Sonneck O G - Beethoven Contado A Traves de Sus Contemporaneos

April 13, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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O. G. Sonneck (ed.) Beethoven contado a través de sus contemporáneos Traducción de  Ana Pérez Galván

 

 

Pr ólogo La edición de este libro en castellano tiene cierta deuda con el gran chelista y escritor brit ánico Steven Isserlis. Hace ya bastantes años, Isserlis me habló de la recopilación que el lector tiene entre sus manos como uno de sus libros musicales  preferidos. Siendo Isserlis un hombre de un car ácter ingenioso y dotado de un gran sentido del humor, pensé  que   que valí a la pena que me hiciese con un ejemplar, a fin de í 

ú

comprobarlo  mismo. No voy decir que mi fuese may contado scula —como í a hablado ítulo, é s dicho, Isserlispor memhab delacontenido, y elsorpresa t í  t  ulo, Beethoven a travhe de sus contempor áneos, no deja lugar a dudas—, pero s í   fue un grato descubrimiento encontrarme con esta interesante selección de textos relativos a Beethoven salidos de las manos de sus coet áneos.

Creo qu Creo que, e, en mu much chos os caso casos, s, y evid eviden ente teme ment ntee re reco cono noci cien endo do las las im impo port rtan ante tess y encomiables excepciones, existe una prolífica literatura sobre el compositor escrita de mane ma nera ra qu quee par parec ecee qu quee se no noss ha habl blaa de un unaa pe pers rson onaa cu cuya ya si sing ngul ular arid idad ad le alej alejaa irremediablemente de lo terrenal. Sin duda, Beethoven fue una persona excepcional, pero no por destacar esta excepcionalidad debemos olvidar que era tambi én un hombre de carne y hueso, con sus virtudes y limitaciones, y este libro sirve para evocar la vertiente más humana del compositor, lo que, aunque no sea algo radicalmente nuevo, sí   conviene tener siempre en cuenta, porque nos da a conocer dimensiones de su personalidad que en muchos casos se dan como sobrentendidas o se pasan por alto. De manera sucinta y di áfana, allá por 2002, en la norteamericana National Public Radio, el pens pensador ador pales palestinotino-estad estadouni ounidens densee Edwar Edward d Said conj conjug ugó   estas dos vertientes de Beethoven, su condición terrenal y su excepcionalidad, en una breve entrevista en conversación con su amigo Daniel Barenboim. Said afirmó  que Beethoven «le habla a cualquiera que le guste la m úsica, sin importar quee esa qu esa pe pers rson onaa sea sea af afri rica cana na o de or orie ient ntee me medi dio o o am amer eric ican anaa o eu euro rope pea. a. Y es esee ú

extraordinario debehumanos: por completo a esta m sica […]de que de algunatambi manera expresa los máslogro altos se ideales ideales de hermandad, comunidad, én, de añoranza; probablemente en muchos casos de a ñoranzas insatisfechas. Pero éstas son experiencias universales». Said habló  con la autoridad de alguien que ha reflexionado en profundidad sobre la obra beethoveniana, resaltando aquello que hace inmenso al compositor; sin embargo, también abría la puerta a un Beethoven de carne y hueso, que añora insatisfecho, que, tomando las palabras de Said, habla a las personas en t érminos humanos y para que el conjunto de los seres humanos le podamos entender. Lo que nos da a conocer este libro es a Beethoven como persona real que andaba, com ía, amaba, detestaba, hacía sus necesidades, etc., y muchas otras cuestiones de la vida cotidiana del genio que lo hacen humano, y que por ello mismo nos cuentan mucho sobre quién era. Hay anécdotas divertidas, y otras, para algunos, incluso controvertidas

 

(por ejemplo, cuando recomendó  a Rossini que dejase la m úsica seria y no intentase opera   buffa buffa   »), pero todas ellas nos acercan de manera muy «hacer otra cosa que no sea opera natural a la esencia de la persona, y lo hacen de forma que sin duda deja muchas puertas abiertas, pero evita sumirnos en enmara ñadas elucubraciones. Es la naturalidad de aquellos que le trataron directamente y confiaron sus impresiones a un c írculo muy reducido, o bien se guardaron para ellos mismos lo que hab ían vivido al conocer a Beethoven, lo que dota de un carácter poco frecuente, por su espont ánea franqueza, a estos recuerdos. A ello se suma el que muchos de estos textos se deban a personalidades art ísticas reconocidas, como son Rossini, Weber o Liszt, lo cual a ñade interés e incluso calidad literaria a los textos. Además, los recuerdos, a modo de memorias, aunque en muchos casos escritos sin esa intención, son un retrato natural, sin artificios, de una época y de las clases intelectuales europeas que la vivieron. Espero que lo disfruten. Patrick Alfaya

 

Prefacio Parece ser que Anton Schindler fue el primero en plantear, en su biograf í  ía   de Beethoven (1845), que ser í  ía   muy interesante contar con una colecci ón de se sembl mblanz anzas as del com compos posito itorr es escri critas tas por sus con contem tempor  por áneos neos.. Esta Esta idea idea se seduj dujo o a Ludwig Nohl, quien publicó en 1877 su libro Beethoven. Nach den Schilderungen seiner  Zeitgenossen (Beethoven contado a travé s de sus contempor áneos ). Aquel intento  pionero ha quedado ya Kerst claramente superado recopilaciones recopilaciones, , virtualmente exhaustivas, de Friedrich (primera edici ón, por 1913)las y Albert Leitzmann (1914), cuyo és  en el tema sit úan en un serio aprieto a cualquier futuro libro af án investigador e inter é  de pr prop opósito sito simi simila lar. r. De hech hecho, o, si sin n Ke Kers rstt y Leit Leitzm zman ann, n, ap apor orta tarr es este te vo volu lume men n ía   conmemorativo al centenario de Beethoven del 26 de marzo de 1927 tambi é n habr í  sido, si no imposible, como m í nimo nimo poco factible.

Hace poco ha aparecido de nuevo en ingl és una abundante selección de cartas de Beethoven a disposición de los estudiosos de su personalidad. Por tanto, no ve íamos necesario nece sario repetir la inici iniciativa ativa de otro colega editor. Además, tuvimos el honor de que recayera sobre nosotros la tarea de imprimir en la lengua materna del autor la que probablemente sea considerada por muchos años la biograf ía autorizada del Maestro: Life of Beethoven, Beethoven, de Alexander Wheelock Thayer, publicada en 1921 por The Beethoven Association. Esta obra monumental incluye muchas cartas de Beethoven y un n úmero considerable de recuerdos de su personalidad por parte de sus coet áneos, pero no hay ningún libro en inglés dedicado exclusivamente a dichas semblanzas. As í   pues, la sugerencia de Mr. O. G. Sonneck, nuestro vicepreside vicepresidente, nte, de concebir, compilar y glosar él mismo un volumen, de extensi ón razonable, que cubriera ese vacío con ocasión del centenario de Beethoven nos pareció una buena idea. El libro no está  pensado como una aportaci ón a la biograf ía de Beethoven. Por ello, apenas se ha intentado «editar» las reminiscencias de los contemporáneos en cuya visita al compañía, por así  deci  decirlo rlo,, el lecto lectorr visita  al compositor. Es decir, no se ha intentado conc concil ilia iarr los los er erro rore ress de me memo mori ria, a, tiem tiempo po,, etc etcétera tera,, con con los los he hech chos os obj bjet etiv ivos os contradictorios. Podrían señalarse muchos fallos de este tipo, pero no afectan a la impresión que se llevaron de la forma de ser del Maestro aquellos que le visitaron, y nos ha parecido preferible no empañar su discurso con comentarios editoriales irrelevantes para el verdadero propósito de este volumen. De entre las ciento cincuenta remembranzas, o m ás, registradas por los contemporáneos de Beethoven que le visitaron, se han escogido poco m ás de treinta. Sin duda, tal selección variaría de un compilador a otro, pero hemos llegado a la que aqu í se ofrece únicamente por medio de un profundo an álisis comparativo del material disponible, en arass del int ara inter erés del lecto lectorr med medio io ame americ ricano ano.. Nat Natur uralm alment ente, e, se apr apreci eciar arán muc muchas has repeticiones, pero es algo inevitable, inherente a la propia naturaleza del tema. De hecho, no deberían evitarse, ya que es eso precisamente lo que aporta la fuerza del

 

testimonio corroborativo y acumulativo. Habr ía sido dif ícil que Beethoven, siendo como era, se hubiera mostrado distinto con cada visita, y, sin embargo, resulta gracioso ver cómo la impresión que se llevaron de él es, en algunos casos, opuesta. Aun as í, las difer dif erenc encias ias no son tan ex extra traord ordina inaria riass com como o las qu quee en encon contra tramos mos en los los re retra tratos tos contemporáneos de Beethoven. Estas semblanzas de sus coetáneos fueron escritas originalmente en inglés s ólo en muy pocos casos; la mayor ía han debido ser traducidas. Algunas de las traducciones se han extraído, por cortesía de Mrs. Krehbiel, de la edición de Henry Edward Krehbiel de Life of Beethoven, de Beethoven, de Thayer; otras son obra del Dr. Theodore Baker, nuestro anterior editor literario lite rario,, y otras del propio Mr. Sonneck, Sonneck, pero la mayoría se han encargado al sucesor del Dr. Baker, Mr. Frederick H. Martens. G. Schirmer, Inc.  Nueva York, diciembre de 1926

 

La historia de Gottfried Fischer  No se conoce con certeza la  fecha exacta del nacimiento de Beethoven en la Beethoven-Haus de la Bonngasse, en Bonn. Fue bautizado el 17 de diciembre de 1770, as í  que  que es probable que naciera el 16 de diciembre de ese año, pero durante mucho tiempo Beethoven creyó que habí a nacido en 1772. Lo más probable es que su padre —al igual que otros padres de ni ños prodigio é 

á

anteriores y posteriores a l—enquisiera pareciera m jovenSonaten de lo quef ü realmente En cualquier caso, cuando 1783 seque publicaron suss Drei r Klavierera. de  juventud, la dedicatoria al elector de Colonia, Maximilian Friedrich, rezaba «compuesto por Ludwig van Beethoven a la edad de once años». Pasado un tiempo del nacimiento de Beethoven, su familia se mud ó  a la casa de la familia Fischer en la Rheingasse. Esto dio pie a una nueva leyenda: la casa Fischer en la Rheingasse pasó a ser considerada la casa en la que nació el compositor de Fidelio  y la Novena sinfoní a y donde, con el paso del tiempo, cientos de miles de Fidelio y person per sonas as rin rindie dieron ron homena homenaje je a su memori memoria, a, hasta hasta que se con confir firm m ó   la indiscutible indiscutible reivindicac reivindicaciión de la Beethoven-Haus en la Bonngasse. Gottfried Fischer nació  en la casa Fischer en 1780 y muri ó  en ella en 1864. Cuando ten ía alrededor de sesenta años, el maestro panadero empezó  a escribir, a petici ón de los muchos peregr peregrinos inos que se acercaban acercaban hasta hasta su ä

hogar —la supuesta casa hasta natal de Beethoven—, sus1857. recuerdos y los de su mayor, C cilie, los sigui aproximadamente Dadasde lasLudwig circunstancias, loshermana recuerdos de Fischer sony ó  desarrollando un extraño batiburrillo de cosas prescindibles e imprescindibles contadas con un lenguaje torpe, pero ofrecen una importante y curiosa perspectiva de la niñez de Beethoven.

Cuando Ludwig van Beethoven había crecido un poco, fue a la escuela primaria con el maestro Herr Huppert, en la casa del n úm. 1091 de la Neugasse, que conecta con la Rheingasse. Después fue a la M la  Münsterschule nsterschule.. Según su padre, no aprendió  mucho en la escuela. Por este motivo le sentó tan pronto al piano y le hizo trabajar duro. Cäcilie Fischer cuenta cómo le instruía su padre al piano. Tenía que ponerse de pie en un pequeño banco y tocar. Nuestro anterior Oberbürgermeister, rgermeister, Windeck,  Windeck, también lo vio. Ludwig van Beethoven tambi én tenía diariamente clases de viol ín. En una ocasión en que estaba tocando sin partitura, entró su padre y le dijo: —Y ahora, ¿qué tonterías estás tocando? Sabes que no lo soporto. Toca siguiendo la partitura, si no, no valdr á  para nada. Cuando Johann van Beethoven ten ía visita y Ludwig entraba en la habitación, solía acercarse poco a poco al piano y se pon ía a tocar acordes con la mano derecha. Entonces su padre le decía: —¿Qué  haces zascandileando por aquí? ¡Vete de aquí  o te doy una  bofetada!

 

Con el tiempo, su padre empez ó  a prestarle atención cuando le oía tocar el violín. En otra ocasión en que entró  cuando estaba tocando a su aire, sin partitura, le dijo: —¿Es que no vas a parar con lo que te he dicho? Ludwig volvió a tocar y le contestó: —¿No os parece hermoso? —Eso es otra cosa, eso te lo has inventado t ú, pero aún no debes hacerlo. Apl ícate al piano y al violín, toca las notas rápido y bien, eso es lo importante. Cuando lo hayas logrado, entonces podrás hacer lo que se te ocurra; pero no pienses en eso ahora, aún no estás preparado —le respondió su padre. Más tarde, Ludwig empezó a tomar también clases diarias de viola. Siendo un poco más mayor, solía ir desaliñado y sucio, y un día Cäcilie Fischer le dijo: —¡Qué sucio estás otra vez, deberías asearte! (Herr) nadie —¿Qué  problema hay? —contestó   él—. Cuando sea un caballero (Herr)  nadie se fijará en ello. Cuando Ludwig van Beethoven ya había aprendido a tocar bien el piano con su padre y había empezado a sentirse dueño de las notas y del instrumento, se sinti ó  preparado para recibir clases de órgano y aprender a tocarlo. Así pues, fue a hacer una prueba con el hermano Willibald de nuestro monasterio franciscano local, un profesor magistral que conocía bien a su padre, Johann van Beethoven. Con el permiso del padre superior, el hermano lo acept ó gustosamente y lo instruy ó, formándolo también en el ritual de la Iglesia católica. Progresaron tanto que podía utilizarlo a menudo como sustituto, por lo que el hermano Willibald le cogió mucha estima y aprecio. A medida que Ludwig van Beethoven fue volvi éndose más audaz al órgano, empezó  a á

pensar en buena tocar en uno mcon s grande, e hizo prueba en el tocar monasterio de Minorite. Trabó tan amistad el organista queuna le cogieron para el órgano a diario a las seis de la ma ñana en la Santa Misa. Todav ía puede verse allí el banco en el que solía sentarse. Había en el monasterio un tal padre Hanzmann que tambi én era un buen organista y que tocaba asimismo el órgano cuando quería. Cuando los Beethoven daban un concierto en casa, el padre Hanzmann siempre estaba all í. Ludwig no lo aguantaba y le decía a Cäcilie: «Siempre tiene que venir aquí el monje este; ya pod ía quedarse en su monasterio leyendo su libro de oraciones». Había un hombre de mediana edad en Bonn llamado Stommb que hab ía sido músico en su día y había aprendido a componer. Dec ían que se había vuelto loco por eso. Solía deambular por la ciudad sin decir ni mu con una batuta en la mano derecha y un rollo de partituras en la izquierda. Cuando llegaba a la planta baja del n úmero 934 de la

 

Rheinstrasse, donde no le esperaba nadie, daba con la batuta en la mesa de la planta  baja y señalaba hacia arriba, a la casa de los Beethoven, como indicando que tambi én allí  hab ía músicos, y luego marcaba el tempo con la batuta sobre el rollo de partitura, sin decir palabra. Ludwig van Beethoven solía reírse de ello, y una vez dijo: «Eso demuestra lo que pasa con los músicos: la música ya ha vuelto loco a éste. ¿Qué será de nosotros?». Y es como si el músico atolondrado fuera consciente de ello, ya que al salir a la calle apuntaba a los aposentos de Beethoven, daba con la batuta en la partitura y se iba. Si aceptamos el viejo dicho de que los ni ños y los locos siempre dicen la verdad, entonces cabría suponer que quería decirnos que Ludwig van Beethoven llegaría a ser un gran hombre y ser ía mundialmente conocido. A Cäcilie Fischer solía enfadarle mucho que el loco siempre entrase solamente en su casa y asustara a los criados. Los tres hijos de Herr Johann van Beethoven —a saber, Ludwig, Kaspar y Nikolaus— velaban celosamente por la honra de sus padres. En las ocasiones en que su pap á estaba con alguien y bebía un poco más de lo debido —lo cual no era muy habitual—, cuando sus hijos se daban cuenta de ello, se plantaban all í  los tres enseguida, preocupados, y tr trat atab aban an,, de la fo form rmaa más suave posible, de hacer que su padre se fuera a casa tranquilamente con ellos para que no montara una escena. Le dec ían con ternura: «O Papächen, Pä pachen!»,  pachen!»,   y él obedecía. Cuando se emborrachaba, no se ponía conflictivo, sino animado y alegre, así que los que está bamos en la casa apenas nos enter enterá bamos. En ese momento, Ludwig ya se consideraba igual a su padre en el terreno musical. Su hermano Kaspar había aprendido todo lo que ten ía que aprender tanto en el colegio como en sus estudios de las para que, llegado el momento, lo cogiera un  boticario como aprendiz. Loshierbas, dos hermanos eran atrevidos y aventureros: cuando podían hacer alguna trastada, se lo pasaban en grande, riéndose a carcajadas; Ludwig, como siempre, arqueando la espalda como un gato. Por entonces, la señora Fischer tenía gallinas y llevaba un tiempo preguntándose por qué  ponían tan pocos huevos. Vigilaba, pero no pillaba a nadie. Hasta que un d ía salió al corral despreocupadamente y se encontr ó  con que Ludwig se hab ía colado por la verja dentro del gallinero. Frau Fischer le dijo: —Ajaj á, Ludwig, ¿se puede saber qu é haces ahí? —Mi hermano Kaspar ha tirado mi pa ñuelo dentro y me he metido a cogerlo —contestó éste.

 

—Sí, claro, a lo mejor por eso estoy recogiendo tan pocos huevos —respondi ó  Frau Fischer. —Oh, Frau Fischer —dijo Ludwig—, las gallinas muchas veces esconden los huevos; pero así, cuando los encontréis, os alegraréis a ún más. También dicen que hay zorros, y también roban huevos. —Pues a mí   me da la im impr preesión —re —respo spondi ndió   Frau Frau Fisc Fisch her— de que tú   eres precisamente uno de esos zorros pillines. ¡Qu é va a ser de ti! —¡Oh, quién sabe! —dijo Ludwig—. Según usted, ¡hasta ahora sólo soy un zorro de la música! (Notenfuchs). —Sí   —cerró   la conve conversaci rsación Frau Frau Fisc Fische her— r—,, ¡y tamb tambiién un zorr zorro o de los los hu huev evos os!! (Eierfuchs). Dicho lo cua Dicho cual, l, los dos chi chiqu quill illos os sal salie ieron ron cor corrie riendo ndo riéndo ndose se como como gra granuj nujas. as. Fra Frau u Fischer no pudo evitar reírse con ellos y no fue capaz de exigirles cuentas por su travesura. Una mañana de verano, temprano, un gallo hab ía salido volando de otro corral y se había posado sobre el tejado del edificio trasero de los Fischer, donde dorm ían los padres de Ludwig, dando a la calle. Los tres chicos dorm ían en el lado que daba al corral, y Ludwig vio al gallo inmediatamente. Los hijos de los Fischer tambi én dormían en el lado que daba al corral y también lo habían visto. Así  que decidieron observar la escena sigilosamente para ver cómo acababa la diversión. —Me parece que ese gallo es un fatuo jinete joven; a ún no tiene espuelas. ¡Mira, mira lo digno que se pone! ¡Cuando le pille, le voy a marcar el paso bien marcado! —dijo Ludwig. Ludwig hasta y Kaspar al corral a hurtadillas y le ofrecieron pan al gallo para engatusarlo que salieron lo cogieron. Entonces le retorcieron el cuello para que no gritara, subieron corriendo al desv án y se echaron a reír. Seguramente habían acordado con la criada que cocinara el gallo cuando se fueran sus padres. Al día siguiente, el hijo del dueño de la casa, Johann Fischer, le dijo a Ludwig: —El gallo ha debido de hacerse m úsico, porque oí que cantaba la parte de un alto. Se rieron y Ludwig contest ó: —Yo también me he hartado de ese alto cuando estaba  bien asado. Pero espero que que no se lo cuentes ni a papá ni a mamá, o tendremos que salir los tres corriendo de casa.

 

—Oh —contestó el otro—, y a mí qué me importa el gallo. ¡Que se hubiera quedado en su corral! Ludwig le dijo que antes uno podía quedarse por ley todo aquello que se encontrara de  buena mañana que se hubiera colado en su corral. —Es cierto, y la gente deber ía cuidar más de sus animales, porque pueden liar una  buena. Más adelante, no puede decirse que a Ludwig le preocuparan mucho las amistades o las relaci relacione oness soc social iales es.. Cua Cuando ndo tenía qu quee conc concen entr trar arse se en la músi sica ca o trab trabaj ajar ar solo solo,, cambia cam biaba ba de act actitu itud d y exig exigía que se le respetara. Sus momentos m ás felices eran aquellos en los que se liberaba de la compa ñía de sus padres —lo cual no sucedía muy a menudo men udo—, —, cua cuando ndo toda la fam famili iliaa estab estabaa fue fuera ra y se queda quedaba ba so solo. lo. De est estee mod modo o progresó  tanto que a los doce a ños ya se inició  como compositor y a los quince fue nombrado organista, y para subir a la galer ía de la iglesia de la corte con su padre se ponía una espada en el costado izquierdo para mostrar su rango. El atuendo de gala de los músicos de la corte era: levita color verdemar, pantalón  bombacho verde con hebilla, medias de seda blanca o negra, zapatos con lazo negro anudado, chaleco bordado con solapas en los bolsillos y atado con un cord ón de oro auténtico, pelo rizado y recogido en una coleta, sombrero sujeto bajo el brazo izquierdo y espada en el costado izquierdo con cinturón plateado. El antiguo aspecto de Herr Ludwig van Beethoven: bajo y grueso, ancho de hombros, cuellicorto, cabezón, nariz rechoncha, tez muy morena; y siempre inclinado un poco hacia delante al andar. Cuando era ni ño, en nuestra casa sol ían llamarle der Spagnol  Spagnol  (el español). ñ

ó

Una macon ana, Ludwigapoyada estaba en su habitaci con vistas al corralCmirando fijamente punto, la cabeza entre las manosn contra la ventana. äcilie Fischer cruzóun  el corral hasta él y le preguntó: —¿Qué te parece, Ludwig? —pero él no la contestó. Cuando ella le preguntó   después qué   quería decir con ello, ya que «no responder también es una respuesta», él contestó: —Oh, no, no es eso; perdóname; es sólo que estaba taba en un pe pens nsam amiiento nto tan tan be belllo y pr prof ofu und ndo o que no sopo port rtab abaa qu quee me interrumpieran. Beethoven tenía unas vistas preciosas del Rin y de la otra orilla desde su ático, la vista de las Siebengebirge tal como se veían desde la vieja casa de aduanas. Hab ía dos telescopios en el ático, uno pequeño y otro grande; con ellos se podía ver hasta veinte

 

millas de distancia. Aquello era un placer para Herr Ludwig, pues a los Beethoven les encantaba el Rin. A medida que Ludwig iba progresando d ía tras día en música y composición y vendía sus composiciones a desconocidos, se fue haciendo tan famoso por todas partes que muchoss melóman mucho manos os iba iban n a vis visita itarle rle des desde de lu lugare garess lej lejano anoss del ext extran ranjer jero o por pur puraa curiosidad y le pedían que diera un pequeño concierto para oírle tocar. Entonces, cuando era posible, Herr Johann van Beethoven hac ía llamar a unos músicos y ofrecía un concierto en su cuarto. Seguramente los caballeros le pagaban bien por ello, aunque no se sabe. Cuando el trasiego de desconocidos fue volviéndose cada vez peor, Herr Fischer acab ó diciéndole a Herr Johann van Beethoven: «Si no fuera panadero, no me preocupar ía todo este revuelo de forasteros; podría descansar por la noche. Pero como soy panadero y tengo que hornear por la noche, necesito dormir por el día; no lo aguanto más, me voy a po pone nerr en enfe ferm rmo. o. Herr Herr va van n Be Beet etho hove ven, n, sien siento to de deci ciro ross qu quee de deb b éis bu busc scar aros os otro otro alojamiento».  Johann van Beethoven Beethoven decía a menudo: «Ahora mi hijo Ludwig es mi única alegría; está progresando tanto en música y composición que todo el mundo lo mira con admiración. Mi Ludwig, mi Ludwig… Estoy seguro de que llegar á  a ser un gran hombre a nivel mundial. ¡Los que estáis aquí reunidos y viváis para verlo, recordad mis palabras!».

 

Christian Chris tian Gottlob Neefe (1783)

Cuando a la tierna edad de doce años Beethoven habí a empezado a ayudar a su profesor con el órgano y a hacer de cimbalero en la orquesta de la ó pera, Christian Gottlob Neefe (1748-1798), (1748-1798), organis organista ta de la corte en Bonn para el elector de Colonia y compositor de Singspiele —en su d í a tan  populares—, publicó  el 2 de marzo de 1783 la siguiente comunicaci ón prof éé tica t  ica (la traducción utilizada aquí  es  es la de Thayer, I, 69) en la Magazin der Musik de Cramer:

Louis van Beethoven, hijo del mencionado tenor, es un ni ño de once años de un talento de lo más prometedor. Toca el clave con gran destreza e ímpetu, lee muy bien a simple vista y, en definitiva, toca pr ácticamente entero El clave bien temperado de temperado de Sebastian Bach que le entregó  Herr Neefe. Quien conozca esta colección de preludios y fugas en todas ultra de nuestro arte— sabrá las tonalidades —que bien podr ía considerarse el non plus ultra de lo que esto significa. En la medida en que sus deberes se lo han permitido, Herr Neefe también le ha instruido en el bajo continuo. Ahora le est á  enseñando composición y, para pa ra mo moti tiva varl rle, e, ha he hech cho o qu quee im impr prim iman an en Ma Mann nnhe heim im nu nuev evee va vari riaci acion ones es pa para ra pianoforte compuestas por él a partir de una marcha [de Ernst Christoph Dressler]. í

ú

Habr a que áayudar este joven genio a viajar. Si contin a como ha empezado, sin duda se convertir  en otroa Wolfang Amadeus Mozart.

 

 Mozart (1787) Cuando el «joven genio» pudo al fin viajar en la primavera de 1787, l ógicamente, fue a ver a Mozart a Viena, pero, después de algunas clases con el maestro, la noticia de la grave enfermedad de su madre le oblig ó   a regresar a Bonn. «El viaje me ha costado mucho —escribi ó Beethoven a un amigo en septiembre de 1787— y no albergo la menor esperanza de ganar nada aquí. La suerte no me sonr íe en Bonn.» El bi ógrafo de Mozart, Jahn, í

ó

cuenta as  la forma en que conoci  a Mozart (Thayer, I, 90):

Cuando Beethoven, siendo una joven gran promesa, lleg ó  a Viena en 1786 [en realidad fue en 1787] —aunque se vio obligado a regresar a Bonn tras una breve estancia—, fue conducido ante Mozart y, a petición de éste, tocó algo para él. Mozart, dando por hecho que se trataba de una pieza especial preparada para la ocasi ón, la alabó  con cierta indiferencia. Al darse cuenta de ello, Beethoven le pidi ó a Mozart que le diera un tema para impro improvisar visar.. Siem Siempre pre tocab tocabaa increí blemente  blemente bien cuando estaba emocionado y ahora estaba además inspirado por la presencia del maestro al que tanto veneraba; toc ó de tal forma que Mozart, cuya atenci ón e interés fueron en aumento, se acerc ó  al final con sigilo a unos amigos que estaban en una sala contigua y les dijo entusiasmado: «No le perdáis de vista, algún día dará que hablar al mundo».

 

Carl Ca rl Ludw Ludwig ig Junk Junker er (179 (1791) 1)

En otoño de 1791, el elector y melómano Maximilian Franz se llev ó consigo a su corte de m úsicos a Mergentheim, la capital de la Orden Teut ónica, para entretener a los comandantes y caballeros de la or orde den n al alllí    reuni reunidos dos.. Jun Junker ker,, más co cono noci cido do co como mo es escr crit itor or de música sica qu quee co como mo compositor, visit ó  a los músicos en Mergentheim. En su carta a Bossler del 23 de noviembre de 1791 rebosaba admiración por su «amigo Bethofen», con las siguientes  palabras de entusiasmo (Thayer, I, 115-116 115-116): ): Aquí  fui   fui testigo tambié n del aprecio y el respeto que el elector le tiene a esta capilla. Justo cuando el ensayo estaba a punto de íncipe   cipe hizo llamar a Ries, y cuando é ste comenzar, el pr í  n ste vino trajo consigo una bolsa de oro. «Caballeros —dijo—, hoy, con motivo de su santo, el elector os env í a mil t áleros de regalo.» Y, de nuevo, fui testigo de la sobresaliente excelencia de esta orquesta. Herr  Winneb Win neberg erger, er, Kap Kapel ellme lmeist ister er de Wal Wallen lenste stein, in, les les ent entreg  reg ó   una sin sinfon foní a que habí a compuesto é l mismo, de ejecución nada f ácil, sobre todo para los instrumentos de viento, con varios solos concertante. No obstante, para sorpresa del compositor, sali ó a la perfección. Una hora despué s de la música para la cena, empezó  el concierto. Se inaugur ó con una sinfoní a de Mozart; luego sigui ó un recitativo y un aire cantados por  Simonetti; a continuación, un concierto de violonchelo tocado por Herr Romberger  [Bernhard Romberg]; en cuarto lugar, una sinfon í a de Pleyel; en quinto lugar, un aire de Righin Rig hinii can cantad tado o por Sim Simone onetti tti;; en sex sexto to lug lugar, ar, un dob doble le con concie cierto rto par para a vio violl í n y violonchelo tocado por los dos Rombergs; y la pieza de cierre fue la sinfon í a de Winneberger, con muchos pasajes brillantes. La valoraci ón que he hecho antes sobre la ejecución de esta orquesta quedó  confirmada. No podr í  ía   alcanzarse mayor precisi ón: ¡qué  perfecci  perfección de pianos, fortes y rinforzandos!; s ólo en Mannheim se habí a oí do do antes semejante aumento e intensificaci ón gradual del tono para apagarse despu é s de forma casi imperceptible, desde los acentos m ás potentes hasta los más suaves. Ser í  ía   dif í  ícil c  il encontrar otra orquesta en la que los violines y los bajos est é n en tan buenas manos de  principio a fin […]. Todos los miembros de la capilla, casi sin excepción, est án en sus mejore mej oress años, rebos rebosant antes es de sal salud; ud; hom hombre bress cul cultos tos y de por porte te imp impec ecabl able. e. Con el esplé ndido ndido uniforme con el que los ha vestido el elector, rojo profusamente ribeteado ribeteado de oro, forman una imagen divina.

También oí  tocar a uno de los mejores pianistas que hay: el querido y buen Bethofen, algunas de cuyas composiciones, que escribi ó  a los once a ños, salieron en la Blumenlese de Spires en 1783. No toc ó   en pú blico, es cierto —probablemente no le tentaba el instrume inst rumento nto que había; es un Spath, y en Bonn toca en un Steiner—, pero le o í improvisar en privado, lo cual prefiero infinitamente m ás; sí, incluso me pidió  que le propusiera un tema sobre el que hacer una variaci ón. En mi opinión, a la vista de su casi inagotable inago table profu profusi sión de idea ideas, s, su expr expres esiión total totalment mentee caract caracter erístic sticaa tocan tocando do y la excelente ejecución de la que hace gala, bien puede establecerse la grandeza como virtuoso de este hombre de car ácter amigable y desenfadado. En definitiva, no le conozco ninguna carencia en el camino que conduce a la grandeza del artista. He o ído a

 

Vogler tocar el pianoforte —de su destreza con el órgano no puedo decir nada, ya que no le he o ído tocar ese instrumento—, le he o ído con frecuencia, le he o ído sin descanso, y jamás he dejado de asombrarme ante su extraordinaria ejecuci ón; pero Bethofen, además de la ejecución, tiene una intención más clara y profunda, y mayor expresi ón — adagio   como un en suma, es más emo emotiv tivo—, o—, y, por tant tanto, o, es tan bue bueno no tocan tocando do un adagio allegro.. Incluso los miembros de esta excepcional orquesta, sin excepci ón, le admiran y allegro son todo oídos cuando toca. Aun as í es extremadamente modesto y nada presuntuoso. No obstante, me reconoció   que durante los viajes que el elector le hab ía facilitado apenas había encontrado en la interpretación de los virtuosos más distinguidos la excelencia que creía que cabía esperar. La forma en que trata su instrumento es tan diferente de la habitual que le hace pensar a uno que ha llegado al punto de excelencia en el que está por su propia vía. Estoy seguro de que si hubiera cedido a las insistentes s úplicas de mi amigo Bethofen, a las cuales Herr Winneberger sumó  las suyas, y me hubiese quedado otro día más en Mergentheim, habría tocado para mí durante horas, y ese día as í, en compañía de estos dos grandes artistas, se habría convertido en un d ía de absoluta felicidad.

 

 Johann Schenk (1792)

 Johann Schenk (1761-18 (1761-1836) 36) murió   en la indigenci indig encia, a, pese a que sus Sings Singspiel pielee goza gozaron ron de una extr extraordi aordinaria naria populari popularidad. dad. Su Derr Do De Dorf rfba barb rbie ier, r, po porr ej ejem empl plo, o, se ma mant ntuv uvo o en ca cart rtel el du dura rant ntee d é cad adas as.. En su ía   cont  autobiograf í  cont ó   cómo ll lleg  eg ó   a conve convert rtir irse se en el prof profes esor or de cont contra rapu punt nto o de Beethoven. Por supuesto, no debemos pensar que, cuando dej ó   Bonn en 1792 para instalarse en Viena, Beethoven desconociera la t éé cnica c  nica compositiva; sus primeras obras í  ían   n err ónea semejante idea. Lo que de la é  poca de Bonn, bastante numerosas, probar  a necesitaba era una rigurosa formaci ón en contrapunto acad é mico. mico. Desgraciadamente  para é l, l, Mozart habí a fallecido en 1791, y Joseph Haydn ten í a pocas dotes pedag ó gicas. Los estudios con Haydn por medio de Schenk continuaron hasta comienzos de 1794, cuando el famoso teórico Albrechtsberger reemplazó  a los dos y logr ó  que Beethoven terminara sus estudios correctamente (Thayer, I, 153-154).

En 1792, Su Alteza Real, el archiduque Maximilian, elector de Colonia, envi ó a Viena a Louis van Beethoven, entonces a su cargo, a estudiar composici ón musical con Haydn. Hacia finales de julio, el abate Gelinek me informó  de que había conocido a un joven que había demostrado un virtuosismo al pianoforte tan extraordinario como, de hecho, no había visto desde Mozart. Mencion ó al paso que Beethoven había estado estudiando contrapunto con Haydn más de seis meses y todav ía andaba practicando el primer ejercicio eje rcicio;; también qu quee Su Ex Exce cele lenc ncia ia el ba barrón Van Swieten le hab ía recom recomendad endado o seriamente el estudio del contrapunto y le preguntaba a menudo c ómo iba progresando en sus estudios. A consecuencia de esta continua insistencia, y del hecho de que a ún esta estaba ba en la pr prim imer eraa fase fase de su fo form rmaci ación, Bee Beetho thoven ven,, ávid vido o de apr aprend ender, er, est estaba aba descontento y le expresaba a menudo su insatisfacci ón a su amigo. Gelinek se tom ó  el asunto en serio y acudi ó a mí para preguntarme si me prestar ía a conocer a Beethoven lo antes posible, y fijamos una fecha para encontrarnos en la vivienda de Gelinek y o írle tocar el pianoforte. Fue así como, por primera vez, vi al ahora tan famoso compositor y le o í tocar. Después de las gentilezas de turno, se ofreció  a improvisar al piano. Me pidi ó  que me sentara a su lado. Después de tocar algunos acordes y despacharse algunos motivos como si nada, el genio creativo descubri ó  poco a poco sus profundas im ágenes mentales. Mi oído se deleitaba sin descanso en la belleza de los muchos y variados motivos que hilaba unos con otros con una claridad y un encanto maravillosos, y me rendí  a las huellas que dejó  en mi corazón mientras se entregaba por completo a su imaginaci ón creativa y, de corrido, abandonando el campo del simple encanto tonal, atacaba las tonalidades más remotas con osadía para dar salida a encendidas pasiones. Lo primero que hice al día siguiente fue ir a visitar al aún anónimo artista que hab ía desplegado su maestría de forma tan brillante. Vi en su escritorio algunos pasajes de su primera lección de contrapunto. Me di cuenta de un vistazo de que, aunque era breve,

 

había errores en todos los tonos. Se vieron as í confirmadas las apreciaciones de Gelinek. Convencido ya de que mi alumno ignoraba las reglas iniciales del contrapunto, le di el conocido manual Gradus ad Parnassum de Parnassum de Joseph Fux y le pedí que mirara los ejercicios del final. Joseph Haydn, que hab ía regresado a Viena a finales del a ño anterior, estaba centrado en emplear su inspiraci ón para componer grandes obras maestras y, con una ocupación tan loable entre manos, no pod ía dedicarse a las reglas gramaticales. Yo estab es tabaa aho ahora ra ans ansios ioso o por ser ser el ayu ayudan dante te de dell apl aplica icado do est estud udian iante. te. Pe Pero ro ant antes es de comenzar las clases le hice comprender que nuestra colaboraci ón debía mantenerse en secreto. A tal fin le recomendé  que volviera a copiar cada ejercicio que yo le correg ía para que Haydn no viera la caligraf ía de un extraño cuando se lo entregara. Pasado un año, Beethoven y Gelinek tuvieron un desencuentro por alguna raz ón que desconozco. Ambos, me da la sensación, tuvieron la culpa. Como resultado de ello, Gelinek se enfadó y rompió mi secreto. Beethoven y sus hermanos tampoco lo ocultaron m ás. Empecé  a desempeñar mi honorable función con mi buen Louis a principios de agosto de 1792 y seguí  ininterrumpidamente hasta mayo de 1793, momento en que termin ó con el doble contrapunto en la octava y se fue a Eisenstadt. Si Su Alteza Real le hubiese envia enviado do de pri primer meras as a Alb Albrec rechts htsber berger ger,, jamás se habrían vis visto to int interr errump umpido idoss sus estudios y los habría terminado.

 

 Franz Gerhard Wegeler

(1794-1796) Los Biographische Notizen (1838) de Franz Gerhard Wegeler y Ferdinand Ries ocupan o cupan una posici po sición destacada en la literatura sobre Beethoven. Cinco años mayor que é l, l, Wegeler fue uno de los mejores amigos de Beethoven en Bonn. Cuando el ejé rcito rcito francé s victorioso ocupó el Rhineland en 1794, Wegeler, a la sazón rector de la Universidad de Bonn a pesar de contar con sólo veintinueve años, huyó  a Viena, donde retomó  su í ntima ntima amistad con Beethoven durante los dos años siguientes. Los recuerdos de Wegeler (Thayer, I, 180-181) que se recogen a continuación se refieren a los a ños 1794-1796, cuando los asuntos financieros de Beethoven habí an an dado un giro a mejor.

Carl, príncipe de Lichnowsky, conde de Werdenberg, Casa Granson, fue efectivamente un gran patrón, un amigo de Beethoven que lo tuvo como invitado en su casa, donde permaneció  unos cuantos años. Yo lo encontré all í hacia finales de 1794, y all í lo dejé  a mediados de 1796. No obstante, entre tanto, Beethoven tuvo casi siempre una casa en el campo. El príncipe era un gran melómano y entendido en música. Tocaba el pianoforte e intentó  convencer a Beethoven, estudiando sus piezas y toc ándolas medianamente  bien, de que, aunque a menudo le señalaran la dificultad de sus obras, no ten ía por qué cambiar en absoluto su estilo de composición. Había conciertos en su casa todos los vie vierne ness po porr la mañan ana, a, en los los qu quee pa part rtic icip ipab aban an cuat cuatro ro músic icos os a sueld ldo o — Schuppanzigh, Weiss, Kraft y otro (¿Link?)—, además de nuestro amigo; tambi én solía to toca carr un pr prin inci cipi pian ante te,, Zm Zmes eska kall ll.. Be Beet etho hove ven n si siem empr pree es escu cuch chab abaa co con n gu gust sto o las las obser obs ervaci vacione oness de estos estos cab caball aller eros. os. Así, por po pone nerr un solo olo ejemp mplo lo,, el famo famosso o, n.  n.  º 3, 3, op. violonchelista Kraft le señaló  en mi presencia un pasaje del final del Trí o,  op. 1, corda sol», y le indicó  que el sobre el que le comentó  que debía estar marcado «sulla «sulla corda sol», tempo 4/4 que Beethoven hab ía puesto al final del segundo tr ío debía cambiarse a un 2/4. En aquellos conciertos era donde se tocaban por primera vez, siempre que era posibl pos ible, e, las nu nueva evass com compos posici icione oness de Bee Beetho thoven ven.. Sol Solían es estar tar pre prese sente ntess gra grande ndess músicos y melómanos. También yo, mientras viv í en Viena, estuve presente, si no todo el tiempo, al menos la mayor parte de él. En cierta ocasión, en uno de ellos, un conde h úngaro puso ante Beethoven una dif ícil vista,  exactamente composición manuscrita de Bach, que, según dijo el conde, tocó  a vista,  como lo habría hecho el propio Bach. En otro de ellos, el autor vien és Förster le llevó un cuarteto del cual había sacado una copia limpia esa misma mañana. En la segunda parte del primer movimiento, el violonchelo se fue. Beethoven se puso en pie y, sin dejar de tocar su parte, cantó  el acompañamiento. Cuando le dije que era una prueba de sus logros, respondió sonriendo: «La parte del bajo debe ser as í, si no, el autor no tendr ía ni idea de composición». Al comentarle que hab ía toca tocado do un  presto  presto   nuevo para él tan rápido que debía de haberle sido imposible ver todas las notas, respondi ó: «Ni falta que hace; leyendo rápido, siempre que el lenguaje sea familiar, aunque haya multitud de errores tipográficos, ni se ven, ni se siguen».

 

Generalmente, después del concierto, los m úsicos se quedaban a comer. Se congregaban Generalmente, también aquí   artistas y sabios locos, independientemente de su posici ón social. La princesa Christiane era la cult ísima hija del conde Franz F ranz Joseph von Thun, quien, siendo un caballero respetable y un gran fil ántropo, tendía a dejarse llevar por un excesivo entusiasmo en su relación con Lavater y se cre ía capaz de curar enfermedades con el poder de su mano derecha. Beethoven, criado en circunstancias muy austeras y siempre, por decirlo de alg ún modo, bajo tutela, aunque sólo fuera la de sus amigos, no tenía noción alguna del valor del dinero y era de todo menos ahorrador. Así, por poner un ejemplo, en el palacio del príncipe Lichnowsky se cenaba a las cuatro, «de modo que —dijo Beethoven— debo estar en casa todos los días para las tres y media, cambiarme y ponerme un traje mejor, afeitarme, etcétera… No lo soporto». Por ese motivo iba a menudo a las tabernas, donde, sin querer, como en todo lo econ ómico, le iba mucho peor porque, como he dicho antes, no ten ía ni idea del valor de las cosas ni del dinero. El pr íncipe, que tenía una voz sonora y metálica, le ordenó  a uno de sus criados en cierta ocasión que si en algún momento Beethoven y él le llamaban al mismo tiempo, debía atender a aquél primero. Beethoven le oyó y al día siguiente contrató a su propio criado. De igual modo, aunque el príncipe ponía sus establos a su disposición, cuando le dio el capricho pasajero de querer aprender a montar a caballo se compró un caballo para él solo. En los apuntes biogr áficos que Ignaz Ritter von Seyfried incluy ó   en su estudio de Beethoven encontramos en la página 13 la siguiente frase: «Beethoven nunca se cas ó ni, por extraño que parezca, tuvo jamás una aventura amorosa». La realidad del asunto, tal como como la cono conoci cimo moss mi cuñado ado,, Ste Stepha phan n vo von n Bre Breun uning ing,, Fer Ferdin dinand and Rie Ries, s, Be Bernh rnhard ard Romberg y yo, es que Beethoven siempre estaba enamorado, y el amor que viv ía en cada momento solía afectarle mucho. […] En Viena, al menos durante el tiempo que yo viví   allí, Beethoven siempre tuvo alg ún amorío entre manos, y en algunos casos sus conquistas eran de un calibre que a m ás de un adonis le habr ía resultado dif ícil, por no decir imposible, lograr.

 

 Frau von Bernhard (1796-1800) (1796-1800) En 1867 Ludwig Nohl publicó las memorias de Frau von Bernhard sobre Beethoven. Ella era hija de Herr von Kissow, que vivió durante muchos años en Reval, Estonia, y luego se mudó a Augsburgo, donde naci ó su hija en 1783. Demostr ó tener un agudo talento musical desde temprana edad, por lo que su padre la envi ó a Viena para que los amigos de Beethoven, Nanette Streicher y su marido Andreas Streicher — éste históricamente ó

ñ

conocido como fabricante devon pianos—, la formaran pianista. ruso, Nanette  a la peque Fräulein von Kissow a Herr Klüpfeld, secretariocomo del consulado y seStreicher convirti ópresent  en un miembro de sua casa.

Un día Streicher desplegó  ante ella algun algunas as piezas de Beet Beethove hoven; n; eran las Sonatas para  piano, op.  piano,  op. 2, que Artaria acababa de publicar [1796]. Le se ñaló  que eran una novedad que las damas no quer ían tocar porque eran demasiado dif íciles e incomprensibles para ellas.. ¿Que ellas ¿Querr rría ella aprender a tocarlas? La niña estaba segura de que lo har ía y enseguida fue capaz de interpretar estas y otras obras de Beethoven con tanta destreza que la invitaron a las veladas musicales privadas en las casas de Lichnowsky y de Razumovski. El propio Beethoven, que por entonces era asiduo de aquellos encuentros, pudo oír lo bien que la niña tocaba sus piezas y enseguida trabó  amistad con ella. De hecho, valoraba tanto su talento que, de ah í en adelante, hasta el año 1800 (en que ella se fue de Viena), le envi ó  siempre por norma una copia de sus últimas novedades para piano en cuanto se publicaban, acompa ñadas de una breve nota amistosa, a menudo de tono jocoso. Desgraciadamente, ya no existe ninguna de estas notas, ya que en aquel momento frecuentaban la casa de Herr von Kl üpfell tantos apuestos oficiales rusos que el poco agraciado Beethoven no la impact ó en absoluto. En cualquier caso, veía al joven artista muy a menudo. Como Herr von Klüpfe pfell ll era tam tambi bién muy musical, Beethoven iba a su casa con frecuencia y allí tocaba a menudo el piano durante horas, siempre «sin partitura». Todo el mundo se maravillaba y se extasiaba con ello. Un d ía dio la casualidad de que é

í

ó

tambi n estaba   el conocido pianista Franz Krommer, queeltoc una pieza compuesta por éall l mismo. Al principio, Beethoven se sent ó  en sof á  junto a ella,nueva pero enseguida se puso a deambular por la habitaci ón, se acercó  hasta el piano para echarle un vistazo a las partituras y no prest ó la menor atención a la interpretación. Esto irritó a Herr von Klüpfell, que pidió  a un amigo del despreocupado joven que le se ñalara su comportamiento impropio, ya que un joven, a ún un don nadie, siempre debía mostrar respeto cuando un meritorio compositor mayor que él estaba tocando algo. Desde ese momento, Beethoven no volvió a pisar jamás la casa de Herr von Klüpfell. Frau von Bernhard guarda multitud de recuerdos de las man ías irreprimibles del joven. «Cuando venía a vernos, solía asomar la cabeza por la puerta para asegurarse de que no había nadie que le desagradara. Era bajo y poca cosa, con una cara fea y colorada picada de viruela. Tenía el pelo muy oscuro y le ca ía despeinado por el rostro. Su atuendo era

 

muy corriente y no segu ía ni remotamente siquiera la moda que sol ía llevarse en aquellos días, sobre todo en nuestros círculos. Además, hablaba en un dialecto marcado y tenía una forma de expresarse bastante vulgar. Ciertamente, su porte carec ía de refinamiento alguno. De hecho, más bien lo contrario: era tan rudo en su aspecto como en su comportamiento. Era muy orgulloso. He visto a la condesa Thun, la madre de la princesa Lichnowsky, de rodillas ante él (sentado en el sof á) rogándole que tocara algo, y Beethoven no lo hizo. Aunque también hay que decir que la condesa Thun era una mujer muy excéntrica. »A menudo me invitaban a casa de los Lichnowsky para tocar. Él era amable y un perfecto caballero; ella era una dama encantadora. Pero no parec ían felices juntos. Ella tenía siempre una expresión muy melancólica en el rostro, y me enteré   de que él despilfarraba el dinero, gastando por encima de sus posibilidades. La hermana de ella, más hermosa aún, también estaba casada con un patr ón de Beethoven 1. Casi siempre estaba presente cuando componían música.» Ella también veía aquí  a Haydn y a Salieri, por entonces muy famosos, mientras que todavía nad nadie ie se mol moles estab tabaa en dec decir ir siq siquie uiera ra una pal palabr abraa sob sobre re Be Beeth ethove oven. n. «Aún recuerdo claramente cómo Haydn y Salieri se sentaban en el sof á que había a un lado de la salita de música, ambos vestidos con esmero al viejo estilo, con peluca, zapatos y medias de seda, mientras que Beethoven sol ía presentarse, incluso aquí, con el traje ultrarrenano, mucho más desenfadado, casi hasta mal vestido.»  1  1 Elizabeth  Elizabeth estaba casada con el conde Razumovski.

 

 Johann Wenzel Tomaschek (1798)

Este excelente organista,

 profesor y compositor bohemio public ó su autobiograf í  ía   en el anuario Libussa de 1845. Recog í  ía   el siguie siguiente nte valios valioso o comenta comentario rio indepe independi ndiente ente sobre sobre las facult facultade adess y caracte caracter  r í  ísstica   ticass de Beethoven como virtuoso del pianoforte. Al citar la mayor parte de é l, l, Thayer (I, 217) recuerda a sus lectores lectores que hasta 1840 Tomaschek Tomaschek hab í a o í do do a los mayores virtuosos desde Mozart en adelante, y destaca la afirmaci ón que hizo el propio Beethoven tres a ños despué s de que hab í a  perfeccionado mucho su forma de tocar.

En el año 1798, en que continué  mis estudios jurídicos, vino a Praga Beethoven, el gigante de los pianofortistas. Dio un concierto multitudinario en el Konviktssaal en el que tocó  su Concierto en do mayor, op. mayor, op. 15, el Adagio y Rond ó  gracioso en la mayor del op. 2, y concluyó  con una improvisación sobre el tema «Ah tu fosti il primo oggetto», del Tito Tito (dueto  (dueto n.º 7) de Mozart que le dio la condesa Sch… [¿Schlick?]. La magn ífica interpretación de Beethoven y, en particular, los osados vuelos de su improvisaci ón me llegaron a lo más pr prof ofun undo do de dell alma alma de un mo modo do extr extraaño. Así   es, me sentí   tan sumamente doblegado que no pude tocar el pianoforte durante varios d ías. […]Fui al segundo concierto de Beethoven, que no volvió  a causarme, ni con su composici ón ni con su inte interpre rpretaci tación, la pod podero erosa sa imp impres resiión de la primera vez. Esta vez tocó   el Concierto en si bemol, que bemol, que acababa de componer en Praga. Luego le oí  tocar una tercera vez en la casa del conde C., donde toc ó, aparte del Rondó  gracioso de la Sonata en la mayor, una mayor,  una improvisación sobre el tema «Ah! vous dirai-je, Maman». Esta vez escuch é el trabaj tra bajo o artístic stico o de Be Beet etho hove ven n con con más cal calma. ma. Ad Admi mirré   su po pode dero rosa sa y br bril illa lant ntee interpretación, pero no se me pasaron por alto sus frecuentes saltos temerarios de un motivo a otro, debido a los cuales la conexi ón orgánica, el desarrollo gradual de la idea, quedaba abandonado. Este tipo de fallos suelen mermar con frecuencia sus mejores composiciones, aqu éllas fruto de una idea demasiado euf órica. A menudo, el oyente imparcial se ve sacado de su tra trance nce bru brusca scamen mente. te. La sin singul gulari aridad dad y la ori origin ginali alidad dad par parece ecen n ser su pri princi ncipal pal objetivo componiendo, tal como queda de manifiesto en la respuesta que le dio a una señora que le preguntó  si asistía a menudo a las óperas de Mozart. «No las conozco — respondió—, y no quiero escuchar la m úsica de otros para no perder parte de mi originalidad.» Como comp Como compos osit itor or qu quee so soy, y, te teng ngo o so solv lven enci ciaa sufi sufici cien ente te pa para ra da darr mi op opin inii ón sin va vaci cila laci cion ones es sobr sobree la carr carrer eraa art artístic sticaa de Be Beet etho hove ven. n. Lo cons consid ider ero o un uno o de los los compositores con más talento que hay, pero s ólo para la música instrumental, no para la música vocal, que no se le dio demasiado bien. Ni la armon ía, ni el contrapunto ni la estética musical en particular parecían preocuparle demasiado, por lo que a veces sus mayores obras se echan a perder por tonterías.

 

Carll Czerny Car Czerny (hacia (hacia 1800)

Quiso la ironí a del destino que la infatigable producción de Car Carll Cze Czerny rny (1 (1791 791-18 -1857) 57) no dej dejara ara hue huella lla alg alguna una com como o compositor, pero sí  que  que fuera el centro de la escena pedag ó gica durante más de un siglo. ícil Es dif í  c  il decir cuántos millones de personas, m ás o menos rebeldes de coraz ón, han admir adm irado ado la vel veloci ocidad dad y la des destre treza za de Cz Czern erny, y, ent entre re otr otras as cos cosas. as. Bee Beetho thoven ven es indirectamente responsable de esta enorme popularidad (o impopularidad), ya que fue é l qui quien en pre prepar  par ó   a Cz Czer erny ny pa para ra su carr carrer era a como como pian pianis ista ta y prof profes esor or de piano piano a comienzos del siglo XIX. Czerny, por su parte, fue el profesor de Liszt, y é ste ste a su vez el  profesor de Siloti, Friedheim, Liebling, Rosenthal y otros que a ún siguen activos entre nosotr nos otros; os; tod todos os ell ellos, os, en cie ciert rto o mod modo, o, des desce cendi ndient entes es dir direc ectos tos de Bee Beetho thoven ven com como o  pianistas.

Todavía recuerdo el día en que Gelinek le cont ó  a mi padre que le habían pedido que acudiera por la tarde a un evento en el que deb ía batirse con un pianista desconocido. «Le daremos una paliza de primera», apostilló. Al día siguiente, mi padre le pregunt ó a Gelinek qué tal había resultado la batalla de la noche anterior. —¡Oh —respondió  Gelinek, bastante abatido—, recordaré  la noche de ayer durante mucho tiempo! ¡Ese jovenzuelo ten ía dentro al mismo demonio! ¡Jam ás había oído a nadie tocar así! Improvisó sobre un tema que le di como no he o ído improvisar jamás ni al propio Mozart. Luego toc ó   composiciones suyas verdaderamente sorprendentes y grandiosas, e hizo gala de unas virguer ías y efectos al piano muy por encima de lo que habríamos podido soñar. —Vaya —respondió mi padre, estupefacto—, ¿y cómo se llama ese hombre? —Es un joven bajo, feo, moreno y de gesto obstinado —contest ó  Gelinek— que trajo aquí el príncipe Lichnowsky desde Alemania hace unos a ños para que pudiera estudiar composición con Haydn, Albrechtsberger y Salieri. Se llama Beethoven. Era la primera vez que yo o ía su nombre y hostigué a mi padre para que me consiguiera sus composiciones. Enseguida tuve todo lo que se hab ía publicado de él: los primeros tres tríos y sonatas, algunas variaciones, el Adelaide, el  Adelaide,   etcétera; y, del mismo modo que había aprendido algunas cosas magn íficas de otros maestros, enseguida pude apreciar, en la medida en que me lo permitieron las limitaciones propias de mi edad, la belleza y la originalidad de las obras de Beethoven, algo a lo que coadyuv ó una circunstancia en particular. En aquellos tiempos sol ía visitarnos casi todas las tardes un hombre mayor llamado á

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Krumpholz dellaarpa cl Al sica). Era violinista y, como tal, tende a un puesto en la(hermano orquesta del del inventor Teatro de Corte. mismo tiempo, era un amante la

 

música que llevaba su pasi ón por ella a los extremos m ás insospechados. La naturaleza le había dotado generosamente de un sentido preciso y delicado de la belleza en el arte tonal y, aunque no poseía un gran bagaje de conocimientos t écnicos, era capaz de analizar anali zar cualq cualquier uier compo composici sición con gran agudeza y, por as í   decir decir,, de prev prever er las las opiniones del mundo musical. En cuanto Beethoven apareci ó  por primera vez, Krumpholz se encariñó  con él con tal entrega y dedicación que pronto se convirtió   en una figura habitual en su casa; se pasaba pas aba prácti cticame camente nte tod todo o el día con él, y Bee Beetho thoven ven,, que norma normalme lmente nte er eraa muy receloso con los demás sobre sus proyectos musicales, le contaba a Krumpholz todas sus ideas, le tocaba una y otra vez todas sus composiciones nuevas e improvisaba para él todos los días. Solía burlarse de los aut énticos arrebatos de éxtasis que le daban a Krumpholz, y le llamaba su buf ón, pero lo cierto es que el cari ño de éste, que le valió amargos desencuentros defendiendo su causa frente a los numerosos detractores que Beethoven tenía en aquellos días, le conmovía. En aquel momento, el pú blico general no comprendía las composiciones de Beethoven y todos los seguidores de la vieja escuela de Mozart-Haydn se oponían a ellas con la más intensa animosidad. Así  era el hombre para quien, día tras día, tuve que tocar las obras de Beethoven, y aunque él no sabía nada sobre interpretación pianística, fue capaz de contarme sin pr prob oble lema ma mu much chas as cosa cosass sob obre re su temp tempo, o, su inte interp rpre reta taci ción, sus sus efectos ctos,, sus sus características, etc., ya que hab ía o ído al propio Beethoven tocarlas a menudo, e incluso había estado presente la mayor ía de las veces cuando éste las había creado. Me contagió su entusiasmo enseguida y no tard é  en convertirme como él en un devoto seguidor de Beethoven, en aprenderme a pies juntillas todo lo que éste había compuesto y en tocarlo, para mi edad, con destreza y entusiasmo. Krumpholz tambi én me contaba siempre las cosas nuevas que Beethoven «andaba escribiendo» y me cantaba o tocaba al violín los temas que hab ía oído en su casa por la ma ñana. Gracias a ello siempre me enteraba mucho antes que los dem ás de lo que Beethoven tenía entre manos. Más tarde, como nuestra amistad con Krumpholz dur ó muchos años, hasta su muerte, acaecida en 1817, 181 7, esto esto me per permit mitiió   darme darme cue cuenta nta de dur durant antee cuánto tiempo, a menudo a ños, Beethoven pulía sus composiciones antes de publicarlas, y de c ómo utilizaba en sus obras nuevas motivos que se le habían ocurrido muchos años antes. Yo tenía unos diez años cuando Krumpholz me llev ó  a ver a Beethoven. ¡Con qué alegría y con qué  pavor encaré   el día en que iba a ir a conocer al admirado maestro! Todavía conservo el vívido recuerdo de ese momento en la memoria. Era un d ía de invierno cuando mi padre, Krumpholz y yo nos encaminamos desde Leopoldstadt (donde aún vivíamos) hasta la propia Viena, a una calle llamada der tiefe Graben  Graben  («la acequia profunda»), y subimos unas escaleras interminables hasta el quinto y el sexto piso, donde un criado bastante desali ñado nos anunció a Beethoven y nos dejó pasar. La habitación tenía un aspecto de lo más caótico; había papeles y prendas desperdigados

 

por todas partes, algunos baúles, las paredes desnudas, casi ni una silla, salvo la del fortepiano Walter (el mejor de entonces), desvencijada; hab ía un grupo de unas seis u ocho personas reunido en el cuarto, entre ellas los dos hermanos Wranitzky, S üssmayr, Schuppanzigh y uno de los hermanos de Beethoven. Éste llevaba puesto un chaqué  de una tela gris oscuro de pelo largo con pantalones a

 juego que me recordó  ipso facto  facto  el di dibu bujo jo de dell Robinson Crusoe  Crusoe  de Campe que estaba leyendo en aquel momento. Su pelo negro como el carb ón, cortado a lo Tito, le ca ía en greñas despeinadas por la cabeza. La barba —que llevaba varios días sin afeitarse— le daba a la parte inferior de su rostro, ya de por s í moreno, un aspecto aún más oscuro. También me di cuenta, con esa perspicacia visual propia de los ni ños, de que tenía unos algodones en los oídos que parecían empapados en un líquido amarillento. No obstante, en ese momento él no tenía el menor síntoma de sordera. Entonces me pidi pidier eron on qu quee toca tocara ra algo algo y, como como no me atre atrev vía a empezar con una de sus mayor de Mozart, el que comienza con composiciones, toqué  el gran gran Concierto en do mayor de acordes. Beethoven me prestó  atención enseguida, se arrimó  a mi silla y, en aquellas ó

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partes en las que yo sla lo ten aizquierda. pasajes deTen acompa amiento, tocaba la orquestal conmigo, utilizando mano ía las manos cubiertas demelod vello ya los dedos muy gruesos, sobre todo en la punta. Como se mostr ó   satisfecho, satisfecho, reuní   el coraj corajee suficiente para tocar su sonata Paté tica, que tica, que acababa de salir, y, por último, su Adelaide, su  Adelaide, que mi padre cantó   en su más qu quee ace acepta ptable ble reg regist istro ro de ten tenor. or. Cua Cuando ndo ter termin minó, Beethoven se giró  hacia él y dijo: «El chico tiene talento. Le ense ñaré  yo mismo; le cogeré   como alumno. Mandádme dmelo lo var varias ias veces por se seman mana. a. Pe Pero, ro, ant antes es de nad nada, a, conseguidle una copia del libro de Emanuel Bach sobre el verdadero arte de tocar el piano, ya que debe traerlo consigo la pr óxima vez que venga». Entonces, todos los presentes felicitaron a mi padre por el prometedor veredicto, con el quee Kru qu Krumph mpholz olz,, en par partic ticula ular, r, se mos mostr tró   franc francame ament ntee encan encanta tado do,, y mi pad padre re se apresuró a buscar el libro de Bach. Durante las primeras clases, Beethoven me tuvo todo el tiempo haciendo escalas en todas las tonalidades y me enseñó   la única posición correcta de las manos y de los dedos (algo que la mayoría de los pianistas aún desconocían entonces), en particular cómo utilizar el pulgar; unas reglas cuya utilidad yo no supe apreciar del todo hasta mucho más tarde. Después repasó  conmigo los estudios de este método y me señaló, legato, que especialmente, el legato,  que dominaba como nadie, y que en aquel momento todos los demás pianistas consideraban imposible de ejecutar en el fortepiano, ya que, incluso después de Mozart, seguía estando de moda tocar con un estilo picado, breve y neutro 2. Años después, el propi propio o Beethove Beethoven n me contó  que había oído tocar a Mozart en varias ú

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ocasiones y que, comoaen a n en infancia, ste en se hab ía acostumbrado la aquel formamomento de tocar el elfortepiano clave, m ásestaba utilizado en su aquella época,

 

modo alguno adecuada para el fortepiano. Con el tiempo yo tambi én conocí  a varias pers pe rson onas as a las las qu quee Mo Moza zart rt ha hab bía dado clase, y su forma de tocar corrobor ó   este comentario. Mi padre no quería que yo hiciera el largo viaje a la ciudad solo, as í  que siempre me llevaba él personalmente hasta la casa de Beethoven. Perd í muchas clases debido a ello, y como además, cuando llegá bamos, Beethoven sol ía estar componiendo y me eximía de la lección, al cabo de un tiempo mis estudios quedaron interrumpidos por un largo periodo y tuve que volver a valerme por mí mismo. En el año 1802, Beethoven dio su primer concierto p ú blico en el Teatro, donde toc ó  su mayor,  se interpretaron su primera y segunda sinfon ías con primer Concierto en mi bemol mayor, se gran aplauso e hizo, al final, una improvisaci ón libre, para la cual eligió  «Gott erhalte Franz den Kaiser» como tema. En una ocasión, durante una velada vespertina —en la casa de la viuda de Mozart—, la comitiva era mucho más grande y numerosa de lo habitual y, entre las muchas damas y caballeros elegantes presentes, me fij é  en un joven cuyo aspecto me llam ó  la atención. Tenía un rostro vulgar y desagradable con un tic nervioso, y su atuendo, a tuendo, el summum summum del  del mal gusto, hacía pensar que podía ser una especie de maestro rural. Llevaba una serie de val valios iosos os ani anillo lloss rel reluci ucient entes es en cas casii tod todos os los los ded dedos os qu quee con contra trasta staban ban de forma forma extraña con su ropa. Hubo música, como de costumbre, y al final le pidieron a este  joven —tendría poco más de veinte años— que toc tocara ara.. ¡Qué   maestro maestro resu result ltó   ser! Aunq Au nque ue par paraa ento entonc nces es yo ya ha hab bía ten tenido ido la opo oportu rtunid nidad ad de dis disfru frutar tar oye oyendo ndo a Gelinek, Lipowsky, Wölffl y al propio Beethoven en muchas ocasiones, la forma de tocar de este individuo de aspecto pacato era como si abriera un mundo nuevo. Nunca  jamás había oído unas virguerías tan brillantes e innovadoras, una interpretaci ón tan clara, elegante y delicada, y una fantas ía combinada con un gusto tan exquisito. Cuando luego interpretó  algunas de las sonatas para violín de Mozart (con Krommer haciendo el acompañamiento), estas composiciones que yo conocía tan bien se llenaron de un nuevo significado. Entonces me enter é  de que éste era el joven Hummel, un antiguo alumno de Mozart que acababa de volver de Londres, donde le hab ía estado dando clases Clementi. Ya en aquel momento la forma de tocar de Hummel —en la medida en que los instrumentos de entonces se lo permitían— había llegado a ese plano superior que lo catapultó después a la fama. Si la forma de tocar de Beethoven era notoria por su tremenda fuerza, su car ácter, su  bravura sin parangón y su destreza, la de Hummel, por su parte, era un dechado de claridad y limpieza, de la elegancia y la delicadeza m ás cautivadoras, y sus virguerías estaban pensadas, siempre, para causar el efecto más grande y asombroso posible, ya que combinaba el estilo de Mozart con la escuela de Clementi, que tan sabiamente hab ía sabido adaptarse al instrumento. Es comprensible, por tanto, que en todo el mundo

 

fu fuera era con consid sidera erado do el mej mejor or intérp rpre rete te de lo loss do dos, s, y qu quee los los se segu guid idor ores es de am ambo boss maestros formaran enseguida dos facciones y se atacaran entre sí con todas sus fuerzas. Los seguidores de Hummel acusaban a Beethoven de maltratar el fortepiano, de no tocar de una forma clara y pura, de hacer s ólo un ruido confuso con el pedal, y de que sus composiciones fueran forzadas, artificiales, poco melodiosas y, adem ás, irregulares en la forma. Los partidarios de Beethoven, por su parte, aseguraban que Hummel carecía de verdadera imagina imaginaci ción, afirmaban que su forma de tocar era tan mon ótona como la de un organillero, que ponía los dedos agarrotados hacia adentro, como una araña, y que sus composiciones no eran m ás que meras elaboraciones de temas de Mozart y de Haydn. A m í, personalmente, la forma de tocar de Hummel s í  que me influyó, ya que me hizo tocar con mayor pureza y claridad. Una mañana, Beethoven —que no me había visto en los dos años previos y que se hab ía toma tomado do a ma mall qu quee mi pa padr dree inte interr rrum umpi pier eraa mi miss cl clas ases es— — se ac acer erccó   al al príncipe Lichnowsky y se mostró muy satisfecho con mi progreso. —Dijee al inst —Dij instan ante te qu quee el ch chic ico o te ten nía tal talen ento to —co —comen menttó—, pero su padre no fue suficientemente suficienteme nte estricto con él —añadió con una sonrisa. —Ah, Herr van Beethoven —respondi ó  mi padre, con buen talante—, deb éis tener en cuenta que es nuestro único hijo. También le satisfizo mi lectura a simple vista cuando me dio el manuscrito de su Sonata en do mayor, op. mayor, op. 35, para que la tocara. De ah í en adelante, Beethoven mostr ó una buena predisposición hacia mí  y me trató  amablemente hasta el fin de sus días. Tuve que encargarme de que se realizaran todas las correcciones necesarias en sus obras cuando se pub public licaba aban, n, y cua cuando ndo se rep repres resen enttó   su ópera Fidelio Fidelio   en el año 1805 (el 20 de noviembre), me permitió adaptarla para el fortepiano. Gracias a los comentarios que me hizo sobre ello, adquirí la facilidad para hacer arreglos que tan útil me resultó después. Entretanto, mi amistad con Beethoven continu ó  ininterrumpidamente, y cuando en el año 1815 me confió  al sobrino que había adoptado para que yo le ense ñara, le tuve en mi casa práctic cticam amen ente te a diar diario io;; y all allí, cuan cuando do es esta taba ba de bu buen en hu humo mor, r, sol solía oírle improvisando de un modo que jamás olvidaré. Según contaba a menudo, cuando era joven practicaba a todas horas, y trabaj ó tan duro que su salud se resinti ó; sin dud duda, a, ésta era la causa de las molestias que ten ía, que se traducían en una propensión continua a la hipocondría. Era increí ble  ble cómo se quedaba con las composiciones de un vistazo —incluso con los manuscritos y los acordes complejos— y lo bien que las tocaba. No hab ía nadie igual en este sentido. Su forma de tocar era siempre decidida, certera y firme. Cabe elogiar

 

igualmente su interpretación de las composiciones de los grandes maestros: tocaba los oratorios de Händel y las obras de Gluck maravillosamente bien, para gran aplauso del pú blico; y lo mismo puede decirse decirse de las fugas de Seb Sebastian astian Bach. Una vez me contó que de niño había sido indolente y poco aplicado, y que hab ía tenido una formación musical pobre. «Pero tenía talento para la música», apostilló. Me resultó conmovedorr oírle pronunci conmovedo pronunciar ar aqu aquel ellas las pal palabr abras as con total se serie riedad dad,, com como o si no lo hubiera sospechado nadie más. En otra ocasión, la conversación giró sobre el renombre que había alcanzado en todo el mundo. «Qué   tontería —di —dijo— jo—.. ¡Ja ¡Jam más se me ha ocurrido componer por el honor y la fama! Necesito sacar lo que tengo en el coraz ón, por eso compongo.» Dejando al margen las ocasiones en las que ca ía preso de la melancolía que le asaltaba a veces a causa de sus dolencias f ísicas, siempre estaba alegre, juguetón, lleno de chistes y ocurrencias y no le importaba ni pizca lo que pensaran de él. Cuando era joven, Beethoven hizo un buen amigo en la Corte. Si hubiera querido, habría podido vivir a lo grande. Tenía un talante bastante parecido a Jean-Jacques Rousseau, pero era noble, magnánimo y de carácter puro. En torno al año 1800, cuando Beethoven hab ía compuesto su op. 28, le dijo a su íntimo amigo Krumpholz: «No estoy muy satisfecho del trabajo que he hecho hasta ahora. De aquí  en adelante voy a hacerlo de otro modo». Poco despu és, salieron sus tres sonatas, op. 31, en las que se puede apreciar que, en cierta medida, había cumplido su objetivo. Su forma de improvisar era sumamente brillante y asombrosa y, estuviera con quien estuviese, sabía cómo causar esa impresión en todos los que le escuchaban, hasta tal punto que muchas veces nadie se libraba de las lágrimas, e incluso muchos romp ían en un llanto estentóreo, ya que, más allá  de la belleza y la originalidad de sus ideas y su forma for ma des desenf enfada adada da de pre prese senta ntarla rlas, s, había una ma magi giaa en su exp xprresión. Cua Cuando ndo terminaba una improvisación de este tipo, era capaz de echarse a re ír a carcajadas y  burlarse de sus oyentes por sucumbir ante la emoción que había provocado en ellos. Hasta les decía: «¡Sois unos tontos!». A veces le ofendían esas muestras de simpatía. «¿Cómo se puede vivir rodeado de niños tan mimados?», se lamentaba, y por esa raz ón y no otra (así me lo contó   él) rehusó  aceptar la invitación que le envió el rey de Prusia después de una de estas improvisaciones.  2 No así el propio Mozart, cuyas cartas del 27 de junio de 1781 y del 17 de enero de 1782 muestran que él pedía lo contrario, tal como se ñala Kerst.

 

Las cond Las condes esas as Gi Giul ulie iettta Guic Guicci ciar ardi di y Ther Theres esee Brun Br unsw swic ick k (hac (hacia ia 1801 1801))  A medida que avanzaba la sordera de Beetho Beet hove ven, n, fu fuee cada cada vez vez más ne nece cesa sari rio o hab habla larr con con é l po porr me medi dio o de libr libret etas as de conversación. Es decir, las visitas escrib í an an sus preguntas o respuestas en hojas de í 

 papel, que Beethoven ten adepre pr epa para rada dass óa tal tallasefec efcuales ecto to.. Por Po su supu pues esto to,al , da dada dass 138 las las circunstancias, estas libretas conversaci n, de se rconservan menos en la Biblioteca Nacional de Berl í n, n, no solí an an recoger lo que Beethoven preguntaba o respondí a. a. Habí a algunas excepciones, entre las que se encuentra una de 1823 en la que Schindler y Beethoven hablan sobre el conde Gallenberg, que se cas ó  con la condesa Giulietta Guicciardi (nacida en 1784) en 1803. Durante la conversaci ón, entre otras cosas, Beethoven dijo (en un franc é s mediocre): «J’ éé tois t  ois bien aimé  d’elle   d’elle et plus que  jamais son é  poux». Seguramente bas ándose en la fuerza de este comentario, tal como concluyó en su biograf í  ía   del maestro, Schindler supuso que las famosas cartas de amor, en la tercera de las cuales aparece el apelativo «mi amada inmortal», iban dirigidas a la encantadora condesa Giulietta Guicciardi. (Estas cartas se hallaron tras la muerte de Beethoven en un cajón secreto, por lo que tal vez no lleg ó a enviarle, a quienquiera que fuese la supuesta destinataria de ellas, los apasionados efluvios de su corazón.) No hay duda de que en 1801 Beethoven lleg ó a estar muy unido a ella, pero si era o no la «amada inmortal», é sa sa es ya otra historia. De hecho, a dí a de hoy, a pesar de las incisivas investigaciones investigaciones de los diversos expertos en Beethoven, no se ha resuelto a ún el acertijo sobre la identidad de la «amada inmortal» de Beethoven. Unos se inclinan por  la con condes desa a Gui Guicc cciar iardi, di, otr otros os por la con condes desa a The Theres resee Bru Brunsw nswick ick,, otr otros os tan tantos tos por  Theresa von Malfatti (a quien Beethoven de hecho ofreci ó  su mano) y aun otros por   Amalie Sebald; eso sin sin mencionar a otras candi candidatas datas menores. En 1852 Otto Jahn fue a ver a la condesa Gallenberg, né e Guicciardi, e hizo algunos apuntes de sus comentarios, recogidos a continuación. Naturalmente, Jahn no podía comete cometerr la torpez torpezaa de pre pregun guntar tarle le a la conde condesa sa Gallenberg sobre la «amada inmortal» y, por supuesto, ella no dio ninguna informaci ón al respecto. Su descripción de Beethoven, dadas las circunstancias, carecía por completo de romanticismo; bien podr ía haber sido la de cualquiera de los antiguos alumnos aristocr áticos de Beethoven que hab ían trabado amistad con él. Lo mismo puede decirse de la breve entrada sobre Beethoven en el diario de la condesa Therese von Brunswick (1775-1861) publicado en 1909 por La Mara, uno de sus valedores como «amada inmortal». M. de Gerando, un miembro de la familia Brunswick, neg ó  los argumentos de La Mara, pero revel ó  que la condesa Therese sí  que estuvo estuvo locamente enamor enamorada ada en su juventud de un hombre hombre cuyo nombre nombre de pila era Louis. Desgraciadamente, M. de Gerando explicó  las razones por las que no pod ía tratarse de Louis van Beethoven, razones que, no obstante, en los n úmeros de julio y septiembre de 1909 de la New Music Review, Mr. Review, Mr. Philip Hale calificó  de no concluyentes. N ótese que «Brunswick» es la forma habitual de escribir el nombre, pero Brunsvik (de Korompa) parece ser la m ás correcta.

 

Condes Cond esa a Giul Giulie iett tta a Guic Guicci ciar ardi di Beet Beetho hove ven n ha hab bí a sido su  profesor. Le hací a tocar sus cosas y era extremadamente severo con ella hasta que lograba interpretarlas interpretarlas correctamente hasta el último ía   en que habí a que tocar sin esfuerzo. Era detall det alle. e. Insis Insist  t í  í 

apasionado, tiraba las no partituras las romp mil de pedazos. í  ropa  Aunque era muy pobre, aceptabaypagos; peroa sen   ropa hogar, con el pretexto de que la condesa la habí a cosido a mano. Tambi é n enseñaba a la princesa Odescalchi y a la baronesa Ertmann; iban a su casa o é l a la de ella ellas. s. No le gustab staba a toc oca ar sus sus pro propia pias ía   era improvisar. Al menor ruido, composiciones;; lo único que quer í  composiciones se levantaba y se iba. El conde Brunswick, que tocaba el chelo, le adoraba, igual que su hermana Therese y que la condesa Deym. sol; pero luego le pidi ó Beethoven le había dado a la condesa [Guicciardi] el Rondó  en sol; pero que se lo devolviera, ya que tenía que dedicarle algo a la condesa Lichnowsky, y le dedicó la sonata a ella [op. 27, n.º 2]. Beethoven era muy sencillo, pero noble, de naturaleza delicada, bien educado. Por lo general, iba vestido de forma andrajosa. a ndrajosa.

Condesa Therese Brunswick Cuando est ábamos en Viena, mi madree quer  madr quer í  les a sus hijas jas Therese y Josephine la í a ofrecerles impa im paga gabl blee opor oportu tuni nida dad d de dar dar clas clases es de pian piano o co con n Be Beet etho hove ven. n. Seg ún le dijo Adalbert Rosti, uno de los compañeros de colegio de   n a Beethoven para que aceptara una mi hermano, no convencer íí an a invitación espont ánea, pero le aseguraba que si a Su Excelencia no le importaba subir los tres pisos de la escalera de caracol de la Peterspla Pete rsplatz tz para verlo, verlo, consegui conseguir  r íí  a su objetivo. Así   lo hicimos. Como una colegiala de camino a la escuela, con mi copia de la sonata de Beethoven con acompañamiento de violí n y chelo bajo el brazo br azo,, nos prese present ntamo amoss all allí . El quer querid ido o e inmo inmort rtal al Loui Louiss va van n

 

Beethoven fue muy cordial y cort éé  s. s. Despué s de intercambiar las consab con sabida idass frases frases de cortes cortesí a, a , me hizo hizo se sent ntar arme me al piano iano,, qu quee estaba desafinado, y me puse a cantar el acompa ñamie amiento nto del violí n y el chelo mientras tocaba con soltura. Le gust ó  tanto que ó

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 prometi los as al Hotel Carlos, entonces óndDorado. conocido  venir como todos El Drag  Era Archiduque mayo y acababa de terminar  el último año del siglo. Vino diligentemente, pero, en lugar de quedarse una hora desde las doce del mediod ía, a menudo se quedaba hasta las cuatro o las cinco, y nunca se cansaba de colocarme los dedos, que yo había aprendido a estirar y dejar rectos, curv ándomelos. El gran hombre debía de sentirse muy satisfecho; vino dieciséis días seguidos sin faltar una sola vez. No nos entraba hambre hasta las cinco de la tarde, y mi querida madre no se quejaba aunque estuviera hambrienta, lo cual indignaba al personal del hotel, ya que en aquel entonces no era costumbre comer a esa hora. Fue en esa época cuando trabé la c álida e íntima amistad con Beethoven que dur ó hasta el final de su vida. Vino a Ofen; vino a Martonw ásár; fue aceptado por el selecto círculo de elegidos que formaban nuestra repú blica social. Había altos tilos plantados en un espacio circular al aire libre; cada tilo llevaba el nombre de un miembro de la sociedad. Cuand Cu ando o lam lament entá bamos la ausencia de alguno, hablá bamos con sus símbolos, conversá bamos con ellos y les dejá bamos que nos enseñaran. Con frecuencia, tras darle los buenos días al árbol, le preguntaba esto o aquello, lo que fuera que quisiera saber, ¡y siempre me respondía!

 

 Ignaz von Seyfried (1799-1806)

Cuando en marzo de 1797, a la edad de veintiún a ños, Ignaz von Seyfried asumió el cargo de responsabilidad que le ofrecieron como uno de los directores de ó pera de Schikaneder, ya habí a destacado como com o un com compos posito itorr pro promet metedo edor. r. Par Parec ecee que su rel relaci ación per perso sonal nal con Bee Beetho thoven ven comenzó en 1800 y dur ó hasta aproximadamente 1806. Muchos a ños despué s (en 1832)  publicó   un lib libro ro ti titul tulado ado Bee Beetho thoven ven’s ’s Stu Studie dien n que los es estudi tudioso ososs de Bee Beetho thoven ven cuestionan a la vista de las arbitrarias y poco fiables declaraciones que contiene acerca ía   de la composición. No obstante, sus recuerdos de los estudios de Beethoven sobre teor í   personales y las valoraciones sobre Beethoven incluidas al final del libro s í   se énticos,   ticos, si bien destilan cierto exceso de amor propio. consideran aut é  n El primer primer extracto extracto recogido a continuaci continuación se refiere al encuentro en 1799 entre Beethoven y su rival Joseph Wölffl (1772-1812) y, según Thayer, autor de la traducci ón al inglés de este episodio, el texto tiene toda la pinta de ser una transcripci ón fiel de las propias memorias del escritor. La dedicatoria a Beethoven por parte de Wölffl de sus Sonatas para pianoforte, op. pianoforte, op. 7, deja claro que los dos rivales no se ten ían celos.

Beethoven ya se había hecho notar con algunas composiciones y era considerado un pianista de primera clase en Viena cuando, en los últimos años del siglo pasado, se top ó co con n un ri riva vall. Al hilo ilo de ello lo,, hubo una espe peci ciee de re resu surrgimi gimieento nto de dell vi vieejo enfrentamiento parisino entre gluckistas y piccinnistas, y los numerosos mecenas del arte de la Ciudad Imperial se dividieron en dos bandos. A la cabeza de los admiradores de Bee Beetho thoven ven est estaba aba el ami amigab gable le príncipe Lichnowsky, y entre los más ferv fervient ientes es patrocinadores de Wölffl, el refinado bar ón Raymond von Wetzlar, de aut éntica lealtad  británic nica, a, cuy cuyaa enc encant antado adora ra vil villa la (e (en n el Grünbe nberg, rg, cer cerca ca de dell cas castil tillo lo de rec recre reo o del emperador) era, en los meses de verano, un refugio tan agradable como apetecible para todos tod os los art artist istas, as, tan tanto to ori oriund undos os del lug lugar ar com como o ext extran ranje jeros ros.. Allí, los interesantes combates entre los dos contrincantes eran a menudo un lujo art ístico indescriptible para la numerosa y muy selecta concurrencia. Cada uno de ellos ofrec ía su última creación. ó

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Primero y a continuaci n el otro, daban rienda suelta su brillante veces se uno sentaban en dos pianofortes e improvisaban pora turnos sobreimaginaci temas quen;sea daban el uno al otro; de este modo crearon unos cuantos caprichos a cuatro manos que de haberse podido recoger entonces sobre el papel habr ían desafiado sin duda el paso del tiempo. Habría sido dif ícil, por no decir imposible, darle la palma de la victoria a uno un o de los los do doss glad gladia iado dore ress po porr su de dest stre reza za técn cnic ica. a. La na natu tura rale leza za ha hab bía sid ido o especialmente generosa con Wölffl dotándole de una mano gigantesca que abarcaba una décima con la soltura con la que otras manos abarcan una octava, y que le permit ía tocar en esos intervalos pasajes de dobles notas a la velocidad del rayo. Ya en sus improvisaciones de entonces, Beethoven no ocultaba su tendencia a lo misterioso y lo melancólico. Cuando empezaba a deleitarse en el infinito mundo de los tonos, se transportaba más allá de las cosas terrenales; su esp íritu rompía todas las ataduras que le constreñían, se liberaba de los yugos de la servidumbre y ascend ía, triunfante y

 

 jubiloso, hacia el brillante espacio del éter superior. Tocaba entonces con la fuerza de una espumosa catarata salvaje y el hechicero convocaba una voz tan potente de su instrumento que incluso la estructura m ás resistente a duras penas podía soportarlo. Luego se calmaba, exhausto, exhalando ligeros quejidos, diluy éndose en la melancolía. A conti continuac nuaciión, el espíritu ritu vol volv vía a elev elevar arse se en las las altu altura ras, s, triu triunf nfan ando do sobr sobree el su sufri frimie miento nto ter terren renal al pas pasaje ajero, ro, ele elevan vando do su enf enfoqu oquee hac hacia ia son sonido idoss re rever veren entes tes par paraa encontrar la paz y el descanso en el seno inocente de la naturaleza sagrada. Pero ¿qui én puede sondear las profundidades del mar? S ólo los iniciados son capaces de descifrar los jeroglíficos del místico lenguaje sánscrito. Wölffl, por el contrario, formado en la escuela de Mozart, era siempre equilibrado; nunca superficial, pero siempre claro y, por tanto, más accesible para la mayoría. Utilizaba el arte sólo como el medio para lograr un fin, nunca para lucir sus logros. Ten ía siempre en cuenta el interés de sus oyentes y les obligaba forzosamente a seguir el desarrollo de sus ideas bien ordenadas. Cualquiera que haya oído a Hummel entenderá a lo que me refiero. Pero a los protegidos esto (la actitud de sus patronos) les importaba poco. Se respetaban porque eran los que mejor sab ían apreciarse el uno al otro y, como alemanes honestos y í

sincerospara quetodos eran,¡ysegu que llevar el camino arte esensuficientemente amplio quean no el es principio necesario de dejarse por ladel envidia la carrera hacia la fama! Todos los años, Beethoven pasaba los meses de verano en el campo, donde m ás le gustaba componer, y donde mejor compon ía, bajo un cielo azul celeste. En una ocasi ón, se alojó  en el romántico Mödling para poder disfrutar a sus anchas de la pintoresca Suiza bajoaustriaca [Brühl]. Así  pues, cargaron un carro tirado por cuatro caballos con algunos muebles y una impresionante cantidad de partituras; la m áquina, alta como una torre, se puso lentamente en marcha, con el propietario de los tesoros que portaba Apostolorum.. Nada más abrien abr iendo do cami camino, no, tan fe feliz liz com como o qu quepa epa ima imagin ginar, ar,  per pedes Apostolorum cruzar las lindes de la ciudad y encontrarse en los florecientes campos, donde el suave céfiro ondeaba las verdes plantas de ma íz, en medio del canto jubiloso de las alondras que revoloteaban celebrando la añorada llegada de la querida primavera con trinos de arroba arr obada da bie bienve nvenid nida, a, se des desper perttó   su ge geni nio; o; em empe peza zaro ron n a oc ocur urrrírs rsel elee co cosa sas, s, las las desarrolló, las ordenó y anotó a l ápiz, y el propósito y la finalidad de su viaje quedaron por completo olvidados. Sólo los dioses saben hacia d ónde se desvió  durante el largo lapso de tiempo que siguió, pero baste decir que hasta que no empez ó  a anochecer no llegó, cho chorre rreand ando o de sud sudor, or, cub cubie ierto rto de pol polvo, vo, ham hambri brient ento, o, se sedie diento nto y mue muerto rto de cansancio, a su destino elegido, Tusculum. Y, santo cielo, ¡qu é  horrible espectáculo se encontró al llegar! El conductor hab ía realizado el lento viaje hasta su destino sin sufrir ningún altercado, y había estado esperando luego dos horas a su cliente, que le hab ía pagado ya por adelantado. No sab ía cómo se llamaba, por lo que no pudo preguntar é

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por l y, en todo caso, el carretero dormir en su As  que contemplaciones: descarg carroa en la plaza y casa. se march mse demora.con Al ó  todo elquer ó  sinno ás anduvo

 

principio, Beethoven se puso furioso; luego rompió   a reír a carcajada limpia y, tras pensar un momento, contrató a media docena de mozalbetes callejeros boquiabiertos y se apresuró  a que le ayudaran todo lo posible antes de que los gritos de los serenos anunciando la medianoche llevaran a los chicos a resguardarse bajo techo a la luz del rayo plateado de la luna. A medida que fue perdiendo o ído y que los problemas intestinales que padeció  en los últ ltim imos os años de su vida vida le fu fuer eron on ga gana nand ndo o la de dela lant nter era, a, tamb tambiién em empe peza zaro ron n a desarroll desa rrollarse arse rápid pidame amente nte lo loss sínto ntomas mas omi omino nosos sos de un unaa hip hipoco ocondr ndría tort torturado uradora. ra. Empezó  a quejarse de un mundo que era todo maldad, centrado s ólo en el engaño y la mentira; de la mezquindad, la deslealtad y la traici ón. Insistía en que ya no quedaban hombres honestos, veía el lado más oscuro de las cosas y, a la larga, incluso empez ó  a recelar de su ama de llaves, que tras muchos años de servicio ya había demostrado ser digna de su confianza. De repente decidi ó  que quería ser independiente, y, como todo lo que se le metía entre ceja y ceja, procedió  a poner en marcha esta fant ástica idea de inmediato. Iba al mercado en persona, elegía, regateaba y compraba los productos él mismo, sin duda a precios de todo menos razonables, y empez ó a prepararse la comida ó

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con susque propias manos. aSigui   haci ndolo durante tiempo, cr y ícuando los pocos amigos aún toleraba su alrededor le hicieron un un comentario tico al respecto, se enfadó  sobremanera y, para demostrar su notorio conocimiento del noble arte de la cocina, les invitó  a cenar con él al día siguiente. A los invitados no les qued ó   más remedio que acudir a la cita puntualmente, llenos de expectación sobre lo que habría de ocurrir. Se encontraron a su anfitrión, vestido con un esmoquin corto, un gorro de dormir señorial sobre su mata de pelo hirsuto y un delantal de cocina azul ce ñido en torno al costado, muy afanado en el fogón. Después de esperar pacientemente durante hora y media, mientras los turbulentos requerimientos requerimien tos de sus estómagos eran aplacados cada vez con mayor dificultad por una conversación cordi cordial, al, la cena cena,, final finalment mente, e, fue serv servida. ida. La sopa record recordaba aba a esas sobras que se dan por caridad a los mendigos en las tabernas; la carne estaba s ólo medio hecha y pensada para satisfacer apenas a un avestruz; las verduras flotaban en una mezcla de agua y grasa, y el asado parecía haberse ahumado en la chimenea. Aun as í el autor del festín le hizo justicia a cada plato. Y el aplauso que esperaba recibir le puso de tan buen humor que se bautiz ó  a sí  mismo como «chef Mehlschoberl» en honor a un personaje  burlesco de Das lustige Beilage  Beilage  e intentó   animar animar a su suss con conten tenido idoss inv invita itados dos dan dando do delicatessen   que aún quedaban. Pero ellos, sin ejemplo eje mplo y alaban alabando do con desmes desmesura ura las delicatessen embargo, apenas fueron capaces de tragarse unos trozos, y se limitaron a comer buen pan, fruta fresca, pastel y el zumo de uva no adulterado. Afortunadamente, poco después de este este me memo mora rabl blee ba banq nque uete te,, el ma maes estr tro o de las las tona tonali lida dade dess se cans cansó   de regentar la cocina. Entregó el cetro por voluntad propia; su ama de llaves recuper ó sus ó

honores y privilegios, y el resignado maestro regres  a su escritorio, que ahora no le era

 

permitido abandonar con la frecuencia suficiente como para provocarse una indigestión con uno de sus comistrajos. No podría decirse que nuestro maestro fuera un modelo a seguir como director de orquesta en absoluto; ésta debía prestar mucha atención para que su mentor no la confundiera, ya que sólo estaba pendiente de sus poemas tonales, y se pasaba todo el rato señalando su verdadera expresi ón con gesticulaciones de lo más variopintas. De este modo, a menudo empu ñaba la batuta hacia abajo abajo en  en un punto de din ámica fuerte aunqu aun quee est estuvi uvier eraa inc inclui luido do en el tie tiempo mpo dé bil del compás. Est Estaba aba aco acostu stumbr mbrado ado a diminuendo simulando señalar un diminuendo  simulando que se encogía m ás y más, y en el pianissimo el  pianissimo se  se metía, por así decirlo, debajo de la tarima del director. A medida que las masas tonales sub ían de volumen, también él parecía crecer, como si saliera de una contracci ón, y con la entrada de todo el cuerpo sonoro instrumental se pon ía de puntillas, alzándose hasta alcanzar casi el tamaño de un gigante, y, balanceándose con los brazos en el aire, parecía querer flotar y elevarse hacia las nubes. Todo él era puro movimiento: no había ninguna parte de su cuerpo que no hiciera algo, de modo que bien podr ía comparársele mobile.. Es cierto que, con una sordera cada vez mayor, a menudo se con un perpetuum un  perpetuum mobile í

produc unacompa torpe desencuentro cuando el maestro marcaba el tiempo en el arsis y la orquestaa lo ñaba en la tesis; entonces, el perdido director, mientras que obviaba totalmente el más po pode dero roso so  forte,  forte,   encontraba de nuevo f ácilmente el camino en los movimientos suaves. En estos casos tambi én le ayudaba la vista: observaba el golpe de arco de los instrumentos de cuerda, adivinaba el motivo que estaban tocando y volv ía a situarse enseguida. Cuando aún no le molestaban sus dolencias cr ónicas, Beethoven disfrutaba asistiendo a la ópera con asiduidad, sobre todo a aquellas que se representaban en el Theater an der Wien, de gran éxit xito o enton entonces ces,, a vec veces, es, sin dud duda, a, po porqu rquee podía ha hace cerl rlo o con con tota totall como comodi dida dad, d, ya qu quee prácti cticam cament entee no tenía más qu quee sa sali lirr de su ha habi bita taci ción pa para ra encontrarse en la platea. Le cautivaron especialmente las creaciones de Cherubini y Méhul, que en ese momento acababa de empezar a causar furor en toda Viena. All í, Beethoven se plantaba justo detrás de la barra de la orquesta y se quedaba como embobado hasta el último golpe de arco. Ésta era la única muestra visible que daba de que la obra le hab ía interesado. Cuando, por el contrario, no le interesaba, se daba media vuelta sin más al final del primer acto y se marchaba. En general era dif ícil, por no decir imposible, leer en su cara ca ra cualquier indicio de agrado o desagrado; permanec ía siempr sie mpree igu igual, al, apar aparent enteme emente nte imp impasi asible ble,, y era igu igualm alment entee re reaci acio o a com compar partir tir su suss opiniones con sus colegas artistas. Sólo su alma luchaba incansablemente en su interior; su revestimiento corpóreo parecía una estatua de mármol inanimada. Aunque parezca raro, escuchar música mala y detestable parecía causarle una gran alegr ía, que a veces mostraba riendo a carcajada limpia. Todos aquellos que lo conoc ían bien sabían que también era un virtuoso de primer orden en el arte de la risa. Es una l ástima, no obstante, que ni siquiera aquellos m ás cercanos a él entendieran casi nunca el motivo de

 

esta clase de explosiones, ya que siempre se re ía de sus ideas y ocurrencias secretas sin molestarse en explicarlas. Nuestro Beethoven no era en absoluto uno de esos compositores fatuos a los que no les satisface ninguna orquesta del mundo; a veces era incluso demasiado considerado, ya que ni siquiera hacía que repitieran los pasajes mal tocados en el primer ensayo, y dec ía: «La próxima vez saldrá como es debido». Era muy meticuloso con la expresión, con los matices más delicados, la distribución equilibrada de luz y sombra, con conseguir un verdad ver dadero ero tempo rubato, y rubato, y siempre disfrutaba coment ándolo personalmente con cada uno de los músicos sin dar la menor muestra de impaciencia. Y entonces, cuando ve ía que esto stos ha hab bían en ente tend ndid ido o sus sus idea ideass y qu que, e, conm conmov ovid idos os,, tran transp spor orta tado doss y entusiasmados con el mágico encanto de sus creaciones tonales, tocaban juntos con un fervor creciente, su rostro se iluminaba de alegr ía, sus facciones irradiaban felicidad y tutti! i! satisfacción, su suss labi labios os dibu dibuja jaba ban n un unaa so sonr nris isaa sa sati tisf sfec echa ha,, y un sono sonoro ro Bravi tutt premiaba el exitoso logro art ístico. Para el noble genio éste era el primer y m ás bello mome mo ment nto o tr triu iunf nfal al de to todo dos, s, comp compar arad ado o co con n el cu cual al,, se seg gún él mi mism smo o re reco cono noci ció abiertamente, hasta la ovación del pú blico más entregado quedaba eclipsada. Cuando í

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hab a que simple vista, losse m ve sicos a menudo ten an que parar para corregir los errores, y tocar el hiloa de continuidad ía truncado, pero ni siquiera entonces perd ía la paciencia. Pero cuando, sobre todo en los scherzos scherzos de  de sus sinfonías, los inesperados y repentinos cambios de tempo les confundían, se reía a mandí bula  bula batiente, ya que —les decía— era justo eso lo que pretendía y esperaba que ocurriera, y sent ía un regocijo casi pueril pue ril pen pensan sando do qu quee había lo lograd grado o de desca scabal balgar gar a uno unoss cab caball aller eros os orq orque uesta stales les tan rutinarios. Uno de sus platos preferidos era una especie de sopa de pan hecha papilla, que esperaba deseoso comer todos los jueves. Con ella, deb ían servirle diez huevos grandes en un plat plato. o. An Ante tess de ec echa harl rlos os en la so sopa pa,, prim primer ero o los los se sepa para raba ba y los los re revi visa saba ba,, sujetándolos al contraluz y despunt ándolos con la mano para olfatearlos con fruici ón y ver si eran frescos. Cuando daba la casualidad de que alguno de ellos desprend ía un aroma sospechoso, por as í decirlo, se desataba la tormenta. La voz del trueno llamaba al ama de llaves a comparecer. Ella, no obstante, sabiendo bien lo que aquello significaba, viéndose entre dos fuegos, prestaba atenci ón a sus exabruptos y reprimendas s ólo a medi me dias as,, mi mien entr tras as se prep prepar arab abaa pa para ra un unaa rápi pida da re reti tira rada da an ante tess de qu que, e, co como mo de costum cos tumbre bre,, emp empeza ezaran ran los cañona onazos zos y las dec decapi apitad tadas as mun munici icione oness emp empeza ezaran ran a estre es trella llarse rse sob sobre re su esp espald aldaa vaci vaciand ando o sob sobre re ell ellaa sus vis viscos cosos os int intest estino inoss bla blanco ncoss y amarillos como auténticos chorros de lava. Cuando iba por la calle, Beethoven siempre llevaba una peque ña libreta en la que anotaba las ideas que se le ocurr ían. Cuando alguien se lo mencionaba por casualidad, é

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parodiaba palabras de Juana Arco: «¡No ir  sinfirmeza, mi bandera!». aferr esta ley que se hablas con de una incomparable a pesarSede que, aen otros ía autoimpuesto

 

aspectos, aspect os, en su cas casaa reina reinaba ba un cao caoss ver verdade daderam ramen ente te esp espect ectacu acular lar.. Había libros y partituras desperdigados por todas partes: por aqu í, los restos de un tentempié frío; por allí, botellas aún sin abrir o medio vacías; sobre su escritorio, el apresurado esbozo de un nuevo cuarteto; más allá, los restos de su desayuno; aqu í, sobre el piano, unas páginas garabateadas con el material para una magn ífica sinfonía, aún un embrión latente; por allá, tiradas, unas pruebas corregidas pendientes de publicaci ón. El suelo estaba cubierto de cartas profesionales y personales; entre una ventana y otra hab ía un  buen trozo de queso stracchino y, junto a él, las aún venerables ruinas de un auténtico salami de Verona. Pero, pese a todo este batiburrillo, nuestro Maestro, muy al contrario de lo que apuntaban los hechos, tenía la costumbre de se ñalar en todo momento con elocuencia ciceroniana su rigor y su amor por el orden. S ólo cuando había tenido que pasa pa sars rsee ho hora ras, s, días e incl inclus uso o sema semana nass bu busc scan ando do algo algo y todo todoss los los inte intent ntos os po porr encontrarlo habían sido en vano, cambiaba de tercio mientras buscaba una v íctima a la que culpar: «Sí, sí —se quejaba lastimero—, ¡es mi perdición! No dejan nada donde yo lo pongo; me lo cambian todo de sitio; lo hacen todo para tomarme el pelo. ¡Ay, qu é gente, qué  gente!». Los criados, sin embargo, conocían al buen cascarrabias, le dejaban refunfuñar a sus anchas y —al cabo de unos minutos— todo quedaba olvidado hasta í

que volv a a ocurrir algo parecido que daba pie a una escena similar. Él mismo se mofaba a menudo de su casi indescifrable caligraf ía, y se jus justif tifica icaba ba diciendo: «La vida es demasiado corta para pas ársela pintando letras o notas, y hacer notas más bonitas no va a resolver mis N öten ten (‘problemas’)».  (‘problemas’)».

Dedicaba toda la mañana, desde que despuntaba el alba hasta la hora del almuerzo, al trabajo mecánico, a la escritura en sí; el resto del día, a pensar y a ordenar sus ideas. Nada más terminar el último bocado, salvo que tuviera prevista otra excursi ón más larga, Beethoven se daba su paseo habitual, a saber, dos vueltas a la ciudad, a paso muy ligero, como si le hubiera picado algo. Ya pod ía llover, nevar o granizar; ya podía el termómetro marcar dieciséis grados bajo cero o que B óreas soplara a dos carrillos su aliento helado desde la frontera bohemia; ya pod ían caer rayos y truenos desde el cielo, rugir el viento o que los ardientes rayos de Febo le cayeran a plomo sobre la cabeza como en los mares de arena de Libia; ¿c ómo iban a preocuparle estas cosas a este hombre imbuido de un fuego sagrado, con su dios en su coraz ón y en cuya alma, quizás, florecía en lontananza, en medio del clamor de los elementos, una primavera de calma paradisíaca? Beethoven casi nunca juzgaba a ninguno de sus colegas artistas, ni siquiera ante sus amigos íntimos. No obstante, ha quedado recogida en sus propias palabras su opinión de los siguientes cuatro maestros: «De todos los compositores de ópera vivos que hay, Cherubin Cher ubinii es, para mí, el que más respeto merece. Es más, coincido totalmente con su ó

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concepci n del r en quiem, inspiraré mucho él.» por lo que, si alguna vez me decido a componer yo uno, me

 

«Karl Mar «Karl Maria ia von Webe Weberr emp empez ezó   a estud estudiar iar dem demasi asiado ado tar tarde; de; su art artee nun nunca ca pud pudo o desarrollarse de forma completamente natural, y es evidente que su único af án era ser reconocido como un genio.» «La mejor obra de Mozart sigue siendo La flauta má  gica,  gica, ya  ya que fue en esa obra donde se Juan  todavía está   hecho en reveló   por primera vez como un maestro alemán. Don Juan  términos generales al estilo italiano y, adem ás, jamás debería degradarse el arte, que es sagrado, para servir de excusa a un tema tan escandaloso.» «Händel es el inalcanzable maestro de los maestros. Hay que ir a él para aprender cómo lograr grandes efectos sin apenas medios.» Cuando Cuand o re realm alment entee no le ape apetec tecía to toca car, r, ha hab bía qu quee insi insist stir irle le un unaa y otra otra ve vezz par paraa conseguir tan sólo que se sentara al piano. Antes de empezar, sol ía tocar las teclas con la palma de la mano y pasar un dedo a lo largo de ellas, es decir, se pon ía a hacer todo tipo de bobadas, riéndose todo el rato a conciencia de sí mismo. ó

En cierta ocasi n, estando visita verano la invitados residenciaque campestre defuera uno de patronos, le molest ó  tanto de tener queuntocar paraenlos hab ía de quesus se enfadó  muchísimo y se negó  en rotundo a realizar lo que llamó  de forma despectiva «un trabajo mercenario». La amenaza de encerrarlo en la casa —por supuesto, no iba en serio— llevó a Beethoven a huir en medio de la oscuridad y del roc ío de la madrugada hasta el pueblo más cercano, a una hora de distancia, y, desde all í, apresurarse hasta Viena cual envío exprés llevado por las alas del viento. El busto de su benefactor fue el chivo expiatorio de la ofensa sufrida, ya que lo tiró al suelo desde el armario en el que estaba, rompiéndolo en mil pedazos. Una de las peculiares manías de Beethoven era su af án por cambiar de casa, a pesar de quee mud qu mudars arsee con to todas das sus sus cos cosas as sie siempr mpree le res result ultaba aba muy fas fastid tidios ioso o y sie siempr mpree conllevab conlle vabaa la pérdida de algún objeto. Pero, tan pronto se instalaba en su nueva morada, le hallaba alguna pega, y entonces no descansaba hasta encontrarle otra. Como resultado de ello, a veces acababa alquilando varias viviendas al mismo tiempo, y en esas ocasiones, cual Hércules en la encrucijada, se ve ía en el gran apuro de tener que establecer su prioridad atendiendo a lo que era m ás justo y barato. Beethoven era, en el verdadero sentido de la palabra, un aut éntico alemán en cuerpo y alma. Aunque se sent ía completamente cómodo con el latín, el francés y el italiano, prefería utilizar, siempre que podía, su lengua materna. Si hubiera podido hacer lo que quisiera al respecto, todas sus obras se habrían publicado con la portada en alem án. Incluso intentó  eliminar la palabra ex ótica «pianoforte» y emplear en lugar de ella el  Hammerklavier vier (‘piano expresivo término rmino Hammerkla  (‘piano de martillos’) como conveniente y adecuado sustituto. Para descansar del arduo trabajo, aparte de la poes ía, por la que sentía

 

afinidad espiritual, se dedicaba al estudio de la historia universal. Entre los poetas alemanes, Goethe fue hasta el final su favorito. En lo que se refiere a las demás artes y ciencias, tambi én poseía, sin alardear de ello, un  bagaje mucho más que superficial, y disfrutaba especialmente de las conversaciones con sus amigos cercanos sobre asuntos pol íticos. Sus síntesis eran tan acertadas, sus ideas tan correctas y sus puntos de vista tan claros que nadie los habr ía atribuido a este diplomático neófito que vivía sólo por y para su arte. La justicia, la decencia personal, el código moral, la mentalidad piadosa y la pureza religiosa le importaban más que ninguna otra cosa; todas estas virtudes se consagraban en él, y él exigía que los demás las cultivaran también. Su lema era «Un hombre vale tanto como su palabra», y nada le enfurec ía más que una promesa incumplida. Le gustaba ayudar a los demás por puro amor al pr ó jimo, haciendo demasiado a menudo grandes sacrificios que le perjudicaban bastante a él mismo. Cualquiera que acudía a él con absoluta confianza podía contar siempre con algún tipo de ayuda de verdad. No era avaro ava ro ni der derroc rochad hador, or, ni ten tenía la menor idea del auténti ntico co val valor or del din diner ero, o, qu quee ú

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consideraba nicamente unmue medio para lasterida inevitables necesidades sicas. sicas . S no lo en sus últimos años dio muestr stras as de cubrir un unaa aus auster idad d con consci scient ente, e, sin b per permit mitir, ir, obstante, que interfiriera jamás con su tendencia innata a hacer el bien. Mientras que medio mundo se hacía eco de los elogios del cantante iluminado, s ólo unos pocos eran capace cap acess de apr apreci eciar ar sus no noble bless val valore oress hum humano anoss en tod todaa su dim dimen ensi sión. ¿Por qué? Porque la mayoría sentía rechazo ante su ruda cáscara exterior y no era capaz de vislumbrar siquiera el noble fruto en su interior. Pero ¿acaso no se encuentra a menudo escondido el diamante m ás caro y preciado en un envoltorio soso, apagado, anodino y tosco?

 

 Ferdinand Ries (1801-1805) (1801-1805) Las siguientes reflexiones son citas extraí das das de los Biographische Notizen [Apuntes biogr á ficos] de Wegeler y Ries (1838), a los que ya nos hemos referido antes. Ferdinand Ries (1784-1838), hijo de Franz Ries, de Bonn, con cuya familia Beethoven ten í a una deuda de gratitud, estudió con é l desde 1801 hasta 1805. Despué s de hacer giras de gran é  xito como pianista pr ácticamente por  toda Europa, en 1813 Ries se afinc ó en Londres durante varios años. Allí  utiliz  utilizó toda su influencia para promocionar el arte de su admirado y querido maestro, aunque su corre cor respo sponde ndenci ncia a co con n é l ev eviide denc ncia ia qu quee no si siem empr pree fue fue f ácil cil ha hace cerl rlo o al gus usto to de Beet Be etho hove ven. n. Co Como mo comp compos osit itor or,, en sus sus más de dos dosci cien enta tass ob obra ras, s, Fe Ferd rdin inan and d Ries Ries demostr ó , más que originalidad, una habilidosa diligencia y, a d í a de hoy, han sido  pr ácticamente olvidadas.

Fue mi padre quien me dio mis primeras clases de piano y de m úsica en general, unas clasess que, afortun clase afortunadame adamente nte para mi ulte ulterior rior carrera, fueron exhaust exhaustivas ivas en grado sumo. Cuando decidió que, dado que Bonn hab ía sufrido gravemente las consecuencias de la guerra, había llegado el momento de que yo continuara mi educaci ón musical en otra parte, me enviaron, a los quince años de edad, primero a M únich y luego a Viena. La relación amistosa que mi padre había mantenido con Beethoven ininterrumpidamente en su infancia y juventud era motivo suficiente para que yo creyer cre yeraa que el Mae Maestr stro o me rec recibi ibirría con ama amabil bilida idad. d. Lle Llev vé   conmigo una carta de recomendación. Cuando, a mi llegada a Viena en 1800, se la entregu é  a Beethoven, él estaba extremadamente ocupado terminando el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos, ya que, para provecho suyo, iba a ser presentado, con pron óstico favorable, por primera vez en un gran Academie gran  Academie (concierto)  (concierto) en el Teatro de Viena. Leyó  la carta y dijo: «No puedo contestar a vuestro padre ahora; pero decidle que no he olvidado c ómo murió mi madre; eso le servir á». Más tarde descubrí  que cuando la familia Beethoven había í

pa pasa sado do gr gran an ne nece cesi sida dad, d, mi pad padre re les les ha hab b a ayu ayudad dado o mat mater erial ialmen mente te en tod todos os los sentidos. En el transcurso de los primeros días, Beethoven descubrió que podía hacer uso de mí, y, así, a menudo, me hac ía llamar a horas tan tempranas como las cinco de la ma ñana, algo que también sucedió   el día que se daba el oratorio. Lo encontr é   en la cama, escribiendo en hojas sueltas de papel, y, cuando le pregunt é   qué  era, me respondió: «Loss tro «Lo trombo mbones nes». ». En la act actuac uaciión, lo loss tro trombo mbones nes toc tocaro aron n sig sigui uiend endo o es estas tas par partes tes manuscritas. De todo todoss los los comp compos osit itor ores es,, era era a Moza Mozart rt y Hände dell a los que ten tenía en ma mayo yorr consideración, y a continuación, Bach. Siempre que me lo encontraba con partituras en la mano o las ve ía sobre su escritorio, se trataba con seguridad de composiciones de uno de estos héroes. Haydn casi nunca se libraba de unos cuantos puntapi és en las costillas,

 

ya que Beethoven le guardaba rencor desde los primeros tiempos. La siguiente historia s, op. 1, de Beethoven iban a ser presentados podría ser una de sus razones. Los tres Trí oos, op. al mu mund ndo o mu musi sica call en un unaa soiré e  en la casa del príncipe Lichnowsky. Lichnowsky. Habían sido invitados la mayoría de los músicos y melómanos de Viena, en particular Haydn, cuya opinión estab estaban an ans ansios iosos os tod todos os por con conoce ocer. r. Se toc tocaro aron n los tr íos, que cau causar saron on al instante una gran impresión. Haydn también los elogió, pero aconsejó a Beethoven que no publicara el tercero, en do menor. Esto sorprendi ó a Beethoven sobremanera, ya que creía que era el mejor de todos, y de hecho, es el que hasta ahora ha causado siempre mayo ma yorr im impa pact cto. o. Po Porr tant tanto, o, el co come ment ntar ario io de Ha Hayd ydn n le caus causó   mala imp impre resi sión a Beethoven, que se quedó  convencido de que tenía envidia y celos de él y quería que le fuera mal. Debo reconocer que cuando Beethoven me cont ó  la historia no me la cre í demasiado. Así  que cuando se present ó  la ocasión, le pregunté  a Haydn por ello. Su respuesta, sin embargo, confirmó lo que había dicho Beethoven, ya que me dijo que no se había imaginado que el pú blico pudiera captar el trío tan rápida y f ácilmente y fuera a tener una acogida tan favorable. Haydn quería que en sus primeras obras Beethoven pusiera: «Alumno de Haydn». Beethoven se negó a hacerlo porque, como dec ía, aunque había recibido algunas clases de Haydn, jamás había aprendido nada de él. (Durante su primera estancia en Viena, Beethoven dio algunas clases con Mozart, pero se quej ó de que éste nunca tocó para él.) Beethoven también estudió  contrapunto con Albrechtsberger y música dramática con Salieri. Yo los conocía bien a todos, pero aunque los tres sent ían la más alta estima por Beethoven, coincidían en su opini ón de él como estudiante. Todos decían que era tan obstinado y tan decidido a hacerlo todo a su manera que muchas cosas que se hab ía negado a aceptar como objeto de estudio tuvo que aprenderlas por medio de la amarga experiencia personal. Albrechtsberger y Salieri, en particular, insistieron en esto. A Beethoven no le convencían sus reglas sobre composici ón dramática (según la antigua escuela italiana), ni las pedantes del primero ni las irrelevantes del segundo. As í pues, en vista de lo comentado, queda abierto a discusión si los análisis de Ritter von Seyfried «aportan pruebas irrefutables de que Beethoven dedicó  los dos años de estudiante bajo el escrutinio de Albrechtsberger al estudio de la teor ía con un tesón infatigable» o no. Lo que viene a continuación tal vez sirva para corroborar lo anterior. En una ocasi ón, mientras paseá bamos juntos, mencioné  dos quintas perfectas de uno de sus primeros cuartetos para violín, en do menor, que destacan por la belleza de su sonido. Beethoven no las conocía e insistía en que era un error llamarlas quintas. Como solía llevar siempre consigo papel pautado, le pedí  que me lo dejara y anoté  las cuatro partes del pasaje. Entonces, cuando vio que yo tenía razón, dijo: «Bueno, ¿y qui én las prohí be?».  be?». Como no sabía cómo tomarme su pregunta, me la repitió varias veces hasta que, lleno de estupor, respondí: «Es una de las reglas fundamentales». Entonces volvi ó a repetir su pregunta, a lo que contesté: «Marburg, Kirnberger, Fuchs, etc étera, etcétera, ¡todos los teóricos!». «¡Pues yo las consiento!», «¡Pues yo consiento!», respondi  respondió.

 

Beethoven había prometido darle las tres sonatas para piano solo, op.31, a N ägeli en Zúrich, mientras mientras que su hermano Karl (Kas (Kaspar) par) 3, que siempre se entrometía en sus asunto asu ntoss —¡c —¡cuan uantos tos más, peo peor!— r!—,, qu quer ería vend vendérs rsel elas as a un ed edit itor or de Le Leip ipzi zig. g. Lo Loss hermanos se pelearon unas cuantas veces sobre el tema, ya que Beethoven quer ía cumplir su promesa una vez hecha. Beethoven estaba viviendo en Heiligenstadt cuando las sonatas estaban a punto de enviarse. Los hermanos se pelearon de nuevo durante un paseo, e incluso pasaron de las palabras a las manos. Al d ía siguiente, Beethoven me dio las sonatas para que las enviara a Z úrich de inmediato, junto con una carta para su hermano que incluyó  dentro de otra de Stephan von Bruening, para que Kaspar las leyera. Nadie habría podido hacer gala de una moral m ás noble y de una forma m ás  bondadosa que Beethoven al escribir a su hermano después de su comportamiento el día anterior. Primero le señalaba lo despreciable que había sido, y luego le perdonaba por completo; aunque le auguraba un futuro desgraciado si no cambiaba radicalmente su vida y su comportamiento. Estas mismas sonatas [op. 31] fueron tambi én las causantes de un curioso incidente. Cuando llegaron las pruebas de las mismas, me encontré a Beethoven ocupado í

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componiendo. las sonatas por m me dijo, sepruebas, qued  sentado en sua escritorio. Había«Repasa una cantidad inusitada de»,errores en ylas lo que puso Beethoven muy nervioso. Para colmo, al final del primer allegro allegro en  en la Sonata en sol mayor, N mayor,  Nägeli había incluido cuatro compases compuestos por él mismo, los cuatro compases del último calderón:

Cuando los toqué, Beethoven se levant ó  furioso de un salto, vino corriendo y, medio empujándome del piano, gritó: «¿De dónde demonios habéis sacado eso?». Cuando vio que la partitura estaba impresa as í, su estupor e indignación fueron inimaginables. Me pidió  que hiciera una lista con todos los errores y le enviara las sonatas de vuelta a Simr Simroc ock k en Bo Bonn nn de inme inmedi diat ato. o. Tu Tuvo vo qu quee vo volv lver er a im impr prim imir irla lass co con n la me menc nciión correcte. Y, hasta la fecha, esa frase sigue impresa en la portada. No adicional: Édition très correcte. Y, obstante, aún pueden encontrarse en algunas reediciones los cuatro compases espurios.

 

Cuando Steibelt (1765-1823), el famoso virtuoso del piano, lleg ó a Viena desde París en la cumbre de su fama, algunos de los amigos de Beethoven temieron que su reputaci ón se viera perjudicada por el reci én llegado. Steibelt no fue a ver a Beethoven. Se encontraron por primera vez en la casa del conde Fries, donde Beethoven dio el primer recital de su nuevo Trí o en si bemol mayor, op. mayor,  op. 11, para piano, clarinete y violonchelo. Éste no le da al pianista muchas oportunidades. Steibe Ste ibelt lt lo esc escuch uchó   con con cie cierto rto des desd dén, le hizo hizo algu alguno noss el elog ogio ioss a Be Beet etho hove ven n y se convenció  de su propia victoria. Tocó  un quinteto que hab ía compuesto, e improvisó; tremulandos, en sus tremulandos,  en aquel momento una total novedad, causaron gran impresi ón. No lograron convencer a Beethoven para que tocara de nuevo. Ocho d ías después hubo otro concierto en la casa del conde Fries. Steibelt volvi ó  a tocar un quinteto que gust ó mucho y, además, una fantasía brillante que (como quedó  patente) había practicado, para la cual había elegido el mismo tema desarrollado en las variaciones del tr ío de Beethoven. Esto provocó  la indignación de Beethoven y de sus admiradores; tuvo que sentarse al piano a improvisar, lo cual hizo en su habitual manera, digamos, ruda, lanzándose sobre el instrumento casi medio obligado. Seg ún se encaminaba hacia él, cogió  la parte del violonchelo del quinteto de Steibelt, la coloc ó  a propósito boca abajo sobre el atril del piano y sac ó  un tema de los primeros compases tamborile ándolo con loss de lo dedo dos. s. En Ento tonc nces es,, ya cl clar arame ament ntee of ofen endi dido do y enfa enfada dado do,, Be Beet etho hove ven n se pu puso so a improvisar de tal modo que Steibelt abandon ó la sala antes de que hubiera terminado y se negó  a volver a verle jamás; incluso puso como condición que no se invitara a Beethoven allí donde se quisiera contar con su presencia. Cuando Beethoven me dio clase fue, casi deber ía decir, inusualmente paciente. Esto, así como como su tr trat ato o cord cordia iall conm conmig igo, o, qu quee po poca cass ve vece cess ca camb mbia iaba ba,, de debo bo atri atribu buir irlo lo principalmente a su aprecio y estima hacia mi m i padre. As í, me hacía repetir a menudo un solo número diez veces o más. En las Variaciones en fa mayor, op. mayor,  op. 34, dedicadas a la prince pri ncesa sa Ode Odesca scalch lchi, i, me obl oblig igó   a repe repeti tirr la va vari riac aciión de del adagio adagio   fin final al cas casii ent entera era diecisiete veces; y aun así  no estaba satisfecho con la expresi ón en la pequeña cadenza, aunque yo creía que lo tocaba igual de bien que él. Aquel día tuve una clase de casi dos horas. Cuando me dejaba algo en un pasaje, una nota, o me saltaba algo que en muchos casos él quería destacar especialmente, o cuando tocaba una tecla equivocada, casi nunca decía nada; sin embargo, cuando fallaba en la expresi ón, con los crescendi crescendi o  o cosas así, o en el car ácter de la pieza, se enfadaba. Dec ía que los otros errores eran fruto del azar; pero estos últimos se debían a la falta de conocimiento, sentimiento o atenci ón. Él mismo cometía a menudo errores del primer tipo, incluso cuando tocaba en p ú blico. Una vez está bamos dando un paseo y nos perdimos, de tal forma que no logramos regresar a Dö blingen, donde vivía Beethoven, hasta las ocho. Se hab ía pasado todo el paseo tarareando y medio aullando la escala, arriba y abajo, mientras camin  bamos, sin cantar ninguna nota suelta. Cuando le pregunté   qué   era, me contestó: á«Se me ha

 

allegro final ocurrido el tema para el allegro ocurrido  final de la Sonata (en fa mayor, op. 57)». Al entrar en el cuarto, fue corriendo hasta el piano sin quitarse siquiera el sombrero. Yo me sent é en un rincón y se olvidó  por completo de mí. Entonces se desfogó  sobre las teclas durante al menoss una hora, desarro meno desarrolland llando o el nuevo  finale  finale de  de su Sonata (que sali ó  en 1807) en la  bella forma en la que la conocemos ahora. Al final, se levantó, sorprendido de verme aún allí, y dijo: «Hoy no puedo daros clase; aún me queda trabajo». En el año 1802, Beet Beethove hoven n compuso su Tercera sinfoní a (ahora conocida con el t ítulo de Sinfoní a Heroica) en Heroica) en Heiligenstadt, un pueblo a una hora y media de distancia de Viena. Cuando escribía sus composiciones solía tener algún objeto especial en mente, aunque a menudo se mofaba y despotricaba sobre los cuadros tonales musicales, especialmente Estaciones   de sobre los más triviales. En este sentido, a veces utilizaba la Creación y las Estaciones Haydn como texto, ya que no negaba los grandes m éritos del compositor y prodigaba el mereci mer ecido do rec recono onocim cimien iento to a muc muchos hos de sus cor coros os y otras otras com compos posici icione ones. s. Par Paraa su Sinfoní aa, Beethoven , Beethoven había pensado en Bonaparte, pero cuando era aún primer cónsul. En ese momento, Beethoven le tenía la más alta estima y lo comparaba con los grandes cónsules de la antigua Roma. Yo mismo, al igual que otros amigos íntimos suyos, vimos esta sinfonía, ya en partitura, sobre su mesa, con el nombre «Bonaparte» en la parte superior de la portada, y en la parte inferior «Luigi van Beethoven», sin m ás palabras. Cómo y con qué tenía previsto rellenar el espacio en blanco, no lo s é. Yo fui el primero en comunicarle la noticia de que Napole ón se había autoproclamado emperador, lo cual le enfureció  y exclamó: «¡Entonces, también él no es más que un vulgar mortal! ¡Ahora también él pisoteará los derechos humanos, sólo atenderá a su ambición, se encumbrará sobre todos los demás y se volver á  un tirano!». Beethoven fue hasta la mesa, cogi ó   la parte superior de la hoja de portada, la arranc ó y la tiró al suelo. Reescribió esta primera Heroica. M ás tarde, el página y fue entonces cuando la Sinfon ía pasó a titularse Sinfoní a Heroica. príncipe Lobkowitz le compró a Beethoven los derechos de uso de esta composici ón por unos años y se inte interp rpre rettó   varia variass ve vece cess en su pa pala laci cio. o. Fu Fuee all allí   donde Bee Beethove thoven, n, dirigiéndola, agotó  de tal manera a la orquesta durante la segunda secci ón del primer allegro con allegro  con una larguísima serie de blancas a contratiempo que tuvo que empezar de nuevo desde el principio. En el mismo mismo allegro, allegro, Beethoven  Beethoven le juega a la trompa una mala pasada: unos cuantos compases antes de que el tema reaparezca entero en la segunda secci ón, hace que la trompa lo anuncie, mientras que los dos violines a ún mantienen un acorde. Los que no conocen la partitura creen inevitablemente que la trompa no ha seguido bien la cuenta y ha entrado entrado en el mom moment ento o equiv equivoca ocado. do. En el prime primerr ens ensayo ayo de la Sinfoní a,  a,  que fue horrible, pero en el que el trompista entr ó en el momento adecuado, yo estaba sentado  junto a Beethoven y, pensando que se había equ equivocad ivocado, o, excla exclam mé: «¡E «¡Ese se mal maldit dito o trompista! ¡Es que no sabe contar! ¡Suena horriblemente artificial!». Creo que estuve a punto de ganarme un bofetón, y Beethoven no me perdon ó durante mucho tiempo.

 

A Beet Beetho hove ven n le gu gust stab abaa ve verr mu muje jere res, s, espe especi cial alme ment ntee car caras as jóve vene ness y bo boni nita tas, s, y, normalmente, cuando pasaba junto a una chica que podía presumir de su encanto, se giraba, la miraba intensamente a trav és de sus gafas y luego se re ía o sonreía cuando veía que yo me hab ía dado cuenta. Se enamoraba muy a menudo, pero, por lo general, sólo por poco tiempo. Cuando en una ocasi ón le tomé el pelo sobre su conquista de una  bella dama, admitió  que le había cautivado con más fuerza y durante más tiempo — siete meses enteros— que cualquier otra. Una vez fui a verle a Baden para seguir con mis clases. All í  encontré  a una hermosa  joven sentada a su lado en el sof á. Creyendo que había llegado en un momento inoportuno, iba a despedirme cuando Beethoven me retuvo y dijo: «¡Primero tocad algo para mí!». Permaneció   sentado detrás de mí  con la dama. Yo ya llevaba tocando un buen rato cuando exclamó  de pronto: «Ahora toca algo sentimental», y, poco después: «Algo melancólico», y a continuación: «Algo apasionado», y así  en adelante. Por lo que me pareció oír, di por hecho que hab ía ofendido a la dama de alg ún modo, y que intentaba ó

compensarlo conlas aquella ocurrencia. Al final se puso en spie exclam : «¡Pero bueno, si todas esas cosas he compuesto yo!». Efectivamente, óloyhab ía tocado movimientos de sus obras, conectando unas con otras mediante peque ñas mod modula ulacio cione nes, s, y est esto o pareció  complacerle. Llegados a este punto, la dama se fue y, para gran sorpresa m ía, Beethoven no sabía quién era. Sólo oí que había llegado poco antes que yo para conocer a Beethoven. La seguimos rápidamente para averiguar dónde vivía y, después, cuál era su posición social. Podíamos verla a lo lejos —era una noche clara de luna llena—, pero, de repente, desapareció. Hablando de esto y de aquello, estuvimos dando un paseo de hora y media en el hermoso valle vecino. No obstante, cuando me desped í, Beethoven me dijo: «Debo averiguar qui én es, y vos deb éis ayudarme». Mucho tiempo después, la encontré  en Viena y descubrí  que era la querida de un pr íncipe extranjero. Le conté  a Beethoven lo que había averiguado; pero ni de él ni de ninguna otra persona volv í   a saber nada más de ella. Nunca me visitó Beethoven con tanta frecuencia como cuando me aloj é en la casa de un sastre que tenía tres hijas preciosas y de una reputación intachable. Alude a ellas al final de su carta de fecha 24 de junio de 1804, en la que dice: «No hag áis demasiada sastrería, recordadme ante la más bella de las bellas y enviadme media docena de alfileres». Beethoven sufría recurrentemente problemas de o ído ya desde una fecha tan temprana como 1802 [de hecho, seg ún parece por sus primeras cartas al Dr. Wegeler, incluso antes de 1800], pero se le pasaban enseguida. Era tan sensible al tema de su incipiente sordera quee ha qu hab bía qu quee ten tener mu much cho o cuid cuidad ado o de no señala alarle rle su def defici icienc encia ia hab habllándole í

í

demasiado alto. Cuando entend a algo, echarleen la el culpa a sudonde despiste habitual, que sufría en grado sumo.noViv ía gran partesol delatiempo campo, yo sol ía ir a

 

que me diera clase. A veces, por la mañana, a eso de las ocho, despu és de desayunar, me decía: «Demos primero un paseo». Nos poníamos en marcha, y algunas veces no regresá bamos hasta las tres o las cuatro de la tarde, después de haber comido algo en algún pueblo. En una de estas excursiones, Beethoven me dio la primera muestra sorp sorpre rend nden ente te de su cr crec ecie ient ntee so sord rder era, a, qu quee Step Stepha han n vo von n Br Breu euni ning ng ya me ha hab b ía mencio men cionad nado. o. Había llama lamad do su ate atención sobr sobree un pa past sto or que estab stabaa toca tocan ndo francamente bien su flauta de madera de celinda en el bosque. Durante media hora ente entera ra,, Be Beet etho hove ven n no fu fuee capa capazz de oír na nada da en abso absolu luto to,, y au aunq nque ue le as aseg egur uré repetidamente que yo tampoco oía nada (lo cual no era cierto), se qued ó muy callado y taciturno. […] Cuando alguna vez parec ía animado, lo cual no era muy frecuente, sol ía llegar a los extremos. Beethoven era extraordinariamente bondadoso, pero tambi én f ácilmente propenso a la ira o la sospecha, en buena medida debido a su sordera, pero a ún más debido al comportamiento de sus hermanos. Cualquier desconocido pod ía difamar f ácilmente a sus mejores amigos, ya que enseguida creía a ciegas sus mentiras. En esos casos no le reprochaba nada a la persona cuestionada ni tampoco le ped ía explicación alguna, pero su actitud hacia ella se volv ía inm inmedi ediata atamen mente te alt altiva iva y mo mostr straba aba el más absol absoluto uto despre des precio cio.. Com Como o era era extra extraord ordina inaria riamen mente te agr agresi esivo vo en tod todo o lo qu quee hacía, tamb tambiién intentaba encontrar el punto m ás dé bil de su enemigo p para ara dar rienda suelta a su ira. Por consiguiente, a menudo era imposible saber en qu é  posición estaba uno hasta que las cosas mejoraban, a veces por pura casualidad. No obstante, entonces intentaba reparar el mal causado de la forma m ás rápida y eficaz posible. La etiqueta y todo lo que ésta conlleva fue algo que Beethoven no conoció y nunca quiso conocer. A consecuencia de ello, su comportamiento cuando empez ó  a frecuentar el palacio del archiduque Rodolfo causaba a menudo un gran bochorno al s équito de éste. Se le intentó   obligar a guardar la deferencia debida, pero Beethoven lo encontraba insoportable. Prometió mejorar, es cierto, pero eso fue todo. Finalmente, un d ía, cuando estaba siendo, según palabr palabras as suyas suyas,, «reco «reconven nvenido ido sobre los modale modaless de la corte corte»» una vez más, se abrió  paso furioso hasta el archiduque y le dijo con toda franqueza que, aunque sentía el mayor de los respetos hacia su persona, seguir al dedillo todas las reglas que le marcaban a diario era superior a él. El archiduque se rio con aquella salida de Beethoven y ordenó que, en el futuro, le dejaran a su aire; hab ía que aceptarlo como era. Beetho Beet hove ven n no le da daba ba im impo port rtan anci ciaa algu alguna na a las las ve vers rsio ione ness orig origin inal ales es de su suss composiciones firmadas por él. En la mayor ía de los casos, una vez impresas, las dejaba en una sala adjunta o en medio de su cuarto de trabajo, tiradas por el suelo entre otras partituras. A menudo yo ordenaba su m úsica, pero cuando él se ponía a buscar algo, í

todo acababa de nuevo manga por hombro. Yo podr a haberme llevado entonces todas

 

aquellas composiciones originales firmadas y ya impresas. Si se las hubiera pedido, estoy seguro de que me las habr ía dado sin dudarlo un segundo. En Viena, Beethoven ya hab ía dado clases de viol ín con Krump-holz y, al principio, cuando yo estaba allí, tocá bamos de vez en cuando juntos sus sonatas para violín. Pero la música sonaba horriblemente mal, ya que, llevado por el entusiasmo, su o ído no le decía cu ándo había atacado un pasaje con una digitaci ón incorrecta (ya entonces no oía  bien). A su modo, Beethoven era muy torpe e in útil, y sus gestos patosos carecían de gracia por completo. Era rara la vez que cogía algo con la mano y no se le caía o lo rompía. Por ejemplo, volcó el tintero sobre el piano que había junto al escritorio en varias ocasiones. Ningún mueble estaba a salvo con él, no digamos ya uno valioso; todo acababa patas arriba, sucio y roto. Es dif ícil imaginarse cómo consiguió   jamás afeitarse, ni siquiera teniendo en cuenta todos los cortes que ten ía en las mejillas. Y nunca aprendi ó a bailar al compás de la música. í

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á

A vec veces, es, Be Beeth ethove n era era extre ex«El tremad madame amente vio viole lento nto.. Un d a, ela plato mediod a, est  bamos almorzando enoven la taberna Cisne» ynte el camarero le trajo equivocado. En cuanto Beethoven se lo dijo y aquél le dio una mala contestaci ón, cogió  el plato —era ternera en abundante salsa— y se lo tir ó  al camarero por la cabeza. El pobre hombre llevaba en el brazo un montón de raciones más para otros comensales —un arte que los camareros de Viena dominan— y estaba bastante indefenso. La salsa le chorre ó  por la cara, y Beethoven y él se gritaron e insultaron mutuamente mientras los demás clientes se echa echaba ban n a reír a carc carcaj ajad adas as.. Al fi fina nal, l, Be Beet etho hove ven, n, mi mira rand ndo o al camar camarer ero o —q —que ue,, lamiéndose la salsa que le caía por la cara con la lengua, intentaba maldecirlo y ten ía que pararse para seguir lamiendo con un gesto de lo m ás c ómico, digno de Hogarth—, también se echó a reír. Beethoven apenas sabía lo que era el dinero, algo que sol ía dar lugar a incidentes desagradables, desagradab les, ya que, descon desconfiado fiado por natu naturalez raleza, a, a menu menudo do creía que le estaban timando cuando no era el caso. F ácilmente irascible, llamaba a la gente tramposa a la cara y, cuando había camareros de por medio, sol ía acabar teniendo que compensar el agravio con una propina. Al final, en las tabernas de las que era parroquiano todos conocían sus rarezas y sus despistes, y le dejaban decir y hacer a sus anchas, incluso irse sin pagar la cuenta. En muchas cuestiones Beethoven era muy olvidadizo. En una ocasi ón, había recibido un  bonito caballo de monta del conde Browne como agradecimiento por su dedicatoria de mayor,  n.º 5, sobre una canci ón rusa. Lo montó  varias veces, pero las Variaciones en la mayor, n.º ó

é

ó

pronto se olvid  deenseguida, l y, lo queempez es peor, olvid el  decaballo darle de comer. de Su dinero criado, que que se se dio cuenta de ello ó  a se alquilar a cambio

 

guardaba para él, y, para no levantar las sospechas de Beethoven, no le pas ó  la cuenta guardaba de la comida del caballo durante mucho tiempo. Finalmente, para gran sorpresa de Beethoven, le llegó  una enorme factura por la comida que le hizo acordarse de su caballo, así como de su negligencia con él. A Beethoven le gustaba mucho recordar su primera juventud y sus amistades de Bonn, a pesar de que, en realidad, habían sido tiempos duros para él. Frecuentemente hablaba de su madre con mucho amor y mucha emoci ón, y solía decir que era una buena mujer de gran corazón. De su padre, el principal responsable de sus dificultades dom ésticas, hablaba poco y con reserva, pero si alguien hac ía algún comentario feo sobre él se enfurecía. En definitiva, era un buen hombre; lo único que le perdía eran sus cambios de humor y su agresividad hacia los dem ás. Y aunque alguien le hubiera insultado o hubiese cometido con él la injusticia que fuera, si Beethoven se lo hubiera encontrado pasando un mal momento, le habr ía perdonado al instante.  3  3 Muri  Murió en Viena en el invierno de 1815. Beethoven se convirtió en el tutor de su hijo Karl, a quien m ás tarde adoptó  como hijo en acogida, una relaci ón que hubo de proyectar una oscura sombra sobre los últimos años de la vida de Beethoven.

 

 Joseph August Röckel (1806) Hasta que no estuvimos de camino al palacio del pr íncipe, Meyer [el bajo; cu ñado de Mozart] no me informó de que nos encontrar íamos allí a Beethoven junto a sus mejores amigos, y de que, junto al resto del reparto que hab ía participado del fiasco de su ópera Lé onore,  onore,  í bamos  bamos a volver a hacer una representación cr ítica de la obra para convencer al maestro de que era necesario revisarla. Dado que Beethoven consideraba que el único responsable del fracaso de la ópera era el anterior tenor, como confiaba m ás en mi voz, yo mismo iba a cantar el papel de Florestan a simple vista en aquella interpretaci ón en solitario. Al mismo tiempo, junto con Meyer y los dem ás artistas, yo debía insistirle encarecidamente al Maestro, recurriendo a las s úplicas más apremiantes, en que era necesario realizar recortes y cambios y, por último, fusionar los dos primeros actos. Temblaba sólo de pensar que tenía que cantar la dif ícil parte de Florestan a simple vista para el compositor, alguien tan dif ícil de complacer como propenso a arrebatos de pasión, pero le había oído a mi antiguo profesor y actual rival cantarla a menudo y, en parte, la había estudiado con él. Temía igu igualm almen ente te las int intrig rigas as tea teatra trale less del te tenor nor despechado, en cuyo sucesor iba a convertirme con el paso que iba a dar. Habr ía preferido más que nada poder volver por donde hab ía venido, y lo habría hecho de no ser por Meyer, que me ten ía agarrado del brazo y, literalmente, me arrastr ó consigo. De este modo entramos en el hôtel tel del  del príncipe y subimos la iluminadísima escalinata por la que bajaron a recibirnos varios lacayos de librea que portaban bandejas de t é vacías. Mi acompañante, familiarizado con las costumbres de la casa, pareci ó   muy contrariado y masculló: «Ha terminado la hora del té. Me temo que vuestra indecisi ón ha colocado a nuestros estómagos en una situación muy delicada». Nos condujeron hasta una sala de m úsica con cortinajes de seda, equipada con l ámparas de ar araaña con con un unaa gran gran pr prof ofus usiión de ve vela las. s. Lo Loss va vali lio osos sos óleo leos, s, esp esplléndidamente coloridos, de los grandes maestros, con gruesos marcos de oro reluciente que cubr ían las paredes, denotaban el elevado esp íritu artístico y la riqueza de la familia principesca que los poseía. Parecía que nos estaban esperando. Meyer estaba en lo cierto: el t é  se había ter termin minado ado y to todo do est estaba aba pre prepar parado ado par paraa dar com comie ienzo nzo a la re repre presen sentac taciión musical. La princesa, una se ñora mayor de gentileza encantadora y de una amabilidad indescriptible, si bien pálida y frágil debido a un gran sufrimiento f ísico (le habían quita qu itado do amb ambos os pec pechos hos hacía años os), ), esta estaba ba ya se sent ntad adaa al pi pian ano. o. En Enfr fren ente te de el ella la,, repan repanti ting ngad ado o en un unaa bu buta taca, ca, co con n la vo volu lumi mino nosa sa pa part rtit itur uraa de la di disc scor ordi diaa de su malhadada ópera sobre las rodillas, estaba Beethoven. A su derecha, reconocimos al Coriolano, el autor de la tragedia Coriolano,  el secretario de la corte Heinrich von Collin, que estaba charlando con el conse charlando consejero jero de la corte Breunin Breuning, g, de Bonn, el mejor amigo de juventud juventud del compositor. Mis colegas de la ópera, hombres y mujeres, se hab ían colocado en

 

semicírculo cerca del piano, cada uno con su parte en la mano. Como siempre, Milder Fidelio;   Mlle.  Mlle.   Müller cantaba a Marzelline; Weinmüller, a Rocco; Caché, al conserje era Fidelio;  Jaquino; y Steinkopf, al ministro de Estado. Después de que me presentaran al pr íncipe y a la princesa y de que Beethoven correspondiera a nuestro respetuoso saludo, éste le colocó a la princesa su partitura sobre el atril y comenzó la función. Los dos primeros actos, en los que yo no ten ía papel alguno, se cantaron desde la primera hasta la última nota. Las miradas buscaban el reloj, y le pidieron a Beethoven que prescindiera de algunas de las secciones largas menos importantes. Sin embargo, él defendió  cada compás, y lo hizo con tal nobleza y dignidad art ística que me habría arrodillado a sus pies. Pero cuando llegó  al punto de conflicto en s í, el de los cortes sustanciales que había que hacer en la exposición para poder fusionar los dos actos en uno, se puso fuera de s í, sin parar de gritar: «¡Ni una nota!», e hizo amago de irse con su partitura. Pero, poniendo las manos enlazadas como si estuviera rezando sobre la partit par titura ura int intoca ocable ble qu quee le había sido sido conf confia iada da,, la pr prin ince cesa sa mi mirró   con una dul dulzur zuraa indescriptible al enfurecido genio y hete aqu í  que la rabia de éste se derritió  ante su mirada y regresó  a su sitio con resignaci ón. La noble señora dio orden de continuar y toc  el preludio preludio a la gran aria: In des Lebens Frühlingstagen hlingstagen.. As í que le pedí a Beethoven queó me pa que pasa sara ra la par parte te de Flor Flores esta tan. n. Sin Sin em emba barg rgo, o, a pe pesa sarr de ha hab bérsel rselo o pedid pedido o reiteradamente, mi desafortunado predecesor no hab ía querido devolverla, así que tuve que ca cant ntar ar sigu guie ien ndo la pa part rtiitu tura ra con la que la pr prin ince cessa estab stabaa toc ocan ando do el acompañam amie ient nto o al pi pian ano. o. Yo sab sabía qu quee esta esta gr gran an ar aria ia er eraa pa para ra Be Beet etho hove ven n tan tan importante como la ópera entera, y lo afronté  desde ese punto de vista. Él insistió   en oírla una y otra vez, un esfuerzo excesivo que casi super ó  mis fuerzas, pero la canté, feli felizz de ver ver qu quee mi inte interp rpre reta taci ción le pe perm rmiitía al Ma Maes estr tro o re reco conc ncil ilia iars rsee co con n su incomprendida obra. Ya había pasado la medianoche cuando la representaci ón —que se había alargado debido a las muchas repeticiones— por fin termin ó. —¿Y la revi —¿Y revisi sión, lo loss reco recort rtes es?? —l —lee preg pregun unttó   la pr prin ince cesa sa al Ma Maes estr tro o con con mi mira rada da suplicante. —No insistáis en ello —respondió  Beethoven en tono sombrío—, no debe quitarse ni una nota. —Beethoven —exclamó  ella, suspirando profundamente—, entonces, ¿deber á  vuestra obra seguir siendo malentendida y condenada? —Ya tiene reconocimiento de sobra con vuestra aprobaci ón, mi Señora —respondió  el ó

Maestro, y su mano tembl  ligeramente al rozar de pasada la de ella.

 

Entonc Ento nces es,, de repe repent nte, e, fu fuee co como mo si un esp espíritu ritu más fu fuert ertee y pod poder eroso oso se hu hubie biera ra apode apo derad rado o de est estaa del delica icada da muj mujer. er. Med Medio io arr arrodi odilla llada, da, cog cogiiéndo ndole le de las rod rodill illas, as, exclamó, como si hubiera tenido una iluminaci ón: —¡No, Beethoven! ¡Vuestra mayor obra, vos mismo, no pod éis acabar de este modo! ¡Dios, que ha dotado a vuestra alma con esas tonalidades de la belleza m ás pura, lo prohí be;  be; el espíritu de vuestra madre, que en este momento os ruega y conmina con mi voz, os lo proh í be!  be! ¡Beethoven ¡Beethoven,, debe ser así! ¡Ceded! ¡Hacedlo en memoria de vuestra madre! ¡Hacedlo por m í, que no soy más que vuestra mejor amiga! El gran hombre, con su cabeza digna de la sublimidad del Olimpo, se qued ó   unos cuantos segundos parado ante aquella devota de su arte, se apart ó  con la mano los largos rizos que le caían por la cara, como si su alma estuviera siendo presa de un sueño embr em bruj ujad ado, o, y, con con la mi mira rada da car cargad gadaa de em emoc ociión dir dirigi igida da hac hacia ia el cie cielo, lo, ex excla clam mó sollozando: —¡Lo haré, sí, todo; lo haré  todo, por vos; por mi… por vuestra…, por mi madre! Y al decirlo, puso a la princesa en pie con reverencia y le ofreci ó  al príncipe su mano, ñ

como para sellar unapreciamos juramento.laProfundamente conmovidos, rodeamos al peque o grupo, ya que todos importancia de este momento supremo. De ahí   en adelante no volvió  a decirse ni una sola palabra sobre la ópera. Todo el mundo estaba agotado, y debo confesar que intercambi é  con Meyer una mirada de alivio f ácil de interpretar cuando los criados abrieron las puertas del comedor y la comitiva pudo al fin sentarse a cenar a la mesa copiosamente provista. Probablemente no fue del todo casual que me sentaran enfrente de Beethoven, quien, sin duda a ún emba em barg rgad ado o po porr su óper pera, a, com comiió   visible visiblemen mente te poc poco; o; mie mientr ntras, as, yo, acu acucia ciado do por el hambre más atroz, devoré el primer plato a una velocidad casi rid ícula. Señaló mi plato vacío y dij dijo o son sonrie riendo ndo:: —H —Hab abéis devorado la comida como un lobo; ¿qué   habéis comido? —Estaba tan hambriento —respondí— que, para seros sincero, ni me he fijado en lo que he comido. —Por eso habéis cantado antes de sentarnos la parte de Florestan, el hombre muerto de hambre en la mazmorra, de forma tan magistral y natural. No ha sido gracias a vuestra voz ni a vuestra mente, sino nada más que a vuestro estómago. Bueno, cercioraos entonces de tener el valor de aguantaros el hambre antes de la representaci ón, y tendremos el éxito asegurado. Todos los que estaban sentados a la mesa se rieron, y probablemente disfrutaron m ás al í

á

ver queenBeethoven hab a recuperado al fin el nimo como para bromear que con la  broma sí.

 

Cuando nos marchamos de la casa del pr íncipe, Beethoven volvió  a hablarme: —Debo hacer algunos cambios mínimos en vuestra parte; as í   que venid a mi casa en los próximos días a recogerla, os la escribiré yo mismo. Unos días después, me presenté  en el vestí bulo  bulo de su casa, donde un criado mayor no supo cómo atenderme, ya que su maestro se estaba ba ñando. Lo supe porque pude o ír el chapoteo del agua que el honorable excéntrico se echaba por encima como aut énticas cascadas mientras soltaba sonoros gemidos que, en su caso, parec ían arrebatos de alegría. Podía leerle el pensamiento al viejo criado en su expresi ón poco amigable: «¿Le anuncio o le despido?», escrito con caligraf ía arrugada y gruñona, pero, en lugar de ello, de repente, preguntó: —¿A quién tengo el honor de…? Le dije mi nombre: —Joseph Röckel. —Entonces está bien —contestó el viejo vienés—, me dijo que os dejara pasar. Se fue e inmediatamente después abrió la puerta. Entré en el lugar consagrado al genio í

supremo. hasta frugalidad y parec a noesquina, haber sido nunca el sen sentid tido oEra delsencillo orden orden..casi Hab ía unlapiano abierto en una contocado un mont ón por de partituras completamente revueltas. En una silla había un fragmento de la Heroica la  Heroica.. Las part pa rtes es in indi divi vidu dual ales es de la ópe pera ra en las las qu quee es esta taba ba trab trabaj ajan ando do es esta taba ban, n, un unas as,, desperdigadas por más sillas, y otras, sobre y bajo la mesa de en medio del cuarto. Y, entre entre las com compos posici icione oness de música de cámara, los tríos para piano y los esbozos sinf ónicos, se encontraba el portentoso aparato de ba ño en el cual el Maestro se estaba lavando su poderoso torso con la fría riada. Me recibi ó sin aspaviento alguno, y tuve la oportunidad de admirar su musculatura y su fornida constituci ón. A juzgar por esta últi ltima, ma, el com compos posito itorr bie bien n hab habrría po podi dido do aspi aspira rarr a lleg llegar ar a se serr tan tan vi viej ejo o como como Matusalén. Debió  de ser una causa verdaderamente negativa la que provocara la ca ída de un pilar así de fuerte y de una forma tan prematura. Beethoven me saludó afablemente, con una sonrisa satisfecha, y, mientras se vest ía, me contó  lo mucho que le había costado sacar la parte de mi voz de la ilegible partitura y pasarla a mano él mismo para que pudiera tener la versión correcta lo antes posible. Unas semanas después, los otros miembros del reparto de la ópera también tuvieron la nueva versión de su parte. A todos nos impactó la capacidad de Beethoven para trabajar tan duro, y que completara en tan poco tiempo la remodelaci ón de su genial partitura, que representamos de nuevo en el Theater an der Wien el 29 de marzo de 1806, es decir, apenas cuatro meses después de su breve puesta en escena; pero esta vez tuvimos un holgado pú blico «vienés».

 

La gerencia le había garantizado al compositor un porcentaje y, como yo hab ía aceptado gustosamente hacer aquel gran papel, de mayor envergadura de los que habitualmente ca cant ntab aba, a, a mí   me habían pro promet metido ido uno unoss ho honor norari arios os ext extra. ra. Bee Beetho thoven ven dis discut cutii ó acaloradamente con el director antes del comienzo de la ópera porque la obra, que Fidelio, se había titu titulado lado expresam expresamente ente Fidelio,  se habría presentado en los carteles una vez m ás, por razones comerciales, bajo su antiguo t ítulo, Lé onore, una onore, una conocida alusi ón a la ópera de Päer er.. No esca escati timam mamos os esfu esfuer erzo zoss par paraa qu quee la ópe pera ra triu triunf nfar ara, a, y au aunq nque ue no lo logr lo gramo amoss de dell to todo do la prim primer eraa ve vez, z, el teat teatro ro se llen llenó   much mucho o más en la se segu gund ndaa representación y la ter terce cera ra,, e inc nclu lusso lo loss crítico ticoss su supi pier eron on va valo lora rarl rla, a, si bi bien en no totalmente. Gustó   más, pero no lo que cabr ía esperar de una obra de arte que estaba muy por encima de cualquier cosa que se hubiera o ído hasta entonces. Nos quedó  patente a nosotros cuando vimos el aforo, a ún no lleno del todo, y a Beethoven cuando recibi ó su comisión, una magra cantidad de la que se estaba quejando al banquero de la corte, Braun, cuando fui a verle el d ía después de mi tercera actuación (de la nueva versi ón) para que me pagara mi estipendio. Estando casualmente en el recibidor del despacho del barón, o í la violenta disputa que el financiero y el encolerizado compositor estaban manteniendo en la sala contigua. Beethoven desconfiaba, cre ía que su comisión de las ganancias netas era mayor que la cantidad que el banquero de la corte y director del Thea Th eate terr an de derr Wi Wien en le ha hab bía pa paga gado do.. Ést stee le di dijo jo qu quee Be Beet etho hove ven n er eraa el pr prim imer er compositor con quien, a la vista de sus extraordinarios m éritos, la dirección se había pr pres esta tado do a repa repart rtir ir bene benefi fici cios os y le ex expl plic icó   que los los es esca caso soss ingr ingres esos os de taqu taquil illa la respondían a qu que, e, si bien bien lo loss pa palc lcos os y las las pr prim imer eras as fi fila lass se ha hab b ían llen llenad ado, o, las las localidades que habrían dado un beneficio de haberse llenado con la muchedumbre, como sucedía con las óperas de Mozart, se hab ían quedado vacías. Y destacó que, hasta la fecha, la música de Beethoven hab ía tenido buena acogida sólo entre las clases más refinadas, mientras que Mozart, con sus óperas, siempre suscitaba el entusiasmo de la multitud, de todo el p ú blico en general. Beethoven se paseaba sulfurado de un lado a otro de la habitación, exclamando a voz en grito: —¡Yo no compongo para la multitud, compongo para la gente culta! —Pero la gente culta no va a llenar ella sola el teatro —respondi ó el barón con la mayor calma posible—, necesitamos el dinero de la muchedumbre y, dado que os neg áis a hacer ninguna concesión a tal efecto en vuestra m úsica, sólo vos sois el culpable de vuestra reducida comisión. Si le hubiéramos dado a Mozart el mismo porcentaje por los  beneficios de sus sus óperas, se habría hecho rico. Este agravio comparativo con su famoso predecesor pareci ó herir a Beethoven en lo m ás hondo. Sin que ni una sola palabra aludiera a ello, dio un brinco y grit ó  furibundo: — ¡Devolvedme mi partitura!

 

El barón dudó y, como si le hubiera atravesado un rayo, se qued ó mirando estupefacto la cara congestionada del compositor, mientras éste, en el tono más arrebatado que quepa imaginar, repetía: —¡Quiero mi partitura! ¡Mi partitura, ahora mismo! El barón tocó la campanilla y entr ó un sirviente. —Traedle a este caballero la partitura de la ópera de ayer —dijo el bar ón con aire de suficiencia, y el criado se apresuró a regresar con ella—. Lo siento —prosigui ó entonces el aristócrata—, pero, pensándolo mejor, creo que… Mas Beethoven ya no escuch ó  lo que estaba diciendo. Le arrancó  de las manos al sirvie sir viente nte el gig gigant antes esco co vol volume umen n de la par partit titur uraa y, sin verme siq siqui uiera era deb debido ido a su arranque, cruzó a toda prisa el vestí bulo  bulo y salió escaleras abajo. Cuando el barón me recibió unos minutos despu és, aquel hombre sereno era incapaz de ocultar cierto temor: parec ía darse cuenta del valor del tesoro que acababa de perder. Desen De sencaj cajado ado,, me dij dijo: o: —Be —Beeth ethove oven n estab estabaa alt alter erado ado y se ha pre precip cipita itado; do; vos tenéis é

influencia sobre l; intentad lo que sea, prometedle que podamos conservar su obra en nuestro teatro. lo que quiera de mi parte con tal de Me desp desped edí   y me ap apre resu surré   a seg seguir uir al encol encoler eriza izado do mae maestr stro o a su Tus Tuscul culum. um. Si Sin n embargo, fue en vano: no dejaba que nadie le calmara. La versi ón revisada de Fidelio Fidelio ya  ya estaba guardada en el armario de los manuscritos, y tuvieron que pasar diecisiete a ños para que la bella durmiente del nuevo mundo de la ópera, la joven Schröeder-Devrient, la rescatara de las telarañas del olvido y resurgiera de sus cenizas cual ave f énix.

 

é mont El bar ón de Tr é  mont (1809) En julio de 1920, J. G. Prod’homme  publicó en The Musical Quarterly una serie de textos recogidos bajo el t í  ítulo t  ulo «El bar ón de Tr éé mont. m   ont. Recuerdos de Beethoven y otros contempor áneos». Conservados en la ís  en seis gruesos vol úmene Biblioteca Nacional de Par í  meness manus manuscrit critos os —al pare parecer, cer, émont   ont desde 1840 hasta 1850—, incluyen, de forma m ás o recopilados por el bar ón de Tr é  m menos memor í  s  tica, las biograf í  a ste. Louis-Philippeística, ías   s de 257 contempor áneos de é ste.  Joseph-Girod de Vienney (1799-18 (1799-1852) 52) fue nombrado bar ón del Imperio en 1810 como reconocimiento de sus servicios como auditor del Consejo de Estado. Hab í a conocido a Beethoven el año previo, mientras estaba en una misi ón diplomática en Viena. El bar ón émont   ont fue un amante de la m úsica y un mecenas toda su vida. Se enorgullecí a de de Tr é  m haber celebrado r é  éunions u   nions musicales en su casa durante cincuenta a ños (1798-1849) —  salvo por sus ausencias obligadas de Par í  ís—, s  —, «donde todos los músicos cé lebres, lebres, ya  fueran franceses franceses o extranjeros extranjeros,, mostraban gustosame gustosamente nte su talento».

¿Acaso no es la vanidad la que hace que nos halague m ás agradar y gustar a alguien malhumorado, grosero y excéntrico que a alguien con todas las cualidades propias de una persona amable y cordial? O, dicho de otro modo: si el perro de otra persona es agresivo y propenso a morder, pero se muestra d ócil con nosotros, lo valoraremos m ás que si un animal bueno viniera corriendo deseoso a acurrucarse a nuestros pies. Ésa fue la impresión que me causó Beethoven. Admiraba su genio y me sab ía sus obras al dedillo cuando, en 1809, como auditor del Consejo de Estado cuando Napole ón esta estaba ba en gu guer erra ra co con n Au Aust stri ria, a, me enca encarg rgar aron on se serr el qu quee le entr entreg egar araa a éste ste las las comunicaciones del Consejo. Aunque mi partida fue acelerada, decid í  que, en caso de que el ejérc rcit ito o to toma mara ra Vien Viena, a, no de deb bía pe perde rderr la op opor ortu tuni nida dad d de inte intent ntar ar ve verr a Beethoven. Le pedí  a Cherubini que me diera una carta para él. «Te daré  una para Haydn —me contestó—, ese excelente hombre te dar á   una buen acogida; pero no é í

escribir  a¡es Beethoven; me arrepentir a de enviarle a alguien de mi parte y que no lo recibiera; tan arisco!» De modo que fui a ver a Reicha. «Creo que mi carta no os servir á  de nada —dijo—. Desde que se ha establecido el Imperio en Francia, Beethoven detesta al emperador y a los franceses hasta tal punto que cuando Rode, el mejor violinista de Europa, pas ó por Viena de camino a Rusia, estuvo una semana en la ciudad sin conseguir que accediera a verlo. Es malhumorado, irónico y misántropo. Para que os hag áis una idea de lo poco que le importan las formas, bastar á   con que os diga que cuando la emperatriz [la princesa de Baviera, segunda esposa de Francisco II] le envi ó una petición de que fuera a visitarla una mañana, él contestó  que estaba ocupado todo el d ía, pero que intentaría ir al día siguiente.»

 

Aquella información me convenció de que cualquier intento por acercarme a Beethoven sería en vano. Yo no tenía reputación ni calificaciones con las que impresionarle; y habiendo sido Viena bombardeada por los franceses por segunda vez, y siendo yo miembr mie mbro o del Co Conse nsejo jo de Nap Napole oleón, era aún más pro probab bable le que me rec rechaz hazara ara.. Sin embargo, me propuse intentarlo. Me encaminé a la inaccesible casa del compositor y, al llegar a la puerta, me di cuenta de que había elegido un mal d ía para ello puesto que, teniendo que hacer una visita oficial después, iba vestido con el uniforme de diario del Consejo de Estado. Para empeorar las cosas todavía más, su residencia estaba junto a los muros de la ciudad, y, como Napoleón había ordenado su destrucci ón, acababan de poner bombas bajo sus ventanas. Los vecinos me enseñaron dónde vivía: «Está en casa —me dijeron—, pero ahora mismo no tiene sirviente, anda siempre cogiendo uno nuevo, y es dudoso que abra». Llamé   tres tres ve vece ces, s, y esta estaba ba ya a pu punt nto o de irme irme cuan cuando do un ho homb mbre re fe feo o con con aire aire ó

ó

é

í

malhumorado abri  la puerta y pregunt  qu  quer a. —¿Tengo el honor de dirigirme a M. de Beethoven? —¡Sí, señor! Pero debo deciros —me contest ó en alemán— ¡que me llevo muy mal con los franceses! —Mi relación con los alemanes tampoco es buena, señor, pero mi mensaje se limita a traeros una carta de M. Reicha de París. Me miró  de arriba abajo, cogió  la carta y me dej ó  pasar. Su casa, según me pareció, constaba sólo de dos habitaciones; la primera, con la cama en un rinc ón, era pequeña y oscura, por lo cual se aseaba en la otra, el sal ón. Imagínense el lugar más sucio y desordenado posible: manchas de humedad cubriendo el techo; un viejo piano de cola sobre el que el polvo y varias partituras manuscritas e impresas se disputaban el sitio; un pot un  pot de nuit sin nuit  sin vaciar debajo del piano (no exagero); junto a él, una pequeña mesa de madera de nogal, con un secreter colocado sobre ella propenso a volcarse; un mont ón de plumas con la tinta reseca, al lado de las cuales hasta las infames plumas de las tabernas tabe rnas relu relucir cirían, y más partituras. Las sillas, la mayor ía de asiento de mimbre, estaban cubiertas de platos con las sobras de la cena de la noche anterior, con ropa usada y demás. Balzac o Dickens habrían rellenado dos páginas más describiéndolo, y muchas más con el detalle de la vestimenta del ilustre compositor; pero, no siendo ni Balzac ni Dickens, diré simplemente que estaba en la morada de Beethoven.

 

Yo sólo hablaba alemán cuando viajaba por carretera, pero lo entend ía un poco mejor. Su francés tampo tampoco co era muy superio superior. r. Espe Esperaba raba que, cuand cuando o hubi hubiese ese le ído la carta, se despidiera de mí  y nuestra relación se acabara allí  y en ese mismo momento. Hab ía visto al oso en su jaula; eso era m ás de lo que me habr ía atrevido a soñar. De modo que me sorprendió  mucho cuando me examinó  de nuevo, dejó  la carta sin abrir sobre la mesa y me ofreció   una silla; y aún me sorprendió   más cuando se puso a hablar conmigo. Quería saber qué  uniforme era el que llevaba puesto, mi edad, mi cargo, el motivo de mi viaje; si era músico, si tenía previsto quedarme en Viena. Le contest é que la carta de Reicha se lo explicaría todo mucho mejor que yo. —No, no, contádmelo vos —insistió—, sólo que, como soy muy duro de o ído, hablad despacio y os entenderé. Hice un esf Hice esfue uerzo rzo incre increí ble  ble por mantener un diálogo logo,, qu quee él sec secun und dó   con bue buena na voluntad. Era un popurrí  de lo más singular, de mal alem án por mi parte y de mal francés por la suya, pero conseguimos entendernos. La visita dur ó  casi tres cuartos de hora y me hizo prometerle que volver ía a visitarle. Me marché, sintiéndome más orgulloso que Napoleón al entrar en Viena. ¡Había conquistado a Beethoven! No me pregunten cómo lo hice. ¿Qué   podría responder? La respuesta sólo podría bizarrerie   de su carácte hall ha llar arse se en la bizarrerie cter. r. Yo era jove joven, n, con concil ciliad iador or y edu educad cado, o, y un desconocido para él; éramos muy diferentes. Por alguna inexplicable raz ón, le caí   en gracia, y como estas simpatías repentinas casi siempre derivan en algo, organiz ó varios encuentros conmigo durante mi estancia en Viena, en los cuales improvisaba una o dos horas para mí solo. Cuando tenía sirvienta, le ordenaba no abrir la puerta si llamaban al timbre o (si la supuesta visita hab ía o ído el piano) decir que estaba componiendo y que no podía atender a nadie. Algunos músicos a los que conocí no podían creérselo. —¿Me creeréis —les preguntaba— si os enseño una carta que me ha escrito en francés? —¿En francés? ¡Eso es imposible! Apenas sabe franc és; si ni siquiera se le entiende casi cuando escribe en alemán. ¡Es incapaz de hacer un esfuerzo as í! —Les enseñé la prueba quee ten qu tenía—. Vaya Vaya,, deb debee de estar estar loc locame amente nte enamo enamorad rado o de vos —di —dijer jeron— on—.. ¡Qu ¡Qué hombre tan incomprensible! He enmarcado aquella carta, un objeto muy preciado para m í. Recuérdese la reflexión que encabeza este art ículo: mi vanidad no me habría llevado a hacer algo así  por Papá  Haydn.

 

Creo que aquellas improvisaciones de Beethoven conforman mis recuerdos musicales más intensos. Sostengo que quien no le haya o ído improvisar bien y a su aire no puede apreciar la vastedad de su genio. A veces, despu és de haber tocado unos cuantos acordes, llevado por completo por el impulso del momento, me dec ía: «No se me viene nada a la cabeza; dej émoslo hasta que…». Y entonces se pon ía a hablar de filosof ía, religión, política y, especialmente, de Shakespeare, su ídolo, y siempre con un lenguaje que habría hecho reír a cualquiera que lo oyera. Beethoven no era un hombre de esprit, esprit, si  si con ese término nos referimos a alguien que hace comentarios agudos e ingeniosos. Era demasiado taciturno por naturaleza como para ser un conversador animado. Soltaba sus ideas sin ton ni son, pero eran nobles y generosas, aunque a menudo bastante absurdas. Compart ía con Jean-Jacques Rousseau una opinión equivocada equivocada deri derivada vada de la creación de un mundo imaginario sin relación con la naturaleza humana y las condiciones sociales, fruto de la disposici ón misántropa que ambos tenían. Pero Beethoven era un hombre le ído. El aislamiento del celibato, su sordera y sus estancias en el campo le hab ían llevado a estudiar a los autores griegos y latinos y, con entusiasmo, a Shakespeare. Esto, junto con el peculiar aunque genuino interés que resulta de plantear las ideas equivocadas y sostenerlas de buena fe, hacía que su conversación fuera, si bien no particularmente atractiva, al menos original y curiosa. Y, como me ten ía un aprecio especial, por mor de su car ácter atrabiliario, a veces prefería que lo contradijera a que estuviera de acuerdo con él en cada punto. Cuando el día que quedá bamos estaba predispuesto a improvisar, era sublime. Su tempestuosa inspiración sacaba de él unas melodías maravillosas y unas armon ías no  buscadas, pues, dominado por la emoción musical, no se paraba a buscar efectos que tal ve vezz se le hab abrrían oc ocur urri rido do pl plum umaa en ma mano no;; le sa sallían de form formaa es espo pont ntáne nea, a, si sin n divagaciones. No to toca caba ba bien bien co como mo pi pian anis ista ta:: su digi digita taci ción er eraa a me menu nudo do inco incorr rrec ecta ta,, lo cual cual perjudicaba la calidad tonal. Pero ¿a qui én le importaba el pianista? Estaba absorto en sus pensamientos y sus manos los expresaban lo mejor que pod ían. Le pregunté si no quería conocer Francia. —Deseaba mucho hacerlo antes de que se buscara un amo —respondi ó—. Ahora ya no me apetece. Aun así, sí que me gustaría escuchar las sinfonías de Mozart —no mencionó las suyas ni las de Haydn— en Par ís; me han dicho que en el Conservatorio las tocan mejor que en ningún otro sitio. Por otra parte, soy demasiado pobre para hacer un viaje por mero interés y que, probablemente, habr ía que hacer a gran velocidad. —Venid conmigo, yo os llevo.

 

—¡Qué tontería! No permitiría que incurrierais en un gasto as í por mí. —No os preocupéis de eso; no hay gasto alguno; todos los gastos de mi puesto est án cubiertos y voy solo en mi carruaje. Si os complace una habitaci ón individual, tengo una a vuestra disposición. Sólo tenéis que decir que sí. Os merecería mucho la pena pasar un par de semanas en Par ís. Vuestro único gasto sería el del viaje de vuelta, y regresar ías a casa por menos de cincuenta florines. —Me tentáis; lo pensaré. Le presioné varias veces para que tomara una decisi ón. Sus titubeos se debían siempre a su humor taciturno. —¡Me avasallarán las visitas! —No las atenderéis. á

—¡Me abrumar n con invitaciones! —Que no aceptaréis. —¡Insistirán en que toque, en que componga! —Responderéis que no tenéis tiempo. —Entonces sus parisinos dirán que soy imposible. —¿Y qué  os importa a vos? Es evidente que no los conoc éis. París es la cuna de la libert lib ertad, ad, de la lib liber eraci ación de las con conven vencio cione ness soc social iales es.. Allí   acepta aceptan n a los los ho hombr mbres es distinguidos tal como quieran ser, y si alguno de ellos es algo exc éntrico, sobre todo si es extranjero, eso gusta incluso más. Finalment Finalm ente, e, un día me di dio o la ma man no y me di dijo jo qu quee me ac acom ompa pañaría. Yo es esta taba ba entusiasmado, de nuevo, debido a mi vanidad, claro. Llevar a Beethoven a Par ís, tenerlo en mi propia residencia, presentarlo al mundo musical… ¡Ser ía todo un triunfo! Pero como castigo a mis indulgentes ensoñaciones, éstas no habrían de cumplirse. Con el armisticio de Znaim ocupamos Moravia, adonde me enviaron como intendente. Me quedé allí cuatro meses. Cuando en el Tratado de Viena se le otorgó esta provincia a Austria, regresé  a Viena, donde Beethoven aún no había cambiado de intención; pero cuando yo esperaba recibir la orden de mi regreso a Par ís, recibí  la de que debía ir a Croacia de inmediato como intendente. Tras pasar un a ño allí, obtuve el nombramiento para la prefectura de l’Aveyron, junto con la orden de ir a zanjar un asunto en Agram

 

que también me habían encargado, y de viajar luego a toda prisa a Par ís para informar de mi misión antes de encaminarme a mi nuevo destino. De modo que, al final, no pude pasar por Viena ni volver a visitar a Beethoven. Él pensaba mucho en la grandeza de Napoleón y me hablaba de ello a menudo. Pod ía entrever que, por encima de su resentimiento hacia él, admiraba su ascenso desde un

origen tan desconocido; aquello encajaba bien con sus ideas democr áticas. Un día, me preguntó: —Si voy a París, ¿estaré obligado a saludar a vuestro emperador? Le aseguré que no, a no ser que le llamaran para una audiencia. —¿Y creéis que me haría llamar? —No dudo que lo har ía si apreciara vuestra relevancia; pero ya hab éis visto por el caso de Cherubini que no entiende mucho de música. Esta pregunta me hizo pensar que, a pesar de su opini ón, se habría sent sentido ido halagado ó

í

por cualquier muestra reconocimiento por parte de Napole n. As  doblega el orgullo humano aquello que lode adula. Cuando Napoleón tomó  Viena por segunda vez, su hermano Jérôme, entonces rey de tre de chapelle,  chapelle,  con un salario de 7.000 Westf We stfali alia, a, le propu propuso so a Be Beeth ethove oven n ser su maî tre francos. Como yo me encontraba entonces en Viena, Beethoven me pidi ó  consejo, en confianza. Creo que hice bien en recomendarle que no aceptara la oferta y mantuviera su acuerdo de pensión esti estipulad puladaa [la del archi archiduqu duquee Rodolfo y los pr íncipes Kinsky y Lobkowitz], y no porque previera ya la ca ída de aquella realeza, sino porque Beethoven no habría aguantado ni seis meses en la corte de Jérôme. Basta fijarnos en la grande la grande sonate sonate para  para piano y viol ín que dedicó  a su amigo Kreutzer para ver lo poco que Beethoven tenía en cuenta a aquellos que habrían de interpretar su música. Casi podría tomarse esta dedicatoria como un epigrama, ya que esta obra est á toda en staccato staccato y  y sautillé , pero Kreutzer nunca la tocó  as í, tocó todos sus pasajes legato, sin levantar el arco de las cuerdas.

 

Bettina von Arnim y Goethe (1810-1812) Uno de los libros más extraordinarios de la literatura mundial es Goethes Briefwechsel mit einem  Kinde [Correspondencia de Goethe con una ni ña], de Goethe. La ni ña era Bettina Brentano. Nacida en 1785, se casó  en 1811 con el poeta Achim von Arnim. Su genial aunque rara precocidad fascinó   a más hombres aparte de Goethe, pero sus escritos sobre ello son, en general, demasiado hiperrománticos para el gusto actual. En 1810 visit ó  Viena y conoció  a Beethoven. Le cont ó  enseguida su encuentro a Goethe en su carta de 28 de mayo de 1810. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que lo exager ó. De hecho, la imaginaci ón y el car ácter de Bettina eran tan intensos que los estudiosos de Beethoven han llegado a dudar incluso de la autenticidad de una o m ás cartas car tas que Bee Beetho thoven ven sup supues uestam tament entee le es escri cribi bió. La prim primer era a ca cart rta a qu quee se cita cita a continuación no iba dirigida a Goethe, sino al doctor b ávaro Anton Bihler. Despué s sigue la carta de Bettina a Goethe del 28 de mayo de 1810; no entera, sino tal como la ha recogido Thayer (II, 187-189) con algunos acertados recortes. Uno de estos recortes es el que viene despu é s de las palabras «Estaba sentado al pianoforte». El episodio ah í  relatado pertenecí a por lo vis visto to al re reper pertor torio io de rec recuer uerdos dos hip hiper erse senti ntimen mental tales es (ya  fueran reales o imaginarios) de Bettina, dado que lo repitió con florituras en una carta que esc escribi ribió   años desp despu ué s al prí  í n ncip   cipee Vo Von n P ückl cklerer-Mus Muskau kau,, en cuy cuyos os dia diario rioss y correspondencia se publicó  en 1873. El episodio recordado ah í  precede   precede a su relato del encuentro entre Beethoven y Goethe en Teplitz en 1812 recogido en la traducci ón de Thayer (II, 226-227) incluida a continuaci ón, y le sigue un p árrafo significativo que Thayerr omitió. El lector encontrar á , entre las dos cartas de Bettina a Goethe, la Thaye respuesta de Goethe a la primera de ellas y, tras la efusividad de aqu é lla lla hacia el  pr í  íncipe n   cipe Von P ückler-Muskau, la impresión que el propio Goethe se llev ó de Beethoven expresada en un lenguaje m ás comedido; un ant í  ídoto d   oto muy bienvenido frente al efusivo romanticismo de la «niña» Bettina, cuya poetización, no obstante, no debe ensombrecer  el relato en esencia cre í ble ble de sus encuentros con Beethoven.

Bettina von Arnim a Anton Bihler Bukowan, 9 de julio de 1810

No conocí  a Beethoven hasta los últimos días de mi estancia allí. Por poco no llegué  a verle en absoluto, ya que nadie quer ía llevarme hasta él, ni siquiera aquellos que se hacían llamar sus mejores amigos, por temor a su melancol ía, que le embarga hasta tal punto que no le interesa nada y trata a sus amigos de forma grosera, en lugar de hacerlo con gentileza. Pero yo hab ía oído tocar una fantasía suya de una forma tan admirable que me conmovió, y desde ese momento sentí un anhelo tal que intent é verlo por todos los medios. Nadie sabía dónde vivía, ya que a menudo se queda enclaustrado. Su morada es extraordinaria: en la habitación de la entrada hab ía dos o tres pianos, todos sin patas, en el suelo; baúles con sus pertenencias, y una silla de tres patas; en la segunda habitación estaba su cama, que, tanto en invierno como en verano, consiste en

 

un colchón de paja y una fina colcha; un lavamanos sobre una mesa de pino y el pijama tirado en el suelo. Tuvimos que esperar media hora entera, ya que se estaba afeitando cuando llegamos. Al fin apareci ó. Era pequeño de talla (a pesar de tener un alma y un corazón tan grandes), moreno y lleno de marcas de viruela. Es lo que se dir ía repulsivo, pero tiene una frente divina, redondeada con una armon ía tan hermosa que es tentador contemplarla como si fuera una magn ífica obra de arte. Tiene el pelo negro, muy largo, que se echa hacia atrás, y no sabe bien cuántos años tiene, aunque cree que cincuenta y tres. Me habían hablado mucho del cuidado que hay que tener para no despertar su ira; pero yo me había hecho otra idea de su noble car ácter y no estaba equivocada. Al cabo de quin qu ince ce mi minu nuto toss esta estaba ba sien siendo do tan tan ama amabl blee co conm nmig igo o qu quee no me de deja jaba ba ma marc rcha har; r; caminaba todo el rato a mi lado e incluso me acompañó a casa y, para gran sorpresa de sus amigos, pasó todo el día con nosotros. Este hombre lleva verdaderamente a gala no obedecer ni al emperador ni a los archiduques, que le pagan una pensi ón, cuando le piden que toque para ellos, y en toda Viena es lo m ás raro del mundo o írle tocar. Cuando yo le pedí que lo hiciera, me respondió: «Vaya, ¿y por qu é habría de hacerlo?». «Porque me gustaría llenar mi vida de las cosas m ás maravillosas posibles y porque su interpretación será un hito en mi vida», contesté. Me aseguró que intentaría ser digno de semejantes halagos, se sentó junto al piano en el  borde de una silla y tocó   suavemente con una mano, como intentando superar su reticencia a que alguien le oyera. De repente, se olvid ó  de todo lo que le rodeaba y su alma se expandió en un mar de armonía universal. Me he encariñado muchísimo de este hombre. Es tan aut éntico y domina de tal forma todo lo relativo a su arte que ning ún artista puede aspirar a alcanzarle; no obstante, en lo que se refiere al resto de su vida, es tan ingenuo que se puede hacer de él lo que uno quiera. Precisamente, su despiste le ha convertido en un verdadero objeto de burla, y se aprovechan de él hasta tal punto que casi nunca tiene dinero suficiente para cubrir siquiera las necesidades más básicas. Sus amigos y sus hermanos se aprovechan de él; tiene la ropa raída, va bastante andrajoso (Nussbaumer deber ía tomar nota de ello) y, sin embargo, su aspecto es noble e imponente. Adem ás, es bastante duro de o ído y apenas ve. De hecho, cuando acaba de componer algo parece completamente sordo y, al mirar al exterior, tiene la mirada confusa; esto es porque toda la armon ía se mueve en su cerebro sin cesar y es incapaz de pensar en nada m ás. Se desconecta, pues, de todo lo que le mantiene en contacto con el mundo exterior (el o ído y la vista) y vive en la m ás profunda soledad. Cuando uno habla con él durante un buen rato, al parar para dejarle responder, se pone a cantar de repente, saca su papel pautado y se pone a escribir. No sigue el método de Winter, el director de orquesta, que apunta lo primero que se le viene a la cabeza, sino que primero hace un gran plan, organiza la m úsica de una forma determinada y, a partir de ah í, la trabaja.

 

Durante los últimos días que he pasado en Viena ha venido a verme todas las tardes, me ha dado canciones de Goethe que ha musicalizado y me ha rogado que le escriba al menos una vez al mes, ya que no tiene m ás amigos aparte de mí. ¿Por qué  os cuento esto con tanto detalle? En primer lugar, porque creo que, al igual que yo, comprend éis y apreciáis una personalidad así; y, en segundo lugar, porque yo s é lo injusto que se está siendo con él, simplemente porque la gente es demasiado mezquina para comprenderle. Así que no puedo resistirme a hacer un dibujo de él siempre que le veo. Por encima de todo, cuida a todos los que se conf ían a él en el terreno musical con suma amabilidad: hasta el más absoluto principiante puede ponerse en sus manos con total tranquilidad. Este hombre, que es incapaz de prescindir de una sola hora de su tiempo libre, no se cansará de aconsejarle y ayudarle.

Bettina von Arnim a Goethe Viena, 28 de mayo [de 1810]

Cuando vi a aquel de quien ahora os hablaré, me olvidé   del mundo entero; como todavía des desapa aparec recee el mun mundo do ent enter ero o al rec record ordar ar la esc escen ena; a; sí, desaparece… Es de Beethoven de quien deseo hablaros ahora y quien me hizo olvidarme del mundo y de vos; todavía estoy en mi minor ía de edad, es cierto, pero no me equivoco al decir —algo que tal vez nadie sea capaz capa z de comprender y creer ahora— que está muy por delante de la cultura de la humanidad. ¿Lograremos superarle alguna vez? Lo dudo, pero tened por seguro que si vive hasta desarrollar del todo el poderoso y glorificado enigma que encierra su alma y ésta alcanza su meta más alta, entonces, sin lugar a dudas, pondr á en nuestras manos la llave de su conocimiento celestial para que podamos dar un paso más hacia la verdadera felicidad. Sé que puedo confesaros a vos que creo en una magia divina que es la esencia de la vida intelectual. Beethoven practica esta magia en su arte. Cualquier cosa que él os cuente es pura magia, cada posición suya es la organización de una existencia superior, y por eso Beetho Bee thoven ven se sie siente nte fu funda ndador dor de un unaa nue nueva va bas basee se sensi nsitiv tivaa de la vid vidaa int intele electu ctual; al; entender éis lo que qu quie iero ro de deci cirr y cuánto nto de ve verd rdad ad ha hay y en el ello lo.. ¿Q ¿Qui uién po podr dría reemplazar esta mente? ¿Quién sería capaz de llegar a tanto? Todas las actividades humanas giran como un mecanismo en torno a él, y él solo genera independientemente en sí mismo lo insospechado, lo no creado. ¿Qu é significa para él el trato con el mundo; para él, que se afana en su sagrada labor diaria antes del alba y que despu és del atardecer apenas mira a su alrededor, que se olvida de darle sustento a su cuerpo y que se deja llevar en un momento, por la oleada del entusiasmo, m ás allá de las costas de lo cotidiano? Él mismo dijo: «Cuando abro los ojos, tengo que suspirar, pues lo que veo es contrario a

mi religión, y debo despreciar un mundo que no sabe que la m úsica es una revelación mayor que la sabidur ía y la filosof ía, el vino inspirador de nuevos procesos generativos,

 

y yo soy el Baco que exprime ese glorioso vino para la humanidad y la emborracha espiritualmente. Cuando vuelve a estar sobria de nuevo, se lleva del mar todo lo que trajo consigo, todo lo que puede llevarse consigo a tierra firme. No tengo un solo amigo; debo vivir solo. Pero s é bien que Dios está más cerca de mí que de otros artistas; yo me relaciono con él sin miedo; siempre le he reconocido y comprendido y no temo por mi música, nada malo puede pasarle. Aquellos que la entienden se ver án liberados por ella de todas las miserias que los dem ás arrastran consigo». Todo eso fue lo que me dijo Beethoven la primera vez que lo vi; teniendo en cuenta que debí de parecerle alguien absolutamente trivial, cuando se sincer ó conmigo con aquella franqueza tan cercana me embargó un sentimiento de asombro reverencial. Adem ás me sorprendió, pues me habían dicho que era huraño y que no hablaba con nadie. Tenían miedo de llevarme hasta él; tuve que buscarle yo sola. Tiene tres casas en las que iba refugiándose por turnos: una en el campo, otra en la ciudad y la tercera en la muralla. Fue en esta última donde lo encontré  en el tercer piso y entr é  sin previo aviso. Estaba sentado al pianoforte. […] Me acompañó a casa y, de camino, dijo cosas muy hermosas sobre el arte, deteni éndose en la calle hablando tan alto que escucharle infund ía ánimo. Aunque habló  con gran solemnidad, sorprendentemente, sorprendentemente, no me hizo olvidarme de que est á bamos en la calle. Se quedaron impactados al verlo entrar conmigo en la gran velada vespertina que hab ía en casa. Después de la cena, sin que nadie se lo pidiera, se sent ó  al instrumento y toc ó maravillosamente durante un buen rato. Su genio y su orgullo fermentaron juntos. Cuando está en semejante estado de exaltaci ón, su alma engendra lo incomprensible y sus dedos logran lo imposible. Viene a verme todos los días desde entonces, o voy yo a verlo a él. A causa de ello, descuido las reuniones sociales, las galer ías, el teatro, e incluso la torre de San Esteban. Beethoven dice: «¡Bah! ¿Qué queréis ver ahí? Pasaré a buscaros por la tarde; pasearemos p asearemos por las callejuelas del Sch önbrunn». Ayer fui con él a un jardín glorioso repleto de flores. Se habían abierto todos los capullos y el perfume era embriagador. Beethoven se detuvo bajo el intenso sol y dijo: «No es s ólo por su contenido, sino por su ritmo: los poemas de Goethe tienen un gran poder sobre m í. Ese lenguaje, incrustado en órdenes superiores como si fuera obra de los esp íritus, portador del misterio de las armon ías, me estimula y me mueve a componer. c omponer. »Entonces, desde el entusiasmo, necesito liberar melod ía en todas las direcciones: la persigo, la capturo de nuevo apasionadamente; la veo salir volando y desaparecer en la masa de agitaciones variadas; vuelvo a hacerme con ella con pasión renovada; no puedo separarme de ella; siento el impulso de multiplicarla con r ápidas modulaciones y, al final, la conquisto: ¡Mirad, una sinfon ía! La música, ciertamente, es la mediadora entre la vida intelectual y la sensitiva. Me gustar ía poder hablar con Goethe sobre ello, ¿me

 

comprendería? [… […]] Ha Habl blad adle le de mí   a Go Goet ethe he —d —dij ijo— o—;; de deci cidl dlee qu quee es escu cuch chee mi miss sinfonías y coincidirá conmigo en que la m úsica es la única entrada intangible al mundo superior del conocimiento que entiende a la humanidad pero que la humanidad no es capaz de entender. […] No sabemos lo que nos trae el conocimiento. La semilla dentro de la cáscara necesita humedad, tierra c álida cargada de electricidad para germinar, para pensar, para expresarse. La m úsica es la tierra el éctrica en la que la mente piensa, vive y siente. La filosof ía es el precipitado de la esencia eléctrica de la mente. Eleva sus necesidades, que buscan su base en un principio primigenio, y aunque la mente no tiene supremacía sobre lo que gene genera ra a través de ella, aun as í disfruta del proceso. Así pues, todas tod as las cre creaci acione oness artísticas genuinas son inde independ pendiente ientes, s, más pod podero erosas sas que el propio artista, y regresan a lo divino a trav és de su manifestación. S ólo en esto es igual al hombre, en que es una prueba de la participaci ón divina en él. […] Todo lo que es eléctrico estimula la mente hacia la creación musical, desbordante y fluida. »Yo soy eléctr ctrico ico por nat natura uralez leza. a. De Debo bo inter interrum rumpir pir aquí   el fl flui uirr de mi sa sabi bidu durría indemo ind emostr strabl ablee ya qu que, e, si no no,, no pra practi cticar caré   lo debido. Escribid a Goethe si hab éis entendido lo que os he dicho, aunque no respondo de nada y estar ía encantado de que él me ilustrara.»

Prometí poneros todo por escrito lo mejor que pudiera. […] Anoche apunté todo lo que había dicho y esta ma ñana se lo he le ído. Ha dicho: «¿Dije yo eso? ¡Vaya, entonces es que tuve un rapto!». Lo ha le ído de nuevo atentamente, ha tachado lo anterior y escrito entre medias de las líneas, ya que está realmente interesado en que le entendáis. Dadme ahora la alegría de una pronta respuesta que le demuestre a Beethoven que le apreci áis. Siempre hemos querido hablar de música; también era mi deseo, pero, por Beethoven, siento por primera vez que no estoy preparada para ello.

La respuesta de Goethe a esta carta Vuestra carta, querid í sima sima niña, ha llegado en buen momento. Os habé is is esforzado mucho por dibujarme una naturaleza grande y hermosa con sus logros y sus dificultades, sus necesidades y sus innumerables dones. Me ha complacido mucho aceptar este retrato de un alma verdaderamente grandiosa. Sin deseo alguno de etiquetarla, supone, no obstante, una proeza psicol ó gica establecer el  grado en que coincidimos; pero no tengo intención algu alguna na de cont contra rade deci cirr lo qu quee vuestras efusivas palabras me sugieren; m ás bien al contrario, por el momento prefiero recon reconoce ocerr un par parec ecido ido en entre tre mi nat natura uralez leza a y aqu aquel ella la que trasl trasluce ucen n est estas as div diver ersas sas declaraciones.. Una mente corriente tal vez ver í  declaraciones ía   algunas contradicciones; pero ante las  palabras pronunciadas por un genio as í  , el hombre de a pie debe postrarse reverencialmente, reverencialme nte, sin cuidado de si ha habla bla desde el corazón o desde la razón, ya que aquí  los dioses est án afanados esparciendo semillas para su futuro discernimiento, y s ólo debemos dese debemos desear ar que pueda puedan n desar desarroll rollarse arse sin prob problemas lemas.. Así   que antes de que se esparzan, es necesario dispersar las nubes que empa ñan la mente humana. Dadle a

 

Beethoven mi más cordial saludo y decidle que con gusto har éé   lo   lo que est éé   en   en mi mano  por entablar una amistad en la que el intercambio de ideas y sentimientos ser á   sin duda dud a mar maravi avill llosa osame mente nte pro provec vechos hoso. o. Tal vez podáis con conven vence cerle rle para que viaje a  Karlsbad, adonde voy casi todos los años y donde tendr í  ía   todo el tiempo del mundo  para escucharle y aprender de é l. l. Pensar que es posible enseñarle algo a é l ser í  ía   una í 

é 

insolencia incluso en alguien con un superior al m o, ya que  para guiarle, de la luz de su genio, queentendimiento a menudo ilumina su mente como un rell ádispone, mpago, mientras que los dem ás permanecemos en la oscuridad y apenas somos capaces de adivinar por dónde despuntar á el alba.

Me haría muy feliz que Beethoven me regalara por escrito, de forma clara y limpia, las dos canciones mías que ha compuesto. Estoy deseoso de escucharlas. Una de mis mayores alegrías, que agrade agradezco zco mucho, es volve volverr a sent sentir ir las viejas emocion emociones es de ese poema (tal como lo llama Beethoven con buen criterio).

Bettina a Goethe

6 de junio, 1810 Queridísimo amigo, le trasladé   a Beethoven el contenido de vuestra hermosa carta relativo a él. Se alegró mucho y exclamó: «¡Si hay alguien que pueda hacerle entender la música, ése soy yo!». Le entusiasmó la idea de ir a veros a Karlsbad. Se dio un manotazo en la frente y dijo: «¡Cómo no se me había ocurrido antes!; aunque lo cierto es que, aunque no llegué a hacerlo por la timidez que a menudo me atormenta como si no fuera un hombre de verdad, lo pens é; pero ya no me asusta Goethe». Podéis contar, por tanto, con verlo el año que viene… Os adjunto las dos canciones de Beethoven; las otras dos son m ías. Beethoven las ha visto y ha dicho cosas muy bonitas de ellas, como que si me dedicara a este precioso arte tendría grandes posibilidades; pero yo no lo tengo muy en cuenta, ya que mi único arte es reír y suspirar discretamente. No hay mucho más que pueda hacer aparte de eso. Bettina

íncip   cipee P ückl ía   gustad Bettin Bett ina a vo von n Ar Arni nim m al pr í  n ckler er-Mu -Muska skau u ¿Be ¿Beeth ethove oven? n? Me hab habr  r í  gustado o conocerle durante mi corta estancia; pero nadie quiso llevarme hasta é l por su car ácter  excé ntrico ntrico y huraño. Tuve que buscarlo yo misma. Tení a tres residencias: en la ciudad, en las afueras y en el campo. Lo encontr é  é en    en el piso superior de una vivienda alta; habí a un fortepiano en el suelo del vest í  b l, el armazón desvencijado de una íbulo,   ulo, junto a é l,

 

cama con un colchón de paja y una colcha de lana. « Ésa es la cama del maestro», dijo la sirvienta. […] Pas é  dentro;  dentro; é l estaba sentado al piano, me aproxim é  y,   y, acercando la boca a su oí do do (pues est á  sordo), grit é  é:  «Me llamo Brentano». Sonrió , me dio la mano sin levantarse y contest ó: «Acabo de escribir una bonita canci ón para vos». Cant ó  Kennst du das Land? sin engolamiento, sin sensibler  sensibler í  ía. a   . Su voz era áspera, transportada á

á

ó

m s alló:  «Bueno, del refinamiento y del deseo deAsent  complacer por ó el de impulso n. Pregunt  qué  , ¿os ha gustado?». í  í  y la cant  nuevo de conlaunpasi ardor  espoleado por la certeza de haber transmitido su fervor. Despu é s me mir ó  triunfante, vio que mis ojos y mis mejillas estaban resplandecientes y exclam ó  con ingenuidad: «¡Ajá!». Y entonces cant ó: Trocknet nicht, Tr änen der ewigen Liebe! Ach, nur dem halbgetrockneten Auge wie öde, wie tod ihm die Welt erscheint! Luego escribi ó   los acordes del movimiento en una libreta que llevaba en el bolsillo, permiti é ndome ndome que le atusara el pelo alborotado mientras lo hac í a. a . Me besó   la mano y, cuando iba a marcharme, me acompañó. De camino, me dijo: «La música es el clima de mi alma; es allí  donde  donde florece en lugar de echarse a perder, como ocurre con las ideas de otros que se hacen llamar compositores, ya que pocos son conscientes del trono de pasi ón que es cada movimiento musical suelto; y pocos saben que la pasi ón es el trono de la música».  Así  me  me habló , como si fué ramos ramos amigos í ntimos ntimos desde hace años. […]

Todo el mundo se sorprendi ó   al verme entrar ante un grupo de m ás de cuarenta invitados sentados a la mesa con el intratable Beethoven de la mano. Tom ó asiento sin poner objeción alguna ni decir apenas nada, probablemente por su sordera. Sac ó   su libreta del bolsillo un par de veces y anot ó algunos acordes. Después de la cena, toda la comitiva subió  a la torre del tejado de la casa para disfrutar de las vistas del entorno. Cuando todos habían bajado de nuevo y nos hab íamos quedado a solas él y yo, sacó su libret lib reta, a, le echó   un vista vistazo, zo, escr escribi ibió, tachó   y di dijo jo:: «H «Hee term termin inad ado o mi canc canciión». A continuación, se reclinó  sobre la ventana y la cantó  en alto enérgicamente. Entonces dijo: «¿Qué, suena bien, verdad? Si la queréis, es vuestra. La he escrito para vos. Vos me habéis incitado a hacerlo, lo he visto en vuestra mirada». Durante todo el tiempo que estuve en Viena, vino a verme todos los d ías. Una señora del grupo, una de las mejores pianistas, tocó una sonata suya. Después de escuchar un rato, dijo: «No es as í». Se sentó al piano y tocó  la misma sonata, y podr ía decirse realmente que era sobrehumano. Me confió varios encargos para Goethe, a quien apreciaba más que a nadie. Se conocieron en Teplitz. Goethe estaba con él, tocó para él; al ver que éste parecía muy conmovido, dijo: «Oh, se ñor, no me lo habría esperado de vos; di un concierto en Berl ín hace años, lo hice lo mejor que pude y cre ía que me había salido realmente bien e iba a llevarme una gran ovación, pero hete aquí que, aunque había tocado con toda mi alma, no hubo el menor aplauso; fue demasiado para m í. No lo entendía; pero al final el enigma quedó aclarado: el pú blico de Berlín es extremadamente sofisticado y me dio las gracias ondeando sus pañuelos mojados de lágrimas de emoción. Las malgastaron con un tosco apasionado apasionado como yo; me pareció  que no tenía ante mí m ás que a un pú blico

 

romántico, no artístico. Pero lo acepto gustoso de vos, Goethe; cuando vuestros poemas me atravesaron la mente, desped ían música, y me vanaglori é   de pensar que podía intentar alcanzar las mismas cotas que vos, aunque nunca lo supe con seguridad y en ningún caso lo habría hecho en vuestra presencia. En ese caso habr ía canalizado la pasión de otro modo completamente distinto. Vos mismo sabr éis lo bien que sienta ser aplaudido por unas manos inteligentes; si vos no me reconocierais y me considerarais un igual, ¿quién lo haría si no? ¿Qué  hatajo de mendigos habrían de ser quienes me comprendieran?». Así es como acorraló a Goethe, quien, en un principio, no sab ía cómo salir del aprieto, ya que creía que Beethoven tenía razón. La emperatriz y los archiduques austriacos estaban en Teplitz y agasajaron a Goethe, y, tal como le confesó  con suma modestia a Beethoven, él no tenía reparos en mostrar su devoción por la emperatriz. «Tonterías —dijo éste—; ésa no es la vía; no les hac éis con ello ningún favor, debéis hacerles ver claramente lo que tienen con vos, o nunca se darán cuenta; no hay princesa que valore a Tasso m ás allá de lo que le apriete la horma de la vanidad; yo les trato de otra forma; cuando me pidieron que le diera clase al duque Rainer, me tuvo esperando en el vest í bulo,  bulo, así  que luego le retorcí   bien los dedos; cuando me pregunt ó por qué estaba tan impaciente con él, le contesté que, como me había hecho perder el tiempo en el vest í bulo,  bulo, se me había acabado la paciencia. Después de eso ya no me hizo esperar nunca m ás. Así es, le enseñé que aquello era una desconsideración que únicame nicamente nte ponía de reli reliev evee su fa falt ltaa de ed educ ucac aciión. Le di dije je:: “Podéis ordenar a alguien, pero eso no le hará mejor en absoluto; podéis nombrar a un consejero de la corte o a un consejero real, pero no a un Goethe o a un Beethoven. Por tanto, debéis aprender a tener respeto hacia aquello que vos no sois capaz de obrar y que estáis lejos de ser, os har á bien”.» Mientras caminaban, se fueron aproximando hacia ellos toda la corte, la emperatriz y los duques; Beethoven dijo: «No me solt éis del brazo, son ellos quienes deben abrirnos paso, no nosotros a ellos». Goethe pensaba de otro modo, y la situaci ón fue un poco violenta para él; soltó  a Beethoven del brazo y se ech ó  a un lado, descubri éndose el sombre som brero ro de la cab cabeza eza,, mie mientr ntras as Bee Beetho thoven ven,, de bra brazos zos cru cruzad zados, os, pas pasaba aba ent entre re los duques inclinando sólo levemente el sombrero cuando éstos se apartaron para dejarle paso, y todos le saludaron amigablemente. Se detuvo al otro lado para esperar a Goethe, que, con la cabeza inclinada a modo de reverencia, hab ía dejado que pasara la comitiva. «Bueno —dijo—, os he esperado porque os honro y respeto como merec éis, pero les habéis rendido demasiados honores.» Beethoven vino corriendo después hasta nosotros a contárnoslo todo, y estaba contento como un niño por haber chinchado a Goethe as í. Los diálogos son literalmente ciertos, no he añadido nada esencial; Beethoven relató el episodio de la misma manera. Aquello tuvo trascendencia para mí en varios sentidos; se lo coment é  al duque de Weimar, que

 

también estaba en Teplitz. Luego éste le tomó  bien el pelo (a Goethe) sobre ello, sin confesarle quién le había contado la historia.

Goethe a su mujer Teplitz, 19 de julio, 1812

[…] Jamás he visto a un artista m ás concentrado, más enérgico y más intimista [inniger]. Me hago cargo perfectamente de lo mucho que debe de costarle relacionarse con el mundo.

Goethe a su amigo Zelter, mas ón, músico y profesor de Mendelssohn Karlsbad, 2 de septiembre,, 1812 septiembre

He conocido a Beethoven en Teplitz. Su talento me ha maravillado. No obstante, por desgracia tiene una personalidad completamente salvaje, a la que no le falta en absoluto razón viendo el mundo como algo detestable, pero no lo hace con ello m ás agradable ni para él ni para los dem ás. Por otra parte, sin duda hay que perdon árselo y hay que compadecerle, compadecer le, ya que está  perdiendo el oído, lo cual quizá  perjudica menos su faceta musical que la social. Lacónico por naturaleza, esta lacra le vuelve así por partida doble.

 

 Ignaz Moscheles (1810-1814)

En los los re reccue uerrdos dos sob obrre Beethoven Beet hoven que incl incluy uyó   en su traducción al inglé s (1841) de la biograf í  ía   que hizo Schindler del maestro, Moscheles (1794-1870) dio 1809 como la fecha en que é l terminó sus estudios con Weber (Dionys, no Carl Maria von Weber), pero se trata de un fallo de memori mem oria. a. En re reali alidad dad habí a de dejjad ado o a Weber el año an ante teri rior or pa para ra es estu tudi diar ar con con  Albrechtsberger,  Albrechtsb erger, otrora profesor de Beethoven. Moscheles comenzó su larga, respetable í fera   y fruct í  carrera como pianista y compositor en Praga a la edad de catorce a ños cuando ofreció  un concierto para pianoforte compuesto por é l mismo. El hecho de que Beethoven le encargara en 1814 a su joven admirador la partitura vocal de Fidelio deja  patente la elevada opinión que tení a de Moscheles.

En el año 1809  1809  4  terminé  mis estudios con mi maestro, Weber, y, habi éndome quedado también huérfano de padre, elegí  Viena como lugar de residencia para labrarme mi futura carrera musical. Por encima de todo, quer ía ver y conocer a aquel hombre  hombre  que había ejercido una influencia tan poderosa sobre todo mi ser; a quien, aunque apenas entendía, veneraba ciegamente. Me enteré de que era muy dif ícil acceder a Beethoven y que no admitía a ningún discípulo aparte de Ries; as í que, durante un tiempo, mi ansia de ve verl rlee qu qued edó   insa insati tisf sfec echa ha.. No ob obst stan ante te,, en 1810 1810 se pres presen enttó   la tan tan de dese sead adaa oportunidad. Estaba una ma ñana en la tienda de Domenico Artaria, que acababa de publicar algunos de mis primeros amagos compositivos, cuando entr ó en ella con paso corto y acelerado un hombre que, moviéndose por entre las se ñoras y profesores allí congregados por negocios o debatiendo cuestiones musicales, sin levantar la vista, como queriendo pasar desapercibido, fue derecho al despacho de Artaria en la planta  baja de la tienda. Enseguida éste ste me llam llamó, y dijo: «¡Éste ste es Be Beet etho hove ven! n!», », y al composito compo sitor: r: «Éste es el jov joven en sobre sobre el que acabo de hab hablar laros» os».. Bee Beetho thoven ven asi asinti ntió cord cordia ialm lmen ente te,, y dijo dijo qu quee ac acab abab aban an de ha habl blar arle le bi bien en de mí. No re resp spon ondi dió   a los come coment ntar ario ioss mo mode dest stos os y hu humi mild ldes es qu quee balb balbuc uceeé, y pareció   quer querer er cort cortar ar la conversación. Me fui con un anhelo aún mayor que antes del encuentro por aquello que había estado buscando, pensando hacia mis adentros: «¿Acaso soy realmente tan poca cosa como para no merecer que me hiciera siquiera una pregunta sobre m úsica ni mostrara el menor deseo de saber quién ha sido mi maestro, o si yo conocía sus obras?». La única forma en que podía explicármelo y consolarme por este olvido de Beethoven era su propensión a la sordera, ya que hab ía visto a Artaria habl ándole al oído. Pero decidí   que, que, cua cuanto nto más se me vedara la relaci ón personal con él qu quee tant tanto o codiciaba, más de cerca seguiría todas las creaciones de Beethoven. Jam ás me perdía los Cuartetos Schuppanzigh, a Schuppanzigh, a los que sol ía asistir a menudo, ni los maravillosos conciertos en el Augarten, donde dirigía sus propias sinfonías. También le oí  tocar en varias ocasiones, algo que apenas hacía, ni en pú blico ni en privado. Las obras obras que me llegaron coro  y su Concierto en do menor. menor . También más hondo fueron su Fantasí a para orquesta y coro y solía verlo en las casas de Herren Zmeskall y Zizius, dos amigos de Beethoven en cuyas

 

reuniones musicales sus obras se dieron a conocer al p ú blico por primera vez. Pero, pese a todo, en lugar de poder trabar mayor amistad con el gran prohombre, por regla general tuve que conformarme con un saludo distante por su parte. Cuando en el año 1814 Artaria se dispuso a publicar un arreglo para pianoforte del Fidelio de Fidelio  de Beethoven, le consult ó si podía realizarlo yo y éste aceptó con la condición de ver los arreglos de cada una de las piezas antes de entreg árselas al impresor. A mí nada podía complacerme más, ya que lo veía como la oportunidad largamente so ñada de acercarme al prohombre y beneficiarme de sus comentarios y correcciones. Durante mis frecuentes visitas, que intenté multiplicar con todas las excusas posibles, me trat ó con la mayor indulgencia. Aunque su creciente sordera era un obst áculo considerable para nuestra conversación, aun así me dio muchos consejos instructivos, e incluso tocó  para mí  las partes para pianoforte que quer ía que arreglara de un modo concreto. Cre ía, no obstante, que no debía poner a prueba su paciencia robándole su valioso tiempo con visitas posteriores, pero le veía a menudo en la casa de Maelzel, donde sol ía comentar los diferentes diseños y modelos de un metrónomo que éste pensaba fabricar, y debatir sobr sobree La batalla de Vitoria,  Vitoria,  que había escrito a sugerencia también de él. Aunque yo conocía a Herr Schindler y sab ía que entonces pasaba mucho tiempo con Beethoven, no quise aprovecharme de mi amistad con él para importunar al compositor. Cuento esto para mostrar lo dif ícil que era acceder a este hombre extraordinario y lo mucho que evitaba él las charlas musicales, m usicales, ya que ni siquiera con su único alumno, Ries, se detenía apenas a comentar nada. En mi ulterior trato con él sólo me daba respuestas lacónicas a las preguntas de arte, y hac ía unos comentarios tan sint éticos sobre el carácter de sus propias obras que necesitaba toda mi imaginaci ón para desarrollar lo que suponía que él pretendía decir decir.. La impaci impacienci encia, a, natu naturalme ralmente nte aparejada a su sordera, acrecentó   sin duda mucho su reserva congénita en la parte final de su vida. Durante una de mis visitas a Viena, mi hermano, que es residente en Praga, hizo un viaje expresamente para verme. Una mañana, al enterarse de que yo tenía una cita con Beethoven, se empeñó a toda costa en poder vislumbrar a semejante celebridad, ya que no había tenido aún la oportunidad de verlo. Era normal que yo quisiera satisfacer su curiosidad, pero le dije que, aunque era mi propio hermano, conociendo tan bien como conocía las peculiaridades de ese hombre, no iba a cometer por nada del mundo la torpeza de presentarles. Pero él estaba demasiado obcecado con ello como para dejar escapar aquella oportunidad a la ligera, y me pidi ó  que le permitiera al menos ir hasta allí, como si viniera a acompañarme para ir después a otra cita juntos. A esto s í   que accedí, y no noss en enca cami mina namo moss a ca casa sa de Be Beet etho hove ven, n, do dond ndee mi he herm rman ano o se qu qued edó esperando abajo en el pasaje a que las cosas transcurrieran seg ún lo acordado. Llevaba con con Be Beet etho hove ven n un unaa me medi diaa hor oraa cuan cuando do,, tras tras sa saca carr mi re relo lojj y mi mira rarl rlo, o, es escr crib ibí apresuradamente en su libreta de conversaci ón que tenía una cita especial a esa hora, y que mi hermano me estaba esperando abajo todav ía para acompañarme. Beethoven, que estaba sentado a la mesa en mangas de camisa, se puso en pie de un brinco y sali ó a

 

toda prisa de la habitación, dejándome en ascuas, preguntándome qué  iba a ocurrir a continuación. Apareció   un minuto después con mi hermano cogido por el brazo, a quien sentó  de forma atropellada en una silla. «¿Es posible —dijo— que tambi én vos penséis que soy tan zoquete como para no recibir a vuestro hermano cort ésmente?» Mi hermano, que ya había oído ant antes es ins insinu inuaci acione oness de que el fam famoso oso compo composit sitor or no siempre estaba en sus cabales, se hab ía puesto blanco como una sá bana y sólo recuperó la compostura al oír la pregunta que Beethoven me hab ía hecho amablemente, si bien a modo de reproche, ya que al parecer éste había bajado las escaleras precipitadamente y, sin decir palabra, había agarrado a mi hermano del brazo y lo había arrastrado escaleras arriba como si hubiera cogido a un criminal. En cuanto mi hermano se hubo sentado en la silla, fue muy atento y amable con él, insistiéndole en que tomara un poco de vino y otros refrigerios. Este acto sencillo, aunque brusco, demuestra que, por extra ños que fueran sus modales, tenía en el fondo esa bondad y amabilidad propias del genio. Si hubiéramos de juzgar al hombre interior por sus modales externos, ¡cu án flagrantes errores cometeríamos a menudo! 1808. Huelga decir que Beethoven, ese prohombre, era objeto de mi m ás absoluta veneración. Y dada mi elevada opinión de él, no comprendía cómo las damas de la sociedad vienesa se atrevían a invitarle a los recitales que daban y tocarle a él sus composiciones. No obstante, debía de complacerle, ya que se lo ve ía a menudo en estos espectáculos vespertinos. Es posible que ya entonces su penosa sordera le hubiera he hecho cho abo aborre rrecer cer ten tener er que tocar él mi mism smo, o, y qu que, e, po porr tant tanto, o, co conf nfia iara ra sus sus nu nuev evas as composiciones a estas manos femeninas. Sin embargo, cu ál fue mi sorpresa cuando, un día, en la casa del director de orquesta de la corte, Salieri, que no estaba en ese momento, vi una tarjeta sobre una mesa, en la que ponía, en su estilo lacónico habitual: «¡Ha venido su alumno Beethoven!». Esto me dio que pensar. p ensar. ¿Todo un Beethoven tenía aún algo que aprender de todo un Salieri? Siendo as í, entonces yo podría hacerlo aún más. Salieri había sido alumno de Gluck y su m ás ferviente admirador; sin embargo, como era bien sabido, no quería reconocer el mérito de Mozart y sus obras. No obstante, acudí   a él, me convertí  en su alumno y fui tambi én su ayudante en la Ópera durante tres a ños y, como tal, disfrut é del privilegio de asistir a todos los teatros gratis. La vida en la querida vieja Viena era animada y muy variada en aquellos días. 1814. Cuando fui a ver a Beethoven por la ma ñana temprano, aún estaba en la cama. Resultó estar de un humor sorprendentemente bueno, se levant ó enseguida y se plant ó, tal cual, ante la ventana que daba al Schottenbastei, listo para examinar los n úmeros de Fidelio que Fidelio  que yo había arreglado. Como es lógico, un grupo de ni ños que había en la calle se amontonó   bajo la ventana, y él bramó: «¿Y ahora qué  quieren esos condenados niños?». Me reí, señalándo ndole le a él mismo. «Sí, sí; tenéis razón», dijo, y rápidamente se puso una bata.

 

Cuando llegó  al  a l último gran dueto, «Namenlose Freude», tachó  las palabras del texto «Ret-terin des Gat-ten» que yo hab ía escrito y las cambi ó  por «Rett-erin des Gatt-en», «ya que nadie —dijo— —dijo— puede cant cantar ar en la t». t».   En el último número, yo había escrito «Fine mit Gottes Hülfe» (‘el final con la ayuda de Dios’). No estaba en casa cuando le llevé  el manuscrito, y cuando me lo devolvi ó, vi que había añadido las palabras: «O, ú

Mensch, hilf dir selber!» (‘Oh, hombre, ¡ay date a ti mismo!’).  4  4 Deber  Debería ser 1808.

 

Louis Lou is Spo Spohr hr (1812(1812-181 1816) 6)

Las refl reflexio exiones nes sobr sobree Beet Beethoven hoven que Spohr incluyó  en su autobiograf í  ía   son de las más ví vidas vidas que existen. Louis Spohr  (1784-1859) confesó abiertamente su incapacidad para comprender la m úsica del último  periodo de Beethoven. Atribuí a las «aberraciones est éé ticas» t  icas» de é ste ste a su sordera, pero no se le ocurrió nunca pensar que podí a ser su propio o í do do el que fallara. Considerado en su é  poca un violinista tan bueno como Paganini o, si no, el segundo mejor tras é l, l, Louis Spohr se concentr ó  mucho más en su trascendencia y fama como compositor. Como Co mo ta tal, l, su po popu pula lari ridad dad hac hacee ge gene nera raci cion ones es no er era a desd desdee lueg luego o infe inferi rior or a la de Beethoven. Su música era mucho m ás cromática y mucho más «romántica» que la de é ste. ste. En ese sentido, era tambi é n de alg ún modo más «moderna». Pero no son las  formalidades de estilo las que determinan la pervivencia de la m úsica, y la de Beethoven, el mayor genio de los dos con diferencia, vive, incluida la Novena sinfon í a (en opinión de Spohr «monstruosa», «trivial» y «de mal gusto»), mientras que la de Spohr, aparte de sus conciertos para violí n, n, por siempre valiosos, est á muerta. Tambié n es una pena que é se se fuera el destino de su hermos í sima sima ó pera Jessonda.

Cuando llegué a Viena, fui a ver a Beethoven de inmediato. No estaba en casa, de modo que dejé  mi tarjeta. Esperaba encontrarlo en alguna de las veladas musicales a las que solían invitarle, pero enseguida me enter é  de que, dado que el empeoramiento de su sordera no le permitía ya oír la música con continuidad, se hab ía retirado de todas las veladas musicales y se hab ía vuelto muy reacio a cualquier compa ñía. De modo que hice un nuevo intento por visitarle; pero de nuevo fue fallido. Finalmente, me lo acab é encontrando de forma un tanto inesperada en el restaurante al que yo sol ía ir con mi mujer todos los días a la hora de comer. Yo ya hab ía dado conciertos, mi oratorio se había representado un par de veces y los peri ódicos de Viena los habían reseñado favorablemente, así que Beethoven ya hab ía oído hablar de mí cuando me presenté ante él y me recibió   con una cor cordia dialid lidad ad inu inusit sitada ada.. Nos sent sentamo amoss a la mis misma ma mes mesaa y Beethoven se puso muy dicharachero, lo cual, como sol ía estar taciturno, sorprendió mucho a nuestros acompañantes, que se quedaron mirándole embobados. Pero hacerme oír era una tarea ingrata, ya que me ve ía obligado a hablar tan alto que pod ían oírme tr tres es esta estanc ncia iass más all allá. Bee Beetho thoven ven emp empez ezó   ento entonc nces es a ve veni nirr a me menu nudo do a es esto toss comedores, y también vino a visitarme a mi casa. As í  pues, entablamos pronto una  buena amistad. Beethoven era un poco rudo, por no decir grosero, pero bajo sus pobladas cejas brillaba un destello de honradez. Tras mi regreso de Gotha, lo ve ía de vez en cuando en el Theater an der Wien, cerca de la orquesta, donde el conde Palffy le hab ía dado una localidad gratuita. Después de la ópera, solía acompañarme a casa y pasaba el resto de la tarde conmigo. Se mostraba entonces muy amable con Dorette y los ni ños. Rara vez hablaba de música, y cuando lo hacía, expresaba sus opiniones de una forma tan seria y categórica que no admitía contradicción alguna. No se interesaba lo m ás mínimo por las

 

obras de los demás, de modo que no tuve el valor de ense ñarle las mías. Su tema de conversación preferido en aquel momento era criticar con dureza la gesti ón de los dos teatros del príncipe Lobkowitz y el conde Palffy. A menudo despotricaba sobre este último en un tono de voz tan alto, incluso estando a ún dentro de las cuatro paredes de su teatro, que no sólo le oía el pú blico al salir, sino el propio conde en su despacho. Esto solía abochornarme mucho, e intentaba siempre cambiar el tema de conversación. Por entonces, los modales rudos e incluso repulsivos de Beethoven se deb ían, por un lado, a su sordera, que él no había aprendido a llevar con resignación, y, por otro, al ruinoso estado de sus finanzas. Era un mal amo de casa al que, para mayor desgracia, le robaban quienes lo rodeaban. Siendo as í, a menudo estaba falto de bienes de primera necesidad. Una vez, al principio de nuestra relaci ón, cuando llevaba varios d ías sin ir a los comedores, le dije: «Espero que no estuvieseis enfermo». «Lo estaban mis botas, y como sólo tengo un par, he estado bajo arresto domiciliario», fue su respuesta. Pero algún tiempo después, los esfuerzos de sus amigos le liberaron de esta deprimente Fidelio, que situación. Sucedió   así: Su ópera Fidelio,  que en 1804 (o 1805), bajo circunstancias muy adversas (la ocupación de Viena por los franceses), hab ía tenido muy poco éxito, ahora volvía a saltar a la palestra por cuenta y para beneficio del director del K ärnthnerthorTheater. Beethoven había dejado que le convencieran para escribir para ella una nueva obertura (en mi), una canci ón del carcelero y la gran aria para el personaje de Fidelio (con trompas obbligati), obbligati), as  as í como para hacer algunos cambios. Con esta nueva forma, la ópera ahora tuvo un gran éxito y se mantuvo en cartel durante una larga sucesi ón de representaciones abarrotadas de pú blico. La primera noche hicieron salir al compositor varias veces y volvió a convertirse en el centro de atención de todos. Sus amigos aprovecharon esta favorable oportunidad para organizar un concierto en su nomb no mbre re en el gran gran Re Redo dout uten en Saal Saal en el qu quee re repr pres esen enta tarr sus sus comp compos osic icio ione ness m ás recientes. Fueron invitados todos aquellos que supieran cantar o tocar un instrumento de cuerda o de viento, y no faltó ni un solo artista de los m ás celebrados de Viena. Por supuesto, mi orquesta y yo acudimos también, y, por primera vez, vi a Beethoven en directo. dire cto. Aunq Aunque ue había oído ha habl blar ar mu much cho o so sobr bree su form formaa de di diri rigi gir, r, au aun n así   me sorprendió en grado sumo. Beethoven se hab ía acostumbrado a marcarle la expresión a su orquesta mediante todo tipo de extraordinarios movimientos corporales. En cuanto había un sforzando, sforzando, abr  abría los brazos, que previamente hab ía cruzado sobre su pecho, con desgarro, cada uno por separado. En un piano, un  piano, se  se agachaba, más bajo cuanto más tenue quería que fuera. fuera. Ento Entonces nces,, cuan cuando do llegaba un crescendo, crescendo, se  se levantaba de nuevo poco a poco, y al comenzar el forte el  forte pegaba  pegaba un salto. Para aumentar el forte el forte todav  todavía m ás, a veces también se unía a la orquesta con un grito sin percatarse de ello. Cuando le manifesté a Seyfried mi asombro por esta extraordinaria forma de dirigir, me relató  un hecho tragicómico que ocurrió  en su último concierto en el Theater an der

 

Wien. Beethoven estaba tocando un nuevo concierto suyo para pianoforte, pero se tutti de olvidó en el primer tutti  de que él era el solista, y, poni éndose en pie, empezó a dirigir a su manera habitual. En el primer sforzando sforzando abri  abrió tanto los brazos a cada lado que tir ó al suelo las dos luces que hab ía sobre el piano. El pú blico se rio y Beethoven se enfureció tanto por esta interrupción que mandó a la orquesta dejar de tocar y empezar de nuevo. ó

Seyfried, volviera aarepetirse accidente en el mismo pasaje, pidi  a dos chicostemeroso del coro de queque se colocaran cada ladoelde Beethoven, sujetando las luces en la mano. Uno de los chicos, inocentemente, se acerc ó  un poco más, leyendo también las notas de la parte del piano. Y así, cuando llegó  el fatídico sforzando, sforzando, recibi  recibió  en la boca unaa bof un bofeta etada da de la man mano o der derech echaa ext extend endida ida de Be Beeth ethove oven n tan sob sober erbia bia,, qu que, e, del espanto, al pobre chico se le cay ó   la luz. El otro, más cauteloso, había seguido con mirada mir ada ang angust ustiad iadaa cada mo movim vimien iento to de Bee Beetho thoven ven y evi evittó   la bofetada en la boca agachándose rápido en el momento oportuno. Si el p ú blico había sido incapaz de aguantarse la risa antes, menos a ún pudo aguantársela ahora, y soltó  una soberana carcajada. Beethoven se enfureció  de tal forma que, en los primeros acordes del solo, rompió media docena de cuerdas. Por mucho que los verdaderos amantes de la m úsica intentaron restaurar la calma y la atención, fue en vano, así  que el pú blico se perdió  el primer allegro allegro del  del concierto. Después de aque aquella lla tarde fatídica, Beethoven no dar ía más conciertos. Pero el que organizaron sus amigos fue un verdadero éxito de pú blico. Las nuevas composiciones de Beethoven gustaron much ísimo, en especial la Sinfoní a en la mayor (la mayor (la Sé  ptima).  ptima). Se  Se tocó un bis del maravilloso segundo movimiento y tambi én dejó en m í una huella profunda y duradera; la ejecuci ón fue magistral, a pesar de la incierta y a menudo risible dirección de Beethoven. Se podía ver f ácilmente que el pobre Maestro sordo del piano ya no podía o ír su propia música. Quedó  especialmente patente en un pasaje de la segunda parte del primer í

allegro es pianissimo allegro  de pianissimo. la sinfon. a. En esa parte hay dos pausas la alto, segunda deuna las cuales es A Beethoven probablemente se lemuy hab íaseguidas, pasado por ya que vez más empezó  a marcar el tiempo antes de que la orquesta hubiese ejecutado esta pausa y, sin ser consciente de ello, iba diez o doce compases por delante de la orquesta cuando ésta empezó  el  pianissimo  pianissimo.. Para indicarlo a su manera, se agach ó  por completo crescendo subsiguiente, debajo del podio y, con el crescendo  subsiguiente, volvió  a aparecer alzándose poco a poco hasta pegar un salto desde el suelo cuando, seg ún sus cálculos, había llegado el momento de empezar el forte el forte.. Pero como esto no sucedi ó, miró a su alrededor asustado, se quedó contemplando a la orquesta estupefacto por estar todav ía tocando pianissimo tocando pianissimo y  y sólo se recompuso cuando al cabo de un rato comenz ó  el esperad esperado o  forte  forte   y él mismo pudo oírlo. Afortunadamente esta escena no sucedió  en una actuación pú blica, ya que, si no, sin duda el pú blico habría vuelto a reírse.

 

Como el salón estab estabaa lle lleno no a reven reventar tar y el apl aplaus auso o fu fuee ent entusi usiast asta, a, los amigo amigoss de Beethoven organizaron otro pase del concierto, al que acudi ó casi la misma cantidad de pú blico. Gracias a ello, Beethoven Beethoven se vio liberado de sus dificultades dificultades financieras duran durante te un tiempo, aunque volvieron a acuciarle en m ás de una ocasi ón antes de su muerte por los mismos motivos que antes. Hasta este periodo no había ninguna muestra palpable de la merma en las facultades creativas de Beethoven. Pero como ahora, a ra íz de su creciente sordera, ya no pod ía oír música, esto debió  de tener sin duda un efecto perjudicial sobre su imaginaci ón. Su constante empeño por ser original y abrir nuevas v ías ya no contaba con su oído para evitar errores. ¿Debería pues extrañarnos que sus obras se volvieran cada vez m ás excéntricas, inconexas e incomprensibles? Es cierto que hay gente que cree entenderlas y, vanagloriándose de ello, las sit úa muy por encima de sus anteriores obras maestras, pero yo no estoy entre ellos, y confieso abiertamente que jam ás he sido capaz de disfrutar de esas obras finales de Beethoven. ¡As í  es! Debo incluso reconocer que entre ellas se encuentra la muy admirada Novena sinfoní a, cuyos a, cuyos primeros tres movimientos, a pesar de algunos destellos sueltos de genialidad, son para m í  peores que las ocho sinfonías anteriores, y de la cual el cuarto movimiento es para m í tan monstruoso y de Oda de tan mal gusto y, en su recurso a la Oda  de Schiller, tan trivial, que ni siquiera ahora soy capaz de entender cómo es posible que la escribiera un genio como Beethoven. Me parece una prueba más de lo que ya coment é  en Viena: que Beethoven estaba falto de sentimiento estético y de sentido de la belleza. Cuando conocí   a Beethoven, éste ya había dejado de tocar en p ú blico y en veladas privadas, por lo que sólo tuve oportunidad de oírle cuando llegué  por casualidad al ensayo de un nuevo tr ío (en re mayor, tiempo 3/4) en su casa. No fue en absoluto placentero, ya que, en primer lugar, el pianoforte estaba penosamente desafinado, lo cual preocupaba poco a Beethoven, ya que no podía oírlo, y, en segundo lugar, debido a su total sordera, apenas quedaba de la las muy admirada excelencia del ívirtuoso de anta ño. En el  forte, el el forte,  el pobre sordo nada aporreaba teclas de tal modo que hab a conjuntos de notas enteros completamente inaudibles, y era imposible entender el tema a no ser que uno siguiera la partitura al mismo tiempo. Me embarg ó una pena profunda por un destino tan duro. Si ya es una triste desgracia para cualquiera estar sordo, ¿c ómo no habría de desesperarse un músico que tuviera que sufrirlo? La continua melancolía de Beethoven había dejado de ser un enigma para m í.

 

 Johann Wenzel Tomaschek (1814)

¡Qué  diferente   diferente fue este segundo encuentro de Tomaschek con Beethoven del primero, en 1798, recogido en la  pá gina 41! El «joven artista extranjero» al que se alude en el siguiente texto que no tu tuvo vo mu much cho o ap apoy oyo o ni de Be Beet etho hove ven n ni de To Toma masc sche hek k er era a ni m ás ni menos que  Meyerbeer,  Meyerbee r, y la ó pera que los dos caballeros criticaron duramente fue su Die beiden Caliphen [Los dos califas], que acababa de representarse en Viena.

El 10 de octubre de 1814 por la ma ñana fui a ver a Beethoven con mi hermano. El pobre hombre estaba especialmente duro de oído ese día, por lo que, más que hablarle, había que gritarle para hacerse entender. La sala en la que me recibi ó   estaba escasamente amueblada y tan desordenada como su pelo. Hab ía un piano vertical y, en el atril, el texto de una cantata (Der glorreiche Augenblick) de Augenblick) de Weissenbach; ten ía un lápiz de grafito sobre las teclas, que utilizaba para esbozar sus obras, y, junto a él, una hoja de papel garabateada con una serie de ideas de lo más divergentes anotadas sin conexi ón alguna; detalles detal les suel sueltos tos abso absolutam lutamente ente hete heterog rogéne neos os codo codo co con n co codo do,, como como si los los hu hubi bier eraa apuntado según se le hubieran ocurrido. Era el material para su nueva cantata. Su conversaci ón era igual de desordenada que los fragmentos musicales y, como suele ocurrir con los sordos, hablaba muy alto, moviendo la mano continuamente en torno a la oreja, como si estuviera palpando en busca de su debilitado sentido auditivo. Relatar é   aquí  algunos detalles de nuestra conversaci ón, durante la cual habló  largo y tendido, omitiendo, no obstante, por mi parte algunos nombres que no vienen al caso: T.—  Herr   Herr van Beethoven, disculpad si os molesto. Soy Tomaschek de Praga, compositor del conde Buquoy; me he tomado la libertad de venir a veros con mi hermano. B.—  Es  Es un verdadero placer para mí conoceros en persona, no es molestia en absoluto. T.—  El  El doctor R. os envía recuerdos. B.—  ¿Qu  ¿Qué hace ahora? Hace mucho que no sé nada de él. T.—  Le  Le gustaría saber qué tal va vuestro pleito. B.— Hay tanto papeleo que parece imposible avanzar nada. T .— .— He oído que habéis compuesto un réquiem. B.— Tenía pensado escribir uno cuando se hubiese resuelto la demanda. ¿Para qu é habría de escribirlo antes de conseguir mis derechos?

 

Entonces Entonc es se pus puso o a con contar tarme me tod todaa la his histo toria ria.. Pe Pero, ro, al hac hacerl erlo, o, hab hablab labaa sin segui seguirr demasiado el hilo, de forma un tanto euf órica, y, finalmente, la conversación se desvió por otros derroteros. T .— .— Parecéis muy ocupado, ¿no es así, Herr van Beethoven? B.— ¿Acaso no debe ser así? ¿Qué sería si no de mi fama? T .— .— ¿Os visita a menudo mi pupilo Worzicheck? B.— Ha venido a verme unas cuantas veces, pero no le he o ído tocar. Hace poco me trajo algo que había escrito y, para un joven de su clase, estaba bien. (Beethoven se refería a las doce rapsodias para piano que se publicaron despu és, dedicadas a mí.) T .— .— Probablemente salís poco, ¿verdad? B.— Apenas voy a ninguna parte. T .— .— Hoy representan una ópera nueva de Seyfried, pero no tengo ning ún interés en escuchar música de esa clase. B.— ¡Por Dios! Debe haber compositores así, ¿qué haría si no el populacho? T .— .— Me han dicho que hay un joven artista extranjero en la ciudad que al parecer es un extraordinario pianista. B.— Sí, a mí  también me han hablado de él, aunque no le he oído tocar. ¡Dios santo, dejad que pase tres meses aquí y veréis entonces lo que los vieneses opinan de su forma de tocar! Sé lo popular que es todo lo nuevo aquí. T .— .— Seguramente no lo conocéis, ¿verdad? B.— Lo conocí en la representación de mi Batalla, Batalla, en  en la que varios compositores locales tocaron distintos instrumentos. A ese joven le tocó  el bombo. ¡Ja, ja, ja! No me gust ó nada; no lo tocaba bien y entraba siempre demasiado tarde, de modo que tuve que echarl ech arlee un unaa bue buena na rep reprim rimen enda. da. ¡Ja ¡Ja,, ja, ja! Proba Probable blemen mente te se enf enfad adó. No tiene nada especial: le falta valor para entrar en el momento adecuado. Mi hermano y yo nos reímos con ganas con esta salida. Declinamos la invitaci ón de Beethoven para quedarnos a comer y nos dej ó  marchar con la condición de que le visitáramos de nuevo antes de irnos.

 

El 24 de noviembre fui a visitar a Beethoven una vez m ás, ya que tenía muchas ganas de volver a verlo antes de partir. Su sirvienta me anunci ó, y él me recibió de inmediato. Si su casa estaba desordenada la primera vez que fui a verlo, ahora lo estaba a ún m ás. En la habitación central había dos copistas, copiando su cantata a toda prisa; en la segunda, las sillas y las mesas estaban todas cubiertas con fragmentos de partituras que Umlauf, ó

a qu quien ien Be Beeth ethove oven ntalante, me pre prese sent nt siendo : proba probableme blemente nte estab estaba a corr corrigien igiendo. do.no Este caball caballero parec ía tener buen pues, este nuestro primer encuentro, se mostr óero  ni frío ni muy cordial; la impresión que nos causamos el uno al otro fue rec íproca, pero él se marchó  y yo me quedé. Beethoven me recibió   con gran cortesía, aunque ese día parecía muy sordo, ya que tuve que esforzarme al m áximo por hacerme entender. Pondré  nuestro diálogo por escrito: T .— .— He venido a veros una vez m ás antes de mi partida. B.— Creía que ya os habíais marchado de Viena. ¿Habéis estado aquí todo este tiempo? T.—   Todo el tiempo, salvo por una única excursión que he hecho a los campos de  batalla de Aspern y Wagram. ¿Habéis tenido buena salud entre tanto? B.— Como siempre, no he tenido nada m ás que molestias. Es imposible vivir aqu í ya. T .— . — Veo que estáis muy ocupado preparándoos para vuestro concierto; no quiero molestaros. B.— En ab abso solu luto to.. Me aleg alegro ro de ve vero ros. s. Lo Loss conc concie iert rtos os conl conlle leva van n tant tantas as cosa cosass desagradables, ¡y las correcciones son interminables! T .— .— Acabo de leer la noticia de que habéis pospuesto el concierto. B.— Todo estaba mal copiado. Siempre hago un ensayo el d ía de la representación, así que pospuse el concierto. T .— .— Me figuro que prepararse para un concierto debe de ser muy fastidioso y molesto. B.— Estáis completamente en lo cierto. Hay tantas meteduras de pata que es imposible avanzar. ¡Y el dinero que hay que gastarse! Es imperdonable la forma en que se gestiona el arte hoy en día. Debo pagar un tercio de mis ingresos a la direcci ón y un quinto al presupuesto de la prisión. ¡Por todos los diablos! Antes de darme cuenta, me ver é preguntando si la música es un arte gratuito. Creedme, en este momento el arte est á fatal. ¿Cuánto tiempo os quedáis en Viena? T.—  Tengo  Tengo previsto marcharme el lunes.

 

B.— Entonces debo daros sin falta una entrada para mi concierto. Le di las gracias y le ped í  que no se molestara por ello; pero fue al vest í bulo  bulo y regresó de inmediato diciendo que su sirvienta, que ten ía las entradas, no estaba en casa, pero que le apuntara mi dirección y me enviaría la entrada. Tal como me pidió, le apunté mis ñ

ó

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se as, y conti continuam nuamos os nue nuestra stra conve conversaci rsaci n: T .— . — ¿Fuisteis a la pera de X. X. [de Meyerbeer]? B.— No. Creo que la cosa salió muy mal. Me acordé de vos; acertasteis de pleno cuando dijist dij isteis eis qu quee no esper esperaba abais is muc mucho ho de su suss co compo mposic sicion iones es.. La tar tarde de des despu pués de la producción hablé con los cantantes de la ópera en la bodega que suelen frecuentar. Les dije a las claras: «¡Hab éis vuelto a superaros! ¡Vaya una broma m ás necia la vuestra! ¡Deberíais avergonzaros de creer que sois todav ía ignorantes sin criterio, y que podéis armar un revuelo por esta ópera! ¿Cómo es posible que unos cantantes expertos lleguen a pensar algo así? Me gustaría explicároslo, pero no me entender íais». T.—   O Oí la ópera. Empezaba con un aleluya y terminaba con un r équiem. B.— ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Es igual cuando toca. A menudo me preguntan si le he o ído tocar: digo que no; sin embargo, por los comentarios de mis amigos con criterio para juzgar este tipo de cosas, doy por hecho que, aunque tiene agilidad, es, por lo dem ás, alguien superficial. T .— .— Oí que antes de marcharse a París tocó en la casa de Herr *** y no gust ó demasiado. B.— ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Qué os dije? Conozco a esa clase de gente. g ente. No durará aquí más de seis meses. Veremos entonces qué opinan de su forma de tocar. Siempre se ha dicho que los mejores pianistas eran también los mejores compositores, pero ¿c ómo tocaban? No como los pianistas de hoy en día, que sólo recorren el teclado arriba y abajo con pasajes que se han aprendido de memoria: ¡pam, pam, pam! ¿Qu é  significa eso? ¡Nada! Los auténticos virtuosos del piano, cuando tocaban, ofrec ían algo interconectado, un todo. Cuan Cu ando do se tr tran ansc scri rib bía, podía ac acep epta tars rsee au auto tom mática ticame ment ntee como como un unaa ob obra ra bi bien en compuesta. ¡Eso era tocar el piano, lo demás no vale nada! T .— .— Me parece ridículo que X. X. [J. G. Fuchs], que tiene una noción muy limitada del instrumento, diga que es el mejor pianista que hay. B.— No tiene ni idea de música instrumental. Es un miserable; pienso dec írselo a la cara. Una vez puso por las nubes una composici ón instrumental que tenía plumas de ganso y orejas de asno sali éndole por todos lados. Tuve que reírme por su ignorancia con todo mi corazón. Entiende el canto, y deber ía ceñirse a él, ya que no tiene ni idea de composición.

 

T .— .— También yo me quedo con una idea muy perjudicada de los conocimientos de ***. B.— Como he dicho, no entiende de nada salvo de canto. T .— .— Tengo entendido que X. X. [Moscheles] está causando bastante sensación aquí. B.— ¡Por Dios! Toca de lo m ás, de lo más… y aparte es un… No llegar á  a nada. Esta gente tiene un círculo social habitual que frecuentan. All í  les alaban una y otra vez, ¡y ése es el fin de su arte! Os digo que no llegar á a nada. Antes yo expresaba mi opini ón de forma demasiado demasiado directa y me granjeab granjeabaa enem enemigos, igos, ahora ya no juzgo a nadie porqu porquee no deseo perjudicar a nadie y porque, además, me digo a m í mismo: si es algo auténtico, perdurará   a pe pesa sarr de los los ataq ataque uess y las las en envi vidi dias as,, y, si no es s ólid lido, o, en enton tonces ces se derrumbará solo, por mucho que intenten sostenerlo. T .— .— Eso mismo pienso yo. Entre tanto, Beethoven se había vestido y preparado para salir. Me desped í  de él, me deseó  un viaje próspero y me invitó  a volver a visitarlo si mi estancia en Viena se prolongaba. El d ía 28 me halló a las once de la mañana en el gran Salón de Baile, donde iba a tener lugar el ensayo del concierto de Beethoven, y fue todav ía más interesante. Allí   me encontré con Spohr y con el consejero de Estado Von Sonnleithner, y me quedé con ellos hasta que el ensayo hubo terminado. El esp íritu animado e ingenioso de Sonnleithner contrastaba de forma llamativa con la calma y la ecuanimidad de Spohr. Ensayaron la Sinfoní a en la mayor, que mayor, que no logré que me gustara, y luego vino la nueva cantata, que no desmerec ía el genio de Beethoven, pero ¡ay la declamaci ón y dirección orgánica de las voces! […] La solución a este problema musical, como he dicho, estaba más allá  de los límites de su inspiración. La tremenda voz de Madame Milder penetr ó  en cada rincón del salón; sin embargo, el solo de violín, que Herr Mayseder tocó clara y limpiamente, sonó flojo. Beethoven había cometido un grave error de cálculo al darle un solo al viol ín para ser interpretado en un salón tan gigantesco. La cantata no podía gustar y no gustó, ya que los defectos que tiene son de los que no se pueden disimular ni con el genio ni con la fama. Vitoria,  que entusiasmó   a la mayor parte del El concierto terminó   cco on La batalla de Vitoria,  pú blico. Yo, sin embargo, por el contrario, me sentí   muy dolido al descubrir que Beethoven, a quien la Providencia ha otorgado quiz á  el trono más alto del reino de las tonalidades, es el más burdo materialista que pueda haber. En efecto, me han contado que él mismo ha dicho que la obra es est úpida y que sólo le gusta porque fue un éxito quee dejó   a los qu los vien vienes eses es sin sin alie alient nto. o. Yo cr creo eo qu quee no fu fuee la Batalla, Batalla,   sin sino o sus otra otrass

 

magníficas obras las que, poco a poco, han logrado el favor de Viena. Cuando la orquesta estaba casi sumergida por completo en el imp ío estruendo de los tambores, el tamborileo y el aporreo, y le comenté a Herr von Sonnleithner mi disconformidad con el tremen tre mendo do apl aplaus auso o del pú blico, éste resp respondi ondió   con sorna que el p ú blico lo habría disfrutado todavía más si le hubieran aporreado su cabeza hueca del mismo modo. El concierto tuvo lugar con Umlauf con Beethoven lado marcando tiempo, aunque solía marcarlo maldirigiendo debido a suy sordera. Esto, sinalembargo, no causeló confusión al algu guna na,, ya qu quee la or orqu ques esta ta sólo sig sigui uió   el tie tiempo mpo de Uml Umlauf auf.. Bas Bastan tante te ensordecido por el estruendo ruidoso, me alegr é de poder salir afuera de nuevo.

 

Cipriani Potter (1818)  Nacido en Londres en 1792, Philip Cipriani  Hambly Potter, por dar su nombre completo, murió  en 1871 despué s de una honorable carrera carr era como piani pianista, sta, direc director tor de orqu orquesta esta y dire director ctor de la Royal Academ Academy y of Musi Musicc desde 1832 hasta 1859. John Baptist Cramer, un ferviente admirador de Beethoven y el único pianista de su é  poca a quien é ste ste respetaba como rival, fue quien despert ó en é l el sueño de conocer a Beethoven y, de ser posible, convertirse en su alumno. Potter publicó sus «Recollections «Recollections of Beethoven» en The Musical World en 1836, y el Musical Times las reimprimió  en 1861. Queda patente la buena impresi ón que le causó  al Maestro en su carta del 5 de marzo de 1818 a Ferdinand Ries, en la que escribi ó: «Botter [sic] ha ve veni nido do a ve verm rmee va vari rias as ve vece ces; s; pa pare rece ce un bu buen en ho homb mbre re y tien tienee tale talent nto o pa para ra la composición».

La música de Beethoven se escucha ahora con una consideraci ón y un deleite que sus verdaderos amigos y admiradores apenas habr ían podido imaginar. Sin duda, no pocas veces estos sentimientos rayan en el prejuicio, ya que es imposible que los amateurs, amateurs,   en general, puedan apreciar aquellas partes de sus obras que suele costarle comprender al profesor cultivado y, sin embargo, resulta gratificante ser testigo de la ansiedad con la que los principiantes intentan comprender la llamada escritura cl ásica, proveniente de un hombre de semejante talla, ejercitando sus facultades auditivas e intelectuales para admirar aquello que, seguramente, est á  lejos de encajar con sus gustos e ideas. Esta postración del entendimiento ante el santuario del genio consagrado es halag üeña para todos los que trabajan en la buena causa de la m úsica excelsa, y el mejor indicativo de que se avecina un estado sano y sensato. Mucha gente se ha imbuido de la idea de que Beethoven era un hombre taciturno y malhumorado por naturaleza, pero esta opini ón es absolutamente errónea. Es cierto que era irascible, apasionado y propenso a la melancol ía —sentimientos todos ellos fruto de la sor ord dera que, en sus sus últim ltimos os días, aum aumen enttó   de form formaa alar alarman mante te—, —, pe pero ro,, en contraposición a estas peculiaridades de su car ácter, tenía buen corazón y una gran sensibilidad. Si, traicionado por su irritabilidad, reaccionaba mal en alg ún momento, hacía propósito de enmienda, disculpándose por su torpeza hasta la saciedad. La m ás mínima interrupción cuando estaba concentrado en algo, sobre todo si estaba siendo fructífero, sacaba a flote su carácter. Una volubilidad perfectamente comprensible y no muy alejada de la de profesores de otras artes y otras ciencias en situación parecida. Otro motivo que daba pie a malinterpretar el talante de Beethoven eran las visitas a Viena de extranjeros deseosos de contemplar al mayor genio de la capital y o írle tocar, ya que cuando, por sus preguntas poco musicales y comentarios heterodoxos heterodoxos,, descubr ía que lo que les hab ía atraído no era el sentimiento musical, sino la mera curiosidad viajera, consideraba su visita una intrusión y una impertinencia, y se negaba a acceder a sus ruegos egoístas. Entonces, sintiéndose sumamente ofendido, no ten ía reparo alguno

 

en mostrar su descontento de la forma más brusca y mordaz, un recibimiento que, pensado fallidamente para dejar un buen recuerdo en aquellos que hab ían tenido el infortunio de recibir su reprimenda, llevaba a éstos a hablar mal a los demás de su conducta. Cuando charlaba con sus amigos, sol ía mencionar a estos intrusos, y contaba muchas anécdotas curiosas de aquellas molestas visitas. Cuando Cuand o tenía la cab cabeza eza com comple pletam tament entee des desocu ocupad pada, a, sin nin ningun gunaa com compos posici ición en mente, le gustaba especialmente disfrutar de la compa ñía de uno o dos amigos íntimos. Le consolaba razonablemente y le disipaba al instante la nube de melancol ía que le envolvía el ánimo. Se volvía entonces dicharachero y sumamente locuaz. Sería lógico pensar que la preeminencia de Beethoven como compositor le situar ía por encima de las envidias de los colegas de profesi ón, pero no fue as í. Sin duda, murieron con él, pero le acompañaron en vida de forma considerable, especialmente en Viena. Es inne in negab gable le qu quee esta esta act actit itud ud indi indign gnaa po porr pa part rtee de la prof profes esiión, un unid idaa a su tris triste te padecimien padec imiento, to, aume aument ntó   su melan melancol colía y le volvió   más huraño en sus costu costumbr mbres es sociales. No obstante, en justicia, habr ía que apuntar que tambi én residían en Viena algunos de sus más fervientes admiradores, tanto profesores como aficionados. Al final, su sordera se agravó tanto que obligó a aquellos que deseaban comunicarse con hace cerl rlo o po porr escr escrit ito; o; pe pero ro,, co como mo era era im impac pacie ient ntee y tena tenazz en lo re refe fere rent ntee a su él a ha enfermedad, si no eran rápidos comunicándose, intentaba anticipar lo que querían decir, o eludía la pregunta del todo, cambiando el discurso. Algunos opinan que su desgracia tuvo un efecto considerable sobre sus obras, contribuyendo a su complejidad, sobre todo en sus últimas creaciones; pero habría hecho falta mucho m ás tiempo del que tuvo para hacerle olvidar los poderes o el genio de la orquesta. Sin duda, cabría pensar que si hubiera dispuesto de veinte o treinta años más, habría adquirido una idea equivocada de los sonidos y las combinaciones musicales, pero su gran experiencia con los efectos orquestales, ejemplificada de forma tan satisfactoria en todas sus obras, su profundo conocimiento de la armon ía y su inagotable imaginación le habrían ayudado siempre a acometer cualquier obra. La capacidad de Beethoven para tocar se vio sin duda gravemente afectada por su cruel afección. Aunque, a parti partirr de la expe experien riencia cia y del cono conocimie cimiento nto de su instrum instrumento ento,, un músic sico o pue pueda da ima imagin ginar ar el res result ultado ado de su int interp erpret retaci ación, no pu pued edee si sin n em emba barg rgo o llevarlo a cabo por s í  mismo si carece del sentido auditivo por completo, sobre todo tratándose de un hombre con la sensibilidad de Beethoven. Su dolencia le imped ía percibir el volumen o la calidad de la tonalidad producida por una determinada presi ón de los dedos sobre el pianoforte; de ah í   que su interpretaci ón, al final, fuera muy deficiente. Tenía un dominio inmenso del instrumento y una gran velocidad dactilar, unidos a una extrema delicadeza táctil e intensidad de sentimiento, pero sus pasajes eran eran poc poco o de defin finido idoss y con confus fusos. os. Po Porr tan tanto, to, siend siendo o dol doloro orosam sament entee con consci scient entee de su

 

incapacidad para conseguir el resultado deseado, se neg ó  a tocar para nadie, y en los últimos tiempos rechazó  incluso a sus amigos m ás íntimo ntimos. s. No obsta obstante, nte, a vece vecess éstos triun triunfab faban an en su emp empeeño por sentarle al instrumento con la h á bil estratagema de hacerle una pregunta sobre contrapunto que le llevaba inconscientemente a ilustrar su teoría. Lanzándose a razonar (y olvidándose de su sufrimiento), a menudo soltaba una ó

á

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efusi n exte extempor mpor ne neaamec deánico, ma mara ravi vill llos osaa fu fuer erza za ge geni nial alid idad ad.. Es f que cil ha imaginar a un int érprete meramente desprovisto de ytodo sentimiento, dominado el inst in stru rume ment nto o an ante tess de sufr sufrir ir un ataq ataque ue de so sord rder era, a, tocan tocando do un unaa pi piez ezaa de música correctamente para deleite de aquellos con una sensibilidad rec íproca; pero para una natu na tura rale leza za como como la de Be Beet etho hove ven, n, par paraa qu quie ien n la lu luzz y la somb sombra ra y la de deli lica cade deza za expresiva marcaban la diferencia entre el todo o la nada, lograr su objetivo plenamente era casi un imposible.

 

 Anton Schindler (1819)  Hablaremos más de Schindler, que puso orgulloso en su tarjeta de visita L’ami de Beethoven, en otra entrada de fecha posterior. Lo que aquí  se   se recoge a continuaci ón es una instant ánea de Beethoven cuando estaba inmerso en la gestación de su Missa solemnis en 1819. Thayer, citando a Schindler, dice ética, que «nos presenta presenta una imagen pat é  t  ica, impactante, casi aterradora del estado al que su trab trabaj ajo o llev llevab aba a a Be Beet etho hove ven» n»,, pe pero ro ha hay y qu quee señalar alar qu quee dich dicho o es esta tado do es ístico esencialmente esencialme nte caracter í  s  tico de muchos artistas inmersos en el proceso creativo de una obra compleja.

Hacia finales de agosto, llegu é  a la casa del maestro, en M ödling, acompañado del músico Johann Horsalka, que aún vivía en Viena. Eran las cuatro de la tarde. Seg ún entramos, nos enteramos de que las dos sirvientas se hab ían ido por la ma ñana, y que había habido una discusión pasada la medianoche que hab ía despertado a todos los vecinos porque, como habían guardado una larga vigilia, las dos se hab ían ido a dormir y la comida que le habían dejado preparada estaba incomible. En el sal ón, pudimos oír al maestro detrás la puert puertaa cer cerrad radaa con llav llavee can cantan tando do parte partess de la fu fuga ga de dell Credo; cantando, aullando y zapateando. Despu és de llevar un rato largo escuchando esta escena cuasi bochornosa, casi a punto de marcharnos, se abri ó la puerta y apareció ante nosotros Beethoven, con la expresi ón distorsionada, digna de dar miedo. Parec ía como si acabara de venir de un combate mortal contra toda la horda de contrapuntistas, sus eternos enemigos. Sus primeras palabras sonaron confusas, como si le hubiera sentado mal que le hubiéramos oído. Entonces se refirió  a los acontecimientos del día y con Wirthschaft) ¡Todo el mundo se ha ido y evidente prudencia dijo: «¡Muy bonito! (Saubere Wirthschaft) ¡Todo yo sin comer desde ayer!». Intent é  calmarle y lo ayudé  a asearse. Mi acompa ñante se adelantó apresuradamente al restaurante de la casa de ba ños para pedir que prepararan algo para el hambriento maestro. Después se lamentó del ruinoso estado de sus asuntos domésticos, pero, en este sentido, como ya hemos apuntado, no hab ía nada que hacer. Podría decirse que nunca una obra de arte tan grande como la  Missa solemnis vio solemnis vio la luz en unas circunstancias tan adversas.

 

 Maurice Schlesinger (1819)  Nacido bajo el nombre de Moritz, hijo del editor de música Adolf Martin Schlesinger, Maurice Schlesinger mont ó   su  propio negocio en Par í  ís  en 1821 o 1822 y, como editor de m úsica visionario, astuto y  progresista,  progresist a, no tardó   en contribuir a la historia de la m úsica sica.. De las las ob obra rass de Beethoven, adquirió  principalmente las Sonatas para pianoforte, opp. 109, 110, 111, y los Cuartetos, opp. 132 y 135. En una carta de fecha 27 de febrero de 1859 dirigida a A. ía   que é ste B. Marx, publicada en la biograf í  ste escribió  de Beethoven, relataba de modo ía   de Beethoven. muy ameno cómo consiguió granjearse la simpat í 

No puedo resistirme a contaros cómo conocí a Beethoven en el a ño 1819 y la casualidad gracias a la cual tuve la gran fortuna de que me cogiera aprecio. Yo estaba en el archivo de Steiner & Company cuando Haslinger, su socio, dijo: «Ah í  viene Beethoven. ¿Os gustaría conocerlo?». Cuando dije que sí, añadió: «Está  sordo. Si quer éis decirle algo, apuntadlo en un papel. No le gusta comentarle su problema a la gente». Entonces nos presentó y Beethoven me invitó a visitarlo en Baden. Así lo hice unos d ías después. Bajé de mi carruaje, entr é  en la taberna y all í  me crucé  con Beethoven, que salía dando un portazo tras de sí, iracundo. Después de asearme un poco y quitarme la suciedad del viaje, fui a la casa que me hab ían indicado que era su domicilio. Su ama de llaves me dijo que seguramente no podr ía hablar con él, ya que había regresado a casa hecho una furia. Le di mi tarjeta de visita, que ella fue a entregarle, y, para mi sorpresa, regres ó unos minutos después y me invitó  a pasar dentro. Allí  encontré  al prohombre sentado ante su escritorio. Enseguida apunt é  lo mucho que me alegraba de verlo. Esto (lo que escribí) le causó  buena impresión. Dio rienda suelta a sus sentimientos y me confes ó que se sentía el hombre más desgraciado del mundo: acababa de volver de la taberna, donde había pedido un poco de ternera, que le apetec ía, ¡y no quedaba nada! Todo esto lo dijo sumamente serio y triste. Lo consol é, conversamos sobre otros asuntos (yo mediante notas), y así  me tuvo durante casi dos horas, y, aunque temeroso de estar aburriéndolo o molestándolo, hice amago de irme varias veces, ninguna de ellas me dejó marcharme. Al dejarle, volví apresuradamente a Viena en mi carruaje y le pregunté enseguida al hijo de mi posadero si ten ía preparada algo de ternera asada. Cuando me dijo que sí, le pedí  que me la pusiera en un plato, bien tapada, y, sin darle la m ás mínima explicación, se la di al conductor del carruaje, al que hab ía hecho esperar, para que se la llevase a Baden y se la entregara a Beethoven con mis mejores deseos. Todav ía estaba en la cama a la mañana siguiente cuando llegó Beethoven, me besó y me abrazó y me dijo que era la persona más bondadosa que había conocido jamás; que nada le había complacido tanto como la ternera asada, que hab ía llegado justo en el preciso momento en que más la ansiaba.

 

Sir John Russell (1821) El siguiente texto pertenece al libro de Sir John A Tour in Germany and Some of the Southern Provinces of the Austrian Empire, in 1820, 1821, 1822 (Edimburgo, 1828).

Beethoven es el compositor vivo m ás célebre de Viena y, en ciertas provincias, ¡el m ás importante de su épo poca ca!! 5. Aunque no es un hombre mayor, su extrema sordera le impi im pide de rela relaci cion onar arse se en so soci cied edad ad,, lo qu quee le ha vu vuel elto to prácticam cticamente ente antis antisocial ocial.. La dejadez personal de la que hace gala le da un aspecto algo salvaje. Tiene unas facciones marcadas y prominentes; la mirada, cargada de una fuerza tosca; su cabello, al que parecen no haberse acercado ni una tijera ni un peine desde hace a ños, cubre su ancha frente de forma tan profusa y alborotada que s ólo puede compararse con las serpientes de la cabeza de una Gorgona. Su comportamiento general va a tono con el poco halagüeño asp aspect ecto o ext exteri erior. or. La amab amabili ilidad dad o la afa afabil bilida idad d no son su fu fuert erte, e, sal salvo vo cuando está con sus mejores amigos. La p érdida total del oído le ha privado del placer de la compañía, y tal vez le haya agriado el car ácter. Solía frecuentar una bodega concreta, donde se pasaba la tarde en un rincón, alejado de la ch áchara y las disputas característ stic icas as de un espa espaci cio o pú blico, bebiendo vino y cerveza, comiendo queso y arenques y leyendo los peri ódicos. Una tarde se sentó  cerca de él una persona cuyo semblante no le gust ó. Miró  fijamente al extraño y escupió en el suelo como si hubiera visto a un sapo; echó  después un vistazo al peri ódico, volvió   a mirar al extra ño y escupió  de nuevo, con el cabello hirsuto cada vez más desmelenado, hasta que zanj ó el  baile de miradas fulminantes y escupitajos saliendo a toda prisa de all í, exclamando abiertamente: «¡Vaya jeta de canalla!». Incluso sus viejos amigos tienen que seguirle la corriente como a un niño caprichoso. Siempre lleva una pequeña libreta consigo, y todas las conversaciones tienen lugar por escrito. Aunque no es de papel pautado, también escribe en ella cualquier idea musical que se le viene a la cabeza. Estos apuntes serían ininteligibles hasta para otro m úsico, ya que tal como están no tienen ningún sentido; sólo él tiene en la cabeza el hilo del que saca, desde ese laberinto de puntos y círculos, las más profundas y asombrosas armonías. En cuanto se sienta al piano, queda patente que todo, salvo él y su instrumento, deja de existir a su alrededor. Teniendo en cuenta lo sordo que est á, parece imposible que pueda o ír lo que toca. Así, cuando toca muy piano, muy  piano, a  a vece vecess no saca una sola not nota. a. La oye sólo él en su «oído mental». Mientras puede verse por su mirada y el movimiento casi imperceptible de sus dedos que est á siguie sig uiendo ndo el com comp pás de su alma a trav és de toda todass su suss agon agoniz izan ante tess es escal calas as,, el instrumento está, sin embargo, tan mudo como sordo el músico. Le he oído tocar, pero la idea de ser m ínimamente admirado le espanta hasta tal punto quee hu qu hubo bo qu quee tene tenerr algo algo de pi pica card rdía para para cons conseg egui uirl rlo. o. Si le hu hubi bier eran an pe pedi dido do abiertamente el favor de tocar para los presentes, se habr ía negado en redondo, así que había que engañarle. Todo el mundo abandonó la sala excepto Beethoven y el due ño de

 

la casa, que era uno de sus mejores amigos. Se pusieron a conversar por medio de la libreta sobre acciones bancarias. El caballero, como por casualidad, toc ó  las teclas del piano abierto abierto junt junto o al que estaban sentad sentados, os, y empe empezzó  a tocar poco a poco una de las composiciones de Beethoven; cometió miles de errores y desgraci ó atropelladamente un pasaje de tal forma que el compositor alarg ó el brazo con condescendencia y le corrigi ó. ñ

ó

Fue suficiente. La mano ya ó estaba sobre piano; suesperaba acompa pacientemente ante le dej  solo con alg ún pretexto y se uni  al resto del el grupo que elenseguida desenlace de aquella cansina confabulación en la habitación contigua, desde la que podían ver y escucharlo todo. Una vez solo, Beethoven se sent ó   al piano. Al principio sólo tocó algunas notas aceleradas e interrumpidas aquí  y allá, como si temiera que le pillaran cometiendo un delito, pero poco a poco se olvid ó de todo y se dejó llevar durante media horaa con una fan hor fantas tasía de un estilo variad ísimo simo y ma marc rcad ada, a, sobr sobree todo todo,, po porr un unas as tr tran ansi sici cion ones es mu muy y repe repent ntin inas as.. Lo Loss af afic icio iona nado doss es esta taba ban n embe embele lesad sados os;; par paraa los los principiantes era más interesante observar cómo se reflejaba en su semblante la m úsica que el hombre llevaba en el alma. Le llega m ás lo audaz, lo imponente y lo impetuoso que lo suave y relajante. Se le hinchan los m úsculos de la cara y se le marcan las venas; la mirada salvaje se vuelve doblemente salvaje, le tiembla la boca, y as í, Beethoven parece un hechicero, poseído por los demonios que él mismo ha conjurado.   5 [Nota al pie de Sir John.] Beethoven muri ó  después de que esto se escribiera. Es más, murió  en la precariedad, rodeado de una gente que dec ía ser la más fiel devota de la música y los m úsicos.

 

Rossini Ross ini (1822)

Cuando Rossini visit ó  Viena para asistir a la premi ère de su ó pera Zelmira en la primavera de 1822, fue ensalzado por doquier. Si hablamos del gusto popular, seguramente el mel ómano habitual de entonces habr í  ía   dicho que la indiscutible genialidad del creador de Il Barbiere di Siviglia era superior a la de Beethoven. En efecto, la «fiebre Rossini», seg ún la denomina Thayer con suma aspereza, y el cambio de gusto por parte del p úblico implí cito cito en ella, habí an an hecho que muchos se pasaran del arte de Beethoven, menos cautivador, al del «Cisne de P é saro». saro». A un ían   n habé rsele maestro más engreí do do que Rossi Rossini ni los halag halagos os podr í  a rsele subido a la cabeza y hacerle olvidar convenientemente la presencia de Beethoven en Viena, pero no fue su éntico   tico admirador del arte de Beethoven y se empe ñó  en ir a caso. Rossini era un aut é  n  presentarle sus respetos en persona. Resulta extraño que Schindler y otros nieguen que se encontraran jamás, pero tenemos el testimonio afirmativo de Rossini en sentido contrario. La versión más extensa se halla en los fascinantes Souvenirs personels. La Visite de R. Wagner à  Rossini, de E. Michotte, que present ó  a Wagner y Rossini y escribió algunos apuntes de su encuentro despu é s de que é ste ste tuviera lugar en Par í  ís  en 1860, aunque no los publicó hasta 1906. Durante la conversación, Wagner le pregunt ó a Rossini si conocí a a Beethoven personalmente. Recogemos a continuación la evocadora respuesta de Rossini, citada aqu í  como  como un monólogo.

Sí, así es; fue en Viena, precisamente en el momento que dije, cuando se represent ó mi ópera Zelmira, Zelmira, en  en el año 1822. Ya había oído algunos cuartetos de Beethoven en Milán, huelga decir que con admiración, y también conocía algunas de sus obras para piano. En Viena escuché  por primera vez una de sus sinfon ías, la Heroica. la  Heroica. Aquella  Aquella música me derrumbó. De ahí  en adelante, sólo pensaba en una cosa: conocer a aquel gran genio, verlo, aunque fuera sólo una vez. Recurrí a Salieri, ya que sab ía que estaba en contacto con Beethoven. […] Le pareció mejor dirigirse al poeta italiano Carpani para ayudarme, ya que era persona era persona grata para grata para Beethoven […], y aquél consintió en recibirme. No s é si confesarlo: cuando sub ía las escaleras que conduc ían a la humilde morada del prohombre, apenas era capaz de dominar mis emociones. Cuando se abri ó la puerta, me encontré   en una espe speci ciee de átic tico, o, terri terrible blemen mente te des desord ordena enado do y suc sucio. io. Rec Recue uerdo rdo especialmente el techo. Situado justo debajo del tejado, ten ía unas grietas por las que la lluvia caía inevitablemente a chorros c horros 6. Los retratos que conocemos de Beethoven reproducen su fisonom ía bastante bien, pero lo que ningún punzón de grabador pudo reflejar fue la indefinible tristeza que le cubr ía el rostro mientras, como desde una caverna, los ojos le centelleaban bajo las pobladas cejas y le taladraban a uno pese a su diminuto tama ño. Su voz era suave y ligeramente ó

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velada. Alsobre principio nos prest  atenci de n cuando entramos y levant sigui ó unos segundos inclinado unas no pruebas que acababa terminar. Después,  la cabeza y, en

 

un italiano más o menos comprensible, dijo: —¡Ah! Rossini, ¿sois vos, el compositor del Barbiere di Siviglia? Mi Siviglia? Mi enhorabuena; es una excelente ópera bufa; la he leído con placer y me he divertido. Se tocará mientras exista la ópera italiana. No intentéis nunca hacer otra cosa que no sea opera buffa; estar buffa; estaríais atentando contra vuestro destino si intentarais triunfar en otro genre. otro genre. —Pero —Per o el maestro maestro Rossini  Rossini ha compuesto numerosas ópe pera ras: s: Tancredi, Otello, Mosè ; ;   no hace tanto que os las envié  sugiriéndoos que las examinarais —interrumpi ó  Carpani, que me había acompañado (por supuesto, en alemán, y escribiendo sus palabras con lápiz al no poder mantener de otro modo una conversaci ón con Beethoven, que me tradujo palabra a palabra). —Por supuesto, y las revisé  —contestó  Beethoven—, pero, veréis, la ópera seria no va con el carácter de los italianos. No conocen suficientemente bien la ciencia de la m úsica en lo referente al drama de verdad; ¿y c ómo habrían de conseguirlo en Italia? […] En la opera buffa  buffa  —continuó— nadie está   a la altura de los italianos. Vuestro lenguaje y vuestro carácter os predestinan a ella. Mirad a Cimarosa: ¡cu án superiores son las partes cómicas de sus óperas al resto de ellas! Lo mismo ocurre con Pergolesi. S é   que los italianos presumís de su música sagrada. sagrada. Admito que el sentimie sentimiento nto de su Stabat Stabat   es muy emotivo, pero carece de variedad en la forma, el efecto es monótono. Sin embargo, la Serva padrona […]. padrona […]. (Aquí Wagner interrumpió a Rossini, cambiando de tema. Antes de concluir su historia sobre sob re la vis visita ita a Bee Beetho thoven ven,, Ros Rossin sinii se van vanagl aglori orió   de es esta tarr su susc scri rito to a las las Ob Obra rass Comple Com pletas tas de Bac Bach h y de estud estudiar iarlas las,, y man manife ifest stó   su admiración por él con estas memorables palabras: «Bach… es un genio abrumador. Si Beethoven es un prodigio de la humanidad, ¡Bach es un milagro m ilagro de Dios!»). ó

í

¡Oh!ser La por visita fue corta. Es comprensible, dado que una parte de la conversaci n ten a que escrito. Le expres é toda mi admiración por su genialidad y toda mi gratitud por darme la oportunidad de decírselo. Contestó  con un profundo suspiro y un único comen com entar tario: io: «¡O «¡Oh!, h!, un infelice».  infelice».  Después de una pausa, preguntó   en detalle por los teatros de Italia, por los cantantes de renombre, si yo representaba las óperas de Mozart a me menu nudo do y si esta estaba ba sati satisf sfec echo ho con con la soci socied edad ad ital italia iana na de Vien Viena. a. En Ento tonc nces es,, deseándome una buena representación y éxito con Zelmira, Zelmira, se  se levantó y nos acompañó a la puerta, donde se despidi ó diciendo: «Sobre todo, haced mucho “de lo del Barbero”». Al bajar aquellas escaleras ruinosas, pensando en aquella miseria y suciedad, me qued ó una impresión tan dolorosa de la visita a aquel prohombre que no pude aguantarme las lágrimas. «¡Ah! —dijo Carpani—. Eso es lo que él ha elegido. Es un misántropo, un cascarrabias, no es capaz de conservar una amistad».

 

Aquella noche asistí  a una cena de gala en el palacio del pr íncipe Metternich. Todavía infelice que me retumbaba en el estaba afectado por aquella visita, por aquel l úgubre un infelice que oído, y debo admitir que no pude evitar sentir una profunda verg üenza en el corazón cuando me vi tratado, en comparación, con tanta consideración por aquella espl éndida congregación de vieneses. Esto me impuls ó   a decir bien alto y sin titubeos lo que pensaba del comportamiento de la corte y de la aristocracia con el mayor genio de la época, por el que apenas se preocupaban y al que abandonaban en semejante penuria. La respuesta fue idéntica a la de Carpani. Pregunt é si acaso la sordera de Beethoven no era aun así  digna de compasión […]; si acaso, fijarse en los defectos de los que se le acusaba como excusa para no ayudarle era caritativo, y añadí que, si todas las familias ricas se comprometían a ello, se le podía garantizar f ácilmente, mediante pequeñas su suscr scripc ipcion iones, es, una renta sufic suficien iente te que le lib librar raraa de la nec neces esida idad d de por vid vida. a. La propuesta no obtuvo el apoyo de nadie. Después de la cena, la noche termin ó  con una recepción que reunió  en los salones de Metternich a los nombres m ás importantes de la sociedad vienesa. Tambi én hubo un concierto. En el programa figuraba uno de los tr íos de Bee Beetho thoven ven pub public licado adoss más recientemente… siempre él, por todas partes él, como Napoleón. Se escuchó  la nueva obra maestra con un respeto religioso y tuvo un éxito fulgurante. Oyéndola en medio de todas aquellas magnificencias mundanas, pens é  tristemente que tal vez en ese preciso instante el prohombre estaba creando en la soledad de su ático alguna obra de profunda inspiración, destinada, como las anteriores, a iniciar en la sublime belleza a aquella  brillante aristocracia que lo excluía y que, entregada a sus placeres, no se preocupaba por la miseria del hombre que los había provisto. Aunque mi intento por montar un fondo de pensi ón para Beethoven fracasó, no me desanimé. Intenté conseguir los recursos necesarios para comprarle una casa. Logré que me prometieran algunas suscripciones, pero, con la m ía incluida, el resultado final fue é

muy escaso. Por consiguiente, n tuvegeneral que abandonar este segundo conoc —fue latambi respuesta que obtuve—. Al d íaproyecto. siguiente«No de éis a Beethoven saberse propietario de una casa, la venderá. Jamás se acostumbrará  a tener un hogar permanente: necesita cambiar de domicilio cada seis meses, y de sirvienta cada seis semanas…»  6 Éste era el estudio de Beethoven; sus habitaciones, que Rossini no vio, estaban en el piso inferior y se hallaban en mejores condiciones.

 

Rochlitz (1822) Beethoven se dio cuenta de que, antes o despu é s,s, su relevancia en la historia de la música le valdr í  ía   una biograf í  ía   autorizada. En 1826 apoyó   la irresponsable idea de su «Mefisto» —como han llamado a Karl Holz con cierta razón— de ser su bió grafo oficial, pero finalmente eligió , con mucho mejor  criterio, a Friedrich Johann Rochlitz (1760-1842), quien, no obstante, al no considerarse suficientemente competente para semejante labor, declin ó  el honor. Rochlitz habí a hecho mucho como editor de la influyente Allgemeine Musikalis Musikalische che Zeitung por formar  una opi opini nión públ blic ica a y prof profes esio iona nall favor favorab able le a Be Beet etho hove ven, n, pero pero no er era a un cieg ciego o ítica admir adm irado adorr suy suyo, o, y fue pre preci cisam sament entee es esta ta act actit itud ud cr í  t  ica ha haci cia a sus sus ob obra ras, s, si bien bien admirativa en lo esencial, lo que inspir ó el respeto de Beethoven hacia Rochlitz, quien conoció a Beethoven personalmente en el verano de 1822 y registr ó  sus reflexiones por   primera vez en unas cartas que luego incorpor ó  al cuarto volumen de sus ensayos F ür   Freunde der Tonkust (1830-1832) (1830-1832)..

Yo no había visto nunca a Beethoven y, por tanto, deseaba aún más que nuestro encuentro tuviera lugar lo antes posible. No hab ían pasado ni tres días desde mi llegada cuando se lo comenté a X. X., su amigo íntimo. —Vive fuera, en el campo —dijo éste. —Entonces, ¡vayamos allí! —Podemos hacerlo, pero su desafortunada sordera le ha vuelto poco a poco bastante insociable. Él sabe que queréis visitarle y quiere conoceros personalmente, pero, al mismo tiempo, no podemos estar seguros de que cuando nos vea llegar no salga corriendo, pues igual que a veces le llena un j ú bilo espontáneo, del mismo modo a veces se apodera de él la más profunda melancolía. Le sobreviene de repente, sin motivo alguno: es incapaz de hacer nada contra ello. Pero viene a la ciudad al menos una vez porr sema po semana na,, y en esas esas oc ocas asio ione ness vien vienee siem siempr pree a ve vern rnos os,, ya qu quee aten atende demo moss su correspondencia y demás asuntos. Entonces suele estar de buen humor y en un lugar donde no puede escaparse. As í  que si realmente deseáis animar a esa pobre alma torturada, os propongo que dej éis que nosotros os avisemos enseguida la pr óxima vez que venga —estáis a tan sólo unos pasos pasos— — y ento entonces nces aparecéis como por casualidad […]. Por supuesto, estuve más que encantado de acceder a esta proposición. El mensajero vi vin no a ve verm rmee el sigu siguie ient ntee sá bado por la mañan ana. a. Fu Fuii y en enco cont ntrré   a Bee Beetho thoven ven conversando animadamente con X. X. Aqu él está  acostumbrado a éste y le entiende  bastante bien, leyénd ndol olee lo loss labi labios os y lo loss ge gest stos os de la ca cara ra.. Be Beet etho hove ven n pa pare recc ía complacido, aunque estaba alterado. Y si no hubiera estado sobre aviso de antemano, su aspecto me habría alterado a mí   también. No por su aspecto exterior, dejado, casi

 

primitivo, ni por su hirsuto cabello negro enmarañado en la cabeza y esa clase de cosas, sino por su apariencia en conjunto. Imaginaos a un hombre de unos cincuenta a ños de edad, más que de mediana, de pequeña estat estatura, ura, pero con una figura muy poderosa y robusta, compacta, y con una estructura ósea especialmente fuerte, como la de Fichte, pero más carnosa, y, sobre todo, con una cara m ás lle llena na y re redon dondea deada; da; con una ó

sana yante sonrosada, ojos incluso, cuando fcomplexi ij ijam ameente, te, npe pene netr tran tess; qu quee unos es po poco co inquietos, dad ado o a chispeantes mo move verrse y,e, al hace acerl rlo o, lo mira hace ace apresuradamente; con una expresi ón facial, especialmente la de los ojos, inteligentes y llenos de vida, que es una mezcla de gran amabilidad y de timidez; con una actitud cargada de la tensión y la constante lucha ansiosa por o ír propia de los sordos con una aguda sensibilidad; que habla con alegría y despreocupación para, inmediatamente después, volver a caer en un silencio sombr ío; y que, además, aporta continuamente su pensamiento y sus meditaciones junto a todo lo dem ás. Así  es el hombre que ha dado felicidad a millones de personas, una felicidad absolutamente espiritual. Me hizo algunos comentarios amistosos y amables con frases entrecortadas. Sub í la voz todo todo lo que pu pude de,, hab abllé   despa despaci cio, o, ma marc rcan ando do la di dicc cciión, y le tras trasla lad dé   así   mi agradecimiento por todas sus obras con todo mi corazón, por todo lo que significan y significarán para mí  durante toda mi vida. Le se ñalé  algunas de mis favoritas y me extendí  sobre ellas; le conté  c ómo se interpretaban sus sinfonías de forma ejemplar en Leipzig, cómo se tocaban todas cada temporada de invierno, y el clamoroso deleite con el que las recibía el pú blico. Se acercó a mí, ora mirándome con cansancio atentamente a la car cara, a, or oraa aga agach chan ando do la cabe cabeza. za. De Desp spu ués se so sonr nriió   para para su suss ade adentr ntros os y asi asinti ntió amablemente unas cuantas veces, sin decir palabra. ¿Me entendi ó  o no me entendió? Finalmente, terminé de hablar; me dio un fuerte apret ón de manos y le dijo a X. X. con sequ sequed edad ad:: «H «Hee de ha hace cerr to toda dav vía un unos os recado recados». s». Ent Entonc onces es,, según se iba, añadió: «Supongo que no volveremos a vernos, ¿verdad?». á

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—¿Habr  entendido lo que le he dicho? —le pregunt  a X. X. cuando regres . Yo estaba profundamente afectado y conmovido. X. X. se encogió de hombros. —¡Ni una palabra! —respondió. Nos quedamos callados durante un rato largo; no puedo expresar lo triste que me sentía. Finalmente pregunté: —Ya que a vos os entiende bastante bien, ¿por qu é  no le repetisteis algunas cosas al menos? —No quería int interr errump umpiro iross y, ade adem más, se alt alter eraa con mucha fac facili ilidad dad.. Y rea realme lmente nte esperaba que entendiera la mayor parte de lo que decíais, pero el ruido de la calle, vuestra forma de hablar, a la que no está   acostumbrado, y, tal vez, su ansia por

 

entenderlo todo, ya que sabía perfectamente que estabais hablando bien de él […]. Estaba tan triste. No soy capaz de des descri cribir bir las sensa sensacio ciones nes que me emb embarg argaba aban n al mar marcha charme rme.. El hombre que solazaba al mundo entero con la voz de su m úsica no podía oír ninguna é

otra voz humana, ni siquiera de hice aquel que deseaba agradec rselo.mAy, era un instrumento de tortura para él.laMe a la idea de no volver a verlo ás, yhasta de enviarle la propuesta de Herr Härtel por escrito. Unas dos semanas después, estaba a punto de ir a cenar cuando me encontr é  con el  joven compositor Franz Schubert, un entusiasta admirador de Beethoven. Éste le había hablado a Schubert sobre mí. «Si queréis verlo más animado y jovial —dijo Schubert—, id ahora mismo a cenar a la posada a la que acaba de ir él a hacerlo.» Me llev ó hasta allí. La mayoría de los sitios estaban ocupados. Beethoven estaba sentado con varios amigos que yo no conocía. Parecía realmente de buen humor, y respondi ó a mi saludo, pero no quisee acerc quis acercarme arme a él. Sin embargo, encontré  un sitio desde el que pod ía verlo y, como hablaba tan alto, oír también casi todo lo que decía. No podía llamarse a aquello realmente una conversación, sino más bien un monólogo, ya que hablaba extendiéndose largo y tendido, y casi más al azar que otra cosa. Los que estaban con él aportaban poco, simplemente ri éndose o asintiendo en señal de aprobación. Filosofaba, o incluso podr ía decirse que politizaba, a su manera. Habl ó  de Inglaterra y de los ingleses, y de cómo él los asociaba a un esplendor incomparable, lo cual, en cierto modo, sonaba un poco incre í ble.  ble. Después contó  todo tipo de historias sobre los franceses, de los d ías de la segunda ocupaci ón de Viena. Para ellos no tuvo palabras amables. Habló  con total despreocupación y sin reservas, aderezando todo lo que decía con ideas ingenuas de lo más originales y con salidas ocurrentes. Me dio la impresión de ser un hombre con un rico y poderoso intelecto y una incansable e ó

ilimitada imaginaci que, de haber desterrado una isla desierta siendo sólo n. unLo niñvio como aún enalguien pleno desarrollo, habrsido ía cogido todo loa vivido y apren apr endid dido, o, todo todo lo asi asimil milado ado en el cami camino no del apr aprend endizaj izaje, e, y hab habrr ía me medi dita tado do y reflexionado sobre todo ello hasta que los fragmentos sueltos hubieran formado un todo y sus suposiciones se hubieran convertido en convicciones que habr ía gritado al mundo con total seguridad y confianza. Cuando terminó su cena, se levantó y vino hasta mí. —Qué, ¿estáis bien en nuestra vieja Viena?— pregunt ó amablemente. Le dije que sí  por señas, bebí  a su salud y le pedí  que me acompañara. Accedió, y me llevó  a un pequeño cuarto aledaño. Esto me pareció  estupendo. Cogí  la botella y le seguí. Ahí   está bamos solos, salvo por algunos curiosos que se asomaron, pero que

 

pronto desaparecieron. Me dio una peque ña libreta sobre la que escribir lo que no quedara claro por señas. Empezó  ensalzando Leipzig y su música; es decir, la música que se tocaba en las iglesias, en los conciertos y el teatro. Por lo dem ás, no conocía nada de Leipzig, sólo había estado en la ciudad de joven, de paso en su camino hacia Viena. —Y se co publica nada sobre las actuaciones salvo suta mero aun au n aunque así   las las no sigo sigo con n inte inter rés —d —dij ijo— o—. . Es im impo posi sibl bleeque nohay da dars rse e cuen cuenta de registro, qu quee son son inteligentes y están abiertos a todo. Sin embargo aqu í… Entonces empezó a despotricar sin descanso. En un momento dado, habl ó de s í mismo: —No oiréis nada mío aquí. —Es verano ahora —escrib í. ¿Fidelio?   No —No, ¡en inv —No, invier ierno no tam tampoc poco! o! —e —excl xclam amó—. ¿Qué   pensáis que oiríais? ¿Fidelio? pueden darlo, ni tampoco quieren escucharlo. ¿Las sinfon ías? No tienen tiempo para el ella lass 7. ¿Mis conciertos? Tocan solamente lo que han compuesto ellos mismos. ¿Los solos? Hace ya tiempo que se pasaron de moda aqu í, donde la moda lo es todo. Como mucho, Shuppanzigh saca un cuarteto de vez en cuando, etcétera. Y a pesar de lo exagerado que parec ía todo lo que dec ía, en verdad algo de raz ón tenía. Cuando se hubo desahogado, volvi ó sobre Leipzig. —Pero, en realidad, vivís en Weimar, ¿no es así? —dijo. Probablemente lo pensó por mi dirección. Meneé la cabeza. —Entonces, tal vez conozcáis al gran Goethe, ¿no es así? Asentí enérgicamente. —Yo tam tambi bién le con conozc ozco o —di —dijo jo Bee Beetho thoven ven,, sac sacand ando o pec pecho, ho, con una ex expre presi sión de 8 satisfacción cruzándole el rostro—. Le conocí  en Karlsbad , ¡Dios sabe cuánto tiempo hace ya! En aquel entonces no estaba sordo del todo como ahora, pero ya me costaba mucho oír. ¡Qué paciencia tuvo el hombre conmigo! ¡Qu é no hizo por mí! Me contó unas cuantas anécdotas, con detalles muy amenos. —¡Qué  feliz me hizo en aquel momento! Habr ía dado la vida por él una y mil veces. Entonces, mientras yo andaba todav ía cargado de problemas, pens é  la música para su í

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Egmont y Egmont  y la convert  en un xito, ¿no es as ?

 

Me prodigué  en gestos para mostrar mi agrado y asentimiento. Le escrib í  que esa Egmont, sino música se tocaba no sólo cuando se inte interpret rpretaba aba Egmont,  sino prácticam cticamente ente cada año, al menos en un concierto, con una especie de explicaci ón resumiendo esencialmente las escenas del drama a las que más alude la música. é

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—¡Lo s ! ¡Lo s ! —exclam —. Desde ese verano en Karlsbad, leo a Goethe todos los d ías, es decir, cuando leo. Para m í, mató a Klopstock. ¿Os sorprende? ¿Y ahora os re ís? ¡Ah, es porque yo solía leer a Klopstock! Me lo tuve que tragar durante a ños, cuando iba a pasear y a otros sitios. No siempre entend ía adónde quería ir a parar, va de un lado maestoso y para otro y, en definitiva, siempre tiende a empezar de arriba abajo. ¡Siempre maestoso  y en re bemol mayor! ¿No es as í? Pero es idealista y levanta el ánimo. Cuando no le entendía, lo adivinaba, y más o menos lo comprendía. ¡Si al menos no se pasara todo el tiempo queriendo morirse! La muerte nos va a llegar a todos. Bueno, en todo caso, siempre suena bien lo que escribe. Sin embargo, Goethe est á lleno de vida, y quiere que todos vivamos con él. Por eso se le puede poner m úsica. No hay nadie que se preste como él a ser musicalizado. m usicalizado. No me gusta escribir canciones […] Aquí, querido Härtel, tuve la maravillosa oportunidad de presentar vuestra idea y llevar a cabo vuestro encargo. Escribí  vues  vuestra tra sugeren sugerencia cia 9 y vuestra promesa, con la expresión más seria posible todo el tiempo. Lo ley ó. «¡Ja! —exclamó, alzando la mano—. ¡Eso sí   que sería una gran labor! ¡Eso s í   que sería hacer algo!» Estuvo un rato as í, imaginándoselo todo perfectamente, mirando al techo con la cabeza echada hacia atr ás. «Pero —empezó  de nuevo— llevo ya un tiempo d ándole vueltas a otras tres grandes obras. Ya las he planeado mucho, quiero decir mentalmente. Primero debo quit ármelas de encima: dos grandes sinfonías (l (laa Novena Novena   y l a Dé cima,  cima,  la cual nunca lleg ó  a ser interpretada), distintas entre sí y distintas ambas de todas las dem ás que he hecho, y un oratorio. Y eso me llevará lo suyo, pues hace ya tiempo que veo que no escribo con tanta facilidad. Me siento y pienso y pienso, y todo lo que quiero decir est á   ahí, pero no consigo pasarlo al papel. Me da pavor empezar obras de tal magnitud. Luego cuando empiezo, entonces sí, todo sale bien […]». Y sigui ó   dándole vueltas un buen rato. No veo claro que vuestra idea vaya a tener éxito, pero tengamos esperanza, ya que la propuesta le ha hecho ilusión y me aseguró una y otra vez que no se olvidaría de ella. Nuestro tercer encuentro fue el m ás alegre de todos. Vino aqu í, a Baden, esta vez con un aspecto bastante aseado y limpio, incluso elegante, lo cual, aunque era un d ía caluroso, no le impidió  que diéramos un paseo por el Helenental. Éste es el camino por el que todos viajan, incluido el emperador y la familia imperial, y donde todo el mundo se  junta en el típico estrechamiento del mismo. Allí se quitó su espléndida levita negra, se la colgó de un palo al hombro y siguió andando en mangas de camisa. Se quedó desde aproximadamente las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Sus amigos Jener y Gebauer le acompañaron. Durante toda la visita estuvo inusualmente animado y a veces muy divertido, diciendo todo lo que se le pasaba por la cabeza. («Bueno, parece

 

que hoy estoy descosido», dijo, un comentario sin duda acertado.) Su conversaci ón y su comportamiento fueron una cadena de excentricidades, algunas de lo más peculiar, y, sin emb embarg argo, o, tod todas as ell ellas as des destil tilaba aban n una amab amabili ilidad dad,, un unaa des despre preocu ocupaci pación y una confianza verdaderamente ingenuas hacia todo el mundo que se le acercaba. Incluso sus feroces diatribas —como la que ya he mencionado antes contra sus contempor áneos ó

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vien vienes eses es— — son son s lo esta estall llid idos os de su fa fant ntas asio iosa sa im imagi agina naci ci n y su moment neo entusiasmo. Las lanza sin arrogancia alguna, sin ning ún sentimiento de amargura ni aversión, simplemente a la ligera, alegremente, fruto de un ánimo alocado y gracio gracioso. so. En su vida, a menudo puede verse —de cara a su propia subsistencia, incluso con demasiada facilidad y frecuencia— que, aunque alguien le haya herido profundamente y él haya cargado contra esa persona, si despu és ésta lo necesita, es capaz de darle sin dudarlo hasta su último céntimo. A esto debemos añadir su disposición a reconocer con alegr ía el mérito de los demás, siempre que sea personal e individual. (¡Cómo habla de Händel, de Bach y de Mozart!) Sin embargo, no consiente que los dem ás les saquen fallos a sus grandes obras (¿y qui én tendría der derech echo o a hac hacerl erlo?) o?),, aun aunqu quee tam tampoc poco o las so sobre breval valora ora,, mie mientr ntras as qu quee es el primero dispuesto a abandonar las menores con una risotada. Esto es lo que m ás hace, ya qu que, e, cuan cuando do est está   insp inspir irad ado, o, se le vien vienen en a la me ment ntee si sin n pa para rarr toda toda cl clas asee de ocurrencias llamativas, ideas graciosas y paradojas sorprendentes e interesantes. As í pues, puedo decir con total seriedad que parece incluso amigable. O, por decirlo de otro modo, podría decirse que el oso moreno y agreste parece tan ingenuo y confiado, y gruñe y sacude su greñuda piel de forma tan inofensiva y grotesca, que da gusto verlo, y hay que ser amable con él, incluso aunque no fuera nada m ás que un oso de verdad y sólo lo hubiera hecho lo mejor que sabe un oso. No obstante, me reservaré el relato de este día en particular, o mejor dicho, de la suma de sus originales historietas, para cont ároslo de palabra, ya que, si no, no acabar é   la á

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carta jam s, y como hu sped de este balneario se supone que no debo escribir. Pero cuando ya había metido a Beethoven en el carruaje y andaba paseando arriba y abajo por este encantador valle, me sent í  de nuevo muy serio. Esta vez no reflexion é únicamente sobre la grave afección con la que el destino le hab ía afligido como hice la primera ocasión en que lo conocí. Después de todo todo,, me di cuenta de que también él ha tenido sus momentos de gran alegr ía y absoluta felicidad. En los buenos tiempos, vivi ó para su arte y para sus planes y sue ños respecto a él. Ahora que tocan los malos, los coge, se desahoga sobre ellos y los olvida. Al fin y al cabo, ¿qui én puede decir que est á mejor que él?

 7 No obstante, interpretadas repetidamente. fueen en1808. Karlsbad, sino en Teplitz, en 1812. 9 De componer la músicafueron para Fausto . Beethoven ya ten ía esto en8 No mente Fausto.

 

Wilhelmine Schr öderder-Devr Devrient ient (182 (1822) 2)

Esta gran artista dramática (1804-1860) hizo su debut oper í  ístico s  tico en 1821 como Pamina en La flauta má gica de Mozart y, al año si sigui guient ente, e, se es estab tablec leciió   como como un una a de las las arti artist stas as consumadas de la é  poca con el papel de Leonora en la ó pera Fidelio de Beethoven. Sin duda, esta hasta entonces malhadada obra le debi ó  a ella buena parte de su ascenso hacia la popularidad eterna. La admiraci ón que Richard Wagner le profesaba queda de manifiesto en su tratado Ü ber ber Schauspieler und Sänger [Sobre actores y cantantes] (1872). Dos años antes de su muerte, recibi ó   una oferta para hacer una gira por   Amé rica r ica,, pero pero no pu pudo do acep acepta tarl rla. a. Co Cola labo bor  r ó   en el Be Beet ethov hoven en-A -Alb lbum um [  Álbum lbum de Beethoven] de Schilling en 1846 con las siguientes reminiscencias reminiscencias de Beethoven.

Fue en el año 1823 [en realidad fue el 3 de noviembre de 1822] cuando, con motivo del cumpleaños de dell difu difunt nto o em empe perad rador or Fran Franci cisc sco o I, vo volv lviió   a en ensa saya yars rsee en el teat teatro ro Kärn rnth thne nert rtor or de Vien Vienaa Fidelio, Fidelio,   de Bee Beetho thoven ven,, que llev llevaba aba var varios ios a ños durmi durmiente ente.. Apenas me había quitado los zapatos de niña cuando hice mis primeros pinitos como í

á

cantante ende ciernes, y probablemente me encomendaron m  el Leonora m s por la falta otro personaje más adecuado que por creeraque yo papel ya erade capaz de cantar esa dif ícil parte. Con despreocupación juve juvenil, nil, y total totalmente mente desap desapercib ercibida ida de la magnitud de mi labo labor, r, me puse a estudiar el papel con el que, posteriormente, quedar ía sustancialmente en deuda, ya que mi nombre se mencion ó  en el extranjero junto a los de otros artistas aleman ale manes es de espec especial ial rel releva evanci ncia. a. Gra Gracia ciass a la orien orientac taciión de mi int inteli eligen gente te mad madre, re, conseguí   entender muchos rasgos del car ácte cterr de Leo Leonor nora, a, aun aunqu quee yo er eraa tod todav avía demasiado joven e inmadura para poder captar enteramente lo que ocurr ía en su alma; las emociones a las que Beethoven hab ía pue puesto sto sus inm inmort ortale aless arm armon onías. En los ensayos dirigidos por Umlauf, el director de orquesta a la saz ón, enseguida quedaron patentes las disonancias de mi pueril voz a ún por desarrollar, y se hicieron muchos ajustes en mi parte para que el efecto de ésta no sufriera demasiado. Ya se hab ían anunci anu nciado ado los los últimos ltimos ensay ensayos os cua cuando ndo,, ant antes es del de ves vestua tuario rio,, me ent enter eré   de que Beethoven había pedido que le concedieran el honor de dirigir él mismo su obra el d ía del estreno. Al oír esta noticia se apoderó   de mí  un pavor indescriptible, y todav ía recuerdo mi infinita torpeza en el último ensayo, que llev ó  a mi pobre madre y a mis compañeros de reparto a la desesperación. ¡Pero Beethoven estaba en la orquesta, agitando su batuta sobre nosotros, y yo jam ás lo había visto antes! En aquel momento, el oído de dell Ma Maes estr tro o ya er eraa sord sordo o a cu cual alqu quie ierr soni sonido do.. Co Con n la turbación escrita en la cara, un entusiasmo sobrehumano en la mirada, moviendo la  batuta de aquí  para allá  en érgicamente, se puso en medio de los m úsicos que tocaban

 

 piano, casi ¡sin poder oír una sola nota! Cuando creía que debían tocar tocar  piano,  casi se arrastraba debajo del podio del director de orquesta, y cuando quer ía un forte, un  forte, pegaba  pegaba un salto en el aire haciendo unos gestos rarísimos y emitiendo unos sonidos muy extra ños. Con cada número subsiguiente está bamos cada vez más intimidados y yo me sent ía como si se hubiera aparecido ante mí  una de las figuras fant ásticas de Hoffmann. El Maestro sordo confundió  irremediablemente a los cantantes y a la orquesta y les hizo perder el ritmo hasta llegar a un punto en que nadie sabía d ónde estaba. No obstante, Beethoven estaba completamente desapercibido de ello, y, as í, tuvimos que terminar con la mayor dificultad aquel ensayo con el que él no obstante pareció  en general satisfecho, ya que dejó la batuta con una feliz sonrisa. Sin embargo, era impensable dejarle a él encargarse de la representación de verdad, por lo que el director Umlauf se vio en la triste obligaci ón de tener que señalarle que no podía dirigir la ópera. Al parecer lo aceptó, lanzando una mirada afligida al cielo, y la tarde siguiente lo vi sentado detrás de Umlauf en la orquesta, sumido en una profunda meditación. Probablemente sabréis el entusiasmo con el que el p ú blico vienés recibió Fidelio   en aque Fidelio aquella lla ocasión, y también qu quee des desde de aqu aquell ellaa re repre presen sentac taciión es esta ta ob obra ra inmortal ha tenido siempre un sitio en el repertorio de la escena oper ística alemana. Todos los artistas que participaron en ella aquella noche interpretaron su papel con verdadera devoción, ¡y quién no habría dado gustoso hasta el último aliento por el desdichado Maestro que no podía oír nada de la belleza y la gloria que hab ía creado! Beethoven siguió  toda la actuaci ón con suma atención y me dio la impresi ón de que inte in tent ntab abaa cap capta tarr po porr me medi dio o de nu nues estr tros os mo movi vimi mien ento toss si ha hab bíamo amoss ent entend endido ido el significado de su obra, aunque fuera a medias. En aquellos días ya se empeñaban en llamarme geniecillo; y aquella noche realmente parecía imbuida de un espíritu más maduro, pues mi interpretación traslució  varios rasgos geniales genuinos que no se le pasaron por alto a Beethoven, ya que, al d ía si sigu guie ient nte, e, él, el emi mine nen nte ma maeestr stro, vin vino a exp xpre ressar arme me su ag agra rade deci cimi mieento nto y reconocimiento. Mojé   su mano tendida con l ágrimas tibias, y, en mi dicha, habría cambiado todas las posesiones de este mundo por aquel elogio de boca de Beethoven. Me prometió entonces que escribiría una ópera para mí, pero desgraciadamente la cosa no pasó  de ahí. Poco después me fui de Viena, y algunos a ños más tarde, el elevado espíritu de Beethoven levantó el vuelo hacia el destino primigenio del que hab ía salido. Fidelio en No vivió para ver su Fidelio  en las capitales de Francia y Albión, ni cómo su puerilmente tímida Leonora de 1823, que más tarde desarrolló   un mayor entendimiento de su genialidad geni alidad,, cont contribuy ribuyó   a cons conseg egui uirl rlee tamb tambiién en su pa patr tria ia ale alema mana na el de debi bid do reconocimiento por aquella inmensa obra. ¿A quién no colmaría de alegría saber que ha logrado otra guirnalda de flores m ás para el creciente sal ón de la fama de Beethoven? Así pues, sirvan también estas líneas como testimonio de la gratitud y la devoci ón que le he jurado y le seguiré jurando por el resto de mi vida a su elevado espíritu.

 

Loui Lo uiss Schl Schlöss sseer (182 (18222-18 1823 23))

Louiss Sc Loui Schl hlösser (18 (1800-1 00-1886 886), ), durante muchos años director de orquesta de la corte en Darmstadt, fue de los pocos compos com posito itores res del sig siglo lo XIX que en ver verdad dad pod podr  r í  ían a   n afirmar haber disfrutado de los consejos personales y las sugerencias de Beethoven. Conoci ó   a é ste ste en 1822, aunque  parece que sus reflexiones sobre ello no se recogieron en un medio impreso hasta 1885. ía   algunos añadidos obvios. Tambié n Este lapso de más de sesenta años expl explicar  icar í  ía,   , como suele ocurrir con las memorias autobiogr á ficas, el evidente conflicto explicar í  a entre realidad y recuerdo: Schlösser relat ó  su separación de Beethoven, ocasión en la que el maestro le confi ó unas cartas para Cherubini y Schlesinger, como acaecida hacia  finales de mayo de d e 1823, pero realmente debió de suceder a principios de mes, ya que la carta de credenciales e instrucciones de Beethoven (que a ún se conserva) tiene fecha de 6 de mayo de 1823.

En la primavera de 1822, siendo un estudiante de arte de veinti ún años, viajar desde mi casa en Viena era de todo menos agradable. En los d ías en que las ruedas de los ú

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carruajes carrua jes asilbido n no de bram brla amab aban an so sobr breea úra le de hier hierro ro y pe pene netr tran ante te camp campan anaa de y la el estridente locomotora n les nos perforaban loslaoídos, el sofocante aire acelerada diligencia, respirado durante d ías y noches sin descanso, hacía estragos en los órganos respiratorios. Pero la firme convicci ón de que iba a ampliar mis conocimientos  bajo el auspicio de los grandes artistas de Viena y la promesa de que Ignaz von Seyfried, Mayseder y Worzischek iban a darme clase gracias a la recomendaci ón de mi patrón, Spohr, eclipsaron cualquier otra consideración. Comenzada mi peregrinación con valentía, tras hacer una breve parada en Múnich durante las vacaciones de Semana Santa, hice mi entrada en la capital del Danubio azul un esplénd ndid ido o día de primavera. Y, a decir verdad, no pod ía hab haber er esc escogi ogido do un momento más propicio para llegar allí. Aparte de Beethoven, el inaccesible, brillaban allí, cada uno en su respectivo ámbito: Rossini, el Cisne de P ésaro, K. M. von Weber, el composito compo sitorr de Der Freischütz, los tz, los viejos maestros Gyrowetz, Kreutzer, Salieri, Weigl, el abate Stadler, el joven Franz Schubert, etcétera. En el teatro de la Puerta K ärnthner se podía escuchar ópera alemana e italiana de la mano de estrellas vocales de primer ísima magnitud de un modo tan admirable como tal vez no vuelva a o írse. Por otro lado, tuvieron una influencia incalculable en la m úsica y la poesía de este periodo la m úsica sacra de los dos directores del coro de la Corte, Salieri y Eybler (aunque no estaba al mismo nivel que la óper pera), a), las cof cofrad radías de or orato atorio rio de Kie Kiese sewet wetter ter y Mos Mosel, el, los conciertos de música de cámara de los famosos m úsicos de cuarteto Schuppanzigh, Mayseder, Holz, Linck, Merk, etcétera, y, por último, las reuniones literarias en las casas de los poet poetas as Caste Castelli, lli, Grillparze Grillparzer, r, Auer Auersper sperg, g, etcéter tera. a. Si un uno o vis visual ualiza iza est estee log logro ro ñ

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colectivo, este empe de la productividad, entonces a decirse, lugar est a dudas, que aquella época delopasado inmediato fue una épocapodr brillante para lasin cultura ética.

 

Habían pasado ya meses desde mi llegada y, en continuo contacto con los hombres mencionados, e imbuido de aquellas vivencias, pese a todos mis esfuerzos, a ún no había logrado ver ni hablar con el más sublime de todos, Beethoven. Ni siquiera hab ía sido capaz de averiguar dónde vivía con seguridad, ya que no s ólo cambiaba de domicilio con frecuencia sino que, de hecho, alquilaba varias viviendas al mismo tiempo, y, además, también se pasaba semanas en las afueras de Baden sin que nadie lo supiera. Seyfr Seyfrie ied d me aco aconse nsejjó   que que fu fuer eraa a pr preg egun unta tarr po porr Be Beet etho hove ven n a la ca casa sa de música Haslinger entre las doce y la una, ya que era muy probable que lo encontrara all í, y Schuppanzigh me acompañó a un caf é donde solía ir a leer el peri ódico. Pregunté aquí, allá   y acullá   en inn innume umerab rables les oca ocasio siones nes,, per pero o sie siempr mpree con la mis misma ma mal malaa su suert erte. e. Entonces, de repente, para acabar con mi desaliento, un día —el 4 de noviembre de 1822 — vi, para mi alegría, la ópera Fidelio Fidelio anunciada  anunciada en el programa del teatro: Wilhelmine Schröder en el papel principal, Haitzinger en el de Florestan, Forti en el de Pizarro y as í en adelante, con todos los dem ás papeles interpretados por artistas de primera fila. ¡Qué   inmenso disfrute me promet ía aquella tarde a m í, que jamás había oído esta dramática creación única de Beethoven! Una hora antes de que empezara la ópera fui corriendo hasta la taquilla para conseguir una localidad decente, ya que hac ía a ños que no se daba Fidelio Fidelio.. Oí  una actuación modélica en todos los aspectos, que me caus ó  una impresión abrumadora. El cua cuarte rtell gen genera erall de Nap Napole oleón se había esta establ blec ecid ido o en Sc Sch hönb nbru runn nn (1 (180 805) 5) y los los soldados franceses habían llenado el patio de butacas del teatro de la ópera. ¿Es posible que la pureza ética y la belleza inmaculada de una obra cuyo lenguaje en s í   no entendían des desper pertar taran an alg alguna una sen sensac saciión fam famili iliar ar en aqu aquell ellos os inv invita itados dos pas pasaje ajeros ros acostumbrados a espectáculos más frívolos? Enardecido por el maravilloso himno de cierre, por la apoteosis de la devoci ón conyugal incondicional, apenas me di cuenta de que el teatro se estaba quedando vacío hasta que mi fiel amigo Franz Schubert me cogi ó del brazo para acompañarme hasta la salida. Junto con nosotros, salieron tres caballeros de un pasillo inferior; no me fij é   en ellos porque nos daban la espalda, pero me sorprendió  ver que todos los que salían hacia el vestí bulo  bulo se apartaban a un lado para abrirles paso. Entonces Schubert me tiró  de la camisa suavemente, se ñalando con el dedo al caballero del medio, que en ese momento gir ó la cabeza de tal modo que la luz radiante de las lámparas recayó sobre él y vi, reconocible a mis ojos por los grabados y los cuadros que había visto, las facciones del creador de la ópera que acababa de o ír, al propio Beethoven. Entonces mi coraz ón latió  el doble de fuerte y le dije un mont ón de cosas a Schubert que ya no recuerdo, pero lo que s í   recuerdo bien es que segu í   al Deseado y a sus acompa ñantes (Schindler y Breuning, seg ún supe más tarde) como una sombra por callejuelas tortuosas, dejando atr ás altas casas de techo a dos aguas, hasta que desapareció en la oscuridad. Cuanto más aumentaba mi anhelo hacia él por el recuerdo de aquella tarde en que le había visto por primera vez, más planes hacía de cómo rendirle homenaje en persona,

 

ya que, por distintas fuentes, me había enterado de que normalmente se negaba a recibir a desconocidos y que, en general, sólo trataba con unas pocas personas, que eran sus amigos íntimos desde hacía tiempo. Tampoco habría tenido más éxito una solicitud por carta. Sin embargo, aquello que pensaba inalcanzable al final me fue concedido, como como en la vida vida mi mism sma, a, po porr azar azar.. El em emba baja jado dorr de dell gr gran an du duqu quee de He Hess sse, e, mi compatriotaa el barón Von Türckheim, un cultísimo amante del arte que casi nunca se compatriot perdía una producción musical, sobre todo una ópera, esperaba, por norma, que la mañana después de una actuación yo apareciera en su casa, donde intercambi á bamos opiniones sobre lo que habíamos oído. Nuestra conversación el día después de Fidelio fue más corta de lo habitual, ya que mi amigo diplom ático la interrumpió  a la mitad: «Habéis dicho muchas veces que desear íais que os presentaran a Beethoven. Estoy en situación de concederos vuestro deseo de inmediato. Leed esta carta: se refiere a la petición que Beethoven le ha enviado al gran duque (para que se suscriba a una copia manuscrita manus crita de la la Missa  Missa solemnis); acabo solemnis); acabo de recibir la respuesta accediendo a su petici ón con inm inmen ensos sos elogi elogios os hac hacia ia el fam famos oso o com compos posito itor. r. ¿Qu ¿Querr erríais ais enca encarg rgar aros os vo voss de entregarla en su dirección, en el n.º 60 de la Kotgasse, primer piso, puerta izquierda? Aquí tenéis la comunicación, ¡lacrada con el sello del gran ducado!». Cualquier intento por describir el entusiasmo con el que recib í  la misiva parecer ía una  burla. La idea de ver pronto a Beethoven relegó  todas las demás sensaciones a un segundo plano. Nada más darle apresuradamente las gracias al bar ón, bajé corriendo a la calle y me lancé  al primer carruaje que vino hacia m í, gritándole la dirección de la casa: n.º 60, barrio de Wiedener. Wiedener . Mi imaginación había pintado los cuadros m ás alegres posibles de la casa de Beethoven, pero cuanto m ás me acercaba a ella al final del viaje, subiendo la colina entre las escarpadas hileras de fachadas en la inc ómoda Kotgasse hasta pararnos ante una casa baja de aspecto miserable con unos bastos escalones de piedra conduciendo a la entrada, mayores eran mi sorpresa y el sentimiento de congoja ante la idea de estar buscando al gran poeta del tono en un entorno así. Enfrente Enfre nte,, en un tal taller ler abier abierto to a la cal calle, le, un camp campane anero ro he herc rcúleo, como Vulcano el Herrero, blandía un martillo muy pesado, de tal modo que los estridentes golpes hac ían retumbar el aire en un amplio radio y me incitaron a entrar r ápidamente en la casa n.º 60, donde, sin prestar atención alguna al hombre, probablemente el propietario, que se adelantó   a saludarme en el umbral de la puerta, me lanc é   a subir las incómodas escaleras en penumbra hasta el primer piso, puerta izquierda. A veces uno se siente embargado por un estado de ánimo que es incapaz de verbalizar y que, instintivamente, ante la perspectiva de verse frente a una gran celebridad, le causa una timidez fuera de control. Tal fue mi caso cuando, al a l no aparecer ninguna criada o sirvienta, abrí la puerta exterior con cuidado y me vi inesperadamente plantado en una cocina que hab ía que atravesar para llegar a las habitaciones de la vivienda. En todo caso, fue el único acceso que conocí, ya que en todas las dem ás ocasiones en que fui a casa de Beethoven y me quedé  un buen rato, al irme, él mismo me condujo siempre por esta cocina-vest í bulo  bulo

 

hasta las escaleras. Después de llamar repetidamente a la puerta de la que realmente era la sala de estar, entré  y me vi en una estancia espaciosa, pero totalmente desnuda; en medio de ella hab ía una gran mesa cuadrada de roble con varias sillas que presentaba un aspecto un tanto caótico. Había sobre ella libretas y l ápices de grafito, papel pautado y plumas, un cronómetro, un metrónomo, una trompetilla de un metal amarillo y algunas cosas más. Junto a la pared a la izquierda de la puerta estaba la cama, totalmente cubierta con partituras y manuscritos. S ólo recuerdo un óleo enmarcado (era un retrato del abuelo de Beethoven, por quien, como es sabido, sent ía una cándida veneración), el único adorno que vi. Había dos ventanas de nicho con paneles de madera, que únicamente cabe mencionar porque en una colgaban de un clavo un viol ín y un arco, y en la otra estaba el propio Beethoven, de espaldas a m í, anotando afanoso acordes y cosas del estilo sobre la madera, ya garabateada. El Maestro sordo no me hab ía oído entrar, por lo que tuve que dar unos en érgicos pisotones en el suelo para llamar su atenci ón. Entonces se gir ó  en el acto, sorprendido de ver ante él a un joven desconocido. Pero antes de que pudiera decirle una sola palabra, poniéndose la chaqueta, empezó  a disculparse de la forma m ás educada que quepa imaginar por no haber enviado a su ama de llaves y que hubiera habido alguien para anunciarme, y me pregunt ó, lo primero de todo, qu é deseaba. Estando tan cerca de este artista coronado de gloria, me daba cuenta de la impresi ón que era inevitable que su distinguida personalidad, su caracter ística cabeza, con su envolvente melena de pelo tupido y ceño fruncido de pensador, causase en todo el mundo. Miraba aquellos ojos profundamente serios y veía la amigable expresión sonriente de su boca al hablar, sus palabras recibidas siempre con gran inter és. Probablemente acababa de desayunar cuando llegué, ya que se pas ó  la servilleta que había junto a él por sus blanquísimos dientes repetidamente, algo que, por cierto, me di cuenta de que hacía a menudo. Contemplándole absorto, me olvidé por completo de su desafortunada sordera total, y estaba a punto de explicarle el motivo de mi visita cuando, afortunadamente, recordé  en el último momento que no tenía ningún sentido hablar y, en lugar de ello, le entregu é  reverencialmente la carta con el gran sello. Después de abrirla con cuidado y leerla, la expresi ón le cambió  claramente, me dio un apretón de manos en señal de agradecimiento y, cuando le di mi tarjeta, dijo alegrarse de mi visita y añadió (citaré sus propias palabras): «Son palabras alentadoras las que he leído. Vuestro gran duque se expresa no como un mecenas principesco, sino como un verdadero entendido en música con amplios conocimientos. No s ólo me agrada que le guste mi trabajo, sino el valor que le da al arte en general y el reconocimiento de mis actividades». Había cogido su trompetilla, así que le expliqué la infinita veneración que se le dispensaba a sus geniales obras, el entusiasmo con el que eran escuchadas y la influencia que la perfecci ón de sus creaciones intelectuales hab ía tenido sobre el nivel cultural de aquel momento. Aunque Beethoven era totalmente inmune a cualquier clase de halago, no obstante, mis palabras, tartamudeadas desde lo m ás hondo de mi ser, sí

 

parecieron conmoverle, con lo que me anim é  a contarle cómo le había perseguido de Fidelio.. «¿P noche noc he tra trass la re repre presen sentaci tación de de Fidelio «¿Pero qué   os im impi pidi dió   veni venirr a ve verm rmee personalmente?? —preguntó—. Estoy seguro de que os han contado un mont ón de personalmente tonterías incoherentes; que os han dicho que soy una persona molesta, caprichosa y ar arro roga gant nte, e, cuya cuya música sica sin sin du duda da se pu pued edee di disf sfru ruta tar, r, pe pero ro qu quee ha hay y qu quee ev evit itar ar personalmente. Conozco las malas lenguas embusteras, pero si el mundo me considera insensible porque apenas conozco a gente que entienda mis ideas y mis sentimientos y me conformo por tanto con unos pocos amigos, es injusto conmigo.» Había dej dejado ado la tro trompe mpetil tilla, la, pue puess hab hablar larle le a tra trav vés de el ella la le atac atacab abaa los los ne nerv rvio ioss demasiado; insistió  en que no se quejaba de la debilidad de sus conductos auditivos, sino del estómago; los médicos que le trataban habían partido de un diagnóstico falso. De hecho, nuestra conversación discurrió del siguiente modo: yo le escrib ía brevemente las preguntas cortas y las cosas que quería comentarle en las hojas de papel que hab ía a mano, y él contestaba con sumo detalle, sin pausa, haciendo gala de una calma y una pacien pac iencia cia aso asombr mbrosa osass cua cuando ndo le pedí   que que expli explicar caraa det deter ermin minado adoss pas pasaje ajess de sus partituras. Dadas las circunstancias, en que la soberan ía de su genialidad se imponía sobre las barreras que lo constre ñían, cuando éstas habrían sido insuperables para cualquier otra persona, su convicci ón al expresarse era hipnótica. A veces, en estas conversaci conve rsaciones ones solta soltaba ba comen comentario tarioss sarcást stic icos os sobr sobree las las tend tenden enci cias as ar arttísti sticas cas del momento en Viena, profundamente dormidas bajo el hechizo de la frivolidad italiana, y era igualmente mordaz sobre el silencio de algunos caballeros principescos, algo que no me explicó del todo hasta más tarde, en que lo hizo de forma drástica. Muy complacido con el inesperado éxito de mi visita, le comenté sin rodeos el prop ósito de mi estancia en Viena y los profesores que hab ía elegido, que aprobó. Por iniciativa propia me pidió  que le enseñara algún trabajo mío para ver mis capacidades. Yo justo acababa de completar una cantata para solos, coros y orquesta y la obertura y la m úsica de entreacto para la tragedia Correggio Correggio.. «Lo mejor es que me envi is las dos cosas, o, mejor aún, que me las traig áis vos mismo pasado mañana y almorcééis aquí a mediodía. No puedo ofreceros una comida espléndida, pero ninguno de los dos se quedar á   con hambre. Ça suffit!», a suffit!», a ñadió, ya que de vez en cuando le gustaba meter algunas palabras francesas (según me contó Cherubini personalmente, cuando estuvo en Viena en 1804, Beethoven conversó con él sólo en francés). Entonces me anotó su dirección en una hoja de papel cuadrada que he conservado como oro en paño hasta el día de hoy, le di la mía a cambio, el Hotel Archiduque Carlos, en la cuarta planta de la K ärnthnergasse, y me fui. Ya de vuelta, yendo de un lado a otro de la habitaci ón, el acontecimiento del día parecía casi un hermoso sueño. ¿Era aquél realmente el héroe tonal sin parangón al que todas las las clas clases es disp dispen ensa saba ban n la más abs absolu oluta ta ven venera eraci ción, cuy cuyaa gen genial ialida idad, d, sol soltan tando do las cadenas de la psique infinita, hab ía iniciado una nueva era de la cultura y cuyas

 

creaciones de su intelecto habían establecido la superioridad del arte tonal alem án en cualquier parte del mundo civilizado? Ese d ía había demostrado tener una profunda sensibilidad, renunciando a toda gloria externa, obsequi ándome a mí  y mis sueños de  juventud con una simpatía que habría de ser en el futuro un bien preciado para m í. «No dudéis en valeros de mí  siempre que pueda seros de utilidad o serviros de cualquier forma», fueron sus palabras al despedirse. Todos mis amigos me aseguraron que el recibimiento que me hab ía dado Beethoven había sido harto excepcional. La primavera llegó casi de un día para otro y la solead soleadaa ma ñana del 3 de marzo estaba haciendo tiempo para que llegara la hora de mi cita, dando unos retoques a mi cantata aquí y allá, sentado al piano con mis mejores galas, cuando la sirvienta abri ó la puerta y, para mi gran sorpresa, allí  estaba Beethoven en el umbral de la puerta. Apenas podía creer lo que veían mis ojos: el famoso compositor no se hab ía arredrado ante los cuatro pisos de escaleras y me hab ía devuelto a mí, un neófito de sólo veinte años, la visita. No sé   qué  hice ni qué  dije en medio de mi turbaci ón; él, sin embargo, consciente de mi apuro, se puso a hablar de inmediato. Como hac ía un día tan agradable, se había acercado para llevarme a dar un peque ño paseo antes del almuerzo, y aprovechar la ocasión también para ver mi casa, mis instrumentos, mi música y los cuadros de mis padres, que le hab ía mencionado. Se puso a hojear mis cuadernos de ejercicios de contrapunto, a curiosear mi peque ña biblioteca, en la que encontr ó   a sus favoritos, Homero y Goethe, e incluso tuve que enseñarle un dibujo mío, cosas, todas ellas, que examinó  atentamente y elogió. No hace falta decir la alegr ía que me embargó al poder Volksgarten   junto al hombre al que camina cam inarr por las con concur currid ridas as cal calles les de cami camino no al Volksgarten veneraba y hasta qué   punto sus inteligentes comentarios y su amplia sabidur ía me permitieron reconocer el elevado vuelo de su genio en todos los sentidos. Cuando habl ha blab aba, a, ab abso sort rto o en sus sus tema temas, s, la riqu riquez ezaa de id idea eass qu quee sa sall ía de su boca era verdaderamente asombrosa. En nuestra ausencia, su ama de llaves hab ía hecho todos los preparativos necesarios. La mesa y el almuerzo estaban meticulosamente preparados y todo fue como un reloj. En palabras y en obras, Beethoven fue un verdadero ejemplo de anfitri ón protector. Se disculpaba continuamente por el desorden de su casa (que, en todo caso, aquel d ía no necesitaba disculpa alguna), no se cansaba de conversar, c onversar, y me cont ó el momento en que, siendo él un joven de no m ás de veintidós años, tras la muerte de su padre Johann (que murió el 18 de diciembre de 1792), hab ía peregrinado por segunda vez a Viena, que no había abandonado desde entonces. Preparó   él mismo el caf é  con una máquina que se acababa de inventar, cuyo engranaje me explic ó  en gran detalle. Lo tomamos en un cuarto adjunto en el que no hab ía entrado aunque tenía la puerta siempre abierta. Allí vi el magnífico piano de cola de Broadwood y, sobre él, la edición de luxe de luxe de las obras de

 

Händel. Ambos se los había donado la ciudad de Londres. También había un volumen abierto sobre el atril del piano. ¿Tocaba aún de vez en cuando? Yo nunca le o í hacerlo, pero aproveché la oportunidad para comentarle que hacía tiempo había cundido el temor de que se mudara en el futuro a Inglaterra, abandonando su patria, a sus amigos y admiradores, y la pena que había sus suscit citado ado en Ale Aleman mania ia la not notici iciaa de este este pre previs visto to cam cambio bio de res reside idenci ncia. a. El abatimiento que mostró me pareció una prueba clara de que tocando este tema le hab ía hecho recordar algunas amargas experiencias, y de que hab ía abierto sin querer heridas apenas cicatrizadas, aunque es imposible que aquella inocente confesión, muestra de mi vivo interés, le hiriera. Y de hecho no lo hizo, ya que despu és de pasarse la mano por la frente varias veces, respondió: «En honor a la verdad, es cierto que hace algunos a ños decidí  marcharme de Viena. Tomé  esa decisión por razones que nada ten ían que ver con mi profesión, y además me habían hecho ofertas de fuera, sobre todo de Inglaterra y de Cassel, que me aseguraban unos ingresos mucho mayores, lo cual pesaba mucho en vista de mis circunstancias. Mi patrono y pupilo imperial, el archiduque Rodolfo, se sintió  profundamente consternado al oír mi decisión: “¡No, no! —exclamó—. ¡Eso no debe ocurrir jamás! ¡Jamás deberíais dejar el lugar que un Mozart y un Haydn han consagrado antes que vos! ¿Y dónde demonios encontraríais otra Viena? Hablaré   con mi herm hermano, ano, el empe emperador rador Francisco Francisco.. Habla Hablarré   con Este Esterhazy, rhazy, Liec Liechten htenstei stein, n, Palff Palffy, y, Lobkowitz, Karoly, con todos los pr íncipes, para que se os garantice un salario regular y suficiente que os libre de preocuparos por vuestra subsistencia”». «¿Y qu é  ocurrió entonces?», pregunté. «Cuando los caballeros encabezados por el archiduque Rodolfo acordaron paga garrme una cantidad determi min nada, sin sospecha char que estas responsab resp onsabilidad ilidades es legal legalment mentee vincu vinculante lantess pudie pudieran ran cambi cambiar ar jamás, me quedé, seguí componiendo, dando mis conciertos y Akademien, y  Akademien, pero  pero sucedió algo que jamás sospeché que pudiera suceder: no cumplieron su palabra 10. Al fin y al cabo, ¡qué le importan a la ar aris isto tocr crac acia ia de alta alta alcu alcurn rnia ia lo loss idea ideale less de la vi vida da de un ar arti tist sta! a!». ». Y añadió   con amargura: «Tengo que trabajar para vivir». Me partió el alma oír aquellas palabras salir de su boca; no me las esperaba. Pero dud é si darle mi opinión sobre aquella traición de su confianza, ya que hablar de ello le hab ía afectado afect ado visib visibleme lemente. nte. Así   pues, pues, traté   de lle llevar var su pen pensam samie iento nto en otr otraa dir direcc ecciión, recur recurrie riendo ndo de nu nuevo evo al ent entusi usiasm asmo o que Fidelio Fidelio   había susc suscitado itado tan recie recienteme ntemente, nte, diciéndole, en relación con ello, que al fin se hab ía vencido la incomprensión que había sufrido la obra y que el arte alemán esperaba ansioso una nueva creaci ón dramática de su puño y letra. «Pero, ¿dónde podría yo encontrar un buen libreto de ópera, uno que realmente real mente me inte interese rese?? —res —respond pondiió—. He reci recibi bido do los los ve vers rsos os de mu much chos os po poet etas as dispuestos, pero no tienen ni idea de lo que el m úsico necesita, y jamás pondré música a temas frívolos. Grillparzer me ha prometido un libro, Melusina, libro,  Melusina, y  y conf ío más en él que en otros. En fin, veremos qué sale de ello.»

 

Ya se sabe que, desgraciadamente, esto nunca lleg ó  a cu cumpl mplir irse se.. La Novena sinfoní a ocupó  todo su pensamiento, llev ándolo a las cotas m ás altas, y en aquel momento la terminación de esta gigantesca obra relegó  todas las demás actividades a un segundo plano. No obstante, deduje por su respuesta que pronto aparecer ían nuevos cuartetos y sonatas son atas cuy cuyos os man manusc uscrit ritos os ya había entre entregad gado. o. Era Eran n los mun mundia dialme lmente nte fam famos osos os cuartetos de cuerda, opp. 127, 130, 132 y 135, y las grandes sonatas opp. 109, 110 y 111, todas ellas obras maestras sin parang ón. Cuando llegó   la hora de la despedida, le di las gracias por todo lo que su noble hospitalidad me había aportado f ísica y espiritualmente. «¡Hasta la próxima!», oí   que exclamaba al otro lado de la puerta según me alejaba. Aunque, mirándolo con detenimiento, los exabruptos y malos modos de Beethoven no tienen excusa, lo cierto es que, vista la limitad ísima relación que tenía con el mundo a causa de su sordera y su ensimismamiento en su mundo interior, ser ía justo pedir algo de compr comprensi ensión hacia él por estos estos fal fallos los men menore ores. s. Mi rec recuer uerdo do per person sonal, al, bas bastan tante te objetivo, sólo guarda el eco de un carácter sensible y de gran coraz ón, cuya amabilidad y paciencia en lo referente a mis composiciones y publicaciones me hicieron sentir un gran pudor, que luego incluso, lejos de casa y en tierra extranjera, fue un buen augurio para mí. Y considero muy dudosa la credibilidad de algunas an écdotas que circulan sobre él en Viena, sobre sus man ías y sus excentricidades, ya que, en mi opinión, no reflejan su humor cándido ni se correspondían, en lo referente a asuntos art ísticos, con las opiniones claras y abiertas que él expresaba. Huelga decir que estos comentarios sólo se refieren al periodo considerado aqu í  en particular, ya que Beethoven, cuyos primeros tiempos quedaron eclipsados por muchas nubes sombr ías, tenía cincuenta y cuatro años y, a diferencia del pasado, se había vuelto mucho más callado y tranquilo. Entretanto, vivía por temporadas en la maravillosa Helenental, cerca de Baden, donde, en la naturaleza abierta, sus poderes creativos se nutr ían de su más f értil alimento en medio de las colinas y los tupidos bosques, y donde las ideas, seg ún él mismo decía, le llegaban a raudales. Fui a verle all í, pues se sent ía muy indispuesto: el germen de su futura enfermedad ya estaba presente en su cuerpo y no pude sino admirar la presencia de ánimo con la que luchó   contra ella. Nada en él dejaba entrever su sufrimiento durant dur antee nu nuest estras ras exc excur ursio siones nes jun juntos tos po porr el camp campo. o. Las imáge gene ness de los los pa pais isaj ajes es captaban por completo su mirada y sus sentimientos, ¿o acaso no le debemos a su vida en el campo la idílica descripción de su incomparable Sinfoní a Pastoral? Apenas unas semanas después nos vimos en la Kärnthnerstrasse. Él me vio primero con su agud agudaa mi mira rada da y, al lleg llegar ar do dond ndee esta estaba ba yo yo,, me cogi cogió   sú bitamente del brazo: «Acompañadme, si tenéis tiempo, a la Paternostergass Paternostergassel, el, a Steiner’s (la tienda de m úsica de Steiner y Haslinger) —me dijo—: quiero echarle un buen rapapolvo. Si fuera por ellos no sacarían mis composiciones hasta que yo me muera, porque creen que as í harán

 

más negocio con ellas, pero sé cómo enfrentarme a ellos» (literalmente). En esta ocasi ón me sorprendió enseguida ver a Beethoven, que normalmente era tan descuidado con su atuen atu endo, do, ves vestid tido o con des desaco acostu stumbr mbrada ada ele elegan gancia cia,, con una le levit vitaa azu azull con bot botone oness amarillos, unos pantalones bombachos blancos impecables, un chaleco a juego y una chistera de castor nueva, colocada, como de costumbre, en la parte posterior de la cabeza. Le dejé  a la entrada de la tienda, que estaba llena de gente, y él, tras darme las graciass por acompañarle, entró  en el despacho de Herr Steiner con él. No pude evitar gracia contarle a mi profesor Mayseder, que vivía en el barrio, la chocante transformaci ón de Beethoven con su aspecto elegante, algo que, sin embargo, no sorprendi ó  a Mayseder tanto como me había sorprendido a mí, ya que dijo sonriendo: «No sería la primera vez que sus amigos se llevan su ropa vieja durante la noche y le ponen nueva en su lugar. Él no se da ni cue cuenta nta de lo oc ocu urrido rido y se po pone ne lo que tie tiene de dela lant ntee con con tota totall despreocupación». Éste es el único incidente realmente llamativo que puedo contar sobre él; y tampoco investigué  m ás allá para ver si el asunto hab ía ocurrido realmente como me lo habían contado o no, aunque debo decir una vez v ez m ás que yo nunca observé el menor síntoma de despiste en Beethoven. Sólo añadiré  a lo que ya he mencionado la última conversación que mantuve con este solemne pensador. Un día le llevé una composición nueva y algo complicada que hab ía escrito y, después de leerla, dijo: «Ofrec « Ofrecéis demasiado, menos habría sido mejor; pero es algo propio de la divina naturaleza de la juventud, que nunca cree que sea suficiente. Mass es un de Ma deffect cto o que los años de ma madu dure rezz corr correg egir irán y, aun así, pref prefie iero ro la sobreabundancia a la escasez de ideas». «¿Qu é  debo hacer para encontrar el camino correcto, cómo lograsteis lograsteis alcan alcanzar zar vos esa noble meta?», a ñadí  con timidez. «Dejo que mis pensamientos me acompañen mucho tiempo, a veces incluso muchísimo tiemp tiempo, o, antes de ponerlos sobre papel —respondi ó—. Tengo una memoria tan fiel a la vez, que sé que, una vez he concebido un tema, no lo olvidar é, aunque pasen años. Hago muchos cambios, desecho y vuelvo a intentarlo otra vez hasta que estoy satisfecho. Es entonces cuando empieza en mi cabeza el desarrollo en toda su extensi ón, longitud, altura y profundidad, y como sé lo que quiero, la idea b ásica nunca me abandona. Surge, crece y oigo y veo la imagen completa tomar forma y sostenerse ante mí  como si estuviese hecha de una sola pieza, de forma que lo único que queda ya es escribirla. Ésta es una tarea rápida, siempre que disponga de tiempo para ella, ya que a veces estoy trabajando en varias composiciones al mismo tiempo, aunque me aseguro de no confundir nunca unas con otras. ¿Queréis saber de dónde saco las ideas? No puedo dec írosl roslo o con seguridad: me vienen sin pedirlo, directa o indirectamente. Casi podr ía cogerlas con las manos, en la naturaleza al aire libre, en los bosques, durante mis paseos, en el silencio de la noche, al alba más temprana. Surgen en estados de ánimo, que en el caso del poeta se transforman en palabras, y en el m ío, en tonalidades, que suenan, rugen y truenan, hasta que al final cogen cuerpo para mí en forma de notas.»

 

Le escuché  sintiendo sensaciones indescriptibles; me tom é  sus palabras muy en serio […]. Mayo llegaba a su fin, y, con él, mi estancia de casi dos a ños en Viena. Me entristec ía pensar que tenía que irme, y Beethoven también estaba visiblemente afectado. Hubo patetismo en su despedida, como si presintiera que ya no volver íamos a vernos: me habría postrado a sus pies. Cuando cogí  la pluma para agradecerle por última vez su infinita amabilidad conmigo, retir ó  mi mano. «¡Nada de gracias! —exclam ó—. No es necesario entre nosotros. Lo que he hecho lo he hecho de coraz ón. Y ya es suficiente, ¡no más lamentos! Un hombre debería ser firme y valiente en todo. ¿Vendr éis pronto a Viena de nuevo? ¿Cuándo os marcháis?» «El veintiséis o el veintisiete», respondí. «Entonces, sin duda, me permitiréis molestaros con cartas y con asuntos que me habr ía gustado atender en París, y podéis decirle al editor de m úsica Schlesinger, de viva voz, que sé  por qué  retrasa la publicación de mis manuscritos y que ya no pienso tolerarlo más.» Cuando me despedí  del admirable hombre que tanto ha conseguido para el arte de la tonalidad, una melanc ólica tristeza veló enseguida mi mirada. No obstante, el día antes de mi partida disfruté  de una maravillosa experiencia. Por la mañan anaa te temp mpra rano no,, esta estaba ba or orde dena nand ndo o mi miss cosa cosass cu cuan ando do oí   a algu alguie ien n llam llaman ando do suavemente desde fuera y abrí  la puerta. ¿Y qu é  me encontré? A Beethoven, que entró en la habitación. Es de suponer el asombro que sentí  cuando me vi sorprendido en medio de aquel revoltijo de ropa, baúles, música e instrumentos. Sin embargo, él apenas se percató de ello, y dijo que s ólo había pasado a desearme buen viaje por última vez, y para entregarme las cartas prometidas para Cherubini y Schlesinger (sin sellar, debido al servicio postal francés). Como no sabía si iba a encontrarme en casa, hab ía tomado la precaución de escribirme una carta con instrucciones, que debía leer cuidadosamente. Esta carta, una reliquia sagrada de mi álbum, contenía, en efecto, las más detalladas instrucciones sobre los encargos que me encomendaba, y terminaba declar ándome su más cordial estima. Cuando la hube leído y le hube prometido que har ía todos los recados lo mejor posible, continuó: «También os he traído un pequeño souvenir: souvenir:   sé que le daréis algún valor. ¡Tomadlo en honor del recuerdo y seguid pensando bien de m í!». Con manos temblorosas recib í  la preciada hoja de papel pautado. Conten ía un canon para seis voces con las palabras: «“¡El hombre deber ía ser noble, bueno y servicial!” Palabras de Goethe, música de Beethoven. Viena, mayo de 1823». En la otra cara ponía: «¡Que tengáis un próspero viaje, mi estimado Herr Schl össer! Que todo vaya como deseáis. Vuestro más devoto, Beethoven». Bajamos las escaleras de la mano y, cuando llegamos abajo, me qued é   mirándolo durante mucho tiempo, hasta que desapareció de mi vista.  10 Esta  10 Esta injusta sospecha se hab ía convertido en una obsesi ón para Beethoven.

 

Edward Edwar d Schulz Schulz (1823) (1823)

En 1824 apareció  en la revista musical The  Harmonicon la siguiente historia historia gr á fica bajo el t í  ítulo t  ulo «Un dí a con Beethoven: extracto de una carta desde Viena a un amigo en Londres». Es de Edward Schulz, quien, pese a su apellido alemán, era inglé s. s. Si el 28 de septiembre de 1823 fue para é l un dies faustus, é 

í  í  tambi nativam lovament fue ente para Beethoven, ya que aparentemente uno de d das, ón f í  ísica í a compar com parati e hab hablan lando, do, en que que,,fue por alg alguna una mis mister terios iosa a los razpoqu s simos ica,, po pod  prescindir del uso de la trompetilla. Si Herr Schulz, seguramente acompañado del editor edi tor Has Haslin linger ger,, hub hubie iera ra vis visit itado ado a Bee Beetho thoven ven un dí a antes o un d í a desp despu ué ss,, ía   escrito que eran exagerados los relatos sobre la sordera del  probablemente no habr í 

maestro.

Cumplo ahora la promesa que os hice al marcharme a Alemania el verano pasado de ofreceros, de vez en cuando, un relato de aquello que me pareciera interesante en el terreno de las bellas artes, particularmente en el de la m úsica. Y como os dije que no me atendría a ningún orden de tiempo ni lugar, empiezo sin m ás con Viena. Ésta es la ú

ciudad que, sica, hay que m llamar, a su prestigio, la capital de Alemania. Enhablando cuanto a de las m ciencias, sucede ás bienen lobase contrario, siendo considerada su universidad generalmente una de las peores del pa ís. El norte de Alemania ha tenido siempre a los mejores teóricos: los Bach, Marpurg, Kirnberger, Schwenke, Türk, pero los compositores más célebres siempre abundaron más en el sur, sobre todo en Viena. Aquí no sólo recibieron su educaci ón musical Mozart, Haydn, Beethoven, Hummel, M. v. Weber, Spohr, etcétera, sino que es donde la mayor ía de ellos crearon las obras que les han granjeado la mayor fama, y a ún en el periodo actual Viena abunda en m úsicos eminentes: C. Kreutzer, Stadler, Mayseder, C. Czerny, Pixis y ese joven prodigio del pianoforte, Liszt. Sólo tratar de explicaros brevemente el estado actual de la música en Viena excedería ya los límites de una carta. Por tanto, dedicaré  mejor lo que queda de ésta a hablar de aquel que todav ía es el ornato más brillante de la ciudad imperial: Beethoven. No debéis esperar de mí, no obstante, nada parecido a una biograf ía; eso lo dejaré para una futura ocasión. Ahora sólo deseo ofreceros el breve relato de un día que visité   al pr proh ohom ombr bree y, si al fi fina nall me exti extien endo do en mi na narr rrac aciión en as aspe pect ctos os si sin n importancia, haréis bien en atribuirlo a mi veneraci ón por Beethoven, que me lleva a considerar de gran inter és cualquier cosa mínimamente conectada con este personaje tan distinguido. Siempre recordaré  el 28 de sep septie tiembr mbree de 1823 como un dies faustus;  faustus;  ciertamente, no cr creo eo ha habe berr pa pasa sado do un día más feliz liz qu quee aq aqu uél. Por la mañana te tempr mprano ano,, fu fui, i, acompañado de dos caballeros vieneses —uno de los cuales, Herr H., es conocido como el mejor amigo de Beethoven—, al excelentemente bien situado pueblo de Baden, a unas é

doce Viena,dificultad donde aqu l suele residir en recibiera. los mesesAl deprincipio verano. Al conó muy Herr H. nomillas había de de tener alguna para que me meirmir serio, pero inmediatamente después me dio la mano efusivamente, como si fuera un

 

viejo conocido, ya que, aunque sólo fue una visita muy breve, en ese momento record ó la pr prim imer eraa visi visita ta qu quee le hice hice en 18 1816 16,, un unaa pr prue ueba ba de su exce excele lent ntee me memo mori ria. a. Desgraciadamente, le encontré   muy cambiado f ísicamente y, de pronto, pensé   que parecía muy desdichado. Las quejas que luego le trasladó  a Herr H. confirmaron mis miedos. Temí que no me fuera a entender una sola palabra; pero me alegra decir que me equivoqué  en esto, ya que captó  muy bien todo lo que le dije dirigi éndome a él alto y despacio. Quedaba claro por sus respuestas que no se hab ía perdido nada de lo que había dicho Herr H., a pesar de que ni éste ni yo utilizamos artilugio alguno. Según esto, lógicamente concluiréis que es muy exagerado lo que se cuenta últimamente en Londres sobre su sordera. No obstante, debo mencionar que cuando toca el pianoforte pulsa las teclas con tanta fuerza que suele ser a costa de unas veinte o treinta cuerdas. Una vez se ha conseguido ponerle de buen humor, no hay nada m ás vivaz, animado y —por utilizar un epíteto que tan bien caracteriza sus propias sinfon ías— enérgico que su conversación, pero basta una pregunta desafortunada, un consejo mal entendido — por ejemplo, en relación con la curación de su sordera— para que se aleje de uno para siempre. Quería confirmar, para una composición concreta en la que estaba trabajando, cuál es la nota m ás alta posible del trombón, y se lo pregunt ó  a Herr H., pero no pareci par eciero eron n sat satisf isface acerle rle sus sus res respue puesta stas. s. Me con conttó   enton entonces ces qu que, e, en gen gener eral, al, había recurrido a los distintos artistas correspondientes para informarse sobre la confecci ón, el carácter y el registro de los principales instrumentos. Me present ó  a su sobrino, un hermoso joven de unos dieciocho años, que es el único familiar con el que mantiene una relación cordial. «Podéis proponerle un enigma en griego, si quer éis», dijo, queriendo señalarme con ello, según me explicaron, el conocimiento que el joven ten ía de ese idioma. La historia de este pariente suyo dice much ísimo del corazón bondadoso de Beethoven; ni el padre m ás afectuoso habría hecho más sacrificios por él de los que Beethoven hizo. Después de llevar más de una hora con él, acordamos reunirnos para comer, a la una, en ese valle tan hermoso y rom ántico llamado «das Helenenthal», a unas dos millas de Baden. Después de haber visitado los ba ños y otras curiosidades del pueblo, fuimos de nuevo a su casa a las doce y, como ya nos estaba esperando, iniciamos de inmediato nuestro paseo al valle. B. es un notorio caminante y se recrea en caminatas de muchas horas, especialmente por entornos salvajes y románticos. Es más, me han dicho que a veces pasa noches enteras haciendo estas excursiones y a veces no le ven por casa en d ías. En nuestro camino al valle, se detenía a menudo para señalarme los lugares más hermosos o los defectos de los edificios nuevos. Otras veces parecía bastante absorto en s í  mismo y se limitaba a tararear de forma ininteligible. Entend í, no obstante, que era as í  como componía, y también supe que jamás escribe una sola nota hasta que se ha formado el diseño de toda la pieza en la cabeza. Hacía un día excepcionalmente bueno, así  que comimos al aire libre. Complació muchísimo a Beethoven que fuéramos los únicos huéspedes del hotel, ya que estuvimos solos todo el d ía. La comida vienesa es famosa en toda Europa, y la quee tr qu traj ajer eron on pa para ra no noso sotr tros os era era tan tan su sunt ntuo uosa sa qu quee B. no pu pudo do evit evitar ar co come ment ntar ar su

 

abundancia. «¿Por qué  tantos platos distintos? —exclamó—. El hombre se diferenciará poco de los demás animales si su mayor placer se reduce a una mesa de comer.» Hizo esta reflexión y otras parecidas durante la comida. Lo único que le gusta comer es pescado, pesc ado, y, dent dentro ro de él, la trucha es su favorito. Es enemigo ac érrimo de todo g todo  gê ne,  ne,  y creo que no hay ning ún otro individuo en Viena que hable tan abiertamente sobre todo ti tipo po de tema temas, s, incl inclui uido doss los los po pollítico ticos, s, como como Be Beet etho hove ven. n. Oy Oyee ma mal, l, pe pero ro ha habl blaa increí blemente  blemente bien, y sus observaciones son tan singulares y originales como sus composiciones. De toda la conversaci ón que mantuvimos a la mesa no hubo nada tan interesante como lo que dijo sobre H ändel. «Händel es el mejor compositor de todos los tiempos» 11, le o í aseverar claramente en alem án cuando me senté cerca de él. No puedo describiros el patetismo e incluso dir ía el sublime lenguaje con el que habló  del  del Mes  Mesí as as de este genio inmortal. A todos nos conmovi ó cuando dijo: «¡Me descubrir ía la cabeza y me arr arrodi odilla llarría sobr sobree su tu tumb mba! a!». ». H. y yo inte intent ntam amos os re repe peti tida dame ment ntee llev llevar ar la conversación hacia Mozart, pero no tuvimos éxito. «En una monarquía sabemos quién es el primero», fue lo único que le oí  decir, que podr ía, o no, referirse al tema. No obst ob stan ante te,, He Herr rr C. Cz Czer erny ny —q —qui uien en,, po porr ci cier erto to,, no es capa capazz de tocar tocar sus sus prop propia iass composiciones sin tener la partitura delante pero se sabe cada nota de Beethoven de memoria— me dijo que B. a veces elogiaba a Mozart hasta la saciedad. Cabe se ñalar que este gran músico no soporta que alaben sus anteriores obras; y me contaron que siempre le enfurece que se haga alg ún elogio a su septeto, sus tr íos, etcétera. Sus últimas creaci cre acione ones, s, tan poc poco o apr apreci eciada adass en Lon Londre dres, s, per pero o muy adm admira iradas das por los j óvenes artistas de Viena, son sus favoritas. Entendí  que considera su segunda misa su mejor obra. Ahora mismo está inmerso en la escritura de una nueva ópera, llamada Melusina, llamada Melusina, cuyas letras son del famoso pero desafortunado poeta Grillparzer. Se preocupa muy poco de las nuevas obras de los compositores vivos, hasta el punto de que cuando le pregun pre guntar taron on por Freischültz, ltz,   respondió: «C «Cre reo o qu quee la ha es escr crit ito o un tal  tal  Webe Weber». r». Os complacerá   oír que es un gran admirador de los antiguos. Prefiere a Homero, en particular parti cular su Odisea, Odisea, y  y a Plutarco por encima de los dem ás; y de los poetas aut óctonos, prefiere estudiar a Schiller y a Goethe m ás que a ningún otro; este último es amigo personal suyo. Parece tener siempre una opini ón muy favorable de la nación británica. «Me gusta la noble sencillez de los modales ingleses», dijo, y a ñadió  m ás elogios. Me dio la impresión de que todav ía tiene la esperanza de visitar este pa ís con su sobrino. No se me debe pasar mencionar aqu í que escuché un trío suyo para pianoforte, violín y violonchelo, que me pareció muy hermoso y que va a salir pronto en Londres. El retrato que se ve de él en las tiendas de m úsica no es como es ahora, sino como era hace ocho o diez años. Podría contaros muchas cosas más de este hombre extraordinario que, por lo que he visto y sabido de él, me ha inspirado la más profunda devoción, pero me temo que ya os he robado demasiado tiempo. La manera tan amable y cordial con la ó

ó

que me trat la yvida. Adieu me despidi durar vida.  Adieu..  me ha dejado grabado en la memoria un recuerdo que me á toda

 

  11 Mozart dijo algo parecido; y Haydn, durante una representaci ón en la abadía de Westminster del  Mesí as, se as, se vio casi abrumado por sus sublimes compases y llor ó como un niño.

 

 Franz Grillparzer (1823)

Seguramente no se habr í  ían a   n registrado  jamás las reminiscencias del gran poeta austriaco sobre Beethoven de no haberse sentido obligado en 1810 a mostrar su desacuerdo con las afirmaciones de Ludwig  Rell Re llst stab ab sobr sobree el fr frac acas aso o del del proy proyec ecto to pa para ra es escr crib ibir ir un una a ó pera de Melusina en ó

ó

é 

colaboraci con Beethoven. pesar872) de su creciente y admiraci n por ste,  parece que n Franz Grillparzer A (1791-1 (1791-1872) nunca lleg ó respeto  a compartir el punto de vista ético est é  t  ico de Beethoven. No obstante, no debemos tomar su aforismo «Beethoven: caos», ículo citado por Mr. Philip Gordon en su solvente art í  c  ulo en The Musical Quarterly sobre íttico   ico musical», demasiado al pie de la letra. Mr. Gordon tambi é n «Franz Grillparzer: cr í  cita las emotivas palabras de Grillparzer contando c ómo lleg ó  a escribir su famosa oración f únebre para Beethoven: «Schindler me habí a dado la noticia de que Beethoven se estaba muriendo y sus amigos quer í  ían a   n que yo escribie escribiera ra un discurso f únebre para que el actor Anschütz lo diera en su tumba […]. Hab í a llegado a la segunda parte del discurso cuando Schindler vino de nuevo y me dijo que Beethoven acababa de morir. Entonces algo se quebr ó en mi interior; las lá grimas me brotaron de los ojos y no pude te term rmin inar ar el di disc scur urso so con con la mi mism sma a el eleg eganc ancia ia con con la qu quee lo ha hab b í a emp empez ezado. ado. No obstante, el discurso estaba hecho… Hab í a amado a Beethoven de verdad […]».

Vi por primera vez a Beethoven en mis años de niñez —lo que ser ía 1804 o 1805— en una velada musical vespertina en casa de mi t ío, Joseph Sonnleithner, en aquel a quel entonces socio de un negocio artístico musical en Viena. Aparte de Beethoven, se encontraban entre los presentes Cherubini y el abate Vogler. En aquella época, Beethoven todavía era esbe esbelt lto, o, mo more reno no y, a dife difere renc ncia ia de su cost costum umbr bree de años po post ster erio iore res, s, ib ibaa mu muy y elegantemente vestido. vestido. Llevaba gafas, algo en lo que repar é especialmente, ya que en un periodo posterior dejó de servirse de esta ayuda contra la miopía. No recuerdo si tocó él o fue Cherubini, sólo me acuerdo de que, cuando la sirvienta ya hab ía anunciado que la cenaa est cen estaba aba servi servida, da, el aba abate te Vog Vogler ler se sent sentó   al piano y empezó   a toc tocar ar inf infini initas tas variac var iacion iones es sobre sobre un tema tema afr africa icano no que había traído él mismo de su tierra natal. Mientras lo desarrollaba musicalmente, la concurrencia fue pasando poco a poco al comed com edor. or. Sólo se que quedar daron on Be Beeth ethove oven n y Che Cherub rubini ini.. Al fin final, al, tam tambi bién desa desaparec pareciió Cherub Che rubini ini y sólo qu qued edó   Beetho Beethoven, ven, de pie junt junto o al dilig diligente ente pianista. Finalmen Finalmente, te, también él perdió  la paciencia, pero, a pesar de ello, el abate Vogler, completamente abandonado ya, no dejó de ninguna manera de acariciar su tema. Yo me había quedado en la habitación, deslumbrado por la enorme naturaleza de los acontecimientos. En cuanto a lo que aconteció  desde ese momento en adelante, mi memoria, como suele suceder con los recuerdos de infancia, me falla por completo. No s é quién se sentó junto a Beethoven en la mesa, si convers ó  con Cherubini o si el abate Vogler se uni ó  a ellos después; es como si hubieran echado un oscuro telón en mi mente sobre todo ello. Uno o dos años después, pasé  el verano con mis padres en el pueblo de Heiligenstadt,

cerca de Viena. Nuestra vivienda daba al jard ín y las habitaciones que hab ía alquilado

 

Beethoven daban a la calle. Los dos conjuntos de apartamentos estaban conectados por un pasillo común que llevaba a las escaleras. Mis hermanos y yo le prest á bamos poca atención a aquel hombre raro que se hab ía puesto más robusto e iba vestido de una forma muy descuidada, incluso desaliñada, cuando pasaba gruñendo a nuestro lado. Sin embargo, mi madre, una melómana apasionada, siempre se dejaba llevar cuando le oía tocando el piano; pasaba al pasillo com ún y se quedaba ahí  de pie, no junto a su puerta, sino pegada junto a la nuestra para escucharle con absoluta devoci ón. Lo había hecho ya tal vez en un par de ocasiones cuando, de repente, se abri ó de golpe la puerta de Beethoven, salió   éste, vio a mi madre, volvi ó  a meterse dentro y se lanzó  a la calle escaleras abajo con el sombrero puesto. Desde entonces no volvi ó  a tocar el piano. Como no había oportunidad de hacerlo de otro modo, mi madre pidió  en vano a un sirviente que le asegurara a Beethoven que no iba a volver a escucharle a hurtadillas cuando tocase, que nuestra puerta que daba al pasillo permanecería cerrada y que todos los de nuestra casa, en lugar de utilizar las escaleras comunes, dar íamos un rodeo y utilizaríamos solamente la entrada del jardín. Pero Beethoven se mantuvo inflexible y su piano quedó  en silencio hasta que el otoño tardío volvió  a traernos finalmente de vuelta a la ciudad. Uno de los veranos siguientes fui a visitar con asiduidad a mi abuela a la casa de campo que ella tenía en el pueblo vecino de Dö bling. Beethoven tambi én estaba viviendo por entonces en Dö bling. Frente a los ventanales de mi abuela estaba la ruinosa casa de un camp campes esin ino o llama llamado do Floh Flohbe berg rger er,, cono conoci cido do po porr su vi vida da libe libert rtin ina. a. Ap Apar arte te de su desagradable casa, Flohberger tambi én tenía una hermosa hija, Lise, cuya reputación no era nada buena. Beethoven pareci ó  interesarse mucho por esta chica. Todav ía puedo verlo, subiendo a zancadas por la Hirschgasse, arrastrando por el suelo el pa ñuelo  blanco que llevaba en la mano derecha, paránd ndos osee en la ve verj rjaa de la hu huer erta ta de Flohberger, dentro de la cual la atolondrada belleza, de pie sobre una carreta de paja o de abono, empuñaba el rastrillo de forma lasciva, riéndose sin parar. Nunca vi a Beethoven hablar con ella. Simplemente se quedaba all í  en silencio, mirándola desde fuera, hasta que al final la chica, que gustaba más de muchachos campesinos, provocaba su ira con alguna palabra desde ñosa o ignorándole a conciencia. Se marchaba entonces girándose rápidamente, si bien no se olvidaba la siguiente vez de volver a pararse en la verja de la huerta. De hecho, su interés era tan grande que cuando el padre de la chica acabó  en el calabo calabozo zo del pueb pueblo lo (cono (conocid cido o com como o el Kotter) Kotter)   por asalto y agresión en estado esta do de ebrie ebriedad, dad, Beet Beethove hoven n inte intercedi rcedió   personalmente por él ante el consejo de mayores del pueblo para que lo soltaran. Pero tal como era su costumbre, trat ó  a los venerables consejeros de forma tan desabrida que a punto estuvo de convertirse en el acompañante forzoso de su protegido cautivo. Más adelante le veía sobre todo por la calle, y en una o dos ocasiones le vi tambi én en un caf é, donde pasaba muchos ratos con un poeta del c írculo de Novalis-Schlegel, ya muerto y olvidado desde hace tiempo, Ludwig Stoll. Se dec ía que estaban proyectando

 

 juntos una ópera, pero es inconcebible que Beethoven esperara sacar algo de utilidad de aquel pesado atolondrado; a lo sumo, meras fantas ías absurdas, eso sí, bien versificadas. Mientras, yo había dirigido mis pasos hacia el camino de la publicidad. Ya se hab ían publ pu blic icad ado o  Ahnfrau, Sappho, Medea Medea   y Ottokar Ottokar   cua cuando ndo,, de rep repen ente, te, el con conde de Mor Moritz itz Dietrichs Dietri chstei tein, n, ent entonc onces es dir direct ector or de lo loss dos teatr teatros os de la cor corte, te, me hizo hizo sab saber er qu quee Beethoven se había dirigido a él para pedirle que me convenciera de que escribiera un libreto de ópera para él. Debo confesar que la petici ón me supuso un verdadero dilema. Para empezar, la idea en s í de escribir un libreto de ópera era algo completamente ajeno a mis pensamientos, y además du duda dab ba de que Be Beeetho hove ven n —qu quee, en entr tree tant tanto, o, se ha hab bía qu qued edad ado o completamente sordo, y cuyas últimas composiciones, al margen de su gran valor, habían adquirido una dureza que me parec ía contraria al tratamiento de las partes vocales— aún pudiese componer una ópera. Pero al final la idea de brindarle a aquel prohombre la oportunidad real de escribir una obra que, de todas maneras, ser ía muy interesante superó las demás consideraciones y di mi consentimiento. Entre los temas dramáticos que había apuntado para desarrollar en un futuro hab ía dos que, en cualquier caso, parecían admitir un tratamiento de estilo operístico. El primero se movía en el terreno de la pasi ón más exaltada. Pero, aparte de que no conocía a ningún cantante que pudiera hacer el papel principal, no quer ía darle pie a Beethoven, espoleándole con un tema medio diab ólico, para acercarse aún más a esas fronteras extremas de la música que ya se abrían a sus pies como abismos a bismos amenazantes. De modo que elegí la leyenda de Melusina, separé y aparté, en la medida de lo posible, las partes reflexivas e intenté, mediante el dominio del coro y de los tremendos finales y d ándole al terc tercer er ac acto to un unaa fo form rmaa ca casi si me melo lodr dram amática tica,, ad adap apta tarm rmee todo todo lo po posi sibl blee a la idiosincrasia de las últimas tendencias de Beethoven. Durante el verano de 1823, a petici ón suya, visité  a Beethoven en Hetzendorf con Herr Schindler. No sé  si me lo coment ó   éste cuando í bamos  bamos de camino o si alguien ya me había dicho antes que, debido al trabajo urgente que le hab ían encargado, Beethoven no había podido llevar a cabo la composici ón de la ópera. Así  pues, evité  aludir al tema durante la conversación. Dimos un paseo y charlamos juntos lo m ás a gusto posible, medio hablando, medio escribien escr ibiendo, do, mien mientras tras caminá bamos. Todavía me em emoc ocio iono no al re reco cord rdar ar cómo, al sentarnos a la mesa, fue Beethoven a la habitaci ón de al lado y trajo cinco botellas. Puso una junto al plato de Schindler, una delante del suyo y las otras tres en fila delante de mí, probablemente para decirme, a su manera ingenuamente salvaje y bondadosa, que era libre de beber tanto como deseara. Cuando regres é a la ciudad sin Schindler, que se quedó  en Hetzendorf, Beethoven insistió   en acompañarme. Se sentó  conmigo en el

 

carruaje descubierto, pero, en lugar de venir simplemente hasta las afueras de pueblo, me acompañó   de vuelta hasta la propia ciudad, y al bajarse a las puertas de ésta, después de estrecharme la mano efusivamente, emprendió  el largo camino de hora y media de regreso a casa solo. Al salir del carruaje, vi que hab ía un papel justo donde él había estado sentado. Pens é que se lo había olvidado y le hice señas para que volviera, pero meneó la cabeza y, riendo en alto, como cuando alguien cree que le ha salido bien una broma, echó a correr aún m ás deprisa en dirección contraria. Abrí el papel, y ten ía el importe exacto del alquiler del carruaje que hab ía acordado pagarle al conductor. La forma de vida que llevaba Beethoven le hab ía alejado hasta tal punto de los usos y costumbres del mundo que ni se le pas ó por la cabeza lo insultante que habr ía sido un gesto así en otras circunstancias. Sin embargo, yo me lo tomé como se supone que debía hacerlo y, riéndome, le pagué al conductor con el dinero regalado. Después de aquello lo vi, ya no recuerdo d ónde, sólo una vez más. «Vuestra ópera está terminada», me dijo en esa ocasi ón. Si por ello se refer ía a terminada en su cabeza, o a que los infinitos cuadernos de notas en que solía anotar las ideas y notas sueltas para su posterior desarrollo, inteligibles sólo para él, contenían también los elementos de esta ópera de forma fragmentaria, ya no lo s é. Lo cierto es que despu és de su muerte no se descubri ó  una sola nota que pudiera referirse claramente a nuestro trabajo en colaboraci ón. Yo mismo, de hecho, tal como me había propuesto, no se lo recordé  ni siquiera indirectamente y, dado que nuestra conversación por escrito me resultaba muy inc ómoda, no volví  a acercarme a él hasta que, vestido de negro y con una antorcha a ntorcha encendida en la mano, camin é tras su f éretro.

 

Webe We berr (1 (182 823) 3)

Beethoven Beetho ven no ll lleg  eg ó   a te tener nerle le el mis mismo mo res respet peto o com como o compositor a Carl Maria von Weber que a Cherubini, pero el sensacional é  xito de El ca caza zado dorr fur furtivo tivo le ll llev evó   a estud udia iarr la pa parrtitu titurra, y eso infl nfluyó   y cam amb bió significativamente su opinión de Weber. Cuando é ste ste fue a Viena para asistir a los ó

í 

ó

ensayos y a la primera n all  de su  pera Euryanthe el 25 de octubre de ón, por medio de Julius Benedict, para que 1823, Beethoven le hizorepresentaci llegar una invitaci  fuera a visitarle en Baden, donde estaba pasando el principio del verano. Por supuesto, Weber acept ó la invitación y el 5 de octubre escribió a su mujer habl ándole de su visita a Beethoven: Estaba muy cansado, pero ayer por la tarde tuve que salir de nuevo a las seis porque habí amos amos acordado hacer la excursi ón a Baden a las siete y media. Fuimos un grupo entre los que estaban Haslinger, Piringer y Benedict, pero, desgraciadamente, llovió  sin piedad. Lo principal era ver a Beethoven. Éste me recibió  de una forma conmovedor conmo vedorament amentee cariños osa; a; me ab abra razzó   al meno noss seis o siet iete ve vecces con gra ran n cordialidad y, finalmente, lleno de entusiasmo, exclamó: «¡Sois un hombre tremendo, ya lo creo, reo, un ho homb mbre re ma magn gní  fico!». Pasamos juntos el mediodí a, a , mu muy y feli felice cess y contentos, y este hombre rudo y repelente me agasajó , entre otras cosas, sirvi sirvié ndome ndome en la mesa con tanta delicadeza como si yo fuera su dama. En definitiva, siempre lo recordar é  é  como  como un dí a excepcional para m í  , así  como  como para los demás participantes. Me sent í  í   especialmente especialmente exultante al verme agasajado por la afectuosa atenci ón de este  gran espí ritu. ritu. Qué   trist tristee es su sor sorder dera: a: hay que escr escribi ibirle rle todo. Vimos los ba ños termales, bebimos bebimos agua del manantial y, a las cinco, regresamos a Viena. Siguiendo la tradición familiar, el hijo de Weber lo suplementa en la biograf ía de su padre (1864) del siguiente modo: Los tres hombres estaban emocionados cuando entraron en la habitaci ón desnuda y casi mísera en la que vivía el gran Ludwig. El aposento estaba desordenad ísimo. Había partituras, dinero y prendas de ropa por el suelo; la colada estaba apilada sobre la cama deshecha; el piano de cola, que estaba abierto, ten ía un dedo de polvo; había un juego de caf é desportillado sobre la mesa.

Beethoven se acercó a saludarlos. Benedict dice que el rey Lear o los bardos ossi ánicos debían de parecerse f ísicamente a él. Tenía el cabello tupido, gris e hirsuto, en algunas partes completamente blanco; la frente y el cráneo eran excepcionalmente curvilíneos y altos, como un templo; la nariz era rotunda, como la de un león; la boca tenía una forma noble y suave; la barbilla ancha, con esas maravillosas hendiduras con forma de concha de todos sus retratos, y con dos huesos maxilares que bien podr ían estar pensados para cascar las nueces más duras. Un oscuro tono rojizo se extendía por su amplio rostro picado de viruela; bajo las pobladas cejas, fruncidas por la melancol ía, unos pequeños ojos radiantes destellaron suav suavem emen ente te sobr sobree los los qu quee ac acab abab aban an de en entr trar ar;; su fi figu gura ra ci cicl clópe peaa y cu cuad adra rada da,, ligeramente más alta que la de Weber, estaba envuelta en una bata vieja de estar por casa, con las mangas rasgadas.

 

Beethoven reconoció a Weber antes de que mencionara su nombre, le estrech ó entre sus  brazos y exclamó: «¡Así   que aquí   estáis, maldito compañero! ¡Bendito de Dios!». E inmediatamente le entregó  la famosa libreta de escritura e iniciaron una conversaci ón, en cuyo transcurso Beethoven tiró  primero las partituras por el sof á  y después, con  bastante despreocupaci despreocupación, en presencia de sus invitados, se visti ó para salir. Beethoven se quejó  amargamente de su situación, despotricó  contra la dirección del teatro tea tro,, los emp empres resario arioss tea teatra trales les,, el pú blico, los italianos, el gusto popular y, en particular, contra la ingratitud de su sobrino. Weber, muy conmovido, le aconsej ó  que se alejara de esas condiciones repulsivas y disuasorias, y que hiciera una gira art ística por Alemania que le diera la oportunidad de comprobar lo que el mundo pensaba de él. «¡Demasiado tarde!», exclamó  Beethoven. Hizo como si estuviera tocando el piano y negó   con la cabeza. «Entonces, id a Inglaterra, donde os admiran», escribi ó  Weber. «¡Demasiado tarde!», volvió  a exclamar Beethoven; cogió  expresivamente a Weber del  brazo y le llevó con él al Sauerhof, donde com ía. Allí, Beethoven se mostr ó rebosante de  bondad y amabilidad hacia Weber.

 

Liszt (1823) Resulta curioso que, de vez en cuando, quienes empiezan su ca carr rrer era a co como mo prod prodig igio ioss años más tard tardee de desa sarr rrol olllan un una a av aver ersi sión hacia los Wunderkinder. Así  ocurri   ocurrió  con Beethoven, y seg ún sabemos por una conversaci ón que mantuvo con Schindler el 13 de abril de 1823, hizo falta que é ste ste insistiera a conciencia í 

 para convencer al maestro de que fuera al d a siguiente a un concierto de Franz Liszt,  por entonces de once a ños de edad. Parece que hay un conflicto cronol ó gico entre esta conversación y los recuerdos de Liszt de su única visita a Beethoven, que le cont ó   en 1875 a su alumno Ilka Horowitz-Barnay; pero si realmente Czerny llev ó a Liszt a ver a ía   la discrepancia. Beethoven la mañana de su concierto, se acabar í 

Yo tenía unos once años cua cuando ndo mi ven vener erado ado pro profes fesor or Cze Czerny rny me lle llev vó   a ver a Beethoven. Le había hablado a éste de mí   hacía ya tiempo y le hab ía rogado que me escuchara tocar en algún momento. Pero Beethoven sent ía tal aversión hacia los niños pr prod odig igio io qu quee siem siempr pree se ha hab bía ne nega gado do enérgi rgicam cament entee a rec recibi ibirme rme.. No ob obsta stante nte,, finalmente se dejó  convencer por el infatigable Czerny y, perdiendo la paciencia, al fin ó

á

exclam : «¡En nombre de Dios, est  bien, traedme al joven turco!». Er Eran an las las di dieez de la mañan anaa cu cuan ando do pa pasa samo moss a las las do doss ha habi bita taci cion ones es de la cas casaa Shwarzspanier   que Beethoven habitaba; yo, con cierta timidez, mientras Czerny me Shwarzspanier animaba amablemente. Beethoven estaba trabajando en una mesa larga y estrecha junto a la ventana. Nos miró  un rato con aire taciturno, le dijo unas palabras a Czerny y se quedó  callado cuando mi profesor me indic ó  que me sentara al piano. Primero toqu é una pieza corta de Ries. Cuando termin é, Beethoven me preguntó  si podía tocar una temperado. «¿Y podríais también fuga de Bach. Elegí la fuga en do menor de El clave bien temperado. transponer la fuga a otra tonalidad?», me pregunt ó  Beethoven. Afortunadamente, fui capaz cap az de hac hacerl erlo. o. Levan Levantté   la vist vistaa tras tras el ac acor orde de fi fina nal. l. Te Ten nía la os oscu cura ra mi mira rada da centelleante del gran Maestro clavada sobre m í. Sin embargo, de repente, una amable sonrisa cruzó  sus rasgos deprimidos y Beethoven se acerc ó  a mí, se agachó, puso una mano sobre mi cabeza y me mesó el cabello varias veces. «¡Hay que ver qué  hombre: un joven turco normal y corriente!» De repente, me crec í. «¿Pued «¿P uedo o toc tocar ar alg algo o vue vuestr stro o aho ahora? ra?», », le pre pregun guntté   con audacia. Bee Beethove thoven n sonr sonriió   y Concie cierto rto en do may mayor or.. Cu asintió. To Toqu qué   el el pr prim imer er mo movi vimi mien ento to de dell Con Cuand ando o te termi rmin né, Beethoven me cogió  con ambas manos, me bes ó en la frente y dijo: «¡Podéis iros! ¡Sois uno de los afortunados! ¡Le dar éis alegría y felicidad a mucha otra gente! ¡No hay nada mejor ni más excelso!». Liszt contó esto en un tono de profunda emoci ón, con lágrimas en los ojos y un c álido ó

toque de sencillo relato.orgullo: Se quedla callado un toque momento y luego dijo: «Este suceso defelicidad mi vidaen haelsido mi mayor piedra de de toda mi carrera de

artista. Lo cuento muy pocas veces y… y … ¡sólo a los buenos amigos!».

 

 Anton Schindler (1814-1827)

«Soy una persona muy torpe en todo lo que se refiere a encargos y recados»: as í  describi   describió Beethoven en una ocasión su notoria ineptitud para llevar sus asuntos de una forma razonablemente ordenada. Era una de las tragedias de su vida: que, pese a no ser apto para ello por naturaleza, las ó

circunstancias le obligaban a dedicarle mucha atenci n a los asuntos de negocios, etcé tera. tera. Afortunadamente, nunca le faltaron amigos a los que poder acudir a cudir en busca de ayuda, ya fuera para comprar unas cucharas o para cerrar contratos importantes, pero ía»,   », que, seg ún nos cuenta Schindler, sac ó a relucir hasta en entre su «terrib «terrible le cabezoner í  a su lecho de muerte, y su tendencia a dejarse aconsejar mal, el resultado no siempre fue bueno. Entre los amigos suyos que sacrifica sacrificaron ron gustosam gustosamente ente sus propios intereses intereses en aras de su bien bienestar estar y que se volvieron indispensables para él siempre ocupará un lugar de honor Anton Schindler (1795-1864), violinista y director de orquesta. Conoció a Beethoven en 1814 por pura casualidad y en 1815 retom ó el trato con él. De ahí en adelante, hasta que en 1825 y 1826 se vio temporalmente desbancado por Karl Holz, cuya influencia sobre Beethoven en determinados aspectos fue lamentable, Schindler asumi ó  las funciones de un leal fact ótum. Dadas las circunstancias, era lógico que se impusiera a s í mismo la tarea de escribir la biograf ía de Beethoven. Su obra, la primera con una entidad proporcional a la relevancia del tema, se public ó  en 1840 y tuvo varias ediciones revisadas (la última de 1909, preparada por Kalischer); un libro valios ísimo todavía a día de hoy para aquellos que busquen el retrato íntimo de Beethoven, el hombre.

A principios del año 1823, la casa editorial Breiktopf & Härtel quería un retrato de nuestro Maestro, y el elegido para realizarlo fue Waldmüller, profesor de la Akademie la  Akademie.. Los inconvenientes previsibles por parte de Beethoven para que pudiera llevarse a cabo el en enca carg rgo o er eran an el trab trabaj ajo o ur urge gent ntee y lo loss cont contin inuo uoss pr prob oble lemas mas de vi vist sta, a, co con n su consiguiente mal humor. Después de posponerlo varias veces, se acordó  la primera sesión, durante la cual Waldmüller se mostró reverencial y muy tímido, una actitud que en la mayoría de los casos no funcionaba con Beethoven. Ya hemos explicado en otra parte cómo otros dos pintores, Schimon y Stieler, lograron su prop ósito con la táctica totalmente opuesta. Por mucho que Waldm üller se apresuraba al delinear los contornos de la cabe cabeza za y pi pint ntar ar la pr prim imer eraa cap capa, a, el Ma Maes estr tro, o, ab abso sort rto o en sus sus pe pens nsam amie ient ntos os,, consideraba que tardaba demasiado. Así, se levantaba de la silla cada dos por tres y, contrariado, se ponía a recorrer la habitaci ón arriba y abajo, incluso hasta su escritorio en la habitación contigua. Aún no estaba preparado el lienzo cuando Beethoven dejó claro que ya no aguantaba m ás. Cuando se fue el artista, Beethoven dio rienda suelta a su ira y tildó  a Waldmüller de pintor despreciable por hacerle sentarse mirando a la ventana. Rechazó  tercamente cualquier justificación. No hubo más sesiones. El pintor, no obstante, completó el cuadro de memoria, porque, según me respondió al quejarme, no podía permitirse perder los honorarios de veinte ducados acordados con él. Beethoven debía de medir poco más de cinco pies y cuatro pulgadas, medida vienesa. Tenía un cuerpo rechoncho, con una estructura ósea poderosa y fuertes músculos; su

cabeza cab eza era era inu inusua sualme lmente nte gra grande nde,, cub cubier ierta ta de un cab cabell ello o lar largo go e hirsu hirsuto, to, cas casii por

 

completo gris, que solía llevar despeinado y que, cuando tambi én llevaba la barba demasiado larga —lo cual sol ía ser muy a menudo—, le daba un aspecto un tanto descuidado. Tenía la frente alta y ancha; los ojos, ocultos por el rostro cuando se re ía, eran pequeños, aunque cuando se le venía una idea a la cabeza sobresalían de repente a gran tamaño, girando brillantes sobre sus órbitas, con las pupilas casi siempre hacia arriba o, inmóviles, mirando fijamente hacia abajo. Asimismo, todo su aspecto exterior podía sufrir igualmente una repentina y llamativa transformaci ón, adquiriendo una apariencia claramente inspirada e imponente, de tal forma que su figura menuda, al igual que su alma, se crec ía ante uno hasta adquirir un tamaño gigantesco. Estos momentos de repentina inspiración a menudo le pillaban por sorpresa en medio de la más animada compañía o por la calle, y solían captar vivamente la atención de todos los transeúntes. Su fuero interno sólo se reflejaba en sus ojos radiantes y en su rostro, ya que, salvo cuando estaba ante la orquesta, jamás gesticulaba, ni con la cabeza ni con las manos. Tenía la boca bien formada, los labios sim étricamente proporcionados (según se dice, más protuberantes cuando era joven) y la nariz ancha. Su sonrisa daba un toque excepcionalmente amable y cordial a su cara, que causaba muy buena impresi ón, sobre todo cuando hablaba con desconocidos, ya que les animaba. Su risa, por otro lado, era a menu me nudo do exce excesi siva vame ment ntee estr estrue uend ndos osaa y dist distor orsi sion onab abaa sus sus ra rasg sgos os inte intele lect ctua uale les, s, profundamente marcados; su gran cabeza crecía y su rostro se ensanchaba a ún más, hasta dar el efecto conjunto de una máscara sonriente. Bien es cierto que s ólo duraba un momen mom ento. to. Su bar barbil billa la tenía un unaa he hend ndid idur uraa alar alarga gada da en el ce cent ntro ro y a los los lado lados, s, confiriéndole una forma de concha y un carácte cterr es espec pecial ial.. Su car caraa tenía un tono amarillento que, no obstante, desapareció  gracias a su continuo deambular al aire libre, especialmente durante el verano, en que las mejillas carnosas se le cubr ían de un inédito  barniz sonrosado y moreno. moreno. Uno de los recuerdos m ás divertidos que tengo del gran excéntrico es el de un viaje que hice en su compañía desde Hetzendorf hasta Baden para buscarle all í una residencia de verano, y la propia b úsqueda en sí. Empezó a repasar de memoria la larga lista de casas en las que hab ía vivido en Baden, sus ventajas e inconvenientes. De entre todas ellas sólo quedaba una que le gustaba. «Pero los propietarios me dijeron el a ño pasado que no volverían a alquilármela.» Ya le habían dicho a menudo cosas parecidas otros propietarios. Cuando llegamos a Baden, me rogó que fuera con él a la casa en cuestión a sacar bandera blanca en calidad de representante suyo y prometer en su nombre que sería más ordenado y considerado con los otros inquilinos (el principal motivo de queja). No obstante, no consideraron la promesa y me prohibieron la entrada. Mi expectante amigo se quedó  muy apenado, y el parlamentario fue enviado otra vez a la fortaleza del maestro cerrajero con nuevas promesas de buen comportamiento. Esta vez mostró mayor disposición a escucharlas. Igual que el a ño anterior, Beethoven insisti ó en que se pusieran postigos en las ventanas de la habitaci ón que daba a la calle. En vano

que se pusieran postigos en las ventanas de la habitaci ón que daba a la calle. En vano

 

intent inte ntam amos os ad adiv ivin inar ar el mo moti tivo vo de esta esta pe peti tici ción, pe pero ro como como pa pare reccía que par araa salvaguardar los dolientes ojos del poeta del deslumbrante sol hab ía que cumplir este requisito imperiosamente, la solicitud fue alegremente concedida. Unos d ías m ás tarde se mudó. ¿Pero por qué tanto insistir en las contraventanas? Durante su anterior estancia en la casa, Beethoven, como era su costumbre, se hab ía puesto a ratos a apuntar con un lápiz de grafito en las contraventanas de paneles lisos cálculos larguísimos e ideas musicales sueltas; en definitiva, una aut éntica mezcolanza que convertía esas tablas de madera de tilo en una suerte de diario. En el verano de 1822 había una familia del norte de Alemania viviendo enfrente de él. Le ha hab bían ob obser servad vado o mie mientr ntras as Bee Beetho thoven ven se afa afanab nabaa hac hacien iendo do est esto o y, cua cuando ndo se marchó, le compraron al maestro cerrajero uno de esos postigos. Cuando éste se enteró de lo que val ían aquellas contraventanas as í   decoradas, no tuvo ningún reparo en ofrecerles todas a los dem ás huéspedes del balneario. Cuando después el Maestro se enteró  por medio de T., el farmac éutic utico o de Baden Baden,, de aquella aquella compr compravent aventa, a, estal estallló  en carcajadas homéricas. Lavarse y bañarse estaban para Beethoven entre las necesidades m ás indispensables de la vida. En este sentido, era un verdadero oriental. Las abluciones de Mahoma eran pocas para él. Si, mientras trabajaba, no salía por la mañana, se ponía ante el aguamanil para arreglarse, a menudo en mínimos paños menores, y se echaba grandes jarras de agua por las manos, aullando o, para variar, bramando, todo el espectro de la escala musica mus ical, l, asc ascend endie iendo ndo y des descen cendie diendo ndo por ell ella; a; a con contin tinuac uaciión, se pa pase seab abaa po porr la habitación y, bien moviendo los ojos en sus órbitas, bien con la mirada fija, apuntaba algunas notas y volv ía a sus bramidos y sus chorros de agua. Eran momentos de profunda meditación para él, en los que no merecería detenerse mucho de no ser porque por que tuv tuvier ieron on con conse secue cuenci ncias as des desagr agrada adable bless en dos sen sentid tidos. os. Po Porr un lad lado, o, solían provocar la risa de los sirvientes, lo cual enfurecía al Maestro al verlo y a veces le llevaba a tener salidas ridículas. Por otro, daban pie a que se peleara con el propietario cuando el agua goteaba por el suelo, lo cual, por desgracia, ocurr ía a menudo. Ésta era una de las principales razones por las que Beethoven era un inquilino non grato en grato en todas partes. Beetho Beet hove ven n to toma maba ba caf  caf é   para para de desa sayu yuna nar, r, so sollía pr prep epar arárse selo lo él mismo en una percolador perco ladora. a. Al parecer, para él era el alimento m ás imprescindible y su método para prepararlo era tan cuidadoso como el de los orientales. La raci ón establecida era de sesenta granos por cada taza de caf é y, a menudo, los contaba uno a uno, especialmente cuando había invitados presentes. Uno de sus platos favoritos eran los macarrones con queso parmesano, y todos los platos de pescado eran tambi én sus predilectos. Así, solía

 

Schill entero tener invitados para comer los viernes, que era cuando podía servir un Schill  entero (un pescado del Danubio parecido al abadejo) con patatas. La cena apenas contaba. Tomaba sólo un plato de sopa y sobras de la comida del mediod ía. Su bebida preferida era el agua fresca de manantial que, en verano, beb ía casi en demasía. De entre los vinos, Ofen.. Desgraciadamente, le gustaban más los adulterados, prefería la variedad húngara Ofen que tanto daño hacían a su delicado intestino. Pero las advertencias no val ían de nada en su caso. A nuestro Maestro también le gustaba beber un buen vaso de cerveza por la tarde, con el que se fumaba una pipa de tabaco en compañía del boletín de noticias. En sus últimos años, Beethoven todavía iba a menudo a las tabernas y los caf és, pero insistía en que le dejaran entrar por la puerta trasera y sentarse en un cuarto separado. Cuando algún desconocido quería verlo, le enviaban all í, ya que era de costumbres fijas y siempre elegía una cafetería cerca de su casa, pero casi nunca se animaba a entablar una conversación con los desconocidos que le presentaban all í. Cuando terminaba el último boletín, volvía a irse apresuradamente por la puerta de atrás. Beethoven se levantaba al alba, fuera la estaci ón que fuera, y se sentaba de inmediato a su escritorio. Allí  trabajaba hasta las dos o las tres, cuando almorzaba. Entremedias, solía salir dos o tres veces al aire libre, donde segu ía «traba «trabajando jando mientras pasea paseaba». ba». Estas excursiones casi nunca eran de m ás de una hora, y se parec ían al revolotear de la abeja recolectando néctar para la miel. Jamás variaban con el cambio de estación, ni obedecían al frío o al calor. Dedicaba las tardes a su paseo habitual y, a una hora m ás avanzada, tenía por costumbre ir a una de sus cervecerías favoritas a leer las noticias del día, si no hab ía satisfecho ya esa necesidad en algún caf é. No obstante, cuando el parlamento inglés estaba convocado, leía el Allgemeine el  Allgemeine Zeitung Zeitung en  en casa para seguir los debates. A nadie extrañará  que nuestro hombre político se posicionara del lado de la oposición; no tuvo que ver con ello su predilecci ón por lord Brougham, Hume y otros oradores de dicho grupo. Beethoven siempre pasaba las tardes de invierno en casa, dedicado a la lectura profunda. Casi nunca se le ve ía ocupado con partituras por la tarde, ya que escribir m úsica le cansaba la vista demasiado. Tal vez no fuera así en años previos, pero es casi seguro que en ning ún momento compuso (creó) en las horas vespertinas. A las diez, como muy tarde, se iba a la cama. A Beethoven le gustaba especialmente sentarse al piano en el crepúsculo e improvisar, y a menudo tocaba también el violín o la viola, instrumentos que ten ía siempre a mano a este efect fecto o sob obre re la tap apaa del pi pian ano. o. No hace ace falta alta deci cirr cómo sona sonaba ban n es esta tass inter int erpre pretac tacion iones es,, sin qu quee pud pudier ieraa con contar tar ya con su suss sen sentid tidos os ext extern ernos os par paraa toc tocar, ar, especialmente en el caso de los instrumentos de cuerda, que no podía afinar. Oírle tocar debía de ser ser un unaa to tort rtur uraa pa para ra lo loss de dem más inqu inquil ilin inos os de la ca casa sa en qu quee vi viv vía. Su improvisación al piano rara vez era limpia, pero sol ía tener mucho encanto. Por lo í

general, laófalta de nitidez se debtapando a a su costumbre decon apoyar izquierda en toda su extensi n sobre el teclado, a menudo ello lalomano que la mano derecha

desarrollaba con suma delicadeza. En el último periodo, el fabricante de pianofortes

 

Conrad Graf ideó  un transportador de resonancia que, colocado en el piano, estaba pensado para que el o ído oyera las notas con mayor facilidad. En el caso de las notas individuales, lograba su objetivo, pero los sonidos arm ónicos saturaban el o ído por completo, ya que era inevitable que las vibraciones del aire, restringidas a un espacio mínimo, produjeran un efecto ensordecedor. Beethoven se crio en la fe cat ólica. Todo su estilo de vida pon ía de manifiesto que era íntimamente creyente, y una de sus peculiaridades era que nunca daba su opini ón en materia religiosa o sobre los dogmas de las diferentes iglesias cristianas. Podr íamos decir con bastante seguridad que sus creencias religiosas estaban menos basadas en dogmas eclesiásticos y más en el deísmo. Aunque no conceb ía ninguna teoría artificial, reconocía claramente a Dios en el mundo y al mundo en Dios. Para él, esto tomaba forma en la naturaleza como un todo, una teor ía a la que, al parecer, le ayudaron a llegar el libro ya mencionado antes en varias ocasiones, Reflexiones sobre la naturaleza, de naturaleza, de Christian Sturm, y las enseñanzas extraídas de los sistemas filos óficos de las sagas griegas. Viendo cómo utilizaba el contenido de dichos textos para su vida interior, habría sido dif ícil sostener lo contrario. No desaprovechó  la oportunidad, cuando entró  en contacto con miembros del clero durante sus estancias en el campo, de se ñalarles el mencionado libro de instrucci ón y devoción, e incluso de recomendarles su uso en el p úlpito. Pero sólo dio con o ídos sordos, y cuando, en una ocasi ón, el párroco de Mödling le contestó: «En lo que a las apariciones en el firmamento se refiere, lo único que el pueblo tiene que saber es que el Sol, la Luna y las estrellas salen y se ponen sucesivamente», el fervor del propagandista desapareció   y, más allá  de amargos sarcasmos, no volvi ó  a decir ni una sola palabra sobre la ignorancia popular en este tema. Beethoven tenía siempre muy mala memoria para todo lo relativo al pasado. Merece la pena detenernos a analizar esto con más detalle para determinar si era algo que s ólo le ocurría con las cosas que le afectaban personalmente, con aquello que le hab ía sucedido a él, o si también le pasaba con los asuntos musicales. Pues bien, era olvidadizo en ambos sentidos. Salvo que uno ya estuviera acostumbrado a ello, era imposible no sorprenderse al comprobar que el Maestro hab ía olvidado por completo sus últimas creaciones, con todos sus detalles, y que no s ólo le sucedía con las obras pasadas a partitura, sino que valía también para los solos de piano. Cuando estaba ocupado en una composición nueva, todo él estaba totalmente volcado en ella y en nada m ás, y cualquier cosa que hubiera terminado quedaba ya tan relegada en su conciencia como si hubiera pertenecido a otra época de su vida. Eso quedaba patente constantemente con los copistas y cuando le hac ían consultas. Si quienes acudían a preguntarle no iban con la partitura en la mano, se enfadaba. Con las

obras que no eran suyas le pasaba lo mismo, ten ían que enseñárselas para que su

 

memoria las recordara. Cabe destacar que la única excepción a esta regla eran las obras de Mozart y de Haydn. Por otro lado, el hecho de que recordara los textos de los cl ásicos griegos chirriaba con su supuesta mala memoria. ¿Cómo se explica que pudiera citar largos pasajes de ellos? Cuando había que localizar una cita determinada, Beethoven la encontraba con tanta facilidad como si fuera un pasaje de una de sus obras. Tal vez la explicaci ón sea que en su época era costumbre presentar las composiciones tonales ante un c írculo de oyentes con la partitura manuscrita o impresa, con lo que no hac ía falta ejercitar la memoria aprendiénd ndos osee las las cosa cosass de carr carrer eril illa la.. Ta Tamp mpoc oco o en un unaa époc pocaa ant anteri erior or el pro propio pio compositor tocaba sus obras de memoria. Coquetear con lo mec ánico, ya fuera de cabeza o con las manos, no encajaba con el espíritu de los tiempos. A aquel niño ge geni nial al le gu gust stab abaa te tene nerr la me mesa sa de ju jueg ego o cu cubi bier erta ta de todo todo tipo tipo de cacharritos para divertirse, aunque quizá  también para algún propósito más noble. Su escritorio, de gran circunferencia en los primeros a ños, era a la vez, como decimos, una mesa de juego. Sobre ella, a modo de pisapapeles, había húsares cosacos y húngaros, algunos candelabros de distintas formas, campanas de todo tipo, desde unas de plata hasta otras de cerámica, estatuillas de antiguos griegos y romanos —de las cuales s ólo se ha conservado la de Bruto, a quien tanto admiraba— y materiales de escritura de muy reciente invención. También había tiradores de campanas; en una habitaci ón, uno de un grueso cordel de valiosa seda, en otra, uno de c áñamo, etcétera. Para los muebles, del tipo que fueran, el maestro se gastaba lo que se gastar ía el más humil hu milde de art artes esano ano.. Sie Siempr mpree se los com compra praba ba a un com comerc ercian iante te de se segun gunda da man mano. o. Durante sus paseos por la ciudad, se paraba delante de alguna tienda y miraba a trav és del escaparate con sus impertinentes hasta que se enamoraba de algo y lo compraba. Muchos Muc hos de estos estos artículo culoss eran eran pa para ra su so sobr brin ino. o. Pe Pero ro co con n su vi vida da de co cons nsta tant ntes es mudanzas, empaquetando y desempaquetando una y otra vez, estos juguetes, que a veces eran algo más que eso, desaparecían pronto de la vista. S ólo pudieron conservarse unos pocos. Su biblioteca musical era muy escasa y conten ía solo una pequeña cantidad de sus propias obras. De los viejos italianos, Beethoven —como en general todos sus coet áneos — conocía sólo aquello incluido en la colecci ón de piezas cortas de Palestrina, Nanini, Vittoria y otros que Freiherr von Tucher hizo que imprimiera Artaria en 1824. Dispon ía de esta colección, pero no tenía ni una sola nota de Joseph Haydn ni de Cherubini; de Mozart, tenía parte de la partitura de Don Giovanni y Giovanni y una serie de sonatas. Estaban casi to toda dass las las sona sonata tass de Clem Clemen enti ti.. Éstas stas eran ran las las que más ap apre reci ciab abaa de toda todas: s: las las consideraba las mejores de las obras adaptadas para el estudio virtuoso del piano, tanto por sus bonitas, frescas y atractivas melodías cuanto por la forma clara y, por tanto,

comprensible en que progresaban todos los movimientos. A Beethoven no le atra ía

 

mucho la música para piano de Mozart y, en consecuencia, durante varios años, el Maes Ma estr tro o hi hizo zo qu quee la ed educ ucac aciión mu musi sica call de su qu quer erid ido o sobr sobrin ino o se ba basa sara ra ca casi si exclusivamente en el estudio de las sonatas de Clementi. Esto no complac ía en absoluto a Ca Carl rl Cz Czer erny ny,, qu quee era era qu quie ien n po porr aque aquell en ento tonc nces es ense enseñab abaa al sob obri rino no,, y cuya cuya predisposición hacia Clementi era mucho menor que la de Beethoven. Beethoven tenía además los dos libros de estudios de John Cramer publicados hasta la fecha. Estos estudios, declaró  el maestro, eran la base fundamental de la m úsica digna de tocarse. Si alguna vez se hubiera percatado de su intenci ón de escr escribir ibir él mismo un método para tocar el piano, habría sacado la mayoría de los ejemplos pr ácticos de estos estudios, ya que los consideraba, al dominar ampliamente en ellos la polifon ía, la mejor escuela preparatoria para el estudio de sus obras. Del arc Del archip hipatr atriar iarca ca Joh Johann ann Seb Sebast astian ian Bac Bach, h, a exc excepc epciión de algu alguno noss mo mote tete tes, s, en la mayoría de los casos cantados en el c írculo familiar en la casa de Van Swieten, hab ía muy poco disponible. No obstante, la selección incluía probablemente la mayoría de lo Clavee bien tempe temperado rado,,  que ofrecía que se conocía ento entonc nces es de Seba Sebast stia ian, n, a sabe saber: r: el Clav mues mu estr tras as visi visibl bles es de un estu estudi dio o inte intens nsiv ivo, o, tres tres libr libros os de los los Ejercicios, Ejercicios,   quince invenciones, quince sinfonías y también parte de la Tocata en re menor. La loabl loablee cos costum tumbre bre qu quee tenía Bee Beetho thoven ven de hac hacer er apu apunte ntess per person sonale aless sob sobre re sus pensam pen samien ientos tos y sus senti sentimie miento ntoss inc inclu luía tamb tambiién los los de deta tall lles es de su inte intend nden enci ciaa doméstica. Solía utilizar a tal efecto las p áginas en blanco del calendario, por lo que éste se convertía así  en una especie de diario. Se han encontrado diarios de este tipo que abar abarca can n po porr comp comple leto to lo loss años 1819, 1819, 182 18200 y 182 1823. 3. El pr prim imer ero o (d (dee 1819) 1819) co cont ntie iene ne únicamente las siguientes anotaciones: El 31 de enero desped í  al ama de llaves. 15 de febrero: empezó a trabajar la cocinera. 8 de marzo: la cocinera avis ó de que se va en dos semanas. 22 de marzo: empez ó  a trabajar la nueva ama de llaves. 12 de mayo: llegu é  a Mödl dlin ing. g.  Miser et pauper sum sum   (Soy pobre y desgraciado). 14 de mayo: la sirvienta empezó a trabajar por 6 Gulden Gulden al  al mes. 20 de julio: despedí al ama de llaves. El año 1820, 1820, no ob obst stan ante te,, ti tien enee ya no nota taci cion ones es más enj enjund undios iosas as sob sobre re los asu asunto ntoss domésticos, por ejemplo: El 17 de abril empez ó a trabajar la cocinera. 19 de abril: fue un día miserable (es decir, no hubo nada sabroso sobre la mesa del Maestro, porque como no levantaba la cabeza del trabajo la comida se pas ó o se estropeó por completo). 16 de mayo: despedí  a la cocinera. 19 de mayo: la cocinera se fue. 30 de mayo: empez ó   a trabajar la mujer. 1 de julio: empez ó  a trabajar la cocinera. 28 de julio: la cocinera sali ó huyendo por la tarde. 30 de julio: la mujer de D ö bling Bajo empezó  a trabajar. Durante los cuatro días malos, 10, 11, 12 y 13 de agosto, comí en Lerchenfeld (un suburbio fuera de los límites de la ciudad). 28 de agosto: la mujer ya ha hecho el mes (es decir, hab ía dicho que sólo se quedaba un mes). 9 de septiembre: la chica empez ó  a trabajar. 22 de

 

octubre: la chica se ha ido. 12 de diciembre: empezó   a trabajar la cocinera. 18 de diciembre: la cocinera dijo que se va. Diciembre: entró a trabajar la nueva sirvienta. Como la enfermedad de la que muri ó   finalmente Beethoven, tras cuatro meses de sufrimiento, le impidió mantener su habitual actividad mental, hubo que pensar desde el comienzo de la misma en cosas que pudieran distraerle y que encajaran con su gusto y su pensamiento. Así   pues, le entregué  una colección de canciones y melod ías de Schubert, unas sesenta en total, muchas de ellas todav ía manuscritas. Esto lo hice no sólo con la intención de of ofrec recerl erlee bu buen en entre entreten tenimi imien ento, to, sin sino o de dar darle le tam tambi bién la oportunidad de conocer la esencia y el car ácter de Schubert, para que pudiera llevarse una impresión favorable del talento que algunos exagerados, que adoptaban la misma postura con respecto a otros contemporáneos de Schubert, habían vuelto sospechoso. El gran maestro, que anteriormente no conoc ía ni cinco canciones de Schubert, se qued ó pasmado ante el volumen y se neg ó   a creer que para esa fecha (febrero de 1827) Schubert ya hubiera escrito quinientas melod ías. Pero si la cantidad de canciones le sorprendió, su asom asombr bro o supe superró   todo todoss lo loss límit mites es cua cuando ndo se famili familiari arizzó   con con su contenido. Durante varios días seguidos no fue capaz de dejarlas y se pasaba horas, Iphige igenia niass Mo Monol nolog, og, Gre Grenze nzen n der All Allmac macht, ht, Jun Junge ge Non Nonne, ne, Vio Viola la,, todo todoss los los días, con Iph  Müllerlieder llerlieder   y otras muchas m ás. Con alegre entusiasmo, exclamaba una y otra vez: «¡Realmente Schubert tiene una chispa divina! ¡Si hubiera conocido este poema, yo también le habría puesto música!». Decía esto de la mayoría de los poemas cuyos temas, contenidos y desarrollos originales realizados por Schubert no se cansaba de elogiar. Al mism mi smo o ti tiem empo po le pa pare reccía casi casi im impo posi sibl blee co compr mpren ende derr cómo Sch Schube ubert rt en encon contra traba ba suficiente tiempo libre «para abordar poemas tan largos, muchos de ellos con otros diez dentro», según sus propias palabras. Lo que quería decir era que eran poemas tan largos como diez poemas juntos; canciones de estilo grandioso de las que s ólo Schubert ha realizado más de cien, canciones que en absoluto son l íricas sólo en su carácter, sino que contienen largas baladas y escenas dialogadas y que, teniendo un tratamiento dramático, encajarían hasta en una ópera sin desmerecer el efecto en nada. ¿Qu é habría dicho el gran Maestro, de hecho, si hubiera visto las canciones ossi ánicas Die Bürgschaft, Elysium, Der Taucher y Taucher y otras canciones que han aparecido últimamente? En definitiva, el respeto que el talento de Schubert le despert ó  a Beethoven fue tan grande que insisti ó en ver también sus óperas y sus composiciones para piano. Pero su enfermedad ya había avanzado tanto que no le fue posible cumplir su deseo. Aun as í, hablaba a menudo de él, y anunció  que «todavía dará  mucho que hablar», lamentándose de no haberle conocido antes.

 

Ludwig Rellstab (1825) Oficial de artiller í ía,a  , profesor de historia y matemáticas, ensayista, novelista, editor, cr í  ítico, t  ico, bió grafo y autobió grafo, Ludwig  Rellstab (1799-1860) debió  de ser tambié n bastante buen actor para lograr fingir con é  xito ante Beethoven la falsa buena impresión que le habí a causado el Cuarteto de cuerda en mi bemol mayor, op. 127. No es dif í  cil leer entre lí neas cil neas en el relato de su ía   Au autobiograf í  Auss me mein inem em Le Lebe ben n (1 (186 861) 1) qu queeí  los los últi ltimos mos cua cuart rteto etoss de Bee Beetho thoven ven es estab taban an más allá   de la capa capaci cidad dad comp compre rens nsiv iva a de Re Rell llst stab, ab, cuyo cuyoss es escr crit itos os son son superficiales, demasiado floridos y ampulosos. No obstante, salvo por algunos errores triviales en los detalles, la descripción que hizo de su visita a Beethoven en 1825 puede considerarse bastante fiable. La recogemos a continuación en versión abreviada.

De todo lo que esperaba de y en la ciudad imperial, hab ía una cosa que mi entusiasta alma juvenil consideraba la m ás grande de todas: la esperanza de ver a Beethoven. En realidad, la mera visi ón de este hombre, tan profundamente venerado, habría satisfecho el de dese seo o infi infini nito to de mi cora corazzón, pe perro soñab abaa se secr cret etame ament ntee co con n co cosa sass au aun n más maravillosas, maravillos as, ensoñaci acione ones, s, no obs obstan tante te,, más bien propias del País de las Hadas. Albergaba la esperanza —si bien remotamente lejana— de hacer que se interesara por una ópera que deseaba versificar para él. Y, por muy inalcanzable o improbable que pareciera tal objetivo cuando lo consideraba como algo real y tangible, aun as í deseaba voluisse. Así pues, había hecho todo lo posible y aconsejable en mantener viva esa magna voluisse. mi caso para allanar el camino para mi proyecto. Aunque, una vez que llegamos a Viena, nada me habr ía gustado más que ir a ver directamente a Beethoven, pensé que convendría hacer primero algunas averiguaciones sobre la mejor forma de hacerlo. A la vista del incalculable valor que una visita as í tenía para mí, es comprensible que diera por hecho que muchos miles más en Viena tuvieran una intención parecida y que creyera que acceder al prohombre, como en el caso de Goethe, presentaría todo tipo de dificultades. Por tanto, primero busqu é  a diversas personas que sabía que tenían o habían tenido trato con él, como Grillparzer. Pero allá donde preguntaba, todos me aconsejaban acudir directamente a él: «Si por casualidad fuerais a verle en uno de sus d ías malos —me dijo uno de sus amigos—, no os recibir ía ni aunque fuerais el mismísimo emperador. Es in útil hacer preparativos. En lo que a él se refiere, la honestidad, la franqueza y la libertad son la mejor recomendaci ón. No os sintáis rechazado si os da un recibimiento hosco. Visitadle una segunda vez y os compensará con creces cualquier descortes ía que haya podido tener con vos la primera ocasión». Así  que, con el corazón palpitante, una mañana decidí   encaminarme a la cuarta planta del n.º 767 de la Krugerstrasse, donde vivía por entonces Beethoven. Cuando hube subido la considerable cantidad de escaleras, encontr é  a mi izquierda el tirador de la campanilla, con un nombre medio borrado pero que me pareci ó  poder

descifrar como el de Beethoven. Llamé, oí unos pasos acercándose, se abrió la puerta y

 

se me aceleró el pulso. De hecho, ya no soy capaz de recordar si fue una sirvienta o un  joven, el sobrino de Beethoven, que entonces vivía con él y a quie quien n más tarde vi en una o dos ocasiones más, quien me abrió  la puerta. La emoción que sentía me impedía percibir lo que ocurría a mi alrededor. Sólo recuerdo que no fui capaz ni de preguntar: «¿Vive aquí   Herr Beethoven?». Hay que ver cómo el gigantesco peso de un gran nombre puede echar por tierra las insignificantes normas y barreras de las convenciones tras las cuales salvaguardan sus vanos derechos las inconmensurables mezquindades cotidianas. No ob obst stan ante te,, en este este caso caso,, tamb tambiién dic dichas has forma formass re renun nuncia ciaron ron a rei reivin vindic dicar ar sus exigencias banales. Entregué  mi carta de Zelter a modo de tarjeta de presentaci ón, me anunciaron y me quedé  esperando en la antesala. Todav ía sería capaz de pintarla de memoria con su caos medio vacío, medio revuelto. Había unas cuantas botellas vacías en el suelo; en una mesa sencilla, unos pocos platos y dos vasos, uno de ellos medio lleno. «¿Será ese vaso medio lleno de Beethoven?», me pregunté. Y se apoderó de mí el deseo de beberme lo que quedaba, como robando a escondidas una hermandad com ún, esa fraternidad que, según la costumbre alemana, une a dos corazones. Se abrió la puerta de la habitaci ón contigua y me hicieron pasar dentro. Pod ía o írme los latidos del corazón al cruzar tímidamente el umbral sagrado. Ya había estado ante alguno alg unoss pro proho hombr mbres es encum encumbra brados dos por encim encimaa de mí, un jove joven n po poet eta, a, a altu altura rass inalcanzables, como Goethe y Jean Paul, por mencionar alguno. Pero al verme frente a ellos no había expe experime rimentado ntado la sens sensaci ación que ahora me embargaba. No ser é   tan pittore  12 lo que me franqueó el acceso arrogante como para decir que fue un anch’io sono pittore  a ellos y facilitó un puente de comunicación intelectual entre nosotros, pero lo cierto es que yo pertenecía al mismo reino art ístico que ellos gobernaban y hablá bamos el mismo idioma. Tenía más derecho que otros a recibir una respuesta, ten ía más fundamento para ello y, en definitiva, en el campo del pensamiento po ético, se urdía entre nosotros un mayor número de hilos conductores de uno a otro. Eso por no mencionar la casi infranqueable barrera que el ensordecido o ído de Beethoven suponía ante cualquier amago por lograr una mayor empat ía. Sin embargo, finalmente fue aquello que en primera instancia parecía separarnos, nuestros diferentes terrenos creativos, lo que más tarde nos acercó   el uno al otro. Un m úsico mediocre tal vez le habría resultado a Beethoven la persona más desdeñable y tediosa del mundo; sin embargo, un poeta medianamente dotado al menos le ofrecía algo que él no tenía pero que valoraba y amaba. Según entré, mi primerísima mirada fue para él. Estaba sentado despreocupadamente en una cama deshecha que hab ía contra la pared del fondo de la habitaci ón, en la que parecía haber estado descansando hasta hacía un momento. Sostenía la carta de Zelter en un unaa man mano, o, tendi tendiend endo o la otr otraa ami amigabl gableme emente nte hac hacia ia mí   con con un unaa mi mira rada da de tal tal

amabilidad y a la vez de tal sufrimiento que de repente todos los muros de ansiedad

 

que nos separaban se derrumbaron, y me acerqu é  desbordante de afecto hacia aquel a quien tan profundamente reverenciaba. Se levantó, me ofreció  su mano, apretó  la mía efusivamente, al más puro estilo alemán, y dijo: «¡Me habéis traído una magnífica carta de Zelter! ¡Es un protector del verdadero arte!». Acostumbrado a llevar la mayor parte del peso de la conversación, debido a que s ólo entendía lo que le respondían con mucha dificultad, continuó: «No me encuentro demasiado bien, he estado enfermo. No os resultaré muy divertido, pues estoy muy sordo». No s é qué contesté, ¡si es que contest é! Mis miradas, mis repetidos apretones de mano, debieron de expresar mejor aquello que habr ía sido incapaz de decir con palabras, suponiendo que hubiera hubiera podido hablarle como a los demás. Beethoven me invitó  a sentarme y él mismo se sentó  en una silla que hab ía frente a la cama, moviéndola hasta una mesa cercana, completamente cubierta de tesoros, con anotaciones del puño y letra de Beethoven y del trabajo con el que estaba ocupado en ese momento. Me senté en una silla junto a la suya. Entonces eché un rápido vistazo a la habitación. Era tan grande como la antesala y ten ía dos ventanas. Debajo de ambas estaba el piano de cola. Aparte de eso, no hab ía el menor indicio de comodidad o confort, por no decir ya de lujo o esplendor. Un mueble escritorio, algunas sillas y mesas, mes as, par parede edess bla blanca ncass con vie viejos jos tap tapice icess pol polvor vorien ientos tos,, así   era era la ha habi bita taci ción de Beethoven. ¡Qué  le importaban a él los bronces, las paredes de espejos, los divanes, el oro y la plata! ¡A él, para quien toda la gloria de este mundo no era sino vanidad, polvo y cenizas comparados con esa chispa divina que, eclipsando todo lo dem ás, llameaba en su alma! Así  pues, me senté  junto al enfermo y melanc ólico sufridor. Su cabello, casi totalmente gris, le sobresalía tupido y despeinado de la cabeza; ni liso, ni rizado, ni tieso, sino una mezcla de los tres. Sus rasgos, a primera vista, parec ían intrascendentes: su rostro era mucho más pequeño de cómo me lo había imaginado por el retrato que le ha atado a una im una imag agen en de salv salvaj ajis ismo mo po pode dero roso so y geni genial al.. No ha hab b ía na nada da qu quee expr expres esar araa es esaa  brusquedad, esa naturaleza borrascosa y desatada que se ha atribuido a su fisionomía para hacerla parecerse a sus obras. Pero ¿por qu é  habrían de parecerse los rasgos de Beethoven a sus partituras? Tenía la tez morena, aunque no del moreno sano e intenso del cazador, sino más bien de un enfermizo tono amarillento. Ten ía la nariz estrecha y afilada, una boca generosa, unos ojos de color gris claro peque ños, pero elocuentes. Podía ver tristeza, sufrimiento y bondad en su rostro. Y, sin embargo, repito, no pod ía apreciarse, siquiera fugazmente, ni pizca de la hosquedad, ni un atisbo de la tremenda audaci aud aciaa que caract caracteri erizan zan el ímpetu de su genio. No quiero enga ñar al lector con invenciones poéticas, sino contarle la verdad, darle un fiel reflejo de un preciado retrato. Y, a pesar de todo lo dicho, no carec ía ni un ápice del misterioso poder magn ético del aspecto exterior de los prohombres que nos atrae irresistiblemente. El sufrimiento, la

angu an gust stia ia mu muda da y sile silenc ncio iosa sa refl reflej ejad adaa en él, no er eraa fr frut uto o de un unaa indi indisp spos osic iciión

 

momentánea, ya que unas cuantas semanas después, cuando Beethoven se encontraba ya mucho mejor, volví a verlo, una y otra vez. Era el resultado de la gran fatalidad de su vida, que unía los premios más altos del reconocimiento a las m ás crueles renuncias. Por este motivo, ver la profunda y callada tristeza en su ce ño triste y melancólico y en su mirada cansada me llen ó de una emoción atroz. Sentarse frente a él y aguantarse las lágrimas requería un gran autocontrol. Una vez nos hubimos sentado, Beethoven me entreg ó  una libreta y un lápiz y me dijo: «Debéis escribir sólo lo más importante, eso me bastará  para entenderlo; llevo un año acostumbrado a ello». Como me mir ó interrogante, cogí la libreta para escribir: «Le pedí a Zelter que os dijera que me gustaría hacer un poema operístico para vos», pero Beethoven iba siguiendo mi mano y, con su don de r ápida adivinación, antes de que pudiera terminar, contestó: «¡Eso es lo que me ha puesto Zelter!». Y, al decirlo, me entregó  la carta. Entonces la le í  por primera vez, y su lenguaje excelso y solemne, su profunda veneración y su tenso laconismo expresivo me impactaron doblemente en la sagrada presencia del hombre al que iba dirigida. Beethoven debi ó   de adivinar mis sentimientos,, ya que, por su reacci ón, la carta tuvo que causarle tambi én a él una honda sentimientos impresión. De ahí  que me repitiera lo que me dijo al principio al saludarnos: «¡Es una cart cartaa ma magn gnífica fica!! ¡Z ¡Zel elte terr es un au autténti ntico co valed valedor or del ver verdad dadero ero art arte! e! ¡Sa ¡Salud ludadl adlee efusivamente de mi parte cuando regreséis! Queréis escribir un libreto de ópera para mí —prosiguió—, ¡me gustaría mucho! ¡Es tan dif ícil encontrar un buen poema! Grillparzer me ha prometido uno; ya ha hecho uno; pero no nos entendemos muy bien el uno al otro. Él quiere lo contrario de lo que quiero yo. ¡Os daré quebraderos de cabeza!». Intenté  decirle por gestos que ningún trabajo me parecería demasiado dif ícil con tal de satisfacerle. Cogí la libreta de nuevo e iba a escribir: «¿Qu é tipo de poema os agradaría más?» cuando, nada más poner «tipo», Beethoven contestó: «El tipo me da más o menos igual mientras el tema me atraiga. Pero debo poder acometer mi tarea con amor y Giovanni nni   y Fí  garo.  garo.   Ambas me entusiasm entu siasmo. o. No podría componer ópe pera rass como como Don Giova producen produ cen aver aversi sión. Yo no podría ha habe berr eleg elegid ido o es esos os tema temass —c —con onti tinu nuó—. So Son n demasiado frívolos para mí». Por su expresión al hablar, era como si quisiera decir: «Soy demasiado desgraciado, mi vida est á  demasiado teñida de tristeza como para entregarme a un entretenimiento tan vano». Empezó  a removerse en mí  un nuevo hilo de pensamiento tan potente que no pude contestar de corrido. Seguí escuchando a ver si decía algo más sobre Mozart. ¡Qué joyas habrían sido las palabras de Beethoven sobre él si se hubiera expresado espontáneamente, dejándose llevar por su sentir, el impulso interior de la verdad! Conocer su opinión preguntándole no habría sido lo mismo en absoluto. Pero se qued ó callado, al parecer esperando a que hablara yo.

 

Fue dif ícil para mí expresar mis opiniones m ás íntimas de un tema sobre el que, si ya es compli com plicad cado o que dos per person sonas as se entie entienda ndan n mut mutuam uamen ente te sin eq equ uívocos hablan hablando do verbalmen verb almente, te, cuánto más lo es hac hacerl erlo o med median iante te mer meros os afo aforis rismos mos por es escri crito. to. No obstante, se me ocurrió un recurso, sin duda pr áctico, en relación con el caso a debate. Escribí la siguiente l ínea: «Os diré los temas». Beethoven Beethove n asin asinti tió   amablemente amablemente.. Cogí   el lápiz piz y es escr crib ibí: «¡Os «¡Os da darré   ejemplos ejemplos para ganarme vuestra confianza!». La cara se le iluminó   con un destello de alegr ía. Asintió, me tendió  la mano y nos pusimos en pie. Vi que estaba exhausto, as í que cogí mi sombrero. Y él, siguiéndome en mi intención de marcharme, pero de una forma cordial y amistosa, dijo: «¡Me siento tan cansado y lánguido hoy! ¡Pero debéis volver muy pronto!». A continuaci ón, me dio la mano para despedirse, respondiendo a mi c álida presión con la mayor efusividad, ¡y me fui! ¡Lleno de emociones! ¡Lleno de jú bilo interior por mi radiante estrella de la suerte, pero también asolado por la mayor tristeza que había sentido jamás! Sentí  una fuerza impetuosa, una urgente necesidad de hacer, de conseguir, una sensaci ón de poder creativo ante la cual nada parecía imposible, ni fuera de alcance; y, sin embargo, por otro lado, realizar de verdad este deseo parec ía un sueño imposible e inalcanzable, ¡como, de hecho, quedó inalcanzado! Así fue mi primera visita a Beethoven. ¡Parecía mejor dejar pasar unos d ías ant antes es de per permit mitirme irme vis visita itarr a Bee Beetho thoven ven un unaa segunda ocasión! Y aunque deseaba mucho hacerlo, podrá entenderse con facilidad que la magnífica y desconocida ciudad ofreciera a un hombre joven lleno de vida placeres y entretenimientos de sobra para que los días pasaran volando. Al fin volv í  a hallarme ante el sagrado portal, pero esta vez al preguntar por él recibí  la siguiente respuesta: «¡El maestro está tan enfermo que no puede hablar con nadie!». No hab ía previsto una situación así. Me quedé  de piedra, y debo admitir que el egocentrismo humano con el que, desgraciadamente, nacemos me jugó una mala pasada, ya que mi reacci ón natural debería haber sido, por supuesto, de preocupación y simpatía por una vida tan valiosa, pero al pensar honestamente cómo me sentía, la única sensación que experimenté  fue de preocupación por mis expectativas truncadas. Volví a bajar los ochenta o noventa peldaños de piedra triste y lentamente. Ya en la calle me encontré  a un conocido que me había visto saliendo de la casa de Beethoven. Me llamó   desde desde lej lejos: os: «¿H «¿Hab abéis ido a ve verr a Be Beeetho hove ven? n? ¿H ¿Hab abéis ha habl blad ado o con con él?». Naturalmente, le conté lo sucedido. «Puedo daros un peque ño consuelo —respondió—. Esta tarde se va a dar un concierto de uno de los últimos cuartetos de Beethoven; todavía es un manuscrito, pero lo ha comprado Steiner (el propietario de la actual casa editorial de música Haslinger). Hay que pagar entrada, pero el evento es sólo para un pequeño círculo íntimo de melómanos. Iré a recogeros y os llevar é conmigo.» Acepté su

ofrecimiento encantado.

 

Graben [la A eso de las siete, est á bamos en un pequeño mesón del Graben  [la fosa seca que rodea el viejo casco histórico de Viena]. M ás que un salón privado, aquello era a lo sumo una sala grande, pero ya se hab ía congregado allí un considerable n úmero de oyentes, entre los que me encontré  a los primeros músicos de Viena que había conocido. No hab ía suficiente sitio para sentarse ni en la sala ni en la peque ña antesala adjunta, y sólo habían sacado unas pocas sillas. Los cuatro instrumentistas del cuarteto apenas ten ían sitio para sí mismos y sus atriles, y estaban completamente rodeados. Eran algunos de los jóvenes virtuosos más admirables de Viena, que se hab ían dedicado a su magna labor con todo el entusiasmo de la juventud y habían hecho diecisiete ensayos (o incluso más) antes de atreverse a ofrecer una actuaci ón, aunque sólo fuera semipú blica, de la enigmática nueva composición ante un grupo de conocidos. Y tan inconquistables e irresolubles parecían en aquel momento las dificultades y los secretos de los últimos cuartetos de Beethoven que solo estos j óvenes entusiastas habían estado dispuestos a  juntarse para intentarlo, mientras que otros músicos más veteranos y famosos decían que la obra no podía interpretarse. Lo que tocaron fue el Cuarteto en mi bemol mayor, op. mayor,  op. 127. Y como los intérpretes habían tenido que estudiar y practicar una y otra vez para í

á

poder escalar susacuerdo escarpadas alturas, los oyentes pensaron queque no la hab a que tom rselo a la ligera y, de con ello, se hab ía acordado a priori obra se tocara dos veces seguidas. La indisposición de Beethoven no remiti ó, ya que fue un abril crudo y sombr ío. Se acercaba acerc aba cada vez más el momento de mi partida de Viena y empez ó a angustiarme la sospecha de que tal vez no est á bamos destinados a vernos vernos de nuevo. Al final, tras un lapso de más de dos semanas, me decidí  a intentar hacerle otra visita. Con el corazón latiéndome como siempre, llamé   a la consabida puerta, se abri ó   y apareció ante mí el propio Beethoven, una sorpresa que me pill ó tan de improviso que, de hecho, no fui capaz de dar con frase alguna con la que salir airoso de la situaci ón. Pero quién iba a pensar que podr ía abrir la puerta el propio Beethoven como cualquier otro vienés cuando un desconocido tocara la campana o llamara a la puerta. No obstante, su talante amable y amistoso me ayud ó  a sortear los escollos del apuro, ya que, aunque al principio la visita inoportuna parec ía haberle molestado, al final dijo en un tono muy cordial: «¡Ah, sois vos! Hace mucho que no ven ís a verme. ¡Incluso creía que ya os habías ido de la ciudad!». Sus palabras estaban previstas para sorprenderme, pero como sólo podía contestarle por escrito, me conformé  con negar con la cabeza, mientras le daba a entender con el movimiento de una mano que no habr ía sido capaz de irme sin despedirme de él. ¡Nada del mundo me habría impedido hacerlo al menos por escrito! ó

ó

ó

Beethoven me escribir. llev  a su habitaci enfermedad n y me invitme  a disuadi tomar asiento mientras me entregaba la libreta para «¡Vuestra ó  de visitaros!», escrib í. «¡Ah!

—exclamó—. Eso no debi ó  haber sido un impedimento! En invierno siempre estoy en

 

este estado. No me encuentro bien hasta que me voy al campo en verano. ¿Qui én os dijo que estaba enfermo?» Le expliqué  brevemente por escrito lo que me hab ía sucedido. Volvió a negar con la cabeza. «A menudo, cuando estoy apesadumbrado, le pido a los quee est qu están conm conmig igo o qu quee no de deje jen n pa pasa sarr a na nadi diee —c —con onti tinu nuó—. Y no sabe saben n ha hace cerr distinciones. ¡Tengo tantas visitas pesadas y fastidiosas! ¡Gente aristócrata! ¡Yo no valgo para eso!» «¿Recibisteis mis poemas?», escrib í, viendo que se había quedado callado. Asintió y señaló  la mesa donde había algunas hojas de mi poes ía desparramadas entre otros muchos papeles: «Me gustan mucho —dijo—, y cuando me encuentre bien espero ponerle música a algunos de ellos». Le cog í la mano y la apreté con todo mi entusiasmo. Pensé que ese gesto era más elocuente que si hubiera cogido el l ápiz y hubiera escrito en palabras formales: «Ésa sería mi mayor alegría». Por su mirada y la forma en que me devolvió el apretón de mano supe que Beethoven hab ía entendido lo que quería decirle. «En invierno hago poco —prosigui ó   al cabo de un momento—. S ólo desarrollo y orquesto lo que he escrito durante el verano. Aunque eso lleva mucho tiempo. Ahora mismo tengo que trabajar todav ía en una misa. Cuando regrese de nuevo al campo, entonces tendré el ánimo adecuado para todo.» Como se quedó  callado y parecía esperar que continuara yo, escrib í: «Conocí a vuestro hermano la semana pasada». Estas palabras no le impresionaron favorablemente. Su rostro reflejó  una expresión a medio camino entre el fastidio y la tristeza. «¡Ah, mi hermano! —dijo finalmente—. Es un charlat án. Debió de aburriros mucho.» Para intentar borrar la desagradable impresión que le había causado mi comentario, le mayor en el evento antes mencionado. Al puse que había oído su Cuarteto en mi bemol mayor en leer las palabras, una feliz sonrisa vivific ó  su lánguida mirada, pero fue sólo pasajera. «¡ «¡Es Es tan dif  dif ícil cil qu quee segu segura rame ment ntee lo to toca caro ron n ma mal! l! —d —dij ijo o en ento tonc nces es a mo modo do de autorreproche—. ¿Fueron capaces siquiera de tocarlo?» «Lo habían practicado mucho y lo tocaron dos veces seguidas», respondí por escrito con la mayor brevedad posible. «Eso est á   bien. Hay que o írlo varias veces. ¿Y qué   os pareció?» Me dio mucho apuro responder a esta pregunta. ¿C ómo iba a explicarle yo la impresión que me había causado su obra? Todav ía hoy me cuesta decir que estoy convencido de que en esta última y enigmática obra de Beethoven sólo se encuentran los restos de la viril exaltación juvenil de su genio de antaño, por lo general enterrada  bajo un montón de ruinas y escombros. Pero aun as í  tengo mis reparos, y a menudo dudo si no será  mi incapacidad para entenderla lo que me causa esta impresi ón. ¿Qué había de contestar yo en aquel momento? Sin embargo, pod ía decir sin más una verdad

que, si bien no ensalzaba la obra, al menos le dejar ía ver al maestro el estado de ánimo

 

que la composición en su conjunto me había provocado. Así que escribí: «¡Me conmovió total y absolutamente hasta lo m ás profundo de mi ser!». Y en aquel momento fue también así. Beethoven lo leyó   y se quedó   callado. Nos miramos el uno al otro sin decir palabra, pero un mundo de sensaciones inund ó   mi pecho. También Beethoven estaba claramente emocionado. Se levant ó  y fue hasta la ventana, donde permaneció de pie junto al piano. Al verle tan cerca del instrumento, se me ocurrió una idea que jamás antes se me habr ía pasado por la cabeza considerar. ¡Si él… —ay, sólo tenía que darse media vuelta para estar ante las teclas—, si tan s ólo quisiera sentarse al piano y dejar aflorar sus emociones en forma de m úsica! Lleno de una esperanza tímidamente dichosa, le seguí, me acerqué hasta él y puse la mano sobre el instrumento, un piano de cola ingl és, de Broadwood. Toqué  un acorde suavemente con la mano izquierda para hacer que Beethoven se girara; pero no pareció  haberlo oído. No obstante, unos momentos despu és sí  se volvió  hacia mí  al ver que tenía la mirada clavada en el instrumento y dijo: «¡Es un piano magn ífico! Me lo enviaron de Londres, de regalo. Ahí están los nombres de los benefactores!». Señaló  con el dedo el travesa ño que había sobre el teclado. Y ahí, efectivamente, vi los nombres: Moscheles, Kalkbrenner, Cramer, Clementi y el propio Broadwood [de hecho, ponía: Kalkb Kalkbrenn renner, er, Ries, Ferra Ferrari, ri, Crame Cramer, r, Knyve Knyvett]. tt]. La anécdota era conmovedora. El rico ico y ar arttístico stico fab fabric ricant antee no había po podi dido do enco encont ntra rarr un de dest stin ino o me mejo jorr par paraa su inst in stru rume ment nto, o, al pa pare rece cerr un ejem ejempl plo o exce excepci pcion onal alme ment ntee bu buen eno o de su pe peri rici cia, a, qu quee ofrecérse rselo lo a Bee Beetho thoven ven co como mo obs obsequ equio. io. Los gra grande ndess art artist istas as men mencio cionad nados os,, com como o padrinos de esta idea, por así decirlo, lo habían firmado con su nombre, y de este modo esta curiosa «hoja de álbum» había cruzado el mar para postrarse a los pies de uno de los más célebres y homenajeados de los famosos. «Es un regalo espl éndido», continuó, estirando las manos hacia las teclas, sin dejar de sostenerme la mirada. Toc ó un acorde suavemente. ¡Jamás volverá  otro a penetrar mi alma con semejante carga de aflicci ón, con un énfasis tan desgarrador! Había tocado el acorde do mayor con la mano derecha, y tocó  un si de acompañamiento en la clave de fa, sin apartar sus ojos de los m íos; luego, para sacar el mejor sonido posible del suave tono del instrumento, repitió el falso acorde varias veces y… ¡el músico más grande del mundo no oy ó la disonancia! No sé  si Beethoven se dio cuenta del error o no, pero cuando gir ó  la cabeza hacia el instrumento, tocó  varias secuencias de acordes con absoluta correcci ón, tal como lo haría con soltura una mano acostumbrada a ello, aunque enseguida dej ó  de tocar. Eso fue todo lo que le oí tocar. Mi estancia en Viena llegaba a su fin, al menos por el momento. Me cost ó  poder reservarme una hora libre para despedirme de Beethoven por si acaso no volv ía a verlo cuando regresara. Respecto a los detalles de esta última visita que le hice, poco puedo

decir. Beethoven habló  desenfadadamente, muy animado. Expresé  mi pesar por haber

 

oído sólo una sinfonía suya durante todo el tiempo que hab ía estado en Viena, y ning ún cuarteto (salvo el ya mencionado), por no haber tenido la oportunidad de escuchar una sola composición suya en un concierto y porque no se hubiera representado Fidelio Fidelio.. Esto le brindó la oportunidad de despacharse a gusto respecto a las preferencias del p ú blico vienés. «Desde que los italianos (Barbaja) han echado ra íces aquí, han desplazado a lo mejor. Para la aristocracia, lo principal de la escena operística es el ballet. La apreciación artística está fuera de cuestión: sólo piensan en los bailarines de ballet. Nuestros buenos tiempos en esta ciudad son cosa del pasado. Pero eso no me preocupa; ahora s ólo deseo escribir aquello que me complace. Si estuviera bien, todo me resultar ía indiferente.» Así se desahogó, con estos comentarios y otros parecidos. Entonces escribí  en la libreta: «Mañana viajo a Presburgo y Eisenstadt por unos d ías; pero volveremos para el primero de mayo y, tal vez, nos quedemos unos d ías más en Viena». Realizamos nuestra agradable excursión al territorio húngaro bajo el seren ísimo cielo de í

í

í

la incipiente hab primavera. Todav a nos quedaban as en as enrobar los que, ciertamente, muchas cosas. dos Perod me las Viena, arregl éd para una ía que concentrar hora para ir a ver a Beethoven una vez m ás, ya que desde nuestra última despedida sentía que está bamos más conectados, que, tal vez, podr íamos tener un trato más personal, y, con este sentimiento, la confianza en mi prop ósito se reforzó en mi interior una vez más. Me apresuré  a subir rápidamente el largo tramo de escaleras, pero fue en vano. Por primera vez, me dijeron que Beethoven no estaba en casa. Al principio me afect ó dolorosamente; pero enseguida pens é  que, después de todo, tal vez era mejor así. El inolvidable momento de nuestra despedida era irrepetible; en lugar de ese recuerdo tan intenso podría haberme llevado uno mucho m ás frío. Así pues, decidí dejar únicamente mi nombre, con unas palabras de despedida debajo de él, para que Beethoven no pensara que no hab ía vuelto a visitarle por un descuido indolente por mi parte. Una vez más, le eché un vistazo a la antesala, a la puerta ante la cual hab ía experimentado unos momentos tan extrañamente tensos y angustiosos, y me di la vuelta r ápidamente, preso de un unaa me mezcl zclaa conf confus usaa de em emoc ocio ione ness qu quee todo todo aque aquell qu quee enti entien enda da es esta tass co cosa sass comprenderá  sin necesidad de explicarlo y que ser ía imposible hacer entender a aquel que jamás haya vivido algo así. Por mi parte, consideraba ya este asunto zanjado y pude atender con m ás tranquilidad lo que aún me quedaba por hacer en la hermosa y radiante ciudad imperial. Nuestra salida para Gratz estaba prevista para la tarde siguiente, a las seis en punto. Fue casi más la casualidad que el recado profesional que tenía que hacer lo que me llev ó

una vez más a la casa de música Steiner, que estaba enfrente de mi casa.

 

«Qué  bien que hayáis venido —me dijo el propietario—; os han dejado una carta de Beethoven.» «¡De Beethoven!», exclamé, alegremente sorprendido, temblando con impaciencia hasta que la tuve entre mis manos. Iba dirigida, con una peque ña errata en la inicial de mi nombre nomb re,, a He Herr rr L. Ne Nell llst stab ab,, ¡p ¡per ero o iba iba real realme ment ntee di diri rigi gida da a mí! ¡Un Unaa ca carrta de Beethoven… para mí! A pu punt nto o de irme irme al camp campo, o, tuve tuve qu quee hace hacerr ayer ayer algu alguno noss pr prep epar arat ativ ivos os pers person onalm almen ente te y, por por eso, eso, desgraciadamente, vuestra visita fue en vano. Disculpad mi estado de salud, que todav ía es muy malo, y como, debido a ello, tal vez no pueda volver a veros, os deseo que os vaya lo mejor posible. ¡Acordaos de m í cuando escribáis vuestros poemas! Vuestro amigo, Beethoven. Para Zelter, el valiente valedor del verdadero arte, con todo mi aprecio y cari ño.

23 de mayo de 1825 Volví la hoja y encontré más aún: un saludo reiterado y un pequeño canon. Esto es lo que Beethoven había escrito: Convaleciente, aún me encuentro extremadamente dé bil; conformaos con este pequeño obsequio para el recuerdo de vuestro amigo Beethoven:

Al año siguiente no volví a Viena. El 26 de marzo de 1827 él entregó su noble, angustiada y agotada alma.   12 «También yo soy pintor» es el comentario atribuido a Correggio cuando vio por primera vez el cuadro de Santa Cecilia pintado por Rafael.

 

Sir George Smart (1825) En los dos volúmenes que compiló con reminiscencias de Beethoven escritas por sus contempor áneos, Kerst comienza su nota sobre Sir George Smart (1776-1867) con las siguientes palabras: «George Smart, editor  ía   sido correcta, pero sólo para de música inglé s, s, visit ó  Viena en 1825». La fecha habr í  una visita de su esp í ritu, ritu, ya que George Smart, el padre de Sir George (nombrado caballero en 1811), habí a muerto mucho tiempo antes. No obstante, en cierto sentido, Sir George tambié n fue un «editor» de m úsica, ya que dirigió con excepcional habilidad muchos conciertos de la Philharmonic Society of London y numerosos festivales de música. Entre otros muchos eventos dignos de menci ón, hay que atribuirle a é l la  primera representación de la Novena sinfon í a en Londres el 21 de marzo de 1825. No cabe duda de que fue su ferviente apoyo a las sinfon í as as de Beethoven lo que le llevó a visitar visi tar Viena e ir a ver a é ste, ste, con quien hasta entonces sólo habí a mantenido relación  por correspondencia. Fue a Alemania junto a Charles Kemble, cuyo objetivo era conve convenc ncer er a We Webe berr pa para ra qu quee comp compus usie iera ra un una a ó pera para Covent Garden, y el compositor de Oberon se alojó como invitado en su casa hasta que muri ó el 5 de junio de 1826. Sir George llevaba un diario de sus vivencias que Longmans, Green & Co. public ó en 1907 bajo el t ítulo Leaves  from the Journal of Sir George Smart  Smart   [Hojas del diario de Sir George Smart]. El Smart].  El siguiente relato es un extracto de ese exquisito libro.

Viernes, 9 de septiembre […]. Fuimos entonces a la tienda de m úsica de Mecchetti — también son editores— y compramos tres piezas para Birchall […]. Herr Holz, un amateur,   entró  y dijo que Beethoven había llegado de funcionar func ionario io y bue buen n violinis violinista ta amateur, Baden por la mañana y que iba a quedarse en casa de su sobrino —Karl Beethoven, un  joven de veinte años—, en el n.º 72 de la Alleegasse […]. A las doce, llev é a Ries al Hotel Wildemann, donde se aloja Herr Schlesinger, el vendedor de m úsica de París, ya que le entendí   a Her Herrr Hol Holzz que Be Beeth ethove oven n estar estaría allí, y, en efecto, all í   lo enco encontr ntré. Su reci recibi bimi mien ento to fue fue de lo más hal halagad agador. or. Había un con concur currid rido o gru grupo po de pro profes fesore oress reunidos para oír el segundo cuarteto de Beethoven, recién escrito, que hab ía comprado Herr Schlesinger. El cuarteto dura tres cuartos de hora. Lo tocaron dos veces. Los cuatro intérpretes eran Schuppanzigh, Holz, Weiss y Lincke. Es muy crom ático y tiene un movimiento lento titulado «Salmo por la recuperaci ón de un enfermo». Supongo que Beethoven alude a s í mismo, ya que estuvo muy enfermo a principios de a ño. Dirigió a los músicos y se quit ó  la chaqueta, ya que la habitación estaba llena y hacía calor. staccato no Cuando a simple vista —pues, ay, él no podía o ír— le pareció que un pasaje staccato  no había quedado como quería, le cogió  el violín a Holz y lo toc ó   un cuarto de tono desafinado. Yo seguí  la partitura durante la interpretaci ón y todos le prestaron gran atención. Había unas catorce personas. Conocía a Böhm (violín), a Marx (chelo), a Carl Czerny y al sobrino de Beethoven, que, al igual que el violinista Böhm, es como el conde

 

san Antonio. También estaba allí el socio de Steiner, el vendedor de m úsica. Acordé ir a ver a Beethoven a Baden el domingo y me fui a las dos y veinticinco […]. Sá bado, 10 de septiembre […]. Antes de irme de turismo fui a Artaria a por la m úsica para Birchall, la pagué, y a nuestro regreso me encontré con una tarjeta de visita de Earl Stanhope y de Schlesinger de Par ís, con el mensaje de que Beethoven estaría al día siguiente en su hotel a las doce. As í   pues, descarté  por supuesto ir a Baden a ver a Beethoven, visita que él me había organizado […]. Domingo, Domin go, 11 de sep septie tiembr mbree […] […].. Des Desde de aquí   me fu fuii solo solo a las las de depe pend nden enci cias as de Schlesinger en el Wildemann, Wildemann ,  donde había un grupo de gente más grande que el ante an teri rior or.. En Entr tree ello elloss esta estaba ba el abat abatee Stad Stadle ler, r, un di dist stin ingu guid ido o señor ma mayo yor, r, bu buen en compositor de la vieja escuela, a quien me presentaron. Tambi én estaban presentes un alumno de Moscheles, una tal se ñorita Eskeles y una tal señorita Cimia, que entendí que era intérprete profesional. Cuando entré, los señores C. Czerny, Schuppanzigh y Lincke o,  op. 70, de Beethoven y, despu és, ellos mismos acab acabab aban an ju just sto o de em empe peza zarr el Trí o,  to toca caro ron n elóTr 79, ambos impresos por separado. A í o  deóBeethoven, continuaci n sigui  el cuarteto op. de Beethoven, el mismo por que Steiner hab ía escuchado el 9 de septiembre, también tocado por los mismos m úsicos. Beethoven estaba sentado cerca del pianoforte, marcando el tiempo mientras tocaban las piezas. Cuando se acab ó, la mayor parte de la comitiva se marchó, pero Schlesinger me invitó a quedarme a comer con el siguiente grupo de diez personas: Beethoven, su sobrino, Holz, Weiss, C. Czerny, que se sentó  al fondo de la mesa, Lincke, Jean Sedlatzek —un flautista que vendr á   a Inglaterra el año que viene y tiene cartas para el duque de Devonshire, el conde de san Antonio, etcétera, y que ha estado en Italia—, Schlesinger, Schuppanzigh, que se sent ó en la cabecera, y yo. Beethoven llama a Schuppanzigh Sir John Falstaff, un apodo nada desacertado teniendo en cuenta la figura de este excelente violinista. Fue una comida muy agradable. Se hicieron brindis al estilo inglés. Beethoven estaba deliciosamente animado, aunque dolido porque en la carta que Moscheles me entregó su nombre estaba metido en el mismo saco que el de los otros profesores. No obstante, se le pasó enseguida. Le complació mucho y se quedó muy sorprendido al ver en el cartel del oratorio que le di que el Monte el  Monte de los olivos olivos y  y su Sinfoní a de la batalla se batalla se tocaban la misma tarde. Él cree —yo no— que las elevadas notas que Händel escribió para las trompetas ya las había tocado otro antes. Le entregu é el libreto y el cartel del oratorio. Él me invitó, por medio de su sobrino, a ir a Baden el viernes siguiente. Después de la comida, le convencieron para que improvisara y me preguntó en francés: «¿Sobre qué

 

tema toco?», mientras tocaba esto en el instrumento:

Respondí: «Sobre eso». E improvisó sobre ese tema durante unos veinte minutos de un  fortissimo,,  per modo mod o ver verdade daderam ramen ente te ex extra traord ordina inario rio,, a vec veces es dem demasi asiado ado  fortissimo pero o lle lleno no de genialidad. Cuando se levantó   al finalizar su interpretación, parecía muy exaltado. Estaba más animado que nadie, contando un mont ón de chistes. Se le ve ía de muy buen humor. Todos le escribimos por turnos, aunque también puede oír un poco si se le habla alto al oído izquierdo. Criticó  severamente que el príncipe regente no hubiera hecho caso de la partitura que le hab ía rega regala lado do de su Sinfoní a de la batalla. batalla. Su sobrino se lamentó  de que nadie le hubiera explicado a su t ío el rentable contrato que le hab ía ofrecido la Philharmonic Society el año anterior. He pasado un día absolutamente delicioso. Schlesinger es muy afable, conoce a Weber y a la familia de Franz Cramer. Me di un peque ño paseo a eso de las siete con Carl Czerny, a quien, según dice, Neate enseñó a hablar ingl és. Luego fui a su casa y toqu é cuatro o cinco duetos con él. Eran Eran com compos posici icione oness int inteli eligen gentes tes,, per pero o no f áciles. Ha enseñado al joven Liszt. Me fui a casa solo a eso de las nueve, despu és de prometer que volvería a casa de C. Czerny el miércoles por la tarde. El viernes, 16 de septiembre, vino el joven Ries a las ocho y media de la ma ñana y alquilamos un carruaje para que nos llevara de Mödling a Baden. Está a unas seis millas al sur de Mödling y dieciséis al suroeste de Viena. El viaje costó cinco florines en billetes y duró cerca de una hora. Tras pasear por el peque ño parque y visitar los ba ños, fuimos a casa de Beethoven, siguiendo su invitaci ón. La casa tiene una ubicación curiosa. Delante de ella hay un picadero de madera en una gran explanada. Tiene cuatro genius. En una está  el habitaciones grandes que se abren unas a otras, amuebladas à la genius. En pianoforte de cola, muy desafinado, que le regal ó  Broadwood, en el que est án escritos,  junto a la línea en latín, los nombres de J. Cramer, Ferrari y C. Knyvett. Beethoven me regaló  un rato estupendo, tocando en el pianoforte los temas de muchos movimientos de sus sinfonías, incluida la Sinfoní a coral, que, coral, que, según dijo, dura tres cuartos de hora. La comitiva presente —a saber, Holz, violinista amateur, amateur, Karl  Karl Beethoven, el sobrino, y el  joven Ries— confirmó  que la representaci ón en Viena sólo duró  ese tiempo, lo cual se me antoja completamente imposible. Al parecer, en Viena el recitativo lo tocaron con solo cuatro chelos y dos contrabajos, lo que, sin duda, es mejor que tener todos los bajos.

Beethoven Beetho ven y nos nosotr otros os cri critic ticamo amoss jus justif tifica icadam dament entee la mue muestr straa de fug fugas as imp impre resa sa de Reicha. Me habló de una misa, aún no publicada, que ha compuesto. Tuvimos una larga

 

conversación sobre temas musicales que yo llev é  por escrito. Tiene muchas ganas de venir a Inglaterra. Después de pedirle que preparase la comida a esa extra ña cocinera mayor que tiene, y a su sobrino que se encargara del vino, nos dimos un pa paseo seo los cinco. Beetho Bee thoven ven iba gen genera eralme lmente nte por del delant ante, e, tar tarare areand ando o algún pa pasa saje je [… […]. ]. Cu Cuan ando do estuvimos de vuelta, comimos a las dos. Fue una comida curios ísima y tan abundante que to que toda dav vía seguían lle llega gand ndo o pl plat ato os cuan cuando do nosotro otross ya no noss í bamos,  bamos, pues, desgraciadamente, teníamos más bien prisa por llegar a la diligencia antes de las cuatro, ya que era la única que iba a Viena aquella tarde. O í  que Beethoven decía a alguien: «Veremos cuánto es capaz de beber el ingl és». Pero fue él quien salió  peor parado. Le entregué  mi alfiler de diamante en recuerdo de la satisfacci ón que me había dado honrándome con su invitación y amable recibimiento, y, en apenas dos minutos, tan rápido como su pluma le permiti ó mientras yo esperaba en la puerta listo para partir, él me escribió el divertido canon que incluyo a continuaci ón. Él estaba muy alegre, pero ya no necesito escribir m ás, pues la memoria se encargará de guardar para siempre los acontecimientos de este placentero d ía con Beethoven. El canon que Sir George menciona, con la dedicatoria traducida, es el siguiente:

Escrito el 16 de septiembre de 1825 en Baden, en que mi querido y dotado artista musical y amigo Smart (de Inglaterra) me visitó aquí. Ludwig van Beethoven

 

Gerhar Ger hard d von Breun Breuning ing (1825(1825-182 1827) 7)  Moritz Gerhard von Breuning (1813-1892) era hijo del consejero de guerra de la corte Stephan von Breuning, amigo de Beethoven desde la juventud y a quien, por un curioso azar del destino, sobrevivió   sólo dos meses: murió  en Viena el 4 de junio de 1827. En una etapa ya avanzada de su vida, en 1874, Gerhard von Breuning dio al mundo musical su libro ístico ía   de ser el último registro del memor í  s  tico Aus dem Schwarzspanierhause, que habr í  ía   al inteligente chico, al que llamaba «el  gran compositor. Beethoven le cogió  simpat í  Bot ón de mi pantalón» y su «Ariel». Tambié n se interesó por su educación musical. Por  ítica ejemplo, en una ocasión hizo que Gerhard tocara para é l, l, le escuchó de forma cr í  t  ica y le recomendó el mé todo todo de Clementi en lugar del de Czerny. Los divertidos comentarios del chico solí an an animar a Beethoven, pero a veces al buen muchacho la miseria de su  gran amigo le pesaba mucho. Podemos ver una triste muestra de ello en los Conversations Hefte, poco antes de la muerte de Beethoven: como hab í a oí do do que las chinches no dejaban dormir al maestro enfermo, el sol í cito cito Gerhard llevó  consigo un desinfectante para aliviar al moribundo Beethoven de esta tortura.

En agosto de 1825 tuve la suerte de conocer a Beethoven mientras daba un paseo vespertino con mis padres. Í bamos  bamos caminando por el paseo que rodea la ciudad de Viena y corta la pendiente de la muralla (el glacis), y nos encontr á bamos entre el K ärnthnerthor rnthnerthor y Karolinentor, en  y el Karolinentor,  en cuya puerta mi padre pensaba girar para encaminarse hacia su despacho, cuando vimos a un hombre solo encamin ándose directamente hacia nosotros. En cuanto nos avistamos mutuamente, nuestro encuentro dio lugar a un intercambio de saludos excepcionalmente amistoso por ambas partes. Ten ía un aspecto imponente, una estatura media; sus andares y sus r ápidos movimientos eran en érgicos; su atuendo no era elegante, sino más bien propio de un ciudadano corriente; y, sin embargo, había algo en su aspecto a specto general que no admitía encasillarle en ninguna clase. Habló   casi casi sin par parar, ar, pre pregun guntan tando do cómo está bamos, haciéndon ndonos os pregu preguntas ntas sobr sobree nuestro modo de vida, nuestros parientes del Rin y muchas cosas m ás, y, sin esperar siquiera a que le contest áramos su pregunta de por qu é  mi padre no hab ía ido a verlo en tanto tiempo, etcétera, nos contó  que había estado viviendo una temporada en la Kothgass Koth gassee y, últimamente, en la Krugerstrasse, pero que estaba pasando el verano en Baden. Pero enseguida se apresuró a decirnos emocionado que iba a mudarse pronto — haci ha ciaa fina finale less de sept septie iemb mbre re— — ju just sto o al lado lado de nu nues estr traa zona zona,, al Schwarzspanierhaus (nosotros (nos otros está bamos viviendo en la llamada casa «Roja» perteneciente al príncipe Esterhazy, en perpendicular justo enfrente de ella), lo cual despert ó   nuestro interés. Añadió  que esperaba vernos muy a menudo y, por último, le rogó  a mi madre que le ayudara a poner orden en su desastrosa intendencia dom éstica, que la supervisara, etcétera.

 

Mi padre, aunque, cuando al fin se lanz ó  a hablar, contó  menos cosas, lo hizo alto y claro cla ro y ges gestic ticula ulando ndo muc mucho, ho, y, entre entre cor cordia diale less pro promes mesas as re reite iterad radas as del de deseo seo y la voluntad de verlo muy a menudo en el futuro pr óximo, nos despedimos de él por ese día. Al fin se había cumplido el anhelo, que tanto le hab ía manifestado a mis padres, de conocer a Beethoven y, así, con impaciencia juvenil, conté  los días que quedaban para tener aquella estrecha relaci ón tan añorada con el amigo de juventud de mi padre del que tanto me habían hablado… El fuego del amor llameó  alto en el corazón de Beethoven en varias ocasiones, pero siempre con el mismo pensamiento honesto de fondo: «¡No hasta que pueda llamaros mía!». Una vez, cuando mi madre le dijo casualmente a mi padre que no entendía muy bien cómo las mujeres podían sentir esa predilecci ón por Beethoven, dado que no era ni apuesto ni elegante, e iba extremadamente dejado y despeinado, mi padre le contest ó: «Y, sin embargo, siempre ha sido afortunado con las mujeres». En lo que a ellas se refería, ya fueran amistades o relaciones amorosas, Beethoven siempre se mostraba lleno de sentimientos nobles y elevados. En una ocasión visité a Beethoven en su casa de la Ungargasse, cerca de la pendiente de la muralla. Estaba sentado al piano, con las manos sobre el teclado. Cuando me vio, pulsó  las teclas con ambas manos de forma estruendosa, se rio y se retir ó  del piano. Supongo que pretendía decirme con ello: «Cre ías que iba a tocar algo para ti, eh, ¡pero eso es justo lo que no pienso hacer!». Tampoco se lo pedí. Aunque ahora sus asuntos domésticos estaban perfectamente organizados [Frau von Breuning había puesto la intendencia doméstica de Beethoven a punto], segu ía teniendo su habitación igu igual al de des desord orden enada ada.. Tenía sus papeles y sus cosas polvorientas y desparramadas de cualquier manera; y, a pesar de la deslumbrante blancura y pulcritud de sus sá banas, y de sus constantes abluciones, seguía llevando la ropa sin cepillar. Puede que fuera tal vez ese lavarse excesivamente la principal causa fortuita y el origen de su sordera —quizá  por una inflamación reumática—, y no su «propensi ón a las molestias intestinales», como se ha dado por hecho tan a menudo. Siempre ten ía la costumbre, cuando pasaba un rato largo sentado a la mesa componiendo y se acaloraba, de correr hasta el lavamanos, echarse jarras enteras de agua por la cabeza caliente y, tras refrescarse, secándose sólo por encima, volver al trabajo, o, incluso, antes de eso, salir rápidamente a la calle a darse un breve paseo. Todo esto lo hac ía apresuradamente, para que nada pudiera sacarle de su fuga creativa. El hecho de que no se diera cuenta de que el agua que se echaba por encima inundaba el suelo a mares y se colaba por él,

haciénd ndol oles es go gote tera rass en el tech techo o a los los ve veci cino noss qu quee vi viv v ían de deba bajo jo,, de demu mues estr traa lo

 

innecesario que consideraba secarse su empapado pelo hirsuto. A veces, esto hac ía que se enfadaran los demás inquilinos, el portero y, en última instancia, el propietario de la casa, e incluso que le echaran de ella. Le gustaba que le invitáramos a comer y, a menudo, nos enviaba un poco de pescado si había hecho un pedido para él en el mercado, ya que el pescado era uno de sus platos favoritos, y, cuando a él le gustaba algo, disfrutaba compartiéndolo con sus amigos. El aspecto de Beethoven, debido a esa particular despreocupaci ón suya vistiendo, hacía que llamara la atención por la calle. Normalmente absorto en sus pensamientos y mascullando para sus adentros, tambi én solía ir gesticulando con los brazos cuando andaba solo. Cuando iba acompa ñado, hablaba muy alto y enérgicamente, y como quie qu ienq nqui uier eraa qu quee fu fuer eraa con con él tenía qu quee escr escrib ibir ir su suss re resp spue uest stas as en la libr libret etaa de conversación, el paseo se veía interrumpido por frecuentes paradas, lo cual llamaba en sí la atención y se hacía todavía más notorio por la m ímica de las respuestas. Así  pues, la mayoría de la gente con la que se cruzaba se giraba al verle pasar, y los chicos de la calle se burlaban de él y le lanzaban pullas. Por este motivo, su sobrino Karl aborrecía salir con él y una vez le dijo a las claras que le daba verg üenza acompañarle por la calle porque parec ía un loco, un comentario que Beethoven nos cont ó   muy dolido. Yo, por mi parte, estaba orgulloso de poder mostrarme en compa ñía de este gran hombre. Cuando Cuand o Bee Beetho thoven ven lle llegab gabaa a cas casa, a, aun aunqu quee el som sombre brero ro de fie fieltr ltro o qu quee solía llevar entonces estuviera chorreando por la lluvia, lo sacudía un poco (en nuestra casa lo hacía siempre sin importarle lo que hubiera en la habitaci ón) y lo colgaba en la parte m ás alta del perchero. Como resultado de ello, el lado superior se deformaba y se quedaba combado hacia arriba. Como no lo cepillaba muy a menudo, por no decir nunca, ni antes ni después de que lloviera, y después acumulaba polvo, el sombrero adquir ía un aspecto permanentemente apelmazado. Además, solía llevarlo lo más retirado posible de la cara para dejar la frente despeja despejada, da, con el cabello gris y revu revuelto elto sobre sobresali saliéndole por los lados «ni tieso ni rizado, sino una mezcla de ambos», como dice Rellstab de forma tan característica. Como se ponía el sombrero así, apartado de la cara, en la parte de atrás de la cabeza, que llevaba bien alta, el ala trasera del mismo rozaba el cuello de la chaqueta, que se le sub ía hacia arriba contra la nuca, y parecía deforme, mientras éste, por su constante roce con el borde del sombrero, quedaba ra ído. Las dos solapas desabrochadas de la parte delantera, especialmente las de la levita azul con botones de latón, sobre sobresal salían ha haci ciaa af afue uera ra y on onde deab aban an cont contra ra sus sus br brazo azos, s, sobr sobree todo todo cu cuan ando do caminaba contra el viento. Sobresal ían del mismo modo los dos largos extremos del pañuelo blanco del cuello, anudados en torno al amplio cuello de su camisa, vuelto hacia hac ia aba abajo. jo. Los imp imper ertin tinent entes es do doble bless qu quee lle llevab vabaa por su mio miop p ía le colgaban con

holgura. Sin embargo, sol ía tener los faldones traseros recargados, ya que, adem ás del

 

reloj, que solía llevar colgado a un lado, en el bolsillo del otro costado llevaba un cuader cua derno no de cua cuarti rtilla llass ple plegad gado o nad nadaa fin fino, o, ade adem más de una libreta de conversación tamaño octavilla y un grueso l ápiz de carpintero para poder comunicarse con los amigos y conocidos que fuera a ver; y tambi én, al principio, cuando todavía le servía de algo, su trompetilla. El peso de las libretas daba bastante de sí  los faldones, cuyos  bolsillos, además, con el trajín de andar sacándolas constantemente, solían colgar por fuera, del revés. El famoso retrato a pluma y tinta [el de Böhm, ya que el de Lyser se realiz ó, al parecer, después de la muerte de Beethoven] da una buena idea de c ómo era la figura de Beet Be etho hove ven, n, au aunq nque ue nu nunc ncaa llev llevab abaa el somb sombre rero ro su suje jeto to a un lado lado,, tal tal como como la caracterización, propia de todo dibujo, refleja. La imagen de Beethoven antes descrita se me quedó   grabada de forma indeleble en la memoria. Era así  como lo veía muchas veces desde nuestras ventanas, viniendo a eso de las dos —su hora de comer— desde la Schottentor —al zona del Schottentor  —al otro lado de la pendiente de la muralla donde ahora se levanta la Igles Iglesia ia Vot Votiva iva—, —, con el cue cuerpo rpo y la cab cabeza eza no enc encorv orvado ados, s, sin sino o ech echado adoss hac hacia ia á

adelante adelan te com como o éde costu tumbr mbre, e, enc encami amin n nd ndos osee solo solo ha haci ciaa casa casa.. Ot Otra rass ve vece cess yo ib ibaa caminando con l. cos En la calle, donde no siempre hab ía tiempo suficiente para escribir, era muy dif ícil conversar conve rsar con él, y, aunque no hac ía falta prueba alguna de ello, la siguiente muestra me dejó claro que estaba completamente sordo. Un día le habíamos invitado a comer y ya er eran an ca casi si las las do dos, s, nu nues estr traa hor oraa de la comi comida da.. Mi Miss pa padr dres es,, fi figu gurr ándo ndose se que que,, componiendo absorto, podía haberse olvidado de la hora acordada, me enviaron a  buscarle. Le encontré  sentado a su mesa de trabajo, con la cara vuelta hacia la puerta abierta de la habitación en la que estaba el piano, trabajando en uno de los últimos cuartetos (Galitzin) (Galitzin).. Levantó  la vista un momento, indic ándome que esperara un poco, hasta que pusiera sobre el papel la idea que tenía entre manos en ese momento. Permanecí  un rato callado, pero luego me acerqu é  hasta el piano más cercano, el de Graf (con el plato de resonancia), y, no muy convencido de la sordera musical de Beethoven, empecé  a tocar las teclas suaveme suavemente. nte. Mientr Mientras as tanto, le miraba una y otra vez, para ver si se inmutaba. Pero al ver que parec ía desapercibido de ello, toqué   un poco más fuerte y, luego, a conciencia, muy fuerte… y mi duda qued ó resuelta. No me oyó en absoluto, y siguió escribiendo con total despreocupación hasta que, cuando al fin terminó, me instó  a que nos fuéramos. Ya en la calle, me hizo una pregunta; le grit é  la respuesta directamente al o ído, pero más que mis palabras, lo que entendió fueron mis gestos. Sólo en una ocasión fue capaz Beethoven de o ír un chillido agudo y penetrante que dio una de mis hermanas cuando est á bamos sentados a la mesa, y le dio tanta alegría darse cuenta de que lo hab ía oído que se rio a carcajada limpia, mostrando su dentadura relucientemente blanca e intacta.

 

También era característica la forma tan efusiva en la que hablaba sobre los temas que le interesaban, hasta el punto de que en esos momentos, mientras deambulaba con mi padre arriba y abajo de la habitaci ón, a veces escupía sin darse cuenta en el espejo en lugar de por la ventana. El 24 de septiembre de 1826, día de mi cumpleaños, con motivo de la celebraci ón, invi in vita tamo moss de nu nuev evo o a co come merr a Be Beet etho hove ven. n. Du Dura rant ntee la co comi mida da no noss co cont ntó   que que el ayuntamiento vienés le había nombrado ciudadano de Viena, pero no ordinario, sino honorario, sobre lo que coment ó: «No sabía que en Viena también hubiera ciudadanos deshonorarios». [Un deshonorarios».  [Un juego de palabras con Ehrenbürger rger y  y Schandbürger.] Por la tarde fuimos a pie a Sch önbrunn todos juntos. Mi madre ten ía que visitar a alguie alg uien n en Mei Meidli dling ng (co (colin lindan dante te con Schönb nbru runn nn)) y yo la ac acom ompa pañé. Mi pa padr dre, e, Beethoven y mi profesor nos esperaron en unos bancos del parterre del jard ín de Schönbrunn. Cuando nos pusimos luego a pasear por el jard ín, Beethoven, señalando las avenidas de setos podados a modo de pared, al estilo franc és, dijo: «¡Nada más que ó

artificio, comolado viejas ¡S infanter lo me siento reconfortado naturaleza salvaje!».moldeados Pasó a nuestro un enaguas! soldado de punto, solt óen  unlacomentario ía y, al sarcástico: «¡Pobre esclavo, que ha vendido su libertad por cinco Kreuzer Kreuzer al  al día!». De vuelta a casa, había varios niños jugando a los bolos con una pelota pequeña en medio de la avenida derecha del parque, frente al puente de Sch önbrunn, y la pelota le dio accidentalmente a Beethoven en el pie. Pensando que lo hab ían hecho aposta para molestarle, se giró  hacia ellos violentamente y les grit ó: «¿Quién os ha dado permiso para pa ra juga jugarr aq aqu uí? ¿Por qué   tenéis qu quee po pone nero ross a ha hace cerr vu vues estr tras as ga gamb mber erra rada dass precisamente en este sitio?». Y a punto estuvo de salir corriendo hacia ellos para echarlos. Pero, mi padre, que tem ía la brutalidad de los golfillos, le calm ó enseguida. De todas formas, la bola sólo le había rozado y apenas le hab ía hecho daño. Ya era de noche cuando, al volver por el Schmelz, Schmelz , nos perdimos y nos vimos obligados a caminar a través de los sembrados. Beethoven bramaba melod ías para sí   mismo mientras se balanceaba descontroladamente de un mont ículo a otro, agradecido de contar con un guía que le ayudara con su miopía. Su sobrino Karl estaba a punto de examinarse de t écnica. Acuciado por las deudas, ve ía su bolsillo tan pelado como sus conocimientos, por lo que, temeroso además de los reproches de su tío, del cual «hacía ya tiempo que se había cansado y al que consideraba tonto», decidió  suicidarse. Compró  dos pistolas, fue a Baden, se subi ó  a la torre del ruinoso castillo de Rauenstein y, all í  en lo alto, se puso las dos pistolas en las sienes y ó

ó

ó

í

apretque  lostuvieran gatillos… s lo al seHospital lesion  levemente periostio, aunque s  lo suficiente para quepero llevarle General deelViena.

 

La no noti tici ciaa fue fue un du duro ro go golp lpee pa para ra Be Beet etho hove ven. n. El su suce ceso so le ca caus usó   una triste tristeza za indescriptible. Estaba tan abatido como un padre que hubiera perdido a su bienamado hijo. Mi madre se lo encontró, al parecer bastante trastornado, en la pendiente de la muralla. —¿Sabéis qué me ha ocurrido? ¡Mi Karl se ha disparado! —¿Ha fallecido? —No, sólo se ha hecho unos rasguños; todavía vive y esperan poder salvarle. ¡Pero cómo me ha deshonrado, y le quiero tanto! Antes de contar lo que viene a continuación debo aclarar cómo, ahora que se había visto totalmente satisfecho mi deseo de tener un estrecho contacto cotidiano con Beethoven, acariciaba el deseo aún mayor de poder tutearle, como hacía mi padre. ¿Acaso no me había entregado entregado a él con toda mi alma hac ía ya mucho tiempo y pod ía enorgullecerme de que también él me quisiera y de estar entre los pocos elegidos que ten ían ese vínculo con él? Le pregunté a mi padre cómo podía sacar el tema y si él se prestaría a interceder por mí  en el asunto. «Si eso es lo que quieres, sobra toda esta palabrer ía; simplemente trátale de “tu” y verás como no le ofende en absoluto, de hecho, m ás bien le agrada agradarrá. En cualquier caso, ni siquiera le sorprender á», me respondió mi padre sin pensarlo. En vista de lo bien que mi padre conoc ía los procesos mentales de Beethoven, decid í confiar en su consejo e intentarlo en mi siguiente visita, cuando estuviera a solas con Beetho Bee thoven ven (esto (esto fue dur durant antee el pri primer mer per period iodo o inici inicial al de su enfe enferme rmedad dad). ). Co Con n el corazón palpitante, es cierto, pero con una valent ía audaz, me lancé   a ello y, en la primera frase que escrib í de nuestra conversación, me dirigí a él de este modo. Observé tenso su expresión al mostrarle la libreta. Y, tal como mi padre me hab ía dicho, Beethoven ni siquiera se percat ó  de ello, por lo que continu é  dirigiéndome así   a él a partir de entonces. Una mañana, durante su enfermedad (hacia finales de febrero de 1827), llegaron las obras completas de Händel —en una elegante edición encuadernada tamaño cuartilla— de parte del virtuoso arpista Stumpff. Hac ía mucho que Beethoven acariciaba el deseo de tenerlas, según había manifestado en una ocasión, y aquél se las regaló precisamente con vistas a satisfacerlo. Cuando entré  en su habitación a mediodía, como solía hacer a diario cuando daban las doce, señaló los volúmenes apilados sobre el piano, con los ojos radiantes de placer: «Mirad lo que me han enviado hoy de regalo. ¡Me han hecho muy feliz con estas obras! Hacía mucho tiempo que quer ía tenerlas, porque Händel es el compositor más grande y más sólido que hay. De él puedo aprender todav ía algo. ¡Alcanzadme los libros!». Dijo esto entre otras cosas sobre ellas, hablando con un fervor entusiasta. Entonces fui pasándole los volúmenes a la cama uno a uno. Hojeaba las

páginas de cada volumen según se los entregaba, deteni éndose a veces en algunos

 

pasajes, y dejando después los libros, uno tras otro, a su derecha, sobre la cama, contra la pared, hasta que quedaron todos apilados all í, donde permanecieron varias horas, ya que allí  mismo seguían por la tarde. Luego empezó  una vez más a prodigarse en los más entusiastas elogios hacia la grandeza de H ändel, llamándole el más clásico y más riguroso poeta del tono. En cierta ocasión, como solía ocurrir, lo encontr é dormido al llegar. Me sent é junto a su cama, en silencio para no despertarle, ya que esperaba que el descanso fuera reparador para él. Entre tanto, hojeé las páginas y leí  una de las libretas de conversaci ón que aún tenía en uso uso sobr sobree la me mesi sill llaa junt junto o a la ca cama ma,, pa para ra ve verr qu quiién le había vis visita itado do recientemente y de qué  hab ían hablado. Y all í, entre otras cosas, encontr é  en un pasaje el siguiente comentario: «El cuarteto vuestro que Schuppanzigh toc ó ayer no me gust ó». Cuando Cuan do se desp despert ertó   un rato después, le mo most strré   la frase y le pregunté   qué   había contestado conte stado él: «Algún día les gustará», fue su lacónica respu respuesta esta.. A conti continuaci nuación, seguro de sí mismo con razón, apuntó brevemente que él escribía como quería y no iba a permitir que la opinión de sus coet áneos le llevara por mal camino: «¡S é  que soy un artista!». Aproveché   la oportunidad para preguntarle por qu é   no había escrito una segunda ópera. «Quería escribir otra ópera, pero no encontré   un libreto adecuado para ello. Necesito tener un texto que me motive. Debe ser algo moral, elevador. Yo nunca habr ía podido ponerle música a los textos con los que Mozart compuso. Nunca he sido capaz de reunir el ánimo adecuado para musicalizar textos lascivos. Me han enviado muchos libretos, pero, como he dicho, ninguno que yo quisiera —respondi ó. Y añadió—: Quería escri es cribir bir muc muchas has otr otras as cos cosas. as. Qu Quer ería comp compon oner er la décim cimaa sin sinfon fonía, y u n réquiem también, y la música para Fausto, Fausto, e  e incluso un método para piano. Esto último lo habría hecho de una forma diferente a como lo han hecho quienes los han escrito hasta ahora. Pero ya no tendré ocasión de ponerme a ello, y, en todo caso, mientras est é enfermo, no trabajaré  nada, por mucho que me insistan Diabelli y Haslinger, pues he de tener el nimo ad adec ecua uado do pa para ra ha hace cerl rlo. o. A ve vece cess he pa pasa sado do larg largas as temp tempor orad adas as si sin n po pode derr ánimo componer, y luego me ha vuelto de repente el deseo de hacerlo. En otra ocasión, enco encontr ntré   un cu cuad ader erno no de no nota tass sobr sobree un uno o de los los mu mueb eble less de la habitación. Se lo mostré, preguntándole si realmente necesitaba escribir sus ideas. Me respondió: «Siempre llevo conmigo un cuaderno de ese tipo, y cuando se me ocurre una idea, la anoto inmediatamente. Incluso me levanto de la cama por la noche cuando se me ocurre algo, ya que, si no, se me podría olvidar».

 

 Friedrich Wieck (1824 (1824 o 1826) Una de las visitas más distinguidas que tuvo Beethoven en los últimos años de su vida fue la de Friedrich Wieck (1785-1873), (1785-1873), el profesor, profesor, sobre todo, de Clara Schumann, a cuyo matrimonio matrimonio con Robert Robert Schum Schumann ann se opuso enérgicamente. En el relato que Wieck escribi ó  para el Dresdener Nachrichten de Nachrichten de su visita la fech ó   en mayo de 1826, aunque, en el quinto volumen de la edici ón alemana de la biograf ía de Beethoven de Thayer, Riemann esgrimió que la visita probablemente tuvo lugar en 1824 en Penzing.

En mayo de 1826 conocí  a Beethoven por medio de nuestro simp ático amigo común, Andreas Stein, el famoso fabricante de instrumentos. Me lo present ó como un poeta del tono y un compositor muy interesado en el tratamiento de la sordera y las trompetillas auditivas, audit ivas, y pasé  varias horas con él. De otro modo, seg ún la experiencia de Stein, no me habría recibido. Bajo la parra de uvas rojas, la conversaci ón giró   en torno a la situación musical en Leipzig, Rochlitz, Schicht, el Gewandhaus, su casero, sus muchas vivie viv ienda ndass —ni —ningu nguna na de las cua cuale less le agr agrada adaba ba re realm alment ente— e—,, sus pas paseos eos,, Hie Hietzi tzing, ng, Schönbrunn, su hermano, varios tipos est úpidos de Viena, la aristocracia, la democracia, la revo revoluci lución, Napoleón, Mar Mara, a, Cat Catalan alani, i, Mal Malibr ibran, an, Fod Fodor or y las do dotad tadas as can cantan tantes tes Lablache, Donzelli, Rubini, etcétera, la perfeccionada ópera italiana (la ópera alemana  jamás alcanzaría la perfección debido al lenguaje y por la incapacidad de los alemanes para cantar tan bien como los italianos), sobre lo que yo opinaba de la interpretaci ón pianística, el archiduque Rodolfo, Fuchs —por entonces un famoso personaje musical de Viena—, mi método para piano mejorado, etcétera, todo ello escribiendo lo más rápido y seguido posible por mi parte (pues él hacía mu much chas as pr preg egun unta tass precipitadamente) y con continuas interrupciones, ya que él captaba lo que quería decirle enseguida y no me daba ocasión de terminar la pregunta; no obstante, lo hicimos todo con una sinceridad genuina, incluso cuando protestaba desesperado, poniendo los ojos en blanco y tirándose del pelo. En conjunto, resultaba rudo, a veces incluso un poco maledu mal educad cado, o, per pero o tam tambi bién no nobl ble, e, eleg elegíac aco, o, conm conmov oved edor or,, ho honr nrad ado, o, entu entusi sias asta ta y anticipatorio de los percances políticos. ¿Y entonces, qué? Entonces, después de montar su trompetilla y ponerla en el plato de resonancia sobre el que estaba el muy maltrecho gran piano de cola que le había donado la ciudad de Londres, de sonido fuerte y poderoso, improvis ó  para mí  durante una hora. Tocó  con fluide flu idezz y arm armon onía, la may mayor or par parte te del tie tiempo mpo orq orque uesta stadam dament ente, e, y se mos mostr tró   aún  bastante ducho en el cruce de manos (aunque algunas veces se equivocó), tejiendo las melodías más perfectas y encantadoras, que parecían llegarle solas, la mayor parte del tiempo con los ojos mirando hacia arriba y los dedos bien juntos. Después de tres horas de gran tensión con el corazón acelerado, de estar escribiendo rápido y sin descanso, y un gran esfuerzo por responder breve y bien, que él interrumpía constantemente con nuevas preguntas, me sentí llenó del más profundo respeto y la m ás sincera alegría por

la suerte que me había deparado el destino. Luego, adem ás, disfrutamos del vino, ¡que yo no acostumbraba a beber! Después de una cordial despedida —y de asegurarle que

 

acabaría en encon contra trando ndo la tro trompe mpetil tilla la ade adecua cuada da por porque que la cie cienci nciaa es estab tabaa rea realiz lizand ando o grandes grand es desc descubrim ubrimient ientos os acústicos—, me marché   discretame discretamente nte con Andre Andreas as Stei Stein, n, agot agotad ado o e im imbu buid ido o de las las sens sensac acio ione ness más extr extraañas y em emoc ocio iona nado do po porr aq aque uell acontecimiento sin precedentes, y volv í rápidamente a casa desde Hietzing.

 

Dr.. Spik Dr Spiker er (182 (1826) 6)

Beethoven le dedicó   la Novena sinfoní a al rey  Federico Guillermo III de Prusia. Se interpret ó por primera vez el 7 de mayo de 1824 en Viena, y Schott la publicó en Maguncia en 1826. En septiembre de ese mismo a ño, el Dr. Spiker, bibliotecario real, visit ó  a Beethoven para discutir con é l ciertas formalidades sobre cómo presentarle la sinfon í a al rey, y publicó  sus recuerdos del Maestro el 25 de abril de 1827 en el Berlinis abril Berlinische che Nachr Nachrichte ichten. n. Así  pues,   pues, a diferencia de muchos otros, é stos stos tienen el valor de ser un registro pr ácticamente simult áneo al evento. El archiduque Rodolfo legó  la colección de manuscritos mencionada al final de este relato al Gesellschaft der  Musikfreunde de  Musikfreunde  de Viena, que todavía la guarda como uno de los mayores tesoros de los muchos en su poder.

No fue f ácil ver a Beethoven en persona en Viena. Su sordera casi absoluta hac ía que sólo lograsen hacerse entender aquellos pocos a cuya voz estaba acostumbrado. La molestia de que todos los dem ás que quisieran hablar con él tuvieran que recurrir obligadamente a la escritura posiblemente hizo que le resultara incómodo recibir a amig am igos os en ca casa sa.. Al au auto torr de esta estass líne neas, as, qu quee des deseab eabaa fe fervi rvien entem tement entee con conoce ocerr a Beetho Bee thoven ven en per person sona, a, le habían da dado do mu muy y po poca cass es espe pera ranz nzas as de ve verl rlo, o, pe pero ro un unaa circunstancia especial propició  el encuentro. Beethoven, como es bien sabido, despu és de obtener el permiso de S. M. el Rey, le hab ía dedicado su última sinfonía con coros a su Alteza y quería hacerle llegar a S. M. una copia perfecta de la partitura original con todas las mejoras e interpolaciones de su propio puño y letra de la forma m ás r ápida y segura posible. Como debíamos entendernos a tal efecto, anunci é mi visita a Beethoven, y éste consintió en verme. Schottentor, en Beethoven vivía en el suburbio del glacis, delante del Schottentor,  en una parte aún sin construir donde se podía disfrutar desde las alegres y soleadas habitaciones de una vista espléndida de la capital, con los magn íficos edificios y su paisaje como telón de fondo. Debido a su dé bil estado de salud, en sus últimos años se bañaba con frecuencia, por lo que un amigo cercano del fallecido compositor, Herr Tobias Haslinger, y yo vimos su equipo de baño en la antesala. Ésta daba al salón de Beethoven, en el que había partituras, libros y demás, apilados sin orden ni concierto en un curioso revoltijo en medio del cual había un fortepiano de cola fabricado por el admirable artista Conrad Graf. El mobi mobiliario liario era sencillo y la habit habitaci ación era seguramente como la de cualquiera más preocupado de su orden interior que del exterior. Beethoven nos recibió   muy amigablemente. Iba vestido con un traje de día de color gris que combinaba muy bien con su semblante alegre y jovial y su cabello revuelto. Después de disfrutar de las vistas desde la ventana de su salón, nos invitó  a sentarnos a la mesa con él y dio comienzo nuestra conversación, que yo llevaba por escrito, mientras que Herr Haslinger, a cuya í

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voz Beethoven ya estaba acostumbrado, le gritaba al o do lo que quer a decirle.

 

En primer lugar, Beethoven habl ó entusiasmado de nuestro rey (Federico Guillermo III de Prusia), haciéndole justicia a su amor por el arte y por la m úsica en particular, y expresó   su gran satisfacción por el permiso concedido (se lo hab ía comunicado el fallecido príncipe Hatzfeld) para dedicarle su última sinfonía al monarca. Igualmente, recordó  emocionado una amistosa carta de S. M. la emperatriz regente rusa Alexandra pidiéndole que le eligiera un fortepiano de cola de Viena, lo que dec ía mucho del amor por la música que profesaba la familia real. Beethoven sólo aludió de pasada a su propia situación en Viena, la cual parecía esforzarse por no recordar. No obstante, estaba en general animadísimo y se reía de todos los chistes con el buen ánimo de un hombre sin malicia y con fe en todo, lo cual, teniendo en cuenta el rumor generalizado sobre la gran tristeza y timidez de Beethoven, nos sorprendi ó. Fue muy interesante ver su cuaderno musical, que, según nos dijo, llevaba siempre consigo en sus paseos para poder apuntar con su lápiz de grafito cualquier idea musical que se le ocurriera. Estaba lleno de compa compase sess de músic sicaa suelt sueltos, os, pos posibl ibles es mot motivo ivos, s, et etccétera tera.. Ha Hab bía var varios ios cua cuader dernos nos grandes de este tipo en una mesa junto al pianoforte, en los que hab ía anotado en tinta fragmentos más largos de música. Desgraciadamente, su sordera —que explicaba un mecanismo peculiar sujeto a su piano de cola, una especie de sostenedor de resonancia pensado para captar y concentrar el sonido en torno a él, bajo el cual se sentaba a tocar— hac ía la conversación con él muy trabajosa, aunque gracias a su desusada vivacidad se notaba poco. Nada m ás entrar, ya había lápiz y pap papel el pre prepar parado ados, s, y ens ensegu eguida ida lle llenam namos os un unaa página escri escribien biendo do las respuestas a sus preguntas y nuevas preguntas para él. Entre los muchos retratos existentes de Beethoven, creo que los que m ás se le parecen son el que le hizo Louis Letronne en sus a ños de juventud y el grabado de Riedel. Había algo desacostumbradamente vivo y radiante en su mirada, y su movilidad corporal hacía sin duda que nadie creyera que pudiera morir en un futuro cercano. De entre los príncipes de la familia imperial, ninguno se interes ó  tanto por su suerte como su mecenas y protector, el archiduque-cardenal Rodolfo. Ahora posee la colecci ón más compl completa eta de partit partituras uras de las obras de Beet Beethove hoven, n, que inclu incluye ye una larga ristra de volúmenes de hojas en los que pueden encontrarse las cosas m ás delicadas y elegantes que conservamos de Beethoven. En muchas obras se ha a ñadido también una parte del manuscrito original, cada una con el t ítulo en caligraf ía artística. Esta colección estuvo antes en manos de Herr Tobias Haslinger (sucesor del conocido comerciante de m úsica Steiner), que tanto hizo por la música y su avance en Viena. Compositor tambi én él, Haslinger comenzó la colección como viejo amigo de Beethoven y luego se la entreg ó al archiduque.

 

El fina finall (182 (18277) Sch Schind indler ler a Mosc Mosche helles, es, 22 de  febrero de 1827  í

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Ya os hab avez, descrito las circunstancias financieras Beethoven estuvisteis por sin sospechar que pudiera estar tandecerca la horacuando en que ver este última íamos aaqu admirable hombre llegar a su final de una forma tan penosa. S í, podemos llamarlo «su final», ya que es imposible que se recupere de su actual enfermedad, aunque esto es algo que, pese a que él mismo lo sospecha, no debe saber. Hasta el 3 de diciembre no llegó   aquí  con el inútil de su sobrino. Durante su viaje, debido al mal tiempo, tuvo que quedarse a pasar la noche en una miserable posada, donde pilló  tal resfriado que le caus ó  una inmediata inflamación de los pulmones, y llegó aquí en ese estado. Tan pronto se la curó, desarrolló todos los síntomas de una hidropesía, que avanzó a tal velocidad que hubo que drenarle por primera vez el 18 de diciembre, ya que, si no, habría estallado. El 8 de enero sigui ó la segunda operación, y el 20 de enero, la tercera. Tras la segunda y la tercera intervenciones dejaron que el agua se drenara por la herida durante once días, pero en cuanto ésta se cerró, el flujo de agua fue tan abundante que temí   más de una vez que se ahogara sin que nos diera tiempo a operarle. Ahora ya observo que el flujo de agua no es tan intenso como antes y, si las cosas siguen as í, pasarán al menos ocho o diez días antes de realizar la cuarta punción. Pues bien, amigo mío, imaginaos a Beethoven, con su impaciencia y, sobre todo, con su genio, con una enfermedad tan terrible y pensad que ha llegado a este punto por culpa de su despreciable sobrino, y en parte tambi én de su hermano, ya que los dos m édicos, el señor Malfatti y el profesor Wawruch, atribuyen su enfermedad a los terribles quebraderos de cabeza a los que su sobrino someti ó  a este buen hombre durante tanto tiempo, así como a su larga estancia en el campo durante la temporada anual de lluvias, algo que no pudo remediarse f ácilmente porque el joven caballero no podía permanecer en Viena debido a una orden policial y no fue posible encontrarle inmediatamente una plaza en un regimiento. Ahora es cadete del archiduque Ludwig y trata a su t ío igual que antes, a pesar de que ahora depende igualmente de él. Hace ya catorce d ías que Beethoven le envió  la carta para Sir Smart para que la tradujera al ingl és, pero hasta el día de hoy no ha llegado ninguna respuesta, y eso que est á a tan solo unos pasos de este lugar, en Iglau. Mi querido y maravilloso Moscheles: si pudierais lograr junto con Sir Smart que la Philharmonic Society le conceda su deseo, le estar ais haciendo sin duda mucho bien.

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Los gastos de esta tediosa enfermedad son extraordinarios, por lo que la idea de que

 

tenga que sufrir privaciones a consecuencia de ello le atormenta d ía y noche, ya que verse obligado a aceptar nada de su horrible hermano le matar ía. Ya es evidente que su hidropes ía le está  consumiendo, pues se est á  quedando en los huesos, pero es muy probable que su constituci ón soporte este terrible final durante un larguísimo periodo de tiempo. Lo que le duele mucho es que nadie aqu í se preocupe por él, y lo cierto es que esta falta de interés es muy chocante. Antes bastaba con que estuviera meramente indispuesto para que la gente viniera hasta aqu í   en sus sus car carrua ruaje jes. s. Aho Ahora ra está  completamente olvidado, como si jamás hubiera vivido en Viena. Yo mismo me siento muy indignado y espero seriamente que las cosas den pronto un giro favorable para él de una forma u otra, pues no dispongo de nada de tiempo para m í: todo se lo dedico a él, ya que no aguanta a nadie más a su lado, y ser ía inhumano abandonarlo en su situaci ón de absoluto desamparo. Ahora a menudo de hacer a Londres se encuentre bien durante de nuevo, y ya esthabla á  calculando cómo vivir un losviaje dos de la formacuando más econ ómica posible el viaje. Pero, ¡por Dios santo!, esperemos que el viaje le lleve m ás allá  de Inglaterra. Cuando está  a solas, se distrae leyendo a los antiguos griegos, y tambi én ha leído con gusto algunas de las novelas de Walter Scott.

 Ferdinand Hiller, el compositor, compositor, en el  Álbum de Beethoven de Landau, 1877  Aunque en aquel entonces los grandes prohombres no acaparaban el foco de atenci ón ó

como vemos que lo hacende ahora cada semana mucho menos deía.atenci n, la noticia de la enfermedad Beethoven llegó aotros Weimar. Sufr ía de dignos hidropes En Viena, los artistas que visitaron a Hummel comentaron la gravedad de su estado. Por un lado, era desesperado; por otro, terriblemente triste. Primero, su sordera absoluta y una desconfianza continuamente creciente hacia todo el mundo, y ahora, como colof ón, dolores corporales, las operaciones fallidas, el descontento y la soledad, y un aspecto que casi daba horror. Así  prevenidos, nos dirigimos al barrio perif érico. Atravesando una amplia antesala con armarios altos repletos de montones de partituras atadas con cuerdas, pasamos (¡cómo me latía el corazón!) al salón de Beethoven y nos llevamos una  buena sorpresa al ver al Maestro cómodamente sentado en la ventana. Llevaba una larga bata gris, complet completament amentee desab desabrocha rochada, da, y unas botas altas que le llega llegaban ban hasta las rodillas. Demacrado a causa de su fat ídica enfermedad, al levantarse me pareció alto. Estaba sin afeitar, el cabello tupido y entrecano le ca a despeinado sobre las sienes,

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y, cuando vio a Hummel, sus rasgos cobraron una expresi ón tranquila y amable;

 

pareció  alegrarse muchísimo de verlo. Los dos hombres se abrazaron efusivamente. Hummel me presentó, y Beethoven fue de lo más atento y me permitió  sentarme en la ventana frente a él. Como sab Como sabemo emos, s, había qu quee co conv nver ersa sarr co con n Be Beet etho hove ven n pa parc rcia ialm lmen ente te po porr es escr crit ito. o. Él hablaba, pero aquellos con los que hablaba se ve ían obligados a escribir sus preguntas y respuestas. Siempre tenía a mano gruesas libretas de papel corriente tamaño cuartilla y lápices de grafito para ello. Qu é  molesto debía de resultarle a este hombre vivaz, que tan f ácil cilmen mente te se imp impaci acien entab taba, a, ten tener er que esp espera erarr par paraa cad cadaa res respue puesta sta,, ten tener er qu quee soportar una pausa en cada momento de la conversación, durante la cual su actividad mental, por así  decirlo, se veía condenada a la inacción. En esos momentos seguía con mirada ávida la mano de quien estuviera escribiendo y captaba lo que estaba poniendo de un vistazo, sin necesidad de leerlo entero. La cont contin inua ua la labo borr ma manu nual al de escr escrit itur uraa a la qu quee se veían ab aboc ocad adas as sus sus vi visi sita tass obstaculizaba como es lógico el dinamismo de la conversaci ón. Por mucho que lo á

lamente, nodijo creo que deba porque no haber con m s detalledetodo que Beethoven entonces. Deculparme hecho, creo inclusoescrito debo congratularme que lo aquel chico que, con tan solo quince años, llegó por primera vez en su vida a una gran ciudad tuviese la suficiente presencia de ánimo como para tomar nota de algunas cosas. No obstante, puedo responder por la absoluta exactitud de todo lo que soy capaz de repr reprod oduc ucir ir con con la conc concie ienc ncia ia tran tranqu quil ila. a. Al pr prin inci cipi pio, o, como como er eraa de es espe pera rar, r, la conversación giró  sobre la casa y la corte, nuestro viaje y la visita, mi relaci ón con Hummel y otros asuntos por el estilo. Beethoven pregunt ó  por Goethe con especial simpatía, y pudimos darle una gran noticia. Apenas unos días antes, el gran poeta hab ía escrito en mi álbum unos versos aludiendo a nuestro viaje. El pobre Beethoven se quej ó amargamente de su estado. «Aquí  llevo tirado cuatro meses enteros —exclamó—, al final uno pierde la paciencia.» No parecía agradarle nada más de Viena, y se mostr ó muy mordaz respecto al «gusto actual en el arte» y a «la falta de profesionalidad que lo arruina todo aquí». Tampoco se libró   el gobierno, incluidos sus más altos cargos. «¡Escribid un libro de salmos penitentes y dedicádselo a la emperatriz!», le dijo ri éndose tristemente a Hummel, quien, no obstante, no siguió su bienintencio bienintencionado nado consejo. Hummel Humm el,, qu quee era era un unaa pe pers rson onaa prácti ctica, ca, apr aprove ovech chó   la mo mome ment ntáne neaa dis dispos posici ición favorable de Beethoven para contarle algo que le llev ó cierto tiempo. Las reimpresiones estaban por entonces en pleno apogeo. Cuando se public ó  uno de los conciertos del mayor),  se vio que la composición, de la Maestro (creo que fue el Concierto en mi bemol mayor), se cual habían sustraído una copia de la oficina del leg ítimo editor, no sólo se había re impreso, sino que se había pre  pre impreso,  impreso, ya que el ladrón, de hecho, la había sacado antes de la fecha en la que el propietario estaba autorizado a publicarla.

 

Hummel deseaba dirigirse ahora a la ilustre Dieta para pedir que se acabara con esto, y consideraba muy importante contar con la firma de Beethoven para ello. Se sent ó   a expl explic icar arle le el asun asunto to po porr escr escrit ito o y, entr entret etan anto to,, yo tuve tuve el ho hono norr de cont contin inua uarr la conversación con Beethoven. Lo hice lo mejor que pude, y el Maestro sigui ó  con su perorata, medio melancólica, medio apasionada, de forma totalmente confidencial. La mayor parte de ella era sobre su sobrino, a quien quer ía muchísimo, y quien, como sabemos, le causó  una gran infelicidad, y que en aquel momento ten ía problemas con las autoridades por unas nader ías (así parecía considerarlas Beethoven). «¡Cuelgan a los ladronzuelos de poca monta y dejan que se escapen los peces gordos!», exclam ó   con fastidio. Me preguntó   por mis estudios, animándome con ellos: «Uno siempre debe tr tran ansm smit itir ir el ar arte te»; »; y cu cuan ando do le ha habl blé   del int inter erés excl exclus usiv ivo o qu quee la ópera italia italiana na despertaba entonces en Viena, estall ó  con las notables notables palabras: «Vox populi, vox Dei, dicen. Yo jamás lo he creído». El 13 de marzo, Hummel me llev ó  a ver a Beethoven por segunda vez. Vimos que su estado había cambiado, sin duda a peor. Estaba postrado en cama, sufriendo al parecer un tremendo dolor, y de vez en cuando, aunque hablaba mucho y muy animado, soltaba un profundo quejido. Ahora parecía lamentarse en serio de no haberse casado nunca. Ya en nuestra primera visita había bromeado sobre el tema con Hummel, a cuya esposa había conocido siendo ésta una hermosa niña. «Sois un hombre afortunado —le dijo en esta ocasión con una sonrisa—. Tenéis una esposa que os cuida, que est á enamorada de vos; pero yo, ¡pobre desgraciado!», y suspir ó profundamente. También le rogó a Hummel que le trajera a su mujer a visitarle, pero éste no había sido capaz de, en su estado actual, llevarla a ver al hombre que ella hab ía conocido cuando estaba en plenas facultades. Poco antes le hab ían regalado a Beethoven un cuadro de la casa natal de Haydn: lo tenía junto a la cama y nos lo ense ñó: «Me hizo más ilusión que a un niño —dijo—. ¡La cuna de un gran hombre!». Poco después de nuestra segund segundaa visit visita, a, corrió  por Viena la noticia de que la London Philharmonic Society le hab ía enviado a Beethoven cien libras esterlinas para paliar su su sufr frim imie ient nto, o, con con la cole coleti till llaa de qu quee la so sorp rpre resa sa ha hab b ía conm conmov ovid ido o tant tanto o al po pobr bree prohombre que incluso había sentido una mejoría f ísica. Cuando fuimos de nuevo junto a su lecho el día 20, sus comentarios realmente traslucían lo mucho que le hab ía aleg alegra rado do el gest gesto, o, pe pero ro esta estaba ba mu muy y dé bil y hablaba sólo en vo vozz ba baja ja con con fr fras ases es entre entrecor cortad tadas. as. «Se «Segur gurame amente nte me iré   para para all allá   arriba arriba pro pronto nto», », sus susurr urró   cuando cuando le saludamos. Exclamaba cosas parecidas con frecuencia, aunque a la vez hablaba de proyectos y anhelos que, desgraciadamente, no habr ían de cumplirse. Hablando de la noble acci ón de la Philharmonic Society y alabando a los ingleses, dijo que, en cuanto mejorara su

estado, viajaría a Londres. «Compondr é  una gran obertura y una gran sinfon ía para ellos.» También quería visitar a Frau Hummel (había venido con nosotros) y, de camino,

 

parar en toda clase de lugares (no recuerdo ya cuáles exactamente). No pensamos siquiera en escribirle nada. Su mirada, a ún bastante despierta la última vez que lo habíamo amoss vist visto, o, se ha hab bía ap apag agad ado o y a rato ratoss le re resu sult ltab abaa di dif  f ícil incor incorporar porarse. se. Era imposible seguir engañándose por más tiempo: había que prepararse para lo peor. Cuando Cuan do lo visi visita tamo moss po porr últim ltimaa ve vezz el 23 de ma marz rzo, o, el as aspe pect cto o de es este te ho homb mbre re extra extraord ordina inario rio era era tot totalme almente nte des desesp espera erado. do. Yacía dé bil y hundido, suspirando levemente de vez en cuando. No sali ó  de sus labios ninguna palabra m ás; el sudor le perlaba la frente. Viendo que, por alg ún motivo, no tenía su pañuelo a mano, la mujer de Hummel usó  su delicado pañuelo de batista y le secó  la cara varias veces. Nunca olvidaré la mirada de agradecimiento que sus ojos rotos le lanzaron al hacerlo. Mientras pasá bamos el 26 de marzo en alegre compañía en casa del enamorado del arte Herr von Liebenberg (en su día, alumno de Hummel), nos vimos sorprendidos de cinco a seis por una fuerte tormenta. Cay ó una densa nevada acompa ñada de violentos rayos y truenos que iluminaron toda la estancia. Unas ho Unas horas ras de despu spués lleg llegar aron on un unos os invi invita tado doss co con n la no noti tici ciaa de que que Lu Ludw dwig ig va van n Beethoven se había ido: había fallecido a las cinco menos cuarto.

Schindler a Moscheles, 24 de marzo de 1827  Mi querido Moscheles, cuando leáis estas líneas, nuestro amigo ya no estar á  entre los vivos. Su desintegración avanza a pasos agigantados y lo único que queremos todos es verlo pronto liberado de su terrible sufrimiento. No podemos hacer nada m ás. Salvo por los momentos en que hace acopio de sus últimas energías para preguntar o pedir algo, lleva los últimos ocho días acostado, desfallecido. Su estado es terrible, igual que el del duque de York (según hemos leído recientemente). Está  siempre apagado y taciturno, con la cabeza hundida sobre el pecho, mirando durante horas a un punto fijo. Casi nunca reconoce a sus m ás allegados, salvo cuando le dicen qui én tiene delante. En definitiva, es horrible presenciar todo esto. S ólo puede durar unos días más en este estado, ya que ayer cesaron todas sus funciones corporales. As í  que, si Dios quiere, pronto descansará tranquilo, y, con él, todos nosotros. La gente viene ahora en manada a verlo una vez más, pero no se le permite el paso a nadie, salvo que osen molestar al moribundo en sus últimos momentos. Excepto algunas palabras del principio, él dictó la carta dirigida a vos palabra a palabra y, probablemente, sea la última, aunq aunque, ue, toda todav vía hoy, me ha susurrado de forma

entrecortada: Smart, Stumpff, ¡escribidles! . Si todav ía es capaz de poner su nombre sobre el papel, lo haremos. Presiente su final, ya que ayer nos dijo a Herr von Breuning y a mí: Plaudite, amici, comedia finite est. est . También ayer tuvimos la suerte de poder dejar

 

listo el testamento, aunque no hay nada de lo que disponer, salvo algunos muebles y unos manuscritos viejos. Tenía entre manos un quinteto para instrumentos de cuerda y la décima sinfonía, que mencionó  en vuestra carta. Hay dos movimientos del quinteto completados. Estaba pensado para Diabelli. El d ía después de recibir vuestra carta estaba muy emocionado y me cont ó  muchos de sus planes para la sinfon ía, que ahora iba a ser aún más grandiosa ya que iba a escribirla para la Philharmonic Society. Realmente me habría gustado que hubierais dejado claro en vuestra carta que (como miembro correspondiente) sólo podía tocar parte de esta suma de 1.000 florines; esto es lo que había acordado con Herr Rau, pero Beethoven se qued ó  s ólo con el final de la fr fras asee de vu vues estr traa cart carta. a. En de defi fini niti tiva va,, su suss incu incumb mben enci cias as y su suss pr preo eocu cupa paci cion ones es desaparecieron de golpe cuando llegó   el dinero y dijo contento: «Ahora podremos volver a regalarnos un buen d ía de vez en cuando». Sólo había 340 florines, V. C. [florines en papel], en la caja y, por ello, llev á bamos un tiempo limitándonos a comer carne con verduras, que era lo que más le disgustaba de todo. El otro día, viernes, hizo que prepararan sus platos de pescado favoritos, simplemente para poder probarlos. En definitiva, su alegr a ante el noble gesto de la Philharmonic Society ha degenerado, en cierto modo, en uní comportamiento pueril. Ha habido que comprarle tambi én uno de los llamados «sillones de orejas», que ha costado 50 florines vienese vieneses, s, en el que descansa todos los días durante al menos media hora para que puedan hacerle la cama en condiciones…

El mé dico dico de Beethoven, el Dr. Wawruch, en retrospectiva, 20 de mayo de 1827  Ludwig van Beethoven decía que desde la más tierna juventud siempre había tenido una constitución buena y fuerte, curtida por las muchas privaciones, que ni el arduo esfue es fuerzo rzo hac hacie iendo ndo lo qu quee más le gustaba ni el intenso estudio continuado hab ían logrado alterar lo más mínimo. La solitaria tranquilidad nocturna siempre hab ía sido  buena compañer eraa de su bril brilla lant ntee cr crea eati tivi vida dad. d. Así   pues, pues, solía es escr crib ibir ir pas pasad adaa la medianoche hasta las tres de la mañana. Con un breve sue ño de cuatro o cinco horas le  bastaba para descansar, y, una vez desayunado, se sentaba de nuevo a su escritorio hasta las dos de la tarde. No obstante, cuando cumplió  los treinta, empezó  a sufrir problemas de hemorroides y un molesto zumbido y runr ún en los dos o ídos. Pronto empezó  a fallarle el oído y, aunque pasaban meses seguidos sin que tuviera molestia alguna, su discapacidad acab ó traduciéndose en una sordera total. Fueron in útiles todos los recursos del arte de la

medicina. Más o menos por la misma época, Beethoven se dio cuenta de que empezaba

 

a tener mala digestión; a la pérdida de apetito le siguió la indigestión, unos fastidiosos eructos y episodios alternos de intenso estreñimiento y diarreas frecuentes frecuentes.. Acostumbrado a no tomarse nunca en serio el consejo m édic dico, o, par paraa est estimu imular lar su menguante apetito y ayudar a su d é bil estómago, empezó  a aficionarse a las bebidas espir es piritu ituosa osass 13  abusando del ponche fuerte y las bebidas heladas, y a las largas y fatigosas excursiones excursiones a pie. Fue precisamente el cam cambio bio en su estilo de vida lo que, unos siete años antes, casi le hab ía llevado a la tumba. Contrajo una grave inflamaci ón del intestin inte stino o que que,, aunqu aunquee remit remitiió   gracias gracias al tra tratam tamien iento, to, lue luego go le oca ocasio sion nó   frecuentes molestias estomacales y cólicos, y que debió  de propiciar de alg ún modo el desarrollo final de su enfermedad mortal. A finales de otoño del año pasado (1826), a la vista de su incierto estado de salud, Beethoven sintió  la imperiosa necesidad de ir a recuperarse al campo. Como evitaba sistemáticamente toda compañía debido a su incurable sordera, depend ía sólo de sí mismo para pasar días e incluso semanas enteras bajo las circunstancias m ás adversas. A menudo, aguante poco habitual, trabajaba composiciones una colina ar arbo bola lada da,, ycon algu alun guna nas s ve vece ces, s, cu cuan ando do te term rmin inab abaa en el sus trab trabaj ajo, o, toda todav v ía en bu bull llen endo do de pensamientos, corría durante horas por los alrededores m ás inhóspitos, desafiando los cambios de temperatura, e incluso retando a las densas nevadas. Los pies, edematosos cada dos por tres, se le empezaban a hinchar, y como (seg ún él mismo subrayaba) tenía que arreglárselas sin comodidad ni alivio alguno, su enfermedad no tard ó en tomarle la delantera. Intimidado ante la triste perspectiva, en el sombr ío futuro, de verse desvalido en el campo si enfermaba, quiso volver a Viena, y utilizó, según él mismo dijo alegremente, el transporte más penoso del demonio, una carreta de leche, para que le llevara a casa. Diciembre fue crudo, húmedo, frío y gélido. La ropa de Beethoven no era en absoluto adecuada para esa desapacible estaci ón del año, pero aun así, una desazón, un siniestro presentimiento de desgracia, le impulsó  a seguir adelante e irse lejos de all í. Se vio obligado a pasar la noche en una posada rural, donde, m ás allá del cobijo que ofrecía su ruinoso techo, sólo encontró una habitación sin calefacción ni ventanas aisladas para el invierno. Hacia la medianoche le dieron los primeros escalofr íos convulsivos y la fiebre, acompañados por una intensa sed y dolores en el costado. Cuando el calor de la fiebre empezó a remitir, bebió unos dos litros de agua helada y así, en su estado desamparado, esperó  ansioso a que despuntara el alba. Dé bil y enfermo, hizo que le subieran a la carreta abierta y, finalmente, llegó a Viena agotado y exhausto. í

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No me mandaron hasta eles; tercer  a Beethoven con ntomas graves de infl inflamaci amaci ón enllamar lo loss pu pulm lmon ones ; te ten nída a.laEncontr cara cara ar ardi dien endo do,, es escu cup p ía ssan sangre gre,, cua cuando ndo respiraba parecía que iba a ahogarse y el dolor punzante del costado s ólo le permitía

 

estar en una postura muy dolorosa, tumbado boca arriba, estirado. El tratamiento estricto con antiinflamatorios trajo enseguida la mejor ía deseada. El triunfo sobre la naturaleza y la salida de la crisis le liberaron del supuesto peligro inminente de la muerte, de tal forma que al quinto día pudo incorporarse y contarme, muy afectado, la historia de las adversidades que hab ía sufrido. Al séptimo día, se sentía suficiente suficientemente mente  bien como para poder levantarse, levantarse, moverse un poco, leer leer y escribir. Pero en el octavo día me alarmé  mucho. En mi visita matutina, lo encontr é  bastante disgustado y con todo el cuerpo con ictericia, despu és de haber sufrido la noche previa un ataque de vómitos y diarrea casi mortal. Los detonantes de la explosi ón habían sido la tremenda ira y el profundo sufrimiento ocasionados por la ingratitud y un insulto injustificado. Tiritando y temblando, se retorcía del dolor que arrasaba su hígado y sus intestinos; y los pies, que hasta ese momento s ólo habían estado ligeramente hinchados, ahora lo estaban mucho. De aquí   en adela adelante, nte, se desar desarroll rolló   la hidropesía. Disminuyeron sus secreciones, el í

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h gado gad o mo most stra raba ba s ntom ntomas as clar aros osamigos de n pronto dulo du loss apaciguaron du duro ross y la la ic icte teri rici ciaa se agra agrav v . Las afectuosas reivindicacione reivindicaciones s decl sus amenazadora angustia y Beethoven, suavemente apaciguado, pronto olvidó  todos los insultos recibidos. No obstante, su enfermedad siguió  avanzando a pasos agigantados. Ya durante la tercera seman se manaa com comen enzar zaron on los ata ataqu ques es de to toss noc noctu turno rnos. s. La tre tremen menda da can cantid tidad ad de agu aguaa acumulada exigía un drenaje inmediato, y me vi obligado a aconsejar una punci ón abdominal para evitar el peligro de una rotura repentina. Despu és de unos momentos de seria reflexión, Beethoven accedió  a someterse a la operación, sobre todo cuando Ritter von Staudenheim, al que hab ían llamado como médico consultor, recomendó con premura que se hiciera como algo imperativamente necesario. El cirujano principal del Hospital General, el maestro cirujano Herr Seibert, hizo la punci ón con su pericia habitual, y cuando Beethoven vio salir el chorro de agua, exclamó  alegremente que la operación le recordaba a Moisés al golpear la roca con su vara y hacer que brotara el agua. El alivio fue casi inmediato. La cantidad de l íquido que sacaron pes ó  25 libras, pero el fluido posterior debi ó de ser cinco veces mayor. El descuido al quitarle el vendaje de la herida por la noche, seguramente para eliminar rápidamente toda el agua acumulada, casi acabó   con el regocijo por la mejor ía de Beethoven. Le brotó   una fuer fuerte te infl inflamaci amación erisipélica con síntom ntomas as inci incipien pientes tes de gangre gan grena, na, aun aunque que el gra gran n cui cuidad dado o qu quee pus pusier ieron on en man mante tener ner sec secas as las su super perfic ficies ies inflamadas infl amadas ense enseguid guidaa acabó   con el probl problema. ema. Afort Afortunada unadament mente, e, las tres siguient siguientes es operaciones se llevaron a cabo sin la menor dificultad. í

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Beethovenasab de sobraa que las punciones eran s ólon paliativas y, por tanto, estaba resignado quea volviera producirse otra acumulaci de agua, sobre todo cuando la fría y lluviosa estaci ón invernal favorecía el regreso de la hidropesía y no podía sino

 

fortalecer la causa original de su enfermedad, que resid ía en su enfermedad hepática crónica, así como en las deficiencias org ánicas del intestino delgado. Resulta curioso que Beethoven, incluso después de superar algunas operaciones con éxito, no soportara tomar medicinas, a excepci ón de laxantes suaves. Cada día tenía menos apetito, y era inevitable que cada vez tuviera menos fuerzas a consecuen consecuencia cia de la gran pérdida continuada de fluidos vitales. El Dr. Malfatti, que desde aquí en adelante me prestó  su consejo, amigo de Beethoven desde hac ía muchos años y consciente de la inclinación de éste a las bebidas espirituosas, sali ó con la idea de recomendarle ponche helado. Debo reconocer que esta receta funcion ó  de maravilla, al menos durante unos días. Sin embargo, tal como habría cabido esperar, la alegría le duró  poco. Empezó a abusar de la receta y a tomar libremente más de lo debido. Pronto, el alcohol le provoc ó   un fuerte flujo de sangre a la cabeza, se puso soporoso y su respiración sonaba al carraspeo de alguien profundamente ebrio. Hablaba mientras andaba de un lado a otro, y en varias ocasiones se pleérdida puso total un dolor inflamatorio cuello, con la consiguiente ronquera e, incluso, del habla. Se volvióen  mel ás violento y el fr ío que había cogido en los intestinos le caus ó cólicos y diarrea, así que llegó  la hora de quitarle este valioso estimulante. Así, bajo estas condiciones, junto con la r ápida pérdida de volumen y un notorio debilitamiento de su energía vital, pasaron enero, febrero y marzo. Beethoven, en un momento de oscuro presentimiento, adivin ó  su inminente disolución tras su cuarta punción, y no estaba equivocado. Ya no hubo consuelo que le reanimara por m ás tiempo, y cuando le promet í  que con la llegada del clima primaveral se aplacar ía su sufrimiento, respondió  con una sonrisa: «Yo ya he hecho lo que ten ía que hacer; si todavía vale de algo un médico para mi caso (y aqu í  pas ó  al inglés), “su nombre será maravilloso”». Esta triste referencia al Mes al  Mesí aas  s  de Händel me conmovió  tanto que, muy emocionado, me vi obligado a confirmar la verdad que acababa de decir desde lo m ás profundo de mi alma. Cada vez se acercaba más el funesto día. Mi noble y a menudo pesado deber profesional como como médi dico co me exig exigía señalar alarle le a mi do doli lien ente te am amig igo o el día cr cruc ucia iall pa para ra qu quee pudiéramos cumplir con sus deberes civiles y religiosos. Escrib í las líneas admonitorias en una hoja de papel (ya que era así   como como si siem empr pree no noss ha hab bíamos ente entendid ndido o mutuamente) con el mayor tacto que pude. Lenta, meditativamente m editativamente y con una presencia de ánimo sin igual, Beethoven ley ó lo que yo hab ía escrito, su rostro como el de alguien transfigurado. A continuación, me dio su mano con empaque y seriedad y, con amable í

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sabidur a, me dijo: «Nos «No ver veremo s ados deosa nu nuevo pront pronto». Despu sradeco el ello, Be Beeth ethove oven n atendi sus dij orac oro: acio ione nesss co con n emos la pi piad a evo resi resign gnac acii óo». n qu que e enca encara con nlo,co conf nfia ianz nza a la ó   a sus eternidad.

 

Unas horas después, perdió la conciencia y empezó a ponerse comatoso y a respirar con estertores. A la mañana siguiente, todos los s íntomas apuntaban al inminente final. El 26 de marzo era un d ía tormentoso y nublado. Hacia las seis de la tarde, cay ó   una nevisca con rayos y truenos. Muri ó  Beethoven. ¿Acaso un augur romano, viendo la conmoción accidental de los elementos, no habr ía dado por sentada su apoteosis?   13 Por supuesto, este testimonio médico en ningún caso implica que Beethoven bebiera mucho. Por el contrario, era de há bitos moderados.

 

El funeral Viena, 29 de marzo de 1827 14 En cuanto sus amigos, con el corazón partido, se hubieron despedido de él, se reunieron para pa ra de dete term rmin inar ar lo loss de deta tall lles es fo form rmal ales es de dell fu fune nera ral, l, qu que, e, pa para ra po pode derr re real aliz izar ar los los preparativos necesarios, se fijó para la tarde del 29 de marzo. Enseguida se imprimieron y distribuyeron un copioso número de invitaciones. El hermoso y agradable día de primavera congregó  a un sinf ín de curiosos en la pendiente de la muralla del barrio Schottentor, ante Schwarzspanierhaus en perif éric rico o de Alse Alserr fre frente nte al Schottentor,  ante la llamada llamada Schwarzspanierhaus  en la que había viv vivido ido Bee Beetho thoven ven.. El aco aconte ntecim cimie iento nto,, que est estaba aba pen pensad sado o par paraa un unas as 20.0 20.000 00 personas de todas las clases, finalmente se masific ó  tanto que tuvieron que cerrar las puer pu erta tass de la casa casa do dond ndee se le esta estaba ba gu guar arda dand ndo o lu luto to,, ya qu quee la de dens nsaa mu mult ltit itud ud congregada ya no cabía en el espacioso jardín donde se había colocado el f éretro de Beethoven. A las cuatro y media aparecieron los dignatarios eclesiásticos y se puso en marcha la procesión, y aunque la distancia total hasta la iglesia no es de m ás de 500 pies en línea recta, tardamos más de hora y media en recorrerla debido a lo incre í blemente  blemente despacio que avanzá bamos entre la oscilante muchedumbre, ingobernable de no haber sido por el uso de la violencia. Llevaban el ataúd ocho cantantes de la Real e Imperial Ópera de la Corte. Pero antes de echárselo sobre los hombros, entonaron la coral de la ópera Guillermo Tell de Tell de B. A. Weber. Weber . Entonces, todos los dolientes —colegas art ísticos del fallecido, amigos y admiradores de su genio exaltado, poetas, actores, poetas del tono, etcétera, todos sumidos en el más profundo duelo, vestidos con guantes negros y ondeante onde ante cres cresp pón, con ramill ramillete etess de lirios lirios blanc blancos os atad atados os en el bra brazo zo izq izquie uierdo rdo y antorchas con crespones— formaron en orden. Detrás del crucero que encabezaba la procesión iban cuatro trombones y dieciséis de los mejores cantantes de Viena, que tocaron y cantaron por turnos el Miserere el  Miserere mei Deus, Deus, cuya  cuya melodía había compuesto el propio difunto Maestro. De hecho, fue a finales del oto ño del año 1812, en que él estaba en Linz con su hermano, cuando Glöggl, el director del coro de la catedral de la ciudad, le hab ía pedido para el Día de Todos los Santos algunas piezas breves de tromb ón para la banda municipal. Beethoven escribió una llamada Equale a quatro tromboni, fiel tromboni, fiel al venerable estilo antiguo, pero con el sello original de su audaz estructura armónica propia. A partir de esta composición en cuatro partes para viento, el director de coro Von Seyfried, bastante en línea con el creador de estos serios himnos mortuorios devocionales, realiz ó  un coro vocal en cuatro partes para las palabras de los salmos mencionados que, cantados admirablemente y alternados con los acordes reverberantes de los trombones, caus ó unaa im un impr pres esiión tre tremen mendam dament entee co conmo nmoved vedora ora.. De Detr trás de dell gr gru upo de sa sace cerd rdot otees participantes en la procesi ón funeral iba el ataúd, espléndidamente adornado, rodeado

por los directores de orquesta y de coro Eybler, Hummel, Seyfried y Kreutzer a la derecha y Weigl, Gyrowetz, Gänsbacher y Würfel a la izquierda, sujetando todos ellos las puntas de las largas cintas blancas que colgaban desde la parte superior. Iban

 

acompañados a cada lado por los portadores de las antorchas, entre ellos: Castelli, Grillparzer, Bernard, Anschütz, Böhm, Czerny, Lablache, David, Pacini, Rodichi, Meric, Mayseder, Merk, Lannoy, Linke, Riotto, Schubert, Weidmann, Weiss, Schuppanzigh, etcétera, etcétera. Los alumnos del conservatorio de Viena y la escuela de m úsica de Santa Ana, así como las más des destac tacadas adas per person sonali alidad dades es,, com como o el con conde de Mor Moritz itz von Die Dietri trichs chste tein in y los consejeros de la corte Von Mosel y Breuning (este último, amigo de juventud de Beethoven y albacea de su testamento), cerraban el participativo cortejo ceremonial. Al llegar a la iglesia, el cad áver recibió  la bendición ante el altar mayor, ceremonia durante la cual el coro masculino de diecis éis voces cantó el himno Libera me, Domine, de mortee aete mort aeterna, rna,   qu quee Sey Seyfri fried ed había mus musica icaliz lizado ado en un «es «estil tilo o excel excelso» so».. Cua Cuando ndo el espléndido coche f únebre, tirado por cuatro caballos, partió   con la exánime arcilla dejando atrás a la muchedumbre alineada, lo escoltaban más de doscientos carruajes. En las puertas del cementerio, el maestro Anschütz, con la más solemne compasión y emoción, pronunció la incomparablemente bella oraci ón f únebre escrita por Grillparzer, cuyo profundo sentimiento y magistral presentaci ón llegó  a todos los corazones de tal modo que fueron muchas las lágrimas ardientes que brotaron de ojos generosos en memoria del difunto príncipe de la música. Se distribuyeron cientos de copias de los dos poemas de Castelli y Schlechta entre los presentes, que, una vez se baj ó  el ataúd,  junto con tres coronas de laureles, laureles, dentro de la tumba, abandonaron el sagrado lugar de descanso, profundamente conmovidos, mientras empezaban a caer las sombras del crepúsculo.  14 Testimonio  14 Testimonio contempor áneo, reimpreso por Kerst del Beethoven-Album [ Á  Álbum de Beethoven], 1877. Beethoven], 1877.

 

La oración f únebre de Franz Grillparzer  Aquí  , junto a la tumba de aquel que ha fallecido, somos en cierto modo los representantes de toda una nación, de todo el pueblo alemán, que llora la pé rdida rdida de la aclamadí sima sima mitad de los restos que nos quedaban del perdido esplendor de nuestro arte nativo, del florecer  espiritual de nuestra patria. Aún vive —¡y que tenga una larga vida!— el h é roe roe del verso en la lengua y el habla alemanes, pero el último maestro de la melodiosa canci ón, el órgano de la conmovedora concordia, el heredero y amplificador de la inmortal fama de H ändel y Bach, de Haydn y Mozart, ya no est á entre nosotros, y henos aqu í  llorando  llorando  por las cuerdas desgarradas desgarradas del arpa sile silenciada. nciada.

¡El arpa silenciada! ¡Dejadme llamarlo as í! Pues era un artista, y todo lo que poseía lo poseía s ólo por medio del arte. Las espinas de la vida le hirieron profundamente y, del mismo modo que el n áufrago se aferra a la orilla, él buscó  refugio en vuestros brazos, ¡oh, Vos, glorioso hermano y compañero del Bien y la Verdad; Vos, b álsamo de los corazones heridos, Arte nacido en los cielos! A Vos se aferr ó   fuertemente, e incluso ó

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cuando por el queatributos entrasteis y leióhablasteis cerr ,ecuando o do le dej ó   ciego cieel goportal ante vuestros atributos, , sigu sigui   llevan llevando dosesie siempr mpre vue vuestr straasuima imagen gensordo en su corazón, y cuando murió aún reposaba en su pecho. Era un artista: ¿y quién vendrá que pueda estar a su altura? Como la bestia embravecida que desdeña las olas, así vagó él hasta los últimos confines de su arte. Desde el zureo de las palomas hasta el tronar de los truenos, desde el m ás diestro entretejido de recursos artísticos bien ponderados hasta el espantoso registro donde el cuidado diseño se pierde en el torbellino anárquico de las fuerzas enfrentadas de la naturaleza, lo recorri ó y lo captó todo. Aquel que venga detr ás de él no podrá ser su continuador; habrá  de empezar de nuevo, pues quien le precedió  llegó   al último conf ín del arte. ¡Adelaide… ¡Adelaide …  y Léonore! ¡El triunfo de los héroes de Vitoria… y la humilde canción sacrificial de la misa! ¡Vosotros, hijos de voces escindidas dos y tres veces! ¡La armonía de altur alturaa cel celes estia tial: l: ¡Freude, schöner Götterfunken, tterfunken, vuestro  vuestro canto del cisne! ¡Musa de la canción y de la lira de siete cuerdas! ¡Acercaos a su tumba y  bendecidla con laureles! laureles! Era un artista, pero también era un hombre. Un hombre en todos los sentidos, en el sentido más alto. Le llamaban misántropo porque se apartó  del mundo y porque se mantenía, impasible, alejado del sentimentalismo. ¡Ah, aquel que se sabe fuerte de corazón no se arredra! ¡Las puntas m ás finas son las que se mellan o se rompen con mayor facilidad! ¡El exceso de sensibilidad impide mostrar los sentimientos! Huy ó  del ó

mundo porque, toda la amplitud de suó de afectuosa naturaleza,   arma alguna con la queen defenderse de él. Se apart la humanidad despuno és encontr de darle todo y no recibir nada a cambio. Vivi ó  en soledad porque no encontr ó  a otro como él. Pero,

 

hasta el final, su corazón latió  con afect afecto o hacia todos los hombres hombres,, con cariño paternal hacia sus semejantes, entregado al mundo en cuerpo y alma. a lma. Así era, así murió y así vivirá hasta el fin de los tiempos. Vosotros, sin embargo, que nos hab éis seguido hasta aquí, ¡no os sintáis afligidos! No le habéis pe perd rdid ido, o, le ha hab béis ga gana nado do.. Ni Ning ngún homb hombre re vi vivo vo en entr traa en la sala sala de los los inmortales. Las puertas no se abren hasta que el cuerpo no ha perecido. Aquel a quien lloráis se encuentra de ahora en adelante entre los m ás grandes de todos los tiempos, intacto para siempre. ¡Regresad a casa, por tanto, tristes, pero reconciliados! Y si alguna vez sentís la abrumadora fuerza de sus creaciones como una tormenta arrasadora, cuando cuand o vues vuestro tro creciente éxta xtasis sis se der derram ramee sob sobre re una gen gener eraci ación aún no nacida, entonces recordad esta hora y pensad: nosotros est á bamos all í, cuando lo enterraron, y cuando murió, lloramos.

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