Solo Las Cruces Quedaron Literatura y Narcotrafico

December 24, 2016 | Author: Ramòn Gerònimo Olvera | Category: N/A
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Sólo las cruces quedaron Literatura y narcotráfico

Ramón Gerónimo Olvera

© Ramón Gerónimo Olvera, 2013 © (Institucional)

Indautor número (ISBN)

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Dedicatoria

El célebre boxeador Raúl ‘El Ratón’ Macías, al finalizar cada pelea mencionaba: “Todo se lo debo a mi manager y a la Virgencita de Guadalupe”. Disto años luz de ser guadalupano. Por ello si en este libro se encuentra algún mérito repito la frase “Todo se lo debo a mi manager”, maestro y amigo Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz. Los golpes que reciba por este texto son responsabilidad exclusiva del autor, inexperto a la hora de poner la guardia.

Al igual que Pedro Vargas, para Yaneth, Juliana y Daniel sólo tengo una frase de todo corazón: “Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido”.

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Agradecimientos A puro tundata Al Instituto Chihuahuense de la Cultura; a su director, el arquitecto Fermín Gutiérrez; a la Oficina de Atención a Creadores y al Programa de Estímulos a la Creación “David Alfaro Siqueiros”; al licenciado Gonzalo García Terrazas, compañero de úricas desgracias; a Ana María , siempre pendiente de los becarios. Este libro está nutrido de la inteligencia de Víctor Quintana. Rubén Tinajero. Luis Omar Montoya “El gato”. A ritmo de vallenato A la Pontificia Universidad Javeriana: Rector SJ Joaquín Sánchez. Decana Académica: Consuelo Uribe. Directora Biblioteca: Luz María Cabarcas y a todo el personal del cuarto piso, quienes siempre tuvieron un “tintico”.

Al Maestro Juan Alberto Blanco, cuya cátedra y generosidad me fue fundamental para conocer el caso colombiano. A mis queridos amigos Juan Felipe Robledo y Catalina González Restrepo. A la cofradía de “Luvina” encabezada por Carlos “Loro” Torres y Silah.

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Índice

INTRODUCCIÓN DE LOS PREFIJOS Y LA VOLUNTAD DE INDEXAR TRES ELEMENTOS QUE SUSTENTAN EL PREFIJO NARCO 1. La intención deliberada del mercado 2. El encasillamiento de la crítica 3. La irrupción de la realidad ¿Narconovelas? LA PRESENCIA DE LA NOVELA DE LA NOTA ROJA A LA NOVELA: LAS VARIACIONES DE LA SANGRE PERIODISMO Y LITERATURA, LAS CARAS DE LA PROMISCUIDAD LAS NARRATIVA S COLECTIVAS DE MÉXICO A COLOMBIA La santidad de la muerte La orfandad del sicario La desesperanza como bandera FERNANDO VALLEJO: EL SICARIO DE DIOS La virgen venerada La ciudad letrada agoniza Los tres derrumbes El letrado nombra, el sicario ejecuta La televisión en casa y el choque entre galaxias La cruza estéril: el héroe abyecto y el exiliado Un torrente de agua sucia EL ESPECTÁCULO REZA EL ROSARIO Rosario, la literatura del espectáculo Gratia plena La atmósfera de la violencia y la impunidad Sin padre y sin nombre Epitafio del réquiem; nadie es eterno La mantis obesa La triada de los penes PÉREZ REVERTE: ESTA MALINCHE SE CHINGÓ A LOS ESPAÑOLES

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El realismo de Pérez-Reverte La mujer delincuente Esta Malinche se chingó a los españoles Y si Adelita fuera mi mujer Camelia la texana

LA LECCIÓN DE DON WINSLOW: MUERTO EL PERRO Y CONTINÚA LA RABIA NO JURARÁS EL NOMBRE DE PABLO EN VANO El Pablo de Delirio Happy Birthday, Capo Para que la cuña apriete Pablo en la intimidad, o ‘los capos también cagan’ De Pancho a Pablo Del carro a la azotea CONTRABANDO: LAS MUCHAS FORMAS DE CONTAR UNA HISTORIA La maltrecha realidad El autor aparece retratado Los rancheros con sandalias griegas La pitonisa El rapto TRES DIGRESIONES EN TORNO AL NARCOCORRIDO Y UN COROLARIO Canto y cuento es la poesía Cuento y sangre es nuestro canto ¿Callar a los jilgueros del hampa sin cortar el árbol de la impunidad? Corolario ¿QUIÉN SE ATREVE A HABLAR DE FICCIÓN? YURI HERRERA: LOS MURMULLOS DEL NARCO Los murmullos del narco La otra connotación de la sangre El aedo con bajo sexto Un aedo que juega al cubilete LUIS HUMBERTO CROSTHWAITE: OTRA DE JILGUEROS El dandy y el rockstar A este cantor no le inspiran las balas Esto no es una cebra, esto no es una novela sobre la música ¡Un dios ‘bien acá’ bato! AHÍ VIENE MARTÍN SOLARES Los minutos negros o En Tampico también hace aire

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LA TINTA DE ÉLMER; VIOLENTA POR NATURALEZA Un asesino solitario; aquí no huele a podredumbre La novela policíaca posmoderna La guerrilla y el narco: los hijos de la tierra Élmer Mendoza: El Ben-Hur culichi Referencias

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NARCOS Ese avión es de narcos Cortó dos líneas En la pizarra del cielo Los ángeles Esnifaran a gusto

ALEJANDRO AURA

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INTRODUCCIÓN

I

Cuenta la leyenda que el 28 de octubre del año 312, mientras Constantino velaba las armas y atemorizado esperaba el combate del puente Milvio, de pronto tuvo una visión: apareció la cruz y la imagen vino asociada a la frase que se volvería inscripción: In hoc signo vinces. Estamos ante la versión redentora de la cruz, no como la intersección de planos sino como la revelación de la verdad y la continuidad del camino. Muchos siglos después, en el cruce fronterizo de Ciudad Juárez-El Paso, Lino Quintana en el legendario corrido La banda del carro rojo –de la autoría de Paulino Vargas–, habrá de librar su batalla contra los famosos “rinches de Texas”, todo esto por el tráfico de un cargamento de cocaína. En la resaca de la balacera Lino también tendrá su frase conclusiva: “Y yo lo siento sheriff, porque yo no sé cantar”. Tras el épico combate nos dice el corridista que “sólo las cruces quedaron” y con ellas el anonimato de los cuerpos; bajo la tierra entonces duermen sus historias. La cruz aparece como una forma del incesante olvido. El corrido se vuelve entonces la anónima memoria. Un grupo de narradores –hijos lo mismo del Río Bravo que del Magdalena– se han dedicado a desentrañar la historia que bulle detrás de la sangre; han tratado de imaginar las voces que se ocultan entre los escombros de una realidad que se repite: la muerte ciega, cíclica e innombrada que merodea por México y Colombia.

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Los narradores seleccionados para este libro han seguido la conseja de Ernesto Sábato (2006) en Abaddón el exterminador, de seguir produciendo su obra como “quien levanta una estatua en un chiquero”. En estos tiempos donde “esa invisible oscuridad” –parafraseando a Styron– se hace presente en todos los órdenes de nuestra realidad, donde “la justicia vale menos, infinitamente menos que el orín de los perros” –ahora la cita es de León Felipe–, anhelaría como nada en el mundo tener la convicción de los auténticos cristianos que ven en la cruz no sólo la muerte sino el acto que preludia la resurrección. Pero soy hijo de una generación que acuñó la desesperanza como moneda de cambio y vengo dispuesto a usarla en estos ensayos.

II

En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag (2004) nos dice que Georges Bataille tenía en el portarretratos de su estudio la foto de la tortura china de “Los 101 cortes”, esa misma fotografía fue el detonante para que Salvador Elizondo escribiera Farabeuf. Hay una suerte de pasaje inevitable y a la vez indescifrable entre la fotografía y el texto. Una vez que la imagen ha sido asimilada, no hay poder o sortilegio que la arranque del inconsciente: El olvido es más tenaz que la memoria (Elizondo dixit). A este libro lo rondan varias imágenes: la primera el 16 de agosto de 2008 en el municipio de Creel, Chihuahua, antes conocido por sus cabañas y su imponente sierra, que se bañó de sangre cuando un comando armado acribilló a 16 inocentes, entre ellos un recién nacido.

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El jueves 9 de octubre de 2008, de nuevo un comando armado irrumpía de improviso; en esta ocasión atacaba el bar Río Rosas y otra vez volvía a disparar contra civiles. Pasaron unas cuantas horas y nos enteramos de que el periodista y amigo David García Monroy estaba, para su mala fortuna, tomando un trago en el lugar. Al conocer la noticia vino una experiencia extensiva de la muerte, la calaca sacó el huesudo índice y nos señaló a todos, anunció una nueva etapa de violencia, cualquiera podríamos estar en su mira. No pretendo en estos ensayos –ni por asomo– dilucidar el problema del narcotráfico, sino ver cómo la literatura ha recogido este fenómeno, a sabiendas de que el propio texto literario vive una crisis y agotamiento como el único espejo fiable de la realidad. Es probable que expresiones culturales como el cine –pensemos en El Infierno– tengan una mayor contundencia discursiva que la literatura. Pero volvamos a Sontag, quien nos pregunta a lo largo de su libro con insistencia: “¿Quién es el nosotros que ve esa fotografía?”. Y no sólo refiere a la cámara y al sujeto que la dispara, ni a quien posa voluntaria o involuntariamente ante la misma. La pregunta como fuego de artificio desciende reproducida en destellos: ¿Quién es la sociedad que consume esas imágenes? ¿Qué circunstancias las originan, más allá de la ineficiencia del Estado y su doble moral que por un lado aterra sobre el consumo de las drogas y por el otro lado lucra con el miedo? ¿Cómo recoge estos hechos el periodismo? ¿Cómo los narra y ficciona la literatura? ¿Cómo aborda la escritura este fenómeno? ¿Desde la apología, la condena o la censura? ¿Debe el escritor ser una especie de conciencia moral de su tiempo? ¿Lo

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han sido los narradores en México y Colombia? ¿Estamos ante la estética de la sociedad del espectáculo? ¿Nos sirve la anticuada noción de la crítica literaria para entender estas obras? Es el momento preciso para volver a repetir a Sontag: “No busquemos una salida confiable: la realidad ha abdicado”. Si el trono de lo real está vacío, será pues la voz de los narradores la que tenga el cetro y el mando. Narradores que, a pesar del sensacionalismo y los estereotipos, dan testimonio de nuestra tierra y su sembradío de cruces olvidadas.

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DE LOS PREFIJOS Y LA VOLUNTAD DE INDEXAR

Difícil debió ser la labor de Andrónico de Rodas para agrupar y ordenar el legado aristotélico. La labor le mereció dedicación e inteligencia. Con el paso de los siglos, el esfuerzo significó el cimiento para la imponente construcción del pensamiento de la Edad Media, pero además a la fecha nos sigue marcando en nuestra forma de leer al Estagirita. La Metafísica, nos cuenta la anécdota, fue designada no por los valores y postulados de la obra de Aristóteles, sino por un hecho fortuito; esa parte de la obra del sabio griego estaba en los anaqueles posteriores a la física. A fuerza de pecar de materialista, fue una condición concreta la que generó o al menos la que demarcó el nacimiento de la Metafísica. La leyenda nos muestra lo arbitrario y azaroso que pueden resultar los encasillamientos. En la creación de una categoría de estudio –en este caso de un prefijo– intervienen variados factores y procesos; el pensamiento de la Ilustración con su ideal de la Enciclopedia como culmen del conocimiento trajo consigo la necesidad de que todos los saberes tuvieran una forma de indexación y, por ende, quedaran muy bien delimitados y jerarquizados. Todo prefijo marca un sentido para el sustantivo; a diferencia del adjetivo que determina un lugar concreto, el prefijo anuncia una ruta que va más allá de lo que se pretende describir, es una señal o guiño que se hace para trazar un trayecto. La búsqueda de los prefijos es ante todo la

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voluntad de indexar, que no es sino una parte del entramado de la idea de archivo y con ello el establecimiento del poder narrativo del historiar1. Vale la pena la consideración de Magali Tercero en Cuando llegaron los bárbaros (2011): El sociólogo e investigador Luis Astorga ha analizado la fascinación de la sociedad mediática por el prefijo narco. Él nunca lo usa. Badiraguato para él es la cuna del tráfico de drogas y no del no del narcotráfico. ¿Distingue el lector la diferencia? Yo sí: el prefijo narco hace mucho más atractiva cualquier palabra porque apela la fascinación genética del ser humano por su lado oscuro. (p. 102)

Valga entonces cuestionarnos: ¿Qué se oculta tras la palabra narcoliteratura? ¿Qué tensión epistémica sostiene el prefijo? ¿Nos sirve para tener una visión amplia de cómo la escritura ha dado testimonio del narcotráfico? Estas interrogantes se sostienen en dos dimensiones: la lógica del mercado como una manera de determinar no sólo la distribución de contenidos, sino como condicionante de los mismos; aparece también el prefijo como una respuesta cómoda y facilista adoptada por parte de la crítica. La clasificación de Andrónico de Rodas obedece, como ya se dijo, al azar, en cambio la idea de narcoliteratura es un ejercicio claramente calculado por la industria cultural2. Sin embargo, se puede afirmar que el prefijo le quita sustancia a la cuestión del narcotráfico y su representación literaria, pero en los tiempos del neoliberalismo esto pasa a segundo término ya que lo narco se integra a la lógica de consumo. 1

En su ensayo Mal de archivo. Una impresión freudiana, Jaques Derrida (1994) aborda el tema de los archivos y la indexación, y la forma en que participan en las redes discursivas, [en línea] , recuperado en abril de 2012. 2 La tesis doctoral de Alberto Fonseca (2009), con el título “Cuando llovió dinero en Macondo: Literatura y narcotráfico en Colombia y México”, es un documento brillante, y sin duda constituye un punto angular para entender este tema. Sin embargo, me parece que recae mucho en narconarrativas, sin considerar las trampas de este prefijo.

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Ya Guy Debord (2001) en La sociedad del espectáculo advertía que en la fase superior del capitalismo la meta es “la explotación del tiempo total de vida de los hombres”, y esto incluye de manera central el ocio.

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TRES ELEMENTOS QUE SUSTENTAN EL PREFIJO NARCO

Podemos hablar de tres aspectos que, si no lo posicionan, al menos contribuyen a sostener lo narco como un prefijo que pretende abrir toda una categoría en el terreno actual de la literatura: 1) la deliberada intención del mercado, 2) el encasillamiento de la crítica, y 3) la incursión en la realidad.

1. La intención deliberada del mercado La imagen de Stellovski –editor de Dostoievski– tocando desesperado en espera de la entrega de El jugador, mientras el genio ruso se esconde para no dar explicaciones de la novela que no ha concluido y que se comprometió con un pago adelantado, bien nos sirve para reseñar lo que ha sido la relación entre el mercado y los autores. El mercado terminó condicionando, no sólo como una relación contractual, la construcción discursiva de lo literario y, como es lógico, los contenidos. Para Debord (2001) “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación de imaginantes entre las personas mediatizadas por las imágenes”, de esta forma la sociedad del espectáculo no sólo se trata del reinado de la apariencia y el consumo: su raíz es más honda y aparece en nuestro mundo como depositaria “de toda la debilidad del proyecto filosófico

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occidental”. La consecuencia de esto es ontológica, o más bien el espectáculo, por definición, renuncia a toda ontología y anuncia el arribo del eterno retorno en la plenitud del vacío. La literatura no ha sido ni por asomo ajena a esta crisis. Si la escritura “está pensada como una sustancia eterna” (Derrida, 2010, p. 25), entonces el debilitamiento del proyecto ilustrado occidental tiene como su epicentro el libro como composición maquínica, y con ello también el debilitamiento o la transminación de la idea de lo que es la literatura. El signo del mercado es la moda, y si como dice Baudrillard (1998) “la moda es arbitraria, pasajera, cíclica y no añade nada a las cualidades intrínsecas del individuo” (p. 57), podemos añadir además su voluntad de amnesia. Es justo entonces lo que el mercado busca con el rótulo de narcoliteratura: a partir de los elementos de lo pasajero y lo espectacular, generar un grupo o red tan dispuesta al consumo cíclico de libros como sucesos de coyuntura sucedan en el mundo del hampa. En un polémico ensayo, Brantley Nicholson (2011), nos da margen para entender un precedente fundamental para la categoría de narcoliteratura; dicho antecedente se encuentra en el boom latinoamericano y el crítico literario apunta: En efecto, dentro del contexto literario latinoamericano, se da por sentado que la generación del boom es menos el resultado de una riqueza sin precedentes de talento literario latinoamericano, que de una estrategia de mercadeo implementada por Seix Barral para solidificar una imagen y aumentar las ventas en América Latina bajo la censura del régimen de Franco. (p. 73)

Sin la ágil mano de Carmen Balcells, muchos de los libros de los principales autores del continente no habrían salido de las librerías de sus lugares de origen. Los contenidos de

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exotización de la realidad latinoamericana, bajo el nombre de realismo mágico, resultaron refrescantes para los lectores; es justo la era de Macondo. Diana Palaversich (2005) nos ilustra con un título magnífico la transición hasta nuestros días De Macondo a McOndo y en este último es donde se encuentra el rótulo de narcoliteratura. Entre tanto, Alejandro Herrero-Olaizola (2007) nos adentra con mucha claridad en la relación que se establece entre las literaturas relacionadas con el narcotráfico y la dimensión comercial en nuestros días: El mercado editorial, que es obviamente partícipe de las políticas económicas globales, perpetúa la comercialización de estos márgenes, y promueve cierta exotización de la realidad latinoamericana “cruda” dirigida a un público más atento e instruido, en cuestiones socio-políticas de América Latina y ansioso de leer algo más light como Rosario Tijeras, pero con cierto peso cultural. La comercialización en el mundo editorial es un hecho ya establecido. (p. 65)

Las narconovelas obedecen a una intención. ¿Con esa misma puerilidad se pueden designar narcocuentos, narcopoemas? ¿Es este un narcoensayo? Si el viejo Andrónico bautizó a la metafísica por cuestiones de anaquel, lo mismo sucede con este prefijo: lo narco gana buenos lugares en los estantes de las librerías y ante la crisis de lectores cada centímetro cuadrado en el aparador merece ser peleado. El morbo, gran vendedor en la historia de la humanidad, es el que lleva a que el prefijo de narco nos envuelva con su carga simbólica, centrada en los imaginarios de la sociedad del espectáculo, el consumo irreflexivo, el privilegio de la sucesión vertiginosa de imágenes.

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Hoy día la puerta de muchos editores es golpeada por un importante número de escritores, de buena y mala factura, que con ríos de sangre en sus tramas pretenden ingresar al mundo de las letras.

2. El encasillamiento de la crítica La última colaboración de Tomás Eloy Martínez (2010) fue sobre el tema de las narrativas del narco. Con toda claridad el escritor argentino menciona: “La cultura narco es la cultura del nuevo milenio”, y como tal sentencia: “Los novelistas van siempre un paso adelante de la realidad”. Ante la estigmatización que ha hecho una buena parte de la crítica de los autores que tratan estos temas, Tomás Eloy encuentra en la literatura continental ejemplos virtuosos que abordan esta realidad. ¿Por qué ciertos sectores de la crítica se han esmerado en usar sin reparar el adjetivo narcoliteratura? ¿Cuál es la voluntad que existe en reducir esta expresión literaria a ciertas zonas geográficas? ¿Qué interés existe en homologar a todos los autores que abordan este tema? Parte de la esquizofrenia política que vive México consiste en declararse constitucionalmente una república federal, pero ser en la práctica un Estado centralista. En la literatura el centralismo ha sido un sello frecuente; desde las empresas editoriales hasta los círculos literarios, la poca crítica literaria que se ejerce ya sea en las universidades o en las revistas especializadas tiene el mismo lugar geográfico. Esto generó una tensión descarnada entre centro y provincia, llena de estereotipos que generaron imaginarios que se volvieron formas de la lucha por el poder.

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El centralismo ha cedido terreno significativamente, las editoriales desde hace décadas voltean sus ojos hacia escritores de diversas partes del país, pero en lo que se refiere a la crítica ésta se sigue haciendo bajo muchos estereotipos. Generalizar las narrativas respecto al narco es síntoma del desconocimiento de los diversos matices que hay sobre el tema y la forma más efectiva que se encuentra es el nombre de narcoliteratura, un remedio facilista de escritores y periodistas para no entrar a la complejidad presente en torno al tema. Pero además es una forma de mantener viva una discusión –que debe quedar en el olvido– entre regiones y obras. Sobre todo es un mecanismo para que, a partir de la homologación, continúe siendo válido llamar bárbaro a todo lo que vaya más allá de Ciudad Satélite. Esta forma por supuesto ha traído una consecuencia igual de lamentable; algunos escritores y críticos norteños que compran el cliché y asumen posturas de defensa de su región geográfica, reviviendo viejas y bizantinas rencillas con el centro. Ni por asomo eso que les ha dado por llamar narcoliteratura es exclusivo de escritores norteños. Valgan un par de ejemplos: Yuri Herrera y Homero Aridjis. En el escenario literario internacional, desde la Gomorra de Saviano hasta la extensa narrativa colombiana, el tema del narcotráfico ha venido ocupando un lugar central en la narrativa, con ciertos rasgos en común en muchas de estas obras: mostrar la red internacional del narco, tensar el habla local versus el negocio desterritorializado. El canon literario se enfrenta a una dificultad de buen calado, establecer criterios académicos para clasificar la narrativa relacionada con el narcotráfico que seguramente no podrá quedarse en el nombre de narcoliteratura, debido a lo impreciso y estrecho del término. El referente de la novela de la Revolución Mexicana sirve como base, con la consideración de que fue relativamente fácil indexar esta narrativa ya que el discurso literario de la época era justo como la

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narrativa que indexó; esquemático y claro. En la novela de la Revolución Mexicana, los hechos históricos y su claridad se reflejan en su narrativa, a fin de cuentas es una narrativa de la modernidad con un claro trasfondo ideológico; con La muerte de Artemio Cruz se pone punto final al tema, para dar cabida a una serie de narrativas más caóticas en cuanto a los temas y los géneros. Esta hibridación va a ser un rasgo en común en muchas de las obras que tienen como base el narcotráfico.

3. La irrupción de la realidad A Élmer Mendoza le ha tocado la tortuosa tarea de ser del líder o portador de la bandera de la narcoliteratura. Tal cargo no lo ha ostentado por gusto propio; han sido la crítica literaria y la industria cultural quienes se lo han asignado. Si bien antes de la publicación de La Reina del Sur, Élmer ya era una figura conocida con obras de muy buena hechura literaria, la obra de Pérez-Reverte, que reconoce asesoría y padrinazgo de Mendoza, le generó reflectores como portavoz de un movimiento que no existe como tal y que el propio Mendoza descree. Vale la pena traer a colación sus palabras: “Es imposible no escribir sobre lo que uno respira en su ambiente” (Mendoza, 2012); en efecto, lo que hay son afinidades estéticas respecto al gran tema de la violencia, pero el mismo Mendoza es consciente de que la obra debe tener un peso específico referido a la calidad literaria: […] trabajar la violencia implica emplear ciertos elementos, muy pocos, para crear símbolos que sean representativos de la realidad. Exige también elegir mi punto de vista en función de lo que se desea tratar […] buscamos crear efectos, no un discurso ingenuo, sino una obra de arte que represente la realidad sin dejar de ser vanguardista […] Los

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escritores pugnamos por encontrar las palabras precisas, el tiempo ideal, el tono, el estilo candente para sacudir a los lectores desconcertados, felices o aterrorizados. Pretendemos una propuesta estilística que sea lenguaje, ritmo narrativo e historia. (p. 196)

El título de narcoliteratura queda corto para los postulados que Élmer sintetiza. En la historia de la literatura colombiana se advierte con claridad el denominado periodo de la Violencia, y a partir de esta mayúscula tienen cabida múltiples obras, que lo mismo señalan otros grupos armados como la guerrilla o los paramilitares. Si se siguiera este criterio para el caso mexicano, bien podríamos incluir obras como Guerra en el paraíso de Carlos Montemayor o La guerra de galio de Héctor Aguilar Camín, con lo cual se puede brindar una dimensión mucho más amplia que nos permitiría entrar en correlaciones de mayor profundidad para entender el narcotráfico y su representación literaria como parte de un proceso de nuestra historia y sus episodios de violencia, que no son de ninguna manera aislados.

¿Narconovelas? ¿Cómo denominar a una corriente de escritura que lo mismo toma estructuras de la novela policíaca, que utiliza el pastiche con claros guiños posmodernos, o que acude a la intertextualidad? Como se puede apreciar, el rótulo de narcoliteratura es insuficiente. Se propone pues llamarle literatura de la violencia, con la acotación de que en muchas ocasiones se refiere al narcotráfico sin que necesariamente sea su único referente.

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LA PRESENCIA DE LA NOVELA

Muchos han sido los enterradores de la novela, ya fuera por el argumento de Ortega y Gasset (2006) que se refiere al agotamiento de la “cantera temática”, o por el supuesto de que el cine sería su final. Sólo precedida por los libros de autoayuda, la novela sigue manteniendo a la industria editorial. La escasez de temas que Ortega y Gasset veía como el fin de este género, se ha vuelto una virtud en la sociedad de masas; la repetición de tópicos ha contribuido a los intereses comerciales, pero también para medir el consumo en su faceta ideológica. Las mesas de nuestras librerías son buenos referentes como termómetro social. ¿Qué nos dice el hecho de la proliferación de libros sobre la violencia, que tienen el narcotráfico como su tema central? ¿Cómo distinguir aquellas obras con peso y calidad literaria de las que no lo tienen? ¿Qué formas y procedimientos narrativos ha recogido la novela para entrar al mercado literario? Para transitar sobre estas preguntas, bien nos sirve la obra de Kundera (2009): […] también afectan a la novela las termitas de la reducción que no sólo reducen el sentido del mundo, sino también el sentido de las obras. La novela (como toda la cultura) se encuentra cada vez más en manos de los medios de comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria, amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos, por la humanidad entera. (p. 32)

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Como se apreció líneas atrás, el rótulo narcoliteratura es una de las formas de reducción que terminan por sofocar las novelas que abordan el tema de la violencia. El cliché repetido en este tipo de obras literarias es justo el del sensacionalismo; trazar historias a partir de efectos conocidos y simplificando las causas tanto en la mecánica de los personajes (el policía es corrupto por gusto y el delincuente mata por placer), como en la manera en que el mercado actúa conforme a la moda y noticia del momento. Estos libros merecen el calificativo de Kundera: “todas ellas son novelas de vulgarización que revelan un conocimiento no-novelesco en el lenguaje de la novela.” (p. 42) La lista de este tipo de libros va creciendo exponencialmente. Son justo aquellos que se regodean de ser precedidos como narcoliteratura, y el rasgo en común es que en su manejo y tratamiento del lenguaje hay una emulación de un periodismo a todas luces ramplón y simplista. Este tipo de libros utiliza los estereotipos alarmistas para propiciar una forma de lectura que deja de lado la reflexión y, por ende, limita uno de los valores centrales de la literatura: el cultivo de la memoria histórica. En cambio, más adelante el mismo Kundera nos da coordenadas para entender el asunto desde otra dimensión: La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere decir: "ser-en-el-mundo". Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como su mundo. (p. 46)

La narrativa sobre la violencia en México muchas veces logra desplegar el mapa de la existencia. Es de llamar la atención que el horizonte existencial de los personajes es justo el del desarraigo, ya

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sea David, de El amante de Janis Joplin, quien se desdobla y transita la vida con su conciencia como un agente externo, o Tiburón, de Al otro lado, de Heriberto Yépez. David y Tiburón son seres despojados del futuro y la novela es un espacio de atmósfera que no denuncia explícitamente, sino de forma fenomenológica condiciona a modo de paisaje un país quebrantado y sin sentido. Esta literatura logra con creces aquello que Kundera determina como la esencia de la novela: “la única razón de ser de la novela es decir aquello que tan sólo la novela puede decir.” (p. 35)

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DE LA NOTA ROJA A LA NOVELA: LAS VARIACIONES DE LA SANGRE

La primera gran nota roja en la historia de Occidente es el crimen de Caín y Abel. El relato cumple con todas las condiciones de lo policíaco; sensacionalismo, cercanía estrecha entre víctima y victimario, un Dios Padre que fisgón atestigua la huida de Caín, impunidad, castigo y algún velo de culpa. Al modo de un arquetipo, la sangre se ha arraigado en la mentalidad del lector como un elemento casi universal en la literatura, esto ha tomado la forma del morbo de quien hurga en la mente del victimario y ve a la víctima como divertimento, como lo contrario a la empatía. Esta actitud de voyeur frente al dolor y la muerte la ha abordado Georges Bataille casi como condición inherente al texto literario en La literatura y el mal. En el caso de la literatura mexicana, hay referentes canónicos respecto al tema: el célebre libro de Max Aub, Crímenes ejemplares (1999), quien ante la sangre asume su ética del voyeur desde las primeras páginas (“Me declaro culpable y no quiero ser perdonado”), aunque lo interesante es que asume sólo parcialmente la condición testimonial: “En contra de lo que se pueda suponer, sólo dos confesiones vienen de boca de alienados. En general, los locos fueron decepcionantes” (p. 6). El libro narra los crímenes con un humor negro desbordado y lapidario que parodia las historias de las clases populares, pero también de los círculos intelectuales.

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Carlos Monsiváis (1992) nos hace ver que la nota roja es materia prima para la confección de historias: “Como sea, en la nota roja se escribe, involuntaria y voluntariosamente, una de las grandes novelas mexicanas, de la cual cada quien guarda los recuerdos fragmentarios que esencializan su idea del crimen, la corrupción y la mala suerte”. Pero la relevancia de la nota roja no sólo proviene de su posibilidad de análisis y deconstrucción como horizonte temático, sino que muestra cómo la redacción ingeniosa de los hechos de sangre ha caído en desuso debido a una suerte de frivolización del ejercicio periodístico que ha dejado el peso narrativo de las noticias a las fotografías, por encima de la escritura. El mismo Monsiváis nos hace ver que la forma de narrar la sangre en los medios periodísticos tiene una variación determinante tras el auge del narcotráfico en México. El cronista identifica a Alberto Sicilia Falcón a quien equipara en términos mediáticos al famoso Scarface, a partir de esta visión del narcotraficante, más cercano a un rockstar orgulloso de su oficio que a un agricultor orillado por las circunstancias. Este cambio paradigmático tiene un nuevo actor: “Gracias al narcotráfico la nota roja se masifica. Dos, tres, cinco cadáveres al día en parajes remotos o abandonados, y en departamentos semivacíos, lujo de violencia, difícil establecer la identidad de los abruptamente fallecidos.” Hay una transición de la nota roja con un cierto aire romántico que nos retrata ambientes donde la sangre es la excepción, a una nota roja donde el crimen se despersonaliza al masificarse. En la realidad, el asesino serial de precisión quirúrgica y con un cierto garbo en su caracterización psicológica, perseguido por el detective con inteligencia de sabueso, cede su lugar al desfile de sociópatas por las ciudades que lo mismo acribillan con y sin placa policíaca.

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Desde que la policía dejó su lugar como guardiana del orden y pasó a ocupar titulares encabezando bandas de secuestradores y asesinos, esto repercutió en el plano de la representación artística. Lo vimos en el cine, pasamos del bonachón Gendarme de punto de Joaquín Pardavé, en el año de 1951, al comandante Eleuterio “Elvis” Quijano interpretado por Luis Felipe Tovar en 1999

en la película Todo el poder; todas estas son transcripciones al celuloide del cambio en la

nota roja. En el plano novelístico, suena nostálgico Héctor Belascoarán de Paco Ignacio Taibo II frente a los detectives despiadados de la actual narrativa. Estas variaciones en cuanto a la discursividad literaria sólo se entienden en la medida del vínculo tan estrecho entre los cambios periodísticos y su relación con la literatura.

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PERIODISMO Y LITERATURA, LAS CARAS DE LA PROMISCUIDAD

No podemos hablar de la relación entre periodismo y literatura como un matrimonio; al menos en el plano formal, el maridaje supone equilibrio y norma. Periodismo y literatura, como bien lo refiere Albert Chillón (1999), tensan una serie de relaciones promiscuas. Lo literario y lo periodístico conforman modos de saber y poder narrativo que de ninguna manera mantienen estables sus campos de correlación. Resulta imposible delimitar si los reportajes de Hemingway como corresponsal de guerra tienen su mayor legado por su aporte noticioso o por sus relieves literarios. Lo que aplica para Hemingway se extrapola a Robert Fisk, García Márquez, y esta lista se puede volver interminable. La reconstrucción literaria de los hechos no hace sino envolver de una capa simbólica a lo periodístico; la cruda realidad se adereza con la imaginación y forman una sustancia inseparable: el relato. Tomás Eloy Martínez (2010) en su conferencia Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI encuentra la alianza perfecta entre el periodismo y la literatura:

Ese duelo entre inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre.

Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez (1996), es la primera obra maestra donde la realidad del narcotráfico se narra como un híbrido entre el periodismo y la literatura. García

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Márquez acude a los datos precisos, enfatiza en los testimoniales, puntualiza lugares y modus operandi de un hecho que estremeció a la realidad colombiana. Sin llegar a ser novela, por sus páginas asoma la perspicacia del agudo narrador; traza monólogos de los personajes, aviva situaciones, entrelaza la historia entre saltos temporales. En el caso de las narrativas de la violencia en México, abundan ejemplos de cómo se cuentan historias a partir de hechos concretos y narrados periodísticamente. Verbigracia Corazón de Kaláshnikov, de Alejandro Páez Varela (2009a), que nos muestra a Ciudad Juárez como una sociedad carcomida en la nostalgia de lo que nunca tuvo. La novela tiene un mérito fundamental, y es el hecho de que los acontecimientos históricos aparecen como ‘escenografía’ de la trama, nunca como inductor obvio de lo que narra. Juárez es un escenario corrompido por hampa, el descreimiento y el abandono. Esta condición la vuelve extrapolable a la Tijuana de los interminables yonkes de carros, a la Cádiz de las lanchas que de madrugada transportan hachís, o al agreste Afganistán donde a paso de mula transportan la heroína para que la distribuya la mafia rusa. Corazón de Kaláshnikov nos da detalles y giros lingüísticos de Ciudad Juárez, muchos de ellos tomados y repetidos del habla popular que se imbrica con los medios masivos de comunicación, pero su calidad literaria referida a pasajes de crudeza y humor negro la vuelven una novela digna de tomarse en cuenta para entender la narrativa y el narcotráfico, instalado en nuestros días como estilo de vida. Para completar este panorama, La guerra por Juárez: El sangriento corazón de la tragedia nacional (también antologado por Páez) se vuelve un libro importante porque desde la crónica periodística se resalta en forma polifónica el protagonismo del narcotráfico en los hechos concretos e imaginarios de la ciudad. Mirada incómoda porque demuestra la indefensión, pero indispensable

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porque rescata para la memoria y la reflexión sobre la devastación del vacuo discurso de la identidad y el progreso nacional. Tomás Eloy Martínez (2010) nos recuerda que: el periodismo nació para contar historias, y parte del impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía.

Ante la frivolidad mediática que permea en nuestros días, La guerra por Juárez es un acto esperanzador que reúne a periodistas que asumen su profesión con veracidad y calidad literaria, y que son un ejemplo frente a la mercantilización amarillista de la noticia. Cuando llegaron los bárbaros, de Magali Tercero (2011), es una crónica admirable para entender la forma en que el narcotráfico ha sentado su reino en Sinaloa. En el texto hay un ensamble multicoral que nos ayuda, al modo de la tragedia griega, a entender el drama en que el narcotráfico ha rotulado la faz sinaloense. Magali Tercero nos lega páginas memorables dentro de la ya larga tradición de la crónica periodística en México. Para hacerlo, vuelve su autoría conducto para que por ella transcurran muchas voces; taxistas, víctimas de la violencia, notas periodísticas, o voces calificadas y conocedoras, como la de Élmer Mendoza o Luis Astorga. En otras ocasiones deja que su prosa pueble el texto con un sello colorido que se contrapone a los escenarios muchas veces lúgubres que narra, dándole al conjunto un trayecto ágil. La conclusión del libro es que de ninguna manera llegaron los bárbaros, desde siempre han existido y no hace falta buscarlos fuera del hogar para encontrarlos.

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Tanto en La guerra por Juárez como en Cuando llegaron los bárbaros se toman hechos del dominio público, algunos arraigados como rumor o leyenda, pero se rescatan con una mirada literaria, lejos del panfleto contestatario y del facilismo sentimentalista, cercanos sí a la memoria y a la voluntad que hay en la escritura por narrar el drama del arrojamiento al mundo que es la existencia, más si se le añaden las calamidades de un país en desgracia. Esta forma de entender el periodismo y la literatura es una promiscuidad dotada de inteligencia fértil y creativa. Pero por supuesto la promiscuidad adquiere otros relieves cuando es dada sólo por el mercado, por la exclusiva voluntad de vender. El juego testimonial también puede desempeñar un papel perverso cuando sólo lo dicta el mercado. Desde el fenómeno global que fue El cartel de los sapos, de Andrés López, toda la narrativa situada bajo la idea de narcoliteratura trata de justificar como estrategia de venta la escritura del libro como una confesión, ya sea por una de las víctimas o victimarios del narcotráfico, y muchas veces esto es un engaño o lucro de una determinada desgracia. Varios periodistas han caído en este garlito, ante lo cual vale la pena recordar el célebre debate ético planteado por Janet Malcom (1991) en El periodista y el asesino, que nos hace ver la cara oculta de lo testimonial: “El periodista sabe que lo que está haciendo es moralmente indefendible” (p. 50). Esto a raíz de analizar la forma tan polémica como Truman Capote obtuvo los datos para escribir su célebre novela A sangre fría, uno de los grandes clásicos de la literatura policíaca. Ante esto Malcom afirma: La persona entrevistada es como Scherezada. Vive con el temor de que lo que consideren poco interesante. El sujeto se convierte en una especie de hijo del escritor, como una madre

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que todo acepta y todo lo perdona y espera que el libro sea escrito por ella. Pero el libro está escrito por el padre estricto que nada perdona. (p. 52)

¿Cuántos libros de estas características encontramos en las librerías del país? ¿Cómo dilucidar entre un testimonio que obedece a auténticos criterios literarios y de preservación de la memoria, de aquellos que sólo buscan la fugacidad de la venta? En el vértigo posmoderno que ha desdibujado todo tipo de frontera: ¿Es posible la disociación de estos elementos? ¿El sicario pone los muertos y el autor recibe las regalías de la venta? En una brillante revisión de estos ensayos la escritora colombo-mexicana Liliana Poveda me dice: “Me parece que el sicario es un eslabón mucho más débil y complejo de lo que se suele creer… ¿se quita, se pone, es intermediario?, ¿se beneficia del famoso mercado de la narcoliteratura? Y puede ser que, por otra parte, el autor sea un cierto eslabón cínico, otro tipo de sicario un poco mejor protegido social y culturalmente, en esta cadena”. En la tesis de Malcom, el periodista es la figura paterna que juzga en muchos sentidos al delincuente. En esta inversión de términos y poderes de nuestros días, ¿cómo entender narrativamente la fotografía de Julio Scherer abrazando a un capo del narcotráfico como si se tratara de su más admirado héroe?3, ¿acaso el síndrome de Scherezada ha terminado por hacer que muchos periodistas quieran pasar como interesantes a los ojos de quienes pretenden contarles su biografía? Libros como Confesiones de un sicario, de Juan Carlos Reyna (2011), presentan una construcción escalofriante; la sola historia de vida del protagonista constituye una novela por sí misma, sin necesidad de que el letrado articule la trama, sino que opere como mero amanuense. Dentro de los 3

En una nota de abril del 2010, se señala en Proceso: “Raúl Trejo Delarbre cuestiona en su página de Facebook el trabajo de Scherer: “Qué lamentable la entrevista de don Julio Scherer con un narcotraficante. No actúa como entrevistador sino como simple amanuense de Zambada. Qué significativa la portada de Proceso: el delincuente abraza, protege, casi al viejo y en esta ocasión complaciente periodista”, [en línea] , recuperado en abril de 2012.

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trabajos testimoniales, éste destaca por su habilidad para que la figura del sicario Drago aparezca con todas las tonalidades de la tragedia, de tal modo que desde su historia de vida nos hace entender lo estrecha que es la línea divisoria entre víctima y victimario, entre letrado y bárbaro, entre literatura y espectáculo.

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LAS NARRATIVAS COLECTIVAS

El corrido de la Revolución Mexicana recoge una función central en la función narrativa de los pueblos; el anonimato que se perpetúa en la métrica. El papel de las narrativas anónimas siempre ha sido caldo de cultivo para los hacedores de historias, en los tiempos del narcotráfico esto ha crecido exponencialmente. Justo los contornos donde se desdibuja lo real frente a lo imaginario es donde surge la leyenda. En el caso de la novela de la Revolución Mexicana estos contornos fueron decisivos para las grandes novelas sobre Francisco Villa, ya fuera la paciencia de Martín Luis Guzmán al escuchar de viva voz al Centauro del Norte o de Rafael F. Muñoz y sus andanzas en la División del Norte. Lo mismo sucede con las historias contemporáneas del narcotráfico; no es que los escritores retomen las tramas textuales para sus novelas, sino que a modo de polen éstas habitan el ambiente y lo fecundan. En La guerra por Juárez se recoge una anécdota que se ha vuelto frecuente en los imaginarios norteños: Son comunes los reportes de que se ha visto a Guzmán. En al menos tres ciudades mexicanas, incluida Culiacán, capital de Sinaloa, la gente ha reportado ver al capo llegar a comer a un restaurante local. Dicen que fue precedido por guardaespaldas que confiscaron los teléfonos móviles de los comensales y no permitieron que nadie se marchara. Para compensar por la breve pérdida de libertad de los clientes, se dice que Guzmán pagó la

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cuenta de todo el mundo. Un propietario de uno de los restaurantes desmiente el suceso, pero un informe de inteligencia mexicana dice que se cree que al menos una de las historias de los restaurantes es cierta. (Páez, 2009b, p. 173)

Estamos frente a una novelización de la realidad, donde los hacedores de historias abrevan más del rumor popular que del informe de investigación ‘oficial’. Esta voluntad de escritura, -tal y como ha sucedido en momentos definitorios de la historia de la humanidad- ha consignado esto mucho más allá de la voluntad del propio escritor, como consecuencia del tiempo histórico. En este caso lo novedoso es que las batallas narrativas no sólo se han librado en la literatura, sino que el ciberespacio ha sido campo para que lo testimonial, lo literario y lo noticioso se hibridicen y sobre todo se ciudadanicen. El portal Nuestra aparente rendición4 (http://nuestraaparenterendicion.com/) es una conjunción de literatura, periodismo y narrativa, facilitada por la cibercultura. En él, de manera desjerarquizada, se ejerce la memoria sobre una guerra intestina, hay textos de pura hechura periodística, otros de ciudadana denuncia y muchos de ellos de una buena confección literaria, como la crónica “Voy a morir porque creen que soy un Zeta” que el periodista Raymundo Pérez Arellano (2012) escribió para la revista Esquire, sobre su secuestro en Reynosa5. Aquí la escritura se vuelve una forma de denuncia. Hay relatos y experiencias de vida muchas veces más dolorosas y dramáticas que los narrados en las novelas. 4

El portal Nuestra Aparente Rendición (NAR) nació en julio de 2010 y suele recibir publicaciones, reportajes e historias de colaboradores espontáneos, cuenta con blogs permanentes de periodistas reconocidos en algunos temas. En 2011 Lolita Bosch, periodista que tuvo la iniciativa del portal, coordinó la publicación que lleva el mismo nombre, y que fue editada por Grijalbo. 5 La crónica en mención fue publicada originalmente en la revista Esquire. En el portal NAR fue publicada el sábado 18 de febrero de 2012 y se puede encontrar en línea, , recuperado en noviembre de 2012.

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En el otro extremo encontramos el Blog del Narco (http://www.blogdelnarco.com/), donde se privilegia la narrativa amarillista, tanto en las imágenes como en los contenidos. Son de llamar la atención los comentarios en los foros, muchas veces de franca adherencia a grupos delincuenciales, otras tantas de sorna ante la muerte y el dolor. Estamos frente a una escritura no tanto del anonimato que utiliza esta figura para señalar, sino del rumor que distorsiona aún más la comprensión de la caótica realidad. Estas narrativas, más allá de consideraciones éticas que se vuelven obligadas, si bien no son ficcionales enteramente, sí nos muestran un entramado de discursividad que expresa el sentir popular frente a las redes de control de discurso por parte de la clase dominante. En ese sentido, su posición respecto a las versiones oficiales es idéntica a la que por naturaleza tiene la novela: de descreimiento y crítica. El valiente trabajo que desarrolla Judith Torrea en el ciberespacio, le llevó a agrupar sus intervenciones en el blog para dar forma al libro Juárez en la sombra. Crónicas de una ciudad que se resiste a morir (2011), donde la crónica diaria es una demostración de lo que la escritura puede lograr: estremecer la conciencia y convocar a los demonios de la violencia, no para alabarlos ni negarlos, sino para reconocer que son parte de nuestra cotidiana estancia, misma que trata de negar el poder por todos los medios, pero que se escurre por la escritura. Es de destacar lo que realiza David Piñón (2010) en su libro Conversaciones con la muerte. Memorias de la ola de violencia, un periodista que estuvo en campo en los años de más violencia en Chihuahua, donde eran frecuentes los decapitados en los centros de las ciudades; ante esto

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Piñón Balderrama entremezcla el trabajo periodístico con el reflejo que tiene en la vida personal, un documento indispensable para tomar un pulso testimonial de primera mano.

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DE MÉXICO A COLOMBIA

Toda literatura basada en un tema social es testimonio y revisión crítica. Para aproximarse a estas narraciones se vuelve obligada la interacción del entramado discursivo que involucra a la historia, el poder y la sociedad. El crítico Raymond L. Williams (1991) en su libro Novela y poder en Colombia marca una serie de líneas de lectura por demás sugerentes, y entiende con toda claridad el vínculo estrecho entre ideología y novela, en por lo menos dos sentidos: como exterioridad que influencia los contenidos literarios y como interioridad que expresa muchas de las voces de la historia y sus diversas etapas. En su texto Posmodernidades Latinoamericanas (Williams, 1998) el autor demarca el arribo de la posmodernidad, lo hace sin la ingenuidad de suponer una nueva etapa sucesiva (es clave la acotación de Leslie Fiedler: “Ojalá nunca hubiera dicho esa maldita palabra”); lo posmoderno no se presenta pues ni como superación, ni como continuidad, sino más bien como el lugar del conflicto de poderes narrativos que no tienen un punto sólido donde fincar su legitimidad; el autor se pregunta: “¿Es posible hablar todavía de verdades en la cultura actual de GABO, de rap music en varias lenguas y el trato diario de O. J. Simpson y sus abogados?” (p. 19). Desde esta

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perspectiva, la literatura como horizonte ideologizante se desvanece para dar paso a un sujeto débil, que impacta a todo sistema literario. A Williams le interesa Colombia porque “la condición posmoderna en la región andina ha sido considerablemente construida y marcada por el narcotráfico internacional” (p. 55), y justo la fusión entre la sociedad post-industrial y la introducción de la hi-tec hacen que el autor concluya que “paradójicamente esta sociedad que resistía a la cultura moderna en los cincuenta y sesenta, ha producido una de las culturas posmodernas más extensas y elaboradas de la región andina”. (p. 62)

Williams no alcanza a abordar la narrativa del narcotráfico; su estudio se centra en La hojarasca, La casa grande y Respirando el verano, pero establece un marco muy claro para entender estas irrupciones narrativas que presentan al narcotráfico en toda su complejidad cultural, que se arraiga en prácticas culturales específicas muy claramente apreciables en el habla que en sus giros populares adquiere una dimensión política y social. El desplome del proyecto letrado yuxtapuesto al desmoronamiento de la idea de progreso de la modernidad, y la velocidad con que los medios hacen evidente esta crisis, orillan a concluir con Williams que el descreimiento de la verdad se vuelve un ingrediente en la literatura colombiana. Son justo estas características antes descritas las que se hacen traslativas al caso mexicano, mismas que se analizan en la aguda inteligencia de Roger Bartra, quien como nadie desentraña las redes imaginarias del poder, muchas veces ancladas en la historicidad, y revisa lo simbólico del poder visto no sólo como ejercicio político, sino como base cognitiva y, con ello, como aparato legitimador de verdades históricas, y eje de verdades narrativas.

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Bartra encuentra el hilo de la madeja, lo mismo en el capitalismo del tercer mundo que en la izquierda cuaternaria que vive México; su visión es una buena advertencia para acercarse a los textos literarios de la narrativa que versa sobre el narco, más allá de la ingenuidad de los patrones de lo literario como una red de poder y representación. La complejidad de México y Colombia es manifiesta, se empieza a vivir lo posmoderno cuando existen millones de personas ubicadas en extensas zonas geográficas que viven en una realidad prácticamente feudal. Este traslape de planos hace que la posmodernidad adquiera características muy propias, que en términos culturales se pueden entender sólo desde la categoría de Néstor García Canclini (1989) sobre la hibridación o en el ajolote (axolotl) que menciona Bartra (1987). A partir de poner estas ideas sobre la mesa, se trazan tres vías de encuentro/desencuentro entre las narrativas del narco en México y Colombia: la relación con la muerte, la figura del sicario y el callejón sin salida.

La santidad de la muerte En muchas de las novelas sobre el tema del narcotráfico aparece la muerte con una contradicción interesante; por un lado aparecen los muertos de forma despersonalizada, caen como moscas y se vuelven elementos constitutivos del paisaje, sin que nadie note su presencia, pero por otro lado en algunos casos la atmósfera mortuoria está revestida de sacralidad. En el caso mexicano, como es bien sabido, la presencia de la muerte va desde el México originario, las representaciones de José Guadalupe Posada y libros como Muerte sin fin, El luto

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humano o El llano en llamas. En la narrativa sobre el narcotráfico por supuesto aparecen San Malverde y la Santa Muerte, en un sincretismo que convoca por igual a la parafernalia católica y al humo santero. Esto le da a las novelas un velo oscuro y en muchas ocasiones les permite a los homicidas encontrar un trasfondo redentor en sus acciones. En las novelas colombianas es menos frecuente este ambiente, la muerte tiene menos connotaciones esotéricas, pero vale la pena mencionar que en Rosario Tijeras hay un rezo de sacralidad en el proceso de preparar las balas para matar. Donde se aprecia muy bien esto es en la película Perro come perro, donde las voces de la santería crean una atmósfera narrativa. Satanás, de Mario Mendoza, construye un escenario interesante que se entremezcla con la religiosidad.

La orfandad del sicario Juan Preciado salió en busca de su padre. No tuvo otro remedio que cumplir la promesa que hizo en el lecho de su madre. En la literatura colombiana del narcotráfico abundan los Juan Preciado, este personaje del sicario que busca afanosamente a su padre; no le interesa que sus manos estén llenas de sangre. Si seguimos el cuento de Octavio Paz (1992) de que el mexicano es producto de la violación y que al asumirse como tal entra de improviso en la edad madura, en el caso colombiano sí hay preocupación por remendar la orfandad. La teodicea del sicario es la de Saturno devorando a su hijo, en varias de las novelas el sicario es la figura preponderante en una lectura superficial de la trama, pero quien está detrás de él todo el tiempo, muchas veces sin ser nombrado, es PabloPadre, quien guía los pasos y las conciencias de todos sus hijos, que adopta tras el abandono del

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Estado y la miseria, para luego engullirlos con la demencia con que se plasma en el conocido cuadro de Goya.

La desesperanza como bandera Por más comercial e influida por el mercado, toda la literatura del narcotráfico tiene un claro mensaje político; los gobiernos han sido incapaces de atender las causas sociales de la violencia que generan hacinamiento y hogares disfuncionales, sumado a esto se muestra la corrupción generalizada por parte de los sistemas policiales. Como caso extraño aparecen poco señaladas en la ficción instituciones como el Poder Judicial y el Ministerio Público, esto provoca una suerte de desencanto en las tramas: jamás se hará justicia sobre los asesinatos, es justo el patético rasgo de verosimilitud. Hay una suerte de apocalipsis posmoderno, sin creer en las instituciones se afirma un hedonismo tercermundista, que por viajar en una camioneta del año o vestir unos jeans de marca se entra en el negocio del narcotráfico; dicho hedonismo nos muestra en contraparte unas clases media y alta entumecidas también por los dictados del mercado. Esta literatura nos expone sin más el retrato descarnado de Macondo y Comala, sin la magia y con la sangre.

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FERNANDO VALLEJO: EL SICARIO DE DIOS

La virgen venerada Colombia hasta ahora ha sido esa madre sorda que no se deja conmover por los gritos de indignación de su hijo; que sigue impávida como si nada pasara, pero en el fondo lo que dices llega a donde debe llegar, y es mucha la gente que en Colombia, y en el mundo, te está escuchando. William Ospina

Aunque el razonamiento teológico de la advocación mariana diga que todas las vírgenes son una, como a todo dogma la realidad lo desmiente; hay de vírgenes a vírgenes y en su ranking lo que manda es su efectividad para realizar milagros. Virgen que no hace milagros, virgen que se esconde en la abadía. Nunca será igual la Virgen del Carmen o de Guadalupe a Nuestra Señora de Argeme; rezarle a la virgen que ostenta bajo su retablo más veladoras es el camino más fácil para los milagros. Fernando Vallejo es un escritor maldito que escogió para su oración a La virgen de los sicarios, misma que asoma la violencia en Colombia. En cada momento de su prosa viva e incesante, deja ver al deicida que tiene un puñado de blasfemias, algunas veces ciegas e irracionales, pero siempre arraigadas en un erudito, en el

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estudioso de la historia de la Iglesia, que ante el naipe de dogmas y anatemas ofrece una carcajada abierta y desvergonzada. Hay además, como en todos los deicidas, una suerte de nostalgia por la fe perdida. La virgen de los sicarios tiene ya muchas veladoras de todos los tamaños y estilos: estudios críticos, profundos ensayos, tesis doctorales y, como es natural, también ha merecido el desprecio fundado por la pazguata moral cristiana, los heraldos que reivindican los derechos humanos sin entender que el espacio de las artes es amoral y, claro, los ‘paladines del pueblo’ que aducen que éste ha sido pisoteado en cada página. Pongamos en este apartado a todos los políticos, vividores del presupuesto y la ‘buena honra’ nacional, que han pedido la censura de sus obras.6 Pero junto a estos censores, bien habría que formular la interrogante que plantea Jaime Alejandro Rodríguez (2004): “¿Qué es más inverosímil: esta novela o la horrenda violencia sicarial de Medellín en sus momentos más álgidos?”. (p. 86) La novela se presta a una serie de lecturas simplistas; el crítico Álvaro Pineda (2005) se pregunta: “¿Por qué esta obra ha sido editada repetidas veces, ha servido de tema para foros académicos y llevada al cine? Hay varias respuestas: la más simple es que la humanidad siempre ha necesitado del sensacionalismo y el escándalo” (p. 115). Lo que afirma Pineda Botero nos ayuda a entender sólo la dimensión del éxito comercial de la obra, pero no da cuenta de los

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En el documental La desazón suprema, de Luis Ospina (2003), Fernando Vallejo realiza una llamada telefónica a una estación de radio. Ahí está el periodista Germán Santamaría quien afirmó en una columna: «Vamos a decirlo de manera directa, casi brutal, hay que sabotear esa película, ojalá se pueda prohibir la exhibición pública de La virgen de los sicarios. Vallejo sostiene un acalorado debate y da argumentos contundentes que finalizan hablando del presidente de la República: “Hay que matar a ese hijo de puta”.» [en línea] , recuperado en junio de 2012.

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valores literarios de la misma, que son muy relevantes independientemente de la recepción del mercado. Arturo Álape, en una entrevista con Margarita Jácome (2009), haciendo clara alusión a la novela, menciona: En los textos sobre el tema de sicarios me di cuenta de que el lenguaje es un lenguaje profundamente coloquial… pero no es un lenguaje que lleva a la reflexión, cualquiera puede salir, montarse a un taxi y empezar a matar gente. (p. 219)

Por el contrario, como lo demuestran muchos estudios críticos, la complejidad que hay en el trasfondo de La virgen de los sicarios va más allá de lo que una lectura superficial puede darnos. Uno de los máximos tinos de la novela es su germen de metamorfosis para ser leída desde puntos de vista diametralmente opuestos, que van desde el lector que encuentra el sensacionalismo de una historia de dos sicarios homosexuales, hasta casos como el de Fernández L’Hoeste (2000) que identifica elementos para una analogía con la Divina Comedia. Hay un rasgo común en todos los lectores y es que nadie puede resultar ileso de su lectura; ensamblada como “la forma cansona con que regañan las abuelas paisas”, el texto no da margen ni al respiro ni al abandono. La trama, como dice Pineda Botero (2005), es “simple y predecible: un carrusel de muerte” (p. 115). Pero la trama es en el fondo lo más insignificante de la novela. Vallejo no se propone contar la gran historia, sabe que la literatura –como toda empresa humana– da vueltas a la noria como la mula del poema de Machado, y lo que intenta con La virgen de los sicarios es expulsar el dolor y el odio que le carcome las entrañas y compartirlo de forma amorosa como si fuera pan envenenado que nutre y pudre el alma en un sólo bocado.

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Con toda honestidad, Vallejo renuncia a ser el rapsoda costumbrista y ve de frente a su país que desde la letra de su himno nacional sigue esperando que cese “la horrible noche” (Giraldo, 7

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, una patria que ha llorado con los coches-bomba o los falsos positivos, y que se encuentra

sumida en una espiral de violencia que, de tan prologada, ha olvidado el origen de los agravios. Anota Ortega y Gasset (2006) que Hércules, al limpiar los establos de Augías, se cubrió la nariz; Vallejo ante los desperdicios y las heces, hace justo lo opuesto: le interesa estar en el establo y no limpiar nada, por ello no se cubre la nariz y trata de respirar el olor de la mierda sin ningún adjetivo, sin ningún gesto de repugnancia; La virgen de los sicarios es un intento logrado que nos adentra en esta sensación. Con Fernando Vallejo se corre el riesgo de caer en una trampa frecuente: confundir su personaje con su obra e intentar abrazar a la sombra como si fuera el cuerpo. En ese sentido, cuando el ensayo se refiera a Fernando, hará mención al personaje narrador de La virgen de los sicarios y cuando lo haga a Vallejo, hará alusión al escritor, aunque su apuesta de la autobiografía ficcionada nos hace perdernos con su alter ego. Me parece oportuna esta acotación porque de lo contrario estaremos embistiendo con la ingenuidad del toro que confunde el cuerpo con el capote y feliz cree haber lastimado de muerte la femoral. El escritor ha sabido construir muchas máscaras sobre su personalidad; hay varios Vallejos que resultan sorpresivos y siempre contradictorios. Esto dice el Vallejo provocador (2009): Este malagradecido –Álvaro Uribe– que le dice al Rey de España ‘Majestad’ porque nos restauró un edificio en Cartagena ―¿y para qué hicimos la Independencia si no era para 7

El himno nacional de Colombia se caracteriza por un tono dramático y lastimero. La relación del “cesó la horrible noche” como un clamor presente en la actualidad, la establece la crítica literaria Luz Mery Giraldo en su libro En otro lugar: migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporánea (2008).

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no tener que decirle ‘Majestad’ a un zángano cobarde cazador de osos indefensos, pero muy bueno para fornicar con las mujeres del prójimo?―, en sus discursos ni nos menciona […] E invoca en sus discursos el nombre de Dios. ‘¡Que Dios los bendiga!’, termina diciéndonos como si fuera cura o pastranista […] ¡Ay, Majestad! Hablá como un hombre, marica.

El autor, militante anticlerical, cuya obra es casi toda una antología de blasfemias, hasta llegar a La puta de Babilonia, y a quien preguntaron en televisión nacional su opinión sobre los curas pederastas, a lo que respondió para seguir construyendo el personaje contradictorio: Depende del concepto de menor que usted tenga. Si tienen 14 años ya están grandecitos. Un niño de 14 años, si no lo masturba un cura, se va a masturbar él mismo. ¿Quién ha dicho que los curitas los están violando o les están poniendo un cuchillo en la cabeza para que tengan sexo con ellos? (López, 2007)

Vallejo, el apátrida que renunció a la nacionalidad colombiana porque: […] desde niño sabía que Colombia era un país asesino, el más asesino de la Tierra, encabezando año tras año, imbatible, las estadísticas de la infamia. Después, por experiencia propia, fui entendiendo que además de asesino era atropellador y mezquino. Y cuando reeligieron a Uribe, descubrí que era un país imbécil. Entonces solicité mi nacionalización en México, que me dieron la semana pasada. Así que quede claro: esa mala patria de Colombia ya no es la mía y no quiero volver a saber de ella. Lo que me reste de vida lo quiero vivir en México y aquí me pienso morir. (íbid) Es el mismo que ironiza sobre su personaje: “Yo nunca me he peleado con Colombia, a mí Colombia me divierte… me divierte hacer rabiar a la gente. Lo que pasa es que los curé de espanto en Colombia y ya ni me hacen caso”. (Cruz, 2006)

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Todos estos Vallejos se desdoblan en su obra, se entremezclan, juegan a prestarse los antifaces, pero de entre todos los nombres que ha recibido, el más atinado es el que le da Christopher Domínguez (2001) al describirlo como un libelista, entendiendo el libelo como: [el] texto de fácil posesión que se distribuye de contrabando –y a contracorriente, en este caso– y cuyo fin es el linchamiento moral o político de personas, reputaciones, partidos o naciones. A Fernando Vallejo le duele Colombia; de lo contrario no sería libelista. Y quien escribe libelos es el más desesperado de los moralistas. (p. 80)

El moralismo de Vallejo alcanza su mejor talante literario cuando muestra la tensión entre el moralista letrado que se enfrenta continuamente con el nihilista sarcástico, es probable que el sarcasmo del autor no sea sino el telón que oculta a un hombre comprometido con su tiempo, como también es posible que tras la blasfemia halle algún tipo de plegaria que busca retornar a una fe perdida. Fernando recorre con Alexis el camino a Sabaneta para encontrarse con la virgen; estos textos son parte de mi itinerario como lector para encontrarme con una Virgen de los sicarios que recibe plegarias, denostaciones y que es el texto más comentado de la literatura sobre el narcotráfico.

La ciudad letrada agoniza Hay en el Dios bíblico una correspondencia directa entre nombrar la realización de la orden y su reflejo en la escritura. Esto se aprecia en una de las primeras sentencias de la Biblia: “entonces dijo Dios: "Sea la luz", y fue la luz” (Gén. 1, 3). Todo el libro del Génesis muestra un Dios que nombra antes de crear, o para ser más precisos, crea nombrando.

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Luego se le permitió al hombre participar del juego divino de nombrar al mundo y dar una correspondencia plena entre el nombre y lo nombrado, en una suerte de ese “pequeño dios” que dice Huidobro es todo poeta: Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él. (Gén. 2, 19-20) Se torna pues una distancia insalvable entre Dios, el mundo que creó y la forma de nombrar. A partir de la ‘caída’ en el pecado original, el lenguaje será una red que aleja y acerca al hombre con la divinidad; este movimiento de ocultamiento/desocultamiento del lenguaje será la fuente del misterio, la revelación y, por supuesto, los relatos del poder patriarcal en todas sus formas: la Casa, el Estado, el Púlpito. Pero la experiencia de jugar a ser dioses se quedará asentada en todo obrar humano y será la escritura –ese oasis en el desierto de la muerte– el centro de la civilización. La figura del escriba establece puentes con la divinidad, codifica y recibe los mandatos divinos, es el precedente mítico del proyecto ilustrado, del laico que muchos siglos después será el portavoz del progreso y del saber enciclopédico. A pesar de que han pasado décadas de su publicación, La ciudad letrada, de Ángel Rama (1984), es un texto muy importante para entender el papel del intelectual como el centro de la mediación cultural en América Latina. El intelectual es una figura con un rol hasta cierto punto contradictorio; por un lado muestra serias oposiciones frente a la ciudad real, y por el otro se asume como el mediador o más aún, el reivindicador de las figuras y voces populares. Pareciera

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que esta tensión de ciudad letrada (significado) versus ciudad real (significante), se mantuvo viva en la medida en que los relatos de la modernidad y la posición del sujeto fuerte estuvieron de pie. Fernando regresa a su ciudad natal –Medellín– con la firme idea de encontrar la muerte, pero antes de la muerte física –suceso que jamás se realiza en el relato–, será testigo de muchas otras muertes: la del idioma que le enseñaron para nombrar el mundo, la de la imagen que había guardado de su ciudad y que a cada paso descubre distinta, y la de una cierta moral –aristócrata– que se resquebrajó por completo. En pocas palabras, Fernando es testigo de la muerte de la ciudad letrada. Para dejar fe de su rastro se vale del registro, un lenguaje que Polit (2006, p. 25) llama “hiperintelectual”, lleno de referencias a la historia colombiana, a Dostoievski, a Machado, lenguaje con el que entra en conflicto y para ser más precisos, sucumbe frente al parlache antioqueño. Esta yuxtaposición dolorosa y compleja se sostiene a partir de otro encuentro amorfo: “El de dos visiones del mundo: la del culto –escéptico, nihilista, crítico a ultranza– y la del sicario – también escéptico, también nihilista, pero inculto– que esta vez no chocan sino que, de alguna extraña manera, conviven” (Rodríguez, 2004, p. 147). Esta suerte de convivencia sólo es comprensible a los ojos de la hibridación posmoderna. Las contradicciones están presentes en toda la arquitectura del relato; desde el título del libro que enuncia una virgen que da cobijo a los sicarios, hasta el encuentro de “el último gramático vivo” con uno de los millares de sicarios colombianos.

Los tres derrumbes

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La virgen de los sicarios narra el conflicto entre la ciudad letrada y la ciudad real; Aileen El-Kadi (2007) aborda el tema en un ensayo lúcido: “Al caracterizarse como un letrado, un excéntrico y un outsider, Fernando logra dotar a su discurso de un tono autoritario y exasperado que tendrá como fin ofrecer al lector imágenes negativas sobre la realidad contemporánea.” Una condición evidente de la novela es que estamos frente a dos colisiones irresolubles: la diferencia de edad entre Fernando y sus amantes, y el testimonio del propio Fernando sobre el fin de la ciudad letrada. Él ha sido literalmente arrancado del mundo real y no le queda sino el escondite o la aceptación de su desplazamiento; para el escondite, su búnker será la casa donde no tendrá entrada la ciudad audiovisual, sino hasta que Alexis y Wilmar hagan acto de aparición, y para la dolorosa aceptación estará la ciudad que como pulpo rabioso terminará atrapándolo, como bien lo señala Margarita Jácome (2009): “La virgen de los sicarios desacraliza el poder social que ha tenido en Colombia la palabra escrita y por ende una sociedad representada habitualmente desde lo letrado.” (p. 94) Si bien el proyecto civilizatorio de todo Occidente está basado en la escritura como el soporte de legitimación, el caso de Colombia es único en América Latina ya que, en su imaginario social, se precia de ser el país donde hubo presidentes gramáticos. Blanca Inés Gómez (2004), en su ensayo “Dos rostros de la cultura: De El álbum secreto del Sagrado Corazón a La virgen de los sicarios”, dedica el subtema "Los gramáticos y el poder". Lo que encontramos en Vallejo (2002) es un tono de sarcasmo ante este orgullo del cual se sabe, pero parte primero de la burla hacia los presidentes gramáticos: Cuestión pues de semántica, como diría nuestro presidente Barco, el inteligente que nos gobernó cuatro años con el mal de Alzheimer y le declaró la guerra al narcotráfico y en

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plena guerra se le olvidó. "¿Contra quién es que estamos peleando?", preguntó y se acomodó la caja de dientes –o sea la dentadura postiza–. "Contra los narcos, presidente", le contestó el doctor Montoya, su secretario y memoria. "Ah…", fue todo lo que contestó, con esa sabiduría suya. (p. 27) O sobre Virgilio Barco menciona: “Y llegado aquí sí me quito el sombrero ante el expresidente Barco. Tenía razón, todo el problema de Colombia es una cuestión de semántica” (p. 30).

Vallejo nos da a entender entre líneas que el fracaso de la ciudad letrada es ante todo un

fracaso de orden político. Luego la burla alcanza a su propia formación intelectual: Yo me quedé enredado con su frase, soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río. Más de cien años hace que mi viejo amigo don Rufino José Cuervo, el gramático, a quien frecuenté en mi juventud, hizo ver que una cosa es ‘debe’ solo y otra ‘debe de’. (p. 11) Y para rematar consigo mismo señala: “Yo no soy un presunto sicario. ¡Yo soy un presunto gramático! No lo podía creer. Qué calumnia, qué desinformación.” (p. 28) El ‘presunto gramático’, a lo largo de la novela, desempeña varios roles: como crítico despiadado del habla y cultura popular, como mediador entre la ciudad letrada y la ciudad real, para terminar sucumbiendo al parlache8 que tanto odia.

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Rodríguez, Jaime Alejandro, “Cultura popular y literatura en la narrativa colombiana”, [en línea] , recuperado en junio de 2010. En la introducción a La ciudad letrada afirma: “La intención de Ángel Rama (1983) en su ya imprescindible ensayo es mostrar la evolución de la relación – cercana/antagónica– entre letrados –intelectuales encargados de ejercer la letra– y poder en un mismo espacio: la ciudad –entendida como el espacio donde coinciden las realidades y los símbolos–. De este texto surgió la idea de ciudad significado versus ciudad significante”. El parlache es el uso de modismos, giros lingüísticos o 'caló' que originalmente utilizaron los jóvenes de las comunas en Medellín y que en un principio era una especie de dialecto que identificaba a la clase social baja. Con el tiempo se vino una apropiación cultural sobre esta forma de hablar por parte de los jóvenes de las clases altas de Medellín. Si se quiere abordar el tema a profundidad se recomienda la

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Estamos ante una metamorfosis inversa: de mariposa a oruga, que registra los tres más grandes desmoronamientos del proyecto ilustrado: el del poder político, el de la institución educativa como escalera de reconocimiento social y el de la figura del escritor y gramático.

El letrado nombra, el sicario ejecuta Casi al inicio de la novela, Fernando comenta a Alexis respecto a un punketo que lo molesta con su música: “Yo a este mamarracho lo quisiera matar” (p. 14). Alexis, como sicario entrenado, se ofrece gustoso ya que “ellos no conjugan el verbo matar: practican sus sinónimos”, y justo unos días después es cuando “el punketo 'marcó cruces'”. ¡Ahí va! ¡Ahí va! –exclamó Alexis cuando lo vio por la calle–. Ni tiempo tuve de detenerlo. Corrió hacia el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos le chantó un tiro en la frente […] ¡Taz! un sólo tiro seco, ineluctable, rotundo. (p. 15)

Alexis en un principio realiza los deseos de Fernando, pero es tal la simbiosis que logra adelantarse a sus mandatos; Fernando ya no requiere nombrar para que las cosas sucedan. El Dios del Antiguo Testamento puso las cosas, las nombró y luego las echó a rodar para que solas tuvieran su movimiento; Fernando y Alexis han construido una hybris no verbal, y se reproduce más allá de su voluntad, muy similar a las redes de violencia en Colombia donde “los muertos ya no se sabe de dónde vienen”. (Rodríguez, 2004, p. 136)

lectura de la tesis doctoral de Luz Stella Castañeda Naranjo, además del Diccionario de Parlache (2006) de la misma autora.

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A partir del punketo los muertos se irán multiplicando en la novela, y si el primer homicidio puede causar asombro y malestar en el lector, su repetición mecánica, que ejemplifica la posibilidad de quitarle la vida a una persona sin motivo ni castigo alguno, hará que el lector tome los homicidios como un acto frecuente. Con esto logra hacer una analogía precisa de realidad del Medellín de la época –ahora México atraviesa por ese duro camino– donde el homicidio se vuelve espectáculo; imagen que se autorreproduce, consume e inmola. Ante los homicidios, podríamos decir que Vallejo utiliza una suerte de zapping televisivo donde el lector, conforme cambia la página de la novela, encuentra que un hecho violento permite olvidar el anterior. Alexis, ‘el ángel exterminador’, arrasará con todo aquello que molesta a Fernando, a grado tal que llega la simbiosis criminal cuando Fernando ya no necesita verbalizar sino que Alexis tendrá la virtud de adivinar los deseos del gramático, por ejemplo asesinar a un taxista maleducado, a una mesera que atendió de mala gana o a un mimo que hace su rutina con un anciano en la calle. Lo que llama la atención es que estos muertos habrían pasado desapercibidos para Alexis, a quien antes no le habría perturbado un taxista que escucha vallenato, pero la influencia de Fernando es determinante; en una red de poder basada en el silencio, logra que Alexis mate a cuantos seres humanos son indignos de vivir de acuerdo con los preceptos aristócratas del gramático. En realidad el deseo homicida de Fernando tiene una raíz muy clara: es una mezcla entre un nihilista que considera el proyecto humano digno de desprecio y apatía: “Si uno ve la realidad escueta se pega un tiro” (2002, p. 27), y un moralista como consecuencia de su visión desesperanzada que siente el deber de exterminar todo vestigio de lo humano. La moral de

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Fernando se edifica sobre una paradoja significativa: la del aristócrata estéril. Su aristocracia refleja un odio hacia los pobres y la cultura popular que se evidencia en su horror por el vallenato y el futbol. Las únicas expresiones populares que le merecen respeto son las de antaño, las apegadas a la tradición del Medellín mítico de su infancia: “Pero no me hagas caso, te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de los pesebres, de la Sabaneta” (p. 30); su sentido aristócrata se muestra también en un cierto respeto a los ancianos: “Un pobre señor honorable, uno de esos seres antediluvianos desamparados que aún quedan en Medellín para recordarnos la magnitud del desastre” (p. 42). La ciudad que recorre Fernando es muy similar a su condición humana, está devastada y por eso mismo le es imposible el reconocimiento. Fernando quisiera nombrar a la ciudad que amó pero las palabras para hacerlo se le han escabullido y ve el mundo desde los escombros del proyecto humano, ya que “en cuanto a la humanidad, en todas partes sería la misma, la misma mierda, pero distinta.” (p. 78) De ahí que la especie humana no merece reproducirse y, como consecuencia, la diatriba a la mujer máxime si está encinta. Ante esto vemos que la esterilidad es el valor central de su mundo moral. De esta forma su homosexualidad no sólo aparece como una condición para su placer genital, sino como un compromiso ético que se entiende a partir de la doble paradoja, la de un aristócrata que se niega a tener descendencia y la del nihilista que no termina por disparar la pistola sobre la sien.9

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En una magnífica entrevista con Héctor Abad Faciolince, éste le pregunta el por qué no se ha suicidado, a lo que Fernando responde: “¿De dónde sacaste eso de que estoy vivo? Hace cinco años morí.” [en línea] , recuperado en enero de 2011.

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La televisión en casa y el choque entre galaxias Le compré un televisor con antena parabólica que agarra todas las estaciones de esta tierra y las galaxias. Fernando Vallejo

La gramática normativa supone una estructura lingüística que sirve para poder nombrar la realidad a partir de un orden común. La construcción de la misma –al menos en apariencia– siempre descansó en manos de los letrados. El libro era la herramienta tecnológica que regulaba el habla correcta: en las páginas del libro –a diferencia de lo que sucediera en la plaza–, no debían tener cabida los barbarismos, las construcciones sintácticas erróneas o los modismos callejeros. El escritor era el único autorizado para tomarse ciertas licencias e incorporar estas voces. La irrupción de los medios audiovisuales invirtió por completo este orden, el libro se volvió un instrumento más en la difusión de la cultura y las voces populares que antaño se recogían y reproducían en la calle sin tener mecanismo de validación, se diseminaron a través de la radio, la televisión y el cine. Por eso la casa de Fernando era un refugio contra estos medios que son el fin del dominio letrado. Cuando la humanidad se sienta ante un televisor a ver veintidós adultos-infantiles dándole patadas a un balón, no hay esperanzas. Dan lástima, dan ganas de dar a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad… (Vallejo, 2002, p. 9)

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La primera impresión de sus dos amantes –Alexis y Wilmar–, al entrar al departamento, es idéntica y revela la sorpresa de que exista un hogar sin televisor. Fernando, ante el miedo de perder el amor de Alexis, no tiene más remedio que aceptar la imposición generacional: “Pero él no podía vivir sin ruido ni ‘música’, ni yo sin él” (p. 10). Para tener en claro el drama que vive el letrado, es prudente la acotación de Estela Vieira (2003): “La literatura contemporánea reproduce un lenguaje y una narrativa aparentemente claros y transparentes donde lo indescifrable es lo que no está en la claridad del lenguaje; en otras palabras, en lo silenciado” (p. 47). Y lo que silencia la entrada de la televisión y los equipos de sonido a la casa del letrado, es que éste ha perdido su último refugio. En realidad las caminatas del gramático para redescubrir su ciudad, le recuerdan que la ciudad audiovisual entró en su casa de una vez y para siempre. La lectura necesita de la sacrosanta paz y esta idea tiene que ver con el nacimiento de la lectura privada, que bien define Borges (2006): “A fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz” (p. 34). La lectura privada termina con la lectura dramatizada de la plaza pública y la traslada a las salas especializadas del convento y la universidad. En todas sus divagaciones Fernando constata que lo que menciona Tomás Eloy Martínez (2010) de que “el poder ya no lee”, o al menos no lo hace como sucedía en el pasado, en la ciudad audiovisual los mecanismos de lectura ya no residen en la escritura sino en la sucesión frenética de mensajes que involucran a todos los sentidos, y esto genera que Fernando tenga un discurso desesperado y lapidario que bien explica Anke Birkenmaier (2010):

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Sin embargo vemos lo contrario del silencio: los medios de comunicación han creado un ruido incesante sin sentido. Este es el ruido continuo de las emisiones de radio y de televisión que ha convertido al mundo en un paraíso ‘terrenal’ en el infierno. Lenguaje sin sentido o el poder descriptivo es lo que el narrador detesta más. Ni siquiera en el hogar hay refugio para escapar de la sociedad del espectáculo, “el televisor de Alexis terminó por echarme a la calle” (Vallejo, 2002, p. 13), y en la calle encontrará una réplica de la casa. La ruptura esencial de la modernidad, el fin de las nociones de público y privado. Ante el sentimiento de claustrofobia intelectual –dentro y fuera de la casa–, el gramático cavila: “¡Cuando podía pensaba en quebrar el televisor! Mi mente acariciaba la idea como a un gatico de raso. ¿Qué lo va a inducir?, ¿lo puedo inducir yo con mi mente poderosa?” (p. 21). Es una escena donde, desesperado por la degradación que vive Colombia, por su culto por el futbol, sus ejecutados y sus políticos ladrones, Fernando amenaza: Niño –le dije a Alexis– préstame tu revólver que ya no aguanto. Me voy a matar”. Ante esto, Alexis “corrió al revólver y para que no quedara una sola bala se las vació al televisor. Lo único que encontró fue que estaba hablando el presidente, para variar. Que no sé qué, que el peso de la Ley… Fue lo último que dijo esta cotorra mojada. (p. 22)

Hay varios elementos dignos de resaltar: el apátrida que da un viraje, el suicida manipulador y el simbolismo de la muerte del televisor. Respecto al apátrida que unas páginas atrás exhibía el odio por Colombia, tiene un giro; ahora desea matarse por el dolor que le causa ver hundida su patria. Me parecen pertinentes las palabras de William Ospina (2007) respecto a la renuncia de Vallejo a la nacionalidad colombiana: Tu condición de colombiano está demasiado impregnada en tu carne y tu sangre, no es solamente la manera de hablar y de escribir, esa remembranza de ciertas canciones, de

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ciertos lugares, ese amor desesperado por un mundo que no sólo te ha sido concedido bajo la especie melancólica de la nostalgia, sino en tu manera de ser, hasta la decisión de renunciar a la nacionalidad, de impugnar a la mala Patria por sus crueldades, sus torpezas, sus extravíos, sus crímenes, sus estulticias y sus mezquindades, todas esas cosas, aunque muchos lo nieguen, son colombianas.

Respecto al suicida, encontramos a uno tan poco convencido que pide prestada el arma para matarse, esto es más un intento de manipulación que un acto convencido por quitarse la vida; con esto el gramático encontró el elemento para ‘inducir’ el ‘homicidio’ del televisor. El hecho simbólico de disparar al televisor justo cuando habla el presidente de la República, “esa cotorra mojada”, muestra un doble homicidio: el de la “caja idiota” y el de la clase política que gracias a ella se mantiene en el poder. Para Guy Debord (2001), el espectáculo dejó de ser una representación para convertirse en la realidad misma –y al modo en que opera el mercado o los mecanismos del poder– que tiene en su diseño sistémico la posibilidad de absorber la crítica. El espectáculo genera sus virus y sus vacunas, y es inmune a sí mismo porque tiene la capacidad de autoinfligirse para luego curarse. Estamos ante la imposibilidad de salir del espectáculo, ¿entonces desde dónde hacemos la crítica social y literaria, si no hay parámetro exterior a las mismas? La hegemonía de medios norteamericana de antaño prohibía la imagen del Che Guevara, y hoy la vuelve producto ya sea en MTV o como fetiche mercantil que critica a la misma sociedad de consumo. El odio de Vallejo hacia las nuevas tecnologías10, como se ha visto, proviene del síndrome del letrado desplazado y se manifiesta ya sea cuando Alexis dispara al televisor o 10

En el promocional de Alfaguara comenta textualmente: “El internet es un basurero, si de algo puede servir es para hacerle propaganda a los libros; por lo demás, la literatura no se puede disociar de la letra impresa. No hay invento más grande del ser humano que los libros.”

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cuando lo arroja por la ventana. Lo que narran en el fondo es la imposibilidad de salir de la sociedad del espectáculo. Para una generación de televidentes estas acciones no causan ningún sobresalto, ni en el plano narrativo ni simbólico, ya que estos hechos están asimilados en el inconsciente de los mismos televidentes. Quizá sin saberlo Vallejo está recordando a las generaciones de televidentes dos episodios célebres en la historia de la televisión y de la cultura pop: Elvis Presley disparando al televisor11 y Pink Floyd arrojándolo, en la película The Wall (1982). Dos iconos hijos predilectos de los mass media se vuelven al tiempo críticos y portavoces veneradores del padre y parricidas. Esta es la condición que demuestra la imposibilidad en la sociedad del espectáculo de disociar a la imagen, ya que: […] el espectáculo no es un conjunto de imágenes mediatizadas sino la relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes; ante esto, lo real es suplantado a grado tal de perder los criterios para hacer una separación, hasta llegar a una ontología del vacío, ‘el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, o sea social, como simple apariencia’. (Debord, 2001, pp. 38-40)

Por eso la victoria de Fernando al destruir el televisor es tan ficticia, como la realidad que éste simula. “Sin televisor Alexis se quedó más vacío que un balón de futbol sin patadas que le den, lleno de aire.” (Vallejo, 2002, p. 22) Para Fernando no hay escapatoria posible, el fatalismo de su mirada apunta hacia dos direcciones: la juventud sumida a la adicción con el basuco o alienada con la ciudad mediática,

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Rubio, E. (marzo 23, 2006) “La vida nocturna de Elvis” en El Diario Montañes [en línea], , recuperado en noviembre de 2012.

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son dos enfoques del mismo rostro: la sociedad del espectáculo que imposibilita la creación de la conciencia donde […] el muerto más importante lo borra el siguiente partido de futbol. Así, de partido en partido se está liquidando la memoria, la memoria de cierto candidato a la presidencia, liberal, muy importante, que hubo aquí y tumbaron a bala de una tarima unos sicarios… Ese día el país puso el grito en el cielo y se rasgaba las vestiduras. Y al día siguiente, ¡goool! (p. 24)

La referencia de Vallejo se refiere al asesinato de Luis Carlos Galán Sarmiento, el 18 de agosto de 1989, y sobre este acontecimiento habrá de ironizar: Cuando mataron al candidato yo estaba en Suiza en un hotel con lago y televisor… Cayó el ‘muñeco’ con su afán protagónico. Muerto logró lo que quiso en vida. Me sentí tan pero tan orgulloso de Colombia, reparen en eso que ven: eso es vida, pura vida. (p. 25)

La falta de memoria del pueblo aparece referida en varias ocasiones, en Macondo se extravió el nombre de las cosas y hubo que volverlas a nombrar, pero esta capacidad de la literatura para hacerlo está extraviada, los medios lo han inundado todo y es imposible salir de ese estado. En la colisión, la Galaxia de Gutemberg ha perdido su espacio frente a la Galaxia de McLuhan, lo único que le quedaría a Fernando de remedio, es ese viejo chiste de Groucho Marx: “Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”.

La cruza estéril: el héroe abyecto y el exiliado

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Del esplendor cultural de Colombia y su capital, a la que Vasconcelos bautizó “la Atenas latinoamericana”, sólo quedan vestigios. Ante esto, Vallejo no asume –como la mayoría de los críticos refieren– una actitud enteramente nihilista; por el contrario, su ira tiene una lógica interna y una capacidad expresiva que lo acercan –como se puede apreciar en la cita de Christopher Domínguez– más a un moralista del caos y la muerte si quiero, pero moralista al fin y al cabo, con lo que esto implica su código, sus apóstoles –El ángel exterminador– y su apostolado. Jaime Alejandro Rodríguez, en su ensayo Pájaros bandoleros y sicarios (2004), señala que “para una historia de la violencia en la narrativa colombiana –un enfoque desde la historia de las mentalidades–, revisa tres obras fundamentales de la literatura colombiana bajo categorías metodológicas en común –procedimiento narrativo, personaje abyecto– y entre su selección aparece La virgen de los sicarios, en donde formula un par de preguntas fundamentales: ¿Se puede hablar ya en la novela de los sicarios de un héroe posmoderno? ¿No son los protagonistas en realidad, todos, héroes abyectos?”. (p. 155) El héroe antiguo, como bien señala Peter Sloterdijk (1998), es “el hombre que viene del mar de la desesperación y echa pie a tierra. Por eso los héroes son los pioneros psicológicos de la cultura; talan la jungla de la impotencia y la confusión” (p. 124). Hay en el héroe un destino que lo desborda y que conforme enfrenta las vicisitudes del mundo, va descubriendo su misión; parte del sentimiento de ser extranjero de un mundo que le es adverso y se vuelve el artífice que cumple con las profecías, con esto el héroe es una especie de director de orquesta entre la música del destino celestial, que es eterna e incuestionable, y el mundo que representa lo opuesto: el caos y la incertidumbre. Es en este desgarramiento donde emerge el héroe para ir ordenando mediante

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la voluntad y el arrojo lo que había sido quebrantado para sellar con esto un movimiento cíclico que reconcilia al hombre con su destino. El talante posmoderno arranca al ser humano de toda idea de reconciliación, el mundo se ahoga en una inmanencia desesperanzadora al carecer de un proyecto o hacedor trascendente que lo anime; chapotea en el charco del tedio donde la utopía ya no es capaz de reflejarse, y justo ahí nace el héroe abyecto que es descendiente del esclavo, el mendigo, el tonto y el loco: los encarna y representa a todos pero viene armado de una carga centenaria de resentimiento y de una fuerza vengativa y destructiva... En él es máximo el ejercicio de la hybris y su nihilismo es creciente –como en el ‘Uebermensch’ nietzscheano–. Actúa sin el aval de los dioses, sin justificación racional o externa, no encarna ideales colectivos, su interior es un caos, un laberinto o mejor, un abismo. (Pineda Botero, 2005, p. 129)

Alexis y Wilmar, como bien lo señala Rodríguez, obedecen a la tipología del héroe abyecto, pero lo interesante es que la novela relata el encuentro con un exiliado. Dicho encuentro está mediado por la violencia y el erotismo. Habrá que suscribir lo dicho por Rilke acerca de que la única patria que tiene un ser humano, es la infancia; pero la única patria que puede tener un escritor es el exilio, el exilio de la realidad en el cual se siente extraño. Se escribe porque se está incómodo en el mundo y hay que generarle un hueco por donde nuestra voz pueda deslizarse. La escritura trata de espantar al fantasma del aburrimiento ontológico. Si asumimos que el escritor es un exiliado, entonces vale la pena reflexionar sobre la colindancia entre un apátrida y un desterrado. El apátrida no siente nostalgia por el mundo, su desprendimiento del mismo viene de una apatía incorregible; ni le interesa la matriz ni el horizonte ni el camino. Ése es el Fernando que afirma:

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Me gustaría terminar así –le dije a Alexis–, comido por esas aves para después salir volando. A mí que no me metan en camisa de ataúd por la fuerza; que me tiren a uno de esos botaderos de cadáveres con platanar y prohibición expresa, escrita, para violarla, que es como he vivido y como lo dispongo aquí. (Vallejo, 2002, p. 29)

El desterrado, en cambio, siente el peso del camino, le duele la distancia siempre inasible, entre sus pasos vive la tragedia del origen del que decidió alejarse, “así que quede claro: esa mala patria de Colombia ya no es la mía y no quiero volver a saber de ella.” (Silva-Herzog, 2007) El apátrida postula al cuerpo como la única evidencia concreta del destierro, y desde el instantáneo y pasajero cuerpo construye la historia donde el vacío y el arrebato, el placer y el dolor, son las voces que animan “nuestras noches encendidas de pasión, yo abrazado a mi ángel de la guarda y él a mí con el amor que me tuvo.” (Vallejo, 2002, p. 27) Hay tres destierros evidentes en Fernando: el de la patria: “Perdimos la costumbre del chocolate y la de las musas y la de misa, y nos quedamos más vacíos que el tambor de hojalata que el enano sidoso no volverá a tocar. Todo lo tumbaron, todos se murieron, de lo que fue mío ya nada queda.” (p. 17); el destierro del lenguaje donde ironiza sobre el fin de la figura moral del escritor: “El lenguaje me encantó. La precisión de los términos, la convicción del estilo… Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario.” (p. 16), y el destierro más doloroso, el de la infancia: “Virgencita, niña de Sabaneta, que vuelva a ser el que fui de niño, uno solo. Ayúdame a ser el que fui de niño, uno solo. Ayúdame a juntar las tablas del naufragio… Yo ya no soy yo, Virgencita niña, tengo el alma partida” (pp. 18-19). Sin patria, sin lenguaje, con una memoria dolorosa y mítica, vive el más

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radical de los destierros, el solipsismo, ya que sus amantes no pueden entender que alguien llora porque el tiempo pasa. El pantano posmoderno es el reino del aburrimiento; al no existir futuro, los actos carecen de sentido, los jóvenes sicarios han sido desplazados de toda posibilidad de horizonte; nacieron en la inopia de un país en ruina, por sus venas corre una violencia instalada en la historia. Sin sentido de la historia, entonces el tedio se instala en cada acto y el espectáculo se vuelve para Alexis y Wilmar un espejo donde se reproduce de manera incansable su aburrimiento hasta volverlo enajenación. Fernando asume el hastío desde otro horizonte, regresa justo a encontrar la muerte y es en la escritura donde se hace vivo el cansancio: La trama de mi vida es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero, va luego. Es que este libro mío yo no lo escribí. Ya estaba escrito, simplemente lo he ido cumpliendo página por página sin decidir. Sueño con escribir la última por lo menos de un tiro por mano propia; pero los sueños, sueños son y a lo mejor ni eso. (p. 8)

El escenario donde se despliega la gesta que libran el héroe abyecto y el desterrado, es el de la venganza contra una ciudad que al primero le resulta vacía y al segundo ajena; pero los vincula el aburrimiento casi bíblico. Siguiendo a Kierkegaard (2003): Dios creó al hombre porque se sentía aburrido de un universo sin criaturas, luego le transmitió esa sensación al hombre y éste le pidió compañía y creó a Eva, después vino el pecado y el destierro y con ello la más terrible de las condenas: ‘Creced y multiplicaos’. La acedia nombrada por Juan Casiano o el demonio meridiano, se volvió legión para asfixiar al hombre multiplicando exponencialmente el aburrimiento divino. (p. 94)

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Ante esto, Fernando asume una postura moral: no reproducirse para no transmitir el hartazgo que Dios heredó; es su única posibilidad de venganza y su más hiriente blasfemia. El desterrado y el sicario encuentran en el acto homosexual la posibilidad de anular la continuidad de lo humano. En su tránsito por la ciudad matarán por mera afición, porque, como dice Savater (2006), “el aburrimiento es la explicación principal de por qué la historia está tan llena de atrocidad” (p. 86). Pareciera que el único canto que tienen ante la desolación Fernando y Alexis, es este verso de Octavio Paz (1998, p. 48): Mejor el crimen, los amantes suicidas, el incesto de los hermanos como dos espejos enamorados de su semejanza, mejor comer el pan envenenado, el adulterio en lechos de ceniza, los amores feroces, el delirio, su hiedra ponzoñosa, el sodomita que lleva por clavel en la solapa un gargajo. Un torrente de agua sucia El sentido común nos hace imaginar que todo río es cristalino y transparente. El sentido común miente. Giraldo (2006) define con los adjetivos exactos la prosa del escritor antioqueño cuando afirma que “en Vallejo, la escritura es memoria y torrente verbal”; la prosa es en efecto torrente verbal, pero en el río que atraviesa su obra no bulle el agua limpia, sino el cauce residual. La condición para que Narciso pudiera reflejarse era el agua límpida, Vallejo sabe que nunca podrá ver su rostro. El río que le fluye sobre el bolígrafo es el más terrible y demoledor, el más putrefacto y homicida: el río del tiempo.

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Con este nombre bautizó a sus obras: Los días azules (1985), El fuego secreto (1987), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993), todas ellas girando bajo el mismo eje: la dolorosa memoria que siente al transcurrir el tiempo. El río encarna el tránsito de la muerte: […] en los ríos de Colombia no se baña impunemente nadie. Si le contara, amigo Heráclito, cuántos de mis conocidos han terminado ahogados… Paso de largo para que no vaya a pensar que son exageraciones, hipérboles, como diría usted. ¿Ríos plácidos? Jua, jua. (Vallejo, 2002, p. 212)

La alusión a Heráclito no es gratuita, es el genio de Éfeso, el Santo Patrono de los misántropos, y con Vallejo hay algunas semejanzas curiosas: ambos son hijos de una familia pudiente; Heráclito, descendiente de una familia aristócrata, se manifestaba abierto opositor a la democracia y partidario del rey Darío. El de Medellín, hijo del expresidente del Directorio Conservador de Antioquia, un conservador reconocido que a Vallejo, la democracia y sus discursos le merecen esta expresión: ¿Derechitos humanos a mí? Juicio sumario y al fusiladero. Y del fusiladero al pudridero. El Estado está para reprimir y dar bala. Lo demás son demagogias, democracias. No más libertad de hablar, de pensar, de obrar, de ir de un lado a otro atestando buses, ¡carajo! (p. 199)

El carácter misántropo de ambos se suaviza frente a lo que signifique prosapia y abolengo, pero la animadversión es incisiva frente a lo popular representado en las democracias, por eso ambos son incómodos para la horda de patriotas que defienden las buenas costumbres. Pero volvamos a la figura del río. El momento culmen de La virgen de los sicarios ocurre en uno de

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esos arroyos de Medellín, “otrora cristalinos y hoy convertidos en alcantarillas que es en lo que acaban todos, arrastrando en sus pobres aguas la porquería de la porquería humana” (p. 50). Es ahí donde Fernando encuentra un perro herido y para evitar el suplicio decide matarlo, luego se pone la pistola sobre el pecho. Alexis impide el suicidio y “en el forcejeo acabamos de caer al caño hundiéndonos por completo en la mierda, y de mierda como ya estábamos hasta el alma” (p. 51); es el río infecto donde se desenlaza la historia. Ahí es donde Fernando se declara un muerto en vida porque la única vez que dispara el arma en la novela es para matar lo único que le amerita respeto: un animal. Cuando Fernando mata –a diferencia de Alexis– sí siente compasión y culpa. Cuando falla en su intento de suicidio, en ese mismo instante designa al Hombre como el sicario de Dios, frase más lapidaria de toda la novela. Sobre este arroyo nada el último recuerdo de Alexis, ya que al día “siguiente en la tarde, en la avenida La Playa, lo mataron”. Existe otra connotación del río: “Mientras en las comunas seguía lloviendo y sus calles, ríos de sangre, seguían bajando con sus aguas de diluvio a teñir de rojo el resumidero de todos nuestros males” (p. 59), el río representa el flujo anónimo de la muerte, el de los tantos cadáveres que se arrastran en su flujo. El río de la mierda es donde Fernando trata de reconocer su faz. El de la sangre –que ha sido alimentado por la violencia ciega– es donde lo harán Alexis, Wilmar y ‘la plaguita’, que en una suerte de anonimato representa el destino universal de los jóvenes. Fernando ve transcurrir su existencia frente a un río que se ha tragado sus recuerdos y los ha digerido hasta volverlos mierda. Alexis y Wilmar son parte de la sangre ciega que alimenta el

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caudal de otro río. En ambos el tiempo ha sido sordo, lo mismo ante las plegarias que ante las blasfemias; pero ambos ríos desembocan en la muerte. Para Vallejo el río donde fluye el agua salvífica en la cual Cristo y el Bautista dan redención a los pecados, le merece sorna. El agua no es sino el bullir de la muerte y la ruina.

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EL ESPECTÁCULO REZA EL ROSARIO

Rosario, la literatura del espectáculo Para evitar que entierren a la novela, hay que sacarla de ese pomposo ataúd llamado literatura. Efraim Medina Reyes

El libro de Jorge Franco (2007) es un ejemplo muy claro de la literatura del espectáculo, paraliteratura o posliteratura, según el gusto y el autor que se consulte. Todo en Rosario Tijeras se vuelve espectáculo12, su cuerpo que fornica ágil o que engorda hasta volverse inmóvil; la forma en que mata y la manera en que es solidaria con sus ‘parces’. Todo en Rosario es excedente, movimiento y consumo fácil. A la literatura siempre se le ha relacionado con el mercado; desde el nacimiento del libro, la producción y distribución de este artefacto tecnológico, siempre ha estado expuesta a referentes ‘no literarios’. El claustro y la vida monacal, la biblioteca y la librería, son tres arquitecturas que

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Para elaborar este ensayo fue fundamental la revisión del trabajo de Ana María Mutis (2008) titulado “Voces que matan: Narradores violentos en la ficción latinoamericana contemporánea”, A Dissertation presented to the Graduate Faculty of the University of Virginia in Candidacy for the Degree of Doctor of Philosophy. La autora dice: “Rosario encarna, más que la mujer asesina, a la mujer espectáculo”. (p. 154)

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designan tres formas del poder: la Edad Media, el Siglo de las Luces y la sociedad de mercado, que han sido telón de fondo detrás de casi toda creación literaria. Los procesos de alfabetización masiva hicieron del libro ya no sólo una manera de transmitir y perpetuar el conocimiento, sino una forma de diversión. Esto representó –al parecer– para los escritores la posibilidad de romper las cadenas del mecenazgo por parte de la Iglesia o el Estado, para que su trabajo fuera remunerado por el lector. Rosario recurre a la figura de la prostituta sólo en apariencia dueña de su cuerpo, ante lo que han surgido diversas críticas. Stacey Alba (2007) menciona: “Rosario, en todas sus formas, responde a una violenta mirada masculina que busca confirmar una estructura patriarcal” (p. 7); y a su vez, Ana María Mutis (2008) dice: Rosario se muestra artificial, pues está inscrita dentro del discurso masculino que la pone a su servicio para su deleite y entretenimiento […] en la creación de estas mujeres subversivas y licenciosas –que en apariencia constituyen símbolos de insubordinación y autosuficiencia femenina–, no logra esconder la costura de una confección masculina. (p. 198)

Patriarcal y de confección masculina, el personaje de Rosario, como bien señala Mutis, es “más un cuerpo que un personaje” y los cuerpos en el hampa se vuelven intercambiables según las necesidades del consumo y el uso. Como mujer espectáculo se reduce a un cuerpo que vale en la medida en que se disfruta y que se desecha con la misma levedad. Esto se aprecia en la Rosario que jadea sobre la cama y la que yace muerta sobre la plancha del forense. En ningún lado tiene un habla articulada. Rosario no tiene voz propia.

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En la novela, desde la construcción de la trama, hay total claridad de lo que sucederá con los personajes y acontecimientos, pero, siguiendo a Sánchez (2001), la novela de Franco pertenece al modelo de una canción de verano que cuenta con “una musicalidad ya sabida, una letra banal y un estribillo pegajoso que se asoma de inmediato” (p. 293), al igual que las canciones de Juan Gabriel, que por cierto son las favoritas de Rosario. La novela, sin ser inquietante, no se cae de las manos, y siendo superficial tiene intensidad narrativa independientemente de que lo cursi se asome entre cada página. El canon tradicional difícilmente podrá dialogar con esta obra; esto se aprecia por ejemplo en la crítica de Juan Manuel Roca (2002): “Ni qué decir del método facilista de la sicaresca antioqueña, la de los sicarios y sicarias de todos los tamaños y edades, adosado a la narraciones tan pueriles como Rosario Tijeras” (p. 51). Roca encarna la antigua idea, reforzada por el proyecto del Siglo de las Luces, de la literatura como eje de reflexión, profundidad y compromiso, y ante esto todo aquello que le suene entretenido engendra la más alta de las sospechas. Para un marxista irredento que duda de la caída del muro de Berlín, la literatura debe ser catequesis. Para aproximarse a Rosario Tijeras es necesario tener claro que sus preceptos narrativos no están determinados por la relación espacio-temporal de la escritura, sino que están estrechamente unidos al cine y la sociedad del espectáculo. No es gratuito que Jorge Franco declarara: “tiene que haber una influencia muy importante del cine en mi escritura, por mi formación cinematográfica” (Jácome, 2009, p. 235). La articulación dialogal, la construcción de escenarios y los modos en la historia dan bandazos en el tiempo –el frecuente uso del feedback o flashback–,

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son parte de la intuición narrativa de quien no piensa propiamente en los referentes de un libro, sino que ve a éste como un instrumento o puente para representar sus imaginarios. En su articulación narrativa, la novela presenta a un escritor hábil a contracara, y de cierta frivolidad en el tratamiento temático. El tiempo objetivo en el que sucede el relato son unos cuantos minutos y es admirable la técnica narrativa con la que el autor es capaz de brincar entre tiempos y espacios, todo mediante un ágil ejercicio de monólogo. Los hechos objetivos y los ejercicios de la memoria del narrador son de una factura cinematográfica relevante. La novela gravita sobre las leyes del espectáculo y atrae por la sucesión ininterrumpida de acontecimientos, pero es justo esta espiral de acciones la que complica la profundidad. Los espacios en los cuales el lector pueda atender a las complejidades del personaje prácticamente no existen, privilegia lo sorpresivo –aunque las más de las veces sabemos lo que hará la protagonista– por encima de lo reflexivo, y confirma aquello que dice Sánchez: “Se hace literatura para leer de un modo distraído” (2001, p. 70).

Gratia plena El diecinueve atroz, como Eduardo Lizalde lo nombra, ha sido la base del aprendizaje y comportamiento sentimental de nuestros pueblos. Su poesía melosa y fatídica habrá de reflejarse en la tradición musical como el bolero y la música ranchera, y encontrará en el cine el gran mecanismo de masificación. En una entrevista con Hugo Castillo (2011), el propio Franco menciona que “el impulso latinoamericano es muy melodramático y Rosario Tijeras obedece

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desde la primera línea a esta estética, ya que la protagonista –como si se tratara de un personaje de telenovela– confundió el dolor del amor con el de la muerte”. El monólogo del narrador sucede en un hospital mientras Antonio espera que los médicos logren salvarle la vida a Rosario (¿acaso la del Nocturno?); la imagen de la joven sobre el quirófano bien puede emparentarse con el decimonónico ambiente mortuorio de Acuña: “¡Y bien! Aquí estás ya… sobre la plancha”. Y desde la primera página hasta la última, el tono melodramático es el que prima. El melodrama opera sobre tres caminos que se interceptan: el estereotipo y los lugares comunes, el lucro simplista de sentimientos siempre llevados a la exageración y la puesta en marcha de una psicología de los personajes donde el drama central se funda en la imposibilidad – por un destino de clase social– para concretar la historia de amor. Rosario es como los personajes de las series norteamericanas: predecible y atractiva, lo cual obedece a lo que José Luis Sánchez (2001) menciona como “los estereotipos que se refieren a los modelos de personas y situaciones codificadas que funcionan como clichés fácilmente reconocibles y que, debidamente combinados, sirven para construir relatos indefinidamente.” (p. 298)

En ese sentido Rosario recoge una serie de construcciones previas como la mujer aguerrida – véase la Adelita–, la femme fatale de la época de oro del cine norteamericano y la voz de las comunas nororientales de Medellín, para resultar en una mezcla: una suerte de pastiche entre sofisticación y vulgaridad. Rosario es la mujer hermosa capaz de matar de forma sanguinaria y

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elegante. Como prostituta y como sicaria, ella es un producto light, de consumo microwave, casi tanto como la canción que interpreta Juanes con voz acaramelada.13 El triángulo amoroso es siempre una exageración que llega al ridículo, el narrador es impotente hasta para expresar el amor que siente por Rosario: “Desperté muchas sospechas, muchas suspicacias, pero mi boca nunca tuvo el coraje para decir ‘Te quiero’, ‘Me muero’, ‘Hace mucho que me estoy muriendo por vos’”. (Franco: 2007, p. 20) De forma rudimentaria, Antonio juega el mismo sustrato imaginario de la leyenda de Dante viendo a Beatriz a través de una ventana y siendo incapaz de declararle su amor. Nuestro Dante paisa lo hace en un tono fácilmente equivalente al infumable Nocturno a Rosario de Manuel Acuña: Comprendo que tus besos jamás han de ser míos; comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás; y te amo, y en mis locos y ardientes desvaríos, bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos, y en vez de amarte menos te quiero mucho más. ¡Qué quieres tú que yo haga pedazo de mi vida; qué quieres tú que yo haga con este corazón!

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La película no es sino una telenovela entretenida de dos horas, a diferencia de Amores perros, donde cinematográficamente se presenta el caos de la vida urbana y el tercer mundo con un soundtrack que refleja la condición violenta de la ciudad.

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Y al igual que el poema donde Acuña confiesa “estoy enfermo y pálido de tanto no dormir”, Emilio tampoco duerme porque de tanto amor, ambos personajes terminarán cantando a dúo como lo hiciera Óscar Athie con eso de “flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones”. Las clases sociales que impiden el encuentro amoroso pleno es el recurso más gastado del melodrama latinoamericano, en ese sentido Rosario Tijeras juega con el recurso hasta el cansancio. Y como si se tratara de la telenovela María, la del barrio, en la que el joven pudiente se enamora de la muchacha del servicio, Emilio se enamora de Rosario y la presenta a su pudiente familia con la esperanza de que la joven sea aceptada. Rosario sintió el rechazo de la mamá de Emilio desde el primer minuto. La señora no había hecho ningún esfuerzo por disimularlo y a Rosario los nervios le destrozaron sus buenas intenciones. Fue cuando a Emilio le dio por invitarla al matrimonio de una prima suya –creo–, dizque para que de una vez su familia la conociera: —Cuando me vio, la señora arrugó la nariz como si yo oliera a maluco –me contó Rosario. La saludó con un ‘¿Cómo está, señorita?’, y no volvió a pronunciar palabra hasta que Rosario se fue. Emilio me contó después que lo que no dijo durante la fiesta, luego se lo vació a él sin detenerse para respirar. Que no le quedaron palabras para despotricar de Rosario. (Franco, 2007, p. 22)

Estamos ante la trama de la novela por excelencia: La Rosa Salvaje ha sido rechazada por la familia pudiente y su corazón ha quedado deshecho. Su intento por aparentar otra clase social, fracasa. Me mandé peinar donde arreglan a la vieja y me dejaron lo más de bonita, si me hubieras visto, parcero, parecía una reina. Me había propuesto hablar poquito para no ir a cagarla,

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ensayé en el espejo una risita lo más de chévere y hasta me tapé los escapularios con unas cadenas lo más de finas. Mejor dicho, no me hubieras reconocido. (p. 24)

Pero ante la imposibilidad de Rosario para actuar con el estereotipo de princesa, no tiene más alternativa que volver a ser la fiera: “Pero apenas llegué, me sale esta hijueputa vieja mirándome como si fuera un pedazo de mierda”, a tal grado llega la sobredosis de melodrama del libro de Franco, que tiene frases respecto al niño rico que la más rosa de las novelas envidiaría: “Y tiene una novia a la que todo mundo quiere, menos él. Como fue señalado con anterioridad, la novela transcurre en un espacio mortuorio característico del espíritu fatalista y melodramático del romanticismo. Al despedirse Emilio menciona: Tengo que dejarla, mirarla por última vez y dejarla, la última vez que estoy con ella, la última que cojo su mano, la última… eso es lo que duele. No quisiera irme sin besarla la última vez, el último beso del último de la fila. Ya no puedo, ya es tarde, como siempre se la llevan de su último mundo, rodando sobre la camilla, todavía tan hermosa… ‘eso es todo, Rosario Tijeras’. (p. 25)

Ni la muerte ni el cadáver despojan la belleza física de la amada; al estilo de Amado Nervo en su poema Gratia plena, bien se pudo haber firmado la despedida: Todo en ella encantaba todo en ella atraía: su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar... como el Ave María ¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! ¡Pero flores tan bellas nunca pueden durar!

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Si valoramos la novela estrictamente desde el género melodramático, nos encontramos ante una obra que invierte la lógica del melodrama con un impulso posmoderno al ser el personaje central una mujer violenta y asesina. No es la Beatriz que lleva a Dante de la mano hasta alcanzar el cielo, es la musa abyecta que lo hunde en la droga y la violencia. Con recursos muy efectivos vuelve entrañable a la sicaria. Otro ejemplo de esta subversión del melodrama tradicional, tiene que ver con la princesa que sueña con vencer los obstáculos hasta llegar al matrimonio. Rosario Tijeras representa lo opuesto: —Cásate conmigo, Rosario –le propuso Emilio. —¿Vos sos güevón o qué? –le respondió ella. —¿Por qué?, ¿qué tiene de raro? Si nos queremos… —¿Y qué tiene que ver el amor con el matrimonio? (Franco, 2007, 59)

Pero si tratamos de encontrar valores literarios al modo tradicional de una obra, difícilmente encontraremos elementos para hablar de una novela sólida que triunfe por su verosimilitud y profundidad. Hemos dicho ya al inicio que en Rosario todo es espectáculo.

La atmósfera de la violencia y la impunidad Uno de los grandes aciertos de La virgen de los sicarios es que muestra a la impunidad como la madre de la violencia; la estrategia de Vallejo está en la ironía como forma de denuncia sobre el Estado y sus leyes. La acotación de Ana María Mutis (2008) ―a diferencia de La virgen de los sicarios donde la ausencia del Estado se denuncia, en la novela de Franco se omite― nos sirve para afirmar que lo silenciado también nombra, y Franco (2007) habrá de recurrir a escenas violentas muy cercanas al imaginario que Vallejo construyó. Valga este ejemplo:

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Si lo hubieras conocido antes, ahí sí te hubieras asustado. Imagínate que una vez, cuando éramos novios, nos fuimos para el cine a ver una de Schwarzenegger. No nos las perdíamos, pero atrás se nos sentó un tipo que desde que llegó no paró de comer papitas y el ruidito de la bolsa ya tenía loco a Ferney. Me decía que no lo dejaba concentrarse y era verdad porque se la pasó mirando para el frente y para atrás, hasta que no se aguantó más: —Disculpe, jefe, pero nos está perturbando el ruido de la bolsita. El tipo no le paró bolas, ni siquiera lo miró y siguió comiendo. Es más, cuando terminó, abrió otra bolsa y Ferney insistió: —Disculpe, jefe, pero creo que no me escuchaste bien. Nos está molestando el ruido de la bolsita, ¿podrías dejar las papitas para después? El tipo ni se inmutó –continuó Rosario–, pero el que sí se emborrachó duro fue Ferney. Se volteó del todo hasta que tuvo al tipo de frente, sacó el fierro, se lo incrustó en la barriga y disparó. El hombre apenas si se movió, soltó el paquete, se miró la barriga y ahí quedó con cara de asustado como si la película fuera de miedo. (p. 55)

Este pasaje de La virgen de los sicarios es similar: ¿Por qué berrea el bebé, señora?, ¿por estar vivo? Yo también lo estoy y me tengo que aguantar… pero hasta cierto punto, porque si bien es cierto que en esta vida abusan del inocente, también es cierto que siempre habrá una gota que llenó la taza. Y con la taza llena hasta el tope, rebosada hasta el rebose, he aquí que en Wilmar encarna el Rey Herodes y que saca el Santo Rey el tote y truena tres veces. ¡Taz! ¡Taz! ¡Taz! Una para la mamá y dos para sus dos redrojos. Una pepita para la mamá en su corazón de madre y dos para sus angelitos en sus corazoncitos tiernos. (Vallejo, 2002, p. 67)

Ambos abordan el asesinato desde el sarcasmo, lo que se debe a que el homicidio de tan público y frecuente se convierte en moneda de cambio diario; la muerte, al volverse espectáculo, deja de asustar y se toma como divertimento. La diversión se vuelve hermana del morbo, el mismo con el que el lector de periódico abre diariamente la nota roja para encontrar al muerto del

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día. Es por ello que el sarcasmo en ambos casos es una forma de crítica ante la ineficiencia del Estado, pero el sarcasmo como estrategia de denuncia, al ser absorbido por la repetición de los hechos, se vuelve un mecanismo de aceptación de la realidad por medio de la risa.

Sin padre y sin nombre “En la guerra y en el sexo los cuerpos son intercambiables”, dice con atino Jorge Volpi en su obra El jardín devastado (2008). En la sociedad de consumo no sólo se vuelven intercambiables, sino prescindibles. El sicario representa la escala más desfavorecida en la compleja red del narcotráfico. La ausencia de nombre es la ausencia del destino. Como bien lo refiere en su análisis Margarita Jácome (2008), el nombre de Rosario Tijeras supone un empalme de dos realidades: Rosario hace referencia a “un acto colectivo de devoción y Tijeras representa el carácter anónimo y marginal de los barrios populares” (p. 142), pero hay una obsesión en ambos protagonistas de la novela por conocer el nombre real que los lleva a esculcar el bolso de Rosario para conocer su verdadera identidad. Rosario no tiene apellido y su nombre es un colectivo donde cabe el calvario que viven las mujeres en las comunas de Medellín. En La virgen de los sicarios Alexis carece de apellido y al igual que Rosario, ambos han construido su personalidad en la ausencia de la figura paterna, como bien lo refiere Mutis (2008) en Voces que matan: “Alexis suplirá la ausencia de la figura paterna primero en Pablo, luego en Fernando”. En cambio Rosario encontrará el vínculo paterno en Jonhefe, el hermano, y ante la muerte de éste tendrá el mayor de los abandonos.

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Pero es la figura del capo quien ocupa el lugar del padre, que ni la familia ni el gobierno han sabido desempeñar. El “todopoderoso” del narco es quien representa la protección de los jóvenes sicarios, da patrones de interacción, posibilita vías de ingreso, impone códigos de conducta y comportamiento y establece un sistema de recompensas y castigos. Aureliano Buendía y su interminable descendencia, Pedro Páramo y su hijo que lo busca desesperado, son los arquetipos de gran parte de la literatura latinoamericana, aun en sus expresiones más posmodernas. La ausencia de un nombre se suple con la identidad que da el sicariato, y de esta forma esta práctica delictiva no sólo se vuelve un medio para ganarse un sustento, sino una especie de hogar y cofradía donde se encuentra refugio ante la adversidad. Esto explica por qué grandes grupos de personas lloran y veneran a los narcotraficantes. Pablo Escobar, como se verá en un ensayo posterior, es el padre –con las manos manchadas por la sangre y el crimen, pero padre al fin y al cabo– que llena el hueco entre un Estado corrupto y las familias desintegradas por la pobreza.

Epitafio del réquiem; nadie es eterno Si algún lugar se presta para encontrar la división de clases, es el cementerio. El epitafio es la síntesis de una forma de entender la vida. En ambas novelas aparece como tema el epitafio con algunas diferencias notables, el epitafio de Fernando en La virgen de los sicarios es: Vir clarisimus, Grammaticus conspicuus, philologus illustrisimus, quoque pius, placatus, politus, plagosus, fraternus, placidus, unum ET idem e pluribus unum, summum jus, hic natus atque mortuus est. Anno Domini tal… (Vallejo, 2002, p. 71)

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El epitafio es acorde al personaje de Fernando: por un lado se asoma el sarcasmo sobre sí mismo y sobre la vida, y por el otro es justo en la lengua que durante siglos nombró la fe que él detesta. El epitafio da cuenta pues de sus contradicciones, pero también de su filiación letrada que se establece por medio del sarcasmo de forma diferente a las demás lápidas. El gramático pretende llevar hasta la tumba el lenguaje letrado que lo separa del pueblo, pero lo hace desde la burla de su propia condición. Pareciera que la música de fondo sería algún arreglo sinfónico con el réquiem de Mozart. Jonhefe, en cambio, tiene la siguiente inscripción sobre su lápida: “Aquí yace un bacán”, su sentido de pertenencia está vinculado a la forma en que aprendió a nombrar el mundo: el parlache. Y la música de fondo bien podría ser eso de Un puño de tierra… El día que yo me muera no voy a llevarme nada. Hay darle gusto al gusto la vida pronto se acaba. La mantis obesa La novela de Jorge Franco (2007) nos muestra que el famoso método Stanislavski no sólo es útil para que el actor logre desarrollar sus potencialidades sino para construir personajes literarios. El método del teórico ruso sostiene que para construir un personaje es necesario que el actor lo identifique internamente con el comportamiento de un animal y a partir de ese proceso entre animal y conducta, el personaje nacerá con naturalidad. Rosario Tijeras es una mantis. Si la violencia tiene dos grandes manifestaciones: sexo y homicidio, en Rosario se da una sobredosis de aspectos que la vincula a las dos de forma

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indisoluble; su sagacidad y cálculo la hacen actuar como la mantis que primero huele el celo de su presa, luego lo aproxima y cuando éste siente el placer circular por el cuerpo, lo mata y hace de la muerte un espectáculo: Después, como ella se lo había ordenado, llegó a la boca, sacó la lengua y le pasó el sabor amargo a Rosario; ella, mientras tanto, había sacado el fierro de su cartera, se lo puso a él en la barriga y cuando se le hubo chupado toda la lengua, disparó. (Franco, 2007, p. 17)

En su libro La estética de lo posible. Cine y literatura, James Hunter (2002) habla de las mujeres fatales en el cine, pero su definición bien nos ayuda para acercarnos al estereotipo de Rosario, “ellas son mujeres al borde de la Ley, pero no es un asunto que realmente les importe mucho” (p. 18). La construcción sobresexuada de las mujeres en el cine y la literatura atrae al televidente o lector en la medida en que es traslativo; esto es, que la femme fatal tenga un juego erótico con un personaje de la clase media, lo que genera en quien atiende la obra un proceso de identificación. En ese sentido Rosario –con el cuerpo de Jessica Rabbit– resulta ser una consecuencia del imaginario de Bonny and Clyde. Michel Foucault (2001) nos advierte que el cuerpo es el centro donde se gesta una batalla política y de poder, y sobre él recaen las licencias y las restricciones de todo el entramado social. En el cuerpo de Rosario conviven –como ya se ha mencionado– la prostituta y la psicópata. Conviene revisar lo que menciona Marcela Lagarde (1997): “Las prostitutas tienen el poder negativo que emana de su cuerpo erótico y del mal, y las locas desde el delirio y la sinrazón enfrentan con su poder desestructurante al poder de la norma.”14 (p. 199)

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Como lo menciona este ensayo que concuerda con Mutis (2008), en realidad no hay en Rosario ningún desafío a la norma, pero sus comportamientos son los de una mujer-objeto.

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Como se ha apreciado, el sexo en Rosario está condicionado al modus operandi de la mantis, pero con su cuerpo sucede algo que es interesante; cuando se deprime después de los excesos que comete, le da por engordar y el cuerpo de la mujer deseada se diluye por saturación. Emilio trata de explicar la gordura “porque pienso que su gordura poscrimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza por la pérdida” (Franco, 2007, p. 34). Rosario engorda como una forma de castigar a la mantis para no ser la hembra que atrae a la muerte con su espigado cuerpo, y para alejarse de la prostituta y de la loca, ya que la mantis obesa no atrae ni tiene la agilidad para degollar al macho.

La triada de los penes En una entrevista con Cristina de Peretti (1989), Jaques Derrida menciona: La unidad entre logocentrismo y falocentrismo, si existe, no es la unidad de un sistema filosófico. Por otra parte, esta unidad no es patente a simple vista: para captar lo que hace que todo logocentrismo sea un falocentrismo, hay que descifrar un cierto número de signos. (p. 101)

Es conveniente señalar que el propio Derrida advierte primero que la deconstrucción y el feminismo tienen varios puntos de encuentro pero también de distancia, las reservas del pensador francés se basan en que no existe la deconstrucción sino los “procedimientos deconstructivos” que al ser descentrados no se pueden encasillar en un método o principio de interpretación. Además que, desde el momento que no existe un sólo punto de vista feminista, la relación con el logocentrismo se vuelve más compleja aún. Por lo tanto, no creo que se pueda decir simplemente que la deconstrucción del falocentrismo implica un punto de vista feminista.

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Para los fines de este ensayo y con la aclaración que de ninguna manera pretende conducirse por los caminos de una lectura feminista ni de género, sirve la distinción que realiza Lacan (2012) entre el pene y el falo. El primero se refiere a la condición biológica y el segundo a tres connotaciones: simbólica, imaginaria y real, las cuales nos adentran en la complejidad del discurso sexual enmarcado en medio de las construcciones de poder y la complejidad filosófica y sicológica. La lectura de Álvaro Pineda Botero (2005) es muy precisa cuando menciona que “la comparación de los penes marca el clímax de la curva dramática” (p. 196). En ese sentido, Rosario es en términos generales una construcción logofalocéntrica en la cual aparecen al menos tres falos que hacen una configuración machista del personaje. El apellido de Rosario –Tijeras– designa el falo oculto pero presente, es lo silenciado que termina la configuración profunda del personaje que, como se ha dicho, Franco no profundiza. Tijeras designa al sujeto violentado al tiempo que es una metáfora del macho castrado. El segundo pene que entra en juego es en la única ocasión en que Emilio logra llevarla a la cama y Rosario es descarnada: “Emilio lo tiene más grande que vos –me dijo después, cuando se le empezaron a bajar los tragos y no podía deshacer lo hecho–” (Franco, 2007, p. 82). Rosario razona como una hembra que elige al macho por el tamaño del pene, su pensamiento es totémico, y de éste Emilio queda aislado. Es justo el hombre comparado por el tamaño de su pene el que explica las inseguridades profundas del narrador y su carácter timorato. El tercer pene es el de Emilio, el hombre que es capaz de poseerla sexualmente pero que tiene un muro infranqueable para comprenderla, es la figura del macho que la llena pero no la entiende.

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La novela no tiene un intento por deconstruir los roles de la mujer y lo femenino, a pesar de que en apariencia la condición ‘contestataria’ de Rosario nos haga suponer lo contrario. Más bien nos da una muestra de la construcción objetual de la figura femenina en la que intervienen, como se ha mencionado, los estereotipos culturales del melodrama y ciertas narrativas cinematográficas.

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PÉREZ-REVERTE: ESTA MALINCHE SE CHINGÓ A LOS ESPAÑOLES

El realismo de Pérez-Reverte La novela de Pérez-Reverte impacta sobre el mercado literario global de forma contundente, es la exotización de la realidad mexicana ante el mundo; en su construcción se apuesta a una suerte de “narcocorrido de más de 500 páginas”, pero en su difusión se paga a Los Tigres del Norte para que participen en la estrategia comercial con un corrido. Es una novela arriesgada, le ha valido cierta crítica demoledora como la de Heriberto Yepez: “La Reina del Sur, la porquería de novela kitsch que escribió ese español bestsellérico que le copió la idea al norteño Élmer Mendoza.” (2006, p. 133)15 Al optar por una estructura dialogal, donde la tercera persona aparece poco y los personajes son construidos al modo de un guión de cine, Pérez-Reverte corre el riesgo de la verosimilitud, no sólo en la trama de la novela sino en el habla. Teresa Mendoza cae en algunas reiteraciones del habla impostadas –Parra señala el híjole, pero el prefijo requete también aparece en demasía–. En general el tono es convincente y da a la novela un marcado acento del norte de México, e

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Vale la pena leer el artículo “Un mapa de sangre”; ahí se afirma: “La amistad entre Pérez-Reverte y Mendoza ha generado un chiste entre bambalinas de la intelectualidad mexicana tendiente a hablar de La Reina del Sur como de “esa linda novela que escribió Elmer”. La ironía es reflejo, en todo caso, de una extrañeza que causa la historia del narco mexicano narrada desde afuera”, [en línea] , recuperado en noviembre de 2012.

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incluso hay momentos donde el narrador de tercera persona asume modismos como si no fuera el periodista español que cuenta la historia, sino un sinaloense, lo que demuestra la capacidad de Pérez-Reverte para apropiarse de giros idiomáticos e incluso de idiolectos vinculados probablemente a su experiencia y calidad como periodista y corresponsal de guerra. La novela no sólo tiene registros del habla sinaloense; incluso, en una suerte de Diccionario Babel del Hampa, aparecen voces e imaginarios de Rusia, Colombia, España… A pesar de la extensión de la novela que algunas veces la vuelve tediosa, llena de descripciones innecesarias, la definición que da Parra (2002) la abarca con entera justicia: “La Reina del Sur apuesta por el vértigo de la seducción y gana su apuesta al mantenernos hipnotizados con su movimiento perpetuo”. (p. 81) Las nupcias entre lo real y lo imaginario siempre han sido arbitrarias, y el escritor oficioso lo tiene claro. Respecto al tema del narco hay una trama compleja: la corrupción de los sistemas de justicia –recordemos las cárcel-hotel de Rafael Caro Quintero o Pablo Escobar– y el espectáculo que hacen los medios con cada decomiso. La complejidad estriba en que se presenta ante nosotros como una mezcla donde es imposible separar lo ficcional de lo real; recordemos a ‘El Señor de los Cielos’, de quien nunca se pudo identificar su rostro ante la poco creíble explicación policial de que se estaba realizando una cirugía plástica justo en el momento de su muerte.

La mujer delincuente Ahí me traen de boca en boca, quieren quitarme del mando, búsquenle hasta que se encuentren los ovarios que me cargo.

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Jenny Rivera

La construcción del personaje de Teresa Mendoza tiene como subsuelo tres figuras mitológicas de México: la Malinche, la Adelita y Camelia la texana, y encuentra rasgos de identidad que son claramente identificables. Teresa encarna una versión posmoderna de estos arquetipos y el autor español ha tenido el talento para situarla dentro de una novela de tono policíaco, donde en apariencia la protagonista es una narcotraficante movida por la ambición. En las tres figuras hay un rasgo común donde realidad y ficción se entrecruzan para situarse entre la leyenda y los hechos concretos. La Malinche pertenece a los persecutores, la Adelita es una mujer que está en una causa proscrita pero moralmente legítima, y Camelia la texana milita en una causa proscrita y moralmente injustificable, pero sí regulada por un código moral muy claro. Estas mujeres representan los límites de la legalidad, las escisiones del discurso patriarcal; podemos ver a personas que ya sea por la libertad de su pueblo, la causa revolucionaria o el poder y la riqueza, deciden sobre su destino.

Esta Malinche se chingó a los españoles La Malinche es quizá la figura más compleja de la historia de México, los adjetivos que recaen sobre ella son dispares y casi irreconciliables: desde la traidora a su pueblo hasta la intérprete que sirvió de puente para el diálogo cultural y que actuó movida por el amor o por la necesidad de liberar a su pueblo de la dominación del Imperio Azteca. Octavio Paz (1992), en su ya célebre ensayo sobre la chingada, traza parte del problema lingüístico-mitológico-histórico que

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representa la Malinche. La obra de Paz habrá de ser contradicha –Roger Bartra entre los alegatos más brillantes–, pero lo cierto es que sigue resultando atractiva su idea de vincularla a la chingada, la virgen y a la violación. Hoy día la figura de la Malinche difícilmente se puede disociar de la bruma literaria, los textos eminentemente históricos apuntan a que su móvil central fue la reivindicación política más que el amor, y menos aún vendido como un romance rosa por algunos literatos. Hay en la Malinche, al igual que en Teresa Mendoza, una bruma donde los hechos concretos se diluyen hasta empañar el espejo entre lo real y lo ficcional. En un inicio el destino de la Malinche no es determinado por ella sino por las circunstancias de su condición y de la vida misma. Vendida como esclava a los caciques de Tabasco, terminará como un regalo ante Hernán Cortés, y ahí demostrará su habilidad e inteligencia y se convertirá en una figura determinante de la historia de México. Teresa, acorralada y con la muerte a sus espaldas, debe huir pero necesita la ayuda incondicional de Epifanio Vargas para salvar su vida. Teresa le implora ayuda y la única opción que encuentra Epifanio es enviarla a España para que busque mejor suerte en un mundo que le es por completo desconocido. La estructura dramática es similar, estamos ante mujeres que se ven obligadas a establecer un vínculo con horizontes culturales que les son extraños –guardadas las proporciones, por supuesto–. Si entendemos que un lenguaje es, además de un código estructurado de signos lingüísticos, una forma de entender y hacer propio el mundo, entonces ambas asumen el papel de políglotas; la Malinche con su conocida habilidad para hablar el maya, el náhuatl y el castellano, y Teresa para moverse con agilidad entre los códigos y lenguajes del hampa y el crimen de escala

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internacional, a pesar de su origen humilde y su desconocimiento total del contexto que le toca vivir. Tan desconocidas y exóticas son ambas en su nuevo mundo, que requieren ser rebautizadas; Malintzin pronto será Marina o doña Marina, como una forma de apropiación cultural de su nuevo entorno. Teresa, en cambio, se convertirá en la mejicana, con el marcado uso de la jota a diferencia de la equis, lo que significa una castellanización de su identidad. Esta forma exótica de mirar a la Malinche se repite en la protagonista de La Reina del Sur, y bien señala Eduardo Antonio Parra (2002) que para el narrador Teresa es: Callada, modesta y casi indolente. Sólo reacciona con firmeza en caso de emergencia. Su mundo interior consta tan sólo de dos o tres recuerdos trágicos y de una habilidad innata para organizar a su gente… Presenta ciertas similitudes con el estereotipo del indio mexicano visto por los extranjeros: impasible, impenetrable, dueña de un volcán interior que sólo estalla tras la provocación. (p. 81)

Este es un doble halo de misterio: si la imagen femenina, en parte debido al romanticismo y a las construcciones literarias, siempre ha estado cargada de enigma, en el caso de Teresa se acentúa ya que es la mejicana que participa de los juegos y las estrategias del crimen. Al igual que el Mito de Agar, la Malinche tiene un hijo con Cortés y éste será ilegítimo, Martín no será reconocido por su padre y habrá de vivir con una figura paterna caótica y distorsionada, mientras que don Hernando habrá de reconocer a sus hijos legítimos del matrimonio con la peninsular Juana de Zúñiga. Teresa queda embarazada de su amante y descubre que éste la ha traicionado, por lo que decide asesinarlo; el hijo en el vientre de éste no tendrá seguramente clara la figura paterna, y al igual que la historia de Cortés, tendrá un hermano

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que quizá nunca conozca del matrimonio legítimo de su padre. En ambos casos la descendencia producto del amor y del discurso de la violencia tendrá un futuro incierto. La Malinche vive el estigma de la traición en la historia de México, un señalamiento injusto e impreciso porque, como primera acotación, debemos decir que el país no existía ni como Estadonación ni como modelo de unidad jurídico-política. En realidad la Malinche apoya la causa española movida por el deseo de reivindicar a su pueblo y por una mezcla de amor y admiración por Cortés. Teresa también ha de vivir el estigma de traidora cuando decide ir a declarar a Culiacán –una vez que es exitosa y multimillonaria– para hundir en la cárcel al hombre que le quitó a su pareja, el Güero Dávila. Pero hay una subversión mitológica muy relevante: mientras la Malinche es el puente o vínculo para la conquista del imperio español, Teresa es quien viaja y conquista el mercado de la droga en España y, en una suerte de revancha histórica, verá a los hombres como puentes o eslabones para conseguir su objetivo central, que no es el amor sino el poder y el dinero. En síntesis, podríamos decir que el personaje central de La Reina del Sur exclama un profundo deseo popular: Esta Malinche se chingó a los españoles.

Y si Adelita fuera mi mujer A la fecha todavía resulta sorpresiva y provocadora la foto de las soldaderas a bordo de un tren cargando los fusiles en actitud de guerra y con una mirada desafiante, y aún resulta encantador el corrido revolucionario de la Adelita. Vale la pena aclarar que existen dos representaciones de la Adelita: la primera hace alusión al personaje real prácticamente extraviado entre la leyenda

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debido a los diversos orígenes que se le atribuyen a la soldadera, ya sea como Altagracia Martínez, mujer de clase alta que se integró a las filas villistas; como Marieta Martínez, quien se incorporara a la lucha armada y fuera asesinada por Pascual Orozco, o como Adela Velarde, la enfermera revolucionaria de quien algunos historiadores afirman que es a quien se refiere el corrido. Lo mismo sucede con la foto tan emblemática que a últimas fechas parece que el autor es Jerónimo Hernández, lo interesante al observarla es que la mujer-símbolo del México del siglo XX

tiene un origen que se diluye entre datos históricos contradictorios, hechos reales y leyendas,

y esta misma estructura (fuentes variadas y contradictorias, historicidad y narrativa) es la base de los narcocorridos y es justo la fórmula para entremezclar el personaje de Teresa Mendoza que se desplaza entre situaciones reales y tiene rasgos de mujeres que a la fecha son perseguidas por sus actividades delictivas. Teresa, al igual que la Adelita, es un personaje asediado por la realidad. Es tal el grado de simbiosis que alcanza el mito de la Adelita, que la propia Frida Khalo en su cuadro La Adelita, Pancho Villa y Frida mostraba la incapacidad de disociar su propia figura de la de heroína revolucionaria, misma que aparece en el centro del cuadro y cuya imagen pesa visualmente más que la del propio Villa. El corrido de La Adelita inicia: En lo alto de una abrupta serranía acampado se encontraba un regimiento y una moza que valiente lo seguía locamente enamorada del sargento.

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Teresa Mendoza no tiene un interés central en un principio por el narcotráfico, aparece en las primeras páginas casi como la mujer del Güero Dávila, y si el temor del narrador de la Adelita es que: Y si acaso yo muero en campaña y mi cadáver lo van a sepultar Adelita por Dios te lo ruego que con tus ojos me vayas a llorar. En la novela de Pérez-Reverte sucede la pesadilla de que su hombre muere “en campaña” en un narcohomicidio, pero Teresa no tiene tiempo para llorarlo ni sepultarlo, debe huir con el dolor a cuestas porque su vida pende de un hilo, no hay tiempo de llorarlo pasivamente, aunque en el fondo las decisiones profundas del personaje estarán marcadas por el inmenso luto de la muerte del Güero Dávila, quien aparece siempre en las decisiones importantes de Teresa como un fantasma que aprueba, se burla o censura. Alessandra Sutter (2007) hace una afirmación inexacta acerca de la Adelita: “Era popular entre la tropa, no por valiente sino por bonita”. El corrido textualmente afirma que además de ser valiente era bonita. Esto significa que lo bonito era accesorio a su valentía y no viceversa, y si atendemos al contexto histórico en México, ya existía de forma muy marcada la reivindicación de los derechos de las mujeres y los primeros grupos feministas, por lo que es probable que el compositor o compositores del corrido tuvieran el polen inconsciente de estas ideas y no sé hasta qué punto la Adelita representa “la soldadera eficiente y abnegada” (Nash y Tavera, 2003, p. 139), o más el germen de una figura reivindicatoria.

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Como se conoce, la Malinche ayudó a la creación y conquista de México; Teresa Mendoza, a su modo, habrá de conquistar el transporte de la droga en gran parte de Europa. La diferencia notable entre la Adelita y Teresa Mendoza es que en la primera hay una marcada convicción ideológica; la Adelita sigue a su sargento pero lo hace en la medida en que éste forma parte de una causa reivindicatoria en la que está plenamente convencida. En cambio Teresa sólo sigue a su primer hombre por amor, y los siguientes hombres de la lista serán objetos de los que ella dispone para fines en los que cree profundamente pero que no tienen justificación ideológica.

Camelia la texana En Santiago de Chile, en una tarde dedicada a la poesía, tuve la fortuna de escuchar al gran escritor Nicanor Parra decir de memoria una letra muy larga de Teodoro Bello – poner algo de él– y ufanarse de su devoción por esa poesía popular y por Los Tigres del Norte. Carlos Monsiváis

Puede sonar exagerado, comparativamente, el hecho de que Camelia la texana aparezca dentro de los arquetipos de la mujer mexicana relacionados con la obra de Pérez-Reverte. Pero si atendemos algunos argumentos no lo es tanto. El corrido es una expresión determinante en la construcción de imaginarios nacionales, está zurcido a la cultura popular y como bien lo menciona Rubén Tinajero (2004) es pieza angular de las dramaturgias sociales. Ante esto, la representación de lo femenino en el corrido es confluente de circunstancias concretas y facultades imaginarias.

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Contrabando y traición16 es un corrido que marca un hito en la historia de la música popular, representa el viraje en la percepción de la figura femenina, ya que en parte recoge la nueva dimensión en el mundo del narcotráfico, ya no sólo como la acompañante del traficante, sino como ejecutora. El propio Pérez-Reverte reconoce en la figura de Camelia la texana una fuente de inspiración para La Reina del Sur, y si bien a todas luces es evidente este hecho, es importante hacer explícitas diversas analogías. Ambas siguen a un hombre que está metido en actividades ilícitas; el contacto de ellas con el negocio del narco se da en una primera instancia con el amor, pero con el tiempo al conocer este mundo y poderlo dominar, terminan siendo parte del mismo. En ambas lo que conduce al clímax en la narración es la traición, mientras que en Camelia la texana lo que desata el drama es que Emilio y ella han logrado cruzar un cargamento de droga y justo él confiesa: Emilio dice a Camelia: Hoy te das por despedida con la parte que te toca tú puedes rehacer tu vida yo me voy pa’ San Francisco con la dueña de mi vida. Esto provoca la ira sicópata de Camelia y lo mata con siete balazos. Su resentimiento al sentirse emotivamente deshecha se consigna en el corrido cuando dice: Una hembra, si quiere un hombre, por él puede dar la vida 16

El caso de Camelia la texana es tan representativo que existe una versión ópera-performance de la canción bajo el título de Únicamente la verdad, con libreto de Rubén Ortiz-Torres y metro de Gabriela Ortiz, espectáculo estrenado por el Contemporary Vocal Ensemble de la Indiana University Jacobs School of Music de los Estados Unidos.

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pero hay que tener cuidado si esa hembra se siente herida la traición y el contrabando son cosas incompartidas. En cambio en La Reina del Sur, la traición y su sentido son totalmente inversos, Teresa a quien asesina es a su amante, el origen de la traición es el negocio ya que éste la delató con las autoridades y ella cobra la traición, pero su tono es de una frialdad espeluznante, justo antes de matarlo. No experimentaba piedad, ni tristeza, ni temor. Sólo la misma indiferencia que sentía con lo que cargaba en el vientre; el deseo de acabar con aquella escena del mismo modo como quien solventa un trámite molesto. Y cuando ella iba hacia la puerta, observó que él mantenía los ojos absortos y fijos en el mismo sitio, sin otra cosa que el pozo de sombras al que lo asomaban. Teresa salió del pasillo. ‘Ojalá –pensaba– se hubiera puesto los zapatos’ […] Oyó el disparo amortiguado cuando ponía las manos en la barandilla de la escala para subir la cubierta. (Pérez-Reverte, 2008, pp. 480-481) Teresa lleva en el vientre un hijo del hombre que decidió matar… ¿acaso otro Martín Cortés? Pero ni siquiera eso la detiene, el hijo acaso representa el gran dilema de los capos del narco: ¿El continuador de la monarquía del crimen?, ¿la posibilidad de resarcir en él los daños y formar un ser humano íntegro moralmente? En el caso de Teresa se desconoce la decisión tomada. En cambio en los corridos subsecuentes de Contrabando y traición: Ya encontraron a Camelia y el hijo de ésta, se narra cómo el hampa cobra venganza matando a Camelia y ella reafirma su enfermizo amor por Emilio Varela. Yo sin Emilio Varela para qué quiero esta vida.

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La muerte de Camelia habrá de tener repercusiones con su hijo a quien: Lo han visto por todas partes recorriendo carreteras buscando a los delincuentes compañeros de Camelia sigue vengando a su madre su madre que fue Camelia. Como en todos los corridos, su origen se gesta en una confusión entre la leyenda y los hechos reales. De acuerdo con una investigación periodística realizada por Televisión Azteca, si existe una persona en la vida real en la que se basaron para hacer Camelia la texana es Agustina Ramírez, quien estuvo en el negocio de las drogas y ahora se dedica a ‘servir a Dios’. Esta búsqueda de muchos lectores porque lo literario no solamente sea verosímil sino real es un elemento persistente en la cultura de masas; el oficio periodístico de Pérez-Reverte lo sabe capitalizar muy bien en La Reina del Sur, y eso explica en parte el éxito comercial y de ventas – además del literario, pues la calidad del libro es incuestionable–. De entrada, la idea de escribir una novela sobre una mexicana narcotraficante en manos de un español sonaba suicida, pero los méritos de la novela son variados: la capacidad para articularla en una trama de acción bien lograda, el atinado manejo del caló sinaloense en el que se nota un estudio muy detallado de los narcocorridos y las expresiones populares, la construcción de la sicología de la mafiosa muy bien arraigada en arquetipos, y el aporte de datos y nombres verídicos que le dan a la novela un toque de leyenda, definitivamente la colocan en una obra de consulta obligada si queremos adentrarnos en este tema del narcotráfico y la literatura.

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LA LECCIÓN DE DON WINSLOW: MUERTO EL PERRO Y CONTINÚA LA RABIA

Todo escritor es un extranjero de la realidad. Extrañamiento e inmersión son dos de las virtudes que debe poner en práctica el escritor frente a la realidad. Extrañamiento del mundo para sentirse incómodo entre las personas y cosas con las que coexiste; inmersión para adentrarse en ellas y en sus reglas. El escritor es al mismo tiempo extranjero y huésped. A diferencia del hombre de ciencia, al artista no le interesa comprender y codificar con claridad la realidad, su inmersión busca desplegarla, hacerla que se muestre pero sin explicarla; en todo caso se trataría de una forma de comprensión donde el entendimiento entre obra y realidad se da en la medida en que no existe dirección unívoca. Aparte de esta condición ontológica del extranjero, existe la física que tiene que ver con la nacionalidad y la geografía y ante esta condición, la complejidad para el extrañamiento le viene dada de forma natural. Para ver a México, dice Carlos Fuentes, “hay que verlo desde lo lejos y desde lo alto”, pero lo que se gana en extrañamiento se complica en la inmersión; esto se debe a que el lenguaje y el habla son los hilos más difíciles de bordar. Existen variados ejemplos de extranjeros que han sabido exponer la profundidad de la realidad mexicana: Bruno Traven tuvo la habilidad de desprenderse de su formación teutona para entregarnos relatos costumbristas de extraordinaria hechura; Lowry en Bajo el volcán construye

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la novela teniendo como telón de fondo el Día de Muertos; Graham Greene en El poder y la gloria hará un retrato minucioso de la Guerra Cristera, que destaca no sólo por su manejo narrativo sino por la habilidad para exponer la idiosincrasia de los mexicanos que aborda. Don Winslow (2009) se suma a esta lista, pero su visión no es sólo periférica, narra los hilos que unen en el narco a México y Estados Unidos. La mirada panorámica nos permite ver la continuidad de los grandes caminos que se pierde el viajero de a pie, pero a cambio nos oculta el encanto de las veredas. Esa sería una conclusión a la hora de leer El poder del perro, del narrador y guionista norteamericano Don Winslow, quien nos presenta una novela que abarca –quizá como ninguna otra– gran parte de la historia del narcotráfico en el siglo XX, desde los gomeros sinaloenses, pasando por casos como el de García Ábrego o el asesinato del cardenal Posadas, el Tratado de Libre Comercio (TLCAN), continuando la lista con Monsanto que aprovecha el caos para llenar las tierras mexicanas de tóxicos, la insurgencia zapatista y el papel de la teología de la liberación, contrapuesta a la realidad neoliberal que pregona el gobierno, con lo que se establece un punto en común con Un asesino solitario, de Élmer Mendoza (2001). La novela nos da un recorrido histórico acerca del modo en que han ido variando las relaciones de los Estados Unidos con México en materia de narcotráfico; lo hace de una forma cruda y algunas veces con un acento periodístico. Los elementos que toma por lo general están vinculados a la realidad. Hay una mirada panorámica detallada. Pero la novela tiene un severo problema, la patética traducción de Eduardo G. Murillo, quien en su afán de introducir el libro al mercado español hace hablar a narcotraficantes y policías mexicanos con modismos castellanizados como paleto en lugar de pendejo, tío en lugar de compa o bato, tirar los tejos en

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lugar de tirar los perros, tan guay por tan chingón o tan chido, esto sin duda quita verosimilitud a la construcción de los personajes y abona en perjuicio de la obra. Un rasgo interesante en esta novela es su dimensión política, que muestra la abierta subordinación de la clase política mexicana ante el poder norteamericano, no sin buscar argucias para salir beneficiada del negocio del tráfico de las drogas, en un permanente forcejeo: Los putos norteamericanos han cerrado la frontera, han dejado miles de camiones tirados en la carretera, su cargamento pudriéndose bajo el sol, con unos costes económicos tremendos. Y los norteamericanos están amenazando con exigir la devolución de los préstamos, joder, a México con el FMI, lanzar una crisis económica podría destruir literalmente el peso. (Winslow, 2009, p. 220)

Ante esto Art Keller, el intrépido y ético policía, ve imposible el clima de colaboración, ya que ambas policías se encuentran corrompidas desde la cúspide y hasta la médula: ¡No hay coca en México! Ríen de este chiste compartido, un cántico ritual, una traducción sarcástica de la frase oficial que les dijeron sus jefes de la DEA. Según los peces gordos de Washington, los aviones llenos de coca que han aterrizado con más regularidad y frecuencia que la United Airlines son producto de la imaginación de Art Keller […] Tres meses después está viendo a federales inexistentes cargar cocaína inexistente en camiones inexistentes que entregarán la cocaína inexistente a miembros inexistentes de la federación inexistente. (pp. 146-147)

Un mérito central del libro es que asume las redes de corrupción más allá de lo que la propaganda norteamericana anuncia como exclusivas de México; en la novela las oficinas del FBI sirven como bodega de cocaína para controlar la distribución de la droga, no sólo como un gran

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negocio, sino como un asunto de salud pública. Además la mayoría de los ‘logros’ de la policía mexicana vienen como consecuencias de la intromisión de la DEA, que para evitar el discurso patriotero permite que las policías locales se cuelguen la medalla. La visión de Winslow es desesperanzadora: El nuevo presidente mexicano tuvo que invitar literalmente, a los señores de la droga a regresar al país con sus millones de narcodólares, con el fin de revitalizar la economía y poder pagar el préstamo […] Los norteamericanos entregaron al presidente una lista de peces gordos del PRI que estaban en nómina de la Federación y de repente tres de aquellos tipos fueron nombrados gobernadores de estado. Otro se convirtió en secretario de Transportes, y otro que aparecía en la lista fue nombrado zar de la droga: jefe del Instituto Nacional de la Lucha contra la Droga. Todo había vuelto a la normalidad. (p. 534)

La novela tiene como telón la doble internacional respecto al tema del narcotráfico, que pregona una realidad inexistente de supuesto control, coordinación y triunfo por parte de los Estados-nación respecto a los grandes capos del narcotráfico, cuando en los hechos sucede todo lo contrario: el caos por un negocio que se disputa de manera encarnizada entre los distintos bandos del hampa y las policías, en medio de una cadena de traiciones, donde la justicia no es sino estólido discurso que se repite ante los medios. El poder del narcotráfico consiste en que una vez muerto el perro, contrario al dicho popular, continúa la rabia, como un asfixiante eterno retorno del cual los ciudadanos resultamos heridos de mordedura de pitbull que traba la quijada en su presa.

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NO JURARÁS EL NOMBRE DE PABLO EN VANO

En 1982 ante la Academia Sueca, Gabriel García Márquez hacía un retrato preciso de la condición latinoamericana, lo que ante muchos europeos sonaba como excéntrico o lleno de imaginación; para nosotros no era sino la descripción puntual y detallada de nuestra historia, y los personajes que la han escrito. Lo que Gabo llama “El nudo de nuestra soledad”, es la imposibilidad para separar los grandes actos de la historia, pero también de los pequeños e insignificantes actos de lo cotidiano, esa mezcla fantástica de los alcances trágicos que tiene nuestra realidad; la condición de los tiranos de nuestras naciones –crueles pero coloridos– que nacen, crecen, se reproducen y se reeligen entre pueblos de esencias contradictorias, han sido el abono para que se cultiven en la realidad personajes que superan la ficción. Por lo general los nombres que tienden a ser cincelados en la historia pierden la extensión heráldica para ganar en la brevedad del apellido o del nombre de pila; basta pronunciar Pablo en Colombia para traer ante el imaginario las más vivas ideas; el terrorista que no tuvo empacho para dinamitar restaurantes y aviones, y asesinar inocentes; el paisa bonachón que dio a las comunas nororientales en Medellín más dignidad de vida que todos los gobiernos juntos; el hombre que mató por la fuerza de la bala o por la adicción al basuco a miles de jóvenes; el que llevó el soborno de la clase política y empresarial a grado tal que evidenció la parálisis institucional del país. Pablo el capo; Pablo el ingenuo que resultó localizado y luego acribillado

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en la azotea por llamar por teléfono a sus hijos; Pablo el sociópata y el todavía venerado por miles de personas. Ni los más alucinantes pasajes de García Márquez habrían podido imaginar la construcción de un personaje con estos excesos, patologías y tonalidades, buscado por los organismos de inteligencia del mundo. En Pablo se dan varias confluencias: el tirano opresor y el patriarca generoso con su pueblo, y está presente como el habla de Pedro Páramo que alcanza todos los rincones de Comala, algunas veces sin necesidad de emitir su sonido sino que se cuela en los silencios que se entrelazan en cada acto. Lo que hay son murmullos, cuchicheos que muchas veces no deletrean su nombre con todas las letras. En La virgen de los sicarios y Rosario Tijeras, Pablo aparece no como un personaje sino como una omnipresencia del gran jugador que reparte y vigila todos los juegos que se dan en Medellín. En ambas novelas aparece el último eslabón del poder del capo; el sicario, el brazo ejecutor ciego y anónimo de lo que es una orden orquestada y planeada. En La virgen de los sicarios se muestra la orfandad del sicario tras la muerte de Escobar, y por ello la solicitud con que Alexis y Wilmar atienden a todos los deseos de Fernando, parece sugerir que han reemplazado la figura patriarcal del capo Pablo Escobar por la del gramático. Ante el estado de indefensión en el que quedan los sicarios, a muchos no les queda otro camino que la prostitución. La novela de Vallejo retrata esta realidad con crudeza y sin afán moralizante. María Helena Rueda (2001) hace una observación muy interesante y es que en Rosario Tijeras nunca aparece la palabra sicario, pero además no aparece referido el nombre de Pablo de manera directa, sino “el duro de los duros”, lo que muestra la distancia infinita entre la figura del capo y

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el sicario, ya que éste no tiene ni siquiera el silabario para conjurar su nombre con todas sus letras, y obedece, pues, el segundo mandamiento: No jurarás el nombre de Pablo en vano.

El Pablo de Delirio La novela de Laura Restrepo, Delirio –premio Alfaguara 2004–, es un texto que a través de múltiples tramas y tonalidades narrativas nos acerca al fenómeno del desgaste moral de las clases altas colombianas, del cambio en los mecanismos de ascenso, obtención del poder y reconocimiento social, con la introducción de un nuevo factor: el narcotráfico y el lavado de dinero. Y al igual que Testamento de un hombre de negocios, de Luis Fayad, la novela pone su énfasis en las complejas redes del narcotráfico y no se centra en la figura del sicario. La protagonista, Agustina, debe entenderse –como bien dice Juan Alberto Blanco (2011)– como el acrónimo de angustia, y ella es el eje alrededor del cual giran y convergen las historias; el rasgo esencial de su personalidad es que padece una locura casi repentina y entre las alucinaciones, el lector tratará de reconstruir los fragmentos de la historia y de su historia; su andar transcurre entre la desesperación y el letargo, muy similar al camino que ha tenido que transitar la sociedad colombiana en pos de recobrar su memoria de los hechos de sangre que todavía la laceran. Agustina tiene un conflicto central con la figura paterna, su conflicto está narrado en clave bíblica, está frente a la figura del padre biológico que es al mismo tiempo el padre mítico; Agustina encarna el drama abierto del complejo de Electra, por su enamoramiento enfermizo del padre:

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Sacrificarlos a ellos, que no son gran cosa, a cambio del beneficio de ganar para mí la atención del padre; centren en mí todo su interés hasta la medianoche. Sí, padre, yo renuncio a ellos por ti, yo renuncio a los que han sido y a los que vengan uno por uno y todos al tiempo. Si tú me esperas despierto y al llegar me miras con la terrible interrogante en tus ojos. (Restrepo, 2006, p. 192)

Agustina vive el enamoramiento irrealizable con el padre y el temor a su ira y castigo, su drama es precisamente éste: amar la mano del verdugo y necesitarla para construir su destino, misma simbiosis del capo y sus hijos. La locura es el estado que le permite que estas dolencias se hagan explícitas, ya que la cordura las mantiene en el subsuelo. Así recuerda Agustina al padre tirano: “Yo acato tu Voluntad, Padre, no descargues tu ira también sobre mí, ya se retiró el Cordero que enfadaba al Padre, el Padre ya puede sentarse de nuevo y retomar la partida de ajedrez.” (p. 223) Esta misma visión del padre es traslativa a la imagen que la narradora nos presenta de Pablo Escobar: Para no mencionar que en cualquier momento cualquiera se podía morir, según el derecho que ‘San Escobar’ se otorga sobre las vidas de los que se enriquecen a expensas suyas. Lo que te quiero decir es que en el instante en que te metes al bolsillo un dólar que venga de Pablo, automáticamente pasas a ser ficha suya, te conviertes en mequetrefe de su propiedad. (pp. 64-65)

Estamos ante la figura del padre de dimensiones bíblicas: por un lado tiene el látigo para el castigo y por el otro hace llover maná para alimentar a su pueblo. En Pablo está la marca del patriarca, las huellas del villano y la mano firme del tirano. Pero hay una diferencia con el Dios padre bíblico creador del mundo y que lo ve como juguete a manipular a su antojo. Pablo en

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cambio es una parodia, simula ser Dios pero conforme pasa el tiempo deja de controlar todas las piezas del juego, y esa es parte de su patología y su desgracia. Delirio nos ayuda a entender la sicología profunda no sólo del capo sino de quienes le respaldan y le alaban: Ponle atención al síndrome. Así te hayas ganado el Nobel de Literatura como García Márquez, o seas el hombre más rico del planeta como Pablo Escobar, o llegues de primero en el rally París-Dakar, o seas un tenor de todo el carajo en la Ópera de Milán, en este país no eres nadie comparado con uno de los de ropón almidonado. (p. 79)

El narcotráfico, con la certidumbre del dinero, representa la posibilidad ficticia por el supuesto de revertir la lógica profundamente clasista de la sociedad latinoamericana, es por ello que la ostentación de lo que Abad Faciolince (2008) llama “la narcoestética”17, responde al deseo de hacer evidente la riqueza, pero en la ostentación viene justo la penitencia y el ‘mal’ gusto acentúa la distancia insalvable entre las clases sociales. Este resentimiento de no poder alcanzar el estatus soñado es el que motiva a Pablo a acumular el dinero excesivamente, a soñar con la Presidencia de la República, y a sobornar y coludir a las clases altas, sentir que tiene control sobre ellas: A través de mí los enviaba Pablo Escobar y ellos ni cuenta se darían siquiera… qué cuenta se iban a dar si aplaudían con las orejas la forma delirante en que se estaban

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Abad Faciolince es uno de los primeros en acuñar el término narcoestética. En líneas generales se caracteriza por ser un gusto abigarrado y kitsch. En la arquitectura se aprecia en construcciones que mezclan columnas jónicas con tapices atigrados, por ejemplo. No hay un sentido del gusto único sino que se representa lo “bello” por lo saturado, que busca a como dé lugar la aparición de los colores dorados y del oro o sus réplicas, lo mismo en las camisas que en las ostentosas cadenas que portan. Sobre el tema, Omar Rincón (2009) tiene un ensayo esclarecedor, “Narco.estética y narco.cultura en Narco.lombia”, donde afirma que la estética del narco no es de mal gusto, sino que es otra estética.

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enriqueciendo al mejor estilo higiénico sin ensuciarse las manos con negocios turbios ni incurrir en pecado ni mover un solo dedo, porque les bastaba con sentarse a esperar a que el dinero sucio les cayera del cielo y previamente lavado, blanqueado y pasado por desinfectante. ¿O es que acaso tú creías, reina mía, que las cosas eran de otro modo? ¿Acaso no sabías de dónde sacaban los dólares tu hermano Joaco y tu papá y todos sus amigotes, y tantos otros de ‘Las Lomas Polo’ y de la sociedad de Bogotá y de Medellín, para abrir esas cuentas suculentas en las Bahamas, en Panamá, en Suiza y en cuanto paraíso fiscal, como si fueran jet set internacional? (Restrepo, 2006, p. 87)

La familia de Agustina, al igual que tantas otras de las clases pudientes, dependen del dinero “mal habido pero bien gastado” para mantener sus privilegios. Pero Pablo sabe que por más dinero que acumule no podrá ser nunca enteramente parte de su mundo y “eso desata la ira profunda” que, aunada a la amenaza de la extradición, lo llevan a los extremos más sanguinarios que consigna con mucha precisión la autora cuando afirma Escobar: “Voy a invertir mi fortuna en hacer llorar a este país […] y si por cada dólar el hombre consigue arrancarnos una lágrima, calcula cuánto nos falta por llorar” (p. 79). Esta maldición viene precedida de la cadena de violencia política que ha marcado la historia de Colombia, misma que se acrecentó con la furia de Pablo pero que hasta la fecha sigue, ya sea con la violencia paramilitar o la narcoguerrilla. La novela de Restrepo tiene la habilidad para construir la sombra de Pablo sin que sea el personaje central; Pablo es la atmósfera de la novela, misma que tiene una saturación en su trama y que recurre al viejo efecto de un pasado anclado al realismo mágico, lo que suena a todas luces como un gastado recurso, máxime cuando García Márquez lo llevó a su más alta expresión.

Happy Birthday, Capo

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En la cacería siempre será mayor el encanto de seguir a la presa que tenerla muerta entre las manos. Animal y cazador –como en el baile del tango– establecen su relación porque se insinúan en el olfato. Olfato es precisamente el que tiene José Librado Porras (2008) en su libro Happy Birthday, Capo, donde narra el último refugio del último día de vida de Pablo Escobar. El libro es un intento serio por entrar al laberinto que significa la mente de Pablo; trata de entender la compleja sicología de un cazador por excelencia, al cual la vida le revierte sus actos y se encuentra como bestia acorralada a la espera del ataque final. En los momentos finales de su vida, Pablo se ve enfrentado con todas sus soledades; el hombre venerado y temido se encuentra aislado del mundo, sin prácticamente nadie a quién mandar y bien podría repetir los versos de Lope de Vega: A mis soledades voy, de mis soledades vengo porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos. Las palabras del tirano acercan sus deseos a la realidad, pero lo distancian de las personas a las que las profiera; tan radical es la soledad del Capo que no son sino los objetos los únicos que se atreven a increparlo. ‘El Capo huye de la muerte buscando la muerte’, comentó el objeto de la derecha a los pies de la cama, cuya quietud no permitía adivinar ni suponer qué era y añadió: ‘Y no debería buscarla, lo que a uno le pertenece a uno acude’. La percha, a la izquierda, se movió con incomodidad. ‘Tiene miedo’, dijo el taburete. ‘¿De morir?’, quiso saber la escoba. ‘No. Miedo de vivir’, contestó el taburete. La percha se removió otra vez, no aprobaba que se hablara con tal desparpajo en presencia de un hombre que se hallaba al borde de su desbarrancadero final. (Porras, 2008, p. 178)

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La voz objetual que aparece es un elemento que ayuda a desacralizar para volver verosímiles los reclamos o burlas sobre la figura de Pablo; tanto es el miedo que ha acumulado el Capo, que no tiene interlocutor vivo que lo pueda increpar. Los objetos parlantes son la única acotación verbal a su poder desmedido y Pablo, al igual que Pedro Páramo, ha secuestrado el habla pero en sus horas finales la realidad empieza a asfixiarlo y a cobrarle factura.

Para que la cuña apriete ¿Qué pasará con la muerte de El Capo? ¡Nada! Todo seguirá igual.

La vida entera de Pablo Escobar fue un ejemplo viviente que mostró los grados de podredumbre y corrupción del sistema político colombiano, su muerte también da el mismo testimonio. Mientras la clase política presumía al ejército, a los servicios de inteligencia y al escuadrón internacional de búsqueda en las calles de Medellín, de boca en boca circulaba la otra verdad: para atrapar a Pablo fue necesaria la intervención de los perseguidos por Pablo Escobar –Pepes, Pecas en la novela–, quienes al igual que el enemigo público número uno de Colombia se dedicaban al tráfico de drogas, al secuestro y al sicariato. Con el asesinato de Pablo estamos frente a versiones e interpretaciones contrastantes; para el poder político se trata de un evidente triunfo de imagen que anuncia ante el mundo una ‘nueva era’ en Colombia donde el narcotráfico ha sido prácticamente derrotado; para el Estado de Derecho aún quedan muchas preguntas sobre la intervención norteamericana y sus costos para la soberanía nacional; pero en la versión popular se trata de una extensión más del crimen

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organizado y la prolongación de los mismos vicios con otros nombres, y la literatura tiene el mérito social de recoger estas voces, así consigna Porras (2008) la muerte de Pablo: Los seis Pecas, después de pisotear sin culpa, afirman: ‘No nacimos pa’ semilla’, y asegurándose de que la primera planta de la casa se hallaba desierta […] con cautela accedieron en fila por las escaleras hasta el descanso donde un aguacero de balas les dio a entender la conveniencia de detenerse. (p. 231)

El reconocimiento de que la captura de Pablo fue por otro grupo delictivo y no enteramente por el Estado, es una dimensión política interesante del libro donde pone en voz de la propia institución lo frustrante de la situación. “Mientras se sacrificaba el honor de una institución, que era su propio honor, el objetivo de otros era quitar del camino un competidor que los aventajaba. ¿Cuál heroísmo? ¿Cuál abnegación? ¡Eso es mierda, carajo!” (p. 239) La pregunta moral que debe formularse respecto a Pablo o cualquiera de los capos, tiranos o dictadores que se reeligen a perpetuidad, ya sea bajo la bandera de la revolución o la seguridad democrática18, no es tanto por el sentido particular de sus actos, sus extravagancias y la sangre que derraman; la pregunta moral enquistada en el fondo es: ¿Qué sociedades tenemos, que los engendran, permiten y perpetúan? De ahí la contundencia cuando el Capo afirma: “Yo no soy una mutación. Yo personifico al colombiano”. Parafraseando a Gabo, de ese tamaño es la soledad de América Latina.

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Bajo este nombre el expresidente Álvaro Uribe enmarcó su política de combate a la criminalidad. Los falsos positivos, donde se señala al ejército del asesinato de más de mil personas, todas ellas en condiciones de marginación, quienes fueron ejecutadas para recibir recompensa monetaria por el precio que el Estado puso por cada guerrillero muerto. A esto hay que sumarle la impunidad con la que se han atendido masacres en comunidades rurales. El presunto vínculo de Uribe con grupos paramilitares es un tema abordado con seriedad investigativa por varios autores.

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Pablo en la intimidad, o ‘los capos también cagan’ El carnaval es la ilusión del paraíso, reduce la distancia entre los seres humanos y, aunque sea en la ficción de la fiesta, posibilita el encuentro sin jerarquías. La risa desacraliza el poder, su operación es en apariencia simple, la parodia o la risa hacen el papel de la máscara; a quien se oculta en ellas le está permitido criticar al poder, sus palabras no van en serio y por ello puede tocar las llagas de quien oprime. Todo poder teme más a la crítica del humor que a la que nace de la formalidad y el juicio racional; muestras históricas que ilustren esto abundan. En los años 30 el comediante Palillo, con sus actuaciones en las carpas, ponía en jaque al poder, lo mismo Jaime Garzón a quien le costó la vida su crítica a los paramilitares por medio del humor. La risa pone en aprietos al poder y para construir el retrato de Pablo Escobar es necesario desacralizarlo, bajarlo del pedestal desde donde se adora todavía por un sector popular de Medellín o donde se le juzga sin entender el contexto que lo genera. Para desacralizar al San Pablo que aparece, por ejemplo, en Delirio, Librado Porras (2008) encontró el mejor de los atajos: el humor, siendo el propio Capo consciente de su condición tragicómica: San Judas Tadeo, en prueba de que aun los santos son frívolos, desembuchó: ‘Usted, Capo, parece una ballena varada en la playa, le convendría un poco de trote, unas abdominales, una flexiones de pecho y de brazos, unas sentadillas’. El Capo, vulnerable a los comentarios que tocaran su apariencia, se recompuso el pantalón y la camiseta. (p. 171)

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La reducción de un ser humano a sus funciones instintivas y vitales es una estrategia muy efectiva para desacralizar; Librado apuesta por una narrativa escatológica, de entrada con el juego del Capo estreñido o con flatulencia, mismo juego que lo despliega a través del humor. Descargó el arma sobre la tapa del tanque del sanitario, giró, se bajó la pantalonera y los pantaloncillos y se sentó en la taza: el chorro de orines hacía espuma en el agua. Y el ruido... ‘Maldito ruido –se recriminó–, soy un meón capaz de despertar al vecindario’ […] Tanta ayuda externa en dólares, tanta inteligencia militar, tanto aparato de guerra contra un hombre que orina sentado. (2008, p. 30)

Si bien la estrategia por desacralizar al Capo funciona, esto es por supuesto parcial, ya que la psicología de Pablo, a pesar de estar acorralado y a punto de morir, muestra que se sabe a sí mismo una leyenda de Colombia. La megalomanía se asoma a pesar de que se narra su último día de vida y su caída.

De Pancho a Pablo El mito de Robin Hood se extravía en la historiografía, la falta de documentos o su ambigüedad son tan intrincadas como el bosque de Sherwood; algunos de los historiadores pueden ubicarlo con cierta claridad en la época de Juan sin Tierra. Todo mito es una actualización de los arquetipos y el arquetipo es siempre un proyecto que explica los hechos reales. ¿La figura del bandolero justiciero necesita forzosamente de una fecha determinada para ser propia y explicar la necesidad de compensación del pueblo frente a la injusticia? Definitivamente no.

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El brumoso Sherwood es referente de la memoria colectiva, el bandolero que corre después de atracar a los poderosos para compartirlo con su pueblo. Sin esta idea de la retribución justiciera no podemos entender la figura de Pancho Villa, ni la de Pablo Escobar. Villa ha sido el personaje de infinidad de retratos históricos y literarios, desde quienes le condenan como el más pusilánime de los bandoleros y más descarado de los asesinos, hasta quienes le colocan en el pedestal del más grande justiciero de México, ejemplo además de insurrección frente a la opresión norteamericana. El General se quedó atrapado entre el desprecio y la camiseta para turista. Lo cierto es que de quienes han intentado sentar a posar a Villa frente a un espejo, destaca en últimas fechas Paco Ignacio Taibo II (2006), porque en su texto entendió dos lecciones fundamentales respecto al guerrillero mexicano: primero, reconocer que es imposible determinar con precisión histórica las andanzas y a consecuencia de ello se asume escribiendo sobre un fantasma que con su mentalidad de bandolero procuró dejar sus pasos entre la bruma. Así se lee el Villa de Taibo. Justo esta condición la entendió con mucha agudeza Alonso Salazar (2004) en La parábola de Pablo, ya que nos demarca la psicología no del estudiado sino de una estructura más compleja: La historia de Escobar interroga a la sociedad toda, a las élites de la política, la economía y las fuerzas armadas sobre la coherencia de nuestro Estado y nuestra suficiencia para construir una nación en la que sea posible la vida digna para todos. (p. 14)

A partir de esta consideración, se entiende el sustrato de Pablo Hood que, independientemente de las atrocidades y crímenes de lesa humanidad que cometió, nos ayudan a entender la

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admiración que en muchos casos desemboca a la adoración religiosa, como la oración de una anciana para Pablo: Multiplícame cuando sea necesario Haz que desaparezca cuando sea menester Conviérteme en luz cuando sea sombra Transfórmame en estrella cuando sea arena (p. 21)

Salazar de manera subrepticia está caminando sobre la pregunta de fondo sobre el nazismo, que nos interroga no por la bestialidad de Hitler, sino que se centra en inquirir qué clase de sociedad lo creó, le dio voz y luego entre aclamaciones populares le refrendó el poder. El sociólogo colombiano menciona que Pablo presumía una foto donde aparece disfrazado de Pancho Villa, en un carro al estilo de Bonnie and Clyde, lo que nos habla que el narcotraficante se reconocía en el espejo del general revolucionario. Pablo y Villa recogen la indignación popular y la transforman, caben por supuesto las preguntas: ¿Ambos son héroes abyectos? ¿Por qué Villa festejaba o era indolente ante las masacres de Rodolfo Fierro? ¿Estamos frente a un personaje para quien la encrucijada revolucionaria fue el pretexto para canalizar su sed de sangre? ¿Qué habría sido de Pablo de haber llegado a la Casa Nariño? ¿Cambiaría mucho del triste espectáculo que ha dado Colombia de falsos positivos y masacres paramilitares? ¿Ambos son personajes cuyo rostro violento es menor al de una clase política opresora? ¿La sociedad de mercado dejó de lado la idea del narcotraficante benefactor para canjearlo por el inclemente tirano? ¿Qué gana la literatura con estas figuras?

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Definitivamente la figura de Villa muestra más matices que la de Pablo, debido al talante extremadamente bondadoso que relatan ciertas crónicas, que contrasta con la visión sanguinaria de Escobar. Endeble e intuitiva, había una ideología en Villa. El símil trata de establecer la misma conexión arquetípica que ayuda a comprender la identificación popular, algunas veces con cierto dejo de humor negro: “En este país donde sólo los pobres morían asesinados, quizá lo único que se ha democratizado es la muerte.” (Salazar, 2004,

p. 27)

Del carro a la azotea El brumoso bosque de Sherwood se transforma en una llanura semidesértica por la cual Villa huye después de haber asesinado al hacendado que violó a su hermana, de ahí dejará de ser Doroteo Arango para volverse Pancho Villa, quien toda la vida habrá de vivir a salto de mata; escondido se encuentra Pablo Escobar, atrás quedaron los años de robar tumbas: ahora es ‘el patrón’, se esconde en la exuberancia de una muralla de rinocerontes. Robin, Pablo y Pancho encarnan una voluntad de reivindicación pero de manera rudimentaria, no tienen las herramientas para construir un discurso propio, juegan con la narrativa del poder y la violentan. Escobar se disfraza de Villa, Villa rechaza la silla presidencial, Escobar se imagina recorriendo los pasillos de la Casa de Nariño; Pancho en su tiempo de gobernador de Chihuahua abre más escuelas que cualquier otro, regala la carne al pueblo, pone el alto por un mes a los eternos terratenientes; Pablo recibe en su querida Medellín, da audiencias, paga hospitales, beca a los niños, construye cientos de casas que reconocen a las personas su dignidad.

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Villa realiza juicios sumarios, apunta con el dedo, pronuncia frases lapidarias (“mátelo y luego averigüe”). A Escobar se le acusa por haber fraguado más de cuatro mil homicidios, en uno de sus atentados mueren sus músicos en la Plaza de la Virgen de la Macarena. Pancho invade Columbus, sus tropas pisan territorio norteamericano, están dispuestos a vengarse de una venta truculenta de parque; Pablo dice vengar las humillaciones y oprobios gringos vendiendo mierda, las calles norteamericanas ven caer miles de jóvenes en la droga. Villa juega feliz frontón en su hacienda de Canutillo; Escobar juega con seleccionados de futbol en el campo que se mandó construir en la cárcel. Pablo y Pancho escapan con facilidad de cuanto penal se pone frente a ellos. Villa es buscado por medio de una invasión yankee, el general Pershing encabeza una expedición que violenta la soberanía nacional. Pablo intuye que desde lo alto un avión de la DEA sobrevuela territorio paisa, los gringos quieren identificar su voz y cazarlo. A Robin Hood lo oculta el pueblo, a Villa y a Escobar también. A los tres los asedian los enemigos que se han ganado a pulso. Todo mundo quiere ser compadre de Pancho, todo mundo teme a Pablo. Villa goza en repetir una y otra vez las tomas para Hollywood, cobra 25 mil dólares y los tiene que desquitar; Pablo llama “Vanidades” a la nota roja, entra a la lista de Forbes, en el fondo sueña con ser aceptado con naturalidad en la aristocracia colombiana. Villa sale de un bautizo y entra a Parral, Calles tiene que ir limpiando el camino; Escobar se esconde una y otra vez, los norteamericanos quieren su cabeza, ha dejado demasiado dolor entre los suyos.

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Pancho seguramente da órdenes al chofer: se oye una infinidad de balazos; Pablo corre como gato y se trepa a la azotea, quiere morir echando plomo. Ambos caen fulminados. Todos estos hechos son susceptibles de ser negados o confirmados categóricamente. Estamos en el tiempo del mito, aquí la historia no sirve para nada. La muerte violenta ha llegado como conclusión lógica de su vida, su muerte también es preludio de más sangre. Deletrea: Pablo, Pancho, Pedro Páramo, Aureliano Buendía, no te asustes de repetir sus nombres.

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CONTRABANDO: LAS MUCHAS FORMAS DE CONTAR UNA HISTORIA

Cuando se pronuncia el nombre de Víctor Hugo Rascón Banda se abre un telón ante nuestros ojos y aparece su teatro que es una extensión del drama y goce de lo cotidiano, alejado siempre de las poses intelectuales. Bajo su escritura las personas se colocan una máscara y por ella se expresan las tonalidades de lo humano. Por más que Rascón Banda abrevó en los expedientes judiciales para mostrar casos concretos, su obra muestra todo lo contrario: esos ‘universales’ de la conducta humana. Lo provinciano de Rascón es justo lo que lo vuelve un clásico. Víctor Hugo tiene el talento de nombrar los márgenes invisibles que orillan al drama humano; tras la desesperación de Rita argumentando en rarámuri su cordura, en La mujer que cayó del cielo están la xenofobia y la indolencia. En El baile de los montañeses, mientras se obliga a bailar a la gente, se perpetra un crimen de Estado. Pero hay que reparar en una cosa, la obra de dramaturgia de Rascón Banda opaca su legado como narrador –que si bien su obra no es tan extensa como su dramaturgia–, su capacidad narrativa es digna de llamar la atención. Volver a Santa Rosa, Contrabando y ¿Por qué a mí?: diario de un condenado, son tres libros de suma valía para las letras mexicanas. Quizá por su eterno tratamiento con los médicos, Rascón Banda aprendió dos valores que se aprecian en todo su quehacer: precisión quirúrgica para hacer la incisión exacta y aplomo para contemplar a corazón abierto los más acuciosos problemas no sólo personales sino nacionales.

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De la medicina aprendió que las acciones valen justo por hacerlas en el tiempo preciso. En Víctor Hugo no hay una literatura “a toro pasado”, más bien su faena escritural acude al toro de su tiempo; lo enfrenta con determinación y lo nombra con todas sus letras. Contrabando es la obra literaria pionera para adentrarnos en el fango del narcotráfico; si bien este problema siempre ha existido en México, ni por asomo era equiparable a nuestros días. En el distante 1991, año en el que ganó el Premio Juan Rulfo para Primera Novela, la relación literatura-narcotráfico era vista como un matrimonio exótico. Por varias causas –deficiente manejo de distribución y el estigma de que Rascón sólo es dramaturgo– la novela no ha sido valorada en todo su peso por la crítica; es de llamar la atención que en varios estudios sobre el tema nunca salga a colación ni siquiera referida en la bibliografía secundaria19. Muchas son las lecturas que Contrabando nos presenta; la que pareciera ser la historia pivote, nos narra el regreso de un reconocido escritor a su tierra natal y por cuya fama logra salvar la vida, ya que se adentra en una jungla para escribir un guión que lleva por título “Triste recuerdo”, y que le encargó el célebre cantante Tony Aguilar. Estamos ante el escritor citadino que regresa a la tierra inhóspita que abandonó20. Rascón Banda pone en marcha un recurso literario muy efectivo, la metaficción, y con esto ofrece una tensión muy interesante: por un lado el escritor-personaje que simula ser él mismo, 19

Sobre el autor hay una serie de ensayos por demás interesantes: “Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda, Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos”, reseña de la autoría de Fernando García Ramírez, (Letras Libres, 2011); el libro El derecho y la justicia en el teatro de Víctor Hugo Rascón Banda, de Adriana Berrueco García, (UNAM, 2011), y Contrabando, de la realidad a la literatura: una obra que no pierde vigencia, de Mariel Iribe Zenil (bitácora personal, febrero de 2012). 20 Así narra el personaje su primer reencuentro con el norte bronco: “A veces la defensa más inocente e ingenua tiene su efecto. Soy escritor. Voy a mi casa en Santa Rosa. Vivo en México. Escribo en Proceso. Denunciaré todo. Y santo remedio” .

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mientras es movido por una escritura que da testimonio real y objetivo de un pueblo chihuahuense inundado en todos sus cimientos por el narcotráfico. De esta manera el personaje es un “sujeto real” que acude a su pueblo para escribir una obra de ficción, pero desde su arribo se le complican las cosas cuando ve que aquello que pretende ficcionar –la historia de un rapto metida en el mundo del narco– está presente en su vida, y entonces deja de ser escritor y se convierte en corresponsal de guerra; la historia se bifurca de nuevo, se narra un guión donde Víctor Hugo nos muestra su proceso creativo que es similar al del periodista: escribir sobre las rodillas en el mismo lugar de los hechos. De esta historia se desprende otra dimensión narrativa: la pieza teatral Guerrero negro en la que se respira una atmósfera onírica y de nuevo autorreferencial. En la otra historia el personaje central permanece innombrado, pero podemos imaginar que es el propio Rascón. Abre sus gavetas y saca el guión que escribió y que Tony Aguilar rechazó, hecho que corresponde a lo sucedido en la vida real. Si revisamos las novelas ‘canónicas’ que tienen como tema el narcotráfico: La virgen de los sicarios, Rosario Tijeras, Sangre ajena, El amante de Janis Joplin y La Reina del Sur, veremos, a excepción de El amante, que al inicio narra un ambiente rural; en todas las demás obras se narra desde la óptica urbana con los códigos y prácticas culturales citadinos que le dan un cierto aire de sofisticación a la trama. Uno de los méritos de Contrabando radica en que su neuma telúrico nos muestra a pequeña escala lo que terminará sucediendo en la urbe, además de que recoge con toda precisión el habla de las comunidades campesinas chihuahuenses y cómo se empieza a hibridizar. Esto se aprecia en

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el lenguaje de los personajes que muestra diversas tonalidades: anglicismos como ‘checar’ que dan testimonio del habla migrante, o localismos como ‘mueble’ que es la forma de llamarle al automóvil en Chihuahua, sólo por referir un par de ejemplos. Contrabando no es una novela de muchas historias, sino una misma historia contada desde muchas formas narrativas. Asume no la postura del escritor, sino la polifonía de la leyenda que se va diseminando para dar testimonio de una realidad tan mágica como macabra, para enmendar la maltrecha realidad.

La maltrecha realidad Toda obra de arte es una propuesta radical para corregir la realidad. El arte nunca ha sido una extensión de lo real, menos aún una réplica. En el paisaje que vemos no hay un intento por repetir el mundo, por el contrario hay un agresivo intento de anulación de lo real; se pinta justo porque aquello que tenemos ante nosotros merece ser mostrado desde otra óptica. Ningún realismo retrata la realidad, más bien nos demuestra que lo real no es susceptible a ser retratado, toda representación es una muestra de la segunda naturaleza que por sí mismas no pueden tener las cosas. Los árboles de Corot –sólo por poner un ejemplo– son una agresiva yuxtaposición a la propuesta de realidad que el mismo Corot rechaza. Se crea porque la deshilachada realidad necesita ser corregida, remendada. En su texto sobre Velázquez, el célebre José Ortega y Gasset (1992) no sólo analiza Las meninas, sino que cuando se pregunta: “¿Cuál es la magia con que logra Velázquez esta increíble metamorfosis en que a fuerza de acercarse más que ningún otro

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pintor a la realidad le proporciona toda la gracia de lo inverosímil?” (p. 84), lo que está haciendo es un señalamiento radical sobre la imposibilidad del arte para atender o representar a la realidad. En toda obra de arte –por más mimética que sea–, lo que se gesta es una lucha entre las formas artísticas versus las formas naturales de los objetos (Ortega y Gasset, 1992, p. 83), lo que trae por consecuencia, para seguir en términos orteguianos, una desrealización, lo que implica que “la realidad adquiera el prestigio de lo irreal”. (p. 84) Y justo Contrabando hace esto con la realidad que aborda; la recrea para mostrarnos ángulos que no habíamos sabido captar, la representa no para que nos “reflejemos” con lo que aparece entre nosotros, sino para hacer el papel de catarsis tan característico del teatro helénico que nos desplaza del yo para ser parte de una purga incesante: La traición y el contrabando terminan con muchas vidas… Y acaban también con pueblos. Santa Rosa es ahora un pueblo de puertas cerradas. Un caserío de antenas parabólicas por donde pasa el dinero mal habido. Un mundo de extraños que no se saludan en la calle. Y cuánta soledad hay en las almas. Santa Rosa de Lima tiene lágrimas, pero no son de cera. Está llorando. ¿Quién pudiera llorar así? Pero a mí se me secaron las lágrimas porque ya estoy muerta. (2008, p. 89)

El realismo de Rascón Banda, si bien con ciertos guiños costumbristas con los que algunas veces cae en lo predecible y facilista, no se queda sólo en el aspecto decorativo; como dramaturgo de amplio calado, va a la complejidad del drama humano en la construcción de sus personajes. En su obra hay una realidad sin realismo; esto es, aborda las grietas de la realidad y aunque trata de hacerlo con el detalle de los acontecimientos, esto pasa a segundo término ya que

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vemos que en las anécdotas que narra se le escurren arquetipos que trascienden la historia local que pretende relatar. Rascón Banda siempre tuvo notable habilidad para darle rasgos y matices a los personajes femeninos y si bien no existe un arquetipo de lo femenino que responda a un carácter unitario, la figura femenina en Rascón Banda aparece referida a muchos de los arquetipos míticos de lo femenino, pero con un matiz fragmentado, como bien lo señala Susana Báez (2010): La feminidad, en la dramaturgia de Rascón Banda, se configura como un ‘caos’. Las mujeres se dibujan en el mundo de la palabra rasconiana como elementos fractales – quebrados–, están en constante movimiento, crecimiento y su contrario: decrecimiento […] se representa una diversidad de ‘feminidades’. (p. 30)

Para el caso de Contrabando es muy interesante ver cómo despliega varios rasgos de la mujer norteña, muchos de los cuales son los mismos que narrará Pérez-Reverte. Valga un ejemplo: Soy una mujer sola, les decía. Ayúdenme con sus consejos. Y ellos le dijeron cómo y cuándo hacerlo, a quién vender y en cuánto, cómo cuidarse y de quién. Y empezó solita el negocio de la yerba con sus tres chamacos de diez, ocho y seis años. Y le fue muy bien porque las mujeres en muchas cosas son más listas que los hombres, más cuidadosas, más sensatas, más esforzadas, más buenas administradoras. Y salió de pobre. Y empezaron a respetarla y a tenerle miedo. Muchos hombres se le acercaron para dormir con ella. Los aceptaba pero no compartía ni sus negocios ni sus ganancias y ellos se iban. (Rascón Banda, 2008, p. 56)

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Como se aprecia, las semejanzas con Teresa de La Reina del Sur21 son evidentes, se resalta la condición obligada para entrar en el negocio del narcotráfico, luego se traza en su psicología la búsqueda del poder y la riqueza. A la par, hay una suerte de erotización donde la mujer asume el rol de macho al actuar con la misma lógica de trivialización de la vida sexual de los hombres. Pero esta mujer que asume poder y control dentro del narco no es sino una continuidad del poder y control que tradicionalmente ha tenido la mujer norteña por medio del matriarcado: Luego mi madre se dirigió a Marcela, que seguía llorando: ‘Y tú te me vas a calmar. Deja las lágrimas para cuando te lo entreguen muerto. Te voy a inyectar un calmante. Y te vas a quedar aquí, por lo que se ofrezca. Ahorita mando por tus hijos para que estés tranquila. Hoy ya nada puede hacerse’. Las dos mujeres salieron. ‘¿Te fijaste? –me dijo–. Mi padre ya lo decidió todo’. (p. 41)

A lo largo de la novela aparece la mujer con distintos roles y también, siguiendo a Susana Báez, con su diversa fragmentación; la mujer que se involucra en el narcotráfico, la mujer objeto de deseo que desencadena la muerte, la mujer vidente con su halo de misterio, la mujer que desde el hogar dispone toda la interacción familiar. Contrabando es una novela que habla sobre el narcotráfico pero que tiene un tono y profundidad en los personajes femeninos que le dan un rasgo único. Estamos ante una novela en la que, en aras de tomar una fotografía, el autor aparece retratado.

El autor aparece retratado

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En este mismo libro se pueden leer y apreciar las tipologías femeninas propuestas para la lectura de La Reina del Sur.

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Volvamos a Las Meninas. Sobre el cuadro, Ortega y Gasset nos dice: Velázquez no pinta nada que no esté en el objeto cotidiano, en esa realidad que llena nuestra vida; es, por tanto, realista. Pero de esa realidad pinta sólo unos cuantos elementos: lo estrictamente necesario para producir su fantasma, lo que tiene de pura entidad visual. (2006, p. 88)

El intento por asir lo real, indefectiblemente termina en el mundo de los fantasmas. La búsqueda de Juan Preciado por encontrar al padre real, lo sume en lo fantasmagórico y Contrabando es el retrato de un fantasma, que así lo reconoce el protagonista: Cuando tengo un problema, como ése de que no me brotan las palabras ni el sentimiento, vengo a Santa Rosa y aquí, donde no hay ni luz eléctrica ni teléfono, puedo encontrar los fantasmas que se vuelven personajes y los rumores que se convierten en argumentos. (Rascón Banda, 2008, p. 24) En cambio, el Víctor Hugo ‘real’ nos dice: “Tengo muchas personas, personajes fantasma que me asedian para contarme sus historias” (Ichicult, 2010). ¿No será que el alter ego personaje terminó por convencer a Rascón Banda de que él es dueño de las ficciones, cuando en realidad ambos habitan el mismo imaginario prestándose la máscara? El protagonista viene a escribir un libro sobre el narco, pero el libro que leemos no es sólo la ficción que el autor trae en mente sino la realidad misma que lo envuelve. “Siempre sueño la realidad”, ha dicho Jaime Labastida (2012, p. 32) en un poema, y es justo lo que acontece en la novela. “El autor es un demiurgo que nunca se pierde de vista su propia creación y se hace presente cuando así le parece”, como bien lo señala Alba Romano (1998, p. 89). En este caso Rascón migra como un fantasma por todas las historias y texturas narrativas.

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Si toda escritura es un desdoblamiento donde el autor trata de tocar al otro que pudo haber sido, en la metaficción esto se potencia ya que el autor se vuelve personaje y establece una relación mediada o conflictuada por la escritura. Ya no es importante saber si Rascón Banda, el real, acude a su pueblo natal, Santa Rosa, a escribir; tiene palabras para volver a crear su terruño y sumergirse en él, tiene palabras para que nosotros visitemos su tierra y conversemos con fantasmas que son tan reales que los confundimos con personas de carne y hueso. Las preguntas del “retrato” que nos hace Rascón Banda acerca del narcotráfico son sugerentes: ¿Al modo de Velázquez nos alcanzamos a visualizar dentro del cuadro? ¿Por la urgencia y el rango salvaje de los acontecimientos actuales, estará tan empañado el cristal que hemos perdido la posibilidad del adentro-afuera? ¿Dónde está parado el autor para escribir el relato? ¿Será acaso un voyerista que nos mira leer mientras se excita de nuestro desconcierto al no saber dónde ubicarnos al leer su novela? Nadie ha mirado Las Meninas con la inteligencia de Michel Foucault (2001). En Las palabras y las cosas nos dice: En apariencia este lugar es simple, es de pura reciprocidad. Vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino una cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos […] Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella. (p. 98)

Si la mirada no es estable, tampoco lo son quienes observan. ¿Tendrá Contrabando los mismos alcances de retrato para la realidad en que apareció? ¿Es posible hacer un ‘retrato’ de un

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fenómeno como el narcotráfico y su violencia, cuando los mismos hechos y las imágenes sangrientas de los mass media se han encargado de anestesiar la reacción social y aniquilar la capacidad de asombro colectiva? ¿Por qué habríamos de creer –en un apego ciego al proyecto letrado del siglo XIX– que una novela puede ser un mecanismo de reflejo y conciencia? Foucault nos sugiere varias interrogantes: ¿Vemos a Las Meninas o en realidad éstas nos están mirando? ¿Qué sucede en el cruce de miradas entre el espectador, la obra y el autor autorrepresentado? ¿Cómo nos ven los personajes que ha creado Rascón Banda, que dan la sensación de ser rancheros con sandalias griegas?

Rancheros con sandalias griegas Contrabando es una novela sobre el narco que hay leer con un pie puesto en la tragedia griega; a los célebres rancheros de botas piteadas y cinturones de piel de cocodrilo, bien podría caerles una túnica griega. Rascón Banda no encubre ni disfraza sus filias, como hombre de teatro sabe que en el drama griego se esconde la más profunda veta de lo humano, no hay ninguna gratuidad en que Freud encontrara los arquetipos para desarrollar su teoría sobre lo humano en los relatos helénicos, ni en que Nietzsche escribiera su primer libro para entender la raíz del arte y de lo humano basado en la tragedia griega. En Contrabando Rascón Banda retoma algunos prototipos de la tragedia griega, pero los representa en una obra que a modo de centauro –entre la narrativa y el teatro– nos permite apreciar cómo prevalece la estructura del drama griego. Es necesario disociar el costumbrismo de su relato y centrarse en la estructura del mismo.

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Cuando el griego iba al teatro ya conocía la historia que se iba a narrar, la representación equivalía a actualizar un drama circular. Leer Contrabando para quienes habitamos en estas ensangrentadas tierras no tiene nada de novedoso porque no es la novedad el valor estético a que aspira; es justo en lo predecible donde aparece el rasgo cíclico que al modo del teatro griego termina por atraparnos. La tragedia griega, como bien lo señala en su estudio Pilar Palop Jonqueres (1978), se debate entre dos visiones contrapuestas: Schopenhauer, para quien en la tragedia “nos desprendemos de la voluntad de vivir” (pp. 47-52) y Nietzsche, quien la entiende a partir de la dicotomía entre Apolo y Dionisio, donde la tragedia significa justo lo opuesto: la presencia total de Dionisio sobre el mundo. La tragedia en cierto punto es una afirmación pesimista de la vida y es justo ésta la visión que subyace en lo trágico de Contrabando: La muerte llegó a Santa Rosa y ya no quiere irse. Fuimos al río a pescar y la muerte fue también, pero no llegó navegando a través de la corriente sino por el aire, volando. […] Es más –dijo mi padre–, ese pueblo ya no existe. Está abandonado. Ahí no vive nadie. Ya no quedan ahí ni cuidadores. Los alejó el miedo. (Rascón Banda, 2008, pp. 97, 101).

Pero tengamos en claro que Dionisio festeja la desgracia porque sabe que en lo trágico es donde existe también la voluptuosidad de la vida, para eso siempre llega con el vino y el baile. Rascón Banda abre así uno de los capítulos: “Las bodas en los ranchos no tienen tiempo. Como pueden ser de tres días, pueden durar una semana y hasta un mes”. Como se puede apreciar en estos extremos, la realidad de los pueblos asolados por el narco toma la forma de una tragedia dionisiaca, la desesperanza se vuelve canto, no al modo del blues que de forma pasiva ve

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transcurrir el mundo, sino a ritmo de música norteña que mientras baila abraza la desgracia, por lo general la hija más entrañable de la pitonisa.

La pitonisa Lo terrible del oráculo no era el destino que se trazara para quien se atreviera a consultarlo, por más trágico o sangriento que éste fuera –imaginemos la angustia de Layo cuando el oráculo de Delfos le reveló que su hijo lo mataría y luego vendría un acto incestuoso con su esposa y madre del recién nacido Edipo–. En este caso lo terrible es que el hombre conoce su destino, el oráculo entrega pues una manzana apetecible, pero envenenada: el incorregible futuro. El inicio de las grandes tragedias nace siempre con un presagio. La neurosis que preludia la desgracia es mayor que la peor de las calamidades. Esto sucede en la vida real –la sensación de sentirse en desplome de un avión siempre será más grave que el mismo acto de morir– y la escritura lo recoge como una de las más eficaces estrategias narrativas; de esta argucia se vale Rascón Banda para contar una de las historias de la novela –“Triste recuerdo”, el guión que supuestamente es para Tony Aguilar– y que abre así la trama: La Saurina22 trata de entrar. El mozo se lo impide cerrando la puerta. Forcejean. La Saurina grita. Saurina:

¡José María! ¡José María! […]

El mozo se hace a un lado. Saurina sonríe a José María, entra y se coloca a la mitad de la sala. 22

Es de llamar la atención que el nombre de la pitonisa de Contrabando es una especie de referencia a Celia, La Saurina, una mulata que “pasó a la historia de Acapulco por predecir la suerte de un galeón de Manila, de la capitanía de San Nicolás de Tolentino, cuya tardanza rebasaba todas las predicciones”. Martín Ramos, Clara (2007). Las Huellas de la Nao de la China en México. La Herencia del Galeón de Manila, [en línea] , recuperado en octubre de 2010.

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José María:

¿Y ‘ora tú?, ¿perdiste el camino?

Saurina:

Me trajo el viento otra vez… como hace siete años.

José María:

¿Por qué te fuiste?

Saurina:

Mi destino es caminar, pero he venido a ayudarte. No me quedaré mucho tiempo. Sólo el necesario para asistirte.

Pifanio (bromea):

Pues qué va a pasar, ¿se va a acabar el mundo o qué?

Chente:

O va a llover de abajo pa’ arriba.

Pifanio:

O van andar las víboras paradas.

Los tres ríen. Saurina se indigna. Saurina:

No es con ustedes.

José María:

Entonces la bronca es conmigo.

La Saurina lo mira, se transfigura. Se ve temible. Saurina:

Conocerás el sol y la pasión, pero también las sombras y el dolor. Y habrá una muerte. (2008, p. 175)

Cuando Cassandra vaticinó la ruina que se vendría sobre Troya, el pueblo no quiso escucharla, estaban deslumbrados por el romance entre el príncipe Paris y Helena. De la misma manera Saurina no será escuchada en su advertencia a José María, pidiéndole que no se enamore de Rosalba ya que es la esposa de Manuel, el narcotraficante más poderoso del pueblo. De nada servirán las advertencias de Saurina, se consumará el rapto.

El rapto El pintor renacentista Guido Reni nos describe en su versión de El rapto de Helena (1631) una escena que a todo refiere menos a un rapto. Aparece Helena rozagante, quien delicadamente sujeta la mano de Paris; ambos amantes están escoltados por un par de querubines mientras la Corte los acompaña.

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En contraparte, en El rapto de Helena (1530-1539), del también renacentista Francesco Primaticcio, se narra lo opuesto: Helena, ya sin fuerza, se resiste a que Paris la lleve con ella, mientras éste aparece desfigurado como un demonio. La mayoría de las personas que aparecen están aterradas, como si predijeran la guerra que se avecina. Al fondo del cuadro un par de guerreros se disponen para el combate. ¿Por qué un mismo hecho puede ser representado de forma tan dispar? ¿Se trata, como lo sugiere Guido Reni, de una huida para concretar el amor entre Helena y Paris, o más bien se trata de un violento rapto? Esta pregunta ha estado presente en la interpretación del mito. Víctor Hugo Rascón Banda, para la construcción de su personaje de Rosalba –la versión santaroseña de la Helena troyana–, opta por la visión de Guido Reni. En cambio la versión del rapto podría ser la explicación del macho que se ha visto abandonado por su hembra, y ante esto reacciona con el ego resentido y trata de justificar la elección de su mujer como un violento rapto. En la huida prevalece la explicación de la mujer enamorada que para concretar su romance necesita hacerlo lejos de su alcoba matrimonial. De seguir la explicación de huida, podemos afirmar que cuando Helena conoce a Paris de inmediato queda enamorada de él; recordemos que Afrodita estaba en deuda con Paris por haberla elegido como la diosa más bella, por lo que usaría sus poderes para que Paris conquistara a la mujer más bella en la tierra, que era justamente Helena. Es por ello que desde el primer momento en que se conocieron –ante la presencia de Menelao– quedaron prendados. A Rosalba le sucederá lo mismo al conocer a José Manuel: “Será que los amantes siempre buscan lo imposible. Será que los dos, el día que por primera vez sintieron y descubrieron sus

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cuerpos, vivieron la pasión de a deveras, la que nubla el entendimiento” (2008, p. 181). La referencia al pathos griego y su vinculación con el destino. En el drama griego Menelao tendrá que asistir a Creta a los funerales de su abuelo materno Catreo, ocasión que servirá para concretar la huida de su esposa en brazos de Paris. En “Triste recuerdo” se repite la misma trama: Manuel Fonseca, cuenta la Nana, tuvo que salir de viaje a la frontera a poner orden en sus asuntos y apretar tuercas, porque últimamente las cargas de yerba y de polvo blanco no habían llegado a su destino. Si Rosalba lo hubiera acompañado esta vez, como lo hizo antes, otra fuera la historia. (2008, p. 178)

Al descubrir Manuel que su esposa ha tenido amoríos con otro hombre, su reacción es furibunda, lo que trae como consecuencia que envíe a Rosalba fuera del pueblo para que no vuelva a ver al hombre que desea. Justo en el viaje, José María intercepta la comitiva que lleva a Rosalba y logra rescatarla. Ante esto se viene la necesidad de resguardar a Rosalba para defenderse de la segura embestida de Manuel, quien furioso irá con sus sicarios a ‘rescatar’ a su esposa. Como se puede apreciar, sigue en pie la trama de La Ilíada. Son muchas las similitudes que nos hacen suponer que Rascón Banda tomó como base el mundo griego. Valga sólo como ejemplo esta comparación: Mientras en La Ilíada se relata en la Rapsodia Décima: Cuando llegaron al escuadrón de los guardias no encontraron a sus jefes dormidos, pues todos estaban alerta y sobre las armas. El anciano violos, alegróse y para animarlos profirió estas palabras: ‘¡Vigilad así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del sueño y demos ocasión para que el enemigo se regocije’. (Homero, 2007, 92),

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en Contrabando se narra esta escena: Pifanio hace guardia en una ventana de un piso superior. Mira hacia afuera con los ojos casi cerrados por el sueño. Cabecea y trata de mantenerse despierto, aunque el sueño no lo deja mantenerse en vela. De pronto José María escucha varios disparos y ráfagas de metralleta. Dispara y logra abatir a dos de ellos. (Rascón Banda, 2008, p. 180)

De la misma forma en que los soldados más valerosos se apostaron, ya sea en defender o rescatar a Helena, los grupos de rancheros siguen sin vacilaciones a sus patrones. Manuel –el marido abandonado– ordena al modo de Menelao: Manuel:

¡Son unos pendejos! ¡Hijos de la chingada!

Los otros hombres esperan en el pasillo. Manuel se dirige al mayor de ellos. Manuel:

Junta a todos en el patio. Tráete todas las armas.

En cambio José María aguarda –al modo de Paris– el inminente ataque ante la solidaridad de los suyos que respaldan el rapto de “su rey”. Desde los últimos escalones, José María mira a un grupo de doce personas con pistolas y rifles en la mano. Al frente de ellos se ven Pascualito y Silvestre. José María:

¿Y ‘ora?, ¿qué se les perdió en “El Rosedal”?

Silvestre:

Aquí estamos. Para lo que se te ofrezca.

José María:

No quiero comprometerlos. Ni que arriesguen sus vidas […]

Silvestre:

Tú siempre has sabido ser amigo. Y estamos aquí por el gusto de servirte.

Con esto se muestra cómo Víctor Hugo Rascón Banda tomó un conocido mito griego y lo ensambló en forma de guión de cine, llevándolo al contexto de su pueblo para que tuviera de telón de fondo el narcotráfico. Esta metahistoria en realidad es un melodrama, pecando a ratos de

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kitsch, con diálogos y escenas forzados y repetitivos. Pero si tenemos en claro que supuestamente era un guión para entregársele a Tony Aguilar, esto se vuelve un rasgo que abona a la verosimilitud y también una manera de curarse en salud de una historia predecible que es la más débil del libro, pero la que mejor ilustra la influencia del teatro griego. Si toda la lectura es un contrabando entre las ideas propias y el mundo que el autor ha creado, con esta novela estamos ante una peligrosa línea fronteriza, la de una realidad que por dolorosa nos ha quitado la sensación de perspectiva y es justo lo que nos da Rascón Banda: la perspectiva para entender las raíces humanas de la violencia, recordándonos que en Contrabando hay muchas formas de contar una historia.

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TRES DIGRESIONES EN TORNO AL NARCOCORRIDO Y UN COROLARIO

Canto y cuento es la poesía “Canto y cuento es la poesía, se canta una historia viva contando su melodía”. Como siempre, las palabras de don Antonio Machado caen como luciérnagas sobre las cosas para alumbrarnos desde su fondo más misterioso. Son el canto y la danza vistos desde cualquier perspectiva –la antropológica, la ritual o la del arte–, un rasgo distintivo de lo humano en tanto a nuestra naturaleza colectiva. En el lenguaje cotidiano la palabra se emite para comunicar con claridad el mundo de los objetos, las palabras nos dan un mapa para no tropezarnos con la realidad. En el canto la palabra cambia su eje de rotación y a partir de la sonoridad no comunica el mundo de los objetos sino que nos revela la condición no objetiva del mundo. El canto arranca al cuerpo de su estado originario y lo vuelve palabra; al verbalizar el deseo hace una incisión evanescente sobre la carne. Ahí está Salomón fijo como un roble que contempla extasiado la belleza: Tus dientes ovejas esquiladas que acaban de bañarse, cada una lleva su par de mellizos y ninguna va sola […]

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Tus dos pechos como dos crías mellizas de gacela que andan pastando entre los lirios.

(Cantar de los cantares: 4: 2-4, 5)

El Cantar de los Cantares narra el invicto triunfo de las sensaciones, cuenta la historia de la mujer que es Pregunta, Pausa y Precipicio. Pero también el canto nos pone frente a la historia que es pólvora y dolor: Madrid, 1937. En la Plaza del Ángel las mujeres cosían y cantaban con sus hijos, después sonó la alarma y hubo gritos, casas arrodilladas en el polvo, torres hendidas, frentes esculpidas y el huracán de los motores, fijo: los dos se desnudaron y se amaron.

(Paz, 1998, p. 93)

Estas mismas voces que Paz narra en Piedra de Sol, tienen otra representación aún más vital y sentida: Madrid, ¡qué bien resistes! Madrid, ¡qué bien resistes! mamita mía, los bombardeos, los bombardeos. De las bombas se ríen de las bombas se ríen mamita mía, los madrileños (Coplas de la Defensa de Madrid) Un pueblo afónico canta con la garganta desgarrada. El franquismo indolente clausura sus oídos. El canto se vuelve entonces Memoria, Música y Muro. La forma más efectiva de desacralizar el poder es el canto, el anonimato de la canción es siempre el polen de la crítica que termina disuelto en la multiplicidad de voces. El pueblo se rasca

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la panza y se percata de que en la risa está el antídoto contra el poderoso, le saca la lengua y se mofa de él. Pero, ojo, también lo hace de sí mismo: ¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano? Con sueños de opio no conviene ni soñar: sueñas un hada, y ya no debes nada, tu casa está pagada, ya no hay que trabajar. Sigue soñando que no hay contribuciones, que ya no hay ‘mordelones’, que ya puedes ahorrar. Sigue soñando que el PRI ya no anda en zancos, que prestan en los bancos, que dejas de fumar. (Salvador “Chava” Flores, 1954) El Cantar de los Cantares, Piedra de sol, Coplas para la defensa de Madrid, ¿A qué le tiras cuando sueñas mexicano?, sugieren una relación de tintes esquizoides que peca de ocurrente; seguramente a estas alturas del artículo el lector está pensando: “A este tal Olvera ahora sí ya se le fueron las cabras al monte”. Pero en el fondo estas expresiones muestran una misma esencia: el canto popular es una extensión –nunca una réplica– de lo que la bizca y enajenada realidad nos da. En nuestra tradición musical muy difícilmente encontraremos un corrido que narre cómo una familia de campesinos indígenas forjó a sus hijos en la universidad y hoy día son prósperos hombres que dirigen al país. La figura de Juárez es una excepción que nuestra historia no ha vuelto a repetir, por más que en los eventos públicos se invoque su figura. Nuestras voces populares se han visto tentadas a narrar casi con exclusividad la desgracia que nos persigue con un tono tan lastimero y patético como la peor de las películas de Juan Orol.

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A la luz de estos ejemplos virtuosos en los que el canto popular aparece como lo sugiere Machado habitado de poesía, ¿cómo entender que un joven de 16 años, montado en una camioneta, escuche a todo volumen y cante casi extasiado esto?: Ando buscando un cabrón, para partirle su madre... El mismo suelo que pisa hoy lo va a llenar de sangre. Para quitarle la vida, ya se me está haciendo tarde.

(Los Razos)

Cuento y sangre es nuestro canto Justo donde aparece lo prohibido, nace también la atracción. La cerradura de la puerta no es un llamado a permanecer afuera de la habitación, es un grito para que nos asomemos y veamos lo que pasa en la alcoba. Todos los intentos de censura hacia el narcocorrido son una invitación a su escucha. Pareciera que la pregunta ética que se formula sobre todo en los medios de comunicación es: ¿Hasta dónde es moralmente válido escuchar este tipo de música? Pero la interrogante no es del todo precisa. Antes de adentrarnos en este tema, acotemos pues algunas ideas respecto a esta expresión cultural. El narcocorrido es el hijo bastardo del corrido de la Revolución Mexicana, hereda de su padre el clamor popular, pero en cambio renuncia al anhelo de reivindicación social. Ambas expresiones se vuelven comprensibles ya que se hermanan en una característica: se originan de un sistema político excluyente. El Porfiriato mantuvo sumido al país en la desigualdad social, todo esto contrapuesto al discurso “modernizador” de don Porfirio. Del neoliberalismo podemos decir exactamente lo

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mismo: asfixia sin piedad y tiene la misma rúbrica que el Porfiriato: la desigualdad. Fue precisamente la marginación la que levantó en armas a los campesinos en México y alimentó la vasta y añeja tradición de corridos, y es también esa misma marginación la que ha facilitado que el narcotráfico sea la única opción de vida, ya sea entre los campesinos o los jóvenes que se dedican al tráfico de estupefacientes, realidad que ha sido recogida también por el corrido, y aunque no de manera exclusiva, existen expresiones como el hip-hop en las que los jóvenes narran el mundo violento y desesperanzador en que sobreviven. De acuerdo con las investigaciones del historiador Luis Omar Montoya, el primer narcocorrido de que se tiene conocimiento es El cruce sobre el río, y narra el tráfico de la canela hacia los Estados Unidos de Norteamérica. Pero no confundamos la gimnasia con la magnesia, dicen las abuelas con la misma sabiduría que don Antonio Machado. El narcocorrido ofrece dos caras que fácilmente nos pueden confundir; por un lado hay corridos sobre el narcotráfico que se arraigan en la calidad de la gran tradición del corrido de la Revolución Mexicana y del propio romance. Levantan la mano al modo de los tres mosqueteros don Paulino Vargas, don Ángel González y don Teodoro Bello, quienes ante la dolorosa realidad, han ido más allá del retrato para ofrecer una crítica profunda. Bajo esta influencia, cientos de músicos en todo el país y a lo largo de las cantinas o las grabaciones caseras, al modo de los rapsodas, narran los hechos de nuestra realidad con ingenio y talento, y cuentan las historias que el poder acalla, ya sea por complicidad, ineptitud o corrupción.

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Pero está el otro lado de la moneda, el de los jilgueros de paga que son los voceros, o en el mejor de los casos los rapsodas del hampa. Los que cantan dependiendo de la mano que les da el alpiste.

¿Callar a los jilgueros del hampa sin cortar el árbol de la impunidad? La violencia siempre ha sido un discurso que abona a la preservación del poder, ya que todo acto violento viene acompañado del miedo y es justo el Estado el gran administrador, agiotista, padrote o sanador de los miedos sociales. Frente a las ideas políticas redentoras –ya sea en Tomás Moro o en Marx–, siempre ha triunfado el realismo descarnado; recordemos sólo para darle la razón a Hobbes (1997): “La base de todas las sociedades grandes y duraderas ha consistido, no en la mutua voluntad que los hombres se tenían, sino en el recíproco temor” (p. 45). La cuestión con la difusión de los narcocorridos es que se le quita al Estado la facultad de administrar y narrar el horror. Recordemos ese anuncio televisivo de “pozolero”, en el que la producción audiovisual mostraba una voz de admiración que inclusive cambiaba la impostación para afirmar que “a Eduardo Teodoro Siemental, alias el Teo, se le atribuyen más de 600 ejecuciones con métodos sanguinarios como la incineración, mutilación y decapitación […] y metía a sus víctimas a un cazo de pozole”, ese spot, de haber tenido acordeón y bajo sexto, habría sido la envidia del Grupo Exterminador. Seamos claridosos y no demos vuelta al asunto: la prohibición de los narcocorridos no se inscribe en un dilema moral que busca proteger al ciudadano, y es ante todo un dilema político en

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el que el Estado opta por obtener el monopolio para lucrar con el miedo. Es –en términos de Foucault– una lucha por la hegemonía discursiva. Volver morales los problemas políticos es un recurso que el Estado conoce a la perfección. Y es justo el telón de fondo de la negativa a discutir con seriedad la legalización de las drogas. El más reciente caso de censura importante tuvo lugar con Los Tigres del Norte, quienes en una presentación pública fueron obligados a omitir de su repertorio La Granja, una canción de la autoría de Teodoro Bello. El tema musical narra en forma de analogía la situación actual del país. Valiéndose de poderosas metáforas –al modo de la célebre novela de Orwell–, nos introduce a figuras como el expresidente Fox, el narcotráfico, los oscuros intereses y hasta el accidente de Juan Camilo Mouriño. Como siempre, ante la censura, apareció la generosa inteligencia de Carlos Monsiváis. En un artículo que lleva por título “De que la perra es brava”, Monsiváis (2009) nos dice respecto al trabajo del compositor: Teodoro Bello es un corridista experimentado y talentoso. No conocimos los nombres de los letristas de La Adelita y La Valentina, pero todos –los muchos que dicen que son todos– estamos al tanto de las letras de Teodoro Bello. En Santiago de Chile, en una tarde dedicada a la poesía, tuve la fortuna de escuchar al gran escritor Nicanor Parra decir de memoria una letra muy larga de Teodoro Bello y ufanarse de su devoción por esa poesía popular y por Los Tigres del Norte. Incitado por este grupo enormemente representativo, Bello ha hecho la crónica o, si se quiere, el gran corrido de la Frontera Norte de México afligida por el narcotráfico y sus muertes sucesivas, deprimida por la corrupción policíaca y política y por el empeño de convertir en proezas las ineptitudes de la autoridad y los actos delincuenciales. También Bello conoce algo esencial: en los corridos, las muertes y

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la muerte no son lo circunstancial, son los elementos profundos de una lírica que mucho tiene de dolorosa, de elegía interminable.

Pero son muy variadas las voces que se pronuncian contra la censura; uno de los narradores de primer orden en México, Élmer Mendoza, afirma respecto al tema: No sé qué hay en la cabeza de las personas que censuran los corridos. En el siglo XXI todas las manifestaciones son posibles: las temáticas de la violencia, particularmente los corridos, señalan una situación concreta de lo que está viviendo el mundo. Yo creo que esos moralistas que enjuician un género tan fuerte y gustado deberían criticar las políticas mediocres que no han podido resolver los problemas de este país. (Olvera, 2012a) El también escritor Yuri Herrera, quien obtuvo en España el premio “Otros Ámbitos, Otras Voces” por su novela Trabajos del reino en la cual narra la vida de un compositor de corridos dentro de la “corte” de un poderoso capo, afirma respecto a la censura: Lisa y llana miopía… más allá de lo que esto evidencia sobre su vocación democrática – es decir que es muy escasa–, evidencia que creen que pueden decir o delimitar cómo registra o recuerda los hechos la gente. Esto es ya francamente autoritario. (Olvera, 2012b)

Es de llamar la atención un juego de doble moral que se aprecia lo mismo en la clase política que en los empresarios de los medios. Por un lado se pronuncian sobre prohibir este género, pero a la hora de realizar mítines políticos y fiestas populares, los grupos que interpretan narcocorridos son contratados para llenar las plazas debido a la bancarrota de la clase política en la convocatoria espontánea. Igual sucede con algunos empresarios radiofónicos que no transmiten las canciones que hablan directamente del narcotráfico, pero para organizar presentaciones

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masivas sí contratan a estos grupos. “Censuremos la ficción pero dejemos intacta la sangrienta y millonaria realidad”, pareciera ser la consigna de muchos censores. El juego de simulación de la clase política es digno de llamar la atención: permanece inmutable ante la desigualdad que genera violencia, ante la corrupción que deforma a la justicia, pero por otro lado hay el interés de censurar lo que los corridos dicen. Esto nos ayuda a entenderlo Yuri Herrera cuando nos dice que los corridos y narcocorridos “son una respuesta alternativa a las versiones oficiales sobre guerras contra el narco, fraudes electorales o la visión que se da de los zapatistas”. (íbid) Cuánta razón tiene Octavio Paz en El laberinto de la soledad cuando afirma: “La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente” (1992, p. 95) y ante esto, los movimientos populares se ven orillados a dar su otra versión de los hechos. Pero sí hay un riesgo en esta expresión cultural: la sobreexposición con fines comerciales. Recordemos que los narcocorridos responden sobre todo a la lógica de consumo de la sociedad de mercado, lo que genera una suerte de insensibilidad cuando se les escucha de forma periódica y sin distancia reflexiva, particularmente en los corridos de corte ‘panfletario’. La sobreexposición trae como consecuencia que la muerte, la tortura y el dolor se trivialicen. Pero el problema de origen está anclado en la inhumana sociedad de consumo. En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag (2004) nos mostró cómo la apreciación acrítica y descontextualizada de una imagen es una suerte de anestesia para la compasión humana. Vuelvo a la pregunta original: ¿Qué lleva a un joven de 16 años a cantar con entera felicidad “Ando buscando un

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cabrón para partirle su madre”? La abyección de un mundo sin futuro es el caldo de cultivo donde se decantan estas voces.

Corolario Para cerrar estas digresiones, valga pues un corolario cervantino: Don Quijote creyó que los libros de caballería eran la realidad misma y nuestra clase política padece el mismo mal. La diferencia estriba en que Don Quijote no era responsable de su locura ni lucraba con ella. No le dio –por falta de medios– por embarcar al país entero en una guerra. Al Ingenioso Hidalgo a duras penas le siguió Sancho Panza quien se animó a correr la aventura soñando en gobernar la prometida ínsula. Si queremos otro tipo de canto popular, que hable sobre el despertar del trigo, el cuerpo de la amada, la risa de los niños o el deber histórico de los pueblos, dejemos que nuestros cantores abreven en otras aguas. No le pidamos a quien huele todo el día la mierda que nos hable de la fragancia de las rosas.

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¿QUIÉN SE ATREVE A HABLAR DE FICCIÓN?

En un detallado y ejemplar estudio de José Luis Arriaga (2002) publicado en Razón y palabra, que lleva por título “"Colombianización" o "mexicanización", la nota roja en los noventa”, se narra lo siguiente: El 17 de abril de 1991, El Tiempo publicó una nota relativa al decomiso de un cargamento de cocaína en el aeropuerto de Quito, Ecuador, a cuatro falsas monjas que dijeron que sólo accederían a ser revisadas por una orden que viniera del Papa. La cabeza de la nota era: "Falsas monjas con coca bajo los hábitos". Y en sus primeras líneas consignaba: "Si nos requisan denunciaremos el atropello ante el obispo y las autoridades de la Iglesia. Se van a arrepentir; sólo lo pueden hacer con una orden del Santo Padre". Luego se explaya proporcionando detalles pormenorizados del escándalo ocasionado por falsas monjas originarias de Colombia. Se dice, por ejemplo: "...las religiosas fueron requisadas y bajo sus hábitos los policías se encontraron con una descomunal sorpresa: llevaban varios paquetes de cocaína adheridos con cinta a las piernas. Entonces, al verse sorprendidas, una de ellas juró que lo que llevaban era cal para Madrid, España, en cumplimiento de una penitencia. Y luego debemos retornar con el cargamento a nuestra ciudad, así pagaremos nuestra pena.

Esto canta el Grupo Exterminador: Una troca salió de Durango a las dos o tres de la mañana, dos muchachas muy chulas llevaban coca pura y también marihuana, pero se disfrazaron de monjas

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pa' poderlas llevar a Tijuana. Los retenes de la carretera a la monjas no las revisaban, tal vez era respeto al convento pero nunca se lo imaginaban, que eran dos grandes contrabandistas que en las barbas la droga llevaban. En la gente que estaba de turno en aquella inspección de Nogales, por lo visto no eran muy creyentes y enseguida empezó a preguntarles que de dónde venían y qué traiban dijo el jefe de los federales. Muy serenas contestan las monjas ‘Vamos rumbo de un orfanato y las cajas que ve usted en la troca son tecitos y leche de polvo, destinados pa' los huerfanitos, y si usted no lo cree pues ni modo’. Dijo el jefe de los federales ‘Voy a hacer el chequeo de rutina, yo les pido disculpen hermanitas pero quiero a sacarme la espina, yo presiento que la leche en polvo ya se les convirtió en cocaína’. Con un gesto de burla en la gente se arrimó y les dijo a las monjitas ‘Yo lo siento por los huerfanitos ya no van a tomar su lechita, ahora díganme cómo se llaman si no es mucha molestia hermanitas. Una dijo me llamo sor Juana, la otra dijo me llamo ''sorpresa'', y se alzaron el hábito a un tiempo, y sacaron unas metralletas y mataron a los federales, y se fueron en su camioneta. En Durango se buscan dos monjas que ya no han regresado al convento.

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Monsiváis viendo de reojo a Debord nos ayuda a concluir: “Las canciones no son un invento de lo que sucede en la realidad, lo real es un reflejo de las canciones… No éramos así hasta que distorsionaron nuestra imagen, y entonces ya fuimos así, porque ni modo de hacer quedar mal a la pantalla” (2004, p. 102).

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YURI HERRERA: LOS MURMULLOS DEL NARCO

Los murmullos del narco No es gratuito que el primer nombre pensado para Pedro Páramo fuera Los murmullos. Una de entre las casi infinitas lecciones que nos dejó Rulfo tiene que ver con que el escritor debe apenas insinuar las palabras y rozarlas con la suavidad del amante que apenas desliza el dedo para dejar que la amada imagine el camino de la caricia, aunque ésta nunca llegue al epicentro. El latifundista Pedro Páramo –como bien dice Carlos Fuentes– detenta el habla, pero al tirano apenas lo intuimos como un murmullo, eso nos explica por qué “se fue desplomando como un montón de piedras” (Rulfo, 1989, p. 131). Pedro Páramo se derrumba entre los balbuceos y se desgaja entre las palabras que diligentes lo van cercando. El carácter ígneo del personaje está cincelado con murmullos. En toda la obra de Rulfo jamás aparecen las palabras Revolución Mexicana. Pensemos en Nos han dado la tierra (Rulfo, 2001), en el cuento jamás se nombra a la burocracia que secuestró los ideales sociales. Baste la parquedad de: —No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos. —Es que el Llano, señor Delegado… —Son miles y miles de yuntas.

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—Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua. —¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva se levantará el maíz como si lo estiraran. —Pero, señor Delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. —Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra. (p. 32)

Frente a una generación de escritores que se esforzaron por hacer explícita, ya sea su elegía o su diatriba respecto a la gesta revolucionaria, Rulfo optó por una opacidad que hasta la fecha sigue siendo –valga la paradoja y la alusión– la visión más transparente de la crisis de la Revolución Mexicana. Murmuró la Revolución y con esto su crítica se salvó de quedar petrificada en lo anecdótico. Buscar el nombre lateral del mundo, más allá de la proximidad de los objetos, o, dicho de forma menos rebuscada, huir de los lugares comunes para señalar las cosas, es uno de los atributos de Trabajos del reino, de Yuri Herrera (2004)23. Si Pedro Páramo dijo: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre” (Rulfo, 1989, p. 111),

Yuri como autor hace lo mismo, pone a los personajes adentro de la corte del hampa y

cruzado de brazos los deja moverse a su antojo, para que cada uno encuentre su final precipitado y trágico, pero siempre orillado por los murmullos que se evaporan entre los pasillos del palacio. 23

El trabajo de Yuri Herrera ha recibido importantes reconocimientos dentro y fuera de México. Valgan como ejemplos el Premio Binacional de Novela Border of Words y el I Premio “Otras Voces, Otros Ámbitos” a la mejor obra de ficción publicada en España. La novela está en proceso de traducción al alemán, la encargada será Susanne Lange y el ilustrador será Gabriel Orozco. Además se tiene previsto que en breve entre a los mercados inglés, italiano y francés.

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La parquedad con la que narra Herrera es casi rulfiana, su Comala –al parecer es un pueblo norteño– también tiene un patrón a lo Pedro Páramo: hace que todos se muevan a su antojo como fantasmas, el poder de El Rey se hace visible en medio de un árido paisaje que termina por meterse al fuero interno de los personajes. Una buena parte de la literatura del narco ha caído en el pantano de los lugares comunes: por un lado narra con detalle periodístico una serie de hechos del conocimiento público y luego, cuando los ficciona, cae en un estereotipado manejo de escenas y personajes. Eduardo Antonio Parra (2005b) resalta un mérito enorme de la novela: “Aparte del realismo hay otras maneras de narrar el narcotráfico en México” (p. 80). En el caso colombiano, Cartas Cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo (1996), nos regala una verdadera obra maestra donde se aproxima el mundo del narco a la voz poética. Pero Jaramillo y Herrera son casos excepcionales, muchos de los escritores de novelas sobre la violencia suponen que la fuerza de un tema –piénsese en los dramas que llevan consigo la vida delictiva y el narco– garantizan una novela para mantener atrapado al lector, pero olvidan la más elemental y valiosa de las consejas en la literatura: que el tema por sí mismo no garantiza nada, es su tratamiento lo que vuelve literaria una obra. De esta forma pareciera que algunos escritores creen que la relevancia literaria se gana con mezcla de balas, denuncia de la corrupción política y sangre, mucha sangre. Sobre esto ha ironizado Héctor de Mauleón (2010) con cierta ponzoña: Habrá por allí un par de obras estimables pero en términos generales y ante la cauda de balaceras, ejecuciones y decapitaciones en que está inmerso el país desde hace años, la literatura mexicana no cumple aún a cabalidad con el apotegma balzaciano que invita a la novela a narrar la vida secreta de las naciones. ¿Dónde está la obra literaria que cuente las

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narcofosas del modo en que Mariano Azuela describió en el otro siglo la panorámica de un mundo en llamas?

La otra connotación de la sangre El inicio de la novela de Herrera (2004) nos marca una distancia abismal con todos los estereotipos de la narcoliteratura: Él sabía de sangre y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos. Otra sangre. (p. 9) El primer párrafo inhibe al lector que espera el estruendo de los ‘cuernos de chivo’ y la sangre a borbotones. En Trabajos del reino estamos ante otra connotación de la sangre: la realeza del hampa. Con este rasgo Yuri da a su novela un lugar privilegiado dentro de las obras que abordan estos temas. “Léase en clave cortesana” es la primera señal que le envía al lector. Cuando Jorge Volpi (2009) afirma: “Novela del narco y crítica implícita de las novelas del narco”, Trabajos del reino era ya una pequeña joya literaria; no se trata ni de un halago, tan propio de las reseñas de libros, ni de un ardid publicitario, sino de un señalamiento honesto sobre la novela. Un rasgo esencial en la obra tiene que ver con el nombre de los personajes. Si partimos de la idea de que el nombre –al modo de los perros– orina sobre el terreno de la realidad para marcarlo. Al nombrar el cuerpo se vuelve “símbolo”. El nombre es presencia del cuerpo ausente.

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Lo nombrado marca presencia sin la necesidad de estar en el lugar de los hechos; en la novela de Herrera los nombres no son marcas que inscriban una biografía sino que reseñan un oficio: El Artista, El Rey, La Cualquiera, El Joyero… Hay que reparar que si no hay nombres en la novela tampoco hay un lugar, sino la vaguedad de un paisaje rotulado con huizaches que insinúan la geografía chihuahuense. El cuerpo de los personajes de Trabajos del reino es apenas evanescente, aparece sugerido; Yuri no cae en la tentación realista de la descripción algunas veces tortuosa por lo insustancial e impostado24. El reino que nos narra Yuri –al modo de los cielos– está en cualquier parte donde una historia merezca ser narrada. El Castillo de Buckingham resulta lejano a los ojos del narrador; en cambio las mansiones de columnas dóricas y tapices atigrados, contienen en el fondo la misma intriga. ¿Qué hay allá? Basura. Aquí vas a tenerlo todo, nomás que componga a ese hombre. Espera un poquito más. Cuando la sangre rica que le doy arregle su semilla, tú también tienes que estar lista. Aun si el maldito pájaro no sirve, voy a encontrar la manera de regalarte todo esto. (Herrera, 2004, p. 77) El carácter nobiliario de los personajes, como lo señala Elena Poniatowska, “designan una responsabilidad”, lo que nos recuerda a Ortega y Gasset (2001): “La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. El noble originario se obliga a sí mismo, y al noble hereditario lo obliga la herencia” (p. 69), y es justo la herencia el centro de la trama cortesana.

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Las incursiones sobre este tema de Homero Aridjis suenan falsas, su aproximación a estos asuntos se caracteriza por la falta de verosimilitud. Está muy lejos de convencer por la carencia de un registro narrativo intenso que se vuelve engolado.

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Bajo la idea de nobleza como autoimposición –generalmente como sacrificio– de un código para obtener, preservar y legitimar el poder, podemos entender a La Bruja, quien tiene fija una obsesión: que La Cualquiera –su hija– sea la heredera del trono. Para lograr su cometido estará dispuesta a todo tipo de artimañas. El objetivo de La Bruja nos recuerda a la sagaz Livia Drusila, quien urdió una planificada estrategia para que su hijo Tiberio llegara al trono. El modus operandi de la esposa de Augusto fue el envenenamiento que incluyó el asesinato de su esposo, el emperador romano. A La Bruja le corroe la misma obsesión de lograr que La Cualquiera ocupe un lugar protagónico en el trono del hampa. Su veneno serán las intrigas para despejarle el camino a su hija, pero aparece un problema que pone en entredicho sus planes: La Cualquiera se siente atraída por El Artista. “Ni vas a joder las cosas –dijo–, ni voy a permitir que un muerto de hambre las arruine” (p. 77). En la intriga romana Livia se enfrenta con el mismo obstáculo cuando su hijo Tiberio sigue enamorado de su primera esposa Vipsania Agripina, negándose a dejarla a pesar de que el imperio le viene en prenda al casarse con la hija del emperador. Herrera conoce bien los elementos de la intriga cortesana: la atracción física encarnada en el olfato animal, contrapuesta al deber y a la voluntad de poder. Trabajos del reino tiene una dimensión política muy clara, pero esto no viene de la obviedad panfletaria sino de la capacidad de Yuri para destacar la función del arte como un radical ejercicio de la crítica. Para ejemplificar la forma en que la novela denuncia sin caer en lo grotesco, así describe la oficina de El Rey: “Sí, había unos pocos papeles, una Biblia, mapas,

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periódicos con historias de muertos, una revista en la que los miembros de la Corte aparecían retratados a color en una boda”. La clave cortesana de la novela es un elemento para explicar la recepción tan favorable de la comunidad literaria en Europa. Si en La Reina del Sur un factor que explica –parcialmente– su difusión fue lo exótico, como la versión del western posmoderno25, en Trabajos del reino lo que atrae son los arquetipos que se desenvuelven en la atmósfera de una corte que es universal a casi cualquier referente cultural.

El aedo con bajo sexto El aedo, como menciona Carlos Espejo (1991), es “el depositario de la memoria colectiva” (p. 161).

Paradójicamente esto reclama un sacrificio: el anonimato. El recuerdo popular es posible a

condición de que el narrador permanezca en el olvido. Hay una muy clara escisión en la idea de autoría que conviene revisar aunque sea de forma somera. En el mundo clásico hay una línea imperceptible entre el autor arraigado en el anonimato remoto y el intérprete que actualiza este canto. En la era moderna, con especial énfasis en el romanticismo, la autoría de la obra recae sobre el intérprete. El yo está inflamado y su único cauce es el culto a la figura del autor, pero cuando el autor difiere del intérprete, casi por regla universal terminaremos recordando al cantor que hizo célebre la canción. Difícilmente –José

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El nombre de Western posmoderno trata de evidenciar la visión que se tiene sobre la violencia fuera de México. Para ilustrar esto, valga el ejemplo del videojuego Call of Juárez: the cartel, producido por Ubisoft, en el que la ciudad es una zona de guerra y saqueo donde se trata de estar asesinando en la calle en medio de una total impunidad.

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Alfredo Jiménez y Agustín Lara serían excepciones– el imaginario popular recordará a Ventura Romero antes que a Pedro Infante cantando La Burrita. Para la memoria popular quedarán Contrabando y traición o Mis tres animales como canciones de la autoría de Los Tigres del Norte o Los Tucanes de Tijuana. Para el escucha promedio, el nombre de Paulino Vargas o Ángel González quedará diluido en las minúsculas letras que consignan al compositor. El fenómeno del rockstar se entiende a partir del predominio del intérprete sobre el autor. El cantor popular en México se ha debatido entre el aedo que se arraiga en la tradición corridística de la Revolución Mexicana y el rockstar –en el otro extremo– comprensible a la luz de la hibridación cultural y la sociedad del espectáculo. La novela de Herrera es la más acabada en lo que se refiere al cantor vinculado a la Revolución, y Luis Humberto Crosthwaite en Idos de la mente (2001) nos presenta una obra inteligente y lúdica sobre el corridista rockstar. En Trabajos del reino, El Artista entiende y acepta el rol con la misma convicción con la que un aedo del mundo clásico asumía que no se puede “sentir creador absoluto y responsable de su obra sino sólo un "narrador" de unos hechos acaecidos en un pasado remoto” (Espejo, 1991, p. 165).

El Artista está interesado en que su obra se divulgue a costa, por supuesto, de que su nombre

quede apenas referido. Por otra parte, la novela aborda una dimensión fundamental de los corridos: el mercado y las redes de poder: Yo soy el Gerente. Arreglo las cuentas. No le pides dinero al Señor, me lo pides a mí. Mañana te llevo con uno que graba, a él le vas a ir pasando lo que escribas […]

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Luego el Periodista se va a ocupar de mover la música a través de sus contactos en la radio –le dijo el Gerente–. […] Ni se preocupen, aquí el Gerente va a arreglar con unos amigos para que muevan su música en la calle… Al cabo así hacemos los negocios, ¿no? (Herrera, 2004, pp. 25, 31, 61)

Como ya se mencionó en Pedro Páramo, se regula el habla. En Trabajos del reino el canto no es sino la posibilidad del habla para volverse centro de poder. La evanescencia de quien habla se vuelve ígnea cuando se canta. La voluntad del canto permanece así se calle el jilguero. La métrica de una canción se vuelve mecanismo para perpetuarse en la gente, es la sonoridad y no el peso del significado lo que permite la crítica al poder. En Trabajos del reino es importante señalar que lo central no es que los corridos logren que El Artista tome conciencia de su entorno social, lo sustancial es que el arte lo hace tomar conciencia de sí, lo que se traduce en el desarraigo de aquello que narra para ponerle punto final a la idea del arte como mímesis: El Artista observaba y observaba […] y eso es lo que le brincó: Que todo era igual. Sintió la fiesta escurrirle de largo con la velocidad de la rutina. Lo único extraño era él, que veía todo desde afuera. El único especial era él. (p. 60)

El cantor se descubre más allá del objeto que narra, encuentra que su canto goza de autonomía y vida propia, vence al poder porque deja de ser amanuense para volverse creador. La rúbrica de Trabajos del reino es que triunfa el arte sobre la putrefacta realidad que supuestamente retrata: La calle era un territorio hostil, un forcejeo sordo cuyas reglas no comprendía; lo soportó a fuerza de repetir estribillos dulces en su cabeza y de habitar el mundo a través de las

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palabras públicas: los carteles, los diarios en las esquinas, los letreros, eran su remedio contra el caos. (pp. 15-16) Pero El Artista de la novela de Herrera no es enteramente un “aedo”. En el mundo griego este cantor tenía una suerte de revelación divina que lo iluminaba para compartir la verdad de los dioses. En la Edad Media su canto –politeísta– ya no transmite ninguna revelación, a lo sumo divierte. La Ilíada deja de ser la verdad que transmiten los dioses para volverse divertimento, y esto mismo sucede con el rapsoda. Al dejar de ser sagrado el canto, el rapsoda también se desacraliza: nace el bufón. Pero si reflexionamos, el bufón se arropa en los pliegues del lenguaje; lo inofensivo y hasta grotesco de su aspecto es justo la trampa con la que engancha el discurso del poderoso. Recordemos que Darío Fo (1998) realiza una crítica demoledora a la Edad Media valiéndose de la figura del bufón: ¡Aquí está el juglar! Os enseñaré a hacer sátira, a burlaros del amo, que es una vejiga grande y con mi lengua la voy a pinchar. El habla del bufón para la Corte es el tatuaje de la ocurrencia y por ello sus palabras son tomadas con ligereza. Así es percibido El Artista dentro de la Corte: “¿Pues qué vas a ser pendejo? –dijo ella antes de que El Artista saliera–. Ellos son unos hijos de la chingada y tú eres un payaso” (Herrera, 2004, p. 68). Pero esto es justo lo que le da permanencia y arraigo a sus palabras.

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La risa desacraliza cuando el poderoso se ríe de las bufonadas, abre una pausa para la burla, y en esta pausa la crítica entra a pies descalzos y toma el cetro. En lo que menos piensa, el discurso del poder ha sido inoculado. El Artista asume diversos roles dentro de la vida cortesana, es visto por el poder como su amanuense, el hombre que se le “maicea” para que cante lo que El Rey desea: —Señor, yo pensé… —¿De dónde sacaste que podías pensar?, ¿de dónde? Tú eres un soplido, una puta caja de música, una cosa que se rompe y ya, ¡pendejo! (p. 109)

La visión de El Capo se hace extensiva a la burocracia, a la clase política, los medios de comunicación (XVI) y a toda la estructura social que por un lado dice perseguir y por el otro utiliza como fuente de enriquecimiento. Pero en el mismo momento en que lo menosprecia descubre que “la culpa la tengo yo por andar jugando con animales que pegan mordidas” (íbid). El Rey se percata al final de la novela de que El Artista no era sólo un bufón –por eso intenta matarlo– y que sus palabras son capaces de herir e incomodar. En cambio en la percepción de El Artista respecto a El Rey sucede lo contrario; al inicio de la novela, El Artista tiene la sensación de importancia por encontrarse tan cerca de él al final de la historia: Tuvo una visión minuciosa del rostro de El Rey, a quien como con una lupa le vio la consistencia floja de la piel, y de una constitución tan precaria como la de cualquiera de las personas de ese lugar. Disimuló que el hallazgo lo fulminaba.

El bufón se ríe de la Corte, parece ser la moraleja de Herrera. El Artista, como bien lo señala Poniatowska, “nunca deja de criticar al poder”, pero hay otra dimensión que se debe señalar: El

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Artista se percata de que su canto no sólo procede de las hazañas de los otros, encuentra que su vida es también barro primigenio para moldear su canto.

Un aedo que juega al cubilete La cantina, vendimia de hábito soez –como la llama Francisco de Quevedo–, es placenta, bajo su tibio resguardo se encarna el soliloquio; entre sus muros se fragua un extraño aislamiento: el parroquiano, una vez que ingresa a ese éter, encuentra las palabras para nombrarse a sí mismo. Pero recordemos que toda placenta es forzosamente arrojada; la cantina se vuelve entonces expulsión. El periplo de sí mismo encarna en el otro. Las palabras que han sido pensadas o pronunciadas para sí mismo han traicionado su juramento; se abren hacia los otros. La palabra se vuelve entonces cofradía; comparte en la medida en que oculta, devela en la medida que su significado profundo sólo se muestra a los iniciados, la palabra hace visible el poder. La primera atmósfera de la novela es una cantina, también la última. Herrera tiene un mérito sobresaliente: entiende el amasiato entre el corrido y la cantina, y es por ello que encuentra los resquicios del habla. No cae en la trampa del folclórico. En una suerte de minimalismo literario, halla el germen esencial de las palabras. Herrera encuentra el balbuceo fundacional donde nace el corrido, no lo reivindica desde una óptica sociológica y menos aún periodística; lo hace a partir de una poética de este canto. La palabra, cuando se vuelve canto, busca quedarse prendida de la memoria, como un arete: Son. Tantas letras juntas. Suyas. Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa. Son. Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en

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el papel y en el mirar. ¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale, como el serrucho si armara mesas, como la fusca si arreglara vidas? Qué, pero nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber. Tantas letras ahí. Son. Son un destello. Cómo se empujan y abrevan una de otra y envuelven al ojo en un borlote de razones. Y qué si perfectas, igual rejegas, ya se incriminan con miedo al desarreglo: palabras. Tantas palabras. Suyas. Bronca de signos que se atan. Son una luz constante. Son. Él ya sabía de los libros, pero repelían, como una patria que no invitaba. Y ahora se ha dejado llevar de la mano hasta el acopio de secretos. Una luz constante. Un resplandor diverso cada una, cada una diciendo el nombre verdadero a su modo. Hasta las más mentirosas, hasta las más veleidosas. Ajá. No. No están ahí nomás para fecundar la testa. Son una luz constante. El rumbo a otros cartones, lejos de ahí. El descenso a oídos ocultos, ahí. Como los bichos que lo pueblan. No. No están nomás para entretener la vista ni alimentar la oreja. Son una luz constante. Son un faro que se derrama sobre las piedras a su merced, son una linterna que se pasea, se detiene, acaricia la tierra y le descubre cómo acabalar el servicio que le ha tocado. (pp. 71)

El Artista hace tangible el grito de guerra de Octavio Paz: Dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas), azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas, ínflalas, globos, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, gallo galante, tuérceles el gaznate, cocinero, desplúmalas, destrípalas, toro, buey, arrástralas, hazlas, poeta, haz que se traguen todas sus palabras.

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El corrido para Herrera es el transmisor de la verdad fundacional. Recordemos la tan consabida reflexión de Heidegger: El arte esclarece lo real porque no lo cosifica. El Artista asume lo real como artificio, por lo tanto la manera de hacerlo asequible es la narración. El cantor del narcocorrido no es precisamente un cronista: Y luego se dijo: Una historia para ser contada por alguien más. ¿Para qué iba a ponerse a refutar las invenciones del periódico? A estas alturas prefería la verdad que la historia verdadera. (Herrera, 2004, p. 62)

Yuri nos acerca al proceso creativo, rasgo que ninguna otra novela sobre el tema aborda, al dar por sentado que es un proceso mimético, cuasi periodístico de la realidad, pero en la visión de Herrera: —A ver, cuénteme cómo se arma un corrido –dijo el periodista–. ¿Dice la historia y ya? El Artista sabía cómo, pero nunca lo había formulado. La pericia era ocultada por pudor, de la que casi nunca se hacía consciente. Sin embargo ahora le dio confianza hablar de ello. —La historia se cuenta sola, pero hay que animarla –respondió–, uno agarra una o dos palabras y las demás dan vuelta alrededor de ellas, así se sostiene. Porque si nomás fuera cosa de chismear, para qué se hace una canción. El corrido no nomás es verdadero, es bonito y hace justicia. (p. 87)

El aedo de los trabajos no sigue el claro designio de los dioses para componer. La veleidad sonora de las palabras privilegia su sentido, la muerte del dios que dicta las canciones no viene de la filosofía sino del ritmo. Un noctámbulo bajo sexto puede más que un lapidario aforismo. El Artista se sumerge en el bullente imaginario colectivo y de ahí extrae las palabras guía. Su rapsodia narra otro combate: el de los hombres y mujeres que caminan en el borde de lo

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prohibido; embellece el destino de los héroes abyectos pero con el mismo talento los critica. A ritmo de “tundata” nos acerca la mano para tocar lo prohibido. Por eso el aedo entra a la cantina y pide un pisto doble. Toma con fuerza el cubilete, arroja los dados. Con la mente persigue escurridizos octosílabos e indiscretos huizaches. Imagina cómo va a narrar la vida que nunca deja de sorprenderle. Avizora un posible escucha. Recoge los dados y vuelve a lanzar. Sin leer a Mallarmé comparte la misma intuición: “Un golpe de dados jamás abolirá al azar”.

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LUIS HUMBERTO CROSTHWAITE: OTRA DE JILGUEROS

El dandy y el rockstar Tú dile a ese productor que Cornelio sólo escribe éxitos; si quiere otra cosa, que se vaya a chingar a su madre. Luis Humberto Crosthwaite

El escándalo no se centra en la novedad que sorprende, lo hace con el desenfreno que regresa al espectador a las pulsiones básicas. El beso entre Britney Spears y Madonna es uno de los momentos emblemáticos dentro del montaje posmoderno; a ritmo de rock, teniendo como marco MTV

y ante millones de televidentes, se enlazaron de manera “sorpresiva” con un beso en la boca.

El origen de esto se entiende porque la herencia del romanticismo fue el artista con el yo henchido que a como dé lugar debe parecer extraño a la multitud. El dandy nace justo cuando la modernidad esparcía el cloroformo de sus logros; la sociedad industrial y con ella la estadía de las máquinas entre nosotros, la producción en serie y su consecuencia inevitable, así como la estandarización del gusto y el elixir de la modernidad, es la idea de progreso. Frente a esto la figura de resistencia es la del artista romántico, quien desde su individualidad encuentra en la provocación su arma de combate.

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Idos de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio (2001) es una novela de Luis Humberto Crosthwaite26 que resulta uno de los libros más provocadores frente al vetusto panorama literario y a cierta tendencia del “buen escribir”, que a la postre termina siendo mero acartonamiento por su apego a las fórmulas. La novela de Crosthwaite es justo lo opuesto a esta inercia y aparece lúdica, experimental y fragmentaria. Pero veamos más acerca de la figura del dandy para aproximarnos a Cornelio y Ramón, los protagonistas de la novela. El dandy huye de las obligaciones, le pesan por su afán productivo y por su lastre acumulativo; su estadía en el mundo es justo como la loción que se consume sin reemplazo; su individualismo sigue el mandamiento de Baudelaire (2008): “Hay que ser sublime sin interrupción. El dandy debe vivir y morir ante el espejo” (p. 97), por eso su encarnizado rechazo al gregarismo que busca perpetuar las prácticas sociales. En la orgía concreta la única forma de vínculo social en la que cree: el dictado de la libido y el deseo inmanente, todo esto fuera del reino de las implicaciones. Sin consecuencias, sólo queda la fascinación por sí mismo. Frente a la uniformidad de la sociedad industrial, el refinamiento trasnochado se repite en el dandy mientras camina como el hombre de la multitud que narra Edgar Allan Poe. Dos elementos lo salvan de la “monotonía embriagante” –de nuevo Baudelaire–, las drogas y la moda. La moda porque representa el triunfo de lo temporal y pasajero sobre lo trascendente; la droga ―en especial el ajenjo al que Oscar Wilde (2010) describe: “Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen. Después del segundo, uno ve las cosas que no existen.

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Luis Humberto Crosthwaite es uno de los escritores más reconocidos de la generación nacida en los años sesentas. Nació en Tijuana en 1962. Entre sus reconocimientos están: Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1990), Premio de Testimonio Chihuahua (1992), Premio Nacional de Cuento Décimo Aniversario del Centro Toluqueño de Escritores (1994), miembro del Sistema Nacional de Creadores en México ( 2001-2004). Además es editor y promotor independiente.

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Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal y como son, y eso es lo más horrible que puede ocurrir” (p. 54)― porque es el suicidio soterrado ya que –en el extremo de la frivolidad– no vale la pena el golpe de pistola sobre la ropa nueva y su glamour, en cambio sí el lento socavamiento de la existencia. Wilde, frente a su vaso de ajenjo; Elvis, alineando sus interminables porciones de cocaína que bien podrían repetir a coro de Baudelaire: “¡Voluptuosidad, cruel tormento!”, para cerrar con este vínculo una verdad evidente: el dandy es el padre del rockstar. Pero una desemejanza enorme los separa: el dandy fue una figura de contención a lo que Ortega y Gasset llamó “la rebelión de las masas”, el rockstar en cambio se vuelve su más alta realización. El deseo de autodestrucción pasó de ser voluntad del poeta del romanticismo a agua de uso corriente en la masificación. El rockstar encarna la peor pesadilla del dandy: la aristocracia de la decadencia que deja de ser individual para tornarse colectiva. Esta es justo la genealogía del transparente fantasma del sentido posmoderno. Un dandy mexicano, don Renato Leduc, nos da el punto de inflexión para entender la impronta posmoderna: “Los temas trascendentes han quedado, como Dios,/ retirados de servicio” (2003, p. 112). Es natural, él también es un morador de las ruinas de la modernidad, por eso advierte a modo de fábula que “no haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad tenaz”. Esta es la moral del espectáculo.

A este cantor no le inspiran las balas Idos de la mente debe entenderse tomando en cuenta la condición tijuanense de su autor, rasgo que no es un mero adjetivo; su condición fronteriza es un elemento casi obligado para irrumpir en

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su obra creativa, ya que siempre está en cruce, en permanente migración discursiva, idiomática y de sentido. Crosthwaite legó a la literatura la figura del corridista posmoderno: el rockstar norteño que viene a ser una herencia parcial del dandy, sumada a la hibridación de la cultura de masas norteamericana con todos sus imaginarios de consumo y la del ranchero con toda su referencia provinciana. El corridista que nos narra el autor tijuanense es muy distinto al de Yuri Herrera. Su posición frente al narcotráfico es otra: mientras El Artista en Trabajos del reino se emociona con la épica del narco, Cornelio en Idos de la mente reacciona así: Entra a la habitación de su mujer. Reconoce La banda del carro rojo interpretada por ‘Los Tigres del Norte’. Esos tigres no tienen futuro. ¡Canciones de traficantes! A la gente no le va a gustar eso. Juiqui, Juiqui, Juiqui. Tengo que hablar con mi vieja para que no ande poniendo esa música. (p. 148) La novela nos muestra una ciudad desquiciada por la violencia: “Muerte misteriosa de narcos”. El reportero explica: “Filomeno Mata, alias el Rascahuele, conocido por ser lugarteniente de los hermanos Avellana, fue encontrado muerto misteriosamente junto a uno de sus ayudantes” (p. 210). Pero a pesar de este trastorno de la vida social, los personajes de la novela se niegan a cantar sobre este tema por una noción ética, ya que “los corridos hablaban de hombres valientes, no de narcotraficantes culeros. Voy a componer una canción y les voy a enseñar a estos babosos lo que es hacer buena música”. (p. 177) Cornelio y Ramón rechazan cantar narcocorridos al considerar que la expresión es fundamentalmente lírica, desconfían de la épica del canto. Pero la novela, a través de la parodia, demuestra la disolución entre la alta y la baja cultura –uno de los sellos de la posmodernidad–. La

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mezcla –hibridación en los términos sugeridos por García Canclini (1989)– entre la música norteña y la alta cultura desacraliza los discursos con la misma habilidad con la que la estructura de la novela descentra la realidad. En Idos de la mente, Piedra de sol aparece al lado y con la misma jerarquía que la canción Libro abierto o Muerte sin fin junto con Eslabón por eslabón para insinuar dos extremos: los intelectuales escuchando a Lalo Mora y “Juan Pueblo” repitiendo: “¡Oh inteligencia! Soledad en llamas que todo lo consumes sin crearlo” (p. 41). Todo esto con un rasgo de inocencia que se nota desde el nombre del grupo. Léase esta referencia intertextual a Ibargüengoitia: Pues nos íbamos a llamar ‘Los relámpagos del norte’ pero ya había un grupo con ese nombre. Pensamos en rayos, truenos y centellas, pero nos gustaba más relámpago. Y como nacimos en agosto, pos ahí está. (Crosthwaite, 2001, p. 61)

Al igual que en Trabajos del reino, la música aparece como elemento de articulación social pero también en la construcción de la educación sentimental. El hecho de que la novela sea disparatada en su horizonte estructural y temático no merma la calidad en su prosa literaria: Una canción se paladea en la calle, se oye salir de una cantina, se escucha en los restaurantes, se arremolina en las largas filas de los bancos, entusiasma a las muchachas de secundaria, agradece a las madres su noble esfuerzo, envalentona a los estudiantes tímidos, incursiona en las cárceles públicas, encabeza manifestaciones, desprecia a los políticos, participa en congresos, libera pensamientos, promueve abrazos, encabeza guerrillas, envalentona, atrinchera, fortifica, defiende, auxilia, limpia, salva, hace, ata, da…

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Lo que hace el autor es un canto a la canción misma y como se puede apreciar, el número de letras va decreciendo –a modo de susurro– desde las once letras de “envalentona” para llegar a “da”, y con la simpleza de un monosílabo se encierra la dimensión ritual del canto. La gran obra sobre este tema la escribió el novelista colombiano Andrés Caicedo en ¡Qué viva la música! (2001), donde narra la relación de las drogas con el entorno musical, ya no visto como una expresión artística sino como el único cauce que tiene una generación resquebrajada por la sociedad de consumo y el fin de las utopías. En ese sentido Idos de la mente es una continuidad de la propuesta de Caicedo.

Esto no es una cebra, esto no es una novela sobre la música Como puede apreciarse, Idos de la mente es una de las obras más representativas de la literatura posmoderna en México; lo es por su horizonte temático pero también por su composición estructural. El debate sobre la posmodernidad, en cualquiera de sus visiones –ruptura con la modernidad, continuidad e imposibilidad de salir de la modernidad–, hasta la fecha sigue vigente. Valga pues esta acotación hecha por Jaime Alejandro Rodríguez (2004): La literatura posmoderna parodia la realidad y revela la inestabilidad del proceso de significación. Por esto es posible afirmar que, consecuente a su rechazo a una estética de formas, la literatura posmoderna, en sus dos direcciones –la metaficción y el bricolaje–, asume una actitud antidiscursiva porque desenmascara la discursivización, incluso de la misma literatura, como un artificio ideológico y porque relativiza el proceso de la significación y desenmascara el carácter arbitrario de la relación continua entre el referente y la cosa en sí, entre mundo y realidad.

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El rasgo central de la novela es la inestabilidad, lo que genera un sentido de significación evanescente. La novela tiene la gracia de las muchachas en los bailes rancheros donde saben que el encanto de la conquista no está en centrarse en una sola presa; dispersar miradas coquetas por doquier sin un compromiso explícito es una forma de asegurar el éxito: Mirar sin ver es la fórmula. Esto es lo que hace la intertextualidad en la novela; diversifica las miradas. El título, por ejemplo, hace alusión a una canción de la música norteña y a la célebre novela de García Márquez, sin necesidad de articular ningún sentido discursivo. La intertextualidad no es para esclarecer al modo de los textos que soñaban los hermeneutas medievales, ni para, a través de la erudición, hacer un hilo narrativo al modo de Borges. Lo intertextual en Idos de la mente se arraiga en diversos productores de discurso, por ejemplo la versión que atribuye la separación de Los Beatles a Yoko Ono, y que lleva a su trama Kenny, el célebre personaje de South Park que capítulo a capítulo muere de manera absurda. En la novela esto le acontece a José Alfredo Jiménez en repetidas ocasiones, todas ellas bastante graciosas. Si Jung veía en una echada del tarot la posibilidad de que emergiera el inconsciente de la persona a través de imágenes arquetípicas arraigadas en el inconsciente, Crosthwaite hará lo mismo con gran parte de la jungla cultural, que hace una orgía ante el lector. Quien no esté en contacto con el lenguaje audiovisual de los medios de comunicación, se sentirá tan sorprendido o desconocerá rutas de lectura como quien lee a Umberto Eco sin conocer las tradiciones gnósticas. Esta hibridación de formas y prácticas culturales es uno de los tufos emblemáticos de eso que Lyotard (1987) llamó condición posmoderna y que en los seres de frontera se da como un atributo casi natural. Para el primer mundo la posmodernidad se da por el agotamiento del reino de la

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razón; para el tercer mundo, en cambio, se origina porque ésta jamás pudo construir su imperio. La posmodernidad en Tijuana se libra por derruir un castillo no edificado y, desde la torre más alta, Heriberto Yepez –a ras de suelo– da testimonio de las disquisiciones de nuestros días. Idos de la mente es un guiño a la canción norteña, pero es una invitación al desquiciamiento festivo de la sociedad del espectáculo. Es justo la música el elemento donde converge la única posibilidad de expiación, pero también de acariciar lo sagrado en su manifestación psicodélica y turbulenta. La típica fotografía que exige Tijuana es la del paseante a un lado de una cebra, que no es tal sino un burro pintado. Este juego del simulacro, como bien lo advierte García Canclini (1989), establece una comunicación de valores entendidos y confusos. En la página del índice el autor – fuera del libro que firma– nos dice que “los personajes de este libro, así como el narrador, el autor, los amigos del autor, e incluso la presente nota, son ficticios. Sólo la música es real” (Crosthwaite, 2001, p. 2). Esto no es una cebra, ésta no es una novela sobre la música.

¡Un dios ‘bien acá’ bato! Pasemos del infinito negativo de la nostalgia al infinito positivo del heroísmo. E.M. Cioran

El sentido de heroicidad es uno de los anclajes en los que se fundan los relatos y los discursos de poder en la historia de la humanidad. El forjador de la tradición humanista es Prometeo: eso de

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cometer la bribonería de robar el fuego sacro lo reivindica ante los hombres del Renacimiento, el Siglo de las Luces y la Modernidad. En cambio el héroe de las masas posmodernas es Narciso, quien abandona la idea de ser ejemplo para canjearla por la de ser popular, en esa brevedad del rostro evaporado por el agua. Por naturaleza el héroe se opone al sentido del destino, y es justo ese sentimiento de oposición el que da continuidad a la historia. Pero cuando el héroe asume el resquebrajamiento del destino con entereza nihilista, da la espalda a la divinidad y desenmascara la vacuidad de la historia. El aedo tradicional se volvía instrumento para recibir el dictado de los dioses, escuchaba atento a las musas y las respetaba con rotunda disciplina. En Idos de la mente, Cornelio y Ramón gravitan en una náusea posmoderna respecto a lo divino y a la disputa por la autoría. En la novela Dios se esmera en ser escuchado por Cornelio, quien no puede verlo, es Narciso enamorado de sí mismo: Cornelio, muchacho, entiéndeme: yo sólo quiero escribir canciones. Seré muy dios y habré hecho muchas cosas, pero sólo unas cuantas me salen bien. Y escribir… ¿qué te puedo decir? Es un deleite, un placer, mi regodeo favorito. (p. 157)

Pero Cornelio asume desde un principio que no necesita las letras escritas por Dios de puño y letra, no le interesa ser su rapsoda. Su única divinidad es la fama y ésa no acepta de ninguna manera la existencia de un dios trascendente, la fama es donde la inmanencia construye su trono. Dios, desesperado de rogar al músico, insiste pero lo hace en un tono de brother: “Ábreme la puerta, compa, tu dios te lo rodena. Ábreme esta pinche puerta que quiero darte un abrazo y decirte que no hay bronca, que todo estará bien”. (p. 158)

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Esta manera de nombrar a Dios es la de los programas de rehabilitación para adictos; de la ya tan amplia fauna como Alcohólicos Anónimos (AA) o Centro Alcance Victoria. La interpelación nos recuerda los movimientos carismáticos del “Deja la mois: llégale a Chuy”, tan frecuente en las comunidades de los cholos. El dios que nos presenta Luis Humberto es justo el personaje que no dicen los canales de la televisión religiosa, es nuestro mejor amigo. No es el Todopoderoso que creó el cosmos y que aparece colmado de belleza. Este es un dios referido como un elemento más de la sociedad del espectáculo, una intersección que nace de la sobreexcitación de los medios y el consumo de las drogas. Mucho se ha escrito sobre la literatura del narcotráfico, tema predominante en México, y de la figura del sicario, casi fijación en la narrativa colombiana, pero muy poco se tiene abordado desde la óptica del adicto. Sartre (1994) menciona en El existencialismo es un humanismo las encrucijadas de Abraham a la hora en que Dios le pide el sacrificio: ¿Será la voz divina o una alucinación de los sentidos? Para Cornelio eso ya no importa, lo real y lo alucinado han quedado borrados y el autor de la novela es un fragmento perdido en alguna canción norteña de una cantina de Tijuana.

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AHÍ VIENE MARTÍN SOLARES

Los minutos negros o En Tampico también hace aire Heriberto Yépez se ha encargado de escribir novelas teniendo a Tijuana como escenario, Rascón Banda hizo lo propio con la sierra chihuahuense, Roberto Bolaño presagió el infierno de Ciudad Juárez y Élmer Mendoza ha dado puntual narración de Sinaloa, Rosina Conde tiene una visión bastante singular y ágil. En el caso de Tamaulipas, Martín Solares es uno de los más importantes narradores que involucra el tema del narcotráfico. Su novela policíaca Los minutos negros es un ejemplo muy claro del dominio del género. Construida a partir de capítulos relampagueantes, Solares logra continuamente la sorpresa y el giro de la trama. El asesinato de un periodista habrá de desencadenar una trama que nos muestra una sociedad carcomida en sus entrañas, pero lo hace sin tono ni afán moralista, no hay juicio porque el autor sabe que no hay posición desde donde juzgar. En Los minutos negros desde la primera parte se respira la atmósfera del narcotráfico, pero no se trata sólo de un tufo localista; por el contrario, el autor propone en su novela la “disputa de la plaza” del narco por los grandes intereses internacionales y los cambios en el consumo: “Yo creo que fueron los colombianos. Están desplazando a los narcos locales: primero se asociaron con ellos, aprendieron sus rutas y sus contactos para llegar a Estados Unidos, y ahora los eliminan, sólo que en lugar de mariguana piensan transportar cocaína” (Solares, 2006, p. 46).

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La trama obedece a los criterios de la novela policíaca ya que se diversifican las hipótesis sobre la autoría del crimen. Aparece por ejemplo ‘El cochiloco’, célebre delincuente de la vida real que hiciera famoso el personaje de la película El infierno. Estas intersecciones del libro con la vida real, le dan un toque periodístico. El texto es por demás interesante respecto a la figura detectivesca; primero aparecen los estereotipos sobre la policía mexicana y el sistema de impartición de justicia: “El perito Ramírez pertenece a la segunda categoría. Tenía no doble, sino triple papada, la barriga se le desbordaba del cinturón”, en tanto que el Macetón, uno de los policías de la novela, recibe el reclamo de un compañero de la nueva generación que le dice: “todavía usas máquina de escribir”. Ante los estereotipos muchas veces fundados y reforzados por la realidad, Macetón busca justificaciones a lo largo de la novela. Se puede leer una suerte de decálogo del oficio policial: Amigos, lo que se dice amigos, un policía no tiene cuando se encuentra en funciones. Un policía sólo tiene enemigos […] Nunca bebas demasiado, no tomes drogas; no entres a un sitio oscuro desarmado, no tengas tratos con gente del medio criminal, quiero decir, pero tampoco te recomiendo hagas tratos con colegas, no vaya a ser que un día se cansen de tu existencia y te quieran liquidar; u como dicen los santeros, pon un vaso de agua junto a tu cama todas las noches y rézale a san Judas Mártir, no sea que tu alma, cuando tenga sed, vaya a buscar de beber y no regrese. (p. 219)

Lo que resulta muy interesante es la contraposición entre generaciones respecto al discurso policíaco y los modos de investigación y desempeño: Pero Rangel era un policía decente y sentía la obligación de detener al culpable. Contra lo que hubiese aconsejado su tío, se estaba obsesionando con el asunto de las niñas: -Mira, sobrino, para que no te afecte el trabajo tienes que volverte resistente, formar callo;

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escucha lo que te digo y no estés pendejeando, que te quede muy claro que no hay que involucrarse en los casos, o pierdes la objetividad. […] Hay que trabajar desde fuera, como si fuera otro al que le suceden las cosas. (p. 246).

Entre encrucijadas morales en medio de la pólvora y el humor negro, donde la empatía es prácticamente imposible, Los minutos negros de Solares correrán a gran velocidad para aquellos lectores que estén dispuestos a estremecerse por una novela policíaca de buenas hechuras que nos despeinará por la tolvanera que viven en su psicología profunda sus personajes, para corroborarnos que en Tampico también hace aire.

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LA TINTA DE ÉLMER; VIOLENTA POR NATURALEZA

Un asesino solitario; aquí no huele a podredumbre No se hagan bolas el bueno es Colosio. Carlos Salinas de Gortari

De entre todos los actos humanos el ejercicio del poder es por naturaleza ficcional; quienes lo buscan, lo detentan o lo pierden, abrevan en el mismo clan vital; la impostura. Nunca se termina de estar en el poder –no es gratuita su raíz etimológica de potencia–, sino que se reside en un espacio de poder en la medida que se añora estar en otro. El no-lugar es el motor que impulsa la búsqueda del poderoso, al igual que la literatura gravita en un grado cero donde se origina y colapsa un texto. ¿Será la conexión entre el no lugar-grado cero el vínculo esencial para entender el nexo indisoluble entre literatura y política? Narrar el poder es huir del realismo, y así se esmere Rafael F. Muñoz en describir los arrugados uniformes y el ruido de las monturas, no podrá lograrlo. La literatura no es ni réplica ni extensión de la realidad. Cuando se trata del poder entramos al mundo de los rituales: el teatro griego y la corte romana, la tenebra en la cantina y los rituales del ungido que toma protesta. Son

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los escenarios donde se dramatiza lo político pero ante todo construcciones literarias; todo relato ideológico, antes que un programa de acción o postura filosófica, es un discurso literario. En la novela política en México predominan varias características que tienen que ver con las historias narradas debido a que un letrado o el protagonista de la trama es un hombre de poder. Esto se aprecia como una continuidad en diversas épocas, ya sea en las más gloriosas páginas de Martín Luis Guzmán, o en sus tonos más sarcásticos con Jorge Ibargüengoitia o Luis Spota, la narrativa de la guerrilla con Héctor Aguilar Camín y Carlos Montemayor, hasta las visiones intelectualizadas de Carlos Fuentes o Jorge Volpi. En Un asesino solitario, de Élmer Mendoza (2001), se inaugura una nueva dimensión de la novela política en México; su protagonista es un sicario seducido por el lenguaje de los mass media, iletrado pero con un conocimiento intuitivo del poder. Estamos ante una narración que nace de los subsuelos del sistema político, pero que nos permite ver al modo de la sombras de la caverna lo que está sucediendo en las altas esferas. En forma de monólogo nos narra la descomposición social del país, preludio y efecto del narcopoder. Un asesino solitario nos deja en claro algo: a partir del asesinato de Luis Donaldo Colosio se resquebraja un principio de oro del sistema, ya que el Ungido era sacrificado –sólo políticamente– al terminar su reino sexenal siguiendo la continuidad de que Cristo antes de la crucifixión disfrutó su reinado el Domingo de Ramos. Colosio no podrá salir con vida de Lomas Taurinas en Tijuana, su mortal encierro en un mitin es el nacimiento de un viacrucis que parece no tener fin. Élmer nos mostrará en la novela una cartografía de un desquiciado quebranto al país sin encontrar un sólo lugar para el refugio.

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En una lectura muy interesante de la novela, Aileen El-Kadi (2010) nos invita a leer no desde la perspectiva que narra el título del matón solitario, sino desde una lógica social: El magnicidio no sería concebido como un crimen extraordinario sino como un evento notorio que pondría en evidencia un paradigma de políticas llevadas a cabo por un Estado corrupto, violento y antidemocrático que mantiene hasta nuestros días las bases de un México preindustrial regido por el cacicazgo oligárquico.

Dicha visión por narrar atmósferas le ha valido la crítica, por ejemplo, de Geney Beltrán (2008) quien afirma: “Pero Élmer Mendoza parece tan interesado en retratar los problemas sociales del sinaloense, que pierde profundidad al tratar los conflictos del ser humano” (p. 84). En realidad tanto en Un asesino solitario como en El amante de Janis Joplin, Élmer tiene muy en claro el calado profundo de sus personajes. Eduardo Antonio Parra (2005a) nos ayuda a entenderlos: Los protagonistas de Élmer Mendoza pertenecen a la estirpe de la picaresca. Son buscones quevedianos que deambulan por el norte sin esperanza de hallar lo que jamás se les ha perdido; lazarillos culiches siempre inmersos en su identidad regional, aunque su destino los lleve a miles de kilómetros de su terruño y se desenvuelvan en otros países y otras culturas; periquillos lizardianos que no se cansan de reflexionar sobre la política y los problemas sociales […] sin tomarse las cosas demasiado en serio. Pícaros con suerte, su buena estrella los abriga de la tragedia, aunque se pasen la vida cerca de donde se generan las catástrofes. (p. 75).

La novela picaresca no se comprende sino a partir del enorme declive de la Corona Española, que mientras proclamaba la conquista del nuevo mundo y sus riquezas, la corrupción le carcomía las entrañas en una serie de bancarrota financiera aunada a la indigencia masiva.

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El México que narra Élmer es el mismo: por un lado la grandilocuencia oficial que no deja de hablar del mito de la paz social, que pregona el TLC como la panacea contrastada por los acontecimientos de sangre, ya fuera por el asesinato de Colosio (Bonilla en la novela) o la guerrilla. El pícaro con la habilidad de la abeja encuentra los rastros de miel que cayeron del canasto del poderoso y desde el suelo logra alimentarse. Su lucha es elemental: sobrevivir al día. Reducto de la más baja escala social, aprende a utilizar el lenguaje y los códigos de las altas esferas. Aunque sean sus iguales, sus enemigos son los enemigos del poder: “¿Tú crees que se estaban muriendo de hambre? ¡Si eran bien güevones! Se la pasaban durmiendo o tragando aguardiente. ¡Ah! Porque eso sí, no hay cabrón que no sea pedo”. (Mendoza, 2001, pp. 46-47) La obra de Mendoza se mueve sobre hechos de la actualidad, lo cual le ha valido la crítica de tacharlo como un escritor sensacionalista. Pero lo cierto es que el trabajo de Élmer será uno de los más agudos y puntuales testimonios literarios de nuestro tiempo histórico en lo que se refiere a la violencia y el deterioro político. En ese sentido uno de sus personajes, el Zurdo Mendieta, menciona: –¿Está loco o qué? Le está declarando la guerra al narco. ¿Sabes cuántos policías van a morir? Todos. El tipo no sabe lo que dice. –Lo bueno es que dice algo. ¿Se imaginan a un presidente mudo? –intervino Gris–. Algo así como un policía vegetariano. Sería lo último. –No me gusta ese rollo. –Tranquilo, todos lo hacen y al final no pasa nada. –Pues sí pero éste necesita legitimarse; ya ves lo que comentan.

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–Tampoco pierdas el sueño por eso; si hicieron fraude, también ya ocurrió antes. En este país la originalidad es un milagro. –Algo me dice que esta vez será diferente. –Que la lengua se te haga chicharrón. (Mendoza, 2010, p. 19)

Élmer retoma a lo largo de su obra una dimensión política que está arraigada en el imaginario popular: la clase política es igual de corrupta que el mismo narco que dice combatir. El del poder es un juego de simulación de “perseguir” a los narcotraficantes para lucrar con la prohibición de las drogas. Pero el imaginario popular reconoce en los narcos al delincuente bondadoso que reparte la riqueza y que a su vez lo hace inspirado por el “Santo de los Bandidos”: –Mañana iré a rezarle a Malverde y a llevarle nuestro donativo, pero estate tranquilo […] Por cierto, estuvieron dos señoras de El Potrero de los Rivas. –¿Sí? –Un pueblo cercano a la tierra de mi madre. –¿Qué querían? –Si les puedes meter la luz eléctrica y si los apoyamos para restaurar la iglesia que se está cayendo. –Encárgate, que de una vez les pongan el alumbrado público y que remocen la escuela. –Eres un santo, m’ijo. –Mmm… (Mendoza, 2008a, p. 48)

Pero los alcances de Élmer van mucho más allá de lo periodístico, como bien ha señalado Cristopher Domínguez (2007, p. 320): “Más que denunciar la putrefacción del mundo, se propone el linchamiento moral del lector”. Porque su visión de “el pueblo” no cae en el maniqueísmo facilista que lo orilla a la bondad de clase; en esta apertura del desagüe nacional, nadie puede señalar –el lector incluido– ni distinguir de dónde viene el olor a podredumbre.

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La novela policíaca posmoderna A primera instancia, varias de las obras de Élmer –Un asesino solitario, Balas de Plata, La prueba del ácido– pueden catalogarse dentro del género policíaco, pero esto hay que acotarlo con mayor precisión; pertenecen a este género en la medida en que demuestran que lo policíaco no está supeditado a la habilidad del asesino-policía, ni al móvil del crimen, ni a la sagacidad del lector para desentrañar la historia. Lo más interesante en las novelas de Mendoza es que aparece narrada la infrapolítica donde la impunidad lo mismo dicta el relato policíaco que todos los órdenes de la novela. El escenario donde se despliega la trama no es la investigación quirúrgica que incluye la escena del crimen, confesional y cerrada, sino que al modo de la autopsia, el tablado donde se desarrolla la historia es el espacio abierto: “'La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles', reflexionó el detective sorprendido por su insólita conclusión. ¿Qué sabía él de modernidad, posmodernidad y patrimonio intangible?” (2008, p. 11). La lección de Élmer sería: No hay posibilidad para la novela policíaca. Sus novelas son la corroboración de que este género –al menos en sus términos clásicos– no existe en el México de nuestros días. En el género policíaco tradicional el crimen es la conducta anormal dentro de la sociedad, acá constituye la norma. Lo policíaco en la novela se aprecia sólo si nos atenemos a la flexibilidad discursiva de la posmodernidad.

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El caso de El eskimal y la mariposa27 de Nahum Montt, comparte con Élmer el interés de intercalar las tramas policiales con los magnicidios, privilegiando las atmósferas por encima de los actos. Luis Carlos Galán y Luis Donaldo Colosio nos ofrecen una serie de semejanzas dignas de considerarse, pero la central es que sus homicidios fueron fraguados, solapados y encubiertos desde las más altas esferas del poder. Diana Palaversich (2007) sí ubica con mucha precisión el estilo de Élmer Mendoza: El autor sinaloense cultiva no un estilo costumbrista sino neocostumbrista, tratándose de una modalidad literaria cuyas líneas de demarcación con el posmodernismo son bastante tenues y borrosas. Mendoza deconstruye el viejo costumbrismo rural mexicano y lo sustituye por un nuevo costumbrismo urbano y (post) moderno-actualizado con los temas de urgencia: la violencia, los narcos, los judiciales, la corrupción. En cuanto concierne al estilo, Mendoza reemplaza la narración lineal y el tono grave de la narrativa costumbrista con toda una serie de técnicas narrativas y estilos asociados comúnmente con el posmodernismo: humor e ironía, subversión de los discursos oficiales, relación intertextual con la cultura popular y la cultura alta, lenguaje literario como pastiche de los dialectos regionales, jergas callejeras, dichos populares y letras de la música rock y norteña. […] no cabe duda de que en este autor la literatura mexicana ha encontrado otro maestro del discurso oral norteño, un escritor ineludible y original. El narco –como de muchos otros autores– no es el tema de Élmer Mendoza; algunas veces aparece como la raíz que posibilita el desarrollo de los otros temas, pero de ninguna manera se puede uniformar la obra de Mendoza en este criterio.

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La novela de Nahum Montt enlaza de manera muy hábil la trama entre los asesinatos de Rodrigo Lara Bonilla quien como ministro de Justicia combatió a Pablo Escobar, además del asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán. Esquimal está mal escrito pero tiene que ver con la trama de la novela.

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La guerrilla y el narco: los hijos de la tierra El terrorismo es fascista, es expresión de falta de apoyo popular. Son pequeños grupos de cobardes, terroristas, desgraciadamente integrados por hombres y por mujeres muy jóvenes surgidos de hogares generalmente en proceso de disolución, mayoritariamente niños que fueron de lento aprendizaje o adolescentes con un mayor grado de inadaptación que la generalidad, con inclinación precoz al uso de estupefacientes y en sus grupos con una notable propensión a la promiscuidad sexual y un alto grado de homosexualidad masculina y femenina. Gustavo Díaz Ordaz.

La novela sobre la guerrilla en México tiene un par de obras que son referentes innegables: Guerra en el paraíso de Carlos Montemayor y La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín. En la obra de Montemayor se deifica en muchos sentidos la figura del guerrillero, narrada con una técnica magistral y un conocimiento profundo de la cartografía física y humana. En su escritura se percibe el interés del autor por reivindicar la visión ideológica de estos grupos armados y en algunos fragmentos Montemayor cede y parece querer convertirse en el rapsoda de estos movimientos. En obras posteriores de Montemayor como Las armas del alba, La fuga y Las mujeres del alba se aprecia un tono menos militante y un ritmo de narrativa mucho más ágil. La visión de Aguilar Camín, en cambio, refiere a la guerrilla desde términos intelectuales; la guerrilla en México es vista como una búsqueda más de poder, el guerrillero no está cercano al México profundo del que habla Bonfil Batalla y que cree Montemayor; en su versión se trata del triunfo de Hobbes sobre Tomás Moro.

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La irrupción del EZLN en 1994 representó para el planeta una versión desconocida de los movimientos armados, la guerrilla posmoderna o netwar en términos de David Ronfeldt (1993), replanteó las formas para entender el accionar de las guerrillas. La obra de Élmer Mendoza – como ninguna otra– nos presenta con garbo posmoderno el levantamiento armado. La disputa por la tierra fue la inspiración de la Revolución Mexicana, y la misma tierra es parte del centro de combate del narcotráfico. El nacimiento de las grandes ciudades en México a partir del éxodo campesino fue uno de los temas fundamentales de la literatura nacional durante el siglo XX, alcanzando quizá en La región más transparente su versión más acabada. En el cine de la Época de Oro se conserva un claro maniqueísmo: quienes se quedan en el campo son cándidos y puros, la ciudad corrompe las sanas tradiciones y se vuelve perdición. Es el mito del “buen salvaje” perpetuado. Pero este mito se verá estremecido en Un asesino solitario (2001), así lo narra Élmer respecto al narcotráfico: Esto lo hacen ahora en cualquier parte de la ciudad y en todas las ciudades; es más, lo hacen hasta en las pinches rancherías, ya no hay territorios especiales acá como antes, parece que todo se echa a perder en esta vida. (p. 22).

En la obra de Élmer Mendoza aparece esta tensión ciudad–campo, pero hay un ingrediente extra: el narcotráfico. Aileen El-Kadi (2010) nos da un punto de análisis importante: En la novela, entonces, coexisten dos órdenes sociales: el premoderno –o rural patriarcal– y el moderno –urbano y plural–. Esta coexistencia de dos modelos y dos sociedades en el presente –años noventas– es la base para la imagen que se construye del futuro político y social de México, cuya marca sería entonces la imposibilidad de superación del orden premoderno.

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El amante de Janis Joplin inicia en un pueblo sinaloense cercado por el narcotráfico; el protagonista, David, baila con la muchacha codiciada por el narco del pueblo y a punto de ser asesinado por esta afrenta logra reaccionar y matarlo de una pedrada. Obligado a huir, es de pronto el muchacho puro en medio de la jungla de la ciudad. En ese sentido Mendoza comparte la atmósfera campirana de Contrabando, de Rascón Banda (2008). ‘El chato’, primo del protagonista de la historia, es un referente para entender la guerrilla de los años sesentas, todo esto con un tono irónico y de humor negro: Tienes que ser consecuente con tu época, con tu responsabilidad histórica; yo sé que me agarras muy bien el rollo, primo, ni modo: no es tu culpa. Quiero que sepas que el régimen que luchamos hará posible que enfermedades como la tuya, se curen. En un gobierno socialista no habrá retrasados de ninguna especie (p. 61).

En Un asesino solitario la visión de la guerrilla aparece referida en términos posmodernos, la crítica a sus ideales no viene de una postura ideológica sino de una referencia mediática: A mí todo ese rollo de los indios ni me sonaba, como te digo, me valía madre […] sin embargo no me quedé a gusto hasta que lo vi en Televisa […] Malinovski de volada pone a todo mundo en su lugar, ¿a poco no? En tres patadas los puso como camotes: ¿Guerrilleros chiapanecos? ¡Qué guerrilleros iban a ser! Eran unos pobres cabrones transgresores que le andaban haciendo al loco, unos delincuentes malandrines, cabrones encapuchados cuyas broncas no tenían cabida en un país chilo como el nuestro, un país con vocación de progreso y con instituciones bien establecidas. (Mendoza, 2001, pp. 46-47)

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Se hace referencia a Jacobo Zabludovski, tanto en ese entonces, 1994, como en 1968, por ser un vocero de facto del régimen. Pero por parte del protagonista no hay una voluntad crítica para entender el fenómeno fuera de los lineamientos oficiales. Lo interesante es que Élmer da voz al intelectual, pero no lo hace directamente sino a través del entendimiento del sicario: La guerrilla, mi Yorch –continuó el Chupafaros–, valió madre –llevaba como ocho botes– . Me atrevo a vaticinar que en México jamás habrá guerrilla de nuevo; no es solución, cierto, pero es un indicador muy poderoso y confiable de la inconformidad de la gente, de las tendencias de las fuerzas sociales. Se acabaron los ‘Genaros’, Yorch, y los ‘Lucios’ y los Gámiz y los López. El Che murió en el '66, todo se acabó; no servimos para eso, nos falta vocación para soñar y pelear, somos un pueblo que se conforma con espejitos’, dijo, y se quedó callado luego de dar un largo trago. Chale, era Día de los Inocentes. (p. 28)

La guerrilla es comprendida con el desencanto del intelectual que vio desmoronarse el Muro de Berlín, pero su desazón se mezcla con la nostalgia de recuperar los años perdidos. Es justo esta mezcla la que despertó Marcos en amplios sectores de la izquierda, que contrastaron esta añoranza frente a la entrada de México al neoliberalismo. En Colombia la coalición entre narcotráfico, paramilitares y guerrilla ha sido ampliamente documentada y por supuesto vuelta literatura. Luis Fayad narra en su novela Testamento de un hombre de negocios, la interacción entre paramilitares, militares, narcotraficantes y guerrilla. En cambio en México –al menos de forma explícita– no se tiene conocimiento de este vínculo, pero Élmer establece una conexión en El amante de Janis Joplin.

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Te propongo que de ida lleves mota y te regreses con armas, ¿qué tal? Tú me das el día y la hora y mis contactos llevan todo […] De vuelta de uno de sus viajes a Las Vegas había logrado introducir el más importante lote de armamento para el movimiento guerrillero. (Mendoza, 2008, pp. 105, 112) Tanto el guerrillero como el “puchador” son perseguidos por la justicia pero lo que los hermana es que ambos son hijos de un mundo sin oportunidades: el primero optó por las armas para mejorar su condición, el segundo optó comerciar con aquello que el gobierno prohíbe pero cuya estructura corrompida se beneficia de esto. El retrato de Marcos que nos ofrece Élmer nos dice que no es posible entenderlo ya desde los senderos ideológicos, la máscara no sólo nos documenta la carencia del rostro auténtico de su portador, sino más bien nos confirma que nuestra faz sólo puede comprenderse en la Babel mediática que termina por destrozar toda facción.

Élmer Mendoza: El Ben-Hur culichi Pancho Villa es el precursor de la guerra moderna. Basta imaginarlo posando ante la cámara mientras dócil obedece la orden de ¡Luces, Cámara, Acción!, para iniciar la batalla. Villa era capaz de repetir piruetas en su caballo cuantas veces fuera necesario para dar una buena escena; se trataba de volver un espectáculo el suceso de muerte. En ese sentido el cine ha sido un frente de batalla fundamental para ganar la cruzada, desde la emocionada “Leni” Riefenstahl hasta la industria de Hollywood que como compensación sólo pudo vencer en Vietnam en formato de ocho milímetros, pasando por ridículos mexican curious

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como El Equipo28. La lógica del poder se repite implacable, la victoria bélica es antes que nada un triunfo simbólico sobre los imaginarios de consumo. “En la época de Pedro Infante la realidad era en blanco y negro” –bien podría razonar un niño de preescolar–, y es que esta frase enmarca la forma como el cine se ha vuelto elemento determinante, no para disfrutar de la ficción sino para comprender de manera omnímoda la realidad. El cine no sólo desplaza la lógica de la representación del teatro –que replantea tiempos narrativos, de parlamento y de kinésica– sino que instaura una nueva forma de discursividadrealidad. La literatura se ha visto estremecida por este movimiento, el hilo conductual de la lógica teatral para entender la expresión humana ha cedido a la performatividad del cine y con éste nace el espectador a costa del debilitamiento de la figura del lector. Muchos escritores entendieron muy pronto que las estrategias narrativas debían basarse en mecanismos cinematográficos si querían atrapar lectores ante la enorme desbandada que existe en el consumo literario. Élmer es un caso muy significativo de la habilidad para incorporar elementos cinematográficos a la literatura y salir bien librado; su obra gana en agilidad en la lectura y también en la calidad literaria. Los paneos, close-up, zoom y la sucesión de escenas centradas en la acción, son elementos que se aprecian en todos sus libros. Seguramente Élmer piensa sus novelas al estilo de la escena de Ben-Hur en la que el protagonista monta un par de caballos: con un pie en la literatura y con el otro en el guión cinematográfico.

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Dicha serie de televisión fue financiada por el gobierno mexicano con 118 millones de pesos, se transmitió en Televisa y ha generado una gran polémica, por el hecho de que municipios de la importancia de Ciudad Juárez reciben recortes presupuestales frente a este dispendio de una serie de mala hechura, que además no tuvo impacto en el rating.

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Pero además, en los términos de la construcción de sus personajes, el cine aparece presente como aleccionador de la conducta. El caso más claro se da en Un asesino solitario, donde Macías es un hijo de la desesperanza posmoderna que a su vez representa el arribo pleno de la sociedad del espectáculo. Su vacío existencial es paliado con los medios de comunicación, en especial por el cine que le representa no sólo la catarsis sino la posibilidad de desdoblarse en esos muchos otros que aprendió a admirar de forma acrítica: “Estaban exhibiendo Asesinos por naturaleza y me interesaba wacharla, dizque traía unas ondas muy locochonas sobre los que nos dedicamos a matar; pensaba yo” (Mendoza, 2001, p. 83). El listado de películas que adoctrinan al asesino es enorme: El día del chacal, La guerra de las galaxias, Asesinos por naturaleza, Misión imposible, De mendigo a millonario, King Kong, Volver al futuro y Fiebre de sábado por la noche, lo que nos invita a entender su psicología. La novela de Élmer fue publicada en 1999, y en Colombia apareció en 1994 Morir con papá, de Óscar Collazos, que comparte una serie de principios estilísticos, de elementos en la construcción de personajes y algunas similitudes con la trama. En lo estilístico, ambos tienen una narrativa ágil en la que utilizan recursos regionales del habla, sin que esto vaya en decremento para delimitar sentidos de interpretación. En ambas novelas sus sicarios están seducidos por el cine a tal grado que los actos de su vida obedecen a la lógica de estar dentro de una película; el sicario de Élmer admira a Charles Bronson pero lo interesante es que pierde las nociones de lo ficcional con la realidad: Total, ahí estaba yo con mis alucines hasta que me dormí pensando que era un profesional; un profesional acá, seguro, discreto y caro, chilo, como personaje de Charles Bronson […] No me fuera a pasar lo que el bato de la película El día del chacal, que falló

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gachamente en el último momento. Era un profesional, carnal, mejor que Charles Bronson. (pp. 31, 41) El personaje de Collazos –con la diferencia de que es narrado en tercera persona la mayoría de las veces– admira a Clint Eastwood, y su enajenación es idéntica a la de Élmer: Tal vez se tratase de recursos aprendidos en los telefilmes de policía que veía invariablemente y con una concentración tal que el mundo podría venirse abajo antes de que él retirara los ojos del televisor. […] Dice que veo demasiadas películas y que eso me ha enseñado a ver lo que sucede como si no fuera cierto. Cada uno de estos movimientos produce en el muchacho una rara fascinación, como si ante sus ojos se desarrollara el rodaje de una película. (Mendoza, 1997, pp. 16, 52, 107) Lo mismo el sinaloense “Macías” que el bogotano “el muchacho” –como Collazos llama a su personaje–, en casi todo el libro estarán refiriendo sus actos a pasajes de la historia del cine. Véase este ejemplo de Un asesino solitario: ‘Macías, te necesito en una misión especial’. Ya te imaginarás, carnal. Me sentía como en Misión Imposible: ‘Después de cinco segundos esta cinta se autodestruirá’. Bien acá, pero me mantuve bien trucha pa' agarrar el rollo. (Mendoza, 2001, p. 85) El muchacho sólo entiende el éxito en su vida en la medida en que “pueda vestirse como se viste ese hombre al que ha empezado a admirar como a un actor de película, dueño de una mansión de película y con "naves" que sólo se ven en las películas que él mira como si pertenecieran, no al mundo de los sueños sino al mundo de la realidad” (p. 124). Estamos frente a lo que puede llamarse el “Síndrome de la rosa púrpura”, en alusión a la película de Woody Allen donde el protagonista de pronto se desdobla de la ficción para enamorar

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a una muchacha de la vida real. Allen hace un homenaje al cine como la capacidad de catarsis frente a la dura realidad. Los personajes de estos novelistas no es que deseen tanto el desdoblamiento de Charles Bronson o Eastwood a su mundo, lo que pretenden es que su entorno sea el de una película, lo que se traduce en tener una vida en la que la muerte, el dolor y la tortura aparezcan fuera del mundo de las consecuencias, en la anestesia de los sentidos. Bien podrían suscribir lo dicho por Carlos Monsiváis (2004): “No éramos así hasta que distorsionaron nuestra imagen, y entonces ya fuimos así porque ni modo de hacer quedar mal a la pantalla” (p. 34). En su libro La muerte como espectáculo, la filósofa Michela Marzano (2010) se hace una pregunta que se vuelve extensiva para este ensayo: “¿Cómo puede el espectador contrabalancear la 'fascinación' frente a la violencia y la muerte, cuando la crueldad se expone en estado bruto?” (p. 69). La supuesta ingenuidad de estos jóvenes venidos de barrios humildes mutó a una crueldad espeluznante; de este apareamiento surge un humor negro matizado de inocencia y horror. En lo temático, las dos novelas comparten tópico en cuanto a la narración del asesinato de un candidato cuyo camino parecía directo a la Presidencia de la República: Luis Carlos Galán y Luis Donaldo Colosio. Ambas novelas centran la historia en los sicarios que buscan concretar el atentado. En la novela del colombiano se logrará este cometido, en la de Élmer no. Pero hay una diferencia esencial que además sirve para apreciar la forma en que mexicanos y colombianos abordan estos temas: en el país sudamericano la fascinación por la figura del sicario es la fuerza

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sustancial de la trama, en México son las redes de poder del narcotráfico las que terminan imponiendo el ritmo de la historia. Lo cierto es que la literatura mexicana debe reconocer que la voz de Élmer Mendoza viene a colaborar en ese movimiento tan sano de quitarle su sello centralista; su calidad no reside ni en la temática ni en que hable de temas de actualidad, sino en el talento y naturalidad con que nos invita a pensar nuestra realidad decadente y divertida.

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