Sweig, Stefan - Carta de una dama - Leporella.pdf

July 24, 2019 | Author: Mar Ferrer | Category: Novelas, Amor, Stefan Zweig, Memoria, Mujer
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2 cuentos de Stefan Sweig: Carta a una dama Leporella (español /spanish)...

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Editorial Gente Nueva

Edición: Edición: Oda lys B a ca llao llao L ópez ópez Diseño: Diseño: María E lena lena Cicar Cicar d Quint Quint an a Cubiert Cubiert a : Ale Alexan xan der Izq uierdo uierdo P lasencia lasencia Correcc Corrección: ión: Ileana Ma. Rodríguez Rodríguez Composición: Ileana Fernández Alfonso © Sobre la presente presente edici edición: ón: E ditorial G ente Nueva, 2005 2005 ISBN 959-08-0680-5 Inst itut o Cuban o del del Libro, Editorial G ente Nueva, calle 2 no. 58, 58, P laza de la la Revol Revoluc ució ión, n, Ciudad de La H aba na , Cuba

Con Car ta de u n a d escon oci da  y L epor el l a  les present a mos a un prest igioso escritor a ust ria co de origen judío, q ue con su obra ma rcó un hito en la historia de la litera t ura universa l. St efan Zw eig na ció en Viena , en 1881. Al est a lla r la P rimera G uerra Mundial y conocer sus horrores, aboga arduamente por la paz. De esta f echa es su poema dra má t ico J er em ías, cuyo t ema dest a ca el sent imient o pa cifista de su au t or. Después de la guerr a, Zweig mar cha a Sa lzburgo y comienza a escribir biogra fías, novelas cort as, n ar ra ciones y ensa yos. Con las primera s, obtuvo gran éxito al emplear en su creación un estilo renovador, exent o de det a lles superfluos y rico en a ná lisis psicológicos, q ue hizo este género t a n ent ret enido como sus novelas. El triunfo del nazismo en Alemania llevó a Zweig a refugiarse en G ra n B reta ña , E sta dos Un idos y, por último, en B ra sil, donde se suicidó en 1941, víctim a de la soleda d. La s dos novelas q ue recoge est e volumen , pese a su br eveda d, const ituyen verdaderas obra s maestra s por su huma nidad, ternura y dra ma t ismo q ue han hecho estr emecer a má s de una genera ción de lect ores. Espera mos que su lectura les result e grat a. E L E DITOR

Ca rt a de una desconocida

P rimer t iempo Tra s una s breves vacaciones en la mont a ña , R., el fa moso novelista , llegó a Viena a primera hora de la ma ña na , compró un periódico en la esta ción y, a l fija rse en la fecha , r ecordó q ue era su cumpleaños. “ ¡Cua renta y uno!” —pensó súbit am ent e. No era feliz ni desgra cia do al comproba rlo. Tomó un t a xi y, t a ra rea nd o, ojeó el periódico mient ra s se dirigía a su casa . E l cria do le inform ó de las visit a s y las llam a da s t elefónica s recibidas en su ausencia. Un montón de cartas lo esperaba encima de una ba ndeja. Mirá ndolo con indiferencia, abrió una o dos, int eresado por sus remit ent es; pero dejó a un lado, por el moment o, un a bult a do sobre escrit o con let ra desconocida par a él. Cómodam ent e inst a lado en el sillón, bebió su t é ma t ina l, fina lizó la lect ura del periódico y leyó una s cuan t a s circulares. Después, encendiendo un cigarro, cogió de nuevo la última ca rt a, la que ha bía deja do pa ra el fina l. Más que una cart a ordinar ia era un ma nuscrito int egra do por dos docena s de cua rt illas, de letr a apreta da y desconocida, escrit as con ra pidez por ma no femenina . In stint ivam ent e, exam inó de nuevo el sobre por si venía en él una nota a clar a t oria. P ero no la ha bía; como no ha bía, en est e ni en el la rgo texto, firma o dirección del remitent e. “ E xtr a ño” —pensó, y se dispuso a leer el ma nuscrit o. La s primera s pa labra s decían, a ma nera de 9

encabezam ient o: “A t i, que nunca m e has conocido” . E sta ba perplejo. ¿Iba a q uello dirigido a él persona lment e o a un ser ima gina rio? Con suma curiosidad rea nudó la lect ura : Mi hijo murió ay er. D ura nt e tr es día s y t res noches est uve lucha ndo con la muerte, tr a t a ndo de salvar su frá gil vida . Durante cuarenta horas consecutivas, mientras la fiebre a br a sa ba su pobr e cuerpo, lo velé a l pie de su ca ma poniéndole compresas frías sobre la frente; día y noche, noche y día . Sost uve sus man ita s inq uiet a s. La t ercera noche mis fuerzas se quebraron. Se me cerraron los ojos sin darme cuenta y debí dormir t res o cua t ro horas en a quella dura silla . Mientr as ta nt o, me lo arr eba tó la muert e. Y ahí yace mi pobre, mi querido pequeño, en su estrecha cama, tal como mu rió. Solo sus ojos, sus int eligent es ojos oscuros, h a n sido cerr a dos; sus ma nos está n cruza da s sobre el pecho, sobre su blan ca ca misa. Arden cuat ro cirios, uno en ca da esq uina de la cam a . No me at revo a mira rlo, t engo miedo de moverme. La s lla ma s, al oscila r, ha cen vaga r sombra s extr a ña s sobre su rost ro y los labios cerra dos. Se diría q ue sus la bios se a nima n y, por u n m oment o, ca si llego a ima gina r q ue en r ealida d no está muerto, que va a despertar y a decirme, con su clara voz, a lgo adora blement e infa nt il. Pero sé que está muerto; no quiero volver a mirarlo para no sent ir, una vez má s, esta loca espera nza y una vez má s sufr ir el desenga ño. Mi hijo mur ió a yer, a hora lo sé. Ya no me queda na die en el mundo má s que t ú; solo tú, q ue no me conoces; t ú, q ue vives a legr e y despreocupa do, juga nd o con los hombr es y las cosas. S olo tú , q ue nun ca me ha s conocido y a q uien y o nunca h e deja do de a ma r. H e encendido una q uint a bujía y la h e coloca do en la mesa sobre la que te escribo. Lo hago porque no puedo continua r sola , junt o a mi hijo muerto, sin a brir m i corazón a a lguien; y, ¿a q uién debo confiar me en esta hora t errible sino a t i, que ha s sido y sigues siendo t odo par a mí? Quizá n o sea capaz de expresar me con clar idad. Quizá no sea s capaz de comprenderm e. 10

Sient o pesada la ca beza y m e duele todo el cuerpo; debo de t ener fiebre. La gripe epidémica est á a solan do este ba rr io y probablemente he sufrido el contagio. No lo sentiría si con ello pudier a un irm e a m i peq ueñ o. A veces, se me oscurece la vista y t al vez no pueda a caba r esta car t a . Pero voy a intent a rlo con t odas mis fuerza s. Quiero, por est a primera y últ ima vez, hablar t e, amor mío, a t i, que nunca me conociste. Solo deseo ha blar cont igo a hora q ue puedo cont á rt elo todo por primera vez. Quisiera q ue conociera s mi vida ent era , mi vida que fue en t odo moment o tuya y de la que nun ca ha s sabido na da . P ero solo después de mi muert e llega rá s a conocer mi secreto, cuan do ya no q uede na die a q uien deba s responder, únicam ent e en el caso de q ue est o que ah ora sacude mis miembros con escalofríos signifique el fin para mí. Si debo seguir viviendo, romperé est a ca rt a y m a ntendré el silencio que hasta ahora he guardado. Si, por el contr a rio, llega a t us ma nos, sabr á s que es una mujer m uert a la q ue te está conta ndo la hist oria de su vida; la historia de una vida q ue desde el primero ha sta el último moment o conscient e fue tuya . No tienes por qué asustarte de mis palabras. Una mujer muert a no necesita na da : n i am or, ni compasión, n i consuelo. Solo he de pedirte que creas todo lo que mi dolor, que busca ampar o en t i, me fuerza a revelart e. Cr ee mis pa labra s, ya que no t e reclamo otr a cosa; un a ma dre no miente junt o a l lecho de muer t e de su único hijo. Voy a contarte mi vida entera, esta vida que no empieza, rea lment e, hast a el día en q ue te vi por primera vez. Todo lo an t erior es lóbr ego y conf uso, el recuerd o de a lgo semejante a un sótano polvoriento con gentes y cosas grises y abur ridas; un lugar q ue no hablaba a m i corazón. Cua ndo apa recist e, t enía t rece a ños y vivía en la casa donde hoy ha bit a s todavía, en la misma ca sa donde está s leyendo esta carta que es el último aliento de mi existencia. Vivía en la misma planta; nuestra puerta enfrente de la tuya. 11

Sin duda , no t e acuerda s ya de nosot ra s. Seguro ha s olvidado hace tiempo a la pobre viuda de un contable, siempre enluta da, y a su hija pá lida y delgaducha. Vivíam os muy ca llada s, como ejemplar es típicos de la bu rguesía modest a . No es proba ble q ue supiera s nuestr o nombre: no teníam os tarjeta en la puerta ni na die venía a vern os. Ademá s, ¡ha ce t a nt o t iempo!; q uince o dieciséis añ os. Imposible q ue lo recuerdes, am or mío. P ero yo, ¡con cuá nt a pasión m e acuerdo de cada detalle! Como si acabara de suceder, recuerdo el día, la hora en que oí hablar de ti por primera vez, en q ue por primera vez t e vi. ¿Podría ser de ot ro modo, si ent onces comenzó la vida par a mí? Ten un poco de paciencia y d éja me cont a rt e t odo desde el principio. No te canses de escucharme, pues yo no me he can sado de am ar te jam ás. Los inq uilinos que ocupar on el piso an t es que t ú era n profundamente desagradables, soeces y malos; se peleaban const a nt ement e. A pesa r de ser ellos mism os mu y pobr es, nos odia ban por n uestr a miseria y por la dista ncia que guar dábamos respecto a ellos, dada su plebeyez. El marido bebía con frecuencia y solía pegar a su esposa. A menudo n os despert a ba en la n oche el ru ido de sillas volca da s y de vajilla rota . U na vez, en q ue había sido golpea da con má s dureza q ue de cost umbr e, la mujer sa lió al r ellan o corriendo con los pelos revuelt os seguida del hombre, que cont inuó ma ltra t á ndola ha sta que a cudieron los vecinos a la escalera y a menaz a ron con a visar a la policía. Mi ma dre no q uería n a da con ellos, y desde el primer d ía me prohibió juga r con los niños, q uienes a provecha ba n cua lquier ocasión que se les presentaba para descargar sobre mí t odo el ma l humor q ue les producía semeja nt e negat iva . Si me encontraban por la calle, me insultaban; cierto día me la nza ron una bola de nieve, ta n a preta da, q ue me produjo un cort e en la fr ent e. Todos los vecinos, por inst int o, los detestaban, y todos respiramos con mayor libertad el día q ue se vieron obligados a a ba ndona r la ca sa —creo q ue detuvieron a l ma rido por robo. 12

Durante unos días se vio el letrero “Por alquilar” en la puerta principal. Más tarde fue retirado y el portero nos informó que el piso había sido alquilado por un escritor soltero, que de seguro sería mucho más pacífico. Aquella fue la primera vez q ue oí tu n ombre. P ocos días después se inició la limpieza t ota l del piso, seguida por la llegada de pint ores y decora dores. P or supuesto, hacían mucho ruido, pero mi madre estaba contenta porq ue, según decía, a q uello era el fin del desorden. No t e vi dura nt e el t ra sla do. Tu criado, ese hombr e pequeño y serio, de pelo gris y buenos modales, que demuestra clar a ment e ha ber servido en gra ndes ca sas, vigila ba la inst a lación. Supervisaba los deta lles con a ire de ent endido y a t odos nos impresiona ba mucho. U n sirvient e de t a nt a ca t egoría r esulta ba a lgo nuevo en a q uellos a pa rt a ment os. P or lo demás, era en extremo cortés, si bien mantenía cierta distancia respecto a los otros criados. Trató a mi madre desde el primer d ía con mucho respeto, como a una da ma , e incluso con nosotros, los chiquillos, se mostraba amable y deferent e. Cua ndo en ocasiones pronun cia ba t u nombr e, lo ha cía en form a t a l q ue demost ra ba el respeto que ha cia t i sent ía y q ue sus sent imient os era n los de un fiel servidor. ¡Cuánt o quería a l bueno de J ua n por eso, y cuán t o lo envidia ba , a l mismo t iempo, por su privilegio de vert e const a nt ement e y de poder servirt e! ¿Sa bes por qué t e cuent o todas est a s tont erías, a mor mío? Porque quiero que comprendas el poder que, desde un principio, t u persona lida d llegó a ejercer sobre mí, sobr e a q uella chiquilla t ímida y r eservada . Ya a nt es de q ue te viera, un ha lo nimba ba t u persona; esta bas rodea do de una atmósfera de lujo, mar avilla y m ist erio. La gent e cuya vida es opa ca se siente á vida de noveda d. E n a quella modesta ca sa de suburbio, todos esperábamos impacientes tu llegada. En mi caso, la curiosidad alcanzó un grado superlativo cua ndo un a t a rde, a l volver d el colegio, encont ré a nt e la puerta el t ra nsport e q ue t ra ía t us muebles. 13

Ya ha bían subido la m a yor par t e del mobilia rio má s pesado, y los mozos se ocupa ba n en t onces de las pieza s de menor tamaño. Me detuve en la puerta a contemplarlo con admiración. ¡Todo cuanto te pertenecía era tan distinto a lo que yo estaba acostumbrada! Ídolos indios, esculturas ita lia na s y gra ndes cua dros de brilla nt es colores. P or último, apar ecieron los libros, t a nt os y t a n bonit os como nunca h ubiera podido ima gina r. Est a ban a mont onados junt o a la puert a . Tu criado los limpiaba con cuida do, uno a un o. Veía crecer la pila , llena de cur iosidad . J ua n n o me echó, pero ta mpoco me dio á nimos, y no me a t reví a t oca rlos, a unq ue deseaba a rdient ement e a ca riciar la sua ve piel de la s encua derna ciones. Miré t ímidam ent e algunos de los t ítulos. La m a yoría esta ba n en fra ncés, inglés, o en lenguas de las que yo no sabía ni una palabra . Me hubiera gusta do perm anecer allí, cont emplándolos dura nt e largo ra to, pero mi ma dre me lla mó y tuve que ent ra r en ca sa. Aun q ue toda vía n o te conocía , pensé en t i toda la n oche. Yo no t enía m á s de una docena de libros bar a t os y viejos. Los quería más que a nada en el mundo y los leía una y otra vez. Tra t é de ima gina r ent onces al hombre poseedor de ta ntos volúmenes, al hombre que había leído tanto, que sabía t an t os idiomas, que era rico e ilust ra do. La idea de ta nt os libros me despert a ba una especie de et érea venera ción ha cia t u persona . Traté a solas de verte mentalmente. Debías ser viejo, con gafa s y una larga bar ba blan ca , algo así como nuestro profesor de Geografía, pero mucho más amable, agraciado y cort és. No sé por q ué est a ba segura de que era s gua po, ya que al mismo tiempo te imaginaba casi como un anciano. Aq uella noche, sin conocert e, soñé cont igo por prim era vez. Te inst a last e a la ma ña na siguient e; pero, a pesar de ha ber estado pendiente todo el tiempo, no logré verte. El fracaso inflamó mi curiosidad. Al fin, al tercer día, te vi. Me quedé verda deram ent e sorprendida al comprobar cuá n diferent e resulta bas del an ciano q ue mi mente infan til ha bía crea do. 14

Era un hombre mayor, simpático y con gafas el que había imagina do; tú llegaste con el mismo a specto de ahora , ya que eres de las poca s persona s a las q ue el tiempo no mu t ila . Vestía s un b onit o tr a je gris deport ivo y subist e la esca lera de dos en dos, con esa naturalidad de movimientos que te ca ra ct eriza . Llevaba s el sombr ero en la m ano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu rostro radiante y tu ca bello juvenil. Esa figura , hermosa , esbelta y a puest a , fue un golpe pa ra mí. Es extr a ño q ue pudiera descubrir en a q uel moment o eso que en t i sorprende cont inua ment e. Descubrí que eras dos personas en una: que eras un joven ardient e e irreflexivo, a ma nt e del deport e y la a vent ura y, a l propio t iempo, en tu a rt e, un h ombre alt a ment e culto, que ha bía leído mucho y con u n a gudo sent ido de la responsabilida d. Sin proponérm elo, sorpr endí lo q ue todos a q uellos que frecuent a n t u t ra t o llegan a descubrir: q ue tienes dos vida s. U na de ella s, de t odos conocida, es la vida a biert a a l mundo; la otra, alejada de ese mundo, únicamente tú la conoces. Yo, una niña de trece años, absorbida por el embr ujo de t u a t ra ctivo, percibí, al primer golpe de vista , ese secreto de tu existencia, esa profunda separación de tus dos vida s. Y t a l dualidad me a t ra jo poderosam ent e. ¿P uedes comprender a hora , am or mío, qué mila gro, qué tentador enigma debiste parecerle a aquella niña? Allí estaba el hombr e de quien t odo el mun do ha blaba con r espet o porq ue escribía libros, y porq ue era fa moso en la buena sociedad, un a sociedad extra ña a la m ía . P ero, de pront o, est e se revela ba como un joven d e veint icinco a ños, a nim oso e infa nt il. No necesit o decirt e que, a par t ir de a q uel moment o, en mi peq ueño mundo eras lo único que me int eresaba , q ue mi vida gira ba a lrededor de la t uya con la fidelidad propia de una niña de trece años. Te vigila ba , observa ba t us costum bres, la gent e que venía a verte, y todo ello aumentaba, en lugar de disminuir, el int erés por t u persona lida d, ya q ue en la diversidad de t us visit a nt es se refleja ba la dua lidad de tu na t ura leza . En t re ellos había jóvenes, estudiantes vestidos con descuido, 15

cama ra das de risa y diversión. Ot ros era n da ma s que venía n en coche. U na vez vino a vert e el direct or de la ópera —a quel gra n hombre q ue, ha sta ent onces, no había vist o más que de lejos y con la batuta en la mano—. Algunas jóvenes, estudiant es toda vía de la Escuela de Comercio, se escurrían t ímidam ente por tu puert a . La ma yor par t e de t us visita s era n m ujeres. No reflexioné nun ca sobre eso, ni siquiera cua ndo una ma ñana, al irme al colegio, vi salir de tu casa a una dama cubierta de espesos velos. No tenía más que trece años, y esa inma durez, propia de mi edad, m e impedía percibir q ue a q uella curiosida d, por cua nt o a t i se refería, era sinónimo de a mor. Pero recuerdo el día y la hora en que deliberadamente te entregué mi corazón. Había ido a dar un paseo con una compañera de colegio y está ba mos cha rla ndo en la puert a . Llegó un coche. Te apeaste con esa manera impaciente y espont á nea q ue nunca h e cesa do de a dmira r, y t e disponías a ent ra r. No sé q ué impulso me obligó a a brirt e la puert a , y ponerme en tu camino, hecho este que por poco nos hace tropezar. Me miraste de un modo cordial, dulce y envolvente, que era casi una caricia. Me sonreíste tiernamente —sí, esa es la palabr a , t iern a ment e— y dijiste afa ble, ca si en t ono confidencia l: —Mucha s gra cia s, señorita . E so fue t odo, a mor m ío. P ero desde ese moment o, desde el moment o en q ue me miraste con t an t a t ernura , te pert enecí. Má s ta rde, mucho má s ta rde, comprendí que ese era t u modo de mira r a todas las m ujeres que se cruza ban en t u cam ino. E ra una mirada acariciadora y resuelta : la mira da del seduct or na t o. In volunt a riam ent e, mira bas de esa forma a t odas la s mujeres: la dependient a que t e at endía, la camarera que te abría una puerta. No es que, conscientemente, desea ra s a t odas a q uellas m ujeres; pero t u impulso hacia el otro sexo hacía que, sin proponértelo, tu mirada fuera a rdient e y a ca riciadora siempre qu e se posaba sobre un a mu jer. 16

A mis t rece a ños n o lo compren dí, y sola ment e experiment é la sensación de est a r sum ergida en fuego. Cr eí q ue tu t ernura no era má s que pa ra mí, mía única mente, y en a quel moment o se despert ó la mujer q ue má s t a rde llegar ía a ser, la mujer q ue sería t uya par a siempre. —¿Quién es? —pregunt ó mi a miga . De momento, no pude contestar. Me resultaba imposible pronunciar tu nombre. Se había convertido de pronto en a lgo sagr a do, en m i secret o. —Oh, n o es má s qu e un vecino —repuse á spera ment e. —E nt onces, ¿por q ué te sonr ojas cua ndo t e mira ? —pregunt ó de nuevo la niña con la ma licia de una criat ura curiosa. Me pa reció q ue se burla ba , q ue iba a descubrir mi secret o, y eso a ument ó mi sonrojo. Fu i delibera da ment e an t ipá t ica con ella: —Tont a —dije enf a da da . Sen t ía d eseos de pega rle. Se rió burlona mente ha sta que la s lá grimas nublar on mis ojos, a ca usa de la ra bia impot ent e que sent ía. La dejé en la puert a y subí con premur a la esca lera . D esde ent onces, desde aq uella h ora , siempre t e he am a do. Sé muy bien que est á s a cost umbra do a q ue la s mujeres te lo digan. Pero estoy segura de que ninguna te ha amado t an servilmente, con una fidelidad t an acusada , con t a nt a devoción, como yo t e am é y t e am o. Nada puede igua lar el amor oculto de una niña . E s sumiso y sin esperan za , pa cient e y a pasiona do, algo que el a mor de un a mujer de verda d, llena de deseos y exigencias, nunca puede igualar. Nadie má s que los niños aba ndonados son capaces de sent ir una pasión semejant e. Los otr os pueden derra ma r sus sent imient os en la cam a ra dería, disipar se en las cha rla s confidencia les. H a n leído y oído mucho sobre el a mor y saben q ue a t odos llega. Se diviert en con él como con un juguet e, lo ost ent a n como el muchacho que fuma su primer cigarrillo. Pero yo nunca había tenido un confidente, no me habían enseñado ni aconsejado, carecía de experiencia y era confiada. 17

Acept é mi dest ino sin r eserva . Todo cua nt o me sucedía, todo cuanto me animaba, se concentraba en ti, en mis fantasías. Mi padr e ha bía mu ert o ha cía m ucho t iempo. Mi ma dre no podía pensar más que en sus preocupaciones y en sus recuerdos, en la dificultad de hacer llegar a fin de mes su exigua pensión de viuda, y poco tenía en común con una niñ a en la difícil eda d del crecimient o. Mis compañ era s de colegio, más enteradas que yo y un poco pervertidas, no podían simpa t izar conmigo por la frivolidad con q ue juzga ban mi concepto del amor. La conclusión fue que todo lo que de mí surgía, q ue en la s ot ra s muchachas genera lmente se diluye, se concent ró en t i. Te convert iste en a lgo esencial —¿qué palabra expresaría mis sentimientos?—. Te convertiste en algo tan esencial como mi propia vida. Nada exist ía si n o se relaciona ba cont igo. Na da t enía sent ido si no t e concernía . Tú lo cambiaste todo. Había pasado inadvertida en la escuela , sin q ue yo me t oma ra el menor int erés. E nt onces, de pronto, fui la primera. Leía un libro detrás de otro, hasta muy entr a da la noche, porque sabía q ue era s un ama nt e de los libr os. Ant e la sorpresa de mi ma dr e, empecé, ca si obstinadamente, a practicar el piano, porque supuse que te gust a ba la música . Cosí y a rr eglé mis vest idos pa ra ha cerlos más presentables a tus ojos. Era un verdadero torment o el remiendo que osten t a ba el viejo delan t a l de colegio —hecho de una a nt igua bat a de mi ma dre—. Temía que lo advirt iera s y m e desprecia ra s por ello, de modo q ue solía cubrirlo con la ca rt era de los libr os cuan do subía la escaler a . Me aterraba la idea de que pudieras ver semejant e remiendo. ¡Qué t ont a era ! Si a pena s me volvist e a mira r… No obstante, mis días pasaban esperándote y vigilándote. Teníam os en la puert a una mirilla y a t ra vés de ella podía ver la t uya . No te rías, querido. Ni siquiera ah ora m e avergüenzo de las hora s que pasé espian do a t ra vés de a q uella mirilla . E n el vest íbulo ha cía mucho frío y t a mbién t emía 18

despert a r sospecha s en mi ma dr e. A pesa r de ello, me ma ntuve en el puesto de observación durante largas tardes, dura nt e el curso de meses y a ños, con un libro en la ma no y tensa como una cuerda de violín dispuesta a vibrar al impulso de tu proximida d. Siempre est a ba a l la do tuyo, y siempre dispuesta ; pero t ú ignora ba s esa t ensión como ignora ba s la del resort e del reloj, que fielmente t e ma rcaba las hora s, acompa ña ba t us pasos con su ticta c apena s percept ible y al qu e no ot orga ba s má s que una rá pida mira da, a pena s un segundo ent re millones. Sa bía t odo lo tuyo; cuan t o a t i se refería: t us cost umbres, las corbat as que llevaba s, los tra jes que usaba s. P ront o llegué a familiarizarme con tus visitantes habituales; y tenía m is simpat ías y a nt ipa t ías. D esde los tr ece a los dieciséis añ os, t oda s la s horas de mi vida fueron t uyas. ¿Qué tont erías no llegué a cometer? Besaba la cerr adur a que ha bías tocado, recogía una colilla que acababas de tirar y la conserva ba como algo sagr a do porque t us labios la h a bían oprimido. Mil veces, al a t a rdecer, con un pr etexto u otr o, sa lía a la calle par a ver en dónde tenía s encendida la luz y poder a sí, con m a yor precisión, situa r t u invisible presencia . D ura nt e la s sema na s q ue perm an ecías a usent e —mi corazón pa recía detenerse siempre que veía a J uan baja r t u ma leta—, mi vida car ecía de sent ido. Triste, mort alment e abur rida y de mal humor, vagaba sin sa ber q ué ha cer, tr a t a ndo de evita r q ue mis ojos húmedos tr aiciona ra n a nt e mi madr e tal desesperación. Sé que todo cuanto estoy relatando aquí es una sarta de grot escos a bsurdos producto de la fa nt a sía de una n iña extravagante. Debería estar avergonzada, pero no lo estoy. Nunca m i amor fue más puro ni má s ar dient e que en a quel t iempo. P odría conta rt e, dura nt e hora s y días ent eros, cómo viví cont igo a pesar de que a pena s me conocías de vist a . No es de extra ña r q ue así fuera , ya q ue si nos encont rá bam os en la escalera y no podía evitar el encuentro, pasaba a tu lado rá pida ment e y con la cabeza ba ja , temiendo encont ra r 19

t u a rdient e mira da, con la m isma prisa del que se lanza a l agua an tes de ser a brasa do por una llam a. Du ra nt e hora s, día s, podría referirt e cosa s de a q uellos añ os que has olvidado hace tiempo, desmenuzar el calendario de tu vida, pero no quiero cansarte con detalles. Únicamente quisiera explicarte un suceso que data de aquella época; la experiencia más espléndida de mi infancia. No debes reírt e, ya q ue, por a bsurdo que t e par ezca , tuvo pa ra mí una infinita significa ción. Creo que era domingo. Estabas en uno de tus frecuentes viajes, y el criado, después de haber sacudido las alfombra s, las arr a str a ba penosament e por la puert a ent reabiert a . E ra n dema sia do pesa das par a él y le pregunt é, no sin antes haber vencido mi natural timidez, si quería que lo a yuda ra . Me miró sorprendido, pero aceptó. ¿Cómo podr ías comprender el respeto, la piadosa veneración que experiment é a l entr a r en aq uella casa , al ver t u mundo: el escritorio a nt e el cua l solía s sent a rt e —sobre él ha bía un ja rr ón de crista l a zul con flores—, los cua dr os, los libr os? No pude echa r m á s que una ojea da furt iva, a pesar de que el bonda doso J ua n m e había perm itido ver m á s de lo q ue yo nun ca hubiera osado pedir. Pero fue suficiente para absorber la a t mósfera y proporciona r a liment o fresco a m is ensueños infinitos. Ese breve instante resultó el más feliz de mi existencia. Querría explicártelo de forma que pudieras comprender cómo mi vida dependía de la t uya . Querr ía explicart e aq uel minut o y ta mbién la h ora horr ible que le siguió. Como ya t e he dicho, mis pensa mientos, ent era ment e ocupa dos por ti, me habían dejado insensible a todo lo demás, incluso a mi madre. No me preocupaba de lo que hacía, ni de sus visita nt es. Apena s si me di cuent a de que un señor m a yor, un comercia nt e de In nsbr uck, par ient e leja no de ella , solía visita rn os con frecuencia y perm a necía la rgo ra t o con nosotras. Me gustaba que se la llevara al teatro, porque así podía pensa r en t i sin ser m olest a da , y ta mbién podía mir a r 20

sin t emor por la mirilla , q ue era mi distr a cción principa l, mi única distracción. Un día mamá me llamó con cierta gra vedad y m e dijo que t eníam os que ha bla r seriam ente. Me puse pálida y m i cora zón se cont ra jo. ¿Sospecharía a lgo? ¿Me ha bría delat ado? E l primer pensa mient o fue para ti, pa r a mi secreto, lo único que me unía a la vida. Pero también ma má est a ba desconcerta da. Nun ca me había besado, y en a q uella oca sión lo hizo ca riñ osa y repet ida s veces. Me llevó a l sofá y empezó a decirme ent recort a da ment e y con la vergüenza pintada en el rostro, que su pariente, quien era viudo, le ha bía propuesto ca sar se y q ue, en gr a n pa rt e pensan do en mí, ha bía a cepta do. P a lpité con a nsieda d y, no t eniendo en la m ent e má s que a t i, ba lbuceé: —Nos quedar emos a q uí, ¿verda d? —No, nos vamos a Innsbruck, donde Fernando tiene una casa muy bonita. No oí nada más. Todo parecía oscurecerse ante mi vista. Luego, supe que me ha bía desma ya do. Mi ma dre le cont ó a mi pa dra str o —quien a guar daba t ra s la puert a — que mis manos se agitaron convulsivamente y mi cuerpo pesaba como un sa co de plomo. No puedo explicar t e lo qu e sucedió en los días siguient es; cómo yo, una cria t ura indefensa , luché en va no cont ra los ma yores. I ncluso ah ora , si pienso en ello, me tiembla la mano y apenas puedo escribir. Me era imposible revelar el verdadero motivo y, por lo mismo, mi oposición pa recía un a t erqu edad infa nt il. Na die volvió a decirme n a da . D esde ent onces, los prepa ra t ivos se hicieron a espaldas mía s. Aprovecha ba n las h ora s q ue pa sa ba en el colegio. Ca da vez qu e volvía, a lguno de los muebles ha bía sido tr a sla da do o vendido. Mi vida se desha cía. P or últ imo, una t a rde, cua ndo regresé par a cena r, me encontré la casa casi vacía. En las habitaciones desiertas no quedaba n m á s que baúles y paq uet es, y dos cam a s provisiona les pa ra ma má y pa ra mí. Íbam os a dormir una noche má s par a pa rt ir al día siguient e a In nsbruck. 21

E n a q uel último día comprendí, de repent e, q ue a par t ir de ese momento no podía ya vivir sin estar a tu lado. Eras toda mi vida. Es difícil decir lo que pensaba, si es que en aquellos instantes de desesperación era capaz de pensar a lgo. Mam á no est a ba en ca sa. Ta l como iba , con el dela ntal del colegio, me dirigí a tu puerta. Tenía los miembros rígidos y la s a rt iculaciones floja s; creía sufrir la a t ra cción de un imán. Había pensado tirarme a tus pies y pedirte q ue me toma ra s como cria da o como esclava . No puedo remedia r el t emor q ue sient o al pensa r q ue puedas reírte del apasionamiento de una chiquilla de quince a ños. P ero no t e reirías, a mor m ío, si pudiera s dar t e cuenta de cómo permanecí en el suelo helado, rígida por el temor, al tiempo que me sentía arrastrada por una fuerza enorme, y cómo mi br a zo pa recía elevar se a pesar mío. La lucha dur ó etern os y a ngust iosos segundos; por último, tir é de la campanilla. Aquel agudo sonido resuena todavía en mis oídos. Siguió un lar go silencio, dur a nt e el cua l mi cora zón dejó de la t ir y la san gre se det uvo en mis vena s, mient ra s espera ba que viniera s. P ero no vinist e. Nadie acudió. Debía s ha ber salido a q uella t ar de, y J uan probablement e esta ba t am bién fuera . Con la extinguida nota de la campana resonando todavía en los oídos, me retiré al hogar vacío y me eché exhausta sobre un colchón, tan agotada por esos pocos pasos como si hubiera est a do ca mina ndo hora s sobre la nieve. A pesar del ca nsa ncio, la determ ina ción qu e ha bía t oma do era tan firme como antes: quería verte, hablarte, antes de que me separ ar an de ti. P uedo asegura rt e que mi ment e no a lberga ba ningún deseo impuro; todavía era inocent e, q uizá porque nunca había pensado en nada más que en ti. Solo quería vert e ot ra vez, sent irme a t u lado. Durante toda aquella horrible noche estuve esperándote, amor mío. Tan pronto como mi madre se hubo dormido, me deslicé al vestíbulo pa ra a guar dar t u llegada . E ra una noche muy fría de enero. Estaba cansada, me dolían los 22

miembr os y ya no queda ba ningun a silla donde poder sentarme; así, pues, me eché en el suelo y allí permanecí est remecida por la corrient e de a ire que ent ra ba por deba jo de la puert a , apena s vestida , sin a brigo alguno. No quería evitar el frío por temor a dormirme y no oírte llegar. Me acometían ca lambres en la hela da oscuridad, y una y otra vez tenía que levantarme para combatirlos. Pero esperé, esperé a q ue regresa ra s como si mi vida dependiera de ello. Al fin, sobre las dos o la s t res de la ma druga da , oí a brirse el port a l y pa sos en la esca lera . Se desvan eció la sensa ción de frío y una ola de calor me invadió. Abrí la puerta suavement e con el deseo de salir, de echa rm e a t us pies… , no sé lo q ue ha bría hecho en mi locura . Los pa sos se acercaba n. Oscilab a la luz d e un can dil. Tembla nd o sost enía el pestillo. ¿Sería s tú el que subía ? Sí, era s t ú, q uerido, pero no venía s solo. Oí una risa a ma ble, el frufrú de un vestido de seda y tu voz, hablando quedo. U na mujer subía cont igo… No sé t odavía cómo sobreviví a la a ngust ia de a q uella n oche. A las ocho de la mañana siguiente me llevaron a In nsbr uck. Ya n o me quedab a n fuerza s pa ra lucha r.

Segun do tiempo Mi hijo mur ió la n oche pasa da . Volveré a est a r sola u na vez más si realmente sigo viviendo. Mañana, hombres extraños, indiferent es, vest idos de negro, tr a erá n un féretr o pa ra el cuerpo de mi ún ico hijo. Quizá t a mb ién venga n a lgunos a migos con corona s. Mas, ¿de qué sirven las flores sobr e un féret ro? Me ofrecerá n consuelo con fr a ses t rivia les. ¡P a labras, palabras, palabras! ¿Qué ayuda pueden ofrecer las pala br a s? Todo cuan t o sé es q ue voy a esta r sola de nuevo. No hay n a da má s espa nt oso que esta r sola rodea da de seres hum a nos. Lo sé por experiencia. Lo compren dí dura nt e a q uellos dos añ os int ermina bles que ha bité en I nn sbruck, desde los dieciséis a los dieciocho, rodea da de m i fa milia y 23

sintiéndome como una prisionera. Mi padrastro, hombre t ra nq uilo y t a citurno, era muy a ma ble conmigo. Mi ma dre accedía a todos mis caprichos, como si con ello quisiera a t enua r u na injust icia comet ida. L os jóvenes de mi eda d se hubieran sent ido dichosos de gozar de mi amist a d. P ero yo frenaba sus ava nces con enfado, tercament e. No quería ser feliz n i deseaba vivir cont ent a lejos de ti; por eso me encerr é en un m un do melan cólico, lleno de t orm ent o y soleda d. No quería usar los trajes nuevos y alegres que me regalaban, me nega ba a asistir a los conciert os o al teat ro y no toma ba parte en las animadas excursiones. Apenas salía de casa. ¿Puedes creer que en los dos años que viví en aquella peq ueña ciuda d n o llegué a conocer má s de doce ca lles? G ozaba con el sufrimient o; renuncié a la socieda d y a t odo placer, embriagándome con el deleite de la mortificación q ue, de est e modo, a ña día a l dolor de no vert e. Por lo demás, no hubiera permitido que nada me apartara de mi único a nh elo: vivir solo pa ra t i. Sent a da en ca sa, sola , hora t ra s hora , día t ra s día , no ha cía má s que pensa r en ti, revolvía sin cesar en mi mente los cien queridos recuerdos, renova ba ca da movimient o y ca da espera y ensaya ba esos episodios en el teatro de mi fantasía. La constante evocación de los años de la infancia, desde el día que llegaste a mi vida , ha fija do los deta lles en mi memoria ha sta t a l punt o, q ue puedo recorda r cada minut o de a q uellos añ os pasa dos con la m isma precisión q ue si fuera a yer. Mi vida seguía dependiendo de la t uya . Compré t odos t us libr os. Si en los periódicos se menciona ba t u n ombr e, el día era considera do fest ivo. ¿P odrías creerm e si te dijera q ue de ta nt o leer la s obra s qu e escribist e me la s sé de memoria, línea por línea? Si, dura nt e la noche, alguien me despert a ra y me leyese una frase al azar, continuaría el relato sin equivoca rm e; incluso a hora podría ha cerlo, después de tr ece años. Cualquiera de tus palabras era sagrada para mí. El mu ndo car ecía de int erés sa lvo en lo q ue a t i concern ía. L eía en los periódicos vieneses las reseñas de los conciertos y de los est renos, y me pregunt a ba cuáles sería n los q ue te 24

podría n int eresar. Cua ndo se ha cía de noche te acompa ña ba ment a lment e y me decía : “Ahora , ent ra en el vestíbulo, ah ora t oma asient o” . Tales era n mis imaginar ias fant asías, que se repetían una y mil veces simplemente porque en una oca sión t e vi en un conciert o. ¿P or qué recordar a hora t oda s esas cosas? ¿P a ra q ué referir la t rá gica desesperación de una niña a ba ndona da ? ¿P a ra q ué decírt elo, si nun ca ha s sabido na da de mi a dmira ción o de mi pena? Pero, ¿seguía siendo niña? Tenía diecisiete, dieciocho años; en la calle los jóvenes se volvían a mirarme, pero n o conseguían sino ponerm e de ma l hum or. Ama r a a lguien qu e no fueras t ú, o ima ginar lo, era a lgo imposible, ya q ue el mero act o de t ernur a por par t e de otr o hombre me hubiera par ecido un crimen. Mi am or seguía siendo tan inmenso como antes, pero al crecer mi cuerpo y despert a rse los sent idos, ca mbió de ca rá cter par a convert irse en un am or má s ar diente: en el am or de una mujer de verda d. Lo q ue ha bía esta do oculto a los ojos de la m uchacha inocente, de la niña que había llamado a tu puerta, era ah ora m i único anh elo. Quería ser entera ment e tuya . Quienes me trataban me creían reservada y tímida. Pero t enía un propósito inq uebra nt a ble. Todo mi ser est a ba dirigido a un único fin: volver a Viena, volver a ti. Luché par a conseguir t al objetivo, que ta n incomprensible y desatina do pa recía a los ot ros. Mi pa dra str o gozaba de una situa ción desahogada y me t ra t aba como a una hija. I nsist í, sin emba rgo, en q ue quería gan a rm e la vida por mí misma , y al fin logré que consintieran en mi regreso a Viena como empleada en una casa de modas, que pertenecía a un parient e próximo suyo. ¿Necesito decirte adónde me llevaron los primeros pasos en a quella brum osa t a rde de otoño, cua ndo al fin, ¡al fin!, me encont ré en Viena ? D ejé mi eq uipaje en consign a y t omé un tranvía. ¡Qué despacio caminaba! Cada parada era un nuevo tormento. Por último, llegué a la casa. Mi corazón brincó de alegría cuando vi luz en tu ventana. La ciudad, 25

q ue ta n r emot a y t rist e me ha bía par ecido, se llenó de vida de repente. Yo misma volvía a vivir, ahora que estaba de nuevo junt o a t i, mi et erno sueño. Cua ndo ya no nos separa ba na da má s que el frío y brillan t e crista l, podía ignora r el hecho de que en realidad estaba tan lejos de tu mente como si nos hubiera n sepa ra do mont es, valles y r íos. E ra suficient e q ue pudiera seguir m ira ndo tu vent a na . En ella brillaba una luz; aq uella era tu casa , tú esta bas a hí; aq uello era mi mun do. D ura nt e dos añ os ha bía soña do con ese momento y al fin había llegado. Estuve parada allí toda a quella t a rde cá lida y br umosa , hast a que la luz se apa gó. E nt onces, busq ué mi pr opio domicilio. Ta rde tr a s ta rde volví al mismo lugar. Tra baja ba ha sta las seis. E l tr a ba jo era pesad o, pero me gusta ba , ya q ue el movimient o de la sa la de pruebas oculta ba el t orbellino de mi corazón. Y al insta nt e de cerr a r r uidosa ment e las puert a s, volaba ha cia m i querido rincón. Vert e de nuevo, encont ra rm e contigo t a n solo una vez, era t odo cua nt o desea ba, a unq ue fuera a dista ncia y me limit a ra a devora r t u rostro con la mira da . Al fin, después de una sema na , t e ha llé. El encuent ro me cogió por sorpresa. E sta ba mira ndo la vent a na cua ndo surgist e de improviso en la calle. Al inst a nt e, volví a ser niña otr a vez, la niña de tr ece añ os. Mis mejillas se sonr oja ron. A pesar del deseo enorm e de cont empla r t u r ostr o, bajé la ca beza involunt a riam ente y eché a a nda r con ra pidez, como si me persiguiera n. D e inm edia t o, sent í ha ber huido como un a colegiala , puest o que t enía conciencia de mis verda deros deseos. Quería encont ra rt e; quería q ue me reconocieras después de todos aquellos años aburridos, que t e dieras cuent a de mi presencia, q ue llegar a s a am a rme. P ero dura nt e la rgo tiempo no t e fija ste en mí, no obsta nt e permanecer frente a tu casa cada noche, incluso cuando neva ba o sopla ba el crudo vient o de los inviern os vieneses. A veces, a gua rda ba en van o mucha s hora s. A menudo, cua ndo salía s, lo ha cías a compaña do de a migos. P or dos veces te vi con una joven, y el hecho de que a l fin y o ha bía despert a do, de que mi sent imient o ha cia t i era a lgo nuevo y diferent e, 26

me fue revelado por la súbita contracción del corazón al ver un a mujer desconocida fa milia rm ent e cogida de tu br a zo. No me sorprendió ta l visión. D esde mi infa ncia r ecuerdo la gra n can t idad de visit a s femenina s que recibía s; pero ent onces aq uella rea lida d me produjo un definido dolor físico. Tuve una sensa ción mixt a de enem ista d y deseo cua ndo presencié tu a biert a ma nifest a ción de int imidad con la otr a , y por u na vez, est imula da por ese orgu llo juvenil del que q uizá nunca esté libera da, m e abstuve de la visita ha bitua l; pero ¡cuán va cía y h orrible me pa reció a q uella t a rde de reto y renuncia al mismo tiempo! Al día siguiente esta ba, de nuevo, a nt e tu venta na ; espera ndo llena de humildad, como siempre he espera do frent e a t u vida, ocult a par a m í. Al fin llegó la hora en q ue me descubrist e. Te vi llegar desde ciert a dista ncia, y t ra t é de reunir m is fuerza s pa ra evitar la consiguiente huida. Como si la suerte lo hubiera previsto, un ca rro muy ca rga do ocupa ba la calzada , obstr uyéndola, de forma que tuviste que pasar por mi lado. Sin proponértelo, t us ojos encont ra ron mi r ost ro y de inmedia t o, a pesar de que apena s ha bía s nota do la a t ención de mi mirada, tu faz adquirió aquella expresión que solías mostrar al mirar a las mujeres. Este recuerdo me hirió como una corriente eléctrica —aquella mirada acariciadora y decidida con la q ue añ os a nt es, siendo niña, se ha bía despert a do la mujer—. Du ra nt e un segundo o dos tus ojos me mira ron sin q ue yo pudiera desviar los míos; luego pa sast e. Me lat ía el cora zón con t a l violencia q ue me vi obliga da a detenerme, y cuan do, movida por una curiosida d irresist ible, volví la cabeza par a vert e, cont inua ba s pa ra do y seguías mirándome. El inquisitivo interés de tu expresión me convenció de que n o me ha bía s r econocido. No me r econociste ent onces, como n un ca m e ha s reconocido. ¿Cóm o describir m i desenga ño? Aq uella fue la pr imera de las decepciones, am or m ío; la primera vez q ue soport é la persistent e condición de mi destino: el que nun ca m e ha yas reconocido; el que vaya a morir desconocida. ¡Ah!, 27

¿cómo ha cert e comprender m i desenga ño? D ura nt e los años q ue viví en I nn sbruck nunca cesé de pensa r en t i. La idea de nuest ro próximo encuent ro en Viena siempr e esta ba present e en m i pensam ient o. Va ria ba según m i esta do de á nimo, pasando de las más funestas a las más halagüeñas posibilidades. Había imaginado todas las variantes concebibles. En momentos de depresión me había parecido que me despreciar ías, que m e recha za rías por no ser de tu mun do o por importunarte; por ser fea, insignificante o presunt uosa. H a bía previsto menta lment e cualquier forma posible de a ba ndono, fria ldad o indiferencia . P ero nun ca , en el par oxismo de la depresión, en la má s clar a evidencia de mi insignificancia, había podido sospechar la más horrible de las posibilidades: q ue nun ca hubiera s t enido conciencia de mi exist encia . Ahor a compr endo —¡t ú m e lo ha s enseña do!— q ue el rost ro de una niña o de una mujer, es a lgo en ext remo var iable par a un h ombre. P or lo genera l, no es má s que la visión de un m oment o que se desva nece, t a n r á pido, como la ima gen refleja da en un espejo. U n h ombr e puede olvida r con prontitud el rostro de una mujer, porque la edad modifica los ra sgos y, porq ue en época s diferent es, los vest idos ca mb ian su aspecto. La mujer adquiere resignación a medida que a umenta su experiencia . P ero yo, todavía un a niña , era inca paz de comprender t u olvido. Mi ment e había est a do ta n llena de ti desde el día en q ue te vi, que m e ha bía forja do la ilusión de que, recíproca ment e, a menudo pensa ba s en m í y m e agua rda ba s. ¿Cómo hubiera podido seguir viviendo si hubiese sabido que no represent a ba na da para t i, que no ocupaba un luga r en t u memoria? Al mira rm e a q uella noche y mostrarme que, por tu parte, no existía el más leve lazo, por sutil que fuese, que uniera tu vida con la mía, significó mi primer contacto con la realidad, me trajo el primer a viso de mi dest ino. No me reconocist e. D os día s después, cua nd o nuest ros caminos volvieron a cruzarse y me miraste con cierta int imida d, no reconocist e a la n iña q ue t e a ma ba desde ha cía 28

t a nt o t iempo, y en la q ue ha bías despert a do su sent imient o de mujer; r econociste, simplement e, el rostr o a gra da ble de la jovencita de dieciocho años, encontrado dos días ant es en el mismo sit io. Tu expresión denot a ba una a gra da ble sorpresa. Una sonrisa se dibujó en tus labios. Pasaste de la rg o como ent onces, y como ent onces det uviste los pa sos de repent e. Yo temb lab a , me regocija ba , desea ba a t oda costa que me hablaras. Sentí que por primera vez tenía vida par a t i; an duve despacio y no t ra t é de huir. De pront o, te oí muy cerca. Sin volverme, comprendí que enseguida iba a escucha r t u am a da voz dirigiéndose a mí. Esta ba casi pa ra liza da por la expect a ción y mi corazón lat ía con t a nt a fuerza q ue t emí sent ir la n ecesidad de detenerme. Est a ba s a mi la do. Me saluda st e con a fect o, como si fuéra mos viejos a migos —a pesar de no reconocerme, aun q ue nunca ha s llegado a saber nada de mi existencia—. Tus maneras eran tan llanas y agradables que fui capaz de responderte sin ningun a du da . Ca mina mos a lo lar go de la calle y me pregunt a st e si podíam os cena r junt os. Accedí. ¿H a y a lgo q ue yo hubiese podido nega rt e? Cena mos en un peq ueño resta ura nt e. E s posible que lo haya s olvidado. Pa ra t i debe ser un o entr e t a nt os. Y yo misma , ¿qué era para ti? Una entre centenares, una aventura, un nuevo eslabón pa ra t u cadena sin fin. ¿Qué sucedió a q uella noche para que me recuerdes? Apenas hablé, porque me sentía tan inmensamente feliz de tenerte a mi lado y de oírt e ha blar, q ue no q uería desperdiciar ni un moment o con pa labra s o pregunta s absurda s. No deja ré nunca de esta rt e agradecida por aquella hora, por tu manera de justificar mi ardiente admiración. Nunca olvidaré el tacto que desplegast e. No hubo ninguna demostra ción indebida de tern ur a ni ca ricias presurosa s. No obst a nt e, me tr a t a ste con una confia nza t a n cordia l, ta n fa miliar, desde el primer moment o, q ue me ha brías ga na do aun en el supuest o ca so de que mi ser n o fuera t uyo desde siempre. ¿P odría ha certe comprender lo mucho que represent a ba par a mí el hecho 29

de que mis cinco años de espera infantil se vieran tan colmados? Fue ha ciéndose t arde y sa limos del resta ura nt e. E n la puert a me pregunt a ste si tenía prisa o si disponía t odavía de ciert o t iempo. ¿Cómo podía oculta rt e que era tuya ? Repuse que tenía mucho tiempo. E nt onces, después de una moment á nea vacila ción, me propusist e ir a t u ca sa pa ra seguir cha rla ndo. “Encantada” —repuse con presteza, delatando así mis sent imient os—. No dejé de observa r la sorpresa q ue te produjo la ra pidez de mi a probación. No puedo asegura r si te sent iste veja do o complacido, pero lo q ue sí puedo a firm a r es que mostraste sorpresa. Hoy, por supuesto, comprendo tu a sombr o. Ahora sé q ue es usua l en un a mujer, a un en el ca so de desear ardientemente el amor de un hombre, fingir disgusto, simular temor o indignación. Para obtener su consentimiento son necesarias súplicas vehementes, ment ira s, jura ment os y promesa s. Sé q ue solo la s profesiona les del a mor, la s prost itu t a s, suelen r esponder a in vita ciones de esa clase alegrement e, con un consent imient o fra nco, y a ca so también las muchachas inocentes. ¿Cómo podías comprender q ue, en mi caso, el rá pido asent imient o era el grit o de un deseo et erno, el despert a r de an helos que ha bían persistido dura nt e mil días y má s? E n t odo caso, mi a ctua ción despertó int erés; me ha bía h echo interesante a tus ojos. Mientras paseábamos juntos, sentí que t ra t a bas de clasifica rme a t ra vés de nuest ra cha rla. Tu percepción, tu conocimiento profundo de toda la gama de las emociones humanas, te hacía comprender que habías encont ra do a a lguien diferente; q ue a q uella bonita y complaciente joven escondía un secreto. Tu curiosidad se había despertado, y con tus discretas preguntas intentaste a verigua r m i misterio. P ero mis respuest a s era n evasivas. Prefería aparecer como una tonta antes que develar mi secreto. Subimos a t u apar t a ment o. P erdóna me, q uerido, por decirt e que no puedes comprender t odo cua nt o significaba para mí el subir esas escaleras contigo, cómo me embargaba la 30

felicidad h a st a ca si sofocarm e. In cluso, a hora a pena s puedo pensar en ello sin que las lágrimas pugnen por salt á rseme, a pesa r de q ue se ha n secado mis ojos. Todo lo de aquella casa había quedado impreso en mi pasión; cada cosa era un símbolo de mi infa ncia y de mis deseos. Allí estaba la puerta donde mil veces había aguardado tu llegada ; los esca lones donde oía t us pasos y don de t e vi por primera vez; la mirilla a través de la cual había observado t us idas y venidas; la estera donde una vez m e ar rodillé; el sonido de la llave en la cerradura, que siempre había sido una señal para mí. Mi infancia y sus pasiones se hallaban encerradas en aquellos pocos palmos de terreno. Allí estaba n t odos los moment os vividos y sur gían a nt e mí como un huracán, cuando todo se estaba consumando, cuando iba cont igo, contigo, a t u casa, a nuest ra ca sa. No olvides —mi manera de expresarme puede parecerte t rivia l, pero no encuent ro palabra s má s a decuada s— que ha sta t u puert a llega ba mi mundo real, el abur rido y monót ono mundo de mi vida a nt erior. Ant e ella empezaba el mágico mundo de mi imaginación infantil. El reino de Alad ino. P iensa cómo, m il veces, mis ojos ar diendo ha bía n esta do fijos en aq uella puert a por la q ue esta ba cruza ndo, en a q uel moment o, mi ca beza como un t orbellino, y t endr á s una r emota idea de lo que representa ba a quel t remendo minuto. P asé t oda la n oche contigo. No podías imagina rt e que an tes de ti ningún otro hombre hubiera visto mi cuerpo. ¿Cómo podías sospecharlo, si no había opuesto ninguna resistencia ni expresado ninguna vergüenza, por temor a traicionar mi secreto? Aquello te habría alarmado; no te preocupas más que por las cosas que discurren con facilida d, por lo que es leve, imponder a ble. Temes vert e en vuelt o en cualquier ot ro destino. Te gusta ofrecert e librement e a t odo el mun do, pero no ha cer sa crificios. No me juzg ues ma l cua ndo t e diga q ue me ofrecí a t i siendo doncella . No t e est oy culpa ndo de na da . No me a t ra jiste, no me desilusiona ste n i ta mpoco me sedujiste. Me eché en t us bra zos; salí 31

al encuentro de mi destino. No te guardo más que agradecimient o por a quella noche. Cua ndo a brí los ojos en la oscurida d y t e sent í a m i la do, ima giné que est a ba en el cielo, y la a usencia de la s brilla nt es estr ellas m e sorprendió. Mient ra s dormías, t e oía respira r, sent ía t u presencia . Est a ba t a n cerca de ti q ue derr a mé lágrima s de felicidad. Me fui tempra no, por la ma ña na . Tenía que ir a l tr aba jo y a demá s quería ha cerlo a nt es de q ue llegar a t u criado. Cuan do ya est uve dispuest a pa ra ma rcha r, me rodeast e con tus bra zos y me mirast e larga ment e. ¿Sería q ue un vago y borroso recuerdo se agita ba en t u ment e, o simplement e que mi radiante felicidad me hacía parecer hermosa? Me besaste en los labios y, cuando ya me iba, me preguntaste: “¿No quieres llevar t e unas flores?” H a bía cua t ro rosa s blan ca s en el jarrón de cristal azul, sobre tu escritorio —lo recorda ba desde aq uella ojeada fuga z de mi infa ncia —, y me la s dist e. Las conservé muchos día s y solía besar las a menudo. Ant es de sepa ra rn os ha bíamos convenido un segundo encuent ro. Volví a t u casa y de n uevo est uvo t odo lleno de encan t o y ma ra villa . Me concedist e aún una t ercera noche. Después, dijiste que tenías que abandonar Viena durante algún tiempo —¡oh, cómo detestaba tales viajes desde que era niña !— y m e prometiste q ue sabría de ti t a n pront o como estuviera s de regreso. No quise dart e má s que un a pa rt a do de correos y ca llé mi nombre. G uar dé mi secreto. U na vez má s me ofrecist e alguna s rosas a l marcharme. Día t ra s día, dura nt e dos meses, me pregunt é… No, no q uiero describirt e la a ngust ia de a q uella espera ni mi desesperación. No me quejo ni te reprocho nada en absoluto. Te qu iero t a l como eres, ar dient e y olvida dizo, generoso e infiel. Te q uiero t a l como siempre ha s sido. Volviste mu cho an t es de a q uellos dos meses. La luz en t us ventanas me lo indicó, pero no me escribiste. En mis últimas horas no tengo ni una línea escrita por tu mano, ni 32

una línea de a quel a q uien he dado la vida ent era . E speré, esperé desespera da ment e. No me lla ma st e, no me escribiste ni una palabra , ni una sola palabra …

Tercer tiempo Mi hijo, que murió ayer, también era tuyo. Era tu hijo, fruto de una de aq uellas t res noches. Er a tuya , y t uya fui desde ent onces, mi am or, ha st a la h ora en qu e na ció. Me sent ía como dignifica da por t i, y no me h ubiera sido posible aceptar las caricias de cualquier otro hombre. Era nuest ro hijo, querido; el fru t o de mi a mor conscient e y de t u descuida da , pródiga y ca si involunta ria t ern ura . Nuest ro hijo, nuestr o niño, nu est ro ún ico hijo. Quizá t e asust es, q uizá solo te sorprenda s. Te pregunt a rá s por q ué nunca t e he ha blado de ese niño; y por q ué, ha biendo gua rda do silencio duran t e ta nt os a ños, t e hablo de él ahora q ue ya ce durm iendo su últ imo sueño, a hora q ue me a caba de deja r para siempre y que nunca, nunca, volverá. ¿Cómo podía decírt elo? Yo era un a desconocida , una mu cha cha q ue solo se ha bía mostr a do ansiosa de pa sar contigo a quella s tr es noches. Nunca hubiera s creído que yo, la compañera sin nombre de un encuent ro ca sua l, t e fuera fiel a t i, q ue ha s sido infiel consta nt ement e. Nun ca hubiera s a cepta do sin recelo a m i hijo como t uy o. Incluso, en el supuesto caso de que hubieras confiado en mi pa labra , ha bría s conserva do, no obsta nt e, la secreta sospecha de que a provechaba el lan ce ca sual par a ofrecer un pa dre en buena sit uación a l hijo de ot ro a ma nt e. H ubiera s recelado. Siempre se hubiera interpuesto una sombra de desconfia nz a entr e tú y yo, y n o lo hubiera podido soportar. Además, te conozco; quizá mejor de lo que tú mismo creas conocert e. Tú a ma s, pero sin preocupar t e, conserva ndo el cora zón libre y t ra nq uilo; eso es lo q ue ent iendes por a mor. Te hubiera result a do insoport a ble a par ecer de improviso convert ido en padr e; ser responsa ble del destino de u n 33

niño. La libert a d es ta n n ecesar ia par a t i como el a ire que respira s, y yo te ha bría par ecido una ca dena . In t eriorm ent e, a un en cont ra de tu conciencia, me ha bría s odiado como a una rémora personifica da . Quizá, solo de vez en cuan do, durante una hora o un breve minuto, te habría parecido una ca rga . P ero mi orgullo no me permitía , ni por un insta nt e, ser una sombra en t u vida. P refería a rrostr ar sola las consecuencia s a nt es que ser un a ca rga pa ra t i; quería ser la ún ica, ent re las mujeres que ha s tr a t ado ínt imament e, en la q ue solo pensa ra s con a mor y a gra decimient o. Sin embar go, ya ves, nunca ha s pensa do en mí. Me has olvidado. No t e acuso, am or m ío. Cr éeme, no m e quejo. Debes perdonarme si por un momento, aquí o allá, mi pluma parece bañ ada en am ar gura . Debes perdonar me; mi hijo, nuestr o hijo, yace entre cuatro cirios oscilantes. El dolor es más fuert e que yo. P erdona mis la ment os. Sé que eres compa sivo y siempre estás dispuesto a ayudar. Ayudas al primer ext ra ño q ue te lo pide. P ero tu car idad es peculia r; n o tiene a t a dura s. Cua lquiera puede obtener de ti lo que pueda a ga rr a r con a mba s man os. Y a un a sí, debo confesa r q ue t u bondad discurre lentamente. Necesitas que te lo pidan. Ayuda s a a q uellos qu e lo solicita n; a yuda s por vergüenza , por debilida d y no por el placer de ha cerlo. D éja me decirt e q ue aq uellos que se ven a q ueja dos por el dolor y el t orm ent o, no está n m á s cerca de ti que tu s herma nos en la felicida d. No obsta nt e, es duro, muy dur o, pedir a lgo a los de t u clase, incluso ent re los má s a ma bles. En cierta ocasión, siendo niña todavía, espiaba a través de la mirilla de nuestr a puert a y observé como daba s una limosna a un pobre que ha bía lla ma do. Se la diste de manera presta y espontánea, casi antes de que hubiera hablado. P ero mostr a ste ciert o nerviosismo y apresura mient o en t us moda les, algo así como si quisieras qu itá rt elo de encima cuanto antes; parecías temer el encuentro con sus ojos. Nun ca olvidé a q uel modo tímido y t ra ba joso q ue usast e par a da r una limosna ; aq uel evit ar una pa labra de a gra decimient o. Por est o nunca t e busqué en m is t ribu laciones. Sé 34

que me ha brías concedido cua nt a a yuda hubiera necesit a do, a un cua ndo sospecha ra s que el niño no era t uyo. Me hubiera s ofrecido comodida des y dinero, gra n can t idad de dinero; pero siempre con un a impa ciencia encubiert a , con un secret o deseo de despren dert e de la pr eocupa ción. I ncluso, llego a creer q ue me hubiera s a conseja do desha cerme del fut uro ser. E so era lo q ue má s temía , porq ue sa bía q ue hubiera hecho cua nt o quisiera s. P ero mi hijo era t odo para mí. Era tuyo; eras tú vuelto a nacer —tú, pero no esa persona feliz e inconscient e a q uien nun ca puedo espera r poseer, sino tú siempre par a mí, car ne de mi car ne, ínt ima men t e liga do con m i propia vida —. Al fin t e poseía para siempre; podía sentir tu sangre discurrir por mis venas; te podía alimentar, acariciar, besar tantas veces como mi a lma lo desear a . P or eso, me sent í ta n feliz cuan do me di cuenta de que esperaba un hijo tuyo, y esa es también la razón por la que te lo oculté. A partir de ent onces ya no t e podías esca par ; era s mío. P ero no quiero ocult a rt e que los meses de espera no fueron t a n felices como yo ha bía ima gina do en los primeros moment os de t ra nsport e. Est uvieron llenos de dolor y cuida dos, llenos de fat iga a nt e la crueldad de la gent e. Las cosas se me pusieron difíciles. E n los últ imos día s n o pude conservar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastro hubiesen a dvert ido el esta do en q ue me halla ba y h a brían avisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mi ma dre, de modo que en la últ ima t empora da del emba ra zo me las a rr eglé con el product o de la vent a de la s peq ueña s joyas que poseía. U na sema na a nt es de interna rm e, mi la vandera robó el poco dinero que me quedaba y tuve que acudir a la Mat ernidad. E l niño, t u hijo, na ció allí, en a q uel refugio de misera bles, ent re la s muy pobres, las prost it ut a s y las enferma s. Era un luga r h orrible, donde t odo result a ba ext ra ño, desconocido. Nos sent íam os a jena s la s una s de las otr a s y ya cía mos en nuestra soleda d, unidas únicament e por nu est ra pobreza y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en 35

aquella sala impregnada de olor a cloroformo y sangre, y rodea das de gritos y lam ent os. E n esas sa las, la pacient e pierde toda su individualida d, sa lvo la q ue perma nece en su nomb re escrit o en lo alt o de su cabecera . Lo q ue reposa en la cam a es solo un peda zo de ca rn e est rem ecida, u n objeto de estudio… ¡Ah, la s madr es que dan a luz en su ca sa, rodeadas de la solicitud impaciente de sus esposos, no saben lo que representa, en este trance, sentirse sola e indefensa a nt e el cinismo, disfra za do de ciencia , de los médicos jóvenes o la avaricia inconcebible de las enfermeras! Te pido perdón por hablarte de estas cosas. Nunca más volveré a ha cerlo. Dur a nt e once añ os he guar da do silencio y pronto estaré muda para siempre. Una vez por lo menos t enía q ue hablar a lt o, ha cert e saber cuán cost osa mente vino a l mundo este niño, este niño q ue fue mi delicia y q ue ah ora reposa pa ra siempre. Ha bía olvidado a quellas horas t an penosas; la s ha bían oculta do sus sonr isa s, su voz; las ha bía olvida do en m i felicida d. Ahora , después de mu ert o, la t ort ura ha vuelto a t oma r form a y, por esta vez, sient o la n ecesida d de cont á rt elo. P ero no te a cuso; n i un solo momento t e he guar da do rencor. Ni siquiera en la a gonía del a lumbra mient o est a ba r esent ida contra ti. No me arrepiento del goce que he disfrutado con tu amor; nunca he cesado de amarte ni de bendecir la hora en q ue fija ste la meta de mi vida . Si de nuevo se presentara la misma coyuntura, a conciencia de lo que iba a a cont ecer, paga ría a q uella dicha con cualquier cast igo y lo cumpliría , cont enta , t a nt a s veces como fuera preciso.

Cua rt o tiempo Nuestr o hijo murió ayer. E ra nuestr o, a unq ue nunca lo conociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el más breve contacto contigo, y tus ojos nunca han descansado sobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durante largo tiempo. Mis ansias de verte eran menos intensas y 36

creo que mi am or no era t an a pa sionado; desde que t enía a l niño, mi am or, en r ealida d, era men os obsesivo. No quería dividirme ent re t ú y él, y, por t a nt o, prescindí de ti, que era s feliz e in dependient e, y opté por el niño. É l me n ecesit a ba , debía cuida r de su aliment o y lo podía besa r o acar iciar cua nt o quisiera . Parecía como si me hubiera curado del eterno anhelo. La condena, a l fin, ha bía sido leva nt a da con el na cimiento de t u hijo, que me pert enecía d e verd a d. D esde ent onces, poca s veces mis sent imient os me ha n condu cido humildement e ha sta t u ca sa. Solo un deta lle: siempre te he ma nda do un r a mo de rosas blan ca s el día de t u cumpleañ os, como la s rosas q ue me ofrecist e después de nuestr a primera noche de amor. ¿No se t e ha ocurr ido pregunt a rt e nunca, dura nt e estos diez u once añ os, q uién las ma nda ba ? ¿H a s recordado si a lguna vez ofrecist e a una muchacha un r a mo de flores semeja nt es? Yo no lo sé ni lo sabr é nun ca. P a ra mí era suficient e el enviá rt ela s desde la oscurida d; me ba st a ba revivir en la memoria, una vez al año, el recuerdo de aq uella hora. Nun ca viste a n uestr o pobre hijo. H oy me pesa ha bért elo oculta do, porq ue est oy segura de que lo hubiera s q uerido. Nun ca lo vist e sonr eír cua ndo a bría los ojos al despert a rse, unos ojos oscuros e inteligentes que recordaban los t uyos, aq uellos ojos con los q ue mira ba á vidam ent e, con alegría, a su madre y al mundo entero. Era tan brillante, ta n ca riñoso… Tenía t oda t u ligereza y t u inq uiet a ima gina ción —naturalmente, en la forma que puede manifestarse en un n iño—. Se pa saba hora s ent eras juga ndo con las cosas, ena mora do de un objeto cua lquiera , igual q ue tú juegas con la vida; más tarde, poniéndose serio, se sentaba frent e a sus libros. Era s t ú, vuelto a na cer. E sa mezcla de a legría y seriedad que t e ca ra ct eriza , esa dualidad de ca rá ct er se ha cía cada vez má s pa lpa ble en él, y cua nt o más se parecía a t i, má s lo quería. E ra buen est udia nt e y ha bla ba en fra ncés con mucha solt ura . Sus cuadernos era n los má s cuida dos de la clase. ¡Qué hombr ecito má s t ieso 37

y guapo! Cua ndo en veran o lo llevaba a la pla ya , a G ra do, las mu jeres solía n pa ra rlo y le acar iciaba n sus lar gos cabellos rubios. E n S emmering, la gent e se volvía a mira rlo mient ra s jugaba en el tobogán. E ra ta n gua po, ta n bueno, ta n a tr activo… E l año pasa do ingresó en el pensiona do y empezó a llevar el uniforme: un uniforme de paje del siglo dieciocho con una pequeña daga al cinto. Ahora el pobr ecit o ya ce solo con su ca misa , los lab ios pálidos y las ma nos cruza das. D ebes asombr a rt e an t e la costosa educación qu e escogí para el niño, hecha de lujo y despreocupación. ¿Cómo era posible que yo pudiera proporcionarle esa brillante iniciación en la vida confort a ble de los a dinera dos? Querido, te estoy ha blan do desde la oscuridad. Te lo diré sin a vergonza rm e. P or fa vor, no t e estr emezcas. Me vendí. No fui un a mujer de la ca lle, una prost itut a vulga r, pero me vendí. Mis am igos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principio los t uve q ue buscar, pero muy pront o fueron ellos los qu e me busca ron, porq ue yo era —¿t e diste cuent a a lguna vez?— un a mujer h ermosa . Todos a q uellos a q uienes pert enecí me fueron a dict os. Todos llega ron a ser fervient es adm ira dores. Todos me am a ron , t odos except o tú , a mor mío, except o t ú, a q uien a mé siempre. ¿Me despreciar á s a hora por sab er lo que hice? Est oy segura de que n o. Sé que lo comprenderá s; sé que comprenderá s qu e lo hice por t i, por t u otr o yo, por t u hijo. Dura nt e mi esta ncia en la Ma t ern ida d, comprobé toda la a ma rgura de la pobreza . Su pe q ue en el mun do el pobr e es siempr e la eterna víctima . No podía soport a r la idea de que tu h ijo, t u a dora ble hijo, fuera a vivir en a q uel a bismo, ent re la corr upción de la calle, respira nd o el air e vicia do de los a rr a ba les. Sus tiernos labios no debían aprender el lenguaje del arroyo; su delica da y bla nca piel no debía irrit a rse por el á spero y sórdido ropaje de los miserables. Tu hijo debía tener lo mejor en t odo, t oda la riq ueza y la a legría del mun do. Tenía q ue seguir t us pasos en la vida , ser digno de vivir en la misma esfera que tú. 38

E se es el motivo, el único, a mor mío, por el q ue me vendí. No me cost ó ningún sacrificio, ya q ue las palabr a s “ honor” y “deshonor” me eran insignificantes. Tú eras el único a quien mi cuerpo podía pertenecer y no me querías; ¿qué importaba, pues, a quién se lo ofrecía? El cariño de mis compañeros, incluso sus m uest ra s de pasión, nun ca encontraban en mí ningún eco, aunque muchos de ellos fueran persona s a q uienes no debía má s q ue respeto y, a pesar del recuerdo de mi propio destino, que me hacía simpatizar con ellos por su amor no correspondido. Todos aquellos hombr es fueron buenos conmigo; t odos me m ima ron y llenaron de afecto, todos me trataron con respeto. Uno de ellos, un viudo maduro y con título, consiguió, haciendo uso de su influencia, ingr esar a mi hijo sin pa dr e, a t u hijo, en el colegio. Aquel hombre me quería como a una hija. Tres o cuatro veces me pidió que me casara con él. Hoy podía ser m a rq uesa y poseer un m a gn ífico ca st illo en Tirol. Estaría libre de complicaciones, ya que el chico hubiera t enido un pa dre a fect uoso y yo un m a rido apacible, distinguido y bonda doso. Insistí en mi n egat iva a conciencia de que le haría daño. Es posible que fuera una locura de mi par te. De ha ber acept ado, llevaría una vida t ra nq uila y retira da en cua lquier luga r, y m i hijo esta ría conmigo t odavía. ¿P or q ué escondert e el motivo de mi negat iva ? No quería at a rme. Desea ba perma necer libre pa ra t i en t odo moment o. E n lo má s recóndit o de mi ser, en el subconscient e, cont inuaba soñando con la locura de mi infancia. Quizá algún día me llamarías a tu lado, aunque no fuera más que por una hora . Desde el primer despert a r a mi est a do de mujer, ¿mi vida no ha bía sido una const a nt e espera, a guar dan do un a ct o de tu volunta d? Al fin, la hora tan esperada llegó. Y ni siquiera esta vez supiste que había llegado, amor mío. Cuando aparecí de nu evo, no me reconociste. Nun ca m e ha s reconocido, nun ca, nunca. Te encontraba bastante a menudo en teat r os, conciert os, en el P ra t er, por t odas part es. Mi coraz ón latía con violencia cada vez que nos cruzábamos, pero tú 39

siempre pasa ba s dist ra ído por m i la do. Me ha bía convert ido, en lo que se refiere a la a par iencia exter ior, en una persona dist inta . La t ímida jovencita era a hora una mujer, hermosa según decían, ataviada con vestidos caros, rodeada de admiradores. ¿Cómo podías relacionarme con aquella t ímida muchacha q ue habías conocido a la inciert a luz de t u dorm itorio? A veces, mi a compañ a nt e te sa ludaba , y, en a q uellas oca siones, espera ba q ue tus ojos dela t a ra n a lgún est remecimient o al devolver el saludo, pero t u m ira da era siempre la d e un cort és desconocido, un a mir a da de respet o, pero nun ca de reconocimient o, dista nt e, desespera da mente distante. Recuerdo que una vez, esa a ct itud ha bitua l, ese olvido de mi persona, fue una tortura para mí. Estaba en un palco del teatro de la ópera con un amigo, y tú en el de al lado. Las luces se at enua ron cua ndo empezó la obert ur a . Ya no podía ver t u rostr o, pero sent ía t u respira ción t a n próxima como si est uviéram os en tu ha bita ción; t u ma no, fina y elega nt e, descansaba en el antepecho cubierto de terciopelo. Me em ba rga ba un infinito deseo de inclina rm e a besar h umildemente aquella mano, cuyas caricias había conocido. A los acordes de la orq uesta , mis an sia s se ha cían má s intensas. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para mantener los labios a leja dos de t u q uerida m a no. Cua ndo a ca bó el primer a ct o le dije a mi a migo q ue quería ma rcha rm e. Me result a ba intolerable tenerte sentado a mi lado en la oscuridad, tan próximo y a l mismo tiempo t a n leja no. P ero la hora llegó una vez m á s, solo otra vez, la últ ima en mi pobre vida. No hace más que un año, al día siguiente de tu a niversa rio, mis pensamient os habían est a do contigo má s q ue nun ca , pues solía conceder a ese día la ca t egoría de fiesta. Por la mañana temprano, compré las rosas blancas enviadas anualmente como recuerdo de un moment o que tú ya ha s olvidado. P or la t a rde, me llevé a mi hijo de paseo y junt os fuimos a t oma r el té. P or la n oche, est uvimos en el t eat ro. Quería q ue considera ra a q uel día como un míst ico an iversa rio de su infa ncia, a pesa r de no poder conocer la r a zón. 40

E l día siguient e lo pa sé con mi a migo de aq uella época , un joven y adinerado fabricante de Brünn, con el que había vivido dos años. Estaba apasionadamente enamorado de mí, y t a mbién q uería ca sar se conmigo, pero me negué, sin razón aparente, aunque me abrumaba con los regalos y a t enciones que tenía pa ra mí y pa ra el niño, y con la simpat ía q ue ema na ba su t orpe y dócil devoción. Fu imos a un conciert o donde nos reun imos con un g rupo de gente muy animada. Cenamos en un restaurante de la Ringstr a sse, y mient ra s cha rlá ba mos y reíamos propuse t ra slada rn os a un sa lón de ba ile: el T aba r ín . E n genera l, semeja nt es sitios, donde la fa lsa a legría es siempre expresión d e embriaguez par cial, me result a ba n odiosos y apenas los frecuent a ba. P ero, en a quella ocasión, una extra ña fuerza parecía a rr a str a rm e y me condujo a ha cer la proposición, q ue fue aclamada con júbilo por los otros. Me sentía presa de una impaciencia inexplicable, como si algo extraordinario me estuviera a gua rda ndo. Como siempre, acostum bra dos a complacerme, t odos a ccedieron a mi r uego. Fuimos a l salón de baile, bebimos cha mpañ a y m e asa ltó un r epentino a cceso de animación poco frecuente. Bebí una copa tras otra, con un a a legría casi dolorosa; m e uní al coro de una can ción agr a dable, y m e sent í de humor pa ra baila r con ent usia smo. Mas de pront o, not é como si una ma no hela da o ardient e me hubiera agarrado el corazón. Tú estabas sentado con unos am igos en la m esa inmediat a a la nuestr a y me miraba s con esa m irada a cariciadora y codiciosa, a qu ella mira da que siempre me ha bía conm ovido má s allá de la ra zón. P or primera vez, después de diez años, volvías a mirarme con toda la fuerza de tu inconsciente pasión. E ra ta nt a mi agita ción, q ue poco faltó pa ra que la copa se ca yera de mis man os t emblorosas. P or fort una , mis compa ñeros ni se dieron cuent a de mi esta do. Sus sent idos est a ba n un poco embot a dos ent re a q uel ba rullo de risas y de música . Tu mirada se hacía cada vez más ardiente y enardecía mis sent idos. No esta ba segura de si a l fin me ha bías r econocido, 41

o si t u deseo ha bía sido despert a do por una mujer a parentemente desconocida. Mis mejillas ardían, y hablaba sin saber lo que decía. No pudiste dejar de apreciar el efecto que tu mirada me producía, e hiciste un imperceptible movimiento de ca beza par a indica rm e que sa liera . Luego, después de haber pagado tu cuenta, te despediste de tus a migos, no sin an t es ha cerm e ot ra seña l par a que supiera que me a guar da ba s fuera . Tembla ba como si estuviera a quejada de un acceso de fiebre. Ya no podía contestar si me ha blaban ni contener el tumulto de sa ngre. La suert e quiso que una pareja de negros iniciara, en aquel momento, una da nza exótica a compa ñá ndose de sus grit os a gudos y un fuerte zapateo. Todos se volvieron para observarlos, y yo a proveché la oport un ida d. Ya de pie, le dije a mi a migo q ue volvería enseguida y salí a t u encuent ro. Me aguardabas en la antesala, y tu rostro se iluminó al verme. Con la sonrisa en los labios te dirigiste presuroso ha cia m í. E ra evident e q ue no me reconocías, ni a la n iña , ni a la m uchacha de ot ros t iempos. De nu evo me convert ía para t i en un a recient e amist a d, en un a mujer desconocida. —¿Tienes un rato para dedicarme? —me preguntaste en un tono confidencial, con el que demostrabas tomarme por una de esas mujeres que cualquiera puede compra r por una noche. —Sí —repuse; el mismo tem bloroso a un q ue perfect a mente consciente “sí” que oíste en mi juventud, hacía más de diez a ños, en la oscur a calle. —D ime, ¿cuán do nos podemos encont ra r? —Cuando quieras —contesté, ya que nunca sentía el menor a t isbo de vergüenza en cuan t o a t i se refería. Me miraste con cierta sorpresa, sorpresa que contenía el mismo sabor de duda mezclada con curiosidad que ya había s most ra do en otr a oca sión, asombra do ant e la ra pidez de mi consentimiento. —¿Ahora ? —pregunt a st e después de un mom ent o de duda . —Sí —repuse—, va yá mon os. 42

Cua ndo me dirigía a recoger m i ca pa a l guarda rr opa r ecordé q ue mi am igo de Br ünn h a bía entr ega do nuest ra s cosa s jun t a s y q ue, por lo mismo, él t enía el núm ero. No era posible volver a pedírselo, y t odavía me par ecía m á s imposible renun ciar a a q uel moment o de est a r cont igo, con el que había soñado ardientemente desde hacía tanto tiempo. Hice la elección a l inst a nt e. Me envolví en el cha l y penet ré decidida en la n oche húm eda, insen sible no solo a la pérdida de mi ca pa, sino t a mbién a la del hombr e bueno y ca riñoso con el q ue ha bía vivido dos añ os, indiferent e al hecho de colocar lo públicam ent e, a nt e sus a migos, en la g rot esca situación de un hombre cuya amante lo abandona a la primera seña de un desconocido. Me daba perfect a cuent a de la bajeza e ingra t itud de aq uel comportamiento respecto a un buen amigo. Sabía que mi ultrajante locura lo alejaría de mí para siempre y que me juga ba el porvenir. Mas, ¿qué represent a ba su am ist a d, mi vida , compar a da con la suert e de sent ir t us la bios una vez má s sobre los míos, de escuchar de nuevo t u a dora da voz? Ahor a , q ue t odo ha pasa do, t e lo puedo decir, puedo decirt e cuánto te amé. Creo que de llamarme tú en mi lecho de muerte, hallar ía la fuerza necesaria par a levant ar me y acudir presurosa a t u encuent ro. E n la puert a t omam os un coche que nos llevó a t u ca sa. D e nuevo pude oír t u voz, una vez m á s sent í el éxta sis de esta r a t u la do, y esta ba t a n embriaga da por la a legría y la confusión como lo est uve en ot ro t iempo. No puedo describírtelo todo. ¡Cómo se renovaban en mí, mientras subíamos la escalera tan conocida, mis sentimientos de hacía diez años! ¡Cómo vivía simultáneamente en el pasado y en el present e, como si todo mi ser estuviera fun dido con el tuy o! En las habitaciones casi nada había cambiado. Se veían algunos nuevos cuadros, muchos más libros, uno o dos muebles nuevos, pero en conjunto conservaba el aspecto familiar de un viejo amigo. Sobre el escritorio estaba el jarrón con las rosas, mis rosas, las mismas que yo había 43

ma nda do la víspera , día de t u cumpleañ os, como recuerdo de la mujer q ue ha bías olvida do, aq uella q ue no reconocías, ni siq uiera ent onces, cua ndo se ha lla ba junt o a t i, cuando sostenías sus manos y besabas sus labios. Pero me confortó el ver allí mis flores, saber que estimabas a lgo q ue venía de mí, a lgo como el a lient o de mi a mor. Me toma ste en t us bra zos. De nuevo perma necí contigo toda una noche inolvidable. E n n ingún h ombre he conocido t a nt a ternur a , aun que apaga da después por un olvido inhum ano, inf inito. ¿Quién era yo, jun t o a t i, en la oscur idad ? ¿Er a la niña enamorada de otros tiempos, la madre de tu hijo, una desconocida… ? P ero ama neció. Er a ya t ar de cuan do nos levant am os y me pediste que me quedara a desayunar. Mientras tomábamos el t é, que una ma no invisible ha bía servido con discreción en el comedor, cha rla mos con t ra nq uilidad. Como ent onces, desplega st e una cordia l fra nq ueza y, como ent onces, no hub o pregunt a s indiscret a s ni curiosida d sobre mi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vivía . Yo era par a t i, como siempre, una a vent ura ca sua l, una mujer sin n ombre, una hora a rdient e que no deja ra str o t ra s de sí. Me conta ste q ue esta ba s a punt o de iniciar un lar go viaje, q ue iba s a pa sa rt e dos o t res meses al nort e de África. Tus pala bra s sona ron en m is oídos como un fúnebre tañido: “Pasado, pasado, pasado y olvidado”. Deseé echa rm e a t us pies, llora ndo: “ ¡Llévam e contigo pa ra que a l fin puedas conocerme, a l fin, después de ta nt os añ os!” P ero fui tím ida , servil, coba rd e y dócil. Todo cua nt o pude decir fue: —¡Qué pena ! Me mir a st e sonr iend o y dijiste: —¿De vera s lo sient es? P or un m oment o creí que iba a perder el sent ido. De pie, te mira ba fija ment e. Luego dije: —E l hombr e que yo a mo siempr e se va de via je. 44

Te miré der echo a los ojos. “Ahor a , a hor a —pensé—, a hor a sí que me recordará”. Pero solo sonreíste y me dijiste en tono consolador: —S iempre se vuelve. —S í, se vuelve, pero ent onces se ha olvida do —r epuse. Debí ha blar con mu cho sent imient o, porque m i expresión t e conmovió. Te leva nt a ste t a mbién y me mira ste int errogat iva y t ierna mente. P usiste tus m an os sobre mis hombros: —La s cosa s buenas n unca se olvida n; nun ca t e olvida ré. Tus ojos me estudiaban con atención, como si quisieras guardar mi imagen en la memoria. Cuando sentí aquella mirada penetrante, aquella exploración de todo mi ser, ima giné que el embrujo de tu ceguera se iba a l fin a romper. “Me reconocerá, me reconocerá”. Mi alma temblaba con expectación. P ero no me r econociste. No, no m e reconociste. Nun ca h abía sido más extraña para ti que en aquel momento, porque, de no ser a sí, nun ca hubiera s hecho lo que hiciste unos minut os má s ta rde. Me ha bías besado ot ra vez, me ha bías besado apasionadamente. El pelo se me desordenó y tuve que volver a arr eglarlo. De pie an te el espejo, vi a tra vés de él —y a l mira r me cubrí de vergüenza y de horror— qu e metías en mi ma nguit o, con disimulo, unos billetes de ba nco. Apena s pude contener el llant o; tuve que ha cer un gra n esfuerzo para no grita r y abofetear te. Me esta ba s paga ndo la n oche que había pasa do contigo, a mí, que t e había ama do desde mi infan cia, a mí, la ma dre de t u hijo. Pa ra ti no era má s que una prost itut a contra tada en un sa lón de ba ile. No era suficient e que me olvidara s; t enías, además, q ue humillar me. Recogí mis cosas con ra pidez par a poder esca par lo a nt es posible; m i pena era dema sia do gra nde. Busqué mi sombrero. Lo vi sobre el escritorio, junto al ja r r ón de la s rosas bla nca s, junt o a mis rosa s. Tuve el deseo irresistible de int ent a r un último esfuerzo pa ra despert a r t u memoria. —¿Quieres dar me una de tus r osa s? 45

—D esde luego —respond iste, sacá nd ola s t odas del ja rr ón. —¿Quizá t e las regaló a lguna m ujer que te am a ? —Quizá —repusist e—. No lo sé. Me las m a nd a ron , pero n o sé quién m e la s ofrece; por eso las q uiero t a nt o. Te miré ansiosamente. —¡Ta l vez t e las envió alguna mujer q ue ha ya s olvida do! Estabas sorprendido. Te miré todavía con más int ensidad. “ Reconóceme, por fa vor, reconóceme al fin” , pedían mis ojos. Pero tu sonrisa, a pesar de ser cordial, no daba ninguna muestra de recuerdo. Volviste a besarme, pero no me reconociste. Sa lí corr iend o, pues mis ojos esta ba n llen á nd ose de lá gr imas y no quería que las vieras. En el recibidor, cuando escapaba precipita da ment e de la ha bita ción, ca si choq ué con J ua n, t u cria do. At ur dido, pero celoso de su deber, se apartó rápidamente de mi camino y me abrió la puerta. E nt onces, en aq uel inst a nt e fugitivo, a t ra vés de mis ojos a rr a sa dos en lá grima s, ¿comprendes?, vi cómo una luz se ha cía en su rost ro. En a quel breve insta nt e, estoy segura , me reconoció a q uel hombr e que no ha bía vuelto a verme desde la infa ncia. Me sent í a gra decida. Me hubiera a rr odillado a sus pies y le ha bría besa do la s ma nos. Sa q ué de mi manguito aquellos billetes de banco, con los que me ha bías ofendido, y se los t iré. Me miró alar ma do —en a q uel inst a nt e, t engo la cert eza, él comprendió má s de mi vida que cua nt o haya s aprendido de ella a lo largo de t oda t u exist encia —. Todo el mun do, t odo el mun do me ha q uerido; t odos me ha n a bruma do con su ca riño y am a bilidad. Únicamente tú, solo tú, me has olvidado. Tú, solamente t ú, ha s deja do de reconocerm e.

Quint o t iempo Mi hijo, nuest ro hijo, ha muert o. No tengo a na die a q uien q uerer, a n a die en este mun do, except o a t i. Mas, ¿qué puedes ser t ú para mí; t ú, que nun ca me ha s reconocido; tú, 46

q ue cruz a ste por m i vida como si hubiera s cruz a do un a rr oyo; tú, q ue hollast e mi alma como si fuera una piedra ; t ú, q ue seguiste un cam ino ajeno a mi et erna espera ? U na vez ima giné que podía conserva rt e pa ra mí sola; q ue te poseía , a t i, el evasivo, en el niño. ¡P ero era t u hijo! P or la noche, me ha abandonado cruelmente para emprender un largo via je; me ha olvidado y n unca volverá . De nuevo estoy sola, más horriblemente sola que nunca. No tengo nada, nada tuyo. Ni al niño, ni una palabra, ni una s líneas de t u puño y let ra , ni un lugar en tu memoria. Si alguien m enciona ra mi nombr e en t u presencia , sona ría en t us oídos como el de una ext ra ña . ¿Cómo no est a r cont ent a de morir, si estoy muert a pa ra t i? ¿P or qué no he de aba ndonar lo t odo, si t ú me ha s aba ndona do? No te censuro, querido. No deseo introducir mis pesares en tu a legre vida . No tema s, no volveré a m olest a rt e nunca más. Sufre conmigo, para que yo pueda dar paso al deseo de grita rt e desde el fondo de mi cora zón, por una sola vez, en la hora amarga de la muerte de mi hijo. Únicamente est a vez voy a ha blar t e, luego volveré a la oscurida d y seré de nuevo mud a , como siempre lo he sido. Ni siquiera llegará a ti mi lamento si sigo viviendo. Solo en el caso de que muera recibirás est a herencia de una mujer q ue te ha a ma do más a rdient emente que na die, una mujer q ue nunca ha s conocido, una mujer q ue ha espera do siempre t u lla ma da y a quien nunca has llamado. Quizá, quizá cuando recibas este legado querrás verme; entonces, por primera vez, te seré inf iel, ya no podré oírt e desde el sueño de la mu ert e. No te dejo ningún r etr a t o ni ningún recuerdo, igual que t ú nunca me diste na da, porq ue no quiero q ue ahora me reconozcas. Tal fue mi destino en vida, tal quiero que sea mi destino después de muerta. No te llamaré en mi último moment o; seguiré mi ca min o, deja nd o que ignores mi nombre y mi aspecto. La muerte me será fácil, porque tú no sufrirá s por ella . No podría m orir si mi muert e hubiera de causarte dolor. 47

No puedo ya seguir escribiendo… Me pesa t a nt o la ca beza … ; me duelen los miembr os; t engo fiebre. Me par ece q ue tendré que acostarme de inmediato. Quizá pronto todo ha brá a ca bado. Quizá , por esta última vez, el destino será amable conmigo y no me dejará ver cómo se llevan a mi hijo… No puedo seguir escribiendo. Adiós, q uerido, ad iós. Mi agradecimiento para ti. Cuanto sucedió fue bueno, a pesar de todo. Te esta ré a gra decida m ient ra s me qu ede un soplo de vida. Estoy contenta de haberte escrito. Ahora podrás saber, aunque no lo comprendas plenamente, lo mucho que te he amado, y que mi amor nunca será una ca rga par a t i. Me t ra nq uiliza el pensar q ue no t e decepcionaré, ni habrá cambios en tu brillante y amable vida. Mi muerte, am ado mío, no t e causa rá ningún da ño. Y eso me consuela. Mas, ¿quién?, ¡ah!, ¿quién t e enviará a hora las rosas bla ncas por tu cumpleaños? El jarrón permanecerá vacío. Nu nca m ás volverá a respirar se en t u ha bit a ción, una vez al año, aquel aroma, aquel aliento de mi existencia. Una última súplica, la primera y la última. Hazlo por mí. No dejes de compra r ese día —en el qu e suele pensa rse en u no mismo— a lguna s rosas, y ponla s en el ja rr ón. No q uiero a na die má s q ue a t i. Ú nica ment e deseo seguir viviendo en t u r ecuerdo solo un día a l añ o, suavement e, silenciosam ente, como siempre he vivido a tu lado. Por favor, querido, hazlo. Es mi primera súplica y la última… G ra cias, gracias… Te am o, te amo… Adiós…

Epílogo La ca rt a ca yó de sus ma nos temblorosas. Después, medit ó larga y profunda ment e. Sí, t enía vagos recuerdos de la hija de una vecina, de una mucha cha , de ciert a mujer en un salón de ba ile, aun q ue todo era t ur bio y confuso como el reflejo de una piedra en el lecho de un r iachuelo tur bulent o. Perseguía las sombra s a t ra vés de su ment e, sin conseguir un irla s 48

en una imagen concreta. Se agitaban en su memoria vagos destellos, pero ni aun así podía recordar. Le parecía haber soña do con a q uellas figura s, a m enudo y con viveza , sin q ue, a pesar de todo, dejasen de ser unas imágenes de ensueño. Sus ojos se dirigieron al jarrón azul del escritorio. Estaba va cío. Du ra nt e muchos añ os, en el día de su cumplea ños, no lo ha bía esta do. Tembló. E xperiment ó la sensación d e que se había a biert o de repent e una puerta invisible, una puerta a través de la cual soplaba el aire helado de otro mundo, y q ue inva día el refugio de su ha bit a ción. Le llegó como un a viso de muerte y un signo de amor inmortal. Algo informe, apasiona do, fluyó en su int erior, y el pensa mient o de la a ma nt e invisible, ar dient e e inma t erial, se agitó en su m ent e como el sonido de una música leja na .

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Leporella

En el registro civil constaban los nombres: Crescencia Ana Luisa F inkenh inkenh uber, uber, de t reint a y nu eve eve añ os, os, na cida cida de unión unión ilegí ilegítt ima en una a ldea ldea de Zil Zille lert rt a l. Al Al la la do de la r úbrica úbrica , “ seña seña s particulares”, su hoja de servicio ostentaba una raya transversa l, como como signo signo n egat ivo. ivo. Si fuera obliga obliga ción ción de los los fun ciocionarios la descripción caracterológica, una mirada fugaz les hubiera hubiera ba sta do para ha cer consta consta r, sin sin t itubeo, itubeo, en en a q uel punt o: “parecida a un rucio montaraz, flaco y decaído”. Un inequívoco a specto specto ca ca ba lla lla r a cusaba la expresió expresiónn del labio infer infer ior, ior, pesa pesa da mente caído; el óvalo alargado y duro de su cara atezada; la mira da húm eda de sus ojos ojos sin sin pesta pesta ña s, y espec especialment ialment e, el el sucio y grasiento pelaje que le caía sobre la frente. De sus a nda res se desprendía desprendía a simismo simismo ese e se pasmo y esa es a t esta rudez característicos del mulo alpino, que en invierno y en verano trabajaba gruñendo, pero con el mismo trote constante, por los los senderos pedr pedr egosos: egosos: del mon t e a l valle y del valle al mon te, cargado de leña. Apenas libre de las riendas de su labor, solí solíaa Cr esce escenci nciaa junt a r las m a nos huesudas, a poya poya r los los codos codos y mira r a nt e sí, sí, como como los los anima les les en en la cuadr a , con con los los sent sent idos para adentro. Todo en ella era duro, enjuto y pesado. Le cost ost a ba pensar y era lent lent a en comprender; comprender; las idea idea s nueva nueva s no llegaban sino embotadamente a su sentido interior, como a través de una criba espesa; pero una vez que lograba hacer suyo algo nuevo, nuevo, lo lo ret ret enía enía con una a var a t enacida enacida d. Nunca leía leía en los periódicos ni en el devocionario, el escribir le costaba 53

trabajo, y las torpes letras que trazara en su libro de cocina e ra n m uy parecid parecidaa s a su misma figura figura desgarba desgarba da, t oda ella lla en án gulos gulos y ca ca reciendo reciendo de las form a s ta ngibles ngibles de la feminida d. Dur a c omo su osam osam enta , su frent fre nt e, sus ca ca dera de ra s y sus ma nos era su voz, que, a pesar de las notas de garganta tirolesas, sonaba siempre como una carraca. Pero Crescencia no decía una sola palabra inútil. Nadie la vio reír: también en esto era perfec rfect a ment e anima l, ya que la cara c t erística rística de las las criat ura s inconscientes de Dios, es el ser incapaces de esa bendita expresi presión ón del sent sent imient imient o qu e es es la risa. Cr iada a expe expensa nsa s de la Comun idad en calida calida d de exp expós ósita ita , a los doce años a sueldo como camarera, más tarde fregona en un mesón mesón frecuent frecuent a do por por car ret eros, eros, pudo sa sa lir lir de allí, allí, donde se había distinguido por su tenacidad, su furia de toro en la fa ena , y a sc scendió endió a coc cocinera de una pensió pensiónn de t urista s de cie ciert rt o prestigio. A las cinc cincoo de la ma druga da se lev levaa nt a ba C rescenc rescencia, ia, ba rr ía, limpiaba limpiaba , encendía encendía la lumbre, cep cepil illaba laba , ordenaba la casa , guisaba, restregaba y lavaba hasta bien entrada la noche. No se le ocurr ocurr ía pedir pedir n i un día de fies fiestt a y, a no ser ser pa ra ir a la igleiglesia sia , no conoc conocía ía las calles; calles; la mot a de fuego fuego redondea redondea da y cálida del hogar era su único sol, y eran su bosque los millares de leños eños que a still stil l a ba dura nt e el el año. Los hombres hombres la l a dej dejaba n en paz, ya fuera fuera porque en en un cuar to de siglo de ahincada faena se había quedado sin ninguna feminida feminida d, o bien bien porq porq ue, oli oliendo endo a m oho y hura ña como era era , no convida convida ba a q ue se le a cerca cerca sen. Su ún ico ico goce goce lo ha lla lla ba en el dinero, que iba amontonando con su instinto campesino, p a ra e vit vit ar que en en su an cianidad t uviera uviera q ue t ra gar, gar, una vez má s, en en cualq uier uier a silo, silo, el pan a ma rgo de la Comun idad. Por el mismo afán de dinero, este ser oscuro abandonó su hogar tirolés a los treinta y siete años. Una oficiosa intermediaria, que la había visto durante la temporada veraniega t ra stea ndo por por la s ha bita ciones iones y en la coc cocina desde desde la la primeprimera luz de la n oche, oche, la sedujo sedujo prom prom etiéndole q ue en en Viena iena vería dobla dobla do su sueldo sueldo.. Du ra nt e el el tr a yect yect o del del tr en, Crescenc Crescencia ia n o dirigió la palabra a nadie y aguantó horizontal, sobre las 54

doloridas r odill odillaa s, el el pes pesoo de la la cest est a q ue cont cont enía t odo su ha ber, ber, a pesar pesar de la la a ma bilidad bilidad de los los pasa jeros q ue querían a yuda rla a ponerla ponerla en la r ed de los los equipa equipa jes. es. E l robo y el enga enga ño eran las única única s imá imá genes genes que su dura t est est uz campesina campesina a soc sociaba con la idea idea de la la gra n ciudad. U na vez vez en Vie Viena na , fue prec precis isoo acompa acompa ña rla de compras compras los primeros primeros día día s, ya q ue la la a t emoriemorizaban los coches como a la vaca el automóvil. Pero, cuando hubo conocido las cuatro calles hasta el mercado, no necesitó de na die, die, y provi provist st a de su ces cestt o, sin sin levan levan t a r la m ira da , iba iba de la puert puert a d e la casa a l sitio sitio de la la compra y volvía volvía a ca sa, y otr a vez vez a fregar, a la lumbre, a l tr a steo; lo mismo en en el nuevo hoga r q ue en en el ant iguo, iguo, sin sin h a lla lla r diferenci diferenciaa a lguna . A las nueve, nueve, igual que en en la a ldea ldea , se a cost ost a ba y dormía como como un a nima l, con la boca boca abiert abie rt a, h a sta que sona so na ba el desp desperta erta dor do r. Na die sabía cómo cómo se sent se nt ía, t a l vez vez n i ell ellaa misma ; a na die lo decía. decía. R eses pondía a los mandatos con un ronco: “Bien, bien”, y si no le cuadraba lo que le decían, con un ambiguo encogimiento de hombr os. os. La t enían sin sin cuidado los los vecinos vecinos y sus misma s comcompañeras; las miradas burlonas de las que llevaban una vida má s fá cil q ue la la suya , resbala ba n como como a gua sobre sobre el cuero cuero de su indifere indiferenci nciaa . U na sola sola vez, en en q ue una chica hica hizo burla de su dialec dialect o tirolé tirolés, y no ces cesaa ba de hostigar hostigar a la t a citurn a compa ompa ñera , a rr eba eba t ó, de pront pront o, del del hoga hoga r un leño leño a rdient rdient e, con con int enció enciónn de alca alca nza r a la at emorizada emorizada , que huyó grita ndo. Desde aq uel ue l día, ces cesaa ron de hostiga rla . Cada domingo, por la mañana, Crescencia iba a la iglesia con su a mplia mplia ba squiña 1 plisada y la cofia de plato de las aldeanas. Y una sola vez, el primer día que salió en Viena, se arriesgó a dar un paseíto; pero como se resistía a utilizar el tranvía, viendo paredes de piedra a ambos lados que se movían en torbellino, no pasó del puente sobre el Danubio; allí fijó su mirada en la corriente, como en algo ya conocido, dio media vuelta y regresó a la casa por las mismas calles, bordeando la l a s fachada s y evi evitt a ndo, a t emoriza emo riza da , los los a za res de la circulación. Esta primera y única salida explorativa debió B asquiña . Saya que usan las mujere mujeress sobre sobre la ropa ropa interior interior par a salir salir a la calle. (T odas l as notas son son del del E di tor.)  tor.)  1

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decepciona rla , pues desde ent onces no ab a ndon a ba la ca sa , ni a un los días fest ivos, prefiriendo ocupar se en su costur a o mirar tras la ventana con las manos ociosas. Así, pues, la gran ciudad en na da mudó la vieja rut ina de sus jorna da s, a no ser porque, al final del mes, las manos chamuscadas, heridas y gastadas cogían cuatro billetes azules en lugar de dos. Cada vez los examinaba largo rato, poco confiada; los separaba y, a lisán dolos uno a un o ca si con t ernur a , los junt a ba a los an t eriores en el cofrecito de madera amarilla labrada que había t ra ído consigo. Est e cofrecit o desvencija do era t odo el secreto y la pa sión de su v ida ; d e noche escondía la llave ba jo la almoha da; dónde la guar daba dura nt e el día , no lo sa bía na die. Así era a quel rar o ser h uma no, que ta l le llama mos, aun que lo huma no no se t ra slucía má s que va gam ent e en sus tr a za s. P ero, t a l vez, era necesa rio un ser con los sent idos t a n cerr a dos pa ra poder prest a r servicio en el hogar, no menos ra ro, del joven barón de F. En general, los criados, aparte de los moment os rut ina rios, como el de a nun ciar una visita , no podía n soporta r la a t mósfera pendenciera . E l tono excita do y ha sta el hist erismo part ían del a ma de ca sa. E sta era la hija m ay or de un riquísimo fabricante de Essen, quien al conocer al barón en un balneario —mucho más joven que ella, de mal linaje y peor sit ua ción económica, pero gua po y con r eput a ción de t ener el c h a r m e1  a ristocrá t ico requerido—, se ha bía ca sado con él sin demora . P ero apena s ext inguida la luna de miel, la recién ca sada hubo de convenir en q ue sus pa dres, exigentes en ma t eria de conducta y de la boriosida d, t enían m otivos pa ra oponerse a t a n precipita da boda. Además de mucha s deudas n o confesa da s, pront o se vio q ue el indolent e ma rido dedica ba ma yor t iempo a sus enr edos de solt ero que a los deberes conyu ga les; no precisam ent e de ma l á nim o, pues t enía un fondo jovia l como t odos los qu e son ligeros, pero indolent e y sin fr eno ant e la vida . E ste medio ca ba llero, pa ga do por su bello rostr o, veía como a va ra limit a ción de origen plebeyo t odo lo q ue fuera capita liza r el dinero con vist as a las renta s. Él quería una vida fácil, ella una domest icida d 1 

Charme

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(del fra ncés). E ncan to.

sólida y ordena da a l modo del burgu és rena no, concept o que a él le a t a ca ba los nervios. Y cua ndo, a pesar de la riq ueza de su mu jer, se vio obliga do a r egat ear, y ella , ha cend osa como era , le negó su deseo fa vorito: el de un a cuadr a de ca ba llos de car rera , le par eció q ue pocos mot ivos le queda ba n ya par a pr eocupa rse, un día m á s, como cónyu ge de la ma ciza a lema na nórdica de an cha cerviz, cuyo tono a ut orit a rio daña ba los oídos. No se preocupó má s por ella; a par t ó de sí a la desilusiona da mujer, sin dur eza de act itud, pero de ma nera definit iva. Cua ndo le reprocha ba a lgo, él escucha ba cort és y en a par iencia int eresad o; pero en cua nt o el serm ón t ermina ba , con el hum o de su cigar rillo, ignora ba las vehement es exhort a ciones, y se lan za ba sin fr eno a ha cer su rea l gana . Aq uella a ma bilidad cort és, ca si oficia l, indigna ba a la desilusiona da mujer m á s que cualqu ier r esistencia . Y como no podía a bsolut a ment e na da cont ra ella, cont ra su educa ción inq uebran t a ble, la cólera contenida se a bría camino, violent a , en ot ra s direcciones: desca rga ba sobre los inocent es cria dos el peso de su ira , en el fondo disculpable, pero mal dirigida. Las consecuencias no se hicieron espera r: en dos añ os mudó de cam a rera s no menos de dieciséis veces, y el despido de una de ellas le costó un a respet a ble indemnización. Com o un caba llejo de coche de punt o bajo la lluvia, C rescencia era la única impertu rba ble en medio de a q uel t umult o de t empest a des. No t oma ba la defensa de uno ni del ot ro ni se preocupaba de los cam bios, y le pasa ba como ina dvert idos el diferent e nombr e, color del pelo, at mósfera física y comport a mient o de los seres tr a shuma nt es q ue con ella compa rt ían el dormitorio de servicio. Y es q ue no ha bla ba con n a die ni se preocupa ba de los port a zos nerviosos, las comida s int errum pida s, los a rr ebat os histéricos y los desma yos. Sin met erse en na da q ue no fuera su ocupación, de la cocina al mercado y del mercado a la cocina , lo que sucedía a l ot ro la do de a q uella zona a mur a lla da no le import a ba . R esistent e e insensible como una t rilla dora , pasaba los días. Por fin, se cumplieron los dos años de su est a ncia en la gr a n ciuda d, sin a cont ecimient os, sin q ue hubiera ampliado su mundo anterior; solo el montoncito de billetes 57

a zules guar da dos en su cofrecito había a ument a do una pulga da y, cua nd o al fin del añ o los cont a ba un o a un o, humedeciendo el pulga r, discrepab a n poco de la m á gica cifr a de los m iles. P ero la ca sualidad t iene t a ladros de diam a nt es, y el destino, peligrosamente astuto, sabe a veces entrar por el sitio más insospecha do en las n a t ura leza s de roca y prepara r su derrum ba mien t o. En el caso de Cr escencia , el mot ivo ext erior se vist ió ca si con la misma t rivia lida d q ue ella . D espués de un par éntesis de diez años, se le ant oja ba al E sta do ordenar una nueva est a dística d e la pobla ción, y, par a el má s rigur oso cumplimient o, se ma nda ron a t odas la s ca sas una s hoja s complicadísima s. El ba rón, desconfian do de la reda cción de las persona s a su servicio, prefirió llenar él mismo las planillas, y para ello había llama do ta mbién a C rescencia a su cua rt o. Al pregunt a rle el nombre, eda d y n a t ura leza , dio la ca sualidad de que, apasionado como era por la caza y amigo del propietario de cierto coto, ha bía t irado má s de una vez a las gam uza s en a quel rincón alpino, y tenido como guía, durante dos semanas, a un vecino del luga r na t a l de Cr escencia. C omo, pa ra colmo de coincidencia , ese guía result a ba ser un t ío de la m ujer, el señor se mostró comunicativo; la conversación, nacida de una pura casua lida d, se prolongó, y a par eció ot ro det a lle: q ue el ba rón ha bía comido un excelent e asa do de ciervo precisam ent e en la posa da dond e ent onces guisab a C rescencia. B a ga t ela s, pero not a ble por lo gra cioso de la s coincidencias y m a ra villoso pa ra la sirvienta, que veía por primera vez a una persona que sabía a lgo de su hoga r. P erma necía dela nt e de él con la fa z encar na da, llena de int erés; se torcía , ha laga da a má s no poder, cua ndo el barón pasó a las chanzas y le preguntó, imitando el dialecto tirolés, si cantaba coplas de su país, y otros pormenores del mismo carácter sencillo. Finalmente, divertido con su propio hum or, le dio en el an ca dur a con la pa lma de la ma no, al estilo cam pesino, y la despidió riend o: —Ahora , an da , buena Cenzi; y t oma un par de corona s, por ser de Zillert a l. U n m otivo que, por sí mismo, na da t enía de pat ét ico ni de import a nt e fue suficiente par a q ue, en la sensibilidad subt errá nea 58

de a q uel ser primit ivo, los cinco minut os de conversa ción obra ra n como la piedra caída en un est a nq ue; poco a poco, y perezosa s, se forma ron las primera s onda s, se ensa nchar on cada vez más y llegaron lentamente al borde de la conciencia. Era la primera oca sión, duran t e añ os, q ue la t ozuda y sombría m ujer rea nuda ba la conversa ción con un ser huma no, y se le a nt oja ba sobrenatural la coincidencia de que este primer hombre q ue le ha bla ba a llí, en m edio de aq uel caos de piedra , supiera precisa ment e de sus mont a ña s y hast a h ubiera comido una vez del ciervo q ue ella g uisó. Ademá s de est o, est a ba el golpe de la ma no jovia l en el an ca, q ue es tenido ent re los ca mpesinos como una especie de interrogación lacónica, como una petición de rela ciones. Claro q ue Crescencia n o se a t revía a pret ender q ue aquel señor elegante y distinguido lo hubiera hecho con tal intención, pero la familiaridad no dejaba de ejercer un efecto est imulan t e en sus alet a rga dos sent idos. Así, por vía de ese choq ue ca sua l, empezó, ca pa a capa en su mun do int erior, un proceso de movimientos, ha sta que, torpemente a l principio y luego con m a yor clar idad , fue perfilá nd ose en ella un nuevo sent imient o, semeja nt e a a q uella r epent ina revelación con que un día el perro reconoce por dueño, entre todas las figuras con dos piernas que le rodean, a una sola; desde ese moment o sigue a su a mo, saluda menean do la cola o ladrando a aquel a quien el destino le ha señalado, y sigue dócilmente sus huellas. En la limitada esfera de Crescencia, q ue solo cont enía h a sta a hora los cinco ha bitua les concept os: dinero, mercado, hogar, iglesia y cama, penetraba un nuevo elemento que, exigiendo un sitio, echaba bruscamente a un lado todo lo anterior. Con esa codicia aldeana que no suelta nunca más lo que una vez ha cogido con sus recias manos, a bsorbió muy a dent ro de su piel el nuevo element o, ha sta el mundo confuso de los impulsos. P a só a lgún t iempo a nt es de que aq uello se t ra sluciera a l ext erior; los primeros sínt oma s par ecían insignifica nt es: cuida ba de los tr a jes del bar ón y de su calza do con fa na t ismo, y, en ca mbio, dejó al cuida do de la ca ma rera los vestidos y za pat os de la baronesa. O bien, estando en los cuartos o en el pasillo, 59

se a presura ba a l oír la llave en la cerra dura de la puert a de la escalera , a fin de aligera r a l señor del abr igo y del ba stón. R edoblaba su asiduidad de cocinera, y se afanó en recorrer el mercado cent ra l pa ra obtener un a sado de ciervo. Por últ imo, t a mbién en su a derezo se veían seña les de un m a yor cuida do. Hasta brotar esos retoños de su nuevo sentimiento, hasta salir de su mundo int erior, ha bían pa sad o una o dos sema na s. Y pa sar on m á s todavía ha sta unirse una segunda idea a l primer impulso, y adquirir forma y color determinados. Este segundo movimient o era complement a rio del primero: u n odio, sordo al principio, pero cada vez má s determ ina do y escueto hacia la esposa del barón, la mujer que podía habitar, dorm ir, ha bla r con él sin profesar le el mism o rend ido respet o q ue sen t ía ella. Ya fuese q ue —má s conscient e ahora — ha bía presencia do una de aq uellas escena s bochorn osas en q ue el señor endiosado recibió una chocante humillación, o bien q ue el cont ra ste con su jovia l fam iliar idad le hiciera sent ir doblement e la a lta nera reserva de la a lema na del norte, lo cierto es que opuso de repente a la señora, que nada sospechaba, una cerrilida d, una a nimosidad a gresiva , llena de punt illos y ma licia s. Así, la ba ron esa t enía q ue tocar siempr e dos veces el t imbre para que Crescencia a t endiera la lla ma da con int enciona da lent itud y ma nifiest o desgan o, acompañ a dos de un movimient o de los hombros con qu e daba a ent ender su r esistencia. Encargos y órdenes los recibía áspera, sin respuesta, de modo que la baronesa no sabía nunca si había entendido bien, y si por preca ución se lo pregunt a ba , un gest o ma lhumora do o un desdeñoso: “ Ya lo he oído” , era t oda su r espuesta . O bien sucedía que, en el preciso momento de salir para el teat ro, cuan do ya la señora cruza ba el cuar t o, nerviosa , una llave indispensable había desaparecido, la cual era encontrada de forma casual al cabo de media hora en cualquier rincón. Se compla cía en olvidar las m isiva s o la s lla ma da s t elefónicas par a la ba ronesa, y cuan do esta se informa ba , le echa ba a los pies, sin la menor muestra de disgusto, un seco: “Lo había olvidado” . Nunca la mira ba a los ojos, quién sabe si por t emor de no poder cont ener su odio. 60

Entretanto, las discordias domésticas habían empujado al ma t rimonio a la s má s desagra dables escenas; t a l vez la cerrilidad irritante de Crescencia tuviera también su parte en la excit a ción de la señora , má s exalt a da de seman a en sema na . Ya ca stiga dos sus nervios por un a prolonga da pubert a d y, encima de est o, exaspera dos por la indiferencia del ma rido y la a nimosidad de los servidores, la atormentada mujer fue perdiendo ca da vez má s su eq uilibrio. De na da le va lió nut rir su excita ción con bromur o y veronal; t a nt o má s violent a la h ipert ensión de su red nerviosa se desgarraba en discusiones, y cuando la acometían los espasmos, los estados de histerismo, no encontraba en nadie el más mínimo lenitivo o asistencia. Por último, el médico, lla ma do a consejo, recomendó un a esta ncia de dos meses en un sa na t orio, proposición a cogida por el indiferente marido con tan pronta solicitud, que la mujer volvió a sospecha r y se negó, de pront o, a la ma rcha . P or fin, a cordada ya , la a compañ ó su cama rera, en t a nt o que Crescencia quedaba sola a l servicio del señor en la espaciosa vivienda . Al sa ber q ue el cuida do del bar ón le q ueda ba exclusivam ent e confiado, Crescencia experimentó en sus embotados sentidos el efecto de una súbit a explosión d e pólvora . Como si hub iera n a git a do la bot ella má gica donde se mezclara n t oda s sus savia s y energías, subía de su na t ura leza el escondido sedimento de pasión y se revelaba en su comport a mient o. Lo apoca do y t orpe exuda ba de impr oviso de sus miembr os duros, congelados; parecía como si, desde que le dieran la noticia electrizante, sus articulaciones fuesen más dúctiles y su paso más decidido. Apena s se t ra t ó de los prepar a t ivos del viaje, recorr ía el cua rto, bajaba y subía las escaleras y, sin que se lo pidieran, se ocupaba del equipa je y lo ar ra str a ba ha sta el coche con su propia ma no. Y cua nd o por la noche el ma rido volvió de la est a ción y ent regó a la solícita sirvient a , qu e se le acercaba presurosa , el ba stón y el gabá n, exclam a ndo con un suspiro de alivio: “ ¡Feliz viaje!”, sucedió una cosa notable. De pronto, los labios de Cr escencia , en los cua les, como en los de las bestia s, no se dibujaba nunca la sonrisa , se distendieron extra ordina riam ent e. La boca se torcía , se ensa ncha ba y, de súbit o, brotó en su 61

faz iluminada de idiotismo una expresión tan desenfrenadamente animal que el barón, penosamente impresionado, se a rr epint ió de su exceso de confia nz a y ent ró en la h a bita ción sin decir pa labr a . Pero este momento de malestar fue pasajero y, en los días sucesivos, amo y sirvienta experimentaban al unísono el benéfico desahogo de una calma inapreciable. La ausencia de la mujer ha bía despejado la atmósfera pesada que flotaba en la casa : el ma rido, suelt o por fin, d esca rga do de la enojosa obligación de dar cuent a a a lguien, ya la primera noche llegó ta rde, y la callada asiduidad de Crescencia le brindó un saludable cont ra st e con los recibimient os dema siado convincent es de la esposa. C rescencia, con a q uel apasionado ent usiasmo, se precipitó a sus faenas de cada mañana. En extremo madrugadora, lo limpió todo ha sta relucir; r estregó los meta les de puert as y vent a na s como una endia blada , ima ginó los más rega lados menús, y el ba rón n otó, con sorpresa, q ue en la primera comida par a él solo ha bía escogido el precia do servicio, q ue no solía a ba nd onar el armario de los objetos de plata a no ser en señaladas oca siones. D istr a ído a l prin cipio, est a vez no le pasó por a lto el vigilante cuidado, la delicadeza de aquel ser singular, y como era bondadoso en el fondo, no le escatimó las muestras de compla cencia. Alab ó los plat os, le dedicó un pa r de fr a ses a ma bles, y cuando a la mañana siguiente, día de su fiesta onomástica, encontró una torta artísticamente elaborada, con sus inicia les y su escudo dibuja dos en a zúca r, solt ó la risa de buena gana : —¡Me est á s mima ndo dema sia do, Cenzi! ¿Qué voy a ha cer, ¡D ios me a mpa re!, cua ndo vuelva mi mujer? P a sar on t oda vía algunos días an t es de que el hombre echa ra por la borda sus últimos escrúpulos. Entonces, seguro de la discreción de la criada por varios indicios, empezó a acomoda rse en su casa como si volviera a los días de solt ero. Llam ó a Cr escencia a l cua rt o día de su remedo de viudez, y, sin preá mbulos, le ordenó en el t ono má s impasible que t uviera prepar a da pa ra la noche una cena fría par a dos persona s; luego podía acostarse: él mismo cuidaría de todo lo demás. Crescencia 62

enmudeció. Ni una mirada, ni un parpadeo, aunque había penet ra do en lo profundo de su frent e encogida todo el significado de esas palabras. La precisión con que interpretó su propio ánimo la n otó luego el bar ón con divert ida sorpresa, pues a l llega r a alta s hora s de la noche con una a lumna de la ópera, n o solo halló la mesa puesta con gusto, adornada con flores, sino también el dormitorio, pues, al lado de su cama ostenta ba , insolent ement e invit ador, el vecino lecho medio abiert o y preparado, donde esperaba la ropa de seda para la noche y las zapatillas de la esposa. No pudo menos que reírse, el suelto marido, a propósito de la previsión de aq uel ser. Con ello, ant e ta n oficiosa complicida d, el últ imo escrúpulo cayó por su pr opio peso. Y fue como un sello en el callado pa ct o ent re los dos el que, ya de mañ ana , la llama ra a fin de que ayuda se a vestir a la elega nt e intr usa. Fue por entonces cuando Crescencia adquirió su segundo nombre. Aquella vivaracha alumna de la ópera, que estaba est udian do el pa pel de doña E lvira y se complacía en br omear elevan do a cat egoría de don J ua n a su am igo, le ha bía dicho una vez, ent re risa s: “ Di a t u Leporella 1 q ue ent re” . El nombre le ca yó en gr a cia por lo grotesca ment e que pa rodiaba a la enjut a t irolesa , y en a dela nt e solo así la lla mó. La primera vez, Crescencia se quedó pasmada; pero, seducida por el buen sonido de este nombre que no comprendía, se complació con el nuevo baut ismo como con un t ítulo. Ca da vez q ue el arr ogan t e señor la lla ma ba así, sus delga dos labios se entreabrían, descubriendo anchamente los pardos dient es de caba llo, y sumisa, como si menea ra la cola, se ar rima ba para recibir el ma nda t o del gra cioso señor. E l nombr e fue ima gina do en par odia , pero la incipient e diva ha bía echa do con él un m á gico ma nt o verba l sobre aq uel singula r ser: semeja nt e a los cómplices de Da pont e, la vieja doncella h uesuda , ext ra ña a l a mor, par ecía enorgullecerse de las múlt iples a vent ura s de su dueño. ¿E ra , solo, la sa t isfa cción de ver ca da m a ña na revuelta y deshonr a da , ora por un cuerpo joven, ora por ot ro, la ca ma de la Leporella. Se compara al personaje con Leporello, el joven criado de don J uan en la ópera D o n G i ov a n n i   de Wolfga ng Ama deus Mozar t . 1

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dueña odia da a rdient ement e? ¿O cent ellea ba en sus sent idos un secret o placer m a lsan o? Lo ciert o es q ue la vieja doncella , aust era y beat a , ponía una diligencia ca si apasiona da en ser út il a l señor en t odas sus avent ura s. En fria dos ya los impulsos en su propio cuerpo desolla do, perd ido el a t ra ctivo del sexo al ca bo de una s decena s de a ños de la bor, se ena rdecía a hora con fruición atisbando una segunda mujer, y enseguida una tercera , en el dormit orio; como un corr osivo actua ba n est a complicidad y el perfum e pica nt e de la a t mósfera erótica en sus sent idos soñolient os. Cr escencia iba convirt iéndose en Leporella , y, como el listo mucha cho de la ópera , se movía, salta ba . Acar rea dos por el ra uda l cá lido de esa par t icipa ción, a par ecieron en ella raras condiciones, diversas astucias, bellaquerías, sutilezas y un a fá n d e acecha r, de saber, de sonsa car, de ir con r odeos. E scucha ba tr as las puert as, a tisbaba por las cerra dura s, escudriñaba ca ma s y ha bita ciones; volaba , impulsa da por un a singula r excitación, escalera arriba o abajo, cuando rastreaba una nueva pieza ; y, poco a poco, esta vigilan cia , este in t erés de cur iosidad con que participaba en aquellos azares, iban transformando el envoltorio correoso de un día en una especie de persona vivient e. Con sorpresa genera l de los vecinos, Crescencia se volvió comunica t iva de la noche a la ma ña na , cha rlaba con la s muchachas, hacía toscas bromas al cartero, empezaba a entrar en la s ma ña s y ha bla durías de las vendedora s; y una noche, cuando las luces del patio estaban apagadas, las muchachas qu e tenían el cua rt o frent e al suyo, oyeron un susurr o singula r det rá s de la vent an a, genera lmente silenciosa ya a nt es de a q uella hora : indócil, a media voz, Cr escencia , con voz de mat ra ca , esta ba ent onan do una de esas canciones tirolesa s que can t a n al oscurecer en los prados las vaqueras. Quebrada, saliendo trabajosamente de los labios inexpertos, la monótona melodía impresiona ba de un modo ra ro, con una emoción de cosa leja na . P or primera vez, desde que era niña , int ent aba Crescencia ent onar de nuevo la melodía , y ha bía a lgo que llegaba a l alma en a q uellas not a s que sa lía n a empellones y, levan t á ndose de la sombra de los años prescritos, que la memoria volvía a sacudir, buscaba n la luz. 64

Quien m enos cuent a se daba de este memora ble cambio era el ba rón, q ue fue su involunt a rio causa nt e. P orq ue, ¿quién se vuelve a mira r su propia sombr a ? Sa bemos que nos sigue fiel y ca lla da , o que se nos adela nt a como un deseo a m edio form a r, pero ¡cuán ra ro es que nos molest emos en observar sus form a s de parodia, y que concretemos nuestro yo en su deformada figura ! E l ba rón no veía na da nuevo en Crescencia, a n o ser su a siduidad en el servicio: a t ent a , ca lla da y fiel ha sta el sacrificio. E sta discreción, un saber gua rda r las dist a ncia s en t odas las situaciones delicadas, era justo lo que más le complacía. Alguna s veces, como q uien a ca ricia un perr o, le lan za ba , indiferente, una s palabra s ca riñosa s; otra s, bromea ba con ella, le pellizcaba el lóbulo de la oreja, sin malicia; le regalaba un billetico o una localidad para el teatro, pequeñeces que él saca ba ma q uina lmente del bolsillo de su chaleco; pero, par a ella, reliq uias q ue guar da ba con celo en su cofrecito de ma dera . P oco a poco, se acostumbró a pensar en voz alta delante de ella y ha sta a confiar le enca rgos complicados, y cua nt a s má s seña les le da ba de su confian za , má s crecía en Leporella su gra t itud y su aplicación. Un extraordinario instinto de interpretación, de olfat o, fue desplegánd ose en la m ujer q ue vivía a la caz a de los deseos de su señor, a los cuales a lguna s veces se a nt icipa ba ; era como si toda su vida, su esfuerzo, su voluntad, hubieran pa sa do de su cuerpo a l de él; t odo lo veía con su s ojos, lo percibía por sus sent idos, y disfrut a ba de sus goces y éxit os con un entusiasmo casi vicioso. Exultaba cuando una nueva figura femenina pisaba el umbr a l, y sus ojos denota ba n el desenga ño —como burlada ella misma en un encuentro— si lo veía ent ra r por la n oche sin am a ble compa ñía . Su pensam ient o, a nt es embota do, tr a bajaba a hora t an impet uoso y á gil como an t es sus ma nos, y lucía y cent ellea ba en sus ojos una nueva luz vigilan t e. U n ser huma no se ha bía despert a do en la a rrocinada bestia de ca rga ; un ser sombr ío, cerr a do, ast ut o y peligroso, cavila dor y ocupado, inq uiet o y m a ngoneador. Un día en que el barón volvió a su casa antes de la hora a costum br a da , se det uvo con sorpresa en el corr edor. ¿No se oía, allá en la cocina generalmente en silencio, un singular 65

susurro corta do de risas? Y he aq uí, a soma ndo a la puert a de la cocina, a Leporella , a la vez decidida y t urba da , restr egá ndose con t orpeza las ma nos a a mbos la dos del delant a l. —El señor me dispensará —dijo barriendo el suelo con la mira da—, pero la hija del confit ero está a quí… , bonita muchacha… , ¡y le gusta ría ta nto conocer a l señor… ! El barón levantó los ojos de tal modo sorprendido, que no at inaba cómo t oma rse aq uella desvergonza da fam iliaridad, si enojándose o echando a broma sus oficiosidades de mediadora . Aca bó predomina ndo su curiosida d m a sculina : —D eja q ue la vea . La mucha cha , un m onigot e est imulan t e, rubia , de dieciséis a ños, at ra ída por los asiduos ha lagos de Leporella , convencida a la postre, salió ruborosa, con sonrisa de turbación, siempre instada, empujada por Crescencia. No sabía cómo moverse dela nt e del hombr e elega nt e a q uien, desde la t ienda sit ua da enfrente, había contemplado a menudo con una admiración ca si infa nt il. Al ba rón le pareció bonit a y le propuso toma r el t é en su ha bita ción. N o sabiendo si debía a cepta r o no, se volvió a C rescencia. P ero esta , con choca nt e prisa, se ha bía m etido en la cocina , y n o ha lló má s recurso la inocent e ca ída en el lazo q ue, ruborizada y con una excita ción de curiosida d, obedecer a la peligrosa in vita ción. P ero la n a tur a leza n o a nda a sa ltos. Por má s que, a l impulso de una pasión desviada y borboteante, una cierta actividad espiritual brotara en aquel ser duro y confinado, esta no se sobrepondría al impulso que en su instintiva animalidad pudiera det ermina r un a próxima ocasión. Amura lla da en su a fán de servir en t odo a l señor, con q uien est a ba enca riña da como un perro, Crescencia había olvidado por completo a su ama a usente. Y t a nt o má s t errible fue su despert a r. Como el tr ueno en medio de un cielo sereno, le sorprendió una ma ña na ver entrar al barón, áspero y enojado, llevando una carta en la ma no, diciénd ole q ue lo pusiera t odo en orden par a la llega da de su esposa, q ue volvía a l día siguient e del san a t orio. Cr escencia se quedó sin color en el rostr o, con la boca a biert a del susto: la n oticia fue como una cuchillada . P a sma da , como si 66

no h ubiera comprendido, no ha cía m á s q ue mira r con los ojos muy abiertos. Y tan fuera de lo común, tan pavorosamente descompuso su ca ra a q uel ra yo, que el bar ón creyó necesa rio t ra nq uiliza rla un poco: —Me pa rece que t a mpoco tú puedes alegra rt e, Cenzi. Pero, ¿q ué le vamos a ha cer? Algo, no obst a nt e, comenza ba a recobra r m ovimient o en la faz petrificada. Trabajaba desde muy hondo, como subiendo de la s ent ra ña s: espasmo violent o que iba t iñendo de un r ojo vivo el blanco yeso de las mejillas. Poco a poco, al recio latir del corazón, aq uel algo subía ha sta su garga nt a , la cual t emblaba bajo una fuerza opresora. Por fin, llegó a lo alto y se a brió pa so ent re los dient es q ue rechina ba n: —Algo… , algo… se podría ha cer. Dura como un disparo mortal había salido la frase. Y tan mala, con una concentración tan voluntariosa se contraía la ca ra a nt es descompuest a , cua ndo a sí se hubo a ligera do, q ue el barón no supo contener el terror y le volvió la espalda, asombra do. Pero Cr escencia empeza ba a frega r con celo espasmódico un a lmirez de cobr e, como si fuera a rom perse los dedos. Con la señora de vuelta, volvió a reinar la tempestad en la ca sa; est a llaba en las puert a s, zumba ba á spera mente a t ra vés de los cua rt os y, como un vient o cola do, ba rr ía de la viviend a la densa a t mósfera de bienesta r q ue flot a ba en ella . Ya f uese porque la engañada esposa se enterara, por los soplones del vecinda rio o por m edio de cart a s an ónima s, de cuá n indigna ment e su ma rido ha bía a busa do de los derechos domésticos, o bien porque la h ubiera disgust a do el evident e ma l humor n ervioso con q ue su propio ma rido la recibió, poco par ecían ha ber a provecha do a sus nervios, en extr ema t ensión, los dos meses de san a t orio. Altern a ba n los espasmos en competencia con las a mena za s y las escena s de histerismo. Se ha cían de día en día menos soportables las relaciones domésticas. Unas semanas má s desafió el marido virilment e el cúmulo de reproches, por m edio de su inquebrantable cortesía, y se opuso con tiento y da ndo larga s a l asunt o cuan do ella a menaz ó con divorcia rse o escribir a sus padr es. P ero precisa ment e est a indiferencia , fría 67

ha sta lo inhum a no, llevó a la pobre, rodea da de secret a hostilida d, a los ext rem os de la excita ción ner viosa . Crescencia se había acorazado en su antiguo silencio. Pero este silencio era a hora a gr esivo y peligroso. A la llegada de su señora permaneció terca en la cocina, y, requerida luego, se negó a saludarla. En pie, rígida como de madera, respondió con tal aspereza a todas las preguntas, que la impaciente señora se apartó pronto de ella; cuando volvió la e spa ld a, Crescencia proyectó sobre ella, con una sola mirada, todo el odio acumula do. Veía defra uda do, con esta vuelt a , lo que má s codiciaba ; la sa caba n del pla cer de su a pasiona da sujeción y la confina ba n de nuevo en la cocina , en el fogón; le q uita ba n el nomb re de Leporella. E l barón se guar daba bien de mostr a r n inguna simpa t ía por Cr escencia a nt e su esposa . P ero alguna s veces, cua ndo, a got a do por la s enojosas escena s, necesit a do de a livio, qu ería d esahogarse, se colaba en la cocina y se sentaba en uno de los duros ta buretes de ma dera , solo para poder lanza r fuera , en un gemido: —¡N o puedo má s! Ta les m oment os, en q ue el deifica do señor, colma da la medida de su resistencia, buscaba refugio cerca de ella, eran los má s vent urosos de la vida de Leporella. Nun ca a rr iesgaba una respuesta ni un consuelo; retraída, muda, permanecía sentada en su sit io, y solo de cua ndo en cua ndo mira ba a a q uel dios esclavizado con mira da de sufrimient o, at enta y compasiva ; y esta ca lla da pa rt icipa ción le ha cía bien. P ero en cua nt o a ba ndona ba la cocina, subía otr a vez h a sta la fr ent e de Crescencia a q uel pliegue de ra bia, y sus pesa da s ma nos desfoga ba n la ira en el pedazo de carne indefensa, o la trituraba restregando pla t os y cubiert os. P or fin, la a t mósfera sat ura da de aq uella vuelt a a l hoga r desca rgó con ca rá ct er de borra sca . En una de las molesta s escenas el ba rón perdió la pa ciencia y, a ba ndon a nd o la dócil e indiferent e actit ud de chico de escuela , salió da ndo un port a zo t ra s de sí. “ ¡B ast a ya!” , grita ba, a ta l punto enfurecido, que las vent an as retemblaron hasta en la última habitación. Y con la cólera 68

todavía al rojo, con la cara congestionada, se precipitó en la cocina a nt e Crescencia, q ue vibra ba como un a rco t endido. —¡Ea! Prepara mi saco y mi fusil. Me voy una semana de ca za . En este infiern o no aguan t a má s ni el mismo dia blo; esto t iene que a caba rse. Cr escencia lo miró ent usiasma da : ¡a q uél era el ba rón! Y una risa áspera brotó de su gar gant a: —Ra zón t iene el señor; est o tiene que a ca ba r. Y, palpit a ndo de celo, corriendo de un cuar t o a otr o, ar reba taba con prisa vertiginosa los objetos de los armarios o de sobre la mesa, y cada nervio de aquel ser, de rústica activida d, t embla ba a n siosam ent e. Luego, bajó ella misma la escopeta hasta el coche. Pero cuando el amo buscaba la palabra par a expresa rle cómo le agr a decía su solicitud, t uvo que a par tar los ojos con espanto, pues aparecía una vez más en sus a stut os labios a quella desgar ra da sonrisa ma liciosa, q ue ca da vez lo at emoriza ba de nuevo. No pudo menos de pensa r en el gest o de concent ra ción de un a nima l cuan do va a lanza rse sobre la presa, a l ver la a ct itud de Crescencia. Pero ella se agazapó de nuevo, y gruñó a media voz, en t ono conf idencial, ca si ofensivo: —Tenga el señor b uen via je, qu e yo me enca rg o de t odo. Al cabo de tres días, el barón recibía un telegrama que lo a premiaba a l regreso. En la est a ción lo agua rda ba su primo. Conoció al punto en su mirada, con inquietud, que algo lament a ble ha bía sucedido; el nerviosismo, el at urdimient o de su pa rient e era n significat ivos. Después de una s pa labr a s benévolas de prepa ra ción, supo q ue por la m a ña na ha bía n ha lla do a su mujer muerta en la cam a , con la ha bit a ción llena de gas. A la sa zón, en m a yo, la est ufa de ga s esta ba fuera de servicio, de modo q ue queda ba excluido un a ccident e ca sua l, y era evidente, en cambio, la intención de suicidio por el hecho de que la desvent ura da ha bía t omado verona l por la n oche. Confirm a ba este supuest o la confesión de Cr escencia , única persona q ue est a ba en la ca sa a q uella noche: ella ha bía oído cómo la infeliz a nda ba por la a nt esala, a l par ecer par a a brir con toda intención el ga sómet ro, que esta ba cuidadosam ent e cerr a do. E l 69

médico forense, sobre la ba se de esta declar a ción, creyó t a mbién excluida la ca sua lida d del suceso, e incorporó al sum a rio el suicidio. El barón empezó a temblar. Cuando su primo mencionó el testimonio de Crescencia, sintió que la sangre se enfriaba en sus manos: un pensamiento desagradable, repugnante, se levan t a ba en su int erior como una n á usea . Pero rebat ió con energía la idea q ue ferm ent a ba dolorosam ent e en él, y se dejó llevar a ca sa. Ya ha bían t ra sla da do el ca dá ver y en el salón esperaba n sus parientes con semblante sombrío y hostil: su pésame era frío como un cuchillo. Con una cierta insistencia acusadora, se creía n obliga dos a mencionar el “ escá nda lo” q ue ya n o era posible ocultar, puesto que la doncella, de mañana, había salido gritando por la escalera: “¡Mi señora se ha matado!” Habían dispuesto un entierro sin a para t o, porq ue —y a q uí volvían otr a vez el cuchillo hacia él— bastante excitada estaba ya por las ha blad ur ías la curiosidad d e sus relaciones sociales, en un sent ido desa gra da ble. Sombr ío, confuso, el ma rido oía la s mur mura ciones; levant ó una vez la m irada ha cia la puert a cerra da del dormitorio y la dejó caer, acobardado. Quería llegar a alguna conclusión q ue a liviar a su congoja , pero la s conversa ciones vacías y odiosas lo desconcert aba n. Todavía lo rodear on media hora má s los par ient es enlut a dos, difun diend o su dolor; luego se despidieron un o tr a s otro. Se q uedó solo en la sa la va cía, a media luz, temblan do bajo una vaga a prensión, con la frent e dolorida y las ar t iculaciones ca nsa da s. G olpea ron a la puert a . “ ¡Adela nt e!” , dijo con miedo. Y ya se a cercaba un paso vacila nt e, un paso seco, mojigat o, que le era bien conocido. Lo a salt ó el horror: sent ía sus vért ebra s como a t orn illada s y, a l mismo t iempo, como si la piel de las sienes se le escur riera en escalofríos ha st a la s rodillas. Quería volverse, per o los músculos no lo obedecía n . D e pie, en m edio de la h a bitación, temblando y sin voz, caídas las manos y rígidas como de piedra , se da ba perfect a cuent a de cuá n coba rde debía parecer a llí su presencia , conscient e de la culpa. P ero fue en va no querer concentrar las energías: los miembros no reaccionaban . Impasible, en la má s ár ida e impert urba ble neutra lidad, 70

la voz decía det rá s de él: “ E ra solament e pa ra pregunt a r a mi señor si come en casa o fuera”. El barón temblaba cada vez con más violencia y, sintiendo un frío de hielo en el pecho, ha sta la t ercera vez de intent ar lo no le salió, at ropella dam ent e, la fra se: “ No, no voy a comer a hora” . E l pa so se escurrió y él no t uvo án imos pa ra volver la ca beza. D e pront o, su rigidez se deshizo: lo sacudía de ar riba a ba jo un a sco o un espasmo. Se a cercó a la puert a de un sa lto y dio vuelt a a la llave, convulso, par a que no volviera cerca de él aq uel pa so espect ra l, odioso, que lo perseguía . Luego, se dejó ca er en una but a ca para a hogar un pensa mient o q ue no qu ería a dmit ir y qu e volvía a subir, frío y pegajoso como un caracol. Y este pensamiento tirano que le repugnaba, lo sentía con toda su conciencia, sin poder defenderse. E stuvo con él toda la n oche en vela y dur a nt e la s hora s siguient es, ha st a el moment o del sepelio, cua nd o, vestido de lut o y silencioso, perm a necía de pie jun t o al a t a úd. E l día q ue siguió a l ent ierr o, el ba rón a ba ndonó a t oda prisa la ciudad; todas las caras le eran insoportables; en medio de sus condolencias, t enían —o él se lo figura ba a sí— una mira da singular ment e escudriña dora, inquisit oria l, q ue lo ma rt irizaba . Los mismos objetos inanimados hablaban con malicia acusa dora : ca da mueble, en especial los del dormit orio, en el cua l el olor a zucar a do del gas par ecía esta r pega do a t odo, lo recha za ba cuan do por inst into a bría la puert a . P ero la pesadilla de sus sueños y de sus vigilia s era la descuidad a y fr ía indiferencia de la q ue fue un día su confident e, la cual, como si na da hubiese acaecido, iba de un lado a otro por la casa desolada. D esde aq uel segundo en q ue allí, en la esta ción, su primo ha bía pronun ciado el nombr e de la cocinera, t emblaba a l pensar q ue podía en cont ra rse con ella. Apena s oía su paso, le a salta ba una inqu iet ud n erviosa q ue lo sacaba de quicio: se le ha cía insoport able a quel an dar indiferente y t aima do, aq uella muda y fría t ra nq uilidad. Le asq ueaba la sola idea de su voz chirr ian t e, de su ca bello gra sient o, y su insensibilida d t orva , best ial, sin piedad; y la cólera se revolvía contra él mismo al pensar que le faltaba energía para romper la soga que lo estaba estrangulan do. Solo veía un camino: la h uida. Sin decirle una palabr a , 71

preparó a escondidas su equipaje y dejó un papel escrito al vuelo, diciendo q ue iba a ca sa de unos amigos en K ä rn t en. P a só t odo el vera no fuera de casa . Llama do una vez a Viena , con premu ra por a sun t os de la sucesión, prefirió ir en secret o y hospedarse en el hotel, no enterando de nada al pájaro siniestr o que esta ba a guar dan do en ca sa. Na da supo Cr escencia de su llegada , porq ue no ha blaba con na die. D esocupada , sombría como un m ochuelo, se pa sab a las horas sentada en la cocina, iba dos veces —una más que ant es— a la iglesia y r ecibía enca rgos o dinero por m edia ción del a podera do, pero na da le decían del señor. No escribía ni ha cía que le t ra nsmitiera n n oticia a lguna de él. La mujer perma necía m uda , espera nd o: su rostr o se endur eció y enfla q ueció, sus movimient os era n de n uevo men os flexibles, y a sí, en espera r y má s espera r, pa só mucha s sema na s envuelt a en un mist erioso esta do de ent orpecimient o. E n el ot oño, la solución de a premian t es asunt os impidió al bar ón prolonga r las va ca ciones. De vuelta a su ca sa, se q uedó par a do en el umbr a l, vacila nd o. Dos meses en el círculo de la más confiada amistad le habían hecho casi olvidar muchas cosas, pero ahora que le era inevitable enfrentarse con su pesa dilla , su cómplice t a l vez, ver el cuerpo a nt e sí, se le reproducían la misma opresión, la misma náusea. A medida q ue subía los escalones, ca da uno con má s lent itud, la m a no invisible se le iba acercando a la garganta, y tuvo que concentr a r t oda su volunta d para logra r que los rígidos dedos se decidieran a da r vuelt a a la lla ve. Sorprendida, salió Crescencia de la cocina en cuanto oyó el ruido de la llave en la cerradura. Al verlo, se quedó un moment o pá lida , y a ga chán dose, como si a la vez se escondiera , tomó el saco de mano que él había dejado en el suelo. Muda, lo entró a la habitación, y mudo él, igualmente, la siguió. Mudo esperó mira ndo det rá s de la vent a na ha sta que la sirvienta hubo salido. Y ent onces dio vuelta a la lla ve precipita da ment e. Este fue el recibimiento al cabo de dos meses de ausencia. Cr escencia espera ba . Y t a mbién espera ba el ba rón q ue ta l vez 72

su espasmo de horror se aliviaría al verla. Pero no hubo tal. Aun sin verla, solo de oír su paso en el corredor, le volvía el malestar. No probaba el desayuno y se escabullía sin decirle una palabra, lejos de la casa, a la cual no volvía hasta muy a delant ada la n oche par a evita r su presencia. Los dos o tr es encar gos qu e le era imprescindible confia rle se los da ba con la ca ra vuelta . Le a hogaba la ga rga nt a t ener que respirar el aire del mismo espa cio donde respira ba a q uel fa nt a sma . Crescencia, ent reta nt o, no aba ndona ba su t a burete; allí sentada, muda, no quería ya ni guisar para ella sola. Nada le apetecía, y huía de la gente. Con el recelo en los ojos, solo espera ba el prim er silbido de su dueño, lo mismo q ue el perr o q ue ha sent ido el lát igo y conoce que ha hecho un dispa ra t e. Su t urb a do sent ido no comprendía exacta ment e lo sucedido; solo ent ra ba en su conciencia, llená ndola de pesadum bre, la idea de que su dios y señor la a part a ba de sí y no quería sa ber na da m á s de ella. A los tres días de haber llegado el barón sonó el timbre de la escalera. Un hombre reposado, de pelo entrecano, afeitado pulcra mente, espera ba a la puert a con una ma leta en la ma no. Cr escencia quería despedirlo, pero el int ruso insistió en q ue era el criado nuevo, que el señor lo había citado para las diez y que debía anun ciar lo. Cr escencia se puso blanca como la cal y perma neció un moment o de pie, con los dedos en rist re, t iesos, levant ada la ma no; luego esta ca yó aba t ida como un pájaro herido. —Vaya usted mismo —dijo al sorprendido visitante. Volvió la espa lda, ent ró en la cocina y se encerr ó. El criado se quedó en la casa. Desde aquel día el dueño no t uvo q ue dirigir la palabra a Crescencia ; enca rga ba al r eposa do camarero lo que era preciso comunicarle. La mujer no se ent era ba de lo que sucedía en la casa : t odo fluía como el agua sobre la piedra fría , por encima de ella . E se est a do de cosas q ue la oprimía duró dos sema na s, devorá ndola como una dolencia; se le ha bía a fila do la ca ra , y en las sienes el cabello era má s can o. La rigidez de sus m ovimientos se acentuaba, y casi siempre se le veía sentada, muda como un ma dero, mira ndo fija ment e ha cia la venta na vacía; 73

si trabajaba, lo hacía de modo violento, enfurecida, como en un a rr an que de cólera . U n día, a l ca bo de esta s dos seman a s, se present ó el cria do en el cua rt o del ba rón , el cua l conoció, por el modo discreto de esperar, que tenía algo que comunicarle fuera de lo común. Ya otr a vez se le ha bía q ueja do de lo gruñ ón q ue era a q uel esperpent o t irolés, como despectiva ment e la llam a ba , proponiéndole q ue fuera despedida ; pero el bar ón, movido quién sa be por q ué, pa reció no q uerer oír h a blar del a sunt o. Así, como aq uella vez, el criado se a lejó con una reverencia , a hora ma nt enía su punt o de vist a ; puso una ca ra insólit a , ca si t urba da , y, por fin, confesó tartajeando que, aunque su señor lo tachara de ridículo, no podía… no podía decirlo de ot ro modo: a q uella mujer… le da ba miedo. Aq uella a lima ña cerr il, ruin, era insoport a ble, y el señor ba rón n o sabía q ué persona peligrosa t enía en casa. El avisado se estremeció, a pesar suyo. ¿Qué quería decir? ¿Qué alcan ce le da ba ? E l cria do at enuó un poco su afir mación. Nada concreto podía asegurar, pero tenía como un present imient o de q ue a q uella persona era un a nima l ra bioso y na da t a n fá cil como que cua lquier día lo perjudica ría . —Ayer, a l volver la cabeza par a da rle inst ru cciones, cacé casualment e una m ira da… B ueno, por una m ira da no se ha de juzgar, pero parecía que se le iba a echar a uno al cuello —y a hora no se fiaba de ella, t enía miedo ha st a de ca t a r los guisos q ue prepa ra ba —. E l señor b a rón ignora —concluyó su informe— lo peligrosa q ue es. Na da dice, na da opina , pero, ¡cuidado!, creo que sería ca paz de un crimen. Removido en sus adent ros, el bar ón echó una mira da incisiva a l acusador. ¿H a bía oído a lgo en concret o? ¿Le ha bía t ra nsmit ido alguien una sospecha ? Se dio cuent a de que le empeza ba n a temblar los dedos, y dejó enseguida el cigarro, a fin de que su ma no no tr a za ra en el aire su excita ción. P ero el semblant e del viejo era tota lment e sincero. No, no podía saberlo… Vaciló. Luego recobró t odo su impulso y se decidió: —E spera . P ero si ot ra vez t e tra t a con desagra do la despacha s en mi nombr e, y se a cabó. Se inclinó el cria do, y el bar ón, con má s desah ogo, ret rocedió un poco en su decisión. Todo lo q ue le recor da se a q uel ser 74

peligroso era capaz de echar una sombra sobre su jornada. “Mejor sería —reflexionó— que fuera por Navidad, cuando yo esté fuera de casa; por Navidad tal vez”. El solo pensamient o de la a nh ela da libera ción le ha cía bien. “ Sí, lo mejor es por Na vidad —reafirma ba—, cua ndo yo no esté a q uí” . Pero al día siguiente, al entrar en su cuarto, después de la comida , dieron u nos golpecit os en la puert a . Abst ra ído, leva nt a ndo los ojos del periódico, gruñó: “ ¡Adela nt e!” E nt onces, se le a cercó una vez má s aq uel odioso a nda r dur o, ra str ero, q ue oscurecía sus sueños. Fue un despertar; semejante a un cráneo lívido y caseoso, bamboleaba la faz huesuda encima del cuerpo delgado vestido de negro. Un algo de compasión se mezcla ba a su espan t o, al ver cómo el pa so temeroso de aq uella criat ura t ota lment e abisma da, se det enía con hum ildad a l borde de la a lfombra . P a ra an imar la se esforzó en mostr a rse condescendiente. —¿Qué ha y, C rescencia? —pregunt ó. P ero no le salió el t ono jovial y car iñoso que se ha bía propuesto; cont ra su volunt a d, la pregunt a resultó repelent e y ma lhumora da. Crescencia no se movía . P a sma da, m iran do la a lfombra, por fin, como quien a par t a a lgo de un punt a pié, soltó la q ueja : —E l cria do me ha da do el despido. Me ha dicho q ue el señor me despide. Con un a penosa impresión, el ba rón se ha bía puesto en pie. No podía presumir q ue aq uello viniera t a n pront o, a sí es q ue empezó a fa rfulla r palabra s: que no era para t a nt o y que ella debía ha cer un esfuerzo par a ent enderse bien con el persona l. P ero Cr escencia no se movía ; clava da en la a lfombr a la m irada , tiesos los hombros con ofendida resistencia, tenía la cabeza baja, como el toro que va a embestir, y no hacía caso de las palabras cordiales, en espera de una sola que no llegaba. Y cua ndo el ba rón se can só de ha blar, un poco asq ueado del papel de amable componedor, la mujer permaneció testaruda y ca lla da , hast a q ue prorrum pió con host ilidad: —Solo q uería sa ber si fue el mismo señor q uien dio el encar go a Ant onio de q ue me despa che… 75

Lanzó estas palabras secamente, indignada, violenta. Y el barón las recibió como un golpe en sus nervios ya excitados. ¿Er a una am ena za? ¿Lo desafiaba ? D e pront o, t odo a pocam ient o y compasión lo a ba ndona ron. E l odio y el a sco a cumulados dura nt e sema na s se a bría n paso con el ar dient e deseo de concluir de una vez. Súbit a ment e, cortante el tono, con aquella fría objetividad aprendida en el Minist erio, a firmó con indiferencia q ue sí, q ue en verda d ha bía dado carta blanca al criado para que dispusiera de las cosas domésticas. É l, persona lment e, solo desea ba su bien y procura ría ha cer q ue queda ra sin efect o la orden de despido. P ero si se obst ina ba en no q uerer ponerse a bien con el sirvient e, ent onces se vería precisa do, ¡a h, sí!, a prescindir de sus ser vicios. Y concent ra nd o la volun t a d, enérgico, decidido a no deja rse vencer por ningún secret o ni confidencia, con las últ ima s palabras sostuvo de cidido la mirada contra la que parecía amenazarlo. P ero la mira da q ue Crescencia levan t ó con recelo era ni má s ni menos que la de un animal herido por el cazador, al ver precipit a rse la ja uría de ent re el ma t orra l cerca no. —G ra cia s —dijo con voz débil y a pena da —. Ya me voy… , no quiero ser m á s tiempo una ca rga pa ra mi señor… Y lent a , sin volver la ca beza, se deslizó ha cia la puert a con los hombr os hundidos y el an da r t ieso. P or la noche, cua ndo el bar ón volvía de la ópera , a l recoger de la mesa la s ca rt a s del últ imo correo, not ó un objeto rect a ngular q ue no recorda ba . Lo exam inó a la luz y vio que era un cofrecito de ma dera labra da por ma no campesina . No est a ba cerra do, y cont enía, cuidadosam ent e ordena da s, todas las peq ueñeces q ue Crescencia h a bía r ecibido de él: un pa r de posta les de cuando salió para la caza, dos billetes de teatro, una sort ija de plat a y t odo el mont ón de billet es de ba nco, a demá s de una inst an t án ea de veint e años at rá s toma da en Tirol, donde estaba ella con los ojos asustados por el relámpago del magnesio: la misma expresión sorprendida y a za ra da q ue tenía al despedirse, pocas horas antes. 76

El barón, algo perplejo, empujó a un lado el cofrecito y fue a pregunt a r a l cria do qué significa ba n a q uellos objetos de C rescencia sobre su mesa. E l cria do se a prestó a lla ma r, de inmediato, a cuenta a su enemiga. Pero Crescencia no estaba ni en la cocina ni en ningun a de la s ha bita ciones de la casa . Cuando al día siguiente el informe policíaco dio cuenta del suicidio de una mujer de unos cuarenta años, que se había precipit a do al a gua desde el puent e del Da nubio, ni el bar ón ni su criado necesitaron inquirir adónde se había marchado Leporella.

77

Índice

Ca rt a de una desconocida /7 P rimer tiempo/9 Segundo t iempo/23 Tercer t iempo/33 Cua rt o tiempo/36 Quint o tiempo/46 Epílogo/48

Leporella/ 51

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