S.O.S Educación. Raíces y Soluciones a La Crisis Educativa - Carlos Jariod

September 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Relativism, Truth, Emile, Or On Education, Knowledge, Science
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Descripción: S.O.S Educación. Raíces y Soluciones a La Crisis Educativa - Carlos Jariod...

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S.O.S. Educativo Raíces y soluciones a la crisis de la Educación Carlos Jariod Borrego (con presentación del Cardenal Antonio Cañizares)

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Advertencia Este libro forma parte de la colección Argumentos para el s. XXI Director de la colección: Emilio Chuvieco Copyright: Carlos Jariod y Digital Reasons (http://www.digitalreasons.es/) ISBN 978-84-942196-6-5 Ficha bibliográfica: Jariod, C. (2014): S.O.S. Educativo.Raíces y soluciones a la crisis de la Educación, Madrid, Digital Reasons. Diseño de cubierta: Enrique Chuvieco. Foto de la portada: Virsh Los compradores de este libro tienen acceso a un espacio privado en la web de la editorial: http://www.digitalreasons.es/index.php?do=tuEspacio, donde podrán descargar la última versión del libro (el contenido se actualiza semestralmente), participar en el blog que realiza el autor y leer el texto en línea. Es un espacio para interaccionar con el autor y con otros lectores, y permite generar una comunidad cultural en torno al libro. Este archivo digital no está protegido de copia, pero se ruega no distribuir su contenido a terceros. Copiar este archivo supone atentar contra los derechos del autor, que recibe el 35% del coste de su obra (frente al 10% que habitualmente se recibe en otras editoriales). Para mantener vivo este proyecto cultural necesitamos tu colaboración. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Las afirmaciones incluidas en el libro son responsabilidad exclusiva del autor. Para más información: [email protected]

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Breve cv del autor Profesor de filosofía en un Instituto de Toledo y presidente de la asociación de docentes “Educación y Persona”. Ha sido en varias ocasiones director de Instituto. Colaborador del periódico Libertad digital y último responsable del suplemento educativo de Religion en Libertad. Por último, ha sido presidente de CONCAPA en la provincia de Toledo

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1 Presentación Estamos ante un libro importante, lúcido y valiente, de gran alcance, que abre perspectivas de futuro y de esperanza a una sociedad que anda tan necesitada de esperanza y de futuro. Un libro que entra en una de las cuestiones más candentes y vitales del hombre: el de la educación, sencillamente el del hombre mismo, la verdad del hombre, sin el que no hay futuro ni se abren caminos esperanzadores para alcanzarlo. El libro trata sobre la “emergencia educativa”, una expresión muy afortunada del Papa Benedicto XVI, tan clarividente, sabio, y de amplios horizontes. El autor del libro, mi querido y admirado amigo y maestro, Carlos Jariod, toca un tema espinoso y lo toca con verdad y libertad, con una gran pasión por la educación porque sabe que ahí se juega en gran medida la suerte del hombre y de la sociedad. Como tan magistralmente señala el autor de este libro, el proceso educativo es un elemento clave en la preparación y formación de las nuevas generaciones humanas; hoy, este proceso está puesto seriamente en peligro en nuestra sociedad de alguna manera postmoderna; podemos afirmar, sin ser derrotistas para nada, que buena parte de los países de Occidente, también el nuestro, España, se ven afectados por una grave crisis en el terreno educativo. Junto con el de la familia, que tiene tantísimo que ver y tan primordialmente con la educación, la cuestión educativa es cuestión principalísima y primera de nuestra sociedad española. Más que la crisis económica, Un problema más fundamental es el de la educación. No se solucionará la cuestión económica, si no se resuelve previamente el de la educación, o se solucionará mal lo económico. La experiencia nos dice que hoy la obra de la educación está siendo cada día más difícil y resulta más pobre y precaria. Se habla por ello, de una gran “emergencia educativa”, se habla de las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir a las nuevas generaciones los valores, base de la existencia y de un comportamiento recto tanto en la familia, como en la escuela, como en cualquier ámbito que tenga como objetivo educar. “Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable en una sociedad y en una cultura que, con demasiada frecuencia, están haciendo del relativismo el propio credo -el relativismo se ha convertido en una suerte de dogma-” (Benedicto XVI). En un ambiente relativista como el que se ha creado en el entorno cultural que vivimos llega a faltar la luz de la verdad; más aún, el hablar de verdad se considera como algo peligroso o “autoritario” y contrario, en todo caso, a la libertad individual de cada uno: toda autoridad, toda disciplina, toda obediencia, que reclama reconocimiento de la verdad, se considera como una intromisión en la propia vida. Domina la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas de las que no podemos disponer, de que toda 5

verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. De ahí puede deducirse que no hay valores universales que merezcan adhesión incondicional y permanente, e, incluso, tampoco comportamientos humanos, básicos y comunes a todos, tampoco deberes y derechos fundamentales inviolables de todos y para todos, en cualquier circunstancia y anteriores a la normativa jurídica, a la decisión de los legisladores, o a los usos culturales. De esta suerte, las formas distintas de percibir la verdad, los valores, y aun los derechos y deberes por parte de los individuos y grupos sociales se hacen objeto de un cierto consenso, en el cual tiene categoría de criterio determinante la opinión socialmente más extendida y el valor funcional que la acredita. Individuos y grupos se ven obligados a renunciar a convicciones y certezas con pretensión de hallarse objetivamente fundadas, verdaderamente abarcantes de la totalidad de la existencia, que aportarían sentido a la vida por su carácter integrador de los elementos personales y sociales: se ven, en definitiva, obligados a orientarse sin esa referencia hacia una verdad última que los trasciende. Además, el relativismo imperante en nuestra sociedad, al no reconocer nada como definitivo y cierto, deja como última medida sólo el propio yo subjetivo con “sus” opiniones, sin certezas, o con “sus” propias arbitrariedades y caprichos y, bajo la apariencia de libertad, se transforma para cada uno en una especie de prisión que lo encierra en sí mismo, porque separa al uno del otro e incapacita para la comunicación con los demás, para lo que es común con los otros, también con los que nos han precedido en la vida y nos transmiten lo que es valioso en sí y por sí mismo para vivir. Se acaba por dudar de la bondad de la vida y de la validez de las relaciones y de los compromisos firmes que constituyen la vida. Se explica desde aquí la ruptura tan fuerte entre generaciones de nuestro tiempo. Todo esto, a mi entender, es un drama grande de nuestra época y cáncer de la educación. En este ambiente relativista dominante no es posible una autentica educación. Sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común y común a todos. Con este ambiente envolvente, ¿cómo podrá ser posible proponer a niños y jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida para todos, un auténtico significado y objetivos convincentes para la existencia humana, como personas o como comunidad? Como está, de hecho, sucediendo, la educación con demasiada frecuencia tiende ampliamente a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o competencias o capacidades para nacer, pero no para ser. Se comprende que los que tienen que educar -padres, profesores, etc- renuncien a 6

su labor educadora. Es lo que nos está sucediendo. Estamos, pues, ante una verdadera “emergencia educativa”, que es preciso afrontar entre todos. Eso hace Carlos Jariod en este lúcido diagnostico, y en la “terapia” que ofrece, con acierto. La terapia, en todo caso, consiste en proporcionar unos criterios educativos adecuados. Es lo que podemos encontrar en este libro. Ciertamente mientras no se den a los jóvenes las respuestas verdaderas y adecuadas a las búsquedas, esperanzas y anhelos más hondos y genuinamente humanos de verdad y bien que hay en ellos, no se habrá superado la emergencia educativa en la que nos encontramos. Es la familia, es el sistema educativo, son los medios de comunicación, es la sociedad, es la organización y ordenación de la sociedad, el conjunto de leyes y normas que la vertebren, es la Iglesia, son los jóvenes mismos también, los que han de ofrecer la respuesta: ofrecer la verdad del hombre que ellos andan buscando, aquello que es bueno, justo, y valioso en sí y por sí mismo, lo que les puede hacer felices de verdad y vivir con esperanza, lo que les puede conducir a ser libres, a vivir la verdad en el amor y a descubrir la inmensa grandeza de ser hombre, la dignidad de todo ser humano, lo que les ayude a aprender el sentido hondo que tienen palabras como “paz, amor, justicia”, lo que les llene y les arranque de la cultura del vacío o del nihilismo ambiental y de los sucedáneos, o del veneno letal ambiental del relativismo y de su dictadura. Con demasiada frecuencia, ni desde las familias, ni desde los medios de comunicación, ni desde la misma sociedad en la que viven, ni desde determinados ordenamientos jurídicos, ni desde otras y fundamentales instancias educativas, quizá no se les está ofreciendo a los jóvenes satisfactoria y suficientemente una visión del hombre que responda a la verdad de ser hombre, ni un horizonte moral con principios, valores y fines universales y válidos en sí y por sí que permitan al hombre existir en el mundo no sólo como consumidor o trabajador, sino como persona humana, capaz y necesitada de algo que otorgue a su existir dignidad y sentido, responsable ante el mundo, ante los otros, ante sí y ante Dios. ¿Por qué no preguntarnos todos si no les estaremos ofreciendo en el conjunto de lo que forma o educa a las nuevas generaciones más bien un tipo de hombre “light”, que, en el fondo carece de fines, de sentido, de verdad? ¿Por qué no preguntarse también a dónde conduce una sociedad y una cultura, una “matriz educativa ambiental”, donde Dios no cuenta y dónde a los niños y a los jóvenes se les está haciendo ver y pensar que la realidad de Dios es superflua? La emergencia educativa nos hace entender que estamos ante la hora de un gran examen de cuanto constituye y configura la realidad social, y de cuantos formamos la sociedad; y, en consecuencia, revisar y reconducir tantas y tantas cosas en el conjunto de nuestro propio mundo, hecho de personas y relaciones personales. 7

Es la hora de una gran responsabilidad de todos. La familia, los medios de comunicación, la instituciones escolares, las fuerzas sociales, los poderes públicos, la Iglesia, todos y cada uno tenemos una responsabilidad en la educación. Cultivar y promover la verdad de la familia, promover y defender la vida y la dignidad de todo hombre en cualquier momento y circunstancia de su existencia, cuidar lo que se ofrece indiscriminadamente en ciertos programas de medios de comunicación, promover una cultura de responsabilidad en el bien común, promover adecuadamente una sociedad justa y solidaria, ofrecer modelos de existencia humana que contribuyan a la verdadera educación, etc., es algo que a todos nos implica siempre y particularmente en los momentos de emergencia educativa que vivimos. Todos debemos hacer el esfuerzo, en unidad; todos somos responsables. Y responsables deberíamos sentirnos todos también ante la delicada situación por la que atraviesa nuestra España. ¿No es ésta la hora del esfuerzo común, de aunar las fuerzas sociales, de encontrar y aportar soluciones para superar juntos lo que podríamos calificar de “emergencia” en el proyecto común histórico que somos? No es la hora del “sálvese quien pueda”, sino de “entre todos” reflotemos la barca y reemprendamos la travesía con nuevos y esperanzados bríos. Esto exige también responsabilidad común en la verdad de la educación. Muchas veces, sobre todo cuando vivía en España, he hablado de educación, porque creo que es una de las cuestiones más urgentes y necesarias en estos momentos. Se había mucho del fracaso escolar, y tal vez se habla menos del fracaso educativo; tal vez, se discute mucho de los niveles de conocimientos de niños y jóvenes españoles en cifras estadísticas y comparativas con otros países, mucho menos se tienen en cuenta los fines educativos donde está el núcleo de la persona. Soy muy consciente de que se trata de un tema muy complejo y ciertamente clave y crucial. Ahora, en la presentación de este libro y en la oportunidad que tal presentación me ofrece, aprovechándome tal vez de la ocasión, me voy a referir en este momento a un punto muy concreto: el de la verdad en la educación, o, con otras palabras, la educación para la verdad y en la verdad, que es, a mi entender, donde está el nudo gordiano del tema educativo, y del mismo hombre. La experiencia nos dice que hoy la obra de la educación está siendo cada día más difícil y resulta incluso más pobre para la formación en un verdadero humanismo. Se habla de las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir a niños y jóvenes los valores—base de la existencia y de un comportamiento recto, tanto en la familia, como en la escuela, como en cualquier ámbito que tenga objetivo educar. Problema clave, a mi entender, es que esta tarea educativa, tan urgente como precaria hoy, se trata de llevarla a cabo en una sociedad y una cultura que, con demasiada frecuencia, están haciendo, insisto de nuevo, del relativismo, sobre todo del ético, el propio credo: de hecho, 8

el relativismo se ha convertido en una suerte de dogma. Así, y ahí, no se puede educar. El relativismo constituye un verdadero cáncer de la educación, que lleva en su interior una gran fuerza expansiva y destructora del hombre. Es necesario detectar y diagnosticar la patología, para poder aplicar el remedio sanante y devolver la salud al organismo enfermo o dañado. En este sentido, es preciso reconocer que se nos ha inoculado el relativismo. Así, “el relativismo ético es la raíz común de muchos aspectos de la cultura contemporánea que ha contaminado la mentalidad actual hasta el punto de que la sociedad española ha hecho propio, en general, un estilo de vida relativista, animado por una buena parte de los medios de comunicación, los poderes públicos e, incluso, desde el mismo sistema educativo”, bien sea en la escuela primaria y secundaria, bien en el ámbito universitario. De tal suerte de mentalidad y estilo de vida ambiental y dominante se desprende una consecuencia, tan generalizada como letal, no hay valores universales que merezcan una adhesión permanente e incondicional, no hay nada que pueda calificarse para todos como bueno o malo, verdadero o falso. Solo caben y hay opiniones, local, subjetiva o culturalmente condicionadas; en consecuencia, todo y nada vale. A la escuela, en todos sus niveles educativos, pertenece la búsqueda y ofrecimiento de la verdad, -inseparable siempre, por lo demás, del amor-, el logro de la propia verdad del hombre y el alcance de su meta y de su destino definitivo. Excluir al hombre del acceso a la verdad y de su encuentro, sobre todo en las fases de la vida en que se construye la personalidad de cada uno, es la raíz de toda alienación, despojo del hombre, su ruina. Nadie, en modo alguno la institución escolar, sea el nivel que sea, puede ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es: a todas sus inquietudes, a todos sus anhelos más hondos y humanos, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas, como son: la búsqueda y oferte real de la verdad, la insaciable e irreprimible necesidad del bien, el hambre y la pasión inagotable de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. Al proponer y abordar el tema de la verdad para la reforma y renovación de la escuela y del sistema educativo en todos sus niveles, soy consciente de que ésta es una cuestión fundamental de la vida y de la historia y pervivencia de la humanidad. El hombre -niño, joven o adulto- tiene necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social; busca, pide y necesita la verdad que dé sentido a su existencia y aún a sus mismas relaciones; en elfo, de una manera u otra, siente que está en juego su vida; no se puede ver satisfecho con propuestas que elevan lo efímero al rango de valor creando falsas ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia o la felicidad, o que haga discurrir la vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que espera. Por eso, a mi entender y el de otros muchos con mayor 9

autoridad que yo, el problema central de la escuela y de los sistemas y de las instituciones educativas, es la cuestión de la verdad, que no es una más de las tantas cuestiones que el hombre debe afrontar, sino la cuestión fundamental, que no se puede eliminar, que atraviesa todos los tiempos y estaciones de la vida y de la historia de la humanidad, que es preciso ofrecerle y en la que ha de crecer para ser libre, o en la que necesita caminar con los otros para edificar una humanidad nueva y con futuro. Este es el gran reto de la educación, sólo alcanzable, superando la fuerza envolvente del relativismo imperante, con la verdad. Otra cosa o caminar por otros derroteros sería una vez más insuficiente ante la actual emergencia educativa. Todo esto, a mi entender, está en el fondo de este libro, al menos es lo que he escuchado y leído a lo largo de sus páginas, cuya lectura y asimilación recomiendo vivamente. Agradezco profundamente que se haya escrito este libro y que se nos ofrezca a todos. Es un libro muy pensado y que da que pensar. Es un libro hecho desde el surco mismo de la experiencia, la experiencia de un padre y de un maestro que siempre tienen como base el amor a los hijos o a los discípulos, y el desvivirse por ellos dándose a ellos. Por lo demás, tengo que añadir también que es la obra y el pensamiento de un creyente, de un cristiano, que, como la Iglesia, tiene como camino propio al hombre y que abre camino al hombre, a la luz de quien es Camino, Verdad y Vida. Es un libro comprometido, en que el autor se compromete con la más nobles de las causas: la causa del hombre, porque esa es la causa de Dios, apasionado hasta el extremo por el hombre, a quien ama sin límites. Por eso es también un libro para la esperanza. Sólo me queda decir: comiencen a leer y a aprender de este libro que tanta falta nos hace en nuestra sociedad española, inseparable de la europea, necesitada de una regeneración profunda. +Antonio Cañizares Llovera

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2 Introducción “Ser educador no significa otra cosa que ser padre o ser madre” Fritz März Fue Benedicto XVI quien por vez primera utilizó la expresión emergencia educativa para designar la grave situación por la que pasan los tradicionales agentes sociales dedicados a la transmisión de la enseñanza y formación de niños y jóvenes. Merece la pena leer despacio el discurso del 11 de junio de 2007, en el cual Benedicto XVI inauguraba la Asamblea diocesana de Roma y en el que se introduce esta expresión Aunque el contexto es religioso, el Santo Padre reflexionaba sobre los nuevos retos educativos que tienen la escuela, la familia, la sociedad y, en íntima conexión con ellas, la Iglesia. Es lógico que cuestión tan nuclear como esta, haya ocupado desde 2005 la atención del Papa Benedicto en más de cien de sus intervenciones hasta el final de su pontificado (Alburquerque, 16). Pero sería un error creer que la expresión que da título a este libro se pueda confinar al ámbito de la educación religiosa. Quienes se han dedicado en los últimos años a reflexionar sobre el hecho educativo, han incorporado a su pensamiento la fórmula de Benedicto XVI para designar un fenómeno cultural común a muchos de los países del primer mundo. La educación se ha convertido desde hace años en una preocupación creciente entre políticos, docentes, familias, empresarios, jóvenes e intelectuales. Se diría que la educación está en un estado de emergencia, de peligro, de riesgo; las exigencias de las sociedades tecnificadas de la información no pueden ser asumidas –al menos en apariencia- por la institución escolar, ni por las familias. En cambio, surgen nuevos agentes educativos, cuyo control es más bien difuso, que surgen con fuerza desconocida y que en no pocas ocasiones dificultan o sustituyen la labor de docentes y padres de familia. En una situación confusa como la actual, en la que los jóvenes carecen de referentes morales, religiosos o simplemente cívicos, en la que la institución familiar padece una crisis de identidad sin parangón, la institución escolar se nos presenta carente de respuestas convincentes para una sociedad cada vez más compleja. La expresión emergencia educativa designa, pues, esa situación de profunda confusión sobre el hecho educativo mismo: qué educar, quién educa, por qué educar, para qué educar, cómo educar. El punto de atención de este ensayo será la institución escolar. Ante todo fenómeno social complejo, se impone asumir una restricción temática para obtener conclusiones útiles. No pocos expertos (Altarejos, 2002; 202) distinguen 11

entre la educación formal, la educación no formal y la educación informal. Por la primera se entiende la enseñanza académica institucional, desde la educación infantil hasta la enseñanza universitaria. La educación no formal, por su parte, es toda actividad organizada y sistemática, fuera del sistema oficial, cuyo fin es satisfacer las necesidades educativas de las personas. Por último la educación informal apunta al proceso ininterrumpido de experiencias que tiene todo ser humano a lo largo de su vida, que le permite adquirir una formación amplia y compleja. En consecuencia nuestra atención estará puesta en la educación formal o académica. La escuela, como institución social formadora de nuestros niños y jóvenes, será el objeto de reflexión de este ensayo. La crisis educativa institucional y la crisis de la familia, aunque íntimamente unidas por profundos lazos, son sin embargo crisis cualitativamente distintas, que merecen un tratamiento separado. Como Coombs indicó hace años (Coombs, 1971), es un gravísimo error creer que el agente educativo por excelencia es lo que hoy llamamos el sistema educativo, de modo que la familia (por ejemplo) quede relegada a un plano secundario. Sin embargo, es una realidad que la sociedad en general –y las familias en particular- demandan de la escuela una serie de exigencias que parece que el sistema educativo no puede satisfacer. Esta falta de respuesta, sin duda, redunda en las mismas familias, que ven cómo se profundizan sus dificultades para educar cuando no encuentran en la escuela aquella ayuda que buscan. Pues bien, la pregunta por el hecho educativo incluye una reflexión sobre la misma escuela, sus límites y posibilidades. ¿Por qué nuestro sistema está en emergencia, en peligro? Desde 1990, con la aprobación de la LOGSE, incluso cinco años antes con la LODE, es un lugar común la continuada queja de que nuestros jóvenes carecen de formación suficiente, la constatación del evidente desprecio al conocimiento y al esfuerzo en los alumnos http://www.libertaddigital.com/opinion/carlos-jariod/la-autoridad-del-profesor51029/, la falta de respeto al profesorado, la inmadurez creciente de las generaciones jóvenes y el clima deteriorado de nuestros centros. Se han publicado muchos textos, generalmente de docentes, denunciando la degradación de la profesión de enseñante, siempre noble e imprescindible. Entre el profesorado cunde desde hace muchos años un desánimo creciente sobre el sentido de su trabajo y un profundo escepticismo acerca de la mejora educativa de sus alumnos. Aunque esta crisis es común a la mayoría de los países europeos –y latinoamericanos-, en España cobra una especial relevancia, puesto que las deficiencias detectadas desde los noventa siguen intactas. No es exagerado afirmar que la asignatura pendiente de nuestro sistema educativo es la calidad. Incluso nuestros propios legisladores así lo reconocen. Después de la LOGSE, 12

la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE), de 2002, pretende atajar el evidente deterioro de nuestro sistema. Con esta ley, que apenas tuvo relevancia por su pronta paralización, el poder legislativo reconocía la necesidad de un cambio en los centros docentes que mejorara la calidad de la enseñanza. Pero no sólo eso. La LOE (2006) tiene como uno de sus grandes objetivos el aumento de la calidad, lo que supone reconocer la necesidad de introducir mejoras. En el Preámbulo leemos: “Tres son los principios fundamentales que presiden esta Ley. El primero de ellos consiste en la exigencia de proporcionar una educación de calidad a todos los ciudadanos de ambos sexos, en todos los niveles del sistema educativo”. La reciente aprobación de una nueva Ley Orgánica (LOMCE), que quiere mejorar la calidad de la educación académica, es una prueba de que tampoco la LOE consiguió su meta. Perplejos ante este paisaje desalentador es lógico que cunda el desánimo y la falta de fe en la educación, en el alumno y en el propio maestro. Parece que lo único posible es sobrevivir en un páramo vacío de certezas y rebosante de desconfianza e incredulidad. La Administración educativa parece ser la enemiga de los docentes, éstos, de los alumnos y sus familias y los alumnos víctimas de un ambiente académico mediocre. Por su lado, muchos padres ven con indiferencia o impotencia cómo nadie hace nada para encauzar una situación inimaginable hace pocas décadas. Fruto de este escepticismo se han publicado en los últimos años libros apocalípticos que, insistiendo con agudeza en los errores educativos procedentes de la LOGSE, plantean un paisaje en el que parece que nada vale, nada se ha hecho bien y que lo mejor que se puede hacer es cerrar los centros docentes y empezar de nuevo. Pero ese juicio es parcial, pues desde los años noventa hasta hoy sí se han logrado hitos históricos hasta ahora no conocidos. La extensión de la educación a todos los sectores sociales, la plena incorporación de la mujer a todos los niveles educativos –junto con su completa equiparación a los estudiantes varones-, la integración de los discapacitados, la comprensión de que la cultura no está reservada a unos pocos, etc. son sólo algunos logros que no debemos despreciar. El trabajo diario, callado de tantos docentes anónimos que siguen esforzándose por mejorar la educación e instrucción de sus alumnos merece mucho más. Por ello cuando hablamos de emergencia educativa no sólo nos referiremos al estado de peligro o urgencia de nuestra educación académica. Emerger significa sacar a la luz, sacar a flote, surgir. Según esta segunda acepción emergencia educativa designa las inmensas potencialidades de nuestro sistema educativo: sus maestros y profesores, los alumnos, las Administraciones educativas, las 13

familias tienen una capacidad ingente de formar. Si bien es verdad que vivimos una crisis educativa de grandes dimensiones, también debemos saber –y afirmarlo aunque sea extraño para muchos- que en nosotros está la superación de esa crisis. Podemos sobreponernos a ella si tenemos fe en nosotros mismos. “El problema fundamental con el que se encuentra la educación en nuestros días es la falta de fe” (Camps, 2008; 205). Pero sabemos que la fe sin razones vale de poco. Es imprescindible conocer cuáles son las raíces de una crisis como la actual. A ello dedicaremos buena parte de este libro. Veremos que la crisis de la escuela va mucho más allá de ella. Como subsistema social que es, el sistema educativo padece los efectos de una sociedad que muchos califican de nihilista. Pero la institución escolar ha generado defectos propios, “internos”, que la han deteriorado gravemente. Estudiaremos estos defectos, por qué se producen y qué consecuencias acarrean. Sin embargo, sí hay salida. La más peligrosa de las tentaciones sería la de que, inadvertidamente, quienes se dedicaran a la enseñanza reprodujeran la falta de fe característica del nihilismo actual. Sí hay salida, porque los jóvenes siguen necesitando de adultos para poder crecer; hay salida porque los adultos necesitamos de los jóvenes para sabernos partícipes de un mundo futuro mejor a través de ellos; hay salida porque existe la Verdad, el Bien y la Belleza; hay salida porque la crisis educativa exige ella misma su superación. Hay salida, en fin, porque la sociedad necesita de la escuela, la familia necesita de la escuela, el mundo de la empresa necesita de la escuela. Una advertencia final. A lo largo de estas páginas utilizaremos algunos términos cuyo significado no precisaremos. Sólo el contexto servirá para definirlos. Es el caso de palabras como “profesor” y “maestro”, por ejemplo. En la mayoría de los casos se considerarán sinónimas, aunque a veces la última se referirá a los docentes que enseñan en la educación primaria. Igualmente la palabras “valor” y “virtud”. Preferimos no entrar en precisiones técnicas o académicas –fuera del interés de este ensayo- y tratarlas como si fueran sinónimas, aunque a veces el contexto precisa un contorno más definido para el término “virtud” frente al uso común y dominante del concepto de “valor”. Lo mismo acontece, en tercer lugar, con las palabras “educar” y “enseñar”. En la mayoría de los contextos serán sinónimas, pero en ciertos momentos precisaremos mejor el significado de ambas según la temática tratada.

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3 Falsas aporías educativas Un buen comienzo para profundizar sobre la crisis educativa es detectar y enjuiciar ciertos fenómenos fácilmente apreciables por cualquier observador neutral. Algunos de ellos son expresiones de conflictos profundos, largamente gestados a veces, que desvirtúan la escuela. Su interés aquí reside en que son síntomas de problemas graves. Como síntomas hay que tratarlos y no como la causa o el origen de algunos de nuestros males educativos. Hemos elegido tres de ellos, de importancia variable, pero muy actuales entre ciertos sectores de nuestra sociedad. Lo característico de estos síntomas es que se nos plantean en términos de antinomia: vías antagónicas, de las que debemos decantarnos por una. Lo que más debe interesarnos es el carácter aparentemente contradictorio de las opciones que se presentan: o una u otra, sin más. Así de fácil. Por supuesto, hay partidarios de cada una de las opciones irreconciliables; partidarios que jamás podrán estar de acuerdo porque, ambos, ven en términos antagónicos las diferentes opciones. Por eso son falsas aporías. Este término griego significa literalmente “sin camino” o “camino sin salida”. Habitualmente es sinónimo de paradoja o de antinomia. Pero añadimos que esas aporías son falsas, porque en realidad no existen más que en la cabeza de quienes las defienden. Lo verdaderamente interesante no es tanto la defensa de cada una de las partes, sino que ambas se necesitan íntimamente para poder subsistir en constante pugna dialéctica y política. Estas aporías son auténticas imposturas que revelan una honda ignorancia del hecho educativo. Examinaremos tres de ellas.

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3.1 Oposición entre instrucción y educación Dos palabras que forman parte de nuestra historia. Se diría que la instrucción – en evidente desuso en la literatura pedagógica y legal- se refiere a la transmisión aséptica de conocimiento, sin valoración y sin que intervengan factores que influyan en la recepción de los mismos por parte de los alumnos. La instrucción preservaría a los alumnos de “contaminaciones” morales, religiosas, sociales, políticas, geográficas. La instrucción garantizaría así que los jóvenes conocieran de un modo “puro”, sin connotaciones, matemáticas, geografía, latín, filosofía, historia, literatura o química. Quienes defienden este modo de entender la instrucción afirman que quien instruye es la escuela, los institutos y la universidad. Estos defensores de la instrucción afirman además que quien educa es la familia. La escuela instruye, la familia educa. Por educación parece entenderse una cierta orientación existencial, predominantemente moral y religiosa, de los hijos. La aporía está servida: quien educa es una institución social diferente de quien instruye al hijo. La escuela tiene una función y la familia otra. Ni la familia debe interferir en la labor del maestro, ni la escuela está autorizada para inmiscuirse en la relación padres-hijos. Al presentarse la familia y la escuela como antagónicas, no se concibe que entre ambas pueda existir colaboración; la única relación entre ambas es de exclusión. Las familias llevan a sus hijos para que “les enseñen matemáticas” y en la familia –y sólo en ella- los chicos recibirán la formación moral o religiosa que deseen sus padres (el que éstos confíen en la Iglesia para la educación religiosa no cambia el núcleo de la relación). Quienes defienden que en la escuela se instruya mantienen la sospecha de que la escuela, o el Estado a través de ella, invada el terreno natural de la familia. Por desgracia esa sospecha a veces está justificada. El último ejemplo en España es la polémica materia de Educación para la ciudadanía. No obstante, la respuesta a la invasión ideológica del Estado no puede ser nunca el que la familia se recluya en sí misma y proyecte un ideal de institución escolar que jamás ha existido ni podrá existir. Quienes defienden una instrucción independiente de la educación –y una educación en la que no se instruye- parten de algunos presupuestos falsos. El primero es que es posible un conocimiento puro o amoral; además creen que la familia y no la escuela debe enseñar moral a los jóvenes. Por último, como consecuencia de lo anterior, piensan que la educación impartida en los centros públicos debe limitarse a planteamientos valorativamente asépticos, neutrales para así no interferir en la labor educativa (moral y/o religiosa) de las familias. A lo largo de este ensayo nos ocuparemos de estos 16

supuestos más

profundamente. Conviene ahora detenerse brevemente en el primero de ellos. ¿Es posible un conocimiento puro? La filosofía de la ciencia afirma que no. Según este supuesto el conocimiento (sin distinción entre ciencias o entre disciplinas humanísticas) es un conjunto de afirmaciones lógicamente consistentes, verdaderas, cuyo valor está en la veracidad alcanzada por métodos objetivos. La objetividad así entendida es sinónima de neutralidad axiológica. No obstante, la historia de las ciencias, incluso de las llamadas “duras”, no arroja esa impresión, sino la contraria. El epistemólogo Stephen Toulmin (1977) indica que en el desarrollo histórico de las ciencias hay factores internos y externos o sociológicos. Los primeros aluden a las características epistémicas propias de las ciencias y los segundos hablan del imprescindible humus cultural que toda actividad humana necesita. En todo caso se dan conjuntamente con muy variable peso según las épocas y saberes. Afirma Toulmin: ”los factores sociales limitan las ocasiones y los incentivos para la innovación intelectual; el propio juicio de los científicos sobre las exigencias de la situación existente discrimina entre campos de trabajo maduros e inmaduros. (…) En todos los casos, los tipos y la cantidad de innovaciones intelectuales que se hallan en cualquier cultura o época reflejan la acción combinada de esos dos filtros separados [el interno y el externo]” (Toulmin, 1977; 227). En consecuencia, para el desarrollo del conocimiento científico y su aprendizaje es imprescindible tanto la lógica interna de las ciencias, como la dimensión externa o social (política, moral, económica, religiosa, metafísica, etc.). Por su parte, el filósofo Habermas (1982) ha puesto de relieve que no se puede analizar el conocimiento humano al margen del interés. En el comienzo de una de sus principales obras llega a afirmar que “…el análisis de la interrelación entre conocimiento e interés debería apoyar la afirmación de que una crítica radical del conocimiento sólo es posible en cuanto teoría de la sociedad” (Habermas, 1982; 9). Con independencia de los análisis particulares de estos dos filósofos, en muchos aspectos discutibles es un lugar común la afirmación de que la evolución, transmisión y aprendizaje científicos incluyen esencialmente aspectos sociales, distintos a la lógica interna conceptual de esos saberes. No hay transmisión pura de los conocimientos, ni hay ninguna institución social (centros de enseñanza) encargada de esa tarea específica: todos los centros de enseñanza incorporan en la transmisión de saberes los dos filtros de los que hablaba Toulmin. Si algunos defienden la función educadora de la familia relegando al sistema 17

educativo a la mera instrucción, otros afirman que lo principal es educar. En este caso la formación –palabra preferida- se realiza de modo inmediato o espontáneo, natural. Lo que debe hacerse, pues, es respetar la naturaleza del alumno sin forzarla, confiando en el desenvolvimiento espontáneo de sus potencias. Un buen maestro es quien acompaña al alumno; por ello, la instrucción es arrojada al baúl de los recuerdos de una escuela supuestamente opresiva, autoritaria y asfixiante para el alma del niño. Como veremos más adelante en estos planteamientos se atisba la alargada sombra de Rousseau y su Emilio. La oposición entre instrucción y educación cobra tintes nuevos. La educación significaría aquí el proceso vital del joven por el que se abre al mundo; el estudio, con el esfuerzo y sus renuncias, no es más que un aspecto que en absoluto es el principal. La verdadera educación, en esta última acepción, incorpora el conocimiento teórico (instrucción) de un modo espontáneo, lúdico, con el menor esfuerzo posible, adaptado siempre a la evolución del joven, siempre particular. Las razones de esta aporía, desde este nuevo punto de vista, son distintas. Si en el primer caso la educación debería darse en las familias y la escuela limitarse a la instrucción, con Rousseau y sus acólitos nos encontramos con la exclusión de la función instructora por considerarla coactiva y conservadora. Escuela y familia deben educar: el maestro es como un padre o una madre y éstos, en las familias, deberían ser como buenos maestros de sus hijos. Se impone una escuela antiautoritaria e igualmente un modelo familiar en la que los padres deben ser amigos de sus hijos (Carreño et al., 2000). Si en la primera vía de la aporía escuela y familia se excluían, ahora se confunden. No es difícil encontrar en este planteamiento los ecos de muchas aseveraciones actuales sobre el sistema educativo que se hacen como si fueran verdades indubitables. Las analizaremos igualmente en los próximos capítulos. También esta posición tiene presupuestos relativos al conocimiento difícilmente aceptables. Uno de ellos es que el conocimiento es natural y por lo tanto la verdadera educación también lo es. Esto significa que la instrucción tal como la entendemos debe esperar hasta la adolescencia (12-15 años), puesto que lo primero y principal es educar al niño atendiendo a sus sensaciones y afectividad mediante sus actividades físicas y de relación. Los conceptos y sus relaciones lógicas deben esperar, pues la instrucción es un ingrediente secundario y sospechoso, que debe ser introducido después de que el maestro haya preparado afectivamente a su pupilo. Lo principal es un “dejar hacer”, un permitir que el alumno responda espontáneamente a los estímulos que se le presenta, pues su alma, cándida y buena, evolucionará con naturalidad hacia el bien. El esfuerzo, la renuncia son palabras ajenas al vocabulario rousseauniano.

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En el Libro III de su Emilio, el francés escribe: “Odio los libros: sólo enseñan a hablar de lo que no se sabe. (…) Dado que los libros nos son absolutamente necesarios existe uno que, para mi gusto, proporciona el tratado de educación natural más logrado. Este libro será el primero que ha de leer mi Emilio; sólo él formará durante mucho tiempo toda su biblioteca”. (Rousseau, 2011; 287) Ese libro, añadirá luego Rousseau, no será de filosofía, historia o ciencias naturales. Es Robinson Crusoe. Por tanto, antes de los doce años no se debe leer libro alguno y el primero es una novela en la que el protagonista se las apaña solo en una isla desierta. La educación excluye la instrucción, que siempre es social y supone renuncia. Estas ideas utópicas, carentes de base racional, como sabemos por la psicología genética, sin embargo han influido y siguen influyendo sobre manera en ciertos planteamientos pedagógicos actuales. La Escuela Nueva con su enorme influencia en el siglo XX sirvió de altavoz a estos planteamientos ajenos a la realidad del niño. Rechazar la aporía instrucción-educación supone reconocer que no hay educación sin la historicidad, la moralidad y los intereses concretos de los hombres, y que la educación incluye contenidos conceptuales que el niño debe ir aprendido con esfuerzo tanto en la familia como en la escuela. Sin instrucción no hay educación, sin educación no hay instrucción. Esta aporía es síntoma de una confusión sobre las preguntas ¿qué es educar?, ¿qué es aprender? y ¿quién educa?

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3.2

Oposición entre enseñanza pública y enseñanza privada

La siguiente aporía surge de la pregunta, dentro de la educación formal, sobre quién educa. Hay dos grandes tipos de escuela: la estatal y la privada. Muchos creen que la llamada escuela pública es la única que garantiza la igualdad y la calidad universal que pide la sociedad, porque la privada –aunque sea concertada- es “de unos pocos”. En el otro lado, parece que la educación privada es la única que garantiza una calidad suficiente, además de que en la pública el alumno está a expensas de influencias que las familias no controlan. Veamos brevemente ambos extremos. No obstante, ambas posiciones son mucho más semejantes de lo que parecen. Quienes apuestan por la enseñanza pública oponiéndola a la privada han introducido desde hace años expresiones que inducen al error. Una de ellas es la de ser “defensor de la pública”. Esta es una cualidad muy significativa de los defensores de este primer extremo de la aporía: su victimismo. Parece que hay un ejército de desalmados que, dispuestos a destruir la enseñanza pública, quiere imponernos a todos un modelo educativo elitista. Las “clases populares” se verían despojadas de su derecho a la cultura. A la pública se la defiende, pues. Quienes no se declaran defensores de la pública, son sospechosos de un elitismo inaceptable, ultraconservadores, ultracatólicos, ultraliberales, especímenes peligrosos. Otra expresión tergiversadora es la confusión entre público y estatal. La tergiversación es comprensible; lo que es admirable es que la tergiversación haya alcanzado tanto éxito. En efecto, quienes defienden a “la pública” en realidad lo que defienden es una enseñanza cuyo titular es el Estado. Por tanto, desde ahora habrá que hablar de educación estatal, puesto que los centros docentes o son de titularidad estatal o privada. Parece evidente que todos los centros son públicos, pero los que “defienden” a la pública, realmente quieren una educación controlada por el Estado. Dicho de otro modo, son estatalistas; la iniciativa privada es vista con sospechas, aceptada con muchas reservas y siempre subsidiaria de la educación del Estado. Los centros concertados y las familias que llevan a sus hijos a aquéllos, parecen que sustraen fondos públicos a donde verdaderamente deberían destinarse, los centros del Estado (“de todos”). No pocos de los que aceptan estos planteamientos estatalistas cuestionan los conciertos. No parece importar el derecho de los padres a elegir para sus hijos el tipo de educación moral y religiosa (art. 27.3 de la Constitución) que consideren más adecuada. Para los estatalistas la enseñanza privada –docentes, familias, alumnos- es la gran adversaria. Como residuo anacrónico del clasismo que persiste, a la 20

enseñanza privada la defiende poderes conservadores como la Iglesia o sus aliados políticos. Por ello esta aporía tiene un claro cariz político, del cual desgraciadamente es difícil sustraerse. Quienes critican o cuestionan los planteamientos de los estatalistas son automáticamente clasificados como reaccionarios sin capacidad de contestación. De ese modo el posible debate o acuerdo queda cortocircuitado desde la raíz. Es claro que lo que mueve a los estatalistas a enfrentarse a la escuela privada no es tanto una defensa del Estado, cuanto motivos políticos. La politización de la educación es uno de los rasgos más evidentes y negativos de nuestro sistema. Esta aporía es un síntoma de la politización educativa española que necesariamente hay que superar. Por desgracia no se atisba un final rápido a este grave obstáculo. Una de las consecuencias más graves que genera el estatalismo educativo es colocar al Estado como agente educativo por excelencia. Para el estatalismo la educación incluye instrucción, pero también formación cívica y moral. En general, para los defensores de esta posición la aporía anterior carece de relevancia –entienden adecuadamente que toda educación comporta instrucción y a la inversa-, pero muchos reservan al Estado el único papel educador. La escuela capacitará a futuros trabajadores, pero principalmente debe preparar a futuros ciudadanos democráticos. Para los estatalistas la categoría educativa principal es la categoría de ciudadano. Aunque veremos en los próximos capítulos el profundo significado de esta concepción, conviene ya reconocer la gravedad de este hecho. En efecto, al preparar a los jóvenes a interiorizar el ejercicio de la ciudadanía democrática como principal tarea educativa y moral, la escuela se convierte en una institución marcadamente política. Para el estatalismo educativo es fundamental que la escuela, como instrumento del Estado, presente el ideal educativo de la ciudadanía democrática como un ideal universal y evidente, del cual nadie puede ser excluido. La politización de esta aporía que mencionábamos llega así a su punto más alto. El ideal educativo es un ideal político autopresentado como obvio. El problema es que no es tan evidente como parece y así la escuela, reducida al ideal del ciudadano, es susceptible de fácil manipulación. Si Rousseau idealizó al buen salvaje, producto de su imaginación ilustrada, hoy parece que el nuevo ideal es el del buen ciudadano, refinada mistificación de quienes ven al Estado como Estado educador. Pero el extremo opuesto de esta aporía es igualmente perjudicial. Se diría que es una reacción contra el estatalismo imperante. El problema es que es una mera reacción, es decir, acepta que la única salida al ideal educativo del Estado es dejar a la escuela pública a su suerte y buscar fuera del cobijo del Estado modelos educativos distintos. Asumiendo ese planteamiento, quienes así piensan paradójicamente reafirman el estatalismo y convierten a la escuela 21

estatal en el principal referente social. Quienes entienden que sólo en la enseñanza privada está la posibilidad de enseñar a los jóvenes caen en el error de reafirmar el ideal político del Estado educador. Sin quererlo aceptan socialmente el modelo estatalista, pero lo rechazan para sus hijos. Si el Estado es educador y no quiero que el Estado eduque a mis hijos, entonces rechazo la educación estatal –o pública- y los matriculo en un centro concertado de mi confianza. El razonamiento es tan humanamente comprensible, como falaz e ingenuo. En primer lugar porque no hay tantos centros concertados como para que todas las familias puedan optar por una enseñanza no estatal. Bastaría con esta constatación para que dudáramos de la rectitud de esta opción. A veces se podría pensar que impera el “¡sálvese quien pueda!”: descansamos si nuestro hijo está a reguardo del agitado mundo de “la pública”; de lo contrario resignémonos y, en cuanto podamos, lo matriculamos en el concertado más cercano. Creer que la educación privada es la única que garantiza una auténtica educación (instrucción y formación moral y religiosa) en detrimento de la pública supone una idealización de aquella educación y abandonar a la educación estatal a manos del estatalismo. Parece que en los centros privados no existen problemas de convivencia, que los docentes asumen unánimemente el ideario del centro, que el orden y la limpieza en las clases son impecables. Pero no es verdad. Salvando quizá los pocos centros privados no concertados existentes, algunos de ellos selectos, lo cierto es que los problemas en los concertados son parecidos a los de los públicos. Quizá atenuados, pero los mismos. Si la tentación de la primera aporía es recluirse en la familia para garantizar una educación moral de los hijos, en esta ocasión la tentación es recluirse en la educación privada para salvarse de las fauces del Estado. Vano intento. Basta leer la legislación actual para darse cuenta del protagonismo del Estado incluso en la organización interna de los centros privados, por no hablar sobre el currículo de las áreas y materias, definidas por el Boletín Oficial del Estado y los correspondientes boletines autonómicos. Como es sabido, en virtud de la legislación actual, los directores de los centros concertados no pueden seleccionar a sus alumnos: los criterios de admisión son los mismos para todos los centros. De ahí que la solución de una educación privada sea meramente individualista al ser una mera reacción al universalismo estatalista. Resguardada la familia en el calor de un centro concertado –por ejemplo católico- piensa que sus hijos están a salvo de la ideología de género, de docentes marxistas, de feministas radicales o simplemente de profesores reivindicativos. Cree con razón que la escuela está para mucho más que para hacer de sus hijos buenos ciudadanos – ideal educativo muy poco ambicioso-, piensa que el colegio será un muy buen complemento para la formación integral de sus hijos y que el resto de las 22

familias desean lo mismo. Muy posiblemente los padres de nuestra familia imaginaria no sean siquiera católicos, pero piensan que lo importante es librarse del caos imperante en los centros públicos, su desorden y amalgama de alumnos y docentes diversos que nada bueno traen. Este tipo de planteamientos es la victoria del estatalismo educativo: creer que se está a salvo en el gueto de la privada. Es curioso cómo se llega a deformar la realidad. El victimismo estatalista tiene su cara complementaria –y opuesta- en la imagen devaluada, falsa y denigrante de la escuela estatal, que tienen no pocas familias. Se diría que los docentes de la pública son todos huelguistas o vagos, que los alumnos son todos malos estudiantes, que hay un ambiente de relajación y apatía generalizado. Naturalmente la escuela privada presente el paisaje contrario. Si se quiere estudiar, ya se sabe, ¡a la privada! Poco importa que sean completamente falsos esos juicios: el victimismo de unos y la “guetización” de los otros son buenos aliados. La primara aporía no era capaz de entender unidas la educación y la instrucción. En esta segunda, no se es capaz de entender la complementariedad de la escuela estatal y de la privada. La existencia de una doble red de centros sostenidos con fondos públicos –estatales y concertados, al margen de los enteramente privados en su sostenimiento económico- es imprescindible para asegurar el artículo 27.3. de nuestra Constitución, arriba enunciado, el artículo 27.6. (“Se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales”), y el artículo 27.9. (“Los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca”). Esta complementariedad está garantizada por nuestra Constitución y por todas las leyes orgánicas posteriores. La calidad de los centros estatales y concertados entre sí, como los de un instituto público respecto de otro o de un centro religioso respecto de otro religioso, será extraordinariamente variable. Es una presunción creer que la titularidad de un centro decide la calidad del mismo. Sólo una deformación política –la pública es la mejor porque debe ser la única- o una medrosa reacción –la privada como tabla de salvación de un Estado devorador- explican una aporía nefasta para nuestro sistema educativo. Porque ni el Estado devora, ni los centros privados salvan de nada, ni la educación estatal es el único modelo educativo posible. El combate contra el estatalismo no está en la reivindicación de la enseñanza concertada, sino en el adecuado lugar que debe ocupar el Estado y su enseñanza respecto de la sociedad civil. Quienes “defienden a la pública” lo que defienden es un Estado educativo hipertrofiado, invasivo, cuya primera víctima es el propio Estado. La reacción contra la hipertrofia educativa es una valiente defensa del Estado como garante de la diversidad de distintos modelos educativos, que las familias eligen 23

con libertad. No otra cosa afirma nuestra Constitución, que en esto sigue el artículo 26.3. de la Declaración de los Derechos del Hombre. Ante la pregunta sobre qué tipo de escuela educa e instruye, la correcta respuesta es que las dos. La mayor o menor calidad de un tipo de escuela dependerá de factores muy variables que deberían analizarse al detalle. Pero para los defensores de esta aporía el análisis y el estudio del hecho educativo es inútil, puesto que ya han encontrado las respuestas que buscaban.

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3.3 Oposición entre laicismo y confesionalismo Esta última aporía es derivada de la anterior. A los ojos de un ciudadano extranjero se diría sumamente extraña, inédita fuera de nuestras fronteras, pero muy presente entre nosotros. Una de las cualidades que debe tener la escuela estatal, según sus “defensores”, es que debe ser laica. Esta es otra de las palabras hábilmente adulterada. En su lenguaje esta palabra significa “no contaminado por la Iglesia (católica)”, es decir, independiente de toda creencia religiosa. Pero hay que reconocer que quienes defienden el laicismo suelen ser ateos o agnósticos, incluso adversarios declarados de cualquier presencia pública de la religión; para ellos “el hecho religioso” (así llaman a las religiones) es visto con suspicacia, reservado con celoso desvelo al ámbito de lo privado. Merece la pena reflexionar brevemente sobre la expresión educativa del laicismo. Como tal, el laicismo no es más que una consecuencia a la que llegan diversas antropologías y teorías políticas. Todas confluyen en el hecho de que la razón sólo conoce aquello a lo que accede mediante sus potencias naturales; el hombre es un ser meramente natural, físico. La imposibilidad de comprobar científicamente realidades sobrenaturales permite a los laicistas o ignorarlas o respetarlas con tal de que no sean significativas más que para la persona que cree en ellas. Desde este punto de vista la religión no aporta conocimiento alguno; más bien suele ser catalogada de superstición. Para los laicistas todos los debates acerca de la razón y la fe de los últimos años entre agnósticos y católicos son perfectamente prescindibles. Un buen agnóstico o ateo es un laicista. Esta identificación es una impostura intelectual, pero en su elementalidad funciona. Por ejemplo, un laicista nunca entenderá que Gustavo Bueno, filósofo materialista y ateo, escriba: “No es difícil comprender, por tanto, que es precisamente el Dios de los cristianos quien ha salvado a la Razón humana a lo largo de la historia de Occidente, y hasta qué punto tiene sentido afirmar que podrá seguir salvándola en los momentos impredecibles, pero inexcusables, en los cuales los contactos de las «sociedades occidentales», o de cualquier otra estirpe, ponga a la racionalidad históricamente conquistada ante el peligro de sus mayores extravíos” (Bueno, 2007; 92) Con todo, sería un error reducir el laicismo a la reivindicación de una escuela laica, arreligiosa, en la que las ciencias formales y naturales fueran el prototipo de saber. El laicismo además plantea una serie de preceptos que conforman toda una concepción educativa. De modo breve indicaremos algunos de ellos. En primer lugar, rechaza que la tradición sea fuente de certezas que debemos transmitir a las generaciones jóvenes (Giussani, 1991; 43). Siguiendo la filosofía 25

naturalista, el laicista está convencido de que el desarrollo personal del alumno es espontáneo, sin necesidad de guía alguna. Para el laicista la tradición constriñe la evolución natural del joven; por ello el laicismo es una sorprendente expresión actual del naturalismo ilustrado, enemigo de la herencia del pasado como cúmulo de conocimientos y experiencias. Quienes defienden la tradición son tradicionalistas, defensores a ultranza de una escuela autoritaria, afortunadamente desacreditada. En segundo lugar, el laicismo reduce la enseñanza a un conjunto de saberes sin conexión objetiva entre sí. La unión entre esos conocimientos la descubre el alumno con la ayuda del docente, pero esa conexión debe producirse en la mente del alumno y de hecho el aprendizaje estriba en la capacidad cada vez mayor de construir (no descubrir) conexiones internas entre los conceptos de una ciencia y entre los de una ciencia y otras. Sobre este punto nos extenderemos en próximos apartados. En tercer lugar el laicismo pretende una escuela neutral. Pero ¿neutral sobre qué? Sobre la verdad y la posibilidad de conocerla. Si no hay objetividad entre los saberes transmitidos, tampoco podemos decir nada sobre la existencia de verdades morales, políticas o culturales que sean objetivas. Se impone, así, el relativismo y el escepticismo como modos educativos por excelencia y, pasmémonos, excluyentes. Quien crea la existencia de verdades morales objetivas, principios pre-políticos absolutos o la necesidad de respetar la ley natural, es catalogado de reaccionario. La escuela estatal laica debe ser neutral. Pero la jerga políticamente correcta encubre el más rancio y peligroso de los relativismos conocidos. Excluye todo aquello que cuestiona su falta de fe en la razón. Sin duda el rechazo que ocasiona a los laicistas la clase de religión (católica) se debe no tanto a motivos políticos, como a que en las aulas se hable de Dios, del hombre y de la verdad. El templo del relativismo laicista –la escuela estatal- mancillado por la religión. El rechazo a la impartición de las clases de religión obedece no a una obsesión sesgada, sino a toda una concepción más profunda sobre el conocimiento y el hombre. Una concepción con consecuencias prácticas manifestadas en una idea positivista de la cultura y el hombre, que en el ámbito político es una seña de identidad desde la socialdemocracia hasta la extrema izquierda. La visita al portal laicismo.org puede ejemplificar lo dicho. En uno de sus documentos podemos apreciar que el laicismo tiene pretensiones ciertamente ambiciosas en relación a la convivencia entre hombres (“la condición para la convivencia de todas las posibles culturas”) o a su identificación con los derechos humanos y la libertad de conciencia (el laicismo garantiza la conciencia libre del ciudadano). Dejamos al lector la consideración de este documento. Ahora bien, el laicismo no sería nada sin su oposición a la religión. 26

En este documento leemos que la libertad religiosa es el principal “elemento distorsionador” (refinado eufemismo); para el documento la libertad religiosa no es un derecho humano, además de considerar que el uso que hace la Iglesia católica del concepto de laicidad “anula la libertad de conciencia”. Así pues, como uno de los elementos de la aporía, el laicismo se reafirma contra la religión. Estamos viendo que es una de las características de estos tres antagonismos que se dan en el seno de la escuela. En esta ocasión el laicismo se alimenta de una antropología y una política previas, de tipo positivista y agnóstico, pero su raíz primera es su rechazo a la fe como conocimiento significativo –humano y divino- que enriquece al hombre en todos sus ámbitos de actuación en el mundo. El confesionalismo es el otro extremo de esta última oposición. Es verdad que actualmente está en clara decadencia. Por fortuna la Iglesia ha superado esta degeneración, que no es más que una expresión de clericalismo mezclado con política. Benedicto XVI, por ejemplo, ha realizado diversas declaraciones al respecto. Por lo demás, autores tan destacados como el cardenal Scola han reflexionado sobre el principio de laicidad en una sociedad plural donde la fe carece de monopolio alguno (Scola, 2007). Una enseñanza confesional es la que se imparte en los centros propios de la Iglesia. Pero el confesionalismo, en otras épocas, pretendía extender a todos las enseñanzas de una iglesia particular. Durante años, en España, la enseñanza fue confesional sin tener en cuenta la libertad de conciencia de los alumnos y sus familias. En nombre de Dios, de la Iglesia o de la patria, el confesionalismo tuvo la pretensión de controlar pensamientos, sentimientos y voluntades para amoldarlos a un ideal supuestamente religioso. Dejémoslo claro: el confesionalismo hace de la religión una excusa para sus deseos de control; hace del cristianismo una mera ideología al servicio de intereses políticos. Para el confesionalismo, la escuela es y debe ser siempre confesional, un magnífico instrumento de poder generador del más dañino de los moralismos. No es extraño que el confesionalismo haya hecho mucho daño a la Fe. No es tampoco raro que haya sido una de las causas del laicismo actual. No pocos de los laicistas que abogan por el rechazo a las clases de religión o a la supresión de los símbolos religiosos en nuestros centros docentes se han educado en la escuela confesional (religiosa o estatal). Al ser una deformación de la religión, el confesionalismo ha provocado el rechazo de muchos jóvenes a cualquier acercamiento a la fe y, lo que quizá es tan malo, ha hecho que muchos de quienes se decían cristianos, mostraran una fe basada sólo en una tradición acartonada y débil. El hecho de que actualmente nadie defienda el confesionalismo no elimina la aporía. Más bien lo que encontramos son los resultados históricos de un grave error. 27

A diferencia de las aporías anteriores, nadie defiende uno de los opuestos en esta tercera. Esto la hace más interesante si cabe. El laicismo en la escuela no lucha contra una Iglesia que quiere para sí el control de la educación, sino que aboga por la imposición de unos preceptos arreligiosos (eventualmente antirreligiosos) a todos los alumnos en nombre de la libertad de conciencia y de los derechos humanos. Otra cosa es la necesidad teórica de creer que la Iglesia desea conservar privilegios –nunca se dice cuáles- o de imponer sus postulados. Esta necesidad teórica de ver la religión y el catolicismo el adversario a batir muestra la necesidad del antagonismo para el laicismo. Si en otras épocas el confesionalismo mostraba un afán de poder y utilizaba la escuela para ello, ahora el laicismo exhibe el mismo deseo de imponer en la escuela una cierta concepción social, moral y antropológica. En nombre de altos ideales –como el confesionalismo de otras épocas- mutila la libertad del alumno haciendo de la fe un acto psicológico o emocional de muy dudosa racionalidad. Si el confesionalismo hizo de la fe un fetiche ideológico, el laicismo hace de la fe un adorno personal de dudoso gusto. Si el confesionalismo utilizó la escuela para construir una España confesional, el laicismo quiere utilizar la escuela para construir una España laica. Ambos polos de la aporía descansan en distintos proyectos políticos que tienen a la escuela como instrumento ideológico. La educación al servicio del poder. Estas tres aporías sin duda se solapan. La breve descripción de cada una de ellas nos enseña que las tres se entrecruzan; en unas épocas cobra especial virulencia alguna de ellas sobre las otras, pero son una constante en la educación española y, con diversidad de acentos, en los países latinoamericanos. No son los problemas que asolan nuestra enseñanza, ni siquiera sus causas principales. Con todo, si leemos las noticias sobre educación en los medios de comunicación, parece que nuestra enseñanza discurre entre polémicas adoctrinamiento/educación, público/privado, laicismo/confesionalismo. Las críticas a la LOMCE, por ejemplo, han discurrido la mayoría de ellas por estos ejes puramente aporéticos. Por ello es imprescindible realizar un análisis y presentar una propuesta lejos de esas polémicas que no tendrán jamás salida alguna.

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4 Raíces culturales de la crisis educativa El sistema educativo es un subsistema social, es decir, forma parte de la sociedad junto con otros subsistemas. Todo lo que acontece en el sistema social, y a veces en otros subsistemas contiguos a la escuela, repercute en el subsistema educativo. La crisis educativa, pues, es en parte provocada por fenómenos no estrictamente educativos, pero que tienen decisiva influencia en la institución docente. Es lo que se podría llamar causas o raíces externas. A .éstas las llamaremos genéricamente “culturales”, pues impregnan las conciencias y los modos de obrar de los hombres y mujeres del siglo XXI. Poco importa que éstos sean conscientes de la presencia en sus vidas de las ideas que desarrollaremos; lo relevante es que la identidad personal y en gran medida la identidad colectiva contiene las ideas, presupuestos y concepciones que, externamente, inciden en la crisis educativa e influyen en la vida de todos nosotros.

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4.1 Nihilismo y relativismo Si hay dos palabras que la mayoría de los estudiosos emplean para definir los tiempos actuales son las de nihilismo y relativismo. Es el caso del ensayo de Diego Poole (2013), que analiza brillantemente la influencia y los efectos del relativismo en los ámbitos político y jurídico. Muchos utilizan también una tercera palabra, hermana de las anteriores: escepticismo. No es extraño que otra vez sea Benedicto XVI quien haya acuñado una feliz expresión para caracterizar esta época posmoderna; la dictadura del relativismo, en efecto, define magníficamente no sólo un tiempo pleno de incertidumbre, sino la naturaleza totalitaria del relativismo. En su libro Luz del mundo (Benedicto XVI, 2010) el papa emérito dedica todo un capítulo a este asunto nuclear. “En este mundo traidor nada es verdad ni mentira; todo tiene el color con que se mira”. Estos versos del poeta Campoamor reflejan muy bien la mentalidad dominante. Por supuesto no se trata aquí de explicar qué sean el relativismo y su consecuencia más inmediato –el nihilismo-, sino de comprender su nefasta influencia educativa. No sería arriesgado afirmar que “emergencia educativa” y “dictadura del relativismo” son expresiones complementarias que designan fenómenos culturales paralelos. El 29 de abril de 2004 el cardenal Carlo Caffarra pronunció una conferencia titulada “La educación, un desafío urgente” de sumo interés para lo que nos ocupa (Caffarra, 2004). En las páginas siguientes seguiremos sus reflexiones sobre a la influencia del relativismo nihilista en la enseñanza. El cardenal Caffarra establece una condición indispensable para la constitución de lo que llama “el acto educativo”: el realismo. El pensamiento realista afirma la existencia de una realidad ontológicamente independiente del ser humano, que puede ser conocida por la inteligencia de éste mediante una relación o vínculo. El conocimiento es el resultado de un encuentro entre una inteligencia que desea conocer la verdad y una realidad que se deja aprehender por la razón humana. Así pues, para el realismo la realidad es en sí misma inteligible (se puede conocer la verdad) y en su inteligibilidad la razón también descubre en lo real la bondad y la belleza que hay en ella. Que la realidad es inteligible y que la razón humana necesita –o desea, como dice el cardenal- del conocimiento de lo real son principios fundamentales desde los cuales interpretar el hecho educativo. En su intervención leemos: “Ahora bien, la cultura actual (la llamada posmodernidad) está dominada por la negación de esa relación originaria: no existe una realidad que interpretar. Existen únicamente interpretaciones de la realidad, sobre las cuales es imposible pronunciar un juicio verdadero, desde el momento en que ese juicio no se refiere a ningún significado objetivo. Estamos 30

encerrados, dentro de la retícula de nuestras interpretaciones de la realidad, sin ningún camino de salida hacia la realidad misma. El verdadero desafío educativo se plantea sobre este punto. Ninguna obra educativa verdadera es posible hoy si no afronta este desafío, si no se plantea como alternativa radical y total a esa posición originaria de la persona con la realidad” (Caffarra, 2004; 2). Descubrimos en este texto una de las claves de la emergencia educativa: la crisis que padecemos en la enseñanza tiene raíces filosóficas externas tanto a la institución familiar como a la escolar. Así pues, superar esta crisis deberá significar superar el marco conceptual de la mentalidad dominante, marcada por el relativismo nihilista. Se podría decir, acaso de modo desconcertante para algunos: la crisis educativa es una crisis de la filosofía como intento de buscar la verdad, acogerla y transmitirla. El filósofo Marcello Pera, lo expresa perfectamente cuando escribe: “No se piense que las filosofías son un lujo solo para iniciados, que se consumen en medio del polvo de las universidades. Son potentes instrumentos de penetración y difusión de ideas-fuerza, vehículos de opiniones influyentes. Así ha sido siempre. Por eso que nadie piense que el relativismo no hace daño a nadie, que no orienta a nadie o incluso que es el máximum de la tolerancia teórica, de la elegancia política, del refinamiento filosófico. Pues bien, es precisamente lo contrario.” (Pera y Benedicto XVI, 2006; 37). Se podría precisar aún más. La crisis educativa evidencia una crisis metafísica de primer orden, que sólo resolveremos en la medida en que recuperemos la metafísica como saber filosófico. El acto educativo no es filosóficamente neutral, sino que exige toda una metafísica –una concepción de esa realidad que debemos enseñar al alumno- que determina la educación en sí misma. La cultura relativista dominante define un tipo de escuela que no responde a las expectativas profundas del alumno. Pero tampoco del docente. Ciertamente el sistema educativo es un reflejo de la mentalidad culturalmente mayoritaria, pero por ello mismo es uno de los mejores exponentes de esa mentalidad. Es un círculo cuyos polos están en continua alimentación. El cardenal Caffarra es expeditivo: el relativismo hace imposible la educación. Olvidémonos de que haya educación en una sociedad que no cree en la objetividad de la verdad. Merece la pena seguir su reflexión. Indica que en el ámbito educativo el relativismo y el nihilismo arrojan tres implicaciones. La primera se expresa en una de las reflexiones póstumas de Nietzsche: “No existen hechos, sino interpretaciones” (Nietzsche, 2004). En esta frase se encierra lo nuclear de la posmodernidad. 31

La realidad, según Nietzsche, se disuelve en fragmentos cuyo valor o significado es absolutamente variable según el punto de vista adoptado por el observador. Reconocer que hay “hechos” es admitir que existen acontecimientos en un orden distinto del subjetivo; significa asumir que hay una realidad distinta a la valoración de cada cual a la que hay que acceder y someterse. La posmodernidad, siguiendo el pensamiento nietzscheano, plantea un subjetivismo extremo que rechaza plantearse siquiera el problema de la verdad. La realidad, pues, es un mero juego de interpretaciones. En este contexto la primera herida de muerte es la propia razón humana, que se limita a buscar razones cuya duración y validez son las de cualquier objeto de consumo. La diferenciación sexual, el aborto, la libertad religiosa, el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, las normas morales, etc. son interpretados siempre en una clave subjetivista –en función de intereses personales, de grupo, ideológicos o de partido- sin aceptar la posibilidad de que haya una verdad objetiva que hay que descubrir y respetar, al margen de gustos o intereses. La posmodernidad es un ataque a la existencia de fundamentos en el orden filosófico, moral, político, religioso y, también educativo. No hay fundamentos de nada, porque lo único existente son los pareceres individuales a los que las leyes deben someterse y reconocer como derechos. Como Marcello Pera ha explicado el deconstructivismo del siglo XX ha socavado incluso la necesidad de encontrar un fundamento objetivo a nuestras certezas morales o políticas (Pera y Benedicto XVI, 2006; 22-28). En el colmo de esta colonización relativista se llega al paroxismo cuando se afirma que la democracia (¿también la escuela?) es relativista, pues de lo contrario no sería democracia (Kelsen, 2011). ¿Cuáles son las consecuencias educativas de una escuela relativista? Una falta de fe en la razón, una imposibilidad de comprender que el conocimiento nos permite acomodarnos en un mundo acogedor y hostil a la vez, una inseguridad psicológica, afectiva y existencial de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Una mutilación existencial a los alumnos en nombre de un nuevo dogmatismo: que no existe ni puede existir la verdad, el bien y la belleza. Poco importa que un pensamiento de esa naturaleza sea inconsistente intelectual y vitalmente (Barrio, 2011). Parece irrelevante que sean los mismos relativistas –sacerdotes del nihilismo posmoderno, la nueva religión laica- los más intransigentes y dogmáticos ante quienes se atreven a cuestionarlos. Lo que importa es que la nueva mentalidad se expanda y cale en los medios de comunicación, en las leyes, en las universidades y se infiltre en las familias. En esa labor de colonización, la escuela tiene un papel extraordinario. Si el relativismo bloquea cualquier acto educativo, ¿en qué se convierte la escuela? La pregunta no aparece como tal en el texto de Caffarra, pero va de suyo. Y la respuesta podría ser: se convierte en un instrumento político, un 32

medio para introducir a los alumnos no en la realidad, sino en lo “políticamente correcto”. Hacer razonar a los alumnos, valorar la razón como facultad para captar la verdad del mundo, el sentido último (o penúltimo) de la existencia, del orden político y moral, etc. son ejercicios exóticos en una institución que reparte recetas de andar por casa. Incluso el valor de las disciplinas científicas – matemáticas, física, biología o química- se reduce a su utilidad personal o social. La segunda implicación del relativismo nihilista es de tipo moral. Se refiere a “la pérdida del sentido de la libertad”. Para el relativismo ser libre es elegir entre las muchas posibilidades que la existencia nos ofrece; posibilidades valorativamente neutras –no existe objetividad- que se distinguen sólo por las preferencias subjetivas de los individuos. Así, el reino de la libertad es el reino de la arbitrariedad subjetiva. Lo que decide es el gusto, el sentimiento o el interés personal. Con palabras de Sartre “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (Sartre, 1999; 31).Lo constitutivo del hombre es su libertad, entendida como un hacerse continuo del hombre en sus decisiones. Más expresamente escribe el filósofo francés: “Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré al decir que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.” (Sartre, 1999; 43). Ser libre es, pues, una condición del ser humano: obligatoriamente debe elegir para existir. El hombre es el conjunto de elecciones realizadas y por realizar. No es extraño que, siguiendo la tradición existencialista, Sartre ve la angustia, el desamparo y la desesperación como estados constitutivos de lo humano; el hombre, en efecto, se convierte en legislador de sí mismo y de su mundo, lo cual le hace incapaz de “escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad”. La libertad no libera, sino que nos ata a un fardo pesado –el de nuestra existencia sin sentido- que provoca en nosotros el sentimiento de náusea. El hombre, afirma Sartre, es una pasión inútil. Ni el nacer ni el morir tienen sentido. El pensamiento sartriano define muy bien la preeminencia actual de la libertad humana. Algún político afirmaba que la libertad nos hará verdaderos en clara alusión a la afirmación evangélica inversa. No es la verdad, que no existe, sino la libertad lo que define al hombre. Pero esta noción actual de libertad consiste en la soledad o el desamparo de quien, sin fundamento o razón objetiva alguna, está obligado a vérselas con su existencia y la del prójimo. Ciertamente, tarea ciclópea y deprimente. En su célebre novela La Náusea leemos que “todo es gratuito, se tiene la impresión de que todo es superfluo” (Sartre, 1984). Así pues, la libertad nos aboca a un estado de completa soledad y angustia. La valoración actual de la libertad como exaltación de la subjetividad por encima de cualquier otra autoridad tiene raíces sartreanas. Todo lo que suponga alguna 33

limitación a mi libertad es una coacción intolerable. Las consecuencias morales y metafísicas que extrae Sartre, sin embargo, se ocultan hoy día cuidadosamente o se desfiguran mediante causas psicológicas, sociales o económicas. La soledad, la angustia, la tristeza, la falta de compromiso social o la congénita inmadurez de muchos jóvenes se explican recurriendo a todo tipo de motivos cuidadosamente alejados de la moral y de esta noción destructiva de libertad. De este modo se opera un doble movimiento ampliamente disolvente. Por un lado, se afirma una libertad que nos ata a nosotros mismos; por otro, se niega a sacar las consecuencias personales de esa noción de libertad. Sartre las tenía claras, pero el hombre de hoy las ignora, aunque las padezca. Aun así la realidad se impone. Caffarra cita a Vattimo para describir cómo el hombre actual trata con su profunda soledad. Afirma el pensador italiano que de lo que se trata es “ver si conseguimos vivir sin neurosis en un momento en el que «Dios ha muerto»”. El objetivo es vivir de un modo lo menos patológico posible –los psicoanalistas son caros-, puesto que no hay ningún fundamento en el que basarnos. Aceptada la muerte de Dios, estamos solos con nosotros mismos. Lejos de ser una buena noticia, como pensaba Nietzsche, nuestra soledad nos aboca a la neurosis o, por qué no decirlo, a la locura. Vivir sin volvernos locos parece ser la meta máxima a la que aspirar. La diversión de nuestras sociedades es una forma refinada de eludir el inmenso vacío y aburrimiento que se crea en el corazón humano. Cualquier docente sabe que si pregunta a uno de sus alumnos sobre la libertad, la respuesta espontánea será la que impera en la sociedad posmoderna. Una libertad sin vínculos, sin autoridad, derivada en exclusiva por la subjetividad de cada cual, un “hacer lo que me da la gana”. Las consecuencias educativas de la libertad relativista son demoledoras. Escribe Caffarra: “Se prefiere diferir lo más posible las decisiones más serias. Se ridiculiza cualquier aspecto de definitividad en las decisiones. Se frivoliza la realidad de la existencia y por tanto de la libertad. Ser libre es hoy sinónimo de ausencia de compromiso (…) Es significativa con respecto a esto la forma en que se ha tratado el problema de la educación sexual: informar de modo que uno pueda hacer de su propia sexualidad lo que quiera, sin sufrir daños físicos (el SIDA, por ejemplo). Por otra parte, una subjetividad como esta, afirmada a través de la deslegitimación de cualquier significado normativo fundado en la realidad, debe plantearse el problema de la relación con los otros. ¿Es posible educar a una verdadera comunidad humana partiendo de esa experiencia de libertad?” (Caffarra, 2004; 3). 34

La tercera y última implicación relativista que constata el cardenal Caffarra es la corrupción del tiempo. La vida del hombre posmoderno se limita al ahora inmediato, sin tener en cuenta que la vida es una sucesión de acontecimientos pasados y presentes que deben continuarse en el futuro; así el futuro, en vez de vivirse como el desarrollo progresivo de nuestra existencia, se entiende como un irrelevante dato temporal sin peso alguno en las decisiones que deben tomarse en la actualidad. Lo único importante es el ahora, el instante, la inmediatez temporal del estímulo cercano. No hay más ni menos. Como ejemplo, añade el cardenal italiano, “la convivencia de las parejas, a menudo preferida al matrimonio sin razones serias, es un signo de esta condición espiritual”. Frente a esta perversión del tiempo, que hace imposible cualquier proyecto serio basado en el esfuerzo y en el sacrificio para lograr resultados futuros, la vida del hombre es un proyectarse al futuro apoyándose en el pasado desde el presente (Rojas, 2007; 140). Una cultura basada en la fugacidad del presente, en la que cualquier proyecto se consume en la corta duración del estímulo que se me presenta, imposibilita la tarea siempre ardua del estudio y de la educación. La desaparición en nuestras aulas de lo que se llama “la cultura del esfuerzo” tiene mucho que ver con la actual concepción del tiempo, que vive el presente como un objeto de consumo más. Una sociedad relativista es imposible que eduque. Tal es la conclusión del cardenal Caffarra. El relativismo y su correlato nihilista impiden al joven el desarrollo de su humanidad. Lo convierte en ser mutilado, en un hombre light. En la descripción que hace el doctor Rojas de este tipo de hombre nos encontramos “pensamiento débil, convicciones sin firmeza, asepsia en sus compromisos, indiferencia sui generis hecha de curiosidad y relativismo a la vez…; su ideología es el pragmatismo, su norma de conducta, la vigencia social, lo que se lleva, lo que está de moda; su ética se fundamenta en la estadística, sustituta de la conciencia; su moral, repleta de neutralidad, falta de compromiso y subjetividad, queda relegada a la intimidad, sin atreverse a salir en público” (Rojas, 2007; 15-16). Desde un punto de vista cultural diríamos que a una sociedad débil y light, le corresponde una escuela igualmente débil y light. Si el tipo de hombre actual está modelado por el relativismo nihilista, entonces la escuela es un instrumento de difusión de esta mentalidad mayoritaria que genera ese tipo de hombre. La crisis educativa sería una expresión natural del fracaso cultural del relativismo y del nihilismo. La falta de educación que observamos en nuestros jóvenes no obedece exclusivamente a una falta de responsabilidad de los padres o docentes, no es sólo resultado de un mal funcionamiento del sistema educativo o de la crisis de la familia. La crisis educativa es también un signo de 35

alarma de una cultura en la que el relativismo y el nihilismo provocan un vacío interior en nuestros jóvenes que sólo se mitiga mediante la distracción y el consumo atolondrado. El aburrimiento, la falta de ilusión, el hedonismo consumista y la falta de estima de tantos jóvenes en nuestros centros no son sólo cualidades individuales, sino signos de un tiempo decadente como el nuestro http://www.libertaddigital.com/opinion/ideas/una-juventud-aburrida1276236958.html.

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4.2 La muerte del hombre Olegario González de Cardedal afirma que “forjar hombres, ayudar a labrar un futuro, acompañar el propio descubrimiento con saberes y presencias, con instrumentos y ejemplos, fue siempre el meollo de la educación. (…) Nos quedamos sin palabras, solos e indefensos ante esa tarea sagrada de decir unas pocas palabras verdaderas a un ser que, con ojos tímidos o centelleantes, llega a la escuela. Él viene ya modelado por su entorno y sociedad; sin embargo, siempre es nuevo y único” (González de Cardedal, 2004; 14). La principal tarea educativa es la noble e imprescindible misión de formar seres humanos. Empresa compartida por familia y escuela. Pero cuando la mentalidad relativista y nihilista que hemos descrito domina la cultura la misma tarea de humanización del hombre se vuelve cuestionable e incluso risible. Se diría que el nihilismo contemporáneo hace ridícula la búsqueda de Diógenes de Sínope cuando decía buscar hombres. En efecto, el hombre no es más que alguien que feneció con el advenimiento de la posmodernidad. Las consecuencias antropológicas del relativismo nihilista son trágicas. La escuela resultante de semejante tragedia es una institución que ha abandonado la verdad y el bien como exigencias necesarias del ser humano y ha arrojado la noción de persona al baúl de las entelequias metafísicas (Reale, 2005; 111-117). Ciertamente el relativismo no es nuevo. Sócrates y Platón reaccionaron resueltamente contra el modelo de la sofística. Es curioso constatar que el relativismo y el escepticismo del movimiento sofístico vienen acompañados de la necesidad de educar a los jóvenes en sus principios; igualmente sucede con Sócrates y su discípulo cuando rechazan la sofística mediante no sólo una enseñanza, sino a través de un trabajo educativo. Los sofistas, pero también Sócrates y Platón, juzgan imprescindible la formación de los jóvenes: los primeros para disolver la subjetividad en las convenciones sociales, los segundos para cuidar el alma en la búsqueda de la verdad y del bien. El nuevo rostro del relativismo actual, ligero, superficial y hedonista, parece menos corrosivo que el de los tiempos antiguos. Pero es una apariencia. La posmodernidad es el resultado de un proceso histórico de secularización que ha llevado a Occidente a renegar de lo mejor de sí mismo (Fazio, 2006). El punto en el que nos encontramos es la declaración orgullosa y fatua de “la muerte del hombre”. En palabras de Michel Foucault: “A todos aquellos que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos aquellos que quieren partir de él para 37

tener acceso a la verdad, a todos aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sin antropologizar, que no quieren mitologizar sin desmitificar, que no quieren pensar sin pensar también que es el hombre el que piensa, a todas esas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica –es decir, en cierta forma, silenciosa.” (Foucault, 1984; 333). Una época en la que no se cree en el hombre porque se ha concluido que el hombre –como Dios- es un ídolo inservible, es un tiempo en el que la tarea educativa deviene imposible. Lo que subyace a la concepción nihilista del hombre es el rechazo a la naturaleza humana –concepto metafísico- y la idea de que, como ya afirmaban los sofistas griegos, lo humano no es más que construcción social o política. El lobby gay, el feminismo radical y, sobre todo, la ideología de género son hijos intelectuales del nihilismo contemporáneo (TrilloFigueroa, 2009). La disolución del ser humano propuesta por el nihilismo se expresa ya con toda su crudeza y agresividad en la conversión del sexo por el género, en el valor relativo de la vida o en la deificación de la voluntad individual hasta extremos grotescos. En cualquier caso es necesario preguntarse hasta qué punto todo ello afecta a la institución escolar. El sociólogo Antonio Guerrero, por ejemplo, afirma que la educación ha quedado “inmune a esta tendencia [posmodernidad] y hay poco, fuera de la teoría crítica y de la pedagogía feminista, que relacione las ideas posmodernas con los procesos y estructuras de la educación o que los examine a la luz de los desarrollos en la sociedad y la cultura” (Guerrero, 2011). Desgraciadamente no es del todo cierto este juicio. Es verdad que, como dice este autor, la educación está basada en el discurso de la modernidad: un sistema educativo público de masas, la racionalidad interna del proceso educativo y el papel del profesor como sujeto racional transmisor de saberes históricos y objetivos parecen suficientes garantías para que las delicuescentes ideas posmodernas tengan una notable influencia en nuestro sistema de enseñanza. Pero sólo en apariencia. Se podría hacer un elenco de certezas que dominan a alumnos y docentes que proceden muy posiblemente de este pesimismo antropológico que respiramos. Para ello es interesante detenerse brevemente en la obra del sociólogo y filósofo de origen polaco Zygmunt Bauman (2007). Bauman es probablemente el pensador actual que mejor asume y extrae consecuencias de una sociedad cuya categoría principal es el consumo y el hedonismo basado en el mercado. El hombre deviene en consumidor, carente de otra perspectiva vital que no sea el mercado. Todo se compra y se vende: 38

también la verdad, objeto tan desechable como cualquier producto cosmético. Descreídos de los grandes relatos o narraciones de la modernidad, lo que queda es el tráfago de mercancías cuya utilidad se halla en ellas mismas. Aceptando ese contexto claramente nihilista, en el que el relativismo es el modo de ser constitutivo de toda identidad, el autor reflexiona sobre cómo debe ser la educación en un mundo así. La metáfora que utiliza Bauman es la de la liquidez. Vivimos en una sociedad líquida, es decir, una sociedad donde no hay nada estable, sólido, fijo. Si otros mencionan al nuevo tipo de hombre calificándolo como hombre light, Bauman prefiere referirse al hombre y a estos tiempos como líquidos. En su libro “Los retos de la educación en la modernidad líquida” Bauman extrae una serie de conclusiones interesantes. El autor no reflexiona sobre el nihilismo dominante, el concepto de hombre o las consecuencias de la deshumanización tecnológica. Las asume como datos y afirma lo que sigue para el ámbito educativo. En primer lugar se refiere al conocimiento. En la modernidad se pensaba que el conocimiento debía durar; del mismo modo, la educación era valiosa en tanto ofreciera conocimiento estable y duradero. La educación se interpretaba, por tanto, como la adquisición de un producto que, como cualquier posesión, debía atesorarse y conservarse para siempre. Pero la modernidad líquida exige otra consideración del conocimiento. Bauman escribe: “En el mundo de la modernidad líquida, la solidez de las cosas, como ocurre con la solidez de los vínculos humanos, se interpreta como una amenaza. Cualquier juramento de lealtad, cualquier compromiso a largo plazo (y mucho más un compromiso eterno) auguran un futuro cargado de obligaciones que (inevitablemente) restringiría la libertad de movimiento y reduciría la capacidad de aprovechar las nuevas y todavía desconocidas oportunidades en el momento en que (inevitablemente) se presenten. La perspectiva de cargar con una responsabilidad de por vida se desdeña como algo repulsivo y alarmante. (…) La alegría de «deshacerse» de las cosas, de descartarlas, de arrojarlas al cubo de la basura, es la verdadera pasión de nuestro mundo” (Bauman, 2007; 28). Como se aprecia, la fugacidad de la existencia ya no se interpreta como una realidad existencial trágica que hay que asumir, sino que, tratado todo –también el ser humano- como una cosa, todo tiene fecha de caducidad. La cosificación del hombre, su banalización vital y la caducidad de cualquier compromiso son los referentes líquidos de una sociedad donde ya no hay hombres, sino objetos de consumo. Educar supone conocer. ¿Qué exige este nihilismo para el conocimiento 39

humano? El consumismo también afecta al conocimiento. No es cierto que el consumismo consista en la acumulación de cosas; en la modernidad líquida –en este ocaso del hombre en el que parece que vivimos- el consumismo se define por el breve goce de las cosas. Aplicado al conocimiento tiene sus consecuencias. Se acabaron los ideales modernos de “acaparar saberes” útiles para toda la vida, de creer que lo que sabemos es valioso tanto más cuanto más duradero sea para nuestra vida personal o profesional. Hoy día se revela ilusa la creencia de que la formación escolar o universitaria recibida sea una riqueza “de por vida”. Estamos ante la mercantilización de los conocimientos. En ese sentido, nuestro autor escribe: “…el destino de la mercancía es perder valor de mercado velozmente y ser reemplazada por otras versiones «nuevas y mejoradas» que pretenden tener nuevas características diferenciales, tan transitorias como las de los productos que acaban de ser desechados porque ya perdieron su momentáneo poder de seducción” (Bauman, 2007; 30). El conocimiento, tratado como mercancía, posee las mismas cualidades que cualquier objeto de consumo en esta sociedad hipertecnificada. En lo que respecta al tiempo, el conocimiento es por definición provisional, fugaz, ligero. No es un producto que se acumule, sino al contrario su valor está en que quien lo posee lo sustituye por otro nuevo. La educación ya no es un producto a valorar por lo que ofrece al alumno como persona. El alumno es ante todo un ciudadano consumidor que debe adaptarse a un mundo en el que nada hay duradero. La libertad es esa condición provisional del consumidor en un mercado cuyo compromiso –familiar, político, religioso- vale tanto como un móvil de última generación. El segundo reto educativo es de tipo metafísico. En páginas precedentes analizábamos los planteamientos del cardenal Caffarra respecto de la posibilidad de educar. Afirmaba una posición realista, según la cual existe una realidad existencialmente distinta y consistente de la persona del alumno. El realismo entiende que el movimiento es una nota de la realidad, pero ésta posee principios estables o sólidos que la definen y nos permiten asentarnos en ella. Es evidente que el relativismo de nuestra época considera ingenua la visión realista. Bauman cita a Werner Jaeger para ejemplificar el realismo. Se funda en dos ideas actualmente rechazadas: la existencia de un orden metafísico inmutable y la existencia de unas leyes que sustentan y explican la naturaleza humana. El acto educativo, hasta ahora, se ha fundamentado en estos dos supuestos de la modernidad. Pasaron a mejor vida. En un mundo en el que todo cambia, empezando por el mismo cambio, en una naturaleza que no está fija, sino que es un constante proceso cuya inteligibilidad 40

es perecedera, educar no puede ser ya la formación de subjetividades (alumnos) que se introducen en una realidad estable. Todo son “procesos”, “redes”, “culturas”, “equipos”, “influencias”. El lenguaje actual, afirma Bauman, induce a pensar en una realidad líquida, volátil, inconclusa y amorfa como la plastilina. “…en semejante mundo líquido toda sabiduría y todo conocimiento de cómo hacer algo sólo puede envejecer rápidamente y agotar súbitamente la ventaja que alguna vez ofreció. De ahí que se presenten como preceptos de la efectividad y de la productividad «la negativa a aceptar el conocimiento establecido», la renuencia a guiarse por los antecedentes y la sospecha que despierta la experiencia acumulada. Uno es tan bueno como sus éxitos, pero en realidad sólo es tan bueno como su último proyecto de éxito” (Bauman, 2007; 35). La muerte del hombre y el advenimiento del ciudadano consumidor hacen de la educación un mero proceso de información válido en la medida en que prepara al alumno para nadar en las aguas siempre inquietas de la realidad líquida. El profesor como monitor de natación. En este mundo en el que el hombre ha muerto y adviene el consumidor siempre exigente e insatisfecho, la educación enfrenta un tercer reto. Lo podríamos formular así: una educación sin memoria. Puesto que todo es fugaz, lo que nos fija al pasado o nos hace recordar lo que sucedió, es inútil. Parece razonable el papel decisivo de la memoria en la educación moderna. En un mundo duradero, en el que el pasado forja la identidad de los individuos y en el cual educar suponía transmitir una herencia de generaciones pasadas, es lógico que la memoria jugara un papel decisivo. En la modernidad líquida la memoria es un estorbo peligroso. Puesto que la educación ya no forma personas, sino consumidores se impone la pregunta sobre la identidad de los futuros ciudadanos. ¿Cómo prepararlos en un mundo líquido?, ¿cuál debe ser su identidad para que puedan vivir según las nuevas necesidades del nihilismo imperante? En suma, ¿cuál puede ser el modo de ser de este nuevo hombre nihilista? La modernidad líquida ha cancelado la vivencia del tiempo como un continuo pasado-presente-futuro. La identidad no se forma mediante la acumulación de experiencias desde la infancia; incluso el mismo concepto de “identidad personal” es sospechoso de una metafísica de épocas pretéritas. Sin embargo, aunque Bauman no lo exprese de esa manera, sí podríamos indicar una fórmula muy certera que da cuenta del modo de ser de nuestro individuo nihilista: el hombre es lo que el mercado decide que sea. La categoría principal es tener éxito. El éxito paradigmático es siempre el éxito laboral, que permite acceder al conjunto de productos del mercado y, por tanto, hace del individuo un consumidor efectivo. La modernidad líquida genera 41

individuos adaptados a un mercado que necesita trabajadores-consumidores a su medida. El reto para el sujeto es de proporciones trágicas: o se conforma a las necesidades productivas o la nada. Pero, a diferencia de la modernidad, el futuro trabajador-consumidor no le sirve de mucho exhibir una formación repleta de títulos, conocimientos adquiridos en largos y oscuros años de estudio en soledad. El estudio, el esfuerzo, el sacrificio, en otros tiempos imprescindibles para el estudio, se revelan innecesario e incluso obstáculos para nuestro nuevo hombre. Bauman escribe: “Tener conocimientos y aptitudes «adecuados para el empleo» ya exhibidos por otros que hicieron ese mismo trabajo antes o se postulan para hacerlo ahora, no sería suficiente: lo más probable es que se considere una desventaja. En cambio, hacen faltas ideas insólitas, proyectos excepcionales nunca antes sugeridos por otros y, sobre todo, la gatuna propensión a marchar solitariamente por caminos propios. No parece fácil cosechar y aprender semejantes virtudes en los libros de texto ( y sí, quizás, en los cada vez más numerosos libros de bolsillo que enseñan o prometen enseñar cómo impugnar y apartar del camino el conocimiento y la sabiduría recibidos y cómo cobrar los ánimos necesarios para recorrerlo solo)” (Bauman, 2007; 40). Nuestro nuevo hombre, pues, observa impasible –no es ya sensible a las riquezas de una cultura que le antecede- que está solo ante un mercado que le exige cada vez más; observa igualmente que lo que en el orden educativo era básico –la transmisión de unos saberes vitalmente útiles, también en lo laboralya no lo es: la educación se hace líquida en sus propósitos y expectativas. La institución escolar, podríamos pensar, no está aún a la altura de la liquidez de un individuo que sólo pide trabajar para poder consumir. Antropológicamente estamos ante un nuevo hombre que está solo consigo mismo y no tiene ningún apoyo más que él mismo. Por un lado individualismo radical acompañado de un fuerte sentimiento de soledad y, por otro, el único referente para sobreponerse a sí mismo es… ¡él mismo! Porque, como el autor confiesa, la receta del éxito es “ser uno mismo” y no ser “como los demás”, esto es, lo que vende es la diferencia entre uno mismo y los competidores y nunca las semejanzas. Por tanto, hay que ser uno mismo. Lejos de pensar en profundos contenidos metafísicos o psicológicos, en la modernidad líquida la apelación a uno mismo no es más que un eslogan publicitario. Lo podríamos expresar con fórmulas como: “sorprende a tus jefes”, “véndete mejor que otros”, “demuestra lo que vales”, “sé distinto de los demás”, “demuestra que estás a la última”, etc. La inversión se ha consumado. De la filosofía y las ciencias a los libros de 42

autoayuda. Este hombre fragmentado, roto por dentro, necesita de todo tipo de auxilios para permanecer en pie compitiendo en el mercado. Consejos que le ayuden a ser mejor que los demás, pastillas que le permitan estar siempre “a tope”, hacer deporte para “encontrarse en forma y eliminar tensiones”, practicar sexo (sin riesgo), diversión de todo tipo. Todo para seguir manteniéndose aparentemente entero. Desde un punto de vista educativo la llamada educación permanente cobra un significado peculiar. El autor escribe: “El culto actual a la educación permanente se concentra en parte en la necesidad de actualizarse en cuanto a las «novedades últimas» de la información profesional, pero también, en una parte igual o mayor aún, debe su popularidad a la convicción de que el yacimiento de la personalidad nunca se agota y a la firme creencia de que todavía pueden encontrarse maestros espirituales que sepan cómo llegar hasta los depósitos aún inexplorados que los demás guías no pudieron alcanzar o pasaron por alto, es decir, pueden encontrarse dedicando el debido esfuerzo y el suficiente dinero para pagar el precio de sus servicios” (Bauman, 2007; 41). En efecto, la formación permanente, uno de los ejes de la actual educación, tiene dos objetivos principales. El más evidente es el reciclaje continuo de conocimientos para una vida laboral que sin duda deparará diferentes tareas en diferentes lugares. Pero este objetivo que sobre todo comporta habilidades y técnicas profesionales, debe acompañarse de la segunda finalidad: la plasticidad existencial del futuro trabajador. Éste debe estar preparado para dejarlo todo por el trabajo, para ser capaz de adaptarse a las necesidades del mercado, aligerar su vida de todo lo que estorbe en su búsqueda continua de trabajo-placer individualista. La formación permanente es una consecuencia del tipo de hombre posmoderno. Sin arraigo alguno, los hombres-trabajadores-consumidores lo único que tienen que asumir es lo que podríamos llamar la ingeniería del deseo propuesto por el nihilismo contemporáneo. Psiquiatras y psicólogos se frotan las manos comprobando cómo nuestro nuevo superhombre necesita de las atenciones de un especialista del deseo. Desde este punto de vista, sería interesante analizar cómo esas ciencias, en vez de buscar las causas patógenas del vacío y de una ansiedad anónima que atenaza a tantos, se ocupan de aliviar los síntomas para ayudar a nuestro nuevo hombre a “convivir” con unos conflictos que ya no se reconocen nocivos. La educación permanente en la modernidad líquida tiene de permanente no los conocimientos ni las técnicas o habilidades profesionales que se aprenden, sino la volatilidad de lo aprendido y el desapego personal que el alumno debe 43

mostrar ante lo que hoy aprende y mañana se torna inútil. La identificación con lo aprendido es nula y la apertura total a las exigencias del mercado, hace que el individuo carezca de raíces, referentes y compromisos duraderos. La fragmentación del individuo como modelo educativo. Tony Anatrella, psicoanalista jesuita, escribe: “Si el ideal del yo no funciona y no encuentra identificación para estructurarse, es también y ante todo porque la simbología paterna y la educación en general han perdido toda importancia (…) Muchos jóvenes adultos viene a la consulta psicoterapeútica a expresar un sentimiento de desorientación. No saben cómo asirse a la realidad fuera de una codificación conformista, como su actividad profesional, o su vida afectiva o sexual. (…) En efecto, la sociedad no está ya en una función de transmisión, y pronto ya no habrá herederos. La sociología, marcada en los años sesenta/setenta por la ideología marxista, procesaba a los «herederos» y a la «reproducción social» con encuestas y estudios. Estudios que se limitaban a observar lo inmediato, sin ninguna perspectiva histórica, han influido en las prácticas y en las decisiones en materia escolar, universitaria y también educadora en el marco de la familiar o asociativo” (Anatrella, 2008; 125-126). Desde esta perspectiva nihilista la educación permanente es paradigmática. Se asume que el conocimiento es fluido, inaprensible, como el sujeto que lo recibe. Conocimiento y subjetividad líquidos se identifican en procesos que desbordan la institución educativa. Porque el mismo concepto de formación permanente – así es reconocido- incluye otros agentes formativos distintos de la institución docente. El mismo mercado decide en cada momento lo que el individuo debe aprender; las empresas reciclan a sus empleados o, en colaboración con el sistema educativo, determinan qué sectores productivos deben ser atendidos preferentemente. El individuo se adapta a un contexto cambiante, pero valorado como el único posible. La muerte del hombre se torna como la consumación de un proceso de deshumanización de rapidez supersónica. Suenan enternecedoras las reflexiones de Huizinga hace menos de un siglo cuando, en su ensayo “Entre las sombras del mañana”, describe con brillantez una Europa en caída libre. Si en un pasado no muy lejano ideologías diabólicas asesinaron a millones de seres humanos en nombre de la raza o de la revolución, hoy la destrucción de la humanidad se da como un hecho que hay que constatar con fría indiferencia. Si el nazismo y el comunismo tuvieron en la educación un modo de manipulación de conciencias, hoy la educación posmoderna no aporta más que la dispersión de saberes efímeros acompañados de la disgregación autocomplaciente del alumno. 44

Esta crisis antropológica no favorece la verdadera educación. Tiene el inconveniente, además, de seguir utilizando alguno de los conceptos propios de la modernidad. Educación es uno de ellos. La educación posmoderna, basada en el relativismo y en el nihilismo, no es propiamente educación, puesto que como veremos toda educación exige necesariamente la búsqueda de la verdad y del bien. Pero para ello debemos superar el nihilismo como mentalidad dominante, debemos afirmar que el nihilismo puede condenar más almas a la infelicidad y al vacío que todas las ideologías asesinas conocidas hasta hora.

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4.3 La ignorancia como modelo moral El nihilismo posmoderno tiene una clara raíz nietzscheana. Ello es importante porque, como el mismo Nietzsche defendía, el nihilismo no puede ser sólo una negación de lo existente. La posmodernidad relativista, incrédula del mismo hombre, no sólo destruye –“deconstruye”- la identidad occidental, sino que propone una transmutación o inversión de los valores. Del “Dios ha muerto” pasamos al “hombre ha muerto”; la muerte del hombre conlleva una inversión valorativa de la política, de la moral, de la educación, de las ciencias cuyas consecuencias son visibles. La traducción más obvia en la institución escolar de esta inversión nihilista es el hecho de que nuestros centros docentes, en vez de ser lugares de conocimiento, son lugares generadores de ignorancia. La ignorancia es la característica peculiar de nuestros alumnos. Una ignorancia que no se debe a la escasa inteligencia de los estudiantes actuales, sino a que el sistema educativo promueve él mismo la indiferencia y la falta de conocimiento. En ese sentido podemos calificar esta ignorancia como moral, pues impregna imperceptiblemente los hábitos de docentes y alumnos de nuestra época. La inversión de los valores, en un mundo donde no hay verdad, ni bien, ni Dios, ni hombres se produce de modo inadvertida para una humanidad ajena a sí misma. Ha sido el filósofo francés Jean-Claude Michéa quien ha acuñado el término la escuela de la ignorancia. Aunque es un texto largo, merece la pena reproducirlo porque en él se reconoce la situación actual en nuestros centros docentes: “Obviamente es en esta escuela para la mayoría donde deberá enseñarse la ignorancia en todas sus formas posibles. No obstante, no se trata de una tarea fácil y, hasta el momento, salvando algunos progresos, los profesores tradicionales no han recibido una formación adecuada al respecto. La escuela de la ignorancia requerirá reducir a los profesores, es decir, obligarles a «trabajar de forma distinta», bajo el despotismo ilustrado de un ejército potente y bien organizado de expertos en «ciencias de la educación». Evidentemente, la labor fundamental de dichos expertos será definir e imponer (por todos los medios de que dispone una institución jerárquica para garantizar la sumisión de los que de ella dependen) las condiciones pedagógicas y materiales de lo que Debord llamaba «la disolución de la lógica»” (Michéa, 2002; 46). La disolución de la lógica en el mismo corazón de la sociedad donde la lógica debería ser enseñada y custodiada, la escuela. ¿No es la mejor expresión del nihilismo posmoderno? La inversión de los valores y del significado de las palabras que utilizamos hace del ciudadano actual un individuo incapaz de reconocer la ignorancia y de distinguirla del conocimiento, por ello llama a la 46

ignorancia conocimiento pensando que lo que se hace actualmente en nuestros institutos es lo que siempre se ha hecho en el pasado. El nihilismo escolar hace del hombre un ser huérfano y solitario. Lo despoja –o eso pretende- de su deseo de verdad y de bien. Nuestros jóvenes, muchos de ellos sin referentes, son tan ignorantes que desconocen que lo son. JeanFrançois Revel, con la brillantez que le define escribe: “Es consecuencia principalmente de una doctrina de las más oficiales, de una opción deliberada, según la cual la escuela no debe tener por función transmitir conocimientos. No se trata de una broma: la ignorancia en nuestros días es objeto, o lo era hasta hace bien poco, de un culto cuyas justificaciones teóricas, pedagógicas, políticas y sociológicas se extienden explícitamente en muchos textos y directrices. Según tales directrices, la escuela debe dejar de transmitir conocimientos para convertirse en una especie de falansterio «de convivencia», de «lugar de vida» donde se despliega la «apertura al prójimo y al mundo». Se trata de abolir el criterio considerado reaccionario de la competencia. El alumno no debe aprender nada y el profesor puede ignorar lo que él enseña” (Revel, 2007; 390391). Hay un documento que compendia esta escuela de la ignorancia, que no se reconoce como tal, de clara raigambre relativista y nihilista. Es un documento fundamental para conocer cuál es la concepción dominante de la escuela y cuáles son y serán las políticas educativas de los miembros de la unión Europea. Nos referimos al llamado Informe Delors. De este extenso Informe nos interesa el capítulo 4, de la segunda parte, titulado “Los cuatro pilares de la educación”, páginas 96-109. El interés de estas páginas radica en que brevemente el Informe dibuja un esbozo de los ejes fundamentales sobre los que debe trascurrir la educación. Veámoslo. Los cuatro pilares del Informe se basan en tres presupuestos: La educación o formación permanente. La educación no es exclusiva de la familia ni de la escuela. Tampoco de la universidad. La elasticidad de los saberes y de las exigencias del mercado impiden permanecer en una visión fija o estática de lo recibido en la familia, la escuela o en la universidad. Al no haber nada estático, el relativismo sitúa la categoría del cambio (en el conocimiento, en el mercado de trabajo, en las necesidades íntimas de los individuos) como la categoría educativa por excelencia: lo que es educativo hoy mañana es probable que no lo sea. Como dirá el Informe, no se trata de “perfeccionamiento” de lo sabido, de un “mejoramiento” de técnicas o procedimientos profesionales o cognitivos, sino de algo más profundo: la disposición humana de rehacerse las veces que sean necesarias. · La educación tiene como tarea principal transmitir masivamente un volumen ·

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cada vez mayor de conocimientos teóricos y técnicos evolutivos “adaptados a la civilización cognitiva”. En otras palabras, un hombre educado será aquel que conozca y se adapte a las exigencias de una sociedad cognitiva. Lo característico de este nuevo tipo de sociedad es el ingente cúmulo de saberes producidos en poco tiempo, su rapidez de transmisión a un grupo amplio de individuos repartidos por el mundo, la despersonalización de las relaciones humanas, producida en parte por la tecnificación de la vida social. La educación, pues, permitirá al individuo vivir con éxito en una sociedad de saberes dispersos y continuos, numerosos e inconexos. · La educación comporta necesariamente un modo de ser, una moral. Como indicábamos en páginas anteriores, y a expensas de añadidos posteriores, por moral debemos entender un conjunto de hábitos bien asimilados, que conforman la acción, la voluntad y el pensamiento de los individuos. La tarea anterior sólo será posible si se logra orientar a los individuos correctamente, es decir, hacer que no se hundan en el cúmulo interminable de informaciones inconexas, para darles la posibilidad de “tener un rumbo” en proyectos individuales y colectivos. Se reconoce así los peligros de una sociedad cognitiva. Es interesante comprobar que, desde el principio, el peligro que se reconoce no es tanto la fragmentación de lo humano, cuanto su redefinición: el peligro es ser incapaz e entender nada de lo que se transmite y por tanto paralizarse en la ignorancia de la desorientación tecnológica. Los cuatro pilares que nos presenta el Informe Delors transcurren entre estos tres presupuestos. Pues bien, el Informe enuncia los cuatro pilares de este modo: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. Se reconoce que la enseñanza escolar se ocupa de las dos primeras, pero se olvida de las dos últimas; se dice que, si la educación quiere ser “una experiencia global y que dure toda la vida en los planos cognitivos y práctico”, entonces la escuela tiene que ocuparse también del aspecto colectivo y moral del individuo. Lo primero que llama la atención es que la educación debe preparar para aprender a conocer, a hacer, a vivir y a ser. La educación no ayuda a aprender realidades objetivas –el mundo externo al alumno o su mundo interior-, sino que es un aprender sobre cómo conocer el mundo en el que se vive. Tampoco educar es un aprender sobre los hechos, sino una configuración (mediante técnicas o procedimientos) de hechos producidos por el alumno. Educar no es ayudar a vivir la vida que se ya se vive, sino aprender a reinventarla. Educar, por último, no es descubrir el sentido de nuestra existencia, sino aprender a construir nuestra identidad individual y colectiva. Por tanto, educar tiene un carácter autorreferencial. Más claramente: la educación es el proceso permanente de construcción de la subjetividad del alumno que hace éste a lo largo de toda su vida. No se aprenden realidades 48

constituidas, sino que se aprende a…aprender. La educación debe dotar al alumno de las herramientas cognitivas, morales, existenciales para que pueda construir su propia existencia de un modo libre y acorde con sus necesidades individuales y colectivas. El subjetivismo de este planteamiento, su relativismo y la carencia de objetividad en todo ámbito social y personal son las señas de identidad del planteamiento del Informe Delors. El centro de atención será siempre el alumno –sus esfuerzos, su disponibilidad, sus “recursos”- que deberá ser auxiliado por la escuela, el instituto, la universidad, las empresas, los medios de comunicación, etc. En clara conexión con el nihilismo imperante, el Informe nos plantea una educación líquida, plástica, sin definición precisa, en la que las instituciones educativas por excelencia –familia y escuela- ocupan un lugar importante pero no principal en la formación de la identidad del individuo. Conviene que lo analicemos más en detalle. 4.3.1 Aprender a conocer Es sinónimo de “aprender a aprender”. Educar es aprender a comprender el mundo que rodea al alumno y aprender a disfrutar de lo aprendido. Parece que tiene dos componentes: cognitivo y afectivo. Aprender a conocer y aprender a disfrutar o a recibir placer de lo conocido. El Informe señala: “El incremento del saber, que permite comprender mejor las múltiples facetas del propio entorno, favorece el despertar de la curiosidad intelectual, estimula el sentido crítico y permite descifrar la realidad, adquiriendo al mismo tiempo una autonomía de juicio”. Vemos que los tópicos dominantes del “sentido crítico” del alumno y “la autonomía de juicio” están presentes en el Informe como signos naturales de la actual educación. En efecto, el alumno debe aprender por sí mismo a ser crítico y autónomo –uno de los objetivos de la actual institución escolar- para demostrar que su proceso de formación es adecuado. Inevitablemente hay que pensar en Rousseau y en su pupilo Emilio. Emilio, como el alumno-tipo actual, aprende a ser autónomo y crítico gracias a la orientación de su maestro que activa en su inteligencia los resortes adecuados para que aprenda a comprender el mundo en que vive y guste de lo aprendido. Nuestros alumnos deben igualmente reproducir esa misma relación con el conocimiento y la realidad. La ciencia, sin duda, será el conocimiento principal – el alumno debería convertirse en un “amigo de la ciencia”, se lee en el Informe-, aunque es bueno que adquiera una “cultura general” (sic) para evitar los riesgos de la especialización. Así pues, la realidad no es un dato objetivo que deba ser conocido, sino una construcción individual producto de la actividad propia del alumno. No se aprende literatura, historia o filosofía, sino que se ayuda al alumno a que él mismo reconstruya, con los datos que el docente le proporciona, las 49

conclusiones más adecuadas. El “sentido crítico” es lo que permite al buen alumno el proceso de reconstrucción y las conclusiones propias son el fiel reflejo de un espíritu autónomo. Aunque profundizaremos en este aspecto, es interesante adelantar que este aprender a aprender exige que aquello que se enseñe al alumno pueda ser asimilado fácilmente y con gusto. Por ello la complejidad de las diversas materias debe reducirse al mínimo, puesto que el alumno debe “sentirse” cómodo con lo que le propone el maestro y así después disfrutar de lo nuevo conocido. Alicia Delibes ejemplifica este proceso en el caso de las matemáticas (Delibes, 2006; 136-142). 4.3.2 Aprender a hacer Íntimamente unida a la anterior, el aprender a hacer, se dice, tiene que ver con la formación profesional. El Informe distingue entre las economías industriales, en las que predomina el trabajo asalariado, y las demás; sin embargo, insiste en la conversión de la economía industrial a una economía basada en la ciencia y en la técnica. Por ello leemos: “…los aprendizajes deben evolucionar y ya no pueden considerarse mera transmisión de prácticas más o menos rutinarias, aunque éstas conserven un valor formativo que no debemos subestimar”. La pregunta fundamental es entonces: ¿qué significa aprender prácticamente? No parece que sea ya aprender un oficio o cualquier actividad profesional. Una vez más la educación está determinada por la categoría del cambio: “[el futuro de las economías industriales] está supeditado a su capacidad de transformar el progreso de los conocimientos e innovaciones generadoras de nuevos empleos y empresas”. Así pues, aprender a hacer es la capacidad del individuo, educada a lo largo de su vida, de adaptarse a las necesidades productivas del mercado. El concepto de competencia, extraído de la empresa, se convierte así en la nueva categoría pedagógica por antonomasia, la gran novedad que al parecer permitirá a nuestros alumnos estar a la altura de una sociedad cognitiva en continuo proceso de cambio. El Informe Delors dedica unas líneas interesante a la noción de competencia. Es caduco hablar de “calificación profesional”. Resuena en ese concepto un tiempo en el que los trabajadores lo eran de una actividad definida en sus límites y competencias, estables en sus funciones, con profesionales bien capacitados mediante una formación conseguida en centros de enseñanza. Vivimos tiempos distintos. El apego de antaño que tenía un trabajador a su puesto de trabajo o a su empresa es un obstáculo para una economía hipertecnificada. Una economía que necesita conocimientos complejos y especializados de sus trabajadores que, además, son considerados “agentes de cambio”. Nos detendremos más adelante en este aspecto. La noción de competencia 50

supone un auténtico giro copernicano educativo. No se trata de enseñar a hacer algo en concreto, sino de capacitar al alumno para que tenga los recursos intelectuales, volitivos y afectivos necesarios de modo que pueda desempeñarse en cualquier tarea profesional o personal que se le ofrezca. Las competencias ayudarían a introducir al alumno en la ductilidad individual como rasgo específico del quehacer humano. El Informe reconoce la deshumanización (“graves disfunciones”, lo llama) que produce este tipo de sociedad -¿también este tipo de educación?- y afirma que, para paliar los efectos de la deshumanización, serán precisas nuevas cualificaciones que quizá puedan desempeñar los menos preparados. Al parecer la deshumanización de la sociedad nihilista se mitiga con nuevos expertos cualificados técnicamente. 4.3.3 Aprender a vivir juntos. La finalidad de este aprendizaje se expresa en esta pregunta que leemos en el Informe: “¿Sería posible concebir una educación que permitiera evitar los conflictos o solucionarlos de manera pacífica, fomentando el conocimiento de los demás, de sus culturas y espiritualidad?” Todas las actividades educativas de estos años respecto de la cultura de la no-violencia o pacifista entrarían en este capítulo. Los autores del Informe constatan una evidencia: la violencia del hombre puede llegar a la autodestrucción. Así pues, la primera urgencia que al parecer tiene una educación de cara a la convivencia es la violencia humana. Podría acentuarse otros aspectos, pero éste es el principal. Aprender a vivir en sociedad es sobre todo aprender a “llevarnos bien”, es decir, pacíficamente. No se recurre a las tradiciones culturales de los pueblos; se aboga por una educación en la que las diferencias se sobreentienden como peligrosas, causas de seguras exclusiones y violencias. Es lógico que sea así, puesto que en la sociedad nihilista el otro es aceptado en la medida en que me es útil. Cuando no es así o es indiferente o es un obstáculo y por tanto susceptible de mi violencia. Aprender a vivir en sociedad es aprender a controlar la violencia. Éste siempre ha sido uno de los objetivos educativos de cara a las nuevas generaciones, pero en la actualidad es el principal. Construida una sociedad profundamente violenta, de lo que se trata es de que la violencia generada no sea autodestructiva para el propio cuerpo social. Se impone la primera gran tarea moral de la educación: paliar la violencia que la misma sociedad genera. La solución que aporta el Informe es doble. La primera, el descubrimiento del otro, la segunda, la participación de proyectos comunes. Posiblemente sea este el punto en el que se nos hace más evidente el relativismo que rezuma este Informe. El descubrimiento del otro supone enseñar 51

lo que nos separa de él –lo cual es per se enriquecedor- y lo que nos une con la intención de caer en la cuenta de “la interdependencia entre todos los seres humanos”. ¿Cómo hacerlo? La escuela tiene un papel clave. Veamos de qué manera: “…si se enseña a los jóvenes a adoptar el punto de vista de otros grupos étnicos o religiosos, se pueden evitar incomprensiones generadoras de odio y violencia en los adultos. Así pues, la enseñanza de la historia de las religiones o de los usos y costumbres puede servir de útil referencia para futuros comportamientos”. La escuela, por tanto, debe enseñar a los alumnos a adoptar otros puntos de vista para así comprender mejor el punto de vista de los demás. Estamos ante una educación perspectivista, muy consecuente con la renuncia a la objetividad de la razón del relativismo dominante. Dejamos al lector que considere por sí mismo si este buenismo idealista, con no poca dosis de utopismo, sirve para paliar el vacío, el resentimiento y la rabia que genera en el corazón del hombre una sociedad como la nuestra. La educación relativista hace del otro una proyección social. No se atiene a su objetividad, ni considera racionalmente las causas por las que las diferencias pueden devenir violentas; el tratamiento educativo de la violencia social consiste en la construcción de un otro ideal sobre el cual intervenir. Pero ese otro ideal – el extranjero, el que no es de mi religión, el gitano, etc.- no existe más que en el imaginario nihilista. Creer que la violencia la podemos evitar con el conocimiento de los demás y con la realización de proyectos comunes no deja de ser una gran ingenuidad. Además se evita por razones de principio ahondar en las causas objetivas de la auténtica violencia. Se evita siempre pensar que la violencia es sobre todo la de una sociedad profundamente deshumanizada. La educación para la paz, la educación en la diferencia y expresiones de este estilo adolecen de una falta de respeto por la alteridad del otro distinto de la mayoría. El relativismo ve la violencia como un defecto que se puede evitar por el mero conocimiento y el respeto mutuo entre todos, con el diálogo. Todas las políticas a favor de la multiculturalidad, trufadas de un relativismo extremo, inciden en la misma idea recogida por el Informe Delors. Primero se construye un otro a la medida relativista y luego se busca una solución basada en la buena voluntad de las partes, que siempre se da por supuesta. En fin, aprender a vivir juntos supone aprender a dialogar y a construir un mundo en paz con quien es diferente (país, raza, religión, cultura). Pero una cultura de la paz no puede falsificar las causas objetivas de la violencia. Tampoco puede ignorar que acaso la violencia más grave no se halla en colectivos particulares, sino en la ejercida por individuos perfectamente integrados. Es decir, por nosotros mismos. El relativismo es incapaz de dar ese paso. 52

4.3.4 Aprender a ser Tenemos en este apartado una definición de educación: “es conferir a todos los seres humanos la libertad de pensamiento, de juicio, de sentimientos y de imaginación que necesitan para que sus talentos alcancen la plenitud y seguir siendo artífices, en la medida de lo posible, de su desafío”. Detengámonos en esta definición. Como no puede ser de otro modo en la definición no se aprecia ningún rasgo que relacione educación y verdad y bien. Sin embargo, la educación lo que sí hace es dotar de libertad al sujeto. En clave del subjetivismo nihilista, educar es ante todo educar la libertad, categoría primaria sin la cual el sujeto no puede construir su vida según sus deseos o proyectos. Esta libertad debe ser completa: intelectual, afectiva y estética. Libertad para lograr “la plenitud”, una plenitud que es resultado de los esfuerzos vitales del individuo. En este proceso educativo, que dura toda la vida, la escuela debe ofrecer al alumno los recursos para configurar esa capacidad individual de ser un, digamos, “artista de sí mismo”. El artista y la obra coinciden así en un mismo individuo. Desde este punto de vista la innovación, incluso la provocación, son garantes de la creatividad y diversidad de cada cual, riqueza simpar en un mundo en exceso uniforme. Incluso –se afirma- un modo de luchar contra sistemas alienantes. El asunto da para la retórica. El Informe afirma que “la educación es ante todo un viaje interior, cuyas etapas corresponden a las de una maduración constante de la personalidad”. Es un viaje interior que no se sabe dónde termina, ni qué enseña. O mejor: lo que sabemos que enseña es que no hay nada más que uno mismo con una libertad que, bien ejercida, nos constituye como artífices de nosotros mismos. Los demás, acompañantes en nuestro viaje particular. El elemento estético de estos planteamientos –influencia del posmodernismo- es así muy importante, puesto que la imaginación y la creatividad son los instrumentos que un buen artista de sí mismo debe trabajar en su obra creadora. Tanto o más que la lógica o la ciencia. Los cuatro pilares de la educación que apunta el Informe Delors son los cuatro pilares de una sociedad en la que el hombre está solo consigo mismo, sin referencia alguna a la verdad ni a valores objetivos, que necesita de una libertad educada para la utilidad social y la obra particular de su vida. No hay agentes educativos principales; la familia se nombra como una más de las instituciones educativas y la religión siempre es entendida como posible origen de divergencias colectivas. La libertad es la categoría por excelencia y su finalidad es la plenitud del sujeto. Por supuesto es el mismo sujeto el que determina esa plenitud –dentro de los 53

límites socialmente aceptados- y para ello todas sus facultades estéticas o creativas deben activarse en orden a construir una existencia completa y acabada. La única objetividad aceptada es el hecho antropológico de la libertad como dato originario y fundante que permite al sujeto tomar las decisiones precisas. Como la libertad debe ser educada, la educación es ese proceso por el que el individuo se hace a sí mismo bajo unos parámetros tan elásticos como subjetivos. La objetividad que se acepta es la de la norma social, por definición cambiante. La tradición, la herencia cultural de las generaciones pasadas carecen de valor. La creatividad del sujeto se hace no tanto desde lo recibido o aprendido de los logros de otros, sino de una fuente personal y misteriosa originariamente creativa e innovadora que aportará novedades al individuo y a la sociedad. El lenguaje del Informe Delors está repleto de los lugares comunes de una época que deifica al individuo que no cree más que en sí mismo. Tras sus expresiones políticamente correctas lo que encontramos es un modelo de hombre completamente disociado de sus deseos íntimos de verdad, bien y belleza. Solo consigo mismo, su libertad es la carencia de vínculos esenciales; los únicos aceptados son los que quiera establecer con los sujetos que desee y los nexos objetivos sociales que conforma su condición de consumidor y ciudadano. Un superhombre venido a menos.

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4.4

Alcance de las raíces culturales en la crisis educativa

El panorama esbozado en las páginas precedentes nos ofrece una serie de constantes antropológicas, morales y políticas inquietantes. La deshumanización del hombre no se produce sólo por una sociedad hipertecnificada, en la que la máquina sustituye al hombre. Es mucho más. Es el resultado de un proceso de secularización acelerado en el que, una vez expulsado a Dios de la vida pública y confinado al ámbito doméstico (en el mejor de los casos), el hombre es reducido al conjunto de sus energías, fuerzas y deseos individualistas en una sociedad anónima. En este paisaje sombrío y frío de nuestra época la educación es redefinida en los términos que hemos analizado. Lo que sucede, sin embargo, es que una educación que ha abandonado la objetividad de la verdad y de los valores morales, que pone como categoría principal la libertad individual, desligada de toda referencia que no sea el ego del alumno, una educación así –decimosproduce graves heridas en quien la recibe. El daño se observa en las vidas particulares de tantos jóvenes solos consigo mismos, abrazados a la última añagaza social como referente existencial. Jóvenes sin la voluntad madurada en la renuncia y en el disfrute de lo conseguido después de un esfuerzo; jóvenes, en fin, que no saben qué quieren para sí. Consecuencia paradójica en una sociedad que subraya hasta el extremo la libertad individual. Pero las consecuencias son también sociales. Las contradicciones son evidentes. Por un lado, la sociedad exige cada vez a sus ciudadanos: títulos, experiencias profesionales progresivamente más complejas, ductilidad personal para acomodarse a todo tipo de situaciones, etc. Se diría que el desarraigo es una cualidad necesaria para vivir en una sociedad sin identidad. Así pues, las exigencias profesionales y emocionales se hacen cada vez más profundas y numerosas. Pero, por otro, el individuo se siente huérfano sin los anclajes imprescindibles para tarea tan ardua. La crisis educativa escolar, que los estudiosos cifran en el abandono escolar, el absentismo o la titulación de la población, evidencia que al sistema educativo se le pide lo que él mismo no está preparado para dar. El tipo de sociedad posmoderna configura una humanidad líquida y los resultados que la escuela puede arrojar son resultados parejos a la sociedad a la que pertenece. La crisis educativa es una crisis de modelo de sociedad. Si es así, los intentos de reformar el sistema educativo queriendo aceptar los principios de nuestra sociedad nihilista no son más que “parches” para salir del paso. Una sociedad muy exigente con un hombre no acostumbrado a exigencia alguna. Un hombre cuyo modelo social es el desarraigo individualista que carece de referentes que 55

no sean los que el mercado le ofrece. Podemos concluir que una escuela así es una escuela que genera ignorancia, no episteme. Una ignorancia no sólo técnica o científica –aunque la ciencia sólo es valorada en cuanto aplicable a la técnica- cuanto moral. La constatación de que la crisis educativa es un síntoma de la crisis social que padecemos, inevitable por el nihilismo imperante, no nos exime del intento de paliar los efectos más perniciosos de semejante situación en nuestros colegios e institutos. Tampoco, como veremos, nos debe abocar al derrotismo o al pesimismo, sino al contrario impulsarnos al cambio por el bien de nuestros alumnos. El nihilismo, con el relativismo y su subjetivismo radical, tiene expresiones específicas dentro del ámbito escolar. Se podría decir que son los modos concretos en que el nihilismo se hace presente y domina las relaciones de quienes trabajamos en la enseñanza. Son las raíces internas específicas de la crisis del sistema educativo. Es necesario conocerlas para comprender el alcance de la crisis y poder atajarla en la medida en que podamos.

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5 Raíces internas de la crisis educativa Durante los últimos años se ha publicado libros que han subrayado las fuertes carencias del sistema educativo español, especialmente desde la LOGSE (1990). Intentaremos poner de relieve aquellos aspectos que son los que más han influido en la degeneración de nuestro sistema escolar. No obstante, hay que reconocer que no todos estarían dispuestos a aceptar que nuestro sistema está en crisis; incluso algunos llegan a afirmar que “funciona razonablemente bien” a pesar de los mediocres resultados de todos los estudios objetivos internacionales realizados hasta la fecha. Sin duda, habrá que dar una explicación a este hecho sumamente desconcertante. Un desconcierto que, como veremos, es sólo provisional.

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5.1 El imperio de la pedagogía constructivista En páginas anteriores hemos analizado que el nihilismo comporta una visión relativista. No hay objetividad en el ámbito de la ciencia, pero tampoco en el de la moral. Igualmente ello conduce a disolver la realidad –individual y socialhaciendo del proceso educativo el modo fundamental de erosionar cualquier deseo de estabilidad subjetiva o social; es decir, se preconiza el cambio como categoría principal, pues se parte de la convicción metafísica de que no hay fundamento estable alguno. Empezando por Dios y continuando por el mismo hombre. El nihilismo tiene un efecto inmediato en la consideración del conocimiento humano. Si, como mostrábamos, el nihilismo imperante conducía a un subjetivismo radical, en el campo del conocimiento el nihilismo apuesta por una teoría del aprendizaje en la que el conocimiento humano no conoce realidad objetiva alguna –no existe- y en el que individuo es el propio generador de lo que sabe. Estamos ante el constructivismo. En la medida en que la institución docente ha sido siempre una institución encargada de transmitir conocimientos, el constructivismo tiene un efecto demoledor en nuestro sistema de enseñanza. Es, sin duda, una de las causas de la degeneración educativa actual. No es tarea de este ensayo estudiar los orígenes y las influencias y diversos autores constructivistas. Pondremos de relieve, solamente, aquellos aspectos más destacados en relación a nuestro asunto y sus consecuencias en el ámbito educativo. El autor al que se podría remontar el constructivismo es Inmanuel Kant. Para este filósofo idealista alemán (1724-1804) el conocimiento es el resultado de la síntesis de datos sensibles, en sí mismos sin forma o caóticos (esto es, carentes de racionalidad), y la razón humana. Ésta mediante un dinamismo interno de índole conceptual, logra ordenar racionalmente aquellos datos sensibles, de modo que sean inteligibles. En consecuencia, el conocimiento del mundo es subjetivo, pues es producto de la razón humana sobre la base de unos datos externos, que son en sí mismos caóticos. Para Kant, pues, el conocimiento del mundo es resultado de la razón y no el descubrimiento de lo que sea el objeto conocido. En otras palabras: el hombre no descubre el mundo, sino que lo construye racionalmente mediante unos principios o leyes internos a la misma razón. El mundo, entonces, no es un dato ajeno al sujeto, sino producto de él. El subjetivismo kantiano se convertirá en un buen aliado para quienes rechazan la objetividad de una realidad distinta y preexistente al individuo. Esta idea kantiana ha dado origen en psicología a una serie de planteamientos, diferentes entre sí en varios aspectos, pero coincidentes en la idea matriz de 58

que el sujeto –al alumno- es el protagonista del aprendizaje que adquiere, mediante un proceso dinámico en el que se entra en relación con el entorno a través de modelos cognitivos. Será el alumno el que dote de significado a aquel ámbito de la realidad sobre el que trabaje, puesto que no existen significados objetivos acerca de las cosas. Es preciso que nos detengamos en el aspecto gnoseológico de esta teoría pedagógica, para comprender el alcance de sus consecuencias en nuestros alumnos. Para ello nos basaremos en los análisis de José María Barrio (2000) http://crisiseducativa.files.wordpress.com/2008/08/bases-gnoseologicas-de-lasmodernas-teorias-del-aprendizaje.pdf. Sentado que la objetividad del conocimiento consiste en la actividad racional del alumno en su investigación sobre el mundo, el aprendizaje posee dos características básicas: El aprendizaje es autocorrección. Si el conocimiento es construcción del alumno y, en consecuencia, el mundo es resultado de esa construcción personal, entonces el conocimiento es un constante procedimiento individual de ensayo y error. Piaget es quien más ha insistido en este aspecto. El desarrollo cognitivo del niño y del joven es continua evolución basada en la corrección de los esquemas adquiridos sobre la realidad. No hay propiamente dicho un conocimiento teórico y otro práctico o, si lo hay, están en conexión de difícil separación. El esquema básico en la construcción del conocimiento del niño sería: Detección del problema; Intento de explicación teórica; Confrontación con la realidad. Se elimina posibles errores mediante la comparación entre lo pensado con lo real. La ciencia sería un conocimiento evolutivo que selecciona sus contenidos y descarta soluciones. El conocimiento pierde así su naturaleza acumulativa y, como el Emilio de Rousseau, busca en el alumno que con la mera supervisión del maestro encuentre por él mismo resultados satisfactorios. En este esquema la tradición carece de importancia. · El aprendizaje como interacción. Puesto que es el sujeto el protagonista del conocimiento mediante su actividad cognitiva, una buena educación debe propiciar que el alumno sea activo mentalmente. Una enseñanza basada en la memoria, en la repetición de datos proporcionados por el docente, un conocimiento ya acabado para que el alumno deba aprenderlo pasivamente, una educación tradicional, obstaculiza en el niño el auténtico aprendizaje. El alumno debe interactuar con el medio (humano y natural); de ese modo, nuestro joven irá construyendo significados susceptibles de progresivas correcciones. En este sentido hay una gran preocupación por el método y no tanto por el contenido de lo que se aprende. Es fundamental cómo interactuar y no por qué ni para qué. · El aprendizaje moral es también construido. El esquema constructivista se ·

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extiende también a la moral. No hay códigos morales verdaderos en sí mismos que deban ser enseñados y asimilados por el alumno. Más bien el niño debe construir sus normas morales –las que él aceptará- mediante el trato con sucesivos conflictos axiológicos que le motivarán a dar respuestas. Como se comprenderá cualquier autoridad moral queda eliminada de principio –empezando por la del profesor-, de manera que sólo en la relación con sus iguales, nunca con los adultos, el niño o el adolescente irá conformando su código moral. Desde un punto de vista gnoseológico estamos ante un planteamiento radicalmente subjetivista muy en consonancia con el nihilismo actual. El conocimiento humano es autoconstrucción subjetiva basada en la interacción del individuo con el mundo. Sin embargo, ese mundo con el que interactúa en sí mismo carece de inteligibilidad: sólo la acción del sujeto le da un significado. Los hechos no existen. Sólo existen las interpretaciones, como decía Nietzsche. Desde un punto de vista moral las normas carecen de validez objetiva. No hay la moral, puesto que ante los conflictos morales caben diversas soluciones, cuya validez muchas veces depende del contexto o de las situaciones individuales. No hay un bien o un mal, sino igualmente distintas interpretaciones de muy difícil resolución. Sólo el contexto o las motivaciones individuales pueden ofrecer alguna luz sobre lo conveniente para la acción. Desde un punto de vista metafísico el constructivismo es un relativismo. La realidad es diversa, múltiple, inaprensible, construida por la subjetividad. El dato es un hecho social, transido de infinidad de influencias culturales, económicas, políticas, etc. El perspectivismo se impone como la metodología más adecuada: todo dependerá del interés, del punto de vista, de los motivos, etc. de los diferentes grupos de sujetos en liza. Por último, para el constructivismo el contexto es lo importante. Si el sujeto es el protagonista del conocimiento teórico y práctico y es también constructor de la moral, entonces las decisiones y la enseñanza se resuelven en un contexto vital –el del alumno- con el que interactuar. El medio ambiente más cercano, la comunidad política más próxima se vuelven así los agentes educadores por excelencia. Por lo demás el contexto es siempre cambiante, con lo cual lo aprendido o experimentado puede ser corregido en tanto ya no se ajusta a las recientes modificaciones vividas. Buena parte del desarrollo que haremos sobre las causas internas de la crisis educativa en los próximos apartados es la explicación de las consecuencias del paradigma constructivista. Importa tener claro que el nihilismo de nuestra época, con su relativismo y subjetivismo exacerbado, necesita de una teoría del aprendizaje como la constructivista. Y no sólo porque aboca al alumno a una consideración del mundo y de sí mismo sin objetividad alguna, sino porque es 60

un excelente apoyo para configurar una escuela ajena a la verdad y al bien, en suma, una escuela profundamente ignorante. De ahí que la pedagogía actual sea constructivista, que las Escuelas Universitarias de Magisterio o las facultades de Pedagogía estén colonizadas por este tipo de planteamientos que hacen de los nuevos maestros docentes igualmente ignorantes. Alicia Delibes llama a esta pedagogía “pedagogía posmoderna”. De ella escribe lo siguiente: “… la influencia del movimiento posmoderno, por lo que parece, ha llegado también a la educación y supondría el abandono del aprendizaje sistemático, la desaparición de toda norma pedagógica, la confianza sin límites en la capacidad descubridora del niño y la negación de toda posibilidad de conocimiento objetivo. (…) Esta negación de la existencia de un conocimiento externo, objetivo, que esté más allá de la cultura, podría explicar por qué los pedagogos posmodernos niegan la capacidad de enseñar, abominan de la educación como transmisión de conocimientos, y se recrean en el multiculturalismo, el plurilingüismo y la transversalidad. El resultado de esta pedagogía posmoderna (…) no puede ser otro que la destrucción del saber mediante la exaltación de la incultura y la ignorancia” (Delibes, 2006; 96). Como se deduce de las palabras de la autora, la influencia del constructivismo no se limita a aspectos relativos al conocimiento y su transmisión. Hay otros elementos decisivos que este tipo de pedagogía ha introducido en el sistema educativo. La estudiosa Inger Enkvist (2011) ha explicado qué supone el constructivismo para el trabajo docente. Algunas de estas consecuencias indeseables las desarrollaremos en los próximos apartados. De momento podemos identificarlos de este modo: Prioridad de los métodos sobre los contenidos. Si en una misma aula están alumnos muy diferentes y cada uno de ellos debe crear su propio conocimiento, el profesor tiene que proponer actividades dispares para que puedan interesar a todos los alumnos. Así, los currículos se preocuparán más de los métodos que de los contenidos, puesto que lo que importa es que el docente utilice métodos activos y creativos para suscitar el interés de los alumnos y de ese modo que construyan éstos sus conocimientos y códigos de conducta. Los contenidos objetivos son secundarios. · Prioridad de los derechos de los alumnos sobre sus obligaciones. Como el alumno es el centro, se le debe cuidar: la escuela debe adaptarse a los intereses y necesidades del alumno. Que se esfuerce en el estudio, que se comporte según las normas del centro, que obtenga buenos resultados no es la tarea principal de la escuela, sino que encuentre en ella un ambiente agradable en la que se forme como ciudadano libre, responsable y pacífico. ·

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El modelo de escuela es de la escuela inclusiva. Una de las funciones principales de la escuela es que los alumnos con problemas han de mezclarse con el resto de los alumnos. Los problemas de esos estudiantes son muy heterogéneos: desde minusvalías psíquicas (síndrome de diversos tipos) hasta minusvalías físicas, desde trastornos de conducta (motivados por situaciones emocionales diversas, familias desestructuradas, exclusión social) hasta alumnos emigrantes sin conocimiento alguno del idioma del país. Todos ellos, con su idiosincrasia particular y a veces con conductas severamente disruptivas, conviven en las aulas con la mayoría de alumnos. La función social de la escuela es la de integrar o incluir a todo alumno con diferencias. Al respecto Inger Enkvist escribe: “Lo más importante ya no es que el alumno logre hacerse con el máximo de conocimientos, sino que el resultado de todos los alumnos sea lo más similar posible. Debe desaparecer lo que diferenciaba a un alumno de otro. Todos deben estudiar las mismas materias. El camino elegido es disminuir o quitar deberes, las notas y, en parte, los exámenes. Todos los alumnos deben estudiar al mismo ritmo y el resultado debe ser más o menos igual.” (Enkvist, 2011; 38).

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El papel del profesor no es el de enseñar, sino ayudar a que el alumno aprenda.

El constructivismo hace del docente un mero organizador de las metodologías que, por supuesto, deben ser “activas”. El alumno es el centro del proceso de aprendizaje y en vez de aprender una materia, debe “aprender a aprender”, esto es, movilizar los recursos afectivos, intelectuales y de voluntad para saber responder a los diferentes estímulos vitales que se le presenten. El profesor tendrá como misión ayudar al alumno a que aprenda que él puede aprender cualquier cosa que necesite. ¿Cómo es posible que semejante paradigma se haya convertido en un auténtico dogma de fe?, ¿cómo explicar el éxito constructivista? La única explicación plausible es que se adapta perfectamente a las exigencias del nihilismo. Ciertamente, si a la escuela se la despoja de su función principal –transmitir el conocimiento adquirido por las generaciones anteriores a la actual, junto con el depósito moral común de la comunidad- negando la verdad y los valores morales y estéticos de los saberes humanos, entonces la escuela necesariamente debe entrar en crisis. Una crisis de muchas dimensiones. Lo más llamativo quizá sea el grado de ignorancia con la que salen nuestros mejores alumnos de los institutos. Cualquier profesor puede contar anécdotas al respecto. Por tanto, crisis de resultados: ignorancia de asuntos básicos en quien posee el título de bachillerato, abandono escolar, absentismo, violencia, fracaso escolar… 62

Frente a esa crisis de resultados tan evidente, se opta por creer que una correcta política educativa puede paliar los efectos de este gran fracaso de la escuela. Pero la crisis de resultados tangibles no es más que un síntoma de causas más profundas que ni periodistas ni políticos conocen. O fingen desconocer. Es verdad que esos síntomas pueden ser mitigados y, dada la situación, deben serlo enérgicamente. Pero las razones de fondo son otras. La primera de ellas es el dominio del constructivismo como modo pedagógico de entender la escuela, legislar sobre ella, interpretar el trabajo docente, redefinir el papel del profesor y del alumno y, en última instancia, sospechar sobre el conocimiento heredado acerca de una realidad que nos abraza con su bondad, belleza y verdad.

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5.2

La escuela comprensiva o el igualitarismo a la fuerza

Hemos visto que el ambiente nihilista ha configurado una escuela nihilista o lo que algunos han llamado escuela posmoderna; por su lado, el constructivismo ha transformado la identidad de la escuela en orden al relativismo y el subjetivismo que solicita el nihilismo imperante. Pero a diferencia del nihilismo nietzscheano, que era aristocrático, el nihilismo actual anula las diferencias imponiendo una uniformización a la baja de alumnos y ciudadanos. El modo en que se da la uniformización es mediante el igualitarismo. Se hace de una manera original, pues constantemente se nos habla de la riqueza de la diversidad que hay que respetar como un valor en sí mismo. Sin embargo, lo que se halla detrás de esta supuesta apología de la diferencia es un intento de pensamiento único –y acción única- que maneja un criterio estándar para todos. Debemos observar la relación entre política y escuela. El sistema educativo siempre ha sido un instrumento excelente para que el poder político e ideologías de todo tipo implanten su hegemonía cultural. Esto es un hecho histórico y no parece conveniente ni deseable que deje de ser así. Necesariamente la escuela está vinculada con la política, pues la cultura, el conocimiento y las ideas siempre se dan en un contexto políticamente definido. Creer que el sistema educativo debe ser ajeno a la política y ésta a las instituciones docentes es desconocer la naturaleza de la cultura y de la transmisión de conocimientos. La cuestión no es que sea desaconsejable per se la relación política y escuela. Lo que hay que valorar es el tipo de ideologías políticas imperantes en el sistema educativo: cuáles son sus presupuestos educativos, antropológicos, filosóficos, morales, religiosos. Y, sobre todo, juzgarlas según sus resultados honesta y objetivamente analizados. Si se entiende la política al servicio de los ciudadanos y sus instituciones –y no al revés-, no debería haber graves problemas para llegar a un consenso político sobre qué sistema educativo es el mejor posible hoy día. Es evidente que aún estamos lejos en España de esta situación democráticamente madura. Pero ante esta anomalía democrática que padecemos, la solución nunca es una escuela en la que “no haya política”. Simplemente porque no es posible. De todo lo anterior se deduce que no todas las políticas son iguales, puesto que no todas las doctrinas políticas son idénticas. A la falta de objetividad en todos los ámbitos que supone el nihilismo –la incredulidad y el escepticismo como actitud natural del hombre-, se añade en la escuela toda una serie de diversos planteamientos procedentes del marxismo y de la socialdemocracia que, corregidos según los países, han modelado el tipo de escuela actual. Al ideal nihilista de individuo descreído y autosuficiente, hay que añadirle un 64

modelo moral y cívico (político, en su sentido amplio) que haga tolerable e incluso atractivo el individualismo líquido que se propone. Desde esa perspectiva, la escuela es una generadora de valores –prohibido hablar de virtudes- que permite asentar a los individuos en una sociedad que sólo cree en la autosuficiencia del sujeto. Por tanto, como decíamos en capítulos precedentes, el nihilismo necesita de unos valores que configuren la nueva identidad social e individual de los sujetos. En otros términos: necesita de una moral y de una política. La institución escolar se convertirá en una aliada de privilegio para constituir las nuevas identidades colectivas e individuales. Los episodios adoctrinadores que hemos vivido en España estos últimos años, como veremos, y el carácter profundamente moral de nuestras leyes educativas, son indicios de que la escuela, más que para enseñar, está pensada para inculcar en nuestros jóvenes una serie de valores imprescindibles para estos tiempos. Uno de esos valores es el de la igualdad. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa se impuso el objetivo político de que la escuela ayudara a eliminar las diferencias de clase. El sistema educativo debería estar al servicio de la igualación social, con la intención de que los hijos de los obreros pudieran acceder a la enseñanza media e incluso a la Universidad. El modo en que tradujo este fin político –necesario, por lo demás, para las economías después de una guerra mundial- fue la extensión obligatoria para todos los alumnos de unos mismos contenidos disciplinares. Estamos ante lo que se llama escuela comprensiva. Inmaculada Egido y Miryam Carreño expresan el origen de este tipo de escuela: “La escuela comprensiva fue concebida como opción alternativa al sistema tradicional, con la idea de construir una escuela «integrada», es decir, común para todos los escolares, tanto desde el punto de vista institucional como en cuanto a programas o titulaciones” (2000; 136). Según estas autoras los objetivos de este modelo de escuela son: · · · · ·

Retrasar la separación de alumnos en ramas o escuelas distintas, al menos hasta los 15 o 16 años. Ofrecer un currículum común muy básico para individualizar los contenidos según las necesidades, intereses y rendimientos de los alumnos. Idear mecanismos de compensación para que las desigualdades sociales, intelectuales o culturales no influyan en quienes están en peor situación. Eliminar las diferencias cultural y social mediante un currículum elemental. Integrar la escuela en el entorno social donde se encuentra.

El modelo de la escuela comprensiva tiene como eje de actuación la obtención de una igualdad social, esto es, eliminar las diferencias entre alumnos según su 65

procedencia social. La opción elegida, como no es difícil deducir por las características apuntadas, no fue la de un apoyo decidido a los alumnos de clases humildes, sino la eliminación del esfuerzo y del estudio como valores fundamentales de todo sistema de enseñanza. Para conseguir que todos tuvieran los mismos resultados era menester que la dificultad de los contenidos aprendidos, la exigencia en la obtención de títulos y la progresiva especialización fuera mínima y se retrasara lo más posible. El ideal político de la eliminación de las diferencias sociales se ha travestido en el lema de “la igualdad de oportunidades” que, por supuesto, también será la escuela la que lo proporcione. Sólo que tras esa igualdad de oportunidades hay mucho más que un deseo sincero de que todos disfruten de la cultura y la ciencia. Los hechos han demostrado que, tras ese lema, se esconde la extraña práctica de que todos los alumnos cuando terminen los estudios obligatorios deben tener la misma cultura, de modo que las diferencias individuales de tipo intelectual son sospechosas de clasismo y de falta de equidad. La excelencia, la exigencia y el esfuerzo que comporta todo estudio deben ser desterrados para que todos los alumnos puedan obtener resultados parecidos. Por supuesto estamos ante un modelo escolar que censura la competencia entre estudiantes, sospecha del mérito individual y disuelve el fracaso escolar en razones sociales o políticas renunciando a responsabilizar al alumno de su falta de trabajo. El modelo comprensivo de centro docente, originado por una cierta concepción política de la sociedad, arroja curiosamente una gran desconfianza ante el alumno, que se le trata como si fuera incapaz de grandes logros. Por si acaso, todos mediocres, porque a eso –se piensa- todos “llegan”. La igualdad se torna en uniformidad o en igualitarismo, su perversión totalitaria. Todos hacen lo mismo, todos son tratados del mismo modo, todos estudian lo mismo; las diferencias de inteligencia, de intereses, de motivación son irrelevantes. Sólo aquellos que por causas sociales, familiares o de conducta parten de una situación desfavorable –inmigrantes, discapacitados, etc.- tienen una prioridad sobre los demás en cuanto a la dotación de recursos y atención especial sobre ellos. El gran ausente es el alumno medio que está fagocitado por una escuela que hace de la mediocridad seña de identidad. “Prohibido sobresalir”, parece decir. El ideal de la igualdad de oportunidades se convierte en excusa política para la construcción de una escuela que pierde interés por el conocimiento y se vuelca en su finalidad política. La escuela de la ignorancia se convierte en escuela de la ignorancia igualitariamente repartida para mayor gloria democrática. Si la formación cultural no es lo principal para nuestro sistema educativo, si la especialización científica es tardía y ridículamente breve, si los títulos (de la ESO y de Bachillerato) no avalan en realidad conocimientos suficientes, 66

entonces estamos ante lo que Alicia Delibes llama “la gran estafa”. ¿Qué es lo principal entonces? La consecución de un cierto ideal político: la uniformización de la ignorancia como modelo antropológico y político. La eliminación de la cultura y su sustitución por la llamada “cultura de masas”, la falta de educación del gusto y de la voluntad y, sobre todo, la mediocridad de las expectativas vitales de las nuevas generaciones de jóvenes. Alumnos desinformados, acríticos, desinteresados por la sociedad en que viven, profundamente individualistas y descreídos, autosuficientes y a la vez inmaduros. Hedonistas. Esa radiografía del joven-tipo no es casual y es transversal, puesto que afecta a todas las clases sociales y es común a nuestras escuelas, estatales o no. Curioso resultado, dado que en teoría nuestros colegios e institutos dicen ser centros donde se difunde un “espíritu crítico” dentro de un ambiente de convencía plural y democrática. Pero lo cierto es que lo que se genera es el desprecio o la indiferencia al conocimiento cuando sólo se valora al que hay que “integrar” a costa de la mayoría siempre silenciosa. Integrar, adaptar, compensar son los verbos que definen a este tipo de escuela. Pero se refieren sólo a una parte mínima del alumnado. El resto adormece con indolencia en las aulas año tras año sin que aprenda lo que perfectamente puede lograr con un esfuerzo que nadie le pide. Quienes cuestionan el modelo comprensivo son tachados de “segregadores”. Naturalmente este insulto tiene connotaciones políticas: una escuela como la alemana, la austríaca, la belga (flamenca) o la de Luxemburgo segregan a los alumnos, son “conservadoras o reaccionarias”. El exabrupto, por supuesto, no es tanto una descripción de esos sistemas educativos, cuanto un toque de atención para aquellos que en España se atrevan a modificar el esquema comprensivo vigente desde la Ley de Villar Palasí (1970) y sobre todo la LOGSE (1990). Las reacciones radicales de la oposición política de izquierdas a la LOMCE, que corrige (no elimina) la comprensividad de nuestro sistema, dan idea de la presencia del ideal político de la ignorancia como clave de nuestra época nihilista. Además de todo lo anterior Inger Enkvist (2006) indica que el igualitarismo sostiene que todos los alumnos maduran del mismo modo, lo cual es evidentemente falso. Esta presunción es muy grave porque produce una “inmadurez agresiva” en no pocos estudiantes. Niños que por diversos motivos no dominan las bases de la lectoescritura, difícilmente se pondrán al nivel del resto: “Son los chicos que luego reclaman constantemente la atención creyéndose el centro del mundo, como suelen hacer los niños muy pequeños. Se ha querido «resolver» esta situación rebajando el nivel de 67

exigencia y prohibiendo repetir el curso. Los resultados están a la vista: las dificultades del alumno son cada vez más graves. (…) La idea de apoyar afectivamente al alumno en vez de mantener una exigencia gradual es ineficaz y perjudica a otros alumnos, a los que retrasa y resta recursos” (2006; 67). Pero también la concentración y la responsabilidad son cualidades que los alumnos adquieren con diferentes ritmos. Lo que es imprescindible es que el alumno sea capaz poco a poco de asimilar esas actitudes imprescindibles para el estudio. Una escuela en la que lo que importa es la igualdad y no el conocimiento no es el mejor medio para que el esfuerzo exigente eduque al joven en esas actitudes tan necesarias. El valor de la igualdad se torna así en enemigo de la enseñanza. Y no porque lo sea, sino porque se lo interpreta en una clave política errónea. La igualdad es la uniformización forzada y mediocre de todos en un estándar social que no es políticamente neutral. Ese nivel medio es el marcado por el nihilismo, que no cree en los valores que han configurado la identidad de nuestras culturas. Sin confianza en el alumno, tratado de modo paternalista, el sistema le ahorra esfuerzos y simplifica al máximo cualquier exigencia personal. Las diferencias entre buenos y malos alumnos son anecdóticas y quedan en la satisfacción exclusivamente individual del alumno y sus familias. Por el contrario, al mal alumno no se le corrige –el sistema no lo permite: en el mejor de los casos se le invita a cambiar de actitud- y sólo a los que manifiestan algún tipo de grave carencia se les facilita medios, casi siempre costosos e ineficaces. Es un problema de fondo. El estudiante debe adaptarse al sistema educativo, que es rígido. En efecto, la rigidez es lo característico de todos aquellos sistemas sociales que pretenden igualar a sus miembros. La ayuda a quienes tienen problemas de aprendizaje o de adaptación se inscribe dentro de este esquema viciado de principio. Todos tienen que dar un mismo nivel, que es el que oficialmente marca la obtención del título de secundaria. Pero los hechos demuestran lo contrario. Además del fracaso escolar descomunal, los alumnos que obtienen la titulación de la ESO, muchos de ellos, la obtiene con dos o hasta tres materias suspensas (sorprendente situación que la normativa permite). Es, pues, un hecho que no es posible que todos los alumnos obtengan un mismo nivel de competencia para obtener un título como el de la ESO. Ni siquiera cuando esos niveles son ínfimos. Sin embargo, no parece importar demasiado a quienes siguen afirmando el principio de comprensividad en la escuela. La única razón para esa contumaz existencia, después de que la realidad nos habla de su fracaso, es el ideal político de sociedad, de escuela y hombre que subyace en su defensa. El conocimiento poco importa: lo que sí 68

importa es conseguir individuos mansos e ignorantes. Es el individuo el que tiene que adaptarse al sistema educativo y no a la inversa. Lo curioso es que, aparentemente, no es así. Se habla de diversificación, de compensación, de recursos para alumnos con dificultades de aprendizaje y de conducta. Sin embargo, la realidad es que las respuestas a ”la diversidad” son en general ineficaces y tienen como única finalidad, en muchas ocasiones, maquillar los resultados académicos. Una educación común y básica o elemental hasta los dieciséis años, sin una especialización mínima hasta tan tardía etapa, lo que provoca no es una mejor calidad de conocimientos, sino una profunda desmotivación para aquellos que no desean estudiar hasta esa edad. Los muchos problemas de disciplina o convivencia en los centros y el fracaso escolar vienen motivados en gran parte por tener a bastantes alumnos hasta los dieciséis años estudiando materias que nada les enseña. Cualquier docente sabe lo perjudicial que es tener en clase a unos pocos estudiantes completamente apáticos e indolentes. Esa evidente realidad, sin embargo, no hace que los defensores de la comprensividad duden de las ventajas de ésta. Minimizan los mediocres resultados de los Informes PISA y apenas dan importancia a la tasa de fracaso escolar. Los datos objetivos se ignoran a favor de la función igualitarista de la escuela. Pero igualmente la desmotivación cunde en los buenos alumnos. Comprobar que los estudiantes que apenas se esfuerzan son considerados de forma parecida a quienes sí se empeñan en sus estudios, saber que los docentes prestan más atención a los que no tienen interés por el aprendizaje, produce un desaliento en los estudiosos. La extensión generalizada de la educación ha sido un gran bien social. La sociedad necesita a ciudadanos preparados. Sin embargo, el igualitarismo es otra cosa. Iguala a todos y los que no alcanzan ese nivel mínimo son objeto de atención preferente por el sistema sin resultados significativos. Para que haya equidad –una de las características de nuestro sistema educativo de la que nos enorgullecemos- no basta una educación básica por elemental que sea. La equidad pide calidad. Y la calidad no puede nunca obtenerse de la uniformización hasta los dieciséis años. Con todo, los defensores de la escuela comprensiva suelen recordar el ejemplo finlandés como modelo comprensivo de éxito. Se diría que Finlandia es un ejemplo elocuente de que puede funcionar el modelo comprensivo. Inger Enkvist (2001) analiza el sistema finlandés y ofrece una explicación a esta aparente paradoja: “…los pedagogos de la Universidad en Finlandia utilizan una terminología similar a la del resto de pedagogos; en otras palabras, la diferencia no está tanto en el discurso como en la práctica. (…) Se oye la misma 69

terminología que se usa en otros países, pero el contenido se entiende de manera menos radical en Finlandia. Algunos comentaristas finlandeses con simpatía por la nueva pedagogía no saben qué decir del éxito de su propio país y suelen hablar de una contradicción en la escuela finlandesa: creen que el ambiente es democrático pero que la organización no lo es” (2011, 109-110). Por tanto, se diría que el éxito finlandés, así como las diferencias particulares de los distintos sistemas educativos que participan del modelo comprensivo, hay que situarlas no en el modelo mismo, sino en prácticas que rectifican o suavizan el modelo comprensivo. Esa diversidad práctica depende en cada caso de factores culturales, políticos e históricos. Cuanto más fiel se es al modelo comprensivo, más difícil es el éxito educativo; cuanto más lejos está la práctica docente de una interpretación ortodoxa de la comprensividad, más fácil resulta alcanzar buenos resultados académicos. Francisco López Rupérez (2006) ha realizado un magnífico estudio empírico que aborda los aspectos más señalados de la LOGSE. Analizando, por ejemplo, los resultados del Informe PISA 2003 de diferentes países afirma: “En el permanente debate político educativo que, a lo largo de esta última década ha generado la aplicación de la LOGSE, se ha recurrido ad nauseam al argumento de la equidad para defender la no separación de los alumnos en itinerarios formativos diferenciados antes de los 16 años. El reciente Informe PISA 2003 ha fijado su atención en la llamada «diferenciación institucional» que comporta la definición de vías alternativas en los centros, o entre centros diferentes, y supone el final del periodo común o comprensivo de las enseñanzas. El estudio concluye que para los veintinueve países miembros participantes no ha podido establecerse una correlación estadísticamente significativa entre la edad de la «primera selección» y el rendimiento en matemáticas” (2006; 80). El mismo autor, pocas líneas después, recuerda que en bastantes países de la OCDE la separación en vías diferentes se produce antes de los doce años y, analizando los datos estadísticos del Informe PISA, añade: “…se advierte que el grupo de países que diversifican antes no se ven penalizados por ello en términos de tasas de abandono, antes bien parecen capaces de retener con mayor éxito a sus jóvenes en formación en el seno del sistema reglado. (…) Por el contario, una fracción significativa de los países que diversifican a una edad superior a la media obtiene tasas de abandono elevadas. Tal es el caso de España que, a pesar de retrasar la diversificación hasta los 16 años, presenta una tasa de abandono educativo temprano superior al 30%” (2006; 81-82).

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La conclusión final del autor atendiendo a las conclusiones objetivas de los estudios que maneja es que: “la política consistente en rebajar los niveles formativos y mantener una enseñanza, en lo esencial, unificada y comprensiva hasta los 16 años no parece haber producido, a la luz de los análisis empíricos, los resultados deseados por el legislador” (2006; 84). Así pues, no está demostrado que un retraso de la diversificación mejore los resultados, como se presupone por parte de los defensores de la escuela comprensiva. Se diría que estamos ante un dogma de fe que, como tal, resulta indiscutible. Ciertamente tampoco está demostrado que un adelanto suponga una mejora académica; no obstante, la intolerancia a discutir la cuestión evidencia un prejuicio que no está avalado por los hechos, sino por una concepción ideológica previa. Cualquier duda sobre la escuela comprensiva es vista como un anatema intolerable, signo de un elitismo inaceptable. En esa visión igualitarista en la que lo único que importa es que todos tengan un parecido nivel de formación – ínfimo-, todo lo que suponga una exigencia para los alumnos es interpretado como instrumento segregador. Las llamadas “reválidas” que establece la LOMCE son así entendidas. Una vez más poco importa que en muchos países de nuestro entorno las tengan y de que esté demostrado que en los sistemas donde existen el nivel de formación y preparación aumenta. Lo que importa es defender un tipo de escuela que tenga una función política de igualación. El mérito y el esfuerzo, excluidos. Así pues, la rigidez del sistema es una de las razones principales del mediocre estado de la institución escolar. Decíamos que es el alumno el que tiene que adaptarse al sistema. Pero debería ser al revés. No se alcanza la igualdad de oportunidades con la última versión socialista del igualitarismo social. Más bien lo contrario, lo que se consigue es que los alumnos de familias humildes, en vez de acceder a una educación de calidad a la que tienen derecho permitiéndoles alcanzar una buena formación, se tienen que conformar con los residuos de una educación elemental inútil para su capacitación profesional e inservible para el disfrute de las grandes obras culturales de todos los tiempos. Quienes defienden la comprensividad confían poco en nuestros alumnos. Creen que no son capaces de esforzarse, que no pueden superar las renuncias que deben hacer de vez en cuando, que no son suficientemente inteligentes ni sensibles para acercarse a lo que otros han pensado o escrito. Pero esa falta de fe en nuestros jóvenes es una de las características de nuestra época nihilista. La actual apología de la juventud no es más que la adulación interesada de un mercado que ve en el joven un magnífico consumidor; por contra, aquellos valores y actitudes humanas que acrecientan la madurez de la juventud son 71

cuidadosamente desprestigiados u omitidas. La defensa a ultranza de la escuela comprensiva, en contra de evidencias objetivas e intuiciones personales, no sólo provoca mediocridad, sino que manifiesta una actitud desconfiada ante el enorme potencial de la inmensa mayoría de nuestros jóvenes. La justificación de la comprensividad es que es la única manera de garantizar una atención a la diversidad del alumnado. Sin embargo, los hechos no avalan esa razón. Lo curiosos es lo contrario: que el sistema arroja unas cifras de abandono escolar espectaculares. Es decir que, a diferencia de otros países, nuestro sistema comprensivo no incluye, sino que excluye a muchos estudiantes. Ya hemos comentado que la rigidez de la comprensividad hace imposible que se tengan en cuenta lo que dice considerar, a saber, las diferencias individuales. Francisco López, en el libro citado escribe: “La flexibilidad que se propugna concierne en primer lugar a los contenidos, porque no todos los alumnos tienen a los catorce o quince años los mismos intereses ni las mismas aptitudes en todas las materias. A estas edades se van perfilando con bastante nitidez las preferencias y comenzando a prefigurar las opciones vocacionales que el sistema debería orientar y atender. En segundo lugar, la flexibilidad debiera afectar a los ritmos escolares para evitar que la misma presión de carga académica se ejerza sobre todos los alumnos por igual. En tercer lugar, la flexibilidad alcanza a la organización escolar, a fin de que sea posible gestionar de forma integrada todas las posibilidades formativas que ofrezcan los entornos compuestos escuela-empresa” (2006; 216). La fórmula acuñada de “atención a la diversidad”, por tanto, debe tomarse realmente en serio y no como los defensores de la llamada escuela comprensiva. Un sistema realmente capaz de adaptarse a las necesidades, intereses y desarrollo del alumno, ofreciendo posibilidades distintas a cada tipo de estudiante –quien quiere proseguir hasta los estudios universitarios, quien desea una capacitación profesional ajustada al mercado y su evolución personal-, con múltiples vías de interconexión que permitan al alumno, si lo desea, rectificar y emprender un camino curricular distinto al primero. La auténtica diversificación, no la actual, debería permitir con exigencia ofrecer posibilidades distintas para que el alumno pueda escoger según sus intereses. Todo ello en absoluto debe significar una disminución de la dificultad de los contenidos, puesto que empíricamente sabemos que es un camino sin salida. Se ha querido de ese modo eliminar el fracaso escolar, pero esa nefasta añagaza, de naturaleza ideológica, no da resultado. La llamada respuesta a la diversidad se ha centrado exclusivamente en aquellos 72

alumnos con algún déficit importante de tipo físico, cognitivo, conductual o social. Pero la diversidad del resto de a los alumnos no existe: al parecer todos son iguales. La igualación a la baja de la casi totalidad de los alumnos de un centro escolar produce en todos –docentes y discentes- desaliento, falta de expectativas, apatía y resignación. Un sistema que en teoría quiere integrar resulta que termina disgregando o, si se quiere, “segregando”. El valor de la igualdad debe asentarse en el respeto al individuo, nunca en la anulación de sus peculiaridades. A quien no puede o no quiere estudiar, después de garantizar una formación básica, hay que ofrecerle posibilidades que se acomoden a sus expectativas. Como nada es definitivo cualquier alumno puede tener la posibilidad de volver a estudiar con garantías de éxito. La igualdad de oportunidades no es la igualdad de la mediocridad, sino el que todos puedan realizar aquello que deseen, puedan modificar sus expectativas con garantías de éxito, de modo que cuando obtengan un título sepa la sociedad que es porque el alumno, realmente, ha adquirido los conocimientos, técnicas y habilidades que se exigen.

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5.3

La autoridad del profesor y el desprecio a la tradición

La época nihilista implica valores que pretenden uniformizar en la ignorancia a nuestros jóvenes. Vemos que en la escuela el conocimiento importa muy poco. La función de igualación social impuesta por el principio de comprensividad obstaculiza el estudio basado en el esfuerzo. Simplemente ya no hace falta esforzarse para obtener buenos resultados; no por ello el fracaso escolar disminuye, más bien aumenta. El constructivismo coloca al alumno en el centro de sus preocupaciones, pero para excluirlo de la excelencia educativa y cultural. Una de las consecuencias más graves de esta opción ideológica es el nuevo lugar que ocupa el maestro. Desprestigiado el conocimiento, desprestigiado el maestro, es decir, lo que lo ahora se llama “la función docente”. La falta de autoridad del profesorado se deriva de la irrelevancia del conocimiento para nuestros alumnos en esta escuela de la ignorancia nihilista. José Penalva (2006; 131) describe acertadamente a lo que el docente debe dedicarse en la actualidad: 1. Planificación sistemática de las actividades del aula según objetivos. 2. Considerar todos los aspectos del desarrollo del alumno dentro de su trabajo. 3. Partir de los conocimientos previos de los alumnos. 4. Provocar la participación de los alumnos con el objetivo de que éstos construyan sus propios esquemas cognitivos. 5. Responsabilizar progresivamente al alumno en las tareas del aula. 6. Hacer que los alumnos interaccionen como modo de aprendizaje. 7. Ajustar la ayuda en el proceso de aprendizaje según la dinámica del aula y de las peculiaridades de cada alumno. 8. Tener en cuenta los aspectos emocionales y psicosociales en el aprendizaje de los alumnos. 9. Evaluar para comprobar el grado de aprendizaje adquirido por el alumno, entender las razones que lo explican y regular y autorregular el paso siguiente. 10. Evaluar la propia práctica docente para mejorar la enseñanza. Nuestro autor saca la siguiente conclusión: “En suma, la calidad de la práctica en el aula depende del grado de ajuste que consiga el profesor en la mediación del proceso de enseñanza. Y los ejes para medir el grado de ajuste son: planificación, acción y evaluación del proceso de enseñanza” (Penalva, 2006; 131) 74

Así pues, enseñar se ha convertido en planificar actuar y evaluar. Estos tres verbos se concretan en los diez cometidos desgranados anteriormente. El modelo constructivista propone la centralidad del alumno en la tarea educativa, pero por ello propone a su vez que el docente tenga la función no tanto de enseñar, cuanto de facilitar mediante la planificación de acciones concretas en el aula la construcción de los esquemas cognitivos de los alumnos. El docente se convierte de esa manera en un mero acompañante del estudiante. Se aprecia, por lo demás, un marcado acento cientifista. El docente es un técnico del aprendizaje que debe saber ajustar su trabajo a cada alumno –ideal utópico que se sigue repitiendo a pesar de su imposibilidad práctica-, evaluarlo a él y a sí mismo con procedimientos objetivos, marcar metas prefijadas que serán las que determinen el éxito o el fracaso de su labor profesional, conocer técnicas o “habilidades” para tratar afectivamente a sus alumnos, realizar actividades prácticas para que desarrollen su espontaneidad en el aprendizaje, controlar las relaciones interpersonales dentro y fuera del aula mediante técnicas sociológicas o psicológicas que la orientación educativa facilita, etc. Estamos ante una grave despersonalización de la enseñanza que reduce al alumno a un mero sujeto anónimo y al docente a un gestor de estructuras cognitivas y acompañante emocional. Detrás de toda esa aparente preocupación por el alumno hay una reducción del papel del enseñante a un mero técnico de procesos cognitivos, emocionales y morales, que deben ser planificados, controlados y evaluados con exquisita objetividad. La pretensión de hacer de la educación ciencia –las así autollamadas “ciencias de la educación”- se concilia con la pretensión del constructivismo de hacer ciencia del conocimiento. Junto con maestros y profesores, trabajan en nuestros centros todo tipo de expertos del aprendizaje y metodologías varias, especialistas en disfunciones de variada condición que, como especialistas, auxilian al necesitado docente, que lo único que sabe es enseñar su materia. Naturalmente para que el profesor sea capaz de convertirse en lo que no es y nunca ha sido necesita formación. Por supuesto, no basta con sus conocimientos disciplinares. Tampoco con el sentido común ni con su deseo de hacerlo bien fijándose en colegas con más experiencia. No es suficiente compartir con los compañeros sus experiencias y aprender de quienes más saben. Se necesita formación para estar a la altura de las exigencias. La mirada del docente según el modelo constructivista sólo se interesa en el alumno en cuanto individuo sometido a procesos planificables, es decir, objetivables. Todas sus consideraciones técnicas respecto al alumno deben medirse desde esos parámetros supuestamente científicos. De esa manera se pretende que el docente controle su propio trabajo; el control se constituye en un nuevo ideal docente: organización, planificación y evaluación, en efecto, pero 75

definidos bajo un control preciso por parte del docente y la institución escolar. El maestro se convierte en un mero técnico. Son varias las consecuencias de esta grave reducción de la profesión docente. Todas ellas hacen que el trabajo de los profesores provoque en éstos un hartazgo a veces difícil de soportar. La primera de ellas es la burocratización de la enseñanza. El control debe apoyarse y mostrarse en papeles, documentos, informes y programaciones de todo tipo. En cualquier momento el docente tiene que demostrar ante alumnos, familias y Administración qué hace, cómo lo hace, para qué lo hace y qué resultados obtiene. Debe demostrar que ha hecho un ejercicio de reflexión sobre su trabajo y que ha detectado los errores –siempre los hay- de su práctica docente para corregirlos. Su promoción profesional dependerá de su adaptación a este modelo tecnocrático de docencia. La mayoría de los docentes piensan que toda esa burocracia que los ahoga no sirve para mejorar la calidad educativa. No sirve más que para “cubrir el expediente”, dado que es una tarea que la normativa educativa obliga. El control exhaustivo mediante interminables documentos de lo que se hace en el aula desea producir la ilusión de que hay una atención pormenorizada a cada alumno, a cada clase, de cada lección impartida, de cada actividad realizada. El modelo constructivista, despersonalizador y controlador, quiere imponer la fantasía de un maestro que ayuda al alumno en el laboratorio de la clase mediante técnicas acreditadas científicamente sometiéndolo a una programación impecable desde un punto de vista didáctico. La burocratización de la enseñanza produce, como ya hemos indicado, un trabajo muy poco útil en los docentes. Es uno de los aspectos que influyen en el estado de ánimo de muchos buenos profesores: trabajar inútilmente. Pero la burocracia produce otro efecto aún más perjudicial. Desde un punto de vista psicológico se genera una gran frustración, que con el paso de los años aumenta, cuando el docente constata que la justificación cultural y legal de su profesión no está en enseñar a quien no sabe, sino en ser un técnico de los procesos de enseñanza-aprendizaje. El cambio cualitativo es brutal, pues no se trata sólo de una rebuscada fórmula constructivista –que lo es-, sino de un cambio de paradigma educativo con consecuencias muy concretas en el aula. El cansancio, la decepción, las tasas de depresión, el deseo de la jubilación anticipada de tantos buenos docentes con más de treinta años de profesión no se debe sólo a la falta de disciplina en los centros o a la difícil situación de la juventud. Tampoco se debe a su falta de ganas por seguir enseñando. Es muy posible que esa simplificación haya sido propagada por los propios defensores de la escuela comprensiva. La causa que a nuestro parecer provoca tanto cansancio y escepticismo en 76

muchos maestros es el cambio de concepción sobre la enseñanza y su nuevo papel asignado en la institución escolar. O bien el sistema educativo forma a docentes completamente identificados con su nueva misión –lo lleva intentando desde los años noventa con resultados desiguales-, o bien los obliga, por la fuerza de los hechos, a ajustarse al nuevo modelo docente. En ese caso se produce una indudable violencia. En la segunda parte de este ensayo analizaremos que lo característico de la profesión de enseñar siempre ha sido transmitir personalmente conocimientos a otros que lo necesitaban. Los logros de esa transmisión eran la medida del éxito o del fracaso. Por su propia naturaleza interna e histórica la docencia es tarea de tú a tú o, mejor, del yo del profesor al vosotros de los alumnos. Cualquier medida que despersonalice esa relación ejerce una grave violencia en el desarrollo del ejercicio profesional. Semejante violencia es también personal: desmotivación del profesorado, falta de sentido de la labor docente, frustración personal. No es fácil detectar que esa violencia existe. El adoctrinamiento a las nuevas verdades de fe del nuevo paradigma docente ha sido tan fuerte en estos veinte años que no es fácil caer en la cuenta en que lo que genera hastío y falta de ilusión no son los alumnos, sino este tipo de escuela que no enseña, pero sí iguala en la mediocridad. Una mediocridad, por cierto, que se extiende a los propios docentes, que dejan de ser maestros para ser técnicos de competencias. Poco importa ya ser un buen conocedor de la materia. La utopía constructivista del control de todas las variables educativas (externas e internas a la docencia) es, como toda utopía, un ideal irrealizable. Más bien habría que hablar de una utopía negativa (o distopía) educativa de carácter nihilista. Por fortuna la imposibilidad de su aplicación ofrece la posibilidad de un cambio de paradigma, mucho más fiel a la naturaleza de toda enseñanza que se precie. Ahora bien, los efectos en el profesorado son muy serios con el agravante que no es fácil identificar esta causa tan principal. La segunda consecuencia que conlleva la tecnificación de la enseñanza es que la competencia científica del docente es un factor secundario. Resulta insólita la nueva situación: para enseñar cada vez se necesita menos preparación disciplinar y más formación en competencias, en metodologías, en realizar todo tipo de documentos… Todavía nuestros profesores de secundaria salen de facultades universitarias o escuelas técnicas. (La formación de los maestros es completamente distinta al estar preparados para ser los perfectos reproductores de la pedagogía constructivista). Dentro de algunos años es muy posible que se piense en una carrera universitaria para docentes de secundaria, de tipo genérico, como en gran medida ya lo son los estudios de las diversas facultades de Humanidades. 77

No se precisan expertos en matemáticas, química o latín. Lo que se necesita son docentes con conocimientos básicos que, eso es lo importante, “sepan enseñar”. Quizá no sea exagerado afirmar que nos encontramos ante una situación históricamente nueva. El sistema educativo exige a los docentes todo tipo de formación, menos una: la de su propia materia. Pero es un hecho muy coherente con la nueva escuela nihilista. Si se genera mediocridad e ignorancia, es lógico que el profesor sea marginado en aquello que le es más preciado, el conocimiento. Si de lo que se trata es que el propio alumno construya cognitivamente el mundo, el saber del maestro debe ser sólo valioso en la medida en que el estudiante pueda asimilar lo que el docente le sugiera. Todo ello, por supuesto, adaptado a la situación del alumno y a su contexto. La escuela ignorante produce alumnos ignorantes, pero también profesores que no necesitan saber más que lo que poco que enseñan. Una verdadera tragedia colectiva, pero también personal. La desconexión entre los deseos de conocimiento del profesor y su práctica diaria en el aula provoca un gradual desaliento profesional. Por supuesto, para ascender profesionalmente o para trasladarse de centro docente, los méritos profesionales son casi todos de tipo didáctico; los disciplinares son considerados ridículamente. El sistema educativo, pues, iguala a alumnos, pero también a docentes. Este es un aspecto que no se ha considerado suficientemente, pero es de una extrema importancia. Esa mediocridad impuesta empieza por la inutilidad del deseo de progresar científicamente en el campo en el que el profesor está capacitado. Con todo si el docente cultiva su deseo de permanecer activo intelectualmente en su disciplina, será por interés personal a pesar de la institución educativa, que no le facilitará su trabajo. Invertirá su tiempo y su dinero por gusto sin pensar que ello le pueda reportar algún beneficio para su trabajo docente. La conversión de un maestro de conocimientos a un técnico de habilidades y metodologías es de importantes consecuencias personales para el docente. Dejaremos de momento las sociales. El profesor comprueba que sus estudios universitarios sirven para poco en su trabajo docente. Descubre que la calidad de su trabajo se mide en términos completamente distintos de los utilizados en la universidad. Su cualificación profesional depende ya de criterios pedagógicos exclusivamente basados todos ellos en la pedagogía dominante. Reconoce que el conocimiento de su disciplina pasa a un segundo lugar, puesto que lo principal es la metodología a utilizar. Lo importante es la técnica y no el saber que puede transmitir. La comprensividad, por su parte, reduce drásticamente el nivel de dificultad de los conocimientos impartidos, lo cual desconcierta al docente. No entiende por qué los alumnos 78

saben poco y, sin embargo, pasan de curso con facilidad. El esfuerzo del profesor, primero al aprobar sus estudios universitarios, y, después, ya como docente ante sus alumnos, se revela excesivo para lo que necesita. La solución a este desequilibrio entre universidad y trabajo docente es, como algunos insinúan, la creación de una carrera ad hoc para quienes se dedican a la enseñanza, lo cual demuestra el escaso grado de nivel científico que al parecer se necesita actualmente para enseñar en nuestros institutos. Todo ello vuelve a causar en el docente una sensación de desencanto profesional aumentado por la burocratización ya comentada. Sin embargo, un sistema educativo en el que el profesorado no esté satisfecho con su trabajo no puede funcionar. La estrategia para mantener al profesorado satisfecho ha sido en los últimos años mejorar sus condiciones laborales de trabajo y su salario, pero no la naturaleza de su trabajo. En estos últimos años, en los que por razones económicas las condiciones laborales han empeorado notablemente, muchos docentes se han quedado sólo con su cansancio y decepción acumulados penosamente durante años sin compensación alguna. Un sistema educativo en el que sus profesionales estén profesionalmente defraudados no puede educar adecuadamente. La razón fundamental del cambio de papel del profesorado está, sin duda, en el poco valor del conocimiento. Si la institución escolar genera una supina ignorancia, entonces el valor del conocimiento es ínfimo. Claro está que por conocimiento no se entiende lo que comprende el constructivismo, la construcción por parte del alumno de esquemas cognitivos, sino la transmisión de técnicas, saberes y habilidades previos. Esos conocimientos previos tienen carácter crítico -son corregibles históricamente- y sirven para la comprensión del mundo que habitamos. Igualmente nos ayudan a vivir en sociedad y a comprendernos a nosotros mismos. Por último son conocimientos que permiten comprender mejor la relación con Dios, aunque este último aspecto muchos quieran censurarlo en la actualidad. La institución escolar siempre ha servido para transmitir saberes previos que, sin interferencias ideológicas graves, han constituido lo que culturalmente una sociedad ha creído necesario enseñar a las nuevas generaciones. En el esquema tradicional de enseñanza el profesor era el protagonista. Ahora bien, su centralidad se derivaba en que su trabajo era para y por el alumno, pero con el fin de transmitirle todo el legado científico, artístico y humanístico que constituía la identidad del pueblo al que siempre pertenecieron. La centralidad del profesor no consistía en que el alumno careciera de importancia, sino al contrario que el docente era el portavoz de una tradición cultural imprescindible; la importancia del maestro de enseñanza elemental y la del profesor de enseñanza media, su función social, consistía en que era portador ante los 79

jóvenes de lo más preciado de la comunidad: su lengua y su cultura. La institución escolar siempre ha entendido que nuestros jóvenes estaban necesitados no sólo de los bienes materiales que sus familias y la sociedad les facilitaban; estaban necesitados, también, de unos bienes culturales tan imprescindibles como los primeros. La familia y la escuela han sido siempre las instituciones donde el niño ha crecido ayudado por sus mayores. Así la figura tradicional del maestro en la escuela se convierte en un “segundo padre”, pues ayuda al alumno a mirar al mundo como lo miraron generaciones pasadas. La relación entre el maestro y el alumno –incluso, aunque en menor medida, en la enseñanza secundaria- es una relación de paternidad. El agradecimiento sincero del alumno, ya adulto, cuando recuerda a un cierto maestro o profesor es de por vida, puesto que reconoce que la enseñanza recibida ha constituido germen de vida. El constructivismo impone el paradigma de un técnico frío y aséptico con su alumno. Ciertamente sería estrafalario creer que en el gélido nihilismo de esta época sea aceptable una relación de paternidad que no sea la marcada biológicamente o en la familia. Pero lo cierto es que en lo que se ha llamado despectivamente “la escuela tradicional” el papel del profesor es central. No es tarea de este ensayo comparar y evaluar la escuela nueva y la escuela tradicional –oposición interesada y muy artificiosa, por cierto-, ni valorar si realmente en el modelo tradicional el papel del alumno es meramente pasivo, como se dice por parte de sus detractores. Lo que sí importa es que el lugar ocupado siempre por el docente ha sido desplazado por un alumno que se muestra autónomo respecto de la herencia recibida. Si en la escuela tradicional la autonomía era una consecuencia de una educación familiar y escolar después de no pocos años y esfuerzos, con el constructivismo la autonomía es un presupuesto antropológico. De él se debe partir para la consecución de los logros educativos, tanto en la familia como en la escuela. Como el lector habrá supuesto, la autonomía de nuestra época, en la institución docente, es la traducción de la natural espontaneidad del niño que predicaba Rousseau. Junto con ese concepto de autonomía nos encontramos con la idea (cuyo origen y desarrollo es principalmente anglosajón) de una escuela democrática, es decir, la institución escolar como la institución por excelencia en la que se enseña a los jóvenes democracia; para ello, la escuela, en sí misma, debe ser democrática. Y nada más democrático que la escuela se convierta en una suerte de laboratorio social donde los alumnos comprueben por sí mismos la validez de la tradición recibida. Esta idea de una “democracia del saber”, cuyo principal teórico fue John Dewey (2004), ha erosionado gravemente la autoridad del docente.

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Así pues, el desplazamiento del docente se debe al eclipse del conocimiento en la actual escuela. El docente es un acompañante, un ayudante o colaborador. De los ayudantes nadie se acuerda, pues quien lo protagoniza todo es uno mismo. El ayudante, además, suele “dejar hacer”, aunque bajo su control no enseñe nada, más bien, orienta o pone en situación al alumno para que éste actúe convenientemente. El concepto de competencia actual no está lejos de estos planteamientos. El nihilismo desprecia el conocimiento objetivo, porque no cree en objetividad alguna. En consecuencia, el docente es una figura sospechosa. El único modo de domesticarlo es que no realice su función principal –enseñar lo que otros han pensado- y convertirlo en un fiel y austero colaborador del niño. El nuevo papel del enseñante supone una grave merma para nuestra escuela. En primer lugar, por lo que significa con respecto a la consideración del conocimiento, pero, en segundo lugar, porque vuelve a ejercerse una violencia contra la naturaleza de la educación al convertir al docente en mero colaborador y no en símbolo vivo del legado cultural de un pueblo. La violencia es esencial al hecho educativo, pero es también personal a cada uno de los individuos que ejercen la profesión de enseñar. Ya lo hemos visto. Esa violencia tiene efectos individuales –en forma de decepción personal y desapego creciente al trabajo- y social: escasa calidad educativa en un sistema en el que el docente es un técnico en acompañamiento. Pero hay otra consecuencia para el profesor provocada por el desplazamiento sufrido. El docente carece de autoridad. La autoridad que ha tenido tradicionalmente el docente a su importante función social. Despojado de la tarea de educar o enseñar y limitado a su papel de auxiliar en el desarrollo del alumno, la autoridad se esfuma http://www.libertaddigital.com/opinion/carlosjariod/la-autoridad-del-profesor-51029/ El respeto al maestro siempre se ha basado en que a través de él la persona del alumno se introducía en un mundo distinto y complejo, cuyas claves no se encontraban en la familia. El maestro y luego los profesores formaban e informaban al alumno de la naturaleza, del arte, de la literatura, de las ciencias naturales, etc. un mundo completamente desconocido e imprescindible. Si relativizamos el papel del conocimiento en la institución escolar, deshacemos la figura del docente. Su autoridad (de auctoritas, «lo que ayuda a crecer») debe buscarse en otra tarea que no sea enseñar. El problema de la autoridad del profesor no es un problema de disciplina de los alumnos. O al menos no exclusivamente. Suele decirse que en nuestras aulas los problemas disciplinarios (“de convivencia” en el lenguaje políticamente correcto) erosionan la credibilidad del profesor, de modo que los docentes se ven expuestos a situaciones incluso de violencia o menosprecio constante a sus 81

personas. Suelen aducirse razones sociales para explicar este incremento de conflictividad. Sin descartar ese tipo de causas –sobre todo en ciertas zonas geográficas-, lo cierto es que la autoridad del profesor queda muy mermada cuando el alumno sabe que, haga lo que haga, finalmente aprobará o pasará de curso. Porque el único poder visible que le puede quedar al profesor es el examen, pero la pedagogía dominante recela de todo tipo de prueba objetiva afirmando que es un tipo de segregación rechazable al menos en la educación primaria. Por lo demás, el alumno sabe que por poco que haga, pasará de curso y hasta obtendrá un título sin saber gran cosa. Al docente se le ha despojado de toda autoridad ante el alumno: la autoridad del conocimiento, de la exigencia y del esfuerzo. La falta de autoridad del profesor vuelve a ser un serio obstáculo para una escuela que quiera lo mejor para sus alumnos. Dado que ya no creemos en la objetividad de los saberes y nos arrojamos en brazos del subjetivismo más radical, el concepto de autoridad es en sí mismo incómodo. La única autoridad del profesor que puede aceptarse es la de un guía u orientador que estimula al alumno en su quehacer educativo. En otros términos: su autoridad será la que le conceda el propio alumno. Hoy día, en efecto, el profesorado está a expensas de los juicios de padres e incluso de los propios alumnos; juicios sobre qué hacer en clase, cómo impartir la materia, cómo evaluar, etc. Incluso aspectos objetivamente comprobables como violencia en los patios, insultos en clase con testigos, pueden ser cuestionados por cualquiera aunque el profesor ofrezca su versión privilegiada y digna de todo crédito. La falta de credibilidad del profesor es un retroceso social de considerable gravedad. Es uno de los síntomas nihilistas más destacados que, con mucha superficialidad, se reduce a consideraciones disciplinares. Una escuela será lo que sus docentes determinen. Al menos ha sido siempre así. En la actualidad, sin embargo, las cosas han cambiado. En el próximo epígrafe nos ocuparemos de ese asunto, pero sí podemos avanzar que el poder de decisión en colegios e institutos no está reservado a los profesores, sino a esa abstracción llamada “comunidad educativa”, que en la mayoría de los caso no existe. La mediocridad en el alumno se corresponde con la mediocridad en el docente. No porque ambos sean mediocres, sino porque el sistema exige mediocridad. La excelencia como ideal educativo queda eliminada en virtud del igualitarismo docente y discente. Tenemos alumnos lights, pero también docentes lights. La autoridad ejercida en esta escuela igualitarista siempre será entendida como autoritarismo, es decir, un resabio ideológico de épocas pretéritas. Se confunde de ese modo la necesaria jerarquía que todo saber pide –la jerarquía entre el que sabe y el que no- con unos modos rígidos y estereotipados, a veces agresivos, de relación con los alumnos. La escuela de la ignorancia es incapaz 82

de distinguir la autoridad del autoritarismo, pues todo debe disolverse en una igualdad anónima. Las oposiciones a la enseñanza, tanto de primaria como de secundaria, son una evidencia elocuente de todo lo anterior. Puesto que ya no se necesitan maestros que sepan, ni profesores que sepan, las oposiciones se han convertido en los últimos años en un mero trámite. Su dificultad está en el número de plazas y no en su dureza. Los temas de pedagogía, desde hace años, y la preparación de una programación o documento similar, han constituido partes fundamentales de esos procesos selectivos. Basta con que el opositor se preparara previamente la confección de la programación y de que conociera de memoria las diferencias cognitivas de la evolución del niño y del joven, por ejemplo, para que pudiera tener una puntuación aceptable y, con suerte, trabajar de interino. Ser interino, por supuesto, es un paso casi definitivo para obtener una plaza en la Administración con un poco de insistencia y suerte. Basta con comprobar en qué consistían las oposiciones de hace cuarenta años y compararlas con las actuales para darnos cuenta del cambio producido. La selección del profesorado, pues, es un aspecto central para la superación de la crisis educativa. De ello hablaremos en la segunda parte. De lo que se trata no es de modificar la formación del nuevo docente mediante cambios en los estudios universitarios –aunque no sea descartable, dado el lamentable estado de muchas de nuestras facultades y escuelas universitarias-, sino recuperar la importancia del conocimiento como tarea fundamental de todo maestro y profesor; como consecuencia de ello, es imprescindible un nuevo sistema selectivo que garantice que nuestros alumnos están ante un docente que sabe algo de lo que enseña. La modificación de la selección del profesorado es una prueba de toque de la reforma educativa pendiente. Por supuesto, las resistencias de todo tipo para que el estado de cosas cambie son enormes. Pero el principal obstáculo se halla en este tipo de institución escolar configurada desde la LODE, el cual ha creado una montaña de intereses corporativos, políticos e ideológicos aparentemente insuperables. Lo que en cualquier caso evidente es que la calidad del sistema educativo dependerá principalmente de la calidad del profesorado (http://www.abc.es/sociedad/20140217/abci-entrevista-andreas-schleicher-pisa201402162039.html). Las políticas educativas han querido cuidar al docente mejorando sensiblemente sus condiciones laborales: mejor salario, menos horas de trabajo, más facilidades en el traslado a otros centros, oposiciones muy generosas y sencillas, cómodos cursos de formación, ratios alumno-profesor muy reducidas, construcción de muchos centros, facilidades para la concesión de licencias por estudios, años sabáticos, plantillas muy “infladas”. En alguna Comunidad autónoma hasta ordenadores portátiles gratuitos. Pero lo cierto es que no se ha 83

rebajado el malestar general ni la enseñanza ha mejorado. Por los problemas económicos conocidos, todas esas ventajas han desaparecido y el docente se ha quedado con una profesión cada vez más decepcionante y sin las ventajas de antaño. Una cuarta consecuencia del hecho de que el docente sea un mero técnico o gestor de procesos es la desvinculación entre su trabajo docente y la disciplina de la que es especialista. Nos hallamos en este punto ante un hecho de extrema gravedad: la pedagogía dominante entiende que la tradición cultural no es un dato positivo del cual partir, sino un elemento más que debe ser reinterpretado y reconstruido por el alumno. Es fácil advertir la impronta relativista y subjetivista de esta premisa que, en virtud de un espíritu llamado crítico, se revela ella misma acrítica y arbitraria. Partir de un dato objetivo –la existencia de una identidad cultural previa al alumno- sería para el constructivismo reconocer que hay un dato con consistencia propia separada del alumno. Además de hurtarle a éste la positividad de la cultura en la que está envuelto, se le exige al docente un trabajo basado en lo que el estudiante puede operar de modo inmediato, esto es, partir de lo más cercano a él: su entorno físico, sus emociones más frecuentes, su estilo de vida, su lenguaje. El empobrecimiento del alumno es evidente, pero también lo es el del trabajo del profesor que se limita a partir de lo inmediato. La tradición cultural es vista como irrelevante porque se piensa que excede la comprensión del alumno de primaria y también de secundaria. Sólo en bachillerato, y con grandes limitaciones, el profesor podrá elevar el nivel de conocimientos e interés del estudiante. Si prescindimos de la tradición, la enseñanza se convierte en un conjunto de técnicas y habilidades básicas y tópicos. El docente no abre al alumno a un mundo distinto del que vive, sino que lo incrusta en él y no le ayuda a alzar la mirada a un horizonte que le reclama. Sólo la tradición permite superar el imperio de lo inmediato, pues en ella encuentran profesor y alumno referentes objetivos en los que apoyarse. El nihilismo es alérgico a la tradición. En su rechazo por la objetividad, es incapaz de distinguir entre tradición y tradicionalismo. Lo que se dijo sobre el concepto de autoridad y de autoritarismo, es válido aquí. La pedagogía constructivista no entiende que la tradición posee la capacidad de corregirse, es decir, es ella misma crítica. Enseñar la tradición como dato primario y básico no es reproducir miméticamente lo que otros ha hecho o pensado, sino conocerlo, valorarlo y atisbar sus límites o insuficiencias. El tradicionalismo, en cambio, es una actitud que defiende dogmáticamente la tradición y pide al alumno una asimilación pasiva. El tradicionalismo no es más que una ideología que adultera el auténtico valor del dato primario educativo –el legado cultural que nos antecede- y hace del docente y del alumno piezas intercambiables de una 84

escuela falta de vida y cultura. El constructivismo es incapaz de entender esa diferencia. Igualmente no puede aceptar la positividad educativa de la tradición y hace imposible que el profesor sea portavoz de la tradición. El fracaso de la escuela es en gran medida el fracaso de un sistema que ha dado la espalda a la tradición, para dejarse llevar por el supuesto progresismo de la innovación del alumno. El “aprender a aprender” que ya hemos analizado, frente al aprender hechos o conceptos concretas. Así pues, la crisis educativa es principalmente crisis de conocimiento y, por ello, crisis de la figura del maestro. Se habla mucho sobre los cambios sociológicos sufridos en los últimos decenios y de cómo han influido –al parecer negativamente- en la personalidad de nuestros alumnos. Se culpa a nuestros jóvenes de su falta de interés, de su molicie endémica, de la conflictividad en las clases. Se habla de la crisis de la familia y de que en muchos alumnos se aprecia la ausencia de sus padres en sus vidas. Incluso hay fuertes críticas a las Administraciones públicas y sus políticas -al escuchar a algunos se diría que “los recortes” de estos dos últimos años son los causantes de todo lo malo de nuestro sistema-. Todo ello es en parte cierto, pero en una mínima parte. Lo relevante es que la escuela ya apenas enseña, que tiene otros ideales morales o políticos –hemos visto uno: la igualación social e intelectual- y que en ella el docente, piedra angular de todo, se convierte en un técnico o regulador del llamado proceso de enseñanza y aprendizaje. Ciertamente Benedicto XVI tenía razón. Estamos ante una auténtica emergencia educativa. Estamos ante una situación de emergencia, cuyo origen no está en la institución en sí, sino en la consideración social del conocimiento y su relación con el mundo en que vivimos.

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5.4

La escuela como institución adoctrinadora: Educación para la ciudadanía como ejemplo y modelo

La crisis del sistema educativo no sólo se mide por sus resultados en abandono y fracaso escolar escolares o la mediocridad de los resultados de nuestros alumnos en capacidad lectora o cálculo. La crisis no es exclusivamente de resultados; también es crisis de humanidad. Por esta expresión entendemos que el sistema educativo ha dejado de interesarse por la integridad de la persona del alumno para reducirlo a las categorías predominantemente aceptables del nihilismo contemporáneo. Estas categorías son fundamentalmente dos: la de ciudadano y la de utilidad. Esta reducción, por supuesto, no es responsabilidad de la escuela, pero ésta tiene la gran tarea de difundirla entre los estudiantes para su correspondiente interiorización. El adoctrinamiento al que nos referimos no es tanto una ideología particular que desea estar presente para su difusión; es más bien una reducción antropológica, de carácter político, moral y económico, que desconsidera aspectos esenciales del ser humano. Aunque veremos este asunto más en detalle, es necesario poner el acento en que la crisis no es sólo de resultados, sino de objetivos. En este punto es útil analizar brevemente cuáles fueron las bases gnoseológicas de la materia de Educación para la ciudadanía. Lo importante ahora no es la materia en sí ni su carácter adoctrinador, sino los supuestos sobre los que se basaba. Tales supuestos no son sólo de la materia, sino de un modelo de enseñanza y de escuela que se ha ido imponiendo paulatinamente merced al cambio de mentalidad de los últimos decenios. El adoctrinamiento está en dar por evidentes la verdad de esos supuestos; por lo tanto, no se considera la posibilidad de que puedan discutirse y, si alguien lo hace, es censurado y fuertemente reconvenido. El movimiento a favor de la objeción de conciencia a Educación para la ciudadanía (EpC) fue un sorprendente movimiento cívico de protesta que cuestionó los lugares comunes de una institución escolar configurada según un modelo supuestamente aceptado. Examinaremos, pues, EpC pero desde un enfoque particular; concretamente desde un enfoque epistemológico. El enfoque podría ser antropológico, sociológico, jurídico o político. Todos ellos son válidos y necesarios. Sin embargo el enfoque epistemológico nos proporciona ciertas ventajas. La primera es que situamos Epc dentro de uno de los grandes debates nacionales e internacionales –la construcción de “una nueva laicidad”, según expresión de Angelo Scola (2007), en las sociedades europeas- y permite comprender el peso 86

de la educación en la construcción de la sociedad del futuro. Es irrelevante que esta materia desaparezca con la LOMCE, puesto que, además de que a día de hoy sigue impartiéndose, lo que importa es que a través de ella examinaremos rasgos esenciales del modelo escolar vigente. Precisemos el enfoque. Es necesario establecer un criterio gracias al cual distinguir e interpretar. A la luz de la sociedad en la que vivimos, de los grandes asuntos de fondo que la opinión pública discutirá en los próximos años –que ya se debaten de hecho- y del proyecto de querer “un hombre nuevo” –un “ciudadano nuevo”: el ciudadano del futuro, de la futura y próspera sociedad democrática y plural- nos parece que el criterio puede ser la tradicional distinción filosófica Fe-Razón. Una de las características de EpC es que es una asignatura, desde Primaria hasta Bachillerato, que impone una visión laicista de la sociedad. El laicismo es una de las ideologías que fundamentan no sólo EpC, sino el proyecto educativo y cultural del actual sistema educativo. Ahora bien, el laicismo implica una cierta idea de razón, en absoluto evidente y universal. En concreto: un concepto de razón que se enfrenta al hecho religioso y a la fe, en tanto conocimiento humano de lo divino, como realidades sociales. El laicismo no es una nota más entre otras del proyecto del “nuevo ciudadano”; es un concepto de razón que toma partido respecto de la religión relegándola acríticamente al ámbito de lo privado. La razón laicista es resultado de un cierto desarrollo histórico procedente de la Ilustración. Va emparejado con el proceso de secularización experimentado en Europa desde el Renacimiento y supone una cada vez mayor autonomía de la razón sobre cualquier otra instancia de conocimiento. Lo más interesante es que el adjetivo “laicista” denota una bien precisa y definida relación con la religión como fenómeno antropológico y con la fe como conocimiento personal de Dios. La religión y la fe para la razón laicista son muy importantes, pues la razón queda definida en virtud de una determinada relación con lo religioso. ¿En qué consiste esa relación? Veamos qué vínculos establece la razón laicista con la fe y de qué modo ello se aprecia en el currículo de EpC. La razón laicista es una razón política. Su interés está en la convivencia de las sociedades democráticas y plurales. Es una razón volcada a la sociedad y para la sociedad, para la cual el individuo es considerado como parte del engranaje colectivo. La razón laicista tiene como instancia política por excelencia el Estado. El laicismo es un modo de estatalismo: es el Estado democrático el que determina la racionalidad de los medios y de los fines, mediante unos mecanismos de autocontrol que le son propios y exclusivos. Es el Estado el que determina los límites de inteligibilidad de cuestiones morales, educativas, religiosas, científicas, técnicas, económicas, culturales… El adjetivo “democrático” sirve a 87

la razón laicista para presentarse como la única posibilidad de racionalidad humana apoyándose siempre en los mecanismos autorregulativos de las democracias parlamentarias. Pero lo que hace “laicista” a este concepto de razón no es lo anterior, sino su posición sobre la fe. La fe es vista exclusivamente como fenómeno privado. Nótese que es “privado” y no “personal” o “individual”. El matiz es importante. Para la razón laicista es legítimo que el individuo tenga una creencia privada cuando, en el uso de su libertad, afirma una práctica religiosa que no entra en colisión con lo establecido públicamente. Y lo que la razón laicista establece como dogma propio es que nada tiene relevancia política más que lo que la propia razón laicista establece con sus propios límites. Así, la religión queda excluida de la racionalidad democrática- entendida de modo laicista-, para quedar arrinconada en el limbo de las creencias privadas del individuo. La fe se tolera, pero con la condición de que sea invisible política y culturalmente. Como si no existiese. En el currículo de EpC no se menciona ni una sola vez las palabras fe ni Dios. Las religiones, para el legislador, son siempre sospechosas de divisiones sociales; por eso, cuando Epc menciona a las religiones (en plural) lo hace en relación con la tolerancia y el diálogo. Si razón y fe son dos modos de conocimiento, ¿qué conoce la razón laicista?, ¿cuál es su horizonte epistémico? El análisis del currículum de EpC nos lo muestra. No es cierto que en esta materia no se enseña conocimientos; se enseña aquellos que el laicismo considera necesarios con los conceptos que le son propios. Nos fijaremos en dos: el primero de ellos es el concepto de autonomía. La razón laicista es autónoma; busca por todos los medios que los nuevos ciudadanos –nuestros hijos- sean autónomos y por eso en el currículo de EpC hay constantes apelaciones a crear una conciencia autónoma en los alumnos. Autonomía moral, psicológica, de juicio, afectiva y sexual, etc. Pero este concepto no describe el saludable proceso de maduración de nuestros hijos, por el cual se van separando de las figuras de autoridad (especialmente de los padres). La autonomía denota una cualidad interna de la razón – y por tanto de los futuros ciudadanos democráticos y pluralistas- gracias a la cual sólo se reconoce lo que la misma razón determina como legal. En otras palabras: la razón, bastándose a sí misma, determina lo que es socialmente inteligible, discutible y aceptable; es en la razón donde se encuentran los criterios de discusión y de verdad. Puesto que la razón laicista, como vimos, se define en relación con la fe las consecuencias son evidentes. Hay que excluir a priori cualquier atisbo de contenido religioso, pues carece de relevancia cognitiva. La fe no conoce nada objetivo porque la objetividad es patrimonio de la razón autó-noma. De ahí que la fe sea considerada como una mera creencia privada cognitivamente despreciable y, en consecuencia, incapaz de hacer una propuesta a la sociedad. 88

En ese sentido, las críticas a la religión y su exclusión de la escuela por parte de personas cultas y formadas se deben a que participan de la razón laicista. Las afirmaciones de que la religión adoctrina y sobre todo de que trata de “creencias” y de “sentimientos” que muchos no comparten sólo se pueden entender desde este esquema reductivo de la razón laicista. Sólo así, por ejemplo, se entiende la sorprendente incapacidad de gente inteligente de entender la fe como un elemento histórico de cohesión social y de enriquecimiento colectivo; incapacidad que se traduce en no entender que la tradición histórica de nuestros pueblos es en gran medida religiosa, con independencia de la adhesión personal a algún credo religioso en particular. La irrelevancia política y cultural de la fe que dictamina la razón laicista tiene, por tanto, una raíz epistemológica: la fe está excluida de la cultura democrática de nuestras sociedades secularizadas porque carece de objetividad racional –es mero sentimiento, creencia-. También es este el motivo que explica la ausencia en el currículo de EpC cualquier noción religiosa. El nuevo ciudadano, ya lo ha decidido la razón laicista, es ateo o agnóstico. Ya no se trata de arrancar del corazón del hombre su deseo de Infinitud; ahora de lo que se trata es de hacerlo insignificante. Sólo se perseguirá la fe en una sociedad democrática cuando quiera ser culturalmente significativa y discuta a la razón laicista su primacía de objetividad. Ya está empezando a pasar en Europa. El segundo concepto es el de diálogo. Son constantes las referencias al diálogo en EpC y en general en el sistema educativo. No es casual. La razón laicista es dialógica. El instrumento cognitivo para resolver el conflicto es el diálogo entre las partes. Pero el diálogo como método cognitivo posee varios presupuestos que de hecho apenas se dan. El primero es partir de la base de que las partes del conflicto estén interesadas en dialogar. EpC pretende introducir en los alumnos este interés. El segundo presupuesto es tener la fe de que a través del diálogo se resolverá el problema (la razón laicista también tiene sus propias creencias difícilmente demostrables). El tercer presupuesto es que todos los hablantes están en unas mismas condiciones de habla, de modo que la comunicación se produzca entre iguales. El cuarto es que los hablantes estén interesados en llegar a un acuerdo y resolver así el conflicto. Cualquiera que observe la historia del hombre y nuestra realidad social más cercana concederá que estos presupuestos son ideales a alcanzar, pero no realidades sociales e individuales que sirvan para plantear con rigor el diálogo como el método por excelencia –se diría que el único- para la resolución de conflictos. ¿Por qué esta extraña falta de realismo de la razón laicista? No es que se quiera que nuestros hijos sean dialogantes –que es un fin loable-, sino que en EpC se presenta el diálogo como el único método para la resolución de conflictos. Es eso lo que se les va a enseñar a las futuras generaciones. No se trata de crear 89

ciertas actitudes personales, que también, sino de postular el valor del diálogo como la única relación cognitiva en la que dos personas resuelven sus conflictos. Pero, como sabemos, esto no se ajusta a los hechos. Es evidente que muchas veces el diálogo no resuelve nada o simplemente no es posible por diferentes razones. Hay ejemplos innumerables en los que el diálogo no surte el efecto deseado. Los hechos nos dicen que, aunque el diálogo es necesario, no podemos convertirlo en el único método racional de decisión ni de resolución de conflictos. Enseñar otra cosa es idealismo o confundir los deseos con la realidad. El diálogo es la expresión pública de la objetividad racional laicista. El conflicto es para la razón una situación ante la que medirse y proponer una resolución adecuada con arreglo a fines socialmente aceptables. Por eso el conflicto tiene que resolverse con el diálogo y, si persiste, es que o no se ha dialogado o se ha dialogado mal. El que haya guerras, violencia doméstica (o “de género”), terrorismo, faltas de disciplinas (“de convivencia”) en los institutos, divorcios, separación entre padres e hijos, etc. se resolvería siempre con una adecuada comunicación entre las partes. Si los problemas continúan, no es porque el diálogo sea insuficiente, sino porque ha habido errores en el método. Las nuevas figuras de los mediadores escolares –expertos del diálogo- tienen la tarea de eliminar al máximo el índice de error del método dialógico. Ahora bien, ¿qué se conoce con el diálogo? Lo que el diálogo trata de resolver es lo que la propia razón laicista pone o proyecta. No cabe otro paradigma racional que el que impone el laicismo. Se entenderá esto si nos fijamos en las situaciones en que no es posible racionalmente diálogo alguno para el laicismo: no es posible el diálogo con la fe, pues carece de objetividad; no es posible el diálogo con alguien que se cree poseedor de una cierta verdad que pretende transmitir; no es posible el diálogo si quienes dialogan no están en condiciones de igualdad racional. Dicho de otro modo: el diálogo de la razón laicista obliga a excluir todo conocimiento ajeno a su propia racionalidad (religión), nos aboca inexorablemente al relativismo y presupone una igualdad o “democracia” gnoseológica entre los ciudadanos. Ateismo, relativismo y democracia gnoseológica son aspectos complementarios. Las observaciones anteriores completan lo que hemos defendido respecto de la autoridad en la escuela, relacionada con la figura del docente. En el currículo de Epc es una palabra tabú; lo es también en el lenguaje de la pedagogía constructivista. No hay una sola referencia a la autoridad en esa construcción del futuro ciudadano de EpC. El concepto de autoridad tiene que estar excluido por la razón laicista, de un modo especial en la educación. Porque, como ya sabemos, “autoridad” supone la existencia de un maestro que, por su mayor conocimiento científico y vital, propone a sus alumnos conocimientos y experiencias útiles para su maduración personal. Pero esto va contra la 90

democracia gnoseológica, para la cual todos somos iguales en nuestro acceso a las verdades. El maestro deberá acompañar al alumno en la búsqueda propia y personal de éste, pero nunca imponerle nada. Ciertamente para la razón laicista siempre la autoridad significa imposición. La autoridad, en consecuencia, cuestiona el relativismo y se atreve a afirmar que no todas las verdades tienen el mismo rango y que no todos acceden con el mismo grado al conjunto de verdades que determinan las leyes de la existencia. La autoridad, por último, no tiene un a priori concreto sobre la fe, como la razón laicista. El nuevo ciudadano de EpC se disuelve en un sinfín de relaciones dialogadas, en las que las nociones de verdad, bien, justicia y equidad están ya cognitivamente predefinidas. Quien escapa a los parámetros gnoseológicamente definidos –el cristiano, por ejemplo- queda estigmatizado por “dogmático, intolerante y fanático”. Como veremos, este juicio gnoseológico de la razón laicista, que tiene unas terribles consecuencias políticas y culturales, tiene unos peligros para la Escuela Católica de los que no se va a librar. Sabemos que la razón laicista se define frente a la fe. La fe queda abolida como conocimiento objetivo racional quedando reducida a una decisión privada del ciudadano. El espacio social dejado por la religión lo ocupará la razón mediante la construcción de “la laicidad” como “espacio de integración”. Este es un asunto clave. Es más: se diría que el sentido último de EpC se halla en forjar desde la escuela, de modo muy explícito, ese espacio de integración nuevo que se llama laicidad. Sin este proyecto cultural, que comporta necesariamente una concepción de razón determinada –la razón laicista-, no tendría sentido alguno EpC. Para lo que nos ocupa es interesante apuntar algunas notas de lo que es la laicidad en tanto característica peculiar del modelo de escuela dominante. La laicidad surge como la suplantación de la fe en el orden cultural. Ahora bien, si es así, la laicidad exige proporcionar a los ciudadanos lo que podríamos llamar un “horizonte de sentido”, esto es, un conjunto de valores que orienten sus vidas hacia lo que es mejor. Dicho de otro modo: la laicidad exige una moral laica. La razón laicista necesita una moral porque previamente ha dictaminado la insignificancia gnoseológica de la fe como conocimiento de la verdad y su postergación a lo privado. · La laicidad se construye desde arriba, es decir, por el Estado. Si el Estado es la instancia política por excelencia para el laicismo, el Estado se convierte en origen de moralidad. De ahí que en el currículo de EpC se reconozca sin embozo que lo que se pretende es “construir la conciencia moral de los alumnos”. Lo que tenemos es el último intento de construir una religión de Estado, en la que el nuevo dios a adorar son los mecanismos formales de la ·

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democracia. Éstos y sólo éstos definen “el horizonte de sentido” de los ciudadanos, sus valores y lo socialmente inteligible y discutible. La laicidad es ese nuevo contexto de inteligibilidad en el que los ciudadanos se definen como seres racionales. Por definición, todo lo que obstaculiza la configuración de la laicidad es un enemigo. Por ejemplo, la religión. · Dado que la laicidad necesita de una moral para sustituir a la fe, la razón laicista está muy interesada en provocar la adhesión personal a los nuevos valores y atacar o desprestigiar aquellos valores diferentes de los que el laicismo ha elegido. La futura laicidad, pues, busca que los futuros ciudadanos estén convencidos o persuadidos de la validez de los nuevos valores y de la irrelevancia de los de la tradición cultural. La razón laicista tiene como necesidad interna la construcción de nuevas identidades de ciudadanos, de nuevos juicios acerca de sentimientos, la prioridad de la autonomía personal sin criterio de autoridad a respetar (excepto el del Estado), la nueva valoración sobre el cuerpo como propiedad privada y realidad meramente cultural, el rechazo afectivo e intelectual a la naturaleza humana constante en la historia de los pueblos y de los individuos, la relativización de la división sexual y la banalización de los afectos y del sexo, etc. · La razón laicista, mediante la laicidad, necesita de la construcción de un nuevo tipo de hombre. En Epc resulta evidente cómo los decretos vuelcan su interés en el conocimiento y control de los afectos de los alumnos; cómo pide a los docentes que, a la hora de evaluar, conozcan esos sentimientos y los juzguen para aprobar o suspender; cómo explícitamente se pretende ayudar a construir la identidad de los alumnos. Intenciones que son de un signo estremecedoramente totalitario. Todo ello con un objetivo: producir en los jóvenes una espontánea adhesión al esquema interpretativo de la razón laicista. Que el “horizonte de sentido” sea único y exclusivamente el proporcionado por el Estado. Algunas breves menciones a los Reales Decretos que desarrollan la LOE pueden servir de ejemplos. El R. D. 1513/2006, de 7 de diciembre, que establece las enseñanzas mínimas de la Educación primaria, determina entre los objetivos de Epc: “desarrollar la autoestima, la afectividad y la autonomía personal en sus relaciones con los demás, así como una actitud contraria a la violencia, los estereotipos y prejuicios”. Obsérvese que esta materia, ya en primaria, pero también en secundaria, tiene como objetivo “desarrollar la autoestima y la afectividad”, sin definir qué pueda significar esto. Del mismo modo se dice que la materia deberá luchar contra los “estereotipos y prejuicios”, pero no se indican cuáles. Parece que se dan por supuestos. La educación al servicio de lo que el poder político ha definido previamente. El Real Decreto 1631/2006, de 29 de diciembre, que establece las enseñanzas mínimas de la ESO, también ofrece interés. El primer criterio de 92

evaluación para la materia que debe impartirse en los primeros cursos de la etapa, afirma lo siguiente: “Identificar y rechazar, a partir del análisis de hechos reales o figurados, las situaciones de discriminación hacia personas de diferente origen, género, ideología, religión, orientación afectivo-sexual, y otras, respetando las diferencias personales y mostrando autonomía de criterio”. Se consagra como categoría educativa el concepto de género y se plantea la homosexualidad y el lesbianismo como opciones personales neutrales del alumno con el mismo rango que la heterosexualidad. Por lo demás, el docente deberá asegurarse de que el alumno ha logrado un nivel suficiente de “identificación y rechazo” para ser aprobado. Entre las razones del fracaso de esa materia está que la inmensa mayoría de los docentes han hecho caso omiso a las exigencias normativas completamente ideológicas. El modo en que la laicidad se impone como el único espacio común es a través de su difusión cultural y, más concretamente, mediante la educación. La institución escolar se convierte así –y no sólo ahora, sino a partir al menos de la aprobación de la LOGSEen el canal de transmisión de la cosmovisión laicista. La educación es un pilar fundamental para la razón laicista, puesto que a través de ella se introducirán las actitudes, los valores y pensamiento políticamente correctos del nuevo ciudadano. La cultura para la razón laicista es su campo de batalla, pues de lo que se trata es de forjar una nueva mentalidad. Dentro de la cultura, la educación ocupa su primer puesto. Con la razón laicista queda seriamente dañada la libertad de educación. Debemos dejar claro que buena parte de lo que EpC propone ya se está desarrollando desde hace años en nuestros centros. Acaso la novedad de esta nueva materia estriba en que explícitamente, con un currículo aprobado, se dé rienda suelta a actividades y enseñanzas que van contra el ser humano. Epc ha tenido la virtud de informar a los padres de esas prácticas que desde luego ya está muy extendidas en nuestros centros de enseñanza. · No hay ninguna institución social que pueda estar al margen de la laicidad. Todo debe someterse a ella. La principal, la familia y, por supuesto, la Iglesia. La familia no tiene ningún protagonismo en la construcción de este espacio común. La familia desaparece del currículo de EpC, pues no tiene papel alguno en la construcción del nuevo ciudadano, que es tarea del poder político. Los padres de familia a lo sumo contribuyen a reforzar desde el hogar la tarea de la escuela. Porque para la razón laicista –también para EpC- el agente educativo es la escuela y la familia tiene un carácter subsidiario. No puede ser de otro modo, pues el esquema inverso chocaría con los intereses totalitarios del laicismo. La familia no cuenta. Sólo cuenta lo que el poder político decide autónomamente. La Iglesia debe estar sometida igualmente a los parámetros laicistas. Y aunque parezca excesivo hay que afirmar que la razón laicista es imposible que permita una interpretación 93

distinta de la que ella da. No puede permitir que la Iglesia, a través de sus colegios o de sus medios culturales, ofrezca a la sociedad una visión distinta del hombre, de Dios y de la sociedad. Por ello, el intento de domesticar la voz de la Iglesia, que observamos de un modo más o menos evidente según el partido gobernante, es una exigencia interna de la racionalidad del laicismo y no una política de dirigentes agnósticos. Probablemente, si la escuela católica se “adapta” a los tiempos rebajando sus exigencias evangélicas no tendrá muchos problemas, pues serían escuelas domesticadas e inofensivas al Poder. Desde luego la razón laicista coloca a la escuela católica en una encrucijada inédita. · La laicidad se presenta como un espacio común que salvaguarda la unidad de la sociedad pluralista. Para ese fin interpreta el derecho positivo como el origen de valores. La excusa de EpC es fácil de expresar: ante sociedades plurales, culturalmente heterogéneas, con códigos morales y religiosos diversos, se precisa una unidad mínima, un código ético común. Por supuesto es el Estado el que, sin consultar con nadie, decidirá esos valores morales universales. Ante ellos todos (familias, individuos, Iglesia, intelectuales, etc.) deben rendir pleitesía. Todo lo que esté fuera del espacio común no es objetivable socialmente: su valor dependerá del que el individuo le quiera conceder. Este esquema que hemos descrito hace de la escuela un sistema social extremadamente delicado. Fundamentalmente está al servicio no tanto del conocimiento objetivo ni de la persona, sino de la transmisión de códigos de conducta y modos de interpretar una realidad previamente configurada. La reducción de la persona a la de ciudadano –de una capital importancia- y el laicismo como seña de identidad de la sociedad y en consecuencia del sistema escolar, hacen de nuestros colegios e institutos centros de reproducción ideológica. La crisis educativa también tiene que ver con este aspecto que podemos llamar genéricamente aspecto moral. La escuela se quiere convertir en una institución generadora de subjetividad en un tiempo en el que la institución familiar, por su parte, está en grave crisis. Se podría estudiar el contenido moral de los objetivos, finalidades del sistema educativo en general, según la LOE o la LOMCE, o según los Reales Decretos de las diferentes etapas educativas. Igualmente se podría hacer ese mismo ejercicio para los decretos autonómicos correspondientes. Por otro lado, si analizamos el currículo de varias materias (Filosofía, Ciencias naturales, Ciencias Sociales, Ciencias del Medio Ambiente), encontramos contenidos o planteamientos que responden a un sesgo parcial de tipo moral o ideológico. Todo el sistema educativo tiene una preocupación, perfectamente perfilada por la normativa, de tipo moral y política en orden a la configuración de la categoría de ciudadano como ideal educativo. Epc es la 94

expresión acaso más elocuente, pero en absoluto la única de ese intento reductivo. El concepto de ciudadanía no es inofensivo. Tampoco lo es –eso es lo más grave- la eliminación realizada del concepto de persona (en la normativa, en contadas ocasiones, se menciona el concepto de “personalidad”, noción psicológica). Es muy importante reparar que esta interpretación reductiva del individuo se hace por el laicismo y se da por aceptada socialmente. Pero lo que está aceptado socialmente desde hace siglos no es un cierto modelo de ciudadanía, cuyos valores cuando se concretan suscitan controversia, sino el concepto de realidad personal de todo ser humano. Si el sistema educativo no parte de esa evidencia filosófica, gestada en siglos de maduración espiritual, corremos el riesgo del adoctrinamiento. Peor aún: hacemos de nuestros centros docentes lugares de transmisión de una cosmovisión política en absoluto universal, aunque muchos se empeñen en ello. Nótese que omitimos la presencia cada vez mayor de personas y experiencias marcadas por ideologías particulares claramente nihilistas: la ideología de género, el feminismo radical, el antimilitarismo, el pacifismo irreflexivo y banal. Es verdad que son ideologías que han hecho y siguen haciendo daño, pero se imparten en cuanto que se piensan elementos integrantes del modelo de ciudadanía propuesto. Por supuesto, nuestros alumnos deben saber comportarse como buenos ciudadanos. El sistema educativo debe favorecer una enseñanza proclive al fomento de futuros ciudadanos responsables y participativos. Pero nunca a costa de la desaparición de la condición personal del alumno como el elemento primario a educar. Ser ciudadano debe ser posterior (lógica y educativamente) a ser persona. La ciudadanía es expresión sociopolítica de la condición personal de cada uno de nosotros. Por tanto, ser ciudadano no puede ser cualquier cosa que al poder se le antoje –volvemos a topar con el relativismo nihilista-, sino la consecuencia coherente del ser personal humano que habrá que dilucidar y educar. El adoctrinamiento de la escuela actual está en este punto más allá de los contenidos de ciertas materias o de EpC. Incluso todo ello es más grave que la difusión en nuestros centros de la ideología de género o el reparto generoso de preservativos a alumnos de doce o trece años. Lo grave es que la escuela está al servicio de un modelo relativista de ciudadanía, al margen de cualquier valor objetivo de conducta, que defiende la disolución del individuo en múltiples relaciones de poder y económicas. Hacer de la democracia un sistema en el que el individuo es solo un sujeto de derechos y obligaciones definidos por la ley positiva. Todo ello envuelto con la retórica de la autonomía y la libertad personal tan querida al hombre actual. Hemos afirmado en páginas anteriores que la crisis educativa es una crisis de humanidad. No la podemos reducir a datos cuantitativos. La crisis del sistema 95

educativo, junto con la crisis de la familia, desemboca en una situación de emergencia educativa, que fue objeto de atención de Benedicto XVI. Una emergencia que trasciende el marco escolar, sí, pero que lo envuelve y lo somete a una crisis de fundamento. Ahora bien, emergencia significa que estamos ante la urgencia de actuar y, por ello, denota también la necesaria aparición de una novedad que surge de este espeso panorama de oscuridad actual. ¿Cuál puede ser esa novedad que nos vaya sacando poco a poco de esa situación degradante que vive el sistema escolar? ¿Hay solución? ¿Se puede hacer algo verdaderamente constructivo? ¿Es este un paisaje irreversible?

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6 Razones para la esperanza Hasta ahora hemos utilizado indistintamente las palabras educación y enseñanza. Al comienzo de este ensayo dejamos claro que no es posible separarlas. Sin embargo, conviene precisar un poco más en este momento. El teólogo Olegario González de Cardedal define la educación como “la acción y el proceso mediante el cual vamos llegando a aquella plenitud posible a la existencia humana, en la medida en que, heredando todo lo anterior, lo desarrollamos desde dentro de nosotros mismos y aceptamos un legado previo como punto necesario de partida que, dada la brevedad de la vida, no podríamos descubrir nosotros solos” (2004; 31). Esta definición de educación nos es muy útil para poder iniciar esta última parte. Podríamos indicar varios elementos que debemos tener en cuenta. El primero de ellos es que la acción educativa tiene una finalidad muy precisa: alcanzar la plenitud humana. El concepto de plenitud implica una culminación de aquellas potencialidades que el ser humano posee, pero que debe desarrollar. El desarrollo no se puede dar por supuesto y se produce a lo largo del tiempo. Sin duda no se puede dar una definición de plenitud ni sabemos cuál es el punto alcanzado el cual podemos conocer que hemos llegado “a la plenitud”. A pesar de esta ambigüedad es una noción muy útil, pues configura una humanidad que necesita desarrollarse para ejercitar todas las capacidades intelectuales, volitivas y afectivas. Tanto nuestra experiencia personal como las ciencias humanas coinciden en esta apreciación. La filosofía nos enseña que el hombre no es un ser acabado, sino que se proyecta en el tiempo. Educar es alcanzar el ideal –siempre realizable, pero nunca realizado- de la plenitud personal. Sin embargo, la plenitud sólo se puede alcanzar, según la definición, si se cumplen tres condiciones. La primera es que la persona herede todo lo anterior, es decir, conozca el legado cultural que generaciones anteriores ofrece al neófito. Por tanto, la primera tarea del educador es dar a conocer la importancia objetiva, para la persona del alumno pero también para la comunidad, de la herencia científico-técnica, literaria, artística y filosófica que configura la identidad de la nación en que ha nacido el alumno. Es lo que en páginas anteriores hemos llamado la importancia singular de la tradición. Sin embargo, la asimilación de la tradición no es sólo teórica, sino práctica. La segunda tarea educativa es que el alumno desarrolle “desde dentro” la herencia cultural de otros. El niño, el joven debe hacerla propia; sólo así podrá vivirla y enriquecerla. Este aspecto personal de la interiorización de la tradición es fundamental, pues garantiza su vitalidad. La apropiación personal supone no sólo una asimilación pasiva, sino la posibilidad de la novedad que todo individuo 97

puede aportar a lo que otros han realizado. Pero, además, significa que el alumno valore la importancia de la tradición: ésta no es un conjunto de saberes, técnicas o conceptos más o menos válidos, sino que sobre todo posee un valor que ofrece un significado existencial a quienes son sus portadores. La necesidad de entenderla obedece principalmente a este horizonte de sentido que ofrece. Por ello educar es la mejor manera, acaso la única, para ofrecer al joven un significado articulado, completo y sistemático de respuestas ante el misterio de la realidad. La tercera tarea educativa es que el alumno acepte la tradición. La aceptación requiere comprensión. También requiere asentimiento. El asentimiento es un acto de voluntad que supone entendimiento y afectividad. La aceptación sólo se alcanza cuando el alumno comprende y desea integrarse en la tradición: asume sus paradigmas científicos, morales, religiosos, estéticos, políticos. La aceptación no supone que el alumno se limite a repetir, sino que es “punto de partida” individual desde el cual vivir. Por supuesto, la tradición es en muchos casos contradictoria, conflictiva y de un valor desigual. Pero ello no es obstáculo para que sea punto de partida. El alumno, al margen del legado cultural de sus antecesores, no es nadie y lo que quiera ser siempre será partiendo de ese legado, incluso si quiere negarlo. Por último, la definición termina con una observación necesaria. Nada de ello sería posible sin la compañía de otros. Padres y maestros. Estamos ante un aspecto que hemos abordado: la autoridad. El proceso educativo exige necesariamente figuras de autoridad; personas que enseñen al alumno –al hijolo que por él mismo no podría conocer. Por tanto, la autoridad está basada en el conocimiento teórico y práctico que debe ser transmitido. El legado es tan vasto que se necesitan muchas personas a lo largo de la vida para que alguien pueda hacerse cargo de lo esencial que debe aprender. La educación exige siempre un acompañamiento. Aunque la definición no lo apunte expresamente, se impone una conclusión. La educación debe ser responsabilidad en su ejecución del educador y no del educado. El joven tiene la necesidad de responder, y lo hará en condiciones normales, pero el peso de la tarea educativa siempre recae en el adulto que educa. Por ello, González de Cardedal escribe que “el educador es siempre la piedra clave de un sistema educativo. Un partido o Estado que no se preguntan cómo y en qué condiciones esas personas concretas, hombres y mujeres, van a llevar a cabo sus proyectos educativos, ha olvidado lo esencial y termina fracasando” (2004; 30). La definición de educación que hemos presentado y comentado ofrece aspectos imprescindibles. Por su parte Luigi Giussani ofrece otra definición, complementaria de la anterior, que igualmente interesante. Afirma: 98

“…educación significa el desarrollo de todas las estructuras de un individuo hasta su realización integral y, al mismo tiempo, la afirmación de todas las posibilidades de conexión activa de esas estructuras con toda la realidad” (1991; 38). Esta definición, a su vez, quiere ser una explicación de la afirmación del teólogo Jungmann (que hace suya Giussani), de que educar es introducir a la realidad al alumno. Como es evidente, en esta última definición se insiste mucho en el aspecto ontológico de toda labor educativa. En la primera parte el autor apunta al carácter “desarrollo integral” del individuo –lo que con la primera definición designábamos como “plenitud”-, mientras que en la segunda parte se dice que educar implica la conexión o vínculo entre el individuo y sus facultades (“estructuras”) y la realidad. Acaso la novedad está en esta última consideración. En efecto, educar es propiciar que el alumno se integre en la realidad: en la sociedad en la que vive con su múltiple herencia espiritual. Pero la realidad no sólo cabe entenderla en términos sociopolíticos: en clave más bien metafísica, Giussani piensa en el Ser en su más amplia acepción. Introducirnos a la realidad es introducirnos en el Misterio que nos abraza y nos cobija, que nos define y nos ama, que nos impele a actuar y nos llama al perdón. En cualquier caso, nos introduce a una realidad que nos antecede, sin la cual no seríamos nadie. Para educar necesitamos este realismo filosófico, que el sentido común nos ayuda a asumir, según el cual la realidad ha existido antes de nosotros y existirá después de nuestra muerte; una realidad que tiene naturaleza objetiva –por tanto tenemos que conocerla tal como es en sí- y que es buena, bella y verdadera, pues ha sido creada por Dios. Esta segunda definición nos ayuda a encuadrar la educación como una labor eminentemente humana que nos introduce a una objetividad que no puede estar sometida al albur de intereses históricos, políticos o personales. Una objetividad que nos permite descubrir la bondad, la belleza y la verdad de la que somos portadores y que son constitutivas del mundo que habitamos.

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6.1 Los principios de una educación fiel a lo humano El pedagogo Fritz März (2009) ha indicado una serie de principios que, formulados en todas las épocas, han definido la tarea educativa. Dedicaremos estas páginas a referir brevemente cuáles son. En general tales principios se derivan de ciertas exigencias humanas: la exigencia de lo natural y lo espiritual, la exigencia de que el hombre se realice como individuo y como miembro de una comunidad y la exigencia del mundo y de la trascendencia. La primera exigencia pide al educador que sea fiel a la naturaleza del niño. El educador debe mostrar un gran respeto por la evolución del joven, conocer sus etapas, ser muy realista en cuanto a sus exigencias. Todos los grandes pedagogos han hecho hincapié en este aspecto natural de la evolución del joven. Pero la persona del alumno no es sólo naturaleza, sino que es un ser moral dotado de dignidad y libertad, es decir, es un ser espiritual. Una educación naturalista absolutiza la naturaleza física o psicológica del alumno y desoye las exigencias del espíritu. Éstas están basadas en el hecho antropológico de la persona humana dotada de dignidad y libertad. Podríamos, pues, formular del siguiente modo este principio educativo: la educación debe respetar las diferentes etapas evolutivas de la persona, según su naturaleza física, su dignidad y libertad. Una educación que elimine alguno de esos elementos cae en reduccionismos diversos y se convierte en pura ideología. Una exigencia diferente es la de educar cuidando la individualidad de la persona, pero sin desgajarla de su condición esencialmente comunitaria. La persona es un individuo único e irrepetible, que debe ser considerado por sí mismo. Cada alumno es distinto, cada hijo es diferente. Sabemos bien que la Ilustración elevó a categoría principal este principio de la individualidad y su correlato, la autonomía. El grave peligro de hacer hincapié en el individuo, sin contrapeso alguno es caer en el individualismo y todo lo que trae consigo. Por ello es imprescindible educar sabiendo que en la identidad personal se halla la sociedad con todo su bagaje moral, religioso, estético, científico, político, económico. No caben identidades separadas de la comunidad. A este respecto, März escribe: “El hombre concreto, como persona, está referido a los demás, y la comunidad real sólo existe en la vida común de sus personas, en la vida dialógica del «yo» y «tú», que encuentra en el «nosotros» su viva expresión. Toda la educación busca la autorrealización válida y justa de la persona, y ésta se logra en la vida común con otros” (2009; 135). Por tanto si el individualismo es un peligro, otro es el totalitarismo que entiende 100

que la comunidad es anterior al individuo. En este caso estamos ante otra modalidad de la disolución del yo. La sociedad subsume al sujeto, mientras que en el individualismo el yo es disuelto por una mera abstracción vacía que deja inerme y solo a la persona de carne y hueso. Por tanto, podríamos enunciar el segundo gran principio educativo: la educación debe respetar la condición única e irrepetible de la persona como requisito para abrirse a su dimensión social. La tercera exigencia la hemos llamado del mundo y de la trascendencia. La educación debe servir, en última instancia, para transmitir lo valioso del mundo y de la propia persona. Afirmar ese valor supone lo más preciado de la labor educativa, que no se reduce a un cúmulo de técnicas o habilidades. Lo valioso supone ofrecer una orientación a la persona, en un mundo cuyo significado es plural, diverso y en absoluto evidente. A la persona del alumno la educación debe servir para descubrir el sentido de su existencia y encontrar respuestas únicas a lo que el mundo le pide. Pero esa tarea valorativa –podríamos llamar moral- de la educación puede llevarse a cabo de dos modos. Una que podríamos llamar inmanentista: es en el conjunto de relaciones mundanas donde encontrar el sentido y valor de la existencia. La educación se dispondrá para adaptar al alumno a las exigencias de la sociedad viendo en ellas lo que da sentido al discurrir de sus días. Este tipo de educación, actualmente la más frecuente, mutila la necesidad de Dios que tiene cualquiera de nosotros. Hace caso omiso de la presencia de Dios en el corazón humano y, a cambio, lo sustituye por multitud de sucedáneos. En cambio una educación que incorpora la Trascendencia como dato objetivo, por un lado, y, por otro, como elemento que debe ser educado, es una educación que se hace cargo de todo lo humano. Por supuesto, no es una educación religiosa en sí misma, sino una educación que integra en sí, con naturalidad, a Dios y a la religión como realidades con las cuales necesariamente ha de medirse. Así pues, podríamos enunciar este tercer principio así: la educación debe permitir descubrir a la persona el valor del mundo en que vive, la importancia de su vida en él y, a través de ello, la presencia de la Divinidad. Es importante constatar que estos principios generales son compartidos tanto por la familia como por el sistema educativo. La distinción no está en el contenido de los tres principios, cuanto en el modo en que se enseñan. Igualmente hay que decir que la colaboración entre escuela y familia debe darse sobre las base de esta tríada. La calidad de la educación de un joven debe medirse no sólo por los resultados académicos –uno de los factores escolares del logro de los objetivos curriculares, pero no el único-, sino por el grado de madurez o consecución de la persona respecto de estos tres principios básicos. 101

Si nos fijamos, las dos definiciones de educación que hemos transcrito participan de estos tres principios. Su formulación es diversa, ciertamente, pero coincidente. Se podría afirmar que la plenitud se alcanza cuando la persona alcanza en su vida en notable grado el ideal educativo que propone cada una de las tres afirmaciones expuestas. La educación sería el modo en que la sociedad permite que el hijo-alumno cultive su irrepetible identidad, formándola, pero asociándola a la objetividad que supone un mundo ya configurado por otros humanos y por su Creador. Es un proceso que tiene como fin el desarrollo humano íntegro de la persona, que sólo puede producirse en relación con adultos. Debe quedar claro que el proceso educativo conlleva el respeto escrupuloso de la individualidad del hijo-alumno mediante el trato con la objetividad de un mundo modelado por generaciones anteriores, que además es creado y amado por Dios. El dato objetivo de un mundo resultado de la libertad humana y de la acción divina, por un lado, y, por otro, la individualidad radical del hijo-alumno son dos dimensiones que en el proceso educativo en absoluto se contradicen. Antes bien, se exigen mutuamente. Podemos sospechar que la educación es un proceso por el que la persona se vincula o se encuentra con el dato de lo real en todas sus dimensiones; esa vinculación, sin embargo, no es extraña, sino que encuentra una correspondencia en el interior del propio joven. Por eso la individualidad del joven no se resiente cuando entra en contacto con el dato de una sociedad, de unas tradiciones o de Dios mismo. Contrariamente a ello, el único modo de que el joven pueda conocerse a sí mismo, desarrollarse, quererse y ser útil es asimilar la objetividad de una realidad ya constituida, pero a la espera de su aportación única e intransferible. Cuando la educación no transcurre a través de estos principios es signo de una mala educación o de una educación deficiente o, simplemente, de la suplantación de la educación por ideología de cualquier naturaleza.

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6.2

La persona como categoría educativa por excelencia

El concepto de persona es una de las herencias teológicas y filosóficas más preciosas que nos ha regalado nuestra tradición cultural. Por ello es habitual en nuestro vocabulario y entendemos intuitivamente su significado. Resulta clara la diferencia entre una persona o cosa –incluso en contextos filosóficos se habla de “cosificación” cuando apuntamos a la explotación humana o a la simple deshumanización de la sociedad-; a su vez, cuando nos maltratan sin tener en cuenta nuestra dignidad o valor, nos sentimos heridos y sufrimos espiritualmente. Nuestra persona se resiente. Incluso para nosotros la condición humana de cualquiera es identificada inmediatamente con su condición personal, con lo cual lo humano y lo personal son sinónimos. Cualquier otra consideración nos parece extravagante y homicida. Sin embargo, hemos visto que el posmodernismo no cree en el hombre. El nihilismo nietzscheano declaró la muerte de Dios y la filosofía del siglo XX llegó a formular la muerte del hombre. En la historia del siglo pasado se ha ido modelando un mundo profundamente deshumanizado en el que el ser humano parece contar cada vez menos. Las ideologías mortíferas del nazismo y del socialismo, que han producido insoportables montañas de cadáveres, por un lado y, en los últimos decenios, un mundo hipertecnificado en el que es posible conectarse con cualquiera desde el salón de casa y, simultáneamente, no hablar con los hijos “por falta de tiempo”. En un mundo líquido como este, deshumanizado y deshumanizador, la persona cada vez parece contar menos. Pero la venerable tradición del concepto de persona aún resiste. Nadie renuncia a la palabra, pero su contenido se licúa y cada vez se utiliza menos. El nihilismo sospecha de ella, y con razón. Desde un punto de vista educativo el concepto apenas aparece en las leyes. La categoría principal es, como señalábamos, la de ciudadano. La suplantación es extremadamente grave. Ser ciudadano es una definición exclusivamente sociopolítica y legal: individuo sujeto a derechos y obligaciones que, en una sociedad democrática, asume los valores de una sociedad pluralista. Cómo se interpreten esos valores –incluso cuáles sean éstos- es objeto de interpretaciones. Como no vivimos en una sociedad de iguales, no todas las interpretaciones son igual de valiosas, es decir, el poder político (en su sentido más difuso) es quien suele determinar cuál es la mejor interpretación. Dicho de otro modo: el concepto de ciudadanía en sí mismo es valorativo e interpretativo, de ninguna manera hay un acuerdo universal en él e incluso en las sociedades democráticas hay disparidad de contenidos sobre lo que debe ser un ciudadano responsable.

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En cambio con el concepto de persona estamos ante unos contenidos estables que, salvando detalles técnicos de tipo filosófico, son reconocidos universalmente. Cuando definimos a un ser humano como persona reconocemos en él ciertas notas constitutivas que en líneas generales aceptamos y experimentamos en nosotros mismos. Incluye, además, todas las dimensiones propias de lo humano, de ahí que la ciudadanía es siempre ciudadanía de la persona. Por lo anterior no hay otra manera más universal de tratar al alumno que considerarlo como persona. Pero tratarlo de esa manera es escapar de los angostos pasadizos de una escuela ignorante, sierva del posmodernismo actual, y tratar al alumno como un ser irrepetible y único que exige al educador lo mejor de sí mismo. Exige, en fin, creer en él. Los tres principios educativos fijados pueden desarrollarse en cuanto que se tienen en cuenta ciertos rasgos esenciales de la persona del alumno. 6.2.1 La dignidad personal La educación debe no sólo respetar, sino conocer y tener en cuenta la dignidad de la persona de quien aprende. La dignidad personal es muy comprometida para el docente, pues orienta su acción educativa. Por supuesto, no es nuestro objetivo realizar una exposición acerca de la dignidad humana, sino de insistir en algunos aspectos relevantes para la tarea educativa y, por tanto, escolar. Son como las condiciones de posibilidad de una auténtica labor educativa. Por dignidad se entiende que toda persona sin excepción posee un valor en sí misma de carácter absoluto. La persona es valiosa no por lo que hace, piensa o siente, sino por lo que es. El ser personal del hombre, por tanto, es valioso, es decir, está cargado de valor. El valor de la dignidad personal se deriva a su vez de la naturaleza humana de la que la persona es poseedora (Ortiz et al., 2004). El nihilismo contemporáneo rechaza con energía, por supuesto, esta noción de naturaleza humana para reducir lo humano a cultura. El concepto clásico de naturaleza humana permite dar un fundamento a la dignidad personal. Kant formuló quizá la más conocida definición de dignidad personal. Uno de los enunciados de su imperativo categórico dice así: “Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como medio” (2004; 104). Este imperativo nos indica el modo en que debemos conducirnos con los demás: tratarlos siempre y sin excepción como fines en sí mismos y nunca como instrumentos o cosas. Tratar a los demás como fines –con independencia de sus rasgos subjetivos, más o menos aceptables-, de modo absoluto, supone reconocer el valor intrínseco y total de toda persona humana. Un sistema educativo fundamentado en la dignidad personal del alumno –y del 104

docente- tiene como tarea principal el cuidado y la promoción de la persona en su integridad y valor. De la atención a la dignidad se derivan una serie de valores educativamente imprescindibles: el respeto, la tolerancia, la verdad, el autodominio, el bien, la belleza, el amor. Lo que para las ideologías son valores externos al sujeto que éste debe asimilar para reproducirlos en su vida, para una educación adecuada los valores se deducen de la misma naturaleza humana y su intrínseca dignidad. En efecto, la tarea moral de la educación –lo que de la educación permite al alumno orientarse en el mundo- debe basarse en la propia dignidad del sujeto. Si se quiere decir de otro modo: debe fundamentarse en lo que de modo absoluto es valioso en todo ser humano. Una filosofía o una pedagogía que impugnen o desconozcan ese hecho antropológico necesariamente derivarán en una educación incompleta. Sin lugar a dudas existen otros valores importantes que, sin embargo, no se deducen de la dignidad personal. Pensemos en alguno de los llamados “valores democráticos” tan caros a la educación actual: la participación, el pluralismo, la solidaridad. Estos valores no deben ser los principales en un sistema de enseñanza, puesto que dependen de las contingencias políticas o culturales del momento; en cambio, la verdad, el bien, la belleza, el amor o el dominio de sí son valores que se hallan en la misma entraña de la dignidad de toda persona. Tales valores, inmanentes universalmente a toda persona, sin embargo deben enseñarse y practicarse con esfuerzo. Porque, como la antropología nos enseña “esta unidad compleja que somos, ha de ser lograda a su vez. Por paradójico que parezca, hemos de conseguir lo que ya somos” (Ortiz et al 2004.; 29). Así pues, el núcleo del desarrollo de la persona, desde un punto de vista educativo, procede de su dignidad. Una dignidad que, si bien nos habla de un valor absoluto o incondicional de la persona, sin embargo, exige de un cultivo o formación. El valor de la persona tiene que ser entendido y vivido por la persona misma –lo cual no es ni inmediato ni obvio- y debe ser proyectado en el resto de personas que acompañan nuestro vivir, lo cual tampoco es inmediato ni a veces fácil. Con la dignidad personal conseguimos pisar suelo firme y seguro. Hoy día nadie se atrevería a cuestionar la dignidad de la persona del alumno o del hijo. Este hecho está basado en la unanimidad de este concepto antropológico, cuya importancia educativa es clave. La educación que, a través del conocimiento de disciplinas varias, debe incluir necesariamente una formación que ayude al alumno a dar sentido a su vida (educación moral), se apoya en el hecho antropológico de la dignidad como fuente de sentido y valores. Si entendemos de ese modo la educación, nos separaremos de inmediato del nihilismo circundante y la escuela será una institución que ayude al alumno a conocer en qué mundo vive para saber a qué atenerse y transformarlo para mejorarlo. Una 105

escuela del conocimiento y de la virtud. Ahora bien, la dignidad como valor absoluto exige un obrar de la persona que sea adecuado a semejante valor. Podemos ser valiosos, pero hacer de nuestra vida una existencia indigna. En otras palabras: la dignidad personal nos obliga a “estar a la altura” a la hora de decidir y actuar. Esa exigencia es elevada y no siempre estamos preparados. La educación es ese proceso por el que la persona, en su vida concreta, va asumiendo su altísima dignidad a través de su acción. En consecuencia nuestra existencia tendrá el valor que tengan nuestras acciones. Así pues, la dignidad absoluta de la persona dota a ésta de un valor incondicionado y universal, pero por otro lado hay una dignidad relativa que es la que se deduce de las acciones concretas del sujeto. El ideal educativo está en el primer tipo de dignidad (que fundamenta, por ejemplo, los Derechos Humanos), de modo que la dignidad relativa se vaya acomodando al valor absoluto de la persona en sí misma. La educación debe ayudar a ese proceso. José María Barrio escribe: “Esto es esencial tenerlo en cuenta en la tarea educativa. En efecto, en cada persona hemos de ver lo que es esa persona y lo que tiene, a saber, las características de su modo personal de ejercer como humano (lo que comúnmente se entiende como «personalidad»). Y ambos aspectos hemos de verlos no separados o separables, pero sí como distintos y distinguibles” (2010; 154). En efecto, la llamada educación personalizada se basa en esa distinción. En primer lugar, conocer el valor universal de la persona del alumno, pero a la vez, reconocer la individualidad intransferible de su persona. En cierto respecto todos somos iguales, pero somos también radicalmente distintos. Somos iguales en tanto valiosos en dignidad, pero únicos en el modo en que expresamos con nuestros actos esa dignidad. La educación debe considerar ambos aspectos como complementarios y necesarios. La objetividad de nuestro ser personal es la piedra angular desde la cual trabajar la diversidad de cada alumno. Si, por ejemplo, nuestra dignidad necesita de la verdad, debemos saber que todos nuestros alumnos –incluso aquellos más indolentes- están necesitados de la verdad. Pero esa indolencia al docente le debería reflexionar sobre cómo educar a ese alumno, de modo que éste entre en contacto y sea consciente de una íntima necesidad de la cual aún no se ha percatado. Por tanto, la diversidad debe tratarse desde la unidad del valor personal. Esto no tiene nada que ver con la rebaja de nivel curricular de las materias. Tiene que ver, más bien, con lo contrario. Salvando los casos de incapacidades físicas o mentales, que deben ser diagnosticadas y tratadas, la diversidad de la mayoría de nuestros alumnos tiene que ver con las irreductibles y saludables 106

diferencias personales (de carácter, motivacionales, de expectativas…). El respeto a la persona permite aprovecharnos de esas diferencias siempre que no sean un obstáculo para nuestra tarea educativa de formar a la persona según su dignidad intrínseca y absoluta. Creer que cuanto menos exijamos, menos fracaso escolar tendremos es un apriorismo que los hechos refutan, pero sobre todo es tener muy poca confianza en las personas de nuestros alumnos y en lo que pueden ofrecer. Dice Massimo Borghesi que “la existencia es la verificación de lo que el corazón aguarda” (2005; 137). Interpretando esta afirmación a nuestro asunto, podríamos escribir que la educación es la verificación de lo que nuestra dignidad nos exige. Porque si educar es iniciar un proceso en el que las capacidades de nuestros alumnos han de desenvolverse, educar también es comprobar que ese desarrollo se corresponde con la dignidad del alumno. En la medida en que el alumno aprende a formar su entendimiento, su voluntad y sus afectos, el educador (padres, docentes) verificará que el proceso educativo cumple su labor (por supuesto, es claro que la educación puede sufrir estancamientos, retrocesos, dudas, etc. no es un movimiento lineal ni uniforme, pero ello no es óbice para poder observar un avance general en el desarrollo de la persona del alumno). Por ello, Borghesi dice: “Educar es ex-ducere, sacar fuera, y esto en el doble sentido de sacar a la luz las disposiciones inmanentes y de poner el yo en relación a otro diferente de sí. Dos momentos, estos, de un único proceso. Sólo ayudando a cada cual a ponerse en relación con el mundo, la sociedad y la cultura, pueden éstos, a su vez, realizarse, hacer emerger el propio «rostro interior»” (2005; 138). Por tanto, el hecho antropológico de la dignidad no es estático, sino dinámico. No porque cambie, sino porque necesita de un desarrollo existencial que no se debe dar por supuesto. Desde este punto de vista una persona educada es aquella que sabe de las exigencias y responsabilidades de su suprema dignidad y es consecuente con ella. 6.2.2 La libertad personal Hemos reconocido que el nihilismo actual coloca en la libertad humana la clave de interpretación del ser humano. Sin duda, es inconcebible actualmente comprender la persona humana sin su condición de ser libre. El nihilismo entiende por libertad esa capacidad de hacerse de la persona en su vivir, mediante las decisiones que obligatoriamente ha de tomar. Por libertad suele entenderse libertad de elección. De entre las posibilidades que el individuo se le 107

presenta, éste debe escoger. Cuando hablamos actualmente de libertad, de modo inmediato, solemos pensar en esta acepción de libertad. La mentalidad dominante es decisiva. Ahora bien, la libertad personal en absoluto se reduce a esta acepción individualista. Nos limitaremos a apuntar algunas apreciaciones válidas para la tarea educativa. En este punto nos inspiramos en las apreciaciones del profesor José María Barrio (2010). La primera acepción de libertad podríamos llamarla libertad ontológica. Consiste en el hecho de que la persona es apertura a la totalidad de lo real, según dos dimensiones: se abre conociéndolo y se abre queriéndolo. La relación de la persona con la realidad no es sólo puramente intelectual, sino mediante la voluntad y la afectividad. Por tanto, toda educación implica la educación de esas facultades básicas de la persona, de modo que no es posible determinar la mayor importancia de alguna de ellas. Es muy importante este asunto. Porque no se trata de aprender técnicas, habilidades, adquirir una “plasticidad” personal que nos haga moldeable a las necesidades del mercado, conocer teorías científicas u ortografía. Se trata de descubrir el valor de lo que aprendemos, es decir, de apreciar el sentido de lo aprendido. Cuando se descubre, el alumno se puede adherir a ello y asimilarlo como propio. La apertura al mundo de lo real implica que la persona se interese por él; pero ese interés en gran parte debe ser suscitado y promovido por el enseñante dada la complejidad de lo real y el esfuerzo personal que debe hacerse. De aquí se deducen dos consecuencias importantes: Educar nunca puede suponer exclusivamente instruir y la educación es siempre educación moral. En el primer aspecto, la persona del alumno necesita apreciar el valor de aquello en lo que es instruido, de lo contrario lo que hace es memorizar, pero no aprender ni ser educado. La memoria, sin duda, es un factor esencial en el aprendizaje, pero cuando el alumno aprecia el valor de lo que memoriza. El constructivismo ha querido ver en lo inmediato del alumno –sus gustos, su entorno social o natural- el campo seguro en el que garantizar el interés del alumno por lo aprendido. Pero vuelve a equivocarse. Se enseña la geografía o la historia de la ciudad o de la Comunidad Autónoma, se leen los escritores de la región, etc. y a la vez se entiende que la geografía de otros países, sus acontecimientos históricos, la literatura universal son aburridas. Pero esto no es más que un apriorismo que desconoce el valor universal de esos saberes y que menosprecia la persona del alumno y su deseo de apertura. El valor de lo aprendido debe transmitirse de varios modos. Pero quien debe hacerlo, siempre, es el docente. Si no transmite el valor de lo que enseña, no hay educación, sino inútil adoctrinamiento. Sin duda, este es uno de los 108

problemas clave de nuestro sistema educativo: los alumnos no saben nada, porque apenas se les enseña y, cuando aprenden algo, lo olvidan con pasmosa facilidad. Por un lado, el nivel de exigencia es mínimo y, por otro, lo que se enseña son contenidos separados de su valor interno, que el alumno necesita apreciar. Solemos reservar el término “adoctrinamiento” para designar la imposición de una ideología; pero el adoctrinamiento más grave de nuestro sistema no es este. Es el de una enseñanza separada de su valor; de esa manera se priva al alumno del aprecio que necesariamente debe reconocer en lo que aprende, esto es, que lo que aprende merece la pena, aunque no sea de su gusto o le sea difícil su asimilación. Es importante reparar que esta separación entre conocimiento, voluntad y afectividad va en contra de la naturaleza de la persona. Nuestra libertad (ontológica) exige captar y aprehender el valor de lo real. El nihilismo está incapacitado para encontrar un valor más allá de la categoría de utilidad. En efecto, sólo lo útil merece ser aprendido; por supuesto, el mercado es lo que determine qué es lo útil. El alumno nihilista, educado en la escuela de la ignorancia, sólo responde a la utilidad como fuente de valor. Un valor variable siempre externo a lo que se aprende: hoy es útil aprender química, pero quién sabe dentro de unos años; ayer fue útil aprender latín o filosofía, hoy completamente inútil, etc. El desprecio a las humanidades y el aprecio por habilidades técnicas se explica por esta razón. Pero lo importante es que, incluso la escuela de la ignorancia, debe dar un valor a lo que enseña. Cierto que es un valor insuficiente. Sabemos que la utilidad es un valor extraordinariamente pobre para el educador. Es obvio que reducimos al mínimo todo aquello que el alumno ha de aprender, pues en realidad la mayoría de lo que aprende un alumno no le sirve para nada en concreto. Ahora bien, ¿cómo enseñar a valorar la importancia de lo que el alumno aprende? La función del profesor o del maestro es esencial. El docente no puede ser un gestor de procesos. El docente debe entablar una relación personal con el alumno por la que transmita que para él tiene valor lo que enseña, es decir, debe comunicar al alumno su pasión y amor por lo que enseña. Pasión, amor, magisterio, persona son palabras excluidas del vocabulario pedagógico actual. Es imprescindible rescatarlas. La persona del docente es capital. No sólo representa una ventana abierta a un conocimiento sobre la realidad, sino que es el indicador de lo valioso que es ese conocimiento por sí mismo. Por lo demás, la pasión por lo enseñado debe asociarse a la vida del alumno. Pero “la vida de alumno” no es su vida inmediata; es la vida de la sociedad, de los acontecimientos políticos, artísticos religiosos, científicos, etc. que acontecen 109

en el presente en que vive el alumno. La mayoría son desconocidos para ellos, pero el docente debe ponerlos en relación con lo que enseña y ayudarles a entender que sin ellos todo sería distinto. En este punto la categoría de utilidad es necesaria, pero no la más importante. La búsqueda de la verdad, la justicia, el dominio de la naturaleza, la alabanza a Dios, la presencia del pasado, la belleza, etc. son valores que el alumno debe asimilar junto con los contenidos de las diversas materias que aprende. El docente debe enseñarlos poniéndolos en conexión con el presente suyo y de los alumnos. El segundo aspecto es que la educación es siempre educación moral. Habitualmente solemos identificar la expresión “educación moral” con “educación en valores”. Pero es un error. La llamada educación en valores designaría un aspecto muy particular de la educación moral. Dedicaremos en próximas páginas algunas reflexiones sobre la educación moral, pero sí podemos adelantar que lo más moral que puede ofrecer una educación a un joven es la enseñanza del valor de lo que aprende; un valor que descansa en el conocimiento objetivo de lo aprendido –la historia, la física, el latín, la literatura, la biología- y en la realidad que desea explicar, igualmente objetiva. Pero lo importante es que este valor es una tarea educativa tan principal como la asimilación de nuevos conocimientos. No sólo no puede darse sin ellos; es que la educación forma al alumno en la medida en que lo hace un ser moral, es decir, lo convierte en una persona que valora y disfruta de la realidad de la que forma parte. Por supuesto, en esta primera aproximación, la educación moral en nuestras escuelas no significa un cierto código ético o unas normas concretas que el alumno debe seguir. Significa que es imposible en una buena educación no enseñar la positividad de la existencia de lo creado –de que es bueno, bello y verdadero- y de que, en consecuencia, necesitamos conocerlo y apreciarlo (amarlo) para su disfrute y conservación. Ya afirmamos que una instrucción pura es lógicamente imposible. También afirmamos que la enseñanza del valor no está reservada a la familia. La escuela debe enseñar que todo merece la pena de ser vivido (incluso el sufrimiento) y por tanto todo merece la pena ser conocido. La necesidad de una educación moral se deduce de la condición ontológica de la libertad humana. Es una necesidad antropológica de primer orden, básica. Además, hay una segunda razón de tipo gnoseológico: la educación debe asociar lo que el alumno aprende con su significado colectivo, con lo que supone para la sociedad en que vive la historia, la literatura, las matemáticas o la filosofía que aprende. Debe saber que las ciencias, las humanidades, el arte, la religión son saberes cuyas respuestas son colectivas, universales, que otros las cultivan y dan la vida por ellas. No son conceptos desencarnados o conocimientos útiles para alguien en particular, sino que son respuestas colectivas que enriquecen la vida de los pueblos. Esta dimensión cultural, que 110

es primordial, tiene un componente eminentemente gnoseológico. La segunda acepción de libertad es la del libre albedrío. Quizá sea la más reconocible para la mayoría. Por el libre albedrío la persona elige entre diversas opciones propuestas. Como en la ocasión anterior sólo expondremos algunas reflexiones educativamente relevantes respecto de este tipo de libertad. Es un dato antropológico evidente que la persona es libre de elegir. La libertad de elección, por supuesto, no es absoluta. En ella apreciamos límites, pues somos seres finitos. Cuando Sartre afirmaba que “estamos condenados a ser libres” aludía a ese dato antropológico primario. La educación debe formar la libertad de elección del alumno y a la vez debe fomentarla según las etapas vitales por la que pasa el joven Elegir algo entre varias opciones supone siempre desprenderse de aquello que hemos desechado y adherirnos a lo elegido. Por tanto, la libertad de elección es también libertad de desprendimiento, de desapego. Saber que no es posible tenerlo todo, reconocer en suma nuestra finitud o limitación. Pero, lo que es más importante, supone comprometerse con lo elegido, ser fiel a ello. La libertad de elección ofrece una magnífica oportunidad al educador para enseñar el valor de la fidelidad o del compromiso hacia aquello que el alumno ha elegido voluntaria y libremente. Frente al concepto de libertad que tiene el nihilismo –la libertad como la carencia de compromisos, la capacidad omnímoda de libertad de acción del sujeto- el libre albedrío humano exige el compromiso con la elección tomada. Por supuesto, la mayoría de nuestras elecciones pueden ser revocadas o rectificadas, pero ello no suprime el hecho de que la elección siempre supone el descarte de lo no elegido y de que deseamos perseverar en nuestra elección en la medida en que comprobamos que ha sido una elección buena. En la institución escolar se dan muchas ocasiones en las que el alumno y sus familias deben elegir. La elección de amistades, la elección de optativas, la elección de modalidades de bachillerato o de ciclos formativos, la elección de estudios universitarios. La elección de docentes que, por su modo de ser o enseñar, sabemos que nos aportan algo distinto. Por supuesto, en el día ordinario de la vida escolar hay muchas elecciones dentro del aula. Pero también fuera: elegir estudiar o no hacerlo es quizá la elección primaria. De hecho educar el libre albedrío no es tarea fácil ni rápida. La familia tiene un papel excepcional, pero los centros docentes son lugares idóneos para practicar esta modalidad de libertad personal; igualmente son lugares donde se aprecia con facilidad si hay una correcta educación de la libertad de elección del joven. Además del compromiso y la fidelidad, el libre albedrío permite introducir al alumno en la responsabilidad. Educar es en gran medida formar en la 111

responsabilidad a nuestros jóvenes. Ser responsables supone asumir las consecuencias de lo elegido y del compromiso que hemos contraído. Si nos fijamos, el libre albedrío nos aboca al reconocimiento de nuestros límites, puesto que la libertad nos vincula con lo que hemos elegido libremente y nos desvincula con lo que hemos descartado. Pero además nos vincula con las consecuencias de nuestras elecciones, sobre las cuales respondemos ante los demás, ante la conciencia propia y ante Dios. Educativamente, pues, el libre albedrío ofrece formidables posibilidades. Volvemos a comprobar que la libertad es relevante en el ámbito educativo desde una perspectiva moral. Con expresión infeliz –afortunadamente ya en desusolos valores asociados a este tipo de libertad son valores transversales, es decir, que atraviesan buena parte de las actividades docentes sin identificarse con alguna en particular. El sistema educativo debe fomentar la libertad de elección de los alumnos. También de los padres. No sólo garantizarla, sino fomentarla. La rigidez de nuestro sistema se diría que sospecha de la capacidad de elección de familias y alumnos. En ese sentido hay que profundizar en la diversidad de proyectos educativos, en la diversidad de los propios centros públicos (diversidad en su oferta educativa y en su modo de organización) y en un sistema que ofrezca muchas más posibilidades de elección a los alumnos, según sus intereses y expectativas intelectuales y laborales. Volvemos a destacar que la necesidad personal de elección no es una necesidad cultural o política. Es un hecho antropológico. El respeto a la persona del alumno se calibra no en discursos retóricos, sino en que la sociedad ofrece posibilidades para que las exigencias constitutivas del ser humano se vean satisfechas. Ésta es una de ellas. Toda política educativa que restrinja la libertad de elección o la encauce por vías políticamente sectarias es una violencia al núcleo más íntimo de la interioridad personal. Hay una última acepción de la libertad, la libertad moral. Se entiende por ésta la capacidad personal de realizar el esfuerzo de lograr bienes que no son fáciles de adquirir. Por la libertad moral no sólo nos planteamos proyectos, sino que luchamos por realizarlos. Tenemos la suficiente fuerza o energía interior para conseguir el bien que nos proponemos –o al menos intentarlo seriamente-. Llamamos libertad a esta capacidad personal porque ella nos exige autodominio. En efecto, es una experiencia humana universal la existencia en nuestro interior de inclinaciones o disposiciones que nos alejan de aquello que sabemos que es un bien. Ovidio lo formuló magníficamente cuando escribió: “me doy cuenta de lo mejor y lo apruebo, pero secundo lo peor”. San Pablo expresa la misma idea en Rom 7, 19: “Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo”. 112

El autodominio permite a la persona no estar atada a esas inclinaciones que empujan a la persona a hacer aquello que no desea o sabe que no es un bien. Supone, pues, lucha. La tradición espiritual la ha identificado con una ascesis purificadora del alma. Pero desde un punto de vista meramente humano la experiencia es común a cualquiera: el bien que deseamos muchas veces es resultado de una lucha interior porque en nosotros no surge espontáneamente el esfuerzo por conseguirlo, sino más bien lo contrario. Desde un punto de vista educativo esta realidad humana es evidente e importantísima. Al alumno se le exige constantemente la realización de tareas que no son de su agrado, pero que él reconoce necesarias y buenas. Desde levantarse pronto, hasta los deberes del estudio y la atención en clase y en su casa. La labor del estudiante es de renuncia, sacrificio y esfuerzo personal. Aquel alumno capaz de vencer sus disposiciones naturales contrarias a las exigencias académicas, tendrá más posibilidades de progresar que quien no las vence. Aquí apreciamos ciertos valores fundamentales que moldean el comportamiento del buen estudiante: orden, autodominio, capacidad de renuncia, laboriosidad, diligencia, disciplina, obediencia. Estos valores en absoluto son espontáneos y responden a un trabajo de años tanto en la familia como en la escuela. El sistema educativo tiene que estar configurado para que esos valores sean fundamentales y comunes a todos nuestros alumnos. Sin embargo, sabemos que no es así. No sólo eso: parece más bien que promueve valores contrarios. Sería interesante conocer hasta qué punto el fracaso escolar de nuestro sistema educativo no está causado tanto por una falta de motivación, de calidad o de inteligencia, cuanto por una incapacidad del sistema educativo y de las familias por inculcar a muchos de nuestros jóvenes estos valores primordiales. El cultivo de la libertad moral exige a las instituciones docentes una constante colaboración con las familias. Pero también exige –y esto es de una importancia que no se suele apreciar- que el centro docente encarne esos valores que desea que sus alumnos practiquen. Nos referimos a cada uno de los profesores, como a las instalaciones. La puntualidad del docente, el orden expositivo de sus enseñanzas, su autodominio ante situaciones conflictivas o exigentes, su laboriosidad fuera de clase son valores educativos extraordinariamente importantes. Igualmente, unas aulas ordenadas y limpias, una correcta ventilación y luminosidad de los pasillos –incluso un diseño arquitectónico del centro- ayudan de un modo informal a facilitar el ejercicio de la libertad moral de los alumnos. Hemos seguido la terminología más frecuente y estamos refiriéndonos a valores y no a virtudes. Sin duda, la palabra más adecuada sería esta última. Porque ya Aristóteles enseñó que una virtud es un hábito que nos conduce en nuestro obrar al bien. La virtud no es espontánea, sino que se adquiere con 113

perseverancia y constancia; una virtud, además, necesariamente nos hace buenos y, por ello, la apreciamos y la deseamos. La libertad moral es ejercicio de virtudes para que podamos actuar de un modo libre y moral. Es cierto que la libertad moral, como el libre albedrío, puede ejercerse inadecuadamente, como Ovidio o San Pablo reconocían. De ahí lo necesario es que en una educación buena –en una educación de calidad, como se dice actualmente- se enseñe al alumno a educar su voluntad. Afirmar que el autodominio debe ser una de las principales tareas educativas es poner la autonomía del alumno como una de las metas de nuestro sistema, compartida con las familias. Pero por autonomía no se entiende lo que el nihilismo defiende. El nihilismo actual, como hemos visto, percibe la autonomía como la capacidad del alumno de ser autosuficiente. Es verdad que esa autosuficiencia debe ser educada –no es innata-, pero sigue siendo uno de los ideales educativos actuales. La correcta autonomía se halla en el valerse por sí mismo para alcanzar el bien y así hacer el bien. Pero esa tarea es continua y necesita también de los demás para ser fieles a ella. La idea ilustrada de que ser autónomo es darse a sí mismo las leyes (morales o de conducta) para obrar el bien se contradice con la experiencia humana de la necesidad de los demás para poder hacer aquello que sé que es bueno y no porque los otros me lo proporcionen o faciliten, sino porque los necesito para lograr mi propósito. Sin “los demás” (padres y enseñantes) no hay educación. Y la relación que se establece entre el joven y el maestro es de ayuda. José María Barrio lo explica así: “En el uso de la libertad ninguno podemos ser sustituidos. Pero sí podemos ser ayudados. Pienso que es justamente éste el papel antropológico de la tarea educativa. Consiste la educación en una relación humana de ayuda. Es lo más característico de la relación educativa: que pone al educador en una situación autoritativa –no autoritaria- de ayuda respecto del educando. Cualquier relación humana se establece con vistas a un fin, y en ésta, a diferencia de lo que ocurre en otras relaciones humanas –como pueden ser, por ejemplo, las mercantiles- el fin es el perfeccionamiento de la persona en tanto persona. Se trata, en suma, de un fin primordial ético” (2010; 192). Nos interesa destacar el hecho de que no hay educación sin esa labor de ayuda y orientación –no de mero acompañamiento o entrenamiento, como quieren los constructivistas- del adulto al alumno. La autonomía de éste será tanto mayor y mejor cuanto más efectiva sea la ayuda recibida. Por tanto, la autonomía no es autosuficiencia, sino el reconocimiento de la menesterosidad existencial sólo paliada por la ayuda de los demás. Somos tanto más autónomos cuanto más 114

necesitamos de los demás. Semejante paradoja no lo podrá entender jamás el nihilismo pletórico de relativismo individualista y orgullosa autosuficiencia. Es evidente que estas tres acepciones de libertad están íntimamente conectadas. De hecho se viven de un modo unitario; pero también es verdad que cada una de ellas ofrece aspectos diferentes, aunque complementarios. Lo que no hay duda es que educar supone siempre educar la libertad de la persona en esas acepciones. Una buena educación ayuda al alumno a ser un futuro hombre libre que busca el bien y aprecia el valor de lo real. En consecuencia, la respuesta a la crisis educativa debe empezar por recuperar de verdad la centralidad de la persona del alumno bajo los ejes de su dignidad y libertad. Es necesario un cambio de paradigma antropológico, el cual es externo a la escuela; es decir, se necesita un cambio cultural de gran envergadura para que nuestro sistema educativo, marcado por el constructivismo, el utilitarismo y el relativismo, cambie de rumbo. La tarea puede parecer ingente. Sin embargo no lo es tanto como parece. En efecto, la violencia que ejerce el nihilismo debe ser tan fuerte en cada uno de nosotros y en las instituciones políticas que su implantación real es más limitada de lo que parece. Es cierto que las ideas dominantes, las leyes, el discurso oficial educativo –la formación de los futuros docentes, por ejemplo- están teñidos de la pseudociencia constructivista junto con una filosofía idealista y subjetivista. Pero la fuerza de la realidad siempre surge. A pesar de todo, las personas del alumno y del profesor tienen unas necesidades constitutivas espirituales que son hechos, aunque ignorados culturalmente. A pesar de todo, hay profesores cuyo trabajo está marcado por una única preocupación: la de enseñar al alumno. A pesar de todo, las diferencias individuales existen y siguen siendo relevantes, aunque muchos se empeñen en negarlas. A pesar de todo, no todos los estudiantes son iguales mostrando diferentes inclinaciones profesionales o académicas. La fuerza del nihilismo es grande y destructiva. Pero la naturaleza humana y, sobre todo, la fuerza de la realidad del alumno y de sus educadores siempre surgen poderosas. Lo mismo cabe decir sobre la llamada crisis familiar. Aunque haya ideologías que quieran destruir la institución familiar, la familia permanece. La institución natural de la familia no es inmune a sus ataques, pero al responder a la naturaleza de cada uno de sus miembros, la familia se reviste de una fuerza que ninguna ideología tiene. Análogamente la escuela de la ignorancia no es escuela, sino institución inútil donde se imparte en el mejor de los casos “habilidades o técnicas” con fecha de caducidad. Pero la escuela de la ignorancia no es escuela, pues lo propio de una institución docente es el conocimiento de las ciencias, las humanidades, las artes y la técnica. A través de ellas el alumno, además, conoce y se integra al bagaje cultural del pueblo al que pertenece. 115

Si todo ello no se produce, tenemos un gran problema generacional, pues nuestros jóvenes no saben nada. Pero también tenemos un grave problema político, puesto que un pueblo cuyos jóvenes no saben nada no es capaz de renovarse. Ahora bien, la escuela por definición sustituye la ignorancia por saber, la desorientación por la orientación, la dificultad de tratar con el mundo por pautas objetivas culturalmente comprobadas y seguidas por otros. Ninguna ideología puede cambiar esa realidad. La existencia de docentes alejados de los planteamientos nihilistas –los hay y muchos-, que no se dejan engañar y que sufren al ver a sus alumnos sumidos en una ignorancia autosatisfecha, se parecen a aquellos padres que aman a sus hijos sin saber cómo ayudarles, pero que con su preocupación ya les están dando un ejemplo de amor que sin duda les reporta un modelo a seguir. La existencia de muchos centros con unos proyectos educativos bien definidos y una forma de trabajar homogénea son también garantía de que, a pesar de la crisis cultural, muchos jóvenes están en buenas manos.

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6.3 El docente como pieza educativa clave Si en las ideologías contrarias a la familia la figura del padre ha sido atacada duramente, cabe decir lo mismo con la figura del maestro en la institución escolar. No es extraño, pues ambas representan la autoridad. Hemos ya analizado cómo el constructivismo, por el igualitarismo que defiende, no acepta que en nuestras escuelas e institutos haya autoridad. Pero, lo que es más grave, puesto que se desprecia el conocimiento, el docente pierde la autoridad que tiene al poseer un saber que se aprecia de poco valor. El único poder del docente se deriva de que decide quién aprueba y quién no, pero incluso esto está sometido a críticas: no pocos pedagogos constructivistas critican el tradicional examen, para sustituirlo por complejos mecanismos de evaluación donde el conocimiento adquirido por el alumno se diluye en refinados procedimientos tan aparentemente objetivos como inútiles. La situación ha llegado a tal extremo que la persona del maestro se ha visto afectada. Y así como hay cada vez más casos de agresiones de hijos a padres, también tenemos cada vez más agresiones (no sólo físicas, que son pocas) a la persona del docente. Lo curioso es que muchas de esas agresiones vienen de familias. Estamos ante una de las contradicciones del sistema. Por un lado, la institución escolar despoja de una autoridad real al docente, pero por otro le asigna una función social que le obliga a controlar el comportamiento de los alumnos y lo que han aprendido. La situación es lo suficientemente grave como para que se aprecie fácilmente. De hecho lo notan no sólo los profesionales, sino los alumnos y sus familias que, en situaciones difíciles, quieren sacar provecho de esa debilidad estructural del docente. Durante muchos años se quiso negar esta fragilidad propia del oficio de enseñar. Se ha visto por parte de algunos que una de las condiciones para recuperar el prestigio de nuestro sistema educativo es la recuperación de la autoridad del profesor. Incluso alguna Comunidad Autónoma ha legislado al respecto aprobando una Ley de Autoridad del Profesorado. Es curioso comprobar que, a medida que se han incorporado todo tipo de medios para la mejora de la calidad educativa y se han mejorado las condiciones laborales de los docentes, éstos han perdido autoridad. No sólo autoridad. También prestigio y consideración social. La venerable figura del maestro de antaño, mal pagado y sin apenas medios, tenía un gran reconocimiento social. Encarnaba virtudes que la sociedad consideraba necesarias: honestidad, dedicación, entrega, sacrificio y conocimiento. La falta de medios lo suplía con unas cualidades personales ampliamente reconocidas. Además, poseía una característica singular que hasta hace poco se consideraba muy importante para la profesión docente: vocación. Siempre se ha pensado que la profesión docente –como la del médico, la militar o el sacerdocio- es 117

vocacional. La vocación es la respuesta a una llamada interior que la persona escucha y sigue. La profesión docente no la puede desempeñar cualquiera. Y no se trata de los conocimientos técnicos que el profesional debe poseer, puesto que cualquiera puede adquirirlos con empeño. Se trata sobre todo de la dedicación personal íntegra que supone la docencia, la cual exige una entrega y un compromiso del maestro con el alumno. La entrega y el compromiso son actitudes personales muy exigentes que no todos pueden o quieren vivir. Sin embargo, sin ellas, la enseñanza es mera repetición de datos, ideas o ejercicios sin mucho sentido. Frente a este modelo vocacional tenemos el modelo de “gestor de procesos” que hemos explicado en páginas anteriores. No es fácil que un gestor de procesos tenga mucho reconocimiento –entre otras razones porque es difícil saber qué es eso-; sin embargo, un maestro (de escuela o universitario) es un profesional que vive para la persona de sus alumnos. Es posible que algunos piensen que antaño la vocación de enseñante fuera heroica. Sólo unos pocos –los vocacionales, pero no los mejores- estaban dispuestos a inmolarse en una profesión poco apreciada materialmente. Pero sabemos que no es verdad. En España ha habido excelentes maestros de escuela, anónimos la mayoría; magníficos profesores de institutos –algunos todavía recuerdan el prestigioso cuerpo de catedráticos de instituto con sus duras oposiciones, todo ello desaparecido desde la LOGSE- e inspectores de educación que, salvando un periodo de extrema politización y fácil acceso en el cuerpo, han mostrado y siguen mostrando una muy sólida preparación profesional. Todos ellos, competentes en sus labores, han vivido de una manera u otra su vocación docente y la han desarrollado con independencia de las leyes, del régimen político o de las penurias materiales o laborales del momento. En los últimos veinte años, sin embargo, el acceso al trabajo docente ha sido fácil. La extensión de la enseñanza pública ha producido muchas plazas en todas las materias; la construcción de colegios e institutos en pueblos ha exigido nuevos docentes en todos los lugares de la geografía española. Sin duda, es una buena noticia la extensión de la enseñanza, pero ha traído una desventaja de no poca importancia: la bajada del nivel de exigencia científica de los nuevos docentes y el hecho de que la vocación no sea importante para elegir la profesión ni para continuar en ella. Estamos ante un problema de capital importancia para la mejora de nuestro sistema. Si queremos una escuela de calidad, necesitamos docentes de calidad. La calidad se basa en unos acreditados conocimientos científicos (titulación universitaria y oposiciones, en su caso) y en una formación pedagógica. Pero la 118

formación pedagógica actual está determinada por el constructivismo, que arranca de raíz cualquier insinuación vocacional de la profesión –además de la gravedad de todos sus otros planteamientos- por considerarla acientífica. De este modo el buen maestro o el buen profesor de secundaria es quien posee una serie de conocimientos técnicos –a veces ni eso: son “habilidades”- que le permiten planificar ante los alumnos lo que debe enseñar. Al hecho de que no se necesita vocación alguna para ser docente se añade el hecho de que el nivel de exigencia para acceder a la función pública ha disminuido notablemente. Ya hemos dedicado algunas reflexiones sobre ello. Piénsese que estos dos hechos han provocado la sensación de que cualquiera puede dedicarse a la enseñanza. Pero lo cierto es que no es así. No bastan los títulos; para una buena educación se necesitan docentes dispuestos al compromiso personal con los alumnos, capacitados intelectualmente, con el deseo de educar enseñando. En consecuencia, es necesaria la revisión de la selección del profesorado y su formación permanente. Un buen centro docente es aquel que en él trabajan profesionales con preparación y con la preocupación por ayudar al alumno a crecer intelectual y moralmente. El principal motivo profesional debe ser esta última preocupación. En ese sentido, la selección en la escuela pública debe realizarse a través de unas pruebas selectivas suficientemente severas para que sean los mejor preparados quienes accedan a la función pública. Sobre lo segundo, sólo la praxis diaria puede informarnos sobre la calidad real de la docencia de un profesor. No obstante, a diferencia de España, la mayoría de los países han cuidado la selección del profesorado. En nuestro caso, ha sido una constante machaconamente repetida la de que la calidad era directamente proporcional al gasto invertido en el sistema educativo. Son pocos quienes se han atrevido a denunciar esa falacia no corroborada por los hechos http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=22077. Sin duda, es necesaria una inversión en educación y, como en todo, cuanto más dinero en principio será mejor. Pero lo cierto es que la ingente cantidad de dinero invertido en nuestro sistema desde los años noventa no ha producido mejora alguna. En cambio, lo que sí está contrastado por otros sistemas educativos y por informes internacionales de solvencia, como el informe McKinsey, es que lo que define la calidad del sistema educativo es la calidad del profesorado. Curiosamente en nuestro país este es un debate completamente ignorado. Estamos ante uno de esos asuntos en los que la política manipula un diagnóstico cabal de la realidad. En efecto, si el igualitarismo se ha impuesto respecto de los alumnos –el esfuerzo personal, los méritos individuales y las diferencias son olímpicamente ignoradas-, en el ámbito docente ha sucedido lo mismo. Las diferentes categorías y cuerpos docentes desaparecieron, incluso 119

los maestros de primaria pudieron acceder a ciertos niveles de enseñanza en la ESO. La capacitación científica fue cada vez menos considerada a favor de las nuevas exigencias pedagógicas de moda. No se trataba, a comienzos de los noventa, de seleccionar a los mejores profesores posibles, sino de un sistemático adoctrinamiento de los ya existentes, reconvirtiéndolos, y de la imposición, vía temario de oposiciones, de los nuevos dogmas constructivistas. En suma, se trataba de conformar un profesorado domesticado. Sindicatos de profesores, partidos de izquierdas y una derecha que no sabe ni opina han sido los responsables de esta situación. En ese contexto, como en el actual, plantear una seria selección del profesorado es una herejía política para muchos. Sin embargo, es una condición indispensable para la mejora de nuestro maltrecho sistema. Ideologías aparte, aquellos sistemas educativos que mejor resultados arrojan son los que tienen un profesorado de alta calidad y muy considerado socialmente. Son países que, quienes se dedican a la enseñanza, ejercen una profesión envidiada y que muchos desearían ejercer y no pueden. Lo contrario que en España. Para muchos la educación ha sido una profesión de muy fácil acceso, cómoda en su ejercicio, con ventajas que compensaban el poco prestigio social que normalmente posee. Inger Enkvist (2011) pone el acento en este asunto. Afirma: “Lo importante no es tanto la inversión en edificios ni en materiales, sino la inteligencia y la preparación del profesor. ¿Qué hacen los países más exitosos?: 1. Eligen a sus futuros profesores entre los mejores alumnos que salen del bachillerato; 2. Para poder hacerlo, les pagan tanto como se paga a otros profesionales de alto nivel; 3. Los educan con los mejores profesores universitarios; 4. Les garantizan un puesto de trabajo después de la formación; y 5. Les dan un seguimiento durante los primeros años de ejercicio de la profesión.” (2011; 40). La reflexión de la investigadora sueca es consecuencia del Informe McKinsey y no describe la selección de los profesores de un país en particular. Como se ve, la alta valoración social del docente es fundamental para la correcta selección, puesto que se eleva notablemente el nivel de exigencia profesional a la par que su reconocimiento profesional y económico. La profesión docente en esos países es atractiva, pero sólo los mejores acceden a ella. Si pensamos que el docente es un mero acompañante, la calidad de éste carece de importancia. Lo que importa es el alumno. Pero precisamente porque lo que importa es la formación del alumno, es fundamental la calidad del profesorado. Un ejemplo de la importancia del profesorado es Finlandia. Últimamente muchos ven en Finlandia el espejo donde mirarse: ese lugar al que nos gustaría parecernos. Sin embargo, España es muy distinta de Finlandia y lo que 120

debemos hacer es analizar cuáles son sus aspectos destacables y adaptarlos a nuestro modo de obrar. Pues bien, muchos han visto una paradoja –incluso una contradicción- entre los buenos resultados finlandeses y la implantación del constructivismo (y la escuela comprensiva, por ejemplo). Esa paradoja la explica Enkvist del siguiente modo: “…los pedagogos de la Universidad de Finlandia utilizan una terminología similar a la del resto de pedagogos; en otras palabras, la diferencia no está en el discurso como en la práctica. Los pedagogos finlandeses hablan también del constructivismo, de aprender a aprender y de colocar al alumno en el centro del proceso de aprendizaje. Se oye la misma terminología que se usa en otros países, pero el contenido se entiende de manera menos radical en Finlandia. (…) Los profesores que orientan a estos futuros docentes constatan que la práctica tiende a no corresponder a la teoría pedagógica, y que hay poca investigación sobre cómo se debe orientar a un futuro docente” (2011; 110). Así pues, Finlandia nos enseña algo muy importante que no interesa a muchos enfatizar. Nos muestra que en Finlandia, más allá de la teoría o de la política, hay un empeño sincero y genuino de afrontar los problemas prácticos y resolverlos según el análisis de los resultados obtenidos. Esta actitud práctica, que se atiene a la identificación de los problemas y a buscar soluciones que arrojen resultados aceptables –una actitud no dogmática, basada en el bien del alumno y en el progreso del país- es lo más destacable del caso finlandés. Es lo que realmente deberíamos aprender en España. En el caso que nos ocupa, en Finlandia han concluido que los mejores deben ser los que preparen a las generaciones jóvenes. No es difícil llegar a esa conclusión. Sin embargo, nuestro sistema educativo ignora sorprendentemente ese hecho. Cumplir las cinco condiciones que hemos apuntado con el primer texto de Enkvist, supondría una profunda remodelación legal de nuestro sistema educativo (incluido el universitario) y, más aún, un severo cambio en nuestra cultura sobre la importancia del papel actual del profesor en la vida de nuestros jóvenes y en la construcción del país. Una escuela de calidad es una escuela en la que trabajan los mejores. No vale cualquiera para la alta responsabilidad de enseñar. No obstante, en España la calidad se coloca en otros factores. Justamente en aquellos aspectos que el informe McKinsey considera poco relevantes: “El informe McKinsey también demuestra que son menos exitosas medidas como pueden ser: 1. Invertir más dinero en la educación de manera general; 2. Dar más autonomía a los centros docentes sin cambiar otra cosa; 3. Disminuir el número de alumnos por grupo; o 4. Aumentar los salarios de los profesores sin cambiar nada más” (2011; 40). 121

La política educativa española, sin embargo, entiende la calidad en sentido contrario. Habrá más calidad necesariamente si invertimos gran cantidad de dinero en el sistema; aumentará la calidad necesariamente si hay pocos alumnos en las clases; la calidad es mayor necesariamente si los docentes cobran más o si los centros docentes tienen más autonomía. Pero la evidencia empírica rechaza la condición de necesidad de esas actuaciones. Las características apuntadas –tan fundamentales para los sindicatos que a veces parecen ser consideradas como derechos adquiridos- no son condiciones necesarias para un sistema educativo de calidad. Lo que sí es una condición indispensable es la alta cualificación profesional de los docentes. Lo demás mejorará o empeorará el sistema, pero no lo hace de calidad. Topamos en este punto con la política. El cambio de perspectiva que requiere nuestra educación supone una variación de los planteamientos por parte de los sindicatos de profesores. Pero también se requiere un cambio notable en la formación universitaria de los futuros docentes. Las escuelas de Magisterio, copadas por defensores del constructivismo, y los sindicatos, imbuidos en una mentalidad corporativista y politizada, son actualmente obstáculos para ese cambio de paradigma que tanto necesitamos.

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6.4 La escuela como agente moral Hemos defendido que la escuela es siempre moral. Es imposible que no lo sea. Pero que sea moral no significa que sea adoctrinadora. El adoctrinamiento surge cuando se quiere imponer una visión científica, política, moral o religiosa no suficientemente acreditada culturalmente (o sectaria) y, además, en contra del parecer de las familias. Por tanto, cuando defendemos que la escuela es siempre moral, pero no necesariamente adoctrinadora, no estamos pensando en un cierto código moral, cerrado y muy bien definido, sino en una descripción que podríamos llamar “abierta”, susceptible siempre de ser precisada por los proyectos educativos de los centros. El investigador social William Damon ha definido en una serie de puntos lo que se puede entender por moralidad en esta acepción abierta que propugnamos. Lo hace atendiendo a los estudios realizados respecto de la moralidad en niños y jóvenes: “1. La moralidad es una orientación evaluativa sobre acciones y hechos que distingue el bien del mal y prescribe la conducta según el bien. 2. La moralidad supone un sentido de la obligación basado en pautas compartidas por el colectivo social. 3. La moralidad incluye una preocupación por el bienestar de los otros. Esto significa que las obligaciones morales necesariamente se extienden más allá de los urgentes deseos egoístas de los individuos. La preocupación moral por los otros tiene componentes tanto cognitivos como afectivos e involucran implicaciones tanto para el juicio como para la conducta. 4. La moralidad incluye un sentido de la responsabilidad sobre la acción de uno mismo y de los demás. Semejante responsabilidad puede expresarse mediante actos de humanidad, benevolencia, amabilidad y compasión. 5. La moralidad incluye una preocupación por los derechos de los otros. Esto supone un sentido de la justicia y una exigencia en la resolución adecuada de los conflictos. 6. La moralidad incluye una exigencia de honestidad como norma en las relaciones interpersonales. 7. Cuando hay infracción moral, se producen respuestas emocionales y de juicio perturbadoras. Ejemplos de esas respuestas son la humillación, la 123

culpa, el atropello, el miedo y el desprecio.” (1988; 5) En estos siete puntos el autor resume sus investigaciones sobre la moralidad de los niños. Como se puede apreciar, son puntos sobre los que habría unanimidad de criterio con independencia de las ideologías políticas o de los códigos morales existentes. También son aceptables por cualquiera que profese una religión o para el no creyente. Por último, permite entender la escuela como institución esencialmente colaboradora de las familias, lugar por excelencia de valores y virtudes morales. En efecto, la moral en primer lugar tiene que ver con el modo en que hemos de vivir –tiene que ver con el sentido de nuestra existencia- y ello supone que tiene que ver con el bien y el mal, como criterios que regulan nuestras acciones. Una educación, familiar o escolar, que renuncia al bien (sabemos que es imposible esa hipótesis), sería inhumana. No se correspondería con la naturaleza profunda del ser humano. Incluso la pura instrucción –por ejemplo, la resolución de un problema de física o la traducción al castellano de Homero- supone un bien: que el alumno conozca un aspecto de la realidad considerado como valioso y útil. Esta pretensión es moral. En la medida en que ese bien se atiene a la naturaleza del alumno y de la realidad aprendida es un bien objetivo y no meramente individual. Por ello, igualmente, no hay adoctrinamiento. Pero, en segundo lugar, la moralidad exige la idea del deber, sostenida a través de pautas precisas de conducta. Estas pautas no son arbitrarias ni responden al capricho de un individuo; tienen que ser sancionadas socialmente. El deber moral es uno de los elementos educativos más esenciales para la formación de la conciencia. Una educación escolar debe fundamentarse en la interiorización del deber en los alumnos. Ciertamente, suele ser en las familias donde se configura el deber como impulso y límite moral, pero la escuela lo refuerza extraordinariamente. Aquellos alumnos que no han interiorizado convenientemente el deber, suelen tener problemas escolares, pero incluso en estos casos –y con la ayuda de los padres- la escuela puede hacer un buen trabajo en este respecto. Un sistema educativo que no propugna el deber del estudio, que no lo valora suficientemente, que no premia a quien lo cumple, es un sistema enfermo. El primer deber del estudiante es estudiar, además de comportarse con respeto con compañeros y profesores. Sin embargo, nuestras escuelas han visto cómo el deber del estudio no era suficientemente protegido por unas leyes que, en virtud del igualitarismo, apenas premiaban al que estudiaba. Igualmente tampoco se ha cumplido suficientemente el deber de respetar al profesor, puesto que –ya lo comentamos- carece de la autoridad necesaria. Toda educación moral necesita una formación en el deber de las obligaciones. En la familia, pero también en la escuela. Este es uno de los aspectos en que 124

más tienen que colaborar ambas instituciones educativas. Cuando lo hacemos en la escuela, educamos moralmente. En tercer lugar, la moral necesariamente se ocupa de los demás. Pero no de cualquiera manera: se preocupa por su bienestar. Esta palabra, deliberadamente neutra, apunta a que el otro no es indiferente, sino que deseamos que a él le “vaya bien” o, con palabra filosófica, sea feliz. La moral busca la felicidad de los demás o, al menos, la prefiere. Entiende que los otros no son medios o instrumentos egoístas, sino compañeros de vida. La moral, pues, exige salir de sí mismos. El individualismo egoísta, el egocentrismo y todos los vicios asociados son moralmente censurables –pensamos todos- pues ignoran algún aspecto importante del prójimo. En la escuela educamos moralmente, también, cuando enseñamos a los niños y jóvenes a elevar su mirada más allá de sus intereses y problemas. Más precisamente: cuando les convencemos de que sus problemas o dificultades, sus vidas, no serían nada sin los demás; que lo les inquieta o les alegra es lo que a los demás les preocupa o les hace felices, es decir, que nuestros deseos y miedos son comunes. Los centros docentes son los primeros lugares en los que el niño va a medirse con los demás, sujetos ajenos, distintos y alejados del núcleo familiar. El descubrimiento de la riqueza de la alteridad para la identidad subjetiva nada tiene que ver con el individualismo, que es una deformación de lo que realmente son los demás. Educar la importancia de la alteridad en el desarrollo del niño es una de las tareas morales más importantes que tiene la institución escolar. El asunto es muy importante, pues conlleva consecuencias prácticas y teóricas. Prácticas, puesto que orienta la acción del muchacho; teóricas, dado que supone el aprendizaje de un juicio (una concepción abstracta) sobre los demás. La voluntad, la inteligencia y la afectividad están involucradas. Cuando se afirma que las escuelas no deben introducirse en la afectividad de los muchachos –que es asunto exclusivo de las familias-, no se sabe lo que se dice. La institución escolar está constantemente trabajando afectos en los alumnos: les inculca el sentimiento de culpa cuando no cumplen las obligaciones, les hace sentirse felices cuando muestran actitudes de generosidad o laboriosidad o, como en el caso que nos ocupa, alimentan sentimientos de amistad o de cuidado ante los compañeros de la clase. Todos esos sentimientos son alentados en los centros docentes y sus contrarios inhibidos. Ese trabajo de los afectos, sin embargo, no se hace a espaldas de las familias, sino que es complementario con el que éstas hacen en su hogar. Lo contrario sería extravagante (una escuela que propiciara la insolidaridad o la falta de respeto entre sus alumnos, por ejemplo). La educación moral educa el juicio, la voluntad y la afectividad. Si la escuela colabora con la familia, es precisamente en la educación moral donde esa colaboración es más precisa y evidente. No lo es en la impartición de contenidos 125

objetivos, pero sí en la moralidad; no puede ser de otro modo, puesto que la educación es, principalmente, educación moral en el sentido que hemos indicado en las páginas anteriores. Pensemos, por ejemplo, en el cuarto punto señalado por Damon: la responsabilidad. La educación de nuestros centros docentes debe fomentar un valor tan extraordinariamente importante; tienen que premiar la responsabilidad y sancionar la irresponsabilidad. Todo ello en colaboración, una vez más, con las familias. En los colegios e institutos hay innumerables formas de trabajar la responsabilidad de nuestros alumnos Es importante constatar que la educación moral se expresa a través de acciones. Éstas responden a juicios, pero también a afectos. Por ello es tan importante que la moral se enseñe mediante el ejemplo vivo de quienes tienen la obligación de vivir aquello que se enseña. No sólo se enseña ciencias o humanidades, sino valores fundamentales. De ahí que el docente deba convertirse en un modelo moral para sus alumnos tanto en el trabajo en clase, cuanto en el trato individual o colectivo con ellos fuera del aula. Este aspecto moral de la educación en un centro docente es básico y diferencia al buen profesor del que no lo es. Actitudes de generosidad, fraternidad, perdón, benevolencia, etc. no son espontáneas. La familia es el ámbito en el se introducen; si en el hogar familiar no se practican tales valores –y otros muchos- es muy difícil que el niño las aprenda en la escuela. Pero, trabajadas en la familia, la escuela y el instituto es un instrumento valiosísimo para fortalecerlas. Lo mismo acontece con la justicia. Toda educación moral busca que el sujeto sea justo en sus relaciones con los demás y luche por una sociedad justa (o moral). Supone la preocupación por el respeto a los derechos de todos e igualmente los sentimientos de identificación con los otros para conseguir ese ideal de justicia. Por lo demás, hace bien William Damon en destacar que cualquier comportamiento moral está basado en la honestidad esencial en las relaciones con los demás. Igualmente tampoco es espontánea esa virtud y, también, puede y debe trabajarse en los centros docentes. Trabajar la moral en nuestras escuelas e institutos no tiene por qué exigir actividades específicas. Nada más normal que una sana moral. Basta con que los docentes sean ejemplos morales vivos y que los comportamientos morales de los alumnos sean alabados y censurados los inmorales –siempre en colaboración con las familias- para que eduquemos moralmente a nuestros alumnos sin estridencias ni esfuerzos. El objetivo de la educación moral es educar nuestra conciencia. Educándola, educamos nuestros afectos y juicios. Por ello, cuando dejamos de ser honestos, somos injustos o irresponsables, cuando somos perezosos o irrespetuosos, 126

entonces deberíamos sentirnos mal. O al menos así debería ser en una conciencia bien formada. Al contrario, nos sentimos bien si nos reconocemos honestos, justos, respetuosos o responsables. Al final de la educación primaria, un alumno bien formado moralmente debe sentirse de esas dos maneras según sus actos. Si no es así, el alumno tendrá problemas de mayor o menor importancia en el instituto. Parece claro que la educación moral de la que hablamos no se identifica con ningún código moral en particular. Deben ser los proyectos educativos de los centros los que pueden concretar esos códigos morales y religiosos, que serán perfectamente válidos. Lo que parece evidente es que nadie va a cuestionar que los alumnos sean honestos o responsables, aunque no las sepamos definir estrictamente. Se podría decir que los siete puntos esbozados acerca de la educación moral son presupuestos universales avalados por las ciencias, la experiencia personal de cada uno y la intuición. (Se podrían añadir más, extraídos de la antropología, pero no es necesario prolongar más esta lista para nuestros propósitos). A partir de esos presupuestos, sin embargo, no es fácil hallar cualidades morales comunes. El error fundamental de la materia de EpC fue suponer la existencia de un consenso ético sobre lo que es ser un ciudadano. El rechazo de una notable parte de los padres evidenció que no existía tal consenso. Por ello la educación moral en nuestros centros públicos debe limitarse a trabajar comportamientos y afectos que sean culturalmente aceptables de modo abrumador. Por ejemplo, en nuestros colegios e institutos debe valorarse el pudor (en el vestir, en los comportamientos públicos de chicos y chicas, en el modo de hablar), pero es una práctica inadmisible obligar, en virtud de una formación moral basada en la ideología de género, a que chicos entren en el vestuario de las chicas, y a la inversa, para eliminar los prejuicios sociales sobre las diferencias de “género”. Esto no es más que ideología violenta. En nuestros centros deben fomentarse valores como el esfuerzo personal o la capacidad de superación –universalmente aceptadas- y penalizar la holgazanería y la pereza, contravalores en absoluto educativos. Recuperar una educación de calidad supone la recuperación de una educación moral en gran medida perdida. Es imprescindible que la escuela enseñe valores, que son los mismos que desean las familias para sus hijos. Creer que la moral está en exclusiva reservada a la familia es no entender que la sociedad genera valores de muchos modos y a través de varias de sus instituciones; la escuela, por su función, es una institución específicamente moral, que perfecciona la moral enseñada por la familia y la mejora en muchos aspectos. Si queremos jóvenes responsables, trabajadores, esforzados, solidarios, generosos, respetuosos de la verdad, los centros educativos deben contribuir 127

esencialmente a la construcción de una sociedad basada en esos principios morales de actuación. Lo hacen de modo distinto a como la familia educa y es esto lo que hace de los centros docentes más necesarios aún. En efecto, la impartición de pautas morales de conducta generalmente está asociada a la transmisión de conocimientos particulares complejos vividos además junto con otros alumnos. Hacen que el joven entienda que los valores propuestos –y los contrarios, como desaconsejables- es lo mejor para él como individuo y también como miembro de la comunidad. La autoridad del maestro, que es a su vez autoridad moral, ayudada por la autoridad de los padres, permite orientar eficazmente la voluntad, la inteligencia y la afectividad del alumno. Es imprescindible, pues, reconocer y apoyar la función moral del sistema educativo. Es uno de los factores principales de una educación de calidad o, mejor dicho, de una buena educación. Una educación de este género es una educación buena (moral) y una educación que enseñe correctamente. Resulta lamentable que hayamos perdido este ideal de educación buena. Es posible que la razón haya sido el nihilismo dominante que no acepta más pauta de conducta que la del beneficio propio y el igualitarismo. Una educación buena exige al alumno formarse, pero también exige que se reconozca que, por su evolución y predisposición, no todos los jóvenes muestran la misma madurez moral. No todos son igualmente responsables, ni laboriosos y ello supone normalmente consecuencias académicas. Que alumnos que ignoran el trabajo y faltan al respeto al docente y a sus compañeros pasen de curso como otro que es responsable y respetuoso no es en absoluto educativo para nadie: ni para el alumno inmoral ni para el que lo es. Hemos apuntado que en la escuela el responsable de la formación moral es siempre el maestro. Ahora bien, ¿cómo ejerce ese magisterio moral? Para contestar a esta pregunta es imprescindible darse cuenta que educar supone un proceso de conocimiento, cuyos dos protagonistas son el docente y el alumno. Y lo importante en ese proceso no es ni el profesor ni el alumno, lo importante es la relación misma entre ambos. José Penalva lo describe del siguiente modo: “…el objetivo del maestro es referir al alumno a su propio camino, pues cada camino de búsqueda –formación- es único, particular e insustituible. Pero es en la relación con el maestro donde se «enciende», mediante un proceso y tras una enseñanza de cualquier asignatura particular, la luz interior (la razón existencial) o la pasión por la verdad. La enseñanza es, en último término, una relación de libertades personales. Sólo desde esta relación puede ser despertada en el alma del joven en activo las potencias racionales del ser” (2006; 136). Por tanto, la formación moral depende de una relación en la que docente y 128

discente son igualmente importantes, pero en la que el maestro debe tener la iniciativa. El papel que juega el maestro es básico, pero siempre enmarcado en esa relación de conocimiento y aprendizaje. No vale una educación moral que consista en el mero discurso ajeno al proceso maestro-alumno, por ejemplo. Una formación en valores es principalmente una formación ejercida por el docente y vivida por él ante el alumno. Charlas o actividades protagonizadas por personas ajenas al centro pueden tener un efecto beneficioso en orden a la información de ciertas conductas, pero moralmente tienen poca influencia. La información, por sí misma, no educa: ayuda a una formación posterior que debe hacerse a diario. Análogamente, tampoco es útil moralmente la imposición. Es otra manera externa a la relación maestro-alumno, entendida como relación de libertades personales. La imposición, además, suele provocar reacciones adversas a las pretendidas. Dejemos hablar a Penalva que da la clave del papel del docente en la formación moral de los alumnos: “El profesor es el portador de esos valores realmente formativos. Por tanto, educativamente hablando, la persona misma del maestro es la realidad educativa clave y central. El paradigma constante del proceso de la enseñanza en los clásicos es la amistad.” (2006; 137). En efecto, la clave es que el profesor sea el portador de los valores que desean enseñar. En la escuela la autoridad moral del docente depende de su fidelidad a lo que enseña y a lo que dice ser al alumno. Si la autoridad paterna se muestra en la fidelidad a lo que los padres son de cara a sus hijos (ejemplos vivos de lo que quieren enseñar), también en la escuela el maestro tiene la autoridad que él mismo se gana siendo fiel a su relación con sus alumnos. Y si quiere enseñar trabajo y dedicación, él debe ser el primero, ante sus alumnos, de ser trabajador y atento; si el docente quiere enseñar disciplina y amor al conocimiento, debe ser él mismo disciplinado y apasionado por lo que enseña. Por ello no es exagerado afirmar que es la misma persona del docente la que es ejemplo vivo al alumno de una conducta moral edificada en valores estables. El docente no es un mero orientador, un gestor de procesos, alguien que ayuda que pasa por ahí. No. Es un referente personal para el joven que le permite ir aquilatando su existencia según unos valores universalmente aceptados. “la identidad misma del maestro es la compañía íntima que alimenta la inteligencia del alumno” (Penalva 2006; 138). Si la educación supone la formación de la libertad del aprendiz, la persona del maestro –como de modo más profundo la de los padres- es clave para la asimilación responsable de la libertad personal. Pero lo educativamente relevante es que, primero, el propio docente ejerce responsablemente su propia 129

libertad y el alumno lo aprecie. De todo ello se deduce que una nueva educación incluye la redefinición de la identidad del docente. Nótese que no hablamos de la función o papel social, sino de algo más grave: de la identidad de quien enseña. Esa identidad, hoy día, ha quedado borrada por la ideología constructivista y por una concepción funcionarial de la enseñanza. Precisamente las observaciones precedentes sobre la vocación docente cobran nueva comprensión si las unimos al papel moral de todo buen enseñante. Porque mucho más exigente que la burocracia administrativa es el ocuparse de los alumnos. No todos pueden o quieren asumir esa responsabilidad. Sólo los dispuestos a ello deberían ocuparse de la docencia. Renovar la educación en nuestro país exige necesariamente plantearse una reforma de la formación de nuestros docentes. Es perfectamente lógico que algunos centros concertados o privados seleccionen a su profesorado después de un curso de formación y de una entrevista personal. La selección del profesorado es clave para el tipo de educación que se quiere impartir, pues no basta una titulación universitaria. Se puede impartir matemáticas de muchas maneras, todas igualmente buenas o fallidas. El buen maestro es quien está dispuesto –lo primero es estar en esa disposición- a entablar una relación o encuentro entre él y sus alumnos con la intención de educarles (es decir, de enseñarles conocimientos objetivos y ayudarles a ejercer responsablemente su libertad). Como no es una tarea exclusivamente individual, sino colectiva, el centro educativo debe garantizar y preservar esa relación entre personas adultas y en formación, de modo que sus actividades lectivas, su organización y actividades extraescolares estén orientadas a ese fin. Este componente moral ineludible de la escuela y del profesor queda mancillado cuando la escuela se convierte en agente adoctrinador. Pero el adoctrinamiento huye de la libertad y de la verdad. Toda dictadura convierte a los docentes y al sistema educativo en correas de transmisión del poder político de turno. La imposición de una moral concreta –poco importa cuál- pervierte la función educativa de nuestros colegios e institutos. Pero la democracia no está a salvo de esos intentos, como ya hemos indicado con el ejemplo desdichado de EpC, los grotescos intentos de imposición de la ideología de género o las frecuentes charlas de organizaciones que convierten la homosexualidad en una opción individual del niño tan aceptable como cualquier otra.

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6.5

La dirección de los centros y la inspección educativa: elementos fundamentales de calidad

Al hablar de la calidad del sistema educativo se citan datos sumamente inquietantes como el alto nivel de fracaso escolar, el abandono prematuro, los mediocres niveles registrados por nuestros alumnos en matemáticas, lengua o ciencias (Informe PISA), etc. Los políticos insisten en medidas sobre la reestructuración de nuestro sistema docente mediante leyes orgánicas de unos cinco años de duración como media con la finalidad de mejorar la calidad. Hay un tácito consenso que el problema de nuestro sistema no es la equidad, sino una baja calidad. Hemos indicado que el elemento principal para la mejora de esa calidad es el docente: hay que mejorar su selección y formación hasta los niveles más altos; igualmente es necesaria una fuerte revisión de las enseñanzas universitarias – no sólo para las escuelas de Magisterio- que orienten en sus estudios a aquel que desea dedicarse a la enseñanza. La sustitución paulatina del paradigma constructivista, más difícil de conseguir, sin embargo es imprescindible. Se insiste con razón en que los centros deben profundizar en su autonomía, si bien los pasos en ese respecto son todavía muy insuficientes. Lo que curiosamente pocos inciden es en la importancia de la figura del director del centro y del papel del servicio de inspección. Sin embargo, son dos instancias que juzgamos esenciales para la configuración de un sistema eficaz. La situación administrativa del director de un centro docente es ciertamente peculiar. Es un docente del claustro que durante un cierto periodo de tiempo ocupa provisionalmente la dirección. Lo mismo acontece con sus compañeros de dirección (jefes de estudios y secretario). Por un lado es el máximo representante de la Administración educativa en el centro y por otro, paradójicamente, forma parte del claustro de profesores. Esa condición ambigua hace que el director tenga una posición extremadamente difícil: debe respetar y hacer respetar las directrices de los servicios educativos de los que forma parte como último eslabón, pero nunca de modo que pueda causar en el claustro –o, más extensamente, en la comunidad educativa de la que forma parte- malestar, tensiones o incomprensiones que le puede pasar factura una vez terminado su ejercicio de dirección. No es tarea de este estudio analizar las sucesivas legislaciones sobre la dirección de los centros, pero si lo hiciéramos sacaríamos una conclusión desconcertante. Encontraríamos que esa ambigüedad que debilita tanto el liderazgo necesario del director, es perfectamente calculada y tiene un componente político. En efecto, hemos subrayado cómo la escuela de la ignorancia quiere ser una 131

escuela democrática. La expresión en sí misma no deja de ser extraña, pero detrás de ella lo que expresa es la enseñanza de la democracia como modelo de participación ciudadana, lo cual parece implicar que la escuela misma sea democrática; así, su organización está dispuesta para que todos participen en igualdad de condiciones. Profesores, padres, alumnos, personal no docente participan en el Consejo Escolar, se reúnen en espacios habilitados al efecto y el llamado Equipo Directivo está obligado a facilitar todo tipo de información y presencia de todos los sectores involucrados en la vida del centro. Esta cultura democrática –exclusivamente formal, pero en absoluto real, porque apenas hay participación efectiva- ha erosionado el papel de autoridad del docente. No debería haber ocurrido, pero así ha sido. Y eso ha sido así por el igualitarismo estudiado anteriormente. Para la ideología igualitarista la democracia es una excelente excusa para limar las diferencias de funciones y responsabilidades de los miembros de un centro. Para el igualitarismo, la democracia se interpreta en clave relativista, lo cual es una gravísima merma para el ejercicio de la autoridad. La consecuencia es que la organización escolar ha estado supeditada a esa concepción igualitarista y relativista que, de modo manipulador y sectario, se identifica como “democrática”. Es obvio que según esa concepción quien más padece son las figuras de autoridad, a saber, el docente en su relación con el alumno (y sus padres) y el director del centro. Pues bien, esta situación con sus vaivenes ha quedado reflejada en la legislación. Sin duda, lo que más llama la atención es que, en comparación con otros aspectos del sistema educativo, la figura del director apenas tiene desarrollo normativo. Es como si no se supiera qué hacer con él. Pero lo fundamental es que esa ambigüedad no sólo es entendida como un obstáculo para su trabajo, sino como una condición democrática plausible y natural. Un docente hipotecado con su claustro –y con sus alumnos, pues sigue dando clase, y los padres- y a las órdenes de la administración. No nos parecen las mejores condiciones para el ejercicio de un vigoroso liderazgo. Culturalmente está aceptado que el director no debe separarse del claustro porque eso es lo democrático. Lo contrario sería desligarse de sus compañeros, alejarse de la docencia y perder de vista el trabajo del profesor común. ¿Cómo dirigir un centro perdiendo la perspectiva de un docente “de a pie”? Estos son los tópicos que se oyen como verdades absolutas; lo contrario sería caer en un repulsivo elitismo, impropio de nuestra escuela democrática. Por lo demás, lo que importa no es la figura del director. Quien decide es el equipo directivo. La democracia impone, al parecer, que las decisiones se tomen en equipo, aun cuando el responsable único sea el director (otra contradicción). Así pues, las decisiones, en grupo, producto de la discusión interna, el 132

intercambio de pareceres, el contraste de los distintos puntos de vista. En muchos centros esta manera de obrar se extiende al claustro e incluso al consejo escolar. En esos órganos todo se discute y se vota democráticamente eligiendo la opción mayoritaria como si los centros docentes fuesen algo así como parlamentos. El director, de ese modo, no se compromete –él no decide nada-, lo decidido ha sido muy democrático, puesto que ha sido discutido y votado y nadie puede presentar objeciones de fondo. Además de lo difícil que es discutir un asunto complejo por parte de cincuenta o más profesores con cierto provecho o, luego, debatir eso mismo en el consejo escolar con padres y alumnos cuya competencia es a veces escasa, piense el lector dónde queda el liderazgo del director. Un director así –muchos operan de la manera descrita- nunca puede ser líder de nada. Lo único que le preocupa es no tener demasiados problemas con sus compañeros que dirige provisionalmente y guardar las formas ante la Administración que le ha nombrado. Ahora bien, ¿quién puede ser director de un centro? No se piense que el mejor docente o aquel que se ha caracterizado por un compromiso contrastado con sus alumnos. De hecho, puede ser cualquiera. Las Administraciones han legislado cumpliendo la Ley orgánica del momento. En la LOMCE no hay variaciones apreciables. Será una comisión que dilucidará y puntuará el proyecto de dirección que presenten los candidatos; a tenor del proyecto la comisión –compuesta por miembros profesores, padres, alumnos y representantes de la Administración- votará la que mejor le parezca. En esta circunstancia, el voto de un alumno de 3º ESO valdrá tanto como la de cualquier profesor. El igualitarismo hasta el extremo. La democracia hasta lo ridículo. Pero aquí nos encontramos, una vez más, con otra contradicción del sistema: casi cualquier docente puede ser director pero casi nadie quiere serlo. En muchos centros hay serias dificultades para encontrar un candidato y sorprenden los centros donde haya más de uno. La razón es clara: por su propia condición ambigua la dirección no es deseada por los docentes. Cada vez hay más responsabilidades, pero se sigue siendo docente. Cada vez hay más trabajo, pero se sigue dando muchas horas de clase. La dirección supone unas dotes personales que no todo el mundo posee: flexibilidad, capacidad de diálogo, saber encajar todo tipo de críticas, etc. Por lo demás, las compensaciones profesionales son reducidas. Económicamente se ha mejorado en los últimos años, pero no es suficiente razón para asumir esa responsabilidad. Apenas hay otras compensaciones profesionales o administrativas. Y, por último, pero muy importante: la dirección supone o debería suponer una cierta identificación con la política de gestión educativa del gobierno. Esa identificación no se suele dar en el docente medio, que está harto de los vaivenes normativos y de cómo la educación es constante objeto de lucha 133

política. Pero esta situación tan anómala es incompatible con el liderazgo que debe ejercer un director actual. Así lo reflejan todas las investigaciones sobre dirección de centros. Una de las características de los sistemas educativos que arrojan buenos resultados es que la figura del director asume un protagonismo esencial y muy destacado respecto de los demás docentes. López Rupérez indica algunas de las características de este modelo de director (2006; 228-229): · · · · · ·

El director demuestra que aprecia el trabajo de quienes trabajan a su cargo tomando en cuenta sus opiniones. Lucha por crear un clima de confianza, promueve buenas relaciones entre los diferentes sectores de la comunidad educativa. Establece una estructura que estimula la participación y la delegación de responsabilidades. Abierto al consenso sobre las prioridades marcadas con el fin de crear una cohesión sobre los objetivos. Tiene elevadas expectativas acerca del rendimiento de los alumnos y demanda al profesorado innovación y eficacia. Invita al profesorado a la reflexión sobre su trabajo con los alumnos para la mejora continua de la enseñanza.

En cada vez más investigadores se abre paso la idea de que la profesionalización de la dirección de los centros es un aspecto de primer orden para lograr un sistema educativo de calidad. La formación del director debe ser específica y es muy conveniente que posea unas cualidades humanas que le permita acometer el liderazgo y arbitraje necesarios. En efecto, la clave de un buen director está principalmente en su formación sobre gestión, organización y legislación educativa; debe ser un profesional con acreditada experiencia docente que, no obstante, debe estar volcado en exclusiva (sin carga docente) a sus responsabilidades administrativas. El reciclaje continuo en la formación de los directores y su periódica evaluación, junto con las convenientes compensaciones económicas y profesionales, deberían ser elementos básicos del ejercicio de la dirección de los centros. Igualmente parece imprescindible que las Administraciones educativas prestigien socialmente la labor de la dirección de los centros docentes. Porque el director no debe ser un mero gestor, ni un mero árbitro, ni un representante de la Administración. Tampoco debe ser un docente que provisionalmente ocupa un puesto que al cabo de unos años deja para volver a sus tareas docentes. El director debe ser el “alma” del centro, aquel que marca una línea de actuación y de trabajar, que supervisa y controla. De lo que se trata es de dar una autoridad al director que hoy día no tiene. 134

Autoridad en sentido doble: capacidad de influir en la vida del centro, pero también capacidad de control y sanción ante quienes se desmarcan de los objetivos del centro. La función de control, reservada en exclusiva a la inspección, sin embargo, debería ser redefinida de modo que el director, bajo ciertas condiciones y cumpliendo una serie de requisitos, pudiera tener capacidad de sanción ante aquellos docentes que se desmarcaran por negligencia consciente de lo decidido por el claustro. Por supuesto, sería casos serios y excepcionales, pero la capacidad legal de sanción en esas situaciones ayudaría a entender al director como una figura de importancia. Pero esta situación está muy lejos de producirse. López Rupérez reflexiona así: “Una cultura enraizada en la educación española recela, básicamente, de la autoridad. Esta actitud de desconfianza se proyecta sobre los valores del profesionalismo que son, en sí mismos, un refuerzo de la autoridad vinculada, sin embargo, en este tipo de entornos con el liderazgo, la cooperación, la animación, la visión, etc. por tal motivo, constituye un error grueso de apreciación trasponer únicamente la faceta cooperativa de ese profesionalismo complejo al procedimiento de selección de los directores, invocando para ello la vieja retórica de la dirección democrática, colegiada y participativa que se asentó en nuestro país hace ya un cuarto de siglo y que se resiste a abandonar definitivamente la escena. Se trata de una gran confusión intelectual, de una vuelta al pasado, de un inmenso error” (2006; 229). El mismo autor vincula la necesidad de tener directores profesionales con la autonomía de los centros. Es sabido gracias a todas las investigaciones internacionales realizadas hasta hoy que la autonomía es una característica común a los sistemas educativos con buenos resultados. Pues bien, la autonomía no es un margen que la Administración concede generosamente a los centros para que éstos decidan –margen muy estrecho, por cierto-, sino que supone un gran reto para la comunidad educativa y en especial para el director. La autonomía docente exige directores bien preparados para ejercerla y ayudar a los demás a asumirla. Pues bien, López Rupérez llega a afirmar el profesionalismo de la dirección es una condición sine qua non para el ejercicio de una autonomía seria y eficaz. Añade: “Sin dicho refuerzo, cualquier incremento de la autonomía acercará a los centros educativos más al polo del caos que al de una mejora real y continuada de su rendimiento, de su moral y de su clima escolar” (2006; 230). La cuestión siguiente es cómo definir esa profesionalización. Sin duda, es un asunto que arroja diferentes interpretaciones y no está cerrado. Las vías podrán ser de dos tipos. El primer tipo consistiría en la constitución de un cuerpo 135

administrativo de directores de centros docentes (único o dividido según sea el centro de primaria o de secundaria). Es obvio que para el ingreso en el cuerpo sería necesario aprobar unas oposiciones, además un curso de formación. Se exigirían unas condiciones que acrediten que el candidato tiene la suficiente experiencia docente. La constitución de un cuerpo de este tipo garantizaría que el director no formara parte del claustro de docentes y se centrara en la gestión del centro sin responsabilidad en la impartición de clases. El director dejaría de ser enseñante a todos los efectos. Otra posibilidad es la selección por parte de la Administración del director de entre un número de docentes que hayan adquirido lo que podríamos llamar “la condición de director” (remedando la actual denominación de “condición de catedrático”). Sería una vía intermedia entre la actual y la creación de un cuerpo de directores. Esta segunda opción estaría abierta a aquellos que voluntariamente se sometieran a un curso de formación y lo aprobaran, tuvieran una evaluación positiva de su actuación como docentes (evaluación obligatoria que debería realizar la inspección educativa con criterios muy objetivos) y unos años mínimos de experiencia docente. Sólo podrían ser directores quienes tuvieran esa condición y estarían a disposición de la Administración de modo obligatorio cuando ésta tuviera la necesidad de ellos. Al finalizar cada uno de sus mandatos deberán ser evaluados y, en el caso de que lo fueran negativamente, perderían su condición de directores. Igualmente estarían obligados a reciclaje continuo, así como la Administración estaría obligada a proporcionarles la necesaria formación continua. Por supuesto, tanto en un caso como en otro el docente debe ser compensado profesionalmente. En primer lugar, en lo económico y, después, en su carrera profesional. Por ejemplo, de algún modo debería ser mérito de relieve –incluso requisito previo- para acceder al cuerpo de inspección educativa pertenecer al cuerpo de directores o poseer la condición de director. El modo en que se ejecute la profesionalización de la dirección de los centros es discutible, pero lo que está claro es la necesidad de especializar y profesionalizar la dirección. Resulta harto llamativo que en un mundo donde en todos los ámbitos profesionales y disciplinares cunde la especialización, en el ámbito educativo es prácticamente inexistente. Igualmente sorprende que no se imponga cuando es cada vez más compleja la tarea de la dirección de los centros: son cada vez más difíciles de afrontar las muy diversas funciones –no sólo educativas- que deben cumplir los centros de enseñanza, con lo cual no todos están capacitados ni personal ni técnicamente para acometerlas con diligencia. Una vez más, tenemos otro ejemplo de no atenerse a la realidad por razones políticas o ideológicas. La separación de un grupo de docentes de los claustros se entiende como un resabio clasista, elitista, antidemocrático. Incapaces de 136

comprender los problemas reales, muchos vuelven a creer que cualquiera vale para cualquier puesto: basta con buena voluntad y un poco de ayuda y comprensión. Unas buenas dosis de talante (democrático). Pero la complejidad de los problemas educativos, la gestión de los centros y, sobre todo, el imprescindible liderazgo del director son de por sí condiciones objetivas que seleccionan a las personas que deben desempeñar esa alta responsabilidad. Otro factor de calidad educativa es la inspección. Es muy extraño encontrar documentos o declaraciones públicas que reconozcan la importancia de la inspección dentro del sistema educativo. Generalmente los políticos la desconocen por completo. Aquellos que opinan sobre educación –nota extrañasuelen proceder de la universidad o del mundo empresarial, con lo cual ignoran la función de la inspección. Si quienes hablan son los sindicatos de profesores o los docentes, nos encontramos que la inspección no existe; cuando se alude a ella se la suele desconocer y hay como un recelo extraño ante ella. De hecho si preguntamos a cualquier profesor el nombre del inspector de su centro, si ha tratado con él, es casi seguro que el docente ignore por completo la identidad del inspector. Pero tampoco ve la necesidad de conocerle, porque tampoco sabe en qué le puede ayudar. Más bien, en la experiencia de la inmensa mayoría de docentes, cunde la opinión de que el inspector sólo se interesa por el centro cuando “hay problemas” o al comienzo del curso para rebajar número de docentes y aumentar las ratios. En fin, un personaje ignorado y antipático. Este desconocimiento que llega a la antipatía se debe a diversas razones, algunas de ellas históricas, que se deberían estudiar a fondo (Ramo, 1999). No es nuestro objetivo. Pero sí necesitamos constatar que la importancia de la inspección en la calidad de la educación sólo la reconocen los inspectores. Ni enseñantes, ni políticos ni familias entienden y valoran la necesidad de un servicio de inspección cualificado y especializado. Esta situación es sencillamente escandalosa. Después de una serie de vaivenes históricos muy significativos (Mayorga, 2000), parece que se ha asentado un modelo de inspección en España definido por la LOE y refrendado íntegramente por la LOMCE. Se reserva a la inspección el Título VII de la LOMCE –muy breve: desde el artículo 148 al 154-, en el que se definen las funciones y atribuciones de la inspección así como su organización. También se determinan las competencias de la Alta Inspección, perteneciente a la Administración central. No está de más informar sobre las funciones de la inspección educativa (artículo 151 de la LOE: http://www.boe.es/boe/dias/2006/05/04/pdfs/A17158-17207.pdf): “a) Supervisar y controlar, desde el punto de vista pedagógico y organizativo, el funcionamiento de los centros educativos así como en los programas que en ellos inciden. 137

b) Supervisar la práctica docente, la función directiva y colaborar en su mejora continua. c) Participar en la evaluación del sistema educativo y de los elementos que lo integran. d) Velar por el cumplimiento, en los centros educativos, de las leyes, reglamentos y demás disposiciones vigentes que afecten al sistema educativo. e) Velar por el cumplimiento y aplicación de los principios y valores recogidos en esta Ley, incluidos los destinados a fomentar la igualdad real entre hombres y mujeres. f) Asesorar, orientar e informar a los distintos sectores de la comunidad educativa en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus obligaciones. g) Emitir los informes solicitados por las Administraciones educativas respectivas o que se deriven del conocimiento de la realidad propio de la inspección educativa, a través de los cauces reglamentarios. h) Cualesquiera otras que les sea atribuidas por las Administraciones educativas dentro del ámbito de sus competencias”. Es muy significativo que desde hace no mucho tiempo los inspectores están reflexionando sobre la importancia de su trabajo. Esas reflexiones obedecen a que, quizá, el modelo consolidado de inspección ofrece lagunas y que el sistema educativo exige una serie de nuevas perspectivas organizativas y metodológicas a los servicios de inspección educativa. Pero lo cierto es que son reflexiones que no trascienden el ámbito especializado en que se producen –congresos o revistas científicas-, de modo que respondan a una preocupación generalizada por la contribución de los inspectores en la educación de nuestros jóvenes. Un ejemplo muy instructivo de lo que es y debe ser el trabajo inspector es el excelente trabajo de Tomás Secadura Navarro (2013) al cual remito para el lector interesado. Con todo parece necesario apuntar algunas ideas básicas –es decir, no reservadas a los interesados en la inspección- que pueden ayudar a pensar la necesidad y el gran lugar que debe ocupar el trabajo inspector en la calidad educativa. Quizá la primera sea rescatar su visibilidad. Hoy día el inspector es un personaje invisible para la inmensa mayoría de docentes, alumnos y familias. Es curioso este hecho, pues todos los expertos consideran que el eje central de las actuaciones inspectoras descansa en la visita a los centros. A través de la visita, 138

el inspector conoce directamente el centro del cual es responsable. Pero la realidad es que sólo se reúne con el equipo directivo. Es posible que esta ausencia real (aunque no formal) se deba a una falta de efectivos de la plantilla. Posiblemente la primera medida sea aumentar el número de inspectores hasta alcanzar una ratio inspector/centro que sea razonable. El criterio no puede ser sólo numérico, sino cualitativo; después de hacer un estudio que pondere las obligaciones del inspector de cara a los centros y del sistema educativo (incluida la propia inspección), se podría establecer un número de centros que un inspector debe atender como máximo para que conozca las comunidades educativas de la que es inspector. Ese número no tiene que ser uniforme para una Autonomía, ni siquiera para una provincia. Debe depender no sólo de la complejidad organizativa de los centros, sino de las dificultades culturales, familiares o estructurales de aquella zona en la que el inspector trabaje. El aumento, si procede, de la plantilla de ningún modo puede suponer un descenso de la exigencia para acceder al cuerpo. Sobre ello, incluso, se podría aumentar el número de años para presentarse a las oposiciones. Es posible que se deba revisar el temario de oposiciones para adecuarlo al trabajo real que luego desempeñará: temas sobre organización escolar, gestión, derecho administrativo, sobre el trabajo preciso de la inspección, etc. aquellos temas de psicología o de pedagogía (constructivista, por supuesto) deberían ser eliminados. El inspector debe ser un funcionario ajeno a modas pedagógicas de cualquier tipo. Hemos mencionado en páginas anteriores cómo han quedado muy erosionadas las figuras de autoridad en el ámbito docente. Empezando por el propio profesor. Por ello hoy día la dirección de los centros, decíamos, apenas tienen autoridad – y prestigio- entre los mismos profesionales y en la sociedad. Si ello es así, con la inspección pasa mucho más. Aquí la ideología igualitarista se muestra especialmente incómoda. Nadie discute actualmente la necesidad de un cuerpo de funcionarios cuya misión es controlar el buen funcionamiento, según la ley, de los centros. Esa función, sin duda, les permite ejercer una autoridad necesaria. Pero simultáneamente al inspector se le recicla para misiones sorprendentes, de modo que el control o supervisión de los centros, junto con su evaluación, son funciones entre otras. Dicho de otro modo: la invisibilidad del inspector está asociada a su ambigua definición como funcionario, lo cual hace que su autoridad queda ampliamente difuminada. Si analizamos brevemente las funciones del artículo 151 de la LOE, no rectificada por la LOMCE, nos asalta la sorpresa. El servicio de inspección, por ejemplo, debe asumir los valores morales de la Ley (LOE) e indica uno: la igualdad entre hombres y mujeres. ¿Desde cuándo el trabajo de la inspección supone la adhesión administrativa (sic) y personal a un código moral preciso? En la dictadura franquista se produjo esa situación indeseable, pero incluso en 139

ella la situación evolucionó a una muy elevada profesionalización de la inspección e incluso con una cierta autonomía respecto del poder político. Actualmente el inspector debe “velar” por el cumplimiento no sólo de las leyes, sino de los valores que emanan de las leyes. Tiene una función moral y, digámoslo claramente, una función política. La función de velar por el cumplimiento de los valores no puede estar en los servicios de inspección, sino en la dirección de los centros. Otra cuestión sumamente significativa es que el artículo 151 precisa uno de esos valores: la igualdad real entre hombres y mujeres. ¿Por qué ese valor de igualdad de género sobre otros valores como el fomento de la excelencia? ¿Algunos quieren convertir a la inspección en el guardián futuro de las esencias de la ideología de género? Según el artículo 151 es función asesorar e informar a los miembros de la comunidad educativa sobre todo lo relacionado con sus derechos y obligaciones. Es decir, sobre todo. Pero esa función tampoco puede competer a la inspección. Es propia, una vez más, a la dirección de los centros. Tanto en el caso anterior como en este, el inspector se convierte en una figura cuyas actuaciones están muy poco definidas y pueden ser asumidas por quienes están habitualmente en los centros. Ambas funciones cuestionan la auténtica autoridad que debe ejercer la inspección que es la de centrarse exclusivamente en el control y evaluación de los centros educativos y, a partir de ellos, del sistema educativo. Todo lo que sea distraer las tareas de control (preferimos esta expresión a la de “supervisión”, más frecuente en los países hispanoamericanos) y evaluación, es hacer de la inspección un servicio administrativo sin lindes definidas. Definir la inspección como un cuerpo que evalúa y controla supone la implantación de una cultura de la evaluación y del control en nuestras escuelas que actualmente no existe. Hablaremos sobre ello en el apartado siguiente. Ello es consecuencia del igualitarismo que seguimos padeciendo y que ha arrasado todo atisbo de excelencia. La ideología igualitarista ha provocado que el inspector sea un personaje extraño para la comunidad educativa, cuyo trabajo no se conoce y que, administrativamente, tiene unas funciones morales, políticas y de asesoramiento de todo y de nada a todos los que se acerquen a él que sustituyen a las únicas funciones que suponen el auténtico ejercicio de una autoridad que sólo él puede ejercer: controlar y evaluar. La participación del servicio de inspección en la mejora de la calidad educativa del sistema debe venir asociada necesariamente a la recuperación de una cultura de la evaluación y control del sistema, pero de modo preeminente del trabajo de docentes y directivos. Sin esa cultura de la evaluación –que no existe por considerarla muchos políticamente segregadora- el cuerpo de inspectores está en una especie de limbo educativo (y administrativo) que hacen que sus miembros estén “en tierra de nadie”. Su labor, de hecho predominantemente 140

burocrática, choca con la definición del cuerpo como un cuerpo docente. Por ello la inspección educativa recuperará su auténtica función (que no es la de asesorar ni velar por la asimilación moral y política de valores constitucionales – o de ideologías torticeras-) en tanto se impulse una verdadera mentalidad de control de todo aquello que incide en el aprendizaje de nuestros alumnos. Otro aspecto urgente, que redundaría en la eficacia de la inspección, es el de su especialización. Resulta sorprendente que en un mundo en el que se impone la especialización en todos los ámbitos, la formación del inspector medio sea generalista. Posiblemente sea necesaria una revisión de su formación y de la organización de los servicios de inspección. No ahondaremos en este punto, puesto que es en exceso técnico, pero sí es conveniente apuntar al menos que, cuando se menciona que uno de los aspectos de la mejora del sistema educativo esté en una nueva organización de los centros, hay que añadir: también de la organización y funcionamiento interno de los servicios de inspección.

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6.6

Una cultura de la evaluación: elemento imprescindible para la mejora educativa

La expresión “cultura de la evaluación” no es inocua. Se refiere a un hecho desconocido en nuestro país. Designa una mentalidad fuertemente asentada en la sociedad de que un sistema educativo debe ser medido con unos estándares objetivos para garantizar el mínimo de calidad exigible y, a la vez, corregir aquellos aspectos mejorables. Pero una mentalidad no se forja en un día; es resultado de una convicción común de que se necesita por el bien de todos, y en especial por el de los alumnos y sus familias, un hábito que es socialmente imprescindible. Por supuesto, los primeros que deberían tener esa mentalidad deberían ser los docentes y, después, sus alumnos y las familias. No es necesario insistir que esa mentalidad es absolutamente inexistente en España. Ya hemos apuntado en el apartado anterior la causa. En virtud del igualitarismo, todo control evaluador es calificado de “segregador”, elitista, ultraconservador y reaccionario. El que personas que demuestran inteligencia en otros asuntos, exhiban semejante falta de juicio nos hace sospechar la devastación mental que provoca el prejuicio igualitarista. Poco importa que en la mayoría de los países existan pruebas externas (las mal llamadas “reválidas”) o que se establezcan efectos correctores a esas pruebas (tener en cuenta la nota media de una etapa, por ejemplo) o que el alumno tenga posibilidades de intentar varias veces la prueba en el caso de que fracase. Lo que importa, una vez más, es insultar al adversario político sin el más mínimo nivel de argumentación. Ahora bien, ¿cómo crear una mentalidad que no existe? Por vez primera la LOMCE plantea y resuelve en parte el problema: creando evaluaciones con efectos académicos al final de 4ª ESO y Bachillerato para los que previamente hayan aprobado esas dos etapas en sus respectivos centros. Pruebas que se confeccionarán por el Ministerio y que no serán corregidas en los centros educativos. En efecto, el único modo de crear un hábito es indicar repetidamente la necesidad de una cierta costumbre y demostrar en la práctica que es conveniente. Las evaluaciones a los alumnos al final de esas dos etapas –junto con la de primaria, si bien ésta carece de efectos académicos- ayudará a que todos comprueben lo necesaria que son y que, por ellas mismas, son un elemento que contribuye a una mejoría de los resultados de los alumnos. López Rupérez es tajante: “A pesar de la complejidad de la educación como institución social, de la multiplicidad de factores que influyen sobre ella y de la riqueza de sus 142

interacciones, de las limitaciones metodológicas, de los condicionantes de tipo político y de las restricciones de carácter ideológico, buena parte de los países más avanzados han hecho suya la «valentía de la imperfección» y han establecido procedimientos de evaluación y de pilotaje que permiten conducir sus sistemas educativos por la senda de la calidad. Un sistema educativo que carezca de este tipo de mecanismos tiene la misma probabilidad de alcanzar metas de calidad –deseables para el futuro de los ciudadanos y de la sociedad- que la que tiene un conductor con los ojos vendados de llegar a su punto de destino circulando por una carreta de curvas” (2006; 231). Desde este punto de vista, el mismo autor señala que un buen sistema de evaluación ofrece grandes ventajas anejas. Según los estudios de Gilbert de Landsheere esas ventajas son: 1. Una mayor racionalidad política. 2. Una acción educativa más eficaz. 3. Mayor equidad para superar las desigualdades. 4. Mayor transparencia informativa al ser vicio de la comunidad educativa. 5. Desarrollo de la investigación evaluativa en educación. 6. Información sobre datos suplementarios importantes para la práctica de la enseñanza. En consecuencia, una cultura de la evaluación es, por sí misma, un factor corrector de la calidad educativa. Pero no sólo porque simplemente se evalúe en ciertos momentos a un grupo amplio de alumnos; la cultura de la evaluación debe extenderse a todos los ámbitos del sistema, no exclusivamente al de los conocimientos de los alumnos. Lo principal, es verdad, es saber con seguridad el nivel real conocimientos adquiridos por lo jóvenes, pero incorporar ese hábito evaluador supone introducir la costumbre de preguntarse sobre el funcionamiento de otros ámbitos educativos y el modo objetivo de recoger información y valorarla. Por supuesto, pensamos en la práctica docente, el ejercicio de la dirección de los centros, el funcionamiento de servicios administrativos (entre ellos la propia inspección). Centrándonos en la evaluación general de los alumnos al final de la ESO y el Bachillerato, cuyo aprobado es condición indispensable para obtener los títulos respectivos, hay que decir que sin duda puede ayudar a elevar el nivel de exigencia y preparación de nuestros alumnos. El hecho de saber que deben presentarse a unas pruebas tan decisivas hará que sus estudios sean más responsables; igualmente los docentes serán conscientes de que no bastará que el alumno pueda hasta suspender dos materias (excepcionalmente, tres) 143

para obtener el título de secundaria, sino que sus alumnos deberán estar bien preparados para afrontar un examen estatal. Los resultados de los alumnos de un centro, sin duda, darán una medida objetiva a la comunidad educativa del aprendizaje que se recibe en ese centro. Es importante que tengan efectos académicos, puesto que de lo contrario los resultados no se toman en serio por nadie. Es el caso de las evaluaciones actuales que se realizan por el mandato de la LOE. Lo que a los alumnos, sus familias y los profesores les importan son los resultados que sí tienen influencia en el historial académico del alumno. Por lo demás, es imprescindible que, por razones elementales de unidad del sistema, las pruebas las prepare el Ministerio de Educación y no las Administraciones autonómicas, como ocurre en la actualidad. Como afirma Gilbert de Landsheere la evaluación trasciende con mucho una valoración objetiva de los resultados de un cierto ámbito. Afirma que debe ser un instrumento espléndido para la toma política de decisiones. En otros términos: un instrumento único para hacer un diagnóstico imparcial de la situación de la enseñanza. Si se quiere buscar un alto nivel educativo, es imprescindible alejarnos de apriorismo ideológicos. Es una evidencia que, quienes hacen de la educación un instrumento político, no quieran saber nada de evaluaciones externas, ni reválidas. Como mucho aceptan las evaluaciones LOE, que no comprometen a nadie ni sirven para nada, o la PAEG (antigua selectividad) sistema selectivo que “selecciona” a más del 95% de los alumnos que se presentan a ella. En nuestro país no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en el diagnóstico de la situación educativa. Quienes defienden la mediocridad como modelo educativo deben realizar auténticas filigranas verbales ante los informes internacionales de nuestro sistema: no pueden aceptar una realidad clara. Pues bien, las evaluaciones del sistema –especialmente la de nuestros alumnos- darían datos de interés a las autoridades políticas para diseñar aquellas leyes o corregir y mejorar aquellos defectos detectados en el aprendizaje de los estudiantes. Hacer política educativa basándose en un sistema de evaluación serio y en el análisis de lo que se hace en otros países deberían ser los dos instrumentos principales para definir legalmente nuestro armazón educativo. Por supuesto, lo anterior no elimina –ni debe- las diferentes concepciones de lo educativo en las diferentes maneras de pensar existentes en una sociedad. La educación nunca puede ser una tarea de técnicos o burócratas que, manejando informes estadísticos, deciden la orientación básica del sistema. Es absolutamente cierto lo que afirma José Luis García Garrido cuando escribe: “…el interés fundamental de las evaluaciones estriba en su capacidad de descubrir síntomas, pero no necesariamente enfermedades de mal 144

comportamiento escolar o sistémico.” (2006; 150). Una buena evaluación descubre síntomas, pero no la enfermedad ni la posible cura. Las causas y su tratamiento son objetos de interpretaciones diversas; pero la identificación de los síntomas es muy importante y en ellos debemos estar todos de acuerdo, aunque discrepemos en su explicación y erradicación. En ese sentido la evaluación del sistema podría ser un buen primer paso para alcanzar un mismo diagnóstico de nuestra enseñanza con independencia de la procedencia política. Por lo demás, la evaluación debe vincularse con el progreso profesional de los docentes y en general con el desempeño de la función directiva. En efecto, la mentalidad o cultura de la evaluación debe afectar no sólo a los alumnos, sino a los docentes. Ya hemos apuntado algo en páginas anteriores. Uno de los aspectos más desalentadores de la profesión docente es la falta de incentivos profesionales. Del mismo modo, también hay una carencia de controles periódicos. Lo cierto es que ambos hechos son complementarios. Hay como una especie de lema implícito en la mente de muchos profesores, según el cual “si no cometo graves errores, no tendré problemas”. Lo importante, por tanto, es no destacarse, no hacer críticas, hacer lo que la mayoría. En suma, un ideal conformista y mediocre. Por supuesto, no se da en todos los casos –en muchos docentes-, pero es un ideal acomodaticio, propiciado incluso por la Administración. Pues bien, una mejora del nivel educativo implica un sistema evaluativo de los docentes de suerte que, según los resultados obtenidos, aquellos mejor valorados puedan ser premiados económicamente y promocionados profesionalmente. Este punto es clave y tiene que ver la instauración de una mentalidad evaluativa que se opone a una “mentalidad funcionarial” de no pocos docentes. El estatuto del funcionario docente –siempre prometido, nunca elaboradodebería ser el marco normativo en el que perfilar una carrera docente según los méritos del profesional bajo criterios de evaluación objetivos. El mayor enemigo de esta nueva mentalidad evaluadora es, además del igualitarismo que interpreta cualquier signo de distinción como segregador y elitista, la inercia y el miedo. Inercia a continuar trabajando siempre del mismo modo: sin rendir cuentas a nadie, trabajando individualmente. Pero también miedo. Miedo a que los centros se distingan por sus resultados y la sociedad sepa que hay centros que preparan a los alumnos mejor que otros. El tajante rechazo a que los resultados de las evaluaciones por centros se hagan públicos, responde al miedo de fracasar en la comparación (además de que en esa medida se vuelva a ver una ideología competitiva, rechazada de antemano).

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El único modo de crear la necesidad de una evaluación del sistema educativo – en especial a alumnos y docentes, pero no exclusivamente- es la obligación legal. Este es uno de los aspectos más interesantes de la LOMCE. Sólo el tiempo permitirá comprobar hasta qué punto es saludable una evaluación objetiva y qué importante es contar con los mejores cuando hay que elegir directores de centros, grupos de trabajo en las Administraciones educativas, puestos de responsabilidad en las Delegaciones, etc. De esa manera, podríamos igualmente elegir a aquellos docentes para puestos de responsabilidad con probada responsabilidad en vez de docentes cuyo único mérito conocido es el de formar parte de un cierto partido político. En fin, con una cultura de la evaluación despolitizaríamos la educación. No sería poca cosa.

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7 La escuela católica como modelo educativo A lo largo de estas páginas el término “educación” lo hemos asimilado a la formación recibida por un niño o un joven en los llamados centros de enseñanza. Por supuesto, la educación se imparte primariamente en las familias, verdaderas responsables educativas de sus hijos. Por tanto la educación católica es la educación que el infante recibe en la familia y eventualmente en la escuela católica. Por el principio de no confesionalidad la escuela pública no ofrece a sus alumnos una enseñanza católica, si bien está obligada a permitir clases de religión católica, cuyo contenido y docentes son seleccionados por la Iglesia. La existencia de clases de religión católica (o de otras confesiones religiosas) son previstas por Acuerdos internacionales del Estado español y, en última instancia, se derivan del mandato constitucional por el que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (artículo 16.3). Por tanto, la escuela católica es aquel tipo de escuela cuyo ideario es explícitamente católico e impregna todas las actividades de cualquier tipo que se realizan en ella. Su finalidad es, como veremos, la evangelización de quienes forman parte de ella –en especial los alumnos- mediante la transmisión de la cultura. Son muchos los documentos que la Iglesia ha elaborado sobre la necesidad e importancia de la educación. Sin duda, el de referencia es la Declaración del Concilio Vaticano II Gravissimum educationis (Conferencia Episcopal española, 2004). Por lo demás la Conferencia Episcopal Española se ha interesado profusamente por la educación. En su página web se pueden encontrar los documentos elaborados desde su inicio http://www.conferenciaepiscopal.nom.es/archivodoc/jsp/system/win_main.jsp. De entre esos documentos deberíamos destacar La Escuela católica: oferta de la Iglesia española para la educación en el siglo XXI, de la LXXXIX Asamblea Plenaria de la CEE, Madrid, 27 de abril de 2007. En este último texto se ofrece una radiografía muy certera de lo que debe ser la escuela católica de nuestro tiempo. No obstante, la pregunta interesante es qué ofrece la escuela católica a la sociedad actual. Por qué la escuela católica es necesaria y cuál es su genuina diferencia con otros modelos educativos. Igualmente hay que preguntarse sobre la contribución que hace a la misión evangelizadora de la Iglesia. Por tanto, es pertinente saber si el modelo educativo católico contribuye o no a salir de la crisis general que padecemos y en qué medida la escuela católica es víctima de esa crisis. 147

Ninguna de estas preguntas pueden considerarse irrelevantes o sin importancia. En realidad nos permiten conocer la actualidad de la misión educativa de la Iglesia a través de sus muchas instituciones docentes. No podemos dar por supuesto que sepamos lo que es una escuela para que sea católica. Tampoco hay que dar por supuesto que las familias que llevan a sus hijos a este tipo de centros sean todas católicas. Nuevos problemas –que obedecen en ocasiones a las dificultades de la Iglesia en su conjunto- surgen en los centros eclesiales.

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7.1 La escuela católica: una breve caracterización Pues bien, lo que define a la enseñanza católica es el Maestro interior. El concepto está tomado de la obra de San Agustín: El maestro (2003). El profesor José Granados García comenta lo siguiente en relación al Maestro interior: “Un buen maestro no se pone a sí mismo en el centro. El que verdaderamente educa es el Maestro interior. Nosotros somos solo colaboradores, que ayudamos al discípulo a preguntar dentro de sí la verdad que le habla al corazón. Por tanto, nuestra tarea no es la de embutir conocimientos en el estudiante, sino la de guiarle para que, él mismo, descubra la verdad. Desde aquí podemos entender la autoridad propia del educador. No brota de él mismo, sino del Maestro interior, de la verdad que luce como un faro fijo entre las olas y los vientos, esa verdad que une a todos los hombres y nos permite caminar juntos. Solo así la autoridad del maestro adquiere su sentido y valor propio, apoyada, no en la voz frágil del maestro, sino en la verdad de que cada educador da testimonio.” (Granados 2010; 41). El ideario del centro, su organización, la selección del profesorado y del director, absolutamente todo, debe estar enfocado a hacer que el alumno descubra en su interior la presencia del Maestro interior, esto es, de Cristo que habita en el corazón humano. El papel del docente cristiano no es, sin embargo, secundario. Es más bien esencial. El maestro cristiano es quien ayuda al alumno a reconocer, poner nombre y seguir las insinuaciones de Cristo en el alma del discente. El maestro, a través de su presencia y de su enseñanza, orienta al alumno a descubrir por él mismo su deseo de Verdad, de Bien y de Belleza y que sólo en Cristo se ve colmado. El proceso en absoluto es fácil y rápido: su desarrollo estará lleno de altibajos y de errores –del alumno, pero también del centro educativo-, pero lo importante es la constancia del joven y la certeza de que se está haciendo una experiencia movida por la gracia. Lo característico de la escuela católica es que, a diferencia de otros modelos educativos, es canal de gracia. Lo sobrenatural y lo natural se unen en un proceso pedagógico que lleva al alumno a reconocerse plenamente humano en la medida en que se reconoce hijo de Dios. La transmisión de conocimientos científicos, humanísticos y artísticos; las actividades deportivas o las visitas a instituciones y museos; los viajes organizados o los intercambios, todo ello, deben estar orientados a unificar en el joven su dimensión natural con la sobrenatural. El reto de una escuela católica es la de saber conjugar ambas dimensiones de modo que el alumno las viva de una manera auténticamente inseparables. Reto, es verdad, que jamás ha sido fácil. Ahora bien, ¿cómo afrontar ese reto? La clave es la relación docente-alumno. 149

Una escuela católica se asiente en docentes católicos. Es una perogrullada, pero hay que afirmarlo con insistencia. Un docente cristiano es quien, dedicándose a la enseñanza, vive la fe en Cristo en comunión con la Iglesia. Su profesión es una actividad que, como cualquier otro aspecto de su vida, debe ser informada por Cristo mismo. Es misionero de la Iglesia allá donde vaya y por ello también mientras trabaja. Pero su tarea no es la de impartir doctrina cristiana –lo cual habrá que hacer, pero no como misión principal ni única-, sino la de permitir que el alumno reconozca en su alma la inquietud natural que le lleve a la Verdad Encarnada. Pues bien, eso sólo lo podrá conseguir el docente mediante lo que Granados llama una alianza educativa: “Para ello ha de forjar una alianza con su discípulo, pues esta es la única forma para llegar dentro del alumno y reavivar allí la llamada de la verdad. más aún, sabemos que esta verdad que el maestro ayuda a descubrir no es un enunciado abstracto, una fórmula que se puede anotar en un papel y meter en el bolsillo de la camisa. Se trata, por el contrario, de la verdad acerca de nosotros mismos, del sentido y norte de nuestro caminar por el mundo. Por eso Jesús, para ser nuestro maestro necesitaba hacérsenos cercano, vivir por dentro la existencia humana, experimentar el cansancio y el gozo, el fracaso y el éxito. Su pedagogía tuvo que ser una pedagogía encarnada” (2010; 50). La alianza educativa debe estar basada en la amistad y en la exigencia, en la confianza y en el deber, en la cercanía, pero también en la disciplina. Una difícil alianza, pero imprescindible si queremos conocer y elevar la persona del alumno. Este planteamiento supera con mucho al planteamiento educativo socrático. El fin de la educación cristiana no está meramente en el conocimiento y práctica de la virtud como pedía Sócrates a sus discípulos. Tampoco se cree que en el alma del alumno se hallen conocimientos olvidados que puedan recordarse mediante un proceso de interiorización. La educación cristiana invita al alumno a encontrar a Cristo en su alma para, desde esa experiencia personal, abrirse a toda la realidad con ojos nuevos. Una realidad que sólo puede conocerse en la medida en que se la ama. Es esta experiencia de amor –desconocida por la mejor filosofía griega- la que engendra una nueva apertura a la totalidad de lo real; una experiencia de amor cuyo origen y destino es Cristo mismo en cada uno y en todos, en la Creación misma como realidad buena. El maestro es el responsable educativo para que esa experiencia se vaya produciendo. En ese proceso educativo no puede ni debe censurarse absolutamente nada, pues todo puede ser ocasión para profundizar en la verdad y el bien de la Creación divina. Las dudas o incertidumbres del alumno, sus suspicacias, sus resistencias deben ser admitidas como reacciones humanas 150

naturales ante el Misterio divino que nos desborda y que no podemos aprehender con nuestra mera humanidad. La escuela católica debe asumir el hecho irreductible de la libertad humana y por ello asumir que el alumno rechace la posibilidad ofrecida de Cristo como salvador y Verdad de lo creado; en ese caso, la escuela católica no habrá fracasado si en el alma del joven ha depositado una semilla que sólo Dios sabrá si podrá germinar en el futuro. De ahí que, como escribe un autor, educar cristianamente es siempre un riesgo (Giussani, 1991). Pero es un riesgo inevitable y lleno de alegrías. Por lo demás, no hay que caer en el error de obtener resultados inmediatos y palpables. En educación los resultados que un docente consigue con sus alumnos suelen conocerse tiempo después y, en la mayoría de las ocasiones, el maestro los ignora. Pero llegan. Lo único que debemos exigir al maestro cristiano y a la escuela que se define como tal es fidelidad al Señor y a su Iglesia. El resto está en manos de la gracia y de la libertad personal del alumno.

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7.2 Criterios para la escuela católica Son muchos los documentos que dibujan los criterios que deben definir una escuela que se califique de católica. Un texto conciso, preciso y muy clarificador es la homilía que D. Antonio Cañizares que, a la sazón Arzobispo de Toledo, pronunció en la Misa con motivo del 450 aniversario del Colegio Diocesano de Nuestra Señora de los Infantes (Toledo), el 9 de mayo de 2007.Enumeraremos brevemente esos criterios para mayor claridad y los comentaremos profundizando las reflexiones de su autor. 1. La escuela católica debe estar siempre en comunión con la Iglesia. Lo que define a la escuela, su catolicidad, es lo propio o característico de la misma. Pero la catolicidad de la escuela no la da la dirección del centro o el claustro de profesores o las familias de los alumnos: procede exclusivamente de su participación en la vida eclesial que la sustenta, da sentido y desborda con mucho el quehacer educativo diario. Lo que decide a unos padres a matricular a sus hijos en este modelo escolar no es –o no debe ser- la calidad de sus instalaciones, si el centro es bilingüe o si las actividades deportivas son diversas y altamente competitivas. Por supuesto todo ello sería excelente que lo incluyera una escuela católica y hay que trabajar por conseguirlo. Pero lo que define a un centro de la Iglesia es su pertenencia a la Iglesia como instrumento evangelizador. La prioridad es siempre la pertenencia a la Iglesia, la transmisión de su enseñanza y, sobre todo, hacer posible que los alumnos tengan una experiencia de Cristo en sus vidas. La comunión con la Iglesia tiene trazos definidos. Es ante todo comunión con el Obispo y la diócesis en la que el centro está situado. La vida de la diócesis debe estar de algún modo presente en las actividades pastorales del centro. En ese respecto poco importa si el centro es diocesano o no. El carisma particular de una congregación religiosa o un movimiento apostólico debe ser siempre un enriquecimiento peculiar, pero siempre sobre la base del conocimiento y presencia de un delegado de la diócesis. Todo ello debería suponer reuniones y reflexiones conjuntas entre el responsable diocesano de la educación y el equipo de pastoral del centro. 2. La escuela católica busca la plenitud humana y por ello, actualmente debe ir a contracorriente. La meta de los centros católicos es el desarrollo integral de la persona, la cual no puede darse sin la persona viva de Cristo. Reconocer que el hombre es un ser eminentemente religioso, deseoso de Dios, aunque no sea a veces del todo consciente, explicitar esa religiosidad, alimentarla y asociarla con la cultura, las ciencias, las artes, el deporte, el ocio, etc., ésa es la tarea de la educación cristiana. Desde luego, aquí tenemos una verdadera educación inclusiva: el católico, en virtud de Cristo, puede decir con Terencio que “nada de lo humano le es ajeno”. Lo característico de la evangelización de un centro 152

educativo católico es, junto al fomento ce experiencias eclesiales (retiros, Eucaristías, ejercicios espirituales, campamentos…), la presentación de Cristo como respuesta acabada a los interrogantes humanos expresados por el arte, la ciencia y las humanidades. Para ello el docente deberá esforzarse en hacer descubrir cómo el decurso histórico de la cultura humana es un dato y un impulso para profundizar en la fe en Dios propuesta por la Iglesia. Pero este proyecto cultural supone a la vez una fuerte crítica a la cultura dominada por el nihilismo y la descreencia en Dios y en el hombre. Es importante ser consciente de este hecho. La escuela católica –permítasenos la expresión- tiene una función contracultural. La cultura del Evangelio (la cultura de la vida, del respeto a los derechos humanos, del amor a Dios y al prójimo de la búsqueda de la excelencia moral y en último término de la santidad…) está en radical oposición al nihilismo actual. Esa oposición debe ser tenida en cuenta, porque los alumnos –y los docentes- participan sin querer de la cultura nihilista. Sólo Dios, con el empeño de sus hijos en el seno de la Iglesia, puede arrojar luz y disolver la densa oscuridad de una época que segrega incredulidad, egoísmo y amargura. Un centro docente cristiano, en ese contexto, debe ser como un faro de luz en la noche antropológica que vivimos. Es posible que, precisamente por ello, sea más fácil captar el extraordinario atractivo del Evangelio. Ocultarlo o, peor aún, “adaptarlo a los tiempos” (edulcorarlo para hacerlo más digerible a nuestros contemporáneos lights) sería un grave pecado de omisión. 3. El eje vertebrador de la escuela católica es la verdad. Descubrir que Cristo es la Verdad es tarea larga y progresiva de los profesores cristianos. Pero también lo es introducir al alumno en el hecho de que la fe es la culminación más hermosa de la razón. Siendo distintas buscan lo mismo. Que la fe se hace cultura necesariamente, porque de lo contrario no es fe madura y que una cultura sin haber sido tocada por la fe es cultura muerta, deberían ser fuertes convicciones de quienes salen de un centro cristiano después de muchos años de estudios en él. En ese sentido, el testimonio de maestros y profesores es fundamental. El docente cristiano debe ser ejemplo vivo de lo que enseña: persona culta y bien formada, sin miedo a la discusión o a la consideración de cualquier asunto o punto de vista -por muy alejado que esté del Evangelio-, debe mostrar al alumno las razones de la fe y la riqueza que ésta aporta a la consideración meramente racional de los problemas. 4. La escuela católica o la vocación de transformar la sociedad. Indudablemente el cambio de la persona supone un cambio social. No porque éste sea el objetivo primario del centro católico, sino porque es consecuencia lógica, de índole cultural más que política, de la educación evangélica: conformar el mundo según los criterios del Evangelio. La extensión del Reino de 153

Dios, que es Reino de amor, es la tarea cultural que se deriva del cambio de las personas. Un Reino que nada tiene que ver con un proyecto político en particular y sí con un cambio del corazón humano. Una “verdadera revolución en el mundo y en la sociedad”, afirma el Arzobispo Cañizares. 5. La escuela católica es evangelizadora. Sin duda esta es la misión principal. Don. Antonio Cañizares afirma: “Evangelizar es humanizar, es educar; evangelizar es llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad con hombres y mujeres nuevos con la verdad y novedad del Evangelio; evangelizar es ayudar a aprender el arte de vivir, de ser hombre, en conformidad con quien es la verdad del hombre, Jesucristo. Por ello, la escuela evangeliza educando y educa evangelizando”. Líneas después el autor resume su pensamiento escribiendo que “llevar a los alumnos al encuentro con la persona de Jesucristo es lo mejor que podemos ofrecer en el campo de la educación, con la mediación escolar”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta tarea evangelizadora se ha dado y se da en muchos centros cristianos? El proceso de secularización experimentado en nuestras sociedades ha influido a la Iglesia y a sus centros de enseñanza. La mundanización de la escuela católica ha resultado muy evidente, tan evidente como la secularización de la propia sociedad y de la Iglesia. En ese sentido la escuela católica debe hacer revisión de su historia reciente y, junto con los extraordinarios logros alcanzados, detectar los problemas internos surgidos por una grave pérdida de identidad. Por supuesto, no todos los centros arrojan la misma realidad; por ello es cada comunidad educativa, apoyada por la diócesis y por el titular del centro, la que debe preguntarse si el ideario se cumple como piden los padres. No obstante, hay otro problema tan grave como el anterior y muy sutil. Se podría enunciar como la funcionarización de la enseñanza, que hemos apuntado en otras ocasiones. Este problema es especialmente grave en los centros católicos. Se diría que todos los centros docentes deben funcionar del mismo modo, según los criterios marcados por la ley: la Administración se encargaría de velar por el cumplimiento de la normativa y la cumplimentación de la burocracia pertinente. La obligación de cumplir con las obligaciones legales, las cada vez mayores exigencias documentales, la cuantificación de resultados académicos, etc. pueden desviar muchas energías necesarias para lo principal: la evangelización del alumno a través de la cultura y el pensamiento. Entender el centro educativo católico como un lugar donde el rendimiento académico, la preparación para el mundo laboral, el aprendizaje de idiomas extranjeros, etc. está por encima de la función evangelizadora es el peor modo de mundanización de la escuela católica. Principalmente porque en absoluto esos fines están reñidos con la fe. Lo que se opone a la fe es la desacralización 154

de la vida y del pensamiento –también de los lícitos fines de alumnos y familias-. Si el centro católico cae en ese error, la diferencia entre un centro no católico y otro que no lo es, se limita a una calidad educativa medible en resultados académicos, mejor convivencia en las aulas, mayor cohesión del claustro, una dirección más preocupada o una mejor calidad de sus instalaciones. Pero la diferencia no puede estar fundamentalmente en esos elementos. La diferencia radical y primaria debe ser Cristo como persona viva que interpela a cada uno de los alumnos a través de la figura del docente y de las actividades del centro. La centralidad de Cristo permite ser extraordinariamente realistas y no eludir la realidad que viven los alumnos y sus familias. Esto quiere decir que la escuela católica, lejos de constituirse en una suerte de gueto, debe preparar al alumno no sólo a testimoniar a Cristo, sino a estar preparado para dialogar con una cultura neopagana. El diálogo no es concesión; es conocer las claves interpretativas de un mundo alejado de Dios y desafiarlo con la Verdad que todo corazón humano necesita. Jóvenes sin miedos, sin complejos, seguros que han encontrado esa perla por la que merece darlo todo. 6. Las familias son las primeras educadoras. La Iglesia subraya la importancia del principio de subsidiariedad, también en el ámbito educativo. Quien educa es la familia y la escuela colabora con su labor educativa. De ahí que el respeto al ideario de un centro no sólo es un compromiso para los alumnos y sus familias; lo es también para el centro, puesto que las familias han elegido ese centro por el proyecto educativo que presenta. Es una especia de contrato que vincula a las dos partes. Es importante comprender, pues, que la educación es tarea compartida entre familia y escuela. La escuela católica debe fomentar especialísima el contacto con los padres, de modo individual y colectivo. Deberá ayudarlos, si lo precisan, a madurar en la fe y, en unión con la parroquia, pensar para ellos en actividades de diverso tipo –catequéticas, de apostolado, espirituales, etc.-. Los padres deben ser una pieza clave en la atención del centro, puesto que son una pieza clave en la educación de los alumnos.

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7.3

La contribución de la escuela católica en la superación de la crisis educativa

Sería muy interesante conocer la influencia de la crisis educativa según el modelo educativo que profesan los diversos centros. No es fácil, puesto que es muy difícilmente cuantificable las consecuencias de la crisis, más allá del número de aprobados, el tanto por ciento de abandono o fracaso escolar. Hemos visto que, aunque hay aspectos objetivables, la crisis no podemos reducirla a números o tantos por ciento: la emergencia educativa alude a una crisis de humanidad cuyos rasgos son diversos y plurales. No obstante, sí es verdad que los centros concertados en general y, particularmente, los católicos gozan de predilección por parte de las familias. Donde hay un centro católico no hay problemas para cubrir las plazas ofrecidas; es más, son bastantes los alumnos que se tienen que conformar con otro centro puesto que hay mucha más demanda que oferta educativa. Sin duda esto es un síntoma de que los centros católicos gozan de un prestigio socialmente reconocido. Incluso familias no especialmente religiosas prefieren que sus hijos cursen sus estudios en estos centros. No es fácil señalar las razones de esta preferencia. Quizá la primera es el prestigio acumulado durante muchos años. Centros de congregaciones religiosas, cuyo carisma es educativo, han conformado la educación de generaciones enteras de jóvenes. La satisfacción y gratitud causada por ese trabajo educativo, sin duda, tiene una correspondencia en la vigencia de esos centros. Pero no es la única razón. La segunda razón es el deterioro de la enseñanza pública. Todos los síntomas que durante años se han evidenciado en nuestros colegios e institutos públicos, conocidos por la sociedad, han invitado a muchas familias a matricular a sus hijos en centros de la Iglesia. Pero es posible que el síntoma más decisivo sea la percepción de que en los centros públicos hay una mayor conflictividad en las aulas y en los de la Iglesia un mayor control sobre el comportamiento y seguimiento de los alumnos. La cuestión muchas veces se reduce a la confianza que se tiene en un centro de la Iglesia –cualidad muy subjetiva- con independencia de la creencia religiosa de los padres. Un tercer factor menos decisivo es la calidad de la docencia. Nos referimos a que el control que hay en el alumnado también se produce en el profesorado, aunque por parte de la dirección del centro. Si en la enseñanza pública los claustros son inestables, en los centros concertados no es así; si en la enseñanza pública el docente tiene una amplia autonomía que la dirección respeta, en los centros de la Iglesia el trabajo de los docentes responden ante la dirección y el titular de modo muy expreso y directo. Este mayor control del 156

trabajo docente y la estabilidad de los claustros son factores que ayudan a crear una confianza en padres y en alumnos de que nadie “va por su cuenta”, sensación que a veces se produce en los centros públicos. Pero quizá el factor decisivo sea la existencia de un ideario preciso, claro y comprometido. Si los proyectos educativos de los centros públicos suelen ser una retahíla de lugares comunes que nada dicen, los idearios católicos explicitan el compromiso eclesial y educativo del centro. Los padres saben a qué atenerse. La fuerza o el atractivo de estos centros –normalmente mucho peor dotados que los centros públicos; centros además en los que los docentes trabajan en peores condiciones que sus colegas de la pública y por menos salario- es el conjunto de fines educativos que quieren para sus alumnos. La definición religiosa es aquí esencial, pero también lo es sus consecuencias puramente humanas o cívicas, que son muy valoradas por familias no cristianas. En estos colegios, y sólo en estos, palabras como virtud, trascendencia, fraternidad, esfuerzo, etc. aparecen como ideales educativos a trabajar sistemáticamente. Palabras que no se atienen a lo políticamente correcto y en aparente desuso para la dictadura del relativismo que padecemos. Desde este punto de vista la mejor contribución que los centros de la Iglesia pueden hacer es ser fieles a su identidad católica. No otra cosa esperan las familias y sus alumnos. También, claro es, el resto de los fieles. Los efectos de la crisis educativa ha sido menor en los centros de la Iglesia en la medida en que el ideario evangélico que los anima sirve de defensa ante una sociedad neopagana como la actual. El Evangelio ha servido y sirve para identificar la crisis brutal de humanidad, pero también para saber cuál es la dirección correcta. El nihilismo y el relativismo actual se muestran impotentes ante el atractivo de Cristo. La organización escolar, los diversos contenidos curriculares impuestos por el Ministerio de Educación (contrarios a veces con el ideario católico, como EpC), las muy mejorables condiciones laborales de los docentes de esos colegios, sus instalaciones a veces precarias, todo ello es secundario ante lo principal, a saber, una enseñanza rigurosa y pensada en el alumno con un perfil en el que el Magisterio de la Iglesia impregna las actividades escolares y extraescolares del centro. De ahí que el peligro sea la falta de fidelidad al ideario o, lo que es peor aún, su falta de ambición evangélica. La fuerza y el atractivo de la propuesta católica es, primero, porque es católica y, segundo, porque es formativa académica, profesional y moralmente. No cabe separar ambas dimensiones –la religiosa y la humana-; si se las separa no hay diferencias sustanciales entre un centro católico y otro que no lo es. No es exagerado afirmar que la escuela católica tiene una responsabilidad capital. Es una responsabilidad que podríamos llamar cívica, en el sentido estimado por Alejandro Llano (1999). En ella deberían formarse quienes pueden 157

en un futuro quebrar una cultura en la que Dios y el hombre han desaparecido. En esos centros deberían formarse quienes en un futuro puedan volver a iluminar la cultura con el esplendor de la verdad, el bien y la belleza, para muchos de nuestros coetáneos reliquias de otra época. Son centros, los cristianos, generadores de cultura nueva: cultura de participación pública, de respeto al prójimo, de búsqueda del bien común, cultura pletórica de virtudes humanas y sobrenaturales. No es una utopía. Si los centros cristianos no generan esa nueva cultura, habrán fracasado. El éxito escolar de los centros cristianos, pues, no sólo debe medirse por el número de aprobados o suspensos, sino por la generación de una cultura distinta de la actual, radicada en la persona de Cristo. Sólo el tiempo puede decirnos si la escuela católica cumple con su cometido.

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8 Conclusión La expresión “emergencia educativa”, introducida por Benedicto XVI, designa una muy preocupante crisis educativa. Por un lado, crisis de la función formativa reservada a la familia; por otro, crisis de la enseñanza impartida en los centros escolares. Ambos aspectos de la crisis, aunque distintos, están en estrecha conexión. Nos hemos ocupado en estas páginas de la crisis escolar y hemos comprobado que es expresión de una crisis de nuestra época. Se diría que vivimos en tiempos en que la incredulidad en Dios ha derivado en una falta de fe en el hombre. Lo que ha entrado en crisis es el hombre como tal; síntomas de esa crisis son los testimonios de tantos hombres y mujeres de nuestros días desorientados, anclados en la desesperanza o en el aburrimiento. Quizá estos síntomas sean especialmente dolorosos en nuestra juventud, periodo vital lleno de ilusiones y proyectos. En la escuela semejante crisis se han cebado especialmente en la figura del maestro o, mejor dicho, en la relación entre el alumno y él. Una antropología naturalista hace de la espontaneidad del alumno un presupuesto intocable, pero la realidad nos habla de que el alumno debe ser conducido y enseñado por el docente, figura de autoridad por excelencia. Su autoridad adulta se basaba sobre todo en que sabe más que su alumno, en que presente la tradición en la que el estudiante vive, aunque no sea consciente de ello. Por eso, toda erosión o redefinición ideológica –parcial- de las tareas del maestro supone un grave menoscabo de la enseñanza escolar. Pero la emergencia educativa no sólo designa crisis, sino esperanza. En efecto, las fuerzas que parecen condenar a la mediocridad a nuestra escuela no son tan poderosas como parecen. La tarea de un buen maestro, el estudio de un buen alumno, la preocupación de tantas familias son boquetes en una cultura de la ignorancia más frágil de lo que parece. La escuela pública es la que más ha sufrido esa crisis. Pero por ello es en ella donde más se puede apreciar una respuesta ante la mediocridad que nos circunda. Una selección exigente de docentes, una redefinición de las tareas de la dirección de los centros, una carrera profesional basada en los méritos profesionales con compensaciones económicas y administrativas, una inspección eficaz y presente en los centros, junto con una cultura de la evaluación fuerte pueden ser revulsivos que nos hagan dirigir nuestros pasos hacia un horizonte nuevo. Que los mejores se dediquen a la enseñanza, como ocurre en otros países, sería una situación más que deseable, imprescindible. En este panorama la enseñanza cristiana en los colegios católicos está en óptimas condiciones para proporcionar una salida a la crisis. Basta que sea lo 159

que dice ser: cristiana. Probablemente sea la esperanza mayor para la crisis educativa actual, pues en sus centros se deberían formar actualmente quienes en un futuro, esperemos no muy lejano, puedan dar respuesta evangélica a una época exhausta de sí misma.

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9 Bibliografía Alburquerque, E. (2010). Emergencia y urgencia educativa. El pensamiento de Benedicto XVI sobre educación. Madrid: CCS. Anatrella, T. (2007). La diferencia prohibida. Sexualidad, educación y violencia. La herencia del mayo de 1968. Madrid: Encuentro. Altarejos, F. (2002). Dimensión ética de la educación. Pamplona: EUNSA. Barrio, J.M. (2000). Las bases gnoseológicas de las modernas teorías del aprendizaje. Una interpretación crítica del paradigma constructivista en Revista de educación, nº 321, eneroabril. Barrio, J.M. (2010). Elementos de antropología pedagógica. Madrid: Rialp. Barrio, J.M. (2009). El balcón de Sócrates. Una propuesta frente al nihilismo. Madrid: Rialp. Barrio, J.M. (2011). La gran dictadura. Anatomía del relativismo. Madrid: Rialp. Baumann, Z. (2007). Los retos de la educación en la modernidad líquida. Barcelona: Gedisa. Benedicto XVI. Luz del mundo. El papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Barcelona: Herder. Benedicto XVI y Pera, M. (2006). Sin raíces. Europa, relativismo, cristianismo, Islam. Barcelona: Península. Borghesi, M. (2005). El sujeto ausente. Educación y escuela entre el nihilismo y la memoria. Madrid: Encuentro. Buber, M. (2004) El camino del ser humano y otros escritos. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier. Bueno, G. (2008). ¡Dios salve la razón! En Benedicto XVI et al. Dios salve la razón .Madrid: Encuentro. Caffarra, C. (2004) La educación un desafío urgente. Conferencia pronunciada el 29 de abril en un Congreso en el Centro Deportivo Italiano. Camps, V. (2008). Creer en la educación. Barcelona: Península. Carreño, M. et al. (2000). Teorías e instituciones contemporáneas de educación. Madrid: Editorial Síntesis. Coombs, P.H. (1971). La crisis mundial de la educación. Barcelona: Península. Damon, W. (1988). The moral child. Nurturing children´s natural moral growth. New York: Free Press Paperbacks Damon, W. (1995). Greater expectations. Overcoming the culture of indulge in our homes and schools. Delibes, A. (2006). La gran estafa. El secuestro del sentido común en la educación. Madrid: Grupo Unisón. Dewey, J. (2004). Democracia y educación Una introducción a la filosofía de la educación. Madrid: Ediciones Morata. Enkvist, I. (2000). La educación en peligro. Madrid: Grupo Unisón. Enkvist, I. (2006). Repensar la educación. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias. Enkvist, I. (2011). La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales. Madrid: Encuentro. Fazio, M. (2006). Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura del proceso de secularización. Madrid: Rialp. Foucault, M. (1984). Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México: Siglo XXI. García Garrido, J.L. (2006). La máquina de la educación. Preguntas y respuestas sobre el sistema educativo. Barcelona: Ariel. Giussani, L. (1991). Educar es un riesgo. Madrid: Encuentro. González de Cardedal, O. (2004). Educación y educadores. El primer problema moral de Europa. Madrid: PPC. Guerrero, A. (2011). Enseñanza y sociedad. El conocimiento sociológico de la educación. Madrid: siglo XXI. Granados García, J. (2010). El maestro se hizo carne: una pedagogía encarnada en J. Granados y J.A. Granados, La alianza educativa. Introducción al arte de vivir. Burgos: Monte Carmelo.

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Índice Advertencia Breve cv del autor 1 Presentación 2 Introducción 3 Falsas aporías educativas 4 Raíces culturales de la crisis educativa 5 Raíces internas de la crisis educativa 6 Razones para la esperanza 7 La escuela católica como modelo educativo 8 Conclusión 9 Bibliografía

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3 4 5 11 15 29 57 97 147 159 161

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