Tácito - Historias [Ed. Juan Luis Conde)

March 19, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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CORNELIO TACITO

Edición de Juan Luis Conde

CATEDRA LETRAS UNIVERSALES

Apenas sabem os nada sobre Tácito. Incluso el apodo familiar con el que hoy se le conoce, Tacitus/Tácito, es u n adjetivo que expresa algo «no manifestado", «no expreso», «reservado». Lo que podem os afirmar sobre su biografía y personalidad son en gran parte conjeturas que resultan del cruce de datos sueltos entre la historia de su tiem po y su propia obra histórica: que probablem ente nació a m ediados de los años 50 d.C., que fue senador y llegó a cónsul, que form ó parte de la élite social y económ ica de la Roma del Principado y alcanzó el techo político que le ofrecía su época.

T Tácito inicia su relato en las Historias incorporándose a la larga tradición de los historiadores republicanos, la analística, que acostum braba a narrar la historia de Roma año a año. Así p one de relieve las incongruencias entre el ideal republicano de Roma y la dura realidad dinástica e imperial. La analística había construido durante la República un auténtico personaje colectivo, Roma, cuya im portancia era superior a la de cualquier individuo y se plasmaba en acciones particulares de personajes individuales. Ahora, en cambio, los personajes individuales han suplantado a Roma com o materia narrativa y la historia colectiva se ha vuelto historia personal; su escritura exige una nueva m anera y u n nuevo talento expositivo. La conciencia de un pasado roto y u n presente mistificador establece la lectura política y estética de la historia que Tácito nos cuenta.

Letras U n iv ersa les

CORNELIO TÁCITO

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Historias

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Edición d e Ju a n Luis C onde T raducción d e Ju an Luis Conde

CÁTEDRA

LETRAS UNIVERSALES

Letras U niversales

Título original de la obra: Historiarum Libri

1.a edición, 2006

Diseño de cubierta: Diego Lara Ilustración de cubierta: Representación del adiestramiento militar en la antigua Roma

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, disttibuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su üansformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2006 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 31.317-2006 I.S.B.N.: 84-376-2319-7 Printed in Spain Impreso en Lavel, S. A. Humanes de Madrid (Madrid)

INTRODUCCIÓN

E s c r it o r ,

delator

1808 Napoleón y Goethe se encontraron en Weimâr. La Comédie Française se había trasladado hasta allí para representar una tragedia de Voltaire (La Muerte de César) ante el congreso de soberanos europeos que se había reuni­ do en Erfurt y, junto con ellos, ambos asistían al espectáculo. La conversación discurría ante testigos, entre otros el poeta Wieland y Talleyrand, que es quien relata el episodio1. El Em­ perador preguntaba si les gustaba lo que veían y Goethe aprovechó para hacer un elogio de la tragedia:

E

n

Una buena tragedia debe considerarse como la más digna escuela de los hombres superiores. Desde un cierto punto de vista, está por encima de la historia. Con la mejor historia no se consigue más que un pequeño efecto.

Napoleón se mostró de acuerdo. Hizo un comentario so­ bre la diferente capacidad de emocionarse del lector solitario y del público reunido en un teatro (“Cuando están reunidos, los hombres reciben impresiones más fuertes y duraderas”, dijo), y no quiso dejar escapar la oportunidad de exhibir ni su erudición ni su capacidad de provocación:

1Mémoires Tí, 1807-1815, Pans, 1957, págs. 122-123. (La traducción es mía).

[9]

Les aseguro que ese historiador que ustedes citan siempre, Tácito, nunca me ha enseñado nada. ¿Conocen ustedes un mayor y a menudo más injusto detractor de la humanidad? A las acciones más simples, él les encuentra motivos crimina­ les; convierte a todos los emperadores en canallas profundos para hacer así más asombroso el genio que les tiene poseídos. Con razón se ha dicho que sus Anales no son una historia del imperio, sino una nota registral (“relevé des greffes”) de Roma: todo son acusaciones, acusados y gentes que se abren las ve­ nas en el baño. Él, que habla sin cesar de delaciones, él es el más grande de los delatores. ¡Y qué estilo!, ¡qué noche tan oscura! Personalmente no soy un gran latinista, pero la oscu­ ridad de Tácito se observa en diez o doce traducciones italia­ nas o francesas que he leído, y he llegado a la conclusión de que le es propia, que nace de eso que se llama su genio tanto como de su estilo, y que resulta tan inseparable de su manera de expresarse porque está en su manera de concebir.

La detallada noticia que Talleyrand nos proporciona sobre el episodio resulta, de entrada, una buena muestra de la im­ portancia que la obra de Cornelio Tácito había ido adquirien­ do en Europa desde que Boccaccio la rescatase en el siglo xiv de los anaqueles de Montecassino y del prestigio que goza­ ba en los círculos intelectuales ilustrados: ser tema de con­ versación entre Goethe y Napoleón no parece poca cosa... Por lo demás, Goethe debió de quedarse pasmado ante lo que oía. “El más grande de los delatores”: se trata de un aserto ciertamente severo y negativo, aunque también es verdad que, como Emperador de media Europa, el corso no era un lector libre de prejuicios. En 1808, Napoleón cumplió cuarenta años, una cifra que quizá resulte admirable si pensamos en un político y un mili­ tar en la cúspide de su poder; puede incluso sorprender su sol­ tura y osadía para formular juicios literarios, si lo compara­ mos con la media de los políticos y militares —y hasta con la de los críticos literarios. Pero conviene también tener en cuen­ ta su edad a la hora de cotejar su crítica con la del físico y aforista alemán Georg Christoph Lichtenberg, desaparecido poco antes, en 1799, la cual podría resultar representativa del pensamiento ilustrado e, indirectamente, arroja sobre el gene­ ral francés un juicio poco halagüeño como lector: [1 0 ]

Es señal infalible de un libro bueno el que con los años nos guste cada vez más. Un joven de dieciocho años que qui­ siera, tuviera la oportunidad y, sobre todo, pudiera decir lo que siente, emitiría, creo yo, el siguiente juicio sobre Tácito: “Tácito es un escritor difícil, que dibuja bien los caracteres y, a veces, los pinta magistralmente, pero que afecta oscuri­ dad y suele intercalar en el relato de los acontecimientos cier­ tas observaciones que no lo esclarecen mucho; hay que saber mucho latín para entenderlo”. A los veinticinco, y suponien­ do que haya hecho algo más que leer, quizá diría: “Tácito no es el escritor oscuro que yo pensaba que era, pero m e parece que latín no es lo único que hace falta saber para entenderlo. Uno mismo ha de poner mucho.” Y a los cuarenta, teniendo ya cierto conocimiento del mundo, tal vez diga: “Tácito es uno de los escritores más grandes que jamás han existido5’2.

Bueno: por muy capaz de expresarse que fuera Napoleón, para Lichtenberg no ha pasado, como lector, de los dieciocho años... Y sin embargo no conviene desdeñar su lectura a la li­ gera. Aun recurriendo a conceptos analíticos propios de su tiempo, no deja Napoleón de poner el dedo en la llaga sobre algunos de los aspectos más controvertidos del autor. ¿Oscuro y perverso, o genial escritor? Los juicios extremos sobre una obra suelen hacer derivar la curiosidad de los interesados ha­ cia el autor mismo en busca de explicaciones: el sentido de su obra, sus intereses o las motivaciones últimas de su escritura se rastrean en su biografía. Inútil o no, poca luz puede arrojar esta vez la peripecia vital de nuestro autor sobre tanta tiniebla.

El

e n ig m a y s u s c ir c u n s t a n c ia s

Cuando queremos hablar de Cornelio Tácito, nos encon­ tramos con un verdadero enigma: apenas sabemos nada de él. En torno a su persona parece haberse tramado una auténtica conspiración de silencio. Ni siquiera estamos seguros de su

2 Aforismos E 197.

[II]

nombre completo: ¿cuál fue realmente su praenomen, Publio o Gayo? La respuesta quedará probablemente para siempre sin confirmar. De este modo, pues, el enigma adquiere tintes borgianos, porque su cognomen, ese apodo familiar por el que hoy se le conoce, Tacitus, es un adjetivo del verbo taceo (“callar”, “no decir”) cuyo significado es asimilable al que le damos en la expresión “acuerdo tácito”, o sea, “no expreso”, “no mani­ fiesto”, “reservado”. No en vano ése fue el pseudónimo esco­ gido por un grupo de articulistas del diario A B C en los pri­ meros años de la Transición española, decididos a mantener el anonimato. Hasta finales del siglo xx, todo lo que la arqueología pare­ cía habernos dejado sobre él consistía en una inscripción que registra su paso como procónsul por la provincia de Asia, en el año 112. Tan recientemente como en 1995 la revisión de una inscripción funeraria ya catalogada permitía leer el nom­ bre completo de un senador: [..Tajcitus. Su título de quaestor Augusti —un puesto de confianza del emperador— y el tipo de escritura permiten datarla desde finales del siglo i d.C. has­ ta mediados del n. Conocemos bastante bien la composición de la clase dirigente del Senado durante ese periodo y el único que parece ajustarse a los datos es nuestro hombre. La noticia la publicaba Geza Alfôldy bajo el elocuente título “¿Rompe el Silencioso su silencio?”3. El descubrimiento ha dado pie a una reconsideración de su carrera política y ciertos extremos de su actividad como historiador4, pero los datos mayores de su biografía no han dejado de ser un misterio. Para frustración de algunos, no podemos celebrar ningún centenario o milenario, ni el de su nacimiento ni el de su muerte: seguimos ignorando ambas fechas. Con la significati­ va excepción de “su amigo” Plinio el Joven — a cuya corres­ pondencia debemos alguna oportuna mención—, ningún contemporáneo habla de él y, durante mucho tiempo, la pos­

3 “Bricht der Schweigensame sein Schweigen?: eme Grabsinschrift aus Rom”, M D AI(R), 102, págs. 251-268. 4 Cfr. A. R. Birley, “The Life and Death o f Cornelius Tacitus”, Historia 2000 49 (2), págs. 230-247.

[1 2 ]

teridad pareció olvidarse de su paso por la tierra. Él mismo es poco dado a revelar datos de su vida, y cuando lo hace es con su proverbial vaguedad e imprecisión. Los caminos que nos llevan a especular sobre su origen son, cuando menos, pintorescos: por Plinio sabemos que a un ciudadano romano le llamó la atención el acento de Tá­ cito. Eso significa que no era, con gran probabilidad, origi­ nario de la capital del imperio. Pero ¿era itálico o procedía de alguna provincia? Nuevas conjeturas han llevado a los espe­ cialistas a proponer distintas alternativas, entre las cuales un origen galo goza de cierto consenso. ¿Tal vez de la Bélgica, donde se ha documentado un procurador con el mismo nom­ bre?, ¿o tal vez de la Narbonense, de Fréjus, de donde proce­ día su suegro? Lo que podemos afirmar sobre su biografía y personalidad son en gran parte conjeturas que resultan de un cruce de da­ tos sueltos entre la historia de su tiempo y su propia obra his­ tórica —pero, irónicamente, lo que sabemos de su tiempo se lo debemos en buena parte a su obra histórica. Sabemos, por ejemplo, que en el año 88 d.C. Tácito era pre­ tor: eso significa que, ateniéndonos a las edades mínimas exi­ gidas para acceder al cargo, nació a mediados de los años 50 (tal vez el 55). Su infancia transcurrió durante el principado de Nerón y, si — como otros ilustres provinciales— se tras­ ladó a Roma a edad temprana, es posible que en su adoles­ cencia fuera testigo del incendio del Capitolio y la sangrienta toma de la ciudad por las tropas de Vespasiano, a fines del año 69, episodios ambos que se relatan en la obra a la que sir­ ve esta introducción. Sabemos también que fiie senador y, recorriendo paso a paso el escalafón reglamentario, llegó a cónsul, es decir, que formó parte de la élite social y económica de la Roma del Principado y alcanzó el techo político que le ofrecía su época — emperador aparte. Es verdad que ni el Senado ni la magis­ tratura del consulado tenían ya, desde que Augusto transfor­ mó de raíz el sistema político romano salvaguardando la fa­ chada, el mismo valor que durante la República. Hasta finales del siglo i a.C. el Senado era la institución que había propulsado y capitalizado la expansión imperialis­ ta ]

ta de Roma. A él pertenecía la oligarquía social y económica de la Urbe, siguiendo una mezcla tradicional de criterios de al­ curnia y propiedad. Por su parte, los dos cónsules representa­ ban durante un año el vértice del poder ejecutivo, en un siste­ ma colegiado e improrrogable destinado a evitar el máximo tabú republicano: el poder de uno solo. Sin embargo, podría decirse que la oligarquía fue también víctima de su propio éxito: la explotación de un imperio sin rivales creó un foso creciente de desigualdad entre los ciu­ dadanos romanos y, a la postre, una escisión entre las clases dirigentes. Las luchas entre reformadores y conservadores, ali­ neados tras la fuerza de generales al mando de ejércitos pro­ fesionales, desembocaron en una larga serie de guerras civiles entre cuyos resultados cabría contar con la práctica extinción física de la vieja aristocracia. El nuevo régimen instaurado por Augusto al final de este ciclo sangriento — el Principado— trajo consigo el tan temi­ do poder de uno solo y, un poco a la manera de la monar­ quía m oderna respecto a los señores feudales, dejó a la oli­ garquía desmochada y atrapada entre la casa imperial y la foerza de nuevos sectores emergentes, como los acaudalados caballeros o los libertos, en general profesionales e intelec­ tuales griegos bien preparados para la administración y la ges­ tión de las finanzas. Como resultado, el antiguo poder del Se­ nado fue severamente recortado y el cargo de cónsul trans­ formado poco menos que en una distinción honorífica: en el año 97, Tácito sólo fue uno de una larga serie. El poder de he­ cho quedó en manos del emperador o príncipe y su círculo. El imperio se dividió en provincias armadas y desarmadas: és­ tas, las más romanizadas, bajo el mando de un procónsul ci­ vil, nominalmente a cargo del Senado; las otras, gobernadas por un legado militar bajo las órdenes directas del empera­ dor, convertido así en patrón único de todos los ejércitos y a quien los soldados prestaban juramento de lealtad. Eso no impedía que la tropa acuartelada en Roma —en especial los pretorianos y su prefecto— se convirtieran en los verdaderos árbitros del poder. Sangre nueva para los estamentos u órdenes superiores fue llegando primero de Italia y después de las provincias: es po­ [1 4 ]

sible que, entre ellos, el propio Tácito. Como prueba de que la ideología es más poderosa que la sangre, entre sus páginas pueden rastrearse, traducidos en emociones, algunos de los rasgos definitorios de la ideología aristocrática durante el Prin­ cipado: nostalgia de la República (la Libertas, en su jerga polí­ tica), miedo fundado al poder imperial y recelo del sistema di­ nástico, orgullo de clase (o, si se prefiere, clasismo), desprecio por los libertos y advenedizos en general... La vida bajo los sucesores de Augusto, los Julio-Claudios, no fue sencilla para aquellos hombres. Tiberio, Caligula, Claudio y Nerón han pasado a la historia como emblemas de la infamia —aunque convenga no olvidar que el relato de sus obras estuvo en manos precisamente de sus víctimas aristo­ cráticas. A comienzos del verano del año 68 el vaso se colmó; el ejército y el Senado se concertaron para acabar con el go­ bierno de Nerón: por vez primera, los senadores emplearon sus poderes para destituirlo mientras dos sublevaciones te­ nían lugar en sendas provincias occidentales. En la Galia, el propretor Julio Víndice se declaró en rebeldía y de poco sirvió a Nerón su aplastamiento a manos del gobernador de la Ger­ mania Superior, Verginio Rufo: el de la Hispania Citerior, Sul­ picio Galba fue proclamado emperador por sus tropas — por primera vez no en Roma, por primera vez no por las tropas de la guarnición de la Urbe— y emprendió camino hacia la capital. Los últimos momentos de Nerón han sido relatados sin ninguna compasión por los historiadores de entonces y aireados por la moderna novela histórica: “¡Qué gran artista muere conmigo!”5, pudieron ser sus últimas palabras. Con la muerte de aquel “artista” concluyó la dinastía Julio-Claudia y se abrió un periodo vertiginoso marcado por la lucha encar­ nizada por el poder.

5 Véase Suetonio, Vida de los Doce Césares, “Nerón”, XLIX,

E l s e o t i d o d e l a o b r a (y s u s c o n t r a s e o t i d o s )

El final de los Julio-Claudios coincide aproximadamente también con la mayoría de edad política de Tácito. En una de sus inusuales referencias autobiográficas, en el Prefacio de las Historias, nos informa de que su carrera política se inició con Vespasiano, el hombre que pondría fin a las luchas del año 69 instaurando una nueva dinastía: los Flavios. Cuando Tácito alcanza la pretura, en el año 88, está en el poder el tercer em­ perador flaviano, Domiciano, hijo menor de Vespasiano y hermano de su predecesor, Tito. Los tiempos no pueden ser más decepcionantes y atroces. En cierto modo, Domiciano parece una réplica de Nerón: su carácter y la galopante bar­ barie de su estilo de gobierno le recuerdan. A lo largo de sus quince años de dominio, pero especialmente desde el año 93 y hasta su asesinato, en el 96, se vivió un m undo de pesadilla donde, en palabras del propio Tácito, “los más comprometi­ dos (promptissimi) cayeron asesinados por la crueldad del prín­ cipe y unos pocos sobrevivimos, por así decirlo, no ya a los demás, sino a nosotros mismos”6. El patetismo de la frase no oculta lo fundamental: que él sobrevivió al régimen de terror. No sólo eso: como él mismo reconoce en el Prefacio de las Historias (non abnuerim; una expresión que delata su incomo­ didad al confesarlo), nada de eso detuvo su carrera política. A pesar de los supuestos celos contra su suegro, el yerno fue distinguido con diversos cargos civiles, militares y religiosos. Incluso su consulado, aunque ejercido en el año 97, ya en época de Nerva, tuvo que ser aprobado por el tirano. Así pues, el año 96 y el 68 presentan un extraño paralelo: ambos señalan el fin de un tirano y de una dinastía. Y si la lle­ gada de los Flavios marca un antes y un después en la biogra­ fía personal y en la carrera política de Tácito, su caída señala el arranque de su carrera literaria: las grandes líneas de fractu­ ra de la vida pública se funden así con las líneas de la mano de su existencia particular.

6 A g r.

3, 2 .

[i6]

Y es a partir de estas circunstancias donde comienza un debate todavía vigente sobre el sentido último de su obra historiográfica. Ronald Martin ha resumido el asunto de la si­ guiente manera: La carrera y la obra de Tácito presentan, así, la paradoja, única en su tiempo, de que un hombre que había progresado sin obstáculos a través de todas las etapas de la carrera senato­ rial escribiera sobre el sistema político bajo el que él mismo había prosperado de un modo que subrayaba violentamente cómo ese sistema tendía a sacar lo peor del príncipe y del Se­ nado7.

La incredulidad de Napoleón intuía parte de esa paradoja. Ni siquiera el conjunto de las obras atribuidas a Cornelio Tácito está libre de incertidumbres. Tradicionalmente vienen siendo catalogadas en dos grupos, atendiendo a las dimensio­ nes y alcance de los proyectos: obras menores y mayores. En­ tre las primeras se incluye el opúsculo titulado El diálogo de los oradores, que por su tema y factura8 ha merecido incluso se­ rias dudas respecto de su atribución. Entre quienes aceptan la autoría de Tácito, la mayoría, tampoco hay acuerdo respecto a la fase de su vida en que lo escribió. Si mantenemos al res­ pecto una abstención precavida y nos limitamos al resto, po­ dríamos decir que toda su obra ve la luz a partir de los años 97 o 98, ya con un nuevo emperador en el poder, Trajano, y una nueva dinastía consolidada, los Antoninos. En conjunto, las obras menores aparecen en los últimos años del siglo i de nuestra era y las mayores, fruto de lo que podríamos denomi­ nar su vejez, en las dos primeras décadas del n. Al menos en apariencia, pues, Tácito actúa como los anti­ guos senadores republicanos, quienes dedicaban su vida acti-

7 Tacitus, Londres, 1981, pág. 38. 8 Su género y estilo son característicamente ciceronianos. Por lo demás, el tema de fondo —la decadencia de la oratoria latina después de Cicerón— no po­ día resultar ajeno a Tácito, alumno aventajado de las escuelas de retórica y, por lo visto, aclamado como uno de los grandes oradores de su tiempo. Otra ironía.

[I?]

va a la política y reservaban para el otium del retiro —cuando ya su carrera había alcanzado el culmen del consulado y en­ traba en el declive— la actividad literaria. Pero sólo en apa­ riencia. Su primera obra, el Agrícola, no da la impresión de de­ berse a una fase de su vida privada, sino más bien de la vida pública de Roma: en realidad, sólo podía haber sido publica­ da tras la caída de Domiciano. El grueso de su contenido es una biografía de su suegro, Ju­ lio Agrícola, general al servicio de Domiciano quien, como el propio Tácito, sirvió bajo el tirano sin contratiempo, haciéndo­ se con un lugar de honor entre los militares de su época por sus campañas en Britania entre los años 78 y 84. Tácito se en­ carga de sembrar insinuación tras insinuación sobre los celos de Domiciano, que habrían precipitado el retorno y retiro de Agrícola y, en último extremo, su muerte por envenenamiento. Nada de eso puede demostrarse: lo más probable es que Agrí­ cola fuese un hombre cumplidor y bienintencionado que no supo mostrar el menor orgullo ante un déspota que le utiliza­ ba y le despreciaba. Se trataba de otro superviviente que, tam­ bién probablemente, terminó suicidándose incapaz de sopor­ tar una enfermedad dolorosa. La familia decidió que no po­ día presentar al general Agrícola como lo que realmente era ante una opinión pública dispuesta a aceptar el caos y la im­ punidad como una suerte de orden protector. Y ése es preci­ samente el mensaje de la obra, a juzgar por sus primeros y sus últimos capítulos, en los que Tácito descarga sobre Domicia­ no un ataque brutal que se confunde, en su formulación, con una descarga no menos apasionada de su propia conciencia. De mala conciencia habla también Pierre Grimai9. Έλ Agríco­ la, dice, no es en ningún caso una narración desnuda, ni se trata de un simple elogio fúnebre pronunciado en un acto de piedad filial. Se trata más bien de un alegato, de una autojustificación por vía interpuesta: la apología de uno de aquellos colaboracionistas con la tiranía servía también para justificar su propia actitud política. Algunos pasajes parecen realmente

9 Cfr. Tacite. Oeuvres Completes, París, Gallimard, Bibliotèque de la Pléiade, 1990, Introduction, pág. XXII.

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una clara súplica de perdón — aunque sea bajo la cobertura de un reparto colectivo de la culpa: Nuestras propias manos llevaron a Helvidio a prisión, la visión de Máurico y Rústico nos avergonzó, Seneción nos bañó con su sangre inocente. Nerón por lo menos apartó sus ojos y ordenó los crímenes, pero no los contempló: la peor de las desgracias bajo Domiciano era observar y ser ob­ servado10.

El más fiero detractor de los césares confiesa que les obe­ deció mansamente... Otros estudiosos han empleado tam­ bién términos procesales para el asunto: Ronald Syme, quizá el más reputado experto en la obra de Tácito, repasa los dis­ tintos motivos que indujeron a Tácito a embarcarse en la em­ presa de su escritura. El listado de probables razones conclu­ ye: “y quizá otras cosas, aún más profundas”. Con calculada discreción remite a una nota a pie de página cuyo texto reza: “Tales como la defensa culpable de un senador que debía po­ sición y éxito a la Roma de los Césares: al obsequium, no a la libertas”u . Según el grado y su circunstancia, obsequium se traduce por “obediencia”, “pleitesía” o “servilismo”... Domiciano es sólo el primero de los césares en recibir las andanadas. Paulatina y meticulosamente, otros vendrán des­ pués, pero antes de proseguir con su ajuste de cuentas con los césares y muy poco después del Agrícola, quizá en el año 99, aparece su trabajo de carácter etnográfico y última de las lla­ madas obras menores: la Germania. Arrastrados por el peso general de su obra, también aquí ha buscado la filología una conexión entre la gran política, con mayúsculas, y la expe­ riencia personal de Tácito. La presión de las tribus germanas sobre la frontera norte del imperio, el Rin, convertía a estos pueblos en un asunto crucial en la política de los nuevos amos de Roma; Tácito escribía para un público ávido de una

10Agr. 45,1-2. 11 Tacitus, Oxford, 1989 (=1958), pág. 520.

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información al respecto y, probablemente, para la plana ma­ yor de Trajano, a la que ofrecía un material de indudable in­ terés geoestratégico. Para el lector de nuestro tiempo, su ma­ yor interés radica en la proyección que Tácito hace de las idea­ les virtudes de la vieja Roma sobre estas gentes de prístina y ejemplar inocencia, de quienes en ocasiones habla con genui­ na admiración: quizá sea éste el primer ejemplo occidental en que se construye la noción del “buen bárbaro”, aunque al nostálgico aristócrata y crítico moralista tal vez le importase menos subrayar lo que los germanos atesoraban que lo que Roma ya no tenía. Por otro lado, la pericia que exhibe parece en deuda con un conocimiento in situ de las costumbres y poblaciones germa­ nas. Se ha especulado con el paso de Tácito por los territorios del Rin, bien como tribuno militar en su primera juventud o bien con un cargo administrativo durante el cuatrienio del 89 al 93, durante el cual nos consta que está ausente de Roma sin que tengamos información sobre su paradero — a veces, lo que sabemos del enigma sólo nos sirve para comprobar cuán­ to ignoramos. En todo caso, esas regiones son también parte esencial de los contenidos de la primera de sus grandes obras históricas, la que conocemos como Historias, y cuya traduc­ ción estamos presentando. Las obras mayores, Historias y Anales, aparecen por este orden, quizá en forma de entregas, seguramente previa reci­ tación pública. Según San Jerónimo, ambos proyectos —cu­ yos actuales títulos son de procedencia renacentista— con­ taban treinta libros en total. Hasta nosotros han llegado amputados, pero, en cualquier caso, podemos afirmar que obedecían al intento de relatar la historia del poder en Roma desde la muerte de Augusto hasta la de Domiciano: es de­ cir, pasar revista al dominio de los cesares hasta su propio tiempo. Las Historias son las primeras en aparecer, concluidas hacia el año 108 o 109. Estaban compuestas probablemente de doce libros (o tal vez catorce), en los que se abarcaban los años 69 al 96, es decir, el proceso de guerras intestinas que se cierra con el triunfo de Vespasiano y los años de gobierno de [20 ]

la dinastía flavia. Apenas conservamos, sin embargo, los cua­ tro libros iniciales prácticamente al completo y una parte del quinto. Sobre ellos hablaremos por extenso más abajo. Se ha dicho que la carrera literaria de Tácito ofrece una ca­ racterística evolución hacia la singularidad estilística. Por eso tal vez sean los Anales su obra más conocida y reconocida, la más “tacitiana”: en ella el historiador se remontaba al funeral de Augusto, en el año 14, para relatar desde allí la historia de la dinastía precedente, los Julio-Claudios. La decisión de comenzar a la muerte de Augusto sugiere una peculiar lectura de la historia por parte de Tácito, quien consideraría origen de su materia, más que el fundador del ré­ gimen, la consolidación del sistema dinástico y la destrucción del espejismo de excepcionalidad que supuso el primer prínci­ pe, cerrando así las puertas a cualquier posibilidad de restaura­ ción republicana. En cualquier caso, el ajuste de cuentas con los príncipes de Roma continúa implacable: a pesar de todas sus declaraciones de neutralidad, la obra histórica de Tácito dista mucho de ser una narración desapasionada y libre de las incrustaciones debidas a su propio trayecto vital y a la ideolo­ gía aristocrática. También en esta obra existe una considerable laguna: se han perdido totalmente los libros comprendidos entre el VII y el X, y con ellos el relato del reinado de Caligula y buena parte del de Claudio. Además, la narración se interrumpe abruptamen­ te en el XVI. A juzgar por el volumen de información pen­ diente, quizá constase de 18 libros. La parte final de la vida de Tácito es, si cabe, más misteriosa aún que el resto de su bio­ grafía, de modo que no podemos siquiera saber si llegó a con­ cluir su obra tal como la había concebido o si perdió la vida antes de poder relatar cómo perdió Nerón la suya. En la novela E l largo aliento, yo mismo jugaba con estos ele­ mentos: su protagonista es u n personaje cuyas circunstancias remiten naturalmente a Cornelio Tácito. Es otoño del año 118 y el emperador Adriano, recién llegado al poder y a Roma, ofrece una cena a las personalidades de la capital del imperio. Entre ellos un envejecido historiador (tiene ya más de sesenta años) que habla poco y que, entre sofisticados platos que con­ U r]

sume sin ningún placer, desconfía para sus adentros de su an­ fitrión —otro dinasta—, reniega de una fama que le convier­ te en adorno de la fiesta y hace amargo recuento del precio de la supervivencia. Como para el personaje, quizá también para el verdadero Tácito justificarla ha sido su obsesión, el proble­ ma moral de su escritura, la razón por la que moriría prácti­ camente con el cálamo en la mano. Para ello no sólo le bas­ taba con fustigar implacablemente a los verdugos. Quien ex­ hibió una capacidad coriácea para soportarlos12 necesitaba arrojar también sospechas sobre sus víctimas, contaminados de una u otra forma por las lacras a las que no parecen poder escapar los humanos y a quienes acusa de la última posible de las inmoralidades: la ambición de gloria con la vida — o con la muerte. De su habilidad para insinuar sin afirmar es buen ejemplo la observación que incluye en las Historias sobre Helvidio Prisco, un miembro de la oposición estoica, cuyo estilo de vida elogia sin reparos y de cuyo final por orden de Domiciano, como citábamos más arriba, él mismo fue testi­ go mudo: “Algunos creían que perseguía la fama, dado que lo último que se pierde es el deseo de gloria —y eso incluye a los sabios”13. Para justificar un equilibrio tan precario entre la sumisión y la rebeldía, protegiendo a la vez la dignidad personal y el prurito legalista, Tácito se ve, en cierto modo, abocado a ade­ lantar un tema caro a la narrativa anglosajona y que han po­ pularizado películas como Rebelión a bordo: cuál es la actitud correcta cuando el capitán de la nave Bounty enloquece. Espi­ gando a lo largo de su obra, la respuesta de Tácito no es pre­ cisamente un grito de rebelión. También la nave del Estado debe poco a los amotinados, porque el beneficio de su acti­ tud no excede el ámbito de la fama personal y concluye en su ejecución a manos del tirano. Aquellos que salvan la nave del naufragio, en cambio, son quienes, amparándose en el sentido del deber, respetan el principio de autoridad sin caer en abier-

12

“Dimos, ciertamente, una prueba extraordinaria de resistencia”, escribe

(Agr. 2, 3). 13IV, 6.

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ta rebeldía. Su formulación más explícita la encontramos de nuevo en el Agrícola: Sepan quienes tienen por costumbre admirar lo prohibido que, incluso bajo malos príncipes puede haber grandes hom­ bres; que la obediencia y la humildad, si van acompañadas por el trabajo y la energía, superan la gloria de muchos que, por abruptos caminos, se hicieron famosos con su muerte ostentosa —pero de ningún provecho para el Estado14.

Para nosotros, en suma, Cornelio Tácito es el autor que vive y muere en sus textos. Fuera de ellos, escaso rastro de su vida sobre la tierra: cartas ajenas, una pobre estela con su nom­ bre como gobernador de Asia y quizá una lápida como sena­ dor. Nacido bajo la tiranía de un actor loco que tomó su rei­ no por un escenario dantesco, moriría escribiendo sobre él. Entre tanto, tres guerras civiles, la esperanza y de nuevo la decepción de una tiranía aún más despótica. Vio cómo a su alrededor caían ajusticiados hombres inocentes y dignos, cómo otros prefirieron el suicidio a aquel oprobio, mientras él, mudo, discreto y astuto, avanzaba en una carrera política en la sombra: “Hasta la memoria habríamos perdido junto con la voz”, escribe, “si hubiésemos tenido tanta capacidad para olvidar como tuvimos para callar”15. Esperó a un nuevo renacimiento — que no era sino la definitiva muerte de sus ideas— para verter su bilis contra el pasado. Escribió y escri­ bió. Su bilis le dio fama y prestigio: viejo conforme a sus de­ seos y contra su conciencia, aquellos a quienes despreciaba le colmaron de honores.

14 En su vehemente La verdad sobre Tácito, Isidoro Muñoz Valle zanjaba así el caso (pág. 15): “Probablemente su mala conciencia es la que mueve a Táci­ to a restar mérito al proceder de aquellos que bajo Domiciano militaron deci­ didamente en la oposición aun con peligro de su vida: interpreta maliciosa­ mente su actitud como vana ostentación y deseo de renombre. Resulta —cla­ ro está— mucho más seguro servir al “déspota” en vida y vituperarle después de su muerte.”

15Agr. 2, 3.

NI

L a s “H

is t o r ia s ” c o m o n a r r a c ió n

Una narración, cualquier narración, consiste fundamental­ mente en acciones y personajes. Vayamos con las acciones. E l largo año 69 En el estado en que las conservamos, el grueso de las His­ torias abarca el relato de un largo año, el 821 de la fundación de Roma o 69 de nuestra era, el año de los cuatro emperado­ res: Galba —entronizado hacía escasamente seis meses— , Otón, Vitelio y, finalmente, Vespasiano, se relevan por las bra­ vas en el puesto. En cierto modo, los cuatro libros parecen ajustarse estación a estación al transcurso de ese año, y tan sólo la parte final del cuarto y los veintiséis capítulos que con­ servamos del quinto pertenecen ya al 70. Con su desarrollo abortado, las peripecias de la transmisión del texto han pro­ porcionado a la obra una cierta redondez que, naturalmente, no entraba en los planes de Tácito. Refuerza esa sensación el hecho de que la narración arranca el primero de enero y, por eso, la elección del momento podría pasar desapercibida. Sin embargo, el mero hecho de comenzar en esa fecha y con la mención de los dos cónsules plantea ya algunos retos inter­ pretativos: ¿por qué comenzar en las calendas de enero y no más atrás, teniendo en cuenta que los acontecimientos que desencadenan el proceso de lucha por el poder en Roma se precipitan en junio del 68? En un autor cuyos textos resultan tan proclives a las especulaciones no ha faltado quien obser­ vara16 que el único acontecimiento de relevancia que sucede en esa fecha es la insurrección de las legiones de Germania Su­ perior contra Galba, de la que Vitelio acabaría beneficiándose y, de ese modo, convirtiéndose en el adversario al que los flavianos tendrían que desbancar. Pero, en un escritor tan poco

16 Véase M. Bassols de Climent, Tácit. Histáries, Fundació Bemat Metge, vol. I, Introducció, pág. XIX.

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amigo de las precisiones de cifras y fechas, mucho menos de las coincidencias, no parece un camino muy fiable especular con una trama que anticipa sus misterios. Parece más lógico pensar en una declaración programática. Al iniciar su relato con la mención de los cónsules y su toma de posesión, Tácito, en primer lugar, se incorpora a una larga tradición: la de los historiadores republicanos que acos­ tumbraban a narrar la historia de Roma año a año, la analísti­ ca. De ese modo pone de relieve las incongruencias entre el ideal republicano de Roma —nunca abolido oficialmente— y la dura realidad dinástica e imperial: el gobierno de los em­ peradores no se ajustaba a los patrones de la legitimidad del poder republicano, que, por medio de la mención de los cón­ sules, había servido durante siglos como sistema de datación. Tras adoptar el planteamiento analístico, Tácito introduce una segunda denuncia: la analística había construido cuida­ dosamente durante la República un auténtico personaje co­ lectivo, Roma — o, si se prefiere, el pueblo romano— cuya importancia superior a la de cualquier individuo estaba en la raíz de la ideología senatorial y cuya “biografía” y carácter, plasmados en acciones particulares de personajes individua­ les, se consignaba cómodamente en el marco anual. Ahora, en cambio, los personajes individuales —los príncipes— han suplantado a Roma como materia narrativa. No solamente el poder: también la historia colectiva se ha vuelto historia per­ sonal y su escritura exige una nueva manera y un nuevo ta­ lento expositivo17. La conciencia de un pasado roto y un pre­ sente mistificador establece, pues, la lectura política y estética de la historia que Tácito se dispone a satisfacer. La tensión entre el ideal de la tradición y las nuevas reali­ dades se mantendrá a lo largo de toda la obra y, entre otros efectos, obligará al autor a avanzar en su relato con un siste­ ma de compromiso entre la tradicional narración cronológica y una cierta concepción episódica que, cuando entran en con­

17 Cfr. C. Codoñer, Evoháón del concepto de historiografia en Roma, Universitat Autónoma de Barcelona, Bellaterra. 1986, pág. 123.

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flicto, Tácito siempre se siente obligado a justificar. También los excursos y digresiones — geográficos, culturales, políti­ cos— rompen la secuencia de acontecimientos, y también ve­ mos al autor disculpándose por introducirlos sin que por eso renuncie a hacerlo a voluntad. Esta complejidad narrativa no sólo está condicionada por el magnetismo de los personajes individuales, la continuidad de los “teatros de operaciones” o las injerencias del autor. Existe también —y perdóneseme la expresión— una profun­ da “deslocalización” en la producción de noticias de interés: sin dejar de ser el centro neurálgico, ya no es sólo Roma, ni si­ quiera Italia, el foco único de las novedades; todo un mundo participa. Ese torrencial sumario moral que sigue al Prefacio — con su enumeración más que caótica, cataclísmica18— tra­ ta de abarcarlo a gruesos brochazos: en las páginas de las His­ torias nos movemos con naturalidad pero sin respiro desde las tierras pantanosas de Holanda hasta los desiertos de Libia, des­ de las fértiles riberas del Ródano a los palmerales de Judea. Entre los territorios que lo circundan, el mar interior actúa con voluntad propia, a veces como una cinta trasportadora y, a veces, como un tapón en la fluidez de las comunicaciones. La cartografía, siempre verbal, no siempre es igual de precisa: Tácito se mueve sin demasiadas indicaciones por Occidente; no así por la geografía de Oriente y del sur africano, donde se siente exigido a detallar. ¿Concesiones al lector de su tiempo y a los conocimientos que le supone, o revelaciones sobre su propia falta de familiaridad? Sea como fuere, el material que se maneja dibuja un cua­ dro tenebroso y trágico, plagado de historia militar, cuya epi­ gramática conclusión no deja lugar a las dudas: "no es misión de los dioses nuestra salvación, sino nuestro castigo”. El lector tendrá oportunidad de comprobarlo al recorrer los hitos cla­ ve de la narración: la batalla de Bedriaco, el saqueo de Cre­ mona, el incendio del Capitolio y la posterior captura de Roma a hierro y fuego. Y al horror y sadismo de las guerras ci-

18 Cuya composición no ha dejado de imitarse: compárese, por ejemplo, con la Introducción de Marvin Harris a La cultura norteamericana contemporánea.

viles, se une el misterio de las batallas en lugares exóticos y desconocidos. Lo físico y lo anímico se dan la mano: lo que las frías ciénagas germanas representan para una mentalidad mediterránea lo representa también el mundo religioso judío para un pagano que se siente en posesión de la verdad civiliza­ da. Y en el territorio familiar, en el ombligo de ese mundo, en Roma, el miedo y la inseguridad se enseñorean y, con ellos, todas las miserias que suelen acompañarles. E l alma de lospersonajes En ese complejo mapa y con esos lúgubres colores se mue­ ven los personajes individuales. El lector contemporáneo se enfrenta a un autor que, obligado por su materia y su con­ cepción personalista de la nueva historia, debe poner a punto un particular análisis psicológico. Pero, teniendo en cuenta que no podemos esperar una psicología precisamente freudiana, resulta un verdadero problema saber de qué se trata. Respecto a la adecuación entre sus juicios psicológicos y la realidad que pretende diagnosticar se ha escrito abundante­ mente, hasta convertirlo en un tópico de los estudios tacitianos, pero de forma bien poco coïncidente19: tan pronto se dice que por propio impulso y de su tiempo se ha acercado decididamente a dicha realidad20, como que una de las debili­ dades de su actitud psicológica es, precisamente, la lejanía de lo real21. Realismo aparte, mientras que para unos lo psico­ lógico es en Tácito el criterio fundamental, incluso el úni­ co objetivo22, otros pueden opinar tranquilamente que el análisis psicológico no es en su caso una preocupación do-

19 Para un estudio detallado e información bibliográfica, véase Ch. Neumeister, “Die psychologische Geschichtsschreibung des Tacitus”, en V. Poschl (ed.), Tacitus, Wege der Forschung XCVII, Darmstadt, 1986, págs. 194-218. 20 Cfr. U. Zuccareili, “Le esitazioni di Tacito, sono dubbi di storico o incertezze di psicologo?”, GIF, XVIII, págs. 261-274. 21 “Realitátsferne” es el término empleado por W. R. Heinz, Die Furcht ais politisches Phânotnen hei Tacitus, Amsterdam, 1975. 22 Cfr. W. Ries, Geriicbt, Gerede, offentiliche Meiming, Heidelberg, 1969, pág. 94.

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minante23. Alineados con Racine — quien en 1676 le descri­ bía como “le plus grand peintre de l’antiquité”—, unos con­ sideran que Tácito es un maravilloso conocedor de los hom­ bres; otros, en cambio, un psicólogo más o menos mediocre. ¿Cómo explicar juicios tan encontrados? Tal vez para con­ testar a esa pregunta haya que preguntarse antes sobre la clase de psicología que estamos buscando. A expensas de la dispa­ ridad de los expertos, el lector sin prejuiciar está cordialmen­ te invitado a llegar a sus propias conclusiones: ahí tiene, por ejemplo, a los príncipes. Tomemos a Galba. Se trata de un hombre que no se correspondía con los tiempos: la mención inicial a su segundo consulado invita al lector a preguntarse cuándo fue el primero. La respuesta es el año 33, aún bajo Ti­ berio. Es, pues, un hombre demasiado viejo para su tarea, su­ perado por las circunstancias y, por eso mismo, condenado a cometer error tras error. Hay un pasaje privilegiado donde comprender la clase de trabajo que Tácito se plantea al respec­ to: su retrato24. La posición del retrato, siempre al final de la vida, como un epitafio, debía condensar un juicio definitivo sobre el difun­ to. Se trata, desde luego, de un juicio ético y —por razones que expondremos más adelante— también una especie de “juicio final”. Para ello, los autores construían conforme a cier­ tas prescripciones retóricas (debía incluirse su origen familiar y otros datos de su fortuna física y social). Además poseían un correlato plástico de enorme importancia cultural: la imago, el busto de los antepasados, una pieza clave en la devoción do­ méstica de los romanos. El retrato debía ser, si se quiere, un busto interior del personaje, un vaciado de su alma, de su “ver­ dadero carácter”, con entidad suficiente para permanecer en la memoria y proponer una visión estática de lo que el movi­ miento de la vida hubiera podido encubrir o disimular. La forma de la muerte poseía un interés clave para los ro­ manos: la relación entre el personaje y su muerte se transfor­

23 Cfr. H. Bardon, “Sur Tacite psychologue”, Anales de Fitología Clásica, 6, 1953-1954, pág. 23. 24 Cfr. I, 49.

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maba en correlato objetivo de su vida. Era una instantánea ela­ borada en la agonía, y eso transformaba el asunto en una cru­ da alternativa entre lo sublime y lo grotesco. Las últimas pala­ bras poseían el valor de un documento: en ese momento se veía al agonizante dotado de una libertad sin condiciones y, perdidos cualquier miedo y cualquier ambición, su mensaje sólo podía ser sincero y esclarecedor. Si estas palabras no po­ dían reportarse, el historiador debía buscar en el escenario los datos precisos para ilustrar literariamente esa instantánea. Este es el caso de Galba: su final, patético, degradado y escindido produce una imagen dantesca de los desajustes del personaje. El sentido del juicio (Galba era un héroe de medias tintas, un personaje desenfocado, anacrónico, con el pie cambiado respecto a su propio tiempo) se encuentra asombrosamente reproducido a escala formal. Todo un arsenal de recursos re­ tóricos se pone a su disposición: litotes, gradaciones, compa­ raciones, contraposiciones — siempre territorios intermedios, nunca afirmaciones sin contraste, hasta llegar a esa m onu­ mental paradoja final: “un emperador idóneo si no hubiese llegado a serlo” (capax imperii nisi imperasset). De los cuatro emperadores, tal vez el más interesante sea Otón. También comparte la ambivalencia de Galba, pero en otro sentido: traidor y envilecido durante su vida, se ganó un respeto con su muerte. Esta duplicidad —interpretada en tér­ minos de la oposición cuerpo/alma25— persiste en el juicio de Tácito, y su gusto por ahondar en ella convierte a O tón en una especie de “malvado interesante”, desde luego mucho más rico que Galba, hasta el punto de hacernos sospechar si el peor no es también el preferido: es el más elocuente, el más profundo, el mejor dibujado. También otra forma de vida anímica conflictiva se observa en Vespasiano, esta vez en la forma de una oscilación espiri­ tual, un debate permanente entre actitudes alternativas, conse­ jeros enfrentados o posibilidades encontradas26. El resultado es una sólida sensación de que el personaje era un indeciso

25 Hombre, pues, de carácter, aunque propenso a la molicie: cfr. 1,22 y II, 11. 16 Véase, por ejemplo, II, 74, II, 80 o IV, 81.

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cuya voluntad está gobernada por circunstancias externas que, producto del azar, parecen designios divinos. Frente a ellos, Vitelio es m ondo y lirondo, despreciado sin paliativos: es un niño de papá, pasto de los siete pecados capi­ tales en serie. En algún grado o a manos llenas, los protago­ nistas, los dueños del poder, siempre tienen alguna mácula. El ojo que les mira tiene mala fe: siempre les mira de cintura para abajo, un tipo de escrutinio al que tampoco escapan personajes secundarios. Cuando27 denuncia las razones de Cécina y Baso para abandonar a Vitelio y pasarse a Vespasiano, Tácito desen­ mascara lo que llamaríamos la lectura de “cintura para arriba”, edulcorada, de la que eran autores los historiadores que se­ cundaban la propaganda flaviana. Según ellos, todo había sido cosa de patriotismo y anhelo de paz. Él les corrige enérgica­ mente, y asegura que lo que les convirtió en tránsfugas fue el resentimiento contra Vitelio porque se sentían ninguneados. Como los personajes de la novela de William Faulkner Mien­ tras agonizo, detrás de las aparentes buenas —e incluso heroi­ cas— intenciones sólo hay motivaciones egoístas cuyo ocasio­ nal carácter épico sólo sirve para agrandar su monstruosidad. Visto así, Napoleón tenía razón: Tácito no deja títere con cabeza. No, al menos en el m undo de los varones y podero­ sos de su tiempo. Si hay que buscar en las Historias algún hé­ roe modélico —ya nos lo advierte el autor en su sumario mo­ ral— hay que irse lejos de los papeles protagonistas e incluso de los secundarios: es en los personajes anónimos (una madre ligur que esconde a su hijo y no lo delata al precio de su vida, dos soldados rasos que pierden la suya para destruir una cata­ pulta enemiga) donde hay que encontrarlos —una amarga ironía de la que sin duda alguna era consciente un autor eli­ tista, machista y clasista sin ningún complejo. ¿Qué hay que entender, pues, por psicología cuando se ha­ bla de tal en Tácito? Independientemente de la valoración que merezca, nadie podrá negar su inclinación a describir las motivaciones “internas” en las actitudes de los personajes que intervienen en su obra histórica, a identificar las emociones 27II, 101.

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como motor de los comportamientos y a imbricar todo este precipitado psicológico en la acción narrativa. ¿No podría tra­ tarse de simple y poderosa dramaturgia?28. Tal vez, y sin que Napoleón llegase a percibirlo, más de tragedia que de historia. Incluso si así fuera, no terminan ahí los peros: se ha dicho que sus figuras históricas adolecen de una notable mutilación de la personalidad individual, que más que individuos, lo que Tácito maneja son arquetipos. W. H. Alexander29 habla de “ca­ racteres estáticos” y, dicho está, su “psicología” dista mucho de aceptar personalidades complejas a la manera freudiana: Táci­ to parece compartir con otros pensadores de la Antigüedad la noción de que la personalidad de los individuos es una y sólo una. Si, a lo largo de su vida, pueden observarse discrepancias, éstas sólo se deben a disimulo o represión del auténtico y ver­ dadero carácter, inalterable de la cuna a la sepultura. De este modo, no hay cambio posible de la personalidad, sino, a lo sumo, un paulatino desenmascaramiento30. Admitiendo, pues, que no encontraremos en él referencias al subconsciente, su terreno favorito se situaría en lo que podría­ mos llamar el “consciente oculto” de los personajes31. La auda28 Así, St. G. Daitz, “Tacitus’ technique o f character portrayal”, American Journal o f Philology, LXXXI, pág. 52: Έ1 efecto de conjunto (...) es innegable­ mente el de un tour deforce literario que los modernos historiadores se apresu­ rarían a evitar y un novelista estaría seguramente ansioso por conseguir.” (La traducción es mía). 29 Véase “The “psychology” o f Tacitus”, CJ, 47, págs. 326-328. 30 Tácito no es precisamente un optimista. Parte de un principio antropo­ lógico que podríamos calificar de antiroussoniano y que, como se ha hecho notar, rescataría siglos más tarde el mismísimo Maquiavelo: el ser humano no es ingenuamente bueno y susceptible de verse corrompido por la socie­ dad, sino, más bien al contrario, el individuo es intrínsecamente malvado y sólo el freno social puede hacerle actuar con bondad. Finalmente, el desen­ mascaramiento de la maldad se produce a lo largo de un proceso que acentúa sus perfiles conforme pasa el tiempo y van desapareciendo las “riendas” socia­ les que sujetan la personalidad. Libre de ellas, ésta terminará desbocándose. Ejemplos proverbiales de este planteamiento son un Nerón o un Tiberio en los Anales. 31J. Cousin (“Rhétorique et psychologie chez Tacite”, REL, 1951, págs. 228-247) utiliza la expresión "arrière-plan de la conscience”. Véase a ese respecto el capítu­ lo 1,22, un ejercicio —tan tendencioso como fino— de reconstrucción del pen­ samiento oculto de Otón, o el debate interior de Vespasiano en II, 74 y 75.

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cia que exhibe en la recomposición de su pensamiento recuer­ da ciertas licencias literarias, propias de un autor omnisciente. Para ello le asiste la enorme flexibilidad del estilo indirecto en latín, al que resulta a veces pesado y difícil dar réplica en caste­ llano. Pero, ni rastro del análisis de la idiosincrasia del perso­ naje que Bajtin consideraba el alma del estilo indirecto: la voz del personaje se somete siempre a la del propio narrador, que todo lo impregna. Lo mismo podría decirse de los numerosos discursos que, sin duda reconstruidos, pone en boca de sus per­ sonajes: todos están tocados de la brillantez oratoria que cabría presumir en el propio Tácito. Como responsable último, en fin, a él mismo le condicionan a su vez las concepciones generales de su época y ciertos “ismos” (moralismo, retoricismo, pesimis­ mo), propios o compartidos con otros —y que también pue­ den rastrearse a la hora de juzgar cualquier otro aspecto de su fiabilidad como historiador o de su personalidad como escritor.

El

e s t il o c o m o m a n i p u l a c i ó n

La naturaleza moral de la historia Porque lo que Napoleón detecta (mala fe contra los pode­ rosos, el oscurantismo), ¿de dónde sale? No es imposible que sea lo mismo que Lichtenberg admira... En ese caso, los con­ dicionantes de su fiabilidad como historiador pudieran ser también las razones de la grandeza de su escritura. ¿Cuáles son esos condicionantes? En primer lugar la naturaleza misma y el concepto de la historiografía entre los antiguos. En vano pediríamos a un his­ toriador de la Antigüedad, en términos generales, el objetivis­ mo documental y positivista que hoy asociamos al trabajo del historiador. Ellos entenderían perfectamente que “verdad” es lo contrario de “mentira”, pero, si utilizamos una terminolo­ gía contemporánea, podríamos decir que, para ellos, la “ver­ dad” histórica no entraba en contradicción con la ficción. Lo que, técnicamente, se oponía a la verdad es el partidismo. Por encima de lo literario, la historiografía ocupa en la An­ tigüedad pagana un espacio singular que no dudaría en califi­

car de mítico: entre gentes descreídas de un Más Allá tangi­ ble, el relato histórico venía a satisfacer las muy humanas an­ sias de inmortalidad. Dicha inmortalidad no se concebía se­ riamente como una vivencia real posterior a la muerte, sino como pervivencia en la memoria de la posteridad: ése era el cielo pagano al que llamaban "gloria”. En un pasaje32, Tácito se sirve de Otón —que a menudo desborda su personaje para convertirse en un motor de reflexión— para formular esta idea en términos muy precisos: “La naturaleza hizo una muerte igual para todos: sólo la distingue el olvido o la gloria de la posteridad”. En ese marco de ideas, el historiador ocupa un lugar muy especial. Su papel vendría a ser el de un San Pedro pagano: en su tarea de redactor de la historia, él es quien decide quién pasa y quién no a la posteridad. Además decide en calidad de qué se pasa: como modelo de virtudes o como dechado de vi­ cios —también la condena al infierno duraba para siempre. Para los vivos, pues, la historia es una lección permanente de moral. Con respecto a los muertos, no es tanto “verdad” como “justicia”. Ése es el origen de las fórmulas rituales de profesión de neutralidad que los historiadores hacían en los prefacios: en Historias, Tácito declara solemnemente que “de ninguno ha­ blará con afecto o rencor”. Y de ahí también las acusaciones que ocasionalmente hace a sus colegas cuando entiende que determinados emperadores son objeto de su aversión o de su favoritismo. Naturalmente, la declaración de principios no era garantía de su cumplimiento, ni detectar la paja en ojo aje­ no eximía al propio de la viga. Para informarse a la hora de reconstruir lo que constituía su materia narrativa, Tácito disponía de un amplio abanico de fuentes. Pero los antiguos no eran demasiado cuidadosos a la hora de citar. A lo largo de sus páginas apenas encontramos mencionados a dos de ellos (Vipstano Mésala y Plinio el Viejo). Por otro lado, los hechos a los que se refiere estaban lo suficien­ temente cercanos como para que dispusiese de testimonios 321, 21 .

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personales33 y, en tanto que senador, tenía a su disposición las actas del Senado y otros archivos y documentos. Sin embar­ go, poco o nada podemos concluir sobre su fidelidad a las fuentes, habida cuenta de que se han perdido en su práctica totalidad. En cualquier caso, no todas las fuentes eran limpias. Por ejemplo, es sabido que los acontecimientos del año 69 habían generado una abundante literatura, en gran parte de tipo pro­ pagandístico. El partido flaviano se había distinguido especial­ mente durante y después de la campaña con el objetivo de di­ fundir la idea de que Vespasiano se había visto obligado, in­ cluso contra su voluntad, a asumir el poder a instancias de sus tropas y su sentido del deber para salvar al Estado del caos en que estaba sumido. El pasaje antes citado respecto a Cécina y Baso demuestra que Tácito es consciente de esa actividad panfletaria y, en la introducción a su excelente traducción inglesa, Kenneth Wellesley34 subraya el propósito de Tácito de denun­ ciar implícita o explícitamente las mentiras más groseras de los historiadores partidistas. Ni que decir tiene que la figura de Vitelio no debía salir muy bien parada. Y sin embargo, esa ten­ dencia antiviteliana es particularmente perceptible en su propia obra: en su comentario histórico, G. E. F. Chilver lo advierte con frecuencia e incluso se atreve a rescribir un pasaje para que el lector, a la vista de la alternativa, pueda juzgar sobre la tendenciosidad de Tácito. Ese pasaje se encuentra al final del capí­ tulo 94 del libro segundo y, si el lector tiene a bien consultarlo, podrá cotejarlo con la reesciitura de Chilver, que traduzco35: La escasez de fondos obligó luego a Vitelio a posponer el esencial donativo a las tropas. Sólo mediante un gravamen especial a los libertos que se habían enriquecido en pasados 33 Conservamos una carta de Plinio el Joven (VI, 16) dirigida a Tácito para informarle, como él le había pedido, de los datos que poseía referentes a la muerte de su tío, Plinio el Viejo, ocurrida durante la erupción del Vesubio en el año 79 y de la que él mismo había sido testigo. La fecha de la carta podría situarse entre el año 106 o el 107, lo que significa que Tácito estaba por esas fechas reuniendo material para esa parte de las Historias. 34 Tacitus. The Histories, Penguin Books, 1984, pág. 13. 35 Pág. 256.

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gobiernos file capaz de mantener los espectáculos circenses de la temporada: aquel verano la edificación debió limitarse a la provisión de algunos establos en los laterales del circo.

Chilver se pregunta: ¿qué ha añadido o modificado Táci­ to? Haciéndose eco de otros casos, como éste, de manifiesta parcialidad, Wellesley concluye36: Tácito se da cuenta de que mucha historia contemporá­ nea es propagandista, pero no siempre consigue zafarse de su influencia. Parte del barro se queda pegado.

Los códigos literarios Desde el siglo anterior al menos y, desde luego, en época de Tácito, la historiografía latina, como cualquier otra rama de la cultura literaria, estaba sometida a la retórica. Cicerón había escrito reiteradamente que la historiografía era un género em­ parentado con la oratoria y que las reglas de su elaboración no se distinguían en lo fundamental del discurso de un abogado. Y el discurso de los abogados tampoco aspiraba a la objetivi­ dad impoluta: el orador que se llevaba el gato al agua en un pleito no era aquél que se ceñía a la verdad, sino aquel otro que lograba que su versión de lo acontecido fuese aceptada como la más verosímil. Conseguir “eso” —verosimilitud, plausibilidad, probabilidad— era el fundamento mismo de la educación retórica. Si el objetivo del abogado era persuadir a un jurado, el del historiador, seducir a su lector, obligarle a aceptar un determinado punto de vista y, en su propósito, ninguno de los dos tenía por qué contar las cosas tal y como fueron, sino más bien como pudieron ser. En un incendio, el fuego arde como en cualquier otro, pero a la hora de relatarlo hay que dotarlo de plasticidad, de vida: hay, efectivamente, que hacerlo arder. Ésa es la tarea del “arte” —y la escritura de la historia es, en la Antigüedad, una de las bellas artes.

36 K. Wellesley, op. cit, pág. 15.

t35l

Al subrayarse su obediencia retórica, la historiografía entra­ ba en un sistema de verosimilitudes más próximo a nuestra moderna lectura de la novela histórica — de la ficción, a fin de cuentas— que de la historia propiamente dicha. Si esto es cierto para cualquier texto histórico, no digamos ya si sospe­ chamos, como en el caso de Tácito, su función vindicativa. Tampoco, pues, ese elemento retórico favorecía el verismo es­ crupuloso del historiador. Debía, sí, manifestar respeto por un código de honor que le obligaba a actuar como un juez in­ sobornable e imparcial. Sin embargo, una vez satisfecho el compromiso, el fruto de su trabajo no dejaba de ser un arte­ facto literario regido por los códigos de su tiempo. En el momento en que Tácito escribe, esos códigos estaban en deuda, por un lado, con las tradiciones del género historiográfico y, por otro, con la cultura literaria general de su época. Por su parte, el género no se atenía a criterios únicos. En pa­ ralelo a la tradicional analística, cuyo planteamiento era en lo fundamental encomiástico de la idea de Roma, en el siglo i a.C. se había desarrollado una tendencia histórica más interesada en un tipo de proyectos que dejaban de rastrear desde sus oríge­ nes el destino triunfal de Roma y se ceñían, en formato m o­ nográfico, a su propia época. Su principal propulsor, Salustio, había consagrado una teoría según la cual el año 146 a.C. repre­ sentaba un hito ambivalente: desde el momento en que, derro­ tada por fin Cartago, Roma dominaba el mundo sin rivales, la degeneración moral se había apoderado a su vez de ella. Sin desprenderse, pues, de una cierta lectura mítica de la historia de Roma, adoptaba respecto a ella una visión decadentista. El pe­ simismo era su sello característico. Y no resulta difícil encontrar en las Historias pasajes que demuestren el pesimismo de Tácito y su adscripción a esta corriente crítica que idealizaba el pa­ sado y renegaba del presente como decadencia. De Salustio a Tácito, la historia de Roma puede leerse como un proceso degenerativo asociado al avance del monopolio del poder: si para Salustio la raíz del mal coincidía con el comienzo de la hegemonía incontestada de Roma, para Tácito está vinculada a la apropiación del poder romano por parte de un hombre [36]

en solitario37. Para la conciencia crítica, no hay época peor que la propia. Pero, paradójicamente, el correr de los tiempos cuenta, y los mismos que para Salustio eran ya decadentes, son todavía para Tácito reserva de virtudes morales en las que consolarse y de las que, si fuera posible, tomar lección38. El militante pesimismo tacitiano le hace afín a otros auto­ res de lo que podríamos denominar la “literatura de la indig­ nación” —pienso ahora en un Baltasar Gracián, e incluso en un Thomas Bernhard—, fiistigadores sin piedad de su propia época o misántropos en general, bien por nostalgia de otros tiempos o bien desesperados de esperar que la especie huma­ na renuncie a sus miserias. En cuanto a Tácito, nadie se libra de sus ataques: desde luego no los emperadores, pero tampo­ co el Senado — cobarde y venal—, ni los libertos, ambiciosos e intrigantes. Si su psicología es rencorosa, también lo es su sociología. Ése no es un dato novedoso tratándose de un pen­ sador de la Antigüedad, quienes confunden frecuentemente la excelencia social y económica con la moral. Pero en Tácito es especialmente reseñable: no pierde ocasión para verter so­ bre ese personaje colectivo que hoy denominaríamos “las ma­ sas”, tanto civiles como militares, el mayor de los desprecios. Él escribe desde el elitismo y el individualismo; desde ellos, y con ayuda de la ironía o el puro sarcasmo, contempla al vul­ go, convertido en una hidra de múltiples cabezas que le sirve para denunciar si no los pecados de la especie humana, sí sus “defectos de fabricación”. Defectos aparentemente sin reme­ dio: Tácito exhibe un poderoso escepticismo sobre la capaci­ dad humana para aprender de la experiencia o de la historia. Adocenadas y sin criterio, el rasgo distintivo de las masas es la volubilidad: aduladora por naturaleza, la plebe de Roma tan pronto aclama a uno como a otro emperador y, con la misma facilidad que un niño pasa de la risa al llanto, pasa la solda­ desca de la cólera a la compasión, y viceversa. También como los niños, funcionan por contagio: en cuanto surge la opor­ tunidad, insiste Tácito en la necesidad de separar a los ejérci­ tos y evitar las concentraciones para garantizar su control. 37 Cfr. II, 38. 38 Cfr. III, 51 o III, 72.

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Pese a no conocer el psicoanálisis, su estudio del deseo de­ bería estudiarse con más atención. Así, si el mal cívico por excelencia es el deseo del poder, el mal humano es el que po­ dríamos denominar “deseo de mentira”: sea lo que sea, cuan­ to más absurdo, más creíble y cuanto más real, más inacep­ table. Se diría que el propio Tácito ha terminado por creer firmemente en el dominio todopoderoso de lo irracional39. Los judíos, objeto de su más absoluta incomprensión, se lle­ van la palma a la hora de sus juicios negativos (y racistas para el más comprensivo): cuando las señales del cielo se desatan sobre Jerusalén, ellos creen que ha llegado la hora anunciada de su poder. Tácito apostilla40: A quienes estas premoniciones habían augurado era a Ves­ pasiano y Tito, pero al vulgo — que interpretaba en su pro­ vecho, como suele el humano deseo, un destino de tal mag­ nitud— ni siquiera el infortunio le enderezaba a la verdad.

E l estilo contra la claridad La historiografía crítica no sólo compartía un punto de vis­ ta moral; adoptaba también un estilo propio. Se ha dicho que, en Roma, estilo y actitud iban de la mano41, que los his­ toriadores denotaban a través de su escritura la posición polí­ tica que asumían respecto a su materia. Da la impresión de que Tácito estaba condenado a escribir como escribía, porque, circunstancialmente, el “estilo pesimista” salustiano con el que se identificaba compartía carácter con el modelo literario de su época, la llamada Edad de Plata, y personificado por Sé­ neca: ambos eran anticiceronianos de raíz. De ese modo,

39 A este propósito son dignas de leer las páginas que Golo M ann escribe bajo el epígrafe “El mundo del absurdo”, en su “Versuch über Tacitus” (Zeiten undFiguren, Fischer T. V., 1979, págs. 359-392). Se reproducen también en el Tacitus editado por Viktor Poeschl. 40 V, 13. 41 A este respecto, cfr. A. J. W oodman, Rhetoric in ClassicalHistoriograpJjy, Londres-Sydney, 1988, Prólogo, pág. X.

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frente al ideal de la prosa de Cicerón —largos y pulidos perio­ dos, simetrías, concordancia y armonía por encima de todo— lo que encontramos en Tácito es una complacencia extrema en el epigrama y la irregularidad. Tal vez sea eso lo que delei­ taba a Lichtenberg y exasperaba a Napoleón: los amantes del aforismo podrán admirar a un autor que no pierde ocasión de construir una frase tan oscura como punzante, de la que si no la verdad, desde luego la claridad es la primera víctima. En cierto modo Tácito padece de un horror obvielalh: ¿por qué decir algo de una manera simple y llana, parece preguntarse, si la retórica nos proporciona recursos sobrados para enalte­ cerla —y enrevesada? En búsqueda del registro más elevado, la prosa se llena de hendíadis, aliteraciones, quiasmos, zeug­ mas y cien figuras más; en aras de la variación, la narración transita por todas las formas y tiempos verbales posibles en combinaciones que a veces suponen retorcer la propia lengua del traductor: todo con tal de que nada sea trivial. No parece, sin embargo, que los ascendientes de Salustio y Séneca lo expliquen todo. Cuesta creer que una “voluntad de estilo” surgida de actitud consciente pueda dar cuenta de la manera metódicamente obsesiva en la que Tácito experimen­ ta con el vocabulario, excluyendo con escrúpulo las palabras corrientes, recuperando arcaísmos y poetismos insólitos y lue­ go abandonándolos, acuñando giros y expresiones que sólo se encuentran en su obra, rehuyendo con alergia no ya los da­ tos precisos en términos de fechas y cifras, sino cualquier tec­ nicismo de los muchos ámbitos en que se mueve su narra­ ción, invirtiendo incluso con extraño capricho el orden del nombre de sus personajes. La escritura arbitraria, obsesiva y permanentemente insatisfecha de Tácito ha terminado por convertirle a él mismo en paciente del psicólogo: a falta de otros datos sobre su personalidad, se han desmenuzado sus textos en busca de las sombras de su inconsciente, se ha ha­ blado de nostalgia de agresividad, de constante ambivalencia, de tendencias neuróticas, de personalidad atormentada, de homosexualidad reprimida...42. ¿Qué decir?

42 Cfr. J. Lucas, Les obsessions de Tacite, Leiden, 1974.

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ESTA EDICIÓN

No quisiera causar la impresión de que este traductor alega las dificultades que posee el latín de Tácito para rogar com­ prensión. Más bien todo lo contrario: una escritura como la suya impone al traductor que quiere estar a su altura una gran responsabilidad, pero, al mismo tiempo, le concede una in­ mensa libertad. El latín de Tácito es tan singular, que deja abiertas muchas de las posibilidades que habitualmente se niegan a un traductor — con excepción, claro está, de la bana­ lidad. La huida de los tecnicismos arropa muchas veces los posibles errores de precisión. No hay palabra lo suficiente­ mente rara, elevada o insólita que no pueda encontrar un lu­ gar. Ni siquiera los anacronismos me parecen un anatema: después de asegurarse de que se ha entendido bien, sólo hay que preocuparse de que el registro castellano sea el más alto posible y procurar no caerse desde allí... El lector en castellano tiene ya otras traducciones a su dis­ posición, españolas y americanas, y siempre es más sencillo el camino cuando otros ya han abierto brecha: además de la pionera de Carlos Coloma, de 1629, no quiero dejar de men­ cionar aquí la traducción de José Luis Moralejo, cuya profun­ da comprensión del latín me ha simplificado a menudo la ta­ rea. En catalán tenemos la fortuna de contar también con la edición bilingüe de Mariá Bassols de Climent (en colabora­ ción con Miquel Dolç) para la Fundación Bernât Metge: a la [4 1 ]

calidad de su traducción se añade la abundante información que se proporciona a pie de página. Al igual que en esta introducción, debo admitir que a la hora de la traducción he pensado con preferencia en un lec­ tor de literatura que en un filólogo o un historiador: también las notas que acompañan al texto tienen como objetivo prio­ ritario permitir un avance sin contratiempos por el texto antes que proporcionar información o erudición adicional. Sobre las Historias existen completísimos comentarios y estudios, de los que incluyo una selección bibliográfica a la que el lec­ tor interesado puede dirigirse en su busca. La única fuente manuscrita de las Historias es el Mediceus II, conservado en la Biblioteca Laurentiana de Florencia. El códi­ ce no ostenta ningún título especial. Comienza con el libro XI de los Anales — el Mediceus I contiene los anteriores— y aca­ ba con el XVI en el folio 103v. En el 104v, como si fuese el li­ bro siguiente, numerado el XVII, comienzan las Historias: ambas obras se habían copiado y transmitido como si fuesen una sola, respetando la secuencia cronológica de los hechos que trataban. En 1569, el jurisconsulto lionés Vertianus (o Vertranius) Maurus separó las dos obras y Justo Lipsio lo secundó. Podría decirse que, a partir de ahí, se inició un trabajo de partición progresiva: Gruter fue el primero que, en su edición de 1607, introdujo la división, aceptada luego universalmente, de los libros en capítulos. Para mi traducción he seguido, casi al pie de la letra, la edición de Kenneth Wellesley para Teubner43, la más reciente, y guiado por la confianza en uno de los mayo­ res especialistas en el tema: como la mayoría de las ediciones de la segunda mitad del siglo xx, la suya incluye la numera­ ción de capítulos en parágrafos. Sin embargo, como él mismo hace en la mencionada traducción inglesa, aparecida por pri­ mera vez en 1964, yo no los he reflejado en la mía.

43 Comelii Taciti Libri Q iú Supersunt (II-l), Historiarum Libri, Leipzig, Teub­ ner, 1989.

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En cambio, me ha convencido su división de los libros en episodios, tal como aparecen en el índice, que yo sigo con dis­ crepancias menores. A su vez, me he permitido seguir “divi­ diendo” el texto, de la forma que el lector del original latino podrá comprobar, en lo tocante a la parrafación: cambios de voz, de tema o de escena me han aconsejado utilizar el pun­ to y aparte con mayor profusión de lo habitual en las traduc­ ciones y, desde luego, en las ediciones, en las cuales es muy raro encontrar cambios de párrafo dentro de cada capítulo. Es probablemente en la puntuación donde me he tomado más libertades, confiando siempre en ayudar al lector contempo­ ráneo y en que Cornelio Tácito no se sintiera traicionado por mis decisiones.

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BIBLIOGRAFÍA Repertorios bibliográficosy compilaciones La ingente profusión de estudios sobre la vida y obra de Tácito a lo largo del siglo xx ha sido compendiada en varios trabajos: H a nslik , R,, “Tacitus, 1939-1972”, Lustrum, 16 (1971-1972) y 17

(1973-1974). — “Tacitus: Forschungsbericht”, Anzeiger fiir die Altertumswissenschaft, 13 (1960); 20 (1967); 27 (1974). R ô m e r , F., “Tacitus: Forschungsbericht IV, 1. Teii”, Anzeigerfiir die Altertumswissenscbaft, 37 (1984); — “Tacitus: Forschungsbericht IV, 2. Teii”, Anzeiger fiir die Altertumswissenschaft, 38 (1985). B e n a r io , H. W., “Recent work on Tacitus”, Classical Weekly, 58 (1964), 63 (1970), 71 (1977), 80 (1986), 89(2) (1995-1996).

De especial interés como revisión de los más relevantes temas tacitianos hasta la década de los noventa: Aufitieg und Niedergang der romischen Welt, II, XXXIII, 2 (1990), 3 y 4 (1991). Una actualización bibliográfica (y mucho más) sobre las Historias puede encontrarse en: D a m o n , C., Tacitus: Histories I, Cambridge, 2002.

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Monografias de referencia sobre Tácito Pa r a t o r e , E., Tacito, Roma, 1951. Sy m e , R., Tacitus (2 vol.), Oxford, 1958.

— Ten Studies on Tacitus, Oxford, 1970. M a r t in , R., Tacitus, Londres, 1981. P o e s c h l , V. (éd.), “Tacitus”, Wege der ForschungXCVll, Darmstadt, 1986. G r im a l , P., Tacite, Paris, 1990. W o o d m a n , A.J., Tacitus reviewed, Nueva York, 1998. A ellas habría que añadir los siguientes artículos y capítulos: L ô f s t e d t , E., “Tacitus the historian”, en Roman Literaiy Portraits,

Oxford, 1958. B o rzsák , St., “P. Cornelius Tacitus”, en Pauly-Wyssowa, Reakncyclopà-

die der Classischen Altertumswissenschaft, Supp. XI, Stuttgart, 1968. G o o d y e a r , F. R. D., “Tácito”, en E. J. Kenney-W.v. Clausen (eds.),

Historia de la literatura clásica. II. Literatura latina, Madrid, 1989. C izek , E., “Tacite et l’apogée de l’historiographie à Rome”, en His­

toire et historiens à Rome dans l’A ntiquité, Lyon, 1995. M o r a l e jo , J. L., “Tácito”, en C. Codoñer (éd.), Historia de la litera­

tura latina, Madrid, 1997. Sobre las Historias Dos estudios ya clásicos merecen una deferencia: F a bia , P., Les sources de Tacite dans les Histoires et les Annales, Paris, 1893. C o u r b a u d , E., Lesprocédés d’art de Tacite dans les Histoires, Paris, 1918.

Los comentarios más recientes son: H e u b n e r , H ., Tacitus. Die Historien, H eidelberg, 1963 (I), 1968 (II),

1972 (III), 1976 (IV), 1982 (V). W ellesley , Κ., Tacitus. The Histories, Book III, Sydney, 1972. C h ilv er , G. E. R, A Historical Commentary on Tacitus’Histories la n d II,

Oxford, 1979. — y T o w n e n d , G. B., A Historical Commentary on Tacitus’Histories TV

andV, Oxford, 1985.

t46]

Debemos incluir aquí, por el interés informativo de sus notas, la edición bilingüe de M. Bassols de Climent, P. Comeli Táeit. Histories I, Barcelona (1949),7/(1949), /7/(1957) y I V (1962). Además de la reciente edición de C. Damon citada más arriba, posee una detallada bibliografía temática y libro a libro la traducción de K. Wellesley, Tacitus. The Histories, Penguin Books, 1984 (=1964).

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HISTORIAS

LIBRO PRIMERO

P r e f a c io

y s u m a r io m o r a l d e l a o b r a

1 El consulado de Servio Galba, por segunda vez, y de Tito Vinio será el comienzo de mi obra1, pues los anteriores ocho­ cientos veinte años transcurridos desde la fundación de Roma fueron relatados por numerosos autores con elocuencia e in­ dependencia parejas en tanto se rememoraban los hechos del pueblo romano. Después de que se luchó en Accio y convino a la paz que todo el poder se dejase en manos de uno solo2, aquellos grandes talentos se vieron interrumpidos. La verdad quedó maltrecha de muchos modos a un tiempo: primero, por el desinterés hacia los asuntos de Estado como algo sin incumbencia; luego por el deseo de adular o, al revés, por el odio hacia el poderoso. Así, entre hostiles y sumisos, a nadie inquietaba la posteridad. Pero es fácil que los halagos del escritor se acojan con des­ dén, mientras que la aversión y el reproche siempre encuen­ tran oídos prestos, porque en la adulación subyace la incul­ pación de servilismo y en la malicia, una apariencia engañosa de libertad.

1Año 69 d.C. 2 Año 31 a.C. En la toma del poder por parte de Augusto sitúa Tácito el fin de la República. El nuevo régimen se conoce como Principado por el título de Princeps otorgado al propio Augusto y a sus sucesores.

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Yo no recibí de Galba, de O tón o de Vitelio ni perjuicio ni beneficio. No negaré que mi carrera política se inició con Vespasiano, progresó con Tito y se vio impulsada aún más con Domiciano, pero de ninguno hablará con afecto o ren­ cor quien hace profesión de honestidad insobornable. Si mi salud lo permitiera, el principado del Divino Nerva y el go­ bierno de Trajano, tema más rico y menos arriesgado, lo he reservado para la vejez, merced a una época de rara fecundi­ dad en la que es posible opinar lo que se quiera y decir lo que se opina. 2 Emprendo un relato cuajado de calamidades, de batallas atroces, de sediciones y revueltas; un tiempo en que hasta la paz fue inmisericorde. A hierro perecieron cuatro emperado­ res; hubo tres guerras civiles, numerosas en el exterior y a me­ nudo combinadas; la suerte nos fue favorable en Oriente y adversa en Occidente: hubo levantamientos en Hinco3, ines­ tabilidad en las Galias, Britania fue sometida y, de inmediato, abandonada; se aliaron en contra nuestra los pueblos sárma­ tas y suebos; del intercambio de derrotas los dados4 se gana­ ron un respeto; a punto estuvieron incluso de levantarse en armas los partos5 tras el ridículo señuelo de un falso Nerón. Por su parte, Italia se vio afligida por desastres sin preceden­ te o inusitados desde hacía una larga serie de siglos. Ardieron o quedaron sepultadas las más prósperas ciudades de la costa campana y Roma fue devastada por incendios, los santuarios más antiguos calcinados: las manos de los propios ciudada­ nos pegaron fuego al Capitolio. Se mancilló lo más sagrado y se ultrajó sin medida. El mar se llenó de exiliados, los escollos de cadáveres. En la ciudad de Roma la saña fue especialmente atroz. La nobleza, la riqueza y los cargos políticos, lo mismo rehusados

3 Región de los Balcanes. 4 Los sármatas ocupaban la región al norte del Bajo Danubio; los suebos, el este de Alemania y de la República Checa; los dacios eran los habitantes de la Dacia, la actual Rumania. 5 El enemigo oriental por excelencia: ocupaban territorios de los actuales Irán e Iraq.

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que desempeñados, adquirieron el valor de inculpaciones, y se premiaba la virtud con una muerte segura. Las recompen­ sas a los delatores no se hicieron menos detestables que sus crímenes puesto que, quienes obtenían como botín ya fueran cargos sacerdotales y el consulado, ya fueran procuraciones o el poder en la sombra, todo lo pervertían y por todo sembra­ ban el odio y el terror. A base de sobornos, se puso a los es­ clavos en contra de sus amos, a los libertos en contra de sus patronos, y a quien no tenía enemigos, le bastaban sus ami­ gos para hallar la perdición. 3 No fue, sin embargo, una época tan estéril en virtudes que no ofreciera también buenos ejemplos: madres que acompañaban a sus hijos prófugos; esposas que seguían a sus maridos al destierro; parientes audaces, yernos valientes y es­ clavos cuya lealtad resistió incluso las torturas; hombres bri­ llantes arrastrados a la inmolación que sobrellevaron con co­ raje el momento supremo y emularon con su muerte las más ilustres muertes de los antiguos. Junto a las múltiples desdichas de los asuntos humanos, por cielo y tierra se manifestaron portentos, relámpagos omi­ nosos y anuncios del porvenir, sombríos o felices, ambiguos o diáfanos. Y lo cierto es que nunca antes se había probado con desgracias más atroces para el pueblo romano ni señales más precisas que no es misión de los dioses nuestra seguridad, sino nuestro castigo.

D

ia g n o s is d e l im p e r io

4 Pero antes de dar forma a mi proyecto, me parece opor­ tuno recordar cuál era la situación de la Capital, cuál el espí­ ritu del ejército, cuál el estado de las provincias, qué estaba sano en el mundo y qué enfermo, para que se conozcan no sólo los avatares y acontecimientos, que a menudo son resul­ tado del azar, sino también sus razones y causas. El final de Nerón, si bien fue acogido con alegría en un pri­ mer momento de entusiasmo, había suscitado emociones dis­ pares, no sólo en la Urbe, entre los senadores, el pueblo o la guarnición de la ciudad, sino entre todas las legiones y sus je[55]

fes, una vez destapado un arcano del imperio: se podía elegir príncipe fuera de Roma. Pero los senadores estaban contentos y se aprestaron a disfrutar de la libertad sin restricciones, aho­ ra que el príncipe era nuevo y estaba ausente; los caballeros más destacados tenían casi tantas razones para la alegría como los senadores; la parte del pueblo con principios y vinculada a las grandes familias, los clientes y libertos de los condena­ dos o desterrados, sintieron resurgir la esperanza. La chusma, habituada al circo y los espectáculos teatrales, lo mismo que los esclavos más viles y quienes, una vez devoradas sus fortu­ nas, se nutrían de la infamia de Nerón, andaban desconsola­ dos y ávidos de rumores. 5 La guarnición de Roma, imbuida del ya duradero voto de lealtad a los Césares, había tomado parte en el derroca­ miento de Nerón más por añagazas y presiones que por propia iniciativa. Cuando se da cuenta de que el donativo prometido en nombre de Galba no llega, ni ofrece la misma oportunidad de gratificaciones y grandes recompensas la paz que la guerra y de que, por si eso fuera poco, estaba en des­ ventaja respecto del favor de un príncipe al que habían elegi­ do las legiones, inclinada como estaba ya de por sí a la re­ vuelta, se muestra dispuesta a secundar los propósitos crimi­ nales del prefecto Nimfidio Sabino, quien planeaba tomar el poder. Y, a pesar de que Nimfidio es eliminado en el intento y la rebelión descabezada, quedaban numerosos cómplices entre los militares y no dejaban de oírse en sus conversaciones que­ jas de la vejez y la tacañería de Galba: les asustaba su severi­ dad, antaño elogiada y ensalzada en los cuarteles, porque ya no toleraban la vieja disciplina y Nerón les había acostum­ brado durante catorce años a apreciar los vicios de los empe­ radores tanto como antaño respetaban sus virtudes. A ello se sumó la proclama de Galba, irreprochable en interés público y arriesgada para el suyo propio, de que él reclutaba a la tro­ pa, no la compraba; y es que lo demás no se amoldaba a eso. 6 Galba era un viejo incapaz, a quien Tito Vinio — el más vil de los mortales— y Cornelio Lacón — el más cobarde— ha­ cían víctima del odio que genera la bajeza y causaban la ruina con el desprecio que inspira la abulia. [56]

El camino de Galba6 fue lento y salpicado de sangre por las muertes del cónsul designado Cingonio Yarrón y del consu­ lar Petronio Turpiliano: acusados el uno de complicidad con Nimfidio y el otro de cabecilla al servicio de Nerón, sin que nadie les escuchara ni defendiera, pudo parecer que se ejecu­ taba a inocentes. Su entrada en Roma, tras la escabechina de tantos miles de soldados desarmados, resultó ominosa, y espantosa incluso para quienes la perpetraron7. Con la llegada de la legión hispana8y la permanencia de la que Nerón había formado con la marinería, la ciudad se llenó de un número insólito de militares; además, estaban los con­ tingentes de Germania, Britania e Ilírico que había reclutado también Nerón y que había hecho venir para sofocar la inten­ tona de Víndice después de haberlos enviado a las Puertas Caspias y a la guerra que preparaba contra los albanos: mate­ rial ingente para las asonadas, si no inclinado en favor de na­ die en particular, sí dispuesto para quien tuviese la osadía. 7 La casualidad hizo coincidir el anuncio de las muertes de Clodio Macro y Fonteyo Capitón. A Macro, que promovía a las claras un alzamiento en Africa, lo había matado el procu­ rador Trebonio Garuciano por orden de Galba; de Capitón, que albergaba idénticos proyectos en Germania, se habían en­ cargado los legados Cornelio Aquino y Fabio Valente antes de que se lo ordenasen. Algunos eran de la opinion de que Capiton, si bien padecía las lacras de la avaricia y la lujuria, era ajeno a cualquier maquinación sediciosa; pero como los legados, después de animarle, no consiguieron empujarlo a la revuelta, tramaron la falsa incriminación y Galba, por debili­ dad de carácter o para no tener que indagar más a fondo, ha­ bía dado su aprobación sin importarle cómo sucedió lo que ya no podía cambiarse. 6 Desde Hispania a Roma. El trayecto le costó más de dos meses, desde ju­ lio del 68 hasta principios o mediados de octubre. 7 Aquí como en otros pasajes (I, 31, 37 y 87) se hace referencia al oscuro in­ cidente durante el cual las tropas de Galba diezmaron a los legionarios de ma­ rina que, al parecer sin propósito hostil, le salieron al paso en el Puente Milvio. 8 La VIIa, reclutada por el propio G^lba.

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En cualquier caso, ambas muertes fueron acogidas como malos agüeros: estuviera bien o mal hecho, todo reportaba la misma ojeriza a un príncipe ya de entrada mal visto. Todo es­ taba en venta; la arrogancia de sus libertos era por demás; las cuadrillas de sus esclavos, dispuestos a sacar provecho del gol­ pe de suerte, se daban prisa porque el amo era viejo. Los ma­ les de la nueva corte eran los mismos, e igual de graves, pero no se disculpaban igual. Hasta la edad de Galba era motivo de sorna e incomodo para gentes habituadas a la lozanía de Nerón y, como es costumbre del vulgo, a comparar a los em­ peradores por su belleza física y su porte. 8 Y así estaban los ánimos en la Capital, como correspon­ de a una población tan numerosa. En cuanto a las provincias, al frente de Hispania estaba Cluvio Rufo, hombre con don de palabra y hábil en las tareas de la paz, pero inexperto en la guerra. Las Galias, aparte del recuerdo de Víndice, estaban comprometidas por la reciente concesión de la ciudadanía ro­ mana y la perspectiva de un alivio en los impuestos. Sin em­ bargo, las ciudades de las Galias más próximas a los ejércitos de Germania9 no habían recibido el mismo honor; algunas incluso, tras ver cómo mermaba su territorio, medían con do­ lor parejo los beneficios ajenos y las ofensas propias. Los ejércitos de Germania — cosa peligrosísima tratándo­ se de tantas fuerzas— estaban exaltados y furiosos, orgullo­ sos por la reciente victoria y temerosos de que diera la im­ presión de que habían ayudado a la parte contraria: habían tardado en hacer defección de Nerón y Verginio no se había apresurado en apoyar a Galba. No estaba claro si había rehu­ sado el imperio: sí constaba que la tropa le había ofrecido el mando. El asesinato de Fonteyo Capitón indignaba incluso a quienes no tenían motivos para lamentarlo. Carecían de jefe, puesto que Verginio había sido apartado so pretexto de amistad, y el hecho de que no se reincorporase e incluso fue­ se objeto de insidias les resultaba una acusación contra ellos mismos.

9 Y que habían simpatizado con Verginio Rufo, encargado de aplastar la re­ belión de Víndice.

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9 El ejército de Germania Superior10 despreciaba al legado Hordeonio Flaco, un hombre provecto y enfermo de gota, sin coraje ni autoridad; ni siquiera era capaz de imponer dis­ ciplina a una tropa en calma y, al intentar contener a los re­ calcitrantes, su debilidad todavía los enardecía más. Las legiones de Germania Inferior pasaron mucho tiempo sin consular, hasta que se presentó, enviado por Galba, Aulo Vitelio, hijo del Vitelio censor y tres veces cónsul; eso parecía suficiente acreditación. En el ejército de Britania no se produjo el menor descon­ tento. Lo cierto es que ninguna otra legión se comportó a lo largo de todas las guerras civiles con mayor docilidad, ya sea por la lejanía y el Océano que las separaba, o porque aleccio­ nadas por frecuentes campañas preferían dirigir sus odios con­ tra el enemigo. También había calma en Ilírico; aunque las legiones que Nerón había reclamado, durante el periodo de incertidumbre en Italia, hicieron llegar una delegación a Ver­ ginio. Pero los ejércitos, separados por grandes distancias —el remedio más saludable para preservar la lealtad de los milita­ res— , no se contagiaban ni las flaquezas ni las fuerzas. 10 Hasta la fecha, el Oriente estaba en calma. Controlaba Siria y cuatro legiones Licinio Muciano, un hombre que había dado que hablar por sus éxitos tanto como por sus fracasos. De joven había cultivado amistades ilustres que secundaran sus ambiciones; más tarde, después de dilapidar una fortuna y ponerse en situación resbaladiza, entre sospechas incluso de haber provocado las iras de Claudio, se recluyó en lo más recóndito de la provincia de Asia, tan cerca del destierro como después lo estaría del Principado. Era una mezcla de fri­ volidad y de energía, de afabilidad y de soberbia, de buenos y malos modales. En los momentos de ocio, se daba a los exce­ sos; si estaba en campaña, sus virtudes eran grandes. Su vida pública suscitaba elogios, la privada, feas habladurías. Pero a un hombre de sus características, dotado de un repertorio de habilidades para seducir a los subordinados, a los allegados y

10 La provincia más meridional de las dos en que se dividía Germania.

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a los compañeros, le resultó más práctico hacer entrega del poder que quedarse con él. Flavio Vespasiano dirigía la guerra de Judea (puesto para el que le había elegido Nerón) con tres legiones. Tampoco abri­ gaba Vespasiano ánimos o propósitos contra Galba, y prueba de ello es que había enviado a su hijo Tito a mostrarle sus res­ petos y cultivar su trato, como recordaremos en su momento. Las señales y oráculos con que el destino manifestaba su ocul­ to designio de reservar el imperio para Vespasiano y sus des­ cendientes nos resultaron increíbles hasta que el desenlace les dio la razón. 11 Desde los tiempos del Divino Augusto, el mando de Egipto y de las tropas con las que se domina lo ejercen en ca­ lidad de reyes los caballeros. Ese procedimiento pareció el más adecuado para retener bajo nuestra tutela una provincia de difícil acceso y cosechas feraces, levantisca y propensa a los motines por culpa de la superstición y la inmoralidad, igno­ rante de la ley y desentendida de los magistrados. El rey era a la sazón Tiberio Alejandro, nativo del lugar. Tras el asesinato de Clodio Macro, Africa y su legión se conformaban con cualquier príncipe después de haber proba­ do a un amo inferior. Las dos Mauritanias11, Recia12, Nórico13, Tracia14 y las demás provincias gobernadas con procura­ dores, según estuvieran más próximas a uno u otro ejército, se dejaban arrastrar a la simpatía o al odio por influjo de los que más se hacían valer. Las provincias desarmadas15 y en primer lugar la propia Italia, condenada a ser esclava de cualquiera, habían de ir a parar al botín de guerra. Ésta era la situación de los asuntos de Roma, cuando Ser­ vio Galba, por segunda vez, y Tito Vinio inauguraron como

11 Tingitana (Marruecos occidental) y Cesariense (este de Marruecos y oes­ te de Argelia). 12 Provincia integrada por territorios de la actual Suiza, Tirol y sur de Alemania. 13 Provincia coincidente en gran parte con la actual Austria. 14 Bulgaria y el territorio europeo de Turquía. 15 Las provincias senatoriales, donde no podía haber tropas regulares.

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cónsules el que sería el último año de sus vidas y que a pun­ to estuvo de ser fatal también para el Estado.

La

m uerte de

G alba

y e l a d v e n im ie n t o d e

O tón

12 A los pocos días del primero de enero una carta de Pompeyo Propincuo, procurador de Bélgica, anunciaba que las le­ giones de la Germania Superior, rompiendo su juramento de lealtad, reclamaban otro emperador y, para que la sedición tu­ viese una acogida menos airada, concedían al Senado y al pueblo de Roma el privilegio de la elección. Esta noticia aceleró la decisión de Galba, quien ya tiempo atrás venía considerando para sus adentros y con su círculo de allegados la posibilidad de adoptar un sucesor. Lo cierto es que no había tema de conversación más frecuente por aque­ llos meses entre la ciudadanía, primero por el capricho irrepri­ mible de chismorrear sobre eso y, en segundo lugar, porque la edad de Galba era ya decrépita. A pocos guiaba la cordura y el interés por el Estado: la mayoría, con estúpidas esperanzas, según de quien fueran amigos o clientes, repartían rumores sobre la candidatura de éste o de aquél. Todo redundaba en aversión hacia Tito Vinio, quien, día tras día, cuanto más po­ der acumulaba, más detestable se volvía. Y es que la propia blandura de Galba estimulaba la avidez de sus amigos, desbo­ cada por la situación extraordinaria en que les había puesto la fortuna —porque ante un hombre débil y crédulo se delin­ quía con menos miedo y con más rédito. 13 El poder fáctico del Principado se repartía entre el cón­ sul Tito Vinio y Cornelio Lacón, prefecto del pretorio; y no menos influencia tenía Icelo, liberto de Galba, a quien llama­ ban Marciano después de concederle los anillos de caballero. Andaban a la greña y, así como en cuestiones menores cada uno tiraba para su lado, en lo tocante a la decisión de elegir un sucesor se escindieron en dos bandos. Vinio favorecía a Marco Otón; Lacón e Icelo, de común acuerdo, no apoyaban tanto a uno en concreto como a uno distinto. Tampoco ig­ noraba Galba la amistad que unía a O tón y Tito Vinio, y los rumores de quienes nada dejaban pasar en silencio señalaban

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a Vinio, que tenía una hija viuda, y a Otón, que estaba solte­ ro, como suegro y yerno. Tengo la impresión de que existía inquietud por el Estado: de nada hubiera valido quitárselo a Nerón si había que entre­ gárselo a Otón, un hombre que había pasado una infancia despreocupada, una juventud conflictiva, y que agradaba a Nerón porque imitaba sus lujos. A él, como cómplice de sus placeres, le había encomendado la concubina imperial Popea Sabina hasta desembarazarse de su esposa Octavia. Luego, sospechando de su interés por la propia Popea, lo relegó a la provincia de Lusitania con la excusa de una legación. Otón había administrado la provincia con buen tino y fue el prime­ ro en cambiar de bando; actuó con diligencia y fue, durante la guerra, el más brillante de cuantos secundaron a Galba. En cuanto se hizo idea de que podía ser adoptado, cada día que pasaba se aferraba con más fuerza a la esperanza, consciente de que contaba con amplio favor entre los militares y de que los cortesanos de Nerón se inclinaban hacia quien considera­ ban émulo de su patrono. 14 Pero cuando Galba tuvo noticia de la sedición germáni­ ca, aunque hasta la fecha nada había de seguro sobre Vitelio, presa de la inquietud porque no imaginaba cuál de los ejérci­ tos haría estallar la violencia y sin fiarse siquiera de la guarni­ ción de la Capital, pone en marcha la elección imperial — el único remedio que se le ocurría. En presencia, aparte de Vinio y Lacón, del cónsul designado Mario Celso y del prefecto de la Urbe Ducenio Gémino, después de unas pocas palabras in­ troductorias sobre su ancianidad, ordena que comparezca Pi­ són Liciniano, ya fuera por propia elección o bien, como pen­ saron algunos, por presiones de Lacón. Éste había trabado amistad con Pisón en casa de Rubelio Plauto, pero mostraba su favor simulando astutamente no conocerlo y la opinión po­ sitiva que existía sobre Pisón añadía crédito a su propuesta. Pisón era hijo de Marco Craso y Escribonia, noble, pues, por las dos casas; de expresión y presencia chapadas a la an­ tigua, resultaba severo para un juez ecuánime y algo huraño para quienes interpretan con malicia. Esa parte de sus cos­ tumbres de la que tanto recelaban los agoreros complacía al adoptante. [6*]

15 Así pues, después de tomar a Pisón de la mano, cuentan que Galba dijo lo siguiente: “Si yo te adoptase como un particular, por ley curiada y ante pontífices, como manda la tradición, sería para mí una distinción acoger entre mis penates progenie de Gneo Pompeyo y Marco Craso16, y para ti, un honor añadir a tu noble­ za la dignidad de las familias Sulpicia y Lutacia. Ahora, cuan­ do por acuerdo de dioses y hombres fui llamado al poder im­ perial, es la excelencia de tu carácter y tu amor a la patria lo que me impulsa a ofrecerte a ti, un hombre de paz, el Princi­ pado por el que nuestros antepasados peleaban con las armas y que yo conseguí con la guerra. Ese ejemplo nos dio Au­ gusto, que elevó a una cúspide sólo inferior a la suya a Mar­ celo, hijo de su hermana, luego a su yerno Agripa, más tarde a sus sobrinos y finalmente a su hijastro Tiberio Nerón17. Pero Augusto buscó sucesor en su propia casa, y yo, en el Estado, no porque me falten parientes o compañeros de armas, sino porque tampoco acepté el imperio movido por la ambición. Y sean testimonio de mi criterio no sólo mis familiares a los que te antepuse, sino también los tuyos: tienes un hermano de nobleza igual, mayor que tú, digno de esta fortuna si no fueses tú más capaz. Está tu edad, que ya dejó atrás las velei­ dades de la adolescencia; está tu vida, que no oculta en el pa­ sado nada por lo que debas disculparte. Hasta hoy soportaste una fortuna siempre adversa: los bue­ nos tiempos prueban los ánimos con punzones más afilados, porque las penurias se soportan, pero el éxito nos corrompe. La lealtad, la independencia, la amistad, bienes superiores del espíritu humano, los conservarás tal vez tú con la misma te­ nacidad; pero el servilismo de otros los hará mermar: serás víctima de la adulación, las zalamerías y el peor veneno del sentimiento verdadero, el interés personal. Es posible que tú y yo hablemos hoy entre nosotros con absoluta franqueza; los demás preferirán hacerlo con nuestro cargo que con nues­

16 Los socios de Julio César en el Primer Triunvirato. 17 Se trata del emperador Tiberio, hijo de un matrimonio anterior de su es­ posa Livia.

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tras personas, porque convencer a un príncipe de que haga lo que es preciso cuesta mucho esfuerzo y, en cambio, darle la razón a un príncipe, sea cual sea, le ahorra a uno conflictos. 16 Si el cuerpo inmenso del imperio pudiese sostenerse fir­ me y en equilibrio sin un tutor, yo mismo sería la persona adecuada para que la República diese comienzo. Pero ya hace tiempo que el estado de necesidad ha llegado a tal punto, que ni mi vejez podría ofrecer al pueblo de Roma otra cosa que un buen sucesor, ni tu juventud otra que un buen príncipe. Bajo Tiberio y Gayo18, Claudio y Nerón hemos sido poco menos que el patrimonio de una familia. Por libertad se ten­ drá el que empecemos a ser elegidos. Con el fin de la Casa de los Julio-Claudios la adopción se encargará de encontrar al mejor, pues nacer hijo de príncipes es un azar, y ningún tri­ bunal se detiene a examinar más. La adopción, en cambio, re­ quiere juicio íntegro y, si estás dispuesto a elegir, el consenso es una señal. No olvidemos el ejemplo de Nerón, envanecido por la larga sucesión de Césares: no fue Víndice con una pro­ vincia indefensa, ni yo con una sola legión quien lo apeó de la pública cerviz, sino su propia crueldad y su propia depra­ vación. Y es el primer caso de un príncipe condenado: a no­ sotros, que hemos pasado la prueba de la guerra y el examen del tribunal, nos mirarán con rencor aunque nuestro com­ portamiento sea intachable. Sin embargo, no has de tener miedo porque, en medio de la agitación que ha sacudido nuestro mundo, dos legiones aún no estén en calma: ni siquiera yo estoy en una posición segura y, tan pronto como tengan noticia de la adopción, de­ jaré de parecerles viejo, que es lo único que ahora me repro­ chan. La peor gente siempre añorará a Nerón; tarea mía y tuya es que no lo añore también la buena. No es éste mo­ mento de más consejos y, si mi elección ha sido acertada, se ha colmado mi propósito. Es método a la vez útilísimo y ra­ pidísimo de dirimir entre buenas y malas acciones considerar qué es lo que nos gustaría y qué lo que no nos gustaría si otro fuera el príncipe. Aquí no pasa como en los pueblos que tie­ 18 El emperador que conocemos por su apodo: Caligula.

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nen rey, donde no hay duda de cuál es la casa de los amos y todos los demás son esclavos: tu gobierno habrá de ser sobre hombres que no pueden tolerar ni completa esclavitud ni completa libertad.” Al decir estas cosas y otras semejantes, Galba actuaba como si estuviese en trance de nombrar príncipe; los demás, como si el nombramiento fuese un hecho. 17 Cuentan que ni a los que le observaban en el momento ni más tarde, cuando todas las miradas se concentraban en él, Pisón delató el menor indicio de sentirse abrumado o pletórico. Habló a su padre y emperador con respeto, y con modes­ tia sobre sí mismo. Nada le alteró el rostro o la compostura, como si el poder imperial fuese más una posibilidad que un deseo. Se discutió a continuación si la adopción debía celebrarse ante los Mascarones19 o en el Senado o en el cuartel de los pretorianos. Se decidió ir al cuartel: resultaría un honor para los militares, cuyo favor, si malo era granjearse con propinas y sobornos, no había por qué desdeñar con buenas maneras. Entre tanto se había congregado alrededor del Palacio la curiosidad pública, impaciente por conocer tan alto secreto. Algunos, al intentar sofocar los rumores malamente, los alen­ taban. 18 El 10 de enero, un día de lluvias espantosas, se había vis­ to turbado por truenos, relámpagos y celestiales amenazas fuera de lo habitual. Estas señales, que desde antiguo indu­ cían a posponer los comicios, no disuadieron a Galba de acu­ dir al cuartel, bien porque las despreciaba achacándolas a la casualidad o porque lo que establece el destino no por anun­ ciado puede evitarse. Frente a una concurrida asamblea de soldados, pronuncia la breve arenga de un general: adoptaba a Pisón siguiendo el 19 Los Rostro, habitual tribuna de oradores emplazada en el Foro y decora­ da con los mascarones de proa de las naves cartaginesas capturadas durante la Primera Guerra Púnica. Alude aquí al poder civil, representado los comicios que allí se celebraban, en contraste con las dos alternativas siguientes: el Se­ nado, feudo de la nobleza, y el Ejército. La decisión de Galba evidencia de dónde consideraba que radicaba el verdadero poder.

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precedente del Divino Augusto y conforme a la costumbre militar de que un hombre elija a otro hombre20. Y para res­ tar importancia a la sedición que se trataba de ocultar, ase­ gura además que las legiones IVa y XXIIa, en las que había pocos partidarios de la rebelión, no habían pasado de las pa­ labras y los gritos, y pronto estarían cumpliendo con su de­ ber. No añade a su discurso ni un melindre ni una moneda. Sin embargo, los tribunos, los centuriones y los soldados que estaban próximos responden con muestras de agrado; los de­ más se quedan abatidos y silenciosos, como si hubiesen per­ dido en la guerra la inveterada obligación de recibir un do­ nativo incluso durante la paz. Claro está que las simpatías hubiesen podido ganarse con una pizca de generosidad por parte de aquel viejo parsimonioso: fue víctima de su rigor pa­ sado de moda y de su severidad excesiva, a la que ya no esta­ mos hechos. 19 Luego, ante el Senado, el discurso de Galba no fue ni más aseado ni más largo que ante la tropa; el de Pisón, cortés, hizo que los senadores aplaudieran: muchos con sinceridad; los que no le eran favorables, más efusivamente; los neutrales, en mayor número, por palmaria adulación, pensando en sus negocios particulares y no en el interés público. Y en los si­ guientes cuatro días que mediaron entre la adopción y la muerte de Galba, nada más volvió a hacer ni decir Pisón en público. Como las noticias de la rebelión germánica llegaban cada día con más insistencia a una ciudadanía propensa a prestar oídos y crédito a cualquier novedad cuando es desagradable, los senadores acordaron que era preciso enviar una delegación al ejército de Germania. En secreto se discutió la conveniencia de que marchara también Pisón, para darle mayor rango: los otros llevarían la autoridad del senado, Pisón, el prestigio de un César. Había también acuerdo en enviar con ellos a Lacón, el prefecto del pretorio: él se opuso a la propuesta. También los delegados (puesto que Galba había consentido que los se­

20 Un sistema de recluta por cooptación empleado ocasionalmente por los romanos y otros pueblos itálicos.

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nadores eligieran) se nombraron, se excusaron o reemplaza­ ron con penosa irresponsabilidad, maniobrando cada quien para quedarse o partir según le impulsaban sus temores o sus ambiciones. 20 La siguiente preocupación de Galba fue el dinero; des­ pués de revisarlo todo, concluyeron que lo más justo sería ir a buscarlo allí donde estaba la causa de la bancarrota. Nerón había diseminado dos mil doscientos millones de sestercios en donaciones: Galba ordenó reclamar uno por uno a los be­ neficiarios, ofreciéndoles que conservaran una décima parte de tamaña generosidad. Pero a algunos ya no les llegaba ni para esa décima parte después de haber mostrado con lo aje­ no la misma prodigalidad que con lo propio, y a los depreda­ dores irrecuperables no les quedaban tierras o inversiones, sino exclusivamente los medios para mantener sus vicios. Se hicieron cargo de la confiscación treinta caballeros romanos; era un tipo de trabajo insólito, complicado por las intrigas y las cifras. Por todas partes había picas21 y subasteros, y la ciu­ dad se alborotó con los procesos. Y sin embargo estaba rebo­ sante de alegría, porque tan pobres quedaban ahora a quienes Nerón había dado como a quienes había quitado. Por aquellas fechas se destituyó a algunos tribunos: Anto­ nio Tauro y Antonio Nasón, del pretorio; Emilio Pacense, de las cohortes urbanas, y Julio Frontón, del cuerpo de Vigi­ les. Contra los demás no se tom aron medidas, pero, sintién­ dose todos sospechosos, cundió el recelo no fuera a ser que con trucos y por miedo uno tras otro estuviesen siendo expulsados. 21 Entre tanto a Otón — quien nada podía esperar de una situación arreglada y no pensaba más que en perturbarla— le acuciaban muchas circunstancias a un tiempo: llevaba un tren de vida gravoso hasta para un príncipe, y la escasez en la que vivía en su condición de particular se le hacía intolerable. Estaba furioso con Galba, resentido con Pisón. Incluso se in­ ventaba miedos para excitar más sus deseos: pensaba que ya había sido una molestia para Nerón, y que no debía esperar la 21 Una lanza clavada en el suelo marcaba el lugar de las subastas públicas.

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vuelta a Lusitania y el honor de un segundo destierro. Los po­ derosos siempre sospechan de aquél a quien se señala como a su sucesor y lo detestan. Eso le había pequdicado en el caso de un príncipe viejo y más le perjudicaría tratándose de un jo­ ven de carácter violento y al que un largo destierro había vuel­ to una fiera: podía matarle... Así que había que actuar con osadía ahora que la autoridad de Galba declinaba y la de Pi­ són todavía no se había consolidado. En los momentos de cambio, se decía, tienen oportunidad los grandes proyectos y, cuando la calma es más perjudicial que la temeridad, no hay que dudar. La naturaleza hizo una muerte igual para to­ dos: sólo la distingue el olvido o la gloria de la posteridad y, si el mismo final aguarda al culpable que al inocente, seña de hombre con agallas es merecerse la muerte. 22 No era el espíritu de O tón acomodado como su cuer­ po, y a eso se añadía que sus libertos y esclavos de confianza — a quienes se concedían más contemplaciones que las debi­ das en casa de un particular— tentaban su avidez con imá­ genes de la corte de Nerón y de su lujo, de las amantes, las es­ posas y demás placeres de reyes. Le decían que serían suyos si era audaz, y le reprochaban que fueran de otro si no se m o­ vía. Hasta los astrólogos le acosaban, asegurándole que ha­ bían observado en las estrellas nuevas evoluciones y un año propicio para O tón — esa clase de gente pérfida con los po­ derosos, que engañan al esperanzado y que en nuestra ciu­ dad siempre estarán prohibidos y siempre estarán presentes. La alcoba de Popea había acogido a muchos astrólogos, de­ plorable ajuar de un matrimonio imperial. Uno de ellos, Pto­ lomeo, que había acompañado a O tón en Hispania, le augu­ ró que sobreviviría a Nerón, y con el desenlace había ganado crédito: ahora, especulando con los rumores de quienes ha­ cían cálculos sobre la vejez de Galba y la juventud de Otón, había conseguido persuadirle de que finalmente accedería al poder imperial. O tón escuchaba los presagios como si ha­ blase la ciencia y el nuncio de los Hados, por el ansia que tie­ ne la naturaleza hum ana de creer más a gusto lo misteriosó. Y no faltaba un Ptolomeo, convertido ya en instigador del crimen —un paso sencillísimo de dar después de semejante deseo. [68]

23 Pero no está claro si la idea criminal fue sobrevenida: ya antes había tanteado los ánimos de los soldados con vistas a la sucesión o la organización de una fechoría. En ruta, por las formaciones y por los puestos de centinela, iba llamando por su nombre a los soldados más veteranos y les trataba de “com­ pañeros de fatigas”, en recuerdo de los tiempos compartidos en la escolta de Nerón. A unos los saludaba, preguntaba por otros y les ayudaba con dinero o favores, dejando caer fre­ cuentes quejas y palabras ambiguas sobre Galba y cuanto se le ocurría que podría soliviantar a la soldadesca. Las maniobras, la falta de víveres, la dureza del mando se toleraban peor cuando gente habituada a recalar con la flota en las bahías de Campania y las ciudades de Grecia tenía que enfrentarse a los Pirineos, a los Alpes y a la interminable extensión de nuestras vías cargada penosamente de armamento. 24 A los ánimos ya caldeados de los soldados arrimó la tea, como suele decirse, Mevio Pudente, uno de los hombres de Tigelino. Éste había sabido engatusar a los más veleidosos o a los que la penuria predisponía a embarcarse en asonadas, y había llegado hasta el punto de que, so pretexto de un con­ vite, cada vez que Galba cenaba en casa de Otón, repartía en­ tre la cohorte de guardaespaldas cien sestercios por cabeza. Otón añadía en secreto recompensas individuales a ese dis­ pendio en apariencia público, y con tal entusiasmo se aplica­ ba al soborno que, a Cocceyo Próculo, un miembro de la guardia imperial que pleiteaba con su vecino por una parte de las tierras, después de adquirir de su propio peculio el campo entero del vecino, se lo regaló — ante la desidia del prefecto, a quien lo mismo se le pasaban las trampas conocidas que las escondidas. 25 Puso entonces al frente del proyecto criminal a Onomasto, uno de sus libertos. Él fue quien sobornó a Barbio Prócu­ lo, enlace de la guardia imperial y a Veturio, asistente22 del mis­ mo cuerpo: cuando descubre entre conversación y conver­ sación que eran taimados y resueltos, les colma de dinero y

22 Respectivamente tesserarius y optio: dos subalternos cuya baja graduación justifica la observación posterior de Tácito.

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promesas, y les cede un capital con que comprar a su vez la complicidad de otros muchos. Dos voluntarios del peloton se hicieron cargo del traspaso del imperio del pueblo roma­ no —y cumplieron su misión. Unos pocos se implicaron en la fechoría; los demás titubeaban y hubo que espolearlos con diferentes tretas: a los soldados que gozaban de privilegios por decisión de Nimfidio, haciéndoles ver que estaban bajo sospecha; al resto de la soldadesca, aprovechando la irritación y la frustración que les causaba el permanente aplazamiento del donativo. Había a quienes enardecía el recuerdo de Nerón y la nostalgia de la indisciplina anterior. Sin distinción, todos compartían el pavor a cambiar de destino. 26 La plaga terminó por infectar también los ánimos de las legiones y los auxiliares23, que ya estaban alterados desde que se supo que la lealtad del ejército de Germania vacilaba. Y a tal punto tenían los malvados preparada la sedición, e inclu­ so los más honrados su encubrimiento, que al día siguiente hubiesen proclamado a O tón al regresar de la cena, si no hu­ biera sido por sus temores de que la noche les diera sorpresas: toda la ciudad estaba salpicada de campamentos y no es fácil que los borrachos se pongan de acuerdo. No les disuadió su preocupación por el Estado — que, sin haber bebido, estaban dispuestos a mancillar con la sangre de su propio príncipe—, sino la posibilidad de que, en lo oscuro, alguien se presentase a los ejércitos de Panonia24 o de Germania haciéndose pasar por Otón, a quien la mayoría no conocía. Los cómplices sofocaron muchos indicios de que la rebe­ lión estaba a punto de estallar. Algo llegó a oídos de Galba, pero impidió que lo tomara en serio el prefecto Lacón, un hombre que desconocía el ánimo de los militares, se oponía a cualquier propuesta, por excelente que fuera, si no la había sugerido él y se negaba a escuchar a los expertos. 27 El 15 de enero, cuando Galba ofrecía un sacrificio ante el templo de Apolo, el harúspice Umbricio le auguró visceras

23 Tropas provistas tradicionalmente por los aliados. 24 Provincia del curso medio del Danubio que abarcaba desde Eslovenia a Hungría.

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sombrías, emboscadas tendidas y un enemigo en casa. Otón — que estaba a su lado— lo oyó y, por razones opuestas, in­ terpretó que el augurio era feliz y favorable para sus propósi­ tos. Y no tardó mucho su liberto Onomasto en anunciarle que le esperaban el arquitecto y los contratistas, cuyo signifi­ cado convenido era que los soldados estaban ya agrupados y la conjura dispuesta. Otón puso esa disculpa a quienes le pre­ guntaron, simulando que quería comprar una finca cuya an­ tigüedad le hacía dudar, y que había decidido revisarla antes. Del brazo de un liberto se marchó al Velabro por la Casa de Tiberio, y de allí al Miliario Áureo25, que queda por debajo del Templo de Saturno. Allí, veintitrés guardias imperiales le saludan como empe­ rador y, aterrado como estaba por el escaso número de quie­ nes le homenajean, se apresuran a sentarlo en una silla para, espada en mano, proclamarlo. Parejo número de soldados se les suman en el camino, unos porque estaban compinchados, la mayoría por el espectáculo; parte entre gritos y ruido de es­ padas, parte en silencio, van animándose a seguir el curso de los acontecimientos. 28 Al mando de la vigilancia del cuartel estaba el tribuno Julio Marcial. Su comportamiento — por las dimensiones que adquiría la repentina insurrección o porque temía que el so­ borno llegaba más a fondo en el campamento y, si se resistía, se arriesgaba a morir— dio motivo a muchos para sospechar que era cómplice. Los demás tribunos y centuriones antepu­ sieron los hechos a un heroísmo poco seguro. Y ese fue el es­ tado de ánimo: pocos se atrevieron a la peor de las fechorías; muchos la desearon; todos la permitieron. 29 Entre tanto, Galba, ajeno a los acontecimientos, moles­ taba con sus sacrificios a los dioses de un imperio que ya no le pertenecía. Entonces le alcanza el rumor de que se ha pro­ clamado emperador en el cuartel a cierto senador; luego, no­ ticias de toda la ciudad confirman que es O tón el proclama­ do. Según con quien se topaba, había quienes exageraban la verdad, víctimas del miedo, y quienes le quitaban importan25 El “Kilómetro 0” de Roma, erigido por Augusto en el Foro,

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cia, incapaces de olvidar la adulación siquiera en esos m o­ mentos. Así que, después de una discusión, se decidió son­ dear los ánimos de la cohorte que tenía encomendada la vigi­ lancia de Palacio; pero no debía hacerlo el propio Galba, cuya autoridad había que conservar intacta como último recurso. Fue Pisón quien se dirigió a los convocados ante la escalinata de la Casa del siguiente modo: “Hoy se cumplen seis días, compañeros de armas, desde que, sin saber qué pasaría ni si debía anhelar o temer ese títu­ lo, me hicieron César. En vuestra mano está el destino de nuestra familia y el del Estado. Y no porque personalmente me asuste un desenlace infausto: después de haber probado la desgracia, lo más que la bonanza me puede enseñar es que no tiene menos peligro. Lo lamento por mi padre, por el Senado y por el propio imperio si es preciso que hoy muramos o, des­ gracia igual para un hombre de bien, que matemos. Consue­ lo del último cambio era que en la Urbe no había corrido la sangre y que el traspaso se hizo sin discordia: creíamos que con la adopción bastaría para que no hubiese enfrentamien­ to, al menos después de Galba. 30 No voy a apelar a mi nobleza o a mi mesura, ni creo ne­ cesario hacer relación de mis virtudes comparándolas con las de Otón. Los vicios de los que él tanto se ufana han bastado para subvertir el imperio, ¡menos mal que era amigo del em­ perador! i Se habrá ganado el imperio con esa pinta y ese gar­ bo, o con esos abalorios de mujer? Se equivocan aquellos a quienes impresiona por espléndido quien no es más que un manirroto: un hombre de esa calaña sabrá dilapidar, pero no sabrá hacer regalos. El anda pensando en el sexo, en juergas y en compañía femenina: se imagina que ésas son las grati­ ficaciones del Principado, de las cuales espera quedarse en exclusiva con los placeres y los antojos, y repartir con todos el bochorno y la deshonra. Lo cierto es que nadie empleó con honradez el poder que obtuvo con infamias. Galba fue elegido por consenso de toda la humanidad; a mí, Galba me nombró César contando con vuestro consenti­ miento. Si el Estado, el Senado y el Pueblo son ya palabras va­ cías, os interesa a vosotros, compañeros, que no sea la canalla quien elija emperador. De vez en cuando hay noticias de al­ [72-]

guna rebelión de las legiones contra sus mandos; la fama de vuestra lealtad, en cambio, se ha mantenido intacta hasta la fecha. Y fue Nerón quien os abandonó, no vosotros a Nerón. ¿Van a designar emperador una treintena escasa de traidores y desertores a quienes nadie permitiría que eligieran a su centu­ rión o a su tribuno? ¿Toleráis ese precedente y os hacéis reos del mismo delito con vuestro silencio? Este desgobierno tras­ cenderá a provincias y nosotros seremos víctimas del crimen, vosotros, de la guerra. Y no sacaréis más de la muerte de un príncipe que de vuestra inocencia, porque no pagarán mejor otros el crimen que nosotros la lealtad.” 31 Dispersa la guardia imperial, el resto de la cohorte no hizo caso omiso a la arenga y la generala se aprestó, como su­ cede en los momentos de confusión, más bien a lo loco y sin un plan, unos sin saber qué hacer, otros, según se creyó lue­ go, porque disimulaban su traición. También se envió a Ma­ rio Celso a parlamentar con los miembros del ejército de Ilírico que acampaban en el Pórtico de Vipsanio26 y se dieron instrucciones a los primipilares Amulio Sereno y Domicio Sa­ bino para que hiciesen venir del Atrio de la Libertad27 a los soldados de Germania. Galba desconfiaba de la legión de ma­ rinería, a la que había diezmado nada más entrar en Roma y rencorosa por ello. Al cuartel de los pretorianos acuden los tribunos Cetrio Se­ vero, Subrio Dextro y Pompeyo Longino, por ver si podía avenirse a mejores razones la sedición recién brotada antes de que madurase. Los soldados vierten amenazas sobre Subrio y Cetrio, y a Longino lo reducen con golpes y lo desarman: su promoción se debía a su amistad con Galba y no al reglamen­ to militar, y eso le hacía leal a su príncipe particular y más sos­ pechoso para los pérfidos. La legión de marineros se une a los pretorianos sin dudarlo; los miembros del ejército de Ilírico reciben a Celso con las picas enhiestas. Los estandartes ger­

26 Soportales ajardinados en la zona donde actualmente confluyen la Via del Corso y la del Tritone. 27 El edificio donde se encontraban los archivos de los censores, en algún lugar cerca de la Curia.

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mánicos siguieron indecisos un tiempo porque las fuerzas to­ davía estaban exhaustas y los ánimos sedados: después de que Nerón los hubiera enviado a Alejandría y regresaran enfermos por la larga travesía, Galba los colmaba de cuidados sin repa­ rar en gastos. 32 La muchedumbre llenaba ya Palacio: libres y serviles mezclados reclamaban a gritos escandalosos la muerte de O tón y la ejecución de los conspiradores, con el mismo áni­ mo que si estuviesen reclamando algún entretenimiento en el circo o en el teatro. No les guiaba la razón o la verdad, por­ que en el mismo día iban a reclamar lo contrario con el mis­ mo ímpetu, sino la costumbre de adular a cualquier empera­ dor arraigada entre quienes tienen licencia para el aplauso y el fervor gratuito. Entre tanto, Galba se debatía entre dos opiniones. Tito Vi­ nio proponía resistir dentro de la Casa, poner a los esclavos en primera línea, asegurar los accesos y no salir al encuentro de los descontentos: había que dar tiempo a los malvados para arrepentirse y a los honrados para concertarse. Al crimen le conviene la prisa, a la cordura, la paciencia. En último ex­ tremo, argumentaba, y si había motivos, la misma libertad tendrían para salir más tarde, porque volver, si había que la­ mentarlo, sería arbitrio ajeno. 33 Los demás pensaban que había que darse prisa antes de que creciera una conjura todavía débil y asunto de pocos: tam­ bién Otón se echaría a temblar — él, que se había escurrido a escondidas y puesto en manos de desconocidos, estaría ensa­ yando ahora, por culpa de la indecisión y la parálisis de quie­ nes pierden el tiempo, el papel de príncipe. No hay que espe­ rar, decían, a que, después de controlar el cuartel, ocupe el Foro y, delante de los ojos de Galba, marche hasta el Capitolio, mientras un excelente emperador y sus valientes amigos —al menos de puertas adentro— se encierran en la Casa dispues­ tos por lo visto a soportar el asedio. ¡Y menuda ayuda iban a encontrar en los esclavos cuando se desvaneciera el acuerdo entre muchedumbre tan numerosa y, lo más importante, la in­ dignación inicial! Aquello era tan inseguro como oprobioso. Aunque fuera para caer, había que enfrentarse a la encrucijada: eso empañaría la imagen de O tón y honraría la propia. t74]

Vinio rechazaba esta opinion hasta que Lacón le espetó una sarta de amenazas. Le animaba Icelo, empeñado en convertir su inquina personal en la ruina del Estado. 34 Galba ya no dudó más y se inclinó por la propuesta más sugestiva. Sin embargo se decidió enviar a Pisón por delante al cuartel, porque era joven, con gran renombre, distiguido re­ cientemente por el favor imperial y, además, hostil a Tito Vi­ nio — o, si no lo era de verdad, porque los descontentos así lo querían, y es más fácil dar crédito al rencor. Nada más salir Pisón, se extendió el rumor, al principio vago e inseguro, de que se había dado muerte a O tón en el cuartel. Luego, como sucede con los grandes embustes, algu­ nos afirmaban que ellos habían intervenido y lo habían visto: el chisme lo creyeron los que se alegraban y a quienes nada importaba, y se llenaron de júbilo. Muchos pensaban que el rumor lo habían inventado y propalado otonianos ya infiltra­ dos, quienes en falso habrían divulgado las alegres nuevas para hacer salir a Galba. 35 Entonces no sólo el pueblo y la plebe ignorante prorrum­ pió en aplausos y efusiones desaforadas, sino que incluso nume­ rosos caballeros y senadores, olvidando cualquier precaución una vez pasado el miedo, forzaron las puertas de Palacio y se precipitaron al interior para mostrarse ante Galba. Se lamenta­ ban de que otros les hubiesen arrebatado la oportunidad de la venganza —sobre todo los más cobardes, quienes, amedrenta­ dos en los momentos de peligro como los hechos demostraron, eran ahora un derroche de palabras y feroces de boquilla. Na­ die sabía y todos aseveraban, mientras Galba, derrotado por la penuria de verdades y la unanimidad del error, con la coraza puesta, sin edad ni fuerzas para resistirse a la turba que había irrumpido, se dejaba llevar en una silla. El guardia imperial Ju­ lio Atico le salió al paso en los aledaños de Palacio mostran­ do una espada ensangrentada y exclamó que él mismo había dado muerte a Otón. Galba le replicó: “Y, ¿quién te dio la or­ den, camarada?” Su coraje a la hora de atajar la indisciplina militar era extraordinario, su ánimo, imperturbable frente a las amenazas e inasequible a los sobornos y las zalamerías. 36 En el cuartel se habían disipado todas las dudas, y tan enardecidos estaban que, como no les bastaba con arroparle [75]

entre filas y cuerpos, dejaron a O tón en medio de las enseñas, subido a una peana que hasta poco antes sostenía una esta­ tua de Galba fundida en oro, y lo rodearon con sus estandar­ tes. Y ni los tribunos ni los centuriones podían acercarse: por si fuera poco, eran los soldados rasos los que daban las órde­ nes de vigilar a los mandos. Todo era un estruendo de aclama­ ciones, tumulto y mutuas arengas, no como entre el pueblo y la plebe, que se manifiestan con gritos desacordes de enerva­ da adulación, sino que, conforme avistaban a otro soldado que concurría, le estrechaban la mano, lo abrazaban con sus armas, lo ponían al lado y se apresuraban a tomarle juramen­ to. El emperador se comprometía con los soldados y luego los soldados se comprometían con el emperador. Y O tón se prestaba: reverenciaba a la chusma con los brazos abiertos, les tiraba besos y se sometía a cualquier servidumbre con tal de ser el amo. Después de tomar juramento a la legión de marinería en bloque, confiado ya en sus fuerzas y pensando que había que inflamar también colectivamente a los que hasta ahora había soliviantado uno por uno, tomó la palabra desde la empaliza­ da del cuartel: 37 “No sabría decir, compañeros de armas, en calidad de qué me dirijo a vosotros, porque ni me atrevo a presentarme como un particular después de que vosotros me hayáis nom ­ brado príncipe, ni como un príncipe mientras el imperio sea de otro. Tampoco habrá certeza de vuestro nombramiento en tanto haya duda de si tenéis en el cuartel al emperador del pueblo de Roma o a su adversario. ¿No oís cómo se reclama al mismo tiempo mi condena y vuestra ejecución? Lo que sí es evidente es que, muramos o nos salvemos, sólo lo haremos juntos. Y ya adelantó Galba una muestra de la clemencia que nos reserva cuando, sin que nadie se lo pidiera, diezmó a tantos millares de soldados que no tenían la menor culpa. El horror se adueña de mí al recordar la funesta entrada en Roma y la única victoria de Galba: cuando, a la vista de todos los romanos ordenó aniquilar a quienes, tras rendirse y supli­ car, había tomado juramento de lealtad. Quien con semejantes augurios entró en la Urbe, ¿qué otra gloria ha añadido al Principado si no las muertes de Obultro[76]

nio Sabino y Cornelio Marcelo en Hispania, de Betuo Cilón en Galia, de Fonteyo Capiton en Germania, de Clodio Ma­ cro en Africa, de Cingonio en el camino, de Turpiliano en la Capital, de Nimfidio en el cuartel? ¿Qué provincia, por re­ mota que sea, qué campamento queda sin mancillar y ensan­ grentar o, como diría él mismo, sin enmendar y corregir? Por­ que lo que otros llaman crímenes, él lo llama remedios. A todo le da un nombre falso: a la crueldad dice rigor, a la tacañería, ahorro, a las torturas y abusos que sufrís, disciplina. Sólo han pasado siete meses, e Icelo ha robado más de lo que Políclito, Vatinio y Egíalo28 sacaron juntos. Tito Vinio no se hubiese empleado con más codicia y arbitrariedad si él mis­ mo fiiese el emperador: ahora nos tiene sometidos como si fuésemos de su propiedad, y nos desprecia como si pertene­ ciéramos a otro. Sólo con su hacienda hay suficiente para el donativo que nunca recibís y con el que todos los días se os sermonea... 38 Y para que no quedase siquiera esperanza en su sucesor, Galba llamó del destierro al hombre más parecido a él en malhumor y cicatería que pudo encontrar. Por la tor­ menta pudisteis notar, soldados, cómo hasta los dioses se oponen a esa infausta adopción. Una y la misma es la actitud del Senado y del pueblo ro­ mano: aguardan vuestra hombría, en la que descansa la forta­ leza de los propósitos honestos, y sin la cual de nada valen por muy excelentes que sean. No os llamo a la guerra y al pe­ ligro: las armas de todos los soldados están de nuestro lado. Ahora mismo, no hay una cohorte de civiles defendiendo a Galba, sino vigilándolo. En cuanto os divisen, a una señal mía, no habrá más que una competición: a ver quién me hace sentir más en deuda. No hay tiempo para las dudas en una empresa que sólo puede elogiarse si se lleva a efecto”. Ordenó luego abrir el armero. Inmediatamente se precipi­ tan sobre las armas haciendo caso omiso del reglamento cas­ trense, de modo que apenas podía distinguirse entre pretoria­ nos y legionarios por sus emblemas; mezclan cascos y escudos de auxiliares sin que ninguno de los centuriones o tribunos se 28 Libertos de Nerón.

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lo ordenase, cada uno jefe e instigador de sí mismo. Y el prin­ cipal estímulo de los peores era que los buenos estaban deso­ lados. 39 A Pisón le había acobardado el estrépito de la revuelta, cada vez mayor, y los gritos que retumbaban hasta las calles de la ciudad; y como, entretanto, el cortejo de Galba se aproxi­ maba al Foro, había ido a su encuentro. También Mario Cel­ so había regresado con malas noticias mientras unos pensaban que había que regresar a Palacio, otros, que había que dirigir­ se al Capitolio y no pocos aconsejaban ocupar los Mascaro­ nes. La mayoría se limitaba a contradecir las opiniones de los demás y, como suele suceder en las discusiones sin salida, la mejor parecía aquélla cuya oportunidad ya había pasado. Se cuenta que Lacón planeaba matar a Tito Vinio a espal­ das de Galba, bien filera para aplacar con su castigo los áni­ mos de los soldados o porque le creía cómplice de Otón o, en fin, simplemente por odio. El momento y el lugar le tenían in­ deciso, porque una vez desatada la muerte, es difícil ponerle coto. Terminaron por alterar su plan las noticias alarmantes y la desbandada de los más allegados, una vez que se disipó el entusiasmo de quienes antes habían exhibido eufóricos su leal­ tad y su coraje. 40 A Galba lo llevaba de acá para allá el impulso oscilante del gentío, que atestaba las basílicas y los templos como si se hubiese congregado para asistir a algún espectáculo. El pue­ blo y la plebe no proferían ni un sonido, sino que a todo pres­ taban oído y atención con gesto absorto. Ni había alboroto ni había calma: así es el silencio de un gran miedo y una gran furia. Sin embargo, a O tón le dieron aviso de que la plebe se estaba armando: ordena cargar y capturar las posiciones de peligro. Así que los soldados de Roma, como si fuesen a expul­ sar a Vologeses o a Pácoro del trono ancestral de los Arsácidas29 y no a degollar a su propio emperador, viejo e indefen­ so, irrumpen en el Foro armados pavorosamente y al galope, disuelven a la muchedumbre y pisotean el Senado con los cascos de sus caballos. Ni la contemplación del Capitolio, ni 29 La dinastía imperante entre los partos.

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la presencia sagrada de los templos aledaños ni la imagen de los príncipes pasados y por venir les disuadió de cometer un crimen cuya venganza corresponde siempre al sucesor. 41 Ante la inminencia de la tropa armada, un portaestan­ dartes de la cohorte que acompañaba a Galba (se da el nom­ bre de Atilio Vergilión) arrancó de su enseña la efigie de Gal­ ba y la arrojó al suelo. A esa señal, todos los soldados se ma­ nifestaron de parte de Otón, el pueblo desalojó el Foro a la carrera y los dardos apuntaron a los indecisos. Junto al Lago de Curcio, los porteadores de Galba sintieron pánico, volca­ ron la silla y lo hicieron rodar por los suelos. Se nos han trasmitido versiones discrepantes de sus últimas palabras. Dependiendo de si le despreciaban o le admiraban, unos autores aseguran que preguntaba implorante de qué mal era culpable, y suplicaba unos pocos días de plazo para pagar el donativo; son más los que relatan que se aprestó a ofrecer el cuello a sus verdugos: “Vamos”, les animó, “herid si pensáis que beneficia al Estado”. A los asesinos no les importaron sus palabras. Del verdugo no se sabe mucho: según algunos fue un vetera­ no que se llamaba Terencio, según otros, Lecanio; más corrien­ te es la tradición de que Camurio, un soldado de la XVa Legión, le hundió la espada en la garganta. Los demás le mu­ tilaron espantosamente piernas y brazos, pues llevaba prote­ gido el pecho. La mayoría de las estocadas se infligieron con salvaje ferocidad contra un cuerpo ya decapitado. 42 A continuación atacaron a Tito Vinio. También hay du­ das sobre si enmudeció presa del miedo o a voces insistía en que O tón no había ordenado su ejecución. Y esto último, o bien se lo inventó despavorido o reconoció así su complici­ dad en la conjura. La fama de su vida hace pensar más bien en lo segundo: que fuera cómplice de un crimen del que era causante. Cayó frente al Templo del Divino Julio, primero de un tajo en la corva, luego, el legionario Julio Cario lo atrave­ só de parte a parte. 43 Nuestra era conoció aquel día al insigne varón Sempro­ nio Denso. Este centurión de la cohorte pretoriana, a quien Galba había encomendado la custodia de Pisón, desenvainó su daga y se enfrentó a los hombres armados. Recriminándo[79]

les sus actos y atrayendo sobre él con gritos y empujones a los asesinos, permitió la fuga de Pisón pese a que estaba herido. Pisón se refugió en el Templo de Vesta, donde el esclavo pú­ blico que lo atendía se apiadó de él. Oculto en su cubil, apla­ zaba una muerte inminente amparado no ya por lo sagrado del santuario, sino por lo recóndito. Llegaron entonces como desaforados a quienes O tón había enviado expresamente para matarle: Sulpicio Floro, de las cohortes de Britania, a quien Galba había concedido recientemente la ciudadanía, y el guar­ dia imperial Estayo Murco. Lo sacaron a rastras y lo acribilla­ ron a las puertas del templo. 44 Cuentan que ninguna muerte produjo a Otón mayor alegría, que ninguna otra cabeza había escrutado con ojos tan ávidos, tal vez porque en aquel momento por vez primera su espíritu se veía libre de inquietudes y podía abandonarse al gozo, o tal vez porque, si el recuerdo de la majestad de Galba o de la amistad en el caso de Tito Vinio podían empañar con un tinte de tristeza sus crueles entrañas, creía que para ale­ grarse de la muerte de un enemigo y un rival como Pisón le asistían el derecho humano y el divino. Ensartadas en picas, las cabezas fueron paseadas entre las enseñas de las cohortes, junto al águila de una legión, mien­ tras competían por mostrar sus manos ensangrentadas los eje­ cutores, los participantes, los que con motivo o sin él se ufa­ naban de la fechoría como de algo hermoso y memorable. Más de ciento veinte solicitudes de recompensa por alguna acción notable durante la jornada se encontró Vitelio más tar­ de: ordenó arrestar a todos y darles muerte, no por honrar a Galba, sino por la costumbre arraigada entre los príncipes de asegurar el presente y vengar el porvenir. 45 Cualquiera diría que el Senado era distinto, que el pue­ blo había cambiado: todos corrían hacia el cuartel, se ade­ lantaban unos a otros, peleaban por llegar los primeros; in­ sultaban a Galba, elogiaban la decisión de la tropa, cubrían de besos la mano de Otón. Cuanto más falsos eran sus gestos, más los prodigaban. Y Otón los acogía de uno en uno, mien­ tras de palabra y con ademanes procuraba sosegar el ánimo soliviantado y amenazante de los soldados. Exigían el sacrifi­ cio de Mario Celso, cónsul designado y amigo fiel de Galba [8o]

hasta el trance final, ofendidos por su energía y su probidad como si fueran trapacerías. Era evidente que eso señalaría el inicio de la matanza y el saqueo, el principio del fin de la gen­ te de bien. Otón no tenía todavía autoridad para impedir los crímenes, pero sí para ordenarlos. Así que, fingiendo enfado, dio orden de que se encadenase a Celso y, con la promesa de que había de sufrir castigo más severo, lo sustrajo a una muer­ te inminente. 46 Luego, todo discurrió al arbitrio de los soldados. Por su cuenta eligieron a los prefectos del pretorio: a Plocio Firmo —un antiguo soldado raso que a la sazón estaba al frente de los Vigiles y que se había sumado al bando de Otón cuando Galba aún estaba vivo— se le añade Licinio Próculo, al pre­ sumirse que, por su estrecha vinculación con Otón, había se­ cundado sus propósitos. Al mando de las cohortes urbanas ponen a Flavio Sabino, siguiendo el criterio de Nerón, bajo cuyo régimen había ejercido el mismo cargo. Muchos veían en él la imagen de su hermano Vespasiano. Se exigió la supresión de las exenciones de servicio que se pagaban habitualmente a los centuriones, una especie de im­ puesto que los soldados debían hacer efectivo cada año. Uno de cada cuatro estaba de permiso o haraganeaba dentro del propio campamento si había saldado sus cuentas con el cen­ turión, y a nadie le importaba el m onto del impuesto ni la manera en que se costeaba: compraban el rebaje a base de hurtos y atracos o realizando funciones de esclavo. Encima, los soldados más adinerados se veían abrumados de faenas y abusos hasta que compraban su exención. Cuando, arruina­ dos por los gastos, languidecían de indolencia, regresaban al servicio empobrecidos en lugar de adinerados, perezosos en lugar de trabajadores. Y así, uno tras otro, envilecidos por la misma penuria y la misma indisciplina, se veían abocados a la rebeldía, a la discordia y, finalmente, a la guerra civil. Pero Otón, a fin de que su generosidad con la soldadesca no le granjease la aversión de los centuriones, prometió que pagaría las exenciones anuales con dinero del fisco imperial. Esta fue, sin lugar a dudas, una medida útil y sancionada en lo sucesi­ vo por los buenos príncipes con su permanencia en las orde­ nanzas. [Si]

Al prefecto Lacón, aparentando que se le iba a confinar en una isla, lo apuñaló un veterano que Otón había enviado para matarlo. Marciano Icelo fue ejecutado en público, como corresponde a un liberto. 47 La última de las desgracias de una jornada que transcu­ rrió entre crímenes fue la alegría. El pretor urbano convoca el Senado; el resto de los magistrados rivaliza en adulaciones; los senadores acuden a la carrera. Para O tón se decretan la po­ testad tribunicia, el título de Augusto y todas las dignidades del Principado, mientras cada cual se esfuerza por hacer olvi­ dar las injurias e insultos que, lanzados al alimón, nadie pudo advertir si habían calado en su ánimo: la brevedad de su man­ dato dejó sin aclarar si había ignorado las ofensas o las dejó para otro momento. Transportaron a O tón a través de un Foro todavía ensan­ grentado y sorteando cadáveres hasta el Capitolio y de allí a Palacio: después, permitió que los cuerpos fueran sepultados o incinerados. Al de Pisón dio reposo su esposa Verania y su hermano Escriboniano; al de Tito Vinio, su hija Crispina. Para ello tuvieron que localizar y comprar sus cabezas, que los ase­ sinos habían guardado para su venta. 48 Pisón estaba a punto de cumplir treinta y un años. Su fama fue mejor que su suerte. A sus hermanos Magno y Craso les habían dado muerte, respectivamente, Claudio y Nerón. El mismo, después de un largo destierro, fue César por cuatro días: su precipitada adopción, en la que fue preferido a su her­ mano mayor, sólo le sirvió para morir antes que él. Tito Vinio pasó sus cuarenta y siete años de vida con un comportamiento voluble. La familia de su padre contaba con pretores entre sus antepasados; su abuelo materno había sido un proscrito. El comienzo de su servicio militar fue escanda­ loso: había tenido por legado a Calvisio Sabino, cuya esposa sintió el feo antojo de curiosear el campamento. Entró por la noche con uniforme de soldado y, después de profanar los puestos de guardia y demás dependencias militares con idén­ tica desfachatez, se atrevió a cometer adulterio en la plana ma­ yor: y del delito se acusaba a Tito Vinio. Así que, por orden del César Gayo lo cargaron de cadenas. Luego, liberado por el cambio de circunstancias, avanzó sin contratiempo en su

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carrera política. Tras la pretura se le confió una legión y pro­ bó su valía. Más tarde, se vio salpicado por una acusación de especial vileza: al parecer había robado una copa de oro en un banquete ofrecido por Claudio, y éste ordenó al día si­ guiente que Vinio fuera el único al que se sirviera en vajilla de barro. Pero, como procónsul, Vinio dirigió la Galia Narbo­ nense con rigor y honestidad. Luego, su amistad con Galba lo arrastró al abismo. Era decidido, taimado, emprendedor y, se­ gún hacia dónde le inclinase el instinto, depravado o laborio­ so con la misma energía. La enorme riqueza de Tito Vinio hizo inútil su testamento; en cambio, la pobreza garantizó el respeto a la última volun­ tad de Pisón. 49 Al cadáver de Galba, que había quedado abandonado y en ese tiempo había sufrido todo tipo de vejaciones al ampa­ ro de la oscuridad, el mayordomo Argio, uno de sus siervos más antiguos, rindió humilde sepelio en el jardín particular del difunto. La cabeza, ensartada y desfigurada por las zarpas de cantineros y palafreneros, fue hallada al día siguiente ante el túmulo de Patrobio (un liberto de Nerón a quien Galba ha­ bía condenado), y restituida al cuerpo ya incinerado. Ése fue el final de Servio Galba. Durante setenta y tres años había sobrevivido a cinco príncipes siempre con éxito — un hombre más afortunado cuando mandaron otros que cuando él mismo tuvo el poder. Su familia era de antiguo abolengo, muy rica: él tenía un talento mediocre, y su moral se mantuvo más bien al margen de los vicios que dentro de la virtud. Ni descuidó ni traficó con la fama. No codició el dinero ajeno; con el suyo fue par­ co, con el público, avaro. Condescendía sin límite con sus amigos y libertos cuando daba con buena gente; si resultaban malvados, ignoraba su conducta hasta la complicidad. Pero su ilustre cuna y el miedo en que se vivía indujeron a tomar por sabiduría lo que en realidad era desidia. Mientras sus fuerzas le asistieron, cosechó gloria militar en Germania. Gobernó África con moderación y, ya entrado en años, Hispania Cite­ rior con equidad comparable: mientras sólo fiie un particular pareció más que un particular, y todo el mundo le habría con­ siderado un emperador idóneo si no hubiese llegado a serlo. [83]

50 Sobrecogida y amedrentada a un tiempo por la atroci­ dad del reciente crimen y por los conocidos hábitos de Otón, la Urbe se vio sacudida, además, por las noticias sobre Vitelio, acalladas antes de la muerte de Galba a fin de que se creyera que la rebeldía sólo afectaba al ejército de Germania Superior. Entonces no sólo los senadores y los caballeros — quienes, al fin y al cabo, comparten las responsabilidades del Estado—, sino incluso la muchedumbre dio públicas muestras de deso­ lación por el hecho de que, de todos los mortales, el destino parecía haber elegido para causar la perdición del imperio a los dos peores en desvergüenza, cobardía y frivolidad. Y no sólo se hablaba ya de los recientes ejemplos de una paz inmisericorde, sino que se traían a colación los preceden­ tes de las guerras civiles, cuando la ciudad de Roma había sido tomada una y otra vez por sus propias tropas, Italia devasta­ da, las provincias asoladas — se recordaba a Farsalia y Filipos, a Perusa y Módena30, nombres bien conocidos de públicas calamidades. También estuvo el orbe a punto del colapso cuando eran los buenos los que peleaban por el Principado, se decía, pero Gayo Julio31 había preservado el imperio des­ pués de su victoria, como lo había preservado el César Augus­ to. Si, en lugar de ellos, los vencedores hubieran sido Pompeyo y Bruto, se hubiese conservado una República. Pero ahora, ¿por quién había que acudir a rezar a los templos?, ¿por Otón o por Vitelio? Oración blasfema sería cualquiera de ellas, de­ testable cualquier ofrenda en nombre de dos personajes so­ bre cuyo enfrentamiento una cosa estaba clara: el vencedor habría de ser el más abominable. Había quienes especulaban sobre Vespasiano y el ejército de Oriente y, puesto que Ves­ pasiano era más capaz que los dos, preveían con horror otra guerra más y otra calamidad. Además, Vespasiano no tenía una fama intachable: sólo él, de todos los príncipes que le precedieron, cambió para mejor.

30 Escenarios de célebres batallas en la sucesivas guerras civiles que enfren­ taron a los romanos durante los años 40 del siglo i a.C. 31Julio César.

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La r e b e l i ó n d e V i t e l i o

51 Abordaré ahora los inicios y las causas de la revuelta de Vitelio. Después de aniquilar a Julio Víndice con todas sus tro­ pas, el ejército estaba exultante de botín y de orgullo: como re­ sultado de su victoria en una guerra en la que, sin riesgos ni esfuerzo, había obtenido incalculables beneficios, prefería ahora la campaña al acuartelamiento, la recompensa a la sol­ dada. Durante largo tiempo las tropas habían soportado un servicio mal pagado, endurecido por el carácter de la tierra y del cielo y el rigor de una disciplina que, inexorable en tiem­ po de paz, relajan las contiendas civiles —cuando por ambos bandos circula el soborno y la traición queda sin castigo. Sobraban hombres, armas y monturas para usar y para ex­ hibir. Pero antes de la guerra cada quien sólo conocía su cen­ turia o su escuadrón: a los ejércitos los separaban las fronteras provinciales. Concentradas contra Víndice, las legiones llega­ ron a familiarizarse con las Galias y consigo mismas: luego querían más armas y más conflictos. A quienes antes fueron aliados los llamaban ahora enemigos o vencidos. Por si eso fuera poco, la parte de la Galia colindante con el Rin tomó partido por ellos y se convirtió en la más feroz instigadora contra quienes, harta ya del nombre de Víndice, llamaba “galbianos”. Así que, dirigiendo su odio contra los sécuanos, los eduos y, a continuación, contra cualquier comunidad con fama de opulenta, se dejaron sugestionar por asedios de ciu­ dades, devastaciones de cultivos y rapiña de hogares. Además de la avaricia y la soberbia —principales defectos de los fuer­ tes— les exasperaba la insolencia de los galos que, para escar­ nio del ejército, presumían de que Galba les había hecho re­ misión de la cuarta parte de sus impuestos y donaciones pú­ blicas. Se añadió un rumor difundido con astucia y que la inconsciencia hacía creíble: las legiones estaban siendo diez­ madas y los centuriones más activos, destituidos. De todas partes llegaban noticias espantosas y de Roma, malos augu­ rios. Lyon se declaró desafecta y su obstinada lealtad a Nerón hizo que los rumores proliferaran. Pero el material que nutría con más abundancia la credulidad o la inventiva se encontrat8 5]

ba en los propios campamentos: era el odio, el miedo y, al so­ pesar sus propias fuerzas, la confianza. 52 A finales de noviembre del año anterior32, Aulo Vitelio había hecho su entrada en la Germania Inferior. Se presentó en los campamentos de invierno con paños calientes para las legiones: la mayoría recuperó su rango, se suspendieron las degradaciones, se levantaron las sanciones. Muchas de estas medidas obedecían a un intento de ganarse voluntades, pero algunas eran razonables, entre ellas las que habían transfor­ mado de raíz la sórdida cicatería mostrada por Fonteyo Capi­ tón para conferir o retirar empleos militares. Y pese a que se limitaba a actuar como legado consular, a todo lo que hacía se le daba más trascendencia. Si, para los partidarios de la dis­ ciplina, Vitelio se estaba humillando, sus simpatizantes lla­ maban buen carácter y bondad al hecho de que sin mesura ni juicio regalase lo propio y prodigase lo ajeno. Las ganas de be­ neficiarse hacían ver virtudes donde sólo había defectos. Igual que había gente prudente y tranquila, en los dos ejér­ citos había malvados y agitadores. De ambiciones desme­ didas y especial temeridad eran los legados de las legiones Alieno Cécina y Fabio Valente. Éste último se había vuelto contra Galba, a quien acusaba de haber dejado pasar sin agradecimiento el que hubiera descubierto los titubeos de Verginio y reprimido los propósitos de Capitón. Soliviantaba a Vitelio haciéndole ver la efervescencia del ejército: le decía que gozaba de una fama universal y que no encontraría el me­ nor reparo en Hordeonio Flaco. Britania se pondría a su lado y detrás vendrían los auxiliares de Germania. Las provincias no habían comprometido su lealtad, el poder del viejo era precario y no tardaría en hacer traspaso: no tenía más que abrir los brazos y dar la bienvenida a la fortuna que venía a su encuentro. Verginio —añadía— había dudado no sin motivo: su fami­ lia era ecuestre y su padre, un desconocido. No hubiese esta­ do a la altura del poder si lo hubiera recibido y, rechazándo­ lo, estaba a salvo. En cambio, el padre de Vitelio había sido 32 68 d.C.

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tres veces cónsul, censor, colega del César33: eso inevitable­ mente convertía a su hijo en candidato a emperador y le reti­ raba la salvaguarda del simple particular. Con estas ideas hacía mella en un carácter apocado, avi­ vando así aún más sus deseos que sus esperanzas. 53 Por su parte, en la Germania Superior, Cécina, un joven atractivo, de cuerpo enorme y espíritu insaciable, ágil de pa­ labra y porte erguido, encandilaba el ánimo de los soldados. Pese a su juventud, Galba lo había puesto al mando de una le­ gión después de que se pasase a su bando sin vacilar siendo cuestor en la Bética. Más tarde, cuando se descubrió que ha­ bía desviado dinero público, ordenó que se le juzgase por malversación. Cécina, resentido, decidió revolverlo todo y restañar con los males del Estado sus heridas privadas. En el ejército estaban ya las semillas de la discordia, porque había participado al completo en la guerra contra Víndice, no se había pasado al bando de Galba hasta que la muerte de Ne­ rón fue un hecho y en el acto de juramento se le habían ade­ lantado los estandartes de la Germania Inferior. Además, los tréviros y língones, y las otras comunidades a las que Galba había afligido con severísimos edictos y mermas de territorio, habían estrechado relaciones con los campamentos de las le­ giones. El resultado eran conversaciones sediciosas, soldados más venales por el trato con paisanos y la sensación de que cualquier otro se beneficiaría del apoyo ofrecido a Verginio. 54 Siguiendo la antigua costumbre, los língones habían en­ viado las diestras34 como regalo a las legiones, símbolo de hospitalidad. Sus emisarios, con aspecto compungido y triste, enardecían los ánimos lamentándose por los puestos de man­ do y los barracones de las ofensas de que eran víctimas y de las recompensas a los vecinos y, cuando encontraban quien quisiera escucharles, de los peligros y agravios del propio ejér­ cito. Y poco faltaba para el amotinamiento cuando Hordeonio Flaco ordena que los emisarios se marchen y, para que su partida pase más desapercibida, que salgan del cuartel por la

33 Del emperador Claudio. 34 Se trata de manos enlazadas hechas de bronce o plata.

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noche. De ahí el siniestro rumor: la mayoría sostenía que ha­ bían sido ejecutados y, si no tomaban precauciones, lo si­ guiente sería que los soldados más atrevidos y que se habían quejado de la situación morirían al amparo de la oscuridad y sin que los demás lo supieran. Las legiones quedaron com­ prometidas por un pacto secreto; a los auxiliares se les invita con suspicacia inicial, por el temor de que, rodeadas como es­ taban por sus cohortes y regimientos de caballería, se prepa­ rase un ataque contra las legiones. Luego, ellos abrazarían aún con más decisión estos propósitos, porque el consenso entre los malvados es más fácil para la guerra que para la concordia en tiempo de paz. 55 Sin embargo, las legiones de la Germania Inferior se avi­ nieron a proclamar su adhesión a Galba en el solemne jura­ mento del primero de enero no sin grandes titubeos: en las primeras filas se escucharon voces esporádicas, los demás, en silencio, esperaban a que los de alrededor tomasen la iniciati­ va, porque es enraizada actitud humana la de secundar con presteza lo que nadie se atreve a emprender. Lo cierto es que entre los propios legionarios no había unanimidad: los de la Ia y la Va llegaron al punto de arrojar piedras a las estatuas de Galba; las legiones XVa y XVIa, sin atreverse a pasar de los abucheos y las amenazas, miraban a todos lados esperando el inicio del estallido. Pero en el ejército de la Germania Superior, las legiones IVa y XXIIa, convocadas el mismo primero de enero en los acuar­ telamientos que compartían35, destrozaron las estatuas de Gal­ ba. La IVa Legión, con más decisión, la XXIIa, remisa; al final, de común acuerdo. Y para que no diera la impresión de que se faltaba el respeto al imperio, invocaban en su juramento la fórmula ya caduca del “Senado y el Pueblo de Roma”. Nin­ guno de los tribunos ni de los legados hizo el menor esfuerzo en favor de Galba: en medio de la confusión, muchos se des­ tacaron como alborotadores. Sin embargo, nadie tomó la pa­ labra para arengar desde la tribuna —y es que no había toda­ vía un hombre de quien pudiera esperarse agradecimiento. 35 En Mogontiacum, la actual Maguncia.

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56 El legado consular Hordeonio Flaco asistía al escándalo como un espectador. Sin atreverse a hacer frente a los soli­ viantados, ganarse a los dubitativos o dar ánimos a los hones­ tos, indeciso y atemorizado, se hizo culpable de cobardía. Cuatro centuriones de la XXII3 Legión, Nonio Recepto, Donacio Valente, Romilio Marcelo y Calpurnio Repentino, in­ tentaron proteger las estatuas de Galba: los soldados se aba­ lanzaron sobre ellos, los redujeron y cargaron de cadenas. Y ya no quedó lealtad ni recuerdo del anterior juramento, sino que, como sucede en los amotinamientos, todos se pusieron donde estaba la mayoría. Durante la noche que siguió al primero de enero, se pre­ sentó en Colonia un aquilifero de la IVa Legión y comunicó a Vitelio, mientras éste cenaba, que las legiones IVa y XXIIa, después de derribar las estatuas de Galba, habían jurado en el nombre del Senado y el Pueblo de Roma. El juramento le pa­ reció un sinsentido: lo que había que hacer era aprovechar que la fortuna no se había decantado y ofrecerse como prín­ cipe. Vitelio envió a legiones y legados emisarios con el anun­ cio de que el ejército de Germania Superior ya no obedecía a Galba, así que o combatían contra los rebeldes o, si preferían la concordia y la paz, nombraban emperador —y era menos arriesgado, concluía, aceptar al que se ofrecía que ponerse a buscar uno. 57 El campamento de la Ia Legión era el más cercano y Fa­ bio Valente el más resuelto de los legados. Éste hizo su entra­ da al día siguiente en Colonia con la caballería de la legión y de los auxiliares y saludó a Vitelio como emperador. Las le­ giones de la misma provincia compitieron en celo por secun­ darle, y el ejército de la Superior, olvidándose de la palabrería sobre el Senado y el Pueblo de Roma, se puso a las órdenes de Vitelio el 3 de enero: nadie diría que los dos días previos ha­ bían servido a un gobierno republicano... Los agripinenses36, tréviros y língones se mostraban a la al­ tura del furor de los ejércitos y ofrecían refuerzos, caballos, ar­

36 Los habitantes de Colonia (Colonia Agrippinensis), Cfr. IV, 28.

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mas y dinero cada uno en función de su capacidad física, fi­ nanciera o de su imaginación. Y esto no se limitaba a las auto­ ridades de las colonias o los campamentos, que disponían de recursos en abundancia y esperaban sacar provecho en caso de victoria, sino que hasta la tropa y los soldados rasos apor­ taban su calderilla, bálteos y medallones o, en lugar de dine­ ro, los adornos plateados de sus armas, al dictado de sus im­ pulsos, de su arrebato o de su tacañería. 58 Así pues, Vitelio, después de celebrar el entusiasmo de los soldados, dispone que la burocracia del Principado, que tradicionalmente gestionaban los libertos, pase a manos de los caballeros, asigna al fisco el pago a los centuriones por las exenciones de servicios y condesciende con la crueldad de los soldados que exigían numerosas penas de muerte, burlándola sólo en contados casos con la excusa de encarcelamientos. El procurador de Bélgica, Pompeyo Propincuo, es ejecutado in­ mediatamente; a Julio Burdón, prefecto de la flota de Germa­ nia, lo salva con argucias: el ejército estaba encolerizado con­ tra él porque suponían que había urdido la acusación y la posterior celada contra Fonteyo Capitón. Guardaban un gra­ to recuerdo de Capitón y, frente a gente sin piedad, se podía condenar abiertamente, pero al perdón no le quedaba más ca­ mino que el secreto. Así que se le tuvo bajo custodia y sólo tras la victoria, aplacado ya el rencor de los soldados, fue puesto en libertad. Entretanto, como chivo expiatorio, se les arroja al centurión Crispino: se había manchado con la san­ gre de Capitón y por ello resultaba más aparente para los de­ mandantes y menos gravoso para el justiciero. 59 Se libró luego de peligros a Julio Civil, hombre de gran influencia entre los bátavos37, a fin de no provocar con su eje­ cución la hostilidad de un pueblo tan belicoso. Además, en territorio de los língones estaban ocho cohortes de bátavos, auxiliares de la XIVa Legión y separadas de ella en ese m o­ m ento por la discordia reinante, cuya actitud, favorable u hostil, podía inclinar seriamente la balanza. A los centuriones

37 Pobladores de la desembocadura del Rin, protagonistas en los dos últi­ mos libros conservados de las Historias.

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Nonio, Donacio, Romilio y Calpurnio, a quienes menciona­ mos más arriba, ordenó matarlos después de condenarlos bajo la acusación de lealtad, el cargo más grave para unos renegados. Se unieron a su bando el legado de la provincia de Bélgica Valerio Asiático, a quien más tarde tomaría Vitelio por yerno, y Junio Bleso, gobernador de la Galia Lugdunense38, junto con la Legión Itálica y el Ala39 Tauriana, que estaban acanto­ nadas en Lyon. Las tropas de la Recia tampoco tardaron lo más mínimo en sumarse. Ni siquiera hubo dudas en Britania. 60 Al frente de esa provincia estaba Trebelio Máximo, a quien el ejército despreciaba y detestaba por su mezquina ci­ catería. Atizaba el rencor contra él Roscio Celio, legado de la XXa Legión. Su enfrentamiento venía ya de antiguo, pero con ocasión de las contiendas civiles estalló con más furia: Trebelio acusaba a Celio de sedición y de violación de la je­ rarquía; Celio a Trebelio, de haber expoliado y arruinado a las legiones. Como resultado de las bochornosas disputas de los legados la disciplina del ejército se degradó y el enfrenta­ miento llegó a tal extremo, que Trebelio tuvo que aguantar hasta los insultos de los soldados auxiliares. Cuando se vio solo, porque cohortes y alas se alineaban con Celio, huyó a ver a Vitelio. A pesar de la ausencia del consular, la calma de la provincia se mantuvo: la regían los legados de las legiones, iguales por ley, y a los que Celio dominaba por su osadía. 61 Después de que se sumara el ejército de Britania, con­ tando con fuerzas y recursos ingentes, Vitelio designó para la guerra dos jefes y dos caminos: Fabio Valente recibió la orden de convencer a las Galias o, si rehusaban, arrasarlas y penetrar en Italia por los Alpes Cotianos40; Cécina, por un trayecto más corto, descender por los desfiladeros peninos41. A Valen-

38 Cuya capital era Lugdunum, la actual Lyon. 39 U n “ala” era un regimiento de caballería, formado generalmente por tro­ pas auxiliares. 40 Cottiae Alpes, hoy Cozie o Cottiennes, en los Alpes Occidentales. El paso se conoce hoy como M ont Genèvre. 41 El Gran San Bernardo.

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te se le dan tropas de élite del ejército de la Germania Inferior junto con un águila de la Va Legión, cohortes y alas de caba­ llería, hasta unos cuarenta mil hombres armados. Cécina con­ ducía treinta mil de la Superior, cuyo músculo era la XXIa Le­ gión. A los dos se añadieron tropas auxiliares de germanos, con los que también complementó sus propias fuerzas Vite­ lio: él iría tras ellos con toda su potencia bélica. 62 El contraste que había entre el ejército y su general era sorprendente: los soldados apremiaban, reclamaban el comba­ te ahora que las Galias temblaban y las Hispanias vacilaban. El invierno no era obstáculo, decían, ni había que demorarse en una paz cobarde: había que invadir Italia y conquistar la Capital. En las contiendas civiles nada había más seguro que la prisa, porque lo que se necesitaba eran acciones y no deli­ beraciones. Vitelio, en cambio, andaba aletargado y disfrutando por adelantado de la suerte del Principado a base de lujos embrutecedores y suculentos banquetes. Ebrio en pleno día y empa­ chado, el celo y energía de sus soldados se bastaba sin embar­ go para cumplir también con los deberes del jefe: era como si la mera presencia del emperador sirviese para infundir a va­ lientes y cobardes esperanza o miedo. Formados y atentos, re­ querían la señal de marchar. Aunque enseguida apellidaron “Germánico” a Vitelio, éste prohibió que le llamaran “César” incluso después de la victoria. Un feliz augurio acaeció precisamente el día de la partida de Fabio Valente y el ejército que conducía a la guerra: al po­ nerse en marcha la columna, un águila la sobrevoló apacible­ mente, como si guiase su ruta. Y durante un largo trecho tal fue el clamor de alegría de los soldados, tal el sosiego del ave impertérrita, que a nadie quedó duda de que presagiaba algo grande y favorable. 63 En territorio de los tréviros se adentraron con la tran­ quilidad de que eran aliados; pero en Metz42 (plaza fuerte de los mediomátricos), aunque habían sido acogidos con total

42 Divodurum.

simpatía, les asaltó un pánico repentino. De pronto tomaron las armas para diezmar a un vecindario inocente no por ansia de botín y de saqueo, sino por un ataque de locura, y al ser las causas desconocidas, más difíciles eran los remedios. Cuan­ do, apaciguados finalmente por las súplicas de su comandan­ te, cejaron en el exterminio de la población, habían muerto cerca de cuatro mil personas. El terror se adueñó de las Galias: en adelante, cada vez que el contingente se aproximaba a una localidad, corrían a supli­ car todos los habitantes con sus magistrados, mientras las mu­ jeres y los niños se postraban a lo largo del camino. Ofrecían todo cuanto podían imaginar para aplacar la ira de un enemi­ go, si no en estado de guerra, sí en aras de la paz. 64 En territorio de los leucos, Fabio Valente tuvo noticia de la muerte de Galba y de la soberanía de Otón. El ánimo de los soldados no se vio alterado ni por la alegría ni por el te­ mor: sólo pensaban en la guerra. Los galos despejaron sus du­ das: detestaban por igual a O tón y a Vitelio, pero a Vitelio, además, le tenían miedo. La siguiente comunidad era la de los língones, leal a su ban­ do. Acogidos con cordialidad, pusieron todo su empeño en comportarse, pero la placidez duró poco debido a la indisci­ plina de las cohortes que, tal como mencionamos más arriba, Fabio Valente había incorporado a su ejército procedentes de la XIVa Legión. De iniciales discusiones se pasó a la reyerta entre bátavos y legionarios y, conforme los demás soldados iban tomando partido por unos u otros, poco faltó para la ba­ talla campal si no llega a ser porque Valente, con represalias contra unos pocos, recordó quién mandaba a los bátavos que lo habían olvidado. Contra los eduos no hubo forma de encontrar motivos de guerra: obedecieron la orden de entregar dinero y armas, y en­ cima suministraron víveres gratis. Lo que los eduos hicieron por miedo, los lioneses, con pla­ cer. Pero la Legión Itálica y el Ala Tauriana fueron moviliza­ das: solamente se dejó en sus campamentos habituales en Lyon a la XVIIIa Cohorte. El legado de la Legión Itálica, Manlio Valente, aunque había hecho méritos en su favor, no gozaba del crédito de Vitelio: Fabio lo había difamado a sus [93]

espaldas con secretas incriminaciones mientras que, para sor­ prenderlo desprevenido, lo cubría de elogios en público. 65 La reciente guerra había atizado la vieja enemistad entre Lyon y Vienne. Los daños mutuos eran muchos, más fre­ cuentes y encarnizados que si se tratara sólo de luchar por Ne­ rón o Galba. El propio Galba, cediendo a la irritación, había confiscado las rentas de Lyon; por el contrario, había dispen­ sado grandes honores a Vienne: de ahí la rivalidad, la ojeriza y el resentimiento compartido por lugares a los que separa tan sólo el río43. Así que los lioneses se dedicaban a soliviantar uno por uno a los soldados y a azuzarles al saqueo de Vienne: les recorda­ ban que los viennenses habían asediado Lyon, que habían co­ laborado con la intentona de Víndice, que recientemente ha­ bían reclutado legiones para protección de Galba. Y a la vez que enumeraban los motivos de rencor, exponían la magni­ tud del botín. Tampoco se limitaron a una discreta incitación; pronto era clamor público: debían vengarles, debían aplastar el baluarte de la guerra gálica, donde todo era ajeno y hostil; a una colonia romana, parte del ejército y aliada tanto en la prosperidad como en la adversidad, no debían abandonarla, si la suerte se torcía, a merced de un enemigo enfurecido. 66 Con esto y más, habían llevado las cosas a tal extremo, que ni siquiera los legados y cabecillas vitelianos creían que pudiera sofocarse la cólera del ejército. Los viennenses en­ tonces, que no ignoraban lo crítico de su situación, salieron al encuentro de la columna, cuando ya estaba en marcha, por­ tando ramas de olivo e ínfulas44 y, agarrándose a la armadura, las rodillas y hasta las sandalias de los soldados, ablandaron sus corazones. Valente añadió además trescientos sestercios para cada soldado: sólo entonces resultó de peso la antigüe­ dad y alcurnia de Vienne y se escucharon serenamente las pa­ labras de Fabio reclamando la seguridad e integridad de sus

43 El Ródano. 44 Las infulae eran tiras de lana de uso ceremonial. Envolviendo ramas de olivo (velamenta) servían como símbolos equivalentes a la actual bandera blanca.

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habitantes. No obstante, se les sometió a público desarme y los particulares ayudaron a la tropa con provisiones de toda especie. Pero hubo rumores insistentes de que compraron al propio Valente por una elevada suma. Éste, que había pasado en la miseria mucho tiempo y de pronto era rico, ocultaba mal el cambio de fortuna: después de largas privaciones, no ponía límite a la voracidad de sus apetitos y su juventud indigente le convertía en un viejo manirroto. Con paso lento, el ejército atravesó luego los confines de alóbroges y voconcios. Su comandante traficaba incluso con las etapas de la marcha y los cambios de emplazamiento ha­ ciendo tratos vergonzosos con los propietarios de los terrenos y los magistrados de las comunidades. No se privaba de ame­ nazar: en Luc45, municipio de los voconcios, arrimó las teas hasta que lo apaciguaron con dinero. Cuando faltaba liqui­ dez, se le propiciaba con sexo. Así llegaron a los Alpes. 67 Más botín y más sangre devoró Cécina. Habían exaspe­ rado su carácter pendenciero los helvecios, un pueblo galo cé­ lebre antaño por aguerrido y viril y cuyo renombre perdura­ ba, los cuales no tenían noticia del fin de Galba y se resistían a la soberanía de Vitelio. El origen de la guerra fue la codicia y la precipitación de la XXIa Legión: robaron la paga destina­ da a una fortaleza a cuya custodia estaban, con sus propios soldados y emolumentos, los helvecios. No lo perdonaron és­ tos, que interceptaron el correo remitido por el ejército de Germania a las legiones de Panonia y retenían prisioneros al centurión y varios soldados. Cécina, ávido de batalla, castiga­ ba a la primera cualquier falta, sin dar tiempo a arrepentirse: levantó a toda prisa el campamento, arrasó los cultivos y en­ tró a saco en una localidad que, durante los largos años de paz, había crecido hasta las hechuras de una ciudad con los visitantes que disfrutaban de sus aguas medicinales46. A las tropas auxiliares de Recia les envió emisarios con instruccio-

45 Lucus, actualmente Luc-en-Diois, en el Delfinado. 46 El lugar se identifica con el balneario de Badén, cerca de Zurich.

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nes de atacar por la espalda a los helvecios cuando se revol­ vieran contra la legión. 68 Los helvecios, envalentonados antes del enfrentamien­ to, se acobardaron en el momento de la verdad. Aunque tras las primeras refriegas habían nombrado un jefe, Claudio Se­ vero, ni sabían manejar las armas ni actuar con orden y con­ cierto. Una batalla abierta contra los veteranos sería fatal para ellos; soportar un asedio, tras muros que se desmorona­ ban de viejos, no era seguro. Por un lado atacaba Cécina, con un poderoso ejército; por el otro, las alas y cohortes de la Re­ cia y la propia juventud rética, habituados a la guerra y con instrucción militar romana. El resultado fue una devastadora carnicería: los helvecios, atrapados en medio y desconcerta­ dos, arrojaron las armas y, malheridos en su mayoría, corrie­ ron a refugiarse en desbandada al Monte Vocecio47. Enseguida, una cohorte de tracios se encargó de desalojarlos, y cayeron acuchillados por los bosques y en sus propios escondrijos a manos de sus perseguidores germanos y réticos. Muchos mi­ les de hombres murieron, muchos fueron subastados como esclavos. Una vez eliminados todos, el contingente se dirigió, reagrupado, contra Avenches, capital de la nación: de allí llega­ ron emisarios para rendir la ciudad, y se aceptó la rendición. Cécina tomó represalias contra Julio Alpino, uno de los jefes locales, como promotor de la guerra. Los demás los dejó a la clemencia o la crueldad de Vitelio. 69 Es difícil decir a quién encontraron los helvecios más intransigente, si al general o a la tropa: los soldados exigen aniquilar la población, amagan con sus armas y sus puños contra el rostro de los comisionados. Ni siquiera Vitelio m o­ deraba sus palabras y amenazas. Entonces, uno de ellos, Clau­ dio Coso, un orador notable pero que disfrazó su arte con una oportuna zozobra haciéndolo así más eficaz, sosegó los ánimos de los soldados. Y, como suele suceder, la muchedum­

47 Se discrepa si hay que identificarlo con el Bózberg o con un grupo más extenso de cumbres del Jura, en territorio suizo.

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bre se trasmutó por ensalmo y mostró tamaña propensión a la misericordia como antes exceso de crueldad: derramando lágrimas y rogando en su favor con insistencia, lograron la im­ punidad y la salvación de la ciudad. 70 Cécina se entretuvo en Helvecia por algunos días, hasta cerciorarse de las órdenes de Vitelio. Preparaba mientras tan­ to la travesía de los Alpes cuando recibió de Italia la alegre noticia de que el Ala Siliana, acampada en las riberas del Po, había prestado juramento a Vitelio. Los silianos lo habían te­ nido como procónsul en Africa, luego Nerón los había m o­ vilizado para enviarlos en avanzada contra Egipto — sólo para reclamarlos a causa de la guerra con Víndice. Desde en­ tonces permanecían en Italia. Por presiones de los decurio­ nes48 —para quienes Otón era un extraño y Vitelio su patrón, y por eso aireaban los poderes de las legiones invasoras y la fama del ejército de Germania—, se pasaron al bando viteliano y, como obsequio al nuevo príncipe, le anexionaron los municipios más pujantes de la región transpadana: Milán, Novara, Ivrea, Vercelli. Eso se lo dijeron a Cécina ellos mis­ mos. Y puesto que era imposible defender una parte tan exten­ sa de Italia con la presencia de un solo regimiento de caballe­ ría, envió un destacamento formado por cohortes de galos, lusitanos y britanos, así como estandartes de germanos con el Ala Petriana. Por su parte, él tenía sus dudas sobre si desviarse hacia el Nórico por los desfiladeros de Recia y enfrentarse al procura­ dor Petronio Urbico, a quien, al saber que se había reforzado y cortado los puentes, suponía leal a Otón. Pero tuvo miedo de perder las fuerzas auxiliares que ya había enviado por de­ lante, o pensó quizá que le reportaría más gloria ocupar Italia y que, cualquiera fuese el itinerario de la guerra, Nórico ha­ bría de caer en recompensa de una victoria segura: cruzó los Alpes Peninos con sus soldados reservistas y un pesado cuer­ po legionario cuando aún no se había retirado el invierno.

48 Oficiales al mando de turmae, escuadrones de caballería.

Roma

b a jo e l p o d e r d e

O

tón

71 Mientras tanto, contra todo pronóstico, Otón no se quedó amodorrado entre placeres y ocio: aplazó las diversio­ nes, disimuló los vicios y lo ordenó todo con arreglo a la dig­ nidad del imperio. Por eso daban más miedo sus falsas virtu­ des y el previsible retomo de sus defectos. Ordena comparecer en el Capitolio a Mario Celso, a quien había salvado de las iras de los soldados con el subterfugio de encarcelarlo: Otón aspiraba a ganarse un título de clemencia en la persona de un hombre famoso y mal visto por sus par­ tidarios. Celso se obstinó en admitir la acusación de lealtad inquebrantable a Galba y, por si fuera poco, presumía del ejemplo que había dado. O tón actuó no ya como si tuviese que perdonarle nada, sino como si no viera en él enemigo que temer: invitándole a la reconciliación, lo integró inmedia­ tamente en su círculo de amigos íntimos y más tarde lo eligió entre sus jefes para la guerra. Y, como por fuerza del destino, Celso sirvió también a Otón con la misma lealtad insoborna­ ble y generosa. La salvación de Celso, que las personas princi­ pales acogieron con alegría y la plebe con festejos, no desagra­ dó siquiera a los soldados, capaces de sentir admiración por la misma virtud que antes les enfurecía. 72 Entusiasmo comparable por motivos opuestos se pro­ dujo luego, cuando se logró la ejecución de Tigelino. Ofonio Tigelino procedía de una familia sin brillo; su infancia fue es­ candalosa, su madurez infame. La prefectura de los Vigiles y del Pretorio, y otros cargos con los que se premia a la virtud, él los obtuvo por sus vicios, el camino más rápido. Al princi­ pio le sirvieron para poner en práctica su crueldad, después, la codicia y los bajos instintos. Además de arrastrar a Nerón a to­ das las fechorías, Tigelino se atrevió a cometer algunas a sus espaldas y, en los últimos momentos, lo abandonó y traicio­ nó. Por eso exigían su condena con la misma energía, surgida de emociones distintas, quienes detestaban a Nerón y quienes le añoraban. Ante Galba le había amparado la influencia de Tito Vinio, quien alegaba que Tigelino había salvado a su hija. Y desde luego que la había salvado, pero no por clemen[98]

cia, después de tantos asesinatos, sino como salida en el futu­ ro, porque la gente de peor calaña, cuando desconfía del pre­ sente y se teme un cambio, previene con favores privados el resentimiento público: eso no es prueba de inocencia, sino prenda de impunidad. Todo eso enconaba más al pueblo, que acumulaba sobre los viejos odios contra Tigelino la ojeriza más reciente contra Tito Yinio: llegaron de toda la ciudad corriendo a Palacio y los Foros e, inundando el circo y los teatros — donde la plebe se manifiesta en completa libertad— , prorrumpieron en gri­ tos sediciosos. A Tigelino le avisaron de que su hora había lle­ gado en el balneario de Sinuesa49. Entre fornicaciones con las prostitutas, besos y repugnantes aplazamientos, se cortó la garganta con una navaja, ensuciando aún más una vida de­ pravada con un final tardo y sin honor. 73 Por las mismas fechas se demandó imperiosamente que Calvia Crispinila fuese ajusticiada. Con diversas maniobras, que valieron al príncipe una mala fama de simulador, se salvó del peligro. Maestra de placeres de Nerón, había cruzado a África para instigar el levantamiento de Clodio Macro y pos­ tulado sin rebozo el hambre del pueblo romano50. Luego se ganó el favor de toda la ciudadanía gracias a su matrimonio con un consular y salió indemne de Galba, de Otón y de Vi­ telio. Después, era rica y sin herederos —una fuerza que lo mismo vale en los buenos que en los malos tiempos. 74 Entre tanto, Vitelio recibía de Otón cartas frecuentes y plagadas de melindres, en las que le ofrecía dinero, el perdón y un lugar plácido a su elección donde disfrutar de una vida regalada. Vitelio hacía exhibiciones comparables, primero con delicadeza, fingiendo los dos de una forma estúpida e indig­ na: al final terminaron a la greña reprochándose mutuamente crímenes y escándalos, ambos con razón.

49 Situado en los límites entre el Lacio y la Campania, en la actual Mondragone. 50 Impidiendo el tránsito de los cargamentos de trigo que, procedentes de Africa, y en especial de Egipto, alimentaban a la población improductiva de Roma.

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Otón hizo regresar a los emisarios que había enviado Gal­ ba y despachó otros, como cosa del Senado, con destino a los ejércitos de las dos Germanias, la Legión Itálica y las tropas acantonadas en Lyon. Los emisarios se quedaron con Vitelio con docilidad excesiva para que pudiera pensarse que lo hacían por la fuerza. A los pretorianos con los que Otón había hecho escoltar a los emisarios como por deferencia, los enviaron de vuelta antes de que entrasen en contacto con los legionarios. Fabio Valente les entregó una carta en nombre del ejército de Germania dirigida a las cohortes pretorianas y urbanas en las que magnificaba el poder de las fuerzas vitelianas y les pro­ ponía pactar; les reprendía además por dejar en manos de Otón un imperio entregado hacía tanto a Vitelio. 75 Esa mez­ cla de promesas y amenazas pretendía tentar a unos hombres que no estaban a la altura de la guerra y no tenían nada que perder con la paz. Pero no bastó para alterar la lealtad de los pretorianos. Entonces enviaron matones, Otón a Germania y Vitelio a la Urbe. Tanto unos como otros fracasaron. Los vitelianos sa­ lieron impunes, perdiéndose entre multitud tan grande y des­ conocida entre sí como la de Roma; a los otonianos les trai­ cionó la novedad de sus rostros allí donde todos se conocían. Vitelio escribió una carta a Ticiano, hermano de Otón, amenazándoles con su muerte y la de su hijo si la madre y los hijos del propio Vitelio sufrían algún daño. Y ambas familias se salvaron, respecto a O tón no se sabe si por miedo: Vitelio, como vencedor, se llevó la gloria de magnánimo. 76 Lo primero que devolvió la confianza a O tón fue un correo del Ilírico anunciando que le habían prestado juramen­ to las legiones de Dalmacia y Panonia y las de Mesia51. Lo mismo se informó de Hispania, y mediante un edicto se feli­ citó a Cluvio Rufo —pero a renglón seguido se supo que His­ pania se había pasado a Vitelio. Ni siquiera Aquitania, com­ prometida con Otón a instancias de Julio Cordo, permaneció fiel mucho tiempo. En ningún caso eran la fidelidad o la sim­

51 Provincia del curso bajo del Danubio que incluye territorios de las ac­ tuales Serbia y Montenegro y Bulgaria.

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patía, sino el miedo y las presiones los que dictaban los cam­ bios. Ese mismo temor inclinó del lado de Vitelio a la provin­ cia Narbonense: lo fácil es adherirse a los que están cerca y son más fuertes. Las provincias distantes y los ejércitos de ul­ tramar se mantenían a las órdenes de O tón no por convic­ ción, sino porque el nombre de Roma y el oropel del Senado decantaban la balanza; además, el primero del que había no­ ticia dominaba las voluntades. Vespasiano había impuesto al ejército de Judea el juramento a Otón, lo mismo que Mucia­ no a las legiones de Siria. También Egipto y todas las provin­ cias que miran hacia Oriente se gobernaban en su nombre. Igual de complaciente era Africa, a iniciativa de Cartago y sin esperar el pronunciamiento del procónsul Vipstano Apronia­ no: Crescencio, un liberto de Nerón (pues en los malos tiem­ pos también ellos toman parte en la política), había ofrecido a la plebe un banquete para festejar el reciente nombramien­ to, y el pueblo se apresuró a casi todo sin freno. Las demás co­ munidades secundaron a Cartago. 77 Una vez que ejércitos y provincias quedaron así dividi­ dos, a Vitelio no le quedaba más remedio que la guerra para apoderarse del Principado. En cuanto a Otón, hacía frente a las obligaciones del poder como si la paz fuera completa. Ac­ tuaba deprisa, en algunos casos respetando la dignidad del Es­ tado, pero en general de forma irrespetuosa, mirando por el provecho inmediato: el primero de marzo se hace nombrar cónsul junto a su hermano Ticiano y designa para los meses sucesivos a Verginio como gesto de buena voluntad hacia el ejército de Germania. Con Verginio empareja a Pompeyo Vo­ pisco aduciendo su antigua amistad, aunque muchos enten­ dieron que intentaba dar satisfacción a los viennenses. Los restantes consulados se atuvieron a las designaciones de Ne­ rón o Galba —Celio Sabino y Flavio Sabino hasta julio, Arrio Antonino y Mario Celso hasta septiembre— , y ni siquiera Vi­ telio, después de la victoria, vetó esos honores. Por otro lado, Otón otorgó cargos de pontífice y augur a ancianos ya bien recompensados como colofón de sus carre­ ras, o consoló a muchachos de familia noble, recién llegados del destierro, con sacerdocios que sus padres y abuelos ha­ bían detentado. Devolvió el escaño senatorial a Cadio Rufo, [roí]

Pedio Bleso y Sévino Propincuo, que habían sido condena­ dos por concusión durante los principados de Claudio y Ne­ rón: quienes les perdonaron prefirieron cambiar el nombre de codicia, que correspondía en realidad a su delito, por el de lesa majestad. A cuenta del odio que entonces suscitaba esa acusación languidecían incluso buenas leyes52. 78 Con la misma prodigalidad tentó también a ciudades y provincias: a Hispalis53 y Mérida les permitió el asentamiento de nuevas familias, concedió la ciudadanía romana hasta el último de los língones y regaló a la Bética territorios maurita­ nos. A Capadocia y a Africa les otorgó nuevos derechos des­ tinados más a aparentar que a durar. Ni siquiera en medio de estas decisiones justificadas por la urgencia del momento y las preocupaciones más acuciantes dejó de acordarse de sus amores: por medio de un decreto del Senado ordenó restaurar las estatuas de Popea. Se cree que in­ cluso planeó homenajear a Nerón con la esperanza de con­ graciarse con el vulgo. Y hubo quienes sacaron efigies de Ne­ rón. Incluso, en ciertos momentos, el pueblo y la milicia, como si con ello contribuyesen a su honra y distinción, le aclamaron como “O tón Nerón”. Él evitó cualquier reacción, por miedo de prohibir o vergüenza de consentir. 79 Con toda la atención puesta en la guerra civil, los asun­ tos del exterior se descuidaron. Eso animó a los roxolanos, un pueblo sármata que había aniquilado a dos cohortes el in­ vierno anterior, a invadir Mesia con mayor fe: hasta nueve mil jinetes envalentonados por las facilidades, mejor dispues­ tos al saqueo que al combate. En esa situación, dispersos y confiados, les atacó la IIIa Legión reforzada con auxiliares. Del lado de los romanos, todo estaba presto para la batalla; los sármatas, a quienes el ansia de botín había desperdigado y sobrecargado de peso, mermada la agilidad de sus monturas por lo resbaladizo de los caminos, caían abatidos como si es­ tuviesen maniatados. Es sorprendente cómo todo el valor de los sármatas resulta, en cierto modo, cosa ajena a ellos mis-

52 Delincuentes comunes aparecían así como víctimas de procesos políticos. 53 La actual Sevilla.

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mos: nadie hay tan inepto para la lucha a pie firme. Si se pre­ sentan al galope, no hay formación que les resista, pero en aquella ocasión, con humedad y hielo suelto, de nada les sir­ vieron las picas y las enormes espadas que manejan a dos ma­ nos: sus caballos se resbalaban y el peso de sus armaduras (con las que se protegen los nobles y personas principales, tra­ madas con láminas de hierro o cuero endurecido que, si bien resultan impenetrables a los golpes, impiden volverse a levan­ tar a quien ha derribado un impacto enemigo) les enterraba en una nieve a la vez profunda y blanda. Vestidos con loriga ligera, los soldados romanos arrojaban las jabalinas o atacaban con lanzas y, cuando la situación lo aconsejaba, se acercaban a rematar con un tajo de su espada corta a los sármatas indefensos, sin costumbre de ampararse tras el escudo. Los pocos que sobrevivieron a la batalla se es­ condieron en las ciénagas: allí la crueldad del frío y las heri­ das se hicieron cargo de ellos. Cuando esto se supo en Roma, se concedió a Marco Apo­ nio, gobernador de Mesia, una estatua triunfal, y a los legados de las legiones Fulvo Aurelio, Juliano Tetio y Numisio Lupo, ornamentos consulares54. O tón estaba feliz y se aprestó a atri­ buirse la gloria, como si fuese suya la suerte de la guerra y el mérito de engrandecer el Estado con sus jefes y ejércitos. 80 Entre tanto, tras un inicio irrelevante del que nada po­ día temerse, surgió un levantamiento que a punto estuvo de causar la destrucción de la Urbe. O tón había dado orden de que la XVIIa Cohorte se trasladara desde la colonia de Ostia hasta Roma. La responsabilidad de su armamento se asignó a Vario Crispino, tribuno de los pretorianos, quien, con el propósito de cumplir las órdenes más libre de cuidados, man­ da abrir el armero y cargar los carruajes de la cohorte al caer la noche. La hora dio pie al recelo, los motivos, a acusacio­ nes, la pretendida discreción, a la revuelta; además, los borra­ chos vieron ocasión propicia para disponer de las armas a su antojo.

54 El derecho a usar silla curai y toga praetexta.

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Braman los soldados y acusan de traición a tribunos y cen­ turiones, pues suponen que las armas estaban destinadas a la servidumbre de los senadores para atentar contra Otón: unos, por desconocimiento y cargados de vino, los malvados por­ que se les presentaba la oportunidad del saqueo, el común, como suele suceder, deseoso de cualquier excusa para el amo­ tinamiento. La noche hizo inútil la buena disposición de los mejores. Al tribuno por resistirse y a los centuriones más obs­ tinados, los cercenan: se apoderan de las armas, desenvainan las espadas y a horcajadas de sus caballos se dirigen hacia la ciudad y Palacio. 81 Celebraba O tón una concurrida fiesta con los hombres y mujeres más importantes: desconcertados, sin saber si se tra­ taba de un algarada espontánea de los soldados o de una trampa del emperador ni si resultaba más arriesgado quedarse y dejarse prender o huir y dispersarse, los invitados pasaban de fingir valor a traslucir su miedo sin dejar de escrutar la ex­ presión de Otón. Y, como suele suceder a los ánimos propen­ sos al recelo, a la vez que estaba asustado, Otón también asus­ taba. Pero, no menos aterrado por la suerte de los senadores que por la propia, envió a los prefectos del Pretorio a sosegar la furia de los soldados y ordenó a todos que se apresuraran a abandonar el salón. Entonces, sin orden ni concierto, los ma­ gistrados después de deshacerse de sus distintivos y despachar el séquito de acompañantes y esclavos, las mujeres y los an­ cianos amparándose en la oscuridad, se pusieron en camino por calles apartadas. Pocos se dirigieron a sus domicilios: la mayoría buscaron refugios desconocidos en casa de amigos o del cliente más humilde que pudieron encontrar. 82 Ni siquiera las puertas de Palacio fueron obstáculo para el ataque de los soldados, que irrumpieron en el salón exi­ giendo la comparecencia de O tón después de herir al tribuno Julio Marcial y al prefecto de la legión Vitelio Saturnino cuan­ do salían al paso de los asaltantes. Todo se llenó de armas y amenazas, primero contra los centuriones y los tribunos, des­ pués contra el Senado al completo. Ofuscados por una ciega locura y sin poder dirigir contra nadie en particular su furia, clamaban desquite contra todos hasta que Otón, encaramán­ dose en un lecho sin ningún decoro, los contuvo a duras pe[1 0 4 ]

nas con súplicas y lágrimas. Regresaron al campamento de mala gana y no sin incidentes. Al día siguiente Roma parecía una ciudad tomada: las man­ siones estaban cerradas, las calles semidesiertas, la plebe pesa­ rosa. Los soldados andaban cabizbajos, más bien huraños que arrepentidos. Formados por manípulos, les dirigieron la pala­ bra los prefectos Licinio Próculo y Plocio Firmo, según su ca­ rácter respectivo, con más delicadeza o más rudeza. La con­ clusión de la charla fue que a cada soldado se le asignarían cinco mil sestercios. Sólo entonces se atrevió Otón a entrar en el cuartel: los tribunos y centuriones le hacen corro, se arran­ can los distintivos militares e insisten en solicitar un retiro sin sobresaltos. El gesto hizo mella en los soldados quienes, con aire morigerado, pasaron a exigir la condena de los responsa­ bles del motín. 83 Los soldados estaban divididos ante los desórdenes: los mejores pedían atajar la indisciplina del momento; al común y mayoritario, contento con las sediciones y un mando co­ rrupto, revueltas y saqueos lo empujaban con más facilidad a la guerra civil. Otón se daba cuenta de eso, y de que no podía mantenerse un poder conseguido con crímenes a base de re­ pentina moderación y severidad trasnochada, pero le angustia­ ba el peligro que corrían la ciudad y el Senado. Al final, pro­ nunció el siguiente discurso: “Compañeros de armas, no he venido a inflamar vuestros corazones de amor por mí, ni a infundirles valor, puesto que de sobra tenéis ambas cosas: he venido a pediros que conten­ gáis vuestra bravura y moderéis vuestro afecto hacia mí. La causa del reciente motín no fue la ambición o el rencor, que han arrastrado a muchos ejércitos a la discordia, ni siquiera la cobardía o el miedo a los peligros: vuestra devoción ha reba­ sado los límites de lo prudente. Sucede a menudo que las cau­ sas justas, si no se guían por el buen juicio, traen consigo con­ secuencias fatales. Vamos a la guerra. ¿Acaso aconsejan la cordura y la eficacia que todas las informaciones se escuchen en público y que se debatan en asamblea todas las opiniones? Conviene que los soldados conozcan parte e ignoren parte: la jerarquía y el sen­ tido de la disciplina obligan a que muchas veces incluso los [105]

tribunos y centuriones se limiten a cumplir órdenes. Si cada uno tiene derecho a pedir explicaciones antes de obedecer, después de desaparecer la obediencia también la autoridad se habrá acabado. ¿Debo temer que también en el campo de ba­ talla la oscuridad se aprovechará para robar las armas?, ¿que un par de borrachos y descarriados (no puedo creer, desde luego, que una mayoría enloqueciera anoche) se mancharán las manos con la sangre del centurión y del tribuno y asalta­ rán la denda del general? 84 Vosotros lo hicisteis por mí, por supuesto. Pero el desor­ den, la oscuridad, la confusión general también pueden pro­ piciar la ocasión de actuar contra mí. Si Vitelio y sus cómpli­ ces tuviesen poder de elección, ¿cuál será el estado anímico y mental que preferirían para nosotros?, ¿qué otra cosa podrían desear si no la indisciplina y la discordia? — que el soldado desobedezca al centurión y el centurión al tribuno; que, sumi­ da la infantería y la caballería en el desconcierto, nos precipi­ temos a la destrucción. La milicia funciona mejor, compañe­ ros, cumpliendo órdenes que poniendo en tela de juicio la autoridad de los mandos. Y el ejército más bravo a la hora de la verdad es el más sosegado antes del enfrentamiento. El co­ raje y la fuerza son vuestros: dejad en mis manos las decisio­ nes y el gobierno de vuestro valor. Pocos han sido los culpables, a dos se castigará: los demás, borrad de vuestra memoria tan vergonzosa noche. Y que nun­ ca vuelva a escuchar un ejército esos gritos contra el Senado, cabeza del imperio y orgullo de todas las provincias. ¡Ni si­ quiera esos germanos que Vitelio empuja contra nosotros se atreverían, por Hércules, a reclamar su castigo! ¿Puede enton­ ces algún retoño de Italia, puede la verdadera juventud roma­ na exigir la sangre y la ruina de un estamento con cuya gloria esplendorosa arrumbamos la siniestra oscuridad del bando viteliano? Vitelio se ha apoderado de un puñado de naciones y tiene lo que parece un ejército: nosotros tenemos al Senado de nuestra parte. Eso significa que aquí está el Estado y allí, los enemigos del Estado. ¿Creéis acaso que esta hermosísima ciudad no es más que mansiones y tejados y un m ontón de piedras puestas en pie? Poco importa que esas cosas mudas e inertes se hundan o se levanten: la eternidad de Roma, la paz [106]

de los pueblos y mi seguridad a la par que la vuestra las sos­ tiene la integridad del Senado. Esta institución surgió bajo los auspicios de nuestro padre y fundador de la ciudad55 y ha so­ brevivido desde los reyes hasta los príncipes sin interrupción: igual que la recibimos de nuestros antepasados, entreguémos­ la a nuestros sucesores, pues lo mismo que de vosotros nacen senadores, de los senadores, príncipes.” 85 El discurso, que acertó en su propósito de atemperar y sosegar los ánimos de los soldados, así como su moderada se­ veridad (ya que se había dado orden de limitar las represalias a dos y no a la mayoría) fueron bien acogidos. Así se avinie­ ron momentáneamente al orden quienes de ningún modo podían ser reprimidos. Eso no supuso, sin embargo, que la Urbe descansara: se es­ cuchaba ruido de sables y asomaba la cara de la guerra. Es ver­ dad que los soldados no alborotaban de consuno, pero por separado, sin uniforme y con maliciosa curiosidad, acosaban las mansiones de todos aquellos a quienes la nobleza, la ri­ queza o cualquier especial distinción exponían a los rumores. Muchos creían, además, que habían llegado a la ciudad sol­ dados vitelianos para saber con qué apoyos contaba su ban­ do. Como consecuencia, todo se llenó de sospechas y ni si­ quiera se perdía el miedo en la intimidad de los hogares. En público, el pánico era generalizado: las gentes mudaban la ac­ titud y el gesto conforme los rumores llevaban y traían nove­ dades, a fin de no dar la impresión de que las malas noticias les dejaban indiferentes o se alegraban poco de las buenas. El Senado, convocado a sesión, encontraba especialmente difícil atinar con la actitud correcta: el silencio podía sonar a contumacia y la franqueza era sospechosa. Además, O tón ha­ bía sido un particular hasta hacía poco y, acostumbrado como estaba a pronunciar las mismas palabras, la adulación no le pasaba inadvertida. Así que le daban la vuelta a las fra­ ses y las retorcían según y cómo para llamar a Vitelio enemigo y traidor a la patria; los más previsores, con insultos corrientes; algunos proferían auténticas afrentas, amparándose sin embar55 Rómulo.

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go en el griterío y cuando hablaban todos a la vez, o ahogan­ do en la confusión sus propias palabras. 86 Por si eso fuera poco, el terror cundía al divulgarse pro­ digios de distinta procedencia: en el vestíbulo del Capitolio, Victoria había soltado las riendas del carro que conducía; una aparición sobrehumana había surgido del santuario de Juno; una estatua del Divino Julio, en la isla Tiberina, se había des­ plazado de Este a Oeste en un día apacible y sin viento; en Etruria, una res había hablado, animales parían monstruos y otros muchos fenómenos a los que en épocas primitivas se daba crédito incluso en tiempos de paz y que ahora sólo se oyen cuando hay miedo. Pero el asunto más pavoroso y que añadió malos augurios a la calamidad del momento fixe un repentino desbordamien­ to del Tiber: tras una crecida desmesurada, derribó el puente Sublicio y, retenido por la masa de escombros que actuaba como presa, inundó no sólo la zona baja y llana de la ciudad, sino las que habitualmente ofrecían seguridad en tales desas­ tres. Muchos viandantes fueron arrastrados, y muchos más se ahogaron en sus tiendas y cubiles. La falta de recursos y la escasez de alimentos trajeron el hambre a la población. Los ci­ mientos de los edificios, reblandecidos por las aguas estanca­ das, cedieron cuando el río se retiró. Y para cuando los áni­ mos se vieron libres de cuidados, el mero hecho de que Otón, al preparar la expedición, se encontrase bloqueados el Campo de Marte y la Vía Flaminia, que eran el camino de la guerra, fue interpretado — sin importar que se debiera a razones ca­ suales o naturales— como un hecho prodigioso y presagio de derrotas venideras. 87 Una vez purificada la Urbe, Otón sopesó los planes bé­ licos: dado que los Alpes Peninos y Cotianos y el resto de los accesos a las Galias estaban cortados por los ejércitos de Vite­ lio, decidió atacar la Galia Narbonense con la flota, poderosa y leal a su bando ya que había encuadrado en una legión a los supervivientes del Puente Milvio a quienes la crueldad de Gal­ ba había mantenido bajo arresto, no sin prometer también al resto un destino honroso en el futuro. Añadió a la flota co­ hortes urbanas y numerosos pretorianos, músculo del ejército y, al mismo tiempo, consejo y custodia de sus propios jefes.

El mando supremo de la expedición se confió a los primipi­ lares Antonio Novelo y Suedio Clemente junto con Emilio Pacense, a quien devolvió el rango de tribuno del que Galba le había despojado. La responsabilidad de las naves la conser­ vó el liberto Mosco, con instrucciones de vigilar la lealtad de quienes eran más nobles que él. Para dirigir la infantería y la caballería fueron designados Suetonio Paulino, Mario Celso y Annio Galio, pero el hombre de confianza era el prefecto del Pretorio Licinio Próculo: curtido al frente de la milicia urba­ na, carecía de experiencia de guerra, pero, pasando por enci­ ma de las virtudes particulares de cada uno (la autoridad de Paulino, el vigor de Celso, la madurez de Galo) del m odo más sencillo, a base de calumniarlos, este individuo perverso y tai­ mado relegaba a hombres honestos y menos ambiciosos. 88 Por aquellas fechas, Cornelio Dolabela fue deportado a la colonia de Aquino, sin vigilancia ni estrecha ni discreta, sin acusación alguna —simplemente porque un apellido de al­ curnia y un parentesco con Galba le señalaban. Muchos magistrados y una gran parte de los consulares re­ ciben orden de incorporarse a la expedición, aparentemente no para participar o prestar servicio en la guerra, sino como mero séquito de Otón. Entre ellos, el propio Lucio Vitelio, quien recibe el mismo trato que los demás, no el de herma­ no del general y, por tanto, del enemigo. Así pues, las in­ quietudes de la Urbe se desataron. Ningún estamento supe­ rior estaba libre de temores y peligros: los senadores más re­ levantes estaban mermados por la vejez y desvitalizados por una paz duradera; la nobleza era indolente y había olvidado ya las guerras; los caballeros no entendían del ejército. Cuan­ to más se esforzaban por esconder y ocultar su pavor, más lo traslucían. En contraste, tampoco faltaban quienes, con estúpi­ das pretensiones, se compraban armas espléndidas, caballos de postín, e incluso lujosas vajillas de gala y accesorios de pla­ cer como utillaje de guerra. La gente consciente se preocupa­ ba por la tranquilidad y el Estado; los más frívolos y desen­ tendidos del porvenir se hinchaban de vanas esperanzas; mu­ chos habían arruinado su crédito en la paz, se alegraban con los desórdenes y encontraban en la incertidumbre su mayor seguridad. [109]

89 El vulgo y la población que, a cuenta de su excesiva complejidad, no tomaba parte en los problemas colectivos, empezó a sentir poco a poco las desgracias de la guerra: todo el capital se puso a disposición de la tropa y los precios de los alimentos se dispararon. La plebe no había padecido seme­ jantes carencias durante el levantamiento de Vindice, puesto que entonces la Capital estuvo a salvo y, al tratarse de una guerra que se desarrollaba en provincias, entre las legiones y las Galias, se consideraba asunto exterior. Lo cierto es que, desde que el Divino Augusto estableció el régimen de los Cé­ sares, el pueblo romano había combatido lejos y para honra o desazón de uno solo. Con Tiberio y Caligula, el Estado sólo se vio afectado por los reveses de la paz. De la intentona de Escriboniano contra Claudio se supo al mismo tiempo que de su aplastamiento; Nerón fue derrocado más con noti­ cias y rumores que con las armas: pero esta vez marchaban al frente las legiones, la flota y, cosa rara hasta entonces, tropas pretorianas y urbanas. Oriente y Occidente, con todas las fuer­ zas que quedaban en retaguardia, habrían proporcionado ma­ terial para una larga guerra si otros hubieran sido los jefes en­ frentados. Hubo quienes pretendieron retrasar la partida de Otón aduciendo motivos religiosos: la procesión de los Doce Escu­ dos no había concluido56. Pero él hizo caso omiso, replican­ do que la demora había sido fatal para Nerón. Además, le es­ poleaba que Cécina ya hubiera atravesado los Alpes. 90 El 14 de marzo O tón encomendó a los senadores la ad­ ministración pública y concedió a los retornados del exilio el remanente de las donaciones hechas por Nerón y que aún no habían ido a parar al fisco —un regalo justísimo y aparente­ mente magnífico, pero sin ningún provecho porque las subas­ tas se habían hecho en su momento a toda prisa57. Luego, ante la asamblea, exaltó la majestad de Roma y se atribuyó el

56 A comienzos de marzo, los sacerdotes Salios trasladaban en procesión los Doce Escudos (ancilia) consagrados a Marte, y los devolvían al sacrarium Martis el día 23. 57 Sobre la cuestión, véase el capítulo 20.

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apoyo unánime del pueblo y el Senado. Contra los vitelianos habló con moderación, achacando a las legiones más ignoran­ cia que osadía y sin mencionar al propio Vitelio, quizá por­ que se contuvo o tal vez porque el autor de su discurso se abs­ tuvo de hacerlo, temeroso de afrentar a Vitelio en su propio interés: se pensaba que, así como en las cuestiones militares O tón se servía de Suetonio Paulino y Mario Celso, en los asuntos políticos recurría al talento de Galerio Trácalo. Y algu­ nos aseguraban reconocer un estilo oratorio que sus frecuen­ tes intervenciones forenses habían hecho célebre por una pompa y sonoridad pensadas para llenar los oídos del pueblo. El hábito de la adulación tornaba las aclamaciones y el grite­ río de la muchedumbre excesivos y falsos: como si despidie­ sen a César el dictador o al emperador Augusto, competían en entusiasmo y buenos deseos, no por miedo o por afecto, sino por instinto servil. Igual que entre esclavos, la hipocresía era jugo privado y la decencia pública ya no compensaba. Al partir, O tón delegó en Flavio Sabino la tranquilidad de la Urbe y en su hermano Salvio Ticiano el gobierno del imperio.

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LIBRO SEGUNDO

Los F l AVIOS ENTRAN EN ESCENA 1 En el extremo opuesto de la Tierra estaba ya Fortuna sen­ tando las bases y principios de un poder dinástico que, con suerte inconstante, habría de resultar feliz o terrible para el Estado y para los propios príncipes próspero o desdichado58. Tito Vespasiano había sido enviado por su padre desde Judea aún en vida de Galba. Los motivos del viaje eran, según sos­ tenía él, las obligaciones para con el príncipe y una edad apro­ piada para emprender la carrera política, pero el vulgo, ávido de invenciones, había difundido la especie de que la razón de su llamada era la adopción. Fundamento para las habladurías eran la vejez de un príncipe sin herederos y la debilidad ciu­ dadana por señalar a muchos en tanto no hubiera uno elegi­ do. Alimentaban los rumores el talento del propio Tito, a la altura de cualquier circunstancia, sus bellas facciones no sin cierta majestad, los éxitos de Vespasiano, las profecías de los oráculos y la disposición de los espíritus crédulos a tomar por señal del cielo cualquier casualidad. En la ciudad aquea de Corinto recibió noticia fehaciente de la muerte de Galba y, como algunos de los presentes daban por hecho la rebelión de Vitelio y la guerra, lleno de inquie­ tud, repasa todas las alternativas con ayuda de unos pocos

58 La Dinastía Flavia.

amigos: si continuaba viaje a Roma, no cabía esperar agrade­ cimiento por una iniciativa emprendida en honor de otro, y terminaría como rehén de Vitelio o de Otón. Pero si regresa­ ba, el vencedor lo tomaría sin duda como una ofensa. Sin em­ bargo, puesto que no estaba aún claro quién conseguiría la victoria, si su padre se inclinaba hacia el bando vencedor, el hijo sería disculpado. Mas si Vespasiano se hacía con el poder, habrían de olvidar cualquier ofensa quienes maquinaban la guerra. 2 En vilo entre la esperanza y el temor por semejantes con­ jeturas, triunfó la esperanza. Hubo quienes creían que desan­ duvo el camino ardiendo de nostalgia por la reina Berenice59; y cierto es que su joven corazón no desdeñaba a Berenice, pero no supuso eso obstáculo alguno al gobierno de sus asun­ tos: pasó una juventud feliz entre placeres y fue más comedi­ do durante su propio principado que durante el de su padre. Así pues, tras costear Acaya y Asia, se dirigió por el norte a Rodas y Chipre, y desde allí, por rutas más aventuradas, a Si­ ria. En Chipre, sintió deseos de acercarse a visitar el Templo de Venus en Pafos, concurrido por lugareños y extranjeros. No estará de más referir brevemente los orígenes del culto, las ceremonias del templo y, por su singularidad, la imagen de la diosa. 3 Según una antigua tradición, el fundador del templo fue el rey Aerias, aunque algunos aseguran que éste era el nombre de la propia diosa. Una leyenda posterior cuenta que Cíniras consagró el templo y que el mar concibió a la diosa y la dejó en tierra en aquel lugar, pero que el conocimiento de las artes adivinatorias vino de fuera y fue Támiras quien lo trajo de Ci­ licia, acordándose que ambas familias presidieran en el futuro las ceremonias. Luego, para evitar que una estirpe extranjera aventajase en privilegios a la familia real, los forasteros renun­ ciaron a la ciencia que ellos mismos habían traído: sólo se consulta al sacerdote descendiente de Cíniras.

59 Hija de Herodes Agripa I, rey de Judea, gobernaba conjuntamente con su hermano, Herodes Agripa II. Había pasado ya por varios matrimonios y te­ nía cuarenta años, once más que Tito.

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Las víctimas dependen de las promesas de cada cual, pero se escogen los machos: las visceras de los chivos se tienen por infalibles. Está prohibido rociar el templete de sangre: los al­ tares se honran con preces y fuego puro, y la lluvia nunca los empapa aunque están a la intemperie. La representación de la diosa no tiene aspecto humano: es un bloque redondeado que, como un mojón, al ganar altura va reduciendo el contor­ no con respecto a su extensa base60. Y no está claro el motivo. 4 Tito contempló la opulencia de las ofrendas regias y otros objetos que los griegos, a quienes encantan las antigüedades, atribuían a un pasado remoto, e hizo primero una consulta sobre la navegación. Una vez que supo que el camino era franco y el mar favorable, sacrificó numerosas víctimas y se interesó discretamente por su propio destino. Sóstrato, que era el nombre del sacerdote, al ver unas visceras propicias y que la diosa se mostraba complaciente con los grandes pro­ yectos, le da una respuesta breve y convencional en el momen­ to. El futuro se lo revela en un encuentro sin testigos. Más animado, Tito regresó junto a su padre trayendo consigo una confianza extraordinaria a los intranquilos espíritus de pro­ vincias y ejércitos. Vespasiano había liquidado la guerra de los judíos. Sólo se resistía Jerusalén, cuya toma resultaba una tarea más ardua y dura por su naturaleza montañosa y la obstinación de las su­ persticiones que porque a los asediados les quedasen fuerzas suficientes para aguantar el acoso. Como mencionamos antes, tres eran las legiones que tenía Vespasiano, curtidas en la guerra. Muciano mantenía en calma otras cuatro a las que la rivalidad y la gloria del ejército vecino habían desperezado: la misma energía que unos sacaban del riesgo y el ejercicio se la pro­ porcionaba a los otros el completo reposo y la euforia de su inexperiencia bélica. Los dos contingentes disponían de tro­ pas auxiliares de infantería y caballería, de flota y reyes aliados —y de una gran fama por motivos dispares. 5 Vespasiano era un soldado de casta, acostumbrado a ir en cabeza de sus tropas, a elegir personalmente el sitio del cam­ 60 Un notable esfuerzo para describir un cono truncado.

pamento, a enfrentarse día y noche al enemigo con su inteli­ gencia y, si la ocasión lo exigía, con sus propias manos; comía lo que caía y su indumentaria y aspecto apenas se distinguían de los del soldado raso. En suma, si no fixera por la avaricia, sería comparable a los antiguos generales. A Muciano, por el contrario, lo dejaban en evidencia el derroche, la riqueza y una ostentación que excedía el nivel de cualquier particular; tenía labia de sobra y pericia en la organización y planifica­ ción de los asuntos políticos: la combinación de ambos daría un príncipe excelente si, después de quitarles los defectos, se mezclasen sólo sus virtudes. Sin embargo, al administrar pro­ vincias vecinas, el uno Siria, el otro Judea, el recelo los indis­ ponía. Sólo tras la caída de Nerón dejaron de lado sus res­ quemores y buscaron la entente, primero a través de amigos, luego Tito, principal garante de la armonía, había acabado con sus dañinas rencillas en aras del beneficio mutuo, ya que su carácter y sus modales eran capaces de seducir incluso a un hombre de las costumbres de Muciano. Los tribunos, centu­ riones y el común de los soldados se fueron convenciendo a base de mañas o concesiones, apelando a sus virtudes o a sus caprichos, según fuera la naturaleza de cada quien. 6 Antes de que Tito pudiera regresar, los dos ejércitos ha­ bían prestado juramento a O tón, ya que, como suele suceder, los mensajeros se habían dado prisa y es lenta la maquinaria de una guerra civil que Oriente, relajado por un larga concor­ dia, preparaba ahora por primera vez. En el pasado, las encar­ nizadas guerras entre ciudadanos se habían emprendido en Italia o la Galia y con las fuerzas de Occidente. Y tanto Pompeyo como Craso, Bruto o Antonio, a todos los cuales la guerra civil persiguió a ultramar, habían tenido un final desdichado. En Siria y Judea, de los Césares se hablaba con más frecuen­ cia que se los veía. Las legiones nunca se habían rebelado y las amenazas se reservaban para los partos, con suerte diversa. Durante la reciente guerra civil61, mientras los demás sufrían el conflicto, allí la paz permaneció inalterada. Luego fueron

61 La revuelta de Víndice.

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leales a Galba. Al cabo, cuando se divulgó que Otón y Vitelio se aprestaban a saquear Roma en una guerra criminal, temien­ do que las recompensas del poder quedaran en manos de otros y a ellos sólo les tocase la obligación de obedecer, los soldados refunfuñaban y hacían repaso de sus propias fuer­ zas: siete legiones listas y Siria y Judea con refuerzos ingentes; a continuación Egipto y dos legiones, luego Capadocia y el Ponto y las guarniciones apostadas en Armenia; Asia y las res­ tantes provincias, no carentes de fuerzas y sobradas de dine­ ro; cuantas islas rodea el mar y el propio mar, que de momen­ to daba seguridad y protección para preparar la guerra. 7 No pasaba inadvertida a los jefes la impetuosidad de los soldados, pero les pareció oportuno aguardar mientras pelea­ ban otros. En una guerra civil vencedores y vencidos nunca fraguan sólidas lealtades, pensaban, e igual daba que la fortu­ na permitiese sobrevivir a Vitelio que a Otón. El éxito vuelve fatuos incluso a los generales insignes: víctimas de revueltas, indolencia, lujo y sus propios vicios, uno perecería en la guerra y otro en la victoria. Así que aplazaron los combates para me­ jor ocasión. Lo que Vespasiano y Muciano habían decidido reciente­ mente, otros ya hacía tiempo y por razones de todo tipo. Los mejores, por patriotismo; a muchos los animaba el aliciente del botín, a otros la inestabilidad de sus finanzas: de ese modo, buenos y malos, por diferentes motivos y con parejo entusiasmo, todos deseaban la guerra. 8 Por aquellas fechas cundió el pánico en Acaya y Asia ante la llegada de un falso Nerón, sobre cuyo final corrían rumores contradictorios y por eso mucha gente se inventaba y creía que estaba vivo. De los demás casos hablaremos cuando lo re­ clame el plan de la obra: en esta ocasión era un esclavo del Ponto o, según otros, un liberto de Italia, experto en la cítara y el canto. A eso se añadía un parecido facial que hacía más creí­ ble la impostura. Con un séquito de desertores que vagaban en la indigencia y a los que había sobornado con un m ontón de promesas, se hace a la mar. Arrastrado por un temporal a la isla de Citno, se granjeó a un grupo de soldados que regre­ saban de Oriente de permiso o bien, al ofrecer resistencia, or­ denó que los mataran. Después de asaltar también a comer­

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ciantes, armó a los más fuertes de sus servidores. Al centurión Sisenna, que llevaba a los pretorianos unas diestras, símbolo de concordia, en nombre del ejército de Siria, lo acosó con distintas tretas hasta conseguir que abandonase en secreto la isla y huyese, acobardado y temiendo una agresión. Eso ex­ tendió el terror, y muchos fueron los que, por ansias de no­ vedad y disgusto por el presente, se dejaron arrastrar por la ce­ lebridad de su nombre. La casualidad reventó una fama que se hinchaba de día en día. 9 Galba había puesto al mando de las provincias de Galacia y Panfilia a Calpurnio Asprenate. Se le habían dado dos trirremes de la flota de Miseno como escolta, con las cuales atracó en la isla. No faltaron quienes se pusieran en contacto con los trierarcos62 en nombre de Nerón, y él en persona, con gesto de pesadumbre y apelando a la lealtad de quienes un día fueron sus soldados, rogaba que le trasladasen a Siria o Egipto. Los trierarcos, dudando o para engañarle, aseguraron que debían hablar con los soldados y regresarían después de haber convencido a todos. Pero dieron fiel parte del asunto a Asprenate: siguiendo instrucciones suyas se abordó la embar­ cación y el impostor, fuera quien fuera, fue ejecutado. Su ca­ dáver, que impresionaba por los ojos así como por la melena y la fiereza del semblante, fue transportado a Asia y de allí a Roma. 10 En la Capital, presa de la discordia y, a causa de los con­ tinuos cambios de príncipe, incapaz de distinguir la libertad del desgobierno, incluso los asuntos triviales se desarrollaban entre grandes convulsiones. Vibio Crispo, cuya fama se debía más a su dinero, influencia y talento que a su honestidad, ha­ bía denunciado ante el Senado a Annio Fausto, un caballero que en tiempos de Nerón había practicado asiduamente la de­ lación. Y es que, en los primeros momentos del principado de Galba, los senadores habían decidido abrir procesos contra los delatores. El decreto se había aplicado de forma inconse­ cuente, con laxitud o rigor según el reo fuese poderoso o un donnadie, pero hasta entonces seguía intimidando. En este 62 Capitanes de las trirremes.

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caso, Vibio había empeñado todos sus recursos personales en acabar con el acusador de su hermano, y había persuadido a buena parte del Senado para que exigiesen su muerte antes si­ quiera de que pudiese hablar en su defensa. Sin embargo, otro sector sostenía que nada beneficiaba más al reo que la desmedida influencia de su acusador: había que concederle tiempo, opinaban, publicar los cargos y, por muy odioso y culpable que fuera, respetar la tradición de una audiencia. Esta idea se impuso en principio y la vista se aplazó por unos días. Al cabo, Fausto fue condenado, aunque sin el consenso que por su execrable conducta había merecido: los ciudada­ nos recordaban que el propio Crispo había sacado provecho de las mismas delaciones, y no lamentaban el castigo del de­ lito, sino la venganza.

La

batalla d e

B e d r ía c o

11 Entre tanto, los inicios de la guerra fueron optimistas para Otón, pues a una orden suya los ejércitos de Dalmacia y Panonia se pusieron en marcha. Eran cuatro legiones, de las cuales salió una avanzadilla de dos mil hombres. El grueso la seguía a una discreta distancia: la VIIa, reclutada por Galba, y las veteranas XIa, XIIIa y la XIVa, especialmente famosa des­ pués de sofocar la rebelión en Britania. Nerón había acrecen­ tado su reputación al señalarlos como los mejores y, como resultado, su lealtad hacia Nerón había sido duradera y su apo­ yo a O tón entusiasta. Pero a más confianza en tanta potencia y fuerzas, mayor lentitud de movimientos. Precedían a la for­ mación legionaria fuerzas auxiliares y un contingente nada despreciable procedente de la propia Capital: cinco cohortes pretorianas y estandartes de caballería con la Ia Legión, ade­ más de dos mil gladiadores — un refuerzo indecoroso pero al que, para las contiendas civiles, ya no renunciaban ni los ge­ nerales más estrictos. Estas tropas se pusieron al mando de Annio Galo, destacado en compañía de Vestricio Espurinna con la misión de ocupar las orillas del Po, una vez que los pla­ nes iniciales se habían abandonado: Cécina, a quien se pen­ saba hacer frente en el interior de las Galias, ya había atrave[ l i l]

sado los Alpes. Al propio O tón le escoltaba una élite de guar­ dias imperiales junto con las restantes cohortes urbanas, vete­ ranos del pretorio y un ingente número de infantes de mari­ na. Su marcha no era perezosa ni entorpecida por el confort, sino que, embutido en una coraza de hierro, caminaba a pie delante de los estandartes, malcarado, desaliñado y sin hacer justicia a su fama. 12 La fortuna se mostraba complaciente con sus proyectos: el dominio del mar y la flota ponía bajo su control la mayor parte de Italia ininterrumpidamente hasta el confín de los Al­ pes Marítimos. Con el propósito de atacar esta provincia y apoderarse de la Narbonense había designado jefes a Suedio Clemente, Antonio Novelo y Emilio Pacense. Pero a Pacense sus soldados, insubordinados, le pusieron los grilletes y Anto­ nio Novelo carecía de autoridad. Suedio Clemente ejercía el mando con una política que hacía compatible la relajación de la disciplina con el ansia de combate. Nadie diría que la ex­ pedición recorría Italia entre poblaciones compatriotas: como si se tratase de territorios extranjeros y ciudades enemigas que­ maban, devastaban y saqueaban de forma más atroz por cuanto en ningún lado se habían tomado medidas contra una posible amenaza. Los cultivos estaban rebosantes, las casas abiertas: sus dueños, que salían al paso con sus mujeres e hi­ jos, caían traicionados por la confianza en la paz tanto como por los males de la guerra. Los Alpes Marítimos estaban a la sazón en poder del pro­ curador Mario Maturo, quien moviliza a la población (en la que no faltaban mozos) en un intento de rechazar a los oto­ manos de los límites provinciales. Pero los montañeses caye­ ron muertos o se dispersaron a la primera embestida, como era de esperar en reclutas improvisados, ignorantes de cuar­ teles u oficiales, sin orgullo por la victoria ni vergüenza por la huida. 13 Rabiosos tras el combate, los soldados de O tón descar­ garon su furia contra el municipio de Ventimiglia, puesto que ningún botín podía cobrarse en el campo de batalla, los serranos carecían de todo y su armamento era despreciable. Además, no se dejaban capturar, ágiles como eran y conoce­ dores del paraje: la codicia se sació con la desdicha de los ino[iii]

ceníes. Acrecentó el resentimiento el brillante ejemplo de una mujer ligur que escondió a su hijo: los soldados creían que con él se escondía también el dinero, y por eso la torturaban para saber dónde ocultaba al hijo. Señalándose el vientre, ella respondió: “Aquí dentro”. Y ningún tormento posterior ni la muerte le hicieron alterar esas palabras de extraordina­ rio coraje. 14 Correos despavoridos anunciaron a Fabio Valente que la flota de Otón amenazaba la provincia Narbonense, adicta a Vitelio. Ante la presencia de delegados de las colonias que suplicaban ayuda, envió a dos cohortes de tungros, cuatro es­ cuadrones de caballería y al ala de tréviros al completo con el prefecto Julio Clásico. Parte de ellos se quedaron en Fréjus, a fin de evitar que, al concentrarse todas las tropas por vía terres­ tre, la flota se apresurara a costear sin resistencia. Contra el enemigo marcharon doce escuadrones y un grupo escogido de las cohortes, a quienes se agregó una cohorte de ligures, que de antiguo guarnecía el territorio, y quinientos panonios todavía sin encuadrar. La batalla no se demoró. Suedio formó sus tropas del siguiente modo: una parte de los marinos, mezclados con civiles, tomaron posiciones en las colinas próximas al mar; el terreno llano que quedaba entre las colinas y la costa lo ocuparon los pretorianos y, en el agua, la flota, desplegada en línea y lista para el combate, con las proas hacia tierra, ofrecía un frente amenazador. Los vitelianos, más débiles en infantería y con su fuerte en los ji­ netes, colocan a sus tropas alpinas en las crestas cercanas y a las cohortes, en orden cerrado, detrás de la caballería. Los es­ cuadrones tréviros cargaron contra el enemigo demasiado confiados, habida cuenta de que sus adversarios eran vetera­ nos, mientras recibían por el flanco una descarga de piedras lanzada por el grupo de civiles, bien capaces de hacerlo y, arropados por los militares, valientes o cobardes, igual de audaces en la victoria. A este descalabro se suma el pánico cuando la flota desencadena un ataque contra su retaguardia en pleno combate: cercados así por todas partes, ni uno ha­ bría escapado a la destrucción si la oscuridad de la noche no hubiese contenido al ejército vencedor y amparado a los fu­ gitivos. [123]

15 A pesar de la derrota, los vitelianos no se quedaron quie­ tos: pidieron refuerzos y atacaron al enemigo, que se sentía se­ guro y, tras el éxito, menos alerta. Dan muerte a los centine­ las, asaltan los campamentos, siembran el caos a bordo de las naves hasta que, poco a poco, el miedo va amainando: des­ pués de ocupar una colina cercana, los otonianos se defien­ den y, a continuación, contraatacan. La escabechina es atroz, y los oficiales de la cohorte de tungros, que mantienen la re­ sistencia por un tiempo, caen acribillados de flechas. Tampoco los otonianos vencieron sin bajas: lanzados a una persecución alocada, se vieron rodeados por la caballería, que volvió grupas. Y como si se hubiera pactado una tregua, para no verse sorprendidos por una agresión de la flota, por un lado, y de la caballería, por otro, los vitelianos retrocedieron hasta Antibes, un municipio de la Galia Narbonense, y los otonianos se retiraron a Albenga, en el interior de Liguria. 16 La fama de la victoria obtenida por su escuadra mantu­ vo del lado de Otón a Córcega, Cerdeña y las demás islas del mar cercano. Pero a punto estuvo de causar a Córcega un de­ sastre la temeridad del procurador Décimo Picario, la cual no sirvió de nada en el resultado final de una guerra tan aparato­ sa y para él mismo resultó funesta. Y es que, por odio a Otón, decidió apoyar a Vitelio con las fuerzas de Córcega —una ayuda inútil incluso si hubiese prosperado. Convocó a los ca­ becillas de la isla y les reveló sus intenciones: a quienes se atre­ vieron a manifestarse en contra — Claudio Pírrico, trierarco de las libúrnicas63 allí fondeadas, y Quincio Certo, caballero romano—, ordenó matarlos. Su muerte intimidó a los presen­ tes y, al igual que ellos, una masa de palurdos, ignorante y aliada del miedo ajeno, juró lealtad a Vitelio. Pero cuando Picario se puso a efectuar la leva y someter a hombres desharrapados a los rigores de la milicia, ellos, abo­ minando de aquellas fatigas desconocidas, hacían repaso de su debilidad: era una isla donde vivían y lejos quedaban Ger-

63 Propiamente, bajeles ligeros y rápidos a imitación de los usados por los piratas ¡líricos. Pero Tácito parece usar la expresión indistintamente del tipo de embarcación.

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mania y el poder de las legiones; la flota había hecho trizas y saqueado a quienes protegían incluso cohortes y regimientos de caballería. Su actitud cambió de repente, pero no se rebe­ laron abiertamente: eligieron el momento oportuno para una trampa. Cuando se había dispersado el séquito de Picario y se encontraba desnudo y desamparado en el baño, lo asesina­ ron. También sus secuaces fueron degollados. Sus propios ase­ sinos llevaron a Otón las cabezas de enemigos declarados, pero ni O tón los recompensó ni Vitelio los castigó: en el alu­ vión de acontecimientos pasaron inadvertidos entre crímenes mayores. 17 Como recordamos más arriba64, el Ala Siliana había abierto ya Italia a los vitelianos y trasladado a su suelo la gue­ rra. O tón no contaba con apoyo alguno y no es que las pre­ ferencias estuviesen con Vitelio, sino que una larga paz había predispuesto a la población a someterse a cualquiera, dócil a sus amos e indiferente a sus méritos. Una vez que también llegaron las cohortes destacadas por Cécina, el territorio más próspero de Italia —las ciudades y campos entre el Po y los Alpes— estaba en manos de los ejércitos de Vitelio. Una cohor­ te de panonios fue capturada junto a Cremona; cien solda­ dos de caballería y mil de marina, interceptados entre Piacen­ za y Pavía. Tras el éxito, a los vitelianos ya no los contenían las orillas del río: el Po resultaba más bien una tentación para bátavos y transrenanos. De improviso lo atravesaron frente a Piacenza y sorprendieron a unos exploradores, asus­ tando al resto de tal modo que, muertos de miedo, hicieron correr la falsa noticia de que allí estaba el ejército de Cécina al completo. 18 Constaba a Espurinna (pues él gobernaba Piacenza) que Cécina aún no había llegado y, para cuando se acercase, esta­ ba decidido a mantener tras las murallas a los soldados y no exponer a sus tres cohortes pretorianas y mil vexilarios65, con escasa caballería, a un ejército de veteranos. Pero los soldados, ingobernables y sin experiencia bélica, tras apoderarse de ense­

64 1, 70. 65 Soldados de unidades especiales de infantería (vexillationes).

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ñas y estandartes, salían a la carrera. Cuando el general intentó contenerlos, llegaron a amenazarle con sus armas, desoyendo a centuriones y tribunos: a gritos repetían que era la traición la que había traído a Cécina hasta allí. Espurinna se avino a la insensatez ajena, primero a la fuerza y, después, aparentando hacerlo voluntariamente a fin de que, si el motín iba cedien­ do, sus sugerencias gozasen de mayor autoridad. 19 A la vista del Po y puesto que la noche se acercaba, se decidió levantar una empalizada para acampar. Esta tarea, in­ sólita para los soldados de la guarnición de Roma, doblega los ánimos. Entonces los más veteranos pasaron a reprocharse su propia credulidad, haciendo ver a los otros el temible riesgo de que Cécina con su ejército, a campo abierto, pusiera cerco a cohortes tan escasas. En seguida cundió por todo el campa­ mento un tono de humildad, y los tribunos y centuriones, mezclándose con la tropa, elogiaban la prudencia del general por haber elegido una colonia populosa y rica como plaza fuerte para la guerra. Finalmente, el propio Espurinna, a base no tanto de reprimendas como de argumentos, deja allí un destacamento y regresa a Piacenza con los demás, menos so­ liviantados y dispuestos a acatar órdenes. Las murallas se con­ solidaron, se añadieron baluartes, se incrementó la altura de las torres, se pusieron a punto no sólo las armas, sino la subor­ dinación y las ganas de obedecer —lo único escaso en un bando que no podía quejarse de falta de valor. 20 Por su parte, Cécina, como si su contingente hubiese de­ jado la violencia y la indisciplina al otro lado de los Alpes, pe­ netró en Italia en perfecto orden. Los municipios y colonias tomaban por arrogancia su indumentaria, porque se dirigía a un público de hombres togados vestido con tabardo de colo­ res y pantalones, un atuendo bárbaro. También se sentían in­ sultados por el hecho de que su esposa Salonina, sin ofensa para nadie, montase a caballo con un llamativo atavío púrpu­ ra: es propio de la condición humana escrutar con ojos de censura la reciente suerte ajena y a nadie se exige más modes­ tia que a quien uno ha visto antes a su mismo nivel. Cécina atravesó el Po, sondeó la lealtad de los otomanos por medio de negociaciones y promesas, y fue objeto de las mismas tentaciones. Después de jugar con las palabras “paz” [ i 2. 6]

y "concordia” de forma tan especiosa como inútil, volcó su esfuerzo y determinación en asediar Piacenza con toda su saña, consciente de que lo que los inicios de la guerra depara­ sen, marcaría su prestigio para el resto. 21 Sin embargo el primer día se caracterizó más por un ata­ que impetuoso que por las tácticas de un ejército curtido: se presentaban ante los muros a pecho descubierto y confiados, empachados de comida y de vino. En ese combate ardió el bellísimo anfiteatro, situado extramuros, quemado no se sabe si por los atacantes al disparar sobre los asediados teas, bolas y proyectiles incendiarios, o por los propios asediados al res­ ponderles. Los lugareños, propensos a la sospecha, estaban convencidos de que, con mala fe, había alimentado el fuego gente de las colonias vecinas por envidia y rivalidad, ya que no había en toda Italia un edificio con tanto aforo. Fuese cual fuese el motivo, mientras temían consecuencias más dramáti­ cas, no le dieron demasiada importancia, pero cuando retor­ nó la tranquilidad estaban desolados, como si no hubiera po­ dido sucederles nada más grave. Por lo demás, Cécina había sido rechazado con grandes ba­ jas y la noche se empleó en preparar las operaciones: los vite­ lianos fabricaban manteletes, cañizos y parapetos para soca­ var los muros y cubrir a los asaltantes; los otonianos, estacas y conglomerados inmensos de piedra, plomo y bronce para resquebrajar las protecciones y aplastar a los enemigos. En uno y otro lado el mismo pundonor, el mismo ansia de glo­ ria, pero arengas cruzadas: acá se exaltaba la potencia de las legiones y del ejército de Germania, allá, la dignidad de la guarnición de Roma y de las cohortes pretorianas; aquéllos increpaban al adversario por cobarde, vago y degenerado en­ tre circos y teatros, éstos, por bárbaro y extranjero. A la vez, se provocaban mutuamente festejando o acusando a O tón y a Vitelio —un intercambio más pródigo en insultos que en halagos. 22 Apenas amaneció, la muralla estaba atestada de defen­ sores y los campos relucían de hombres armados: las legio­ nes en formación cerrada y los grupos de auxiliares dispersos barrían lo alto de los muros con flechas y piedras y hostiga­ ban de cerca las partes descuidadas o deterioradas por el tiem­ [1 2 .7]

po. Arrojan los otomanos sus lanzas desde las almenas ha­ ciendo un blanco más dañino y certero contra las cohortes de germanos que se arrimaban con temeridad, berreando cánti­ cos y, como es tradicional en ellos, desnudo el torso y batien­ do los escudos por encima de los hombros. Los legionarios, amparados por los manteletes y cañizos, barrenan los muros, m ontan una rampa y empiezan a demoler la puerta: en res­ puesta, los pretorianos vuelcan las masas preparadas al efecto con enorme peso y estrépito. Parte de los asaltantes quedan aplastados, parte acribillados, desangrados o mutilados. Como el pánico aumentaba el desastre al dejarles más vulnerables a las descargas, se retiraron con el prestigio maltrecho. Y Céci­ na, avergonzado por la forma tan alocada de acometer el ase­ dio y decidido a no quedarse plantado en el mismo campa­ mento, ridículo y fatuo, vuelve a atravesar el Po con inten­ ción de alcanzar Cremona. Al ponerse en camino se le entregan Turulio Cerial, con numerosos marinos, y Julio Brigántico con unos pocos jinetes. Éste último era un prefecto de caballería nacido en Batavia, y el anterior un primipilar que no resultaba desconocido a Cécina puesto que había sido centurión en Germania. 23 Cuando se enteró de la ruta del enemigo, Espurinna in­ forma por correo a Annio Galo de la defensa de Piacenza, de lo que allí había sucedido y de los propósitos de Cécina. Galo acudía en auxilio de Piacenza con la Ia Legión, desconfiando de que unas pocas cohortes pudiesen resistir durante mucho tiempo el asedio y la fuerza del ejército de Germania. Cuan­ do recibe la noticia de que Cécina ha sido rechazado y se di­ rige a Cremona, a duras penas consigue mantener en orden a la legión, a la que el ansia de combate había puesto al borde de la rebeldía, y la instala en Bedriaco, una aldea situada en­ tre Verona y Cremona, desdichadamente famosa hoy por dos desastres romanos. Por esas fechas, no lejos de Cremona, Marcio Macro efec­ tuó con éxito un ataque: Marcio, un hombre decidido, hizo que unos gladiadores atravesaran el Po y desembarcaran por sorpresa en la orilla opuesta. Allí hicieron cundir el pánico en­ tre las tropas auxiliares vitelianas y, mientras los demás huían a refugiarse en Cremona, quienes resistieron fueron aniquila­

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dos. Pero hubo que contener el ímpetu de los vencedores para evitar que un enemigo reforzado con apoyos de refresco invirtiera el desenlace del combate. Ese hecho despertó sospechas entre los otonianos, propen­ sos a malinterpretar todos los actos de sus jefes. Compitiendo en cobardía y procacidad verbal, acosaban a Annio Galo, Sue­ tonio Paulino y Mario Celso (los generales designados por Otón) con las acusaciones más diversas. Los más fanáticos agitadores de la sedición y la revuelta eran los ejecutores de Galba, quienes, desquiciados por el crimen y el miedo, pro­ curaban sembrar la confusión, unas veces con gritos subversi­ vos a cara descubierta, otras en cartas secretas a Otón. Éste, dispuesto a dar crédito al más abyecto, temblaba de miedo ante los buenos, inseguro en el éxito y más entero en los re­ veses. Así que hizo llamar a su hermano Ticiano y lo puso al mando de la guerra. 24 Entre tanto, bajo la dirección de Paulino y Celso, las co­ sas no podían marchar mejor. Atormentaba a Cécina el fraca­ so de todos sus planes y el declive de la fama de su ejército: rechazado de Piacenza, con las tropas auxiliares diezmadas re­ cientemente, no había dado la talla ni siquiera en las escara­ muzas, más frecuentes que memorables. Ante la inminente llegada de Fabio Valente y el temor de que todo el mérito de la guerra pudiese recaer en él, se apresuraba a recuperar la glo­ ria con más ansiedad que buen juicio. A doce millas de Cre­ mona (el lugar se llama “Los Cástores”66) apostó a sus auxilia­ res más fieros ocultos en el bosque que flanqueaba la ruta: la caballería recibió orden de adelantarse un trecho, provocar el combate y emprender la retirada para así atraer a sus perse­ guidores al galope hasta hacerles caer en la emboscada. El plan fiie revelado a los jefes otonianos, y Paulino tom ó el mando de la infantería y Celso de la caballería. En el flanco izquierdo se dispuso un estandarte de la XIIIa Legión, cuatro cohortes de auxiliares y quinientos jinetes; el ancho de la cal­ zada lo ocuparon tres cohortes pretorianas en columna; por

66 Probablemente dedicado a los Dióscuros, Cástor y Pólux, a quienes so­ lía mencionarse así.

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la derecha avanzó la Ia Legión con dos cohortes auxiliares y quinientos hombres a caballo. Aparte llevaban mil jinetes en­ tre pretorianos y auxiliares para remachar el éxito o relevar a los agotados. 25 Antes de trabar combate, los vitelianos volvieron gru­ pas. Celso, avisado del engaño, contuvo a los suyos. Los vite­ lianos salen precipitadamente de su escondite y, al ir dema­ siado lejos en persecución de Celso, que había ido retroce­ diendo, ellos mismos se abocan a la trampa: tenían a las cohortes por los lados, a las legiones de frente y, con una rá­ pida maniobra, la caballería les había rodeado por la espalda. Suetonio Paulino tarda en dar la señal de ataque a la infante­ ría: moroso por naturaleza y más partidario de un plan caute­ loso y razonado que de ganar por cuenta del azar, se entretu­ vo en ordenar que se cegaran las acequias, se abriera el campo y se desplegase la formación, convencido de que la victoria ya iba bastante aprisa si se tomaban precauciones para evitar la derrota. La demora dio oportunidad a los vitelianos de refu­ giarse en un viñedo cuya trama de sarmientos lo hacía intran­ sitable. También había al lado u n bosquecillo, desde donde se atrevieron a contraatacar y eliminaron a los más activos jine­ tes pretorianos. Resulta herido el rey Epífanes, quien arenga­ ba infatigablemente a la lucha en favor de Otón. 26 Entonces cargó la infantería otoniana: trituran al ene­ migo y ponen en fuga incluso a quienes acudían en su ayuda. Y es que Cécina no había movilizado a las cohortes en blo­ que, sino de una en una, lo cual había aumentado el descon­ cierto en la batalla ya que el pavor de los fugitivos se conta­ giaba a los restantes, dispersos e impotentes. En el propio campamento estalló la insurrección por no haber actuado en conjunto: el prefecto de campamento Julio Grato fue deteni­ do so pretexto de traicionarles en interés de su hermano, que combatía con Otón — cuando su hermano, el tribuno Julio Frontón, había sido detenido por los otomanos bajo el mismo cargo. En cualquier caso, tal fue el espanto entre los que huían y los que concurrían, en el campo y ante la empalizada, que Cécina podría haber sido destruido junto con todo su ejérci­ to si Suetonio Paulino no hubiese tocado retirada: de eso esta­ ban convencidos ambos bandos. Paulino argüía que lo hizo [1 3 0 ]

por temor a una sobrecarga de esfuerzo y marcha, no fuera a ser que soldados vitelianos de refresco saliesen del campa­ mento y atacaran a hombres cansados y sin respaldo de nadie que pudiese socorrerlos en el trance. Los argumentos del ge­ neral resultaron aceptables para una minoría, pero el común los acogió con desagrado. 27 A los vitelianos, el castigo no sirvió tanto para infundir­ les miedo como humildad, y no sólo en el caso de Cécina, que echaba la culpa a unos soldados más dispuestos a la re­ beldía que al combate: también las tropas de Fabio Valente (quien ya había llegado a Pavía) habían dejado de despreciar al enemigo y, animadas por el deseo de recuperar el prestigio, obedecían a su jefe con más respeto y constancia. Anterior­ mente había estallado una grave insurrección a cuyo inicio me remontaré ahora, ya que no era oportuno interrumpir el relato de las operaciones de Cécina. Ya me referí a las cohortes de bátavos que, durante la guerra de Nerón, se habían segregado de la XIVa Legión y que, camino de Britania, al tener noticia de la revuelta viteliana, se habían sumado a Fabio Valente en territorio de los língones67: su comportamiento era arrogante y, paseándose por las tiendas de cualquier legión, presumían de haber puesto fir­ mes a los de la XIVa, de haberle arrebatado Italia a Nerón y de que tenían en sus manos la suerte final de la guerra. Eso re­ sultaba ofensivo para los soldados e irritante para su jefe; a base de riñas y peleas, la disciplina se resentía. A la postre Valente veía también una amenaza de deslealtad tras aquella petulancia. 28 Así pues, cuando llegaron noticias de que el ala de tré­ viros y los tungros habían sido rechazados por la flota de Otón y de que la Galia Narbonense estaba cercada, al objeto de proteger a sus aliados y, de paso, con sagacidad militar, des­ membrar a unas cohortes pendencieras y, juntas, todopode­ rosas, Valente ordena a una parte de los bátavos que vayan en su ayuda. Al divulgarse esta decisión los aliados se sintieron desolados y las legiones bramaron: se quedaban sin el concur­ 67 Cfr. I, 59 y 64.

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so de sus hombres más valiosos. Era como si aquellos vetera­ nos, vencedores en tantas guerras, fueran apartados del cam­ po de batalla justo cuando el enemigo estaba a la vista. Si im­ portaba más una provincia que la propia Capital y la seguri­ dad del imperio, entonces todos debían acompañarles; pero si la victoria dependía del control de Italia, no podía permi­ tirse que, lo mismo que al cuerpo, se les amputasen los más fuertes de sus miembros. 29 Aireaban con furia estas protestas y, en el momento en que Valente se disponía a reprimir la insubordinación ponien­ do en guardia a los lictores, lo asaltan, lo apedrean, lo persi­ guen cuando escapa acusándole a voz en grito de esconder el botín de las Galias, el oro de Vienne y las recompensas que ellos habían ganado con su esfuerzo. Después de saquear los baúles del general, se pusieron a registrar su tienda e incluso a escarbar en el suelo con picas y lanzas, pues Valente, en dis­ fraz de criado, se ocultaba con un decurión de caballería. En­ tonces el prefecto de campamento Alfeno Varo, al ver que la revuelta se desactivaba poco a poco, añadió cordura a la si­ tuación prohibiendo a los centuriones la inspección de centi­ nelas y omitiendo el toque de tuba que llama a faena a los sol­ dados. Como resultado, todos se quedaron sin saber qué ha­ cer, mirándose perplejos unos a otros, asustados precisamente de que nadie impusiese la autoridad. C on silencio y docili­ dad, con ruegos y lágrimas al final, pedían perdón. Así que cuando Valente apareció descompuesto, lloroso y, a pesar de sus temores, indemne, llegó el alivio, la compasión, la simpatía: los soldados cambiaron de hum or con el típico extremismo de las masas; entre vivas y aclamaciones lo rodean de águilas y estandartes y lo acompañan al estrado. Con oportuna mo­ deración, Valente no impuso condenas de muerte y, para no dar lugar a más suspicacia si se desentendía, señaló a unos po­ cos como responsables, consciente de que en las guerras civi­ les los soldados gozan de más licencia que sus jefes. 30 Levantaban fortificaciones junto a Pavía cuando llegó noticia de la derrota de Cécina, y poco faltó para que la insu­ rrección estallase de nuevo porque, decían, Valente les había escamoteado el combate con falsedades y pérdidas de tiem­ po. Nadie quería descansar, no estaban dispuestos a esperar a [132.]

su jefe, se adelantaban a los estandartes y apremiaban a sus portadores. A paso ligero alcanzan a Cécina. Entre las tropas de éste, Valente no gozaba de buena fama: se quejaban de que les había dejado desasistidos y en clara mi­ noría frente a un enemigo con las fuerzas intactas; a la vez que en su propio descargo, exageraban la potencia de los re­ cién llegados adulándolos para que no les despreciaran como vencidos y cobardes. Y aunque Valente tenía más fuerzas (du­ plicaba casi el número de legiones y auxiliares), la simpatía de los soldados se inclinaba hacia Cécina porque, aparte de un carácter afable que le hacia más asequible, tenía a su favor lo­ zanía, esbeltez y cierta gracia insustancial. De ahí la rivalidad entre los generales: Cécina se mofaba de Valente por feo y su­ cio; Valente de Cécina por vanidoso y fatuo. Pero, disimulan­ do su odio, perseguían un beneficio común: sin esperar dis­ culpas escribían con frecuencia a O tón echándole en cara sus desmanes, mientras que los generales otonianos, pese a dis­ poner de riquísimo material, se cuidaron de insultar a Vitelio. 31 De hecho, antes de que a cada uno le llegase su hora, que a Otón reportó fama extraordinaria y a Vitelio el mayor de los oprobios, inspiraban menos temor los indolentes ca­ prichos de Vitelio que los escandalosos vicios de Otón: a éste se achacaban, además, el pánico y el resentimiento provoca­ dos por la muerte de Galba, mientras que nadie imputaba a su adversario el inicio de la guerra. Se pensaba que los apeti­ tos y la gula de Vitelio sólo podían perjudicarle a él, en tanto que de la avidez, la crueldad y la insensatez de Otón sería víc­ tima el Estado. Una vez que las tropas de Cécina y Valente se unieron, los vitelianos ya no tenían nada que esperar para combatir con la integridad de sus fuerzas; O tón inició consultas sobre si con­ venía más una campaña larga o tentar la suerte. 32 Entonces Suetonio Paulino, a quien en aquel tiempo todo el mundo consideraba el más astuto en asuntos militares, pensó que era exigencia de su fama valorar la situación bélica en su conjun­ to. En su discurso defendió que la prisa beneficiaba al enemi­ go y la paciencia a su bando: el ejército de Vitelio había acu­ dido al completo, dijo, y no contaba apenas con fuerzas en la retaguardia, puesto que las Galias estaban sublevadas y no se­ [ 133 ]

ría oportuno abandonar la ribera del Rin bajo la amenaza de incursiones de pueblos tan belicosos; a los soldados de Britania los mantenían alejados el mar y los enemigos; las Hís­ panlas no estaban tan sobradas de armas; la provincia Nar­ bonense convalecía de la incursión de la flota y la derrota; la Italia transpadana estaba cercada por los Alpes, sin apoyo ma­ rítimo y devastada por el paso de las tropas; no podía llegar de ninguna parte trigo al ejército y no había ejército que pu­ diese mantenerse sin suministros. En cuanto a los germanos, cuyo estilo militar causaba espanto entre sus enemigos, si la guerra se prolongaba hasta el verano no podrían soportar, mermados físicamente, los cambios de territorio y temperatu­ ra. Las energías de la guerra se esfuman muchas veces con el aburrimiento y las dilaciones. Por el contrario, ellos contaban con plenitud de recursos y garantías: tenían Panonia, Mesia, Dalmacia y Oriente con sus ejércitos intactos, Italia y la Urbe, cabeza del mundo, el Senado y el pueblo, nombres nunca os­ curos aunque a veces se ensombrezcan; tenían caudales pri­ vados y públicos, un dineral inmenso que en las refriegas ci­ viles vale más que las armas; soldados habituados a Italia y sus calores. El río Po era una barrera, lo mismo que ciudades pro­ tegidas por hombres y murallas de las cuales ninguna se en­ tregaría al enemigo, como ya habían comprobado con la de­ fensa de Piacenza: en consecuencia, su consejo era demorar la guerra. En pocos días llegaría la XIVa Legión, por sí sola muy afamada, con refuerzos de Mesia: ése sería el momento de volver a deliberar y, si se decidía entrar en combate, lucharían con fuerzas acrecentadas. 33 A la opinión de Paulino se sumaba Mario Celso; Annio Galo, malherido días atrás por una caída de su caballo, era del mismo parecer, según informaron los enviados a recabar su punto de vista. O tón se inclinaba por iniciar las hostilidades; su hermano Ticiano y Próculo, el prefecto del pretorio, impa­ cientes por ignorancia, daban fe de que la fortuna, los dioses y el numen protector de O tón respaldaban sus planes y res­ paldarían su ejecución: se refugiaron en la adulación para que nadie osara contrariar su propuesta. Tomada la decisión de luchar, las dudas eran si sería mejor que el emperador participase en la lucha o se mantuviese al [1 3 4 ]

margen. Como Paulino y Celso ya no ponían objeciones para no dar la impresión de que exponían al príncipe a ningún pe­ ligro, los mismos partidarios del peor consejo le indujeron a retirarse a Brescello, donde, a salvo de las incertidumbres del combate, se reservase personalmente el control de la situación y del mando. Aquella jornada supuso ya el primer mazazo para el bando de Otón: con él partió un grupo poderoso de cohortes pretorianas, guardias imperiales y hombres a caballo, y la moral de los que quedaron se resintió puesto que desconfiaban de sus jefes y Otón, el único en quien la tropa tenía fe y que, a la vez, sólo se fiaba de sus soldados, no había dejado en cla­ ro la jerarquía. 34 Nada de esto escapaba a los vitelianos gracias a las fre­ cuentes deserciones propias de una guerra civil. Además, los espías, ansiosos por indagar los secretos del adversario, no ocultaban los propios. Puesto que el enemigo se precipitaba a la ligera, Cécina y Valente aguardaban tranquilos y atentos la estupidez ajena, lo cual puede pasar por sabiduría. Iniciaron la construcción de un puente para que pareciera que se disponían a hacer frente al grupo de gladiadores de la orilla opuesta y para que sus propios soldados no se relajasen con la inactividad. Se alineaban barcazas a trechos regulares sujetas unas a otras con fuertes amarras y orientadas contra­ corriente; se echaron además las anclas para reforzar la soli­ dez del puente, pero los cables de las anclas fluctuaban sin tensar a fin de que la hilera de embarcaciones tuviese mar­ gen para elevarse sin daño en caso de crecida. Cerraba el puente una torre móvil que se iba incorporando a la última barca, desde donde se hostigaba al enemigo con maquinaria bélica. Los otonianos, en su orilla, habían levantado una torre y disparaban piedras y teas. 35 Y en medio de la corriente había una isla que unos y otros pugnaban por alcanzar: los gladia­ dores a golpe de remo, los germanos nadando. En una oca­ sión en que un grupo numeroso de éstos completó la trave­ sía, Macro llenó unas libúmicas con los gladiadores más de­ cididos y les atacó. Pero ni los gladiadores mostraban el mismo coraje para el combate que los soldados ni, con el vai[135]

vén de las naves, dirigían sus golpes igual que a pie firme des­ de la orilla. A causa de las reiteradas escoras provocadas por el desconcierto, remeros y combatientes se enredaban y estor­ baban: los germanos aprovecharon para saltar al vado, echar mano a las popas, trepar a cubierta o hundirlas por la fuerza. Todo esto sucedía a la vista de los dos ejércitos, y cuanto más se alegraban los vitelianos, con tanta más inquina maldecían los otonianos al causante y responsable del desastre. 36 En cuanto a la batalla, se zanjó cuando las embarcacio­ nes que quedaban consiguieron zafarse y huir. Se pedía la ca­ beza de Macro, a quien primero hirieron desde lejos con una lanza y a continuación se le echaron encima espada en mano: sólo la intervención de los tribunos y centuriones pudo pro­ tegerle. No mucho después, por orden de Otón, acudió Vestricio Espurinna con sus cohortes tras dejar en Piacenza una modesta guarnición. Luego O tón puso al cónsul designado Flavio Sabino al frente de las tropas que había comandado Ma­ cro: los soldados estaban encantados con el cambio de man­ dos, mientras los mandos renegaban de un destino que las constantes rebeliones hacían tan arriesgado. 37 Encuentro en algunos autores la opinión de que, por es­ panto de la guerra o hastío de ambos príncipes, cuya infamia y deshonor encontraban cada día mayor eco, los ejércitos ha­ bían dudado si, renunciando al enfrentamiento, ponerse de acuerdo entre ellos o autorizar al Senado la elección de em­ perador. Por eso los jefes otonianos habrían recomendado aplazar las operaciones, especialmente Paulino, que era el de­ cano de los consulares y un ilustre militar con fama y renom­ bre ganados en las campañas de Britania. Por mi parte, si bien puedo admitir que una minoría prefiriese en secreto el sosie­ go a la discordia y un príncipe bueno y pacífico en lugar de aquellos depravados criminales, pienso, no obstante, que ni la cordura de Paulino esperaba de la soldadesca, en una épo­ ca degenerada sin remedio, tamaña mesura como para que quienes habían turbado la paz por amor a la guerra renuncia­ sen a la guerra por aprecio de la paz, ni que ejércitos con len­ guas y costumbres dispares pudiesen avenirse a un acuerdo se­ mejante, ni que, en fin, legados y generales que llevaban en su mayoría el lujo, las deudas y el crimen sobre sus conciencias [136]

estuviesen dispuestos a tolerar un príncipe sin mácula ni com­ promiso con sus merecimientos. 38 El viejo deseo de poder, arraigado desde siempre en la naturaleza humana, maduró hasta reventar con el crecimien­ to del imperio. Cuando nada sobraba, era fácil que hubiese igualdad, pero la conquista del m undo y la destrucción de ciu­ dades y reyes rivales liberaron los deseos de ganancias seguras. Primero estallaron los conflictos entre patricios y plebeyos; hubo tribunos subversivos, hubo cónsules prepotentes, y en la Urbe y el foro se ensayaron las guerras civiles. Luego Gayo Mario, surgido de lo más bajo de la plebe, y el más cruel de los nobles, Lucio Sila, después de derrotar la libertad con las armas, impusieron el despotismo. Después de ellos, Gneo Pompeyo fue más furtivo, no mejor —y ya el único objetivo fue el principado. Las legiones de ciudadanos no depusieron las armas en Farsalia y en Filipos, igual que no renunciarían voluntariamente a la guerra los ejércitos de Otón y de Vitelio: la misma ira divina, la misma ceguera humana, los mismos motivos criminales los arrastraron al conflicto. Que esas guerras se resolvieran de un golpe, por así decirlo, se debe sólo a la debilidad de los príncipes. Pero el juicio de costumbres viejas y nuevas ya me ha lle­ vado demasiado lejos: reanudaré ahora el orden de los acon­ tecimientos. 39 Tras la marcha de Otón a Brescello, los fastos del poder quedaron en manos de Ticiano, y el poder de hecho en las del prefecto Próculo. Celso y Paulino, a cuya cordura nadie hacía caso, generales sólo de nombre, servían de pantalla a las cul­ pas ajenas. Los tribunos y centuriones no eran de fiar, habida cuenta de que se ignoraba a los mejores y eran los más dege­ nerados los que se hacían valer. Los soldados, contentos, pre­ ferían no obstante criticar las órdenes de sus mandos en lugar de acatarlas. Se decidió avanzar el campamento a cuatro millas de Be­ driaco, con tan poco acierto que, en plena primavera y con tantos ríos alrededor, sufrían escasez de agua. Allí todo eran dudas sobre la batalla: O tón enviaba despachos instando a las prisas, mientras los soldados reclamaban la presencia del em­ perador en la lucha; muchos pretendían que se hiciese venir a [ 137 ]

las tropas del otro lado del Po. ¿Qué hubiera sido mejor ha­ cer? Es difícil determinarlo. Lo que sí es seguro es que se hizo lo peor. 40 Se pusieron en movimiento — se diría que no para una batalla, sino para una larga campaña— en dirección a la con­ fluencia del Po y uno de sus afluentes, a una distancia de die­ ciséis millas. Celso y Paulino estaban en contra de exponer a soldados fatigados por la marcha y con impedimenta pesada a un enemigo que, con equipo ligero y apenas cuatro millas recorridas, no perdería ocasión de hostigarlos mientras esta­ ban en formación de marcha y no de combate o dispersos en tareas de fortificación. Ticiano y Próculo, derrotados en las ar­ gumentaciones, imponían a continuación sus prerrogativas jerárquicas. Es verdad que un jinete númida se había presen­ tado a uña de caballo con instrucciones imperiosas en las que O tón recriminaba la parsimonia de los generales y les orde­ naba pasar a la acción: estaba ansioso con la demora y no po­ día aguantar más la incertidumbre. 41 Ese mismo día llegaron dos tribunos de las cohortes pretorianas solicitando una entrevista con Cécina, que estaba ocupado con las obras del puente. Se disponía a escuchar sus condiciones y darles respuesta cuando unos exploradores se presentaron a toda prisa con la noticia de que el enemigo se aproximaba. La conversación con los tribunos se interrum­ pió, y por eso no está claro si pretendían tender una trampa o pasarse al enemigo, o si traían intenciones honestas. Después de despedir a los tribunos, Cécina regresó al campamento y se encontró que Fabio Valente había dado orden de combatir y los soldados habían aprestado las armas. Mientras las legiones echaban a suertes sus posiciones en la formación, la caballería salió al galope y, aunque resulte increíble, sólo el valor de la Le­ gión Itálica pudo evitar que un número más pequeño de oto­ manos los estampasen contra la empalizada: ella obligó espada en mano a que los fugitivos volviesen grupas y reanudaran la lucha. La formación de las legiones vitelianas se desplegó sin nerviosismo, y es que, a pesar de que el enemigo estaba cerca, la espesura de la vegetación impedía la visión de las armas. Entre los otonianos, los jefes estaban asustados, los solda­ dos irritados con los jefes. Carruajes y proveedores colapsa[138]

ban una vía que, aparte de las profundas zanjas que la flan­ queaban, ya hubiera sido estrecha para un contingente al que nada acuciara. Unos se mantenían agrupados en tom o a sus estandartes, otros los buscaban; un confuso clamor de carre­ ras y llamadas lo llenaba todo: según sintiesen el impulso del coraje o del miedo, irrumpían en primera fila o reculaban has­ ta la última. 42 Una alegría infundada vino a adormecer las mentes ofuscadas por tan repentino desconcierto: aparecieron unos asegurando que el ejército de Vitelio había renegado de él. No se sabe con certeza si esta mentira fue divulgada por infiltra­ dos vitelianos o surgió de entre los propios otonianos aposta o por casualidad. El caso es que los de O tón perdieron el en­ tusiasmo guerrero e incluso prorrumpieron en saludos al ene­ migo. Y como la respuesta fiie un rumor hostil y muchos de sus propios camaradas ignoraban a qué venían los saludos, suscitaron sospechas de traición. Entonces se vino encima la formación enemiga en perfecto orden, superior en fuerza y en número. Los otonianos, pese a la dispersión, la inferioridad y el cansancio, repelieron con fiereza el ataque. Trabada por terrenos sembrados de frutales y viñas, la batalla no tuvo sólo una cara: se enfrentaban de cerca y de lejos, en tromba o res­ petando el orden táctico. En la calzada, hombro contra hom­ bro, se empujaban con cuerpos y escudos y, renunciando a lanzar las jabalinas, se reventaban a hachazos cascos y cora­ zas. Reconociéndose entre sí y bajo la mirada del resto, pelea­ ban para decidir la guerra entera. 43 La casualidad enfrentó a campo abierto, entre el Po y la ruta, a dos legiones: por Vitelio, la XXIa, apodada Rapax y de antigua fama; del lado de Otón, la Ia, Adiutrix68, nunca antes movilizada, pero aguerrida y ansiosa por estrenar triunfos. Los de la Ia arrollaron la vanguardia de la XXIa y les arrebata­ ron el águila. La humillación enardeció a la legión, que con­ traatacó y rechazó a los de la Ia, mató al legado Orfidio Be­ nigno y se apoderó de numerosas enseñas y estandartes del enemigo. En otra parte, la XIIIa Legión fue desbaratada por el és Respectivamente "Rapaz” y “Auxiliadora”.

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ataque de la Va, mientras la XIVa quedaba acorralada por efec­ tivos más numerosos. Y ya con los jefes otonianos en fuga, Cécina y Valente seguían apuntalando su ventaja con refuer­ zos. El último en llegar fue Alfeno Varo con los bátavos, des­ pués de liquidar a un grupo de gladiadores que habían em­ barcado y las cohortes de la orilla opuesta habían diezmado en el propio río: ya vencedores se abalanzan sobre el flanco del enemigo. 44 Cuando el centro de sus líneas se derrumbó, los otonia­ nos se retiraron en desbandada con intención de llegar a Be­ driaco. La distancia era enorme y montones de cadáveres atas­ caban los caminos, donde más muertes hubo: en las guerras civiles los prisioneros no traen cuenta69. Suetonio Paulino y Licinio Próculo evitaron el campamento por rutas apartadas. Un miedo insensato expuso al legado de la XIIIa Legión, Vedio Áquila, a las iras de los soldados: cruzó la empalizada en pleno día y le recibió un abucheo atronador de rebeldes y fu­ gitivos que, después de los insultos, pasaron a las manos. Le acusaban de desertor y traidor sin tener la menor culpa, pero es hábito de la chusma recriminar a los otros sus propias infa­ mias. A Ticiano y a Celso los ayudó la noche, cuando ya es­ taban en sus puestos los centinelas y los soldados bajo con­ trol: a base de cordura, ruegos y autoridad, Annio Galo había conseguido que se calmaran y no añadiesen con su crueldad más muertes propias a las ya causadas por el desastre de la derrota. Tanto si la guerra había acabado — les dijo— como si preferían reanudar el combate, el único consuelo de los ven­ cidos era la concordia. Los demás estaban desmoralizados, pero los pretorianos gritaban que no les había vencido el coraje, sino la traición. Según ellos, también a los vitelianos la victoria les había cos­ tado sangre: la caballería había sido rechazada y habían captu­ rado el águila de una legión; además del propio Otón, todavía quedaban tropas al sur del Po, las legiones de Mesia estaban en camino y gran parte del ejército permanecía en Bedriaco.

69 Cfr. III, 34.

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Éstos, desde luego, no estaban derrotados y, si hacía falta, me­ jor morirían en el campo de batalla. Exaltados o atenazados por estos pensamientos, su extrema desesperación los arrastraba más a la cólera que al miedo. 45 El ejército viteliano se instaló a cinco millas de Bedriaco sin que sus jefes se atrevieran a asaltar el campamento otoma­ no el mismo día, confiando de paso en una rendición espon­ tánea: habían salido con equipo ligero y exclusivamente a li­ brar batalla, pero su mejor parapeto eran sus armas victorio­ sas. Al día siguiente, como la voluntad del ejército otoniano estaba clara y hasta los más fanáticos se inclinaban a claudi­ car, enviaron una delegación. Los jefes vitelianos no dudaron en conceder la paz. Los delegados quedaron retenidos por un tiempo: eso llevó la incertidumbre a quienes ignoraban si habían conseguido su objetivo. Luego, tras el regreso de la de­ legación, se abrió la empalizada. Entonces vencedores y ven­ cidos se deshicieron en llanto maldiciendo con lastimosa emoción la desgracia de las guerras civiles. Bajo el mismo te­ cho, atendían las heridas de hermanos o parientes. Las ilusio­ nes y recompensas quedaron en suspenso; sólo el duelo y el luto eran seguros, puesto que nadie estaba tan libre de desdi­ cha que no tuviera una muerte que lamentar. Se buscó el ca­ dáver del legado Orfito y se le incineró con los honores usua­ les; a unos pocos los enterraron sus propios allegados y el res­ to de aquella muchedumbre quedó abandonado sobre el suelo.

El

s u ic id io d e

O tó n

46 Otón aguardaba noticias del combate sin el menor te­ mor y firmemente resuelto. Primero rumores agoreros, luego fugitivos del campo de batalla le revelan que todo está perdi­ do. El fervor de los soldados no esperó a oír al emperador: le instaban a no perder la moral, le recordaban que todavía que­ daban fuerzas de refresco y que ellos mismos estaban dis­ puestos a llegar hasta el final sin titubeos. En sus palabras no había adulación: les abrasaba una especie de locura, un furor por ir al frente y dar un giro a la suerte de sus camaradas. Los que estaban más alejados tendían las manos y los más cerca[141]

nos se abrazaban a sus rodillas. El más decidido era el prefec­ to del pretorio Plocio Firmo, quien sin cesar le suplicaba que no abandonase al más leal de los ejércitos, a soldados que ha­ bían cumplido irreprochablemente: “Hay más grandeza”, le decía, “en afrontar los reveses que en eludirlos; los hombres valerosos no pierden la fe ni aun con la suerte en contra, los medrosos y cobardes se precipitan en la desesperación sólo por miedo.” Durante ese discurso clamaban o gemían según el semblante de O tón se abatía o se crispaba. Y no sólo los pretorianos, también los mensajeros de Mesia confirmaban idéntica resolución en el ejército que se aproximaba, e infor­ maban de que las legiones habían entrado ya en Aquileya. Así que nadie dude de que aquella guerra atroz, luctuosa e incierta para vencidos y vencedores hubiera podido reanu­ darse. 47 Pero Otón, haciendo oídos sordos a las propuestas de guerra, dijo: “Este coraje, este valor vuestro no debe ser expuesto a más peligros: sería, creo, tasar mi vida demasiado alto. Cuanta más confianza mostréis en mis posibilidades, si yo quisiera seguir vivo, más hermosa será mi muerte. La suerte y yo ya nos he­ mos probado bastante tiempo. Y no calculéis cuánto: la mesu­ ra es más difícil cuando la dicha se prevé efímera. La guerra ci­ vil la emprendió Vitelio, y ahí está el origen de que peleásemos con las armas por el principado. Para que no peleemos más que una vez, daré yo ejemplo: que por él se guíe la posteridad para juzgar a Otón. Que Vitelio disfrute de hermano, mujer e hijos; a mí no me hacen falta venganza ni consuelo. A otros les durará más el imperio, pero nadie lo abandonará con tan­ to valor. ¿Es que voy a permitir que toda esta mocedad roma­ na, que ejércitos tan heroicos vuelvan a diezmarse y la patria los pierda? Que vuestro ánimo me acompañe como si estu­ vieseis dispuestos a perecer por mí —pero sobrevivid... Y no demoremos más yo vuestra salvación ni vosotros mi entereza: entretenerse hablando de la muerte es una forma de cobardía. Os pongo por testigos de la prueba principal de mi resolución, que consiste en no quejarme de nadie, puesto que culpar a los dioses o a los hombres sólo demuestra apego a la vida.” 48 Después de hablar así, llamándolos amablemente por orden de edad y de rango, les instaba a acudir con presteza y [ 142 .]

no provocar la ira del enemigo con retrasos. A los jóvenes los persuadía con autoridad y a los mayores con súplicas, conte­ niendo con semblante plácido y palabras valientes las lágri­ mas inoportunas de los suyos. Ordena poner naves y vehícu­ los a disposición de los viajeros; destruye los documentos y cartas claramente tendenciosos a su favor o insultantes para Vitelio; reparte dinero sin derroche, como si no se aprestase a morir. Luego, se puso a consolar a su sobrino Salvio Cocceyano, un adolescente asustado y lloroso, elogiando su fideli­ dad y reprochándole que tuviera miedo: ¿es que Vitelio iba a tener tan poco corazón de no concederle siquiera esa com­ pensación a cambio de la inmunidad de toda su familia? Pre­ cipitando su propio final se ganaba la clemencia del vence­ dor, puesto que no era a la desesperada, sino en momentos en que su ejército aún reclamaba la lucha cuando Otón había de­ cidido ahorrar a la patria un último desastre. Eran méritos so­ brados para granjearse renombre para sí y dignidad para su descendencia. Después de los Julios, los Claudios y los Ser­ vios, él era el primero en elevar al imperio a una nueva fami­ lia, así que —le decía— debía abrazar la vida con la cabeza alta, sin olvidar nunca que Otón había sido su tío, ni recordar­ lo tampoco demasiado. 49 Después, cuando todos se despidieron, descansó un rato. Y cuando ya se concentraba en sus últimas disposicio­ nes, le distrajo un revuelo repentino: le avisan de que los sol­ dados están trastornados y no obedecen. Ahora, amenaza­ ban de muerte a los que pretendían marcharse, y con especial virulencia a Verginio, a quien retenían confinado en su casa. Después de reprender a los responsables de la insubordina­ ción, se entretuvo dialogando con los que partían hasta que todos marcharon indemnes. A la caída del día aplacó la sed con unos sorbos de agua helada. A continuación le trajeron dos puñales y, tras probarlos, guardó uno de ellos bajo la al­ mohada. Una vez se aseguró de que sus amigos habían parti­ do, pasó una noche tranquila y, según se afirma, no en vela. De madrugada, recostó el pecho contra el hierro. Al oír gemir al moribundo, entraron sus libertos y esclavos junto al pre­ fecto del pretorio Plocio Firmo, quienes encontraron una úni­ ca herida. [1 4 3]

El funeral fue rápido: eso es lo que él había pedido so­ lemnemente, a fin de evitar que le cortasen la cabeza y sir­ viese de escarnio. Portaron el cuerpo las cohortes pretorianas entre aclamaciones y lágrimas, llenándole de besos la herida y las manos. Algunos soldados se inmolaron junto a la pira, no por dependencia ni miedo, sino por devoción al príncipe y por emular su gesto. Y más tarde en Bedriaco, en Piacenza y en otros campamentos se repitieron muertes de este tipo. El sepulcro que se erigió a Otón no era ostentoso y estaba desti­ nado a durar. Tal fiie su final, cuando contaba treinta y siete años de edad. 50 Procedía del municipio de Ferento. Su padre llegó a ser cónsul y su abuelo, pretor. Su estirpe materna era más m o­ desta sin carecer de dignidad. Su infancia y juventud fueron como ya referimos70. Por dos hechos, el primero infame y ad­ mirable el otro, ha merecido de la posteridad un recuerdo con tanta razón bueno como malo. Aunque opino que recurrir a las fábulas y entretener a los lectores con leyendas dista mucho de la seriedad de mi pro­ yecto, no seré yo quien se atreva a desmentir lo que la tradi­ ción lleva de boca en boca. Los lugareños recuerdan que, el día de la batalla de Bedriaco, un pájaro de una especie desco­ nocida se posó en un concurrido paraje de Reggio Emilia y que, a pesar de que se congregó mucha gente y otras aves re­ voloteaban a su alrededor, no hubo manera de que ésta se asustase y se marchara hasta que O tón se suicidó. Cuentan que entonces desapareció de la vista y que, de acuerdo con los cálculos, el inicio y la conclusión del prodigio coincidie­ ron con el desenlace de la vida de Otón. 51 Durante el funeral el pesar y el dolor de los soldados re­ avivaron el motín, sin que hubiera nadie capaz de reprimir­ lo. Apelando a Verginio le pedían en tono amenazante que asumiese el poder imperial o, si no, que encabezase una dele­ gación ante Cécina y Valente. Verginio frustró su intento esca­ pando a escondidas por la parte trasera de la casa justo cuan­ do irrumpían en ella. Rubrio Galo se encargó de trasladar los 701, 13.

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ruegos de las cohortes estacionadas en Brescello, las cuales ob­ tuvieron el perdón de inmediato. Mientras tanto, las tropas que habían estado bajo el mando de Flavio Sabino se pasaron al vencedor con la mediación de su general. 52 Tras el cese general de los enfrentamientos, un grupo nu­ meroso de senadores corrió gravísimo peligro. Habían salido de Roma con Otón y se quedaron en Módena. Hasta allí lle­ garon las noticias de la derrota, pero los soldados se negaban a creerlas tachándolas de mentiras. Como pensaban que los senadores eran hostiles a Otón, vigilaban sus conversaciones y de sus gestos y ademanes sacaban las peores conclusiones. Al final, con provocaciones e insultos buscaban la excusa para una matanza. Por si eso fuera poco, se cernía sobre el Se­ nado una amenaza añadida: que diese la impresión, ahora que el bando de Vitelio ya no tenía rival, de que andaban re­ misos en saludar su victoria. Así que se reúnen a debatir pre­ sa del miedo y la ansiedad por doble motivo. Nadie se atreve a tomar una iniciativa personal, convencidos de que la culpa colectiva es más segura. Sus angustias se veían agravadas por las autoridades de Módena, que les ofrecían armas y dinero y, con inoportuna solemnidad, les trataban de “Padres Cons­ criptos”71. 53 Se produjo entonces un altercado digno de mención du­ rante el cual Licinio Cécina se enfrentó a Marcelo Eprio acu­ sándolo de ambigüedad. Y no es que los demás se expresasen con franqueza, sino que el nombre de Marcelo, detestado por el recuerdo de las delaciones y objeto de rencor, bastaba para provocar a Cécina, quien, en su condición de hombre sin pa­ sado y recién incorporado al Senado, buscaba publicidad ene­ mistándose con personalidades importantes. Entre ellos se in­ terpuso la sensatez de los mejores y todos se retiraron a Bolonia con intención de reanudar allí las deliberaciones, confiando en que, entretanto, dispondrían de más información. En Bolonia se repartieron por los caminos hombres con la misión de obtener noticias de los recién llegados. Pregunta­

71 Al saludarles como senadores les forzaban a comprometerse y tomar una decisión respecto si reconocer a Vitelio o no.

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ron a un liberto de O tón por las razones de su partida y res­ pondió que ésas habían sido las últimas disposiciones de su patrón: añadió que él todavía lo había dejado con vida, pero ocupado tan sólo en la posteridad y desentendido de cuida­ dos mundanos. Cundió el asombro y el desinterés por nue­ vas averiguaciones, y todos se decantaron interiormente por Vitelio. 54 Participaba en los debates su hermano Lucio Vitelio, quien ya se abandonaba a los aduladores cuando, de impro­ viso, Ceno, un liberto de Nerón, dejó atónita a toda la con­ currencia con un terrible embuste, asegurando que con la lle­ gada de la XIVa Legión, a la que se habían sumado las fuerzas de Brescello, los vencedores habían sido eliminados y la suer­ te de los bandos se había invertido. El propósito de la falacia era que los salvoconductos expedidos por Otón, que habían empezado a ignorarse, recuperaran su valor gracias a una no­ ticia favorable. El caso es que Ceno consiguió rápido trans­ porte para Roma, aunque a los pocos días pagó sus culpas por orden de Vitelio; por su parte, los senadores vieron incre­ mentarse el peligro porque los soldados otonianos sí creían que la noticia era cierta. Los temores eran más intensos por el hecho de que la marcha de Módena tenía visos de acuerdo oficial y podría interpretarse como una deserción. En adelan­ te no volvieron a reunirse y cada uno se cuidó de sí mismo, hasta que una carta enviada por Fabio Valente conjuró su miedo. Y la muerte de Otón, a fuerza de elogios, llegó más aprisa a todos los oídos. 55 En Roma, en cambio, no hubo sobresaltos. Los Juegos Ceriales72 se celebraban como de costumbre: cuando llegaron al teatro informaciones fidedignas de que Otón había puesto fin a su vida y de que el prefecto de la Urbe, Flavio Sabino, había hecho prestar juramento a Vitelio a la tropa acuartelada en la Capital, el público aplaudió a Vitelio. La población pa­ seó por los templos las efigies de Galba, adornadas con laurel y flores, y se elevó una especie de túmulo con coronas junto al Lago Curcio, precisamente en el lugar que un Galba mori­ 72 Dedicados a Ceres, tenían lugar entre el 12 y el 19 de abril.

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bundo había manchado con su sangre. En el Senado se de­ cretaron de un golpe todos los honores concebidos durante los largos principados de otros, se añadieron loores y agra­ decimientos para los ejércitos de Germania y se envió una de­ legación encargada de los plácemes. Se leyó públicamente una carta de Fabio Valente dirigida a los cónsules en términos no descomedidos — si bien más grato aún resultó el comedi­ miento de Cécina, que no escribió nada. 56 Por su parte, Italia sufría algo más grave y atroz que la guerra: dispersos por municipios y colonias, los vitelianos se entregaban a una orgía de pillaje, agresiones y violaciones. Con avaricia o corrupción desaforadas, no se paraban a dis­ tinguir lo sagrado y lo profano. No faltaron quienes, disfraza­ dos de soldados, eliminaron a sus enemigos personales; y los soldados auténticos que conocían el terreno destinaban al bo­ tín las mieses cuajadas y los propietarios ricos o, si se resistían, a la muerte. Sus jefes estaban obligados con ellos y no se atre­ vían a detenerlos. Había en Cécina menos codicia, pero más demagogia; la mala fama de Valente por sus ganancias y ex­ torsiones le inducía a encubrir también las culpas de los de­ más. Después de la ruina que ya venía padeciendo Italia, se­ mejante violencia de la caballería y la infantería, semejantes estragos y vejaciones se hacían difíciles de soportar.

La m a r c h a d e V i t e l i o h a c i a R o m a

57 Entre tanto, Vitelio, ignorante de su victoria, conducía las restantes fuerzas del ejército de Germania como si la gue­ rra estuviese por empezar. Había dejado en los campamentos de invierno a unos pocos veteranos y aprestado levas en las Galias hasta completar las legiones que quedaban, reducidas al mero nombre. La vigilancia del Rin se la había encomen­ dado a Hordeonio Flaco, mientras él sumaba a sus tropas ocho mil soldados escogidos del ejército de Britania. Llevaba pocos días de marcha cuando se entera del resultado favora­ ble en Bedriaco y de que la muerte de Otón ha zanjado la guerra: convoca a los soldados y colma de elogios su valor. El ejército reclamaba que concediese el rango de caballero a su [1 4 7 ]

liberto Asiático, pero él rechazó lo que no era sino indigna adulación; a continuación, caprichosamente, lo que había negado en público, lo concedió de una fiesta privada, y cargó de anillos73 a Asiático, un criado sin escrúpulos y dispuesto a medrar con malas artes. 58 Por las mismas fechas llegaron noticias de que las dos Mauritanias se habían pasado al bando viteliano tras el asesi­ nato del procurador Albino. Lucceyo Albino, a quien Nerón había puesto al frente de la Mauritania Cesariense y Galba le añadió la administración de la Tingitana, contaba con fuerzas nada despreciables: diecinueve cohortes, cinco alas de caballe­ ría y un número ingente de mauritanos a los que su experien­ cia como bandoleros y salteadores había entrenado para la guerra. Tras la muerte de Galba se inclinó por Otón y, no con­ tento con África, amenazaba Hispania, separada de ella por un estrecho brazo de mar. De ahí los temores de Cluvio Rufo, quien ordenó a la Xa Legión aproximarse a la costa como si preparase un desembarco. Se destacaron unos centuriones con intención de granjearse a los mauritanos para Vitelio: no cos­ tó demasiado, habida cuenta de la fama del ejército de Ger­ mania en las provincias. Por si eso no bastara se hizo correr el bulo de que Albino, insatisfecho con el título de procurador, usurpaba los atributos regios con el nombre de Juba74. 59 Cuando se consiguió que mudaran las voluntades, el prefecto de caballería Asinio Polión, uno de los más leales a Albino, y los prefectos de infantería Festo y Escipión, fueron asesinados. El propio Albino fue degollado al tocar tierra en su viaje desde la provincia Tingitana a la Mauritania Cesa­ riense; su esposa, que se interpuso a los verdugos, también en­ contró la muerte, sin que Vitelio se interesase por nada de lo acontecido. Por muy importantes que fueran las novedades les dedicaba escasa atención — un hombre demasiado peque­ ño para los grandes problemas. Da órdenes para que el ejército avance por tierra mientras él desciende por el río Saona. Si por algo se hacía notar no era

73 Distintivo del orden ecuestre. 74 Nombre del último rey de la Mauritania independiente.

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por el boato principesco, sino por su vieja cicatería, hasta que Junio Bleso, gobernador de la Galia Lugdunense, un hombre de ilustre linaje, espíritu desprendido y con recursos a la al­ tura, rodea al príncipe de criados y le asiste con generosidad. Eso no le sirvió precisamente para ganarse su agradecimien­ to, aunque Vitelio disimulaba su aversión con zalamerías de lacayo. En Lyon se encontraban a su disposición los generales de los dos bandos, vencedores y vencidos. Elogió a Valente y Cé­ cina ante los militares congregados y los colocó flanqueando su silla curul. A continuación ordena que el ejército al com­ pleto salga al encuentro de su hijo, un niño todavía, y lo es­ colten hasta él; cubierto con la capa de general lo sienta en su regazo, lo llama “Germánico” y le impone todos los distinti­ vos de la condición de príncipe: lo que en aquellos momen­ tos felices fue un honor excesivo, resultó una maldición en los infelices. 60 Se procedió entonces al asesinato de los centuriones otonianos más caracterizados, razón principal de que cundie­ se entre los ejércitos de Iliria la desafección por Vitelio. A la par, por contagio y celos de los soldados de Germania, las res­ tantes legiones albergaban pensamientos de guerra. A Sueto­ nio Paulino y Licinio Próculo los sometió a una humillante y penosa espera hasta que les concedió audiencia: entonces re­ currieron en su defensa a argumentos más en deuda con la ne­ cesidad que con el honor. Llegaron a alegar haber traicionado a su bando, atribuyendo la larga marcha antes del combate, el cansancio de los otonianos, el descontrol en la organización de tropa y vehículos así como otros incidentes casuales a su propia estratagema. Y Vitelio, dando crédito a su felonía, los absolvió de lealtad75. El hermano de Otón, Salvio Ticiano, no corrió peligro, encubierto por su vínculo personal y su cobar­ día. Mario Celso conservó su consulado, pero se daba por cierto —y después se le llegaría a reprochar a éste en el Sena­ do— que Cecilio Símplice había pretendido adquirir el cargo

75 Es decir, de la acusación de lealtad a Otón. La ironía es amarga: las vir­ tudes se han transformado en delitos, y viceversa.

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a cambio de dinero y sin ahorrar la muerte de Celso. Vitelio se negó, y más tarde concedió a Símplice un consulado sin percances ni dispendio. A Trácalo lo amparó contra sus acu­ sadores Galería, la esposa de Vitelio. 61 Cuando grandes hombres vivían momentos tan crucia­ les sucedió —vergüenza da contarlo— que un tal Marico, un plebeyo de los boyos, se atrevió a probar suerte y desafiar a los ejércitos de Roma en nombre de la divina voluntad. Y ya estaba este “redentor” de las Galias y “dios” (tal era el trato que a sí mismo se daba) granjeándose a los aldeanos eduos de los alrededores con el apoyo de ocho mil hombres que había reunido, cuando la gente de la ciudad76, mucho más seria, se bastó con sus mejores reclutas y unas cohortes que añadió Vi­ telio para hacer trizas a la muchedumbre de fanáticos. Marico cayó prisionero en la batalla; más tarde lo arrojaron a las fie­ ras y, como éstas no le despedazaban, el necio vulgo lo con­ sideraba inviolable —hasta que fue ejecutado en presencia de Vitelio. 62 Ya no hubo más represalias contra los rebeldes ni con­ tra las propiedades de nadie. Se certificaron los testamentos de los caídos en campo otoniano o se aplicó la ley a los in­ testados. En suma, nada que temer de la codicia de Vitelio si moderase su incontinencia. Su apetito culinario era escan­ daloso e insaciable: de la Urbe y de Italia entera se allegaban manjares; del Tirreno al Adriático, el traqueteo era constan­ te en las carreteras. Organizando banquetes se quedaban en la ruina los magnates de las ciudades, y las propias ciudades sumidas en la indigencia. La energía y el valor de los solda­ dos languidecían entre la rutina de placeres y el desdén por su jefe. A Roma hizo llegar un edicto por el que aplazaba su acep­ tación del título de Augusto y renunciaba al de César, pero sin que eso mermase en absoluto sus poderes. Los astrólogos fueron expulsados de Italia. Se tomaron severas medidas para evitar que los caballeros romanos se degradasen tom ando

76 Se trata de Autun (Augustodunum), capital de los eduos.

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parte en los juegos del circo o el anfiteatro. Emperadores an­ teriores les habían obligado a hacerlo previo pago o, más a menudo, por la fuerza, y numerosos municipios y colonias competían a la hora de seducir con dinero a los mozos más venales. 63 Pero Vitelio, más arrogante y cruel tras la llegada de su hermano y la intrusión de maestros en despotismo, decidió matar a Dolabela, a quien ya referimos que O tón había de­ portado a la colonia de Aquino. Cuando tuvo noticia de la muerte de Otón, Dolabela había regresado a Roma: de eso le denunció Plancio Varo — antiguo pretor y amigo personal de Dolabela— ante el prefecto de la Urbe Flavio Sabino, acu­ sándole de haber violado el arresto para postularse como jefe del partido derrotado. Añadió que había hecho su oferta a la cohorte acuartelada en Ostia. Como de semejantes acusacio­ nes no había prueba alguna, Varo se arrepintió y, tras su deli­ to, iba pidiendo un perdón tardío. Flavio Sabino titubeaba ante asunto tan grave, pero Triaría, la esposa de Lucio Vitelio, con ferocidad inconcebible en una hembra, le disuadió de procurarse fama de clemente a riesgo de la vida del príncipe. Sabino era un hombre de carácter dó­ cil y, acosado por el miedo, voluble. Temeroso por su propia vida cuando era otro el que se la jugaba y para que no pare­ ciese que le echaba una mano, le dio un empujón cuando ya se despeñaba. 64 Así que Vitelio, asustado y resentido porque su esposa Petronia se había casado después con Dolabela, le citó por escrito y ordenó que lo mataran evitando la transita­ da Vía Flaminia, en un desvío a Terni. Eso se le hizo al ver­ dugo demasiado largo: en una posada del camino lo arrojó al suelo y lo degolló, suscitando con ello una gran antipatía ha­ cia el nuevo régimen, cuyo primer botón de muestra se hacía público. También la falta de escrúpulos de Triaría quedaba más en evidencia al lado de un modelo de corrección tan cercano: Galería, la mujer del emperador, no andaba mezclada en es­ tos siniestros asuntos. Comparable virtud mostraba Sexti­ lia, la madre de los Vitelios, cuya educación era de otra épo­ ca. Se contaba que, nada más recibir la primera carta de su hijo, llegó a decir: “Yo he parido un “Vitelio”, no un “Germá­ [151]

nico””77. Y en adelante no habría regalo de la fortuna o de la corruptela ciudadana capaz de ganarla para la alegría: sólo sin­ tió las desgracias de su familia. 65 Al salir Vitelio de Lyon se suma a su cortejo Cluvio Rufo, que ha dejado Hispania. Su semblante trasmite alegría y enhorabuena, pero tiene el alma en vilo porque sabe que se ha abierto un proceso contra él. Un liberto imperial llamado Hilaro le había acusado de planear, cuando supo de la entroni­ zación de Otón y de Vitelio, hacerse por su cuenta con el po­ der y el dominio de las Híspanlas: por eso, decía, sus salvo­ conductos no llevaban el nombre de ninguno de los dos príncipes en el encabezamiento. También en sus discursos encontraba Hilaro material insultante contra Vitelio y propa­ gandístico en su propio favor. Prevaleció la autoridad de Clu­ vio, quien consiguió además que Vitelio ordenase el castigo de su liberto. Cluvio se adhirió al séquito del príncipe sin que le quitaran Hispania, que gobernaba en ausencia al modo de Lucio Arrancio (pero Tiberio retenía a Arrancio por miedo, mientras que Vitelio a Cluvio sin sombra de temor). No le cupo el mismo honor a Trebelio Máximo: había huido de Britania a causa de la furia de sus soldados. En su lugar se envió a Vetio Bolano, uno de la comitiva. 66 Preocupaba mucho a Vitelio la actitud de las legiones vencidas, en absoluto resignada. Dispersas por Italia y en con­ tacto con las vencedoras, su lenguaje seguía siendo hostil. Es­ pecialmente agresivos se mostraban los de la XIVa, quienes no admitían haber sido derrotados: argüían que en el campo de batalla de Bedriaco sólo habían sido rechazadas las líneas de vexiliarios, pero que el grueso de la legión no había entrado en combate. Se decidió devolverlos a Britania, de donde los había hecho venir Nerón, y, entre tanto, que compartieran campamento con las cohortes de bátavos, en razón de su vie­ ja enemistad contra la XIVa. Y no duró mucho la calma entre gente armada que se odiaba tanto... En Turin, un bátavo per­

77 Al igual que se nos dice de su hijo un poco antes, Vitelio había adopta­ do el sobrenombre de Germánico, con el que firmaba el encabezamiento o re­ mite de la carta.

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sigue a un artesano por estafador mientras que un legionario lo defiende como anfitrión suyo: a cada uno se suman sus compañeros de armas y de los insultos pasan al homicidio. Y la batalla hubiera sido encarnizada de no ser porque dos co­ hortes pretorianas hicieron causa común con los legionarios, lo cual aumentó la confianza de éstos y amedrentó a los bá­ tavos. Por leales, ordena Vitelio que los bátavos se incorporen a su guardia personal; en cuanto a la legión, que cruce los Al­ pes Grayos78 y dé un rodeo para evitar Vienne. Y es que tam­ bién se temía a los viennenses. La noche en que la legión se marchaba dejaron hogueras encendidas por todos lados y una parte de Turin ardió; esa ca­ lamidad, como otros males de la guerra, quedó eclipsada por las catástrofes aún mayores que sufrieron otras ciudades. Cuando dejaron atrás los Alpes, los más insubordinados pre­ tendían llevar sus estandartes hasta Vienne: se lo impidió el acuerdo de los mejores y la legión concluyó su viaje a Britania. 67 El siguiente temor de Vitelio eran las cohortes de pretorianos. Primero se les disgregó; luego, con el consuelo de un retiro honroso, iban entregando las armas a sus tribunos has­ ta que se extendieron rumores de que Vespasiano había em­ prendido la guerra. Entonces se reincorporaron a filas para constituir el pilar del partido flaviano. A la Ia Legión de marinos la mandaron a Hispania para que se sosegase con la paz y la buena vida. La XIa y la VIIa vol­ vieron a sus cuarteles de invierno y a los de la XIIIa los puso a construir anfiteatros porque Cécina quería organizar un es­ pectáculo de gladiadores en Cremona y Valente en Bolonia: Vitelio nunca estaba tan absorto en los problemas como para olvidarse de los placeres. 68 A los vencidos, pues, los había desarticulado sin excesos: entre los vencedores surgió un motín cuyo origen movería a la risa si no fuera porque el número de muertos aumentó la inquina contra la guerra. Vitelio estaba a la mesa en Pavía, en una fiesta a la que había invitado a Verginio. Según sean los

78 Por el Mom Grains, hoy el Pequeño San Bernardo, en los Alpes de Graie o Grées.

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hábitos de sus generales, los legados y tribunos emulan su ri­ gor o se divierten con comilonas. A su vez, los soldados viven concentrados o disipados. Pues bien, en el campamento de Vi­ telio no había más que desorden y embriaguez: todo el mun­ do andaba más dispuesto a trasnochar de juerga que a some­ terse disciplinadamente al toque de retreta. Así sucedió que, dos soldados, uno de la Va Legión y otro un auxiliar galo, se retaron como pasatiempo a una pelea y se fueron calentando: cuando el legionario se fue a tierra, el galo se dedicó a mofar­ se y los espectadores se repartieron en dos bandos. Los legio­ narios se lanzaron a estragar auxiliares y dos cohortes fueron aniquiladas. La algarada concluyó con otra algarada: en la lejanía se di­ visaban polvo y armas. De pronto gritaron a coro que la XIVa Legión había vuelto sobre sus pasos y acudía a la batalla. Pero se trataba de la retaguardia viteliana, y nada más reconocerlos la angustia desapareció. Entre tanto, apareció por casualidad un esclavo de Verginio y alguien se inventó que iba a atentar contra Vitelio: ya corría la tropa a la fiesta pidiendo a gritos la muerte de Verginio. Ni siquiera Vitelio, que temblaba a la menor sospecha, dudaba de la inocencia de Verginio, pero no fue fácil reducir a los que exi­ gían la ejecución del antiguo cónsul y en otro tiempo su pro­ pio jefe. Lo cierto es que nadie sufría el acoso de la insurrec­ ción tanto como Verginio: conservaba la admiración y la fama, pero le odiaban porque les había despreciado79. 69 Al día siguiente, Vitelio concedió audiencia a una dele­ gación del Senado a la que había dado orden de aguardarle en Pavía y luego se trasladó al campamento. Allí se permitió elo­ giar la fidelidad de los soldados, mientras los auxiliares trona­ ban contra el grado de impunidad y arrogancia que se tole­ raba a los legionarios. Para evitar que se sublevasen de nuevo, las cohortes de bátavos fueron devueltas a Germania: de esa manera dispusieron los Hados el comienzo de una guerra a la vez interior y exterior. Regresaron también a sus comunida­

79 Los soldados habían ofrecido a Verginio el imperio, y éste lo había re­ chazado (cfr. I, 8).

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des los auxiliares galos, que habían sido reclutados en núme­ ro ingente durante los primeros momentos de la rebelión como uno más de los absurdos de la guerra. Por otro lado, para que los fondos del imperio, consumi­ dos en regalos, pudiesen cubrir gastos, da orden de recortar las cifras de legionarios y auxiliares y prohíbe nuevas incor­ poraciones. Las ofertas de licénciamientos fueron, así, indis­ criminadas. Esta política resultó desastrosa para el Estado e ingrata para los soldados, quienes tenían que repartirse entre unos pocos las mismas tareas y veían multiplicarse los riesgos y la fatiga. Además, estaban desvigorizados por las comodi­ dades, en contra de la antigua disciplina instituida por nues­ tros antepasados, para quienes la estabilidad de Roma des­ cansaba mejor sobre el coraje que sobre el dinero. 70 De Pavía, Vitelio se desvió a Cremona y, después de presenciar el espectáculo de gladiadores que organizaba Cé­ cina, sintió deseos de poner pie en los campos de Bedriaco y contemplar con sus propios ojos los vestigios de la reciente victoria. Cuarenta días después de la batalla, la visión era horripi­ lante: cuerpos despedazados, miembros mutilados, bultos de hombres y caballos en descomposición, un barro de sangre infecta, una lúgubre devastación de árboles y viñedos cerce­ nados. No menos inhumano era el tramo de carretera que los cremonenses habían tapizado con laureles y rosas, y en el que habían erigido altares y sacrificado víctimas con pompa orien­ tal. Esos festejos de entonces causarían su tragedia más tarde. Valente y Cécina acompañaban a Vitelio y le indicaban los sitios de la lucha: desde ahí se habían puesto en marcha las le­ giones, aquí había cargado la caballería, allí se habían desple­ gado los auxiliares. Los tribunos y legados, hinchando la im­ portancia de sus actos, mezclaban lo cierto con lo falso y exa­ geraban lo cierto. También los soldados rasos, entre gritos de júbilo, se desviaban de su camino, rememoraban los escena­ rios de los combates, observaban, se asombraban ante el túmu­ lo de armas, ante los montones de cadáveres. Había también a quienes la veleidad de la fortuna hacía verter lágrimas de compasión. Pero Vitelio no apartó la mirada ni le causaron es­ calofrío tantos miles de ciudadanos insepultos: él estaba [1 5 5 ]

contento e, ignorante de la suerte que se le avecinaba, honra­ ba con ceremonias a los dioses del lugar. 71 La siguiente escala fue Bolonia, donde Fabio Valente ofreció su espectáculo de gladiadores con galas traídas de Roma. Y cuanto más se acercaba a la Capital, tanto más se degradaba la comitiva con una mezcla de actores, tropeles de eunucos y el resto de personajes que caracterizaron a la corte de Nerón. Y es que al propio Nerón había dedicado Vitelio su admiración: se hizo asiduo de sus recitales no por obligación, como la gente honesta, sino porque lo compraban y vendían con los lujos y el menú. A fin de reservar unos meses sin cónsul para Valente y Cé­ cina, se comprimieron los consulados de otros y se suspendió el de Marcio Macro con la excusa de que era un dirigente del partido otoniano. También pospuso Vitelio a Valerio Marino, a quien Galba había designado cónsul y que en nada le había ofendido, pero era dócil y dispuesto a aguantar resignadamente la afrenta. Pedanio Costa cayó de la lista porque desagrada­ ba al príncipe que se hubiera enfrentado a Nerón y apoyase a Verginio, aunque los motivos alegados fueran otros. Así y todo, daban gracias a Vitelio con inercia de esclavos. 72 Escasos días duró una impostura que al principio susci­ tó conmoción. Apareció alguien que afirmaba ser Escriboniano Camerino, que se había refugiado en Istria durante el te­ rror neroniano porque allí conservaba la clientela y las fincas de los antiguos Crasos, además de la influencia que inspiraba su nombre. Para que la ficción resultase verosímil se había ro­ deado de la peor calaña, y la muchedumbre crédula así como algunos soldados, engañados o dispuestos a la rebelión, pug­ naban por sumarse a su cortejo. Fue conducido a presencia de Vitelio y sometido a interrogatorio para averiguar quién era en realidad. Como no se dio crédito a sus palabras y su amo reconoció en él a un fugitivo llamado Geta, se decidió ejecu­ tarle como corresponde a un esclavo80. 73 Resulta increíble recordar con qué presunción y desva­ río acogió Vitelio la noticia, traída por informadores de Siria 80 En la cruz.

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y Judea, de que Oriente le había prestado juramento. Y es que, aunque vagos y sin portavoces identificados, los rumores sobre Vespasiano corrían de boca en boca y bastaba con su nombre para poner en guardia a Vitelio. Entonces, creyéndo­ se sin rival, él y su ejército dieron rienda suelta a la crueldad, el vicio y el saqueo como sólo sucede entre bárbaros.

V e s p a s ia n o

se p r o c l a m a e m p e r a d o r

74 Pero Vespasiano tenía en mente la guerra y hacía repaso de las fuerzas que estaban a mano o a distancia. La tropa es­ taba tan a su favor que, cuando presidía el juramento de leal­ tad a Vitelio, los soldados guardaron silencio hasta que acabó la letanía de parabienes. Tampoco a Muciano le era indife­ rente aunque sintiese mayor inclinación por Tito. El prefecto de Egipto, Tiberio Alejandro, se había aliado a sus planes. Contaba con la IIIa Legión, ya que a Mesia había bajado desde Siria, y confiaba que las demás legiones de Iliria les se­ cundarían. Y es que a todo el ejército tenía indignado la arro­ gancia de las tropas procedentes de Vitelio quienes, con su aspecto sobrecogedor y su lenguaje ofensivo, menosprecia­ ban al resto y se burlaban de ellos. Sin embargo, ante las dimensiones de la guerra, la duda asaltaba a menudo; y tan pronto como Vespasiano se sentía confiado en su suerte, se ponía a considerar los contras: ¿qué traería el día aquél en que expusiera a la guerra sus sesenta años de edad y dos hijos aún jóvenes? Tratándose de asuntos privados es posible, según convenga, graduar el riesgo, pero, cuando se ambiciona el imperio, no hay término medio entre la cumbre y el abismo. 75 Ante sus ojos se presentaba la soli­ dez del ejército de Germania, bien conocida para un hombre castrense como él: sus legiones carecían de experiencia en una guerra civil, mientras que las de Vitelio habían ganado una y a los vencidos les quedaba más quejumbre que energía. En las contiendas civiles la lealtad de los soldados vacila, y cada uno de ellos se convierte en una amenaza: ¿de qué sirven alas y cohortes si hay quien está dispuesto a cobrar la recom­ pensa que el adversario ha ofrecido por un atentado impre[1 5 7 ]

visible? Así fue eliminado Escriboniano en tiempos de Clau­ dio y así ascendió su verdugo Volaginio de soldado raso al alto mando: es más sencillo empujar a la masa que esquivar a los individuos. 76 Cuando Vespasiano vacilaba, presa de estos temores, otros legados y amigos le alentaban. También Muciano, des­ pués de muchas conversaciones en privado, habló de este modo ante testigos: “Quienquiera que pretenda llevar a efecto una gran empre­ sa debe valorar si su proyecto es beneficioso para la patria y honorable para él mismo, y si es practicable o al menos no imposible; por su parte, quien le asesora ha de considerar si está dispuesto a respaldar su consejo con el riesgo personal y, caso de que la suerte acompañe a sus designios, a quién corres­ ponde el mayor mérito. Yo te llamo, Vespasiano, al imperio: es algo tan saludable para el Estado como dignísimo para ti y que, con la venia de los dioses, está a tu alcance. Y no temas que la adulación se oculte tras mis palabras: tal vez esté más cerca del agravio que del honor ser elegido emperador des­ pués de un Vitelio. No nos sublevamos contra la agudeza mental de un Augus­ to, ni contra la recelosa vejez de Tiberio, ni siquiera contra la casa de Caligula, Claudio o Nerón, apuntalada por un domi­ nio duradero. Has cedido incluso ante la alcurnia de Galba: parecería, no obstante, letargo y cobardía desentenderse y abandonar al Estado a la degradación y la ruina, aunque se­ mejante sumisión pudiera resultarte, a la par que deshonrosa, segura. Pasó definitivamente ya el tiempo en que podías disi­ mular tu ambición: tu único refugio es el poder. ¿Ya has olvi­ dado el asesinato de Corbulón81? Su cuna era más elevada que la nuestra, de acuerdo: pero también Nerón superaba a Vitelio en abolengo. El miedo basta para ennoblecer a quien lo inspira. Y de que el ejército puede nombrar príncipes, sirva de prue­ ba el propio Vitelio: no debe su promoción a servicio o glo­ ria militar de ningún tipo, sino a la antipatía contra Galba. Ni 81 Célebre general asesinado por orden de Nerón en el año 67.

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siquiera derrotó a Otón con la estrategia o la fuerza de un ejér­ cito, sino gracias a la propia y prematura desesperación de éste —para después convertirlo en un príncipe añorado y grande mientras dispersa a las legiones, desarma a las cohortes y siem­ bra cada día las semillas de una nueva contienda. Si sus tropas han tenido alguna vez entusiasmo y arrestos, los consumen en tabernas y juergas a imitación del príncipe; tú cuentas con las nueve legiones de Judea, Siria y Egipto intactas: no han su­ frido desgaste por batalla alguna ni la discordia las merma; los soldados están curtidos y se han impuesto en una guerra exterior; tienes el apoyo de escuadras, alas y cohortes, de reyes leales y de una experiencia personal que supera la de cual­ quier otro. 77 En cuanto a mí, que nadie me considere inferior a Valente y Cécina: eso es todo lo que voy a pedir. No desdeñes a Muciano como aliado sólo porque no tienes que sufrirme como rival. Yo me pongo por encima de Vitelio, y a ti por en­ cima de mí. Tu casa posee los laureles del triunfo82 y dos jó­ venes, de los cuales uno ya merece el imperio y en sus prime­ ros años de milicia brilló ante el propio ejército de Germania: absurdo sería no ceder ante aquél cuyo hijo yo mismo adop­ taría de ser yo el emperador. Por lo demás, entre nosotros el reparto del éxito o el fracaso no será equitativo, pues, si ven­ cemos, yo tendré los honores que tú me quieras dar, pero el riesgo y los peligros los padeceremos por igual. Más aún: diri­ ge tú el conjunto del ejército y déjame a mí la guerra y los avatares del combate — así es mejor. Hoy, la disciplina es más firme entre los vencidos que entre los vencedores. A aquéllos la rabia, el rencor y el ansia de ven­ ganza les infunde coraje; a éstos la soberbia y el desprecio los tiene adocenados. La propia guerra abrirá y expondrá las he­ ridas ocultas y mal curadas de los derrotados. Y no me dan más confianza tu alerta, sobriedad y sabiduría que la desidia, la ignorancia y la crueldad de Vitelio. Pero nuestros argumentos serán mejores en guerra que en paz, pues quienes debaten la rebelión, ya son rebeldes.” 82 Vespasiano recibió los ornamenta triumphalia a su regreso de Britania.

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78 Tras el discurso de Muciano, los demás se lanzaron aún con más decisión a acosar a Vespasiano, a animarle, a recor­ darle los oráculos de los videntes y las evoluciones de los as­ tros. El no era inmune a tales creencias, como prueba el he­ cho de que más tarde, dueño ya de la situación, se serviría sin disimulos de un tal Seleuco, un astrólogo, como consejero personal y adivino. Antiguos presagios surcaban su mente: en sus fincas, un ciprés de extraordinaria altura se había derrum­ bado súbitamente —para retoñar al día siguiente de sus mis­ mas raíces y desarrollarse aún más pujante y robusto. Los harúspices se habían mostrado de acuerdo en que aquello era algo grande y favorable, que prometía al entonces joven Ves­ pasiano el máximo esplendor. En principio, los fastos triunfa­ les, el consulado y la gloriosa victoria en Judea parecían haber colmado el alcance del presagio. Pero cuando obtuvo todo aquello, pensó que lo anunciado era el imperio. Entre Judea y Siria está el Carmelo: así llaman al monte y al dios. Pero, por precepto de la tradición, no hay imagen del dios ni templo, tan sólo un altar y el culto. Allí hizo Vespa­ siano sus sacrificios reservando sus planes para sus adentros. El sacerdote Basílides observó con atención las visceras y dijo: “Sea lo que sea lo que tienes en mente, Vespasiano, construir una casa, extender tus propiedades o ampliar el número de tus sirvientes, se te concederá una gran residencia, terrenos ilimita­ dos, muchos hombres.” En seguida la fama se había hecho eco de esas palabras, tan enigmáticas, y ahora las descifraba: no había otra cosa en boca del pueblo. Tanto más se citaban en su entorno, cuanto que la esperanza es habladora. Despejadas todas las dudas, Muciano partió para Antioquía y Vespasiano para Cesarea: aquélla es la capital de Siria y ésta la de Judea. 79 El traspaso del imperio a Vespasiano comenzó en Ale­ jandría por las prisas de Tiberio Alejandro, quien tomó jura­ mento a sus legiones el primero de julio. Esa fecha sería en adelante celebrada como el inicio de su principado, aunque el ejército de Judea juró en su presencia el 3 de julio, y con tal fer­ vor que ni siquiera esperaron a su hijo Tito, que regresaba de Siria como mediador en los tratos entre Muciano y su padre. Todo discurrió a merced del entusiasmo de los soldados, sin [i 6o]

preparar un acto oficial ni congregar a las legiones. 80 Mien­ tras se buscaba momento, lugar y —lo más difícil en seme­ jante situación— quién diera el primer paso, mientras espe­ ranza y temor, cálculo y azar se debatían en su ánimo, al salir Vespasiano de su dormitorio, un grupo de soldados que de costumbre formaban para saludarle en calidad de legado, lo saludaron como emperador. Entonces acudieron los demás a la carrera, tratándolo de César y Augusto y acumulando to­ dos los títulos del principado. Los miedos de Vespasiano die­ ron paso a la confianza: no mostró asomo de vanidad o arro­ gancia; en medio de aquel cambio nada cambió en él. En cuanto se disipó la neblina con que semejante encumbra­ miento empañaba sus sentidos, habló en tono castrense y re­ cibió un torrente de felicitaciones. Muciano no esperaba otra cosa para tom ar juramento a una tropa eufórica. Luego, compareció en el teatro de Antioquía, donde solían celebrarse los debates, y tomó la palabra ante una concurrencia volcada en halagos. Su oratoria era elegante incluso en griego, y siempre demostraba pericia tan­ to en la palabra como en los ademanes. Nada produjo mayor indignación a los provincianos y militares que cuando Mu­ ciano aseguró que Vitelio había dispuesto trasladar a las le­ giones germanas a la holgada y tranquila vida militar de Si­ ria, mientras que, por contra, las legiones de Siria serían des­ tinadas a Germania, con su clima invernal y la dureza de sus faenas. Y es que los provinciales se sentían a gusto confrater­ nizando con los soldados habituales, con quienes no pocos habían establecido lazos de amistad y parentesco, en tanto que los soldados, en el largo tiempo de servicio, habían co­ gido afecto a unos campamentos tan conocidos y familiares como su hogar. 81 Antes del 15 de julio toda Siria había prestado juramen­ to a Vespasiano. Se adhirió Sohemo y su reino, fuerzas nada desdeñables; también Antíoco, que poseía recursos ancestra­ les y era el más rico de los reyes vasallos. A continuación, Agripa83, a quien informaciones secretas de los suyos habían 83 Herodes Agripa II, hermano de Berenice.

hecho regresar de Roma, emprendió rápida travesía sin que lo supiera aún Vitelio. Con no menos entusiasmo apoyaba la causa la reina Berenice, en la flor de la vida y la belleza y cuya generosidad resultaba grata también al viejo Vespasiano. Todas las provincias que baña el Mediterráneo hasta Asia y Acaya, todas cuantas en el interior se extienden hasta el Ponto84 y Ar­ menia, prestaron juramento. Pero los legados que las gober­ naban estaban desarmados, dado que Capadocia aún no con­ taba con legiones. En Beirut se celebró un encuentro para de­ batir la situación en su conjunto. Allí acudió Muciano con tribunos y legados y un séquito deslumbrante de centuriones y soldados. También se presentó la flor y nata del ejército de Judea: semejante despliegue de infantería y caballería sumado a la presencia de los reyes, a cual más impresionante, produ­ cía el efecto de un evento imperial. 82 Las primeras medidas de la guerra son la leva de reclutas y la movilización de veteranos. Para la fabricación de arma­ mento se eligen ciudades poderosas, en Antioquía se acuña oro y plata, y de acelerar todo esto quedan encargados en cada localidad responsables adecuados. El propio Vespasiano se ocupaba con su presencia de dar ánimos, prefiriendo esti­ mular a los buenos con elogios y a los perezosos con el ejem­ plo antes que con represalias, ocultando los defectos de los aliados más que sus aciertos. A muchos los recompensó con prefecturas y procuradurías y a no pocos con el rango de se­ nador: resultaron ser hombres de talla que, más tarde, alcan­ zarían los máximos honores. A algunos su fortuna les valió como méritos. En cuanto a las primas para la tropa, ni Muciano había he­ cho promesas excesivas en su primera alocución ni Vespasia­ no mismo ofreció para una guerra civil más que otros en tiempos de paz: se mostró intransigente contra los dispendios militares y así consiguió un ejército mejor. Se enviaron delegados a los partos y armenios y se tomaron precauciones para no descuidar las espaldas por concentrar las legiones en la guerra civil. Se decidió que Tito acosara Ju84 En el noreste de Anatolia.

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dea mientras Vespasiano controlaba los accesos de Egipto: pensaban que contra Vitelio bastaría con una parte del con­ tingente, el mando de Muciano, el renombre de Vespasiano y la fuerza del destino, a la que nada se resiste. Se escribieron cartas a todos los ejércitos y legados recomendándoles que tentasen a los pretorianos hostiles a Vitelio con el aliciente de volver a filas. 83 Muciano se puso en marcha con un grupo ligero. Ac­ tuando más como colega del emperador que como subor­ dinado suyo, sin demorarse, para no dar la impresión de que titubeaba, pero también sin precipitarse, dejaba que la distan­ cia misma hiciera crecer su fama, consciente de que llevaba consigo una modesta fuerza pero que siempre se cree mayor lo que no se tiene a la vista. Sin embargo tras él marchaba una imponente expedición formada por la VIa Legión y trece mil vexilarios. Había ordenado que la flota se trasladase del Mar Negro a Bizancio, dudando todavía si, desentendiéndose de Mesia, emplearía la infantería y la caballería contra Dürres85 mientras cercaba Italia por mar con embarcaciones de gran ta­ maño. En su retaguardia, estarían seguras Acaya y Asia, que se expondrían inermes a Vitelio caso de no reforzarse con guar­ niciones. Y el propio Vitelio tampoco tendría claro qué parte de Italia proteger si flotas enemigas amenazasen Brindisi y Ta­ rento a la vez que las costas de Calabria y Lucania. 84 De ese modo, las provincias bullían con los preparativos de naves, soldados y armas. Pero nada resultaba tan oneroso como la recaudación de fondos: Muciano repetía que ésa era la clave de la guerra civil, y a ese propósito no reparaba en de­ rechos ni verdades, sino exclusivamente en la magnitud de los caudales. Las delaciones se generalizaron y los más ricos se convirtieron en víctimas del saqueo. Estas gravosas e intolera­ bles extorsiones, justificadas por las exigencias de la guerra, continuaron sin embargo en tiempo de paz. A los comienzos de su imperio, Vespasiano no se implicó tanto en el lucro ile­ gítimo, pero el beneplácito de la fortuna y los malos maes­ tros le enseñaron y ni siquiera él se privó. Muciano invirtió en 85 Dyrrachium, en la actual Albania.

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la guerra incluso sus propios fondos, aunque su generosidad privada sólo sirvió para que abusara con menos escrúpulo del dinero público. Otros siguieron su ejemplo en las aportacio­ nes, pero raro fue el que dispuso de la misma facilidad para re­ sarcirse. 85 Aceleró entretanto los planes de Vespasiano el entu­ siasmo con que los ejércitos de Iliria se pasaron a su bando. La IIIa Legión sirvió de ejemplo a las restantes legiones de Mesia, la VIIIa y la VIIa Claudiana: eran acérrimos partidarios de Otón, aunque no intervinieron en los combates. Habían avanzado hasta Aquileya y, tras ensañarse con quienes traían noticias sobre la suerte de Otón, desgarraron sus estandartes, que exhibían el nombre de Vitelio, y terminaron apoderándo­ se de los caudales y repartiéndoselos. Se comportaban como enemigos. Sintieron entonces miedo y su miedo les hizo pen­ sar que podría servirles de mérito ante Vespasiano lo mismo por lo que Vitelio les exigiría excusas. Así que las tres legiones de Mesia intentaban ganarse por carta al ejército de Panonia mientras preparaban un ataque en caso de que no aceptara. En medio de esa agitación, el gobernador de Mesia, Aponio Saturnino perpetra una terrible fechoría: envió un centurión para que matase al legado de la VIIa Legión, Tetio Juliano. Lo hizo por motivos personales simulando que era para favorecer la causa de Vespasiano. Juliano adivinó el peligro y, con la ayu­ da de quienes conocían el terreno, huyó monte a través por Mesia hasta el otro lado de los Balcanes. De ese modo no in­ tervendría en la guerra civil, prolongando con sucesivas demo­ ras el viaje que había emprendido hacia Vespasiano y remolo­ neando o apresurándose en función de las noticias. 86 En Panonia, las legiones XIIIa y VIIa Galbiana, que no habían olvidado el dolor y la rabia por la batalla de Bedriaco, se unieron sin vacilación a Vespasiano, arrastrados sobre todo por Antonio Primo. Este hombre, infractor de la ley y con­ denado por falsedad en tiempos de Nerón, había recuperado el rango senatorial —una más de las desgracias de la guerra. Galba lo había puesto al frente de la VIIa Legión y se rumo­ reaba que había mandado cartas a Otón ofreciéndose para encabezar su partido. Ignorado por éste, no había prestado ningún servicio a los otonianos en la guerra. Cuando la auto[164]

ridad de Vitelio declinaba, secundó a Vespasiano, cuya causa recibió así un gran impulso: duro en la pelea, ágil de palabra, un artista sembrando el odio, las revueltas y motines eran su elemento; lo mismo robaba que regalaba; el menos recomen­ dable en la paz, no había sin embargo que desdeñarlo en la guerra. La unión de los ejércitos de Mesia y Panonia arrastró tam­ bién a los soldados de Dalmacia, si bien los legados consula­ res no intervinieron. Panonia y Dalmacia estaban en manos, respectivamente, de Tampio Flaviano y Pompeyo Silvano, ambos ancianos y ricos. Pero estaba de procurador Cornelio Fusco, en plena madurez y de ilustre cuna. En su primera ju­ ventud había renunciado al rango senatorial por deseo de tranquilidad, sin embargo se había puesto al frente de su ciu­ dad natal en favor de Galba y por el servicio había obtenido la procuraduría. Al tomar partido por Vespasiano blandió la antorcha de la guerra con especial fanatismo: amante del pe­ ligro no por sus compensaciones, sino por el peligro mismo, prefería arriesgar lo seguro y consolidado en aras de la nove­ dad, la incertidumbre y el azar. Así pues se entregaron a la agitación, con su objetivo pues­ to en todos aquellos que de algún modo pudiesen estar re­ sentidos. Se enviaron misivas a los de la XIVa Legión, en Britania, y a los de la Ia, en Hispania, porque tanto unos como otros habían sido partidarios de O tón y adversarios de Vite­ lio; las Galias se siembran de escritos, y a cada minuto que pa­ saba el incendio de la guerra prendía con más fuerza. Una vez que los ejércitos de Iliria habían hecho pública defección, los demás se disponían a compartir su suerte.

V it e l io

en

Rom a

87 Mientras Vespasiano y los jefes de su partido andaban así de atareados por las provincias, Vitelio, cada día más des­ preciado e indolente, marchaba hacia Roma haciendo parada en los festejos de cada municipio y villa con su aparatoso con­ tingente. Le seguían sesenta mil hombres armados y degrada­ dos por la indisciplina, un número aún mayor de menestrales [165]

cuya conducta resultaba escandalosa incluso a los esclavos y una nutridísima comitiva de oficiales y cortesanos incapaz de obediencia aunque a su gobierno se aplicara la mayor de las mesuras. Recargaban la muchedumbre caballeros y senadores llegados de la Capital, algunos por miedo, muchos por servi­ lismo, los demás (y poco a poco todos) por no quedarse en casa mientras otros acudían. A ellos se sumaban plebeyos a quienes Vitelio conocía por servicios inconfesables, payasos, actores y aurigas, cuya deshonrosa amistad le complacía inex­ plicablemente. Y no sólo las ciudades sufrían el saqueo que requería su abastecimiento, sino incluso los campos de los agricultores, con las mieses ya maduras, quedaban arrasados como si de un país enemigo se tratara. 88 Numerosas y atroces muertes se infligían unos a otros los soldados, ya que subsistía entre legiones y auxiliares el en­ frentamiento surgido tras la revuelta de Pavía. Cuando se tra­ taba, en cambio, de pelear contra los paisanos, todos se con­ certaban. Pero la peor escabechina se produjo a siete millas de Roma. En ese punto, Vitelio estaba repartiendo a cada solda­ do raciones de comida, igual que se ceba a los gladiadores, y la plebe había invadido todos los rincones del campamento. Aprovechando el descuido de los soldados, practicaban sus gracias urbanas: algunos les cortaban los bálteos86 sin que se enteraran, se los quitaban y después les iban preguntando por sus armas. Gente poco habituada a los insultos, los militares no aceptaron la broma: atacaron a la población indefensa con sus espadas, matando entre otros al padre de un soldado que acompañaba a su hijo. Cuando fue reconocido y corrió la voz del asesinato, dejaron de perseguir inocentes. En la Urbe, sin embargo, sembró el pánico una partida de soldados que se había adelantado a la carrera: se dirigían sobre todo al Foro con intención de contemplar el lugar donde Galba quedó postrado. Pero ellos mismos, con las pieles de fieras a la espal­ da y erizados de lanzas enormes, no eran espectáculo menos sobrecogedor. Ponían poco cuidado en evitar a la muchedum-

86 Correas para llevar colgada la espada.

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bre de civiles y, cuando se iban de bruces porque las calles es­ taban resbaladizas o tropezaban con alguien, pasaban a la tri­ fulca y luego a las manos o a las armas. Por si eso fuera poco, los tribunos y prefectos volaban de acá para allá con aterra­ doras bandas de hombres armados. 89 El propio Vitelio avanzaba desde el Puente Milvio a lo­ mos de un vistoso caballo, envuelto en el paludamentum, y ar­ mado, arreando al Senado y al pueblo por delante de él. Sólo el consejo de sus amistades le convenció de no entrar en Roma como en una ciudad cautiva: se cubrió con la toga pre­ texta87, puso orden en la formación y después echó a caminar. Al frente iban las águilas de cuatro legiones flanqueadas por los estandartes de otras tantas legiones, a continuación las en­ señas de doce escuadrones; tras las filas de infantes, la caba­ llería; luego treinta y cuatro cohortes agrupadas por nombres nacionales o tipos de armamento. Por delante de las águilas marchaban los prefectos de campamento, los tribunos y los centuriones primeros, todos vestidos de blanco; los demás, cada uno junto a su centuria, con las armas y las medallas re­ fulgentes. También resplandecían las fáleras88 y collares de los soldados: brillante estampa la de un ejército digno de un prín­ cipe que no fuera Vitelio. De ese modo hizo su entrada en el Capitolio y allí, abrazando a su madre, la honró con el nom­ bre de “Augusta”. 90 Al día siguiente, tal que ante el Senado y el pueblo de una ciudad forastera, pronunció un ampuloso discurso en ho­ nor de sí mismo. Se dedicó a ensalzar su propia vitalidad y templanza, sin importarle que fueran testigos de sus escánda­ los no sólo los presentes sino Italia entera, la cual había atra­ vesado entre el letargo y el despilfarro más oprobiosos. El vul­ go, no obstante, desentendido e incapaz de distinguir la ver­ dad y la mentira, educado en el hábito de la adulación, le aclamaba y vitoreaba y, como rehusaba el título de “Augusto”,

87 El paludamentum, blanco o púrpura, era el distintivo del general, del que debía desprenderse para entrar en Roma. Vitelio lo sustituye por la toga prae­ texta, el atuendo de los magistrados civiles. 88 Adorno metálico colgado sobre el pecho.

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insistieron en que lo aceptase — algo tan ocioso como su re­ chazo. 91 En una ciudad dispuesta a encontrar señales en todo, se tomó por funesto agüero el que Vitelio, convertido en pontí­ fice máximo, promulgase un edicto sobre ceremonias públi­ cas el 18 de julio, fecha infausta desde antiguo por las derro­ tas del Crémera y el Alia89. A tal punto ignorante de cualquier derecho humano y divino, la desidia de sus libertos y cortesa­ nos era comparable: parecía rodeado de borrachos. Compa­ reciendo, sin embargo, como un ciudadano corriente junto a sus candidatos a las elecciones consulares, no perdía oportu­ nidad de congraciarse con el populacho en el teatro como es­ pectador y en el circo como apostante. Estos gestos, bien re­ cibidos y populares si surgiesen de la virtud, se transformaban en indecentes y bajos a la luz de su pasado. Frecuentaba el Senado, incluso cuando los senadores deba­ tían pequeñeces. En una ocasión, el pretor designado Helvi­ dio Prisco se manifestó en contra de una propuesta suya. Al principio Vitelio se molestó, pero no pasó de invocar a los tri­ bunos de la plebe en auxilio de su potestad desairada. Más tarde, sus amigos, que temían que su furia se enconase, con­ siguieron calmarlo. Entonces les comentó que no sería la pri­ mera vez que dos senadores discrepasen sobre asuntos públi­ cos, y que él mismo tenía por costumbre llevarle la contraria al propio Trásea90. A la mayoría esa impúdica comparación les dio risa; pero a algunos les complacía precisamente que, en lugar de uno de los figurones, hubiera elegido a Trásea como modelo de la verdadera gloria. 92 Al mando de los pretorianos había puesto a Publilio Sabino, que ascendió desde la prefectura de una cohorte, y a Julio Prisco, centurión a la sazón: Prisco gozaba del favor de Valente y Sabino del de Cécina. En medio de sus discrepan-

89 R í o s próximos a la Urbe donde los romanos sufrieron sendos reveses en el año 477 a.C. (ante los etruscos) y, probablemente, 389 a.C. (a manos de los galos). 50 Trásea Peto, hombre de proverbiales principios y destacado miembro de la oposición estoica a Nerón, por orden del cual se suicidó en el año 66.

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cías, Vitelio carecía de autoridad: Cécina y Valente hacían frente a las obligaciones del gobierno acuciados por sus anti­ guos resquemores que, mal disimulados durante la guerra y la vida castrense, habían ganado intensidad gracias a la mala fe de sus partidarios y una ciudad especialmente fértil a la hora de generar adversarios. Mientras ellos pugnan y compi­ ten en capacidad de convocatoria y en el inmenso ejército de sus parroquianos, Vitelio oscila en sus preferencias hacia uno u otro. Y es que el poder nunca se siente bastante seguro cuan­ do es excesivo. Ellos, por su parte, lo mismo despreciaban que temían a un Vitelio que pasaba del repentino enfado a la zalamería inopinada. Mas no por eso fueron menos diligentes en asaltar las mansiones, los jardines y los caudales del impe­ rio, mientras el lloroso y desamparado aluvión de nobles a los que Galba había permitido repatriarse junto con sus hijos no recibía la menor ayuda de la misericordia del príncipe. Resul­ tó grato a los proceres de la ciudad, e incluso aprobado por la plebe, el que devolviera a los retornados del destierro los de­ rechos sobre sus libertos, si bien éstos procuraban desvirtuar­ los por todos los medios con astucia servil, poniendo su dine­ ro a buen recaudo en depósitos secretos o inaccesibles: algu­ nos incluso se pasaron a la casa del emperador y llegaron a ser más poderosos que sus propios amos. 93 En cuanto a los soldados, su excesivo número llenaba los campamentos y los desbordaba. Deambulando por so­ portales, santuarios y, en fin, por cada esquina de la ciudad, no sabían cuáles eran sus puntos de reunión, no respetaban las guardias ni se endurecían con el trabajo: atraídos por las tentaciones de la Urbe y sus lugares inconfesables, minaban su cuerpo con la ociosidad y su espíritu con la lujuria. Al fi­ nal, ni siquiera cuidaban la salud: una gran parte de ellos acampó en los andurriales del Vaticano, cuya insalubridad causó numerosas muertes y, como el Tiber pasa al lado, la afi­ ción al baño y la falta de resistencia a los calores hicieron es­ tragos en germanos y galos, de natural propenso a enfermar. Encima, la corruptela o el soborno pervirtieron el ordena­ miento militar: se reclutaron dieciséis cohortes pretorianas y cuatro urbanas, que tocaban a mil hombres cada una. El más expeditivo en la leva era Valente, convencido de que había [169]

salvado a Cécina del desastre. Cierto es que con su llegada los vitelianos se habían reforzado; además, había acallado las ha­ bladurías sobre su lento avance gracias a su venturoso com­ bate y todos los soldados de la Germania Inferior eran parti­ darios de Valente —razón por la cual, se piensa, la lealtad de Cécina comenzó a vacilar. 94 Por lo demás, si Vitelio transigió con los jefes, aún más liberal fue con la tropa. Cada uno decidía su propio destino: aunque no lo mereciera, si ésa era su preferencia, se le apun­ taba a la guarnición de Roma; a cambio, los buenos soldados recibían permiso para permanecer en las legiones o la caballe­ ría si lo deseaban. Y no faltaban quienes lo preferían, agota­ dos por la enfermedad o repudiando los rigores del clima. Con todo, legiones y alas quedaron debilitadas y el prestigio de los pretorianos hecho añicos después de que se inscribie­ ran en su campamento, a voleo más que selectos, veinte mil soldados procedentes de todo el ejército. Durante una asamblea, reclaman a Vitelio la ejecución de Asiático, Flavo y Rufino, dirigentes de las Galias, por haber combatido en favor de Víndice. Pero Vitelio no reprimía cla­ mores de esta especie: aparte de su natural cobardía, como sabía que tenía pendiente un donativo y faltaba dinero, con­ cedía a los soldados todo lo demás. Los libertos de la casa im­ perial recibieron órdenes de aportar una suerte de impuesto en proporción al número de sus esclavos, pero él, ocupado sólo en gastar, construía establos para los aurigas y atestaba el circo con espectáculos de gladiadores y fieras, jugando con el dinero como si nadase en la abundancia. 95 Es más, Cécina y Valente celebraron el cumpleaños de Vitelio91 orga­ nizando combates de gladiadores por todos los barrios de la ciudad con una pom pa extraordinaria y desconocida hasta aquel día. Encantó a los sinvergüenzas y ofendió a las gentes de bien que el príncipe erigiera altares en el Campo de Marte e hicie­ ra ofrendas a Nerón. En un acto oficial, se sacrificaron vícti­ mas y se quemaron. Aplicaron la tea los augustales, un cole91 En el mes de septiembre.

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gio sacerdotal que Tiberio consagró a la familia Julia tal como Rómulo al rey Tacio. Aún no habían pasado cuatro meses desde la victoria y ya igualaba Asiático, el liberto de Vitelio, a los Políclitos, Patrobios y demás personajes odiados de antaño. En aquella corte nadie competía en honradez o capacidad de trabajo; sólo había un camino hacia los puestos de influencia: saciar con pródigos banquetes, derroche y juergas los inagotables apetitos de Vite­ lio. Con la teoría de que bastaba con disfrutar del presente sin pensar más allá, se cree que en escasísimos meses dilapidó no­ vecientos millones de sestercios. La gran y desdichada ciudad, que en un mismo año había sufrido a Otón y a Vitelio, transi­ taba con incierta y bochornosa suerte entre Vinios, Fabios, Ice­ los y Asiáticos a la espera de que Muciano y Marcelo les suce­ dieran —apenas un cambio de hombres más que de hábitos. 96 La primera defección de la que se informa a Vitelio es la de la IIIa Legión: Aponio Saturnino se lo notificó por carta antes de sumarse él mismo al bando de Vespasiano. Pero Apo­ nio, como asustado por la conmoción, no le había detallado todo y sus aduladores amigos quitaban hierro a la noticia: la rebeldía sólo afectaba a una legión, le decían, mientras que la lealtad de los demás ejércitos era firme. Ésta fue también la idea que Vitelio trasmitió a los soldados, arremetiendo contra los pretorianos recién licenciados por difundir mentiras. Ase­ guraba que no existía riesgo alguno de guerra civil. Prohibió hablar de Vespasiano y los soldados se desperdigaron por la Capital para reprimir los comentarios de la gente. Eso alimen­ taba especialmente los rumores. 97 No obstante, solicitó refuerzos de Germania, Britania y de las Hispanias, remiso y ocultando la urgencia. En conso­ nancia, los legados y las provincias titubeaban: Hordeonio Flaco, porque sospechaba ya de los bátavos y temía habérse­ las con su propia guerra; Vetio Bolano, porque Britania nun­ ca estaba pacificada del todo. Además, ni uno ni otro tenía las ideas claras. Tampoco se apresuraban en las Hispanias, donde no había ningún consular: los legados de las tres legiones, con idénticas facultades y que hubieran competido en servilismo caso de que a Vitelio le fuesen bien las cosas, se desentendían por igual de su adversa fortuna. [1 7 1 ]

En África, la legión junto con las cohortes que había reclu­ tado Clodio Macro y que luego Galba había disuelto, retoma­ ron las armas a una orden de Vitelio. Al mismo tiempo, los restantes mozos corrían a ofrecerse como voluntarios. La expli­ cación es que Vitelio había desempeñado allí un proconsula­ do impecable y popular, mientras que Vespasiano se había ga­ nado la antipatía y el descrédito. Los aliados suponían que, como emperadores, resultarían igual, pero la experiencia de­ mostró lo contrario. 98 Al principio, el legado Valerio Festo apoyó lealmente la decisión de los provinciales. Luego comen­ zó a vacilar. En público, por medio de cartas y proclamas, se mostraba favorable a Vitelio, pero enviaba correos secretos a Vespasiano: su intención era respaldar a uno u otro depen­ diendo de quién prevaleciera. Algunos soldados y centuriones, arrestados en Recia y las Galias en posesión de escritos y proclamas de Vespasiano, fue­ ron entregados a Vitelio y asesinados; muchos más pasaron inadvertidos, amparados por amigos leales o por su propia as­ tucia. De ese modo, los preparativos de Vitelio quedaban al descubierto, mientras que la mayoría de los planes de Vespa­ siano se desconocían, en primer lugar, por la incompetencia de Vitelio y, luego, porque las guarniciones instaladas en los Alpes de Panonia92 detenían a los correos. También el mar, gracias a los vientos etesios, favorecía la navegación hacia Oriente y dificultaba el rumbo opuesto. 99 Finalmente, aterrado por las alarmantes noticias que lle­ gaban de todas partes anunciando la ofensiva de los enemi­ gos, Vitelio ordena a Cécina y Valente marchar a la guerra. Cécina tomó la delantera porque a Valente, que acababa de salir de una grave enfermedad, la debilidad lo agarrotaba. Muy distinta era la imagen del ejército de Germania saliendo de la Urbe: cuerpos sin vigor, espíritus sin energía, la forma­ ción disgregada y lenta; armas descuidadas, caballos cansinos, soldados que renegaban del sol, del polvo y de las tormentas, reacios a emprender las faenas y mucho más dispuestos a en­ zarzarse en disputas. A eso se añadían la clásica demagogia de 92 Los más orientales o Julios.

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Cécina y una apatía de reciente aparición: los excesos del éxi­ to le habían habituado a la buena vida, o quizá urdía ya la traición y desmoralizar al ejército era una de sus estratagemas. Muchos han supuesto que los consejos de Flavio Sabino ha­ bían terminado por hacer mella en la mente de Cécina, y que Rubrio Galo había mediado en las conversaciones: sus condi­ ciones para cambiar de bando recibirían la aprobación de Ves­ pasiano, le aseguraban; al mismo tiempo, avivaban su resenti­ miento y sus celos contra Fabio Valente insinuando que, para Vitelio, Cécina era un segundón y sólo recuperaría posición e influencia con un nuevo príncipe. 100 Cécina, que fiie despedido con un abrazo de Vitelio y todos los honores, destacó a una parte de la caballería a ocu­ par Cremona. Le siguieron los estandartes de las legiones Ia, IVa, XVa y XVIa, luego la Va y la XXIIa; cerraron la marcha la XXIa Rapax y la Ia Itálica junto con vexilarios de las tres le­ giones británicas y una selección de auxiliares. En cuanto Cé­ cina partió, Fabio Valente escribió al ejército que había coman­ dado para que le aguardase en el camino. Eso, decía, es lo que había acordado con Cécina. Pero éste, que estaba presente y por esa razón tenía más peso, mintió diciendo que la decisión se había cambiado a fin de hacer frente a la agresión con toda la fuerza disponible. Así que las legiones recibieron orden de apresurarse hacia Cremona y, una parte, dirigirse a Ostiglia. El se desvió a Rávena con la excusa de arengar a la flota. Más tarde se descubrió que tenía una cita secreta para organizar la defección. Y es que Lucilio Baso, a quien, tras la prefectura de un ala, Vitelio había encomendado el m ando combinado de las flotas de Rávena y Miseno, como no había sido inme­ diatamente elegido para la prefectura del Pretorio, estaba dis­ puesto a vengar su injusto rencor con una infame traición. No hay m odo de saber si él arrastró a Cécina o, como suele su­ ceder con los malvados, que también son afines, los empujó una misma perversidad. 101 Los historiadores que compu­ sieron su relato de esta guerra bajo el poder de los Flavios nos han trasmitido como causas el deseo de paz y el amor a la pa­ tria: hay que achacar a la adulación su falsedad. A nuestro parecer, aparte de una veleidad innata y lo poco que valía su lealtad después de traicionar a Galba, fue la rivalidad y el [ 173 ]

resentimiento por que otros les relegaran a ojos de Vitelio lo que les llevó a derrocar al propio Vitelio. Cécina alcanzó a las legiones y se dispuso a socavar con todo tipo de tretas la obs­ tinada simpatía hacia Vitelio de soldados y centuriones; Baso tuvo menos dificultad en lograr ese mismo objetivo: la lealtad de la flota era propensa al cambio merced al recuerdo de su reciente campaña al servicio de Otón.

LIBRO TERCERO

El

sa q u eo d e

C

rem o n a

1 Con mejor sino y más unión debatían los jefes del bando flaviano sus planes bélicos. Se habían reunido en Ptuj93, en los campamentos de invierno de la XIIIa Legión. Allí discu­ tían si era preferible bloquear los Alpes de Panonia hasta que todas las fuerzas pudiesen agruparse a sus espaldas y descargar un ataque conjunto o si sería más valiente enfrentarse y pelear por Italia. Los partidarios de aguardar refuerzos y aplazar la guerra subrayaban la fuerza y fama de las legiones de Germa­ nia, aparte de que con Vitelio había llegado después el múscu­ lo del ejército de Britania: por su parte contaban con un nú­ mero inferior de legiones, además recién derrotadas, y, aun­ que feroces de palabra, la moral de los vencidos era más baja. Pero mientras controlaban los Alpes, Muciano llegaría con las tropas de Oriente; a Vespasiano le quedaban el mar, la flo­ ta y el entusiasmo de las provincias, gracias a las cuales podría desencadenarse una segunda oleada. Así que, con una saluda­ ble espera, llegarían nuevas fuerzas sin sacrificar nada de las actuales. 2 A este parecer repuso Antonio Primo (el más fervoroso instigador de la guerra) que la velocidad resultaría ventajosa para los suyos y fatal para Vitelio. Los vencedores estaban más

93 Poetovio, en la actual Eslovenia.

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relajados que crecidos; ni siquiera estaban de servicio y acuar­ telados: holgazaneaban dispersos por todos los municipios de Italia, temibles sólo para sus anfitriones, devorando placeres inusuales con tanta ansia cuanto salvaje fue su vida anterior. Además, el circo, el teatro y demás amenidades de la Urbe los habían ablandado o agotado las enfermedades. Pero si se les daba un respiro, argüía, también ellos recuperarían la energía a medida que se preparaban para la guerra. Germania no es­ taba lejos, y de allí venían sus fuerzas; Britania, separada ape­ nas por un estrecho; al lado, las Galias e Hispanias, ambas con hombres, caballos e impuestos. Tenían la propia Italia y los recursos de la Capital y, si quisieran pasar al ataque, dis­ ponían de dos flotas y el Adriático desprotegido. ¿De qué ser­ viría entonces bloquear las montañas o aplazar otra guerra hasta el verano?, ¿de dónde sacarían entretanto refuerzos y ví­ veres? Lo que había que hacer era aprovecharse precisamente de que las legiones de Panonia, burladas más que vencidas, no dudarían ante la oportunidad de la venganza, y de que los ejércitos de Mesia aportasen sus fuerzas intactas. Si se tenía en cuenta el número de soldados y no el de legiones, los flavia­ nos eran más fuertes y sin melindres; su propia humillación serviría a la disciplina y la caballería ni siquiera había sido derrotada: aunque el resultado de la batalla les fuera adverso, habían roto el frente viteliano. “Entonces — añadió— dos re­ gimientos de caballería de Panonia y Mesia bastaron para despedazar al enemigo: ahora las enseñas conjuntas de dieci­ séis regimientos, con su empuje, su ruido y hasta con su pol­ vareda, caerán como una tromba enterrando a jinetes y m on­ turas que se han olvidado de pelear. Si nadie se opone, yo mismo me encargaré de llevar a cabo mi plan. Vosotros, con vuestra reputación intacta, reservad a las legiones: a mí me bastarán cohortes ligeras. Pronto escucharéis que ya está el ca­ mino franco para la tropa, que los vitelianos han sido doble­ gados. Os resultará un placer ir detrás y repasar las huellas del vencedor.” 3 Sus palabras, pronunciadas con fuego en los ojos y un enérgico tono de voz para que se oyesen más lejos (pues los centuriones y algunos soldados se habían sumado al debate), impresionaron incluso a los partidarios de la cautela. Tachan­ [178]

do de cobardía las prevenciones de éstos, la soldadesca y el resto de los asistentes lo aclamaban como al único con hom­ bría para ser su jefe. Esta fama personal la había conseguido de manera fulminante desde la asamblea en la que se leyeron las cartas de Vespasiano: no se anduvo por las ramas, como los demás, sin comprometer el sentido de sus palabras en es­ pera de acontecimientos; a él los soldados lo veían implicarse en la causa abiertamente y, por eso, como el cómplice más se­ rio de su crimen o de su gloria. 4 El siguiente en influencia era el procurador Cornelio Fusco. También él, habituado a cargar sin compasión contra Vitelio, se había quedado sin ninguna escapatoria en caso de derrota. Tampio Flaviano, indeciso por naturaleza y edad, pro­ vocaba entre los soldados la sospecha de que no había olvi­ dado su parentesco con Vitelio. Cuando se inició el levanta­ miento de las legiones se había dado a la fuga y, como luego regresó por propia voluntad, creían que aguardaba la oportu­ nidad de traicionarlos. Lo cierto es que, después de abando­ nar Panonia, se puso fuera de peligro refugiándose en Italia y fueron sus ambiciones políticas las que le habían empujado a recuperar su cargo de legado y embarcarse en el conflicto ci­ vil. Le había convencido Cornelio Fusco, no porque éste pre­ cisase de las iniciativas de Flaviano, sino para que, en el mo­ mento en que su bando se estaba constituyendo, un título de consular lo arropase con su imagen de respetabilidad. 5 Por lo demás, al objeto de que la penetración en Italia fuese lo menos perniciosa y lo más rentable posible, se envia­ ron a Aponio Saturnino instrucciones de apresurarse con el ejército de Mesia y, para no dejar a las provincias inermes a merced de los bárbaros, se asoció al ejército a los cabecillas de los sármatas jáciges que controlaban su comunidad. Proponían éstos traerse además a su pueblo y a la fuerza de su caballería, sus únicos poderes, pero se declinó la oferta por temor a que, aprovechando la guerra intestina, emprendiesen una contra Roma u olvidasen cualquier sagrado juramento si el rival les prometía una recompensa mayor. Se ganó para la causa a Sidón e Itálico, reyes de los suebos, cuya sumisión a los roma­ nos era antigua y su pueblo más capaz de cumplir la palabra dada. Se apostaron en un flanco tropas auxiliares frente a la [1 79 ]

hostilidad de Recia, cuyo procurador era Porcio Septimio, un hombre de inquebrantable lealtad a Vitelio. Así que se envió a Sextilio Félix con el Ala Auriana y reclutas del Nórico a ocu­ par la ribera del río Inn, que separa la Recia del Nórico. Como ni unos ni otros plantaron batalla, la suerte de los bandos se jugó en otros escenarios. 6 Antonio lanzó su ataque relámpago sobre Italia con vexilarios de las cohortes y una parte de la caballería. Le acompa­ ñaba Arrio Varo, un duro guerrero cuya reputación habían acrecentado el servicio a las órdenes de Corbulón y los éxitos de la campaña de Armenia. Se decía, sin embargo, que, en conversaciones secretas con Nerón, había presentado cargos contra los méritos de Corbulón: con ese infame favor había conseguido su ascenso a primipilo — una satisfacción m o­ mentánea y mal ganada que se convertiría más tarde en su desgracia. Después de tom ar Aquileya, Primo y Varo son acogidos con los brazos abiertos en las poblaciones vecinas así como en Oderzo y Altino. En Altino dejan una guarnición contra la flota de Rávena, de cuya defección aún no tienen noticia. Luego ganaron para su causa Padua y Este. En esta localidad se enteraron de que tres cohortes vitelianas y un regimiento de caballería (el Ala Sebosiana) habían acampado en Foro de Alieno94 después de construir un pontón. Era una buena oportunidad de atacar a un enemigo, como también se les in­ formó, desprevenido. Al amanecer sorprendieron a casi todos desarmados. Los atacantes tenían órdenes de matar a unos pocos y obligar al resto, por miedo, a mudar lealtades. Y al­ gunos se rindieron de inmediato, pero la mayoría cortó el ca­ mino a sus perseguidores deshaciendo el pontón. 7 Cuando se divulgó esta victoria y que el primer golpe de la guerra lo habían dado los flavianos, las legiones VIIa Galbiana y XIIIa Gémina, con el legado Vedio Áquila, se presen­ tan eufóricas en Padua. Allí se tomaron unos días de reposo y el prefecto de campamento de la VIIa Legión, Minicio Justo, que imponía una disciplina demasiado férrea para una guerra ,4 En los alrededores del actual Legnago, en el Véneto.

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civil, hubo de ser sustraído a la furia de los soldados y envia­ do ante Vespasiano. Un hecho largamente anhelado cobró trascendencia y sentido inesperados: Antonio ordenó reponer en todos los municipios las estatuas de Galba que la discordia de los tiempos había derribado de sus pedestales. Pensaba que beneficiaría la imagen de su causa si se creía que el principa­ do de Galba le complacía y rehabilitaba a sus partidarios. 8 La siguiente cuestión fue dónde situar el cuartel general. Verona resultó elegida, rodeada como estaba de campo abier­ to para la lucha a caballo, en la que eran superiores; además, privar a Vitelio de una colonia poderosa parecía una ventaja objetiva y propagandística. Bastó con pasar por Vicenza para hacerse con ella: poca cosa en sí misma (era un municipio con escasas fuerzas), supuso un gran hito considerando que allí había nacido Cécina y que se había arrebatado al jefe de los enemigos su patria chica. Verona mereció la pena: el ejemplo y los recursos de sus habitantes fueron de provecho para el bando flaviano. Al mismo tiempo, desplegado frente a la Recia y los Alpes Julios y Nóricos, su ejército se interpo­ nía a la posibilidad de que los ejércitos de Germania se abrie­ sen paso. Todo esto lo ignoraba Vespasiano o lo habría vetado: de he­ cho, sus instrucciones eran las de detener la guerra en Aquileya y aguardar a Muciano. A esas órdenes añadía su idea de que, previo control de Egipto, sus depósitos de grano y los impuestos de las provincias más ricas, podría forzarse la ren­ dición del ejército viteliano por carencia de sueldos y de trigo. Muciano hacía las mismas advertencias en reiteradas cartas, so pretexto de una victoria incruenta y sin luto y otras cosas por el estilo, pero en realidad movido por el ansia de gloria y el deseo de reservarse todo el brillo de la guerra. Lo cierto es que, desde aquel distante confín de la tierra, las advertencias llegaban después de los hechos. 9 Así pues, Antonio efectuó una incursión repentina con­ tra posiciones enemigas: una escaramuza sirvió para tantear los ánimos y los contendientes se separaron en igualdad. Más tarde, Cécina se hizo fuerte entre Ostiglia, aldea de Verona, y los pantanos del río Tártaro, un emplazamiento seguro habi­ da cuenta de que le cubría las espaldas el río Po y los flancos,

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la barrera pantanosa. Si hubiera sido leal, podría haber aplas­ tado con todas las fuerzas vitelianas a las dos legiones (puesto que aún no se les había añadido el ejército de Mesia) o les hu­ biese obligado a dar la vuelta y abandonar Italia en una reti­ rada humillante. Pero Cécina, con sucesivas demoras, conce­ dió al enemigo los lances iniciales de la guerra dedicándose a increpar por carta a quienes estaba en condiciones de desalo­ jar por la fuerza —a la espera de que sus emisarios le confir­ masen que la traición estaba pactada. Mientras tanto llegó Aponio Saturnino con la legión VIIa Claudiana. Al frente de la legión estaba el tribuno Vipstano Mésala, un hombre de ilustres ancestros, gran personalidad y el único que puso hon­ radez en esa guerra. A estas tropas en absoluto equiparables a las vitelianas (no eran más que tres legiones) les escribió Cé­ cina reprochando la insensatez de blandir armas ya vencidas. Añadía elogios a la bravura del ejército de Germania, conta­ das y triviales alusiones a Vitelio —y ni el menor insulto a Vespasiano. Nada, en suma, que pudiera seducir o intimidar al enemigo. En su respuesta, los jefes del bando flaviano no se pararon a alegar nada sobre los trances del pasado: se expre­ saron en términos grandilocuentes sobre Vespasiano, mani­ festando lealtad a su causa, confianza en su ejército y hostili­ dad hacia Vitelio. A los tribunos y centuriones les daban espe­ ranzas de conservar cuanto Vitelio les hubiera otorgado, y al propio Cécina le proponían sin rodeos que cambiara de ban­ do. Las cartas se leyeron ante la asamblea y consiguieron ele­ var la moral de la tropa, porque el lenguaje de Cécina les sonó recatado, como si temiera ofender a Vespasiano; el de sus je­ fes, en cambio, despectivo, con clara intención de injuriar a Vitelio. 10 Con la llegada de dos nuevas legiones (la IIIa, coman­ dada por Dilio Aponiano y la VIIIa, por Numisio Lupo) se decidió hacer una exhibición de fuerza y amurallar Verana tras un cinturón defensivo. La suerte quiso que a la legión Galbiana le correspondiera trabajar en el sector de la muralla que encaraba al adversario y, al aparecer en la lejanía la caba­ llería de los aliados, cundió la falsa alarma de que eran ene­ migos. Corren a tomar las armas convencidos de que les han traicionado. La furia de los soldados descargó contra Tampio ti 8i]

Flaviano sin ningún fundamento: la antipatía que le tenían de antemano fue suficiente para que una turbamulta exigiese su muerte. A gritos repetían que era pariente de Vitelio, que había traicionado a Otón, que se había embolsado los do­ nativos que les pertenecían. De nada le valían a Flaviano sus alegatos, por mucho que tendiese manos suplicantes, se arras­ trase por el suelo hasta desgarrarse los vestidos o los hipidos se le agolparan en el pecho y en la boca. Todo eso no servía más que para irritar a sus agresores, persuadidos de que el mie­ do exagerado era prueba de la culpa. Aponio intenta hablar, pero el griterío de los soldados ahoga sus palabras; los abu­ cheos y clamores mantienen a raya a los demás. Sólo Antonio consigue que los soldados le presten oídos: además de elo­ cuencia y recursos capaces de sosegar a la soldadesca, poseía autoridad. Cuando la revuelta se encrespaba y estaban a pun­ to de pasar de las insolencias y exabruptos a las manos y las armas, ordena cargar de cadenas a Flaviano. La tropa se sintió burlada y, después de quitar de en medio a quienes le custo­ diaban, se proponía ajusticiarlo. Antonio se interpuso con la espada desenvainada, jurando que estaba dispuesto a morir a manos de los soldados o propias. Cuando veía a un cono­ cido al que distinguían sus condecoraciones, lo llamaba por el nombre en su auxilio. Luego, vuelto hacia las enseñas, se puso a rogar a las divinidades de la guerra que infundieran toda aquella locura y aquella discordia a los ejércitos enemi­ gos —hasta que el motín fue perdiendo fuerza y, como el día llegaba a su fin, cada cual se fue a recoger a su tienda. Esa mis­ ma noche partió Flaviano y una carta cruzada de Vespasiano le salvó del peligro. 11 Las legiones parecían infectadas por una peste. Contra Aponio Saturnino, el legado del ejército de Mesia, su ataque fue más virulento por el hecho de que estallaron en pleno día —no como antes, cansadas ya por la jornada de faena— des­ pués de que se difundiera una carta supuestamente escrita por Saturnino a Vitelio. Si en otro tiempo competían en coraje y disciplina, ahora lo hacían en desfachatez e insolencia: no iban a exigir la ejecución de Aponio con menos violencia que la de Flaviano. Lo cierto es que las legiones de Mesia, recor­ dando que habían ayudado a las de Panonia en su venganza, [183]

y las de Panonia, sintiéndose disculpadas por el motín de los otros, se disponían a repetir su crimen alegremente. Se enca­ minan a los jardines donde Saturnino tenía su residencia y no fue Primo ni Aponiano ni Mésala, aunque lo intentaron por todos los medios, quienes rescataron a Saturnino, sino la os­ curidad del escondite en que se ocultaba —las calderas de unos baños ocasionalmente sin servicio. Más tarde se refugió en Padua sin la compañía de sus lictores. C on la marcha de los dos consulares, Antonio quedó como única autoridad efectiva sobre ambos ejércitos: sus iguales le cedieron la prioridad y los soldados se pusieron en sus manos con entusiasmo. Y no faltaron quienes pensaban que los dos motines se debían a maniobras de Antonio para aprovecharse en exclusiva de la guerra. 12 Tampoco reposaban los ánimos en el bando viteliano: en este caso y para mayor desgracia, la intranquilidad no la causaba la suspicacia de la tropa, sino la deslealtad de los ofi­ ciales. El prefecto de la flota de Rávena, Lucilio Baso, había aprovechado la tibieza de sus soldados —procedentes en su mayoría de Dalmacia y Panonia, provincias bajo control de Vespasiano— para atraerlos a su bando. Eligieron la noche para la traición, al objeto de que sólo los renegados se con­ gregaran en el puesto de mando sin que los demás lo supie­ ran. Baso, por vergüenza o miedo, se quedaba aguardando en casa el resultado. Con gran alboroto, los trierarcos la empren­ den contra las efigies de Vitelio y, después de pasar a cuchillo a los pocos que ofrecieron resistencia, los deseos de cambio iban animando al resto de la tropa a inclinarse por Vespasia­ no. Sólo entonces se aventura Lucilio a presentarse pública­ mente como promotor de la sedición. La flota escoge como prefecto a Cornelio Fusco, quien lle­ gó corriendo. A Baso, honorablemente custodiado, lo trans­ portan a bordo de una libúrnica hasta Atria, donde el prefecto de caballería Memio Rufino, que actúa allí como comandan­ te de la guarnición, lo pone bajo arresto. Pero le sueltan ense­ guida gracias a la intervención del liberto imperial Hormo: hasta éste pasaba por jefe. 13 En cuanto corre la voz de que la flota ha desertado, Cé­ cina convoca en el puesto de mando a los centuriones pri­ [184]

meros y a un puñado de soldados: los demás ya se han mar­ chado a sus tareas y la reserva está asegurada. Allí hace elogio de los méritos de Vespasiano y de la fuerza de su partido: la marina se ha pasado a su bando, escasean las provisiones, las Galias e Hispanias son hostiles, en la Capital nada es de fiar. Todo lo que dice sobre Vitelio es negativo. A continuación, sus cómplices dan ejemplo y los demás, aturdidos por el cam­ bio, se ven forzados a prestar juramento a Vespasiano. Inme­ diatamente se arrancaron las efigies de Vitelio y se enviaron emisarios a Antonio con la noticia. Pero cuando el rum or de la traición llega a todos los rincones del campamento, los sol­ dados regresan corriendo al puesto de mando; al ver que se ha inscrito el nombre de Vespasiano y las efigies de Vitelio es­ tán por el suelo, al principio enmudecen, luego todo explota de un golpe: ¿tan bajo había caído el honor del ejército de Germania que, sin lucha, sin una herida, se entregaban ata­ dos de manos y rendidas las armas? Y ¿quiénes eran los ri­ vales? ¡Pero si eran legiones vencidas! Y ni siquiera estaban la Ia y la XIVa, el verdadero músculo del ejército otoniano — a las que, sin embargo, habían aplastado y triturado en aquellos mismos campos. ¡Regalar a ese desterrado de Anto­ nio tantos miles de hombres armados como si fuesen una re­ ata de esclavos! ¡Nada menos que ocho legiones a remolque de una insignificante escuadra! Lo que Baso pretendía, lo que pretendía Cécina, después de haberle quitado al príncipe sus mansiones, jardines y riquezas, era quitarle al príncipe tam­ bién sus soldados y a los soldados, su príncipe. Sin una baja, sin un mal rasguño y sin valor siquiera a ojos de los flavianos, ¿qué iban a responder cuando les preguntasen por éxitos o fracasos? 14 Eso vociferaban uno tras otro o todos a coro, a empu­ jones de su indignación. Por iniciativa de la Va Legión, una vez repuestas las efigies de Vitelio, maniatan a Cécina; esco­ gen por jefes a Fabio Fábulo, legado de la Va Legión, y Casio Longo, prefecto de campamento; acuchillan a los soldados de tres libúrnicas que aparecen por casualidad, ignorantes de lo sucedido y sin ninguna culpa; abandonan el campamento y, tras cortar un puente, vuelven a Ostiglia. De allí se dirigen a Cremona con intención de unirse a las legiones Ia Itálica [185]

y XXIa Rapax, a las que Cécina había destacado a ocupar Cre­ mona con parte de la caballería. 15 Cuando se enteró, Antonio decidió atacar a los ejércitos enemigos, enfrentados por la discordia y con las fuerzas divi­ didas, antes de que retornase a los jefes la autoridad, a los sol­ dados la disciplina y, ya reunidas, la confianza a las legiones. Suponía que Fabio Valente había salido de Roma y apretaría el paso al saber de la traición de Cécina —y Fabio guardaba lealtad a Vitelio sin ser un novato en asuntos militares. Al mis­ m o tiempo el enorme poderío de las tropas de Germania amenazaba por la Recia, y Vitelio había reclamado refuerzos de Britania y de la Galia e Hispania —una hecatombe bélica si Antonio, precisamente porque la temía, no hubiese antici­ pado la victoria con una rápida batalla. C on su ejército al completo, se traslada de Verona a Be­ driaco en dos jornadas. Al día siguiente, dejó a las legiones ocupadas en las obras de fortificación y envió a las cohortes auxiliares a los campos de cultivo de Cremona para que, so pretexto del abastecimiento, los soldados se aficionasen a de­ predar a los civiles; él mismo avanzó con cuatro mil jinetes hasta ocho millas de Bedriaco, a fin de que el saqueo fuese más libre. Los exploradores, como de costumbre, cubrían más terreno. 16 Era casi la quinta hora del día95 cuando un jinete al ga­ lope anunció que el enemigo se aproximaba: unos pocos iban en avanzadilla pero se podía escuchar movimiento y estruen­ do en una gran extensión. Mientras Antonio medita cómo ac­ tuar, Arrio Varo, ansioso por intervenir, cargó con los jinetes más aguerridos contra los vitelianos. Les infligió bajas poco importantes: con la llegada de numerosos adversarios, se vol­ vieron las tornas y los perseguidores más encarnizados se en­ contraban a cola de la retirada. Las prisas no eran idea de Antonio, quien preveía lo suce­ dido. Tras arengar a los suyos a pelear sin desánimo, desdobla sus escuadrones a los flancos dejando un pasillo abierto en el centro donde amparar a Varo y sus jinetes. Las legiones reci95 En tom o a las 11 de la mañana.

ben órdenes de tomar las armas; por los campos corre la con­ signa de abandonar el saqueo y trabar combate en el punto más cercano. Entretanto, Varo alcanza despavorido al grueso de sus compañeros sembrando el pánico entre ellos. En la desbandada, los sanos se mezclan con los heridos, chocando unos con otros víctimas de su propio miedo y la angostura de los caminos. 17 En medio de semejante caos, Antonio nunca faltó a sus deberes de jefe valeroso y bravísimo soldado: salía al paso de los acobardados, contenía a los que flaqueaban; allí donde había más que hacer, donde había un atisbo de esperanza, sus avisos, su voz y sus manos eran una alerta para el enemi­ go y un faro para los suyos. A tal punto le arrastró su fervor que atravesó con su lanza a un portaestandartes que se daba a la fuga: luego, recogió el estandarte y lo volvió contra el enemigo. Avergonzados por el ejemplo, un grupo de apenas cien ji­ netes mantuvo las posiciones. El terreno puso de su parte: la ruta se estrechaba allí y estaba roto el puente sobre un arroyo de lecho inseguro y escarpadas orillas que se interponían im­ pidiendo la huida. ¿Destino o azar? Uno de los dos recompu­ so un bando ya desplomado. Sacando valor unos de otros y apretando filas, hacen fren­ te a los vitelianos, que se desparraman con imprudencia —y la respuesta les deja estupefactos. Antonio persigue a los que retroceden y derriba a los que dan la cara; los demás, mien­ tras tanto, guiados por su instinto, despojan, capturan, arrebatan armas y caballos. Y sus gritos de júbilo convocan a la victoria a quienes poco antes huían por los sembrados en desbandada. 18 A cuatro millas de Cremona refulgían las enseñas de las legiones Rapax e Itálica, atraídas hasta allí por el prometedor comienzo de la batalla para su caballería. Pero cuando la suer­ te se volvió adversa, no abrieron líneas, no ampararon a sus compañeros desconcertados, no se atrevieron a pasar a la ac­ ción y atacar a un enemigo fatigado de correr y luchar por tan largo trecho: de repente se encontraban vencidos y, a las du­ ras, comprendían cuánto necesitaban un jefe que no habían echado de menos a las maduras. Contra sus líneas desorienta­ [187]

das embiste la caballería vencedora y le sigue el tribuno Vips­ tano Mésala con los auxiliares de Mesia, a los que, a pesar de su ritmo veloz, muchos legionarios seguían el paso: de ese modo, un tropel de infantes y jinetes quebró la formación le­ gionaria. Y las cercanas murallas de Cremona, cuantas más es­ peranzas de refugio ofrecían, menos invitaban a la resistencia. Tampoco Antonio insistió más, consciente del esfuerzo y las heridas con que batalla tan incierta, pese a su final favorable, había castigado a jinetes y monturas. 19 Con las sombras de la tarde llegó todo el grueso del ejér­ cito flaviano. Y al pasar por los montones de cadáveres y los recientes vestigios de la matanza, como si la guerra se hubiese acabado, exigen marchar a Cremona y aceptar la rendición de los vencidos —o conquistarla. Eso decían en alto, hermosas palabras; pero lo que cada uno pensaba para sus adentros era que una colonia asentada en el llano podía tomarse al asalto: para atacarla de noche no hacía falta más audacia, pero la li­ bertad para saquearla sí era mayor. Sin embargo, si esperaban al amanecer habría paz, habría súplicas y, a cambio de su es­ fuerzo y sus heridas, se llevarían clemencia y gloria — o sea, nada— mientras las riquezas de los cremonenses irían a parar al bolsillo de los prefectos y los legados: las ciudades con­ quistadas eran botín para los soldados, las que capitulaban pertenecían a los oficiales. Ignoran a centuriones y tribunos y, para que la voz de nin­ guno se oiga, baten armas, amenazando con la desobediencia si no los llevan. 20 Entonces Antonio se metió entre las filas y, cuando su presencia y autoridad impusieron silencio, co­ menzó a asegurarles que no iba a privar de beneficio moral ni material a quienes tanto los merecían, pero cada parte, tropa y jefes, tenía su tarea. A los soldados les correspondía la com­ batividad; los jefes sacaban más provecho de la prudencia, la reflexión y, a menudo, más de la paciencia que de la temeri­ dad. Si antes había contribuido a la victoria con sus manos y sus armas, como exige la virilidad, ahora lo haría con los ins­ trumentos propios del jefe: el cálculo y la cordura. Sobre los peligros que acechaban, no cabía duda: la noche, una ciudad desconocida y, en su interior, el enemigo con todo a su favor para las emboscadas. Ni con las puertas abiertas habría que [ i 8 8]

entrar —no, sin antes inspeccionarla y sólo de día. ¿Se atreve­ rían a emprender el asalto sin luz suficiente para ver cuál era el punto más adecuado, qué altura tenían las murallas, si con­ venía un ataque con catapultas y proyectiles o con zanjas y parapetos? Luego, dirigiéndose uno por uno a los soldados, les iba preguntando si traían consigo las hachas, picos y de­ más pertrechos para asaltar ciudades. Y como meneaban la ca­ beza, dijo: “¿Es que hay manos capaces de derribar y socavar murallas con espadas y jabalinas? Si hubiera que levantar una platafor­ ma, si necesitáramos protegernos con manteletes y cañizos, ¿nos quedaríamos plantados como mentecatos, mirando em­ bobados la altura de las torres y las defensas del adversario? ¿No será mejor esperar una noche, una sola noche, traer las catapultas y la maquinaria y presentarnos con la fuerza y la victoria?” Y, sin más, envía a Bedriaco a los menestrales, escoltados por los jinetes más descansados, en busca de las provisiones y demás utensilios. 21 Pero la tropa no se contentó con eso y a punto estaba del amotinamiento. Fue entonces cuando unos jinetes que se habían internado hasta el pie de las murallas redujeron a unos transeúntes de Cremona: por ellos se supo que las seis legiones vitelianas y el cuerpo de ejército acantonado en Ostiglia al completo habían recorrido en un solo día treinta mi­ llas al enterarse de la derrota de los suyos. Prestos para el combate, su llegada era inminente. Esta amenaza abrió las mentes obcecadas de los soldados a las sugerencias de su comandante: ordena que la XIIIa Legión ocupe el ancho de calzada de la Vía Postumia; junto a ella, por la izquierda, se situó la VIIa Galbiana a campo abierto y, a continuación, la VIIa Claudiana atrincherada en una acequia (pues así era el terreno). A la derecha, la VIIIa se desplegó a lo largo de un lindero desguarecidç y más allá la IIIa, parapetada tras una tupida plantación. Esa era la disposición de águilas y ense­ ñas: en medio de la oscuridad, los soldados se mezclaron al azar. El estandarte pretoriano quedó al lado de la IIIa, las co­ hortes de auxiliares en las puntas, la caballería en semicírcu­ lo, cubriendo flancos y retaguardia. Los suebos Sidón e Itáli­ [1 8 9 ]

co se movían en primera línea con un grupo escogido de sus paisanos. 22 En cuanto al ejército viteliano, lo más sensato hubiera sido descansar en Cremona y, después de comer y dormir para recuperar fuerzas, asestar a la mañana siguiente el golpe definitivo a un enemigo extenuado ya por el frío y el hambre. Sin embargo, descabezados como estaban y sin planes, aco­ meten contra los flavianos a la tercera hora de la noche96, cuando éstos ya se han organizado. Sobre el orden de com­ bate de los vitelianos, descompuesto por la furia y la oscuri­ dad, no me atrevo a hacer afirmaciones tajantes, aunque otros han relatado que la legión IVa Macedónica ocupaba el ala de­ recha de su formación, la Va y la XIVa, junto con estandartes de la IXa, IIa y XXa —las legiones británicas— , el centro y la XVIa, la XXIIa y la Ia el ala izquierda. Todas la líneas de la Rapax y la Itálica estaban mezcladas; la caballería y los auxi­ liares decidieron por su cuenta las posiciones. La batalla duró toda la noche, con alternativas, incierta, te­ rrible, funesta para unos y luego para otros. De nada servían la mente y los músculos: ni siquiera los ojos atisbaban. Armas idénticas en otro y otro campo, contraseñas reveladas a cual­ quiera que preguntara, estandartes que cambiaban de bando conforme una partida de enemigos los capturaba, volando de acá para allá. Especial desgaste sufrió la VIIa Legión, reclutada poco antes por Galba: seis centuriones de primera clase ca­ yeron muertos, algunas enseñas les fueron arrebatadas; para no perder incluso el águila, el centurión primipilo Atio Vero tuvo que hacer estragos entre el enemigo y al final le costó la vida. 23 El frente cedía y, para reforzarlo, Antonio hizo venir a los pretorianos: al entrar éstos en combate, rechazan al enemi­ go —pero enseguida son rechazados. Y es que los vitelianos habían concentrado su artillería sobre la calzada de la vía a fin de disparar los proyectiles sin estorbos: los primeros lanza­ mientos habían caído dispersos, estrellándose contra los ar­ bustos sin herir al enemigo, pero una balista de la XVIa Le­ 96 Las 8.

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gión, de tamaño extraordinario, empezó a tundir el campo enemigo con piedras enormes. Y hubiese sembrado la des­ trucción a no ser por el heroísmo de dos soldados que, camu­ flándose tras escudos arrebatados a los cadáveres, cortaron las correas de los tensores. Fueron acribillados inmediata­ mente y por eso sus nombres cayeron en el olvido, pero de su hazaña no cabe duda. No se decantaba la fortuna por ninguno de los bandos, hasta que, avanzada la noche, salió la luna para arrojar luz so­ bre el campo de batalla —y también engaño. Los favorecidos fueron los flavianos, que la tenían a la espalda: las sombras de hombres y caballos se agrandaron y, creyendo alcanzar los cuerpos, los proyectiles del adversario se quedaban cortos. Los vitelianos, con la claridad iluminándoles de cara, se sen­ tían como blancos expuestos a tiradores ocultos. 24 Así que Antonio, en cuanto pudo distinguir a los suyos y ellos distinguirle a él, aprovechó para espolearlos: a unos, provocándolos con insultos y apelando a su amor propio; a la mayoría, con halagos y arengas; a todos, a base de esperanzas y promesas. A las legiones de Panonia les preguntaba para qué habían tomado las armas enfurecidos: aquéllos eran los campos, les decía, en los que podrían lavarla mácula de su pa­ sada ignominia y recuperar la gloria. A continuación, diri­ giéndose a los de Mesia, los llamaba “cabecillas y promotores de la guerra”: de nada serviría haber desafiado a los vitelianos con amenazas y palabras, si no soportaban ahora enfrentarse a sus manos y sus miradas. Eso les iba diciendo conforme se acercaba a unos u otros. Se entretuvo con los de la IIIa, re­ cordándoles su historia antigua y reciente: el triunfo sobre los partos a las órdenes de Marco Antonio, sobre los armenios a las de Corbulón o, poco antes, sobre los sármatas. Luego abroncó a los pretorianos: “Pueblerinos”, les dijo, “si no ven­ céis, ¿qué otro emperador, qué otro campamento os abrirá las puertas? Ahí enfrente tenéis vuestras armas y enseñas y, para los vencidos, la muerte: la copa de la ignominia ya la habéis apurado”. Se escuchó un clamor general y los de la IIIa, como se acostumbra en Siria, saludaron al sol naciente. 25 Corrió entonces un rum or incierto —o quizá suscitado adrede por el propio jefe— de que Muciano había llegado y [191]

los ejércitos se cruzaban saludos. Los flavianos se ponen en marcha convencidos de que tropas frescas les han reforzado mientras las líneas vitelianas se han ido diluyendo puesto que, sin gobierno, era el empuje o el pavor de cada cual lo que las concentraba o dispersaba. Al darse cuenta Antonio de que es­ tán desconcertados, termina por sembrar la confusión acome­ tiendo en columna cerrada. Faltas de consistencia, las filas se deshacen y no encuentran manera de recomponerse porque se lo impiden carruajes y máquinas. A todo lo largo de la Vía Postumia se lanzan en su persecución los vencedores. Esta matanza fue más señalada porque un hijo le quitó la vida a su padre. Referiré los hechos y nombres al dictado de Vipstano Mésala: un hombre de Hispania, Julio Mansueto, enrolado en la Legión Rapax, había dejado en casa un hijo to­ davía adolescente. Más tarde, cuando éste se hizo adulto, ha­ bía sido reclutado por Galba para la VIIa. La suerte quiso que tuviese a su padre enfrente y le derribase de un tajo: obser­ vando al moribundo, se reconocen mutuamente. Abrazado al cadáver y entre sollozos, imploraba que los manes paternos se aplacasen y no se volviesen en su contra por parricida: el cri­ men, decía, era colectivo y, ¿qué significaba un soldado entre tantos ciudadanos en armas? Al tiempo, recogía el cuerpo, ca­ vaba en el suelo y rendía a su padre un último homenaje. De eso se percataron los más cercanos, luego otros más, hasta que por todo el campo de batalla se extendieron el pasmo y los lamentos y maldiciones contra guerra tan cruel. Pero no por eso se vuelven más remisos a la hora de despojar a familia­ res, parientes y hermanos degollados: mientras hablan de que se ha cometido un crimen, lo están cometiendo. 26 Al llegar a Cremona se enfrentan con una nueva e in­ gente tarea. Durante la guerra con Otón, los soldados de Ger­ mania habían levantado su campamento frente a las murallas cremonenses y una empalizada alrededor del campamento, y con posterioridad habían reforzado esas construcciones. Ante el espectáculo, los vencedores se quedaron parados, sin que sus jefes supieran qué órdenes dar: emprender el asedio con un ejército fatigado tras un día y una noche de combates era asunto arduo y, sin ayuda a mano, poco seguro; pero si regre­ saban a Bedriaco, el esfuerzo de marcha tan larga se haría di[i 9í

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fïcil de soportar y quedaría la sensación de que la victoria no había servido de nada. Construir un campamento con el ene­ migo tan próximo era también arriesgado: podrían cogerles dispersos y afanados en el trabajo con una salida por sorpre­ sa. Pero, por encima de todo, lo que les asustaba eran sus pro­ pios soldados, más dispuestos a la aventura que a la paciencia: para ellos, no trae cuenta lo seguro y la temeridad promete. La muerte, las heridas, la sangre —todo lo compensaba el an­ sia de botín. 27 Antonio se decantó por esta idea y ordenó poner cerco al fortín. Al principio se produjo un intercambio lejano de fle­ chas y piedras en el que los flavianos llevaron la peor parte, porque les disparaban proyectiles desde arriba. Después, An­ tonio asignó tramos de empalizada y puertas a las distintas le­ giones, a fin de que el reparto del trabajo distinguiera a co­ bardes y valientes y encontrasen estímulo en competir por su honor. Los aledaños de la ruta de Bedriaco correspondieron a la IIIa y la VIIa; la parte derecha de la empalizada, a la VIIIa y VIIa Claudiana; los soldados de la XIIIa centraron su em­ peño en la puerta de Brescia. Hay una breve pausa mientras las legiones recogen azadones de los campos cercanos y otros guadañas y escalas: luego se aproximan en cerrada formación de “tortuga” sosteniendo los escudos sobre sus cabezas. Los dos bandos exhiben tácticas romanas: los vitelianos vuelcan cargas de piedra de gran peso y, cuando la “tortuga” afloja y se desmembra, tientan con picas y lanzas hasta que, deshe­ cha finalmente la trama de escudos, dejan el suelo cubierto de muertos y lisiados. Con la gran carnicería habrían llegado también los titu­ beos, de no ser porque los jefes flavianos, viendo que sus sol­ dados estaban agotados y que no había arenga que les hiciese efecto, les pusieron Cremona por señuelo. 28 Si esto se le ocurrió a Hormo, como afirma Mésala, o hay que hacer más caso a Gayo Plinio, que acusa a Antonio, no resulta fácil de decidir: en cualquier caso, ni Antonio ni Hormo podían ya empeorar su reputación ni su vida con un crimen así, por re­ pugnante que fuera. Ya no hubo sangre ni heridas que les disuadieran de socavar el muro y golpear las puertas. Subién­ dose a hombros de otros y encaramados encima de una “tor­

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tuga” rehecha, se aferraban a las armas y los brazos de los ene­ migos —juntos rodaban indemnes y heridos, medio muertos y agonizantes, con las más variadas formas de perecer y todos los rostros de la muerte. 29 La porfía más enconada la sostenían las legiones IIIa y VIIa, y a esa misma zona se había dejado caer su jefe Anto­ nio con un grupo escogido de auxiliares. Como los vitelianos no podían contener aquella terca competencia interna y sus disparos se estrellaban contra la “tortuga”, al final arrojaron sobre los asaltantes la propia balista, la cual, si bien de entra­ da abrió una brecha y aplastó a cuantos encontró a su paso, también arrastró en su caída las almenas y desmochó la empa­ lizada. Al mismo tiempo, una torre aneja cedió a los impac­ tos de piedras: mientras los soldados de la VIIa forman cuña por allí, los de la IIIa deshicieron la puerta a hachazos y man­ dobles. Todos los autores están de acuerdo en que el primero que penetró fue el soldado de la IIIa Legión Gayo Volusio: puso pie en la muralla, derribó a los que resistían y haciendo señas, gritó: “¡Hemos conquistado el campamento!”. Los de­ más irrumpieron cuando ya los vitelianos huían despavoridos saltando desde la empalizada. El descampado entre el fortín y las murallas de Cremona quedó cubierto de cadáveres. 30 Y otra vez el esfuerzo mudaba de cara: murallas impo­ nentes, torres de cantería, puertas con trancos de hierro, sol­ dados con las saetas zumbando, la población de Cremona, numerosa y comprometida con el bando viteliano —y una gran parte de Italia, congregada allí con motivo de la feria que por esas fechas se celebraba: su multitud era un refuerzo para los defensores y la presa de su riqueza un aliciente para los asaltantes. Antonio ordena prender antorchas y pegar fuego a los más elegantes edificios extramuros, a ver si la ruina de sus propie­ dades empujaba a los cremonenses a trocar lealtades. Además, con los soldados más combativos, ocupa los tejados próxi­ mos a las murallas y que superan la altura de la fortificación: desde allí hostigan a los defensores a base de vigas, tejas y teas. 31 Se agolpaban ya unos legionarios en “tortugas” y dispa­ raban otros flechas y piedras cuando, poco a poco, empezó a decaer el ánimo de los vitelianos. Cuanto más alta era su gra­ [19 4]

duación, menos dispuestos estaban a resistir por miedo a que, arrasada también Cremona, ya no hubiese compasión y toda la ira de los vencedores descargase no sobre la soldadesca indigente, sino sobre tribunos y centuriones, cuya muerte sí compensaba. Los soldados rasos, despreocupados por el por­ venir y confiados en el anonimato, se obstinaban: deambu­ lando por las calles o escondidos en casas, ni siquiera pedían la paz cuando habían renunciado ya a la guerra. Los oficiales hacen desaparecer las menciones y efigies de Vitelio; a Cécina, que todavía seguía encadenado, le liberan de sus grilletes y le ruegan que interceda en su favor. Altanero, rehúsa y ellos le atosigan con sus llantos: el colmo de la desgracia, tantos hombres valientes suplicando la ayuda de un traidor. Poco después desde lo alto de las murallas hacen ondear ramas de olivo e ínfulas97. Cuando Antonio ordenó detener los dispa­ ros, sacaron las enseñas y águilas: tras ellas marchaba una las­ timera formación de hombres desarmados que no levantaban la vista del suelo. Los vencedores les habían rodeado y, al principio, les lanzaban insultos y amagaban golpes: luego, como los vencidos no escondían sus semblantes a las ofensas y todo lo soportaban sin asomo de rebeldía, fueron recordan­ do que aquéllos eran los mismos que, no hacía mucho, re­ nunciaron a abusar de su victoria en Bedriaco. Pero cuando Cécina se abrió paso entre la muchedumbre haciendo alarde, en tanto que cónsul, de pretexta y lictores, los vencedores es­ tallaron: le echaban en cara su presunción, su crueldad e incluso (hasta ese punto son crímenes que repugnan) su trai­ ción. Antonio se interpuso y, bajo custodia, lo remitió a Ves­ pasiano. 32 Entretanto la población de Cremona sufría el acoso de los guerreros y les rondaba ya la muerte cuando la súplicas de los oficiales calmaron a los soldados. Convocados a una asamblea, Antonio habló con grandilocuencia a los vencedo­ res, con clemencia a los vencidos y se reservó sus juicios sobre Cremona. Aparte de su congénito apetito de saqueo, u n anti­ guo resentimiento impelía al ejército a arrasar Cremona: esta97 Símbolos de rendición: véase I, 66.

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ban convencidos de que la ciudad había apoyado al bando viteliano ya en la guerra contra Otón; más tarde, los soldados de la XIIIa Legión a los que se había encargado la construcción de un anfiteatro habían tenido que aguantar las chulescas pendencias típicas del descaro de la gente de ciudad. Aumen­ taba su rencor el espectáculo de gladiadores que allí había or­ ganizado Cécina, su reiterado uso como base de operaciones y el suministro de víveres a los vitelianos en el frente. Algunas mujeres, empujadas por su fervor partidista hasta el campo de batalla, habían resultado muertas. Además, la circunstancia de la feria proyectaba la imagen de una mayor opulencia so­ bre una colonia ya de por sí rica. Los demás oficiales quedaron en la sombra, pero su fama y fortuna habían dejado a Antonio expuesto a todas las mira­ das. A fin de lavarse la sangre, visitó de inmediato los baños. Se quejó de que el agua estaba tibia y entonces se oyó una voz: “En seguida haremos que la calienten”. Esa fiase de un es­ clavo le granjeó todos los odios de quienes creyeron ver en ella la señal para incendiar Cremona, que ya ardía. 33 Hicieron irrupción cuarenta mil hombres armados y un número de menestrales aún mayor y más corrompido por la lujuria y la crueldad. Ni la posición social ni la edad protegie­ ron a nadie de un torbellino que encadenaba violación con asesinato y asesinato con violación. Ancianos provectos y mujeres marchitas, presas sin valor, servían de pasatiempo. Pero, cuando aparecía una muchacha bien formada o un va­ rón atractivo, la brutalidad con que se los disputaban los des­ pedazaba primero a ellos y terminaba por causar la mutua destrucción de sus raptores. A quienes pretendían por su cuenta arramblar con el dinero y las ofrendas cargadas de oro de los templos, otros más fuertes les arrebataban la vida. Algu­ nos desdeñaban lo que estaba a la vista y, a base de azotes y torturas, arrancaban a los dueños sus tesoros escondidos o ca­ vaban hasta desenterrarlos: las teas que portaban, cuando da­ ban el saqueo por concluido, las arrojaban al interior de las casas vacías o de los templos expoliados por el capricho de ha­ cerlo. Y como corresponde a un ejército con lenguas y cos­ tumbres dispares, integrado por romanos, aliados y extranje­ ros, diferían los objetos de deseo y lo que para cual era de ley [196]

—pero nada estaba vetado. Durante cuatro días Cremona les dio abasto. Cuando todo lo sagrado y lo profano se consumía en llamas, sólo el templo de Mefitis siguió en pie ante las mu­ rallas, amparado por su situación o por voluntad divina. 34 Ese fue el final de Cremona, a los doscientos ochenta y seis años de sus orígenes. Se había fundado en el consulado de Tiberio Sempronio y Publio Cornelio, el año en que Aní­ bal invadía Italia, como baluarte frente a los galos asentados al otro lado del Po y cualquier otra agresión procedente de los Alpes. Fue el gran núm ero de colonos, la confluencia de los ríos, la fertilidad de los campos y la mezcla y matrimo­ nios con la población local lo que hizo prosperar y florecer una ciudad respetada por la guerras exteriores y desdichada en las civiles. Avergonzado por la infamia y porque la antipatía no para­ ba de crecer, Antonio prohibió que ningún cremonense fue­ ra retenido como prisionero, aunque ya toda Italia había anu­ lado cualquier valor al botín de los soldados negándose de forma unánime a la compra de semejantes esclavos. Así que empezaron a matarlos. En cuanto el hecho trascendió, los pa­ rientes y allegados fueron pagando su rescate en secreto. El resto de la población regresó más tarde a Cremona: la gene­ rosidad de los itálicos restauró plazas y templos, y Vespasiano lo alentaba. 35 En todo caso, la insalubridad del terreno putrefacto no permitió durante mucho tiempo asentarse en las ruinas de la ciudad sepultada. A tres millas de distancia agrupan a los vitelianos, sumidos en el miedo y el desconcierto, cada uno junto a su enseña; y, a fin de evitar comportamientos impre­ visibles mientras aún durase la guerra civil, las legiones derro­ tadas fueron dispersadas por los Balcanes. A continuación se despachan correos para informar a Britania y las Hispanias del acontecimiento: a la Galia enviaron al tribuno Julio Caleno y a Germania al prefecto de cohorte Alpinio Montano, para que, como éste era de Tréveris, Caleno eduo y vitelianos am­ bos, sirvieran de lección. Al mismo tiempo, se apostaron con­ troles en los pasos alpinos por recelo a que Germania deci­ diese tomar las armas en auxilio de Vitelio.

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C o n flic to

s

e n R o m a , I t a lia y l a s p r o v in c ia s

36 En cuanto a Vitelio, a los pocos días de la marcha de Cécina había empujado a la guerra a Fabio Valente y tapaba los problemas tras un velo de buena vida: ni ponía a punto las ar­ mas, ni elevaba la moral de la tropa con arengas y entrena­ miento, ni comparecía en público, sino que, oculto en lo re­ cóndito de sus jardines, como esos animales envilecidos que, con tal de que les pongas la comida, sestean amodorrados, echaba al mismo saco del olvido el pasado, el presente y el fu­ turo. Así se encontraba, languideciendo mano sobre mano en el bosque de Ariccia, cuando vino a sobresaltarle la noticia de la traición de Lucilio Baso y la defección de la flota de Rávena. Y no mucho después le informaron sobre Cecina mez­ clando lo dulce y lo amargo: que se había rebelado, sí, pero también que había sido arrestado por sus tropas. En su carác­ ter poco juicioso pesó más la alegría que la inquietud: regresó eufórico a la Capital para, en una concurrida asamblea, col­ mar de elogios la fidelidad de sus soldados. Al prefecto del pretorio Publilio Sabino, por su amistad con Cécina, ordena arrestarlo y en su lugar coloca a Alfeno Varo. 37 Más tarde dirigió al Senado una pomposa alocución que los senadores elogiaron con exquisitas adulaciones. Una resolución contra Cécina fue promovida por Lucio Vitelio en graves términos; a renglón seguido, los demás adoptaron una actitud indignada ante el hecho de que un cónsul hubiese traicionado al Estado, un general al emperador y alguien col­ mado con tal cantidad de riquezas y tantos honores a un ami­ go: aparentando protestar en defensa de Vitelio, aireaban en realidad su propia amargura. En las palabras de ninguno se oyeron censuras contra los jefes flavianos: acusando de disla­ te e insensatez a los ejércitos, evitaban con medrosos circun­ loquios mencionar a Vespasiano. Y no faltó un cobista que, entre la mofa general a la solicitud y la concesión, obtuviese el único día de consulado vacante en lugar de Cécina. El 31 de octubre Rosio Régulo tom ó posesión de su cargo y se des­ pidió de él. Los expertos hacían notar que nunca antes se ha­ bía producido una suplencia sin destituir al magistrado ni [1 9 8 ]

pasar una ley, pues cónsul por un día también lo había sido Caninio Rébilo durante la dictadura de Julio César, cuando corrían prisa las gratificaciones de la guerra civil. 38 Por esas fechas la muerte de Junio Bleso se hizo pública y muy comentada. Lo que se nos ha transmitido sobre ella es lo siguiente: Vitelio convalecía de una grave enfermedad en los Jardines Servilianos y observó que un palacete del vecin­ dario permanecía durante la noche iluminado con abundan­ tes luces. Al interesarse por el motivo se le informa de que en casa de Cécina Tusco se celebraba un banquete con numero­ sos invitados, entre los que destacaba Junio Bleso. Los demás detalles sobre la suntuosidad y el clima de disipación se exage­ ran. Y no faltaron quienes acusaran a Tusco y los otros, pero con especial encono a Bleso, de disfrutar de la vida mientras el príncipe yacía enfermo. Cuando tuvieron bastante claro que Vitelio se sentía molesto y que podía conseguirse la per­ dición de Bleso, los agudos espías del malhumor de los prín­ cipes confiaron el papel de delator a Lucio Vitelio, que era enemigo de Bleso por rivalidad de la peor especie, ya que su excelente reputación le hacía sombra, manchado como él es­ taba con todas las deshonras. Lucio irrumpe en la alcoba del emperador estrechando al hijo de éste contra su pecho y cla­ vando en el suelo la rodilla. Cuando el príncipe le pregunta la razón de su trastorno, le responde que su miedo no es egoís­ ta ni por intereses personales, sino que las súplicas y lágrimas las vertía por su hermano y por los hijos de su hermano. No tiene sentido temer a Vespasiano, le dice, de quien le separan tantas legiones germanas, la lealtad y el valor de tantas pro­ vincias y, en fin, distancias tan enormes por tierra y mar: el enemigo del que hay que precaverse está en Roma, entre los íntimos, presume de abuelos Junios y Antonios y, con su es­ tirpe imperial, se exhibe cordial y espléndido ante los milita­ res. Todas las miradas están puestas en él, mientras Vitelio, sin pararse a distinguir entre amigos y enemigos, favorece a un rival que contempla las penurias del príncipe desde una fies­ ta. “Por su inoportuna alegría” — concluye— “hay que darle una noche de luto y de pesar, para que sepa y sienta que Vi­ telio está vivo y en el poder y que, si acaece la fatalidad, tiene un hijo.” [199]

39 Zozobrando entre el crimen y el temor de que aplazar la muerte de Bleso acelerase su propio fin pero, si sus órdenes tras­ cendían, le acarrearían una tremenda impopularidad, decidió recurrir al veneno. Corroboró el asesinato el placer indisimulable con que visitó a Bleso. Hasta se oyó exclamar cruelmente a Lucio Vitelio jactándose de que (en sus propias palabras) sus ojos se relamían al presenciar la muerte de su enemigo. Ilustre cuna y exquisita moral aparte, la lealtad de Bleso fue obstinada. Incluso en circunstancias seguras, cuando Cécina y los cabecillas que ya conspiraban contra Vitelio le tentaron, mantuvo su negativa. Incorruptible, enemigo del desorden, sin apetencia por ningún cargo sobrevenido, no digamos ya por el principado, no había conseguido escapar a la fama de merecerlo. 40 Entretanto Fabio Valente, acompañado de un nutrido y melindroso regimiento de meretrices y eunucos, avanzaba a paso demasiado cansino para una guerra cuando, puntual­ mente, le informan de que Lucilio Baso se ha pasado al ene­ migo con la flota de Rávena. Y si hubiese apresurado la mar­ cha por el camino emprendido habría podido todavía atajar la irresolución de Cécina o alcanzar a las legiones antes de la batalla decisiva. Tampoco faltaron quienes le recomendaron evitar Rávena y dirigirse con sus hombres de confianza por derroteros ocultos a Ostiglia o Cremona. Otros proponían hacer venir a las cohortes pretorianas de la Capital y abrirse paso con esa fuerza. Pero él, atrapado en una duda inoperan­ te, consumió en discutir el tiempo de actuar. Al final, descar­ tó una y otra propuesta y, quedándose a mitad de camino (que es lo peor que puede hacerse en el momento de la ver­ dad), no tuvo osadía ni cautela suficientes. 41 Escribió a Vite­ lio pidiendo refuerzos: vinieron tres cohortes más el Ala Bri­ tánica, un contingente que no valía ni para infiltrarse ni para abrir brecha. Pero, ni siquiera en momentos tan críticos, pudo Valente sacudirse la fama de apurar placeres ilegítimos y mancillar la casa de sus anfitriones con estupros y adulterios: le asistían fuerza y dinero —y el deseo inaplazable de un desahuciado. Cuando por fin llegaron infantes y jinetes, quedó en evi­ dencia lo equivocado de su decisión, porque no podía transi[2 0 0 ]

tar entre el enemigo con tan pocos efectivos, por muy leales que fueran, y tampoco su lealtad estaba fuera de dudas. Les cohibía, por el momento, el pudor y el respeto por la presen­ cia de su jefe —lazos poco duraderos cuando asustan los pe­ ligros y el deshonor no importa. Con ese temor, Valente se hace escoltar por los pocos a quienes la adversidad no había inmutado, destaca las cohortes a Rímini y ordena al Ala Bri­ tánica cubrir la retaguardia; él se desvía hacia Umbría y de allí a Etruria, donde, al enterarse del resultado de la batalla de Cremona, pone en marcha un plan nada timorato y, de haber tenido éxito, terrible: hacerse con unas naves y desembarcar en algún lugar de la provincia Narbonense para movilizar las Galias, las tropas y pueblos de Germania y una nueva guerra. 42 Tras la marcha de Valente, Cornelio Fusco desplazó el ejército y envió libúrnicas a costear por las inmediaciones de Rímini, cercando así a sus acobardados defensores por tierra y por mar. Ocupados los llanos de Umbría y el territorio del Piceno que baña el Adriático, toda Italia quedaba dividida por los Apeninos entre Vespasiano y Vitelio. Fabio Valente zarpó de la bahía de Pisa pero se vio arras­ trado por la renuencia del mar o vientos contrarios al puerto de Monaco. No lejos de allí residía el procurador de los Alpes Marítimos Mario Maturo, leal a Vitelio, de quien el cerco to­ tal del enemigo aún no le había hecho abjurar. Acogió éste con cordialidad a Valente y sus advertencias le disuadieron de aventurarse en la Galia Narbonense. Al mismo tiempo, el miedo terminó por quebrar la lealtad de los demás. 43 Y es que el procurador Valerio Paulino, curtido en la milicia y ami­ go de Vespasiano antes de su encumbramiento, había com­ prometido a las comunidades del entorno para su causa. Con el concurso de todos los pretorianos que Vitelio había licen­ ciado y se ofrecían voluntarios a retomar las armas, mantenía bajo su control Fréjus, cerrojo del mar. Su iniciativa tenía ma­ yor peso por el hecho de que Fréjus era su patria chica y go­ zaba del respeto de los pretorianos, de los que en otro tiempo había sido tribuno; los propios vecinos se esforzaban, por simpatía de paisanos y esperanzados con su futura influencia, en apoyar a su partido. Cuando estas operaciones, organiza­ das con solidez y exageradas por los rumores, han calado en [2.0 r]

los ánimos inconstantes de los vitelianos, Fabio Valente re­ gresa a las naves acompañado por cuatro guardaespaldas, tres amigos y otros tantos centuriones. Maturo y el resto prefirie­ ron quedarse y prestar juramento a Vespasiano. Por lo demás, si bien el mar abierto resultaba más seguro para Valente que la costa y sus ciudades, no por ello se despejaba su futuro y te­ nía más claro qué debía evitar que a quién confiarse. Un tem­ poral adverso le obliga a atracar en las islas Estécades98: allí le redujeron las libúrnicas enviadas por Paulino. 44 Con la captura de Valente, todas las fuerzas se fueron su­ mando a las del vencedor. En Hispania comenzó por la Ia Le­ gión Adiutrix, la cual, hostil a Vitelio en memoria de Otón, arrastró también a la Xa y a la VIa. Tampoco había dudas en las Galias. En cuanto a Britania, la corriente favorable a Ves­ pasiano (que allí existía desde que ocupara el mando de la IIa Legión por encargo de Claudio y su brillante actuación en la guerra) consiguió ponerla de su lado, no sin reacción de las restantes, en las que numerosos centuriones y soldados pro­ movidos por Vitelio cambiaban con aprensión de príncipe conocido. 45 En medio de esta discordia y de constantes rumores de guerra civil, los britanos sacaron pecho siguiendo a Venusio, quien, además de un carácter salvaje y odio a los romanos, es­ taba enfurecido contra la reina Cartimandua por motivos per­ sonales. Regentaba Cartimandua a los brigantes por mor de su linaje, y su poderío se había incrementado a raíz de la cap­ tura a traición del rey Carataco, lo cual, se pensaba, había ci­ mentado el triunfo del César Claudio: de ahí la riqueza y el boato de la prosperidad. Repudiando a Venusio, que era su marido, tomó por esposo y rey consorte a Velocato, escudero de aquél. El escándalo produjo una inmediata conmoción en sus dominios: a favor del marido estaban las simpatías de la población; del adúltero, la pasión de la reina y su crueldad. Así que Venusio, con refuerzos foráneos y la rebelión de los propios brigantes, puso a Cartimandua en situación crítica. Reclamó ella entonces el auxilio de los romanos, y nuestras 98 En la actualidad) îles d’Hyères, en el departamento francés de Var.

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alas y cohortes consiguieron, tras inciertos combates, rescatar a la reina del peligro. Venusio se quedó con el reino y noso­ tros con la guerra. 46 Por las mismas fechas hubo revueltas en Germania, y la desidia de los oficiales, el amotinamiento de las legiones, la fuerza de los extranjeros y la perfidia de nuestros aliados cer­ ca estuvieron de provocar la ruina romana. Esta guerra, junto con sus causas y consecuencias (pues fue un largo proceso), la recordaremos más tarde". También se rebelaron los pueblos de la Dacia, gente nun­ ca de fiar y en ese momento envalentonada al replegarse el ejército de Mesia. Al principio observaron tranquilos los acontecimientos: en cuanto se enteraron de que Italia ardía en guerra y que todos eran enemigos de todos, asaltaron los campamentos de invierno de las fuerzas auxiliares y se adue­ ñaron de las dos orillas del Danubio. Y se disponían ya a ha­ cer trizas los campamentos legionarios si no llega Muciano a oponerles la VIa Legión: enterado de la victoria de Cremo­ na, quería evitar una doble avalancha de invasores si los da­ dos y los germanos irrumpían por separado. No faltó, como tantas otras veces, la suerte del pueblo romano, la cual trajo hasta allí a Muciano y las tropas de Oriente —y que mien­ tras tanto zanjamos el asunto en Cremona. Fonteyo Agripa, tras concluir su año de mandato como procónsul en la pro­ vincia de Asia, se puso al frente de Mesia. Se le asignaron tro­ pas del ejército viteliano, al que la prudencia y la paz recomen­ daban dispersar por provincias y entretener en una guerra exterior. 47 Tampoco callaban las otras naciones. En el Ponto, un esclavo incivilizado, prefecto de la armada real en otro tiem­ po, promovió un alzamiento. Se trataba de Aniceto, liberto de Polemón, antaño muy poderoso e incapaz de aceptar que el reino se hubiese convertido en provincia romana. Así que movilizó a la población del Ponto en nombre de Vitelio ade­ más de emponzoñar a los más necesitados con la esperanza de rapiña. Al frente de una fuerza nada despreciable asaltó 99 En los libros cuarto y quinto.

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por sorpresa Trebisonda100, antigua ciudad fundada por los griegos en un extremo de la costa del Mar Negro. Allí diezmó a una cohorte: otrora fuerzas auxiliares del reino, más tarde se les concedió la ciudadanía romana, armas y enseñas a nues­ tro modo, pero conservaban la dejadez e indisciplina de los griegos. También atizó el fuego una flota que se movía a su antojo en un mar desguarnecido porque Muciano había trasladado a Bizancio las mejores liburnicas y toda la tropa. Sí, aquellos bárbaros campaban con descaro en embarcaciones fabricadas de la noche a la mañana: las llaman “arcas”, tienen bordas es­ trechas y una panza ancha tramada sin juntas de bronce o hierro. Y en caso de mar gruesa, conforme sube el nivel del agua, aumentan con tablones la altura de las embarcaciones hasta cerrarlas a modo de techo. De ese m odo se bambolean entre las olas. Como proa y popa son idénticas y el aparejo de remos convertible, les resulta indiferente y seguro abordar por uno u otro lado. 48 Este asunto alarmó a Vespasiano, quien decidió enviar un destacamento de legionarios al mando de Virdio Gémino, un hombre de probada experiencia militar. Éste sorprendió al enemigo desorganizado y distraído con su afición al pillaje, lo obligó a embarcarse y, con libúrnicas construidas a toda prisa, persiguió a Aniceto hasta la desembocadura del río Inguri101: allí se sentía seguro bajo la protección del rey de los sedoquezos, cuya alianza había comprado con dinero y regalos. Y al principio, el rey atendió sus súplicas esgrimiendo las armas. Pero en cuanto se le propuso una recompensa por traicionar­ lo o la guerra, su lealtad, como es típico de los bárbaros, aflo­ jó, negoció la muerte de Aniceto y entregó a los fugitivos. Eso puso fin a esta guerra servil. Vespasiano, a quien todo le rodaba mejor de lo que pudie­ ra desear, festejaba esta victoria cuando recibe en Egipto la noticia de la batalla de Cremona. Apretando el paso se enca­

100 Hoy Trabzon (Turquía). 101 Chobus, río del Cáucaso que desemboca en el Mar Negro, en la actual Georgia.

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mina a Alejandría con la intención, ahora que el ejército de Vitelio está desarbolado, de estrangular también por hambre a la Capital, dejándola sin provisiones del exterior. Por eso es­ taba planeando atacar la provincia de África, situada en el mismo litoral, por tierra y por mar, dispuesto a cortar los su­ ministros de grano y provocar el desabastecimiento y la dis­ cordia del enemigo.

R iv a l i d a d

entre

A n t o n io P r im

o y

M

u c ia n o

49 Mientras la fortuna del imperio cambiaba de manos con esta convulsión universal, Antonio Primo había dejado de ac­ tuar, después de Cremona, con la misma probidad. Pensaba que el grueso de la guerra estaba hecho y el resto era sencillo, o tal vez el éxito destapó la codicia, la arrogancia y los demás vicios ocultos en una personalidad como la suya. Triscaba por Italia como por tierra conquistada; se granjeaba el favor de las legiones como si fueran propias; todas sus palabras y actos es­ taban destinados a afianzar su fuerza y su poder. Y para edu­ car a los soldados en los caprichos, ofrecía a las legiones cu­ brir el cupo de los centuriones caídos en combate: en la vo­ tación fueron elegidos los más revoltosos. Así, los soldados no se sujetaban al criterio de los jefes, sino que los jefes se veían arrastrados por la cólera de la tropa. De estos métodos sediciosos y perversores de la disciplina se servía luego para el pillaje, sin que la inminente llegada de Muciano le impu­ siese el menor respeto — algo más funesto que contrariar a Vespasiano. 50 En todo caso, como el invierno se aproximaba y el Po embarraba las llanuras, se puso en marcha una columna lige­ ra. En Verona quedaron las enseñas y águilas de las legiones vencedoras, los soldados con heridas o impedidos por la edad e incluso muchos en perfecto estado: las alas y cohortes y un cogollo de legionarios parecían bastar para una guerra ya consumada. Se les había unido la XIa Legión, vacilante en un principio pero, tras el éxito, arrepentida de no haber co­ laborado. Seis mil dálmatas, reclutados para la ocasión, les acompañaban. Al frente estaba el consular Pompeyo Silva­ [205]

no, aunque el peso de las decisiones recaía en el legado de la legión Annio Baso. Aparentando deferencia, éste dominaba a Silvano (un hombre torpe para la guerra y dado a malgastar en palabras el tiempo de los hechos) y se aplicaba a las opera­ ciones con tranquila eficiencia. A estas tropas se incorporaron los mejores marinos de Rávena, que reclamaban su servicio en las legiones: dálmatas los suplieron. El contingente y sus jefes hicieron un alto en Fano102 sumi­ dos en la incertidumbre, ya que habían oído que las cohortes pretorianas habían salido de Roma y calculaban que los pasos de los Apeninos estarían bloqueados. Además, en una región arruinada por la guerra, les acuciaban también los gritos sedi­ ciosos de los soldados exigiendo su chvariumm , como llama­ ban al donativo. No habían tomado provisiones de dinero ni grano, y las prisas y la ansiedad tampoco les ayudaban, pues se dedicaban a robar lo que bien podían haberles regalado. 51 Autores celebérrimos testimonian que el desprecio de los vencedores por todo lo sagrado fue tan grande, que un solda­ do raso de caballería, declarando que en reciente combate ha­ bía matado a un hermano, pidió a sus jefes una recompensa. A éstos, ni las leyes humanas les permitían premiar esa muer­ te ni la lógica de la guerra vengarla: le dieron largas alegando que merecía más de lo que podían desembolsar en el momen­ to. Y hasta aquí llega el relato. No obstante, también en ante­ riores guerras civiles se había producido un crimen compara­ ble: en la batalla que se libró en el Janiculo contra Cinna, un soldado pompeyano104 mató a su hermano. Luego, cuando se dio cuenta de su fechoría, se quitó la vida, según recuerda Si­ senna: hasta ese extremo llevaban nuestros ancestros lo mis­ m o el orgullo por las virtudes que el remordimiento por las infamias. En todo caso, no será en vano que recordemos ca­

102 Fanttm Fortunae, literalmente “Templo de la Fortuna”, situado en la cos­ ta del Adriático, al sur de Rímini, y arranque de la Vía Flaminia, la ruta que se­ guirán los flavianos en su marcha sobre Roma. 103 En origen destinado a reponer los remaches (clavi) de las botas, desgas­ tados por las marchas. 104 De Pompeyo Estrabón, durante las guerras civiles que enfrentaron a Ma­ rio y Sila en el año 87 a.C.

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sos del pasado como éste, siempre que el tema y la ocasión re­ quieran ejemplos del bien y consuelos del mal. 52 Antonio y los mandos de su partido decidieron destacar jinetes a explorar toda la Umbría y ver si había algún acceso más cómodo a los Apeninos. Se hicieron venir las águilas y enseñas y cuantos soldados había en Verona, y atestar de con­ voyes el Po y el mar. Algunos de los jefes ponían trabas: según ellos, Antonio estaba yendo ya demasiado lejos y esperaban de Muciano mayores garantías. Lo cierto es que a Muciano le inquietaba una victoria tan rápida y temía verse excluido de la guerra y de la gloria si Roma no caía en su presencia. Por eso sus frecuentes cartas a Primo y Varo se quedaban a medias tintas, subrayando la urgencia de los planes iniciales o, al contrario, la conveniencia de las dilaciones, y todo ello en un lenguaje lo suficientemente amañado para, llegado el caso, desentenderse de los reveses y atribuirse las victorias. A Plocio Gripo, a quien recientemente Vespasiano había nombrado se­ nador y puesto al mando de una legión, así como al resto de sus hombres de confianza les dio instrucciones más precisas, y todos ellos contestaron en términos ominosos sobre la pre­ cipitación de Primo y Varo, tal como pretendía Muciano. En­ viando a Vespasiano estas cartas, había logrado ya que el pre­ cio de las decisiones y actos de Antonio no se ajustase a sus cálculos. 53 Antonio se sentía defraudado por eso y echaba a Mu­ ciano la culpa de que sus acusaciones tasaban en calderilla el valor de los riesgos que arrostraba. Y no se reprimía a la hora de hablar, incapaz de morderse la lengua y agachar la cabeza. Escribió a Vespasiano con exceso de insolencia para un prín­ cipe y no sin un velado encono contra Muciano: fue él, An­ tonio, quien había alzado en armas a las legiones de Panonia —le decía—, fixe a instancias suyas por lo que se movilizaron los jefes de Mesia, fue su coraje el que arrolló los Alpes, ocu­ pó Italia e interceptó los refuerzos de Germania y Recia. Aplastar a las legiones de Vitelio, discordes y dispersas, pri­ mero con una tromba de caballería y después con la fuerza de la infantería de día y de noche — eso fiie algo hermosísi­ mo y obra suya. La catástrofe de Cremona había que acha­ carla a la guerra: más pérdidas habían costado a la patria las [207]

antiguas contiendas civiles y más de una ciudad destruidas. Servía a su general no a base de mensajeros y cartas, sino de sus manos y sus armas, y sus actos no empañaban la gloria de quienes, mientras tanto, ponían orden en otra parte: a ellos les atañía la paz de Mesia, a él la seguridad y el control de Ita­ lia; fueron sus arengas las que trocaron en favor de Vespasia­ no las Galias e Hispanias, la parte más poderosa del mundo. Pero de nada habría valido tanto esfuerzo, concluía, si la retri­ bución por los riesgos correspondía sólo a quienes no se ha­ bían arriesgado. Nada de esto pasó inadvertido a Muciano: ése fue el origen de una mutua aversión que Antonio alimentaba sin tapujos y Muciano de manera taimada y, por eso, más implacable.

El e j é r c i t o v i t e l i a n o s e d e s m o r o n a

54 En cuanto a Vitelio, tras el desastre de Cremona oculta­ ba las noticias de la derrota, aplazando con esa tonta simula­ ción más los remedios de las desgracias que las desgracias mis­ mas. De hecho, si las hubiese reconocido y hubiese pedido consejo, le quedaban oportunidades y fuerzas: al pretender, por el contrario, que la situación era del todo favorable, la agra­ vaba con mentiras. En su entorno, el silencio sobre la guerra era pasmoso; se prohibieron los rumores entre la ciudadanía, con lo cual aumentaron y quienes, de estar permitido, se hu­ biesen ceñido a la verdad, daban en difundir exageraciones por el mero hecho de tener que callar. Tampoco dejaban pasar la oportunidad de avivar las habladurías los jefes ene­ migos: a los exploradores de Vitelio que caían presos los pa­ seaban para que fuesen testigos de la potencia del ejército vencedor y a continuación los devolvían. Vitelio, después de interrogarlos en secreto, los mandaba matar a todos. Digna de mención fue la valentía del centurión Julio Agres­ te: tras numerosas conversaciones en las que se había empe­ ñado sin éxito por infundir coraje a Vitelio, le convenció para que le enviase personalmente a inspeccionar las fuerzas del enemigo y lo sucedido en Cremona. Y no hizo propósi­ to de ocultar su misión a Antonio, sino que, confesando el [2.08]

encargo del emperador y sus propias intenciones, le solicita permiso para revisarlo todo. Le mostraron el lugar de la ba­ talla, las ruinas de Cremona, las legiones cautivas. Agreste re­ gresó a presencia de Vitelio y, como éste se negaba a aceptar la veracidad de su relato y, encima, lo acusaba de dejarse so­ bornar, le dijo: “Puesto que necesitas una prueba decisiva y ni mi vida ni mi muerte te pueden prestar ya otro servicio, te daré una en la que creas.” Y después de marcharse corroboró sus palabras dándose muerte. Quienes refieren que fue ejecutado por orden de Vi­ telio, no desmienten su lealtad y valentía. 55 Como si despertara de su sueño, Vitelio ordena a Julio Prisco y Alfeno Varo ocupar los Apeninos con catorce cohor­ tes pretorianas y todos los regimientos de caballería. Detrás iba una legión de marinos. Todos esos miles de efectivos ar­ mados, monturas y hombres de élite, hubieran tenido capaci­ dad, de ser otro el general, incluso para pasar a la ofensiva. El resto de las cohortes se encomendaron a su hermano Lucio para la defensa de la Urbe. El, por su parte, no cedió un ápi­ ce en su lujosa vida y, urgido por su poca fe, apremiaba elec­ ciones en las que designaba cónsules a muchos años vista; regalaba derechos federales a los aliados y latinos a los foras­ teros; a unos les eximía de impuestos, a otros se los rebajaba: sin pensar para nada en el futuro, en suma, desmantelaba el imperio. Pero el vulgo tragaba con tamaña beneficencia: los más necios pagaban por ella; a los juiciosos, en cambio, les parecía huero lo que no podía darse ni tomarse sin mengua del Estado. Finalmente, ante la insistencia del ejército, que se había estacionado en Bevagna, y seguido por un tropel de se­ nadores a muchos de los cuales arrastraba el servilismo y a muchos más el miedo, Vitelio acude al campamento presa de la inseguridad y la perfidia de sus asesores. 56 Cuando pronunciaba su alocución sucedió, dicen, algo portentoso: le sobrevoló tan gran número de aves ago­ reras que ensombrecieron el día bajo una nube negra. A ése se añadió otro presagio siniestro: un toro se escapó del altar y, después de hacer trizas los aparejos del sacrificio, hubo de ser acribillado a distancia y sin respeto por el ritual de in­ molación. [¿09]

Pero el prodigio más extraordinario era el propio Vitelio: ni comprendía la actividad militar ni se había preocupado de planificar, y ahora iba preguntando a terceros en qué orden formar, cuál debía ser la tarea de los exploradores, cuándo era el momento de apremiar o contener la guerra. Ante cualquier noticia le demudaba el rostro y la figura. Luego, se emborracha­ ba. Al final, hastiado de la vida castrense y tras enterarse de la defección de la flota de Miseno, regresó a Roma, aterrado con cada nuevo golpe pero insensible a la amenaza crucial. Y así, cuando tenía franca la posibilidad de cruzar los Apeninos y descargar la potencia intacta de su ejército sobre un enemigo exhausto por el invierno y la falta de vituallas, al dispersar sus fuerzas entregó a soldados de casta y resueltos a llegar hasta el fin a la escabechina y el cautiverio. Los centuriones más exper­ tos discrepaban y, si les hubiese consultado, le habrían dicho la verdad, pero les impedían acceder a él los amigos más ínti­ mos de Vitelio, quienes habían habituado los oídos del prín­ cipe a ignorar los consejos provechosos y a prestar atención únicamente a lo agradable y, a la postre, perjudicial. 57 Por su parte, la flota de Miseno ofrece un ejemplo del poder que tiene en las contiendas civiles incluso la osadía de un solo individuo: el centurión Claudio Faventino, a quien Galba había expulsado deshonrosamente del ejército, la arras­ tró a la rebeldía exhibiendo una carta apócrifa de Vespasiano en la que prometía una recompensa por la traición. Al man­ do de la flota estaba Claudio Apolinar, un hombre sin lealtad firme y tampoco un obstinado desleal; y un antiguo pretor, Apinio Tirón, que por entonces residía casualmente en Min­ turnas105, se ofreció como jefe a los rebeldes. Inducidos por éstos, los municipios y colonias (especialmente Pozzuoli a fa­ vor de Vespasiano, mientras Capua permanecía fiel a Vitelio) traducían su rivalidad local en guerra civil. A fin de apaciguar los ánimos de los soldados, Vitelio designó a Claudio Juliano, quien había dirigido recientemente la flota de Miseno con condescendencia. Se le confió como refuerzo una cohorte ur-

105 Minturnae, en la costa de Campania, cerca de la desembocadura del río Garigliano.

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baña y los gladiadores a los que comandaba Juliano. En cuan­ to los campamentos quedaron frente a frente, Juliano no tuvo muchas dudas para pasarse al bando de Vespasiano: ocuparon Terracina, mejor defendida por sus murallas y emplazamiento que por la competencia de semejante guarnición. 58 Cuando se enteró, Vitelio dejó en Narni una parte de sus tropas con los prefectos del pretorio y envió a su herma­ no Lucio con seis cohortes y quinientos jinetes a afrontar la guerra que prendía por Campania. Su ánimo abatido recobra­ ba energías gracias al entusiasmo de los soldados y el clamor popular que reclamaba armas —sin darse cuenta de que lo que llama “ejército” y “legiones” no es, en realidad, más que una muchedumbre cobarde e incapaz de exponerse más allá de las palabras. A instancias de los libertos (pues sus amigos eran tanto más ilustres cuanto menos fiables) ordena convo­ car a las tribus y toma juramento a quienes van dando sus nombres. Ante el aluvión de voluntarios, reparte la tarea del reclutamiento entre los cónsules; a los senadores les exige un cupo de esclavos y un impuesto monetario. Los caballeros ro­ manos ofrecieron colaboración y dinero, e incluso los libertos se obligaron a la misma contribución: el aparente compromi­ so, nacido del miedo, se había tomado en sincera simpatía, aun cuando la mayoría se compadecía no tanto de Vitelio como del difícil trance de un príncipe. Con su expresión, su voz, sus lágrimas, él mismo se esforzaba por mover a la com­ pasión, prodigando promesas con la desmesura natural del pánico. Incluso el trato de “César”, rechazado antes, lo quiso ahora por su resonancia mítica, y porque en momentos de te­ m or se presta el mismo oído a los consejos de la razón que a la cháchara del vulgo. Sin embargo, puesto que todo cuanto surge de un impulso irreflexivo tiene un arranque vigoroso para languidecer con el tiempo, poco a poco flaquearon se­ nadores y caballeros, primero con titubeos y cuando no esta­ ba delante, más tarde sin tapujos ni reparos, hasta que Vitelio, avergonzado por el fracaso de su intento, terminó por excusar lo que no recibía. 59 Si bien la toma de Bevagna y la sensación de que la guerra se recrudecía habían aterrorizado Italia, la huida despa­ vorida de Vitelio supuso un respaldo indiscutible para el parU n]

tido flaviano. Samnitas, pelignos y marsos se alzaron celosos de que Campania se les hubiese adelantado y, como quien es­ trena vasallaje, estaban ansiosos por aplicarse a todos los de­ beres de la guerra. Pero el rigor del invierno hostigó al ejérci­ to en su travesía de los Apeninos y, pese a que apenas hubie­ ron de inquietarse, el mero esfuerzo por abrirse paso en la nieve les demostró la envergadura de los peligros que hubie­ sen debido afrontar de no ser porque la suerte mantuvo a raya a Vitelio —una suerte que asistió a los jefes flavianos tan a menudo como el cálculo. Allí se toparon con Petilio Cerial, que había eludido a los centinelas de Vitelio gracias a un atuendo campesino y a su conocimiento de la zona. Cerial te­ nía una estrecha relación con Vespasiano y no carecía de pres­ tigio militar, por lo que pasó a formar parte de los oficiales. Que también Flavio Sabino y Domiciano tuvieron oportuni­ dad de escapar es opinión de muchos y, de hecho, recurriendo a diversas estratagemas, emisarios de Antonio se infiltraban señalándoles el punto de encuentro con su escolta. Sabino achacaba a la enfermedad su incapacidad para arriesgarse en la aventura; Domiciano estaba animado, pero temía que los vigilantes puestos por Vitelio, aunque le garantizaban compli­ cidad en la fuga, en realidad le estuviesen tendiendo una tram­ pa. Lo cierto es que, para evitárselas a sus propios deudos, Vi­ telio no preparaba represalias contra Domiciano. 60 Al llegar a Cársulas106, los jefes flavianos se tomaron unos días de descanso hasta que las águilas y enseñas de las legiones les alcanzasen. El emplazamiento mismo del campa­ mento les complacía también: ofrecía una amplia perspec­ tiva, seguridad para el acopio de vituallas y localidades muy prósperas a su retaguardia. Al mismo tiempo, esperaban enta­ blar negociaciones con los vitelianos, situados a diez millas de distancia —y que renegasen de su bando. Eso disgustaba a la tropa, que prefería la victoria a la paz: ni siquiera tenían pa­ ciencia para aguardar a las legiones, que compartirían el botín y no los riesgos. Antonio convocó una asamblea para recor­ darles que Vitelio todavía tenía fuerzas a las que la reflexión 106 Carsuhe, entre Bevagna y Nami.

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podría hacer titubear y la desesperación, enardecer. Las guerras civiles se empiezan al albur de la fortuna, les dijo, pero la victo­ ria se concluye con cordura y sensatez. La flota de Miseno y el bellísimo litoral de Campania ya se habían rebelado, y de todo el orbe no le quedaba a Vitelio más que el trecho entre Terracina y Nami. Bastante gloria habían obtenido de la batalla de Cremona, y de su destrucción, demasiada antipatía. Y no había razón para desear la toma de Roma en lugar de preser­ varla: mayores serían sus compensaciones y mucho mayor su honra si garantizaban la seguridad del Senado y el pueblo de Roma sin derramamiento de sangre. Con palabras de este tenor se sosegaron los ánimos. 61 Poco después llegaron las legiones. Y la noticia aterrado­ ra de que el ejército había engrosado sembraba la incertidumbre entre las cohortes vitelianas, a las cuales nadie arengaba a hacer la guerra y muchos a pasarse al enemigo: éstos rivaliza­ ban en entregar sus escuadrones y centurias como regalo al vencedor y ventaja personal en el futuro. Por ellos se supo que la vecina Terni estaba defendida por cuatrocientos efecti­ vos de caballería. Inmediatamente se envió a Varo con un gru­ po ligero: a los pocos que se resistieron, los eliminó, mientras que la mayoría, deponiendo las armas, pidieron el perdón. Al­ gunos que consiguieron refugiarse en el campamento hacían cundir el derrotismo al propalar exageraciones sobre el valor y el número de los adversarios con el propósito de paliar la deshonra de haber rendido la plaza. Pero entre los vitelianos no cabía castigo al oprobio: las recompensas a los desertores habían socavado la lealtad y no se competía ya más que en perfidia. Las defecciones de tribunos y centuriones eran cons­ tantes. En cuanto a los soldados rasos, habían perseverado en su defensa de Vitelio hasta que Prisco y Alfeno abandonaron el campamento y regresaron a presencia del príncipe, absol­ viendo así a todos del pecado de traición. 62 Por esas fechas Fabio Valente fue ejecutado en su prisión de Collemancio. Su cabeza se expuso a las cohortes vitelianas para que no siguiesen alimentando esperanzas, pues creían que Valente había logrado pasar a Germania y allí estaba mo­ vilizando a las antiguas tropas y reclutando otras nuevas: la vi­ sión del cadáver los sumió en la desilusión. Y el ejército flavia[2-13]

no acogió con feroz entusiasmo el final de Valente como si también la guerra hubiera concluido. Valente nació en una familia ecuestre de Anagni. De moral impúdica y talento nada obtuso, persiguió la fama de munda­ no a base de frivolidades. En los festivales Juvenales que organi­ zó Nerón intervino como actor, en apariencia a la fuerza, pero al final por gusto, y lo hizo con más destreza que decencia. Como legado de una legión, apoyó a Verginio y también lo di­ famó. A Fonteyo Capitón lo ajustició después de sobornarlo — o porque no había podido sobornarlo. Traicionó a Galba, guardó fidelidad a Vitelio y la perfidia de otros lo enalteció. 63 Perdida toda esperanza, los soldados vitelianos se dispu­ sieron a cambiar de bando, pero no sin dignidad: tras sus en­ señas y estandartes descendían hacia los campos aledaños de Nami. El ejército flaviano, armado y alerta como para un combate, formaba en orden cerrado a ambos lados de la ruta. Los vitelianos pasaron hasta el centro y, así rodeados, Anto­ nio Primo les dirigió palabras conciliadoras. Recibieron órde­ nes de permanecer unos en Narni y otros en Terni. Con ellos quedó parte de las legiones vencedoras, cuya presencia no re­ sultara opresiva si guardaban la calma pero contrarrestara cualquier revuelta. A lo largo de los días, Primo y Varo no dejaron de enviar mensaje tras mensaje a Vitelio ofreciéndole seguridad, dinero y asilo en Campania si deponía las armas y se entregaba jun­ to con sus hijos a Vespasiano. También Muciano le escribió en el mismo sentido una carta a la que, en conjunto, Vitelio daba crédito, y ya hablaba del número de esclavos y el lugar de la costa que elegiría. Tal ofuscación nublaba su mente que si los demás no le recordaran que había sido emperador, él mismo lo habría olvidado.

El in c e n d io d e l C a p ito lio

64 Por su parte, las personalidades de la ciudad mantenían conversaciones secretas con el prefecto de la Urbe Flavio Sa­ bino para inducirle a que no renunciara a su parte en la vic­ toria y la fama: disponía de las cohortes urbanas a su mando [214]

y podía contar con las cohortes de Vigiles, los esclavos de to­ dos ellos, la suerte de los flavianos —y con el hecho de que todos se apuntan al carro del vencedor. No tenía por qué ce­ der ante Antonio y Varo en la disputa por la gloria. A Vitelio le quedaban unas pocas cohortes a las que las noticias, deso­ ladoras sin excepción, habían sumido en el caos. La pobla­ ción era veleidosa y, si él se ponía al frente, las mismas adula­ ciones de siempre serían esta vez para Vespasiano. En cuanto a Vitelio, si no había dado la talla en el éxito, cuál no sería su debilidad a la hora del fracaso. El mérito de culminar la guerra estaría en manos de aquel que tomase Roma: a Sabino incum­ bía asegurar el imperio para su hermano, y a Vespasiano, que nadie sobrepujase en prestigio a Sabino. 65 De nada servían esas palabras para arengar a un hombre impedido por la vejez. Pero había quienes arrojaban sobre él la sospecha de inconfesables motivos, insinuando que retra­ saba la victoria de su hermano por envidia y rivalidad. Lo cier­ to es que, como hermano mayor y en tanto que simples par­ ticulares, Flavio Sabino disponía de más autoridad y dinero que Vespasiano y, supuestamente, cuando éste tuvo problemas de crédito, Sabino le había ayudado de mala manera toman­ do en prenda su casa y sus fincas. De ahí que, aun cuando en apariencia reinara la concordia, se temieran agravios encubier­ tos. Los más benevolentes pensaban que, tratándose de una persona pacífica, Sabino detestaba la sangre y la muerte y, por eso, en sus frecuentes conversaciones con Vitelio, se limitaba a hablar de paz y un armisticio negociado. Se reunieron a menudo en privado y finalmente, según se cuenta, cerraron trato en el templo de Apolo. De sus palabras y argumentos hubo dos testigos, Cluvio Rufo y Silio Itálico; a distancia, los espectadores sólo podían observar sus rostros, el de Vitelio humillado y descompuesto, Sabino sin encono y con u n aire compasivo. 66 Y si Vitelio hubiese conseguido vencer la obstinación de los suyos con la misma facilidad con que él mismo había ce­ dido, el ejército de Vespasiano habría entrado en Roma sin violencia. Sin embargo, cuanto mayor era su lealtad a Vitelio, más rechazaban la paz y sus condiciones, alegando riesgos y deshonra así como que el compromiso quedaba al arbitrio [2.15]

del vencedor. Vespasiano no estaba tan cegado, argüían, para tolerar a Vitelio como simple ciudadano, y tampoco lo admi­ tirían los vencidos, así que la clemencia entrañaba peligro. Es posible que Vitelio estuviera viejo y ahíto de avatares, pero ¿y su hijo Germánico?, ¿qué título, qué posición tendría? Ahora le prometían dinero, criados y un feliz retiro en Campania, pero cuando Vespasiano se adueñara del poder no sentiría ga­ rantizada su seguridad personal, la de sus amigos, incluso la de sus ejércitos hasta que desapareciera su rival. Si Fabio Valente, preso y a buen recaudo, les había resultado una carga insoportable al cabo de unos días, no digamos ya Vitelio: a un Primo, un Fusco o un Muciano, ese ejemplar de su parti­ do, no les quedaría otro remedio que matarlo. Ni César dejó indemne a Pompeyo, ni Augusto a Antonio: ¿es que Vespa­ siano iba a abrigar sentimientos más elevados —él, que había sido cliente de un Vitelio cuando ese Vitelio era colega de Clau­ dio?107. El príncipe debía, sí, hacer honor a la censura de su padre, a sus tres consulados, a tantos y tantos cargos detenta­ dos por su ilustre familia. Aunque sólo fuera porque ya no ha­ bía esperanza, debía armarse de valor. Los soldados seguían a sus órdenes, le quedaba el respaldo popular: nada, en fin, po­ día sucederles más atroz que aquello a lo que se precipitaban por propia voluntad. Vencidos o rendidos, lo mismo mori­ rían. Una sola diferencia había: si exhalaban su último alien­ to entre burlas y afrentas o en un acto de valor. 67 Pero Vitelio hacía oídos sordos a los consejos audaces. Le angustiaba la lástima y la inquietud de que, si ofrecía una resistencia a ultranza, dejaría tras sí un vencedor menos cle­ mente con su esposa e hijos. También estaba su madre, ago­ biada por los años, cuya oportuna muerte, sin embargo, le ahorró por pocos días el cataclismo familiar: nada obtuvo del principado de su hijo excepto pesar y buena fama. El 18 de diciembre, tras enterarse de la defección de la le­ gión y cohortes rendidas en Narni, desciende Vitelio del Pala­ cio vestido de negro y rodeado por sus desconsolados sirvien-

107 Se refiere a Lucio Vitelio, padre del emperador y colega, en calidad de censor, del emperador Claudio.

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tes; a su hijo pequeñito lo portaban en litera como si de un funeral se tratara; el gentío dejaba oír intempestivos halagos, la tropa guardaba un silencio amenazador. 68 Nadie había tan despegado de lo humano a quien no conmoviera aquella estampa: un príncipe de Roma y poco antes dueño de la hu­ manidad abandonando la sede de su poder y encaminándose, entre el pueblo y por las calles de la Capital, a abdicar del im­ perio. Nunca se había visto ni oído nada semejante: por sor­ presa la violencia abatió al dictador César, una trama oculta a Gayo, la noche y la recóndita campiña habían escondido la huida de Nerón, Pisón y Galba cayeron tal que en el campo de batalla. En asamblea que él mismo convocara, entre sus propios soldados, con mujeres incluso entre el público, Vite­ lio habló poco y acorde con la desolación del momento: dijo que renunciaba en nombre de la paz y de la patria, que sólo pedía que conservaran su recuerdo y se apiadasen de su her­ mano, su esposa y la inocente edad de sus hijos. Al mismo tiempo tomó en brazos a su hijo y lo expuso encomendán­ dolo primero a algunos de los presentes, luego a la totalidad. Al final, como el llanto le impedía continuar, desenfundó la daga que llevaba a la cintura en señal de su poder sobre la vida y la muerte de los ciudadanos y pretendía dársela al cón­ sul que tenía al lado (era Cecilio Símplice). Cuando éste la re­ chazó y los asistentes a la asamblea empezaron a protestar, se despidió con intención de depositar los emblemas del impe­ rio en el templo de la Concordia y dirigirse a casa de su her­ mano. Arreciaron en ese instante las protestas: se oponían a que buscase refugio en un domicilio particular y reclamaban su regreso al Palacio. Bloqueados todos los caminos, sólo que­ daba expedito el que conducía a la Vía Sacra108: entonces, fal­ to de ideas, volvió al Palacio. 69 Los rumores habían precedido a la abdicación, y Flavio Sabino había dado orden escrita a los tribunos de las cohor­ tes de acuartelar a la tropa. En conclusión, como si el Estado hubiese caído ya por entero en el saco de Vespasiano, los se­ nadores más destacados, gran parte de los caballeros y la tota­ 108 La Vía Sacra atravesaba el Foro y pasaba por el Palatino.

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lidad de la tropa urbana y los Vigiles atestaban la casa de Fla­ vio Sabino. Allí llegan noticias de los ánimos de la muche­ dumbre y las amenazas de las cohortes germánicas. Sabino ya había ido demasiado lejos como para volverse atrás y, por miedo a que los vitelianos les atacasen dispersos y, por tanto, más desvalidos, uno tras otro le animaban, al verlo vacilar, a hacerles frente. Pero, como suele suceder en semejantes cir­ cunstancias, todos daban su opinión y pocos asumieron los riesgos. Cuando el grupo de hombres armados que acompa­ ñaba a Sabino se hallaba cerca del estanque de Fundanio, les salieron al paso los vitelianos más decididos. La repentina es­ caramuza fue poco importante, pero favorable para los vite­ lianos. En medio del desconcierto, Sabino tomó la decisión más segura en ese momento: ocupar la ciudadela del Capito­ lio con una tropa heterogénea más algunos senadores y ca­ balleros cuyos nombres no son fáciles de dar, ya que, tras la victoria de Vespasiano, fueron muchos los que pretendían haber rendido ese servicio a su partido. Incluso mujeres hubo soportando el asedio, entre las que destacó Verulana Gratila, quien, más que de sus hijos o sus deudos, fue en pos de la guerra. Los vitelianos pusieron un cerco poco vigilante a los asedia­ dos y, gracias a eso, durante el sueño nocturno, Sabino hizo venir a sus hijos y a Domiciano, hijo de su hermano, no sin antes despachar por lugar desguarnecido un emisario a los jefes flavianos para advertirles de que estaban cercados y, si no reci­ bían ayuda, se verían en apuros. Pasó una noche tan tranquila que podría haber escapado sin daño alguno: y es que los sol­ dados vitelianos, intrépidos frente al peligro, se aplicaban con desgana a las tareas de centinela. Además, descargó de repente un aguacero invernal que estorbaba la visión y la escucha. 70 Al amanecer, antes de que los oponentes iniciasen las hostilidades, Sabino envió a Vitelio un primipilar, Cornelio Marcial, con el encargo de protestar porque los pactos no se estaban respetando: todo había sido una impostura y la esce­ na de la renuncia al imperio no había tenido otro propósito que engañar a tantos ilustres varones. ¿Por qué, si no, se había encaminado desde los Mascarones a casa de su hermano, que se erigía sobre el Foro y atraería las miradas de la gente — en

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lugar de marcharse al Aventino, al hogar de su esposa? Eso era lo adecuado para un particular que quería evitar el menor viso de relación con el principado. Pero, por el contrario, Vitelio había vuelto al Palacio, al santuario mismo del poder. Desde allí había enviado una fuerza armada que había sembrado de cadáveres inocentes la zona más concurrida de la Urbe, sin respetar siquiera el Capitolio. A fin de cuentas —decía Sabi­ no— él mismo era un civil y un miembro del Senado: mien­ tras la disputa entre Vespasiano y Vitelio se dirime a base de combates de las legiones, tomas de ciudades y rendiciones de cohortes, cuando ya las Hispanias, las Germanias y Britania hacían defección, el hermano de Vespasiano había man­ tenido la lealtad hasta que recibió la invitación a negociar. La paz y la concordia interesan a los vencidos; a los vencedores sólo les adornan. Si se arrepentía de los acuerdos alcanzados, no debía apuntar su espada contra Sabino, a quien había engañado pérfidamente, ni contra el hijo de Vespasiano, ape­ nas un adolescente —¿de qué podía servirle matar a un viejo y a un muchacho? Lo que tenía que hacer era salir al encuen­ tro de las legiones y zanjar allí el asunto crucial: todo lo de­ más seguiría la suerte de la batalla. Al oírlo, Vitelio se echó a temblar. Respondió brevemente para justificarse y echar la culpa a los soldados por exceso de ardor: su mesura personal no podía contrarrestarlo. Aconsejó a Marcial que saliese sin ser visto por un lugar secreto del Pa­ lacio, para evitar que los soldados decidieran ejecutar al inter­ mediario de un pacto que detestaban. Sin poder para ordenar o prohibir, Vitelio no era ya el emperador: apenas era la ex­ cusa de una guerra. 71 Nada más regresar Marcial al Capitolio, empezaron a llegar soldados enloquecidos: nadie mandaba, cada cual deci­ día por su cuenta. A paso ligero, un tropel dejó atrás el foro y los templos que sobre él se erigen tomando posiciones a lo largo del repecho frontero hasta los primeros accesos a la ciudadela del Capitolio. Había en la época unos soportales en el lado derecho de la cuesta109 según se sube: asomados a sus azo­ 109 El Clivus Capitolinus.

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teas arrojaban piedras y tejas sobre los vitelianos. Éstos no lle­ vaban más que espadas en las manos y pensaron que tendrían para rato si querían traer catapultas y proyectiles: arrojaron antorchas contra un soportal que sobresalía e iban avanzan­ do detrás de las llamas. Calcinaron las puertas del Capitolio y habrían entrado por allí de no ser porque Sabino derribó todas las estatuas que se encontró y, con los monumentos de nuestros antepasados a guisa de barrera, les cortó el paso. En­ tonces se dividieron, asaltando el Capitolio por accesos opues­ tos, unos de la parte del Bosque del Refugio110 y otros por los Cien Escalones, la subida a la Roca Tarpeya111. El doble ata­ que les cogió por sorpresa, sobre todo el del Refugio, más inmediato y encarnizado. Tampoco podían evitar que se enca­ ramaran a los altos edificios colindantes que, construidos du­ rante el largo periodo de paz, alcanzaban el nivel del suelo del Capitolio. Y aquí hay dudas sobre si fueron los asaltantes los que prendieron fuego a los tejados o si, como cree la ma­ yoría, lo hicieron los asediados para impedir su avance y de­ salojarlos. A partir de ahí, el fuego se extendió a los sopor­ tales anejos al templo, luego los aguilones que sostenían el frontón, de madera rancia, atrajeron y alimentaron las llamas. Y de ese m odo el templo capitolino, con las puertas cerradas, sin nadie que lo defendiera y nadie que lo saqueara, ardió como una pira. 72 Desde la fundación de la Urbe era lo más funesto y si­ niestro que había sucedido al Estado del pueblo romano: la morada de Júpiter Óptimo Máximo, que nuestros antepasa­ dos fundaron solemnemente como garante del imperio, no había podido profanarla nadie, ni Porsenna tras capitular la ciudad ni los galos tras apoderarse de ella. Ahora, sin enemi­ go extranjero, propicios (con permiso de la moral de nuestro tiempo) los dioses, la locura de los príncipes bastó para arrasarla. Es verdad que ya antes había ardido el Capitolio du­

110 Lucus Asyli: es el nombre que recibía la hondonada entre las dos cimas que formaban el Capitolio y que hoy ocupa la Piazza del Campidoglio. 111 En el flanco sur del Capitolio, junto al templo de Júpiter Óptim o Máximo.

[2.20]

rante una guerra civil, pero fue un delito anónimo: ahora a la vista de todos sufrió asedio y a la vista de todos fue incendia­ do. ¿Con qué interés militar?, ¿qué podía compensar tamaña pérdida? Mientras combatimos por la patria, se mantuvo en pie. La ofrenda la había hecho el rey Tarquinio Prisco durante la guerra con los Sabinos, y lo había cimentado más en previ­ sión de la futura grandeza que atendiendo a la modesta reali­ dad romana de la época. Luego trabajaron sucesivamente en su edificación Servio Tulio, con la ayuda de los aliados, y Tar­ quinio el Soberbio, a expensas de los enemigos tras la captu­ ra de Suesa Pomecia. Pero la gloria de su conclusión estaba re­ servada a la Libertad112: tras la expulsión de los reyes, fue inaugurado por Horacio Pulvilo durante su segundo consu­ lado con tal magnificencia que, en el futuro, los inmensos re­ cursos del pueblo romano se destinaron más a su decoración que a su ampliación. Fue reconstruido sobre sus ruinas des­ pués de que, al cabo de cuatrocientos quince años, ardiera du­ rante el consulado de Lucio Escipión y Gayo Norbano113. Tras su victoria, Sila se encargó del proyecto, pero no llegó a inaugurarlo: es lo único que le negó su buena estrella. La ins­ cripción con el nombre de Lutacio Cátalo resistió, entre tan­ tas obras de los Césares, hasta Vitelio. Ése era el santuario que se estaba quemando. 73 El incendio provocó, sin embargo, más pavor entre los sitiados que entre los sitiadores. Lo cierto es que a los solda­ dos vitelianos no les faltaba ni astucia ni valor en medio de la incertidumbre; en cambio entre los soldados del bando ad­ versario reinaba el desconcierto. A su jefe, incapaz de reaccio­ nar y como hipnotizado, de nada le valían lengua u oídos: ni respondía a indicaciones ajenas ni las suyas terminaban de

112 Es decir, al régimen republicano. 113 Se refiere al mismo incendio mencionado más arriba, que se produjo en el año 83 a.C., durante la guerra civil entre Mario y Sila, sin que pudiera acla­ rarse la responsabilidad. El cómputo del tiempo transcurrido desde la consa­ gración del templo por Pulvilo debería añadir diez años más si es que ésta tuvo lugar en el año 507 a.C.

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concretarse; giraba de un lado para otro al dictado de los gri­ tos del enemigo; prohibía lo que acababa de ordenar, orde­ naba lo que acababa de prohibir. Luego, como sucede en las situaciones desesperadas, todos daban instrucciones y ningu­ no las seguía. Al final arrojaron las armas y ya sólo buscaban la manera de escapar y esconderse. Irrumpen los vitelianos y lo sumen todo en sangre, hierro y llamas. Unos pocos hombres de armas (entre los que desta­ caban Cornelio Marcial, Emilio Pacense, Casperio Nigro y Didio Esceva) se atreven a pelear y caen acribillados. Flavio Sabino, desarmado,^ ni siquiera intenta huir. Lo rodean a él y al cónsul Quincio Atico, señalado por tan postizo cargo y su propia fatuidad, ya que había arrojado al público unos pan­ fletos que ensalzaban a Vespasiano e insultaban a Vitelio. Los demás recurrieron a los métodos más peregrinos para escabu­ llirse: unos se disfrazaron de esclavos, a otros les encubrió la lealtad de sus clientes y se ocultaron entre sus baúles. Hubo quienes escucharon la contraseña por la que se reconocían en­ tre sí los vitelianos y, pidiéndosela o dándola, encontraron re­ fugio en su audacia. 74 Domiciano, quien a la primera irrupción se había es­ condido en casa de un sacristán, gracias a la astucia de un li­ berto se mezcló vestido de lino entre una turba de oficiantes y pudo pasar inadvertido hasta guarecerse en la casa de Cor­ nelio Primo, un cliente de su padre, junto al Velabro. Por eso, durante el gobierno de Vespasiano, hizo derribar el cobertizo del sacristán poniendo en su lugar una modesta capilla dedi­ cada a Júpiter Conservador con un altar donde registró en mármol su peripecia. Más tarde, ya emperador, consagró un enorme templo a Júpiter Custodio con una representación suya en el regazo del dios. Cargados de cadenas, Sabino y Ático fueron conducidos a presencia de Vitelio. Éste les recibió con palabras y gestos en absoluto hostiles, mientras bramaban quienes pedían su ajus­ ticiamiento y el pago por los servicios prestados. Contagiada por el clamor de los implicados, la chusma reclama también la ejecución de Sabino mezclando amenaza y adulación. Vi­ telio, de pie ante la escalinata del Palacio, estaba dispuesto a interceder, pero le obligaron a desistir: entonces acuchillan,

[2.2.2.]

cercenan y decapitan a Sabino y arrastran su cadáver mutila­ do hasta las Gemonias114. 75 Este fiae el fin de un hombre ciertamente no desdeña­ ble. Había servido durante treinta y cinco años al Estado, dis­ tinguiéndose en la guerra y en la paz. Su probidad y sentido de la justicia están fuera de discusión. Era demasiado habla­ dor: ése fue el único defecto que, en los siete años que go­ bernó Mesia y los doce como prefecto de la Urbe, pudieron afearle los chismosos. Al final de su vida unos lo juzgaron cobarde y la mayoría prudente y preocupado por ahorrar vi­ das romanas. En lo que todos coincidían es en que, antes del principado de Vespasiano, el honor de la familia estaba en manos de Sabino. Sabemos que su muerte alegró a Muciano. Muchos sostenían que también la paz salió beneficiada, al deshacerse la rivalidad entre dos hombres, uno de los cuales se consideraba hermano del emperador y el otro copartícipe de su poder. Por su parte, Vitelio se resistió a la presión popular para que ajusticiase al cónsul. Se sentía aliviado y en cierto modo le de­ volvía el favor, después de que Ático se hubiera declarado cul­ pable ante quienes investigaban el incendio del Capitolio: con su confesión, aunque fuera un embuste oportuno, pare­ cía haber cargado con la antipatía por el crimen y diluido la responsabilidad de los partidarios de Vitelio.

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76 Por las mismas fechas Lucio Vitelio había acampado junto al santuario de Feronia115 y amenazaba con arrasar Terracina, donde se habían encerrado los gladiadores y remeros* sin atreverse a salir de las murallas y afrontar el peligro a campo abierto. Como recordamos más arriba, Juliano estaba al fren-

114 Las escaleras Gemonias, en la ladera oriental del A rx capitalino, donde quedaban expuestos los cadáveres de los ajusticiados. 115 A unas tres millas romanas al norte de Terracina.

[2.2.3]

te de los gladiadores y Apolinar de los remeros, pero por su disipación e incompetencia más parecían bandoleros que ofi­ ciales. No hacían guardias, no reforzaban los puntos débiles de las murallas: relajados de noche y de día, celebraban ruido­ samente la amenidad de las playas, empleaban a los soldados al servicio de sus comodidades y sólo hablaban de la guerra entre plato y plato. Unos días antes había partido Apinio Ti­ rón, y su propósito de requisar por las bravas regalos y dinero de municipio en municipio allegaba a su causa más aversión que energías. 77 Entretanto un esclavo de Verginio Capitón se pasó a Lu­ cio Vitelio y prometió que, si le dejaban un grupo armado, pondría en sus manos la indefensa ciudadela. En plena noche condujo a las cohortes ligeras por los pasos de las cumbres hasta situarlos sobre la cabeza de los enemigos. Desde allí los soldados cargaron más para una matanza que para un com­ bate: los defensores caen desarmados o en el momento de echar mano a las armas, algunos recién arrancados del sueño, desorientados por la oscuridad y el pánico, el sonido de las tu­ bas y los alaridos del enemigo. Unos pocos gladiadores ofre­ cieron resistencia y vendieron cara su piel; los demás se preci­ pitan a las embarcaciones, donde el mismo frenesí lo envolvía todo. Con ellos se mezclaron civiles a los que masacraban los vitelianos sin hacer distingos. Seis libúmicas consiguieron evadirse en los primeros instantes de confusión, y en ellas el prefecto de la flota Apolinar. Las restantes fueron apresadas en la orilla o bien, cargadas con un sobrepeso de fugitivos, el mar se las tragó. Juliano fue conducido a presencia de Lucio Vitelio y, tras padecer una flagelación degradante, fue dego­ llado ante sus ojos. Algunos han acusado a Triaría, la esposa de Lucio Vitelio, de haber empuñado la espada como un sol­ dado y comportarse, durante la luctuosa calamidad que fue la toma de Terracina, con arrogancia y crueldad. Lucio envió a su hermano una carta laureada116 preguntándole si ordenaba su regreso inmediato o que continuase hasta someter la Cam-

116 Señal de la victoria.

I214]

pania. Eso resultó providencial no solamente para el bando de Vespasiano, sino también para el Estado, pues si aquellos soldados, que, aparte su tenacidad innata, estaban embrave­ cidos por el éxito, se hubiesen abalanzado sobre Roma nada más producirse la victoria, la batalla por la Capital hubiese adquirido grandes proporciones y acarreado su destrucción. Lo cierto es que Lucio Vitelio, por infame que fuera, tenía ini­ ciativa, aunque su energía no surgiera, como en los buenos, de sus virtudes sino, como ocurre con los depravados, de sus vicios. 78 Mientras esto sucede en el bando de Vitelio, el ejército de Vespasiano había salido de Narni y pasaba ocioso en Otricoli las fiestas de Saturno. La razón de tan perniciosa demora era esperar a Muciano. No han faltado quienes, sospechando de Antonio, adujeran que se retrasaba por mala fe, después de recibir una carta de Vitelio en la que le ofrecía el consulado, matrimonio con su hija y una rica dote como precio de su traición. Según otros, eso no eran más que invenciones para complacer a Muciano. La opinión de algunos es que todos los jefes compartían un mismo punto de vista: no era necesa­ rio llevar la guerra a Roma, sino que bastaba con la amenaza, habida cuenta de que las cohortes más poderosas ya habían abandonado a Vitelio y, desarticuladas todas las defensas, pare­ cía dispuesto a abdicar. Pero todos los planes se vinieron aba­ jo con la precipitación y posterior ineptitud de Sabino, quien había tomado las armas de manera insensata y después había sido incapaz de defender la ciudadela del Capitolio —perfec­ tamente fortificada e inexpugnable incluso para grandes ejér­ citos— contra apenas tres cohortes. No es fácil achacar a uno solo una culpa que fue de todos: Muciano retrasaba a los vencedores con sus ambiguas misivas mientras que a Antonio, complaciente a destiempo, lo hizo culpable el deseo mismo de eludir la responsabilidad. En cuanto a los demás jefes, al dar la guerra por concluida, preci­ pitaron su trágico final. Petilio Cerial, a quien se había desta­ cado con mil jinetes con la misión de atravesar territorio sa­ bino y hacer su entrada en Roma por la Vía Salaria, tampoco se había dado mucha prisa —hasta que la noticia del asedio del Capitolio los despertó a todos de un golpe. [2.2.5]

79 Antonio llegó por la Vía Flaminia a Grotta Rossa117 avan­ zada ya la noche, demasiado tarde para ayudar. Allí se enteró de la serie de desgracias: que Sabino había muerto, que el Capi­ tolio ardía, que la Urbe se estremecía. Le informaron también de que la plebe y los esclavos estaban recibiendo armas para defender a Vitelio. Incluso la batalla ecuestre había resultado adversa para Petilio Cerial: cuando cargaba sin precauciones y pensando que iba a rematar a los vencidos, los vitelianos lo recibieron con un combinado de caballería e infantería. El combate tuvo lugar en las afueras de la ciudad, entre edificios, huertas y recodos que, familiares para los vitelianos, intimi­ daron a sus enemigos, para quienes eran desconocidos. A eso se añadió la falta de unidad entre los jinetes, pues se habían agregado algunos que acababan de rendirse en Nami y toda­ vía andaban especulando sobre las posibilidades de cada ban­ do. El prefecto Julio Flaviano fue capturado. Los demás se dieron a una humillante desbandada con los vencedores a cola hasta Fidenas. 80 El éxito insufló ánimos a la población. La plebe urbana tomó las armas. Unos pocos se hicieron con escudos milita­ res. La mayoría, apoderándose de cualquier arma que se en­ contraban, reclamaba la señal de ataque. Vitelio muestra su agradecimiento y les ordena correr en masa a defender la ciu­ dad. A continuación se convoca al Senado y se nombra una delegación con la misión de persuadir a los ejércitos flavianos de que acepten la paz en interés del Estado. Los delegados corrieron diferente suerte. Los que se pre­ sentaron a Petilio Cerial se jugaron la vida, porque los solda­ dos rechazaban una paz con condiciones. El pretor Aruleno Rústico fue herido: el acto generó especial repulsa, más allá de que se agrediese a un negociador y de que éste fuera pre­ tor, por el prestigio mismo del afectado. Sus acompañantes son zarandeados, su lictor adjunto cae muerto al pretender abrirles paso entre los revoltosos y, de no ser porque Cerial les puso una escolta para defenderlos, la sagrada inmunidad de la que, incluso entre los extranjeros, gozan las delegaciones hu­ 117 Saxa Rubra, en los alrededores de Roma, sobre la ribera derecha del Tiber.

[2.2.6]

biese sido profanada hasta el asesinato por la civil sinrazón y ante los propios muros de la patria. Con ánimos más templados fueron recibidos los que acu­ dieron a Antonio, y no porque la tropa fuera más morigerada, sino porque su jefe tenía más autoridad. 81 Entre los delega­ dos se había incluido el caballero Musonio Rufo, estudioso de la filosofía y adepto de las doctrinas estoicas. A pie firme entre los soldados, intentaba aleccionar a hombres armados disertando sobre las bondades de la paz y los peligros de la guerra. Esto sólo provocaba la burla de gran parte y los bos­ tezos de otros muchos. Y no faltaban quienes le tiraban ma­ notazos y patadas hasta que, ante las advertencias de los más pacíficos y las amenazas del resto, cejó en su inoportuna sa­ biduría. Incluso las vírgenes vestales intercedieron como por­ tadoras de una carta de Vitelio a Antonio: solicitaba un día de tregua antes de la batalla final; si aceptasen su plazo, sugería, todo se arreglaría de forma más sencilla. Las vírgenes fueron despedidas honorablemente. La respuesta que recibió Vitelio fue que la muerte de Sabino y el incendio del Capitolio ha­ bían roto cualquier negociación. 82 Sin embargo, lo que Antonio intentó fue calmar a las le­ giones. Convocó una asamblea para anunciarles que acampa­ rían junto al Puente Milvio y harían su entrada en Roma al día siguiente. El motivo de la demora era evitar que la tropa, enardecida por la batalla, no respetase al pueblo ni al Senado —ni siquiera a los templos y santuarios de los dioses. Pero ellos consideraban cualquier aplazamiento una traición a la victoria. De paso, las enseñas resplandecientes por las colinas — aunque detrás no hubiese más que civiles inexpertos— pro­ ducían la impresión de un ejército enemigo. El contingente se dividió en tres columnas: una parte con­ tinuó por la Vía Flaminia y otra avanzó por la orilla del Tiber. Una tercera columna se aproximaba por la Vía Salaria a la Puerta Colina. A la plebe la dispersó una carga de caballería. También el ejército viteliano se repartió en tres frentes. Los nu­ merosos combates extramuros tuvieron diversa suerte, pero fueron con más frecuencia favorables a los flavianos gracias a la superior cordura de sus oficiales. Los únicos que sufrieron castigo fueron los que se habían internado en la zona izquier­ [217]

da de la Urbe118, en dirección a los Jardines Salustianos, por calles estrechas y resbaladizas. Encaramados a los muros de los jardines, los vitelianos impedían con piedras y lanzas la su­ bida. Lo consiguieron hasta bien avanzado el día, cuando quedaron rodeados por la caballería, que se había abierto paso por la Puerta Colina. Enconados enfrentamientos se produjeron también en el Campo de Marte. A los flavianos les empujaba la fortuna y la victoria tantas veces obtenida; los vitelianos se movían sólo por desesperación y, aunque derro­ tados, volvían a agruparse en el interior de la Urbe. 83 El pueblo asistía a las luchas igual que si presenciara un espectáculo: animaba a unos o a otros, aplaudía o abucheaba. Cuando uno de los bandos cedía y corrían a refugiarse en las tiendas o en alguna casa, la gente exigía a gritos que los caza­ sen y degollasen y se quedaban luego con la porción más grande del botín: los soldados, concentrados como estaban en la sangre y la muerte, dejaban al vulgo los despojos. El ros­ tro de Roma estaba cruelmente desfigurado de parte a parte: por aquí, luchas y heridas; por allá, baños y cantinas. Junto a la sangre y los cadáveres amontonados, las prostitutas y sus se­ mejantes: todos los placeres de la molicie adinerada y todos los crímenes de la conquista más vengativa, en un grado tal, que podría pensarse que la ciudadanía había enloquecido de cólera y de lujuria al mismo tiempo. Ya antes se habían en­ frentado ejércitos armados en la Urbe — en dos ocasiones ganó Sila, en una Cinna— y con no menos crueldad. Esta vez reinaba una despreocupación inhumana y las atracciones no se interrumpieron ni un instante: como si esta diversión fue­ ra parte de las fiestas119, la gente disfrutaba de ella con jolgo­ rio, indiferentes a la suerte de los bandos, encantados con las desgracias públicas. 84 El grueso del combate se libró en el asalto al cuartel de los pretorianos, donde se atrincheraron los más belicosos como última esperanza. Eso resultó un acicate para los ven­

118 Habida cuenta de que las tres columnas entran en Roma por el norte, se trata de la que accede por la parte más oriental. 119 Las Saturnales, del 17 al 24 de diciembre.

[2.2.8]

cedores. Los que más empeño pusieron fueron los antiguos preteríanos120: reunieron hasta el último de los ingenios que se han inventado para destruir las ciudades más poderosas — “tortugas”, catapultas, plataformas y teas— , gritando que iban a saldar en ese golpe final todo el sufrimiento que habían ido acumulando en tantas batallas. Ya habían devuelto la Urbe al Senado y al Pueblo romano y los templos a los dio­ ses, decían: el honor de un soldado estaba en su cuartel —ésa era su patria, ése su hogar. Había que recuperarlo inmediata­ mente o pasar la noche batallando. Enfrente, los vitelianos, aunque desiguales en número y sino, inquietaban la victoria, demoraban la paz, profanaban con sangre casas y altares — consolación última de los venci­ dos a la que no renunciaban. Muchos agonizaron y expiraron en lo alto de las torres y almenas de las murallas; cuando las puertas se desplomaron, el grupo restante salió al paso de los vencedores y todos cayeron de heridas frontales, dando la cara al enemigo: en el momento mismo de la muerte, se cui­ daron de tener un final honorable. Tomada Roma, Vitelio sale en andas por la parte trasera del Palacio hacia la casa de su esposa en el Aventino, con el pro­ pósito, si conseguía aguantar en su escondrijo hasta la puesta del sol, de escapar a Terracina junto a las cohortes de su her­ mano. Luego, por falta de convicción y —como es caracterís­ tico del pánico— porque a quien de todo recela lo que me­ nos le gusta es precisamente lo que está en curso, regresa al Palacio, enorme y desierto, del que incluso los más humildes esclavos han desaparecido o rehúyen su encuentro. La sole­ dad y el silencio del lugar le aterran; va abriendo puerta tras puerta y espantándose de las salas vacías hasta que, cansado de su miserable deambular, termina escondiéndose en un rin­ cón vergonzoso. De allí lo sacó a rastras Julio Plácido, tribu­ no de una cohorte. Le ataron las manos a la espalda y lo lle­ vaban con la ropa desgarrada, un triste espectáculo. Muchos

120 Licenciados por Vitelio a causa de sus vínculos con Otón y reengancha­ dos al ejército de Vespasiano.

[2.2.9]

le insultaban y nadie derramó una lágrima: un final tan gro­ tesco había extirpado cualquier compasión. Le salió al paso uno de los soldados de Germania y lanzó una estocada; no está claro si lo hizo por venganza, o para librarle cuanto antes de las humillaciones, o si en realidad iba dirigida contra el tri­ buno: al tribuno le cercenó una oreja y a él lo atravesaron al instante. 85 A punta de espada obligaron a Vitelio a levantar la cara y exponerla a los improperios, a ir contemplando cómo caían sus estatuas y, con detenimiento, los Mascarones y el escena­ rio de la muerte de Galba. Al final lo empujaron hasta las Ge­ monias, donde había yacido el cadáver de Flavio Sabino. Se le oyó una cosa impropia de un degenerado, la única, cuan­ do replicó a un tribuno que le insultaba: “Sí, pero he sido tu emperador”. Y a continuación se derrumbó acribillado. Tam­ bién la chusma se ensañó en el muerto con la misma perver­ sidad con que lo había mimado en vida. 86 Su padre era originario de Luceria121; él tenía cincuenta y siete años de edad y nada de lo que había logrado —el con­ sulado, los cargos sacerdotales, un nombre y un lugar entre los proceres— se debía a su propia actividad, sino a la im­ portancia de su padre. El principado se lo entregaron quie­ nes no le conocían de verdad. La adhesión del ejército, que raramente se consigue por medios honrados, la obtuvo éste gracias a su cobardía. Poseía, no obstante, esa generosidad elemental que, sin medida, aboca a la destrucción. Y como pensaba que lo que conserva la amistad es el tamaño de los regalos, no la integridad moral, mereció más de lo que tuvo. No cabe duda de que el interés del Estado era la derrota de Vitelio, pero no pueden hacer mérito de su deslealtad quie­ nes traicionaron a Vitelio por Vespasiano después de haber renegado de Galba. Se ponía ya el sol y, a causa del pavor de los magistrados y senadores, que habían corrido a ocultarse lejos de la Capital o en las casas de sus clientes, resultó imposible convocar al

121 Hay una pequeña laguna en el texto, del que se desprende naturalmen­ te mi traducción.

[2.30]

Senado. Domiciano, cuando ya no había enemigo que temer, salió a presentarse ante los jefes de su bando y fue saludado como César. U n nutrido grupo de soldados, tal y como es­ taban, con las armas en la mano, lo escoltó hasta la morada paterna.

[2.3 r]

LIBRO CUARTO

Los RESCOLDOS d e l a g u e r r a . P o lé m ic a s e n e l S e n a d o

1 Con la muerte de Vitelio había concluido la guerra pero no había comenzado la paz. Los vencedores recorrían arma­ dos la Urbe a la caza de los vencidos con odio implacable: las calles estaban llenas de cadáveres, corría la sangre por plazas y templos, la espada sorprendía a sus víctimas en cualquier es­ quina. Más tarde, con arbitrariedad creciente, hacían registros hasta echar mano a los que se escondían; a quienquiera que llamase su atención por estatura y juventud lo degollaban sin distinguir entre civiles y militares. Y según se saciaba de san­ gre la crueldad que los recientes odios habían provocado, se transformó en codicia. No se respetaba lugar reservado o cerra­ do so pretexto de que se ocultaban vitelianos. Comenzaron así allanamientos que, si encontraban resistencia, dejaban muertos. No faltaban plebeyos indigentes y esclavos deprava­ dos dispuestos a traicionar a sus ricos amos. A algunos los de­ nunciaban sus amigos... Los sollozos, lamentos y vicisitudes de una ciudad tomada eran la norma, hasta el punto de hacer añorar la otrora detestada arrogancia de los soldados de Otón y de Vitelio. Los jefes del partido vencedor, tan resueltos a la hora de desencadenar la guerra civil, se mostraban incapaces de moderar la victoria. Y es que en medio de algaradas y con­ flictos es el peor el que más puede: la paz y la calma precisan de honradez. [2.35]

2 Domiciano había aceptado el título y la residencia del César: ya que no para hacerse cargo de los problemas, ejercía de hijo de príncipe a la hora de la licencia sexual. La prefec­ tura del pretorio recayó en Arrio Varo, si bien Antonio Primo conservaba el poder supremo. Este arramblaba dinero y es­ clavos de la casa imperial como si se tratara del saqueo de Cremona. Los restantes, más humildes y desconocidos, igual que pasaron la guerra en la sombra, se quedaron sin sus re­ compensas. Los ciudadanos, despavoridos y sumisos como la­ cayos, suplicaban que se cortase el paso a Lucio Vitelio y sus cohortes, que volvían de Terracina, y se apagasen los rescol­ dos de la guerra. Se envió caballería a Ariccia y la expedición legionaria no pasó de Bovilas122. Acabaron entonces las dudas de Vitelio, quien se entregó con sus cohortes al arbitrio del vencedor, y los soldados arrojaron sus infaustas armas con no menos rabia que miedo. El largo desfile de cautivos entró en la Urbe bajo vigilancia armada. Nadie mostró un gesto de sú­ plica: ceñudos y desafiantes, soportaban impasibles los abu­ cheos y los groseros insultos de la muchedumbre. Sólo unos pocos intentaron revolverse, pero el cordón los abatió. Los demás, en su confinamiento, no pronunciaron una palabra indigna y, aun en circunstancias tan adversas, dejaron a salvo la fama de su valentía. Después, fue ejecutado Lucio Vitelio, un hombre igual- de inmoral que su hermano, pero más des­ pierto que él durante su principado, del cual no compartió tanto los beneficios como pagó las consecuencias. 3 Por esas fechas se encomendó a Lucilio Baso caballería li­ gera con la misión de poner orden en la Campania, cuyos municipios seguían enfrentados más por rencillas entre ellos que por resistencia contra el príncipe. Vista la tropa, llegó la calma. Las colonias más pequeñas quedaron impunes; en Ca­ pua se asienta la IIIa Legión para invernar y sus casas ilustres lo padecieron, mientras que la población de Terracina, por contra, no obtuvo la menor ayuda: es más fácil devolver la ofensa que el favor recibido porque en la gratitud se ve una

122 Poblaciones situadas a escasa distancia de Roma, en la Vía Apia, la ruta hacia el sur.

[¿36]

pérdida y en la venganza, un beneficio. Un consuelo fue el castigo del esclavo de Verginio Capitón que, como dijimos, traicionó a Terracina: lo clavaron al madero con los mismos anillos123 que llevaba puestos desde que Vitelio se los entregó. En Roma, el Senado concede a Vespasiano todos los hono­ res habituales de los príncipes. Lo decreta con alegría y con­ fianza: parecía que el conflicto civil que había prendido en las Galias e Hispanias, que había arrastrado a la guerra a las Germanias y luego al Ilírico, después de extenderse por Egipto, Judea y Siria hasta la última provincia y ejército, como si el orbe entero hubiese purgado, había tocado a su fin. Avivó el entusiasmo una carta de Vespasiano, escrita como si la guerra no hubiera concluido. Esa impresión daba a primera vista, pero su lenguaje era el de un príncipe: hablaba en términos diplo­ máticos sobre su persona y encarecidos respecto al Estado. No menos dispuestos a complacer estaban los senadores: le otorgan el consulado junto a su hijo Tito, y a Domiciano, pre­ tura y facultades de cónsul124. 4 También Muciano había escrito al Senado una carta que dio pábulo a las habladurías: si no era más que un particular, ¿por qué se comunicaba de forma oficial? Sólo habría tenido que esperar unos días para decirlo de viva voz, cuando le lle­ gase el turno de palabra. Ya la forma en que arremetía contra Vitelio traía retraso y sonaba forzada, pero lo que resultaba irreverente con el Estado y ofensivo para el príncipe es que alardease de haber tenido el imperio en su mano y habérse­ lo cedido a Vespasiano. Sin embargo, el rencor iba por den­ tro y la adulación por fuera: con gran derroche verbal se con­ cedieron a Muciano honores triunfales por la guerra civil, aunque la expedición contra los sármatas sirviese de excusa. Además, se otorgan los distintivos consulares a Antonio Pri­ mo y los de pretor a Cornelio Fusco y Arrio Varo. Luego, volvieron sus ojos a los dioses: se aprobó la restauración del Capitolio.

123 De uso exclusivo por los caballeros. 124 Consulare imperium, en representación de su padre y hermano, ausentes de Roma.

[* 37 ]

Todo ello fue a propuesta de Valerio Asiático, el cónsul designado; los demás iban dando asentimiento con un ges­ to o una seña; sólo unos pocos —por gozar de una posición destacada o de un talento diestro en la adulación— pronun­ ciaron un discurso. Cuando le llegó el turno al pretor desig­ nado, Helvidio Prisco, manifestó su opinión en términos res­ petuosos, como ante un buen príncipe, pero sin embustes, y recibió los elogios de los senadores. Y ese día en particular señaló el comienzo de su desgracia y de su gloria extraordi­ narias. 5 Puesto que ya es la segunda mención de un hombre que habrá que citar más a menudo, parece oportuno recordar bre­ vemente su vida e intereses así como la suerte que corrió. Helvidio Prisco era nativo del municipio itálico de Cluvias y su padre había alcanzado el grado de primipilo. Ya desde su juventud dedicó su brillante talento a los más elevados estu­ dios, no con el propósito — como hacen tantos— de encu­ brir bajo un nombre pomposo su falta de compromiso, sino para entregarse a la política fortalecido contra sus avatares. Fue seguidor de la escuela filosófica125 según la cual el único bien es la virtud y el único mal la deshonestidad: el poder, la alcurnia y las demás circunstancias externas no son, para ellos, ni buenas ni malas. Todavía era cuestor cuando Trásea Peto126 lo eligió para yerno y de las costumbres de su suegro nada aprendió mejor que la libertad. Como ciudadano y se­ nador, como marido, yerno y amigo — con todas las obliga­ ciones de la vida cumplió rigurosamente, desdeñoso de las riquezas, obstinado en la rectitud, impertérrito frente a las amenazas. 6 Algunos creían que perseguía la fama, dado que lo último que se pierde es el deseo de gloria —y eso incluye a los sabios. La perdición de su suegro le empujó al exilio: en cuanto regresa, durante el principado de Galba, emprende la acusación de Eprio Marcelo, el delator de Trásea. Esa vengan­ za, quién sabe si justificada o inútil, había dividido al Senado: si caía Marcelo, un ejército de acusados se desplomaría. De

125 El estoicismo. 126 Véase II, 91.

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entrada se produjo una guerra de amenazas, como atestiguan los soberbios discursos de uno y otro. Luego, ante la tibieza de Galba y las protestas de muchos senadores, Prisco cedió. Hubo reacciones encontradas, a tono con el carácter de los hombres: unos elogiaban su prudencia y otros echaban en fal­ ta'más firmeza. En cualquier caso, durante la sesión del Senado en que se aprobaban los poderes de Vespasiano, se había decidido en­ viar una delegación al príncipe. De ahí surgió una agria dis­ puta entre Helvidio y Eprio: Prisco proponía que los dele­ gados fuesen elegidos expresamente por los magistrados bajo juramento; Marcelo defendía el sorteo, de acuerdo con la opi­ nión manifestada por el cónsul designado. 7 Pero el empeño de Marcelo era cuestión de amor propio: si otros salían elegi­ dos daría la impresión de que él quedaba postergado. Los tur­ nos de réplica se sucedieron y poco a poco ambos se vieron abocados a largos y agresivos monólogos. Helvidio pregunta­ ba qué era lo que tanto asustaba a Marcelo del juicio de los magistrados: “Tiene dinero y elocuencia suficientes para supe­ rar a muchos — a no ser que le acucie el recuerdo de sus infa­ mias. El sorteo no hace distinciones morales: la votación y el juicio del Senado se inventaron para calar en la vida y fama de sus miembros. El interés del Estado y el honor de Vespa­ siano exigen la visita de aquellos a quienes el Senado consi­ dera ejemplos de probidad, quienes hagan escuchar al empe­ rador palabras honestas. Vespasiano tuvo amistad con Trásea, con Sorano, con Seneción, cuyos acusadores, si es que no es oportuno castigar, tampoco deben exhibirse. Este juicio del Senado en cierto modo sirve al príncipe para saber en quién debe confiar y de quiénes debe recelar. No hay mejor instru­ mento del buen gobierno que los amigos honestos. Bastante tiene Marcelo con haber inducido a Nerón a perder a tantos inocentes: que disfrute de las recompensas y la impunidad y deje a Vespasiano para los mejores.” 8 Marcelo decía que no era su opinión la que se rebatía, sino la propuesta del cónsul designado, la cual era conforme a los viejos usos de echar a suertes las delegaciones a fin de que la ambición personal o las rivalidades no tuviesen cabida: “No hay ninguna razón por la que abandonar tradiciones [2.39]

acendradas ni para convertir los honores a un principe en agravio para nadie. Todos estamos capacitados para rendir pleitesía. Lo que hay que evitar ante todo es que la terquedad de algunos influya en el ánimo de quien estrena principado expectante y atento a los gestos y a las palabras de cada uno. Yo soy consciente del momento en que he nacido y de la cons­ titución que nuestros padres y abuelos dieron a la ciudad. Ad­ miro el pasado, me atengo al presente. Hago votos para que lleguen buenos emperadores, pero me adapto a los que me to­ can. En la desgracia de Trásea no tuvo más parte mi discurso que el juicio del Senado: la crueldad de Nerón encontraba di­ vertido ese tipo de imposturas, y semejante amistad no me procuraba a mí menos sufrimiento que a otros el exilio. Hel­ vidio se parangona a Catón y a Bruto en valor y fortaleza de espíritu: yo soy uno más de los senadores que compartieron la esclavitud. Además, te doy un consejo, Prisco: no te subas a las barbas del príncipe, no vayas con máximas a corregir a un anciano con honores triunfales, a un padre de hijos creci­ dos como Vespasiano. El poder absoluto sólo les gusta a los peores emperadores, pero incluso los más eminentes prefie­ ren que la libertad tenga un límite.” Estas diatribas, pronunciadas por ambas partes con gran apasionamiento, suscitaban reacciones contrapuestas. Venció la parte que prefería el sorteo porque incluso los senadores neutrales se inclinaban por respetar la tradición y los más ilus­ tres apoyaban ese sistema por miedo a los celos si ellos resul­ taban elegidos. 9 Vino después otra discusión. Los pretores del erario (pues por entonces eran pretores los encargados del erario) se quejaron del empobrecimiento de las arcas del Estado y solicitaban una limitación de los gastos públicos. El cónsul designado sugería que, habida cuenta de la magnitud del problema y la dificultad de resolverlo, se reservase al prín­ cipe la decisión. Helvidio propuso que era el Senado quien debía tomarla. Cuando los cónsules procedían a la vota­ ción entre los senadores, el tribuno de la plebe Vulcacio Tertulino interpuso su veto para impedir que se adoptase una resolución sobre asunto tan grave en ausencia del prínci­ pe. Había propuesto Helvidio que la restauración de Capi­ [2.40]

tolio fuese costeada con dinero público y Vespasiano contri­ buyese: los más moderados dejaron pasar esa opinión en si­ lencio y después se olvidó. Otros hubo, sin embargo, que la recordasen. 10 Entonces se produjo el ataque de Musonio Rufo contra Publio Céler, a quien acusaba de haber propiciado la conde­ na de Bárea Sorano con un falso testimonio. Se temía que el proceso reavivase la guerra de acusaciones, pero nada podía amparar a un reo miserable y malvado: el recuerdo de Sorano era intachable; Céler se declaraba filósofo y, al testificar con­ tra Bárea, había traicionado vilmente la amistad, de la que se tenía por maestro. Se señala para la vista la siguiente sesión, pero la expectación se centraba — una vez desatados los áni­ mos de venganza— no tanto en Musonio o Publio como en Prisco y Marcelo y el resto. 11 En semejantes circunstancias, con el Senado dividido, los vencidos en cólera, los vencedores incapaces de generar confianza, sin leyes ni príncipe en la ciudad, Muciano entró en Roma y lo acaparó todo de un golpe. El poder de Antonio Primo y Arrio Varo se esfumó: la irritación de Muciano con­ tra ellos no podía disimularse, pese a guardar las apariencias. Pero la ciudadanía, con su agudeza para intuir enemistades, cambió enseguida de patrono: ya sólo cortejaba a Muciano. También él ponía de su parte: rodeado de hombres armados, transitaba de residencia en residencia; a fuerza de boato, des­ pliegue y controles militares ejercía de hecho de príncipe, aunque prescindiese del título. La tensión llegó al máximo con la muerte de Calpurnio Galeriano. Hijo de Gayo Pisón, a nada se había aventurado; pero su ilustre nombre y su atractivo juvenil corrían de boca en boca y, en una ciudad aún revuelta y encantada con nue­ vos temas de conversación, había quienes lo imaginaban sin fundamento aspirante al principado. Por orden de Muciano, lo detuvo una patrulla militar. Para no atraer más la atención asesinándolo en la propia Roma, se lo llevaron a cuarenta mi­ llas de distancia por la Vía Apia y allí, con las venas sajadas, se desangró hasta perecer. Julio Prisco, prefecto de las cohor­ tes pretorianas bajo Vitelio, se suicidó más por orgullo que co­ acción. Alfeno Varo sobrevivió a su cobardía e infamia. Asiá­ [241]

tico, que era liberto127, purgó sus malas influencias con el cas­ tigo de los esclavos.

La

in s u r r e c c ió n d e

C

i v il

12 Por esas fechas los ciudadanos acogían sin especial aflic­ ción los ecos insistentes del desastre en Germania: se hablaba de ejércitos aniquilados, de campamentos de invierno captu­ rados, de rebelión en las Galias —pero no parecían desgracias. Debo retrotraerme para exponer las causas por las que pren­ dió esta guerra y la cantidad de pueblos extranjeros y aliados que se movilizaron. Los bátavos, mientras vivían al otro lado del Rin, formaban parte de los catos. A resultas de un conflicto interno fueron expulsados y ocuparon un extremo deshabitado de la orilla gala, un territorio aislado entre brazos de agua que de frente baña el Océano y el curso del Rin por detrás y por los lados128. Aliados de los romanos, no habían visto sus recursos esquil­ mados por quien más podía129 y se limitaban a suministrar hombres y armas. Pasaron largo tiempo curtiéndose en las guerras de Germania y más tarde su gloria se incrementaría en Britania, adonde se trasladaron cohortes dirigidas, conforme a su antigua tradición, por sus nacionales de más alcurnia. En su territorio tenían también una caballería selecta, especial­ mente adiestrada para nadar, cuyos miembros eran capaces de cruzar el Rin conservando armas y monturas en perfecta for­ mación. 13 Julio Civil y Claudio Paulo, dos hombres de estirpe re­ gia, estaban muy por encima del resto. A Paulo lo ajustició Fonteyo Capitón bajo la falsa acusación de rebeldía. A Civil lo cargaron de cadenas y lo enviaron a Nerón; Galba lo absol­ vió, pero de nuevo bajo Vitelio vio su vida en peligro porque 127 Véase II, 57. 128 Se describe el territorio del delta del Rin, en la actual Holanda. La “isla” (Insula Batavorum) se sitúa entre el río Lele (el antiguo Rin) y el Waal-Merwede por el sur. 129 No pagaban impuestos.

[2.42.]

el ejército exigía su ejecución: ésas fueron las razones de su re­ sentimiento y de las esperanzas que ponía en nuestras males. Pero Civil poseía más astucia de la habitual en los bárbaros y se tenía por un Sertorio o un Aníbal, a quienes le asemejaba su rostro desfigurado130: para evitar que le atacaran como a un enemigo si se rebelaba abiertamente contra el pueblo ro­ mano, aparentó aliarse con Vespasiano y secundar su causa. Es cierto que Antonio Primo le envió una carta ordenándole distraer a las tropas auxiliares reclamadas por Vitelio y man­ tener ocupadas a las legiones con un simulacro de levanta­ miento en Germania. Esas mismas instrucciones le había dado en persona Hordeonio Flaco, quien se decantaba por Vespasiano y temía por el Estado, sobre el que se cernía la ca­ tástrofe en caso de recrudecimiento de la guerra y la irrupción de tantos miles de hombres armados en Italia. 14 Así que Ci­ vil estaba resuelto a rebelarse aunque por el momento ocul­ taba sus planes más íntimos y se proponía tomar decisiones al dictado de los acontecimientos. Su insurrección comenzó del siguiente modo. Por orden de Vitelio se estaba llamando a levas a los jóve­ nes bátavos. Si este proceso es ya de por sí penoso, lo agrava­ ban la codicia y abusos de los funcionarios: a los ancianos y enfermos los secuestraban para obtener por ellos un rescate, en tanto que a los adolescentes más apuestos (y la mayoría de esos muchachos están bien constituidos) los forzaban. Eso ge­ neró resentimiento y los organizadores de la sublevación in­ dujeron a la gente a negarse a la recluta. Civil citó en un bosque sagrado a los prohombres y a los miembros más decididos de su comunidad con la excusa de un banquete ceremonial: cuando observa que la noche y la alegría han caldeado los ánimos arranca su discurso con una loa a la gloria de su pueblo para enumerar después las injusticias, rap­ tos y demás desdichas de la esclavitud: y es que —decía— ya no les tenían, como antes, por aliados, sino que les trataban como a esclavos. ¿Alguna vez venía un legado que, además de un séquito oneroso y arrogante, trajera consigo también la ley? 130 Como ellos, había perdido un ojo.

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Estaban en manos de prefectos y centuriones los cuales, una vez ahitos de sangre y despojos, eran relevados por otros dis­ puestos a encontrar nuevos bolsillos y palabras diferentes para el expolio. Los bátavos afrontaban levas que separaban a los hijos de sus padres, a los hermanos de sus hermanos como si aquél fixera el último adiós. Nunca se había encontrado Roma tan debilitada y en los campamentos de invierno no había otra cosa que ancianos y botín. Sólo había que alzar la vista y perder el miedo a unas legiones de las que sólo quedaba el nombre impotente. Ellos, en cambio, poseían la fuerza de la infantería y la caballería, parentesco con los germanos, intere­ ses coincidentes con los galos. Los romanos incluso agradece­ rían una guerra cuyo incierto desenlace retribuiría Vespasia­ no; de la victoria nunca se rinden cuentas. 15 Le escucharon con gran asentimiento para después sellar su compromiso, todos y cada uno, con un rito bárbaro y los juramentos patrios. Enviaron emisarios a los canninefates para pactar un acuerdo: este pueblo ocupa una parte de la isla; comparten origen, lengua y coraje con los bátavos pero son superados en número. A continuación, por medio de emisa­ rios secretos, se granjeó a las tropas auxiliares de Britania, co­ hortes de bátavos enviadas a Germania, como recordamos más atrás131, y para entonces emplazadas en Maguncia. Entre los canninefates vivía un tal Brinnón, un aventurero sin seso a quien distinguía su ilustre cuna. Su padre había pro­ digado los gestos hostiles y despreciado impunemente las có­ micas expediciones de Gayo132. Así que la fama de rebelde que tenía su familia le bastó: le eligieron jefe conforme a la costumbre de esa gente, alzado en un escudo y zarandeado a hombros de sus porteadores. E inmediatamente, con ayuda de los frisios (un pueblo transrenano), se apodera de los cam­ pamentos de dos cohortes próximos al Océano. Ni los solda­ dos habían previsto el asalto enemigo ni, si lo hubiesen pre­ visto, tenían fuerzas suficientes para defenderse: los cuarteles fueron, pues, capturados y arrasados. Luego atacan a los pro­

131 Véase II, 69. 132 Caligula.

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veedores y comerciantes romanos, que viajaban confiados creyéndose en paz. Al tiempo, amenazaban con destruir las atalayas133, a las cuales pegaron fuego los prefectos de cohor­ te en vista de que no podían defenderlas. Los contingentes le­ gionarios y el resto de soldados que quedaban se reagrupan en la parte alta de la isla134 bajo el mando del primipilar Aqui­ lio: de ejército tenía más el nombre que la fuerza, porque Vi­ telio había retirado el grueso de las cohortes y cargado de ar­ mas a una caterva de paisanos nervios y germanos de la zona. 16 Decidido a proceder con alevosía, Civil llegó a reprochar a los prefectos el haber abandonado las atalayas: les dijo que él aplastaría el levantamiento de los canninefates con la cohorte que tenía a su mando y ellos podían retirarse a sus campa­ mentos respectivos. Que sus recomendaciones eran una tram­ pa para dispersar a las cohortes y hacerlas más vulnerables, o que Brinnón no era el jefe de esa guerra, sino el propio Civil, se descubrió a través de indicios que iban trascendiendo poco a poco y que los germanos, un pueblo amante de la guerra, no sabían ocultar mucho tiempo. Como la argucia no prospera­ ba, Civil recurrió a la violencia separando a los tres pueblos, canninefates, frisios y bátavos, en otras tantas unidades. La for­ mación romana les hizo frente a poca distancia del Rin, con las embarcaciones que allí habían atracado tras el incendio de las atalayas mostrando la proa al enemigo. Apenas comen­ zada la batalla, una cohorte de tungros se pasó a Civil y los soldados, desconcertados por la imprevisible traición, caían diezmados a manos de aliados y enemigos. También en las embarcaciones se produjo la misma felonía: una parte de los remeros eran bátavos y, simulando torpeza, estorbaban el traba­ jo de marineros y combatientes; luego empezaron a enfrentar­ se y a remar de popa hacia la orilla enemiga135, para terminar pasando a cuchillo a los timoneles y centuriones que no lo aceptaban. Al final, una flota entera de veinticuatro embarca­ ciones había desertado o había sido capturada. 133 Torres de vigilancia fronteriza, a lo largo del limes que marcaba el anti­ guo Rin. 134 La más occidental. 135 La orilla norte, territorio de los germanos.

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17 La victoria les reportó celebridad inmediata y provecho de cara al futuro: además de apoderarse de armas y naves de las que carecían, su fama de libertadores se extendía por todas las Germanias y Galias. Los germanos enviaron enseguida emisarios ofreciendo refuerzos; en cuanto a las Galias, Civil procuraba su alianza con hábil generosidad: devolvía a sus lo­ calidades a los oficiales hechos prisioneros, y a los soldados de tropa les permitía decidir si preferían marcharse o quedar­ se. A los que se quedaban les ofrecía un servicio honorable y a los que se despedían, los despojos de los romanos. Al mismo tiempo, en conversaciones privadas, les recordaba el maltrato que habían soportado durante tantos años —una esclavitud miserable que se equivocaban en llamar “paz”. Los bátavos — les decía—, pese a estar exentos de tributos, habían toma­ do las armas contra los amos comunes; al primer enfrenta­ miento, los romanos habían doblado la cerviz: “¿Por qué no pueden librarse las Galias de su yugo? ¿Cuántas fuerzas que­ dan en Italia? Sangre de provincias vence a las provincias. Al combate de Víndice136 no hay que darle más vueltas: los eduos y arvemos fueron aplastados por la caballería bátava. Entre las tropas auxiliares de Verginio Rufo había belgas y, si bien se piensa, la Galia sucumbió a sus propias fuerzas. Aho­ ra, en cambio, todos estamos del mismo lado, con la ventaja añadida de la disciplina militar asimilada en los cuarteles ro­ manos. Contamos con la veteranía de las cohortes que hace poco doblegaron a las legiones de Otón. ¡Que soporten la su­ misión Siria y Asia y los orientales! Ellos están habituados a los reyes, pero en la Galia vive todavía mucha gente que ha nacido antes de la imposición de tributos. Fue la destrucción de Quintilio Varo la que no hace tanto liberó a Germania de la esclavitud, ¿alguien lo duda? Y eso que el príncipe a quien se desafió en esa guerra no era Vitelio, sino el César Augus­ to... La libertad es un don que la naturaleza otorga incluso a los animales sin conciencia, pero el bien que distingue a los humanos es la valentía. Los dioses ayudan a los más bravos. iA por ellos, pues! Vosotros tenéis la manos libres y ellos ata­ 136 Derrotado en mayo del 68 por Verginio Rufo.

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das, vosotros estáis frescos y ellos cansados. Mientras están di­ vididos, unos a favor de Vespasiano y otros de Vitelio, tenéis una oportunidad frente a ambos bandos”. Ésas eran sus pretensiones respecto a las Galias y Germanias. Si sus designios llegaban a fraguar, amenazaba con con­ vertirse en rey de las naciones más ricas y poderosas. 18 Por su parte, Hordeonio Flaco dio pábulo a los movi­ mientos iniciales de Civil con su encubrimiento. Sólo cuando empiezan a llegar correos despavoridos hablando de campa­ mentos conquistados, cohortes aniquiladas y de que la pre­ sencia de Roma ha sido erradicada de la isla de los bátavos, or­ dena al legado Munio Luperco — quien estaba al mando de un campamento con dos legiones— ponerse en marcha con­ tra el enemigo. Al punto, Luperco envió legionarios de los que comandaba, ubios de las cercanías y jinetes tréviros asen­ tados no muy lejos. Se les sumó un ala de bátavos que, con calculada perfidia, aparentaba lealtad para que su deserción resultase más efectiva al traicionar a los romanos en plena ba­ talla. Civil se hizo rodear de las enseñas de las cohortes captu­ radas, de forma que sus huestes tuvieran a la vista su reciente triunfo y el testimonio del descalabro minase la moral del ene­ migo. A su propia madre y hermanas, así como a las esposas e hijos pequeños de cada uno, les ordena mantenerse en reta­ guardia para arengarles a la victoria o avergonzar a los fugitivos. Cuando sus filas retumbaron con los cánticos de los varones y el ulular de las mujeres, les respondió un clamor incompara­ blemente más débil de las legiones y cohortes. Nuestro flanco izquierdo había quedado desprotegido con la defección del ala de bátavos, que se volvió de inmediato en nuestra contra. Pero los legionarios, a pesar del desconcierto, conservaban el orden y las armas. Los auxiliares ubios y tréviros se dieron a una bo­ chornosa huida desperdigándose en todas direcciones: por allí se volcaron los germanos y las legiones hallaron refugio entre­ tanto en el campamento llamado Vétera137.

137 Vetera Castra, literalmente ‘‘campamento viejo”, hoy Birten (Alemania). Como el resto de las localidades que se mencionan en esta parte, se halla situa­ da en la orilla occidental del Rin y cerca de la frontera holandesa.

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El prefecto del regimiento bátavo, Claudio Labeón, estaba enfrentado con Civil por alguna rencilla local: como su eli­ minación podía encrespar los ánimos de sus paisanos y, si se­ guía allí, actuaría como semilla de la discordia, fue deportado a territorio de los frisios. 19 Por las mismas fechas, las cohortes de bátavos y canni­ nefates que marchaban hacia Roma por orden de Vitelio re­ ciben la visita de un emisario de Civil. De inmediato adop­ taron una actitud engreída y agresiva, y empezaron a reclamar como pago a su viaje una prima, salario doble y un incre­ mento de los efectivos de caballería: es cierto que Vitelio se lo había prometido, pero no es que esperasen conseguirlo, sino que buscaban un pretexto para amotinarse. Además, a fuerza de hacer concesiones, Flaco sólo había logrado que exigieran con más obstinación lo que sabían que les iba a negar. Igno­ rando a Flaco, se dirigieron a la Germania Inferior para unir­ se a Civil. Hordeonio reunió a tribunos y centuriones para consultarles si convenía emplear la fuerza contra quienes rehusaban obediencia, pero su cobardía personal y el pánico de sus oficiales — a quienes aterraba la ambigua actitud de los auxiliares y la improvisación con que se habían completado las legiones— le decidieron a mantener a la tropa en los cuar­ teles. Luego, arrepentido y porque los mismos que le habían convencido antes no dejaban de reprochárselo, parecía dis­ puesto a la persecución, y escribió al legado de la Ia Legión, Herennio Galo, que ocupaba Bonn, para que impidiera el paso de los bátavos: él iría con su ejército pisándoles los talo­ nes. Lo cierto es que podrían haberlos aplastado si, Hordeo­ nio por un lado y Galo por otro, hubiesen coordinado el mo­ vimiento de sus tropas hasta atraparlos en medio. Pero Flaco abandonó el proyecto y volvió a escribir a Galo con instruc­ ciones de no molestar a los desertores. Eso levantó sospechas de que la guerra se desarrollaba con el visto bueno de los le­ gados, y que cuanto ya había sucedido o se temía pudiera su­ ceder no era achacable a la debilidad de los soldados o al po­ derío del enemigo, sino a un fraude de los jefes. 20 Al aproximarse al campamento de Bonn, los bátavos en­ viaron por delante una delegación para exponer a Herennio Galo el propósito de sus cohortes: ellos no estaban en guerra

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con los romanos, por quienes tantas veces habían combatido; estaban cansados de un servicio militar tan largo e improduc­ tivo y echaban de menos su patria y el retiro. Si nadie trataba de impedirlo, continuarían su ruta en paz, pero si les oponían las armas, se abrirían paso con la espada. El legado titubeaba, pero los soldados le forzaron a afrontar la suerte del combate. Tres mil legionarios y unas cohortes de belgas mal organiza­ das, junto con un tropel de paisanos y cantineros cobardes a la hora de la verdad, pero fanfarrones por anticipado, se des­ bordan por las puertas dispuestos a acorralar a los bátavos, in­ feriores en número. Estos, con su veteranía, se agrupan en cuña, cerrando filas y protegiendo frente, espalda y flancos: de ese modo destrozan nuestras frágiles líneas. Al ceder los belgas, la legión es repelida e intentan despavoridos ganar el muro y las puertas. Es allí donde el desastre es mayor: en los fosos se hacinan los cadáveres, víctimas no sólo de heridas in­ fligidas por el enemigo, sino de la avalancha y, en gran parte, de su propio armamento. Los vencedores evitaron pasar por Colonia y no buscaron más enfrentamientos en el resto del viaje; justificaban la batalla de Bonn con la excusa de que ellos pidieron paz y, cuando se les negó, tuvieron que actuar en de­ fensa propia. 21 Con la llegada de las veteranas cohortes, Civil coman­ da ya un auténtico ejército, pero no está seguro de los pasos que dar y no olvida el poder de Roma. Entonces hace que to­ dos los hombres de que dispone presten juramento a Vespa­ siano y, a las dos legiones que, batidas en el combate anterior, se habían refugiado en el campamento de Vétera, envía emi­ sarios con la propuesta de aceptar el mismo juramento. Les respondieron que ellos no escuchaban consejos de un traidor y un enemigo; que su príncipe era Vitelio, por quien manten­ drían lealtad y armas hasta el último aliento; no correspon­ día, por tanto, a un renegado bátavo dirimir los asuntos de Roma y lo único que le cabía esperar era el castigo debido a su fechoría. En cuanto se lo comunican a Civil, monta en cólera y pone en pie de guerra hasta el último de los bátavos. Se les unen brúcteros y tencteros, y los emisarios movilizan Germania en pos del botín y de la gloria.

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22 Contra las amenazas de esta guerra múltiple, los legados Munio Luperco y Numisio Rufo comenzaron a afianzar em­ palizada y muros. Durante la prolongada paz se trabajaba a poca distancia del campamento en la construcción de una suerte de municipio: esas obras fueron demolidas para impe­ dir su uso por parte del enemigo. Sin embargo se tomaron po­ cas precauciones para almacenar víveres en el interior del acuartelamiento y se dio licencia al pillaje; de ese modo, se consumió sin control en pocos días lo que hubiera bastado para afrontar un largo periodo de estrecheces. Civil ocupó el centro de su formación con el músculo de su ejército, los bátavos, y cubrió ambas orillas del Rin —para que el espectáculo resultase más sobrecogedor— con hordas de germanos, mientras la caballería galopaba por la llanura. Al mismo tiempo, las embarcaciones remontaban la corrien­ te. De un lado, las enseñas de cohortes veteranas; de otro, las representaciones de fieras salvajes y sagradas que estos pue­ blos acostumbran a llevar al combate138: la doble cara de una guerra a la vez civil y exterior dejaba atónitos a los asediados. Reforzaba, además, la confianza de los asaltantes la longitud de la empalizada que, destinada a albergar dos legiones, ape­ nas estaba defendida por 5.000 hombres armados, si bien una muchedumbre de proveedores se había refugiado allí a causa de los disturbios y cooperaba en la guerra. 23 Una parte del campamento se elevaba sobre un suave promontorio y a la otra se accedía desde el llano. Lo cierto es que Augusto había pensado que semejante recinto serviría para mantener a los germanos a raya, y no había previsto que la situación pudiese alguna vez degradarse hasta el punto de que fuesen ellos quienes viniesen a asediar a nuestras legio­ nes; así que no se habían realizado trabajos extra ni en el terreno ni en las fortificaciones: el poder de las armas parecía suficiente. A fin de que el valor de cada pueblo quedase mejor en evi­ dencia, bátavos y transrenanos se habían agrupado por sepa­ rado y hostigaban desde la distancia. Como sus proyectiles se 138 Las fieras representaban a las distintas divinidades.

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estrellaban inocentemente contra las torres y almenas de las murallas mientras que a ellos sí les causaba bajas la descarga de piedras, se lanzaron a voz en grito al asalto de la empaliza­ da: la mayoría trepando por escalas, otros aprovechando la “tortuga” que formaron los suyos. Y algunos estaban ya enca­ ramándose cuando, derribados a golpe de espada y escudo, una lluvia de venablos y jabalinas los acribilla. Gentes feroces en los lances iniciales e irrefrenables si les sonríe la fortuna, en esta ocasión estaban además dispuestos a encajar los reveses por ansia de botín. Incluso —cosa insólita en ellos— se atre­ vieron con las máquinas. No es que se hubiesen avispado: de­ sertores y prisioneros les indicaban cómo ensamblar maderos hasta formar una especie de pasarela y luego ajustarle ruedas para impulsarla; de ese modo algunos lucharían subidos enci­ ma, como desde una plataforma, mientras otros, ocultos de­ bajo, socavarían los muros. Pero las piedras escupidas por las balistas aplastaron el artilugio. Y cuando estaban preparando cañizos y parapetos, dispararon contra ellos lanzas incendia­ rias, de modo que esta vez fueron los asaltantes los blancos del fuego. Finalmente, desesperando de la fuerza, cambiaron de idea y optaron por la paciencia, sabedores de que el cam­ pamento alojaba comida para pocos días y una multitud sin entrenamiento militar. De la penuria esperaban la traición, que vacilase la lealtad de los esclavos y los imponderables de la guerra. 24 Mientras tanto, enterado del asedio del campamento y después de mandar a soliviantar las Galias en busca de refuer­ zos, Flaco entrega un contingente escogido de legionarios a Didio Vócula, legado de la XXIV Legión, con instrucciones de marchar por la orilla del río todo lo aprisa posible. Él via­ jaba en barco, físicamente enfermo, entre la antipatía de los soldados. No se andaban éstos con tapujos: se había permiti­ do que las cohortes de bátavos salieran de Maguncia -—bra­ maban—, encubierto los movimientos de Civil y ofrecido una alianza a los germanos. Eso era echarle a Vespasiano una mano como no se la habían echado ni Antonio Primo ni Mu­ ciano, pues la hostilidad declarada y las armas pueden com­ batirse a campo abierto, pero no hay forma de enfrentarse al fraude y el engaño, que actúan a escondidas. Civil, a pie firU si]

me, plantaba cara y comandaba a sus tropas, mientras Hordeo­ nio, desde el lecho de la alcoba, daba órdenes a conveniencia del enemigo: ¡tantos soldados y tan bravos al servicio de un viejo decrépito! “Matemos a ese traidor y libraremos nuestra suerte y valentía de su maldición”, se decían unos a otros. Colmó su indignación una carta remitida por Vespasiano que Flaco, como no podía ocultarla, leyó ante la asamblea: a sus portadores los envió, maniatados, a Vitelio. 25 Así se cal­ maron los ánimos hasta llegar a Bonn, el cuartel de la Ia Le­ gión. Allí, los soldados estaban aún más irritados y culpaban de su descalabro a Hordeonio: por orden suya habían hecho frente a los bátavos creyendo que las legiones venían en su persecución desde Maguncia; esa traición la habían pagado con la vida, porque nadie había acudido en su auxilio; de eso, nada sabía el resto de los ejércitos ni se había informado de ello a su emperador, cuando el brote de rebeldía habría podi­ do extirparse con el concurso de tantas provincias. Hordeonio leyó en voz alta ante la tropa copias de todas las cartas que había despachado a las Galias, a Britania y a las Hís­ panlas solicitando refuerzos, y sentó el deplorable precedente de entregar las misivas a los aquiliferos de las legiones para que se las leyesen a los soldados antes que a los jefes. Ordenó entonces arrestar a uno de los amotinados, más por imponer su autoridad que porque aquél fuera el único responsable. Y el ejército se trasladó de Bonn a Colonia, adonde confluían los refuerzos de las Galias (que, al comienzo, apoyaban con deci­ sión los intereses de Roma: más tarde, cuando las Germanias cobraron auge, la mayoría de las comunidades tomaron las ar­ mas en contra nuestra con la esperanza de la liberación y el deseo, si conseguían emanciparse, de imponer su dominio). La animosidad de las legiones seguía creciendo, sin que el arresto de un único soldado sirviera de escarmiento. Encima, éste llegó a denunciar la complicidad de su jefe, aduciendo que él había actuado como mediador entre Civil y Flaco y, como sabía la verdad, se le quería silenciar con una acusación falsa. Con admirable firmeza, Vócula subió a la tribuna y or­ denó conducir a la ejecución al soldado, aunque éste no ceja­ ba en sus acusaciones a voz en grito. Y mientras los malos se echan a temblar, los mejores acataron órdenes. A raíz de eso, [2.52.]

pidieron unánimemente a Vócula por jefe y Flaco le transfirió el mando de las operaciones. 26 Pero contribuían a exaltar los ánimos muchas circuns­ tancias: la paga y el grano escaseaban, mientras las Galias se resistían a la recluta y los impuestos; el Rin, por efecto de una sequía insólita para aquel clima, apenas permitía la navega­ ción y el abastecimiento menguaba; a lo largo de su orilla se habían emplazado guarniciones para impedir que los germa­ nos lo vadeasen, así que, por un mismo motivo, había menos provisiones y más consumidores. Los ignorantes considera­ ban un prodigio la mera escasez de aguas —como si hasta los ríos, antigua barrera del imperio, nos abandonasen. Lo que en tiempos de paz se atribuiría a la casualidad o la naturaleza, se llamaba ahora destino o cólera divina. Al entrar en Neuss139, se les agrega la XVIa Legión y Vócu­ la cedió al legado Herennio Galo una parte de sus responsabi­ lidades. Sin arriesgarse a continuar la marcha hacia el enemi­ go, instalaron su campamento en un lugar llamado Gellep140. Allí procuraban endurecer a la tropa a base de instrucción, trabajos de fortificación y demás ejercicios bélicos. Y para que el botín estimulase el coraje, Vócula condujo su ejército con­ tra el territorio de los cugernos, los cuales habían aceptado aliarse con Civil. Una parte se quedó con Herennio Galo. 27 El azar quiso que encallase no lejos del campamento una embarcación cargada de grano. Los germanos intentaban remolcarla hacia su orilla. Galo no se resignó y envió una co­ horte al rescate: también aumentó el número de germanos y, a fuerza de agregarse paulatinamente refuerzos, terminó por trabarse combate. Con grave quebranto de los nuestros, los germanos se apoderan de la nave. Los vencidos, como se ha­ bía convertido en costumbre, en lugar de achacarlo a su pro­ pia cobardía, culpaban al legado de traición: tras sacarlo de su tienda, rasgarle las ropas y tundirlo a golpes, le ordenan con­ fesar cuánto le han pagado por traicionar al ejército y quiénes

139 Novaesium. Tras Bonn y Colonia, la expedición continúa descendiendo el curso del Rin desde Maguncia. 140 Gelduba, río abajo de Neuss.

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son sus complices. La rabia se vuelve contra Hordeonio: dicen que él es el responsable último del crimen y Galo su secuaz, hasta que éste, amedrentado por las amenazas de muerte, aca­ bó también por acusar a Hordeonio de traición. Le pusieron grilletes y sólo lo soltaron cuando regresó Vócula, quien al día siguiente dio muerte a los responsables del motín: tan chocantes ejemplos de licencia y de paciencia ofrecía aquel ejército. No hay duda de que los soldados rasos eran leales a Vitelio, en tanto que los cuadros superiores se inclinaban por Vespasiano: de ahí la sucesión de desmanes y represalias, así como esa mezcla de furia y sumisión que hacía posible casti­ gar a quienes no se podía reprimir. 28 Por su parte, las filas de Civil rebosaban: Germania en masa le secundaba después de que los más ilustres rehenes141 ratificasen las alianzas. Sus órdenes son que ubios y tréviros sean arrasados por quien más cerca los tenga, y que otro gru­ po cruce el río Mosa con la misión de golpear a menapios y morinos, asentados en ese rincón de la Galia142. De ambos frentes se acarreó botín, sobre todo de los ubios, con quienes se ensañaron porque, siendo un pueblo de origen germano, habían abjurado de su patria para adoptar el apelativo de agripinenses143. Sus cohortes fueron aniquiladas en la aldea de Marcoduro144, donde sesteaban despreocupados porque esta­ ban lejos del río. Tampoco los ubios se conformaron sin arrancar botín de Germania y allá marcharon, al principio impunemente; luego se vieron acorralados: durante toda la guerra su lealtad fue mayor que su suerte. Tras vapulear a los ubios, Civil era un rival más serio y, con el éxito, más feroz. Su cerco a las legiones se estrechaba: sus centinelas extremaban la alerta para impedir que ningún avi­ so del socorro que estaba en camino pudiera filtrarse a escon­ didas. Las máquinas y el trabajo de zapa se los encomienda a los bátavos. Como los transrenanos estaban impacientes por

141 C on su intercambio. 142 Naturalmente, el extremo norte. 143 Por su capital, Colonia Agrippinensis, la actual Colonia. 144 Quizá Merken, cerca de Düren.

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combatir, les ordena abrir una brecha en la empalizada y, cuando son repelidos, a reanudar la porfía: había gente de so­ bra y las bajas no importaban. 29 Ni siquiera la noche puso fin a la brega. Recogieron leña de los alrededores e hicieron una hoguera para la cena, y, con­ forme el vino los iba caldeando, se lanzaban a la lucha con una temeridad perfectamente inútil: sus proyectiles se extravia­ ban en la oscuridad. Los romanos, en cambio, tenían el cam­ po de los bárbaros iluminado y, a quienes delataba la audacia o un reluz de sus insignias, los hacían blanco de sus impactos. Cuando Civil se dio cuenta, ordena apagar el fuego y sumir­ lo todo en oscuridad y refriega. Fue el tumo entonces del fra­ gor horrísono, de las carreras sin rumbo: era imposible atinar el golpe o esquivarlo. De donde surgía un clamor, allí se arra­ cimaban los cuerpos y se largaban estocadas; el valor no ser­ vía de nada, todo lo confundía el azar y los más intrépidos su­ cumbían a menudo bajo las armas de los cobardes. La furia de los germanos era ciega; los soldados romanos, conscientes del peligro, no lanzaban a voleo los venablos de hierro y las pie­ dras pesadas: cuando los ruidos de demolición o las escalas que colocaban dejaban al enemigo al alcance, los derribaban con la panza del escudo y detrás iba la jabalina. Muchos que consiguieron poner pie en la muralla fueron pasados a cuchi­ llo. Así transcurrió la noche y el amanecer desveló un nuevo plan de ataque. 30 Los bátavos tenían lista una torre de dos pisos que pre­ tendían acercar a la puerta pretoria, la que daba al llano. Con­ tra ella arrojaron los defensores poderosos puntales y la gol­ pearon con vigas hasta descoyuntarla. Cuantiosos fueron los estragos causados a los que en ella estaban subidos, y una sa­ lida fulminante y victoriosa terminó por desbaratarlos. A la vez, los legionarios se aplicaron a la construcción con supe­ rior pericia e ingenio. Especial pavor produjo un artefacto basculante que se abatía por sorpresa para suspender en el aire, ante los ojos de sus propios compañeros, a uno o varios ene­ migos y, haciendo girar la carga, dejarlos caer luego en el in­ terior del campamento. Civil perdió la fe en el asalto y volvió al asedio paciente sin dejar de minar, a base de emisarios y promesas, la lealtad de las legiones. [2-55 ]

31 Esto sucedió en Germania antes de la batalla de Cre­ m ona145, cuyo resultado conocieron por medio de una carta de Antonio Primo que adjuntaba una proclama de Cecina; un prefecto de cohorte de los vencidos, Alpinio Montano, se encargó de atestiguar personalmente la suerte de su bando. Ante la noticia, las reacciones fueron dispares: los auxiliares de la Galia, que no estaban a favor ni en contra de un bando y prestaban servicio sin entusiasmo, se desligaron en seguida de Yitelio a instancias de los prefectos. Los veteranos duda­ ban pero, cuando Hordeonio Flaco procedió al juramento y ante las presiones de los tribunos, lo pronunciaron sin con­ vicción visible ni íntima y, mientras recitaban el resto de la fórmula de adhesión, pasaban por el nombre de Vespasiano con titubeos o en un leve susurro y, la mayoría, en silencio. 32 Se leyó después ante la asamblea una misiva de Antonio a Civil que provocó las sospechas de los soldados, puesto que parecía escrita a un correligionario y se refería al ejército de Germania en términos hostiles. Más tarde, cuando las noti­ cias llegaron al campamento de Gellep, se repitieron palabras y hechos, y se envió a M ontano a parlamentar con Civil: de­ bía deponer las armas y no disfrazar con falsedades su guerra contra Roma; si su intención había sido ayudar a Vespasiano, ya era suficiente. Al principio, Civil responde con tacto, pero después, en cuanto se da cuenta de que Montano posee un carácter bron­ co e intrigante, empieza a lamentarse de los sufrimientos que ha padecido durante veinticinco años en los campamentos ro­ manos: “Magnífico pago”, dice, “he recibido por tanto sacrifi­ cio: la muerte de un hermano, las cadenas y los crueles gritos de este146 ejército clamando por mi ejecución. Ahora soy yo quien exige su castigo conforme al derecho de gentes147. Y vo-

145 Cremona fue tomada el 25 de octubre. Las noticias llegarían a Neuss du­ rante la primera semana de noviembre. 146 La entrevista se produce frente al ejército romano sitiado en Vetera: a ellos señala Civil. 147 Es decir, el derecho internacional. Al apelar al tus gentium, Civil se sitúa de hecho fuera de la obediencia romana y reivindica la independencia de los pueblos que lo secundan.

[256]

sotros, tréviros y demás criaturas esclavizadas, ¿que otra re­ compensa esperáis por tanta sangre derramada si no un servi­ cio militar ingrato, inacabables tributos, látigos, hachas y las ocurrencias de vuestros amos? Fíjate: yo no soy más que el prefecto de una cohorte. Y los canninefates y bátavos, una exigua porción de las Galias: pues bien, nosotros hemos he­ cho trizas esa fortificación tan vasta como impotente, y la so­ metemos a un cerco de hierro y de hambre. Después de todo, si tenemos coraje conseguiremos la libertad y, si perdemos, nada habrá cambiado para nosotros”. Con esas palabras enardeció a Montano, pero, al despedir­ le, le aconsejó que suavizase su informe. El regresó diciendo que su misión había fracasado. El resto se lo calló: más tarde afloraría todo. 33 Quedándose con una parte de sus tropas, Civil envía contra Vócula y su ejército a las cohortes veteranas y los ger­ manos más activos al mando de Julio Máximo y Claudio Víc­ tor, hijo de una hermana suya. Durante el trayecto, asaltan un cuartel de caballería situado en Asberg148; y sobre el campa­ mento de Gellep cayeron tan de improviso, que Vócula no tuvo oportunidad de arengar a sus tropas ni desplegarlas. En medio del desbarajuste únicamente pudo dar instrucciones para que los legionarios se hicieran fuertes en el centro; los auxiliares se desparramaron alrededor. La caballería cargó pero, recibida en buen orden por el enemigo, volvió grupas contra los suyos. A partir de ahí, lo que sucedió fue una car­ nicería, no una batalla. Las cohortes de nervios, por miedo o deslealtad, dejaron desprotegidos los flancos de los nuestros: así penetraron los adversarios hasta las legiones, las cuales, después de perder las enseñas, estaban siendo aplastadas en el interior de la empalizada. Fue entonces cuando, de repente, con la llegada de nuevos refuerzos se volvieron las tornas del combate: Galba había reclutado unas cohortes de vascones y sólo entonces se les había hecho venir; se acercaban al campa­ mento y oyeron los gritos de los contendientes. Mientras el

148 Asciburgium, a mitad de camino entre Vetera y Gellep y, como ellas, en la ribera izquierda del Rin.

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enemigo se afana, le atacan por la espalda, provocando un pánico sin proporción con su número, pues los germanos creían que acudían al completo las fuerzas de Neuss o las de Maguncia. Su error infunde moral a los nuestros y, confiando en las fuerzas ajenas, recobran las propias. Los más intrépidos de los bátavos, el grueso de la infantería, son pulverizados. La caballería escapó con las enseñas y prisioneros capturados en el choque inicial. Aquel día, los combatientes muertos de nuestro lado fueron más numerosos pero también más inex­ pertos; de los germanos, lo más granado. 34 A los dos jefes podría culparse por igual de merecer la derrota y dejar escapar la victoria: Civil, si hubiese incorpora­ do más efectivos al frente, habría impedido que tan escasas cohortes los rodeasen y hubiera quebrado la resistencia del campamento hasta asolarlo. Vócula tampoco había tomado medidas para prevenir la llegada de los enemigos y su salida estaba condenada al fracaso; luego, inseguro de la victoria, desperdició unos días sin decidirse a poner en marcha el cam­ pamento contra el enemigo: si hubiese contraatacado de in­ mediato y aprovechado el curso de los acontecimientos, ese mismo impulso le habría permitido liberar a las legiones del asedio149. Entre tanto, Civil ponía a prueba la moral de los asediados aparentando que los romanos estaban perdidos y la victoria se había decantado de su lado: las enseñas y estandartes se pa­ seaban en procesión e incluso se exhibía a los prisioneros. Uno de ellos, en un gesto heroico, se atrevió a revelar la reali­ dad de lo sucedido a viva voz, y allí mismo cayó atravesado por los germanos: eso hizo más creíble la información. Al mismo tiempo, las llamas de los caseríos incendiados y arra­ sados eran señal de que el ejército vencedor se aproximaba. Cuando el campamento está a la vista, Vócula ordena de­ tenerse y parapetarse tras foso y empalizada: depositarían allí impedimenta y equipaje y combatirían sin estorbos. Pero los soldados claman entonces contra su jefe exigiendo luchar: las amenazas se habían convertido ya en una rutina. Sin tomarse

149En Vétera.

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siquiera un respiro para organizar la formación, en desorden y agotados, emprenden la batalla. Y allí estaba Civil, confian­ do en los defectos del enemigo tanto o más que en las virtudes de los suyos. Diversa fue la suerte de los romanos y cuanto más revoltosos, más cobardes: pero hubo quienes, espoleados por el recuerdo de la reciente victoria, mantenían sus posicio­ nes, acometían al enemigo, se animaban y animaban a los compañeros; y, cuando la batalla era cerrada, hacían señas a los asediados para que no perdiesen más tiempo. Estos, por su parte, que observaban la escena desde la muralla, se deci­ den a abrir todas las puertas e irrumpir en la refriega. Quiso la fortuna que la montura de Civil tropezase y su jinete rodase por los suelos; por ambos ejércitos se extendió el bulo de que estaba herido o muerto: es increíble qué pánico cundió entre los suyos y qué euforia entre el enemigo... Pero Vócula, en vez de perseguir a los fugitivos, se dedicó a reforzar la em­ palizada y las torres del campamento, como si el asedio fue­ ra a reanudarse de forma inminente: tantas veces desvirtuó la victoria, que llegó a sospecharse, no sin razón, que prefería la guerra. 35 Nada atenazaba tanto a nuestros ejércitos como la esca­ sez de provisiones. Los furgones de las legiones se enviaron a Neuss junto con un tropel de paisanos para, desde allí, trans­ portar grano por vía terrestre, dado que el enemigo controlaba el río. La primera expedición llegó a su destino sin novedad, pues Civil no se había recuperado todavía. Pero cuando se en­ tera de que un nuevo convoy ha sido enviado a Neuss y de que las cohortes que lo escoltan marchan como en plena paz, después de mandar a bloquear los puentes y angosturas, ataca en buen orden: raro es el soldado que está en su puesto, no han sacado las armas de los carruajes, todos deambulan ajenos a la disciplina. Se luchó en un amplio frente, indeciso Marte, hasta que la noche separó a los contendientes. Las cohortes prosiguieron camino hasta Gellep, donde seguía estando el campamento igual que antes, bajo la custodia de los soldados allí apostados. No había duda de los riesgos que correrían los porteadores, cargados e intimidados, durante el regreso. Añade Vócula a sus tropas un millar de hombres escogi­ dos de las legiones Va y XVa, que habían sufrido el asedio de U 59]

Vétera — soldados levantiscos y enfrentados con sus jefes. Partieron en número superior al ordenado y, durante la mar­ cha, aireaban sin tapujos que no estaban dispuestos a aguan­ tar más hambre ni más tretas de los legados; por su parte, los que se quedaron se quejaban de que, al retirar ese contingen­ te legionario, los que habían sido abandonados y traicionados eran ellos. Ése fue el origen de un doble motín: unos, exi­ giendo el retorno de Vócula, los otros negándose a regresar al campamento. 36 Entre tanto, Civil puso cerco a Vétera: Vócula se reple­ gó a Gellep y de allí a Neuss. Más tarde, disputó con éxito una batalla ecuestre no lejos de Neuss. Pero igual daban reve­ ses que victorias: lo mismo ardían los soldados en deseos de acabar con sus jefes. Así las cosas, las legiones —que, tras la llegada de la Va y la XVa, habían visto incrementarse sus efec­ tivos— dan en reclamar su donativo al descubrir que Vitelio ha enviado dinero. Sin dudarlo mucho, Hordeonio lo conce­ dió en nombre de Vespasiano, y especialmente ese dinero ali­ mentó la sedición. Entregados a la buena vida, los banquetes y conciliábulos nocturnos avivan la antigua inquina de los le­ gionarios contra Hordeonio. Sin que ninguno de los legados o tribunos se atreviera a impedirlo (la noche había extirpado el menor atisbo de dignidad), lo sacan de su alcoba y lo asesi­ nan. El mismo destino habían reservado a Vócula, pero con­ siguió evadirse en la oscuridad disfrazado de esclavo. 37 Cuando se sosegaron los ánimos y regresó el miedo, en­ viaron por las comunidades de las Galias a sus centuriones portando misivas en las que solicitaban refuerzos y salarios. Mientras tanto, ellos —la muchedumbre sin guía es impulsi­ va, cobarde y adocenada— tomaron las armas alocadamente ante la llegada de Civil y las soltaron de inmediato para darse a la fuga. La adversidad trajo también la desunión, y las tropas que procedían del ejército de la Germania Superior hicieron causa aparte. Con todo, las efigies de Vitelio fueron repuestas en campamentos y localidades belgas de las cercanías —si bien Vitelio ya estaba muerto. Luego, arrepentidos, los legio­ narios de la Ia, IVa y XXIIa se ponen a las órdenes de Vócula y, después de renovar el juramento de adhesión a Vespasiano, marchan bajo su mando a liberar Maguncia del asedio. Los si[2.60]

dadores —un ejército compuesto por catos, úsipos y matíacos— ya habían levantado el cerco, ahitos de botín y no sin escarmiento, porque nuestros soldados les habían atacado por el camino, dispersos y de improviso. También los tréviros se atrincheraron en su territorio y combatían a los germa­ nos con grave descalabro mutuo hasta que, declarándose en rebeldía, empañaron la brillantez de sus servicios al pueblo romano.

C o m i e n z o s d e l a ñ o 70

38 Entre tanto, Vespasiano —por segunda vez— y Tito inauguraron su consulado en ausencia. La ciudadanía estaba desolada y pendiente de todo tipo de amenazas: a las desgra­ cias que ya les angustiaban se vino a sumar el terror sin fun­ damento de que Africa se había rebelado como resultado de las intrigas de Lucio Pisón, quien la gobernaba. Y lejos del áni­ mo de éste la menor maquinación, pero la inclemencia del in­ vierno impedía la navegación y el vulgo, acostumbrado a comprar los alimentos día a día y cuya única preocupación política era el suministro de grano, temía que los puertos es­ tuvieran cerrados y los convoyes secuestrados —y su miedo era su fe. El bulo lo fomentaban los vitelianos, que todavía no se habían apeado de sus banderías, y ni siquiera disgustaba el rumor a los vencedores, cuyas ambiciones, insaciables tam­ bién en las guerras del extranjero, nunca pudo satisfacer vic­ toria alguna sobre sus compatriotas. 39 El primero de enero150 el pretor urbano Julio Frontino convocó el Senado a una sesión en la que se aprobaron de­ cretos de felicitación y agradecimiento a legados y ejércitos así como a los reyes vasallos. A Tetio Juliano se le despojó de la pretura con la excusa de que había abandonado a su legión cuando ésta decidió pasarse al bando de Vespasiano151: en rea­ lidad, para entregarle el cargo a Plocio Gripo. A Hormo se le

150 Del año 70. 151 Véase II, 85.

[261]

otorgó el rango ecuestre. Y más tarde, previa renuncia de Frontino, el César Domiciano asumió la pretura. Su nombre encabezaba cartas y edictos, aunque el poder estaba en manos de Muciano —aparte de las libertades que Domiciano se to­ maba a instancias de sus amigos o por propio antojo. No obs­ tante, la principal amenaza para Muciano procedía de Anto­ nio Primo y Arrio Varo, en candelero gracias a los ecos de los recientes acontecimientos y el respaldo militar, y a quienes también aclamaba el pueblo, ya que con nadie se habían en­ sañado fuera del campo de batalla152. Corría incluso la voz de que Antonio había incitado a tomar el poder a Escriboniano Craso, un hombre a quien daban esplendor sus ilustres ante­ pasados y el recuerdo de su hermano153. No le habría faltado un buen puñado de cómplices, pero al parecer Escriboniano se negó, poco dispuesto a dejarse tentar ni siquiera con ga­ rantías y, por descontado, temeroso de una aventura. Así que Muciano, como era imposible actuar abiertamente contra An­ tonio, primero le prodiga elogios en el Senado y después lo abruma de promesas confidenciales, proponiéndole Hispania Citerior, que estaba vacante tras la marcha de Cluvio Rufo; al mismo tiempo, reparte generosamente entre sus amigos tri­ bunados y prefecturas. Luego, cuando ya le había llenado la cabeza de esperanzas y deseos absurdos, procede a amputar sus fuerzas: la VIIa Legión, encendida devota de Antonio, es despachada a sus cuarteles de invierno y la IIIa, cuyos solda­ dos tienen vínculos con Arrio Varo, devuelta a Siria. En tan­ to, una parte del ejército era conducido a las Germanias. De ese modo, liberada de cuanto podía perturbarla, la Urbe recupera la normalidad, la ley y el funcionamiento de las ma­ gistraturas. 40 El día en que Domiciano se incorporó al Senado, pro­ nunció una breve y temperada alocución sobre la ausencia de su padre y hermano así como sobre su propia juventud. Man­ tuvo la compostura y, como su personalidad resultaba aún desconocida, se tomaban por timidez sus frecuentes errores.

152 ¡ p e r o v é a s e i y s j |

153 Pisón, el frustrado heredero de Galba.

[162.]

Cuando el César sugirió que se rehabilitase la dignidad de Galba, Curcio M ontano propuso que también se honrara la memoria de Pisón. Los senadores aprobaron ambas iniciati­ vas, aunque la referente a Pisón quedó sin efecto. Se sortea­ ron luego comisiones encargadas de devolver el expolio de la guerra, examinar y volver a clavar las tablas de bronce con inscripciones legales que el paso del tiempo había deteriora­ do, expurgar un calendario contaminado por la adulación del momento y poner coto a los dispendios públicos. Se le devuelve la pretura a Tetio Juliano una vez se reconoce que había huido para presentarse a Vespasiano; Gripo conservó el cargo. A continuación se decidió reanudar el pleito entre Musonio Rufo y Publio Céler: Publio fue condenado y se dio satis­ facción a los manes de Sorano. A una jomada marcada por el rigor público no le faltó siquiera gloria privada: la actuación de Musonio parecía de estricta justicia; muy diferente era la opinión a propósito de Demetrio, el filósofo cínico que, se decía, había defendido a un manifiesto culpable más por lla­ mar la atención que por sentido del deber. En cuanto a Pu­ blio, en el trance no le acompañó ni el ánimo ni la palabra. Ya que se había levantado la veda contra los delatores, Ju­ nio Máurico solicitó al César que pusiese a disposición del Senado los registros imperiales, de forma que la cámara pu­ diera conocer quién había tramitado denuncias contra quién. Domiciano respondió que sobre semejante asunto había que consultar al príncipe. 41 A iniciativa de sus proceres, el Senado se sometió a un juramento: todos los magistrados a porfía y los demás con­ forme les llegaba el turno de palabra, iban poniendo a los dio­ ses por testigos de que en nada habían cooperado que pudiera causar daño a nadie, ni habían percibido recompensa o cargo alguno a cambio de la desgracia de otros ciudadanos. Quienes tenían conciencia de su infamia se echaron a temblar y altera­ ban las palabras del juramento con los trucos más diversos. Los senadores iban aplaudiendo a los sinceros y abucheando a los perjuros, y esta especie de censura se cebó con saña es­ pecial contra Sarioleno Vócula, Nonio Atiano y Cestio Seve­ ro, a quienes sus frecuentes delaciones en tiempos de Nerón [¿63]

había hecho famosos. Sobre Sarioleno recaía además el peso de recientes fechorías, porque había perseverado en su acti­ vidad bajo Vitelio, y las iras de los senadores le persiguieron hasta que abandonó la curia. Luego la emprendieron con Paccio Africano, a quien pretenden también expulsar bajo la acusación de provocar la muerte de los Escribonios, dos hermanos célebres por su unión y riqueza, denunciándolos ante Nerón. Africano ni se atrevía a confesar ni podía refu­ tar los cargos: como Vibio Crispo le acosaba a preguntas, se volvió contra él y, a base de embrollar unos hechos sin defen­ sa posible, consiguió desviar la ojeriza implicándolo en sus crímenes. 42 Aquel día Vipstano Mésala se forjó una gran fama por su solidaridad y elocuencia. Sin tener todavía edad para el Se­ nado154, se atrevió a interceder por su hermano Aquilio Ré­ gulo. El exterminio de los Crasos y de Orfito había llevado el odio contra Régulo al paroxismo: se pensaba que, siendo tan joven, se había encargado de la acusación voluntariamente, no para zafarse de ningún peligro sino con la esperanza de ga­ nar influencia. Ahora, Sulpicia Pretextata, esposa de Craso, y sus cuatro hijos estaban dispuestos a pedir venganza si el Se­ nado abría el caso. Lo cierto es que Mésala no justificaba ni las acusaciones ni al acusado, pero el mero hecho de dar la cara personalmente en socorro de su hermano había ablanda­ do algunos corazones. C urdo M ontano le dio réplica con un discurso durísimo, llegando incluso a recriminar a Régulo que, tras la muerte de Galba, había entregado dinero al asesi­ no de Pisón y agredido a muerdos la cabeza del difunto: “No dirás que Nerón te obligó a hacer eso”, exclama, “o que com­ praste tu honor y tu seguridad al precio de semejante salvaja­ da. No nos queda otro remedio que aceptar la disculpa de esos que prefirieron destruir a otros antes que caer en desgra­ cia, pero a ti el destierro de tu padre y el reparto de sus bienes entre los acreedores te había puesto a salvo, todavía no tenías edad para entrar en política y nada había que Nerón pudiera desear ni temer de ti. Sed de sangre y avidez de recompensas: 154 Veinticinco años.

[

2.64]

eso fue lo que te animó a foguear en la condena de hombres nobles un talento desconocido aún para todos y sin previa práctica en defensa de nadie. De la tumba de tu patria saqueas­ te los despojos consulares, te embolsaste siete millones de sestercios y, con tu reluciente túnica de sacerdote, lo mismo ha­ cías caer a niños inocentes que a venerables ancianos o muje­ res ilustres. Y mientras tanto reprochabas a Nerón que se fatigase y fatigase a los delatores procediendo contra las fami­ lias de una en una: “Se puede exterminar al Senado entero con una sola orden”, le decías... Conservad, senadores, y pro­ teged a un hombre de ideas tan claras para que cada genera­ ción tenga su maestro y, así como nuestros mayores imitan a un Marcelo o un Crispo, pueda nuestra juventud emular a Régulo. Incluso estéril, la villanía hace escuela: ¡qué decir si florece y prospera! Y si no nos atrevemos a tocar a quien to­ davía es un simple cuestor, ¿suponéis que lo haremos cuando sea pretor o cónsul? ¿Es que creéis que Nerón ha sido el últi­ mo tirano? Eso mismo pensaban quienes sobrevivieron a Ti­ berio y a Gayo —y mientras tanto surgió otro más abomina­ ble y despiadado. No es que tengamos miedo de Vespasiano: ésa sí es edad para un príncipe, ésa sí es prudencia... Pero una buena lección dura más que cualquier emperador. Hemos en­ vejecido, senadores, y no somos ya aquella curia que, a la muerte de Nerón, exigía el castigo de los delatores y sus cóm­ plices a ejemplo de nuestros antepasados. Después de un mal príncipe, el mejor día es el primero.” 43 El Senado escuchó a Montano con tal asentimiento, que Helvidio cobró esperanzas de hacer caer también a Mar­ celo. Así pues, arrancó con un elogio de Cluvio Rufo quien, siendo un hombre igual de rico y brillante orador que Mar­ celo, jamás llevó a nadie frente a un tribunal bajo Nerón. Y si­ guió presionando a Eprio, a la vez con la acusación y con el modelo, hasta entusiasmar a los senadores. Cuando Marcelo se percató, hizo ademán de abandonar la curia diciendo: “Nos vamos, Prisco. Aquí te dejamos con tu Senado: reina si quieres delante de un César.” Detrás de él se marchaba Vibio Crispo, ambos furiosos pero con gestos diferentes —Marcelo ceñudo, Vibio burlón—, hasta que sus amigos corrieron a traer­ los de vuelta. La disputa subió de tono y, con una honesta [2.65]

mayoría y una poderosa minoría blandiendo odios obstina­ dos, la jornada se consumió en enfrentamientos. 44 La siguiente sesión la abrió Domiciano. Después de que él se manifestase sobre la necesidad de acabar con el resenti­ miento y los deseos de venganza derivados de la opresión de tiempos pasados, Muciano defendió en un extenso discurso a los delatores. Al mismo tiempo, a los que volvían a empren­ der acciones legales que habían abandonado recién iniciadas, les hizo una advertencia en tono cortés y como de ruego. En cuanto a los senadores, al primer envite contra aquella liber­ tad recién estrenada, renunciaron a ella. Para que no diera la impresión de que se estaba desdeñando la opinión del Sena­ do y dejando impunes los crímenes cometidos bajo la autori­ dad de Nerón en su totalidad, Muciano devolvió a Octavio Sagita y Antistio Sosiano, dos senadores que se habían evadi­ do del exilio, a las islas donde estaban confinados. Octavio había mantenido relación carnal con Pontia Postumina y, cuando ella rehusó casarse con él, la mató por despecho. So­ siano era un degenerado que había causado la muerte de muchos. Ambos habían sido condenados y desterrados por orden terminante del Senado y, aunque a otros se les había autorizado a regresar, a ellos se les mantuvo el castigo en los mismos términos. Pero no por ello amainó el rencor contra Muciano: Sosiano y Sagita no tenían el menor valor, aunque regresaran; lo que de verdad se temía era la inteligencia de los delatores, sus recursos y su maligno manejo de los hilos del poder. 45 La instrucción en el Senado de un proceso a la antigua usanza sirvió para reconciliar momentáneamente a sus miem­ bros. El senador Manlio Patruito se quejaba de que, en la co­ lonia de Siena, había sido golpeado por una turbamulta y a instancias de los magistrados. Y no había acabado ahí el agra­ vio: le habían convertido en centro de una farsa macabra155 donde, entre endechas y lamentos funerarios, se habían pro­ ferido vituperios e insultos contra el Senado en su conjunto.

155 Un funeral ficticio en el que M anlio ocupaba el lugar del cadáver y se le quemaba en efigie.

[2.66]

Se citó a los imputados y, tras la audiencia, los convictos reci­ bieron su castigo. Además, se promulgó un decreto del Sena­ do por el que se instaba al orden al pueblo de Siena. Por las mismas fechas, los cirenenses apelaron a la ley de concusión para obtener la condena de Antonio Flama y su destierro por crueldad. 46 En medio de todo esto, a punto estuvo de estallar una insurrección militar. Los pretorianos que Vitelio había dado de baja y se habían pasado en bloque a Vespasiano pedían reincorporarse a sus puestos en la guardia, y los legionarios se­ leccionados para el mismo destino exigían los salarios prome­ tidos. Ni siquiera era posible deshacerse de los vitelianos sin una escabechina, pero el precio de mantener tan gran número de hombres hubiera sido inmenso. A fin de hacerse una idea más ajustada de las retribuciones que correspondían a cada uno, Muciano visitó el cuartel e hizo formar a los soldados vencedores, cada cual con sus armas y distintivos, a intervalos regulares. Después, a los vitelianos — tanto los que, como re­ cordamos, se habían rendido en Bovilas como los restantes, capturados en Roma y sus aledaños— se les trae práctica­ mente a pecho descubierto. Muciano ordena apartarlos y reu­ nir a los soldados de Germania, de Britania y a los proceden­ tes de otros ejércitos, en tres grupos distintos. Ya la primera imagen les había dejado atónitos, porque frente a ellos veían lo que parecía una formación en orden de combate y armada hasta los dientes, mientras que ellos estaban cercados, desnu­ dos y con un deprimente aspecto de abandono; pero cuando empezaron a repartirlos de acá para allá, el miedo se adueñó de todos, y en especial de los soldados de Germania, pensan­ do que esa separación no era más que el preludio de la muer­ te: se abrazaban a sus compañeros de armas, buscaban sus nu­ cas para depositar en ellas un beso de despedida e imploraban —a Muciano, al ausente príncipe y, en fin, a los dioses y a los cielos— que no les separasen, ni corriesen distinta suerte quie­ nes habían compartido una causa común — hasta que Mucia­ no, dirigiéndose a todos como soldados sujetos al mismo ju­ ramento y al mismo emperador, disipó aquel temor sin fun­ damento. Y es que incluso el ejército vencedor clamaba en favor de sus lágrimas. Así concluyó la jornada. A los pocos [2.67]

días, con la confianza recobrada, han escuchado una alocu­ ción de Domiciano: rechazan las tierras ofrecidas, piden ser­ vicio y salario. Eran ruegos, sí, pero a los que no podía con­ tradecirse. Así que se les admite en la guardia pretoriana. Más tarde, a los que tenían la edad y los años de servicio precisos, se les licencia con honores; a otros se les da de baja en repre­ salia, pero selectiva e individualmente — el remedio más segu­ ro para debilitar a una multitud concertada. 47 Con todo, ya fuera porque había realmente penuria fi­ nanciera o para aparentarlo, se adoptaron diligencias en el Se­ nado a fin de solicitar un préstamo a particulares por valor de sesenta millones de sestercios y se puso al frente de la opera­ ción a Pompeyo Silvano. Pero no mucho después la urgencia desapareció o se dejó de simular. Luego, Domiciano propuso una ley mediante la cual que­ daban derogados los consulados que había otorgado Vitelio y, por otro lado, se decretó un funeral público para Flavio Sa­ bino, testimonios incontestables de la veleidad de la fortuna, que tan pronto encumbra como humilla. 48 Por aquel entonces fue asesinado el procónsul Lucio Pi­ són. Pretendo dar noticia lo más veraz posible de esta muerte y, si me remonto brevemente a ciertas cuestiones del pasado, es porque no son ajenas a la raíz y los motivos de semejantes fechorías. En tiempos de Augusto y de Tiberio, la legión estacionada en la provincia de África y las fuerzas auxiliares destinadas a proteger las fronteras del imperio obedecían a un procónsul. Más tarde, Gayo César, cuya mente retorcida temía que Mar­ co Silano se apoderase de Africa, retiró el mando de la legión al procónsul y se lo entregó a un legado militar enviado al efecto. Las prerrogativas se repartían equitativamente entre ambos, pero el enfrentamiento estaba servido por la impre­ cisión que dividía sus cometidos y acrecentado por una de­ plorable rivalidad. La supremacía del legado fue en aumen­ to debido a la mayor duración del cargo o, tal vez, porque los pequeños siempre están pensando en superar al grande, mien­ tras que los procónsules — al menos los más brillantes— esta­ ban más interesados en la estabilidad que en las maniobras del poder. [268]

49 En aquellos momentos la legión de África estaba bajo el mando de Valerio Festo, un joven amante del lujo y no poco ambicioso a quien tenía en vilo su parentesco con Vitelio. Este individuo mantuvo numerosas conversaciones con Pi­ són, y no está claro si fue él quien le propuso una sublevación o el que se resistió a las proposiciones, ya que no hubo testi­ gos de sus encuentros secretos y, tras la muerte de Pisón, la mayoría prefirió granjearse el favor del asesino. De lo que no cabe duda es de que provincia y militares sentían antipatía hacia Vespasiano15“ y algunos vitelianos huidos de la Urbe ha­ cían ver a Pisón las dudas de las Galias, los preparativos de Germania, los riesgos personales que corría y cuánto más se­ gura sería la guerra para quien levantaba sospechas incluso sin intervenir. Mientras esto sucedía, el prefecto del Ala Petriana Claudio Sagita se adelantó en feliz travesía al centurión Papirio, envia­ do por Muciano, y aseguró que el centurión tenía órdenes de asesinar a Pisón. Añadía que el primo y yerno de Pisón, Galeriano, ya había caído y que, para salvar la vida no le quedaba más remedio que pasar a la acción. Para ello, había dos cami­ nos: o tomarlas armas inmediatamente, o dirigirse en barco a las Galias y ofrecerse para encabezar los ejércitos vitelianos. Pero Pisón siguió sin inmutarse. En cuanto el centurión envia­ do por Muciano tocó puerto en Cartago, a voz en grito, empe­ zó a ensartar vivas a Pisón como al mismísimo príncipe y a animar a quienes se topaban con él, asombrados de tan inopi­ nada aparición, a que le hiciesen coro. El vulgo crédulo se pre­ cipitó al foro reclamando la presencia de Pisón: sin preocu­ parse de averiguar la verdad y ansiosos por adular, lo sumían todo en la confusión con su júbilo ensordecedor. Pero Pisón, por recomendación de Sagita o discreción personal, ni com­ pareció en público ni se dejó cortejar por el vulgo. El centu­ rión fue sometido a interrogatorio y, al descubrir que su pro­ pósito era provocar a Pisón para matarlo, éste ordenó desha­ cerse de él, no tanto para salvar la vida como por rabia contra aquel verdugo, pues, siendo como era uno de los asesinos de

156Cfr. II, 97. [2.69]

Clodio Macro157, había vuelto con las manos todavía mancha­ das con la sangre del legado para atentar contra el procónsul. Luego reconvino a los cartagineses emitiendo una nerviosa proclama. Recluido en casa, ni siquiera atendía a los asuntos ordinarios a fin de no dar motivo o pretexto alguno para nue­ vas algaradas. 50 Pero tan pronto como Festo tuvo noticias de la conmo­ ción popular y de la ejecución del centurión, exageradas por la habitual mezcla de verdad y falsedad de los rumores, man­ dó a un grupo de jinetes a matar a Pisón. Partieron al galope y llegaron a casa del procónsul en la penumbra del amanecer: irrumpen espada en mano y, en su mayoría, sin conocer a Pi­ són, ya que Festo había designado a auxiliares cartagineses y mauritanos para el asesinato. No lejos de su dormitorio se cru­ zaron casualmente con un criado, a quien preguntaron quién era Pisón y dónde estaba. M intiendo con heroísmo, el escla­ vo responde que él es Pisón, y lo degüellan al instante. Pero el verdadero Pisón no tardó mucho en morir, pues había quien le conocía: Bebió Masa, uno de los procuradores de Africa, que ya entonces era una lacra para las gentes de bien y volve­ ría a figurar a menudo entre los causantes de los males que más tarde habríamos de soportar. Desde Adrumeto158, donde se había mantenido a la expec­ tativa, Festo enfiló hacia el campamento de la legión y orde­ nó arrestar a su prefecto Cetronio Pisano. Lo hizo movido por un rencor personal, aunque lo tachaba de secuaz de Pi­ són. En cuanto a los soldados y centuriones, a unos los casti­ gó y a otros los premió, no porque unos u otros se lo hubie­ ran merecido, sino para dar la impresión de que había aplas­ tado un alzamiento armado. Más tarde puso orden en las disputas entre eenses y lepcitanos159, que habían comenzado por robos triviales de cosecha y ganado entre campesinos y ya habían desembocado en enfrentamientos armados en toda re­

157 Véase I, 7. 158 Hoy Sousa o Sousse, en Tunicia. 159 Habitantes de la antigua Oea, hoy Trípoli, y Lepcis (o Leptis) Magna, hoy Lebda, en Libia.

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gla: los eenses, inferiores en número, habían llamado en su auxilio a los garamantes, un pueblo indóm ito que vivía de extorsionar a sus vecinos. Los lepcitanos se vieron entonces en apuros y, con sus tierras depredadas de raíz, estuvieron temblando detrás de las murallas hasta que la intervención de la infantería y caballería auxiliares liquidó a los garamantes y se pudo recuperar todo el botín, excepción hecha de lo que habían puesto a buen recaudo en sus campamentos itineran­ tes y vendido a la población del interior. 51 En cuanto a Vespasiano, después de la batalla de Cremo­ na y las buenas nuevas generales, una nutrida representación de los dos órdenes160, que con audacia y fortuna parejas había afrontado una travesía marítima en invierno, le anunció la caí­ da de Vitelio. Una embajada del rey Vologeses le estaba ofre­ ciendo cuarenta mil jinetes partos — contar con un número tan ingente de refuerzos aliados y no necesitarlos era una mag­ nífica y feliz señal. Se dieron las gracias a Vologeses y se le mandó encargo de enviar la embajada al Senado una vez in­ formado de que había paz. Cuando Vespasiano se interesa por Italia y los asuntos de la Capital tiene que escuchar comentarios reprobatorios sobre Domiciano, en el sentido de que se estaba excediendo de los límites marcados por la edad y las atribuciones de un hijo. Así que entrega a Tito la parte más poderosa de su ejército para que él remate la guerra de Judea. 52 Dicen que Tito, antes de partir, sostuvo una larga conversación con su padre para ro­ garle que no se dejase exasperar a la ligera por las murmura­ ciones y que guardase la calma y la comprensión hacia su hijo. Ni legiones ni flotas — argüía— son bastiones del impe­ rio más seguros que los hijos que uno tiene: el tiempo, los im­ previstos, las ambiciones a veces o las equivocaciones hacen que las amistades mengüen, muden o se pierdan; nada puede, sin embargo, romper los lazos de sangre, sobre todo en el caso de los príncipes, cuyos éxitos quizá disfruten también otros, pero cuyos reveses son patrimonio exclusivo de sus más

160 Senadores y caballeros.

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allegados. Ni siquiera entre hermanos sobreviviría la unión si su progenitor no les diese ejemplo. Vespasiano, no tanto apaciguado con Domiciano como ju­ biloso por la lealtad de Tito, le da ánimos y le ordena enalte­ cer a la patria con la guerra; él, por su parte, se encargaría de la paz y la familia. Luego, carga de grano las naves más velo­ ces y las expide por un mar todavía encrespado: y es que en Roma la situación era tan delicada que apenas quedaba cereal almacenado para diez días cuando llegó en socorro la remesa de Vespasiano. 53 La tarea de restaurar el Capitolio se la encomienda a Lu­ cio Vestino, un hombre del orden ecuestre, pero cuyo presti­ gio y reputación le situaban entre los proceres. Los harúspices que convocó le indicaron que los escombros del santuario an­ terior debían arrumbarse en las marismas y el nuevo templo se levantase sobre sus restos: los dioses no querían que su an­ tigua planta se alterase. El 21 de junio, en un día apacible, todo el espacio que se dedicaba al templo apareció circunda­ do de cintas y guirnaldas. En él hicieron su entrada soldados con nombres propicios161 portando ramas de buena ventura162. Detrás, las vírgenes vestales, junto a un cortejo de niños y ni­ ñas cuyos padres y madres aún vivían, rociaron el recinto con agua procedente de manantiales y ríos. A continuación el pre­ tor Helvidio Prisco, dirigido163 por el pontífice Plaucio Eliano, lo purificó mediante el sacrificio de un cerdo, un cordero y un buey, esparciendo después sus entrañas sobre un altar de césped. Tras impetrar a Júpiter, Juno y Minerva, dioses protec­ tores del imperio, que la obra emprendida llegase a buen fin y bendijesen con su divino sufragio aquella morada iniciada por la devoción de los hombres, tocó las cintas que ceñían la piedra ceremonial y anudaban las sogas. En ese momento los demás magistrados y sacerdotes, senadores, caballeros y una gran parte del pueblo, con esfuerzo y entusiasmo com­

161 Con significados positivos. 162 Por ejemplo, laurel y olivo. 163 Como maestro de ceremonias, para garantizar un seguimiento sin erro­ res, del ritual.

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binados, arrastraron la enorme roca. A los cimientos se arroja­ ron con profusión piezas de oro y de plata así como fragmen­ tos de metal no sometidos al horno, sino en su estado origi­ nal: los harúspices habían prescrito que la obra no debía con­ taminarse con piedra u oro destinado a otro propósito. Se elevó la altura del edificio: al parecer, ésa era la única modifica­ ción que admitía el culto y faltaba a la magnificencia del tem­ plo anterior.

La r e c o n q u is t a d e l R i n

54 Entre tanto, cuando la noticia de la muerte de Vitelio se divulgó por las Galias y Germanias, la guerra se redobló: Ci­ vil dejó de aparentar y arremetía contra el pueblo romano, mientras que las legiones vitelianas preferían incluso el yugo extranjero antes que a Vespasiano como emperador. Los galos habían recobrado la moral pensando que nuestro ejército su­ fría la misma suerte en todos los frentes: había corrido la voz de que los campamentos de Mesia y Panonia estaban cerca­ dos por sármatas y dacios; las mismas patrañas se decían de Britania. Pero nada les había inducido tanto a creer que el fin del imperio era inminente como el incendio del Capitolio. Los galos capturaron antaño la Urbe, pero el imperio sobre­ vivió porque la morada de Júpiter se había mantenido en pie; ahora, con el fuego, los Hados daban señal de la cólera celes­ te y de que el dominio del mundo pasaría a manos de los pue­ blos transalpinos — eso era lo que vaticinaba la huera supers­ tición de los druidas. Además, se había extendido el rumor de que los prohombres de las Galias que O tón envió contra Vi­ telio habían pactado, antes de separarse, que no renunciarían a la independencia si la continua serie de guerras civiles y des­ gracias internas causaban la fractura del pueblo romano. 55 Antes de la muerte de Hordeonio Flaco no trascendió indicio alguno de una conspiración: tras el asesinato de Hor­ deonio, hubo un trasiego de mensajeros entre Civil y Clásico, prefecto del regimiento de caballería tréviro. Clásico superaba a otros en alcurnia y riqueza: de linaje regio e ilustres ances­ tros tanto en la paz como en la guerra, presumía de contar en­

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tre sus antepasados más enemigos que aliados del pueblo ro­ mano. Con ellos se confabularon Julio Tutor y Julio Sabino, tréviro uno, lingon el otro. A Tutor lo puso Vitelio al mando de la ribera del Rin; Sabino, aparte de una vanidad congénita, fanfarroneaba de un falso abolengo: decía que el físico de una bisabuela suya había seducido a Julio César durante la guerra de las Galias y la había tomado por amante. Estos individuos empezaron a sondear a los demás en con­ versaciones secretas. Tan pronto como han logrado la com­ plicidad de quienes consideraban adecuados, se reúnen en Colonia y en privado, porque era ésta una ciudad que repu­ diaba oficialmente semejantes proyectos. No obstante, algu­ nos ubios y tungros participaron en el encuentro, pero el po­ der de decisión estaba en manos de los tréviros y língones, que no estaban dispuestos a perder el tiempo en delibera­ ciones: se quitan la palabra para proclamar que el pueblo ro­ mano enloquece entre disensiones, las legiones están siendo aniquiladas e Italia arrasada, la Capital a punto de ser conquis­ tada y cada uno de sus ejércitos distraído en guerras simul­ táneas; si se aseguraban los Alpes con guarniciones, una vez consolidada la independencia, las Galias sólo tendrían que debatir hasta dónde querían llevar su soberanía. 56 No habían acabado de decirlo y ya estaba aprobado. So­ bre los restantes miembros del ejército de Vitelio, les costó ponerse de acuerdo. La mayoría era partidaria de asesinar a quienes consideraban alborotadores, desleales y manchados con la sangre de sus jefes. Se impuso el criterio de indultarlos, no fuera a ser que, al arrebatarles la esperanza del perdón, no consiguieran más que exacerbar su intransigencia: era mejor ganárselos para la causa. Si mataban solamente a los legados de las legiones, el resto de la tropa se sentiría implicado en los crímenes y la esperanza de impunidad los volvería fácilmente receptivos. Así quedaron los planes iniciales, y se despacha­ ron por las Galias agitadores de la guerra. Por su parte, los cabecillas simularon obediencia para caer sobre Vócula por sorpresa. Y aunque a Vócula no le faltaron informantes, lo que sí le faltaban eran fuerzas represivas: tenía legiones tan desleídas como desleales. Entre soldados bajo sospecha y enemigos en la sombra, pensó que lo mejor en las [2-74]

presentes circunstancias era corresponder al disimulo con el disimulo y recurrir a las mismas argucias de que era víctima —y bajó hasta Colonia. Allí buscó refugio Claudio Labeón — quien, como dijimos, había sido capturado y confinado en­ tre los frisios— después de sobornar a sus guardianes. Éste le prometió que, si le confiaba un destacamento, marcharía a territorio bátavo y conseguiría que la parte más importante de esa comunidad volviera a aliarse con Roma. Recibió una reducida fuerza de caballería e infantería, pero no se aventuró entre los bátavos: levantó en armas a algunos nervios y betasios, con ayuda de los cuales se dedicó a hostigar a Cannine­ fates y mársacos más bien con golpes de mano que en guerra abierta. 57 Engañado finalmente por los galos, Vócula marchó con­ tra el enemigo. No lejos de Vétera, Clásico y Tutor se adelan­ taron con el pretexto de explorar el terreno y pactaron en fir­ me con los germanos. Escindiéndose en ese momento por vez primera de las legiones, rodean su campamento con una empalizada propia, mientras Vócula clama al cielo que las guerras civiles no han desquiciado tanto el poder de Roma como para que tungros y língones puedan burlarse de él: to­ davía le quedaban provincias leales, ejércitos victoriosos, la buena suerte del imperio y la venganza de los dioses. De ese modo, Sacrovir y los eduos en su día, recientemente Víndice y las Galias fueron doblegados en una sola batalla: el mismo destino, los mismos designios aguardaban ahora a quienes violaban los tratados. El Divino Julio y el Divino Augusto co­ nocían mejor el temperamento de esas gentes: Galba y sus re­ ducciones tributarias habían avivado su hostilidad. Ahora eran enemigos porque soportaban un yugo suave; cuando su­ frieran el despojo y la extorsión, volverían a la senda de la amistad. Sus palabras estaban cargadas de vehemencia pero, viendo que Clásico y Tutor persistían en su perfidia, dio la vuelta y re­ gresó a Neuss. Los galos acamparon en la llanura a dos millas de distancia. Hasta allí peregrinaban centuriones y soldados dispuestos a poner precio a sus vidas, hasta el punto — infa­ mia inaudita— de que el ejército romano prestaba juramento a los extranjeros y ofrecía como prenda de semejante crimen [2-75]

la muerte o la prisión de sus legados. Vócula, aunque muchos le aconsejaban la huida, decidió armarse de valor. Convocó a la asamblea y se expresó del siguiente modo: 58 “Nunca antes os había hablado ni tan inquieto por vo­ sotros ni por mí tan confiado. Con gusto escucho que se pre­ para mi muerte y, en medio de tantos males, la aguardo como digno final de las miserias: por quien siento vergüenza y com­ pasión es por vosotros, contra quienes no se prepara batalla ni ataque alguno, que son derecho de guerra y ley de la enemis­ tad. Clásico espera hacer la guerra contra el pueblo romano contando con vuestras manos y exhibe ante vosotros el im­ perio de las Galias, al cual debéis jurar lealtad. Si la suerte y el valor os han abandonado, ¿es que ya no os sirven de nada los antiguos ejemplos? ¿Cuántas veces prefirieron las legiones ro­ manas sucumbir antes que ceder su posición? Nuestros alia­ dos soportaron a menudo que sus ciudades fueran arrasadas y perecer abrasados junto con sus mujeres e hijos sin otro pago a ese final que la lealtad y la gloria. En estos momentos las le­ giones soportan el asedio y la penuria en Vétera sin que re­ presalias o promesas les hagan desistir: nosotros, además de armas, hombres y excepcionales fortificaciones, disponemos de grano y provisiones para afrontar una guerra por muy lar­ ga que sea. El dinero llegó incluso para satisfacer hace poco vuestro donativo: sois libres para pensar que os lo ha dado Vespasiano o Vitelio, pero de lo que no hay duda es de que lo habéis recibido de un emperador romano. Después de vencer en tantas batallas, en Gellep, en Vétera, después de haber derro­ tado al enemigo tantas veces, si teméis un enfrentamiento a campo abierto es algo indigno, desde luego, pero tenéis una empalizada, unas murallas y medios de dilación hasta que acudan refuerzos de las provincias cercanas. Es posible que yo no os guste: hay otros legados, tribunos, centuriones y hasta soldados... ¡Que no se divulgue esta aberración, que no se diga por todos los rincones del orbe que Clásico y Civil van a invadir Italia con vuestro apoyo! Y si los galos y germanos os llevan hasta las murallas de la Urbe, ¿vais a empuñar las ar­ mas contra la patria? Me horrorizo sólo de imaginar una in­ famia así. ¿Haréis guardias para Tutor el tréviro? ¿Os dará un bátavo la señal de combate y serviréis de complemento a las [2.76]

hordas de germanos? Y después, cuando las legiones romanas se dirijan contra vosotros, ¿cómo acabará este disparate? Tráns­ fugas de tránsfugas y traidores de traidores, ¿andaréis errantes entre el nuevo y el antiguo juramento, detestados por los dio­ ses? ¡Oh, tú, Júpiter Optimo Máximo, a quien durante ocho­ cientos veinte años hemos honrado con tantos triunfos, y tú, Quirino, padre de la Urbe, yo os imploro!: si no os plugo pre­ servar este campamento puro y sin menoscabo bajo mi man­ do, no permitáis al menos que Tutor y Clásico lo profanen y deshonren; a los soldados romanos concededles la inocencia o un arrepentimiento oportuno que evite su culpa.” 59 Diversos fueron los sentimientos que suscitó el discurso, desde la esperanza al miedo y la vergüenza. Vócula se retiró y meditaba el suicidio, pero sus libertos y esclavos le impidie­ ron anticipar con sus propias manos una muerte humillante: fue Clásico quien, por medio de Emilio Longino, un desertor de la Ia Legión, le quitó la vida. En cuanto a los legados He­ rennio y Numisio, el arresto pareció suficiente. Después, per­ trechado con los distintivos de los generales romanos, Clási­ co se presentó en el campamento y, a pesar de estar curtido en todo tipo de fechorías, no le llegaron las palabras más que para recitar la fórmula de juramento: los presentes juraron por el imperio de las Galias. Al asesino de Vócula lo premia con un ascenso y a los demás los recompensa con arreglo a las infamias que cada cual había perpetrado. A continuación, Tutor y Clásico se reparten las tareas. Des­ pués de rodear Colonia con un poderoso contingente, Tutor fuerza su adhesión y la de todos los soldados de la ribera su­ perior164 del Rin. En Maguncia, ejecutó a los tribunos y expul­ só al prefecto de campamento, que habían rehusado. Clásico utilizó a los más venales de los rendidos para convencer a los asediados en Vétera: les ofrecen el perdón si se resignan; en caso contrario, nada podían esperar que no fuera sufrir hambre, guerra y muerte. Los enviados se ponían a sí mismos como ejemplo.

164 Es decir, la perteneciente a la Germania Superior, la más meridional de las dos provincias germanas.

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60 A los asediados, la lealtad, por un lado, y las carencias, por otro, les hacían debatirse entre el honor y la infamia. Mien­ tras dudaban, iba desapareciendo toda clase de alimentos, ha­ bituales o insólitos. Ya habían dado cuenta de las muías, los ca­ ballos y los demás animales que, prohibidos por el escrúpulo, la necesidad obliga a aprovechar. Sin más recurso ya que arrancar matorrales, raíces y las hierbas que asomaban entre las piedras, dieron una lección de resistencia extrema —hasta que empañaron su gesta con un oprobioso final: enviaron a Civil una delegación para suplicar por sus vidas. Sin embargo, sus ruegos sólo fueron atendidos después de prestar juramen­ to a las Galias. Se pacta entonces la entrega del campamento. Civil pone vigilantes para quedarse con dinero, sirvientes y equipajes, y una guardia para escoltar a los que partían así de aligerados. A unas cinco millas surgen los germanos y caen so­ bre la columna por sorpresa: los más batalladores perecieron en sus puestos, a la mayoría los cazaron en desbandada; el res­ to vuelve a refugiarse al campamento. Civil protesta, cierta­ mente, y recrimina a los germanos su violación criminal de la palabra dada, pero si fingía o era incapaz de controlar el en­ sañamiento, no es fácil de asegurar. Tras hacer trizas el cam­ pamento, le pegan fuego, y todos los supervivientes de la ba­ talla fueron devorados por las llamas. 61 Cuando emprendió su campaña contra los romanos, Ci­ vil hizo un voto propio de bárbaros: dejarse crecer la cabellera y teñirla de rojo. Consumada por fin la aniquilación de las le­ giones, se la cortó. Se decía también que había ofrecido a su hijo pequeño algunos prisioneros para que el niño los acribi­ llase con los disparos de sus saetas. Por lo demás, ni él perso­ nalmente prestó juramento a las Galias ni aceptó que ningún bátavo lo hiciera, confiando en las fuerzas de los germanos y, si se planteaba la necesidad de luchar contra los galos por la hegemonía, en la preeminencia que le daba su fama. El legado de la legión M unio Luperco había sido destinado como parte de los regalos a Véleda. Esta joven brúctera tenía una gran influencia, conforme a la antigua costumbre germa­ na que consideraba a la mayoría de las mujeres profetisas y, cuando la superchería subía de grado, diosas. El caso es que la autoridad de Véleda estaba en ese momento en su zénit, ya

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que había predicho el éxito de los germanos y la destrucción de las legiones. Pero Luperco fue asesinado de camino... Un puñado de centuriones y tribunos originarios de la Galia fueron retenidos en prenda de la alianza. Los campamen­ tos de invierno de auxiliares y legiones sufrieron el saqueo y el incendio. Sólo se respetaron los de Maguncia y Windisch165. 62 La XVIa Legión, junto a los auxiliares que capitularon con ellos, reciben orden de trasladarse desde Neuss a Tréveris dentro de un plazo fijado para su salida del campamento. Todo el tiempo que mediaba lo pasaron inquietos de distin­ tas maneras: los más cobardes, aterrados por el recuerdo de la matanza de Vétera; la mejor parte, abochornados por el es­ carnio (¿qué clase de viaje era aquél?, ¿quién era su guía? Todo quedaba al arbitrio de quienes se habían convertido en dueños de su vida y de su muerte). Otros, sin preocuparse por el deshonor, se dedicaban a cargarse con el dinero y sus bie­ nes más preciados. Algunos ponían a punto sus armas y uni­ formes como si se aprestasen al combate. En medio de estos quehaceres, les llegó la hora de partir, un momento aún más triste de lo esperado, porque, mientras estaban dentro del re­ cinto, no se notaba tanto el esperpento: la luz del exterior re­ veló la ignominia. Las efigies de los emperadores habían sido arrancadas de cuajo, las enseñas deshonradas y los estandartes galos refulgían a su alrededor. La columna avanzaba en silen­ cio como un largo cortejo funebre. Su guía era Claudio San­ to, de rostro torvo después de que le vaciaran un ojo y aún más mermado de inteligencia. La infamia se redobló cuando, al abandonar el campamento de Bonn, la otra legión166 vino a sumarse a ellos. Y cuando corrió la voz de que las legiones estaban prisioneras, todos los que poco antes se echaban a temblar ante el mero nombre de Roma, salían ahora a la carre­ ra de sus campos y guaridas y lo inundaban todo dispuestos a regocijarse con tan insólito espectáculo. El Ala Picentina no pudo soportar el insultante júbilo de la chusma e, ignorando lo mismo las amenazas que las promesas de Santo, se marchan

165 Vindonissa, en el cantón suizo de Aargau, en las inmediaciones del Rin. 166 La Ia.

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camino de Maguncia. Y quiso la casualidad que se cruzaran con el asesino de Vócula, Longino: acribillándolo con sus lan­ zas dieron el primer paso para redimir sus culpas en adelante. Las legiones no alteraron su camino y acamparon ante las murallas de Tréveris. 63 Crecidos con los éxitos, Civil y Clásico dudaban si per­ mitir a sus tropas el saqueo de Colonia. Su temperamento cruel y el deseo de rapiña les impulsaban a destruir la ciudad, pero se oponía la lógica militar y el provecho que la fama de clemencia podía rendir a su empresa de un nuevo imperio. Civil cedió también al recuerdo de los favores recibidos, porque su hijo había sido detenido en Colonia durante los primeros momentos de la sublevación y sometido a un confi­ namiento respetuoso. Pero los pueblos transrenanos detesta­ ban la ciudad por su riqueza y prosperidad, y pensaban que la guerra sólo podía concluir cuando, una de dos, o todos los germanos pudieran asentarse en ella sin discriminación o también los ubios fueran dispersados después de hacerla pedazos. 64 Así pues, los tencteros, un pueblo separado de Colonia por el Rin, mandaron una delegación a notificar sus condi­ ciones ante el consejo de los agripinenses. El más vehemente de sus delegados se expresó del siguiente modo: “Porque habéis recuperado vuestra naturaleza y vuestro nombre de germanos, damos gracias a los dioses que compar­ timos y en especial a Marte, el primero de ellos, y os felicita­ mos porque finalmente seréis libres entre hombres libres. Hasta este día, los romanos habían cerrado ríos, tierra y hasta en cierto modo el cielo con el propósito de impedir nuestras comunicaciones y encuentros o — lo que todavía es más in­ sultante para guerreros natos— de que tuviésemos que reu­ nimos inermes y casi desnudos bajo vigilancia y previo pago. Pero, a fin de que nuestra amistad y alianza queden selladas para siempre, os pedimos: que derribéis las murallas de la ciu­ dad, bastión de vuestra esclavitud, pues hasta los animales sal­ vajes pierden su bravura si los enjaulas; que exterminéis a to­ dos los romanos de vuestro territorio, pues se avienen mal la libertad y los amos; y que los bienes de las víctimas queden en común, para que nadie pueda ocultar nada ni separar su in­ [2.80]

terés del colectivo. Que tanto vosotros como nosotros poda­ mos vivir a ambas orillas del río, como en su día nuestros an­ tepasados: igual que la naturaleza franqueó a todos la luz del sol, así también todas las tierras a los valientes. Recuperad las tradiciones patrias y sus virtudes, renunciando a esos place­ res con los que someten los romanos a sus súbditos mejor que con las armas. La sencillez, la integridad y el olvido de la esclavitud os servirán para vivir entre iguales o para gobernar a otros pueblos.” 65 Los agripinenses se tomaron un tiempo para deliberar. Como ni el temor por el futuro permitía aceptar las condi­ ciones ni el miedo del momento rechazarlas abiertamente, responden del siguiente modo: “En cuanto tuvimos la primera oportunidad de ejercer la li­ bertad, la aprovechamos con más ansias que recelos para unir­ nos a vosotros y a los demás pueblos de Germania, nuestros hermanos. Las murallas de la ciudad, precisamente en un mo­ mento en que los ejércitos romanos se están agrupando, más seguro será para nosotros reforzarlas que derribarlas. Si en nuestro territorio había extranjeros procedentes de Italia o de provincias, la guerra ha dado cuenta de ellos o han huido a refugiarse cada uno a su lugar de origen; en cuanto a los que en su día llegaron como colonos y se unieron en matrimonio con nosotros, así como a su descendencia — ésta es su patria. Y no os consideramos tan injustos como para pretender que sacrifiquemos a nuestros padres, hermanos o hijos. El peaje y los aranceles comerciales, quedan suspendidos: que la circu­ lación sea libre, pero de día y sin armas, hasta que la costum­ bre haga arraigar estos nuevos derechos que acabamos de es­ tipular. Queremos que Civil y Véleda actúen como árbitros y en su presencia reciba sanción lo pactado.” Así apaciguaron a los tencteros. Después, los agripinenses enviaron una delegación con regalos a Civil y Véleda y obtu­ vieron todo a voluntad. Sin embargo, a los enviados no se les permitió acceder a Véleda ni hablar con ella personalmente: se les impedía verla para acrecentar la veneración que inspira­ ba. Ella estaba enclaustrada en un torreón, y uno de sus alle­ gados era el elegido para trasladar las preguntas y las respues­ tas como el médium de un oráculo.

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66 Reforzado por la alianza con los agripinenses, Civil de­ cidió ganarse a las comunidades vecinas o hacer la guerra a las que se resistieran. Había reducido a los sunucos y encuadrado en cohortes a sus mozos cuando, con su turbamulta de betasios, tungros y nervios, Claudio Labeón obstaculizó su avan­ ce. Labeón confiaba en su posición, porque se había adelan­ tado a ocupar un puente sobre el río Mosa. Y, efectivamente, la lucha, que se desarrollaba en la angostura, era equilibrada hasta que los germanos cruzaron a nado y sorprendieron a La­ beón por la espalda. Al mismo tiempo, obedeciendo a un im­ pulso o como parte de un plan, Civil se internó hasta la co­ lumna de tungros y a viva voz les dice: “No hemos tomado las armas para que bátavos y tréviros dominen a los pueblos: lejos de nosotros semejante presunción. Aceptad mi alianza: me paso a vuestro lado, com o jefe o como soldado, según prefiráis.” La soldadesca se conmovió y ya estaban envainando las es­ padas cuando Campano y Juvenal, dos prohombres tungros, le rindieron a su gente en bloque. Labeón consiguió escapar antes de que le rodearan. Civil aceptó también la adhesión de betasios y nervios y los incorporó a sus tropas: su pujanza era irresistible, pues las comunidades estaban atenazadas por el miedo o se iban decantando por propia voluntad. 67 Entre tanto, tras arrumbar cualquier rastro del tratado con Roma, Julio Sabino se hace saludar como César y, con un ingente y desorganizado tropel de paisanos, cae en trom­ ba sobre los sécuanos, una comunidad colindante y leal a no­ sotros. Tampoco los sécuanos rehuyeron la porfía. La fortuna ayudó a los mejores, y los língones cayeron derrotados. Sabi­ no abandonó una batalla a la que se había precipitado de for­ ma temeraria presa de un miedo igual de insensato y, para que corriera el bulo de que había muerto, prendió fuego al ca­ serío donde halló refugio, haciendo creer que se había suici­ dado allí. Pero las tretas y escondites gracias a los cuales pro­ longó su vida otros nueve años, así como la fidelidad de sus amigos y el ejemplo extraordinario de su esposa Eponina, los referiremos en su momento. La victoria de los sécuanos contuvo el empuje bélico: poco a poco, regresó a las comunidades el aprecio y la observancia [2.82]

de la ley y los tratados. La iniciativa la tomaron los remos167, que promovieron por las Galias el envío de delegados para debatir en común si lo que se quería era la independencia o la paz. 68 En Roma, el alarmismo de las noticias agobiaba a Mu­ ciano con el temor de que los generales elegidos, Galio An­ nio y Petilio Cerial, pese a ser excelentes, no estuviesen capa­ citados para sostener el peso de la guerra. Tampoco podía de­ jarse a la Capital sin un regidor y, mientras los irrefrenables caprichos de Domiciano seguían causándole preocupación, no había dejado de desconfiar, como dijimos, de Antonio Primo y Arrio Varo. Al frente de la guardia pretoriana, Varo conservaba armas y fuerza: Muciano lo relevó del puesto y, para que no se quedase sin compensación, le encomendó la prefectura de la anona168. C on el propósito de no desairar a Domiciano, quien simpatizaba con Varo, puso al frente del pretorio a Arrecino Clemente, un hombre vinculado a la fa­ milia de Vespasiano y muy querido de Domiciano, alegando que su padre había desempeñado espléndidamente ese cargo bajo el César Gayo, que por eso mismo los soldados encon­ trarían oportuno el nombramiento y que el propio Clemen­ te, aunque miembro del Senado, no era incompatible en las dos funciones. Para acompañar a la expedición militar se invita a las per­ sonalidades más distinguidas de la ciudad y a otros arribistas. También Domiciano y Muciano se preparaban, pero con dis­ tinta actitud: a aquél, la curiosidad juvenil le impacientaba; éste, dando largas, intentaba contener los ímpetus de Domi­ ciano por temor a que, si tomaba las riendas del ejército, la ve­ hemencia de la edad y la perversidad de sus inductores le em­ pujasen a tomar decisiones equivocadas lo mismo para la paz que para la guerra. Las legiones vencedoras V IIIa, XIa y X IIIa, la XXIa de los vitelianos y la IIa, recientemente reclutada, pasan p or los Alpes peninos y cotianos, y una parte por el monte Grayo.

167 Pueblo que da nombre a la actual Reims. 168 Responsable del abastecimiento de grano.

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Se llamó a la XIVa Legión, de Britania, y la VIa y Ia, de His­ pania, Así pues, ante la noticia de que el ejército se aproximaba y por su propio talante, las comunidades galas optaron por so­ segarse y acudir a la reunión de Reims. Allí les esperaba una delegación de los tréviros de la que formaba parte Julio Valen­ tino, un partidario empedernido de la guerra. Éste, en un dis­ curso muy calculado, hizo repaso de las habituales críticas a los grandes imperios, sin olvidar una sola, y se desahogó con insultos privativos de su odio contra el pueblo romano: era un agitador redomado cuya exaltada elocuencia complacía a una mayoría. 69 Pero Julio Áuspice, un prohombre de los remos, disertó sobre el poder de Roma y las ventajas de la paz. Advirtió de que la guerra, hasta los más cobardes pueden declararla, pero son los valientes los que se juegan la vida al hacerla —y las le­ giones romanas estaban ya sobre sus cabezas. De ese modo, contuvo a los más prudentes con el señuelo del respeto y el sentido del compromiso, y a los jóvenes apelando a los peli­ gros y al miedo: así que, mientras elogiaban el coraje de Va­ lentino, seguían el consejo de Áuspice. Es sabido,.además, que en las Galias recelaban de tungros y língones porque du­ rante la sublevación de Víndice habían estado junto a Vergi­ nio. A muchos les disuadió la rivalidad entre provincias: ¿cuál sería la jefatura durante la guerra?, ¿desde dónde se imparti­ rían las leyes y el culto?; si todo salía adelante, ¿qué ciudad elegirían como capital del imperio? Aún sin victoria, ya había discordia: presumiendo de fueros los unos, los otros de poder y riquezas o de antigüedad, se llegó a los altercados. Fatigados de reñir sobre el porvenir, dieron por bueno el presente. Redac­ tan una carta a los tréviros en nombre de las Galias pidiéndo­ les que abandonasen las armas: si mostraban arrepentimien­ to, se podría conseguir el perdón y estaban dispuestos a inter­ ceder. Pero Valentino se resistió y les tapó a sus paisanos los oídos — aunque no tanto con los redobles de la instrucción militar, como prodigando sermones. 70 Así pues, ni tréviros ni língones, ni ninguna de las de­ más comunidades rebeldes actuaron en consonancia con la magnitud y el riesgo de sus propósitos. Ni siquiera los jefes [2.84]

concertaban sus decisiones: Civil recorría los eriales belgas empeñado en capturar o en espantar a Claudio Labeón; Clá­ sico mataba el tiempo de una manera indigna, disfrutando de un imperio que daba por hecho; tampoco Tutor se dio prisa en bloquear con guarniciones la ribera de Germania Superior y las aristas alpinas. Y entre tanto la XXIa Legión se plantó en Windisch y Sextilio Félix, con sus cohortes auxiliares, irrumpió a través de Recia. Se les sumó el Ala Singular, u n re­ gimiento de caballería movilizado en su día por Vitelio y que más tarde se pasó a Vespasiano. A su frente estaba Julio Brigántico, hijo de una hermana de Civil: como sucede casi siempre con los odios familiares, que son acérrimos, el pre­ fecto detestaba a su tío tanto como su tío a él. Hacía poco que Tutor había engrosado sus tropas de tréviros con una leva de vangíones, ceracates y tribocos y, a base de promesas o amenazas, obligó a cierto número de legiona­ rios, veteranos de caballería o infantería, a reforzarlas. Empe­ zaron ellos aniquilando a una cohorte de auxiliares que Sexti­ lio Félix había mandado en avanzadilla. Luego, cuando ya se aproximaba el ejército romano y sus oficiales, volvieron al re­ dil como honrados tránsfugas, y tribocos, vangíones y ceraca­ tes los imitaron. Tutor, escoltado por los tréviros, evitó Maguncia y se con­ centró en Bingen, fiado de su posición, porque había cortado el puente sobre el río Nahe. Pero las cohortes que dirigía Sex­ tilio se abrieron paso: descubrieron un vado traicionero y des­ barataron a Tutor. La derrota sembró el pánico entre los trévi­ ros: el pueblo llano arrojó las armas y se desparramó por los campos. Algunos de sus dirigentes — para que todo el mundo viera que eran los primeros en renunciar a las hostilidades— corrieron a refugiarse en las ciudades que no habían renegado de su alianza con Roma. Las legiones que, como contamos, habían sido conducidas desde Neuss y Bonn hasta Tréveris, prestaron espontáneamente juramento a Vespasiano. Esto se produjo en ausencia de Valentino: cuando él llegaba como un loco, amenazando con sumirlo todo en caos y destruc­ ción, las legiones se replegaron a Metz, una ciudad aliada. Valentino y Tutor obligan a los tréviros a recuperar las ar­ mas y matan a los legados Herennio y Numisio, con la espe­ ta ]

ranza de que, al debilitarse las posibilidades del perdón, el vínculo criminal se reforzaría. 71 Ésta era la situación de la guerra cuando Petilio Cerial llegó a Maguncia. Su llegada levantó la moral: estaba ansioso por luchar y, como valía más para despreciar al enemigo que para poner a nadie en guardia contra él, enardecía a los sol­ dados con la vehemencia de sus palabras, dispuesto a entrar sin demora en combate en cuanto la oportunidad se presen­ tase. Devuelve a sus ciudades de origen a los galos que se ha­ bían reclutado y les ordena trasmitir el mensaje de que al im­ perio romano le bastaba con las legiones: sus aliados podían regresar a sus quehaceres cotidianos con la tranquilidad de que una guerra que quedaba en manos de los romanos po­ dían darla por concluida. La medida estimuló la pleitesía de los galos: tan pronto como recibieron a sus mozos les empe­ zaron a resultar más llevaderos los impuestos, y el desprecio de que eran objeto les volvió más serviciales. Por su parte, al saber que Tutor había sido rechazado, los tréviros diezmados y todo favorecía al enemigo, Civil y Clási­ co se echaron a temblar. Deprisa y corriendo, reunieron a to­ das las fuerzas que tenían dispersas y despacharon un correo tras otro para advertir a Valentino que no pusiese en peligro toda la empresa. Más rápido todavía, Cerial envió a Metz ofi­ ciales con órdenes de dirigir a las legiones contra el enemigo: desde allí tenían un camino más corto. Luego juntó a los sol­ dados que había en Maguncia con los que él trajo por los Alpes y, en tres jornadas, llegó a Riol169, donde Valentino se había hecho fuerte con un nutrido grupo de tréviros al res­ guardo de la serranía y el río Mosela. Además, habían cavado fosos y levantado un barricada de piedras. Pero esas defensas no lograron disuadir al general romano de enviar la infantería al asalto y hacer trepar por la colina a una formación de ca­ ballería. Despreciaba al enemigo: su posición no iba a servir a aquella colección de aprendices de ayuda alguna con la que no pudiese la hombría de los suyos...

169 Rigodubm, junto a Tréveris.

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Costó subir hasta que la caballería superó su línea de tiro; en cuanto se llegó a las manos, los enemigos iban siendo de­ salojados y cayendo a plomo desde las alturas. Finalmente, una parte de la caballería que había dado un rodeo por terre­ no menos escarpado capturó a los hombres más relevantes de los belgas, entre ellos a su jefe Valentino. 72 Al día siguiente, Cerial entró en Tréveris. Los soldados estaban ávidos por echar abajo la ciudad: ésta era la patria de Clásico y la de Tutor — se decían— , los criminales que acorralaron y aniquilaron a las legiones. ¿Cuáles habían sido las culpas de Crem ona para merecer tamaño castigo? Fue borrada de la faz de Italia por detener una sola noche a los vencedores. Tréveris se erguía en los confines de Germania, en pie e intacta, mientras aplaudía el despojo de las legiones y la muerte de sus generales. El botín, que pasase directa­ mente al fisco: a ellos sólo les interesaban las cenizas y la rui­ na de la colonia rebelde, para compensar así la devastación de tantos campamentos. Sin embargo, temeroso de manchar su reputación si se pro­ palaba la fama de que transigía con los excesos de sus tropas, Cerial contuvo sus ansias de venganza. Y ellos obedecieron: concluida la guerra contra sus compatriotas, eran más dóciles con los extranjeros. La atención se centró entonces en el penoso aspecto que presentaban las legiones llegadas de Metz. El remordimiento por su infamia les tenía desolados170, los ojos clavados en tierra. Cuando se encontraron con sus compañeros de armas, no hubo intercambio de saludos ni respondían a sus palabras de ánimo y consuelo. Encerrados en sus tiendas, rehuían incluso la luz del día. Lo que les tenía abrumados no era tanto el mie­ do como el oprobio; incluso los vencedores se quedaron des­ concertados y, sin atreverse a despegar los labios para interce­ der por ellos, pedían el perdón con sus lágrimas y en silencio. Finalmente Cerial consiguió endulzar los ánimos diciéndo-

170 Se trata de las legiones I1 y XVIa, cuyo comportamiento sedicioso les había llevado a prestar juramento a las Galias después de asesinar a sus jefes (véase II, 59).

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les que lo sucedido era cosa del destino, que había permiti­ do la discordia entre jefes y soldados o el engaño del ene­ migo. Aquél debía ser para ellos el primer día de su servicio y de su juramento: de sus delitos pasados, ni el emperador ni él se acordaban. A continuación, se integraron en el mismo campamento y se hizo circular entre los manípulos la prohibición expresa de echar en cara a sus compañeros, a cuenta de una disputa o una pelea, la sedición o la derrota. 73 Luego, Cerial convocó a tréviros y língones a asamblea y les habló así: “Yo nunca me he dedicado a hacer discursos y siempre he defendido la causa del pueblo romano con las armas. Pero como a vosotros os influyen mucho las palabras y lo que os hace valorar el bien y el mal no es la realidad, sino los gritos de los agitadores, he decidido exponeros un par de cosas que, con la guerra prácticamente liquidada, mejor os vendrá a vo­ sotros oír que a nosotros haber dicho. Los generales y emperadores de Roma no penetraron en vuestro territorio y el del resto de los galos por ambición, sino en respuesta a las llamadas de vuestros antepasados, a quienes los enfrentamientos tenían al borde de la extenuación, y des­ pués de que los germanos a los que habían recurrido en auxi­ lio impusieran la esclavitud por igual a aliados y enemigos. No hará falta recordar al precio de cuántas batallas contra cimbros y teutones, de cuánto desgaste para nuestros ejércitos y con qué resultado hemos librado la guerra en Germania. Y, por eso, no nos aposentamos junto al Rin para proteger Italia, sino para impedir que un nuevo Ariovisto tiranizase las Ga­ lias. ¿Creéis acaso que Civil o los bátavos y pueblos transrenanos sienten mayor afecto por vosotros del que sintieron sus antepasados por vuestros padres y abuelos? Eí motivo de los germanos para invadir las Galias siempre será el mismo: an­ tojo y codicia y el deseo de cambiar de asentamiento; quieren abandonar sus ciénagas y parameras y apoderarse de vosotros junto con esta fértilísima tierra vuestra. Pero como pretexto ponen la libertad y bonitas palabras: nadie que haya ambi­ cionado someter a otros a su dominio ha dejado de emplear esos mismos términos. [2.88]

74 Tiranía y guerras las hubo siempre en las Galias hasta que quedasteis bajo nuestra jurisdicción. Como vencedores y pese a un sinfín de provocaciones, sólo os exigimos lo nece­ sario para velar por la paz, porque ni puede haber seguridad para los pueblos sin armas, ni armas sin salarios, ni salarios sin impuestos. Todo lo demás es compartido: no es raro que co­ mandéis nuestras legiones o gobernéis ésta y otras provincias. No hay discriminación ni exclusión alguna. Cuando los prín­ cipes son dignos de elogio, su beneficio os alcanza por igual, aunque viváis lejos: cuando son despiadados, se ensañan con los que estamos cerca. Igual que las malas cosechas, el exceso de lluvia y las demás desgracias naturales, tendréis que aguan­ tar el derroche y la codicia de quienes os dominan. Abusos habrá mientras haya hombres, pero la corrupción no es cons­ tante y, además, hay ventajas que la compensan —a menos que esperéis un régimen más complaciente si Tutor y Clásico os imponen su tiranía, o que los ejércitos necesarios para pro­ tegeros de germanos y britanos se arreglarán con menos im­ puestos que ahora. Porque si expulsáis a los romanos — ¡no lo quieran los dioses!—, ¿qué otra cosa acaecerá, si no guerras entre todos los pueblos? Ochocientos años de suerte y rigor han forjado este armazón, que no podrá desguazarse sin la ruina de quien lo intente: y los primeros que corréis peligro sois vosotros, que disponéis de oro y riquezas, motivo princi­ pal de las guerras. La paz y Roma nos pertenecen por igual a vencidos y a vencedores: amadlas, pues, y veneradlas. Ya ha­ béis probado las alternativas: sacad conclusiones para no pre­ ferir los desastres de la rebeldía a la seguridad de la sumisión.” Con un discurso así devolvió la calma y el ánimo a unos hombres que se temían más severidad. 75 Estaba ya Tréveris en manos del ejército vencedor cuando Civil y Clásico enviaron a Cerial una misiva cuyo tenor era el siguiente: aunque se ocultaba la noticia, Vespa­ siano había perdido la vida; la Urbe e Italia estaban exhaus­ tas por la guerra intestina; Muciano y Domiciano no eran más que palabras vacías y sin sentido: si lo que quería Cerial era un imperio en las Galias, ellos se conformaban con los lí­ mites de sus territorios, pero si prefiriese combatir, tampoco rehusarían. [2-89]

Cerial no dio ninguna respuesta a Civil y Clásico; la carta misma y a su portador los remitió a Domiciano. Los enemigos, que tenían divididas sus tropas, acudieron de todos lados. Muchos acusaban a Cerial de permitir que se agrupasen quienes podían haber sido interceptados por sepa­ rado. El ejército romano rodeó con foso y empalizada un campamento en el que, imprudentemente, se había instalado sin protegerlo antes171. 76 Entre los germanos polemizaban opiniones discrepan­ tes. Civil era partidario de esperar a los pueblos transrenanos para liquidar con su ferocidad las ya mermadas fuerzas del pueblo romano; en cuanto a los galos, ¿qué otra cosa eran, si no botín para los vencedores? Y aún así, los más aguerridos, los belgas, estaban de su lado abiertamente o de corazón. Tutor sostenía que, con el aplazamiento, los efectivos ro­ manos se incrementarían, puesto que estaban en camino ejércitos de todas partes: una legión había cruzado desde Britania, otras habían salido de Hispania y se acercaban desde Italia. Y no era tropa improvisada, sino veterana y curtida en la guerra. En cuanto a los germanos que andaban esperando, era gente que no obedecía órdenes ni mando, sino que siem­ pre actuaba a su antojo. Dinero y regalos —lo único capaz de comprarlos— , tenían más los romanos, y nadie es tan aman­ te de la guerra que no prefiera, a igual provecho, la tranqui­ lidad que el riesgo. Pero si trababan combate de inmediato, Cerial no contaría más que con los restos del ejército de Germania, unas legiones ligadas por pactos a las Galias. Y pre­ cisamente el hecho de que acabaran de derrotar, para su pro­ pia sorpresa, a una tropilla desmañada como la de Valentino daba pábulo a su temeridad y a la de su jefe: volverían a arries­ garse y esta vez caerían en manos no de un jovenzuelo inex­ perto, más ducho en hablar a las asambleas que en el manejo de la espada —sino en las de Civil y Clásico. En cuanto los tuvieran a la vista, les entrarían de nuevo los temores y las ga­ nas de huir recordando el hambre y las penalidades que ha­ bían sufrido quienes tantas veces cayeron prisioneros. Tam171 Frente a Tréveris, al otro lado del río Mosela.

N o]

poco era buena voluntad lo que contenía a tréviros y língones: volverían a tornar las armas en cuanto se les pasase el miedo. Zanjó la polémica Clásico apoyando los planes de Tutor, y los ejecutan de inmediato. 77 El centro de la formación se confió a ubios y língones; en el flanco derecho estaban las cohortes de bátavos, en el iz­ quierdo, brúcteros y tencteros. Por los montes unos, otros por la ruta, otros por entre la ruta y el río Mosela, se presentaron tan de improviso, que Cerial, sin salir de la alcoba y de la cama (pues no había pasado la noche en el campamento), se enteró al mismo tiempo de que los suyos estaban luchando y de que estaban perdiendo. A quienes le informaron les iba re­ prochando el alarmismo, hasta que descubrió con sus propios ojos la vastedad del desastre: el campamento de las legiones asaltado, la caballería deshecha, el puente sobre el Mosela que une Tréveris con la orilla opuesta, ocupado por el enemigo. Cerial no se dejó intimidar por el caos y, a empellones, de­ volvió al combate a los fugitivos; lanzándose a pecho descu­ bierto entre los proyectiles, gracias a su venturoso arrojo y el concurso de los más valientes, recuperó el puente y afianzó su control con un grupo selecto. A continuación, de vuelta al campamento, se encuentra en desbandada a los manípulos de las legiones capturadas en Neuss y Bonn, escasos soldados en sus puestos y las águilas prácticamente rodeadas. Montando en cólera, exclama: “No estáis desertando de Flaco o de Vócula: aquí no hay traición de ninguna especie, y no tengo que pedir disculpas por otra razón que por creer ingenuamente que habíais olvi­ dado los pactos con la Galia y recuperado la memoria de vuestro juramento de lealtad a Roma. Me añadiré a Numisio y a Herennio, de modo que la lista entera de vuestros legados habrá perecido a manos de los soldados o de los enemigos. Corred, id a informar a Vespasiano, o a Clásico y Civil, que están más cerca, de que habéis abandonado a vuestro general en el campo de batalla: vendrán legiones que no van a tolerar que yo quede sin venganza y vosotros sin castigo.” 78 Era verdad, y los tribunos y prefectos también se lo re­ criminaban. Se agrupan entonces por cohortes y manípulos, [2.91]

pero la formación no podía desplegarse porque el enemigo campaba por doquier y, como se luchaba en el interior del re­ cinto, las tiendas y pertrechos les estorbaban. Cada uno desde sus posiciones, Tutor, Clásico y Civil azuzaban la pelea: a los galos les instigaban en nombre de la libertadla los bátavos, en pos de la gloria, a los germanos, al saqueo. Y todo estaba a favor de los enemigos hasta que la XXIa Legión, que había conseguido conjuntarse en un espacio más despejado que las demás, contuvo a los asaltantes y después pasó al ataque. De repente, el divino sufragio mudó los ánimos de los vencedo­ res y volvieron la espalda. Según su versión, les había espan­ tado la aparición de las cohortes que, disgregadas al primer embate, se habían reagrupado en lo alto de las colinas y dado la impresión de refuerzos recién llegados; pero lo que les im­ pidió consumar la victoria fue que, olvidándose del enemigo, se enzarzaron entre ellos por la mezquina disputa del botín. Cerial, cuyo descuido había casi arruinado la situación, la en­ derezó, sin embargo, a base de coraje. Y, aprovechando el cur­ so de la fortuna, aquel mismo día captura el campamento del enemigo y lo asuela. 79 Pero a la tropa no le duró mucho la tranquilidad. Los agripinenses pedían socorro y ofrecían a la mujer y una her­ mana de Civil así como a la hija de Clásico que les habían dejado en prenda de su m utua alianza. Además, habían pa­ sado a cuchillo entre tanto a los germanos dispersos por do­ micilios particulares. Eso explicaba su miedo y sus súplicas en demanda de ayuda antes de que los enemigos pudiesen re­ hacer sus fuerzas y tomasen las armas para alcanzar sus obje­ tivos o para vengarse. Efectivamente, Civil se había puesto en marcha hacia allá, y no estaba precisamente desasistido: la más furibunda de sus cohortes, intacta y compuesta de cau­ cos y frisios, acampaba en Zülpich172, en territorio agripinense. Pero una noticia adversa alteró sus planes: la cohorte ha­ bía sido destruida gracias a una treta de los agripinenses, quienes adormecieron a los germanos a base de copiosas co­ milonas y vino, los dejaron encerrados y, prendiendo fiiego, 172 Tolbiacum, al oeste de Colonia.

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los abrasaron. Simultáneamente, Cerial vino en ayuda a paso ligero. Sobre Civil se cernía, además, otra amenaza: que la XIVa Legión se uniese a la flota de Britania y lanzase un ofensiva contra los bátavos desde la costa. Pero a la legión su legado Fabio Prisco la condujo por vía terrestre contra nervios y tungros, y ambas comunidades se avinieron a capitular. En cuan­ to a la flota, los canninefates la atacaron por su cuenta y la mayor parte de las embarcaciones fueron hundidas o captu­ radas. Y a una muchedumbre de nervios que se puso espon­ táneamente en pie de guerra en favor de los romanos, los pro­ pios canninefates la derrotaron. También Clásico libró una batalla favorable contra la caballería que Cerial había destaca­ do a Neuss. Menores, pero frecuentes, estos descalabros em­ pañaban el lustre de la victoria recién obtenida.

E l c o m p o r t a m ie n t o d e l o s n u e v o s Ro m a

amos de

80 Por las mismas fechas, Muciano ordena ejecutar al hijo de Vitelio, alegando que la discordia persistiría si no se extir­ paban las simientes de la guerra. Tampoco aceptó que Anto­ nio Primo entrase a formar parte del séquito de Domiciano, molesto con que fuera el favorito de la tropa y con la arrogan­ cia de quien a duras penas soportaba a sus iguales, no diga­ mos ya a los superiores. Antonio marchó entonces a presen­ cia de Vespasiano: si bien la recepción no estuvo a la altura de sus expectativas, tampoco se encontró con el rechazo del em­ perador. Tiraban de Vespasiano en sentidos opuestos, por un lado, los méritos de Antonio, bajo cuyo mando se había con­ cluido indudablemente la guerra, y, por otro, las misivas de Muciano. Al mismo tiempo, los demás le acusaban de pen­ denciero y engreído, a lo que sumaban los delitos de su pasa­ do. También él contribuía a provocar la irritación con su so­ berbia, aireando en exceso sus merecimientos: a los otros los tachaba de pusilánimes, a Cécina, de prisionero y entreguista. Todo ello redundaba poco a poco en su descrédito, aunque en apariencia persistiera la amistad. [2-93]

81 Durante los meses que pasó Vespasiano en Alejandría aguardando la época de brisas estivales173 y mar segura, acon­ tecieron numerosos prodigios que se interpretaban como se­ ñales del favor celeste y, en cierto modo, de aquiescencia de los dioses hacia Vespasiano. U n individuo alejandrino, cono­ cido por una afección de los ojos, se abrazó a sus rodillas su­ plicando remedio para su ceguera congénita. El dios Serapis —a quien aquella gente propensa a la superstición adora más que a cualquier otro— se lo había recomendado, e imploraba al príncipe que se dignase untarle con los jugos de su boca los párpados y las órbitas de los ojos. Otro, impedido de un mano, pedía al César, por consejo del mismo dios, que se la pisase con la planta del pie. Al principio, Vespasiano se reía y rehusa­ ba pero, como ellos insistían, se debatía entre el temor a que­ dar en evidencia y la confianza a la que le inducían la fe de los interesados y las voces de aliento de los aduladores. Al fi­ nal ordena consultar a los médicos si una ceguera y una do­ lencia como aquéllas podían curarse por medios humanos. Los médicos se extendieron en consideraciones: en cuanto al primero, su capacidad de visión no estaba exhausta, y la recu­ peraría si se conseguía eliminar lo que la impedía; el segundo tenía dislocadas las articulaciones, pero podían recomponerse si se le aplicaba una fuerza curativa. Tal vez ése era el deseo de los dioses y el príncipe había sido elegido como instrumento de su voluntad. A fin de cuentas — le decían— si el remedio funcionaba, reportaría gloria al César, y si fracasaba, ridículo a aquellos desdichados. Así que Vespasiano pensó que nada se resistía ya a su suerte ni excedía los límites de lo creíble: con gesto complaciente y ante una multitud que asistía en vilo, si­ guió las instrucciones. Inmediatamente, la mano recobró su habilidad y la luz del día rompió a brillar para el ciego. Hay testigos que siguen recordando ambos casos todavía hoy, cuando ya nada tienen que ganar de la mentira. 82 Eso infundió en Vespasiano un intenso deseo de visitar el santuario del dios para consultar sobre los asuntos del im­

173 Se refiere al periodo comprendido entre la segunda mitad de agosto y la primera de septiembre.

[2-941

perio. Da orden de que nadie más acceda al templo, pero cuando estaba en su interior y absorto en la divinidad, perci­ bió a su espalda la presencia de uno de los prohombres de Egipto, llamado Basílides, quien Vespasiano no ignoraba se encontraba a varios días de viaje de Alejandría e imposibilita­ do por una enfermedad. Pregunta a los sacerdotes si Basílides había entrado en el templo aquel día; pregunta a cuantos se encuentra si le habían visto en la ciudad. Finalmente despa­ chó un grupo de jinetes por medio de los cuales averigua que en aquel preciso momento se hallaba a una distancia de ochen­ ta millas. Entonces lo juzgó como una aparición divina y de­ dujo del nombre de Basílides174 el sentido del oráculo. 83 El origen del dios no ha sido tratado hasta la fecha por nuestros escritores. Los sumosacerdotes egipcios ofrecen la si­ guiente explicación: al rey Ptolomeo —que fue el primero en consolidar el poder macedonio en Egipto—, cuando, a poco de su fundación, se ocupaba de dotar a Alejandría de mura­ llas, templos y cultos, se le apareció en sueños un joven de ex­ traordinaria apostura y tamaño sobrehumano, quien le encar­ gó enviar al Ponto a sus amigos más leales y traer su estatua: sería eso venturoso para el reino, y la sede que lo acogiese, magnífica y célebre. Al instante se vio al joven ascender al cie­ lo envuelto en una gran llamarada. Ptolomeo, alarmado por el prodigioso augurio, reveló su visión nocturna a los sacer­ dotes egipcios que habitualmente entienden de semejantes asuntos. Como ellos sabían poco del Ponto y del extranjero, interroga a Timoteo, un ateniense de la estirpe de los Eumol­ pidas a quien había hecho venir de Eleusis para oficiar las ceremonias: ¿qué culto era aquél?, ¿de qué divinidad se trata­ ba? Haciendo averiguaciones entre quienes habían viajado al Ponto, Timoteo se informa de que allí está la ciudad de Si­ nope, y no lejos de ella un templo de Júpiter Dite175, famoso desde antiguo en los alrededores. Junto a él hay también una estatua femenina que muchos llaman Prosérpina. Pero el carác­ ter de Ptolomeo era típico de los reyes: fácilmente impresio-

174 Emparentado con la palabra griega que significa “rey”. 175 Otro nombre de Plutón, el dios del m undo subterráneo.

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nable, tan pronto como regresó la calma, más interesado en los placeres que en los cultos, se fue olvidando poco a poco y prestando su atención a otras cuestiones —hasta que la misma aparición, esta vez más terrible e imperiosa, le anunció su final y el de su reino si no cumplía lo ordenado. Dispone entonces emisarios y regalos para el rey Escidrotémide —que reinaba a la sazón en Sínope— y, antes de embarcar, les dio instrucciones de acudir a Apolo Pítico176. Tuvieron mar pro­ picio y una respuesta del oráculo que no admitía discusio­ nes: debían ir a llevarse la efigie de su tío y dejarían la de su hermana177. 84 Al llegar a Sínope, trasladan a Escidrotémide los regalos, súplicas y encargos de su rey, pero él se debatía entre el pavor que le imponía la voluntad divina y las amenazas con que le intimidaba su pueblo, opuesto a acatarla. A menudo daba muestras de plegarse ante los dones y promesas de los emisa­ rios y, mientras tanto, pasaron tres años sin que Ptolomeo ce­ jase en su empeño y sus súplicas, incrementando el rango de los emisarios, el número de sus naves y el peso del oro. En­ tonces se le apareció a Escidrotémide un rostro crispado que le instaba a no seguir aplazando más lo que el dios había dis­ puesto: como no terminaba de decidirse, empezaron a afligir­ le diversas desgracias, enfermedades y señales de la ira divina cuya gravedad aumentaba cada día que pasaba. Convocó una asamblea en la que expuso las órdenes de la divinidad, su vi­ sión y las de Ptolomeo así como las maldiciones que se cer­ nían sobre ellos: la muchedumbre dio entonces en volver la espalda a su rey, detestar a Egipto, y rodear el templo presa del temor. A partir de aquí, la leyenda se agranda al referir cómo el propio dios se decidió por su cuenta a embarcar en las naves atracadas en la costa, las cuales, de forma prodigio­ sa, en sólo tres días de navegación arriban a Alejandría. Se eri­ gió un templo acorde con las dimensiones de la ciudad en el lugar llamado Racotis: allí había existido un pequeño santua­ rio consagrado desde antiguo a Serapis e Isis.

176 En su santuario de Delfos. 177 Se refiere, respectivamente, a las imágenes de Plutón y de Prosérpina.

[2.96]

Ésta es la version más extendida sobre el origen y trans­ porte del dios. No ignoro que, según algunos, lo trajeron des­ de la ciudad siria de Seleucia durante el reinado del tercer Ptolomeo. Sostienen otros que fue a instancias de este mis­ mo Ptolomeo, pero que la sede desde la que se le trasladó fue Menfis, ilustre en otro tiempo y baluarte del antiguo Egipto. Respecto al dios, muchos hay que lo asimilan a Esculapio, porque sana a los enfermos, otros a Osiris, la más antigua dei­ dad de aquel pueblo, gran número a Júpiter, por su omnipo­ tencia; la mayoría lo identifica con Plutón, a juzgar por los atributos con que se le representa o por especulaciones. 85 En cuanto a Domiciano y Muciano, antes de acercarse a los Alpes recibieron la noticia de los favorables aconteci­ mientos de Tréveris. Prueba definitiva de la victoria era el jefe de los enemigos, Valentino, quien, lejos de mostrarse humi­ llado, reflejaba en su semblante el espíritu con que se había batido. Se le escuchó tan sólo para conocer su temple. Fue condenado y en el momento mismo de la ejecución, a uno que le espetó que su patria estaba vencida, le respondió: “Eso me consuela de la muerte”. Por su parte, Muciano manifestó como ocurrencia súbita la que llevaba tiempo madurando: habida cuenta de que la divi­ na bondad había quebrado las fuerzas del enemigo, sería poco decoroso que Domiciano, con la guerra prácticamente con­ cluida, interfiriese en gloria ajena; si la estabilidad del imperio o la seguridad de las Galias corriesen peligro, la obligación del César hubiera sido permanecer en el campo de batalla. Su consejo era encomendar canninefates y bátavos a oficiales se­ cundarios mientras Domiciano exhibía el poder y la fortuna del principado en Lyon — de cerca, pero sin exponerse a peli­ gros irrelevantes y reservándose para los importantes. 86 Aunque el ardid se intuía, tarea de la cortesía era que no quedase en evidencia. Así llegaron a Lyon. Se cree que desde allí Domiciano envió correos confidenciales a Cerial para probar su lealtad y ver si estaba dispuesto a entregarle el ejér­ cito y el imperio en un encuentro personal. Si con ese plan pensaba desatar la guerra contra su padre o allegar fuerzas y recursos contra su hermano, no quedó claro: con juicioso criterio, Cerial le esquivó como a un niño caprichoso. Cuan[2-97]

do Domiciano se dió cuenta de que la gente de más edad menospreciaba su juventud, empezó a desentenderse incluso de los modestos cometidos de gobierno que antes desem­ peñaba. Iba dando imagen de ingenuidad y morigeración, siempre en las nubes y aparentando interés por la literatura y pasión por la poesía: con todo ello pretendía encubrir sus in­ tenciones y hurtarlas a la envidia de su hermano, cuya natu­ raleza, incomparable con la suya y más dulce, no dejaba de malinterpretar.

LIBRO Q U INTO

La

guerra d e

J

udea

1 Al comienzo de ese mismo año178, el César Tito, elegido por su padre para someter Judea y que ya se había distinguido en la milicia cuando ambos no eran más que unos particula­ res, aumentaba su fuerza y su fama: provincias y ejércitos competían en apoyarle y él mismo, para demostrar que no es­ taba en deuda con la fortuna, hacía alarde de pundonor y espíritu combativo, estimulando el cumplimiento del deber con palabras afables y mezclándose a menudo con los sol­ dados rasos en las faenas y maniobras sin menoscabo de su dignidad de oficial. Tres legiones lo recibieron en Judea, la Va, la Xa y la XVa, veteranos de Vespasiano. A ellos sumó la XIIa de Siria y efectivos de la XXIIa y la IIIa procedentes de Ale­ jandría. Les acompañaban veinte cohortes aliadas, ocho regi­ mientos de caballería, además de los reyes Agripa y Sohemo así como refuerzos del rey Antíoco —un grupo de árabes poderoso y hostil a los judíos por el habitual odio entre ve­ cinos— y muchos atraídos desde Roma e Italia por la espe­ ranza de hacerse un sitio junto al príncipe, donde aún había hueco. Con estas tropas en buen orden penetró en territorio enemigo. Alerta a todo y presto a intervenir, instala su cam­ pamento no lejos de Jerusalén.

178 70 d.C.

[301]

2 Y puesto que estoy a punto de relatar el día postrero de una famosa ciudad, parece oportuno exponer sus inicios. Cuentan que los judíos se exiliaron de la isla de Creta y se asentaron en los confines de Libia en los tiempos en que Sa­ turno, derrocado violentamente por Júpiter, abandonó su rei­ no 179. Como argumento se aduce que en Creta está el ilustre m onte Ida y que el apelativo de los lugareños, “ideos”, se deformó en boca de extranjeros hasta llamarlos “judíos”180. Algunos afirman que, durante el reino de Isis, un excedente de población egipcia fue evacuado a tierras contiguas bajo el mando de Jerosólimo y judá. Para muchos se trata de proge­ nie etíope, a quienes el miedo y el odio empujó a mudar de país reinando Cefeo181. Según otra tradición, serían merodea­ dores asirios, un pueblo a la presa de cultivos, que se apode­ raron en parte de Egipto y más tarde habitaron sus propias ciudades en tierras hebreas y las aledañas de Siria. Orígenes distinguidos proponen otros para los judíos: los solimos —na­ ción celebrada en los poemas de Homero— fundaron la ciu­ dad de Jerusalén y le dieron su nombre182. 3 La versión más compartida es que brotó en Egipto una pla­ ga que laceraba los cuerpos y el rey Bócoris acudió al oráculo de Amón para preguntar por el remedio: se le ordenó purgar su reino y expulsar a otras tierras a esa raza porque era maldi­ ta para los dioses. Así pues, fueron a buscarlos, reunieron a la multitud y la abandonaron en el desierto: mientras los demás sollozaban sin saber qué hacer, Moisés, uno de los desterra­ dos, les advirtió que dejasen de esperar nada ni de los dioses ni de los hombres, pues tanto unos como otros les habían abandonado; ya sólo debían tener fe en ellos mismos y acep­ tar por guía al primero que les ayudase a superar las desdichas del momento. Se mostraron de acuerdo y emprendieron un azaroso viaje en la más completa ignorancia. Pero nada les 179 Es decir, al final de la Edad de Oro mitológica. 180 El argumento etimológico se apoya en el juego de palabras latinas: Idaei/ Iudaei. 181 Mítico rey de Etiopía, hijo de Agénor y padre de Andrómeda. 182 jQe nuevo sobre la forma latina, Hierosolyma, en la que se interpretaba un prefijo griego hierós, “sagrado”.

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agobiaba más que la falta de agua, y ya estaban a punto de morir, desfallecidos por la inmensa planicie, cuando un reba­ ño de asnos salvajes que volvía de pacer se recogió tras una peña a la sombra de un bosquecillo. Moisés fue tras ellos y, si­ guiendo el rastro del pastizal, descubrió abundantes veneros de agua. Aliviados con ella y después de caminar sin detener­ se durante seis días, al séptimo se apoderaron de unas tierras de las que expulsaron a sus cultivadores y en las que consa­ graron ciudad y templo. 4 A fin de asegurarse la fidelidad de su pueblo en lo sucesi­ vo, Moisés le impuso una religión nueva y contrapuesta a las del resto de la humanidad: es allí sacrilego cuanto nosotros tenemos por sagrado y, a la inversa, tienen ellos permitido cuanto para nosotros es inmoral. La estatua del animal mer­ ced a cuya aparición habían superado el peregrinaje y la sed, la elevaron en un altar después de sacrificar un carnero como afrenta a Amón. También se inmola un buey, puesto que los egipcios adoran a Apis. Se abstienen de comer cerdo en me­ moria del sufrimiento con que en su día les torturó la lepra, que es achacable a este animal. La prolongada hambre de en­ tonces la testimonian todavía con frecuentes ayunos y, en se­ ñal de las mieses que arramblaron, se conserva entre los judíos el pan sin levadura. Dicen que acordaron descansar el sépti­ mo día porque ése fiie el que puso fin a sus fatigas; después, porque la pereza es zalamera, también dedicaron un año cada siete a la indolencia. Según otros, se trata de un homenaje a Saturno, bien porque los orígenes de su religión se remontan a aquellos ideos expulsados junto con Saturno y que funda­ ron su nación, o bien porque, de los siete astros que rigen la vida humana, se dice que el que tiene una órbita más elevada y mayor ascendiente es Saturno, y la mayoría de los cuerpos celestes completan su itinerario y trayectorias al compás del número siete. 5 Sean cuales sean las razones por las que se introdujeron estos ritos, se amparan tras su antigüedad. Al resto de sus prác­ ticas, aciagas y siniestras, las hizo prosperar la perversidad, pues la gente de peor calaña, después de abjurar de su fe an­ cestral, aportaba impuestos y donaciones que han acrecenta­ do la riqueza de los judíos. También porque la lealtad entre [303]

ellos es terca y la caridad diligente, pero contra todos los de­ más albergan un odio de enemigos. Comen aparte, duermen separados. Aunque son un pueblo muy lascivo, nunca man­ tienen relaciones con mujeres extranjeras. En cambio, entre ellos nada está prohibido. Están obligados a circuncidarse para hacer patente su diferencia. Los conversos adoptan las mismas costumbres, y lo primero que aprenden es a repudiar a los dioses, renegar de su patria y no sentir aprecio por pa­ dres, hijos o hermanos. Sin embargo se tom an medidas para aumentar la población: por ejemplo es un pecado ma­ tar a los hijos no deseados. También consideran que las almas de los caídos en combate o ejecutados son inmortales, de ahí su entusiasmo procreador y su indiferencia por la muerte. Se ocupan de sepultar los cadáveres en lugar de quemarlos, a la manera egipcia, y comparten también las mismas creencias sobre el m undo infernal, pero difieren sobre el celestial. Los egipcios veneran a numerosos animales y las esculturas que los representan, mientras que los judíos creen en una única deidad a la que sólo conciben mentalmente: consideran sacri­ legos a quienes, sirviéndose de materiales perecederos, repre­ sentan la imagen divina con apariencia humana. Lo supremo y eterno no puede ser reproducido ni destruido. En conse­ cuencia, no le erigen estatuas en sus ciudades, no digamos ya en el templo. Tampoco deparan a los reyes esos homenajes, ni honran a los Césares. Pero como sus sacerdotes acompaña­ ban sus cantos con flauta y timbales, se ceñían una corona de hiedra y se ha descubierto en el templo un sarmiento de oro, algunos han deducido que adoraban al Padre Líber183, el conquistador de Oriente. Sin embargo, ambas religiones no concuerdan lo más mínimo: los que propuso Líber son cultos festivos y optimistas; las tradiciones judías, incomprensibles y tenebrosas. 6 Los confines de su territorio limitan, por la parte oriental, con Arabia; por el sur, se interpone Egipto; por occidente, los fenicios y el mar; al norte se asoman largo trecho al costado de Siria. La constitución de sus habitantes es saludable y tran­ 183 Baco, dios del vino.

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sigente con el esfuerzo. Lluvias escasas y suelo fértil propor­ cionan con creces los frutos a los que estamos acostumbrados y, además de ellos, el bálsamo y la palmera. La palmera es es­ belta y vistosa; el bálsamo, un arbusto: cuando se le hinchan las ramas, si se les da un corte, se retraen sus conductos; con un trozo de piedra o de cerámica se abren: su jugo tiene uso medicinal. Su mayor elevación es el monte Líbano, el cual está cubierto, de forma admirable bajo calores tan intensos, de arbolado y nieve permanente: ella es la que nutre el curso del río Jordán. El Jordán no desemboca en el mar, sino que, después de salvar sin merma un lago tras otro, se sume en un tercero. El lago posee una extensión tan vasta que parece un mar184, pero tiene un sabor más pútrido y un olor tan cargado que apesta los alrededores. Ni el viento lo agita ni acoge peces o aves acuáticas. Cuanto va a parar a sus enigmáticas aguas se sostie­ ne como en tierra firme; da igual saber que no saber nadar: na­ die se hunde. En una época concreta del año segrega betún, y de la manera de recogerlo, como de cualquier otra técnica, es maestra la experiencia: en su estado natural, el betún es un lí­ quido negro, pero se compacta cuando se le rocía de vinagre y queda flotando en la superficie. Quienes se ocupan de ello, lo cogen a mano y lo izan a la cubierta de la embarcación; des­ de allí, sin ayuda de nadie, se escurre al interior y queda depo­ sitado hasta que lo trocean. Pero es imposible trocearlo con bronce o hierro: lo disuelve la sangre o un vestido empapado con menstruo de mujer. Eso es lo que dicen los autores anti­ guos, pero los conocedores del lugar afirman que los bloques de betún son empujados sobre el agua y arrastrados a mano hasta la orilla. Luego, cuando el calor del suelo y la fuerza del sol los han secado, se hienden con hachas y cuñas como la madera o la roca. 7 No lejos de allí se extiende una llanura que, según dicen, fue en tiempos fértil y estuvo poblada por grandes ciudades

184 El Mar Muerto, cuyo nombre pretende hacer justicia a algunas de las ca­ racterísticas descritas a continuación por Tácito y en gran parte debidas a su al­ tísima salinidad.

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que ardieron bajo una lluvia de rayos, pero aún subsisten las ruinas y la tierra misma, en apariencia calcinada, ha perdido su feracidad. Todo cuanto brota espontáneamente o siembra la mano del hombre, lo mismo da que esté en su fase de hier­ ba o de flor, o que haya adquirido aspecto de madurez, rene­ grido y sin vida, se deshace en cenizas. Por mi parte, si bien estoy dispuesto a admitir que aquellas ilustres ciudades de an­ taño se incendiaran por efecto del fuego celeste, creo que las emanaciones del lago infectan la tierra y contaminan el am­ biente, así que la causa de que los gérmenes de la cosecha y los frutos de otoño se pudran es culpa de un suelo y un aire mal­ sanos a la par. También afluye al mar de Judea el río Belio, cerca de cuya desembocadura se recoge arena que, previamente mezclada con nitro y cocida, se transforma en vidrio. Es una playa pe­ queña, pero inagotable a la extracción. 8 Gran parte de Judea está diseminada en aldeas. También poseen ciudades amuralladas: el baluarte de la nación es Jerusalén. Había allí un templo de extraordinaria opulencia y la ciudad tras un primer recinto; luego, encerrado en un recinto interior, el enorme templo. Hasta sus puertas sólo tenían ac­ ceso los judíos, pero nadie podía franquear el umbral salvo los sacerdotes. Mientras Oriente estuvo en manos de asirios, medos y persas, constituían la capa más despreciable de es­ clavos. Tras el auge macedonio, el rey Antíoco185 intentó erra­ dicar la superstición y helenizarlos, pero la guerra contra los partos le impidió reformar a este pueblo deplorable: eran los tiempos de la rebelión de Ársaces186. Entonces, con los macedonios debilitados y los partos aún inmaduros (y los romanos estaban lejos), los judíos instauraron su propia monarquía. Pero la veleidad del vulgo expulsó a los reyes y ellos —des­ pués de recuperar el poder por medio de las armas, provo­ cando el exilio de sus compatriotas, la ruina de las ciudades, el asesinato de hermanos, cónyuges, padres y demás heroici­

185 Antíoco IV Epífanes, rey de Siria (176-164 a.C.), 186 Se trata de un error cronológico, puesto que la rebelión de Ársaces I contra Siria se produjo un siglo antes (250 a.C.).

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dades típicas de los tiranos— fomentaban la superstición por­ que utilizaban su condición de sumosacerdotes para apunta­ lar su hegemonía. 9 El primer romano que conquistó Judea fue Gneo Pompeyo187, quien por derecho de victoria entró en el templo: así se corrió la voz de que, sin efigies en su interior, ninguna di­ vinidad se alojaba en él y sus misterios eran hueros. Los mu­ ros de Jerusalén se derribaron, el santuario siguió en pie. Más tarde, durante nuestra guerra civil, aquellas provincias queda­ ron bajo el control de Marco Antonio y de Judea se apoderó Pácoro, rey de los partos: a éste lo mató Publio Vetidio y los partos fueron empujados de nuevo al otro lado del Eufrates. A los judíos los sometió Gayo Sosio. Antonio confió el reino a Herodes188 y Augusto lo engrandeció tras su victoria. A la muerte de Herodes, sin aguardar ninguna decisión del César, un tal Simón usurpó el título de rey y recibió su castigo a ma­ nos de Quintilio Varo, que gobernaba Siria; también en re­ presalia, la población fue repartida en tres reinos asignados a los hijos de Herodes. Bajo Tiberio hubo calma; después, como el César Gayo les obligaba a colocar una efigie suya en el templo, prefirieron reanudar la guerra, pero la muerte del César zanjó el levantamiento. Cuando vio que la monarquía se extinguía o entraba en declive, Claudio entregó la provin­ cia de Judea a caballeros romanos y libertos. Uno de ellos, Antonio Félix, ejerció de rey con talante de esclavo, sin esca­ timar a sus prerrogativas un ápice de crueldad y de capricho. Se había casado con Drusila, nieta de Marco Antonio y Cleo­ patra, así que del mismo Antonio eran Félix nieto político y Claudio natural. 10 No obstante, la paciencia les duró a los judíos hasta el procurador Gesio Floro189. Con él estalló la guerra, y al legado de Siria Cestio Galo, que acudió a intentar sofocarla, lo recibie­ ron con batallas de diversa suerte, a menudo adversa. Cuan­

187 En el año 63 a.C. 188 Herodes Agripa el Grande, tristemente célebre por la matanza de ino­ centes. 189 Año 64 d.C.

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do éste murió —porque le llegó la hora o víctima de su frustra­ ción—, Nerón envió a Vespasiano: gracias a su fortuna y fama, y también a excelentes subalternos, en dos veranos su victo­ rioso ejército fixe adueñándose una tras otra de todas las al­ querías y ciudades, a excepción de Jerusalén. El año siguiente, concentrado en la guerra civil, pasó sin actividad en lo tocan­ te a los judíos. Cuando se consiguió pacificar Italia, volvieron también los problemas en el exterior: resultaba exasperante que los judíos fueran los únicos que no se rendían. Al mismo tiempo, parecía aconsejable que Tito permaneciera junto al ejército, disponible para cualquier eventualidad que pudiera surgirle al nuevo principado. 11 Así pues, una vez que plantó el campamento, como di­ jimos, ante los muros de Jerusalén, Tito exhibió sus legiones en orden de combate: los judíos formaron al pie de las pro­ pias murallas, dispuestos a pasar al contraataque en caso de éxito y, si eran rechazados, con la retirada segura. Contra ellos se envió caballería junto con infantería ligera, pero la lucha no deparó un ganador. Luego, los enemigos cedieron terreno y en días sucesivos se trabaron frecuentes combates delante de las puertas, hasta que sus constantes bajas les obligaron a refugiarse tras las murallas. Los romanos se aprestaron al asal­ to: no les parecía digno aguardar el hambre del enemigo y además preferían arriesgarse — unos por coraje, la mayoría embravecidos y ansiosos de recompensas. El propio Tito fan­ taseaba con Roma, sus riquezas y placeres, los cuales, si Jeru­ salén no caía de inmediato, veía demorarse. Pero la ciudad, cuyo abrupto emplazamiento era en sí mis­ mo una defensa, había sido reforzada con obras colosales que bastarían para protegerla hasta en un llano: sus dos montícu­ los, de enorme altura, estaban cercados por muros astuta­ mente angulados o combados hacia dentro, de modo que los flancos de los asaltantes quedasen expuestos a los proyectiles. El borde de la roca caía a pico, y unas torres se elevaban, don­ de ayudaba el monte, hasta sesenta pies y, en la hondonada, hasta ciento veinte. Su aspecto era impresionante y desde le­ jos parecían a nivel. Dentro, circundaban el palacio real otros muros, cuyo llamativo remate era la Torre Antonia, así llama­ da por Herodes en honor de Marco Antonio. [3 0 8 ]

12 El templo hacía las veces de ciudadela y tenía sus pro­ pias murallas, de factura incomparable. Sólo los soportales que rodeaban el templo suponían ya una formidable defensa. Había una fuente permanente de agua, cuevas en el subsuelo de los montes, aljibes y cisternas para almacenar las lluvias: habían previsto los fundadores que la peculiaridad de sus cos­ tumbres sería motivo de frecuentes guerras, y por eso todo es­ taba preparado para un asedio por largo que fuera. Además, tras la conquista de Pompeyo, el miedo y la experiencia les ha­ bían enseñado mucho, y aprovecharon la codicia de la época de Claudio para comprar su derecho a fortificarse, así que, en momentos de paz, construyeron murallas pensadas para la guerra. Un gran aluvión de desplazados por la caída de las otras ciudades había incrementado su población: allí se habían re­ fugiado los recalcitrantes y, en consecuencia, también era ma­ yor la rebeldía. Tres jefes había y otros tantos ejércitos: el recinto exterior y de mayor perímetro lo defendía Simón, a quien también lla­ maban Bargiora; el centro de la ciudad, Juan, y el templo, Eleazar. Por número de efectivos y armas, dominaban Juan y Si­ món; por su posición, Eleazar. Pero todo eran batallas, trai­ ciones e incendios entre ellos, y un gran volumen de grano había ardido. Más tarde, so pretexto de ir a hacer un sacrifi­ cio, sicarios de Juan degollaron a Eleazar y su gente, apode­ rándose del templo. Así que la ciudadanía se dividió en dos facciones hasta que, al acercarse los romanos, la guerra con el forastero alumbró la concordia. 13 Se habían manifestado prodigios que ni con inmola­ ciones ni con ofrendas votivas tiene permitido conjurar este pueblo pasto de la superstición y hostil a las prácticas reli­ giosas: en el cielo se vio enfrentarse a dos ejércitos; sus armas refulgían y súbitos relámpagos iluminaron el templo. Las puer­ tas del santuario se abrieron de repente y una voz sobrehuma­ na anunció que los dioses estaban saliendo —y al instante se sintió el imponente movimiento de su salida. Pocos eran para quienes esto significaba una amenaza; la mayoría esta­ ba convencida de que los antiguos textos sacerdotales seña­ laban precisamente aquél como el momento en que Oriente se haría fuerte y gentes procedentes de Judea se adueñarían [309]

del mundo. A quienes estas premoniciones habían augura­ do era a Vespasiano y Tito, pero al vulgo — que interpretaba en su provecho, como suele el hum ano deseo, un destino de tal magnitud— ni siquiera el infortunio lo enderezaba a la verdad. Se ha dicho que la cifra de asediados, de cualquier edad, va­ rones y mujeres, era de seiscientos mil. Portaban armas todos los que podían sostenerlas, y la proporción de combatientes era mayor que la que sugiere ese número. La tenacidad de hombres y mujeres era pareja y, ante la tesitura de mudar de ho­ gar, la vida les asustaba más que la muerte. Contra esa ciudad y esa gente —habida cuenta de que su em­ plazamiento disuadía de la embestida o un golpe de mano— el César Tito decidió combatir con plataformas y parapetos: la faena se repartió entre las legiones, y se hizo una pausa en los enfrentamientos hasta que estuvo a punto toda la maqui­ naria de asalto inventada desde antiguo o fruto de nueva ima­ ginación.

La r e n d i c i ó n d e C i v i l 14 En cuanto a Civil, tras el revés de Tréveris recompuso su ejército en Germania e instaló su campamento junto a Vé­ tera, pensando que el lugar era seguro y el recuerdo de los éxitos allí obtenidos elevaría la moral de los bárbaros. Hasta allá le siguió Cerial con sus tropas, duplicadas por la llegada de las legiones IIa, VIa y XIVa. Además, las alas y cohortes re­ clamadas con anterioridad habían acelerado el paso tras la victoria. Ninguno de los dos jefes era irresoluto, pero se interponía un extenso terreno ya de por sí pantanoso. Para colmo, Civil había atravesado un dique en el Rin de modo que, al toparse con el obstáculo, la corriente refluyese inundando los campos aledaños. La zona formaba, pues, un trampal de vados trai­ cioneros que nos perjudicaba, porque al soldado romano las armas le pesan y le asusta nadar, mientras que los germanos, acostumbrados a los ríos, gracias a su armamento ligero y ma­ yor estatura no pierden pie. [310]

15 Así pues, en respuesta al hostigamiento de los bátavos, los más enardecidos de los nuestros se lanzaron a la refriega. Ese fue también el inicio del pánico, porque el profundísimo pantanal engullía armas y monturas. Los germanos vadeaban a zancadas por terreno conocido y, eludiendo por lo general nuestro frente, acosaban flancos y retaguardia. No se peleaba como hace la infantería, de cerca o de lejos, pero en tierra fir­ me, sino, como en una batalla naval, fluctuando entre las olas. Y cuando aparecía algún punto de apoyo, en su esfuer­ zo por hacerse sitio a toda costa, se enzarzaban unos con otros —los que estaban heridos con los sanos, los que sabían nadar con los que no— para perdición de todos. La mortan­ dad, sin embargo, resultó menor de lo que el caos hacía pre­ sagiar, ya que los germanos, sin atreverse a salir de la zona inundada, regresaron a su campamento. El resultado de la batalla determinó a ambos jefes, p or distintos motivos, a pre­ cipitar el desenlace: Civil, para apurar la suerte; Cerial, para borrar la ignominia. Los germanos estaban embravecidos por el éxito; los romanos, picados en su amor propio. Los bárba­ ros pasaron la noche entre cánticos y clamores, los nuestros, alimentando su cólera con amenazas. 16 Al amanecer del día siguiente, Cerial puso en vanguar­ dia la caballería y cohortes auxiliares; las legiones se coloca­ ron en segunda línea. Para los imprevistos, el general se reser­ vó un grupo escogido. Civil no desplegó a los suyos en un frente continuo, sino que los separó en formaciones en cuña: bátavos y cugemos a la derecha; el terreno situado a la izquier­ da y más próximo al río lo ocuparon los transrenanos. Los jefes no pronunciaron sus arengas al estilo de una asam­ blea general, sino cabalgando de grupo en grupo. Cerial se re­ firió al antiguo y glorioso renombre de Roma, a las victorias del remoto y reciente pasado. Les animó a destruir para siem­ pre a un enemigo traidor, cobarde y ya vencido: más que ba­ tallar, había que vengarse. Poco antes habían luchado contra un número de enemigos que les superaba —y los habían derrotado a pesar de que eran la fuerza de choque de los ger­ manos. Quedaban sólo los que llevaban la huida en sus cora­ zones y cicatrices en la espalda. Luego, buscó para cada legión una arenga particular: a los de la XIVa, los llamaba conquis­ [3 1 1 ]

tadores de Britania; con su autoridad, la VIa Legión había he­ cho príncipe a Galba; gracias a aquella batalla los de la IIa ten­ drían oportunidad de consagrar por vez primera las enseñas y el águila que estrenaban. Haciendo avanzar a su caballo has­ ta el ejército de Germania, extendía su brazo incitándoles a recuperar su ribera y su campamento a costa de la sangre del enemigo. El clamor unánime era a cual más vivo entre quienes, tras una larga paz, estaban ansiosos por combatir o quienes, can­ sados de guerra y anhelando la paz, esperaban recompensas y calma en lo sucesivo. 17 Tampoco Civil formó a los suyos en silencio. Ponía al escenario de la batalla por testigo de su coraje: los germanos y bátavos se erguían sobre los vestigios mismos de su gloria, pisando las cenizas y osarios de las legiones. Allá donde los romanos volviesen sus ojos, les traería a la memoria el cauti­ verio, la derrota y negros pensamientos. No debían acobar­ darse por el incierto resultado de la batalla de Tréveris: allí, su propia victoria había trabado a los germanos, que se olvida­ ron de las armas maniatándose con el botín. Pero, a partir de ahí, todo les había sido favorable y adverso para el enemigo. Las medidas exigibles a la astucia de su jefe, estaban tomadas: campos anegados que ellos conocían, pantanos fatales para los enemigos. A la vista tenían el Rin y los dioses de Germania: a ellos habían de encomendar su lucha, con la mente puesta en esposas, padres y patria. Aquél había de ser el día más glorio­ so de su historia —o el más ignominioso que recordaran sus descendientes. Después de que el batir de escudos y los zapateos (como era su costumbre) aprobaran esas palabras, comienza la bata­ lla con una andanada de piedras, hondazos y demás artillería, sin que nuestros soldados penetraran en el pantano aun cuan­ do las provocaciones de los germanos les tentasen. 18 Cuando ya no hubo qué disparar y se fue caldeando la lucha, el enemigo pasó a la carga con más ferocidad: gracias a sus enormes cuerpos y sus larguísimas lanzas acribillaban de lejos a nuestros soldados, incapaces de mantenerse en pie y en orden. Al mismo tiempo, la unidad de brúcteros cruzó a nado desde el dique que, como dijimos, se había levantado en el Rin. [312.]

Eso sembró el desconcierto y, ya cedía la línea de cohortes auxiliares, cuando las legiones entran en acción: contrarrestan la acometida del enemigo y la pugna se iguala. Entre tanto, un tránsfuga bátavo se presentó a Cerial ofre­ ciéndole la retaguardia enemiga si enviaba caballería por un extremo del pantano: el terreno era firme por allí y los cugernos, a quienes se había encomendado la vigilancia, estaban poco atentos. Acompañaron al tránsfuga dos regimientos, los cuales cercan al enemigo desprevenido y lo desarbolan. En cuanto el clamor trajo la noticia, las legiones embistieron de frente y los germanos, al verse rechazados, empezaron a correr hacia el Rin en su huida. Aquella jornada habría supuesto el fin de la guerra si la flota romana se hubiese apresurado en su persecución. Tampoco la caballería insistió, porque de pron­ to rompió a llover y la noche estaba cerca. 19 Al día siguiente la XIVa Legión fue despachada a la Ger­ mania Superior, con Annio Galo. Completó el ejército de Cerial la Xa Legión, procedente de Hispania. En apoyo de Ci­ vil acudieron refuerzos de los caucos, sin embargo no se atre­ vió a proteger con las armas la plaza fuerte de los bátavos190: se llevó cuanto podían acarrear, pegó fuego al resto y se retiró a la isla, consciente de que nos faltaban naves para formar un pontón y el ejército romano no atravesaría de otro modo. Por si fuera poco, derruyó también el dique que había hecho Dru­ so Germánico, provocando que la corriente del Rin, cuyo cauce propende hacia la Galia, se desbordara al desaparecer la barrera. Desviado de ese modo el curso del río, su lecho desa­ bastecido había formado una especie de pasillo entre la isla y Germania. Cruzaron también el Rin Tutor y Clásico junto con ciento trece senadores tréviros. Entre ellos estaba Alpinio Montano, el mismo que, como recordamos más atrás, había enviado Antonio Primo a las Galias. Le acompañaba su her­ mano Décimo Alpinio. Como él, los demás se servían de la compasión y los regalos para allegar refuerzos entre pueblos ávidos de aventura.

1,0 Batavodurum, situada en la ribera sur del rio Waal, es decir, fuera estric­ tamente de la “isla” de los bátavos por su extremo oriental (cfr. IV, 12).

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20 Quedaba mucha guerra, sí, tanta, que en una misma jor­ nada atacó Civil cuatro guarniciones distintas de cohortes, alas y legiones —la Xa Legión en Arenaco, la IIa en Batavodu­ ro, Grinnes y Vada191, campamentos de alas y cohortes. Lo hizo dividiendo la tropas de m odo que él y Veraz —hijo de una hermana suya—, Clásico y Tutor, dirigiesen cada uno su grupo. No es que confiara en alcanzar todos los objetivos, sino en que, multiplicándolos, a alguna partida le acompaña­ ra la suerte. De paso, Cerial se descuidaría y, mientras corría de acá para allá en pos de las noticias, se le podría interceptar a mitad de camino. Quienes tenían la misión de atacar el campamento de la Xa Legión pensaron que un asalto directo sería muy difícil: caye­ ron sobre los legionarios fuera del fortín, cuando procedían a cortar leña. Mataron al prefecto del campamento, cinco cen­ turiones primeros y unos pocos soldados; los demás se atrin­ cheraron en el recinto. Mientras tanto, un grupo de germanos pretendía echar aba­ jo el puente que se construía en Batavoduro. La noche separó a los contendientes sin un ganador claro. 21 Más crítico fue lo de Grinnes y Vada. Vada era el objeti­ vo de Civil, Grinnes el de Clásico: los asediados ya no podían aguantar más después de perder a sus mejores hombres. Entre ellos había caído aquel Brigántico, prefecto de caballería, de quien ya referimos su lealtad a los romanos y el odio que sen­ tía hacia su tío Civil. Pero cuando Cerial acudió en ayuda con el cogollo de su caballería, cambiaron las tornas: echa­ ron a los germanos de cabeza al río. Cuando intentaba con­ tener a los que huían, Civil fue reconocido y, escapando de las flechas, saltó de su caballo y cruzó a nado. Así huyó tam­ bién Veraz. A Tutor y a Clásico los recogieron en barcazas a la orilla. Tampoco esta vez tomó parte en la batalla la flota roma­ na, y no porque no se lo hubiesen ordenado, pero se lo impi­ dió la cobardía y el hecho de que los remeros estaban desper­

191 Localidades de difícil identificación: es probable que las dos últimas, como Batavoduro, estuviesen en la orilla izquierda del Waal; la primera, más al este, en el actual territorio de Alemania.

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digados de servicio en otros destinos. Lo cierto es que Cerial daba poco tiempo para ejecutar órdenes, tomaba decisiones rápidas y le avalaban los resultados: le acompañaba la fortuna aun cuando le fallara la ciencia. Por eso, él y su ejército relaja­ ban la disciplina. Y a los pocos días, aunque se libró de caer en manos del enemigo, no pudo eludir el escándalo. 22 Había ido a Neuss y Bonn para inspeccionar las obras de los campamentos donde las legiones habían de pasar el in­ vierno, y regresaba en un convoy naval sin respeto del buen orden ni seria vigilancia. De ello se percataron los germanos y le tendieron una emboscada: eligieron una noche de cielo nu­ blado y, dejándose llevar por la corriente, sortearon la empa­ lizada sin que nadie se lo impidiese. Para empezar la matanza se aprovecharon de una treta: cortaron los vientos de las tien­ das y la emprendieron a cuchilladas contra los soldados atra­ pados bajo las lonas. U n segundo grupo asaltaba la flotilla, ataba maromas a las popas y remolcaba las embarcaciones. Y, si antes se habían servido del sigilo para la sorpresa, cuan­ do se inició la matanza lo sumieron todo en alaridos a fin de redoblar el pánico. Aguijados por las heridas, los romanos buscan las armas y se precipitan a las calles: pocos de uniforme; la mayoría con la ropa liada al brazo y empuñando la espada. Al general, me­ dio dormido y prácticamente en cueros, le salva un error de los enemigos: identifican la nave pretoria por su enseña y, pensando que se encontraría allí, se la llevan. Cerial había pasado la noche en otra parte — a cuenta de su relación con una mujer ubia, Claudia Sacrata, según la mayo­ ría—, y los centinelas trataban de disculpar su propia infamia a costa del deshonor de su jefe, alegando que tenían órdenes de guardar silencio para no perturbar su sueño: así que, al sus­ penderse los toques y las voces de rigor, habían terminado ellos mismos por quedarse dormidos. Ya bien entrado el día, los enemigos se retiraron a bordo de las naves capturadas: la trirreme pretoria se la llevaron por el río Lippe como regalo para Véleda. 23 A Civil le entró la tentación de hacer un alarde de fuer­ za naval: dota de tripulación las birremes que tenía, así como las de banco único, y les añade una ingente cantidad de bar­ [3 1 s]

cazas —unas embarcaciones que transportaban treinta o cua­ renta hombres; se movían como es habitual en las libúmicas, pero las rápidas barcazas, en lugar de velas, se valían de sayos multicolores no sin prestancia. El escenario elegido parece un mar: allí donde la desembocadura del río Mosa confluye con el Rin192 en el Océano. El motivo para organizar la flota era — además de la vanidad congénita de esa gente— interceptar con ese espantajo a los convoyes que se aproximaban a la Galia. Más sorprendido que amedrentado, Cerial dirigió contra ellos una escuadra inferior en número, pero a la que la expe­ riencia de sus remeros, la técnica de sus pilotos y el tamaño de las naves hacía más capaz. Avanzaban éstos a favor de corrien­ te y a aquéllos les impulsaba el viento: se cruzaron, intercam­ biaron una andanada de flechas —y se alejaron. Sin aventurarse a más, Civil se replegó al otro lado del Rin. Cerial arrasó violentamente la isla de los bátavos, pero procu­ raba, conforme a una conocida táctica de los generales, man­ tener intactos los campos de labor y las aldeas de Civil. Entre tanto, con la llegada del otoño y constantes aguaceros que se prolongaron por espacio de una quincena, el río se desbordó transformando el suelo de la isla, cenagoso y a baja cota, en una laguna. Ni la flota de guerra ni los convoyes de suminis­ tros comparecían, y la fuerza del río desmantelaba los campa­ mentos asentados en el llano. 24 Podían entonces las legiones ser aplastadas y, según Civil, ése era el propósito de los ger­ manos, pero se atribuía el mérito de haberlos disuadido con engaños. Y no parece que mintiera, puesto que, a los pocos días, se produjo su rendición. El hecho es que Cerial había en­ viado correos secretos ofreciéndoles la paz a los bátavos y a Civil el perdón. A Véleda y sus parientes les sugería rendir un oportuno servicio al pueblo romano y trocar así la fortuna de una guerra que, después de tantas derrotas, les era adversa: los tréviros habían perecido, los ubios se habían reintegrado y los bátavos habían perdido su patria. Lo único que les había re­ portado su amistad con Civil eran cicatrices, éxodo y luto. Como desertor y prófugo, Civil era una carga para quien le 192 El estuario formado por la desembocadura de los ríos Mosa y Waal.

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diera cobijo, y ellos ya habían cometido bastantes delitos cru­ zando tantas veces el Rin. Si tramaban algo más, ellos serían culpables del crimen y Roma, vengadora de los dioses. 25 Con las amenazas se mezclaban las promesas y, cuando la lealtad de los transrenanos se desmoronó, también entre los bátavos surgieron habladurías: no debía prolongarse más la agonía, y tampoco era posible que una sola nación abolie­ se la esclavitud del m undo entero. ¿Qué habían sacado de diezmar a las legiones a hierro y fuego, si no que acudiesen otras más numerosas y fuertes? Si era por Vespasiano por quien habían hecho la guerra, Vespasiano estaba ya en el poder; pero si estaban desafiando con las armas al pueblo ro­ mano, ¡qué pequeña porción del género humano eran los bá­ tavos! No había más que comparar el precio que pagaban con el de la gente de Recia y del Nórico y los demás aliados: a los bátavos no se les imponía una contribución pecuniaria, sino de hombres viriles. Eso era casi la libertad... Y si había que ele­ gir amos, más honroso era someterse a los príncipes de Roma que a las mujeres de los germanos. Eso es lo que decía el pueblo llano; sus proceres, cosas más agrias: lo que les había arrastrado a las armas era el despecho de Civil, quien, para conjurar sus males de familia, había pro­ vocado la destrucción de su pueblo. Los bátavos se habían granjeado la cólera divina cuando las legiones eran asediadas y los legados asesinados, cuando secundaron una guerra que sólo uno creía indispensable y resultaba funesta para ellos. Habían llegado al límite — salvo que empezaran a recapacitar y demostraran su arrepentimiento castigando al culpable. 26 No pasó inadvertido a Civil este giro y decidió adelan­ tarse: además de estar hastiado de desgracias, esperaba tam­ bién conservar la vida — algo que a menudo disipa los gran­ des bríos. Tras pedir una entrevista, se corta un puente sobre el río Nabalia193, a cuyos bordes se acercaron los generales, y Ci­ vil inició su discurso del siguiente modo: “Si estuviese defendiéndome ante un legado de Vitelio, ni mi acción merecía el perdón ni crédito mis palabras: entre no­ 193 Sin identificar.

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sotros sólo había enemistad. Las hostilidades que él desató, yo las redoblé. Hacia Vespasiano, en cambio, mi considera­ ción viene de antiguo y, cuando era un particular, nos llamá­ bamos amigos. Eso lo sabía Antonio Primo, cuyas misivas me empujaron a la guerra para impedir que las legiones de Ger­ mania y los reclutas de la Galia cruzasen los Alpes. Lo que Antonio recomendaba por escrito, Hordeonio Flaco lo reite­ ró en persona: agité en Germania la misma guerra que Mucia­ no en Siria, Aponio en Mesia, Flaviano en Panonia...237.

1,4 La narración se interrumpe aquí: no conservamos el resto.

[3 1 8 ]

INDICE I n t r o d u c c i ó n ....................................................................................

7

Escritor, delator........................................................................... El enigma y sus circunstancias................................................. El sentido de la obra (y sus contrasentidos).......................... Las Historias com o narración................................................... El largo año 6 9 ....................................................................... El alma de los personajes..................................................... El estilo como m anipulación................................................... La naturaleza moral de la historia....................................... Los códigos literarios ............................................................ El estilo contra la claridad....................................................

9 11 16 24 24 27 32 32 35 38

Esta e d ic ió n ..................................................................................

41

Bibliografía ...................................................................................

45

H isto rias ........................................................................................

49

Libro primero .............................................................................

51

Prefacio y sumario moral de la obra (1-3) ......................... Diagnosis del imperio (4-11)................................................ La muerte de Galba y el advenimiento de O tón (12-50) La rebelión de Vitelio (51-70) ............................................. Roma bajo el poder de Otón (71-90).................................

53 55 61 85 98

Libro segu n d o.............................................................................

113

Los Flavios entran en escena (1-10).................................... La batalla de Bedriaco (11-45).............................................

115 121

[319]

El suicidio de Otón (46-56)................................................ La marcha de Vitelio hacia Roma (57-73)........................ Vespasiano se proclama emperador (74-86) .................... Vitelio en Roma (87-101)...................................................

141 147 157 165

Libro tercero ............................................................................

175

El saqueo de Cremona (1-35) ........................................... Conflictos en Roma, Italia y las provincias (36-48) ........ Rivalidad entre Antonio Primo y Muciano (49-53) ........ El ejército viteliano se desmorona (54-63) ....................... El incendio del Capitolio (64-75) ..................................... La captura de Roma y el fin de Vitelio (76-86) ...............

177 198 205 208 214 223

Libro cuarto ............................. ...............................................

233

Los rescoldos de la guerra. Polémicas en el Senado (1-11) La insurrección de Civil (12-37)........................................ Comienzos del año 70 (38-53).......................................... La reconquista del Rin (54-79) .......................................... El comportamiento de los nuevos amos de Roma (80-86)

235 242 261 273 293

Libro quinto ............................................................................

299

La guerra de Judea (1-13).................................................... La rendición de Civil (14-26) ............................................

301 310

[32.0]

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