Teología Espiritual. Manual de Iniciación - Pablo Marti Del Moral

March 20, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Teología Espiritual. Manual de Iniciación - Pablo Marti Del Moral...

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Pablo Marti

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TEOLOGIA ESPIRITUAL Manual de Iniciación

RIALP

TEOLOGÍA ESPIRITUAL Manual de Iniciación

PABLO MARTI DEL MORAL

TEOLOGÍA ESPIRITUAL Manual de Iniciación

EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

© 2006 by PABW MARTI DEL MORAL © 2006 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

Ilustración cubierta: Anónimo s. XVIII, pintura al fresco. Abanassi (Bulgaria).

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

ISBN: 84-321-3588-7 Depósito legal: M-15559-2006 Impreso en Gráficas Rógar, S. A., Navalcarnero (Madrid)

ÍNDICE

Introducción . ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... l. Presentación .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 2. El objetivo: la teología espiritual como estudio teológico de la vida cristiana .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 2.1. El objeto de la teología espiritual ................... 2.2. Las fuentes .................................................... 3. Líneas de fondo y estructura del manual .. .......... .... 3.1. Hilo conductor .... .... .......... .............. .......... ... 3.2. Los cinco capítulos ........................................

11 11 12 13 13 14 14 16

Abreviaturas ...................................................................

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Capítulo l. LA VIDA CRISTIANA ES VIDA DE SANTIDAD Y APOSTOLADO . ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ....

Introducción . ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... l. La santidad en el Antiguo Testamento .......... ......... 2. La doctrina sobre la santidad en el Nuevo Testamento ................................................................... 3. La noción teológica de la santidad cristiana ........ ... 3.1. Las dimensiones ontológica y existencial de la santidad cristiana .......... .......... .... .......... ........ 3.2. El dinamismo de la santidad: don de Dios y libre aceptación de la persona ...... .............. .... 4. La unión entre santidad y apostolado: vocación y misión en la Iglesia .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

21 21 25 27 31 32 36 41

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4.1. Unidad de ser y misión en Cristo y en el cristiano ............................................................. 4.2. Unidad y diversidad en la Iglesia ................... 4.3. Los laicos y la santificación en medio del mundo.......................................................... Capítulo 2. LA VIDA ESPIRITUAL COMO VIDA DE HIJO DE DIOS EN EL ESPÍRITU .... .............. .............. ........... Introducción ... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... ..... .... ..... .. l. El hombre es imagen de Dios .. .......... .... .......... ...... 2. La vida espiritual es vida trinitaria: la inhabitación trinitaria . ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... .. 3. El cristiano es hijo de Dios .................................... 3.1. La filiación divina en la Sagrada Escritura ..... 3.2. Teología de la filiación divina ........................ 3.3. Vivir como los hijos de Dios .........................

43 46 48

53 53 56 66 71 71 75 78

Capítulo 3. IDENTIFICARSE CON CRISTO .. .... .......... .... .. 87 Introducción ... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... ..... .... ..... .. 87 l. El cristocentrismo de la vida espiritual .. .. .. .. .. .. .. .. .. . 89 2. El seguimiento y la imitación de Cristo en la Escritura....................................................................... 92 2.1. Seguir a Cristo .............................................. 93 2.2. La imitación de Cristo .................................. 95 3. Del seguimiento y la imitación a la identificación con Cristo ........ .... .......... .... .......... .... .......... .... ..... .. 98 4. ¿Cómo se desarrolla la identificación con Cristo? .. . 102 4.1. Trato con Jesucristo .............. .......... .... ........... 103 4.2. Configurarse con la Humanidad de Cristo .. .. 105 Capítulo 4. LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA .... .... .. Introducción ... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... ..... .... ..... .. l. La oración en la Revelación .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . 2. La oración de Jesús ................................................

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117 117 119 121

3. Teología de la oración............................................ 4. Las formas de la oración ........................................ 4.1. Liturgia y oración ......................................... 4.2. La oración vocal ............................................ 4.3. La meditación ............................................... 4.4. La oración contemplativa .............................. 5. Oración y vida: contemplativos en medio del mundo. 5.1. La oración requiere un esfuerzo continuado ... 5.2. La oración debe ser continua......................... 6. Eucaristía y vida de oración ........ .... .......... .......... ... 6.1. La Santa Misa, centro y raíz de la vida cristiana.............................................................. 6. 2. Liturgia y vida cristiana: el culto espiritual .. ..

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Capítulo 5. LA VIDA CRISTIANA Y EL MISTERIO DE LA CRUZ .........................................................................

Introducción . ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... l. Un recorrido por la Historia .................................. 2. El fundamento de la ascesis ................................... 3. Finalidad de la ascesis ............................................ 4. El contenido de la lucha ascética .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 4.1. La virtud y la vida espiritual .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 4.2. Algunos medios para el crecimiento de la vida espiritual ....................................................... 4.3. La renuncia y la mortificación....................... 5. La Cruz de Cristo y la cruz del cristiano ................

151 151 153 156 160 162 163 169 176 183

Epílogo .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... ..... ..... .... 191 Bibliografía ..................................................................... 195

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INTRODUCCIÓN

l. Presentación

Nuestra intención es presentar un manual de iniciación teológica sobre la vida cristiana. Estos son los tres componentes que definen el libro: teología, iniciación, vida espiritual. El carácter teológico decide la primacía en el texto de la reflexión intelectual y el uso de conceptos para expresar la verdad de la vida cristiana. La verdad a la que nos vamos a referir es ardua y está escondida, pero la belleza que guarda es incomparable. No podemos olvidar que dicha verdad es la más preciosa del ser humano. Si nos extasiamos en la contemplación de un niño dormido, del fruto de la fidelidad de un matrimonio que se quiere, de la fecundidad del celibato enamorado ... ¡cómo será un alma divinizada!, una persona humana que va configurando su personalidad con la de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Pues éste es el objeto de nuestro estudio teológico. La belleza de la vida cristiana nos llevará a profundizar en la comprensión de su verdad, para acoger ese bien en nuestro propio ser y transmitirlo a nuestro alrededor. Pero es imprescindible el esfuerzo intelectual por comprender su verdad plena. Por una piedra cualquiera que

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pesara medio kilo nadie pagaría nada, por un diamante o esmeralda de similar calibre se paga un alto precio. La vida cristiana es esa piedra preciosa, la perla por la que vale la pena entregar la propia vida. Pero para pagar ese precio, cueste lo que cueste, es necesario comprender su valor. Esta será nuestra pretensión. Además se trata de una reflexión teológica de iniciación. La brevedad de toda iniciación hace que nos limitemos a los puntos esenciales, realizando una síntesis notable. Esto se refleja en la estructura del manual. Nos parece poco adecuado dividirlo en las partes que suelen aparecer en otros manuales, por lo que hemos optado por tratar las diferentes temáticas en cinco capítulos. Por otro lado, como la extensión es reducida, nuestra perspectiva es genérica. Es decir, hablaremos de la vida espiritual que surge de la vocación cristiana bautismal, sin ulteriores determinaciones o concreciones. Tendremos en cuenta especialmente las aportaciones del magisterio reciente, así como la enseñanza cristiana de san Josemaría Escrivá, de quien nos reconocemos totalmente deudores en nuestra vida espiritual.

2. El objetivo: la teología espiritual como estudio teológico de la vida cristiana El objetivo que nos proponemos es dar una panorámica sintética de la teología espiritual. Aunque es algo que quedará claro al final del libro, para centrar nuestra reflexión es oportuno responder a la pregunta: ¿qué es la teología espiritual? Es un hecho que los distintos y variados Manuales de esta disciplina suelen comenzar con unos capítulos introductorios explicando ese sujeto. Como toda disciplina joven, y la teología espiritual lo es porque sólo aparece como asignatura teológica independiente a principios del siglo XX, debe justificar su colo12

cación en el mundo unitario de la teología, y por tanto precisar su objeto, método y fuentes y sus relaciones con el resto de las disciplinas teológicas y antropológicas. En nuestro caso, vamos a reducir esta exposición metodológica a dos puntos: el objeto y las fuentes de la teología espiritual.

2.1. El objeto de la teologia espiritual La teología espiritual es el estudio teológico de la vida (espiritual) cristiana. La vida cristiana es la vida de cada cristiano. Ahora bien, ¿cómo es esa vida?: vida de comunión con la Trinidad; y más allá del cómo, ¿qué es esa vida?: la vida en Cristo y de Cristo. Interesa subrayar que estamos ante un estudio teológico. Una reflexión teológica supone ante todo que buscamos conocer en profundidad la realidad que tenemos delante. Por supuesto que la vida cristiana es vida y sólo se puede conocer a fondo desde la vivencia personal. Pero también es cierto que el esfuerzo especulativo nos lleva a valorar en su justa medida la maravilla de lo cristiano, para desde ahí vivirlo mejor.

2.2. Las fuentes Toda la teología se nutre de la Sagrada Escritura, tal y como ha sido entendida y vivida en la tradición de la Iglesia. Junto a ello, la teología espiritual como teología de la fe vivida, debe tener en cuenta específicamente los maestros de la vida cristiana que son los santos. En este sentido se podrá comprobar con la lectura del libro, que mucho de lo expuesto se debe a la lectura y amistad con santo Tomás de Aquino y con san Josemaría Escrivá.

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3. Lineas de fondo y estructura del manual Los tratados sobre la vida espiritual son variados, y no han estado exentos de la evolución que ha experimentado la teología a lo largo del siglo XX. Algunos autores han realizado una clasificación de los distintos intentos de exposición unitaria hablando de modelos de teología espiritual. No es fácil una estructuración completa de la materia en pocas páginas. Entre otras cosas porque la vida cristiana es vida, es decir, unidad y unidad rica y compleja. Por eso, hemos optado por iluminar la vida espiritual desde cinco focos de luz (los cinco capítulos) que permiten comprender con profundidad el misterio cristiano. Para ello nos servimos de nociones fundamentales de la teología espiritual que aparecen en todos los tratados: la santidad, la vida trinitaria en el Espíritu, la identificación con Cristo, la oración, el misterio de la Cruz.

3.1. Hilo conductor

La corriente que fluye a lo largo de todo el libro se puede categorizar como autenticidad, coherencia o unidad de vida cristiana. Esta unidad de la vida del cristiano se fundamenta en el misterio de la unidad de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. El cristiano es la persona humana renacida/ recreada por el bautismo como hijo de Dios. La vida cristiana es por tanto el ser hijo de Dios y el vivir como hijo de Dios. La vida cristiana es la vida del cristiano y la vida de Cristo. El cristiano, discípulo de Cristo, es realmente otro Cristo, el mismo Cristo. Pero, ¿qué implica -a grandes rasgos- esta unidad o unión de la vida del cristiano como vida de Cristo? De un lado, que toda la vida del cristiano es vida de hijo de Dios. La vida espiritual cristiana abarca todos los ámbitos de la vida. En primer lugar, lógicamente, las relaciones «directas»

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con Dios: el culto, la oración, etc. Pero no se limita a dichas relaciones, sino que engloba todas las demás: las relaciones con el resto de las personas y con el mundo creado. Es vida espiritual, es vivir como hijo de Dios el amor al cónyuge, a los padres, hijos o hermanos, la amistad, las relaciones sociales y profesionales, toda relación humana aunque sea más o menos esporádica. Es vida espiritual, vida de hijo de Dios, todo lo que supone relación con las cosas propias de mi trabajo, de la vida de cada día, de la diversión o del descanso, etc. Todas y cada una de esas relaciones, en distinta medida, pero todas en conjunto deben integrarse en la unidad de mi ser y vivir como hijo de Dios. Desde que Cristo se ha encarnado asumiendo la naturaleza humana y viviendo como Hombre perfecto ninguna actividad humana es solo humana, sino que todo es divino. De otro lado, esa unidad implica que toda la vida cristiana tiene una dimensión apostólica. El ser lleva e implica la misión: ser cristiano implica llevar a Cristo al mundo. Y el cristiano lleva a Cristo al mundo con su propia vida, siendo Cristo que pasa en cada uno de los ambientes donde desarrolla su vida: familia, amigos, trabajo, etc. La misión apostólica se realiza cuando yo/ mi vida es más cristiana, más de Cristo, porque llevo a los que me rodean hacia Jesucristo a partir de mi santidad personal. Como «no es posible separar en Cristo su ser de DiosHombre y su función de Redentor», tampoco es posible en el cristiano. Toda la vida de Cristo es salvífica y lleva a Dios porque es el Hijo de Dios Redentor; toda la vida del cristiano -unido a Cristo- es salvífica y lleva a Dios. «El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant, para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» 1• 1

San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 106.

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A partir de estas dos claves, comprendemos un poco más en profundidad que toda la vida de Cristo tiene un valor redentor: su nacimiento, su vida de infancia, su trabajo, su oración, su trato con las personas, ¡tantas personas que aparecen en los evangelios!, su predicación, su Cruz y su Resurrección. Y, sobre todo, que en la vida cristiana la oración es trabajo y es apostolado2; el trabajo es oración y apostolado; el apostolado es trabajo y oración. La vida espiritual cristiana es la unidad real de oración, trabajo y apostolado, en proceso de crecimiento y perfeccionamiento en el caminar de cada jornada.

3.2. Los cinco capitulos Empezamos el estudio de la vida cristiana considerando la vida espiritual como vida en la Iglesia (Capítulo 1). Es el punto de partida, porque sólo en la Iglesia encontramos la puerta para la vida de comunión con Dios. La vida con Dios es Santidad. Y santidad fruto del don de Dios y de la respuesta libre del ser humano. Pero la vida en la Iglesia es también misión o apostolado. Nuestra vida en la tierra, la llamada de Dios a la existencia (nacimiento) y existencia cristiana (bautismo), supone una misión. Transformar nuestra vida en vida santa que lleva a Dios todo lo que toca, las personas y las cosas que nos rodean. A continuación, debemos considerar que la vida espiritual es vida con la Trinidad (Capítulo 2). La vida cristiana es vida trinitaria: Dios vive en nosotros y nosotros vivimos en Dios. Pero la persona no se disuelve en Dios, sino que conserva su identi2 En esta frase entendemos cada uno de esos términos en sentido amplio. Oración como comunicación con Dios; trabajo como actividad humana que transforma el mundo creado en servicio de los hombres y da gloria a Dios; apostolado como testimonio de Cristo que lleva a Dios Padre.

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dad, es más, la potencia de manera insospechada. Por eso el santo es la persona humana más perfecta. Ningún aspecto de la vida humana queda fuera de la relación con Dios. La vida teologal, conocer y amar como Dios, por la fe, la esperanza y la caridad, ilumina y guía todos los avatares de nuestra vida: las alegrías y las penas, el trabajo, la diversión, etc. La gracia asume toda la naturaleza, todo lo humano, y lo eleva hasta una plenitud maravillosa. La vida cristiana conlleva la calidad de vida suprema. La vida cristiana es mirar a Cristo, vivir de Cristo y en Cristo, ser Cristo (Capítulo 3). Pensar el significado de la fórmula el cristiano es otro Cristo, el mismo Cristo es quizá el culmen de nuestra reflexión y por eso el capítulo central. El seguimiento e imitación de Cristo es una realidad mística. La vida en la Iglesia y la vida según el Espíritu van configurando la vida cristiana con la vida de Cristo, principalmente a través de los sacramentos, de manera muy especial por la Eucaristía. La participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo va conformando su ser en nosotros, de manera que nos vemos capacitados para actuar como Él actúa, para tener sus sentimientos, para vivir su vida. La entrega de la propia vida por amor a Dios Padre y a todos los hombres; su humildad, su pobreza, su obedecer a la voluntad de Dios, su trabajo, su hablar del Padre, su oración, su Cruz. Desde el principio hemos ido viendo que la vida cristiana es la conjunción del don de Dios que busca al hombre y la respuesta libre del hombre que ama a Dios. De todas formas, mientras en los tres capítulos primeros predomina el análisis del don que Dios hace al ser humano, en los dos capítulos últimos predomina el estudio de la respuesta de la libertad humana, su esfuerzo por hablar con Dios y ordenar toda su existencia al querer divino, luchando contra el pecado en su vida y en el mundo. La vida cristiana es vida de fe, de sabernos siempre en la presencia de Dios, de ver todas las cosas que nos suceden como las

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ve Dios. La vida cristiana es vida de oración (Capítulo 4), de hablar con Dios para conocerle y amarle. En este sentido, el centro y la raíz de la vida espiritual es la santa Misa. La Misa es la oración por excelencia: mi oración, junto con toda la Iglesia, con Cristo y en el Espíritu Santo hacia el Padre. Un único clamor a lo largo de toda la historia de la humanidad. Ahí puedo y debo meter toda mi vida con la de Cristo, para glorificar a Dios, darle gracias, pedirle perdón e interceder por todos. Así llegamos al final. La esperanza es lo último que se pierde, pero también es lo primero que nos impulsa a actuar con prontitud y decisión. La vida cristiana es vida de esperanza, una esperanza que lleva a luchar con alegría -porque sabemos que la victoria es de Cristo- y a luchar esforzadamente frente al mal y el pecado en el mundo y en mí. En nuestra vida está muy presente la lucha y el sufrimiento (Capítulo 5). Debemos batallar para ordenar el mundo hacia Dios, empezando por nosotros mismos. Por ello la vida espiritual se construye con el ejercicio de las virtudes y con la práctica del sacrificio, cuando son fruto y manifestación de la caridad o amor divino a Dios y a los hombres. La Cruz de Jesucristo -máxima revelación del amor de Dios-, y el cristiano -si asocia su cruz a la de Cristo-, transforman todas las realidades humanas.

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ABREVIATURAS

Magisterio AA

Concilio Vaticano 11, Decreto Apostolicam Actuo-

sitatem. GS LG PO

se

Concilio Vaticano 11, Constitución Gaudium et Spes. Concilio Vaticano 11, Constitución Lumen Gentium. Concilio Vaticano 11, Decreto Presbyterorum ordinis. Concilio Vaticano 11, Constitución Sacrosanctum

Concilium. ChL

Juan Pablo 11, Exhortación apostólica Christifideles

DM EE NMI

Juan Pablo 11, Encíclica Dives in Misericordia. Juan Pablo 11, Encíclica Ecclesia de Eucharistia. Juan Pablo 11, Carta apostólica Novo millennio

RVM

Juan Pablo 11, Carta apostólica Rosarium Virginis

vs

Juan Pablo 11, Encíclica Veritatis splendor.

CCE

Catecismo de la Iglesia Católica

laici.

ineunte. Mariae.

Padres y Escritores de la Iglesia S. lreneo, Adversus Haereses. Santo Tomás de Aquino, In IV Sententiarum. Orígenes, In Levítico Homiliae.

Adv. Haer. In IV Sent. In Lev. Hom PG PL SCh S.Th.

Patrología Griega (Migne). Patrología Latina (Migne). Sources Chrétiennes. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae. 19

Capítulo 1

LA VIDA CRISTIANA ES VIDA DE SANTIDAD Y APOSTOLADO

Introducción Comenzar un estudio sobre la vida espiritual hablando de santidad puede parecer como construir la casa por el tejado. Sin embargo, no es así y muchas razones motivan nuestra elección. La primera, y no menos importante, es que la santidad es un hecho. Podemos hacer un estudio teológico sobre la santidad porque nos encontramos con un fenómeno real: a lo largo de todas las vicisitudes de la historia de la Iglesia, también hoy, existen personas santas. De todas formas, el estudio sobre la santidad no está en dependencia sólo de que haya personas santas de hecho, sino de algo más radical: la santidad de Dios comunicada a Cristo, del que a su vez depende la santidad de los santos. El núcleo de la fe cristiana no es un conjunto de verdades sino una persona, Jesucristo, que nos habla con sus obras y palabras del Amor de Dios Padre por la humanidad3 • Con la Revelación, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios no se limita a manifestarnos cómo es, sino que además y sobre todo nos comunica su Vida. Todas las páginas de la Escritura, muy espe3

Cfr. R. Guardini, La esencia del cristianismo (1939).

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cialmente las que nos hablan de la vida en la tierra del Hijo de Dios, muestran la condescendencia de Dios que busca al hombre para hacerle partícipe de su conocimiento y de su amor divinos. «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» 4 • Para hablar de vida espiritual es bueno comenzar por el estudio de la santidad, puesto que toda la vida cristiana consiste en participar de la vida santa de Dios, que se nos comunica en Cristo, por medio de la Iglesia, a través del Espíritu Santo por querer de Dios Padre. Ese es el ámbito que hace posible y en el que se desarrolla la vida espiritual. Dios que se revela al hombre y le comunica su vida, y el hombre que -inmerso en la historia- acoge ese don y corresponde, lo que se manifiesta en amor a Dios y a los demás, en santidad y en apostolado. Se trata además de un tema muy actual tanto en la teología como en la vida de la Iglesia. Unas palabras de san Jasemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, en una entrevista concedida en 1968, año bastante representativo en la historia de la Iglesia y la humanidad del siglo XX, nos sitúan muy bien en la problemática. Con ocasión de una pregunta sobre el proceso moderno de evolución del papel del fiel laico en la Iglesia y en el mundo explica una serie de ideas que concuerdan perfectamente con el trasfondo teológico de los temas que trataremos en este capítulo y que están en la base de la renovación de la comprensión teológica y vital del misterio cristiano, del misterio de la Iglesia y de su misión. «He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución dellaicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus [otro Cristo, el mismo Cristo], presente entre los 4

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S. Atanasio de Alejandría, De /ncarnatione, 54, 3: SCh 199,458.

hombres» 5• De esta manera, subraya la importancia de ese comprender a fondo la dignidad de la vocación cristiana: poder y deber ser santo, seguir e identificarse con Cristo. Ahí radica gran parte de la evolución teológica y vital que ha experimentado la Iglesia en el presente, porque en esa nueva toma de conciencia de lo cristiano y del misterio de la Iglesia está el núcleo principal del Concilio Vaticano 11, con su preparación, su realización y su posterior influjo, en el que estamos metidos de lleno. Este enfoque del misterio cristiano trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Esta comprensión más profunda de la Iglesia es la propia del Concilio, la Iglesia como sacramento universal de salvación en cuanto comunión de los hombres con la Trinidad que es Santa y debe santificar. De ahí que todos los fieles participen en la única misión de la Iglesia, cada uno según sus circunstancias propias, carismas y ministerios, porque la condición cristiana es apostólica por su propia naturaleza. Con el paso de los años, la proclamación de la «universal llamada a la santidad en la Iglesia» del capítulo 5 de la Lumen Gentium se considera uno de los puntos más relevantes del Vaticano 11 para la comprensión del misterio de la Iglesia y del cristiano. Así se ha puesto de manifiesto en distintas ocasiones. El Sínodo de los Obispos de 1985, conmemorativo de los veinte años del Concilio, menciona entre sus realizaciones más importantes, la proclamación de la llamada universal a la santidad. «Precisamente en este tiempo, en el que muchísimos hombres experimentan un vacío interno y una crisis espiritual», es necesario que la Iglesia vaya al centro de su ser, convoque a la santidad y pida a Dios «Con asiduidad» que promueva santos, hombres y mujeres, que testificando ante el mundo la vida di5

Conversaciones con Monseñor Escrivd de Balaguer, n. 58.

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vina, manifiesten a la humanidad entera la fuente de donde deriva su dignidad y su valor'. Más recientemente, Juan Pablo 11 en la carta apostólica Novo millennio ineunte, afirma que conviene «descubrir en todo su valor programático el capítulo 5 de la Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, dedicado a la «vocación universal a la santidad». Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como «misterio», es decir, como pueblo «Congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553; cfr. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4), llevaba a descubrir también su «santidad», entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el «tres veces Santo» (cfr. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado. Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, n. 40)» 7• Consecuentemente, y de manera muy audaz, el Papa no sólo evoca esta llamada universal a la santidad, sino que la presenta como fundamento de la misión que nos atañe al inicio del nuevo milenio, subrayando que tomar esa decisión es una opción llena Cfr. Segunda Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 24-XI a 8-XII-1985, Relación final, II, A, 1-5; versión castellana en Ecclesia, 45 (1985), pp. 1556-1557. 7 NMI n. 30. 6

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de consecuencias. «Significa expresar la convicción de que, si el bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, «¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, «¿quieres ser santo?» Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48)» 8• En definitiva, el concepto «santidad» indica una realidad central del misterio cristiano, pero compleja. Ante una actuación ejemplar sin duda exclamaríamos: esa persona es muy santa. Otras veces no es un acto concreto, sino todo el tenor de vida de alguien el que lleva a la misma afirmación: realmente es santo. Por su parte, la Iglesia declara que algunas personas -ya fallecidas- son santas. Y sabemos que son santos de verdad los bienaventurados del cielo, también los ángeles, y sobre todo la Virgen María. De todas formas, «Santo, santo, santo es el Señor» como dice la liturgia. La santidad es el atributo majestuoso y exclusivo de Dios: de Dios Padre, de Jesucristo y del Espíritu que precisamente se dice Santo. Así pues, ¿a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de santidad?, ¿cómo definir quién es santo? o ¿qué es la santidad? La breve descripción tipológica antes reseñada nos invita a profundizar en la noción de santidad, a partir de la Sagrada Escritura y del razonamiento teológico.

l. La santidad en el Antiguo Testamento

La voz «santidad» pertenece al lenguaje cristiano desde sus orígenes, ya que proviene de la Sagrada Escritura. La palabra hebrea qadosh -antecedente de sanctus y santo-- proviene de 8

Ibíd. n. 31.

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la raíz qds que significa separar, cortar, dividir e indica lo separado, lo distinto. La noción bíblica es mucho más rica, puesto que esta palabra se aplica a Dios; «el Santo», significa que Yahvé es el diverso, el separado, el totalmente otro respecto de lo caduco y limitado del hombre. Se utiliza para mostrar su absoluta trascendencia, alejado de todo pecado y de toda imperfección, como afirma el primero de los libros de Samuel: «no hay Santo como Yahvé» (lSam 2, 2); y aún más netamente en la profecía de Oseas: «Yo soy Dios, no un hombre; soy el Santo en medio de ti (Israel)» (Os 11,9). Pero también como una cualidad dinámica y llena de contenido, que remite a la plenitud de vida y perfección propia de Dios, a su poder y bondad. En la Escritura «el Santo» no expresa una característica más de Dios, sino su esencia, el hecho de que Dios es Dios y no una criatura. Además Dios, sin menoscabo de su trascendencia absoluta, comunica a sus criaturas esa plenitud de vida y perfección. Se observa en la Escritura un proceso de comunicación de la santidad divina, que opera en varias direcciones, de las que dejan constancia los diversos libros del Antiguo Testamento. En la literatura sacerdotal la santidad se considera manifestada en el culto. El término «santo» pasa así, de estar referido exclusivamente a Dios a quien el culto se dirige, a aplicarse a las cosas consagradas o dedicadas a Dios: el lugar en donde Yahvé se hace presente (Ex 3,5), de modo muy particular el Templo (Sal5,8); el sábado (Ex 35,2) y los días especialmente dedicados a Yahvé (Ne 8,11); los sacerdotes (Ex 19,6; Lv 11,44; 20,26; 21, 6-8). Los escritos proféticos subrayan los aspectos morales de la santidad-separación, con una perspectiva salvífica. La trascendencia de Dios hace que no pueda tolerar frente a sí ninguna impureza. Así la santidad de Dios revela al hombre su pecado, pero al mismo tiempo le libra de él. Dios juzga el pecado y amenaza al pecador con su destrucción: «la luz de Israel será fuego, y su Santo llama que se inflamará y devorará sus espinos y sus cardos en un solo día» (Is 10, 17). En la segunda parte de 26

lsaías, el Santo de Israel es presentado como el salvador, que conducirá a su pueblo hasta la liberación (Is 43, 14-15; 45, 1113). Y en Ezequiel se manifiesta en el amor: «¿acaso me agrada la muerte del impío, oráculo del Señor Dios, y no más bien que se convierta de sus caminos y viva?» (Ez 18, 23). Como trasfondo de esas acentuaciones se encuentra una realidad básica: el pueblo de Israel es un pueblo santo, porque ha sido elegido por Dios y separado de los demás pueblos para participar de los bienes divinos y vivir según la ley de Dios. De ahí la afirmación solemne del Exodo: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6; cfr. Ex 22,31; Dt 7,6; Jr 2,3, etc.).

2. La doctrina sobre la santidad en el Nuevo Testamento La comunidad apostólica asimiló las doctrinas y el vocabulario del AT. A la vez, el paso de la santidad de Dios como expresión de su trascendencia y perfección absolutas a la comunicación de esa santidad al pueblo en cuanto perteneciente a Dios, llega a su culmen en el Nuevo Testamento. La comunicación de la vida y la santidad divinas alcanza su punto máximo en Jesús. Sólo Dios es «el Santo», sin embargo también Jesucristo recibe este atributo. La santidad de Cristo está íntimamente ligada a su Filiación divina y a la presencia del Espíritu en Él, como anuncia el ángel a María: concebido por el Espíritu Santo, «el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios» (Le 1, 35). Jesús, «lleno del Espíritu Santo» (Le 4, 1), manifiesta su santidad por sus obras y sus palabras. Él es ciertamente «el santo» por excelencia (Hch 3, 14; ver también Le 4,34; Jn 6,69), que lleva la fidelidad al querer de su Padre Dios hasta la entrega suprema de la propia vida (cfr. Hch 4, 2730), por lo cual ha sido exaltado (Flp 2,9), está sentado a la diestra de Dios y puede ser llamado «el santo» al igual que Dios 27

(Ap 3,7; 6,10). La santidad de Jesucristo es de un orden muy distinto a la de los santos personajes del AT, totalmente relativa; es idéntica a la de Dios, su Padre Santo (Jn 17,11). Esta santidad es la que nos comunica el que se santificó, el que se entregó por entero al querer santo del Padre, para que los suyos fueran santificados: «yo me santifico, para que también ellos sean santificados» (Jn 17, 19). El sacrificio de Cristo, a diferencia del culto del Antiguo Testamento que sólo purificaba de forma limitada, santifica a los creyentes «en verdad» (J n 17, 19), comunicándoles la santidad. Los cristianos son «santos en Cristo» (ICor 1,2; Flp 1,1), por la presencia del Espíritu Santo en ellos; por el bautismo y por la fe participan de la vida de Cristo resucitado. Presupuesto ese contexto no resulta sorprendente que en el Nuevo Testamento los cristianos, conscientes de su incorporación a Cristo en el bautismo, se reconozcan a sí mismos como «los santos». En un primer momento la expresión parece reservada a la Iglesia de Jerusalén, y más especialmente al grupo de los Doce y a los otros discípulos que habían convivido con Jesús (cfr. Hch 9,13; Rm 16,31; 15,25; 1 Co 16,1; 2 Co 8,4; 9, 1-12). Sin embargo, no tardó en ser aplicada a todos los demás fieles hasta constituir casi una definición del cristiano, como encontramos en los encabezamientos y finales de las epístolas paulinas (cfr. 2 Co 1,1; Rm 16,2). El significado primero de este modo de hablar es claro: los primeros cristianos se proclaman y presentan como el verdadero Israel, como los herederos de la promesa, como los llamados por la elección divina (cfr. 1 Pe 2, 9-10). La profunda novedad que supone Cristo, como consumador de la revelación y fuente de la vida divina, influye en la palabra, dándole un contenido cada vez más profundo. Jesucristo, el ungido, el Santo de Dios, comunica su santidad a la Iglesia: los cristianos son los santificados en Cristo Jesús (1 Co 1,2). La comunidad cristiana es santa en dependencia de la capitalidad de Cristo, de

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quien la santidad deriva (Ef 5, 22-23). La obra de la santificación dice estrecha relación al Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre: Cristo que, en cuanto Mesías, ha sido el portador del Espíritu, después de su glorificación comunica el Espíritu a la comunidad cristiana, constituyéndola en pueblo santo, haciéndola participar de la santidad divina que desde Él se difunde. Los cristianos son así hijos de Dios (Rm 8, 14-17; 1 Jn 3,1-2), templos del Espíritu Santo (1 Co 6,19), nueva criatura (Ga 6,15). Comparando estos textos con los del Antiguo Testamento se advierte que la enseñanza sobre la santidad, ha sido objeto de una triple profundización9 • Por una parte, la palabra «santidad» en relación con la realidad de Cristo y con la participación en Cristo por el bautismo y por la recepción del Espíritu Santo, ha adquirido una densidad particular. Connota una incoación, ya ahora en mitad de la historia, de la participación del hombre en los bienes divinos que constituyen el Reino de Dios prometido. Es decir -y este punto es decisivo- en la vida misma de Dios, pues ése y no otro es el bien que Dios ha querido y quiere comunicar. Por otra parte, se ha producido una universalización del concepto con relación a las personas de las que se predica: el pueblo santo de Dios es no sólo el Israel según la carne, sino la Iglesia que se dirige a todos los pueblos. El Espíritu Santo que en el Antiguo Testamento se comunicaba sólo a algunas personas escogidas -los profetas- y que, en el momento del hacerse hombre del Hijo de Dios, se manifestó con especial fuerza, se entrega ahora a todos los fieles. Así lo proclama san Pedro al interpretar el acontecimiento de Pentecostés: se realiza ahora «lo que se dijo por el profeta Joel: sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne» 9 Para esta valoración final cfr. J.L. Illanes, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, pp. 26-28.

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(Hch 2, 16-17). La comunidad cristiana ha sido santificada por el Espíritu; y, en ella y con ella, es santificado cada cristiano. Un tercer rasgo permite completar la exposición. La santidad derivada de Dios ya no es simplemente algo exterior a las personas, a los lugares y objetos, que los convierte en «sagrados» porque los separa del uso profano destinándolos únicamente a Dios, sino que se hace real e interior. Los textos neotestamentarios, al hablar de santidad, hacen referencia a la acción de Dios Padre que, en Cristo y por el Espíritu, salva al hombre. Pero también tratan del efecto que esa acción produce: la participación del cristiano en la vida de Cristo. La santidad se sitúa en los niveles más profundos del ser, transformando y elevando al hombre; y no se limita a ese nivel radical o profundo, sino que desde ahí afecta a toda la vida de la persona, y concretamente a su acción. El cristiano es llamado por Dios, incorporado a Cristo, hecho morada del Espíritu Santo. Todo ello trasciende el terreno del mero comportamiento llegando a tocar el núcleo de la persona, pero lógicamente también afecta al comportamiento. Según el dicho de la primera carta de San Juan: «aquel que tiene esta esperanza en él se purifica (se santifica), para ser como Él (Dios), que es puro (santo)» (1 Jn 3, 3), o la invitación del Apocalipsis: «el santo, que se santifique todavía más» (Ap 22, 11). En esa misma línea, san Pablo, después de evocar la resurrección de Jesús, añade: «así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6, 4), exhortación que no es, en modo alguno, meramente formal o genérica, sino comprometedora. Baste citar, el pasaje en el que describe las obras del espíritu, es decir, las obras propias de quien actúa según el Espíritu que habita en él: «caminad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. (... ) Ahora bien, están claras cuales son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades (... ).En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad( ... ) Si vivimos por el

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Espíritu, caminemos también según el Espíritu» (Ga 5, 16-25; cfr. Ef9, 1-8). La santidad aparece así como don concedido, como fruto de la regeneración que Dios opera, pero además como finalidad u objetivo. Y lo que es más, como objetivo del hombre, pero también de Dios; más exactamente, objetivo del hombre porque antes y precedentemente es llamada que viene de Dios e invita a crecer en la santidad que Él mismo ha concedido. La vida del cristiano puede ser, pues, descrita como vida abierta a la santificación, según la conocida afirmación de San Pablo: «ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3).

3. La noci6n teológica de la santidad cristiana Como pone de manifiesto la Sagrada Escritura la santidad es una realidad compleja, que afecta al núcleo mismo de la fe cristiana: el misterio de Dios y su comunicación a los hombres. Por ello, en el esfuerzo para profundizar en el dato bíblico y lograr una mayor comprensión del hecho cristiano debe estar presente el razonamiento teológico. En primer lugar, la teología debe explicar por qué la santidad, atributo exclusivo de Dios, se predica también del hombre. Esto conlleva preguntarse cómo la santidad de la persona está llamada a crecer: «el santo santifíquese más», se es santo ya pero a la vez se puede ser más santo; y cómo es posible que haya grados de santidad, es decir, que unas personas sean más santas que otras. Vamos a utilizar dos puntos de vista para observar la misma realidad, la santidad del cristiano. Primero nos detendremos a explicar las dimensiones de la santidad cristiana, en cuanto ésta presenta un plano ontológico que afecta al ser de la persona y un plano existencial que engloba el vivir en su conjunto. Después hablaremos de la santidad como conjunción del don de Dios y la libre aceptación de la persona. El mismo objeto, en

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este caso la santidad, se puede observar desde perspectivas distintas que sirven para resaltar algunos rasgos y profundizar en su comprensión. En nuestra indagación teológica seguiremos como texto base las aportaciones de Lumen Gentium sobre la llamada universal a la santidad. Sin dar una definición, el Concilio propuso una doctrina profunda acerca de la naturaleza de la santidad cristiana en perfecta armonía con la tradición y con la teología católica. La perspectiva de la doctrina conciliar no es propiamente la santidad, sino la llamada universal a la santidad. Sin embargo, este particular enfoque descubre un punto de vista central del misterio revelado al subrayar que la Iglesia y el cristiano son una realidad vocacional, «elegidos, llamados, justificados y glorificados» en Cristo y por el Espíritu Santo para vivir en comunión con Dios Padre.

3.1. Las dimensiones ontológica y existencial de la santidad cristiana La palabra santidad muestra la interacción de diversos planos o dimensiones, como ya pone de relieve su uso bíblico. De una parte, habla de un proceso de salvación que afecta al ser mismo del hombre; de otra, hace referencia a un comportamiento humano, exterior y observable. Es decir, la santidad se presenta en un doble plano o dimensión que podríamos llamar ontológico y existencial, según nos refiramos a la santidad que afecta al ser o al obrar de la persona. La Sagrada Escritura nos ha mostrado cuál es el itinerario de la santidad desde Dios a los hombres: Dios -7 Cristo -7 Iglesia -7 cristiano. Como afirma el Vaticano 11, «la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos «el solo Santo», amó

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a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cfr. Ef5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios». Sólo Dios Padre-Hijo-Espíritu es Santo; Cristo, el Hijo de Dios, es Santo y con su entrega santifica a la Iglesia. «Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3; Ef 1,4)» 10 • Por Cristo y en la Iglesia, todos los cristianos son santificados. Pero, ¿en qué consiste esa santidad? «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos» 11 • Este texto expone una caracterización muy interesante de la santidad, donde aparecen los distintos elementos teológicos que configuran su significado: el seguimiento de Cristo, la llamada de Dios y la justificación en Cristo; no por los propios méritos, sino según el plan divino que otorga ese don de manera gratuita; todo ello condensado en un momento concreto, el bautismo 12 , sacramento por el cual el ser humano -que pasa a ser cristiano- se convierte en hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina, santo. Para describir la santidad de la nueva criatura, del cristiano, podemos hablar de distintas realidades según el misterio de la fe que ilumine nuestra reflexión: la Trinidad, la filiación, Jesu10 11

LG, n. 39. !bid. n. 40.

12 Cuando en estas páginas nos referimos al bautismo, tenemos en cuenta su naturaleza de inicio y puerta de la vida sacramental, que se alimenta de todos los sacramentos y tiene su centro y culmen en la Eucaristía.

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cristo, la caridad. De ello hablaremos más detenidamente en los capítulos 2 y 3. Ahora lo que pretendemos subrayar es que el ser del hombre y del cristiano es activo. La vida es vida, es decir, crece, se desarrolla, se perfecciona. La participación en la vida trinitaria, en la filiación, en el ser Cristo, en el amor de Dios, en la santidad es una realidad ontológica. Pero también tiene una dimensión existencial. Afecta al ser en cuanto realidad más íntima, verdadero núcleo de la persona, que es sanado de la herida del pecado y elevado al orden sobrenatural. Pero el ser se expresa en el obrar, se despliega en la vida y todos sus avatares. El ser santo supone el vivir como tal respecto a Dios y respecto a los demás hombres, cada uno en el sitio que le corresponde, en todos los momentos y circunstancias de la existencia. Si miramos la santidad de la persona desde la perspectiva ontológica, el cristiano ya es santo, porque en el bautismo -y con los sucesivos dones de la gracia- es ya divinizado y hecho partícipe de la naturaleza divina, hijo de Dios en Cristo, posee el amor de Dios, la caridad. Si nuestra perspectiva se fija en la santidad existencial, entonces el cristiano mientras vive en la tierra debe llenar toda su existencia de aquel don que ha recibido, debe convertir todo su vivir efectivo -cada una de las realidades de su vida diaria- en lo que ya es. En este sentido, el indicativo cristiano (ser) debe traducirse en un imperativo (deber ser): conviértete en lo que ya eres, informa todos los niveles de tu existencia con lo que ya eres en el nivel más profundo de tu identidad, en el núcleo ontológico de tu persona. Eres hijo de Dios, luego vive (conoce, ama, actúa en cada momento) como hijo de Dios. Esta es la tarea de nuestra vida en la tierra. En el plano natural, el ser ontológico de la persona está presente desde la concepción, pero necesita de toda la vida para desarrollar sus potencialidades. En el plano sobrenatural sucede algo parecido: el nuevo ser cristiano está presente ya desde el bautismo, pero despliega toda su virtualidad a lo largo de la vida.

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Este binomio santidad ontológica y santidad existencial nos ayuda a comprender la profundidad del misterio cristiano. En concreto nos permite explicar tres ideas. 1) Por el hecho de que yo-cristiano soy realmente hijo de Dios puedo y debo actuar como hijo de Dios; porque yo-cristiano estoy unido a Cristo, participo de la vida de Cristo, puedo y debo actuar como Cristo; porque yo-cristiano soy santo puedo y debo actuar como santo. El obrar sigue al ser, porque es despliegue del ser; no puede antecederle. Si puedo realizar acciones santas, divinas es porque soy santo, porque he sido divinizado. Lo fundamental del misterio cristiano es que Cristo ya ha triunfado salvando a toda la humanidad, la Iglesia ya es Santa y santifica al cristiano a través de los sacramentas y la gracia. Por eso, en el presente sólo queda la misión de cada cristiano: el ser sacerdote de la propia existencia para llevarla efectivamente a Dios. Tiene toda esa potencialidad de elevar el mundo hacia Dios puesto que ya es cristiano, santo, hijo de Dios. 2) La santidad cristiana incluye toda la existencia humana, porque deriva del nuevo ser. El ser es lo más íntimo de la persona, su núcleo, su identidad. Por ello, el ser abarca todo lo personal, toda la realidad y la existencia de la persona, todas y cada una de sus obras, tanto lo que podemos llamar natural como lo sobrenatural. Cuando rezo, cuando trabajo, cuando me relaciono con los demás, etc., ahí estoy yo, pero yo-cristiano. Nada queda fuera, cualquier acción por pequeña que sea tiene toda la densidad ontológica del sujeto que la realiza, un hijo de Dios. 3) La santidad es perfección, incluye por tanto el significado etimológico de las palabras perfección y perfecto, que apunta a la idea de la obtención del término de un proceso. Como la persona humana está compuesta de materia y de espíritu en unidad sustancial, la perfección resulta fraccionada en distintas perfecciones; de manera que la realización vital de cada hombre depende de la conjunción armónica de todos esos

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planos. La perfección del ser u ontológica con la maduración de la persona debe ir unificando cada uno de los niveles inferiores. La inteligencia por la que me voy haciendo más consciente de la propia identidad de hijo de Dios, y la voluntad de manera que vaya consiguiendo que cada uno de mis actos esté ordenado a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo, fin último de todo cristiano. Luego el desarrollo de cada una de las virtudes intelectuales y morales hará que las distintas facultades de la persona y sus acciones se vayan integrando con la inteligencia y la voluntad, con mi ser cristiano. Sólo con ese desarrollo del organismo de las virtudes conseguiré que cada una de mis acciones puntuales sea verdadera expresión de mi ser último, del saberme hijo de Dios y actuar con el amor de Dios también en esa circunstancia concreta, en el aquí y ahora de la historia. Esa integración de los distintos niveles de la persona humana elevada al orden de la gracia es la unidad de vida. Se trata de una unidad que siempre puede crecer, puesto que sus principios básicos, el conocer como conoce Dios -la fe- y el amar como ama Dios -la caridad-, están siempre llamados -la esperanza- al crecimiento. En el fondo es la unidad que presentan los santos. La Iglesia declara la santidad de una persona como la heroicidad con que ha vivido las virtudes, ese es el primer paso decisivo del proceso de canonización.

3.2. El dinamismo de la santidad: don de Dios y libre aceptación de la persona Si antes hemos hablado de la naturaleza teológica de la santidad, ahora nos toca tratar más específicamente de su carácter dinámico. Para ello conviene considerar la santidad principalmente como un don que recibimos de Dios, pero un don que exige inseparablemente la aceptación por parte del ser humano, la correspondencia de la libertad.

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Esta conjunción de don y respuesta explica la variada tipología de la santidad. «Es un hecho, en efecto, que no todos los bautizados viven con idéntica plenitud el ideal cristiano. Y que, entre ellos, hay quienes, a juzgar por su modo de actuar y de comportarse, a duras penas merecen el calificativo de cristianos; mientras que otros dan, con su vida y con sus acciones, un hondo e incluso preclaro testimonio de fe, de caridad y de servicio, en otras palabras, de una santidad eximia. Estamos ante un hecho de experiencia, que remite a un misterio profundo: el de las relaciones entre gracia y libertad, entre la liberalidad con que Dios distribuye sus dones y la generosidad -o falta de generosidad- con que el hombre los acoge» 13 • Si observamos la acción de Dios, lo primero que destaca es que el don divino es universal: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Este es el punto de partida. Además la voluntad salvífica universal de Dios se actualiza en la elección y llamada a la santidad en Cristo. Dios nos ha escogido en Cristo «antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1,4-5). Jesucristo, el Elegido por antonomasia, concentra en Sí toda la elección divina, y los cristianos son por eso mujeres y hombres en Cristo. Pero, a la vez, la elección y llamada es personal, se dirige a cada sujeto de manera individual: es la vocación cristiana. En el designio de Dios todo hombre es concebido y amado en Cristo, es decir, como cristiano. El don de Dios 14 que implica una elección y una llamada personal se concentra históricamente en el 13 J. L. Illanes, Apuntes de Teologia espiritual (curso 2003-2004), Facultad de Teología, Universidad de Navarra. 14 Cuyo contenido es la participación en la vida trinitaria, la filiación divina, la identificación con Cristo, la caridad y el resto de los dones y virtudes sobrenaturales.

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bautismo, hecho por el cual la persona humana se convierte en cristiana. El bautismo supone una nueva creación, una nueva vida: todo lo humano es asumido y elevado a un orden superior. El cristiano es un ser humano elevado a la dignidad de hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina. Como vimos anteriormente, se trata de una transformación radical, ontológica, que afecta al mismo ser de la persona. Su vida tiene mucha más trascendencia que antes: ahora es sobrenatural, divina. Este nuevo ser, infundido por Dios Padre a través de la obra salvífica de Cristo y del envío del Espíritu Santo, en la acción sacramental de la Iglesia, otorga a la persona una nueva potencialidad, una capacidad de actuar en consonancia con su nuevo ser hijo de Dios (porque el obrar sigue al ser). El cristiano es capaz de conocer y de amar como todo ser humano, pero ahora puede conocer como conoce Dios y amar como ama Dios. Esa potencialidad sobrenatural le hace ser, vivir y obrar, en su entera existencia, como hijo de Dios, imitando a Jesucristo. Es importante subrayar que el núcleo esencial de la vocación cristiana es el bautismo. Por eso todo desarrollo posterior de la realidad cristiana se fundamenta y se inserta en el bautismo. Éste es como una semilla sobrenatural, con el transcurrir de los años crece y se desarrolla gracias a los dones y gracias particulares que cada cristiano recibe. La caracterización de la santidad como realidad bautismal, dependiente del bautismo, lleva directamente a la conclusión de la universalidad de la santidad: todo cristiano está llamado a ser santo 15 • Además está llamado a la santidad por el hecho de ser cristiano, no por algún otro título añadido. No hay diferentes tipos de santidad, por ejemplo no se puede distinguir entre san15 . San Josemaría Escrivá, Camino, n. 291.

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tidad y salvación. La santidad cristiana es única para todos. Lo que sí hay son cristianos más santos que otros, distintos grados de la misma santidad cristiana, según la correspondencia personal al don de Dios. La santidad es ante todo y sobre todo don divino. El cristiano no la realiza partiendo de sí mismo, ni se la autodona, sino que la recibe de Dios. El hombre por sus solas fuerzas no puede llegar al orden sobrenatural, no es capaz de conocer o amar como Dios. Pero el don exige una respuesta también personal, una aceptación por parte del hombre. Hablar de santidad evoca, a la vez e inseparablemente, un don y un ideal, un regalo que se recibe y una invitación o llamada a vivir en coherencia con cuanto se acaba de recibir. La acción divina no destruye el decidir y el actuar humanos, sino que los funda y los hace posibles. Es Dios quien santifica, de manera que el actuar del hombre no es sino la respuesta al don precedente de Dios, pero esa respuesta debe existir; más aún, en cuanto tal respuesta, es elemento constitutivo de la santidad. Así lo recoge santa Teresita. «Por entonces recibí una gracia que siempre he considerado como una de las más grandes de mi vida. Pensé que había nacido para la gloria, y, buscando la forma de alcanzarla, Dios me inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me hizo también comprender que mi gloria no brillaría ante los ojos de los mortales, sino que consistiría en ¡¡¡llegar a ser una gran santa ... !!! Este deseo podría parecer temerario, si se tiene en cuenta lo débil e imperfecta que yo era, y que aún soy después de siete años vividos en religión. No obstante, sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos -que no tengo ninguno-, sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas. Sólo él, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa» 16 • 16

S. Teresa de Lisieux, Historia de un alma, Manuscrito A, 32r0 •

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La santidad crece progresivamente con el juego de la acción divina y la libertad humana. Como afirma el Concilio, «Conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios» 17• Pero ¿qué significa perfeccionar la santidad? La vida supone crecimiento, desarrollo, perfección. Para la vida humana el crecimiento, la perfección no es simplemente algo biológico, ni psicológico. Aunque esos niveles sean necesarios. El crecimiento verdaderamente humano consiste en conocer y amar más y mejor, haciendo que ese amor trascienda a todas las acciones de la vida. La perfección cristiana consiste en conocer y amar del modo más sublime posible: como conoce y ama Dios, como hijos de Dios, como Cristo, y que ese amor impregne todas las facetas de nuestro vivir. Por eso, conservar y perfeccionar la santidad implica vivir «Como conviene a los santos» (Ef 5,3), revestirse «de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col3,12), producir en la propia vida los frutos del Espíritu para santificación (cfr. Gal 5,22; Rom 6,22), acudir todos los días en la oración a la misericordia de Dios para que perdone nuestros tropiezos. «Fluye de ahí -sigue diciendo el Concilio- la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» 18 • Todos los fieles están llamados a la santidad porque ésta no es otra cosa que la plenitud de la vida cristiana, la perfección de la caridad. Cómo se desarrolla el proceso que conduce a la perfección lo veremos más adelante. Ahora lo que queremos subrayar es que depende de la libertad personal. La santidad en cuanto plenitud cristiana se presenta como contrapuesta al pecado; pero también a la superficialidad o a un vivir rutinario en el que la condición de cristiano queda reducida a 17 18

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LG, n. 40. LG, n. 40.

un nombre o incluso a una pura realidad sociológica, sin implicaciones vitales. La santidad, en suma, implica una vida auténtica, abierta a un proceso de real y efectivo crecimiento hasta llegar a la plenitud, en el que la propia libertad ocupa el papel principal. La vida cristiana es la llamada particular de Dios a cada persona y la respuesta de la persona a Dios. «Todo cristiano debe ser un verdadero cristiano, un perfecto cristiano. ¿Y cómo se llama la vida perfecta de un cristiano? Se llama santidad. Por ello, todo cristiano debe ser santo» 19 • Con la fórmula de identidad «cristiano = santo», podemos concluir que la santidad es una dimensión constitutiva de la vida cristiana. Crecer en vida cristiana es crecer en santidad y viceversa. El hombre, todo hombre, está llamado al encuentro con Dios en Cristo y por Cristo. El cristiano, que ha encontrado ya a Cristo en el bautismo, está llamado como hijo de Dios a hacer cada vez más íntima la comunión con Dios Uno y Trino a la que abre ese encuentro. Esa comunión es precisamente la santidad. Y es también la meta a la que Dios encamina toda la historia y, en consecuencia, la salvación. Por eso no se está llamado a ser cristiano y, después y como algo distinto y añadido, a ser santo, sino que, estando llamado a ser cristiano, se está, a la vez e inseparablemente, llamado a ser santo. Ya que, repitámoslo, la santidad no es otra cosa que la condición cristiana vivida con la coherencia y la fidelidad que esa condición de por sí reclama.

4. La uni6n entre santidad y apostolado: vocación y misi6n en la Iglesia Hablar de la unión entre santidad y apostolado implica profundizar en la relación entre Cristo, la Iglesia y el cristiano desde el punto de vista de la misión que deben realizar. La 19

Pablo VI, Audiencia General, miércoles 16.marzo.66.

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Iglesia está llamada a continuar la misión salvadora de Cristo: «>. En esta atrevida fórmula de san Josemaría, nos encontramos la segunda identidad relevante, que explica la primera: «el cristiano es apóstol». El sacerdocio común del cristiano hace que pueda llevar, en profunda unión con Cristo (habla de identificación), todas las cosas al Padre. Por tanto, el hijo de Dios debe buscar la santidad personal: dirigirse él mismo al Padre. Pero junto a esa exigencia, debe santificar los senderos de la tierra -las actividades temporales- para convertirlos en camino hacia el Padre, y debe santificar a todos los hombres, la masa entera de la humanidad. El deseo de glorificar y amar a Dios con la propia vida es inseparable del afán apostólico, buscar que los que nos rodean conozcan el amor del Padre y correspondan a su gracia. El seguimiento de Cristo, la identificación con Cristo sobre todo a nivel ontológico (por el bautismo, por la confirmación, por el sacerdocio común) pero también existencial por cuanto se despliega en las obras, exige y supone la santidad personal y el llevar todas las almas a Dios. Cristo santifica y lleva al Padre todas las realidades por su existir en referencia al Padre, por su santidad. Todas sus acciones tienen valor salvífica: porque todo lo que hace, cualquier acción, está incluida en la perfecta unidad de vida que es su Ser, Hijo de Dios encarnado, perfecto Dios y perfecto Hombre. La santidad cristiana es inseparable del apostolado cristiano, porque la persona de Cristo es inseparable de su misión, y su vida se une misteriosamente con la de todo cristiano en el bautismo y a través de la correspondencia libre a la gracia. El cristiano, «ipse ChristuS>>, santifica el mundo porque está unido a Cristo, es hijo de Dios y vive como tal.

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No se santifica o santifica a los demás porque realiza un determinado tipo de acciones aisladas, como recitar unas oraciones. Santifica porque despliega la santidad de su ser ontológico en su actuación, llegando así desde su identidad más profunda de hijo de Dios a las distintas facetas de su vida, a las personas con que se relaciona y a las cosas que incluye en su obrar. Todo lo que hace, si está en unión con su ser ontológico hijo de Dios, otro Cristo, es santo y santifica. La santidad o el apostolado no depende tanto del objeto (la acción en concreto: grande o pequeña, pía o profana) cuanto del sujeto que la realiza (cristiano). No obstante, la santidad del sujeto requiere acciones concretas, en cada caso según la personal vocación. De ahí que tanto la santidad como el apostolado exigen la continuidad o unidad de vida entre ambos niveles, ontológico y operativo.

4.2. Unidad y diversidad en la Iglesia La relación entre Cristo y el cristiano pasa a través de la Iglesia. Cristo santifica a la Iglesia y la Iglesia tiene como única misión comunicar el Verbo encarnado al cristiano para que pueda seguir sus huellas. La perfección cristiana -la santidad- implica un crecimiento en el pertenecer a la Iglesia. Pero cada cristiano pertenece y cumple la misión de la Iglesia de un modo personal, según su vocación, según los propios dones y funciones recibidos. ¿Por qué existe esta diversidad de funciones y de miembros en la Iglesia? Por la misión que debe realizar. Como dice el Vaticano 11, «la Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por medio de ellos se ordene realmente el mundo entero hacia Cristo» 23 • La 23

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AA, n. 2.

Iglesia nace para hacer partícipes a todos los hombres de la mediación salvífica universal. Esta actividad es el apostolado, que la Iglesia ejerce a través de todos sus miembros, «porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Como en la complexión de un cuerpo vivo todo miembro participa en la actividad y en la vida del cuerpo, «así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, «todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros» (Ef 4, 16)». Los distintos ministerios constituyen vías de desarrollo de esta misión única de la Iglesia. La misma misión requiere diversidad de ministerios, como la unidad vital del cuerpo necesita y exige la función propia de cada uno de sus miembros. Por eso el apostolado se ejerce de diversas maneras según la diversidad de los fieles. Hay una única santidad para todos, pero el ejercicio de esa santidad es múltiple según los propios dones y las gracias recibidas (cfr. LG 41,1). La santidad radica en la respuesta a los dones personales, más que en el hecho de recibir unos dones u otros; lo importante es la generosidad y la fidelidad de la respuesta de cada uno a su vocación personal. Hay una única misión en la Iglesia, pero el cumplimiento de la misión es múltiple según el ministerio o función propio. La vocación y la misión se corresponden mutuamente. El ejercicio personal de la santidad está vinculado a la participación en el cumplimiento de la misión apostólica. La diversidad de vocaciones 24 en la 24 La diversidad de vocaciones se suele estructurar frecuentemente en torno a dos criterios genéricos. De un lado, la distinción entre los fieles constituidos en ministros por el hecho de recibir el sacramento del orden y el común de los cristianos que hacen presente a Cristo en las más variadas situaciones; se produce desde el origen, es fundacional y estructura la Iglesia de manera esencial a partir del bautismo y se basa en la distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. De otro, la distinción entre la llamada a santificarse en y a través del mundo o vocación secular y la vocación a la vida consagrada, que se origina por la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia a lo largo de la historia otorgando los distintos carismas.

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única santidad y misión de la Iglesia edifica la comunión de todos los hombres con la Trinidad. Si el ejercicio de la santidad y del apostolado cristianos dependen de la vocación personal, también la práctica de la vida cristiana -la espiritualidad-, depende en cierta manera de la propia vocación. Lógicamente se puede hablar de una única espiritualidad cristiana, pero también se pueden subrayar matices y aspectos distintos según la diversidad de vocaciones dentro de la Iglesia. Por eso nos parece adecuado finalizar este capítulo con una reflexión sobre la santificación del cristiano corriente en medio del mundo.

4.3. Los laicos y la santificación en medio del mundo Para concluir este análisis de la unidad y diversidad en la misión de la Iglesia, haremos un referencia especial a la santificación del común de los cristianos. En este sentido, nos parece muy relevante leer el n. 31 de Lumen Gentium sobre los fieles laicos. En primer lugar, aporta una descripción tipológica de esta categoría de fieles, luego explica su misión en la Iglesia. Los laicos son todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia. A continuación ofrece una caracterización no por exclusión sino en positivo: los laicos son «los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» 25 • Todos los fieles participan de la dimensión secular de la Iglesia y, por tanto, todos contribuyen a santificar el mundo. Pero lo hacen de distinta manera. Lo que distingue a los laicos de los demás fie2s

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LG, n. 31; ChL, n. 9.

les cristianos es la llamada a santificar el mundo desde dentro. En este sentido se habla de la indo/e secular como lo propio y característico del fiel laico. Significa que les «pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» 26 • Su existencia se desarrolla en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, en todas y a cada una de las actividades y profesiones. En ese ámbito están llamados por Dios a cumplir su propio cometido guiándose por el espíritu evangélico, de modo que contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, con el testimonio de su vida de fe, esperanza y caridad27• Como la fuente y el origen de todo el apostolado de la Iglesia es Cristo, la fecundidad del apostolado de todo cristiano depende de su unión vital con Cristo («El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer», Jn 15,5). De ahí que el fiel laico en el cumplimiento de sus responsabilidades temporales, en medio de la vida ordinaria, no debe separar la unión con Cristo, de su vida personal. Por el contrario, precisamente en el cumplimiento de sus tareas según la voluntad de Dios, debe intensificar su unión con el Señor. Ni las preocupaciones familiares o sociales, ni otros negocios temporales deben permanecer extraños a la espiritualidad de su propia vida. Es así como los laicos se santifican (y santifican a los demás) en el mundo y a través de las cosas del mundo 28 • LG, n. 31. Ver también ChL, n. 15. 28 En este santificarse y santificar a los demás, en el mundo y a través de las cosas del mundo, cobra un papel especialmente relevante la realidad del trabajo y su santificación. Aunque aludimos a ello, ya que el trabajo se presenta como centro o al menos parte fundamental de la vida ordinaria, para un estudio más detallado remitimos a: J.L. Illanes, La santificación del trabajo: el trabajo en la historia de la espiritualidad, Palabra, Madrid 2001; F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria (Capítulo 12: ), Eunsa, Pamplona 2000, pp. 261-271. 26

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San Josemaría expresa con mucha fuerza estas verdades en un texto de la homilía Amar al mundo apasionadamente. «Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»29. La vida interior, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional y social, llena de pequeñas realidades terrenas, no pueden ser distintas ni estar separadas. No puede haber una doble vida, si queremos ser cristianos: «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca» 30 • Esta doctrina «ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria ... »31 • 29

Conversaciones con Monseñor Escrivd de Balaguer, n. 113.

30

!bid., n. 114. !bid., n. 116.

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Vivir santamente la vida ordinaria. De esta manera, el cristiano corriente realiza, en medio del mundo y a través de las realidades del mundo, la santidad y el apostolado a los que ha sido llamado por Cristo en la Iglesia. El trabajo, la familia, las relaciones sociales, etc., en definitiva, todos los momentos y circunstancias de su vida cotidiana, constituyen el ámbito en el que encontrar el don de Dios y aceptarlo libremente, esto es la santidad. A la vez, su unión personal con Cristo fructifica en el santificar a los hombres y cosas que están a su alrededor, poniendo a Cristo en la cumbre de las actividades humanas que le toca desempeñar. Sólo de esta manera, a través de la santidad y el apostolado del cristiano, se cumple en la historia la «recapitulación de todas las cosas en Cristo JesÚS», el que toda la creación (todos los hombres, todas las cosas) vuelva al Padre por la acción de Jesucristo y del Espíritu Santo en la Iglesia.

*** Si dirigimos nuestro pensamiento a la historia presente del mundo y de la Iglesia, puede insinuarse en nosotros la idea de que la doctrina sobre la santidad y el apostolado del cristiano sea una hermosa teoría, pero bastante utópica. No es el momento de adentrarse en particulares reflexiones sobre la teología de la historia, envuelta en el misterio de Dios y de su obrar en el hombre y en el mundo. De todas formas, no hay que olvidar que la santidad constituye sin duda el término del esfuerzo personal de cada uno, pero también y sobre todo es un don de Dios no sólo a las personas singulares sino a la Iglesia y al mundo. Así la solidaridad de todo hombre con Cristo hace que la santidad in Christo de algunos obre misteriosamente a favor de la salvación -la santidad final- de muchos. Por ello, conviene cerrar el capítulo con un hermosísimo texto de san Josemaría Escrivá. «Si se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del mundo, causa

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dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, señalado un mapamundi, me comentó: He aqui el.fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina, y vea los resultados: no hay cristianos. No faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a El entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios (1 Cor 15, 28.). En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. [... ]El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios» 32 • Nuestro intento de profundizar en la doctrina sobre la santidad cristiana no es un mero acto de erudición. Una teología verdaderamente espiritual aspira a hacer intelectualmente más conscientes de la propia dignidad como cristianos, para así amar la condición personal de vida correspondiendo al don de Dios: Cristo santifica al mundo, pero lo santifica a través de la Iglesia, del cristiano. Reconoce cristiano con tu vida, tu dignidad de hijo de Dios. Cristo realiza hoy la redención a través de tu vida, gracias a tu libertad.

32

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S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, nn. 113-114.

Capítulo 2

LA VIDA ESPIRITUAL COMO VIDA DE HIJO DE DIOS EN EL ESPÍRITU

Introducción

Hemos hablado de la santidad, referente de la vida cristiana en cuanto su colofón final. Sólo Dios es Santo, el cristiano en la medida en que participa de esa vida de Dios va creciendo en santidad. Sin embargo, y pasando por alto el hecho de que nos pueda parecer algo lejana esa meta de nuestra vida, viene a nuestra discusión la siguiente pregunta: ¿qué relación existe entre mi vida de cada día, la de hoy, y la santidad? ¿Cuál es el núcleo que constituye una y otra, para poder determinar su relación? En definitiva, y es el tema que ahora nos va a ocupar, como la santidad es la vida perfecta de Dios y la vida de Dios es vida espiritual, también la vida del cristiano es vida espiritual; pero ¿en qué consiste la vida espiritual de la persona cristiana? Si la vida vegetal es la vida de las plantas, y la vida animalia de los animales; la vida espiritual es la vida de los seres espirituales o personales (Dios, los ángeles, el hombre). Pero esta afirmación tan sencilla en el caso del sujeto humano debe ser precisada. La vida espiritual es la vida del espíritu, por tanto más allá de lo sensible y material. Más aún, principalmente es la vida de relación personal, con otras personas y sobre todo con Dios. Ahora bien, si la vida espiritual es la vida de los seres

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espirituales o personales, la vida espiritual humana es toda la vida de la persona humana. Por tanto, no sólo su trato con otras personas o con Dios, sino muchas otras actividades, también las relacionadas con el cuerpo y las cosas materiales. En suma, es necesario preguntarnos por el sujeto concreto de esa vida, el hombre, para así determinar ¿qué caracteriza la vida de ese ser espiritual que es la persona humana?, ¿de qué manera y sentido toda mi vida es espiritual? Por ser espíritu debemos subrayar que en la persona humana todo va más allá de lo sensible y materiaP 3 ; por ser espíritu encarnado que necesita y depende de lo corporal, pues no puede conocer ni amar independientemente de lo material. Ahondando un poco más en esta realidad, descubrimos un pasaje de la Sagrada Escritura que nos habla de la relación existente entre Adán, padre de los hombres, y Cristo, nuevo y definitivo Adán. Esta relación implica que el modelo del hombre es Cristo; por eso, el ser humano más auténtico es el cristiano, y todo ser humano está llamado a ser cristiano (por medio del don de la gracia). Además, Jesucristo es un Hombre que es «totalmente» Dios (perfecto Dios y perfecto Hombre). Por tanto, el hombre será más hombre cuanto más de Dios sea; y cuanto más alejado de Dios, menos hombre será. De esta manera, toda la vida del cristiano es vida espiritual, pero la vida espiritual de un ser que vive por y para Dios, un ser verdaderamente divinizado y lleno de Dios, por tanto, una vida trinitaria. El vivir esa vida, el crecer y desarrollarse de la propia vida espiritual, implica la percepción cada vez mayor de que toda mi vida -cual33 Las actividades propiamente vegetativas o animales, como la nutrición, el crecimiento, etc., cuando se realizan por el hombre participan de su dimensión espiritual, nunca son simplemente acciones materiales o sensibles. Toda la vida del hombre es espiritual, también las actividades marcadas claramente por su corporalidad como el comer, vestirse, descansar, ... Lógicamente algunas acciones tienen un mayor grado de espiritualidad, pero todas participan de esa dimensión superior.

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quier aspecto de la vida humana- se realiza en continuo diálogo con Dios. Así pues, muchos aspectos configuran la vida cristiana. La vida espiritual es vida de conocimiento y de amor; sobre todo de un conocer y amar personales, es decir, conocer personas a las que se ofrece un amor consecuente a ese conocimiento. Ese conocimiento y ese amor se realizan en un ser que es espíritu encarnado. Junto a la inteligencia y a la voluntad espirituales, aparece la afectividad psicológica y el organismo biológico: la persona humana debe integrar todas esas fuerzas en unidad. Además la vida cristiana es vida sobrenatural: la potencia del conocer y amar es elevada por la gracia, que asume y perfecciona la naturaleza. Por último, en el crecimiento -propio de toda vida- debemos contar con la existencia del pecado, como fuerza desintegradora de la libertad personal. Sin embargo, junto a la perspectiva antropológica (la vida cristiana es la vida espiritual del ser humano elevado por la gracia), esencial para nuestro estudio porque lo que nos interesa es la vida espiritual del cristiano, debemos tener en cuenta la perspectiva trinitaria y cristológica. Aunque están íntimamente ligadas porque Cristo es el Verbo de Dios encarnado, en este capítulo nos centraremos en la perspectiva trinitaria: la vida cristiana como vida de hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, la vida cristiana es la vida espiritual guiada bajo la acción del Espíritu. En el capítulo siguiente trataremos de manera específica el principio cristológico: la Humanidad Santísima de Jesucristo es el camino hacia el Padre que debe seguir el hijo de Dios. Tres verdades teológicas nos van a servir de eje para estructurar la reflexión: la definición del ser humano, el hombre es imagen de Dios, la imagen personal de Dios en el mundo actual; la inhabitación de la Trinidad en el cristiano; y la consideración de que el cristiano es hijo de Dios. El ser humano es imagen unipersonal del Dios tripersonal. El conocimiento y amor humanos

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llegan a ser realmente conocer y amar como Dios porque Dios mismo inhabita en el alma y actúa en el mundo a través del hombre: el Espíritu Santo derrama la caridad en el mundo a través del corazón humano. El hombre conoce y ama a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque participa de su vida íntima como verdadero hijo de Dios.

l. El hombre es imagen de Dios La Iglesia a lo largo de la historia se ha parado con cierto estupor para profundizar en el contenido de algunos pasajes de la Sagrada Escritura que golpean con fuerza a la inteligencia cristiana. La afirmación de que «el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios» representa uno de esos pasajes tremendamente evocadores. Tanto el texto bíblico como la reflexión de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia recogen esa enseñanza como algo central en el mensaje revelado: el hombre es imagen y semejanza de Dios. Si la vida espiritual es la vida del hombre, esta noción teológica (imago Det) nos introduce en su comprensión, porque el ser humano es imagen de Dios. Pero, ¿qué hay detrás de esta doctrina? Muchas cosas: que Dios es la referencia del ser del hombre; que tiene el señorío sobre la creación; que es espiritual, aunque no un espíritu absoluto como Dios, ni un ser sólo espiritual como el ángel, sino un espíritu encarnado. No podemos detenernos en un tratamiento pormenorizado del tema. Por eso recogemos algunas ideas del Catecismo de la Iglesia que sintetizan la doctrina describiendo el núcleo de la cuestión. «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). La tradición teológica al hablar de la persona humana con frecuencia presenta esta expresión bíblica como la definición cristiana del ser hu-

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mano: la realidad del hombre como ser creado a imagen de Dios. El ser humano ocupa un lugar único en la creación: sólo él está llamado a participar en la vida de Dios por el conocimiento y el amor. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad. De todas las criaturas visibles sólo él es «capaz de conocer y amar a su Creador» (GS, n. 12,3), porque es la «Única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS, n. 24,3) 34 • Vemos así como el fundamento de la supremacía y de la dignidad que corresponden al hombre, une la consideración de ser a imagen de Dios con la referencia a su espiritualidad: el hombre es a imagen de Dios porque -como Dios- es espíritu, ser dotado de inteligencia y de voluntad, capaz de conocimiento y amor y, en consecuencia, apto para trascender la materialidad y, con ella, el espacio y el tiempo. Hay, en consecuencia, una proximidad a Dios, que le abre a la relación directa con Dios mismo. Porque es espíritu puede conocer a Dios, saber de Dios, relacionarse con Dios. La consideración del ser humano como imagen de Dios nos da pié para entender que la vida espiritual es vida de conocimiento y amor personales, pero con las características del conocer y amar propios del ser humano. Hacemos una breve descripción de los elementos relevantes -para nuestro estudioque caracterizan esa vida.

A) Espiritualidad Definiciones de lo que es el hombre en cuanto ser espiritual se han dado muchas a lo largo de la historia, todas válidas desde su punto de vista, aunque lógicamente limitadas porque el ser personal no puede expresarse en su totalidad con una fórmula 34

Cfr. CCE, n. 355-356.

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intelectual: el ser es vida. De todas maneras, para realizar una aproximación legítima a su contenido me parece útil remitir a santo Tomás de Aquino. Con su peculiar agudeza y precisión reúne la tradición clásica griega y el pensamiento de los primeros siglos cristianos en los que el hombre ha recibido la iluminación de la vida de Jesucristo. Para el Aquinate la persona humana es la sustancia individual de naturaleza racional, formada por la unión del alma espiritual y la materia corporaP 5• El ser racional implica las siguientes características: subsistir por sí (per se subsistere) en el sentido no sólo de individuo completo ya que toda sustancia subsiste, sino de subsistencia por encima o además de la materia; obrar por sí (per se agere) en el sentido de moverse por sí y no de ser movido por otro como por ejemplo el animal se mueve por el instinto; tener dominio propio en el acto (dominium sui actus3 6 ); ser causa propia en el obrar (causa sui in agendo), causa en cuanto principio de sus operaciones, no en el sentido moderno de causa suP 7 • El obrar sigue al ser. El ser espiritual (la particular subsistencia per se, es decir, subsistir además/ aparte de lo material) despliega su vida a través del obrar espiritual (obrar per se), que viene caracterizado por: 1) la inmanencia, el ser humano tiene todo un mundo interior, además y por encima de todas sus fun35 En esa unión, el alma espiritual es la forma sustancial que dando el ser a la materia informa el cuerpo humano. El alma espiritual es la única forma sustancial del ser humano, por lo que la vida espiritual del hombre engloba en sí la vida vegetativa y la vida sensitiva (lógicamente de manera superior a la vida simplemente vegetal o animal). 36 Cfr. S.Th., 1, q. 29, a. 1, c. 37 Hay que tener en cuenta que , J.A. Lombo, La persona en Tomds de Aquino: un estudio histórico y sistemdtico, Apollinare Studi, Roma 2001, p. 273. El autor desarrolla estas ideas sobre las características del individuo subsistente racional en pp. 269-318.

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ciones vegetativas o sensitivas; 2) la apertura al infinito. Gracias a la inteligencia y a la voluntad la persona se encuentra siempre abierta a más, tiene una puerta al infinito: conocer la verdad y amar el bien de manera ilimitada, porque siempre puedo conocer más y mejor y querer más y mejor; 3) la capacidad de actuar con vista a un fin determinado; 4) la vuelta sobre sí mismo de modo completo. La persona vuelve sobre sí misma, especialmente mediante el conocimiento y el amor de sí, de tal manera que se va enriqueciendo con su propio obrar. La vida espiritual está marcada por la presencia de la inteligencia y de la voluntad, que permiten conocer la verdad y amar el bien. Esta capacidad que se actualiza en el conocer y amar efectivos permite actuar con vistas a conseguir un fin. De un lado, permite determinar fines propios; de otro, permite descubrir el fin último para el que hemos sido creados (porque no hemos nacido sin más, sino que hemos sido llamados a la existencia para realizar una misión concreta con nuestra vida). El ser humano ha sido creado por amor y ha sido destinado al amor. La felicidad para los seres espirituales es la posesión de la verdad, sobre todo, la Verdad suprema, Dios.

B) Relacionalidad Que el ser humano es imagen de Dios significa que es persona, no es solamente algo sino alguien. Es decir, un sujeto único e irrepetible capaz de conocerse (por la inteligencia de sí mismo), de poseerse (por el dominio de sí radicado en la propia voluntad) y de darse libremente a los demás. Hoy día la vida espiritual se comprende fundamentalmente como vida personal, y ésta como vida de relación con los otros. Con ello se une a las notas espirituales individuales (la inteligencia y la voluntad, el conocimiento y el amor), la relacionalidad, es decir, la necesidad de buscar un tú, alguien con igual

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dignidad -de persona- con quien compartir conocimiento y amor. La relación personal está caracterizada siempre por el salir de uno mismo, para dirigirse al otro y darse a él, en distintos grados según la relación de que se trate. La persona «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí misma a los demás» 38 • Ahí aparece con nitidez la libertad, porque uno sólo puede darse si quiere, voluntariamente. Pero la relación que se puede establecer con los demás seres -Dios y el mundo- depende de la propia individualidad, es decir, de la verdad propia y del dominio de sí mismo. La relación consigo mismo es, desde esta perspectiva, la relación personal primigenia, porque es preciso vivir desde la propia identidad. La felicidad depende de la coherencia o autenticidad con lo que uno es. Sólo se puede construir la vida humana si el hombre se conoce a sí mismo, si conoce y vive la propia identidad. Este conocimiento va creciendo progresivamente conforme avanza la vida, pero siempre se fundamenta sobre lo que soy, esto es, la vocación recibida de Dios en cuanto llamada a existir y existir como cristiano en tal época y lugar. Mi identidad más profunda es ser hijo de Dios. El resto de realidades personales están englobadas por la filiación divina: el plano interpersonal (sobre todo la familia nuclear, también los amigos); el plano profesional; social; etc. Esta vuelta sobre sí mismo se realiza desde la inteligencia. El conocimiento de la propia verdad es progresivo y creciente, porque siempre tengo presencia de mí mismo, de mi propia identidad, y conforme pasa la vida voy conociéndome mejor -mis cualidades y mis defectos, mis posibilidades futuras y mis realizaciones efectivas, etc-. Y desde la voluntad puesto que continuamente -de manera consciente o inconscienteno sólo me conozco sino que me juzgo y decido si me acepto o 38

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GS, n. 24.

no me acepto. La aceptación de sí lleva al amor de sí, ante la percepción del bien al que estoy llamado, la no aceptación al odio. La aceptación no es solamente complacencia con lo que encuentro en mí, sino que también puede ser del tipo «esto es así, no me gusta, pero voy a hacer esto y lo otro por cambiarlo». Lo que deja sin salida es la no aceptación, porque impide la congruencia con la realidad de la vida y por tanto la posibilidad de cambiar lo que no es auténtico en mí, a través de la acción de la voluntad y la ayuda de medios externos como la dirección espiritual. El conocimiento de sí, de nuestra espiritualidad, nos ayuda a profundizar en el conocimiento de Dios, ya que somos a imagen de Dios, es decir, no sólo dependientes de Él sino referentes a Él; y por tanto desde nosotros nos elevamos al conocimiento de Dios, de lo que queremos decir cuando afirmamos que Dios es espíritu, verdad o amor. Sólo desde el conocimiento de Dios conocemos del todo al resto de las personas, en cuanto son -como nosotros- imagen de Dios. Y también al mundo impersonal, entregado al hombre para su propia felicidad y para la finalización del propio universo material -que es transformado e integrado en el mundo espiritual humano-. Aunque también sucede al revés: conocer a Dios y/o conocer a los demás lleva a conocernos mejor a nosotros mismos, la grandeza y la limitación del ser humano. Cabe resaltar, por último, la diferencia entre relación personal y relación con las cosas. La vida espiritual hace referencia a vida de relación, pero relación o comunicación con otras personas. Es decir, conocimiento de las realidades personales, unido al amor que esas realidades reclaman. Lo principal de la vida del espíritu no es el conocimiento de las cosas (científico, técnico ... ) sino el conocimiento de las personas, que lleva por naturaleza a amarlas. En la sociedad postindustrial y técnica muy despersonalizada en que nos encontramos domina la valoración materialista. Por esto queremos subrayar que es mucho

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más y por eso llena mucho más conocer una persona, que cualquier conocimiento científico o técnico. «Quien tiene un amigo, tiene un tesoro». En este sentido, construir una relación personal, por ejemplo una familia, es una empresa mucho mayor y por tanto llena más la vida humana, que cualquier construcción o empresa laboral (relación con cosas) por grande que sea.

C) Corporalidad El núcleo de la imagen de Dios radica en la espiritualidad, pero no se agota en ella. La espiritualidad, que constituye el centro del ser humano, afecta a la totalidad de sus dimensiones incluidas la corporalidad y la relación con el conjunto de la realidad creada, es decir, con el cosmos material. La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. Este hecho no se puede olvidar. El conocimiento y el amor humanos no son puramente espirituales, sino que necesitan de los sentidos y de lo material. Dios quiere al hombre en su totalidad, a su vez todo el hombre debe querer a Dios; toda su realidad, no sólo su inteligencia y su voluntad, sino sus afectos, sus deseos, sus obras, etc. 39 • La unidad del alma y del cuerpo es total y tan profunda que se debe considerar al alma como la «forma» del cuerpo; es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza40 • Para conocer necesito de los sentidos: ver, oír, tocar... Para amar necesito también de lo sensible, de lo material. Una sonrisa, el llanto, la mirada, un ramo de rosas, ... manifiestan la 39

Cfr. CCE, n. 362.

° Cfr. !bid., n. 365.

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profundidad del amor espiritual. Puedo disimular y que detrás de esos gestos no haya esa riqueza espiritual, pero no puede existir ese amor espiritual si faltan las manifestaciones materiales («obras son amores, y no buenas razones»).

D) Historicidad La corporalidad hace que la persona humana tenga tiempo e historia. Para lo que nos interesa, la corporalidad implica la necesidad que tiene el ser humano de perfeccionarse paso a paso, integrando y armonizando los distintos aspectos de su vida progresivamente. La persona debe crecer: en el conocimiento de la propia verdad (cada día conozco mejor quien soy: mi identidad última de hijo de Dios, mis capacidades reales -virtudes y defectos-, etc.); en el dominio propio ante las distintas situaciones interiores o exteriores; en la integración de todas las actividades (familiar, social, laboral, ... ) en su objetivo o fin personal último -el cumplimiento de la propia vocación a la santidad-. Esta progresividad hace del hombre un ser con historia, tanto personal como colectiva. Historia colectiva porque nuestro ser y nuestras acciones interactúan con el mundo exterior, afectando y siendo afectados por las personas y las cosas. Todos los seres humanos están unidos entre sí en cierta medida. La etapa actual de la historia de la humanidad afecta a la vida espiritual y por tanto a la reflexión teológica que estamos realizando. Por ello debemos tener presente en todo momento la situación en que nos encontramos: la creación de Adán y Eva, el pecado original y el pecado personal, la redención realizada por Cristo y continuada por la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, en espera de la muerte individual y del final de los tiempos. Y también que el cristiano está llamado a colaborar en la misión de la Iglesia.

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Historia personal porque los acontecimientos de la vida se le van «pegando» al alma. Los conocimientos, las decisiones, las acciones no sólo tienen un efecto exterior, sino que sobre todo se quedan «dentro del hombre» y lo van constituyendo. Los hábitos, virtudes o vicios adquiridos, son la consecuencia interior de las operaciones humanas. «Uno es lo que come», pero en ese «Come» es preciso introducir sobre todo los conocimientos y amores -de sí mismo, de Dios y del mundo- que vamos devorando cada día de nuestra vida. El hombre se va realizando a sí mismo, puesto que el crecer de la persona es libre. Esa realización puede responder a la propia identidad y entonces nos llevará a ser más felices cada día; o puede encaminarse a destruir o no desarrollar plenamente la verdadera identidad, lo que nos conduce a la infelicidad. Este es el drama de la vida humana: la libertad de vivir como hijo de Dios o la esclavitud de renunciar a la propia identidad por el pecado.

E) Sobrenaturalidad Finalmente, debemos tener en cuenta la distinción real que existe entre la consideración del hombre como espíritu encarnado (espiritualidad individual, relacional y corporal-por tanto histórica-) y el hombre como ser llamado a un fin sobrenatural (por eso el Verbo encarnado explica el misterio del hombre). La persona en ese juego continuo de verdad, amor y libertad, entra en comunión con otras personas y con Dios. Pero estas relaciones están determinadas por la llamada a la alianza con Dios, a la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo mediante una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar. La gracia diviniza el conocimiento y amor humanos 41 • 41

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Cfr. !bid., n. 357.

La vida espiritual cristiana presupone la redención completa del ser humano por la elevación al plano sobrenatural. La gracia no destruye la naturaleza sino que la asume y eleva, por eso la vida cristiana es realmente la vida humana llevada a un grado de especial plenitud. Todos los resortes de la persona, principalmente su conocer y su amar, son elevados a lo divino. El cristiano conoce y ama como Dios principalmente mediante la fe y la caridad, verdadero conocimiento y amor sobrenaturales. Afirma san Pablo que el nuevo Adán, el verdadero y definitivo Adán es Cristo. Si Adán como padre del género humano significa el modelo de hombre, la explicación real de lo que es el hombre; que Cristo sea el verdadero y definitivo Adán significa que el hombre es hombre cuando se asemeja a Cristo. Por esto sólo Jesucristo puede ofrecer una respuesta plenamente satisfactoria a las preguntas fundamentales del ser humano: «el misterio del hombre solamente se comprende en el misterio de Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero, quien manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le hace patente su altísima vocación» 42 • Por esto la mujer o el hombre cristiano es la mujer o el hombre auténtico y en plenitud. Y por esto todo ser humano está llamado a ser cristiano. Dios llama a todos a la santidad. Como el modelo del hombre no es Adán sino Jesucristo, todo hombre está llamado en Cristo según una vocación personal a ser y vivir como hijo de Dios en la historia y en la vida eterna. Es una llamada que procede de la creación y de la redención y que se dirige a la bienaventuranza final. La vida de cada uno, los años que sean, es la respuesta a esa llamada. En resumen, la persona humana es imagen de Dios. La vida espiritual humana es imagen de la vida divina, pero imagen real. El cristiano posee verdaderamente un conocimiento di42

GS, n. 22.

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vino (de sí mismo, de Dios, de la humanidad, del mundo) y un amor divino, la caridad o amor de Dios derramado en nuestros corazones. Su vida espiritual debe ir creciendo en ese conocimiento y en ese amor. No supone sólo conocer y amar más y mejor, sino también que ese conocer y amar divinos engloben todas las realidades de su vida (religión, familia, trabajo, sociedad).

2. La vida espiritual es vida trinitaria: la inhabitaci6n trinitaria El hombre es imagen personal del Dios tripersonal. Estas categorías teológicas nos hacen ver hasta qué punto Dios desciende al ser humano: el hombre ha sido introducido en la vida íntima de Dios y Dios se ha introducido en la vida íntima del hombre. La vida espiritual del cristiano es la vida en su totalidad del ser humano delante de Dios y de Dios delante del ser humano. Se trata de percibir cada vez con mayor profundidad que el interlocutor más cercano que cada uno tiene en su vida es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Percepción que debe ir calando en todos los aspectos de mi vida, configurando unas actitudes propias: confianza, optimismo, humildad, etc. Así el núcleo de la fe es también el núcleo de la vida espiritual, de la santificación. «El conocimiento de la Trinidad en la Unidad es el fruto y el fin de toda nuestra vida» 43 • La contemplación de la Trinidad «nos es prometida como fin de todas nuestras acciones y plenitud eterna de nuestro gozo. La alegría perfecta, de la cual no hay nada más alto, es gozar de Dios Trinidad que nos ha hecho a su imagen» 44 • 43 44

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In IV Sent., d. 2, q. 1, expositio textus. S. Agustín, De Trinitate, 1, 8, 17-18.

Dialogamos con Dios porque Dios, en Cristo, se ha comunicado al hombre. No le transmite sólo un mensaje de verdad, sino una vida, su Vida, por tanto su Amor, su libertad. El hombre está «diseñado» para tratar con Dios, de ahí que conformarse con otra cosa es empequeñecer la propia vida. La vida espiritual es vida con Dios, vida trinitaria en Cristo y según el Espíritu (con mayúscula). Es una enseñanza constante en san Pablo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16); «¿0 no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1 Cor 6, 19). Somos templo del Espíritu Santo, la Trinidad inhabita en el cristiano. ¿Qué significa que Dios inhabita en el hombre? Habitar significa vivir, morar; por tanto, implica estar, hacerse presente y vivir en un determinado lugar de modo permanente o, al menos, estable. Al hablar aquí de inhabitar se quiere decir algo más: habitar dentro, vivir con, compartir una morada y por tanto una vida. Pero, ¿cómo habita o inhabita Dios? Los textos bíblicos que emplean el término «habitar» y sus equivalentes lo sitúan en un contexto de comunión de conocimiento y de amor. Porque Dios ama al hombre se le comunica; no sólo se da a conocer, sino que viene a él, habita en él. Es un estar personal y personalizante, un estar como fruto de un amor y manifestando ese amor. Así aparece en san Juan bajo el tema de la comunión-koinonia. «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-4). Se trata de la comunidad de bienes entre los fieles y los apóstoles, que es igual a la comunidad entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. También como conocimiento-gnosis: es un conocimiento experiencia! de Dios, un conocimiento de vida. «Esta es

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la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). Y ligado al anterior como amor-agape: el amor es la forma de ese conocimiento vital. «Queridísimos, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridísimos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto jamás; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección. En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha hecho partícipes de su Espíritu. Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como salvador del mundo. El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 7ss). En este contexto se entienden las palabras de Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). La inhabitación de que habla la Escritura implica el comunicarse íntimo y personal de un Dios vivo que se hace presente en el hombre para hacerle participar de su vida e invitarle a afrontar la existencia en comunión y en diálogo con Él. Dios viene al hombre, habita en él, precisa y formalmente como Dios Trino, como Dios que se manifiesta al hombre dándole a conocer la realidad de su vida trinitaria, más aún, introduciéndole en esa vida, haciéndole participar de ella. La inhabitación no es algo

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estático, implica en realidad un estar activo: un hacerse presente de Dios para dar vida a una relación personal y vital con Él. Hablar de inhabitación es hablar de una cercanía de Dios en virtud de la cual el hombre, transformado por la presencia de Dios en él, entra en un nuevo modo de relación con la Trinidad, es decir, con todas y cada una de las tres Personas divinas. La inhabitación supone una nueva presencia de Dios en el universo creado, en concreto una presencia en el hombre en cuanto ser espiritual. Este nuevo modo de estar Dios es según su vida íntima, es decir, se trata de una presencia de la Trinidad en el ser humano, de tal manera que el propio sujeto humano es introducido en el seno de la Trinidad. Así lo describe santa Teresa de Jesús, al hablar de la cumbre de la vida espiritual: «Aquí es de otra manera: quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su

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alma, en lo muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía» 45 • Queda claro que la vida espiritual cristiana es la comunión de vida entre el Dios Trino y el ser humano. Como toda comunión entre personas se realiza por el conocimiento y amor mutuos, se desarrolla y perfecciona por la cercanía o intimidad cada vez mayor. El Espíritu Santo es Dios en nosotros. Dios viene para vivir con el sujeto que le ama, no para producir un fenómeno extraordinario o algo así. La comunión con Dios es una comunión de conocimiento (1 Jn 5,20) y de amor (Jn 17 ,23.26) sobrenaturales. Esta acción de Dios eleva la naturaleza humana, transforma el ser puesto que realiza la inserción verdadera del hombre en el movimiento de la comunión trinitaria: «que sean uno como nosotros somos Uno» (Jn 17,21). ¿Cómo sería la vida de una persona que no sabe quién es?, o mejor, ¿cómo sería la vida de una mujer o de un hombre que no conociese a la persona que vive más cerca de él, en tal intimidad que le acompaña en todo momento: vive en su misma casa, va con uno por la calle, está en el trabajo, en la diversión, etc.? Y además siendo una persona a la que debemos mucho, no un desconocido sino un Padre. En esto consiste la vida espiritual. Percibir cada vez con mayor hondura la cercanía de Dios en mi vida46 y ser coherente con el proyecto que tiene conmigo, con el proyecto que yo soy («nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor», Ef 1,4). Darme cuenta de que mi vida es como antes, pero ahora con un interlocutor divino, una vida con Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo. Santa Teresa de Jesús, Castillo Interior, Moradas VII, cap. 1, nn. 6-7. Como confiesa san Agustín, buscaba a Dios en las cosas del mundo, pero (Confesiones libro 3, cap. 6, n. 11). 45

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3. El cristiano es hijo de Dios La presencia de Dios en el alma lleva consigo una transformación radical del ser humano, como hemos puesto de manifiesto anteriormente. La inhabitación de la Trinidad en el cristiano, por la acción del Espíritu Santo que nos incorpora a Cristo, nos transforma en hijos de Dios Padre. El cristiano participa de la vida divina como hijo de Dios. Ese es nuestro papel en el gran teatro del mundo. La existencia cristiana no es otra cosa que la vida de los hijos de Dios, «porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» 47 • El plan de Dios Padre, a través de la Encarnación de Cristo, es vencer el pecado constituyéndonos hijos de Dios. De talmanera, que viviendo conforme a esa novedad podamos restaurar todo lo creado. Esta es la vocación cristiana, Dios nos llama a vivir con Él y a reconciliar todas las cosas consigo mismas y con su Creador y Padre. Por eso vamos a detenernos especialmente en esta realidad, ya que la filiación divina abarca toda la vida espiritual, «porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo» y «nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» 48 •

3.1. La filiación divina en la Sagrada Escritura Dios como Padre aparece ya en la tradición veterotestamentaria, fundamentalmente en torno a tres aspectos. De una 47 48

S. lreneo, Adv. Haer., 3, 19, l. S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que Pasa, n. 65.

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parte, como Padre-Creador de todas las cosas porque les da la vida. De otra, de manera muy especial como Padre de su pueblo Israel. Esta paternidad de Dios respecto a Israel, sobre todo en sentido colectivo, expresa de un lado la autoridad de Dios y la relación de dependencia con Él, de otro la misericordia divina y su fidelidad ante el pueblo. Sin embargo, la plenitud del significado de esa paternidad, no se descubre hasta la venida del Hijo. La revelación de Jesucristo consiste principalmente en mostrar que Dios es Padre, que Dios es Padre en sí mismo, no sólo con respecto a nosotros (como creador o protector). Nos adentramos aquí en un universo totalmente nuevo: la paternidad divina no es reflejo de un pensamiento de paternidad humano, sino el Ser propio de Dios. En el Nuevo Testamento, las referencias de Cristo a la paternidad de Dios («Padre», «Padre mío», etc.) son muy numerosas49. La novedad de su mensaje viene muy bien ejemplificada por la expresión con que Jesús se dirige a Dios: ¡Abbá, Padre! 50 • Aunque sólo la encontramos en la oración de Getsemaní: «Decía: ¡Abbá, Padre!, todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» 51 , al49 Aproximadamente en 170 ocasiones, en concreto, 4 veces en Marcos, 15 en Lucas, 49 en Mateo y 109 en Juan. Se nota el incremento a partir de Mateo y sobre todo en Juan. Probablemente influye el hecho de que Juan escribe más tarde, y tiene toda la experiencia de la primera comunidad cristiana, donde se habría convertido en el sinónimo de . 50 El origen de abbdes una forma infantil de llamar al padre, que se difundió en el arameo palestino anterior al Nuevo Testamento. No obstante, en tiempos de Jesús, no sólo los niños sino también los hijos adultos se refieren al padre con el término abbá y abí, y para manifestar una especial deferencia emplean el término adonaí (señor mío). El motivo por el que los judíos no se referían a Dios como abbá es claro: sería indecoroso y por tanto inadmisible referirse a Él con este vocablo familiar. 51 Me 14, 36. En los pasajes paralelos de Mateo y Lucas aparece Padre o Padre mio.

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gunos exegetas opinan que esta expresión abbá está detrás de todas o casi todas las referencias de Jesucristo a la paternidad de Dios que aparecen en los evangelios 52 • Se constata que Jesús lo usaba con frecuencia, porque ese empleo pasa a la comunidad primitiva que lo recoge para dirigirse a Dios. Por ejemplo, san Pablo en Rom 8, 15: «En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre!» o en Gal4, 6: «Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!». Jesús habla con Dios como un hijo habla con su Padre, con la misma intimidad y sencillez. La expresión Abbá pone de manifiesto la esencia misma de su relación con Dios, expresa la confianza y la unión con Dios Padre: Jesús es el Hijo de Dios. Con la revelación del Padre, Jesucristo nos habla de su Filiación única, de la Trinidad y también de nuestra condición de hijos. La filiación divina de los discípulos queda afirmada con claridad en el Nuevo Testamento, por ejemplo en el Padrenuestro. Aunque se muestra a la vez que nuestra filiación es distinta de la de Cristo, como en el encuentro con la Magdalena después de la resurrección. «Jesús le dijo: Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esta distinción viene explicada con nitidez, sobre todo en san Pablo 53 gracias al uso del término

adopción. 52 Hemos seguido principalmente el estudio de J. Jeremías, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1993. 53 La enseñanza paulina sobre la flliación divina, sobre todo de la carta a los Romanos (particularmente el capítulo 8) es fundamental. Representa el núcleo y la síntesis de la teología de san Pablo: su visión de Cristo, como Hijo de Dios, Resucitado y Redentor del hombre por medio de su misterio pascual, y la antropología consecuente, el hombre justificado por la gracia, hijo de Dios.

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«Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abbá, Padre!»», (Rom 8, 15). En ese texto aparece el término «filiación adoptiva» ( uiozesia), un vocablo tomado del derecho romano para señalar la adopción jurídica. El significado cristiano es mucho más rico, la adopción divina no es como la adopción jurídica humana. Estamos ante una filiación ontológica, que toca y transforma desde dentro al ser humano. Es una nueva creación, un nuevo nacimiento a la vida sobrenatural. La realidad de ser hijos adoptivos se une al hecho de ser «herederos» de la herencia divina: «Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rom 8, 17). ¿En qué consiste la herencia divina? La herencia divina es la bienaventuranza, la comunidad de vida y amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y con los santos. Por consiguiente, la filiación divina expresa un don que ya se ha anticipado y se tiene -somos hijos de Dios-, del que el Espíritu Santo aparece como garante: «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8, 14), «pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16). Pero, a la vez, la filiación supone una realidad escatológica: la herencia se otorga al final. En el momento presente, «la creación entera gime y sufre toda ella con dolores de parto. Y no sólo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 22-23). Donde seremos realmente hijos de Dios en plenitud será en la vida eterna de la gloria. Por eso la santidad es plenitud de la filiación divina, ambas se realizarán plenamente en el cielo. Como resumen de la enseñanza escriturística, debemos subrayar la densidad ontológica del vocablo padre respecto a

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Dios: en la divinidad hay una generación real, Dios es Padre. Además esa generación eterna se prolonga en la historia porque el Hijo de Dios se hace hombre, Jesús de Nazaret, con lo que incorpora la humanidad a su misterio. Al encarnarse la segunda persona de la Trinidad, el Hijo, Imagen perfecta del Padre, cada hombre es unido en cierto modo al misterio de Jesucristo, a su Filiación, y en Él a la Trinidad. Esta participación en la vida trinitaria como hijos de Dios es puro don divino, un nuevo nacimiento o creación. La filiación divina es algo real y presente ya ahora en esta vida, desde el bautismo; sin embargo su plenitud será escatológica. Por todo esto, la filiación divina del cristiano explica el fundamento y a la vez el proceso de la vida espiritual cristiana.

3.2. Teologfa de la filiación divina La santidad no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina. Ésta aparece así como el fundamento de la vida espiritual cristiana. La filiación divina explica todo el misterio del hombre. No es una consideración piadosa, ni una disposición o conjunto de disposiciones morales y operativas, es una realidad ontológica, el hecho de ser hijo. Esa es nuestra manera o modo de ser, nuestro ser delante de Dios, la condición ontológica del cristiano: hijo adoptivo en el Hijo unigénito del Padre. Para saber quién soy yo, hemos de levantar la vista al cielo y escuchar aquello de que el hombre es imagen y semejanza de Dios, en el designio divino el hombre tiene un origen y un destino final sobrenaturales, la gloria, la vida eterna de plena comunión con Dios. El hombre es hijo de Dios en la historia real, lo que implica la aceptación de la gracia que nos transforma interiormente o el rechazo al plan divino por el pecado. Esta familiaridad divina no es una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una transformación real: el hombre

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está endiosado. Los cristianos somos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1,4), de la vida trinitaria; «no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos» (lJn 3,1). Esta transformación del ser nos hace participar de la única Filiación natural del Dios Hijo, por eso se afirma que somos hijos en el Hijo. El hombre ya no es sólo criatura y como tal un ser hacia Dios, sino hijo y por tanto un ser hacia Dios PadreHijo-Espfritu Santo, un ser que vive, conoce, ama y trata con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo 54 • ¿Qué significa la expresión hijos en el Hijo? Tomás de Aquino para explicar la filiación adoptiva del cristiano la define como una semejanza participada de la filiación natural de Cristo. La adopción divina significa que participamos de la herencia por bondad de Dios, por una donación gratuita55 • Pero esa herencia divina es la vida bienaventurada de conocimiento y amor mutuo del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La semejanza de nuestra filiación adoptiva con la filiación de Cristo se produce especialmente según la unión que tiene Jesús con Dios Padre, esa unidad con el Padre se construye por la gracia y la caridad: «que sean uno, como nosotros somos Uno» (Jn 17, 21). La filiación se realiza principalmente en el sujeto que posee la caridad o amor de Dios, derramada en su corazón por el Espíritu Santo, ya que el Espíritu Santo es el espíritu de los hijos de adopción 56 • 54 La teología de la filiación divina ha sido muy estudiada, especialmente en el siglo XX, aunque siguiendo los pasos dados por los Padres de la Iglesia y Santo Tomás de Aquino. Entre los autores más recientes que siguen esta línea destacaríamos E. Mersch (de quien proviene probablemente la expresión hijos en el Hijo, doctrina que desarrolla sobre todo en tres artículos de la Novel/e Revue Theologique, 1938); S. Docla, Fils de Dieu par grace, Desclée de Brouwer, París 1948; F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, Eunsa, Pamplona 1972, y dos artículos: La Santisima Trinidad y el misterio de nuestra deificación; El Espíritu Santo y la libertad de los hijos de Dios, publicados en Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000. 55 S.Th., 3, q. 23, a. l. 56 Ibíd., 3, q. 23, a. 3.

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«Hijo» implica una unión del todo especial, confiada e íntima, con su padre. De un lado, manifiesta «dependencia respecto de» puesto que ha recibido todo y «referencia a» ya que lo ha recibido del Padre. A la vez, indica semejanza porque el Hijo es Imagen perfecta del Padre. También implica revelación, ya que el Hijo es Verbo, expresión y manifestación del Padre 57 • El cristiano depende en todo de Dios: la vida cristiana primariamente es un don, un don que se recibe, como la vida. Además toda su existencia está referida a Dios, que está siempre presente en cualquier ámbito de nuestra vida. El cristiano debe ser imagen de Dios como el hijo es imagen de su padre: «sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos» (Ef 5, 1), y debe imitar de Dios, su amor y santidad: «sed santos como Yo soy santo». Precisamente a través de la santidad y de la caridad, es como da a conocer a Dios a los demás, porque la verdad cristiana es la revelación del Dios Amor, del amor de Dios por los hombres. Somos hijos de Dios Padre en el Hijo Jesucristo por el Espíritu Santo. La unidad entre el Padre y el Hijo es el Amor, el Espíritu Santo es el vínculo de unión de la Trinidad. La fórmula «por el Espíritu Santo» indica el cómo es posible la filiación divina y su desarrollo. El cristiano participa de la filiación divina por la presencia y la acción del Espíritu Santo en el alma, que nos cristifica, nos configura con Jesucristo, Hijo del Padre, a través de la gracia y las virtudes, sobre todo de la caridad. Somos hechos hijos de Dios porque el Espíritu Santo, presente en el alma, se une a nosotros y nos lleva, desde dentro de nosotros mismos -transformándonos-, a Cristo y en Cristo al Padre. En el desarrollo de la vida espiritual es preciso pasar de la simple afirmación de la doctrina teológica del Espíritu Santo como santificador del cristiano, a tomar conciencia de la reali57 Estos aspectos serán desarrollados más detenidamente en el próximo capítulo al hablar de la identificación con Cristo.

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dad de la presencia del Espíritu Santo en la propia vida, en el centro del alma. Y con Él, de la Trinidad entera: porque la vida cristiana es vida interior trinitaria. El Espíritu Santo desde el bautismo desarrolla su misión, que es siempre y únicamente cristificarnos. Pero es preciso tratarle frecuentemente como Persona que vive continuamente con el cristiano. El envío del Paráclito no es sólo una promesa de Jesús, sino la realidad ya presente y que expresa la entraña de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. El Espíritu Santo santifica nuestra alma. Al actuar en nosotros, confirma que somos hijos de Dios, que no hemos recibido el espfritu de servidumbre para obrar todavfa por temor, sino el espfritu de adopción de hijos (Rom 8, 15), que la Trinidad vive en nuestra alma. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia.

3.3. Vivir como los hijos de Dios En esta doctrina repercute todo lo anterior (imagen e inhabitación). Vamos poco a poco profundizando en lo que es el hombre, su vida espiritual. Si hemos visto que la vida espiritual es vida de conocimiento y amor personales, de relación personal (imagen de Dios); y que esa relación es realmente sobrenatural, divina (Dios Trino inhabita en el hombre); ahora queda como paso ulterior y conclusión, que si el hombre ha sido introducido a la vida trinitaria, dentro de esa vida sólo puede participar también en relación trinitaria, por tanto como hijo de Dios Padre. La filiación divina es la verdad más propia del cristiano: como cosa ontológica. Luego está el desarrollo existencial que se le da a esta realidad, el sentido de la filiación divina, el ejercicio espiritual. Pero ontológicamente su conocer y amar está marcado por el ser hijo de Dios.

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Como el obrar sigue al ser, el cristiano hijo de Dios debe vivir y actuar como hijo de Dios. El crecimiento de la vida espiritual se corresponde con el despliegue de la filiación divina desde el ser hasta el obrar. Y se traduce en una existencia teologal y en un vivir con la libertad de los hijos de Dios.

A. Vida teologal

La acción del Espíritu Santo al cristificarnos nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. Pero, ¿cómo lo hace? A través de la caridad. «El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que san Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vinculo del Amor» 58 • La fusión de toda nuestra vida con la caridad es la vida teologal. La vida con la Trinidad implica una existencia teologal: creo, espero y amo a cada una de las personas divinas. Ese cristificarse, hacerse como Cristo, tiene mucho que ver con vivir de fe, esperanza y caridad porque no es una imitación exterior, sino intimísima; y tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús supone vivir llenos del mismo Espíritu de Cristo. Este vivir en el Espíritu de Jesús afecta a toda la vida. Es decir, todos los ámbitos de mi vida están traspasados por la fe, la caridad y la esperanza, no sólo lo que se refiere a mi vida de oración o de trato específico con Dios o con las realidades sobrenaturales. Por ejemplo, la fe me hace conocer de manera distinta y más profunda no sólo al Dios Trino, sino todas las cosas (yo mismo y los demás como imagen e hijos de Dios, el mundo como salido de las manos de Dios con su propia autonomía que debo respetar, el trabajo como modo de elevar lo creado hacia Dios, etc.). 58

S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 87.

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Con el Espíritu Santo, la gracia que llena el alma informa nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir de manera que todo cambia. Por esas gracias podemos perseverar en la nueva vida de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento. El cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, debe poner en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.

B. La libertad de los hijos de Dios El vivir como hijos de Dios está encuadrado por la caridad o amor de Dios, la verdad y la libertad. «El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3, 17). Si Dios es libre, es la libertad, los hijos de Dios son libres. Pero ¿en qué consiste su libertad? «Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos [Jn 8, 32]; la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» 59 • 59

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S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 26.

La verdad que nos hace libres, desde el inicio hasta el final de nuestra vida, es la filiación divina: somos hijos de Dios Padre. No es esta una verdad teórica o intelectual, sino sobre todo una verdad de la vida, existencial. Sólo el que es hijo de Dios, puede saberse hijo de Dios (conocer la verdad más íntima, profunda y real acerca del propio ser, conocer quién es su Padre -tan gran Padre, un Dios que es Amor-). Pero es un saberse hijo de Dios en la vida real, no en abstracto. Es decir, un conocerse hijo de Dios porque posee en su vida el dominio y señorío propio de los hijos de Dios, un domino de sí -a través de las virtUdes y de la graciaque lleva a amar a Dios sobre todas las cosas. Y esto es la libertad verdadera: emplear toda la vida en amar a Dios y los demás. «Preguntémonos de nuevo, en la presencia de Dios: Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? Y la respuesta diáfana, precisa: amarás

al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37). ¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. (... ) Me gustaría que meditaseis en un punto fundamental, que nos enfrenta con la responsabilidad de nuestra conciencia. Nadie puede elegir por nosotros: he aquí el grado supremo de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien (S. Tomás de Aquino, Super Epístolas S. Pauli lectura. Ad Romanos, cap. 11, lect. III, n. 217). Muchos hemos heredado de nuestros padres la fe católica y, por gracia de Dios, desde que recibimos el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia -y aun a lo largo de cada jornadala determinación de amar a Dios sobre todas las cosas»60• 60

!bid., n. 27.

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Es el dilema: esclavitud o filiación divina. No hay otra cosa: ni pura libertad humana ni pura naturaleza humana. Existe la naturaleza más la gracia o la naturaleza más el pecado; la libertad de la filiación divina o la esclavitud del pecado. Esta es la condición humana: dependiente, herida y sanada. La libertad no es primariamente libertad de elección, elegir esto o lo otro. Eso viene después, en un nivel secundario. La libertad como elemento constitutivo del ser del hombre es algo ontológico. Equivale a la capacidad de hacer libremente, porque quiero, el bien; es decir, no es algo que se me impone, sino a lo que aspiro. En términos cristianos, equivale a libremente, porque quiero, cumplir la voluntad de Dios para mí; libremente, porque quiero, someter la inteligencia a la verdad y dirigir lavoluntad al bien que Dios me revela. Eso es la libertad. Conocer la propia verdad ontológica, aceptar y poseer esa verdad, y donarse o corresponder con totalidad. «Mi libertad para ti» supone: conocer lo que soy, hijo de Dios Padre, mediante mi inteligencia (conocimiento de sí); - poseer eso que soy, gracias a mi voluntad que dirige todas las facultades de la persona, integrándolas en un solo querer que depende de la verdad de mi vida y de las cosas (dominio de sí); - entregar todo lo que soy, todo mi ser (don de sí). La libertad en su sentido más profundo y verdadero es el darse a los demás (Dios y las demás personas) porque quiero, por amor. Esto es Cristo, esto es el cristiano, esto es ser hijo de Dios. -

La filiación divina, enmarcada por las virtudes teologales y la libertad, se desarrolla en todos los ámbitos de la existencia humana y cristiana. Al ser la dimensión más radical del ser y vivir cristiano, está presente y configura la actitud de la persona en la labor profesional, la vida de oración, la aceptación alegre del sufrimiento y el dolor, el empeño por acercar a Dios a todos los que nos rodean, etc. 82

C. Existencia cristiana y radicación en la filiación divina En este punto parece adecuado explicar-profundizar en la conexión entre lo ontológico y lo existencial, entre la perspectiva ontológica o teológica de la filiación divina de que venimos hablando y la perspectiva existencial o espiritual en el sentido de ejercicio vital de lo que se es. En definitiva, parece oportuno mencionar el paso de la hondura ontológica a la vivencia existencial o actitud/actitudes espiritual. El ser humano no es un ángel. Es decir, no entiende las cosas por intuición directa del concepto, sino que necesita del tiempo y de la historia, de los actos y vivencias para profundizar en lo que ya sabe. Por ejemplo, la hija de un rey necesita toda su biografía para ir dándose cuenta de que es hija de un rey: desde la cuna, tantos años de infancia, la adolescencia, etc. No sólo es la educación sino el trato con el personal doméstico (comidas, vestidos, maneras de comportarse ... ), con los invitados, con los familiares y amigos, etc. Todo eso va configurando su idea propia de que es hija del rey, o lo que sea. El conocimiento de sí mismo es progresivo. Aunque desde el inicio ya sé quien soy, a la vez lo voy descubriendo. Hemos repetido muchas veces y a estas alturas ya sabemos que mi identidad es que soy hijo de Dios. Pero esta realidad necesita del paso de la hondura ontológica a la vivencia existencial. En definitiva, implica la pregunta: ¿qué actitudes espirituales conlleva el conocerme como hijo de Dios, cada día, ante las distintas situaciones de mi vida cotidiana?, ¿cómo me conozco hijo de Dios y actúo en consecuencia ante las alegrías, la Cruz, las dificultades propias o ajenas de la vida corriente o de la vida espiritual, el trabajo, el apostolado, etc.? Hacer un elenco de las disposiciones que implica la conciencia de filiación divina es tarea inabarcable. Sin duda, es algo que marca de manera muy especial la vida de oración y en general nuestro modo de tratar a Dios. En este sentido, la expe-

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riencia de los santos nos habla de la consideración del Amor divino o de la Misericordia paternal de Dios, del abandono filial en las manos de Dios, de la vida de infancia, del temor filial de Dios, de la maternidad de María. Sí queremos subrayar un rasgo. En la vida de cada día, inmersos en la problemática del mundo actual, que además intenta echar a Dios de sus dominios, el sabernos hijos de Dios fundamenta la actitud de confianza propia del cristiano. Una confianza en la providencia amorosa y paterna de Dios. Esto tiene como consecuencia en el plano personal, la serenidad, la paz interior y la alegría pase lo que pase, porque todo un Dios -Padre y Omnipotente- nos sostiene. Desde la perspectiva del desplegarse de la historia, la confianza en Dios lleva al optimismo y a la audacia especialmente en el trabajo apostólico. En la historia están presentes el mal y el pecado, pero la fe da a conocer que Dios Padre, por caminos que nos pueden resultar desconocidos e incluso incomprensibles (cfr. Rm 11, 33), conduce la historia llevándola hasta la plenitud final a la que ha destinado. Dios no se ha cortado las manos (cfr. ls 50, 2) y quien aspira a realizar el bien puede, confiando en el amor de Dios Padre, en la gracia de Cristo y en la fuerza del Espíritu, enfrentarse audazmente con el acontecer. Por otro lado, el sentido de la filiación divina conduce no sólo a la confianza, con todo lo que comporta, sino también a la maravilla ante el hecho de que Dios nos haya querido introducir en su intimidad y hacernos partícipes de la filiación de su Unigénito. Y, como prolongación de esa maravilla, a la acción de gracias, así como, imitando la obediencia filial de Cristo, a una identificación con la voluntad divina reconocida como la voluntad de un Padre que actúa en todo momento por amor a sus hijos.

*** Cerramos este capítulo con la mirada en Cristo. Jesucristo nos muestra en su Humanidad filial, lo que significa ser y vivir

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como hijos de Dios. El desarrollo del sentido de la filiación divina está íntimamente unido al crecimiento en la vida teologal. Y el crecimiento en la fe, en la esperanza y en el amor, mediante la acción del Espíritu Santo, lleva a identificarse con Cristo y, en consecuencia, con la entrega de Cristo al Padre. Es ahí, en la entrega de Jesús llevada hasta el extremo de la cruz, donde se nos reveló la infinitud del amor de Padre e Hijo entre Sí y a los hombres. Y es reviviendo y participando en esa entrega cómo el cristiano llega a captar con plenitud el don que implica la filiación divina, hasta estar en condiciones de gustar en todo momento, favorable o adverso, la paz, el gozo y la alegría que de esa filiación proceden. Y a ser en consecuencia la imagen de Dios en el mundo, aportando con la propia vida esa plena conciencia de sentido que implica saber que el universo entero, desde la inmensidad de la bóveda celeste hasta las menudas incidencias del existir diario, está situado bajo la providencia amorosa de un Dios que es Padre, y que nos comunica esa filiación en su Hijo y en el Espíritu.

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Capítulo 3

IDENTIFICARSE CON CRISTO

Introducción Pasamos a considerar la vida espiritual a partir del misterio de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Como tantas veces nos ha animado el Papa Juan Pablo 11: «no tengáis miedo, abrid de par en par las puertas a Cristo». La vida cristiana es la vida de los hijos de Dios, de los que se dejan conducir por la guía suave del Espíritu Santo. Pero el modelo y la fuente de vida filial en el Espíritu es Cristo, Hijo único del Padre, que nos muestra con sus palabras y sus obras no sólo el Amor misericordioso de la Trinidad, sino también lo que es una existencia humana totalmente divina. En este aspecto del misterio de Jesucristo es donde nos queremos detener: su Humanidad filial totalmente entregada por amor al Padre y a los hombres. Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» 61 y le da a conocer el camino y la fuerza para realizar esa vocación en la tierra. Adán es sólo figura del hombre, Cristo es el hombre verdadero. De aquí la sublimidad de la vocación a la que está llamado el hombre: un ser que es todo de Dios y para Dios; la realidad de que lo humano si es 61

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verdaderamente humano lleve a Cristo y al cristianismo; el hecho de que el ser humano sin Dios esté incompleto. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. Lacentralidad de Cristo tanto para la fe como para la vida (espiritual) cristiana es un punto de partida. «Yo soy el camino, la verdad y la vida», afirma Jesús en un momento de la amplia conversación que mantuvo con los discípulos después de la última cena. Y a continuación añade: «nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 6-7). Idea que reitera inmediatamente después ante la incrédula reacción de Felipe: «Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 9). Las palabras claras de Jesucristo se continúan con otras declaraciones apostólicas en la que se subraya la misma centralidad de Cristo. Cuando san Pedro confiesa su fe ante el Sanedrín: «en ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados» (Hch 4, 12). Las palabras con las que san Pablo proclama la radical singularidad y trascendencia del Evangelio: «los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos (... ) fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 22-24). O el himno solemne con el que se inicia la carta a los Efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, ya que en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos

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predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, en quien, mediante su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, las riquezas de su gracia, que derramó sobre nosotros sobreabundantemente con toda sabiduría y prudencia» (Ef 1, 3-8). El horizonte del caminar cristiano es la participación en el vivir trinitario, la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu, como hijos suyos. Pero qué significa ser hijos nos lo dice el Hijo, puesto que Dios-Hijo se ha hecho hombre para que los hombres se hiciesen como Dios. La Humanidad perfectamente filial de Jesús es el lugar teológico para descubrir la hondura espiritual de la vida cristiana.

l. El cristocentrismo de la vida espiritual

«Yo soy el camino, la verdad y la vida». La centralidad de Cristo para la fe y la vida cristiana se ha denominado con el término cristocentrismo. Jesucristo es el centro tanto para la teología como para la vida espiritual. l. En la teologfa, porque Cristo es la esencia del cristianismo. Más que un mensaje filosófico o un comportamiento moral, el cristianismo es la persona de Cristo, revelación de la realidad del Dios Trinidad de Amor y de la grandeza del hombre, creado para vivir en comunión con Dios. En Cristo se resume el misterio de Dios Trinidad y el misterio del hombre, la creación y la redención. «Cristo es la verdad» última y suprema, la cumbre de la revelación divina. Por tanto, en Él y por Él tenemos acceso a la verdad sobre la que se fundamenta toda la vida espiritual. Primero, Cristo es la revelación plena de la vida de Dios en cuanto comunión de amor en la Trinidad y hacia los hombres.

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Por medio de la creación, de las cosas visibles, podemos llegar a las cosas invisibles, a una cierta idea de Dios, pero «a Dios (Dios Padre, Dios Amor) nadie lo ha visto jamás». Sólo conocemos a Dios en Cristo y a través de Cristo. La vida de Cristo, sus palabras, sus obras y sus gestos, desvela la realidad del ser divino: el vivir trinitario, la unidad de conocimiento y amor entre las tres divinas Personas, y el desbordarse de ese amor en la creación. Dios es Padre, un Padre que tiene un Hijo al que está unido por el Amor; y que da su vida al hombre. Segundo, Cristo es la revelación acabada de la dignidad del hombre y del valor del existir humano. «El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» 62 • Sólo en Jesucristo conocemos el misterio del hombre. Porque devuelve al ser humano la semejanza divina deformada por el pecado y muestra en plenitud su dignidad de persona a la que corresponde tratar a Dios como Padre verdadero. Pero Cristo se une a cada hombre en singular, no es algo genérico. Al encarnarse asume y eleva la naturaleza humana, pero también el existir humano concreto: el trabajo, el pensamiento, las obras, el corazón. El verdadero valor del ser humano y de su vida reside en esa unión con Cristo y en Cristo con el Padre y con el Espíritu Santo. Fundamentado en esa unión, el resto de la existencia del ser humano concreto (toda 62

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su vida personal: la familia, el trabajo, las amistades y los conocidos, la diversión, etc.), por pequeño que sea, adquiere la relevancia de lo divino. En tercer lugar, Cristo nos revela la gravedad del pecado y la realidad de su superación por su entrega en la cruz, la gracia que la cruz nos alcanza. Jesucristo revela el sentido de la Historia y -en la historia- la condición dramática del ser humano (la elevación y la caída, y la redención). Hay una ruptura seria en el hombre y en el mundo, la imagen de Dios que es el hombre está deformada y recompuesta, por lo que la vida sobre la tierra no es un camino apacible, sino que es necesario luchar. La persona humana percibe la necesidad de un salvador. Porque es consciente de la presencia del pecado en su vida (podría hacer esto bien pero lo he hecho mal; podría hacer más, pero no lo hago) y de que solo no puede librarse de su pecado, para recomenzar y para no recaer en el futuro (yo solo, sin ayuda desde fuera -el salvador Cristo, la gracia-, no puedo restablecer el mal cometido en el otro ni en mí mismo, ni tampoco puedo vencer siempre la tentación de hacer el mal). Pascal resume ese mismo juicio en sus Pensamientos con una fórmula a la vez neta y breve: el conocimiento de Dios sin el conocimiento de la necesidad de nuestra redención resulta engañoso, como también lo es reconocer nuestra miseria sin conocer al Redentor. Esto hay que subrayarlo hoy día, porque está muy extendido y es equívoco por ingenuo el pensamiento de Rousseau: «el hombre es bueno por naturaleza». Para comprenderme a mí mismo y comprender a los demás debo conocer mi grandeza y mi miseria. Para llegar a una comprensión acabada de nuestra situación en el mundo y en la historia, el conocimiento de Dios y el conocimiento de la dignidad del hombre necesitan ser completados con el conocimiento de la profundidad del mal y del pecado.

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Todas estas verdades -Dios, la dignidad del ser humano, el pecado y la gracia- se nos revelan no sólo a través de Cristo, sino en Cristo. Jesucristo es esa verdad. De ahí que esa verdad se alcance sólo situándose ante la totalidad de Cristo con la totalidad de la propia persona. En este sentido, sabemos que Cristo es el camino y que Cristo es también la vida. 2. La vida cristiana está centrada en Cristo, Jesucristo es la Vida. La santidad del cristiano y de la Iglesia viene de la santidad de Cristo; el cristiano es la imagen de Dios, imagen de la Trinidad, imagen de Cristo (conocimiento y amor de Cristo al Padre en el Espíritu Santo); el cristiano es hijo de Dios en Cristo; la vocación cristiana es elección y llamada en Cristo. Se va viendo así el encaje y complemento de los distintos temas que hemos ido analizando. Como la teología espiritual es la teología de la vida cristiana, la centralidad de Cristo en este ámbito consiste en percibir la vida espiritual como seguimiento de Cristo. Por eso el cristocentrismo para la espiritualidad se traduce en la comprensión de la vida cristiana como sequela Chisti. El cristiano es el discípulo de Cristo, la vida espiritual del cristiano es el seguimiento e imitación, consiste en la configuración o identificación con Cristo. El cristiano es otro Cristo, el mismo Cristo.

2. El seguimiento y la imitación de Cristo en la Escritura Para concretar más lo dicho, convendrá analizar dos cosas: en qué consiste el seguimiento de Cristo y cómo se realiza en la vida concreta del cristiano. Primero vamos a estudiar lo que nos dice el Nuevo Testamento, después pasaremos a la reflexión teológica.

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2.1. Seguir a Cristo

En los evangelios se habla principalmente del seguimiento de Cristo, sobre todo con dos términos importantes: el verbo «seguir» (akolouzein), que aparece en los relatos de la vocación de los apóstoles; y el sustantivo «discípulo» (mazetes). Ambos designan la actitud de los discípulos respecto a Jesús 63 • En los Sinópticos, seguir significa «caminar detrás deJesús». Jesús adopta la figura externa del rabino o maestro, aunque con algunas diferencias. Los discípulos vivían con el rabino y caminaban siempre detrás de él. Cuando dice «seguidme» está convirtiéndose en maestro, al cual deben seguir físicamente sus discípulos. Por ejemplo, Me 3, 13-15: «Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron junto a él. Y eligió a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios». Aquí se describe la relación de los discípulos con Jesús: el maestro elige y llama a los que quiere, los discípulos van junto a él y permanecen a su lado, viven con él; además aparece una misión a la que son enviados. Seguir a Jesús significa también llevar la cruz: «Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga» (Me 8, 34 y paralelos). Además la llamada a seguir a Jesús se extiende a todos. El término discipulo se aplica a los 72 y no sólo al grupo de los doce, por otro se hace similar a cristiano. Así aparece en los pasajes referidos a los discípulos futuros del Señor ya glorificado: «Y cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Me 9, 41); «Y todo el que dé de beber tan sólo un 63 Cfr. Grande lessico del Nuovo Testamento, G. Kittel; continuato da G. Friedrich; ed. it. Paideia, Brescia 1965-1992.

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vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa» (Mt 10, 42). El evangelio de san Juan escrito más tarde presenta algunas características propias. Los discípulos de Jesús son los fieles de la comunidad cristiana. No piensa sólo en los apóstoles, sino en todos los cristianos. Esto se refleja en su evangelio, que realiza una profundización del significado de estos términos. El discipulado no depende del seguimiento físico de Jesús sino de la fe y del amor. 1) El discípulo es el que cree en Jesucristo, el que tiene fe. El discurso de Jesús como pan de vida produce el escándalo en algunos que se marchan y la fidelidad de los doce. «Desde entonces muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Entonces Jesús dijo a los doce: ¿También vosotros queréis marcharos? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.» (Jn 6, 66-69). Este relato refleja que para seguir a Cristo, para ser verdaderos discípulos -y quedarse con Él- es necesaria la fe. La fe crea una comunión, la comunidad de los que creen en Jesús. «Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). 2) Pero sobre todo, el discípulo de Jesús se conoce por la caridad. El mensaje de la última cena es el mandamiento nuevo: amar como Jesucristo ama. «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» (Jn 13, 34-35). Todos los que a lo largo de la historia de la humanidad tienen esa fe y ese amor, forman la comunión que es la Iglesia -comunidad de fe y de amor-. Esto es la sequela Christi. Para Juan discípulo es igual a cristiano.

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Esta identidad entre discípulo y cristiano se ve claramente en los textos de los Hechos6\ por eso se diferencia el grupo especial de los doce, que denominan «apóstoles» 65 o «los doce» 66 •

2.2. La imitación de Cristo San Pablo emplea poco el término «seguir», usa más bien el campo semántico de imitar o imitación. Quizá porque no había seguido físicamente a Cristo. Sin embargo, no trata de una mera imitación externa o superficial, de algunos gestos, sino que se refiere a una realidad profunda, que abarca el plano ontológico -no meramente operativo-. ¿Qué diferencia existe entre seguimiento e imitación?, y ¿cuál es la relación entre ambos? El nexo entre seguir e imitar se encuentra en un texto de la carta de Pedro: «Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pedro 2, 21). El ejemplo de Cristo debe imitarse y seguir los pasos de Jesús es imitar su vida. El concepto de imitación en san Pablo está enmarcado por la expresión «en Cristo» y por la composición de verbos y sus64 (Hechos 6, 1); (Hechos 21, 16). 65 «Escribí el primer libro, querido Teófilo, acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por el Espíritu Santo a los Apóstoles que había elegido, fue elevado al cielm> (Hechos 1, 1-2); «Al oír esto se dolieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hechos 2, 37). 66 «Los Doce convocaron a la multitud de los discípulos y dijeron: No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir las mesas» Hechos 6, 2.

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tantivos con el prefijo «CO-», como ca-padecer (padecer con), ca-morir (morir con), ca-resucitar (resucitar con), etc67 • Imitar para san Pablo es el identificarse del cristiano con Jesús. La identificación con Cristo para el cristiano supone la vida en Cristo y la vida de Cristo, el aspecto sacramental-místico y el ético-moral. Por los sacramentos y por la virtud (caridad y demás), el cristiano incorporado a Cristo vive la vida de Cristo y realiza la misión de Cristo. Jesucristo es el modelo a imitar. La santificación es igual a la cristificación. Para san Pablo la existencia del cristiano es una vida en Cristo y con Cristo. El cristiano debe seguir el mismo destino de Cristo, compartiendo con Él su muerte y resurrección, su misterio pascual. «Porque nosotros, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor 4, 11). Pero a partir del misterio pascual, el cristiano vive toda la vida de Cristo, todos los misterios de su vida desde la encarnación. La novedad radical de vida del cristiano es la participación real en la misma vida de Cristo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4). 67 Cfr. Grande lessico del Nuovo Testamento, G. Kittel; continuato da G. Friedrich; ed. it. Paideia, Brescia 1965-1992. Los términos imitare imitación aparecen sólo 9 veces en las epístolas paulinas. Sin embargo, la realidad de la unión personal con Jesucristo es tan básica que San Pablo llega a utilizar 164 veces las expresiones in Christo, in Christo Iesu, in Domino. Además, para reforzar esta enseñanza y extraer todas sus importantes conclusiones, San Pablo utiliza una serie de verbos que incluyen la partícula «COn>> (, Q. Sesé, Naturaleza y dinamismo de la vida espiritua4 en Scripta Theologica 35 (2003), pp. 55-88).

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La necesidad de la oración es algo propio del ser humano. La antropología constata que el hombre de todas las épocas es religioso y busca el contacto con Dios. Esto se corrobora con la experiencia actual, en la que la sed de espiritualidad o de búsqueda del contacto con lo divino aumenta en modos muy distintos y no siempre adecuados. «El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El interés que han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas religiones orientales y a sus peculiares modos de oración, aun entre los cristianos, es un signo no pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el misterio divino» 88 • Sin embargo, como hemos ido viendo a lo largo del libro, la vida cristiana supone una novedad radical respecto a la vida simplemente humana, que asume y eleva a plenitud. Así, para establecer un punto de partida adecuado en el estudio de la oración dentro de la existencia del cristiano es necesario considerar, aunque sea a grandes rasgos, cuál es la naturaleza de la oración cristiana. En este sentido, es una premisa imprescindible que la oración cristiana está siempre determinada por la estrUctura de la fe, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios. Por tanto, para una oración auténticamente cristiana es esencial el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre» 89 • 88 Carta Orationis Formas, sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, de la Congregación para la doctrina de la fe, 15 de octubre de 1989, n. l. Nos hemos servido ampliamente, tanto de este documento como del Catecismo de la Iglesia, porque contienen una enseñanza sobre la oración rica y adaptada al tiempo y problemática presente. 89 /bid., n. 3.

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l. La oración en la Revelación

La revelación es el diálogo de Dios con los hombres. Un diálogo de vida, de comunicación de conocimiento y amor entre Dios y el ser humano. Ya en el Antiguo Testamento aparecen múltiples ejemplos no sólo del diálogo de Dios en cuanto interviene en la historia de la humanidad, sino incluso de su tratar con personajes concretos: Abraham, Moisés, los profetas, etc. Una verdadera joya de la oración en la Escritura son los Salmos, donde la poesía inspirada expresa de manera sin igual las distintas actitudes del alma humana respecto a Dios. Por eso los Salmos constituyen el cauce de la oración pública de la Iglesia en el Oficio divino. En cualquier caso, la revelación definitiva de Dios se cumple con la misión de Jesucristo y del Espíritu Santo. «En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo -gracias a sus palabras, a sus obras, a su Pasión y Resurrección-la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra encarnada que revela las profundidades más íntimas de su amor. El Espíritu Santo hace penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 12). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía»90. Por eso también ahí, en la misión de Cristo y del Espíritu Santo, encontramos la plenitud de la oración cristiana. Eso es lo que nos muestran los escritores del Nuevo Testamento: tanto los sinópticos, como san Juan, san Pablo y san Pedro. En el fondo, todo maestro espiritual cristiano nos habla de Cristo desde su propia experiencia en el Espíritu Santo (lógicamente los textos de la Escritura gozan de un carisma especial, la inspiración, y por ello son la fuente y el alma para el resto). «Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, 90

/bid., n. 5, l.

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han hablado siempre de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Áquel que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne; Pablo, al que Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que «podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18). Para Pablo el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col2, 3) y -precisa el Apóstol-: «Üs digo esto para que nadie os seduzca con discursos capciosos» (v. 4) »91 • «Existe, por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La Constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 1415), trata con ellos (cfr. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía». Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo. Éste hace al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia. Por este motivo la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios, como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a des91

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cubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras»» 92 • Así pues, la trama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender la oración de Cristo, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a Jesús: primero contemplándole en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria. Como resume admirablemente san Agustín, la oración de Jesús presenta tres dimensiones: «Üra por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» 93 •

2. La oración de Jesús El discípulo de Cristo desea orar, sobre todo, al contemplar a su Maestro en oración. Ahí, puede aprender del Maestro de la oración: contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre. «Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: "Maestro, enséñanos a orar"» (Le 11, 1). A lo largo de los evangelios, la oración de Jesucristo aparece en muchas ocasiones. Son muy especiales los pasajes de la ora!bid., n. 6. San Agustín, Comentario al Salmo 85, l. Estas tres dimensiones constituyen la estructura que presenta el Catecismo de la Iglesia para explicar la oración: Jesús ora, Jesús enseña a orar, Jesús escucha la oración; y añade una cuarta, la oración de María. Por nuestra parte, vamos a limitarnos a analizar la oración de Jesús, ella es la base de la oración del cristiano. 92

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ción sacerdotal del capítulo 17 de san Juan 94 y la oración en Getsemaní de los sinópticos 95 • Jesús es Dios y hombre, por eso también aprende a rezar como hombre. De su madre aprende las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas las maravillas del Todopoderoso y las meditaba en su corazón (cfr. Le 1, 49; 2, 19; 2, 51). De su pueblo aprende las palabras y los ritmos de la oración, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Sin embargo, a lo largo de toda su vida está presente la novedad radical de su verdad íntima de Hijo de Dios. Precisamente de ahí surge la oración nueva ftlial del Nuevo Testamento. «Su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: «Yo debía estar en las cosas de mi Padre» (Le 2, 49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración ftlial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por ftn por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres» 96• Jesús reza con asiduidad, en circunstancias muy diversas. San Lucas subraya especialmente el papel de la oración en relación con el ministerio de Cristo. «Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión: antes de que el Padre dé testimonio de él en 94 La oración «sacerdotal» de Jesús ocupa un lugar único en la Economía de la salvación. Esta oración, en efecto, muestra el carácter permanente de la plegaria de nuestro Sumo Sacerdote, y al mismo tiempo contiene lo que Jesús nos enseña en la oración del Padrenuestro. En ella se ven todos los aspectos de su oración: de una parte que es filial (revela el misterio del Padre), de otro que recoge toda la economía de la salvación, puesto que en su oración recapitula realmente todas las cosas. El Catecismo de la Iglesia Católica lo comenta a lo largo de los números 2746-2751. 95 En los pasajes de los distintos evangelios aparece con nitidez el núcleo de la oración de Jesús: la verdad íntima de su ser Hijo de Dios, la conformación a la voluntad del Padre, la presencia de la humanidad entera y a la vez de cada hombre en su singularidad. Ver J. Echevarría, Getseman{, Planeta 2005, un extenso y profundo comentario sobre la vida cristiana a partir de la oración de Jesús en el huerto de los olivos. 96 CCE, n. 2599.

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su Bautismo (Le 3, 21) y de su Transfiguración (Le 9, 28), y antes de dar cumplimiento con su Pasión al Plan amoroso del Padre (Le 22, 41-44); ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus Apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce (Le 6, 12), antes de que Pedro lo confiese como «el Cristo de Dios» (Le 9, 18-20) y para que la fe del príncipe de los Apóstoles no desfallezca ante la tentación (cfr. Le 22, 32)» 97• También vemos que Jesús se aparta con frecuencia a la soledad en la montaña para orar (cfr. Me 1, 35; 6, 46; Le 5, 16). En la oración narrada por San Juan en el pasaje de la resurrección de Lázaro On 11, 41-42), se ve claramente la continuidad de la relación entre Jesús y el Padre. El acontecimiento es precedido por una acción de gracias: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado». Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que Tú siempre me escuchas», esto supone que Jesús pide de una manera constante y que el Padre escucha siempre su súplica. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que la petición sea otorgada, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el «tesoro», y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como «por añadidura» (cfr. Mt 6, 21. 33). Pero, ¿cuál es el contenido de la oración de Jesucristo? La oración de Jesús entronca con su ser, con su vida. Por eso, Jesucristo lleva en su oración a todos los hombres. Mediante la Encarnación asume toda la humanidad y se une en cierto modo a cada hombre. Cuando en su oración habla de su vida y se ofrece a Sí mismo, incluye a todas las personas y las ofrece a Dios Padre, porque en Él estamos injertados todos 98 • Esta es su misión. 97

!bid., n. 2600.

«Lleva a los hombres en su oración, ya que también asume la humanidad en la Encarnación, y los ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Él, el Verbo que ha «asumido la carne», comparte en su oración humana todo lo que viven «sus hermanos>> (Hb 2, 12); comparte sus debilidades para librarlos de ellas (cfr. Hb 2, 15; 4, 15). Para eso le ha enviado el Padre>>, !bid., n. 2602. 98

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Además la oración en lo secreto -donde Él mismo ante el Padre introduce a todos los hombres-, fecunda sus palabras y se continúa en todo su vivir. Sus palabras y obras son la manifestación visible de la oración en lo secreto. Por otro lado, la oración de Jesús es la conformación con la voluntad del Padre. Como vemos en Mt 11, 25-27 y Le 10, 21-23, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los humildes. A continuación con «el conmovedor «¡Sí, Padre!, porque así te ha parecido bien» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, eco del Fíat de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús se cifra en la adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre (Ef1, 9)» 99 • La oración de Jesús tiene una nota filial. Cuando llega la hora de realizar el plan amoroso del Padre, Jesús deja entrever la profundidad insondable de su plegaria filial. No sólo antes de entregarse libremente durante la oración de Getsemaní -«Abbá ... no mi voluntad, sino la tuya» (Le 22, 42)-, sino en sus últimas palabras en la Cruz -«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Le 23, 34), «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Me 15, 34; cfr. Sal22, 2)-, hasta ese fuerte grito cuando expira entregando el espíritu: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23, 46; cfr. Me 15, 37; Jn 19, 30b). Podemos decir que «todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al re99

124

!bid., n. 2603.

sucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la Economía de la creación y de la salvación» 100 •

3. Teología de la oración Como decíamos anteriormente, la naturaleza de la oración cristiana está determinada por la estructura de la fe. La oración es la fe en acto. Si la noción general de oración implica la elevación o comunicación del alma con Dios; en la noción bíblica, la elevación a Dios reviste el aspecto de diálogo, y en el diálogo es fundamental la respuesta. La oración de Jesús, ideal de toda oración, es elevación hacia una intimidad divina absolutamente única e inaccesible; pero es también respuesta fiel y plena al amor del Padre. Además, el carácter de la oración como diálogo y como respuesta, depende de la imagen de Dios que tenga el orante. La fe nos pone delante de un Dios Padre, Hijo y Espíritu, lleno de Amor por los hombres. El núcleo de la oración es la relación viva y personal con el Dios Trino. Esta relación es la correspondencia humana a la invitación de Dios a la comunión con Él. La esencia de esa relación-comunión reside en el amor de Dios, manantial de donde brota la oración. Por eso, la oración es una necesidad vital, la expresión de la nueva vida de hijos de Dios otorgada por la incorporación a Cristo. La oración del cristiano es esencialmente oración de y con Cristo. La oración genéricamente es la actualización de una relación personal y real entre el hombre y Dios. En el caso del cristianismo esta relación se sitúa no sólo en el plano metafísico, sino también en el histórico. Las relaciones entre Dios y el hombre son una realidad histórica, marcada por el drama del pecado. Sólo por medio de Cristo se restablecen las relaciones 100

!bid., n. 2606.

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entre Dios y el hombre. Podemos así afirmar que existe una sola oración real, posible y válida: la oración de Cristo. A la vez, hay que advertir que esto no es algo sobrepuesto a la oración cristiana, sino su misma esencia. La oración cristiana sólo puede ser cristológica, sólo puede existir en Cristo. La oración cristiana desde su inicio -los principiantes- hasta la elevación mística más sublime es participación en la oración que Cristo eleva al Padre en el Espíritu Santo. El cristiano, al ser hijo de Dios en el Hijo, se dirige a Dios bajo la acción del Espíritu Santo gritando como Jesucristo: ¡Abba, Padre! Nuestra oración sólo existe en la medida en que es oración de Cristo, es decir, en cuanto estamos unidos e incorporados a Él; unión e incorporación que se realizan por la gracia depositada en nuestras almas con el bautismo y el resto de los sacramentos. En el fondo, la teología de la oración remite a la teología de la gracia. Y a la Iglesia. La oración tiene un carácter eclesiológico: en cada una de nuestras oraciones están Cristo y la Iglesia, que oran. Este sería como el sustrato que constituye toda oración, presente siempre que se reza. En un nivel distinto, estaría el modo en que la oración se realiza hoy y ahora en nuestra vida espiritual. El ejercicio concreto de la oración es variado: a veces rezamos con Cristo y a veces a Cristo; o con María o los santos; pedimos pequeñas o grandes cosas, etc. Además en ocasiones experimentamos una gran sintonía con Dios y en otras todo lo contrario. Por esto queremos subrayar que ese sustrato -el ser de la oración- trasciende nuestra percepción psicológica, aunque están unidos. Es decir, cuando el cristiano reza, Cristo y la Iglesia dan gloria a Dios Padre e interceden por todos los hombres, aunque el sujeto -en algunas ocasiones o etapas de su vida espiritual- no perciba esa corriente misteriosa de la gracia. Ahora bien, ¿cuáles son las características de la oración cristiana? Jesús ora con nosotros y nosotros oramos con Él y en Él. 126

Como la oración del cristiano es la oración de Cristo, la oración cristiana tiene carácter trinitario y filial porque es un diálogo de vida con la Trinidad Santísima como hijos de Dios. Esta mediación de Cristo en la Iglesia lleva al que reza a un encuentro y comunión personal con la plenitud del misterio de Dios. La novedad de la oración cristiana reside en que se trata de la misma oración de Cristo comunicada a los hombres. Jesucristo nos hace sus miembros, vive en nosotros por su Espíritu y así, nos introduce en el misterio de su relación personal con el Padre. La esencia teológica de la oración cristiana está en entrar en diálogo con la Trinidad Santísima a través de la mediación de Cristo. Por la elevación del cristiano a la vida divina, la oración es trinitaria. Su conversación es con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y esa conversación es de amor, de donación, de entrega mutua. En el seno de la Trinidad hay una comunión de vida, un encuentro mutuo de las tres personas divinas, un flujo y reflujo de conocimiento y amor que constituye la felicidad divina, que es como la oración inefable del mismo Dios. Eso es lo que nos revela el Verbo encarnado. Con la encarnación, la intimidad de Dios, la vida del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo desciende al ser humano. Jesús, con su Humanidad Santísima, revela y manifiesta al Dios invisible. La oración a la Trinidad se convierte en oración a Cristo, la búsqueda de Dios se concreta en la búsqueda del rostro de Cristo. El camino de la oración, como muestra la experiencia de los santos, tiene un itinerario que parte desde la Humanidad Santísima de Jesucristo hasta la Trinidad (Dios Padre, Dios Espíritu Santo). «No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres ... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que 127

el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla... , pero no habías «Comprendido» esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente ... , facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. -Óyele, te insisto. El te dará fuerzas, Ello hará todo, si tú quieres ... , ¡que sí quieres! -Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte» 101 • En este pasaje vemos con claridad cómo se despliega la vida trinitaria en el alma 102 • De un lado, su itinerario: por María hacia Jesús, desde Jesús al Padre y por último el Espíritu Santo. De otro, el percibir, el darse cuenta de una realidad que ya se conoce desde el inicio por la fe (la Humanidad de Jesús, la paternidad del Padre, o en este caso la inhabitación del Espíritu Santo), pero que no se ha comprendido en toda su profundidad. En esa percepción o captación del misterio de Dios y del cristiano radica el crecimiento continuado de la vida de oración. La oración cristiana es esencialmente teologal. El diálogo filial con Dios halla su base en la fe, la fe en la Trinidad y en Cristo. La fe principalmente es una luz de conocimiento personal: ese Dios que te conoce y que te quiere está aquí, te ve, te oye; por eso puedo hablar con Él y escucharle. La oración es impulso y tensión hacia la plena posesión de la vida eterna, a través del auxilio que sólo puede conceder Dios. Por eso la esperanza alienta el trato con Dios: busca conocer y amar más y mejor, quitando todos los obstáculos que surgen en el camino, gracias a su confianza en la ayuda divina. De todas maneras, el dinamismo esencial de la oración nace de la cariSan Josemaría Escrivá, Forja, n. 430. Para un desarrollo más pormenorizado del despliegue de la vida trinitaria en el cristiano, puede verse la homilía «Hacia la santidad» en san Josemaría Escrivá, Amigos de Dios. 101

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dad, que guía al orante en todo momento. La oración realiza en nosotros la intimidad con Dios propia de la unión, de la comunión de vida. El diálogo con Dios es un diálogo de amor: primero de Amor de Dios a nosotros y después de correspondencia filial. Esta respuesta de amor al Padre es la adoración y alabanza, pero también la contrición por los pecados personales, la acción de gracias al darnos cuenta del don que hemos recibido y la petición de ayuda para ser capaces de entregar toda la vida. Por último, es preciso señalar que la oración es personaL La novedad cristiana, como hemos subrayado en distintas ocasiones, es la revelación de la paternidad de Dios en Cristo. Pero Dios es Padre de Jesucristo y del cristiano. La novedad radica en que la Trinidad se introduce en la vida de los hombres, pero también que mi vida se introduce en la vida de Dios. Este es el don inefable de la vida cristiana. Por eso, la oración cristiana se alimenta del «hoy», de la vida cotidiana, de la biografía personal de cada uno. De hecho, aunque aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la palabra del Señor y participando en su Misterio Pascual; el Espíritu Santo presente en el alma nos impulsa para que brote la oración en todos los acontecimientos de cada día: en el trabajo, en el descanso, etc. El tiempo está en las manos del Padre, por eso encontramos a Dios en el presente, no ayer ni mañana, sino hoy.

4. Las formas de la oración La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos siempre, como el respirar o el latir del corazón de la nueva vida en el espíritu. Sin embargo, nos olvidamos o no somos conscientes en todo momento. La oración no se reduce al brote espontáneo de un impulso interior: para orar es necesario querer orar. Y además no basta sólo con saber lo que las Escrituras re129

velan sobre la oración, sino que es necesario también aprender a orar. La mejor enseñanza sobre la oración se recoge en la rica tradición de la Iglesia, a la escucha del Maestro interior, el Espíritu Santo.

4.1. Liturgia y oración Al hablar sobre la oración es preciso resaltar la íntima relación entre liturgia y vida espiritual. Superado el debate que enfrentaba oración litúrgica y oración privada como oración objetiva y subjetiva respectivamente -dicho de manera muy esquemática-, ha quedado clara la manera en que la oración litúrgica debe ser oración privada-personal (como consecuencia de una participación consciente, activa y fructuosa de los fieles) y la oración personal debe ser oración litúrgica. A través de la Liturgia, la oración del cristiano en comunión con toda la Iglesia se alimenta del misterio de Jesucristo y la Historia de los pueblos se vivifica con la historia de Cristo. La experiencia de la Iglesia y la propia nos dice que no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración. «La Tradición de la Iglesia propone a los fieles unos ritmos de oración destinados a alimentar la oración continua. Fundamentalmente cada día: la oración de la mañana y la de la tarde, antes y después de comer, la Liturgia de las Horas; el domingo que centrado en la Eucaristía se santifica principalmente por medio de la oración; el ciclo del año litúrgico y sus grandes fiestas» 103 • La Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica 103

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CCE, n. 2698.

de Jesucristo. «Cada semana, en el día que llamó del Señor, conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» 104 • Este es el sentido del año litúrgico: celebrar los misterios de la Redención para hacer presente su fuerza en el hoy de la Iglesia y del cristiano. El «año litúrgico es Cristo mismo» (Pío XII, Ene. Mediator Det), de ahí que la vida espiritual (especialmente la oración, pero también la práctica ascética, el trabajo, la fiesta y el descanso, la cultura popular, etc.) se configure según el tiempo y las fiestas litúrgicas que celebremos. Principalmente mediante la santificación del domingo; la celebración del misterio pascual -Semana Santa y Pascua- que centra todo el Año litúrgico -precedido por la Cuaresma y celebrado hasta Pentecostés-; y el misterio de la encarnación que se conmemora con la Navidad. Pero también las demás fiestas de Cristo, de María y de los santos, así como algunas devociones particulares (mayo, octubre, noviembre). Sin embargo, el Señor conduce a cada persona por los caminos de la vida y de la manera que Él quiere. Y cada fiel le responde también de manera personal, según la determinación de su corazón y las manifestaciones propias de su oración. En este sentido, la tradición cristiana ha señalado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de 104

se, n.

102.

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contemplación105 • Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón, una actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios. Es oportuno subrayar la continuidad profunda entre estas tres expresiones de la oración. Con frecuencia, en la práctica una lleva a la otra; y además las tres son oración desde su inicio, es decir, diálogo de la persona humana en su totalidad con las Personas divinas.

4.2. La oración vocal La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el Padre Nuestro. Esta necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu, y experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible. Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca adoradores en espiritu y en verdad, y, por consiguiente, una oración que surge desde el interior de la persona. 105 Hay muchas clasificaciones sobre las formas y los grados de oración. Nosotros hemos seguido la clasificación que propone el Catecismo de la Iglesia. Entendemos la oración vocal y la meditación como formas de oración propiamente, es decir, rezar con la forma de oración vocal o de oración mental (o meditación). Junto a las formas y dentro de ellas, se puede hablar de distintos grados o niveles de oración (como por ejemplo la gradación clásica de lectio, meditatio, oratio, contemplatio -lectura, meditación, oración afectiva y contemplación-). Si la oración es hablar con Dios, se habla en un idioma u otro (formas vocal o mental), pero también se habla mejor o peor (grados). La cima de los grados o niveles de oración es la oración de contemplación (incluso ésta presenta distintos grados de perfección). En este sentido, el culmen de la oración vocal y de la meditación es rezar y meditar contemplando.

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También reclama una expresión exterior que asocia el cuerpo a la oración interior, esta expresión corporal es signo del homenaje perfecto al que Dios tiene derecho 106 • La oración se hace interior en la medida en que tomamos conciencia de qué hablamos, de Aquél a quien hablamos y de quién habla. Con ese tomar conciencia de los actores del diálogo y de lo que se intercambia entre ellos, la oración vocal se convierte en una forma de oración contemplativa107• En este sentido, Juan Pablo 11 ha puesto de relieve la validez del Santo Rosario como una oración sencilla -por eso al alcance de todos- y a la vez profunda -porque resume todos los misterios de la vida de Cristo-. Tras la experiencia del Jubileo del año 2000 y con la vista en el tercer milenio, propone a todos los cristianos esta oración como medio eficaz para llegar a la contemplación de Cristo de la mano de María 108•

4.3. La meditación La meditación es una búsqueda. La persona trata de comprender el por qué y el cómo de la vida cristiana, para adherirse y responder a lo que el Señor pide 109• En un primer momento, suele 106

CCE, n. 2703.

Así lo enseña santa Teresa de Jesús en distintas ocasiones: «Porque a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que le pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios [sic]>>, Moradas primeras, l, 7. 107

108

Cfr. RVM.

Dentro de esta forma de oración hacemos referencia a momentos en los que suele predominar el componente intelectual (con la lectura y la meditación de temas) y otros en los que predomina el volitivo (lo que algunos llaman la oración afectiva). La voluntad y los afectos unen a la otra persona -en el caso de la oración con Dios-- de manera más directa, por eso representa un paso superior de perfección en el camino hacia la contemplación. 109

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predominar la actividad de la inteligencia que intenta profundizar en la verdad cristiana y poner a la persona ante el misterio de Cristo. Para ello habitualmente se ayuda de un libro, que presenta los distintos temas: las sagradas Escrituras, especialmente el Evangelio; los textos litúrgicos del día o del tiempo, los escritos de los Padres espirituales, algunas obras de espiritualidad 110• Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la realidad. Con ayuda de la humildad y la fe personales, se descubren los movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir. En este paso, suele intervenir más la voluntad y con ella toda la parte afectiva del ser humano. Desde la verdad actual de mi vida (lo que con sinceridad vemos que hay de bueno y de malo), descubrir la voluntad de Dios para mí (lo que mi vida debe ser realmente) y ponernos a realizar eso que Dios quiere y que yo soy. Este ponernos a realizar eso que somos en la oración implica en primer lugar el deseo de cambiar y de ser como Dios quiere; después la decisión de nuestra voluntad de conformarnos a la voluntad de Dios para nosotros; luego el propósito, normalmente pequeño, de comenzar a poner por obra esa decisión profunda de nuestra voluntad en un aspecto concreto y puntual de nuestra vida. Todo esto, y es lo más importante, sabiendo quien somos -nuestra miseria y nuestra grandeza-, pero sobre todo ante y con quién estamos -Dios Padre Hijo y Espíritu Santo-. De este sabernos delante de Dios surge la adoración, el arrepentimiento, la acción de gracias, la petición. 110 Los métodos de meditación son tan diversos como los maestros espirituales. Pero lo primero es la decisión y el empeño por meditar regularmente y con constancia. Y también tener en cuenta que el método no es más que una guía. Aunque la guía importa, porque nos señala como proseguir, lo importante es avanzar, con el Espíritu Santo, por el único camino de la oración: Cristo Jesús (cfr. CCE, n. 2707).

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La meditación hace intervenir toda la persona: el pensamiento, la imaginación, el querer, la emoción, el deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo. La oración cristiana se aplica a meditar los misterios de la fe, preferentemente la vida de Jesucristo. Esta reflexión orante es de gran valor, pero debe ir más lejos: hacia el conocimiento del amor del Señor y a la unión con Él. Se trata de alimentar la inteligencia para desde ahí profundizar en el conocimiento de sí (nuestra verdad de ser hijo de Dios en medio del mundo) y de Dios. Desde la inteligencia hay que llegar a la voluntad: para aceptar y amar esas verdades que vamos descubriendo o percibiendo con mayor profundidad, conformándonos a la voluntad de Dios en la vida de cada día. Este ejercicio continuo, a partir de la inteligencia y de lavoluntad, penetra en toda la realidad de la persona: deseos, emociones, ilusiones, dificultades, etc. Y lleva a la unión cada vez mayor de nuestra vida con la vida de Dios: el cristiano en Dios y Dios en el cristiano. En definitiva, como subraya la experiencia de los santos, ««orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?» -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias ... , ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: «¡tratarse!»» 111 • La oración es ese hablar con Dios de toda nuestra vida y de su Vida; conocerse a uno mismo (nuestra verdad de hijos de Dios y nuestras circunstancias personales, familiares y sociales: alegrias, tristezas, éxitos y fracasos, etc.) y conocer a Dios cada vez con mayor hondura; tratarse siendo cada vez más conscientes de la cercanía de Dios, de que la vida cristiana es la vida escondida con Cristo en Dios, de que Dios nos ama y nosotros podemos amar a Dios. 111

San Josemaría Escrivá, Camino, n. 91.

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4. 4. La oración contemplativa La contemplación es el nivel más profundo de la relación con Dios a la que debemos llegar los cristianos, el culmen de la oración cristiana 112 • Su realidad más sencilla, pero como lo sencillo en el ámbito espiritual es lo más perfecto y rico, no es fácil abarcarlo en conceptos. Nos vamos a limitar a comentar algunos pasajes del Catecismo para captar su esencia -mirara Dios y saber que nos mira, manteniendo esa presencia intensa de Dios en todo momento y actividad-, a partir de las pinceladas que los textos nos van dibujando. Pero sin detenernos a examinar todas sus implicaciones 113 • ¿Qué es la contemplación? Santa Teresa responde que «no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» 114 • Tratar de amistad, es decir, conocimiento y amor personales; estando muchas veces tratando a solas, directamente con Dios dejando al margen el resto de realidades que conforman nuestra vida; con quien sabemos nos ama, estar sabiendo que me ama Dios, luego todo lo demás, bueno o malo, es pasajero y por tanto tiene una importancia relativa. Por eso, para santa Teresita, «la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de 112 Se trata de rezar (oración vocal), meditar (oración mental) y vivir (presencia de Dios continua) contemplando. 113 Como se sabe, se trata de un tema de teología espiritual complejo, bastante especializado y debatido, en el que se presentan variadas posturas sobre los distintos grados de contemplación, la terminología adecuada, los fenómenos extraordinarios que pueden acompañar, y un largo etc. Nos interesa el núcleo central y en ello ponemos la atención. Para un estudio más detenido tanto de la historia del problema como de su contenido teológico, cfr. M. Belda, J. Sesé, La cuestión mlstica: estudio histórico-teológico de una controversia, EUNSA, Pamplona 1998. 114 Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. 8, S.

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amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría» 115 • La contemplación implica «recoger el corazón, recoger todo nuestro ser bajo la moción del Espíritu Santo, habitar la morada del Señor que somos nosotros mismos, despertar la fe para entrar en la presencia de Aquél que nos espera, hacer que caigan nuestras máscaras y volver nuestro corazón hacia el Señor que nos ama para ponernos en sus manos como una ofrenda que hay que purificar y transformar» 116 • Recoger el corazón, recoger todo nuestro ser bajo la moción del Espiritu Santo es tarea de la voluntad, porque ella es la encargada de dominar y dirigir todo el ser del hombre, toda su existencia, para entregarla libremente al amor de Dios, a la voluntad del Padre, a la moción del Espíritu Santo. Ese recogimiento de todo lo que somos hace que no estemos desperdigados en lo exterior y que por tanto podamos vivir nuestra vida que es una vida con Dios (la morada del Señor que somos nosotros es el nuevo modo de vivir la Trinidad en el mundo, en y a través del cristiano). Esa vida es vida teologal. Vida de fe que nos hace ver a Dios y ver la miseria, el pecado, que oculta nuestro ser hijos de Dios -nuestras máscaras-; vida de caridad que nos lleva a volver al amor de Dios entregándonos como ofrenda viva. Esta es la entrada en la contemplación y por ese camino se debe proseguir. La contemplación es diálogo del hijo con su Padre Dios. Un hijo que se sabe amado por su Padre y de manera infinita, y que quiere corresponder amando más todavía. Pero dándose cuenta de que el amor para llegar a Dios, a la unión con Dios, sólo puede ser un amor sobrenatural, un don gratuito por encima de las capacidades del ser humano. Un amor que es el mismo Espíritu-Amor de Dios derramado en el corazón del cristiano. La contemplación es la percepción de esta realidad maravillosa 115 116

Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiogrdficos, Ms C, 25 r0 • CCE, n. 2711.

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del ser cristiano. Puedo amar como Dios porque Dios está en mí. Puedo amar como Dios y unirme cada vez más íntimamente a Dios, a su voluntad de Padre, porque cada vez me voy uniendo más profundamente a Cristo, hasta el punto de convertirme en otro Cristo, el mismo Cristo. La contemplación es crecimiento o perfeccionamiento de la fe. La fe nos hace dirigir el pensamiento hacia Dios y descubrir la maravilla de su ser y de su presencia en nosotros. La fe es mirar a Dios y pensar en El continuamente, manteniendo una amistad habitual con Él, hablando con Él en nuestros corazones a lo largo de todo el día. Contemplar a Dios es descansar en el pensamiento de Dios olvidándose de uno mismo. «La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. "Yo le miro y él me mira", decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a mi. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle» 117• Sin embargo, la contemplación no es una operación meramente intelectual. El pensamiento de Dios lleva a amar, esperar, alegrarse, admirar, honrar, adorar. Toda una serie de actos que engloban la entera realidad humana. En dichos actos alcanzamos la bienaventuranza, porque nuestro corazón puede descansar y estar satisfecho con la posesión de Dios. La contemplación no es sentimiento, ni actividad, ni conocimiento: es amor que abarca todo. «El amor es la aceptación y adhesión -apacible, tranquila, satisfecha- del alma en la contemplación de Dios» 118 • No es mera introspección o conocimiento, sino un conocimiento al que acompaña el amor. La contemplación cristiana 117

!bid., n. 2715.

118

J. H. Newman, Parochial and Plain Sermons, vol. 4, n. 21, p. 318.

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es conocer amando y amar conociendo en honda y vital compenetración. Mirar-contemplar a Dios y saber que nos miracontempla: saber la presencia y cercanía de Dios, que lleva a amarle, y al deseo-necesidad de saber y amar, más -es decir, no sólo en momentos puntuales sino habitualmente, a lo largo de toda la jornada- y mejor. Y amar a Dios, pero también a ese mundo al que Dios ama. Amor a Dios y amor al prójimo forman una unidad inseparable. Esta unidad, en una persona situada en el mundo, implica no sólo amor interior sino obras de amor, amor manifestado en obras. Las obras de una persona, que se guía según una inteligencia cristiana -iluminada por la fe en Cristo, por la manera de ver Cristo la realidad- y que expresan el amor a Dios y a los hombres, no quedan fuera de esta noción de contemplación. En consecuencia, contemplación y acción se presentan como actitudes entre las que no sólo no hay incompatibilidad, sino que se complementan y reclaman119. Por eso san Josemaría explicita la «necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día» 120 • Éste es el único camino para seguir a Cristo -nuestro modelo- y llegar al Padre, porque así es como vivió Jesús. Fijándonos en Él, en su oración y su vida, «descubriremos cómo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Éh 121 • Igual que pasa en 119 J. L. Illanes, Existencia cristiana y mundo: jalones para una reflexión teológica sobre el Opus De~ EUNSA, Pamplona 2003, pp. 309-310. 120 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 238. 121 /bid., n. 239.

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la vida corriente de todas las personas, donde «a los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios. Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Nuestro Señor nos hace ver -con su ejemplo- que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana» 122 •

5. Oración y vida: contemplativos en medio del mundo &~oo~~~~~~~oo~~~a~~

quiere vivir habitualmente según el Espíritu de Jesucristo, tampoco podrá rezar habitualmente en su Nombre. El «Combate espiritual» de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.

5.1. La oración requiere un esfuerzo continuado La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Por eso supone siempre un esfuerzo. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con Dios. Distintos obstáculos nos ponen siempre ante la pregunta: ¿para qué orar? Para vencerlos es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia. Pero también es conveniente desenmascararlos. De un lado, es preciso tener presente posibles objeciones a la oración. Primero hacer frente a los conceptos erróneos sobre la oración difundidos en el ambiente que nos rodea: ver la ora122

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/bid., n. 247.

ción como una simple operación psicológica, un esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental; reducirla a actitudes y palabras rituales; pensar quizá inconscientemente que es una ocupación incompatible con todo lo que tengo que hacer y no hay tiempo; o ignorar que la oración no depende sólo de nosotros, sino que es un don que viene sobre todo del Espíritu Santo y es preciso perseverar y no desalentarse. También tenemos que hacer frente a actitudes o mentalidades no cristianas que nos invaden si no estamos vigilantes 123 • Por último, hay que hacer frente a lo que percibimos como un fracaso en la oración 124 • De otro lado, debemos tener en cuenta las dificultades y tentaciones que se presentan a lo largo de la vida de oración. La dificultad habitual de la oración es la distracción. Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. A veces, esta aridez forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es un momento de purificación en el que la fe -si se mantiene firme junto a Jesús- se hace más pura, desasida del consuelo 123 , CCE, n. 2745. 125

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fondo, en su nivel último o más profundo, se identifican. Y se identifican porque ambas se pueden definir como la conformidad filial y amorosa a la voluntad del Padre, que es la unión en Cristo por obra del Espíritu Santo. Esta es la oración continua: la fe que vive por la esperanza en el amor. Esta es la vida de Cristo y la vida del cristiano. Esto es ser «Contemplativos en medio del mundo» 129 • El conformar en todo nuestra voluntad a la voluntad del Padre por amor, porque somos y nos sabemos hijos de Dios que corresponden a su Amor infinito. Realizar en todo la voluntad del Padre es hacer de la vida personal un vivir de fe, esperanza y caridad. No sólo los momentos concretos de oración, sino todo momento y circunstancia, la vida familiar, laboral, social, el descanso y la diversión, en definitiva, toda la vida de la persona. «Üra sin cesar el que a las obras debidas une la oración, y a la oración une las obras convenientes; pues la recomendación orad sin cesar la podemos considerar como un precepto realizable únicamente si pudiéramos decir que la vida toda de un varón es una gran oración continuada» 130 • Desde esta perspectiva la vida cristiana se presenta, lógica y espontáneamente, como vida contemplativa, como vida marcada por un paulatino despliegue de las virtualidades de la comunión con Dios implicadas en la fe, la esperanza y la caridad. La expresión vida contemplativa designa la vida concreta que a cada cristiano le corresponde afrontar (el trabajo, la familia, las relaciones sociales, etc.), en la medida en que va siendo informada por las virtudes teologales hasta hacer de ella una continua oración. 129 Para un estudio más detallado del tema, aparte de lo expuesto sobre la oración de contemplación, ver M. Belda, «Contemplativos en medio del mundo>>, en Romana, n. 27 (1998), pp. 326ss; J. L. Illanes, Existencia cristiana y mundo: jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, cap. 13: «Contemplación y acción cristiana en el mundm>, EUNSA, Pamplona 2003, pp. 301-331. 130 Orígenes, Tratado sobre la oración, 12.

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6. Eucaristía y vida de oración Llegamos ahora a la cumbre de nuestra reflexión sobre la oración. La contemplación es unión con la oración de Cristo en la medida en que ella nos hace participar en su misterio. El misterio de Jesucristo es celebrado por la Iglesia en la Eucaristía. Así la lógica pide concluir nuestro estudio sobre la oración refiriéndonos a la Eucaristía. «En efecto, la sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» 131 • De ahí que podamos afirmar que el Sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana» 132, también de la oración cristiana. La Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración. Es adoración, acción de gracias, petición de perdón por el pecado (expiación) y oración de petición por nosotros y de intercesión por todos. En ninguna oración como en la Santa Misa, mi oración personal se hace más la oración de Cristo («por Cristo, con Él y en Él»), que sube al Padre por la acción del Espíritu Santo en unión con toda la Iglesia. Es la ofrenda pura de todo el Cuerpo de Cristo a la gloria de su Nombre, el sacrificio de alabanza 133 •

6.1. La Santa Misa, centro y raiz de la vida cristiana Es mucha la experiencia vivida y la ciencia acumulada sobre la Eucaristía después del intenso Año eucarístico (octubre.2004-octubre.2005). No podemos detenernos en profundidad y volver a tantos temas desarrollados por la teología y el 131 132 133

PO, n. S. LG, n. 11. CCE, n. 2643.

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magisterio recientes. Nos limitaremos brevemente a constatar una vez más el triple significado del misterio eucarístico: sacrificio, presencia y banquete 134 • La Eucaristía es sacrificio. El sacrificio de Cristo y de la Iglesia es vía de acceso al Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. El mismo sacrificio de la Cruz, que incluye junto a la entrega de Jesucristo, la entrega personal de cada uno, la vida entera de la Iglesia, del cristiano. La Eucaristía es presencia. Este misterio realiza de modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo. La contemplación, mirada de fe, presenta el abismo de su misterio en la luminosa oscuridad de la compañía a Jesús sacramentado. Junto al tabernáculo conocemos el rostro de Cristo y escuchamos los latidos de su amor, único camino para ver al Padre. La Eucaristía es banquete, comunión. Este aspecto expresa la vida cristiana como comunicación entre Dios y la persona humana en toda su radicalidad. El misterio cristiano es la vida del cristiano en Cristo y la vida de Cristo en el cristiano: «no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mÍ», porque mi alimento es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y la fusión con Cristo, sin perder nuestra identidad como vimos en el capítulo 3, es unión con la Trinidad y con todos los hombres. Todo esto explica que el Santo Sacrificio sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. «La Santa Misa nos sitúa ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. (... )Es el fin de todos los sa134 Juan Pablo II, Ene. EcclesiadeEucharistia, nn. 11-16; CartaApostólica Mane Nobiscum, nn. 14-16. Para un estudio más detenido, entre otras muchas cosas se puede consultar: Angel Garda Ibáñez, «La Santa Misa, centro y raíz de la vida del cristianO>>, en Romana, n. 28 (1999), pp. 148ss; J. Ferrer Arellano, Almas de eucaristfa, reflexiones teológicas sobre el significado de esta expresión en san Josemarfa Escrivá, Palabra, Madrid 2004.

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cramentos (cfr. S. Tomás, Suma Teológica, 3a, c. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús. La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres signo de unidad, vínculo del Amon> 135 • La Misa es una acción de la Trinidad en la que participamos los hombres. Sobre todo es la donación de Dios Padre-Hijo-Espíritu. Por eso, participar en la Misa significa corresponder; y corresponder a tanto amor exige de nosotros una entrega total, del cuerpo y del alma. La Misa como raiz nos alimenta y hace posible vivir la vida como hijos de Dios Padre, injertados en Cristo por la acción del Espíritu Santo en nuestra alma. Como centro atrae toda nuestra vida a la celebración eucarística y la eleva al Padre, por la entrega de Cristo metidos en el amor del Espíritu Santo. La lucha espiritual debe intentar que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa-, ofreciendo la existencia cotidiana -el trabajo profesional, la vida familiar... - gracias a la guía de la fe y a la entrega del amor.

6.2. Liturgia y vida cristiana: el culto espiritual Tal como hemos visto, existe -y debe existir cada vez más- un cauce que une la liturgia (la oración) con la vida cotidiana y la vida con la liturgia (la oración). La Eucaristía per13 5

San Josemaría Escrivá, Es Cristo que Pasa, n. 87.

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manece abierta hacia la existencia del cristiano, allí donde éste tiene que vivir su propia vocación. Sus sentimientos deben estar impregnados del don que en la liturgia ha tenido su fuente, pero que exige una continuidad existencial. En los Padres de la Iglesia encontramos expresiones en las que toda la vida del cristiano se considera una liturgia, un sacrificio de alabanza. Afirma Orígenes: «el santuario no hay que buscarlo en un lugar, sino en los actos, en la vida y en las costumbres. Si estos son según Dios y conformes al precepto de Dios, aunque estés en casa, aunque estés en la plaza... , aunque te encuentres en el teatro, si estás sirviendo al Verbo de Dios, no dudes de que estás en el santuario ... »136 • Esto mismo se expresa por la liturgia: «que los cristianos actúen en su vida lo que recibieron en la fe» (Misal Romano, oración colecta de la Feria Segunda de la octava de Pascua). La profunda unidad de la experiencia cristiana, el misterio de Dios, cuyo culmen históricosalvífica se condensa en el misterio pascual de Jesucristo, se experimenta en la celebración de los ritos cristianos, desde los cuales se proyecta a la vida de los creyentes. No se trata ni de sacralizar las realidades corrientes de la vida, ni de separar el culto de la existencia. Porque la vida acorde con la voluntad de Dios es el verdadero sacrificio, y este modo de vivir es lo que transforma la existencia cristiana y el mundo. El culto cristiano abarca toda la existencia de los cristianos, como sucede con Cristo, su fundamento y condición permanente de vida. Nunca se sitúa en una dialéctica de separación de la vida; es la misma vida. En Cristo todas las separaciones han sido abolidas, de ahí que se borre la distinción entre sacerdote y víctima, entre culto y existencia. Como la vida de Jesús, también la vida de los cristianos es el nuevo culto y el nuevo sacerdocio. El culto cristiano no consiste por tanto en ritos materiales, sino en sacrificios que 136

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Orígenes, In Lev. Hom. 4: SCh 287, 62-70.

son al mismo tiempo espirituales y reales. Es decir, en sacrificios que parten del fondo del alma, dócil al Espíritu Santo (sacrificios espirituales) y se extienden a toda la existencia (sacrificios existenciales). El culto cristiano, culto espiritual-adorar al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23)-, consiste en asumir, según la inspiración de Dios, todas las responsabilidades propias de nuestra condición personal, de miembros de una familia, de una sociedad, del mundo. San Josemaría Escrivá resume este profundo significado de la novedad del culto cristiano al afirmar que los cristianos hemos sido constituidos en «sacerdotes de nuestra propia existencia» 137• No está, pues, de una parte el rito y de otra la vida. Toda la vida del cristiano es una realidad cultual, como la vida de Cristo. Para que no se apague la llama de esta liturgia de la vida, debe volver periódicamente a las fuentes que la reavivan, debe volver a la celebración, a lapalabra y al sacramento. Por eso, la vida cristiana lleva siempre el regusto del pan y la palabra 138 • El contenido de la fórmula «la Eucaristía es el centro y la raíz de la vida cristiana» es el eco en el cristiano del magno misterio contenido en la expresión «la Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la Eucaristía». Porque en el misterio eucarístico se cumple sacramentalmente la recapitulación de todas las cosas en Cristo: el cosmos entero, «el pan y el vino, fruto de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre», se convierten en el Cuerpo y la Sangre gloriosas de Cristo resucitado, del Cristo total.

*** La oración nos conduce al diálogo vital con la Trinidad que es la vida cristiana. A partir de la realidad de cada uno percibir San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 96. F. M. Arocena, La celebración de la palabra. Teologfa y pastoral, Barcelona 2005. 137

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la cercanía divina, ponernos delante de Dios, comprobar su Amor infinito y corresponder con la entrega de la propia vida. Así para corresponder al amor de Dios, para tener un programa de vida cristiana la solución es fácil, y está al alcance de todos. Consiste en participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, a cada una de las Personas divinas, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros. Pero vivir de esta manera la Misa, profundizar cada vez más en su misterio, necesita ir acompañado de la oración personal, del trato íntimo con María y con Jesús, con el Padre, con el Espíritu Santo. «En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de «inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (n. 29). La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía. Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen» 139 • La oración cristiana debe acompañar e ir acompañada por el conjunto de la vida: el trabajo, la familia, la diversión, etc. Cómo es posible pasar de la oración a la vida es algo que corresponde en buena medida a la lucha ascética.

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EE, n. 60.

Capítulo 5

LA VIDA CRISTIANA Y EL MISTERIO DE LA CRUZ

Introducción La vida sacramental sitúa el misterio de Cristo en nosotros. La vida de oración nos hace contemplar el misterio cristiano y adherirnos a él cada vez más conscientemente: pone ante nuestros ojos la cruz de Cristo y nos la hace aceptar. La ascesis cristiana es la adaptación sistemática de toda nuestra vida a lo que debe llegar a ser su alma, el esfuerzo para poner la vida en consonancia con la fe. No se trata de un tema fácil, ni en la teoría ni en la práctica. A la vez es algo crucial: no se puede entender la vida humana ni mucho menos la vida cristiana sin dar razón y sentido a la lucha ascética y al misterio de la cruz en la vida del hombre. ¿Por qué en toda vida humana y cristiana se presenta siempre la cara amarga del esfuerzo -empeño o lucha- y del dolor, sufrimiento o cruz?, ¿qué sentido tiene la lucha de cada día por vivir en cristiano?, ¿por qué amar la Cruz como Jesucristo? Podríamos seguir haciendo muchas más preguntas, pero cuál es la respuesta. Cuestiones como éstas no tienen una solución meramente teórica. Sólo puede responder cada uno personalmente. Es decir, de manera individual, a sí mismo, existencial 151

-con la experiencia de la propia vida- porque sólo la experiencia afecta a todas las dimensiones de la persona, en la oración dialogada con Jesucristo. La complejidad del tema va unida a la riqueza del contenido de la ascesis en la vida espiritual. El término ascética se emplea normalmente en relación a la mistica, para hablar de la vida cristiana desde dos perspectivas distintas pero complementarias: el empeño o tensión del alma para corresponder al don de Dios y la comunión con Dios del ser humano. La voz ascesis, de origen griego, proviene de un verbo que significa disponer, adaptar a un fin, ejercitarse con vistas a un objetivo. El sustantivo mantiene en el uso cristiano su significado original de esfuerzo, empeño, ejercicio o dedicación mantenida, en relación a la correspondencia al don de Dios. Pero este objetivo o fin presenta múltiples aspectos: todo lo que supone lucha o ejercicio tanto en positivo como en negativo. En este sentido corresponde a la ascética tanto el planteamiento sobre los medios para el crecimiento de la vida espiritual, como el ejercicio de las virtudes o de la renuncia a algunos placeres con vistas a una afirmación de bienes superiores. Existe toda una terminología no claramente definida en relación a esta temática como ascética y cruz, mortificación y penitencia, etc. Así como una idea, difusa pero muy presente, de la ascesis como algo oscuro, antiguo y sobre todo negativo. Nos centraremos en hacer considerar los distintos matices que están presentes en la perspectiva ascética de la vida cristiana. Fundamentalmente para subrayar la preponderancia de lo positivo en el combate espiritual, la necesidad de lo negativo (el esfuerzo o en ocasiones el sacrificio), la cruz como signo más, como victoria, como amor. En este sentido, las reflexiones que nos disponemos a realizar deben comprenderse bajo el signo de la esperanza cristiana. En el momento de la historia en que nos encontramos, la Cruz ha sido culminada por la Resurrección y Ascensión, es decir, Jesucristo ha ven152

cido ya y definitivamente sobre el pecado y la muerte. Nuestra lucha es necesaria, pero con Jesucristo la victoria sobre el demonio y el mal es segura, es más ya ha sido lograda 140 •

l. Un recorrido por la Historia El sentido cristiano de la ascesis se desvela poco a poco, o mejor vamos tomando conciencia -como de todo- poco a poco en función de las experiencias humanas y sobre todo de la palabra divina revelada. De ahí el interés por recorrer brevemente la historia de la salvación. En la historia de los pueblos nos encontramos muchas filosofías y religiones que presentan una ascética propia, en ocasiones con ciertas analogías respecto a la ascética cristiana. Las similitudes quizá más interesantes se dan con las filoso140 Para una profundización del tema, nos remitimos al libro de Juan Pablo II, Memoria e identidad: conversaciones al filo de dos milenios (La Esfera de los Libros, Madrid 2005), especialmente la parte 1 sobre . El Papa ofrece unas reflexiones sobre la esperanza del cristiano en medio de la lucha del bien y el mal en la Historia, centradas por el significado de la Redención de Cristo. Y lo hace desde su autorizada experiencia vital, teológica y filosófica. 141 En el estoicismo, el vértice de la perfección del hombre es vivir según las exigencias de la naturaleza racional, recta y libre. La ascética estoica procura la independencia personal; consiste sobre todo en juzgar rectamente las impresiones producidas por las cosas en el alma, y en practicar la indiferencia imperturbable (apatheia) por todos los bienes y los males extrínsecos al hombre libre, según el dicho abstine et sustine (abstente y soporta). Por su puro naturalismo ético, por la «apatía» que mata el sentimiento y engendra el individualismo antisocial, la ascética estoica es en su espíritu opuesta a la cristiana, aunque muchos de sus sabios consejos acerca del desprecio de los bienes mundanos, la represión de las pasiones, la constancia ante el dolor y la muerte, la lectura meditativa, la soledad, hayan sido acogidos por los escritores cristianos.

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fías morales clásicas, como el estoicismo 141 o el neoplatonismo142, que buscan un perfeccionamiento interior del hombre, en ocasiones con vistas a su unión con «Dios». En general, la diferencia radical respecto al cristianismo es que en las concepciones ascéticas del paganismo falta la teología del amor que desciende de Dios al hombre para remontar del hombre a Dios. Este hecho nos permite constatar que la ascesis está presente en todo sistema que ayude a vivir al ser humano, pero sólo en el cristianismo su sentido alcanza la plenitud del amor. Ya al inicio de la revelación, en el Antiguo Testamento y principalmente a través del relato de la creación, impresiona la afirmación de que todo lo que existe es bueno en sí y es bueno porque ha salido de las manos de Dios: «Y vio Dios todas las cosas que había hecho; y eran muy buenas». Esta constatación fundamental es un dato permanente, y no va a cambiar. El cambio que tiene lugar es la caída del hombre y el difundirse del pecado, que destruye la armonía entre el ser humano, Dios y la creación. Este romperse interior del ser humano es lo que origina el desorden y la necesidad de la lucha, el sufrimiento y el castigo consecuencia del pecado y camino para la conversión. En el Nuevo Testamento, sobre todo con la vida de Cristo, la ascesis cristiana alcanza pleno significado. Toda su vida, pero muy especialmente la Pasión y Muerte, resumen el misterio de la ascética y de la cruz en la vida de los hombres. De ahí la invi142 Un noble ideal anima la ascética del neoplatonismo (Plotino, Porfirio), que se mueve en el surco del espiritualismo platónico y en conformidad con su metafísica emanantista. Su fin es la unión con Dios (el Ser, el Uno) por medio de la contemplación extática. Es un esfuerzo esencialmente simplificador: desembarazarse de las servidumbres, de lo sensible y superar el mundo racional para alcanzar la cima de la intuición inteligible; de abí, la indiferencia o el desprecio por los placeres corporales. Pero, además de oponerse a la cristiana por sus presupuestos teológicos, dicha ascética lo hace por el exclusivismo intelectualístico que la lleva a descuidar la parte afectiva, y por el carácter de irrealismo práctico, que ignora la fragilidad humana.

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tación de san Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8). Jesucristo nos enseña que su vida es el camino para llegar a Dios Padre, debemos seguir sus huellas: la cruz es condición para ser su discípulo. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga» (Mt 16, 24 y paralelos Me 8, 34; Le 9,23). Con la expansión de la Iglesia por los distintos pueblos y culturas, el seguimiento de Cristo va configurándose de distintas maneras apareciendo diferentes formas de ascesis (la espiritualidad del martirio, el antiguo monacato, etc.). De talmanera, se va a ir perfilando la doctrina sobre la vida ascética: las enseñanzas sobre las virtudes y los vicios, la lucha contra las pasiones y el pecado, la penitencia, etc. También es interesante constatar a lo largo de la historia algunas desviaciones de la ascética cristiana, tanto por exceso de rigor e incluso desprecio de lo material (por su influencia y proximidad cabría destacar el jansenismo; pero también están los montanistas, gnósticos o maniqueos; los albigenses); como por defecto como el quietismo. En este recorrido, debemos añadir la particular situación histórica en que nos encontramos. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX y en la actualidad, asistimos a una crisis de la ascética como consecuencia del materialismo práctico y de la mentalidad hedonista. Es más, parece que ha estado en crisis la propia teología ascética. Múltiples causas han conducido a dicha situación. 1) Una no bien entendida teología de las realidades terrenas, que se contrapone a la tensión escatológica de la esperanza cristiana. La tierra es una morada provisional del ser humano, el cristiano por 155

tanto no puede acomodarse a las cosas de este mundo como si fueran lo defmitivo. 2) Junto a la disminución del sentido escatológico de la vida cristiana, es evidente la disminución o, incluso, la pérdida del sentido del pecado. 3) El naturalismo, como forma de humanismo acristiano fundado en un optimismo exagerado, no realista, que parece ignorar, o no advertir lo bastante, la existencia en el hombre del pecado original. Algunos ambientes naturalistas, víctimas del culto de la personalidad, ven en la mortificación una especie de insulto a la sabiduría divina, ya que impediría la realización del ideal humano o el desarrollo de las cualidades personales del sujeto. 4) Algunas posiciones de la educación moderna que, bajo el influjo de un optimismo ingenuo y de un falso humanismo, tiende a la abolición o por lo menos a una excesiva disminución de cualquier género de rigor o disciplina.

2. El fundamento de la ascesis Las problemáticas reseñadas nos ayudan a darnos cuenta del papel esencial y a la vez delicado de la ascética en la vida cristiana. Es preciso mantener un equilibrio, porque la ascesis cristiana sólo es sana cuando es auténtica. Y su autenticidad radica en una verdad de fe fundamental: la revelación del amor de Dios -en lo que tiene de más trascendente y sobrenaturalpor el misterio de la cruz. Así la ascética se presenta como un esfuerzo de liberación que resulta inmediatamente de la fe, liberación respecto a un mundo efímero y pasajero con vistas al mundo eterno que está por venir. La ascesis es obra de la fe si nos hace tomar la cruz como la cruz de Cristo 143 • 143 Es, por tanto, , L. Bouyer, Introducción a la vida espiritual, Herder, Barcelona 1964, p. 171.

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La enseñanza de la Historia, especialmente a raíz de la revelación, nos pone de manifiesto una vez más que el fundamento de la ascesis sólo puede entenderse -como el resto de las realidades del ser humano- desde Cristo. Pero además, que hay que entenderlo desde ahí, porque es una cuestión tanto teológica como antropológica. Esto significa que el tema de la lucha y del sufrimiento no es algo exclusivamente del cristiano, sino de la persona humana. Y como sólo Cristo revela el misterio completo del hombre, la respuesta a la realidad de la lucha y del sufrimiento en la vida de los hombres radica en su fundamento antropológico y cristológico. Como afirma Bouyer, para llegar a una ascesis plenamente cristiana es preciso determinar en primer lugar qué antropología la sostiene 144 • Después hay que analizar qué es el pecado, y el estado de caída que acarrea en el hombre. Y, por último, examinar las relaciones entre creación y redención, es decir, contemplar al Redentor del hombre. Sobre todo, subraya que para hallar el sentido cristiano de la ascesis hay que partir de esta premisa: no se trata de un dualismo metafísico u ontológico que sitúa el espíritu frente a la materia (el alma como opuesta y enemiga del cuerpo), sino de un dualismo de voluntades: el amor de Dios libre o el amor de sí egoísta. Y es en ese combate de las voluntades donde persiste el hecho de una ascesis que incluye -no exclusivamente- unas renuncias corporales. La presencia de la lucha y del sufrimiento en la vida de los hombres es un dato objetivo. Pero, ¿a qué se debe? Ahí es donde radica el fundamento de la ascesis como parte constitutiva de la vida espiritual. Se pueden distinguir cuatro aspectos en la consideración de la lucha espiritual. 144 La noción de persona que hay detrás es la de un sujeto que ha recibido un don inmenso: la llamada a una vida que necesita perfeccionarse y una vida que es comunión con lo divino por el renacer del bautismo.

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1) La vida humana implica un crecimiento y progreso que sólo se consigue con el empeño personal, en los diferentes ámbitos de actuación. El desarrollo físico, intelectual, social, etc. de la persona requiere ejercitar la propia libertad, aunando fuerzas frente al cansancio o la desgana. 2) Por otro lado, el cristiano ha sido elevado sobrenaturalmente. Por el bautismo el hombre renace espiritualmente, participando de modo real en la naturaleza divina. Por consiguiente, tiene que conformar sus costumbres a esa nueva condición de modo constante. Para ello necesita un compromiso ascético continuo y serio, por el cual la lucha se convierte en su estado normal hasta la muerte. A través de la lucha se realizará como persona humana y como hijo de Dios. Las cosas de la tierra son buenas y por su bondad nos atraen. Pero también son perecederas, mientras que el cristiano es eterno. Debemos buscar las cosas de arriba, las cosas sobre-naturales, las cosas de Dios porque pertenecemos realmente a este mundo nuevo de hijos de Dios. 3) El tercer paso es fijarnos en el misterio del pecado. Con el pecado entra en el hombre y en el mundo, el dolor y la muerte. Por el pecado, tanto en su dimensión personal (como acto de una persona), como en su dimensión universal (como efecto de dicho acto que fuera del pecador afecta y distorsiona las relaciones personales y las cosas creadas), el desarrollo y perfeccionamiento de la vida humana pasa de empeño deportivo a esfuerzo fatigoso («trabajarás con el sudor de tu frente»). El pecado hiere y desfigura la imagen de Dios que es la persona humana. Este desorden en lo más íntimo del hombre supone la quiebra del orden natural de las cosas, de la preferencia del bien frente al mal. El ser humano rompe con Dios, con los demás, con las cosas creadas y sobre todo consigo mismo. Se oscurece la inteligencia y la relación entre inteligencia y voluntad, inteligencia y verdad; se debilita la voluntad para ejercer el dominio de sí mismo, pero también para amar el verdadero 158

bien; se descontrolan las pasiones, de manera que entre el sentido y el espíritu surge un conflicto de tendencias, a menudo agravado por hábitos viciosos. El hombre lleva dentro de sí este contraste, por el cual es al mismo tiempo combatiente y campo de batalla. Una de las tareas de la ascética será precisamente recuperar el dominio de sí, especialmente del mundo de la afectividad, para conducirla de manera que no imponga sus condiciones y arrastre a la parte espiritual, ya que el espíritu arrastrado y ciego es peor y más peligroso que la misma carne. 4) Por último, debemos mirar la Cruz de Jesucristo porque sólo en Cristo podemos comprender el misterio del hombre, el misterio del pecado y el misterio de Dios. La ascética y la cruz no son exactamente lo mismo: el esfuerzo o la lucha no es igual que el dolor o el sufrimiento. Sin embargo, vemos que están muy relacionados. De hecho la Cruz de Cristo es el culmen que explica en toda su complejidad y profundidad tanto la lucha como el sufrimiento presentes en la vida espiritual como dimensión constitutiva. De la Cruz de Cristo se desprende que la respuesta al esfuerzo y al sufrimiento es el amor, la libre entrega de sí mismo a Dios y a los demás. En resumen, la condición actual de la persona humana se caracteriza por un estado de conflicto. Un conflicto que proviene del desorden introducido por el pecado al herir en lo profundo la imagen de Dios en el hombre. Pero que tiene sus raíces en la misma estructura de nuestra naturaleza de espíritu encarnado elevado a la vida de la gracia y de sus dinamismos (no sólo es sino que debe vivir como hijo de Dios). Por esto el desarrollo de la vida cristiana implica un proceso de unificación e integración de la persona, a partir del conocimiento de la verdad sobre uno mismo, el dominio de sí propio de la voluntad y la entrega libre de la propia vida a Dios y a los demás. Este proceso de liberación, que procura restablecer al ser humano en su equilibrio originario roto por el pecado, en su momento activo de lucha y esfuerzo es obra de la ascética cristiana. Ésta es la

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cooperación de la persona con el obrar de Dios en el intento de reconquistar la verdad del hombre oscurecida y negada por el pecado: vivir con Dios, consigo y con los demás en perfecta armonía; hacer presente a Dios en medio del mundo a través de su conocer y amar divinos, porque es la imagen personal del Dios tripersonal.

3. Finalidad de la ascesis Una vez que hemos visto el fundamento antropológico y cristológico de la vida ascética debemos precisar cuál es su objetivo: ¿cuál es la finalidad última y el motivo para la ascesis? Con pocas palabras respondemos que el objetivo de la vida ascética es la unión con Dios mediante la unificación de las voluntades: mi voluntad y la voluntad de Dios Padre. La perfección cristiana consiste en la unión con Dios. Toda unión personal es una comunión de conocimiento y amor. Pero se conoce y se ama a la otra persona desde la propia identidad. Amar es decir con la propia vida que es maravilloso que el amado exista, entregándose uno mismo en calidad de amistad, filiación, paternidad, fraternidad o esponsalidad. Pero para que esa entrega, el don de sí, sea algo real y no un mero deseo o una farsa, es necesaria la unidad interior consigo mismo. Primero unión respecto a la verdad: tengo que conocer lo que yo soy, adecuarme a mi verdad propia, lo que supone conocerse como uno es y aceptarse como uno es. Después unidad respecto a la voluntad: tengo que poseerme a mí mismo, tener dominio de mi ser, que mi voluntad dirija mi existencia, y no que las pasiones, las modas, las opiniones de los demás roben a mi voluntad la libertad de amar. Por último, a partir de esta unidad interior, puedo entregarme como un don, puedo darme al otro porque quiero, que en eso consiste el amar. Por parte de Dios, todo ese amor se ha manifestado ya; sobre todo con la vida de Jesucristo y el envío del Espíritu Santo, y con la creación de cada uno de nosotros a su imagen. Por parte del

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cristiano, el conocimiento y dominio de sí y la entrega por amor de lo que uno es a Dios y a los demás son un proceso continuado, que requiere la lucha ascética constante y la gracia de Dios. El proceso que lleva a la unión con Dios mediante la unificación de mi voluntad con la voluntad de Dios, resulta principalmente de dos elementos: uno negativo y otro positivo. El primero consiste en que en el alma no se dé ninguna tendencia opuesta a la voluntad de Dios; el segundo, en que la voluntad humana reciba su impulso para obrar únicamente del amor a la voluntad divina. Es obvio que la primera condición es el presupuesto de la segunda. Sin embargo, el elemento característico es el positivo, por lo que se puede hablar de transformación del alma en Dios cuando la persona logra enamorarse tanto de la voluntad divina que ésta se convierte en su único motivo de acción: buscar en todo hacer la voluntad de Dios. La enseñanza del Nuevo Testamento es muy clara. La comunión de vida con la Trinidad, el amor a Dios Padre-Hijo-Espíritu significa hacer su voluntad, cumplir sus mandamientos. «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7, 21). Porque el amor a Cristo es cumplir sus mandamientos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre. (... )El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él» (Jn 14, 15ss). Y el amor a Dios es amor a los hombres: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos» (lJn 5, 2-3). Para llegar a esa íntima unión con Dios, para cumplir en todo su voluntad, el alma debe despojarse de cualquier apego a las criaturas. Estar apegado a una criatura es amarla más de lo que permite la voluntad de Dios, en realidad es amarla de manera de161

sordenada, más allá de su propia verdad y de mi propia verdad. Dios no nos prohíbe, sino que nos manda amar a las criaturas. Pero con «medida», con aquella medida inscrita en la verdad de cada ser, que Dios mismo ha prescrito en nuestros corawnes y en la ley revelada, porque es el único Creador de todo. El camino para conseguir este amor verdadero a Dios y -en Dios- a las personas y a las cosas, el camino para amar la verdad de cada ser, precisa de la renuncia y el desapego al amor desordenado a las criaturas, fruto del compromiso ascético constante y, más aún, de la efusión de gracias divinas.

4. El contenido de la lucha ascética La perspectiva ascética de la vida espiritual debe estar presente a lo largo de todo el tratamiento teológico de la vida cristiana, porque «toda la vida espiritual cristiana es ascética. El sentido de lucha, de esfoerzo, de ejercicio, todo lo relativo a la cooperación personal a la gracia a través de las propias acciones, en el proceso de santificación, no es algo propio sólo de los que inician su camino hacia Dios, o de un primer periodo más o menos largo de ese proceso, sino algo inherente a la vida espiritual en cuanto tal y, por tanto, a todos los momentos y todos los aspectos de su desarrollo. (... ) Quizá, parte del error que a veces se ha tenido y se tiene al plantear esta materia, viene de una consideración de la ascética cristiana en un sentido demasiado «negativo», es decir, como lucha contra: sobre todo, contra el pecado. Sin embargo, su sentido más profundo -del que lo anterior es sólo una de sus consecuencias o manifestaciones principales- me parece que es plenamente «positivo» y enlaza con el mismo núcleo de la vida espiritual: es el esfoerzo personal por avanzar, por progresar, por poner todos los medios a nuestro alcance para responder al mismo don que se nos da, por cooperar con Él en todo lo que nos pide, por cumplir su voluntad (y cumplirla por amor, porque le queremos y queremos

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quererle cada vez más), por manifestar con obras nuestro amor, por desarrollar las virtudes (no tanto en beneficio personal, como en servicio a los demás y por la gloria de Dios), etc.» 145 • Vamos a detenernos a grandes rasgos en el contenido del aspecto positivo y negativo de la lucha ascética: principalmente el ejercicio de las virtudes; la conveniencia de algunos medios de santidad para el crecimiento en la vida espiritual; la necesidad de la renuncia, más en concreto, la práctica de la mortificación.

4.1. La virtud y la vida espiritual Ascesis significa ejercicio. Pues bien, el ejercicio más eficaz para la vida espiritual es el esfuerzo por la práctica de cada una de las virtudes. La virtud es la ordenación correcta de la relación entre la persona en su totalidad, la facultad o potencia de la persona que se ve directamente afectada en la acción (inteligencia, voluntad, afectividad... ) y el bien creado. De ahí que la lucha ascética fundamentalmente sea el empeño por desarrollar lo mejor de cada persona, de manera que no sólo el cuerpo sino todo el ser humano esté en plena forma, a tope. Mediante la virtud nos hacemos connaturales con el bien y lo bueno. Ya hemos hecho referencia a la peculiar verdad del ser humano como espíritu encarnado y su complejidad 146 • El hombre 145 J. Sesé, Naturaleza y dinamismo de la vida espiritua~ en 35 (2003), pp. 73-74. 146 No puede pasarse por alto la corporeidad del ser humano, precisamente por eso el Aquinate acomete el estudio de las pasiones. , J.-P. Torrell, Saint Thomas d'Aquin, maztre spiritue~ Ed. Cerf, Paris-Fribourg 1996, p. 344.

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debe conseguir la integración de todas sus potencias bajo la guía de la razón y el señorío de la voluntad, que representan la parte más noble de su ser. Ahí se aloja su núcleo espiritual, que le capacita para recoger los distintos aspectos de su ser -potencias inferiores y sus actos-, en torno al conocimiento y amor de la verdad -potencias y actos superiores-. Tiene la capacidad de realizar ese recogimiento de toda su realidad (dominio de sí) porque el alma es espiritual, pero para desempeñar esta tarea necesita de la virtud. El hombre puede participar del conocimiento y amor de Dios porque es imagen de Dios (cfr. el capítulo 2), pero para llegar a esa perfección en la tierra y después en la vida eterna, debe recorrer un largo camino que pasa por el crecimiento en las virtudes. La vinud es un hábito operativo bueno, que hace bueno tanto al sujeto que actúa como su operación 147• «La vinud consiste esencialmente en una disposición permanente para obrar de modo conforme a la razón. Pero la complejidad del ser humano obliga a complicar la noción de su virtud propia. Si el hombre fuera un puro espíritu, o si el cuerpo estuviera completamente sometido a la dirección del alma, le bastaría ver lo que debe hacer para hacerlo, la tesis de Sócrates sería verdadera y no habría más que virtudes intelectuales» 148 • Pero no somos espíritus puros y además en nuestra condición actual después del pecado original las pasiones no están perfectamente sujetas al espíritu. Por consiguiente, para que el hombre actúe de acuerdo a la verdad y al bien, es necesario no solamente que la razón esté bien dispuesta por el hábito de la vinud intelectual, sino también que la voluntad y los demás apetitos estén bien dispuestos por el hábito de la vinud moral. Las virtudes no actúan de manera aislada, sino que se hayan interconectadas: forman un organismo, como una segunda naCfr. S.Th., 1-2, q. 55, a. 3, c. E. Gilson, El Tomismo. Introducción a la filosofla de Santo Tomds de Aquino, EUNSA, Pamplona 1989, p. 464. 147 148

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turaleza. Esto significa que unas no pueden existir sin otras; que el crecimiento de una va acompañado del perfeccionamiento de las demás; en definitiva, que la virtud perfecciona su potencia (la parte de la persona donde incide), pero sobre todo al sujeto virtuoso. El verdadero protagonista del crecimiento es la persona. El hombre perfecciona progresivamente su propio ser, integrando las distintas partes de su realidad alrededor de la contemplación (conocimiento) y el amor de la verdad. En primer lugar, debemos hablar de la conexión entre las virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). Para que la virtud moral sea perfecta debe haber una ligazón entre ellas, en torno a la prudencia que dispone al juicio correcto sobre los medios o actos convenientes. De esta manera, la persona va alcanzando el dominio de sí necesario para actuar con perfección. Con la inteligencia conoce la verdad o bien para realizar y con la voluntad decide su querer y mueve todas las instancias para ponerlo por obra: sabe por la prudencia que medios adoptar y controla sus fuerzas. Sin embargo, las virtudes morales para ser perfectas no se bastan por sí solas, necesitan de la caridad. ¿Por qué? Porque la virtud cristiana no es un fin en sí misma, como para los griegos (para Aristóteles lo bueno es ser virtuoso). El fin de la virtud cristiana no es el autodominio, la autoperfección en sí, sino el amor a Dios y a los demás. Por tanto, el donarse o entrega de la propia persona, que previamente se posee a sí misma. Para disponer el bien a un fin que no exceda la naturaleza humana, las virtudes pueden adquirirse sin necesidad de la caridad; pero para ordenar la acción de la persona a su fin último, que es sobrenatural, no 149 • La persona humana, en la situación histórica actual, está llamada a la felicidad suprema que es la vida de comunión íntima con la Trinidad y con los hombres. En consecuencia, necesita la caridad y las virtudes sobrenaturales infusas 149

S.Th., 1-2, q. 65, a. 2, c.

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para disponerse a ese fin. Así «vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza)» 150 • En el estudio de las virtudes, santo Tomás de Aquino pone especialmente «de relieve la profunda unidad de la vida teologal y su acentuada dimensión escatológica» 151 • Nunca pierde de vista esta idea: la vida espiritual es una profunda unidad, marcada por lo teologal (la capacidad de tratar directamente con Dios a través de la fe, esperanza y caridad) y por lo escatológico (esa vida con Dios es real en el tiempo presente, pero sólo será plena en la vida eterna). Como la vida es unidad, la vida cristiana es unidad perfecta de naturaleza y gracia; la vida teologal abarca toda la vida del ser humano y su unidad depende de la unificación de todas las realidades implicadas gracias al desarrollo de las virtudes. En esta relación recíproca entre virtudes teologales y virtudes morales, el amor de Dios o caridad es el cumplimiento pleno de la ley, la perfección de la vida cristiana. Pero ese cumplimiento o perfección reclama la armonización con las demás virtudes. La caridad para ser verdadera debe ir acompañada de las virtudes morales 152 • Los diez mandamientos de la ley se resumen en el doble precepto del amor, porque el doble precepto del amor se despliega en los diez mandamientos. Como dice san Agustín, «ama y haz lo que quieras», pero el amor es hacer lo que quieres y querer lo que quiere la persona a quien se ama. S. Agustín, De Moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25,46: PL 32, 1330-1331. Saint Thomas d'Aquin, maitre spirituel, Ed. Cerf, Paris-Fribourg 1996, p. 448. 152 Cfr. S.Th., 1-2, q. 65, a. 3, ad l. 150 151

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J.-P. Torrell,

El ser humano es una realidad compuesta. En las distintas potencias hay una unidad y un orden. Ese orden es jerárquico y en el punto más alto se encuentra la parte más noble del ser humano, su inteligencia y voluntad. Pues bien la perfección del hombre entero requiere principalmente la perfección de sus facultades más altas (la unión a la verdad y el bien), pero esa perfección esencial requiere la de las potencias inferiores. Una no puede desarrollarse sin la otra, porque el hombre es una unidad. De esta manera, la ordenación del hombre hacia el fin último (el amor de Dios) se realiza de dos maneras: directamente por la caridad, indirectamente por las virtudes morales en cuanto ordenan sus potencias y actos específicos particulares 153 • Cada una de las virtudes responde a las situaciones de la vida, en las que el ser humano se encuentra interpelado continuamente. La lucha por vivir el conjunto de las virtudes nos da el justo medio en cada acción. Y la conexión de las distintas virtudes con la caridad hace realidad que toda nuestra vida, cada una de nuestras acciones sea expresión del amor de Dios. De esta manera, podemos elevar todas las realidades terrenas hasta Dios. Pero esto supone una lucha o un ejercicio continuo y personal. No nos interesan la vida o las virtudes en abstracto sino en 153 Queremos hacer una aclaración. La perfección de la vida espiritual es la perfección de la caridad, porque la caridad o amor de Dios es lo único que nos une directamente a Dios. En algunos pasajes del evangelio vemos claramente que lo decisivo es el amor a Dios, manifestado en el arrepentimiento: por ejemplo la mujer pecadora que es perdonada porque amó mucho, aunque su vida hasta ese momento manifiestamente era poco virtuosa (Le 7, 47}; o el ladrón arrepentido cuya vida tampoco sería muy virtuosa, pero supo amar. Esto demuestra que el amor es lo más radical de la persona, su núcleo íntimo, que poco a poco debe ir desplegándose en las distintas realidades y actuaciones de la persona, hasta configurar toda la existencia en función de ese amor fontal. Este proceso de perfeccionamiento propio del ser de las cosas también está en el interior de la persona humana, pero si no tengo amor nada vale (cfr. 1 Cor 13).

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concreto. La «cruz de cada día» que hay que llevar normalmente son las ocupaciones y responsabilidades de cada uno, además teniendo en cuenta mi propio ser (mi carácter, mis aptitudes, mis defectos, las circunstancias concretas) por lo que debo poner en juego tal y cual virtud. Así la laboriosidad nos posibilita el trabajo bien hecho superando la pereza, con vocación de servicio a la sociedad por encima del mero afán de reconocimiento o de poder, colocando ese trabajo dentro de nuestra situación personal por ejemplo de responsables de una familia o de una labor apostólica lo que requiere la lógica limitación del tiempo de trabajo. La pobreza o desprendimiento nos llevará a tratar las cosas que tenemos o utilizamos como simples medios o ayudas, muchas veces necesarios, pero siempre perecederos y por tanto nunca fines en sí. La santa pureza nos permite dirigir todo el poderío de nuestros afectos a un amor verdadero (ya sea conyugal, celibatario, fraterno, de amistad), sin que se pierda nada. La lealtad y la fidelidad nos conducen a proseguir con el compromiso adquirido, aunque algunos obstáculos en el camino (pasajeros, pero que pueden durar años) dificulten su cumplimiento. Cada una de estas virtudes, dirigidas por la caridad, hacen que el trabajo bien hecho sea expresión ante los hombres del amor de Dios, el uso de las cosas sea para gloria de Dios, el amor humano sea realmente un amar divino, el compromiso mantenido -desaparecidos los obstáculos- manifieste la fecundidad del amor que siempre espera, etc. Como enseñan los Padres de la Iglesia, «el objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» 154 • La virtud consigue la integración de inteligencia, voluntad y afectividad -la «Cremallera» entre el espíritu y la materia en la persona- en el amor a Dios y a los demás; y Dios es Amor. En un primer momento, la lucha por la virtud tiene como horizonte 154

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S. Gregorio de Nisa, Orationes de Beatitudinibus, 1: PG 44, 1200D.

directo evitar el pecado y las malas inclinaciones arraigadas en el alma. Después el fortalecer y perfeccionar las virtudes, hasta llegar al heroísmo de lo cotidiano. Esta unidad de vida armónica hace que el amor de Dios penetre en toda la realidad personal. De esta manera, la persona y en ella el mundo material que le pertenece se presenta ante Dios y se une a Él. El cristiano transforma y eleva así todo lo humano -también las realidades materiales fruto de su acción, especialmente su trabajo- en divino. Aquí radica el papel principal de la virtud en la vida espiritual. No tanto como lucha contra el desorden del pecado, sino como empeño por la construcción de un nuevo orden fundamentado en el amor y la libertad de los hijos de Dios.

4.2. Algunos medios para el crecimiento de la vida espiritual El ejercicio y desarrollo de las virtudes plantea la conveniencia de recurrir a medios concretos y externos -medibles- de lucha ascética. Ascesis significa también disponerse, prepararse. En este sentido, forma parte de ella la consideración de los medios que nos ayudan en el perfeccionamiento de la vida cristiana, a modo de método y de entrenamiento. Son muy variados y en el fondo son el medio para permear nuestra vida diaria de la palabra de Dios, los sacramentos, el trabajo, la oración, la mortificación, el apostolado, etc. De manera muy breve haremos referencia a dos medios específicos: el plan de vida y la dirección espiritual. Cada uno se conoce y puede seguir el camino que más le conviene. A la vez Jesús nos busca y se hace el encontradizo a través de personas, instituciones, espiritualidades, etc. Dios se muestra a cada uno, pero es preciso estar en forma, debemos estar vigilantes para percibir su presencia. En primer lugar, debemos subrayar la necesidad de un «plan de vida» que sea como el marco de la guía espiritual y el entra-

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mado que unifica cristianamente la jornada. Con el plan de vida se pretende meter en nuestra vida todos los ingredientes necesarios para escuchar y responder a la llamada de Dios día a día. Los sacramentos: la santa Misa y la confesión sacramental frecuentes; la lectura de la Sagrada Escritura; la oración vocal y mental, ayudadas por las devociones personales (la eucaristía, María, algunos santos, etc.); la formación doctrinal y espiritual155; la mortificación; el examen de conciencia 156; el trabajo. Cada uno de esos actos concretos ayudan al desarrollo de la vida espiritual. Las acciones quedan de alguna manera en el su155 No podemos detenernos para analizar en detalle la importancia de cada uno de estos medios. Además ya hemos hablado de la mayoría de ellos en distintos contextos. Pero sí queremos destacar la necesidad de dedicar el tiempo preciso para la formación doctrinal y espiritual. Vivimos en un mundo en el que coexiste una pluralidad de concepciones sobre la vida humana, en algunos puntos incompatibles con la visión cristiana del hombre -especialmente contraria es la cultura relativista dominante, que además se pretende imponer a todos constituyendo una verdadera dictadura del relativismo--. Por otro lado, el progreso ha hecho posible extender y aumentar formación humana intelectual de la mayor parte de los miembros de la sociedad. De ahí que sea imprescindible tratar de conseguir un grado de conocimiento de la fe y de la espiritualidad cristiana proporcionado al nivel de conocimiento de las demás realidades humanas. Sólo así el cristiano está capacitado para conservar y difundir la propia identidad cristiana y todos sus valores. Este es el sentido del esfuerzo del Magisterio que ha llevado a la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica y el Compendio del Catecismo. 156
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