Stein, Gertrude - Autobiograf-ía de Alice B. Toklas

March 12, 2017 | Author: Marcelo García Dourrom | Category: N/A
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Gertrude Stein

Autobiografía de Alice B. Toklas

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 1

I YO, ANTES DE IR A PARIS

Nací en San Francisco, California. Por esto, siempre me ha gustado vivir en climas templados, pero es difícil, tanto en Europa como en Norteamérica, encontrar un clima templado y vivir en él. Mi abuelo materno fue un pionero que llegó a California el año 49, y se casó con mi abuela, que era mujer muy aficionada a la música. Fue discípula del padre de Clara Schuman. Mi madre era una mujer encantadora, de suaves modales, llamada Emilie. Mi padre descendía de una familia de patriotas polacos. Su tío abuelo formó un regimiento, del que se nombró coronel, para luchar contra Napoleón. El padre de mi padre abandonó a su esposa poco después de haber contraído matrimonio, para ir a luchar en las barricadas, en París. Pero la esposa dejó de .mandarle dinero, y entonces el abuelo volvió a su tierra, donde pasó el resto de sus días convertido en un acaudalado y conservador terrateniente. En cuanto a mí respecta, debo confesar que no me gusta la violencia, y que siempre he preferido los placeres de las labores de punto y la jardinería. Me gusta mucho la pintura, los muebles, los tapices, las casas y las flores, e incluso los árboles frutales y las verduras. Me gustan las vistas y los panoramas, pero prefiero sentarme de espaldas a ellos. Mi infancia y adolescencia discurrieron en el placentero ambiente propio de las gentes de mi clase y aficiones. En este período tuve algunas veleidades intelectuales, pero no fueron demasiado fuertes, y tampoco las aireé. Cuando tenía unos diecinueve años, era una gran admiradora de Henry James. Creí que The Awkward Age, de este autor, podía ser base de una excelente obra teatral, y le escribí ofreciéndole realizar la adaptación. Me contestó con una carta amabilísima, en la que abordaba los problemas de mi propuesta, y, entonces, al darme cuenta de mi incapacidad para llevar a cabo la tarea, me avergoncé de mí misma y no conservé la carta de James. Quizá, en aquella época, creía que no tenía ningún motivo para conservar la carta. Bueno, el caso es que la carta en cuestión ya no existe. Hasta los veinte años practiqué seriamente el arte musical. Estudiaba y me ejercitaba con constancia, pero poco después la música me pareció una frivolidad. Mi madre murió, y aunque esto no me produjo una tristeza insuperable, dejé de tener verdadero interés en la música, dejé de tener el interés suficiente para seguir adelante. En la historia de Ada, en Geography and Plays, Gertrude Stein hizo una excelente descripción de mi persona, tal como era en aquel tiempo. A partir de entonces, y durante unos seis años, estuve muy ocupada. Llevé una vida muy agradable, tenía muchos amigos, me divertía mucho, eran muchas las cosas que me interesaban, mi vida me satisfacía y gozaba de ella, pero no me la tomaba con gran pasión, ni mucho menos. Entonces ocurrió el incendio de San Francisco, por cuya razón el hermano mayor de Gertrude Stein y su esposa regresaron de París a San Francisco, y esto comportó un cambio total en mi vivir.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 2 En aquel entonces, vivía con mi padre y mi hermano. Mi padre era un hombre silencioso que se enfrentaba calmosamente con la realidad, pese a que le causaba impresiones muy profundas. La primera y terrible mañana del incendio de San Francisco, desperté a mi padre y le dije que la ciudad había quedado destruida por un terremoto, y que, luego, se había declarado un incendio. Mi padre dijo: «No deja de ser una pérdida para el Este.» Dio media vuelta en la cama, y siguió durmiendo. Recuerdo que, en cierta ocasión, mi hermano y un amigo suyo salieron a dar un paseo a caballo. Uno de los caballos volvió sin jinete al establo. Y la madre del otro muchacho comenzó a hacer una escena terrible. Entonces mi padre le dijo: «Cálmese, señora, quizá sea mi hijo el que se haya matado.» Siempre recordaré uno de sus axiomas: «Sea lo que fuere aquello que debas hacer, hazlo con buenos modales.» También me dijo que la dueña de una casa que recibe invitados jamás debe pedir excusas por las deficiencias que puedan observarse en la recepción, porque cuando hay una dueña de su casa, en tanto en cuanto hay una dueña de su casa, no puede haber deficiencias. Tal como les decía, yo vivía muy satisfactoriamente en compañía de los míos, y jamás tuve deseos ni pensamientos de alterar mi modo de vivir. Lo que ocurrió después se debió a la interrupción de nuestra rutinaria vida, causada por el incendio, y a la llegada del hermano mayor de Gertrude Stein y de su esposa. Mistress Stein trajo consigo tres pequeños cuadros de Matisse, que fueron las primeras obras de arte moderno que cruzaron el Atlántico. Conocí a mistress Stein en días de aflicción para la ciudad, me mostró los cuadros y me contó anécdotas de su vida en Paris. Poco a poco, informé a mi padre de mis deseos de irme de San Francisco. No se alarmó ni se inquietó siquiera. Al fin y al cabo, en aquellos días era mucha la gente que entraba y salía de San Francisco, y abundaban los amigos que habían abandonado la ciudad. Antes de que transcurriera un año, también yo me había ido y me encontraba en París. Allí visité a mistress Stein, que había regresado a París, y en su casa conocí a Gertrude Stein. Lo que más me impresionó de ella fue el broche de coral que llevaba, y su voz. En mi vida, tan sólo he conocido a tres genios, y en las tres ocasiones he oído el sonido de una campanilla dentro de mi cerebro. Y la campanilla nunca me engañó. Y puedo decir que en cada uno de estos tres casos, las personas que suscitaron el sonido de la campanilla todavía no habían conseguido la general consideración de genios. Los tres genios de quienes quiero hablarles son Gertrude Stein, Pablo Picasso y Alfred Whitehead. He conocido a muchas personas importantes, también he conocido a muchas personas que han sido grandes personalidades en su quehacer, pero únicamente he conocido a tres verdaderos genios, y en los tres casos la campanilla sonó. En ninguno de los tres casos hubo error. Y así comencé una nueva vida, pletórica de significado.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 3

II MI LLEGADA A PARIS

Corría el año 1907. Three Lives de Gertrude Stein se hallaba en prensa, pagando ella los gastos de la edición, y la escritora trabajaba en un libro, que habría de constar de mil páginas, titulado The Making of Americans. Picasso había terminado recientemente el retrato de Gertrude Stein, que, en aquellos tiempos, no gustaba a nadie, salvo al autor y a la retratada, pero que ahora es famoso. En aquellos días, el pintor había comenzado su extraña composición pictórica representando a tres mujeres. Matisse acababa de terminar Bonheur de Vivre, su primera gran composición que motivaría le calificaran de fauve. Era la época que Max Jacob llamó «la edad heroica del cubismo». Recuerdo que no hace mucho Picasso y Gertrude Stein tuvieron una conversación sobre diversos acontecimientos ocurridos en aquellos días. Uno de ellos se refirió a cuanto pudo ocurrir, y no ocurrió, aquel año, y el otro contestó: «Olvidas que entonces éramos jóvenes, y que, de todos modos, hicimos muchas cosas.» Hay mucho que hablar sobre lo que ocurrió en aquel entonces, y lo que había ocurrido antes, que condujo a lo que ocurrió después, pero ahora debo describir lo que vi al llegar. La casa de la rue de Fleurus, número veintisiete, era, y sigue siendo, un pequeño chalet de dos pisos, con cuatro estancias muy poco espaciosas, cocina, y baño. Junto a la edificación principal se alzaba un gran taller. Ahora, el taller está unido al chalet mediante un pasillo que se construyó en 1914, pero en el tiempo a que me refiero el taller tenía entrada independiente, de modo que para entrar en la casa había que tocar la campanilla y para entrar en el taller había que dar un par de golpes en la puerta. Eran muchos los que podían tocar la campanilla y dar con los nudillos en la puerta del taller, pero abundaban más estos últimos. Yo gozaba del privilegio de poder hacer las dos cosas. Gertrude Stein me había invitado a cenar en su casa el sábado, que era la noche de la semana en que la visitaban todos sus amigos y conocidos, como efectivamente ocurrió en aquella ocasión. Pues sí, fui a cenar. La autora de la cena fue Hélène. Y ahora quiero decirles algo de Hélène. Hélène llevaba ya dos años al servicio de Gertrude Stein y de su hermano. Era una de estas admirables bonnes de las que tanto hemos oído hablar. Excelente criada para todo, excelente cocinera, íntegramente dedicada al mayor bienestar de sus patronos y de sí misma, y convencida de que todos los artículos en venta tenían precios demasiado altos. Siempre contestaba, ante la sugerencia de comprar cualquier cosa: «¡Oh, no, esto es muy caro!» No malgastaba ni un céntimo, y conseguía llevar la casa sin rebasar el límite de los ocho francos diarios. Incluso pretendía, y estaba orgullosa de ello, que ni siquiera la presencia de invitados lograse alterar aquel presupuesto, pero era un empeño difícil porque Hélène, en defensa del honor de la casa y para no avergonzar a sus patronos, se veía obligada a dar a todos los presentes la comida suficiente para que salieran satisfechos. Era una excelente cocinera y hacía unos soufflés muy buenos. En aquellos días, casi todos los invitados de Gertrude Stein vivían en forzosa austeridad,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 4 ninguno de ellos pasaba hambre y siempre encontraban a alguien que les ayudara, pero algunos de ellos no gozaban de lo que pudiéramos llamar abundancia. Fue Braque quien, unos cuatro años después, cuando todos los integrantes de aquel grupo comenzaban a ser conocidos, dijo con un suspiro: «¡Cómo han cambiado nuestras vidas! ¡Ahora todos tenemos cocineras que saben hacer un buen soufflé!» Hélène tenía sus opiniones personales, que no recataba. Así, por ejemplo, mostraba cierta antipatía hacia Matisse. Decía que un francés no debía quedarse a cenar inesperadamente, especialmente si antes de decidirlo preguntaba a la cocinera qué había para cenar. Hélène aseguraba que los extranjeros tenían perfecto derecho a observar esta conducta, pero los franceses no, y Matisse lo había hecho en una ocasión. Así, cuando miss Stein decía a Hélène: «Esta noche, monsieur Matisse se quedará a cenar», Hélène replicaba: «En este caso no haré tortilla sino huevos fritos. Necesitaré los mismos huevos y la misma mantequilla, pero los huevos fritos son menos respetables que la tortilla, y monsieur Matisse sabrá darse cuenta.» Hélène estuvo al servicio de Gertrude Stein hasta fines de 1913. En el curso de los años anteriores se había casado, y tuvo un niño, y su marido se empeñó en que dejara de trabajar por cuenta ajena. Con gran pesar, Hélène se despidió y, años más tarde, diría que la vida en su propia casa nunca le había parecido tan divertida como la que había llevado en la casa de la rue de Fleurus. Mucho después, hace poco más de tres años, volvió al servicio de Gertrude Stein, por un período de un año, debido a que su marido se encontraba en dificultades económicas y quizá también a que su hijo había muerto. Estaba tan animosa como antaño y terriblemente deseosa de cumplir a la perfección sus funciones. Dijo que le parecía extraordinario que aquellas personas que no eran absolutamente nadie, cuando ella las conoció, en la actualidad salieran casi todos los días en los periódicos, y que, pocas noches atrás, había oído por la radio el nombre de monsieur Picasso. Los periódicos incluso hablaban de monsieur Braque, que solía ser el encargado de sostener en alto los cuadros más grandes, porque era el más forzudo de los amigos de madame, mientras el portero clavaba los clavos en la pared; y ahora resulta que van a poner en el Louvre un cuadro del pobre monsieur Rousseau, aquel hombre tan tímido que ni siquiera se atrevía a llamar a la puerta, es increíble... Hélène dijo que tenía muchísimas ganas de volver a ver a monsieur Picasso, a su esposa y a su hijo, y el día en que éstos fueron a cenar a casa de Gertrude Stein, Hélène puso a contribución todo su talento de cocinera, pero después dijo que Picasso había cambiado mucho, aunque su hijo era muy hermoso. Todos pensamos que Hélène había vuelto para ver de nuevo a los que habían formado la joven generación de artistas. Y en parte así era, aun cuando sus obras no despertaban en ella el menor interés. Dijo que éstas no la impresionaban en absoluto, lo cual entristeció a los artistas, porque Hélène se había convertido en una figura legendaria, conocida en todo París. Al cabo de un año, la situación económica de Hélène había mejorado considerablemente, su marido volvía a ganarse bien la vida, y Hélène decidió volver a su casa. Pero, regresemos al principio, es decir, al año 1907. Antes de hablarles de los invitados, debo relatar lo que vi. Al llegar a casa de Gertrude Stein, a la hora de cenar, llamé a la puerta, haciendo sonar la campanilla del pequeño chalet. Me hicieron pasar a un reducido recibidor, y luego a un comedor, también pequeño, con las paredes cubiertas de libros. En el único lugar que no estaba ocupado por los libros, es decir, las puertas, había dibujos de Picasso y de Matisse, clavados con chinchetas. Como fuere que los restantes invitados todavía no habían llegado, miss Stein me llevó al taller. En aquella temporada llovió muy a menudo en París, y aquella noche era noche de lluvia, por lo que resultó un poco molesto ir desde el chalet al taller, con vestido de noche, bajo la lluvia, pero pensé que no debía preocuparme de las consecuencias de este breve viaje, ya que la dueña de la casa no

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 5 mostraba contrariedad alguna al hacerlo. Entramos en el taller, cuya puerta tenía un cerrojo Yale, quizá el único que había en todo el barrio, en aquel entonces. Pero este cerrojo no había sido colocado allí para proteger de las actividades de los amigos de lo ajeno el contenido del taller, puesto que en aquellos días los cuadros que en él había carecían de valor, sino porque la llave era pequeña y podía llevarse en el bolso, contrariamente a lo que ocurría con las enormes llaves francesas. Junto a las paredes había diversos muebles renacimiento italianos, y en medio de la estancia se veía una inmensa mesa, también renacimiento, con una bonita escribanía, y, en un ángulo, una ordenada pila de cuadernos, cuadernos escolares franceses, como los que usaban los niños en aquella época, con dibujos representando terremotos y escenas de exploradores en las portadas. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, hasta la altura del techo. En un extremo de la estancia había una estufa de hierro, que Hélène alimentaba con una pala. Sobre una mesa situada en un ángulo, había clavos de herraduras, cantos rodados y boquillas, que una no podía evitar mirar, pero que no se atrevía a tocar, y que resultaron proceder de los bolsillos de Picasso y de Gertrude Stein, quienes al parecer guardaban en ellos estos objetos hasta que no cabían. Pero, volvamos a los cuadros. Los cuadros eran tan raros que, al principio, una miraba cualquier cosa antes que los cuadros. Para refrescar un poco la memoria, he contemplado algunas fotografías tomadas en el taller en aquellos días. Todas las sillas eran, también, renacimiento italiano, muy poco cómodas para quienes tuvieran las piernas cortas, y eran muchos los que cogieron la costumbre de sentarse en ellas poniendo las piernas cruzadas debajo del trasero. Miss Stein solía sentarse cerca de la estufa, en una silla muy hermosa, de alto respaldo, y dejaba, tranquilamente, que sus pies colgaran en el aire, lo cual no tenía gran mérito, ya que era tan sólo cuestión de acostumbrarse a ello, y cuando alguno de sus muchos visitantes se le acercaba para preguntarle algo, miss Stein se levantaba de la silla, y, en francés, solía responder «Ahora, no». Por lo general este intercambio verbal se refería a algo que el visitante deseaba ver, tal como dibujos que miss Stein guardaba en algún otro lugar, sobre uno de los cuales cierto alemán vertió tinta, o a cualquier otra petición que sólo podría ser atendida más tarde. Pero, volvamos a los cuadros. Tal como decía, cubrían totalmente las paredes encaladas y llegaban hasta el mismísimo techo. La estancia estaba iluminada con luces de gas, colocadas muy alto. Estas luces representaban un avance, ya que acababan de ser instaladas y antes tan solo había una lámpara de pie, de manera que, para ver los cuadros, era necesario que algún invitado de altura aventajada sostuviera en lo alto una lámpara mientras los otros los miraban. Pero el caso es que al fin se habían instalado las luces de gas, y un ingenioso pintor norteamericano, llamado Sayen, se ocupaba de instalar un mecanismo que permitiera encender todas las luces a la vez, de una manera automática. El pintor norteamericano lo hacía a fin de procurar olvidar que acababa de ser padre por vez primera. La vieja propietaria de la casa, mujer de ideas extremadamente conservadoras, no quería que se instalara electricidad en sus casas y la iluminación eléctrica no se utilizó en ellas hasta 1914, cuando la propietaria era tan vieja que ya no se daba cuenta de nada, lo cual aprovechó el administrador para autorizar la instalación eléctrica. Bueno, pero ahora, de veras, les voy a hablar de los cuadros. Ahora que todos estamos acostumbrados a todo, es muy difícil dar una idea de la inquietud que una sentía cuando contemplaba por primera vez aquellos cuadros colgados en las paredes del taller de Gertrude Stein. En los días a que me refiero, allí había cuadros de todo género, y todavía no había llegado el momento en que tan sólo habría Cézannes, Renoirs, Matisses y Picassos, ni tampoco aquel otro tiempo, más tarde, en el que sólo habría Cézannes y Picassos. Entonces había cuadros de Matisse, Picasso, Renoir, Cézanne y muchos otros. Había dos Gauguins, varios Manguins, un

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 6 gran desnudo de Valloton —que únicamente destacaba por no ser exactamente la Odalisca de Manet—, un Toulouse-Lautrec. En una ocasión, Picasso, mientras contemplaba este último cuadro, tuvo el atrevimiento de decir: «De todos modos, yo pinto mejor que él.» Toulouse-Lautrec fue el pintor que mayor influencia tuvo en Picasso, en su primera época. Después, compré un pequeño cuadro de Picasso, correspondiente a aquella época. Había un retrato de Gertrude Stein, pintado por Valloton, que bien hubiera podido ser un David, pero que no lo era, había un Maurice Denis, un pequeño Daumier, muchas acuarelas de Cézanne. En resumen, allí estaban todos los pintores que una pueda imaginar, incluso había un pequeño Delacroix y un Greco de tamaño medio. Había enormes Picassos del período del Arlequín, dos hileras de Matisses, un gran retrato de mujer pintado por Cézanne, y algunos Cézannes pequeños. Todos esos cuadros tenían su historia, que pronto les contaré. Entonces me sentía un tanto confusa, y no hacía más que mirar y mirar, y cuanto más miraba más confusa estaba. Gertrude Stein y su hermano estaban tan acostumbrados a ver cuán confundidos quedaban sus invitados, que ya había dejado de importarles y ni siquiera se fijaban en ello. Entonces, oímos un fuerte golpe en la puerta del taller. Gertrude Stein la abrió, y entró un hombre menudo con aspecto de gran vivacidad; su cabello, ojos, rostro, manos, pies, todo en él era vivaz. Gertrude Stein dijo: «Hola Alfy, mira, ésta es miss Toklas.» Con mucha solemnidad, el recién llegado dijo: «Mucho gusto en conocerla, miss Toklas.» Era Alfy Maurer, asiduo visitante de Gertrude Stein. Alfy Maurer había frecuentado esta casa antes de que en ella hubiera las pinturas a que me he referido, cuando de sus paredes tan solo colgaban grabados japoneses, y Alfy era uno de los que solían encender cerillas para iluminar una porción alta del retrato pintado por Cézanne. «Desde luego, pueden darse perfecta cuenta de que es un cuadro totalmente acabado», solía explicar a los otros pintores norteamericanos, quienes miraban el cuadro con aire dubitativo, «y pueden darse cuenta porque está enmarcado, y como ustedes saben muy bien jamás se ha oído de un pintor que enmarque un cuadro que no esté acabado». Alfy había sido siempre un fiel seguidor de las nuevas escuelas pictóricas, un seguidor persistente, humilde, fiel, persistente, persistente. El fue quien eligió el primer lote de cuadros de la famosa colección Barnes, mucho más tarde, con la misma fe y el mismo entusiasmo. El fue quien, años después, cuando Barnes visitó la casa de Gertrude Stein e hizo ademán de sacar su talonario de cheques, dijo: «Juro ante Dios que no he sido yo quien le ha traído aquí.» Gertrude Stein, que es mujer de temperamento explosivo, llegó a su casa por la noche, en otra ocasión, y en ella encontró a su hermano, a Alfy y a un desconocido. El aspecto del desconocido desagrado a miss Stein, y preguntó a Alfy: «¿Quién es ese hombre?» y Alfy contestó: «Yo no le he traído aquí, no, no, no.» Gertrude Stein dijo: «Tiene aspecto de judío.» Y Alfy añadió: «Peor que eso.» Pero volvamos a mi primera noche. Pocos minutos después de que llegara Alfy, Hélène golpeó fuertemente la puerta con los nudillos y anunció que la cena estaba servida. Todos comentaron cuán raro era que los Picasso no hubieran llegado todavía, pero que mejor sería no esperarles para evitar que Hélène se impacientara. Miss Stein dijo: «Parece extraño, porque Pablo es la puntualidad en persona, jamás llega demasiado pronto ni demasiado tarde, está orgulloso de ser siempre puntual y dice que la puntualidad es la cortesía de los reyes. Incluso ha logrado que Fernande sea también puntual. Desde luego, a menudo dice que sí a cualquier cosa, cuando en realidad no tiene la menor intención de hacerla, pero esto se debe a que no sabe decir no. No, es una palabra que no está en su vocabulario, y hace falta saber distinguir cuando sus síes quieren decir que si y cuando quieren decir que no, pero cuando dice un sí que significa que sí es que sí, y que será puntual, y eso es lo que hizo con la cena de hoy, lo cual

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 7 quiere decir que debía ser puntual.» En aquellos tiempos los automóviles no abundaban, por lo que nadie se preocupaba de la posibilidad de que hubiera ocurrido un accidente. Cuando terminábamos el primer plato, oímos el sonido de rápidos pasos en el patio, y Hélène abrió la puerta antes de que llamasen a ella, y entraron Pablo y Fernande, que así les llamábamos todos en aquellos tiempos. Picasso era pequeño, andaba a pasos rápidos, pero no nerviosos, y sus ojos tenían la rara facultad de pasmarse y absorber toda la esencia de aquello que él deseaba ver, de lo que de veras le interesaba. Su cabeza tenía un aire parecido a aquel que tienen las de los toreros, aire de vivacidad e independencia, al hacer el paseíllo. Fernande era una mujer alta y hermosa, que aquella noche llevaba un sombrero maravilloso, muy grande, y un vestido que se veía, a todas luces, que era nuevo. Los dos parecían bastante agitados. Pablo dijo: «Lo siento infinito, tú ya sabes, Gertrude, que nunca llego tarde, pero resulta que Fernande esperaba que le trajeran el vestido nuevo que se ha hecho para ir al vernissage de mañana, y el vestido no llegaba.» Miss Stein dijo: «Bueno, el caso es que habéis llegado, y ya sabes que, tratándose de ti, Hélène no se enfadará.» Y todos volvimos a sentarnos. Yo estaba al lado de Picasso, que guardaba silencio, y, poco a poco, fue recobrando la tranquilidad. Alfy dijo unas cuantas frases amables a Fernande, quien tampoco tardó en recobrar la calma y la placidez. Un poco más tarde dije a Picasso, en un murmullo, que me gustaba mucho el retrato de Gertrude Stein que él había pintado. Y Picasso contestó: «Sí, todo el mundo dice que no se parece, pero esto carece de importancia, ya se parecerá.» La conversación se animó al centrarse en la inauguración del salón «independent», que era el gran acontecimiento del año. Todos estaban interesados en los escándalos que se producirían y los que no se producirían. Picasso nunca exponía sus obras, pero sus seguidores sí lo hacían; corrían muchos rumores acerca de la reacción que provocarían y se albergaban grandes esperanzas y temores. Mientras tomábamos el café oímos pasos en el patio, pasos de mucha gente. Entonces, miss Stein se levantó, y dijo: «Seguid, y no os apresuréis; yo me encargaré de recibirles.» Y se fue. Cuando entramos en el taller ya había allí mucha gente. Algunos formaban grupos, otros parejas, y los había que estaban solos, pero todos miraban y miraban, Gertrude Stein, sentada junto a la estufa, hablaba y escuchaba, y, de vez en cuando, se levantaba para abrir la puerta, o para ir de un grupo a otro y hablar y escuchar. Por lo general, miss Stein abría la puerta inmediatamente después de oír el golpe dado con los nudillos, y la fórmula con que recibía a los recién llegados era «De la part de qui venez-vous?», es decir, «¿Quién le presenta?» En realidad la entrada era libre, pero en París era imprescindible emplear una fórmula u otra, y la pregunta de miss Stein no era más que una ficción, como si esperase que todos los visitantes mencionaran el nombre de quien les había dicho que en el taller podrían ver una exposición. Era un simple formalismo, cualquiera podía entrar, y como sea que, en aquellos tiempos, los cuadros expuestos carecían de valor en mercado, y, además, conocer a los demás asistentes no constituía un signo de distinción social, tan sólo acudían aquellas personas que sentían genuino interés. Así que, tal como les iba diciendo, cualquiera podía entrar, pero se observaba el formalismo antes dicho. Miss Stein, al abrir la puerta dijo como de costumbre: «¿Quién le ha invitado?» y entonces oímos una voz indignada que contestaba: « ¡Usted misma, madame!» Se trataba de un hombre joven, a quien Gertrude Stein había conocido en algún lugar, con quien había sostenido una larga conversación, a quien había invitado cordialmente, y a quien había olvidado casi de inmediato. Pronto la habitación estuvo atestada. Había grupos de pintores y escritores húngaros, debido, probablemente, a que en cierta ocasión un húngaro visitó el taller y luego había difundido su existencia a lo largo y ancho de toda Hungría, por lo que los

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 8 hombres jóvenes de los pueblecitos húngaros, especialmente los dotados de ambiciones, habían oído hablar de la casa número 27 de la rue de Fleurus y la mayor ilusión de su vida era llegar a visitarla, lo cual algunos de ellos lograron. Siempre estaban allí, los había de todos los tamaños y formas, de los más distintos grados de riqueza y de pobreza, algunos de ellos eran encantadores y otros rudos, y, de vez en cuando, acudía alguna que otra campesina muy hermosa. También había grandes cantidades de alemanes, que no gozaban de demasiadas simpatías debido a que querían verlo todo, incluso los cuadros que Gertrude Stein tenía guardados en otro sitio, y además solían romper cosas, y Gertrude Stein siempre ha tenido debilidad por las cosas que se rompen y siente horror hacia las personas que coleccionan cosas que no se rompen. También había un grupito de americanos. A veces Mildred Aldrich traía a un grupo, otras iba Sayen, el electricista, o algún pintor, u ocasionalmente, acudía algún estudiante de arquitectura. Y también estaban los asiduos, como miss Mars y miss Squires, a quienes, después, Gertrude Stein inmortalizaría en una de sus obras bajo los nombres de miss Furr y miss Skeene. Aquella primera noche, miss Mars y yo hablamos de un tema que, entonces, era una novedad: el maquillaje del rostro. A miss Mars le interesaban los tipos, y sabía que existía el tipo de femme décorative, femme d'intérieur y femme intrigante, sin duda alguna Fernande Picasso era una femme d'intérieur, ante lo cual la aludida quedó muy complacida. De vez en cuando se oía la alta risa española, como un relincho, de Picasso, y las alegres carcajadas de contralto de Gertrude Stein. La gente iba llegando y yéndose, entrando y saliendo. Miss Stein me dijo que me sentara al lado de Fernande Picasso. Fernande era hermosa, pero un poco lenta y pesada. Me senté a su lado, y ésta fue la primera vez que me senté junto a la esposa de un genio. Antes de decidirme a escribir este libro sobre los veinticinco años que pasé con Gertrude Stein, solía decir que escribiría un libro titulado Esposas de genios a quienes he tratado. He tratado a muchas. He tratado a esposas que no eran esposas de genios que eran verdaderos genios. He tratado con verdaderas esposas de genios que no eran genios. He tratado a esposas de genios, o de casi genios, o de futuros genios. En resumen, he tratado con mucha frecuencia e intensidad, durante mucho tiempo, a muchas esposas y esposas de muchos genios. Tal como les decía, Fernande, que entonces vivía con Picasso y había vivido con él durante largo tiempo, largo tiempo teniendo en cuenta que en aquel entonces los dos tenían veinticuatro años, pero, en fin, largo tiempo, Fernande, como les decía, fue la primera esposa de genio a quien traté, y no era divertida en absoluto. Hablamos de sombreros. Fernande tenía dos temas de conversación: sombreros y perfumes. Aquel primer día hablamos de sombreros. Le gustaban los sombreros, tenía el gusto especial que las francesas tienen en materia de sombreros; en su opinión, si el sombrero que llevaba no provocaba, en la calle, agudos comentarios de los hombres que pasaban junto a ella, esto significaba que el sombrero era malo. Tiempo después, Fernande y yo paseamos por Montmartre. Fernande llevaba un gran sombrero amarillo, y yo un pequeño sombrero azul. Entonces pasó un obrero, se paró y gritó: «¡Anda, ahí van el sol y la luna juntas!» Con una sonrisa radiante, Fernande me dijo: «Ve! ¡Llevamos sombreros bonitos! » Miss Stein me llamó y me dijo que le gustaría que conociera a Matisse. Miss Stein estaba hablando con un hombre de estatura media, barba rojiza y gafas. Aquel hombre tenía un aire muy atento a cuanto le rodeaba, pero su presencia parecía un poco pesada y sostenía con miss Stein una conversación con frases y palabras de oculto doble sentido. Mientras me acercaba, oí que miss Stein decía: «Sí, pero ahora resultaría mucho más difícil.» Al llegar yo, dijo: «Estábamos hablando de un almuerzo que celebramos el año pasado. Colgamos todos los cuadros en las paredes e invitamos a todos los pintores.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 9 Para que se sintieran a gusto, lo coloqué a cada uno delante de su propio cuadro, a fin de que pudiera verlo en todo instante y así el hombre se sintiera a gusto, y todos se sintieron tan a gusto que se nos acabó el pan y tuvimos que pedir más. Cuando conozca a los franceses se dará cuenta de que eso del pan significa que los comensales se sentían a gusto y eran felices, porque los franceses no pueden comer ni beber sin pan. Y tuvimos que mandar a buscar más pan dos veces. Nadie se dio cuenta del truco ese de poner a cada pintor ante su cuadro, nadie salvo Matisse, e incluso él se dio cuenta cuando se iba, y entonces dijo que esto demostraba que yo era una mujer peligrosa y con malas intenciones.» Matisse se rió y dijo: «Bueno, ya sé que para usted, mademoiselle Stein, el mundo es como el escenario de un teatro, pero hay escenarios y escenarios, y cuando escucha con tanta atención lo que le digo y resulta que no hay tal atención, porque no se entera ni de media palabra de lo que le digo, entonces pienso que es usted una mujer de malas intenciones.» Entonces, los dos comenzaron a hablar del vernissage del «independent», como hacían todos los circunstantes, tema del que yo no sabía nada. Pero poco a poco, más tarde, llegué a conocer la historia de los cuadros y de los pintores y de sus discípulos, de todo lo cual pienso hablarles, y también pude comprender el significado de aquella conversación que escuché mi primera noche en casa de Gertrude Stein. Después fui a parar en las cercanías de Picasso, que estaba solo y meditativo. Se dirigió a mí, y me dijo: «¿Usted cree que de veras me parezco al presidente Lincoln?» Aquella noche, yo había pensado en muchas cosas, pero no en esto. Picasso prosiguió: «Gertrude» (y, ahora, yo quisiera poder expresarles cuánto afecto y confianza ponía Picasso en la pronunciación del nombre de miss Stein, igual que miss Stein cuando llamaba Pablo a Picasso; y esta manera de pronunciar sus nombres nunca sufrió alteración a lo largo de los muchos años de amistad entre los dos, pese a los períodos de discordia y complicaciones que en ellos se dieron) «Gertrude me enseñó una fotografía del presidente Lincoln, y desde entonces he procurado peinarme como él, para parecerme, y creo que verdaderamente mi frente ahora se parece a la de Lincoln.» Ignoraba si Picasso hablaba en serio o no, pero procuré seguirle la corriente. En aquel entonces, todavía no había comprendido cuán norteamericana era Gertrude Stein. Después, cuando me enteré, solía embromarla diciéndole que parecía un general de cualquiera de los dos bandos de la Guerra de Secesión, y un general de los dos bandos a la vez. Gertrude Stein conservaba una colección de fotografías, muy interesantes en su mayoría, de la Guerra de Secesión, que, de vez en cuando, contemplaba en compañía de Picasso. Entonces Picasso se acordaba repentinamente de la guerra entre España y los Estados Unidos, y se mostraba muy patriota y amargado y agresivo, y, entonces, Gertrude Stein y Picasso comenzaban a decirse cosas muy desagradables de sus respectivos países. Pero aquella primera noche ignoraba cuanto les acabo de decir, y me limité a ser amable con todo el mundo, y eso fue todo. La velada tocaba a su fin. Todos se iban, y todos seguían hablando del vernissage del «indépendent». También yo me fui, tras conseguir una invitación al vernissage. Y de esta manera acabó una de las noches más importantes de mi vida. Fui al vernissage acompañada de una amiga, ya que la invitación era para dos. Llegamos a primera hora. Me habían dicho que fuera temprano porque, de lo contrario, no podría ver nada, y tampoco podríamos sentarnos, y a mi amiga le gustaba sentarse. Nos dirigimos al edificio provisional, especialmente construido para esta exposición. En Francia se pasan la vida organizando cosas provisionales, que deben durar un día o muy pocos días, y luego las desmontan y lo dejan todo como antes. El hermano mayor de Gertrude Stein siempre decía que el crónico pleno empleo, o ausencia de desempleo, en Francia se debía a la gran cantidad de obreros dedicados a construir y derribar edificios

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 10 provisionales. Pues fuimos al edificio provisional, bajo y muy, muy largo, que todos los años se construía para albergar la exposición de los independientes. Cuando, después de la guerra, o poco antes, no recuerdo, a los independientes les asignaron un lugar permanente en la gran sala de exposiciones, le Grand Palais, la exposición perdió muchísimo interés. Al fin y al cabo, lo que mayor importancia tenía era su espíritu aventurero. El largo y bajo edificio provisional estaba inundado por la hermosa luz de París. En tiempos anteriores, muy anteriores a esos de los que hablo, en los tiempos de Seurat, los independientes celebraban su exposición en un edificio con goteras, y, cuando llovía, la gente se mojaba. Fue precisamente debido a esto que Seurat cogió su fatal resfriado, mientras colgaba los cuadros en aquel edificio. Ahora no llovía. El día era espléndido y nos sentíamos optimistas. AL entrar, nos dimos cuenta de cuán temprano habíamos llegado, ya que casi fuimos los primeros visitantes. Pasamos de una a otra sala, y, francamente, no sabíamos distinguir qué cuadros tenían verdadero valor artístico según el criterio de las gentes que atestaron el taller de miss Stein, la noche anterior, y qué cuadros eran únicamente intentos de estos hombres a quienes en Francia se llama pintores de domingo, obreros, peluqueros, veterinarios y visionarios que tan sólo pintan un día a la semana, es decir, el día en que no están obligados a trabajar. He dicho que no sabíamos distinguir una cosa de otra, pero quizá no, quizá sí sabíamos. Aunque, desde luego, no supimos distinguirlo en cuanto hacía referencia a Rousseau. Allí había un enorme Rousseau que fue el escándalo de la exposición; se trataba de un cuadro con los retratos de dignatarios de la República francesa, que ahora es propiedad de Picasso. Pues no, con respecto a esta pintura no supimos darnos cuenta de que era un gran cuadro y que, como Hélène decía, llegaría al Louvre. Si la memoria no me es infiel, también había una extraña pintura debida al mismo aduanero Rousseau, que era como una especie de visión apoteósica de Guillaume Apollinaire, con una anciana Marie Laurencin, situada tras él a modo de musa inspiradora. De este cuadro tampoco hubiera dicho que era una obra de arte seria. Desde luego, en aquellos tiempos, no sabía nada de Guillaume Apollinaire ni de Marie Laurencin, pero más adelante les diré muchas cosas de ellos. Proseguimos y, entonces, vimos un Matisse. ¡Bueno! ¡Al fin sabíamos qué era lo que teníamos ante nuestra vista! Ya habíamos logrado identificar los Matisses, con sólo echarles la vista encima y nos producía gran placer contemplarlos, y sabíamos que estábamos ante un arte auténtico e importante y hermoso. Se trataba de una gran figura de mujer, que yacía entre cactos. Y este cuadro pasaría, al terminar la exposición, a la casa de la rue de Fleurus. Allí, un día, el hijo del portero, que tenía cinco años y visitaba muy a menudo a Gertrude Stein, quien le tenía gran cariño, corrió hacia ella, que se encontraba en la puerta del taller y le cogió en brazos, y, entonces, el niño miró hacia dentro, por encima del hombro de miss Stein, y exclamó entusiasmado, mirando el cuadro de Matisse: «¡Oh, là, là, qué espléndido cuerpo de mujer!» Miss Stein siempre contaba esta anécdota cuando un visitante desconocido preguntaba con esa agresividad propia de los desconocidos, mientras miraba el cuadro en cuestión: «¿Y eso qué pretende representar?» Seguimos adelante, y pasamos por muchas salas, y en las salas había muchos cuadros, y llegamos a la sala central, en la que había un banco como los de los jardines, y, como vimos que iba entrando gente, nos sentamos en el banco para descansar. Sentadas allí, mirábamos a todos los que entraban y salían. Eran personajes de la vida bohemia, exactamente tal como los habíamos visto en los escenarios teatrales, y resultaba maravilloso contemplarlos en carne y hueso. Y entonces, alguien puso su mano sobre nuestros hombros y oímos una carcajada. Era Gertrude Stein. Nos dijo: «Se han sentado ustedes en el mejor sitio.» Y nosotras preguntamos: «¿Por qué?» Gertrude

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 11 Stein contestó: «Porque aquí, ante ustedes, está lo más importante.» Miramos y sólo pudimos ver dos grandes cuadros que se parecían mucho, pero que no eran exactamente iguales, Gertrude Stein nos dijo que uno era un Derain y el otro un Braque. Se trataba de dos raras composiciones con figuras extrañamente formadas, como si fuesen bloques de madera; si no recuerdo mal, en uno se veía algo parecido a un hombre y una mujer, y en el otro tres mujeres. Sin dejar de reír, miss Stein dijo: «Bien...» Nosotras estábamos desconcertadas, habíamos visto tantas cosas raras, en aquella exposición, que los cuadros que teníamos ante nuestra vista no nos parecían más raros que los demás. Entonces, Gertrude Stein se sumergió en un denso grupo en el que todos parecían muy excitados y con grandes ganas de hablar. Reconocimos a Pablo Picasso y a Fernande, y creímos reconocer a otros, y todos ellos parecían interesadísimos en los dos cuadros, por lo que nosotras decidimos no movernos del banco. Después de bastante rato, Gertrude Stein volvió, y en esta ocasión se encontraba, evidentemente, mucho más excitada y divertida. Se inclinó ante nosotras y, solemnemente, nos dijo: «¿Quieren tomar lecciones de francés...?» Pues sí, le dijimos que sí nos gustaría. Miss Stein nos dijo que Fernande nos daría lecciones de francés, que fuésemos a su encuentro y le dijéramos que deseábamos ardientemente tomar lecciones de francés. Entonces le preguntamos que por qué tenía que darnos Fernande lecciones de francés. Pues porque Fernande y Pablo habían decidido separarse para siempre jamás. Yo dije: «Supongo que esto lo habrán decidido antes de que les conociera, no entre ayer y hoy.» Y miss Stein dijo: «Bueno, lo que pasa es que Pablo cree que cuando uno ama a una mujer está obligado a darle dinero; y claro, cuando uno decide dejar a una mujer está obligado a esperar hasta tener dinero que darle, en cantidad suficiente. Vollard acaba de comprarle su taller, y ahora Picasso tiene suficiente dinero para separarse de Fernande, y piensa darle la mitad de lo que ha cobrado. Fernande quiere alquilar una habitación para ella sola y dar lecciones de francés, y ahí es donde entráis vosotras en escena.» Entonces, la amiga que iba conmigo, que era muy curiosa, preguntó qué tenía que ver aquello con los dos cuadros que teníamos delante. Gertrude Stein soltó una carcajada, encogió los hombros, dijo: «Nada.» Y se fue. Después les contaré toda la historia de este asunto, según me la contaron, pero, por el momento, debo ir al encuentro de Fernande y pedirle que me dé lecciones de francés. Me puse a pasear por la sala y a mirar a mi alrededor. Jamás hubiera imaginado que pudiera haber tantas distintas especies de hombres dedicados a pintar cuadros y a mirarlos. En Norteamérica, incluso en San Francisco, solía ver a muchas mujeres y a algunos hombres en las salas de exposiciones, pero aquí había hombres, hombres, hombres, algunos acompañados de mujeres, pero lo más frecuente era ver a tres o cuatro hombres con una mujer, y a veces cinco o seis hombres con una mujer. Más tarde me acostumbré a esta proporción de mujeres en los grupos de hombres. En uno de estos grupos de cinco o seis hombres y dos mujeres, vi a los Picasso, es decir, vi a Fernande en uno de sus ademanes característicos: el dedo índice, con anillos, alzado en el aire. Según supe después, Fernande tenía el índice napoleónico tan largo, si no un poco más largo, como el dedo medio, y cuando Fernande estaba animada, lo cual ocurría muy raras veces porque era de natural indolente, siempre alzaba el índice en el aire. Decidí esperar un poco antes de unirme al grupo, en el que Fernande, en un extremo, y Picasso, en el otro, eran los dos centros de atracción. Pero al fin, reuní todo mi valor y fui hacia Fernande para expresarle mis deseos. Fernande contestó amablemente: «Sí, sí, Gertrude me ha hablado de eso y tendré un gran placer en darle lecciones de francés, a usted y también a .su amiga. Ahora, en los próximos días estaré bastante ocupada con lo de la mudanza, pero a fines de semana Gertrude piensa visitarme, y ustedes pueden venir con ella, y entonces haremos tratos.» Fernande hablaba en un francés muy elegante, no sin

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 12 emplear de vez en cuando giros propios de Montmartre, que yo no siempre comprendía, pero Fernande había cursado los estudios de magisterio, tenía una voz muy agradable y era muy, muy hermosa, con una piel muy bonita. Era, desde luego, una mujer grande, pero debido a su indolencia no lo parecía tanto como en realidad lo era, y además tenía esos brazos finos y redondeados que constituyen una característica faceta en la belleza de las mujeres francesas. Fue una verdadera lástima que se pusieran de moda las faldas cortas, porque, hasta que tal moda se impuso, una jamás hubiera imaginado que las mujeres francesas tuvieran, por lo general, las piernas tan robustas, y una sólo pensaba en la belleza de sus brazos finos y redondeados. Dije a Fernande que iría a su casa con Gertrude Stein, y me alejé. Mientras me dirigía al lugar en que mi amiga estaba sentada, comencé a acostumbrarme, no tanto a las pinturas, como a la gente que allí había. Comencé a comprender que en los diversos tipos había una nota uniforme. Muchos años después, es decir, hace pocos años, cuando Juan Gris, a quien todos queríamos mucho, murió (después de Pablo Picasso, era el mejor amigo de Gertrude Stein), oí que miss Stein decía a Braque, a cuyo lado estuvo durante el funeral: «¿Quiénes son ésos? Hay muchísima gente aquí, tengo la impresión de conocerlos a todos, pero no sé quiénes son.» A lo que Braque contestó: «Bueno, son todos los que solía usted ver en el vernissage de los independientes y en el Salón de Otoño, año tras año. Ha visto usted sus caras dos veces al año, y por esto le parece que les conoce.» Unos diez días después del vernissage de los independientes, Gertrude Stein y yo fuimos a Montmartre, por primera vez en mi vida. Y, desde entonces, no he dejado de amar, ni un solo instante, aquel paraje. Ahora vamos allá de vez en cuando, y siempre experimento la misma sensación de ternura y curiosidad que experimenté aquel día. Era un lugar en el que una estaba siempre de pie en la calle, a veces esperando algo, pero no esperando que algo ocurriera, sino sólo por estar de pie allí, en la calle. Los habitantes de Montmartre no solían sentarse, la mayoría de ellos preferían quedar en pie que utilizar las sillas, y es que las sillas de comedor francesas no invitan a sentarse. Primero fuimos a ver a Picasso, y luego a Fernande. A Picasso, ahora, no le gusta ir a Montmartre, no le gusta recordar Montmartre, y mucho menos hablar de Montmartre. Incluso ante Gertrude Stein se resiste a hablar de Montmartre, allí ocurrieron acontecimientos que hirieron muy profundamente su orgullo español. Su vida en Montmartre terminó en la amargura y el desencanto, y pocas cosas hay más amargas que el desencanto de los españoles. Pero, en aquellos días, vivía en Montmartre, pertenecía a Montmartre, y tenía su casa en la rue Ravignan. Fuimos a Odeón, y allí cogimos el ómnibus. Subimos al imperial del ómnibus, de uno de aquellos bonitos ómnibus arrastrados por mulas, que con seguridad y rapidez cruzaban París y la dejaban a una en la Place Blanche. Allí nos apeamos, y subimos a pie por una calle empinada, con tiendas de comestibles, llamada la rue Lepic. Después doblamos una esquina y ascendimos por una calle todavía más empinada. Y así llegamos a la rue Ravignan, ahora Place Emile-Gondeau, que, pese al cambio de la denominación, sigue igual que antes, con peldaños que conducían a una placita cuadrangular y llana, con escasos arbolitos tiernos, en la que un hombre trabajaba en un banco de carpintero, junto a una esquina. Poco antes de terminar la escalinata había un cafetín, donde los habitantes de la plaza solían comer, y, en la plaza, a la izquierda, se alzaba el edificio de madera, bajo, en el que había los estudios de los pintores, y que todavía se conserva. Al entrar en la casa, subimos dos peldaños, pasamos la puerta, que estaba abierta, cruzamos ante el estudio, a nuestra izquierda, en el que años después Juan Gris viviría

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 13 su martirio, pero en que entonces vivía un cierto Vaillant, pintor desconocido que alquilaría su estudio para que sirviera de vestuario de mujeres en ocasión del famoso banquete dedicado a Rousseau, cruzamos ante unas escaleras en pronunciado declive que conducían abajo, al lugar en que Max Jacob tendría su estudio, cruzamos ante unas escalerillas empinadas que llevaban a un estudio en el que no hacía mucho un hombre joven se había suicidado y en el que Picasso había pintado uno de los más maravillosos cuadros de su primera época, representando a los amigos del suicida velándole alrededor del féretro, y, después de pasar ante todo eso, llegamos a una gran puerta. Gertrude Stein llamó, Picasso abrió la puerta, y entramos. Iba vestido con lo que los franceses llaman un singe, y los americanos overalls, es decir, un mono, de color azul o castaño, creo que era azul, y a este indumento se le llama mono porque forma una sola pieza, con un cinturón fijado en la parte trasera de la cintura, de manera que si uno no se abrocha el cinturón, lo cual es muy frecuente, el cinturón cuelga detrás y uno parece un mono, con cola y todo. Los ojos de Picasso me parecieron aquel día más maravillosos que en cualquier momento anterior —grandes, hondos y de profundo color castaño—, y sus manos eran oscuras, delicadas y nerviosas. Penetramos hacia el fondo de la habitación. En un rincón había un sofá, en el rincón opuesto una estufa que cumplía las funciones de calentar y cocinar; había algunas sillas, una de ellas rota, que fue aquella en la que se sentó Gertrude Stein para posar para su retrato. En el aire flotaba olor a perro y a pintura, y en la estancia había un gran perro, y Picasso cogía al perro, y lo ponía en un sitio u otro, igual que si fuera un mueble. Nos invitó a sentarnos, pero como los asientos de las sillas estaban ocupados por diversos objetos, nos quedamos de pie, y en pie estuvimos hasta que nos fuimos. Esta fue la primera vez que hice una visita en pie, pero después descubrí que aquella gente siempre se quedaba en pie, y que estaba en pie horas enteras. Apoyado en una pared había un gran cuadro, una extraña composición de colores claros y oscuros, representando a un grupo, un grupo numerosísimo, y al lado de este grupo, otro grupo de un color rojo parduzco, formado por tres mujeres cuadradas y un tanto terroríficas. Picasso y Gertrude Stein hablaban. Yo me mantenía aparte, y miraba el cuadro. No puedo decir que lo comprendiera, pero tenía la impresión de que en él había algo penoso y bello, algo opresivo y al mismo tiempo como aprisionado. Entonces oí que Gertrude Stein decía «el mío». Y Picasso cogió un cuadro más pequeño, todavía no acabado, pero que no podía acabarse —era imposible—, de colores muy pálidos, casi blanco, con dos figuras que se veían bien, pero que estaban inacabadas, solamente apuntadas, y que, desde luego, no podían acabarse. Y Picasso dijo: «Pero no lo aceptará.» «Sí, claro que sí», contestó Gertrude Stein, «y además éste es el único cuadro en el que no falta nada». Picasso replicó: «Sí, ya lo sé.» Y se quedó callado. Después iniciaron una conversación en voz baja, y al fin miss Stein dijo: «Bueno, tenemos que irnos, vamos a tomar el té con Fernande.» Picasso dijo: «Sí, sí, ya lo sabía.» Gertrude Stein le preguntó entonces: «¿La ves a menudo?» Picasso se ruborizó y su rostro adquirió una expresión de humilde culpabilidad. Como si estuviera resentido, dijo: «Nunca he ido a su casa.» Miss Stein chasqueó la lengua un par de veces: «Bueno, de todos modos nosotras sí vamos a ir, y miss Toklas tomará lecciones de francés.» Picasso dijo: «¡Ah, la miss Toklas! Tiene los pies pequeños, como las españolas, lleva pendientes de gitana, y su padre es rey de Polonia, como los Poniatowskis; sí, claro, debe recibir lecciones de francés.» Riendo, nos dirigimos a la puerta. Allí encontramos a un hombre extraordinariamente bien parecido, a quien Picasso dijo «¡Hola, Agero!, supongo que ya conoces a las señoras.» Y yo comenté en inglés, refiriéndome a Agero: «Parece un Greco.» Picasso cogió al vuelo la palabra clave de mi frase, y dijo: «Sí, un Greco falso.» Entonces, Gertrude Stein dijo: «Me había olvidado de darte eso.» y le entregó un montón de periódicos, al

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 14 tiempo que añadía: «Te consolará un poco.» Picasso abrió uno. Se trataba de suplementos dominicales de diarios norteamericanos, con historietas infantiles. Con la satisfacción en el rostro, Picasso exclamó: «Oh, oui, oui, merci, thanks, Gertrude.» Y nos fuimos. Después, seguimos ascendiendo por las calles de Montmartre. Miss Stein me preguntó: «¿Qué opina de lo que ha visto hasta el momento?» «Bueno, he visto unas cuantas cosas.» Gertrude Stein dijo: «Sí, no cabe la menor duda de que ha visto bastantes cosas. Pero ¿se ha dado cuenta de las relaciones que existen entre lo que ha visto y los dos cuadros ante los que estuvo sentada durante tanto tiempo, en el vernissage?» «Sólo me he dado cuenta de que los Picassos eran feos y los otros no.» «Exactamente y, tal como dijo Pablo en cierta ocasión, cuando uno quiere hacer algo resulta tan difícil el trabajo de hacerlo que a veces sale feo, pero aquellos que hacen el mismo trabajo, después de que uno lo ha hecho ya, no tienen los problemas que atormentan al que lo hace por primera vez, y por esto pueden obtener resultados bonitos, y por eso a todos los espectadores les gusta lo que hacen los otros, cuando hacen aquello que uno ha hecho antes por primera vez.» Seguimos adelante, doblamos otra esquina, enfilamos una calle estrecha, y allí entramos en una casita, donde preguntamos por mademoiselle Bellevallée. Nos dijeron que siguiéramos un corto corredor, llamamos a la puerta y entramos en una estancia ni muy amplia ni muy pequeña, en la que había una gran cama, un piano, una mesilla de té, Fernande y dos mujeres más. Una de ellas era Alice Princet. Parecía una virgen, con ojos grandes y hermosos, y el cabello muy bonito. Después, Fernande nos dijo que Alice era hija de un obrero y que tenía los pulgares grandes y brutales que, como es bien sabido, suelen tener los obreros. Según nos dijo Fernande, Alice llevaba ya siete años conviviendo con Princet, que era funcionario estatal, y le había sido fiel, durante estos años, al modo en que se guarda fidelidad en Montmartre, es decir, jamás le había abandonado en los malos momentos, especialmente cuando estuvo enfermo, pero tampoco se privó de divertirse por su cuenta. Ahora, Alice y Princet iban a casarse. Princet había sido ascendido a jefe de negociado, se vería obligado a invitar a su casa a sus compañeros, los otros jefes de negociado y, por lo tanto, como es natural, estaba obligado a regularizar sus relaciones con Alice. Pocos meses después se casaron y fue en ocasión de este matrimonio que Max Jacob pronunció su famosa frase: «Es maravilloso pasarse siete años deseando a una mujer, y al fin poder poseerla.» Picasso dijo algo mucho más práctico: «Es absurdo casarse con el solo fin de poder divorciarse.» Frase que resultó profética. Casi inmediatamente después de casarse, Alice conoció a Derain, y Derain conoció a Alice. Fue lo que los franceses llaman coup de foudre, un flechazo. Se enamoraron locamente. Princet intentó hacer caso omiso, pero al fin y al cabo, ahora estaba casado con Alice, y el asunto tenía un cariz diferente a los anteriores. Además, Princet estaba furioso por primera vez en su vida, y en un momento de ira hizo trizas el primer abrigo de pieles que Alice había tenido en su vida, el abrigo que compró en ocasión de su matrimonio. Esto fue lo que motivó el desenlace de la historia, y seis meses después de haber contraído matrimonio, Alice abandonó a Princet para no regresar jamás. Alice y Derain comenzaron a vivir juntos, y hasta el presente no se han separado. Siempre sentí simpatía hacia Alice Derain. Había en ella cierto salvajismo, que quizá guardaba relación con sus brutales pulgares, y que, cosa curiosa, armonizaba muy bien con su rostro de virgen. La otra mujer era Germaine Pichot, tipo totalmente distinto al de Alice. Era una mujer seria, silenciosa y española, tenía los ojos cuadrados y la mirada fija y ciega propia de las mujeres españolas. Era muy amable. Estaba casada con el pintor español

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 15 Pichot, que era un tipo adorable; tenía la figura larga y delgada, como la de aquellos primitivos cristos de las iglesias españolas, y cuando bailaba flamenco, lo cual hizo tiempo después, en el famoso banquete de Rousseau, inspiraba en los espectadores in terrible, atemorizante, sentimiento religioso. Según dijo Fernande, Germaine había sido protagonista de muchas anécdotas increíbles y extraías. En cierta ocasión había llevado al hospital a m joven, que había resultado herido en una pelea multitudinaria en un baile, y al que sus compañeros de pandilla habían abandonado. Germaine lo defendió, y luego lo llevó al hospital. Germaine tenía una multitud de hermanas, y todas igual que ella, habían nacido y se habían educado en Montmartre. Ninguna de ellas tenía el mismo padre, y todas se habían casado con hombres de distintas nacionalidades, incluso con turcos y armenios. Muchos años después, Germaine padeció una larguísima enfermedad, durante la cual estuvo siempre rodeada de grandes cantidades de amigos que se preocupaban mucho de ella. Sentada en una silla, solían llevarla al cine, y con ella veían las películas. Esto lo hacían una vez por semana, invariablemente. Y me parece que todavía lo hacen. La conversación alrededor de la mesilla de té de Fernande no resultó animada, porque nadie tenía nada que decir. Estar allí reunidos fue sin duda un placer, incluso un honor, pero nada más. Fernande se quejó un poco de que la mujer de la limpieza no había lavado debidamente las tazas y platos y demás trastos para tomar el té, y también dijo que comprar una cama y un piano a plazos era algo que tenía sus aspectos desagradables. De todos modos, ninguna de nosotras tenía grandes cosas que decir. Al fin, Fernande y yo llegamos a un acuerdo con respecto a las lecciones de francés. Pagaría medio franco por hora, y Fernande iría a mi casa para comenzar las lecciones, dentro de dos días. Al término de la visita, todas comenzamos a comportarnos con mayor naturalidad. Fernande preguntó a miss Stein si tenía algún suplemento de diario norteamericano, con historietas infantiles. Gertrude Stein le contestó que se los había dado a Picasso. Fernande se puso como una leona presta a defender a sus cachorros. Dijo: «Esto es una brutalidad que jamás le perdonaré. Encontré a Pablo en la calle, y vi que llevaba bajo el brazo uno de esos suplementos. Le pedí que me lo diera para distraerme un poco, y se negó con toda brutalidad. Fue una actitud cruel, que jamás le perdonaré. Y ahora, te pido, Gertrude, que la próxima vez que tengas suplementos de ésos me los des a mí.» Gertrude Stein le dijo que sí, que con mucho gusto. Apenas hubimos salido, miss Stein me dijo que deseaba ardientemente que, cuando recibiera más suplementos con historietas infantiles, Fernande y Picasso ya se hubieran reconciliado, porque si no se los daba a Pablo, organizaría una bronca terrible, y si no se los daba a Fernande, sería ésta la que armaría el gran escándalo. Y terminó: «Bueno, creo que lo mejor será que diga que he perdido los suplementos esos, o que encargue a mi hermano que se los dé a Pablo.» Fernande llegó puntualmente a mi casa, a la hora y día previstos, y comenzó su lección. Como es natural, para tomar lecciones de francés es necesario conversar, y en aquel entonces Fernande tenía tres temas de conversación: los sombreros, sobre los que ya no teníamos muchas cosas más que decirnos; los perfumes, sobre los que ya habíamos dicho cuanto había que decir (pero a este respecto debo señalar que los perfumes constituían la debilidad de Fernande, y que en ellos gastaba grandes cantidades de dinero, hasta el punto de haber escandalizado a Montmartre en una ocasión en que compró un frasco de perfume llamado Humo, por el precio de ochenta francos, es decir, dieciséis dólares de aquellos tiempos, y el perfume carecía de perfume, de aroma, y su único mérito consistía en el color maravilloso, en cuya virtud parecía que la botella contuviera verdaderamente humo líquido); el tercer tema de

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 16 conversación de Fernande era las pieles y sus diversas clases. Según ella había tres categorías de pieles, en la primera estaba la cibelina, en la segunda el armiño y la chinchilla, y en la tercera el zorro y la ardilla. Aquello fue lo más sorprendente que oí en París, en aquella época. Quedé realmente confusa. ¡La chinchilla en segunda categoría, la ardilla considerada como si fuese una piel de veras, y ni siquiera mencionaba la piel de foca! Además de lo dicho, tan sólo abordamos otro tema, el de los nombres de las razas de perro, que entonces estaban de moda. Este era el tema que yo dominaba. Después de haber dado yo la descripción de un determinado tipo de perro, Fernande dudó, y, al fin, se le iluminaron los ojos: «¡Ah, sí! Es un perro belga llamado griffon.» Y así eran las clases. Como he dicho, Fernande era muy hermosa, pero un poco lenta y monótona, por lo que yo propuse que me diera las clases fuera de casa, en un salón de té, o paseando por Montmartre. De esta manera, todo comenzó a marchar mucho mejor, y Fernande comenzó a contarme cosas. Conocí a Max Jacob, y resultaba muy divertido ver a Fernande y a Max Jacob juntos. Se portaban como si se creyeran una pareja de cortesanos del Primer Imperio; él, como un anciano marqués, besaba la mano de Fernande, y le dirigía refinados cumplidos, que Fernande recibía como si fuera la emperatriz Josefina. La escena resultaba un poco caricaturesca, pero maravillosa. Después, Fernande me habló de una horrible mujer llamada Marie Laurencin, que al hablar emitía ruidos propios de un animal, y a quien Picasso no podía ni ver. Creí que Marie Laurencin sería una vieja horrible, y me llevé una agradable sorpresa al conocerla y ver que Marie era una mujer muy «chic» que parecía un Clouet. Max Jacob interpretó mi horóscopo, lo cual fue un gran honor, ya que me lo dio por escrito. Entonces no me enteré del honor que esto suponía, pero después, mucho más tarde, he sabido, a través de esa gente joven que ahora tanto admira a Max Jacob, que nunca escribía sus horóscopos, sino que se limitaba a comunicarlos oralmente, y cuando estos jóvenes se enteraron de que me lo dio por escrito se quedaron muy impresionados y hasta asombrados. Bueno, el caso es que lo escribió y lo conservo. Fernande también me contó muchas historias sobre Van Dongen y su esposa holandesa y su hija. Van Dongen llamó por primera vez la atención del público gracias a un retrato que hizo a Fernande. Con este retrato, Van Dongen creó el tipo de belleza con ojos almendrados que, arias más tarde, tan de moda se pondría. Pero los ojos almendrados de Fernande eran naturales, ya que en ella, para mal o para bien, todo era natural. Desde luego, Van Dongen nunca reconoció que el cuadro a que me he referido fuese un retrato de Fernande, pese a que ésta posó para el pintor, lo cual creó una situación muy tensa entre el pintor y la modelo. En aquellos tiempos, también Van Dongen era pobre, y su holandesa esposa era vegetariana, por lo que se alimentaban tan sólo con espinacas. A menudo, Van Dongen hacía una escapada a un establecimiento de Montmartre donde las chicas que en él trabajaban lo invitaban a comer y a beber. La hija de Van Dongen tenía cuatro años, pero ya era un ser temible. Van Dongen solía hacer juegos acrobáticos con ella, y la cogía por una pierna y la volteaba por encima de su cabeza. Cuando esta criatura abrazaba a Picasso, a quien tenía inmenso cariño, casi le destrozaba, y Picasso la temía. También me enteré de muchas anécdotas de Germaine Pichot y del circo al que iba para procurarse amantes, y de otras muchas historias, pasadas y presentes, de la vida de Montmartre. La propia Fernande tenía un tipo ideal al que admiraba. Se trataba de Evelyn Thaw, la heroína popular del momento. Y Fernande la adoraba del mismo modo que la generación siguiente admiraría a Mary Pickford. Evelyn Thaw era rubia, pálida y evanescente. Y Fernande, al pensar en ella, no podía evitar un suspiro de admiración.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 17 La próxima vez que vi a Gertrude Stein, me preguntó de un modo brusco si Fernande todavía llevaba pendientes. Le contesté que no lo sabía. Y miss Stein me dijo: «Pues fíjese.» Cuando volví a ver a Gertrude Stein le dije que sí, que Fernande seguía llevando los pendientes. A lo que miss Stein comentó que no dejaba de ser fastidioso porque, como fuere que Picasso no tenía a nadie en su estudio, no podía pasarse el día encerrado en él. Al cabo de una semana pude decir a Gertrude Stein que Fernande ya no llevaba los pendientes. Y Gertrude Stein dijo: «Bueno, me alegro. Esto indica que ya no le quedan ni cinco céntimos, y que la separación ha terminado.» Y así fue. Una semana después, cenaba con Fernande y Pablo, en la casa de la rue de Fleurus. Obsequié a Fernande con una bata china que me habían traído de San Francisco, y Pablo me dio un espléndido dibujo. Y ahora les voy a contar cómo fue que dos norteamericanas se encontraron en el mismísimo centro de un movimiento artístico del que, en aquel entonces, el resto del mundo nada sabía.

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III GERTRUDE STEIN EN PARIS, DESDE 1903 HASTA 1907

Durante los dos últimos años —de 1900 a 1903—que Gertrude Stein pasó en la Escuela de Medicina John Hopkins, de Baltimore, su hermano vivió en Florencia. Estando allí, oyó hablar de un pintor llamado Cézanne, y vio obras suyas, propiedad de Charles Loeser. Cuando, junto con su hermana, Gertrude fijó su residencia en París, lo cual ocurrió al año siguiente, los dos visitaron a Vollard, único marchante que vendía Cézannes, para echarles una ojeada. Vollard era un hombre corpulento, moreno y hablaba con un ligero ceceo. Tenía la tienda en la rue Lafitte, no muy lejos del Boulevard. Un poco más allá, en esta misma estrecha calle, se encontraba Durand-Ruel, y todavía más allá, casi junto a la iglesia de los Mártires, estaba Sagot, ex payaso. En la zona alta de Montmartre, en la rue Victor Massé, estaba el establecimiento de mademoiselle Weil, que vendía cuadros, libros y trastos viejos de todo género. En otra parte totalmente distinta de París, en el Faubourg Saint-Honoré, se encontraba el antiguo cafetero y actual fotógrafo Druet. También en la rue Lafitte estaba la tienda del pastelero Fouquet, donde una podía comer deliciosos pasteles de miel y bombones de nuez, y comprar, alguna que otra vez, en lugar de un cuadro, una jarra de mermelada de fresa. La primera visita que hizo a Vollard dejó en miss Stein una imborrable impresión. El lugar le pareció increíble, inverosímilmente absurdo. No parecía una tienda de arte. Vio un par de telas vueltas de cara a la pared, en un rincón había una pila de telas de distintos tamaños desordenadamente amontonadas, y en el centro de la estancia un hombre corpulento miraba con lúgubre expresión al visitante. Así era Vollard, en sus momentos de buen humor. Cuando este hombre se sentía verdaderamente de mal humor, se iba hacia la puerta de vidrio que daba a la calle, alzaba los brazos, apoyaba las manos en los ángulos superiores de la puerta —que quedaba totalmente cubierta por su corpachón— y miraba, con ojos impregnados de tristeza, el espectáculo de la calle. Cuando esto ocurría, nadie se atrevía a entrar en la tienda. Los dos hermanos le pidieron que les enseñara cuadros de Cézanne. La lúgubre expresión del rostro de Vollard se suavizó un tanto, y el hombre se comportó de un modo muy cortés. Según los hermanos Stein descubrieron más tarde, Cézanne fue la gran pasión de la vida de Vollard. El nombre de Cézanne era para él un nombre mágico. Vollard se enteró de la existencia de Cézanne merced al pintor Pissarro, y éste fue quien dio a conocer a Cézanne a todos aquellos que, luego, se convirtieron en sus primeros admiradores. En aquel entonces, Cézanne vivía amargado y triste en Aix-en-Provence. Pissarro habló de Cézanne a Vollard, a Fabry y a Florentine, quienes a su vez transmitieron el mensaje a Loeser, a Picabia, en fin, a todos los que en aquellos tiempos llegaron a saber quién era Cézanne. Vollard tenía unos cuantos cuadros de Cézanne. Más tarde Gertrude Stein escribiría un poema sobre Cézanne y Vollard, que Henry McBride publicaría en el New York Sun. Fue la primera obra que Gertrude Stein publicó, y tanto ella como Vollard

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 19 sintieron un gran orgullo al ver sus nombres impresos. Más tarde, cuando Vollard escribió su obra sobre Cézanne, siguiendo el consejo de Gertrude Stein mandó un ejemplar a McBride. Gertrude Stein dijo a Vollard que con toda seguridad alguno de los grandes diarios de Nueva York dedicaría una página entera a su libro. Vollard no lo creyó, porque esto era algo que a ningún parisién le había ocurrido jamás. Pero ocurrió. Y Vollard quedó profundamente conmovido y contento hasta el punto de que no hay palabras que puedan expresarlo. Pero volvamos a aquella primera visita. Los hermanos Stein dijeron a monsieur Vollard que deseaban ver algunos paisajes de Cézanne, y que monsieur Loeser, de Florencia, les había recomendado a él. Vollard se puso la mar de contento, dijo que sí, y comenzó a buscar por la estancia. Finalmente desapareció tras una especie de rebotica, y los hermanos Stein oyeron sus pasos ascendiendo unos peldaños. Después de esperar largo rato, vieron reaparecer a Vollard, que llevaba en la mano un pequeño lienzo, en el que se veía una manzana, y el resto sin pintar. Los hermanos Stein contemplaron detenidamente aquel cuadro, y luego dijeron que ellos estaban principalmente interesados en ver paisajes. Vollard suspiró: «¡Ah, sí, claro...!», y su contento pareció subir de punto. Volvió a desaparecer, y reapareció con un cuadro que representaba una espalda. Se trataba, sin duda alguna, de una hermosa obra de arte, pero los hermanos Stein todavía no habían llegado a apreciar debidamente los desnudos de Cézanne, así es que volvieron al ataque. Querían ver un paisaje. En esta ocasión, y tras hacerse esperar todavía más, Vollard regresó trayendo una gran tela, con un minúsculo fragmento de paisaje pintado en ella. Los hermanos Stein dijeron que sí, que aquello era lo que querían ver, pero que en realidad preferían que Vollard les enseñara una tela más pequeña, pero totalmente pintada. Sí, dijeron que querían ver algo así, como lo que acababan de decir. Lo que estoy relatándoles tuvo lugar al anochecer de uno de los días del temprano invierno parisién, y en aquel momento bajó una mujer de limpieza, cruzó la estancia, murmuró: «Bonsoir messieurs et mesdames», y salió a la calle. Segundos después, bajaba otra mujer de limpieza, murmuraba: «Bonsoir messieurs et mesdames», y salía a la calle. Entonces Gertrude Stein se echó a reír y dijo a su hermano: «Nada, aquí no hay Cézannes. Lo que pasa es que Vollard sube esas escaleras, les dice a estas mujeres que pinten algo, baja con lo que han pintado, y esto es todo. Vollard no comprende lo que nosotros le decimos, las mujeres no comprenden lo que Vollard les dice, Vollard baja con cualquier cosa y... ¡ahí va el Cézanne!» Los dos Stein se echaron a reír a grandes carcajadas. Cuando recobraron la seriedad, volvieron a insistir en que querían ver un paisaje de Cézanne. Dijeron que querían ver uno de aquellos maravillosos paisajes amarillentos y soleados de Aix-en-Provence, de los que Loeser tenía varios ejemplares. Una vez más, Vollard desapareció y, en esta ocasión, regresó con un pequeño, pero maravilloso paisaje verde. Era muy hermoso, la pintura cubría por entero la tela, su precio no era muy elevado, y los Stein lo compraron. Después, Vollard explicó a cuantos quisieron escucharle, que le habían visitado dos americanos medio chiflados que no hacían más que reír, lo cual le había molestado mucho, pero que, poco a poco, descubrió que los chiflados americanos compraban después de haber reído, y, por eso, él esperaba pacientemente a que los dos clientes terminaran de reír. Desde entonces, los hermanos Stein acudieron muy a menudo a la tienda de Vollard. Pronto adquirieron el privilegio de poder buscar y rebuscar entre las pilas de telas las obras que deseaban. Compraron un pequeño Daumier, que representaba la cabeza de una vieja. Comenzaron a interesarse en los desnudos de Cézanne, y, al fin, adquirieron dos telas, también pequeñas, en las que aparecían desnudos agrupados. Encontraron un Manet, muy, muy pequeño, en blanco y negro, con la imagen de Forain en primer término, y también lo compraron. Encontraron dos pequeños Renoirs... Muy a

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 20 menudo los hermanos Stein compraban dos cuadros, ya que a veces a Gertrude un cuadro le gustaba más que el que más gustaba a su hermano, o al revés. Y así pasó aquel año. En primavera, Vollard anunció que se disponía a organizar una exposición de obras de Gauguin, y así fue como los hermanos Stein vieron por vez primera obras de este artista. No eran cuadros bonitos, pero a los Stein, cuando se acostumbraron a ellos, les gustaron, y compraron dos. A Gertrude Stein le gustaban los girasoles de Gauguin, pero no sus figuras, y el hermano prefería las figuras. Ahora, cualquiera diría que los Stein se gastaban fortunas en cuadros, pero la verdad es que, en aquellos días, estas telas no eran caras. Y así llegó el invierno. Poca era la gente que frecuentaba la tienda de Vollard, pero en una ocasión Gertrude Stein oyó allí una conversación que la deleitó en extremo. Duret era un hombre popular en París. En aquellos tiempos tenía ya una edad muy avanzada, pero conservaba una excelente apostura. Duret había sido amigo de Whistler, y éste le había pintado un retrato en el que se le veía vestido de gala, para ir a la ópera, con una capa blanca al brazo. Pues Duret se encontraba en la tienda de Vollard y hablaba con un grupo de jóvenes entre los que se encontraba Roussel, perteneciente al grupo de los impresionistas, en el que también militaban Bonnard y Vuillard, y Roussel dijo algo lamentándose de que no se les reconociera, a él y a sus amigos, el mérito artístico que en realidad merecían, y de que ni siquiera se les permitiera exponer sus obras en el salón. Duret le dirigió una amable mirada, y le dijo: «Querido amigo, no olvide jamás que hay dos clases de arte. Por una parte, está el arte oficial, y, por otra, está el arte pura y simplemente. ¿Cómo puede usted pretender, joven amigo, que le consideren como a un artista oficial? Fíjese en quién es usted. Si un importante personaje viene a Francia y desea conocer a los pintores más representativos del país, para que uno de ellos le haga un retrato, entonces, mi joven amigo, fíjese en sí mismo un poco, fíjese en quién es y en cómo es, y comprenderá que su sola presencia aterrorizaría al importante personaje. Usted es un hombre simpático, agradable, inteligente, pero el importante personaje no le juzgaría así, sino que, al contrario, le parecería un elemento terrorífico. No, esa clase de gente buscan al pintor representativo, al pintor de talla media, más bien obeso, no muy bien vestido, pero vestido tal como corresponde a su clase social, que no sea calvo ni tampoco con melenas cuidadosamente peinadas, y que sepa hacer respetuosas y dignas reverencias. Como puede ver, no es usted el tipo adecuado. Así es que no vuelva a decir ni media palabra acerca del reconocimiento oficial de sus méritos, y si por casualidad se le escapa alguna frase al respecto, vaya corriendo a mirarse al espejo, y, al mismo tiempo, piense en los personajes importantes. No, no, mi joven amigo: una cosa es el arte, y otra el arte oficial. Así ha sido siempre, y siempre será así.» Antes de que el invierno terminara, Gertrude Stein y su hermano decidieron dar un paso más atrevido en su carrera de compradores de cuadros, y comprar un Cézanne grande. Y después de esta adquisición, dejarían de comprar obras pictóricas. O mejor dicho, se comportarían con más mesura en esta materia. Gertrude Stein y su hermano convencieron a su hermano mayor de que el dinero que comportaba la compra del tal Cézanne era absolutamente necesario, y en realidad así fue, como pronto veremos. Dijeron a Vollard que querían comprar un retrato pintado por Cézanne. En aquellos días todavía no se había vendido ningún retrato grande, pintado por el artista de Aix-enProvence. Vollard se sintió muy halagado cuando los Stein le hicieron esta petición. Los llevó a aquella habitación, tras la rebotica, a la que se llegaba tras subir unos peldaños, y en la que Gertrude Stein creyó que las mujeres de la limpieza pintaban Cézannes. Los Stein tardaron varios días en decidir qué retrato comprar. Había ocho o nueve, y la elección resultaba difícil. Con frecuencia, los Stein se vieron obligados a salir de la tienda, e ir a cobrar ánimos comiendo pastelillos de miel, en la confitería de Fouquet. Al

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 21 fin, redujeron la elección entre dos cuadros tan sólo: un retrato de hombre y otro de mujer. Pero en esta ocasión no tenían fondos suficientes para comprar las dos telas, y se decidieron por el retrato de mujer. Como es natural, Vollard dijo que un retrato de mujer es siempre más caro que un retrato de hombre, pero, mirando cuidadosamente la tela, añadió: «Sin embargo, creo que en el caso de Cézanne eso carece de importancia.» En un taxi se lo llevaron a casa. Este es el cuadro del que Alfy Maurer solía explicar que se trataba de una obra acabada, y que la demostración de ello estribaba en que estaba enmarcada. Fue una compra importante, ya que Gertrude Stein escribió su Three Lives contemplando el cuadro cada dos por tres. A modo de ejercicio literario, Gertrude Stein había comenzado, no hacía mucho, la traducción de Trois Contes, de Flaubert, y entonces comenzó a mirar el Cézanne, ante el que trabajaba, y bajo la influencia de este cuadro escribió Three Lives. El acontecimiento siguiente ocurrió en otoña Aquél fue el primer año en que se celebró el Salón de Otoño, el primer Salón de Otoño que hubo en París, y los Stein acudieron a él, ávidos y excitados. Allí vieron la obra de Matisse que después sería conocida con el nombre de La Femme au Chapeau. Este primer Salón de Otoño representó el primer paso en el reconocimiento oficial de los rebeldes del Salón de los Independientes. Sus cuadros serían exhibidos en el Petit Palais, situado frente al Grand Palais, donde se celebraba el importante Salón de Primavera. Así pues, en el Salón de Otoño iban a exhibirse las obras de los rebeldes que habían logrado ya cierta notoriedad, a fin de que pudieran ser vendidas en las tiendas de arte importantes. El Salón de Otoño fue el resultado de los esfuerzos de dichos pintores, a los que se sumaron las ovejas negras que ya habían expuesto en los salones tradicionales. La exposición resultó original, pero en modo alguno alarmante. Abundaban los cuadros bellos, atractivos, pero había uno que no lo era. Este cuadro enfureció al público, e incluso intentaron rascarlo, desprender la pintura de la tela. A Gertrude Stein le gustó este cuadro. Representaba a una mujer de cara larga, que sostenía un abanico. Tanto la anatomía de la mujer como su colorido eran raros. Gertrude Stein dijo que quería comprarlo. Su hermano había descubierto un cuadro con un hombre vestido de blanco, sobre un prado verde, y también quería comprarlo. Entonces, siguiendo la vieja costumbre, decidieron comprar los dos cuadros, y fueron al despacho del secretario para hablar de precios. Jamás habían estado en el despacho de un secretario de salón de pintura, y los dos estaban la mar de excitados. El secretario cogió el catálogo y miró los precios. Gertrude Stein no recuerda cuánto costaba el cuadro del hombre vestido de blanco, del perro y del prado verde, y ni siquiera recuerda el nombre del autor, pero el Matisse valía quinientos francos. El secretario explicó que, desde luego, jamás se pagaba el precio que el artista pedía, y que el comprador hacía siempre contraoferta. Los Stein le preguntaron cuál podía ser la contraoferta oportuna. El secretario les preguntó cuánto estaban dispuestos a gastarse en el cuadro. Los Stein dijeron que no lo sabían. El secretario les dijo que ofrecieran cuatrocientos francos, y que ya les daría la contestación. Los Stein dijeron que bueno, y se fueron. Al día siguiente el secretario les mandó recado diciéndoles que monsieur Matisse no había aceptado, y que qué pensaban hacer ellos. Los Stein decidieron volver al salón y dar otra ojeada al cuadro. Allí, el público se reía a carcajadas ante el cuadro, y algún que otro espectador rascaba la pintura. Gertrude Stein no alcanzaba a comprender aquella reacción, ya que el cuadro le parecía perfectamente natural. El retrato de Cézanne que había comprado a Vollard no le había parecido natural, al principio, y le había llevado cierto tiempo acostumbrarse a él, pero el de Matisse le parecía natural, y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 22 Gertrude Stein no podía comprender el furor que despertaba en el público. El hermano de Gertrude Stein no se mostraba tan entusiasmado como ésta, pero al fin decidieron comprar el cuadro, y lo compraron. Entonces, Gertrude Stein volvió a la sala para contemplarlo de nuevo, y se inquietó al ver las burlas de que los espectadores lo hacían objeto. Tal conducta la molestó y la irritó, ya que no comprendía el porqué de ella. La pintura le parecía correcta, y a Gertrude Stein le ocurría lo que después le pasaría con respecto a su modo de escribir, puesto que tampoco pudo comprender por qué la gente se burlaba de sus obras y se enfurecía, cuando en realidad estaban escritas con toda naturalidad. Esta es la historia de la compra de La Femme au Chapeau, en cuanto respecta a los compradores, y ahora abordemos la misma historia desde el punto de vista de los vendedores, tal como la contaron, unos meses más tarde, monsieur y madame Matisse. Poco después de la venta del cuadro, vendedores y compradores quisieron conocerse. Gertrude Stein no recuerda si Matisse le escribió solicitando visitarla o si fue ella y su hermano quienes escribieron a Notre-Dame y al Sena. Matisse pintaba durante de poco tiempo se conocieron, y comenzaron a conocerse muy bien. Los Matisse vivían junto al Boulevard Saint-Michel. Ocupaban un piso pequeño, el último de la casa, con tres habitaciones, que tenía hermosas vistas a Notre-Dame y al Sena. Matisse pintaba durante el invierno. Había que subir escaleras. En aquellos tiempos, una se pasaba la vida subiendo y bajando escaleras. Mildred Aldrich tenía la horrible costumbre de dejar caer las llaves por el hueco de la escalera —allí donde ahora están los ascensores—mientras desde el rellano del sexto piso decía adiós a los visitantes que se iban, de modo que el visitante o ella tenía que bajar y volver a subir para recuperar las llaves. Sin embargo, a menudo, Mildred Aldrich, gritaba: «No se preocupe, voy a reventar la puerta y en paz.» El problema ese de las llaves sólo lo tenían los norteamericanos. Las llaves eran grandes y pesadas, y, claro, a una se le caían, o se olvidaba de ellas. Sayen, después de pasar un verano en París, cuando le felicitaron por su buen aspecto y por el moreno color de su rostro, dijo que todo se debía al saludable ejercicio de subir y bajar escaleras. Madame Matisse era una admirable ama de casa. Mantenía su pequeño piso limpio como una patena. Todo estaba en orden, sabía cocinar e ir a la compra, y, además, posaba para su marido. Ella era La Femme au Chapeau. En los tiempos en que los Matisse carecían de dinero, madame Matisse puso una tiendecilla de sombreros, gracias a lo cual sortearon las dificultades. Era una mujer morena, de porte erguido, cara larga y labios de trazo firme, pero inclinados hacia abajo, lo que le daba un aspecto caballuno. Tenía una gran mata de pelo negro. A Gertrude Stein le gustó siempre el modo en que madame Matisse se ponía el sombrero, y, en una ocasión, Matisse pintó un retrato de su mujer en el momento de ponerse un sombrero con el ademán en ella característico, y se lo regaló a miss Stein. Madame Matisse vestía de negro. Siempre colocaba una gran aguja negra, de las usadas para fijar los sombreros, en mitad del sombrero, justamente en medio, y luego con un ademán firme y decidido se encasquetaba el güito. Con los Matisse vivía una hija de Matisse, una hija que el pintor tuvo con otra mujer, antes de su matrimonio, y esta muchacha había padecido difteria, por lo que tuvieron que hacerle una operación, y durante muchos años llevó alrededor del cuello una cinta negra con botón de plata. Matisse puso la cinta esa en muchos de sus cuadros. La chica era el vivo retrato de su padre, y, en cuanto a madame Matisse, según ella explicó a su manera, sencilla y melodramática a un tiempo, trataba a la niña con mayor amor del que es normal en una madre, debido a que madame Matisse había leído en su juventud una novela en que la heroína hacía exactamente eso y como natural consecuencia era muy amada durante toda su vida, y madame Matisse decidid actuar como la heroína de la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 23 novela. Madame Matisse tuvo, de su matrimonio con el pintor, dos hijos varones, que en aquel entonces no vivían con sus padres. El menor, Pierre, vivía en el sur de Francia, junto a la frontera de España, en casa de los padres de madame Matisse, y el mayor, Jean, vivía con los padres de monsieur Matisse, en el norte de Francia, junto a la frontera con Bélgica. Matisse era un hombre extremadamente viril, lo cual siempre le producía a una un placer extraordinario, cuando volvía a verle, después de no haberlo hecho por una temporada. La virilidad de Matisse no impresionaba tanto la primera vez que se le veía, como en las veces posteriores. Y el placer que a una le causaba esta virilidad, no la abandonaba mientras se encontraba en su presencia. Pero no se trataba de una virilidad vital. Madame Matisse era muy distinta a su marido, en ella había gran vitalidad, o al menos eso parecía a cuantos la conocían bien. En aquellos tiempos Matisse tenía un pequeño Cézanne y un pequeño Gauguin, y aseguraba que los necesitaba. Había comprado el Cézanne con la dote de su mujer, y el Gauguin con el producto de la venta del anillo que era la única joya que su mujer había tenido en toda su vida. Y los dos se sentían felices de lo hecho, porque monsieur Matisse necesitaba los dos cuadros. El Cézanne representaba a unos bañistas y una tienda de campaña, y el Gauguin, una cabeza de muchacho. Mucho después, cuando Matisse llegó a ser un hombre muy rico, siguió comprando cuadros. Decía que comprendía las pinturas, que tenía confianza en ellas, y que no entendía las demás cosas. Así es que, por afición, y como la mejor herencia que podía dejar a sus hijos, Matisse se dedicó a comprar Cézannes. Picasso, mucho después, cuando fue rico, también compró cuadros, pero se trataba de cuadros pintados por él mismo. Creía asimismo en los cuadros, y cree que la mejor herencia que puede dejar a sus hijos es la formada por los cuadros, y por esto sigue comprando cuadros. Los Matisse pasaron tiempos muy difíciles. Muy joven, Matisse llegó a París para estudiar Farmacia. Sus familiares eran almacenistas de granos, de escasa fortuna, en el norte de Francia. Se aficionó a la pintura, y comenzó a copiar Poussins en el Museo del Louvre, de modo que llegó a ser pintor casi sin el consentimiento de sus padres, quienes siguieron pasándole, a pesar de todo, la migrada pensión mensual que le habían concedido para que estudiara Farmacia. Fue en esta época cuando nació su hija, y eso complicó todavía más su vida. Al principio, tuvo, como pintor, cierto éxito. Y se casó. Influenciado por las obras de Poussin y Chardin, se dedicó a pintar naturalezas muertas, con las que obtuvo un notable éxito en el Salón Champ de Mars, uno de los dos grandes salones de primavera. Y entonces cayó bajo la influencia de Cézanne y de las esculturas negras. De ahí surgió el Matisse de La Femme au Chapeau. El año siguiente al de su éxito en el salón primaveral de Champ de Mars, pasó el invierno dedicado a pintar un cuadro de una mujer ocupada en poner la mesa, y encima de la mesa puso un magnífico plato con fruta. Comprar esta fruta había supuesto un gasto extraordinario en la economía de los Matisse, ya que en aquellos tiempos la fruta, incluso la fruta más ordinaria, era terriblemente cara en París, por lo que aquellos magníficos ejemplares de que se sirvió Matisse seguramente fueron carísimos, y era necesario conservarlos en buen estado hasta que el cuadro quedara terminado, y terminar el cuadro iba a llevar mucho tiempo. A fin de que la fruta se conservara, los esposos Matisse procuraron mantener la estancia lo más fría posible, lo cual, en un piso que tan sólo tenía encima el techo de la casa, y durante un invierno parisién, no fue difícil. Matisse pintó este cuadro con abrigo y guantes, durante todo el invierno. Al fin quedó terminado, y lo mandó al mismo Salón en que tanto éxito obtuvo la anterior primavera, pero los directivos del Salón lo rechazaron. Y entonces comenzaron las dificultades graves para Matisse. Su hija estaba muy enferma, él padecía terribles dudas acerca de su obra, y había perdido

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 24 toda posibilidad de exhibir sus cuadros. Dejó de pintar en su casa y comenzó a hacerlo en un taller colectivo, porque le salía más barato. Por las mañanas pintaba, por las tardes trabajaba en sus esculturas, a última hora asistía a las clases de dibujo para dominar el desnudo, y por la noche tocaba el violín. Fueron, éstos, días muy duros para Matisse, que se encontraba en un estado de profunda desesperanza. Entonces, su esposa abrió la tiendecilla de sombreros, y gracias a esto pudieron vivir. Los dos hijos habidos en el matrimonio fueron enviados a casa de los abuelos maternos y paternos. Los únicos estímulos para seguir en la brecha los hallaba Matisse en el taller colectivo, donde un nutrido grupo de jóvenes pintores comenzaron a rodearle y a seguir su estilo pictórico. Entre éstos, el más conocido, en aquellos días, era Manguin, y el que lo, es más en nuestros días, Derain. Derain, muchacho muy joven, admiraba apasionadamente a Matisse. Derain fue en busca de paisajes, a Colliure, cerca de Perpignan, con el grupo de muchachos que pintaban en el taller en que lo hacía Matisse, y con su actitud estimuló a todos. Allí, Derain comenzó a pintar paisajes, en los que los árboles aparecían bordeados de rojo; tenía un personalísimo sentido del espacio, del que dio muestras por vez primera en un paisaje con un carro que avanzaba por un camino bordeado de árboles con los contornos rojos. Y sus cuadros comenzaron a destacar en el Salón de los Independientes. Matisse trabajaba todos los días, todos los días, todos los días, y trabajaba con terrible ardor. En una ocasión Vollard le visitó. A Matisse le gustaba mucho contar esta anécdota. Se la he oído contar muchas veces. Vollard entró y dijo que quería ver el gran cuadro que el Salón había rechazado. Matisse se lo mostró. Pero Vollard ni siquiera lo miró. Había comenzado a hablar de cocina con madame Matisse, y siguió hablando de cocina, porque como a todo buen francés le gustaba mucho comer y el arte culinario, y lo mismo le ocurría a madame Matisse. Pero Matisse y madame Matisse comenzaron a ponerse muy nerviosos, aun cuando esta última no lo demostraba. Entonces Vollard preguntó con gran interés a Matisse: «Y ¿por esa puerta a dónde se va?¿Se va a una escalera o a una terraza?» Matisse le dijo que a una terraza. Entonces, Vollard dijo: «¡Ah, sí! ¡Claro!» Y se fue. Durante días y días, los Matisse discutieron si en la pregunta de Vollard había algo así como una clave o un símbolo de algo, o si la formuló impulsado solamente por la curiosidad. Pero Vollard jamás fue un hombre dominado por la curiosidad sin objetivo concreto; Vollard siempre quería saber lo que los demás pensaban de las cosas, de todas las cosas en general, porque de este modo descubría qué era lo que él pensaba de las cosas, en general. Esta peculiaridad de Vollard era bien conocida en los círculos artísticos, y por esto los Matisse se preguntaron uno a otro, y después preguntaron a sus amigos, qué podía significar la pregunta de Vollard. El caso es que antes de que terminara el año, Vollard compró el cuadro por un precio muy bajo, pero lo compró, lo escondió en su tienda, nadie lo vio, y así terminó la historia. Tras la venta de este cuadro, la situación de Matisse no mejoró ni empeoró, y el pintor estaba desalentado y se comportaba de manera agresiva. Entonces vino el primer Salón de Otoño; se enteró de lo que la gente decía de su cuadro, y de que pretendían rascarlo, y no acudió al Salón. Su esposa sí fue, sola. Matisse se quedó en casa, triste y desalentado. Así contaba la historia madame Matisse. Luego, Matisse recibió una nota del secretario del Salón, en la que le comunicaba que alguien ofrecía cuatrocientos francos por su cuadro. En aquellos momentos, Matisse estaba pintando a madame Matisse, en un cuadro que representaba a una gitana con una guitarra. Esta guitarra también tenía su historia, que madame Matisse gustaba mucho de contar. Madame Matisse solía tener siempre mucho trabajo, además tenía que posar para los cuadros de su marido, y era mujer de buena salud, y, el día en que pasó lo de la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 25 guitarra, tenía mucho sueño. Matisse pintaba y madame Matisse posaba. Entonces madame Matisse comenzó a dar cabezadas y a dar cabezadas, y la guitarra comenzó a emitir sonidos. Matisse gritó: «¡Despierta, y para ya de hacer ruido!» Madame Matisse despertó, monsieur Matisse pintó, madame Matisse volvió a dar cabezadas, y la guitarra volvió a emitir ruidos. Matisse gritó: «¡Despierta, y para ya de hacer ruido!» Madame Matisse se despertó, pero al cabo de muy poco volvió a dormirse y la guitarra emitió ruidos de nuevo. Entonces Matisse, furioso, cogió la guitarra y la rompió. Madame Matisse, cuando contaba esta historia, añadía con tristeza: «Y entonces pasábamos una temporada sin dinero, y tuvimos que hacer reparar la guitarra, para que mi marido pudiera seguir pintando el cuadro.» Cuando la nota del secretario llegó al domicilio del pintor, madame Matisse posaba, sosteniendo en sus manos la guitarra de que acabamos de hablar. La nota del secretario puso a Matisse de muy buen humor, y dijo que, desde luego, pensaba aceptar la oferta. Pero madame Matisse dijo: «Ni hablar. Si esa gente (ces gens) ha hecho una oferta es que tienen interés en comprar el cuadro, y si tienen interés en comprar el cuadro pagarán el precio que tú has fijado. La diferencia la emplearemos en comprar vestidos de invierno para Margot.» Matisse dudó, pero al fin quedó convencido por la argumentación de su esposa, y contestó diciendo que mantenía el precio fijado. Pasó el día sin que nada ocurriera, y Matisse se puso de un humor terrible y se reprochaba duramente haber mantenido el precio. Pero al día siguiente o al otro, mientras madame Matisse posaba con la guitarra, y monsieur Matisse pintaba, Margot entró en el estudio con un telegrama azul en la mano. Matisse lo abrió y su rostro se contrajo. Madame Matisse estaba aterrorizada, temía lo peor. Sus manos soltaron la guitarra. Madame Matisse dijo: «¿Qué?¿Sí o no?» «Lo han comprado», dijo Matisse. Y madame Matisse dijo: «Entonces, ¿por qué has puesto esta cara de tristeza? Me has asustado, he soltado la guitarra, y a lo mejor se ha roto otra vez.» Y Matisse dijo: «Es que te estaba guiñando un ojo, para decírtelo, porque la emoción no me dejaba hablar.» Y madame Matisse solía rematar triunfalmente la historia: «Así es que ya pueden ustedes ver cuánta razón tenía al pedir el precio que había fijado mi marido. Yo fui la que insistí en que no se rebajara el precio, y mademoiselle Gertrude fue la que insistió en comprar el cuadro. Fuimos nosotras dos quienes decidimos el asunto.» La amistad con los Matisse fue afianzándose. En aquella época Matisse trabajaba en su primera gran obra de carácter decorativo, titulada Le Bonheur de Vivre. Primero hizo una multitud de estudios, algunos pequeños, otros de medianas proporciones y otros muy grandes. Al pintar esta composición, Matisse comprendió con toda claridad, por primera vez en su vida, la conveniencia de deformar el diseño del cuerpo humano, a fin de armonizar e intensificar los valores de colorido de todos los colores puros, mezclados solamente con el blanco. Utilizaba esta deformación en el diseño del mismo modo que se emplean las disonancias en la música, o el vinagre y los limones en el arte culinario, o las cáscaras de huevo para clarificar el café. No puedo evitar hacer comparaciones de índole culinaria porque resulta que me gusta comer bien y guisar, y ésta es materia que conozco a fondo. Bueno, de todos modos ésa era la idea clave de Matisse. Cézanne había llegado a la deformación y a la obra inacabada por necesidad, y Matisse lo hizo intencionalmente. Poco a poco, la gente comenzó a acudir a la rue de Fleurus para ver Matisses y Cézannes. Matisse trajo visitantes, los visitantes trajeron a más gente, y la gente venía a todas horas del día, lo cual no dejaba de ser una lata, y así fue como se hizo necesario instituir las recepciones del sábado por la noche. También fue en esta época cuando Gertrude Stein adquirió la costumbre de escribir de noche. Pasadas las once de la noche, miss Stein podía, al fin, estar segura de que nadie llamaría a su puerta. En aquellos días,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 26 miss Stein estaba planeando su larga obra The Making of Americans, y trabajaba arduamente en la construcción de las frases, de aquellas largas frases que debían ser construidas con toda exactitud. Las frases, no sólo las palabras, sino las frases, y siempre las frases, han sido la gran pasión de la vida de Gertrude Stein. Y entonces fue cuando Gertrude Stein adquirió el hábito de comenzar a escribir después de las once de la noche, para terminar, casi siempre, al alba, y esta costumbre duró hasta el inicio de la guerra, que tantas costumbres varió. Gertrude Stein decía que siempre procuraba terminar antes de que la luz del sol fuera demasiado clara, y de que los trinos de los pájaros tuvieran demasiada fuerza y vitalidad, ya que, entonces, acostarse le causaba una sensación muy desagradable. En aquellos días los pájaros abundaban en París; ahora, no tanto. Dormía hasta el mediodía y el ruido que hacían las criadas, incluso las de su propia casa, al sacudir las alfombras, la irritaban sobremanera. Pese a lo dicho antes, en muchas ocasiones el canto de los pájaros y la luz del alba la sorprendían en su trabajo, y entonces miss Stein salía al patio y procuraba acostumbrarse a la realidad del nuevo día. Tal como he dicho, así empezaron las recepciones del sábado por la noche. Gertrude Stein y su hermano visitaban a menudo a los Matisse, y éstos iban constantemente a su casa. De vez en cuando, madame Matisse los invitaba a almorzar. Esto ocurría, casi siempre, cuando algún pariente de provincias le había mandado una liebre. La liebre estofada, al estilo de Perpignan, tal como la hacía madame Matisse, constituía un plato excepcional. Los Matisse solían tener un vino excelente, un poco demasiado fuerte, pero .buenísimo. También tenían una especie de vino de Madeira, al que llamaban Roncio, que tampoco estaba nada mal. Maillol, el escultor, era de la misma provincia de madame Matisse, y una vez que coincidí con él en casa de Jo Davidson, muchos años después, me habló de estos vinos. Me dijo que, en sus tiempos de estudiante, vivía bien, en París, con cincuenta francos al mes. Añadió: «Desde luego, mis familiares me mandaban todas las semanas pan cocido en casa, y cuando vine a París, y, luego, siempre que regresaba de vacaciones, me traje vino suficiente para un año, y, además, todos los meses mandaba la ropa sucia a casa para que me la lavaran.» En aquellos tiempos de la amistad entre los Stein y los Matisse, Derain asistió a uno de los almuerzos. Derain y Gertrude Stein tuvieron una violenta discusión. Hablaron de filosofía, y Derain basaba todas sus ideas filosóficas en la lectura de la segunda parte de Fausto, que había leído traducida al francés, durante el servicio militar. Derain y Gertrude Stein jamás fueron amigos. La obra de Derain jamás interesó a Gertrude Stein. Cierto es que Derain tenía un gran sentido del espacio, pero, a juicio de Gertrude Stein, sus cuadros carecían de vitalidad, profundidad y solidez. Después de aquel almuerzo, Derain y miss Stein se vieron muy pocas veces. En aquel entonces, Derain estaba casi siempre en compañía de los Matisse, y de entre todos los amigos del matrimonio él era el preferido de madame Matisse. Fue en esta época cuando el hermano de Gertrude Stein descubrió la tienda de Sagot, antiguo payaso de circo que tenía una tienda de cuadros en la parte alta de la rue Lafitte. Allí, el hermano de Gertrude Stein vio los cuadros de dos jóvenes españoles, el nombre de uno de los cuales ha caído en total olvido. El otro se llamaba Picasso. Le interesaron las obras de los dos, y compró una acuarela del olvidado, que representaba un café. Sagot le recomendó que fuera a una tiendecilla de muebles, en la que tenían algunos cuadros de Picasso. El hermano de Gertrude Stein fue, y le gustó uno de los Picassos allí exhibidos, y quiso comprarlo, pero su precio era casi tan alto como los cuadros de Cézanne. Volvió a la tienda de Sagot, y se lo dijo. Sagot se echó a reír. Dijo que aquello carecía de importancia, y que volviera a visitarle al cabo de pocos días, ya que, entonces, tendría un gran cuadro. Y al cabo de pocos días tenía un gran cuadro, a

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 27 un precio muy barato. Cuando Gertrude Stein y Picasso hablan de aquellos tiempos, no siempre están de acuerdo sobre lo que verdaderamente ocurrió en el caso que he referido, aunque sí lo están en que el precio fue de ciento cincuenta francos. FA cuadro era aquel que luego sería tan conocido; representaba a una muchacha desnuda, con un cesto de flores rojas. A Gertrude Stein no le gustó este cuadro, ya que, a su juicio, el trazo de las piernas y de los pies causaba algo así como miedo, había allí algo que le producía repulsión y desagrado. Poco faltó para que miss Stein y su hermano se pelearan, a causa de este cuadro. El hermano quería tener el cuadro, y Gertrude Stein no estaba dispuesta a albergar aquella obra en su casa. Sagot, que se enteró más o menos de esta discusión, dijo: «Bueno, pero yo no veo que haya ningún problema, la cosa tiene fácil arreglo, si a miss Stein no le gustan las piernas y los pies de la muchacha, basta con cortar la tela y dejar sólo la cabeza, es decir, guillotinarla.» Pero en eso los Stein estuvieron de acuerdo, y dijeron que no, que no se podía hacer, y a fin de cuentas no decidieron nada. Gertrude Stein y su hermano siguieron discutiendo sobre el cuadro ese, y los dos se mantenían en sus trece, y se enfadaban mucho siempre que tocaban el tema. Al fin llegaron al acuerdo de que, si tanto deseaba el hermano comprar aquello, lo comprarían entre los dos, como de costumbre. Y así fue como el primer Picasso entró en la casa de la calle de Fleurus. En esta época, Raymond Duncan, el hermano de Isadora, alquiló un taller en la rue de Fleurus. Raymond acababa de llegar de su primer viaje a Grecia, y se había traído a una muchacha griega, quien, a su vez, trajo vestidos griegos. Raymond había conocido al hermano mayor de Gertrude Stein y a su esposa, en San Francisco. En aquel entonces representaba a Emma Nevada, con quien iba también el violoncelista Pau Casals, entonces totalmente desconocido. La familia Duncan acababa de pasar entonces por su etapa de Omar Khayyam, y todavía no se había convertido al helenismo. Luego se convirtieron al renacimiento italiano, pero, en los tiempos a que me refiero, Raymond se había pasado ya totalmente a lo griego, lo cual comportó su ligazón con una muchacha griega. Isadora Duncan perdió, entonces, todo interés en las ideas de su hermano, y decía que la muchacha griega con quien éste vivía era una griega excesivamente moderna. De todos modos, en aquellos días, Raymond no tenía ni cinco céntimos, y su esposa estaba embarazada. Gertrude Stein le daba carbón, y le prestó una silla para que Penélope pudiera sentarse. Y era la única silla que había en casa de Raymond, donde todos se sentaban en cajas de embalaje. Raymond y Penélope tenían otra amiga que también les ayudaba, llamada Kathleen Bruce, muchacha inglesa muy hermosa y muy atlética, que se dedicaba más o menos a la escultura, y que después se casaría con Scott, el descubridor del Polo Sur, del que quedaría viuda. En aquel tiempo, Kathleen Bruce tampoco tenía dinero, y todas las noches solía dar la mitad de su cena a Penélope. Finalmente, Penélope dio a luz un niño, al que se le impuso el nombre de Raymond, debido a que, cuando el hermano de Gertrude Stein y Raymond Duncan acudieron al registro civil, todavía no habían pensado qué nombre darle. Ahora, en contra de su voluntad, se le llama Menalkas, pero seguramente se alegraría mucho si supiera que su nombre legal es el de Raymond. Sin embargo, éste es otro asunto. Kathleen Bruce era escultora, y se estaba adiestrando en modelar figuras de niños, por lo que pidió a Gertrude Stein que le permitiera hacer un busto del sobrino de ésta. Gertrude Stein y su sobrino acudieron al estudio de Kathleen Bruce. Y una tarde, allí, conocieron a H. P. Roché. Roché era uno de estos tipos que una no puede dejar de encontrar en París. Era un hombre entusiasta, noble, leal, fiel a sus amigos, cuya principal misión en la vida parecía ser la de presentador de personas que no se

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 28 conocieran. Conocía a todo el mundo, de veras, sin imposturas, y podía presentar cualquier persona a cualquier otra. Con el tiempo, Roché llegaría a ser escritor. Era alto, con el cabello rojo, en todo momento decía: «¡Excelente! ¡Magnifico!», y vivía con su madre y su abuela. Había hecho infinidad de cosas. Había ido a las montañas austríacas con austríacos, a Alemania con alemanes, a Hungría con húngaros, a Inglaterra con ingleses. No había ido a Rusia, pero había vivido con los rusos de París. Según decía Picasso, «Roché es un hombre muy agradable, pero no pasa de ser una traducción». Más tarde, frecuentó la casa de la rue de Fleurus, acompañado de individuos de las más diversas nacionalidades, y Gertrude Stein le tenía en gran estima. De él solía decir: «Es un hombre leal, quizá una no tenga necesidad alguna de verle, pero aunque no le vea, una sabe que, allí donde él esté, seguirá siéndole fiel a una.» En los primeros tiempos de su amistad, Roché dijo unas frases que halagaron extraordinariamente a Gertrude Stein. Miss Stein escribía entonces Three Lives, su primera obra, y Roché, que sabía inglés, quedó muy favorablemente impresionado por las páginas de Three Lives que leyó. Un día, Gertrude Stein dijo algo sobre sí misma, y Roché comentó, «excelente, excelente, esto es un dato importantísimo para su biografía». Gertrude Stein se emocionó tremendamente, y ésta fue la primera vez en que se dio cuenta de que algún día alguien escribiría su biografía. Y verdaderamente, aun cuando Gertrude Stein no ha visto a Roché desde hace muchos años, Roché sigue siendo su fiel amigo, allí donde se encuentre. Pero volvamos al día en que Gertrude Stein conoció a Roché, en el estudio de Kathleen Bruce. Hablaron de diversas cosas, y Gertrude Stein dijo que su hermano y ella acababan de comprar a Sagot un cuadro de un joven español llamado Picasso. Roché dijo: «¡Bien! ¡Bien! ¡Excelente! Es un joven muy interesante. Le conozco.» Gertrude Stein dijo: «¿De veras?¿Hasta el punto de podérmelo presentar?» «¡Naturalmente!», exclamó Roché. Y Gertrude Stein dijo: «Pues mi hermano y yo tenemos muchas ganas de conocerlo.» Y allí mismo Roché concertó una cita, y, al cabo de poco tiempo, Gertrude Stein y su hermano fueron a visitar a Picasso. Poco después de esta primera visita, Picasso comenzó su retrato de Gertrude Stein, tan conocido en la actualidad, pero lo cierto es que la historia de este retrato no consta de un modo claro y preciso. En varias ocasiones he oído a Picasso y Gertrude Stein hablar de este asunto, y parece que ninguno de ellos lo recuerda con exactitud. Los dos recuerdan bien la primera vez que Picasso cenó en la casa de la rue de Fleurus, y también recuerdan cuando Gertrude Stein comenzó a posar para su retrato, en la rue de Ravignan, pero entre uno y otro acontecimiento hay una laguna. Ninguno de los dos recuerda cómo y por qué ocurrió esto último. Picasso no había utilizado modelos desde que tenía dieciséis años, y en aquel entonces contaba veinticuatro. Por otra parte, Gertrude Stein jamás había pensado en que le hicieran un retrato. Y ninguno de los dos recuerda cómo se les ocurrió la idea. El caso es que ocurrió, y Gertrude Stein posó noventa veces para su retrato, y entretanto ocurrieron muchas cosas. Pero volvamos al principio. Picasso y Fernande fueron a cenar a casa de Gertrude Stein. En aquellos días, Picasso era lo que una gran amiga mía y compañera de colegio, Nelly Jacott, llamaba un limpiabotas bien parecido. Era delgado, moreno, nervioso, con grandes ojos de líquida calidad, y modales violentos pero no vulgares. Durante la cena, estuvo sentado al lado de Gertrude Stein. Miss Stein cogió un pedazo de pan, y gritó: «¡Este pan es mío!» Gertrude Stein se echó a reír, y en el rostro de Picasso apareció expresión de arrepentimiento. Así comenzó la intimidad entre los dos. Aquella noche, el hermano de Gertrude Stein exhibió a Picasso una infinidad de grabados japoneses, de los que era entusiasta admirador. Picasso con aire solemne y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 29 obediente los miró todos, uno tras otro, y escuchó los comentarios del hermano de miss Stein. Y en voz baja, dijo a Gertrude Stein: «Su hermano es muy simpático, pero, como todos los norteamericanos, igual que Haviland, tiene la manía de enseñarle a uno grabados japoneses. Moi j'aime pas ça.» Tal como he dicho, Picasso y Gertrude Stein se comprendieron recíprocamente, casi desde el primer momento. Luego vino la primera vez que Gertrude Stein posó para Picasso. Creo que ya he descrito el taller de Picasso. En aquellos días, allí, había todavía mayor desorden, más gente que entraba y salía, más fuego en la estufa, más comida cocinándose y más interrupciones. Había un gran sillón roto, en el que Gertrude Stein posaba. Había un diván en el que todos se sentaban y dormían. Había una pequeña silla de cocina en la que Picasso se sentaba para pintar, un gran caballete y gran cantidad de grandes telas. En el apogeo del período del Arlequín, las telas de Picasso eran enormes, y las figuras y los grupos también. Había un menudo fox-terrier que no andaba bien de salud, y que debía ser llevado de nuevo al veterinario. No hay ningún francés que sea tan pobre, tan descuidado o tan avaricioso que por ello deje de llevar a su animal doméstico favorito al veterinario, y lo hacen constantemente. Fernande estaba allí, como siempre muy grande, muy hermosa y muy amable. Para entretener a Gertrude Stein mientras posaba, le propuso leerle en voz alta las fábulas de La Fontaine. Gertrude Stein adoptó la postura adecuada, Picasso se sentó, con la espalda muy erguida y el rostro muy cerca de la tela, cogió una paleta muy pequeña, cubierta de pintura de un uniforme color castaño grisáceo, añadió más color castaño grisáceo, y comenzó a pintar el cuadro. Aquélla fue la primera de las ochenta o noventa sesiones. Hacia el fin de la jornada, los dos hermanos de Gertrude Stein, su cuñada y Andrew Green acudieron al estudio para ver los primeros resultados. Quedaron entusiasmados por la belleza del apunte, y Andrew Green suplicó y suplicó y suplicó que Picasso dejara el cuadro tal como estaba. Pero Picasso meneó la cabeza y dijo que no. Fue una verdadera lástima que nadie tuviera la idea de tomar una fotografía del apunte, y, como es natural, ninguno de los visitantes de aquel día recuerdan cómo era el tal apunte, y Gertrude Stein y Picasso, tampoco. Andrew Green —ninguna de las personas arriba mencionadas sabían cómo y dónde habían conocido a Andrew Green—, Andrew Green era sobrino-nieto de Andrew Green, a quien se conoce como el padre del Gran New York. Había nacido y se había educado en Chicago, pero era un típico ejemplar del hombre de Nueva Inglaterra, era un tipo alto, estilizado, rubio y de amable trato. Tenía una prodigiosa memoria, y podía recitar de cabo a rabo El Paraíso perdido, de Milton, así como todas las traducciones de aquellos poemas chinos que tanto gustaban a Gertrude Stein. Había estado en China, y, más tarde, iría a vivir permanentemente en las Islas del Sur, después de heredar, por fin, una cuantiosa fortuna de su tío-abuelo, que era un entusiasta de El Paraíso perdido. Andrew Green sentía una pasión avasalladora por los objetos orientales. Tal como él decía, adoraba los objetos con un motivo central simplísimo y un diseño total continuo, sin interrupciones ni brusquedades. Amaba los cuadros de los museos, y odiaba cuanto fuera moderno. En una ocasión, durante el mes que vivió en la casa de la calle Fleurus, mientras su familia estaba ausente, provocó la indignación de Hélène, al cambiar todos los días las sábanas de su cama, y al cubrir los cuadros con chales de Cachemira. Dijo que no podía negar que la visión de los cuadros era placentera, pero que él no la podía resistir. Cuando faltaba poco para que terminara el mes de su estancia en la casa de la rue de Fleurus, dijo que, desde luego, no había cambiado sus gustos que la nueva

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 30 pintura no le gustaba, pero lo peor del caso era que la visión de la nueva forma de pintar le había hecho perder el gusto por la antigua, y que jamás, hasta el fin de sus días, volvería a visitar un museo, ni miraría un solo cuadro. Quedó terriblemente impresionado por la belleza de Fernande. Quedó literalmente anonadado. Y dijo a Gertrude Stein: «Si supiera francés la cortejaría, y la apartaría de ese insignificante Picasso.» Gertrude Stein se echó a reír y dijo: «Por lo visto haces el amor con palabras, tú.» Andrew Green se fue antes de que yo llegara a París, y regresó dieciocho años después, convertido en un hombre muy aburrido. Aquél fue un año relativamente tranquilo. Los Matisse pasaron el invierno en el sur de Francia, en Colliure, en la costa mediterránea, no lejos de Perpignan, donde vivía la familia de madame Matisse. Raymond Duncan y los suyos desaparecieron, después de que se les uniera una hermana de Penélope, que era actriz de escasas méritos, que no vestía todo lo parisién que pudiera. La acompañaba un primo suyo, griego, hombre muy alto y muy moreno. Este primo acudió a casa de Gertrude Stein, miró a su alrededor, y proclamó: «Soy griego, lo cual significa que mi buen gusto es supremo, y le digo que ni una sola de estas pinturas me gusta.» Al cabo de muy poco tiempo, Raymond, su mujer y su hijo, la cuñada y el primo griego dejaron de frecuentar la casa número 27 de la rue de Fleurus, y fueron sustituidos por una señora alemana. Esta señora alemana era sobrina y ahijada de varios mariscales de campo alemanes, y su hermano ostentaba el grado de capitán de la armada. Su madre era inglesa, y la señora en cuestión había llegado a tocar el arpa en la corte de Baviera. Era muy divertida y tenía unas amistades muy raras, tanto francesas como inglesas. Cultivaba la escultura, e hizo una escultura dentro de los más puros cánones germanos, de Roger, el hijo del portero. Modeló tres cabezas del muchacho; en una de ellas aparecía riendo, en otra llorando, y en otra sacando la lengua, y puso las tres cabezas en un solo pedestal. Vendió esta obra al Museo Real de Potsdam. Durante la guerra, la portera lloró en más de una ocasión, al pensar que su Roger estaba allí, en imagen, en el Museo de Potsdam. La señora alemana se había inventado unos vestidos que podían volverse al revés, desmontarse en diversas piezas, ser alargados o acortados a conveniencia, y los mostraba a todas sus amistades con gran orgullo. Su profesor de pintura era un francés de lúgubre aspecto que era el vivo retrato de las representaciones gráficas del padre de Huckleberry Finn. La señora alemana decía que había elegido este profesor impulsada por su espíritu caritativo; el pintor había obtenido una medalla de oro en un Salón, durante su juventud, y luego fracasó. La señora alemana también solía decir que jamás contrataba sirvientas que pertenecieran a la clase que suele dedicarse a este oficio. Aseguraba que las señoras venidas a menos tenían mejor aspecto y eran más eficientes, y, casi siempre, tenía en su casa a alguna viuda de militar o de funcionario del Estado, dedicada a las tareas de coser o de posar. Durante cierto tiempo, tuvo una criada austríaca que hacía unos pasteles austríacos verdaderamente extraordinarios, pero no la conservó mucho tiempo. En resumen, la señora alemana resultaba muy divertida, y Gertrude Stein mantenía largas conversaciones con ella. La señora alemana siempre quería saber cuál era la opinión de Gertrude Stein acerca de sus visitantes. Estaba muy interesada en averiguar si Gertrude Stein llegaba a su conclusión a través de la educación, la observación, la imaginación o el análisis. Creo que ya he dicho que era muy divertida, pero desapareció, y nadie la echó de menos ni pensó en ella, hasta que vino la guerra, y entonces todos nos preguntamos si quizá no había algún siniestro motivo que justificara la estancia de esta dama en París. Casi todas las tardes, Gertrude Stein iba a Montmartre, posaba ante Picasso y, luego, bajaba a pie la pendiente y caminando por las calles de París se dirigía a la rue de Fleurus. Entonces fue cuando adquirió la costumbre, que nunca abandonaría, de pasear

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 31 por las calles de París. Ahora lo hace acompañada de un perro, y antes lo hacía sola. Los sábados, al anochecer, los Picasso iban a la rue de Fleurus, donde cenaban, y después se celebraba la clásica velada del sábado. Durante las largas sesiones posando, y durante sus largos paseos por París, Gertrude Stein meditaba y construía frases in mente. En aquel entonces se hallaba ocupada en la composición del relato de negros Melanctha Herbert, que era el segundo relato de Three Lives, y las vívidas anécdotas que formaban el hilo del vivir de Melanctha, tenían su origen, muy a menudo, en las observaciones que hacía Gertrude Stein mientras descendía por la rue de Ravignan. En esta época, los húngaros comenzaron sus peregrinaciones a la rue de Fleurus. También había unos grupos muy extraños formados por norteamericanos, y Picasso, poco acostumbrado al virginal modo de ser de aquellas mujeres y de aquellos hombres, decía: «Ils sont pas des hommes, ils sont pas des femmes, ils sont des américains.» En cierta ocasión, acudió a la rue de Fleurus cierta mujer llamada Bryn Mawr, esposa de un conocido retratista, que era muy alta y hermosa, y que tuvo un accidente, se cayó de cabeza, a raíz del cual le quedó una extraña expresión de vaciedad en el rostro. Picasso quedó favorablemente impresionado por esta mujer, y la llamaba «la emperatriz». También había un típico estudiante de arte, norteamericano, cuya presencia deprimía a Picasso, quien decía de él: «No, no será éste el padre de la futura gloria de Norteamérica.» Cuando Picasso vio por vez primera una fotografía de un rascacielos, tuvo una reacción típicamente suya, y dijo: «Dios mío, imaginad los celos que ha de sufrir la enamorada que espera la llegada de su amante, mientras éste sube las escaleras hasta el último piso.» En esta época, los Stein añadieron a su colección un Maurice Denis, un ToulouseLautrec, y muchos Picassos de gran tamaño. También fue entonces cuando comenzó la amistad con los Valloton. Vollard, en cierta ocasión en que alguien le preguntó su opinión sobre determinado pintor, contestó: «Bueno... Es un Cézanne para los pobres, un Cézanne de colección de pobre.» Pues bien, Valloton era un Manet de pobre. Sus grandes desnudos tenían la dureza y la inmovilidad de los de Manet, sin poseer ninguna de sus cualidades. Y en sus retratos se advertía la aridez de los debidos a David, pero carecían de la elegancia propia de éstos. Para colmo de males, había cometido el error de contraer matrimonio con la hermana de uno de los más importantes marchantes. Valloton era muy feliz con su esposa, y ella tenía un carácter encantador, pero los escollos de su matrimonio consistían en las semanales reuniones familiares, en la fortuna de madame Valloton, y en el violento carácter de sus hijastros. Valloton estaba dotado de un carácter muy dulce, amable, tenía gran agudeza de ingenio y mucha ambición, pero ser cuñado de un acaudalado marchante le causaba profundos sentimientos de impotencia. Sin embargo, sus pinturas fueron, durante cierto período, bastante interesantes. Valloton pidió a Gertrude Stein que posara para él, lo cual ésta hizo en el año siguiente. Gertrude Stein había adquirido afición a posar. Las largas horas de inmovilidad, seguidas del largo paseo nocturno, favorecían aquel estado de concentración mental en el que miss Stein concebía sus frases, aquellas frases de las que Marcel Brion, el crítico francés, escribió que mediante su exactitud, sobriedad, ausencia de variedad de luz y matices, abstención del uso de las fuentes del subconsciente, Gertrude Stein conseguía una simetría análoga a la de las fugas musicales de Bach. Miss Stein expresó a menudo la extraña sensación que en ella producía el estilo pictórico de Valloton. En cuanto a pintor, Valloton no podía ser considerado como joven, puesto que su prestigio se remontaba ya a la Exposición de París de 1900. Para pintar un retrato, hacía primero un esbozo a lápiz, y, luego, comenzaba a manchar la tela

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 32 con pintura desde arriba. Gertrude Stein decía que este método le recordaba el movimiento de un telón al ser bajado, el movimiento de un telón que descendiera con la lentitud de un glaciar suizo, de un glaciar del país de Valloton. Poco a poco, Valloton iba bajando el telón, y cuando llegaba a la base del cuadro, éste estaba terminado. La operación le ocupaba unos quince días, y, después, el pintor entregaba el cuadro al retratado. Sin embargo, antes lo exponía en el Salón de Otoño, donde siempre llamaba grandemente la atención y suscitaba muy favorables comentarios. Todo París iba por lo menos una vez a la semana al Circo Medrano, y, por lo general, todo París iba la misma noche de la semana. Allí fue donde los clowns comenzaron a vestir ropas grotescas y deformes, en vez del viejo atuendo clásico, y estas ropas a las que Charlie Chaplin daría tan amplia popularidad, gustaban extraordinariamente a Picasso y a sus amigos de Montmartre. Después los jockeys ingleses pusieron de moda sus atuendos entre los habitantes de Montmartre. No hace mucho tiempo, alguien se lamentó de lo bien que vestían los pintores del momento y de cuán triste era que se gastaran el dinero en las sastrerías. Picasso rió, y dijo: «Tengo la certeza de que los trajes de moda que llevan les cuestan menos dinero del que nosotros pagábamos por nuestras ropas desastradas y vulgares. No puede siquiera imaginarse lo difícil y caro que era, en aquellos tiempos, encontrar prendas de "tweed" inglés, o imitaciones francesas, que presentaran el aspecto desastrado y vulgar que nos gustaba.» Y el aserto de Picasso fue absolutamente veraz, ya que en aquellos días, los pintores gastaban mucho dinero, gastaban cuanto ganaban y más, porque corrían años felices en los que podían deber durante largo tiempo el precio de las pinturas y de las telas, el alquiler del taller y la comida del restaurante, en resumen, prácticamente todo, salvo el carbón y los objetos de lujo. Así pasó el invierno. Gertrude Stein terminó Three Lives, y pidió a su cuñada que lo leyera. La lectura de esta obra conmovió profundamente a la cuñada de miss Stein, lo cual causó gran placer a la autora, ya que no podía creer que hubiera alguien capaz de leer cualquier texto salido de su pluma y sentir interés por él. En aquellos días, miss Stein jamás pedía a los demás la opinión que su literatura les merecía, pero todos tenían interés en leer sus escritos. Ahora, miss Stein suele decir que quienes sean capaces de comenzar a leer sus obras, terminarán sintiendo interés. La esposa del hermano mayor de miss Stein siempre ejerció gran influencia en ésta, pero jamás su conducta ha significado tanto para la escritora, como la de aquella tarde en que leyó Three Lives. Después fue preciso pasar a máquina la obra. Gertrude Stein tenía una miserable máquina de escribir portátil que jamás utilizaba. Entonces, y durante muchos años, miss Stein escribía en papeles sueltos, con lápiz, y luego pasaba lo escrito a unos cuadernos escolares, en tinta, y, a veces, volvía a redactarlo, también en tinta. Refiriéndose a los papeles sueltos de diversos tamaños, el hermano mayor de miss Stein observó: «Ignoro si Gertrude tiene más talento artístico que todos ustedes, puedo decirles sin empacho que ésta es materia en la que no entiendo, pero he advertido que todos ustedes cuando pintan o escriben algo de lo que no están satisfechos, tiran los papeles o rasgan las telas, mientras que Gertrude nunca dice si ha quedado o no satisfecha, copia muy a menudo lo que escribe, y jamás tira un papel.» Gertrude Stein intentó pasar a máquina Three Lives, pero no pudo, porque esta tarea la ponía nerviosa, entonces fue cuando Etta Cone acudió en su ayuda. «La miss Etta Cone», como Pablo Picasso solía llamarla. Etta Cone era una amiga de Gertrude Stein, procedente de Baltimore, que estaba pasando aquel invierno en París. Se trataba de una mujer un tanto solitaria y bastante interesada en estas materias. Etta Cone consideraba que los Picasso formaban una pareja terriblemente romántica. Cuando Picasso pasaba una mala temporada económica y ya no podía pedir

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 33 dinero a nadie, Gertrude Stein llevaba a Etta Cone al estudio del pintor, y la inducía a comprar dibujos por valor de cien francos. Al fin y al cabo, tampoco hay que olvidar que, en aquel entonces, cien francos equivalían a veinte dólares. Etta Corle se mostraba muy bien dispuesta a hacer este romántico acto de caridad. Como es de suponer, estos dibujos pasaron a ser, muchos años después, el núcleo central de su colección de arte. Etta Cone se ofreció a mecanografiar Three Lives, e inició el trabajo. Baltimore es una ciudad famosa por la exquisita sensibilidad y rectitud de conciencia de sus habitantes. Y, de repente, miss Stein recordó que no había dado a miss Cone autorización de leer el manuscrito, antes de comenzar su labor de mecanografía. Miss Stein fue al encuentro de miss Cone, y la encontró ocupada en copiarlo concienzudamente, letra por letra, a fin de no co meter la terrible indiscreción de enterarse de su significado. Miss Stein le dio permiso para leer el manuscrito, miss Cone siguió adelante con su tarea. Se acercaba la primavera, y con ella el término de las sesiones en que miss Stein posaba para su retrato. De repente, en un solo día, Picasso pintó por entero la cabeza de miss Stein, y exclamó irritado: «Por mucho que te mire, no puedo verte.» Y con ello el retrato quedó terminado. Al parecer, nadie se enfadó ni quedó defraudado por este repentino término de la larga serie de sesiones pictóricas. Se iba a celebrar el Salón de Primavera de los independientes, y Gertrude Stein se disponía a ir a Italia, en compañía de su hermano, tal como tenían por costumbre en aquella época del año. Pablo y Fernande irían a España, país que Fernande visitaría por vez primera, y para el viaje tenía que comprar un vestido, un sombrero, perfumes y una cocina a petróleo. En aquellos días, todas las mujeres francesas, cuando salían de viaje, llevaban consigo una cocina de petróleo francesa, para cocinar allí donde se encontraran. Y a lo mejor todavía lo hacen. Fueran donde fueran, siempre iban con su cocina. Por esto siempre tenían que pagar por exceso de equipaje. Los Matisse habían regresado, lo que daría ocasión a que conocieran a los Picasso, y ambos matrimonios se comportarían como si conocerse les produjera un gran placer, pero en el fondo no se gustaron mutuamente. Así, Derain conoció a Picasso, y con Derain vino Braque. Ahora, puede parecer sorprendente que Matisse jamás hubiera oído hablar de Picasso, en la época a que me refiero, y que Picasso no conociera a Matisse. Pero en aquel tiempo, cada grupo vivía su propia vida, e ignoraba casi totalmente a los demás grupos. El Matisse del Quai de Saint-Michel y del Salón de los Independientes nada sabía del Picasso de Montmartre y de Sagot. Cierto es que mademoiselle Weil, la dueña de la desordenada tienda de trastos viejos de Montmartre, había comprado obras primerizas de todos ellos, pero como sea que mademoiselle Weil compraba todos los cuadros, fuese quien fuera el que se los ofreciera, sin necesidad de que a ella acudiera el pintor en persona, resultaba muy improbable que, si no mediaba el azar, un pintor viera allí las obras de otro pintor. Sin embargo, años después, todos los pintores proclamaban su agradecimiento a mademoiselle Weil, ya que casi ninguno de los que, al paso del tiempo, alcanzaron la fama, había dejado de venderle a ella su primera obra. Como iba diciendo, miss Stein había dejado de posar, el vernissage de los independientes se había celebrado ya, y todos se fueron de París. El invierno había sido fructífero. La larga lucha con el retrato de miss Stein había alejado a Picasso del gracioso período italianizante del Arlequín, y le había conducido a la intensa y ardua labor que desembocaría en el cubismo. Gertrude Stein había escrito la historia de Melanctha, la negra, que era el segundo relato de Three Lives, y que representó el primer paso en firme de la literatura del siglo XIX a la literatura del siglo XX. Matisse había pintado su Bonheur de Vivre, creando con ello la nueva escuela en el

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 34 manejo del color que influenciaría a todos los artistas plásticos. Y todos se fueron de París. Aquel verano, los Matisse fueron a Italia. A Matisse no le entusiasmaba ir a Italia, hubiera preferido quedarse en Francia o ir a Marruecos, pero para madame Matisse el viaje a Italia significaba mucho, ya que para ella representaba la realización de una ilusión de juventud. Luego diría: «Me pasé el tiempo diciéndome a mí misma: estás en Italia, estás en Italia. Y se lo decía a Henri, pero Henri, sin enfadarse, decía: bueno, ¿y qué?» Los Picasso fueron a España, desde donde Fernande escribió larguísimas cartas en las que describía España y los españoles, y contaba historias de terremotos. En Florencia, la vida veraniega no estuvo vinculada en modo alguno a la parisién, salvo por la breve visita de los Matisse y la también breve de Alfy Maurer. Gertrude Stein y su hermano alquilaron una villa en la cumbre de una colina, en Fiésole, cerca de Florencia, en la que pasaron el verano durante varios años. El año en que fui a París, una amiga mía y yo alquilamos esta villa, y Gertrude Stein y su hermano alquilaron otra mayor, al otro extremo de Fiésole, ya que aquel año su hermano mayor, su cuñada y el sobrino pasarían el verano con ellos. La villa pequeña, llamada Casa Ricci, resultaba muy agradable; había sido adecentada y convertida en lugar habitable por una escocesa que, tras ser educada en la fe presbiteriana, se había convertido al catolicismo del que era ardiente oveja, y se pasaba la vida llevando a su madre, presbiteriana, de un convento católico a otro, en interminable sucesión. Por fin, alquiló Casa Ricci, donde hizo instalar una capilla, y allí murió la madre presbiteriana. Entonces, la escocesa alquiló una casa mayor, que convirtió en residencia de sacerdotes retirados, y Gertrude Stein y su hermano le alquilaron la Casa Ricci. A Gertrude Stein la divertía extraordinariamente la personalidad de la escocesa quien, por su aspecto, parecía una dama de compañía de María Estuardo, y que, arrastrando por el suelo los bordes de su negro atuendo, hacía genuflexiones ante todo género de símbolos católicos, y se encaramaba en empinadísimas escaleras de mano para abrir un ventanuco en el techo y mirar las estrellas. La escocesa era una rara mezcla de fanatismo católico y protestante. Hélène, la criada francesa, nunca acompañaba a los Stein a Fiésole. En el tiempo a que me refiero, Hélène se había casado. Durante el verano cocinaba para su esposo, y se dedicaba a reparar las medias de Gertrude Stein y los calcetines de su hermano, por el procedimiento de cambiarles la porción correspondiente al pie. También se dedicaba a hacer mermelada. En Italia, los Stein tenían a Maddalena, que era, allí, tan importante como Hélène en París, pero mucho dudo que tuviera tanto respeto como ésta hacia las celebridades. Los italianos están demasiado acostumbrados a la gente famosa y a los hijos de los famosos. Con respecto a eso, Edwin Dodge dijo: «Las vidas de los grandes hombres nos enseñan, a menudo, que más vale no dejar hijos que nos sucedan.» Gertrude Stein adoraba el sol y el calor, pese a que siempre dijo que su clima ideal era el del invierno parisino. En aquellos días, Gertrude Stein prefería dar sus paseatas al mediodía. Y yo, pese a que jamás me ha gustado el sol veraniego, solía acompañarla. Algún tiempo después, en España, yo no podía aguantar más, me sentaba bajo un árbol y lloraba de cansancio, pero miss Stein bajo el sol era infatigable. Incluso podía tumbarse al sol, y mirarlo directamente, en pleno mediodía. Aseguraba que esto le descansaba la vista y la cabeza. En Florencia había gente divertida. Allí estaban los Berenson, en aquel entonces con Gladys Deacon, conocida belleza internacional, pero tras el invierno pasado en Montmartre, a Gertrude Stein le pareció que Gladys Deacon se escandalizaba por muy poca cosa, y, por eso, no la encontró demasiado interesante. También allí conocimos a

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 35 los primeros rusos, a von Heiroth y a su esposa, señora que, luego, llegaría a casarse cuatro veces, y que, en una ocasión, observó con dulzura que seguía en excelentes relaciones con todos sus ex maridos. Era una mujer aturdida, pero divertida, que contaba las clásicas historietas rusas. Estaban también los Thorolds y muchos más. Pero lo más importante era una librería inglesa dedicada al préstamo de libros, en la que se encontraban rarísimas biografías, que divertían en extremo a Gertrude Stein. En una ocasión, miss Stein me dijo que en su juventud había leído tanto, desde los autores de la época de Isabel I hasta los contemporáneos, que llegó a temer que llegara el día en que no tuviera nada que leer. Vivió durante años dominada por este temor, pero siempre encontró, y sigue encontrando, de un modo u otro, algo que leer, pese a que lee, lee y lee. En Florencia, su hermano mayor se quejó de que Gertrude Stein siempre regresaba a casa cargada de libros, pero no por ello quedaban en casa menos libros por devolver que los que su hermana traía. Durante este verano, Gertrude Stein comenzó su gran obra The Making of Americans. La obra comenzaba con un viejo tema, sobre el que había escrito, a modo de ejercicio, mientras se encontraba en Radcliffe. «Una vez un hombre enfurecido arrastró a su padre por el huerto de su casa. Entre gemidos, el anciano gritó al fin: «¡Basta, basta! ¡Yo jamás arrastré a mi padre más allá de este árbol!» Es siempre muy difícil templar el temperamento con que hemos nacido. Y es así por cuanto, mientras somos jóvenes, ante nada nos mostramos más intolerantes que ante nuestros propios vicios, cuando los vemos en el prójimo; y luchamos ferozmente contra ellos, porque están en nosotros mismos. Pero envejecemos, y entonces nos damos cuenta de que nuestros vicios, comparados con otros son inocentes, e incluso dan cierto encanto a las personas que los poseen, y entonces dejamos de luchar contra ellos.» Este tema sería la base de la historia de una familia. Fue la historia de una familia, pero cuando yo llegué a París, iba a ser la historia de todos los seres humanos, es decir, la historia de cuantos fueron, son y serán. En el curso de su vida, nada ha complacido tanto a Gertrude Stein como la traducción que Bernard Fay y madame Sallière están efectuando ahora de este libro. La ha estado repasando últimamente, junto con Bernard Fay, y según dice miss Stein la obra es, en inglés, un relato maravilloso, y casi igualmente maravilloso en francés. Elliot Paul dijo, en cierta ocasión, que Gertrude Stein podía ser una autora de best-sellers en Francia. Y al parecer, este augurio se convertirá en realidad. Pero volvamos a aquella época a que nos referíamos, en Casa Ricci, y al nacimiento de aquellas largas frases que tanto iban a influir en las concepciones literarias de tanta gente. Gertrude Stein había trabajado muy arduamente en las páginas iniciales de The Making of Americans, y regresó a París obsesionada por la tarea a que se había entregado. Fue en esta época cuando el alba la sorprendía a menudo, tras una noche dedicada al trabajo literario. Gertrude Stein volvió a París pletórica de optimismo y actividad. Ante todo se ocupó de su retrato. Picasso, el día en que regresó de España, había pintado de nuevo la cabeza de Gertrude Stein, puramente de memoria, y cuando miss Stein la vio quedó tan satisfecha de los resultados como lo estaba el propio pintor. Se da la rara circunstancia de que ninguno de los dos recuerda cómo era el retrato antes de que Picasso lo volviera a pintar. Hay otra anécdota encantadora, referente a este retrato. Hace pocos años, cuando Gertrude Stein fue a la peluquería y salió con el cabello corto —Gertrude Stein siempre había ido peinada con el cabello formando como una

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 36 corona alrededor de la cabeza, y así la pintó Picasso—, pues bien, cuando se acortó el cabello, o mejor dicho, un par de días después, fue a cierta casa y entró en una habitación, y Picasso se encontraba una o dos estancias más allá. Gertrude Stein llevaba sombrero, pero Picasso la vio, pese a la distancia que los separaba, se acercó rápidamente a ella y gritó: «Gertrude, ¿qué es eso?» Gertrude Stein dijo: «¿Qué es qué, Pablo?» Picasso dijo: «A ver, deja que te mire.» Y Gertrude Stein dejó que la mirara. Picasso exclamó, con acento severo: «i Y mi retrato!» Luego suavizó el gesto y añadió: «Mais quand même, tout y est.» Matisse había regresado, y su regreso había creado en nosotros cierta expectación. Derain y Braque se trasladaron a Montmartre. Braque era un hombre joven que había conocido a Marie Laurencin cuando los dos eran estudiantes en la escuela de artes, y se habían pintado recíprocamente sus retratos. Después, Braque se dedicó a pintar unos cuadros un tanto geográficos, con colinas redondeadas, en los que se advertía la clara influencia del colorido utilizado por Matisse. Braque había conocido a Derain, no estoy segura de ello, pero creo que ocurrió durante el servicio militar, y, ahora, los dos conocieron a Picasso. Fue un gran momento. Comenzaron a vivir allí, arriba, en Montmartre, y siempre comían juntos en una casa de comidas frente a su casa, y Picasso parecía entonces, más que en cualquier otro momento de su vida, lo que Gertrude Stein dijo de él, es decir, un matador seguido por su cuadrilla, o, como también dijo Gertrude Stein, después, en la descripción que de él hizo, un Napoleón seguido de cuatro fornidos granaderos. Derain y Braque eran hombres altos y gruesos, Guillaume también lo era, y de Salmon no se podía decir que fuese enteco. Picasso se portaba verdaderamente como el jefe de los cuatro. Lo anterior nos lleva a Salmon y a Guillaume Apollinaire, aunque Gertrude Stein los conoció, así como a Marie Laurencin, mucho tiempo antes de que pasara lo que les estoy contando. En aquellos días, Guillaume Apollinaire y Salmon vivían en Montmartre. Salmon era un hombre alegre y vivaz, pero Gertrude Stein jamás le consideró un tipo interesante, aun cuando sentía simpatía hacia él. Contrariamente, Guillaume Apollinaire era una maravilla de hombre. Fue en aquella época, es decir, en la época en que miss Stein conoció a Guillaume Apollinaire, cuando éste causó sensación al concertar un duelo con otro escritor. Fernande y Pablo se lo contaron a Gertrude Stein, tan excitados, entre tantas risas y con tanto argot de Montmartre —esto pasó en los primeros tiempos de la amistad entre Gertrude Stein y los Picasso—, que la escritora siempre lo explicó de un modo vago. Lo importante es que Guillaume Apollinaire desafió al otro, y que Max Jacob fue designado padrino de Guillaume. Guillaume y su adversario se quedaron cada cual en el café que solían `recuentan, mientras los padrinos iban de uno a otro lugar. Gertrude Stein no recuerda el final de la historia, excepto que no hubo duelo, pero lo verdaderamente divertido fueron las notas que los padrinos transmitieron a sus patrocinados. En cada una de estas notas se hacía constar que los padrinos se habían tomado un café durante las conversaciones habidas en tal o cual café, cuando se reunieron para hablar a solas. También se suscitó la cuestión de saber en qué circunstancias estaban los padrinos obligados, ineludiblemente obligados, a tomarse un coñac con el café. Y también, cuántos cafés habrían tomado, durante aquel tiempo, en el caso de que no hubieran actuado de testigos. Eso provocó interminables discusiones, y muchas más consumiciones. El asunto duró varios días, quizá semanas y meses, y se ignora quién pagó, si es que alguien pagó. Era público y notorio que Apollinaire se resistía siempre a pagar, incluso las más ínfimas cantidades. La historia del duelo fue verdaderamente apasionante.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 37 Apollinaire era un hombre muy atractivo y muy interesante. Tenía cabeza de emperador romano de los últimos tiempos del Imperio. Su hermano, de quien oíamos hablar a menudo, pero a quien nadie conocía, trabajaba en un Banco, por lo que vestía con cierta corrección. Cuando alguien de Montmartre tenía que ir a algún lugar en que forzosamente se debía respetar las convenciones acerca del atuendo, ya fuera para ver a algún conocido, ya para efectuar una gestión, todos sabían que el habitante de Montmartre en cuestión llevaba una u otra prenda del hermano de Guillaume. Guillaume era extraordinariamente brillante, y fuese cual fuera el tema que se abordaba, a poco que supiera de él, e incluso sin saber nada, comprendía rápidamente el meollo del asunto y lo desarrollaba con ingenio y fantasía, llegando a conclusiones mucho más avanzadas que aquellas a las que pudieran llegar los enterados, y lo más sorprendente era que sus conclusiones resultaban impecables. En una ocasión, bastantes años más tarde, en que cenábamos con los Picasso, logré derrotar a Guillaume en una discusión, lo cual me dejó muy satisfecha, pero, como dijo Eve (Picasso ya no vivía con Fernande), jamás hubiera logrado mi triunfo si Guillaume no hubiera estado terriblemente borracho. Sólo cuando se encontraba así, se podía derrotar a Guillaume en el campo de la dialéctica. Pobre Guillaume. Le vimos por última vez cuando desde el frente de guerra regresó a París. Había recibido una grave herida en la cabeza, a consecuencia de la cual tuvieron que quitarle un hueso del cráneo. Presentaba un aspecto magnífico, con su uniforme azul horizonte y la cabeza vendada. Almorzó con nosotros y tuvimos una larga conversación. Parecía cansado y movía pesadamente la cabeza. Estuvo todo el tiempo muy serio, casi solemne. Poco después, nosotras nos fuimos, entonces trabajábamos en el Fondo Norteamericano de Ayuda a los Heridos Franceses, y ya no volvimos a verle. Más tarde, Olga Picasso (la esposa de Picasso) nos dijo que Guillaume Apollinaire había muerto la noche del Armisticio, que estuvieron con él toda la tarde, que hacía calor y las ventanas estaban abiertas, y que la multitud que pasaba por la calle gritaba «à bas Guillaume!», y como sea que todo el mundo llamaba Guillaume a Guillaume Apollinaire, estos gritos amargaron su agonía. Guillaume se había comportado de un modo verdaderamente heroico. Por ser extranjero, hijo de madre polaca y de padre probablemente italiano, no tenía por qué incorporarse voluntariamente a filas. Era hombre acostumbrado a la vida literaria y a la buena mesa, y pese a todo fue voluntario a la guerra. Primeramente le destinaron a artillería. Entonces se consideraba que la artillería no era tan peligrosa, ni comportaba una vida tan dura como la infantería. Pero al poco tiempo, a Guillaume le pareció que la artillería no era todo lo expuesta que él quería, y solicitó el traslado a infantería. Y en esta arma fue herido, en el curso de un asalto. Pasó una larga temporada en el hospital, luego mejoró un poco de su lesión, fue entonces cuando le vimos, y al fin murió el día del Armisticio. La muerte de Guillaume Apollinaire, precisamente en aquel día, tuvo gran importancia para todos sus amigos, además de la que comportaba el dolor de su pérdida. Fue justamente después de la guerra, cuando las cosas comenzaron a cambiar, y se produjo la desunión de muchos grupos. Guillaume hubiera sido un vínculo unificador, ya que tenía la virtud de mantener a la gente unida, pero al desaparecer, cada cual se fue por su lado. Pero eso ocurrió mucho después, y, ahora, debemos volver al principio, cuando Gertrude Stein conoció a Guillaume y a Marie Laurencin. Todos llamaban Gertrude a Gertrude Stein, o, a lo sumo, mademoiselle Gertrude, igual que todos llamaban Pablo a Picasso, Fernande a Fernande, Guillaume a Guillaume Apollinaire y Max a Max Jacob, pero todos llamaban Marie Laurencin a Marie Laurencin.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 38 La primera vez que Gertrude Stein vio a Marie Laurencin fue el día que Guillaume Apollinaire la acompañó a la casa de la rue de Fleurus, y esto ocurrió no un sábado por la noche, sino otra noche. Era una mujer muy interesante. Formaban una pareja muy interesante. Marie Laurencin era terriblemente corta de vista, y, desde luego, jamás llevaba gafas, ni una sola francesa y muy pocos franceses las utilizaban en aquellos tiempos. Marie Laurencin se servía de una lorgnette. Miró todos los cuadros, los cuadros colgados en fila, muy cuidadosamente, acercando mucho el rostro a la tela, y recorriendo la superficie pulgada a pulgada, con la lorgnette. No se preocupó de examinar los cuadros que no quedaban a su alcance. Finalmente declaró: «Personalmente prefiero los retratos, y claro, es natural, porque al fin y al cabo yo soy un Clouet.» Y era cierto: Marie Laurencin era un Clouet. Tenía la fragilidad y líneas angulares de las mujeres pintadas por los primitivos medievales franceses. Hablaba en voz alta, aguda y muy modulada. Se sentó en un diván, al lado de Gertrude Stein, y le contó su vida. Le dijo que su madre jamás se había sentido atraída por los hombres, y que era así por naturaleza, y que fue durante muchos años la amante de un importante personaje, de quien ella, Marie Laurencin, era hija. Añadió: «Nunca me he atrevido a presentarle a Guillaume, pese a que me consta que mi madre, que es muy buena, le tomaría afecto, pero prefiero no hacerlo. Me gustaría que algún día conocieran a mi madre.» Y más tarde, Gertrude Stein conoció a la madre. Yo me encontraba en París, y la acompañé. Marie Laurencin, con su raro modo de vivir y entregada a su raro arte, vivía con su madre —que era una mujer silenciosa, agradable y muy digna—, como si las dos vivieran en un convento. La pequeña vivienda estaba repleta de labores de punto ejecutadas por la madre según los diseños de Marie Laurencin. Marie y su madre se trataban del mismo modo que puedan tratarse una monja joven y una monja vieja. Todo era muy raro allí. Después, poco antes de la guerra, la madre cayó enferma y murió. Entonces fue cuando la madre conoció a Guillaume Apollinaire, y dijo que le gustaba. Tras la muerte de su madre, Marie Laurencin perdió totalmente su estabilidad. Marie y Guillaume dejaron de verse. Sus relaciones, que hablan durado en tanto la madre vivió, sin que la madre lo supiera, se rompieron cuando la madre murió, y después de que ésta hubiera conocido a Guillaume y hubiera dicho que le gustaba. Contra el consejo de todos sus amigos, Marie contrajo matrimonio con un alemán. Cuando sus amigos se lo reprochaban, Marie Laurencin contestaba que el alemán era el único hombre que podía producirle unos sentimientos parecidos a los que había sentido por su madre. Seis semanas después de haber contraído matrimonio estalló la guerra, y Marie tuvo que salir de Francia, por estar casada con un alemán. Según me dijo más tarde, cuando, durante la guerra, nos encontramos en España, los funcionarios gubernamentales acreditados en España no podían crearle dificultades en España, ya que su pasaporte decía claramente que era hija de padre desconocido, y, como es natural, temían que este desconocido caballero fuera el presidente de la República francesa. Durante los años de guerra, Marie fue muy desgraciada. Se sentía profundamente francesa, pero era legalmente alemana. Cuando conocía a alguien solía decir: «Permítame presentarle a mi marido, que es un boche, y de cuyo nombre no me acuerdo.» Los representantes franceses oficiales en España, a quienes Marie Laurencin y su marido trataban ocasionalmente, la mortificaron cuanto pudieron, considerándola siempre como alemana, y refiriéndose a Alemania como si verdaderamente fuera su

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 39 patria. Entretanto, Guillaume, con quien sostenía correspondencia, le escribía cartas apasionadamente patrióticas. Fue una temporada horrorosa para Marie Laurencin. Finalmente, madame Groult, hermana de Poiret, fue a España, y solucionó los problemas de Marie. Esta, por fin, se divorció del alemán, y, después del Armisticio, regresó a París, a la ciudad a la que pertenecía. Entonces, volvió a visitar a Gertrude Stein, en la casa de la calle de Fleurus, acompañada, en esta ocasión, de Eric Satie. Los dos eran normandos, y estaban orgullosos de ello. En sus primeros tiempos, Marie Laurencin pintó un cuadro muy raro con los retratos de Guillaume, Picasso, Fernande y el suyo propio. Fernande habló de ello a Gertrude Stein. Gertrude Stein lo compró, y Marie Laurencin quedó muy complacida porque éste fue el primer cuadro que vendió en su vida. Antes de que Gertrude Stein acudiera por vez primera a la rue Ravignan, Guillaume Apollinaire hizo su primer trabajo literario remunerado: corrigió un folleto sobre cultura física. Y ésta fue la causa de que Picasso hiciera sus magníficas caricaturas, entre las que se contaba una en que Guillaume Apollinaire aparecía como ejemplo de los resultados que da cultivar la gimnasia. Y ahora, volvamos una vez más a la vuelta de nuestros viajes fuera de París, y a cómo Picasso se convirtió en cabecilla de un movimiento artístico que más tarde sería conocido con el nombre de cubismo. Ignoro quién fue el que llamó cubismo a aquella escuela, pero lo más probable es que fuera Apollinaire. De todos modos, él fue quien escribió el primer folleto acerca de los cubistas, y lo ilustró con las obras de éstos. Recuerdo muy claramente la primera vez que Gertrude Stein me llevó con ella a casa de Guillaume Apollinaire. Vivía en un minúsculo piso de soltero de la rue des Martyrs. La estancia estaba atestada por una multitud de jóvenes caballeros, todos ellos muy pequeños. Pregunté a Fernande: «¿Quiénes son los pequeñajos esos?» Y Fernande contestó: «Son poetas.» Quedé anonadada. Jamás había visto poetas, cierto es que había visto a un poeta, pero no poetas. Aquella noche, Picasso, que estaba un poco bebido, se empeñó en sentarse a mi lado, ante la indignación de Fernande, y en mostrarme, en un álbum de fotos de España, el exacto lugar en que nació. Terminé con una idea muy vaga de ello. Derain y Braque se convirtieron en discípulos de Picasso unos seis meses después de que Picasso hubiera conocido a Matisse por mediación de Gertrude Stein. Entretanto, Matisse había dado a conocer a Picasso la escultura negra. En aquel tiempo, la escultura negra era bien conocida de los buscadores de curiosidades, pero no de los artistas. Ignoro totalmente quién fue el primero que descubrió las posibilidades que la escultura negra ofrecía a los artistas modernos. Quizá fue Maillol, que procedía de Perpignan y conoció a Matisse en el sur de Francia, quien le indujo a fijarse en la escultura negra. Según la tradición, el descubridor de aquellas posibilidades fue Derain. También cabe la posibilidad de que fuera el propio Matisse, ya que durante largos años hubo en la rue de Rennes una tienda de curiosidades en cuyo escaparate siempre había montones de cosas como ésas, y Matisse recorría a menudo esta calle para ir a sus clases de dibujo. De todos modos quien primero mostró la influencia de la escultura negra, no tanto en su pintura como en su escultura, fue Matisse. Y también fue Matisse quien llamó la atención de Picasso hacia las esculturas negras, cuando éste terminó el retrato de Gertrude Stein. El efecto que el arte africano produjo en Matisse fue muy distinto al que causó en Picasso. A Matisse le impresionó más a través de la imaginación que a través de la visión plástica. En el caso del pintor español ocurrió exactamente lo contrario. Sin embargo, lo cual no deja de ser sorprendente, mucho tiempo después Picasso ha

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 40 acusado el efecto que aquel arte produjo en su imaginación, y quizá ello se deba a que la fuerza del mensaje del arte negro quedó incrementada por el orientalismo ruso que Picasso conoció por mediación de Diaghilev y los ballets rusos. En los primeros tiempos del cubismo, el efecto del arte africano en Picasso se manifestó solamente en su visión plástica, en sus formas, mientras que su imaginación se conservó puramente española. El carácter español, ritual y abstracto de la pintura de Picasso se incrementó al pintar el retrato de Gertrude Stein. Miss Stein sentía en aquel entonces, y siempre, una clara inclinación hacia las abstracciones básicas, elementales. Miss Stein jamás se sintió interesada por la escultura negra. Siempre dijo que le gustaban las estatuillas negras, pero que están muy alejadas de la sensibilidad europea, y que en ellas no hay naïveté; que son muy antiguas, muy rígidas, muy refinadas, pero que carecen de la elegancia de la escultura egipcia de la que derivan. Miss Stein dice que, como buena norteamericana, desea encontrar en los objetos primitivos más salvajismo. Después de ser mutuamente presentados por Gertrude Stein y su hermano, Matisse y Picasso se hicieron amigos, sin dejar de ser enemigos. Ahora no son amigos ni enemigos. Pero entonces eran las dos cosas a la vez. Se intercambiaron cuadros, como se acostumbraba en aquellos tiempos. Cada uno de ellos debía elegir el cuadro que más le gustaba del otro, o al menos así se daba por supuesto. Matisse y Picasso escogieron cada uno el cuadro que, indudablemente, era el menos interesante de cuantos el otro le ofrecía. Más tarde, uno y otro utilizaron el cuadro escogido como ejemplo de la escasa calidad artística del otro, y de los defectos de su técnica. Sin duda alguna, en las dos pinturas escogidas, las mejores cualidades de uno y otro pintor brillaban por su ausencia. Las relaciones entre los «picassistas» y los «matissistas» se agriaron. Y así pueden ver ustedes cómo lo relatado me conduce de nuevo a aquel Salón de los Independientes, en el que mi amiga y yo estuvimos sentadas en un banco, ante los dos cuadros que proclamaban por primera vez, públicamente, que Derain y Braque se habían convertido en «picassistas» y habían rechazado definitivamente el «matissismo». Como es natural, entre una cosa y otra, ocurrieron muchas más. Matisse exponía en todos los salones de Otoño y en todos los Independientes. Comenzaba a tener un considerable grupo de adeptos. Por el contrario, Picasso jamás ha expuesto un cuadro en un Salón. En aquel tiempo, sus cuadros tan sólo podían verse en la casa número 27 de la rue de Fleurus. Bien puede decirse que la primera vez que la pintura de Picasso fue públicamente expuesta fue cuando Derain y Braque, totalmente influenciados por ella, expusieron sus obras. Después de este acontecimiento, también Picasso tuvo muchos seguidores. A Matisse le irritaba la creciente amistad que unía a Picasso con Gertrude Stein. Matisse decía: «A mademoiselle Gertrude le gusta el tipismo local y el teatralismo; una mujer como ella no puede, en modo alguno, sostener sinceras relaciones de amistad con alguien como Picasso.» Matisse seguía frecuentando la casa de la rue de Fleurus, pero entre los invitados ya no reinaba la franqueza. Durante este período, Gertrude Stein y su hermano ofrecieron un almuerzo a todos los pintores cuyas obras colgaban de las paredes de su casa. Desde luego, los viejos y los muertos no fueron invitados. Como ya he dicho antes, este almuerzo constituyó un gran éxito y todos los asistentes quedaron satisfechos, porque Gertrude Stein sentó a cada uno de ellos ante sus respectivas obras. Ninguno de ellos se dio cuenta de este hecho. Sin embargo, de un modo natural, se sintieron todos felices. En el momento en que se iban, Matisse, en pie, de espaldas a la puerta, echó una ojeada a la estancia, y se dio cuenta de la argucia de Gertrude Stein. Matisse se quejó de que Gertrude Stein había dejado de admirarle. Y miss Stein le contestó que él —Matisse— había llegado a un punto de equilibrio interior y que, en

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 41 consecuencia, de un modo instintivo, procuraba provocar el antagonismo de los demás, a fin de poder él contraatacar, pero que, en la actualidad, ya no podía contraatacar porque los demás se habían convertido a su doctrina. Así terminó la conversación entre Gertrude Stein y Matisse, y éste fue el principio de una importante parte de The Making of Americans. Sobre la idea en que se basaron las palabras dichas a Matisse, Gertrude Stein estableció uno de sus más permanentes criterios distintivos entre los seres humanos. En esta época Matisse comenzó su labor de docencia artística. Se había mudado del Quai de Saint-Michel, en donde había vivido desde su matrimonio, al Boulevard des Invalides. A raíz de la separación entre Iglesia y Estado, que acababa de decretarse en Francia, el gobierno francés tomó posesión de muchos conventos, escuelas y otras propiedades eclesiásticas. Como es natural, muchos religiosos abandonaron sus conventos, y, entonces, hubo gran abundancia de enormes edificios vacíos. Entre ellos había uno, espléndido, en el Boulevard des Invalides. Estos edificios se alquilaban por precios muy bajos, ya que no se formalizaba contrato de arrendamiento, puesto que el gobierno todavía no había decidido qué destino darles y quería conservar su derecho a dejarlos libres y expeditos de inquilinos, sin tener que darles un plazo de preaviso. Estos edificios eran un lugar ideal para vivienda de artistas; las estancias eran grandes, tenían jardines alrededor, y los inconvenientes de carácter práctico no asustaban a los nuevos inquilinos. Los Matisse se trasladaron al edificio que he dicho, y el pintor pudo disponer de un amplísimo cuarto, en vez de la reducida estancia en que antes trabajaba; sus dos hijos volvieron a vivir con él, y todos eran muy felices. Entonces, varios pintores que seguían la nueva escuela de Matisse le preguntaron si estaría dispuesto a darles clases, en el caso de que ellos se las arreglaran para obtener una estancia en el mismo edificio. Matisse dijo que sí, y de este modo comenzó a funcionar el taller magistral del pintor. Los solicitantes de clases pertenecían a las más diversas nacionalidades, y Matisse quedó aterrado al ver lo numerosos que eran. Matisse explicó cuánto le sorprendió y divirtió la respuesta que una mujer pequeñita, sentada en primera fila, dio cuando él le preguntó qué ambicionaba, qué era lo que pretendía conseguir, en el terreno de la pintura. La mujer le había contestado: «Monsieur, je cherche le neuf.» Matisse también se sorprendía de que todos sus discípulos aprendieran rápidamente el francés, en tanto que él no lograba aprender ni una palabra de sus respectivos idiomas. Alguien se enteró de lo dicho, y se burló de la escuela de Matisse, en uno de los semanarios festivos de París. Esto ofendió terriblemente al pintor. El artículo satírico formulaba la pregunta; «¿Y de dónde viene toda esa gente?» Y contestaba: «De Massachusetts.» Matisse se sintió muy humillado. Pero pese a esto, y también pese a las muchas disensiones que surgieron, la escuela siguió adelante y tuvo éxito. Como es natural aparecieron muchas dificultades. Uno de los alumnos húngaros, quería ganarse la vida posando, y pintar mientras otro modelo posaba. Esto motivó las protestas de algunas alumnas que decían que una cosa era tener a un modelo desnudo ante ellas, y otra el que este modelo se convirtiera, pocos segundos después, en su compañero. Otro húngaro fue sorprendido en el acto de comerse el pan que los otros alumnos habían utilizado a modo de goma de borrar, y esta demostración de miseria y falta de higiene produjo un terrible efecto en la sensibilidad de los alumnos norteamericanos. Allí había bastantes norteamericanos. Uno de éstos, merced a alegar que era extremadamente pobre, logró que Matisse le diera clases gratuitamente, pero, luego, se descubrió que había comprado un cuadro de Matisse, otro de Picasso y otro de Seurat, aunque se trataba de tres telas pequeñas. Este comportamiento no sólo era deshonesto, ya que muchos alumnos también deseaban

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 42 tener un cuadro del maestro y no podían comprarlo porque se gastaban el dinero en pagar las clases, sino que constituía una traición, puesto que había comprado un Picasso. También ocurría que, de vez en cuando, alguien decía algo a Matisse en un francés tan malo que las palabras parecían tener un significado totalmente distinto al que pretendía darles el que había hablado, y Matisse se enfadaba mucho, y el desgraciado comunicante se veía obligado a pedir excusas y a aprender cómo pedir excusas. Todos los alumnos trabajaban en tal estado de tensión nerviosa que las explosiones temperamentales se sucedían con harta frecuencia. A veces, un alumno acusaba a otro de pretender ganarse la predilección del maestro por medios ilícitos, y esto daba lugar a complicadas escenas que terminaban con disculpas y peticiones de perdón por parte de alguno de sus actores. Debido a que la organización de las clases dependía de los propios alumnos, las dificultades surgían constantemente. A Gertrude Stein estos problemas la divertían enormemente. Matisse era un chismoso con mucha gracia, y Gertrude Stein también, por lo que, en esta época, lo pasaban en grande contándose los más diversos chismes. Fue entonces cuando Gertrude Stein comenzó a llamar el C. M. a Matisse, iniciales que correspondían a las palabras «cher maître». Gertrude Stein contó a Matisse aquella conocida historia del Oeste norteamericano del «recen caballeros; que no haya derramamiento de sangre». Matisse acudía con cierta frecuencia a la casa de la rue de Fleurus. Fue durante este período cuando Hélène le dio huevos fritos en vez de tortilla. Three Lives había sido ya pasado a máquina, y había llegado el momento de ofrecer la obra a un editor. Alguien aconsejó a Gertrude Stein que la mandara a cierto agente literario de Nueva York, y así lo hizo. Los resultados fueron negativos. Entonces acudió directamente a diversos editores. El único que se mostró interesado en el libro fue Bobbs-Merrill, pero dijo que no se encontraba en condiciones propicias para publicarlo. Estas intentonas de lograr que un editor le contratara la publicación del libro duraron cierto tiempo, y al fin, Gertrude Stein, a quien estos fracasos no habían desanimado, decidió imprimirlo por su cuenta. No fue una decisión excéntrica o rara, ya que en París abundaban quienes lo hacían. Alguien le habló de la Grafton Press, de Nueva York, empresa respetable que solía imprimir libros de carácter histórico, por cuenta de los autores. Llegó a un acuerdo con esta empresa, que se comprometió a imprimir Three Lives y a mandar a París las galeradas para su corrección por la autora. Un buen día llamaron a la puerta, y se presentó un joven muy amable y muy norteamericano, que solicitó entrevistarse con miss Stein. Esta le dijo que pasara. El joven dijo: «Vengo por encargo de la Grafton Press.» Gertrude Stein dijo: «Bien...» Y el joven, dudando un poco, dijo: «El caso es que el director de la Grafton Press cree que quizá sus conocimientos del inglés no...» Indignada, Gertrude Stein exclamó: «¡Pero si yo soy norteamericana!» El joven dijo: «Sí, sí, sin duda, pero quizá no tenga usted mucha experiencia en escribir...» Riendo, Gertrude Stein dijo: «Imagino que usted piensa que carezco de estudios primarios.» El joven se ruborizó: «No, no, no es eso, yo sólo quería decir que quizá no tenga experiencia en materia literaria.» Y Gertrude Stein dijo: «Bueno, bueno... No se preocupe. Escribiré al director. Y usted dígale, también, que cuanto he escrito en el original ha sido escrito con la intención de que estuviera escrito tal como está escrito, y que él no se preocupe más que de imprimir el libro, ya que la responsabilidad del contenido es mía.» El joven hizo una reverencia, y se fue. Mas tarde, cuando escritores y periodistas prestaron su atención a este libro de miss Stein, el director de la Grafton Press le escribió una carta de contenido muy simple y escueto, en la que le confesaba haberse sorprendido al enterarse de la repercusión que el libro había tenido, y que, tras ello, deseaba decirle que su empresa estaba muy orgullosa de haberlo impreso. Pero esto ocurrió después de mi llegada a París.

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IV GERTRUDE STEIN, ANTES DE IR A PARIS

Heme aquí de nuevo en París, pero ahora soy una de las asiduas visitantes de la casa de la rue de Fleurus. Gertrude Stein escribía entonces The Making of Americans, y había iniciado la corrección de pruebas de Three Lives, en cuya tarea yo la ayudaba. Gertrude Stein nació en Allegheny, Pennsylvania. Como yo soy una ardiente patriota californiana, y como Gertrude Stein pasó su juventud en este último estado, muy a menudo le he suplicado que decidiera haber nacido en California, pero Gertrude Stein ha permanecido siempre firmemente nacida en Allegheny, Pennsylvania. Salió de su pueblo natal cuando tenía seis meses de edad, y jamás volvió. Allegheny, ahora, ha dejado de existir, al ser absorbido por Pittsburg. Gertrude Stein se divirtió mucho gracias a haber nacido en Allegheny cuando, durante la guerra, y por motivos relacionados con nuestro trabajo de guerra, nos hacían documentos con mucha frecuencia y teníamos que decir el lugar en donde nacimos. Gertrude Stein solía decir que si hubiera nacido verdaderamente en California, tal como yo quería, jamás hubiera gozado del placer de ver a los funcionarios públicos franceses esforzándose en escribir Allegheny, Pennsylvania. Cuando, en París, conocí a Gertrude Stein, quedé sorprendida al comprobar que sobre su mesa no había ni un solo libro francés. Y pese a que en ella abundaban siempre los libros ingleses, ni siquiera había un periódico francés. Le pregunté, al igual que otras muchas personas: «¿Nunca lee en francés?» Y contestó: «No. Percibo con la vista, y presto muy poca atención al idioma en que me hablan, ya que sólo oigo tonos en las voces, y ritmos en el habla, yo no oigo idiomas; pero con la vista veo palabras y frases, y para mí sólo hay un idioma, que es el inglés. Una de las cosas que más me han gustado durante estos años es estar rodeada de gentes que no saben inglés. Esto me ha dejado más a solas con mi vista y mi inglés. Ignoro si me hubiera sido posible conservar el significado que para mí tiene el inglés, si no hubiera vivido tal como he vivido durante estos años. Y quienes me han rodeado no han podido leer ni una sola palabra de cuantas he escrito, y la mayoría ni siquiera saben que escribo. No, me gusta vivir rodeada de muchísima gente, y estar a solas con mi inglés y conmigo misma.» Uno de los capítulos de The Making of Americans comienza así: «Escribo para mí y para los desconocidos.» Como les decía, nació en Allegheny, en el seno de una respetable familia de la clase media. Siempre dijo que estaba muy contenta de no pertenecer a una familia de intelectuales. Gertrude Stein tiene horror a lo que ella llama «intelectuales». Resulta un poco ridículo que Gertrude Stein, que tan buenas relaciones mantiene con gentes de todo tipo, que sabe conocerlas y que ellas saben conocerla a ella, haya sido siempre admirada por los importantes. Pero Gertrude Stein siempre ha dicho que llegará el día en que todos descubrirán que es una mujer interesante, y que su literatura también lo es. Y siempre se ha consolado diciendo que los periodistas jamás han dejado de ocuparse de ella. Gertrude Stein suele decir: «Los periódicos dicen que mi estilo es detestable,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 44 pero siempre citan mis frases y, lo que es más, las citan correctamente, mientras que aquellos que dicen que me admiran no las citan.» Esto le ha servido de consuelo en los momentos de mayor amargura. También decía a menudo: «Mis frases penetran por los poros y quedan bajo la piel, pero la gente no se da cuenta.» Nació en Allegheny, Pennsylvania, en una casa que tenía una casa melliza. Su familia vivía en una de las dos casas, y la familia del hermano de su padre vivía en la otra. Estas dos familias son las que se describen en The Making of Americans. Llevaban ocho años viviendo en esta casa cuando Gertrude Stein nació. Un año antes del nacimiento de Gertrude Stein, las dos cuñadas, que nunca se tuvieron simpatía, dejaron de dirigirse la palabra. La madre de Gertrude Stein, que, según ésta la describe en The Making of Americans, era una mujer menuda, amable, de dulce trato y repentinos arrebatos de mal genio, se negó, en cierto momento, a tratar a su cuñada. Ignoro qué ocurrió, pero algo debió ocurrir. Prescindiendo de lo anterior, el caso es que los dos hermanos, que hasta entonces estuvieron asociados en sus negocios, ciertamente prósperos, dejaron de estarlo. Uno de ellos se fue a Nueva York, donde él y sus descendientes amasaron una gran fortuna; y el otro, el padre de Gertrude Stein, se fue con su familia a Europa, a Viena concretamente, donde permaneció hasta que Gertrude Stein cumplió los tres años de edad. De esta temporada en Viena, lo único que Gertrude Stein recuerda es que en una ocasión en que el profesor particular de su hermano le permitió asistir a las clases que éste recibía, el profesor imitó el rugir de los tigres, y esto produjo a miss Stein un extremado placer y terror, al mismo tiempo. También recuerda que en un libro ilustrado, en el que se explicaban las aventuras de Ulises, advirtió que Ulises solía sentarse en sillas de madera, como las usadas en los comedores. También recuerda que solían jugar en los jardines públicos, y que a menudo el viejo Kaiser Francisco José pasaba por los jardines, y que, alguna que otra vez, una banda interpretaba el himno nacional austríaco, que a ella le gustaba mucho. Durante muchos años, Gertrude Stein creyó que Kaiser era el verdadero nombre de Francisco José, y se negaba a aceptar que aquel título pudiera corresponder a otra persona. Vivieron en Viena durante unos tres años, al término de los cuales el padre regresó a Norteamérica para ocuparse de sus negocios, y el resto de la familia se trasladó a París. De su estancia en París, Gertrude Stein conserva más y más claros recuerdos. Recuerda la pequeña escuela a la que ella y su hermana fueron enviadas, en la que vio a una niña en un rincón del patio de recreo, sola, y las demás niñas le dijeron que no se acercara a ella porque arañaba. También recuerda el plato de sopa con pan francés que les daban para desayunar, y el cordero y las espinacas que les daban para almorzar; a Gertrude Stein le gustaban mucho las espinacas y no le gustaba el cordero, por lo que solía cambiar con su vecina el cordero por las espinacas. También recuerda que sus tres hermanos mayores iban a visitarlas a la escuela, montados a caballo. También recuerda que un gato negro saltó desde el tejado al suelo, en su casa de Passy, que su madre se asustó mucho, y que alguien acudió en su auxilio. La familia Stein permaneció un año en París, y, luego regresó a Norteamérica. El hermano mayor de Gertrude Stein recuerda los últimos días en París, durante los cuales su madre y él se dedicaron a ir de compras, y compraron cuanto les atrajo, abrigos de piel de foca, gorros y sombreros y bufandas para toda la familia, desde la madre hasta la pequeña Gertrude Stein, guantes, docenas de guantes, sombreros maravillosos, redingotes, y finalmente compraron un microscopio y la colección completa de la famosa historia francesa de la Zoología. Después embarcaron para Estados Unidos. Esta estancia en París produjo muy honda impresión en Gertrude Stein. Cuando, al principio de la guerra, Gertrude Stein y yo, que habíamos ido a Inglaterra, donde nos

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 45 pilló el estallido de la guerra y, por eso, no regresamos a París hasta octubre, cuando, pues, regresamos a París, el primer día que regresamos a París, y que fue el primer día en que salimos a la calle, Gertrude Stein dijo: «¡Qué raro, París parece totalmente diferente, y sin embargo exactamente igual!» Y añadió en tono meditativo: «Ahora veo de qué se trata. Aquí no hay nadie, nadie, salvo los franceses (no se veían soldados, y los aliados todavía no habían llegado). Ahí están los niños con sus delantales negros, y una puede ver bien las calles porque están vacías. París es ahora exactamente igual al París de mis recuerdos, cuando tenía yo tres años. El suelo de las calles huele exactamente igual que olía (de nuevo se empleaban caballos para el transporte), es el olor de las calles francesas y de los jardines públicos franceses que tan bien recuerdo.» Pues volvieron a Norteamérica, y cuando estaban en Nueva York, los Stein de Nueva York intentaron reconciliar a la madre de Gertrude Stein con su cuñada, pero la madre de Gertrude Stein se mantuvo en sus trece. Esto trae a mi memoria a miss Etta Cone, la lejana parienta de Gertrude Stein que pasó a máquina Three Lives. Cuando la conocí, en Florencia, me dijo que ella podía perdonar, pero no olvidar. Yo le contesté que me ocurría lo contrario, es decir, que podía olvidar, pero no perdonar. Al parecer, la madre de Gertrude Stein, en el caso de su cuñada, no pudo olvidar ni perdonar. La familia se trasladó al Oeste, a California, después de pasar una breve temporada en Baltimore, en casa del abuelo, aquel viejo de arraigados sentimientos religiosos que Gertrude Stein describe en The Making of Americans, que vivía en una vieja casa de Baltimore, rodeado de una multitud de seres sin importancia, alegres y amables, que eran los tíos y las tías de Gertrude Stein. Gertrude Stein siempre ha agradecido a su madre que fuera incapaz de olvidar y de perdonar. En cierta ocasión me dijo: «Es horrible imaginar lo que hubiera ocurrido si mi madre hubiera perdonado a su cuñada, si mi padre hubiera reanudado su asociación con mi tío, y si nosotros hubiéramos sido educados en Nueva York. Horrible, verdaderamente horrible. Cierto es que hubiéramos sido ricos, en vez de conservarnos en nuestra relativa pobreza, pero me horroriza pensar en la posibilidad de haber crecido y haberme educado en Nueva York.» Como buena californiana, pero pareció que Gertrude Stein llevaba razón. Así es que tomaron el tren para California. De este viaje, Gertrude Stein tan sólo recuerda que su hermana y ella llevaban unos hermosos sombreros austríacos, de fieltro, con una hermosa pluma de avestruz, y que, en el curso del viaje, su hermana se asomó a la ventanilla y el viento se le llevó el sombrero. El padre hizo funcionar el timbre de alarma, con lo que el tren se detuvo, y recuperó el sombrero, ante el terror y el asombro de los pasajeros y del jefe de tren. La única otra cosa que recuerda es que sus tías de Baltimore les dieron una magnífica cesta con comida, y que en ella había un magnífico pavo. Y que después, como sea que la cesta iba vaciándose de comida, compraban más comida, en las estaciones, y la ponían en la cesta, lo cual siempre resultaba muy divertido. Y también recuerda que al pasar por el desierto vieron pieles rojas, y que, también en el desierto, les dieron unos melocotones raros. Cuando llegaron a California fueron a una finca en la que había naranjos, pero Gertrude Stein no recuerda haber visto naranjas allí, aunque sí recuerda que llenaba de pequeñas limas, muy bonitas, las cajas de cigarros de su padre. Después, poco a poco, se acercaron a San Francisco. Primero, se quedaron en Oakland. Recuerda que allí los eucaliptos le parecían muy altos, muy delgados, y muy selváticos, y que la vida animal le parecía muy salvaje. Pero Gertrude Stein ha descrito lo anterior y mucho más, ha descrito toda la vida física de aquellos días, al referirse a la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 46 vida de la familia Hersland, en su obra The Making of Americans. Y ahora, lo más importante es hablar de la educación de miss Stein. Su padre, después de haber llevado a sus hijos a Europa para que recibieran una educación europea, se empeñó en que olvidaran el francés y el alemán que habían aprendido, a fin de que aprendieran a la perfección el inglés americano. Gertrude Stein sabía chapurrear el alemán y el francés, pero no aprendió a leer hasta que aprendió a leer en inglés. Tal como dice ella misma, daba mayor importancia a la vista que a los oídos, y, por esto, el inglés pasé a ser su único idioma. En esta temporada comenzó su vida de lecturas. Leía cuanto caía en sus manos, y en sus manos cayeron muchos textos. En su casa había unas cuantas novelas, unos cuantos libros de viajes, unos bien encuadernados volúmenes de Wordsworth, Scott y de otros poetas, el Pilgrim's Progress de Bunyan, una colección de obras de Shakespeare anotadas, obras de Burns, la Colección de Actas del Congreso, enciclopedias, etc. Lo leyó todo, y todo lo leyó varias veces. Entonces, Gertrude Stein y sus hermanos comenzaron a comprar libros. Además, siempre podían recurrir a la biblioteca pública, y, más tarde, en San Francisco, tuvieron acceso a otras bibliotecas con excelentes colecciones de autores de los siglos XVIII y XIX. Desde los ocho años, en que se entregó a la lectura de las obras de Shakespeare, hasta los quince años, en que leía a Clarissa Harlowe, Fielding, Smollett, etc., y comenzaba a pensar que al cabo de pocos años ya habría leído cuanto había por leer, Gertrude Stein vivió constantemente sumergida en el idioma inglés. Leyó una tremenda cantidad de libros de historia. A este respecto miss Stein suele decir, riendo, que es una de las poquísimas personas de su generación que ha leído de cabo a rabo Federico el Grande de Carlyle, y la Historia de la Constitución de Inglaterra de Lecky, además de los más largos poemas de Charles Grandison y Wordsworth. En realidad se pasaba la vida leyendo, tal como sigue haciendo. Gertrude Stein lo lee todo, cualquier cosa, e incluso ahora la enfurece que la interrumpan cuando está entregada a la lectura, y, ante todo, la saca de sus casillas que se burlen de ella por leer determinado libro, por estúpido que sea, o por muchas veces que lo haya leído, o bien que le digan como termina la obra que está leyendo. Gertrude Stein siempre ha sido así en eso. Hacia el teatro nunca ha sentido tanto interés. Dice que en escena van demasiado aprisa, la mezcla de percepción por la vista y el oído la confunde, y sus reacciones emocionales ocurren a destiempo. En cuanto a la música, solamente le gustó durante su adolescencia. Le resulta difícil escucharla, no logra fijar su atención en ella. Y esto quizá parezca incongruente, puesto que se ha dicho a menudo que las obras de Gertrude Stein se dirigen al oído y al subconsciente del lector. En realidad, lo que ocurre es que la vista y la mente de Gertrude Stein son los elementos que actúan, que tienen importancia y que quedan más afectados en el acto de orientar su atención hacia este o aquel aspecto de cuanto la rodea. Gertrude Stein dejó de vivir en California cuando contaba unos diecisiete años de edad. Los últimos años, allí, fueron de tristeza y soledad, con la melancolía y las angustias propias de la adolescencia. Tras la muerte de su madre, primero, y de su padre, después, Gertrude Stein, su hermana y uno de los hermanos partieron para el Este. Fueron a Baltimore, en donde vivieron con los familiares de su madre. Allí, Gertrude Stein comenzó a desprenderse de sus sentimientos de soledad. Gertrude Stein me ha contado a menudo cuánto la desorientó pasar de la tremenda vida interior que había vivido durante los últimos años al alegre vivir de sus tías y tíos. Cuando fue a Radcliffe, después, miss Stein describió lo anterior en la primera composición literaria de su vida. Bueno, en realidad ésta no fue la primera cosa que escribió. Recuerda que ya había escrito algo, en un par de ocasiones. Una, cuando contaba ocho años, poco más o

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 47 menos, e intentó escribir un drama al estilo de Shakespeare, en el que no llegó más que a una primera nota de directriz, en la que decía: «los cortesanos hacen ingeniosos comentarios». Luego, como no se le ocurrieron los ingeniosos comentarios en cuestión, abandonó la tarea. El otro intento del que se acuerda ocurrió probablemente cuando miss Stein contaba la misma edad que en el primer intento. En la escuela, ordenaron a las alumnas que escribieran una descripción de algo. Y Gertrude Stein describió una puesta de sol, en la que el sol se escondía en el interior de una cueva de nubes. Pese a todo, esta composición fue una de las seis que merecieron el premio de ser transcritas en papel pergamino. Después intentó por dos veces copiar su propia composición, pero lo hizo tan mal que tuvo que hacerlo otra alumna. Esto último, desde el punto de vista de la maestra, constituyó un fracaso. Gertrude Stein no recuerda qué errores cometió al copiar su composición. En realidad, su caligrafía ha sido siempre ilegible. Y muy a menudo, cuando la propia Gertrude Stein no puede leer lo que ha escrito, yo soy quien se lo leo. Jamás ha estado dotada para las artes plásticas, ni jamás ha intentado cultivarlas. Es incapaz de imaginar qué aspecto tendrá una cosa cuando esté acabada. Y esto le ocurre en cuanto se refiere a decorar una casa, a jardinería, a vestidos, a todo. No sabe dibujar, ya que no ve relación alguna entre un objeto y un pedazo de papel. Cuando estudiaba medicina, y tenía que hacer dibujos anatómicos, fue siempre incapaz de aprender a representar gráficamente algo con superficie cóncava y algo con superficie convexa. Recuerda que, cuando era muy pequeña, la matricularon en un curso de dibujo. Dijeron a los niños que dibujaran, en casa, una copa y una sopera, y que el mejor dibujo sería premiado con una medalla de cuero repujado, y que la semana siguiente darían la misma medalla al mejor dibujo de la semana siguiente. Gertrude Stein fue a su casa, dijo a sus hermanos lo que debía hacer, y éstos pusieron ante ella una hermosa copa y una hermosa sopera, y cada hermano le explicó lo que debía hacer para dibujarlas. Los resultados fueron nulos. Al fin, uno de los hermanos de Gertrude Stein dibujó los dos objetos. Miss Stein fue a la escuela con el dibujo, y le dieron la medalla de cuero. Y así terminaron sus clases de dibujo. Gertrude Stein dice que es muy conveniente no tener la menor idea sobre el modo en que están hechas las cosas que a una le gustan o la divierten. Es preciso tener una ocupación absorbente, y, para gozar plenamente de las restantes cosas que la vida nos ofrece, debemos limitarnos a contemplar los resultados. De esta manera, se da la posibilidad de apreciar un objeto mucho más de lo que lo aprecian aquellos que saben cómo está hecho. Gertrude Stein ama apasionadamente lo que los franceses llaman métier, y sostiene apasionadamente que tan sólo cabe tener un métier, del mismo modo que tan sólo se puede tener un idioma. Su métier es escribir, y su idioma el inglés. La observación y la construcción son las bases de la imaginación, siempre y cuando una tenga imaginación. Este es el principio que Gertrude Stein ha enseñado a muchos escritores jóvenes. Cuando Hemingway escribió en uno de sus relatos que Gertrude Stein siempre sabía distinguir lo bueno de lo malo en un cuadro de Cézanne, miss Stein le miró y dijo: «Hemingway, los comentarios no son literatura.» Es muy frecuente que los jóvenes, tan pronto han aprendido de Gertrude Stein cuanto ésta puede enseñarles, la acusen de orgullosa. Miss Stein, a eso, dice que sí, que llevan razón. Gertrude Stein se da perfecta cuenta de que, en la literatura inglesa de su tiempo, ocupa un lugar único. Siempre lo ha sabido, y ahora, además, lo dice. Comprende muy bien cuál es la base de la creación literaria, por lo que sus críticas y consejos tienen un valor inapreciable. Infinidad de veces he oído a Picasso decirle, racontez-moi cela, cuando miss Stein decía algo acerca de un cuadro de aquél, y, a

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 48 modo de ejemplo, le explicaba algo que ella intentaba hacer, en el terreno literario. Incluso ahora, Picasso y Gertrude Stein sostienen larguísimas conversaciones a solas. Se sientan frente a frente, en dos sillas bajas, en el estudio del pintor, y éste dice: «Expliquez-moi cela.» Y, entonces, cada cual da sus explicaciones. Hablan de todo, de cuadros, de perros, de la muerte, de la desdicha. Y es así porque Picasso es español, y porque la vida es trágica, amarga y dura. A menudo, Gertrude Stein se me acerca y me dice: «Pablo ha estado convenciéndome de que soy una desdichada como él; aseguró que sí, que tengo tantas razones como él para ser desgraciada, y que soy tan desgraciada como él.» Y, entonces, yo le pregunto: «Pero ¿se siente desgraciada?» Y Gertrude Stein se ríe y dice: «No creo que tenga el aspecto de serlo, ¿verdad?» Y Gertrude Stein dice: «Picasso dice que no parezco desgraciada porque soy valerosa.» Y Gertrude Stein dice: «Pero me parece que no soy valerosa, no, creo que no.» Así es que Gertrude Stein, tras haber pasado un invierno en Baltimore, donde se hizo más humana y menos adolescente y menos solitaria, fue a Radcliffe. Allí lo pasó muy bien. Formó parte de un grupo de hombres de Harvard y de mujeres de Radcliffe, que llevaban una vida de compañerismo muy interesante. Uno de ellos, joven filósofo y matemático, dedicado a tareas de investigación en psicología, dejó una profunda huella en su vida. Gertrude Stein y este joven trabajaron conjuntamente en una serie de experimentos sobre escritura automática, bajo la dirección le Münsterberg. Los resultados de los experimentos de Gertrude Stein, que ésta consignó por escrito y que fueron publicados en la Harvard Psychological Review, fue el primer texto de Gertrude Stein que vio la luz pública. Es muy interesante leerlo, por cuanto el estilo que la autora desarrollaría, más tarde, en Three Lives y The Making of Americans, ya apunta en él. La persona que mayor importancia tuvo en la vida de Gertrude Stein, durante su estancia en Radcliffe, fue William James. A Gertrude Stein le gustaba la vida que llevaba en Radcliffe. Era secretaria del Club de Filosofía, y se divertía tratando a los más diversos tipos de gente. Le gustaba formular preguntas y también contestar las que le formularan a ella. Pero la impresión más duradera que recibió en Radcliffe se la causó William James. Resulta un tanto extraño que a Gertrude Stein no le interesara la obra de Henry James, hacia quien, ahora, tiene gran admiración, y al que considera, sin duda alguna, como su predecesor, ya que Henry James fue el único escritor del siglo XIX que, siendo de nacionalidad norteamericana, intuyó el estilo literario propio del siglo XX. Gertrude Stein siempre se refiere a Norteamérica como al país más viejo del mundo, porque gracias a la Guerra de Secesión, y a los métodos comerciales subsiguientes, Norteamérica creó el siglo XX, y, como sea que los demás países se encuentran ahora en trance, ya de vivir en el siglo XX, ya de comenzar a vivir en él, y como sea que Norteamérica comenzó la creación del siglo XX en la séptima década del siglo XIX, ahora Norteamérica es el país más viejo del mundo. Igualmente asegura que Henry James fue el primer escritor que descubrió el estilo literario del siglo XX. Pero se dio la rara circunstancia de que Gertrude Stein, durante su período de formación intelectual, no había leído, ni le había interesado leer a Henry James. Pero, según dice a menudo, una siempre siente un natural antagonismo con respecto al padre, y una natural simpatía hacia el abuelo. Los padres están demasiado cercanos, nos obstaculizan el camino, y una debe estar sola. Quizá ésta sea la razón de que Gertrude Stein comenzara a leer muy tardíamente las obras de Henry James. William James la fascinó. Su personalidad, su manera de enseñar, y la manera divertida en que dirigía las clases, agradaron extraordinariamente a Gertrude Stein. William James solía decir: «Mantengan el cerebro alerta y abierto a toda realidad.» Y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 49 cuando alguien se quejaba, «pero, profesor James, lo que dije es verdad», William James le decía: «Sí, es verdad, es una abyecta verdad.» Gertrude Stein jamás tuvo reacciones subconscientes, y fue un desastroso sujeto pasivo en los experimentos de escritura automática. Uno de los estudiantes del seminario de psicología, del que Gertrude Stein formaba parte, por recomendación de William James, pese a que, en aquel entonces, todavía no había obtenido la licenciatura, llevaba a cabo una serie de experimentos sobre sugerencias dirigidas al subconsciente. Cuando leyó los resultados de sus experimentos, comenzó explicando que uno de los sujetos pasivos no reaccionó en absoluto, es decir, dio resultados totalmente nulos, lo cual era la causa del bajo porcentaje promedio, de reacciones, por lo que las conclusiones generales de los experimentos quedaban un tanto falseadas, y, por ello, deseaba eliminar de su informe los experimentos practicados en la persona de aquel reacio sujeto pasivo. William James preguntó: «¿Quién es el sujeto pasivo ese?» Y el estudiante contestó: «Miss Stein.» Entonces, James dijo: «Si se trata de miss Stein, yo creo que, en ella, tan normal es reaccionar como no reaccionar, así es que no resulta procedente eliminarla de la serie de experimentos.» Era un hermoso día de primavera, Gertrude Stein había ido a la ópera todas las noches, y también a la ópera había ido por las tardes, y había vivido intensamente, y corrían los días de los exámenes de fin de curso, y aquél era el día de exámenes del curso de William James. Miss Stein se sentó ante los papeles que contenían el temario de los exámenes, y se sintió totalmente incapaz de contestar las preguntas. En la parte superior del papel, escribió: «Profesor James: lo siento infinito, pero en un día como hoy me resulta imposible examinarme de filosofía.» Y abandonó el aula. El día siguiente recibió una nota de William James, en la que le decía: «Querida miss Stein: comprendo perfectamente su estado de ánimo de dio la más alta calificación. Cuando Gertrude Stein terminaba su último curso en Radcliffe, William James le preguntó qué carrera pensaba seguir. Miss Stein contestó: «No tengo la menor idea.» Y William James dijo: «Bueno, yo creo que debiera usted estudiar filosofía o psicología. Ahora bien, para estudiar filosofía tendrá que seguir cursos de matemáticas superiores, y no creo que sienta usted interés por ellas. Y en cuanto a la psicología, tendrá usted que estudiar medicina. Los estudios de medicina ofrecen infinitas posibilidades, como en cierta ocasión me dijo Oliver Wendell Holmes, y como ahora le digo yo a usted.» A Gertrude Stein le había gustado la biología y la química, así es que decidió matricularse en la Facultad de Medicina. Sin embargo, había un obstáculo. Miss Stein tan sólo había aprobado la mitad de sus exámenes de ingreso en Radcliffe, debido a que nunca tuvo intención de graduarse. Pero, tras un esfuerzo considerable y merced a clases intensivas, Gertrude Stein aprobó los exámenes que le faltaban, e ingresó en la Escuela de Medicina John Hopkins. Algunos años después, cuando Gertrude Stein y su hermano comenzaban a trabar amistad con Matisse y Picasso, a París llegó William James. Miss Stein fue a verle al hotel en que se hospedaba. William James mostró extraordinario interés en las actividades de Gertrude Stein, en su quehacer literario y en su afición a la pintura. William James fue con miss Stein a casa de ésta, y contempló los cuadros. Ante ellos, William James quedó boquiabierto, y dijo a miss Stein: «Ya le dije que debía mantener la mente alerta, abierta a cuanto se le pueda ofrecer.» Hace sólo un par de años, ocurrió algo muy raro. Gertrude Stein recibió una carta procedente de Boston. El membrete indicaba que el remitente era miembro de un consultorio jurídico. En la carta le decía que, en ocasión de acudir a la Biblioteca de la Universidad de Harvard, para efectuar una consulta, descubrió que William James había legado todos sus libros a aquélla. Entre estos libros se contaba el ejemplar de Three

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 50 Lives que Gertrude Stein había dedicado a William James. En los márgenes había anotaciones hechas de mano de William James. El desconocido remitente de la carta decía que seguramente miss Stein tendría interés en ver estas anotaciones, y le proponía copiarlas y mandárselas. Al parecer, el remitente de la carta se había apropiado del libro y lo consideraba ya legítimamente suyo. Todos quedamos muy sorprendidos, y dudamos mucho qué hacer. Finalmente, la carta fue contestada, y en la contestación se decía que Gertrude Stein quedaría muy complacida si le mandaban copia de las notas de James. Poco después, llegaba a París la contestación con las notas de James copiadas a mano por el desconocido abogado, quien pedía a Gertrude Stein que le diera su opinión sobre los comentarios de James. Gertrude Stein no supo qué opinar, y, en consecuencia, no opinó. Tras pasar los exámenes de ingreso, Gertrude Stein montó casa en Baltimore, y acudió a las clases de la Escuela de Medicina. Allí tenía una criada llamada Lena, y la vida de Lena es la primera historia de Three Lives. Durante los primeros dos años en la Escuela de Medicina, Gertrude Stein no tuvo dificultades. Los dedicó íntegramente a trabajos de laboratorio, y Gertrude Stein, bajo la dirección de Llewelys Barker, comenzó muy pronto tareas de investigación. Comenzó un estudio sobre las circunvoluciones del cerebro, que era el inicio de un estudio más amplio, con finalidades comparativas. Después, los resultados obtenidos por miss Stein serían incorporados al libro que escribió Llewelys Barker. Miss Stein sentía, allí, gran simpatía hacia el doctor Mall, profesor de Anatomía, que también dirigía las investigaciones de los alumnos. Miss Stein cuenta muy a menudo la contestación que el profesor Mall daba cuando alguno de sus alumnos se excusaba de algo, de algún error, o negligencia o algo. Entonces, el profesor Mall le miraba gravemente y decía: «Sí, lo mismo que mi cocinera. Siempre hay alguna razón u otra. Siempre nos sirve la comida fría. En verano porque hace demasiado calor, y en invierno porque hace demasiado frío. Sí, siempre hay alguna buena razón.» El doctor Mall creía que cada cual debía desarrollar su propia técnica personal. También solía advertir: «Nadie enseña a nadie. Al principio el bisturí del alumno parece que no corte, pero luego el bisturí corta, y nadie ha enseñado nada.» A Gertrude Stein le gustó la Escuela de Medicina durante los dos primeros años. Siempre le había gustado conocer a mucha gente, tratar a toda clase de individuos y vivir las más distintas anécdotas; sus estudios no le interesaban de un modo especial, pero tampoco la aburrían; y, por último, en Baltimore tenía grandes cantidades de parientes, cuyo trato le gustaba. Pero durante los dos años siguientes, Gertrude Stein se aburrió, se aburrió rotundamente. Entre los estudiantes había muchas intrigas y disensiones, lo cual le gustaba, pero la teoría y la práctica de la ciencia médica no la atraían. Todos los .profesores se daban cuenta de que miss Stein se aburría, pero como sea que los dos primeros años de labor científica le habían granjeado cierto prestigio, todos los profesores le dieron calificaciones suficientes para seguir adelante. Así pues, se acercaba ya el último curso. Entonces fue cuando miss Stein tuvo que asistir a partos, y con ello conoció a los negros y visitó los lugares que, luego, aparecerían en la segunda historia, la de Melanctha Herbert, de Three Lives, es decir la historia donde iniciaría su revolución técnica literaria. Gertrude Stein suele decir que se deja llevar mucho por la inercia, y que cuando empieza algo sigue adelante hasta que empieza alguna otra cosa. A medida que se acercaban los exámenes de licenciatura, algunos profesores mostraban creciente irritación ante el comportamiento de Gertrude Stein. Los profesores de más prestigio, como Halstead, Osler y otros, conocedores de la capacidad de Gertrude Stein para el trabajo de investigación científica, consideraron que los

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 51 exámenes de medicina eran, para ella, una cuestión puramente formal, y la aprobaron. Pero había otros profesores que no eran tan benévolos. Gertrude Stein reía siempre, y esto le creaba dificultades. Decía a sus amigos que era absurdo que los profesores le formularan preguntas que ella no tenía ganas de contestar, cuando podían formularlas a otros alumnos que deseaban ardientemente tener la oportunidad de contestarlas. Sin embargo, los profesores le preguntaban, de vez en cuando, y, como sea que miss Stein no sabía las respuestas, no podía hacer otra cosa que no contestar, pero los profesores pensaban que si miss Stein no contestaba las preguntas ello se debía a que no les consideraba dignos de recibir sus respuestas. Tal como decía miss Stein, su situación era difícil. No podía pedir disculpas, y alegar que se aburría, y que se aburría tanto que ni siquiera podía recordar las cosas que los alumnos menos dotados recordaban perfectamente. Uno de los profesores dijo que, aun cuando le constaba que los más prestigiosos de sus compañeros la aprobarían, él estaba dispuesto a darle una lección, y que le pondría notas bajas. Así lo hizo, y Gertrude Stein no obtuvo el título. Esto produjo una gran conmoción en la Escuela de Medicina. Marion Walker, íntima amiga de Gertrude Stein, le había rogado que se esforzara un poco, y le dijo: «Gertrude, acuérdate de los derechos y el prestigio de la mujer.» Y Gertrude Stein contestó: «No sabes la fuerza que tiene el aburrimiento.» El profesor que la había suspendido la llamó a su despacho. Miss Stein fue. Y el profesor le dijo: «Como es natural, miss Stein, lo único que tiene que hacer es estudiar durante el verano, y puede estar segura de que en los exámenes de otoño obtendrá la licenciatura.» Gertrude Stein contestó: «De ninguna manera, muchas gracias. No sabe usted cuán agradecida le estoy. Es tanta mi inercia y tan poca mi iniciativa que si usted no me hubiera impedido licenciarme, no digo que me hubiera dedicado a la medicina, pero sí, probablemente, a la psicología patológica, y usted ignora lo mucho que me aburre la psicología patológica, y lo insoportable que me resulta la medicina.» El profesor quedó anonadado. Y así terminaron los estudios de medicina de miss Stein. Hace pocos años, Marion Walker, la vieja amiga de Gertrude Stein, la visitó en Bilignin, donde pasábamos el verano. Gertrude Stein y su amiga no se habían visto desde sus tiempos juveniles, ni tampoco habían sostenido correspondencia, pero seguían apreciándose exactamente igual que entonces, y lo mismo que entonces discutieron con gran violencia acerca de los derechos de la mujer. Gertrude Stein dijo a Marion Walker: «No es que me desinterese de la causa de la mujer ni de ninguna otra causa, lo que ocurre es que no se trata de un asunto de mi competencia.» Durante los años de estudios de Radcliffe y en la Escuela de Medicina John Hopkins, Gertrude Stein pasó muchos veranos en Europa. Durante los dos últimos años, su hermano había residido en Venecia, por lo que, cuando Gertrude Stein dio por terminados sus estudios, se fue a Florencia con su hermano, y, luego, fueron los dos a Londres, donde pasaron el invierno. En Londres vivieron en una pensión, bastante confortable. Conocieron a mucha gente, como los Berenson, Bertrand Russell, los Zangwill, también a Willard (Josiah Flynt), autor de Tramping with Tramps, quien conocía al dedillo todas las, cervecerías inglesas... Pero Gertrude Stein no se divirtió. Comenzó a pasarse los días enteros en el British Museum, leyendo a los escritores de la época de Isabel I. Renació su antigua predilección por Shakespeare y los isabelinos, quedó presa en la prosa isabelina y, en especial, en la prosa de Greene. En diminutas libretas apuntaba las frases que le gustaban, y que también le habían gustado en su infancia. Durante las restantes horas del día paseaba por las calles de Londres, que le parecían extremadamente deprimentes y feas. Jamás pudo superar este mal recuerdo de Londres, y jamás sintió deseos de visitarlo de nuevo, pero en 1911 fue a Londres para entrevistarse con John Lane, el

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 52 editor, y entonces pasó unos días muy agradables, conoció a gente muy graciosa y alegre, se olvidó de sus recuerdos, y se convirtió en una entusiasta de Londres. Gertrude Stein siempre dijo que en su primera visita Londres le pareció Dickens, y que Dickens siempre la había aterrorizado. Decía que cualquier cosa podía aterrorizarla, y que Londres, cuando era como Dickens, la aterrorizó. Cierto es que en Londres halló ciertas compensaciones, tales como la prosa de Greene, y también el descubrimiento de Anthony Trollope quien, a su juicio, es el más grande de los escritores victorianos. Entonces adquirió todas las obras de Trollope, algunas de las cuales no se encontraban fácilmente y sólo podían obtenerse en Tauchnitz, y a estas obras se refiere Robert Coates cuando dice que Gertrude Stein prestaba libros a los escritores jóvenes. También compró gran cantidad de libros de memorias del siglo XVIII, entre ellas las de Creevy y Walpole, y éstas son las que prestó a Bravig Imbs, cuando éste escribió lo que él considera admirable biografía de Chatterton. Gertrude Stein lee muchos libros, pero no les tiene cariño, no le importa la edición de que se trate, ni tampoco la presentación externa del libro, siempre y cuando esté medianamente impreso, aunque tampoco esto la preocupa demasiado. Fue en la época a que me refiero cuando Gertrude Stein, según ella misma asegura, dejó de temer que, en el futuro, se quedara sin nada nuevo que leer, y descubrió que siempre encontraría alguna cosa u otra. Pero la fealdad de Londres, las mujeres y los niños borrachos, su tristeza y desolación, hizo salir a flote la melancolía que Gertrude Stein padeció en su adolescencia, y un buen día dijo que se iba a Norteamérica, y se fue. Pasó el resto del invierno en los Estados Unidos. Su hermano también abandonó Londres, y fue a París, y, más tarde, Gertrude Stein también fue a París, con su hermano. Tan sólo llegar comenzó a escribir, y escribió una novela corta. Es curioso que Gertrude Stein viviera largos años totalmente olvidada de esta primera novela. Recuerda que poco después de terminarla, comenzó a escribir Three Lives, pero olvidó totalmente la primera obra, y jamás me habló de ella, ni siquiera en los primeros tiempos de nuestra amistad. Probablemente se olvidó de esta novela, inmediatamente después de terminarla. Esta primavera, cuando sólo faltaban dos días para irnos al campo, Gertrude Stein estuvo buscando cierta parte del manuscrito de The Making of Americans para enseñársela a Bernard Fay, y encontró dos cuadernos muy cuidadosamente escritos, que contenían aquella primera novela olvidada, Gertrude Stein se mostró muy avergonzada de su primera obra, y se resistía a leerla. Aquella tarde, Louis Bromfield estaba en casa de Gertrude Stein, y ésta le dio el manuscrito y le dijo: «Tome, léala.»

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V 1907-1914

Y así comenzó la vida de Gertrude Stein en París, y como sea que todos los caminos conducen a París, en París nos encontramos todos nosotros, y puedo comenzar a contarles lo que ocurrió mientras yo me encontraba allí. Cuando llegué a París por vez primera, una amiga que me acompañaba y yo nos alojamos en un hotelito del Boulevard Saint-Michel, y luego alquilamos una vivienda en la rue Notre-Dame des Champs, y luego mi amiga regresó a California, y yo fui a vivir con Gertrude Stein en la rue de Fleurus. Antes, había acudido todos los sábados, y muchos otros días, a la rue de Fleurus. Ayudaba a Gertrude Stein a corregir las pruebas de Three Lives, y después comencé a pasar a máquina The Making of Americans. La pequeña máquina portátil, mal fabricada en Francia, no era lo bastante fuerte para mecanografiar este largo libro, y por esto compramos una imponente Smith Premier que, al principio, parecía un poco incongruente con el ambiente del taller, pero a cuya presencia pronto nos acostumbramos, y allí estuvo hasta que adquirí una portátil americana, poco después de la guerra. Tal como les he dicho, Fernande fue la primera mujer de un genio que conocí en mi vida. Los genios iban a casa de Gertrude Stein y hablaban con ella, mientras que las esposas de los genios hablaban conmigo. Ahora, tras los años transcurridos, puedo contemplar un ancho paisaje poblado por esposas de genios. Comencé con Fernande, y luego vinieron madame Matisse y Marcelle Braque y Josette Gris y Eve Picasso y Bridget Gibb y Marjory Gibb y Hadley y Pauline Hemingway y mistress Sherwood Anderson y mistress Bravig Imbs y mistress Ford Maddox Ford, y muchísimas otras, ya que los genios, los casi genios y los futuros genios tenían todos esposa, y yo me he sentado con ellas y les he hablado, y en conjunto puedo decir que, al cabo de muchos años he hablado con todas las esposas de los genios, casi genios y futuros genios. Pero comencé con Fernande. Con Gertrude Stein y su hermano fui a Casa Ricci, en Fiésole. Recuerdo muy claramente el primer verano que pasé en su compañía. Hicimos cosas maravillosas. Gertrude Stein y yo alquilamos un coche que nos llevó a Siena. En una ocasión, Gertrude Stein, acompañada de una amiga, fue a pie hasta Siena, pero en aquellos ardientes días del verano italiano, yo preferí ir en coche. Fue un viaje maravilloso. Luego, en otra ocasión, fuimos a Roma y volvimos a casa con un hermoso plato negro del Renacimiento. Una mañana, Maddalena, la vieja cocinera italiana, subió al dormitorio de miss Stein con agua caliente para su aseo. Aquella mañana Gertrude Stein tenía hipo. Maddalena le preguntó muy preocupada: «¿Pero no puede la signora dejar de hipar?» Entre hipos, Gertrude Stein contestó: «No.» Maddalena sacudió pesarosamente la cabeza, y se fue. Al poco rato, se oyó, abajo, un horrible estrépito. E inmediatamente, Maddalena entró en el cuarto de Gertrude Stein y dijo: «¡Oh, signora, signora, estaba tan preocupada con el hipo de la signora que, sin querer, he roto aquel plato que con

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 54 tanto cuidado la signora trajo de Roma.» Entonces, Gertrude Stein comenzó a soltar palabrotas. Gertrude Stein tiene la censurable costumbre de soltar palabrotas, siempre que ocurre algo inesperado, y me asegura que adquirió esta costumbre durante su juventud, en California, y, como sea que yo soy una ardiente californiana, no me atrevo a reprocharle aquel deplorable hábito. Gertrude Stein soltó palabrotas, y el hipo cesó. Entonces, en el rostro de Maddalena apareció una radiante sonrisa, y dijo: «Ah, la signorina ha dejado de hipar! ¡No, signorina, no, no he roto el hermoso plato que la signorina trajo de Roma! ¡No, pero he hecho el ruido, como si lo rompiera, y luego le he dicho que lo había roto, para que le pasara el hipo a la signorina!» Gertrude Stein toma con increíble resignación la rotura de sus más queridos objetos. Y siento tener que confesar que soy yo quien, por lo general, los hace cisco. No, Gertrude Stein, la sirvienta y el perro no los rompen jamás, pero es de advertir que la sirvienta jamás los toca, y que soy yo la encargada de quitarles el polvo y también, ¡ay!, de romperlos sin querer. Siempre pido a Gertrude Stein que me permita llevar el objeto roto a un especialista para que lo recomponga, antes de decirle cuál es el objeto que he roto, y Gertrude Stein siempre me contesta que no le gustan los objetos reparados, pero que, si tanto me empeño en ello, puedo llevar el objeto roto al reparador. El objeto es reparado, y, luego, desaparece de la circulación. A Gertrude Stein le gustan los objetos frágiles, sean caros, sean baratos. Le gustan los objetos frágiles, recuerda todos los que tiene, pero sabe que tarde o temprano se romperán, y dice que, al igual que los libros, siempre es posible adquirir otros. Sin embargo, esto no me consuela. Dice que le gustan los que tiene y que le gusta la aventura de comprar otros. Y precisamente esto es lo que dice de los pintores jóvenes, y lo que dice de todo. Una vez se ha despejado la incógnita, una vez se ha roto la cáscara que envuelve a los pintores, y todo el mundo sabe que son buenos, la aventura ha terminado. Y Picasso añade, con un suspiro: «E incluso cuando todo el mundo sabe que son buenos, no son más las personas que realmente aprecian sus cuadros que aquellas que los apreciaban cuando sólo muy poca gente sabía que eran buenos pintores.» Aquel verano me vi obligada a dar un paseo, con un calor verdaderamente agobiante. Gertrude Stein dijo que a Asís había que ir a pie. Gertrude Stein tiene tres santos favoritos: san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Ávila y san Francisco de Asís. Yo tan sólo tengo un santo favorito, san Antonio de Padua, que es el que intercede para que encontremos los objetos perdidos, y, tal como me dijo el hermano mayor de Gertrude Stein, si yo fuera el general en jefe de un ejército, jamás perdería una batalla, sino que me limitaría a extraviarla. San Antonio me ayuda a encontrar las cosas que he extraviado. Cuando visito iglesias, siempre echo una generosa suma al cepillo situado junto a su imagen. Al principio, Gertrude Stein me reprochaba mi generosidad, pero ahora comprende que es absolutamente necesaria, y cuando yo no estoy al lado de Gertrude Stein, ella es quien se acuerda de san Antonio. Era un calurosísimo día del verano italiano. Salimos de casa al mediodía, ya que ésta era la hora en que Gertrude Stein prefería pasear, debido a que el calor apretaba más que en cualquier otro momento del día, y a que seguramente san Francisco había caminado muy a menudo a esta hora, puesto que se pasaba el santo día yendo de un lado para otro. En Perugia, iniciamos la travesía del ardiente valle. Y, a medida que avanzábamos, yo fui desvistiéndome —en aquellos tiempos llevábamos muchas más prendas de las que ahora nos ponemos, incluso yo—, lo cual, en la época a que me refiero, denotaba muy malos modales. Y llegué a quitarme las medias, pero ni siquiera con este alivio pude evitar que se me saltaran algunas lágrimas antes de llegar a nuestro destino. Y, al fin, llegamos. A Gertrude Stein le gustaba mucho Asís, por dos razones. En primer lugar porque de allí era el santo, y porque la ciudad tenía una gran belleza, y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 55 en segundo lugar porque las viejas de Asís, en vez de ir acompañadas de un chivo, iban acompañadas de un cerdito, y con el cerdito trotando tras ellas subían y bajaban las colinas de Asís. Estos cerditos negros iban siempre adornados con una cinta roja. A Gertrude Stein siempre le habían gustado los cerdos, y siempre decía que le gustaría, cuando fuera vieja, pasear por las colinas de Asís acompañada de un gorrino negro. En la actualidad, Gertrude Stein pasea por las colinas de Ain, acompañada de un gran perro blanco y de un pequeño perro negro, que, me parece, cumplen una función parecida a la del gorrino negro. A Gertrude Stein siempre le gustaron los cerdos, y por esto Picasso hizo vatios dibujos, todos ellos deliciosos, que regaló a la escritora, en los que aparecía el hijo pródigo rodeado de cerdos, y también le regaló un prodigioso estudio en el que sólo había cerdos. En esta época Picasso hizo, con destino a Gertrude Stein, una pequeñísima decoración de techo, consistente en un pequeñísimo panel de madera, en que representó un «hommage à Gertrude», con ángeles ofreciéndole frutos y tocando la trompeta. Durante años, miss Stein tuvo este panel clavado en el techo, sobre su cama. Después de la guerra, lo puso en una pared. Pero volvamos al comienzo de mi vida en Paris. El centro de mi vida era la casa de la rue de Fleurus, y los sábados por la noche, alrededor de los que aquélla giraba como un caleidoscopio. ¿Qué ocurrió en aquellos primeros tiempos? Muchas cosas. Tal como he dicho, cuando me convertí en asidua visitante de la casa de la rue de Fleurus, los Picasso, Pablo y Fernande, vivían juntos de nuevo. Aquel verano volvieron a visitar España, y Pablo regresó con unos paisajes de España, y cabe afirmar que estos paisajes, dos de los cuales se encuentran todavía en la casa de la rue de Fleurus, y el tercero en Moscú, en la colección formada por Stchukine, y que ahora es propiedad del Estado, iniciaron la época cubista. En ellos no había la menor influencia de la escultura africana. Se advertía con toda claridad el influjo de Cézanne, en especial la de las últimas acuarelas del maestro, con el cielo descompuesto, no en cubos, sino en espacios. Pero en aquéllos había algo esencial: el tratamiento de los edificios era esencialmente español y, en consecuencia, esencialmente picassiano. En estos cuadros el pintor destacó ante todo el especial modo de construir las casas en los pueblos españoles, en los que las hileras de casas no siguen el paisaje, adaptándose a él, sino que penetran en el paisaje, y al penetrar en el paisaje se confunden con él. Este fue el principio fundamental del camuflaje de cañones y buques durante la guerra. Una fría noche de invierno, en los primeros años de la guerra, Picasso y Eve, con quien en aquel entonces vivía el pintor, Gertrude Stein y yo, descendíamos por el Boulevard Raspail. No creo que haya, en todo el mundo, lugar más frío que el Boulevard Raspail en una fría noche de invierno, y nosotros solíamos llamar a este paseo «la retirada de Moscú». De repente vimos un gran cañón que avanzaba hacia nosotros, y aquel cañón era el primer cañón pintado, es decir camuflado, que veíamos en nuestra vida. Picasso encogió el cuerpo, se quedó como traspuesto, y dijo: «C'est nous qui avons fait ça.» Y tenía razón. Comenzando en Cézanne y terminando en el propio Picasso, los pintores habían llegado a la técnica que luego se emplearía para el camuflaje. En este aspecto, Picasso también fue profeta. Pero volvamos a los tres paisajes. Cuando fueron colgados en la pared, todos los que los contemplaban manifestaban su disconformidad con ellos. Pero resulta que Picasso y Fernande habían hecho varias fotografías de los pueblos que aquél pintó, y dieron copias de ellas a Gertrude Stein. Y cuando alguien decía que los cubos que aparecían en los paisajes no parecían más que cubos, Gertrude Stein se echaba a reír y decía: «Si hubiera criticado estos paisajes por ser excesivamente realistas, quizá hubiese

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 56 tenido razón.» Y entonces le enseñaba las fotografías, con lo que quedaba palmariamente demostrado que los cuadros, como con toda razón decía miss Stein, podían calificarse de copias fotográficas de la realidad. Años después, Elliot Paul, siguiendo indicaciones de Gertrude Stein, publicó en una misma página fotografías de los cuadros de Picasso y fotografías de los paisajes reales, alternadas unas con otras, y este experimento resultó interesantísimo. Estos cuadros fueron el verdadero inicio del cubismo. El color también era típicamente español, aquel pálido color amarillento plateado, con un ligerísimo matiz verdoso, aquel color que luego sería tan característico en las obras cubistas de Picasso, así como en las de sus seguidores. Gertrude Stein siempre dijo que el cubismo es una concepción puramente española, y que sólo los españoles pueden ser cubistas, y que el único cubismo verdadero es el de Picasso y el de Juan Gris. Picasso creó el cubismo, y Juan Gris le infundó su personal claridad y exaltación. Para comprender lo anterior basta con leer la vida y la muerte de Juan Gris, descritas por Gertrude Stein, en ocasión de la muerte de uno de sus dos amigos más queridos, Picasso y Juan Gris, los dos españoles. Gertrude Stein siempre ha dicho que los norteamericanos pueden comprender a los españoles. Que Estados Unidos y España son los dos únicos países occidentales que pueden realizar abstracciones. Dice que, en el caso de los americanos, la abstracción se expresa mediante la despersonalización, en literatura y en la creación de máquinas, mientras que en el caso de los españoles se expresa mediante unos ritos tan abstractos que no guardan relación con nada, salvo con el rito en sí mismo. Siempre recordaré lo que Picasso dijo, con expresión de repugnancia en el rostro, acerca de aquellos alemanes que gustan de las corridas de toros. Con acento indignado, Picasso dijo: «No me sorprende que les gusten, ya que, al fin y al cabo, les gusta ver derramar sangre. Para los españoles, las corridas de toros no son una matanza, sino un rito.» Así es que Gertrude Stein dijo: «Los americanos, igual que los españoles, son abstractos y crueles. No son brutales, son crueles. No, no viven apegados a las cosas terrenas, tal como hacen los europeos. Su materialismo no es el materialismo de la existencia ni de la posesión, sino el materialismo de la acción y la abstracción. Y por esto, el cubismo es español.» La primera vez que Gertrude Stein y yo visitamos España, que fue uno o dos años después de que se iniciara el cubismo, quedamos sorprendidas al comprobar que en España el cubismo era algo que se hacía de un modo espontáneo. En las tiendas de Barcelona se vendían a modo de souvenir, y en vez de postales, unas cajas cuadradas, en cuyo interior había un cigarro puro, o una pipa o un pañuelo, etc., formando un conjunto exactamente igual que el de muchos cuadros cubistas, y dentro de las cajas también había recortes de papel que representaban otros objetos. En España habían hecho durante siglos lo que fuera de ella se consideraba novedad modernista. Picasso utilizó en sus primeros cuadros cubistas, letras impresas, tal como hizo también Juan Gris, a fin de contrastar con un objeto rígido la superficie pintada, y el objeto rígido era la letra impresa. Poco a poco, en vez de servirse de la letra impresa, los cubistas se limitaron a pintar letras, con lo cual no conseguían el efecto apetecido. Juan Gris era el único capaz de pintar una letra impresa, con tal intensidad qué producía el contraste derivado de su rigidez. De esta manera, poco a poco, se desarrolló el cubismo. En esta época nació la amistad íntima entre Picasso y Braque. Fue también en esta época cuando Juan Gris, joven, efusivo y poco refinado, se trasladó de Madrid a París y comenzó a llamar «cher maître» a Picasso, lo cual molestaba extraordinariamente a éste. De ahí viene que Picasso llamara «cher maître» a Braque, con el solo fin de bromear y hacerle padecer la tortura que Juan Gris le hacía padecer a él, pero, por

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 57 desgracia, ha habido algunos insensatos que han pretendido que la broma de Picasso significaba, de verdad, que consideraba a Braque como su maestro. Pero he aquí que vuelvo a adelantarme a los acontecimientos, a apartarme de aquella primera época en que conocí a Pablo y a Fernande. En aquellos días, Picasso solamente había pintado los tres paisajes cubistas, y comenzaba a pintar unas cabezas que parecían descompuestas en planos, así como largas barras de pan. En aquel entonces, Matisse, cuya escuela todavía funcionaba, comenzaba a ser bastante conocido, hasta tal punto que, ante la general sorpresa, el marchante Bernheim, hijo, cuya clientela pertenecía a la clase media, le ofreció comprarle todas sus obras a un precio excelente. Fue un gran momento para todos nosotros. Esto último ocurrió gracias a la intervención de un hombre llamado Fénéon. Matisse, muy impresionado por la personalidad de Fénéon, decía de él: «Il est très fin.» Fénéon era periodista. Fue el periodista francés que se inventó el llamado «Feuilleton en deux lignes», es decir, fue el primero en dar las noticias del día en dos líneas. Por su aspecto parecía una versión francesa del Tío Sam. Toulouse-Lautrec le había hecho un retrato en el que aparecía en pie ante una cortina, en una escena circense. Y los Bernheim, ignoro cómo o por qué, se disponían a entrar en relación con la nueva ola de pintores, a través de Fénéon. Bueno, el caso es que algo ocurrió, y el contrato a que me he referido no duró largo tiempo, pero, pese a ello, produjo el efecto de mejorar la situación económica de Matisse. Después de la firma del contrato, Matisse no tardó en alcanzar una posición desahogada. Se compró una casa y un terreno en Clamart, e inició su traslado allá: Ahora les voy a decir cómo era la casa, a mi juicio. Esta casa de Clamart era muy cómoda. Recuerdo perfectamente que el cuarto de baño, al que la familia Matisse daba gran importancia debido a haber tratado durante largo tiempo con norteamericanos, aunque también hay que decir que los Matisse habían sido siempre, y seguían siendo, limpísimos y ordenados, se encontraba en la primera planta, al lado del comedor. Pero, en el fondo, la situación del cuarto de baño no puede criticarse, ya que era y es costumbre francesa, en todas las casas francesas, ponerlo al lado del comedor. Los cuartos de baño situados en la planta baja son siempre más íntimos. No hace mucho, en ocasión de visitar la casa que Braque se está construyendo, vimos que el cuarto de baño se encontraba también en la planta baja, exactamente debajo del living, y, cuando le preguntamos la razón, dijo que así lo había dispuesto porque de esta manera el baño quedaba al lado de la caldera de la calefacción, y sería más cálido. El terreno comprado por Matisse en Clamart era muy amplio, y al jardín el pintor le llamaba, con mezcla de orgullo y nostalgia, «Petit Luxembourg». También había un invernadero para el cultivo de flores. Más adelante, los Matisse plantaron begonias en el jardín, y estas begonias en vez de crecer se hicieron más y más pequeñas. Después de las begonias había lilas, y después un estudio desmontable. Los Matisse estaban entusiasmados con su jardín. Y madame Matisse, sin reparar en gastos, lo visitaba todos los días, lo miraba y remiraba y cogía flores, mientras el coche de alquiler esperaba. En aquellos tiempos, sólo los millonarios se permitían hacer esperar a los coches de alquiler, y aun de vez en cuando. Los Matisse se trasladaron a la nueva casa, y la encontraron muy cómoda, y el enorme estudio pronto estuvo repleto de enormes estatuas y de enormes cuadros. Fue este período de Matisse. También muy pronto a Matisse le pareció Clamart tan bello que le costaba mucho abandonarlo, es decir, abandonarlo cuando iba a París para dibujar desnudos, lo cual había hecho todas las tardes de su vida, desde que se dedicó a

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 58 la pintura y todas las tardes iba a dibujar desnudos a París. Su escuela había dejado de existir, porque el Estado tomó posesión del viejo convento para convertirlo en establecimiento oficial de segunda enseñanza, y así terminó la escuela. En aquellos días comenzó un período muy próspero en la vida de los Matisse. Fueron a Argelia, y fueron a Tánger, y sus fieles discípulos alemanes les regalaban vinos del Rin, y les regalaron un hermosísimo perro policía negro, que fue el primero de esta clase que vimos. Y entonces Matisse hizo una gran exposición de su obra en Berlín. Recuerdo muy bien que un día de primavera, un maravilloso día de primavera, fuimos a Clamart para almorzar con los Matisse. Cuando llegamos, vimos que todos estaban reunidos alrededor de una caja de embalaje muy grande, destapada. Nos acercamos, y vimos que en la caja había una corona de laurel, la corona de laurel más grande que jamás se haya compuesto en la Historia, con una hermosa cinta roja. Y Matisse dio a leer a Gertrude Stein una cartulina que acababa de arrancar de la corona. Y la cartulina decía: «A Henri Matisse, el vencedor de la batalla de Berlín.» La firmaba Thomas Whittemore. Thomas Whittemore era un arqueólogo de Boston, profesor del Tufts College, que admiraba grandemente a Matisse, y que para demostrarle su admiración le había ofrendado la corona. Matisse, con cierta tristeza, dijo: «Pero no he muerto todavía...» Madame Matisse, tras haberse recobrado de la impresión recibida, se inclinó sobre la caja, arrancó una hoja de la corona, se la llevó a la boca, y dijo: «Henri, es laurel de verdad... Piensa en la sopa de laurel que te vas a comer.» Y animándose, madame Matisse añadió: «Y la cinta se la daremos a Margot para que se la ponga en el pelo. Le sentará de maravilla.» Los Matisse vivieron en Clamart hasta la guerra, más o menos. Durante este período, los Matisse y Gertrude Stein dejaron de frecuentarse con la asiduidad de antaño. Después, cuando estalló la guerra, nos visitaron muy a menudo. Estaban preocupados y se sentían solos. La familia de Matisse se encontraba en Saint Quentin, en el norte de Francia, tras las líneas de ataque alemanas, y el hermano del pintor había caído prisionero de los alemanes. Madame Matisse me enseñó a hacer guantes de punto. Madame Matisse los hacía con una rapidez y precisión pasmosas. Y al final yo los confeccionaba tan bien como ella. Luego, los Matisse fueron a vivir a Niza, y desde entonces, ignoro cómo, Gertrude Stein y ellos no han vuelto a verse, pese a que siguen siendo amigos. En aquellos primeros tiempos a que me refería, los sábados por la tarde acudían a la rue de Fleurus muchos húngaros, bastantes alemanes, bastantes individuos de diversas nacionalidades, muy pocos norteamericanos, y prácticamente ningún inglés. Los ingleses comenzaron a venir más tarde, y con ellos vinieron aristócratas de todo el mundo, e incluso alguno que otro personaje de la realeza. Entre los alemanes que solían visitar la casa de la rue de Fleurus en aquellos primeros tiempos, estaba Pascin. En aquel entonces, Pascin era un hombre delgado, de atildado aspecto, que ya había logrado fama con sus precisas caricaturas publicadas en Simplicisimus, el más divertido periódico cómico alemán. Los otros alemanes contaban las más raras historias acerca de Pascin. Decían que se había criado en una casa de prostitución, que era hijo de padre desconocido, aunque probablemente pertenecía a la familia real, etcétera. Hace pocos años, después de no verse desde aquellos primeros tiempos en París, Gertrude Stein y Pascin coincidieron en la inauguración de la exposición de un joven pintor holandés, Kristians Tonny, que había sido discípulo de Pascin, y en cuya obra estaba Gertrude Stein interesada a la sazón. Pues bien, Gertrude Stein y Pascin estuvieron encantados de volverse a ver, y sostuvieron una larga conversación.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 59 Pascin era, con mucho, el alemán más divertido que he conocido en mi vida. Claro que tampoco hay que olvidar a Uhde. No cabía dudar de que Uhde pertenecía a una buena familia. No era el tipo de alemán rubio. Alto, delgado, de cabello oscuro, con ancha frente, estaba dotado de ingenio rápido y agudo. Cuando llegó a París, se dedicó a visitar todas las tiendas de antigüedades y de trastos viejos, en busca de cosas que pudieran interesarle. Poco fue lo que encontró: un cuadro que resultó obra de Ingres, y unos cuantos picassos de la primera época. Aunque también es posible que descubriera otras cosas. El caso es que, al estallar la guerra, se dijo que Uhde era un super-espía al servicio del Estado Mayor alemán. Se dijo que se le había visto merodeando por los alrededores del Ministerio del Ejército francés, poco después de la declaración de guerra, y era totalmente cierto que Uhde y un amigo suyo tenían una casa de campo muy cerca del lugar en que luego estaría la línea Hindenburg. Bueno, el caso es que Uhde era un tipo muy agradable, y muy divertido. El fue el primero que puso en mercado las obras del aduanero Rousseau. Estableció una especie de tienda privada. Y a este lugar acudieron Braque y Picasso, vestidos con sus ropas más nuevas y más raramente vulgares, y, en el más puro estilo de los payasos del circo Medrano, se dedicaron a presentar cada cual al otro a Uhde, y a pedirse recíprocamente el favor de ser presentados. Uhde solía visitarnos el sábado por la noche, acompañado de unos jóvenes muy altos, rubios y bien parecidos, que tenían la costumbre de entrechocar los tacones y de hacer secas reverencias, y luego se pasaban la noche en posición de firmes, muy solemnes. Estos jóvenes formaban una excelente decoración de fondo, sobre la que destacaban los demás invitados. Recuerdo que, una noche, el hijo del gran humanista Bréal, y su divertidísima e inteligente esposa, vinieron con un guitarrista español que quería venir y tocar la guitarra. Uhde y su guardia de corps formaron la decoración de fondo, y la noche fue muy animada, y el guitarrista tocó, y allí estaba Manolo. Esta file la única ocasión que tuve de ver a Manolo, el escultor, quien en aquel entonces era una legendaria figura en París. Picasso, que estaba muy animado, se puso a bailar una danza del sur de España, que no era lo que pudiéramos llamar muy decorosa; el hermano de Gertrude Stein interpretó la danza de la agonía de Isadora, y aquello estaba muy animado, y Fernande y Pablo se enzarzaron en una discusión sobre Frédéric, del Lapin Agile, y sobre los apaches. Fernande aseguró que los apaches eran mucho mejores que los artistas, y elevó el dedo índice en el aire. Picasso dijo que sí, porque los apaches tenían su universidad y los artistas no la tenían. Fernande se enfadó, cogió a Picasso y lo zarandeó, y dijo: «Te crees ingenioso, pero no eres más que un estúpido.» Picasso, quejoso, nos hizo notar que Fernande le había arrancado un botón, y Fernande se enfadó mucho y dijo: «Tu única cualidad consiste en ser un niño precoz.» En aquellos días, las relaciones entre Picasso y Fernande no marchaban demasiado bien. Corrían los tiempos en que se disponían a dejar su casa de la rue Ravignan, para ir a vivir a un piso del Boulevard Clichy, donde se proponían tener una criada y vivir en h. opulencia. Pero volvamos a Uhde, y, antes que a Uhde, a Manolo. Manolo quizá fuese el amigo más antiguo de Picasso. Era un español muy raro Manolo. Según decía la leyenda, era hermano de uno de los más renombrados carteristas de Madrid. Manolo era un hombre amable y admirable. Era la única persona de París con quien Picasso hablaba en español. Los demás españoles estaban casados con francesas o tenían amantes francesas, y era tal su costumbre de hablar francés que lo utilizaban para comunicarse entre sí. Esto siempre me pareció rarísimo. Sin embargo, Picasso y Manolo siempre hablaban español entre ellos.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 60 Corrían muchas historias acerca de Manolo, quien siempre había tenido mucha devoción a los santos, bajo cuya protección vivía. Se contaba que, cuando Manolo llegó a París, entró en la primera iglesia que vio, y allí observó que una mujer entregaba una silla a una persona cualquiera, y que ésta daba dinero a la mujer. Entonces Manolo hizo lo mismo, y fue a muchas iglesias, y dio sillas a la gente, y la gente le dio dinero, hasta que un día la mujer dedicada a dar sillas, y propietaria de las sillas, le descubrió, y entonces Manolo lo pasó muy mal. En cierta ocasión, Manolo andaba mal de dinero, y propuso sortear una de sus esculturas entre sus amigos, éstos se mostraron de acuerdo, pero luego descubrieron que Manolo les había dado a todos el mismo número. Cuando se lo reprocharon, se excusó diciendo que lo hizo porque le constaba que sus amigos se sentirían muy desgraciados si todos tuvieran números distintos. Se decía que había salido de España mientras cumplía el servicio militar. Es decir, estaba destinado a Caballería, cruzó la frontera, y luego se vendió el caballo y el equipo, con lo cual pudo ir a París y dedicarse a la escultura. Durante un tiempo le dejaron vivir en casa de un amigo de Gauguin. Cuando el dueño del piso regresó, pudo advertir que todos los dibujos y apuntes de Gauguin, así como los recuerdos del pintor, habían desaparecido. Manolo los había vendido a Vollard, y Vollard tuvo que devolverlos. Nadie se enfadó. Manolo era una especie de mendigo español, medio loco y con altos sentimientos religiosos, a quien todos tenían simpatía. Moréas, el poeta griego, que en aquellos días gozaba de gran popularidad en París, quería mucho a Manolo, a quien solía llevar consigo, para no ir solo, cuando tenía algo que hacer. Manolo siempre alentaba esperanzas de que Moréas o alguien le invitara a comer, pero Moréas siempre le decía que lo esperase fuera o en cualquier sitio, mientras comía. Manolo tenía mucha paciencia, y jamás perdía las esperanzas, pese a que Moréas gozaba entonces de la reputación, en la que le sucedería luego Guillaume Apollinaire, de pagar muy rara vez o, mejor dicho, casi nunca. Manolo solía pagar con sus estatuas las comidas y demás servicios de los establecimientos de Montmartre, hasta que Alfred Stieglitz oyó hablar de él, y exhibió sus obras en Nueva York, y vendió algunas, y entonces Manolo se fue a Ceret, cerca de la frontera española, y allí se quedó a vivir hasta hoy, trabajando de noche y durmiendo de día, en compañía de su esposa, que era catalana. Pero volvamos a Uhde. Un sábado por la noche, Uhde presentó su futura esposa a Gertrude Stein. La .moralidad de Uhde dejaba un tanto que desear, por lo que todos quedamos sorprendidos al observar que su prometida parecía una muchacha de buena familia y de aspecto muy aburguesado. Pero al fin resultó que se trataba de un matrimonio de interés. Uhde deseaba adquirir cierta respetabilidad, y la muchacha quería entrar en posesión de su herencia, lo cual tan sólo podría hacerlo tras contraer matrimonio. Poco después, Uhde y su prometida contraían matrimonio, y en seguida se divorciaron. Luego, esta muchacha se casó con Delaunay, pintor que en aquel entonces comenzaba a destacar. Delaunay fue el fundador de la primera —entre las muchas que hubieron— escuela de vulgarización del cubismo, de pintar casas rígidamente delineadas, que recibió el nombre de «escuela catastrófica». Delaunay era un francés alto, grueso y rubio, que tenía una madre pequeñita y vivaz. Esta mujer solía ir a la casa de la rue de Fleurus acompañada de viejos vizcondes que eran viva imagen de los marqueses franceses, tal como una se los imagina en la adolescencia. Estos vizcondes siempre dejaban tarjeta, y, después, mandaban una solemne nota de agradecimiento, y jamás daban indicios de lo muy desplazados que seguramente debieron sentirse en la casa de la rue de Fleurus. Delaunay también era muy divertido. Pintor bastante competente, tenía una ambición desorbitada. Siempre andaba preguntando qué edad tenía Picasso cuando pintó tal o cual cuadro. Cuando se lo

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 61 decían, exclamaba: «Bueno, yo todavía no tengo tantos años. Cuando los tenga, pintaré cuadros tan buenos como ése.» La verdad es que Delaunay maduró muy rápidamente. Acudía con mucha frecuencia a la rue de Fleurus. A Gertrude Stein le encantaba tratarle. Delaunay tenía mucha gracia, y, en aquel entonces, pintó un cuadro bastante bueno, en el que se veían a las Tres Gracias, en pie ante París. Se trataba de un cuadro inmenso, en el que mezclaba las ideas de todos los demás pintores, con la añadidura de cierta luminosidad puramente francesa y cierta frescura propia del autor. En este cuadro se podía apreciar una indudable calidad ambiental, y tuvo mucho éxito. Luego, las obras de Delaunay perdieron todo su encanto, y comenzaron a ser grandes cuadros carentes de calidad, o pequeños cuadros carentes de calidad. Recuerdo que vino con uno de esos cuadros pequeños a la casa de la rue de Fleurus, y dijo: «Les traigo un cuadro pequeño, que es una verdadera joya.» Y Gertrude Stein dijo: «Sí, es pequeño, pero es una joya.» Pues bien, Delaunay se casó con la ex esposa de Uhde, y los dos vivieron en paz y armonía. Se hicieron amigos de Guillaume Apollinaire, y éste fue quien los enseñó a cocinar y a vivir. Guillaume era un hombre extraordinario. Tan sólo Guillaume era capaz de burlarse de quienes le invitaban, burlarse de los demás invitados, burlarse de la comida que le daban, y al mismo tiempo obligar constantemente a sus anfitriones a hacer mayores esfuerzos para complacerlo. Seguramente esto se debía a la sangre italiana que corría por sus venas. Stella, el pintor de Nueva York, también podía lograr lo anterior, durante sus tiempos juveniles de Paris. Gracias a la amistad con Delaunay, Guillaume tuvo oportunidad de viajar por primera vez en su vida. Fue a Alemania en compañía del pintor, y se divirtió extraordinariamente. Uhde gustaba mucho de contar que su ex esposa lo visitó en cierta ocasión y le explicó el brillante futuro que aguardaba a Delaunay; después le dijo que debía abandonar la causa de Picasso y Braque, representantes del pasado, y abrazar la de Delaunay, que representaba el futuro. Conviene recordar que, en aquel entonces, Picasso y Braque aún no habían cumplido los treinta años. Uhde contaba esta anécdota, adobada con muchas y muy ingeniosas consideraciones, a cuantos querían escucharle, y luego, añadió: «Se lo digo sans discrétion.» Es decir, para que lo cuente a quien quiera. El otro alemán que en aquellos tiempos frecuentaba la casa de la rue de Fleurus era muy aburrido. Según me han dicho, ahora es un hombre muy importante en su país; en aquellos días era el más fiel amigo y defensor de Matisse, y después siguió siéndolo, incluso durante la guerra. Este alemán era el más firme puntal de la escuela de Matisse, pese a que el pintor no siempre se comportaba amablemente para con él, bueno, en realidad, bien podemos decir que rara vez se portaba amablemente para con el alemán en cuestión. Según se decía, todas las mujeres se enamoraban del alemán ese. Era una especie de donjuán del peso pesado. Recuerdo qué una gigantesca escandinava se enamoró de él, y esta mujer no quería entrar en el taller de Gertrude Stein y se pasaba la noche en el patio, y siempre que alguien entraba o salía la escandinava sonreía en la oscuridad del patio como un gato noctámbulo. El alemán del que hablo vivía muy preocupado por la actitud de Gertrude Stein, ya que consideraba que las cosas que ésta compraba eran muy raras. Nunca se atrevía a criticarlas en presencia de Gertrude Stein, pero a mí me preguntaba: «Y usted, mademoiselle, ¿cree usted que eso —y señalaba el objeto sobre el que recaía su aversión— es bonito?» En cierta ocasión en que nos encontrábamos en España, en realidad fue durante el primer viaje que hicimos a este país, Gertrude Stein compró, muy ilusionada, en Cuenca, una concha de galápago, enorme, hecha con piedrecitas, totalmente nueva. Miss Stein poseía joyas antiguas muy bonitas, pero utilizaba, muy satisfecha, aquella

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 62 concha de galápago a modo de broche. Esto dejó atónito a Purrmann. Me llevó a un rincón. Y me dijo: «Esa joya que lleva miss Stein... ¿Son auténticas las piedras?» Y ahora que hablo de España, recuerdo que en cierta ocasión nos encontramos en un restaurante atestado. Y de repente, al otro extremo del comedor, se puso en pie una figura muy alta, y un hombre hizo una solemne reverencia a Gertrude Stein, quien contestó al saludo con igual solemnidad. Seguramente se trataba de un húngaro de los que venían el sábado, que se había extraviado. Había otro alemán a quien nosotras dos, debo confesarlo, teníamos simpatía. Pero esto ocurrió mucho después, hacia 1912. Este alemán también era alto y moreno. Hablaba el inglés, era amigo de Marsden Hartley, a quien también teníamos mucha simpatía, y el alemán ese también nos gustaba. Sí, no puedo negarlo. Se definía a sí mismo diciendo que era el hijo rico de un padre no tan rico. En otras palabras, su padre, profesor universitario moderadamente pobre, le había asignado una pensión muy alta. Rönnebeck era encantador, y siempre lo invitábamos a cenar. Una noche en que Berenson, el famoso crítico de arte italiano, cenó con nosotras, Rönnebeck también se sentó a la mesa, y aquella noche trajo consigo unas fotografías de cuadros de Rousseau, que dejó en el taller. Cuando estábamos todos en el comedor, comenzamos a hablar de Rousseau. Berenson quedó muy intrigado, y dijo: «Rousseau, Rousseau... ¡Si Rousseau fue un pintor muy respetable...! ¿A santo de qué tanta excitación?» Lanzó un suspiro, y añadió: «Sí, sí, las modas cambian, ya lo sé, pero francamente, jamás llegó a ocurrírseme que Rousseau se pusiera de moda entre los jóvenes.» Berenson era un tanto quisquilloso, así es que le dejamos hablar y hablar y hablar. Al fin. Rönnebeck dijo humildemente: «Pero quizá usted, M. Berenson, jamás haya oído hablar del gran Rousseau, del aduanero Rousseau...» Berenson reconoció: «No, no, jamás.» Y cuando más tarde vio las fotografías, quedó totalmente confuso. Mabel Dodge, que estaba presente, dijo: «Pero, Berenson, debe usted acordarse de que el arte es algo totalmente inevitable.» Y Berenson, tras recobrarse de la sorpresa, contestó: «Esto es una cosa que usted seguramente comprende muy bien, como buena mujer fatal.» Teníamos a Rönnebeck en gran afecto, y, además, la primera vez que nos visitó, recitó ante Gertrude Stein unos párrafos de los más recientes escritos de ésta. Gertrude Stein había prestado el manuscrito de Marsden Hartley, y la ocasión a que me acabo de referir fue la primera en que alguien citó un escrito suyo, lo cual, como es natural, le gustó. Rönnebeck tradujo al alemán algunos de los retratos que Gertrude Stein estaba escribiendo en aquel entonces, lo cual le reportó por vez primera cierta reputación internacional. Bueno, en realidad, lo dicho no se ajusta totalmente a la realidad, puesto que Roché, el fiel Roché, había dado a conocer Three Lives a unos cuantos alemanes, quienes se convirtieron al credo literario de miss Stein. Pese a todo, Rönnebeck era encantador, y le queríamos mucho. Rönnebeck era escultor. Hacía pequeños retratos escultóricos, de cuerpo entero, y los hacía muy bien, y estaba enamorado de una muchacha norteamericana que estudiaba música. Le gustaba Francia y cuanto fuera francés, y nos quería mucho. Al llegar el verano, nos disgregamos, como siempre, para pasar las vacaciones fuera. Nos dijo que le esperaba un verano muy divertido, ya que le habían encargado que hiciera los retratos escultóricos de una condesa y de sus dos hijos, los condesitos, y que pasaría el verano ocupado en esta tarea en casa de la condesa, que era un espléndido palacio en la costa del Báltico. Cuando regresamos, en invierno, advertimos que Rönnebeck había sufrido un cambio. En primer lugar, regresó con montañas de fotografías de buques de la armada alemana, que se empeñó en enseñarnos, pese a que no mostramos ningún interés en

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 63 ellas. Gertrude Stein le dijo: «Ya sabemos, querido Rönnebeck, que Alemania tiene una armada, que todo país tiene su armada, pero esas estructuras de acero, los barcos, son todas iguales, a los ojos de cuantos no pertenecen a la armada. ¿Comprende?» De todos modos, Rönnebeck estaba muy cambiado. Durante el verano se había divertido mucho. Trajo fotos en las que se le veía junto a todos los condes en cuestión, y en una de ellas estaba con el príncipe heredero de la corona de Alemania, que era muy amigo de la condesa. El invierno, que fue el de los años 1913 y 1914, comenzó a transcurrir. Todo se desarrolló como de costumbre, y, como de costumbre, dimos unas cuantas cenas. A una de ellas, celebrada en ocasión de no recuerdo qué, invitamos a Rönnebeck, por cuanto pensamos que su presencia resultaría muy indicada. Nos mandó recado diciéndonos que tenía que ir a Munich, en donde pasaría dos días, pero que haría el viaje de noche, lo cual le permitiría regresar a tiempo para asistir a la cena. Así lo hizo, y aquella noche estuvo encantador, como siempre. Poco después, hizo un viaje al norte de Francia, para visitar las ciudades con catedral. Cuando regresó, trajo consigo una serie de fotografías de estas ciudades, a vista de pájaro. Gertrude Stein le preguntó: «¿Qué es esto?» Y Rönnebeck contestó: «Pensé que le interesaría. Son vistas de todas las ciudades con catedral. He hecho las fotos desde los campanarios, desde la misma cumbre de los campanarios, y he pensado que le interesaría verlas porque tienen un aspecto exactamente igual al de los cuadros de los seguidores de Delaunay, de los pintores de la escuela de los terremotos, como se les llama.» Y, al decir esto último, se dirigió a mí. Le dimos las gracias por su amabilidad, y nos olvidamos del asunto. Después, durante la guerra, encontré estas fotos, y, llevada por mi rabia, las rasgué. Luego todos comenzamos a hablar de nuestros proyectos para el verano. Gertrude Stein iría a Londres, en julio, para que John Lane le firmara el contrato de la edición de Three Lives. Rönnebeck le propuso: «¿Por qué no va a Alemania en vez de ir a Londres, o por qué no va inmediatamente después de ir a Londres?» Gertrude Stein le contestó: «Porque, como muy bien sabe, no me gustan los alemanes.» Rönnebeck repuso: «Sí, ya lo sé, pero usted me tiene afecto, y en Alemania se divertiría. Los alemanes la tratarán muy bien, y apreciarán en mucho su visita. Anímese...» Gertrude Stein dijo: «No. A usted le tengo afecto, pero los alemanes no me gustan.» En julio fuimos a Londres, y mientras estábamos allí, Gertrude Stein recibió una carta de Rönnebeck en la que le decía que tenía gran interés en que fuéramos a Alemania, pero que, convencido como estaba de que no iríamos, nos aconsejaba que pasáramos el verano en Inglaterra, o en España, en vez de regresar a París, tal como habíamos proyectado. Como es lógico, esto representó el fin de nuestra amistad con Rönnebeck. Y he contado esta anécdota para que cada cual la interprete como quiera. Al principio de mi vida en París, eran muy pocos los norteamericanos que nos visitaban los sábados por la noche, pero poco a poco vinieron más y más. Sin embargo, antes de hablarles de los norteamericanos, quiero hablarles del banquete dado en honor de Rousseau. Durante los primeros tiempos de mi estancia en París, vivía en compañía de una amiga, tal como les he dicho, en un pisito de la calle de Nôtre-Dame des Champs. Fernande ya había dejado de darme lecciones de francés porque se había reconciliado con Picasso, pero me visitaba con cierta frecuencia. Así llegó el otoño, lo cual recuerdo muy bien porque en aquellos días me compré mi primer sombrero de invierno parisién. Era un sombrero muy hermoso, de .terciopelo negro, un sombrero grande, con un brillante adorno amarillo. Incluso a Fernande le gustó. Un día en que Fernande almorzó con nosotros, dijo que se iba a celebrar un banquete en honor de Rousseau, y que ella era la organizadora. Y nos dio una relación

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 64 de los invitados, entre los que nos encontrábamos nosotras. ¿Quién era Rousseau? Yo no tenía la menor idea, pero eso carecía de importancia, ya que se trataba de un banquete al que todo el mundo iba a ir, y nosotras habíamos sido invitadas a él. El sábado siguiente, por la noche, en la casa de la rue de Fleurus, todos los asistentes no hacían más que hablar del banquete en honor de Rousseau, y entonces me enteré de que Rousseau era el autor de un cuadro que había visto en el Salón Independiente. Parece que Picasso había descubierto recientemente, en Montmartre, un gran retrato de una mujer debido a Rousseau, y que lo había comprado, y que el banquete se daba para celebrar tal compra, y para honrar a Rousseau. Iba a ser un acontecimiento impresionante. Fernande me contó muy detalladamente el menú. Primero comeríamos paella a la valenciana, que Fernande había aprendido a hacer durante su último viaje por España, y para después Fernande había encargado algo que no recuerdo, aunque sí me consta que se trataba de una larga lista de manjares, a un establecimiento de la conocida cadena de Félix Potin, en el que se vendían platos ya preparados. Todos estaban muy excitados ante el acontecimiento. Si la memoria no me engaña, fue Guillaume Apollinaire, que era muy amigo de Rousseau, el que hizo prometer a éste que asistiría al banquete, y el propio Apollinaire se comprometió a acompañarle, y todos iban a escribir canciones y poesías para la ocasión, y todo sería muy rigolo, palabra ésta de frecuente uso en Montmartre, y que significaba divertido y gracioso. Nos reuniríamos primeramente en un café que se encontraba al principio de la rue Ravignan, en donde tomaríamos un aperitivo, y luego subiríamos hasta el estudio de Picasso, donde cenaríamos. Me puse el sombrero nuevo, y fuimos a Montmartre, y nos reunimos con los demás en el café. Cuando Gertrude Stein y yo entramos en el café, vimos que estaba atestado por una formidable multitud, y, en medio de ella, había una muchacha alta y delgada, con sus largos y delgados brazos abiertos, que se balanceaban hacia delante y hacia atrás. No supe adivinar qué pretendía hacer o representar la muchacha en cuestión. Evidentemente no se trataba de gimnasia. Era algo muy intrigante, y la muchacha parecía atraer mucho la atención de los concurrentes. En un susurro, pregunté a Gertrude Stein: «¿Qué hace esta chica?» «Es Marie Laurencin, y me temo que ha tomado demasiados aperitivos.» «¿Es aquella anciana que Fernande dijo que emitía sonidos como los de los animales, y que tanto irrita a Picasso?» «Bueno, ésa también irrita a Picasso, pero es una chica muy joven, y hoy ha bebido demasiado», dijo Gertrude Stein adentrándose en el café. Y entonces oí un ruido muy fuerte en la puerta, y apareció Fernande, grande, excitada y furiosa. Dijo que Félix Potin no había mandado la cena. Todos parecieron anonadados ante esta horrible noticia, pero yo, con mi sentido práctico norteamericano, dije a Fernande: «Vamos, llamemos por teléfono a Potin.» En aquellos días, en París, nadie telefoneaba, y menos aún a una tienda de comestibles. Pero Fernande se mostró de acuerdo, y las dos salimos del café. En los sitios a que fuimos o bien no tenían teléfono o bien no funcionaba. Por fin encontramos un teléfono en buen estado, pero la tienda de Félix Potin estaba cerrando, o había ya cerrado, y nadie contestó. Fernande estaba trastornada, pero logré que me dijera qué había encargado a Potin, y encontramos los correspondientes sustitutos en las tiendecillas de Montmartre. Finalmente, Fernande anunció que había preparado tal cantidad de paella que bastaría para dejar a todos satisfechos, lo cual resultó verdad. Cuando regresamos al café, casi todos los que antes estaban allí se habían ido, y otros habían llegado. Fernande dijo a todos los presentes que ya era hora de ir a casa de Picasso. Mientras subíamos la cuesta, vimos a todos los demás. En medio iba Marie Laurencin, entre Gertrude Stein y su hermano, quienes la sostenían. Marie Laurencin andaba a bandazos, hasta mis oídos llegaba su voz aguda y dulce, y veía sus brazos

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 65 largos, delgados y gráciles. Desde luego, Guillaume no estaba allí, ya que tenía la misión de traer a Rousseau cuando todos los demás estuvieran ya sentados. Fernande tomó la delantera a aquella lenta procesión, y yo la seguí, y llegamos al taller. El escenario me pareció impresionante. Sobre unos caballetes de carpintero habían colocado tablas, y, alrededor de las tablas, bancos. Tras la cabecera de la mesa se encontraba la nueva adquisición, el cuadro de Rousseau, adornado con banderas y coronas de laurel, y flanqueado por grandes estatuas, aunque no. recuerdo ahora cómo eran. Causaba una impresión de alegre magnificencia. Según me dijeron, la paella a la valenciana se estaba cociendo abajo, en el estudio de Max Jacob. Las relaciones entre Max y Picasso no eran muy buenas, por lo que aquél no asistiría a la cena, pero su estudio era el lugar en que se hacía la paella, y donde los hombres dejaron sus abrigos. A este fin, las mujeres utilizarían el estudio frontero, en el que había trabajado Van Dongen en sus días de espinacas, y que, a la sazón, ocupaba un francés llamado Vaillant. Este estudio sería más adelante el de Juan Gris. Los demás llegaron apenas me hube yo quitado el sombrero, mientras Fernande no dejaba de decir pestes de Marie Laurencin. Entonces Fernande, grande e imponente, se puso en la puerta y les impidió la entrada, diciendo que no estaba dispuesta a tolerar que Marie Laurencin le estropeara la fiesta. La celebración era seria, se trataba de un banquete serio en honor de Rousseau, por lo que ni ella ni Pablo tolerarían comportamientos como el de Marie Laurencin. Desde luego, mientras esto ocurría, Pablo se encontraba en la retaguardia de la multitud. Gertrude Stein no se mostró conforme con Fernande, y, medio en francés medio en inglés, le dijo que tampoco ella estaba dispuesta a que los terribles esfuerzos realizados para ayudar a Marie Laurencin a subir aquella horrible cuesta resultaran ahora carentes de toda finalidad. No, señor, y, además, recordó a Fernande que Guillaume y Rousseau llegarían de un momento a otro, y que era preciso que todos estuvieran decorosamente sentados en el solemne instante en que Rousseau entrara en el estudio. Entretanto, Pablo había llegado junto a nosotras, y dijo que sí, que Gertrude Stein llevaba razón, y Fernande cedió. Fernande siempre tuvo un poco de miedo a Guillaume Apollinaire, a su solemnidad y a su ingenio, Así es que todos entraron y todos se sentaron. Todos se sentaron y todos comenzaron a comer arroz y otras cosas, es decir, comenzaron a comer tan pronto, Guillaume Apollinaire y Rousseau hubieron entrado, lo cual hicieron muy pronto, provocando grandes aclamaciones de todos los presentes. Los recuerdo muy bien, en el momento de hacer acto de presencia. Rousseau era un francés pequeñito y descolorido, con barbita, que en nada se distinguía de los franceses que yo veía en todas partes. A su lado destacaba la personalidad de Guillaume Apollinaire, con sus hermosos y floridos rasgos faciales, su cabello negro, su color saludable. Se efectuaron las presentaciones, y todos volvieron a sentarse. Guillaume lo hizo junto a Marie Laurencin. Al ver a Guillaume, Marie, que estaba sentada al lado de Gertrude Stein y que ya se había serenado un poco, volvió a ejecutar descoyuntados movimientos y a lanzar grandes gritos. Guillaume se la llevó abajo, y tras el paso de algún tiempo, aunque no demasiado —un intervalo decente—, Guillaume y Marie regresaron, ésta un poco aplanada, pero serena. Cuando todos hubieron comido, comenzó el recital de poesías. Sí, pero, ahora que me acuerdo, antes entró Frédéric, el del Lapin Agile y la Universidad de los Apaches, acompañado como de costumbre por un asno, se tomó una copa, saludó a los amigos y se fue. Poco después, unos cantantes callejeros italianos, atraídos por el ruido, entraron en el estudio. Fernande, que estaba al otro extremo de la mesa, se levantó, su rostro se puso escarlata, alzó el índice y dijo que aquella fiesta no era la clase de fiesta que los cantantes italianos creían, y éstos fueron rápidamente expulsados.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 66 ¿Quiénes eran los que se sentaban en los bancos? Allí estábamos nosotras, y Salmon, André Salmon, en aquel entonces joven poeta y periodista que comenzaba a destacar, Pichot y Germaine Pichot, Braque y, quizá, Marcelle Braque, aunque de la presencia de esta última no estoy segura, aunque sí sé que se habló de ella, los Raynal, los Agero, es decir, el Greco falsificado y su esposa, varias parejas que no sabía quiénes eran y de quienes no me acuerdo, y Vaillant, un francés muy normal y corriente, y muy simpático, que ocupaba el estudio frontero al de Picasso. Luego comenzaron los parlamentos de homenaje a Rousseau. Guillaume Apollinaire se puso en pie, e hizo un solemne elogio de Rousseau, que terminó con un poema de Guillaume, que casi cantó, y cuyo estribillo —La peinture de ce Rousseau— todos los presentes corearon. Luego se levantó otro, probablemente fue Raynal, no recuerdo, y todos brindamos, y después, repentinamente, André Salmon, que se sentaba al lado de mi amiga y había hablado solemnemente de literatura y de viajes, saltó sobre la mesa, que no era demasiado firme, y recitó un poema y una serie de elogios extemporáneos. Al terminar, cogió un gran vaso, bebió su contenido, y acto seguido se puso como loco —estaba totalmente borracho— y la emprendió a puñetazos con todos. Los hombres se abalanzaron sobre Salmon, y procuraron contenerle; las estatuas se balancearon, y. Braque, que era alto y fuerte, abrazó las estatuas, con uno y otro brazo, y las aguantó, mientras el hermano de Gertrude Stein, también alto y fuerte, protegía al pequeño Rousseau y a su violín de posibles accidentes. Los otros, encabezados por Picasso, quien pese a su corta talla es muy fuerte, arrastraron a Salmon hasta el taller de enfrente y le encerraron en él. Luego regresaron y se sentaron. A partir de entonces, la velada se desarrolló en paz. Marie Laurencin cantó con su voz frágil viejas canciones populares normandas. La mujer de Agero entonó unas encantadoras canciones antiguas lemosinas. Pichot bailó una maravillosa danza religiosa española a la que dio fin tumbándose en el suelo, donde quedó en la postura de Cristo crucificado. Guillaume Apollinaire se dirigió solemnemente a mi amiga y a mí, y nos pidió que cantáramos canciones de los pieles rojas. Ninguna de las dos nos sentimos capaces de tal hazaña, lo cual decepcionó mucho a Apollinaire y a todos los asistentes. Rousseau, en estado de beatitud, tocó el violín, nos habló de las obras teatrales que había escrito y nos contó sus recuerdos de México. Todo se desarrolló pacíficamente y, alrededor de las tres de la madrugada, entramos en el taller en que habían encerrado a Salmon, y en el que habíamos dejado nuestros abrigos y sombreros, con el fin de cogerlos e irnos a casa. Allí, tumbado en un diván, estaba Salmon profundamente dormido, y a su alrededor, mordidos, casi destrozados a dentelladas, había un telegrama, una caja de cerillas y el amarillo adorno de mi sombrero. No es difícil adivinar los sentimientos que experimenté, pese a ser las tres de la madrugada. Salmon se despertó y se comportó de una manera muy amable y muy cortés. Y todos salimos a la calle. De repente, Salmon lanzó un selvático aullido y echó a correr pendiente abajo. Gertrude Stein, su hermano, mi amiga y yo acompañamos, todos en el mismo taxi, a Rousseau hasta su casa. Cosa de un mes después, a primeras horas de una oscura noche de invierno parisién, cuando a toda prisa me dirigía a casa, advertí que alguien me seguía. Apresuré más y más la marcha, sin que los pasos tras mí dejaran de acercárseme. Y entonces oí una voz: «¡Mademoiselle, mademoiselle!» Me volví. Era Rousseau, quien me dijo: «Mademoiselle, no debiera usted ir sola por la calle, después de la puesta del sol. ¿Puedo acompañarla a su casa?» Y así lo hizo. Poco después, Kahnweiler vino a París. Kahnweiler era un alemán casado con una francesa, que había vivido con ésta en Inglaterra durante muchos años. En Inglaterra, Kahnweiler había trabajado y ahorrado, con el fin de convertir algún día en realidad su

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 67 sueño dorado de tener una tienda de cuadros en París. Al fin llegó el tan deseado momento, e inauguró una limpia y ordenada tiendecilla en la rue Vignon. Primero tanteó un poco el terreno, y después se entregó plenamente al cubismo. Al principio tropezó con algunas dificultades, ya que Picasso, siempre suspicaz, no quiso comprometerse demasiado con él. Fernande se encargaba de tratar con Kahnweiler, pero al fin los cubistas se dieron cuenta de la buena fe y del genuino interés que animaba a Kahnweiler, así como de su empeño para negociar sus obras y de su capacidad. Todos firmaron contrato con Kahnweiler, quien, hasta el estallido de la guerra, luchó empecinadamente en favor de sus pintores. Para Kahnweiler, las tardes en que los componentes del grupo acudían a visitarlo, y entraban y salían de su tienda, eran verdaderamente tardes con Vasari. Creía en ellos, tenía fe en el brillante futuro que les aguardaba. Un año antes de que comenzara la guerra, Juan Gris entró a formar parte del grupo de pintores de Kahnweiler. Y dos meses antes de la declaración de guerra, Gertrude Stein vio por primera vez obras de Juan Gris en la tienda de Kahnweiler y compró tres de ellas. Picasso siempre ha dicho que, en aquellos tiempos, solía aconsejar a Kahnweiler que adquiriese la ciudadanía francesa, ya que la guerra estallaría en cualquier momento, y, entonces, pagarían justos por pecadores. Kahnweiler le contestaba que sí, que así lo haría tan pronto tuviera la licencia militar absoluta, ya que, como es natural, no estaba dispuesto a cumplir el servicio militar por segunda vez. Vino la guerra, mientras Kahnweiler pasaba las vacaciones con su familia en Suiza, y no pudo regresar a París. Todos sus bienes fueron confiscados. La subasta pública en que el Estado vendió los cuadros de Kahnweiler, prácticamente todos los cuadros cubistas pintados en dos tres años anteriores al del inicio de la guerra, nos dio la primera ocasión para reunirnos, después del Armisticio, todos los que formábamos el grupo de antiguos amigos. Ahora que la guerra había terminado, los marchantes tradicionalistas hicieron cuanto pudieron para dar muerte al cubismo. El asesor artístico de la subasta, que era un conocido marchante, llegó incluso a declarar que aquélla era su intención y que procuraría desanimar lo más posible al público y evitar que los precios subieran. ¿Cómo podían defenderse los artistas? Uno o dos días antes de que se expusieran al público los cuadros destinados a ser subastados, nos encontramos con los Braque, y Marcelle Braque, la esposa de Braque, nos dijo que habían tomado una decisión. Picasso y Juan Gris no podían hacer nada porque tenían la nacionalidad española y la subasta corría a cargo del gobierno francés. Marie Laurencin, desde el punto de vista técnico jurídico, era alemana. Lipshitz era ruso, lo cual en aquellos días no creaba demasiadas simpatías. Pero Braque, ciudadano francés, condecorado con la Cruz de Guerra por su comportamiento en el curso de una carga, ascendido a oficial por méritos de guerra, recompensado con la Legión de Honor y gravemente herido en la cabeza, podía hacer lo que le diera la gana. Además, también tenía un buen motivo para arremeter contra el asesor de la subasta. Braque había mandado a los organizadores una lista de las personas que podían tener interés en adquirir sus cuadros, privilegio éste que siempre se concedía a aquellos artistas cuyas obras iban a ser públicamente subastadas, pero los organizadores no remitieron los correspondientes catálogos a los individuos indicados por Braque. Cuando nosotras llegamos, Braque ya había llevado a cabo sus propósitos. Llegamos inmediatamente después de la bronca. Reinaba gran excitación. Braque se había dirigido al asesor de la subasta y lo había acusado de no cumplir con sus más elementales obligaciones. El asesor repuso que había hecho lo que le había dado la gana, y llamó a Braque «cerdo normando». Y Braque le atizó. Braque era un hombre fornido, y el asesor no. Braque procuró no pegar con demasiada fuerza, a pesar

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 68 de lo cual derribó al asesor. Vino la policía y los llevó a todos a la comisaría. Allí cada cual contó su historia. Como cabía esperar, Braque, por ser héroe de guerra, fue tratado con los mayores respetos, y cuando se dirigió al asesor tratándole de tú, éste se indignó, perdió el dominio de sí mismo, y esto le valió que el juez le echara una reprimenda en público. Cuando el asunto había ya concluido, llegó Matisse y quiso enterarse de lo ocurrido y de lo que estaba ocurriendo. Gertrude Stein se lo contó. Y Matisse, de una manera muy suya, proclamó: «Braque a raison, celui-là a volé la France, et on sait bien ce que c'est que voler la France.» El caso es que los posibles compradores se asustaron, y los cuadros se vendieron a un precio muy bajo, salvo los de Derain. El pobre Juan Gris, cuyas obras se vendieron por muy pocos francos, intentó conservar su entereza y dijo a Gertrude Stein: «Al fin y al cabo, logramos precios honrosos.» Pero Juan estaba muy triste. Afortunadamente, Kahnweiler, quien durante la guerra no había tomado las armas contra Francia, obtuvo autorización, al año siguiente, para regresar a París. Los otros cubistas ya no necesitaban su ayuda, pero Juan sí, y mucho. La lealtad y la generosidad con que Kahnweiler trató a Juan Gris durante aquellos difíciles años tan sólo encuentra paralelo en la generosidad y la lealtad de Juan Gris para con Kahnweiler, cuando el pintor fue al fin, poco antes de morir, famoso, y los otros marchantes le hicieron tentadoras ofertas. El regreso de Kahnweiler y su defensa, en el campo comercial de los cubistas ayudó extraordinariamente a éstos. Ante ellos se abrió un presente y un futuro estables. Los Picasso se mudaron de su estudio en la rue Ravignan a un piso en el Boulevard Clichy. Fernande comenzó a comprar muebles, contrató a una sirvienta, y la sirvienta sabía hacer soufflés. Era un piso muy hermoso y soleado. Sin embargo. Fernande ya no gozaba de la felicidad de otros tiempos. Los visitaba muchísima gente, e incluso ofrecían tés por la tarde. Braque los visitaba muy a menudo —aquéllos fueron los días de más íntima amistad entre los dos pintores—, y fue en este período cuando los dos comenzaron a poner instrumentos musicales en sus cuadros. Picasso comenzó también a hacer «construcciones». Componía naturalezas muertas con diversos objetos, y después las fotografiaba. Luego hizo construcciones de papel y regaló una a Gertrude Stein. Quizá esta obra sea la única que queda entre todas las de su género. En estos tiempos oí hablar por vez primera de Poiret. Poiret tenía una barcaza en el Sena, y en ella dio una fiesta a la que invitó a Picasso y a Fernande. Obsequió a ésta con un hermoso pañuelo de color de rosa, con bordes dorados, y también le regaló un adorno de vidrio para el sombrero, idea ésta totalmente nueva entonces. Fernande me dio este último objeto, y yo lo lucí en un sombrerito de paja muchos años después. Es posible que todavía lo conserve. Y también entonces apareció el benjamín de los cubistas. Estaba cumpliendo el servicio militar y luego ingresaría en el cuerpo diplomático. Ignoro cómo llegó a formar parte del grupo, y si pintaba o no. Sólo sé que se le llamaba el benjamin de los cubistas. A la sazón, Fernande tenía una nueva amiga, de la que me hablaba a menudo. Se llamaba Eve, y vivía con Marcoussis. Y un día los cuatro vinieron a la casa de la rue de Fleurus: Pablo, Fernande, Marcoussis y Eve. Luego no vimos a Marcoussis hasta muchos años después. Me es fácil comprender la simpatía de Fernande hacia Eve. Tal como antes dije, la gran heroína de Fernande era Evelyn Thaw, la pequeña y negativa Evelyn Thaw. Eve era una especie de Evelyn Thaw francesa, pequeña y perfecta. Poco después de esta visita, Picasso vino a vernos, y dijo a Gertrude Stein que había decidido alquilar un taller en la rue Ravignan. Dijo que allí trabajaría mejor. No pudo alquilar el que antes tenía, pero sí uno que se hallaba en la planta baja del mismo

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 69 edificio. Un día fuimos allá. Picasso no estaba, y Gertrude Stein, para bromear, le dejó su tarjeta. Al cabo de pocos días, volvimos y encontramos a Picasso pintando un cuadro en el que había escrito «ma jolie», y en cuyo ángulo inferior había reproducido la tarjeta de Gertrude Stein. Al salir, Gertrude Stein me dijo: «Fernande no es, ciertamente, ma jolie; me gustaría saber quién es.» Lo supimos poco después. Pablo se fugó con Eve. Lo anterior ocurrió en primavera. Durante el verano, todos solían ir a Ceret, cerca de Perpignan, seguramente debido a que allí vivía Manolo, y aquel verano, pese a lo ocurrido, todos fueron a Ceret. Fernande estuvo allí con los Pichot, y Eve estuvo allí con Pablo. Hubo algunas terribles escaramuzas, y después todos regresaron a París. Nosotras también estábamos de vuelta, y una tarde Picasso nos visitó. Tuvo una larga conversación a solas con Gertrude Stein. Cuando Gertrude Stein volvió a entrar, después de haber despedido a Picasso, me dijo: «Era Pablo, y ha dicho algo maravilloso acerca de Fernande. Ha dicho que su belleza siempre lo atrajo, pero que no podía soportar sus detalles.» Gertrude Stein añadió que Pablo y Eve vivían ahora en el Boulevard Raspail y que los visitaríamos al día siguiente. Entretanto, Gertrude Stein había recibido carta de Fernande, en la que se mostraba muy digna, y con las reticencias características de las francesas. Hacía constar que deseaba decir a Gertrude Stein que ella comprendía perfectamente que ésta era amiga, principalmente,, de Pablo, y que, aun cuando Gertrude siempre la había distinguido con sus muestras de afecto y de simpatía, ahora que ella y Pablo se habían separado, resultaba imposible que las dos siguieran tratándose, debido a que Gertrude Stein tenía amistad, principalmente, con Pablo, y, naturalmente, no dudaría en tomar partido por él. Decía también que recordaría con sumo placer las amistosas relaciones que había sostenido con Gertrude Stein y que, si alguna vez se encontraba necesitada, no dudaría en recurrir a la generosidad de ésta. Así pues, Picasso abandonó Montmartre, para no regresar jamás. Cuando fui por primera vez a la casa de la rue de Fleurus. Gertrude Stein se hallaba en trance de corregir las pruebas de Three Lives. Poco después comencé a ayudarla en esta tarea. Y no tardó en llegar el día de la publicación del libro. Pedí a Gertrude Stein que me permitiera contratar los servicios de Romeike, la oficina de recortes de prensa, cuyos anuncios en el Argonaut de San Francisco tanto me habían encandilado en mi infancia. Y pronto comenzaron a llegar los recortes. Resultaba sorprendente advertir el gran número de periódicos que se ocuparon de aquel libro, de un autor desconocido, y publicado por su propia cuenta. La nota que más placer causó a Gertrude Stein fue la publicada por el Kansas City Star. En aquel entonces, y durante muchos años, Gertrude Stein se preguntó repetidas veces quién podía ser el autor de tal nota, pero jamás lo supo. Era una crítica muy favorable, y que indicaba muy aguda penetración. Después, cuando Gertrude Stein se sentía desanimada ante lo que otros críticos decían de su obra, recordaba aquella crítica del Kansas City Star, así como el gran consuelo que le había proporcionado siempre. Gertrude Stein dice en Composition and Explanation: «Cuando una escribe algo, lo comprende perfectamente; luego comienza a tener dudas; pero después una vuelve a leerlo y, entonces, una vuelve a perderse en las propias palabras, tal como se perdió al escribirlas.» Otra cosa que causó gran placer a Gertrude Stein, con referencia a esta su primera obra, fue la muy laudatoria nota que le mandó H. G. Wells. Por lo mucho que significó para ella, Gertrude Stein la conservó, durante largos años, separada de las demás. Al recibirla, escribió a Wells, y quedaron de acuerdo en verse a menudo, pero jamás se vieron. Y ahora es difícil que se vean.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 70 En aquel entonces, Gertrude Stein se encontraba en trance de escribir The Making of Americans. Esta novela, de la historia de una familia que era, había pasado a ser la historia de todas aquellas personas a quien la familia conocía, y luego se convirtió en la historia de todo género de individuos, del género humano en sus individuos. Pero a pesar de lo dicho, en esta novela había un protagonista principal, y éste debía morir. El día en que murió coincidí con Gertrude Stein en el piso de Mildred Aldrich. Mildred tenía gran afecto a Gertrude Stein, y estaba muy interesada en saber cómo terminaba su libro, que constaba de más de mil páginas, y que yo estaba pasando a máquina. Siempre he dicho que una no puede saber qué es un cuadro determinado o un determinado objeto hasta que le he quitado el polvo todos los días durante cierto tiempo, y que una no puede saber qué es un libro determinado hasta que lo ha pasado a máquina o hasta que ha corregido las pruebas de imprenta. Entonces, el libro actúa sobre una de un modo que jamás actuaría con sólo ser leído. Muchos años más tarde, Jane Heap dijo que tan sólo pudo apreciar plenamente la calidad de la obra de Gertrude Stein tras corregir las galeradas de la misma. Cuando hubo terminado The Making of Americans, Gertrude Stein comenzó otro que también era larguísimo, y al que dio el título de A Long Gay Book, pero después no resultó largo. No, como tampoco lo fue otro libro que inició al mismo tiempo que el primero, titulado Many Many Women, porque los dos quedaron interrumpidos por la redacción de una serie de retratos literarios. Los sábados por la noche, Hélène solía quedarse en casa, en compañía de su marido, pese a que siempre estuvo dispuesta a venir a la rue de Fleurus, pero nosotras le decíamos que no se tomara tal molestia. Me gusta cocinar, soy una excelente cocinera de platos cuya elaboración no lleve mucho tiempo, y a Gertrude Stein le gustaba que de vez en cuando hiciera algún plato americano. Un sábado por la noche estuve muy ocupada guisando uno de estos platos, y luego llamé a Gertrude Stein, que se encontraba en el taller, para que viniera a cenar. Llegó muy excitada y se negó a sentarse. Dijo: «Quiero mostrarte una cosa.» Y le dije: «Ahora no. Este plato hay que comerlo caliente.» Y Gertrude Stein dijo: «De ninguna manera, antes de comer tienes que ver eso de que te he hablado.» A Gertrude Stein no le gusta la comida caliente, y a mí sí, por lo que, en esta materia, nunca logramos ponernos de acuerdo. Gertrude Stein dice que una puede dejar que la comida se enfríe, pero que no debe jamás calentarla otra vez, una vez ha sido puesta en el plato, y en consecuencia tengo derecho a servir la comida cuan caliente quiera. Pese a mis protestas y a que la comida se enfriaba, tuve que leer. Recuerdo vívidamente las páginas del pequeño cuaderno, escritas por las dos caras. Se trataba de un retrato titulado Ada, el primero de Geography and Plays. Comencé a leerlo, y pensé que Gertrude Stein se burlaba de mí en aquellas páginas, por lo que protesté. Ahora Gertrude Stein dice que protesto de mi autobiografía. Pero cuando hube terminado el retrato de Ada, quedé terriblemente complacida. Y entonces cenamos. Este fue el primero de una larga serie de retratos. Gertrude Stein ha escrito los retratos de casi todas las personas a quienes ha conocido, y los ha escrito de los modos y con los estilos más diversos. Después del de Ada, escribió los retratos de Matisse, Picasso y Stieglitz. Stieglitz, que estaba muy interesado en los dos pintores, así como en la obra de Gertrude Stein, los publicó en un número especial de Camera Work. Entonces, Gertrude Stein comenzó a escribir retratos de todos nuestros visitantes. Hizo uno de Arthur Frost, hijo de A. B. Frost, el ilustrador norteamericano. Frost era alumno de Matisse, y quedó contentísimo al comprobar que su retrato tenía tres páginas más que el del propio Matisse o que el de Picasso.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 71 A. B. Frost se quejó ante Pat Bruce, quien había indicado a Frost que acudiera a la escuela de Matisse, de que era una verdadera lástima que Arthur no siguiera el camino que le conduciría a ser un artista convencional y a ganar, con ello, la fama y dinero. Pat Bruce le contestó: «Siempre es posible llevar a un caballo al abrevadero, pero jamás se podrá obligarle a beber.» Y A. B. Frost repuso: «Casi todos los caballos beben, mister Bruce.» Bruce, Patrick Henry Bruce, era uno de los más antiguos alumnos y más ardientes partidarios de Matisse, y no tardó en pintar pequeños Matisses, pero con ello no se sentía satisfecho. Al explicar sus desdichas a Gertrude Stein dijo: «Hablan de las penalidades de los grandes artistas, pero éstos, al fin y al cabo, son grandes artistas. Se habla, sí, de la desdicha de los grandes artistas. Pero los pequeños artistas padecen las mismas penalidades y trágicas desdichas de los grandes artistas, y sólo son pequeños artistas.» Gertrude Stein hizo retratos de Nadelman, de Lee y Russell, los protegidos de la escultora mistress Whitney, y también de Harry Phelan Gibb, su primer y mejor amigo inglés. Hizo retratos de Manguin, Roché, Purrmann y David Edstrom, el obeso escultor sueco que se casó con la jefe de la Iglesia de Ciencia Cristiana de París, y acabó con ella. Y de Brenner, Brenner el escultor que jamás terminó una obra. Brenner estaba en posesión de una técnica admirable, pero padecía múltiples obsesiones que le impedían trabajar. Gertrude Stein le apreciaba grandemente, y todavía le aprecia. Gertrude Stein estuvo posando para él durante varias semanas, y el escultor le hizo un retrato fragmentario muy bueno. Brenner y Cody publicaron, después, varios números de una revista llamada Soil y fueron de los primeros que publicaron escritos de Gertrude Stein. La única revista de esta especie que precedió a Soil fue una titulada Rogue, que dirigía Allan Norton, y en la que apareció una descripción de la Galérie Lafayette escrita por Gertrude Stein. Eso ocurrió mucho después, y por mediación de Carl Van Vechten. Gertrude Stein también hizo retratos de miss Etta Cone y de su hermana, la doctora Claribel Cone. Y escribió retratos de miss Mars y de miss Squires, bajo el título de Miss Furr and miss Skeene. Hizo retratos de Mildred Aldrich y de su hermana. Dio a leer todos sus retratos a los correspondientes retratados y todos quedaron muy contentos, y todo era muy divertido. Con esto se pasó gran parte del invierno, y después fuimos a España. En España, Gertrude Stein comenzó a escribir lo que la conducía a redactar Tender Buttons. España me gusta enormemente. Fuimos a España varias veces, y cada vez me gustó más. Gertrude Stein suele decir que soy imparcial en todo género de asuntos, salvo en cuanto concierne a España y a los españoles. Fuimos directamente a Ávila, y sólo llegar me enamoré perdidamente de Ávila, y dije que teníamos que quedarnos a vivir en Ávila hasta el fin de nuestros días. Gertrude Stein quedó muy preocupada, y dijo que Ávila le gustaba mucho, sí, pero que necesitaba París. Y a mí me parecía que yo no necesitaba nada, salvo Ávila. Las dos discutimos muy violentamente. El caso es que pasamos diez días en Ávila, y como sea que santa Teresa fue una de las favoritas heroínas de Gertrude Stein, durante sus días juveniles, lo pasamos muy bien. En la ópera Four Saints, que Gertrude Stein escribió no hace muchos años, describe aquel paisaje que tanto me conmovió. Fuimos a Madrid, y allí encontramos a Georgiana King, de Bryn Mawr, vieja amiga de Gertrude Stein, de los tiempos de Baltimore. Georgiana King escribió una de las primeras y más inteligentes críticas de Three Lives. A la sazón, Georgiana King estaba corrigiendo Catedrales de España, de Street, por lo que había recorrido todo el país, y nos dio muchos y muy buenos consejos en esta materia.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 72 En aquellos días, Gertrude Stein vestía un conjunto de chaqueta y falda de pana color castaño, y se tocaba con un sombrerito de paja, que como todos los de este género que ella utilizaba le había hecho una artesana de Fiésole; calzaba sandalias, y, a menudo, se servía de un bastón con puño de ámbar. Este es el atuendo, sin el sombrero ni el bastón, con que Picasso la pintó. Este vestido resultaba ideal para lucirlo en España, ya que todos creían que Gertrude Stein pertenecía a alguna orden religiosa, y, por eso, la trataban con el mayor respeto. Recuerdo que en una ocasión una monja nos enseñó el tesoro de cierta iglesia .conventual de Toledo, y cuando nos encontrábamos cerca del altar, oímos un fuerte ruido de algo chocando contra el suelo. Resultó que a Gertrude Stein se le había caído el bastón. La monja palideció, y los fieles se sobresaltaron. Entonces Gertrude Stein recogió su bastón, y dirigiéndose a la aterrorizada monja la tranquilizó: «No, no se ha roto.» Durante el viaje por España llevé, por lo general, lo que yo llamaba «mi disfraz español». Vestí siempre un sobretodo de seda negra, guantes y sombrero negros, y sólo me permití el placer de llevar flores artificiales en el sombrero. Estas flores siempre despertaban la curiosidad de las campesinas, quienes me pedían cortésmente permiso para tocarlas, a fin de cerciorarse de que eran artificiales. Aquel verano fuimos a Cuenca, de la que Harry Gibb, el pintor inglés, nos había hablado. Harry Gibb era un caso raro, un hombre peculiarísimo que sabía prever el futuro. Durante su juventud, en Inglaterra, se dedicó con éxito a la especialidad de pintar animales, se casó y fue a Alemania, donde se despertó su descontento por la clase de pintura a que se dedicaba y oyó hablar de la nueva escuela de pintura de París. Vino a París y quedó inmediatamente sometido a la influencia de Matisse. Después lo atrajo la obra de Picasso, y pintó unos cuantos cuadros muy notables, influenciado por Matisse y Picasso conjuntamente. Y estas influencias lo condujeron más tarde hacia algo distinto, algo que constituía la consumación de lo que los surrealistas pretendieron hacer después de la guerra. A Harry Gibb sólo le faltaba lo que los franceses denominan saveur, lo que bien pudiéramos llamar la sal de la pintura. Debido a esta deficiencia, Gibb no logró formarse un grupo de partidarios en Francia. Naturalmente, en aquellos días Gibb tampoco podía formarse un grupo de partidarios ingleses. Y entonces llegaron días aciagos para Gibb. A Gibb siempre le llegaban días aciagos. Tanto él como su esposa, Bridge, una de las más agradables esposas de genio entre todas las que he tratado, se portaron muy valerosamente, e hicieron frente a todas las dificultades de un modo admirable, pero verdaderamente pasaron muchas penalidades. Y de repente las cosas comenzaron a mejorar. Gibb encontró un par de protectores que creían en su arte, y, en esta misma época, 1912-1913, fue a Dublín, donde celebró una exposición de sus obras que bien cabe decir que constituyó un acontecimiento. En esta ocasión, Gibb se llevó consigo varios ejemplares del retrato de Mabel Dodge en Villa Curonia —Mabel Dodge lo había impreso en Florencia—, y entonces fue cuando los escritores dublineses que se reunían en los cafés pudieron escuchar lecturas de la obra de Gertrude Stein. El doctor Gogarty, anfitrión y admirador de Gibb, gustaba mucho de leer en voz alta, y de que otros leyeran en voz alta, el retrato de Mabel Dodge. Luego vino la guerra, el eclipse del pobre Harry, y su larga y triste lucha. Harry tuvo sus altibajos, más bajos que altos, y sólo hace poco la rueda de la fortuna giró de un modo favorable a él. Gertrude Stein, quien tenía gran afecto a los dos, estaba convencida de que los dos pintores de su generación que serían descubiertos después de morir, y que estaban predestinados a una vida trágica, eran Juan Gris y Harry Gibb. Juan Gris, quien murió hace cinco años, comienza ahora a ser apreciado. Harry Gibb todavía vive, y aún es desconocido. Gertrude Stein y Harry Gibb han sido siempre buenos y muy leales amigos. Uno de los primeros retratos literarios que hizo Gertrude Stein fue el

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 73 de Harry Gibb, y fue publicado en la Oxford Review, y, luego, inserto en Geography and Plays. Así es que Harry Gibb nos habló de Cuenca, y cogimos un tren pequeño, que tras recorrer un trayecto con muchas curvas, nos dejó en el mismo corazón de una terrible soledad, y aquello era Cuenca. Cuenca nos entusiasmó, y nosotras entusiasmamos a los habitantes de Cuenca. Les gustamos tanto, que nuestra situación llegó incluso a ser un poco incómoda. De repente, un día en que salimos a pasear, la población, en especial los niños, se mostró un poco distante para con nosotras. No tardó en llegar el momento en que se nos acercó un hombre vestido de uniforme, nos saludó, dijo que era policía, y que por orden del gobierno civil se encargaría de escoltarnos a distancia, para evitar que la población nos molestara, y que esperaba que ello no nos molestaría. No, no nos molestó en absoluto, era un hombre muy amable y nos llevó a sitios muy bonitos a los que nosotras solas no hubiéramos podido ir. Así era España, en aquellos tiempos. Finalmente regresamos a Madrid, donde descubrimos a la Argentina y los toros. Los jóvenes periodistas de Madrid acababan de descubrir a la Argentina. Nosotras la vimos en un music-hall, al que fuimos para ver baile español, y después de ver bailar a la Argentina por primera vez, fuimos a verla todas las tardes y todas las noches. Y fuimos a los toros. Al principio me asusté, pero Gertrude Stein me decía, «ahora, mira». «ahora no mires», hasta que al fin pude mirar en todo momento. Finalmente fuimos a Granada, y pasamos allí unos días, durante los cuales Gertrude Stein trabajó con terrible intensidad. A Gertrude Stein siempre le ha gustado mucho Granada. Este fue el primer lugar de España que Gertrude Stein visitó, en sus tiempos de estudios universitarios, inmediatamente después de la guerra hispanonorteamericana, cuando ella y su hermano recorrieron España. Se divirtieron mucho, y Gertrude Stein siempre cuenta que en cierta ocasión estaba en el comedor del hotel hablando con un hombre de Boston y su hija, cuando de repente oyeron un terrible ruido, que resultó ser el rebuzno de un asno. La joven bostoniana preguntó temblando de miedo: «¿Qué es esto?» Y su padre le dijo: «Es el suspiro del moro.» Granada nos gustó mucho, y allí conocimos a muchos españoles e ingleses muy divertidos, y allí, y entonces, fue cuando el estilo de Gertrude Stein comenzó a cambiar. Dice que hasta entonces sólo le había interesado el interior de la gente, sus caracteres y lo que les pasaba dentro, pero que en aquel verano sintió por primera vez el deseo de expresar el ritmo del mundo visible. Fue un largo y torturante proceso, durante el cual Gertrude Stein observó, escuchó y describió. Gertrude Stein siempre vivió, y vive, atormentada por el problema de lo externo y lo interno. Uno de los problemas de la pintura que más la ha preocupado es el de las dificultades con que tropiezan los pintores, dificultades que los conducen a pintar naturalezas muertas, ya que, al fin y al cabo, el ser humano es, esencialmente, de imposible representación pictórica. Hace poco, Gertrude Stein ha llegado a la conclusión que hay un pintor que ha contribuido a la solución del problema. Ahora, Gertrude Stein está muy interesada en el arte de Picabia, que hasta el momento no le había interesado, porque Picabia sabe, por lo menos, que si uno no resuelve el problema de la pintura al pintar seres humanos, no lo resuelve en ninguna otra faceta. También hay un alumno de Picabia que se ha planteado el problema, pero no sabemos si lo resolverá o no. Quizá no. Bueno, de todos modos, el caso es que Gertrude Stein siempre habla de eso, y, entonces, en la época en que me refería comenzó su larga lucha con tal problema. En aquellos días, Gertrude Stein escribió Susie Asado, Preciosilla y Gypsies in Spain. Hizo todo género de experimentos descriptivos. Intentó inventarse palabras, pero

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 74 pronto renunció. El inglés era su natural medio de expresión, y con el inglés debía realizar su tarea y resolver el problema. El empleo de palabras fabricadas la mortificaba, ya que era una especie de fuga conducente a la imitación de emociones, o a un «emocionalismo imitativo». No, Gertrude Stein nos soslayó el problema, aun cuando, tras regresar a París, se dedicó a describir objetos, objetos y habitaciones, lo cual, junto con los primeros experimentos llevados a cabo en España, dio por resultado su obra titulada Tender Buttons. Sin embargo, Gertrude Stein siempre se dedicó primordialmente al estudio de los seres humanos, y de ahí salió la interminable serie de retratos. Como de costumbre, regresamos a la rue de Fleurus. Una de las personas que más me impresionó al principio de mi estancia en la rue de Fleurus fue Mildred Aldrich. Mildred Aldrich contaba entonces poco más de cincuenta años, era una mujer robusta y vigorosa, con cara de George Washington, cabello blanco, y ropas y guantes admirablemente limpios y frescos. Era una figura que llamaba mucho la atención, y que, en aquella mescolanza de nacionalidades, resultaba confortable. De Mildred Aldrich, Picasso bien podía decir, tal como dijo: «C'est elle qui fera la gloire de l'Amérique.» Mildred Aldrich lograba que una se sintiera muy satisfecha de ser del país que la había producido. Desde que su hermana regresó a Estados Unidos, Mildred Aldrich vivía sola en el último piso de un edificio situado en la esquina del Boulevard Raspail con la media calle llamada rue Boissonade. En la ventana tenía una enorme jaula repleta de canarios. Nosotras siempre creímos que esto se debía a que Mildred Aldrich tenía predilección por los canarios. Pero no, nada de eso. Una amiga de Mildred Aldrich le había dejado un canario, en su correspondiente jaula, para que lo cuidara durante su ausencia. Mildred, de un modo característico en ella, cuidó con esmero al canario enjaulado. Un amigo, al observarlo, y llegando a la lógica conclusión de que a Mildred le gustaban los canarios, le regaló otro canario. Mildred, cómo no, cuidó con esmero a los dos canarios, y siguiendo este proceso, el número de canarios fue en constante aumento, así como el tamaño de la jaula, hasta que, en 1914, Mildred se fue a Huiry, junto al Marne, y se desprendió de los canarios. Dio la excusa de que en el campo los canarios corrían el peligro de que los gatos se los comieran. Pero la verdadera razón, según me dijo, era que detestaba a los canarios. Mildred era una excelente ama de casa. Debido a que yo creía lo contrario, me llevé una gran sorpresa, una tarde en que la visité, al encontrarla ocupada en remendar ropa blanca, y al comprobar que lo hacía con gran habilidad. A Mildred le encantaban los cablegramas, le encantaba padecer apuros económicos, o mejor dicho, le encantaba gastar dinero, y como sea que su capacidad de ganarlo, aun cuando muy notable, era limitada, Mildred padecía crónicos apuros económicos. En aquellos días, Mildred hacía gestiones para lograr la representación del Pájaro Azul de Maeterlink en Norteamérica. Eso exigía mandar infinidad de cablegramas, y recuerdo que, en los primeros tiempos de mi estancia en París, Mildred acudía a última hora de la tarde a nuestro pinito de la rue de Nôtre-Dame des Champs, y me pedía que le prestara dinero para mandar un largo cablegrama a los Estados Unidos. Pocos días después, me devolvía el dinero, y me obsequiaba con una magnífica azalea cuyo precio era cinco veces superior a la suma prestada. No es de extrañar que siempre se encontrara apurada. Pero, cuando hablaba, todos le prestaban atención. No he conocido a nadie que sepa contar cosas tan bien como Mildred Aldrich. Me parece verla, allí, en la casa de la rue de Fleurus, sentada en uno de los grandes sillones,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 75 hablando, mientras iba aumentando el número de sus oyentes a medida que ella iba hablando. Quería mucho a Gertrude Stein, le gustaba mucho lo que ésta escribía. La entusiasmaba Three Lives, se mostraba profundamente impresionada por The Making of Americans, aunque esta obra la preocupaba un poco, y Tender Buttons la turbaba, pero siempre fue fiel admiradora de Gertrude Stein, y estaba convencida de que si Gertrude Stein escribía algo era porque este algo merecía ser escrito. El orgullo y la alegría que le produjo que Gertrude Stein diese sus conferencias de Cambridge y Oxford, en mil novecientos veintiséis, fueron verdaderamente conmovedores. Dijo que, antes de partir, Gertrude Stein debía leerle las conferencias. Lo cual ésta hizo. Y con ello las dos experimentaron un gran placer. A Mildred Aldrich le gustaba Picasso, y también Matisse, desde un punto de vista personal, pero tenía ciertas dudas. Un día me dijo: «Alice, ¿es verdaderamente bueno lo que esos dos pintan? Me consta que Gertrude Stein cree que sí, y Gertrude entiende, pero ¿no cabe la posibilidad de que todo sea fumisterie, de que todo sea cuento?» Pese a estas ocasionales dudas, a Mildred Aldrich le gustaba aquello. Le gustaba venir, y le gustaba traer a otra gente consigo. Trajo a muchos. Ella fue quien trajo a Henry McBride, que entonces escribía en el New York Sun. Y Henry McBride fue quien se encargó de mantener constantemente el nombre de Gertrude Stein bajo la luz pública, durante aquellos angustiosos años. Solía decir a los detractores de Gertrude Stein: «Reíos, reíos cuanto queráis, pero reíos con ella, no de ella, de este modo reiréis mucho más y mejor.» Henry McBride no creía en el éxito en vida, en el éxito mundanal, a cuyo respecto decía: «El éxito destruye a los escritores.» Y Gertrude Stein replicaba dolorida: «Pero, Henry, me gustaría tener un poquito de éxito, ¿tú crees que jamás lo conseguiré? Piensa en mis originales inéditos...» Pero Henry McBride mantenía firmemente su postura: «Lo mejor que puedo desearte es que jamás tengas éxito. Esto es lo único verdaderamente bueno.» Sí, tenía ideas muy arraigadas, a este respecto. Sin embargo, se mostraba inmensamente contento y satisfecho cuando Gertrude Stein conseguía un éxito, y, ahora, dice que ha llegado el momento en que Gertrude Stein puede gozar un poco del éxito. No cree que ahora pueda hacerle daño. Fue aproximadamente en este período cuando Roger Fry nos visitó. Consigo trajo a Clive Bell y a su esposa, y luego a muchos otros. En aquellos días Clive Bell estaba más o menos de acuerdo con las opiniones y comportamiento de los otros dos. Pero solía quejarse de que su mujer y Roger Fry se interesaran tanto en las grandes obras de arte. Cuando comentaba esto último, lo hacía de un modo muy cómico. Clive Bell era muy divertido. Después, cuando llegó a ser un verdadero crítico de arte, ya no fue tan divertido. Roger Fry tenía una personalidad encantadora, tanto como invitado cual como anfitrión; más tarde, fuimos a Londres, y pasamos un día en el campo, con él. Roger Fry quedó entusiasmado al ver el retrato que Picasso pintó de Gertrude Stein. Escribió un artículo sobre él, que publicó en la Burlington Review, y que ilustró con dos fotografías, una del retrato de Picasso y otra de un retrato debido a Rafael, puestas la una al lado de la otra. Aseguraba que los méritos de los dos cuadros podían equipararse. Trajo infinidad de gente a nuestra casa. Y no tardó en llegar el momento en que en ella había gran número de ingleses. Entre éstos Augustus John y Lamb. Augustus John tenía aspecto sorprendido, y de no estar demasiado sereno; y Lamb era un tanto raro, pero atractivo. En estos días, Roger Fry tenía gran cantidad de jóvenes seguidores. Entre ellos se contaba Wyndham Lewis. Wyndham Lewis, alto y delgado, parecía un joven francés en

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 76 período de crecimiento, quizá debido a que sus pies eran muy franceses, o por lo menos así eran sus zapatos. Solía venir, se sentaba, y, entonces, medía los cuadros. No quiero decir con ello que los midiera con una vara de medir, sino que causaba la impresión de estar en trance de medir cuidadosamente la tela, las líneas en la tela, y cuanto fuera susceptible de mención. Gertrude Stein le tenía bastante simpatía. Y le dio claras demostraciones de ello el día en que Wyndham Lewis vino a casa y contó la historia de su pelea con Roger Fry. Roger Fry nos había visitado pocos días atrás, y también nos la había contado. Los dos contaron la misma historia, aun cuando una y otra relación resultaban muy distintas. Fue también en este período cuando Prichard, del Museo de Bellas Artes de Boston, y, luego, del Museo de Kensington, comenzó a venir a casa. Con Prichard vinieron muchos jóvenes de Oxford. Estos se portaron muy bien, y muy amablemente, y decían que Picasso era un ser maravilloso. Creían que Picasso tenía un halo alrededor de la cabeza, lo cual era verdad hasta cierto punto. Con estos jóvenes de Oxford vino Thomas Whittemore, del Tufts College. Era un hombre espontáneo y simpático que, más tarde, hizo las delicias de Gertrude Stein al afirmar: «Todos los azules son preciosos.» Todos traían a alguien. Tal como he dicho, el carácter de las reuniones del sábado por la noche fue cambiando poco a poco, es decir, cambiaba la clase de gente que venía. Alguien trajo a la Infanta Eulalia, y la trajo varias veces. Era una mujer de trato delicioso, y con la halagadora memoria de que los personajes reales hacen a veces gala; siempre se acordó de mi nombre, incluso varios años después, cuando, de un modo verdaderamente casual, nos encontramos en la Place Vendôme. El día en que entró por primera vez en la casa de la rue de Fleurus parecía un poco asustada. Sin duda, la sala le pareció un lugar un tanto raro, pero luego le gustó mucho. Lady Cunard trajo a su hija Nancy, que en aquel entonces era una niña de corta edad, y la exhortó muy solemnemente a no olvidar jamás aquella visita. ¿Quién más vino a casa? Mucha gente. El ministro de Baviera trajo a mucha gente. Jacques-Emile Blanche trajo a individuos deliciosos, y Alphonse Kann también. Vino lady Otoline Morrell, que parecía una maravillosa versión femenina de Disraeli, y al llegar se quedó tímidamente dubitativa bajo el dintel. También vino una holandesa, emparentada con la familia real de su país, cuyo acompañante la dejó para ir a buscar un taxi, y que, durante el corto intervalo en que estuvo sola, pareció casi aterrorizada. También vino una princesa rumana, y el cochero que la había traído se impacientó. Hélène vino y anunció violentamente que el cochero no estaba dispuesto a esperar más. Luego sonó un fuerte golpe en la puerta, y el propio cochero dijo que no estaba dispuesto a seguir esperando. Allí iba una variedad infinita de gente. Y a todos se los trataba igual. Gertrude Stein permanecía tranquilamente sentada, y aquellos que podían también se sentaban, mientras que los demás se quedaban en pie. Los amigos de la casa se sentaban alrededor de la estufa y charlaban, mientras que una interminable procesión de desconocidos entraba y salía sin cesar. Lo recuerdo muy vívidamente. Tal como he dicho, todos traían a gente nueva. William Cook trajo a muchísima gente de Chicago, a riquísimas y fornidas señoras, y a otras delgadas y bien parecidas, e igualmente ricas. Aquel verano, tras haber descubierto en el mapa las islas Baleares, fuimos a Mallorca, y en el barquito que hacía la travesía encontramos a Cook. También él había mirado el mapa. Nosotras estuvimos allá pocos días, pero Cook se quedó para pasar el verano, y después volvió a Mallorca. Cook fue el primero entre la multitud de norteamericanos que descubrieron Palma. Durante la guerra, todos fuimos allá.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 77 Aquel verano Picasso nos dio una carta de presentación para un amigo de juventud llamado Raventós, de Barcelona. Y Gertrude Stein preguntó a Picasso: «¿Habla francés este hombre?» Ante lo cual el pintor se echó a reír y dijo: «Un poquito mejor que tú, Gertrude.» Raventós nos hizo pasar unos días estupendos. El y un descendiente de De Soto nos tomaron por su cuenta durante dos largos días, días que fueron largos debido a que se prolongaron hasta altas horas de la noche. Raventós y su amigo tenían un automóvil, cosa rara en aquellos tiempos, y con él nos llevaron a las afueras para ver iglesias antiguas. Subíamos a las colinas a gran velocidad, bajábamos sin correr tanto, y comíamos cada dos horas aproximadamente. Cuando al fin regresamos a Barcelona, a las diez de la noche, más o menos, nuestros acompañantes decían que era hora de tomar un aperitivo y de cenar. Comer tantas veces resultaba fatigoso, pero nos divertimos mucho. Más tarde, mucho más tarde, en realidad hace pocos años, Picasso nos presentó a otro amigo de su juventud. Sabartés y Picasso se habían conocido cuando contaban los dos unos quince años, pero como sea que Sabartés desapareció en Sudamérica, en Montevideo y en el Uruguay, antes de que Gertrude Stein conociera a Picasso, ésta nunca había oído hablar de él. Un día, hace pocos años, Picasso nos anuncio que traería a Sabartés a casa. Mientras se encontraba en el Uruguay, Sabartés había leído algunos textos de Gertrude Stein en varias revistas, y admiraba grandemente su obra. Nunca había sospechado que Picasso la conociera. Al regresar a París, tras estar ausente tantos años, Sabartés fue a visitar a Picasso y le habló de Gertrude Stein. Y Picasso dijo: «Pero si es amiga mía, su casa es la única que visito.» Sabartés le pidió: «Llévame contigo.» Y así es que vinieron. Gertrude Stein y los españoles son amigos naturales, y en este caso también nació la amistad entre ella y Sabartés. Fue en este período cuando los futuristas, los futuristas italianos, organizaron la gran exposición de sus obras en París, que tanto ruido causó. Causó gran expectación y como sea que exhibieron sus obras en todas las galerías de arte con cierto prestigio, todo París las vio. Las obras de los futuristas preocuparon muchísimo a Jacques-Emile Blanche. Le encontramos tembloroso, vagando por los jardines de las Tullerías, y nos dijo: «Parece que sí, parece que el futurismo ese sea importante, ¿pero, es ésta la esencia de la pintura?» Gertrude Stein dijo: «No, no lo es.» Y Jacques-Emile Blanche exclamó: «Gracias, ahora me encuentro mucho mejor.» Todos los futuristas, encabezados por Severini, visitaron en masa a Picasso. Y Picasso los trajo a casa. Marinetti vino más tarde, solo, si no me equivoco. El caso es que, a fin de cuentas, los futuristas nos parecieron muy aburridos a todos. Una noche, Epstein, el escultor, vino a la casa de la rue de Fleurus. Cuando Gertrude Stein llegó a París, en 1904, Epstein era una especie de melancólico fantasma, delgado y hermoso, que se deslizaba por entre las estatuas de Rodin, en el Museo de Luxemburgo. Había ilustrado los estudios de Hutchins Hapgood sobre los ghettos, y con el dinero que por eso le dieron se vino a París, donde vivió muy pobremente. Ahora, cuando le conocí, había venido a Paris para colocar su estatua de la esfinge de Oscar Wilde sobre la tumba de Oscar Wilde. Era un hombre fornido, que causaba cierta impresión, pero del que no se podía decir que fuera hermoso. Estaba casado con una inglesa que tenía unos muy notables ojos castaños, de una tonalidad castaña que jamás había yo visto en ojos humanos. La doctora Claribel Cone, de Baltimore, solía entrar y salir majestuosamente de la casa de la rue de Fleurus. Le gustaba mucho leer en voz alta las obras de Gertrude Stein,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 78 lo cual hacía extraordinariamente bien. A la doctora Claribel Cone le gustaba la comodidad, la confianza y el ingenio. Viajaba en compañía de su hermana Etta Cone. La habitación que compartían en el hotel no era cómoda. Y Etta pidió a su hermana que tolerase la incomodidad, ya que se trataba de pasar allí una noche tan sólo. La doctora Claribel le contestó: «Querida Etta, esta noche es tan importante para mí como cualquier otra noche de mi vida, y debo sentirme cómoda.» Cuando estalló la guerra, la doctora Claribel se encontraba en Munich, dedicada a tareas científicas. Y no salió de Munich, porque, en aquellos tiempos, no se podía viajar cómodamente. La doctora Claribel hizo las delicias de todos. Mucho después, Picasso la dibujó. También vino Emily Chadbourne; ella fue quien trajo a muchos bostonianos. Mildred Aldrich trajo, en cierta ocasión, a una extraordinaria persona llamada Myra Edgerly. Yo recordaba muy bien que, siendo todavía muy joven, asistí a un baile de disfraces, un Jueves Lardero, en San Francisco, y que allí vi a una mujer muy alta, muy hermosa y muy brillante. Era Myra Edgerly, en su juventud. Genthe, el famoso fotógrafo, hizo de ella infinidad de retratos, casi todos con un gato. Myra Edgerly había ido a Londres para presentarse allí como miniaturista, y tuvo uno de esos éxitos fenomenales que los norteamericanos tienen en Europa. Hizo miniaturas de todo el mundo, la familia real incluida, sin abandonar en momento alguno su estilo franco, alegre y dinámico, tan característico de las gentes de San Francisco. Luego vino a París para estudiar un poco. Conoció a Mildred Aldrich y se hizo muy amiga de ella. Myra fue quien, en 1930, cuando la capacidad de ganar dinero en Mildred comenzaba a agotarse, le proporcionó una pensión anual, lo que permitió a Mildred retirarse a aquel pueblo junto al Marne. Myra Edgerly deseaba ardientemente que la obra de Gertrude Stein fuese más ampliamente conocida. Cuando Mildred le habló de las obras inéditas de Gertrude Stein, Myra dijo que era preciso hacer algo para terminar con aquella situación. Y desde luego, algo se hizo. Mildred conocía superficialmente a John Lane, y dijo que Gertrude Stein y yo debíamos ir a Londres. Pero antes Myra escribiría cartas a todos sus conocidos, y yo también lo haría, en elogio de Gertrude Stein. Me dijo la fórmula que debía emplear. Recuerdo que comenzaba así: «Miss Gertrude Stein, como usted sabe o quizá no sabe...» Y luego una decía cuanto tenía que decir. Bajo la influencia de la formidable presión de Myra, fuimos a Londres en el invierno de 1912-1913, y allí pasamos unas semanas. Nos divertimos extraordinariamente. Vivimos con Myra, en casa del coronel Rogers y de su mujer, en Riverhill, Surrey. Esta casa se encontraba en las cercanías de Knole y de Ightham Mote, dos mansiones muy hermosas con hermosos parques. Esta fue la primera vez en mi vida que viví en una casa de campo inglesa. Me gustó muchísimo. Su comodidad, los fuegos de sus hogares, las altas doncellas que parecían ángeles de la Anunciación, los hermosos jardines, los niños y la tranquilidad general, todo me encantó. Y también la gran cantidad de objetos y de cosas bonitas. «¿Qué es eso?», pregunté a la señora Rogers. Y ésta repuso: «¿Esto? No tengo la menor idea. Ya estaba aquí cuando vine.» Y entonces tuve la impresión de que muchas adorables recién casadas habían encontrado en aquella casa todas las cosas que ya estaban allí al entrar ellas. A Gertrude Stein no le gustaba tanto como a mí el visitar casas de campo. El placentero fluir de las conversaciones dubitativas, el incesante sonido de voces humanas que hablaban en inglés, la aburrían. En nuestra siguiente visita a Londres, y cuando, debido a la guerra, vivimos largas temporadas en muchas casas de campo de amigos nuestros, Gertrude Stein logró

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 79 aislarse de los restantes moradores durante gran parte de la jornada, y estar ausente en por lo menos una de las cuatro comidas. Y entonces la vida en las casas de campo le gustó más. Lo pasamos muy bien en Inglaterra. Gertrude Stein se olvidó totalmente de su anterior y primeriza visita a Londres. Y desde entonces le ha gustado muchísimo visitar Londres. Fuimos a la casa de campo de Roger Fry, donde nos atendió de un modo encantador su hermana cuáquera. Fuimos a casa de lady Otoline Morrel, y allí conocimos a todo el mundo. Fuimos a casa de Clive Bell. No paramos ni un instante, hicimos compras y encargamos cosas. Todavía conservo un bolso y un joyero. Lo pasamos extraordinariamente bien. Y visitamos con mucha frecuencia a John Lane. En realidad, debíamos visitarlo todos los do mingos por la tarde, a la hora del té, y Gertrude Stein tuvo varias entrevistas con él en su oficina. Y yo llegué a saber al dedillo todas las mercancías que ofrecían las tiendas de los alrededores de Bodley Head, debido a que, mientras Gertrude Stein estaba en la oficina de John Lane, y mientras nada ocurría en ella, y mientras, luego, algo ocurría, yo esperaba fuera. Los domingos por la tarde, en casa de John Lane, nos divertíamos mucho. Creo que en nuestra primera visita a Londres acudimos dos veces a casa de John Lane. John Lane era un hombre que se interesaba mucho en todo. Y su mujer era de Boston, y muy amable. Tomar el té en casa de John Lane, un domingo por la tarde, era toda una experiencia. John Lane tenía ejemplares de Three Lives y de The Portrait of Mabel Dodge. Y una no sabía en qué criterios se basaba para mostrar estos libros a las personas a quienes los mostraba. No los dio a leer a nadie. Los ponía en las manos de alguien, y después se los quitaba, mientras decía en voz alta audible que Gertrude Stein estaba presente. Allí nadie era presentado a nadie. De vez en cuando, John Lane llevaba a Gertrude Stein a diversas habitaciones de su casa, y le enseñaba sus cuadros, raros cuadros de las escuelas inglesas de todos los períodos habidos y por haber, algunos de los cuales eran muy agradables. Jamás decía nada acerca de un cuadro. También le enseñó una gran cantidad de dibujos de Beardsley, y los dos hablaban de París. El segundo domingo pidió a Gertrude Stein que volviera a visitarlo en Bodley Head. Esta fue una larga entrevista. John Lane dijo que su esposa había leído Three Lives y que le había gustado muchísimo, y que él tenía gran confianza en el juicio de su mujer. Preguntó a Gertrude Stein cuándo volvería a visitar Londres. Gertrude Stein contestó que probablemente no volvería. Y John Lane dijo: «Bueno, si vuelve en julio, quizá podamos llegar a un acuerdo.» Y añadió: «Quizá pueda visitarla en París, a principios de primavera.» Así es que nos fuimos de Londres. Y en conjunto nos fuimos muy contentas. Nos habíamos divertido, y Gertrude Stein había sostenido, por primera vez en su vida, conversaciones con un editor. Mildred Aldrich a menudo venía a casa con un grupo de amigos suyos. Una noche en que lo hizo, con ella vino Mabel Dodge. Recuerdo muy bien la impresión que me causó. Era una mujer un tanto corpulenta, con un espeso flequillo, largas y espesas pestañas, ojos muy bonitos, y coquetería muy al viejo estilo. Tenía una voz agradable. Me recordó a una heroína de mi juventud, es decir, a la actriz Georgia Cayvan. Nos invitó a pasar una temporada en su casa de Florencia. Nosotras nos disponíamos a pasar el verano en España, tal como entonces solíamos, pero a principios de otoño estaríamos de vuelta en París, y entonces podríamos ir a Florencia. Cuando regresamos,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 80 encontramos varios telegramas de Mabel Dodge, invitándonos a Villa Curonia, y allá fuimos. Nos divertimos mucho. Edwin Dodge nos resultaba muy simpático, también Mabel Dodge, pero especialmente simpática nos era Constance Fletcher, a quien conocimos allí. Constance Fletcher llegó uno o dos días después que nosotras, y yo fui a recibirla a la estación. Mabel Dodge la había descrito diciendo que era una mujer muy corpulenta, con vestido color púrpura, y sorda. En realidad, vestía de verde, no era sorda sino corta de vista, y encantadora. Su padre y su madre eran de Newburyport, Massachusetts, en donde vivían. La familia de Edwin Dodge procedía de la misma población, y esto constituía un estrecho vínculo que unía a los Dodge con Constance Fletcher. Cuando Constance tenía doce años, su madre se enamoró del preceptor del hermano menor de Constance. Constance supo, entonces, que su madre se disponía a abandonar el hogar familiar. Constance se pasó una semana en cama, llorando, y después acompañó a su madre y a su futuro padrastro a Italia. Debido a que éste era inglés, Constance se convirtió, con apasionado entusiasmo, en una inglesa. El padrastro era un pintor que alcanzó cierta limitada reputación entre los ingleses residentes en Italia. Cuando Constance Fletcher contaba dieciocho años, escribió un libro de gran venta titulado Kismet, y se prometió en matrimonio con lord Lovelace, el descendiente de Byron. No se casó con él, pero se quedó a vivir en Italia. Al fin, fijó su residencia en Venecia. Esto ocurrió después de la muerte de su padre y de su madre. Como buena californiana, siempre me gustó la descripción que Constance Fletcher hacía de Joaquín Miller en Roma, cuando ella se encontraba en plena juventud. Ahora que tenía una edad relativamente avanzada, Constance Fletcher era una mujer atractiva y de impresionante personalidad. Me gustan mucho las labores, por lo que me fascinó el modo con que Constance Fletcher bordaba guirnaldas de flores. No dibujaba ni una sola línea en la ropa, sólo la sostenía en sus manos, de vez en cuando se la acercaba mucho a un ojo, y en su momento aparecía la forma de la guirnalda. Le gustaban mucho los fantasmas. En Villa Curonia había dos, y a Mabel le gustaba mucho aterrorizar a los visitantes norteamericanos con relatos de fantasmas, que contaba con gran fuerza de sugestión. En cierta ocasión casi enloqueció, de miedo a un grupo formado por Jo e Yvonne Davidson, Florence Bradley, Mary Foote y muchos otros. Y, al fin, como toque final, logró que el párroco de la localidad viniera a ahuyentar los fantasmas. Pueden ustedes imaginar fácilmente el estado de ánimo de los invitados. Pero a Constance Fletcher le gustaban los fantasmas de Villa Curonia, en especial el segundo, que era el irónico fantasma de una ama de llaves inglesa que se había suicidado en Villa Curonia. Una mañana entré en el dormitorio de Constance Fletcher para preguntarle cómo se encontraba, ya que la noche anterior se había sentido mal. Entré y cerré la puerta. Constance Fletcher, grande y blanca, yacía en una enorme cama renacimiento, cual todas las que había en la casa. Cerca de la puerta había un formidable aparador, también renacimiento. Constance Fletcher me dijo que había pasado una noche deliciosa, y que el amable fantasma le había hecho compañía constantemente, y que en aquel preciso momento se había ido. Añadió que seguramente el fantasma se encontraba en el aparador, y me rogó que lo abriera. Así lo hice. Y Constance Fletcher me preguntó: «¿Está ahí?» Le dije que no veía nada. Y Constance Fletcher dijo: «¡Ah!, sí, sí...»

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 81 Allí lo pasamos muy bien, y Gertrude Stein escribió el retrata de Mabel Dodge. También escribió el retrato de Constance Fletcher, que más tarde, fue incorporado a Geography and Plays. Muchos años después, tras la guerra, en Londres, coincidí con Siegfried Sassoon, en una fiesta que Edith Sitwell ofreció a Gertrude Stein. Siegfried Sassoon me habló del retrato que Gertrude Stein había hecho de Constance Fletcher, que él había leído en Geography and Plays, y dijo que esta lectura fue la causa de que se interesara por la obra de Gertrude Stein. Añadió: «Y si usted conoció a Constance Fletcher, ¿puede explicarme cómo era su voz, su maravillosa voz?» Entonces, yo, muy interesada en la conversación, le pregunté: «¿Usted no la conoció?» Dijo: «No, pero esa mujer destrozó mi vida.» Excitadísima, le pregunté: «¿Y cómo fue eso?» «Porque ella fue la causante de la separación de mis padres.» Constance Fletcher había escrito una obra teatral de gran éxito, que se representó durante mucho tiempo en Londres, titulada Green Stockings, pero su verdadera vida la había vivido en Italia. Era más italiana que los italianos. Admiraba a su padrastro, y en consecuencia era inglesa, pero vivía verdaderamente dominada por el estilo y modo de hacer de Maquiavelo. Sabía organizar intrigas, y las organizaba, al estilo italiano mucho mejor que los propios italianos, y ejerció inquietante influencia en Venecia, no sólo entre los ingleses, sino también entre los italianos. André Gide visitó Villa Curonia, mientras nosotras estábamos allí. Fue una aburrida velada. En esta ocasión conocimos también a Muriel Draper y a Paul Draper. Gertrude Stein siempre tuvo gran simpatía hacia Paul. Le gustaba su entusiasmo tan a la americana, y sus explicaciones acerca de temas musicales y humanos. Paul había corrido muchas aventuras en el Oeste, y esto era otro vínculo que lo unía a Gertrude Stein. Cuando Paul Draper se hubo ido, para regresar a Londres, Mabel Dodge recibió un telegrama que decía: «Me han robado las perlas, sospecho del segundo.» Mabel, muy agitada, acudió al dormitorio de Gertrude Stein para preguntarle qué debía hacer. Y Gertrude Stein se incorporó y dijo: «Es una bonita frase esa, sospecho del segundo, es una frase encantadora, pero, ¿quién es el segundo?» Mabel le explicó que la última vez que habían robado en la villa, los policías dijeron que nada podían hacer, ya que nadie sospechaba de nadie, y que, en esta ocasión, Paul, a fin de facilitar las cosas, había decidido sospechar del segundo lacayo. Mientras Mabel daba esta explicación a Gertrude Stein, llegó otro telegrama que decía: «Encontré perlas, el segundo las puso en la caja de los cuellos postizos.» Haweis y su esposa, y después Mina Loy, también estuvieron en Florencia. Debido a que hacían obras en su casa, la tenían en desorden, pero volvieron a arreglarla para ofrecernos un delicioso almuerzo. Haweis y Mina estuvieron entre los primeros que se interesaron por la obra de Gertrude Stein. A Haweis le habían fascinado los párrafos que leyó del original de The Making of Americans. Sin embargo, se mostró partidario de poner comas en ellos. Gertrude Stein contestó que las comas eran innecesarias, ya que el sentido debía encontrarse en el mismo texto, sin que las comas lo explicaran, y que además las comas no eran más que un signo indicativo de que uno debía detenerse para respirar, pero que cada cual debe saber cuándo necesita pararse y respirar. Sin embargo, como sea que Gertrude Stein tenía en gran afecto a Haweis, y que éste le había vendido un cuadro delicioso a un precio irrisorio, lo obsequió con dos comas. Pero debemos añadir que al corregir el original, Gertrude Stein eliminó estas dos comas. Mina Loy, que admiraba a Gertrude Stein tanto como Haweis, comprendió el texto sin necesidad de comas. Mina Loy siempre ha comprendido los escritos de Gertrude Stein.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 82 Cuando Gertrude Stein hubo terminado su retrato de Mabel Dodge, ésta se empeñó en que fuera inmediatamente impreso. Hizo una tirada de trescientos ejemplares, que encuadernó en papel florentino. Constance Fletcher corrigió las pruebas, y todas nosotras quedamos muy contentas y orgullosas. Inmediatamente después, a Mabel Dodge se le ocurrió la idea de que Gertrude Stein debía ser invitada a pasar una temporada en todas las casas de campo, a ir de una casa de campo a otra, para que hiciera retratos literarios de sus habitantes, para, al fin, dedicarse a retratar a los millonarios norteamericanos, lo cual constituía un carrera muy interesante y lucrativa. Gertrude Stein se rió de la idea. Y poco después regresamos a París. Durante este invierno, Gertrude Stein comenzó a escribir obras teatrales. Comenzó con una titulada It Happened a Play. Trataba, más o menos, de una cena ofrecida por Harry y Bridget Gibb. Luego escribió Ladies' Voices. Gertrude Stein sigue interesada en escribir teatro. Dice que los paisajes son algo tan idóneo para convertirse en un campo de batalla o en una obra teatral, que a una no le queda más remedio que escribir obras teatrales. Florence Bradley, amiga de Mabel Dodge, pasó aquel invierno en París. Florence Bradley tenía cierta experiencia teatral, y se mostró dispuesta a realizar un poco de labor de dirección de escena. En realidad, Florence Bradley tenía un interés enorme en que las obras de Gertrude Stein se pusieran en escena. En aquel entonces, Demuth también se encontraba en París. Demuth, a la sazón, se interesaba más por la literatura que por la pintura, y en especial por las obras teatrales de Gertrude Stein. El y Florence Bradley no hacían más que hablar de Gertrude Stein. Desde entonces, Gertrude Stein no ha vuelto a ver a Demuth. Cuando se enteró de que se dedicaba a pintar, mostró gran interés. Jamás se escribieron, pero sí se mandaron recados mutuamente a través de amigos comunes. Demuth siempre le comunicaba por este medio que algún día pintaría un cuadro que lo dejaría totalmente satisfecho, y que, entonces, lo mandaría a Gertrude Stein. Y, efectivamente, al cabo de muchos años, alguien dejó en la casa de la rue de Fleurus, mientras nosotras estábamos ausentes, un pequeño cuadro, con un mensaje que decía que aquél era el cuadro que Demuth había querido regalar a Gertrude Stein. Se trata de un notable paisaje en el que las ventanas y los tejados son tan sutiles que resultan tan misteriosos y están tan vivos como los tejados y las ventanas de Hawthorne o Henry James. Poco después, Mabel Dodge fue a Estados Unidos, y en aquel invierno se celebró la exposición de la Armoury, que dio al público la ocasión de ver, por vez primera, aquellos cuadros. En esta exposición se exhibió el cuadro de Marcel Duchamp titulado Desnudo bajando las escaleras. También fue en este período cuando Picabia y Gertrude Stein se conocieron. Recuerdo que fuimos a cenar a casa de los Picabia, y que fue una cena muy agradable, ya que Picabia estuvo muy animado y muy alegre; Picabia era moreno y vital, mientras que Duchamp parecía un joven cruzado normando. Siempre he podido comprender perfectamente el entusiasmo que Duchamp despertó en Nueva York, cuando fue allá en los primeros años de la guerra. Su hermano acababa de morir a consecuencia de las heridas recibidas en combate, otro hermano se encontraba todavía en el frente, y el propio Marcel Duchamp era inútil para el ejército. Estaba muy deprimido y se fue a Norteamérica. En Norteamérica, Duchamp suscitó enormes simpatías. Tanto es así que, en París, se contaba el chiste de que cuando un americano llegaba a París, lo primero que decía era: «¿Y cómo está Marcel?» Una vez, recién terminada la guerra, Gertrude Stein visitó a Braque, y al entrar en el estudio, en el que se encontraban tres jóvenes norteamericanos, preguntó: «¿Cómo está Marcelle?» Los tres norteamericanos se pusieron en pie al mismo tiempo, y, muy emocionados, le

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 83 preguntaron: «¿Ha visto usted a Marcel?» Gertrude Stein se echó a reír, y habiéndose acostumbrado a que resultaba absolutamente inevitable que todos los norteamericanos creyeran que tan sólo existía un Marcel en el mundo, les explicó que la mujer de Braque se llamaba Marcelle, y que ella había preguntado por Marcelle Braque. En aquellos tiempos Picabia y Gertrude Stein no eran buenos amigos. Aquella retrasada adolescencia de Picabia, a la que Gertrude Stein calificaba de vulgar, molestaba a ésta. Pero, cosa curiosa, al fin llegaron a ser muy buenos amigos. A Gertrude Stein no le gustan mucho los dibujos y los cuadros de Picabia. Todo comenzó con la exposición de las obras del pintor celebrada el año pasado. Ahora, Gertrude Stein está convencida de que, a pesar de que Picabia carece, en cierto modo, de talento de pintor, tiene ciertas ideas que han sido inmensamente importantes, y seguirán siéndolo en el futuro. Le llama el Leonardo da Vinci del movimiento. Y es cierto, Picabia comprende e inventa cualquier cosa. Tan pronto se acabó el invierno de la exposición de la Armoury, Mabel Dodge regresó a Europa y trajo consigo lo que Jacques-Emile Blanche denominó «collection des jeunes gens assortis», o sea, conjunto misceláneo de jóvenes. Entre ellos estaban Carl Van Vechten, Robert Jones y John Reed. Carl Van Vechten no tuvo necesidad de que Mabel Dodge le acompañara a la casa de la rue de Fleurus, vino por sí mismo en la primavera siguiente. Los otros dos vinieron con Mabel. Recuerdo muy bien la noche en que ocurrió. Picasso también estaba allí. Contempló con crítica expresión a John Reed, y dijo: «Le genre de Braque mais beaucoup moins rigolo.» Es decir: del tipo de Braque, pero no tan divertido. También recuerdo que Reed me contó sus impresiones del viaje que había hecho por España. Me dijo que había visto muy extrañas escenas allí, y que había sido testigo de una caza de brujas por las calles de Salamanca. Como sea que yo había pasado varios meses en España, y él tan sólo unas semanas, sus historias no me gustaron, y tampoco las creí. Robert Jones quedó muy impresionado por el aspecto físico de Gertrude Stein. Dijo que le gustaría vestirla con una túnica dorada, y se dispuso a diseñarla allí mismo, en aquel preciso instante. Pero a Gertrude Stein no le interesó el proyecto. Entre las personas a quienes conocimos en casa de John Lane, en Londres, se encontraban Gordon Caine y su marido. Gordon Caine había estudiado en Vassar, y tocaba el arpa, instrumento que llevaba consigo en sus viajes, y tenía la costumbre de cambiar de lugar el mobiliario de las habitaciones de los hoteles en que se alojaba, incluso si tan sólo se disponía a pasar una noche en ellas. Era alta, bonita y con el cabello de color rosáceo. Su marido era un conocido escritor inglés que cultivaba el humorismo, y John Lane publicaba sus libros. En Londres nos habían agasajado y habían sido muy amables para con nosotras, y por esto los invitamos a cenar la noche de su llegada a París. No sé qué ocurrió, pero el caso es que Hélène nos preparó una cena muy mala. Tan sólo dos veces, en los largos años que estuvo a nuestro servicio, nos defraudó Hélène. Una vez fue ésta, y la otra fue cuando Carl Van Vechten nos visitó, dos semanas después. En esta segunda ocasión Hélène también hizo cosas raras, y nos preparó una cena que consistía exclusivamente en hors d'oeuvres: Sin embargo, eso ocurrió después. En el curso de la cena, mistress Caine dijo que se había tomado la libertad de decir a su querida amiga y compañera de estudios mistress Van Vechten que viniera a la casa de la rue de Fleurus, después de la cena, debido a que deseaba ardientemente que conociera a Gertrude Stein, ya que su amiga se sentía muy deprimida y desgraciada, y ella creía que Gertrude Stein ejercería una beneficiosa influencia en su vida. Gertrude Stein dijo que el nombre Van Vechten le era vagamente familiar, aunque no recordaba exactamente por qué razón. Gertrude Stein tiene muy mala memoria en materia de

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 84 nombres y apellidos. Y vino mistress Van Vechten. También era muy alta —al parecer a Vassar iban mujeres muy altas— y también muy bonita. Mistress Van Vechten contó la historia de su desgraciado matrimonio, pero a Gertrude Stein no le interesó. Una semana después, aproximadamente, Florence Bradley nos invitó a ir con ella a la segunda representación de la Sacre du Printemps. Los ballets rusos habían dado la primera representación de esta obra, provocando terrible indignación y entusiasmo. Todo París estaba excitadísimo, en pro o en contra de los ballets rusos. Florence Bradley había adquirido tres entradas de palco, y en el palco cabían cuatro personas, y nos invitó a ir con ella. Entretanto, habíamos recibido carta de Mabel Dodge, en la que nos recomendaba a Carl Van Vechten, joven periodista de Nueva York. Gertrude Stein lo invitó a cenar con nosotras el sábado siguiente. Acudimos puntualmente a la cita con la representación del ballet. Aquéllos eran los tiempos gloriosos de los ballets rusos, en los que Nijinsky era la gran estrella. Y verdaderamente Nijinsky era un gran bailarín. El baile me gusta extraordinariamente, y es materia en la que entiendo mucho. He visto a tres grandes bailarines en mi vida. Parece que los genios que conozco vayan siempre agrupados de tres en tres. Es algo de lo que no cabe culparme. Se trata de un hecho, una realidad. Los tres bailarines verdaderamente grandes que he visto son: la Argentina, Isadora Duncan y Nijinsky. Lo mismo que los tres genios, los tres tienen distinta nacionalidad. Nijinsky no bailaba en la Sacre du Printemps, pero él había creado la danza que los bailarines interpretaban. Entramos en el palco y nos sentamos en las tres sillas, en primera fila, dejando una silla detrás. Exactamente frente a nosotras, y abajo, se encontraba Guillaume Apollinaire. Vestía de etiqueta y se dedicaba a besar la mano, con gran aplicación, a varias señoras de aspecto importante. Guillaume Apollinaire fue el primero entre los de su grupo en hacer acto de presencia en el gran mundo vestido de etiqueta, y en dedicarse a besar manos. Aquélla fue la primera vez en que le vimos hacerlo. Después de la guerra todos hacían cosas así, pero antes de la guerra él era el único. Poco antes de que la representación comenzara, quedó ocupada la cuarta silla de nuestro palco. Al mirar atrás, vimos que en ella se había sentado un hombre joven, alto, de buena planta, que podía ser holandés, escandinavo o norteamericano, y que llevaba una camisa sin almidonar, con alguna que otra arruga en la pechera. Quedamos impresionadas, ya que jamás habíamos oído decir que se pudieran llevar camisas sin almidonar con trajes de etiqueta. Aquella noche, cuando llegamos a casa, Gertrude Stein escribió el retrato del desconocido, que tituló Portrait of One. Y comenzó la representación. Y apenas hubo comenzado se inició el tumulto. El decorado, ahora tan conocido, con su telón de fondo de brillante colorido, que ahora no se considera extraordinario, indignó al público parisién. Apenas comenzó la música y el baile, comenzaron también los silbidos. Y los partidarios comenzaron a aplaudir. El caso es que no podíamos oír la música. En realidad, jamás he escuchado la música de Sacre du Printemps porque aquélla fue la única ocasión en que asistí a su representación, y no pude oír, literalmente, en toda la representación el sonido de la música. Los bailarines bailaban muy bien, y eso sí que podíamos verlo, pese a que nuestra atención se fijaba casi constantemente en un hombre que, en el palco vecino al nuestro, blandía el bastón hacia el escenario, y que, al fin, tuvo un violento altercado con un entusiasta que ocupaba el palco inmediato al suyo y acabó por chafar de un bastonazo el sombrero de copa con que el otro se había cubierto la cabeza para provocar a su antagonista. Fue una escena de increíble ferocidad. El sábado siguiente Carl Van Vechten debía cenar con nosotras. Vino, y resultó ser el joven de la camisa sin almidonar y arrugada, y aquella noche llevaba la misma

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 85 camisa. Y desde luego también era el héroe o villano de la trágica historia que nos había contado mistress Van Vechten. Tal como he dicho, Hélène, por segunda vez en su vida, hizo una cena extraordinariamente mala. Por causas que sólo ella sabrá, nos sirvió platos y más platos de hors d'oeuvres, y como remate una tortilla dulce. Gertrude Stein comenzó a embromar a Carl Van Vechten, dejando caer ahora una insinuación, ahora otra, demostrativas de un profundo conocimiento de su vida pasada. Como es natural Carl Van Vechten se desconcertó. Fue una velada bastante curiosa. Gertrude Stein y Carl Van Vechten se hicieron muy amigos. Carl Van Vechten llamó la atención de Allan y Louise Norton hacia la obra de Gertrude Stein, y los indujo a publicar en la pequeña revista que fundaron, The Rogue, el primer texto que Gertrude Stein publicó en una revista de minorías, es decir, The Galerie Lafayette. En otro número de esta revista, que ahora resulta tan difícil encontrar, Carl Van Vechten publicó un ensayo sobre la obra de Gertrude Stein. El fue quien en uno de sus primeros libros puso a modo de lema aquella frase inspiradora que Gertrude Stein ponía en sus borradores: una rosa es una rosa es una rosa es una rosa. Hace poco Gertrude Stein encargó al alfarero que tiene su establecimiento al pie de la colina, en Belley, que hiciera unos platos con la amarillenta arcilla de esta zona, con las palabras «una rosa es una rosa es una rosa es una rosa» en el borde de los platos, y las palabras «para Carl» en medio, y se los mandó. Oportuna e inoportunamente, Carl Van Vechten llamó constantemente la atención del público hacia Gertrude Stein y su obra. Cuando Van Vechten comenzaba a ser famoso, y le preguntaron cuál era a su juicio el libro más importante del año, contestó que era Three Lives de Gertrude Stein. Jamás desmayó en su lealtad ni en su empeño. Intentó que Knopf publicara The Making of Americans, y casi lo logró, pero, desde luego, al fin el ánimo de los editores flaqueó. Hablando del lema «una rosa es una rosa es una rosa es una rosa», debo decir que fui yo quien lo descubrió en uno de los manuscritos de Gertrude Stein, e insistí en que lo pusiera a modo de lema en el membrete de sus cartas, en los manteles y en todos los sitios en que Gertrude Stein me permitiera ponerlo. Y estoy muy contenta de haberlo hecho. Carl Van Vechten, durante estos años, hasta hoy, ha observado la deliciosa costumbre de dar cartas de presentación a Gertrude Stein a todos aquellos que él cree que pueden divertirla. Y lo ha hecho con tal tino que a Gertrude Stein le han gustado todos los presentados. El primero fue Avery Hopwood, y quizá sea éste quien más haya gustado a Gertrude Stein. La amistad entre los dos duró hasta la muerte de Avery, ocurrida hace pocos años. Cuando Avery vino a parís, nos invitaba siempre, a Gertrude Stein y a mí, a cenar con él. Esta costumbre comenzó en los primeros tiempos de nuestra amistad. A Gertrude Stein no le entusiasma cenar fuera de casa, pero jamás rechazó las invitaciones de Avery. Avery adornaba siempre la mesa con flores, y seleccionaba cuidadosamente los platos que nos ofrecía. Nos mandaba infinidad de telegramas, de breves telegramas, para concertar la cena, y con él siempre lo pasábamos muy bien. En aquellos primeros tiempos, Avery, con su cabello de estopa y su costumbre de mantener la cabeza inclinada a un lado, parecía un cordero. En años posteriores, tal como Gertrude Stein le dijo, el cordero se convertía de vez en cuando en lobo. Ahora me consta que a Gertrude Stein le hubiera gustado llamarle «querido Avery». Se tenían gran afecto. Un día, poco antes de morir, entró y dijo: «Me gustaría ofrecerles algo más que una cena, y pienso que quizá un cuadro sea lo más adecuado.» Gertrude Stein se echó a reír y dijo: «Me parece muy bien, Avery, siempre y cuando venga a verme con frecuencia, y sólo beba

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 86 té.» Desde entonces, además del telegrama en que nos invitaba a cenar, nos mandaba otro anunciando que nos visitaría y que sólo bebería té. En cierta ocasión vino acompañado de Gertrude Atherton. Aquel día Avery dijo melosamente: «Quiero que estas dos Gertrudes a quienes tanto amo se conozcan.» Pasamos una tarde deliciosa. Todos disfrutamos de lo lindo, y yo, que en mi juventud californiana había admirado hasta la idolatría a Gertrude Atherton, estuve satisfechísima de tener ocasión de conocerla. Vimos por última vez a Avery en ocasión de su última visita a París. Mandó el acostumbrado telegrama invitándonos a cenar, y cuando vino a buscarnos dijo a Gertrude Stein, nos dijo, que también había invitado a unos cuantos amigos suyos, y que quería que Gertrude Stein le hiciera un favor. Avery dijo: «Jamás he estado en Montmartre con usted, y quisiera que hoy fuéramos allá; ya sé que Montmartre fue suyo, mucho antes que mío, sin embargo...» Gertrude Stein se rió y dijo: «Claro que sí, Avery.» Y después de la cena fuimos a Montmartre con 61. Fuimos a muchos sitios raros, y Avery parecía muy contento y satisfecho. Íbamos en coche de un lugar a otro, y Avery Hopwood y Gertrude Stein estuvieron juntos en todo momento y tuvieron largas conversaciones, y parecía que Avery presintiera su próxima muerte, ya que en ninguna otra ocasión habló tan francamente y de cosas tan íntimas como en aquélla. Finalmente decidimos regresar a casa, y él nos acompañó hasta el coche y dijo a Gertrude Stein que aquélla había sido una de las mejores noches de su vida. Al día siguiente se fue al sur, y nosotras al campo. Poco después, Gertrude Stein recibió una postal de Avery en la que le decía que para él había sido una gran dicha volverla a ver, y aquella misma mañana leímos la noticia de su muerte en el Herald. Alrededor de 1912, Alvin Langdon Coburn llegó a París. Se trataba de un norteamericano muy raro, que trajo consigo a una mujer inglesa muy rara que resultó ser su madre adoptiva. Alvin Langdon Coburn había terminado recientemente una serie de fotografías, por encargo de Henry James. Había publicado un libro de retratos fotográficos de hombres notables, y ahora deseaba hacer un libro de retratos fotográficos de mujeres notables. Supongo que fue Roger Fry quien le habló de Gertrude Stein. El caso es que Alvin Langdon Coburn fue el primer fotógrafo que vino para hacer un retrato de Gertrude Stein, por considerarla una celebridad, y esto satisfizo mucho a Gertrude Stein. Hizo de ella algunas fotos excelentes, se las dio, y desapareció, y pese a que Gertrude Stein pregunta a menudo por él, nadie parece haber tenido noticias suyas desde aquel entonces. Y esto nos lleva casi a la primavera de 1914. Durante aquel invierno, entre nuestros habituales visitantes se contó la hijastra menor de Bernard Berenson. Consigo trajo a una joven amiga, llamada Hope Mirlees, y Hope nos dijo que cuando fuéramos a Inglaterra, en el verano próximo, le gustaría mucho que nos llegásemos a Cambridge y nos alojáramos en casa de sus padres. Y nosotras le prometimos hacerlo así. Durante el invierno, el hermano de Gertrude Stein decidió ir a vivir a Florencia. Los dos hermanos se repartieron los cuadros que habían comprado a medias. Gertrude Stein se quedó con los de Cézanne y Picasso, y su hermano con los de Matisse y Renoir, con la sola excepción del titulado Femme au Chapeau. Proyectamos construir un pasillo entre el estudio y la casa, y como sea que esto comportaba abrir una puerta en la pared y los correspondientes trabajos de albañilería, decidimos pintar el taller, empapelar de nuevo la casa e instalar electricidad. Y dimos las órdenes oportunas. A fines de junio, las obras aún no habían terminado, y la casa se encontraba en desorden. Y entonces, Gertrude Stein recibió una carta de John Lane en la que le decía que al día siguiente llegaría a París, y que la visitaría.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 87 Trabajamos arduamente. Al decir «trabajamos», me refiero a la portera, a Hélène y a mí. Y al fin logramos tener una habitación dispuesta para recibir a John Lane. John Lane trajo el primer ejemplar de Blast, de Wyndham Lewis, lo dio a Gertrude Stein y le preguntó qué pensaba de esta obra y qué escribiría de ella. Gertrude Stein contestó que no lo sabía. John Lane preguntó a Gertrude Stein si iría a Londres en el mes de julio, ya que casi había decidido publicar Three Lives, y si le entregaría otro original. Gertrude Stein le contestó que así lo haría, e indicó que quizá la obra más adecuada fuera la colección de retratos que, en aquella ocasión, había ya terminado. No se habló de The Making of Americans porque era demasiado larga. Y después de acordar todo lo anterior, John Lane se fue. En aquellos días, Picasso, que había vivido días de tristeza en la rue Schoelcher, estaba en trance de mudarse a una casa un poco más alejada, en Montrouge. No es que Picasso hubiera padecido grandes desdichas, pero también es cierto que tras su período en Montmartre ya no emitía sus altas carcajadas españolas. Sus amigos, muchos de ellos, lo habían seguido a Montparnasse, pero todo había cambiado. La íntima amistad entre Braque y Picasso se estaba eclipsando, y éste tan sólo veía a menudo, entre todos los que fueran sus viejos amigos, a Guillaume Apollinaire y a Gertrude Stein. En aquel año, Picasso comenzó a utilizar pinturas de ripolin en vez de las que suelen emplear los pintores. Hace pocos días Picasso habló extensamente acerca de las pinturas de ripolin, y muy seriamente afirmó que era «la santé des couleurs», es decir, la base de los colores saludables. En aquellos días pintaba cuadros y todo con pinturas de ripolín, tal como sigue haciendo, y como lo hacen muchos de sus seguidores, jóvenes y viejos. Entonces, también hacía construcciones con papel, con hojalata, con toda clase de materiales, labor ésta que luego le permitiría realizar la famosa decoración de Parade. En aquellos días, Caldred Aldrich hacía los preparativos para trasladarse a su retiro junto al Marne. Caldred Aldrich no se sentía desgraciada, pero estaba muy triste. Muy a menudo, en los atardeceres de aquella primavera, nos proponía alquilar un coche y dar, juntas, los que ella llamaba «un último paseo». Y, con más frecuencia que en cualquier tiempo pasado, Caldred Aldrich dejaba caer la llave de la puerta de su casa por el hueco de la escalera, justamente en medio del hueco de la escalera, desde el descansillo del último piso hasta la planta baja de la casa de la rue Boissonade, mientras nos deseaba buenas noches. A menudo, salíamos con ella al campo para ver la casa en la que se proponía vivir. Al fin se mudó, y nosotras pasamos el día en su compañía. Caldred Aldrich no era desgraciada, pero estaba muy triste, y decía: «Todas las cortinas están colocadas, todos mis libros están en orden, todo está limpio, pero, ahora, ¿qué puedo hacer?» Le dije que mi madre decía que cuando yo era pequeña no hacía más que preguntar: «¿y ahora qué puedo hacer?», pregunta cuya única variante era, «¿y qué puedo hacer, ahora?» Caldred dijo que lo peor era que nosotras nos íbamos a Londres y que no podría vernos durante todo el verano. Le garantizamos que sólo estaríamos fuera un mes, y que habíamos comprado ya los billetes de vuelta, lo cual era verdad, y que tan pronto hubiéramos regresado iríamos a verla. De todos modos, Caldred estaba muy contenta de que, al fin, Gertrude Stein tuviera un editor dispuesto a publicar todas sus obras. Y mientras le dábamos un beso de despedida, Caldred advirtió a Gertrude Stein: «¡Pero ten cuidado con John Lane! ¡Es un zorro!» Y nos fuimos. Hélène también se disponía a abandonar la casa número 27 de la rue de Fleurus, ya que su marido, quien había sido ascendido a capataz del taller en que trabajaba, quería que dejara de trabajar y se dedicara al cuidado de su casa.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 88 En pocas palabras, en el curso de esta primavera y de los primeros días de verano en 1914, se acabó nuestra vieja manera de vivir.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 89

VI LA GUERRA

Los norteamericanos que vivían, antes de la guerra, en Europa, jamás creyeron que pudiera estallar la guerra. Gertrude Stein siempre cuenta que el hijo del portero, que solía jugar en el patio interior, aseguraba cada dos años que su papá tendría que ir a la guerra. Durante una temporada, unos primos de Gertrude Stein vivieron en París y tuvieron una sirvienta de origen campesino. Corrían los días de la guerra ruso-japonesa, y los primos de Gertrude Stein no hacían más que comentar las noticias que del conflicto les llegaban. Y, una vez, la criada, al oírlos, dejó caer aterrorizada la bandeja y gritó: «¿Están ya los alemanes a las puertas de París?» El padre de William Cook, natural de Iowa, de setenta años de edad, hizo su primer viaje a Europa en el verano de 1914. Cuando se declaró la guerra, se negó a creerlo, y dijo que podía comprender perfectamente que los miembros de una familia se pelearan entre sí, es decir, podía comprender las guerras civiles, pero jamás una guerra con todas las de la ley entre vecinos. Durante 1913 y 1914, Gertrude Stein leyó los periódicos con mucho interés. Casi nunca leía los periódicos franceses, nunca leía nada en francés, y siempre leía el Herald. Aquel invierno también leyó el Daily Mail. Le gustaba mucho leer noticias acerca de las sufragistas y de la campaña emprendida por lord Roberts para implantar el servicio militar obligatorio en Inglaterra. En sus años juveniles, Gertrude Stein tuvo gran admiración hacia lord Roberts. Su obra Cuarenta y un años en la India era un libro que Gertrude Stein solía leer, y había tenido ocasión de ver a lord Roberts cuando ella y su hermano, a la sazón de vacaciones durante los años de estudios universitarios, vieron el desfile de la coronación de Eduardo VII. Gertrude Stein leía el Daily Mail, aun cuando, según afirmaba, Irlanda no le interesaba. El 5 de julio fuimos a Inglaterra, y, tal como habíamos proyectado, visitamos a John Lane, el domingo por la tarde, en su casa. Allí había bastante gente que hablaba de cosas muy diversas, pero unos cuantos hablaban de la guerra. Uno de éstos era, según alguien me dijo, el editorialista de uno de los grandes diarios londinenses, y se quejaba de que en el mes de agosto no podría comer higos en Provenza, tal como tenía por costumbre. Alguien le preguntó por qué. Y él contestó que por la guerra. Otro, creo que era Walpole o su hermano, dijo que no había medio de derrotar a Alemania, debido a la excelente organización de que este país gozaba, y que, por ejemplo, todos los vagones alemanes de ferrocarril estaban numerados en correspondencia con las locomotoras y con los trayectos y desvíos, pero añadió que en una guerra de agresión los vagones tendrían que salir de las fronteras alemanas, y que, entonces, se organizaría un tremendo caos numerado. Y esto es cuanto recuerdo de la tarde de aquel domingo de julio. Cuando nos íbamos, John Lane dijo a Gertrude Stein que se disponía a pasar una semana fuera de Londres, y la citó en su oficina a finales de julio, a fin de proceder a la firma del contrato de edición de Three Lives. Dijo: «Creo que, tal como están las cosas,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 90 mejor será que comience con este libro que con otro más radicalmente nuevo. Tengo confianza en este libro, mi esposa está entusiasmada con él, y mis lectores también.» Como sea que disponíamos de diez días de libertad, decidimos aceptar la invitación de la señora Mirlees, la madre de Hope, y pasar unos días en Cambridge. Fuimos allá y nos divertimos mucho. Aquella casa ofrecía muchas comodidades a los invitados. A Gertrude Stein le gustó mucho. Allí podía permanecer en su dormitorio o en el jardín cuanto tiempo quisiera, sin tener que escuchar demasiadas conversaciones. La comida era excelente, se trataba de comida escocesa, deliciosa y fresca, y resultó muy divertido tratar a los altos personajes de la Universidad de Cambridge. Nos llevaron a todos los jardines y nos invitaron a muchas casas. Tuvimos un tiempo delicioso, grandes cantidades de rosas, bailes de estudiantes y chicas, y todo fue delicioso. Nos invitaron a almorzar en Newnham, y miss Jane Harrison, de quien Hope Mirlees había sido entusiasta admiradora, mostró gran interés en conocer a Gertrude Stein. Nos sentamos con los profesores, en su estrado, lo cual era algo que producía cierto miedo, aun cuando la conversación no fue interesante, ni mucho menos. Miss Harrison y Gertrude Stein tuvieron muy pocas cosas que decirse. Habíamos oído hablar mucho del doctor Whitehead y de su esposa. Este matrimonio ya no vivía en Cambridge. El año anterior el doctor Whitehead había dejado la Universidad de Cambridge, para ir a la de Londres. Debían volver a Cambridge dentro de poco, y cenarían una noche en casa de los Mirlees. Lo hicieron y entonces conocí al tercer genio de mi vida. Fue una cena muy agradable. Me senté al lado de Housman, el poeta de Cambridge, y hablamos de pescados y de David Starr Jordan, pero durante la conversación tuve la atención fija en el doctor Whitehead. Después fuimos al jardín, y el doctor Whitehead se sentó a mi lado, y hablamos del cielo de Cambridge. Gertrude Stein, mistress Whitehead y el doctor Whitehead se sintieron todos recíprocamente atraídos. Mistress Whitehead nos invitó a cenar en su casa de Londres, y, luego, a pasar el final de semana, que era el último final de semana de julio, en su casa de campo en Lockridge, cerca de la llanura de Salisbury. Aceptamos con mucho gusto. Regresamos a Londres y lo pasamos muy bien. Compramos unos cuantos silloncitos y un diván tapizado de quimón, para sustituir, en parte, los muebles italianos que el hermano de Gertrude Stein se había llevado. Esto nos ocupó mucho tiempo. Tuvimos que comprobar si el tamaño de las sillas y del diván era adecuado al tamaño de nuestro cuerpo, y tuvimos que escoger una tela que armonizara con los cuadros, todo lo cual conseguimos. Estas sillas y este diván, que son muy cómodos, llegaron, pese a la guerra, a la puerta de la casa de la rue de Fleurus, un día del mes de enero de 1915, y los recibimos con gran alegría. En aquellos días una necesitaba de estos consuelos y estas comodidades. Y cenamos con los Whitehead, y nos gustaron todavía más que antes, y nosotras les gustamos a ellos más que en cualquier otra ocasión, y fueron tan amables que nos lo dijeron. Gertrude Stein acudió a su cita con John Lane, en Bodley Head. Tuvieron una larguísima conversación, tan larga fue que agoté todos los escaparates de la zona, pero al fin, Gertrude Stein salió con su contrato. Fue un feliz momento álgido. Entonces tomamos el tren para Lockridge, a fin de pasar el final de semana con los Whitehead. Teníamos un baúl para los finales de semana, lo habíamos utilizado en nuestra primera visita y ahora lo utilizábamos siempre. Tal como me dijo después un amigo, nos invitaron a pasar un final de semana y pasamos seis semanas. Eso fue lo que hicimos.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 91 Cuando llegamos había allí muchos invitados, algunos venían de Cambridge, había también unos cuantos muchachos, entre ellos Eric, el hijo de los Whitehead, que entonces contaba quince años, pero era muy alto y tenía aspecto de flor, y la hija de aquéllos, Jessie, que acababa de regresar de Newnham. Los presentes no podían pensar seriamente en la posibilidad de una guerra, ya que no hacían más que hablar del próximo viaje que Jessie haría a Finlandia. Jessie siempre trababa amistad con extranjeros procedentes de sitios raros, la apasionaba la geografía, así como las glorias del Imperio Británico. Jessie tenía una amiga finlandesa que la había invitado a pasar el verano en Finlandia con su familia, y que había asegurado a Jessie que había grandes posibilidades de que se produjera una rebelión contra el dominio ruso. Los Whitehead tenían otro hijo, mayor, llamado North, que en aquellos días estaba fuera de la casa. De repente, si la memoria no me engaña, se celebraron las reuniones encaminadas a evitar la guerra, entre lord Grey y el ministro de asuntos exteriores de Rusia. Y después, antes de que pudieran producirse otros acontecimientos, vino el ultimátum a Francia. Gertrude Stein y yo quedamos anonadadas, al igual que Evelyn Whitehead, por cuyas venas corría sangre francesa, y que se había educado en Francia, y que era muy francófila. Luego vinieron los días de la invasión de Bélgica, y todavía me parece oír la voz del doctor Whitehead leyendo despacio y en voz alta los periódicos, y después los comentarios de todos sobre la destrucción de Lovaina y sobre la necesidad de ayudar a los débiles y valerosos belgas. Y Gertrude Stein, desesperada, sintiéndose infinitamente desgraciada, me preguntó: «¿Dónde está Lovaina?» Y yo le pregunté: «¿De veras no lo sabes?» Y ella me dijo: «No, ni me importa, pero ¿dónde está?» Nuestro final de semana había terminado, y dijimos a mistress Whitehead que nos disponíamos a irnos. Y ella dijo: «Pero ahora no pueden regresar a París...» Le contestamos que no, pero que podíamos quedarnos en Londres. Y ella repuso: «No, no, ustedes se quedarán con nosotros hasta que puedan regresar a París.» Mistress Whitehead insistió con mucho interés y amabilidad, nosotras nos sentíamos muy desgraciadas, los Whitehead nos gustaban mucho, y nosotras les gustábamos mucho a ellos, y por todo eso decidimos quedarnos. Y entonces vimos, con inmenso alivio, que Inglaterra entraba en guerra. Teníamos que ir a Londres para hacernos cargo de nuestros baúles, mandar cablegramas a Norteamérica y retirar dinero. Por su parte, mistress Whitehead también quería ir a Londres para ver si ella y su hija podían hacer algo en ayuda de los belgas. Recuerdo muy bien aquel viaje. Aun cuando el tren no iba atestado, tuve la impresión de que hubiera mucha gente en todas partes. En todas las estaciones, incluso las de los pueblos, había muchísima gente, no gente preocupada sino sencillamente mucha gente. En la estación de enlace donde debíamos transbordar encontramos a lady Astley, quien era una amiga de Myra Edgerly a la que habíamos conocido en París. Nos saludó alegremente, en voz muy alta: «¿Qué tal, cómo están ustedes? Voy a Londres a despedir a mi hijo.» Nosotras le preguntamos educadamente: «¿Ah, sí?¿Se va?» Y ella dijo: «Sí, es oficial del ejército y esta noche embarca para Francia.» En Londres, todo fue muy difícil. Gertrude Stein tenía su carta de crédito en un banco francés, pero la mía, por una cuantía afortunadamente pequeña, estaba en un banco californiano. Y he dicho afortunadamente pequeña porque los bancos se negaban a entregar sumas elevadas, y la cuantía de mi crédito era tan pequeña y había utilizado tan gran parte de él, que me dieron, sin oponer resistencia, el resto del capital. Gertrude Stein mandó un cablegrama a su primo de Baltimore pidiéndole que le remitiera dinero, recogimos los baúles, nos reunimos con Evelyn Whitehead en el tren, y en su compañía regresamos a Lockridge. Fue un alivio encontrarnos de nuevo allí.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 92 Agradecimos mucho a Evelyn Whitehead su hospitalidad, ya que vivir en un hotel durante aquellos días hubiera sido horroroso. Así pasaron los días, y ahora es muy penoso recordar lo que ocurrió. North Whitehead se encontraba fuera de su casa, por lo que mistress Whitehead temía que cometiera la temeridad de alistarse voluntariamente. Mistress Whitehead estaba en lo cierto. North Whitehead había acudido a la más cercana oficina de reclutamiento para alistarse, pero, por suerte, eran tantos los que querían hacerlo, que la oficina cerró sus puertas antes de que le llegara el turno. Mistress Whitehead fue inmediatamente a Londres para hablar con Kitchener. El hermano del doctor Whitehead era obispo en la India, y en sus tiempos juveniles había sido íntimo amigo de Kitchener. Mistress Whitehead apoyándose en este hecho logró que asignaran a su hijo un destino en servicios. Mistress Whitehead regresó un tanto tranquilizada. North se incorporaría al cabo de tres días, pero en el curso de éstos debía aprender a conducir. Los tres días pasaron muy deprisa, y North se fue. Lo mandaron inmediatamente a Francia, sin más preparación. Y entonces comenzó la espera. Evelyn Whitehead estaba muy ocupada con sus proyectos de realizar trabajos auxiliares durante la guerra, y yo la ayudaba en cuanto podía. Gertrude Stein y el doctor Whitehead daban largas paseatas por el campo. Hablaban de filosofía y de historia, y, durante estas conversaciones, Gertrude Stein comprendió hasta qué punto fue el doctor Whitehead, y no Russell, quien tuvo las ideas que informaron el gran libro que escribieron en colaboración. El doctor Whitehead, hombre profundamente sencillo y de generosidad sin límites, jamás reivindicó nada para sí y, por otra parte, admiraba terriblemente cuanto fuera brillante, y Russell, era, sin duda alguna, un hombre brillante. Al regresar, Gertrude Stein solía contarme lo ocurrido durante estos paseos, y me decía que los campos seguían siendo exactamente tal como eran en los tiempos de Chaucer, con los verdes senderos de que nos hablan los primitivos británicos, y de los que todavía podían verse largos tramos, y los, triples arcos iris de aquel extraño verano. El doctor Whitehead y Gertrude Stein solían tener largas conversaciones con los guardabosques y campesinos. Uno de ellos dijo al doctor Whitehead: «Pero señor, Inglaterra ha ganado todas las guerras en que ha tomado parte...» El doctor Whitehead se volvió hacia Gertrude Stein y, con una amable sonrisa, dijo: «Creo que, al menos, eso podemos decir.» Y el guardabosques al ver que el doctor Whitehead parecía un tanto desanimado, le dijo: «Doctor Whitehead, ¿verdad que Inglaterra es la nación más poderosa?» Y el doctor Whitehead contestó: «En eso confío, sí, en eso confío.» Los alemanes se acercaban más y más a París. Un día, el doctor Whitehead preguntó a Gertrude Stein, mientras cruzaban una tupida zona de bosque, por lo que tenía que ayudarla: «¿Tiene usted aquí ejemplares de sus libros o están todos en París?» Gertrude Stein contestó: «Están todos en París.» Y el doctor Whitehead añadió: «No quería hacerle esta pregunta, pero tal posibilidad me preocupaba.» Los alemanes se acercaban más y más a París, y el último día de su avance, Gertrude Stein fue incapaz de abandonar su dormitorio, y allí se quedó desolada. Gertrude Stein amaba París, no pensaba en sus manuscritos ni en sus cuadros, sino en París, y estaba desesperada. Y entonces yo subí a su cuarto y grité: «¡París se ha salvado! ¡Los alemanes han emprendido la retirada!» Ocultó el rostro y dijo: «No digas esas cosas...» Y yo le dije: «¡Es verdad, no miento!» Y entonces las dos nos echamos a llorar. La primera descripción que de la batalla del Marne llegó a Inglaterra estaba contenida en la carta que Mildred Aldrich mandó a Gertrude Stein. El texto de esta carta era prácticamente el mismo que el de la primera carta del libro Hilltop on the Marne.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 93 Nos dio una gran alegría recibirla, enterarnos de que Mildred estaba sana y salva, y saber todo lo ocurrido. La carta pasó de mano en mano, y la leyeron todos los vecinos de aquellos contornos. Después, cuando regresamos a París, conocimos dos descripciones más de la batalla del Marne. Una vieja amiga mía y compañera de colegio, en California, llamada Nellie Jacott, vivía en Boulogne-sur-Seine, y yo estaba preocupada por su suerte, por lo que le mandé un telegrama. De modo muy suyo, contestó inmediatamente, diciendo: «Nullement en danger ne t'inquiète pas», es decir, no corro peligro alguno, no sufras. Nellie fue quien en los primeros tiempos de mi estancia en París dijo que Picasso era un limpiabotas bien parecido, y quien solía decir de Fernande: «Es una mujer corriente, no sé por qué te ocupas tanto de ella.» También fue Nellie quien hizo subir el rubor a las mejillas de Matisse al formularle una serie de preguntas acerca de las distintas maneras en que éste veía a su esposa, primero en cuanto a esposa, y, luego, en cuanto a modelo, y sobre cómo pasaba Matisse de un punto de vista al otro. También fue Nellie quien contó una anécdota que Gertrude Stein solía repetir, según la cual un muchacho le había dicho en cierta ocasión: «¡Nellie, te amo! ¿Te llamas Nellie, verdad?» También fue Nellie quien, cuando nosotras regresamos de Inglaterra y le dijimos que todos habían sido muy amables para con nosotras, exclamó: «Sí, ya conozco a ese tipo de gente.» Y Nellie nos describió la batalla del Marne. Dijo: «Como sabéis, todas las semanas voy al centro de la ciudad para comprar, y me llevo a la criada. Vamos en tranvía porque es muy difícil encontrar un taxi en Boulogne, y regresamos en taxi. Bueno, el caso es que vinimos como de costumbre, y no advertimos nada anormal, y, cuando terminamos la compra, y hubimos tomado el té, nos pusimos en una esquina en espera de un taxi. Paramos varios taxis, pero cuando les decíamos adónde queríamos que nos llevasen, se iban. Sé que a algunos taxistas no les gusta ir a Boulogne, por lo que dije a Marie: «Diles que les daremos una buena propina si nos llevan.» Marie paró otro taxi, conducido por un hombre muy viejo, a quien yo dije: «Le daré una buena propina si nos lleva a Boulogne.» El taxista se llevó el dedo a la nariz y dijo: «Lo siento mucho, madame, pero hoy no puede ser; los taxis no pueden salir de los límites de la ciudad.» «¿Por qué?», le pregunté. Y por toda respuesta me hizo un guiño, y siguió su camino. Así es que tuvimos que regresar a Boulogne en tranvía. Naturalmente, después, cuando nos enteramos de lo de Gallieni y los taxis, lo comprendimos todo.» Y Nellie terminó: «Así fue la batalla del Marne.» Alfy Maurer nos hizo otra descripción de la batalla del Marne, inmediatamente después de nuestro regreso a París. Alfy nos dijo: «Estaba yo sentado en un café, y París me parecía haber palidecido, bueno, ya saben, París tenía un color como de absenta pálida. Pues bien, yo estaba sentado en el café, allí, y vi grandes cantidades de carros arrastrados por infinidad de caballos, que avanzaban muy despacio, y junto a los carros iban soldados, y los carros llevaban unas cajas en las que estaba escrito Banque de France. Y resulta que se llevaban el oro en los carros, antes de empezar la batalla del Marne.» Durante los tristes días de nuestra espera en Inglaterra, ocurrieron, desde luego, muchas cosas. Era mucha la gente que entraba y salía de casa de los Whitehead, y allí, como es natural, se hablaba y se discutía mucho. En primer lugar estaba Lytton Strachey, quien vivía en una casita, no lejos de Lockridge. Lytton Strachey vino una tarde a ver a mistress Whitehead. Era un hombre delgado y macilento, con barba sedosa, y una voz aguda y lejana. Nosotras lo habíamos conocido el año anterior, cuando Lytton Strachey había acudido a casa de miss Ethel Sands para conocer a George Moore. Gertrude Stein y George Moore, quien tenía aspecto de opulencia, y, por su físico, recordaba los anuncios de alimentos para la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 94 infancia, no simpatizaron. Lytton Strachey y yo hablamos de Picasso y de los ballets rusos. Aquella noche, Lytton Strachey y mistress Whitehead hablaron del posible rescate de la hermana de aquél, que se encontraba perdida en algún lugar de Alemania. Mistress Whitehead le indicó que recurriera a cierta persona que podía ayudarle a este fin. Lytton Strachey objetó con voz débil: «Pero yo no conozco a esta persona...» Mistress Whitehead repuso: «Desde luego, pero puede escribirle y solicitar entrevistarse con ella.» Replicó Strachey con voz igualmente débil: «No, no, no la conozco.» Otro que también acudió a casa de los Whitehead fue Bertrand Russell. Vino a Lockridge el día en que North Whitehead partió para el frente. Bertrand Russell era un pacifista a quien le encantaba discutir. Pese a que el doctor Whitehead y su esposa eran viejos amigos de Bertrand Russell, aquel día no se sentían con ánimos para soportar sus ideas acerca de la guerra. Pues Bertrand Russell vino, y Gertrude Stein, a fin de apartar la atención de todos de la espinosa cuestión de la guerra y la paz, comenzó a hablar de educación. Este tema captó el interés de Bertrand Russell, quien explicó en qué consistían los fallos del sistema de educación norteamericano, y se extendió especialmente en lo referente al olvido en que se tenía la enseñanza del griego. Gertrude Stein objetó que Inglaterra, que era una isla, necesitaba de Grecia, que también era una isla o, por lo menos, hubiera podido serlo. Afirmó que, de todos modos, la cultura griega era insular, pero Norteamérica necesitaba una cultura continental, y en consecuencia necesitaba la cultura latina. Este argumento picó a Russell, quien comenzó a hablar con gran elocuencia. Entonces, Gertrude Stein se encorajinó, y pronunció un largo discurso sobre el valor que la cultura griega tenía para los ingleses, prescindiendo del hecho insular, y la carencia de valor de la cultura griega para los norteamericanos debido a las diferencias psicológicas que separaban a éstos de los ingleses. Gertrude Stein también habló con gran elocuencia de la naturaleza abstracta de las ideas americanas, y citó ejemplos en los que mezcló el automovilismo con Emerson, demostrativos todos de que los norteamericanos para nada necesitaban del griego, con lo cual Bertrand Russell se picó más y más, y mantuvo la atención de todos pendiente de él, hasta que nos fuimos a la cama. En aquellos días discutimos mucho. Un día, el obispo hermano del doctor Whitehead, acompañado de su familia, vino a almorzar. Todos hablaron sin cesar de la entrada de Inglaterra en la guerra, a fin de acudir en auxilio de Bélgica. Al fin mis nervios no pudieron aguantar más y tartamudeé: «¿Por qué hablan ustedes tanto de eso? ¿Por que no dicen de una vez que Inglaterra lucha por su propia salvación? Jamás me ha parecido vergonzoso luchar por la propia patria.» En aquella ocasión la mujer del obispo estuvo muy graciosa. Solemnemente dijo a Gertrude Stein: «Miss Stein, según me han dicho, usted es una persona importante en París. Creo que, siendo usted ciudadana de un país neutral, bien podría indicar al gobierno francés la conveniencia de que nos diera Pondichéry. Pondichéry sería muy útil a Inglaterra.» Gertrude Stein contestó muy cortésmente que lamentaba muchísimo que su importancia tan sólo fuera apreciada en el mundo de los pintores y de los escritores, pero en ningún caso en el de los políticos. Y la señora del obispo insistió: «Pero eso carece de importancia. Francamente, sigo creyendo que debiera usted aconsejar al gobierno francés que nos dé Pondichéry.» Tras el almuerzo, Gertrude Stein me preguntó en voz baja: «¿Dónde diablos está el Pondichéry ese?» Gertrude Stein se enfurecía siempre que los ingleses hablaban de la organización de que los alemanes hacían gala. Solía asegurar que los alemanes carecían de organización, que ciertamente tenían método, eran metódicos, pero que no tenían organización. Irritada exclamaba: «No comprenden ustedes que dos americanos

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 95 cualesquiera, veinte americanos, cualquier número de millones de americanos pueden organizarse para hacer algo, pero que los alemanes son incapaces de organizarse para nada, aunque sí pueden idear un método e imponerse su cumplimiento, pero que eso no es organización ni mucho menos...» E insistía en el siguiente punto: «El pueblo alemán no es un pueblo moderno. Los alemanes son gente retrógrada que han convertido en método lo que, para nosotros, es organización. ¿No lo comprenden? Así es que jamás podrán ganar esta guerra, por la sencilla razón de que no son modernos.» Luego, los ingleses nos irritaban tremendamente cuando aseguraban que los norteamericanos de origen alemán lograrían que Norteamérica adoptara una postura adversa a los aliados. Gertrude Stein solía argumentar: «No sean ustedes tontainas, si ustedes no pueden comprender que Norteamérica siente una profunda simpatía por la causa de Inglaterra y Francia, ustedes jamás podrán comprender a Norteamérica.» Solía decir, con gran energía: «Somos republicanos, somos una república, y lo somos de una manera muy profunda e intensa, y una república puede sentirse totalmente identificada con Francia, y en gran parte con Inglaterra, pero, sean cuales fueren las variantes de la forma de gobierno de una república, jamás podrá tener nada en común con Alemania.» Infinitas veces he oído decir a Gertrude Stein que los americanos son republicanos que viven en una república que es tan profundamente republicana que no puede ser otra cosa que una república. Así pasó aquel largo verano. Gozamos de un tiempo muy hermoso, en una tierra muy hermosa, y el doctor Whitehead y Gertrude Stein jamás dejaron de pasear por los contornos y de sostener largas conversaciones sobre los más diversos temas. De vez en cuando íbamos a Londres. Acudíamos regularmente a la agencia Cook para saber cuándo podríamos regresar a París, y siempre nos contestaban que todavía no. Gertrude Stein visitó a John Lane. Lo encontró preocupadísimo. John Lane era un apasionado patriota. Dijo que por el momento no hacía otra cosa que publicar libros acerca de la guerra, pero que no tardaría en llegar el momento, en que las cosas cambiaran y en que la guerra terminara. El primo de Gertrude Stein y mi padre nos mandaron dinero en el crucero Tennessee, de Estados Unidos. Fuimos a buscarlo. A bordo, antes de darnos el dinero, nos pesaron y nos midieron. Luego, Gertrude Stein y yo nos preguntamos cómo podía ser que el primo de Gertrude, quien no la había visto en diez años, y mi padre, que no me había visto en seis años, supieran nuestras respectivas alturas y nuestro peso. Siempre ha sido un misterio. Hace cuatro años, el primo de Gertrude Stein vino a París, y lo primero que hizo Gertrude Stein fue preguntarle: «¿Julián, cómo es que sabías mi peso y mi estatura cuando me mandaste el dinero en el Tennessee?» El primo Julián preguntó a su vez: «¿Ah, sí?¿Yo sabía tu peso y estatura?» Y Gertrude Stein repuso: «Bueno, el caso es que en el barco constaba que lo sabías.» El primo de Gertrude Stein contestó: «No sé, no me acuerdo, pero si ahora me preguntaran estos datos, procuraría hacerme con una copia de los datos de tu pasaporte, en Washington, y es probable que entonces hiciera eso.» Y así quedó aclarado el misterio. También tuvimos que acudir a la embajada norteamericana para que nos dieran pasaportes provisionales a fin de regresar a París. Carecíamos de documentación, nadie tenía documentación en aquellos días. Bueno, en realidad, Gertrude Stein tenía lo que en París denominaban papier de matriculation, en el que se hacía constar que era norteamericana y residente en París. La embajada estaba atestada de ciudadanos norteamericanos con aspecto muy poco norteamericano, que esperaban que les llegara la vez de solventar sus asuntos. Al fin nos atendió un joven norteamericano que parecía cansadísimo. Gertrude Stein le hizo observar la gran cantidad de norteamericanos sin aspecto de norteamericanos que

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 96 esperaban. Y el joven exhaló un suspiro y dijo: «Sus casos son los más fáciles porque tienen documentación. En cambio, ningún americano nacido en América tiene papeles.» Entonces Gertrude Stein le preguntó: «¿Y cómo soluciona estos últimos casos?» El funcionario dijo: «Nos basamos en conjeturas, y confiamos en acertar... Bueno, ahora voy a tomarle juramento.» Y exclamó: « ¡Dios mío! ¡He tomado tantos juramentos que me he olvidado de la fórmula!» El quince de octubre, Cook nos dijo que podíamos regresar a París. Mistress Whitehead vendría con nosotras. North, su hijo, había partido sin capote, su madre había logrado que le dieran uno, y temía que si lo mandaba por los medios normales llegaría demasiado tarde a manos de su hijo. Por esto, decidió ir a París y entregar personalmente el capote a su hijo, o encontrar a alguien que se lo entregara. El Ministerio de la Guerra y Kitchener habían proporcionado los oportunos papeles a mistress Whitehead. Y partimos. Apenas me acuerdo de nuestra partida de Londres, ni siquiera sé si fue de día o de noche, pero no, seguramente fue de día porque, cuando estábamos en el barco, era de día. El barco iba atestado. Había grandes cantidades de soldados y oficiales belgas que habían logrado escapar de Amberes, y todos tenían la mirada cansada. Allí vimos por primera vez la mirada fatigada pero vigilante de los combatientes. Finalmente pudimos procurarnos una silla para mistress Whitehead, quien había estado enferma, y pronto llegamos a Francia. Los documentos que llevaba mistress Whitehead eran tan importantes que nos allanaron todos los obstáculos, y pronto estuvimos en el tren, y alrededor de las diez de la noche llegamos a París. Tomamos un taxi, y, por las calles de París, hermoso e intacto, nos dirigimos a la rue de Fleurus. Todos aquellos que días antes nos parecían tan lejos de nosotras, vinieron a vernos. Alfy Maurer nos contó que se había encontrado en su pueblo favorito junto al Marne —siempre pescaba en el Marne—, y que vino la movilización, y que luego vinieron los alemanes, y que él tuvo mucho miedo, y que procuró irse de allí, y que al fin pudo regresar a París, tras infinitos esfuerzos y gestiones. Cuando se fue, Gertrude Stein lo acompañó hasta la puerta, y regresó sonriente. Entonces mistress Whitehead, un poco inhibida, dijo: «Gertrude, usted siempre ha hablado muy favorablemente de Alfy Maurer, pero me resulta imposible comprender que tenga simpatía a un hombre que en los presentes momentos se comporta no sólo como un egoísta, sino también como un cobarde. Tan sólo pudo pensar en ponerse a salvo, pese a que poco peligro corría siendo ciudadano de un país neutral.» Gertrude Stein se echó a reír, y dijo: «¡Vamos, vamos, no sea tan ingenua! Con Alfy se encontraba su novia, y tenía miedo de que ésta cayera en manos de los alemanes.» Entonces, en París, no había mucha gente, lo cual nos gustaba, y lo aprovechábamos para callejear, lo cual resultaba muy agradable, maravillosamente agradable. Mistress Whitehead pronto encontró la manera de mandar el capote a su hijo, y regresó a Inglaterra, y nosotras nos dispusimos a pasar el invierno en París. Gertrude Stein mandó unas cuantas copias de sus originales a varios amigos de Nueva York, para que se las guardaran. Confiábamos en que el peligro hubiera pasado ya, pero pese a ello creímos más prudente enviar a Nueva York aquellas copias, por cuanto todavía podían venir los zeppelines. Ya antes de que nosotras partiéramos, Londres quedaba totalmente a oscuras durante la noche. Pero Paris siguió con sus luces hasta el mes de enero. No recuerdo exactamente cómo ocurrió, aunque sí sé que fue por mediación de Carl Van Vechten, y que, en cierto modo, también intervinieron los Norton, pero el caso es que llegó una carta de Donald Evans, en la que proponía publicar tres originales, formando un pequeño volumen, y pedía que Gertrude Stein le indicara el título

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 97 adecuado. De estos tres originales, dos habían sido escritos durante el viaje a España, y el tercero —Food, Rooms... etc.— lo fue inmediatamente después de nuestro regreso a Paris. Tal como Gertrude Stein diría, en estos tres originales comenzaba la mezcla de lo interior con lo exterior. Hasta aquel momento, Gertrude Stein se había ocupado principalmente de la seriedad y las cosas interiores, pero en estos estudios comenzó a describir lo interior desde lo exterior. La idea de publicar esos tres textos la satisfizo enormemente, y consintió en seguida, indicando que el título más adecuado sería Tender Buttons. A su editorial, Donald Evans la llamada Claire Marie, y mandó el contrato para que Gertrude Stein lo firmara. Nosotras creímos que realmente existía una Claire Marie, pero al parecer no era así. No recuerdo si esta edición constaba de setecientos cincuenta o de mil ejemplares, el caso es que el libro era pequeño y muy bonito, y que a Gertrude Stein le gustó muchísimo, y que, como es bien sabido, tuvo una enorme influencia en la literatura de todos los escritores jóvenes, y que motivó que todos los críticos de los periódicos del país iniciaran una campaña encaminada a ponerlo en ridículo. Debo decir que, cuando los críticos tienen gracia, y a menudo la tienen, Gertrude Stein, se ríe, y me lee sus artículos en voz alta. Y así pasó el terrible invierno de 1914 y 1915. Una noche, y creo que fue a fines de enero, yo me acosté muy temprano, tal como tenía por costumbre, y sigo teniendo por costumbre, y Gertrude Stein se quedó en el estudio trabajando, tal como tenía por costumbre. De repente oí que me llamaba, sin alzar demasiado la voz. Y yo dije: «¿Qué pasa?» Gertrude Stein dijo: «Nada, pero si te parece quizá sería conveniente que te abrigaras un poco y bajaras. Sí, quizá será mejor que bajes.» Y yo dije: «¿Hay revolución?» Los porteros y las porteras siempre hablaban de una revolución. Los franceses están tan acostumbrados a las revoluciones, y han tenido tantas, que, cuando ocurre algo, en seguida piensan en la revolución y comienzan a hablar de revolución. Y así es hasta tal punto que Gertrude Stein, en cierta ocasión, dijo con impaciencia, a unos soldados franceses que habían comenzado a hablar de revolución: «Sois tontos, habéis tenido una revolución verdaderamente buena, excelente, y muchas otras que no han sido tan buenas. Me parece absurdo que un pueblo inteligente no pueda pensar más que en repetirse constantemente.» Los soldados quedaron muy alicaídos, y dijeron, «bien sûr mademoiselle», es decir, tiene usted toda la razón, señorita. Bueno, el caso es que, cuando Gertrude Stein me despertó, yo también pregunté si había revolución y si habían llegado los soldados. Y Gertrude Stein contestó: «No, no es exactamente eso.» E impacientemente, yo dije: «Entonces, ¿qué pasa?» Contestó: «No lo sé, aunque no hay motivo para alarmarse. Mejor será que vengas.» Me incorporé para encender la luz, y Gertrude Stein me dijo que no lo hiciera, que le diera la mano, que me guiaría abajo, y que luego podría dormir abajo en el diván. Y bajamos. Estaba todo muy oscuro. Me senté en el diván y dije: «No sé lo que me pasa, pero me tiemblan las piernas.» Gertrude Stein se echó a reír a carcajadas y dijo: «Espera un momento, te voy a traer una manta.» Yo dije: «No, no me dejes sola.» Gertrude Stein encontró algo con que arroparme, y entonces oímos una gran explosión, y luego varias más. Eran ruidos blandos, y sonaron las trompetas en la calle, y supimos que todo había pasado ya. Encendimos las luces y nos fuimos a la cama. Debo decir que jamás hubiera creído que las piernas pudieran temblar, tal como se dice en la literatura en verso y en prosa, si no me hubiera ocurrido a mí. La vez siguiente, fue una alarma de zeppelines, y poco después de que se diera el aviso inicial de esta última, Picasso y Eve cenaron con nosotras. A la sazón sabíamos que el edificio de dos pisos no nos protegía más que la techumbre del taller, y la portera nos aconsejó que durmiéramos en su dormitorio, donde, por lo menos, quedaríamos protegidas por seis pisos. Eve no se encontraba muy bien aquellos días, y además tenía

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 98 miedo, por lo que fuimos a casa de la portera. Incluso Jeanne Poule, la sirvienta bretona que había sucedido a Hélène, vino con nosotros. Estas precauciones pronto aburrieron a Jeanne, quien pese a cuantas reflexiones le hicimos, regresó a la cocina, encendió la luz, en contravención de cuanto ordenaban los bandos, y se puso a lavar platos. También nosotros nos cansamos de estar en el piso de la portera y regresamos a casa. Pusimos una vela debajo de la mesa, a fin de que no diera demasiada luz. Eve y yo intentamos dormir, y Picasso y Gertrude Stein hablaron hasta las dos de la madrugada, hora en que sonaron las trompetas anunciando que la alarma había terminado, y entonces Eve y Picasso se fueron a su casa. En aquellos días, Picasso y Eve vivían en la rue Schoelcher, en un piso-estudio casi lujoso, con vistas al cementerio. No, no era muy alegre. Su única diversión se la proporcionaban las cartas de Guillaume Apollinaire, quien se dedicaba a caer del caballo, en su empeño de llegar a ser un buen artillero. Los únicos vecinos que tenían eran un ruso, a quien llamaban G. Apostrophe, y su hermana, la baronesa. Estos rusos compraron todos los cuadros de Rousseau que se encontraron en su taller al morir el pintor. Tenían un piso en el Boulevard Raspail, sobre el árbol de Victor Hugo, y eran bastante divertidos. Enseñaron a Picasso el alfabeto ruso, y éste comenzó a poner letras cirílicas en algunos de sus cuadros. No fue un invierno muy alegre. La gente venía a casa, gente nueva y gente vieja. Ellen la Motte vino a vernos, era una mujer muy heroica, pero las armas le daban miedo. Quería ir a Servia, y Emily, Chadbourne quería acompañarla, pero no fueron. Gertrude Stein escribió una novelita al respecto. Ellen la Motte se dedicaba a coleccionar recuerdos de guerra para entregárselos a su primo Dupont de Nemours. Los relatos sobre cómo conseguía estos recuerdos resultaban muy divertidos. En aquellos tiempos, todo el mundo le traía a una recuerdos, como flechas de acero que atravesaban la cabeza de los caballos, porciones de bombas, tinteros hechos con porciones de bombas, cascos de acero... Alguien nos trajo un pedazo de zeppelin o de aeroplano, no sé cuál de los dos aparatos, pero nosotras solíamos rechazar estos obsequios. Fue un invierno muy raro en el que no pasó nada y pasó todo. Si no recuerdo mal, fue en este período cuando alguien, y creo que fue Guillaume Apollinaire en ocasión de venir de permiso, dio un concierto y un recital de poemas de Blaise Cendrar. Entonces fue cuando oí nombrar por vez primera a Erik Satie, y escuché su música. Recuerdo que esto ocurrió en el estudio de alguien, y que tal estudio estaba atestado. También fue en estos días cuando se inició la amistad entre Gertrude Stein y Juan Gris. Juan Gris vivía en la rue Ravignan, en el estudio en que encerraron a Salmon y donde éste se comió el adorno amarillo de mi sombrero. Lo visitábamos muy a menudo. Juan pasaba una mala temporada, nadie compraba sus cuadros. Los artistas franceses no lo pasaban mal porque se encontraban en el frente, y sus esposas, o sus amantes, si es que éstas habían convivido con ellos durante cierto número de años, recibían una pensión. Sin embargo, se dio un triste caso, el de Herbin, un hombrecillo muy simpático, pero tan menudo que el ejército lo declaró no apto para el servicio. Irónicamente decía que la cruz que le había tocado llevar pesaba tanto como él, y que, verdaderamente, no podía sobrellevarla. Volvió a casa con su certificado de no apto y casi se moría de hambre. No sé quién nos habló de él, era alguno de los primeros cubistas. Gertrude Stein, entonces, logró que Roger Fry se interesara por la suerte de Herbin. Roger Fry cogió a Herbin y sus cuadros y los transportó a Inglaterra, donde el pintor logró fama, que imagino todavía conservará. El caso de Juan Gris era mucho más difícil. En aquellos días, Juan era un hombre atormentado y poco agradable. Melancólico y efusivo, jamás perdió su clarividencia ni su intelectualismo. A la sazón pintaba casi exclusivamente en blanco y negro, y sus

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 99 cuadros eran muy sombríos. Kahnweiler, su protector, se encontraba exiliado en Suiza, y la hermana de Juan, que estaba en España, poco podía ayudarle. La situación de Juan Gris era desesperada. Precisamente en esta época, aquel marchante que después, en su papel de asesor de la subasta de los cuadros de Kahnweiler, dijo que iba a matar el cubismo, se dispuso a salvar el cubismo y firmó contratos con todos los cubistas que se encontraban en disposición de seguir pintando. Entre ellos se contaba Juan Gris, lo cual le permitió superar momentáneamente sus dificultades. Tan pronto estuvimos de vuelta en París, visitamos a Mildred Aldrich. Como sea que ésta vivía en Zona militarizada, imaginamos que necesitaríamos un permiso especial para llegar hasta su casa. Fuimos a la comisaría de policía de nuestro distrito y preguntamos qué debíamos hacer. El policía nos preguntó qué documentos teníamos. Gertrude Stein dijo: «Tenemos nuestros pasaportes americanos, y el certificado de residencia en Francia.» Y le dio un montón de papeles. El policía los miró y preguntó: «¿Qué es eso?» Se refería a un papel amarillo. Gertrude Stein dijo: «Es el recibo del dinero que acabo de depositar en el banco.» Y el policía dijo solemnemente: «Creo que también será conveniente que lleve consigo este papel.» Y añadió: «Creo que con todo eso la dejarán pasar.» En realidad no tuvimos que exhibir documento alguno. Y pasamos varios días en casa de Mildred. Mildred fue la persona más alegre con quien tratamos aquel invierno. Mildred había vivido la batalla del Marne, en el bosque bajo de su casa cabalgaron los ulanos, fue testigo de la batalla que se desarrolló al pie de la colina en cuya cumbre vivía, y llegó a formar parte del paisaje. Bromeando, le dijimos que comenzaba a tener aspecto de campesina francesa, lo cual resultaba curiosamente cierto, pese a que Mildred había nacido y se había educado en Nueva Inglaterra. Siempre nos asombró que el interior de su casa, que era una casa de campo típicamente francesa, con muebles franceses, decoración francesa, sirvienta francesa e incluso un perrito francés, tuviera un aspecto tan norteamericano. Aquel invierno, visitamos varias veces a Mildred. Por fin llegó la primavera y nos dispusimos a dejar París por una temporada. Nuestro amigo William Cook, tras prestar servicio durante cierto tiempo como enfermero en el hospital norteamericano, dedicado a cuidar heridos franceses, había regresado a Palma de Mallorca. Cook, que había ganado siempre su sustento mediante la pintura, encontraba ahora dificultades en seguir haciéndolo, y por eso se retiró a Palma, donde, en aquellos tiempos, se podía vivir muy bien por muy pocos francos, debido a la baja cotización de la peseta. Decidimos ir también a Palma y olvidarnos un poco de la guerra. Únicamente teníamos los pasaportes provisionales que nos habían librado en Londres, por lo que fuimos a la embajada, a fin de que nos dieran pasaportes definitivos con los que pudiéramos ir a Palma. Primeramente, nos interrogó un amable anciano que, evidentemente, no pertenecía al cuerpo diplomático. Nos dijo: «Imposible, fíjense en mi caso, he vivido cuarenta años en París, pertenezco a una vieja familia norteamericana, y no tengo pasaporte. No, no. Si quieren pueden regresar a Norteamérica, con pasaporte, y pueden quedarse en París, sin pasaporte, pero no podrán obtener pasaporte para ir a España.» Gertrude Stein dijo que quería hablar con un secretario de la embajada. Y hablamos con uno de cabello rojo y rostro congestionado. Nos dijo exactamente lo mismo que el amable anciano. Gertrude Stein Io escuchó en silencio. Y luego Gertrude Stein dijo que Fulano se encontraba en su mismo caso, que era ciudadano americana por nacimiento, que había vivido en Europa durante el mismo tiempo que ella, que era escritor y que no tenía intención de regresar a Estados Unidos por el momento, y que

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 100 había obtenido pasaporte normal, librado por la embajada. El joven secretario, con el rostro todavía más congestionado, dijo que seguramente se trataba de un error. Gertrude Stein contestó: «En este caso, resulta muy sencillo comprobar tal error en sus archivos.» El secretario salió de la estancia, y regresó al cabo de poco, diciéndonos: «Efectivamente tiene usted razón, pero se trataba de un caso especial.» Con gran severidad, Gertrude Stein dijo: «Los privilegios que se conceden a un ciudadano americano, habida cuenta de ciertas circunstancias, deben concederse también a aquellos ciudadanos americanos que se encuentren en idénticas circunstancias.» De nuevo se levantó el secretario, regresó y dijo que sí, que podíamos iniciar los trámites de solicitud del pasaporte. Después explicó que tenían instrucciones de dar el menor número posible de pasaportes, pero que si alguien verdaderamente necesitaba el pasaporte, bueno, entonces se lo daban. Obtuvimos los nuestros en un tiempo récord. Y fuimos a Palma, con la intención de pasar allí unas cuantas semanas, pocas, pero nos quedamos durante todo el invierno. Primero fuimos a Barcelona. Nos pareció extraordinario ver a tantos hombres por las calles. Jamás hubiera imaginado que todavía quedaran tantos hombres en el mundo. Nuestra vista se había acostumbrado tanto a las calles sin hombres, ya que los pocos hombres que veíamos iban de uniforme y, en consecuencia, no eran hombres sino soldados, que nos desconcertaba ver a tantos hombres paseando arriba y abajo por las Ramblas. Nos sentamos tras la ventana del hotel, y contemplamos la calle. Yo me acosté temprano, mientras que Gertrude Stein se acostó tarde y se levantó tarde, de modo que durante algún tiempo las dos dormíamos, pero en momento alguno dejó de haber gran cantidad de hombres paseando por las Ramblas. De nuevo llegamos a Palma, Cook nos recibió y nos solucionó todos los problemas propios de una llegada. Siempre se podía confiar en William Cook. En aquellos días, Cook no tenía dinero, pero después, cuando heredó y vivía sin apuros, y cuando Mildred Aldrich se encontraba en dificultades económicas, y Gertrude Stein ya no podía ayudarla, William Cook le dio un cheque en blanco y le dijo que retirara cuanto dinero quisiera. «Bueno, a mi madre le gustaba mucho leer sus libros», dijo William Cook. De vez en cuando William Cook desaparecía, y nadie sabía dónde se encontraba, pero cuando se le necesitaba, por alguna razón u otra, William Cook reaparecía, siempre dispuesto a ayudar en lo que fuera. Más tarde William Cook se incorporó al Ejército de Estados Unidos, en una temporada en que Gertrude Stein y yo trabajábamos en el Fondo Norteamericano para los Heridos Franceses, y durante aquel tiempo me vi obligada a menudo a despertar, muy de mañana, a Gertrude Stein. William Cook y Gertrude Stein solían intercambiar las cartas más lúgubres que imaginarse pueda acerca de lo desagradable que es ver amanecer así, repentinamente. Aseguraban que nada había que objetar a los amaneceres si uno se acercaba a ellos despacio, a lo largo de la noche que los precede, pero que enfrentarse súbitamente con el amanecer, por la mañana, era algo horrible. También fue William Cook quien, más adelante, enseñó a Gertrude Stein a conducir, con un viejo taxi del Marne. Cook, al quedarse sin dinero, se dedicó a taxista en París, lo cual ocurrió el año dieciséis, y Gertrude Stein, por razón de su trabajo en el Fondo Norteamericano, se vio obligada a conducir. Por eso, en las noches oscuras, los dos iban más allá de la barrera de defensas militares, y sentados solemnemente en uno de aquellos viejos taxis Renault, de dos cilindros, de antes de la guerra, se dedicaban el uno a enseñar y la otra a aprender a conducir. También fue William Cook quien inspiró a Gertrude Stein el único guión cinematográfico que escribió en inglés, y que yo he incorporado, precisamente ahora, a Operas and Plays.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 101 El otro guión cinematográfico que escribió Gertrude Stein —sólo escribió dos—, y también incorporado a Operas and Plays, lo redactó muchos años después en francés, y se lo inspiró Basket, su perro de lanas blanco. Pero volvamos a Palma de Mallorca. Ya habíamos pasado dos veranos allí, nos había gustado, y ahora también nos gustó. En los actuales tiempos parece que Palma gusta a muchos norteamericanos, pero, en aquellos días, William Cook y nosotras éramos los únicos norteamericanos que vivían en la isla. Había unos cuantos ingleses, muy pocos, unas tres familias más o menos. Había una descendiente de uno de los capitanes de Nelson, una tal mistress Penfold, mujer de edad avanzada y lengua viperina, y su marido. Ella fue quien dijo a Mark Gilbert, muchacho inglés de unos dieciséis años y con tendencias pacifistas que se había negado a comer pastel a la hora del té: «Mark, o bien eres lo bastante mayor para ir a la guerra, o bien eres lo bastante joven para comer pastel.» Y Mark comió pastel. También había varias familias francesas. Entre ellas la del cónsul francés, monsieur Marchand, que estaba casado con una italiana encantadora con quien pronto trabamos amistad. Al cónsul francés le divirtió mucho una historia que le contamos acerca de Marruecos. Monsieur Marchand era agregado a la «residence» francesa en Tánger, cuando los franceses indujeron a Muley Hafid, entonces sultán de Marruecos, a abdicar. En aquel tiempo, nosotras pasamos diez días en Tánger, y ello ocurrió en ocasión de aquel primer viaje de Gertrude Stein por España, en el que tantas cosas importantes para ella ocurrieron. Habíamos contratado un guía llamado Mohamed, y Mohamed nos tomó cariño. Más que guía, Mohamed llegó a ser un agradable compañero. Dábamos largos paseos con él, y solía llevarnos a tomar el té en casa de sus primos que vivían en casas árabes, maravillosamente limpias, de la clase media. Lo pasábamos muy bien. Mohamed también nos hablaba de política. Había sido educado en el palacio de Muley Hafid, y sabía al dedillo todo lo que allí ocurría. Nos dijo exactamente cuánto dinero sería preciso dar a Muley Hafid para que abdicara, y cuándo abdicaría. Nos gustaban muchos estas historias porque nos gustaba mucho todo lo que contaba Mohamed, quien siempre terminaba sus explicaciones diciendo: «y cuando ustedes vuelvan ya tendremos tranvías, y no será necesario andar, y todo estará muy bien y será muy cómodo». Más tarde, cuando nos encontrábamos en España, leímos que había ocurrido exactamente lo que Mohamed nos había anunciado, y dejamos de prestar atención a los aconteceres marroquíes. En cierta ocasión, hablando de Marruecos, contamos lo anterior a monsieur Marchand, quien dijo: «Sí, así es la diplomacia. Probablemente las únicas personas no árabes que, en todo el mundo, sabían lo que el gobierno francés deseaba ardientemente saber, eran ustedes dos, y lo supieron por casualidad, y para ustedes carecía de importancia.» La vida en Palma era muy agradable, por lo que decidimos no viajar más en el curso de aquel verano y quedarnos allí. Dijimos a Jeanne Poule, nuestra criada francesa, que viniera, y, con la ayuda del cartero; encontramos una casita en la calle Dos de Mayo, en el Terreno, en las afueras de Palma, y comenzamos a vivir en ella. Tan bien nos encontrábamos allí que en vez de pasar únicamente el verano, nos quedamos hasta la primavera siguiente. Llevábamos ya bastante tiempo inscritas en la Biblioteca Mudie, de Londres, que nos mandaba .libros allí donde estuviéramos. En esta época, Gertrude Stein me leyó un volumen de cartas de la reina Victoria. En aquel entonces Gertrude Stein se interesó en autobiografías y diarios de misioneros. La Biblioteca Mudie tenía muchos libros de este género, y Gertrude Stein los leyó todos.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 102 Durante su estancia en Palma, Gertrude Stein escribió la mayor parte de las obras teatrales que, luego, fueron incorporadas a Geography and Plays. Gertrude Stein ha dicho siempre que los paisajes sugieren obras teatrales y el paisaje de el Terreno ciertamente se las sugirió. Teníamos un perro, un lebrel mallorquín, los lebreles son siempre un poco locos, que solía bailar a la luz de la luna, era un lebrel rayado, y no de un solo color cual son los lebreles del continente. A este lebrel le llamábamos Polybe porque nos gustaban mucho los artículos que, firmados por Polybe, publicaba Le Figaro. Según observó monsieur Marchand, Polybe era como un árabe, y de él decía que observaba un comportamiento que podía resumirse en la frase «bon accueil à tout le monde et fidèle à personne». A Polybe le gustaba apasionadamente comer porquería, y no había modo de evitar que lo hiciera. Le pusimos morrión para intentar quitarle el vicio, pero eso indignó tanto al criado ruso del cónsul de Inglaterra que tuvimos que renunciar a la idea. Entonces Polybe se dedicó a molestar a los corderos. Polybe incluso fue causa de que tuviéramos una pelea con Cook. Cook tenía una perra foxterrier, llamada Marie-Rose, y nosotras estábamos convencidas de que Marie-Rose inducía a Polybe a cometer travesuras, y, luego, se retiraba virtuosamente, dejando que Polybe cargase con toda la culpa. Y Cook albergaba el convencimiento de que Polybe estaba muy mal criado. Polybe tenía una costumbre digna de elogio. Solía sentarse en una silla y olfatear en silencio el gran ramo de nardos que yo solía colocar en el suelo, en un jarrón, en el centro de la estancia. Polybe jamás intentó comerse los nardos, y se limitaba a olerlos en silencio, suavemente. Poco antes de irnos, dejamos a Polybe al cuidado de los guardianes de la vieja fortaleza de Bellver. Cuando lo vimos, al cabo de una semana, Polybe no se acordaba de nosotros, ni de su nombre. Polybe sale en muchas de las obras teatrales que Gertrude Stein escribió en aquellos días. Las opiniones de los isleños con respecto a la guerra eran, en aquellos tiempos, un tanto contradictorias. Lo que más les impresionaba era el terrible coste, en dinero, de las actividades bélicas. No dejaban de calcular constantemente cuánto costaba la guerra por año, por mes, por semana, por día, por hora, y hasta por minuto. En los atardeceres de verano oímos sus voces diciendo que costaba cinco millones de pesetas, un millón de pesetas, dos millones de pesetas, y luego venían las buenas noches, buenas noches, y nosotros sabíamos que sus mentes no se apartaban del constante cálculo del coste de la guerra. Y fácil es imaginar cuán fascinante e interminable era el tema del coste de la guerra, si tenemos en cuenta que eran poquísimos los hombres, incluidos los pertenecientes a la clase media alta, que sabían escribir y calcular con las cuatro reglas, y que las mujeres, sin excepción, no sabían. Uno de nuestros vecinos tenía una ama de llaves alemana, que, cada vez que se producía una victoria alemana, ponía una bandera alemana en el balcón. Nosotros procurábamos darle la adecuada réplica del mejor modo posible, pero resulta que en aquel entonces los aliados no tuvieron demasiadas victorias que digamos. El camarero del hotel tenía grandes esperanzas de que España entrara en la guerra al lado de los aliados. Albergaba la certeza de que el Ejército español sería de gran ayuda a los aliados, ya que el Ejército español se caracterizaba por la virtud de poder hacer marchas más largas, comiendo menos, que cualquier otro ejército del mundo. La doncella del hotel se interesaba muchísimo en mis labores de punto para los soldados. Me decía: «Madame hace punto muy despacio; todas las señoras van muy despacio.» Y yo, esperanzada, le replicaba: «Si hago media durante años y años, terminaré yendo aprisa, no tan aprisa como usted, pero aprisa.» Pero ella aseguraba con firmeza: «No, jamás. Las señoras siempre van despacio.» En realidad llegué a hacer media aprisa, e incluso pude leer y hacer media aprisa al mismo tiempo.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 103 Llevábamos una vida muy agradable. Paseábamos mucho, comíamos muy bien, y nuestra criada bretona nos divertía mucho. Nuestra criada era patriota, y siempre llevaba una cinta con los colores nacionales en su sombrero. En cierta ocasión llegó a casa muy emocionada. Acababa de hablar con otra criada francesa y nos dijo: «Marie ha sabido hace poco que su hermano murió ahogado, y que le enterraron civilmente.» Muy interesada, le pregunté: «¿Y cómo fue eso?» Y Jeanne contestó: «Bueno, el caso es que todavía no había sido llamado a filas.» Durante la guerra era un gran honor enterrar civilmente a un hermano. Y si no era un gran honor, por lo menos sí era insólito. Jeanne se enteraba de las noticias de la guerra mediante los periódicos españoles, que leía fácilmente debido a que según ella, todas las palabras importantes estaban en francés. Jeanne nos hacía siempre prolijos relatos de la vida de los pueblos franceses, y Gertrude Stein la escuchaba durante largo rato, y luego, de repente, se cansaba y dejaba de escucharla. La vida en Mallorca fue muy agradable, hasta que comenzó el ataque de Verdun. Entonces comenzamos a pasarlo mal. Intentamos consolarnos mutuamente, pero fue poco menos que inútil. Uno de los franceses de Mallorca, un grabador afecto de parálisis infantil que, pese a su dolencia, intentaba, cada dos o tres meses, que el cónsul le declarase útil para el servicio militar, dijo que no debíamos preocuparnos porque si Verdun caía, ello no comportaría la invasión de Francia, sino tan sólo una victoria moral para los alemanes. De todos modos, nos sentíamos muy desgraciadas. Hasta el momento tuve gran confianza en la victoria, pero ahora notaba que la guerra tomaba un cariz distinto, que comenzaba a escapar a mi comprensión. En el puerto de Palma había un buque alemán, llamado Fangturm, que, antes de la guerra, vendía agujas e imperdibles en todos los puertos del Mediterráneo, y posiblemente vendía algo más ya que era un barco muy grande. El inicio de las actividades bélicas le había pillado en Palma, y, hasta el momento, no había podido hacerse a la mar. Casi todos los oficiales y marineros se habían ido a Barcelona, pero el buque quedó en la bahía de Palma. El Fangturm estaba muy enmohecido, y tenía descuidado aspecto, se encontraba precisamente bajo nuestras ventanas. De repente, cuando comenzó el ataque a Verdun, comenzaron a pintar el buque. Es fácil adivinar nuestros sentimientos. Nos sentíamos muy desgraciadas, y además muy irritadas. Nos desahogamos con el cónsul de Francia, y éste se desahogó con nosotras, y todo fue terrible. De día en día recibíamos peores noticias, uno de los lados del Fangturm estaba ya totalmente pintado, y de repente dejaron de pintar el buque. Se enteraron antes que nosotras. Los alemanes ya no podían tomar Verdun, ni lo tomarían jamás. Verdun estaba a salvo. Los alemanes ya habían abandonado toda esperanza de tomarlo. Cuando la pesadilla terminó, ninguno de nosotros quería quedarse en Mallorca, todos queríamos regresar a casa. Fue en esta época cuando Cook y Gertrude Stein se pasaban el día hablando de automóviles. Ninguno de los dos había conducido jamás un automóvil, pero estaban los dos muy interesados en hacerlo. Por su parte, Cook comenzaba a preguntarse cómo se ganaría la vida cuando regresara a París. Sus ingresos le permitían vivir en Mallorca, pero no en París. Pensó en obtener un empleo de cochero en la empresa de Félix Potin, y dedicarse a entregar a domicilio las mercancías de éste, ya que, según decía, prefería tratar con caballos a tratar con automóviles. El caso es que Cook regresó a París, y que, cuando nosotras llegamos, después que él, ya que dimos un rodeo y fuimos antes a Madrid, Cook ya conducía un taxi por París. Más tarde pasó a ser piloto de pruebas de la Renault, y recuerdo lo emocionante que era escucharle, cuando nos explicaba la sensación que le causaba recibir el viento en el rostro a ochenta por hora. Después se alistó en el Ejército de Estados Unidos.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 104 Regresamos a Francia pasando por Madrid. Allí nos ocurrió algo muy curioso. Fuimos al consulado norteamericano para obtener el visado de nuestros pasaportes. El cónsul, hombre gordo y fofo, cuyo ayudante era filipino, sopesó nuestros pasaportes, los miró por las dos caras, y al fin dijo que suponía que nuestros pasaportes estaban en regla, pero que no podía asegurarlo con toda certeza. Preguntó al filipino qué opinaba sobre el asunto. Y el filipino pareció inclinarse en favor de la tesis de que verdaderamente no se podía saber con certeza. Después, muy amablemente, el filipino nos dijo: «Bueno, voy a decirles qué pueden ustedes hacer. Puesto que se dirigen a Francia, y viven ustedes en París, vayan al consulado francés, y si el cónsul de Francia dice que sus pasaportes están en regla, entonces el cónsul de Estados Unidos les dará el visado.» Y el cónsul afirmó sabiamente con la cabeza. Esto nos indignó. Nos parecía ridículo que fuese el cónsul de Francia, y no el de Estados Unidos, quien tuviera que decidir si los pasaportes americanos estaban en regla o no. Sin embargo, no se nos ofrecía otra solución que ir al consulado de Francia. Cuando allí nos llegó el turno, el funcionario encargado de estos asuntos miró nuestros pasaportes y preguntó a Gertrude Stein: «¿Cuándo fue la última vez que estuvo usted en España?» Gertrude Stein pensó durante unos instantes, ya que jamás se acuerda de nada, cuando alguien le hace una pregunta así, de sopetón. Luego dijo que no lo recordaba con certeza, pero que creía que fue en tal y cual fecha. El funcionario dijo que no, y que fue en tal otro año. Gertrude Stein le contestó que probablemente llevaba razón. Y entonces el funcionario nos dijo todas las fechas de las distintas visitas de Gertrude Stein a España, y al fin añadió una visita que Gertrude Stein hizo, cuando aún estudiaba en la universidad, en compañía de su hermano, recién terminada la guerra hispano-norteamericana. A mí me daba mucho miedo estar allí mientras ocurría todo eso, pero Gertrude Stein y el cónsul parecían totalmente absortos en la tarea de fijar fechas. Finalmente el funcionario dijo: «Durante muchos años estuve en el departamento de cartas de crédito del Crédit Lyonnais de Madrid, y como tengo una memoria excelente me acuerdo de todo, y desde luego me acuerdo muy bien de usted.» Quedamos muy complacidas. El francés firmó nuestros pasaportes, y nos dijo que dijéramos a nuestro cónsul que los firmara también. Al principio nos indignó el comportamiento del cónsul norteamericano, pero luego pensamos que quizá todo se debía a que los dos consulados habían llegado a un acuerdo, en cuya virtud el cónsul norteamericano no firmaría ningún pasaporte cuyo poseedor proyectara ir a Francia en tanto el consulado francés no hubiera decidido si el viajero era persona deseable o no. Al regresar nos encontramos con un París totalmente distinto. Ya no era una ciudad lúgubre, ni tampoco vacía. En esta ocasión, en lugar de reanudar nuestra vida normal, decidimos ir a la guerra. Un día en que descendíamos por la rue des Pyramides, vimos un automóvil Ford, conducido por una muchacha norteamericana, que subía por la calle en marcha atrás, y en la carrocería se leían las palabras: Fondo Americano para los Heridos Franceses. Y yo dije: «Mira, eso es lo que vamos a hacer.» Y dije a Gertrude Stein: «Por lo menos, tú conducirás el automóvil, y yo haré todo lo demás.» Primero hablamos con la muchacha americana, y, luego, tuvimos una entrevista con la señora Lathrop, jefe de la organización. La señora Lathrop era una mujer dotada de gran entusiasmo, de un entusiasmo que jamás la abandonaba, y nos dijo: «¡Háganse con un automóvil!» Y nosotras le preguntamos: «¿Pero de dónde lo sacamos?» Nos contestó: «¡De América!» Preguntamos: «¿Pero, cómo?» Y nos dijo: «¡Pregunten a alguien! ¡Entérense!» Y eso hizo Gertrude Stein. Se lo preguntó a su primo, y, al cabo de pocos meses, recibíamos un Ford. Entretanto, Cook había enseñado a Gertrude Stein a conducir su taxi.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 105 Tal como he dicho, París estaba cambiado. Todo había cambiado, y todos estaban muy optimistas. Durante nuestra ausencia murió Eve, y Picasso vivía en una casita en Montrouge. Lo visitamos. En su cama tenía una colcha de un maravilloso color de rosa. Gertrude Stein le preguntó: «¿De dónde has sacado eso, Pablo?» Y dijo Picasso, muy satisfecho: «Ah, çà... De una señora.» Resultó que se lo había dado una conocida dama chilena, que llevaba intensa vida de sociedad. Era una colcha maravillosa. Y Picasso estaba muy alegre y contento. Nos visitaba constantemente, acompañado a veces de Paquerette, muchacha de muy agradable trato, o de Irène, mujer muy hermosa bajada de las montañas con el deseo de vivir libremente. También trajo a casa a Erik Satie, a la princesa de Polignac y a Blaise Cendrars. Nos causó gran placer conocer a Erik Satie. Era normando y tenía un gran cariño a su patria chica. Marie Laurencin y Braque también eran normandos. Una vez, después de la guerra, en que Marie Laurencin y Satie almorzaron en casa, se mostraron los dos entusiasmados al saber que uno y otra eran normandos. A Erik Satie le gustaba la comida y el vino, y entendía mucho en los dos asuntos. En aquel entonces, teníamos un excelente eau de vie que nos había regalado el marido de la sirvienta de Mildred Aldrich, y Erik Satie, mientras iba bebiendo despacio y con gran atención su vaso de eau de vie, nos contó historias de su adolescencia en Normandía. Tan sólo una vez, entre las seis o siete que Erik Satie nos visitó, habló de música. Nos dijo que siempre había creído, y estaba contento de que al fin le dieran la razón, que la música contemporánea francesa nada debía a la música contemporánea alemana, y que, desde Debussy, los músicos franceses habían seguido el camino iniciado por éste o bien habían emprendido nuevos caminos puramente franceses. Nos contaba historias encantadoras, generalmente normandas, haciendo gala de chispeante ingenio, que a veces era de gran mordacidad. Satie era un invitado encantador. Muchos años después, Virgil Thomson, el día en que lo visitamos por vez primera en su minúscula habitación de una casa cercana a la estación de Saint-Lazare, interpretó para nosotras el Sócrates de Satie. Y entonces fue cuando Gertrude Stein se convirtió en verdadera entusiasta del arte de éste. Ellen la Motte y Emily Chadbourne, quienes no habiendo ido a Servia se encontraban en París. Ellen la Motte, que había sido enfermera en el hospital John Hopkins, quería prestar servicios en las proximidades del frente de guerra. Todavía le daban miedo las armas, pero quería ser enfermera en las cercanías del frente, y las dos conocieron a Mary Borden-Turner, que dirigía un hospital de sangre en el frente, y Ellen la Motte estuvo de enfermera en él durante unos meses. Después, Ellen la Motte y Emily Chadbourne fueron a China, y al cabo de un tiempo se convirtieron en dirigentes de la campaña contra el uso del opio. Mary Borden-Turner había ido e iba a ser escritora. Estaba entusiasmada con las obras de Gertrude Stein, e iba y venía del frente, con varios volúmenes de Flaubert y cuantos libros tenía de Gertrude Stein. Había alquilado una casa con calefacción, cerca del Bois, por lo que en invierno, cuando nadie tenía carbón, resultaba muy agradable ir a cenar allá y estar caliente. Queríamos mucho a Turner. Turner era capitán del ejército inglés, y se dedicaba con gran éxito a la labor de contraespionaje. Pese a estar casado con Mary Borden, no creía en los millonarios. Por Navidad siempre ofrecía una fiesta a las mujeres y los niños del pueblo en que estaba destinado, y decía que, cuando la guerra hubiera terminado, se dedicaría a cobrar derechos de aduana, por cuenta del gobierno inglés, en Düsseldorf, o se trasladaría al Canadá para vivir con la mayor sencillez posible. Solía decir a su esposa: «Al fin y al cabo, tú no eres millonaria, quiero decir millonaria de veras.» Turner tenía ideas británicas acerca de lo que es ser

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 106 millonario. Y Mary Borden era muy de Chicago. Gertrude Stein siempre ha dicho que los naturales de Chicago consumen tantas energías en perder cuanto Chicago les ha dado, que resulta muy difícil llegar a saber de dónde son. En primer lugar, tienen que perder la voz de Chicago, y para lograrlo hacen infinidad de cosas. Los hay que bajan la voz, otros la elevan, algunos adquieren acento inglés, los de más allá acento alemán, no faltan los que toman la costumbre de arrastrar las palabras, otros hablan en voz muy alta y tensa, e incluso se encuentran algunos que adquieren acento chino o español, o hablan sin mover los labios. Mary Borden era muy de Chicago, y Gertrude Stein estaba terriblemente interesada en Mary Borden y en Chicago. Durante esta temporada estuvimos esperando la llegada de nuestro Ford, cuyo envío nos había sido anunciado. Y después esperamos a que le montaran la carrocería. Tuvimos que esperar muchísimo. Entonces fue cuando Gertrude Stein escribió varios poemas cortos, de guerra, algunos de los cuales han sido publicados en el volumen Useful Knowledge, que sólo trata de cosas de Norteamérica. La aparición de Tender Buttons motivó que muchos periódicos publicaran divertidas imitaciones de la obra de Gertrude Stein, y se burlaran de ella. Life comenzó a publicar una serie de artículos imitando el estilo de Gertrude Stein. Un día, Gertrude Stein escribió a Masson, a la sazón director de Life, y le dijo que las verdaderas obras de Gertrude Stein eran, tal como Henry McBride había señalado, mucho más graciosas, y desde luego mucho más interesantes, que las imitaciones, y que más le valdría a Life e publicar aquéllas. Con gran asombro, Gertrude Stein recibió una carta muy amable de Masson en la que le decía que gustosamente accedería a sus deseos. Y así lo hizo. Life publicó dos textos que Gertrude Stein mandó, uno acerca de Wilson, y otro, más largo, acerca de trabajos auxiliares de guerra en Francia. Mistress Masson tuvo más valor que muchos otros directores de periódicos y revistas. Aquel invierno parisién fue terriblemente frío, y no había carbón. Nosotras, al fin, nos quedamos sin carbón también. Cerramos la habitación grande y vivíamos en otra pequeñita, pero al fin nos quedamos sin carbón. El gobierno proporcionaba carbón a los necesitados, pero nosotras no consideramos que tuviéramos derecho a mandar a la criada a hacer cola para obtener carbón. Una tarde terriblemente fría, salimos de casa, y en la esquina vimos a un policía y a un sargento de la policía. Gertrude Stein se acercó a ellos y les dijo: «Oigan, vamos a hacer lo siguiente. Vivo en una casita de la rue de Fleurus, en la que he vivido muchos años...» «Sí, sí, lo sabemos, y la conocernos a "usted muy bien, señora», dijeron los guardias moviendo afirmativamente la cabeza. Entonces Gertrude Stein dijo: «Pues bien, no tengo carbón, ni siquiera para calentar una habitación pequeña, y no quiero enviar a mi criada a hacer cola para que le den carbón gratis, porque no me parece justo.» Y añadió: «Pues bien, a ustedes toca decir qué es lo que debo hacer.» El guardia miró al sargento, y el sargento movió la cabeza afirmativamente. Y los dos dijeron: «Bueno.» Y nos fuimos a casa. Aquella noche, los dos guardias, vestidos de paisano, nos trajeron dos sacos de carbón. Les dimos las gracias y no les hicimos preguntas. Y el guardia, un fornido bretón, se convirtió en nuestro más fiel protector. Hizo cuanto pudo en nuestro beneficio, nos limpió la casa, nos limpió las chimeneas, nos acompañaba al entrar y al salir de casa en las oscuras noches en que los zeppelines visitaban París, y era muy agradable saber que, fuera de casa, había alguien que pensaba en nosotras. De vez en cuando venían los zeppelines, pero nos acostumbramos a eso, tal como nos habituamos a tantas otras cosas. Cuando los zeppelines venían a la hora de la cena, seguíamos cenando, y cuando venían por la noche Gertrude Stein no me despertaba, ya que decía que si yo dormía más valía dejarme donde estaba, pues, para despertarme,

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 107 hacía falta armar más ruido del que producían las sirenas de alarma que en aquel entonces se utilizaban. Nuestro Ford estaba ya casi montado. Más adelante daríamos a este automóvil el nombre de una tía de Gertrude Stein, llamada Pauline, quien se portaba admirablemente en las situaciones de emergencia, siempre y cuando se la halagara cuanto fuese preciso. Un día Picasso vino a vernos en compañía de un joven delgado y elegante que se apoyaba en su hombro. Picasso dijo: «Es Jean. Sí, Jean Cocteau y yo nos vamos a Italia.» Picasso estaba entusiasmado ante la idea de hacer los decorados de un ballet ruso, con música de Satie y libreto de Jean Cocteau. Todo el mundo había ido a la guerra, la vida en Montparnasse no era demasiado divertida. En Montrouge, Picasso, pese a estar atendido por una fiel sirvienta, no se divertía, y el pintor sentía la necesidad de un cambio. El proyecto de ir a Roma le infundió nuevos ánimos y vitalidad. Nos despedimos, y cada cual siguió su camino. Y al fin nos entregaron el Ford, listo para rodar. Gertrude Stein había aprendido a conducir en un automóvil francés, y nuestros amigos decían que todos los automóviles eran parecidos, en cuanto a conducirlos hacía referencia. Jamás he conducido un automóvil, pero parece que nuestros amigos estaban equivocados. Fuimos a buscar el Ford a las afueras de París y Gertrude Stein lo condujo hasta la ciudad. Desde luego, lo primero que hizo fue calarlo entre dos tranvías. Todos los pasajeros se apearon y, empujando el Ford, nos sacaron del atolladero. Al día siguiente salimos con el Ford para ver qué tal se portaba, y logramos llegar a los Campos Elíseos, donde el coche volvió a pararse. Se formó a nuestro alrededor una numerosa multitud, que empujó el automóvil hasta la acera, y entonces cada cual procuró averiguar qué le ocurría. Gertrude Stein le dio a la manivela, todos le dieron a la manivela, sin conseguir el menor resultado. Finalmente, un viejo chófer dijo que el automóvil no tenía gasolina. Nosotras negamos con gran altivez esta posibilidad, y le aseguramos que por lo menos le quedaba un galón, pero el chófer se empeñó en comprobarlo, y resultó que estaba en lo cierto. Entonces la multitud arremolinada alrededor del Ford detuvo una columna de camiones militares que se dirigían hacia los Campos Elíseos. Los camiones se pararon, y dos soldados nos trajeron un formidable tanque de gasolina e intentaron verterla en el depósito del Ford. Pero naturalmente no lo lograron porque el depósito del Ford tenía una entrada minúscula. Por fin cogí un taxi y me fui a una tienda donde vendían escobas y gasolina, y cuyos dependientes me conocían, regresé con una lata de gasolina, lo cual nos permitió llegar a l'Alcazar d'Eté, que, en aquel entonces, era el cuartel general del Fondo Americano para Heridos Franceses. Mistress Lathrop estaba esperando que uno de los automóviles de la organización fuese a buscarla para conducirla a Montmartre. Inmediatamente le ofrecí nuestro automóvil, salí y dije a Gertrude Stein lo que había hecho. Y entonces fue cuando Gertrude Stein me citó las palabras de Edwin Dodge. En cierta ocasión, el hijo de Mabel Dodge, niño de corta edad, dijo a su madre que le gustaría volar desde la terraza al jardín. Y Mabel le dijo: «Pues hazlo.» Ante lo cual, Edwin Dodge comentó: «Es muy fácil ser madre espartana.» El caso es que mistress Lathrop aceptó, y el Ford se puso en marcha. Reconozco que pasé una angustia terrible durante la ausencia de Gertrude Stein y mistress Lathrop. Pero al fin regresaron sanas y salvas. Hablamos con mistress Lathrop, y a resultas de la conversación ésta nos mandó a Perpignan, región en la que había muchísimos hospitales jamás visitados por organización norteamericana alguna. Y partimos para allá. Con el automóvil jamás

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 108 habíamos pasado de Fontainebleau, por lo que nuestra partida fue terriblemente emocionante. Tuvimos alguna que otra aventura. Nos pilló una nevada y, en cierto momento, creí que íbamos por la carretera que no debíamos y le dije a Gertrude Stein que mejor sería que volviésemos atrás. Ante lo cual Gertrude Stein dijo: «Equivocadas o no, seguiremos adelante.» En aquel entonces, Gertrude Stein tenía muy poca habilidad para conducir marcha atrás, e incluso ahora, que es capaz de conducir todo género de automóviles, no destaca en el arte de conducir marcha atrás. Hacia adelante, conduce de maravilla, pero hacia atrás no logra grandes resultados. Las únicas discusiones violentas que Gertrude Stein y yo hemos tenido en materia de conducir automóviles han estado relacionadas con el asunto de la marcha atrás. En este viaje al sur de Francia amadrinamos por primera vez a un soldado. Y entonces iniciamos la costumbre, que observamos durante toda la guerra, de transportar en nuestro automóvil a todos los soldados que encontrásemos en la carretera. Viajamos de día y de noche, por zonas muy solitarias de Francia, y siempre nos deteníamos y recogíamos a los soldados que encontrábamos en la carretera, y esto nos proporcionó siempre, sin excepción, momentos muy agradables. Algunos de los soldados eran tipos muy duros, con caracteres muy fuertes. En cierta ocasión, Gertrude Stein dijo a un soldado que estaba ocupado en hacer algo por cuenta de Gertrude Stein, ya que los soldados siempre hacían algo en beneficio de Gertrude Stein, y cuando un soldado o un chófer o un hombre de cualquier especie estaba con nosotras, Gertrude Stein jamás hacía nada, ni cambiaba neumáticos, ni le daba a la manivela, ni reparaba el motor, ni nada, pues decía que Gertrude Stein dijo a aquel soldado: «Es usted tellement gentil, muy amable y servicial.» A lo que el soldado repuso sencillamente: «Madame, todos los soldados son amables y serviciales.» Esta facultad que Gertrude Stein poseía de lograr que la gente la ayudara, despertó siempre la curiosidad de los restantes conductores de la organización. Mistress Lathrop, quien solía conducir su propio automóvil, decía que nadie la ayudaba. En nuestro caso, no sólo eran los soldados quienes nos ayudaban, sino que incluso un chófer se apeó de un automóvil particular, en la Place Vendôme, y dio vueltas a la manivela de nuestro Ford. Gertrude Stein aseguraba que los otros conductores de la organización tenían un aspecto tan eficiente que a nadie se le ocurría la idea de que necesitaran ayuda. Por su parte, Gertrude Stein no era eficiente, tenía sentido del humor, era democrática, para ella todos los ciudadanos eran iguales y además sabía perfectamente en qué podían ayudarla. Gertrude Stein dice: «Cuando una es así, todos la ayudan.» E insiste: «Lo más importante es estar profundamente convencida, en lo más hondo, del principio de igualdad entre los humanos; entonces, todos prestan ayuda.» Nos encontrábamos cerca de Saulieu cuando recogimos a nuestro primer ahijado militar, que resultó ser carnicero en un pueblecito cercano a Saulieu. Y esta ocasión constituyó un buen ejemplo de la democracia imperante en el Ejército francés. En la carretera había tres militares que iban a pasar unos días de permiso en sus hogares, y se dirigían a pie, desde la más cercana ciudad, a sus respectivas casas. Uno era teniente, el otro sargento, y el tercero soldado raso. Nos paramos y les dijimos que uno de ellos podía subir a la furgoneta, y le llevaríamos. Nos dieron las gracias, y el teniente preguntó a los otros dos cuánto camino les quedaba por recorrer. Cada uno de los preguntados dijo una distancia. Y el teniente también dijo la distancia que tenía que andar. Y los tres estuvieron de acuerdo en que debido a que el soldado era quien tenia que recorrer un más largo camino, a éste correspondía el privilegio de aceptar nuestra ayuda. El soldado saludó militarmente al teniente y al sargento, y subió al Ford.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 109 Tal como he dicho, éste fue nuestro primer ahijado de guerra. Luego tuvimos muchos, y esto nos dio mucho trabajo. Las madrinas de guerra tienen el deber de contestar todas las cartas que les mandan sus ahijados, y de remitirles, cada diez días, más o menos, un paquete con golosinas o cosas Útiles. A los ahijados les gustaba mucho recibir paquetes, pero más aún les gustaba recibir cartas. Las contestaban inmediatamente. Siempre tuve la impresión de recibir la contestación de mis cartas inmediatamente después de firmarlas. Además una tenía que recordar el historial familiar de todos y cada uno de sus ahijados, y en cierta ocasión hice algo horrible, me confundí y a un soldado que me había explicado muy al por menor la vida de su mujer, y cuya madre había muerto, le mandé recuerdos para su madre, y a otro, que tenía madre, recuerdos a su esposa. Sus contestaciones fueron lúgubres. Los dos me decían que había cometido un error, y pude advertir que mi error les había dolido profundamente. El más delicioso ahijado que tuvimos fue uno que amadrinamos en Nimes. Un día perdí el bolso en esta ciudad. Y no me di cuenta hasta que llegué al hotel, y entonces me llevé un disgusto porque en el bolso llevaba bastante dinero. Mientras cenábamos, vino el camarero y nos dijo que en el vestíbulo esperaba una persona que quería vernos. Salimos, y allí vimos a un hombre que llevaba mi bolso en la mano. Dijo que lo había encontrado en la calle, y que tan pronto hubo terminado la jornada de trabajo, se había dirigido al hotel para devolvérmelo. En el interior del bolso había una tarjeta con mi nombre, y aquel hombre presumió que, por ser yo extranjera, seguramente me alojaría en el hotel; además hay que hacer constar que en aquel entonces Gertrude Stein y yo éramos bastante conocidas en Nimes. Como es natural, ofrecí a aquel hombre una recompensa bastante elevada, pero no la aceptó. Sin embargo, dijo que nos quería pedir un favor. El y sus familiares eran refugiados procedentes del Marne, y tenía un hijo de diecisiete años, que se había alistado voluntario, y que se encontraba en la guarnición de Nimes, y me pidió que fuese su madrina. Le contesté que con mucho gusto, y le pedí que dijera a su hijo que me visitara en la primera tarde que le diesen permiso. Al atardecer del día siguiente me visitó el más joven, el más simpático y el más menudo soldado que imaginarse puedan. Era Abel. Cogimos gran afecto a Abel. Siempre recordaré la primera carta que me mandó desde el frente. Comenzaba diciendo que el frente no le había sorprendido nada, ya que era exactamente tal como se lo habían descrito y tal como él había imaginado, con la sola excepción de que allí no había mesas, por lo que no le quedaba más remedio que escribir con el papel sobre las rodillas. La vez siguiente que vimos a Abel lucía la fourragère roja, ya que se había concedido a su regimiento, con carácter colectivo, la Legión de Honor, por lo que nosotras quedamos muy contentas y orgullosas de nuestro filleul. Luego, cuando fuimos a Alsacia tras el Ejército francés, después del Armisticio, Abel vino con nosotras y vivió en nuestra compañía durante unos días. Fue maravilloso ver lo orgulloso que estuvo el muchacho cuando subió hasta la cumbre de la catedral de Estrasburgo. Cuando al fin regresamos a París, Abel pasó una semana con nosotras. Lo llevamos a todas partes, y solemnemente declaró, al anochecer del primer día de su estancia: «Verdaderamente, valía la pena luchar en defensa de eso.» Sin embargo, París, por la noche, le daba miedo, y siempre tuvimos que pedir a alguien que lo acompañara. El frente no le había asustado, pero las noches de París, sí. Más tarde, Abel nos escribió diciéndonos que se trasladaba, junto con sus familiares, a otro departamento, y nos dio sus nuevas señas. Pero se produjo una confusión y perdimos su pista.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 110 Pues, como decía, finalmente llegamos a Perpignan y comenzamos a visitar hospitales, y a entregar donativos y a escribir al cuartel general en petición de más donativos, cuando creíamos que necesitábamos más. Al principio nuestra tarea nos resultó un tanto difícil, pero no tardamos en realizarla tal como decíamos. Nos entregaron grandes cantidades de bolsas con utensilios de aseo para que las distribuyéramos entre los heridos, y hacerlo resultaba delicioso, parecía que viviésemos en una constante fiesta de Navidad. El director del hospital nos permitía distribuir personalmente esas bolsas, lo cual nos producía gran placer, y también nos permitía pedir a los soldados que escribieran inmediatamente postales dando las gracias, postales que mandábamos a mistress Lathrop, quien, a su vez, las remitía a Norteamérica, a las personas que habían regalado las bolsas con utensilios de aseo, y todos quedábamos muy contentos y satisfechos. Y había también el problema de la gasolina. El Fondo Americano tenía derecho, en virtud del especial privilegio concedido por el gobierno francés, a comprar gasolina. Pero no había gasolina. El Ejército francés tenía gasolina en abundancia, y estaba dispuesto a darnos cuanta le pidiéramos, pero no podía vendérnosla, y nosotras teníamos derecho a comprar gasolina, pero no a recibirla gratuitamente. Por esta razón, no nos quedó más remedio que visitar al jefe de intendencia, e intentar resolver el problema. Gertrude Stein estaba siempre dispuesta a conducir el automóvil, a cualquier sitio, a darle a la manivela cuantas veces fuese necesario, siempre y cuando no hubiera alguien dispuesto a hacerlo por ella, a reparar el motor, y debo decir que en esta actividad Gertrude Stein demostraba gran eficacia, aun cuando nunca estuvo dispuesta a desmontar el automóvil y volverlo a montar, a modo de experimento, tal como al principio yo le había pedido, e incluso se resignó a levantarse a primeras horas de la mañana, pero se negaba rotundamente a penetrar en una oficina y hablar con un jefe de intendencia. Oficialmente, yo era la delegada de la organización, y, oficialmente, Gertrude Stein era la conductora del automóvil, así es que yo fui quien tuvo que visitar al comandante en cuestión. Resultó un comandante encantador. La solución del problema exigió mucho tiempo, y el comandante me mandó de un sitio para otro, pero al fin la cosa quedó resuelta. En el curso de estas gestiones, el comandante me llamó mademoiselle Gertrude Stein, ya que todos los documentos que le mostré estaban librados a nombre de Gertrude Stein, puesto que ésta era la conductora del vehículo. Y el comandante dijo: «Bien, mademoiselle Stein, mi esposa tiene grandes deseos de conocerla, y me ha pedido le ruegue se sirva aceptar cenar con nosotros.» Quedé sorprendida y confusa. Dudé, y al fin dije: «El caso es que yo no soy mademoiselle Stein.» El comandante pegó un salto, y gritó: «¿Qué?¿Que no es usted mademoiselle Stein?¿Entonces, quién es usted?» No debemos olvidar que nos encontrábamos en guerra, y que Perpignan está junto a la frontera con España. Yo dije: «Bueno, pues mademoiselle Stein...» Y él dijo: «¿Dónde está mademoiselle Stein?» Débilmente repuse: «Abajo, con el automóvil.» Y dijo: «¿Qué significa todo ese lío?» Yo dije: «Bueno, mademoiselle Stein es la conductora y yo soy la delegada, y mademoiselle Stein tiene muy poca paciencia, y es incapaz de ir a sitios oficiales, y esperar, y entrevistarse con gente y explicar su caso, por eso me encargo yo de estos asuntos, y ella me espera en el automóvil.» Con mucha severidad, el comandante me preguntó: «¿Y qué habría usted hecho si yo le hubiera pedido que firmara un documento?» Repuse: «Entonces le hubiera explicado la situación, tal como hago ahora.» El comandante dijo: «Más valdrá que vayamos abajo y veamos a esa mademoiselle Stein.» Bajamos, encontramos a Gertrude Stein sentada al volante del Ford, y el comandante se le acercó. Se hicieron amigos inmediatamente, el comandante renovó su

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 111 invitación, y fuimos a cenar a su casa. Lo pasamos estupendamente. Madame Dubois procedía de Bordeaux, la tierra del vino y la comida. ¡Y qué comida nos dio, en especial la sopa! Incluso ahora aquella sopa es el término de comparación que empleo para valorar las restantes sopas del mundo. A veces hay sopas que se aproximan a aquélla, algunas, poquísimas, la han igualado, pero ninguna la ha superado. Perpignan no está muy lejos de Rivesaltes, y Rivesaltes es el lugar en que nació Joffre. Allí había un pequeño hospital, y, en honor de Papa Joffre, obsequiamos a los heridos con mayor esplendidez. Paramos el Ford, con su cruz roja y las iniciales de la organización, ante la casa, en una calleja, en que nació Joffre, nos pusimos junto al automóvil, y, así nos hicieron una fotografía de la que mandamos copias a mistress Lathrop. Se hicieron postales con esa foto, y fueron remitidas a Estados Unidos, donde se vendieron con el fin de recaudar dinero en beneficio del Fondo Americano para los Heridos Franceses. Entretanto, Estados Unidos habían entrado en la guerra, y pedimos que nos mandaran grandes cantidades de cinta con las estrellas y las franjas de la bandera norteamericana, cortamos la cinta en porciones, y dimos las porciones a los soldados franceses, quienes se mostraron muy contentos con el obsequio. Esto me recuerda a un campesino francés. Más adelante, en Nîmes, nos acompañaba en el automóvil un enfermero norteamericano. Y un día nos encontramos fuera, en el campo. El enfermero, muchacho joven, había ido a visitar un salto de agua, yo había ido a visitar un hospital, y Gertrude Stein se había quedado en el automóvil. Cuando volví, Gertrude Stein me contó que se le había acercado un viejo campesino y le había preguntado qué uniforme era el que el muchacho llevaba. Gertrude Stein le contestó muy orgullosamente: «Es el uniforme del Ejército americano, vuestro nuevo aliado.» El campesino dijo: «Oh...» Y añadió meditativamente: «Je me demande qu'est ce que nous ferons ensemble.» Es decir, «me pregunto qué podemos hacer los dos juntos». Cuando terminamos nuestro trabajo en Perpignan, emprendimos el regreso a París. En el camino de vuelta, al automóvil le ocurrió cuanto podía ocurrirle. Quizá el calor de Perpignan había sido excesivo para el automóvil, incluso teniendo en cuenta que se trataba de un Ford. Perpignan se encuentra bajo el nivel del mar, cerca del Mediterráneo, y allí hace mucho calor. Gertrude Stein, a quien siempre le había gustado muchísimo el calor, perdió su entusiasmo por las temperaturas altas, a raíz de esta estancia en Perpignan. Dijo que, allí, se había sentido igual que un pastel, con calor encima y calor debajo, lo cual quedaba agravado por el hecho de tener que darle a la manivela. Gertrude Stein no hizo más que soltar maldiciones y decir: «¡Lo venderé como chatarra! ¡No nos queda más remedio que venderlo como chatarra! » Y yo procuraba darle ánimos y calmar sus nervios, hasta que el Ford reemprendía la marcha. A este respecto, mistress Lathrop le gastó una broma a Gertrude Stein. Al terminar la guerra, el gobierno francés nos condecoró a las dos, nos dieron la Reconnaissance Française. Cuando la condecoran a una, siempre leen una especie de orden en la que se dice por qué la condecoran a una. Los motivos declarados en el caso de la condecoración de Gertrude Stein eran los mismos, salvo que, en mi caso, se hacía constar que mi entrega fue sans relache, es decir, constante, mientras que en el caso de Gertrude Stein no se decía sans relache. Tal como he dicho, durante nuestro regreso a París, al Ford le ocurrieron percances de todo tipo. Pero Gertrude Stein, con la ayuda de un viejo vagabundo que empujaba el coche en los momentos críticos, logró llegar hasta Nevers, donde encontramos las primeras unidades del Ejército norteamericano. Se trataba de un contingente de intendencia y de otro de marines, que fueron los primeros en llegar a Francia. Allí escuchamos por vez primera lo que Gertrude Stein llama la «triste canción

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 112 de los marines», en la que se cuenta que en todas las unidades del Ejército norteamericano se han producido motines, salvo en las de marines. Apenas entramos en Nevers, vimos a Tarn McGrew, un californiano parisién al que conocíamos muy superficialmente, y que iba de uniforme, y, claro, le pedimos ayuda. Nos dijo: «Bueno, metan el coche en el garaje del hotel, y mañana irán unos cuantos soldados y lo arreglarán.» Y así lo hicimos. A invitación de mister McGrew, pasamos la velada en los locales de la YMCA, donde vimos por primera vez en el curso de muchos años a puros norteamericanos, a esa clase de norteamericanos que, en circunstancias normales, jamás hubieran ido a Europa. Fue una experiencia muy interesante. Desde luego, Gertrude Stein habló con todos, y les preguntó de qué estado y de qué ciudad eran, a qué se dedicaban, qué edad tenían, y si les gustaba encontrarse en Francia. Habló con las muchachas francesas que acompañaban a los norteamericanos, y las muchachas francesas le dijeron la opinión que los chicos norteamericanos les merecían, y los chicos le dijeron lo que pensaban de las muchachas francesas. Gertrude Stein pasó el día siguiente en el garaje, en compañía de Iowa y California, tal como ella llamaba a los dos soldados encargados de reparar el Ford. Y se reía mucho cada vez que, al oír un horrible estrépito, los dos norteamericanos decían: «El chófer francés ha hecho un cambio de marchas.» Y lo decían con gran seriedad. Gertrude Stein, Iowa y California se divirtieron tanto en el garaje que lamento tener que decir que el coche no se portó muy bien que digamos, cuando salimos de Nevers. Pero el caso es que llegamos a París. Entonces fue cuando Gertrude Stein concibió la idea de escribir una historia de Estados Unidos formada por capítulos en los que se relatan las diferencias existentes entre Iowa y Kansas, Kansas y Nebraska, etcétera. Algo de eso escribió Gertrude Stein, lo cual fue incorporado al libro Useful Knowledge. Paramos poco tiempo en París, ya que apenas el Ford estuvo reparado partimos para Nîmes, con la intención de cumplir nuestros deberes en los departamentos de Gard, Bouche-du-Rhône y Vaucluse. Llegamos a Nîmes y allí iniciamos una vida muy agradable. Visitamos al médico militar en jefe, el doctor Fabre, y gracias a su extraordinaria amabilidad y a la de su esposa, pudimos encontrarnos, en Nîmes, tan a nuestras anchas como en nuestra propia casa, pero antes de que comenzáramos nuestro trabajo, el doctor Fabre nos pidió un favor. En Nîmes ya no quedaban ambulancias, y en el hospital militar había un farmacéutico, capitán del ejército, que estaba muy enfermo, sin posible remedio, y que quería morir en su casa. Su esposa, que se encontraba en Nîmes, lo acompañaría en todo instante, y nuestra única responsabilidad sería llevarlo en el Ford a su casa. Como es natural dijimos que sí, que cumpliríamos este encargo, y así lo hicimos. Fue un largo y difícil viaje, por carreteras que ascendían las montañas, y oscureció mucho antes de que estuviéramos de vuelta en Nîmes. Aún nos faltaba bastante para llegar, cuando, de repente, vimos dos figuras en la carretera. Los faros del Ford iluminaban débilmente la carretera, y en modo alguno los márgenes, por lo que no pudimos determinar la personalidad de aquellas figuras. Sin embargo, nos detuvimos, tal como siempre hacíamos cuando alguien nos pedía ayuda. Se nos acercó un hombre, evidentemente un oficial del ejército, y nos dijo que su automóvil se había averiado y que debía regresar sin falta a Nimes. Le dijimos: «De acuerdo, suba usted, en la parte trasera de la furgoneta encontrará un colchón y mantas, así es que póngase cómodo.» Y proseguimos nuestro camino. Cuando llegamos a la ciudad, me volví hacia atrás y pregunté a nuestro pasajero dónde quería bajar. Oí una voz que preguntaba: «¿Adónde van?» Contesté: «Al hotel Luxembourg.» Y la voz dijo: «Pues déjenme allí.» Cuando

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 113 llegamos ante el hotel Luxembourg, nos detuvimos. Allí había mucha luz. Oímos ruido en la parte trasera del automóvil, y salió un hombrecillo, con el capote y las hojas de roble de general, y la cruz de la Legión de Honor colgándole del cuello, que se plantó ante nosotras y nos dijo: «Quiero darles las gracias, pero antes de hacerlo necesito saber quiénes son ustedes.» Muy contentas contestamos: «Somos las delegadas del Fondo Americano para los Heridos Franceses, y estamos destinadas a Nîmes actualmente.» Contestó: «Y yo soy el general que está al mando de esta plaza, y como sea que, según veo, su automóvil lleva matrícula militar francesa, estaban ustedes obligadas a presentárseme inmediatamente, apenas llegar.» Dije: «¿Sí? No lo sabía, lo siento infinito, de veras.» Con mal humor, dijo: «Bueno, no se preocupen. Si necesitan algo, díganmelo.» Y tuvimos que decírselo, porque surgió el eterno problema de la gasolina, y el general resultó amabilísimo, y nos solucionó el asunto. El menudo general y su esposa procedían del norte de Francia, su hogar había sido destruido, y se consideraban refugiados. Cuando, más tarde, la Gran Berta comenzó a bombardear París, y cayó una bomba en los jardines de Luxemburgo, muy cerca de la rue de Fleurus, debo confesar que me eché a llorar, y dije que no quería ser una desgraciada refugiada. Nosotras habíamos prestado ayuda a muchos refugiados. Gertrude Stein, entonces, dijo: «El general Frotier y su familia son refugiados, y no son desgraciados.» Y yo repuse amargamente: «Son mucho más desgraciados de lo que quiero llegar a ser.» El Ejército norteamericano no tardó en llegar a Nîmes. Un día, madame Fabre nos dijo que su cocinera había visto soldados americanos. Le dijimos que seguramente debían ser ingleses, y que la cocinera había sufrido un error. Y madame Fabre contestó: «Nada de eso. Mi cocinera es muy patriota.» Bueno, el caso es que llegaron los soldados norteamericanos, un regimiento del servicio S.O.S., o sea, de intendencia. Y recuerdo muy bien con cuánto énfasis solían pronunciar las siglas del servicio al que pertenecían. Pronto los conocimos a todos, y a algunos llegamos a conocerlos muy bien. Allí estaba Duncan, in muchacho del Sur, con muy cerrado acento sueño, a quien a veces yo no llegaba a comprender, ni siquiera cuando se encontraba a mitad de una historieta. Gertrude Stein, cuya familia era de Baltimore, lo comprendía sin dificultades, y solían reírse los dos como locos, mientras yo sólo me enteraba de que a Duncan lo habían matado como si fuera un pollo. Las gentes de Nîmes tropezaban con las mismas dificultades que yo. Eran muchas las señoras de Nîmes que hablaban excelente inglés. En Nîmes siempre abundaron las institutrices inglesas, y los naturales de la ciudad tenían a gala saber bien el inglés, pero decían que no sólo no podían comprender el habla de aquellos norteamericanos, sino que los norteamericanos tampoco los entendían cuando ellos les hablaban en inglés. Y debo confesar que a mí me ocurría aproximadamente lo mismo. Todos los soldados eran de Kentucky, South Carolina, etcétera, y resultaba muy difícil comprenderlos. Duncan era muy simpático. Era sargento de intendencia, y cuando en los hospitales franceses comenzamos a encontrar soldados americanos, invitamos a Duncan a acompañarnos, y Duncan daba su pan blanco e incluso prendas viejas de su uniforme a los soldados. Duncan se sentía muy desgraciado porque no lo mandaban al frente. Había ingresado en el ejército años atrás, en ocasión de la expedición norteamericana a México, y ahora se encontraba en plena retaguardia, y sin esperanzas de salir de ella, ya que era uno de los poquísimos que sabían manejar el complicado sistema de contabilidad del ejército, por lo que sus oficiales no estaban dispuestos a permitir que fuera al frente. Duncan solía decir con amargura: «Me largaré. Dejaré el ejército.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 114 Aunque no quieran, aunque me fusilen, abandonaré el ejército.» Pero, tal como le dijimos, en el sur de Francia había gran cantidad de desertores, desertores que siempre andaban preguntando: «¿Oigan, han visto policía militar por ahí?», y Duncan no era hombre con el carácter adecuado para llevar una vida así. Pobre Duncan. Nos visitó dos días antes del Armisticio. Vino borracho y amargado. Por lo general no bebía, pero le resultaba insoportable la perspectiva de regresar a Estados Unidos, y reunirse con su familia, sin haber estado en el frente. Estuvo con nosotras, en una salita, y en la estancia frontera había unos oficiales, y a Duncan podía perjudicarle que éstos le vieran en aquel estado, y se acercaba la hora en que debía regresar al campamento. Duncan, entonces, comenzó a dormitar, con la cabeza sobre la mesa. Secamente, Gertrude Stein dijo: «Duncan.» Y Duncan contestó: «¿Sí...?» Y Gertrude Stein le dijo: «Atiende, Duncan. Miss Toklas se va a poner en pie, y tú también te pondrás en pie. Y entonces fijarás la vista en el cogote de miss Toklas, ¿comprendes?» «Sí», dijo Duncan. Gertrude Stein siguió: «Luego, miss Toklas echará a andar, y tú la seguirás, sin apartar ni un solo instante la vista de su cogote, hasta que estés en mi automóvil.» «Sí», dijo Duncan. Así lo hicimos, y Gertrude Stein le llevó en el Ford hasta el campamento. Pobre Duncan. El fue quien más se emocionó al saber que el Ejército norteamericano había tomado cuarenta pueblos, en Saint-Mihiel. Aquella tarde nos acompañó a Avignon, donde debíamos hacer entrega de unas cuantas hojas. Duncan iba sentado muy rígido en la parte trasera del Ford; de repente, fijó la vista en unas casas y pregunto: «¿Qué son estas casas?» Gertrude Stein contestó: «Un pueblo.» Al cabo de pocos momentos pasábamos ante más casas, y Duncan preguntó: «¿Y éstas?» Gertrude Stein dijo: «Otro pueblo.» Duncan guardó silencio durante largo rato, con la vista fija en el paisaje, que contemplaba como si jamás en su vida lo hubiera visto. De repente, exhaló un hondo suspiro y dijo: «Cuarenta pueblos no significan gran cosa.» Aquellos rudos muchachos nos divirtieron mucho. De buena gana no haría más que contar anécdotas suyas. Todos congeniaron en seguida con los franceses. Trabajaban juntos, franceses y norteamericanos, en la reparación de material ferroviario. Lo único que desagradaba a los americanos era la larga duración de la jornada de trabajo. Trabajaban con tal intensidad que no podían sostener el esfuerzo durante tanto tiempo. Finalmente, se dispuso que los norteamericanos y los franceses tendrían distintos horarios de trabajo. Y entre unos y otros se entabló una muy reñida competencia amistosa. Los norteamericanos consideraban que no era necesario dar un perfecto acabado a un material que volvería a recibir, al poco tiempo, el impacto de las balas y la metralla. Y los franceses decían que eran incapaces de dar su faena por terminada, sin dejar las piezas bien acabadas. Pero franceses y americanos se tenían gran simpatía. Gertrude Stein siempre dijo que la guerra era mucho mejor que ir, simplemente, a Estados Unidos. Gracias a la guerra, una estaba en contacto con Norteamérica de un modo en que nunca podría estarlo con sólo ir a Norteamérica. De vez en cuando, un soldado americano era ingresado en el hospital de Nimes, y, como fuere que el doctor Fabre sabía que Gertrude Stein había estudiado medicina, siempre quería que visitara a los soldados americanos. Uno de ellos se cayó en un tren. Al parecer, no creía que los trenecillos franceses pudieran correr mucho. Pero corrían, y corrían lo suficiente para matarlo. Fue aquélla una ocasión muy triste. Gertrude Stein, la esposa del prefecto del departamento y la esposa del general fueron quienes representaron a los familiares del muerto. Duncan y otros dos tocaron el toque de silencio con el cornetín, y todos hicieron discursos. El pastor protestante preguntó a Gertrude Stein cuáles habían sido las más destacadas virtudes del muerto, y Gertrude Stein lo preguntó a sus compañeros.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 115 Fue difícil encontrarle virtudes. Al parecer se trataba de un ciudadano un tanto duro. Desesperada, Gertrude Stein dijo: «¿Pero es que no podéis decirme siquiera un solo buen rasgo de este chico?» Por fin, uno de sus amigos, llamado Taylor, dijo solemnemente: «Bueno, pues sí, tenía un corazón muy grande, un corazón como una bañera.» A menudo me pregunto, y me he preguntado, si aquellos muchachos que tan familiarmente trataron a Gertrude Stein en aquellos tiempos, llegaron a saber que se trataba de la misma Gertrude Stein de que hablan los periódicos. Llevábamos una vida muy activa. En primer lugar, estaban todos los norteamericanos, muchos de ellos en los pequeños hospitales de los contornos, y, luego, los del regimiento de Nimes, y nosotras teníamos que tratar con todos ellos, y ser amables, y además estaban los franceses de los hospitales, a los que también teníamos que visitar, ya que éste era nuestro primordial deber, y además vino la gripe española, por lo que Gertrude Stein y uno de los médicos militares de Nimes iban a todos los pueblos situados a varias millas a la redonda, y transportaban a Nimes a todos los oficiales y soldados que habían caído enfermos de gripe, mientras se encontraban de permiso en sus casas. En ocasión de esos largos viajes, Gertrude Stein volvió a escribir. El paisaje y la extraña vida que llevaba la estimularon a hacerlo. Entonces fue cuando se enamoró del valle del Ródano, que es el paisaje que más profundo significado tiene para Gertrude Stein. Y ahora vivimos en Bilignin, en el valle del Ródano. En aquel entonces, Gertrude Stein escribió el poema titulado The Deserter, que apareció casi inmediatamente en Vanity Fair. Henry McBride había logrado que Crowninshield se interesara por Gertrude Stein. Un día, en Avignon, nos encontramos con Braque, quien había recibido una grave herida en la cabeza, y se hallaba en período de convalecencia en Sorgues, cerca de Avignon, donde también se encontraba cuando fue llamado a filas. Nos causó gran placer volver a ver a Braque. Gertrude Stein acababa de recibir carta de Picasso, en la que le anunciaba que había contraído matrimonio con una jeune fille, es decir, con una verdadera señorita, y a modo de regalo de boda había enviado a Gertrude Stein un cuadrito delicioso, y una fotografía de un retrato que había hecho a su esposa. Muchos años después, Picasso hizo, sobre tela de tapicería, una copia del delicioso cuadrito al que me he referido, y yo la bordé, con lo cual comencé a dedicarme a esta clase de labor. Jamás hubiera yo osado pedir a Picasso que hiciera un dibujo para bordarlo yo, pero cuando hablé de este asunto a Gertrude Stein, ésta me dijo: «No te preocupes, yo me encargo del asunto.» Así es que un día en que Picasso vino a vernos, Gertrude Stein le dijo: «Pablo, Alice quiere hacer un bordado basado en aquel cuadrito, y yo le he prometido copiárselo en una tela.» Picasso miró a Gertrude Stein con expresión de afectuoso menosprecio, y dijo: «Si alguien tiene que hacer una copia de aquel cuadro, ese alguien no puede ser más que yo.» Gertrude Stein dijo, mientras sacaba una tela para bordar: «Bien, pues manos a la obra:» Y Picasso hizo la copia. Desde entonces, he hecho bordados sobre dibujos de Picasso, y estos bordados tienen mucho éxito, y armonizan de maravilla con las sillas antiguas. Con ellos he tapizado dos sillitas Luis XV. Ahora Picasso es tan amable que hace dibujos en la tela de bordar, e indica los colores, para que yo los borde. Braque también nos dijo que Guillaume Apollinaire se había casado, asimismo, con una verdadera señorita. Con Braque cotilleamos mucho. Pero, a fin de cuentas, pocas eran las noticias que podíamos comunicarnos. El tiempo fue pasando, nosotras estuvimos siempre muy ocupadas, y entonces llegó el Armisticio. Nosotras fuimos las primeras personas que comunicaron la noticia

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 116 en muchos pueblecitos de los alrededores. Los soldados franceses que se encontraban en los hospitales la recibieron con más alivio que alegría. Ninguno de ellos parecía creer que la paz durara mucho tiempo. Recuerdo que uno de ellos exclamó, cuando Gertrude Stein le dijo que al fin había llegado la paz: ¡«Bueno, esta vez durará, por lo menos, veinte años!» En la mañana siguiente, recibimos un telegrama de mistress Lathrop en el que nos decía que regresáramos inmediatamente porque quería que fuésemos a Alsacia con el Ejército francés. Fuimos a Paris, sin detenernos ni una sola vez en el camino. Hicimos el viaje en un día y poco después salíamos para Alsacia. Salimos para Alsacia, y, en el camino, tuvimos nuestro primer y único accidente. Las carreteras estaban imposibles, embarradas, con mil obstáculos, nieve, desperdicios, y atestadas por las unidades del Ejército francés que se dirigían hacia Alsacia. Dos caballos, que arrastraban una cocina militar, se salieron de la columna y cocearon el Ford, haciendo saltar un guardabarros, la caja de herramientas, y, lo cual fue más grave, las coces torcieron el triángulo de la dirección. Los soldados recogieron el guardabarros y la caja de herramientas, pero nada pudieron hacer para reparar la dirección. Seguimos adelante. El automóvil avanzaba a bandazos por la carretera embarrada, subimos cuestas y bajamos pendientes, y Gertrude Stein se agarraba con todas sus fuerzas al volante. Finalmente, después de recorrer así cosa de cuarenta kilómetros, vimos en la carretera a unos enfermeros norteamericanos a quienes preguntamos dónde podríamos reparar el automóvil. Nos dijeron que un poco más adelante. Fuimos un poco más adelante y encontramos una estación de ambulancias norteamericanas. Allí no tenían guardabarros de recambio, pero sí podían darnos un triángulo de dirección. Expliqué nuestras desdichas a un sargento. El sargento gruñó y, en voz baja, dijo algo a un mecánico. Se dirigió a nosotras y, con gesto adusto, nos dijo: «Traigan el coche». Entonces el mecánico se quitó la guerrera y la echó sobre el radiador. Según dijo Gertrude Stein, cuando un americano hace esto, ello quiere decir que el automóvil ha pasado a ser suyo. Hasta entonces no habíamos sabido para qué servían los guardabarros, pero cuando llegamos a Nancy estábamos ya perfectamente enteradas. Allí el taller de reparaciones norteamericano nos dio un nuevo guardabarros y otra caja de herramientas, y seguimos adelante. Pronto llegamos al campo de batalla y a las trincheras de uno y otro bando. Quienes no lo han visto tal como entonces se encontraba, jamás podrán imaginarlo. No sólo era terrible, sino también extraño. Estábamos habituadas a ver casas destruidas, e incluso pueblos, pero aquello era algo distinto. Era un paisaje. Un paisaje que no pertenecía a país alguno. Recuerdo que, en cierta ocasión, una enfermera francesa comentó que lo único que podía decir del frente era «c'est un paysage passionant», o sea, «es un paisaje apasionante». Y eso era cuando lo vimos. Era algo muy raro. Camuflaje, cobijos, todo estaba allí. Era húmedo y oscuro, había poca gente, y una no podía determinar si esa gente era europea o si se trataba de chinos. Entonces la correa del ventilador del automóvil dejó de funcionar. Un coche de estado mayor se detuvo, y sus ocupantes nos la arreglaron con unas horquillas del pelo que les dimos. Todavía llevábamos horquillas. Otra cosa que nos interesó muchísimo fue el aspecto totalmente distinto de los camuflajes francés y alemán, y, después, vimos un camuflaje muy nítido que resultó ser norteamericano. La idea básica de los camuflajes era la misma en todos los casos, pero como sea que la ejecución corría a cargo de gente de distintas nacionalidades los camuflajes resultaban inevitablemente diferentes. La distribución del color era distinta, el dibujo era distinto, el modo de colocar el camuflaje era distinto, de modo que quedaba claramente de manifiesto la teoría de la inevitabilidad o fatalismo artístico.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 117 Finalmente llegamos a Estrasburgo, y luego fuimos a Mulhouse, donde nos quedamos hasta bien entrado el mes de mayo. En Alsacia, nuestra tarea no consistía en ocuparnos de los heridos, sino de los refugiados. Los habitantes de aquella zona devastada regresaban a sus destruidos hogares, y el Fondo Americano para los Heridos Franceses se había propuesto la misión de entregar a todas las familias que regresaban un par de mantas, ropa interior, calcetines de lana para niños y recién nacidos, y también zapatitos para estos últimos. Corría la voz de que la gran cantidad de zapatitos para recién nacidos remitida al Fondo Americano procedía del hogar de los Wilson, ya que allí afluían constantemente regalos de zapatitos, por cuanto se decía que mistress Wilson iba a dar a luz un nuevo Wilson. Disponíamos de muchísimos pares de zapatitos, pero no de los bastantes para las necesidades de Alsacia. Nuestra oficina central se encontraba en la sala de juntas de uno de los mayores edificios de Mulhouse, destinado a escuela. Los maestros alemanes habían desaparecido, y los maestros franceses que se encontraban en el ejército fueron destinados temporalmente al ejercicio de sus funciones de enseñanza. El director de la escuela estaba desesperado, no porque los alumnos fuesen rebeldes, ni tampoco porque fueran reacios a aprender el francés, sino debido al modo en que iban vestidos. En Francia, no se ve ni un solo niño harapiento, incluso los huérfanos de los más remotos pueblos van bien vestidos, del mismo modo que todas las mujeres francesas van siempre pulidas, incluso las pobres y las viejas. Quizá no todas sean limpias, pero sí pulidas. Desde este punto de vista, los variopintos harapos de los niños alsacianos, incluso de aquellos relativamente ricos, constituían un deplorable espectáculo que atormentaba al maestro francés encargado de dirigir la escuela. Le ayudamos cuanto pudimos, dándole delantales negros, de niño, pero pocos pudimos proporcionarle, ya que debíamos reservarlos para los refugiados. Llegamos a conocer muy bien Alsacia y a los alsacianos, a todo género de alsacianos. Todos quedaron atónitos al ver la sencillez imperante en el Ejército francés, y entre los soldados. Los alsacianos no estaban acostumbrados a esto, tras haber sido testigos del comportamiento del Ejército alemán. Por otra parte, los franceses miraban con suspicacia a los alsacianos, quienes deseaban ardientemente ser franceses, y, sin embargo, no lo eran. Los soldados franceses decían que los alsacianos carecían de franqueza. Y era verdad. Los franceses tendrán mil defectos y mil virtudes, pero ante todo son francos. Son corteses, son hábiles, pero algún día le dicen a una la verdad. Los alsacianos no eran hábiles ni eran corteses, pero no sentían la imperativa necesidad de decirle a una la verdad. Quizá la constante relación con los franceses les enseñará a decirla. Nos dedicamos a distribuir donativos. Y fuimos a los pueblos destruidos. Por lo general, pedíamos a los párrocos que nos ayudaran en la tarea de distribuir los donativos. Uno de los sacerdotes que más atinados consejos nos dio, y con quien trabamos muy buena amistad, tan sólo podía utilizar una estancia de su casa, ya que las restantes se encontraban en ruinas. Y en esta estancia había instalado, sin emplear cortinas ni tabiques, tres habitaciones. En la primera porción del cuarto había colocado los muebles de la sala, en la segunda los del comedor, y en la tercera los del dormitorio. El día en que almorzamos en su casa, y almorzamos muy bien, con excelentes vinos de Alsacia, nos recibió en la sala, se excusó y se retiró al dormitorio para lavarse las manos, y luego nos invitó cortésmente a pasar al comedor. Parecía que nos encontrásemos en un escenario teatral del viejo estilo.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 118 Distribuíamos los donativos, íbamos con el auto móvil por las carreteras aún con nieve, hablábamos con mucha gente, y a finales de mayo habíamos terminado nuestra tarea y nos fuimos. Fuimos a casa pasando por Metz, Verdun y Mildred Aldrich. París había cambiado de nuevo. Nos sentíamos muy inquietas. Gertrude Stein comenzó a trabajar de firme, y en este período escribió su obra Accents in Alsace, y otras obras teatrales de carácter político, que fueron las últimas del volumen Geography and Plays. Aún prestábamos servicios por cuenta del Fondo Americano, y visitábamos hospitales y hablábamos con los soldados que aún quedaban en ellos, a quienes, ahora, casi todo el mundo había olvidado. Durante la guerra habíamos gastado mucho dinero, por lo que nos veíamos obligadas a restringir gastos; era muy difícil, si no imposible, tener servidumbre, y los precios habían subido terriblemente. Por el momento, tuvimos que conformarnos con una femme de ménage que venía a casa unas horas al día tan sólo. Yo solía decir que Gertrude Stein era el chófer de la casa, y yo la cocinera. Muy de mañana íbamos al mercado y comprábamos la comida. Nos parecía vivir en un mundo muy raro y confuso. Jessie Whitehead vino con la comisión encargada de negociar la paz, en funciones de secretaria de una de las delegaciones. Nosotras estábamos muy interesadas en saber todo lo concerniente a la paz. Entonces fue cuando Gertrude Stein retrató a uno de los jóvenes miembros de la comisión para la negociación de la paz, quien sostenía, para demostrar que nada ignoraba acerca de la guerra, que había estado en París desde el mismísimo principio de la paz. Y vinieron los primos de Gertrude Stein, y vino gran cantidad de gente, y todos estaban insatisfechos e inquietos. Vivíamos en un mundo inquieto y preocupado. Gertrude Stein y Picasso se pelearon. Ninguno de los dos sabía a santo de qué. De todos modos, el caso es que no se vieron en un año, y, luego, se encontraron casualmente en una reunión en casa de Adrienne Monnier. Picasso saludó a Gertrude Stein, y de un modo vago la invitó a visitarle. Y Gertrude Stein le contestó con gravedad: «No, no lo haré.» Picasso se me acercó y me dijo: «Gertrude Stein dice que no quiere visitarme. ¿Lo dice en serio?» Y yo dijo: «Me temo que si eso ha dicho, lo ha dicho en serio.» Y pasó otro año sin que Gertrude Stein y Picasso se vieran. Entretanto, nació el hijo de Picasso, y Max Jacob se dolía de que Picasso no le hubiera hecho padrino de su hijo. Poco después de eso, nos encontrábamos en una sala de exposiciones, y vino Picasso, puso la mano sobre el hombro de Gertrude Stein, y dijo: «Por Dios, dejémonos de tonterías y hagamos las paces.» Gertrude Stein dijo: «De acuerdo.» Y se abrazaron. Picasso dijo: «¿Cuándo puedo visitarte?» Y Gertrude Stein contestó: «Veamos... Ahora estamos muy ocupadas. Mejor será que vengas este fin de semana.» Picasso dijo: «Ni fin de semana ni nada, mañana iremos a cenar a tu casa.» Y vinieron. París era distinto. Guillaume Apollinaire había muerto. Tratábamos con muchísima gente, pero, que yo recuerde, a ninguno de los que antes habíamos tratado. París estaba atestado. Clive Bell observó certeramente: «Dicen que en la guerra murió mucha gente, pero tengo la impresión de que, de un modo repentino, hayan nacido muchas mujeres y hombres, ya adultos.» Tal como he dicho, nos sentíamos muy inquietas, gastábamos poco, y nos pasábamos el día y la noche tratando con gente, y al fin se celebró el desfile de los aliados, bajo el Arco de Triunfo. A los miembros del Fondo Americano de Ayuda a los Heridos Franceses se les asignó asiento en los bancos que fueron colocados a lo largo de los Campos Elíseos, pero, con toda razón, el pueblo de París dijo que estos bancos impedirían a la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 119 muchedumbre ver el desfile, por lo que Clémenceau ordenó que los quitaran. Afortunadamente, el dormitorio de Jessie Whitehead, en el hotel en que se alojaba, tenía balcón con vistas sobre el Arco de Triunfo, y Jessie nos invitó a presenciar el desfile. Aceptamos muy contentas. Fue un día inolvidable el del desfile. Nos levantamos al amanecer, ya que si lo hubiéramos hecho más tarde no hubiésemos podido cruzar París con el automóvil. Este fue uno de los últimos trayectos que recorrió Tía Pauline, es decir, el Ford. A la sazón, ya habíamos quitado la cruz roja pintada en la carrocería, pero el automóvil todavía tenía carrocería de furgoneta. Poco después, Tía Pauline sería jubilada con todos los honores, y seria sucedida por Godiva, automóvil de dos asientos, también de la casa Ford. A éste le llamamos Godiva porque vino desnudo al mundo, y nuestros amigos se encargaron de vestirlo. Tía Pauline hizo, el día del desfile, lo que bien podríamos llamar su último viaje. La dejamos junto al Sena, y fuimos a pie hasta el hotel. Todo París se había lanzado a la calle: hombres, mujeres, niños, soldados, curas y monjas. Vimos cómo ayudaban a dos monjas a encaramarse a un árbol, desde el que pudieran ver el desfile. Y nosotras pudimos contemplarlo perfectamente, desde un sitio magnífico. Lo vimos todo. Primeramente vimos a unos cuantos, pocos, heridos de guerra, inválidos, con sus sillas de ruedas que ellos mismos hacían rodar. Es costumbre francesa que al frente de todo desfile militar vayan los inválidos de guerra. Y todos desfilaron bajo el Arco de Triunfo. Gertrude Stein recordó que, en su niñez, cuando solfa columpiarse en las cadenas que rodean el Arco de Triunfo, su institutriz le había dicho que estaba prohibido pasar bajo el arco desde que el ejército alemán lo había cruzado, después de 1870. Pero ahora todos pasaban, menos los alemanes. Las unidades de las distintas naciones desfilaban con aire distinto, algunas despacio y otras deprisa. Los franceses eran quienes mejor sabían llevar sus banderas, pero quienes mejor supieron guardar las respectivas distancias fueron Pershing y el oficial abanderado que iba tras él. Esta es la escena que Gertrude Stein describió en el relato cinematográfico que yo incluí en la Plain Edition de Operas and Plays. Y al fin terminó el desfile. Recorrimos una y otra vez los Campos Elíseos, la guerra había terminado, se quitaron de en medio las dos pirámides hechas con cañones tomados al enemigo, y la paz se nos vino encima.

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VII DESPUÉS DE LA GUERRA, 1919-1932

Según recuerdo, en aquellos días tratamos a muchísima gente. Guardo un recuerdo muy confuso de aquellos primeros años subsiguientes al fin de la guerra, y me resulta muy difícil evocarlos y determinar cuáles fueron los acontecimientos ocurridos antes o después de tal o cual otro acontecimiento. Tal como les he contado antes, en cierta ocasión Picasso dijo, mientras Gertrude Stein y él hablaban de fechas, que, cuando éramos jóvenes, ocurrían muchísimas cosas en un año. Cuando para refrescar mi memoria repaso la lista de obras escritas por Gertrude Stein, veo que en los años inmediato posteriores al fin de la guerra ocurrieron muchísimas cosas en cada año, tantas que me siento anonadada. En aquel entonces no éramos tan jóvenes, pero el mundo estaba repleto de gente joven, y quizá eso sea equivalente a lo otro. El grupo de viejos amigos había desaparecido. Matisse vivía permanentemente en Niza, pero, de todos modos, pese a que Gertrude Stein y él seguían siendo muy buenos amigos, el caso es que casi nunca se veían. Corrían los días en que Gertrude Stein y Picasso no se frecuentaban. Los dos hablaban con los más amistosos sentimientos de cada uno de ellos a los amigos comunes, pero no se trataban. Guillaume Apollinaire había muerto. De vez en cuando veíamos a Braque y a su esposa. En esta época Braque y Picasso estaban distanciados y muy resentidos recíprocamente. Recuerdo que una noche Man Ray trajo consigo una fotografía que él había hecho de Picasso, que fue pasando de mano en mano, y cuando llegó a Braque, éste la miró y dijo «me parece que conozco a este señor» («je dois connaître ce monsieur»). Este fue un período que Gertrude Stein rememoró bajo el título Of Having for a Long Time Not Continued to be Friends. Juan Gris estaba enfermo y desalentado. Había estado muy enfermo, y no llegó a sanar nunca. Las estrecheces y el desaliento habían al fin producido sus efectos. Kahnweiler regresó a París bastante pronto, después de la guerra, pero los pintores a quienes antes protegió ya habían logrado demasiado éxito para necesitarle. Mildred Aldrich había obtenido un tremendo éxito con su obra Hilltop on the Marne, y de una manera muy propia de su modo de ser se había gastado como una reina lo que, como una reina, había ganado; en los días a que me refiero todavía gastaba, y disfrutaba haciéndolo, pero comenzaba a sentirse un poco inquieta. Solíamos visitarla una vez al mes, en realidad la visitamos regularmente hasta el fin de sus días. Incluso en la época en que se hallaba en el pináculo de la gloria, Mildred Aldrich apreciaba las visitas de Gertrude Stein mucho más que las de cualquier otra persona. En gran parte fue con el fin de complacer a Mildred Aldrich que Gertrude Stein intentó que el Atlantic Monthly publicara alguna obra suya. Mildred siempre dijo que sería muy halagador que el Atlantic Monthly accediera a las pretensiones de Gertrude Stein, pero eso no ocurrió jamás. Había otra cosa que molestaba terriblemente a Mildred Aldrich. El nombre de Gertrude Stein no figuraba en el Who's Who, o diccionario biográfico de personalidades

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 121 destacadas, norteamericano. En realidad, el nombre de Gertrude Stein figuró en las listas de autores ingleses antes que en las de autores americanos. Esto preocupaba mucho a Mildred Aldrich, quien, en cierta ocasión, me dijo: «Me irrita extraordinariamente ver que en Who's Who americano hay tantas biografías de gente insignificante, mientras que el nombre de Gertrude ni siquiera se menciona.» Y después añadía: «Ya sé que eso carece de importancia, pero no hay derecho a que se prescinda de este modo de Gertrude.» Pobre Mildred. Y ahora, precisamente en el año en que nos encontramos, los redactores del Who's Who han decidido, por razones que ellos sabrán, incluir el nombre de Gertrude Stein. No es preciso decir que el Atlantic Monthly sigue ignorándola. La historia de lo ocurrido con el Atlantic Monthly es bastante divertida. Tal como he dicho, Gertrude Stein envió algunos originales al Atlantic Monthly, sin esperanzas de que los publicaran, aunque pensando que, si por milagro lo hacían, Mildred Aldrich se llevaría una alegría, y Gertrude Stein también. Al fin el Atlantic Monthly contestó la carta de Gertrude Stein, fue una contestación larga y con muchos razonamientos, procedente de la sección literaria. Gertrude Stein, en el convencimiento de que la carta del Atlantic Monthly había sido redactada por una mujer de Boston empleada en la sección literaria, contestó extensamente los razonamientos adversos, y dirigió la carta a miss Ellen Sedgwick. Casi a vuelta de correo recibió contestación en la que se refutaban los argumentos de Gertrude Stein, y en la que se reconocía que el tema tratado por miss Stein no carecía de interés, pero que no cabía duda alguna de que no se podía cometer la indelicadeza de ofrecer aquellos textos a la atención de los lectores del Atlantic Monthly, aunque cabía la posibilidad de publicarlos en una sección de la revista llamada, si no recuerdo mal, «Club de Colaboradores». El autor de la carta terminaba diciendo que su nombre no era Ellen sino Ellery Sedgwick. No hay que decir que a Gertrude Stein le encantó que su corresponsal fuese Ellery y no Ellen, y aceptó que publicaran sus originales en el «Club de Colaboradores», pero tampoco hay que decir que los originales no fueron publicados en el «Club de Colaboradores». Y entonces comenzamos a conocer a gente nueva, constantemente. Alguien, no recuerdo quién, nos dijo que una norteamericana había comenzado un negocio de préstamo de libros ingleses en nuestro barrio. En aquella época de restricción de gastos, habíamos dejado de pagar la cuota de Mudie; la American Library nos suministraba algunos libros, pocos, que no bastaban a satisfacer las necesidades de Gertrude Stein. Así es que comenzamos a investigar, y descubrimos a Sylvia Beach. Sylvia Beach admiraba muchísimo a Gertrude Stein, y pronto se hicieron amigas. Gertrude Stein fue la primera persona que contrató por un año los servicios de préstamo de libros de Sylvia Beach, y ésta se mostró conmensuradamente agradecida y orgullosa. Sylvia Beach vivía en un minúsculo piso, situado en una callecita cercana a la Ecole de Médecine. En aquel entonces, pocos eran los norteamericanos que la visitaban. Entre éstos estaban el autor de Beebie the Beebeist, la sobrina de Marcel Schwob, y unos cuantos poetas irlandeses extraviados. En aquellos tiempos vimos con mucha frecuencia a Sylvia, solía venir a casa y también nos acompañaba en las excursiones al campo que hacíamos con el viejo automóvil. Conocimos a Adrienne Monnier, quien trajo a nuestra casa a Valéry Larbaud, y los dos se mostraron muy interesados en Three Lives, y, al parecer, Valéry Larbaud proyectaba traducir este libro. En estos días Tristan Tzara hizo su aparición en París. A Adrienne Monnier le impresionó mucho este acontecimiento. Picabia había descubierto a Tzara en Suiza, durante la guerra, y entre los dos habían fundado el dadaísmo, y del dadaísmo, tras muchas luchas y peleas, surgió el surrealismo.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 122 Y Tzara vino a nuestra casa, supongo que fue Picabia quien lo trajo, pero no estoy segura. Siempre me he resistido a creer las historias acerca de la violencia y maldad de Tzara, por lo menos puedo asegurar que me ha resultado muy difícil comprenderlas ya que, cuando Tzara nos visitaba, solía sentarse a mi lado, ante la mesilla de té, y me hablaba como un primo hermano agradable, aunque no muy interesante. Adrienne Monnier quería que Sylvia se mudara a la rue de l'Odéon. Sylvia dudó mucho, pero al fin se decidió a hacerlo, y desde entonces la vimos muy poco. Inmediatamente después del traslado, Sylvia y Adrienne ofrecieron una fiesta en su nueva residencia, y allí Gertrude Stein descubrió que en Oxford tenía un grupo de jóvenes admiradores. A la fiesta acudieron varios jóvenes de Oxford que se mostraban extraordinariamente complacidos de tener ocasión de conocer a Gertrude Stein, le pidieron originales, y luego los publicaron, aquel mismo año, el 1920, en el Oxford Magazine. Sylvia Beach traía de vez en cuando a nuestra casa grupos de gente, grupos de jóvenes escritores acompañados de mujeres mayores. Fue entonces cuando Ezra Pound vino a casa, aunque eso ocurrió de otro modo. Más tarde, Sylvia Beach dejó de visitarnos, pero nos mandó recado de que Sherwood Anderson había llegado a París y deseaba ver a Gertrude Stein, y nos preguntaba si Sherwood Anderson podía visitarnos. Gertrude Stein contestó que sí, que con mucho gusto lo recibiría, y Sherwood Anderson vino acompañado de su mujer y del crítico musical Rosenfeld. Por motivos que no recuerdo, probablemente algún problema de carácter doméstico, yo no estuve presente en aquella ocasión, pero el caso es que, cuando regresé a casa, encontré a Gertrude Stein contenta y conmovida como jamás la había visto. En aquellos tiempos Gertrude Stein estaba un poco amargada, ya que tenía una gran cantidad de originales inéditos y sin esperanzas de que dejaran de serlo ni de que fueran apreciados en todo su valor. Pues vino Sherwood Anderson y de una manera simple y directa, muy propia de su personalidad, dijo a Gertrude Stein lo que opinaba de sus obras, y lo que significaban para él. Sherwood Anderson se lo dijo entonces, de palabra, e inmediatamente después, lo cual es todavía más raro, lo dijo públicamente por escrito. Gertrude Stein y Sherwood Anderson han sido siempre grandes amigos, desde entonces, pero, en mi opinión, ni siquiera Sherwood Anderson sabe cuánto significó para Gertrude Stein aquella visita que le hizo, El fue quien escribió, en aquellos días, el prólogo de Geography and Plays. En aquel tiempo una encontraba a todo el mundo en todas partes. Los Jewetts eran un matrimonio norteamericano propietarios de un castillo del siglo X, cerca de Perpignan. Los conocimos durante la guerra, y cuando vinieron a París fuimos a verles. Allí conocimos a Man Ray y, después, a Robert Coates, aunque ignoro cómo y por qué había éste ido allá. Cuando entramos, el cuarto estaba lleno de gente, y al cabo de poco tiempo Gertrude Stein hablaba con un hombrecillo sentado en una esquina. Y cuando nos fuimos, Gertrude Stein concertó una cita con él. Me dijo que era fotógrafo y que parecía interesante, y me recordó que Jeanne Cook, la esposa de William Cook, quería que le hicieran un retrato para mandarlo a sus familiares de Norteamérica. Y los tres fuimos al hotel de Man Ray. Era un hotel pequeñito, uno de los minúsculos hoteles de la rue Delambre, y Man Ray ocupaba una habitación pequeña, pero jamás he visto espacio, ni siquiera un camarote de barco, con tantas cosas y las cosas tan bien dispuestas. Había una cama, tres grandes cámaras fotográficas, varios aparatos de diversos tipos para la iluminación, una persiana, y una cabina para revelar las fotografías. Nos enseñó fotografías de Marcel Duchamp y de mucha otra gente, y nos preguntó si podía venir a casa y hacer fotografías del estudio y de Gertrude Stein. Así lo hizo, y también me hizo

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 123 varias fotografías, y quedamos muy contentas de los resultados. Man Ray ha fotografiado en diversos períodos a Gertrude Stein, quien siempre se ha sentido fascinada por el modo en que Man Ray emplea las luces. Después de ser retratada, Gertrude Stein siempre regresa a casa muy contenta y complacida. Un día Gertrude Stein dijo a Man Ray que las fotografías que éste había hecho de ella le gustaban más que cuantas fotografías le habían hecho, con la excepción de una instantánea que yo le había hecho recientemente. Esto picó a Man Ray. Al poco tiempo, pidió a Gertrude Stein que fuese a verle ya que quería hacerle otra fotografía. Y Gertrude Stein fue. Man Ray le dijo que podía moverse cuanto quisiera, que podía mover los ojos, la cabeza, que podía moverse porque la foto iba a ser una «pose», aunque con todas las cualidades de una instantánea. Las «poses» duraban mucho, entonces. Gertrude Stein se movió, tal como Man Ray le había indicado, y los resultados, que fueron las últimas fotos que Man Ray hizo de Gertrude Stein, fueron extremadamente interesantes. A Robert Coates también lo conocimos en casa de los Jewetts, en aquellos primeros tiempos inmediatos posteriores a la guerra. Recuerdo muy bien el día en que le conocimos. Era un día frío y oscuro, en el piso más alto de un hotel. Había bastantes hombres jóvenes, y de repente Gertrude Stein .dijo que había olvidado encender las luces de situación en su automóvil, y que no quería que le pusieran otra multa, ya que nos habían puesto una, hacía poco, por tocar yo la bocina a fin de que un policía se apartara de la trayectoria del automóvil, y a Gertrude Stein le habían puesto otra multa por girar alrededor de un poste en sentido contrario al debido. Entonces, un joven pelirrojo dijo: «De acuerdo», salió y regresó inmediatamente. El joven pelirrojo anunció: «Las luces están ya encendidas.» Gertrude Stein preguntó: «¿Cómo ha sabido cuál era mi automóvil?» Y Coates repuso: «Bueno, ya lo conocía.» Coates siempre nos gustó mucho. Es extraordinario comprobar cómo, moviéndose por París, una casi nunca encuentra a gente conocida, pero a Coates le encontrábamos muy frecuentemente, sin sombrero y con el cabello rojo al descubierto, en los lugares más insospechados. Corrían los días, aproximadamente, de Broom, acerca de la que les hablaré dentro de poco, y Gertrude Stein se interesó muchísimo en la obra de Coates, tan pronto éste se la dio a conocer. Gertrude Stein decía que Coates era el único joven con ritmo individual, sus palabras sonaban a los ojos, a la vista, cosa que las palabras de la mayoría de la gente no hacen. También nos gustaba mucho el lugar en que Coates vivía, el City Hotel, en la isla, y nos gustaba su manera de comportarse. La memoria de la obra que Coates preparó para solicitar el premio Guggenheim hizo las delicias de Gertrude Stein. Desgraciadamente, tal memoria, que era una encantadora novelita, que fue presentada con el apoyo de Gertrude Stein, no obtuvo el premio. Y, tal como he dicho, también estaba Broom. Antes de la guerra conocimos a un muchacho, no es que lo conociéramos mucho pero sí un poco, llamado Elmer Harden, que se encontraba en París dedicado a estudiar música. Durante la guerra, supimos que Elmer Harden se había alistado al Ejército francés, y que había sido gravemente herido. Elmer Harden había prestado servicios de enfermero en el hospital norteamericano, atendiendo a heridos franceses, y uno de los pacientes, un capitán que había quedado casi inútil de un brazo, se disponía a volver al frente. Y Elmer Harden comenzó a ser incapaz de contentarse con cuidar heridos. Y Elmer dijo al capitán Peter: «Voy con usted.» El capitán Peter dijo: «No, no puede.» Y Elmer, con tozudez, dijo: «Sí, voy con usted.» Así es que tomaron un taxi y fueron al Ministerio de la Guerra, y luego a un dentista, y no sé adónde más, y el caso es que al término de la semana el capitán Peter se encontraba de nuevo al frente de sus hombres, y Elmer estaba en su regimiento como soldado. Elmer luchó muy bien y fue herido.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 124 Después de la guerra volvimos a verle, y entonces le vimos con mucha frecuencia. En los primeros tiempos de la paz Elmer y las hermosísimas flores que nos mandaba representaban para nosotras un gran consuelo. Elmer y yo siempre decimos que él y yo seremos las últimas personas de nuestra generación que recuerden la guerra. Aunque temo que los dos la hemos olvidado ya un poco. Hace pocos días, Elmer anunció que había obtenido un gran éxito al inducir al capitán Peter, y no hay que olvidar que el capitán Peter es bretón, a reconocer que fue una hermosa guerra. Hasta este día siempre que Elmer decía al capitán Peter que la guerra fue una hermosa guerra, el capitán Peter se callaba, pero en esta ocasión, cuando Elmer dijo que la guerra fue una hermosa guerra, el capitán Peter dijo: «Sí, Elmer, fue una hermosa guerra.» Kate Buss procedía del mismo pueblo que Elmer, Medford, en Massachusetts. Kate Buss fue a París y vino a vernos. No creo que Elmer nos la presentara, pero Kate Buss vino a vernos. Estaba muy interesada en la literatura de Gertrude Stein, y tenía todas las cosas que en aquellos tiempos podían comprarse. Kate Buss trajo a Kreymborg. Kreymborg había venido a París en compañía de Harold Loeb para poner Broom en marcha. Kreymborg y su esposa nos visitaban con frecuencia. Kreymborg tenía mucho interés en publicar, como serial, The Long Gay Book, la obra que Gertrude Stein escribió después de The Making of Americans. Como es natural, Harold Loeb no estaba dispuesto a que se hiciera tal. Kreymborg solía leer con gran placer las frases de este libro. Kreymborg y Gertrude Stein estaban unidos por otro vínculo, además del de su mutua simpatía, ya que la Grafton Press, que había publicado el primer libro de Gertrude Stein, también había publicado el primero de Kreymborg, en la misma época. Kate Buss trajo a muchísima gente a nuestra casa. Trajo a Djuna Barnes y a Mina Loy, quienes quisieron traer a James Joyce, pero no lo hicieron. Nos alegró mucho volver a ver a Mina, a quien habíamos conocido en Florencia, cuando se llamaba Mina Haweis. En su primer viaje a Europa, Mina se trajo a Glenway Westcott. El acento inglés de Glenway nos dejó impresionadísimas. Y Hemingway nos explicó a qué se debía el fenómeno. Hemingway dijo: «Cuando uno ingresa en la Universidad de Chicago, le preguntan qué acento quiere adquirir, y cuando uno termina los estudios, le dan el acento con el título.» Glenway se olvidó en casa una pitillera recubierta de seda, con sus iniciales, que nosotras guardamos hasta que volvió, y se la devolvimos. Mina también nos trajo a Robert McAlmon. McAlmon era muy agradable, en aquellos tiempos, muy maduro y muy bien parecido. Mucho más tarde publicó Making of Americans en la Contact Press, y entonces todo el mundo se peleó. Pero así es París, aunque debo consignar que, en realidad, Gertrude Stein y McAlmon jamás se reconciliaron. Kate Buss nos trajo a Ernest Walsh, que entonces era muy joven, muy febril, y preocupaba mucho a Kate Buss. Después volvimos a encontrarle con Hemingway, y luego en Belley, pero nunca le conocimos muy bien. Conocimos a Ezra Pound en casa de Grace Lounsbery, vino .a cenar a casa, y se quedó y hablamos de estampas japonesas, entre otras cosas. A Gertrude Stein le gustó Ezra Pound, aunque no lo encontró divertido. Dijo que era un explicador de villorrios, excelente si una era un villorrio, pero no si no. Ezra también habló de T.S. Eliot. Fue ésta la primera vez que alguien habló de T.S. en casa. Al poco tiempo, todos hablaban de T.S. Kitty Buss habló de T.S., y Hemingway habló de T.S., a quien llamaba «el comandante». Bastante más tarde, lady Rothermere habló de T.S. e invitó a Gertrude Stein a su casa para que le conociera. Iban a fundar el Criterion. Habíamos conocido a lady Rothermere a través de Muriel Draper, a quien habíamos vuelto a ver después de muchos años. Gertrude Stein no sentía demasiado interés en ir a casa de lady Rothermere para conocer a T.S. Eliot, pero todos le dijimos que debía ir, y Gertrude

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 125 Stein dijo un dubitativo si. Como sea que yo no tenía vestido de noche que ponerme para tal ocasión, comencé a confeccionarme uno. Sonó el timbre y entraron lady Rothermere y T.S. Eliot y Gertrude Stein tuvieron una solemne conversación que versó principalmente sobre redundancias y solecismos, y sobre las razones por las que los empleaba Gertrude Stein. Por fin lady Rothermere y Eliot se levantaron para irse, y Eliot dijo que estaba dispuesto a publicar alguna pieza de Gertrude Stein en el Criterion con la condición de que fuese la última salida de la pluma de Gertrude Stein. Se fueron, y Gertrude Stein dijo: «Ahora ya no tenemos que ir a casa de lady Rothermere, así es que olvídate de tu vestido.» Y comenzó a escribir un retrato de T.S. Eliot, que tituló Quince de noviembre, porque tal era el día presente, y así no cabrían dudas de que esta obra era la más reciente obra de Gertrude Stein. La pieza estaba llena de cosas así como la lana es lana y la seda es sedosa o la lana es lanuda y la seda es sedosa. Lo mandó a T.S. Eliot, quien lo aceptó, pero, naturalmente, no lo publicó. Entonces iniciaron una larga correspondencia, que no fue entre Gertrude Stein y T.S. Eliot, sino entre la secretaria de T.S. Eliot y yo. Una y otra nos llamábamos «Sir», yo firmaba A. B. Toklas, y ella firmaba con sus iniciales. Mucho más tarde descubrí que la secretaria de T.S. Eliot no era un hombre. Ignoro si llegó a saber que tampoco yo lo era. Pese a esta correspondencia, nada ocurrió, y Gertrude Stein contó, con toda malicia, esta historia a todos los ingleses que nos visitaban, y, en aquel entonces, en casa siempre había ingleses entrando y saliendo. El caso es que, al fin, cuando estábamos al principio de la primavera, nos llegó una nota en la que se decía si miss Stein se mostraba de acuerdo en que su composición se publicara en el Criterion correspondiente al mes de octubre. Contestó que nada le parecía más adecuado que publicar el Quince de noviembre en el quince de octubre. Una vez más pasó largo tiempo sin que recibiéramos noticias. Y al fin llegaron a nuestras manos las pruebas de la composición antes dicha. Quedamos sorprendidas, pero no por ello dejamos de devolver prestamente las pruebas corregidas. Al parecer, un joven empleado nos lo había remitido, sin órdenes de hacerlo, ya que al cabo de muy poco tiempo recibimos una carta con muchas excusas en la que se decía que la revista había cometido un error y que el artículo todavía no iba a ser publicado. También contamos esto a los ingleses que nos visitaban, lo cual dio por resultado la publicación del artículo. Luego fue incorporado al volumen Georgian Stories. Gertrude Stein recibió una gran alegría al saber que Eliot había dicho en Cambridge que la literatura de Gertrude Stein «es buena, pero no es para gente como nosotros». Pero volvamos a Ezra. Ezra volvió, y volvió con el director de The Dial. En esta ocasión la cosa fue mucho peor que aquello otro de las estampas japonesas, fue mucho más violento. Llevado por la sorpresa ante la violencia de la situación, Ezra se cayó del silloncito favorito de Gertrude Stein, de este silloncito que, luego, he tapizado con dibujos de Picasso, lo cual enfureció a Gertrude Stein. Finalmente, Ezra y el director de The Dial se fueron, y todos quedamos un tanto descontentos. Gertrude Stein no quería volver a ver a Ezra. Y Ezra no sabía exactamente por qué. Un día, Ezra encontró a Gertrude Stein en las cercanías de los jardines de Luxemburgo y dijo: «Quisiera visitarla de nuevo.» Gertrude Stein le contestó: «Lo siento, pero el caso es que miss Toklas tiene dolor de muelas, y además estamos muy ocupadas en la tarea de coger florecillas silvestres.» Todo lo cual era verdad, como es verdad cuanto escribe Gertrude Stein, pero molestó a Ezra Pound, y no volvimos a verle. Un día, durante los meses inmediato posteriores al fin de la guerra, descendíamos por una calleja y vimos a un hombre que miraba un escaparate, y que retrocedía y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 126 avanzaba, y se inclinaba a derecha e izquierda, y en resumen se comportaba de un modo extraño. Gertrude Stein dijo: «Mira, Lipschitz.» Y Lipschitz dijo: «Sí, es que quiero comprar un gallo de hierro.» «¿Dónde está»?, le preguntamos. «Aquí», dijo, y efectivamente allí estaba. Gertrude Stein conocía muy ligeramente a Lipschitz, pero esta anécdota sirvió para que trabaran más íntima amistad y, al poco tiempo, Lipschitz pidió a Gertrude Stein que le hiciera el favor de posar para él. Lipschitz acababa de terminar un busto de Jean Cocteau, y quería, hacer otro de Gertrude Stein. A Gertrude Stein no le molesta posar, le gusta la quietud y el silencio que ello comporta, y, a pesar de que no le gusta la escultura, y así lo dijo a Lipschitz, comenzó a posar. Recuerdo que corrían los días de una primavera muy calurosa, que el taller de Lipschitz era muy caluroso, y que Lipschitz y Gertrude Stein pasaron horas y horas en él. Lipschitz es un chismoso excelente, y Gertrude Stein gusta muchísimo de saber el principio, la parte media y el final de toda historia de chismorrería, y Lipschitz la puso al corriente de partes de varios chismes que Gertrude Stein ignoraba. Y luego hablaron de arte. Y a Gertrude Stein le gustó la escultura que de ella había hecho Lipschitz, y se hicieron muy amigos, y las sesiones de posar se acabaron. Un día nos encontrábamos en una exposición, en otra parte de la ciudad, y alguien se acercó a Gertrude Stein y le dijo algo. Gertrude Stein se pasó la mano por la frente y dijo: «Hace calor.» El alguien dijo que era amigo de Lipschitz, y Gertrude Stein dijo que sí, que allí hacía mucha calor. Lipschitz debía traernos fotografías de la cabeza que había hecho, pero no nos las traía, y nosotras teníamos muchísimo trabajo, y Gertrude Stein se preguntaba de vez en cuando por qué Lipschitz no venía. Había alguien que quería estas fotos, así es que Gertrude Stein escribió a Lipschitz pidiéndole que nos las trajera. Y vino. Gertrude Stein le dijo: «¿Por qué no vino antes?» Dijo que no había venido antes porque alguien le había dicho que se había aburrido mucho posando, mientras él hacía la escultura. Gertrude Stein dijo: «Maldita sea, oiga, tengo una fama bastante extendida de decir cosas acerca de la gente, sea quien sea, acerca de cualquier cosa, y esas cosas las digo a la gente, y las digo cuando me da la gana y como me da la gana, pero como sea que siempre digo lo que pienso, lo menos que usted o cualquier otro pueden hacer es conformarse con lo que digo.» Lipschitz pareció muy satisfecho de esta explicación, y los dos charlaron felices y contentos, y luego se dijeron à bientôt, que quiere decir hasta pronto. Lipschitz se fue, y no le vimos en varios años. Entonces vino Jane Heap y quiso llevarse a Norteamérica unas cuantas obras de Lipschitz, y quiso que Gertrude Stein lo ayudara a escogerlas. Gertrude Stein dijo: «Mal puedo hacerlo cuando Lipschitz está tan enfadado conmigo, es evidente que está enfadado conmigo, aunque no sé por qué razón.» Jane Heap dijo que Lipschitz decía que quería a Gertrude Stein más que a nadie en el mundo, y que no verla lo hacía muy desgraciado. Gertrude Stein dijo: «Bueno, yo también le quiero mucho. Será un placer acompañarle a su estudio.» Y fue, se abrazaron tiernamente, lo pasaron muy bien, y la única venganza que Gertrude Stein se permitió fue despedirse de Lipschitz con las palabras à très bientôt. Y Lipschitz dijo: «Comme vous êtes méchante!» Desde entonces han sido muy amigos, y Gertrude Stein ha hecho un retrato de Lipschitz, que es uno de los más bonitos retratos escritos por Gertrude Stein, pero nunca han hablado de la pelea que los distanció, y el caso es que quizá Lipschitz sepa lo que pasó, pero Gertrude Stein, ciertamente, no lo sabe. Gracias a Lipschitz, Gertrude Stein volvió a ver a Jean Cocteau. Lipschitz dijo a Gertrude Stein algo que ésta no sabía, lo cual era que Cocteau, en su Potomak había hablado de The Portrait of Mabel Dodge, del que había transcrito algunas frases. Gertrude Stein quedó muy complacida, como es natural, puesto que Cocteau era el primer escritor francés que hablaba de su obra. Cocteau y Gertrude Stein se vieron una

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 127 vez, y luego otra, y así iniciaron una amistad basada en sostener correspondencia, y en gustarse mucho recíprocamente, y en tener muchos amigos comunes, nuevos y viejos, pero no en reunirse. En esta época, también Jo Davidson hizo una escultura de Gertrude Stein. En este caso, todo transcurrió pacíficamente. Jo era ingenioso y divertido, y supo complacer a Gertrude Stein. No recuerdo a quién tratamos entonces, fuesen seres reales o escultores, pero, desde luego, fueron muchos. Entre otros se encontraba Lincoln Steffens, que de algún modo u otro, en todo caso de un modo rarísimo, está relacionado con los inicios de nuestro muy frecuente trato con Janet Scudder, pero no recuerdo exactamente cómo ocurrió. Sin embargo sí recuerdo muy bien la primera vez que oí la voz de Janet Scudder. Ocurrió mucho tiempo antes, cuando llegué a París por primera vez en mi vida, y aquella amiga mía y yo vivíamos en un pisito de la rue de Notre Dame des Champs. Mi amiga, llevada por el entusiasmo que le producía ver el entusiasmo en otras gentes, había comprado un Matisse que acabábamos de colgar en la pared. Mildred Aldrich nos visitó una calurosa tarde de primavera, y Mildred estaba asomada a la ventana. De repente, la oí gritar: «¡Janet, Janet! ¡Sube!» Y una voz muy bonita, de bajo registro, dijo: «¿Qué pasa?» «Quiero que subas para presentarte a mis amigas Harriet y Alice, y para que veas su piso.» Y la voz dijo: «Ah.» Y entonces Mildred dijo: «Y tienen un Matisse, grande y nuevo. Ven a verlo.» La voz contestó: «No, no subo.» Más tarde, Janet trató con mucha frecuencia a Matisse, cuando éste fue a vivir a Clamart. Gertrude Stein y Janet han sido siempre muy buenas amigas, al menos desde que comenzaron a verse frecuentemente. Janet, al igual que la doctora Claribel Cone, pese a decir siempre que no la comprende, lee y siente la literatura de Gertrude Stein, y sabe leerla en voz alta de un modo que se puede comprender. Por primera vez desde la guerra, nos disponíamos a ir al valle del Ródano, y Janet, junto con una amiga, iban a acompañarnos en una hermana gemela de Godiva. Y en seguida les contaré eso. Durante aquellos meses de frenética actividad, intentamos también que diesen la Legión de Honor a Mildred Aldrich. Después de la guerra fueron muchos los colaboradores en la lucha por la victoria a quienes se concedió la Legión de Honor, pero todos ellos pertenecían a una organización u otra, mientras que Mildred Aldrich no perteneció a ninguna organización. Gertrude Stein tenía muchísimas ganas de que a Mildred Aldrich le concedieran la Legión de Honor. En primer lugar, consideraba que se la merecía, ya que nadie había hecho tanta propaganda como Mildred en favor de Francia, mediante aquellos libros suyos que en Norteamérica leía todo el mundo, y, además, a Gertrude Stein le constaba que Mildred estaría muy contenta si le daban la Legión de Honor. Así es que comenzamos nuestra campaña. No era fácil conseguir nuestro objetivo, puesto que las organizaciones tenían más influencia que nosotras, cual es natural. Logramos poner en movimiento a varias personas. Comenzamos haciendo listas de americanos destacados y les pedimos que firmaran una petición. No, no se negaron, pero las listas, por sí mismas, si bien siempre son una ayuda, no siempre logran resultados. Mister Jaccacci, que admiraba grandemente a miss Aldrich, concibió grandes esperanzas, pero todas las personas a quienes conocía querían antes obtener algo para sí mismas. Logramos que la Legión Americana se interesara en el asunto, al menos dos de sus coroneles, pero también éstos tenían a otros peticionarios que gozaban de prioridad con respecto a Mildred. Vimos a todo el mundo, todos mostraron interés, todos prometieron algo, pero nada ocurrió. Por fin conocimos a un senador. El senador podía ayudarnos muchísimo, pero en aquel entonces los senadores estaban muy

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 128 ocupados, y una tarde conocimos a la secretaria del senador. Gertrude Stein acompañó a la secretaria del senador a su casa, en la Godiva. Y resultó que la secretaria del senador había intentado sin éxito aprender a conducir. Ver a Gertrude Stein manejar la Godiva por entre el tránsito de París, con la seguridad e. indiferencia de un profesional, y el hecho de que fuera una conocida escritora, impresionó terriblemente a la secretaria. Prometió que desenterraría de los archivos en que seguramente dormían los papeles del asunto de Mildred. Y así lo hizo. Poco después, el alcalde del pueblo en que Mildred Aldrich vivía la citó en la alcaldía, una mañana, para tratar de un asunto oficial. Y le dio a firmar los documentos preliminares del trámite de la concesión de la Legión de Ha nor. El alcalde le dijo: «No olvide, mademoiselle, que estos asuntos no siempre llegan a buen término. Así es que si tal ocurriera no debe usted llamarse a engaño.» Mildred contestó con gran serenidad: «Monsieur Le Maire, si mis amigos han iniciado gestiones de esta índole, puede usted tener la certeza de que no pararán hasta conseguir lo que se proponen.» Y así fue. Cuando llegamos a Avignon, camino de Saint Rémy, nos entregaron un telegrama en el que se decía que se había concedido a Mildred la distinción con tanto afán buscada. Quedamos muy contentas y satisfechas, y Mildred estuvo orgullosísima del honor recibido, hasta el día de su muerte. Durante estos primeros inquietos años posteriores al fin de la guerra, Gertrude Stein trabajó mucho. No como en los viejos tiempos, noche tras noche, sino en cualquier sitio, entre visitas, en el automóvil mientras esperaba a que yo regresara de algún recado, mientras posaba. En aquellos días le gustaba especialmente escribir en el interior del automóvil, en una calle atestada. Entonces fue cuando escribió, en broma, Finer Than Melanctha. Harold Loeb, que en aquel entonces dirigía, él solo, Broom, dijo que le gustaría tener alguna obra de Gertrude Stein, que fuera tan buena como Melanctha, la primeriza historia negra de Three Lives. Gertrude Stein escribía muy influenciada por el sonido de las calles y el movimiento de los automóviles. También le gustaba imponerse una frase, a modo de estribillo y metrónomo, y escribir al ritmo y melodía de la frase en cuestión. Mildred's Thoughts, publicado en The American Caravan, fue uno de estos experimentos que Gertrude Stein consideró más logrados. The Birthplace of Bonnes, publicado en The Little Review, fue otro. También entonces escribió Mora! Tales of 1920-1921, American Biography y One Hundred Prominent Men, del que dijo que creó en su imaginación cien hombres igualmente hombres y prominentes igualmente. Los dos últimos relatos fueron incorporados a Useful Knowledge. También fue en esta época cuando Harry Gibb regresó a París para pasar una breve temporada. Tenía grandes deseos de que Gertrude Stein publicara un volumen en el que se contuvieran los trabajos realizados durante aquellos años. Decía que no debía tratarse de un libro corto, sino de un gran libro, de un libro en el que los lectores pudieran sumergirse y hartarse. Solía decir: «Debe hacerlo.» Y Gertrude Stein contestaba: «Pero no habrá editor que quiera publicarlo, ahora que John Lane se ha retirado de los negocios.» Harry Gibb contestaba violentamente: «¡Eso no importa! Lo importante es que comprendan la esencia de su literatura, y a usted le hace falta publicar gran número de obras.» Se volvía hacia mí y añadía: «Alice, encárgate de este asunto.» Yo sabía que Gibb tenía razón, que era algo que forzosamente teníamos que hacer, pero, ¿cómo? Hablé de eso a Kate Buss, quien me aconsejó que me dirigiera a la Four Seas Company que le había publicado un librito. Inicié correspondencia con Brown, el «honradísimo Brown», como le llamaba Gertrude Stein, imitando la expresión que

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 129 empleaba William Cook cuando algo iba mal, muy mal. Cuando hubimos concluido las negociaciones con el «honradísimo», partimos para el sur de Francia, y corría el mes de julio de 1922. Salimos con la Godiva, el viejo Ford, seguidas de Janet Scudder, que iba en una segunda Godiva, en compañía de mistress Lane. Estas se dirigían a Grasse donde querían comprar una casa, y al fin compraron otra en las cercanías de Aix-en-Provence. Y nosotras íbamos a Saint Rémy, para ver en tiempo de paz la tierra que tanto amamos en tiempo de guerra. Nos encontrábamos tan sólo a unos cien kilómetros de París cuando Janet Scudder tocó la bocina, lo cual era señal, según habíamos acordado, de que debíamos pararnos y esperar. Janet llegó a nuestra altura. Solemnemente dijo: «Creo», Gertrude Stein siempre llamaba a Janet «el palurdo», y Gertrude Stein decía que en el mundo sólo hay dos cosas solemnes, a saber, un palurdo y Janet Scudder. Y Gertrude Stein también decía siempre que Janet Scudder tenía asimismo toda la sutileza de los palurdos y su amabilidad y su soledad. Janet Scudder llegó a nuestra altura y dijo solemnemente: «Creo que no vamos por la carretera que debiéramos, ahí dice París-Perpignan, y nosotras vamos a Grasse.» Bueno, el caso es que no pasamos de Lorne, y al llegar allí nos dimos cuenta, de repente, de lo cansadas que estábamos. Sí, estábamos cansadas, cansadas no más. Dijimos a las otras dos que podían seguir su viaje hacia Grasse, pero dijeron que también querían descansar, y descansaron. Esta fue la primera ocasión en que descansamos desde los días de Palma de Mallorca en 1916. Por fin, proseguimos despacio nuestro viaje hacia Saint Rémy, nuestras amigas fueron hasta Grasse, y luego regresaron a donde nos encontrábamos nosotras. Nos preguntaron qué pensábamos hacer, y les contestamos que nada, que sólo queríamos estar allí y no hacer nada. Así es que se fueron otra vez, y compraron una finca en Aix-en-Provence. Tal como Gertrude Stein siempre decía, Janet Scudder tenía una auténtica pasión de pionera que la inducía a comprar fincas totalmente inútiles. Durante el viaje nos detuvimos en multitud de pueblecitos, donde Janet Scudder pretendía encontrar fincas en venta, y Gertrude Stein tenía que arrancarla de allí con violentas protestas. Quiso comprar fincas en todas partes menos en Grasse, adonde había ido para comprar una finca. Finalmente compró una casa y unos terrenos que la rodeaban en Aix-en-Provence, después de pretender que Gertrude Stein le dijera por teléfono y por telégrafo que no la comprara. Sin embargo Janet Scudder la compró, pero, por suerte, pudo desprenderse de ella al cabo de un año. Aquel año lo pasamos descansando en Saint Rémy. Fuimos con la intención de pasar un mes o dos, pero nos quedamos a pasar el invierno. Con la sola excepción de Janet Scudder, a quien visitamos y nos devolvió la visita alguna que otra vez, sólo vimos a gentes del país. Íbamos de compras a Avignon, de vez en cuando visitábamos el campo que tan bien llegamos a conocer durante la guerra, pero casi siempre nos limitábamos a pasear por los alrededores de Saint Rémy, y subíamos a las Alpilles, las pequeñas colinas que tan repetidamente describió Gertrude Stein en las páginas que escribió aquel invierno, contemplábamos los enormes rebaños de corderos dirigiéndose hacia la montaña, encabezados por los asnos con las vasijas de agua, veíamos, arriba, los monumentos romanos, e íbamos con frecuencia a Les Baux. El hotel no era muy cómodo, pero nos quedamos en él. Una vez más, el valle del Ródano ejercía en nosotras su hechizo. Fue durante este invierno que Gertrude Stein meditó acerca del uso de la gramática, de las formas poéticas y de lo que bien puede denominarse teatro de paisaje. Fue en esta época que escribió Elucidation, publicada en mil novecientos veintisiete. Este fue su primer intento de plantear sus problemas de expresión y sus

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 130 intentos de resolverlos. Fue su primer intento de comprender claramente qué significaba su literatura y qué era tal como era. Más tarde, escribió sus tratados sobre Gramática, Frases, Párrafos. Vocabulario, etc., que fueron publicados en la Plain Edition, bajo el título How to Write. Fue en Saint Rémy y en el curso de aquel invierno que Gertrude Stein escribió las poesías que tanta influencia han ejercido en la joven generación. Virgil Thomson puso música a su obra Capital Capitals. Lend a Hand o Four Religions ha sido incorporada a Useful Knowledge. Esta obra teatral, que siempre ha interesado inmensamente a Gertrude Stein, fue el primer intento de aquellos otros que luego debían conducirle a escribir Operas and plays, primera concepción del paisaje en cuanto teatro. En aquella época también escribió Valentine para Sherwood Anderson, asimismo incorporada al volumen Useful Knowledge; Indian Boy, publicada después en The Reviewer (Carl Van Vechten nos mandó a Hunter Stagg, joven sureño tan atractivo como su nombre y apellido, «Hunter» significa cazador, y «Stagg» ciervo); Saints in Seven, el cual utilizó para dar ejemplos de su modo de escribir en las conferencias que pronunció en Oxford y en Cambridge; y Talks to Saints. Todo eso lo escribió en Saint Rémy. En aquellos días, Gertrude Stein trabajó con gran cuidado, muy despacio y con mucha concentración, y estuvo muy absorta. Finalmente, recibimos los primeros ejemplares de Geography and Plays, terminó el invierno, y regresamos a París. Aquel largo invierno de Saint Rémy dio al traste con las inquietudes de la guerra y de la posguerra. Muchas eran las cosas que debían ocurrir, debían llegar nuevas amistades, y producirse enemistades, y muchas otras cosas, pero no inquietantes. Gertrude Stein siempre dice que tan sólo tiene dos auténticas distracciones, que son los cuadros y los automóviles. Quizá ahora añadiría los perros. Inmediatamente después de la guerra, Gertrude Stein se interesó mucho por un joven pintor francés, llamado Fabre, que tenía especial sensibilidad para los objetos puestos sobre una mesa y para los paisajes, pero que no llegó a hacer carrera. Otro pintor que también atrajo la atención de Gertrude Stein, después de Fabre, fue André Masson. En aquel entonces, Masson estaba muy influenciado por Juan Gris, hacia quien Gertrude Stein sentía un interés permanente y de vital importancia para ella. André Masson le interesaba en cuanto a pintor, especialmente en cuanto a pintor de blanco, y le interesaba también su manera de componer, la indecisa línea propia de su manera de componer. Masson no tardó en caer bajo la influencia de los surrealistas. Los surrealistas no son más que la vulgarización de Picabia, tal como Delaunay y sus seguidores y los futuristas fueron la vulgarización de Picasso. Picabia concibió y se empeñó en resolver el problema de dar a una línea la vibración de un sonido musical, y que esta vibración sea resultado de concebir las formas humanas y el rostro humano de una manera tan tenue que dé tal vibración a la línea que les da forma. Este es su sistema de lograr lo etéreo. Esta idea, matemáticamente concebida, influenció a Marcel Duchamp, y dio lugar a su Desnudo descendiendo por una escalera. Picabia ha luchado a lo largo de toda su vida para comprender plenamente y dominar este concepto. Gertrude Stein cree que quizá ahora Picabia se encuentra cerca de la solución de tal problema. Los surrealistas, confundiendo la forma externa con el fondo, cual ocurre siempre a los vulgarizadores, consideraron que la línea en cuestión era ya vibrante y, por lo tanto, susceptible de servirles como plataforma para lanzarse a más altos vuelos. Aquel que será el creador de la línea vibrante sabe que todavía no la ha creado, y que si existiera no existiría por sí misma, sino en función de la fuerza de producir emociones contenida en el objeto que produce la vibración. Y con eso ya hemos dicho bastante acerca del creador y de sus seguidores.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 131 En su literatura, Gertrude Stein ha estado siempre dominada por la pasión intelectual de la exactitud, tanto en las descripciones de lo interior como de lo exterior. Con ello ha llegado a una simplificación que es el resultado de la eliminación de las asociaciones emotivas en el verso y en la prosa. Gertrude Stein sabe que la belleza, la música y la decoración son resultado de las emociones y jamás deben ser su causa, y que ni siquiera los acontecimientos deben ser la causa de las emociones, ni tampoco la materia básica del verso o de la prosa. Y tampoco deben ser las emociones, en sí mismas, la causa de los versos o de la prosa. Los versos y la prosa deben ser una exacta reproducción de la realidad exterior o interior. Esta idea sobre la exactitud motivó que Gertrude Stein y Juan Gris se comprendieran perfectamente. Juan Gris también tenía una clara idea de la exactitud, pero sobre una base mística. Como místico que era, tenía necesidad de ser exacto. En el caso de Gertrude Stein esta necesidad era de naturaleza intelectual, era pura pasión por la exactitud. Por eso la obra de Gertrude Stein ha sido frecuentemente comparada con las obras de los matemáticos, y cierto crítico francés la comparó con las obras de Bach. Picasso, que era quien mayores dotes naturales tenía, no se hallaba en posesión de un propósito intelectual tan claro. En su actividad creadora se encontró dominado por los ritos españoles, después por los ritos negros expresados en la escultura negra (que tienen una base árabe, la cual es también la base de los ritos españoles), y después por los ritos rusos. Debido a su tremenda y dominante actividad creadora, Picasso expresó estos ritos a imagen y semejanza propias. Juan Gris era la única persona a quien Picasso hubiera de buena gana borrado del mapa. Lo dicho expresa la naturaleza de las relaciones entre uno y otro pintor. En los días en que la amistad entre Gertrude Stein y Picasso se hizo más íntima que en cualquier momento anterior, si es que esto era posible (fue para el hijo de Picasso, nacido el cuatro de febrero, día siguiente al del cumpleaños de Gertrude Stein, que era el tres de febrero, que Gertrude Stein escribió su libro de cumpleaños, con una frase para cada día del año), la intimidad entre Gertrude Stein y Juan Gris molestaba a Picasso. En cierta ocasión, después de visitar una exposición de Juan Gris, celebrada en la Gallérie Simon, Picasso dijo con violencia a Gertrude Stein: «Me gustaría saber por qué defiendes la pintura de este hombre, sabes perfectamente que no te gusta.» Gertrude Stein no le contestó. Después, cuando Juan Gris murió y Gertrude Stein estaba desolada, Picasso la visitó y pasó el día en su casa. Ignoro lo que se dijeron, pero sé que en una ocasión Gertrude Stein dijo amargamente a Picasso: «No tienes ningún derecho a llorar a Juan Gris.» Y Picasso repuso: «Y tú no tienes ningún derecho a recordármelo.» Gertrude Stein le dijo furiosa entonces: «Nunca pudiste comprender los propósitos de Juan Gris, porque no son los tuyos.» Y Picasso contestó: «Sabes muy bien que sí los comprendía.» La más conmovedora obra que Gertrude Stein ha escrito es la biografía de Juan Gris, Life and Death of Juan Gris. Esta obra fue traducida al alemán, en ocasión de la exposición retrospectiva de las obras de Juan Gris celebrada en Berlín. Picasso nunca albergó con respecto a Braque los sentimientos que tenia con respecto a Juan Gris. Un día, charlando con Gertrude Stein, Picasso dijo: «Sí, Braque y James Joyce son los incomprensibles a quienes todo el mundo comprende.» («Les incomprehensibles que tout le monde peut comprendre.») Lo primero que ocurrió cuando llegamos a Paris fue la aparición de Hemingway, con una carta de presentación escrita por Sherwood Anderson. Recuerdo muy bien la impresión que Hemingway me causó aquella tarde. Era un hombre joven, contaba veintitrés años, extraordinariamente bien parecido. Poco después

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 132 de aquella tarde, todo el mundo tenía veintiséis años. Llegó la época de tener veintiséis años. Durante los dos o tres años siguientes, todos los hombres jóvenes contaban veintiséis años. Era la edad adecuada al tiempo y lugar. Había uno o dos que no llegaban a los veinte, como, por ejemplo, George Lynes, pero éstos no contaban, tal cual Gertrude Stein tuvo buen cuidado de explicarles detalladamente. O se tenían veintiséis años, o sencillamente no se existía. Más tarde, mucho más tarde, todos tenían veintiuno y veintidós años. Así es que Hemingway tenía veintitrés años, bastante aspecto extranjero, apasionado interés, y ojos bastante interesantes. Se sentó ante Gertrude Stein y se dedicó a ver y oír. Gertrude Stein y Hemingway conversaban mucho, entonces, y cada día más. Invitó a Gertrude Stein a ir a su piso y echar una ojeada a su obra. En aquel entonces, y siempre, Hemingway tenía excelente olfato para encontrar buenos pisos en lugares un tanto raros, pero agradables, y en encontrar buenas femmes de ménage y buena comida. Aquel piso, que fue el primero que tuvo en París, se encontraba junto a la Place du Tertre. Pasamos una tarde allí, y Gertrude Stein leyó cuanto Hemingway había escrito hasta el momento. Hemingway había comenzado la novela que inevitablemente le correspondía comenzar, y había escrito los poemas cortos que más tarde publicaría McAlmon en la Contact Edition. A Gertrude Stein le gustaron los poemas, que eran directos y kiplinescos, pero sus novelas le parecían deficientes. Dijo Gertrude Stein, refiriéndose a las novelas: «Hay mucha descripción aquí, y descripción no demasiado buena. Vuelva a empezar y escriba con más cuidado.» En aquel entonces, Hemingway era corresponsal en París de un diario canadiense, y tenía la obligación de expresar lo que él denominaba «el punto de vista canadiense». Gertrude Stein y Hemingway solían pasear y conversar largamente. Un día, Gertrude Stein le dijo: «Oiga, entre usted y su esposa tienen algún dinero, el suficiente para vivir sin grandes gastos.» Hemingway dijo: «Sí, así es.» Y Gertrude Stein dijo: «Pues bien, háganlo. Si sigue con los trabajos periodísticos, nunca tendrá ocasión de ver la realidad, sólo verá las palabras, y esto no basta, no basta, desde luego, si es que pretende ser escritor.» Hemingway dijo que no tenía la menor duda de sus deseos de llegar a ser escritor. Luego salió de viaje con su esposa y al regreso nos visitó solo. Vino a las diez de la mañana y se quedó, se quedó a almorzar, se quedó toda la tarde, y se quedó hasta las diez de la noche, y entonces, de repente, anunció que su esposa estaba embarazada, y con gran amargura añadió: «Y yo, yo, soy demasiado joven para ser padre.» Le consolamos cuanto pudimos, y luego le despedimos. Cuando volvieron a visitarnos, Hemingway dijo que había tomado una decisión. El matrimonio regresaría a Estados Unidos, donde Hemingway trabajaría de firme durante un año, y con sus ganancias y lo que tenían ahorrado organizarían su vida, y Hemingway abandonaría el trabajo periodístico y se dedicaría a escribir. Se fueron, y al cabo de un año regresaron con un recién nacido. Hemingway había abandonado su trabajo periodístico. Lo primero que hicieron a su regreso fue cumplir su propósito de bautizar al niño. Querían que Gertrude Stein y yo fuésemos las madrinas, mientras que el padrino sería un inglés compañero de armas de Hemingway durante la guerra. Cada uno de nosotros pertenecía a una distinta confesión religiosa, y casi ninguno practicaba religión alguna, por lo que resultaba un tanto difícil decidir en qué iglesia bautizar al niño. Aquel invierno pasamos muchísimo tiempo discutiendo este asunto. Por fin decidimos que debíamos bautizarlo en la iglesia episcopaliana, y así lo hicimos. Ignoro por qué

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 133 caminos llegamos las madrinas y el padrino a tal decisión, pero lo cierto es que bautizamos al niño en una capilla episcopaliana. Los padrinos pintores o escritores merecen muy poca confianza, debido a que existe la certeza de que la amistad de estos artistas suele enfriarse muy pronto. Conozco varios ejemplos de la anterior, los padrinos del pobre Paulot Picasso han desaparecido sin dejar rastro, y, como es natural, hace muchísimo tiempo que no vemos al hijo de Hemingway, ni recibimos noticias de él. Sin embargo, al principio nos portamos como celosas madrinas. Bordé una sillita, e hice un vestidito de punto, con colores muy alegres, para mi ahijado. Entretanto, el padre del ahijado estaba muy ocupado en la tarea de convertirse en escritor. Gertrude Stein jamás critica los detalles de las obras de los demás, sino que siempre se fija únicamente en los principios generales, en el punto de vista elegido por el escritor, y en la relación entre esta forma de ver y el modo en que la expresa. «Si la visión es deficiente, las palabras carecen de fuerza. Más fácil no puede ser, de eso sí que no cabe dudar», suele decir Gertrude Stein. Fue en este período cuando Hemingway comenzó a escribir los relatos breves que luego fueron publicados formando un volumen titulado In Our Time. Un día Hemingway llegó muy excitado acerca de Ford Madox Ford y de su Transatlantic. Pocos meses antes, Ford Madox Ford había comenzado a publicar Transatlantic. Muchos años atrás, antes de la guerra, hablamos conocido a Ford Madox Ford, quien en aquel entonces se llamaba Ford Madox Hueffer. Estaba casado con Violet Hunt, y Violet Hunt y Gertrude Stein se sentaron a la mesa una al lado de la otra, y hablaron mucho. Yo estaba al lado de Ford Madox Hueffer, quien me resultó muy simpático, y me gustaron mucho sus historias sobre Mistral y Tarascón, y me divirtió mucho el que hubiera sido seguido por la gente en aquellas tierras de monárquicos franceses, debido a que se parecía al pretendiente al trono. Jamás había yo visto al Borbón que pretendía el trono de Francia, pero no cabía duda de que, entonces; Ford bien hubiera podido ser un Borbón. Habíamos oído decir que Ford se encontraba en París, pero no le habíamos visto. Gertrude Stein había leído algunos números de Transatlantic, que le parecieron interesantes, pero no había prestado más atención al asuntó. Entonces llegó Hemingway muy excitado y dijo que Ford quería algo de Gertrude Stein para publicarlo en el próximo número, y él, Hemingway, quería que dicha revista publicara The Making of Americans, a modo de serial, por entregas, y quería que Gertrude Stein le entregara inmediatamente las primeras cincuenta páginas. Como es natural, Gertrude Stein quedó muy impresionada por el entusiasmo de Hemingway, pero no tenía copias del original, salvo aquella que habíamos encuadernado. Hemingway dijo entonces: «Eso carece de importancia. Yo mismo sacaré copia.» Y entre él y yo sacamos copia, y el texto copiado fue publicado en el siguiente número de Transatlantic. Así fue como se publicó por vez primera una parte de la monumental obra que fue el principio, el auténtico principio, de la moderna literatura, y nosotras nos sentimos muy felices. Más tarde, cuando las relaciones entre Gertrude Stein y Hemingway llegaron a ser muy tirantes, Gertrude Stein recordó, siempre con gratitud, que gracias a Hemingway se había publicado un fragmento de The Making of Americans. Gertrude Stein siempre dice: «Sí, ciertamente, tengo debilidad por Hemingway. Al fin y al cabo fue el primer escritor joven que vino a casa, e indujo a Ford a publicar el primer fragmento de The Making of Americans.» Pero yo tengo mis dudas sobre si realmente fue Hemingway quien logró la publicación de aquellas páginas de The Making of Americans. Ignoro cómo ocurrió

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 134 aquello, pero siempre he tenido la certeza de que tras los hechos conocidos había algo que nosotras no sabíamos. Esa es mi opinión. Cuando Gertrude Stein y Sherwood Anderson hablaban de Hemingway resultaban muy divertidos. La última vez que Sherwood estuvo en París, Gertrude Stein y 61 hablaron mucho de Hemingway. Entre los dos habían formado a Hemingway, y, en su fuero interno, los dos estaban un poco orgullosos y un poco avergonzados de su obra. Cuando Hemingway repudió a Sherwood Anderson y a su obra, le escribió una carta en nombre de la literatura norteamericana, que él, Hemingway, y sus compañeros de generación se disponían a salvar, en la que decía lo que pensaba de la obra de Sherwood, y lo que pensaba no era demasiado halagador. Cuando Sherwood vino a París, Hemingway, cual es lógico, tuvo miedo. Y, como es lógico, Sherwood no. Como les decía, Gertrude Stein y Sherwood Anderson resultaban divertidísimos cuando hablaban de Hemingway. Los dos reconocían que Hemingway era un timorato. Y Gertrude Stein decía: «Sí lo es, como aquellos hombres de los buques fluviales del Mississippi que describe Mark Twain.» Y los dos decían que la verdadera historia de Hemingway sería un gran libro; la verdadera historia, no esas que escribe sino las confesiones del auténtico Ernest Hemingway. Claro que estaría destinada a otro público, no al público de Hemingway, y sería una historia maravillosa. Y, luego, los dos se mostraban acordes en que sentían debilidad por Hemingway, debido a que era un buen discípulo. Yo protestaba: «No, no lo es. Es un discípulo repelente.» Y los dos decían: «¿Pero no comprendes lo halagador que es tener un discípulo que hace lo que le dicen, sin comprender lo que hace, es decir, un discípulo que se deja guiar, y que todos los discípulos que se dejan guiar son los favoritos de los maestros?» Los dos reconocían que su predilección por Hemingway era simplemente una debilidad. Y Gertrude Stein añadía: «Es como Derain. Acuérdate de lo que dijo monsieur De Tuille cuando yo dije que no alcanzaba a comprender el éxito de Derain. ¿Te acuerdas? Dijo que se debía a que parecía moderno y olía a museo al mismo tiempo. Y eso mismo le ocurre a Hemingway, parece moderno y huele a museo. ¡Qué magnífica historia sería la verdadera historia de Hemingway, contada por él mismo! Pero no, nunca la escribirá. Al fin y al cabo, tal como él mismo dijo, hay que hacer carrera.» Pero volvamos a los acontecimientos que en aquel entonces ocurrieron. Hemingway lo hizo todo. Copió el original y corrigió las pruebas. Tal como he dicho antes, corregir pruebas es algo muy parecido a quitar el polvo, y una llega a conocer los valores de la obra en cuestión con una profundidad que mediante la sola lectura, nunca alcanzaría. Al corregir estas pruebas, Hemingway aprendió mucho, y entonces admiraba cuanto aprendió. Fue en estos días cuando escribió a Gertrude Stein diciéndole que ella era quien había llevado a cabo la obra que debía llevarse a cabo, al escribir The Making of Americans, y que él y sus compañeros sólo tenían la misión de procurar que el libro de Gertrude Stein fuera publicado, y dedicar sus vidas a tal empeño. Hemingway tenía esperanzas de convertir en realidad dicho propósito. Alguien, creo que se trataba de un individuo llamado Sterne, dijo que encontraría editor para The Making of Americans. Gertrude Stein y Hemingway le creyeron, pero al cabo de poco tiempo Hemingway dijo que Sterne había alcanzado ya su período de incredibilidad. Y así acabó aquel intento. Antes de lo que acabo de contar, Mina Loy trajo a McAlmon a casa. McAlmon nos visitó con frecuencia, y trajo a su esposa y a William Carlos Williams. Y por fin decidió publicar The Making of Americans en la Contact Edition, y por fin lo hizo. Ya llegaremos a eso.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 135 Entretanto, McAlmon había publicado los tres poemas y los diez relatos breves de Hemingway, y William Bird había publicado In Our Time, y Hemingway comenzaba a ser conocido. Conoció a Dos Passos y a Fitzgerald y a Bromfield y a George Antheil y a todos los demás, y Harold Loeb volvió a París. Hemingway se había convertido en un escritor. Sherwood le enseñó a «hacer sombra», en boxeo, y yo le había explicado lo que eran los toros. Siempre me ha gustado el baile español y la fiesta de los toros, y me agradaba enseñar la fotografía, tomada sin que nos diéramos cuenta, en que Gertrude Stein y yo nos hallábamos en primera fila, en la plaza de toros. En aquellos días, Hemingway enseñaba a cierto joven a boxear. Y este muchacho, sin saber cómo, dejó a Hemingway fuera de combate. Creo que eso es algo que ocurre a veces. Bueno, el caso es que en aquellos días Hemingway, pese a ser hombre deportista, se cansaba muy fácilmente. Ir de su casa a la nuestra solía dejarle exhausto. Pero también es cierto que la guerra le había desgastado mucho. Incluso ahora, Hemingway es un hombre frágil; Hélène aseguraba que todos los hombres lo son. Hace poco, un fornido amigo suyo dijo a Gertrude Stein: «Ernest es muy frágil, en cuanto hace un poco de deporte, sea el que sea, siempre se rompe algo, un brazo, una pierna, la cabeza...» En aquellos primeros tiempos, Hemingway tenía simpatía hacia todo el mundo, salvo Cummings. Acusaba a Cummings de haber copiado cuanta literatura había escrito, no de alguien concreto, sino de un conjunto de seres inconcretos. Gertrude Stein, quien quedó muy impresionada por la lectura de The Enormous Room, dijo que Cummings no copiaba, sino que era un natural heredero de la tradición de Nueva Inglaterra, con su aridez y esterilidad, pero también con su indudable personalidad. Hemingway y Gertrude Stein no estaban de acuerdo en este punto. Tampoco lo estaban en cuanto hacía referencia a Sherwood Anderson. Gertrude Stein sostenía que Sherwood estaba dotado de especial talento para emplear las frases de modo que produjeran una emoción directa, lo cual se encontraba en la mejor tradición literaria americana, y que ningún escritor norteamericano, salvo Sherwood, era capaz de escribir una frase clara y apasionada al mismo tiempo. Hemingway no compartía esta opinión, y tampoco le gustaba el gusto de Sherwood. Gertrude Stein le decía que el gusto no tiene nada que ver con las frases. Y añadía que Fitzgerald era el único, entre los jóvenes escritores, que escribía las frases con naturalidad. Gertrude Stein y Fitzgerald adoptaban respectivamente entre sí una actitud muy peculiar. This Side of Paradise impresionó mucho a Gertrude Stein. Leyó esta obra cuando fue publicada, y cuando todavía no conocía a ninguno de los jóvenes escritores norteamericanos. Gertrude Stein decía que fue este libro el que, a los ojos del público, creó la imagen de la nueva generación de jóvenes escritores norteamericanos. Y a este respecto, Gertrude Stein nunca ha variado su opinión. Cree que lo dicho también vale para The Great Gatsby. Cree que las obras de Fitzgerald serán leídas cuando muchos de los más famosos escritores que fueron sus contemporáneos hayan dejado de ser leídos. Fitzgerald dice que Gertrude Stein dice estas cosas con el solo fin de enojarle al inducirle a creer que las dice en serio, y añade, de un modo característico en él, que al hacer esto Gertrude Stein comete un acto de crueldad inaudita. Siempre que se reúnen, Fitzgerald y Gertrude Stein lo pasan muy bien. Y la última vez que se reunieron se divirtieron mucho, en compañía de Hemingway. Y luego vino McAlmon. McAlmon poseía una cualidad que atraía grandemente a Gertrude Stein, la cualidad de la fecundidad que le permitía escribir y escribir, pero Gertrude Stein objetaba que McAlmon era aburrido. También estaba Glenway Wescott, pero Glenway Wescott nunca interesó a Gertrude Stein: «Tiene algo dentro, pero no lo demuestra.»

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 136 Así es que, entonces, comenzó la carrera de Hemingway. Durante un breve período no le vimos tan a menudo, pero luego volvió. Solía repetir a Gertrude Stein las conversaciones que después emplearía en The Sun Also Rises, y charlaban sin descanso sobre el modo de ser de Harold Loeb. En aquellos días, Hemingway se disponía a presentar su volumen de relatos breves a las editoriales norteamericanas. Una tarde, después de no haberle visto durante cierto tiempo, Hemingway compareció en compañía de Shipman. Shipman era un muchacho muy divertido que debía heredar unos cuantos miles —pocos— de dólares cuando alcanzara la mayo ría de edad. Todavía era menor. Y Hemingway decía que el muchacho, cuando llegara a la mayoría de edad, compraría la Transatlantic Review. André Masson decía que este muchacho financiaría una revista surrealista, cuando fuese mayor de edad. Josette Gris decía que el muchacho compraría una casa en el campo, tan pronto alcanzara la mayoría de edad. En realidad, cuando el chico fue mayor de edad, ninguno de aquellos que lo habían tratado anteriormente pareció estar al corriente del empleo que daba al dinero heredado. Hemingway trajo al chico a casa, para hablar de la compra de la Transatlantic Review, y de paso, trajo también el original que tenía intención de mandar a Norteamérica, que entregó a Gertrude Stein. Hemingway había añadido al volumen un breve relato sobre meditaciones, en el que decía que The Enormous Room era el más importante libro que había leído en su vida. Y entonces fue cuando Gertrude Stein dijo: «Hemingway, los comentarios no son literatura.» Después de esto no vimos a Hemingway en bastante tiempo, y luego fuimos a casa de alguien, no recuerdo quién, poco después de la publicación de The Making of Americans, y Hemingway, que estaba allí, se acercó a Gertrude Stein y comenzó a explicarle por qué no podría escribir una crítica o reseña de este libro. Entonces una pesada mano se posó sobre el hombro de Hemingway, y Ford Madox Ford dijo: «Joven, yo soy quien ahora quiere hablar con Gertrude Stein.» Y entonces Ford dijo a Gertrude Stein: «Quiero pedirle permiso para dedicarle mi nuevo libro. ¿Me da usted permiso?» Gertrude Stein y yo nos sentimos terriblemente complacidas y emocionadas. Después de esto y durante varios años, Gertrude Stein y Hemingway no se vieron. Y luego supimos que Hemingway había regresado a París, y que andaba diciendo que tenía grandes deseos de ver a Gertrude Stein. Y yo decía a Gertrude Stein, cuando ésta salía para dar un paseo: «No vuelvas con Hemingway colgado del brazo.» Y, desde luego, un día Gertrude Stein regresó a casa acompañada de Hemingway. Se sentaron y hablaron durante largo rato. Por fin oí que Gertrude Stein decía: «Hemingway, después de todo, usted es, en el noventa por ciento de su personalidad, un rotario.» Y Hemingway replicó: «¿No podría rebajarlo al ochenta por ciento?» Con pesar, Gertrude Stein dijo: «No, no puedo.» Al fin y al cabo Hemingway tenía, como Gertrude Stein decía, y tiene, como yo digo ahora, momentos en que se comportaba desinteresadamente. Después de esto Gertrude Stein y Hemingway se vieron con frecuencia. Gertrude Stein siempre dice que le gusta tratar a Hemingway porque es un tipo maravilloso, y que es una lástima que no pueda contar su verdadera historia. En su última conversación, Gertrude Stein acusó a Hemingway de haber asesinado a todos sus rivales y de haber enterrado sus cadáveres. Hemingway repuso: «Tan sólo he matado, en serio, a un hombre, y era un mal hombre y merecía que lo matara, pero si he matado a alguien más lo habré hecho sin saber, y por tanto no se me puede acusar de ello.» Fue Ford quien en cierta ocasión dijo, refiriéndose a Hemingway: «Viene, se sienta a mis pies y canta mis alabanzas. Y eso me pone nervioso.» Y Hemingway dijo en cierta ocasión: «Reduzco siempre más y más mi llama hasta que repentinamente se

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 137 produce una gran explosión. Si sólo hubiera explosiones, mi obra sería tan intensa que nadie podría resistirla.» Sin embargo, sea lo que sea lo que yo diga, Gertrude Stein siempre dice: «Sí, sí, ya lo sé, pero tengo debilidad por Hemingway.» Una tarde vino Jane Heap. La Little Review había publicado The Birthplace of Bonnes y The Valentine de Sherwood Anderson. Jane Heap se sentó y comenzamos a charlar. Se quedó a cenar y se quedó luego, y al alba, el pequeño Ford, la pequeña Godiva, que había permanecido con las luces encendidas durante toda la noche, consumiendo la batería, se resistió a ponerse en marcha para llevar a Jane Heap a su casa. Gertrude Stein siempre tuvo inmensa simpatía a Jane Heap. Margaret Anderson no le gustaba tanto. De nuevo llegó el verano, y aquel año fuimos a la Costa Azul, y nos quedamos en Antibes, donde vivían los Picasso. Allí fue donde conocí a la madre de Picasso. Picasso se parece extraordinariamente a su madre. Gertrude Stein y madame Picasso tuvieron ciertas dificultades en conversar ya que carecían de un idioma común a las dos, pero pudieron entenderse lo suficiente para reírse un poco. Hablaron de Picasso, en los tiempos en que Gertrude Stein le conoció. Gertrude Stein dijo que en aquel entonces Picasso era muy apuesto, y que parecía irradiar luz, y llevar un halo alrededor de la cabeza. Madame Picasso dijo: «De chico, Pablo era todavía más guapo. ¡Si le hubiera conocido entonces! Era un ángel y un diablo de belleza, la gente lo miraba y no podía apartar la vista de él.» Picasso, un poco picado, preguntó: «¿Y ahora qué?» Gertrude Stein y la madre de Picasso dijeron al unísono: «Ahora ya no queda nada de aquella belleza.» Y la madre de Picasso añadió: «Pero eres muy buen chico, y un hijo ejemplar.» Y con eso tuvo que contentarse Picasso. En esta época, Jean Cocteau, quien se precia de no haber rebasado jamás los treinta años, estaba escribiendo una breve biografía de Picasso, y le mandó un telegrama preguntándole la fecha de su nacimiento. Picasso le mandó otro con el siguiente texto: «¿Y la del tuyo?» Sobre Picasso y Jean Cocteau se cuentan muchísimas historias. Al igual que Gertrude Stein, Picasso suele quedar desconcertado cuando, de repente, le piden que haga algo, pero Jean Cocteau no es así, y hace lo que sea con gran eficacia. Esto molesta a Picasso, quien se venga, tomándose para ello cuanto tiempo sea necesario. No hace mucho ocurrió, a este respecto, algo un poco largo de contar. Picasso se encontraba en España, en Barcelona, y un amigo de juventud, que era director de un diario que se publicaba no en castellano sino en catalán, le hizo una entrevista. Picasso, sabedor de que a entrevista en catalán probablemente no se publicaría jamás en castellano, decidió divertirse lo más posible. Dijo que Jean Cocteau se estaba haciendo muy popular en París, tan popular que sus poemas se encontraban siempre en las mesillas de las peluquerías elegantes. Como he dicho, Picasso se divirtió muchísimo en el curso de esta entrevista, y luego regresó a París. Un catalán de Barcelona mandó esta entrevista a un amigo catalán que se encontraba en París, y éste la pasó a un amigo francés, tras traducirla, quien la publicó en un periódico francés. Picasso y su esposa nos contaron lo que ocurrió entonces. Tan pronto Jean hubo leído el artículo, quiso hablar con Pablo. Pablo se negó a recibirlo, dijo a la criada que dijera que estaba fuera y que no regresaría en varios días, con lo cual los Picasso se vieron obligados a no descolgar el teléfono. Entonces, Cocteau dijo en una entrevista concedida a un periodista francés que la entrevista que tanto le había molestado había tenido lugar con Picabia y no con su buen amigo Picasso. Como es natural, Picabia

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 138 desmintió a Cocteau. Cocteau suplicó a Picasso que desmintiera sus declaraciones. Y Picasso permaneció prudentemente encerrado en su casa. La primera noche que los Picasso salieron, fueron al teatro, y se sentaron precisamente detrás de la madre de Jean Cocteau. En el primer entreacto se acercaron a la madre de Cocteau, y ésta, en presencia de numerosos amigos comunes, dijo: «Querido, no sabes cuánto nos ha alegrado a mi hijo y a mí saber que no fuiste tú quien hizo aquellas repelentes manifestaciones. Por favor dilo, confirma que no fuiste tú.» Y, tal como dijo la esposa de Picasso al contárnoslo: «Yo, como madre, no podía tolerar el sufrimiento de otra madre, y dije que desde luego no fue Picasso.» Y Picasso dijo que no, que no había sido él, y así fue como se retractó públicamente de sus palabras. Durante este verano, Gertrude Stein, arrullada por el leve oleaje de la playa de Antibes, escribió Completed Portrait of Picasso, Second Portrait of Carl Van Vechten y The Book Concluding With As A Wife Has A Cow A Love Story, que después fue muy bellamente ilustrado por Juan Gris. Robert McAlmon había decidido irrevocablemente publicar The Making of Americans, cuyas pruebas debíamos corregir aquel verano. En el verano anterior proyectamos reunirnos con los Picasso en Antibes. Yo había leído la Guide des Gourmets, donde encontré, entre otros lugares en donde se comía bien, el hotel Pernollet, en Belley. El nombre de este pueblecito es Belley, y Belley es su manera de ser, tal como dijo el hermano mayor de Gertrude Stein. Llegamos a mediados de agosto. Mirando el mapa, parecía que Belley se encontrara entre montañas, en un punto muy alto. A Gertrude Stein no le gustan los precipicios, y mientras avanzábamos en el automóvil por los collados, yo me puse nerviosa y Gertrude Stein comenzó a quejarse, pero al fin se abrió un llano delicioso ante nuestra vista, y allí estaba Belley. Nuestro hotel era muy agradable aun cuando no tenía jardín, pese a que nosotras habíamos decidido de antemano que el hotel tenía jardín. Nos quedamos allí varios días. Y entonces, madame Pernollet, mujer de rostro redondo y plácido, nos dijo que, teniendo en cuenta que al parecer pensábamos quedarnos, podía cobrarnos la comida a tanto el día o a tanto la semana. Y nosotras dijimos que bueno. Entretanto nos habían llegado noticias de que los Picasso querían saber qué nos había ocurrido, y dónde nos encontrábamos. Les dijimos que estábamos en Belley. Descubrimos que Belley era el lugar de nacimiento de Brillat-Savarin. Ahora, en Bilignin, utilizamos el mobiliario de la casa de Brillat-Savarin. También descubrimos que Lamartine había ido a la escuela de Belley, y Gertrude Stein dice que en todos los lugares en que Lamartine vivió algún tiempo se come bien. Madame Récamier también procedía de esta región, que ahora está llena de descendientes de la familia de su esposo. Descubrimos todo esto poco a poco, pero desde el primer momento nos sentimos allí muy cómodas y nos quedamos y nos fuimos tarde. El verano siguiente debíamos corregir las pruebas de The Making of Americans, por lo que salimos tempranamente de París y fuimos a Belley. ¡Qué verano aquél! The Making of Americans es un libro de mil páginas, de letra apretada y páginas grandes. Darantière me ha dicho que tiene quinientas sesenta y cinco mil palabras. Fue escrito en los años mil novecientos seis, siete y ocho, y, salvo lo publicado en Transatlantic era inédito. A medida que el libro avanza, las frases se hacen más y más largas, y las hay que ocupan varias páginas, y los cajistas eran franceses, y cuando cometían un error y se olvidaban de una línea, el trabajo de volverla a poner en su sitio era terrorífico. Solíamos salir del hotel por la mañana, con sillas plegables, el almuerzo y las pruebas, y pasábamos el día luchando a brazo partido con los errores de los cajistas

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 139 franceses. Casi siempre era preciso corregir cuatro veces las pruebas, y, al fin, rompí las gafas, mis ojos se negaron a seguir leyendo, y Gertrude Stein tuvo que terminar sola las correcciones. Solíamos escoger distintos lugares para trabajar, con lo que descubrimos sitios muy hermosos, pero íbamos siempre acompañadas por aquellas interminables páginas de errores tipográficos. A una de nuestras colinas favoritas, desde la que podíamos ver el Mont-Blanc a lo lejos, la llamábamos madame Mont-Blanc. Otro lugar al que también íbamos a menudo se encontraba cerca de un minúsculo remanso de un riachuelo, cerca de una encrucijada. Parecía un lugar de la Edad Media, ya que allí ocurrían muchas cosas de una manera muy simple y muy medieval. Recuerdo que en cierta ocasión se nos acercó un campesino con un buey. El hombre, muy amablemente, nos preguntó: «¿Pueden decirme si notan algo raro en mí?» Contestamos: «Sí, desde luego, lleva usted la cara cubierta de sangre.» Y él dijo: «¡Vaya...! Bueno, el caso es que mis bueyes iban resbalando por la pendiente, y yo procuré contenerlos, y entonces resbalamos todos, y, claro, me preguntaba si me había hecho daño...» Lo ayudamos a lavarse el rostro, y se fue. Durante este verano, Gertrude Stein comenzó un par de cosas largas, a saber: A Novel y Phenomena of Nature, que debía conducir, más tarde, a una larga serie de meditaciones sobre gramática y frases. Primeramente llevó a Gertrude Stein a escribir An Acquaintance With Description, que sería publicada por Seizin Press. Entonces fue cuando Gertrude Stein comenzó a describir los paisajes como si cuanto ella viera fuese fenómeno de la naturaleza, como algo existente por sí mismo y que ella descubriera, ejercicio éste muy interesante que la llevó finalmente a escribir las últimas unidades de la serie Operas and Plays. Gertrude Stein solía decirme: «Procuro ser lo más vulgar posible.» Y, luego, un tanto preocupada, añadía: «No, no es lo bastante vulgar.» La última cosa que Gertrude Stein ha terminado, Stanzas and Meditation, y que yo estoy ahora mecanografiando, es la que Gertrude Stein considera como su más alto logro de vulgaridad. Pero volvamos atrás. Regresamos a París con las pruebas casi corregidas, y allí encontramos a Jane Heap. Estaba muy excitada. Dijo que tenía un proyecto magnífico, que ya no recuerdo en qué consistía, que agradó enormemente a Gertrude Stein. Creo que tenía algo que ver con una nueva edición de The Making of Americans en Estados Unidos. El caso es que las diversas complicaciones resultantes de lo anterior enojaron mucho, y no sin razón, a McAlmon. The Making of Americans fue publicado, pero Gertrude Stein y McAlmon dejaron de ser amigos. Cuando Gertrude Stein era muy joven, su hermano le dijo que, debido a haber ella nacido en febrero, se parecía mucho a George Washington, y era impulsiva y de mente lenta. Sin duda, esto le ha traído muchas complicaciones. Un día de aquella primavera nos disponíamos a visitar un nuevo salón de primavera. Jane Heap nos había hablado de un joven ruso cuya pintura había despertado su interés. Mientras cruzábamos un puente a bordo de Godiva, vimos a Jane Heap en compañía del joven ruso. Vimos los cuadros de éste, y también Gertrude Stein quedó muy interesada en su pintura. Desde luego, el joven ruso nos visitó. En How To Write, Gertrude Stein escribió la siguiente frase: «La pintura, ahora, después de su gran época, se ha convertido en un arte menor.» Y tenía gran interés en saber quién iba a convertirse en la cabeza visible de este arte. He aquí la historia.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 140 El joven ruso era un tipo interesante. A su decir pintaba en color que no era color, pintaba cuadros azules, y estaba pintando tres cabezas en una. El ruso pronto comenzó a pintar tres figuras en una. ¿Era el único que hacía esto? En cierto modo sí, pese a que había un grupo de pintores que lo hacían. Poco después de que Gertrude Stein conociera al ruso, aquel grupo celebró una exposición en una galería de arte que, si no recuerdo mal, era la de Druet. El grupo estaba formado por el ruso, un francés, un holandés muy joven y dos hermanos rusos. Todos, salvo el holandés, tenían alrededor de veintiséis años. En esta exposición, Gertrude Stein conoció a George Antheil, quien le pidió permiso para visitarla, y cuando vino trajo consigo a Virgil Thomson. George Antheil no pareció especialmente interesante a Gertrude Stein, aunque sí despertó sus simpatías, pero Gertrude Stein encontró muy interesante a Virgil Thomson, pese a que no sintió simpatía hacia él. Pero de eso les hablaré después. Ahora volvamos a la pintura. Los cuadros del ruso Tchelitchev eran los más vigorosos, los más maduros y los más interesantes de todos los pintados por los miembros del grupo. En aquel entonces Tchelitchev odiaba apasionadamente al francés, a quien llamaban Bébé Bérard, y cuyo verdadero nombre era Christian Bérard, y de quien Tchelitchev decía que lo copiaba todo. René Crevel era amigo de estos pintores. Algún tiempo después, uno de ellos celebró una exposición individual en la Gallérie Pierre. Íbamos allá cuando, en el camino, encontramos a René. Nos detuvimos. René estaba fuera de quicio, exasperado. Habló con aquella brillante violencia que le era característica. Dijo: «Estos pintores venden sus cuadros por varios miles de francos cada uno, y están poseídos de la vanidad derivada de medir su valor en dinero, mientras que nosotros los escritores, que tenemos un mérito dos veces superior al de ellos y una vitalidad infinitamente mayor, no ganamos lo suficiente para vivir y tenemos que mendigar e intrigar para que los editores publiquen nuestras obras. Pero llegará el día —y en esto René fue profeta— que acudan a nosotros para que les recreemos, y entonces los miraremos con indiferencia.» René era, entonces, y sigue siéndolo, un fiel surrealista. Por ser francés, necesitaba, y necesita, una justificación intelectual y básica de la apasionada exaltación que le posee. Por pertenecer a la generación inmediata posterior a la guerra. René no podía encontrar esta justificación en el patriotismo ni en la fe religiosa, ya que la guerra había destruido, para esta generación, tanto el patriotismo como la religión, en cuanto pasiones. Y el surrealismo era su justificación. El surrealismo clarificó el confuso negativismo en que René vivía y amaba. Entre todos los miembros de su generación, tan sólo René ha sabido expresar lo anterior, un poco en sus primeros libros, y mucho, muy justamente, con la brillante violencia que le distingue, en su última obra titulada El clavicémbalo de Diderot. Al principio, Gertrude Stein no sintió interés por aquel grupo de pintores, y sólo por el ruso del que he hablado. Tal interés fue en aumento y llegó a preocupar a Gertrude Stein. Solía decir: «Reconozco que las influencias que dan lugar a un nuevo movimiento en arte y literatura siguen vigentes y dan lugar a un nuevo movimiento en el arte y en la literatura; para dominar estas influencias y crearlas y recrearlas es preciso tener un formidable poder creador.» Y aquel ruso, evidentemente, no tenía este poder. Sin embargo, en sus obras se percibía claramente una nueva idea creadora. ¿Cuál era su origen? Gertrude Stein siempre dice a los jóvenes pintores que se quejan de que cambia de opinión con respecto a sus obras: «No es que cambie de opinión sobre vuestros cuadros, sino que vuestros cuadros se funden con la pared, dejo de verlos, y, como es natural, los olvido.»

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 141 Entretanto, y tal como ya he dicho, George Antheil trajo a Virgil Thomson. Virgil Thomson y Gertrude Stein se hicieron amigos y se vieron con mucha frecuencia. Virgil Thomson había puesto música a varias cosas de Gertrude Stein, tales como Susie Asado, Preciosilla y Capital Capitals. A Gertrude Stein le interesaba mucho la música de Virgil Thomson. Virgil Thomson había, sin duda alguna, comprendido a Satie, y tenía un concepto muy personal de la prosodia. Comprendía gran parte de la obra de Gertrude Stein, por las noches solía soñar que algo había en la obra de Gertrude Stein que escapaba a su comprensión, pero, en general, estaba contento con comprender lo que comprendía. Gertrude Stein disfrutaba oyendo sus propias palabras enmarcadas en la música de Virgil Thomson. Se veían muy a menudo. En su habitación, Virgil tenía gran número de cuadros debidos a Christian Bérard. Gertrude Stein solía contemplarlos largamente. Pero no podía saber exactamente qué pensaba de ellos. Virgil Thomson y Gertrude Stein solían hablar interminablemente acerca de estos cuadros. Virgil decía que no entendía en pintura, pero que aquellos cuadros le parecían maravillosos. Gertrude Stein le confesó su perplejidad, le habló del nuevo movimiento, y le dijo que la fuerza creadora que lo animaba no era la del ruso. Virgil dijo que en este punto estaba de acuerdo con Gertrude Stein, y que estaba convencido de que era Bébé Bérard, bautizado con el nombre de Christian. Gertrude Stein dijo que quizá estuviera en lo cierto, pero que lo dudaba mucho. De los cuadros de Bérard, Gertrude Stein solía decir: «Casi son algo, y luego dejan de serlo.» Y como Gertrude Stein acostumbraba a decir a Virgil Thomson, la Iglesia católica distingue muy bien a los santos de los histéricos. Y esta distinción también es de aplicar al mundo artístico. Cierto es que existe la sensibilidad histérica que tiene todas las apariencias de la fuerza creadora, pero la verdadera creación se basa en una fuerza concreta que es algo totalmente distinto de aquélla. Gertrude Stein se inclinaba a creer que Bérard era, desde el punto de vista artístico, antes un histérico que un santo. Durante este período, Gertrude Stein había vuelto a escribir retratos con renovado vigor, y, para aclarar su mente, como decía, hizo un retrato del ruso y otro del francés. Entretanto, Gertrude Stein había conocido, gracias a Virgil Thomson, a un joven francés llamado George Hugnet. Georges Hugnet y Gertrude Stein se cobraron gran afecto. Al muchacho le gustaba el sonido de la literatura de Gertrude Stein, su significado y sus frases. Georges Hugnet tenía en su casa gran número de retratos suyos pintados por sus amigos. Entre otros, había uno pintado por los dos hermanos rusos, y otro pintado por un joven inglés. Ninguno de estos retratos interesó demasiado a Gertrude Stein. Sin embargo, allí había un cuadro representando una mano, pintado por el joven inglés, que a Gertrude Stein no le gustó, pero que se grabó en su memoria. En esta época todos comenzamos a estar muy ocupados en nuestros propios asuntos. Virgil Thomson había pedido a Gertrude Stein que escribiera una ópera a la que él pondría música. Gertrude Stein tenía dos santos favoritos, a saber, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, y dijo que escribiría una ópera acerca de estos dos santos. Comenzó a hacerlo y trabajó arduamente en ello durante la primavera, y al fin terminó la ópera Four Saints, que entregó a Virgil Thomson para que le pusiera música. Y así lo hizo Virgil Thomson. Y es una ópera muy interesante, tanto por su libreto como por su música. Durante aquellos veranos seguimos yendo al hotel de Belley. Y tanto había llegado a gustarnos aquella tierra, la gente de aquella tierra, los árboles de aquella tierra, los bueyes de aquella tierra, que comenzamos a buscar casa. Ya un día vimos la casa de nuestros sueños al otro lado del valle. Gertrude Stein me dijo: «Ve y pregúntale al campesino quién es el dueño de esta casa.» Yo dije: «Es inútil, es una casa importante y

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 142 está ocupada.» Gertrude Stein dijo: «Ve y pregunta.» Con pocas ganas así lo hice. El campesino dijo: «Bueno, sí, quizá sí, quizá la pueda alquilar; es propiedad de una muchacha muy joven, sin familia, y creo que ahora vive en ella un teniente del, regimiento de Belley, pero según tengo entendido pronto se irá. Vaya a ver al administrador.» Y fuimos. Era un viejo campesino, muy amable, que siempre nos decía «allez doucement», es decir, «no corran.» Y no corrimos. Nos prometió que nos alquilaría la casa, la casa que sólo habíamos visto desde el otro extremo del valle, tan pronto el teniente se fuera. Por fin, hace tres años, el teniente se fue a Marruecos, y alquilamos la casa sin haberla visto más que desde el otro lado del valle, y nos gustó mucho, y cada día nos gusta más. Mientras nos alojábamos en el hotel vino Natalie Barney, almorzó con nosotras y trajo unas cuantas amigas, entre las que se contaba la duquesa de Clermont-Tonnerre. Gertrude Stein y la duquesa se cobraron gran simpatía mutua, y este encuentro trajo muchas y muy agradables consecuencias, más tarde. Pero volvamos a los pintores. Inmediatamente después de que Gertrude Stein diera fin a la ópera de que he hablado, y antes de abandonar París, acudimos a una exposición que se celebraba en la Gallérie Bonjean. Allí conocimos uno de los hermanos rusos, Genia Berman, y a Gertrude Stein le interesaron sus cuadros. En compañía del pintor, Gertrude Stein fue al taller de éste y miró todos sus cuadros. El pintor ruso parecía tener una inteligencia mucho más pura que los otros dos pintores que, con toda certeza, no habían concebido aquel moderno movimiento pictórico, por lo que probablemente la idea originaria del mismo era del pintor ruso en cuestión. Gertrude Stein, tras contarle la historia de su vida, como gustaba hacer en aquel tiempo a cuantos querían escucharla, le preguntó si él era quien tuvo la idea básica de aquel movimiento. Con una inteligente sonrisa interior, el pintor repuso que eso presumía. Y Gertrude Stein pensó que quizá el pintor decía la verdad. El pintor ruso nos visitó en Bilignin, y Gertrude Stein llegó poco a poco a la conclusión de que el pintor ruso, si bien era un pintor muy bueno, era un pintor demasiado malo para haber concebido aquella idea. Así es que Gertrude Stein comenzó de nuevo su búsqueda. Y también antes de abandonar Paris, en la misma sala de exposiciones de que he hablado, Gertrude Stein vio un cuadro representando a un poeta sentado junto a una catarata. Preguntó: «¿Quién ha pintado eso?» Le contestaron: «Un inglés llamado Francis Rose.» Dijo Gertrude Stein: «¡Ah, sí! No, no me interesa su pintura. ¿Cuánto cuesta este cuadro?» «Muy poco.» Gertrude Stein dice que un cuadro o bien vale trescientos francos o bien trescientos mil. Compró aquel cuadro por trescientos y nos fuimos de veraneo. Georges Hugnet había decidido hacerse editor, y comenzó con las Editions de la Montagne. En realidad fue George Maratier, el amigo de todo el mundo, quien fundó esta editorial, pero Maratier había decidido ir a Estados Unidos y hacerse americano, y Georges Hugnet heredó la editorial. El primer libro que publicó estaba formado por sesenta páginas de The Making of Americans, traducidas al francés. Las tradujeron Georges Hugnet y Gertrude Stein, conjuntamente, y Gertrude Stein quedó muy contenta. A continuación apareció el volumen titulado Ten Portraits, escrito por Gertrude Stein e ilustrado con autorretratos de los artistas y con retratos de otros dibujados por los artistas; había un retrato de Virgil Thomson debido a Bérard, otro de Bérard dibujado por él mismo, un autorretrato de Tchelitchev, un autorretrato de Picasso, un retrato de Guillaume Apollinaire y otro de Eric Satie dibujados por Picasso, un autorretrato de Kristian Tonney, el joven holandés, y un retrato de Bernard Fay, dibujado por Tonney. Estos volúmenes tuvieron muy buena acogida, y todos quedamos contentos.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 143 Y de nuevo todos nos fuimos. En invierno, Gertrude Stein suele llevar a Basket, su perro de lanas blanco, a casa del veterinario para que lo bañen, y acostumbra a ir a la sala de exposiciones en que compró el romántico cuadro del inglés, mientras Basket se seca. Y al regresar a casa, Gertrude Stein traía siempre otro cuadro del inglés. No hablaba mucho de ellos, pero de día en día tenía más y más cuadros del inglés. Varias personas comenzaron a hablarle del joven inglés, y le ofrecieron presentárselo. Gertrude Stein declinó. Dijo que ya conocía a bastantes pintores jóvenes, y que, en adelante, pensaba dedicarse a conocer pintura joven tan sólo. Entretanto, Georges Hugnet había escrito un poema titulado Enfance. Gertrude Stein le ofreció traducirlo, pero, en vez de traducirlo, Gertrude Stein escribió un poema sobre el poema. Esto alegró muchísimo a Georges Hugnet, al principio, pero luego le disgustó muchísimo. Entonces, Gertrude Stein tituló su poema del siguiente modo: Before The Flowers of Friendship Faded Friendship Faded. Todos nuestros amigos tomaron partido en este asunto. Y el grupo se dividió. Gertrude Stein tuvo un gran disgusto, y se consoló contando lo ocurrido en un delicioso relato breve, titulado From Left to Right, que fue publicado por el London Harper's Bazaar. Un día, poco después de esto, Gertrude Stein llamó al portero y le pidió que colgara todos los cuadros de Francis Rose, que alcanzaban un número superior a la treintena. Gertrude Stein estuvo muy inquieta y preocupada mientras los cuadros eran colgados, y yo le pregunté por qué había ordenado colgarlos si tanto la inquietaba. Dijo que lo había hecho porque no pudo evitarlo, que en el fondo eso era lo que ella quería, pero que cambiar totalmente el aspecto de la estancia, por el medio de colgar aquellos treinta y tantos cuadros, resultaba muy inquietante. Y así quedó la cosa durante algún tiempo. Pero volvamos a los días inmediatos posteriores a la publicación de The Making of Americans. En aquel entonces apareció en Athenaeum una crítica del libro de Gertrude Stein Geography and Plays, firmada por Edith Sitwell. Esa crítica era larga y un poco condescendiente, pero me gustó. A Gertrude Stein la dejó indiferente. Un año más tarde, apareció en London Vogue un artículo firmado por Edith Sitwell, en el que decía que después de haber escrito su artículo del Athenaeum no había hecho más que releer Geography and Plays, y que deseaba decir cuán importante y hermoso era este libro, en su opinión. Una tarde, en casa de Elmer Harden conocimos a miss Todd, directora del London Vogue. Dijo que Edith Sitwell vendría a Paris en breve, y que tenía muchos deseos de conocer a Gertrude Stein. Dijo que Edith Sitwell era muy tímida y que tendría que hacer un gran esfuerzo para venir a vernos. Entonces, Elmer Harden dijo que él la acompañaría. Recuerdo muy claramente la primera impresión que Edith Sitwell me produjo, impresión que no se ha modificado. Edith Sitwell era muy alta, ligeramente encorvada, hermosa, con la nariz más distinguida que jamás haya yo visto en rostro humano. Llegó y avanzó hacia nosotras de un modo reservado y dubitativo. Desde aquel momento y a través de las conversaciones entre Gertrude Stein y Edith Sitwell, así como de las que yo he sostenido con ella, he tenido ocasión de maravillarme de la delicadeza y profundidad con que Edith Sitwell comprende la poesía. Edith Sitwell y Gertrude Stein se hicieron amigas en seguida. Esta amistad, al igual que todas las amistades, ha pasado por momentos difíciles, pero estoy convencida de que, fundamentalmente, Gertrude Stein y Edith Sitwell son amigas y gozan de amistad. En aquel período tratamos muy asiduamente a Edith Sitwell, que luego regresó a Londres. En el otoño de aquel año, 1925, Gertrude Stein recibió una carta del presidente

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 144 de una sociedad literaria de Cambridge, en la que le pedía que diese una conferencia allí, la primavera siguiente. Gertrude Stein, muy intimidada ante tal propuesta, contestó sin dilación que no. Inmediatamente después, nos llegó una carta de Edith Sitwell, diciendo que Gertrude Stein debía aceptar, que era de la mayor importancia que Gertrude Stein dictara esta conferencia, y que, además, Oxford estaba esperando que Gertrude Stein dijera que sí a Cambridge, para pedirle que diera otra conferencia en Oxford. Evidentemente no quedaba más remedio que decir que sí, y Gertrude Stein dijo que sí. A Gertrude Stein la inquietaba mucho la idea de tener que dar una conferencia, y decía que la paz tiene horrores mucho peores que los de la guerra. Los precipicios no eran nada, comparados con eso. Gertrude Stein estaba mentalmente hundida. Afortunadamente, a principios de febrero, el Ford comenzó a padecer cuantos males podían acometerle. Los talleres de reparación importantes no querían tener nada que ver con Fords viejos, por lo que Gertrude Stein llevaba el suyo a un cobertizo, situado en Montrouge, donde los mecánicos intentaban repararlo, mientras ella esperaba, ya que si dejaba el Ford allí, probablemente encontraría muy escasos restos de él al ir a buscarlo. Una fría tarde fue con su Ford al cobertizo para que se lo arreglaran, y mientras esperaba sentada en el estribo de otro viejo automóvil, en tanto desmontaban el suyo, pieza a pieza, para volverlo a montar, comenzó a escribir. Estuvo allí varias horas, y cuando regresó, helada y con el Ford reparado, tenía ya totalmente escrita Composition As Explanation. Una vez escrita la conferencia, el siguiente problema consistía en leerla. Todos le dieron consejos. Gertrude Stein leyó su conferencia a cuantos venían a casa, y algunos de ellos la leyeron en voz alta ante Gertrude Stein. En aquel entonces, Prichard se encontraba en París, y él y Emily Chadbourne, conjuntamente, aconsejaron a Gertrude Stein y le sirvieron de público. Prichard le enseñó a leer al modo inglés, pero Emily Chadbourne era partidaria de que la conferencia fuese leída al modo americano, y Gertrude Stein estaba tan preocupada que era incapaz de hacerlo en modo alguno. Y una tarde fuimos a casa de Natalie Barney. Allí encontramos a un francés muy viejo y muy amable que era profesor de Historia. Natalie Barney le pidió que enseñara a Gertrude Stein a dar conferencias. Le aconsejó que hablara tan aprisa como pudiera y que en momento alguno levantara la vista. Prichard le había aconsejado que hablara tan despacio como pudiera y que nunca bajara la vista. El caso es que encargué un vestido y un sombrero nuevos para Gertrude Stein, y que, a principios de primavera, salimos para Londres. Era la primavera del año 1926, y en Inglaterra había todavía mucho rigor en materia de pasaportes. Nuestros pasaportes estaban en orden, pero a Gertrude Stein le molestaba extraordinariamente contestar las preguntas que los funcionarios suelen formular, y además se sentía muy desgraciada ante la perspectiva de tener que dar la conferencia. Así es que cogí los dos pasaportes y bajé la escalerilla para enfrentarme con los funcionarios. Uno de ellos me preguntó: «¿Dónde está miss Stein?» Y yo contesté: «Arriba en cubierta, y no quiere bajar.» El funcionario repitió: «No quiere bajar...» «Eso, no quiere bajar.» Y estampó los sellos obligados. Y llegamos a Londres. Edith Sitwell dio una fiesta en nuestro honor, y su hermano Osbert también. Osbert consoló mucho a Gertrude Stein. Osbert comprendía tan bien las distintas maneras en que una persona puede estar nerviosa, que al sentarse al lado de Gertrude Stein, en el hotel, y contarle las diversas maneras en que él y ella podían quedar afectados por el nerviosismo propio de las actuaciones en público, Gertrude Stein perdió su nerviosismo.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 145 Gertrude Stein siempre ha querido mucho a Osbert. Siempre dice que Osbert es como el tío de un rey. Osbert posee aquella amable, agradablemente irresponsable y agitada calma que todos los tíos de los reyes ingleses deben tener. Finalmente llegamos a Cambridge por la tarde, nos sirvieron té, y cenamos con el presidente de la sociedad literaria y con unos cuantos amigos suyos. La cena fue muy agradable y, después de cenar, fuimos a la sala de conferencias. Era un público heterogéneo, con mujeres y hombres. Gertrude Stein no tardó en recobrar la tranquilidad, y la conferencia se desarrolló muy bien. A su término los hombres formularon muchas preguntas y se mostraron muy entusiasmados. Las mujeres callaron. Gertrude Stein se preguntó si las mujeres callaron porque ésta era su obligación o si callaron porque sí simplemente. El día siguiente, fuimos a Oxford. Allí almorzamos en compañía del joven Acton, y pasamos a la sala de conferencias. Gertrude Stein comenzaba a acostumbrarse a su papel de conferenciante, y en esta ocasión lo pasó muy bien. Cual observó luego, se sintió como una prima donna. La sala de conferencias estaba repleta, había mucha gente en pie, al fondo, y el coloquio que siguió a la conferencia duró más de una hora, sin que nadie se fuera. Fue muy emocionante. Formularon preguntas de toda índole, pero principalmente querían saber por qué razón consideraba Gertrude Stein que estaba en lo cierto al escribir del modo en que lo hacía. Gertrude Stein contestó que en este asunto las opiniones carecían de importancia, y que al fin y al cabo, había escrito a su modo durante veinte años, y ahora todos habían acudido a su conferencia. Esto no significaba que los presentes hubieran llegado a la conclusión de que el modo de escribir de Gertrude Stein era aceptable, y en realidad no significaba ni demostraba nada, pero, por otra parte, también cabía la posibilidad de que indicara algo. Todos se rieron. Entonces un hombre, de quien luego supimos que era uno de los decanos, se puso en pie de un salto, y dijo que al leer Saints in Seven le había interesado mucho la frase sobre el anillo alrededor de la luna, sobre el anillo tras la luna. Reconoció que la frase era una de las frases más bellamente equilibradas entre cuantas había oído, pero, a fin de cuentas, por qué decir que el anillo iba tras la luna. Gertrude Stein dijo que cuando una mira la luna y hay un anillo alrededor de la luna, y la luna avanza, el anillo sigue a la luna. El que había formulado la pregunta dijo que quizá parezca así. Y Gertrude Stein dijo: «Bueno, en este caso, ¿cómo sabe usted que el anillo no sigue a la luna?» Y el hombre se sentó. Otro hombre, profesor que se sentaba junto al decano, se puso en pie y preguntó otra cosa. Y lo hicieron varias veces, los dos; se levantaron alternativamente, ahora uno y luego el otro. Y entonces se puso en pie el primero y dijo: «Usted dice que todo es diferente debido a que todo es igual, ¿cómo es ello posible? Gertrude Stein repuso: «Fíjese en ustedes dos, se ponen en pie uno tras otro, esto es una misma cosa, y, por otra parte, tengo la certeza de que usted no duda de que son dos hombres distintos en todo momento.» El hombre dijo touchez, y aquí se acabó la reunión. Uno de los asistentes quedó tan impresionado que, al salir, me confesó que había vivido los momentos más grandes de su vida, desde los días en que leyó la Crítica de la razón pura de Kant. Edith Sitwell, Osbert y Sacheverell estuvieron presentes y los tres lo pasaron muy bien. Les encantó la conferencia y les encantó el sentido del humor con el que Gertrude Stein supo desembarazarse de los que le formulaban preguntas embarazosas. Edith Sitwell dijo que mientras regresaban a casa, Sache no hizo más que reír al recordarlo. El día siguiente regresamos a París. Los Sitwell querían que nos quedáramos, que Gertrude Stein concediera entrevistas, y que prosiguiera en general las actividades iniciadas con las conferencias, pero Gertrude Stein creía que ya había disfrutado de bastante gloria y diversión. Tal como siempre dice, no significaba esto que ella pudiera

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 146 llegar a sentarse ahíta de gloria, no. Y como siempre asegura: «Al fin y al cabo los artistas no necesitan que se les critique, sino que se les aprecie; el artista que necesita que le critiquen no es un artista.» Algunos meses después, Leonard Woolf publicó Composition As Explanation en la Hogarth Essay Series. Y también fue publicada en The Dial. Mildred Aldrich quedó inmensamente satisfecha del éxito obtenido por Gertrude Stein en Inglaterra. Mildred Aldrich era una auténtica ciudadana de Nueva Inglaterra, y, desde su punto de vista, la aprobación de Oxford y Cambridge tenía todavía mayor importancia que la aprobación dada por el Atlantic Monthly. Al regresar la visitamos, y quiso que Gertrude Stein le volviera a leer la conferencia y que le contara detalladamente cuanto ocurrió en Inglaterra. Mildred Aldrich pasaba una mala temporada. De repente, dejó de cobrar su pensión, sin que nosotras nos enterásemos durante largo tiempo. Un día Dawson Johnston, bibliotecario de la American Library, dijo a Gertrude Stein que miss Aldrid le había dirigido una carta pidiéndole que le devolviera todos sus libros porque se disponía a regresar a Estados Unidos. Inmediatamente fuimos a ver a Mildred, quien nos dijo que había dejado de cobrar su pensión. Al parecer, recibía esta pensión de una mujer que últimamente había comenzado a chochear, y una mañana dio orden a sus abogados de que suspendieran el pago de las pensiones que había pasado a diversas personas durante varios años. Gertrude Stein dijo a Mildred que no se preocupara. La Fundación Carnegie, merced a las gestiones de Kate Buss, le mandó quinientos dólares, William Cook abrió un crédito ilimitado a Gertrude Stein para que ésta satisfaciera cuantas necesidades tuviera Mildred Aldrich, una amiga de ésta, de Providence, Rhode Island, también la auxilió generosamente, y el Atlantic Monthly comenzó a formar un fondo de ayuda. Y al cabo de muy poco tiempo, Mildred había superado el mal momento. Con tristeza, Mildred dijo a Gertrude Stein: «No me habéis dejado entrar elegantemente en un asilo, que es tal como yo hubiera entrado, pero habéis convertido mi casa en un asilo con una sola asilada.» Gertrude Stein la consoló diciéndole que en su soledad Mildred se había comportado tan elegantemente como lo hubiera hecho al entrar en un asilo. Gertrude Stein solía decirle: «Al fin y al cabo, Mildred, nadie podrá decir que no has sabido sacar partido del dinero.» Mildred Aldrich vivió los últimos años de su vida sin apuros económicos. Después de la guerra, William Cook había pasado tres años en Rusia, en Tiflis, ocupado en cuestiones relacionadas con las tareas de distribución de víveres por la Cruz Roja. Una tarde, William Cook y Gertrude Stein visitaron a Mildred, durante su última enfermedad, y al regresar, de noche, una densa niebla cubrió la carretera. El automóvil de Cook era un pequeño descapotable, con faros muy potentes que permitían cierta visibilidad a través de la niebla. Tras ellos iba otro automóvil pequeño que los seguía manteniendo siempre la misma velocidad que el automóvil de Cook, cuando Cook corría más los de atrás también corrían más, y cuando Cook reducía la velocidad, lo mismo hacían los de atrás. Y Gertrude Stein dijo a Cook: «Suerte tienen de que lleve unos faros tan potentes, los de ellos no lo son tanto y se benefician de la luz de los suyos.» Y Cook hizo un comentario un tanto curioso: «Sí, eso mismo me decía, pero después de haber vivido tres años en la Rusia Soviética, con su Cheka, incluso yo, que soy americano, me he vuelto un poco aprensivo, y tengo que razonar un poco para convencerme a mí mismo de que el automóvil de atrás no es de la policía secreta.» He dicho que René Crevel vino a casa. De todos los jóvenes que vinieron a casa, creo que René Crevel fue el que más me gustó. Tenía encanto francés, ese encanto francés que en su más alto grado es incluso más encantador que el encanto norteamericano, pese a lo muy encantador que éste es. Marcel Duchamp y René Crevel

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 147 quizá sean los más altos ejemplos de este tipo de encanto. Queríamos mucho a René. Era joven y violento, enfermizo y revolucionario, dulce y tierno. Gertrude Stein y René Crevel se quieren mucho. René le escribe deliciosas cartas en inglés, y Gertrude Stein le riñe con frecuencia. El fue el primero en hablarnos, en los primeros tiempos, de Bernard Fay. Nos dijo que era un joven profesor de la Universidad de Clermont-Ferrand, y nos ofreció, y se empeñó en hacerlo, acompañarnos a su casa. Y una tarde nos llevó a ella. Bernard Fay co era ni mucho menos como Gertrude Stein se lo había imaginado, y nada tuvieron que decirse. Según recuerdo, en aquel invierno y en el siguiente dimos muchas fiestas. Ofrecimos un té a los Sitwell. Carl Van Vechten nos mandó grandes cantidades de negros, y, además, también estaban los negros de nuestra vecina mistress Regan, que fue quien trajo a Josephine Baker a Paris. Carl nos mandó a Paul Robeson a casa. Paul Robeson interesó mucho a Gertrude Stein. Paul Robeson conocía los valores imperantes en la sociedad norteamericana como tan sólo puede conocerlos una persona que esté en ella sin ser parte de ella. Sin embargo, tan pronto entraba otra persona en la estancia, Paul Robeson se convertía inmediatamente en un negro auténtico. A Gertrude Stein no le gustaba oírle cantar espirituales negros. Gertrude Stein decía a Paul Robeson: «Estos espirituales no son cosa especialmente suya, no son más suyos que las demás cosas, y no tiene por qué atribuírselos.» Y Paul Robeson callaba. En cierta ocasión Paul Robeson coincidió con una mujer sureña, una encantadora sureña, quien le preguntó: «¿De dónde es usted?» Paul Robeson contestó: «De New Jersey.» Y la mujer dijo: «¡Lástima que no sea sureño!» A lo que Paul Robeson replicó: «Desde mi punto de vista no es tan de lamentar.» Gertrude Stein llegó a la conclusión de que los negros no eran víctimas de persecución sino víctimas del vacío o de la nada. Gertrude Stein siempre afirma que los africanos no son primitivos, sino que los africanos tienen una cultura muy antigua y limitada, y que en eso están. En consecuencia nada les ocurre y nada les puede ocurrir. Carl Van Vechten nos visitó por primera vez desde aquellos lejanos días en que le vimos con la camisa arrugada. Durante aquellos años intermedios, Gertrude Stein y él habían continuado su amistad y se habían escrito. Y ante la perspectiva de volverle a tratar personalmente, Gertrude Stein se sentía un tanto preocupada. Pero Carl Van Vechten vino, y Gertrude Stein y él fueron más amigos que en cualquier momento anterior. El fue quien trajo a Elliot Paul, y Elliot Paul trajo consigo Transition. Bravig Imbs nos gustó, pero más nos gustó todavía Elliot Paul. Era un hombre muy interesante. Elliot Paul era de Nueva Inglaterra, pero en realidad era un sarraceno, uno de esos sarracenos que de vez en cuando se ven en los pueblos franceses, en los que todavía quedan descendientes de los hijos de algunos cruzados. Elliot Paul era uno de esos tipos. Había en su personalidad cierta nota que no era de misterio sino de evanescencia. Elliot Paul apareció en nuestro vivir gradualmente, y luego desapareció gradualmente, y entonces aparecieron Eugene y Maria Jolas. Estos, una vez hubieron aparecido, permanecieron. En aquel entonces, Elliot Paul trabajaba en el París Chicago Tribune, donde publicó una serie de artículos sobre la obra de Gertrude Stein, que fueron la primera evaluación seria de ésta que obtuvo amplia difusión. Al mismo tiempo, Elliot Paul se dedicaba a convertir en escritores a los periodistas y correctores de pruebas. Logró que Bravig Imbs comenzara su primer libro. The Professor's Wife, por el medio de hacerle callar, cuando estaba hablando, y decirle, «y ahora empieza». Y Paul Elliot hacía igual con otras personas. Tocaba el acordeón como nadie, como ni siquiera los acordeonistas natos lo hacen. Muy pronto aprendió a tocar la tonada favorita de Gertrude Stein, The

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 148 Trail of the Lonesome Pine y My Name is June, y los interpretaba acompañado al violín por Bravig Imbs. The Trail of the Lonesome Pine fue una canción que, desde un principio, gustó mucho a Gertrude Stein. Mildred Aldrich tenía un disco con esa canción, y cuando pasábamos la tarde en su compañía, en Huiry, Gertrude Stein nunca dejaba de poner The Trail of the Lonesome Pine en el fonógrafo, y lo tocaba una y otra vez. La canción en sí misma le gustaba, y durante la guerra la había fascinado la magia que The Trail of the Lonesome Pine encerraba, en cuanto libro, para los muchachos del campo. Muy frecuentemente, cuando un muchacho del campo que se encontraba en un hospital cogía especial cariño a Gertrude Stein, éste le decía: «Una vez leí un gran libro, ¿sabes? Se llamaba The Trail of the Lonesome Pine.» Al fin, en el campamento de Nimes lograron un ejemplar, y este ejemplar estuvo siempre a disposición de los soldados heridos. No leían muchas páginas de este libro, y, según pudo averiguar Gertrude Stein, a veces tan sólo leían un párrafo en varios días, pero las voces de los soldados adquirían gravedad cuando hablaban de este libro, y los soldados que más querían a Gertrude Stein le ofrecían prestarle aquel sucio y manoseado ejemplar. Gertrude Stein lo lee todo, y naturalmente también leyó aquel libro, y quedó intrigada. Prácticamente carecía de anécdota, no era emocionante ni relataba aventuras, estaba muy bien escrito y consistía principalmente en la descripción de paisajes montañosos. Más tarde, Gertrude Stein recordó vagamente que una muchacha sureña le dijo que durante la Guerra de Secesión los soldados procedentes de la montaña, alistados en el Ejército del Sur, organizaban turnos para leer Les Miserables de Victor Hugo, lo cual resultaba también sorprendente porque en este libro hay muy poca anécdota y mucha descripción. Sin embargo, Gertrude Stein reconoce que le gusta la canción The Trail of the Lonesome Pine del mismo modo que a los campesinos les gustaba el libro, y del mismo modo que Paul Elliot la interpreta al acordeón. Un día Paul Elliot llegó a casa muy excitado, por lo general Paul Elliot siempre solía estar muy excitado, aunque nunca lo decía ni daba muestras de ello. Pero esta vez lo demostró y lo dijo. Dijo que quería que Gertrude Stein le aconsejara. Le habían propuesto dirigir una revista en París, y dudaba si aceptar o no. Gertrude Stein le aconsejó que aceptara. Y dijo: «Al fin y al cabo, lo que nosotros queremos es publicar. Cada cual escribe para sí mismo y para los demás, para los desconocidos, pero si no hay editores con iniciativa, ¿cómo vamos a llegar hasta esos desconocidos?» Pese a todo, Gertrude Stein quería mucho a Paul Elliot, y no deseaba que se arriesgara demasiado. Paul Elliot repuso: «No, no hay riesgos; la revista tendrá fondos garantizados para varios años.» Y Gertrude Stein dijo: «Bueno, pues entonces es preciso convenir que nadie puede ser mejor director que usted. No es usted egoísta, y sabe lo que piensa.» Así comenzó Transition, y desde luego tuvo gran importancia para todos. Elliot Paul escogió muy cuidadosamente los textos a publicar en Transition. Decía que tenía miedo de que llegara a ser demasiado popular. Y aseguraba: «Si llega a tener más de dos mil suscriptores, dimito.» Para su publicación en el primer número de Transition eligió Elucidation, el primer intento realizado por Gertrude Stein para explicarse a sí misma, escrito en SaintRémy. Luego publicó As A Wife Has A Cow A Love Story. Paul Elliot siempre mostró gran entusiasmo por esta historia. Para su publicación en Transition también le gustaron Made A Mile Away, descripción de los cuadros que gustaban a Gertrude Stein, y, luego, una novelita sobre traición, titulada If He Thinks. Paul Elliot se proponía hacer comprender gradualmente al público las obras de los escritores que le gustaban, y, tal como he dicho, escogía muy cuidadosamente las obras a publicar. Estaba muy

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 149 interesado en Picasso, y luego llegó a interesarse muy profundamente en Juan Gris, tras cuya muerte publicó una traducción de su defensa de la pintura, que ya había sido publicada en francés, en la Transatlantic Review, y también publicó la elegía de Gertrude Stein The Life and Death of Juan Gris, y su obra One Spaniard. Elliot Paul desapareció poco a poco., y aparecieron Eugene y Maria Jolas. Transition adquirió más y más páginas. A petición de Gertrude Stein, Transition volvió a publicar Tender Buttons, publicó la lista bibliográfica de toda la obra de Gertrude Stein hasta aquel momento, y después publicó su ópera Four Saints. Gertrude Stein agradeció mucho que le publicaran lo anterior. En los últimos números de Transition no salió nada de Gertrude Stein. Y Transition se murió. Entre todas las pequeñas revistas que han muerto, según frase que a Gertrude Stein le gusta citar, de hacer versos libres, quizá la más juvenil y lozana fue Blues. Su director, Charles Henri Ford vino a París, y era tan joven y lozano como la revista, y también era honrado, lo cual no deja de ser agradable. Gertrude Stein cree que sólo Charles Henri Ford y Robert Coates, entre los jóvenes, tienen una idea propia del valor de las palabras. Durante esta época venían de vez en cuando a la casa de la rue de Fleurus universitarios de Cambridge y Oxford. Uno de ellos trajo consigo a Brewer, que trabajaba en la firma Payson and Clarke. A Brewer le interesaba la obra de Gertrude Stein, y, aun cuando nada prometió, habló con ella de las posibilidades de que su empresa publicara alguna obra de Gertrude Stein. Gertrude Stein acababa de terminar una novela algo corta, titulada A Novel, y a la sazón trabajaba en otra novela algo corta, titulada Lucy Church Amiably, de la que Gertrude Stein dice que es una novela de naturaleza y belleza romántica y que parece un grabado. A petición de Brewer, Gertrude Stein escribió un resumen de este libro, a modo de anuncio, y Brewer mandó un entusiasta telegrama. Sin embargo, Brewer quería comenzar publicando un conjunto de cosas cortas que Gertrude Stein había escrito acerca de Norteamérica, bajo el título de Useful Knowledge. Y así se hizo. En París hay muchos comerciantes de cuadros a quienes les gusta emprender aventuras en su negocio, y en Estados Unidos no hay editores a quienes guste emprender aventuras en su negocio. En París hay comerciantes de cuadros, como Durand-Ruel, que han quebrado dos veces por dar su apoyo a los impresionistas, y eso ocurrió a Vollard con respecto a Cézanne, a Sagot con respecto a Picasso y a Kahnweiler con respecto a todos los cubistas. Ganan dinero en lo que pueden, y siguen comprando cuadros que, por el momento, no tienen salida, y siguen haciéndolo hasta que crean un mercado para estos cuadros. Y estos aventureros son aventurados porque ésa es la idea que de su negocio tienen. Hay otros que no supieron escoger sus pintores con tanto acierto, y perdieron hasta el último franco. Es tradicional que los más aventurados comerciantes de cuadros de París se aventuren. Supongo que abundan las razones por las que los editores no hacen lo mismo. El único editor que lo hacía era John Lane. Quizá no murió rico, pero vivió bien, y murió bastante rico. Nosotras teníamos la esperanza de que Brewer fuese un editor de este tipo. Publicó Useful Knowledge, los resultados no fueron los previstos, y en vez de persistir y crear poco a poco un público para Gertrude Stein, comenzó a seguir una táctica dilatoria y, al fin, dijo que no. Imagino que fue inevitable. Sin embargo, así fue la cosa, y así sigue siendo. Y entonces comencé a pensar en publicar yo misma las obras de Gertrude Stein. Le pedí que se inventara un nombre para la editorial, y Gertrude Stein se rió, y Gertrude Stein dijo: «Llámale Plain Edition». Y Plain Edition se llama.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 150 Todo lo que sabía acerca de lo que tenía que hacer era que tendría que hacer imprimir el libro y hacerlo distribuir, es decir, vender. Pregunté a todos cuál era la manera de hacer estas .dos cosas. Al principio, pensé que tendría que asociarme con alguien, pero no tardé en sentir repugnancia a tal idea, y decidí hacerlo todo yo sola. Gertrude Stein quería que el primer libro, Lucy Church Amiably, tuviera el aspecto de un libro de texto para escolares, y que estuviera encuadernado en azul. Una vez hube encargado la impresión del libro, el siguiente problema con que me enfrenté fue el problema de su distribución. En esta materia me dieron gran cantidad de consejos. Algunos de los cuales resultaron buenos, y otros malos. William A. Bradley, el amigo y consuelo de los escritores de París, me aconsejó que me suscribiera a The Publishers' Weekly. Fue sin duda un prudente consejo. Esto me permitió aprender algunas cosas sobre mis nuevas actividades, pero la verdadera dificultad consistía en llegar a los libreros. Ralph Church, filósofo y amigo, me dijo que conquistara a los libreros y no me apartara de los libreros. Se trataba de un excelente consejo, pero, ¿cómo llegar a los libreros? En este momento, una amable amiga me dijo que podía proporcionarme un viejo directorio de libreros que pertenecía a cierto editor. Me mandó el directorio y yo comencé a mandar las circulares. Al principio, quedé muy satisfecha de mis circulares, pero no tardé en llegar a la conclusión que no eran todo lo buenas que debían ser. Pese a esto, recibí pedidos de Estados Unidos, logré cobrar sin grandes dificultades, y me sentí animada. La distribución en París resultaba más fácil y más difícil a la vez. Fácil era lograr que pusieran el libro en los escaparates de todas las tiendas de libros de París en las que se vendían libros en inglés. Esto produjo en Gertrude Stein una alegría infantil, rayana en el éxtasis. Jamás había visto un libro suyo en el escaparate de una librería, salvo la traducción al francés de Ten Portraits, y Gertrude Stein se pasaba el día paseando por París, para ver los ejemplares de Lucy Church Amiably en los escaparates, y luego, al volver a casa, me lo contaba. Los libros también se vendieron, y entonces, como sea que yo pasaba seis meses al año fuera de París, encargué a un agente que se encargara de los negocios de París. Al principio este arreglo funcionó muy bien, pero luego no funcionó tan bien. Bueno, el caso es que no queda más remedio que aprender el oficio a que una se dedica. En el siguiente libro, que fue How To Write, y debido a que no quedé totalmente satisfecha de la presentación de Lucy Church Amiably, pese a que verdaderamente parecía un texto escolar, decidí encargar la impresión a una imprenta de Dijon y darle la forma de un Elzevir. Y de nuevo tuve dificultades con el asunto de la encuadernación. En cuanto a la venta de How To Write, seguí el mismo sistema empleado anteriormente, pero comenzaba a darme cuenta de que mi lista de librerías estaba anticuada. También me dijeron que debía escribir cartas para mantener constantemente el contacto con los libreros y enterarme de la marcha de las ventas. Ellen du Pois me ayudó en este asunto. También me dijeron que debía procurar que se publicaran críticas de los libros. Y también en eso me ayudó Ellen du Pois. Y que debía hacer publicidad. La publicidad sería, evidentemente, demasiado cara, y yo debía dedicar el dinero a pagar a los impresores, puesto que mis planes iban siendo más y más ambiciosos. Lograr que se publicaran críticas era muy difícil, siempre se han hecho muchas referencias burlescas a la obra de Gertrude Stein, y tal como Gertrude Stein dice para consolarse: «Siempre me citan, lo cual quiere decir que mis palabras y mis frases calan hondo en los críticos, pese a que no se dan cuenta.» Pero era muy difícil lograr que escribieran críticas en serio. Hay muchos escritores que escriben a Gertrude Stein cartas de admiración, pero nunca escriben críticas de sus libros, ni siquiera cuando están en

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 151 circunstancias que les permiten hacerlo. Gertrude Stein suele contar lo que le ocurrió a Browning. Browning conoció en una cena a un famoso hombre de letras quien se le acercó y le habló larga y elogiosamente de sus poemas. Browning le escuchó y luego dijo: «¿Va usted a publicar todo lo que me ha dicho?» Naturalmente no recibió contestación. En el caso de Gertrude Stein ha habido algunas excepciones dignas de mención, tales como las de Sherwood Anderson, Edith Sitwell, Bernard Fay y Louis Bromfield. También hice una edición de cien ejemplares, muy hermosamente compuesta en Chartres, del poema de Gertrude Stein titulado Before The Flowers Of Friendship Faded Friendship Faded. Vendí muy fácilmente estos cien ejemplares. La impresión de How To Write me pareció mejor que la primera, pero quedaba el problema de la encuadernación. En Francia es prácticamente imposible obtener una encuadernación comercial mediana, los editores franceses sólo publican sus libros en rústica. Esto me preocupaba muchísimo. Un día acudimos a una velada en casa de Georges Poupet, gran amigo de todos los escritores. Allí coincidí con Maurice Darantière. El fue quien imprimió The Making of Americans, y estaba justamente orgulloso de este libro y de la impresión de este libro. Había dejado Dijon, y había comenzado a imprimir libros en las cercanías de París, con una prensa manual, e imprimía unos libros muy hermosos. Darantière es un hombre muy atento, y yo comencé, como es natural, a contarle mis problemas. Y me dijo: «Escuche lo que voy a decirle, porque yo tengo la solución.» Pero yo le interrumpí: «No debe olvidar que estos libros tienen que ser baratos. Al fin y al cabo el público de Gertrude Stein está compuesto por escritores, estudiantes y universitarios, bibliotecarios y gente joven, todos los cuales no disponen de mucho dinero. Gertrude Stein quiere tener lectores, no coleccionistas. A pesar de esto, sus libros han llegado a ser, en demasiadas ocasiones, libros de coleccionistas. Pagan muy altos precios por Tender Buttons y The Portrait of Mabel Dodge, y esto no gusta a Gertrude Stein, ya que ella quiere que la gente lea sus libros, no que los atesore.» Dijo: «Sí, sí, ya comprendo. Lo que le propongo es lo siguiente. Compondremos el libro en monotipo, que es relativamente barato, y ya me encargaré yo de que se haga así, luego imprimiré a mano el libro, en papel bueno pero no demasiado caro, y quedará muy bien impreso, y en vez de ponerle cubiertas lo encuadernaré en papel grueso, como hice con The Making of Americans, y luego haré cajitas en las que el libro encajará perfectamente, cajitas bien hechas y bien acabadas, y ya está.» «¿Y podré vender el libro a un precio moderado?» «Sí, sin duda.» Poco a poco, mi ambición iba en aumento. Quería publicar una serie formada por tres libros, que serían Operas and Plays, primero, Matisse, Picasso and Gertrude Stein, después, y Two Shorter Stories, luego, y tras ello publicaría Two Long Poems and Many Shorter Ones. Maurice Darantière cumplió su palabra. Imprimió Operas and Plays, que es un libro hermoso y de precio moderado, y ahora está imprimiendo Matisse, Picasso and Gertrude Stein y Two Shorter Stories. Ahora tengo una lista de libreros actualizada, y todo va sobre ruedas. Tal como estaba diciendo, después de regresar de Inglaterra y de dar las conferencias, ofrecimos muchas fiestas y recepciones, ya que hubo muchas ocasiones propicias para hacerlo, y vinieron todos los Sitwell y Carl Van Vechten, y Sherwood Anderson. Y además hubo muchas otras ocasiones para dar fiestas. Entonces fue cuando Gertrude Stein y Bernard Fay volvieron a verse, y esta vez tenían muchas cosas que contarse. Gertrude Stein encontró que entrar en relación con la

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 152 mente de Bernard Fay era estimulante y confortante. Y poco a poco fueron haciéndose amigos. Recuerdo que una vez entré en una habitación y oí que Bernard Fay decía que las tres personas de más importancia que había conocido en su vida eran Picasso, Gertrude Stein y André Gide. Y Gertrude Stein dijo con toda sencillez: «Tiene usted razón, pero ¿por qué incluye a André Gide?» Un año después, refiriéndose a esta conversación, Bernard Fay dijo a Gertrude Stein: «Ahora comienzo a pensar que quizá tuviera usted razón.» Aquel invierno Sherwood vino a París, y estuvo delicioso. Se divertía y nos divertía. A la sazón comenzaban a convertirle en hombre importante, y debo confesar que era un hombre importante que aparecía y desaparecía con mucha frecuencia. Recuerdo que fue invitado a una recepción en su honor en el Pen Club. Natalie Barney y un francés con barba serían sus presentadores. Sherwood quería que Gertrude Stein fuera también al Pen Club, pero Gertrude Stein le dijo que sentía gran simpatía personal hacia él, pero no hacía el Pen Club. Entonces, Natalie Barney vino a casa para insistir en el mismo propósito de Sherwood. Gertrude Stein se encontraba fuera, paseando con el perro, y se excusó alegando que se encontraba enferma. El día siguiente, Sherwood nos visitó. Gertrude Stein le preguntó: «¿Qué tal?» Y Sherwood replicó: «Bien, la fiesta no fue en mi honor, sino en el de una mujer gigantesca que parecía un vagón de carga descarrilado.» En el estudio instalamos calefacción eléctrica. Tal como decía nuestra criada finlandesa, nos estábamos modernizando. A la criada finlandesa le resulta difícil comprender por qué no somos más modernas. Gertrude Stein dice, a este respecto: «Cuando una está mentalmente muy avanzada, es natural que sea anticuada y normal en el vivir cotidiano.» Y Picasso añade: «A Miguel Ángel no le hubiera gustado que le regalaran un mueble estilo renacimiento, sino que hubiera preferido una moneda griega.» Instalamos calefacción eléctrica, y vino Sherwood y dimos en su honor una fiesta por Navidades. Los radiadores eléctricos olían muy mal, hacía un calor insoportable, pero lo pasamos muy bien porque la fiesta fue muy buena. Sherwood estaba, como de costumbre, muy elegante y apuesto, y llevaba una de las últimas corbatas de fantasía que se había comprado. Sherwood Anderson viste muy bien, y su hijo John no le va a la zaga. John y su hermana vinieron en compañía de su padre. Mientras Sherwood estuvo en Paris, su hijo John fue un muchacho tímido y apocado. El día siguiente al de la partida de Sherwood, John vino a vernos, se sentó con desenvoltura en el brazo del diván y quedó en postura muy elegante, y daba gusto contemplarle, y él lo sabía. Para el observador superficial nada había cambiado, pero John había cambiado, y él lo sabía. Fue durante la visita a la que me he referido que Sherwood Anderson y Gertrude Stein tuvieron aquella divertida conversación acerca de Hemingway, que ya les he contado. Se divirtieron enormemente. Descubrieron que los dos habían considerado y seguían considerando a Grant como el más grande héroe norteamericano. Ninguno de los dos sentía demasiadas simpatías hacia Lincoln. Siempre les había gustado Grant, y seguía gustándoles. Incluso proyectaron escribir en colaboración la vida de Grant. Y a Gertrude Stein todavía le gusta pensar en la posibilidad de hacerlo. En aquellos días dimos muchísimas fiestas, y la duquesa de Clermont-Tonnerre vino muy a menudo. La duquesa de Clermont-Tonnerre y Gertrude Stein se tenían gran simpatía mutua. Sus respectivos intereses y educación eran muy distintos, pero se comprendían muy bien. También eran las dos únicas mujeres que todavía llevaban el cabello largo, entre

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 153 todas las que las dos conocían. Gertrude Stein siempre ha llevado el cabello apilado sobre la cabeza, moda antigua que siempre ha observado. Madame de Clermont-Tonnerre vino una noche, muy tarde, a una de nuestras fiestas, cuando casi todos los invitados se habían ido, y llevaba el cabello corto. Madame de Clermont-Tonnerre dijo: «¿Le gusta?» Y Gertrude Stein repuso: «Efectivamente.» Y madame de Clermont-Tonnerre dijo: «Pues si a usted le gusta, si a mi hija le gusta y si a ella le gusta, me doy por contenta.» Aquella noche, Gertrude Stein me dijo: «Me parece que también debo cortarme el cabello.» Y dijo: «Córtamelo.» Y así lo hice. La noche siguiente todavía estaba yo cortando el cabello de Gertrude Stein, me pasé el día cortando siempre un poco más el cabello, y ahora tan sólo quedaba como una boina de cabello, y entonces vino Sherwood Anderson. Un poco atemorizada le pregunté: «¿Le gusta?» Sherwood Anderson contestó: «Sí, me gusta. Le da apariencia de monje.» Tal como antes he dicho, Picasso, al ver a Gertrude Stein con el cabello corto, se enfadó, y dijo: «¡Y mi retrato...!» Pero después añadió: «Bueno, el caso es que no falta nada, todo sigue ahí.» Teníamos ya una casa de campo, la que habíamos visto desde el otro lado del valle, e inmediatamente antes de irnos encontramos a Basket, el perro de lanas blanco. Era un cachorro muy pequeño al que vimos en una exposición canina de nuestra vecindad; tenía los ojos azules, la nariz de color de rosa y el pelo blanco, y tan pronto vio a Gertrude Stein saltó a sus brazos. Con un perro nuevo y nuevo Ford, partimos para nuestra casa de campo, y estuvimos muy contentas de los tres. Basket, pese a que ahora es un perro de lanas grande y con carácter, todavía salta al regazo de Gertrude Stein y se queda en él. Gertrude Stein dice que escuchar el ritmo del sonido que Basket produce al beber agua le revela la diferencia existente entre las frases y los párrafos, le revela que los párrafos son emotivos y las frases no. Aquel verano Bernard Fay nos visitó y se quedó en casa. Gertrude Stein y Bernard Fay, en el jardín, hablaron de todo, hablaron de la vida, de Norteamérica, de sí mismos y de la amistad. Y entonces trabaron la amistad entre los dos, que es una de las cuatro amistades permanentes en la vida de Gertrude Stein. Bernard Fay incluso toleraba a Basket, para no desagradar a Gertrude Stein. Más tarde, Picabia nos regaló un minúsculo perro mexicano al que llamamos Byron. Bernard Fay ama a Byron por sus propios méritos. Gertrude Stein le suele decir, bromeando, que es natural que prefiera a Byron porque Byron es americano, y que es natural que ella prefiera a Basket porque Basket es francés. Bilignin me lleva a hablar de una nueva vieja amistad. Un día Gertrude Stein fue al banco, y al regresar a casa se sacó una tarjeta del bolsillo y dijo: «Mañana almorzaremos con los Bromfield.» Antes, en los días de Hemingway, Gertrude Stein había conocido a Louis Bromfield y a su esposa, y desde entonces se habían tratado superficialmente, y Gertrude Stein había tratado superficialmente a la hermana de Louis Bromfield, y ahora, de repente, íbamos a almorzar con los Bromfield. Y yo pregunté: «¿Por qué?» Y Gertrude Stein repuso con radiante expresión: «Porque sabe de jardines más que nadie.» Almorzamos con los Bromfield y resultó que Louis Bromfield sabe más que nadie de jardines, de flores y de tierras. Gertrude Stein y Louis Bromfield se gustaron primeramente en cuanto jardineros, después en cuanto norteamericanos, y finalmente en cuanto escritores. Gertrude Stein dice que Louis Bromfield es tan americano como Janet Scudder, tan americano como un palurdo americano, pero que no es tan solemne como Janet Scudder, ni como un palurdo americano.

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 154 Un día, los Jolas nos visitaron en compañía de Furman, el editor. Furman, al igual que muchos otros editores, se mostró entusiasmadísimo con The Making of Americans. Y Gertrude Stein dijo: «Pero es terriblemente largo, tiene mil páginas.» Y Furman dijo: «Ya... ¿Y no permite acortarlo a, digamos, cuatrocientas páginas?» «Sí, quizá», dijo Gertrude Stein. «Entonces, acórtelo y lo publicaré», dijo Furman. Gertrude Stein pensó en el asunto, y acortó el libro. Pasó una parte del verano dedicada a ello, y Bradley, lo mismo que yo, pensamos que sí, que hacía bien. Entretanto, Gertrude Stein había contado a Elliot Paul lo que Furman le había propuesto. Y Elliot Paul dijo: «Todo irá bien mientras Furman esté aquí, pero cuando regrese su gente no le permitirá llegar a cabo sus proyectos. Ignoro quién es esa gente a la que me he referido, pero me consta que no le permitirán cumplir lo prometido.» Y Elliot Paul tuvo razón. Pese a los esfuerzos de Robert Coates y de Bradley, nada ocurrió. Entretanto, la reputación de Gertrude Stein entre los escritores y lectores franceses iba en aumento. Las traducciones de los fragmentos de The Making of Americans y de Ten Portraits les interesaron mucho. Fue en esta época cuando Bernard Fay escribió su artículo sobre lo publicado por Gertrude Stein en la Revue Européenne. También publicaron la única cosa que Gertrude Stein ha escrito en francés, a saber, una película corta sobre Basket. A los escritores y los lectores franceses les interesaba mucho la obra más reciente de Gertrude Stein, al igual que su obra primeriza. Marcel Brion publicó en Echange, una crítica seria de la obra de Gertrude Stein en la que comparaba la obra de Gertrude Stein con Bach. Desde entonces, Marcel Brion ha comentado en Les Nouvelles Littéraires todos los libros publicados por Gertrude Stein. Quedó especialmente impresionado por How To Write. También en esta época, Bernard Fay se dedicó a traducir un fragmento de Melanctha, de Three Lives, destinado al volumen Diez novelistas norteamericanos, que llevaría, a modo de preámbulo, el artículo publicado en la Revue Européenne. Una tarde, Bernard Fay vino a casa y nos leyó en voz alta su traducción de Melanctha. Madame de Clermont-Tonnerre estaba presente y quedó muy favorablemente impresionada por la traducción de Bernard Fay. Poco después, madame de Clermont-Tonnerre nos mandó recado de que quería visitarnos para hablar con Gertrude Stein. Vino y dijo que había llegado el momento en que Gertrude Stein fuera conocida del gran público. Yo también creo en el gran público. Y Gertrude Stein también cree en el gran público, pero nunca había podido superar los obstáculos que la separaban de él. Madame de Clermont-Tonnerre dijo: «No, estos obstáculos pueden ser superados. Pensemos.» Dijo que la popularidad podría Gertrude Stein obtenerla mediante la traducción de un gran libro, de un libro importante. Gertrude Stein le indicó que tal libro bien podría ser The Making of Americans, y le contó que para que lo publicara un editor americano lo había reducido a cuatrocientas páginas. «Eso es exactamente lo que necesitamos», dijo la duquesa. Y se fue. Por fin, y antes de que pasara mucho tiempo, Gertrude Stein tuvo una entrevista con monsieur Bouteleau, de Stock, quien decidió publicar el libro. Encontrar traductor ofreció algunas dificultades, pero finalmente las solventamos. Bernard Fay, ayudado por la Baronne Seillière, se encargó de la traducción, y esta traducción será publicada en la presente primavera, y ésta es la traducción que este verano hizo decir a Gertrude Stein: «Sabía que en inglés era un libro maravilloso, pero incluso es, bueno no, no puedo decir que de veras sea maravilloso, pero sí es tan maravilloso en francés como en inglés.»

GERTRUDE STEIN – AUTOBIOGRAFÍA DE ALICE B. TOKLAS - 155 El pasado otoño, el día en que regresamos de Bilignin a París, yo estaba muy ocupada en mil y una cosas, como de costumbre, y Gertrude Stein salió para comprar clavos en la tienda de la rue de Rennes. Allí encontró a Guevara, pintor chileno, y a su esposa. Los Guevara viven cerca de casa, y dijeron a Gertrude Stein: «Vengan mañana a tomar el té.» Gertrude Stein contestó: «Acabamos de llegar, mejor será que esperemos un poco.» Y Meraude Guevara dijo: «No, no, vengan mañana.» Y añadió: «Estará alguien a quien le gustará ver.» Con su impenitente curiosidad, Gertrude Stein preguntó: «¿Quién es?» «Sir Francis Rose», dijeron los Guevara.» «Pues sí, iremos», dijo Gertrude Stein. En aquella época, Gertrude Stein ya había dejado de rehuir a sir Francis Rose. Se vieron, y como cabía esperar, sir Francis Rose vino inmediatamente a casa, en compañía de Gertrude Stein. Como cabe imaginar, sir Francis Rose estaba congestionado de emoción. Dijo: «¿Y qué dijo Picasso, cuando vio mis cuadros?» Gertrude Stein dijo: «La primera vez que los vio, Picasso dijo que, por lo menos, no eran tan bêtes como los de los demás.» Preguntó sir Francis Rose: «¿Y después?» Dijo Gertrude Stein: «Después, Picasso siempre va al rincón en que se encuentran, coge los cuadros, les da la vuelta para verlos, los mira y no dice nada.» Desde entonces hemos visto mucho a sir Francis Rose, pero no por ello ha perdido Gertrude Stein el interés por sus cuadros. Este verano, sir Francis Rose ha pintado la casa desde el otro lado del valle, desde allí donde la vimos por vez primera, y ha pintado la cascada de que se habla en Lucy Church Amiably. También ha pintado un retrato de Gertrude Stein. Este retrato gusta a sir Francis Rose, me gusta a mí, pero Gertrude Stein no sabe si le gusta o no, y hace poco ha dicho que quizá sí. Este verano lo pasamos muy bien. Bernard Fay y Francis son dos invitados encantadores. Paul Frederick Bowles es un joven que logró trabar amistad con Gertrude Stein gracias a escribirle encantadoras cartas desde Estados Unidos. De él suele decir Gertrude Stein que es delicioso y muy sensato en verano, pero que en invierno no es delicioso ni sensato. Durante el verano nos visitó Aaron Copeland, en compañía de Bowles, y Gertrude Stein sintió gran simpatía hacia este último. En tono amenazador Copeland dijo a Bowles, cuando, como de costumbre, en invierno no era delicioso ni sensato: «Si no trabajas ahora que tienes veinte años, cuando tengas treinta nadie te querrá.» Hace ya bastante tiempo que mucha gente, y muchos editores, dicen a Gertrude Stein que debiera escribir su autobiografía, y Gertrude Stein siempre ha contestado que no, que no puede. Entonces, Gertrude Stein comenzó a bromear conmigo y a decir que debiera escribir, yo, mi auto biografía. Y decía: «Piensa en el dinero que te reportaría.» Luego comenzó a inventar títulos de mi autobiografía: Mi vida con los grandes personajes, Esposas de genios a quienes he tratado, Veinticinco años con Gertrude Stein. Cuando Ford Madox Ford dirigía la Transatlantic Review, dijo a Gertrude Stein: «Soy un buen escritor, soy un buen director de revistas, y soy un buen hombre de negocios, pero me resulta muy difícil ser las tres cosas a la vez.» Soy una buena ama de casa, soy una buena jardinera, hago muy bien las labores de punto, soy una buena secretaria, una buena editora y sé cuidar perros, y todo eso lo hago al mismo tiempo, pero me resulta muy difícil ser, además, una buena escritora. Hace unas seis semanas, Gertrude Stein dijo: «No parece que estés muy decidida a escribir tu autobiografía. Bueno, pues ¿sabes qué voy a hacer? La escribiré yo. La voy a escribir yo del mismo modo que Defoe escribió la autobiografía de Robinson Crusoe.» La escribió, y aquí está.

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