TEMA 23 _problema Del Apriorismo
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TEMA 23 ¿CUÁLES SON LAS FUENTES DEL CONOCIMIENTO?: EL PROBLEMA DEL APRIORISMO Prof. Doctor Ismael Martínez Liébana (Universidad Complutense de Madrid)
CONTENIDO Introducción 1. El empirismo 2. El racionalismo 3. El apriorismo
Resumen Glosario. Lecturas. Ejercicios Bibliografía complementaria Anexo: Textos
«No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. […] Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia». (Kant, Crítica de la razón pura, B 2. Ed. Alfaguara, Madrid, 1978, pp. 41-42).
Introducción Un nuevo problema (diferente de los anteriores y también de suma relevancia) que la teoría del conocimiento ha de plantearse y al que debe dar igualmente satisfactoria respuesta, es el relativo a la forma de adquisición del conocimiento. ¿Cómo adquiere el sujeto cognoscente –inquirimos ahora– el conocimiento del objeto conocido? ¿De dónde extrae este conocimiento? ¿Dónde radica su origen?, ¿cuáles son, por tanto, sus fuentes? No preguntamos ya, por consiguiente, si hay, si se da el conocimiento, si el conocimiento es real, o incluso posible; tampoco, si su objeto es inmanente o trascendente. Ahora inquirimos por la forma, por el origen o fundamento del conocimiento, por sus vías o fuentes. Si alguien me pregunta ahora por qué sé (conozco) que ante mí hay una mesa, yo responderé que porque la veo y la toco: la vista y el tacto (los sentidos externos) son aquí las fuentes o vías de adquisición de este conocimiento. Si, por otra parte, se me interroga también por el medio de acceso cognoscitivo que tengo al dolor de cabeza que ahora siento, confesaré que tal medio es una «mirada interior», una especie de sentido interno que me permite captar mis estados
íntimos (en este caso, el dolor de cabeza). Si, finalmente, se me interpela acerca del modo que tengo de saber, conocer, la verdad de proposiciones tales como «el todo es mayor que la parte», «el deseo presupone algún conocimiento de lo deseado» o «todo efecto tiene necesariamente su causa», habré de responder que llego a tal conocimiento en virtud de una aprehensión directa de índole intelectual, sin necesitar, por tanto, «mirar» afuera, al mundo, ni «mirar» adentro, a mí mismo. Sentidos externos, sentido interno y aprehensión intelectual parecen, pues, vías legítimas y genuinas de acceso cognoscitivo al objeto. Mas, ¿lo son realmente?, ¿no podríamos reducir las tres a una sola? A éstas y a otras preguntas similares habremos de responder aquí. Si a propósito del problema acerca de la posibilidad del conocimiento, el elemento objeto de la relación cognoscitiva se nos había revelado como el central y preeminente (con respecto a él se trataba de saber si el conocimiento del objeto era o no posible); si, por otra parte, en relación al problema de la trascendencia o esencia del conocimiento, la centralidad o preeminencia la ostentaba el elemento imagen (aquí se trataba de saber qué era la imagen, qué factor de la relación sujeto/objeto contribuía más a su formación o constitución), en el caso del problema que ahora nos ocupa, será el elemento sujeto el que ostente la primacía. Aquí nos interesará saber, en efecto, qué dimensión cognoscitiva del sujeto, qué fuente en él radicada, cabe ser considerada primordial, auténtica, genuina. Puesto que podemos distinguir en el sujeto dos diferentes ámbitos cognoscitivos (los sentidos externos e interno y la aprehensión intelectual), puesto que, según parece, el sujeto humano es tanto un ser de sensación como un ser de razón, cabría establecer igualmente una distinción entre una fuente cognoscitiva sensorial y una fuente cognoscitiva racional: determinados ámbitos cognoscitivos serían accesibles por una, y otros ámbitos lo serían por la otra, como es el caso de los ejemplos anteriormente expuestos. En la historia de la filosofía no se ha mantenido siempre un criterio unánime en torno al papel que ambas fuentes de conocimiento desempeñaban en el proceso de formación de la imagen. Determinadas épocas y filósofos han conferido la preeminencia a la fuente sensorial; otras, en cambio, se la han otorgado a la fuente racional. Los partidarios de la primera posición son los llamados filósofos empiristas (de empeiría, experiencia sensorial), los partidarios de la segunda, son conocidos como filósofos racionalistas (de ratio, razón). En este tema habremos, pues, de abordar las posiciones de unos y otros, tratando de hallar, como en los temas anteriores, posiciones intermedias o de consenso. Finalmente, en el problema que ahora va a ocuparnos, hemos de distinguir un doble aspecto o vertiente: no es lo mismo, en efecto, preguntar por el origen o fundamento del conocimiento, por sus bases o fuentes psicológicas, que preguntar por la legitimidad, justificación o validez del mismo. A menudo, origen psicológico y validez lógica se coimplican. Así, si se mantiene, por ejemplo, que el conocimiento tiene su origen en la experiencia sensible, ha de afirmarse igualmente que todo contenido cognoscitivo que se proponga deberá tener validez exclusivamente en el ámbito estricto de tal experiencia. No obstante, puede muy bien sostenerse que, a pesar de que el conocimiento extraiga todos sus materiales de la experiencia sensible, no por ello el ámbito de validez del mismo ha de restringirse meramente a los estrechos límites de esta experiencia. Es el
caso de no pocos empiristas para los que, si bien la experiencia es fuente única de conocimiento, éste tiene, no obstante, un alcance extraempírico (como ocurre de hecho, según ellos, en el campo de la lógica y de las matemáticas). La confusión de estas dos diferentes facetas del problema (la genética o psicológica y la lógica o epistemológica) ha dado lugar en el transcurso de la historia a numerosos equívocos y errores en el ámbito de la teoría del conocimiento.
Esquema 1: Posiciones fundamentales ante el problema del origen o fuentes del conocimiento
Racionalismo
Sujeto Razón Imagen
Objeto-cosa
Sentidos
Empirismo
Sujeto Razón Imagen
Objeto-cosa
Sentidos
Apriorismo
Sujeto Razón Imagen
Sentidos
Objeto-cosa
1. El empirismo Una primera respuesta a la pregunta que inquiere por la fuente u origen del conocimiento es la que aporta el llamado empirismo (de empeiría, experiencia). Según él, el sujeto carece originariamente de contenidos cognoscitivos. La mente, el espíritu, la conciencia, se halla exenta en el origen de toda idea, noción o concepto de carácter innato. Al nacer, la mente se asemeja a un receptáculo vacío, a una tabula rasa, sobre la que el mundo circundante ha de inscribir en el transcurso del tiempo los diferentes signos y caracteres de índole cognoscitiva.
Nada innato, a priori, hay, pues, en el conocimiento; todo en él es adquirido, derivado de la experiencia. Todo concepto, toda noción o idea, por abstractos y generales que sean, han de ser explicados finalmente por apelación exclusiva a la experiencia, por reducción última a los datos originariamente derivados de ella. Ahora bien, ¿qué hemos de entender por experiencia?, ¿en qué consiste propiamente esta primera fuente del conocimiento? Hemos de notar a este respecto que no siempre los empiristas (los filósofos que abogan por esta fuente) han dado de ella una precisa y exhaustiva caracterización; los supuestos, las ambigüedades y los sobreentendidos han sido aquí a menudo frecuentes y generalizados. No obstante, podemos entender por experiencia, en general, toda aprehensión directa e inmediata por un sujeto de una realidad sensible dada, externa o interna, con anterioridad a cualquier proceso cognoscitivo superior (la conceptualización, el juicio, el razonamiento, etc.) que sobre ella se pudiera ejercer. Experiencia es, pues, por ejemplo, tanto la captación del «tic-tac» del reloj que a mi izquierda tengo, como la aprehensión interior de mi actual sentimiento de complacencia al escribir estas líneas. Distinguimos, por tanto, una experiencia externa y una experiencia interna. La primera es la captación sensible de la existencia y cualidades de los objetos exteriores; la segunda, en cambio, la aprehensión íntima de los estados y operaciones interiores de la conciencia. La experiencia externa es, sin duda, la fuente de conocimiento más obvia y elemental. Ella constituye el contacto cognoscitivo primario y básico con las cosas del entorno. Los sentidos de la vista, del oído, del olfato, del gusto y del tacto son sus vías o canales. Por ellos conocemos que hay un mundo y que tiene ciertas cualidades. Yo sé, por ejemplo, ahora que ante mí hay una mesa y que es rectangular y de color marrón, y lo sé en virtud de cierta experiencia sensorial que me proporcionan los sentidos de la vista y del tacto. Estos sentidos son las vías de acceso empírico a ese hecho: el hecho de la existencia y cualidades de la mesa. La experiencia externa es esencial para los empiristas; ella aporta al sujeto las sensaciones o contenidos sensibles, que son, a su juicio, los materiales indispensables de todo conocimiento. Sin la sensación, sin ese contacto directo y singular con lo sensible, no cabe de ningún modo la idea o el concepto universal, elemento propio y esencial de todo proceso cognoscitivo superior. La experiencia interna, por otra parte, nos pone en contacto directo con nuestra propia conciencia, con sus estados y operaciones interiores. En virtud de esta experiencia, accedemos a un ámbito de realidad por entero diferente del corpóreo o material, susceptible tan sólo de un conocimiento privado e íntimo. Aquí también es intuitivamente, directamente, como entramos en relación con lo conocido. No contamos ya, desde luego, para este conocimiento, como a propósito de la experiencia externa, con sentidos especializados; aquí es una especie de sentido unitario e interior, una especie de sentido íntimo, el que nos permite captarnos «por dentro». Mediante este sentido, mediante esta experiencia interna, nos hacemos cargo, somos conscientes tanto de nuestros estados íntimos (sentimientos, actitudes, disposiciones, placeres, dolores, etc.), como de nuestras propias operaciones mentales (percibir, pensar, creer, desear, querer, etc.).
Así, por ejemplo, ahora soy consciente de forma directa e inmediata del dolor de cabeza que me aqueja, de la satisfacción que me causa el escribir estas líneas o del deseo de seguir pensando y escribiendo. La aprehensión de estos estados y operaciones, a diferencia de la captación sensible de los objetos exteriores, es tan sólo privada, personal, íntima: sólo yo tengo mi dolor de cabeza, sólo yo soy testigo directo de mi satisfacción por el trabajo realizado y del deseo de seguir adelante. Característica peculiar de la experiencia interna es también que el objeto de tal experiencia es la experiencia misma. En efecto, no cabe a propósito de la experiencia interna hablar de objetos de experiencia sin ser efectivamente experimentados. En relación con los objetos de la experiencia externa, cabe una distinción neta entre ellos y el experimentarlos o captarlos (por ejemplo, cabe una plena distinción entre esta mesa y mi percepción visual y táctil de ella). En el caso de la experiencia interna, en cambio, sus objetos se identifican por entero con la experiencia de los mismos. Mi dolor de cabeza no es algo diferente de mi efectivo captarlo; el ser del dolor se identifica plenamente con su ser percibido. Sería, por tanto, absolutamente contradictorio afirmar que el dolor existe y que, sin embargo, no es percibido por el sujeto aquejado de tal dolor. Los dos aspectos entrañados en el problema de las fuentes del conocimiento a que antes aludíamos (el psicológico y el epistemológico), adquieren a propósito del empirismo especial relevancia y significación. Se ha distinguido, en efecto, particularmente en esta doctrina una vertiente genética y una vertiente lógica, estrechamente relacionadas entre sí. Según la primera, el conocimiento, todo conocimiento, deriva en última instancia de la experiencia (externa o interna). Ésta constituye el origen primero y radical a partir del cual ha de ser posible explicar el conjunto todo de nuestros conocimientos. El empirista genético (empirista que se interesa especialmente por destacar esta vertiente) trazará en su investigación, sobre la base de este origen empírico, el proceso de formación y desarrollo del conjunto de ideas, nociones y conceptos que integran el conocimiento humano. Es la tarea a que en especial se entregan, por ejemplo, Locke y Condillac. En cambio, según la vertiente lógica o epistemológica del empirismo, el conocimiento que haya de merecer tal título, habrá de justificar su pretensión mediante una confirmación o verificación empíricas. De acuerdo con esta vertiente, por tanto, no será propiamente conocimiento aquel presunto contenido cognoscitivo que no pueda ser contrastado o validado en la experiencia, esto es, que no pueda ser reducido a datos de los sentidos externos o de la experiencia interna. Esta vertiente de la doctrina empirista es cultivada, por ejemplo, por Hume y por el empirismo lógico. Testimonios de la posición empirista los hallamos ya en la filosofía antigua, entre los sofistas. Las doctrinas de Gorgias y Protágoras, por ejemplo, no pueden ser cabalmente interpretadas si no es en estrecha relación con una gnoseología subyacente de carácter empirista. No obstante, es posiblemente Aristóteles el primer filósofo que formula de forma expresa la tesis principal del empirismo. Tanto en la Metafísica como en el De anima constatamos con absoluta claridad la índole empirista de su pensamiento. En efecto, en ambas obras (podríamos mencionar igualmente otras varias) el conocimiento se explica como
un complicado proceso de progresiva generalización y universalización a partir de lo singular y concreto. Así, en la Metafísica, el conocimiento de lo universal o epistéme (conocimiento en sentido estricto y pleno) surge como estadio último y definitivo de un proceso cognoscitivo, cada vez más refinado y elaborado, que tiene su origen primero y radical en la aíszesis o sensación. «Por naturaleza –leemos allí– los 1 animales nacen dotados de sensación» . A partir de ésta, y en virtud de un proceso acumulativo y generalizador, se engendran, sucesivamente, la memoria 2 (mnéme), la experiencia (empeiría), el arte (téjne) y la ciencia (epistéme) . El conocimiento comienza, pues, con la aprehensión sensible, constituyendo la experiencia o empeiría la fase decisiva de tal aprehensión. Ella, en efecto, concebida como la acumulación de recuerdos de la misma índole, es el conocimiento pleno, acabado, de lo sensible, esto es, de lo concreto y singular. Sólo sobre esa base (base sensible), será posible la abstracción y la generalización y, por tanto, también el concepto o noción universal, objeto genuino del conocimiento científico. En el De anima, por otra parte, se expone en detalle el proceso de formación y constitución de esta noción universal a partir del contacto sensible primigenio. A él nos hemos referido por extenso en el tema anterior, en el que hemos destacado, en el contexto de la exposición hecha a propósito del realismo inmediato, la concepción aristotélica de la sensibilidad y del entendimiento. Allí quedó claramente de manifiesto la pasividad y receptividad originarias del sujeto cognoscente, pasividad y receptividad ejemplificadas magistralmente mediante la 3 4 metáfora de la tablilla cerina , metáfora probablemente heredada de Platón , y que constituye el símbolo más claro y elocuente de ese estado originario de la mente en que todavía ningún conocimiento se ha adquirido. Alejandro de Afrodisia, en el siglo III después de Cristo, con la expresión pínas agrafés (tabla no escrita), recogerá esta fundamental idea empirista aristotélica. Tal expresión, en su versión latina de tabula rasa, se hará famosa desde entonces. También en un contexto aristotélico, Tomás de Aquino hará en el siglo XIII clara profesión de empirismo en frases categóricas como ésta: «Cognitio intellectus nostri tota derivatur a sensu"5. Las escuelas postaristotélicas más significativas (escepticismo, estoicismo y epicureísmo) presentan también en sus respectivos sistemas abundantes elementos empiristas. Así, la Lógica o Canónica de estoicos y epicúreos (parte primera de la filosofía sobre la que se asientan la Física y la Ética) se halla presidida en última instancia por una teoría sensista del conocimiento. Los estoicos, además, compararon la mente en su estado inicial de privación cognoscitiva, con un papiro no escrito, usando para ello la expresión jártes (hoja de papiro). Por otra parte, entre los escépticos, principalmente en Sexto, su sistematizador, llamado justamente «el Empírico», hallamos asimismo claras manifestaciones empiristas.
1
ARISTÓTELES, Metafísica, I, 1, 980 a, 28. Trad. esp. de Valentín García Yebra, ed. Gredos, Madrid, 1990, p. 3. Cf. ARISTÓTELES, O. c., I, 1, 981 a, 1-30. 3 Cf. ARISTÓTELES, Acerca del alma, III, 4, 429 b-430 a. 4 Cf. PLATÓN, Teeteto, 191 c. 5 Tomás de AQUINO, Super Boeth. de Trin., q. I, a. 1. 2
No obstante, el desarrollo explícito y sistemático del empirismo es ante todo la obra de la filosofía inglesa moderna y contemporánea. Los hitos de más significativo alcance en tal desarrollo son, sucesivamente, las aportaciones de John Locke, George Berkeley, David Hume, Etienne Bonnot de Condillac, John Stuart Mill y el empirismo lógico. Podemos considerar a John Locke (1632-1704) como el auténtico fundador del empirismo moderno. En su obra filosófica principal (el Ensayo sobre el entendimiento humano), Locke se propone investigar, siguiendo para ello un mé6 7 todo genético-descriptivo , el origen o fundamento último del conocimiento . Se interesa, pues, ante todo en esta obra por la vertiente psicológica o genética del conocimiento más que por su vertiente lógica o epistemológica, más por describir la génesis y desarrollo de los contenidos cognoscitivos, que por dar una justificación o validación lógica de los mismos. Puesto que los elementos o materiales del conocimiento son las ideas –objetos inmediatos de la mente cuando un hombre piensa8–, la investigación genética propuesta habrá de girar propiamente en torno al origen de tales ideas. Dos diferentes y únicas posibilidades se nos ofrecen a este respecto: o bien que las ideas (se entiende, las más relevantes desde el punto de vista cognoscitivo) sean innatas, esto es, que se hallen impresas en el entendimiento del sujeto desde su nacimiento mismo, o bien que sean adquiridas a partir de la experiencia. Se admiten a menudo como innatos tanto principios de carácter especulativo como principios de índole práctica o moral. Ejemplos de los primeros son: «Lo que es, es» (principio de identidad), «es imposible que una cosa sea y no sea a la vez» (principio de no contradicción) o «el todo es mayor que la parte». Como ejemplos de los segundos podemos mencionar: «La fidelidad», «la justicia», «la piedad», «la gratitud» o «la castidad». Ahora bien, según Locke9, ni el consenso universal ni los hechos (argumentos que de ordinario se aducen en pro del innatismo de estos principios) prueban realmente el carácter innato de los mismos. El hecho de que sean proposiciones evidentes por sí mismas, universalmente válidas, no implica el que hayan de ser verdades impresas desde siempre en la mente del sujeto. Si, pues, ningún principio, por evidente que sea, es innato, tampoco lo serán las ideas o conceptos que los integran –por ejemplo, las ideas de identidad, de posibilidad, de todo, de parte, de sustancia o de Dios10–. Tan sólo las facultades o capacidades con que la mente o espíritu cuenta para conocer, querer y sentir, presentan un carácter natural o innato11. Así pues, la mente, al nacer, carente de toda idea originaria o innata, es semejante a un receptáculo vacío12, a un cuarto oscuro13 o a un papel en blanco, 6
"...y tengo para mí que no habré malgastado mi empeño en lo que a este propósito se me ocurra, si, mediante este sencillo método histórico, logro dar alguna razón de la manera en que nuestros entendimientos alcanzan esas nociones que tenemos de las cosas..." (John LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, I, i, 2. Trad. esp. de Edmundo O'Gorman, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1956, 1ª reimpresión, 1982, p. 17). 7 Cf. John LOCKE, Ibidem. 8 Cf. John LOCKE, O. c., II, i, 1. 9 Cf. John LOCKE, O. c., I, ii-iii. 10 Cf. John LOCKE, O. c., I, iv. 11 Cf. John LOCKE, O. c., I, ii, 1. 12 Cf. John LOCKE, O. c., I, ii, 15.
14
limpio de toda inscripción (v. texto 1 en el Anexo final). El único origen posible del conocimiento se halla, por tanto, en la experiencia. Se hace preciso, en efecto, que el entendimiento adquiera sus contenidos de la experiencia, que extraiga sus ideas exclusivamente de esta fuente (texto 2 en el Anexo). Ahora bien, experiencia es para Locke tanto la captación o aprehensión externa de cualidades sensibles (como, por ejemplo, amarillo, blando, suave, cálido, dulce o amargo), como la percepción interna de las propias operaciones o actividades de la mente (como, por ejemplo, pensar, dudar, creer, razonar, querer o desear). Locke llama a la primera forma de experiencia sensación, y a la segunda, reflexión, y con respecto a ambas escribe: «Estas dos fuentes, digo, a saber: las cosas externas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde todas nuestras ideas proceden inicialmente»15.
El conocimiento se halla, pues, arraigado exclusivamente en la experiencia, en alguno de sus dos pilares fundamentales: «Me parece –se lee en el Ensayo– que el entendimiento no tiene el menor vislumbre de alguna idea que no sea de las que recibe de uno de esos dos orígenes. Los objetos externos proveen a la mente de ideas de cualidades sensibles, que son todas esas diferentes percepciones que producen en nosotros; y la mente provee al entendimiento con ideas de sus propias operaciones. Si hacemos una revisión completa de todas estas ideas y de sus distintos modos, combinaciones y relaciones, veremos que contienen toda la suma de nuestras ideas, y que nada tenemos en la mente que no proceda de una de esas dos 16 vías» .
Así pues, las ideas tienen su origen último y exclusivo en la experiencia (sea interna o externa). Ahora bien, hemos de distinguir ante todo entre ideas simples e ideas complejas. Las primeras son los materiales del conocimiento, los átomos del pensamiento, a partir de los cuales se forman y constituyen las ideas complejas. Cada idea simple, pues, es una «apariencia o concepción uniforme en la mente, que no puede ser distinguida en ideas diferentes»17. Con respecto a estas ideas, el entendimiento es completamente pasivo y receptivo. Una vez que las ha adquirido por las vías de la sensación y la reflexión, no puede alterarlas en absoluto; tan sólo le es dado combinarlas y agruparlas de diferentes modos. Por otra parte, tampoco le cabe crearlas o hacerlas por sí mismo. Como el propio Locke nos dice: «... No está en el más elevado ingenio o en el entendimiento más amplio, cualquiera que sea la agilidad o variedad de su pensamiento, inventar o idear en la mente una sola idea simple, que no proceda de las vías antes mencionadas; ni tampoco le es dable a ninguna fuerza del entendimiento destruir las que ya están allí; ya que el imperio que tiene el hombre en este pequeño mundo de su propio entendimiento se asemeja mucho al que tiene respecto al gran mundo de las 13
Cf. John LOCKE, O. c., II, xi, 17. Cf. John LOCKE, O. c., II, i, 2. 15 John LOCKE, O. c., II, i, 4. Ed. cit., p. 84. 16 John LOCKE, O. c., II, i, 5. Ed. cit., p. 85. 17 John LOCKE, O. c., II, ii, 1. Ed. cit., p. 98. 14
cosas visibles, donde su poder, comoquiera que esté dirigido por el arte y la habilidad, no va más allá de componer y dividir los materiales que están al alcance de su mano; pero es impotente en el sentido de hacer la más mínima partícula de 18 materia nueva, o de destruir un solo átomo de lo que ya está en ser» .
Locke divide las ideas simples en cuatro clases principales: ideas de sensación provinientes de un solo sentido, ideas de sensación provinientes de varios sentidos, ideas de reflexión e ideas a la vez de sensación y de reflexión. Como ejemplos del primer tipo podemos mencionar: el color marrón de esta mesa, su suavidad, su dureza, el sabor dulce de un pastel, el olor de una rosa o el sonido de mi voz. Las ideas comunes a varios sentidos son las que pueden aportar indistintamente la vista y el tacto, como, por ejemplo: la forma rectangular de esta mesa, su tamaño, su reposo actual, el hecho de ser una, su posición elevada con respecto al resto de la sala, etc. Ideas de reflexión son, por ejemplo: la autoconciencia de mi ignorancia, la captación íntima de que ahora estoy pensando, la percepción interna de mi deseo de seguir razonando, etc. Finalmente, ideas que proceden tanto de sensación como de reflexión son, a su vez, las de placer y dolor, la de existencia o la de potencia19. Las ideas simples de sensación son entidades psíquicas representativas de las cualidades de los cuerpos. Locke distingue principalmente dos diferentes tipos de cualidades: las primarias y las secundarias. Cualidad primaria es aquélla que guarda con la idea correspondiente una relación de semejanza o representatividad absolutas (esto es, la idea en la mente es exactamente lo mismo que la cualidad correspondiente en la realidad). A las cualidades primarias (inherentes e inseparables de la realidad) Locke las llama reales u originales. Como ejemplos de ellas podemos mencionar: la forma de esta mesa, su tamaño, su reposo, el hecho de ser una, etc. En cambio, las cualidades secundarias no son en la realidad lo que son sus correspondientes ideas en la mente: éstas no las representan cabalmente. Las cualidades secundarias no son, por tanto, reales, inherentes al objeto corpóreo; son tan sólo poderes con que cuentan las cualidades primarias (las únicas auténticamente reales) para producir en la mente determinadas ideas, como las de color, olor, sabor, suavidad, sonido, etc. En la realidad no existen propiamente ni colores, ni olores, ni sabores, ni suavidades, ni sonidos; tan sólo determinadas potencias o capacidades para producir en nuestra sensibilidad tales ideas o sensaciones. De ahí que las ideas de cualidades primarias sean verdaderamente objetivas, mientras que las ideas de cualidades secundarias sean propiamente subjetivas20. A su vez, las ideas complejas resultan de la unión o asociación de varias ideas simples. Idea compleja es así, por ejemplo, la idea que tenemos de esta mesa; nuestra idea de ella es la suma o adición de las ideas simples de rectangularidad, de cierto tamaño, de color marrón, de cuatro patas, de suavidad, de resistencia, etc. Locke aporta una doble clasificación de las ideas complejas en función de un doble criterio clasificatorio. Las ideas complejas se pueden a18
John LOCKE, O. c., II, ii, 2. Ed. cit. p. 98. Cf. John LOCKE, O. c., II, iii-vii. 20 Cf. John LOCKE, O. c., II, viii. 19
grupar, en efecto, tanto en función del tipo de operación mental que las constituye (criterio subjetivo), como en función de la índole misma de las ideas complejas resultantes (criterio objetivo). Por un lado, pues, dado que las operaciones mentales que pueden aplicarse a las ideas simples son básicamente tres (unir, comparar y separar), son igualmente tres los tipos de ideas complejas que de este modo resultan: ideas complejas propiamente dichas (resultado de unir o juntar varias ideas simples en una sola), ideas de relación (resultado de comparar, sin unir, varias ideas simples) e ideas generales o abstractas (resultado de separar o abstraer una idea de un conjunto dado de ellas, del que formaba parte). Ejemplos respectivos de cada uno de estos tres tipos de ideas complejas son: la idea de esta mesa, la idea de igualdad y la idea de animalidad21. No obstante, Locke concede mayor importancia al segundo criterio clasificatorio, el basado en la naturaleza o esencia propia de las ideas complejas resultantes. En función de este criterio, las ideas complejas se clasifican en tres diferentes grupos: ideas complejas de modos, ideas complejas de sustancias e ideas complejas de relaciones. Los modos, en primer lugar, son dependencias o afecciones de las sustancias; carecen, por tanto, de realidad en sí y por sí. Como ejemplos de modos podemos mencionar: la belleza o el asesinato; ni una ni otro tienen entidad autónoma e independiente: la belleza se da siempre en algo bello, y el asesinato se predica necesariamente de un asesino. Los modos pueden ser, a su vez, de dos tipos: simples o mixtos. Modos simples son aquéllos que resultan de la repetición o combinación reiterada de la misma idea simple, como es el caso, por ejemplo, de las ideas de espacio, duración, número o infinito22. Los modos mixtos, en cambio, siendo igualmente afecciones de las sustancias, resultan de la combinación o composición de ideas simples de diferentes clases; tales, por ejemplo, las ideas de belleza o de latrocinio. La primera, que no se da sino en algo bello, podría estar formada de las ideas simples de forma, color, tamaño, etc.; la segunda, que no tiene entidad sino en alguien que robe, es el resultado de la composición, entre otras, de las ideas simples de movimiento, pensamiento, potencia, existencia, etc.23. A su vez, las ideas complejas de sustancias son un compuesto o unos agregados de diversas ideas simples que presuponen como vínculo de unión un desconocido soporte o sustrato de cualidades. Ejemplo de ellas es la idea que tenemos de esta mesa, compuesta de las ideas simples de forma, tamaño, color, suavidad, dureza, etc. y de la oscura e imprecisa noción de un desconocido sustrato que las sustenta o soporta. Estas ideas complejas pueden ser, como la del ejemplo, de sustancias individuales24, o bien de sustancias colectivas, como las de ejército, rebaño o universo25. Finalmente, las ideas complejas de relaciones resultan de la comparación o contraste de diversas ideas simples que mantienen entre sí su mutua independencia. A diferencia de los dos tipos anteriores, por tanto, éste no combina o 21
Cf. John LOCKE, O. c., II, xii, 1. Cf. John LOCKE, O. c., II, xiii-xxi. 23 Cf. John LOCKE, O. c., II, xxii. 24 Cf. John LOCKE, O. c., II, xxiii. 25 Cf. John LOCKE, O. c., II, xxiv. 22
integra en unidad compacta las ideas simples correlacionadas. Como ejemplos de esta clase de ideas complejas mencionamos: las de causa/efecto, identidad, 26 diversidad, etc. . Tras esta prolija exposición y clasificación de ideas, la conclusión a la que Locke llega es clara: toda idea compleja, todo contenido cognitivo, por abstracto y general que sea, por alejado que se halle de la experiencia, tiene en última instancia su fuente o raíz originaria únicamente en la sensación o en la reflexión. Éstas son las dos únicas vías del conocimiento y a ellas hemos de remitirnos necesariamente para explicar el edificio entero de nuestro saber y de nuestro conocer. Como el propio Locke nos dice: «Habiendo expuesto estas premisas tocantes a la relación en general, procederé a mostrar, en algunos ejemplos, que todas las ideas de relación que tenemos están formadas, como todas las demás ideas, solamente de ideas simples, y que todas, por más sutiles que sean, y por más alejadas que parezcan estar de la sensación, terminan finalmente en ideas simples»27. Esquema 2 División de las ideas en Locke
Un solo sentido De sensación Simples (materiales del conocimiento)
Varios De reflexión De sensación y reflexión
Ideas
Simples Modos Mixtos Complejas (unión, comparación, abstracción)
26 27
Sustancias
Relaciones
Cf. John LOCKE, O. c., II, xxv-xxviii. John LOCKE, O. c., II, xxv, 11. Ed. cit., p. 306.
George Berkeley (1685-1753), por su parte, como Locke, considera que los objetos inmediatos del conocimiento son las ideas, cuyo origen último y radical es la experiencia. Ésta es también en él doble: externa e interna. A partir de ella se obtienen las ideas originarias, que la memoria y la imaginación agrupan o dividen en compuestos cada vez más complejos y elaborados. Como el propio Berkeley nos dice: «Es evidente para cualquiera que dirija su atención hacia los objetos del conocimiento humano, que éstos son, o bien ideas actualmente impresas en los sentidos, u otras que se perciben atendiendo a las pasiones y operaciones de la mente, o, por último, ideas formadas con ayuda de la memoria y de la imaginación, bien sea componiendo, dividiendo o simplemente representándose las 28 percibidas originariamente de las maneras antes dichas» .
Las ideas son, pues, también en Berkeley o simples o complejas. Ahora bien, tanto unas como otras son en todo caso particulares. Berkeley, a diferencia de Locke, no admite las ideas generales abstractas, en tanto que representativas de realidades absolutas y positivas. Toda idea, simple o compleja, es siempre particular, concreta, determinada. Así, las supuestas ideas abstractas de triángulo o de hombre, desprovistas de toda cualidad concreta y particularizadora, no existen. ¿Cabe, acaso, concebir abstractamente un triángulo que no sea ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno y sin que tenga un cierto tamaño?; ¿es posible igualmente idear un hombre que carezca de toda forma y de todo tamaño concretos? A juicio de Berkeley, toda idea, por compleja y general que sea, es siempre particular (como la de triángulo o la de hombre). Mas, si las ideas abstractas no existen, ¿cómo se explica entonces el fenómeno de la generalización o universalización, innegable en el conocimiento humano? Para Berkeley, idea general o universal no equivale a idea abstracta. Idea general es aquella idea particular que, por convención, se convierte en signo representativo de todas las demás ideas particulares del mismo tipo. La idea general, aunque sea particular, se la considera, pues, el modelo o prototipo de todas las restantes de idéntica especie. Así, por ejemplo, el triángulo que ahora trazo sobre este papel, es un triángulo concreto, con una cierta forma, un cierto tamaño y un cierto color. Mas yo puedo tomarlo como un triángulo general o universal en el sentido de hacerlo triángulo representativo de todos los triángulos, generalizando a todos ellos las demostraciones particulares que sobre él pueda elaborar (v. texto 3 en el Anexo). La interpretación que de la generalización o universalización de las ideas dio Berkeley, rechazando así la existencia de ideas abstractas, fue ya altamente valorada por Hume, quien en el Tratado de la naturaleza humana escribe: «Un gran filósofo, el Doctor Berkeley, ha combatido la opinión tradicional sobre este asunto, afirmando que todas las ideas generales no son sino ideas particulares añadidas a un cierto término que les confiere mayor extensión, y que hace que recuerden ocasionalmente a otros individuos similares a ellas. Como me parece que éste ha sido uno de los mayores y más valiosos descubrimientos de los últimos años en la república de las letras...»29. 28 George BERKELEY, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, I, 1. Trad. esp. de Concha Cogolludo Mansilla, ed. Gredos, Madrid, 1982, p. 50. 29 David HUME, Tratado de la naturaleza humana, libro I, parte I, sección VII. Trad. esp. de Félix Duque, ed. Nacional,
El propio Hume (1711-1776) prosigue la tarea emprendida por sus predecesores empiristas. Según él, el objeto inmediato del conocimiento es la percepción. Por ella ha de entenderse todo fenómeno o contenido de conciencia, toda aprehensión inmediata de la mente. Percepción será, pues, tanto el color, forma, suavidad, olor y sabor que percibo en esta manzana, o el agrado y complacencia que la misma me produce al probarla, como el recuerdo de la forma rectangular, suavidad y dureza de la mesa de mi despacho. Al primer tipo o especie de percepciones Hume lo denomina impresión; al segundo, idea o pensamiento. El criterio de distinción entre ambas clases de percepciones radica en el mayor grado de fuerza y vivacidad que presentan las primeras con respecto a las segundas. Las impresiones son, en efecto, percepciones vívidas, intensas y enérgicas; las ideas, en cambio, son percepciones tenues y apagadas. La diferencia existente entre ambas especies es, en definitiva, la diferencia que se da entre sentir y pensar. Tanto las impresiones como las ideas pueden ser simples o complejas. Impresión (o idea) simple es aquélla que no admite distinción de partes, como ocurre, por ejemplo, con el color de esta manzana, con su suavidad, con su olor o sabor. Impresión (o idea) compleja, en cambio, es aquélla que sí admite partes o elementos; tal sucede, por ejemplo, con la impresión de esta manzana en su conjunto, que puede ser descompuesta en las impresiones simples de color, forma, tamaño, suavidad, olor y sabor, o con el recuerdo de la mesa de mi despacho, en el que podemos distinguir, a su vez, las ideas simples de color marrón, forma rectangular, suavidad y dureza. La relación existente entre estos dos tipos de percepciones (impresiones e ideas) es clara para Hume: las ideas son copia o representación de las impresiones y derivan o proceden de ellas. Este principio no es aplicable, empero, enteramente a las percepciones complejas. Es cierto, desde luego, que muchas ideas complejas son copia fidedigna de sus correspondientes impresiones. Así, por ejemplo, si ahora, alejado de ella, pienso en mi habitación, la idea compleja resultante es copia o representación exacta de la impresión compleja correspondiente que he sentido: cada idea simple de aquélla refleja cabalmente la impresión simple correspondiente de ésta, y las relaciones que entre sí guardaban las impresiones simples son fielmente reproducidas por el pensamiento. No obstante, hay ideas complejas que carecen de impresiones que les correspondan; así, por ejemplo, la idea compleja que puedo hacerme de una isla perfecta, abundante en toda clase de bienes y riquezas, no ha surgido en mí precisamente porque yo haya visto alguna vez semejante isla, esto es, porque haya tenido alguna vez la impresión correspondiente. Por otra parte, hay impresiones complejas que no pueden ser cabalmente copiadas o representadas por ideas correspondientes; es el caso, por ejemplo, de la visión de la ciudad desde lo alto de un mirador: por mucho que recuerde después tal visión, no podré tener una idea exacta y cabal de tal impresión visual, representativa de todos y cada uno de sus pormenores y circunstancias. En cambio, la regla se mantiene sin excepción por lo que respecta a las percepciones simples; en este caso, la idea simple Madrid, 1981, t. I, p. 106.
representa exactamente la impresión simple correspondiente y deriva directamente de ella. Así, como escribe Hume, «la idea de rojo que nos hacemos en la oscuridad y la impresión que hiere nuestros ojos a la luz del sol difieren tan sólo en grado, no en naturaleza»30. Las impresiones pueden ser de dos tipos: de sensación o de reflexión. Las primeras, procedentes de causas desconocidas, son las transmitidas a la conciencia por los sentidos externos; las segundas, en cambio, son los estados u operaciones interiores de la mente, como las pasiones, los deseos, las emociones, etc. Ejemplos del primer tipo son, pues, el calor y la luz del sol, el canto de los pájaros, el sabor dulce de un pastel o la delicada fragancia de una rosa. Ejemplos de la segunda especie son, a su vez, la alegría, el temor, el odio, el amor, la cólera o la ilusión. Las impresiones de sensación son las percepciones más primarias y elementales de la conciencia. Las impresiones de reflexión, en cambio, suelen derivar de ideas representativas de impresiones de sensación, siguiendo un orden bien establecido: «Una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno u otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea. Esta idea de placer o dolor, cuando incide a su vez en el alma, produce las nuevas impresiones de deseo y aversión, esperanza y temor, que pueden llamarse propiamente impresiones de reflexión, puesto que de ella se derivan. A su vez, son copiadas por la memoria y la imaginación, y se convierten en ideas; lo cual, por su parte, puede originar otras impresiones e ideas»31.
Una idea simple es, pues, una copia o representación de la correspondiente impresión simple. Ahora bien, mediante las facultades de la memoria y, sobre todo, de la imaginación y en virtud de la aplicación de los principios de semejanza, contigüidad (de tiempo y lugar) y causa/efecto, la mente elabora sus ideas complejas, que pueden ser principalmente de tres tipos: de relación, de modo y de sustancia. Hume no aporta sobre el particular novedades significativas con respecto a lo que ya Locke había expuesto sobre el mismo en el Ensayo. No obstante (y ello sí es característica singularizadora de la aportación del filósofo escocés), aparte de insistir en la dimensión genética del empirismo –«en resumen, escribe, todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa»32–, Hume subraya también, ante todo, la vertiente lógica o epistemológica del mismo al poner claramente de relieve que el criterio último de justificación o validación del conocimiento es siempre la experiencia, esto es, las impresiones, sean externas (de sensación), o internas (de reflexión). De tal modo que, si se nos proponen como legítimas, como auténticas, determinadas ideas complejas (como, por ejemplo, las de sustancia material, yo, causa natural necesaria o Dios), habremos de inquirir por la impresión externa o interna que en última instancia les sirve de fundamento; en caso de que tal impresión no exista, 30
David HUME, O. c., I, I, I, p. 90. David HUME, O. c., I, I, II, ed. cit., p. 95. 32 David HUME, Investigación sobre el conocimiento humano, sección II. Trad. esp. de Jaime de Salas Ortueta, ed. Alianza Editorial, Madrid, 1980, p. 34. 31
habremos de eliminar del discurso las ideas complejas correspondientes. Es lo que el propio Hume nos dice en los siguientes términos: «Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una esto serviría para confirmar nuestra sospecha. Al traer nuestras ideas a una luz tan clara, podemos esperar fundadamente alejar toda discusión que pueda surgir acerca de su naturaleza y realidad.”33 (v. texto 4). Esquema 3 Génesis del conocimiento en Hume
Impresión (simple, compleja)
Sensación Reflexión
PERCEPCIÓN
Idea (simple, compleja)
Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780) constituye sin duda uno de los hitos más relevantes y significativos en la trayectoria histórica del empirismo. Su gnoseología ha de considerarse como desarrollo y profundización de la labor llevada a cabo por Locke en el Ensayo. Ahora bien, si es cierto que Condillac es, en general, discípulo y continuador de la tarea filosófica emprendida por el filósofo inglés, no obstante, profundizando en la vía abierta por su maestro, él llega a superar a éste en puntos capitales de su doctrina. «Sólo en un aspecto –escribe Cassirer– tratan la psicología inglesa y la francesa de superar a Locke. Pretenden eliminar los restos de dualismo que quedan todavía en él, acabar con la diferencia entre experiencia externa e interna y reducir todos los conocimientos humanos a una sola fuente. La oposición entre sensación y reflexión no es más que aparente y desaparece ante un análisis más agudo»34. Como ya sabemos, Locke admitía dos fuentes de conocimiento humano: la sensación y la reflexión, a las que consideraba originarias e irreductibles. Ello suponía admitir que tanto las cosas exteriores (objeto de sensación) como las operaciones anímicas (objeto de reflexión) eran entidades originariamente dadas al sujeto con las que éste, por tanto, se encontraba al nacer. De 33
David HUME, O. c., sección II. Ed. cit., p. 37. Ernst CASSIRER, La filosofía de la Ilustración. Trad. esp. de Eugenio Imaz, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1981, p. 120. 34
este modo, el dualismo gnoseológico de Locke implicaba el innatismo de las operaciones mentales. Locke, a juicio de Condillac, había combatido victoriosamente las ideas innatas, manteniendo no obstante el prejuicio de las operacio35 nes psíquicas innatas . El método reductivo que descompone las ideas complejas en sus elementos simples no había sido igualmente aplicado por él al ámbito de las funciones o facultades del alma. Éstas, según piensa ahora Condillac, lejos de representar cualidades indivisibles del espíritu, no son sino formaciones psíquicas tardías, adquiridas por nosotros a través de la experiencia y el apren36 dizaje . Condillac se opone, pues, al dualismo gnoseológico de su maestro, afirmando la necesidad de reducir a un único principio, a una única fuente originaria, todo lo concerniente al entendimiento humano. No hay que considerar las operaciones anímicas del sujeto cognoscente como algo innato e indivisible sino como hábitos adquiridos a partir de la sola sensación. Contando únicamente con este elemento psíquico, se hace preciso dar cuenta de todo el sistema espiritual del hombre, incluidas las operaciones anímicas superiores. Estas no son sino sensación misma transformada de un modo más o menos complejo; nada hay, pues, en aquéllas que no esté ya precontenido en ésta. El espíritu humano se nos presenta así como un complicado sistema dinámico en constante desarrollo y evolución, cuyas diferentes fases no están separadas entre sí por soluciones de continuidad sino que insensiblemente transitan unas en otras. La serie de las operaciones anímicas tiene, pues, un comienzo: la sensación, a partir de la cual engéndrase sucesiva y ordenadamente la totalidad restante. La reflexión, que Locke había situado en un mismo plano juntamente con la sensación, no es ya sino un eslabón tardío de esta serie o cadena, ulterior incluso a la aparición de la memoria y de la imaginación. Esta reducción de la totalidad de facultades y operaciones espirituales al mero dato sensorial es puesta claramente de relieve por Condillac en los siguientes términos: «Si consideramos que: recordar, comparar, juzgar, discernir, imaginar, asombrarse, tener ideas abstractas, tener ideas de número y de duración, conocer verdades generales y particulares, no son más que diferentes maneras de estar atento; que tener pasiones, amar, odiar, esperar, temer y querer, no son más que diferentes maneras de desear, y que, en fin, estar atento y desear no son en su origen más que sentir, concluiremos que la sensación contiene todas las facultades del alma»37.
El empirismo de sus predecesores se convierte así manifiestamente en Condillac en sensismo o sensacionismo: la sola sensación, la sola experiencia externa, da cuenta ahora del edificio entero del conocimiento humano. Este cabe ser resuelto, en última instancia, en datos de los sentidos, en sensaciones simples de la conciencia, en meros elementos sensoriales. 35
Cf. John LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, ix-xi. "(Locke) no ha conocido cuánta necesidad tenemos de tocar, de ver, de oír, etc.; que todas las facultades del alma le han parecido cualidades innatas, y que no ha sospechado que podrían tener su origen en la sensación misma" (CONDILLAC, Lógica y extracto razonado del Tratado de las sensaciones, trad. esp. de Josefina Amalia Villa y J. Jimeno, ed. Aguilar, Madrid, 4ª ed., 1975, p. 181). 37 CONDILLAC, Tratado de las sensaciones, I, vii, 2. Trad. esp. de Gregorio Weinberg, ed. Universitaria de Buenos Aires, B.A., 1963, pp. 107-108. 36
En John Stuart Mill (1806-1873), uno de los máximos exponentes del utili-tarismo, encontramos un empirismo radical. En efecto, los empiristas que le preceden, si bien habían sostenido abiertamente que el conocimiento deriva de la experiencia, habían reservado, no obstante, un estatuto especial para el conocimiento formal (esto es, para la lógica y las matemáticas). Así, por ejemplo, Hume había distinguido netamente entre las llamadas matters of fact (o cuestiones de hecho) y las relations of ideas (o relaciones entre ideas). Las primeras, relativas al conocimiento de la realidad, debían ser dirimidas en última instancia por apelación exclusiva a la experiencia; las segundas, en cambio, propias del conocimiento lógico y matemático, presentaban, por ser meros esquemas o estructuras ideales, un carácter a priori, independiente de la realidad y, por tanto, de la experiencia. Pues bien, la aportación más genuina de Mill al empirismo consistirá precisamente en el intento (probablemente no logrado) de explicar también las ciencias deductivas (la lógica y las matemáticas) recurriendo únicamente a la evidencia sensorial, a la experiencia. En el Sistema de lógica, obra fundamental de Mill a este respecto, el autor interpreta las verdades de la lógica y de las matemáticas (incluidos los principios básicos o axiomas) como generalizaciones empíricas, como proposiciones que compendian conjuntos de casos particulares, obtenidas a partir de un contacto empírico directo con lo concreto y singular. Nada absolutamente se sustrae, pues, al imperio de la experiencia; todo deriva de ella y en ella en última instancia se resuelve. La inducción o generalización empírica se convierte por ello en el único método válido de las ciencias, incluidas las formales o demostrativas: tanto la validez del silogismo como la evidencia de la geometría y de la aritmética se fundan en última instancia en la experiencia, fuente única de todo conocimiento. En esta interpretación empirista de las proposiciones lógicas y matemáticas, Mill confiere una importancia singular a la psicología como ciencia explicativa de la evidencia supuestamente necesaria y a priori de tales proposiciones. Él pretende, en efecto, dar cuenta del supuesto carácter universal y necesario de esas proposiciones por apelación exclusiva al mecanismo psicológico del sujeto (regido por las leyes de asociación), que le fuerza o constriñe con absoluta necesidad a admitirlas como verdades universalmente válidas. La necesidad no sería, pues, tanto un atributo de las verdades lógicas y matemáticas en sí como una cualidad propia del mecanismo psicológico que las enuncia y reconoce. El psicologismo de la interpretación que Mill da de las ciencias formales o demostrativas es así absolutamente manifiesto. Finalmente, hemos de hacer referencia al denominado empirismo lógico, desarrollado en Austria en el período de entre guerras por el Wiener Kreis o Círculo de Viena. Esta nueva forma de empirismo se diferencia esencialmente de las anteriores (sobre todo, de la que hemos hallado en autores tales como Locke, Berkeley o Condillac) por el hecho de que destaca al máximo la vertiente lógica o epistemológica del empirismo en detrimento notable de su vertiente psicológica. En efecto, el empirismo lógico no se interesará apenas (como habían hecho Locke y Condillac) por trazar la génesis y desarrollo de los conocimientos y facultades del espíritu, centrando, en cambio, su atención exclusivamente en la
tarea de determinar un criterio objetivo de validación o justificación del conocimiento. Como representantes más destacados del Círculo podemos mencionar, en primer lugar, a su fundador, el físico y filósofo Moritz Schlick (1882-1936), al lógico y filósofo Rudolf Carnap (1891-1970) y también a Friedrich Waismann, Otto Neurath y Hans Hahn. En 1929 se publicó, firmado por Neurath, Hahn y Carnap, el manifiesto programático del Círculo: La concepción científica del mundo, que contenía las líneas básicas definidoras del empirismo de estos autores. Es importante subrayar que los antecedentes más reseñables de tal empirismo los hallamos, principalmente, en el ingeniero y filósofo Ludwig Wittgenstein y en el propio Hume. El primero influye sobre el Círculo con numerosas tesis de su Tractatus logico-philosophicus; el segundo es considerado como un auténtico ideal por los miembros del Círculo. Hume, en efecto, había expulsado del decir con sentido todo razonamiento, toda proposición que no fuese, o abstracta, ideal (relativa a la cantidad y al número), o real, empírica (relativa al mundo y a la experiencia). Esta reducción del conocimiento a los límites estrictos de la lógica y las matemáticas, por un lado, y de las ciencias empíricas, por otro, influirá decisivamente en el pensamiento del Círculo de Viena. El núcleo central de este pensamiento lo constituye el llamado principio de verificabilidad, criterio de significación que sirve para delimitar dos especies diferentes y contrapuestas de proposiciones: las dotadas de sentido y las carentes por entero de él. Según este principio, sólo poseen auténtico significado aquellos enunciados o proposiciones que pueden ser verificados o comprobados empíricamente a través de hechos de experiencia. Así, si queremos hallar el sentido de una proposición, debemos transformarla, mediante sucesivas definiciones, hasta llegar finalmente a términos primitivos (observacionales), cuya definición sea únicamente ostensiva, mediante mostración directa y fáctica de la realidad empírica misma. Evidentemente, la verificabilidad en cuestión no es de hecho sino tan sólo de principio. El sentido de una proposición, en efecto, no depende de que en un momento dado podamos efectivamente verificarla, sino de que tal verificación sea posible teóricamente. Así, la proposición: «En la cara oculta de la luna hay montañas de 3.000 ms. de altura» es una proposición plenamente significativa, aunque en el estado actual de la ciencia carezcamos de medios técnicos para verificarla de hecho. Ahora bien, la proposición: «Dios es omnipotente y omnisciente» es una proposición carente por entero de sentido por ser absolutamente inverificable. Así, para el empirismo lógico (y en seguimiento de Hume) caben tan sólo dos modalidades diferentes de conocimiento: el que proporcionan la lógica y las matemáticas (que se reducen a meros conjuntos de tautologías, convencionalmente estipulados y que nada dicen acerca del mundo) y el propio de las ciencias reales o empíricas. De este modo, presuntos saberes como la metafísica o la teología no tienen cabida en el discurso significativo por no ser de aplicación en ellos el principio de verificabilidad. La filosofía (más una actividad que una doctrina) debe limitarse, pues, al análisis lógico del lenguaje significativo, al esclarecimiento y elucidación de sus diferentes símbolos y expresiones.
Para terminar esta breve exposición del empirismo, he aquí algunas observaciones generales de interés. En primer lugar, hemos de subrayar que para los empiristas, el paradigma supremo de conocimiento es el que aportan las ciencias naturales. En efecto, es fácilmente comprensible que quien mantenga que la experiencia es la fuente primordial de donde en última instancia dimanan todas nuestras ideas y conceptos, considere los métodos y procedimientos de las ciencias de la naturaleza (basados ante todo en la observación y en la experimentación de los hechos) como los más aptos e idóneos para la obtención de conocimientos. Los empiristas propenden así a ensalzar el modelo cognoscitivo de la ciencia natural, que funda su validez principalmente en la contrastación permanente de sus hallazgos con los datos y hechos de la experiencia sensible. Tal es la admiración que los empiristas sienten por este modelo cognoscitivo, que de alguna manera tratan de transplantarlo al saber filosófico mismo, concebido por ellos en buena medida como teoría y crítica del modelo cognoscitivo en cuestión. Por otra parte, el empirismo tiende claramente al escepticismo metafísico. En efecto, si el conocimiento humano deriva en última instancia de la experiencia y en ella halla su adecuada validación y justificación, el acceso a lo suprasensible o metafísico (por esencia independiente de la realidad empírica) revélase imposible por entero para el conocimiento humano. De esa supuesta realidad metafísica nada podemos saber y, por tanto, nada debemos decir. El escepticismo metafísico es así necesaria consecuencia de la doctrina empirista. Además, hemos de constatar que el empirismo se ve abocado a renunciar también, en el ámbito de la ciencia empírica (modélica para él), a los caracteres lógicos de necesidad estricta y de absoluta universalidad. La experiencia, base y fundamento del conocimiento, es el dominio propio de lo contingente y de lo particular, de lo que es pero puede no ser, de lo que es no siéndolo necesariamente, y de lo que es, además, concreto, singular, individual y, por tanto, no sujeto a estricta universalidad, sino tan sólo a mera generalidad probable. Por tanto, siendo ésa la fuente originaria del conocimiento y de la ciencia, ningún derecho hay para suponer en éstos los atributos de rigurosa necesidad (que algo sea y no pueda no serlo) y, por ende, de validez universal (que eso necesario valga siempre y en todas partes). Y dado que estos caracteres lógicos parecen exigibles a todo conocimiento calificable de científico, el escepticismo, no sólo metafísico sino también científico, parece asimismo consecuencia necesaria de la doctrina empirista. Finalmente, la inconsecuencia de la posición empirista es manifiesta en la mayoría de sus defensores. En efecto, éstos (como Locke o Hume, por ejemplo) sostienen el principio empirista por lo que respecta al origen psicológico del conocimiento (todas nuestras ideas y conceptos derivan en última instancia de la experiencia), mas por lo que concierne al problema de su justificación lógica, se ven obligados a admitir (para determinadas proposiciones o verdades) un ámbito de validez a priori, independiente por tanto de la experiencia, y cuya fuente última y suprema se halla en la razón o pensamiento. Es el caso, por ejemplo, ante todo, de las verdades lógicas y matemáticas; el fundamento de su validez no reside en la experiencia sino en el pensamiento. Proposiciones como las que e-
nuncian el teorema de Pitágoras son descubiertas por la pura actividad de la razón (ámbito de lo necesario y universal), en la que hallan su plena validez y justificación. La unidad del principio empirista se ve así absolutamente quebrada. Y no vale, como pretendía John Stuart Mill, llevar el empirismo a sus últimas consecuencias lógicas: los principios lógicos supremos (como el de identidad y el de no-contradicción) no pueden fundarse en la inducción o generalización empírica, dado que ésta, precisamente, presupone la validez necesaria y universal de tales principios.
2. El racionalismo Una nueva respuesta al problema que nos ocupa, radical y esencialmente diferente de la anterior, es la que aporta el llamado racionalismo (palabra derivada del latín ratio: razón). Ante todo, hemos de distinguir un racionalismo metafísico y un racionalismo gnoseológico. Según el primero, el ser, la realidad, es, en último término, de índole racional, esto es, entre la esencia íntima y primordial de la realidad y el comportamiento racional del hombre se da un absoluto isomorfismo: los principios y fundamentos que rigen éste son idénticos a los que imperan en aquélla. No caben, pues, en el ser, en la realidad, zonas de sombra u oscuridad irracionales. De ahí que el racionalismo así entendido se oponga claramente al irracionalismo. El racionalismo metafísico fue preponderante y muy influyente en la filosofía clásica griega. Mayor interés tiene para nosotros el racionalismo gnoseológico. Según él (en oposición a la doctrina empirista, examinada en el apartado anterior), el único órgano adecuado o completo de conocimiento es la razón, el pensamiento puro, de modo que todo auténtico y genuino conocimiento tiene, en última instancia, origen racional. Así, pues, de las dos vías cognoscitivas posibles (la razón y los sentidos), sólo la primera es para el racionalismo fuente verdadera y genuina, en la medida en que sólo ella capta el auténtico y verdadero objeto del conocimiento humano. Ahora bien, ¿qué hemos de entender por razón?, ¿en qué consiste propiamente esta segunda fuente del conocimiento humano? Como ocurría a propósito de la experiencia, también aquí la pluralidad de sentidos, las ambigüedades y los sobreentendidos han sido frecuentes y generalizados. No obstante, podemos concebir por razón, en general, la facultad o capacidad cognoscitiva superior (genuinamente humana), por la que se accede al conocimiento de lo necesario y lo universal. Por «necesario» entendemos, a su vez, lo que es (o es así) y no puede no ser (o no ser así). «Universal», por su parte, es lo que siendo necesario (y precisamente por serlo) es válido sin restricción ni excepción de ningún tipo, válido, pues, intemporal e inespacialmente. Como ejemplos de este tipo de conocimientos podemos mencionar: «El todo es mayor que la parte», «todo ser es idéntico a sí mismo», «es imposible que un mismo ser sea y no sea lo que es al mismo tiempo y en el mismo sentido», «todo cambio tiene una causa», «todo querer presupone de algún modo el conocimiento de lo querido», «los valores morales sólo son predicables de un ser personal», «siete más cinco es igual a doce», «el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es equivalente a la suma de los cuadrados de sus correspondientes catetos», etc.
Como fácilmente es constatable, este tipo de conocimientos escapa por entero al influjo de la experiencia; ésta ninguna capacidad tiene aquí de determinación o fundamentación (al menos, lógica o epistemológica). La verdad de tales proposiciones es independiente de los hechos empíricos (es más, la experiencia misma ha de ajustarse o acomodarse más bien a lo que las proposiciones en cuestión enuncian). Esta independencia de la experiencia que tales proposiciones exhiben, es lo que precisamente hace de ellas conocimientos necesarios y universalmente válidos. Ahora bien, ¿por qué el racionalismo (que sitúa en la razón la fuente suprema del saber y del conocer) tiene como ideal de conocimiento lo necesario y lo universal? ¿Por qué afirma que el verdadero, que el auténtico, que el genuino conocimiento es el que versa sobre lo que es y no puede no ser, por tanto, sobre lo que es siempre y en todas partes? ¿Por qué no afirmar, por el contrario, que el conocimiento (el conocimiento auténtico, el verdadero conocimiento) se refiere siempre a lo fáctico, a lo contingente, y a lo singular y concreto? La razón de ello radica, sin duda, en que lo necesario y lo universal son atributos propia y genuinamente racionales, atributos exigidos por la razón misma, implicados por ella. La razón, en efecto, no se satisface con lo meramente factual y contingente, con lo que es, pero podría perfectamente no ser, ni tampoco con lo singular o de validez particular y restringida. La razón aspira, por el contrario, en virtud de su misma esencia, al conocimiento de lo necesario y lo universal, al conocimiento de verdades que valgan y no puedan no valer, y que valgan, por tanto, intemporal e inespacialmente. Así, pues, del mismo modo que el objeto propio del sentido es lo factual y concreto, lo contingente y singular, la razón, por esencia, se dirige a lo necesario y universal, a lo que es, no pudiendo no ser y a lo valedero sin excepción ni restricción algunas. Así, por ejemplo, es contingente y particular el que esta mesa que ante mí tengo sea marrón y rectangular o que, presionada por mi tacto, se revele suave y resistente. Nada de lo que por la vista y el tacto percibo de la mesa, me induce a pensar que no pueda ser de otra manera: perfectamente concibo que la mesa podría no ser marrón ni rectangular, ni presentar necesariamente ante la presión de mi tacto las cualidades de suavidad y resistencia. Cosa muy distinta ocurre con los objetos propios de la razón; éstos se imponen al pensamiento con rigurosa necesidad y absoluta universalidad. Así, el que esta mesa sea idéntica a sí misma o que sea imposible concebirla como siendo y no siendo lo que es al mismo tiempo y en el mismo sentido, son proposiciones absolutamente necesarias y, por tanto, rigurosamente universales. Ambas constituyen, pues, conocimientos genuinamente racionales: son objetos propios del pensar puro, para cuya adquisición son superfluas las aportaciones de los sentidos. Por lo que respecta a la doble vertiente (genética y lógica) entrañada en el problema general que nos ocupa, es palmario ya por lo expuesto que, ante todo, el fundamento lógico del conocimiento, el principio supremo de su validez o justificación, se halla para el racionalismo en la razón, en el pensamiento puro. Así, por ejemplo, el fundamento lógico de la proposición: «La suma de los tres ángulos de un triángulo rectángulo es equivalente a dos ángulos rectos», es de índole enteramente racional, la validez de tal aserto es independiente por entero de la experiencia y se funda íntegramente en la esencia misma del triángulo.
Esto, empero, no implica necesariamente que el origen psicológico de la proposición en cuestión no sea empírico. Cabe, en efecto (incluso para un racionalista), que la experiencia sea la fuente psicológica o, al menos, la ocasión o el estímulo para el descubrimiento de esta proposición. No obstante, también para algunos racionalistas de significativa relevancia, la base genética o psicológica de este tipo de proposiciones necesarias y universales se halla asimismo en la razón o pensamiento puro, concretamente, en las llamadas ideas innatas. Manifestaciones racionalistas las encontramos ya en el origen mismo de la filosofía. Preguntarse, en efecto, como hacen los filósofos jonios de Mileto, por el principio o arjé subyacente del que todo procede y en el que todo en última instancia se resuelve, es presuponer inequívocamente la neta distinción ontológica entre el ámbito de lo verdaderamente real y originario y el ámbito de lo meramente aparente, derivado y fluyente, distinción que se corresponde claramente con una doble forma de conocimiento: la racional y la sensible. Si ésta (propia del hombre común) transmite a la conciencia la pluralidad y diversidad de la fisis, aquélla, en cambio, despojando a ésta de su revestimiento sensible, accede finalmente al principio o sustancia originaria de donde todo procede y se deriva. Tal principio o sustancia (que, en cuanto tal, es, pues, susceptible tan sólo de un conocimiento racional) es, por ejemplo, el agua de Tales, el aire de Anaxímenes o el ápeiron de Anaximandro. No obstante, podemos considerar a Parménides de Elea (nacido hacia el año 540/539 antes de J.C.) como el verdadero padre y fundador de la doctrina racionalista. En él, además, el racionalismo adopta una forma radical, extrema. En su célebre Poema (dividido en dos partes, precedidas de un proemio), Parménides expone condensadamente su doctrina, en la que destaca, ante todo, la neta distinción que hace entre la Vía de la Verdad y la Vía de la Opinión. Según la primera (seguida por los Inmortales y transmitida a los filósofos mediante una revelación místicorracional), el Ser es y no puede pensarse que no sea, y, por tanto, el No-Ser no es y no puede pensarse siquiera que sea. En definitiva, pues, para esta vía, y dado que tales asertos son inteligibles tan sólo por el pensamiento puro, ser y pensar se identifican por entero. La realidad, el ser, la verdad, es así aprehensible únicamente por la razón. Sólo ella puede captar su principio fundamental y las propiedades que de él se derivan, a saber: que el ser es uno, inmóvil, completo, eterno, continuo e indivisible. Es ilusorio, pues (un absoluto engaño de los sentidos), el que el ser, lo real, sea plural, móvil, incompleto, temporal, discontinuo y divisible. Esa es, precisamente, la imagen del ser que transmiten a la conciencia los sentidos, fuente única a la que se atienen los «mortales bicéfalos», seguidores de la Vía de la Opinión o de las Apariencias. Así, pues, en Parménides aparece por primera vez de forma expresa la fundamental distinción entre razón y sensación, entre pensar y sentir, al tiempo que la neta, la absoluta superioridad de aquél sobre éste. El ser, lo real (lo verdaderamente real) es accesible únicamente a la razón, al pensamiento puro; y ello, porque la ley o principio básico (el principio de identidad) que rige en aquél, rige también en éste. La Vía del Ser o de la Verdad es una vía íntegramente racional, que desestima por entero, absolutamente, la Vía de la Opinión o de la Apariencia. Ésta da del Ser una imagen engañosa e ilusoria. Quien aspire a penetrar en el núcleo, en la esencia misma de lo real, ha de elevarse por encima de
sus sentidos y valerse únicamente de su razón, de su puro pensamiento. El racionalismo extremo, radical, del filósofo de Elea es así absolutamente manifiesto. Como él mismo nos dice: «...Ni te fuerce hacia este camino la costumbre muchas veces intentada de dirigirte con la mirada perdida y con el oído aturdido y con la lengua, sino juzga con la razón el muy debatido argumento narrado por mí»38.
A su vez, en Platón (428-347 antes de J.C.), uno de los máximos representantes del racionalismo de Occidente, la teoría del conocimiento se halla estrechamente relacionada con la ontología. Aquélla, en efecto, es por entero dependiente y subsidiaria de ésta. En este sentido, hemos de subrayar que el ente parmenídeo se convierte para él en el modelo o prototipo de ser y realidad. Lo real, lo verdaderamente real, es; y lo que es (precisamente por ser) es permanente, estable, universal, intemporal, necesario y eterno. Lo que carece de semejantes atributos exhibe un ser meramente secundario, deficiente, subalterno; propiamente, por tanto, no es: su ser no es auténtico o plenario. Pues bien, paralelamente, el verdadero y genuino conocimiento ha de ser el conocimiento de lo que verdadera y auténticamente es, conocimiento, por tanto, de lo estable y permanente, de lo universal, necesario e intemporal. Un primer aspirante a tal tipo de conocimiento es la aíszesis o percepción sensible. En diálogo con los sofistas (principalmente con Protágoras), Platón examina en el Teeteto esta posibilidad, llegando a una conclusión claramente negativa: la percepción sensible tiene por objeto propio lo concreto y singular, lo contingente, mutable y temporal. Nada de lo que por los sentidos captamos exhibe los atributos de universalidad, necesidad, inmutabilidad e intemporalidad, esenciales de lo que verdadera y genuinamente es. Así, por los sentidos aprehendo cosas bellas (una bella sinfonía, una bella poesía, un bello cuadro), mas no la Belleza en sí. Las cosas bellas son plurales, cambiantes, fugaces; la Belleza en sí, en cambio, es unitaria, universal, intemporal. Por los sentidos (externos e internos) tengo trato también con amigos, amigos que lo han sido en épocas diferentes de mi vida, amigos, por tanto, temporales, inestables, que lo han sido y dejado de ser; mas a la Amistad en sí, a lo que tal realidad sea con independencia de sus concreciones múltiples y fugaces, ningún acceso tiene mi percepción sensible o conocimiento sensorial. Así, pues, 39 de lo real, de lo verdaderamente real, nada sé ni puedo saber por la sensación . Platón ilustra magistralmente en la República su teoría positiva del conocimiento con el célebre símil de la línea. Según éste, el tránsito desde la ignorancia al conocimiento puede representarse efectivamente mediante una línea vertical dividida en dos diferentes secciones. La inferior representa la opinión o dóxa; la superior, la ciencia o epistéme, única que constituye el verdadero y auténtico conocimiento. La diferencia entre ambos estados mentales es subsidiaria de la diferencia existente entre sus respectivos objetos. La dóxa es el conocimiento de lo opinable, por tanto, de lo fugaz y sensible. Sus objetos son, pues, meras imágenes, imágenes del mundo visible (tá horatá). En cambio, la epis38 39
PARMÉNIDES, Poema, VII. Cf. PLATÓN, Teeteto, 151 e y ss.
téme es el conocimiento de lo universal y necesario, conocimiento, por tanto, genuinamente racional. Sus objetos propios son los principios, originales o arquetipos de las imágenes de la opinión. Son las Formas absolutas, normativas y modélicas, a cuya realización plena han de aspirar eternamente aquellas imágenes. En oposición al mundo de lo opinable, el ámbito de las Formas es un mundo de objetos inteligibles (tá gnoetá) y, por tanto, invisibles (tá ahoratá). Así, por ejem-plo, en relación a la justicia, el estado mental de quien sólo capta esta cualidad en las acciones de un hombre justo o en las disposiciones normativas de una constitución, se halla inserto en el ámbito de lo particular y contingente, de lo fugaz y perecedero, por tanto, en el ámbito de las imágenes y de lo opinable. Por el contrario, quien es capaz de elevarse por encima de los ejemplos concretos y sensibles, de las realizaciones múltiples y cambiantes de lo justo hasta acceder finalmente a la idea o esencia universal de Justicia, a la Forma unitaria e intemporal de esta entidad, se halla afectado de un estado superior de conocimiento, de un conocimiento científico, verdaderamente real e infalible. Cada uno de los dos segmentos de la línea se halla subdividido, a su vez, en dos diferentes sectores. El segmento de la dóxa tiene en su parte inferior a la eikasía o conjetura. Es el grado inferior de conocimiento, el nivel ínfimo de saber. Lo constituyen las imágenes por antonomasia, las imágenes de imágenes o imágenes de segundo grado. Es, pues, el ámbito de lo irreal, de lo fantástico, de lo onírico y del arte. El sector superior de la dóxa es, a su vez, el ámbito de lo sensible, de lo corpóreo y material. El estado cognoscitivo correspondiente es la pístis o creencia, estado, por tanto, de inseguridad e incertidumbre. El segmento de la epistéme tiene a su vez en la diánoia o pensamiento discursivo a su nivel inferior y primario. Es el ámbito propio de los objetos matemáticos (tá mathematiká), ámbito de las hipótesis, supuestos y postulados, que dan origen a la Geometría y a la Aritmética. Finalmente, la gnósis (sector superior de la epistéme y, por tanto, de la línea) es el grado supremo del conocimiento, la aprehensión racional o inteligencia que capta directa, inmediata, intuitivamente las esencias universales e inmutables, las Formas supremas o principios (arkhaí), constitutivos de la verdadera y auténtica realidad. La gnósis (razón o inteligencia) es así para Platón la forma cognoscitiva suprema, el conocimiento genuino y auténtico (v. texto 5). Platón ilustró posteriormente su doctrina epistemológica con la famosa alegoría de la 40 caverna . El racionalismo de Platón es, pues, manifiesto. Sólo la gnósis o razón (función superior del espíritu) es verdadero y genuino conocimiento, porque sólo ella puede acceder a la aprehensión espiritual de las Formas o esencias inmutables, únicas entidades auténticamente reales (v. texto 6). La aprehensión sensible, si bien en sí misma es un estorbo o impedimento para la captación de tales entidades, cumple, no obstante, en Platón una función cognoscitiva sumamente relevante, dado que ella es el estímulo u ocasión para que la mente del hombre, encerrada transitoriamente en la cárcel del cuerpo, recuerde o rememore la 40
Cf. PLATÓN, República, VII, 514 a-518 d.
esencia misma de las Formas inmutables, contempladas intuitivamente en una existencia preterrena. Es ésta la célebre teoría platónica de la anámnesis o reminiscencia, expuesta por el filósofo ateniense en diversos pasajes de sus obras41 (v. texto 7). Finalmente, hemos de subrayar que el fundamento último de esta reminiscencia se halla tanto en la preexistencia del alma como en el carácter participativo que exhiben las realidades materiales sensibles con respecto a las entidades ideales suprasensibles (texto 8). Puesto que éstas (entidades metafísicas trascendentes) constituyen el núcleo fundamental de la teoría platónica, podemos considerar a ésta como un racionalismo trascendente. Una nueva forma de racionalismo, relacionada estrechamente con la anterior, es la que hallamos en autores como Plotino y san Agustín. Plotino (205-270 después de J.C.) nos ha dejado una serie de 54 tratados, agrupados por su discípulo Porfirio en seis diferentes libros, divididos cada uno en nueve capítulos y denominados por ello Enéadas. En éstas considera Plotino que lo real, lo verdaderamente real y el principio supremo de toda realidad es el Uno o «Primer Dios», entendido como fundamento trascendente, absoluto, inefable y simplicísimo. Del Uno surge por emanación lo diverso; en primer lugar, la Inteligencia o Nous, pensamiento que se dirige por igual al Uno y a sí mismo. A su vez, del Nous surge, también por emanación, el Alma del mundo, tercera hipóstasis o sustancia inteligible, intermedia entre lo superior espiritual y lo inferior material. Esta tercera sustancia, pues, posee una parte superior por la que se vincula con lo inteligible, y una parte inferior por la que se vincula con lo sensible. Finalmente, del Alma del mundo emanan todos los seres de éste, tanto los espirituales como los materiales. Plotino sitúa en el Nous las Ideas platónicas, que no constituyen ya, por tanto, un mundo autónomo, subsistente por sí. La mente humana, como toda entidad natural, es emanación del Alma del mundo; posee por ello como ésta una parte superior inteligible y una inferior o sensible. Por la primera se vincula directamente con las Ideas del Nous; por la segunda, con los seres materiales, copias imperfectas y reflejos debilitados de aquéllas. El verdadero conocimiento para Plotino consiste así en la visión o contemplación de las Ideas del Nous, contemplación que ha de realizarse por la ascensión a partir de lo sensible hasta lograr la conversión o plena identificación con lo inteligible, que irradia su luz directamente sobre la parte superior del alma humana. Como el propio Plotino nos dice: «Pues bien, la parte primera del Alma, como se plenifica y se ilumina perennemente allá arriba y vuelta a lo de arriba, se queda allá. La otra, en cambio, como participa merced a la participación primera de quien ya participó, procede adelante, pues una vida dimanada de otra vida siempre procede adelante»42.
A su vez, en san Agustín (354-430), inserto plenamente en la corriente platónica y neoplatónica, encontramos un racionalismo muy similar al de Plotino. Como Platón, san Agustín distingue dos diferentes especies de conocimiento: la sensible y la inteligible. La diferencia entre ambas radica en la diversa índole de sus respectivos objetos: mutables, temporales, contingentes y singulares, en el 41 42
Cf. PLATÓN, Fedón, 72 e-77 a; Menón, 80 d-86 d; Fedro, 249 c y ss.; Leyes, V, 732 a. PLOTINO, Enéadas, III, 8, 5, 10-14. Trad. esp. de Jesús Igal, ed. Gredos, Madrid, 1985, p. 245.
caso del conocimiento sensible, e inmutables, eternos, necesarios y universales, en el caso del conocimiento inteligible, considerado como el verdadero, auténtico y genuino conocimiento. Sus objetos son tanto las Ideas o principios platónicos (ahi arjaí), concebidas ahora por el santo como Ideas ejemplares, como los «objetos matemáticos» de la diánoia (tá mazematiká), considerados ahora como Verdades eternas. Tanto las Ideas como las Verdades constituyen esencias inmutables, modelos arquetípicos, a los que en última instancia ha de ajustarse la pluralidad y particularidad de los objetos sensibles. Ahora bien, san Agustín no «coloca» las Ideas y las Verdades eternas, como tampoco lo había hecho Plotino, en un mundo platónico trascendente. No cree, en efecto, que tales esencias y paradigmas constituyan por sí una esfera ontológica autónoma y subsistente. Mas tampoco les da su asiento, al modo neoplatónico, en un Nous universal, emanado directamente del Uno o primera sustancia. El las «sitúa» resueltamente en el seno mismo de Dios, en su mente, al que concibe como ser trascendente y personal. En palabras del propio san Agustín: «Las Ideas son ciertas formas arquetípicas, o esencias estables e inmutables de las cosas, que no han sido a su vez formadas, sino que, existiendo eter43 namente y sin cambios, están contenidas en la inteligencia divina» .
La mente humana aprehende las Ideas y las Verdades eternas, no a través de los entes corpóreos sensibles, sino directamente, por intuición inmediata de lo que se halla contenido en la mente divina. Tal aprehensión se hace posible porque Dios mismo ilumina la mente del hombre (mutable y limitada) con una «luz inteligible» (lux intelligibilis), que le hace visibles intelectualmente los caracteres de verdad, inmutabilidad y eternidad de tales ideas y principios. Dios se convierte así en «el iluminador», en el padre de la luz inteligible (pater intelligibilis lucis), y la teoría de la iluminación se erige de este modo en pieza clave del sistema agustiniano. Así, pues, el conocimiento, el verdadero y genuino conocimiento (conocimiento de lo inmutable, necesario y universal) se hace posible tan sólo por mor de la función iluminadora que la mente divina ejerce directamente sobre el intelecto humano. Sería por tanto enteramente imposible alcanzar un conocimiento riguroso y científico (conocimiento, por ejemplo, de las ideas universales de bondad y belleza y de las verdades necesarias de la Matemática y de la Metafísica) sin esa actividad iluminadora ejercida por la mente divina y propiciadora de la intuición intelectual. San Agustín se vio forzado a postular la teoría de la iluminación, habida cuenta de la índole mutable y temporal del intelecto humano. En efecto, dada la insuperable desproporción existente entre la capacidad cognoscitiva del hombre (excesivamente vinculada a lo corpóreo) y el carácter inmaterial, necesario y universal de las Ideas y Verdades eternas, se hace indispensable la intervención de un elemento mediador que aproxime tales ideas y verdades a la mente del hombre. Y del mismo modo que la luz solar hace visibles al ojo los objetos sensibles, la luz intelectual, directamente procedente de Dios, hace inteligibles a la mente finita y mutable del hombre, la necesidad, inmutabilidad y universalidad de las 43
San AGUSTÍN, De Ideis, 2.
Ideas y Verdades contenidas en la mente de Aquél. Tanto la doctrina neoplatónica de Plotino como la teoría de san Agustín, dado que, en última instancia, conciben a Dios como el fundamento último de la necesidad y universalidad del conocimiento, pueden ser justamente consideradas como ejemplos prototípicos de racionalismo teológico. Ahora bien, si el intelecto humano, merced a la iluminación divina, aprehende directamente las Ideas ejemplares y las Verdades eternas, y éstas, a su vez, se hallan alojadas en la mente de Dios, ¿no se sigue de aquí que el intelecto del hombre capta también directa e inmediatamente la mente divina y con ella la misma esencia de Dios? Ésta es, en efecto, la conclusión a la que, partiendo en última instancia de supuestos neoplatónicos y agustinianos, llegan los llamados ontologistas. Así, según Nicolás Malebranche (1638-1715), el alma humana, considerada por él como puro pensamiento, se halla en estrecha y permanente comunicación con la divinidad. Negada desde Descartes toda posible relación entre la sustancia extensa y la pensante, el espíritu finito del hombre sólo se vincula con lo espiritual, esto es, con las ideas y con la causa última y suprema de éstas: Dios. La mente humana, pues, sólo capta propiamente ideas, y siendo éstas el efecto inmediato de la acción divina (única causa realmente existente), al aprehender las ideas, el entendimiento humano aprehende igualmente a Dios mismo. De ahí que Malebranche escriba en su obra principal, De la recherche de la vérité: «Vemos todas las cosas en Dios»44. A su vez, tanto en Vincenzo Gioberti (1801-1852) como en Antonio Rosmini (1797-1855) hallamos una clara formulación de la doctrina ontologista. Según ellos, en efecto, el objeto propio del conocimiento humano es el Ser supremo y las ideas eternas y universales de lo creado en él contenidas. Tanto Aquél como éstas son aprehensibles directa e inmediatamente en virtud de una intuición intelectual, hasta el punto de que la captación de cualquier otro objeto, incluido el yo propio, sólo es posible mediante tal intuición primaria. Esta forma de racionalismo, que en el fondo no es más que una radicalización o intensificación de la anterior, podemos calificarla de ontologista. Diferente cualitativamente es el racionalismo que inaugura Descartes en la filosofía moderna. El ideal cartesiano, como es sabido, se cifra en el logro del conocimiento cierto, seguro, absolutamente indubitable. Conocimiento para Descartes es, pues, el conocimiento evidente, conocimiento que ha de exhibir las propiedades lógicas de claridad y distinción. Son estas propiedades, precisamente, las que constituyen el criterio de verdad del conocimiento, las que permiten distinguir entre el conocimiento auténtico, genuino y la mera opinión probable. Todo contenido cognitivo que pueda presentar tales credenciales habrá, pues, de ser admitido al instante en el ámbito del verdadero y auténtico conocimiento. Como el propio Descartes nos dice: «Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, 44
N. MALEBRANCHE, De la recherche de la vérité, I, i, 1.
como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy 45 clara y distintamente» .
Tal es la importancia del criterio de verdad basado en la claridad y distinción, que Descartes lo considera como el primer precepto teórico de su método46. Por claridad ha de entenderse la explícita patencia o diafanidad, la absoluta nitidez que en sí misma presenta una idea. Por distinción, en cambio, ha de concebirse más bien la plena y precisa diferenciación de una idea con respecto a aquéllas con las que pudiera tener alguna relación. Así pues, la claridad es una propiedad intrínseca de la idea, mientras que la distinción es un atributo extrínseco de la misma. Ahora bien, la claridad y la distinción son patrimonio exclusivo de la razón, ámbito, por tanto, del conocimiento cierto, evidente e indubitable. De este modo, sólo el entendimiento, sólo la pura razón, puede proporcionar tal tipo de conocimiento. Los sentidos y la imaginación, por el contrario, ámbito de lo oscuro y confuso, no aportan al cognoscente más que incertidumbre e inseguridad. Fue ciertamente la reflexión sobre las matemáticas, ciencia racional del orden y del sistema, lo que proporcionó a Descartes la idea del conocimiento en general como aprehensión firme y segura de ideas claras y distintas. De las dos operaciones fundamentales del entendimiento puro –la intuición y la deducción–, es la primera la que adquiere en Descartes una singular relevancia, por ser ella, precisamente, la fuente originaria de claridad y distinción47. Por intuición entiende Descartes la aprehensión intelectual inmediata de un objeto, en virtud de la cual el entendimiento se adhiere inevitablemente al mismo. Ahora bien, el fundamento último de tal aprehensión y, por ende, del conocimiento claro y distinto (auténtico y genuino conocimiento) es la existencia en el sujeto cognoscente de las llamadas ideas innatas, diferentes esencialmente tanto de las adventicias (procedentes del exterior) como de las facticias (formadas por la imaginación) (texto 9). Las ideas innatas son contenidos elementales de la conciencia, nociones comunes y generales de la misma, con las que el su-jeto nace y a partir de las cuales se desarrolla todo su saber y conocer. Ideas in-natas son, por ejemplo, en primer lugar, la de Dios, pero también la de extensión y la del yo pensante. La idea de extensión, por ejemplo, es fuente suprema del saber geométrico, mientras que la de Dios lo es del saber filosófico en su con-junto. No se trata, ciertamente, de que el sujeto cognoscente, nada más nacer, tenga ya conciencia plena y explícita de tales ideas (un niño recién nacido carece, desde luego, de toda noción de la divinidad). Mas el sujeto puede adquirir conciencia de tales ideas en virtud de sus propias potencias intelectuales, sin recurrir para nada al concurso de la experiencia y de los sentidos. Leibniz (1646-1716), por su parte, en los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, obra polémica contra Locke, desarrolla y matiza aún más el innatismo cartesiano, al que convierte ya plenamente en innatismo virtual. Puesto 45
DESCARTES, Meditaciones metafísicas, III. Trad. esp. de Vidal Peña, ed. Alfaguara, Madrid, 1977, p. 31. Cf. DESCARTES, Discurso del método, parte II. 47 Cf. DESCARTES, Reglas para la dirección del espíritu, regla III. 46
que el fundamento último de este racionalismo se halla en el seno mismo del sujeto cognoscente y concretamente en el ámbito de las ideas innatas, puede ser calificado certeramente de inmanente o innatista. Quisiéramos tan sólo, para concluir, hacer algunas observaciones que nos parecen del mayor interés. En primer lugar, es claro que el paradigma cognoscitivo del racionalismo, el modelo que sirve de referente para la interpretación racionalista del conocimiento, es la ciencia matemática. En ésta imperan por doquier las propiedades lógicas de absoluta necesidad y de estricta universalidad, propiedades que el racionalismo exige en todo auténtico y genuino conocimiento. Toda proposición, todo teorema matemático se halla revestido de semejantes atributos lógicos, dando lugar así a un sistema perfecto, orgánicamente articulado de verdades y enunciados. El ideal del conocimiento matemático se halla de tal manera presente en el espíritu de algunos racionalistas, como Spinoza o el propio Descartes, que ensayaron incluso dar a sus demostraciones metafísicas y filosóficas en general una forma geométrica. En segundo lugar, a diferencia de lo que veíamos a propósito del empirismo, la doctrina racionalista es casi siempre dogmática. Es tal la confianza que manifiesta en la capacidad de la razón y del intelecto puro, que cree poder acceder con ella a lo más elevado de la esfera metafísica o suprasensible. Negado el valor cognoscitivo de la percepción sensible, el racionalismo se considera legitimado para plantearse y resolver científicamente problemas metafísicos tales como el de la existencia y esencia de Dios, el de la sustancia última del universo, el de la naturaleza e inmortalidad del alma, etc. Esta confianza desmedida en la capacidad cognoscitiva racional y, por tanto, el dogmatismo metafísico consiguiente, resaltan claramente en autores como Parménides, Platón, Plotino o Descartes. Finalmente, es también de notar en los filósofos racionalistas una cierta inconsecuencia y falta de rigor. En efecto, casi todos ellos, desde Parménides a Leibniz, a pesar de subrayar hasta el extremo la superioridad del conocimiento racional sobre el sensible, no desestiman empero totalmente a éste. La percepción sensible sigue teniendo entre ellos un cierto valor, si no científico, sí al menos instrumental u ocasional, al servir de estímulo u ocasión para que el conocimiento auténtico, el conocimiento racional, se produzca y se desarrolle en plenitud. Es lo que sucede, por ejemplo, en Platón, para quien la experiencia sensible cumple la inestimable función de provocar y poner en marcha el proceso rememorativo de las Ideas suprasensibles. Leibniz, por su parte, distingue entre vérités de raison (verdades necesarias cuyo fundamento se halla en la razón misma) y vérités de fait (verdades contingentes derivadas de la experiencia). Si bien sólo las primeras son verdades genuinas, verdades en sentido estricto, las segundas, aunque de rango inferior, no dejan, sin embargo, de ser también verdades en cierto modo. El principio racionalista, en sentido estricto y riguroso, parece, pues, insostenible. Incluso los racionalistas más radicales como Parménides, Platón o Leibniz recurren de alguna manera a la experiencia sensible, a la que otorgan un cierto papel (por irrelevante que sea) en el proceso de aprehensión cognoscitiva del objeto.
3. El apriorismo En el problema relativo a las fuentes del conocimiento, un intento de mediar entre las posiciones antagónicas del empirismo y el racionalismo lo constituye sin duda el apriorismo kantiano. Kant, en efecto, representa en filosofía el denodado esfuerzo intelectual por aunar en armónica conjunción las tesis empiristas de Locke y Hume y la doctrina racionalista de Leibniz y Wolff. Por ello, la comprensión cabal de la aportación kantiana sería imposible sin tener en cuenta la base sobre la que se sustenta, a saber: la antítesis empirismo/racionalismo. A juicio de Kant, conocer no es tan sólo recibir pasivamente impresiones sensibles, no es únicamente aprehender receptiva o especularmente sensaciones externas o internas. Es también, y sobre todo, ordenar o conformar tales impresiones o sensaciones según ciertas relaciones o estructuras. Es ajustar o adaptar las impresiones sensibles en cuestión a determinadas condiciones cognoscitivas de validez necesaria y universal. En el conocimiento contamos, pues, según Kant, con un factor empírico, material (la impresión sensible) y con un factor racional, estructural, que elabora y da forma cognoscitiva al primero. Kant se halla así entre el empirismo y el racionalismo. Es empirista, por cuanto considera que la experiencia (el conjunto de las impresiones sensibles) es la base indispensable, la condición necesaria del conocimiento: sin ella no cabe, en efecto, aprehensión cognoscitiva de ningún tipo. Ahora bien, condición necesaria no es condición suficiente. No sólo con la experiencia, así entendida, tenemos ya conocimiento. El racionalismo de Kant se manifiesta precisamente en el hecho de que, además del factor empírico, hemos de contar también, para hablar de conocimiento en sentido pleno, con elementos no empíricos oriundos de la misma razón o conciencia cognoscente. Sin ellos no podríamos hablar propiamente de conocimiento, tan sólo de haces o colecciones inconexas de impresiones sensibles. La relación existente entre el factor empírico y el racional es clara para Kant. Aquél, considerado por el filósofo como a posteriori, es primero en el orden psicológico o temporal. En efecto, todo conocimiento comienza con la experiencia. Ésta, concebida como conjunto de impresiones sensibles, precede necesariamente a toda aprehensión cognoscitiva. Sin la experiencia, sin el dato sensorial inicial, no se pondría en marcha el mecanismo cognoscitivo del sujeto. Éste actúa o se ejerce movido o impulsado por aquélla. Ahora bien, pese a que nada en el orden psicológico preceda a la experiencia, ello no significa empero que todo conocimiento haya de proceder o derivar necesariamente de ella. Y Kant piensa precisamente que en el seno mismo de la conciencia cognoscente, en el ámbito propio de la facultad cognoscitiva del sujeto, hay elementos o estructuras a priori, cuya validez lógica es anterior a, o independiente de, la experiencia. Tales estructuras no son empíricas, no derivan o proceden de la experiencia; son más bien su condición misma. De ellas no somos conscientes si no son aplicadas o referidas a la impresión sensible (por ello, todo conocimiento comienza necesariamente con la experiencia). Ahora bien, las estructuras en cuestión (estructuras de índole racional) presentan una
validez o justificación lógica que es ajena por completo a lo empírico, por no fundarse o sustentarse lógicamente en ello: de ahí que sean a priori, independientes de la experiencia (texto 10). Esta aprioridad o independencia lógica que presenta el factor racional respecto de la experiencia, ha de entenderse en un sentido absoluto. En efecto, no se trata de que el factor racional en cuestión sea independiente sólo con relación a este o aquel aspecto parcial de la realidad, sino de que lo sea por referencia a todos en general, de que sea, por tanto, absolutamente a priori. Como el propio Kant puntualiza: «De todas formas, la expresión a priori no es suficientemente concreta para caracterizar por entero el sentido de la cuestión planteada. En efecto, se suele decir de algunos conocimientos derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar de ellos o de obtenerlos a priori, ya que no los derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída, no obstante, de la experiencia. Así, decimos que alguien que ha socavado los cimientos de su casa puede saber a priori que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la experiencia de su caída de hecho. Sin embargo, ni siquiera podría sa-ber esto enteramente a priori, pues debería conocer de antemano, por expe-riencia, que los cuerpos son pesados y que, consiguientemente, se caen 48 cuando se les quita el soporte» .
A su vez, el conocimiento a priori es, según Kant, puro, cuando en él no hay mezcla alguna de elementos sensibles o empíricos. Así, el conocimiento expresado en la proposición «todo cuerpo es extenso», no es puro, dado que el concepto de cuerpo sólo es posible a posteriori, esto es, se ha extraído de la experiencia. En cambio, las proposiciones «todo efecto tiene su causa» y «el todo es mayor que la parte» expresan conocimientos puros a priori, ya que no contienen ningún elemento empírico. Como el propio Kant nos dice: «Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros aquéllos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición "todo cambio tiene su causa" es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede extraerse de la experiencia»49.
El factor a priori, según Kant, es, pues, esencial en el conocimiento. Ahora bien, también en el racionalismo tal factor es absolutamente determinante. Según los racionalistas, en efecto, el verdadero y genuino conocimiento, el conocimiento necesario y universal, es el que se funda en conceptos y principios emanados exclusivamente de la razón misma, siendo por ello enteramente independientes de la experiencia sensible. No obstante, una diferencia radical separa entre sí el apriorismo racionalista y el apriorismo kantiano. Mientras aquél exhibe un carácter predominantemente material, de contenido, éste, en cambio, presenta una índole claramente formal o estructural. En efecto, el factor a priori del racionalismo se halla constituido, en general, por ideas o conceptos concretos, dota-dos de un contenido más o menos 48 49
KANT, Crítica de la razón pura, B 2. Trad. esp. de Pedro Rivas, ed. Alfaguara, Madrid, 1978, pp. 42-43. KANT, O. c., B 3. Ed. cit., p. 43.
preciso y bien determinado. El a priori en Kant lo constituyen, por el contrario, ciertas formas o estructuras carentes de todo contenido, y dispuestas precisamente, cual moldes o receptáculos vacíos, para recibir en su seno la aportación material del factor empírico. Por otra parte, mientras el alcance del factor a priori en el racionalismo es trascendente o suprasensible, esto es, se aplica a entidades que se hallan más allá de toda posible captación empírica; en Kant, por el contrario, el ámbito de aplicación del factor en cuestión es estrictamente empírico: sólo dentro de los límites de la experiencia posible tiene sentido y validez, sólo allí cabe hacer de él un uso natural y legítimo. Ese uso es puramente lógico, mientras que en el racionalismo es propiamente metafísico. Ahora bien, ¿qué caracteres definen propiamente lo a priori?, ¿por qué rasgos o notas hemos de distinguirlo de lo a posteriori? A juicio de Kant (y en ello sigue por entero la doctrina genuinamente racionalista), el criterio de distinción entre el factor empírico y el racional, entre lo a posteriori y lo a priori, se halla constituido por las notas de absoluta necesidad y estricta universalidad que definen esencialmente a éste. En efecto, mientras lo empírico, lo a posteriori, nos muestra tan sólo que algo posee tales o cuales propiedades y en un contexto más o menos limitado y restringido, en cambio, lo puro o a priori nos enseña que algo es así y no puede no serlo y que, por ello, además, es así universalmente: siempre y en todas partes. En la experiencia, pues, nada hay necesario, en ella todo es contingente; ni tampoco nada exhibe allí una universalidad estricta y verdadera, tan sólo una supuesta o comparativa, obtenida por inducción. Que los cuerpos sean pesados, por ejemplo, ni es necesario ni universal. Los cuerpos podrían muy bien no ser pesados, y lo son sólo bajo determinadas condiciones y hasta donde tal hecho ha sido comprobado. En cambio, que los cuerpos sean extensos, es un hecho a priori, dado que la extensión forma parte esencial de la noción de cuerpo, no cabiendo, por tanto, la posibilidad de pensar en un solo cuerpo que no sea estén50 so . El conocimiento a priori se halla tanto entre los conceptos como entre los juicios. Así, el concepto de mesa, por ejemplo, es empírico, a posteriori: se ha obtenido a partir de las mesas concretas y singulares de la experiencia. En cambio, los conceptos de espacio y sustancia son puros, a priori: son aportados espontáneamente por la conciencia cognoscente misma con vistas a ordenar y conformar el material bruto procedente de la experiencia. A su vez, el juicio «esta mesa es marrón», es empírico y a posteriori: el fundamento de su validez se halla por entero en la experiencia misma. En cambio, los juicios «todo cambio tiene su causa», «7+5=12», «la recta es la línea más corta entre dos puntos» o «en toda transmisión de movimiento, acción y reacción son siempre equivalentes», expresan todos ellos un conoci50
Cf. KANT, O. c., B 3-4.
miento a priori, independiente, por tanto, de la experiencia. El fundamento lógico de su validez no se halla, pues, en ésta, sino íntegramente en la conciencia cognoscente misma, en las formas o estructuras a priori de ésta. Puesto que caben distinguirse tres diferentes ámbitos o dominios en la conciencia cognoscente (el sensible, el intelectual y el racional), son igualmente de tres tipos las formas o estructuras cognoscitivas a priori del sujeto. En el nivel sensible, tales formas son las intuiciones puras de espacio y tiempo; en el nivel intelectual, las doce categorías o conceptos puros del entendimiento, y en el racional, las tres ideas trascendentales de Dios, alma y mundo. Excepto en el caso de las ideas de la razón, que carecen de objeto propio a que aplicarse, la función del resto de formas a priori (tanto las sensibles como las intelectuales) es sintetizar o conformar el contenido o materia que se les ofrece. Así, en el nivel sensible, las intuiciones puras de espacio y tiempo ordenan, respectivamente, en relaciones de yuxtaposición y sucesión las impresiones sensibles, recibidas pasivamente por los sentidos (externos e internos). El resultado de tal ordenación es la intuición empírica o fenómeno. A su vez, en el nivel intelectual, nivel superior, las diferentes categorías o conceptos puros (realidad, negación, causalidad, sustancia, etc.) proceden a una segunda síntesis (síntesis más elaborada) al vincular entre sí en diferentes relaciones el material aportado por los sentidos, esto es, los fenómenos. El conocimiento para Kant es así el producto de una síntesis, síntesis de lo empírico y lo racional, de lo a posteriori y lo a priori. Los dos tipos de elementos que la constituyen (lo material sensible y lo formal trascendental) son indispensables para que el conocimiento se produzca. La estrecha relación que han de mantener entre sí las dos facultades fundamentales de la conciencia (la sensibilidad y el entendimiento) es, pues, requisito inexcusable para la constitución del objeto cognoscitivo. La sensibilidad ha de someter sus objetos (los fenómenos) a la legalidad impuesta por los conceptos del entendimiento, no teniendo éstos, a su vez, aplicación más que en el reducido campo empírico de aquéllos. Como el propio Kant escribe: «Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)»51.
51
KANT, O. c., A 51, B 75. Ed. cit., p. 93.
Esquema 4 Detalle de las posiciones fundamentales ante el problema del origen o fuentes del conocimiento
EMPIRISMO
LÓGICO
SENSISTA RADICAL
GNOSEOLÓGICO
PSICOLÓGICO TRASCENDENTE TEOLÓGICO ONTOLÓGICO INNATISTA
RACIONALISMO
METAFÍSICO
APRIORISMO
FORMAL (Kant) MATERIAL (Realismo fenomenológico) GNOSEOLÓGICO
Resumen El tercer y último problema gnoseológico fundamental que vamos a estudiar y que se halla estrechamente relacionado con lo expuesto en el tema 25 de este mismo curso, es el que pone el acento, ante todo, en el sujeto cognoscente. Es el problema relativo al origen o fuentes del conocimiento, y se formula así: ¿de las dos dimensiones cognoscitivas esenciales del sujeto (la sensible y la racional), cuál es la que aporta el auténtico y verdadero conocimiento? ¿Son los sentidos o es la razón la base del genuino conocimiento? El empirismo es la primera gran respuesta a esta pregunta. Según esta
posición, todo conocimiento propiamente tal ha de poder reducirse, en última instancia, a los sentidos, a la sensibilidad. Se examinan en el tema diferentes variedades de empirismo: el empirismo clásico o moderado, el empirismo sensista y el empirismo extremo, principalmente. Frente al empirismo, el racionalismo sostiene que es la razón o intelecto la fuente que aporta al sujeto el genuino y auténtico conocimiento. Para él, los sentidos, en todo caso, son sólo el estímulo o la ocasión para que la actividad racional o intelectual se ponga en funcionamiento. Se analizan en el tema diferentes variedades de racionalismo, sobre todo, el racionalismo trascendente o platónico, el racionalismo teísta y el racionalismo innatista o inmanentista de Descartes y el racionalismo ontologista. Todas las variedades de empirismo y de racionalismo se sitúan entre dos posiciones antagónicas: el empirismo extremo de John Stuart Mill y el racionalismo extremo de Platón. El tema concluye con el examen de una posición intermediaria entre empirismo y racionalismo: el apriorismo kantiano, para el que tanto la experiencia como el factor racional o intelectual son elementos indispensables para constituir el verdadero conocimiento. El apriorismo de Kant es un apriorismo formal que pone el acento en las estructuras formales «a priori» del sujeto: las intuiciones puras de la sensibilidad (espacio y tiempo) y los conceptos puros o categorías del entendimiento. En el tema 25 se estudia una forma diferente de apriorismo: el apriorismo material fenomenológico.
GLOSARIO Apriorismo: Posición fundamental ante el problema del origen y justificación del conocimiento, que consiste en sostener que éste no arraiga única y exclusivamente en la experiencia sensible, sino también en un ámbito de entidades (lógicas o metafísicas) por completo ajeno a ella. Este ámbito puede ser formal y subjetivo (esquemas o estructuras radicadas en la conciencia cognoscente): es el caso del apriorismo kantiano, o material y objetivo (esencias o maneras concretas de ser radicadas en los objetos mismos): es el caso del apriorismo material fenomenológico. Este ámbito de entidades aprióricas da lugar al conocimiento necesario universal y absolutamente cierto, diferente por esencia del conocimiento empírico, siempre contingente, particular y meramente probable. Apriorismo formal: Es el defendido por Kant. Las entidades que dan lugar al conocimiento a priori son de dos tipos: las intuiciones puras de la sensibilidad (espacio y tiempo) y las categorías o conceptos puros del entendimiento (realidad, causalidad, unidad, necesidad, etcétera). Apriorismo material: Es el afirmado por el realismo fenomenológico de algunos de los más destacados discípulos y seguidores de Husserl, entre ellos, Adolf Reinach, Alexander Pfänder, Edith Stein, Alexandre Koyré, etcétera. Para este apriorismo, el suelo donde arraiga el conocimiento a priori lo constituyen las esencias objetivamente necesarias radicadas en las cosas mismas. A estas esencias se accede cognoscitivamente no por inducción o generalización, sino en virtud de una peculiar intuición intelectual o eidética, que aprehende la esencia universal y necesaria en el caso concreto y contingente aprehensible por intuición empírica. Empirismo: Posición fundamental ante el problema del origen y justificación del cono-
cimiento, que consiste en sostener que el conocimiento verdadero y auténticamente significativo arraiga en la experiencia sensible (externa e interna). Para el empirismo, por tanto, todo conocimiento, por abstracto, universal y alejado de la experiencia que parezca, ha de poder retrotraerse en última instancia a ésta. Empirismo lógico: Defendido por el neopositivismo o positivismo lógico, sostiene que todo elemento cognoscitivo significativo, concepto o proposición, ha de poder retrotraerse en última instancia a la experiencia sensible. Por tanto, aquellos conceptos o proposiciones no susceptibles de tal reducción han de ser eliminados del discurso científico. Empirismo moderado: Es el defendido por los empiristas clásicos (Locke, Berkeley, Hume, principalmente). Sostiene que el origen y ámbito de validez de todo concepto o proposición que hable del mundo real se halla en la experiencia sensible (externa o interna), asignando un origen y un ámbito de validez transempíricos a los conceptos y proposiciones referentes a entidades formales como son las propias de la Lógica y las Matemáticas. Empirismo radical o extremo: Es el defendido clásicamente por John Stuart Mill. Afirma que cualquier conocimiento, ya se refiera al mundo real o a entidades formales como las de la Lógica o las Matemáticas, tiene su origen y ámbito de validez en la experiencia sensible. Empirismo sensista: Defendido clásicamente por Condillac en el siglo XVIII. Radicalizando la posición de Locke, sostiene que el origen de todos los conocimientos humanos se halla únicamente en la sensación. Condillac rechaza así la reflexión lockeana como fuente cognoscitiva autónoma y paralela a la sensación. Principio de verificabilidad: Defendido por el empirismo lógico, se expresa así: una proposición es significativa cognoscitivamente hablando si podemos especificar las condiciones que la harían verdadera. Racionalismo: Posición fundamental ante el problema del origen y justificación del conocimiento, que consiste en sostener que el conocimiento verdadero y auténticamente significativo tiene su origen en la razón pura, libre de toda influencia empírica o sensorial. Racionalismo gnoseológico: Véase racionalismo. Racionalismo inmanentista: Es el defendido clásicamente por Descartes, también llamado “racionalismo innatista”. Sostiene que el origen y justificación del verdadero conocimiento se halla en un tipo peculiar de ideas: las ideas innatas (la idea de Dios, de extensión, de pensamiento, de ser, entre otras). Racionalismo metafísico: Sostiene que el ser, la realidad es enteramente congruente con la razón: lo real es racional. El racionalismo presenta, pues, una vertiente gnoseológica y una vertiente metafísica. Racionalismo ontologista: Es el defendido ante todo por Nicolás Malebranche en el siglo XVII. Sostiene que «vemos todas las cosas en Dios», que todo conocimiento lo es por aprehensión de ideas radicadas en la Mente divina. Racionalismo teológico: Defendido por Plotino y por Agustín de Hipona, afirma que las Ideas o Esencias verdaderas de las cosas, cuya aprehensión da origen al verdadero conocimiento, se hallan radicadas en la Mente divina. Racionalismo trascendente: Es el defendido por Platón en sus Diálogos. Sostiene que las Ideas o Esencias verdaderas de las cosas, cuya aprehensión por la mente humana da origen al verdadero conocimiento, se hallan en un topos o ámbito de realidad suprasensible (el denominado “mundo de las Ideas”).
LECTURAS RECOMENDADAS Berkeley, George, Tratado sobre los principios del conocimiento humano. Trad. esp. Concha Cogollado Mansilla, Gredos, Madrid, 1982. Obra situada en el ámbito del ide-
alismo subjetivo en la que se critica la teoría de las ideas abstractas de Locke, afirmándose que todo ente, tanto en la realidad como en el entendimiento, es meramente particular, a la vez que se sostiene la existencia de dos únicos tipos de ser: espíritus, activos e incorruptibles, e ideas, pasivas y perecederas, y cuyo ser consiste en ser percibidas. Descartes, R., Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas. Trad. esp. de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977. Obra erigida en fundamento de la Filosofía moderna en la que lo real viene a determinarse desde el sujeto de conocimiento expuesto a la duda metódica, convirtiéndose así éste en pieza clave del criterio de verdad, base metafísica del método y de la ciencia, e incluso en piedra angular para la prueba de la existencia de Dios. Hume, David, Tratado de la naturaleza humana. Trad. esp. de Félix Duque, Editora Nacional, Madrid, 1981. La obra se divide en tres partes principales: acerca del entendimiento, acerca de las pasiones y acerca de la moral. En cada una de ellas se plantean las cuestiones centrales de la Filosofía empirista en sus diferentes ámbitos de aplicación: Teoría del conocimiento, Metafísica, Lógica y Moral. Kant, Immanuel, Crítica de la Razón Pura. Trad. esp. de Pedro Ribas, Madrid, Alfaguara, 1978. Obra fundamental de Kant en la que éste, ante todo, trata de responder a la pregunta que inquiere por la posibilidad de la Metafísica como ciencia. Para ello, se hace preciso indagar acerca de las condiciones de posibilidad del conocimiento científico mismo, indagación que arroja como resultado la doctrina trascendental de los elementos y, en suma, el idealismo trascendental kantiano. De acuerdo con éste, la Metafísica no puede constituirse en manera alguna como saber científico riguroso (abordable, por tanto, desde la razón teórica), pero sí como sistema de principios y postulados exigidos por la razón práctica. Locke, John, Ensayo sobre el entendimiento humano. Libro II. Trad. esp. de Edmundo O'Gorman, Fondo de Cultura Económica, México, 1956. Es la obra más importante del empirismo clásico. En ella, su autor, tras refutar la doctrina de las ideas innatas (libro I), expone en el libro II la teoría de la mente como papel en blanco y, consiguientemente, la doctrina del origen empírico de las ideas a partir de la experiencia externa o sensación y de la experiencia interna o reflexión. En el libro III se sustenta, ante todo, una teoría nominalista (o, mejor, conceptualista) de los universales, mientras que en el libro IV y último, se desarrollan interesantes ideas sobre el conocimiento mismo, sobre su objeto, su alcance, límites y grados de certeza. Platón, Fedón, en: Diálogos. Trad. esp. de Carlos García Gual, Gredos, Madrid, 1997, vol. III. Tratamiento del tema de la muerte como separación del alma del cuerpo y examen de diversas argumentaciones acerca de la inmortalidad del alma, junto con la primera exposición de la Teoría de las Ideas y el planteamiento de la cuestión sobre si será también el alma una Forma.
BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA Bennet, Jonathan, Locke, Berkeley, Hume: Temas centrales. Trad. esp. de José Antonio Robles, ed. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988. Black, Max, Inducción y probabilidad (Los métodos de la inducción de Mill). Trad. esp. de Alfonso García Suárez, ed. Cátedra, Madrid, 1979. Blázquez, Niceto, Introducción a la filosofía de san Agustín, ed. Instituto pontificio de fi-
losofía, Madrid, 1984, Cornford, F.M., La teoría platónica del conocimiento, ed. Paidós, Barcelona, 1991. García Bacca, Juan David, Introducción general a las Enéadas, ed. Losada, Buenos Aires, 1948. Hartnack, Justus, La teoría del conocimiento de Kant. Trad. esp. de Carmen García y J. A. Llorente, ed. Cátedra, Madrid, 1977. Martínez, J. A., Razón y método en Descartes, ed. Universidad Complutense, Madrid, 1984. Nuño Montes, Juan Antonio, La dialéctica platónica: Su desarrollo en relación con la teoría de las formas, ed. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1962. Olesti, Josep, Racionalismo y empirismo, ed. Vicens-Vives, Barcelona, 1989. Pitcher, George, Berkeley. Trad. esp. de José Antonio Robles, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1983. Porta, Miguel, El positivismo lógico: El Círculo de Viena, ed. Montesinos, Barcelona, 1983. Rábade, Sergio, Conocimiento y racionalidad: el uso teórico de la razón, ed. Cincel, Madrid, 1987.
EJERCICIOS DE EVALUACIÓN 1. Defina brevemente en qué consiste el problema gnoseológico del origen o fuentes del conocimiento. 2. ¿Qué es el empirismo lógico? 3. ¿Y el empirismo sensista? 4. ¿Es Locke un racionalista trascendente? Razone la respuesta. 5. ¿Cuáles son, a juicio de Locke, las dos vías de la experiencia? ¿Cuáles son sus respectivos objetos? 6. ¿En qué consiste el racionalismo metafísico? 7. ¿Y el racionalismo gnoseológico? 8. Describa brevemente los puntos principales del racionalismo inmanentista o innatista de Descartes. 9. ¿Es Malebranche un empirista extremo? Razone la respuesta. 10. ¿Por qué Kant es apriorista? Razone la respuesta
ANEXO: TEXTOS Texto 1. Las metáforas del entendimiento vacío 1.1. El entendimiento como papel en blanco «Supongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción, sin ninguna idea». (John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, i, 2. Trad. esp. de Edmundo O'Gorman, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1956, p. 83). 1.2. El entendimiento como cuarto oscuro «No pretendo enseñar, sino inquirir. Por lo tanto, no puedo menos que admitir, una vez más, que las sensaciones exteriores e interiores son las únicas vías por donde yo encuentro que el conocimiento llega al entendimiento. Hasta donde alcanzo a descu-
brir, éstas son las únicas ventanas por donde pueda entrar la luz a ese cuarto oscuro. Porque, paréceme que el entendimiento no es muy desemejante a un gabinete completamente oscuro, que no tendría sino una pequeña abertura para dejar que penetraran las semejanzas externas visibles, o si se quiere, las ideas de las cosas que están afuera; de tal manera que, si las imágenes que penetran en un tal cuarto oscuro pudieran quedarse en él, y se acumularan en un orden como para poder ser encontradas cuando lo pida la ocasión, habría un gran parecido entre ese cuarto y el entendimiento humano, en lo que se refiere a todos los objetos de la vista, y a las ideas acerca de ellos». (John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, xi, 17, p. 142). 1.3. El entendimiento como receptáculo vacío «Inicialmente los sentidos dan entrada a ideas particulares y llenan el receptáculo hasta entonces vacío, y la mente, familiarizándose poco a poco con algunas de esas ideas, las aloja en la memoria y les da nombres». (John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, ii, 15, pp. 28-29). 1.4. El entendimiento como tablilla no escrita «En cuanto a la dificultad de que el paciente ha de tener algo en común con el agente, ¿no ha quedado ya contestada al decir que el intelecto es en cierto modo potencialmente lo inteligible si bien en entelequia no es nada antes de inteligir? Lo inteligible ha de estar en él del mismo modo que en una tablilla en la que nada está actualmente escrito: esto es lo que sucede con el intelecto». (Aristóteles, Acerca del alma, III, 4, 429 b-430 a. Trad. esp. de Valentín García Yebra, ed. Gredos, Madrid, 1978, p. 233). «Concédeme, entonces, en atención al razonamiento, que hay en nuestras almas una tablilla de cera, la cual es mayor en unas personas y menor en otras, y cuya cera es más pura en unos casos y más impura en otros, de la misma manera que es más dura unas veces y más blanda otras, pero que en algunos individuos tiene la consistencia adecuada». (Platón, Teeteto, 191 c. Trad. esp. Ed. Gredos, Madrid, 1988, t. V, p. 276).
Texto 2. La experiencia, origen del conocimiento «Supongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción, sin ninguna idea. ¿Cómo llega a tenerlas? ¿De dónde se hace la mente de ese prodigioso cúmulo, que la activa e ilimitada imaginación del hombre ha pintado en ella, en una variedad casi infinita? ¿De dónde saca todo ese material de la razón y del conocimiento? A esto contesto con una sola palabra, de la experiencia: he allí el fundamento de todo nuestro saber, y de allí es de donde en última instancia se deriva. Las observaciones que hacemos acerca de los objetos sensibles externos, o acerca de las operaciones internas de nuestra mente, que percibimos, y sobre las cuales reflexionamos nosotros mismos, es lo que provee a nuestro entendimiento de todos los materiales del pensar. Éstas son las dos fuentes del conocimiento de donde dimanan todas las ideas que tenemos o que podamos naturalmente tener».
(John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, i, 2. Trad. esp. de Edmundo O'Gorman, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1956, p. 83.) «Pero, en segundo lugar, la otra fuente de donde la experiencia provee de ideas al entendimiento es la percepción de las operaciones interiores de nuestra propia mente al estar ocupada en las ideas que tiene; las cuales operaciones, cuando el alma reflexiona sobre ellas y las considera, proveen al entendimiento de otra serie de ideas que no podrían haberse derivado de cosas externas: tales las ideas de percepción, de pensar, de dudar, de creer, de razonar, de conocer, de querer, y de todas las diferentes actividades de nuestras propias mentes, de las cuales, puesto que tenemos de ellas conciencia y que podemos observarlas en nosotros mismos, recibimos en nuestro entendimiento ideas tan distintas como recibimos de los cuerpos que afectan a nuestros sentidos. Esta fuente de origen de ideas la tiene todo hombre en sí mismo, y aunque no es un sentido, ya que no tiene nada que ver con objetos externos, con todo se parece mucho y puede llamársele con propiedad sentido interno. Pero, así como a la otra la llamé sensación, a ésta la llamo reflexión, porque las ideas que ofrece son sólo tales como aquéllas que la mente consigue al reflexionar sobre sus propias operaciones dentro de sí misma. Por lo tanto, en lo que sigue de este discurso, quiero que se entienda por reflexión esa advertencia que hace la mente de sus propias operaciones y de los modos de ellas, y en razón de los cuales llega el entendimiento a tener ideas acerca de tales operaciones. Estas dos fuentes, digo, a saber: las cosas externas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde todas nuestras ideas proceden inicialmente. Aquí empleo el término "operaciones" en un sentido amplio para significar, no tan sólo las acciones de la mente respecto a sus ideas, sino ciertas pasiones que algunas veces surgen de ellas, tales como la satisfacción o el desasosiego que cualquier idea pueda provocar». (John Locke, o. c., II, i, 4. Ed. cit., p. 84). «Me parece que el entendimiento no tiene el menor vislumbre de alguna idea que no sea de las que recibe de uno de esos dos orígenes. Los objetos externos proveen a la mente de ideas de cualidades sensibles, que son todas esas diferentes percepciones que producen en nosotros; y la mente provee al entendimiento con ideas de sus propias operaciones. Si hacemos una revisión completa de todas estas ideas y de sus distintos modos, combinaciones y relaciones, veremos que contienen toda la suma de nuestras ideas, y que nada tenemos en la mente que no proceda de una de esas dos vías. Examine cualquiera sus propios pensamientos y hurgue a fondo en su propio entendimiento, y que me diga, después, si no todas las ideas originales que tiene allí son de las que corresponden a objetos de sus sentidos, o a operaciones de su mente, consideradas como objetos de su reflexión. Por más grande que se imagine el cúmulo de los conocimientos alojados allí, verá, si lo considera con rigor, que en su mente no hay más ideas sino las que han sido impresas por conducto de una de esas dos vías, aunque, quizá, combinadas y ampliadas por el entendimiento con una variedad infinita, como veremos más adelante». (John Locke, o. c., II, i, 5. Ed. cit., p. 85).
Texto 3. El rechazo de las ideas abstractas «Observando cómo las ideas se hacen generales, podemos juzgar mejor cómo llegan a serlo las palabras. Y aquí hay que hacer notar que no niego en absoluto que existan ideas generales, sino sólo que haya ideas generales abstractas: pues en los pasajes anteriormente citados donde se mencionan las ideas generales, se supone siempre que se forman por abstracción, de la manera establecida en las secciones 8 y 9. Ahora bien, si queremos atribuir un significado a nuestras palabras y hablar sólo de lo que podemos concebir, creo que reconoceremos que una idea que, considerada en sí misma, es particular, se convierte en general cuando se la hace representar o sustituir a todas las otras ideas particulares de la misma clase. Para aclararlo con un ejemplo: supongamos que un geómetra está demostrando el procedimiento para seccionar una línea en dos partes iguales. Traza, por ejemplo, una línea negra de una pulgada de largo. Esta línea particular en sí misma, es, sin embargo, general por su significación, pues según se utiliza ahí representa a todas las líneas particulares, cualesquiera que sean, de manera que lo que se demuestra de ella se demuestra de toda línea, o, en otras palabras, de una línea en general. Y de la misma manera que esta línea particular se hace general al convertirse en signo, igualmente el término línea, que, tomado de forma absoluta, es particular, al convertirse en signo se hace general. E igual que la primera debe su generalidad, no a ser el signo de una idea abstracta o general, sino el de todas las líneas rectas particulares que puedan existir, del mismo modo se debe pensar que la generalidad del último deriva de la misma causa, a saber, de las diversas líneas particulares que significa indistintamente». (George Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Introducción, 12. Trad. esp. de Concha Cogolludo Mansilla, ed. Gredos, Madrid, 1982, pp. 36-37.) «Tampoco las considero ni un ápice más necesarias para el aumento del conocimiento que para la comunicación. Sé que es un punto sobre el que se ha insistido mucho, que todo conocimiento y demostración versan sobre nociones universales, en lo que estoy totalmente de acuerdo; pero no me parece que estas nociones se formen por abstracción del modo antes dicho; la universalidad, hasta donde yo puedo comprender, no consiste en la naturaleza o concepción absoluta, positiva, de algo, sino en la relación que guarda con los particulares significados o representados por ella; por cuya virtud ocurre que cosas, nombres o nociones que son por su propia naturaleza particulares, pasan a ser universales. Por eso, cuando demuestro una proposición cualquiera referente a triángulos, hay que suponer que considero la idea universal de triángulo. Esto no hay que entenderlo en el sentido de que pueda formar una idea de un triángulo que no sea ni equilátero, ni escaleno, ni isósceles, sino sólo que el triángulo particular que considero, no importa si de ésta o aquella clase, sustituye y representa igualmente a todos los triángulos rectilíneos, y es, en este sentido, universal. Todo esto parece muy claro y no incluye ninguna dificultad en sí». (George Berkeley, o. c., Introducción, 15. Ed. cit., pp. 39-40).
Texto 4. Impresiones e ideas: división y relación «Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos clases distintas, que denominaré Impresiones e Ideas. La diferencia entre ambas consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que inciden sobre la mente y se abren camino en nuestro pensamiento o conciencia. A las percepciones que entran con mayor fuerza y violencia las podemos denominar impresiones; e incluyo bajo este nombre todas nuestras
sensaciones, pasiones y emociomes tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de las impresiones, cuando pensamos y razonamos; de esta clase son todas las percepciones suscitadas por el presente discurso, por ejemplo, con la sola excepción del placer o disgusto inmediatos que este discurso pueda ocasionar. No creo que sea necesario gastar muchas palabras para explicar esta distinción. Cada uno percibirá en seguida por sí mismo la diferencia que hay entre sentir y pensar. Los grados normales de estas percepciones se distinguen con facilidad, aunque no es imposible que en algunos casos particulares puedan aproximarse mucho un tipo a otro. Así, en el sueño, en estado febril, en la locura o en una muy violenta emoción del alma nuestras ideas pueden aproximarse a nuestras impresiones; sucede a veces, por el contrario, que nuestras impresiones son tan tenues y débiles que no podemos diferenciarlas de nuestras ideas. Pero a pesar de esta gran semejanza apreciada en unos pocos casos, las impresiones y las ideas son por lo general de tal modo diferentes que nadie tendría escrúpulos en situarlas bajo grupos distintos, así como en asignar a cada una un nombre peculiar para hacer notar la diferencia. Hay otra división de nuestras percepciones que será conveniente tener en cuenta, y que se extiende tanto a nuestras impresiones como a nuestras ideas. Se trata de la división en Simples y Complejas. Las percepciones simples (impresiones o ideas) son tales que no admiten distinción ni separación. Las complejas son lo contrario que éstas, y pueden dividirse en partes. Aunque un color, sabor y olor particulares sean cualidades que estén todas unidas en esta manzana, por ejemplo, es fácil darse cuenta de que no son lo mismo, sino de que, por lo memos, son distinguibles unas de otras. Una vez que hemos dispuesto ordenadamente nuestros objetos mediante estas divisiones, podemos dedicarnos ahora a considerar con mayor cuidado las cualidades y relaciones de aquéllos. La primera circunstancia que salta a mi vista es la gran semejanza entre nuestras impresiones e ideas en todo respecto, con excepción de su grado de fuerza y vivacidad. Las unas parecen ser de algún modo reflejo de las otras, de modo que toda percepción de la mente es doble, y aparece a la vez como impresión e idea. Cuando cierro mis ojos y pienso en mi habitación, las ideas que formo son representaciones exactas de las impresiones que he sentido; tampoco existe circunstancia alguna en las unas que no se encuentre en las otras. Repasando todas mis demás percepciones puedo encontrar igualmente la misma semejanza y representación. Las ideas y las impresiones parecen corresponderse siempre entre sí, circunstancia que encuentro notable y que ocupará mi atención por un momento. Después de realizar un examen más cuidadoso me doy cuenta de que me he dejado llevar demasiado lejos por la primera apariencia, y de que debo hacer uso de la distinción de percepciones en simples y complejas, a fin de limitar esta conclusión general: que todas nuestras ideas e impresiones son semejantes entre sí. Ahora advierto que muchas de nuestras ideas complejas no tuvieron nunca impresiones que les correspondieran, así como que muchas de nuestras impresiones complejas no están nunca exactamente copiadas por ideas. Puedo imaginarme una ciudad tal como la Nueva Jerusalén, con pavimentos de oro y muros de rubíes, aunque jamás haya visto tal cosa. Yo he visto París, pero ¿afirmaría que puedo formarme de esa ciudad una idea tal que representara perfectamente todas sus calles y edificios, en sus proporciones justas y reales? Advierto, pues, que aunque por lo general existe gran semejanza entre nuestras impresiones e ideas complejas, con todo no es universalmente verdadera la regla de que éstas son copias exactas de aquéllas. (...). Dado que parece que nuestras impresiones simples son anteriores a sus ideas correspondientes, y que las excepciones son muy raras, el método parece requerir que examinemos nuestras impresiones antes de pasar a examinar nuestras ideas. Las impresiones pueden ser de dos clases: de Sensación y de Reflexión. La primera clase surge originariamente en el alma a partir de causas desconocidas. La segunda se deriva
en gran medida de nuestras ideas, y esto en el orden siguiente: una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno u otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea. Esta idea de placer o dolor, cuando incide a su vez en el alma, produce las nuevas impresiones de deseo y aversión, esperanza y temor, que pueden llamarse propiamente impresiones de reflexión, puesto que de ella se derivan. A su vez, son copiadas por la memoria y la imaginación, y se convierten en ideas; lo cual, por su parte, puede originar otras impresiones e ideas. De modo que las impresiones de reflexión son previas solamente a sus ideas correspondientes, pero posteriores a las de sensación y derivadas de ellas. El examen de nuestras sensaciones pertenece más a los anatomistas y filósofos de la naturaleza que a la filosofía moral, y por esto no entraremos ahora en el problema. Y como las impresiones de reflexión, esto es, las pasiones, deseos y emociones –que será lo que principalmente merezca nuestra atención– surgen por lo general de las ideas, será necesario invertir el método antes citado, que a primera vista parece más natural y, a fin de explicar la naturaleza y principios de la mente humana, dar cuenta particular de las ideas antes de pasar a las impresiones. Por eso he decidido comenzar con el estudio de las ideas». (David Hume, Tratado de la naturaleza humana, I, i y ii. Trad. esp. de Félix Duque, ed. Nacional, Madrid, 1981, pp. 87-96).
Texto 5. El símil de la línea «-Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los dos que reinan: uno, el del género y ámbito inteligibles; otro, el del visible, y no digo "el del cielo" para que no creas que hago juefo de palabras. ¿Captas estas dos especies, la visible y la inteligible? -Las capto. -Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo "imágenes" en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta? -Me doy cuenta. -Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género íntegro de cosas fabricadas por el hombre. -Pongámoslo. -¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado? -Estoy muy dispuesto. -Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible. -¿De qué modo? -De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta un principio sino hacia una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes –a diferencia del otro caso–, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas. -No he aprendido suficientemente esto que dices. -Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes.
Creo que sabes que los que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen. -Sí, esto lo sé. -Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales éstas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan hay sombras e imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar aquellas cosas en sí que no podrían divisar de otro modo que con el pensamiento. -Dices verdad. -A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones. -Comprendo que te refieres a la geometría y a las artes afines. -Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón misma aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a través de Ideas y en dirección a Ideas, hasta concluir en Ideas. -Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas "artes", para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos por medio del pensamiento discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el examen avanzando hacia un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen inteligencia acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas "pensamiento discursivo" al estado mental de los geómetras y similares, pero no "inteligencia"; como si el "pensamiento discursivo" fuera algo intermedio entre la opinión y la inteligencia. -Entendiste perfectamente, Glaucón. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma; inteligencia, a la suprema; pensamiento discursivo, a la segunda; a la tercera asigna la creencia y a la cuarta la conjetura; y ordénalas proporcionadamente, considerando que cuanto más participen de la verdad tanto más participan de la claridad. -Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices». (Platón, República, VI, 509 d-511 e. Trad. esp. de Conrado Eggers Lan, ed. Gredos, Madrid, 1986, t. IV, pp. 334-337.)
Texto 6. La razón, fuente del conocimiento «-¿Y qué hay respecto de la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es el cuerpo un impedimento o no, si uno lo toma en la investigación como compañero? Quiero decir, por ejemplo, lo siguiente: ¿acaso garantizan alguna verdad la vista y el oído a los huma-
nos, o sucede lo que incluso los poetas nos repiten de continuo, que no oímos nada preciso ni lo vemos? Aunque, si estos sentidos del cuerpo no son exactos ni claros, mal lo serán los otros. Pues todos son inferiores a ésos. ¿O no te lo parecen a ti? -Desde luego -dijo. -¿Cuándo, entonces -dijo él-, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él. -Dices verdad. -¿No es, pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real? -Sí. -Y reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído ni la vista, ni dolor ni placer alguno, sino que ella se encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente. -Así es. -Por lo tanto, ¿también ahí el alma del filósofo desprecia al máximo el cuerpo y escapa de éste, y busca estar a solas en sí ella misma? -Es evidente. -¿Qué hay ahora respecto de lo siguiente, Simmias? ¿Afirmamos que existe algo justo en sí o nada? -Lo afirmamos, desde luego, ¡por Zeus! -¿Y, a su vez, algo bello y bueno? -¿Cómo no? -¿Es que ya has visto alguna de tales cosas con tus ojos nunca? -De ninguna manera -dijo él. -¿Pero acaso los has percibido con algún otro de los sentidos del cuerpo? Me refiero a todo eso, como el tamaño, la salud, la fuerza, y, en una palabra, a la realidad de todas las cosas, de lo que cada una es. ¿Acaso se contempla por medio del cuerpo lo más verdadero de éstas, o sucede del modo siguiente: que el que de nosotros se prepara a pensar mejor y más exactamente cada cosa en sí de las que examina, éste llegaría lo más cerca posible del conocer cada una? -Así es, en efecto. -Entonces, ¿lo hará del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento solo hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al reflexionar, ni arrastrando ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento, sino que, usando sólo de la inteligencia pura por sí misma, intente atrapar cada objeto real puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos, y, en una palabra, del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y el saber cuando se le asocia? ¿No es ése, Simmias, más que ningún otro, el que alcanzará lo real? -¡Cuán extraordinariamente cierto -dijo Simmias- es lo que dices, Sócrates!». (Platón, Fedón, 65 a-66 b. Ed. Gredos, Madrid, 1986, t. III, pp. 41-44).
Texto 7. Conocer es recordar las ideas y referir a ellas los objetos sensibles. Vinculación de la inmortalidad del alma a esta teoría «-También es así –dijo Cebes tomando la palabra–, de acuerdo con ese otro argumento, Sócrates, si es verdadero, que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender no es realmente otra cosa sino recordar, y según éste es necesario que de algún modo nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior aquello de lo que ahora nos acordamos. Y eso es imposible, a menos que nuestra alma haya existido en algún lugar antes de llegar a existir en esta forma humana. De modo que también por ahí
parece que el alma es algo inmortal. -Pero, Cebes –dijo Simmias interrumpiendo–, ¿cuáles son las pruebas de eso? Recuérdamelas. Porque en este momento no me acuerdo demasiado de ellas. -Se fundan en un argumento espléndido -dijo Cebes-, según el cual al ser interrogados los individuos, si uno los interroga correctamente, ellos declaran todo de acuerdo a lo real. Y, ciertamente, si no se diera en ellos una ciencia existente y un entendimiento correcto, serían incapaces de hacerlo. Luego, si uno los pone frente a los dibujos geométricos o a alguna otra representación similar entonces se demuestra de manera clarísima que así es. -Y si no te convences, Simmias, con esto -dijo Sócrates-, examínalo del modo siguiente, y al examinarlo así vas a concordar con nosotros. Desconfías, pues, de que en algún modo el llamado aprendizaje es una reminiscencia. -No es que yo -dijo Simmias- desconfíe, sino que solicito experimentar eso mismo de lo que ahora se trata: que se me haga recordar. Si bien con lo que Cebes intentó exponer casi ya lo tengo recordado y me convenzo, sin embargo en nada menos me gustaría ahora oírte de qué modo tú planteas la cuestión. -Yo, del modo siguiente -repuso-. Reconocemos, sin duda, que siempre que uno recuerda algo es preciso que eso lo supiera ya antes. -Desde luego -dijo. -¿Acaso reconocemos también esto, que cuando un conocimiento se presenta de un cierto modo es una reminiscencia? Me refiero a un caso como el siguiente. Si uno al ver algo determinado, o al oírlo o al captar alguna otra sensación, no sólo conoce aquello, sino, además, intuye otra cosa de la que no informa el mismo conocimiento, sino otro, ¿no diremos justamente que la ha recordado, a ésa de la que ha tenido una intuición? -¿Cómo dices? -Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el conocimiento de un ser humano y el de una lira. -¿Cómo no? -Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o cualquier otro objeto que acostumbra a utilizar su amado, tienen esa experiencia. Reconocen la lira y, al tiempo, captan en su imaginación la figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es una reminiscencia. De igual modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y podrían darse, sin duda, otros mil ejemplos. –Mil, desde luego, ¡por Zeus! -dijo Simmias. -Por tanto -dijo él-, ¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuando uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista, ya los había tenido en el olvido? -Así es, desde luego -contestó. -¿Y qué? -dijo él-. ¿Es posible al ver pintado un caballo o dibujada una lira rememorar a una persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de Cebes? -Claro que sí. -¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del propio Simmias? -Lo es, en efecto -respondió. -¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes? -Ocurre. -Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda? -Es necesario. -Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna
cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada? -Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda. -¿Es que, además, sabemos lo que es? -Desde luego que sí -repuso él. -¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de esas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no? -En efecto, así pasa. -¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad? -Nunca jamás, Sócrates. -Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en sí. -De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates. -Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso? -Acertadísimamente lo dices -dijo. -¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante? -En efecto. -No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario que eso sea un proceso de reminiscencia. -Así es, desde luego. -¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada? -Carecen, y de mucho, para ello -respondió. -Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior? -Necesariamente. -¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí? -Por completo. -Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente. (...). -¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres. -No, desde luego. -Antes, por tanto. -Sí. -Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento. -A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos saberes, pues aún nos queda ese espacio de tiempo. -Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto que no
nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido. ¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo? -De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sinsentido. -¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? -dijo él-. Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras? -Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo -dijo Simmias- la necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado». (Platón, Fedón, 72 e-75 a y 76 c-77 a. Ed. Gredos, Madrid, 1986, t. III, pp. 57-65).
Texto 8. De la diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo sensible «-Vayamos, pues, ahora -dijo- hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna? -Es necesario -dijo Cebes- que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates. -¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas aquéllas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquéllas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas? -Así son, a su vez -dijo Cebes-, estas cosas: jamás se presentan de igual modo. -¿No es cierto que éstas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada? -Por completo dices verdad -contestó. -Admitiremos entonces, ¿quieres? -dijo-, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible. -Admitámoslo también -contestó. -¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se mantiene en la misma forma? -También esto -dijo- lo admitiremos». (Platón, Fedón, 78 c-79 a. Ed. Gredos, Madrid, 1986, t. III, pp. 68-69).
Texto 9. Clasificación de las ideas en Descartes «Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu. Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen». (Descartes, Meditaciones metafísicas, III. Trad. esp. de Vidal Peña, ed. Alfaguara, Madrid, 1977, p. 33).
Texto 10. El apriorismo kantiano «No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues, ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla». (Kant, Crítica de la razón pura, B 2. Ed. Alfaguara, Madrid, 1978, pp. 41-42).
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