Teoria de la Psicoterapia Analitica Breve - Lucio Pinkus.pdf

May 1, 2017 | Author: terecrabb_718751911 | Category: N/A
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TEORIA DE LA PSICOTERAPIA ANALITICA BREVE

por Lucio Pinkus

INDICE

Primera Parte. ¿Más teoría aun?...................................................... 11 1.1.0. Encuadre histórico..................................................................... 16 1.1.1. Psicoterapia analítica: a la búsqueda de una definición.................................................................. 19 1.2.0. Fundamentos teóricos de la definición propuesta.............. 22 1.2.1. Psicoterapia analítica como técnica de exploración....................................................................... 22 1.2.2. Modelo de personalidad y teoría psicoanalítica... 26 1.2.3. Técnica de indagación y personalidad....................... 29 1.2.4. Psicoterapia analítica y teoría general de los sistemas............................................................................ 36 1.2.5. Equilibrio emocional homeostático y autonomía del yo............................................................. 39 1.2.6. Sistema de personalidad y pérdida de funcionalidad................................................................... 42 1.3.0. Psicopatología y psicoterapia.................................................. 46 1.3.1. Psicopatología: entre nosema y nomenclatura......... 47 1.3.2. Psicoterapia y psicopatología analíticas.................... 58 1.4.0. El factor “tiempo”.....................................................................’. 62 Segunda Parte.................................................................................... 67 2.1.0. La lógica del proceso psicoterapéutico en la psicoterapia analítica breve..................................................... 69 2.1.1. El conflicto........................................................................ 72 2.1.2. Al margen del conflicto de conciencia....................... 77 2.1.3. Una nota sobre la “comprensión emocional”........... 81 2.1.4. Contrato y transferencia: dos problemas abiertos ............................................................................ 83

2.2.0. El proceso diagnóstico.............................................................. 90 2.2.1. Indicaciones y contraindicaciones de la psicoterapia analítica breve..................................................... 96 2.3.0. Los parámetros diagnósticos y pronósticos ...................... 102 2.3.1. Las motivaciones............................................................ 103 2.3.2. Motivaciones del psicoterapeuta................................105 2.3.3. Las motivaciones del paciente.................................... 110 2.4.0. Síntomas.................................................................................... 116 2.4.1. La inhibición...................................................................122 2.4.2. El síntoma psicosomático............................................. 123 2.4.3. La angustia.................................................................... 127 2.4.4. El dolor............................................................................. 130 2.5.0. Las defensas.............................................................................. 134 2.6.0. La “fuerza” del yo..................................................................... 138 2.7.0. Nota sobre el pronóstico..........................................................140 2.8.0. Dos “casos”................................................................................ 143 Tercera Parte..................................................................................... 149 3.1.0. La interpretación....................................................................... 151 3.1.1. Algunas características de la interpretación..............152 3.1.2. Reglas de la interpretación....................... ...... ............ 154 3.1.3. Resistencia y elaboración............................................ 156 3.2.0. Los materiales analíticos......................................................... 161 3.2.1. El hablar.......................................................................... 161 3.2.2. El callar.............................................................................164 3.2.3. Uso psicoterapéutico del callar................................... 165 3.2.4. El silencio del paciente............... ................................. 167 3.2.5. Comportamientos no verbales.....................................169 3.3.0. El sueño...................................................................................... 172 3.3.1. Cómo tratar el sueño................................................... 173 3.4.0. Psicofármacos y psicoterapia................................................ 178 3.5.0. La terminación de la relación terapéutica............................181 CONCLUSION...................................................................................... 184 Referencias Bibliográficas.............................................................187

Primera Parte ¿Más teoría aúnP

Si pienso en los estudiantes de psicología y también en otros tipos de “aprendices de brujo”, que de alguna u otra manera se ocupan de psicoterapia, sobre todo en nuestra estructura universitaria, me resulta fácil imaginar el desa­ liento, por una parte, y el sentimiento instintivo de rechazo, por la otra, que pueden experimentar frente a un enésimo discurso “teórico”. Y por ello me doy cuenta de que intro­ ducir un discurso sobre la teoría de un tipo de psicoterapia o, más exactamente, un discurso sobre la teoría de la técnica de la psicoterapia analítica (lo cual es el objetivo de este trabajo) puede ser algo decididamente irritante. Sobre todo en un contexto en él cual las necesidades se hacen cada día más urgentes, a la vez que surgen continuamente nuevas formas de técnicas psicoterapéuticas, caracterizadas fre­ cuentemente por una “brevedad” del adiestramiento, por una declarada y presunta “inmediatez” de los resultados, y sobre todo por una fuerte dosis de “espontaneidad” tera­ péutica, como en oposición a una “rigidez” de la técnica. Sin embargo, basta reflexionar un mínimo sobre lo que acontece en la práctica, para constatar como, cuanto más rotundamente se niega el terapeuta a dar su adhesión o por lo menos a hacer una referencia explícita a una teoría, sea de la personalidad en su conjunto, sea más específicamente de las técnicas que usa, tanto más se da la presencia, no reconocida, pero no por eso menos real, de una teoría perso­ nal de la técnica psicoterapéutica y de los otros aspectos conexos (Cremerius, J., 1974).

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El problema consiste, pues, en escoger consciente­ mente la referencia a la teoría de la técnica que se está utilizando, con las consecuencias y vinculaciones que ello implica, o en aceptar que todo ello se haga en el nivel latente, con el resultado de que será imposible verificar—y ni siquiera advertir— lo que estamos viviendo y actuando. Más allá de la teoría específica de la técnica psicoterapéutica que podamos escoger, el hecho de elegir explíci­ tamente una teoría significa tener un marco de referencia formado por hipótesis y afirmaciones más o menos proba­ bles y falsificables, pero que de alguna manera tienen la característica de ser verificables y, si se las formula correc­ tamente, modelos y definiciones operativas (Pinkus, L., 1975). Esto ofrece algunas ventajas no desdeñables en el pla­ no de la psicoterapia, y en particular: 1. La sistematicidad del proceso psicoterapéutico: en la medida en que referirse a una teoría implica una suce­ sión de operaciones rigurosamente previstas, bajo las cua­ les debe encontrarse un proceso psíquico identificable, cuya dinámica no es considerada sólo en el ámbito restrin­ gido de nuestro caso clínico, sino que es referida a la ampli­ tud de las experiencias de cuantos han contribuido a formu­ lar la teoría y, al mismo tiempo, permite derivar de estas experiencias aproximaciones al caso que estamos tratando. Algunos conceptos estrechamente ligados al proceso psicoterapéutico, como el de superación de cierta fase o de cierta situación, de integración de experiencias nuevas, etcétera, se toman así comprensibles operativamente, pre­ cisamente por estar ligados al modelo de desarrollo de la personalidad y de su dinámica, integraciones que de otra manera no serían otra cosa que afirmaciones no verificables ni vinculables. 2. La reflexión y, por ende, la verificación de la propia práctica se hace posible en la medida en que el psicoterapeuta dispone de un modelo con el cual confrontarse, lo que lo ayuda a evitar la excesiva subjetividad que el trabajo

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clínico podría llevar consigo. Esto permite al psicoterapeuta estructurar no ya una serie de intervenciones desconectadas, sino una lógica de la intervención, que de vez en cuando es aplicada luego a cada caso particular. 3. Por fin, la referencia a una teoría permite una mayor espontaneidad. De hecho, la oposición entre teoría de la técnica y espontaneidad es totalmente especiosa, como su­ cede siempre que entra enjuego el mecanismo del “todo o nada”. En realidad, la referencia explícita y pertinente a la teoría de la técnica que está aplicando permite tomar en cuenta el factor humano del psicoterapeuta, y por consi­ guiente la espontaneidad que tendría que estar íntimamen­ te relacionada con dicho factor, en calidad de variable real de la técnica, la cual hay que aceptar de pleno derecho y conscientemente. Y la reflexión sobre lo que hacemos cuan­ do actuamos como obedeciendo a la teoría y cuando inter­ venimos siguiendo a nuestra intuición; el modo de colocar­ nos y de sentimos con nuestros “usuarios” nos permite descubrir el propio estilo terapéutico personal, en sus lími­ tes y en su potencialidad. Este límite es el que, a mi juicio, permite explicar de manera realista y humana el trabajo psicoterapéutico, evitando ese sentimiento de omnipoten­ cia, casi inhumana, que muchas veces se oculta debajo del rechazo de una teoría, como algo que nos limita, pero que también nos posibilita, a nosotros y también a otras perso­ nas, verificar nuestro trabajo terapéutico. Por lo dicho considero importante reflexionar y cum­ plir un intento de sistematización sobre una de las inter­ venciones que mejor pueden prestarse a ser un instrumen­ to adecuado para el psicólogo, sobre todo en el ámbito de las instituciones, a saber, el de la psicoterapia analítica. Por ahora sólo quisiera hacer presente que, incuestionable­ mente, la psicoterapia es ante todo una experiencia vital de la propia personalidad, y esto no puede ser reemplazado por ningún libro u otro aprendizaje teórico. No obstante ello, por los motivos que he aportado ante­ riormente, considero útil proponer una reflexión sistemáti-

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ca sobre este instrumento, que podría ayudar, o así lo espe­ ro al menos, a quienes se están preparando para el trabajo de psicoterapeuta a orientarse de una manera menos impre­ cisa y fortuita, y al que ya trabaja, a saber utilizar a fondo, y por consiguiente, a enriquecer y a formular de una manera repetible y verificable las experiencias que ha cumplido.

1.1.0. Encuadre histórico El problema de la duración de la terapia psicoanalítica tiene una historia muy interesante que, en mi opinión, contiene muchos de los problemas y las soluciones que posteriormente se emplearon tanto en el seno del psicoaná­ lisis como por otras direcciones terapéuticas que explícita­ mente la adoptaron. En los inicios del psicoanálisis, el problema de una terapia “breve” no tenía razón de existir. Los análisis prac­ ticados tanto por Freud como por sus primeros discípulos tenían una duración sumamente medida, y nada hacía pen­ sar en el proceso de prolongación del tratamiento que ven­ dría posteriormente. Pensemos, a título de ejemplo, que el famoso caso del “Hombre de los Lobos” fue tratado por Freud en sesiones más bien frecuentes, pero sólo en once meses. De todas maneras, existen informaciones sobre la práctica psicoanalítica, tanto de Freud como de sus discípu­ los, de las cuales surge con evidencia que el tratamiento seguía esquemas muy variables en cuanto a la frecuencia de las sesiones y la duración del tratamiento. En conjunto, duraba pocas semanas o, a lo sumo, meses. Probablemente el motivo de esta brevedad fue una escasa atención al pro­ blema de las resistencias y de la transferencia. En Budapest, S. Ferenczi, hacia 1918, comenzó una forma de tratamiento “activo”, en el sentido de que tenía por objetivo una participación más activa por parte del paciente. Ferenczi asumió un rol explícitamente directivo en este tipo de terapia, haciendo prescripciones o prohibi­ ciones al analizando, como también imponiendo un térmi­ no a la duración del tratamiento y graduando voluntaria-

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mente actitudes “buenas” y tratamientos “severos” en sus confrontaciones con el paciente. Además, otorgó un relieve muy grande a la reviviscencia de los conflictos infantiles en el análisis como una catarsis, sin preocuparse de que aflora­ sen fragmentos de experiencia del inconsciente, pero valo­ rizando notablemente la anamnesis personal, a la cual ayu­ daba eventualmente induciendo imágenes y fantasías so­ bre las cuales trabajaba. La experiencia de Ferenczi, que fue Compartida tam­ bién por O. Rank, tuvo término en 1925 durante un congre­ so de psicoanálisis en el cual aquél, fuertemente influido por las críticas de Freud, revisó y “autocriticó” sus posicio­ nes. En 1938 un médico genial y profundamente interesa­ do, tanto en el trabajo clínico como en los fenómenos cultu­ rales de su época, F. Alexander, afrontó el problema de la psicoterapia. Extremadamente abierto a todas las solicitacio­ nes V convencido de que toda forma de terapia tiene que ser flexible y dinámica (características éstas que se han mante­ nido en su escuela de Los Angeles hasta la fecha), afrontó la experiencia psicoterapéutica y la reflexión teórica sobre estas experiencias, actuando de una manera muy autóno­ ma. Entendía la psicoterapia como una experiencia emo­ cional correctiva de precedentes experiencias del paciente, la cual era cuidadosamente estudiada y organizada por el analista sobre la base de una minuciosa exploración anamnésica y de una constante observación del paciente. Para estos fines, junto con su principal colaborador, T. French, insistió en favor de una notable flexibilidad en la fijación de la frecuencia de las sesiones, la duración del tratamiento, las interrupciones posibles y oportunas y una atención pun­ tual a los problemas actuales del paciente. Con este fin, precisó la importancia de individualizar el conflicto que se presenta como central, tanto en el nivel focal como en el nivel nuclear. Por “conflicto focal”, la escuela de Alexan­ der entendió aquel conflicto que se manifiesta sobre todo en nivel superficial, preconsciente y, por lo tanto, más modificable por un yo reeducado y sometido precisamente a una terapia de reaprendizaje de respuestas y comportamientos

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emocionales, en tanto que por conflicto nuclear entendía aquel conflicto de base que se sitúa más propiamente en el inconsciente, cuyo conocimiento sirve al analista para com­ prender el caso, pero que no siempre es posible ni útil elaborar. Alexander fue quizás el primer psicoterapeuta que advirtió la importancia de la estructura personal del analista y, por consiguiente, de los límites que debe autoimponerse en la aceptación de los casos. Alexander continuó con su práctica hasta el año de su muerte, 1964, dejando una escuela que sigue activa hasta la fecha y que, siguiendo los intereses del Maestro, se aplica con empeño específico en la medicina psicosomática. Aunque la real extensión y profundidad de su influjo sobre la formación de los conceptos y técnicas psicoterapéuticas no sea todavía clara, hay que tener, sin embargo presente que en aquellos años, en Zurich, C.G. Jung había comenzado a producir conspicuas contribuciones científi1 cas que derivaban de sus experiencias. Entre ellas, sus escritos sobre la transferencia, sobre la dinámica incons­ ciente de interdependencia y de interacción entre paciente y terapeuta, y sobre la profunda incidencia del nivel y de la profundidad de madurez del propio terapeuta sobre el re­ sultado de la terapia. Una lectura atenta de estos trabajos y una confrontación con las discusiones y las publicaciones científicas, tanto contemporáneas como posteriores, dan una idea de hasta qué punto Jung había probablemente trasmitido y catalizado el proceso de evolución de la teoría y de la técnica psicoterapéutica (Benedetti, G., 1973). En 1955 se formó en la clínica Tavinstok, de Londres, un grupo para el estudio de la psicoterapia breve, dirigido sobre todo por M. Balint y por D. Malan. Este grupo trabajó hasta 1961, y presentó luego públicamente, acompañados de la pertinente documentación, los resultados obtenidos. ''Un primer factor de diferenciación de esta orientación tera­ péutica consiste en la adecuada selección de los pacientes, empleando incluso técnicas psicodiagnósticas, para esta­ blecer sobre todo el tipo de motivaciones que los impulsa­ ba a buscar una prestación psicoterapéutica y la estructura

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básica de su personalidad. Estos elementos, cuya importan­ cia-sigile siendo capital para todo tipo de técnicas psicoanalíticas; los llevaban a la búsqueda del “foco” terapéutico, es decir, del aréa conflictual que se preelegía nara ser elaboradaTDicha área o bien podía emerger v. ñor lo tanto, ser individualizada espontáneamente en el curso de los prime­ ros coloquios, o ser elegida por el terapeuta con criterio gest¡Sltioo. es decir, mediante la elección de ágiieTronflioin que “faltaba” para completar el cuadro de la responsabili­ dad. Este grupo, además dedelimitar, aunque sólo fuera con cierta elasticidád, la modalidad de frecuencia y la dura­ ción del tratamiento, señaló como factor terapéutico decisi­ vo la relación entre el terapeuta y el paciente y el ambiente emocional que se crea en esta relación. La importancia de estas indicaciones resultó tan grande, que aun hoy se la considera como la dimensión fundamental de cualquier relación terapéutica. Para terminar este breve recorrido histórico, recordaré una compleja investigación, que se extendió durante mu­ chos años y fue publicada en 1972 por un grupo de analistas de la Fundación Menninger, en Topeka, Arkansas, Estados Unidos (Kemberg O.F., 1972) que se proponía comparar el análisis y la psicoterapia analítica. Este trabajo ha señalado, con alto grado de probabilidad, cómo los factores terapéuti­ cos no consisten tanto en el método de terapia o en sus técnicas ni tampoco en sn duración, cnanto erTuna adecuad¿ indagación de aquellos factores de la personalidad^v de la psicopatología —además de las distintas situaciones con­ cretas—, que permiten indicar una u otra forma de trata­ miento como la más adecuada a las necesidades del paciente.

1.1.1. Psicoterapia analítica: a la búsqueda de una definición Querer definir qué es la psicoterapia en general es una tentativa tan compleja que resulta poco realista, dada la( variedad y multiplicidad de las experiencias psicoterapéuticas y de las respectivas matrices teóricas a las cuales se

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refieren; o hasta tal punto genérica que no brinda ayuda ninguna ni en el plano clínico ni en el plano de la reflexión conceptual. Si consideramos el conjunto de las distintas formas de psicoterapia podemos comprobar cómo, en dis­ tintos grados, son todas deficientes desde varios puntos de vista. En particular podemos afirmar que (Sidley, N., 1974): 1. Carecen con frecuencia de bases lógicas. 2. Presentan lagunas en lo concerniente a la conexión entre el conjunto de las observaciones hechas; las interven­ ciones que se practicaron como consecuencia de aquéllas, y las bases teóricas a las cuales tuvieron que referirse o de las cuales debieron derivar. 3. Son más o menos incompletas en su descripción de la personalidad humana, y aun simplemente de la mente y sus funciones. Si bien estas observaciones confirman ulteriormente la imposibilidad de definir, hoy, qué es la psicoterapia, sin embargo, brindan algunas indicaciones. De hecho, acentúan, por una parte, la exigencia de trabajar en favor de una sistematización lógico-conceptual rigurosa de las experiencias conexas, y por la otra indican, a mi parecer, la necesidad de una gradualidad en la realiza­ ción de este objetivo. Es decir, deberemos comenzar con tentativas de desarrollar los sistemas conceptuales basados en definiciones operativas, sobre todo con miras a la praxis psicoterapéutica, con la pléna conciencia y aceptación de estar trabajando en aleo provisional, v por consiguiente sin la pretensión ni la seguridad (o tal vez la... presunción) de que cuanto estamos experimentando o proponiendo reúne los requisitos para ser considerado un resultado científica­ mente válido con pleno derecho, sino considerándolo como intentos sucesivos, diría casi de ensayos y errores para aprehender en vivo la realidad de la psiquis y los modos para poder actuar sobre ella, para poderlos reproducir. De hecho, la posibilidad de una cientificidad de la psicoterapia exige que ella sea una disciplina con una cohe-

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rencia teórica y con una capacidad de ser reproducida; y esto sólo se puede obtener formulando, aunque más no sea con el i definiciones. “ Por lo demás, también la posibilidad real de verifica­ ción de la eficacia de una psicoterapia o de comparar entre sí los resultados de modalidades psicoterapéuticas diversas sevuelve imposible sin un mínimo de definiciones concep­ tuales y de esquemas técnico-operativos. Por estos motivos, aun teniendo conciencia de la provisionalidad y de la precariedad que lleva consigo, me parece oportuno intentar una definición de la psicoterapia analíti* ca. Teniendo en cuenta las exigencias de fundamentación teórica expresadas precedentemente y al mismo tiempo las de la práctica clínica, propondré definir la psicoterapia analítica “breve” como: Una técnica de exploración de la personalidad, funda­ da en la teoría psicoanalitica, y que tiene por fin la modifi­ cación del sistema de personalidad para transformarlo de “cerrado” en “abierto” (Von Bertalanffy L., 1970) y el restablecimiento de un equilibrio emocional homeostático (Menninger K., 1954; Ammon G., 1977) dentro de un perío do determinado. *

* Aunque en este trabajo pretendo ocuparme lo más estrictamente posible de la psicoterapia analítica breve, sin embargo, muchas de las observaciones y de las dimensiones de estrategia y técnicas terapéuticas que en él se tratan pueden obviamente aplicarse a las psicoterapias psicoanalíticas, con prescindencia de su mayor o menor duración. Esto explica que en el texto aparezca la designación “psicoterapia analítica” sin ir acompañada de la prescripción “breve”.

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1.2.0 Fundamentos teóricos de la definición propuesta

Con el propósito de que cuanto he hipotetizado como definición de la psicoterapia analítica suija con evidencia en sus conexiones con la teoría de la personalidad, y al mismo tiempo sea posible deducir los aspectos y la poten­ cialidad clínico-aplicada, en los parágrafos que siguen in­ tentaré fundamentar en el plano conceptual las hipótesis y los fundamentos teóricos que subyacen en cada uno de los elementos de la definición propuesta.

1.2.1. Psicoterapia analítica como técnica de exploración Por técnica o método se entiende un conjunto de ope­ raciones que consisten en usar una serie adecuada de ins­ trumentos según una lógica que sea funcional para obtener los objetivos que se desean alcanzar. Querría que quedara muy precisa la distinción entre técnicas o métodos y meto­ dología. Metodología, en efecto, es la estrategia de la inter­ vención o, según dije antes, la lógica que planifica y coordi­ na el uso de las técnicas o métodos después de haber fijado los objetivos, verificando la coherencia del conjunto con las hipótesis o las leyes de la teoría usada como referencia. Esto nos permite aclarar que mientras existe una metodolo­ gía psicoanalítica, que toma como referencia aquellos ele­ mentos de la teoría que se consideran básales y suficiente­ mente ciertos, existe en cambio una multiplicidad de técni­ cas psicomáticas —y pueden surgir otras— que se proponen

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la concordancia operativa entre los objetivos prefijados en el nivel teórico; la estrategia de acción metodológica, y las situaciones concretas de intervención inmediata. Así, el conjunto de los instrumentos que pueden usarse y coordi­ narse mediante aquel conjunto de operaciones que llama­ mos psicoterapia analítica, aunque por una parte pueden ser referidas a exigencias metodológicas más amplias (en­ cuadre, transferencia, resistencia, concepto de cura etc.), por la otra aplican estas dimensiones a la situación dual concreta, con miras a alcanzar los objetivos indicados en la definición de psicoterapia analítica, sirviéndose alternati­ vamente de instrumentos distintos: diálogo, asociaciones libres, silencio, sueños, etc. Esta técnica se especifica como técnica de exploración de la personalidad, ya que, en el ámbito de la teoría psicoanalítica, la concepción del comportamiento como un continuum experiencial e histórico exige no sólo el conocimien­ to del hic et nunc de la personalidad y de sus problemas, sino también seguir la evolución de la personalidad en su conjunto, o de un rasgo específico, remontándose todo lo posible a los orígenes, de manera que el resultado final sea no una desaparición de los problemas por atenuación de tensiones o reaseguramiento terapéutico, sino su solución, la que, en la medida de lo posible, ha de ser radical. Y esto supone actuar sobre las causas. Con este fin, la técnica opera una indagación continua de la experiencia, tanto actual como pasada del paciente. Dicha indagación, tratan­ do de hacerlo consciente de las causas reales de sus proble­ mas, le permite una mayor autonomía personal. Esta dimensión de indagación se define y se determina luego en cuanto a su finalidad al ser usada para fines tera­ péuticos. De por sí, una técnica de indagación de la perso­ nalidad podría tener fines de investigación o de diagnósti­ co, y aun ser aplicada a las ciencias de la educación o a la formación del personal, etcétera. Aquí, en cambio, tiene como finalidad explícita una tarea terapéutica. Para identificar mejor la psicoterapia analítica como técnica, conviene caracterizarla desde ahora, indicando lo

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que la distingue de otras formas de técnicas psicoterapéuticas, también de matriz psicoanalítica, sobre todo para evitar que con el nombre único de psicoanálisis se abarque toda forma de_ terapia, lo que desnaturaliza profundamente el valor de la clínica psicoanalítica. Los elementos más ^videntes de diferenciación po­ drían, a mi juicio ser los siguientes: a) La situación o encuadre. En la psicoterapia analíti­ ca, la situación en la cual se desarrolla la relación terapéuti­ ca comprende dos personas: paciente y terapeuta, y en esto se diferencia del análisis grupal, del psicodrama o de la terapia ambiental. Estas técnicas, efectivamente, prevén una situación de grupo en la cual la presencia de los partici­ pantes y los roles son mucho más flexibles. Por ejemplo, el número de los participantes puede variar de sesión en sesión; pueden estar presentes varios psicoterapeutas con tareas diferentes; además de los pacientes y de los terapeu­ tas, pueden estar presentes observadores, etcétera. La situación en la terapia psicoanalítica se diferencia también, según la mayor parte de los autores, de la del análisis “clásico” (lo que comúnmente se llama el psicoa­ nálisis”) porque la posición física —y por consiguiente el significado de los roles— del paciente respecto del tera­ peuta es la de cara-a-cara y no la del diván con el analista “invisible” a las espaldas (Cremerius J., 1969a). b) Frecuencia de las sesiones. En la psicoterapia analí­ tica hay una mayor flexibilidad y una mayor adaptación a determinadas situaciones personales, tanto del paciente como del terapeuta, en tanto que las otras técnicas de psi­ coanálisis favorecen una mayor rigidez en la fijación de los ritmos de sesiones. c) La duración de la terapia. Los autores indican la psicoterapia analítica como una forma más breve de terapia, por múltiples factores (Malan D.M., 1963; Bellak R.L., y Small P„ 1965). Esto tal vez sea verdadero en general pero no es un

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criterio exclusivo. A mí me parece que las indicaciones de la psicoterapia analítica —como también de otras formas terapéuticas, especialmente del análisis— no tienen que ver ni con la frecuencia de la sesión ni con la duración total de la terapia, sino que debe determinarse sobre la base de criterios específicos, de los cuales hablaremos en otro lu­ gar. Sin embargo, sigue siendo cierto que, quizás por los motivos mismos que llevan a elegirla, la mayor parte de las intervenciones llevadas a cabo con psicoterapia analítica resultan más breves que las que se hacen mediante análisis. d) Niveles de profundidad inconsciente. Otro elemento de diferenciación de la psicoterapia respecto del análisis es, según una opinión generalizada, que no alcanza los niveles de profundidad en el conocimiento de las dinámi­ cas inconscientes a los que llega el análisis. Si bien es cierto que la estructura misma del proceso del análisis probable­ mente induce y facilita una regresión más profunda y, por consiguiente, un conocimiento mayor y más completo de las dinámicas inconscientes, también aquí creo que es pru­ dente evaluar caso por caso. Hay que evaluar en concreto las condiciones de la persona que es tratada con psicotera­ pia analítica; los motivos que determinaron la elección de esta modalidad técnica con preferencia al análisis, la dura­ ción del tratamiento, etcétera. Creo que puede afirmarse que en aquellos casos en los cuales la indicación de la psicoterapia analítica ha sido correcta, se logra alcanzar una conciencia de los dinamis­ mos inconscientes que es suficiente para la comprensión de los síntomas y de las experiencias vividas y, por lo tanto, para su elaboración, con la consiguiente neutralización v canalización de las energías que, de esta manera, quedan disponibles. Y esto es el efecto que se pide a cualquiera de las técnicas psicoanalíticas; si ésta es o no la mayor profun­ didad del conocimiento del inconsciente a la que puede llegarse, es algo que en el momento actual no considero pertinente en el plano clínico, sino una cuestión puramente “académica”.

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e) Grado de actividad del terapeuta. Un último ele­ mento de diferenciación de la psicoterapia analítica respec­ to de las otras técnicas psicoanalíticas reside en la mayor flexibilidad del rol terapéutico, que puede asumir aspectos de notable actividad y aun a veces cierta directividad, adap­ tándose a las exigencias que se van presentando en el curso del proceso psicoterapéutico (Hoch P., 1965; Cremerius J., 1969a). Lo dicho hasta aquí distingue la psicoterapia analítica del análisis, en el cual la lógica del proceso analítico exige una mayor rigidez y aconseja intervenir lo menos posible, pero diferencia también la psicoterapia analítica de las técnicas psicoanalíticas grupales, en las cuales el rol tera­ péutico es más flexible y activo que en el análisis, pero está habitualmente dirigido al grupo y sólo de manera esporádi­ ca a un participante individual. De todas maneras se cum­ ple habitualmente bajo la forma de una relación dialéctica entre un participante y el terapeuta.

1.2.2. Modelo de personalidad y teoría psicoanalítica Es sumamente importante tener presente que el cam­ po específico, tanto en la práctica como en la teoría psicoterapéutica, es la personalidad humana, y por consiguiente la elección de un modelo de personalidad es una decisión fundamental, preñada de consecuencias en el plano teórico y en el clínico. Además creo necesario tomar en cuenta que cualquier estudio sobre la realidad humana se encara ac­ tualmente bajo una perspectiva interdisciplinaria. Por lo tanto, al elegir un modelo de personalidad al cual tomar como referencia me parece necesario buscar el que tenga la mayor potencialidad para responder a las exigencias que comporta un modelo interdisciplinario. Para este fin me parece útil mencionar las propuestas de Cario Tullio Altan (1967) a propósito de la contribución

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que puede prestar la antropología cultural a la formación de un modelo interdisciplinario de la personalidad, considera­ do en función de la psicoterapia. Altan describe cómo, para llegar a un modelo de referencia apto para la colaboración interdisciplinaria, tenemos que tener presentes algunos mo­ delos conceptuales operativos que se articulan fundamen­ talmente en tres sistemas: 1. La cultura: entendida como el conjunto de las infor­ maciones que un determinado grupo codifica y que permi­ te a los miembros de aquel grupo enfrentar y resolver los problemas inherentes a la vida social, de acuerdo con la modalidad que el grupo mismo ha previsto; 2. La personalidad de base: entendida como el sistema que se constituye en el individuo humano partiendo de una base biológica hereditaria no articulada y que se modela progresivamente en las relaciones con el ambiente, del cual llegan al individuo informaciones que son recibidas, memorizadas, interpretadas y utilizadas; 3. La sociedad: considerada como el conjunto de las relaciones funcionales en las cuales el individuo encuentra una colocación específica propia en relación con la tarea que asume. Sin embargo, hay que tener presente que este sistema se articula en entidades supraindividuales o estruc­ turas y, en cierto modo, es fuente de producción de la cultura. Ahora bien, si está claro que lo específico de la psicote­ rapia es la personalidad de base, resulta también evidente, a mi parecer, que deberemos buscar cuál es la teoría de la personalidad que permite en mayor medida tener en cuen­ ta los tres sistemas enunciados anteriormente, sea porque da lugar a un discurso interdisciplinario, sea porque, repro­ duciendo más fielmente la complejidad de la realidad, po­ sibilita trabajar sobre la realidad misma de la manera más adecuada y global posible. Del discurso de Altan se deduce que nuestro modelo

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de personalidad debería estar construido de manera que pueda ser relacionado inmediatamente con el sistema de la cultura y con el sistema de la sociedad; es decir, deberá tener presente operativamente las distintas conexiones, las influencias recíprocas y la modalidad de metabolización y de reacción a ellas, tanto por parte del individuo cuanto del grupo. En su conjunto, los estudios sobre la personalidad, más allá de las explicaciones que proporcionan para fundamen­ tar su discurso sobre el modelo que cada uno de ellos elige, brindan, a mi parecer, una importante indicación, a saber, que el proceso de formación mismo de la personalidad humana es un proceso que se desarrolla mediante adquisi­ ción de informaciones con las cuales, dada una base instin­ tiva mínima (aquí hay una referencia al patrimonio genéti­ co de cada individuo, como también a la potencialidad o a las limitaciones que de ahí derivan y, por consiguiente, en un sentido más abarcador, esta premisa se extiende al esta­ do biofísico de la personalidad (c/r. Serra A., 1972), se desarrollarán luego a través de dos componentes funda­ mentales: —un componente cognitivo, es decir, referido al conjun­ to de las operaciones y de los procesos mediante los cuales el individuo adquiere las informaciones ofrecidas por la cultu­ ra y se sitúa en el sistema social. —un componente emotivo-motivacional que determina la frecuencia y la intensidad con las que son usadas las informaciones y se inserta además en los procesos de selec­ ción de las informaciones, en los cuales funciona en cierto modo como monitor de los procesos cognitivos. Esta concepción del estudio de la personalidad básica comprende el aspecto biofísico y es, por su propia naturale­ za, socio-cultural. Teniendo presentes las diversas observaciones hechas hasta aquí, me pareció que uno de los modelos psicológicos de personalidad que más responde a estas exigencias es,

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precisamente, el psicoanalítico, y consiguientemente es el que elegí. Al respecto querría hacer dos precisiones: 1. Cuando hablo de teoría psicoanalítica no me refiero a “lo que dijo Freud'’ sino a todos los estudios y las experien­ cias que, partiendo de las hipótesis de Freud y de sus trabajos, y siguiendo la metodología clínica propia del psi­ coanálisis se han sucedido hasta la fecha. Esto implica la conciencia de que no todos los aspectos de la teoría psicoa­ nalítica son “ciertos” por igual, y que algunas temáticas, a veces muy importantes, como por ejemplo la teoría de los instintos, siguen estando hoy sujetas a discusiones y a valo­ raciones diferentes. Por consiguiente, no tenemos que pen­ sar en la teoría psicoanalítica como algo estrictamente uni­ tario y casi monolítico, sino como algo dinámico, a veces extremadamente provisional, que con el progreso de las experiencias y de la reflexión va gradualmente convirtién­ dose en conocimiento con distintos grados de probabilidad o de certeza. 2. He dado importancia particular a las investigaciones de los estudiosos que se han ocupado de la psicología psicoanalítica del Yo porque me pareció una de las más vitales y abiertas a un discurso interdisciplinario y de con­ frontación en el plano social.

1.2.3. Técnica de indagación y personalidad Aun cuando hemos ya delineado el concepto de siste­ ma de personalidad, sin embargo es necesario precisarlo más en función de la práctica clínica. De hecho, los psicoa­ nalistas han derivado de la observación del propio material clínico distintos abordajes de la personalidad. Precisamen­ te estas diferenciaciones, por las consecuencias que tienen en el plano psicoterapéutico, requieren efectuar una selec­ ción.

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A mi entender, la elección que responde mejor a las exigencias de la psicoterapia analítica es el abordaje estruc­ tural, sobre todo en el nivel del yo. Sería útil explicar las motivaciones de mi propuesta de revisar un poco la historia de la investigación psicoanalítica al respecto. Concentrado en el estudio de las pulsiones y de las motivaciones inconscientes, que lo habían llevado a formular la primera teoría tópica de la personalidad, Freud parece no haber advertido plenamente la importancia de la realidad externa, a no ser como un factor que interfería con las pulsiones, y por consiguiente era causa de conflicto. Dentro de esta concepción parecía que los factores perma­ nentes de la dinámica psíquica fueran los procesos incons­ cientes y, de manera particular, la represión, mientras que los distintos aspectos de la realidad eran más bien muta­ bles y de incidencia extremadamente variable sobre la di­ námica psíquica. En una segunda etapa, trabajando sobre el sueño, y gracias a una más exacta observación de las modalidades de funcionamiento del pensar, Freud observó una serie de fenómenos, entre ellos el de la censura, que lo indujeron a reconsiderar el problema de la relación entre realidad ex­ terna y vida psíquica individual (Ammon G., 1947b). En particular, Freud hipotetizó ahora como factores perma­ nentes que actuaban sobre la vida psíquica no sólo los determinantes inconscientes ligados con la vida instintiva, es decir, las cargas libidinales, sino también las contracar­ gas que, teniendo también ellas una actividad permanente, impedían el resurgimiento de los contenidos reprimidos. Esta observación invalidó la concepción tópica precedente de la psiquis, exigiendo una nueva formulación que tomara en cuenta el hecho de que existían otros determinantes, inconscientes y conscientes, que actuaban sobre la vida psíquica de manera permanente y que podían ser reagrupa­ dos según determinados criterios, pasando a formar estruc­ turas. De esta manera tuvo inicio la concepción estructural de la personalidad. Sin embargo, esta evolución del pensa­ miento freudiano y la potencialidad que ella contenía no

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fueron durante mucho tiempo recibidas por los psicoanalis­ tas. Efectivamente, entre ellos fue un convencimiento co­ mún que el yo nacía del ello, y en un cierto sentido era la parte que se formaba en el contacto entre el ello y la reali­ dad externa. La consecuencia fue que se viera al yo como una es­ tructura carente de energías propias, absolutamente de­ pendiente del ello. La observación y la experiencia clínica brindaban, sin embargo, datos progresivamente contrastantes con esta concepción-información. A partir de Kris se produjo, por una parte, una lectura más atenta y menos ligada a la “tradi­ ción” de los escritos de Freud, y por otra parte la valoriza­ ción de los datos surgidos durante la observación y la inves­ tigación. De hecho resultaba evidente que algunos apara­ tos, como la memoria, la percepción, la motricidad, no sólo por ser característicos de la especie tenían que ser conside­ rados innatos, y por consiguiente anteriores a cualquier conflicto imaginable, sino que eran precisamente estos aparatos los que mediante sus funciones, pasaban a consti­ tuir el núcleo del cual se habría desarrollado el yo (Rapaport D., 1951). Hartmann, valorando estas funciones y su rol en el desarrollo del yo, descubrió su autonomía. Distinguió un primer nivel, que tenía que ver precisamente con el funcionamiento de los aparatos anteriormente enumera­ dos, al cual llamó autonomía primaria; y un segundo nivel, resultante de la capacidad del yo para modificar algunas funciones con vistas a la adaptación al ambiente, que llamó autonomía secundaria. Lo dicho hasta aquí constituye las bases del concepto del yo, pero fue sobre todo Erickson quien estudió de qué manera este núcleo fundamental se desarrolla y madura en contacto con la realidad extema. Este autor, retomando el examen del desarrollo de las zonas libidin^les descriptas por Freud, trató de comprender el modo como cada una de las zonas funcionaba sucesivamen­ te. La importancia de este dato, para la comprensión tanto del desarrollo del yo como de la dificultad de este desarro-

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lio y de las posibles manifestaciones patológicas, fue enor­ me. Así, por ejemplo, la zona oral no es importante por estar concentrada sobre la boca sino más bien porque expresa un modo universal de funcionamiento, típico de determinada franja de edad, que es el modo incorporativo. Esto quiere decir que en esta fase comienza una modalidad de relación con lo real fundada en un modo incorporativo, que se mani­ fiesta luego a través de todos los órganos sensoriales: incor­ poración de imágenes mediante los ojos, de sonidos me­ diante las orejas, de sensaciones táctiles mediante el tacto, etcétera. Pero el funcionamiento de esta fase tiende a supe­ rar la modalidad de incorporación en cuanto momento pasi­ vo-receptivo, para tender hacia una modalidad aprehensi­ va, más activa, y por ello el niño comienza viendo, pero luego mira, escucha sonidos, tiende a diferenciarlos y a buscar la fuente que los origina, etcétera (cfr. Ancona L., 1964). Todas estas dinámicas (que han sido descriptas por Erickson en todas las fases del desarrollo) no pueden pen­ sarse abstractamente como situaciones que giran en el va­ cío: acontecen en un ambiente familiar y socio-cultural bien definido. Esto quiere decir que entre el niño y el ambiente se establece una relación de reciprocidad, de intercambio, es decir, de interacción, mediante la cual, cada vez que el ambiente comprende la acción del niño y le responde ade­ cuadamente (es decir, con una respuesta adecuada a la modalidad expresiva típica de la fase), el niño hace la im­ portante experiencia emotiva de haber sido entendido, es decir, aprende a comunicar y a tener confianza en las pro­ pias modalidades de comunicación. No sólo esto, sino que también el tipo de respuesta, en el seno de cualquier fase, tiende a estabilizarse: de ahí que, si las respuestas han sido adecuadas, se realicen las premisas graduales del desarro­ llo de un yo autónomo y fuerte. En caso contrario, cuando el niño verifica que a su acción corresponde una respuesta que no es adecuada, empieza a buscar modalidades expre­ sivas no naturales, distorsionadas. Lo que con el tiempo se tomará estable y, por consiguiente, se autonomizará, serán

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modalidades distorsionadas de comunicación, que abren el camino hacia una deformación progresiva del sujeto, el cual, en el intento de hacerse comprender, no expresará ya las propias exigencias con las modalidades típicas de la fase que atraviesa, sino que buscará modalidades diversas, que responden a aquello que experimenta como “comprensi­ bles” para el ambiente. De esta manera nace, por ejemplo, el lenguaje de los síntomas, etcétera. Por consiguiente, podemos ver de qué manera el yo, dentro del ámbito de la corriente psicoanalítica que he expuesto, se muestra como resultante de aparatos innatos hereditarios (= base biológica) de impulsos energéticos libidinales (= psiquismo emocional y motivacional) y de reacciones con las dimensiones ambientales (sociocultural y física). Responde, pues, de manera adecuada a las exigen­ cias, que describí anteriormente, de una conceptualización interdisciplinaria de la personalidad. El avance de las investigaciones puso en evidencia que entre los distintos determinantes estructurales había algunos que tendían a cambiar con una velocidad más bien elevada, mientras que otros variaban con velocidad hasta tal punto reducida, que podían considerarse como estables. Además, estos autores puntualizaron de qué manera los factores más dotados de alta velocidad de cambio eran los que estaban más conectados con las pulsiones. Estas observaciones llevaron a formular hipótesis que, además de los determinantes últimos del comportamiento, de naturaleza ciertamente inconsciente y ligados a la base instintual, son también co-determinantes del comporta­ miento, y que pueden ser tanto de naturaleza inconsciente como consciente, pero que no están ligados inmediatamen­ te con la base instintiva, pese a lo cual inciden notablemen­ te sobre la dinámica de la psiquis. Se llegó de esta manera a la formulación estructural de la personalidad en términos operativos, formulación en la cual los determinantes pulsionales últimos del comporta­ miento pasan a estructurar el ello, los co-determinantes

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estructuran el yo, y una parte de estos últimos tendería a constituir, como consecuencia de sucesivos procesos inter­ personales, el superyó (Rapaport D., 1957). Al detenerme tan largamente en el problema de la personalidad no tuve solamente la finalidad de demostrar el porqué de la elección de una peculiar orientación psicoanalítica en Junción de un discurso interdisciplinano, sino que tuve de manera bien precisa en cuenta las relacio­ nes con la técnica psicoterapéutica que deseo esbozar, con el propósito de dejar plenamente aclaradas la importancia clínica que tiene la elección de uno o de otro modelo de personalidad; sus consecuencias en el plano operativo y la falta de racionalidad de cualquier procedimiento terapéuti­ co que carezca de un modelo de referencia. En consecuencia, por contraste con otros modelos ana­ líticos, algunas dimensiones del proceso terapéutico se plantean de la siguiente manera: a) En vez de indagar las vicisitudes instintivas, se bus­ cará indagar y comprender de qué manera reactivó el yo y sigue reactuando frente a las distintas pulsiones, y cuáles son los determinantes que han estructurado su modalidad reactiva. b) Frente a la angustia, no se intentará ya “eliminarla”, cosa poco deseable también desde el punto de vista especí­ ficamente humano, sino que, dando por comprobado que la angustia es la respuesta normal a la amenaza que se le sigue al yo por afrontar una realidad más bien compleja, se inten­ tará establecer de qué modo puede ser ayudado y reforzado para que sea capaz de afrontar la angustia sin desorganizar­ se; o bien, qué factores en el curso del desarrollo humano han contribuido a hacer que el yo no responda a ciertas solicitaciones con una angustia normal, sino que se con­ vierta en una especie de caja de resonancia que amplifica la respuesta angustiosa y reactúa en consecuencia. c) Ya que se ha demostrado claramente que el yo tiene la posibilidad de modificar algunas funciones de base en

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función de una adaptación a la realidad, y que entre estas funciones (Freud A., 1961) está también la de defenderse, en el análisis de las defensas nos preguntaremos antes que nada qué significado y qué funcionalidad tienen respecto del yo, tendiendo más bien a modificar y a hacer que las defensas sean adecuadas a la realidad. Operativamente, esto ya no quiere decir “derribar las defensas”, sino indivi­ dualizar los modos inapropiados y repetitivos que espa­ cíente emplea para afrontar la realidad, con el objetivo de ayudarlo a sustituirlos gradualmente por otros que sean de veras adecuados y funcionales, tanto a su personalidad co­ mo a la realidad externa. d) Así, en lo referente a la relación psicoterapéutica sostengo que la tarea del terapeuta es lograr responder con una reciprocidad adecuada a aquellas instancias a las cua­ les no se les dio en su momento una respuesta adecuada, para, de esta manera, corregir gradualmente las distorsio­ nes del lenguaje emotivo, sintomático, etcétera, reestructu­ rando la confianza de base, la autoestima y las otras dimen­ siones necesarias para lograr una buena identidad. En este caso, frente a una resistencia, el terapeuta no subrayará, por ejemplo, la tentativa de seducción del paciente en sus inte­ racciones, mostrándole como resultado de un nudo infantil de naturaleza edípica no resuelto, sino que se preguntará más bien “cómo es posible” que el yo del paciente tenga tanto miedo de ser invadido por algo que el terapeuta activa —y en cierta manera representa— hasta el punto de poner en acto un comportamiento defensivo de esta clase. De esta manera, el objetivo de la psicoterapia resulta modificado respecto del de los análisis (por ejemplo los Kleinianos o de otras formas terapéuticas) para configurarse más bien como un proceso de trabajo sobre el yo, afrontan­ do, por consiguiente, en primer término, este nivel como también el de los contenidos inconscientes y pasando en cierto modo a través del yo y sus manifestaciones, para comprender la dinámica del ello. Antes de concluir este párrafo quisiera subrayar que

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cuanto ha sido dicho hasta aquí, si bien explica la elección de un abordaje particular y de una perspectiva específica, no tiene ninguna intención de enfrentar de modo absoluto o de menospreciar las otras formas de psicoterapia analíti­ ca. Creo que la época de la pertenencia a una escuela, definida por la adhesión a un método que se considera universal ha sido hace mucho tiempo superada. La tarea clínica más urgente sigue siendo la de identifi­ car en cada situación la respuesta terapéutica que sea, de una manera realista, la más adecuada.

1.2.4. Psicoterapia analítica y teoría general de los sistemas En la definición anteriormente dada puse como objeti­ vo de la psicoterapia el restablecimiento de un equilibrio emocional homeostático mediante la transformación de la personalidad, de un sistema cerrado en un sistema abierto. Si partimos de la suposición de que la ciencia es la descripción conceptual de aspectos de la realidad en su estructura formal, veremos que describir en términos de sistema los fenómenos de los cuales nos ocupamos es el enfoque que mejor permite verificar la lógica operativa que utilizamos, y al mismo tiempo permite una utilización in­ terdisciplinaria sin ambigüedad. Ya C. T. Altan, en el modelo conceptual de personali­ dad, demostró que tratar la personalidad como un sistema es particularmente fecundo en el plano interdisciplinario, y probablemente también más adecuado a una descripción de este fenómeno lo más cercana posible de la realidad. Partiendo de los trabajos de Von Bertalanffy (1970), que definen como sistema un complejo de componentes en recíproca interacción, vemos que existen fundamental­ mente dos tipos de sistemas: —sistemas cerrados, más coherentes con los modelos de la física tradicional, caracterizados por el hecho de que en su

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dinamismo están determinadas por las condiciones inicia­ les y por la tendencia a una entropía siempre mayor, es decir, a un continuo nivelamiento de las diferenciaciones y no a estados de máximo desorden; —sistemas abiertos, típicos de los organismos vivientes, en los cuales se da un intercambio continuo con el ambien­ te. Se caracterizan por la “equifmalidad”, es decir, por la capacidad para alcanzar estados no determinados en el tiempo, estados que son independientes de las condiciones iniciales y están determinados sólo por parámetros propios del sistema mismo; y también por una menor entropía, es decir, por la tendencia a una progresiva diferenciación de los componentes del sistema y a un estado de orden teórica­ mente óptimo. Encontramos los fenómenos de la vida sólo en entida­ des individuales, que llamamos organismos, es decir siste­ mas caracterizados por un orden dinámico de partes y de procesos en recíproca interacción. En cuanto a los fenóme­ nos psíquicos, ellos se encuentran, en sentido propio, sólo en entidades dotadas de una individualidad propia, que en el caso del hombre o de la mujer llamamos personalidad. Ahora bien, aunque en un sentido no del todo estricto, he llamado “sistema cerrado" a cierto modo de ser de la personalidad porque su característica es la de “asemejarse” precisamente a esta clase de sistemas. Tal tipo de personalidad está notablemente condiciona­ da en su dinámica evolutiva por las condiciones iniciales con las cuales comenzó las primeras fases del desarrollo, o también, aunque en menor medida, por determinantes que en un cierto momento se han introducido subrepticiamen­ te, condicionando a partir de aquel momento en adelante la dinámica evolutiva de la personalidad. Así, por ejemplo, pensamos, en el primer caso, hasta qué punto puede incidir la experiencia de la desaparición de la madre en los prime­ ros meses de vida; o, en el segundo caso, en el profundo cambio y sucesivo condicionamiento que puede introducir en la vida del individuo la manifestación de una epilepsia

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tardía. Situaciones de este tipo determinan un “cierre” del sistema de la personalidad, impulsándolo hacia una pérdi­ da gradual de la capacidad de diferenciación y a la máxima confusión. Los estudios de Spitz sobre la psicopatología de los primeros meses de vida o los de Arieti sobre la esquizo­ frenia pueden ser ejemplos que ilustran con claridad en qué sentido atribuyo el término “cerrado” a la personali­ dad. Se trata, en suma, de una especie de acercamiento del sistema psíquico humano a modelos que caracterizan prin­ cipalmente al mundo físico, donde los grados de libertad y de espontaneidad tienden a disminuir. Se comprende, por lo tanto, por qué la psicoterapia se propone actuar sobre aquellos factores que determinaron la tendencia del sistema hacia el cierre. Debemos ahora introducir el concepto de “homeostasis”, que, en el contexto de la teoría general de los sistemas, es el tipo de retroalimentación (feed-back) propio de los organismos vivientes y que consiste en el conjunto de los procesos regulatorios que mantienen constantes ciertas variables y que dirigen el organismo hacia una finalidad determinada (Von Bertalanfíy, 1970). Es importante comprender esta acepción particular del concepto de homeostasis, la cual se aparta de los modelos precedentes, a los cuales se han referido muchas teorías psicológicas y en parte notable también la psicoanalítica (Rapaport D., 1960). El tipo de constancia de las variables propio de un sistema abierto está constituido por un equilibrio transito­ rio, es decir, en el cual se da un continuo fluir y cambiarse de los componentes. Este tipo de homeostasis, por consi­ guiente, es aquel al cual me refiero hablar del objetivo terminal de la psicoterapia analítica, y también al aludir a aquel tipo particular de equilibrio, definido precisamente como transitorio, que sería el resultado de las homeostasis y que representa el estado de fluidez plástica de los límites del yo descriptos, por ejemplo, por Ammon (Ammon G., 1974a). Dentro de esta perspectiva, la terapia analítica del yo,

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en cuanto a estímulo para evidenciar y ampliar las propias posibilidades y los confines del propio yo; en cuanto es­ fuerzo cognoscitivo, comprensivo e interpretativo de los conflictos presentes y de las modalidades del abordaje que emplea el yo respecto de la realidad; en cuanto orientación de todas las fuerzas motivacionales hacia un fin específico, parece responder a las características de una caracteriza­ ción general de la personalidad, y consiguientemente de su dinámica y terapia en términos de teoría general de los sistemas.

1.2,5. Equilibrio emocional homeostático y autonomía del yo Al querer aplicar más directamente los conceptos de la teoría general de los sistemas a la definición de psicotera­ pia analítica dada anteriormente, me pareció que el con­ cepto que mejor responde a las características de la homeostasis en los seres vivientes humanos, ya que permite comprender, por lo menos en parte, los complejos circuitos de retroalimentación como también el equilibrio transito­ rio, es el de autonomía relativa del yo. De todo lo dicho hasta aquí resulta que el psicoanálisis del yo entiende por autonomía relativa un proceso de inter­ reacciones entre elementos innatos constitutivos del ser humano, que forman en definitiva el núcleo primitivo psicofísico indiferenciado, del cual se originarán tanto la es­ tructura del ello como la del yo, y los sucesivos problemas de conflicto y de adaptación que el individuo afronta en su relación con el ambiente durante el desarrollo. Esta autonomía relativa del yo será considerada en relación con dos dimensiones: —autonomía del ello, que se debe a aquellas funciones que permiten la adaptación en el curso del desarrollo, y que constituyen precisamente la autonomía primaría. Por ejem­ plo, es claro que aun en situaciones de notable conflictuali-

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dad, con la consiguiente angustia y aun graves síntomas psicosomáticos, la persona está en condiciones, dentro de ciertos límites, de continuar, digamos, caminando, perci­ biendo sonidos, colores, sensaciones táctiles, recordando, etcétera. —autonomía de las presiones ambientales, que se debe a las pulsiones instintivas. Por más que esto, según lo obser­ vó Rapaport, pueda parecer un absurdo, sin embargo es posible verificarlo a partir de una serie de experiencias “en negativo”. Si consideramos algunas formas graves de pato­ logía mental, como por ejemplo los estados catatónicos o las distintas formas de esquizofrenia (c/r. Arieti S., 1977), la opinión de los investigadores que trabajan con matriz psicoanalítica es que ellas se deben a un bloqueo de las pulsio­ nes (prescindiendo aquí de la causa de estos bloqueos). Ahora bien la observación clínica y la experiencia nos ha­ cen ver cómo a estos bloqueos pulsionales (y por consi­ guiente a una anulación de las energías instintivas) sigue un estado de total dependencia respecto del ambiente. Paralelamente, en las experiencias en los campos de con­ centración nazi, tanto Bruno Bettelheim como Víctor Frankl han señalado que en condiciones de frustración instintiva extrema y continua (basta pensar en el hambre, el sueño, la sexualidad, etcétera), en la mayor parte de los casos se ha producido una pérdida total de autonomía y una especie de sometimiento al ambiente, y hasta un “refugio”, precisa­ mente en las pulsiones instintivas mediante la identifica­ ción con los agresores (por ejemplo, el fenómeno de los Kapó). Podemos, por consiguiente, constatar de qué manera esta situación de relativa autonomía del yo, tanto respecto del ello como respecto del ambiente, representa adecuada­ mente aquel estado de intercambio continuo con el am­ biente y de equifinalidad que hemos descripto anterior­ mente como homeostasis. También queda de relieve de qué manera tanto un

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máximo como un mínimo (es decir, una fijación en niveles estáticos extremos) de la autonomía respecto del ambiente y respecto del ello lleva inevitablemente a un sistema ce­ rrado, desde el momento que cada vez que una de estas di­ mensiones se radicaliza de manera estable conduce a una degeneración del yo en su totalidad. Así, por ejemplo, en ciertas formas de neurosis obsesi­ va se da una defensa que, por una parte, utiliza al máximo mecanismos de defensa como la racionalización y el aisla­ miento, los cuales, por su parte, llevan al máximo de auto­ nomía del inconsciente. Mas, por otra parte, esta misma situación trae consigo tal incapacidad de decisión, que es­ tos sujetos o se paralizan porque son excesivamente depen­ dientes de las variaciones ambientales, o se rigidizan hasta tal punto en sus convicciones, que luego presentan una identificación con aquel aspecto de la realidad que les parece más tranquilizador, hasta perder toda capacidad de dialéctica, con el ambiente. En ambos casos se verifica la situación de que cierta condición (= neurosis obsesiva) determina la dinámica y el fin del sistema. He repetido varias veces, al hablar de autonomía, la restricción de “relativa”. Del ejemplo que acabamos de dar resulta ya evidente cómo para una autonomía funcional es necesario tener una autonomía no absoluta sino relativa del yo, tanto respecto del ello como respecto del ambiente. Además, en cuanto atañe al concepto de autonomía como espacio o funciones libres de conflicto, la naturaleza diná­ mica tanto de la psiquis como de la experiencia, hace que resulte claro que no se trata tampoco aquí de una autonomía absoluta. De hecho, en el curso del desarrollo, el yo deberá siempre afrontar problemas y comprometerse en distintos conflictos, para encontrar luego una resolución: en afrontar estas vicisitudes están empeñadas todas las funciones del yo. Pero la respuesta a los conflictos o a los problemas será adecuada justamente en la medida en que las funciones constitutivas de la autonomía primaria ayuden al yo a desa­ rrollar el papel de regulador o neutralizador de las pulsio­ nes conflictivas o el de un examen objetivo de la realidad,

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en tanto que las funciones de la autonomía secundaria podrán descatectizar la energía psíquica de determinados estados conflictuales o de formas de defensa y transformar­ los en alguna otra dirección que responda más adecuada­ mente a la situación real en la cual se encuentra el yo.

1.2.6. Sistema de personalidad y pérdida de funcionalidad La posibilidad de que el sistema de la personalidad pase de abierto a una forma semejante a la de los sistemas cerrados plantea el problema de la pérdida de funcionali­ dad de los sistemas. Teóricamente, un sistema abierto co­ herente debería estar en condiciones de funcionar sin alte­ raciones. De hecho, empero, todos tenemos la experiencia de que esto no sucede. Tratemos, pues, de analizar los factores que permiten o alteran el funcionamiento del siste­ ma de personalidad. Ante todo es necesario evaluar si un sistema está en condiciones de funcionar, es decir, el alcance de su funcio­ namiento. Este depende de dos factores: 1. Verificación de la integridad de la base biológica o de sus posibilidades, peculiaridades, o carencias. Por ejemplo, en el síndrome de Tumer, la particular mutación heterosómica de los cromosomas induce limita­ ciones en el campo de la vida sexual, con reflejos precisos sobre el psiquismo. De la misma manera, una anoxia perinatal, en la medida en que provoca la destrucción de masas de células nervio­ sas, tiene evidentes reflejos sobre la vida psíquica y no sólo sobre la vida física del individuo. 2. Evaluación de la manera en que se ha desarrollado el proceso de construcción de la personalidad en el curso del desarrollo. Es sabido que la personalidad va formándose progresivamente de manera especial durante la infancia,

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pero también posteriormente, mediante el aprendizaje y asimilación de informaciones, como también mediante las sucesivas respuestas a su uso. Ahora bien, prescindiendo del tipo de modelos culturales presentes y que más o menos responden a las situaciones, pueden producirse aconteci­ mientos que perturban, por así decirlo, la construcción de la personalidad o induzcan la interiorización de modelos deformados. Por ejemplo, en la depresión anacfítica descripta por Spitz, el suceso “desaparición de la madre”, que puede deberse a causas completamente extrañas a los modelos socioculturales, no sólo introduce una fractura en el proce­ so de desarrollo, sino que lo hace degenerar en sentido teratógeno. También es conocida la situación de personas que han pasado la infancia con uno de los progenitores afectado de patofobia y que luego, en el curso de su desarro­ llo, interiorizaron modelos, tanto de la persona del mismo sexo del progenitor enfermo como de las posibles reaccio­ nes del progenitor del sexo opuesto, y finalmente de la realidad en su conjunto, en cuanto totalidad de relaciones “que pueden llevar, e incluso llevan, el mal”. De ahí surgen defensas de tipo obsesivo y aun anancástico, hipercontrol de la afectividad hasta llegar a formas de anafectividad, etcétera. Luego es necesario verificar la capacidad de respuesta del sistema, dando por supuesto que su funcionamiento está íntegro, a las dinámicas situacionales, es decir, su fun­ cionalidad. También en lo que toca a este punto son dos los grupos principales de factores que pueden causar la pérdi­ da de funcionalidad: 1. la dinámica de la situación en la cual el sistema de personalidad se encuentra no ofrece modelos de soluciones a los problemas que se presentan. Así, frente a una situa­ ción de cambio, como la que se da en las relaciones entre médico y, por ejemplo, los pacientes atendidos en los con­ sultorios extemos, como consecuencia del conocimiento mutuo alcanzado en el nivel de consulta sociosanitaria lo­

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cal, se producen reacciones en las cuales tanto médico como paciente logran “inventar” nuevos modelos que emergen de la nueva situación. En este caso, la funcionali­ dad del sistema se renueva constantemente. Pero puede darse el caso de que ni médicos ni pacientes estén en condi­ ciones de abandonar los modelos aprendidos e introyectados por ellos, y reaccionan, entonces, sufriendo la acción de la realidad como frustrante y se defienden de ella en el plano inconsciente mediante reacciones neuróticas. 2. Pero aun donde la cultura ofrece nuevos modelos adecuados a la solución de los problemas planteados por la dinámica de la transformación social, se da la posibilidad de que el sistema de personalidad sea poco plástico, se vuelva rígido frente a los estímulos nuevos, que no se deje modificar sino que se defienda con una restricción del campo del yo, con una adhesión cada vez más fuerte a los modelos anacrónicos que parecen defenderla de los cam­ bios de la situación. Tenemos aquí uno de los factores importantes para comprender ciertos bloqueos de la expre­ sividad, de las pulsiones instintivas, etcétera. También en este caso el sistema pierde funcionalidad. Llegamos, pues, a constatar que, en lo referente a la pérdida de funcionali­ dad del sistema de personalidad, tenemos la posibilidad de trazar un primer esquema del ámbito de acción psicoterapéutica. En cuanto a los grupos de factores examinados podemos encontrar: a) Pérdidas de funcionalidad debidas a déficit de funcionamiento: el campo de acción es primariamente* * Al emplear el término “primariamente” me refiero aquí a una suce­ sión temporal, y consiguientemente a una lógica de la intervención. No hago una evaluación de que lo primario sea lo más importante. En el campo psíquico sabemos que la coordinación entre los posibles compo­ nentes de la intervención (neurológicos, dinámicos, sociales) tiene que serla mayor parte de las veces simultánea e interactuante para que resulte significativa terapéuticamente. Sin embargo, en algunas situaciones, por las características del caso, una de las dimensiones tendrá que anticiparse a las restantes para que sea posible ins,taurar una estrategia terapéutica.'

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médico y neurológico, en tanto que la intervención psicoló­ gica se plantea generalmente como rehabilitación, e incluso apoyo, para vivir y superar una determinada situa­ ción, pero a sabiendas de que no puede’ resolver radical­ mente el problema. Es el caso de las rehabilitaciones de las personas disminuidas o del apoyo psicoterapéutico en dis­ tintas situaciones, por ejemplo quirúrgicas, o de situacio­ nes particulares, por ejemplo, pacientes en diálisis. b) Pérdidas de funcionalidad debidas a carencia, ina­ decuación o desequilibrios de tipo sociocultural: se trata de situaciones prolongadas y graves, aunque demasiado frecuentes, en las cuales una eventual intervención psicoterapéutica es extremadamente marginal y aun ni siquiera indicada. Se trata de dimensiones que implican las estruc­ turas y las instituciones sociales y que suponen cambios de naturaleza claramente política. Considero que en estas si­ tuaciones la tarea del psicoterapeuta es la de hacerse cargo, como miembro de la sociedad en la cual vive, de la respon­ sabilidad de las situaciones mediante una acción claramen­ te política de denuncia, análisis y lucha. Se trata empero —y considero importante precisarlo—. de un tipo de acción en la cual el terapeuta actúa como cualquier otro trabajador, es decir, utilizando las propias experiencias, pero sin que por ello deba asumir roles espe­ cíficos de liderazgo o de agitación, como si su tipo de profesionalidad lo convirtiese en un experto en todo lo humano y de algo más todavía. La claridad de las propias tareas y de los propios lími­ tes sirve, sin duda, para mantener relaciones no ambiguas e intervenciones más incisivas. c) Pérdidas de funcionalidad debidas a carencias en el periodo de desarrollo o a acontecimientos particulares en la vida de la persona: son éstos los déficit de funcionalidad que, encuadrados siempre en la dimensión tanto biológica como socio-cultural, forman sin embargo el campo específi­ co y preferencial de la intervención psicoterapéutica.

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1.3.0 Psicopatología y psicoterapia

Lo dicho hasta ahora replantea la cuestión de la psico­ patología; de su existencia, ante todo, y también de su legitimidad y constitución científica o ausencia de ella. No entra en el ámbito de este trabajo enfrentar sistemática­ mente este problema, pero dado que, según dije, el signifi­ cado y el valor de las técnicas están en estrecha relación con el uso que de ellas se hace, y por consiguiente con el objetivo que nos proponemos, deseo delinear por lo menos los términos de la cuestión. Ponerse como objetivo transformar el sistema de perso­ nalidad y restablecer el equilibrio emocional homeostático quiere decir suponer la posibilidad de pérdidas más bien graves de la funcionalidad del sistema, y por consiguiente producir una “patología” que, en nuestro caso, es precisa­ mente una psicopatología. Por otra parte, considero que no situarse con claridad frente a la psicopatología, es decir, frente al problema de la enfermedad mental y de los trastornos psíquicos, como también emplear términos que, personalmente, considero ambiguos, tales como “incapacidad psíquica”, “sufrimien­ to”, etc., que en su indeterminación no ofrecen ninguna ayuda para la comprensión de un hecho sino que parecen tener sólo la función de proteger a algunos terapeutas contra la necesidad de expresar hasta el fondo su posición, todo ello contamina la relación terapéutica, hasta el punto de minarla y volverla peligrosa, sino cuando no destructiva.

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Al plantear este problema, intento referirme exclusiva­ mente a la metodología y a la competencia de las ciencias naturales de la psiquis. Una breve —y como tal incomple­ ta— reseña crítica de los conceptos actualmente predomi­ nantes en psicopatología servirá para ambientar el tema en la actualidad. Además haré una extensa referencia al debate entre los exponentes más calificados de las diversas orien­ taciones psicopatológicas, publicado por H. Keupp (1972) y a una interesante puntualización sobre el argumento de I. Gleiss (1975).

1.3.1. Psicopatología: entre nosema y nomenclatura Una primera orientación, que acostumbramos llamar la de la psiquiatría clásica, sobre todo académica, parte del presupuesto de conocer perfectamente qué es lo natural, y reduce este dato al biológico, aplicando groseramente el mencionado modelo médico también a las perturbaciones psíquicas. Esta corriente da por descontado que las pertur­ baciones psíquicas, lo mismo que las enfermedades menta­ les, siguen en su nacimiento y desarrollo la misma lógica que las enfermedades orgánicas. Los partidarios de esta corriente buscan exclusivamente en la estructura biológica del individuo el origen de estos fenómenos, prescindiendo ampliamente del “mensaje” de los síntomas mediante los cuales se manifiestan, y considerándolos como simples in­ dicadores (como, por ejemplo, una alteración de la tempera­ tura del cuerpo) de un nosema orgánico cualquiera. Sólo eliminando este último se podrá decir que la enfermedad mental está curada. Las consecuencias de esta posición, según sabemos, han sido enormes. Como las distintas in­ vestigaciones no lograban dar una respuesta suficiente­ mente válida al pedido de una etiopatpgénesis orgánica, se generó una praxis terapéutica (si así puede llamársela) abier­ ta a todo empirismo imprudente, sin alguna lógica de inter­ vención debidamente verificada: pensemos, por ejemplo,

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en la piretoterapia, tal cual ha sido aplicada, o en el coma insulínico. Este estado de cosas llevó a los psiquiatras “clásicos” a un pesimismo terapéutico progresivo, teñido de fatalismo, que favoreció (recibiendo también determinados estímulos socio-culturales) la estructuración de las instituciones hos­ pitalarias, como espacios de custodia, carentes de cualquier sentido y esfuerzo terapéutico. Desde el punto de vista científico, la crítica más obvia que se puede hacer a esta dirección es ante todo la de que busca la especificidad de la enfermedad mental sólo en el interior del individuo y además sólo en la dimensión bioló­ gica. En segundo lugar, el de haber llevado adelante, de la manera que sea, una praxis “terapéutica”, a pesar de la carencia de toda prueba científica de las hipótesis conside­ radas. Hasta qué punto esta raíz tarda en morir, se puede déducir de las recentísimas tentativas de constituir en Italia una Sociedad de Psiquiatría Biológica. En supuesta corroboración de la validez de esta direc­ ción se aducen los resultados de los psicofármacos, particu­ larmente en aquellos casos en los cuales el mecanismo de acción parece ser mejor conocido. Es extraño que al adoptar tal solución simplista del problema éstos psiquiatras hayan pasado por alto las enseñanzas, brindadas hace tantos años por un profundo y culto psicopatólogo, K. Jaspers, que ya en su época escribía que la tarea de la psicopatología, más allá de todo problema diagnóstico y del terapéutico es, antes que nada “participar objetivamente, comprender (...) De­ bemos representamos de manera viva qué es lo que sucede en el enfermo; qué ha vivido; de qué manera surgió algo en su conciencia; de qué manera se siente; (...) debemos aban­ donar todas las teorías que han llegado hasta nosotros (...), las puras interpretaciones y los juicios, y debemos intere­ samos exclusivamente en aquello que podamos compren­ der” (1964). Como bien lo explica el encargado de la traduc­ ción italiana, Rómulo Priori, la profunda sensibilidad y preparación clínica hacían intuir ya entonces a Jaspers el problema de "ondo de la psicopatología: aprehender el

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significado de lo que se vive y se manifiesta. Querría puntualizar ahora otro áspecto de esta posi­ ción, es decir, el uso grosero del modelo médico. El error, efectivamente, no consiste, a mi entender, en el empleo del modelo médico, sino en un uso autárquico, es decir, separa­ do de un contexto interdisciplinario y de la marcha de la ciencia en su conjunto, para mantener una posición de estéril autosuficiencia. La oposición, todavía hoy muy viva entre modelo médico y modelos de las ciencias humanas es, a mi juicio, artificiosa y peligrosa. Opino que encarar el estudio de un acontecimiento con el modelo médico no implica de ninguna manera que el estudio de ese aconteci­ miento deba estar a cargo sólo de áquellos que tienen un título académico de doctor en medicina, sino que supone sólo una particular aproximación y una metodología conse­ cuente que se interesa por cierto fenómeno humano con el objetivo de comprenderlo, para restituirle la plena funcio­ nalidad, o al menos, limitar al máximo su pérdida de funcio­ nalidad, usando una serie de conocimientos predominan­ tes referidos al soma. Es claro que este discurso no puede limitarse al conoci­ miento de las bases bioquímicas del ser humano, de su anatomía, fisiología, patología, terapia, etcétera, sino que debe incluir una familiaridad mucho más amplia con los conceptos de salud, curación, prevención, etcétera. Por consiguiente considero imposible, aun privilegiando el propio campo de profesionalidad específica, prescindir de un discurso interdisciplinario si queremos operar realmen­ te sobre lo concreto. Así, por ejemplo, tratar quirúrgicamente la epilepsia, aun cuando este acto operatorio lleve a la desaparición de los episodios críticos, tendría un significado muy parcial si no se tuviera presente el ambiente donde vive el paciente, la posibilidad de reinserción social, la capacidad del grupo primario para modificar las propias reacciones en la interac­ ción con el paciente, el problema laboral, etc. (Pinkus L. et alii, 1978). En lo directamente relacionado con los psicoterapeutas, es mi convicción que la polémica entre médicos y

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psicólogos, aun cuando sea históricamente comprensible e incluso todavía actual, es una contienda inútil que impide la solución adecuada de los problemas. Esto lleva a veces a los psicólogos —y más frecuentemente a los estudiantes de psicología—, a una actitud ambigua, de resultas de la cual, por una parte, se mitifica la medicina; por la otra, se incurre casi en una jactancia del propio no-conocimiento de aque­ llos aspectos de las ciencias médicas que, en cambio, serían muy útiles para la comprensión y la intervención en los hechos psíquicos. Esta actitud no sólo conduce a una esci­ sión conceptual del paciente absolutamente improductiva, sino que hace imposible la colaboración constructiva del psicólogo con el médico, llevándolo a excluir el trabajo en las instituciones sanitarias. Y sin embargo abundan los tes­ timonios procedentes de distintos lugares del mundo acer­ ca de la utilidad de dichas instituciones para una interven­ ción terapéutica integral en los problemas de la salud y en las dimensiones psicológicas específicas que caracterizan los distintos servicios hospitalarios y socio-sanitarios. Por otra parte, los motivos que se aducen para una validez exclusiva del título en medicina como calificador para la psicoterapia, además de haber sido desmentida por la expe­ riencia (a menos que se quiera sostener que, por ejemplo, Erikson o Anna Freud no han sido competentes en la tarea psicoterapéutica) son de naturaleza formalístico-legal. Por otra parte, esta posición responde a una concep­ ción individualista del trabajo, tanto del médico como del psicoterapeuta, llegándose a afirmaciones como la de que “en la clínica y en el hospital el psicoanálisis no puede ser empleado, por el tiempo que requiere y porque para el paciente en análisis se requiere una atmósfera de libertad que está excluida por el ambiente más o menos rígidamente cerrado de la clínica. Y entonces no queda sino aceptar, en la clínica, las condiciones de la clínica mifcma: y emplear allí tranquilamente el electrochoque y la insulina” (Musatti C., 1971). Si bien estas afirmaciones se hicieron en el lejano 1952, sin embargo, el hecho de que hayan sido presentadas

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sin ningún comentario en una compilación de trabajos pu­ blicados en 1971, demuestra hasta qué punto un cierto aisla­ miento en el “psicoanalista puro” y la escisión conceptual de lo “psíquico” respecto de lo “médico” puede ser restric­ tivo y, según mi opinión, dañoso. A la concepción biologístico-orgánica de la perturba­ ción psíquica se ha opuesto, con múltiples expresiones, un conjunto de corrientes de pensamiento que parten de una misma concepción de la perturbación mental como conduc­ ta desviada y se consagran a comprender este fenómeno como algo socialmente condicionado y, por consiguiente, adquirido. Es muy difícil sintetizar las distintas expresio­ nes de estas corrientes, por lo tanto, presentaré como ejem­ plo solamente algunos complejos de ideas, respecto de los cuales debe tenerse presente que no abarcan todos los matices expresados por las distintas corrientes. Una primera corriente de pensamiento se sirve, para la propia fundación de una psicopatología general o teoría general de las perturbaciones psíquicas, del así llamado modelo psico-sociológico. Las matrices teóricas de este mo­ delo hay que buscarlas en el neoconductismo o en la teoría de los “rótulos”, de la cual han sido importantes exponen­ tes Gofímann y Szasz. Esta corriente niega la existencia de todo componente biológico, y también de toda peculiari­ dad psíquica individual, tanto de la personalidad como de las funciones psíquicas, en lo que se denomina “perturba­ ción psíquica”. Lo que se puede observar, y que correspon­ de a la realidad, es la existencia de una serie de comporta­ mientos que no son en sí mismos perturbados sino que per­ turban a la “sociedad” porque se trata de comportamientos que contradicen las normas dominantes, favoreciendo así la aplicación de una reacción “legitimada” en términos de sanciones, en la generalidad de los casos fundamentales te­ rapéuticamente, como también las instituciones psiquiátri­ cas y las modalidades llamadas curativas que se producen en estos lugares. El problema se convierte de esta manera en un problema de nomenclatura, es decir, el acto de desig­ nar con un nombre determinado o “rótulo” cierto compor­

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tamiento efectuado por la sociedad, la cual de esta manera lo estigmatiza, sometiendo a la persona al rol, socialmente definido y cerrado, de “enfermo mental”. Se llega así a afirmar que el concepto de enfermedad depende de la sociedad. Partiendo de una “desviación primaria”, a la que no se explica, pero que carece de significado etiológico en la medida en que es común a muchísimos individuos, se llega a la identificación de cierta conducta, ligada a la esfera de la desviación primaria, pero que es designada como “loca”. A partir de este momento, la sociedad espera que él individuo reaccione precisamente como un loco, y por me­ dio de. esta presión se obtiene de la persona un tipo de respuestas que forman y consolidan la desviación secunda­ ria, es decir, aquella manifestación terminal y superficial del comportamiento que ha sido siempre el objeto mistificatoriq de la psicopatología. Otra dirección importante que se apoya en la concep­ ción de la perturbación psíquica en términos de desviación social es la que individualiza la función social de la enfer­ medad en su posibilidad de ser sometida a control social. Esto permite obtener la exclusión del desviado, sirviéndo­ se de los roles profesionales psiquiátricos y psicoterapéuticos, en cuanto “brazo secular” de la ideología dominante. El proceso de exclusión se obtendría, también en este caso, mediante la atribución de un nombre, por intermediación de la praxis diagnóstica, a determinado modo de comportar­ se de un individuo. A partir de ahí, la persona es secuestra­ da por corporación psiquiátrica y psicoterapéutica para ob­ tener que se integre nuevamente al sistema o, si eso no es posible, para marginarlo. Las distintas categorías diagnósti­ cas y su cambio en el curso de la historia no son otra cosa que indicadores de la amplitud de lo que en determinada época histórica o en determinado sistema es considerado más o menos tolerable en términos de ración social (Doerner K., 1964). También en esta concepción, a pesar de sus matices que no me ha sido posible discutir en este breve espacio, prevalece la hipótesis de que la determinación de la enfermedad mental o de las perturbaciones psíquicas es

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cuestión semántica, es decir, se reduce a asignar un rótulo, detrás del cual no existe ninguna realidad objetiva. Una evaluación crítica de las corrientes que se remon­ tan al concepto de perturbación psíquica como comporta­ miento social desviado, no es fácil, sobre todo porque ellas se ocupan prevalentemente de la sociogénesis de la enfer­ medad y de la perturbación de la psiquis, aplicando una lógica sociológico-política con absoluto desconocimiento de los otros factores. De todas maneras, corresponde señalar, en primer tér­ mino, que estos movimientos han influido notablemente sobre la conciencia de determinada realidad. Por ejemplo, el influjo (pie tuvieron en la crítica de la terminología psicopatológica, especialmente donde ésta, en vez de admitir la no posibilidad, por lo menos momentánea, de conocimien­ to y de explicación de los fenómenos, abusaba de la situa­ ción clínica, usando expresiones como “viscosidad del ca­ rácter” o “religiosidad” como sinónimos, por ejemplo, de una caracteropatía mal definida, o cuando incluía la homo­ sexualidad y otro aspectos del comportamiento sexual no ajustados a la moral corriente entre los signos de enferme­ dad mental. Además arrojó luz sobre muchísimas formas de injustificado sadismo, enmascarado y defendido con argu­ mentos especiosos, pseudocurativos, empleados por los psiquiatras (Papuzzi A., 1977). Desde un punto de vista más estrictamente teórico son muchos los vacíos que presentan estas corrientes, aunque, lo repito, con matices y consecuencias diversas. La primera observación es la ilegitimidad de reducir la perturbación psíquica a un fenómeno definible en su ser socialmente determinado. En la raíz de esta actitud está la adopción acrítica de la teoría de Parsons sobre la desvia­ ción, que se proponía ofrecer un modelo aplicable a todos los sistemas sociales. Esto lo llevó a una concepción del proceso de socialización como aprendizaje de informacio­ nes que permiten a un individuo funcionar de manera satis­ factoria dentro del propio rol. Esto sucedería aprendiendo, por medio de la intemalización de las normas y de los

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valores sociales existentes, las expectativas y las motiva­ ciones sociales. Ya que todo sistema social tiende, según Parsons, al mantenimiento de su equilibrio, cualquier ten­ dencia que conduzca a la mutación esencial del sistema de interacción debe necesariamente ser reconducida al resta­ blecimiento del equilibrio por medio de los mecanismos sociales de control. Cuando esto no se logra, se la clasifica como desviación. Extrañamente, la conclusión de esta ma­ nera de razonar sería que el individuo, con sus tendencias y motivaciones, que expresa con comportamientos desvian­ tes, es el que desencadena el proceso de cambio del sistema. Que el proceso de socialización y el de aculturación puedan ser vistos sólo como receptividad pasiva o como proceso ideológico, es algo refutado por un cúmulo de investigaciones sobre el proceso de aprendizaje y sobre la característica de dinamicidad y de interreacionalidad que lo connotan. Identificar la adaptación social con la adaptación ideológica significa negar los conocimientos sobre la per­ sonalidad, sobre su dimensión emocional, sobre la creati­ vidad, etcétera, llegando a convertir en ontológicas las con­ tradicciones existentes entre individuo y sociedad en la realidad capitalista, a la cual se refieren de manera especial los secuaces de la teoría de los rótulos. Afirmar que la perturbación psíquica tomada en sí mis­ ma no existe y que, consiguientemente, la funcionalidad o no funcionalidad de una conducta debe referirse exclusiva­ mente a su adaptabilidad o no adaptabilidad al sistema, medida según evaluaciones sociales, es, por lo menos, un razonamiento afectado de “ignorancia”. Lo mismo puede decirse cuando se niega el aspecto de pérdida de autono­ mía y de daño individual de determinadas enfermedades mentales, para reconducirlo a secuencias de comporta­ mientos en sí mismos neutros y funcionales, pero significa­ tivos porque son socialmente pertinentes, lo que constitu­ ye una clara mistificación (Mechanic D., 1972). Este concep­ to de perturbación psíquica y la consiguiente traducción en conducta derivada es una abstracción nominalística. La

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psicopatología, de manera parcial, cincuenta años ya antes de Freud, con J.J. Bachofen y con J. Carus, y de manera coherente y definitiva a partir de Freud, definió la naturale­ za del mensaje relacional como también la etiopatogénesis inmediata en las dinámicas interpersonales de la mayor parte de las perturbaciones y consiguientemente de las manifestaciones patológicas de la psiquis. Considerar la perturbación como “subsistente en sí misma” y contrapo­ nerle una construcción ideológica de conducta desviada, quiere decir hacer una doble operación: la primera, ahistórica, que tiene profundas raíces en antropologías filosóficas obsoletas que hablaban del “hombre en sí”, como si fuera posible hipotetizar una dimensión humana separada del contexto en el cual nace, se desarrolla y vive; la segunda reside en la negación de la realidad de la psiquis. Aquí, nos vienen a la memoria viejos temas de la filosofía nominalística de la época medieval. En cuanto a la equivalencia entre acto terapéutico y control social, me parece que esta toma de posición es más bien vaga. También ella se funda en el concepto de conduc­ ta desviada y de ecuación socialidad = socialización, proce­ so que ya hemos encontrado definido en términos ideológi­ cos y no ya como proceso pluridimensional, y que incluye por consiguiente también la dimensión ideológica pero no es reducible a ella, de la adaptación humana al ambiente. Aquí es importante que la psicoterapia (y me refiero a la de matriz psicoanalítiea) ha puesto muchas veces su objetivo en la adaptación del individuo a la realidad social, enten­ diendo esa adaptación como proceso no de subordinación pasiva, sino de asimilación activa, que consiente al enfer­ mo, a partir de su realidad concreta, encontrar por Una parte, la orientación y la autonomía que le permiten vivir las experiencias humanas fundamentales. Y esto precisa­ mente por medio de la realización de una maduración y de una percatación (piénsese en la importancia de poder desa­ rrollar un trabajo para los fines de una toma de conciencia de las contradicciones sociales objetivas), y por otra parte liberarse de aquellas normas de adaptación social que no

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corresponden ya a su auténtico crecimiento psíquico en el contexto del nuevo examen de la realidad (incluida, por consiguiente, la dimensión socio-política) que la autonomía adquirida respecto de los síntomas, perturbaciones, etcéte­ ra, debería procurarle (Benedetti G., 1973; Spinella M., 1973; Risso M., 1973). Aclarada, por consiguiente, la no evidente ni necesaria coincidencia entre acto terapéutico y control social, reservándome el tratar más adelante el pro­ blema específico del rol psicoterapéutico en relación con las ideologías, querría subrayar aquí que la posibilidad del uso de técnicas psicoanalíticas y hasta de los psicofármacos con una función distinta del control social ha sido expresa­ da por autores “no sospechosos”, como Cooper en su expe­ riencia de Kingsey Hall y Laing (Cooper D., 1969; Laing R.D. 1970). Para estos autores, que por lo demás retoman un tema reconocido por la psicoterapia, el problema reside en la modalidad de uso de las técnicas, como también redescu­ brimiento del valor de la terapia. Citaré, por su claridad, el pensamiento de Cooper: “No pretendo decir [...] que a los pacientes agitados no se le deban suministrar jamás tran­ quilizantes, sino simplemente que debería existir un com­ portamiento claro, de manera que tanto el médico como el paciente sepan qué es lo que se está haciendo” [...] “Tratar es esencialmente una perversión mecanicista de ideales médicos, que es completamente opuesta a la auténtica tra­ dición del curar (...). Curar, en cambio, es algo que tiene como fin ayudar a una persona a recuperar su plena capaci­ dad después de haber sufrido una terrible caída.” Que, además, la llamada desviación contenga en sí misma un significado y todavía más un alcance revolucio­ nario de cambio del sistema, como si la reinserción del “loco” indujera una acción desestabilizadora del sistema mismo, es algo tan fuera de la experiencia histórica y aun personal que resulta difícil comprender de dónde puede proceder esta hipótesis (Jerwis G. 1976; Della Mea L. 1978). Una última referencia al movimiento llamado de la “antipsiquiatría”. Ante todo es muy difícil poder decir

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luien o qué cosa forman parte de este movimiento: de manera propia y explícita parece que este nombre puede asignársele a D. Cooper y quizás a R.D. Laing, pero a este 'timo sólo por comparación objetiva de los conceptos ex­ presados por él, no por la posición asumida personalmente. Dar una evaluación crítica de esta dirección de pensamien­ to es difícil, sobre todo por la dificultad de remitirse a sus fuentes culturales y precisar los objetivos reales que se propone. En lo referente a la psicopatología es, a mi enten­ der, imposible deducir alguna, bajo la forma o de teoría o de praxis clínica, de esta corriente de pensamiento. De hecho, la antipsiquiatría se restringió al campo exclusivo de la esquizofrenia, a la que identifica lisa y llanamente con la locura por antonomasia, intentando mostrar qué es lo que sucede luego que una persona es reconocidá como loca y consiguientemente rotulada mediante el diagnóstico. El origen y la causa de la enfermedad mental no son objeto de la investigación antipsiquiátrica, como tampoco lo son los instrumentos terapéuticos. Aparte de la crítica, por lo de­ más muy frecuentemente exacta, de la manera en que son utilizados estos instrumentos y de la recuperación parcial de la exigencia de algunas técnicas terapéuticas, los autores de este movimiento no aportan ninguna contribución. Por lo demás, llevaron a cabo un estudio del fenómeno microsocial, por ejemplo la familia, tratando de describir relaciones transaccionales y experiencia. La exposición continua y crí­ tica que los autores antipsiquiatras hacen del proceso de interacción entendido como comunicación, que puede pro­ ducir a su vez la identificación de una persona como enfermo mental, está indudablemente llena de estímulos y ha contribuido al surgimiento de una conciencia crítica frente a lo que ha sido contrabandeado como psicopatología y que ha servido de base para finalidades impropias. Sin embargo, en el plano estrictamente psicopatológico, dada la carencia más bien notable de relaciones entre la explicación sociogenética en el nivel de lo microsocial y la interacción con lo macrosocial o con la sociedad en su conjunto, y teniendo en cuenta la totalidad de la cual he hablado al comienzo de

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este apartado, me parece que, para los fines de una utiliza­ ción clínica, esta manera de concebir la patología de la psiquis y su devenir presenta tal carga de oscuridad, que no puede servir como base para definir los objetivos de una intervención psicoterapéutica (Jervis G., 1976).

1.3.2 Psicoterapia y psicopatología analíticas Sobre la base de cuanto ha sido dicho hasta aquí expre­ saré ahora los lineamientos adecuados para situar el discur­ so de la psicoterapia analítica en el problema de la salud y de la enfermedad psíquica. Partiendo del concepto de “sano” se puede decir que es psíquicamente sano aquel individuo cuyo sistema de personalidad es capaz, y por lo tanto funcional, para la adaptación activa y consciente a las situaciones en las cua­ les vive, y está dotado, por ende, de modelos adecuados a los problemas con que tropieza y es capaz de reactuar cons­ tructivamente frente a cuanto se presenta como desconocido o imprevisto. De esta manera, el sistema de la personalidad se encuentra en condiciones de poder colocar bajo el con­ trol del yo (entendido como subsistema) las energías deri­ vadas de las pulsiones y de los conflictos, tanto endopsíquicos como socioeulturales, de manera que el yo, utilizando su autonomía relativa, tenga la capacidad de neutralizar y, por lo tanto, canalizar estas energías. Señalaré ante todo que este concepto de salud mental es un concepto que, por una parte, constituye una ecuación individual entre estructura de la personalidad y capacidad de reaccionar; y, por la otra, establece ya un criterio sufi­ cientemente elástico para dejar espacio a la enorme gama de variabilidad del sistema de la personalidad en cada individuo, permitiendo además emplear cierta medida co­ mún de evaluación de las situaciones. De hecho, es posible destacar algunos aspectos que caracterizan la personalidad funcional y autónoma, tales como la disponibilidad libidinal, la confianza básica, la autoestima, la capacidad de rela­ ciones interpersonales creativas, la resistencia a las frustra­

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ciones, etcétera. Por otra parte, cuando el sistema de la personalidad no es funcional, es decir, pierde funcionalidad, tiende a mode­ larse como un sistema cerrado, caracterizado por una pro­ gresiva rigidez de sus componentes, intermediando de ma­ nera cada vez más intensa las relaciones entre el yo y la realidad tanto endopsíquica como sociocultural mediante estructuras defensivas que en cierta manera lo aíslan, con­ virtiendo en absoluta su autonomía respecto de uno de los dos subsistemas de la personalidad o aislándolo de la comu­ nicación con ellos, para volverlo operativo sólo en el senti­ do de la autodefensa: nos encontramos ahora con la patolo­ gía psíquica. En otras palabras: mientras la salud de la personalidad reside en la capacidad del yo para efectuar equilibrios dinámicos o, si se quiere, compromisos entre estímulos endopsíquicos y estímulos socioculturales, la pa­ tología se manifiesta cuando esta forma de equilibrio es imposible. Por lo tanto, cuando el aflujo de los estímulos es demasiado grande en la unidad de tiempo (y la duración del tiempo es un factor esencial para la definición y la com­ prensión de la patología, en la medida en que bajo esta relación es como se realiza el proceso de aumento de rigi­ dez del sistema) para el sistema de control. Es decir, el yo deja de estar en condiciones de controlar los sistemas de excitación o estimulación (el ello y la realidad extema). Asistimos ahora a un proceso de alianza entre el yo y la realidad sociocultural en contra de los estímulos del ello (es decir, la realidad endopsíquica, y aparecen entonces los problemas de la represión, etcétera) y nos encontramos con una descodificación neurótica de la realidad con respuestas adecuadas precisamente a esta lectura. O bien podemos encontrar una alianza del yo con el ello, es decir, con las fuerzas pulsionales, contra la realidad sociocultural, lo cual conduce a un aislamiento y a un desarraigo del contexto de realidad y nos vemos frente a una descodificación psicótica de la realidad, con las respuestas consiguientes. Surge, pues, con claridad que la teoría psicoanalítica reconoce sin ambigüedad la existencia de patologías de la

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psiquis o “enfermedades” psíquicas que se manifiestan mediante conductas particulares —que podemos llamar perturbaciones, síntomas o como queramos—, pero que, en el ámbito de la propuesta de este trabajo, serán considera­ das con estas características (Ammon G., 1974): 1. la enfermedad psíquica es un fenómeno particular de pérdida de funcionalidad del sistema de la personali­ dad, cuya génesis es multifactorial: psíquica, somática, sociocultural; 2. cualquiera sea su manifestación y su aparente absur­ didad, la teoría psicoanalítica sostiene que toda vivencia humana y toda conducta es comprensible y tiene un signifi­ cado que no debe buscarse en sí mismo ni en el paciente como expresión de las complejas interacciones de la varia­ bilidad de las variables del sistema de personalidad; 3. la utilizabilidad, por consiguiente, de la técnica de la psicoterapia analítica —precisamente en cuanto no es un instrumento que sea expresión de omnipotencia, sino que es consciente de su alcance terapéutico y por lo tanto de sus límites— se considera preferencia! y específica en todos los casos donde en el origen de la disfunción del sistema de personalidad se da una prevalencia del factor psicológico: en tales casos, esta técnica opera en sentido terapéutico propiamente dicho. Se la considera, en cambio, como activadora de los resortes psíquicos, y consiguientemente co­ mo componente de rehabilitación, en los casos donde la dimensión disfuncional prevalente es somática. En cambio se la plantea como acción de apoyo, y en cierto modo coad­ yuvante, en aquellos casos en que la causa prevalente de la disfunción es de naturaleza sociocultural. La psicoterapia, frente a las pérdidas de funcionalidad del sistema de personalidad, y por consiguiente a las per­ turbaciones y a las enfermedades de la psiquis, se encuen­ tra colocada en relación directa con fenómenos predomi­ nantemente psicogenéticos y como capaz de eficacia direc­

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ta exclusivamente sobre el componente psíquico de las disfunciones debidas a otras causas. Pienso que con esta claridad es más fácil evitar que la psicoterapia sea mal utilizada, sea reduciéndolo a lo psíquico de cualquier for­ ma de disfuncionalidad del sistema de personalidad, sea por no prestar la debida atención y focalización de los sistemas prevalentemente somatogenéticos y sociogenéticos que se presentan. No es propósito de este trabajo tratar a fondo la psicopatología, sin embargo, espero que haya sido posible aclarar las implicaciones teóricas y clínicas que surgen de haber tomado como criterio de utilización de la psicoterapia, en cuanto “técnica de indagación de la personalidad”, el cam­ bio y la transformación del sistema de personalidad para hacerlo pasar de “cerrado” a “abierto”.

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1.4.0 El factor “tiempo” Aun cuando la adjetivación “breve” tiene en sí una explícita referencia a la duración de la terapia, tanto en la bibliografía como en la práctica psicoterapéutica no es sen­ cillo encontrar reglas compartidas por todos, ni tampoco experiencias que sean suficientemente fundadas como pa­ ra poderlas considerar paradigmáticas. Es verdad que todos los psicoterapeutas de formación psicoanalítica están con­ vencidos que las pérdidas de funcionalidad del sistema de la personalidad, que han ido creándose a lo largo de meses o de años, no pueden regenerarse en un tiempo brevísimo. Lo que ha cambiado es un conocimiento más claro de la perso­ nalidad, conocimiento que ha dado lugar a un estudio más intenso y diferenciado de los diversos fenómenos psíqui­ cos, de sus manifestaciones normales y patológicas, de los distintos niveles de resolución de los problemas que, en concreto, y por ende desde el punto de vista clínico, es posible y oportuno, teniendo en cuenta un conjunto de variables y de condiciones, prevenir. De todas maneras, antes de exponer el resultado de la experiencia recogida por otros psicoterapeutas, como tam­ bién la que he cumplido junto con mis colaboradores en el ámbito de un Hospital General, creo oportuno considerar sucintamente el significado clínico del factor “tiempo”. La experiencia del trabajo psicoterapéutico hace tocar con la mano hasta qué punto la dimensión tiempo es algo sumamente fluido en la tesitura de los pacientes. Según sea el tipo de síntomas que presentan, los conflictos que subya­

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cen, las condiciones del conjunto de su vida relaciona! y laboral, parecen sentir el tiempo como una presión casi persecutoria, como un sentimiento de urgencia frente a un peligro o a la sensación de la vida que huye y que no logran vivir, o bien presentan una especie de atemporalidad apáti­ ca, mezclada además de una aparente indiferencia por las cosas o también inercia, que son expresiones las más de las veces de una angustia que ya se ha vuelto imposible de comunicar, de una despersonalización avanzada o del esta­ do ya florido de un repliegue en sí mismo. Casi siempre he tenido la impresión de que los pacientes no sabían colocarse ni a sí mismos ni a sus problemas en una dimensión tempo­ ral, entendida tanto en sentido general, como en la tempo­ ralidad de la relación terapéutica. De las tres dimensiones mediante las cuales solemos connotar niíestro modo de vivir el tiempo —pasado, presente y futuro— según sean las distintas situaciones, se ven llevados a focalizarse en una sola. Se puede, empero, advertir con cierta regularidad que en el contexto de un proceso psicoterapéutico una primera fase se caracteriza por el hecho de que los pacientes viven de manera aguda sólo el presente o la actualización del pasa­ do. Sólo en un segundo momento, cuando ya se ha cumpli­ do cierto trabajo de elaboración, comienzan a sentir o a vivir la propia proyección en el futuro. La mayor parte de las veces, en la relación psicoterapéutica la medida del tiempo está dada por el terapeuta. Su calma, si es auténtica, la falta de impaciencia o de furores terapéuticos, pueden constituir para el paciente un primer camino de continuidad de la realidad y, consiguientemen­ te, para la reconstrucción de la dimensión temporal. El paciente inicia frecuentemente este proceso comenzando a elaborar la propia experiencia en término de sesiones, y así es frecuente, por ejemplo, la expresión “desde la última vez que nos vimos”, para comentar al terapeuta que su presen­ cia y su persona son las que constituyen los límites del yo en la dimensión temporal. Contextualmente se plantea al terapeuta el problema de la utilización del tiempo no sólo en términos de frecuencia y duración de las sesiones o de

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prolongación del tratamiento en su conjunto, sino también como capacidad de elegir el momento justo, tanto para sus intervenciones como para ayudar al paciente a regular su relación con la dimensión temporal. La bibliografía especia­ lizada y da experiencia de muchos colegas presenta dos modos de considerar la brevedad de la terapia. El primer tipo es el practicado por psicoanalistas que, por razones de tiempo o de evaluación del caso, llevan a cabo en realidad un verdadero análisis, reduciendo tan sólo la frecuencia de las sesiones generalmente a dos y a veces no haciendo uso dél diván. Un segundo tipo en cambio fija, con criterios que se­ gún he dicho ya son extremadamente fluctuantes, la fre­ cuencia de las sesiones semanales en una o dos, en tanto que la duración varía desde breves contactos hasta una hora, durante un número de sesiones que va desde ocho hasta cuarenta. La complejidad de la dimensión tiempo, según todo lo que he mencionado hace poco explica la dificultad de esta­ blecer una regla precisa. La experiencia llevada a cabo con mis colaboradores en ambiente hospitalario me induce a proponer lo que hemos decidido. Nos hemos orientado hacia dos modalidades de duración, con frecuencia de una sesión semanal, de unos cuarenta y cinco minutos. La primera preveía entre ocho y diez sesiones, incluida la fase diagnóstica, y fue utilizada en los siguientes casos: 1. Pacientes que por motivo de edad (por ejemplo, ado­ lescentes) o porque su problema estaba claramente circuns­ cripto o también porque su motivación estaba explícita­ mente dirigida a la solución de un problema determinado, tenían resistencia a prolongar la indagación; 2. Pacientes a los cuales, después de una evaluación cuidadosa se consideró oportuno recomendarles otras for­ mas de psicoterapia que no se brindaban en el hospital, pero (pie, por distintas situaciones (ejemplo: falta de autosu­ ficiencia económica, falta de preparación para un trata­ miento, presencia de situaciones críticas, tales como el pá­

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nico, etcétera) no podían comenzar la experiencia terapéu­ tica aconsejada, pero en el ínterin parecía que podrían resul­ tarles útil y aun necesario un refuerzo psicoterapéutico; 3. Pacientes necesitados de ayuda inmediata después de acontecimientos gravemente traumáticos (por ejemplo, traumas craneales, accidentes en la vía pública de cierta gravedad) para reinsertarse en la vida cotidiana, o también después de intervenciones quirúrgicas de cierta gravedad y también de significación psicológica, por ejemplo, una histerectomía); 4. Finalmente, cuando el análisis de la situación nos garantizaba que el paciente pudiera continuar la terapia durante el tiempo necesario, con el fin de evitarle la posibi­ lidad de aparición de una patología iatrógena por causa de una psicoterapia interrumpida o mal encarada. En estos casos, las sesiones servían sobre todo para redefinir el pro­ blema de manera que el paciente pudiera orientarse a la espera de comenzar una terapia sistemática. Es éste un caso frecuente entre personas que por su trabajo no tienen ga­ rantía de estabilidad o de continuidad en un mismo lugar. En cambio, la segunda modalidad preveía una serie de veinticinco sesiones efectivas y continuadas, con una dura­ ción de seis meses. Este “ciclo terapéutico” podía también, aunque raramente, repetirse, siempre que la evaluación hecha durante la relación terapéutica hiciera surgir una verdadera exigencia de continuar, sostenida por una fuerte y lúcida motivación del paciente. Debo decir que la particular situación hospitalaria pro­ duce, a nuestro juicio, modificaciones en las expectativas del paciente, en la transferencia y en otros aspectos que desempeñan un papel catártico propio y que, en la mayoría de los casos que hemos seguido, resultó positivo. Lo dicho, sin embargo, no debe excluir los casos en los cuales la frecuencia de las sesiones sea mayor, lo mismo que la duración de la terapia. En la práctica privada, la

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tentación de aumentar el número de estos casos “particula­ res” puede ser fuerte. La única regla que, según considero, puede ayudar a no practicar la famosa “terapia silvestre” es el esfuerzo de motivar siempre nuestras elecciones, o bien analizando los datos clínicos que a nuestro juicio impulsan a tomar ciertas decisiones, o bien confrontándolos con las premisas teóri­ cas y metodológicas del psicoanálisis del yo, de suerte de poderlas verificar y consiguientemente adquirir una lógica de la intervención.

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Segunda Parte

2.1.0 La lógica del proceso psicoterapéutico en la psicoterapia analítica breve Teniendo en cuenta el discurso desarrollado hasta aquí es posible delinear la lógica de la intervención terapéutica de la psicoterapia breve. Cuanto he dicho a propósito de la psicopatología vuelve explícita la prémisa psicoanalítica de la reversibilidad de las perturbaciones psíquicas y de la consiguiente posibilidad de recuperar la funcionalidad del sistema de la personalidad. De esta manera queda refutado, tanto teóricamente como en la práctica, el concepto de enfermedad psíquica como un hecho incurable, crónico o irreversible. Obvia­ mente, esto se refiere a aquellas pérdidas de funcionalidad que tienen una derivación psicógena prevaleciente y clara, y deben además tenerse en cuenta las condiciones de cada paciente en el momento de entrar en contacto con la psico­ terapia. La posibilidad del concepto de curabilidad, sin límites que prejuzgen la enfermedad psíquica, parte del modelo del yo que ha sido definido como una estructura de límites flexibles, dotada de notable plasticidad. Puesto que las pérdidas de funcionalidad del sistema de la personalidad dependen (según se dijo a propósito de la relación entre teoría de la personalidad y técnica psicoterapéutica) del déficit de reciprocidad en las primeras fases del desarrollo y/o de traumas psíquicos bien circunscriptos que han pro­ vocado una rigidez, y consiguientemente una disfunciona­ lidad del sistema de la personalidad, la lógica psicoterapéu­ tica parte de la hipótesis de que, si se reproduce en la

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psicoterapia una situación similar a la que generó la disfun­ cionalidad, es posible reconstruir una situación afectiva y fantasmáticamente muy vecina a la originaria, de modo tal que, mediante la relación con el psicoterapeuta se llegue a crear un ambiente de reciprocidad correspondiente a las necesidades de la fase específica donde surgió el déficit o la situación traumática, de tal modo que constituya una expe­ riencia emocional correctiva o, a veces sustitutiva, de la psicopatogénica. En la técnica de psicoterapia analítica breve este proceso se conduce en el nivel del yo, es decir, estimulando para este fin, en el paciente, una regresión limitada “al servicio del yo” y utilizando mucho más la capacidad que tiene el yo para modificar los procesos de defensa organizándolos sobre cualquier actividad del yo y consiguientemente apartándolos de actividades que no son funcionales para su homeostasis. De esta manera se crea el potencial de tensión psíquica que permite recuperar ener­ gía neutralizable y consiguientemente canalizable con el fin de integrar las experiencias pasadas y actuales en el funcionamiento de un yo “adulto” o, mejor dicho, adecua­ do a la situación concreta y presente. Esta integración se produce por medio de una toma de conciencia emocional de las propias experiencias. Para consentir este pasaje de experiencias es fundamental la memoria, considerada co­ mo un “registro” de experiencias, tanto remotas como re­ cientes y actuales; ella, mediante su propio proceso de registración y de fijación selectiva de imágenes y vivencias, vuelve a proponer al yo, sea espontáneamente o bajo la acción del estímulo generado por la situación psicoterapéutica con modalidad y nivel distintos. Sin embargo, esta característica de la memoria de ser una especie de “banco de datos” es justamente lo que permite todo proceso de reconstrucción y asegura en gran parte la continuidad con­ sigo mismo (o, si,queremos, la constancia de la identidad, tanto somática como psicológica y social) que constituye una condición indispensable para toda acción psicoterapéutica. Dadas las características peculiares de los sistemas homeostáticos, hacemos, además, la hipótesis de que, ac-

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tuando sobre nn problema/conflicto identificado y delimi­ tado con precisión o corrigiendo emocionalmente, median­ te la relación psicoterapéutica, el déficit de determinada fase elegida sobre la base del estudio clínico de la anamne­ sis y del material diagnóstico, como también de las motiva­ ciones del paciente, es posible, sin llegar a los determinan­ tes últimos de la conducta (a saber, aquellos elementos pulsionales ligados con el ello), actuar sobre estructuras codeterminantes, menos dotadas de una alta velocidad de cambio, y por consiguiente más constantes en la unidad de tiempo, como son precisamente las funciones del yo. Presu­ mimos que, precisamente por efecto de la dinámica homeostática y de los procesos de retroalimentación respecti­ vos, se comienza de esta manera un proceso dinámico adaptativo que implica a todo el sistema de la personalidad. En el interior de esta lógica, se supone que el factor predeter­ minación y brevedad de la duración de la psicoterapia (es decir, el alcance clínico del adjetivo “breve”) que tiene una función de catalizador de estas dinámicas. En favor de esta orientación se cuenta con datos procedentes del psicoaná­ lisis (por ejemplo, los célebres trabajos de Malan y Bellak); con los proporcionados por la actividad de la psicoterapia ambiental (véanse los trabajos de G. Ammon o de M. Pines), y con interesanteis observaciones que derivan de las inves­ tigaciones del grupo de Palo Alto. Estas experiencias han puesto de manifiesto que, si se aclara adecuadamente con el paciente el hecho de que esta clase de intervención no es un psicoanálisis reducido o concentrado, y si se discuten adecuadamente las posibili­ dades terapéuticas y los límites propios de esta técnica, el factor “brevedad del tiempo” puede catalizar tanto la focalización del problema como las respuestas dinámicas del paciente, responsabilizándolo de su colaboración activa en la psicoterapia, que es vista por él no como algo que recibe (expectativa ésta que se encuentra con mucha frecuencia en los pacientes que tienen como modelo único de compa­ ración para el concepto de psicoterapia lo que vivieron con el pediatra o con el médico de la familia, etcétera), sino

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como algo que se construye y se realiza junto con él, hasta el punto de que si falta su participación activa, la terapia “no funciona”. Además de lo dicho, el haber determinado un tiempo (y esto tanto en lo referente a la duración de cada una de las entrevistas como a la duración de la psicoterapia en su totalidad) representa de una manera plástica, y por lo tanto inmediatamente perceptible para el paciente, la dimensión de la realidad, sobre todo cuando el estado de ánimo con el cual el paciente inicia la psicoterapia está constelado por fantasías de omnipotencia o por fantasías de abandono del tipo “no hay nada que hacer”, “es demasiado tarde”, et­ cétera.

2.1.1. El conflicto En la teoría psicoanalítica se hipotetiza que en la base de toda disfunción del sistema de personalidad que no sea de naturaleza prevalentemente somática existe un con­ flicto, es decir, la presencia contemporánea de dos motivos que actúan en contraste entre sí en el sujeto, el cual resulta protagonista del conflicto mismo. Este contraste puede te­ ner lugar ya sea en el ámbito de lo que llamamos “concien­ cia” o por debajo del umbral de ésta. La mayor parte de las situaciones conflictivas que se encuentran en nivel consciente pueden reducirse a un caso particular de frustración, es decir, a aquellas sensaciones desagradables y perturbadoras que todos experimentamos cuando resulta bloqueada una actividad que queríamos dirigir hacia un fin preestablecido. En el ámbito de la conciencia la mayor parte de las veces se trata de situacio­ nes en que el individuo necesita elegir entre dos alternativas igualmente deseables, o igualmente indeseables, o tam­ bién cuando algún objetivo deseado contiene en sí mismo algún aspecto no deseado. El hecho mismo de plantear el problemá de la elección produce una interrupción de la actividad y, por ende, una frustración. En los primeros dos 72

casos se observan reacciones de excitación, de incertidum­ bre, que confluyen en una tendencia a descartar el proble­ ma. Con mucha frecuencia esta situación se traduce, por un lado, en empobrecimiento de los dinamismos psíquicos; y por el otro, en el empleo de las energías no canalizadas (debido al “bloqueo” de decisión y al estado emocional consiguiente) en comportamientos estereotipados (por ejemplo (mecanismos de defensa) o en tensiones que pue­ den descargarse sólo en el plano de la conducta o invadir también el soma, dando lugar a la sintomatología psicosomática. En cuanto al tercer tipo de conflictos, podemos decir que desemboca en el comportamiento ambivalente y es característico de algunas fases evolutivas, por ejemplo, la preadolescencia y la adolescencia. Puede sin embargo en­ contrarse también en época adulta, y entonces su potencial detener la neutralización y canalización de las energías, como también para encontrar descargas sustitutivas se vuelve mayor. De todas maneras, en lo referente a los conflictos que se desarrollan prevalentemente en el ámbito de la concien­ cia es importante para la práctica clínica tener presente que no representan sólo una fuerza controvertida y bloqueada, sino un empobrecimiento del sistema de personalidad que, en este modo específico de perder funcionalidad, tiende a perder energía (una especie de cortocircuito) que casi siempre toma rígidos los límites entre los distintos subsis­ temas (psíquico, somático, social), dificultando con ello la homeostasis, retardando el desarrollo y, en determinadas condiciones, predisponiendo para disfunciones mayores. Es muy importante, en lo referente a esta esfera conflictual, tener en cuenta el elemento “acumulación”, es decir, la relación entre intensidad y duración del conflicto. Conflictos que en sí mismos serían de escasa importancia y de moderada intensidad, si pasan a formar parte de la trama cotidiana, sobre todo cuando son imposibles de eliminar (por ejemplo, situaciones laborales o familiares) pueden disminuir notablemente la capacidad del individuo para

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superar las dificultades o para tolerar los obstáculos de la relación con la realidad cotidiana. En particular, este tipo de situaciones induce fácil­ mente al sujeto a caer en crisis notables, cuando se presenta un elemento nuevo, aunque sea de alcance ilimitado, como la aparición de un trastorno somático leve o un cambio de escritorio o de oficina en el lugar de trabajo. Con mucha mayor frecuencia, sin embargo, los posi­ bles usuarios de una psicoterapia tienen conflictos situados en un nivel más profundo, es decir, por debajo del nivel de la conciencia o, si queremos, en el inconsciente. También aquí nos encontramos con la presencia de un conflicto entre dos motivos, sólo que ambos, o al menos uno de ellos, por ser inconscientes no forman parte del análisis de realidad del paciente. La mayor parte de los pacientes no están en condicio­ nes de identificar los términos del conflicto y ni siquiera de describir el campo posible. Presentan un estado de males­ tar psíquico, que puede ir acompañado o no de sintomatologías psíquicas o psicosomáticas, que el paciente casi nun­ ca vincula con su malestar de base, y mucho menos con una posible área problemática conflictual. Examinemos tres posibles marcos de referencia, que se sitúan en tres niveles (Bertini, M., 1968). Partiendo del primer nivel se puede tener un cuadro inicial de referencia, en el cual el paciente no informa de ninguna perturbación específica, por lo menos en el plano objetivo. Por lo general, habla de una disminución de sus capacidades y de su vo­ luntad de “hacer cosas”, de sensaciones de pasividad fren­ te a los acontecimientos, de estados psicofísicos asténicos y que se presentan sobre todo en momentos particulares de la jornada, por ejemplo, de mañana, u otros síntomas seme­ jantes. Este cuadro, con todos sus posibles matices, puede entrar en lo que se denomina la psicopatología de la vida cotidiana, y aun subrayar momentos particulares críticos de transición, como los que pueden tocarle vivir a cada uno de nosotros.

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Tenemos un segundo cuadro en el cual aparecen sig­ nos más específicos; generalmente hay que manejarse con distintos grados de coacción en la conducta. El individuo parece imponerse extrañas obligaciones, tales como no po­ der salir de casa si no ha efectuado previamente cierto número de controles o si no ha ordenado minuciosamente su habitación, etcétera. Se trata entonces de la aparición de tendencias autoplásticas, es decir, de comportamientos que, aunque permanecen dentro del ámbito del yo, no son ni aceptados ni integrados, sino que siguen estando presen­ tes, y por consiguiente son expresados mediante conductas dirigidas contra el propio yo y reducen más o menos su autonomía. Cuando estas tendencias coartan demasiado la autono­ mía del yo, el sujeto recurre a alguna forma de ayuda que, generalmente, al menos como primer paso, es de tipo médi­ co. El tercer cuadro se caracteriza por la exteriorización de los problemas. El individuo, sintiéndose como forzado por fuerzas psíquicas, manifiesta su problematicidad, y por consiguiente su conflicto, con comportamientos externos, que tienen un sentido de mensaje al exterior, pero cuyos contenidos son más o menos agresivos y antisociales. Se trata entonces de las tendencias definidas como “aloplásticas”. Encontramos así personalidades que consideran in­ discutible que los demás tengan que aceptarlas “porque ellas son así” o que pretenden de las otras personas tipos de comportamiento o de prestaciones que ellas no les brindan, pero siempre dan algún motivo para su capacidad de no adecuarse ellas mismas a los objetivos o a los niveles de espiración que proponen. Estos tres cuadros indican de distintas maneras la pre­ sencia de un conflicto profundo. En el primer nivel, al que hemos aludido, el conflicto, si bien reduce la autonomía del yo, deja en general suficiente “espacio de supervivencia” y de adaptación a la realidad. Pero si intervienen otros factores, por ejemplo, la in­ tensidad, la duración, condiciones de agravamiento por cambios o traumas imprevistos, etcétera, se produce la de-

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generación en formas más estrictamente psicopatológicas. En presencia de las condiciones mencionadas, las tensio­ nes que se producen se toman gradualmente tan constructi­ vas, que el yo pierde su autonomía. Esta pérdida puede preservar una parte de la autonomía, y hemos visto en el caso del primer cuadro la degeneración en las así llamadas “formas neurasténicas”, comúnmente conocidas también como “agotamientos nerviosos” (pero ningún laboratorio de neuroanatomía conserva entre sus muestras “nervios agotados”). Se trata de un cuadro de pérdida de funcionali­ dad, caracterizado por una escasa capacidad de adaptación a situaciones nuevas, especialmente si son difíciles. Tene­ mos entonces la impresión de que se ha producido un empobrecimiento general de la energía y una elevación de la reactividad a cualquier estímulo emotivo. En el segundo cuadro, la degeneración se dirige hacia las distintas formas de neurosis, preferentemente hacia las caracterizadas por síntomas psicosomáticos. El tercer cuadro, en cambio, parece tener tendencia a degenerar en neurosis de carácter. Pero cuando el conflicto no se limita a una parte de la autonomía del yo, sino que está generalizado —es decir, incide de manera pareja y con la misma intensidad sobre todo el yo, hasta el punto de dañar muchas o todas las funciones (y en general es muy significativa) al respecto la falta de integridad de las funciones cognoscitivas—, nos encontramos con un viraje hacia las formas de psicosis. Contamos aquí con algunos elementos muy simplifica­ dos, pero a mi juicio bastante claros, para permitimos el examen de los distintos tipos de conflictos que podemos encontrar, sobre todo en el trabajo psicodiagnóstico, con vistas a formular adecuadamente hipótesis de intervención psicoterapéutica y también para disponer de un cuadro, aunque sea reducido y provisional, para formular una rela­ ción pronóstica entre el conflicto que se nos presenta y sus posibles riesgos degenerativos.

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2.1.2. Al margen del conflicto de conciencia Toda la teoría psicoanalítica atribuye una notable im­ portancia al concepto de conciencia, hasta el punto de con­ vertirla en el eje de sus diversas técnicas. Efectivamente, aunque el trabajo psicoanalítico está fundado sobre las pul­ siones y sus conflictos, derivados de la interacción con la realidad, sin embargo, el proceso de maduración del indivi­ duo humano y el de su tratamiento y curación pasan por la capacidad de la conciencia para asimilar y mediar los con­ tenidos inconscientes. Es muy frecuente que en nosotros, aunque sea implícitamente, se forme una especie de equi­ valencia entre los términos de consciente y racional. El problema es mucho más complejo. De hecho, en el uso psicoterapéutico relacionamos el concepto de ser cons­ ciente con el de poder comprender emotivamente, y no sólo con un hecho de pura racionalidad. Sea lo que fuere, para intentar indagar un poco mejor el significado clínico de este término, es útil hablar un momento de él. La expe­ riencia nos indica como conciencia uno de los estados y de las experiencias más inmediatas que caracterizan nuestro conocimiento de la realidad. El pasaje del sueño a la vigilia, como también el adormecerse, proporcionan a cada cual una primera conciencia vital de lo que significa ser psíqui­ camente consciente. Esta conciencia se vuelve tan impor­ tante, que la mayoría de las personas, aun cuando carezcan de todo conocimiento psicológico o médico, cuando tienen la impresión de que alguna otra persona ha dejado de estar consciente, sobre todo si ignoran la causa, comienzan a preocuparse, considerando, acertadamente, el desvaneci­ miento y la pérdida de conciencia como una modificación peligrosa del modo de ser de la otra persona. Por lo demás, esto corresponde también a la “lógica” clínica; efectiva­ mente, cuando se duda de si un paciente está todavía vivo, una de las primeras preocupaciones es verificar si está más o menos consciente, aunque sea en un nivel mínimo. En este nivel mínimo está incluida una capacidad, si bien muy primitiva, de controlar las'estimulaciones, es decir, de saber 77

si se adaptan o no al ambiente y a la situación. Así, el retomo del reflejo corneal no brinda de por sí ninguna indicación sobre la presencia o ausencia de un mínimo de conciencia. Ni siquiera un proceso más complejo, como el pedido de bebida por parte de un paciente, nos brinda alguna indica­ ción Si, recibida la bebida, el paciente sigue pidiendo de beber, aun cuando no pueda ni tomar ni utilizar el líquido que se le ha ofrecido, estamos autorizados para hacer algu­ na afirmación sobre su estado de conciencia; y por el con­ trario, si bebe el líquido y no pide más, salvo de una manera evidentemente racional y proporcionada a su situación, contamos entonces con un elemento que nos informa sobre la presencia de un nivel mínimo de conciencia. Así podemos ver que lo que constituye fundamental­ mente la conciencia es la capacidad de utilización, y por consiguiente de control y de adaptación de los distintos estímulos. Sin embargo, los elementos que conocemos para definir, sobre la base de la observación clínica, la presencia o ausencia de los niveles de conciencia son muy escasos, y están además constituidos por signos en su mayor parte de naturaleza fisiognómica. Experimentos y observaciones de distinta índole nos permiten tomar en cuenta más informa­ ciones acerca de qué es la conciencia, pero como se trata de una cualidad de la experiencia que no tiene punto al cual referirla fuera de nosotros mismos (pensemos en lo difícil que es, por ejemplo, describir y sobre todo definir la expe­ riencia del conocimiento de sí), y dado que la cantidad de las informaciones que poseemos sobre la realidad y que están en cierta manera caracterizadas por la cualidad de ser conscientes en su relación con nosotros es muy limitada, ha sido necesario recurrir, para describir un conjunto de datos desconocidos, a un prefijo negativo. Son simplemente noconscientes, es decir, inconscientes. Se sigue de esto que debemos pensar en consciente e inconsciente como dos cualidades extremas de la gama de experiencias que abarcan todas las posibles modalidades y gradaciones de conocimiento/experiencia de la personali­ dad. Se sigue también que en la práctica todo conocimien-

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to/experiencia está coloreada en cantidad e intensidad di­ versas por ambas características. Debido a ello definiremos psicológicamente como consciente una experiencia que posee determinada canti­ dad e intensidad en la unidad de tiempo. Pasando ahora al uso de los términos “conciencia” e “inconsciente” como designadores de zonas de la personalidad, tenemos que puntualizar que se trata de conceptos topológicos y no topográficos. En otros términos, la experiencia nos ha mos­ trado que existe cierto número de informaciones que en su estar en relación con nosotros como conocimiento/experiencia tienen cierta continuidad en la cualidad de ser, desde nuestro punto de vista, conscientes, es decir, somos conscientes de su existencia, naturaleza, características, finalidad, etcétera. El conjunto dinámico y continuamente fluido de estas informaciones, que habitualmente y con relativa constan­ cia forman parte de nuestra conciencia, es precisamente lo que delimita esa región y esfera de la personalidad que llamamos conciencia y que es una función del yo. Tratándose de una extensión dinámica, la esfera de la conciencia puede ampliarse adquiriendo nuevas informa­ ciones que se caracterizan precisamente por el hecho de ser conscientes, o también perdiéndolos: aparece aquí nueva­ mente la importancia de la función homeostática de la me­ moria para el sistema de la personalidad, y aun más para la funcionalidad del subsistema del yo. Además, todo lo que no entra en esta esfera pasa a constituir aquello que impro­ piamente llamamos la esfera del inconsciente, esfera sobre la cual disponemos hasta el momento de un número redu­ cido de informaciones, más centradas en la modalidad de funcionamiento y en la tentativa de comprender las leyes que regulan su dinámica, que sobre un mayor conocimien­ to de lo (jue podría significar esta realidad, no conocida de otra manera que no sea como negación, es decir, como inconsciente. Aparte de los esfuerzos y las investigaciones emprendidas en este sentido por la psicología dinámica analítica y que están en marcha desde hace muchos años,

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contamos más recientemente con las interesantes tentati­ vas de I. Matte-Blanco, autor que trata de aplicar el modelo lógico y matemático para la comprensión de sus leyes y eventualmente de su naturaleza. De esta manera se aclara el uso terapéutico del término “conciencia”, entendida como la cualidad y aun la región donde los contenidos de conciencia/experiencia deben lle­ gar para poder ser utilizados por el yo. La importancia que tiene para la vitalidad misma del individuo humano la amplitud de aquellas realidades endopsíquicas o externas de las cuales tienen conciencia, justifica la importancia atribuida a esta cualidad y a su extensión en el ámbito de la psicoterapia analítica. Quiero destacar aquí hasta qué punto las alteraciones del estado de conciencia, cuantitativas o cualitativas (ya que estas dos dimensiones son difíciles de separar) consti­ tuyen indicios importantes de distintas patologías. Preci­ samente por la propiedad de homeostasis de los sistemas vivientes, quiero subrayar la importancia de una anamnesis adecuada, aun desde el punto de vista médico (por lo me­ nos como exigencia que debe plantearse y aclarar a un consultor médico) en los casos en los que se presenten problemas de amplitud y funcionalidad de la conciencia. Dejando de lado las alteraciones más estrictamente neurológicas, por ejemplo, el importantísimo significado que tie­ nen las pérdidas fugaces de conciencia, las así llamadas “ausencias” o la presencia de fenómenos endocraneanos pertinentes, como los procesos expansivos, estados de irri­ tación cerebral, etcétera, que —en el momento actual— son más raramente objeto de una terapia psíquica, debemos considerar la posibilidad de que todo hecho somático, aun­ que sea un simple enfriamiento, puede influir sobre el fenómeno de la conciencia. Quiero referirme en particular a los estados de alteración y de restricción de la conciencia que se presentan de manera concomitante o consecuente a problemas de intoxicación, acompañados con mucha fre­ cuencia por un cortejo de reacciones particulares. Aquí, sobre todo con pacientes de tipo psicosomático o que em-

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jlean hace mucho tiempo fármacos, especialmente psicotrópicos, y también con personas que hacen o han hecho uso prolongado de sustancias alucinógenas, drogas, etcéte­ ra, antes de evaluar el fenómeno de la conciencia desde el punto de vista psicológico será útil despejar el campo eliminando los otros factores. Esto, aparte de ser metodoló­ gicamente correcto, nos permite también tomar en conside­ ración sólo las variables de naturaleza psicológica y evaluar más objetivamente lo que observamos; evita graves errores y daños al paciente; nos da una visión más completa, y por ende psicoterapéuticamente más dúctil de la situación de personalidad y, en cierta manera, puede ser una forma im­ portante de prevención de perturbaciones psíquicas más graves.

2.1.3. Una nota sobre la “comprensión emocional” El tema de la conciencia nos lleva directamente al de la toma de conciencia, que es uno de los más discutidos en psicoterapia. Constatamos continuamente que el solo tener presente en el campo de la conciencia una determinada realidad no produce, de ordinario, ninguna modificación en la personalidad y que, por lo tanto, no “sirve” desde el punto de vista psicoterapéutico. Una primera ayuda para la comprensión de este pro­ blema la brindan las investigaciones sobre los procesos cognosciti vos que, impulsadas también por los experimentos de la Gestalt, han puesto a la luz un modo particular de funcionar y una capacidad de la mente humana para rees­ tructurar, es decir, poner en interrelación elementos diver­ sos hasta extraer significados nuevos. Esto sucede, por ejemplo, en el proceso de resolución de problemas. Este tipo de capacidad ha sido denominado “insight”. Sin em­ bargo, retomando el hilo dé la reflexión sobre la modalidad de la toma de conciencia, y por consiguiente de la concien­ cia misma (Rapaport D., 1942), se ha planteado la pregunta de si existen diversos niveles de conocimiento o, en otros

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términos, si por debajo de las realidades fenoménicas no existen procesos que están vinculados con ellas y que en cierta manera modifican su significación. La amplitud del problema, reformulado así, especialmente después de Freud, replantea el discurso mismo del conocimiento hu­ mano y de su realidad. De todas maneras, se ha llegado a distinguir operativa­ mente una toma de conciencia que da como resultado una comprensión intelectual de los fenómenos y una toma de conciencia que incluye también la dimensión emocional que he llamado aquí “comprensión emocional”. Esta última es la que interesa a la psicoterapia, en la medida en que supone una integración —y por consiguien­ te una maduración— de la experiencia, que podría atribuir­ se al trabajo de conexión, y por lo tanto de reestructuración y de atribución de nuevos significados, que se produce al conectarse los procesos subyacentes a los distintos fenóme­ nos y al tomar conciencia de todo ello, precisamente bajo la forma de comprensión emocional. Sin embargo, sigue siendo todavía muy difícil explicar de qué manera se desarrolla esta dinámica. Rapaport (1942), para intentar una hipótesis explicativa, habla de una dinámica autónoma del pensamiento (entendido como fun­ ción del yo), que haría que el pensamiento se vuelva sobre sí mismo reiteradas veces, hasta reestructurar los conteni­ dos de conciencia y “engancharlos” en los procesos incons­ cientes, produciendo de esta manera una nueva forma de comprensión de la realidad. Lo que, según Rapaport, activa este proceso de reflexión sobre sí mismo por parte del pensamiento son los estímulos relaciónales y ambientales. Al expresarse así, lo que este autor quiere decir es que las formas, y por consiguiente la toma de conciencia, obvia­ mente también dentro de la psicoterapia, no son algo abso­ luto y ahistórico, sino que están estrechamente conectadas con las situaciones relaciónales y ambientales. La cuestión del “insight” o de la “comprensión emocional” sigue todavía abierta, y a pesar de que todos los días vemos reproducirse este proceso, no tenemos elementos suficientes para una

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teoría explicativa adecuada. De todos modos es importante tener presente en la propia praxis psicoterapéutica que la simple toma de conciencia intelectual no es suficiente para producir modificaciones en la personalidad con sentido psicoterapéutico y que, por consiguiente, tanto la estimula­ ción como la valorización de la claridad intelectual del pa­ ciente acerca de un tema es una operación parcial y hasta riesgosa. Se tratará más bien de proporcionar estímulos adecuados para que el pensamiento pueda, según la hipóte­ sis de Rapaport, volverse sobre sí mismo, hasta poder cum­ plir aquellas operaciones de reestructuración y de integra­ ción que. por ser resultado de una manera absolutamente particular y personal de elaborar la realidad, harían más completo, modificador y madurador el proceso mismo de la toma de conciencia.

2.1.4. Contrato y transferencia: dos problemas abiertos Al plantear una intervención psicoterapéutica, las defi­ niciones de los términos de la relación, es decir, de sus objetivos, de los medios utilizados, del costo, etcétera, constituyen un momento particularmente delicado e im­ portante. Mediante esta definición y contrato se sientan las bases para una alianza terapéutica entre paciente y psicoterapeuta, que se convertirá en la premisa de la relación psicoterapéutica. Este tema, en el ámbito psicoanalítico, ha sido profundizado sobre todo en lo referente al análisis, mientras que para las otras técnicas sigue siendo un tema todavía no profundizado. En lo concerniente a la psicoterapia analítica breve, especialmente si se la concibe como instrumento de trabajo en un ámbito institucional, la definición del contrato se vuelve todavía más problemática, desde el momento en que el psicoterapeuta no puede ignorar la dimensión insti­ tucional en la cual trabaja y todos los significados que ella asume para el paciente ni, por otra parte, debe identificarse con ella (cfr. Cotinaud O., 1977). Pero también fuera del

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ámbito institucional, precisamente por la propiedad de fle­ xibilidad y adaptación a las situaciones de los pacientes, la psicoterapia analítica breve es más difícil de circunscribir en normas y, por lo tanto, en un contrato. El primer problema nace del hecho de que un contrato presupone el conocimiento del objeto de la contratación, en nuestro caso, la psicoterapia. Mas la experiencia de­ muestra que es imposible explicar a los pacientes la natura­ leza de la psicoterapia. Por ello, propongo a los pacientes definir la relación después de la primera sesión, de suerte que puedan formarse alguna representación mental que no dependa exclusivamente de lo que ha dicho el psicoterapeuta y que le pueda servir como base para una decisión. Por lo demás, intento establecer con claridad los pro­ blemas de la duración y del objetivo que nos proponemos ambos alcanzar. Pero el esfuerzo mayor lo hago para com­ prender y comunicar al paciente la importancia de su parti­ cipación y colaboración activa. Le explico que no tengo ninguna intención de “jugar al dentista”, en el sentido de “borrar las marcas de las caries” o de extraerle informacio­ nes como si fueran dientes. El propio paciente es quien debe decidir con qué y cómo comunicarme. Le presento la función del psicoterapeuta como la de un yo auxiliar que —sobre la base de cuanto he dicho refiriéndome al psico­ análisis del yo y al surgimiento de las formas psicopatológicas— trata de integrar, reforzar, compensar la disfunciona­ lidad de su yo. Esta manera de presentarse por parte del terapeuta permite hacer nacer y desarrollar aquella alianza que se convierte en uno de los factores terapéuticos más importantes. En lo que respecta a otras reglas “clásicas”, por ejemplo la de la asociación libre —u otras explicacio­ nes— como podría ser el concepto de resistencia, prefiero no hablar. Después de haber dicho al paciente que es conveniente que él comunique todo lo que siente y en el modo que le resulte más espontáneo, le anticipo que en este esfuerzo de comunicar encontrará dificultades, tanto consigo mismo como con el psicoterapeuta, y también que podrá advertir de qué manera fuerzas interiores le impiden

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comunicarse. En este caso lo más útil para él es que trate de hablarme sobre su dificultad, para ver cómo la afrontamos juntos. En la mayoría de los casos, sobre todo si la indicación de una psicoterapia analítica breve ha sido correcta, fue posible efectuar un proceso psicoterapéutico satisfactorio. Otro gran nudo de la psicoterapia breve está constituido por la transferencia. Es indudable que, dentro del pensamiento de Freud, este concepto representa “el alfa y el omega del método analítico” (Jung C.G., 1946). La historia del psico­ análisis pudo luego tener otras vicisitudes en la concepción de la transferencia y de la correlativa contratransferencia, en cuanto elementos necesarios, favorables o perturbado­ res de la acción psicoterapéutica. Actualmente existe una concordancia expresa de los autores más recientes acerca de la importancia fundamental y sobre el carácter irrenunciable de este elemento para la estructuración misma de la concepción psicoanalítica. Podemos partir de la definición de transferencia que nos da Anna Freud: “Por transferencia entendemos todos los sentimientos que el paciente experimenta respecto del analista. Tales sentimientos no son creados desde cero por la relación analítica, sino que tienen su origen en antiguas relaciones objétales —de hecho, las más arcaicas— que son simplemente revividas bajo la influencia de la coacción a repetir” (1971). Precisando mejor el contenido de la trans­ ferencia, H. Racker lo estudia como relaciones entre la persona y sus experiencias, en especial las más conflictivas. Y llega a esta conclusión: estas relaciones están en el pa­ ciente porque, por un lado, sus relaciones con los progeni­ tores han sido siempre relaciones con imágenes (es decir, con algo intemo) y, por el otro (debido a que parte de ella se refiere a la realidad externa), porque las imágenes han sido asumidas en lo intemo mediante la percepción; han sido conservadas mediante las huellas mnémicas y son alimen­ tadas por la persistencia de los mismos impulsos y conflic­ tos instintivos" (1970). Otros autores han puesto el acento en la importancia de 85

la proyección en el contexto de la transferencia no sólo de los elementos conflictuales o negativos, sino también de los aspectos positivos que expresan la necesidad de la energía psíquica y su búsqueda de expresión. Mientras que la trans­ ferencia negativa (es decir, la proyección sobre el psicoterapeuta de experiencias negativas y destructivas) provoca resistencia y procesos defensivos particulares, la transfe­ rencia positiva es lo que moviliza y da fuerza al proceso de curación. Teniendo presente que todas estas dinámicas se de­ senvuelven en un nivel inconsciente, de la misma manera que, en gran parte, es inconsciente la comunicación entre paciente y psicoterapeuta, vale la pena tratar las posibles reacciones del psicoterapeuta a la transferencia, es decir, la contratransferencia. Podemos encontramos con una contratransferencia po­ sitiva, en la cual el psicoterapeuta identifica el propio yo con el del paciente, situándose, por consiguiente, en un sentido propio, como yo auxiliar. Esta manera de situarse permite una identidad, una manera de comprensión y de relación, que se convierte en la fuerza indispensable para que la relación psicoterapéutica se vuelva eficaz. Pero podemos tener también una contratransferencia negativa, cuando el psicoterapeuta proyecta sobre el pa­ ciente contenidos personales negativos, que deforman la relación, distorsionan las percepciones y hacen estéril, cuando no psicopatógena, la psicoterapia. En estos casos, o el psicoterapeuta es capaz de reconocer en sí mismo estos elementos y dominar las propias defensas, o se interrumpe la relación psicoterapéutica. No profundizaré estos temas porque considero que en la psicoterapia analítica breve la dimensión transferencial, además de estar obviamente de­ terminada por la historia del paciente y del psicoterapeuta, se determina también de manera notable en las recíprocas motivaciones para la psicoterapia. Por consiguiente habla­ ré de ella al tratar de las motivaciones. Acerca de la posibilidad o no de una transferencia en la psicoterapia analítica breve, se han dado diversas y contra-

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rías opiniones (cfr. Scheider P., 1977). Considero que, si bajo el término de transferencia se entiende esa peculiar formación de la relación analítica y el modo correspondien­ te de elaborarla que se conoce con el nombre de “neurosis de transferencia”, ésta no tiene la posibilidad de instaurarse en el curso de una psicoterapia analítica breve. Si en cam­ bio aceptamos la definición de Anna Freud, es imposible pensar en una psicoterapia que carezca de la dimensión transferencial. El problema me parece residir más bien en el uso que puede hacerse de la transferencia en la psicote­ rapia analítica breve. Podemos encontrar en la literatura tres maneras distintas de utilizar la transferencia. Dado que el psicoterapeuta debe, de alguna manera, tener conciencia de este factor en la valuación de lo que se está desarrollan­ do en el proceso psicoterapéutico, tenemos una primera posición que es la de P.E. Sifneos. Este considera (1972) que los pacientes en los cuales se da una notable restricción en el funcionamiento del yo por obra de reacciones neuróti­ cas —en especial si va acompañada de síntomas de sufri­ miento psíquico (tipo angustia) o psicofísicos— se sienten fuertemente motivados para el cambio en función de esta presión dolorosa; con ellos es oportuno utilizar constante­ mente la interpretación de la transferencia para hacerles conscientes, y de esta manera reintegrarlos al yo del pa­ ciente, los distintos elementos inconscientes conflictuales. El esfuerzo interpretativo, además, tendría que utilizar la situación de transferencia para reducir al máximo las ten­ dencias del paciente a depender del psicoterapeuta. En la experiencia de Malan (1967), confirmada luego por aquellos autores que se inspiran en él, por ejemplo L. Bellack y L. Small, y también en la de M. Balint, se acepta una situación de mayor dependencia respecto del psicote­ rapeuta y consiguientemente el esfuerzo interpretativo es­ tá centrado o en el problema focal o en las motivaciones del paciente, tratanto de implicarlo al máximo en la colabora­ ción psicoterapéutica, utilizando para ello de manera más bien limitada y ocasional el análisis de la transferencia. A esta posición se adhiere también J. Cremerius en su intento

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de fundar una metodología de la psicoterapia analítica bre­ ve que esté en consonancia con una visión estrictamente psicoanalítica (1969). Hay que tener presente que los pacientes tratados por los autores anteriormente mencionados, sobre todo por Ma­ tan, eran frecuentemente personas con graves disfunciones del sistema de personalidad, que él mismo caracteriza co­ mo cuadros border-line o, en algunos casos, como produc­ tores de reacciones psicóticas explícitas. Lo mismo vale también para M. Balint, quien trató en gran medida pacien­ tes con síntomas psicosomáticos, a veces también muy in­ tensos, y considerados por los médicos como “cronicizados”. Existe, por último, una tercera modalidad de utiliza­ ción de la transferencia, propuesta por A. Herberg y col. (1975), sobre la base de experiencias con pacientes que presentaban formas graves de perturbación. Se trataba de personalidades con vasta gama de manifestaciones sinto­ máticas, la mayoría de las veces unida a notable disfuncionalidad o también a lesiones de la integridad de las funcio­ nes del yo, especialmente de la prueba de realidad y de la capacidad de vivir una identidad, y con proceso de defensa que respondían mal a las exigencias de la situación. La estrategia interpretativa de estos autores, que es la que más se acerca a la seguida por mí mismo y mis colaboradores en nuestra experiencia, es la de refuerzo/reestructuración de las funciones del yo, evitando la interpretación de la trans­ ferencia mientras ésta es positiva, y tratando, en la medida de lo posible, de resolver los eventuales aspectos negativos de la transferencia, más con el intento de hacer consciente al paciente de sus propios conflictos y de sus propias con­ tradicciones que se expresaban mediante esta dificultad de relación con el psicoterapeuta, en lugar de recurrir a la interpretación de la transferencia. Considero que es muy difícil llevar a cabo un análisis suficientemente profundo y completo de la transferencia en términos de una psicotera­ pia analítica breve, ya que hay gran riesgo de desnaturalizar las dimensiones y no poder controlar más las implicaciones 88

emocionales. De acuerdo con todo lo propuesto por los autores de esta tercera modalidad, siento también que es muy útil hacer amplio uso de las explicaciones, es decir, de propor­ cionar al paciente la mayor cantidad de material posible para que logre comprender y hacer síntesis personales de sus experiencias. De todas maneras, si bien permanece incuestionada la necesidad de una transferencia para que se produzca un proceso psicoterapéutico, como también está fuera de dis­ cusión la exigencia de que el psicoterapeuta sea consciente de la dinámica transferencial, su utilización deberá deci­ dirse de acuerdo con las características específicas del pa­ ciente y de la situación en la cual se trabaja. Ambos proble­ mas discutidos en este párrafo, sin embargo, necesitan nue­ vas investigaciones y experiencias para situarlos con más fundamento, tanto en el plano clínico como en el teórico.

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2.2.0

El proceso diagnóstico

El discurso sobre el diagnóstico se sigue escuchando aún hoy con una sensación de fastidio, o al menos con poca consideración, en los ambientes psicoterapéuticos. Si bien es explicable en el plano de la historia reciente, como trataré de mostrarlo a continuación, considero sin embargo que en lo referente a la psicología clínica esta actitud es un error importante. En efecto; a mi juicio carece completamente de sentido intervenir con un instrumento terapéutico cualquiera sin haber tomado conocimiento de la situación concreta sobre la cual se quiere intervenir, y todavía más porque, si se renuncia a la formulación de una hipótesis (lo cual está intimamente conectado con el proce­ so diagnóstico) resulta sumamente difícil poder luego veri­ ficar los resultados mismos y la incidencia de los factores que llevaron a determinado resultado. En el origen de la desvalorización del diagnóstico en psicología se encuentran muchos factores que, fenomenológicamente, culminaron en el uso de las referencias diag­ nósticas, tanto en las escuelas (y el resultado ha sido el absurdo de las clases diferenciales) como en las actividades de selección de personal y tareas análogas. Me parece sin embargo útil señalar por lo menos de pasada algunas causas de este fenómeno. La constante negativa que se ha produci­ do en Italia a asumir la responsabilidad por la actividad de los psicólogos (quienes han carecido de todo status jurídi­ co, con todo lo que esto implica en un estado de derecho) permitió que cualquier persona pudiera de alguna manera

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autodesignarse como tal. Como consecuencia de ello ha existido una serie de personas con formación insuficiente (mediante cursos de verano para psicometristas, consejeros de orientación y otras enseñanzas precarias), aun sumada a un grado en Derecho o en cualquier otra disciplina, que han ejercitado de hecho actividades de psicología clínica. Esto ha generado, además de la serie de inconvenientes ya citados y de una descalificación cada vez mayor de los trabajos de los psicólogos como tales, una delegación masi­ va de este trabajo en los neuropsiquiatras, cuando no en los neurólogos. La formación de las escuelas de especialización, tanto en neuropsiquiatría como en neurología, no in­ cluía, ciertamente, una preparación adecuada y un instru­ mento tan complejo como las técnicas psicodiagnósticas, que sin embargo la generalidad de las veces se hacían suminis­ trar a personal paramédico o no especializado, para ser luego revisadas y evaluadas por los neuropsiquiatras. En estos casos es evidente que la dimensión de la relación, dentro de la situación de administrar las técnicas psicodiagnósti­ cas, que es un parámetro esencial en la evaluación de los resultados de estas técnicas se perdía por completo. Debi­ do a ello, los resultados, con mucha frecuencia, carecían totalmente de valor y de significado en el plano clínico, a no ser como expresión de mecanismos de defensa y de angus­ tia por parte de los sometidos a este tipo de investigación. Además, precisamente por la formación que, sobre todo hasta hace poco tiempo antes se impartía en el campo neuropsiquiátrico (y a título de ejemplo basta consultar el texto de psiquiatría, en otros aspectos estimable, como es la Psi­ quiatría Clínica de W. Mayer-Gross), los resultados de la administración de las técnicas psicodiagnósticas eran in­ terpretados como los análisis objetivos, es decir, como exá­ menes, por ejemplo, de laboratorio. Hay que añadir a esto que la ideología médica y la metodología consiguiente lle­ vaban a buscar en el diagnóstico aquel conjunto de grupos de síntomas similares, aptos para ser reunidos en cantida­ des homogéneas, sobre las cuales practicar la misma forma de terapia. Esta exigencia trajo consigo la necesidad de

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clasificación, de la cual (juntamente, por supuesto con otros factores de orden socio-económico o cultural) surgió la de­ formación de considerar como equivalente los diagnósticos y las clasificaciones. Esta situación influyó hasta tal punto sobre la historia de la psicología clínica, que por largo tiempo, perdiendo la especificidad del diagnóstico psicoló­ gico, los psicólogos han imitado y tomado en préstamo nombres, clasificaciones y conceptos de la psiquatría. Ade­ más, debido a ciertos residuos de ideología positivista de los cuales parece tan difícil liberarse, muchos psicólogos y escuelas enteras de psicología se dejaron capturar por un furor de matematizar, prescindiendo de la situación especí­ fica, es decir, de la de la psicología y del proceso diagnósti­ co, produciendo de esta manera una forma aberrante de psicometría. Valga como ejemplo, para ilustrar la gravedad de esta actitud, que el manual de la escala W.B.I. publicado en Italia por el O.S., sigue reproduciendo las clasificacio­ nes “históricas” de la inteligencia sin tener mínimamente en cuenta la cantidad de estudios que se han llevado a cabo para un uso clínico de este instrumento, comenzando preci­ samente por una diversa concepción de la idea de inte­ ligencia y de sus funciones. Así, por ejemplo, se decía que un joven presentaba un determinado C.I., tomado como dato “objetivo”, prescindiendo de todo análisis tanto de la situación psicodiagnóstica como de la variedad de funcio­ nes y de operaciones mentales que están implicadas en los distintos subtests del W.B.I., como también del contexto sociocultural. Y si acaso se encontraba también la coin­ cidencia con alguno de los ventiséis factores que según Guze (1967) constituyen el síndrome de histeria, se seguía casi por fuerza la búsqueda de los rasgos faltantes y la consiguiente rotulación diagnóstica. Todo lo reseñado hasta aquí explica ciertamente la razón de una reacción profunda a estos abusos. Pero sin embargo no es motivo suficiente para que no repensemos la función, y a mi juicio la insustituibilidad de estos instru­ mentos como me propongo hablar aquí del proceso diag­ nóstico sólo en la medida necesaria para una eventual psi-

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eoterapia, me remitiré para un tratamiento más profundo a los escritos de D. Rapaport (1966) y a los dos preciosos volúmenes de S. Korchin (1978). En psicología clínica, el diagnóstico es un procedi­ miento dinámico que, suponiendo motivaciones adecuadas y libres, tanto en el psicólogo cómo en quien solicita de éste una información diagnóstica con el fin explícito de conocer los problemas propios y/o de recibir una indicación psicoterapéutica, tiene como finalidad la búsqueda y la com­ prensión de las informaciones sobre los sistemas de perso­ nalidad del sujeto, para posibilitar un pronóstico fundado. En lo referente a la aplicación clínica, es importante señalar que existe una estrecha conexión entre el modelo teórico de personalidad al cual se remite el psicólogo, los instrumentos psicodiagnósticos que emplea (coloquio, técnica psicodiagnóstica), el modo cómo utiliza las informa­ ciones obtenidas y la indicación psicoterapéutica (Bach- . rach H., 1974). En el modelo que propongo, una primera parte del trabajo diagnóstico tiene que estar dirigida a esta­ blecer cuál de los subsistemas o dimensiones del sistema de personalidad es realmente el que predomina en la cau­ sa del cierre del sistema. Esto puede implicar tener pre­ sente la posibilidad de recurrir a un médico en lo refe­ rente a la dimensión somática o a otras fuentes de informa­ ción, tales como la familia o compañeros de trabajo, etcétera en lo referente a la dimensión de la relación con la socie­ dad. Este primer grupo de informaciones servirán para ver cuál es el ámbito específico de intervención útil para el paciente y, por consiguiente (tomando en cuenta también sus experiencias), la indicación de una psicoterapia y con qué objetivo. En el caso de que el problema resulte claramente de naturaleza prevalentemente psíquica—de acuerdo con todo lo que he dicho al hablar del sistema de personalidad y de la visión consecuente de la psicopatología— es necesario ar­ mar un modelo de cómo funciona la personalidad del pa­ ciente, con el fin de poder determinar los objetivos especí­ ficos de la psicoterapia (esto, en concreto, significa estable-

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cer qué es lo que hace que el sistema de personalidad de este individuo resulte cerrado: qué es lo que, reforzando la autonomía del yo, serviría como fuerza energética para impulsar hacia una apertura del sistema, etcétera) y cuáles son en concreto las mejores condiciones para ayudarlo a restablecer, y a veces hasta construir, el equilibrio emocio­ nal homeostático de su personalidad. Para este fin, te­ niendo en cuenta sobre todo las investigaciones efectuadas por la Fundación Menninger (c/r. Kennberg O. et al.; 1972), propongo el examen de cuatro parámetros que debe­ rían ayudar a construir un modelo tal para comprender mejor la personalidad. Son ellos: 1. Las motivaciones; 2. La sintomatología y la angustia; 3. La “fuerza” del yo; 4. La dinámica de los procesos de defensa. Pero antes de examinar cada uno de estos parámetros en particular, quisiera hacer notar que, para obtener un cuadro clínicamente correcto, debemos tener presentes las distintas posibilidades de salida del proceso diagnóstico, haciéndonos cargo también de las dimensiones de persona­ lidad anteriormente mencionadas. De aquí que debamos contar con un cuadro que, en rasgos generales, es como el que figura en la página siguiente. Este cuadro no es “absoluto”, sino relativo al estado actual de las posiciones psicoterapéuticas. No tomé en cuenta la gama de posibles terapias no analíticas porque sostengo que un psicólogo de formación analítica —o que por alguna razón haya elegido como modelo de referencia el psicoanalítico— sólo contando con una vasta experiencia y un atento conocimiento de las otras técnicas, podría arriesgarse a recomendarlas. La mayoría de las veces es más correcto aconsejarse con los colegas de otras tendencias o, mejor todavía, someter los casos dudosos a una discusión grupal del equipo terapéutico, cualquiera sea éste, o tam-

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bién confrontar los datos con un colega que practique el tipo de terapia no analítica que nos parezca indicar para el paciente, y escuchar su parecer. El mismo esquema no excluye el posible y, a veces necesario, pasaje de una forma de indicación primaria a otra, como también distintas modalidades de terapia según el sistema de personalidad del paciente, su situación con­ creta y su evolución. De todas maneras, considero útil ad­ vertir que los peligros más frecuentes en la formulación de las indicaciones para una psicoterapia, o para una forma más apta de psicoterapia son: 1. La identificación con el instrumento que el psicoterapeuta posea y la tendencia a considerarlo una panacea universal. Esta actitud es, a mi entender, lo que está en la base de muchos resultados engañosos de las psicoterapias; 2. Circunscribir las formas de intervención posibles a las que se dispone de hecho o que son las preferidas en el ámbito de la institución donde trabajamos; 3. Una tendencia al idealismo de lo óptimo, sin sufi­ ciente atención a la situación concreta (economía, distancia de la sede de la eventual psicoterapia, presencia o no de estructuras sociosanitarias, etcétera) del paciente; 4. Escasa conocimiento de las técnicas psicodiagnósticas y, consiguientemente, insuficiente recurso a los profe­ sionales que pueden brindamos datos importantes para la comprensión y pronóstico del caso.

2.2.1. Indicaciones y contraindicaciones de la psicoterapia analítica breve Creo que sería un objetivo importante poseer un cono­ cimiento tal de las distintas técnicas psicoterapéuticas, de su especificidad y de sus factores dinámicos, que fuera posible no sólo compararlas entre sí, sino también determi-

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nar en un espectro psicoterapéutico la que más se adapte al paciente del cual —en concreto— nos ocupamos. A pesar de que hay en curso numerosas tentativas en este sentido, no estamos aún en condiciones de disponer de un cuadro de conjunto suficientemente atendible. Dentro del campo mismo de las técnicas psicoterapéuticas de matriz psicoanalítica la situación se encuentra aún en evolución. Hasta hace no muchos años, la pauta óptima de referencia era el análisis, y por consiguiente, la mayor parte de los estudios sobre indicación o contraindicación de una terapia psicoanalítica se refieren a esta técnica tera­ péutica. Más recientemente se han efectuado investigacio­ nes y experiencias sobre el análisis y la psicoterapia de grupo. En lo referente a la psicoterapia analítica breve, las indicaciones son escasas y, en muchos casos, vagas. La afirmación recurrente es que la psicoterapia analítica breve es indicada cuando existen fundadas contraindicaciones para el análisis. Así, Cremerius, por ejemplo (1969), afirma la indicación para aquellos casos en que el modo y la inten­ sidad de las manifestaciones sintomáticas, el yo del pacien­ te y sus resistencias, especialmente las intelectualizadas, son tales que no permiten prever que el paciente sabrá tolerar la frustración del análisis o no es posible trabajar sus conflictos intrapsíquicos o cuando la situación históricoactual del paciente no aconseja un análisis propiamente dicho. De todas maneras, es posible dar algunas indicaciones más precisas, al menos como hipótesis provisional de traba­ jo. Recordaré ante todo que el diagnóstico psicoanalítico no hace referencia a cuadros nosográficos, sino que se trata de estudiar y comprender el significado de las dinámicas de la personalidad. En función de nuestro objetivo se trata de ver si un conjunto de conductas de tipo molar (es decir, aque­ llas a las que subyace un proceso psicológico reconocible y a las cuales es posible asignar un significado), que por motivos prácticos coagulamos alrededor de cuatro varia­ bles (motivaciones; síntomas y angustias; organización y

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estructura de las defensas; fortaleza del yo), es tal, por su génesis, naturaleza y significado dinámico, que permite una previsión de cambio. Como en las cuatro variables propuestas he identificado, como hipótesis de trabajo, los elementos fundamentales en la homeostasis emocional del subsistema “psiquis” —referido sobre todo al yo—, se trata de ver si estos elementos, en relación con el sistema total de personalidad y en sus interacciones específicas con lo or­ gánico y lo social, tienen una modalidad y una flexibilidad tal, que atestigüe la presencia de espacios todavía autóno­ mos y, por lo tanto, la existencia de funciones correlativas del yo relativamente íntegras, de manera que se las pueda convocar a un cambio dentro de determinado lapso. Las investigaciones y la casuística sobre la cual se fundan las observaciones de A. Duhrssen (1972) y de F. Heigl (1973) aportan una contribución notable a la utiliza­ ción de estos aspectos dinámicos anteriormente menciona­ dos, los cuales, si bien podrían parecer omnicomprensivos cuando se los encara con referencia nosográfica implícita, son empero susceptibles de una mayor determinación y acatamiento, y por lo tanto de acercamiento al concepto de indicación específica, en el caso de una utilización psicodinámica. Teniendo en cuenta la totalidad de las experiencias citadas por los autores de matriz psicoanalítica que se ha ocupado de la psicoterapia analítica breve, podemos hacer el cuadro sintético de sus indicaciones al respecto. Este cuadro se presenta así: — Pacientes con síntomas psicosomáticos, siempre que no sean personas demasiado avanzadas en edad o cronicizadas (elementos, sin embargo que hay que definir en cada caso); — Pacientes con cuadros conflictuales circunscriptos psicodinámicamente de manera tal que sea razonable prever que a la modificación de esta situación, se seguirá una adaptación bastante sólida de la personalidad total;

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— Pacientes con reacciones psicóticas explícitas, sobre todo si son de reciente aparición y no se han estruc­ turado aún de manera estable, en los cuales una interven­ ción de psicoterapia breve puede tener significado eviden­ te de contrarrestar una degeneración psicopatológica ulte­ rior, y por consiguiente, en alguna manera, de prevención; — Pacientes, en especial adolescentes o jóvenes, en los cuales una intervención psicoterapéutica breve puede mo­ vilizar positivamente recursos y energías personales. A estas indicaciones, sobre la base de numerosas y positivas experiencias, llevadas a cabo junto con mis co­ laboradores, añadiría: — Pacientes que necesitan una reestructuración par­ cial y/o una readaptación a la realidad por causa de inter­ venciones operatorias muy graves o muy cargadas emocio­ nalmente (por ejemplo, muchas intervenciones de tipo neuroquirúrgico, histerectomías, amputaciones de miem­ bros, etcétera); — Pacientes que deben ser preparados y ayudados para someterse a terapias que modificarán de manera sensible su estilo de vida. Ejemplos típicos son las hemodializaciones, la implantación de marcapasos; — Pacientes cuyas disfunciones de personalidad se deben claramente a un hecho imprevisto o inevitable, obje­ tivo, limitado en el tiempo en cuanto al origen. Por ejemplo, ciertas reacciones aparentemente paranoicas o delirantes de emigrantes. Desdichadamente, la literatura tampoco es más rica en orientaciones en el campo de las contraindicaciones de la psicoterapia analítica breve. Las únicas orientaciones con las cuales contamos y que en general son compartidas se refieren a: — Las neurosis de carácter y las fóbico-obsesivas;

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— Los casos en los cuales comportamientos y reaccio­ nes atribuidos a motivaciones neuróticas son utilizados positiva y hasta creativamente por parte del sujeto, como en el caso de elecciones profesionales ya realizadas o de per­ sonas con capacidad de expresión artística; — Insuficiencia mental o alguna clase de rigidez en los procesos de insight; — Presencia de estructuras defensivas demasiado rígi­ das o cuya modificabilidad y la dirección energética de un posible cambio es imposible prever. A estas contraindicaciones añadiría las siguientes: — Pacientes con drogadicción prolongada; — Pacientes cuya condición socio-ambiental no es fa­ vorable y que podría llegar a utilizar la psicoterapia en contra del paciente; — Pacientes que han sido sometidas a terapias electroconvulsivas, o al coma insulínico. — Pacientes que por su historia terapéutica se encuen­ tran actualmente en situación de fármaco-adicción a drogas psicotrópicas, especialmente neurolépticos; — Pacientes que han tenido experiencias negativas, in­ dependientemente de las causas, en experiencias psicoterapéuticas previas, máxime si han sido tratados mediante análisis (tanto individual como grupal) o mediante trata­ mientos no analíticos muy prolongados. La razón de la propuesta de esta segunda serie de contraindicaciones es el haber comprobado que algunas experiencias, que influyeron profundamente sobre la psiquis del paciente —sea por su duración, por su intensidad o por su modo propio de actuar— hacen imposible establecer una situación terapéutica favorable en el lapso que aquí hemos indicado para la psicoterapia analítica breve. 100

En líneas generales está contraindicado plantear una psicoterapia analítica breve siempre que el proceso diag­ nóstico no proporcione datos suficientes para un pronóstico favorable de acuerdo con las variables que he propuesto y que habré de desarrollar posteriormente. Hay autores que consideran también incluido entre las indicaciones de una u otra forma de psicoterapia analítica el sexo del psicoterapeuta y, a veces, la edad. En la mayor parte de los casos no parece que el problema se haya plan­ teado como realmente determinante, salvo en el caso de niños o adolescentes (Schneider P., 1977). Considero, de todas maneras, que este problema debe plantearse sólo si de la anamnesis y de la naturaleza específica del conflicto o de la situación psicodinámica resulta tener una importancia real y profunda. La generalidad de las veces lo determinante son la cualidad y la corriente emocional de la relación, y, si son positivas, no parecen exigir ulteriores especificaciones sobre la personalidad del psicoterapeuta.

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2.3.0

Los parámetros diagnósticos y pronósticos La complejidad de los comportamientos que expresan la personalidad, la multiplicidad y el diverso grado de co­ nocimientos que tenemos sobre las funciones del yo y, por último, la condición concreta de la actividad clínica, que muchas veces no permite largos períodos de observación y el empleo de procedimientos psicodiagnósticos complejos y prolongados, exigen un esquema de referencia más sim­ ple y funcional para la evaluación y consiguiente construc­ ción de un modelo de personalidad del paciente, con vista a una indicación correcta, aun para tener la posibilidad de verificar en un mínimo de contexto objetivo la dinámica y la evolución del proceso psicoterapéutico. Considero, de he­ cho, que una condición indispensable para que, tanto en el nivel personal como en el nivel social, se produzca un crecimiento de los conocimientos psicoterapéuticos utilizables para mejorar la propia profesionaliadad en cuanto psicoterapeutas y para un progreso de la psicoterapia, es la posibilidad constante de verificar y motivar lo que acontece durante un proceso psicoterapéutico. Esto es todavía más necesario en el caso de una psicoterapia breve, donde el factor tiempo, si bien puede, según hemos visto, catalizar y facilitar ciertos factores exige, sin embargo, una mayor cla­ ridad y capacidad de comprensión de lo que se está viviendo en un lapso sumamente reducido. Sobre la base de las premisas explicitadas a propósito de la teoría del yo y teniendo presentes las experiencias más documentadas al respecto, considero oportuno propo-

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ner cuatro variables en función tanto del diagnóstico como del pronóstico. Aun cuando queden sin considerar algunos aspectos, por ejemplo, la consideración y el tratamiento de los procesos cognoscitivos, que por el momento no he creído que fuera realista efectuar, estas variables fueron elegidas pensando en su posibilidad de ser definidas operativamen­ te y en el estado de elaboración de las teorías que subyacen a cada una de ellas. El hábito y una reflexión continuada sobre todo lo que sucede en el trabajo clínico será, por otra parte, el único modo de seleccionar, ampliar y saber utilizar en todo su alcance las variables mismas, con vistas a una metodología clínica correcta.

2.3.1. Las motivaciones No cabe duda de que las motivaciones de una persona constituyen un factor de importancia primordial para la com­ prensión de su comportamiento y de las vivencias que lo acompañan. Respecto de este tema, tanto la psicología gene­ ral como las corrientes psicoanalíticas han expuesto distintas teorías y se han dado también muchas experiencias clínicas y sociales (Strologo E., 1972). Sin embargo, para los propósitos de este trabajo y siguiendo en gran parte a R. Carli (1966), definiremos operativamente la motivación como una catectización energética psíquica derivada de la represen­ tación mental de una necesidad. La dinámica de esta catectización, según Mac Clelland (citado en E. Strogolo), presupone tres premisas: 1. Que toda conducta es teleológica 2. Que frecuentemente las motivaciones son incons­ cientes, es decir, no conocidas por el sujeto 3. Que las primeras experiencias de la infancia tienen particular importancia en la dinámica motivacional. Ade­ más, caracterizando mejor las motivaciones, las distintas aportaciones del psicoanálisis (Ancona L., 1972) han radi-

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cado las necesidades y, por lo tanto, las motivaciones co­ rrespondientes, en tres posibles niveles, que si bien se intercomunican, pueden, según el momento evolutivo del individuo y la situación en la cual se encuentra, prevalecer el uno o el otro y, por consiguiente, caracterizar la necesi­ dad. Tendremos, por consiguiente, un primer nivel de mo­ tivaciones biológicas, en el cual los objetivos que la per­ sona desea alcanzar y las representaciones mentales de las necesidades en las cuales efectúa la catectización de la propia energía física son objeto de satisfacción inmediata: por ejemplo, los objetos para tener, para manipular-jugar, para poseer o rechazar, etcétera. En un nivel específica­ mente narcisístico (entendido este término en sentido fenomenológico y no valorativo), connotado por la impulsi­ vidad, transitoriedad, ausencia del proceso secundario de pensamiento. La comprensión de este nivel se logra pen­ sando en el principio de placer como determinante de algunas fases del desarrollo humano. Habría un segundo nivel, caracterizado por las nece­ sidades, y por consiguiente, por las motivaciones sociales, que provienen o bien de la así llamada prueba de realidad, y consiguientemente del sentimiento de la realidad, sobre todo física, que la acompaña, o bien de la diferenciación emergente entre el sujeto mismo los otros que se va imponiendo, dando lugar a la experiencia de las expecta­ tivas que otros tienen sobre nosotros. Por ello podemos decir que la motivación social es aquella que, por una parte, se esfuerza por hacer adelantar nuestras expectativas en las confrontaciones con los otros pero, por la otra, por modificar nuestras conductas y también nuestras expectativas en la confrontación directa con la realidad ambiental. Tenemos aquí el espacio necesario para la aplicación del principio de realidad. Finalmente, existiría un tercer nivel de motivaciones, que son definidas por Erikson como “actualidad” o por C. H. Odiern como “motivaciones valorativas”, en las cuales el yo es suficientemente autónomo como para canalizar las

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propias energías (sobre todo las agresivas) con sentido constructivo (Ammon G., 1973; Pinkus L., 1973) y, por lo tanto, está libre de ambivalencias y de empastes emociona­ les, logra definir objetivos axiológicos —es decir, autóno­ mos— orientados en una relación simétrica yo-otro, adulto: es decir, lo que en una visión psicoanalítica responde a un nivel plenamente genital. Podemos reconocer en este esquema la sucesión de las fases de desarrollo del yo, teniendo siempre presente que en el reconocer en nosotros o en los' demás los niveles motivacionales no debemos nunca buscar una motivación ahistórica pura, sino tener presente los residuos de fases o niveles distintos y genéticamente anteriores que, de alguna manera, influyen sobre la “actualidad”.

2.3.2. Motivaciones del psicoterapeuta Aunque por lo común se lo suele ignorar, probable­ mente porque se supone que este aspecto es manejado en el curso de la formación didáctica, sin embargo, para la perspectiva en que me coloco tiene gran importancia que el psicoterapeuta afronte esta faceta de su vida psíquica, tanto en términos generales, preguntándose qué es lo que lo impulsa a ocuparse de terapia, como también, periódica­ mente, en términos actuales, es decir, examinando qué es lo que lo mueve a ocuparse de este individuo en particular. Si bien es cierto que, para quienes trabajan en un servicio socio-sanitario, la respuesta al segundo requisito parece descontada, sin embargo, un análisis cuidadoso será la premisa para evitar actitudes de defensa y de rechazo en las relaciones con el paciente, o por lo menos servirá para aclarar el porqué de estos sentimientos, sin necesidad de eliminar la realidad del vasto cielo de las hipótesis así llamadas científicas, ligadas con cuanto hemos leído sobre la relación. La razón de que en cierto momento una persona decida ocuparse de psicoterapia, lo mismo que sus reacciones frente a cada uno de los pacientes, dependen de múltiples

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factores: grado de autonomía del propio yo; nivel de sus motivaciones; capacidad de soportar las frustraciones; au­ toestima; expectativas sociales, etcétera. Sin embargo, el conjunto de las reacciones posibles depende de dos facto­ res comunes (Carli R., 1966): 1. La estructura de su personalidad y, por consiguiente, la historia personal de la cual aquélla deriva; 2. El valor que confiere, en lo que atañe a la imagen que tiene o que quiere tener de sí mismo en la sociedad, al propio trabajo profesional y en relación con el paciente. El primer factor está hasta tal punto ligado con las problemáticas de análisis personal y de adiestramiento di­ dáctico, que no me es posible encararlo aquí. El segundo factor, ligado al comportamiento y a las motivaciones sociales, en las cuales se inscriben aquellos tipos profesionales, puede en cambio ser examinado re­ tomando los pasos del estudio ya citado de Mac Clelland. Este autor diferencia tres necesidades fundamentales que se encuentran en la base del comportamiento social: ne­ cesidad de éxito, necesidad de vinculación afectiva, nece­ sidad de poder. Veamos en qué consisten y qué conse­ cuencias tienen en el plano psicoterapéutico. Necesidad de éxito es la necesidad de afirmación, de contrastación gratificante con los parámetros que la per­ sona se ha puesto ante sí misma como criterios de éxito. Partiendo de tales motivaciones, el individuo tiende siem­ pre a refinar cada vez más la calidad de las propias pres­ taciones, hasta el punto que los criterios y pautas que sus informaciones o, en el caso límite, sus fantasías inconscien­ tes, definen como el psicoterapeuta óptimo o la conducta terapéutica óptima, se convierten en una profesión, en una urgencia que, llevada al límite, resulta persecutoria. Semejante motivación, en el caso de ser la dominante, tendrá como consecuencia que la relación real no será ya entre psicoterapeuta y paciente sino entre psicoterapeuta y modelo técnico de referencia. Por consiguiente, el terapeu-

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ta probablemente de manera predominantemente incons­ ciente tenderá a evitar una relación profunda con el pacien­ te, concentrando más bien la atención de ambos sóbrela “tarea” psicoterapéutica, sobre sus aspectos formales y so­ bre su validez, medida sobre la base de los resultados obtenidos. Esta actitud favorecerá los procesos defensivos del paciente, precisamente en lo concerniente a la propia coparticipación emotiva, y por consiguiente a la relación. En particular, podremos observar con mayor frecuencia los procesos de: a) Evasión del encuadre por parte del paciente, me­ diante diversos comportamientos, por ejemplo, acting out y acting in, que tienen por fin recibir el mensaje inconscien­ te del psicoterapeuta y, por consiguiente, evitar una rela­ ción comprometida con él; b) Seducción o agresión, que son ambas expresión de un mismo intento de estructurar una relación real, definida y profunda con el psicoterapeuta. En especial, estas dos últimas formas de defensa pueden inducir fácilmente al terapeuta a interpretar como rechazo de la terapia lo que, en cambio, es rechazo de la modalidad terapéutica y de la ausencia de una relación verdadera y profunda, armándose de esta manera una cadena en la cual la psicoterapia se convierte fácilmente ella misma en patógena. De todas maneras, cuando este tipo de motivación es el predomi­ nante, se pierde el principal factor terapéutico: la relación y, consiguientemente, cualquiera sea el rumbo que tome la terapia (aun cuando los síntomas, por ejemplo, desaparez­ can), no hay modo de verificar lo que realmente ha suce­ dido. Necesidad de vinculación afectiva, es decir, la nece­ sidad de establecer, mantener o reproducir una relación afectiva con otra persona. Dicho con otras palabras, el pa­ ciente, cuando esta motivación se toma dominante, se con­ vierte en una fuente de posibles gratificaciones o de frus­ traciones afectivas. Existe entonces el riesgo de que la actuación del psicoterapeuta esté inconscientemente

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orientada a la instrumentalización de todos los elementos de la relación en función de obtener un comportamiento de aceptación afectiva por parte del paciente. Esta actitud lleva a la valorización, cuando no a la promoción indirecta, de rasgos de cordialidad, de afectividad y de ambigüedad sexual, de bloqueo de la agresividad, todos los cuales ins­ tauran una relación de dependencia, de falla de crecimien­ to, y consiguientemente de autonomía, de prolongación inútil de la duración de la relación. El paciente será fácil­ mente llevado a reproducir modos típicos de defensa, trans­ formándolos en “filtros” de la relación misma. Se mani­ fiestan. entonces procesos defensivos de los siguientes tipos: a) Seductor, que por lo común es típico de los pa­ cientes con problemáticas más graves, especialmente las liga­ das con problemas infantiles profundos en la relación con los progenitores y, por consiguiente, dotados de mayor carga de angustia. Se tendrá así una superación aparente de la situación patológica, que no indaga las causas y subor­ dina de manera estable a la relación psicoterapéutica la funcionalidad del sistema de personalidad del individuo y por ende su autonomía y salud psíquica. b) Agresivo, característico de una personalidad que probablemente cuenta aún con espacios de autonomía, y que por consiguiente se niega a aceptar el papel de “fuente” de gratificación o de frustraciones afectivas, y en cierta manera reivindica una manera distinta de relación. Aparte del daño que implica el desviar la problemática hacia este aspecto, dejando de lado en cierta manera, o escondiendo y hasta reprimiendo la globalidad de los con­ flictos que han llevado a pedir ayuda terapéutica, el com­ portamiento agresivo del paciente tendrá el efecto pro­ bable de reforzar la motivación dominante del psicoterapeuta y, consiguientemente, contribuirá a tomar ambiguo y a invalidar el proceso terapéutico mismo. c) Evasión: quizás la defensa más frustante por parte

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del sujeto, en la medida que tiende a anular la relación emocional. En este caso es muy fácil que en la psicoterapia se produzcan reacciones de angustia y hasta de desorgani­ zación de las conductas, incapacidad de decisión y de in­ terpretación. Se puede afirmar que en este caso, la relación terapéutica en cuanto tal, está concluida aun antes de haber comenzado. Necesidad de poder, es decir, del poder entendido como exigencia de controlar, influir y, de alguna manera, predeterminar la conducta de otras personas, orientándolas según las propias exigencias. Es evidente que donde pre­ domina este tipo de necesidad, la actividad terapéutica es sólo una ocasión para afirmar la propia superioridad, y por consiguiente para ejercitar el poder, aun convirtiendo en mágicas las propias intervenciones. Cuando el paciente es relegado al papel de ocasión para verificar el poder tera­ péutico, con todas las fantasías que ello comporta en el terapeuta y que se transmite en el nivel inconsciente, es obvio que en aquél se estructurarán reacciones defensivas, por lo general orientadas agresivamente. Podemos obser­ var las tres formas de constante defensiva ya señaladas: a) Agresividad, dirigida sobre todo a provocar contra­ rreacciones agresivas en el psicoterapeuta como para des­ enmascararlo y hacerlo “caer en la trampa”; b) Seductividad, dirigida a desencadenar en el tera­ peuta formas desproporcionadas de reacciones agresivas y de actos de dominio, que susciten su sentimiento de culpa­ bilidad; c) Evasión: eludiendo o trivializando las tentativas, tanto implícitas como explícitas, del terapeuta para verifi­ car el propio poder, lo frustra evitando una verdadera y adecuada relación, pero, por otra parte, es fácil que lo angus­ tie, pues se encuentra colocado frente a situaciones no previstas y vividas inconscientemente como amenazadoras. Que este tipú de necesidad, desde el momento en que se

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hace dominante, convierte en vana o patogénica la relación, es algo evidente y obvio. Además de los factores estrechamente ligados con la historia personal, la capacidad de aceptar la connotación afectiva que el paciente imprime a la relación —cualquiera sea su direccionalidad—; el saber evitar prejuicios y expec­ tativas estereotípicas o que de alguna manera no guarden relación con el paciente, individualmente considerado; la conciencia de los límites que toda relación fundada sobre roles profesionales implica y el saber utilizarlos y respe­ tarlos, son las condiciones y al mismo tiempo las garantías, al menos por parte del psicoterapeuta, para una motivación social adecuada y correcta.

2.3.3. Las motivaciones del paciente Es muy difícil conocer las motivaciones profundas por las cuales una persona solicita ayuda psicoterapéutica, y además de un psicoterapeuta determinado. Aparte de los factores descontables, tales como el sufrimiento psíquico o la entidad de las perturbaciones, entran en juego numero­ sos otros factores que, sobre todo en una terapia breve, es difícil analizar y que pueden hacer ineficaz el trabajo psicoterapéutico. Estereotipos socio-culturales sobre ésta o aque­ lla forma de terapia; la fama o descrédito del psicoterapeuta o de la institución donde trabaja; las experiencias de cono­ cidos; lecturas o estímulos audiovisuales; fantasías incons­ cientes; todo esto entra a formar parte de la complejidad de los motivos reales de elección. Propondré, por consiguiente, un esquema de amplitud máximo, susceptible de ser utilizado de manera directa como criterio de discriminación en el plano psicodiagnóstico, pero que toma en cuenta la necesidad de una base teórica más profunda y estructurada por parte de quienes lo utilicen. Puede hacerse una distinción fundamental entre moti-

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vaciones extrínsecas y motivaciones intrínsecas, tanto en lo referente a la psicoterapia como en lo referente al psicoterapeuta. Una motivación se considera extrínseca cuando el paciente es impulsado hacia la terapia por presiones am­ bientales, sean éstas de oportunidad social o directamente coactivas, como consecuencia de ello vive la situación tera­ péutica y la relación con el psicoterapeuta como una carga y sin ninguna aceptación personal. Este tipo de motivación se presenta con frecuencia en el ámbito de la vida familiar y en el ámbito laboral. Es frecuente que los familiares no logren comprender o sopor­ tar el estilo de conducta de uno de los miembros de la familia o que estén preocupados por los aspectos de su vida que no comprenden o que juzgan de alguna manera nocivo. Esto los incita, directamente o, como sucede la mayoría de las veces, por intermedio del médico de la familia, a encarar en conjunto la solución de los problemas, recorriendo por lo general la cadena médico de familia-neurólogo-clínica psiquiátrica, para culminar en una psicoterapia. Este pro­ ceder, en el caso de niños y adolescentes, plantea proble­ mas suplementarios de índole gravísima que no desarrolla­ ré aquí, pero que tendré permanentemente en cuenta porque requieren un procedimiento absolutamente parti­ cular para su evaluación y elaboración. La amenaza de perder el afecto de los propios familiares; la coacción afec­ tiva de hacerse responsable de la ruina familiar o cosas semejantes pueden representar para el paciente una fuerza coactiva de enorme gravitación. Pero sobre él gravita con igual frecuencia y con una violencia particular el ambiente laboral, cuando, con la justificación de mejorar su capa­ cidad, de prepararlo para tareas de mayor categoría y aun con la pura y eficaz amenaza de pérdida de trabajo, se lo constriñe a plantearse una demanda de psicoterapia, que a veces tiene que cumplirse en un lugar “convenido” y con personas de alguna manera preelegidas por el ente o por la persona que actúan como empleadores. Independientemente de lo dicho, la misma motivación

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se presenta cada vez que el paciente no tiene presentes con toda evidencia, sin posibilidad de ambigüedad, los motivos reales y los objetivos que se la proponen, porque se le aconseja o se lo dirige hacia una psicoterapia o un psicoterapeuta determinado. Siempre que nos encontramos con una motivación de esta índole es inútil, cuando no dañoso, iniciar una forma cualquiera de psicoterapia. Esta motiva­ ción, efectivamente implica tal carga de desconfianza, hos­ tilidad y rechazo de la situación psicoterapéutica y de la persona del psicoterapeuta que resulta imposible controlar e interpretar la cómplejidad dinámica que finalmente se suscita. La situación en su conjunto es vivida como algo amenazador y agresivo, y todo esfuerzo del paciente estará dirigido a defenderse de esta amenaza. Se producen, por consiguiente, los mecanismos de defensa de los cuales hemos hablado a propósito de las reacciones frente a una motivación no correcta y adecuada por parte del terapeuta, a saber, seducción-evasión o agresión, que hacen inútil y/o nociva la situación misma. Quisiera subrayar que hasta con los pacientes que presentan reacciones psicóticas, por muy graves que sean, es irrenunciable, si se quiere emprender una relación psicoterapéutica, asegurar toda la libertad y autonomía de las cuales sea capaz el paciente. Esto en la práctica se traduce en verificar (y en el plano intuitivo se lo logra de inmediato) que el paciente de alguna manera de­ see, o por lo menos acepte, nuestra ayuda y no la ligue con ningún sentimiento de “sumisión” o de “chantaje”, sea por parte de las personas o de las instituciones De manera muy especial sostengo que el psicoterapeuta no debe prestarse a “juegos” tales como fingir un encuentro casual o enmas­ carar la propia profesionalidad u otros semejantes, pues si bien en todos los casos desnaturalizan la relación psicote­ rapéutica, en el caso de las personas con reacciones psicó­ ticas, especialmente si son graves, amplifican de manera impredecible su sensibilidad y sus contenidos fantasmáticos, inconscientes, dando lugar a graves e impredecibles con­ secuencias. El paciente, frente a este cercenamiento que lo amenaza, y por lo tanto refuerza las fantasías destructivas que

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ya está viviendo por carecer de un control autónomo de sus fun­ ciones psíquicas, además de sustraerse, es decir, de evadir­ se de la situación, puede recurrir a mecanismos que dege­ neran en procesos de agravamiento de la disfuncionalidad (piénsese, por ejemplo, en ciertas formas de regresión catatónica) o al suicidio. En los casos más graves, donde las presiones familiares, de la institución socio-sanitaria o de algún otro aspecto del ambiente se hacen más fuertes y se convierten en una solicitación indirecta y hasta inconscien­ te dirigida al narcisismo del psicoterapeuta o a su competitividad, y hasta llegan eventualmente a crear una especie de chantaje moral, es indispensable tener presente de ma­ nera especial la opinión de Freud —todavía hoy entera­ mente válida— de que pueden existir casos en los cuales haya un núcleo originario enfermo sobre el cual, en el estado actual de los conocimientos, no estamos en condi­ ciones de actuar por vía psicoterapéutica. Por otra parte, nunca hay que olvidar que la psicoterapia analítica (como todas la psicoterapias que tienen un mínimo de fundamentación científica) son procesos operacionales construidos so­ bre una base lógica del tipo: “si... entonces”; es decir, si veri­ fican determinadas situaciones previstas en la teoría de la técnica psicoterapéutica que usamos, sólo entonces son hipotetizables ciertas consecuencias. De otra manera, po­ nemos en obra un proceso no controlable ni verificable, en el cual la eventual positividad de los resultados es tan sólo casual y no ofrece garantías de continuidad ni es una fuente de conocimientos ulteriores, de alguna manera útiles para hacer profundizaciones en el plano clínico. Por motivación intrínseca, en cambio, sé entiende la búsqueda espontánea por parte del paciente de una ayuda psicoterapéutica, con el fin de lograr un mayor conocimien­ to de la propia personalidad y una comprensión de las propias dificultades y de los propios conflictos y de su solución. Que la demanda psicoterapéutica se haga bajo presión de la angustia, de los síntomas o de la dificultad de adapta­ ción y de interacción social y laboral, es algo que carece de

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importancia. Lo importante es que el paciente, proporcio­ nalmente a su grado de autonomía y a las posibilidades reales que tiene en lo referente a la gravedad de su disfun­ ción de personalidad y a la posibilidad operativa de recurrir a un psicoterapeuta, acepte tener necesidad de ello y quie­ ra recibir una ayuda psicoterapéutica. Con mucha frecuen­ cia no se encuentra en condición de buscar una forma específica de psicoterapia o puede ser inducido a elegir un psicoterapeuta determinado por motivos externos, tales co­ mo la fama del profesional, el haberlo visto en televisión o haber leído sus publicaciones, etcétera. Precisamente por esto, según dije precedentemente, es importante una eva­ luación psicodiagnóstica profunda y atenta, que ayude al paciente a orientarse hacia el tipo de técnica o hacia la persona que puede concretamente dar mejor respuesta a sus exigencias. Es útil tener presente que la experiencia clínica universalmente compartida ha demostrado que cierta dosis de malestar, provocado tanto por los síntomas como por la dificultad en las relaciones, es un estímulo necesario para que en el paciente surjan a la vez la exigen­ cia de una ayuda psicoterapéutica y la fuerza para soportar­ lo y para colaborar en él de manera constructiva. Un compo­ nente esencial del proceso psicoterapéutico es que éste sea un proceso de interdependencia entre sus dos únicos prota­ gonistas, dentro del cual se cumplen las condiciones para un proceso de identificación. Tal proceso es imaginable sólo a condición de que el conocimiento recíproco no sea influenciado o distorsionado —en la medida de lo posi­ ble— por presiones o experiencias socioculturales, cuyo único efecto sería desencadenar continuos mecanismos de­ fensivos, disminuyendo la autonomía recíproca y la posibi­ lidad de funcionalidad de los sistemas de personalidad. Por otra parte, una primera experiencia de relación psicoterapéutica tal que —independientemente de la gra­ vedad de la enfermedad o de las perturbaciones existentes y aun teniendo en cuenta en la evaluación la autonomía y la capacidad de decisión y de expresión del individuo— esté realmente libre de presiones externas al paciente mismo, 114

constituye ya de por sí una experiencia de identidad, de delimitación de los límites del yo respecto de las amenazas externas (incluidas las endopsíquicas) y una primera prue­ ba de realidad, ejercitada sobre la posibilidad de relaciones que no solamente no son peligrosas, sino que se colocan como auténticas aliadas del lado del paciente. El valor terapéutico de una experiencia así es notabilísimo, como también lo es su posibilidad de influir positivamente sobre todo el desarrollo de la eventual psicoterapia.

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2.4.0 Síntomas

Otro importante elemento de elaboración diagnóstica y pronostica está constituido por la sintomatología. Ante todo es necesario liberarse de la influencia que, de manera más o menos decidida, ha tenido y tiene aún el empleo médico de este término. En medicina es un signo que indica de manera causal una enfermedad determinada, o por lo menos un síndrome. Aquí entiendo el término con su exclusiva referencia a la psicopatología clínica de deriva­ ción psicoanalítica, en función del tipo de terapia que es el objeto de este trabajo. En este sentido, un síntoma es una manifestación de disfunción del equilibrio emocional homeostático del sistema de personalidad. A partir de todo lo dicho anteriormente sobre el concepto de equilibrio, pode­ mos decir que un síntoma es una primera indicación de que el compromiso entre instancias instintivas y presiones so­ ciales está cediendo, o incluso no ha sido logrado, y por consiguiente señala el mal funcionamiento de la capacidad de control y neutralización de las energías físicas. Sostengo que, aunque todo rasgo del continuum conductal manifies­ ta la personalidad, y por ello es en cierta manera proyectivo, se tomará en consideración en calidad de síntoma, para los fines clínicos, sólo aquel tipo de manifestación, de disfun­ ción, bajo la cual es posible reconocer un proceso psíquico significativo y que es factible encuadrar en la teoría de la personalidad en general o —en la medida de lo posible— en las situaciones personal y relacional del paciente. Insis­ tiré nuevamente en que la especificidad del síntoma psico-

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patológico no es la de un nexo causal con una entidad nosográfica, sino la de ser referente de una dinámica parti­ cular. Su evaluación —de lu que hablaremos dentro de po­ co— debe hacerse, pues, por referencia a las indicaciones que brinda sobre la capacidad del yo para controlar y neu­ tralizar las pulsiones y las presiones sociales, y por consi­ guiente sobre sus márgenes residuales de autonomía y la relativa integridad de las funciones. En base a estos ele­ mentos es posible evaluar la capacidad energética y homeostática del sistema y los medios posibles para reconsti­ tuirlo. Pero, ¿cómo nace y se forma un síntoma? Tenemos que hacer una distinción entre las causas últimas y las condicio­ nes inmediatas de aparición. Desde el punto de vista de las causas últimas, es necesario remitirse a los conocimientos sobre el desarrollo del yo. Sabemos, en efecto, que la carac­ terística que posee el ser humano de ser relacional y sim­ biótico (Ammon G., 1974) hace que su desarrollo saludable no pueda producirse sin un aporte constante de lo que se ha llamado “aportes narcisísticos externos” (external narcissistic supplies) por parte de la madre y del grupo primario. Aclararé de inmediato que el psicoanálisis del yo pretende referirse a la madre no sólo y no tanto en cuanto entidad personal sino en cuanto mediadora inmediata, durante un considerable período de tiempo, del ambiente emotivo y sociocultural, del cual ella misma proviene y del cual, en función de la propia autonomía psíquica y sociocultural, es expresión. Cuando, por un conjunto de motivos, esto no sucede, según sea la modalidad y la intensidad de la falta de este “aporte” psicoenergético por parte de la madre y del grupo, se produce un estado de primera disfuncionalidad en el incipiente sistema de personalidad del niño y éste hace una primera experiencia de inseguridad y de los esta­ dos angustiosos que la acompañan, comprobando que no es entendido, y por consiguiente se siente incapaz de expre­ sarse, y/o es rechazado. Busca entonces nuevas vías de comunicación, que no son ya las suyas, pero que considera

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más satisfactorias como suministradoras de respuestas o las toma de manera directa del ambiente, aun sintiéndolas como extrañas, como no propias. Este esfuerzo lleva a con­ secuencias en el desarrollo del campo de experiencia del niño y de alguna manera deforman sus límites, haciéndolos demasiado rígidos o demasiado flexibles, pero en cualquier caso menos aptos para la diferenciación clara que poco a poco debe cumplir entre sí mismo y los otros objetos. Mu­ chas veces, afortunadamente, esta capacidad del ambiente para sintonizar bajo la forma de la reciprocidad en las con­ frontaciones del niño es suplida y compensada posterior­ mente por experiencias positivas en otras relaciones y si­ tuaciones, de manera que este primer “imprinting” que lo induce a comunicarse de manera “extraña”, y por consi­ guiente neurótica, es superado, o en el peor de los casos subsiste sólo como predisposición latente a reaccionar de determinado modo frente a determinadas situaciones. Cuando esto no se verifica, el yo del paciente, colocado ahora frente a las presiones sociales y a determinadas difi­ cultades de comunicación, sobre todo si reproducen las ya experimentadas en la infancia, tiende a regresar, utilizando nuevamente las modalidades de comunicación, los tipos de adaptación, y por consiguiente de defensa, que había usado otrora, con la misma ausencia de percatación. En este caso nos encontramos con las condiciones inmediatas para el surgimiento del sistema neurótico: una regresión que no es funcional para el desarrollo del yo —y que por lo tanto resulta patológica— y reproduce de manera estereotípica modalidades ya experimentadas. Puede acontecer, sin em­ bargo, que la madre y el grupo primario no solamente sean incapaces o estén imposibilitados de proporcionar aquel tipo de “aportes narcisísticos externos”, de los que hemos hablado, sino que reaccionan con rechazo y aun con hostili­ dad a las comunicaciones del niño y a las distintas manifes­ taciones de sus necesidades. Este comportamiento amena­ za profundamente la coherencia misma del sistema de per­ sonalidad del niño, es decir, su identidad, que le resulta como superada por un tipo particular de angustia existen-

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cial o “perturbación de base” (Balint M., 1968). De esta manera, áreas enteras del campo de experiencia del niño resultan comprometidas: en sentido figurado, los límites del yo, que debían servir para intermediar plásticamente la relación entre lo endopsíquico y lo social a través de las funciones autónomas del yo, quedan destrozados. Se pro­ duce de esa manera un déficit estructural del yo, que da lugar a aquella forma particular que Ammon (autor del cual me he referido ampliamente en esta parte) llama “Loch-imIch ’, es decir, un vacío o, literalmente, un agujero en el yo. Este vacío da lugar a la experiencia que los psicopatólogos de matriz fenomenológica llaman, con aguda observación, “ent-ichten” (des-yoización), es decir, la invasión del yo por parte de las pulsiones. Observemos entonces un comporta­ miento que expresa la incapacidad estructural del yo para controlar la realidad, sobre todo la pulsional, y por consi­ guiente una continua producción de síntomas que tienen como finalidad colmar este vacío, es decir, producir expe­ riencias sustitutivas de las fallidas. En la mayor parte de los casos esta dinámica no estalla súbitamente (como por ejem­ plo en el autismo infantil), sino que subsiste en una posi­ ción de latencia hasta que las circunstancias externas, sobre todo relaciónales, permitan la continuación de un ambien­ te que haga la función de “vaina emocional”, de situación protegida (Ammon G., 1973). Es ciertamente típico de pa­ cientes que presentan reacciones psicóticas —como surge de sus anamnesis— el buscar continuamente la manera de recrear de manera inconsciente situaciones emotivas seme­ jantes a aquellas que originaron su patología, es decir, un vínculo “simbiótico” con la madre, y consiguientemente con el grupo primario, destinado a no ser cortado nunca de manera evolutiva. En cierto sentido, según observó aguda­ mente Ammon, la realidad parece ser un escenario sobre el cual estos pacientes repiten sin cesar y, obviamente sin advertirlo, su conflicto inconsciente. Observemos que lo que caracteriza el nivel psicótico del síntoma y lo que invade al yo no es sentido por éste como algo ajeno, sino que se convierte en parte integrante y

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casi sustitutiva del yo, como si el lenguaje sintomático fuera la única posibilidad que la persona tiene de vivir ciertas experiencias, sobre todo el “sentimiento del yo”, es decir, la identidad. He intentado delinear el origen y las condiciones in­ mediatas en las cuales surge, se forma, y se manifiesta el síntoma, tanto en el nivel neurótico como en el nivel psicótico. Quisiera ahora hacer algunas observaciones que ten­ gan el carácter de síntesis. Ante todo, aunque sea suma­ mente difícil reconocer el nivel neto, no Sólo del síntoma aislado sino del conjunto de los síntomas que el paciente vive y expresa, sin embargo, es necesario intentar un diagnóstico diferencial, en la medida en que es una condición necesaria para proponer una indicación psicoterapéutica correcta. Es posible brindar algunos elementos, además de los ya presentados, que ayudan a formular una síntesis: —El sistema neurótico influye sobre la función, y por consiguiente perturba la conducta, en tanto que el síntoma psicótico gravita sobre el sistema, y por consiguiente sobre la organización de la conducta (Menninger, K., 1963). —Los conceptos de neurosis y de psicosis no son cate­ gorías discretas del comportamiento, sino dos catego­ rías continuas, por lo cual es importante tener siempre presente que desde el máximo teórico hipotetizable de funcionalidad del sistema de personalidad, y por consi­ guiente de salud, al máximo teórico hipotetizable de su disfuncionalidad, y por consiguiente, de enfermedad graví­ sima, existe una gama continua que puede ser atravesada en distintos niveles, en tiempos diversos, con modalidades diversas. La estabilización de una cierta modalidad, en un determinado segmento de tiempo y la constancia de las manifestaciones son los que nos pueden brindar un índice de la presencia o ausencia de condiciones psicopatológicas. —Es sumamente funcional considerar en todo sínto-

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ma si el paciente lo siente como extraño a sí mismo o ya no hace distinción entre sí mismo y el síntoma, y además qué función tiene el síntoma como debilitamiento o bloqueo del desarrollo del yo; como fuente de pérdida de energía; como modalidad de restricción y coartación e incluso anu­ lación de los espacios de autonomía del yo. —Es necesario recordar que todo síntoma presenta tam­ bién para el paciente algunas ventajas, como pueden ser la disminución de la angustia o la descarga sobre objetos sustitutivos, etcétera. —Finalmente, aunque por su finalidad este párrafo haya subrayado la dimensión psicogenética de una coordinación intersistémica, el no tomar en consideración el sistema orgánico o el sistema societario en el momento del diagnós­ tico y, más todavía, al hipotetizar el pronóstico y durante el curso de la terapia, falsea y compromete el esfuerzo tera­ péutico. En este último, posteriormente, si el nivel de los sínto­ mas expresa clara o predominantemente una dinámica neu­ rótica, la técnica será ampliar el espacio de autonomía del yo por medio de la comprensión emocional que debe acom­ pañar a los contenidos inconscientes, una vez que éstos han sido descubiertos y han pasado a ser accesibles a la con­ ciencia. En cambio, en el caso de que prevalezcan síntomas que expresan una dinámica psicótica, será necesario identi­ ficar, y por consiguiente reproponer en términos de reci­ procidad destinada a funcionar como experiencia emocio­ nal correctiva, los vacíos del yo y las correspondientes fases de la reciprocidad en el cual se constituyeron, tratando así de reforzar ante todo los límites del yo, es decir, ayudando al paciente a diferenciarse de sus propios síntomas, y sólo en un segundo momento se lo ayudará a reconocer el signi­ ficado latente y por consiguiente el conflicto que expresa. Por otra parte, en el ámbito de las psicosis la psicoterapia analítica breve puede tener el significado de una interven­ ción de urgencia en situación de crisis, o bien el de una acción concentrada e intensa sobre un problema-conflicto

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que los datos examinados indican como central y, presumi­ blemente, originador del surgimiento de la sintomatología psicótica, de cuya resolución esperamos una adaptación más general de la personalidad. Considero, sin embargo, que un completamiento y una estabilización de los resulta­ dos, cuando ello es posible, se logra con terapias analíticas de grupo, aunque éstas no podrían iniciarse sin una previa psicoterapia analítica breve. A veces resulta suficiente la sola intervención mediante la psicoterapia analítica breve. Lo que quisiera subrayar enérgicamente es la necesidad de estar en guardia para que, frente a la complejidad de una sintomatología psicótica y también a la riqueza de los con­ tenidos que ésta puede presentar, no se caiga en la tenta­ ción de hacer un “análisis concentrado”.

2.4.1. La inhibición La inhibición es un acontecimiento muy frecuente en la experiencia clínica: ¿Quién no se ha encontrado con casos de impotencia o de timidez excesiva acompañadas de enrojecimiento, etcétera? Pero es igualmente frecuente que se produzca una confusión entre el mecanismo de defensa que produce el bloqueo y su consecuencia, es decir, la inhibición, la cual es entonces manifestación de alguna limitación o de un obstáculo a la expresión del yo. En este sentido, la inhibición es fundamentalmente un síntoma, y su comprensión queda encuadrada en todo lo dicho ya a propósito de los síntomas en general. El origen de esta limitación está dado, generalmente, por la necesi­ dad que tiene el yo de no chocar continuamente con las instancias pulsionales, y al mismo tiempo no defenderse de ellas mediante la represión (Cremerius J„ 1969). Parece entonces que el yo, a la espera de alguna solución, interrum­ pe como para ganar tiempo, las actividades que generan determinado conflicto, como si el sistema de personalidad provocase interrupciones controladas de la dinámica ener­ gética. Como consecuencia de ello, el sistema, que deja de ser vitalizado, presenta puntos de interrupción (pensemos,

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para hacemos una imagen mental, en la interrupción de corriente en los circuitos secundarios). En este caso se produce un fenóíneno de inhibición directa de las instan­ cias pulsionales. Así, por ejemplo, sucede en la frigidez: interrumpiendo una actividad que debería ser apta para satisfacer una instancia instintiva, la personalidad imagina una cesación del conflicto, y por consiguiente de la angus­ tia. También puede darse una inhibición de pulsiones del yo. Según Freud, esto sucede cuando también las áreas de autonomía del yo son utilizadas para propósitos instintivos.

2.4.2. El síntoma psicosomático La psicosomática es un campo muy vasto y profunda­ mente interesante para la psicología clínica y para la psicote­ rapia. Además representa un campo de elección para la colaboración interdisciplinaria entre psicología y medici­ na, y es una dimensión cuya importancia en el ámbito de los servicios hospitalarios y sociosanitarios es cada vez más reconocida. No tengo intención de ensayar aquí una especie de compendio de la psicosomática, sino examinar tan sólo el problema del síntoma psicosomático en función de nuestro tipo de psicoterapia. Ante todo, el cuerpo representa una realidad que per­ tenece a distintas gamas de experiencias: es cierta y fun­ damentalmente un hecho biológico, que es premisa indis­ pensable para la existencia misma de una psiquis. Por otra parte, el concepto de yo contiene por sí mismo también el de yo corporal, que, desde el momento en que es el campo primario de las sensaciones, percepciones y experiencias, se convierte también en la base del propio sentimiento del yo, es decir, de la identidad. Sabemos también hasta qué punto la representación mental del yo, es decir, la imagen del yo corporal, es importante, en el desarrollo psíquico y, por otra parte, esta imagen está condicionada de manera notable por las relaciones intérpersonales y los estímulos

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ambientales. Se trata, pues, de un problema complejo. Es mi opinión que cuando nos encontramos en presencia de una estructuración psicosomática o de una enfermedad psicosomática propiamente dicha, la psicoterapia analítica breve no es el instrumento idóneo. Por el contrario, muchas experiencias indican como preferible la terapia psicoanalítica de grupo (Ammon G., 1977). Distinta es la situación cuando nos encontramos en presencia de un síntoma psicosomático. una primera hipótesis es que, como consecuencia de una comunicación distorsionada con la madre y el grupo primario, el niño aprende que el ambiente responde con mayor prontitud y disponibilidad cuando se ve en presen­ cia de algo concreto, como es una perturbación “física”. Debido a ello, puede continuar en el curso de su vida utilizando esta experiencia, tanto de manera constante co­ mo con una predisposición latente que se actualiza frente a determinados conflictos, aun cuando el paciente los perci­ be como absolutamente ajenos a él, hasta el punto de la­ mentarse de ellos y de emplear mucha energía y sacrificios para poder liberarse de los síntomas y curarse. Una segunda posibilidad consiste, a mi entender, en las reacciones a aquellas situaciones para las cuales el individuo está parti­ cularmente mal preparado y que enfrenta como constreñi­ do, a pesar suyo. Frente al impacto directo de estas situa­ ciones, el yo tiende a hacer una regresión, como si desanda­ rá las fases evolutiva de interacción recíproca y de control entre el yo corporal y el yo psíquico para llegar a la construc­ ción de una identidad adecuada a las diversas fases de edad y a sus situaciones, es decir, constituyendo aquel núcleo de coherencia del sistema de personalidad que es prerrequisito para un funcionamiento óptimo. En este sentido, puede volver a expresarse mediante los afectos o funciones somá­ ticas que en determinada época fueron significativas. Y esto —a mi juicio— no sólo desde el punto de vista de la comu­ nicación con los otros, entendida como modalidad que re­ clamaba una atención y una escucha, sino también como expresión de una especie de deseo delirante, es decir, el recurso inconsciente a órganos y funciones que de alguna

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manera subrayaron el período positivo, en el cual la “fuer­ za” del individuo estaba radicada y expresada por determi­ nados órganos y funciones, sobre todo en su significado simbólico. Aquí se manifiesta el deseo de la regresión a un estado de adaptación positiva (e incluso feliz) con el am­ biente, y de comunicación óptima consigo mismo (o al menos considerada como tal). Pero al mismo tiempo, por medio de la vivencia de elaboración dolorosa del síntoma psicosomático, se expresa el delirio de que “no funciona más”. Advierto lo difícil que es describir aquí esta expe­ riencia clínica, y sobre todo justificarla. Me valdré sólo de un ejemplo. Me ha sucedido repetidas veces ver trabajado­ res italianos emigrados a Alemania que se lamentaban de colitis espásticas o de úlceras gastroduodenales. El médico que los atendía se había asombrado porque en el momento de su llegada a Alemania la visita fiscal y la documentación respectiva habían constatado y testimoniado su salud física y mental. Intentaba, por consiguiente, explicar el hecho por el cambio de alimentación o el abuso de vino. En no pocos casos, sin embargo, la adaptación a la alimentación nueva no se había producido, porque habían traído consigo, y seguían haciéndoselos enviar directamente desde sus ho­ gares, los alimentos sólidos. Tampoco la diferencia de con­ diciones climáticas era suficiente para explicar, en térmi­ nos generales, el fenómeno. Sólo después de algunas entre­ vistas con los trabajadores y con los asistentes sociales se aclaró la posibilidad de que “beber vino” fuera un modo de retomar a la época en que se encontraban en sus hogares y cuando el vino era la garantía de su fuerza y eficacia, y además lo que subrayaba sus momentos de reposo o de convivialidad. Debido a esto, aun informados por el médico de que el vino se había convertido en una bebida contrain­ dicada para ellos, en cierto sentido no podían ni querían darle crédito, y continuaban haciendo uso de la bebida. El caso'de dos trabajadores que fueron devueltos a su pueblos de origen en el bajo Lacio por haber sido diagnosticados de alcoholistas, permitió comprobar que a los pocos días de haber regresado a sus hogares habían comenzado a beber 125

de manera “normal” y que a las pocas semanas no presen­ taban ya síntomas de colitis espásticas. Fue posible enton­ ces retomar las comunicaciones con el médico en cuestión y formular hipótesis en este sentido. Por intermedio del servicio de psicoterapia, se pudo luego establecer con el tiempo, que casi todos los entrevistados (cuarenta sujetos) habían reconocido la validez de las hipótesis acerca del significado de beber, y que la úlcera gastroduodenal se presentaba sólo en aquellos trabajadores que llevaban mu­ cho tiempo en Alemania, en ningún caso menos de tres años. La opinión expresada por los psicoterapeutas en un informe clínico, obviamente no publicado, fue que. este tipo de afirmación psicosomática se debía quizás a la com­ probación en el plano de la realidad, refutada inconscien­ temente, de que no podían volver a sus casas, por motivos económicos y sociales. Creo, pues, que es posible afirmar que cuando el síntoma psicosomático expresa la actualiza­ ción de una predisposición latente, manifestada en condi­ ciones identificables y circunscribibles; o cuando existe una respuesta regresiva frente a una presión ambiental particular puede ser incluido entre las dos indicaciones de la psicoterapia analítica breve. En el manejo de los síntomas psicosomáticos debe usarse una especial sagacidad. En muchos casos habrá que respetarlos, sobre todo cuando no está claro el origen, el significado y la direccionalidad para el paciente en con­ creto. Pero cuando la anamnesis y los datos recogidos nos impulsan a evaluar un síntoma—y todavía más un conjunto de síntomas psicosomáticos— como expresión de un vacío del yo que ha sido “llenado” mediante tentativas de col­ marlo por medio de los síntomas psicosomáticos; o cuando advertimos que dichos síntomas son modalidades latentes que se encuentran presentes de manera continua y cuya actualización es de alguna manera frecuente, repetida y con intensidad en constante aumento; o cuando no estamos ciertos de su “mensaje”, es conveniente no practicar nin­ guna intervención psicoterapéutica sobre ellos, o por lo menos no la psicoterapia breve. Por lo demás, muchos

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psicoterapeutas, sobre la base de su larga experiencia, reco­ miendan no analizar este tipo de síntoma.

2.4.3. La angustia La angustia es una de las experiencias humanas más comunes, y consiste en un estado, generalmente transito­ rio, de alarma y de malestar por una situación contingente desagradable o por un deseo compulsivo. Por ello, aun cuando se la considera comúnmente como un síntoma, es, sin embargo, un síntoma sumamente particular. De hecho, si pensamos en la teoría de los sistemas, podemos ver en la angustia una tensión que caracteriza normalmente las inte­ graciones y las adaptaciones entre los diversos sistemas y subsistemas que constituyen en concreto el sistema de personalidad. En esta manera de considerar el fenómeno, la angustia tendría un significado ligado con la disfunción sólo cuando sobrepasa en intensidad cierto umbral prome­ dio de tensión intersistémica. En términos más generales y funcionales para el diag­ nóstico y la comprensión clínica de este fenómeno pode­ mos considerar la angustia como una señal particular que se pone en funcionamiento en condiciones de peligro o cuan­ do aparece una situación no conocida (y que, bajo este punto de vista, es potencialmente al menos, peligrosa), para activar los sistemas de alarma y de defensa de la personali­ dad. Ante todo es importante, por lo tanto, conocer la reali­ dad de la situación que desencadena la angustia, es decir, si se trata de una situación verdaderamente presente y peli­ grosa o es sólo una distorsión perceptiva, acaso alucinatoria o debida a fantasías inconscientes. Fenichel (1945) propone una útil estratificación de las relaciones de angustia: 1. Frente a una situación traumática se da una angustia por así decir automática y no específica 2. Frénte a situaciones de peligro, la angustia actúa como una señal al servicio del yo, en la medida en que, por

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eieciu y como consecuencia de esta señal, el yo está en situación de anticipar mentalmente ciertas situaciones y por lo tanto de poner enjuego adaptaciones defensivas adecuadas 3. Frente a situaciones graves, se genera una forma específica de angustia, a la que Fenichel llama pánico, la cual ya no es controlable por el yo, que entonces queda superado. En estos casos, la angustia degenera en manifes­ taciones psicopatológicas. La angustia, por naturaleza, es un fenómeno principalmente subjetivo, vivido, que se pue­ de observar y conocer sólo por sus manifestaciones exter­ nas. Interpretamos la angustia como síntoma cuando obser­ vamos reacciones psicológicas debidas a situaciones de peligro, en las cuales el yo no está en condiciones de con­ trolar el umbral promedio de las reacciones, sino que es superado y tiende a estructurar la reacción-señal de angus­ tia mediante uq estado continuado. Es claro, por consiguiente, que la reacción de angustia es en sí misma un fenómeno absolutameñte normal y fun­ cional para el sistema de personalidad. Los elementos ob­ servables que hemos mencionado son por lo general de naturaleza psicosomática, y se expresan coma aumento de la tensión muscular, temblores, respiración acelerada y afa­ nosa, taquicardias, vasoconstricción periférica, etcétera. Un ejemplo clásico es la dificultad del lenguaje y los bal­ buceos que ciertas personas presentan cuando están ansio­ sas. Estos síntomas ofrecen varios aspectos que facilitan su diferenciación y por consiguiente su comprensión. Ante todo, no interesa conocer la verdadera entidad de las situa­ ciones de peligro; es decir, si se trata de un peligro real o un peligro imaginario, y además si la reacción es más o menos conmensurada a él. Muchas veces, sin embargo, es difícil precisar este dato. Podemos más fácilmente observar, y en cierta manera evaluar, otras dimensiones por ejemplo: a) La intensidad de las reacciones o del estado angus­ tioso, que puede clasificarse en leve, moderada, grave, etc. b) La cualidad de las reacciones, ya que puede expre­ sarse como angustia libremente flotante, ligada a un “obje-

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to particular” o somatizada, etcétera; la conciencia que el yo tiene del fenómeno mismo, es decir, si la reacción de angustia es vivida como pertinente o es negada, etcétera. De particular interés para la comprensión clínica y para la terapia consiguiente puede ser la angustia motivada principalmente por temores o amenazas que el sujeto ad­ vierte como provenientes de la sociedad y que le son co­ municadas por mediación del superyó. Especialmente en ciertas fases de edad, por ejemplo la pre-pubertad, la im­ portancia de este tipo de angustia, que llamaremos angustia “social”, es notable. En estos casos, más que la capacidad de control por parte del yo o los motivos de su mal funciona­ miento, habrá „que indagar las redes relaciónales del pa­ ciente, como también los ámbitos de socialización que ac­ tualmente le son propios. Así, sobre todo en cuanto indica­ dor de posibles desarrollos psicopatológicos en una direc­ ción psicótica, es importante observar si la señal de alarma es una señal falsa, es decir, que entra en operación no existiendo estímulos cognoscibles, sino como consecuencia de hechos muy singulares; por ejemplo, después de haber sentido voces o sonidos que no pueden remitirse a la expe­ riencia objetiva o “común” o tras la irrupción en la mente de determinados pensamientos, etcétera. Para terminar, la angustia es una característica de la condición humana, presumiblemente la exteriorización de la percatación, aun inconsciente, de nuestro ser limitado. Empero, en determinadas circunstancias, si se la discrimi­ na de manera exacta, puede ser también un síntoma, que por lo demás, tanto por su etiopatogénesis como por los posibles abordajes terapéuticos, es multifactorial (Lader J., 1972), y que como tal constituye un elemento de la variable “síntoma” dentro de ñuestro modelo diagnóstico-pronós­ tico.

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2.4.4. El dolor Quisiera tratar someramente también este síntoma, ya que por su naturaleza y por su significado puede tomar problemática, y aun confundir, la evaluación de la situación psicodinámica, tanto del paciente como de la relación. En términos muy generales, el dolor, igual que la an­ gustia es señal de alarma frente a un daño cualquiera del subsistema somático. Se caracteriza por el hecho de ser comunicado por el sistema nervioso a través de una red de receptores altamente específicos y especializados, con im­ plicaciones bioquímicas que actualmente son objeto de interés y de investigación (Melzack R., 1976). Así, los ejem­ plos clínicos de las lesiones que se presentan en pacientes congénitamente incapaces de percibir el dolor demuestran la importancia del buen funcionamiento de esta forma de percepción y de su correspondiente comunicación. Sin em­ bargo, aunque sabemos que existe un umbral de sensación psicofísica (es decir, una intensidad mínima capaz de susci­ tar la asensación dolorosa) que es común a todos los seres humanos, sin embargo la complejidad de este fenómeno es tal, que este dato no tiene mayor utilidad en el campo clínico. Sabemos que la elaboración del estímulo doloroso, lo mismo que el grado de tolerancia respecto de él depende de las experiencias previas, sobre todo del modo como el grupo primario reactuaba emotivamente en la relación con el dolor. Estas experiencias, a través de las huellas mnémicas, se convierten en una especie de trasfondo emocional que influirá siempre en la valuación y en la elaboración que el individuo hará de los estímulos dolorosos. Otro factor determinante de la tolerancia del dolor es la posibilidad y la capacidad que tiene el paciente de comprender las causas y de prevenir las consecuencias. Así, dolores que se refieren a determinadas zonas, por ejemplo, a la región cardíaca, son vividos con mucho mayor angustia que los que se refieren al talón, y esto sin que exista ningún nexo objetivo con la gravedad del fenómeno. En este sentido, tienen gran impor­ tancia tanto el contexto socio-cultural, donde nació y vivió el

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paciente, sus primeros años de vida (piénsese en el signifi­ cado y en el modo relativo de vivir los dolores de los ritos de iniciación en determinadas culturas, o también en la fun­ ción de vivir el dolor aun físicamente con ocasión de ritos fúnebres), y el lenguaje particular, especialmente los adje­ tivos, mediante los cuales el paciente relata esta experien­ cia. Desde el punto de vista psicológico nos interesa con­ centramos en dos dimensiones: 1. El conocimiento de la objetividad del estímulo pro­ vocante del dolor y de sus implicaciones desde el punto de vista fisiológico, mediante documentación médica. 2. El significado que lo vivido reviste para el paciente. ■ En cuanto a lo referente a la segunda dimensión podemos ver que está asentada directamente en los niveles instintivos. En la generalidad de los casos, la sensación provocante del dolor (en función de factores que he mencionado anterior­ mente), implica una carga de la agresividad autodirigida. Frente a determinado estímulo, el individuo reactúa como si algo, desde el interior de la propia personalidad, lo agre­ diera o, cuando el dolor es producto de un fenómeno exter­ no claro (por ejemplo, un golpe inferido con un objeto con­ tundente) es incapaz de reaccionar. En el primer caso, que es vivido por lo general con mayor angustia porque, aun cuando la causa es conocida, por ejemplo un reumatismo articular, se trata siempre de alguna “traición” que el pro­ pio cuerpo hace al individuo. Según sea la localización del dolor, su duración y resistencia a la farmacología, a la tera­ pia, farmacológica o quirúrgica, se asiste a la elaboración progresiva de esta agresividad autodirigida, que va desde formas de depresión hasta los estados límites de deseo de autoaniquilación. Es frecuente que estos estados vayan progresivamente acompañados por la pérdida de interés en la realidad, o rechazo del alimento, por el insomnio» etcéte­ ra. Importa tener presente que estos hechos, aun cuando son graves e importantísimos para comprender la vivencia del paciente, no deben tomarse automáticamente como

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indicadores de una gravedad fisiológica del dolor. Esta atribución, salvo que haya sido determinada clínicamente (por ejemplo en algunos tumores encefálicos) desviaría la elaboración psicodinámica de su significado real y de los conflictos que presumiblemente indica y al mismo tiempo oculta. Además, tanto en el caso de dolores producidos por causas internas, como en el de los producidos por causas externas violentas, se provoca una herida más o menos grave al narcisismo individual, que altera todo el sistema de adaptación funcional a la realidad y el uso adecuado de los procesos de defensa por parte del yo. En esta clase de síntomas tiene frecuentísimamente una importancia deter­ minante el control cognoscitivo del fenómeno, que actúa como límite del fenómeno mismo y de su significado, evi­ tando que sea invadido por cargas de agresividad. Otra dirección que puede adoptar el síntoma doloroso en lo referente a los instintos es la de ser libidinizado, es decir, usado para invertir en él energía psíquica con el fin de obtener el placer. El ejemplo clásico es el del masoquismo. El caso, posible y documentado en la literatura clínica, de un dolor exclusivamente psicógeno, debe tratarse de la misma manera que los síntomas psicosomáticos. De todas maneras, subrayaré que frente a los posibles síntomas dolorosos presentados y descritos por los pacien­ tes, una vez obtenida la necesaria información sobre su naturaleza fisiológica, la tarea psicoterapéutica no debe desviarse ni de la intensidad informada, ni de la localiza­ ción real o presupuesta. Se trata de un material sumamente importante para el conocimiento, la profúndización y la elaboración de las dinámicas inconscientes del paciente, y con mucha frecuencia es un factor útilísimo para delimitar la intervención en psicoterapia analítica breve. Para concluir este examen de la variable “síntoma”, señalaré que es importante caracterizar como tales sólo aquellas manifestaciones por debajo de las cuales podamos identificar un proceso psicológico reconocible y vinculable con la teoría de la personalidad. Además del evidente signi­ ficado de comunicación y de mensaje contenido en el sínto-

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nía —como ya tuvo que aclararlo Freud— no hay que trivializarlo remitiéndolo a un simplé uso de un código deforma­ do o paradójico para expresar algo al grupo. Es ante todo un signo indicador de disfunciones intersistémicas, mediante el cual el paciente, en cierta manera, se envía un mensaje a sí mismo, y por consiguiente a otras personas. Por ello es importante establecer el carácter de alienidad o de integra­ ción mediante los cuales el síntoma es vivido por el pacien­ te en lo que atañe a la propia personalidad integral. Igual­ mente importante es la reconstrucción puntual de la histo­ ria del síntoma desde su primera aparición, a veces hasta llegar a los signos precursores (la primera dificultad con la alimentación, eventualmente relacionada con las dietas ad­ ministradas en la edad prepuberal a pacientes que presen­ tan el bolo histérico), para terminar en su estabilización bajo la forma que se presentan. Finalmente, al trabajar sobre los síntomas debemos recordar que tienen una valen­ cia afectiva doble: por una parte, el paciente desea liberar­ se o ser liberado de ellos, pero, por la otra, como son resul­ tado de operaciones de seguridad, y por consiguiente, de defensa por parte del yo, el paciente está apegado a ellos y expresa hostilidad hacia quien “pone en discusión” su íntima. Esta doble faz del síntoma exige siempre una concien­ cia de la ambigüedad emotiva que ellos comportan en la relación terapéutica, como también gran cautela en la ma­ nera de considerarlos y elaborarlos analíticamente.

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2.5.0 Las defensas

Al tratar esta otra variable no pretendo referirme a aquellos procesos que utiliza el yo para el aprendizaje o como medida de adaptación y de seguridad funcional a la homeostasis intersistémica. Pretendo, en cambio, detener­ me, basándome en los estudios de Hartmann, Rapaport, A. Freud y en un agudo trabajo de J. Cremerius (1969), en su utilización psicoterapéutica específica. Es decir, nos inte­ resan aquí las defensas cuando expresan un modo estereo­ tipado y constante del yo en su reaccionar a determinadas situaciones, repitiendo los mismos esquemas defensivos aun cuando éstos fracasen; y cuando se estructuran de ma­ nera rígida, dañando la dinámica de equilibrio emocional homeostático y reduciendo la autonomía efectiva del yo. Lo que funcionalmente tendría que ser un proceso de respues­ ta a una señal de emergencia, un proceso, y por consiguien­ te, un dinamismo que se adapta, varía de forma y de inten­ sidad, se convierte en algo así como una respuesta del tipo de los reflejos condicionados. Por otra parte, la observación (plenamente confirmada en la actualidad por la experiencia analítica) de que el paciente tiende a repetir los mismos módulos defensivos, que utiliza de manera estereotipada también en la situación analítica, nos permite aprehender la dificultad que aquél encuentra en su comunicación con el terapeuta; cómo actúan las defensas “típicas” de cada paciente, y de esta manera tratar de conectarlas con los síntomas que éste presenta. Es ya un dato conocido que determinadas manifestaciones sintomáticas aparecen liga-

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das con determinados procesos defensivos; por ejemplo, la paranoia puede ser referida a procesos de racionalización, en primera instancia, y a fenómenos de proyección, en fases más complejas. Por ello, el conocimiento y la evacuación de las estrategias defensivas del paciente tienen gran importan­ cia para evaluar su situación. Mas para poderlos compren­ der es necesario tener presentes algunos elementos. La­ mentablemente, no conocemos todavía el nexo causal entre procesos defensivos y motivación subyacente; en otros tér­ minos, no sabemos por qué el yo elige exactamente este determinado tipo de defensa y no otro. Debemos, por con­ siguiente, referimos a otros elementos: ante todo, al objeti­ vo de la defensa, para preguntamos si se trata de una defen­ sa dirigida contra el mundo instintivo o contra la realidad socio-cultural. En segundo lugar, habremos de evaluar si la modalidad de defensa que el paciente está empleando pertenece típicamente a cierto estadio evolutivo, las razo­ nes eventuales que pueden ayudamos a comprender por qué razón el uso de determinado modo de defenderse re­ quirió la regresión precisamente a este estadio y la proba­ ble fijación en esos módulos reactivos; Según haya sido su surgimiento en las primerísimas fases de la vida, cuando todavía impera de manera excluyente el proceso primario, tenemos mecanismos primitivos o arcaicos, ligados a la indiferenciación psicosomática y a la falta de diferencia­ ción entre sujeto y realidad externa. De este tipo son la negación, la escisión, la identificación proyectiva. Estos mecanismos están ligados al ámbito en que surgieron, a saber, cuando el niño experimenta angustia sólo frente a peligros reales, por ejemplo, la reacción del ambiente, que él ya ha experimentado o se representa en su fantasía, aunque sea alucinándola (en el sentido descrito por L. Ancona, op. cit., 1964). Aun en lo referente a los impulsos, no es la naturaleza de ellos lo que el niño teme, sino las reacciones que espera del ambiente en caso de seguir estos impulsos. A medida que el desarrollo se toma más apre­ miante y el niño percibe la presencia de las dimensiones socio-culturales —sobre todo mediante la formación del

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superyó y la función de comunicación-mediación que esta estructura adopta en las confrontaciones del yo— se consti­ tuyen defensas más articuladas, como la racionalización, la sublimación (típica de la fase prepuberal y puberal), cierto “ascetismo” que es también típico de estas fases, etcétera. Un primer núcleo de interés terapéutico reside, por consi­ guiente, en el averiguar el modo como se han organizado lás defensas, las áreas que probablemente han suscitado la señal de peligro y, finalmente, los niveles regresivos que fueron necesarios para que se estabilizasen las defensas. Una segunda tarea, más delicada aún, consiste en verificar el grado de rigidez o de movilidad de las defensas, a saber si se han formado ya una especie de armadura (y a este respec­ to son sumamente útiles las descripciones de Reich a pro­ pósito del carácter, de su origen y de su evolución) o si son aún más o menos alternantes y móviles. En general se puede pensar que si las defensas son todavía sentidas por el paciente como algo distinto de sí, como algo no comple­ tamente integrado en su personalidad, es probable que existan todavía grados de movilidad de su estereotipia. En cambio, en el caso de que el paciente viva las defensas como parte de sí mismo, como si las hubiera integrado en la propia manera de vivir y de expresarse, es más arduo pensar en modificarla. Es necesario evaluar después si las defen­ sas logran o no el objetivo para el cual han sido puestas en acto, es decir, si evitan o no al paciente determinado estado de alarma o de malestar, y cuál es el “costo psicoenergético” de esta operación, tanto en el caso que dé resultado como en el caso de que no lo dé. Ponderar estos elementos en lo referente a las defensas nos permite dos operacio­ nes diversas: 1. Una vez comprendida lá naturaleza, la organización típica y la función de un proceso defensivo, se puede eva­ luar si es oportuno o no actuar, mediante la interpretación o mediante otro instrumento, sobre la modalidad defensiva que el yo del paciente utiliza, o si en cambio conviene respetarla, dada su rigidez o, en el extremo opuesto, su excesiva facilidad o velocidad de cambio hacen suponer

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que la función que cumplen es demasiado delicada para ser enfrentada en el curso de una psicoterapia breve. Así, por ejemplo, algunos síntomas, como las fabulaciones en el discurso, pueden tener el significado de alejar eje la con­ ciencia, expresada mediante el lenguaje manifiesto y cohe­ rente, algún sentido como tan peligroso para la cohesión y la coherencia del sistema de personalidad, que se lo clasi­ fica como una señal de potencial disgregación, es decir, de psicosis. 2. La forma concreta con la cual se presentan los meca­ nismos típicos de defensa del paciente (a saber, si son “arcaicos” o más cercanos en su formación a fases ulteriores de desarrollo, posorales); su plasticidad y alcance de modi­ ficación; el modo en que han surgido desde el punto de vista anamnésico son elementos de juicio para decidir qué tipo de intervención psicoterapéutica es indicada para el paciente concreto, y si lo es también la psicoterapia analíti­ ca breve. En general se puede decir que la presencia de “armaduras defensivas” del tipo que habitualmente suele llamarse “caracterológicas”, especialmente si están esta­ blecidas desde hace mucho tiempo, constituyen quizá la única contraindicación precisa y clínicamente experimen­ tada y verificada para la psicoterapia analítica breve. En el caso opuesto, es decir, de defensas extremadamente lábiles y mutables, que por lo general tienen dirección y contenido psicótico, la indicación de psicoterapia analítica breve está sujeta a la evaluación atenta del tipo de ayuda que el am­ biente (en especial el grupo de pertenencia) puedebrindar al paciente y si la capacidad crítica de éste se halla aún íntegra. A este propósito, empero, como dije al hablar de las indicaciones y contraindicaciones, las experiencias no son todavía concordantes y no permiten una indicación defi­ nitiva.

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2.6.0 La “fuerza” del yo Este término, que encontramos con tanta frecuencia en la literatura psicológica actual, es, sin embargo, uno de los menos definidos hasta el momento. Es interesante notar que, según sea la razón que el psicoterapeuta tiene para preguntarse cuál es la “fuerza” del yo del paciente, se sigue una óptica más o menos selectiva y unilateral. Así, es fre­ cuente que los autores que escriben sobre análisis, “fuerza del yo” quiera decir “capacidad presumible de soportar las frustraciones que el proceso psicoanalítico implica”. Otras veces es fácil percibir que el concepto de fuerza del yo se presenta como equivalente del concepto de autonomía o del concepto de identidad. Dado que cualquiera de estas perspectivas se dirige hacia aspectos importantes de la realidad y corresponde, aun sin mostrarse como completa, a los fines del tipo de psicoterapia del cual estamos hablan-. do, podemos hipotetizar como “fuerza del yo” el conjunto de las funciones íntegras del yo, y la capacidad que el yo mantiene todavía para neutralizar, es decir, para integrar y canalizar, la energía psíquica. En otras palabras, propongo aquí, en términos operativos, la capacidad y el grado de homeostasis del sistema de personalidad, en lo específico del subsistema del yo, como objeto de la definición de la cual he partido para este discurso. Es verdad que el número y las características de las distintas funciones del yo son también dudosos, en la medi­ da en que no se conocen sino algunas, y con diversos grados de certidumbre. Por experiencia, y en función exclusiva de

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su utilización en una psicoterapia analítica breve, sugiero que se tengan presentes las siguientes funciones: —Memoria; capacidad de expresión y de organización del lenguaje; capacidad de comprensión “emocional” y de respuesta adecuada a las situaciones. —Nivel de capacidad de crítica de la realidad. —Capacidad de relaciones afectivas. Una evaluación dé estas “funciones” del yo puede brindar una estimación suficiente de aquello que, para los fines de una psicoterapia analítica breve, entendemos aquí por “fuerza del yo”, y consiguientemente puede también brindar un punto de referencia para la construcción del perfil de personalidad del paciente, que asume una impor­ tancia y una funcionalidad notabilísimas, tanto en el mo­ mento diagnóstico-pronóstico como en el curso del proceso psicoterapéutico.

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2.7.0 Nota sobre el pronóstico Hasta aquí he tratado de ilustrar en términos operati­ vos cuáles pueden ser algunas variables, representantes de otros tantos aspectos del comportamiento o del sistema de personalidad, que resultan útiles para trazar un perfil de personalidad del paciente. Dicho perfil tiene que ser apto para fundamentar la indicación correcta de la forma de psicoterapia más indicada, y también (cosa más necesaria) para evaluar si la experiencia y la dinámica del paciente son tales que puedan considerárselas óptimas o por lo menos adecuadas para la psicoterapia analítica breve. Finalmente, mediante el examen minucioso de las variables propuestas se puede obtener un perfil de personalidad que sirva tam­ bién de “modelo” de cómo funciona esa personalidad indi­ vidual y para orientar la estrategia psicoterapéutica. De alguna manera he considerado implícito que si existen de­ terminadas indicaciones se obtienen presumiblemente re­ sultados positivos, es decir, que el pronóstico sea favorable. Quisiera solamente poner por un momento en el centro de atención este problema: ¿cómo podemos formular un pronóstico? Me refiero aquí exclusivamente a la psicotera­ pia analítica breve, aun cuando el modelo lógico que em­ pleo puede servir para plantear, en general, un discurso referido al pronóstico. El modelo lógico al cual me retiero es el de “si... enton­ ces...”, .ampliamente ilustrado como modelo de precisión clínica en el muchas veces citado trabajo de Menninger. Este modelo procede mediante modificaciones lógicas, es

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decir, si determinado hecho existe y es verdadero, luego entonces se siguen un segundo, y así sucesivamente. Por ejemplo, si un individuo presenta en su dinámica un con­ flicto focal individual y acotable, entonces podemos prever que la psicoterapia analítica breve será la forma de elección para la intervención psicoterapéutica. En este ejemplo es claro que toda aserción es examinada y validada para que pueda verificarse la previsión. Es decir, se determina qué defecto presenta el individuo en su dinámica; la existencia de un conflicto focal; que este conflicto sea identificable, y por último que dicho conflicto sea acotable. En este caso, si todos estos elementos resultan verdaderos, podemos pre­ ver que la indicación para la psicoterapia analítica breve es correcta. Por consiguiente, nuestro pronóstico es que, por ser la psicoterapia analítica breve la forma de psicoterapia indicada, el resultado será favorable. La literatura presenta muchos criterios sociales sintomatológico-nosológicos, es­ tructurales, etcétera, para extraer pronósticos. En lo que atañe al modelo de psicoterapia propuesto aquí, creo que los factores del pronóstico pueden formularse de la siguien­ te manera: SI las variables indicadas como factores diagnósticos están exentas de contraindicaciones anteriormente seña­ ladas; SI las dinámicas permiten identificar un problema o un conflicto central y acotado; SI existe un mínimo de integridad de las funciones del yo; ENTONCES la psicoterapia analítica breve puede pre­ verse como indicada, y por consiguiente eficaz: el pronósti­ co será, en este caso, positivo. Por consiguiente, el grado de positividad del pronósti­ co tanto más cerca del grado óptimo, cuanto mayor concien-

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cia tenga el paciente de su propia situación, cuanto más motivado esté para resolverla y cuanto mejor mantenga una distinción entre él mismo y los problemas y/o síntomas que presenta.

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2.8.0

Dos “casos”

A. El primer ejemplo que deseo presentar de una jovencita de quince años que fue aconsejada por su ginecólo­ go para que recurriera al psicólogo por amenorrea secunda­ ria, en ausencia de elementos fisiológicos que la justifi­ caran. La muchacha se presenta junto con sus padres, quienes insisten en los... hechos, es decir, disponiéndose inmedia­ tamente a sentarse en el consultorio para estar presentes eñ el primer encuentro de la hija con el psicólogo. La historia, relatada a tres voces, nos hace ver una joven que después de una primera y escasa menstruación (a los diez años) comenzó a tener trastornos, entre los cuales figuran nerviosismo, insomnio, desgano y por consiguiente amenorrea. Luego de pasar por manos de muchos médicos, la pequeña familia (no tiene otros integrantes que los presentes) termina a cargo de un neurólogo, quien, después de dos entrevistas con toda la familia, hace un resumen muy claro y grave. Se trata, a su parecer, de una forma de neurosis de carácter más bien preocupante, por la cual aconseja a la joven un análisis y una psicoterapia de pareja para los padres. El consejo no es seguido, por distintos motivos, y durante dos años la joven sigue padeciendo de perturbaciones, no más clara­ mente precisadas que, cualesquiera hayan sido, se refieren siempre a la amenorrea. Luego de casi tres años, cuando la joven tiene ya cator­ ce, se reanuda una gira turístico-científica por endocrinólogos, ginecólogos, etcétera, con notables gastos económico y

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psicológico. Hasta que, finalmente, el último ginecólogo consultado, al cual la familia no había mencionado las ten­ tativas hechas con el neurólogo, aconseja recurrir a un psi­ cólogo. Después de una primera hora de información retros­ pectiva, se invita a los padres a precisar mejor el problema mediante una charla entre adultos, y de esta manera la joven queda a solas con el psicólogo, mientras sus padres esperan afuera. La operación es más bien laboriosa, porque también la joven parece desinteresada y pasiva. El psicólogo trata de constituir una alianza de trabajo, aclarando que sólo si la joven está mínimamente interesa­ da, tiene sentido pasar adelante. Si ella no lo considera oportuno, no debe preocuparse, porque el psicólogo habla­ rá con el ginecólogo y con los padres, de manera que la si­ tuación no sea utilizada para culpabilizarla. Entonces la jo­ ven se desbloquea ligeramente, hablando un poco de la historia clínica y comenzando a la vez a corregir la versión proporcionada por los padres. De hecho, las famosas per­ turbaciones misteriosas y posteriores al encuentro con el neurólogo han sido un enorme aumento de peso, con toda una serie de análisis y dietas, que culminan luego en un estado impreciso de debilidad psicofísica y la pérdida de un año de colegio. Se fija directamente con la joven una nueva entrevista y se le comunica este hecho a los padres. En un segundo encuentro, mediante un coloquio más profundo y la administración de algunas técnicas psicodiagnósticas, queda en claro que es posible delimitar un problema central dinámicamente importante para la joven, quien logra controlar suficientemente la angustia, pero que tiene como estrategia defensiva la de utilizar un continuo desplazamiento de los síntomas psicosomáticos, bajo los cuales se entrevén amplias zonas de falta de experiencia de reciprocidad. Se intenta hacer una síntesis en estos términos: — El conflicto central de la joven es una manera errada de buscar la propia identidad; ella no trata de “ser” de alguna manera, sino de “no ser” como la madre. La obsesi-

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va insistencia maternal desde su primerísima infancia (con­ firmado luego también por la madre) en la salud física y en el elemento somático, explica en parte el porqué de la sintomatología psicosomática. — Sin embargo existe una hipótesis razonable de ca­ rencia profunda de tipo preedípico, confirmada por la diná­ mica familiar, en la cual la agresividad es altamente des­ tructiva porque no está explicitada sino que actúa casi sim­ bólicamente. Por una parte, la muchacha se hace curar pasivamente; por la otra “actúan” los distintos síntomas. Sin embargo, la persistencia de sus síntomas dentro de ciertos límites, y la claridad que tiene la joven sobre el hecho de que la amenorrea no es “su” problema, sino el de la madre, hace pensar en cierta autonomía del yo, bastante amplia. Sin embargo, junto con estas consideraciones se pro­ ponen algunas observaciones: a) Una psicoterapia costeada por la familia probable­ mente estaría contaminada desde el comienzo; b) La joven ha sido de alguna manera inducida por la complicidad ginecólogo-padres, y no ha llevado a cabo un verdadero proceso de elección; c)

El ambiente colabora sólo de una manera formal, pero no en profundidad;

d) La ausencia completa de toda “presencia” masculi­ na en los contenidos de la entrevista y en las prue­ bas psicodiagnósticas plantea la hipótesis de que existen dinámicas serias que todavía no han salido a la luz, cuya naturaleza e intensidad es imprevisible. En este momento se le hace a la joven la propuesta de una psicoterapia analítica breve de ocho entrevistas, una por semana, con una psicoterapeuta (elección para la cual se le da por fundamento la naturaleza específica de su problema de identidad femenina y que ella acepta de buen

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grado) con los siguientes objetivos: 1) Redefinir su problema y aclarar su alcance 2) Tratar de brindarle un mínimo de elerqentos para comprender lo que ella misma está viviendo y cómo poderlo vivir mejor; 3) Hacer una experiencia de lo que es una psicoterapia analítica, de manera que, cuando sea más autónoma e independiente económicamente, pueda llegar hasta el fondo. La joven acepta. Se comunica luego la decisión a los padres, diciéndoles que el “caso” no exige un tratamiento más largo. Aparte de la desaparición de la amenorrea a partir de la segunda entrevista, el elemento más importante fue el empleo por parte de la familia de la psicoterapia como un chantaje, al constatar que superada la pantalla del síntoma, la joven estaba trabajando auténticamente para lograr una identidad autónoma. La intervención terminó como se ha­ bía previsto, aun cuando la joven hubiera agradecido su prolongación. Nuestra opinión es que de esta manera he­ mos logrado influir en sentido preventivo y brindando un mínimo de límites del yo a la joven, lo que corresponde a la hipótesis de trabajo que habíamos hecho. B. El segundo ejemplo es de un hombre de treinta y cuatro años, soltero, empleado. Consiguió terminar estudios universitarios y desde en­ tonces no dejó de interesarse en los problemas culturales, sobre todo históricos y políticos. Vive con su familia de origen, es decir, el padre, la madre y dos hermanas de veintiocho y veintiún años, en un ambiente que no parece presentar conflictos de importancia. Algunos meses antes de acudir al psicólogo fue sorprendido por algo no precisable: una pérdida de conciencia, o por lo menos una fuerza desconocida e incontrolable, de la cual se había recuperado primero en una dependencia pública de observación psi­ quiátrica y luego durante tres o cuatro días en una clínica

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privada. La duración total de la recuperación había sido de tres semanas. El paciente no está en condiciones de recor­ dar y de referir mucho sobre lo que le sücedió durante este tiempo. Solamente sabe que, una vez salido de la clínica, aun sintiéndose tranquilo, le había quedado como una es­ pecie de vacío, de algo no explicado, que lo dejaba curioso pero también inseguro. Esta sensación se agudizaba cada vez que trataba de iniciar una relación con alguna joven. Había'vuelto a entrevistarse con el psiquiatra que diri­ gía la clínica, pero la terapia con ansiolíticos y antidepresi­ vos, a la cual había sido sometido, no lo había ayudado. Debido a ello, un compañero de trabajo le había dado el consejo de concurrir a un psicólogo. A partir de las anamne­ sis y de algunas técnicas gráficas proyectivas, era posible formular estas hipótesis: — El problema central del paciente parecía el de re­ construir un sentimiento de continuidad consigo mismo, que se había interrumpido bruscamente por motivos no aclarados — Esta interrupción grave podía ser indicio de cierto déficit de autonomía del yo, y al mismo de que sus defensas habían dejado de ser funcionales — El examen mediante técnicas psicodiagnósticas proyectivas había sacado a la luz un problema quizás grave de relación con la figura femenina; problema que hacía entrever y deducir otros, de los cuales, empero, el paciente no parecía tener conciencia — Existía, sin embargo, un buen control de la angus­ tia, transitoriamente unido con una fuerte motivación para la psicoterapia y un ambiente familiar y relacional positivo. Decidimos por ello iniciar una terapia de veinticinco sesiones, con frecuencia semanal, pero se estableció clara­ mente como tema central el intento de comprender qué había provocado la interrupción del sentimiento de con­ tinuidad. La fase anamnésico-diagnóstica había evidenciado que el episodio de pérdida de control se había producido

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concomitantemente con una crisis sentimental. En.el curso de la psicoterapia se intentó, por lo tanto, centrar la atención en el modo como el paciente vivía las figuras femeninas y en por qué, llegado a un punto, tenía que defenderse de ellas interrumpiendo a cualquier costa la relación, hasta el extremo de no experimentar una real excitación sexual durante el coito, sino sólo en las fases de los juegos sexuales. Debido a ello, tenía siempre miedo de que sus parejas lo advirtieran y lo juzgaran poco viril. Por medio de un sueño fue posible hacer emerger un recuerdo antiguo: las primeras sensaciones y experiencias sexuales conscientes que el paciente había tenido (jo quizás... sufri­ do?) alrededor de los diez-once años fueron con una mu­ chacha que venía a limpiar la casa, y estas experiencias habían sido de tipo manipulatorio, sin coito siguiente. Es probable que el miedo real, que luego provocaba el blo­ queo, se debiera a los sentimientos de culpa ligados con esta experiencia sexual, al peligro de que la situación sexual forzara la reaparición del recuerdo reprimido y las posibles proyecciones sobre su pareja. En algunas sesiones fue posible elaborar y esclarecer la importancia de estas dinámicas, hasta que el paciente logró comprender y reconstituir su sentimiento de continui­ dad. Se habló también de las implicaciones más amplias que revelaba el problema. Pero se llegó a la conclusión de que, antes de decidir si emprendía o no un análisis, el paciente sería examinado después de tres meses. Cuando se presentó en la fecha establecida, telató ha­ ber superado el problema y, aun teniendo conciencia de las otras dinámicas no afrontadas, manifestó que por el mo­ mento no pensaba iniciar un trabajo analítico. Vista su tranquilidad y también su nivel de compren­ sión, se decidió conjuntamente cerrar aquí el caso, conside­ rándolo positivamente resuelto.

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T ercera Parte

3.1.0 La interpretación

En esta parte final del presente trabajo quisiera tratar algunos aspectos inmediatos de la técnica. En algún modo nos hemos ocupado hasta ahora de la psicoterapia bajo el aspecto de la “estrategia psicoterapéutica”, en tanto que de aquí en adelante parece necesario esbozar los elementos “tácticos” o, si queremos, los instrumentos más inmediatos del trabajo terapéutico. No cabe duda de que el instrumento fundamental del trabajo psicoterapéutico es la interpretación, es decir, aquella operación mediante la cual el psicoterapeuta trata de ayudar al paciente para que comunique su propio in­ consciente. Antes de profundizar este tema, querría hacer algunas reflexiones introductorias. Interpretar, en sentido lato, co­ mo intento de penetrar en las cosas para aprehender los nexos recíprocos, y como operación de atribución de signi­ ficado a las distintas realidades, pero siempre con referen­ cia a relaciones que entrevemos entre las cosas observadas y un contexto más general, personal o interpersonal, es una de las actividades humanas más frecuentes y espontáneas. Pero aquí nos referimos a una forma específica de interpre^ tación, la interpretación psicoterapéutica. A fin de que ésta sea metodológicamente correcta y al mismo tiempo con­ gruente con los fines de la psicoterapia, debe emplearse sólo en el ámbito de un encuadre psicoterapéutico preciso. Los motivos que justifican esta norma son muchos y, diría yo, obvios. Me limitaré a señalar dos: 151

— Sólo en el ámbito de una relación precisa, en la psicoterapéutica es posible instaurar y verificar el clima emocional y la continuidad que permiten evaluar el mate­ rial que ha de interpretarse — Además, sólo en un contexto muy definido es posi­ ble tener en cuenta la disponibilidad y la dificultad del sujeto frente a las interpretaciones, como asimismo contro­ lar las tensiones contratransferenciales del psicoterapeuta. Estos dos elementos son necesarios para que una interpre­ tación resulte fundamentada. En este sentido, se hace evidente que la mala costum­ bre imperante en ciertos ambientes de interpretar en cual­ quier momento la actitud de los otros, como también el abuso de este instrumento en los medios masivos, en parti­ cular los audiovisuales, no sólo es, a mi juicio, una gravísi­ ma incorrección ético-deontológica en la medida en que no tiene en cuenta al sujeto y sus posibles reacciones, sino que presta un pésimo servicio al psicoanálisis dando de él una imagen superficial y falsa. Es, además, una actividad des­ tructiva, carente de todo fundamento y valor científico, y perjudicial para quienes tienen necesidad de una terapia psicoanalítica. Los psicoterapeutas tienen, pues, la grave responsabilidad de ser extremadamente cautos y medidos en la posible comprensión de las conductas de otro que deriva de la formación que ellos poseen y de la información psicoanalítica. Mediante la interpretación el psicoterapeuta intenta hacer consciente al paciente el nexo que existe entre algu­ na de sus manifestaciones, actitudes y vivencias, por una parte, y la dinámica inconsciente, por la otra, “revelándole” de esa manera nuevos significados de sí mismo y de la experiencia propia.

3.1.1. Algunas características de la interpretación La interpretación es una operación conceptual más bien compleja y que requiere procedimientos lo más defi-

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nidos posibles. Se trata, en efecto, de observar y captar el significado del material que el paciente presenta; de con­ frontarlo con los elementos conscientes de éste, con los datos biográficos disponibles y con los datos ambientales, y de poner en evidencia la recíproca relación: en otros térmi­ nos, se trata de un proceso de inferencia. Levy (1963) pro­ pone distinguir dos niveles distintos en la actividad inter­ pretativa. Un nivel, que él propone llamar semántico, en el cual el material presentado por el paciente es tratado como un conjunto de datos en bruto, que el psicoterapeuta reestruc­ tura por referencia al propio sistema lingüístico. Un segun­ do nivel, el nivel proposicional, en el cual, a la inversa, se formulan aserciones vinculadas con la teoría de la persona­ lidad elegida de antemano. Esta teoría funciona entonces como fuente de evaluación. En este nivel, pues, se da una elaboración de los datos brutos, que no puede prescindir de un objetivo específico como, según Levy, sucedería en cualquier proceso de tratamiento de datos. Por ejemplo, si un docente tiene en su clase un niño disminuido del cual se ocupa con mucho cuidado y preocu­ pación, hasta limitar notablemente su libertad de movi­ miento o de juego, podemos utilizar estos datos de dos maneras: — Diciendo que la actitud del docente es de sobrepro­ tección, y entonces hacemos una interpretación semántica, en la medida en que nos limitamos a reordenar los datos según nuestro código lingüístico; — Podemos agregar que este docente en realidad se está defendiendo del niño disminuido y lo rechaza, y en este caso habremos elaborado y evaluado estos datos, es decir, habremos cumplido una interpretación proposicional. Al primer nivel interpretativo hay que remitir todas las explicaciones y esclarecimientos que a menudo hay que proporcionar a los pacientes. Más que el descubrimiento de nuevos nexos en la realidad y la conexión con la dinámica inconsciente, la explicación y el esclarecimiento sirven

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para ayudar y facilitar la comprensión por parte del pacien­ te, sea de cuanto ha vivido o está viviendo, sea de la rela­ ción entre estos elementos y el proceso psicoterapéutico en su conjunto. Con frecuencia, pues, explicar y esclarecer constituyen una premisa necesaria para pasar a las interpre­ taciones preposicionales. Al segundo nivel pertenecen las interpretaciones que comúnmente, y quizás con más propiedad, se plantean como las interpretaciones psicoterapéuticas. Estas últimas, para ser eficaces, deben tener su propia estructura lógica, que incluya de alguna manera el término “porque” como marca de la razón que ha guiado al psicoterapeuta a impedir un determinado significado del material bajo examen (Ezsrael H., 1952). La fúndamentación de la interpretación le confiere una fuerza particular y contribuye de manera esen­ cial a hacerla clara y lo más directa posible. Es también muy importante que la interpretación sea expresada en la forma más lineal posible. Considero que debe quedar en claro, por la manera cómo la interpretación es presentada (por supuesto, no sólo desde el punto de vista verbal, sino tam­ bién desde el punto de vista emocional) que se la hace con la finalidad de ayudar al paciente no sólo a comprenderse sino, especialmente en los casos más graves, a controlar la angustia o a tolerar mejor los propios síntomas o sensacio­ nes penosas. En la medida en que la interpretación ponga en relación un proceso inconsciente con el yo, ensanchán­ dole el campo de conciencia, suponemos que esto (es decir, una mejor capacidad de controlar la angustia y una mejor tolerancia de los síntomas-sensaciones penosas) se produ­ cirá (Fordham M., 1975). De todas maneras, es fundamental actuar de modo que la interpretación no perjudique la alianza terapéutica, pues ello pondría en riesgo la totalidad del proceso terapéutico.

3.1.2. Reglas de la interpretación Cómo interpretar es un problema que se presenta con­ tinuamente en la actividad psicoterapéutica, un problema

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todavía no resuelto a pesar de los reiterados intentos de formular reglas “seguras”. Es probable que sea imposible darlas, pero sin embargo hay algunas en la cual coinciden gran parte de los psicoterapeutas, y que por consiguiente parecen tener cierto apoyo en la experiencia común. Cuan­ to diré aquí está dirigido a la sola interpretación verbal, y no a la que el psicoterapeuta brinda mediante sus otros com­ portamientos. Una primera regla es ofrecer las interpretaciones de la forma más clara y simple posible, utilizando por ello un lenguaje directo, libre de vocablos “técnicos” y de cons­ trucciones lógicas y sintácticas complejas, que de algún modo puedan disminuir la evidencia o inducir un grado, aunque sea mínimo, de ambigüedad. Sólo con estas condi­ ciones la interpretación no se presta para aumentar la difi­ cultad del paciente. Una segunda regla es de no hacer interpretaciones para las cuales el paciente todavía no está preparado. Mediante esta regla se pretende, por una parte, invitar al psicotera­ peuta a que se asegure de que cuanto piensa comunicar está presente, por lo menos, en el preconsciente del paciente, es decir, que éste tenga una intuición, por vaga que sea. Esto es necesario para evitar operaciones de intelectualización que peijudicarían gravemente la posibilidad de vivir con intensidad, desde el punto de vista emotivo los nuevos significados que presentan las interpretaciones. Por otra parte evita los efectos “choque” consistentes en una admi­ ración maravillada para con el terapeuta, que en general recubren y alimentan una relación psicoterapéutica disfun­ cional. Es necesario que el paciente perciba con claridad y viva el trabajo interpretativo como una actividad de pacien­ cia y de tesón, y no como el acto mágico de un prestidigita­ dor que saca conejos de la galera. En este sentido es útil recordar que el psicoterapeuta no tiene de ninguna manera obligación de interpretar todo, siempre, y a cualquier costa, sino que debe saber elegir qué cosa, cómo y cuando inter­ pretar, en función de la disponibilidad emocional del pa­ ciente y el momento específico del proceso psicoterapéutico.

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Finalmente, es indispensable que toda interpretación se ponga en relación con el presente, con el hic et nunc que el paciente está viviendo. Debido a ello, al hacer las inter­ pretaciones es necesario, según dije anteriormente, aguar­ dar y aprovechar el momento en el cual el paciente está dispuesto y puede hacer esta conexión, sea en función de su Situación psicodinámica o de las situaciones ambientales. Si la interpretación no es enlazable de alguna manera con la realidad del hic et nunc, en el mejor de los casos resultará inútil. Es una práctica establecida, desde la época de Freud, no hacer interpretaciones cuando es manifiesto que el pa­ ciente tiene dificultad o resistencia a aceptarlas, o cuando es evidente que el contexto en el cual se encuentra en ese momento no le consiente ninguna conexión con la realidad. A propósito de estas reglas quisiera hacer una aclara­ ción sobre el argumento de la profundidad de las interpre­ taciones. Parece que en los ambientes interesados en psico­ análisis ha surgido una especie de mito sobre el adjetivo “profundo”, referido precisamente a la interpretación, la cual sería nebulosamente reducible a no se sabe bien qué colocación topológica en la psiquis de los contenidos in­ conscientes, un poco si se tratase de una galería en una mina. Me parece que este tipo de expresiones y las fantasías que las acompañan indican hasta qué punto resulta fasci­ nante y vital la presencia del inconsciente en cada uno de nosotros, pero desde el punto de vista clínico carecen de cualquier utilidad. Considero que una interpretación pue­ de llamarse más o menos profunda en la medida en que es más o menos directa. Con esto intento decir que cuanto más directamente apresa los nexos entre el material presentado por el paciente y las problemáticas inconscientes de las cuales es expresión; y cuanto en mayor medida todo esto es comunicado y percibido vitalmente por el paciente de ma­ nera inmediata e intensa, tanto más puede decirse que una interpretación es profunda.

3.1.3. Resistencia y elaboración Es una experiencia común que, por más que el psieote-

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rapeuta pueda plantear las interpretaciones en el momento justo y según la modalidad técnica más correcta, éstas no producen a veces ningún efecto sobre el paciente, o al menos no producen el efecto previsto. En particular esto se verifica cuando, después de haber recogido gran número de observaciones y de haber percibido nexos recurrentes que permiten identificar modalidades repetitivas y cons­ tantes de reacción por parte del paciente, surgidas a lo largo de su existencia y que han producido experiencias seme­ jantes, el psicoterapeuta considera que ha llegado el mo­ mento de hacérselo notar al paciente. Asistimos con fre­ cuencia a una reacción entre la sorpresa y el desaliento, como si el paciente “acusase el golpe”, aun cuando el psicoterapeuta lineal y coherente, hasta el punto de que debería saltar a la vista por obra de los hechos mismos; sin embargo, la reacción emocional del paciente indica lo con­ trario. Sucede entonces que el paciente indica lo contrario. Sucede entonces que el paciente, aun sin oponerse de ninguna manera a la interpretación recibida (como si “no entrara a evaluar el acierto de la interpretación misma”) comienza a buscar otro modo para explicar los comporta­ mientos o los datos que el psicoterapeuta ha vinculado con la interpretación propuesta. Tiende entonces a presentar formas, a veces muy complejas, de justificación; propone hipótesis diversas, piensa que no ha sido suficientemente claro y parte a la búsqueda de nuevos recuerdos o de nue­ vos materiales que deberán servir para aclarar mejor o ha­ cer comprender exactamente al psicoterapeuta el verda­ dero núcleo del problema. En estos momentos se ve con claridad que existe en el paciente algo que le impide aceptar y hacer suya la inter­ pretación que se le propone. El tipo de reacción que impide la aceptación de la interpretación y el insight respecto de su contenido se llama resistencia. Este término, muy frecuente en el len­ guaje psicoanalítico, lo he evitado hasta ahora porque com­ porta un grave riesgo. En la mayoría de los textos de psicoa­ nálisis que circulan se tiende a explicar la resistencia como la reacción del paciente frente a una interpretación que en

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la realidad o en un nivel profundo no quiere comprender o aceptar. Aunque esto es indudablemente verdadero desde el punto de vista psicoanalítico, sin embargo es fácil olvidar que estamos hablando de un fenómeno inconsciente, y que por lo tanto la expresión “no quiere entender” o “no quie­ ren en realidad aceptar” y otras semejantes están tomadas en el significado simbólico e interpretativo que tienen en el psicoanálisis. Se corre el riesgo, si no prestamos suficiente atención a las propias reacciones contratransferenciales, de “moralizar” en sentido superyoico la resistencia, atribu­ yéndole la responsabilidad al paciente y reforzando la difi­ cultad de relación, tanto con la propia psiquis inconsciente como con el psicoterapeuta. Si bien es cierto —según se dijo en otra parte de este trabajo— que muchas veces fenómenos de tipo psicopatológico pueden representar o permitir satisfacciones “se­ cundarias”, sin embargo todo este dinamismo está obvia­ mente lejos de la conciencia y de la percepción del pacien­ te. Por lo tanto, subrayar la dificultad en aceptar el significa­ do de los propios comportamientos inconscientes, atribu­ yéndolos de manera culpabilizante al yo del paciente, que es la zona psíquica a la cual se dirige principalmente la interpretación, sobre todo en la psicoterapia analítica bre­ ve, significa reforzar los síntomas y los mecanismos patoló­ gicos de defensa. Referiré aquí algunos indicios de resistencia que, se­ gún la experiencia psicoanalítica, son los más frecuentes. Un primer criterio indicado por Karl Menninger es el de observar el orden con el cual el paciente presenta su propio material. Si, por ejemplo, el paciente, partiendo de la reali­ dad, de las propias experiencias completas y preferible­ mente actuales, establece conexión con la experiencia psieoterapéutica, logrando traer material de su experiencia pasada y luego consigue retomar al examen de la realidad concreta, se puede pensar que la marcha del proceso psicoterapéutico es buena y está exenta de elementos de resis­ tencia. En cambio, cuando el paciente está demasiado liga­ do al análisis o a las experiencias pasadas y no logra ni partir

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de la situación concreta ni remitirse a ella, sino que parece como aprisionado entre la historia personal y el análisis, se puede pensar que existen resistencias, y por consiguiente iniciar un tipo distinto de intervención psicoterapéutica, es decir, la elaboración, de la cual hablaremos en breve. Otro ejemplo clásico de resistencia es el del paciente que repite muchas veces en la psicoterapia la presentación de un mismo material (por lo común un recuerdo de infancia, pero a veces también un hecho más inmediato en el tiempo) pero sin hacer ningún intento de comprensión y sin ningún enriquecimiento real de los datos, ni informativos ni emo­ cionales. Podemos, por último, encontrar pacientes que inte­ rrumpen el propio discurso siempre en un mismo punto, giran en tomo de él, presentan siempre nuevas tentativas de retomar en el pasado y... en el futuro elementos que puedan hacer intuir algún conflicto, situación o recuerdo, pero no logran nunca afrontarlo directamente. Un caso de los más famosos y clásicos de esta clase de fenómenos es precisamente la represión. De todas maneras, frente a las resistencias es necesario que el psicoterapeuta aplique una manera particular de intervenir, a la que se denomina elaboración, es decir, un trabajo paciente y ponderado sobre el material. Como he­ mos dicho al hablar del insight, muchos psicoanalistas con­ temporáneos, entre los cuales hay que mencionar en pri­ mer lugar a D. Rapaport, sostienen la hipótesis de que el pensamiento puede de alguna manera volverse sobre sí mismo y llegar así a la adquisición de nuevos espacios de conciencia. Elaborar las resistencias e interpretarlas quiere decir presentar y volver a presentar de manera diversa, vinculándolo con experiencias diversas, empleando a ve­ ces un lenguaje distinto, el material presentado por el pa­ ciente, para que a éste le resulte posible comprender emo­ cionalmente en primer término que hay algo en él que se opone (es decir, resiste) a la interpretación y al insight, y luego buscar junto con el psicoterapeuta qué es eso que se le opone. Muchas veces se tratará de un miedo, de una

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inseguridad, o de otros estados de ánimo, expresados casi siempre mediante la angustia, que indican la manera en que el paciente se ha habituado con el correr del tiempo a reaccionar de un modo determinado, aun sabiendo por experiencia que éste no es adecuado. Y, a pesar de venir a la psicoterapia como consecuencia de esta claridad de visión teórica del problema, siente la posibilidad del cambio (cu­ yo carácter no logra, empero, ni siquiera imaginar) como una amenaza, y por lo tanto como un peligro para su pseudoidentidad. La elaboración y la interpretación aunadas deben servir para proporcionar al paciente elementos de seguridad eficaces, para que pueda sentir en el interior de la relación psicoterapéutica la energía suficiente para arriesgarse al cambio que la interpretación solicita. Creo oportuno recordar que la elaboración es uno de los momentos más delicados, y más necesarios a la vez, de todo el proceso psicoterapéutico, y traer a colación de ma­ nera especial el dicho de Freud de que el paciente debe disponer de tiempo para sumergirse en la resistencia, que el psicoterapeuta deberá demostrar la capacidad de escu­ char, de atención fluctuante y de ausencia de elementos narcisísticos que permitirán a este tipo específico de técni­ ca psicoterapéutica ser uno de los factores más favorables para la maduración y la formación dentro de la totalidad de la experiencia analítica.

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3.2.0 Los materiales analíticos

La interpretación, por su función singularísima y por su papel heurístico, que en el psicoanálisis es fundante, representa un tipo de instrumento absolutamente particu­ lar. Pero disponemos de otra serie de elementos, que llama­ ré aquí materiales analíticos porque tienen una doble confi­ guración: por una parte, representan materiales propia­ mente dichos que el paciente presenta y mediante los cua­ les contribuye a la construcción del proceso analítico; por la otra, representan a veces un material a analizar, y por consi­ guiente son objeto de la interpretación, pero a veces son también ellos mismos instrumentos que el psicoterapeuta emplea en función del proceso analítico, como sucede con la palabra o el silencio. Los materiales que se tratarán aquí son los que con mayor frecuencia aporta el paciente en el curso del trabajo psicoterapéutico y los más estudiados por la investigación y la reflexión teórica del psicoterapeuta. Es, sin embargo, muy importante tener presente que exis­ ten y pueden presentarse otros tipos de materiales, como por ejemplo la técnica de las arenas, que tiene su papel y su legitimidad en psicoterapia.

3.2.1. El hablar Este aspecto de la técnica psicoterapéutica se da con mucha facilidad por descontado o se lo ignora. Leyendo los trabajos de técnica psicoterapéutica de matriz psicoanalíti-

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ca surge la importancia de que el psicoterapeuta sepa escu­ char y facilitar la comunicación por parte del paciente. A propósito de este último, es precisamente cuando se subra­ ya el valor del hablar o dejar de hacerlo. El máximo interés teórico por el hablar del psicoterapeuta se concentra en las palabras para transmitir interpretaciones. Así es cómo sur­ gió el estereotipo del psicoterapeuta que unas veces es una esfinge muda; otras, un oráculo, parco dispensador de pre­ ciosos monosílabos, como si una especie de personalidad alejada diera garantías de la abstinencia, es decir, de la famosa regla derivada de Freud. En la actualidad este tipo de imagen tendría que ser superado y la orientación sobre el problema del hablar por parte del psicoterapeuta se ha ampliado notablemente (Schafer R., 1974). Sea de esto lo que fuere, sostengo que en psicoterapia analítica breve se exige también al psicotera­ peuta que sepa hablar. Como cualquier instrumento, éste es conocido, dosificado y no... abusado, pero el hablar con el paciente tiene aquí, a mi juicio, objetivos precisos: pro­ porcionar al paciente información que lo ayude a compren­ derse a sí mismo y las dinámicas relaciónales y situacionales, para facilitar la recuperación y la ampliación de la autonomía. Otra función es la de facilitar un clima de reciprocidad y de empatia, que se lo logra también mediante la manera de presentarse y manifestarse “personalmente” el psicote­ rapeuta. En lo referente al primer objetivo del hablar, tiene que ver con una función que podríamos llamar “pedagógica” del psicoterapeuta. En la psicoterapia analítica breve se da una condición de particular dificultad, debida a la falta de preparación que la mayoría de los pacientes tiene para la psicoterapia, unida a la brevedad del tiempo disponible para ella. Este tipo de dificultad creemos que puede superarse sobre todo mediante una alianza terapéutica basada sobre motivaciones adecuadas. Ahora bien, esta alianza exige que el paciente sienta alguna base de seguridad, que puede

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llegarle si siente que el psicoterapeuta no lo juzga, y tam­ bién si comprende “qué se está haciendo” en el curso del trabajo psicoterapéutico. Para este fin sirve expresar en voz alta lo que se piensa de cualquier hecho presentado por el paciente, en la posi­ ción real de no juzgamiento por parte del psicoterapeuta, brindando al mismo tiempo informaciones metodológicas. De esta manera el paciente tiene la posibilidad de seguir en concreto la lógica psicoterapéutica y puede asimilarla como para poderla usar luego como instrumento de comprensión de la propia realidad psíquica, aun fuera de la psicoterapia. Esto constituiría una ventaja no desdeñable de la experien­ cia psicoterapéutica. No intento decir con esto que la psicoterapia debe convertirse en una “lección” como sucedería, por ejemplo, si frente a una reacción el psicoterapeuta dijese: “Esto le sucede porque habiendo vivido usted esa experiencia de manera negativa...”. Aunque cierta dosis de explicación, según vimos anteriormente, es propedéutica y funcional para la interpretación, me refiero aquí a los comentarios, que, de hecho, mental y tácitamente hace cualquier psico­ terapeuta. Así, por ejemplo, frente a un paciente que se lamenta de no poder alejarse de su casa sin ser acompañado por alguien y no ve una conexión entre esta dificultad y el recuerdo de que siendo niño lo mandaron una vez a jugar solo fuera de la casa, en contra de lo acostumbrado, porque su abuela se estaba muriendo, se nos puede ocurrir espon­ táneamente el siguiente pensamiento: “¡También, des­ pués de semejante experiencia!”. Ahora bien, comunicar en voz alta este pensamiento, puede mostrar al paciente que participamos enteramente en sus problemas y al mis­ mo tiempo “enseñarle” con nuestra manera de proceder la importancia que tiene que también él considere con aten­ ción sus experiencias; pero por otra parte el tipo de cone­ xión que hemos logrado y que le comunicamos puede cons­ tituir una verdadera y adecuada iniciación en una manera diversa de mirar y de poner en relación recíproca las expe­ riencias. Darse cuenta de qué manera piensa y reaceio-

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na el psicoterapeuta y ver que no tiene necesidad de ocul­ tarlo es algo que contribuye mucho a que se instaure la seguridad que es la premisa de una alianza terapéutica válida. El otro aspecto se refiere a la manera de hablar como modo de expresarse en un nivel verdaderamente personal. Un hábito derivado de la formación cultural y con frecuen­ cia también de la formación analítica, hace que sea muy común en la práctica el uso de locuciones impersonales, tendientes a excluir al psicoterapeuta como sujeto activa e integralmente presente. De hecho, es muy distinto decir: “Usted no se ha expresado claramente” o “Tal vez usted quiso decir” y “Discúlpeme, pero no he comprendido. ¿ Quiere ayudarme a comprender mejor?”. El saber incluir­ se en el momento oportuno; presentarse como sujeto perso­ nal y no sólo profesional; hablar directamente, son todos elementos que pueden facilitar una relación auténtica, es decir, una experiencia que con demasiada frecuencia ha faltado o no ha sido constructiva en lá vida de los pacientes. Es obvio que tal procedimiento tiene sus riesgos; por ejemplo, favorecer el uso de la intelectualización como defensa o de llevar a un “debate” entre psicoterapeuta y paciente, que se dedican entonces a discutir sobre pala­ bras, en vez de hacerlo sobre los contenidos. De todas maneras, es un riesgo que vale la pena correr y que, final­ mente, puede ser empleado como una ocasión particular para observar la manera como el yo se defiende. El único tema que los autores desaconsejan tratar “hablando” en el sentido anteriormente mencionado, es la transferencia (Schafer R., 1974), y esto precisamente para evitar inducir una “neurosis de transferencia” o cualquier modificación de la terapia breve, motivada no por el análisis del conflicto central y del yo, sino por la transferencia.

3.2.2. El callar En una cultura como la nuestra, fundada de manera

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predominante, y diría que casi prevaricante sobre el valor de la palabra, es decir, del hablar, el silencio, acto de no hablar, está en cierta manera fuera de lo común. Por otra parte, dado que también en la formación para la psicotera­ pia la mayor parte del material didáctico empleado está igual­ mente fundado sobre la palabra, el silencio ha constituido un problema, tanto más profundo y real cuanto más escasas en realidad son las investigaciones y los estudios sobre el tema (Cremerius J., 1971; Pinkus L., 1976). Trataremos, por consiguiente, de ver los significados y los usos del callar en el ámbito de la psicoterapia analítica breve, tanto desde el punto de vista del psicoterapeuta como desde el punto de vista del paciente.

3.2.3. Uso psicoterapéutico del callar Veremos ante todo de qué manera el callar es un “ins­ trumento” que el psicoterapeuta debe emplear con pru­ dencia y a sabiendas, y cuáles son sus ventajas. Ante todo, con el silencio es posible introducir de manera inmediata lo específico del encuadre analítico, es decir, una dimensión de escucha, un espacio disponible para expresar y expresarse. Con neta diferenciación respec­ to de otros tipos de experiencia “médica” el paciente no es preparado aquí para que aporte informaciones y luego “presionado” a brindarlas de la manera más rápida y des­ carnada posible, ni tampoco se le solicita que se atenga a un determinado argumento, para no hacer perder el tiempo precioso del que lo escucha. No; en la situación analítica, el ritmo que desde la primera sesión caracteriza el encuentro pretende hacer comprender al paciente que es él, mediante su grado de participación, el que debe decidir cómo emplear el tiempo: que su problema, o lo que él considera en ese momento como relevante, tiene pleno derecho a ser escuchado y discutido;.que nada de lo que forma parte de la experiencia emocional humana carece de significado y de valor.

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Un segundo uso del silencio por parte del psieoterapeuta es para consentirse un espacio que tenga al mismo tiempo función de protección y de elaboración. Es indudable que durante el trabajo psicoterapéutico puede alterarse el equilibrio emocional homeostático por los distintos estímulos que surgen en el curso de la sesión. En este caso, el “retirarse” a un espacio de silencio, cuando se advierten modificaciones del propio equilibrio emocio­ nal, permite centrar la actividad sobre lo que está sucedien­ do mediante el único instrumento disponible para el psicoterapeuta: el autoanálisis, es decir, la evaluación analítica de la situación. Creo que esta forma de protección de la funcionalidad del propio sistema de personalidad, es decir, el saberse “retirar” momentáneamente del campo de la interacción es extremadamente necesaria para asegurar la higiene psíqui­ ca del terapeuta y para evitar dañosas operaciones proyectivas sobre el paciente. Pero, según dije, hay otro uso del silencio, el de crear un espacio para la elaboración del material. Con mucha frecuencia, antes de emplear el material presente en la sesión —sobre todo cuando no es posible, por ejemplo, postergar su utilización para la sesión siguiente— surge la exigencia de una elaboración, que sólo es factible mediante un retiro temporario de la situación. Esta operación permi­ te escuchar el eco emocional que determinado elemento produce en nosotros, y permite sobre todo evaluar y decidir los tipos, modos e intensidad de la intervención. Esto es sobremanera importante en una terapia analítica breve, donde todo tiende a adquirir significado e incidencia mayo­ res que en otras modalidades psicoterapéuticas, pues no cuenta con la posibilidad de diluirse en la duración y suce­ sión del ritmo de un análisis. Finalmente, el psicoterapeuta puede valerse del silen­ cio cada vez que resulta necesario comunicar al paciente la necesidad de prestar atención a la situación emocional es­ pecífica. Puede tratarse de una dificultad momentánea de hablar, de una manera preverbal que indica regresión o de

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cualquier otro factor: con su silencio el psicoterapeuta se propone siempre subrayar que existe un espacio y que el paciente puede usar libremente de él, de la misma manera como mediante el silencio se permite una fluctuación más libre y por consiguiente la posibilidad de observación y análisis de la angustia.

3.2.4. El silencio del paciente En el psicoanálisis del yo el hablar es considerado como una de las más importantes y delicadas funciones del yo, y consiguientemente el no hablar es mirado como un déficit o una falta de funcionalidad de la misma función. Considerado más directamente en relación con el en­ cuadre psicoterapéutico, el hablar es una manera construc­ tiva de participar en el proceso analítico, un signo de acep­ tación de la alianza psicoterapéutica de la cual hablé ante­ riormente. El silencio, en cuanto no hablaf, tiende por consiguiente a ser visto como un incumplimiento de aque­ lla alianza, aun cuando se trate de una sola sesión o de un momento particular del proceso terapéutico, y el objetivo que el psicoterapeuta se propone es ayudar al paciente para que vuelva a hablar, y a veces, para que comience a hacerlo. Sin embargo, como sucede con la mayor parte de los actos humanos, el silencio tiene otras posibles significaciones que van más allá de esta primera delimitación general de su significado y que hay que considerar con mayor diferencia­ ción. Si podemos de hecho asumir el hablar como expresión de un mayor control del yo sobre las dinámicas inconscien­ tes, es un índice de autonomía, aun cuando esto no debe entenderse de manera absoluta. Un primer trabajo del psicoterapeuta consiste en defi­ nir de alguna manera la modalidad del silencio. Es impor­ tante tratar de comprobar si los lapsos de silencio del pa­ ciente tienen alguna regularidad característica, por ejem­ plo, si suceden cada vez que se toca cierto tema o después de un determinado tiempo de iniciada la sesión, o si están

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distribuidos de manera más fortuita e independiente en el curso de cada sesión y de un grupo de sesiones. En caso que se dé una real regularidad de los lapsos de silencio en relación con los temas tratados o con el tiempo de la sesión, podemos pensar en un verdadero proceso de defensa, es­ tructurado de alguna manera, y entonces trataremos de elaborarlo en función de ello. Si, en cambio, el silencio es un hecho más episódico, se tratará entonces de vez en cuando de esclarecer su signifi­ cado. En lo referente a la psicoterapia breve, podemos enu­ merar algunos de los significados más frecuentes del silen­ cio. U n primer significado es el de marcar una regresión, es decir, el retomo a un estado preverbal. Pero esta regresión, en el contexto general del proceso psicoterapéutico, puede ser vista como patológica —y por ende como expresión de una defensa arcaica del yo— o puede tener un significado funcional. En este caso, que siempre hay que tener presen­ te, puede tratarse de una regresión funcional dentro del intento de luchar por lograr hablar, trasladándose en la fantasía a la edad en que el pasaje a la verbalización ha sido más difícil y conflictivo. Tenemos luego un silencio que tiene la función de crear un espacio en tomo del paciente para que pueda llevar a cabo una adaptación de las funciones del yo a las nuevas situaciones emergentes del análisis terapéutico del material presentado. Así, sucede con frecuencia que, des­ pués de haber escuchado una interpretación o de haber intuido alguna conexión, el paciente parece alejarse en cierta manera del encuadre mediante el empleo del silen­ cio. En realidad, este espacio de no hablar, que viene des­ pués de una incisividad de la palabra, no carente de agre­ sión (por lo menos percibida así por el paciente), le permite revivir episodios, situaciones, experiencias y, por consi­ guiente, dentro de esta dimensión silenciosa y en alguna manera “aislada”, consistente en revivir dentro del silen­ cio, probar si es capaz de cumplir adaptaciones que sean

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distintas de las ya vividas y experimentadas como disfun­ cionales. Este tipo de silencio, indispensable para el proce­ so terapéutico, tiene que respetarse con sumo cuidado. Podemos pensar, finalmente, en otra tercera clase de silencio, que tiene por función permitir una creatividad del paciente. Puede suceder que, al relatar experiencias, al recordar sueños, o simplemente al colocarse en la situación psicoterapéutica, el paciente quede callado de improviso. Esto, a veces, implica un particular modo de alejamiento, que ex­ presa una elaboración específica e intensa: la intuición de algo nuevo y creativo en la propia dinámica psíquica. Aun­ que no es fácil de reconocer, también este tipo de silencio representa un elemento precioso en la evolución psicodinámica, tanto del paciente como de la relación psicoterapéutica. Este tema, aunque me parece claro, no puede agotarse en tan pocas características. Sin embargo, a propósito de él se plantea una distinción muy importante entre la psicote­ rapia breve y la psicoterapia de plazo más extenso o llevada con un esquema terapéutico distinto. La riqueza y plurali­ dad de los significados del callar, el que se lo trate como defensa, en función de la transferencia, etcétera, son todas dimensiones reales, pero que, a mi juicio, caen fuera de la posibilidad y de la oportunidad interpretativa de una psico­ terapia breve. Pienso, en cambio, que los escasos elementos propor­ cionados pueden ayudar concretamente a tener debida­ mente en cuenta y a saber usar este elemento, en el ámbito de la técnica aquí presentada.

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3.2.5. Comportamientos no verbales Entre los factores llenos de significatividad para los fines de la comprensión y de la interpretación terapéutica, van adquiriendo una importancia cada vez mayor los así

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llamados “comportamientos” o conductas “no verbales” (Medi P. y colabr., 1975). Ya Freud, al hablar del concepto del “actuar”, había advertido que el proceso de pasaje y de comunicación entre material inconsciente y conciencia no se producía sólo so­ bre las huellas de la reemergencia del recuerdo-palabra, sino que había señalado la importancia de los actos fallidos o de cualquier otra modalidad de comunicación no verbal. El expresarse con conductas no verbales puede deberse a múltiples razones: una dificultad de comunicación, de re­ sultas de la compleja dinámica de conflicto-defensa que provoca una inhibición temporaria de la palabra; una parti­ cular intensidad emocional concomitante al reaflorar de un recuerdo o de la toma de conciencia de un aspecto particu­ lar; o puede estar también ligado a una dinámica regresiva de tipo oral. Observando los comportamientos no verbales, se pueden obtener informaciones sobre la manera como el sujeto se vive y se autopercibe, sobre el ritmo y las variacio­ nes de la emotividad, sobre las relaciones interpersonales. Algunas veces, el comportamiento no verbal indica la presencia de un contenido ideativo-emocional distinto, y hasta divergente, respecto del que el paciente comunica verbalmente. Los autores que se han ocupado expresamente de este problema mencionan la utilidad de disponer de “grillas” de los comportamientos no verbales. Utilizaré aquí un con­ junto de estudios, entresacando de ellos los elementos que me parecen más útiles para los fines del presente trabajo. Dos son las categorías que parecen más adecuadas para evaluar los comportamientos no verbales: comportamien­ tos autorreferidos y comportamientos comunicativos. Los comportamientos no verbales autorreferidos son gestos espontáneos que parecen exentos de intencionali­ dad comunicativa, y que de todas maneras no tienen un equivalente verbal inmediato. Por ejemplo, manipular la propia ropa, juguetear con objetos diversos, etcétera. Pare­ cería que este tipo de comportamiento precede e _ indica situaciones conflictivas y aun de temor. Se los menciona 170

frecuentemente como conductas recurrentes que señalan una dificultad de relación con el terapeuta, que el paciente no encuentra manera o espacio para expresar. También al comienzo de la sesión aparecen con fre­ cuencia gestos de autorreferencia, como expresión de te­ mor o de incertidumbre del paciente frente al desarrollo de la sesión. Mahl (1968) relata la observación de que en este último caso se trataba de sesiones en las que se hizo claro posteriormente algo nuevo, importante o penoso. Parece interesante la hipótesis de que este tipo de conductas tie­ ne un propósito de adaptación, igual que las defensas. Los comportamientos no verbales comunicativos son expresiones cuyo significado puede traducirse de manera inmediata en un equivalente verbal, comprensible de ma­ nera general. Ejemplos de ello es la mímica del rostro (arrugar la frente, levantar las cejas), sacudir la Cabeza, etcétera. Estas conductas tienen el valor de una explicación inmediata del estado de ánimo, o el de proponer un verda­ dero código personal de autocomunicación. Por ejemplo, el mantener baja la cabeza o no mirar al terapeuta durante algunas sesiones, para cambiar luego este comportamiento, es una manera de comunicarse con el psicoterapeuta en un nivel distinto del verbal. Con mucha frecuencia, este tipo de comportamientos tiene una enorme importancia y pue­ den ser considerados como una retroalimentación verdade­ ra y propia de la situación psicoterapéutica. Los estudios de que disponemos sobre este tema no son, sin embargo, muchos, ni están suficientemente desa­ rrollados para proporcionar un código interpretativo de ta­ les gestos, como por ejemplo se ha hecho con los sueños. De todas maneras, es suficiente tener presente su impor­ tancia, y tomarlos en cuenta, tratando, mediante la reflexión sobre la propia experiencia, de construir para uso personal un cuadro de referencia que permita su comprensión y empleo terapéutico.

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3.3.0 El sueño La gravitación y el significado del sueño en la vida psíquica, como también su particular aptitud para un enfo­ que interdisciplinario tanto teórico como aplicado han con­ firmado la validez de la intuición de Freud acerca de la importancia inmensa del sueño como técnica de indaga­ ción de la personalidad. Es necesario, sin embargo, proce­ der a cierta revisión de las formulaciones teóricas origina­ rias y de las modalidades del uso clínico (Mecarley R. W., Hobson A., 1977). En lo concerniente a la utilización del sueño en psico­ terapia analítica breve, el tema ha sido poco discutido, o se ha preferido dejar este instrumento para el análisis propia­ mente dicho, individual o grupal (Small T., 1971; Ammon G., 1974). No obstante, hubo siempre psicoterapeutas que emplearon el sueño sistemáticamente en psicoterapia ana­ lítica breve y documentaron tanto las razones teóricas como los resultados clínicos (Merril S., Cary G., 1975). Después de los últimos estudios sobre el sueño, pienso que no existe justificación alguna para no emplearlo en psicoterapia ana­ lítica breve, antes bien, muchas razones para hacerlo. En primer lugar, el sueño proporciona al terapeuta una canti­ dad de informaciones que difícilmente se obtienen por otra vía en tan poco tiempo, y nunca con las mismas cualidades emocionales y relaciónales del sueño. Mediante el relato de sus sueños, el paciente dispone de una manera de colaborar activamente, de hacer una contribución casi tangible al trabajo terapéutico, con lo

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cual, en cierta medida, toma menos asimétrica y confirma la alianza terapéutica. En caso contrario, se cuenta con un material óptimo para conocer y comprender las dificultades del paciente en la relación terapéutica, aun y especialmen­ te más allá de apariencias que podrían ser demasiado tran­ quilizantes. He observado frecuentemente que ladificutad para recordar o relatar sueños después de situaciones tera­ péuticas particulares, como por ejemplo el rechazo de una interpretación o el cambio neto de contenido en lo referen­ te al significado de un síntoma, tiene el valor de indicar hasta qué punto esa área problemática o aquellos conflictos no están maduros para ser afrontados y que la función de los síntomas que lo expresan es todavía necesaria para el pa­ ciente, y que por ello los “respeta”. Se ha señalado también el valor de abreacción que poseen los sueños y al mismo tiempo su función para limitar el acting-out del paciente brindándole para ello el espacio onírico (Khan M. R., 1972).

3.3.1. Cómo tratar el sueño Aceptada la oportunidad y las ventajas que presenta la utilización del sueño en psicoterapia breve, se plantea el problema de cómo tratar el material onírico. Obviamente, ello supone un conocimiento de los procesos oníricos, por lo menos de aquellos que hoy día conocemos, unido a cierta amplitud de experiencia en el campo psicoterapéutico. Quiero presentar aquí una de las maneras de tratar el sueño en psicoterapia analítica breve, que es bastante simple y que ha demostrado al mismo tiempo ser funcional para este tipo de técnica y tiene la ventaja de no activar dinámicas que requieren tiempos y contextos distintos. Una de las características actualmente reconocidas de manera casi general es la de ser un “mensaje”, una forma de comunicación del inconsciente. Ya en la segunda o tercera sesión menciono al paciente esta función del sueño, ha­ ciéndole presente que, si lo desea, podrá relatarme los sueños que tiene o los que considera que lo afectan más, 173

advirtiéndole, sin embargo, que examinaremos los sueños que están especialmente ligados con el conflicto o con el área problemática que hemos elegido para circunscribir nuestro trabajo psicoterapéutico. La primera vez que el paciente trae un sueño, le pido que exponga el texto, es decir, que me relate el sueño tal como lo recuerda, como si se tratara precisamente del texto de un mensaje. Algunas veces, los pacientes temen no recordar los sueños, y los escriben, o preguntan si pueden escribirlos. En tal caso lo dejo a criterio de ellos, pues no he advertido inconvenientes. Una vez que el paciente ha refe­ rido cuanto recuerda, lo invito a comunicarme el contexto del mensaje, es decir, le pido que me indique con qué experiencia concreta o con qué recuerdo (puede ser tam­ bién cultural, histórico, emocional) se podrían conectar o la ambientación del sueño (lugar, momento, situación emo­ cional del conjunto) o sus elementos componentes (perso­ najes, flores, colores, etcétera). Este tipo de elaboración, que procede mediante recuerdos, analogías y asociaciones, trato de desarrollarlo hasta que el significado del sueño resulte evidente. En ese momento intento proporcionar al paciente —haciéndolo participar lo más posible— una sín­ tesis explicativa y comprensiva del “mensaje” onírico. Para esta utilización y tratamiento del sueño, cuya clara finalidad es obtener las ventajas de las que hablé anterior­ mente, evitando a la vez rozar temáticas no previstas en la estrategia psicoterapéutica breve (por ejemplo, las que po­ drían inducir una neurosis de transferencia) hay que tomar en cuenta las siguientes indicaciones: a) La atención del psicoterapeuta se centra en el conte­ nido manifiesto del sueño. Esto, sin embargo, no implica que el examen sea superficial, ya que se ha demostrado la no equivalencia del contenido latente y el contenido pro­ fundo (Jones R., 1970). b) Es imposible sostener que cualquier sueño sea la realización de un deseo, aun cuando ciertamente es —y así lo planteo y lo uso— un modo privilegiado de conocer los

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niveles de homeostasis entre el yo y el inconsciente y los modos más inmediatos e instintivos con que la persona vive sus problemas. Por último, lo considero un útilísimo feed-back del funcionamiento del proceso terapéutico, en especial cuando no me resulta claro y suficientemente claro. c) Para alcanzar .estos objetivos considero oportuno evitar el empleo de material onírico referido a la transferen­ cia, e intento más bien, según la práctica recomendada por R. Jones (1970), utilizar las informaciones refiriéndolas de manera general a las situaciones de la vida del paciente en las que los elementos significativos del sueño tienen carac­ terísticas similares, o en las que el paciente desempeña el mismo papel. Un ejemplo tal vez ayude a la comprensión de este método. A) es una joven de 19 años, estudiante de primer año de ciencias naturales, que inicia la psicoterapia porque le es imposible estudiar (lo que sí hacía antes), pues es incapaz de concentrarse y de recordar lo que lee u oye. Tiene éxito, en cambio, en otros trabajos, y logra mantenerse y costear sus estudios, ya que su familia no reside en la ciudad sede de la universidad, como también solventarse la psicotera­ pia. Su trabajo es la jardinería, y se ocupa de curar plantas a domicilio. Sus relaciones con la familia y sus amigos son, según me informa, buenas. Las motivaciones para el estudio son váli­ das, y A. parece estar bien ambientada. El diagnóstico no revela ningún elemento claramente disfuncional fuera de los síntomas mencionados, salvo quizás una relación un poco demasiado buena con el padre. Se convino un ciclo de psicoterapia breve de ocho sesiones, una por semana. A la tercera sesión, A. relató el siguiente sueño: Texto: “Me encontraba encima de un puente (¿o un pasaje?) que unía dos construcciones, dos palacios, y no sabía bien a dónde ir. Pero tenía la sensación de que en uno

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de ellos había alguien que me necesitaba, y que posible­ mente me estaba llamando”. Me desperté sobresaltada. Contexto: “El puente me recuerda uno que está cerca de mi casa y que permite pasar el canal para ir a la playa. Es un puente levadizo, que deja pasar las embarcaciones. El palacio donde habita mi familia está del otro lado del puen­ te y mira hacia la tierra, no hacia la playa. Pero enfrente de él no existe ningún otro palacio. Le pregunto a la paciente si en la playa no hay ninguna construcción de cierto tamaño que pueda, aunque sea de lejos, ser confundida con un palacio. La paciente recuerda entonces que hay un establecimiento balneario “de lujo”, al cual iba a veces a bailar. Profundizando las informacio­ nes sobre el baile, resulta que A., aunque tiene dos herma­ nas un poco mayores que ella, experimentaba extrañas sen­ saciones, como de tristeza, cuando iba a bailar, por dejar solo a su padre. Le pido que precise mejor ese recuerdo, y me dice que sus padres no se llevaban bien. No me había hablado de ello porque no pensaba que tuviera que ver con su problema, sobre todo porque se trata de un hecho recien­ te, ligado con la decisión del padre de no aceptar una propuesta de promoción en el trabajo porque implicaba un traslado. Los padres nunca habían discutido vehemente­ mente el tema, o por lo menos, no delante de los hijos. Pese a ello, a partir de ese día la atmósfera de la casa había cambiado, y como ambos hermanos apoyaban claramente a la madre, ella sentía ser la única que sostenía a su padre. A partir de esta manifestación fue fácil comprender conjunta­ mente que su situación universitaria, ya fuera porque ella se encontraba bien allí (un ambiente animado y hasta... de lujo, como el establecimiento balneario de su ciudad), ya porque la había alejado del problema, era fuente de un conflicto inconsciente que, ni la actitud de respeto y hasta de aliento para que siguiera su camino por parte de su padre, ni el hecho de ser independiente económicamente (y probablemente esta razón era una tentativa de racionali­ zación que no daba resultado) habían podido evitar. Pres-

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cindiendo de la manera como fue utilizado este sueño, quiero destacar el método empleado: la paciente expone el texto, que es aceptado tal cual, sin críticas. Luego, el con­ texto. El terapeuta interviene activamente ayudándola a valorizar todos los elementos, hasta que se logra obtener un mensaje comprensible y, por lo tanto, terapéuticamente utilizable.

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3.4.0 Psicofármacos y psicoterapia Como es frecuente que el psicólogo tenga que colabo­ rar con médicos, especialmente en las instituciones sociosanitarias, surge el problema de la actitud que hay que tomar respecto del uso de los psicofármacos y de la posible interferencia que éstos ocasionan en la psicoterapia. A pe­ sar de que con frecuencia los psicoterapeutas manifiestan un rechazo tajante frente al uso de los psicofármacos por parte de sus pacientes (que probablemente haya que rela­ cionar con la actitud médica correspondiente en lo referen­ te a la psicoterapia), ya Freud (1940) había intuido la impor­ tancia, y ocasionalmente la necesidad, de su empleo en la cura de las perturbaciones psíquicas. La hipótesis óptima sería la de una situación en la cual las decisiones terapéuti­ cas se toman después de discusiones y decisiones en co­ mún de todos los integrantes del equipo que actúa en la institución sociosanitaria. En cualquier caso haría falta ac­ tuar de manera que las prevenciones recíprocas, y todavía hoy frecuentes, con la competitividad que ocultan, no se actúe valiéndose del paciente. Un primer elemento es la ayuda concreta que puede brindar el psicólogo al médico en el plano clínico en lo referente a la prescripción de fármacos psicotrópicos. De hecho, esta clase de fármacos tiene por objetivo modificar algunos procesos psicológicos y las vivencias respectivas, actuando en el nivel del sustrato biológico y de la dimen­ sión bioquímica. En términos psicodinámicos, esperamos de los psicofármacos una acción selectiva, que estimule,

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favorezca y potencie las estructuras del yo, facilitando las condiciones para la reinstauración de un equilibrio homeostático. Ahora bien, me parece evidente que, por lo menos en el plano teórico y teniendo presente tanto los límites de la psicología como de la neuropsicofarmacología, cuanto más claramente esté el psicólogo en condiciones de comprender e ilustrar al médico en cuanto a las funciones del yo que están perturbadas, y qué tipos de procesos están por debajo de la sintomatología que presenta el paciente, tanto más consciente y directa (y por consiguiente, tanto más incisiva y eficaz) podrá ser la elección del fármaco. Por otra parte, es conocido que, además de otros efectos estre­ chamente ligados a la sustancia psicotrópica, existe una manera de vivir el fármaco que produce efectos colaterales de naturaleza psíquica, que van desde el efecto placebo hasta los de tipo paradojal. Desde el punto de vista de su incidencia sobre el proceso psicoterapéutico es importante analizar la manera como el paciente vive el fármaco, sea para evitar formas de dependencia (y que el fármaco se convierta en el equiva­ lente de una droga), sea para comprender cuál es la función que cumple en la economía psíquica del páctente. Un pri­ mer riesgo es que el paciente utilice el fármaco como modo de comparación de la eficacia de las “dos” psicoterapias (la psicológica y la farmacológica), poniendo en contraposi­ ción simultáneamente a los respectivos representantes. Se trata aquí, por lo general, de un acting-out, es decir, de una fuga de la situación psicoterapéutica y, por consiguiente, de una búsqueda de intervención casi siempre mágica y desresponsabilizante, ligada con las necesidades y deseos de dependencia infantil. Según el tipo de fármaco, sus efectos reales y la modali­ dad de su administración, el paciente puede utilizarlo co­ mo sustitución de una realidad concreta sobre la que pro­ yectar fantasías y deseos. Así, un preparado que se suminis­ tre por vía bucal representa frecuentemente el equivalente de fantasías y necesidades de oralidad, de identidad que hay que incorporar (por ejemplo, la fuerza del que conoce

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el secreto del fármaco y puede dispensarlo), de la misma manera como un preparado que se administre por vía parenteral puede ser ligado con niveles anales, en que el fármaco se convierte en fuerza e irrumpe en la personalidad. Al término de estas anotaciones falta subrayar el hecho de que psicoterapia y farmacología con frecuencia tienen que cumplir una acción sinérgica en la relación con el paciente. El uso del fármaco y su utilización psicodinámica, sobre todo inconsciente, puede y debe ser comprendida como un material de análisis.

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3.5.0 La terminación de la relación terapéutica Es una experiencia común que terminar una psicotera­ pia es un momento sumamente delicado. En términos ge­ nerales, se pregunta cuándo y cómo terminar un proceso tan particular. Las respuestas que se han dado son muy distintas entre sí y muy parciales. Los psicoterapeutas que se filian con la escuela psicoanalítica del yo toman como referencia la fase en que el sujeto ha alcanzado ya una autonomía suficiente, que le permite operaciones funcio­ nales de neutralización y de canalización de la energía psíquica. Este punto de referencia, aun cuando conceptual­ mente es exacto, presenta en la práctica clínica mucha dificultad y con frecuencia inseguridades, ya que lo que se pregunta es no sólo cuál es el estado actual de autonomía del paciente, sino también su consistencia, y por consi­ guiente su capacidad de resistir nuevas tensiones emocio­ nales que puedan presentarse. Desde el punto de vista de la psicoterapia analítica breve, “cuándo” terminar las sesiones es algo que en cierta medida está preestablecido, como se dijo. Pero adquiere un valor específico el cómo terminar la relación. Es común, en efecto, que el paciente trate de anticipar la terminación de la terapia para evitar la frustración que implica la separa­ ción y, por consiguiente, actúe las fantasías conectadas con la angustia de separación. Esto puede algunas veces poner en cuestión la totalidad del trabajo psicoterapéutico, tanto en el sentido de que el paciente muestre una mejoría pre­ coz y, diría yo, sorprendente (que en realidad es el resulta­

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do de procesos de defensa contra la angustia de separa­ ción), mediante la negación de los síntomas, para demostrar que ya se encuentra bien y que no hay razón para proseguir la psicoterapia, o mediante una continua producción de nuevos materiales, para hacer imposible el análisis, y por Consiguiente el respeto del programa terapéutico. En principio, en el ámbito de la psicoterapia analítica breve es oportuno atenerse al programa convenido, tratan­ do de explicar y hacer comprender al paciente sus intentos de defensa. Por lo común, creo que la última sesión debe dedicarse a verificar las hipótesis establecidas en común durante la fase diagnóstica, asignando particular importancia a poner al paciente en condiciones de comprender el trayecto reco­ rrido, las modificaciones obtenidas, los rasgos más estables y consolidados de su personalidad. En cierto sentido, el paciente tiene que llegar a valorizar al máximo su experien­ cia como un potencial que tendrá manera de utilizar él mismo en el futuro. Para este fin, es muy importante llegar a conectar la experiencia psicoterapéutica que está en trance de terminar, con los sucesivos programas, tanto en el caso en que éstos prevean una continuación bajo la forma de psicoanálisis o que sean concluyentes, de manera que el paciente tiene que descubrir y valorizar por sí mismo su significado pleno. Considero muy práctico y fundado el consejo de F. Alexander (1959) de hacer presente al paciente que las semanas siguientes a la terminación de la psicoterapia tie­ nen que ser vistas como una convalecencia. Se trata, por consiguiente, de una fase delicada, en la cual hay que estar preparado para distintas eventualidades, entre ellas, una particular reactividad a los estímulos ansiógenos y a la posibilidad de una recaída, es decir, de una reaparición de los síntomas. El que se lo informe de esta posibilidad es algo que el paciente la mayoría de las veces percibe como un acto de confianza por parte del psicoterapeuta y que al mismo tiempo permite una anticipación de procesos defen­ sivos funcionales al servicio del yo. Simbólicamente, el 182

paciente tiene que vivir una experiencia de restitución de algo que es suyo, y al mismo tiempo comprender que lo que permitió esta restitución fue un proceso de reciprocidad. Cuando surgen dificultades graves, éstas se deben casi siempre al hecho de que se ha instaurado una dinámica transferencial distinta, por su intensidad y/o modalidad, de la que es congruente con este tipo de psicoterapia. En estos casos es muy difícil dar indicaciones que sean válidas de una manera general. Será necesario decidir caso por caso, pero la advertencia de recordar que la primera solución que se presenta en la mente del terapeuta, es decir, la de prolon­ gar la terapia para trabajar sobre la transferencia e intentar resolverla, no es necesariamente la mejor, sino que puede ser muy riesgosa, sobre todo si el psicoterapeuta, por no esperar esta reacción, no había tenido conciencia adecuada de la situación. En definitiva, sobre todo en psicoterapia breve, si la fase diagnóstica se ha llevado correctamente, y si en el curso de la psicoterapia nos atenemos a los criterios descritos al formular la estrategia de intervención, sobre todo en lo concerniente a las motivaciones, será probable que la relación llegue a su fase final como resultado de una maduración del paciente, y ésta será la mejor confirmación^ de la constructividad del trabajo efectuado.

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Conclusión

Mientras escribía este libro tuve conciencia de que pude dar una imagen de la psicoterapia analítica breve como algo muy complejo y en cierta medida trabajoso: demasiado frío y racional. En realidad, no es así. Mi experiencia personal, como por cierto la de quienes practican la psicoterapia analítica en todas sus modalidades, confirma lo amplio que es el espacio de creatividad y de riqueza emocional de esta acti­ vidad. Sin embargo, estoy convencido de que, cuanto más conocida y preparada sea una intervención psicoterapéutica en sus dimensiones teórico-clínicas (es decir, cuanto más claros sean los confines de la técnica que se emplea), tanto más la capacidad, la seguridad y la utilidad de emplearla se convierte en sostén y garantía de la originalidad y la creati­ vidad de cada terapeuta individual. Por todas partes, en mayor o menor medida, surgen innumerables formas de actividad dirigidas a la psiquis y que reciben todas el nom­ bre de “psicoterapia”. Esto es un grave perjuicio, sea para los usuarios, que muchas veces carecen de información y son impulsados sólo por la urgencia de la propia problemá­ tica y del sufrimiento personal, por lo cual buscan ayuda en cualquier espacio que se les presente como accesible y fértil en promesas terapéuticas; sea para la psicología clíni­ ca y a la psicoterapia como forma de conocimiento científi­ co, desde el momento en que precisamente la carencia de, fundamentos teóricos —y por lo tanto de la posibilidad

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misma de reflexión clínica sobre los distintos datos— impo­ sibilita dar razón tanto de los fracasos como de los éxitos. Hasta qué punto esto sea favorable al reclamo, siem­ pre latente, de una organicidad del hecho psíquico, supera­ da cultüralmente pero siempre presente, como también a la trivialización colectiva de las realidades psíquicas, sobre todo inconscientes y por motivos fácilmente intuibles, creo que nadie puede negarlo. La responsabilidad de cuantos eligen hoy día como profesión la de ser psicoterapeuta exige, a mi juicio, que esa elección incluya también la de una teoría de la personali­ dad, dé su salud y de su falta de salud y —para expresarlo con los términos empleados anteriormente por mí— de ser o no funcional en cuanto sistema. Con niveles diversos de experimentación y de investigación clínica y de teoría, actualmente son más de una las posibles teorías suscepti­ bles de ser tomadas en consideración. En cierto sentido, hasta diré que es indiferente “cuál” sea esa teoría. Siempre y cuando el terapeuta tenga conciencia de las responsabili­ dades sociales de su elección o de su omisión. He presentado aquí un tipo particular de estrategia y de técnica psicoterapéutica ligada con el psicoanálisis, y creo haber justificado suficientemente esta eleeción. Si, al terminar el trabajo con este libro, el lector piensa haber adquirido una lógica de la intervención psicoanalítica; si logra aplicarla a otras técnicas y a otras teorías; si sobre la base de esta lógica que cree haber adquirido descubre nuevas formas de creatividad terapéutica, hasta, llegando al límite, desarmar pieza por pieza este trabajo, entonces diré que ha adquirido una nueva posibilidad de autonomía y un acierto metodológico. Lo cual es suficiente para justificar el empeño y el esfuerzo que este trabajo me ha demandado.

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