que no habéis llegado a unión». Para expresar cómo debe ser esa donación, emplea una imagen de gran dureza y realismo que sirve de contrapunto al gozo de la unión esponsal: «¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien –señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad– los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue» [790]. La imagen no era literaria sino real porque en el siglo XVI había esclavos en España. Propone como modelo a Cristo y repite como un estribillo: «Poned los ojos en el Crucificado, y todo se os hará poco» [791]. Solo así puede tener «buenos cimientos» el castillo. Todavía una cita bíblica más. Para mostrar esa doble vertiente de contemplación y acción del matrimonio espiritual: «Creedme que Marta y María han de andar siempre juntas para hospedar al Señor...» y darle de comer. Pero el manjar del Señor «es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben» [792]. Lo sustancial para Teresa de Jesús es Dios. Marta y María son una misma cosa. No hay una sin la otra, ni una es más que la otra. Con esa alusión al pasaje evangélico nos dice que lo importante no es estar a los pies de Jesús en contemplación, ni andar en oficios bajos. Todo es igual si hay amor, «que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor» [793]. La oración no es «para gozar» sino «para tener fuerzas para servir». Y advierte que «no queramos ir por camino no andado» [794] porque nos 157
perderemos. Por ese camino fue el Señor «y han ido todos sus santos». El libro de las Moradas se cierra con un bello epílogo. La santa exhorta a sus lectores para que se decidan a entrar «en este castillo interior» cuya belleza acaba de mostrarles. Por él y por sus moradas pueden pasearse «a cualquier hora». Porque en cada una de ellas hay «lindos jardines y fuentes y cosas tan deleitosas», que desearán «deshacerse en alabanzas del gran Dios». Si el lector se decide a entrar por esas moradas, yendo «muchas veces a ellas, el Señor lo meterá en la misma morada que tiene para Sí» [795]. La concepción simbólica del castillo teresiano se cierra, precisamente, en el punto central donde está Dios. Allí está su morada. Allí se realiza la unión transformante.
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6 En el castillo interior «Consideremos que este castillo tiene –como he dicho– muchas moradas, unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas estas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (Moradas del castillo interior, 1M 1,3).
«Vivo sin vivir en mí» Después de recordar un poco las principales obras de nuestra escritora, volvamos a su vida interior. Hacia febrero de 1571, la madre Teresa llega de nuevo a Salamanca, deseosa de solucionar el problema de la vieja casa. Sus pobres monjas han pasado un invierno muy frío y muy húmedo en el caserón de los estudiantes. La búsqueda de una casa resulta inútil. En Salamanca encuentra un gran confidente de su alma, el jesuita Martín Gutiérrez, hombre de corazón grande y comprensivo. La compenetración entre los dos llega a ser inmensa. Acompañado de un jesuita joven, el P. Gutiérrez va todas las tardes que puede al caserón de los estudiantes, y allí, en una capillita, conversan durante largas horas él y Teresa. Hablan de Dios, de las visitas que Él le hace, de sus penitencias, de los secretos de su vida interior. Le confía incluso el Libro de la Vida, «su alma», como llama a su libro. El P. Gutiérrez se convierte en uno de esos «desaguaderos» afectivos que Teresa necesita. Y es tanta la confianza que pone en el jesuita y tanto el apoyo que este le brinda, que llega a temer perder su libertad interior. Pero el Señor la consuela y le dice que no se maraville, «que así como los mortales desean compañía para comunicar sus contentos sensuales, así el alma desea... comunicar sus gozos y penas y se entristece no tener con quién» [796]. El P. Gutiérrez es testigo de la profunda vivencia mística que Teresa experimenta durante la Semana Santa de ese año. El Domingo de Ramos, después de comulgar, nota que la boca se le llena con la sangre de Cristo con «una excesiva suavidad». Una vez más, nos habla de una experiencia mística cuyos efectos siente gozosamente su cuerpo. Y oye la palabra del Señor: «Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores y gózaslo tú con gran deleite...; bien te pago el convite que me hacías este día» [797]. Comenta S. Castro, a propósito de esta gracia mística, la experiencia que tiene Teresa de la eucaristía y la estrecha vinculación entre la Cena del Señor y su Pasión. Se siente «embriagada, ungida y bañada de Cristo» [798]. Prueba de ello son las palabras con que lo explica: «Porque ha más de treinta años que yo comulgaba este día (Domingo de Ramos), si podía, y procuraba aparejar mi alma para hospedar al Señor» [799]. Mujer profundamente enamorada de su Dios, «procuraba aparejar» su alma «para hospedar al Señor». Le 159
dolía la soledad en que los judíos dejaron a Jesús después del recibimiento triunfal en Jerusalén, «y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo..., y hacía unas consideraciones bobas..., y debíalas admitir el Señor; porque esta es de las visiones que yo tengo por muy ciertas, y así para la comunión me ha quedado aprovechamiento» [800]. Toda la Semana Santa anda embebida en soledad y siente una profunda pena porque está «ausente de Dios». Pena y hastío de todo. No tiene ni deseos de cenar. El Señor se le representa, «Parecíame que me partía el pan y me lo iba a poner en la boca, y díjome: “Come, hija, y pasa como pudieres; pésame de lo que padeces, mas esto te conviene ahora”» [801]. La noche del Sábado Santo, durante el recreo de las monjas, Isabel de Jesús, la novicia de «la linda voz», canta una coplilla: «Véante mis ojos,/ dulce Jesús bueno,/ véante mis ojos/ muérame yo luego». La madre Teresa no puede sufrir la impresión que le produce el canto, y queda arrobada. Así se lo cuenta al P. Gutiérrez: «Anoche, estando con todas, dijeron un cantarcillo de cómo era recio de sufrir vivir sin Dios. Como estaba ya con pena, fue tanta la operación que me hizo, que... no bastó la resistencia, sino que... se suspende el alma con la grandísima pena» [802]. Después de esa gracia mística, escribió aquellos famosos versos: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero. Vivo ya fuera de mí después que muero de amor, porque vivo en el Señor que me quiso para Sí. Cuando el corazón le di puso en él este letrero: Que muero porque no muero»[803].
Desde 1556 está gozando del desposorio espiritual. Experiencia de presencia-ausencia. Porque el Dios que la enamora se ausenta. Experiencia gozosa al par que dolorosa, «pena sabrosa» del alma enamorada. Son las sextas moradas que declara luego en el Castillo interior. Esa es su experiencia mística durante la Pascua de 1571. Unos años más tarde, cuando redacta por segunda vez las Meditaciones sobre los Cantares, declara de nuevo la oración de desposorio. Y aunque habla en tercera persona, refiere la experiencia de aquella noche de Pascua: «Sé de una persona que, estando en oración semejante, oyó cantar una buena voz y certifica que si el canto no cesara, que iba ya a salirse el alma del gran deleite y suavidad que nuestro Señor le daba a gustar» [804]. Esas comunicaciones de Dios la van preparando y disponiendo para la transformación total. Y producen una tensión de toda su persona hacia la comunión plena. Teresa declara esa oración de desposorio en casi todos sus escritos. En las Cuentas de conciencia habla de esa ausencia de Dios que se experimenta en el desposorio: «Ninguna cosa criada le hace compañía ni quiere el alma sino al Criador, y 160
esto lo ve imposible si no muere, y... muere por morir de tal manera, que verdaderamente es peligro de muerte» [805]. Y en las sextas moradas, insiste: «De estas mercedes tan grandes queda el alma tan deseosa de gozar del todo al que se las hace, que vive con harto tormento, aunque sabroso; unas ansias grandísimas de morirse» [806]. Sólo la compañía permanente de la Persona divina podrá colmar sus ansias de Dios. Desde Jesucristo a la Trinidad Hemos señalado en páginas anteriores los tres pasos que experimenta la oración mística de Teresa de Jesús: experiencia de la presencia de Dios en su alma; experiencia de Cristo y experiencia de la Santísima Trinidad presente en su interior. Una experiencia que comienza en los años preparatorios al matrimonio espiritual y que se va intensificando hasta alcanzar su plenitud en 1582. Señala T. Álvarez que «como en el caso de la Humanidad de Cristo, también esta experiencia trinitaria comienza a ráfagas, en visiones diseminadas a lo largo de varios años: visiones intelectuales puras y visiones imaginarias. Hasta que, por fin, esa presencia de la Trinidad percibida en acto espiritual puro (visión intelectual), se estabilizará y será objeto de contemplación permanente» [807]. «La presencia habitual de la Trinidad es el culmen de la experiencia teresiana» [808]. Ese último paso del desvelamiento del misterio de Dios lo encontramos ampliamente documentado en las Cuentas de conciencia, a partir de 1571, y en las Moradas del castillo interior. Aquí, la experiencia trinitaria va asociada siempre al matrimonio espiritual. Pero ya en el Libro de la Vida, escrito hacia 1565, nos revela Teresa de Jesús hasta dónde había llegado su experiencia y conocimiento del misterio trinitario. Después de la visión intelectual de Cristo, declara «otra manera (con) que Dios enseña al alma y la habla sin hablar» [809]. Y se vale de una comparación para que sus lectores puedan entender la gratuidad del don divino: «Acá... todo lo halla guisado y comido, no hay más que hacer de gozar», como una persona que sin haber estudiado, se encuentra con toda la ciencia sabida, «sin saber cómo ni dónde». La comparación le gusta y le parece declara bien esa ciencia infusa que ella recibe, porque «se ve el alma en un punto sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad..., que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» [810]. Y casi al final del libro, cuenta que «estando una vez rezando el salmo Quicumque vult, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y consolé mucho» [811]. Las Cuentas de conciencia son los escritos más íntimos y personales. Las experiencias trinitarias que Teresa narra en ellas están unidas vital y expresamente con su vida interior. Siguiendo su cronología podemos ver el progreso de esa penetración en el misterio hasta llegar a «entenderlo». La primera experiencia trinitaria la tiene, como vimos, en 1571, en San José de Ávila. Data el hecho con seguridad: «El martes después de la Ascensión... – después de comulgar– con pena, porque... no podía estar en una cosa, quejábame al Señor de nuestro miserable natural» [812]. En medio de la queja, «comenzó a inflamarse mi 161
alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma por cierta manera... cómo es Dios trino y uno; y así me parecía hablarme todas tres Personas y que se representaban dentro en mi alma distintamente». Los efectos de la visión son muy grandes: «Parece quedó en mi alma tan imprimidas aquellas tres Personas que vi, siendo un solo Dios, que, a durar así, imposible sería dejar de estar recogida con tan divina compañía» [813]. Unas semanas después, escribe de nuevo: «Esta presencia de las tres Personas... he traído hasta hoy, presentes en mi alma muy ordinario». Esa primera experiencia trinitaria le produce una gran sorpresa porque «como yo estaba mostrada a traer solo a Jesucristo, siempre parece me hacía algún impedimento ver tres Personas». No entiende cómo puede ser y el Señor le dice que «el alma es capaz para gozar mucho». Y se lo muestra con una comparación: «Parecióme... como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua, así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas» [814]. La revelación del misterio trinitario es tan intensa, que Teresa no sólo experimenta la presencia de la Trinidad en su alma, sino que ve que «dentro de mi alma... estas tres Personas... se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo» [815]. Le dice el Señor además: «No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». Palabras que son una invitación. Hasta entonces, Teresa había buscado a Dios dentro de sí misma y había puesto todos sus esfuerzos en ese encuentro. Ahora, ya ha llegado al centro interior donde Dios vive, y la invita a una comunión íntima con Él. «Proceso de interiorización y proceso de comunión personal, dos realidades claves en la espiritualidad teresiana» [816]. Años más tarde, en 1577, esas palabras, «No trabajes de tenerme encerrado en ti...», que Teresa oye en la oración, darán origen al famoso Vejamen. El nombre viene de los concursos festivos o satíricos que se hacían en las universidades y en los que se «vejaba» a los poetas o concursantes por los defectos cometidos. Teresa escribe a su hermano Lorenzo para que le interprete esas palabras. Y él invita a las monjas de San José y a los amigos íntimos de la madre para que también ellos den una respuesta. Recibidas todas las interpretaciones, ella les escribió el Vejamen, que es en realidad una carta un tanto burlona, contestando a cada uno de los concursante. Pero después Teresa hizo su propia interpretación en una bella y profunda poesía: «Alma, buscarte has en Mí/ y a Mí buscarme has en ti» [817]. En muchas Cuentas de conciencia declara otras visiones de la Trinidad. Estando en la fundación de Sevilla, escribe: «Habiendo acabado de comulgar... se me dio a entender, y casi a ver... cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que traigo en mi alma esculpidas, son una cosa. Por una pintura tan extraña se me dio a entender y por una luz tan clara que ha hecho bien diferente operación que de sólo tenerlo por fe» [818]. Y poco después, también en Sevilla: «Estando una vez con esta presencia de las Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero....» [819]. 162
En esas y en otras visiones, Teresa insiste mucho en la diferencia que hay de saber las verdades sólo «por fe» a saberlas por «esa luz tan clara» que recibe. Lo más importante de todas esas visiones es captar y destacar «la fuerza y el alcance de la experiencia teresiana: precisamente el misterio trinitario, el más profundo y reacio a la especulación teológica, es el que da a la santa mística la impresión de plenitud, de colmado entendimiento, hasta arrancar a su pluma una expresión –peligrosa en la acepción de algún teólogo puntilloso– que acusa tímidamente una superación de la fe en la contemplación del misterio: «Lo que tenemos por fe allí lo entiende el alma, podemos decir por vista» [820]. Teresa matiza con su expresión «podemos decir» la contraposición «por fe»/«por vista». Se refiere a la visión de la Trinidad que tiene antes del matrimonio espiritual. Ella ha visto tan claro el misterio que escribe: «De manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma –podemos decir– por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma» [821]. A pesar de esa matización, el P. Gracián y el P. Yanguas hicieron muchas correcciones al autógrafo de las Moradas. Para los dos teólogos esa experiencia teresiana era sorprendente y quizá inadmisible. Priora de la Encarnación Desde el mes de abril hasta el mes de octubre de ese año 1571, muchas cosas cambian el rumbo de la vida de la fundadora. Un rumbo que la lleva del convento de Salamanca al de San José de Ávila, de allí al de Medina, de Medina otra vez al de San José, y, de allí, finalmente, al de la Encarnación de donde salió para fundar su primer convento. ¡Impresionante disponibilidad la de esta mujer en las manos de Dios! La Encarnación sigue siendo un monasterio de la regla mitigada. La madre Teresa no está obligada a volver allí porque hace algunos años que se ha desligado del monasterio por un breve pontificio. Pero el intrigante provincial, Ángel de Salazar, que siempre fue enemigo de la reforma teresiana, busca el modo de apartar a la fundadora de su empresa y de sus Carmelos. Y emplea todas sus artimañas para que no funde más. Precisamente durante esos días de julio de 1571, Teresa, inquieta por la opinión de los demás, escribe una Cuenta de conciencia. Expresa su duda con relación al tema de las fundaciones y la respuesta que Dios le da: «Mientras se vive, no está la ganancia en procurar gozarme más, sino en hacer mi voluntad» [822]. Entre tanto el provincial bulle en su contra, Teresa sigue inmersa en la contemplación de la Santísima Trinidad: «Esta presencia de las tres Personas que dije..., he traído hasta hoy... presentes en mi alma muy ordinario» [823]. Con el pretexto de que la presencia de la madre Teresa es necesaria en la Encarnación, el taimado provincial convence al visitador apostólico, el dominico Pedro Fernández, que es quien tiene la última palabra. Hay entre los dos frailes un duro debate. El visitador cae en la trampa que el provincial le tiende y manda a la madre ir de priora a la Encarnación. Pero le asegura que eso no supondrá nunca separarla de sus descalzas. Para confirmarlo, da un decreto diciendo que «cualquiera de las monjas de la regla mitigada que quisiese quedar en los monasterios de las descalzas y guardar la 163
primera regla, hiciese renunciación en público de la regla mitigada» [824]. Teresa de Jesús es la primera en cumplir ese decreto. En julio de 1571, estando todavía en San José, hace un juramento de guardar toda su vida la regla primitiva. El juramento se hace con toda solemnidad, lo firma ella misma y es avalado por la firma de otros muchos testigos. Con ella firma también Inés de Jesús. La madre se resiste a aceptar el priorato de la Encarnación. Adivina las artimañas del provincial. Además, tiene miedo por lo duro de la tarea y por el temor de que decaigan los conventos recién fundados si ella se aleja. Un día, en la oración, preocupada por su hermano Agustín, que tiene problemas en América, le pide cuentas a Dios por la situación de aquél. El Señor le da la vuelta a su petición, y le contesta: «¡Oh, hija, hija, hermanas son mías estas de la Encarnación, y te detienes; pues ten ánimo; mira lo quiero Yo, y no es tan dificultoso como te parece..., no resistas, que es grande mi poder» [825]. Teresa acepta la voluntad de Dios y obedece al visitador. Pero todo se hace en secreto, para no levantar sospechas en la Encarnación. Y mientras aquél soluciona su traslado, la madre parte hacia Medina para hacerse cargo de ese monasterio del que la han elegido priora. El recibimiento de sus monjas es triunfal, y la estancia entre ellas motivo de gran alegría. Pero las monjas no saben que ese priorato es sólo un paréntesis. El 6 de octubre, el visitador va a Medina, reúne a las descalzas en capítulo y confirma a la madre Teresa como priora de la Encarnación. De nuevo, camino de Ávila. Sin embargo, su nombramiento como priora hace estallar la guerra entre las ciento cincuenta monjas de ese monasterio. Lo consideran un atropello del provincial. Están acostumbradas a que se entremeta en sus vidas y en sus derechos, pero esta vez ha ido demasiado lejos. Y, furiosas, se levantan contra él y contra la madre Teresa, creyendo que es cómplice. Ella se encuentra en el ojo del huracán, víctima del provincial y de las monjas. La llegada de la nueva priora va a ser todo un drama. Las monjas están dispuestas a defender su monasterio de cualquier injerencia y han llamado en su ayuda a algunos caballeros y gente de la ciudad que están de su parte. Toda Ávila sabe lo que pasa en la Encarnación y está expectante. El visitador, enterado de todo, decide que el provincial, con otros religiosos, acompañe a la madre Teresa en su entrada al monasterio para leer delante de todas las monjas el decreto del nombramiento. Fuera del monasterio, gente de guarda y algunos caballeros tratan de impedirles el paso. Dentro, el ejército de las monjas bloquea la puerta principal. El griterío es inmenso. El provincial y los frailes entran en la iglesia por la puerta del coro bajo, mientras Teresa, abrazada a una imagen de san José, espera fuera sentada en una piedra. La pelea va en aumento entre los que quieren meterla en el monasterio y las monjas y sus secuaces que lo impiden. Al fin, lo consiguen. El provincial lleva a la madre de la mano, la sienta en la silla prioral y lee el decreto. Las crónicas de la época nos narran, aunque un poco matizado, lo que debió de ser aquella batalla campal: gritos, insultos, empujones, palabras «afrentosas e injuriosas», «descomedidas», «grandes injurias», «palabras muy feas», «descompuestas». Un testigo afirma que «al entrar (la madre) la dieron muchos empellones y la trataron muy mal de palabra» [826]. El griterío no cesa, y de las palabras se pasa a los hechos. El acaloramiento y 164
los esfuerzos hacen sus estragos. Las monjas comienzan a desmayarse una tras otra y piden que las dejen votar. El provincial se siente desarmado. Teresa de Jesús soporta la escena sin inmutarse. Vencido por la situación e irritadísimo, pregunta a las monjas: «En fin, ¿no quieren vuestras mercedes a la Madre Teresa de Jesús?». En aquel momento, se levanta decidida doña Catalina de Castro y dice: «La queremos y la amamos. ¡Te Deum laudamus!... Y la siguieron las más» [827]. Los testigos de la escena ponderan la serenidad de Teresa frente a aquel tropel de mujeres furiosas y enloquecidas. Ante su ejemplo, las monjas se van sosegando poco a poco, aunque todavía quedan muchas enemigas. Al día siguiente, contemplan sorprendidas cómo la madre se acerca a comulgar sin haberse confesado antes. Ninguna otra monja se atrevió a comulgar. Todo el mundo de dentro y de fuera del monasterio comentó el hecho como señal de una virtud nada común. Pero a las calzadas de la Encarnación les aguarda otra sorpresa todavía mayor. La toma de posesión del priorato tiene lugar al día siguiente por la tarde. Las monjas van entrando en el coro. La nueva priora también. Y con aire distraído se sienta en su antiguo sitial. La sorpresa es inmensa. En la silla prioral hay una imagen de Nuestra Señora de la Clemencia, muy querida en la Encarnación. Tiene en sus manos las llaves del monasterio. A su lado, en la silla de la subpriora, hay otra imagen de san José. La tensión se masca. Las monjas tiemblan. La madre Teresa se levanta y se sienta en el suelo a los pies de la Virgen. Y con toda suavidad les dice a sus monjas: «Señoras, madres y hermanas mías. La obediencia me manda a esta casa para servirlas y regalarlas en todo lo que yo pudiere, que en lo demás, cualquiera me puede enseñar y reformar a mí. Por eso, vean, señoras mías, lo que yo puedo hacer por cualquiera; porque, aunque sea dar la sangre y la vida, lo haré de muy buena voluntad» [828]. Ha ganado la primera batalla. Comienza para ella y para las monjas de la Encarnación una etapa nueva. Porque su gobierno se va a caracterizar por la comprensión y el amor. Conoce como nadie la situación del monasterio. Tiene que atender a tres frentes: el hambre, la falta de vida espiritual y el desorden de visitas y salidas de las monjas. Las tres cosas forman parte de la misma madeja. Comienza por remediar el hambre de las religiosas pobres. Sabe que esa es la principal causa de relajación y de la falta de recogimiento. Donde hay hambre no tiene cabida el espíritu. Años antes, había escrito en la Vida: «Veía algunos monasterios pobres no muy recogidos, y no miraba que el no serlo era causa de ser pobres, y no la pobreza de la distracción...» [829]. En la Encarnación hay muchas desigualdades sociales, y muchas monjas pasan verdadera hambre. De ahí las frecuentes salidas en busca de familiares y amigos que les den de comer. Es una auténtica mendicidad. Teresa, que ha luchado tanto por conseguir la pobreza para sus Carmelos, va a luchar ahora contra el hambre de las monjas. También en Camino de perfección había escrito sobre la pobreza: «Jamás por artificios humanos pretendáis sustentaros, que moriréis de hambre... Los ojos en vuestro Esposo, Él os ha de sustentar; contento Él, aunque no quieran, os darán de comer los menos vuestros devotos... No le faltemos nosotras, que no hayáis miedo que falte» [830]. Y el Señor no les falta. La madre pide limosna a sus muchos amigos. Los dineros y regalos 165
que le llegan los reparte entre las monjas más necesitadas. Ella es la primera en dar ejemplo. Así va creando un clima de caridad fraterna, de modo que las monjas ricas aprenden a compartir. Resuelto el problema del hambre, es preciso resolver el tema del locutorio. La Encarnación es, en tiempos de Teresa de Jesús, un lugar de esparcimiento para la gente de Ávila. Hay muchas monjas «muy mozas y muy damas». Bajar a visitarlas y charlar con ellas da mucho de sí en una ciudad tan pequeña, donde no abundan los sitios de ocio. La madre Teresa sabe mucho de eso y está decidida a cortarlo. Se lo exige a las monjas, y, lo que es más difícil, se lo exige a los visitantes. Algún terco caballero tuvo que enfrentarse con la misma priora, que lo amenazó seriamente con denunciarle al rey «para que le cortasen la cabeza». Y en Ávila saben que hay que tomar muy en serio las palabras de la madre Teresa por su influencia ante el rey. El caballero no volvió nunca más a la Encarnación. Ni él ni nadie. Cesaron las visitas y las monjas comenzaron a vivir en paz. Falta un tercer objetivo, crear un ambiente de oración y de recogimiento. Con gran amor, la nueva priora habla y enseña a sus monjas. Su altísimo grado de unión con Dios se manifiesta en su modo de orar y en el fervor de sus devociones, especialmente, el rezo de las Horas canónicas y el oficio de la Virgen. Algunas monjas la ven rezar a altas horas de la noche. Su ejemplo es lo más eficaz. Es difícil ser mediocre junto a un santo. Poco a poco se sienten contagiadas y la Encarnación comienza a cambiar. Un mes más tarde de su llegada al monasterio, escribe a su amiga doña Luisa de la Cerda: «Quien se ha visto en el sosiego de nuestras casas y se ve ahora en esta barahúnda, no sé cómo se puede vivir... Con todo, gloria a Dios, hay paz –que no es poco– yendo quitándoles sus entretenimientos y libertad; que aunque... hay mucha virtud en esta casa, mudar costumbre es muerte. Llévanlo bien y tiénenme mucho respeto. Mas adonde hay ciento y treinta, ya entenderá vuestra señoría el cuidado que será menester para poner las cosas en razón... Parece que no está inquieta mi alma con toda esta babilonia, que lo tengo por merced del Señor» [831]. La madre Teresa ve confirmada su actuación y su confianza en Dios. Una tarde, al comenzar el rezo de la Salve en el coro, ve «en la silla prioral adonde está nuestra Señora, bajar con gran multitud de ángeles la Madre de Dios y ponerse allí... Estuvo así toda la Salve» [832]. La Virgen le dice: «Bien acertaste en ponerme aquí, yo estaré presente a las alabanzas que hicieren a mi Hijo y se las presentaré». Después de la visión, queda embebida en esa oración contemplativa que trae «de estar el alma con la Santísima Trinidad». Y en esos momentos, «parecíame que la persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo: «Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen, ¿qué me puedes tú dar a mí?» [833]. Ella puede darle al Padre su tremenda falta de salud. El clima de Ávila no le está sentando nada bien y sus enfermedades se multiplican. Conmueve leer la descripción que hace de sus males físicos por esas fechas: «Ha tres semanas que sobre las cuartanas me dio dolor en un lado y esquinancia[834]. El uno de estos males bastaba para matar... Con 166
tres sangrías estoy mejor. Quitáronseme las cuartanas; mas la calentura nunca se quita... Estoy ya enfadada de verme tan perdida, que si no es a misa no salgo de un rincón, ni puedo. Un dolor de quijadas –que ha cerca de mes y medio que tengo– me da más pena» [835]. Y, sin embargo, es la primera en guardar la regla y las constituciones de su Orden con todo rigor. Sólo una fuerza sobrenatural puede ayudar a mantener el ritmo de vida de una persona tan enferma. Su fuerza espiritual y su ejemplo van cambiando la vida de las monjas de la Encarnación. Sigue diciendo en la misma carta arriba citada: «Es para alabar a nuestro Señor la mudanza que en ellas ha hecho. Las más recias están ahora más contentas, y mejor conmigo. Esta Cuaresma no se visita mujer ni hombre, aunque sean padres, que es harto nuevo para esta casa. Por todo pasan con gran paz... Mi “Priora” (la Virgen) hace estas maravillas. Para que se entienda que es esto así, ha ordenado nuestro Señor que yo esté de suerte que no parece vine sino a aborrecer la penitencia y no entender sino en mi regalo» [836]. No obstante esa mudanza, Teresa teme que resurjan entre sus monjas los antiguos vicios, y quiere extirparlos de raíz. Porque los confesores de la Encarnación siguen siendo calzados y le hacen mucha guerra. Lo que ella construye en semanas de pláticas y de buenos ejemplos lo destruyen ellos en una hora de confesionario. No tienen ningún interés en la mejoría espiritual de las monjas. Eso les obligaría también a ellos a mejorar su vida. Y no están dispuestos a cambiar su tranquilo modo de vivir. Teresa conoce bien a esos frailes calzados, a los que en una ocasión llama «negros devotos, destruidores de las esposas de Cristo». Es preciso tomar una decisión. Pero hay que hacerlo con mucha prudencia porque los calzados no están dispuestos a perder su prestigio en la Encarnación. No sólo su prestigio, tampoco las ganancias económicas. Además de confesores, ejercen como capellanes del monasterio, y cobran por ello cien fanegas de trigo. La madre Teresa confía sus planes a Julián de Ávila, su fiel capellán de San José. Se trata de ir a Salamanca, ver al visitador y llevarle una carta de la madre. En ella le pide, ¡nada menos!, que mande a fray Juan de la Cruz como confesor de la Encarnación. La encomienda no es fácil. Sabe el visitador de la resistencia de las monjas y, sobre todo, de la resistencia de los calzados. Tremenda debe de ser la situación espiritual de la Encarnación para que la madre quiera sacar a fray Juan del Colegio de estudiantes de Alcalá. Pero ella consigue todo lo que se propone. Y, a mediados de septiembre de 1572, fray Juan de la Cruz llega a la Encarnación. Dicen las crónicas que Teresa anunció a las monjas su llegada con palabras exultantes: «Traígoles un padre, que es santo, por confesor». Matrimonio espiritual La estancia de fray Juan de la Cruz en la Encarnación coincide con la plenitud mística de Teresa de Jesús, el matrimonio espiritual. Los últimos diez años, 1562-1572, han sido una etapa decisiva en su proceso espiritual. Durante esos años, Dios se vuelca en ella y la va preparando y disponiendo para el encuentro definitivo de la unión. La santa se deja 167
agraciar por la misericordia abrumadora del Amor. Porque Dios la abruma, la acosa, la seduce, la arrebata. Se ha hecho dueño absoluto de su vida. El enamoramiento y la purificación que describe en las sextas moradas del Castillo interior previos al matrimonio espiritual son totalmente biográficos. Y los silbos y llamadas inefables del Esposo, los éxtasis y arrobamientos, la antesala de la unión transformante. La puerta de las séptimas moradas está abierta. Dios puede entrar porque ya «no ha menester puerta por donde entre» [837]. Estamos en el momento cumbre del proceso espiritual teresiano. A ese momento cumbre va a asistir fray Juan de la Cruz. Casi diríamos que él es el causante. El hecho ocurrió el 18 de noviembre de 1572. La misma Teresa nos lo cuenta: «Estando en la Encarnación el segundo año que tenía el priorato, octava de San Martín, estando comulgando, partió la Forma el padre Fray Juan de la Cruz –que me daba el Santísimo– para otra hermana. Yo pensé que no era falta de Forma, sino que me quería mortificar, porque yo le había dicho que gustaba mucho cuando eran grandes las Formas (no porque no entendía no importaba para dejar de estar el Señor entero, aunque fuese muy pequeño pedacico). Díjome Su Majestad: “No hayas miedo, hija, que nadie sea parte para quitarte de Mí”, dándome a entender que no importaba. Entonces representóseme por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, y dióme su mano derecha, y díjome: “Mira este clavo que es señal que serás mi esposa desde hoy; hasta ahora no lo habías merecido; de aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía; mi honra es ya tuya y la tuya mía”»[838].
Por dos veces distintas, y en años también distintos, declara cómo recibe la merced del matrimonio espiritual. La primera, en la Cuenta de conciencia citada, escrita, seguramente, poco después de recibir la gracia. La segunda, cinco años más tarde, en las Moradas del castillo interior. En las dos ocasiones afirma que recibe la gracia en una visión de la sagrada Humanidad. A pesar de la intensa comunicación trinitaria, la Doctora mística señala claramente que la consumación esponsal se realiza con el Hijo de Dios encarnado y resucitado. Las dos declaraciones coinciden en la interioridad con que se realiza esa unión esponsal. Según la Cuenta de conciencia, Cristo se le representa «en lo muy interior»; en las séptimas moradas, la visión tiene lugar «en lo interior de su alma». Testigo de excepción es fray Juan de la Cruz. Desde que la madre Teresa lo ha llevado a la Encarnación como confesor, ella también se aprovecha de su dirección espiritual. No sabemos en qué momento le cuenta la merced recibida. Y tampoco sabemos las conversaciones íntimas que mantienen los dos místicos. Pero sí sabemos que la altísima experiencia teresiana y la no menos altísima sabiduría sanjuanista conjugan a la perfección y son los pilares de la mística cristiana. En la segunda redacción del Cántico Espiritual, escrita en 1586, después de morir Teresa de Jesús, el místico poeta canta cómo se prepara el alma para el matrimonio espiritual. Escribe en la canción 22: «Entrado se ha la esposa en el ameno huerto deseado y a su sabor reposa, el cuello reclinado sobre los dulces brazos del Amado».
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En la declaración que sigue a la poesía explica el santo que la esposa puede entrar en el ameno huerto, después de haber «puesto diligencias en cazar las raposas» y sosegar todos «los estorbos e inconvenientes que impedían el acabado deleite del estado del matrimonio espiritual». Sólo después de esa purificación, la esposa «ha llegado ya a este estado deleitoso del matrimonio espiritual». Y unas líneas más adelante, escribe: «El matrimonio espiritual es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida... Este es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar. Porque, así como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como dice la divina Escritura (Gén 2,24), así también, consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor» [839]. Hoy, como ayer, la doctrina de los dos grandes místicos sigue siendo complementaria y fundamental. Pero el matrimonio espiritual no aleja a la madre Teresa de la vida, ni de sus monjas de la Encarnación, ni de los conventos por ella fundados. Está atenta a las necesidades de unos y de otros. Inmersa en la experiencia trinitaria, vive la unión con Dios en una entrega ininterrumpida a Él y a los hermanos, y muestra la vertiente humana de su vivencia. Santa Teresa es el mejor ejemplo de que la mayor contemplación coincide siempre con la mayor donación. En Salamanca... Volvamos a las andanzas de la fundadora. No obstante su deseo, no la dejan salir de la Encarnación para que visite sus conventos reformados. Ha sido tan buena la experiencia de poner a una monja descalza al frente del monasterio de regla mitigada, que el visitador, Pedro Fernández, no quiere que se le estropee su hazaña. Sin embargo, en Salamanca, en Medina, en Pastrana, en Malagón y en Toledo las descalzas tienen problemas. El obispo de Ávila va a ver a la madre Teresa y soluciona algunas cosas con ella, pero no basta. Su presencia se hace necesaria. El visitador sigue diciendo que no. El obispo insiste. Acude incluso a la Santa Sede, y también ella niega el permiso para que salga de la Encarnación. Sin embargo, lo que no consiguen ni el obispo ni las monjas lo consigue la duquesa de Alba. El duque y su hijo están en Flandes luchando contra los protestantes, en servicio de España. La señora necesita consolar su soledad y tratar cosas de su alma con la madre Teresa. Y acude al rey Felipe II, que no puede negarse. Pide el permiso a Roma y Roma se doblega ante el rey. A primeros de febrero de 1573, la madre sale de la Encarnación y se dirige a Alba para acompañar y consolar a la duquesa. Entra primero en Salamanca para ver la casa de sus monjas, que sigue siendo un problema. En Alba pasa mucho tiempo con la señora. Y permanece varios días tratando con sus hijas, resolviendo sus problemas y consolando a la duquesa. La estancia en Alba dura poco. Tiene que regresar a la Encarnación, no olvida que es la priora. Con su vuelta, el monasterio recobra su ritmo y el fervor de la vida. La 169
cuaresma de ese año 1573 se vive con el fervor y la austeridad que ella ha conseguido imponer. A ese fervor contribuye la presencia y la actuación de fray Juan de la Cruz. Precisamente de esos meses de intensa vida espiritual guardan las crónicas del monasterio un suceso con aires de leyenda. Y es que han visto varias veces a la madre Teresa y a fray Juan, en el locutorio, arrobados, hablando de Dios. Entre tanto, las monjas de Salamanca siguen teniendo problemas muy serios con la casa. Consiguen que la fundadora vuelva a visitarlas. Y sale de la Encarnación en busca de una casa buena. Encuentran una, pero hay que hacer muchas obras. Tirar tabiques, levantar otros, ampliar espacios. Y, sobre todo, gastar mucho dinero. Parece que la madre sabe de todo porque planea las obras y aconseja y vigila a los albañiles. También se enfrenta con el dueño de la casa, que le pone muchas dificultades. Por fin, la víspera de san Miguel se trasladan a la nueva casa. La fundadora quiere que ese día se ponga el Santísimo Sacramento, que es su modo de inaugurar un monasterio. El traslado de las monjas es toda una aventura porque esa tarde llueve a cántaros. La techumbre de la capilla está mal tejada «y lo más de ella se llovía». La paciencia de Teresa llega al límite: «Yo os digo, hijas, que me vi harto imperfecta aquel día..., me estaba deshaciendo, y dije a nuestro Señor, casi quejándome, que o no me mandase entender en estas obras, o remediase aquella necesidad» [840]. El Señor oye la queja. El día de san Miguel amanece lleno de sol, se pone el Santísimo con toda solemnidad y muchas señoras principales de Salamanca acuden a ver a las monjas. Toda la ciudad vive el acontecimiento. Pero algunos con mucho disgusto. En el siglo XVI, en Salamanca como en el resto de España, no está bien visto que las mujeres salgan de casa y se metan en asuntos que consideran propios de los varones. Y en Salamanca hay una monja con fama de mística que planea obras y las dirige y levanta monasterios. El asunto de la monja fundadora es tema de comentario entre los profesores y alumnos de la Universidad más famosa de España. Hay, sobre todo, un teólogo, fray Bartolomé de Medina, catedrático de prima, que clama en las aulas contra esa «mujercilla». Según los teólogos, a la mujer sólo le queda el derecho de estarse en casa hilando y rezando. Esos comentarios no dejan indiferente a Teresa de Jesús que decide hablar con el impetuoso teólogo. Ella siempre busca quien le diga la verdad de su espíritu para no ser engañada. Si el fraile está en su contra, no se andará con remilgos. Consigue verlo, se confiesa con él, le abre su alma y le da a leer sus libros. Siempre pasa lo mismo. El teólogo queda prendado. Y cuando vuelve a las aulas, rectifica sus palabras y hace un encendido elogio de la monja andariega. No sólo eso, sino que se hacen muy amigos. Algún tiempo después, en 1576, cuando Teresa escribe en Sevilla su famosa Cuenta de conciencia para defenderse ante el Tribunal de la Inquisición, dirá: «También trató (ella) con el padre fray Bartolomé de Medina, catedrático de Salamanca, y sabía que estaba muy mal con ella..., y parecióle que este la diría mejor si iba engañada..., y procuró confesar con él y dióle larga relación de todo... y procuró que viese lo que había escrito, para que entendiese mejor su vida. Él la aseguró tanto y más que todos, y quedó muy su amigo» [841]. Tan amigo que un día que la duquesa de Alba le regala una trucha, le falta 170
tiempo para enviársela al fraile en señal de amistad. A pesar de ello, la fundadora siente mucha soledad en Salamanca. No está su gran amigo y apoyo de la fundación, el padre Martín Gutiérrez, que ha muerto a manos de los hugonotes del sur de Francia. Tampoco está su otro amigo, el jesuita Baltasar Álvarez. Y decide buscar un confesor también entre los padres de la Compañía. Elige al P. Jerónimo Ripalda, que ya en Ávila, catorce años antes, se había mostrado contrario a su modo de oración. Una vez más, el recelo del teólogo se convierte en veneración por Teresa. Sólo con descalzas Durante los pocos meses que permanece en Salamanca, le siguen llegando peticiones para fundar nuevos monasterios. Ahora llegan de Beas del Segura y de Segovia. Lo de Beas parece más improbable. Lo de Segovia, sí. Allí tiene amigos y les encarga que busquen una casa. Pero la madre sigue siendo priora de la Encarnación y tiene que volver allí. Sale de Salamanca, seguramente, a mediados de febrero de 1574. Antes pasa por Alba para ver a la duquesa que la necesita. En su camino hacia Ávila, se detiene en Segovia, pasa por Medina del Campo y llega a la Encarnación. Esta vez su estancia es breve. Le urge ir a Segovia. Pide permiso para pasar unos días en su conventito de San José. De allí se lleva a su sobrina, Isabel de San Pablo, y a otras monjas de varios conventos. Y de la Encarnación se lleva a fray Juan de la Cruz, el mayor tesoro. La madre no pierde tiempo. Parece como si el espíritu pusiera alas en los pies de aquel cuerpo tan débil. En Segovia la esperan. Y Segovia va a ser el primer monasterio que funde la madre Teresa sólo con monjas descalzas. En adelante, ya no necesita de la cantera de la Encarnación. Sin embargo, esa fundación no va a ser fácil. Aunque ya está la licencia del obispo y de la ciudad, la madre decide entrar por la noche y en secreto. Va muy enferma, «con harta calentura y hastío y males interiores de sequedad y oscuridad en el alma grandísima, y males de muchas maneras corporales, que lo recio me duraría tres meses, y medio año que estuve allí siempre fue mala» [842]. El 19 de marzo de 1574, se pone el Santísimo Sacramento en la casa y la fundadora la llama San José del Carmen. Pero la licencia sólo se ha dado de palabra. La madre ha confiado demasiado en sus amigos. El provisor de la ciudad se entera de la fundación, monta en cólera, llega al monasterio dando gritos, amenaza con llevarlos a todos a la cárcel y deja un alguacil a la puerta. Después busca a un clérigo para que quite el Santísimo, arranca los tapices y adornos, y destroza cuanto halla a su paso. Las monjas, el capellán, fray Juan de la Cruz, todos se miran asustados sin saber qué hacer. La madre Teresa permanece tranquila, «a mí nunca se me daba mucho de cosa que acaeciese después de tomada la posesión; antes eran todos mis miedos» [843]. Pasada la tormenta, las descalzas siguieron muchos meses sin el Santísimo hasta que pudieron comprar una casa, «no sin hartos pleitos» con «los frailes franciscos..., con los de la Merced y con el Cabildo». Todo se arregló con dinero. En abril tiene lugar otra aventura. Las pobres monjas del monasterio de Pastrana, que fundó la madre Teresa por deseo de la princesa de Éboli, no resisten más sus locuras. Y 171
la madre decide liberarlas. Ya adelantamos en páginas anteriores cómo traman ella y Julián de Ávila la huida de las monjas. El 7 de abril de ese año 1574, las trece descalzas de Pastrana llegan a Segovia. La madre se siente feliz por la liberación de sus hijas. Las recién llegadas suponen un buen refuerzo para el nuevo monasterio. La priora de Pastrana, Isabel de Santo Domingo, es nombrada priora de Segovia. Van llegando, además, muchas jóvenes que desean entrar en el Carmelo. En septiembre, el monasterio tiene veintidós monjas. Con tantos refuerzos, la madre Teresa puede pensar en nuevas fundaciones, especialmente la de Beas. En Segovia, su vida está marcada por la enfermedad corporal y por las abundantes gracias sobrenaturales. Contraste de luz y de sombras. Confiesa en una carta que «fue extremo los dos meses el gran mal que tuve; y era de suerte que redundaba en lo interior, para tenerme como una cosa sin ser» [844]. A pesar de tan «gran mal», las monjas son testigos de las gracias místicas que recibe. La ven especialmente absorta y arrobada en Dios después de comulgar. Pero también son testigos de las terribles penitencias que hace, no obstante sus grandes enfermedades. Ha elegido por confesor a fray Diego de Yanguas, que será su consejero hasta su muerte. A ratos perdidos rehace algunos trozos de las Meditaciones sobre los Cantares, fruto de sus altísimas experiencias místicas, y se lo enseña al confesor. El dominico, asustado por el tema del libro, se lo manda quemar. No obstante esa orden, el padre Yanguas sintió una gran veneración por la madre Teresa. En una ocasión, él mismo le dijo a Isabel de Santo Domingo que «cuando se quería recoger y aparejar para decir misa..., tomaba el brasero (el Libro de la Vida) y se calentaba a él» [845]. Los últimos días de septiembre de 1574 marcan el fin de su estancia en Segovia. Tiene que volver a la Encarnación porque se termina el tiempo de su priorato. La madre se despide de sus monjas y sale de Segovia muy de mañana. El 6 de octubre es la elección de la nueva priora. Aunque ahora las monjas de la Encarnación la quieren a ella, el provincial la manda a San José. Su llegada es una fiesta, pero todas saben que su estancia será breve. Hay nuevas fundaciones que hacer y muchos monasterios que visitar. De nuevo el vértigo de los viajes. En Valladolid asiste a la elección de la nueva priora. De Valladolid pasa a Medina del Campo. Y desde allí emprende el camino de Beas. Por donde pasa, la madre va escogiendo monjas para la nueva fundación. De Salamanca se lleva a Ana de Jesús. De las llegadas de Pastrana, elige a cuatro. Con ellas llega a Ávila. Parte luego a Toledo en lo peor del invierno. De allí se lleva dos monjas más. Y formada la numerosa comitiva con sus fieles amigos, Julián de Ávila y Antonio Gaitán, parten todos hacia Malagón. Allí escogerá, entre otras, a María de San José, su predilecta. Comienzan el camino hacia Beas. Tremendo camino en el que tendrán que soportar durísimas pruebas. Teresa ha dejado constancia de los trabajos que se pasaron en aquel viaje: «El gran cansancio..., con tan poca salud..., salimos de Malagón para Beas..., iba con calentura y tantos males juntos, que... mirando lo que tenía por andar y viéndome así..., decir: “Señor, ¿cómo tengo yo de poder sufrir esto? Miradlo Vos”» [846]. El 24 de octubre de 1575 se hace la fundación de Beas. Ya puede pensar en la de Caravaca. Tiene 172
sesenta años. Acabadas esas fundaciones, y después de tantos trabajos sufridos en ellas, la fundadora puede escribir con razón a sus hijas: «Plega a Su Majestad que nos dé abundantemente su gracia, que con esto no habrá cosa que nos ataje los pasos para ir siempre adelante en su servicio, y que a todas nos ampare y favorezca para que no se pierda por nuestra flaqueza un tan gran principio, como ha sido servido que comience en unas mujeres tan miserables como nosotras... Y si bien lo advertís, veréis que estas casas en parte no las han fundado hombres las más de ellas, sino la mano poderosa de Dios» [847]. Teresa de Jesús y Gracián En Beas del Segura tiene lugar un encuentro que marca los últimos ocho años de la vida de Teresa de Jesús, el encuentro con el P. Jerónimo Gracián. Encuentro que merece por sí solo un capítulo aparte. Porque se inicia entre los dos una relación de amor y de intimidad, una comunicación espiritual y mística que no tiene precedentes en su vida. La historia de esa amistad comienza en Beas a principios de 1575[848]. Jerónimo Gracián es un carmelita de apenas treinta años. Teresa de Jesús rebasa los sesenta. Nunca se han visto, aunque sí escrito. Hace tiempo que ella desea conocer al joven descalzo porque le han llegado muchas noticias en alabanza suya. Pero no lo suficiente a su juicio: «Según me contentó, no me parecía le habían conocido los que me le habían loado» [849]. Desde el primer momento, queda prendada de él. No tiene ningún recato en decirlo a sus hijas: «Ha estado aquí más de veinte días el padre maestro Gracián. Yo le digo que con cuanto le trato no he entendido el valor de este hombre. Él es cabal a mis ojos, y para nosotras mejor que lo supiéramos pedir a Dios... perfección con tanta suavidad yo no la he visto... Por ninguna cosa quisiera dejar de haberle visto y tratado tanto» [850]. De nadie ha dicho Teresa de Jesús cosas semejantes. Los días vividos con él en Beas quedan grabados en su mente como los más felices de su vida. Un año más tarde, escribe al mismo Gracián, empleando un seudónimo para nombrarle: «Nunca tendré mejores días que los que allí (en Beas) tuve con mi Paulo» [851]. Aquel encuentro «fue el comienzo, fulgurante y arrollador, de la amistad más grande gozada y sufrida por Teresa de Jesús» [852]. La pregunta es inevitable. ¿Por qué? ¿Qué la mueve para prendarse de un fraile tan joven cuando ella se encuentra ya en la plenitud de su vida humana y espiritual? ¿Por qué sigue manteniendo y alimentando esa amistad? El asunto ha sido tema de estudio por parte de muchos teresianistas, y seguramente ninguno ha sabido encontrar la respuesta. La más válida, a mi parecer, es la que ofrece M. Herráiz en el libro citado. Las relaciones de Teresa de Jesús «con el P. Gracián nos dan la definición exacta del amor y de la amistad. Y se convierte en prueba de que la gracia no rompe la psicología, antes la sana y la potencia. La asume para hacerla vehículo de esencias mejores» [853]. Estudiar esa amistad no es por simple curiosidad, por saber qué le ocurrió, sobre todo, a Teresa de Jesús. El estudio «tiene un alcance teológico: nos da los 173
presupuestos sobre los que se edifica la amistad humano-espiritual que da sentido a una vida y fecundamente la potencia para empresas más ambiciosas de entidad y entrega a todos» [854]. Lo esencial para comprender esa amistad es recoger y destacar el elemento sobrenatural del que arranca. Teresa de Jesús nos describe el hecho en una Cuenta de conciencia. Comienza contando la llegada del P. Gracián a Beas y sus primeras confesiones con él. Al principio son esporádicas, y no con la sumisión que tiene a otros confesores. Continúa diciendo: «Estando yo un día comiendo, sin ningún recogimiento interior, se comenzó mi alma a suspender y recoger.... Parecióme ver junto a mí a nuestro Señor Jesucristo de la forma que Su Majestad se me suele representar; y hacia su lado derecho estaba el mismo maestro Gracián. Tomó el Señor su mano derecha y la mía, y juntólas, y díjome que éste quería tomase en su lugar toda mi vida y que entrambos nos conformásemos en todo, porque convenía así» [855]. La visión deja a Teresa con la seguridad absoluta de que es cosa de Dios. Tan de Dios, que, aunque siente «terrible resistencia», no duda en anteponer la amistad con Gracián a la de dos confesores, también muy amigos suyos. Con esa seguridad, se determina a hacer lo que Dios le pide. Está segura de que esa visión no es engaño, «por la gran operación y fuerza» que hace en ella. Y porque, por dos veces seguidas, con diferentes palabras, el Señor le dice que no tema, «que Él quería esto». Al fin, se decide a hacerlo, «entendiendo era voluntad del Señor», y se determina a «seguir aquel parecer (el de Gracián) todo lo que viviese; lo que jamás había hecho con nadie» [856]. Teresa es consciente de que aquello es nuevo en su vida. Su sincera amistad con tantos confesores y letrados nunca la había atado a ellos. Ahora siente que Dios le pide algo distinto. Algo que tiene «en su génesis un carácter fuertemente teologal». Esa intervención de Dios coloca «la amistad de Teresa con Gracián a niveles de profundidad a que no había llegado ninguna hasta entonces, le da un carácter místico y pone una serena seguridad en el corazón de la madre Teresa» [857]. Es una amistad que se le da, y ella es la primera sorprendida. Pero la petición de Dios va más allá. Sólo un mes después de lo ocurrido en Beas, emprende el camino hacia la fundación de Sevilla. Va a fundar allí contra su voluntad, por expreso mandato de Gracián, que es ahora su provincial. En un descanso del camino, en Écija, la madre se retira a una ermita a rezar. Es el segundo día de la Pascua de Pentecostés. Teresa recuerda una gran merced que «le había hecho el Espíritu Santo» en esa fiesta. Y le viene «un gran deseo de hacerle un muy señalado servicio». No sabe cuál, pues hace muchos años que está atada por el voto de hacer lo más perfecto. Piensa entonces que puede hacer el voto de obediencia con más perfección. Y se le representa que al Espíritu Santo «le sería agradable prometer lo que ya tenía propuesto, de obedecer al padre maestro fray Jerónimo» [858]. La resistencia interior es inmensa. Porque con los superiores no se hace voto, ni hay que descubrir lo interior del alma. Esa obediencia supone perder la libertad interior y exterior. Ni siquiera las grandes dotes de Gracián son suficientes para convencerla. Aquello se le hace «una cosa recísima». Vale la pena conservar el 174
superlativo teresiano. Es claro indicio del apretamiento que sufre: «No me parece he hecho cosa en mi vida, ni el hacer profesión, que se me hiciese tan grave; salvo cuando salí de casa de mi padre para ser monja» [859]. La batalla dura un rato. El natural se resiste. Hasta se le olvida «lo que le quiero y las partes que tiene para mi propósito». Al fin triunfa la confianza en Dios. Y Teresa de Jesús toma una de esas determinaciones tan suyas, «me hinqué de rodillas y prometí de hacer todo cuanto me dijese (el P. Gracián) toda mi vida por hacer este servicio al Espíritu Santo» [860]. Gracián también se siente atraído por la madre y expresa claramente los efectos que ese amor produce en él: «Este amor tan grande que yo tenía a la Madre Teresa y ella a mí, en mí causaba pureza, espíritu y amor de Dios, y en ella consuelo y alivio para sus trabajos, como muchas veces me dijo, y así no querría que ni aún mi madre me quisiese más que ella. Bendito sea Dios que me dio tan buena amiga, que estando en el cielo, no se le entibiará este amor, y puedo tener confianza que me será de gran fruto» [861]. Para asegurarle de la pureza de ese amor, y para cortarle posibles escrúpulos, dos años después, Teresa de Jesús escribe a Gracián: «Dice (ella) que le quisiera besar muchas veces las manos y que le diga a vuestra paternidad que bien puede estar sin pena, que el casamentero (Dios) fue tal y dio el nudo tan apretado que sólo la vida le quitará, y aún después de muerta estará más firme, que no llega a tanto la bobería de la perfección, porque antes ayuda su memoria a alabar al Señor» [862]. La madre descubre en el joven carmelita enormes posibilidades, un tesoro todavía en «bruto» que ella quiere pulir. Gracián significa para Teresa la prolongación de sus deseos apostólicos. Una vocación que ella no puede realizar ministerialmente por ser mujer. Le confiesa en la misma carta: «Ahora ya le parece mayor la sujeción que en esto tiene, y más agradable a Dios, porque halla quien le ayude a llegar almas que le alaben, que es un tan gran alivio y gozo éste, que a mí me alcanza harta parte» [863]. Tiene muy claro que lo que los une y los «traba» es la gracia, el deseo de Dios, la vertiente espiritual, el «tesoro» que Dios ha puesto en el joven carmelita. Para la madre Teresa, Gracián es un regalo que Dios le hace para llenar su soledad y para reforzar la reforma de los descalzos, un poco tambaleante por aquellos años. Por eso le hace participar del liderazgo de la reforma del Carmelo. Pero tras esos valores a Teresa de Jesús se le va el corazón. Ejerce sobre él una protección maternal y él se siente apoyado por ella: «Quédele tan rendido, que desde entonces ninguna cosa hice grave sin su consejo» [864]. Pero al mismo tiempo, Gracián es para Teresa «su padre en quien se apoya, a quien consulta, cuya presencia desea y busca. Y la goza inefablemente cuando se le presenta la ocasión. Los demás amigos y confidentes de algún modo se eclipsan... Nadie llena el vacío que deja Gracián» [865]. La madre se le declara muchas veces «verdadera súbdita de vuestra paternidad. Bendito sea Dios que lo seré siempre, venga lo que viniere» [866]. Tal vez los términos «obediencia», «filiación espiritual», resulten pobres y excesivamente cortos para fijar y definir la comunión espiritual de Teresa-Gracián. Porque, en realidad, se sitúa en un nivel distinto: el de la amistad, el del trasvase de la experiencia divina entre «personas que tratan de lo 175
mismo», aunque estén en «grados» muy distintos de vida espiritual. El joven carmelita no puede ejercer ningún tutelaje espiritual sobre la fundadora, que ya está en la cumbre de la unión con Dios. Pero Teresa descansa en Gracián, que se convierte para ella en ese «desaguadero» que todos necesitamos. Él mismo lo cuenta: «Reprendiéndola yo un día porque me quería tanto y mostraba tanto regalo, me dijo muy riéndose: él no sabe que cualquier alma por perfecta que sea ha de tener un desaguadero. Déjeme a mí tener este que por más que me diga no pienso mudar el estilo que con él llevo» [867]. Teresa le confía su espíritu, le abre su alma, le cuenta sus experiencias íntimas, y Gracián le ofrece la seguridad de sus letras y sus deseos ardientes de Dios. «El amor de Teresa por Gracián desborda todos los calificativos, plenifica y ensancha su contorno, y da colorido único, suyo, teresiano, a todos los matices en los que se puede expresar el amor interpersonal... Es la definición misma del amor. En el caso teresiano... vale el centro, la entraña que lo provoca y engendra. Teresa vive a Gracián en el hondón del alma, lo lleva dentro como lo más suyo, en comunión de vida» [868]. Las numerosas cartas que le escribe nos muestran todos los matices de esa amistad: la intensidad con que vive y participa en sus trabajos, los dolores y las preocupaciones de su querido padre Gracián. Es tal la identidad que siente con él, que llega a emplear el término «nosotros» cuando habla de él. En una ocasión en la que le confía sus deseos de padecer más por Dios, Teresa le contesta entre irónica y seria: «Cáeme en gracia saber que ahora de nuevo tiene vuestra paternidad deseo de trabajos. Déjenos, por amor de Dios, pues no los ha de pasar a solas. Descansemos algunos días» [869]. Sin embargo, su amor a Gracián no le impide ver sus imperfecciones. Trata de ayudarle, busca la palabra oportuna, cariñosa pero valiente, para corregir sus posibles deficiencias: «Yo no querría que vuestra paternidad hiciese cosa que nadie pudiese decir que fue mal» [870]. Le advierte sobre unos problemas de gobierno en los que el joven carmelita no anda muy acertado: «Me tiene harto cansada; porque aunque le quiero mucho y muy mucho, y es santo, no puedo dejar de ver que no le dio Dios este talento. Ahora... sin más información quiere hacer y deshacer» [871]. La madre Teresa le puntualiza también algunas cosas sobre la oración que él le ha consultado: «Esta es la verdadera oración y no unos gustos para nuestro gusto no más... Pues lo que más agradare a Dios tendría yo por más oración» [872]. Y le advierte que tenga cuidado con su posible autosuficiencia y el partidismo con los frailes. La relación de consejos y advertencias que la fundadora da a Gracián en el Epistolario sería interminable. Ella que lo asocia a su obra reformadora, trata de moldearle según su ideal de carmelita descalzo. Quizá él no supo entender ni aprovechar el regalo que Dios le hacía con Teresa de Jesús. Y no pudo llegar a ser la obra maestra con la que ella soñaba. Sólo desde Dios se puede entender su comportamiento con el joven carmelita. «Desde esta perspectiva se ilumina el amor grandioso y torrencial de Teresa por Gracián: es Dios el origen y término que persigue... Nos es absolutamente necesario leer esta historia de amistad en clave teologal. De lo contrario... no entramos en Teresa de Jesús. Nos quedamos en los arrabales» [873]. 176
Hace unos años, una escritora francesa escribió sobre esa amistad: «Llegada al final de su existencia, Teresa de Jesús... no sólo ha conservado las características de su naturaleza de mujer, sino que ha visto cómo aumentaban. Paradoja incomprensible para un examen superficial, esta mujer consagrada al celibato, ha conocido una invasión de amor cuya plenitud deja muy detrás de ella las experiencias del amor humano. Dios no mutila a aquellos a quienes llama para la entrega total. Los perfecciona en un plano superior, mediante la paciencia y la verdad de la entrega. Esposa y madre, Teresa lo es espiritualmente de un modo admirable» [874]. Me gusta terminar este apartado compartiendo con el lector el juicio de M. Herráiz sobre la amistad de Teresa de Jesús con el P. Gracián: «Correr el riesgo del amor es más digno que cercenar por inhibición o miedo lo que, por voluntad de Dios forma parte esencial de nuestro ser... Teresa en este campo de la amistad, que ha escamoteado la teología espiritual o drásticamente la ha decapitado, es un ejemplo que no se puede ignorar para sacar de él los principios que deben cimentar la vida del creyente en Cristo en su compromiso de edificar la casa de la amistad» [875]. Fundación en Sevilla Dejamos a la madre Teresa camino de Sevilla. Ella sueña con la fundación de Madrid. Sin embargo, el P. Gracián se empeña en que vaya a fundar a la ciudad andaluza. A pesar de que ella «tenía algunas causas... bien graves para no ir a Sevilla», obedece. Sus temores no son infundados. En la oración «ha entendido» los sufrimientos que le esperan. La Inquisición está muy activa en Andalucía. El tiempo le demostrará al terco provincial su grave equivocación. Estamos a mediados de mayo de 1575. Acompañan a la fundadora seis monjas «de harto buenos talentos, y la que va para priora, harto para ello». Es María de San José, su gran amiga. Teresa sabe que necesita personas de temple para lo que les aguarda: «Eran tales almas que me parece me atreviera a ir con ellas a tierra de turcos, y que tuvieran fortaleza... muy ejercitadas en oración y mortificación; que como habían de quedar tan lejos, procuré que fuesen de las que me parecían más a propósito. Y todo fue menester según se pasó de trabajos» [876]. Van también con la madre sus fieles amigos, Julián de Ávila y Antonio Gaitán, además de los carreteros y mozos de mulas. El viaje a Sevilla va a durar nueve días. Viaje terrible que no es para describir aquí. Basta recordar los cuatro carros entoldados en los que viajan las monjas; el calor, el hambre y la sed; el sol abrasador de Andalucía; las horribles ventas y mesones; la enfermedad de la madre Teresa; los caminos desconocidos; el paso del río Guadalquivir, que casi acaba en tragedia; la entrada en Córdoba por debajo de las torres del Alcázar, sede de la Inquisición; Écija, donde Teresa hace el voto de obediencia al P. Gracián... Por fin, el 26 de mayo entran en Sevilla. También esta fundación merece un apartado especial. A pesar de ser la ciudad más populosa de la España del siglo XVI, el puerto obligado para las Indias y un emporio de riqueza, las descalzas van a sufrir allí mucha pobreza y estrechez. Y muchos trabajos. Para empezar, no hay licencia del arzobispo para la 177
fundación. No quiere más conventos de monjas pobres. Lo más que les permite es decir misa el día de la Santísima Trinidad; pero sin campanas. Sin embargo, la madre Teresa actúa como si tuviese el permiso. Se celebran los oficios divinos, llama al convento San José del Carmen y nombra priora a María de San José. Así pasan más de quince días. Teresa está muy incómoda. No puede entender que en una ciudad tan rica «haya menos aparejo de fundar» que en otros lugares más pobres. Incluso piensa en abandonar la ciudad: «Si no fuera por el padre comisario y el P. Mariano..., yo me tornara con mis monjas, con harta poca pesadumbre» [877]. Los dos descalzos están preocupados por la situación de las monjas. El uno por haber obligado a la madre a fundar allí. El otro por haberle ocultado la falta de la licencia del arzobispo. La narración que hace Teresa de Jesús de su estado de ánimo no tiene desperdicio: «Pensé algunas veces que no nos estaba bien tener monasterio en aquel lugar. No sé si la misma clima de la tierra, que he oído siempre decir (que) los demonios tienen más mano allí para tentar..., y en ésta me apretaron a mí, que nunca me vi más pusilánime y cobarde en mi vida» [878]. Andalucía no le cayó en gracia. Quizá el clima, quizá el carácter de los sevillanos, alegres y extrovertidos frente a la seriedad de los castellanos... Quizá algunas palabras poco oportunas dichas por las monjas delante de las señoras sevillanas que las reciben... El caso es que no encuentran casa ni quien les fíe. Por su parte, Gracián, desde Madrid, intenta ablandar al arzobispo para que conceda la licencia. Y le pide que visite a la madre Teresa, seguro de que cambiará de actitud. La visita se retrasa más de quince días. En esa situación, sin licencia, sin dinero para comprar casa y sin que nadie «nos fiase como en otras partes», al P. Gracián no se le ocurre otra cosa que mandar a la madre Teresa que salga de Andalucía para otros negocios. Ella siente «grandísima pena dejar a las monjas sin casa». En su agobio, acude a la oración y pide a Dios con insistencia que les dé casa a sus monjas. El Señor le contesta: «Ya os he oído; déjame a Mí» [879]. En agosto de ese mismo año, 1575, llega a Sevilla, procedente de las Indias, don Lorenzo de Cepeda, hermano de Teresa de Jesús. Hace más de treinta años que no se han visto. Es el hermano preferido, y, en ese momento, un verdadero regalo de Dios. Ya en otras ocasiones ha ayudado a los gastos de su hermana. Ahora va a ser un instrumento providencial. En medio de tantas preocupaciones, Teresa tiene una nueva experiencia de la presencia de la Santísima Trinidad en su alma: «Habiendo acabado de comulgar... se me dio a entender, y casi a ver (que fue cosa intelectual y pasó presto) cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que yo traigo en mi alma esculpidas, son una cosa. Por una pintura tan extraña se me dio a entender y por una luz tan clara, que ha hecho bien diferente operación que de sólo tenerlo por fe» [880]. La experiencia trinitaria la deja no sólo llena de luz sino con nuevos deseos de morir para poder gozar: «Son unas grandezas que de nuevo desea el alma salir de este embarazo que hace el cuerpo para no gozar dellas, que aunque parece no son para nuestra bajeza entender algo..., queda una ganancia en el alma..., sin comparación mayor que con muchos años de meditación, y sin saber entender cómo». Son muchas las gracias sobrenaturales que recibe durante esos 178
meses. El influjo de esas gracias en su vida es inmenso, «estas realidades, más que influir, son su vida espiritual, el núcleo central de todas sus experiencias» [881]. Su estancia en Sevilla es fuente constante de sufrimientos. Pero Dios está con ella. En un momento en que cree que le van a mandar a reformar otro convento, oye la voz del Señor: «¿De qué teméis? ¿Qué podéis perder sino las vidas que tantas veces me las habéis ofrecido? Yo os ayudaré» [882]. Y esa ayuda de Dios es constante, y constante su presencia en el alma de Teresa: «Estaba una vez recogida con esta compañía que traigo siempre en el alma y parecióme estar Dios de manera en ella, que me acordé de cuando san Pedro dijo: “Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo”; porque así estaba Dios vivo en mi alma» [883]. A esa presencia del Dios vivo acompaña la fuerza de la fe, «de manera que no se puede dudar que está la Trinidad por presencia y por potencia y esencia en nuestras almas. Es cosa de grandísimo provecho entender esta verdad». Ella queda sorprendida de ver tanta majestad en cosa tan baja como su alma. El Señor le encarece su dignidad: «No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen». La compañía de la Santísima Trinidad es habitual en su quehacer diario, y no sólo durante la oración: «Estando una vez con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no las sabré decir después. Entre ellas era cómo había la Persona del Hijo tomado carne humana y no las demás. No sabré... decir cosa de esto, que pasan algunas tan en secreto del alma» [884]. «La experiencia teresiana se ha centrado preferentemente en los misterios fundamentales del cristianismo: la Trinidad y la Encarnación del Hijo de Dios» [885]. El contenido dogmático de esa experiencia se puede sintetizar en tres cosas: que Dios es Uno y Trino; que las Personas son distintas; y que la Encarnación corresponde a la segunda Persona. Pero hay que decirlo una vez más. Entender significa para Teresa de Jesús, conocimiento infuso de Dios. Por eso insiste en que «era con tanta luz». Cuando al místico se le revela el misterio divino, el místico conoce y entiende. Pero también entiende que a tanta gracia debe corresponder una vida de entrega. Confiesa «cuan recio era el vivir» pues le impedía estar siempre «en aquella admirable compañía». Y pide a Dios que la ayude a sobrellevar esa vida. El Señor le dice: «Piensa, hija, cómo después de acabada (esta vida) no me puedes servir en lo que ahora, y come por Mí y duerme por Mí, y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivieses tú ya, sino Yo» [886]. La posesión del gozo vendrá después. Ahora es tiempo de trabajar. Al fin, la madre Teresa tuvo casa para sus hijas. Y el arzobispo se dignó visitarla. Ella no lo recibió con cumplidos: «Yo le dije el agravio que nos hacía... Me dijo que fuese lo que quisiese y como lo quisiese; y desde ahí adelante siempre nos hacía merced en todo lo que se nos ofrecía» [887]. Como todos esperaban, el encuentro cambió la actitud del arzobispo. Visita, casa y licencia. Y todos los meses, limosnas de pan y de dineros y de otras cosas. Y más. Porque la fundadora quiere hacer el cambio a la nueva casa con poco ruido, y no sospecha lo que va a ocurrir. Sus buenos amigos, el anciano prior de la Cartuja, fray Hernando de Pantoja, y el clérigo García Álvarez preparan la fiesta con 179
toda solemnidad. Como se hacen las cosas en Sevilla: altares, un surtidor con agua de azahar, música, calles adornadas, tiros de artillería y cohetes: «Parecióles que para que fuese conocido el monasterio de Sevilla, no se sufría sino ponerse con solemnidad... Entre todos concertaron que se trajese de una parroquia el Santísimo Sacramento..., y mandó el arzobispo se juntasen los clérigos y algunas cofradías y se aderezasen las calles» [888]. Y el arzobispo en persona llevando el Santísimo. Nunca tal se había visto en Sevilla. Al terminar la ceremonia, la madre Teresa se arrodilla ante el arzobispo y le pide su bendición. Luego ocurre lo inesperado. El propio arzobispo se arrodilla ante ella y le pide que lo bendiga. Sevilla entera contempla la escena conmovida. Es el 3 de junio de 1576. Días más tarde, Teresa le cuenta sus sentimientos a Ana de Jesús, priora de Beas: «Mire qué sentiría cuando viese un tan gran prelado arrodillado delante de esta pobre mujercilla, sin quererse levantar hasta que le echase la bendición en presencia de todas las religiones y cofradías de Sevilla» [889]. Sin embargo, Teresa no puede disfrutar de la nueva casa, ni descansar un poco. Esa misma noche deja a sus monjas y sale hacia Castilla obedeciendo la orden del P. Gracián. Ha pasado un año entero en Sevilla en una casa alquilada. Pero han pasado muchas más cosas. Volvamos unos meses atrás. Crisis con la autoridad Hace mucho tiempo que la relación entre los carmelitas calzados y los descalzos es muy tensa. A poco de fundar en Sevilla, el prior de los calzados pide a la madre las licencias con las que ha fundado el convento de las descalzas. Ella le muestra la patente que le había dado el P. General, fechada en Roma en abril de 1571, para fundar en todas partes. Los calzados se sosiegan. De momento. En agosto de 1575 llega Gracián a Sevilla. Ha estado en Madrid negociando los graves problemas de la descalcez. Su llegada es motivo de alegría para Teresa de Jesús y para los descalzos. A pesar de que en el Capítulo de Piacenza (Italia) se han anulado los poderes de los visitadores apostólicos, él llega a Sevilla como visitador apostólico apoyado por el nuncio Ormaneto. Los calzados se sublevan. La madre, que presiente la tormenta, le dice que conviene hacer una provincia aparte para los descalzos. Las cosas están muy mal. La tempestad va a estallar de un momento a otro. Los calzados reciben al visitador con mucha hostilidad. Teresa aconseja a Gracián que los trate con paciencia, «aunque no obedezcan». Pero prevalece la dura opinión del P. Mariano. Y el 21 de noviembre, el visitador entra por la fuerza a ver a los calzados. La tempestad estalla. La madre llega a temer por la vida del visitador. Casi no puede ni rezar. El Señor la anima: «“¡Oh mujer de poca fe, sosiégate, que muy bien se va haciendo!”. Era día de la Presentación de nuestra Señora... Propuse en mí, si esta Virgen acababa (=conseguía) con su Hijo que viésemos a nuestro padre libre... pedirle ordenase que... se celebrase con solemnidad esta fiesta en nuestros monasterios de descalzas» [890]. Los calzados se rinden, pero sólo en apariencia. La guerra contra los descalzos va a llegar hasta el extremo. Después de la actuación un tanto envalentonada del P. Gracián, los calzados desatan una campaña de terribles calumnias contra él y contra la madre 180
Teresa. «Algunos murmuraban de mí diciendo que estaba sujeto a una mujer, y otros decían cosas feas, de que yo me afligía demasiado, y ella (Teresa) se reía mucho de ver mi congoja, diciendo: “¡No me afrento yo, y se ha de acongojar él?”. A la verdad, si los que murmuraban conocieran a la Madre tan bien como yo, ni se recataran de su trato con título de castidad, ni dejaran de obedecerle y servirle a ella y a sus monjas» [891]. Pero Teresa sí se acongoja, y mucho: «Lo peor era estar disgustado conmigo nuestro padre general –que era lo que a mí me daba pena–..., con informaciones de personas apasionadas. Con esto me dijeron juntamente otras dos cosas de testimonios bien graves que me levantaban» [892]. Su preocupación es muy grande. En diciembre escribe a María Bautista que le ha pedido que le haga unos versillos: «No estamos para coplas... Encomienden mucho a nuestro padre a Dios, que hoy ha dicho una persona grave al arzobispo que quizá le matarán. Están que es lástima» [893]. La madre Teresa entra en crisis con la autoridad. El padre general, azuzado por malas informaciones, se enfrenta con ella. A pesar de los informes minuciosos que le ha dado sobre las fundaciones de Beas, Caravaca y Sevilla, está enfadadísimo. Los informes de la madre se cruzan con dos cartas terribles suyas, escritas el 17 de junio. Ella le contesta a vuelta de correo con toda serenidad y hace una verdadera apología de los descalzos, especialmente, de los PP. Gracián y Mariano. Le asegura que si los descalzos no fueran obedientes, ella «ni los vería ni oiría». Añade las «marañas» de los calzados, que «a vuestra señoría dicen uno, (y) acá dicen otro... Es una gente extraña. Yo, señor, miro lo uno y veo lo otro y sabe nuestro Señor que digo verdad, que creo son los más obedientes y lo han de ser los descalzos» [894]. La carta es una obra de arte. Rezuma sinceridad, elegancia y maestría. También dolor no contenido: «Cuando miro los grandes trabajos que han pasado y la penitencia que hacen –que realmente entiendo son siervos de Dios– dame pena se entienda que vuestra señoría los desfavorece». Y termina la carta con frases muy severas: «Encomiéndelo... a Su Majestad, y como verdadero padre olvide lo pasado y mire... que es siervo de la Virgen y que Ella se enojará de que... desampare a los que con su sudor quieren aumentar su Orden. Están ya las cosas de suerte que es menester mucha consideración» [895]. Pero la carta de la madre Teresa llega tarde. En el Capítulo General de Piacenza ya se han tomado duras decisiones contra los descalzos y contra ella. Del Definitorio General le llega la orden de retirarse a un convento, «tráenme un mandamiento dado en definitorio, no sólo para que no fundase más, sino para que por ninguna vía saliese de la casa que eligiese para estar, que es como manera de cárcel» [896]. La orden es sumamente grave. Lleva palabras de excomunión para los descalzos y descalzas a los que llama «apóstatas». No acaba así la reacción dolorida de Teresa. A finales de enero de 1576, escribe de nuevo al general de la Orden. La carta es una nueva defensa de los descalzos y de sí misma. Un derroche de dolor y un reproche no contenido contra su superior: «(Estos padres descalzos) cierto son hijos verdaderos de vuestra señoría, y en lo sustancial osaré decir que ninguno de los que mucho dicen que lo son les hace ventaja... Cuando estemos 181
delante del acatamiento (de Dios), verá... lo que debe a su hija verdadera Teresa de Jesús... Mire... que es de los hijos errar y de los padres perdonar y no mirar sus faltas» [897]. La carta continúa en términos cada vez más duros, y, a la vez, llenos de ironía. Le dice que conviene que le haga caso en las cosas que le cuenta, aunque sea mujer, porque ella está en España y él, no: «Quizá no las entienda vuestra señoría como yo que estoy acá y..., aunque las mujeres no somos buenas para consejos, alguna vez acertamos... Muchas más cosas quisiera decir en este caso, mas paréceme que hará más al caso suplicar a nuestro Señor dé a entender a vuestra señoría lo que esto conviene, porque de mis palabras hace días que... no lo hace». Y termina la carta con una despedida muy severa: «Y así se habrá de quedar mi descanso para aquella eternidad que no tiene fin, adonde verá vuestra señoría lo que me debe» [898]. El entendimiento con el general seguirá muy mal, y Teresa saldrá de Sevilla a primeros de junio de 1576 para dirigirse al monasterio que ella elige como «cárcel». La Inquisición acosa No es sólo crisis con la autoridad. Ni sólo problemas con los calzados. Son tantos los trabajos y sufrimientos de Sevilla... ¿Qué ha pasado en el nuevo convento desde su fundación? ¿Florece el Carmelo sevillano como otras fundaciones teresianas? Aunque al principio cuesta un poco, comienzan a llegar algunas jóvenes con deseo de ingresar en el monasterio. De entre esas vocaciones es preciso destacar el nombre, tristemente célebre, de doña María del Corro, unida a la vida de Teresa y de sus descalzas. La novicia es una mujer principal de Sevilla, entrada ya en años. Es tenida por señora respetable y de mucha santidad. En el monasterio pretende mantener su rango. Todo son excusas para no ser como las demás. Busca excepciones para todo, incluso para hablar y confesarse con clérigos. Las descalzas aguantan. La madre Teresa espera. Al final, perdida la esperanza de un cambio, expulsa de la comunidad a la novicia hacia finales de 1575. Resentida por su fracaso, María del Corro se une con un clérigo y acusa a la madre Teresa a la Inquisición. Es esta una de las páginas más dolorosas de su vida. Como señala E. Llamas en su estudio[899], «la acusación de fondo formulada contra su doctrina por Alonso de la Fuente ante el Consejo de la Inquisición, y por María del Corro ante el tribunal de Sevilla fue simple y llanamente esa: que enseñaba cosas de Alumbrados, que practicaba una oración mental que ponía como estilo de vida en sus conventos y que era idéntica a la de los alumbrados de Llerena; que la doctrina de sus libros era la misma que profesaban los adictos a la secta de los alumbrados en Extremadura y Andalucía» [900]. La acusación podía ser muy grave. Y dada la compleja situación espiritual de la España del s. XVI, no es difícil entender lo ocurrido ni se puede pasar por alto. Aunque la acusación contra la madre Teresa era infundada, sobre todo la acusación contra su doctrina, «es un hecho que está ahí» y que pertenece a la historia. Quizá durante mucho tiempo se ha querido ocultar esta página de la biografía teresiana por falta de objetividad. Los estudios y aportaciones de los historiadores modernos nos presentan, en cambio, a una Teresa de Jesús más humana y realista, «inmersa en las corrientes 182
espirituales de su tiempo y salpicada por ellas». Por eso no es aventurado decir que a la santa no la salvó su inocencia. Inocentes fueron otros escritores y clérigos de importancia –recordemos a fray Luis de León y a Carranza, arzobispo de Toledo–, y dieron con sus huesos en la cárcel de la Inquisición. A Teresa la salvaron «tanto y más que su propia ortodoxia» [901], sus amigos, que eran más poderosos e influyentes que sus acusadores. La noticia de la acusación llega primero al P. Gracián. Un inquisidor amigo suyo le reprende seriamente por haber llevado a las descalzas a Sevilla. Él tiembla y teme que la Inquisición aprese a la madre Teresa. Recuerda las razones que ella le dio para no fundar allí, y su obstinación en mandarla. Y teme que la Orden se destruya por su culpa. Sobre él pesan también acusaciones y calumnias muy graves de parte de los calzados, sobre todo, por su relación con la fundadora. Las hemos visto anteriormente. Además, ese mismo año, en Sevilla, la Inquisición ha llevado al cadalso a una beata, doña Catalina, tenida antes por santa. La madre Teresa intenta serenar a Gracián, que está muy preocupado y acude a verla para consolarse. Ella toma a broma la acusación y hasta palmotea en señal de alegría por su afán de padecer. Y le dice al asustado provincial: «Ojalá, padre, nos quemasen a todas por Cristo; mas no haya miedo, que en cosa de la fe por la bondad de Dios falte ninguna de nosotras; antes morir mil muertes» [902]. No se conserva el informe oficial que se presenta a la Inquisición. Por los trámites enviados al Tribunal de Madrid se puede saber algo de su contenido. Se acusa a Teresa de Jesús de practicar una doctrina nueva y supersticiosa, llena de embustes y semejante a la de los alumbrados de Extremadura. La Inquisición busca, sobre todo, el Libro de la Vida. Los inquisidores están seguros de que contiene engaños muy graves para la fe cristiana. El documento está fechado en Triana el 23 de enero de 1576[903]. A la madre le recomiendan que no se mueva de Sevilla por si llegan los inquisidores. Y los inquisidores llegan. Entre los acusadores sólo figura el nombre de doña María del Corro. Pero su clérigo confidente lanza por todo Sevilla acusaciones tremendas: «Decía por ahí: Que atábamos las monjas de pies y manos y las azotábamos; y pluguiera a Dios fuera todo como esto. Sobre este negocio, tan grave, otras mil cosas, que ya veía yo claro que quería el Señor apretarnos para acabarlo todo bien, y así lo hizo» [904]. Ante esas acusaciones, Teresa se mantiene tranquila. Se siente invadida por Dios y hasta llena de un gozo grande. Un día, estando en la oración, «sentí estar el alma tan dentro de Dios, que no parecía había mundo, sino embebida en Él. Dióseme aquí a entender aquel verso del Magníficat: Et exultavit spiritus, de manera que no se me puede olvidar» [905]. Pero ese contento interior no la priva del temor. Ella tiene motivos para temer más que nadie. Mientras la Inquisición acecha y los enemigos de su reforma sueñan con deshacer sus monasterios, oye la voz del Señor que le dice: «Eso pretenden, mas no lo verán, sino muy al contrario» [906]. No verán deshacerse la reforma. Sin embargo, el acoso de la Inquisición no cesa. La acusación que se formulaba contra la fundadora era doble, contra su persona y contra el manuscrito del Libro de la Vida. En él se declaraban muchas visiones y gracias sobrenaturales que los inquisidores no pasan por alto. Y quieren examinar a la monja. Se 183
forma un tribunal compuesto por tres letrados jesuitas. Se conservan dos Cuentas de conciencia que Teresa de Jesús escribe en su defensa, en 1576. La primera la dirige a uno de los jesuitas que forma parte del tribunal examinador, con quien se ha confesado alguna vez. En ella da cuenta de su oración y gracias sobrenaturales así como de los grandes letrados de toda España con los que ha consultado su espíritu. Comienza recordando sus primeros años de vida consagrada: «Esta monja ha cuarenta años que tomó el hábito, y desde el primero comenzó a pensar en la Pasión de nuestro Señor..., y en sus pecados, sin nunca pensar en cosa que fuese sobrenatural... porque se tenía por tal que aún pensar en Dios veía que no merecía. En esto pasó veintidós años con grandes sequedades, leyendo también en buenos libros» [907]. Continúa diciendo cuándo comienza a parecerle que tiene visiones y que le hablan interiormente. Pero asegura que «jamás vio nada ni lo ha visto con los ojos corporales, sino una representación como un relámpago; mas quedábasele tan impreso y con tantos efectos como si lo viera con los ojos corporales y más». Vienen después los nombres de los ocho primeros letrados con quienes ha tratado su espíritu. Son todos de la Compañía de Jesús. Alguno de ellos será santo. Nombra a los padres Francisco de Borja, Baltasar Álvarez, Ripalda y Pablo Hernández, que fue consultor de la Inquisición en Toledo. En todas las ciudades donde estaba, procuraba tratar con los letrados «que eran más estimados». Cita luego a otro futuro santo con el que trató mucho, fray Pedro de Alcántara. Pero no cita al maestro Juan de Ávila, el «apóstol de Andalucía», al que Teresa había enviado el Libro de la Vida. Él había confirmado su espíritu y asegurado mucho. Pero el famoso clérigo había escrito el Audi, filia, que estaba incluido en el Índice de libros prohibidos. No era oportuno nombrarlo. A continuación escribe la larga nómina de letrados de la Orden de Santo Domingo con los que también ha consultado su espíritu. Dice que le hicieron «hartas pruebas» porque todos deseaban acertar para darle luz, y después ellos mismos «la han asegurado y se han asegurado». Para el místico la experiencia no es lo primero, ni se fía sólo de ella. Busca siempre la confrontación con la palabra de Dios que le dan los teólogos. Por eso, confiesa humildemente de sí misma: «Jamás hizo cosa por lo que entendía en la oración, antes si le decían sus confesores al contrario, lo hacía luego y siempre daba parte de todo». Sigue declarando que desde que tuvo «cosas sobrenaturales», siempre se inclinaba hacia las cosas de más perfección, y casi siempre tenía «grandes deseos de padecer». Y enumera sus grandes trabajos, enfermedades y dolores. Dice que las palabras que oye de parte del Señor la dejan con una paz y un ánimo y una fortaleza como no la dejarían los confesores, «ni bastaran muchos letrados con muchas palabras para ponerle aquella paz y quietud». A la pregunta que le hace el letrado sobre una visión de Jesucristo, contesta: «La manera de visión que vuestra merced me preguntó es que no se ve cosa, ni interior ni exteriormente, porque no es imaginaria; mas sin verse nada entiende el alma quién es y hacia dónde se le representa, más claramente que si lo viese». Continúa describiendo el modo de esa visión y pone comparaciones para que el letrado lo entienda. Y reafirma lo dicho: «Acá... sin palabra exterior ni interior entiende el alma clarísimamente quién es y 184
hacia qué parte está, y a las veces lo que quiere significar». La Doctora mística concluye la Cuenta de conciencia con unas decisivas palabras: «Ello pasa así, y lo que dura (la visión) no puede ignorarlo; y cuando se quita, aunque más quiera imaginarlo como antes, no aprovecha, porque se ve que es imaginación y no presencia, que esta no está en su mano; y así son todas las cosas sobrenaturales» [908]. La segunda Cuenta de conciencia es una lección magistral de experiencia mística. Teresa de Jesús declara todos los grados de oración sobrenatural que ha experimentado. Comienza expresando lo dificultoso que es decir «estas cosas de espíritu» y que no es su intento pensar que acierta. Pero añade: «Mas lo que puedo certificar es que no diré cosa que no haya experimentado algunas y muchas veces» [909]. Describe la oración de recogimiento infuso o «recogimiento interior que se siente en el alma»; la oración de quietud y «paz muy regalada»; la oración de sueño de potencias, que «aunque no es del todo unión..., entiende el alma que está unida sola la voluntad», mientras que las otras dos potencias quedan libres para poder emplearse en el servicio de Dios. Declara la oración de unión en la que el alma «ninguna cosa puede obrar». En esa oración de unión, los sentidos están dormidos; «la voluntad ama más que entiende; mas ni entiende si ama ni qué hace..., no hay ninguna memoria ni pensamiento, ni aun por entonces (están) los sentidos despiertos, sino como quien los perdió para más emplear el alma en lo que goza». Distingue entre el arrobamiento y la suspensión, y señala los grandes efectos que dejan en el alma. Sigue la declaración del vuelo de espíritu y los ímpetus de amor de Dios que son «un deseo que da al alma algunas veces, sin haber precedido antes oración..., sino una memoria que viene de presto de que está ausente de Dios». Es esta pena la que le causa al alma el deseo de morir, «muere por morir de tal manera, que verdaderamente es peligro de muerte, y se ve como colgada entre cielo y tierra». Entre esos ímpetus, Teresa destaca una oración «a manera de herida, que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón... Causa un dolor grande que hace quejar, y tan sabroso que nunca querría le faltase». Finalmente, declara las visiones de la Santísima Trinidad: «Las Personas veo claro ser distintas..., salvo que no veo nada, ni oigo..., mas es con una certidumbre extraña, aunque no vean los ojos del alma, y en faltando aquella presencia, se ve que falta». Insiste en la distinción de las Personas divinas durante la visión trinitaria: «Aunque se dan a entender estas personas distintas por una manera extraña, entiende el alma ser un solo Dios» [910]. La defensa que hizo Teresa de Jesús de sí misma debió de dejar sorprendidos a los jesuitas-jueces de la Inquisición. Por sus declaraciones habían desfilado los nombres de los más preclaros teólogos de su tiempo, aprobando su espíritu. No obstante, el Libro de la Vida quedó en manos de la Inquisición durante mucho tiempo. Después de todo lo ocurrido, la madre Teresa sale de Sevilla a mediados de 1576, el mismo día en el que se inaugura la nueva casa. Y el mismo día en que el arzobispo la ha bendecido y le ha pedido su bendición delante de toda la ciudad. Todo son alabanzas para las descalzas. Pero la madre no puede disfrutar de su propia capilla, «no fue el Señor servido que siquiera oyese un día misa en la iglesia» [911]. Tiene que partir. Y lo hace 185
esa misma noche poniendo como pretexto el calor. Urge volver a Castilla para cumplir el mandamiento de los superiores. Sus monjas se quedan muy tristes y muy solas porque han pasado juntas muchos trabajos. La fundación de Sevilla ha sido la más costosa después de la de San José de Ávila: «Como habíamos estado aquel año juntas y pasado tantos trabajos..., que los más graves no pongo aquí... ninguna (fundación) me ha costado tanto como esta, por ser trabajos, los más, interiores» [912]. A la madre le cuesta dejar a sus hijas. Esta mujer de temple de acero tiene, sin embargo, un corazón muy tierno para la amistad. Y en Sevilla deja muchos amigos. Entre ellos, a María de San José, la priora del convento y una de sus monjas preferidas. La capacidad de amistad es una de las grandes lecciones teresianas: el amor encendido a Dios es compatible con los grandes amores humanos. Prueba de ello son las repetidas cartas que escribe a la priora a los pocos días de salir de Sevilla. Se preocupa de todas las monjas y le confiesa su cariño: «Yo les digo que, si alguna pena tienen por mi ausencia, que me lo deben bien. Plega el Señor se sirva de tantos trabajos y penas que dan dejar hijas tan queridas... Dios me la guarde, hija mía, y la haga muy santa» [913]. Y días más tarde, le escribe de nuevo: «Me enterneció... con que me quiera tanto como la quiero yo, le perdono (lo) hecho y por hacer... Créame que la quiero mucho... No dirá que no le escribo hartas veces. Haga lo mismo, que me huelgo mucho con sus cartas» [914]. De esa misma capacidad de amar tenemos muchos testimonios. Cuando escribe el Epílogo de las Fundaciones y pondera los grandes trabajos que se han pasado en ellas, vuelve a decir: «Pues... en dejar las hijas y hermanas mías, cuando me iba de una parte a otra, yo os digo que, como las amo tanto, que no ha sido la más pequeña cruz, en especial cuando pensaba que no las había de tornar a ver...» [915]. Quizá es este el momento de decir que la gran empresa del Carmelo no es obra exclusiva de Teresa de Jesús. Lo es también de sus descalzas. Ninguna empresa la realiza una persona sola. Sin las grandes mujeres que rodearon a la fundadora, no habría sido posible realizar aquella ingente obra. La figura de la madre Teresa ha ensombrecido la de sus hijas. Pero sería injusto olvidar la impresionante nómina de monjas que hicieron la reforma femenina de la Orden del Carmen: «Las trece pobrecillas» del primer monasterio de San José de Ávila; María Bautista, María de San José, Isabel de Santo Domingo, Ana de Jesús, Isabel de San Pablo, Inés de Jesús, Ana de San Bartolomé, su fiel enfermera, y otras muchas más. Sólo con unas mujeres dispuestas a todo pudo la fundadora llevar adelante la gran empresa del Carmelo. Y, aunque ahora sólo hablamos de la reforma femenina, no podemos silenciar tampoco el gran número de frailes que ayudaron a la madre Teresa y colaboraron con ella en las fundaciones, tanto de las descalzas como de los descalzos: fray Juan de la Cruz, el P. Antonio de Jesús, el P. Jerónimo Gracián, entre otros, y sus amigos incondicionales, Julián de Ávila y Antonio Gaitán. Sería necesario recordar los largos viajes por los tortuosos caminos de España; los carros entoldados; el frío y la nieve de Castilla; el sol abrasador de Andalucía; las dificultades para atravesar los ríos; las noches pasadas al raso o durmiendo sobre las losas de una ermita; los terribles mesones; el hambre; las persecuciones; los problemas con la Inquisición; la 186
incomprensión de los buenos... ¡Tantas cosas sólo se hacen con personas de mucha talla espiritual! «Estuvo a punto de acabarse todo» La madre Teresa piensa escoger el monasterio de San José de Ávila para cumplir la orden de su encerramiento. Antes pasa por Malagón para solucionar problemas de la casa y luego se dirige a Toledo. Allí, cerca de la corte, le resulta más fácil vigilar las trapisondas de los calzados y ayudar a sus descalzos. Sobre todo, puede orar y escribir. Entre las cosas que escribe figura la Visita de descalzas que le pide Gracián y la continuación de las Fundaciones. Y, sobre todo, escribe su gran obra, las Moradas del castillo interior. Lo más impresionante de ese gran libro místico son las circunstancias externas en las que escribe y su mala salud. «Desde febrero de 1577, crecen en Teresa sentimientos de angustia y desaliento y vuelve a experimentar una fuerte crisis psíquica, quizá la más grave de su vida» [916]. Sufre grandes dolores de cabeza como declara en el prólogo del libro. Le cuesta obedecer la orden de escribir: «Lo uno, porque no me parece me da el Señor espíritu para hacerlo ni deseo; lo otro, por tener la cabeza tres meses ha con un ruido y flaqueza tan grande que aun los negocios forzosos escribo con pena» [917]. Durante su estancia en Toledo tiene la ayuda del canónigo Dr. Velázquez. Anda todavía con algunos temores y como sabe que «era muy gran letrado y siervo de Dios», le importuna para que tome en cuenta su alma: «Yo le traté con toda llaneza mi alma..., hízome gran provecho, porque me aseguraba con cosas de la Sagrada Escritura, que es lo que más a mí me hace al caso, cuando tengo la certidumbre de que lo sabe bien..., junto con su buena vida» [918]. Aunque Teresa no lo sabe, Toledo será su «cárcel» durante mucho tiempo. Desde la celda que le sirve de prisión escribe infinidad de cartas a unos y a otros. Aconseja, prevé problemas e intenta solucionarlos. Maneja los hilos de la reforma y procura esquivar los golpes de la persecución. Se calcula que, durante los últimos diez años de su vida, escribió unas quince mil cartas, aunque apenas se conservan unas quinientas. Cartas dirigidas al rey Felipe II, a sus superiores, sus descalzos, sus amigos, las monjas de sus conventos y hasta a la más humilde de sus descalzas. «Curiosa guerra ésta de los carmelitas cuyo más eficaz estratega es una monja escondida en el barrio toledano de San Nicolás» [919]. Pero la relación entre los calzados y los descalzos es cada vez más tirante. En Roma, las cosas de estos se complican. El general de la Orden se cae de una mula y se destroza una pierna. A partir de ese momento, ya no sabe lo que ocurre en España y se deja aconsejar por los enemigos de los descalzos. Animado por el Capítulo General de Piacenza, envía como Vicario general de toda España a Jerónimo Tostado, un portugués ladino y demoledor. Su nombramiento no es bien recibido en la corte de Felipe II, y la Orden del Carmen se encuentra ahora en España a merced de dos bandos contrarios. Los males se acumulan. El provincial de Castilla convoca un Capítulo e invita a los descalzos pero de modo que lleguen tarde. Ante esa maniobra, el P. Gracián y sus 187
descalzos celebran su primer Capítulo en Almodóvar. La madre Teresa se alegra del éxito: «Vengamos a lo del capítulo, que vienen contentísimos, y yo lo estoy muy mucho de cuán bien se ha hecho, gloria sea a Dios» [920]. Sigue deseando una provincia aparte para los descalzos pero dependiendo del general de la Orden: «También me contentó mucho de la traza que se daba de procurar la provincia por vía de nuestro padre general..., porque es una guerra intolerable andar con disgusto del prelado» [921]. Sin embargo, en 1577, muere el nuncio Ormaneto, que ha sido el defensor de los descalzos. Y llega a Madrid el nuevo nuncio, Felipe Sega, que trae el propósito de acabar con los descalzos. Teresa escribe muy entristecida: «Murió un nuncio santo, que favorecía mucho la virtud, y así estimaba los descalzos. Vino otro, que parecía le había enviado Dios para ejercitarnos en padecer..., comenzó a tomar muy a pechos a favorecer los calzados..., enteróse mucho en que era bien no fuesen adelante estos principios (de la reforma), y así comenzó a ponerlo por obra con grandísimo rigor» [922]. Con tanto rigor, sigue diciendo, que «a los que le pareció le podían resistir», los encarceló y los desterró. La situación se agrava por días. Al nuncio se le une el vicario de la Orden, Jerónimo Tostado, que arremete contra Teresa de Jesús. En esa situación, ella decide poner el convento de San José bajo la jurisdicción de la Orden. Aunque el momento no es el más oportuno por temor al vicario, entiende en la oración que es mejor así: «Díjome nuestro Señor que convenía que las monjas de San José diesen la obediencia a la Orden» [923]. El asunto es delicado porque el convento se fundó bajo la obediencia del obispo de Ávila. Sólo el tacto de la madre lo puede solucionar. A mediados de 1577 se dirige a Ávila, habla con el obispo, y el P. Gracián recibe de don Álvaro de Mendoza la obediencia del primer convento teresiano. Nuevas complicaciones. En la Encarnación hay que elegir priora de nuevo, y las monjas piensan en la madre Teresa. Pero el Tostado avisa al provincial de los calzados para que de ninguna manera lo consienta, «poniendo excomunión a cualquiera que votase por monja fuera de casa». Fuera de casa está ella en ese tiempo, pero pertenece a esa casa. El día de la votación se presenta el provincial con una carta del Vicario general. Es mejor leer cómo lo describe Teresa a la priora de Sevilla, para comprender lo ocurrido en el monasterio: «Por orden del Tostado, vino aquí el provincial de los calzados a hacer elección... y traía grandes censuras y descomuniones para las que me diesen a mí voto... Votaron por mí cincuenta y cinco monjas; y a cada voto que daban el provincial las descomulgaba y maldecía y con el puño machucaba los votos y les daba golpes y los quemaba» [924]. Así también lo cuentan las crónicas. Cada vez que salía un voto a favor de la madre, «el provincial y su compañero echaban maldiciones..., tanto que estábamos admiradas de tales maldiciones nunca leídas... Martilleaba (el provincial) con una llave grande... y acabados de leer los votos, los quemó con grande ira» [925]. Cincuenta y nueve monjas votan a favor de doña Teresa. Treinta y nueve a favor de doña Juana del Águila, la priora impuesta por el provincial. Este les dice que si votan por segunda vez, las perdonará. Las monjas se niegan, ya han votado. Al día siguiente, vuelve el provincial. Las monjas se niegan de nuevo. Enfurecido, las echa fuera y las excomulga. Sale elegida 188
«su» priora. A las monjas «rebeldes» las tuvo cincuenta días castigadas, «sin oír misa ni entrar en el coro... y que (no) les hable nadie, ni los confesores ni sus mismos padres» [926]. El escándalo es enorme. Toda la ciudad de Ávila sabe lo que pasa en el monasterio de la Encarnación. Teresa se lamenta de lo sucedido y del sufrimiento de las monjas, y escribe poco después a un amigo: «He sentido muy mucho ver por mí tanto desasosiego y escándalo de la ciudad y tantas almas inquietas, que las descomulgadas eran más de cincuenta y cuatro. Sólo me ha consolado que hice todo lo que pude por que no me eligiesen» [927]. No contento con esa fechoría, el Vicario piensa que hay que quitar a los confesores descalzos de la Encarnación. La noche del 2 de diciembre de 1577, ordena la prisión de fray Juan de la Cruz y fray Germán de San Matías. La madre Teresa recibe la noticia en Toledo, angustiadísima. Los calzados son capaces de todo. Hasta de matarlos. De hecho, nadie sabe dónde están. Y escribe al rey Felipe II suplicándole ayuda: «A mí me tiene muy lastimada verlos en sus manos (de los calzados), que ha días que lo desean, y tuviera por mejor que estuvieran entre moros, porque quizá tuvieran más piedad. Y este fraile (Juan de la Cruz) tan siervo de Dios, está tan flaco de lo mucho que ha padecido, que temo su vida. Por amor de nuestro Señor suplico a vuestra majestad mande que con brevedad le rescaten y que se dé orden como no padezcan tanto con “los del paño” estos pobres descalzos todos, que ellos no hacen sino callar y padecer, y ganan mucho; mas se da escándalo al pueblo» [928]. Teresa sabe que el rey es el mayor defensor de la reforma teresiana. Por eso continúa explicándole el daño que están haciendo los calzados: «Sea Dios bendito, que los que habían de ser medio para (evitar) que fuese ofendido lo sean para tantos pecados, y cada día lo harán peor. Si vuestra majestad no manda poner remedio, no sé en qué ha de parar, porque ningún otro tenemos en la tierra». Pero el rey no puede entrar en la intimidad de los conventos. Los calzados podrían alegar en contra la inmunidad religiosa. Durante los primeros meses de 1578, el Tostado va ganando terreno a los descalzos. Cuenta con el apoyo total del nuncio Sega, que quiere acabar también con la fundadora, a la que llama despectivamente «fémina, inquieta y andariega». Los frailes descalzos, y Gracián con ellos, se van rindiendo poco a poco. Se cruzan breves y contrabreves del nuncio y del rey. Los descalzos no saben a quién obedecer. Gracián está agotado. La madre Teresa mantiene la fe en esos momentos de tan duros sufrimientos, y le escribe: «¡Oh, qué buenos tesoros estos, mi padre! No se compran por ningún precio, pues por ellos se gana tan gran corona. Cuando me acuerdo que el mismo Señor nuestro y sus santos fueron por este camino, no me queda sino tener envidia a vuestra paternidad» [929]. Y líneas más adelante, insiste: «No hay que temer, mi padre, sino alabar a Dios que nos lleva por donde él fue». Pero la situación es gravísima. Y como los calzados vigilan la correspondencia entre Teresa y Gracián, deciden emplear nombres cifrados. Teresa es «Ángela» o «Laurencia»; Gracián, «Paulo» o «Eliseo»; los descalzos, «águilas»; los calzados, «gatos» o «aves nocturnas»; las monjas calzadas, «cigarras»; las descalzas, «mariposas»; fray Juan de la Cruz, «Séneca»; Jesucristo, «José» y el demonio «Patilla». 189
En su desconcierto, los descalzos convocan un desastroso segundo Capítulo en Almodóvar del Campo. Quieren elegir un provincial, ya que el nuncio ha destituido al P. Gracián. Es como independizarse por su cuenta. La madre Teresa no aprueba esa reunión y les pide que al menos no elijan provincial. Pero no le hacen caso. Y el Tostado, enfurecido, anula las decisiones del Capítulo y somete a los descalzos y descalzas de Castilla y Andalucía a los provinciales calzados. Gracián es encarcelado en el Colegio de Alcalá. La reforma teresiana está seriamente amenazada. Las Navidades de 1578 son las más amargas de la vida de Teresa. Se las pasa llorando. No tiene fuerzas ni para comer. La situación es terrible. Sus palabras no dejan lugar a dudas: «Sepa que dicen (los calzados) que me han de llevar a otro monasterio. Si fuese de los suyos, ¡cuán peor vida me darían que a fray Juan de la Cruz! Yo pensé si me enviaban hoy alguna descomunión... ¡No merezco tanto como fray Juan para padecer tanto!» [930]. Pero no se queda inactiva, y escribe a todos sus amigos en favor de los descalzos. La nobleza española se levanta en su ayuda. Felipe II toma cartas en el asunto y nombra un Consejo real para que controle la actuación del nuncio y se juzguen las cosas serenamente: «Nuestro católico rey don Felipe II tomó la mano a favorecernos de manera que no quiso juzgase sólo el nuncio nuestra causa, sino dióle cuatro acompañados, personas graves –y tres religiosos– para que mirase nuestra justicia» [931]. Esos consejeros reales admiran a la madre Teresa y su obra reformadora. Entre ellos hay un viejo amigo suyo: «Era el uno de esos el padre maestro fray Pedro Fernández, persona de muy santa vida, y grandes letras y entendimiento... En viendo yo que el rey le había nombrado, di el negocio por acabado, como por la misericordia de Dios lo está» [932]. El nuncio tiene que firmar un laudo a favor de los descalzos, anula las facultades que había dado a los provinciales calzados y nombra como vicario provisional de los descalzos a fray Ángel de Salazar, ya conocido por nuestros lectores. Teresa de Jesús comienza a recobrar la esperanza. Al fin, después de dos años de angustias y sufrimientos, el 22 de junio de 1580, el papa Gregorio XIII promulga el Breve Pia consideratione por el que se ordena la separación de los descalzos en una provincia propia. Es la victoria de la obra reformadora de Teresa de Jesús. Con el corazón gozoso, escribe a María de San José: «ya está el breve dado al embajador del rey..., y le traerá el correo con que él escribe; y así tenemos cierto que está ya en poder del rey. Escribe la sustancia que trae y es muy copioso. Sea Dios alabado, que tanta merced nos ha hecho; bien pueden darle gracias» [933]. Felipe II recibe el breve con mucha satisfacción y dispone que dos clérigos distinguidos preparen el Capítulo General de los descalzos. Se abre en Alcalá, en marzo de 1581, y eligen primer provincial de la «descalcez» al P. Gracián, que es el candidato de la madre Teresa. El gozo de todos es inmenso. Cuenta la tradición que la fundadora exclamó jubilosa: «Ahora, Señor, no soy menester en este mundo; bien me podéis llevar cuando quisiereis». Pero todavía es necesaria. Con tantos sufrimientos y persecuciones, han pasado cuatro años sin hacer nuevas fundaciones. Al narrar la de Villanueva de la Jara, resume 190
un poco lo ocurrido y explica las causas: «Acabada la fundación de Sevilla, cesaron las fundaciones por más de cuatro años. La causa fue que comenzaron grandes persecuciones muy de golpe a los descalzos y descalzas, que aunque ya había habido hartas, no en tanto extremo, que estuvo a punto de acabarse todo» [934]. Por eso, recordando todo lo vivido, les puede decir a sus hijas: «Entiendan las monjas que vinieren cuán obligadas están a llevar adelante la perfección, pues hallan llano lo que tanto ha costado a las de ahora; que algunas de ellas han padecido muy mucho en estos tiempos» [935]. En el centro del castillo Desde 1572, Teresa de Jesús está viviendo ya en el centro del castillo. Ha llegado a esa morada interior donde Dios vive y la ha unido con Él en matrimonio espiritual. Inmersa en la experiencia trinitaria de un modo permanente, vive esa unión en una entrega ininterrumpida a Dios y en servicio de sus hermanos. En páginas anteriores la hemos visto sufriendo los tormentosos años de lucha en defensa de la reforma. Conseguida la paz entre los descalzos y calzados, el provincial, Ángel de Salazar, convertido un poco a la causa de la madre, piensa que debe proseguir sus viajes. Y le traza un plan. Desde Ávila, pasando por Medina, irá a Valladolid para consolar a la familia del obispo Mendoza, que sufre una situación dolorosa. Y así podrá ver a sus monjas. De Medina, a Salamanca, para comprar una casa nueva para las descalzas. Luego, una escapada a Alba y, vía Toledo, llegará a Malagón, donde el asunto del monasterio todavía no está resuelto. El plan del provincial es estupendo. Antes de Navidad, la madre Teresa habrá podido visitar seis conventos suyos. ¡Claro que el provincial no tiene en cuenta la salud y los años de la pobre fundadora! A pesar de todo, ella se pone en camino. La acompaña Ana de San Bartolomé, convertida en su fiel enfermera desde que Teresa se rompió el brazo y quedó bastante inútil. Enferma y vieja y con el brazo machucado, cumple el plan trazado por el provincial. En la Navidad de 1579, el monasterio de Malagón queda concluido. Pero ni aún así termina su andadura. Desde hace cuatro años, le están llegando noticias de Villanueva de la Jara, un pueblecito apenas conocido, situado en la cuenca del río Júcar. Allí viven once mujeres encerradas en la ermita de Santa Ana, y quieren ser carmelitas. Cada vez que sale el tema, la madre Teresa sonríe con ironía y aduce muchas razones en contra: la lejanía, el número de mujeres, la pobreza... Pero los frailes que conocen a las devotas de Villanueva la importunan una y otra vez. Ella hace lo de siempre, considerarlo en la oración. Y un día, «acabando de comulgar... me hizo su Majestad una gran reprensión, diciéndome que con qué tesoros se había hecho lo que estaba hecho hasta aquí; que no dudase de admitir esta casa, que sería para mucho servicio suyo y aprovechamiento de las almas» [936]. Y como la palabra del Señor no sólo ilumina «para entender la verdad» sino que «dispone la voluntad para querer obrarlo», Teresa se determina a hacer la fundación. Busca monjas adecuadas, lo encomienda mucho a Su Majestad, y en febrero de 1580 sale de Malagón. La monja vieja y enferma 191
siente de pronto renacer la salud. Teresa se «espanta» del cambio operado en ella, y escribe: «consideraba lo mucho que importa no mirar nuestra flaca disposición, cuando entendemos se sirve al Señor, por contradicción que se nos ponga delante». Su Majestad tiene poder para hacer fácil lo difícil, y cuando eso no sea posible, «será lo mejor padecer para nuestra alma, y puestos los ojos en su honra y gloria, olvidarnos a nosotros. ¿Para qué es la vida y la salud sino para perderla por tan gran Rey y Señor?» [937]. A pesar de «su flaqueza y ruindad», no recuerda haber temido o dudado nunca. Siempre se ha arrojado «a lo que entendía era mayor servicio (de Dios), por dificultoso que fuese. Bien claro entendía que era poco lo que hacía de mi parte, (pero) no quiere más Dios de esta determinación para hacerlo todo de la suya». La fundación de Villanueva de la Jara se hace el 21 de febrero de 1580. A pesar de la enfermedad... Apenas repuesta del viaje, el provincial le manda ir a Valladolid. Su gran amigo y bienhechor, don Álvaro de Mendoza, es ahora obispo de Palencia y desea que se haga allí una fundación de descalzas. Pero en agosto, la pobre Teresa enferma gravemente y queda aviejada, «dióme una enfermedad tan grande que pensaron muriera» [938]. A pesar de los cuidados de la priora, no mejora y la fundación de Palencia no puede hacerse. Está pendiente también la de Burgos. Teresa no puede más y se queja muchas veces al Señor de «lo mucho que participa la pobre alma de la enfermedad del cuerpo» [939]. Aquí nos muestra la santa el gran conocimiento que tiene de la interrelación cuerpoalma. Porque si la enfermedad aprieta, «uno de los grandes trabajos y miserias de la vida me parece es este, cuando no hay espíritu grande que le sujete». Por el contrario, «padecer grandes dolores, aunque es trabajo, si el alma está despierta, no lo tengo en nada, porque está alabando a Dios y considera que vienen de su mano» [940]. «Padecer» por un lado y no obrar el espíritu, «es terrible cosa, en especial si es alma que se ha visto con grandes deseos de no descansar interior ni exteriormente, sino emplearse toda en servicio de su gran Dios». En esa situación se encuentra, aunque ya en convalecencia, «mas la flaqueza era tanta, que aun la confianza que me solía dar Dios en haber de comenzar estas fundaciones tenía perdida» [941]. Todo le parece imposible. No son suficientes para animarla ni las palabras del confesor ni las de la priora de Valladolid. En esos momentos «no bastan las gentes ni los siervos de Dios». Viendo su miseria, reconoce Teresa que todo es obra de Dios. Así «se entenderá muchas veces no ser yo quien hace nada en estas fundaciones, sino quien es poderoso para todo. «Y como “el poderoso” desea esas fundaciones, un día, después de comulgar, le dice a modo de reprensión: “¿Qué temes? ¿Cuándo te he yo faltado? El mismo que he sido soy ahora; no dejes de hacer estas dos fundaciones”» [942]. La palabra de Dios la llena de fuerza y energía. Teresa se pone en camino: «Así quedé determinada y animada, que todo el mundo no bastara a ponerme contradicción y comencé luego a tratar de ello y comenzó nuestro Señor a darme medios». El 29 de 192
diciembre de ese año 1580, se funda el monasterio de Palencia. En esa ciudad está cuando llega el breve de Roma por el que se concede provincia aparte a los descalzos y se celebra el Capítulo en Alcalá. Su gozo es indescriptible: «Me dio uno de los grandes gozos y contentos que podía recibir en esta vida, que había más de veinticinco años, que los trabajos y persecuciones y aflicciones que había pasado... sólo nuestro Señor lo puede entender» [943]. La fundadora aprovecha la circunstancia para hacer un fuerte llamamiento a la santidad a sus monjas y frailes descalzos: «Ahora estamos todos en paz, calzados y descalzos... Por eso..., hermanos y hermanas mías..., prisa a servir a Su Majestad... Ahora comenzamos, y procuremos ir comenzando siempre de bien en mejor. Miren que por muy pequeñas cosas va el demonio barrenando agujeros por donde entren las muy grandes... Pongan siempre los ojos en la casta de donde venimos, de aquellos santos profetas: ¡Qué de santos tenemos en el cielo que trajeron este hábito! Tomemos una santa presunción, con el favor de Dios, de ser nosotros como ellos» [944]. Acabado el Capítulo de Alcalá, la madre Teresa siente que ha cumplido su misión en la tierra y que su vida ya no es necesaria para la Orden. Y escribe a su amiga, María de San José: «Ahora, mi hija, puedo decir lo que el santo Simeón, pues he visto en la Orden de la Virgen, nuestra Señora, lo que deseaba; y así les pido... no rueguen ni pidan mi vida, sino que me vaya a descansar, pues ya no les soy de provecho». Pero todavía es necesaria. Falta hacer la fundación de Soria y la de Burgos. Y la de Madrid... Y es que antes de llegar a Palencia ya ha recibido una invitación del obispo de Soria, don Alonso Velázquez, para que funde un monasterio en aquella ciudad. El obispo es un antiguo confesor suyo al que había confiado su espíritu mientras estuvo en Toledo. Dice de él que era «muy gran letrado y siervo de Dios». No puede negarse. Incluso confiesa que la prisa por fundar en Soria se debe al deseo de verle, «porque... tenía deseo de comunicar con él algunas cosas de mi alma y de verle, que del gran provecho que la hizo, le había yo cobrado mucho amor» [945]. Se encamina a Soria con una comitiva excepcional, diez monjas, tres capellanes, dos frailes descalzos y un gran número de mozos. El viaje es tranquilo. Pero la madre Teresa anima a sus monjas porque esa ciudad está mal comunicada con las del resto de Castilla: «Mis hijas, llegadas a Soria que es el fin del mundo, no hay volver atrás, sino caminar adelante a trabajar por Dios... adelante, sí; atrás ninguna ha de volver» [946]. La entrada en la ciudad no puede ser mejor: «Llegamos a Soria como a las cinco de la tarde. Estaba el santo obispo en una ventana de su casa..., de donde nos echó su bendición, que no me consoló poco, porque de perlado y santo (es tenido) en mucho» [947]. El monasterio de la Santísima Trinidad de Soria se funda el 14 de junio de 1581. Unas semanas antes, Teresa había escrito una Cuenta de conciencia al mismo obispo de Soria, don Alonso Velázquez. Es el último testimonio personal escrito que conservamos. Como está fechada a mediados de mayo de 1581, nos muestra su estado espiritual en los últimos meses de su vida: «¡Quién pudiera dar a entender bien a vuestra señoría la quietud y sosiego con que se halla mi alma!; porque de que ha de gozar de 193
Dios tiene ya tanta certidumbre, que le parece goza el alma que ya le ha dado la posesión, aunque no el gozo» [948]. Siente que «está como en un castillo con señorío, y así no pierde la paz». Esa paz no le impide tener «un gran temor de no ofender a Dios» y de hacer todo lo que puede por servirle. Es tan grande el olvido de su propio provecho «que le parece ha perdido el ser, según anda olvidada de sí misma». Le dice también al obispo que, aunque han cesado las visiones imaginarias, goza de un modo permanente de la presencia trinitaria: «Parece que siempre se anda esta visión intelectual de estas tres Personas y de la Humanidad, que es –a mi parecer– cosa muy más subida». Y no se la pueden quitar «contentos ni descontentos». Es una experiencia que tiene «no sólo por gracia, sino porque quiere dar a sentir esta presencia y trae tantos bienes, que no se pueden decir». Teresa de Jesús experimenta que «está allí Dios». A pesar de que en algunos momentos parece que Él quiere que sufra sin consuelo interior, nunca, «ni por primer movimiento, tuerce la voluntad de que se haga en ella la de Dios». El deseo de ver al Señor es grande y no quiere «ni la muerte ni la vida..., si no es por poco tiempo». Pero luego, «se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas» que se le quita «la pena de esta ausencia» y ya sólo le «queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más». Desea ser parte para que «siquiera un alma le amase más y alabase» por su intercesión. Y acaba la Cuenta de conciencia confesando que, aunque eso fuera por poco tiempo, «le parece importa más que estar en la gloria». Es la entrega absoluta del místico. Teresa ya no «muere por morir», sino que desea vivir para servir al Amor. Priora del monasterio de San José Estando en esa situación espiritual, le llegan noticias de la pobreza, la relajación y el desconcierto económico a los que ha llegado su convento de San José. Entristecida, escribe a Gracián: «Harta pena me ha dado ver cuán estragada está aquella casa y que ha de ser trabajo tornarla a su ser, con haber muy buenas monjas» [949]. La causa ha sido el permiso del confesor, Julián de Ávila, para que todas coman carne y para que las de mala salud tengan algo de comer en sus celdas. La madre Teresa confiesa dolorida: «Así, poco a poco se viene a destruir todo». Lo más grave no es comer carne, pues ella tiene criterios muy abiertos en cuanto a la abstinencia. Lo más grave es que en San José se ha roto el voto de «no poseer nada». El P. Gracián decide nombrarla priora de San José, a pesar de que ella pide que la dejen descansar ya. Sólo la madre Teresa puede devolver al convento el espíritu perdido. Estamos en septiembre de 1581. En una carta a María de San José le cuenta lo ocurrido y le dice con su habitual ironía: «Me han hecho ahora priora por pura hambre...» [950]. Y es verdad que el hambre ha sido la principal causa de la relajación de San José. Consigue allegar nuevos recursos y, con su espíritu, el convento recobra su fervor primero. Pero no puede descansar. La cercan problemas económicos de su familia que le hacen sufrir mucho, porque pueden afectar a su monasterio de San José. Especialmente, le preocupa su sobrina Teresita. Sin embargo, reconoce que el darle Dios tantas ocupaciones ha sido 194
providencia suya para distraer un poco la fuerza del espíritu y la grandeza de las gracias interiores. Además, hay que pensar en la fundación de Burgos y de Granada. A finales de noviembre, llega a Ávila fray Juan de la Cruz con el deseo de llevarse a la madre Teresa para fundar en esa ciudad andaluza. Trae cabalgaduras y una patente del vicario de Andalucía para que «traiga a nuestra muy reverenda y muy religiosa madre Teresa de Jesús, fundadora y priora de San José de Ávila, a la fundación, con el regalo y cuidado que a su persona y edad conviene» [951]. Pero el provincial de Castilla es el P. Gracián, que ha decidido fundar en Burgos, y fray Juan de la Cruz se vuelve sin poder persuadir a la madre. No volverán a verse más. «Ahora, Teresa, ten fuerte» Burgos es la última fundación teresiana, y quizá la más costosa. La madre está enferma, se siente muy vieja y le faltan los ánimos para hacer nuevos monasterios. El Señor la reprende casi con las mismas palabras que le dijo en Palencia: «El mismo soy; no dejes de hacer estas dos fundaciones» [952]. Y con esas palabras se vuelve a animar, «luego se me quitó toda la pereza; por donde parece no era la causa la enfermedad ni la vejez» [953]. Pero el arzobispo de Burgos tarda en dar la licencia y crecen las dificultades. Teresa piensa que es mejor que ella no vaya a aquella ciudad: «Con tantas enfermedades, que le son los fríos muy contrarios..., parecióme que no se sufría; que era temeridad andar tan largo camino», y varios motivos más que ve para no ir. En esas consideraciones se detiene, cuando la voz del Señor le dice de nuevo: «No hagas caso de esos fríos, que Yo soy la verdadera calor. El demonio pone todas sus fuerzas por impedir aquella fundación; ponlas tú de mi parte porque se haga, y no dejes de ir en persona, que se hará gran provecho» [954]. Una vez más, Teresa muda de parecer dispuesta a no dejar nada en el servicio del Señor. Pero la falta de salud la acobarda. Hay mucha nieve y hace mucho frío en Burgos. Y la licencia del arzobispo no es seguro que esté concedida, a pesar de que sus amigos le aseguran que sí. El 2 de enero sale de Ávila con el P. Gracián camino de la nueva fundación. Escribe con mucha gracia que la compañía del provincial debió de ser, en parte, «por mirar por mi salud en los caminos, por ser el tiempo tan recio y yo tan vieja y enferma y paréceles les importa algo mi vida» [955]. Vale la pena leer la descripción que hace del viaje a Burgos para comprender un poco la magnitud del peligro. Porque el camino es un cúmulo de desastres. Las aguas van muy crecidas, «en especial un paso que hay cerca de Burgos, que llaman unos pontones, y el agua había sido tanta, y lo era muchos ratos, que sobrepujaba sobre estos pontones». Ni se ve el camino, ni por dónde ir. Todo es agua y «de una parte y de otra está muy hondo. En fin, es gran temeridad pasar por allí, en especial con carros, que, a trastornar un poco, va todo perdido, y así el uno de ellos se vio en peligro» [956]. Las calles eran como ríos, cuenta Ana de San Bartolomé. Al fin, después de mil «trabajos», la madre Teresa, sus monjas, los frailes y mozos que las acompañan llegan a Burgos. Doña Catalina de Tolosa, la gran animadora de la fundación, 195
les ofrece su casa para que se hospeden y descansen. La casa se convierte en un monasterio. Al día siguiente Gracián va a ver al arzobispo, que le recibe muy alterado y «enojadísimo» con la madre Teresa. Así que lo despide diciendo que «si no había renta y casa propia, que en ninguna manera daría la licencia, que bien nos podíamos tornar». El comentario que de esas palabras hace la fundadora no puede ser más expresivo: «Pues, ¡bonitos estaban los caminos, y hacía el tiempo! ¡Oh, Señor mío, qué cierto es, a quien os hace algún servicio pagar luego con un gran trabajo!» [957]. Sus amigos se mueven para ablandar al arzobispo y para que les permita oír misa en la casa donde paran. Todo inútil. Durante tres semanas las monjas tienen que ir a misa a una iglesia cercana los días de fiesta. Y eso, descalzas, por calles encharcadas y llenas de lodo. Gracián está alterado y casi dispuesto a abandonar la fundación. Pero Teresa de Jesús, no: «Yo no lo podía llevar, cuando me acordaba que me había dicho el Señor que lo procurase de su parte». Está tan segura de que se hará la fundación, «que no me daba ninguna cosa casi pena». ¡Admirable confianza la de esta mujer y admirable su deseo de servir a Dios! En medio de esa aflicción, el Señor le dice unas palabras ya célebres: «Ahora, Teresa, ten fuerte» [958]. Ella convence a Gracián para que se vaya. La Cuaresma se acerca y tiene que predicar en Valladolid. Piensa que estará más tranquila sin él. Siguen los problemas por encontrar una casa. Y sigue la negativa del arzobispo. La fundación de Burgos es un ir y venir de cartas al obispo de Palencia pidiéndole su influencia; de amigos que ayudan a la madre; de compra de casas que nunca llega a su fin. También por la ciudad corre un rumor contra el arzobispo «por parecerles tan mal lo que hacía» con las descalzas. Al fin, el 18 de abril de 1582, llega la licencia, se celebra la misa y se pone el Santísimo. Nace así la fundación de Burgos, a la que la madre Teresa da el nombre de San José y la pone bajo su advocación y la de santa Ana. La alegría de todas es inmensa. Escribe feliz: «La alegría de las hermanas era tan grande, que a mí me hacía devoción, y decía a Dios: “Señor, ¿qué pretenden vuestras siervas más de serviros...?”» [959]. Sin embargo, no deja de pensar en cómo dejará solucionados los muchos problemas de la nueva casa. En medio de esas cavilaciones, un día, después de comulgar, el Señor le vuelve a hablar para animarla: «¿En qué dudas?, que ya esto está acabado; bien te puedes ir; dándome a entender que no les faltaría lo necesario» [960]. Cuentan las crónicas que Teresa le preguntó al Señor: «¿Estás ya contento?». Y Él le respondió: «Anda, que otro mayor trabajo te espera». Al terminar la Cuaresma, Gracián vuelve a Burgos para ver la nueva fundación. Pasa allí unos días, se celebra el Capítulo para la elección de oficios de las descalzas y, a primeros de mayo, se marcha camino de Soria, huyendo de los problemas de la nueva casa. Nunca más volvería a ver a Teresa de Jesús. Ella tampoco lo pensó. Pero no parece muy valiente ni muy generosa la actitud de Gracián con su querida madre Teresa. La dejó sola cuando más lo necesitaba. Con dolor no disimulado escribe a don Pedro Manso, un clérigo amigo de Burgos: «Hemos quedado harto solas; por eso suplico a vuestra merced entienda de aquí adelante que tiene hijas, y yo tan ruin que he menester 196
no olvidarme... Dios nos dé a Sí mismo, para que no se sientan estas ausencias, y a vuestra merced guarde con mucho aumento de santidad» [961]. Mucho más dolorida es la carta que escribe al mismo Gracián cuatro meses después: «No basta el escribirme a menudo para quitarme la pena... Las causas de determinarse a ir no me parecieron bastantes, que remedio hubiera desde acá... Yo no sé la causa; mas de manera he sentido esta ausencia a tal tiempo que se me quitó el deseo de escribir a vuestra paternidad, y así no lo he hecho hasta ahora (por) que no lo puedo excusar» [962]. El dolor de Teresa de Jesús por aquella actuación de su amado padre Gracián debió de ser inmenso. Durante los meses que permanece en Burgos, sigue escribiendo cartas a sus hijas, dando consejos a unas, animando a otras, tratando de solucionar los problemas de cada una. En su corazón de madre caben todas. A una hermana descalza de Soria le escribe llena de ternura: «Crea, mi hija que cada vez que veo letra de vuestra merced me es particular regalo... Préciese de ayudar a llevar a Dios la cruz... Sirva de balde como hacen los grandes al rey. El del cielo sea con ella» [963]. Y a la priora de Granada, que tiene problemas de afectos poco ordenados entre sus descalzas, le dice con mucha energía: «Libres quiere Dios a sus esposas, asidas a sólo Él... Por Dios pido a vuestra reverencia que mire que cría almas para esposas del Crucificado, que las crucifique en que no tengan voluntad ni anden con niñerías» [964]. La madre Teresa sale de Burgos en julio de 1582, soñando con la fundación de Madrid. Antes tiene que volver a Ávila y dar la profesión a su sobrina Teresita. Se detiene en Palencia, donde las monjas consiguen retenerla un mes. Conoce a fray Juan de las Cuevas, al que sólo ha tratado por carta, y le confía su alma. Le dice que ya han cesado las visiones y que sólo le ha quedado una presencia continua de Dios. El confidente amigo le aconseja que se retire a Ávila en cuanto pueda. Pero a Teresa le espera todavía uno de los dolores más amargos de su vida. Sale de Palencia el 25 de agosto y llega a Valladolid esa misma tarde. Allí se encuentra con un problema familiar gravísimo. Sus dos sobrinas, María Bautista, priora de Valladolid, y Teresita se le enfrentan por motivos económicos. Teresa, vieja y enferma, se queda indefensa ante los abogados de la familia que la tratan de un modo humillante. Ana de San Bartolomé recordó siempre aquella terrible escena: «La priora deste monasterio estaba bien ganada desta gente; y con ser una que la Santa quería mucho, en esta ocasión no la tuvo respeto, y nos dixo que nos fuésemos con Dios de su casa; y al salir della, me arrebujó a la puerta y me dixo: “Váyanse ya, y no vengan más acá”» [965]. Era el sábado, 15 de septiembre de 1582, el «día triste» de la madre. Faltaban sólo veinte días para su muerte. La echan de su misma casa como expulsaron a Jesús de Nazaret de su tierra[966], como más tarde quisieron expulsar de la Orden a fray Juan de la Cruz, como a tantos otros... Es el destino de los santos. Sin embargo, nadie sospecha lo ocurrido con sus sobrinas, y, antes de salir del monasterio, la madre Teresa acaricia a sus monjas, se despide de cada una y les dice: «Espantada estoy de lo que Dios ha obrado en esta religión. Mire cada una no caiga por ella. No hagan las cosas por sólo costumbre, sino haciendo actos de más perfección. 197
Dense a tener grandes deseos, que, aunque no los puedan poner por obra, se saca mucho provecho. Muy consolada me voy de esta casa, de la pobreza y caridad que unas tienen con otras. Procuren que siempre sea así» [967]. Prueba del secreto con que soporta la expulsión del convento es la carta que escribe a la priora de Soria: «No me puedo alargar más, porque estamos camino para Medina... Mis compañeras se encomiendan a vuestra reverencia». Y después de firmar la carta, añade: «Ya estamos en Medina y tan ocupada, que no puedo decir más de que venimos bien» [968]. Nadie pudo sospechar el dolor inmenso que llevaba clavado en el alma. «Una mariposica blanca muy graciosa» Teresa de Jesús nunca volverá a Ávila. En Medina se encuentra con un absurdo mandato del provincial de Castilla, fray Antonio de Jesús, que le ordena irse desde allí mismo a Alba de Tormes, donde la joven duquesa va a dar a luz. Además, en el monasterio hay que elegir priora y conviene que esté presente. Ella siente una verdadera contrariedad, pero allí está la carroza de la duquesa para llevársela a Alba. Va con Ana de San Bartolomé y las acompañan el P. Antonio con otro fraile. El descuido de la priora de Medina, que se disgusta con la fundadora porque la ha reprendido por algunas cosas, hace que salgan del convento sin provisiones para el camino. La madre Teresa va enferma de muerte. Pasa todo el día sin comer y su buena enfermera no encuentra nada que darle ni comprarle durante el camino, ni siquiera «con dineros». El P. Antonio ni se entera de lo que sucede. La flaqueza de la madre es tanta, que llega a dar un gemido y siente un desmayo. Tiene fiebre y muchos dolores. La pobre Ana de San Bartolomé llora sin poder remediar los sufrimientos y el hambre de la madre que le pide que le dé algo para comer. Pero sólo tiene unos pocos higos secos. Ante sus lágrimas, Teresa la consuela enternecida: «No llores, hija, que esto quiere Dios ahora». Y le dice que está contenta con el higo que ha comido porque los pobres no tienen ese regalo. Mientras van de camino, nace el nieto de la duquesa de Alba con un mes de anticipación. Cuentan los testigos que, cuando se enteró Teresa del feliz nacimiento, dijo con su habitual sorna: «¡Bendito sea Dios que ya no será menester esta santa!». Piensa entonces que ya no es necesario ir al palacio ducal y puede tomar el camino de Ávila. Pero los planes de Dios son otros. Dios no la espera en Ávila, sino en Alba. Allí entra la carroza de la duquesa la tarde del 20 de septiembre. Teresa llega quebrantada y desfallecida, no tiene fuerzas ni para ver a sus monjas, y se acuesta. Nunca se acostó tan pronto. Tiene una hemorragia tremenda, un flujo de sangre debido, según opinión médica generalizada, a un cáncer de útero que hace tiempo la está corroyendo. Esa será la causa de su muerte. A pesar de su estado físico, se levanta al día siguiente para oír misa y comulgar. Y varios días más. Como puede. Cayendo y levantando. Se preocupa mucho por el convento de Ávila, al que desea ayudar desde la distancia, y se ocupa también de los problemas del monasterio de Alba. No olvida que le han mandado ir para estar en la elección de la nueva priora. Sale elegida Inés de Jesús, que hará más amargos, si cabe, 198
los últimos días de la vida de Teresa. La nueva priora tiene treinta años, es una mujer muy susceptible y está resentida con la fundadora porque la ha reprendido algunas veces con aspereza. La aísla por completo. Desde que es la priora, la enferma queda encerrada en clausura. Sólo la pueden visitar los médicos y los frailes que van a confesarla. Inés de Jesús es la mano misteriosa, a la vez que providencial, que reduce a Teresa a la más absoluta soledad. Sus deseos de volver a Ávila se frustran para siempre. Gracián tampoco estará en Alba. La última visita que recibe la enferma es la de su hermana, doña Juana de Ahumada, cuando está a punto de morir. Pero sigue obsesionada con volver a Ávila, deseosa también de escapar del asfixiante agobio del convento de Alba. El 29 de septiembre, fiesta de san Miguel, se levanta para comulgar. Pero la hemorragia es tan grande y tan repetida, que ella misma pide que la suban a la enfermería alta desde donde puede oír misa. Pide también que vaya el P. Antonio para confesarla, porque sabe cierto que va a morir. Los testigos nos han dejado las palabras de los dos. El fraile, arrodillado, le suplica: «Madre, pida al Señor que no nos la lleve ahora ni nos deje tan de presto». Y ella le responde: «Calla, padre, ¿y tú has de decir eso? Ya no soy menester en este mundo» [969]. Como empeora, la llevan a la enfermería baja, porque en la alta hace mucho frío. Le dan más medicinas y la sangran. ¡Extraño remedio para una mujer desangrada! Las horas que preceden a su muerte las pasa Teresa de Jesús en oración. Pide perdón a Dios por sus pecados y repite muchas veces el Salmo 50: «Un corazón contrito y humillado, Tú no lo desprecias, Señor». Y pide perdón también a sus hijas, que poco a poco se van acercando a su cama. La que no se acerca, ni se acercará, es la nueva priora. El 3 de octubre, Teresa pide el viático. Mientras llega el Señor, da a sus monjas su testamento, que guarden con fidelidad la Regla y las Constituciones. Y que no miren el mal ejemplo que ella les ha dado. Al entrar el Santísimo, se levanta de la cama queriendo arrodillarse en el suelo, pero las monjas la retienen. Los testigos ponderan cómo se transforma, parecía «una mujer nueva», mucho más joven y «con el rostro muy hermoso». La antigua priora y su querida enfermera, Ana de San Bartolomé, la sostienen entre sus brazos. Inés de Jesús está ausente de la celda. Una vez más. Teresa recibe al Señor con palabras encendidas: «¡Señor mío y Esposo mío! ¡Ya es llegada la hora tan deseada. Tiempo es ya de que nos veamos, Amado mío y Señor mío! Ya es tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena! Cúmplase vuestra voluntad» [970]. La santa vive inmersa en la contemplación de la Trinidad desde hace muchos años. Y en esa contemplación vive en los últimos días de su vida. La eucaristía le hace entrar en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Ahora, en los últimos momentos de su vida, el viático es camino que la lleva a la Trinidad. Ante esas efusiones de amor a Dios, el padre Antonio le manda callar, pero Teresa sigue dando gracias al Señor, repitiendo muchas veces: «En fin, Señor, soy hija de la Iglesia». Por la noche, recibe la extremaunción. La priora del monasterio tampoco asiste a la ceremonia. Al terminar de ungirla, el P. Antonio le pregunta que, si el Señor dispone llevársela, prefiere que la lleven a Ávila o que la dejen allí. Ella, que había soñado siempre en que la enterraran en el convento de San José, se ha despojado ya de todo deseo. Son célebres sus palabras en 199
aquel momento: «¿Y aquí no me darán un poco de tierra para enterrarme?». El visitante que se acerque al monasterio de Alba de Tormes puede ver esas palabras grabadas en el lugar donde estuvo enterrado al principio el cuerpo de la santa. La madre Teresa pasa la noche con grandes dolores. Repite muchas veces el salmo Miserere y pide a sus hijas que guarden la Regla. Amanece el 4 de octubre, que ese año de 1582 pasa a ser el 15 por la reforma gregoriana del calendario. Recostada sobre su cama, se vuelve de un lado con un crucifijo entre las manos y mira a sus monjas con mucha ternura. Después, deja de hablar y cierra los ojos. El P. Antonio le dice enternecido aquellas palabras también célebres: «Madre, por amor de Dios, que nos mire». Pero ella no contesta. Y apoyada su cabeza en los amorosos brazos de Ana de San Bartolomé, entrega su alma al Señor. Acaba de consumarse la unión con Dios. Teresa de Jesús acaba de entrar en la morada más interior del castillo, en el centro donde Dios vive y la ha transformado en Él. Ahora se ha cumplido lo que ella misma escribió en el libro de las Moradas: «Y acaba este gusano, que es grande y feo, y sale del mismo capucho una mariposica blanca muy graciosa».
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Doctora de la Iglesia universal Pero Teresa de Jesús no ha muerto. Después de cuatro siglos, su obra y su espíritu siguen vivos en la Iglesia, en la Orden del Carmen y en la multitud de hombres y mujeres que nacieron y viven de su espíritu. La doctrina y el mensaje de esta mujer mística, «inquieta y andariega», ha saltado las fronteras de la España que la vio nacer y se ha extendido por el mundo entero. Sus obras han sido traducidas a todas las lenguas. Y su nombre resuena hasta los últimos rincones de la tierra, tanto entre los creyentes como entre lo no creyentes, cristianos o seguidores de otras religiones. En la escultura de santa Teresa que se venera en la basílica del Vaticano están grabadas con letras de oro estas palabras, «Madre de los espirituales». Sin embargo, y a pesar de reconocer la sublimidad de su doctrina mística, la Iglesia católica no la había proclamado doctora por el simple hecho de ser mujer, «obstat sexus». Hasta que el gran papa Pablo VI, rompiendo una tradición de siglos, la proclamó doctora de la Iglesia universal. En las Letras apostólicas, Multiformis sapientia Dei, de la proclamación del doctorado, Pablo VI hace un recorrido por la vida y los escritos de la santa. Y recuerda la devoción que le tuvieron sus predecesores. Así, Paulo V, en 1614 le concedió los honores de los beatos. Y Gregorio XV, en 1622, los de los santos, «proponiéndola como ejemplo de vida cristiana y religiosa, hacia el que todos hemos de dirigir la mirada». Considera «como maravilloso principalmente que santa Teresa penetrase con tanta profundidad en el misterio de Cristo y en el conocimiento del alma humana, que su doctrina demuestra la indudable presencia y la fuerza de un singular carisma del Espíritu... De aquí, la suma eficacia y la autoridad perenne de su doctrina, que incluso se extiende más allá de los confines de la Iglesia católica y llega hasta los mismos no creyentes». Sigue diciendo Pablo VI que «los escritos de Teresa son una fuente ubérrima de múltiples experiencias, de testificación, de penetración espiritual, en donde los autores de la teología espiritual han bebido en abundancia». Y recuerda que ya el 15 de octubre de 1967 manifestó públicamente su propósito de colocar a santa Teresa de Jesús en el catálogo de «Doctores de la Iglesia». Lo cual «no sólo se fundaba en Nuestro trato con la doctrina de esta santa mujer, sino también en la gran estima que manifestaron nuestros predecesores en el Pontificado romano una y otra vez acerca de la excelencia de su doctrina». Nombra a Benedicto XIII. Y recuerda la declaración de san Pío X: «Tan grande y tan útil fue esta mujer para la formación espiritual de los cristianos, que parece no ir mucho o nada a la zaga de los grandes Padres de la Iglesia y doctores...». El mismo Pío X no dudó en afirmar, en 1914: «Con justicia acostumbró la Iglesia a tributarle honores que son propios de doctores». También habla de Benedicto XV y Pío XI, que la llamó «madre sapientísima» y «maestra sublime de contemplación». Pío XII, en 1951, afirmó que «por obra de santa Teresa..., el Espíritu Santo entregó a toda la Iglesia un tesoro de doctrina espiritual». Finalmente, Juan XXIII, en 1962, la llamó «singular lumbrera de la Iglesia». Afirma Pablo VI que «nunca en la Iglesia se apagó la opinión de poder tener a Teresa 201
como doctora». Por eso, «queriendo Nos vehementemente que la santidad y la doctrina de tan gran mujer beneficiara mejor a todos, Nos pareció que se le podía conferir el título y la veneración de doctora de la Iglesia, que hasta el presente únicamente a los varones santos han sido otorgados». Encomienda la cuestión a la Sagrada Congregación de Ritos para su estudio. «La sentencia de todos los que habían asistido, de Padres cardenales y Prelados curiales, afirmando que podía conferirse, Nos la dimos por válida». Como el General de la Orden del Carmen había pedido esa proclamación, y lo mismo habían hecho cardenales, arzobispos, obispos, superiores de órdenes religiosas, congregaciones e institutos seculares y varones doctísimos de las universidades, Pablo VI envió esas preces a la Sagrada Congregación de Ritos, que preparó una Positio. Tratado todo el asunto por la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, el Papa aprobó la conclusión y estableció que se llevara a cabo con rito solemne. «Lo cual, con la ayuda de Dios y el aplauso de la Iglesia entera, hoy se ha realizado. En la Basílica de San Pedro, con la afluencia de gentes de todas partes y principalmente de grupos de fieles de España, con la asistencia de Cardenales y Prelados de la Curia romana como de toda la Iglesia católica..., accediendo a las postulaciones de los miembros de la Orden de los Carmelitas Descalzos y cumpliendo de muy buen grado los votos de todos los demás peticionarios, dentro del Santo Sacrificio pronunciamos estas palabras: “Con ciencia cierta y madura deliberación, y con la plenitud de la potestad apostólica, declaramos a santa Teresa de Jesús, virgen de Ávila, doctora de la Iglesia universal”. Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día veintisiete de septiembre del año del Señor mil novecientos setenta, octavo de Nuestro Pontificado. Pablo PP. VI».
Teresa de Jesús en nuestro futuro Es posible que alguno de nuestros lectores se pregunte si, a pesar de todo lo dicho, la Doctora mística tiene algo que decir a los hombres y mujeres de nuestros días. De todos es conocida la famosa frase de Karl Rahner, escrita en 1966: «El hombre de mañana o será un “místico”, un hombre “que ha experimentado” algo, o no será religioso». Pienso, dice J. Martín Velasco, que todos somos conscientes de «hasta qué punto es compartida en nuestro tiempo la preocupación por el futuro de la fe, y, por otra parte, la sintonía de muchos contemporáneos con la convicción de K. Rahner de que ese futuro está ligado al cultivo de la dimensión mística, al desarrollo del elemento místico de la religión» [971]. Después del nombramiento de doctora, el mismo K. Rahner escribió un artículo en el que manifestaba las razones por las que Teresa de Jesús sigue siendo un referente para nuestros días[972]. Según ese escrito, ella es, ante todo, una palabra viva para nosotros. Porque nos ha hablado de su experiencia de Dios, al que sentía vivo y transformador. Recordemos aquella visión de la Humanidad de Cristo en la que la santa afirma: «Si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de 202
resucitado» [973]. Palabra viva la de Teresa de Jesús para este mundo nuestro que se empeña en decirnos que Dios ha muerto. Precisamente sobre ese punto escribe K. Rahner: «La declaración de santa Teresa como doctora de la Iglesia sucede en un tiempo en el que se desarrolla la teología de la muerte de Dios..., en la que se tiene la impresión de que Dios no puede ya ser descubierto en un mundo radicalmente secularizado, en un mundo encerrado en sí mismo. Pero una doctrina, y más aún, una mistagogía de la experiencia personal de Dios, es aún posible y hoy más apremiante que nunca» [974]. Otro punto por el que se pregunta el teólogo jesuita es la función de la mujer en la Iglesia. Si esa declaración del doctorado teresiano «es sólo un bello gesto que, en definitiva, pretende dispensar de la concesión a la mujer en la Iglesia de hoy de los cometidos que le pertenecen y de reconocerle los derechos que le corresponden, y que no posee desde hace tiempo en una medida conveniente». También resalta K. Rahner la necesidad de unir mística y teología, por la que tanto luchó Teresa de Jesús, y que está reclamando una teología espiritual para nuestros días hecha con rigor. Finalmente, hace notar la importancia que para la Doctora mística tiene la Humanidad de Cristo, su figura y su imagen. Y escribe pensando en nuestro tiempo: «Cuando se ve que nuestra relación con Dios, quizá hoy más expresamente que nunca, o se realiza a través de la relación con el concreto Jesús de Nazaret, a su vida y muerte y a su relación con el prójimo, o no se realiza en modo alguno» [975], entonces comprendemos mejor la importancia de acercarnos a esta mujer tan divina y tan humana. A esta mujer que siempre «sentía que Cristo andaba a su lado». Y que, aunque veía «que era Dios, era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura... Puedo tratar como con amigo, aunque es el Señor» [976]. «Tratar como con amigo». Esa fue la vida de Teresa de Jesús, un trato de amistad con Dios vivido hasta sus últimas consecuencias. En esta biografía interior he intentado trasvasar a los lectores esa historia de amistad viendo el contexto histórico en el que se desarrolló, para poder entender mejor su mensaje. La Santa de Ávila nos invita a seguirla hasta ese centro interior donde ella ha experimentado que Dios vive y la ha transformado. Creo que tiene mucho que decirnos a esta sociedad nuestra tan secularizada. Ella, que vivió en unos «tiempos recios», puede servirnos de guía para caminar por los nuestros que no son menos recios que los suyos. Teresa de Jesús tuvo una fuerte experiencia de Dios, caminando en la fe. Y en la fe hemos de caminar también los creyentes de hoy para poder llegar a esa experiencia de Dios: Con los pies descalzos.
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Epílogo Quiero terminar dando las gracias. En primer lugar, y muy especialmente, a Norberto Alcover, sj, y a Maximiliano Herráiz, ocd. Ellos me invitaron a escribir esta biografía interior de Teresa de Jesús. Ellos me han animado a proseguir la tarea cuando se me hacía dura y difícil. Y ellos han revisado muchas páginas de este libro corrigiendo y aclarando mis dudas. Agradezco también su ayuda, su aliento y sus orientaciones tan valientes en los aspectos psicológicos de la vida de Teresa, a Carlos Domínguez sj, profesor de la Facultad de Teología de Granada. Mi agradecimiento, además, y muy grande, a los PP. Carmelitas Descalzos del Desierto de las Palmas (Castellón), y al Convento del Carmen, de Valencia, por su impagable colaboración. Siempre me han facilitado la consulta de sus bibliotecas carmelitanas con la mayor amabilidad. Sin olvidar al Centro Internacional TeresianoSanjuanista de Ávila, que ha colaborado con mi trabajo en todo lo que he solicitado. No puedo olvidar en estos momentos a tantas personas amigas que durante estos años me han animado a escribir el libro y que desean verlo terminado para leer sus páginas: tantas de ellas vinculadas a la Institución Teresiana, y algunas de ellas compañeras en el proceso interior que yo misma he seguido a lo largo de mi vida en esa Institución. Me satisface que vean cumplidos sus fraternales deseos y esperanzas, porque han sido los míos. En ocasiones, he tenido la tentación de abandonar la tarea con tanto empeño comenzada. Pero el apoyo de todas esas personas amigas y un fuerte compromiso interior me lo han impedido. No se puede ser infiel ni a la amistad ni a la propia conciencia, dos referentes sustanciales en la experiencia humana y cristiana de siempre, con especial intensidad en los tiempos que corremos, tan fáciles al desencanto y a la inconstancia. En fin, mi deseo es que cualquier lector que tome este libro entre sus manos se sienta movido a conocer y a profundizar un poco más en la doctrina espiritual y en la personalidad de nuestra Doctora mística, siempre cercana a la tierra que pisaba. Y, tal vez, consumando mis deseos como autora, hasta se anime a seguir el itinerario propuesto por Teresa de Jesús. Sería el mayor premio a mis esfuerzos.
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Índice Siglas empleadas Prólogo Pórtico A modo de introducciónContexto histórico 1Temprano despertar Dios se anticipa El camino de la verdad «A tierra de moros» Crisis de adolescencia Primera conversión Dios llama «Con los ojos del alma...» Decisión dolorosa La misericordia de Dios 2Contraste entre Dios y Teresa El gozo de una entrega Grave enfermedad Soledad en Becedas Dios dentro Un encuentro significativo Ronda la muerte Entre dos fuegos Lejanía de Dios Teresa no se rinde al Amor Oración-amistad 3El encuentro La fuerza de una imagen ...Y la fuerza de un libro Primera oración teresiana Invadida por Dios «En el hondón interior» «No entender entendiendo» Cristo y Teresa «Es otro libro nuevo...» «A todo su parecer de entrambos era demonio» Teresa y la Compañía de Jesús Conversión plena Otra vez el demonio «Yo te daré libro vivo» El encuentro con la Persona de Cristo «Es luz que no tiene noche» La merced del dardo «Hecho de raíces de árboles» «No hay luz sino todo tinieblas oscurísimas» El voto de lo más perfecto 4La gran empresa del Carmelo «A la manera de las descalzas»
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Un día de la Asunción En Toledo «El contento que me da contentarle» El monasterio de San José Teresa de Jesús y la Iglesia Nuevas dificultades «Estáse ardiendo el mundo» Navidad de 1562 «Como Su Majestad me lo ha dicho» «Entre los pucheros anda el Señor» «Sólo Dios es Verdad» Las fundaciones se multiplican «Ya tengo fraile y medio» Duruelo Una santa que come, duerme y habla como nosotras Pastrana, Salamanca y más... Diez años de preparación 5Teresa de Jesús, escritora Y se puso a escribir Libro de la Vida Camino de perfección Moradas del castillo interior 6En el castillo interior «Vivo sin vivir en mí» Desde Jesucristo a la Trinidad Priora de la Encarnación Matrimonio espiritual En Salamanca... Sólo con descalzas Teresa de Jesús y Gracián Fundación en Sevilla Crisis con la autoridad La Inquisición acosa «Estuvo a punto de acabarse todo» En el centro del castillo A pesar de la enfermedad... Priora del monasterio de San José «Ahora, Teresa, ten fuerte» «Una mariposica blanca muy graciosa» Doctora de la Iglesia universal Teresa de Jesús en nuestro futuro Epílogo Bibliografía
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[1]
Gaudium et spes I, 19. T. EGIDO, Ambiente histórico, en A. BARRIENTOS (dir.), Introducción a la lectura de santa Teresa, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20022, 49. [3] V 1,1. [4] V 1,5. [5] Ib. [6] Ib. [7] Ib. [8] V 40,1. [9] M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20036, 18. [10] V 40,3. [11] T. EGIDO, Santa Teresa y su circunstancia histórica, en AA.VV., Teresa de Jesús, mujer, cristiana, maestra, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1982, 16. [12] V 1,6. [13] Ib. [14] A. M. GARCÍA ORDÁS , La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Teresianum, Roma 1967, 44. [15] V 1,7. [16] 3M 1,3. [17] V 2,1. [18] Ib. [19] Ib. [20] Ib. [21] V 2,2. [22] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , Santa Teresa por dentro, Ed. de Espiritualidad, Madrid 19822, 68. [23] V 2,2. [24] V 2,3. [25] Cta. (23 de diciembre de 1561) 2,20. [26] V 2,4. [27] V 2,5. [28] V 2,9. [29] V 2,3 y 5. [30] V 2,5. [31] V 2,6. [32] Ib. [33] Ib. [34] G. MANCINI, Introducción al Libro de la vida, Taurus, Madrid 1982, 10. [35] V 2,8. [36] Ib. [37] V 38,7. [38] V 2,8. [39] V 2,7. [40] V 2,8. [41] NAZARIO DE SANTA T ERESA, La psicología de santa Teresa: posturas, feminismo-elegancia, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1950, 127. [42] M. HERRÁIZ, Sólo Dios basta: claves para la espiritualidad teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20005, 272. [43] V 2,9. [2]
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[44]
V 3,1. Ib. [46] Ib. [47] Ib. [48] V 9,4. [49] S. CAST RO, Cristología teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1978, 27. [50] V 14,9. [51] V 30,19. [52] V 2,9. [53] V 3,2. [54] Ib. [55] C 26,4. [56] V 3,4. [57] V 3,5. [58] 6M 5,7. [59] V 3,5. [60] Ib. [61] V 3,6. [62] Ib. [63] V 3,7. [64] Epístolas del glorioso sant Hidrónimo, 1ª epístola a Heliodoro, f. 68-69. Citado por EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS -O. ST EGGINK, Santa Teresa y su tiempo I: Doña Teresa de Ahumada, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1982, 168-169. [65] V 3,7. [66] Ib. [67] Ib. [68] V 4,1. [69] Ib. [70] V 1,8. [71] Ex. 4. [72] CC 14,3. [73] M. HERRÁIZ, Sólo Dios basta, o.c., 9. [74] V 19,17. [75] M. HERRÁIZ, Teresa de Jesús, maestra de experiencia, Monte Carmelo 88 (1980) 272. [76] MC 6,1. [77] F 2,7. [78] Cf AA.VV., Catálogo de la exposición Castillo interior: Teresa de Jesús y el siglo XVI (Catedral de Ávila, 1995), Centro Internacional de Estudios Místicos, Ávila 1995. [79] V 3,7. [80] V 4,2. [81] Ib. [82] Ib. [83] M. IZQUIERDO, Teresa de Jesús, una aventura interior: estudio de un símbolo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1994, 144-145. [84] V 4,2. [85] Ib. [86] 5M 1,2. [45]
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[87]
INÉS DE QUESADA, Proceso de Ávila (1610) 4º. MARÍA DE SAN J OSÉ, Proceso de Lisboa (1595) 9º. [89] V 5,1. [90] Ib. [91] V 5,2. [92] CE 38,1. [93] V 4,3. [94] Ib. [95] S. CAST RO, Cristología teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1978, 33. [96] V 5,2. [97] V 4,4. [98] C. DOMÍNGUEZ MORANO, Creer después de Freud, San Pablo, Madrid 20013, 148-151. [99] J. Mª. CAST ILLO, Víctimas del pecado, Trotta, Madrid 2004, 41-42. [100] C. DOMÍNGUEZ MORANO, o.c., 154. [101] V 8,13. [102] V 4,4. [103] V 5,2. [104] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , Santa Teresa por dentro, Ed. de Espiritualidad, Madrid 19822, 126. [105] F 5,2. [106] V 24,10. [107] M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20036, 11 y 19. [108] V 4,5. [109] Ib. [110] V 4,6. [111] Ib. [112] Ib. [113] M. ANDRÉS , Introducción general, a S. LÓPEZ SANT IDRIÁN (ed.), Tercer Abecedario espiritual de Francisco de Osuna, BAC, Madrid 19982, 61. [114] ID , Los recogidos: nueva visión de la mística española (1500-1700), Fundación Universitaria Española, Madrid 1975, 158. [115] ID , Introducción general a S. LÓPEZ SANT IDRIÁN (ed.), o.c., 129. [116] S. LÓPEZ SANT IDRIÁN (ed.), o.c., 62. [117] Ib, 129. [118] Ib, 403. [119] Ib, 63. [120] R. ROSSI, Teresa de Ávila: biografía de una escritora, Icaria, Barcelona 1984, 40-41. [121] V 4,7. [122] V 4,8. [123] V 9,4. [124] V 4,8. [125] Ib. [126] V 4,9. [127] Ib. [128] S. LÓPEZ SANT IDRIÁN (ed.), o.c., 133. [129] C 28,2. [130] C. DOMÍNGUEZ MORANO, Místicos y profetas: dos identidades religiosas (artículo), publicaciones en relación con el Congreso o con el objetivo de la A.I.E.M.P.R. (2002) 2. [88]
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[131]
V 4,2. V 5,4. [133] Ib. [134] Ib. [135] Ib. [136] Cta. (principios de septiembre de 1578) 250. [137] V 5,6. [138] Ib. [139] M. HERRÁIZ, Solo Dios basta: claves para la espiritualidad teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20005, 273. [140] V 5,6. [141] D. DENEUVILLE, Santa Teresa de Jesús y la mujer, Herder, Barcelona 1966, 100. [142] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , Santa Teresa por dentro, o.c., 171. [143] C 1,2. [144] V 4,5. [145] V 5,7. [146] Ib. [147] V 5,8. [148] V 5,10. [149] V 5,12. [150] V 6,1. [151] V 6,2. [152] V 6,5. [153] Ib. [154] Ib. [155] V 6,8. [156] Ib. [157] J. Mª J AVIERRE, Teresa de Jesús. Aventura humana y sagrada de una mujer, Sígueme, Salamanca 200110, 209. [158] M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, o.c., 20. [159] V 6,8. [160] V 6,4. [161] Ib. [162] V 6,9. [163] V 7,3. [164] O. ST EGGINK, Experiencia y realismo en santa Teresa y san Juan, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1974, 88. [165] V 39,9. [166] V 19,10. [167] V 7,1. [168] Ib. [169] V 7,4. [170] Ib. [171] V 7,3. [172] V 7,5. [173] V 7,6. [174] S. CAST RO, o.c., 39. [175] V 7,6. [132]
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[176] [177] [178] [179] [180] [181] [182] [183] [184] [185] [186] [187] [188] [189] [190] [191] [192] [193] [194] [195] [196] [197] [198] [199] [200] [201] [202] [203] [204] [205] [206] [207] [208] [209] [210] [211] [212] [213] [214] [215] [216] [217] [218] [219] [220] [221] [222]
Ib. V 7,7. V 7,8. Ib. V 7,11. Ib. Ib. V 19,13. M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, o.c., 28. V 7,10. Ib. V 7,12. V 7,13. Ib. V 7,14. V 7,17. V 13,6. V 7,17. V 7,18. 3M 1,5. 3M 2,6. V 11,13. 3M 2,7. V 7,20. V 7,22. V 7,1. V 24,9. F 18,10. V 8,13. Ib. Ib. V 8,1. V 8,2. V 8,4. V 8,1. V 8,5. V 8,8. V 8,5. Ib. V 8,9. Ap 3,19. J UAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, cc. 14-15. V 8,6. V 19,17. V 8,6. Ib. P. POVEDA, Amigos fuertes de Dios, Narcea, Madrid 20054, 93. Introducción y comentarios de D. Gómez
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Molleda. V 9,1. [224] 6M 5,7. [225] J UAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, c. 19,6. [226] Os 2,16. [227] Para profundizar más en este tema que se escapa del objetivo de este libro, puede verse W. W. MEISSNER , Ignacio de Loyola. Psicología de un santo, Anaya & Muchnik, Madrid 1995, c. IV. [228] I. T ELLECHEA, Ignacio de Loyola, solo y a pie, Sígueme, Salamanca 20049, 99. [229] V 9,3. [230] Gál 1,15. [231] Flp 3,12. [232] J. A. PAGOLA, Creer en el Resucitado. Esperar nuestra resurrección, Sal Terrae, Santander 19932, 5 y 11. [233] N. ALCOVER , Instrumentos de resurrección: ejercicios espirituales para reestructurar la vida desde el amor misericordioso, Mensajero, Bilbao 2000, 116. [234] I. T ELLECHEA, o.c., 90. [235] V 19,17. [236] J. MART ÍN VELASCO, Experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 134-135. [237] V 8,13. [238] M. HERRÁIZ, Sólo Dios basta: claves para la espiritualidad teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20005, 30. [239] A. M. GARCÍA ORDÁS , La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Teresianum, Roma 1967, 49. [240] V 38,9. [241] V 9,7. [242] Ib. [243] V 9,8. [244] V 9,9. [245] Ib. [246] V 9,10. [247] V 9,4. [248] Ib. [249] V 4,8. [250] S. CAST RO, Cristología teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1978, 47. [251] V 4,8. [252] V 9,6. [253] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 53. [254] V 9,5. [255] V 13,11. [256] C 28,2. [257] Ib. [258] V 10,1. [259] M. IZQUIERDO, Teresa de Jesús, una aventura interior: estudio de un símbolo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1994, 11. [260] CC 54,3. [261] M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20036, 86. [262] CC 54,25. [263] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 57-58. [264] V 10,4. [223]
215
[265]
V 10,6. M. HERRÁIZ, La oración, una historia de amor, o.c., 33. [267] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 58. [268] V 14,2. [269] Ib. [270] MC 4,2-3. [271] C 31,2. [272] C 31,9. [273] V 16,1. [274] V 16,2-4. [275] V 16, 4. [276] Poesías, 3. Cta. (2 de enero de 1577) 167,36. [277] V 53,2. [278] V 18,7. [279] V 18,1. [280] M. HERRÁIZ, La oración, una historia de amistad, o.c. [281] V 18,2. [282] V 18,14. [283] CC 54,6. [284] Poesías, VIII. [285] V 9,3. [286] V 9,4. [287] S. CAST RO, o.c., 18-19. [288] V 22,4. [289] T. ÁLVAREZ, Jesucristo en la experiencia de santa Teresa. Comunicación leída en la Semana de Espiritualidad del Desierto de las Palmas, Castellón 1979, 348. [290] V 22,1. [291] V 22,2. [292] V 22,3. [293] V 22,4. [294] V 22,6. [295] Ib. [296] V 22,7. [297] V 22,10. [298] V 22,14. [299] V 22,17. [300] 6M 7,5. [301] Ib. [302] 6M 7,6. [303] Ib. [304] T. ÁLVAREZ, a.c., 348. [305] V 23,1. [306] V 9,10. [307] V 23,2. [308] V 19,7. [309] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 92. [310] V 18,15. [266]
216
[311]
Ib. 5M 1,10. [313] V 10,1. [314] V 23,9. [315] Ib. [316] V 23,14. [317] V 23,15. [318] V 23,16. [319] V 23,15. [320] V 23,17. [321] V 24,2. [322] V 23,17-18. [323] V 23,16. [324] V 24,1. [325] F 5,16. [326] D. DE PABLO MAROTO, El arte de amar, en Teresa de Jesús, doctora para una Iglesia en crisis, Monte Carmelo, Burgos 1981, 41-65. [327] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS (dir.), Tiempo y vida de santa Teresa, BAC, Madrid 19772, 110. [328] V 24,4. [329] V 24,5. [330] V 24,6. [331] V 24,7. [332] V 24,8. [333] V 24,9. [334] V 24,9 [335] V 25,1. [336] Ib. [337] V 25,4. [338] M. HERRAIZ, Biblia y espiritualidad, Monte Carmelo 88/2 (Burgos 1980) 320. [339] J UAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, 2, 31,1. [340] Os. 2,21-22. [341] V 25,1. [342] V 25,14. [343] V 25,17. [344] Ib. [345] V 25,19. [346] Ib. [347] V 25,20. [348] V 25,21. [349] Ib. [350] Ib. [351] V 26,6. [352] Ib. [353] V 27,2. [354] M. IZQUIERDO, o.c., 152. [355] V 27,3. [356] V 27,4. [312]
217
[357]
V 27,5. Citado por J. MART ÍN VELASCO, o.c., 222-223. [359] V 27,5. [360] V 27,6. [361] V 27,7. [362] V 27,8. [363] V 27,9. [364] 6M 8,1,3. [365] 6M 9,3.4. [366] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 77. [367] V 27,11. [368] V 28,1. [369] V 28,3. [370] V 28,5. [371] V 28,8. [372] V 28,9. [373] Ib. [374] T. ÁLVAREZ, Santa Teresa de Jesús contemplativa, Ephemerides Carmeliticae 13 (1962) 23-24. [375] G. BEAUCHESNE, Dictionnaire de spiritualité ascetique et mystique. Doctrine et histoire, París 1976, fasc. IX, p. 1142. [376] S. CAST RO, o.c., 56. [377] Ib. [378] V 29,6. [379] Ib. [380] V 29,8. [381] V 29,10. [382] V 29,11. [383] C. DOMÍNGUEZ MORANO, Experiencia mística y psicoanálisis, Sal Terrae, Santander 1999, 24. [384] V 29,13. [385] Me parece oportuno citar aquí unas palabras de A. T ORRES QUEIRUGA, Repensar la resurrección, Trotta, Madrid 20053, 89. Refiriéndose al carácter físico o no-físico de las apariciones de Jesús resucitado, escribe: «En la primera hipótesis, lo que se “vería” o “palparía” a nivel estrictamente sensorial, no podría ser nunca algo empírico pues no es la realidad del Resucitado, igual que según la Escritura, no se puede “ver” a Dios (con quien él está ahora plena y definitivamente identificado), y el hecho significativo de que la misma Escritura aclare que no se puede ver a Dios sin morir (Éx 33,20) indica el régimen trascendente –no mundano– de esa visión». De modo que en el caso de que se vea algo físicamente no puede ser la realidad misma del Resucitado, sino algo estrictamente mundano (en este contexto da igual que sea físico o psíquico, sensorial o imaginativo). [386] ÁLVAREZ T. (dir.), Diccionario de santa Teresa. Doctrina e historia, Monte Carmelo, Burgos 1997, 180. [387] J. Mª J AVIERRE, Teresa de Jesús. Aventura humana y sagrada de una mujer, Sígueme, Salamanca 200110, 268. [388] Poesías líricas, 1. [389] MC 6,5. [390] Ex 16. [391] CC 54,14. La cursiva es mía. [392] CC 54,36. [393] Cta. (17 de enero de 1577) 173,98-9. [394] Ib, 173,10 y 12. [395] 6M 11,2. [358]
218
[396]
J UAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 2, 9. Ib, c. 1. [398] C 31,3. [399] C. DOMÍNGUEZ MORANO, o.c., 36. El lector que desee profundizar más en este tema puede leer todo el folleto, porque es breve y muy profundo. [400] J UAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 2,12. [401] V 29,12. [402] V 30,5. [403] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 131. [404] V 30,7. [405] V 30,8. [406] V 30,9. [407] V 30,21. [408] V 32,1. [409] V 32,1-3. [410] V 32,5. [411] V 32,9. [412] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 132, nota 40. [413] V 32,6. [414] V 32,10. [415] Ib. [416] Mt 5,3. [417] E. LECLERC , Sabiduría de un pobre, Marova, Madrid 199212, 58. [418] Gén 12,1. [419] V 32,11. [420] Éx 3,11; 4,1. [421] V 32,12. [422] Esta es la respuesta de san Luis Beltrán a Teresa de Jesús: «Madre Teresa: Recibí vuestra carta, y porque el negocio sobre el que me pedís parecer es tan en servicio del Señor, he querido encomendárselo en mis pobres oraciones y sacrificios, y esta ha sido la causa de haber tardado en responderos. Agora digo en nombre del mismo Señor que os animéis para tan grande empresa, que Él os ayudará y favorecerá; y de su os certifico que no pasarán cincuenta años que vuestra religión no sea una de las más ilustres que haya en la Iglesia de Dios». Cf EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS (dir.), Tiempo y vida de santa Teresa, BAC, Madrid 1996, 136, nota 74. [423] V 32,15. [424] V 32,18. [425] CC 1,28. [426] CC 1,30. [427] CC 1,33. [428] V 33,2. [429] V 33,5. [430] Ib. [431] V 33,7. [432] V 33,9. [433] V 33,12. [434] Ib. [435] Mc 14,36. [436] V 33,12. [437] V 36,14. [397]
219
[438]
Ib. Ib. [440] V 34,1. [441] Ib. [442] V 35,5. [443] V 35,3. [444] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 158. [445] V 35,4. [446] V 35,6. [447] J UAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, II, 22,9. [448] V 35,7. [449] V 35,10. [450] Ib. [451] V 35,13. [452] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 161. [453] V 36,5. [454] V 6,8. [455] T. EGIDO, Santa Teresa y su circunstancia histórica, en AA.VV., Teresa de Jesús, mujer, cristiana, maestra, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1982, 18-19. [456] CE 1,1. [457] V 37,9. [458] D. DE PABLO MAROTO, Camino de perfección, en A. BARRIENTOS (dir.), Introducción a la lectura de santa Teresa, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20022, 308. [459] T. EGIDO, a.c., 23. [460] CE 20,1. [461] CE 45,2. [462] O. ST EGGINK, Experiencia y realismo en santa Teresa y san Juan, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1974, 96-97. [463] Ib, 97. [464] V 36, 5. [465] J. CAST ELLANO, Espiritualidad teresiana, en A. BARRIENTOS (dir.), o.c., 189. [466] T. ÁLVAREZ, Santa Teresa de Jesús contemplativa, Ephemerides Carmeliticae (1962) 41. [467] Ib. [468] V 7,1. [469] V 9,3. [470] V 32,6. [471] CC 3,7. [472] J. CAST ELLANO, a.c., 195. En nota a pie de página, añade este mismo autor: «Se trata sin duda de una intuición original de la Santa y una realización singular en el campo de la vida religiosa; hasta aquí se había insistido en el valor de la vida contemplativa en sí misma; Teresa, por su propia experiencia, da sentido apostólico a la contemplación y la abre a la comunión con toda la Iglesia. Es la intuición recogida ya de forma oficial por los documentos de la Iglesia (cf Perfectae caritatis, 7)». [473] CE 1,2. [474] Ib. [475] Ib. [476] CE 1,5. [477] F 2,7. [478] ISABEL DE SANTO DOMINGO, Proceso de Ávila (1610), art. 27. [479] Cta. (17 de enero de 1570) 24/20. [439]
220
[480]
CC 54,8. 5M 2,10. [482] 7M 4,14. [483] CC 66,6. [484] V 36,7. [485] V 36,8. [486] Ib. [487] V 36,9. [488] V 36,16. [489] V 36,19. [490] Ib. [491] V 36,20. [492] V 36,22. [493] V 36,24. [494] M. HERRÁIZ, Un camino de experiencia. 30 días de retiro con Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos 20042, 218. [495] CE 4,9. [496] 7M 4,9. [497] T. EGIDO, Ambiente histórico, en A. BARRIENTOS (dir.), o.c., 45. [498] C. DOMÍNGUEZ MORANO, Creer después de Freud, San Pablo, Madrid 20013, 124. [499] CE 1,5. [500] CC 3,1. [501] V 36,26. [502] V 36,27. [503] V 37,4. [504] V 37,6. [505] V 37,10 [506] V 38,11. [507] Proceso de Valladolid (1595) 8º. [508] F 5,8. [509] V 38,16. [510] V 38,17. [511] V 38,18. [512] Cta. (Toledo, 17 de enero de 1577) 173,16. [513] V 40,1. [514] V 1,5. [515] V 3,5. [516] V 40,2. [517] V 40,3. [518] Ib. [519] 6M 10,6. [520] 6M 10,8. [521] F 1,8. [522] F 2,1. [523] F 2,3. [524] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 264. [525] F 2,3. [481]
221
[526]
F 2,4. Ib. [528] F 2,5. [529] F 2,6. [530] F 2,7. [531] F 3,2. [532] F 3,16. [533] F 3,17. [534] Cta. (Beas, mediados de noviembre de 1578) 261,1. [535] M. IZQUIERDO, Teresa de Jesús, una aventura interior: estudio de un símbolo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1994, 93. [536] F 13,1. [537] Ib. [538] F 13,3. [539] F 13,5. [540] F 14,12. [541] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 347. [542] F 13,7. [543] F 15,5. [544] F 17,1. [545] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 366. [546] F 17,16. [547] F 17,17. [548] Ib. [549] CC 6,1. [550] Ib. [551] F 18,1. [552] F 18,4. [553] F 18,5. [554] F 19,3. [555] F 19,5. [556] Gál 2,20. [557] MC 7,9. [558] J. MART ÍN VELASCO, Experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 148. [559] S. ROS GARCÍA, Santa Teresa en su condición histórica de mujer espiritual, en La recepción de los místicos: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Universidad Pontificia de Salamanca-Centro Internacional TeresianoSanjuanista de Ávila, Salamanca 1997, 61. [560] Ex 17. [561] V 17,5. [562] E. LLAMAS , Libro de la Vida, en A. BARRIENTOS (dir.), Introducción a la lectura de santa Teresa, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20022, 220. [563] C 3,5. [564] M. HERRÁIZ, Introducción al Libro de la Vida de santa Teresa, Centro de Espiritualidad Santa Teresa, Desierto de las Palmas (Castellón) 1982, 62-63. [565] V 1, tit. [566] V 1,8. [567] V 4,3. [527]
222
[568] [569] [570] [571] [572] [573] [574] [575] [576] [577] [578] [579] [580] [581] [582] [583] [584] [585] [586] [587] [588] [589] [590] [591] [592] [593] [594] [595] [596] [597] [598] [599] [600] [601] [602] [603] [604] [605] [606] [607] [608] [609] [610] [611] [612] [613] [614]
V 4,7. V 7,1. V 7,18. V 8,4. V 8,5. V 10,1. V 10,4. V 11,1. V 14,9. V 11,6. Ib. V 11,7. V 11,11. Ib. V 13,6. V 11,13. V 11,14. V 13,2. V 13,22. V 14,1. V 14,2. V 14,5. V 14,10. V 14,11. V 15,4. V 15,5. Ib. V 16,1. Ib. M. HERRÁIZ, La oración, historia de amistad, Ed. de Espiritualidad, Madrid 20036, 91. V 16,2. V 16,1. V 16,2. V 16,3. V 17,3. V 17,2. V 17,3. V 17,8. V 18,1. V 18,5. V 18,14. Ib. A. L. CILVET I, Introducción a la mística española, Cátedra, Madrid 1974, 204. V 19,2. V 19,17. V 20,9. V 23,1.
223
[615]
V 40,1-4. V 40,5. [617] V 40,10. [618] C Pról. 1. [619] C Pról. 3. [620] M. HERRÁIZ, Introducción a Camino de perfección de santa Teresa, Centro de Espiritualidad Santa Teresa, Desierto de las Palmas (Castellón) 1981, 15. [621] CE 3,1. [622] CE 3,2. [623] CE 3,5. [624] CE 36,6. [625] Ib. [626] CE 73,1. [627] CE 4,1. [628] M. HERRÁIZ, Introducción a Camino de perfección, o.c., 27. [629] C 4,1. [630] C 4,4. [631] C 4,7. [632] C 6,8. [633] C 8,1. [634] C 10,3. [635] C 12,2. [636] C 21,2. [637] C 21,5. [638] C 21,10. [639] C 22,1. [640] C 22,3. [641] C 22,7 y 8. [642] T. ÁLVAREZ, Introducción a Camino de perfección, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1965, 35. [643] C 28,2. [644] C 26,3. [645] C 26,6. [646] C 28,9. [647] C 28,10. La cursiva es mía. [648] C 28,11. [649] C 34,8. [650] C 34,11. [651] C 34,13. [652] C 42,5. [653] M Pról. 5. [654] Ib. [655] 5M 4,1. [656] M. IZQUIERDO, Teresa de Jesús, una aventura interior: estudio de un símbolo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1994, 253. [657] J. V. RODRÍGUEZ, Presentación de T ERESA DE J ESÚS , Las Moradas, San Pablo, Madrid, 2000, 5. [658] Cta. (Ávila, 7 de diciembre de 1577) 209,10. [659] 1M 1,1. [616]
224
[660]
V 40,5. 1M 1,3. [662] C 28,9. [663] 1M 1,7. [664] V 11,13. [665] V 14-15. [666] V 18-21. [667] 1M 1,1. [668] 1M 1,3. [669] Ib. [670] 1M 1,4. [671] 1M 1,6. [672] 1M 1,7. [673] 1M 2,1. [674] Ib. [675] 1M 2,8. [676] Ib. [677] Ib. [678] 1M 2,9. [679] 1M 2,15. [680] 1M 2,17. [681] 2M 1,2. [682] Ib. [683] 2M 1,4. [684] 2M 1,6. [685] 2M 1,12. [686] 3M 1,2. [687] 3M 1,6. [688] Mt 14,16. [689] 3M 1,6. [690] Ib. [691] 3M 1,8. [692] 3M 1,9. [693] 4M 1,1. [694] 4M 1,7. [695] F 5,2. [696] Ib. [697] 4M 3,2. [698] Ib. [699] Para profundizar más en esta página magistral de santa Teresa, puede verse mi libro, Teresa de Jesús, una aventura interior, o.c., 193-195. [700] 4M 3,3. [701] CC 54,41. [702] 4M 3,3. [703] 4M 2,2. [704] 4M 2,4. [705] Ib. [661]
225
[706]
Ib. 4M 2,5. [708] 4M 2,6. [709] Ib. [710] 4M 3,9. [711] 4M 3,10. [712] Ib. [713] 5M 1,1. [714] 5M 1,3. [715] V 18,14. [716] 5M 1,4. [717] 5M 1,5. [718] Ib. [719] 5M 1,6. [720] Ib. [721] 5M 1,9. [722] 5M 1,13. [723] 5M 2,2. [724] J. CAST ELLANO, Lectura de un símbolo teresiano, Revista de espiritualidad 165 (1982) 533. [725] 5M 2,4. [726] 5M 2,6. [727] 5M 2,7. [728] M. HERRÁIZ, Introducción a las Moradas, Centro de Espiritualidad Santa Teresa, Desierto de las Palmas (Castellón), 95. [729] 5M 2,11. [730] 5M 3, título. [731] 5M 3,3. [732] 5M 3,5. [733] 5M 3,7. [734] Ib. [735] A. L. CILVET I, o.c., 63. [736] D. ALONSO , La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid 1958, 116-117. [737] G. ET CHEGOYEN, L´Amour divin. Essai sur les sources de Sainte Thérèse, Biblioteque des Hautes Études Hispaniques IV, Burdeos-París 1923, 346. [738] M. IZQUIERDO, o.c., 103. [739] L. BEIRNAERT , La significación del simbolismo conyugal en la vida mística, en Experiencia cristiana y psicología, Estela, Barcelona 1966, 349-351. [740] 5M 4,4. [741] A. L. CILVET I, o.c., 214. [742] 5M 4,4. [743] Ib. [744] 5M 4,1. [745] 5M 4,6. [746] Ib. [747] 6M 1,1. [748] Ib. [749] M. IZQUIERDO, o.c., 271. [707]
226
[750]
6M 1,2. 6M 2,1. [752] Ib. [753] 6M 4,3. [754] 6M 4,9. [755] 6M 4,12. [756] 6M 5,1. [757] 6M 5,3. [758] 6M 5,7. [759] Ib. [760] 6M 7,5. [761] 6M 7,9. [762] 6M 10,6. [763] 6M 10,8. [764] 6M 11,2. [765] 6M 11,5. [766] 6M 11,9. [767] 7M 1,1. [768] M. HERRÁIZ, Introducción a las Moradas de Santa Teresa, Centro de Espiritualidad Santa Teresa, Desierto de las Palmas (Castellón) 1981, 127. [769] M. IZQUIERDO, o.c., 279. [770] 7M 1,1. [771] 7M 1,6. [772] 7M 1,7. [773] Ib. [774] 7M 1,4. [775] 7M 1,11. [776] A. M. GARCÍA ORDÁS , La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Teresianum, Roma 1967, 122. [777] 7M 1,9. [778] 7M 2,1. [779] Ib. [780] 7M 2,3. [781] Ib. [782] 7M 2,4. [783] 7M 2,6. [784] 7M 3,1. [785] 7M 3,4. [786] 7M 3,11. [787] 7M 3,13. [788] 7M 4,4. [789] 7M 4,6. [790] Ib. [791] 7M 4,9. [792] Ib. [793] F 5,8. [794] 7M 4,14. [795] 7M 4,21. [751]
227
[796]
CC 13,8. CC 12,1. [798] S. CAST RO, Jesucristo y su misterio, en AA.VV., Teresa de Jesús, mujer, cristiana y maestra, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1982, 144, nota 24. [799] CC 12,2. [800] Ib. [801] CC 12,3. [802] CC 13,1. [803] Poesías líricas, 2. [804] MC 7,2. [805] CC 54,11. [806] 6M 6,1. [807] T. ÁLVAREZ, Santa Teresa de Jesús contemplativa, Ephemerides Carmeliticae (1962) 29. [808] A. M. GARCÍA ORDÁS , La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1967, 99. [809] V 27,7. [810] V 27,9. [811] V 39,25. [812] CC 14,1. [813] CC 14,4. [814] CC 15,2. [815] CC 15,4. [816] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 90. [817] Poesías, 4. [818] CC 36,1. [819] CC 42,1. [820] T. ÁLVAREZ, a.c., 29. [821] 7M 1,7. [822] CC 16. [823] CC 15,1. [824] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , Tiempo y vida de santa Teresa, BAC, Madrid 19772, 442. [825] CC 27. [826] Cf EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 451. [827] Ib, 452. [828] Ib, 455. [829] V 35,2. [830] C 2,2. [831] Cta. (Ávila, 7 de noviembre de 1571) 34,4. [832] CC 22,1. [833] CC 22,3. [834] Forma popular, actualmente, angina. Enfermedad que produce una terrible sensación de asfixia. J. COROMINAS , Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid 1973, 252. [835] Cta. a doña María de Mendoza (7 de marzo de 1572) 37,3. [836] Cta. (7 de marzo de 1572) 37,7-9. [837] 7M 2,3. [838] CC 25. [839] J UAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, c. 22,3. [797]
228
[840]
F 19,9. CC 53,11. [842] F 21,4. [843] F 21,7. [844] Cta. (mediados de junio de 1574) 65,3. [845] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 509. [846] F 27,17. [847] F 27,11. [848] Para la redacción de este apartado, sigo el capítulo, Santa Teresa y Gracián, de M. HERRÁIZ, Sólo Dios basta: claves para la espiritualidad teresiana, Ed. de Espiritualidad, Madrid 19812, 321-340. [849] F 24,1. [850] Cta. a Inés de Jesús (Beas, 12 de mayo de 1575) 79,3. [851] Cta. (Toledo, 13 de diciembre de 1576) 158,12. [852] M. HERRÁIZ, o.c., 321. [853] Ib, 322. [854] Ib. [855] CC 29,3. [856] CC 29,5. [857] M. HERRÁIZ, o.c., 323. [858] CC 30,2. [859] CC 30,5. [860] CC 30,6. [861] FRAY J ERÓNIMO GRACIÁN, Peregrinación de Anastasio, diál. 16, Tipog. El Monte Carmelo, Burgos 1905, 309. [862] Cta. (Toledo, 9 de enero de 1577) 172,7. [863] Ib. [864] P. J ERÓNIMO GRACIÁN, «Escolias» a la vida de Santa Teresa compuesta por el P. Ribera, Ephemerides Carmeliticae 32 (1981) 391. [865] M. HERRÁIZ, o.c., 326. [866] Cta. (Toledo, 31 de octubre de 1576) 134,8. [867] Scholias y addiciones, Monte Carmelo 68 (1960) 112-123. [868] M. HERRÁIZ, o.c., 320. [869] Cta. (Ávila, 21 de abril de 1579) 275,8. [870] Cta. (Ávila, 15 de abril de 1578) 226,1. [871] Cta. (Ávila, 8 de mayo de 1578) 232,2. [872] Cta. (Toledo, 23 de octubre de 1576) 133,8. [873] M. HERRÁIZ, o.c., 335. [874] D. DENEUVILLE, Santa Teresa de Jesús y la mujer, Herder, Barcelona 1966, 171. [875] M. HERRÁIZ, o.c., 335. [876] F 24,6. [877] F 24,18. [878] F 25,1. [879] F 25,4. [880] CC 36,1. [881] A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 97. [882] CC 40. [883] CC 41,1. [884] CC 42. [841]
229
[885]
A. M. GARCÍA ORDÁS , o.c., 97. CC 42. [887] F 24,21. [888] F 25,11. [889] Cta. (Malagón, 15 de junio de 1576) 103. [890] CC 46. [891] P. J ERÓNIMO GRACIÁN, Escolias, o.c., 396. [892] F 27,20. [893] Cta. (Sevilla, 30 de diciembre de 1575) 96,17. [894] Cta. (Sevilla, 18 de junio de 1575) 81,12. [895] Ib, 81,21. [896] F 27,20. [897] Cta. (Sevilla, finales de enero de 1576) 98,3 y 6. [898] Ib, 98,19. [899] E. LLAMAS , Teresa de Jesús y los alumbrados. Hacia una revisión del «alumbradismo» español del siglo XVI, en AA.VV., Actas del Congreso Internacional Teresiano I, Salamanca 1982, 137-167. [900] Ib, 136-167. [901] El tema citado no entra en el objetivo de esta biografía interior. Basta recordarlo. Remito al lector interesado al estudio citado de E. Llamas. [902] J ERÓNIMO GRACIÁN, Peregrinación de Anastasio, Tipografía de “El Monte Carmelo”, Burgos 1905, Diál. 13, p. 228. [903] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 583-588. [904] Cta. a María de San José (Sevilla, 29 de abril de 1576) 101,7. [905] CC 47. [906] CC 48. [907] CC 53,1. [908] CC 53,29. [909] CC 54,1. [910] CC 54,21. [911] F 26,2. [912] Ib. [913] Cta. (Malagón, 18 de junio de 1576) 106,1. [914] Cta. (Toledo, 2 de julio de 1576) 108, 7. [915] F 27,18. [916] R. ROSSI, Teresa de Ávila: biografía de una escritora, Icaria, Barcelona 1984, 226. [917] Moradas del castillo interior, Pról., 1. [918] F 30,1. [919] J. Mª J AVIERRE, Teresa de Jesús: Aventura humana y sagrada de una mujer, Sígueme, Salamanca 200110, 534. [920] Cta. a Gracián (Toledo, 20 de septiembre de 1576) 120,9. [921] Ib, 120,11. [922] F 28,3. [923] F epíl. 3. [924] Cta. (22 de octubre de 1577) 205,4. [925] Cf J. Mª J AVIERRE, o.c., 549. [926] Cta. (Ávila, 22 de octubre de 1577) 205,4. [927] Cta. a D. Teutonio de Braganza (Ávila, 16 de enero de 1578) 214,11. [886]
230
[928]
Cta. (Ávila, 4 de diciembre de 1577) 208,7-8. Cta. (Ávila, 9 de agosto de 1578) 240,16. [930] Cta. a Roque de Huerta (Ávila, finales de octubre de 1578) 258,12. [931] F 28,6. [932] Ib. [933] Cta. (Medina, 6 de agosto de 1580) 328,8. [934] F 28,1. [935] F 28,5. [936] F 28,15. [937] F 28,18. [938] F 29,1. [939] F 29,2. [940] F 29,3. [941] Ib. [942] F 29,6. [943] F 29,31. [944] F 29,32. [945] F 30,2. [946] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , 680. [947] F 30,7. [948] CC 66,1. [949] Cta. (Palencia, 27 de febrero de 1581) 355,3. [950] Cta. (Ávila, 8 de noviembre de 1581) 387,3. [951] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 694. [952] F 31,4. [953] Ib. [954] F 31,11. [955] F 31,16. [956] Ib. [957] F 31,21. [958] F 31,26. [959] F 31,45. [960] F 31,50. [961] Cta. (Burgos, 7 de mayo de 1582) 419,2. [962] Cta. (Valladolid, 1 de septiembre de 1582) 438,3. [963] Cta. (Burgos, mediados de mayo de 1582) 424 bis, 1 y 7. [964] Cta. (Burgos, 30 de mayo de 1582) 424,13. [965] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 746. [966] Lc 4,29. [967] MARÍA DE SAN J OSÉ, Proceso de Madrid, 1595. [968] Cta. a Catalina de Cristo (Valladolid-Medina, 15 de septiembre de 1582) 441,14 y 17. [969] EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS , o.c., 757. [970] Ib, 760. [971] J. MART ÍN VELASCO, El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid 1999, 476. [972] K. RAHNER , La experiencia personal de Dios, más apremiante que nunca, Revista de Espiritualidad 29 (1970) 310-313. [973] V 28,8. [929]
231
[974] [975] [976]
K. RAHNER , a.c., 312. Ib, 313. V 37,6.
232
Index Siglas empleadas Prólogo Pórtico A modo de introducciónContexto histórico 1Temprano despertar Dios se anticipa El camino de la verdad «A tierra de moros» Crisis de adolescencia Primera conversión Dios llama «Con los ojos del alma...» Decisión dolorosa La misericordia de Dios
4 5 9 12 18 18 19 19 21 25 27 28 29 31
2Contraste entre Dios y Teresa
34
El gozo de una entrega Grave enfermedad Soledad en Becedas Dios dentro Un encuentro significativo Ronda la muerte Entre dos fuegos Lejanía de Dios Teresa no se rinde al Amor Oración-amistad
34 36 39 41 43 45 47 50 51 54
3El encuentro
57
La fuerza de una imagen ...Y la fuerza de un libro Primera oración teresiana Invadida por Dios «En el hondón interior» «No entender entendiendo»
57 60 61 63 64 66 233
Cristo y Teresa «Es otro libro nuevo...» «A todo su parecer de entrambos era demonio» Teresa y la Compañía de Jesús Conversión plena Otra vez el demonio «Yo te daré libro vivo» El encuentro con la Persona de Cristo «Es luz que no tiene noche» La merced del dardo «Hecho de raíces de árboles» «No hay luz sino todo tinieblas oscurísimas» El voto de lo más perfecto
4La gran empresa del Carmelo
67 69 71 72 74 76 77 78 81 82 87 88 88
90
«A la manera de las descalzas» Un día de la Asunción En Toledo «El contento que me da contentarle» El monasterio de San José Teresa de Jesús y la Iglesia Nuevas dificultades «Estáse ardiendo el mundo» Navidad de 1562 «Como Su Majestad me lo ha dicho» «Entre los pucheros anda el Señor» «Sólo Dios es Verdad» Las fundaciones se multiplican «Ya tengo fraile y medio» Duruelo Una santa que come, duerme y habla como nosotras Pastrana, Salamanca y más... Diez años de preparación
5Teresa de Jesús, escritora
90 93 94 96 98 100 103 105 106 107 108 110 111 113 114 116 117 119
121
Y se puso a escribir Libro de la Vida
121 122 234
Camino de perfección Moradas del castillo interior
131 137
6En el castillo interior
159
«Vivo sin vivir en mí» Desde Jesucristo a la Trinidad Priora de la Encarnación Matrimonio espiritual En Salamanca... Sólo con descalzas Teresa de Jesús y Gracián Fundación en Sevilla Crisis con la autoridad La Inquisición acosa «Estuvo a punto de acabarse todo» En el centro del castillo A pesar de la enfermedad... Priora del monasterio de San José «Ahora, Teresa, ten fuerte» «Una mariposica blanca muy graciosa»
159 161 163 167 169 171 173 177 180 182 187 191 192 194 195 198
Doctora de la Iglesia universal
201
Teresa de Jesús en nuestro futuro
202
Epílogo Bibliografía
204 205
235
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