Solignac, Pierre - La Neurosis Cristiana
December 3, 2016 | Author: Hugo Manu | Category: N/A
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Psicologia...
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Dr. Plerre Solignac
LA NEUROSIS CRISTIANA
EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Barcelona
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México
Título original: LA NÉVROSE CHRÉTIENNE Edición en lengua original: © Editions de Trévise, París - 1976 © Juana Blgnozzl - 1976 Traducción © J. Ventura • 1976 Cubierta
La presente edición es propiedad de E D I T O R I A L BRUGUERA. S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
1.» edición: octubre, 1976 Impreso en España Frinted in Spain ISBN 84-02-04922-2 Depósito legal: B. 39.362-1976
Impreso en los Talleres Gráficos do EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Carretera Nacional 152, Km 21,650 Paréis del Valles - Barcelona - 1976
Prefacio La neurosis es una afección psicógena cuyos síntomas son la expresión simbólica de un conflicto psíquico que tiene sus raíces en la historia infantil del sujeto y compromete entre sí el deseo y la defensa. Después de veinte años de práctica médica, en los cuales traté de ejercer una medicina de la Persona, quedé impresionado por el hecho de que la educación cristiana tradicional favorecía las perturbaciones neuróticas y las enfermedades psicosomáticas que son su consecuencia. Mi formación cristiana, mis estudios médicos y psiquiátricos, el hecho de haber tratado a muchos sacerdotes, religiosas y «laicos comprometidos», me obligaron a reflexionar sobre las razones que explican que muchos de ellos sufran perturbaciones orgánicas. Estas no son más que la expresión de su angustia y de las dificultades que viven. Son cada vez más numerosos los sacerdotes que dejan el ministerio..., los seminarios y los noviciados se vacían... y a pesar de esto, más que nunca, los jóvenes están interesados en la búsqueda de Dios y del sentido de la vida. ¿Acaso la educación cristiana permite al hombre desarrollarse y responder al mensaje revolucionario de CRISTO: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»?
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I LA NEUROSIS CRISTIANA Y EL HOMBRE
1 La sacralización del aniquilamiento Uno de mis pacientes, afectado por una neurosis de angustia, me trajo espontáneamente el Libro de Familia católico que le habían dado cuando se casó en 1939. En la última página estaba escrito, con gruesos caracteres, el texto siguiente: Cristiano, Recuerda que hoy tienes a Tu Dios para servir y glorificar, Tu Salvador Jesús para imitar, La Virgen, su madre, para rezar, Tus pecados para expiar, Tu alma para salvar, La muerte, tal vez, para sufrir, El infierno para evitar, El Cielo para ganar. Plegaria para ganar la indulgencia plenaria en el momento de la muerte: Señor, Dios mío, de ahora en adelante, cualquiera que sea la manera, y según Os plazca, con corazón tranquilo y sumiso, acepto de Vuestra mano la muerte, con todas sus angustias, sus penas y dolores. (Cualquiera que después de haber confesado sus faltas y recibido la santa comunión recite esta plegaria en latín o en francés, aunque sea mucho tiempo antes de su muerte y con total salud, ganará una indulgencia plenaria que le será aplicada en el momento de la muerte, según la pureza de su conciencia.) 7
Una hermosa imagen sacerdotal Un sacerdote de unos cincuenta años vino a consultarme a causa de unos dolores de cabeza, vértigos, dolores abdominales y pelvianos, y vómitos, resistentes a todo tratamiento desde hacía diez años. Seguía asumiendo, lo mejor que podía, sus responsabilidades sacerdotales. Iba de médico en médico, y se dirigía en especial a los otorrinolaringólogos y a los gastroenterólogos. Su historial estaba completo: numerosos análisis de sangre, electrocardiogramas, radiografías de cráneo, de la vesícula y del intestino. Nuestra primera entrevista estuvo consagrada a la larga historia sintomática de este enfermo que me describió detalladamente el color, el olor, el aspecto, ya sea desmenuzado o líquido, de sus heces, la intensidad de sus vértigos particularmente molestos cuando daba la comunión o decía misa, la duración de sus insomnios a causa de los dolores pelvianos irradiantes que le obligaban a levantarse varias veces durante la noche para orinar. Después de un cuidadoso examen clínico, examiné uno a uno todos sus análisis. El último chequeo era de hacía algunas semanas. Una vez más era enteramente normal. Como me ocurre a menudo en la práctica cotidiana, debía decirle a ese enfermo que no tenía ninguna afección orgánica, que todos sus órganos estaban sanos, pero que yo comprendía muy bien que estaba enfermo, que sufría y que necesitaba un tratamiento, no sólo médico sino también psicológico. El hecho de que le reconociera y aceptara como enfermo pareció aliviarle. Le di un tratamiento muy simple para los síntomas y le pedí que, si lo deseaba, volviera a verme para que hablásemos un poco de él, de su vida de sacerdote, de sus dificultades y de sus problemas pasados y actuales. —Las perturbaciones de las que usted se queja 8
sólo son comprensibles si no se las considera aisladas y exteriores a su persona. Hay que volverlas a colocar en su propia historia presente y pasada. Sin llegar a comprender bien qué le decía, ese sacerdote aceptó volver a verme, para hablar de otras cosas aparte de sus síntomas. Las primeras consultas que siguieron fueron un poco difíciles, porque mi paciente tenía dificultades a la hora de hablar de sí mismo. Siempre empezaba por contarme, en detalle, los trastornos que había sentido desde nuestra última entrevista. Luego, poco a poco, comenzó a interesarse en su propia historia personal, que me fue contando de a retazos. La sexta consulta marcó un giro importante en nuestra relación; no me habló de su trastornos ni un solo segundo. Resumiré nuestras entrevistas en algunas páginas. «Cuando pienso en mi infancia me asombro de los escasos recuerdos que tengo de mi padre. Mi madre, al casarse, había sido trasplantada lejos de su provincia natal. Era huraña y sólo tenía verdaderos contactos con el cura de la parroquia. Estoy persuadido de que decidió muy pronto que su hijo único fuera sacerdote. Me envolvió en vendas y me prometió para el sacrificio. La base de mi educación fue el miedo, el sentido del deber y de la grandeza. Me recordaban a menudo la frase del general Lapérine: "Cuando tenemos que elegir entre dos caminos, hay que tomar el más duro: el miedo es el signo del deber." Muy pronto tuve pesadillas y me veía abrasado por las llamas del infierno; al parecer, gritaba como un condenado. El médico tranquilizaba a mi madre diciéndole que eran fiebres del crecimiento. En realidad, el pecado mortal colmó toda mi infancia y yo me confesaba a menudo por miedo a no acusarme lo suficiente. Me acuerdo de un texto de mi catecismo. Se titulaba: Por mis pecados merezco el infierno. Lo leí y releí tanto que todavía lo sé casi de memoria. »"¡Oh! Qué espantosas son las torturas de los con9
denados del infierno. Están privados para siempre de la visión de Dios. Sufren en un fuego mil veces más ardiente que todos los fuegos de la tierra. Sin cesar, oyen blasfemias, gritos de rabia y desesperanza. Están rodeados por demonios y ¿cuánto d u r a r á ese espantoso suplicio? Durará siempre, siempre, una eternidad. ¡Oh!, qué terrible es, pues, el infierno, y lo merecemos por un pecado mortal. En este momento, tal vez, yo mismo tengo pecados mortales en mi corazón. Si muriera ahora me precipitaría al infierno. ¡Oh! Dios mío, no permitas que muera en este estado. Me arrepiento, sinceramente, de todos mis pecados, y prometo no volver a ofenderte." »Mi madre me negaba todo gesto de ternura porque pensaba que tenía que endurecerme. Me besaba en la frente y luego me ofrecía su mejilla derecha. No recuerdo que me sentara nunca en sus rodillas. Me tomó entre sus brazos una sola vez: el día de mi primera comunión. Al final del almuerzo, el cura de la parroquia anunció que yo entraba en el seminario, porque tenía vocación. Jesús me había inspirado el deseo de ser sacerdote. Estaba asombrado e inquieto, porque no había sentido nada semejante. Pero la alegría de los asistentes, la sonrisa y la ternura de mi madre, el hecho de ser la vedette, que tuvo derecho a la primera porción del pastel, calmaron un poco mi inquietud y mis dudas. »Así fue como entré en el seminario menor. Mi primera impresión fue desagradable. Era un gran edificio, triste, de estilo napoleónico, con largos pasillos sombríos y dormitorios inmensos. ¡Cuántas veces los recorrí, en fila y en silencio, las manos en la espalda, bajo la mirada severa de un sacerdote que acechaba el menor murmullo! Nos vigilaban con extrema severidad, pues el temor más grande del cuerpo de profesores era que entre nosotros hubiera amistades particulares. En el patio de recreo teníamos que jugar todos juntos. Si alguno se quedaba en un rincón pensando o jugando solo, era inmediatamente acusado de tener malos pensamientos. El hecho de estar
dos juntos era aún m á s grave. Era imposible tener un compañero, un amigo, toda relación privada se consideraba malsana. Por la noche, había que dormirse con las manos sobre la manta.... »Me acuerdo de una de mis primeras confesiones. No comprendía las preguntas que me hacía el sacerdote. »—¿Has tenido malos pensamientos? «Silencio interrogativo de mi parte. »—¿Dejas vagar tu espíritu? y¡—Sí, a veces me pasa. Pienso en lo que me hubiera gustado hacer. Me gusta mucho arreglar cosas. Quisiera ser carpintero. »—¿Te tocas? y¡—¿Tocarme, qué? »Después de un silencio, que sentí cargado de amenazas, el sacerdote me despidió con dos avemarias como penitencia. «Durante todo ese período trabajé mucho. Era el primero de la clase. Eso me valía cierta consideración por parte de mis condiscípulos y maestros. Cuando iba a casa me sentía un ser aparte. Mi madre me besaba en la frente, mi padre me estrechaba la mano. Nunca supe si él estaba de acuerdo con mi vocación. Nunca daba su parecer. Durante mis estancias en casa, el cura de la parroquia venía a visitarme regularmente. Mi primer puesto despertaba su interés y me felicitaba con un tirón de orejas. «Tengo el recuerdo de una infancia solitaria: sin amigos en el seminario, sin amigos en mi casa. M i raba con nostalgia a los niños de los vecinos que peleaban, corrían y gritaban en el jardín de al lado. Mi dignidad de seminarista no me permitía tales manifestaciones. Daba largos paseos en solitario por el campo. A veces me acompañaba mi padre. Permanecía en silencio y me apretaba la mano con fuerza. Con la punta de su bastón señalaba algunas flores o algunos arbustos y me decía su nombre en latín. Nunca tuvimos una sola conversación. «Cuando mis primos venían a casa, los sentía molí
lestos y admirados al mismo tiempo. Nos quedábamos juiciosamente en el salón y escuchábamos a los mayores. Cada tanto teníamos derecho a jugar al dominó o al tute. Hacía una cuestión de honor de ganar todas las partidas. En realidad no tenía ningún otro medio para expresar mi agresividad. »Las vacaciones de verano eran para mí una prueba particularmente penosa. Todas las mañanas iba a ayudar la misa de siete, y luego con el sacristán preparaba los ornamentos. Era un buen tipo, viejo militar retirado. Tal vez fue el único, con mi padre, en percibir mi tristeza y mi confusión. Después de la misa a menudo me llevaba a su casa para mostrarme algún trofeo recogido en sus campañas. En particular un viejo sable que debía haber cortado algunas cabezas. «Recuerdo haber soñado con él. Me veía en el patio de recreo del seminario y cortaba la cabeza de mis condiscípulos, nunca la de mis profesores. »E1 domingo recogía los donativos en todas las misas. Al terminar el oficio, el sacerdote apreciaba con una ojeada el contenido de la cesta. A menudo manifestaba su descontento: »—Son siempre tan tacaños... Se lo diré el próximo domingo. «Las limosnas eran mucho más abundantes cuando venía un misionero a predicar para las misiones, los seminarios o los sacerdotes ancianos. Su abundancia era directamente proporcional a la vehemencia y a las vociferaciones del predicador. »Me divertía apreciando los argumentos más rentables (evaluaba la rentabilidad por el número de billetes que colmaba mi cesta). La caridad, el amor al prójimo desvalido, tenían mediano impacto. La acumulación de bienes materiales, signo de bajeza y egoísmo, que injuriaban la pobreza de Cristo, tenía un éxito mucho mayor. »En realidad, los argumentos más rentables eran la culpabilidad y la angustia. Recuerdo a un misionero, fuerte y bronceado, que tenía el don de llenar 12
mi cesta hasta los bordes. Siempre utilizaba el mismo tipo de argumentos: "Vuestro apego al dinero os perderá y os llevará al infierno. ¿Estáis seguros de haberlo adquirido con rectitud y de no haber explotado a vuestros semejantes? Algunos de vosotros debéis tener muy mala conciencia. Sabed compartir vuestros bienes para así obtener la indulgencia del Señor". «Todas estas comprobaciones me dejaban vagamente inquieto. Esa apelación a la mala conciencia me molestaba. Intuía la trampa sin poder analizarla bien. Conservé siempre un sentimiento de culpabilidad con respecto al dinero, y creo que esas diatribas de los domingos de mi infancia no son ajenas a él. «Para mí, la entrada en el seminario mayor fue una verdadera liberación. Cada uno tenía su habitación y por la noche podíamos leer hasta tarde sin que nos molestaran. No teníamos derecho a ir al cuarto de otros; en verdad, cada dormitorio era terreno vedado. El pretexto oficial era que no teníamos tiempo para perder en discusiones estériles. Podíamos encontrarnos en el refectorio o en los recreos. «De mi educación en el seminario mayor me quedan, esencialmente, unos lemas basados en ideas de grandeza, deber y obediencia. En ese período conocí mis primeras angustias y mis primeros insomnios. Vivía en el temor de no hacer lo suficiente. Siempre me sentía culpable de algo. Mis primeras masturbaciones se remontan a esa época y cada vez me dejaban una angustia monstruosa. Inmediatamente iba a acusarme de ellas a mi director espiritual, que como penitencia me hacía leer algunas páginas de san Agustín, santa Teresa, o de los evangelios. Hubiera sido preferible que me aconsejara largas caminatas seguidas de una buena ducha fría. «Después de haber sido educado en un miedo obsesionante a la homosexualidad y a las amistades particulares, descubrí el miedo no menos obsesionante de la mujer, símbolo de todo vicio y peligro. 13
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«Cuando salíamos, siempre en grupo, me dedicaba a no mirar a ninguna. Trataba de mantener mi mirada ni demasiado alta ni demasiado baja. Nuestra educación sexual era prácticamente nula. Se limitó a una serie de prohibiciones: nunca recibir a una mujer a solas en el despacho, sino sólo en el confesionario, ser muy exigente sobre la vestimenta de las mujeres en la iglesia, no aceptarlas con faldas demasiado cortas o con pantalones. La visión de su cuerpo era el origen de malos pensamientos. Sólo mucho más tarde descubrí que la vida era necesariamente sexual y que la relación psicológica y afectiva con la mujer era indispensable para nuestro equilibrio. En esa época inicié mi primera amistad. Había tenido que esperar veintidós años para descubrir toda su riqueza. Estábamos siempre juntos y en seguida nos convertimos en sospechosos. El superior nos convocó por separado para someternos a un interrogatorio exhaustivo. Me interrogó largamente acerca del carácter de nuestras relaciones y me habló de los peligros de una relación demasiado exclusiva con uno de mis condiscípulos. Me preguntó si tenía problemas sexuales, si me masturbaba y si tenía malos sueños. Salí de su despacho desconcertado y angustiado. Por suerte mi amigo estaba más al corriente que yo de los problemas sexuales. Habló claramente con el superior y se animó a pronunciar delante de él el término homosexualidad. Le tranquilizó hablándole de la pureza de nuestras relaciones y de su deseo, si un día salía del seminario, de fundar una familia y tener numerosos hijos. »Me contó esa entrevista con humor y me describió el aire estupefacto del superior cuando le habló de su eventual progenitura. Esa aclaración fue saludable porque el superior, tal vez inquieto por ver marcharse prematuramente a un seminarista heterosexual, nos dejó terminar en paz el año escolar. »¿Qué más le diré de mi vida en el seminario mayor? »La impresión de no haber sido preparado para 14
la vida actual. La teología enseñada me parece la repetición de un sistema en el que no hay nada vivo. A uno de nuestros superiores le gustaba repetir: " E n lo que respecta a la vida sentimental del sacerdote tengo que deciros que puede consistir en tres cosas: 1." nada; 2.°, nada; 3.°, nada." Seguía un pequeño silencio durante el cual disfrutaba del efecto de sus palabras. Yo acepté el sacerdocio de buena fe, aunque me daba cuenta de la relatividad de la cuestión. Soy maleable. Antes de comprometerme definitivamente me dije: "Estar casado o ser sacerdote, en el fondo qué importa, adelante". Cuando pienso en eso, creo que el deseo de mi madre determinó mucho esta decisión. No en vano hay asociaciones de madres de sacerdotes y no existen, en cambio, de padres o simplemente de padres y madres de sacerdotes. Mi padre había muerto de una hemorragia cerebral durante mi primer año en el seminario mayor. Creo que el pobre murió a causa de no haberse podido expresar nunca. Mi madre se había endurecido cada vez más y era la imagen de la creyente admirable que pasa su vida entre la iglesia y las buenas obras. Ahora me pregunto en qué debió consistir la vida afectiva y sexual de mi padre. Con toda seguridad fue nula. Estoy seguro de que si entre nosotros hubiéramos tenido una relación verdadera, mi vida hubiese cambiado radicalmente. El único hombre que tenía la palabra en casa era el señor cura. Me parece que su papel en todo este asunto fue muy ambiguo. Con palabra elevada, firme, pontificaba... ¡Pobre padre! «Cuando empecé mi vida sacerdotal me sentí colmado de humildad y de imperfecciones. Me repetía a menudo la frase de Péguy: "Cada uno combate con sus medios, Dios decidirá". «Poco a poco me impuse a mí mismo una imagen prestigiosa de sacerdote, llena de castillos interiores a la manera de santa Teresa. Hubiera podido afrontar a cualquier monstruo, porque tenía una coraza hecha de grandeza, honestidad y sentido del 15
deber. Me nombraron vicario en una de las mejores parroquias de la diócesis (una comunidad parroquial del tipo Saint-Séverin, hace veinte años). En ese ambiente podía poner en funcionamiento mi propia imagen de un modo bastante brillante. Fue en esa época cuando en un autobús una mujer exclamó al verme: "¡Qué hermosa imagen sacerdotal!" •Evolucioné, perfectamente cómodo, en un mundo burgués que comprendía mi lenguaje. En mis sermones utilizaba con brío todos los conocimientos adquiridos: la espiritualidad del miedo, de la angustia y de lo prohibido. Era respetado, e incluso tenía la impresión de estar sobre un pedestal. Cuando vuelvo a pensar en ese período me parece, en realidad, que no estaba en mis cabales. Me exaltaba por todo. Representaba el papel de un personaje aparentemente coherente, pero al que mi sentido crítico condenaba. Daba a mis fieles la misma educación que había r-jcibido. Juzgaba, afirmaba, condenaba sin escuchar nunca. Creo que así liberaba mi agresividad. Después de unos años de esa vida aparentemente sin problemas, me propusieron varios puestos interesantes para alguien que quisiese hacer carrera. Los rechacé. Pedí la parroquia más pobre de la diócesis: una parroquia del extrarradio industrial, particularmente desfavorecida y al margen por completo de la soledad que yo conocía. Vivía en ella una población destruida humanamente, replegada en una oposición a todo lo que significaba la vida: dignidad, confianza, amistad, l i bertad, ternura, felicidad. Esa oposición se había cristalizado en particular contra la Iglesia, símbolo de las potencias explotadoras, aniquiladoras y despreciativas que dominaron el lugar en otra época. La ausencia de todos los citados valores humanos había creado una imposibilidad casi total de comunicación, una especie de bloqueo en el rechazo a toda solución. Y ahí empezó mi drama. Llegué a la parroquia lleno de fogosidad y entusiasmo, con mi hermosa imagen sacerdotal. En algunos meses ahuyenté de la iglesia de los pocos parroquianos que todavía asistían 16
a ella. Los burgueses se asustaron a causa de mi agresividad, que pretendía ser social: los explotadores huyeron. En cuanto a los explotados, no comprendieron en absoluto mi lenguaje. La Iglesia actual quiere adular al obrero como antes aduló a los burgueses; pero el obrero, sobre todo el que vive en un ghetto, encerrado en su desgracia, como es el caso de esa parroquia muy pobre, no puede comprender el lenguaje tradicional de la Iglesia, aunque uno tenga la impresión de ponerlo a su alcance. Estoy convencido de que en esa comuna la gente no utiliza más de trescientas palabras. La comunicación no existe. No conocen la ternura ni la amistad, y viven replegados en su célula familiar. Allí experimenté, ignorado por todos, un inmenso aislamiento. Mi universo interior se derrumbó. En ese período comenzaron mis trastornos. Me encerré en mí mismo. Reprimí mi agresividad y mi angustia, preocupado únicamente por mis síntomas físicos. Ahora comprendo, al hablar con usted, lo que significa una regresión en la enfermedad. No tenía otra alternativa. Mis "enfermedades orgánicas" me impidieron hundirme en la depresión y la desesperación. »Hoy he tomado conciencia de que mi educación ha sido aplastante. El cura reclutador de vocaciones de mi infancia nunca se interesó por mí. Necesitaba vocaciones para mayor gloria de Dios y de sí mismo. Ni uno solo de mis maestros o de mis directores espirituales trataron de conocer las razones de mi vocación. Era un buen alumno, no planteaba ningún problema. Ni una sola vez dudé de mí mismo. Podría resumir mi educación en algunas palabras: "Estar al servicio del prójimo, aniquilarse delante de él y existir sólo a través de él." »¿Cómo comunicarse con los demás cuando se es incapaz de comunicarse consigo mismo? ¿Cómo amar al prójimo cuando uno es incapaz de amarse? Siempre me siento culpable. Soy un hombre de la Iglesia, incoherente; hablo de amor y me detesto, y me siento asexuado y agresivo, pero esa agresividad está bien 17
camuflada. Cuando estaba en mi parroquia a la SaintSéverin la destilaba desde lo alto del pulpito con habilidad. La conscupiscencia, la sexualidad, el dinero, todo servía. Me acuerdo de un sermón que tuvo cierto éxito. He conservado el texto. »"Tomo hoy el dinero como símbolo. El dinero es lo que vela la sed y en cualquier parte impide beber el verdadero sentido de la vida. El dinero es lo que hace posible el sueño de una satisfacción sin límites porque es su promesa. Y cuando digo dinero, no quiero decir sólo el dinero, quiero decir también todos los bienes: el éxito humano, la profesión o el amor conyugal, la quiniela, o la casa de campo, el renombre o el diploma. Quiero decir todo eso, pero sobre todo la manera en que se vive todo eso, quiero decir todo lo que hace posible el poder, el dominio del futuro o la dominación de los demás. Hay seguridades que paralizan, hay caminos de seguridad que impiden moverse, hay ídolos de felicidad que eximen de vivir. El dinero lo tomo como símbolo de toda la falsa consistencia personal que impide al hombre reconocer su pobreza. El dinero lo tomo como símbolo de toda seguridad que ya no espera nada del porvenir. El dinero lo tomo como símbolo de todo lo que permite liberarse de cualquier deuda hacia cualquiera, de todo lo que permite no deberle nada a nadie. A través del dinero se manifiesta una de las principales trampas del hombre para intentar escapar a su condición por medio del engaño." «Cuando vuelvo a leer ese sermón, no descubro en él la función educativa. No creo que haciendo sentirse culpable al hombre se le permita asumir su condición. El dinero, como fin esencial de la vida, es, por supuesto, condenable. El dinero como medio para hacer felices a los otros, como medio para mejorar la condición de los que nos rodean, ¿por qué no? Realizarse en la vida de laico es tan difícil como hacerlo en la de sacerdote. »Si mañana tuviese que trabajar para mantener una familia no sé lo que haría. Me siento totalmente 18
incapaz para eso. Pasar de una responsabilidad difusa, casi verbal, a una responsabilidad directa, me parece difícil. En nombre de la verdad que nos enseñaron, hicieron de nosotros seres tensos más aptos para juzgar que para escuchar o amar. Muy a menudo, la caridad sólo es una caricatura del amor del tipo fariseo: "Señor, hago caridad." Ya no soporto más esa expresión: hacer caridad. Me parece injuriosa. La verdadera vocacón del sacerdote es ser un hombre de comunicación horizontal, pero también vertical; ése es, creo, uno de los símbolos de la cruz. Evidentemente su función no es la de condenar a uno para tranquilizar a otro. Hay que crear lugares donde el hombre se recomponga, donde pueda expresarse con libertad y criticar lúcidamente sus alienaciones, comunicarse con los otros y reencontrar el sentido de la vida. Ninguna estructura exterior, ningún arreglo burocrático puede conseguirlo. Tiene que salir de dentro.» Traté a ese sacerdote durante varios meses. Le prescribí medicamentos calmantes para la ansiedad, antiespasmódicos para sus problemas digestivos y le escuché. Empezó por liberar su agresividad contra el cura de su primera comunión, contra su madre, contra su educación. Una entrevista fue particularmente delicada: aquella en el curso de la cual planteó el problema de la autenticidad de su vocación. —Cuanto más reflexiono sobre ello, doctor, más me convenzo de no haber decidido libremente mi vocación. ¿Usted qué piensa? —Sea más preciso en lo que quiere decir. (La función del psicoterapeuta no es aconsejar o dirigir sino hacer que el paciente reflexione remitiéndole a sí mismo.) —Creo que me encaminaron en una vía sobre la que avancé sin reflexionar. Progresivamente me construí un personaje, un super yo artificial en el que me encerré. Esa "hermosa imagen sacerdotal" es una jaula de la que quisiera salir. Durante mucho tiempo representé mi papel a la perfección, como un 19
autómata. Desgraciadamente, el mecanismo se descompuso. —¿Por qué desgraciadamente? — Y a no veo el mundo como antes y tampoco tengo ganas de refugiarme en mi armadura de sacerdote admirable. —¿Tal vez no lo hará mejor? —Pero ¿soy capaz todavía de ser sacerdote? —¿Qué quiere decir? —¿Puede un sacerdote vivir como un hombre normal? No deseo tener hijos. Me siento incapaz de educarlos. Pero quisiera tener el derecho de amar a una mujer sin ocultarme y sin sentirme culpable. ¡El padre L . . . , uno de mis ex confesores, diría que quiero vender el cerdo y conservar el tocino I — E l valor del cerdo está en el tocino. —Es mi vocación de hombre de Dios al servicio de los hombres. Yo pienso que cumplo en verdad con mi oficio de sacerdote. Por qué no tenemos derecho a casarnos? —¿Es necesario estar casado para amar? —No, evidentemente. Pero el acto sexual nos está prohibido. —¿Hizo votos de castidad? —Sí, en el subdiaconato. En verdad no es un voto: es un compromiso. Aceptábamos ser célibes y castos y dábamos un paso para testimoniar nuestro acuerdo. En el fondo, por lo que más sufro es por no tener experiencia. Tengo la impresión de que soportaría mejor la castidad y el celibato si hubiese tenido una vida amorosa sexual antes de ser sacerdote. En el curso de las entrevistas siguientes hablamos mucho de la sexualidad. A menudo volvía sobre el problema de su inexperiencia. Me habló muchas veces de una mujer joven, soltera, que trabajaba con él desde hacía varios años. Era evidente que estaba muy enamorado de ella. Un día, llegó a la entrevista muy poco tenso. —¡Doctor, he dado el paso! 20
(Permanecí en silencio.) —He hecho el amor con Ana María... Tengo la impresión de haber sido muy inhábil. Después hablamos mucho. Me confesó que me amaba desde hacía mucho. Le dije que no quería casarme y que deseaba seguir siendo sacerdote. Ella está plenamente de acuerdo y quiere seguir trabajando conmigo. Más adelante veremos. Por el momento, ocultaremos nuestro amor. Ningún miembro de la parroquia debe saberlo. Estoy seguro de que un día u otro tendremos derecho a casarnos. Nuestras entrevistas se espaciaron. En algunas semanas vi metamorfosearse a ese hombre. Abierto, lleno de impulso y confianza, sólo hablaba de su trabajo sacerdotal. No he vuelto a verlo desde hace un año. Cada mes recibo una carta. Sigue construyendo con entusiasmo esa «casa de la Iglesia» de la que tantas veces me habló, ese lugar de participación e intercambio donde se reúnen explotadores y explotados. Una pequeña comunidad cristiana ha nacido. Unos cuarenta hombres y mujeres se esfuerzan por crear ocasiones de encuentros y diálogos. En una de sus últimas cartas, escribió: «Esta pequeña comunidad intenta, en su función mediadora, ser, en su medida, la intermediaria entre el Dios de Jesucristo y los hombres, la Iglesia de ayer y la Iglesia de mañana.»
Un profesor de física impotente Un hombre de veintiséis años, profesor de física, vino a consultarme a causa de su impotencia. Al sentirse por fin adulto, ya que era «profesor y estaba liberado de las obligaciones militares», intentó algunas experiencias sexuales con el único fin de probarse que su órgano viril podía servir para otra cosa, además de la masturbación. Estaba desesperado. Había ido con algunas prostitutas muy benevolentes. Ellas lo intentaron todo: tiempo perdido. Su sexo 21
seguía imperturbablemente flaccido. Probó suerte en su ambiente con algunas señoritas de tierna edad, porque le gustaban de alrededor de dieciocho años. Fue bien aceptado hasta el momento en que quería pasar al acto sexual. Además, estaba persuadido de que esas jovencitas sólo buscaban el matrimonio. «Un profesor de física es una mercancía muy apreciada en el mercado.» Lo intentó, por fin, con mujeres de cuarenta años, que al ser casadas y tomar anticonceptivos, ofrecían todo tipo de garantía en cuanto a desinterés. Sus esfuerzos no dieron ningún resultado. Cuando bailaba todavía tenía alguna erección, pero cuando se encontraba «entre la espada y la pared», no pasaba nada. Calma chicha. Para mi propia tranquilidad, practiqué todos los análisis adecuados que eliminaran un origen orgánico; resultaron perfectamente normales. Nuestras dos primeras entrevistas estuvieron consagradas a la educación sexual. Sus conocimientos se limitaban a lo aprendido en ciencias naturales sobre los mecanismos de reproducción en los mamíferos superiores. Abordamos juntos un mundo totalmente desconocido para él y hablamos de la psicofisiología de la mujer, de la comunicación sexual, de la ternura y del placer. Era el sexto de una familia de ocho hijos y había sido educado en un excelente ambiente, en el que los principios cristianos eran la base de la educación. Su primer recuerdo de infancia, o, al menos, el que recuerda con facilidad, es el siguiente (debía de tener siete años): estaba en el jardín de la casa y hacía pis. Había descubierto desde hacía un tiempo que ciertos contactos eran particularmente agradables y aprovechaba ese momento para concretar su descubrimiento. Su madre apareció inopinadamente y le dijo, con tono severo: «Te prohibo tocarte eso, es un pecado grave, te acusarás de él en la confesión.» Pero como el deseo era más fuerte que la prohibición, continuó episódicamente con sus prácticas masturbatorias, en la angustia y el miedo a la con22
dena eterna. El problema de la masturbación le perseguiría durante toda su adolescencia. El domingo, la familia iba a misa, como cuerpo constituido. La comunión era de rigor. Si por desgracia se había masturbado sin tener tiempo para confesarlo, se acercaba al altar con la certeza de cometer un pecado mortal. Pero prefería correr ese riesgo antes que soportar la mirada inquisidora de su padre y la actitud dolorida de su madre. No comulgar suponía confesar oficialmente su ignominia. Realizó los estudios primarios en un seminario menor. Toda su educación estuvo dominada por la idea de culpabilidad y pecado. Todo era pecado: hablar en el dormitorio, no ir a misa todos los días (no era una obligación, pero se consideraba de buen tono asistir y comulgar cotidianamente), no saberse bien las lecciones, quejarse de la comida, no jugar en el patio, aislarse con un camarada para hablar o jugar a los chinos durante el recreo. Había que correr, jugar, ser el perfecto alumno que se divierte con todos los" demás. No saber el catecismo, desinteresarse por los cursos, etc., cualquier falta a la perfección se sancionaba según su gravedad, con una reprimenda, algunas plegarias en la capilla o un deber suplementario que consistía en copiar algunos pasajes del Evangelio. Las faltas particularmente graves se castigaban enviando al culpable a un rincón, de rodillas, con las manos sobre la cabeza. Algunos grandes principios rigieron su educación. 1. ° Dios está en todas partes y me mira en todo momento. Me pedirá cuentas el día del Juicio Final, aun de mis acciones más ocultas. 2. " Hay que entrenarse sin cesar para la perfección. Sólo ella permite acercarse a Dios, que es el único perfecto. 3. " Hay que olvidarse de uno mismo y sacrificar los propios deseos y necesidades a los deseos y necesidades del prójimo. 4. " Hay que desconfiar de los instintos y de las malas inclinaciones. El buen cristiano debe estar 23
siempre alerta, porque Satán está en ellos, dispuesto a seducirnos y a alejarnos de Dios. Los medios preconizados para llegar a respetar ese código eran los siguientes: la oración, la abstinencia, el sacrificio permanente de uno mismo, la lucha cotidiana contra los malos pensamientos, en particular sexuales, la búsqueda de la perfección en todos los actos de la vida. Su confesor le repetía a menudo: «Dios te mira y te juzga. Piensa en los sufrimientos de Jesucristo crucificado. Hay que aprender a morir uno mismo.» —Cuando pienso en ese período —me dijo—, todavía me siento aniquilado. Era una verdadera espiritualidad del miedo. »Mis padres intervinieron muy poco en mi educación. Me llevaron al seminario menor. Cumplieron con su deber. Mi padre ocupaba un puesto importante en el Banco de Francia. Mi madre se quedaba en casa, suficientemente ocupada por sus ocho hijos. No teníamos ninguna comunicación real con ellos. Durante las comidas familiares era obligatorio guardar silencio. A menudo mi padre escuchaba las noticias por radio y el menor susurro era inmediatamente reprimido por una mirada severa de mi madre. Sólo teníamos derecho a contestar a las preguntas que nos hacían: todas referentes a nuestras notas y resultados escolares. A veces nuestros padres discutían entre ellos. Sus conversaciones eran del tipo "chismes de comadres". Sólo recuerdo haber oído la historia menuda de los amigos y conocidos. »Mi padre era lo que se llama un gran y perfecto cristiano. No tenía nada que reprocharse. Era gentil y afable con todo el mundo. En realidad, era profundamente indiferente. Encerrado en sus pensamientos, vivía a su propio ritmo y se protegía de toda agresión exterior. Tenía una vida cristiana bien organizada y bien engrasada, hecha de misas y comuniones regulares, de pagar escrupulosamente su denario al culto y de hacer limosna cuando se presen24
taba la ocasión. Con seguridad era muy buena persona, pero estaba demasiado preocupado por si mismo y por su propia angustia existencial para abrirse a los demás. «Cuando ya siendo mayores, expresábamos alguna idea filosófica o religiosa, nos respondía de un modo perentorio que frenaba todo diálogo. Recuerdo haber dicho delante de él que me parecía que la Iglesia estaba un poco superada con respecto a los problemas de la contracepción y del aborto. Mi padre se encolerizó y me dijo, con un tono violento que no le conocía: "Te prohibo criticar a la Iglesia bajo mi techo." Tenía un sistema de pensamiento bien organizado y tranquilizador. En él todo estaba en su lugar: la jerarquía, la Iglesia, el Banco de Francia. Era un defensor del orden establecido. En realidad, no soportaba ningún cuestionamiento. Tenía bastante con su propia angustia como para implicarse en cualquier cambio. Hasta negaba el escándalo si la jerarquía era responsable de él. Nos acostumbramos a no expresar en su presencia opiniones que chocaran con su rígido universo. Hacerlo era inútil y le angustiaba. En el fondo le queríamos. No teníamos nada que reprocharle: era perfecto, pero muy mal educador. Era imposible discutir con él y enfrentársele: reprimió totalmente nuestra agresividad. »Mi madre sufría mucho a causa de la actitud de mi padre. Se había acostumbrado a callarse. Ahora comprendo que todos los males que sufría, dolores de cabeza y de estómago, palpitaciones cardíacas, testimoniaban la represión de su agresividad. Ese gran cristiano era muy aplastante. «Como toda buena familia cristiana, teníamos nuestro oráculo: un padre dominico, cultivado y respetado. Almorzaba una vez por mes en casa y estábamos obligados a aguantar sus discursos sobre las teorías sociales de la Iglesia. Mi padre le escuchaba con respeto, sin discutir nunca una sola de sus opiniones. »En nuestra última entrevista, usted me preguntó 25
cuál había sido en realidad mi educación sexual. Reflexioné sobre eso. Puedo resumírsela en unas palabras. »1.° La masturbación estaba prohibida. No teníamos derecho a cerrar la puerta del cuarto de baño cuando nos bañábamos. Tal actitud hubiera sido sospechosa. »2.° No hay que quitarle las bragas a las niñas. Le digo esto porque la segunda intervención de mi madre se sitúa alrededor de los diez años. Había jugado toda la tarde en el jardín de casa con uno de mis compañeros de clase y sus dos hermanas. Por la noche me hizo la siguiente pregunta: "¿Ya le has quitado las bragas a una niña? Si te ocurre debes confesarlo." »3.° No quedarse en calzoncillos delante de los compañeros menores. Puede darles malos pensamientos. En el seminario menor me castigaron por haberme quedado en calzoncillos en el dormitorio durante unos minutos. »4.° Alrededor de los catorce años, mi padre me hizo la siguiente recomendación: "Desconfía de las muchachas, aun las que aparentan ser ingenuas, son unas pervertidas." La quinta enseñanza importante me la dio nuestro oráculo del domingo: la única contracepción permitida es el método de las temperaturas. »Esta es, resumida, mi educación sexual oficial y familiar. El resto lo aprendí como pude. Mis principales fuentes de información fueron las bromas de mis compañeros y algunas revistas pornográficas que nos pasábamos. Cuando hago el balance de mi educación no veo en ella ninguna posibilidad. Trabado entre una educación religiosa hecha de prohibiciones y un ambiente familiar estéril, no adquirí ningún pensamiento personal. Sólo tenía un escape: trabajar. Eso me permitió licenciarme. Estoy persuadido de que mis padres están muy satisfechos y consideran que su educación ha sido coronada por el éxito. 26
»Me siento'incapaz de vivir en el presente, sigo en una perpetua angustia. Pienso sin cesar en el pasado y temo al futuro. Siempre tengo algo que reprocharme. Me abruman mis imperfecciones. Me siento incapaz de estar al servicio de los demás y desaparecer ante ellos. Tengo deseos de vivir para mí mismo. A menudo me digo que debería preparar mi vida eterna, pero en el fondo mi eternidad me importa un rábano. »Pero aún más grave es mi dificultad en comunicarme con los demás. Me bloquean. Siempre me preguntó qué piensan de mí, si aceptan bien mi imagen. Esperaba encontrarme más cómodo con mi título de profesor. En realidad, fue peor. Ahora me pregunto si me aprecian por mí mismo o sólo por mi título. Esta manera de pensar me bloquea completamente con respecto a las muchachas. Siempre tengo la impresión de que quieren casarse. Sería un marido perfecto, pues mi historial está completo: buena familia, buena educación, buenos estudios. Como decía usted, me trato como un objeto. Me siento incapaz de expresar mi agresividad. La siento profundamente encerrada en mí. Me hace rechazar al otro, cuyo juicio percibo de manera constante. Me siento sometido al "qué dirán". Ese "qué dirán" fue también la base de mi educación famliar: lo que piensan los otros es muy importante. Nunca puedo ser yo mismo. Tengo que cuidar mi imagen de buen hijo, buen alumno, buen cristiano, buen profesor de física. No tengo un yo único y homogéneo. Tengo varios y debo ocuparme de sus diferentes aspectos. ¿Cómo quiere que sea una persona? A menudo me siento víctima. ¡Una vez más, esa famosa relación objetal! No llego a comprometerme con mi vida como un ser responsable e independiente. Quisiera tener amigos, pero no hago lo necesario para tenerlos. Siempre tengo la impresión de que no me quieren. El gran creyente de mi padre no es ajeno a esta manera de ser. Nunca le vi comprometerse personalmente en algo. No tenía amigos, ni intercambios, ni vida social 27
fuera del Banco. Vivía en un aislamiento atiborrado de certezas e ideas preconcebidas. »E1 otro día, usted me preguntó cuáles habían sido mis relaciones afectivas con mi madre. Más tarde reflexioné sobre eso. Mi madre era muy afectuosa. Nos protegió y nos mimó mucho. Por desgracia, sufrió un aniquilamiento que superaba ampliamente el nuestro. Después de sus estudios secundarios con las monjas se quedó con sus padres para aprender su oficio de ama de casa. Siempre presentí en ella un gran número de posibilidades no realizadas. A falta de otra cosa se entregó a los cuidados del hogar, a la cocina y a los postres, cosas que realizaba a la perfección. Su opinión nunca difería de la de nuestro padre. Cuando le pedíamos algo que se salía un poco de lo común, siempre contestaba: "¡Pídeselo a tu padre!" »Leí el libro de psicoanálisis que usted me dio hace quince días. Creo que no he superado la etapa del Edipo (1). Ya le conté, al principio de nuestras entrevistas, que intenté una experiencia con una mujer de cuarenta años. Cuando vuelvo a pensar en esa historia, creo que yo no tenía ningún deseo de hacer el amor con esa mujer Sólo tenía ganas de que me abrazara, me acariciara, me tranquilizara Hice una segunda experiencia del mismo tipo. Mi pareja fue menos paciente. Antes de ponerme en la puerta, me dijo: "No debes confundirme con tu madre. Toda(1) El complejo de Edipo es el conjunto organizado de los deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta respecto de sus padres. En su forma llamada positiva, el complejo se presenta como en la historia de Edipo Rey: deseo de la muerte del rival que es el personaje del mismo sexo, y deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto. En su forma negativa se presenta a la inversa: amor por el progenitor del mismo sexo y odio celoso por el progenitor del sexo contrario. De hecho, estas dos formas se encuentran en diferentes grados en la forma llamada en total «complejo de Edipo». El complejo de Edipo tiene un papel fundamental en la estructuración de la personalidad y en la orientación del deseo humano. En realidad, entre la forma positiva y la negativa existe toda una serie de casos mixtos en los que las dos formas coexisten en una relación dialéctica. Esto se comprueba cuando el analista se dedica a determinar las diferentes posiciones adoptadas por el sujeto para asumir y resolver su Edipo.
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vía no estás destetado." También pensé sobre mis experiencias fallidas con las profesionales. En realidad, estoy obsesionado por el riesgo de las enfermedades venéreas. Es la única recomendación que me hizo mi padre antes de partir para la milicia: "Desconfía de las mujeres de la mala vida, pueden contagiar enfermedades graves y algunas de ellas se transmiten a los hijos." Sé que existen preservativos, pero me siento incapaz de ir a comprarlos.» En el curso de nuestras entrevistas, le pregunté a mi paciente cuál era la característica dominante de su ambiente familiar. Sin dudarlo, me contestó: «La ausencia total de comunicación y de verdadero amor. Cada uno vivió en su rincón, como pudo.» Al reemprender la observación de ese hombre de veintiséis años, varios puntos me impresionaron. El hecho de que en un hombre joven, intelectualmente brillante, pudiera haber tal grieta entre el cociente intelectual y el cociente psicológico. Muchos, al leer estas líneas, pensarán: "Eso cambió mucho, ya no se está en lo mismo." Que se desengañen. Podría detallarles mil observaciones de este tipo. En los medios cristianos no se ha definido ninguna política educativa. La Iglesia sigue utilizando la culpabilidad, el pecado y la angustia como bases para su educación. Frente a la rápida evolución de la moral social sigue oponiendo una política de prohibiciones. Reacciona con lentitud y prudencia y trata, siempre demasiado tarde, de contactar con el parecer de la mayoría. La imposibilidad de ese muchacho para considerarse una persona homogénea e independiente, con opiniones propias, es otra característica de la neurosis cristiana. Ha aprendido un código que no hay que trasgredir y su actitud neurótica es particularmente intensa. No tiene confianza en sí mismo y no dispone de un sistema personal de valores. Es totalmente dependiente de lo que los demás piensen de él. De manera consciente se niega a aniquilarse, pero el resultado es el mismo. Nunca piensa y actúa en 29
función de sí mismo, sino que lo hace sólo en función de los demás o de los personajes que representan. Bloqueado, en su angustia y en su agresividad, da vueltas en círculo, incapaz de reflexionar sobre sí mismo, incapaz de aceptarse y aun menos de amarse. El paso a la independencia adulta es imposible. No puede comprometerse en su propia evolución y en su responsabilidad. Su yo (2) está regido por reglas exteriores que no puede interiorizar. Esa superestructura rígida le sirve de super yo (3), como una coraza en la que es imposible moverse. Para él, las preguntas esenciales siguen siendo las siguientes: «¿Soy culpable con respecto a la ley? ¿Qué piensan de mí? ¿Me aceptan los demás? ¿Me quieren?» Esta última pregunta es importante. Explica el número de pacientes afectados por diversos síntomas físicos que colman los consultorios médicos. Muchos de esos enfermos llamados «funcionales» son, en realidad, neuróticos que viven una relación objetal en la que nunca se sienten amados. El gran cristiano inamovible ha encontrado la solución. Nunca plantea dudas y vive aparentemente cómodo en su coraza, sin ocuparse por saber qué pasa en el exterior. ¡Peor para los demás si se rompen los dientes al intentarlo! ¡Cuántos de esos cristianos admirables han hecho de sus hijos adultos inmaduros, frágiles, incapaces de aceptarse, irresponsables y agresivos, siempre en busca de una imagen identificable que los tome bajo su protección. Aunque este libro no esté consagrado a la psicoterapia, diré rápidamente cuál fue la evolución de nuestro profesor de física. Como muchos adolescen2) El yo es una instancia que Freud, en su segunda teoría del aparato psíquico, distingue del ello y del superyó. (3) El yo se coloca como mediador, encargado de los intereses de la totalidad de la persona, pero su autonomia es sólo relativa. Depende de las reivindicaciones del ello (ver pág. 83) de los imperativos del superyó y de las exigencias de la realidad. El superyó se constituye por interiorización de las exigencias del medio y de las prohibiciones de los padres: su papel con respecto al yo es asimilable al de un juez o censor. Freud ve en la conciencia moral, la autoobservación, la formación de ideales, funciones del miperyó.
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tes educados en un medio neurótico, estaba aprisionado entre el deseo y la prohibición. Criticaba sus propios impulsos sexuales en nombre de las primeras reglas de su educación. Confundía deseo sexual y conscupiscencia. Se creía culpable de malos pensamientos. Por otra parte, había conservado la imagen ideal de María que procreó sin perder su muy preciosa virginidad al lado de un esposo de una castidad ejemplar. Además, el deseo sexual sólo encontraba su justificación en la procreación, que disculpaba el deseo carnal: «Creced y multiplicaos.» Su tensión psicológica se agravaba a causa de un desconocimiento total de la mujer. Creía que el acto sexual normal se resumía en la penetración del pene en la vagina y en una eyaculación rápida y triunfal. Una de nuestras primeras entrevistas estuvo consagrada a la anatomía femenina. Descubrió maravillado un mundo que desconocía: hasta los nombres le alegraban: el monte de Venus, la vulva, los labios mayores, las ninfas (o labios menores), el capuchón, el clítoris, el hocico de tenca (parte que emerge del cuello de útero al fondo de la vagina). Se interesaba muy vivamente por las zonas erógenas, por la noción de orgasmo, por la función del clítoris. Al mismo tiempo, discutíamos sobre la comunicación sexual y el placer. Su comportamiento sexual evolucionó rápidamente. Dejó el piso de su familia y tomó una habitación para él solo. Sus relaciones con los demás se transformaron. Se acostumbró a escucharles y a descubrirles sin obsesionarse por la imagen que daba de sí mismo. Se asombró de la facilidad con que se hizo amigos. Desbloqueado de su obsesión de impotencia, aceptó no poner la relación sexual como primera condición de toda relación femenina. Unas semanas después del comienzo de nuestras entrevistas conoció a una joven estudiante, con la que aprendió a vivir una comunicación sexuada, con lo que ésta implica de afectividad, intercambio y descubrimiento del otro 31
femenino. Sólo varios meses después de su primer encuentro hicieron el amor. Durante mucho tiempo tuvo eyaculaciones precoces que testimoniaban cierto miedo al fracaso. La relajación según el método Schoultz (4) le ayudó a adquirir el control de su sexualidad.
Una religiosa-objeto Una hermana de unos sesenta años vino a consultarme con motivo de un estado depresivo, acompañado por el «calambre del escritor». Desde hacía años le era imposible escribir normalmente. Después de su curación y accediendo mi deseo, redactó su propia historia. La transcribo aquí íntegramente. «Tenía sólo veinte años cuando empecé mi noviciado. Seguí la llamada de Dios, de la que no dudé, y estaba totalmente decidida a entregarme a fondo. En las enseñanzas de la maestra de novicias reaparecían sin cesar algunos temas constantes: "Nunca nos equivocamos cuando obedecemos. Hay que ser fiel a las pequeñas cosas. Hay que pedir todos los permisos." Y permisos se necesitaban para todo: tomar un baño dos veces por mes, lavarse el pelo, cambiarse los camisones una vez por mes. También se necesitaba para dar o aceptar la menor cosa, aunque fuera una estampa, para escribir una carta (evidentemente leían todo el correo), para acostarse o levantarse a una hora distinta que las demás: recreo, refectorio, oficio religioso. Se necesitaba incluso para tener una conversación con una alumna o con una hermana. Toda trasgresión a la regla implicaba ciertas penitencias tradicionales: besar los pies de las hermanas, mendigar su comida de rodillas, prosternarse en el suelo en el camino de las hermanas para que pasaran por encima, decir en el refectorio, en (4) El tralnlng autógeno de Schultz es un método que enseña al sujeto a relajarse mentalmente y a controlar sus reacciones emocionales y su repercusión psicológica.
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voz alta, una oración con los brazos en cruz, apretar un lápiz entre los dientes durante cierto tiempo cuando se había faltado al silencio, llevar atados alrededor del cuello los restos de un objeto que habíamos tenido la desgracia de romper. Era de buen tono pedir permiso para entregarse a ciertas modificaciones: latigazos con ayuda de una cuerda de nudos, o llevar brazaletes con pinchos. «Cuando repaso ese período, me impresiona el hecho de que nos trataran como irresponsables, como seres de los que había que desconfiar: la maestra de novicias y la superiora podían entrar en cualquier momento en nuestra celda sin llamar. Había que dejar abierta la puerta para desvestirse: la maestra de novicias venía a cerrarla ella misma a las nueve de la noche. No teníamos derecho a salir al jardín y estaba prohibido mirar por las ventanas que daban a la calle. En el locutorio siempre una "hermana escucha". No podíamos conversar con un sacerdote o un religioso fuera del confesionario. Por supuesto, todo esto se remonta a cuarenta y cinco años, pero hace sólo unos pocos que ha cambiado. Este período del noviciado no fue el más duro. Seguía el camino trazado con una idea fija: "La voluntad de la superiora es la voluntad de Dios." Como yo, fuera de toda discusión, quería ser fiel a Dios, o más bien a Jesús, no hacía ninguna pregunta y vivía al día en una suerte de inconsciencia cercana a cierto fatalismo. Sólo mucho más tarde empezaron mis dificultades. Me era muy difícil soportar la soledad afectiva. El afecto de mis alumnas hubiera podido atenuarla un poco: siempre tuve muy buena relación con ellas. Trabajaban bien y sabían que yo comprendía sus pequeños problemas. Siempre di los cursos con ánimo y con gusto. Mis alumnas me querían. Por desgracia, ese afecto era una fuente suDlementaria de dificultades. No estaba autorizada a hablar con mis alumnas fuera de las horas de clase, y, en todo caso, sólo de sus trabajos. Esto me hacía sufrir mucho porque no me había hecho religiosa educadora para 33
transmitir sólo reglas de sintaxis, nociones de historia y geografía, o mi placer por la literatura. El afecto que me testimoniaban algunas de mis alumnas era sospechoso y llegué a temer las muestras de simpatía y la popularidad que no podía dejar de comprobar. No hay duda de que, más de una vez, algunas hermanas sintieron celos de ese éxito y elevaron a la superiora informes desprovistos de imparcialidad. Cuando ésta me llamó, yo ya sabía lo que me esperaba. De este modo, cuando empezaba a integrarme en una casa me enviaban a otra. En cuarenta años estuve en siete. Siempre que era posible daban a otras los cursos que me gustaban y para los cuales estaba preparada, es decir, la enseñanza de letras en el segundo ciclo. Así es como horas y días de preparación resultaron inútiles y tuve que adaptarme a alumnos más jóvenes para enseñar materias que casi no me interesaban. Luego llegó la época en que las instituciones libres quedaron bajo contrato del Estado. Se necesitaba sacar el mayor partido posible de los profesores y me pidieron que hiciera el profesorado. Estaba muy contenta porque siempre me ha gustado estudiar. Sólo que también en eso me hicieron tomar un callejón sin salida: un título en latín cuando nunca había aprendido griego. No podía acceder al profesorado en clásicas. Luego hice el curso de literatura francesa y contaba con obtener el profesorado en literatura moderna, para el que no me servía de nada el certificado de latín. Bruscamente, sin que yo lo esperara, me sacaron del puesto de profesora. Se necesitaba una ecónoma y no sé por qué razón me designaron. Tenía cuarenta años. De un día para otro debí renunciar a todo estudio, a los cursos, a la enseñanza, que siempre me había apasionado. Durante cuatro años estuve en un despacho, sola, frente a columnas de cifras, balances y facturas a pagar. No sabía absolutamente nada de todo eso y la ecónoma a la que reemplazaba tenía tuberculosis contagiosa; sólo podía verla raramente y con todo tipo de precauciones. Luego, un día, la 34
directora se dio cuenta de que yo había empezado un profesorado y me dijo: "No tenemos especialista en geografía, sería necesario que se dedicara a eso." A pesar de la alegría de salir, por fin, de mis cifras y entrever la posibilidad de retomar la enseñanza, tímidamente, intenté decirle que la geografía no me gustaba y que tenía pocas aptitudes para ella. »Sentí con claridad que había superado el límite permitido al hablar de mis gustos y de mis aptitudes. Por lo tanto, me dejé convencer y preparé otros dos certificados que me permitieron obtener la l i cenciatura como libre. Dos años después se supo que el contrato de asociación exigía profesores titulares de una licencia de enseñanza, y para poder continuar tuve que reemprender mis estudios. Dos años en Inglaterra me permitieron, por fin, a los cincuenta años, ser la titular de una licencia de enseñanza. Me enviaron entonces a un pensionado del Norte, donde, como siempre, tuve excelentes contactos con las alumnas. Sin embargo, las hermanas, que aceptaban mal mi popularidad, me trataban sin benevolencia. »Esto duró dos años. Me sentí consternada al saber que habían decidido enviarme a París. Detestaba esa ciudad, que asociaba a los malos recuerdos de mi adolescencia, y mi resistencia nerviosa se quebró. Esto se manifestó en una incapacidad total para escribir y en una necesidad imperiosa de soledad que me hacía imposible toda vida comunitaria. Estaba perpetuamente angustiada y tenía pesadillas. Una vez despierta, sentía un placer mórbido en reconstruirlas. »Sentía pánico de la superiora, un complejo de culpabilidad, y tal vez hasta de persecución, y siempre estaba a punto de llorar. En cambio, frente a mis alumnas reencontraba mi presencia y mi equilibrio. A este hundimiento nervioso se asoció una serie de crisis de cólicos hepáticos muy dolorosos: las radiografías revelaron un cálculo grande como una nuez que bloqueaba la vesícula biliar. Me acuerdo de mi alivio cuando supe que estaba enferma de verdad y que 35
era necesario operarme. Después de la operación, al persistir la depresión nerviosa, la superiora decidió confiarme a un psiquiatra.» Cité esta observación porque muestra bien el aniquilamiento sufrido por numerosas religiosas, consideradas como objetos que uno desplaza o utiliza sin tener en cuenta sus gustos o sus aptitudes. Todo ello, evidentemente, para la mayor gloria de Dios. Traté a esta hermana psicoterapéuticamente. En unos meses tuvo conciencia de todas las agresiones de las que se sentía víctima. Después de haberse liberado realmente, empezó una larga reflexión que le dio la certeza de que no quería vivir en una comunidad religiosa y de que ya no aceptaría más ser condenada como un niño. Obtuvo permiso de Roma para abandonar la vida religiosa. Heredó de su familia una fortuna suficiente para no tener preocupaciones materiales. Los altercados con su Orden no terminaron. Al rebasar los sesenta y cinco años exigió beneficiarse de su jubilación de profesora. La superiora le hizo saber que nunca la había declarado en la Seguridad Social y terminaba su carta de esta manera: «Además, esto no tiene ninguna importancia, ya que usted tiene suficiente dinero para vivir.» Como ya no había razones para dejarse «manipular», nuestra ex religiosa, convertida en la señora D..., considera que debe ser indemnizada. Hasta piensa tomar un abogado. Vincularé esta observación con la de una joven hermana, muy inteligente, a la que traté por una úlcera de estómago. En el curso de nuestras entrevistas me explicó de qué manera la vida que llevaba en el convento había desencadenado en ella una ansiedad continua y verdaderas crisis de angustia. Tenía que observar la santa regla y hurgar continuamente en su conciencia anotando sus pecados, si era necesario para recordarlos y acusarse de ellos ante su superiora o en público, todo esto en nombre de la humildad y la caridad. La única que 36
tenía derecho de decidir era la superiora. Las hermanas más viejas tenían derecho a la palabra; en cuanto a las jóvenes, debían escuchar y callarse: no tenían ningún derecho. Se les decía: «Cuando tengan dificultades no piensen, rezen», o mejor aun: «La luz en vuestra superiora, el consuelo en el tabernáculo.» La formación sexual estaba limitada a dos grandes principios. El primero: no mirar nunca a los hombres. Cuando un hombre, médico u obrero, entraba en la casa, sonaba un timbre para advertir a las hermanas que debían esconderse para no ser vistas y para no ver. Estaba absolutamente prohibido ver a un hombre de cerca o de lejos. El segundo principio regía las relaciones entre religiosas. Correspondía al horror latente a una posible homosexualidad: las religiosas tenían prohibido estar en parejas, y la superiora o una hermana delegada por ella tenía derecho a entrar, sin llamar, a cualquier hora del día y de la noche, en las habitaciones de las hermanas. Esa misma hermana fue la que me contó que durante su año de noviciado la superiora calculaba el tiempo que pasaba de rodillas. En el curso de nuestras últimas entrevistas me hizo partícipe de su inquietud con respecto al fin de la vida religiosa tal como se vive actualmente. «Lúcidamente me digo que esto no puede seguir por los siglos de los siglos. Somos las últimas supervivientes de una especie llamada a desaparecer. ¿Qué la reemplazará? Los noviciados se vacían y las jóvenes buscan otra cosa. Decir esto en la comunidad hubiera sido lo mismo que pasarlas a todas por las armas con una ametralladora. Se necesita coraje para hablar de estas cosas. Moriré, sin duda, en un asilo de ancianos. Las mayores todavía esperan morir rodeadas religiosamente, en los pequeños cementerios de la comunidad, algunos de los cuales son "lugares memorables".»
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Esta joven hermana decidió aprender el oficio de reeducadora en psicomotricidad. Hizo los cursos de la Salpétriére. Ahora trabaja por la mañana en un hospital y por la tarde en un dispensario. Buena deportista, practica regularmente natación y tenis y para facilitar sus numerosos desplazamientos compró un 2 CV. Vive en una casa que pertenece a la Orden y en la que hay muchos apartamentos. Todas las puertas se abrían con la misma llave... hizo cambiar su cerradura. De este modo ayudé a algunas hermanas a integrarse socialmente al aprender un oficio u obtener cualificación profesional. Pero esta solución sólo es válida para las más jóvenes. Las ancianas, las que ejercieron oficios de enfermeras o profesoras sin diploma, casi no tienen porvenir. ¿Si no se les asegura el relevo, qué las hará vivir? La venta de terrenos y casas que poseen sus órdenes es sólo una solución a corto plazo. La disolución de las grandes comunidades plantea otro problema (5). A las religiosas de edad les resulta difícil, acostumbradas a una vida comunitaria muy estructurada, encontrarse en un abrir y cerrar de ojos en un piso pequeño con tres o cuatro religiosas más. Algunas viven solas, rechazadas por las otras, que no aceptan vivir con ellas. Eran soportables en una comunidad. Muchas están angustiadas y deprimidas. Una de ellas me decía: «Es una verdadera ruptura de contrato. No me hice religiosa para vivir sola. ¡Me siento abandonada y mi libertad me asfixia!» La liberación ha sido demasiado brutal. La jerarquía tendría que considerar la posibilidad de un reagrupamiento dentro de la misma Orden (5) Las grandes comunidades religiosas, sobre todo femeninas, dan ahora una gran libertad a sus miembros, que de esta manera pueden participar en la vida de los laicos. Esta tendencia se afirma cada vez más. Para muchas religiosas ese cambio de vida podría ser una experiencia apasionante si estuvieran preparadas para él.
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para las religiosas que quieren seguir viviendo en comunidad. Para las jóvenes postulantes, es decir, las que desean entrar en una Orden, es preferible que tengan un oficio para evitar que un día u otro caigan en un impasse. Un sacerdote casado Un sacerdote, casado, vino a consultarme porque sufría una neurosis de angustia. Desde la primera entrevista planteó el problema en estos términos: —A los veinte años me convertí y confundí conversión con vocación. Me enrolé en el sacerdocio impulsado por el ardor de los neófitos. A los cuarenta años dejé el ministerio y me casé. Confundí deseos de hacer el amor con deseo de casarme. Ahora me siento completamente perdido. Tengo hijos, un trabajo que no me interesa, y me siento incapaz de adaptarme a la vida normal. Me siento incapaz de superarlo. No tengo ninguna formación profesional. Encontré un puesto de ayudante en un laboratorio. Estoy obsesionado por problemas materiales: no logro hacer coincidir los dos fines. »De mi formación de seminarista y sacerdote conservé una verdadera manía de perfección que me desgasta y de la que no puedo desprenderme. Mis veinte años de sacerdocio aguzaron mi sensibilidad y desarrollaron en mí cierta capacidad de comprensión, dos cualidades que la sociedad técnica, en verdad, no necesita. Hubiera querido trabajar como asistente social, pero es extremadamente difícil. No tengo ningún papel, ningún título, y tengo que conformarme con ejercer un trabajo manual, para el que no tengo capacidad alguna. »En la actualidad me siento culpable de no haber sabido asumir mi sacerdocio y mi celibato, culpable por haberme casado, culpable de no ser capaz de ganarme correctamente la vida. Siempre he tenido 39
la impresión de que los demás me juzgan y me miran con aire despreciativo. —¿En verdad cree en lo que acaba de decir? —Sí y no. Intelectualmente me digo que es mi propio sentimiento de culpa el que me hace pensar así, pero eso no me impide sentirme aplastado por la mirada de los demás. En mi cabeza da vueltas como un disco la siguiente idea: "Saben que fuiste sacerdote, que no supiste sostener tus compromisos. Te desprecian." Sé que es falso en lo que concierne a la mayoría de la gente que me rodea. Cuando me casé todos mis compañeros me ayudaron. —¿Y su obispo? —Estuvo muy paternal. Me'pidió que reflexionase y rezara. Hice un retiro espiritual. En realidad no soportaba más la soledad afectiva. Estaba en una parroquia de suburbio, con un cura de unos sesenta años, muy santo, pero muy silencioso. Me ocupaba del catecismo y de la Acción Católica. No tenía ningún medio para salir a flote. —¿Cuándo conoció a su mujer? —Enseñaba el catecismo conmigo. —¿Se enamoraron? —Es difícil de decir. Creo que, en realidad, descubrí a la mujer. Nunca había tenido una relación psíquica tan estrecha con una mujer. Durante mi adolescencia siempre trabajé mucho. Era un buen alumno empollón. Mi padre y mi madre eran maestros laicos. Para ellos lo que contaba eran los resultados escolares. Entre nosotros no teníamos una verdadera relación psíquica. Estaban demasiado absorbidos por su trabajo. Para ellos mis buenas notas eran la garantía de su buena educación. A los dieciocho años estuve en una colonia de vacaciones como monitor. El sacerdote que dirigía esa colonia era un tipo extraordinario. Por primera vez encontré a un adulto apasionante, que fue, para emplear su lenguaje, mi primera imagen paterna identificable. —¿El le orientó hacia el sacerdocio? 40
—En absoluto, no me dio ningún consejo: pero yo quería parecerme a él. El Evangelio de Cristo fue, para mí, un descubrimiento que me llenó de entusiasmo. Me preparaba para ser profesor. Había empezado un preuniversitario sin verdadera vocación. Hijo de maestros, quería ser profesor: en realidad no tenía ninguna formación que me permitiera elegir otro oficio. Estaba encaminado... —¿A qué edad se convirtió? —A los diecinueve. —¿Entró en el seminario inmediatamente? —A los veinte, trabajé un año como maestro, para reflexionar. —¿Ese año le permitió decidir? —Sobre todo, me aburrí mortalmente. Tenía un certificado de estudios primarios. Creo, en verdad, que la enseñanza no era mi vocación. Hubiese debido trabajar en un mundo adulto como obrero o empleado. Ser maestro era una solución fácil. —¿Sus padres aceptaron bien su entrada en el seminario? —No muy bien. Veían a su hijo de profesor en la facultad. —¿Reaccionaron? —Se decepcionaron. Trataron de hablar conmigo: era demasiado tarde para entablar un diálogo. —En el seminario, ¿su formación fue interesante? —Retrospectivamente, no. No me prepararon para el oficio de sacerdote en un mundo en pleno cambio. Esa formación tal vez fuera suficiente hace veinte años. —¿Por qué? —No me prepararon para vivir en una sociedad en transformación. Tuvimos dos cursos sobre marxismo, uno sobre psicoanálisis, algunos cursos sobre evolución actual de la religión y de la idea de Dios: lo que podemos llamar la secularización. 41
—¿La secularización? —Un abismo abierto entre la vida religiosa tradicional y el modo actual de vivir y pensar. —Esos cursos debían ser interesantes... —Pero sólo rozamos el problema. Soñaba con ser sacerdote obrero, pero la prohibición de Roma llegó antes de que pudiera entrar en la Misión de Francia. —¿Lo lamenta? —Sí y no. He visto a muchos compañeros que han salido de su experiencia obrera asqueados y a veces aplastados. —¿Por qué? —Siempre por el mismo motivo: la falta de preparación. Los sacerdotes obreros deberían tener una formación muy avanzada, política, social y hasta psicoanalítica. La formación teológica clásica está lejos de ser suficiente. Chocaron con gente mucho más fuerte que ellos. —¿Y entonces? —Algunos abandonaron, otros resistieron. ¡Cuando el equipo era sólido esto era posible, pero de ningún modo para los aislados! Es difícil no dejarse embarcar. —¿Embarcar por quién? —Algunos se hicieron marxistas y sólo piensan en la política y en la lucha de clases. Pierden el sentido de su vocación. Siempre vi al sacerdote como un hombre de comunicación, un lazo entre los hombres. No se necesitan sacerdotes para dirigir los sindicatos. —¿Por qué no? —No es su trabajo. Los obreros no los necesitan para organizarse. Los partidos políticos tienen sus cuadros mejor formados que cualquier sacerdote. —¿Qué espera el obrero del sacerdote? —Lo que no podemos darle. Una cultura y una apertura espiritual que den un sentido a su vida. —¿Cuál es su sentido de la vida? 42
Pregunta difícil. Tengo ganas de responder el amor, pero el amor pasa por un montón de cosas. Por la educación y por la cultura. Es más fácil hacer política que pedagogía inteligente. Durante mi estancia en el seminario sufrí mucho a causa de cierta negación de la cultura: era considerado burgués. Para estar cerca de los obreros había que ser como ellos. Creo que es falso, pues a los obreros les interesa mucho que se les aporte algo. Les gusta aprender. La verdadera promoción de los hombres pasa por la cultura. Mientras los sacerdotes no comprendan esto, sólo serán pálidos dobles. —¿Dobles de quién? —De los hombres cuyo oficio es hacer política y sostener la lucha de clases. —En su opinión, ¿cuál es el lugar del sacerdote en la sociedad moderna? —Un hombre de amor y un educador en el sentido más amplio del término. —¿La formación actual evoluciona en ese sentido? —En absoluto. La jerarquía está muy ocupada en las reformas internas de la Iglesia y, al mismo tiempo, está obsesionada por la idea de no perder a la clientela obrera. —¿La clientela? —Sí. Utilizo ese término voluntariamente. Se está volviendo demagógica. Por otra parte no reflexiona realmente sobre los grandes problemas como la educación sexual, los anticonceptivos, el aborto, el lugar de la mujer en la sociedad, el desarrollo de la cultura obrera, la organización del tiempo libre. Los movimientos juveniles desaparecen uno tras otro. No estaban más adaptados, es verdad, pero pienso que los jóvenes necesitan educadores y animadores. Hubiera querido ser capellán en un instituto o en un colegio. Imposible. Hay que mantener la parroquia tradicional y nos faltan hombres. Hay que respetar la rigidez de las estructuras. Si al lado de nuestra parroquia se desarrolla con éxito una asesoría espiritual de 43
instituto o de colegio, desaparece toda una clientela. Los jóvenes arrastran a sus padres. Van a la misa del instituto, siguen las reuniones y las actividades de la capellanía. —¿Es una excelente evolución? —No para el cura de la parroquia. —¿Por qué? —Ve que se le va la clientela. El capellán está implantado en medio de los jóvenes, realmente en la base. El cura, en su iglesia, espera que vengan a él. Esta estructura está superada. —¿No quedan las hermosas ceremonias? — N i eso. Con las reformas litúrgicas se ha atado el carro delante de los bueyes. La mayoría de las misas dominicales son lamentables. En las capellanías los jóvenes que viven juntos llegan a hacer algo hermoso. En las iglesias, se ha reemplazado a Bach por cantos colmados de graznidos... —¿Usted es integrista? —En absoluto, pero pienso que se cambió la forma antes de cambiar el fondo. La jerarquía no se mueve durante cincuenta años y, luego, se precipita sin reflexionar lo suficiente. La infalibilidad del Papa no basta para arreglar las cosas. —¿Está en contra de la infalibilidad del Papa? —Es un problema difícil. Hubiese querido que utilizara su autoridad para modificar la formación y el status del sacerdote en la sociedad. ¿Por qué no exige que en todos los seminarios se dé una educación política, social y sexual profunda? ¿Por qué no declara que el sacerdote tiene derecho a una vida sexuada? Vuelvo a mi problema. Cuando conocí a Francoise descubrí la alegría y el equilibrio de una relación sexuada. Digo bien, sexuada y no sexual. No estaba preparado para eso. La reacción de los fieles de la parroquia no arregló nada. Empezaron a murmurar por los rincones. Nuestra relación se hizo sospechosa: el hecho de que a menudo habláramos y nos quedáramos solos en mi despacho fue muy mal 44
interpretado. El cura recibió cartas anónimas. Eso me enfureció. Le aclaro que nuestra vida sexual empezó después de nuestro matrimonio. La actitud de la comunidad cristiana fue determinante en mi elección. También en eso me sentí aplastado. —¿Aplastado por quién? —Por los creyentes. El sacerdote es un ser asexuado. Eso tranquiliza a todos esos buenos burgueses y burguesas que se avergüenzan de su sexo, aunque piensen demasiado en él. No es uno de los menores defectos de la Iglesia haber relacionado el sexo con sentimientos de culpabilidad. Poco a poco, con Francoise, nos sentimos aislados y culpables. Sólo había dos soluciones: romper o casarse. Le dije al principio de nuestras entrevistas que había confundido deseos de hacer el amor con deseo de casarme. Era una manera agresiva de presentar la cuestión. Durante dos años nunca deseamos tener vida sexual. Frente a la actitud hipócrita de una gran parte de la parroquia, nuestra relación se reforzó y, es verdad, tuvimos deseos de hacer el amor. Es difícil permanecer dos años en una isla desierta. —¿En una isla desierta? —Muchos adultos nos miraban como si fuésemos apestados. No faltaban las alusiones. Y bien, sí, tenía deseos de hacer el amor con Francoise. Decidí casarme. —¿La jerarquía reaccionó? —En verdad, no. Encontré mucho paternalismo, pero yo estaba bloqueado. El retiro no me sirvió de nada. Hubiese querido seguir siendo sacerdote y vivir con Francoise, pero en realidad no tenía deseos de fundar una familia y de tener hijos. Conservé la vocación de lo universal, de la disponibilidad del sacerdote. Hubiese querido seguir ocupándome de los jóvenes. Como ayudante de laboratorio, con cargas familiares, es difícil. —¿Lamenta su matrimonio? —Realmente, no. Lamento mi oficio de sacerdote. 45
En la actualidad sólo tengo la obsesión de unir las dos cosas. Francoise se va a ver obligada a trabajar. Hubiese querido evitarlo mientras los niños son pequeños. Para el año próximo he solicitado un puesto de maestro y voy a intentar hacer un profesorado en letras. Va a ser duro, pero tengo que lograrlo. —¿Se siente deprimido? —Más que nunca y, además, me odio por haber cedido a la presión de una comunidad cristiana infantil. —¿Todavía es practicante? —Sí, pero no en las estructuras tradicionales. Hemos formado una pequeña comunidad con otros sacerdotes casados. Nos reunimos regularmente y compartimos el alimento eucarístico. —Si un día los sacerdotes pudieran casarse, ¿usted qué haría? —Ahora volvería a mi oficio de sacerdote. Dentro de diez años, no lo sé. Por el momento quisiera llegar a aceptar mi vida tal como es. Sin angustia y sin culpabilidad. Tengo que reconciliarme conmigo mismo. La psicoterapia permitió a ese sacerdote reconciliarse consigo mismo. Tomó conciencia de que el verdadero problema no estaba en su matrimonio ni en sus dificultades materiales: había sido víctima de una ausencia total de educación. El primer adulto con el que se comunicó y al que tuvo deseos de imitar fue un sacerdote. Ese encuentro había sido decisivo. Se identificó con él, pero no tenía verdaderamente vocación. También sufría mucho por su falta de preparación para la vida actual. En el seminario reencontró las estructuras rígidas de su medio familiar: el pecado reemplazó a las malas notas. Rechazaba la evolución de la Iglesia acusándola de «obrerismo demagógico». Tomó conciencia también de su agresividad con respecto a la jerarquía clerical y de su rechazo de la prohibición sexual y de la cul46
pabilización del sexo. Por fin descubrió que el oficio de maestro le permitía ejercer un papel educativo al menos tan importante como el de sacerdote. Consiguió una plaza de maestro e hizo un profesorado en letras. Se ocupa de un grupo de jóvenes que buscan una nueva espiritualidad y entró en un grupo carismático. Salió realmente de su depresión y resolvió sus conflictos interiores al descubrir las verdaderas causas de su agresividad y de su angustia. Reencontró las claves de su propia historia.
Un médico católico practicante También un médico puede estar psicológicamente enfermo. Al igual que el sacerdote, su formación es a menudo muy insuficiente para abordar el mundo actual. Está formado en el tratamiento de los síntomas pero no en el de la enfermedad, parte integrante de la historia de los enfermos. Muchos de mis colegas han venido a discutir estos problemas: agotados, asqueados por su oficio, que se limita a una medicina de «golpe por golpe», se dan cuenta de que hacen un trabajo superficial que a menudo sólo desemboca en la organización progresiva de las enfermedades e incluso en su conversión en mentales. Un médico de unos cincuenta años, con una neurosis fóbica, vino a verme. Sus primeras perturbaciones habían aparecido cuando viajaba en automóvil y hacía sus visitas: vértigos, angustia, opresión, que le obligaban a detenerse durante más de una hora. Progresivamente, las fobias se agravaron: como dijo en nuestra primera entrevista, no soportaba la multitud y el ruido, y se angustiaba en los atascos, en el Metro y hasta en la misa del domingo. Veía llegar el momento en que no podría salir más de su casa. Su historia era simple. Educado en una familia cristiana clásica, muy estructurada, aprendió muy pronto la moral del aniquilamiento. Le educaron los herma47
nos de las Escuelas Cristianas y luego los jesuítas. En su opinión, cuando uno ha sido educado por los jesuítas sólo quedan tres soluciones: ser un anticlerical feroz, un jesuita o un aniquilado. Desgraciada, aunque involuntariamente, había elegido el tercer camino. Se había convertido en un buen cristiano, un buen padre de familia y un médico tradicional totalmente legalista. Practicaba con honestidad la moral cristiana del negro y el blanco, y la proyectaba tanto como podía sobre su clientela. De este modo se había visto enfrentado a situaciones imposibles. Nuestras entrevistas se refirieron especialmente a ese tipo de situaciones. El problema más grave era el del aborto. Para obedecer la ley moral siempre había abandonado, digo bien, abandonado, a todas las jóvenes o a todas las mujeres que deseaban abortar por razones sociales o psicológicas. Una de ellas, madre de familia, murió de septicemia aguda y de nefritis, como consecuencia de un aborto hecho por una enfermera en condiciones particularmente dramáticas. Esta muerte le angustió profundamente porque se sentía responsable de ella. En realidad, no había hecho más que obedecer a su conciencia de cristiano legalista... ¡y no había cometido ningún pecado! La contracepción era, para él, un problema no menos angustioso: seguía aconsejando las leyes de Ogino o la eyaculación controlada, aunque conocía todos los límites y las imperfecciones. Sabía que la práctica de la eyaculación controlada convertía en impotentes a cierto número de hombres. «Desgraciadamente, no tengo otras soluciones para proponerles.» Este método es particularmente difícil de practicar. El hombre debe controlar su erección, no dejar escapar la menor gota de esperma y retirarse en el último momento. ¿Dónde están la alegría y la relajación del encuentro y de la comunicación sexual? Otro problema le angustiaba: el de la verdad que debía decir o no al enfermo. Por una parte, la ley 48
cristiana le prohibía mentir; por otra, el hombre tenía derecho a toda la verdad. En el curso de nuestra entrevista le conté la historia de un monje afectado por un cáncer de páncreas. Llegó al hospital amarillo como un limón. En la intervención quirúrgica se descubrió un tumor del páncreas que bloqueaba los canales hepáticos. El cirujano se contentó con hacer una derivación: el resultado fue espectacular. Perdió el color amarillo en cuatro días y recuperó su peso normal en un mes. Seis meses después volvió en compañía de su superior: estaba floreciente. El superior me llamó aparte y me dijo: —¿Le ha dicho la verdad? —No, creo que es inútil. Así está bien. —Hay que decirle la verdad, es un alma hermosa. —Señor superior, le dejo decidir. Personalmente me niego. —Bien, se la diré yo mismo. Recibimos la noticia de su muerte quince días después de esa entrevista. ¿Un médico afectado por una neurosis cristiana puede de verdad cumplir con su oficio? El médico debe estar al servicio de sus enfermos y no proyectar sobre ellos sus propias angustias y sus tabúes. Es responsable de su vida y de su equilibrio. Un médico cristiano que deja practicar un aborto en cualquier condición es corresponsable de la muerte del paciente. Un médico que no explica claramente todos los métodos de contracepción, sus ventajas y sus inconvenientes, no cumple con su obligación. Es necesario que los médicos se aparten de una educación neurótica y aprendan a juzgar y apreciar por sí mismos la necesidad de tal o cual actitud o de tal decisión. Están solos frente a sus enfermos y la única ley a la que deben obedecer es el interés de los mismos. El médico del que acabo de hablar acabó por no poder ir más a misa. Era presa de vértigos y náuseas que le obligaban a precisar su situación y a descubrir que su neurosis cristiana era incompatible con el 49
ejercicio de su profesión. En el curso de nuestras entrevistas expresó una idea particularmente interesante. «Tengo la impresión, por momentos, de que los enfermos vienen a pedirme que les absuelva.» Se daba cuenta de que los síntomas por los que venían a consultarle encubrían una angustia que era necesario calmar: un examen concienzudo, un interrogatorio minucioso, llegaban siempre a las mismas conclusiones: «Usted no tiene nada. Le daré algunos medicamentos y todo irá bien.» «Sé que toda esa gente me pide otra cosa: sus síntomas son una demanda de ayuda a la que no sé responder. En realidad creo que les estoy dando la absolución, mi receta de calmantes reemplaza las tres Ave Marías o los tres Padrenuestros que les recetaría un cura. Tengo la impresión de ser como todos esos sacerdotes concienzudos e incompetentes. Muy a menudo, también ellos dan la absolución aun sabiendo que el verdadero problema no radica en eso. »En las últimas Pascuas fui a confesarme: el sacerdote fue aún más rápido que el médico clínico. Cada confesión duraba alrededor de dos o tres minutos, todo incluido. Dejaba listos alrededor de veinte enfermos, discúlpeme, veinte pecadores, por hora. Conmigo batió todos los récords: apenas tuve tiempo de arrodillarme cuando me dio la absolución, antes de que yo hubiera tenido tiempo de hablar. Debía de estar agotado y tal vez asqueado. Esta confesión me recordó algunas consultas invernales en las que se ven desfilar veinte gripes por hora. No hay necesidad de escuchar, los enfermos tienen todos lo mismo. Me acuerdo de aquel sacerdote que me decía: "Me cuentan todos las mismas tonterías."» No pude dejar de reírme porque esa historia me recordaba la de un enfermo que había salido de la casa de un médico sosteniéndose el pantalón: ¡no había tenido tiempo de subirse los tirantes! Cuanto más reflexiono sobre esto más pienso que 50
los médicos y los sacerdotes tienen la misma falta de formación psicológica. Los primeros arreglan los problemas a golpe de receta, los segundos a golpe de absoluciones. En los dos casos, el fin es el mismo: tranquilizar. Pero los médicos y sacerdotes que de buena o mala gana hacen ese trabajo, ¿pueden estar contentos de sí mismos? ¿Qué solución se les ofrece cuando no soportan más su oficio? Los médicos clínicos siempre tienen la posibilidad de realizar una especialidad que les permita continuar, sin culpabilidad y sin angustia, una medicina del hombre-objeto. Los sacerdotes no tienen esa solución. No tienen ninguna formación que les permita ejercer un oficio en correspondencia con su nivel cultural. Conozco a algunos que se hicieron obreros especializados, chóferes de taxi, peones de la construcción. También conocí a uno que se mató. ¿Cómo curé a ese médico católico practicante? De un modo muy simple. Le aconsejé que completara su formacién médica tradicional con una formación psicológica: un grupo Balint y una dinámica de grupo. En dinámica de grupo, bajo la dirección de un psicoanalista, aprendió a cuestionarse estudiando sus propias reacciones y las motivaciones reales de su comportamiento. Así descubrió que la comunicación con el otro pasa en principio por la comunicación consigo mismo y que el autoanálisis necesita la mirada del otro. El grupo Balint le permitió estudiar con sus colegas la evolución y el tratamiento de cierto número de enfermos cuyas observaciones se estudian en común. El psicoanalista presente en las reuniones permite a los médicos clínicos comprender mejor las razones que les impulsan, frente a un enfermo difícil, a tomar tal o cual decisión. Así aprendió que, a menudo, la relación médicoenfermo no es una relación asimétrica (enseñanteenseñando o maestro-alumno), sino que es una verdadera comunicación. 51
Volví a verle hace unos meses y le encontré muy relajado. Me explicó que su práctica médica había cambiado completamente: —Muy a menudo, ya no soy yo quien habla. Es el enfermo. Trato de comprenderle y de ponerme en su lugar. He tomado conciencia de que numerosos síntomas físicos se deben a problemas psicológicos no expresados. Mi oficio se ha vuelto más difícil, pero no me quejo. Ya no tengo la impresión de hacer cualquier cosa.
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2 ¿Cómo se libera el cristiano de la culpabilidad enseñada? La confesión y la buena conciencia Un misionero de unos cuarenta años vino a consultarme a causa de un eczema recurrente del ano que le obligaba a rascarse sin tener en cuenta el lugar o las circunstancias... Un psicoanalista hubiese supuesto en seguida la represión de algunas fantasías homosexuales. Un examen clínico rápido me permitió descubrir hemorroides que, tratadas por un proctólogo, acabaron en eczema. Conservé una relación amistosa con ese sacerdote y vino a verme varias veces por el placer de discutir. Desde nuestro primer encuentro, al saber que yo escribía un libro titulado La neurosis cristiana, me dijo: — E l término neurosis cristiana me interesa. Yo, que seguí el camino clásico —familia cristiana y seminario menor—, tengo la impresión de estar construido por un amontonamiento de varias capas. La primera es una capa profunda hecha de angustia y culpabilidad: es la capa familiar. De niño, estaba obsesionado por el pecado que debía confesar en la plegaria familiar de la noche, precedida por lo que llamo "un examen de concencia hablado". La segunda capa es de represión: en el seminario menor estaba obsesionado por el pecado sexual. Me acuerdo de haber sido castigado por leer, en el fondo del parque, 53
una revista ilustrada, oculto detrás de un árbol. El celador que me descubrió me dio un par de bofetadas y me dijo: "Cochino, te escondes para masturbarte." Por la noche tuve que permanecer de rodillas, con las manos en la cabeza, durante toda la cena. La tercera capa es de aniquilamiento: en el noviciado estábamos sometidos a una disciplina muy estricta, y la comunicación era prácticamente imposible. El silencio era una de las reglas de oro de nuestra formación (no me animo a hablar de educación). Nuestra vida estaba sujeta al ritmo de la sacrosanta campana. Ahora el ambiente ha cambiado y nuestras comunidades son más vivas, pero entre los sacerdotes de mi generación persisten una vergüenza y una dificultad de comunicación que yo creo definitiva.» — S i entiendo bien, su yo, como diría Freud, está hecho de una mezcla de angustia, culpabilidad, represión y aniquilamiento... ¿Y su superyó? — M i superyó... se construyó progresivamente. Mi oficio de misionero me ayudó, pero creo que siempre seguiré angustiado y sintiéndome culpable por todo y por nada. Lo que entra muy pronto en la conciencia lo hace de manera definitiva. La primera marca me parece indeleble. Sin embargo, soy capaz de ayudar y tranquilizar a los cristianos de los que soy responsable. Trato de enseñarles lo que es el amor y de minimizar al máximo todos los pequeños incidentes de sus caminos, que son la gran mayoría de sus pecados. —Usted debería poder liberarse de la angustia y del sentimiento de culpabilidad por la confesión. —Sí, a menudo me alivia. —¿Alivia? Como la aspirina calma el dolor de muelas. — S i le parece... El hecho de confesar libera de un peso, de un dolor a veces intolerable. —Pero ¿y la causa? —Ese es el problema. En el nivel de la causa la confesión encuentra sus límites: no cura la caries. 54
La confesión alcanza para un pequeño dolor de muelas, una pequeña neuralgia que no corresponde a ninguna lesión. Encuentro interesante su comparación: es la aspirina de la culpabilidad, pero cuando hay algo más importante, no cura realmente. Para ser perdonado es insuficiente la verdadera contrición, pero no basta con lamentarse para ser capaz de cambiar profundamente, para ponerse a uno mismo en tela de juicio y comprender el porqué de nuestras actitudes. —¡Los estereotipos bien engrasados de la neurosis! —¿Qué quiere decir? —Quiero decir que una educación basada en el pecado implica, en el que la sufre, actitudes estereotipadas que hacen que siempre recaiga en los mismos problemas. La confesión, tal como se la practica, favorece al máximo la neurosis cristiana, porque es infantilizante, porque basta confesarse al representante del Papa para ser perdonado. Por medio se dan algunas plegarias automáticas que deben ser repetidas. Pero el perdón del sacerdote, representante de Dios, no basta para liberarse de todo problema. La confesión es superficial, ya que no hace avanzar al que se somete a ella. Tomemos, por ejemplo, el problema de la masturbación, del que hablaba hace un momento. Ya es un error considerarla sistemáticamente como pecado: en la gran mayoría de los casos es un acto que corresponde a un estadio de evolución normal de la adolescencia o a una necesidad de compensación en relación con frustraciones afectivas o sexuales mal soportadas. A veces es una necesidad fisiológica muy simple, en hombres sometidos al celibato o a la castidad. De manera excepcional, se trata de una masturbación compulsiva y obsesiva que corresponde a un estado psicopatológico, y entonces requiere un médico especialista y no un sacerdote (conocí a un adolescente que se masturbaba diez veces por día). En todos esos casos, no veo cuál puede ser el papel del sacerdote 55
y menos el de la confesión. Una entrevista psicológica bien llevada permitiría al interesado comprender el porqué de su actitud y encontrar los medios para remediarla. Tomemos otros ejemplos. Un muchachito roba confituras o bombones: la confesión no servirá de nada. Es mucho más interesante saber por qué ese niño roba. Contrariamente a las ideas impuestas por la educación cristiana clásica, el niño no está marcado por el pecado desde su nacimiento. Realmente, es demasiado simple decir: «El hombre nace pecador, Dios lo perdona, y gracias al bautismo, o la confesión, e t c . , puede volver y permanecer como hijo de Dios.» De hecho, la confesión es sólo el corolario indispensable de la educación de la prohibición y la culpabilidad. Una educación abierta, basada en el amor y la responsabilidad, daría resultados muy diferentes.
Entre mi clientela hay muchas parejas con problemas, y bastantes de ellas, para no decir la gran mayoría, son cristianas. ¿Por qué? ¿Las que no lo son no tienen problemas? Seguro que sí, pero no los mismos. Las parejas cristianas se divorcian más fácilmente que las otras, lo que en sí no es bueno. El divorcio es siempre un drama para los hijos. Vienen a verme para aclararse y tratar de restablecer una verdadera comunicación: muy a menudo, el fondo del problema es sexual. Están castrados (6) en el nivel del placer y de la alegría. (6) En el plano psicoanalítico, el complejo de castración está centrado en la fantasía que aporta al niño una respuesta al enigma que le plantea la diferencia anatómica entre los sexos. Atribuye esta diferencia a una retracción del pene en la muchacha. La estructura y los efectos del complejo de castración son diferentes en los varones y en las mujeres. El varón teme la castración como realización de una amenaza paterna en respuesta a sus actividades sexuales; esto produce en él una intensa «angustia de castración». En la niña, la ausencia de pene se siente como un perjuicio que se trata de negar, compensar o reparar. El complejo de castración está en estrecha relación con el complejo de Edipo, y más especialmente con la función prohibitiva y normativa de éste.
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Cuando doy una conferencia sobre educación sexual no me limito al estudio de la función de reproducción en los vertebrados superiores. Siempre insisto en el hecho de que es importante darle al niño, muy pronto, la idea de la comunicación sexual, y de la alegría y del placer asociados a ella. Me impresiona el sentimiento de culpa sexual de las parejas cristianas que vienen a consultarme. Muchas están todavía en el estadio del «conflicto interno», sin mediación de otra persona. A veces, el hombre es impotente, se trate de una impotencia parcial con eyaculación precoz o de una impotencia total. A veces, y es el caso más frecuente, la mujer es aparentemente frígida. Una de ellas me decía que estaba muy angustiada por no poder cumplir con su deber conyugal. Esta expresión «deber conyugal» es uno de los numerosos hallazgos de la Iglesia. La única solución a la que esa mujer había podido recurrir hasta nuestra primera entrevista había sido la de acusarse en confesión. La respuesta era siempre la misma: «Hay que cumplir con su deber conyugal». Esta orden iba acompañada de uno de esos discursos que oímos a menudo en las confesiones tradicionales. «Piense en los sufrimientos de Cristo en la cruz, piense en la Virgen María, etc. Dios comprende y conoce nuestros sufrimientos, su amor es inmenso y nos perdona todo. Rece... Recite tres Padrenuestros y dos Ave Marías.» Por desgracia, la oración nunca ha curado la frigidez. Las entrevistas siguientes permitieron a la enferma descubrir las causas de su comportamiento: un asco profundo hacia la sexualidad. Como me dijo un día: «Es sucio, el esperma me asquea. No puedo soportar que mi marido me acaricie el clítoris. Tengo la impresión de cometer una falta contra la pureza.» —En el fondo, ¿se niega a sentir placer? —Sí. —¿Por qué? —Siempre pensé que el acto sexual era necesario para el hombre y que la mujer tenía que someterse a él sin buscar el placer. 57
—¿Quién le inculcó tales ideas? —Es la conclusión que saqué de mi educación. Las hermanas siempre nos dijeron que desconfiáramos de los hombres, porque su verdadero fin era aprovecharse de la mujer. Conservé la idea de que el acto sexual debía tener como único fin la procreación. Nunca me dijeron que el placer y la alegría debían estar asociados con él. —¿Siente placer cuando su marido la acaricia? —Ninguno. Sólo tengo prisa para que termine su asunto y se sienta aliviado. —¿Sólo por eso acepta las relaciones sexuales? —Sí. Mi madre siempre me dijo que nunca había que negarse a los deseos del marido. —¿Por qué? —Para evitar que se vaya por ahí... No veo de qué manera la confesión puede arreglar esos problemas... Citaré otra observación: un hombre viene a consultarme a causa de su impotencia. Su erección es normal, pero apenas se acerca a la vulva, su pene se pone flaccido bruscamente. Se siente culpable por no poder satisfacer a su mujer. La pareja tiene dos hijos y la mujer, a la que veo unos días más tarde, me explica que no entiende cómo pudo quedar embarazada. Cada tanto, su marido llegaba a eyacular, sin haber penetrado verdaderamente. Después de un largo camino, algunos espermatozoides especialmente fuertes alcanzan su objetivo. La historia de ese hombre de treinta años era la siguiente: masturbación prolongada sin ninguna relación femenina, ni aun sentimental, hasta conocer a su mujer. Se casó a los veinticinco años: era jefe de boy scouts y conoció a su mujer cuando ella era la encargada de los scouts más pequeños en la misma parroquia. En principio había pensado ser sacerdote y había hecho un año en el seminario mayor. Además de las inhibiciones sexuales conservadas de su educación, se sentía culpable por no haber continuado el camino del sacerdocio. En realidad, se castraba 58
para castigarse. También en este caso volvemos a encontrar la noción de ilegalidad del placer. Es cierto que la Iglesia, actualmente, tiene posiciones menos rígidas. Pero esto no es suficiente para que las generaciones deformadas por su educación reencuentren, de un día para el otro, un comportamiento normal. La confesión es el complemento indispensable de la educación cristiana. A través del pecado y de la culpabilidad no hay maduración posible. Si se realiza la transgresión de lo prohibido, rápidamente hay que quedar en paz con Dios. La transgresión es tan indispensable para la madurez como la renuncia. Pero transgresión y renuncia sólo son válidas cuando el sujeto que las vive es capaz de comprender por qué transgrede o por qué renuncia. Si sufre todo lo que vive sin comprender, da vueltas en círculo y sigue siendo un ser débil, víctima de una alternancia de pecados y confesiones que le permiten sobrevivir. Otros se construyen un superyó artificial, sea rígido o moralizante, y se hacen integristas o anti-integristas a menos que sean testigos de Jehová o paracaidistas, lo que les permite exteriorizar su angustia y su agresividad. Otros, en fin, se vuelven fóbicos. Son víctimas de miedos irracionales, obsesivos, angustiosos, tienen miedo al vacío y al espacio, miedo a estar encerrados, miedo de enrojecer, etc. Su angustia y su agresividad ocultas se vuelven contra ellos y, como dice Freud, «deterioran las líneas de fuerza de su personalidad». Siempre tensos, esperan, más o menos conscientemente, el justo castigo a su iniquidad. No soportan la mirada del otro, que les critica y juzga sin cesar. Tienen vértigos en la calle (vértigos es una palabra inexacta: es una impresión de vacío en la cabeza con miedo a caer). Se sienten ahogados, tienen palpitaciones o náuseas. Algunos justifican esta impresión por el hecho de que son incomprendidos a los que nadie acepta ni ama. Es una lástima que la confesión no cure esos síntomas fóbicos, que son la exteriorización de una angustia profunda. Como decía «el médico católico practicante», la 59
confesión, tal como se practica, se parece a ciertos problemas de la medicina general rápidamente solucionados. El hombre-objeto, con su receta o su absolución, se encuentra lavado de todo síntoma o pecado sin haber tenido tiempo de explicárselo verdaderamente. Tan desilusionado como antes parte hacia un nuevo pecado, hacia otro síntoma y hacia otra confesión sin haber progresado un solo milímetro. «¿Y el sacramento? —me dirán—. ¿Qué hace usted con él?» Un día un sacerdote me dijo: «No hay diferencia muy grande entre el trámite que se realiza ante el médico y el que se hace ante el confesor. Los dos consisten en entregar, con lucidez, la enfermedad, en el deseo de ser curado. Pero las respuestas son esencialmente diferentes. El médico responde con medios humanos a un mal que puede ser solucionado humanamente. El sacramento responde con medios sobrenaturales a un mal del que es imposible liberarse sin la intervención de Cristo.» Por desgracia para muchos creyentes, el sacramento de la penitencia es un simple rito. No se confiesan para comprender las causas de su comportamiento y remediarlas. Van a ponerse en orden con la ley. Para persuadirse de eso basta ver la multitud que se amontona en las iglesias en vísperas de las fiestas solemnes. Los sacerdotes, completamente desbordados, distribuyen absoluciones en cadena. Un teólogo, al que interrogué sobre el problema de la confesión, me contestó: «La cura psicológica liquida la angustia y la culpabilidad y permite reencontrar el equilibrio y la alegría de sí. El sacramento de la penitencia hace comprender al hombre toda su miseria. Sabe que es pecador y que siempre seguirá siendo pecador.» En tanto médico, no me veo diciendo a mis enfermos: «Usted está enfermo y siempre estará enfermo. Venga a verme, le daré una receta para aliviarlo.» Es verdad que basta decir los pecados para ser per60
donado, pero no basta enumerar los síntomas para estar curado. Muchos son los cristianos que utilizan al sacerdote como los enfermos utilizan al médico: para obtener alivio con el menor compromiso posible. La verdadera curación es maduración: exige al hombre-objeto, tranquilizado por los ritos o los medicamentos, que salga de su dependencia infantil para convertirse en un hombre-sujeto capaz de comprender por qué está enfermo. El modo en que se practica la confesión clásica ha desarrollado en los cristianos lo que podemos llamar «la buena conciencia». «Estoy en paz con Dios, con la ley, puedo seguir viviendo tranquilamente, sin ponerme en tela de juicio a mí mismo.» En la antigüedad cristiana, la penitencia pública (no había otra) era edificante. Más tarde, entre los siglos vi y xn el pago era mucho mayor. Ayuno a pan y agua durante meses o años, largos peregrinajes yendo descalzo, prisión, bastonazos, pesadas multas... todas ellas penas que había que sufrir antes de recibir la absolución. Es fácil admitir que esas técnicas de absolución borraran un poco el gusto por el "buen pecado". Más que actualizar tales penitencias sería más simple modificar la formación de los sacerdotes. Al igual que cualquier enfermedad, el pecado puede ser factor de madurez. Cuando un niño roba, miente o no obedece, existen razones profundas para robar, mentir o no obedecer. Cuando un adulto transgrede los principios que teóricamente ha aceptado como base de su comportamiento es porque tiene razones profundas para hacerlo. Desearía que los sacerdotes tuvieran la formación psicológica suficiente para comprender qué les dicen a los penitentes. Para esto, es indispensable salir de la relación infantil sacerdote-pecador, al igual que hay que salir de la relación infantil médico-enfermo, que permite la perpetuación de actos mágicos, expeditivos, superficiales... y dañinos. La buena conciencia, fácilmente adquirida, es una de las consecuencias de la absolución fácilmente otor61
gada. Esa buena conciencia es un notable mecanismo de defensa. Permite encontrar un equilibrio cuando se ha recibido una educación que no permite ser un buen compañero para uno mismo. Es difícil amar cuando uno no se ama, es difícil servir al mismo tiempo a una religión de amor y a una sociedad de consumo y dinero. En fin, es difícil defender la verdad y la justicia en el marco de la institución religiosa estructurada, jerarquizada e integrada, que no es más que una calcomam'a de la sociedad capitalista. La buena conciencia es la puerta de salida del cristiano legalista, que de esta manera encuentra un compromiso entre la ley del amor teóricamente incondicional y las situaciones comprometedoras que está obligado a vivir. Me acuerdo de una reunión que agrupaba a los estudiantes de las últimas clases del instituto y a sus padres: un padre, presidente y director general de una sociedad, explicó con la mayor seriedad que la diferencia entre los cristianos y los otros era que tenían sentido de la moral. «Nosotros los cristianos sabemos qué hacemos, aceptamos pasar por las horcas caudinas del capitalismo, pero somos conscientes de eso.» Un alumno, un poco asombrado por esta declaración, dijo: «Creía que la diferencia entre los cristianos y los otros era que ellos creían en Cristo resucitado.» Un molesto silencio planeó sobre la asamblea. Valientemente el capellán tomó la palabra: «La diferencia entre los cristianos y los otros es que saben que son hijos de Dios y que ellos también están prometidos a la resurrección.» Otro alumno se levantó: —¿Piensa de verdad, padre, que los cristianos son los únicos que tienen sentido de la moral? —No, pienso que muchos no cristianos son honestos y conscientes. —¿Y resucitarán? —Sólo Dios puede juzgar. Esa es una buena respuesta. Cuando uno no sabe 62
cómo salir del paso se responde simplemente: Sólo Dios puede juzgar. Es una lástima que no entre dentro de las costumbres del cuerpo médico responder a los enfermos angustiados que preguntan si se cur a r á n : «Sólo Dios lo sabe.» Muchos cristianos, aun muy inteligentes, tienen una visión particular del mundo: un mundo totalmente ordenado y deseado por Dios. A propósito, me acuerdo de una discusión que tuve con un ingeniero muy culto. Abordamos el problema de la guerra. —En tu opinión, ¿cómo se explica la guerra de Biafra en relación con Dios y con la economía de la creación? —Esa guerra Dios la ha querido. —Es evidente, ¿cómo no había pensado en eso? Todo en su lugar: la guerra, la paz, la enfermedad, la muerte de un niño, un accidente de carretera, etcétera. Para qué inquietarnos, Dios hace bien las cosas. De vez en cuando, para recordarnos que existe, manda una pequeña guerra. —Dios nos envía todas esas pruebas para compensar el pecado del mundo. —¿Todos participamos de ese pecado? —Sí, y para evitar el castigo hay que mantenerse en paz con Dios. —¿Cómo haces para mantenerte en paz con él? —Intento no permanecer nunca en estado de pecado. El sacramento de la penitencia es un medio que nos ha sido dado para reconciliarnos con Dios. —Y para reconciliarte contigo mismo, ¿cómo lo haces? Cómo puedes aceptar un puesto tan importante en una sociedad que vive de la explotación de los pueblos subdesarrollados. —Me es difícil poner en tela de juicio toda una sociedad. No soy su propietario. Soy sólo uno de los directivos. Debo hacer mi trabajo concienzudamente, allí donde Dios me puso. —No había pensado en esa solución. Estás perfec63
tamente programado. Dios te hizo entrar en el Politécnico, te dio un puesto de director en una sociedad que explota a los pueblos subdesarrollados. Debes hacer bien tu trabajo sin hacerte preguntas. Te comprendo: es el único medio para tener buena conciencia.
Una mujer viene a consultarme porque sufre un insomnio persistente. —¿Desde cuándo no duerme? —Desde hace dos meses. —¿Está angustiada? —Sí. —¿Qué ha pasado? —Es difícil de confesar. Después de unos minutos de silencio, la joven me dice con voz imperceptible: —Me acosté con un sacerdote. —Sí..., ¿y se siente culpable? —No. —¿Por qué está angustiada? —Porque él me odia. —¿Por qué la odia? —Por haberme acostado con él. —¡Ah! —Antes era puro, ahora ya no lo es. —¿Han roto sus relaciones? —Lo hacemos cada quince días. —¿Por qué? —Porque vuelve cuando no puede más. —¿Y vuelven a acostarse? —Sí. —¿Y al día siguiente la odia? —Sí. —¿No cree que usted también es responsable de esta situación? —Sí, pero lo amo. —¿Y él? 64
—No lo sé. Me lo dice cuando tienes ganas de acostarse conmigo. —¿Y después? —Después me trata de puta. Hasta me dijo que yo dañaba su vocación sacerdotal. Es sacerdote y quiere seguir siéndolo. —En realidad, ¿la hace totalmente responsable? —Sí. —¿Qué le dice? —Que me perdona, que comprende mi debilidad, pero que tengo que pensar en mi marido, que debo serle fiel... También me dijo: «Perdiendo uno encuentra y dando recibe.» —Si comprendo bien, le pide al mismo tiempo que se dé a él cuando tiene necesidad de hacer el amor, y que en seguida se olvide de que se acostó con él y de que le ama. —Exactamente. Cuando vuelve a verme, porque tiene urgente necesidad sexual, me dice: «No puedes negármelo. Sé que soy un pobre pecador, pero sé que me comprendes y estoy seguro de que puedo contar con tu discreción.» Al día siguiente me repite la misma escena: me pone en la puerta de su despacho y me dice de todo. —¿Y usted sigue aceptando esa situación? ¿No le parece que su sacerdote-amante se regala fácilmente una buena conciencia culpándola a usted? —Tal vez, pero le amo. He venido a verle a usted porque ya no puedo dormir. Me paso la noche rumiando y pensando en él. Ayer me dijo que quería mucho a mi marido y que no comprendía que le engañara. Ya no sé dónde estoy. —En este caso, ¿hizo el amor con usted anteayer? —No, hace tres días. Conozco el sistema de defensa de este notable sacerdote. No es el único en utilizarlo: un superior, muy distinguido, me explicó que se acostaba de vez en cuando con la madre de un alumno porque era 65
el único medio para que ella pudiera soportar a su marido. Una mano lava la otra: la buena conciencia es un excelente medio para evitar el sentimiento de culpabilidad. Tuve muchos problemas para tratar a esa «joven insomne que se acostaba con un sacerdote». El más enfermo de los dos no estaba en mi consultorio. En el curso de nuestras entrevistas tomó conciencia de su propia responsabilidad. Se había sentido atraída por ese sacerdote no sólo porque era atractivo (el niño mimado de la parroquia), sino también porque era sacerdote: representaba al hombre intocable, difícil de seducir, al padre en el que una puede confiar, al director espiritual y... a Cristo. También reflexionó sobre las relaciones con su marido. Sentía mucha estima y afecto por él, pero físicamente no le atraía. Decía que era buen padre y esposo, pero mal amante, aunque al contrario que el sacerdote no la trataba como un objeto de placer. Tenía muchas atenciones con ella. De manera progresiva se acercó a él y le encontró un gran número de cualidades que ignoraba (hasta la de hacer bien el amor). En unos meses, el clima de la pareja se transformó: ella participaba en las actividades sociales de su marido y asistía a diversas reuniones informativas y de readaptación. Ahora se ocupa, benevolentemente, de la biblioteca comunal. En el curso de nuestras últimas entrevistas me dijo: —Esta experiencia me ha hecho mucho bien. Me ha obligado a salir de mi actitud de jovencita perpetuamente en búsqueda de una imagen tranquilizadora y admirable. No tuve padre. Bebía y pegaba a mi madre. Yo le odiaba: dejé mi casa a los dieciséis años para ir a trabajar como empleada doméstica. A los diecinueve me casé con un hombre que tenía diez más que yo. Rápidamente tuvimos tres niños. Un poco le odiaba porque no estaba preparada para asumir con tanta rapidez semejante carga. Tengo la impresión de haber madurado y haber redescubierto a mi marido. 66
Ahora me parece totalmente liberada. Sin ninguna dificultad, invita a cenar a su «ex amante», que mantiene actividades en común con su marido. Una mujer de unos cuarenta años vino a consultarme para pedirme consejo. Su hijo, alumno del tercer curso en un colegio religioso había sido seducido por un profesor de letras homosexual. Muchos de sus condiscípulos estaban en el mismo caso. Uno de ellos terminó por confesarlo a sus padres. Estos fueron inmediatamente a ver al superior y el profesor fue despedido. Algunos días después, los padres de los alumnos afectados se reunieron y decidieron hacer una demanda para que ese profesor no continuara con sus prácticas en otro establecimiento. El superior se opuso a esta gestión: «Van a dar publicidad a lo sucedido y eso significa un escándalo. No olviden la palabra de Cristo: "¡Condena a aquellos por los que llega el escándalo!"» Cito esta anécdota porque es el ejemplo exacto de la falta contra el espíritu. Demandar por homosexualidad a un profesor de una escuela religiosa es atentar contra el buen nombre de esa institución. Para cualquier criterio común, lo más importante es sin duda evitar que un profesor así pueda seguir pervirtiendo a otros adolescentes. Obedecer la palabra escrita es evitar «la oficialización» del escándalo. Obedecer al espíritu es aceptar las consecuencias de la verdad y proteger lo más posible a los adolescentes, aun a los que no forman parte de la institución. Es verdad que para tener buena conciencia basta con otorgar mala conciencia a los que uno quiere silenciar.
Un abogado del distrito X V I de París viene a consultarme con su hija de diecisiete años: está embarazada de un estudiante portugués. —Doctor, le traigo a Silvia para que la decida a abortar. 67
—No veo muy bien cuál es el papel que me quiere hacer jugar en este caso. —Es imposible que conserve ese niño. —¿Por qué? ¿La han violado? —No, pero va a estropear su vida. —¿Por qué? —Todo el mundo le dará la espalda. —Sin embargo, creo que se ha educado en los mejores establecimientos. —Sí, y es incomprensible que con semejante educación nos haya hecho esto. —¿Qué educación? —Una educación religiosa a cargo de intachables hermanas. —¿Quién se ocupó de su educación sexual? —Las religiosas, sin duda. —Tal vez su madre lo sepa (me vuelvo hacia la madre, muy molesta, que permanece en silencio). Si me permiten, quisiera ver a Silvia a solas. (Hago salir a los padres.) —Bueno, Silvia, cuéntame qué ha pasado. —Es muy simple, amo a ese muchacho. Una noche, después de una fiesta, estábamos más enamorados que nunca el uno del otro. Nos amamos físicamente. El sabía, yo no mucho. De esas cosas nunca se habla en casa. —¿Y en el colegio? —Tampoco. Sólo nos aconsejaron que no miráramos a los muchachos. Cuando a la salida a una chica la esperaba alguno, la castigaban. —¿Qué queréis hacer? —Quiero conservar al niño. El padre quiere casarse conmigo. —¡Bueno! No veo dónde está el problema... —Es portugués y no ha hecho el servicio militar. —Todas esas razones me parecen insuficientes. Quédate, voy a hacer entrar a tus padres. 68
( E l padre y la madre entran en el consultorio con aire inquieto.) —Silvia desea conservar el niño y casarse con el muchacho. Creo que está claro. —¡Pero, doctor! —exclama el padre, totalmente furioso—. ¡Usted no se da cuenta: nunca podríamos casar a sus hermanas! —Podrían ser excelentes religiosas. Algunos meses más tarde supe que esa buena familia cristiana lo había arreglado todo, a su manera, en Suiza. Estoy persuadido de que siguen yendo a misa muy regularmente y de que tienen buena conciencia. Es impensable que una familia cristiana que educa a sus hijas en colegios religiosos mantenga en su seno una madre soltera. Frente a tal escándalo, el aborto forzado no plantea problemas. Esta historia me recuerda el consejo que le dio un religioso a uno de mis colegas que había tenido un niño con una de sus enfermeras: «Le prohibo volver a ver a ese niño, es el fruto del pecado. Dele cierta suma a esa mujer y rompa con ella definitivamente. No debe volver a ver a la madre ni al niño.» A propósito del aborto, es interesante recordar la posición defendida en Les Etudes (revista mensual, fundada en 1856 por la Compañía de Jesús). Cito: «... Nosotros pensamos que corresponde distinguir vida humana y vida humanizada, y que si en verdad el individuo sólo se humaniza en la relación con el otro, y por los otros, si recibe su propio ser de los otros, la relación de reconocimiento, tal como la hemos esbozado, es reveladora, aunque no instauradora, del carácter plenamente humano del ser en gestación. Dicho de otra manera, aunque el ser humano exista sin cuerpo, no está humanizado sin esta relación con los otros.» Este texto es notable: llega a hacer compatibles el precepto divino «no matarás» y el aborto. Esta distinción, muy jesuíta, entre vida humana y vida humanizada, es un medio de conciliar el aborto con la buena conciencia cristiana. 69
Volvemos a encontrar en este texto la obsesión legalista: cómo obedecer la ley y permitir oficialmente el aborto. Todos los días, mujeres jóvenes y maduras quedan enfermas o mueren como consecuencia de abortos clandestinos. El aborto tiene que salir de la ilegalidad. Hablo de ilegalidad del aborto para la Iglesia y no para la autoridad laica. Obedecer al espíritu es ayudar a las más desfavorecidas: las que no pueden abortar en Suiza, Inglaterra u Holanda. Más que buscar el medio de tener buena conciencia, la institución eclesiástica tendría que reflexionar sobre la educación sexual de las jóvenes generaciones... El cristiano legalista puede sobrevivir gracias a la confesión, que permite la reconciliación con Dios, y a la buena conciencia, que permite la reconciliación con uno mismo. Esta actitud, por otra parte, es comprensible: las instituciones cristianas son fuerzas de represión y de resistencia al cambio, a pesar de algunas declaraciones demagógicas que no traducen el profundo cuestionamiento del espíritu de la jerarquía. El Papa pasa la mayor parte de su tiempo defendiendo los comportamientos morales y disciplinarios. Lucha contra el control de natalidad, el divorcio, el matrimonio de los sacerdotes. Los documentos romanos se refieren a la «ley natural». La idea de la ley natural nos viene de Aristóteles y no de Jesucristo. Una paternidad y una maternidad responsables, una institución matrimonial que no sea una prisión, un celibato libremente elegido por los sacerdotes que lo desean, y el sistema se derrumba: los laicos se convierten en seres libres y responsables. A menudo he visto a sacerdotes que no soportan el celibato. Se sienten infantilizados, como amputados de una parte de la humanidad. La ausencia de una salida en esta situación neurótica la hace intolerable. Si la autoridad romana reconsiderara su actitud y permitiera el matrimonio de los sacerdotes (si es necesario después del estudio de cada caso particular), crearía una situación abierta. Muchos sacerdotes no se casarían por eso, pero podrían elegir, como 70
hombres libres y responsables. Hace unos dfas, recibí esta carta de un sacerdote: «Querido doctor: «Duermo cada vez menos y tengo miedo de recaer en crisis. Quisiera estar solo y nunca lo logro. Estoy en medio de montones de gente y solo. No puedo soportar más el celibato y hay momentos en los que enloquecería a causa de ello. A falta de dormir con una esposa... me haría bien hacerlo con suppnoctal. Hay días en los que me queda un poco de humor y esto me ha dado hoy el coraje para escribirle. Discúlpeme por utilizarlo. Quisiera ser fuerte. Tengo nuevamente crisis de llanto y usted ya me ha salvado.» Se trate de prohibiciones concernientes al celibato, la contracepción o el aborto, en realidad traducen el mismo miedo más o menos consciente: un hombre libre, habituado a reflexionar y a tomar decisiones propias, ¿permanecerá en el seno de la Iglesia tradicional? Apenas se levanta la prohibición es posible la reflexión: desde hace veinte años, mucho antes de que se votara la ley sobre el aborto, cuántas veces vi a mujeres enloquecidas por embarazos inopinados. Bastaba con empezar la entrevista con una actitud abierta para que su locura se calmara. — S i puede, si quiere, puede abortar en excelentes condiciones tanto técnicas como morales y financieras. El problema no es éste. Reflexionemos juntos sobre las razones que tiene para no conservar este niño. Puedo afirmar que con esta actitud evité que del 70 al 80 % de las mujeres abortaran. El problema del divorcio es semejante. El matrimonio puede convertirse en una situación neurótica a causa de la prohibición. Es verdad que Jesús exaltó el amor entre el hombre y la mujer, «que ya no son 71
dos «ino una sola carne», y que deseó que fuera definitivo. Pero para Cristo la ley más santa está al servicio del hombre y no debe convertirse en una prisión de la que algunos tienen deseos de salir a cualquier precio. También en esto son indispensables la reflexión y el tiempo. ¡También se necesita que los cristianos a los que les concierne no tengan la impresión de que no hay ninguna solución! Tal como recuerda Olivier Clément (jefe de redacción de L'Homme nouveau): «La Iglesia de Oriente, en su gran piedad, admite o más bien comprueba que un hombre y una mujer no siempre corresponden a esa posibilidad de unidad en Cristo que el sacramento del matrimonio les ofrece. Tolera, pues, el divorcio y el nuevo casamiento de los divorciados y acoge en su comunión los destinos quebrados.» La moral cristiana actual está muy alejada del mensaje inicial impregnado de responsabilidad y l i bertad. Charles Maurras advirtió el carácter subversivo de los evangelios y agradecía al aparato eclesiástico haber ahogado ese fermento. El mensaje de Cristo ataca la moral establecida. «El obrero de la undécima hora gana tanto como el que trabaja desde la mañana. El hijo pródigo que despilfarró todo su dinero con mujeres es más festejado que el hijo mayor que permaneció fiel a su padre.» Cristo lanzó esta advertencia: «Las prostitutas les precederán en el reino de los cielos.» «Escándalo y locura», decía san Pablo del cristianismo. «Avanzad en la corriente», decía Jesús a los timoratos. ¿Cómo actuar ante ese mensaje subversivo y la rigidez de una educación basada en prohibiciones y tabúes? Muchos cristianos permanecen bloqueados entre su educación infantilista y sus propios deseos, su libido en el sentido freudiano del término, es decir, su verdadero sentimiento, sus pulsiones y sus instintos vitales. Es difícil encontrar el compromiso y por tanto son incapaces de madurar y llegar a ser independientes y responsables... Por suerte, pues si fuese de otra manera estarían en perpetua rebelión contra el orden establecido. 72
La buena conciencia que se otorgan les permite vivir tranquilamente en una sociedad que de cristiana sólo tiene el nombre. Catequizar no es evangelizar. JeanClaude Barrault, surgido de un medio ateo, descubrió a Cristo a los dieciocho años: «Grande fue mi sorpresa al comprobar hasta qué punto los jóvenes cristianos de mi edad estaban a la vez supercatequizados y no evangelizados. Las escuelas católicas parecieron indispensables para la Iglesia durante mucho tiempo. Hoy hay que comprobar la quiebra global de esa política. No pongo en duda la calidad escolar de la enseñanza libre. Denuncio su común impotencia para comunicar la fe. El régimen de misas obligatorias y de cursos de instrucción religiosa ha fabricado generaciones de anticlericales o, peor, de clericales que confunden el cristianismo con cierta moral, cierta cultura, cierto orden.» Esta confusión tiene, por fortuna, un lado bueno. Permite a los cristianos no tener que arrasar a sangre y fuego a la sociedad capitalista. Y ésta es una de las ventajas no despreciables de la buena conciencia.
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3 La educación cristiana en tela de juicio Sus bases y sus consecuencias humanas y sociales La educación cristiana reposa esencialmente en la angustia y el miedo, la falta de confianza en la naturaleza humana, el desprecio del cuerpo, de la sexualidad y de la mujer en tanto ser sexuado. Muy pronto desarrolla el miedo al pecado, y más en particular el miedo al pecado mortal: un niño de siete años lloraba todas las noches en su cama sin que los padres comprendieran la razón. Un día, entre sollozos, le dijo a su padre: «He hecho un pecado mortal: he mandado a la mierda a Dios.» La explicación era simple. Su hermana, de nueve años, iba al catecismo y utilizaba su flamante saber con un fin evidente. La imagen de un dios coercitivo le permitía dominar la situación y obtener de su hermanito todo lo que quería. Agotado, el niño había terminado por decirse a sí mismo: «A la mierda con Dios.» Me acuerdo personalmente del modo en que preparábamos la primera comunión. Nos enseñaban la manera de que la hostia se disolviera en la boca, sin quebrarla. ¡Qué dificultad experimenté en la primera comunión para despegar la hostia pegada a mi paladar! No quería disolverse. Tuve las mayores dificultades para que no entrara en contacto con los dientes. Quebrar el cuerpo del Señor era un pecado. Los preparativos para la confesión eran otro as74
pecto de esa educación angustiante. Nos enseñaban a hurgar en nuestra conciencia en busca del menor pecado. Iba a tomar la comunión recapitulando todo lo que le había dicho al sacerdote y buscaba el eventual olvido que transformaría esa comunión en un pecado. Uno de mis amigos, sacerdote, me explicó las dificultades que había tenido para liberarse de la angustia que le habían impuesto durante sus estudios en el seminario menor: tenía el permanente temor de que las imágenes impuras no se le cruzaran por la mente. Durante años, no se había animado a mirar a una mujer. La jerarquía de valores que conoció en los hermanos de las Escuelas Cristianas era la siguiente: no fumar, no jugar a las cartas durante las horas de estudio, trabajar bien, no mentir, no ser un mal compañero, etc. La obediencia absoluta era una de las mayores cualidades. Cuando sonaba la campana había que parar de escribir en el momento, aunque hubiera que dejar una palabra incompleta. Por la noche, en el dormitorio, estaba prohibido acostarse antes de que hubiera sonado la campana. El superior daba ejemplo: se quedaba en pijama al pie de la cama, en guardia, y se acostaba precipitadamente. El principal castigo era permanecer de rodillas, en medio del refectorio, durante el almuerzo o la cena. Ese sacerdote era muy tranquilo y muy dulce. Vino a consultarme porque tenía una úlcera de estómago y tuve muchas dificultades en hacerle exponer sus problemas. De manera progresiva, descubrió que gastaba una energía considerable en inhibir toda agresividad en él para estar en apariencia de acuerdo con todo el mundo. Los mayores problemas surgían al asumir sus funciones de decano e imponer su autoridad a los jóvenes sacerdotes que tenía a su cargo. Por su aparente pasividad, que su estómago soportaba mal, había dejado que se consolidara en la parroquia una situación particularmente complicada: un sacerdote fundó un grupo de antiintegristas, otro un grupo de integristas. A lo largo del año, esos dos 75
grupos se enfrentaban y bloqueaban toda actividad en la parroquia; el domingo a las nueve era la misa de los integristas y a las once la de los antiintegristas..., y nuestro cura decano estaba cada vez peor; recibía alternativamente a los representantes de uno y otro grupo hasta el día en que tuvo una úlcera perforada. Después de la intervención quirúrgica, este sacerdote aceptó un tratamiento psicoterapéutico que le hizo descubrir hasta qué punto su personalidad había sido aplastada por una educación basada en la represión y la sumisión. Se había sostenido hasta el cuarto curso. Hasta allí había sido sin gran esfuerzo «el primero de la clase». Al final del tercer trimestre le llamaron al despacho del superior y oyó decir: «Es el primero de su clase. Muy bien. Pero el consejo de profesores considera que no trabaja demasiado, que aprovecha su capacidad. Además, este año ha cometido varias faltas contra la disciplina. En los premios no será primero, sino tercero; esto le enseñará a ser humilde.» Durante los cuatro años siguientes, nuestro joven seminarista fue voluntariamente el último de la clase. A pesar de esto, pasó su bachillerato sin problemas y entró en el seminario mayor. Interesado por la filosofía y la teología recuperó muy pronto el primer lugar. Pero no podía impedir el tener mala conciencia y compensaba su éxito escolar con una actitud sumisa y una mala digestión..., hasta el día en que el síntoma físico ya no le permitió soportar su neurosis. La falta de confianza en la naturaleza humana es otra característica de la educación cristiana. En mi consulta del hospital vi a un adolescente de dieciocho años que se preparaba para la escuela superior. Estaba como interno en una institución privada, de gran renombre. Me enteré con sorpresa de que no podía trabajar con sus compañeros y de que tenían prohibido ir unos al cuarto de otros. Llamé al superior, a quien conocía, y le pregunté por las razones de esa 76
actitud. Me contestó: «No sabe qué son capaces de hacer si se les deja encontrarse sin vigilancia.» Acosando al superior, obtuve la respuesta que esperaba: «¡Hay importantes riesgos de homosexualidad!» Era el mismo superior que me decía: «Sobre todo no hay que decirle a los adolescentes que deben amarse más. ¡Ya se aman bastante así!» Mi experiencia clínica me permite llegar a conclusiones muy diferentes: lejos de amarse, los jóvenes no saben o no pueden amarse de verdad. En la mayoría de los niños difíciles, de los adolescentes desdichados, de las parejas en conflicto, siempre se encuentra una falta de confianza y de amor en sí mismos. El fin de la educación es permitir a los niños y a los adolescentes llevar a cabo sus propias experiencias con seguridad. Dentro de esta óptica, la falta de confianza del educador es catastrófica, sobre todo cuando proyecta sus propias fantasías heredadas de una educación patógena. El superior del que he hablado más arriba proyectaba sus fantasías personales sobre los adolescentes y de esta manera corría el riesgo de inducir en ellos un comportamiento de duda y una angustia perjudicial para su madurez sexual. La falta de formación psicológica de muchos educadores y de la gran mayoría de los sacerdotes explica que confundan demagogia con confianza. Conozco una institución privada en la que, desde hace dos años, se ha suprimido la palabra «obligatorio». El mismo Freud explica que la prohibición y la limitación del placer son necesarias para la catexia escolar y la promoción sociocultural. En su libro Psicoanálisis de la personalidad total, Alexander puso en evidencia justamente los dos tipos principales de métodos pedagógicos patógenos: la severidad excesiva y la tendencia a mimar al niño.
El desprecio del cuerpo, de la sexualidad y de la mujer en tanto ser sexuado, evidencia una falta de formación psicológica. Si bien es posible negarle al 77
psicoanálisis el valor terapéutico, hay que reconocerle la inmensa calidad de haber esclarecido la evolución psicoafectiva del niño y del adolescente. Afectividad y sexualidad están profundamente ligadas. Cuando escucho a educadores, sacerdotes o no, que niegan la importancia de la aportación psicoanalítica, los comparo con guías de alta montaña afectados de ceguera. En el primer amamantamiento, el niño descubre el placer, su cuerpo, el del otro. A través de la relación afectiva que vive con su madre, a través del descubrimiento de su sexualidad, elabora la conciencia de su propia individualidad. Las funciones fisiológicas que aseguran la conservación de la especie orientan el placer hacia tres zonas electivas esenciales: la boca, el esfínter anal y los órganos genitales. A esas tres zonas corresponden las tres etapas clásicas de la sexualidad freudiana: fase oral, fase anal y fase fálica o genital. En la medida en que la actitud de los padres o de los educadores impida realizar la experiencia completa del placer inherente a cada fase, el niño corre el riesgo de sufrir una regresión. Conservará un tipo de comportamiento que permitió al psicoanálisis definir, con el ejemplo de Freud, los caracteres oral, anal o genital. Se oponen a la avidez y a la dependencia de la oralidad, la testarudez, el gusto por la medida y la economía inherentes a la analidad. La actividad determinante de cada estadio, incorporar para el estadio oral, retener o defecar para el estadio anal, definir un modo de relación con los objetos del mundo exterior, que puede trasladarse a otras actividades mentales o corporales y constituye para ellas una especie de modelo o de referencia fantasmática. A partir del tercer año, la zona de placer se desplaza. El niño, cuya educación esfinteriana ha terminado, concentra su libido en los órganos genitales externos. Aparecen y se desarrollan la erección y la masturbación. En esa época, el niño toma conciencia de las diferencias entre los sexos y accede a la noción definitiva de su individualidad en relación con el mundo exterior y con los otros. 78
Es asombroso comprobar cuántos sacerdotes no han llevado a buen término su evolución psicológica. Muchos han liquidado mal su complejo de Edipo (7). Es verdad que no son los únicos, pues muchos laicos están en la misma situación. Padres demasiado rígidos, que prohiben a su hijo jugar con su sexo o hacer preguntas sobre ese tema, corren el riesgo de hacer nacer en él un sentimiento de culpabilidad que le impide satisfacer su curiosidad en el terreno sexual y completar su madurez en el plano afectivo y psicológico. Más tarde, el muchacho acepta identificarse con su padre o con un sustituto paterno y adopta conductas viriles y combativas. A menudo este período de la adolescencia es difícil de comprender. Está hecho de agresividad, odio y amor a la vez, y es necesario que el adolescente encuentre un «hombre con quien hablar». Muchos sacerdotes tuvieron madres dominantes y padres más o menos sometidos. Algunos viven toda su existencia con su madre o con un sustituto materno, y de esta manera permanecen en situación de dependencia filial: un cura de unos cincuenta años, con el que cené, se levantó bruscamente y me dijo: «Le prometí a mi madre volver antes de medianoche, debo irme de inmediato.» Esos sacerdotes aparentemente «libres», están, en realidad, bajo la dependencia de algunas solteronas que tienen una ocupación en la parroquia y les cuidan celosamente, a menudo de manera agresiva, impidiéndoles tener otras relaciones femeninas. Estas situaciones son con frecuencia el origen de dramas psicológicos y de rivalidades a menudo latentes que en ocasiones salen a la luz: dos solteronas de la mejor sociedad se tratan de putas y cochinas a la salida de la misa de las once. Muchas veces, los sacerdotes vienen a consultarme llenos de angustia y sentimiento de culpa por el descubrimiento tardío de la masturbación: dos de ellos me impresionaron par(7) Cf. nota 1. •
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ticularmente por su nivel cultural e intelectual y por la importante responsabilidad que tenían como educadores. El primero, de unos cuarenta años, estaba enamorado de una joven religiosa con la que había hecho un seminario de formación pedagógica. Tuvo sueños eróticos y erecciones dolorosas que le despertaron. El examen clínico reveló una fimosis particularmente fuerte (es decir, un prepucio largo y estrecho), que explicaba los dolores vivos producidos por la erección y la eyaculación. Se sintió muy aliviado por las explicaciones anatómicas y fisiológicas que le di. Aceptó hacerse operar y vino a verme de nuevo para algunas entrevistas psicoterapéuticas. Su educación se había limitado a prohibiciones rigurosas que inhibieron por completo su madurez sexual. Tres de ellas le habían marcado particularmente: no comer confituras, no ensuciarse, no ser tosco. Referente a la significación psicológica de la masturbación, nunca la había oído. Sólo pude tratarle unas semanas, por dos razones: la primera era la distancia (vivía a 300 kilómetros). La segunda, con mucho la más importante, era que él no sentía verdaderamente la necesidad del tratamiento. Desbordado por sus actividades y sus responsabilidades, parecía bastante poco preocupado por su evolución psíquica. Había obtenido de su superior jerárquico «permiso» para permanecer en contacto epistolar con esa joven religiosa... De vez en cuando me envía algunas líneas amistosas, pero no ha vuelto a hablar de ese problema. Un sacerdote de cincuenta años vino a consultarme por idéntico problema, pero con la diferencia de que no se había enamorado. Descubrió la masturbación después de algunas fantasías nocturnas de las que no llegaba a liberarse. Su sentimiento de culpa era mayor por el recuerdo de los numerosos seminaristas a los que había condenado. Se sintió tranquilizado al saber que sólo era víctima de un hiperfuncionamiento tardío de las glándulas sexuales, explicación psicológica de la famosa crisis de los cincuenta. Le dije: «Es el canto del cisne de sus testícu80
los». Esta expresión le alivió completamente. En algunas semanas, un mínimo tratamiento calmante suprimió todo problema. La culpabilización del sexo es particularmente flagrante en las buenas familias cristianas en las que el embarazo «preconyugal» desencadena verdaderos dramas. El padre se encoleriza y no comprende que «su hija le haya hecho eso». Exige sin dilaciones una solución social: el matrimonio o el aborto. La segunda solución es la que se elige con más frecuencia. La interesada no tiene mucho que decir. Me acuerdo de una madre que tuvo una depresión después del aborto de su hija. «Seré castigada —me decía—, Dios no puede aceptar semejante cosa. Soy responsable, hay que pagar. Prefiero ser yo.» Su hija conservó un sentimiento de culpabilidad y varios años después del drama, ya casada, tiene miedo de quedar encinta porque teme tener hijos anormales. Esta historia es bastante característica: la hija fue tratada como objeto por la madre y ésta se cree tratada como objeto por Dios; víctima de una educación infantilizadora, no soportó el embarazo de su hija y la obligó a abortar. Madre e hija esperan ahora «el justo castigo a su iniquidad». La educación cristiana tradicional desemboca en una profunda inmadurez: muchos sacerdotes no pueden comunicarse consigo mismos. Algunos consideran la psicoterapia como una manipulación peligrosa. Parecen tener miedo de que una introspección demasiado avanzada perjudique su vocación. Entre los sacerdotes, al igual que en todos los neuróticos que no expresan su angustia, las somatizaciones digestivas son particularmente frecuentes; pero si se les compara con un grupo de enfermos del mismo nivel cultural y con el mismo tipo de síntomas, resulta evidente que es más difícil abordarles psicoterapéuticamente. Parece como si su situación de «pastor del rebaño» les impidiera implicarse en sus propios problemas. Aceptan fácilmente la enfermedad orgánica, pero reconocen con dificultad que sus sínto81
mas físicos se deben a la somatización de una angustia no reconocida o no exteriorizada. Un sacerdote, por ejemplo, pasaba la mayor parte del tiempo ayudando a ver claro en sí mismos, no sólo a los laicos, sino también a algunos de sus colegas. Sin síntoma previo, tuvo una hemorragia gástrica muy grave que requirió una hospitalización inmediata. Las radiografías mostraron una úlcera de duodeno. Después de quince días de tratamiento intensivo y transfusiones, su nivel sanguíneo subió de 1.800.000 a 4.500.000 glóbulos rojos y se estabilizó. De acuerdo con el cirujano, decidimos no operar y tratarle con medicamentos, vigilándole con especial atención. Ese sacerdote estaba tan tenso y angustiado que le propuse una sesión de psicoterapia. Desde la primera entrevista, el bloqueo fue total: «No tengo ningún problema. Mi úlcera es de origen alimenticio y yo conozco la razón: no soporto privarme y nunca pude digerir la leche de vaca.» En realidad, esas actitudes reposan en una dificultad primordial de la que es responsable la educación cristiana: la dificultad de amarse a sí mismo y de aceptarse. De esta manera se construyen superyós frágiles que sólo son la interiorización de una ley exterior rígida y coercitiva. «El cristiano tradicional» está construido desde fuera y no desde dentro. L a ley, en su forma más negativa, está representada por las prohibiciones y los tabúes. Se trata de aplicar el reglamento sin explicación ni justificación. La moral de «lo permitido y lo prohibido» hace de la sexualidad humana una sexualidad culpable e irresponsable. Ha demostrado ser totalmente ineficaz. Paulo VI se queja, al parecer, de la traición de los países latinos: la ley italiana sobre el divorcio y la ley francesa sobre el aborto. No comprende que si cerramos todas las llaves de una caldera con más o menos rapidez, la consecuencia es una explosión. Desearía que tuviese una experiencia psicoanalítica que le permitiera comprender las estructuras de la 82
personalidad y la importancia de una educación inteligente. Según las concepciones finales de Freud, la personalidad se compone de tres elementos: El «ello» constituye el polo pulsional de la personalidad: sus contenidos, expresión psíquica de las pulsiones, son inconscientes, por una parte hereditarios e innatos y por la otra reprimidos y adquiridos: es el principal centro de reserva de la energía psíquica. El «yo» es una instanea psíquica que se afirma progresivamente entre el ello y el mundo exterior. Se constituye progresivamente, como una superficie que se reconoce a sí misma gracias a sus percepciones, que se diferencia tomando conciencia de la realidad. El yo está colocado entre las fuerzas que emanan del ello y de las presiones exteriores. Es el lugar de enfrentamiento de las pulsiones y el principio de realidad, y asume la tarea de timón sin la cual no se puede alcanzar ningún fin. El yo es esencialmente consciente, pero también está formado por elementos preconscientes, movilizables a su llamada, y elementos inconscientes, reprimidos cuando la experiencia o el enfrentamiento entre el ello y lo real se convierte en intolerable e irreductible. El mecanismo de represión restringe el yo por falta de integración y le convierte en la principal víctima de la ciega oposición que ha dirigido contra el ello. La represión aparece como una tentativa de huida del yo, que, a causa del dominio de los elementos del ello, se zafa de su papel rector y de su tarea de edificación de la personalidad. Es la forma excesiva del proceso de control y ese exceso es una debilidad: una parte del ello sigue siendo terreno prohibido para el yo. En las relaciones entre el yo y el ello interviene poco a poco una tercera fuerza suscitada por el desarrollo mismo de la personalidad: es el yo ideal o superyó. El superyó es una instancia superior cla83
borada inconscientemente por el yo a partir de las experiencias vividas. Sus fuentes se remontan a los períodos más arcaicos de la formación de la personalidad. Se construye por medio de la interiorización de las exigencias del medio y de las prohibiciones de los padres, y por identificación con personas que sirven de modelo. Es capaz de someter al yo con fuerzas muy potentes, pero también es capaz de reprimirlas, de prohibirle toda salida y de privar a la personalidad de materias esenciales para su edificación. La calidad de la educación tiene una influencia decisiva en la formación del superyó. Si la experiencia vivida desemboca en la formación de un superyó, desprovisto de carácter coercitivo, será posible una síntesis armoniosa de la personalidad. En el caso contrario, la rigidez del superyó determinará la inadaptación: al oponerse a la integración progresiva de las fuerzas del ello, provocará una desviación neurótica de su energía. Si las pulsaciones chocan con el veto del yo y con las prohibiciones del superyó, no pueden encontrar satisfacción directa. Buscarán otras salidas, ya sea por vía de la regresión, es decir, por el regreso de la libido a ciertas fases anteriores de su desarrollo (el narcisismo sería un regreso a la fase autoerótica y la homosexualidad adulta una regresión a la fase homoerótica), o por modos de expresión lo suficientemente camuflados como para que el yo los acepte y los deje pasar. Ese camuflaje constituye un síntoma de la neurosis que, aparentemente, no tiene relación alguna con la pulsión inicial. Las manifestaciones de la libido reprimida son múltiples: — Fobias, que son miedos irracionales, obsesivos, angustiantes, como la agorafobia, miedo mórbido al vacío y al espacio, claustrofobia, miedo de estar encerrado, ereutofobia, temor a sonrojarse, etc. — Ritos obsesivos, caracterizados por una serie de gestos que el sujeto se siente obligado a cumplir bajo pena de tener un sentimiento de angustia insoportable. 84
— Más simplemente, síntomas físicos variados que pueden organizarse y superponerse: gastralgias, gastritis, úlceras de estómago, cólicos espasmódicos, colitis agudas o crónicas, afecciones cardíacas, respiratorias o cutáneas, e incluso impotencia o astenia neurótica que testimonian el bloqueo de la energía psíquica. Freud definió muy bien el «comportamiento normal»: «Se considera correcto todo comportamiento del yo que satisfaga, a la vez, las exigencias del ello, del superyó y de la realidad, y esto se produce cuando el yo logra conciliar esas diversas exigencias. Postulamos que el yo se ve obligado a satisfacer a la vez las exigencias de la realidad, las del ello y del superyó, preservando su propia organización y su anatomía. Sólo un debilitamiento relativo o total del yo puede impedirle realizar sus tareas y condicionar de esta manera los estados mórbidos. Si las otras dos instancias (ello y superyó) se vuelven demasiado potentes, logran desorganizar y modificar el yo de tal manera que las relaciones con la realidad se ven trabadas y hasta abolidas.» En realidad, el yo sólo se construye y fortalece midiéndose y adaptándose al mundo exterior, cuya resistencia experimenta, y resolviendo con éxito los conflictos entre lo que se llama el principio de placer y el principio de realidad. Este ajustamiento del principio de placer al principio de realidad es absolutamente necesario para nuestro equilibrio. Ese equilibrio depende de una «autorregulación» incompatible con la represión y la coerción sistemáticas. Es una dialéctica permanente entre impulso y razón, instinto y mente, presión y libertad. Gracias a esa regulación de las pulsiones instintivas, la libido encuentra, más allá del principio de placer inicial, un placer de una calidad superior: los dones en bruto del instinto sufren un «refinamiento», el placer ya no es la simple satisfacción de una necesidad biológica. La madurez no se logra con el rechazo de las presiones exógenas sino con la aceptación de las presiones que 85
el individuo se adjudica a sí mismo en función de los demás, con los que debe vivir para su felicidad personal, dependiendo uno estrechamente del otro. La educación debe enseñar al hombre a armonizar los dones de sus instintos, los de su situación particular y los de la colectividad a la que pertenece, y esto en todo momento, porque los datos cambian continuamente en el curso de la historia individual y colectiva. Tal facultad de armonización permanente parece constituir el estado adulto. Se puede decir que psicológica y fisiológicamente el hombre es un perpetuo funámbulo en equilibrio sobre una cuerda floja... ¿Cómo mantener tal equilibrio si se le educa en una relativización legalista con normas exteriores a él mismo, bajo la mirada de un Dios que nos ama, pero que a la hora del último juicio nos pedirá cuentas? La angustia del pecado, la falta de confianza en nuestra propia naturaleza, el desprecio de nuestro cuerpo y de sus instintos, construyen un superyó neurótico que no es más que una pantalla opaca, inhibidora de toda creatividad personal. Este hace imposible toda relación verdadera con el otro, e impide descubrirlo en su dimensión profunda, en 6u destino de sujeto, en su espontaneidad irreductible. El otro sólo está ahí para responder a nuestras necesidades y como soporte de nuestras ilusiones. La Iglesia, por la educación que dispensa, es en parte responsable de la creación de la sociedad inhumana en la que vivimos. Gracias a la inhibición, la represión y la angustia, crea adultos tensos, insatisfechos y llenos de culpa, incapaces de amarse y aceptarse. Muchos comportamientos antisociales o simplemente dañinos para el buen equilibrio del grupo se deben a una sexualidad mal integrada y desequilibrada. El burgués, en el sentido peyorativo del término, dominado por sus tendencias avarientas y conservadoras, puede ser considerado un restreñido detenido en la fase anal del autoerotismo. El anarquismo estaría más o menos ligado a la obsesión sexual. 86
Algunas manifestaciones revolucionarias serían fenómenos colectivos de liberación de un complejo de Edipo no liquidado; la sociedad es una representación colectiva del padre y en toda revolución habría, inconscientemente, un deseo de asesinato del mismo. Me parece significativo un hecho: durante la crisis de mayo de 1968 hubo muchos internamientos por perturbaciones mentales secundarias a la culpabilidad experimentada como consecuencia de la muerte del padre. Una sociedad represiva, de hecho, no es más que el reflejo de una educación represiva que desemboca en una profunda insuficiencia del yo. Muchas veces, los enfermos me han preguntado si yo creía en el diablo y si pensaba que Satán era una persona. Me cuido muy bien de contestar a tales preguntas. Creo simplemente que Dios es amor, partición, comunicación y respeto del otro y que Satán es el símbolo de la represión, la angustia, el odio y el desprecio. ¿Por qué Dios había de obligar a vivir juntos a seres que se detestan y les negaría la solución del divorcio? ¿Por qué Dios habría de permitir que mueran mujeres por abortos hechos de cualquier manera y por cualquiera? Un ginecólogo, católico practicante, sólo acepta hacer abortos «justificados» con la condición de hacerlos ¡sin ninguna anestesia! La finalidad de la educación cristiana tendría que ser la felicidad y el desarrollo psicológico del hombre. Ya es hora de que, al igual que los sacerdotes dejaron sus sotanas negras, símbolo de duelo, abandonemos nuestras obsesiones de muerte y angustia para vivir, de ahora en adelante, la alegría de la resurrección. Conozco una sola definición de la felicidad: «Ser un buen compañero para uno mismo.» Es el único medio de ser un buen compañero para los otros y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
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4 Enfermedad y culpabilidad en la teología cristiana Como ya dije en mis dos libros precedentes, muchas enfermedades aparentemente orgánicas son en realidad enfermedades de transformación psicosomática debidas a la introyección de la angustia y de la agresividad. Coinciden con episodios críticos de la vida personal del paciente. Proceden, en parte, de una elaboración activa e inconsciente, siendo sus síntomas susceptibles de interpretación a la luz de la psicología profunda. Es muy frecuente que el análisis psicológico descubra sentimientos de culpabilidad en las neurosis más diversas y en las crisis de la existencia personal. Es pues, normal, que la investigación médica plantee muy claramente el problema de la relación entre enfermedad y pecado. Parece que los padres de Alejandría y Capadocia (particularmente san Atanasio y san Gregorio de N i cea) fueron los primeros en elaborar una doctrina teológica de la enfermedad. Reflexionaron sobre las consecuencias del pecado original en la naturaleza humana: el hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza, según dice el Génesis, es la imagen de la divinidad, pero con naturaleza propia, la naturaleza humana. Si Dios es absolutamente impasible e inaccesible a la enfermedad, ¿cómo el hombre, su imagen, puede sufrir la enfermedad? La respuesta de san Atanasio y de san Gregorio de Nicea es la 88
misma: la naturaleza del hombre se hace accesible a la enfermedad a causa del primer pecado. «El hombre habría sido creado en un estado de impasibilidad y asexualidad.» San Atanasio escribe: «El primer objetivo de Dios fue que los hombres no nacieran del matrimonio y la corrupción; la trasgresión de su designio condujo a la unión sexual a causa de la iniquidad de Adán.» El obispo de Nicea es aún más explícito: «Esa división en sexos no concierne de ninguna manera al divino arquetipo, acerca al hombre a seres irracionales.» Esto quiere decir, con claridad, que el hombre ya no es un espíritu puro hecho a imagen de Dios, sino que se convierte en un ser sometido a sus impulsos. El hombre, en tanto imagen divina, era naturalmente asexuado e inaccesible a la enfermedad. Sin el primer pecado, su reproducción hubiera sido semejante a la de la «naturaleza angélica». En una segunda etapa. Dios, al prever el pecado que el hombre iba a cometer por su libre albedrío, superpuso a la imagen la distinción de sexos. Ese cambio en la naturaleza humana habría dado una naturaleza sexuada, mortal, susceptible de enfermedad. Así es como san Gregorio de Nicea puede decir que el creador de la enfermedad y de la muerte fue el mismo hombre. Una doctrina teológica de la enfermedad no puede reducirse a los problemas de su origen; debe responder, al mismo tiempo, al problema de su sentido en la economía de la creación y ese sentido está muy relacionado con el de otros dos accidentes de la existencia humana: el mal y el dolor. El Evangelio nos da la respuesta: la enfermedad es una prueba y una ocasión de mérito. Como dice san Basilio, los justos reciben la enfermedad como el atleta un combate, y esperan grandes recompensas como fruto de su paciencia. Expresa esta idea en una carta que le escribe a san Hilarión: «En cuanto a los sufrimientos del cuerpo, te exhorto a comportarte valientemente y como conviene ante Dios, que nos ha llamado; porque si nos ve recibir las cosas presen89
tes con acción de gracias, o calmará nuestros d o l o res y afecciones, o bien recompensará magníficamente nuestra paciencia en el estado futuro, después de esta vida.» ¿Cristo afirmó que las enfermedades físicas pueden deberse, en ciertos casos, a los pecados del enfermo? Dos casos son interesantes: el del paralítico de Cafarnaúm y el de la piscina probática. La curación del primero la cuentan san Lucas, san Marcos y san Mateo. «Como la multitud impedía llevar al enfermo ante Jesús, los que conducían al paralítico lo hicieron entrar por la terraza de la casa. Al ver su fe, Jesús le dijo al paralítico: "Tus pecados te son perdonados." Los escribas y los fariseos se escandalizaron porque nadie, sino Dios, podía perdonar los pecados y Jesús les respondió: "¿Qué pensamientos se levantan en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir tus pecados te son perdonados o decir levántate y anda? Y bien, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene sobre la tierra el poder de remisión de los pecados. Levántate y anda —le dijo al paralítico—, toma tu angarilla y vete a tu casa." Al oír esas palabras, el paralítico se levantó, tomó su angarilla y volvió a su casa glorificando a Dios.» El caso del enfermo curado en la piscina probática, revela la misma actitud. Jesús le curó y luego le dijo: «En adelante, no peques más, no vaya a ser que te ocurra algo peor.» Estos dos ejemplos muestran, a mi parecer, que Cristo considera que existe una conexión entre enfermedad y pecado. En principio, Jesús suprime el mal fundamental, el pecado, y luego su secuela, la enfermedad. Es importante señalar que, en varios textos evangélicos, parece que Jesús no consideraba que la enfermedad fuera directamente la consecuencia del pecado. Recordemos el texto de san Juan, que describe la curación del ciego de nacimiento. «Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le pidieron: "Señor, ¿quién 90
pecó para que este hombre sea ciego, él mismo o sus padres?" Jesús respondió: " N i él ni sus padres, sino que las obras de Dios se manifestaron en él".» Los discípulos, como era la opinión difundida en el pueblo, atribuían la enfermedad física a un pecado del mismo enfermo o de sus padres. Consideraban la enfermedad como la consecuencia de un pecado, consecuencia a veces transmisible por herencia. En su respuesta, Jesús distingue dos problemas: la causa de la enfermedad y su sentido. Dice netamente que esa enfermedad física no es la consecuencia de un pecado, sino que es «para que las obras de Dios se manifiesten en ese enfermo». El hombre puede, pues, enfermar sin haber pecado. El pobre Lázaro era justo y estaba cubierto de llegas que los perros iban a lamer. «Esa enfermedad no conduce a la muerte, sino a la gloria de Dios, para que el hijo de Dios sea glorificado por ella.» Así es como a los ojos de los creyentes toda enfermedad tiene un segundo sentido: probar espiritualmente al enfermo y darle ocasión de mérito. La actitud de Cristo es muy diferente a la de Platón, que habla «de las enfermedades y otras terribles pruebas que, como consecuencia de antiguas ofensas, y sin que se sepa de dónde vienen, afligen a ciertas familias» (Fedro). Algunos cristianos viven verdaderamente su enfermedad como una prueba enviada por Dios, aunque cooperen con el médico para curarla lo más rápidamente posible. Otros, por el contrario, permanecen pasivos, como esa joven mujer afectada por una esclerosis en placas. En nuestra primera consulta me dijo: «Dios prueba a los que ama. Si quiere me curará.» Esa enfermedad evoluciona por accesos, a veces con espacios de varios años, y nuestra acción terapéutica es aún muy limitada. En cada remisión, nuestra enferma se la agradecía a Dios. En cada ataque le glorificaba. Todo su entorno la consideraba una santa. El domingo comulgaba en la parroquia donde yo asistía a misa. 91
Ante la asamblea de cristianos, sostenida por su marido, atravesaba la Iglesia con los ojos fijos en la cruz- Nunca vi una esclerosis que evolucionara tan rápidamente. En unos meses estuvo postrada. La hospitalicé varias veces en la Salpétriére. Soportaba todo sin una queja y pasaba sus días rezando. Murió en un marco de desnutrición y agotamiento. El médico de cabecera, el masajista reeducador y yo mismo tuvimos la convicción de que se había dejado morir, feliz de sufrir para la mayor gloria de Dios. Para la teología católica parece imponerse una conclusión: la enfermedad humana, gracias al don divino, no existía en el estado de justicia original que precedió al primer pecado. Apareció en la Tierra como consecuencia de ese pecado inicial. La pérdida de la integridad original tuvo como secuelas corporales la muerte, la enfermedad y el dolor. Si Adán y Eva no hubiesen violado la ley divina, su descendencia hubiera crecido y progresado sin estar sometida al dolor y a las enfermedades del cuerpo y del alma. En lo que concierne al alma, santo Tomás distingue cuatro heridas, que corresponden a las cuatro virtudes cardinales: la ignorancia, que afecta la razón y la prudencia; la malicia, que ataca la voluntad y la justicia; la debilidad, que afecta al poder irascible y a la fuerza, y la conscupiscencia que daña la potencia del deseo y la templanza. A esas cuatro heridas del alma hay que agregar las que conciernen al cuerpo, la muerte y todas las enfermedades corporales relacionadas con ella. Janssen, escritor católico, dice: «Si por sufrimiento se entiende la transformación corporal que viene de dentro, como ciertas enfermedades, o del exterior como ciertas lesiones traumáticas cuyo efecto es provocar la descomposición seguida de muerte, en ese caso debe excluirse el sufrimiento del estado de nuestros primeros padres, en la misma medida que la muerte. El dolor les fue impuesto como pena del pecado: el dolor agudo cuando Eva fue condenada a los sufrimientos del parto y el dolor molesto cuando 92
Adán fue condenado a ganar su pan con el sudor de su frente.» Parecería, pues, que según la teología católica, el pecado original tuvo para el hombre una triple consecuencia: la muerte y el trabajo, y para la mujer, los dolores del parto. Este último punto me parece importante: a muchas mujeres les parece necesario parir con dolor, pues esto forma parte de la ley divina. Durante cinco años, una mujer joven se negó a tener un niño. La causa de este rechazo era simple: tenia miedo a dar a luz. Durante toda su infancia y su adolescencia de hija única había oído contar a su madre, con los menores detalles, los terrores de su propio nacimiento. Terminaba su historia estigmatizando la actitud de todas esas jóvenes que ya no quieren sufrir y que de esta manera desobedecen la voluntad de Dios. Gracias a la psicoterapia descubrió que, en realidad, detestaba a su madre y que, inconscientemente, se oponía al embarazo por represión de identificación maternal. El miedo al parto no era sino la expresión aparente de su agresividad. Después de unos meses de tratamiento aceptó quedar embarazada y dio a luz sin aprensión. La comadrona se asombró de su calma y voluntad de cooperación. El marido, que vino a agradecérmelo, me dijo riendo: «Mi mujer siente un placer maligno en decirle a su madre que el parto es para ella uno de los recuerdos más agradables de su vida.» Como revancha, parece que la teología católica no considera la enfermedad como la consecuencia directa, como el castigo de un pecado personal superpuesto al pecado original. Basta con repetir las palabras de Jesucristo en presencia del ciego de nacimiento: ni él ni sus padres habían pecado, sino que su enfermedad era un vehículo para manifestar las obras de Dios. Este modo de pensar es muy diferente al de los antiguos pueblos semíticos, que atribuían toda enfermedad a los pecados personales. Es93
tas ideas pertenecen al pensamiento arcaico de la humanidad. Y la difusión del cristianismo, así como los progresos del pensamiento científico, no han logrado suprimirlas completamente. La convicción de que la enfermedad es el castigo directo de un pecado grave estaba muy difundida en el entorno cristiano antiguo. Más recientemente, Lutero atribuyó las enfermedades al diablo. La enfermedad, decía, no viene de Dios, que es bueno y siempre hace el bien, sino del diablo y es la causa de toda desgracia. Aún actualmente, todos los adeptos a la christian-science expresan la misma idea: «El hombre cuyo espíritu se mantiene en el buen camino no cae enfermo.» La teoría cristiana distingue netamente el pecado de la enfermedad. El pecado es, en su misma esencia, puramente espiritual, pero esto no quiere decir que no sea responsable de cierto número de reacciones físicas. Por el contrario, la constitución psicofísica del hombre exige que en todos sus actos, aun los más espirituales, un pensamiento inexpresado, un deseo íntimo, el cuerpo participe de alguna manera. Pero la enfermedad no aparece sino cuando el hombre transgrede la ley de Dios y actúa libre y conscientemente. La clara distinción entre enfermedad y pecado no excluye su relación, no sólo como vicisitudes que afectan al mismo sujeto, sino también como instancias representativas de los desórdenes de la existencia humana. Santo Tomás dice que el pecado actual priva al hombre de una gracia que le fue dada para dirigir bien las operaciones de su alma y no para preservarlas de las deficiencias corporales. Pero algunos pecados pueden engendrar afecciones patológicas, como ocurre con los «que enferman y mueren por haber comido demasiado». La acción nociva del pecado sobre la salud física puede ser, por otra parte, lenta y progresiva. Ocurre así con las pequeñas molestias que poco a poco pueden modificar la constitución del hombre que contrae sus hábitos, y alterar en consecuencia la normalidad 94
de las reacciones físicas. Todavía más sutilmente, la falta, entendida en el sentido amplio del término como trasgresión de la ley moral que cada hombre acepta y reconoce como necesaria, implica a la larga una secuela inexorable: un sentimiento de culpabilidad. No es raro que ese estado se exprese en forma simbólica, desencadenando perturbaciones físicas o aun alterando la función de ciertos órganos. Esa alteración puede implicar ulteriormente lesiones en los puntos débiles del organismo. No es raro que un «alma enferma», en el sentido moral, acabe por convertirse en un alma enferma en el sentido médico. La culpabilidad que no puede asumir se convierte en perturbaciones psíquicas. La teología establece una estrecha relación entre la tranquilidad del alma y la salud del cuerpo. De esta manera, el cristianismo, que en oposición a griegos y semitas enseñó la diferencia radical entre el pecado y la enfermedad, estableció la existencia de una relación secundaria. La notable hazaña del cristianismo primitivo consistió en superar la oposición entre el pesado naturalismo griego y el personalismo semítico abusivo: entre la teoría del semita que veía un pecador en el enfermo y la tesis del griego que había llegado a ver un enfermo en el pecador, el cristianismo primitivo encontró un término medio. Asumió en un nivel superior la razón de ser de las dos doctrinas, y sin haberse propuesto exclusivamente ese objetivo, hizo posible una verdadera patología psicosomática. Pero para que esa posibilidad se hiciera realidad hubiese sido necesario recurrir sistemáticamente a un método de exploración y a una terapéutica diferente de la exploración sensorial de los griegos y de la cuantitativa de los modernos, es decir, la del diálogo. Esto no sucedió hasta el siglo xx. Mientras que la medicina fue siempre más o menos psicosomática, sólo hasta nuestros días ha sido posible elaborar una patología digna de ese nombre.
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La teología cristiana expresó, además, dos ideas importantes. Si el pecado actual no es responsable de la enfermedad, ésta siempre aparece como una prueba que, de ser aceptada, permite glorificar a Dios. El sufrimiento, en su aspecto más general, tiene un sentido en la economía de la creación. Es una ocasión de mérito espiritual. El dolor es tanto mejor soportado cuanto a más alto grado de perfección ha llegado el espíritu del que sufre. Es una manera subjetiva y variable de sentir y de experimentar la realidad. Una vida individual y social realmente virtuosa, que tuviera en cuenta las reglas de prudencia, justicia y templanza, sin duda no preservaría al hombre de toda enfermedad, pero haría que esas enfermedades fuesen mucho menos frecuentes y, en todo caso, mucho más soportables. Por el contrario, la enfermedad ofrece al que la sufre y no la acepta ocasiones múltiples de pecado: cólera, odio, desesperación, mentira y tantas otras violaciones de la ley divina son muy a menudo su triste secuela moral. Es verdad que una vida virtuosa, en el verdadero sentido del término, puede ser una garantía de equilibrio y salud psicológica. A menudo compruebo que una actitud abierta frente a los demás y amor verdadero favorecen el equilibrio psicosomático. Desgraciadamente, la virtud no siempre es comprendida en ese sentido. En muchas ocasiones es un caparazón. Cierto número de cristianos «virtuosos, prudentes, justos y templados» se pasan la vida protegiéndose del pecado y de la angustia, replegándose sobre sí mismos y escuchando sólo a su cuerpo y a su alma. Tienen mucho miedo de la enfermedad y de la muerte, pero no lo demuestran. Aparentemente liberados, pero empujados por su familia, vienen a pedirnos una revisión mecánica. Este tipo de virtud favorece al máximo las enfermedades psicosomáticas, es decir, las que se deben 96
a la repercusión de la angustia no expresada sobre el organismo. Un ingeniero de unos cincuenta años vino a consultarme porque sufría dolores cardíacos que hacían pensar en una angina de pecho. El examen reveló una tensión arterial de 25-10 y un electrocardiograma normal. Evidentemente, sus perturbaciones eran de origen nervioso. Traté, prudentemente, de encaminar el diálogo con el fin de comprender las causas reales de ese desequilibrio. —Creo que todos sus trastornos se deben a la fatiga. —No estoy fatigado. —¿Tal vez tiene problemas profesionales o familiares? —No, todo va bien. —Le prescribiré un tratamiento sedante que le baje la tensión arterial y calme sus dolores. —Nunca tomo medicamentos. Además, no creo en la medicina. —¿Por qué ha venido a verme? —Para darle el gusto a mi mujer. —Bien, haga lo que le parezca. Pero usted es joven. Esa hipertensión y esos dolores cardíacos pueden ser los primeros signos de una afección arterial. Convendría que se vigilara regularmente. —Se lo agradezco, doctor. Educado y distante, desaparece rápidamente. Unos días más tarde, su mujer pide una entrevista. Inquieta, venía a saber las noticias. —Mi marido volvió muy agitado de la consulta con usted. —Rechazó el tratamiento que le propuse. —Mi marido es un hombre perfecto. Su único defecto es ser absoluto. No soporta ninguna contrariedad y ningún cambio en sus costumbres. Para él es impensable estar enfermo. Lleva una vida regular y creo que no tiene ningún vicio. No bebe, no fuma y sigue un régimen muy estricto. 97
—Creo que sus trastornos se deben a una tensión psíquica anormal. —Ahora lo comprendo mejor. El pobre actualmente tiene muchas preocupaciones. No soporta la evolución de la Iglesia. Es iniegrista y está en perpetuo conflicto con nuestro párroco. La llegada inopinada de nuestro hijo mayor, con su mujer y sus dos niños; no ha arreglado nada. Han vuelto de Africa sin trabajo y sin casa. La nuestra es grande y me ha parecido normal recibirles. —Su marido no soporta que le molesten. —Necesita una vida tranquila y regular. Nuestros nietos son bastante ruidosos. —Creo que tiene razón. Las verdaderas causas de su estado son, en verdad, las que usted menciona. —¿Qué hago, doctor? —Desear que su párroco vuelva a decir la misa en latín y que su hijo se vaya lo antes posible. Al cruzar la puerta de mi consultorio, esa admirable esposa se detuvo un instante y me dijo: —Sabe, doctor, es el mejor de los hombres. Tiene una fe extraordinaria. —Señora, no creo que eso sea suficiente para bajar su tensión. Nunca volví a ver a ese hombre. Es interesante descubrir que el origen de la medicina psicosomática se remonta a la concepción cristiana de la enfermedad. Las pasiones y la «culpabilidad» pueden ser las causas de desequilibrios psicofísicos, y, por lo tanto, factores de la enfermedad. Por otra parte, la resistencia a la enfermedad dependerá, en gran parte, del equilibrio psicológico del sujeto, de su «virtud», de la perfección de su alma. Por el contrario, la enfermedad sufrida puede ser, en sí misma, factor de pecado y provocar una disminución de la resistencia del enfermo. El médico puede lograr la curación del cuerpo, pero el cristiano debe aliviar al enfermo con la palabra y «el amor de caridad». La curación de los pacientes, escribe Clemente de 98
Alejandría al comienzo de El pedagogo, la procura el logos gracias a exhortaciones. A l igual que un medicamento calmante, fortifica el alma con suaves prescripciones y dispone a los enfermos para el pleno conocimiento de la verdad. De esta manera, la palabra produce una conversión espiritual y una curación psicológica. San Basilio le escribía a su médico Eustaquio: «En ti la ciencia es ambidextra y rechazas los términos de la filantropía no limitando al cuerpo los beneficios de tu arte, sino procurando igualmente la curación de los espíritus.» Parece que el doctor Eustaquio fue un médico psicosomático bastante despierto. Se podrían citar numerosos textos que alaban la acción curativa de la palabra de Cristo: «El logos del padre —escribe Clemente de Alejandría— es el único médico que conviene a la debilidad humana. Por eso llamamos al logos "salvador", porque inventó medicamentos espirituales para el bienestar y la salvación de los hombres. Conserva la salud, descubre los males y las causas de las enfermedades, corta la raíz de los apetitos irracionales, prescribe un régimen de vida, ordena todos los antídotos que pueden salvar del mal.» Por su parte, Orígenes escribe: «Curamos con el remedio de la doctrina de fe.» Si llevamos esta teoría al límite, los cristianos llegarían a considerar ilícito el empleo de medicamentos, como si sólo se pudiera esperar la salud de la plegaria y el exorcismo. Tatiano permitía el empleo de remedios para los paganos y lo prohibía para los cristianos. «La curación a través de remedios —escribe— proviene en todos los casos de un engaño, porque si alguien se cura por su confianza en las propiedades de la materia, lo hará mucho más abandonándose al poderío de Dios. El que se entrega a la materia, ¿por qué habría de entregarse a Dios?» Es cierto que los cristianos nunca creyeron poder curarse sin la ayuda de Dios. Siempre habían recu99
rrido a la plegaria de los sacerdotes y a la unción sacramental. En algunos casos, se pensaba que la enfermedad se debía a posesiones demoníacas y se empleaba, a veces en exceso, el exorcismo, siempre practicado en nombre de Cristo. Poco a poco, al margen del cristianismo, aparecieron supersticiones y seudomilagros que todavía están muy en boga en un mundo cristiano poco lúcido. Surgieron numerosas sectas que agrupaban a un pequeño número de elegidos persuadidos de poseer la verdad, los cuales condenaban al castigo eterno a quienes no se le unían. Es interesante ver que esta religiosidad marginal empezó en los primeros ciclos de la era cristiana: exorcismos, reliquias verdaderas o falsas, amuletos, ceremonias mágicas seudocristianas, etcétera. La literatura cristiana de los siglos i y I I I (Tertuliano, Tatiano, san Justino), muestra cómo se abusaba del exorcismo en nombre de Cristo mezclando en él cierta dosis de demonología. De esta manera, muy pronto, muchos creyentes, en la medida de sus necesidades humanas, asociaron a su fe ritos y creencias de otras religiones, hasta hacer con ellas una doctrina uniforme, sin consistencia teológica y cercana a la magia y al engaño. Superstición y falsos milagros siempre existieron en las zonas inferiores y confusas del mundo cristiano. Hay que decir, en descargo de los cristianos que todavía creen en las prácticas mágicas, en el exorcismo, en los amuletos y en los seudomilagros médicos, que en el Nuevo Testamento se hace mención muy a menudo de enfermos poseídos, y esto aun a través de Cristo. «Marchaos», ordenó Jesucristo a los dos enfermos poseídos de Gerasa. «Cállate y sal de ese hombre», le dijo al inmundo poseído de la sinagoga. No hay ninguna duda. Con su actitud y con sus palabras, Jesús enseñó que ciertas enfermedades eran producidas por demonios o «espíritus inmundos». ¿Qué debemos pensar de esas enfermedades por 100
posesión? Son posibles dos actitudes: o bien se admite la posibilidad de la posesión demoníaca y la realidad de las posesiones descritas en el Nuevo Testamento, o bien nos esforzamos por demostrar que los términos posesión, demonio, espíritu inmundo, sólo son nombres arcaicos de ciertas enfermedades como la epilepsia o la histeria. Hace algunos años, Pierre Dumayet realizó para la televisión un programa sobre los ritos mágicos que usaban los campesinos para proteger al ganado, cuya muerte inexplicable se atribuía al demonio. El párroco aparecía en la pequeña pantalla lleno de benevolencia y explicaba que recitaba las plegarias del exorcismo con excelentes resultados. Era m á s eficaz que el veterinario y menos caro. Es interesante señalar que los campesinos siempre llaman al veterinario. Si estadísticamente los resultados obtenidos por las plegarias exorcisantes fueran satisfactorios nunca recurrirían a él. Muchos hombres, creyentes o no, buscan soluciones fáciles y exteriores a ellos mismos para las dificultades psicológicas, físicas o materiales: el acto mágico es, con mucho, más fácil y más tranquilizador. Muchas veces he curado a enfermos que jugaban con las dos cosas: el médico y el exorcista. Siempre hay en París un gran exorcista que se desplaza, a petición, para recitar las plegarias del exorcismo y rociar con agua bendita local a la gente víctima de una posesión demoníaca. Personalmente, no encontré muy eficaz su ayuda. Una mujer de cierta edad vino a consultarme a causa de su hija que sufría crisis nerviosas. —A la menor contrariedad —me dijo—, mi hija cae al suelo aullando, se desgarra los vestidos y se arranca los cabellos. Después, pierde el conocimiento. —¿Qué edad tiene? —Treinta y dos años. —¿Desde cuándo tiene esas crisis? —Desde la quiebra de mi marido, hace diez años. Teníamos un negocio de prét-á-porter. —¿Qué ocurrió? 101
—Mi marido compró siempre demasiado. Teníamos un stock muy importante. Y ahora la moda cambia tan rápido... —¿Su hija es soltera? —Sí, desgraciadamente. Iba a casarse... justo antes de la quiebra de mi marido. —¿La hicieron tratar? —Sí. Vimos por lo menos a una decena de especialistas de los nervios. —¿Tiene algún análisis para enseñármelo? Sacó de un gran sobre cinco electroencefalogramas y dos radiografías craneales. Los examiné con atención. —Todos esos análisis son normales. —Entonces, ¿por qué tiene esas crisis? Creemos que está poseída. El párroco nos envió a un religioso para exorcizarla. —¿Qué hizo? —Recitó plegarias y tiró agua bendita en distintos lugares de la casa para expulsar a Satán y a sus demonios. —¿El resultado fue satisfactorio? —Sólo vino tres veces. Y nos dijo que sería largo. —¿Quiere que cure a su hija? —¿Podría usted hacer algo por ella? —Creo que sí. Las dos primeras sesiones de psicoterapia fueron muy penosas. Nuestra poseída permanecía inmóvil y silenciosa, mirando fijamente hacia adelante. A la tercera sesión le dije brutalmente: —La verdad es que odia a su padre por haber quebrado. Esa quiebra estropeó su matrimonio. Me miró fijamente durante unos segundos, luego tuvo una crisis magnífica. Yo nunca había visto una crisis de histeria tan hermosa. Se dejó caer al suelo aullando, los miembros rígidos, la respiración entrecortada, con espuma en los labios. De pronto, empezó a arrancarse la parte superior del vestido, como si se ahogara, se arañó el rostro gimiendo, luego se relajó y con una sacudida de sus cuatro miembros 102
se quedó inmóvil, aparentemente sin conocimiento. Sentado a mi escritorio, yo esperaba a que la crisis terminara. Luego me acerqué a ella para verificar que no hubiera perdido realmente el conocimiento. Para ello le saqué un zapato y doblé con fuerza sus dedos. Lanzó un grito. —¡Es usted un bruto! Se sentó en el suelo y me miró llena de furia. Yo había vuelto a mi escritorio para esperar los acontecimientos. Permaneció en la misma posición durante unos segundos, luego se levantó bruscamente, se acercó a mi escritorio, cogió una lámpara de bronce y la arrojó violentamente al suelo. No me moví y sólo le dije: —Es una lástima, era bonita. Se precipitó hacia la ventana, la abrió y aulló: —Voy a suicidarme. —Estamos en el sexto piso, señorita, y va a matarse. Como mínimo, quedará completamente paralítica. Se volvió bruscamente y me dijo: —Usted es un monstruo. Le da lo mismo que me mate. Se quedó inmóvil frente a la ventana durante dos o tres minutos, luego la cerró y dijo lacónicamente: —Hace frío. Estaba agotada, yo también. Volvió a sentarse. —¿No tiene un cigarrillo? Le tendí un paquete de «Gitanes», tomó uno y lo prendió con el encendedor que estaba sobre el escritorio. —Quisiera un vaso de agua. A petición mía, la secretaria le trajo una botella de agua mineral y un vaso. Bebió tres, con evidente placer. —Gracias, me siento mejor. Estaba por fin tranquila y relajada. —Doctor, ¿no tuvo miedo? —No, soy más resistente que mi lámpara. •—Ha sido el primero en no darme una inyección. 103
Con sus sucios medicamentos quedo atontada durante dos días. ¿Qué quiere saber? —Nada. —¿Mi historia no le interesa? Hágame preguntas. —¿Cuáles? Después de unos segundos de duda se puso a hablar muy rápido en tono colérico. —Mis padres son completamente idiotas. No comprenden nada. Me arrastran de médico en médico, persuadidos de que tengo crisis de epilepsia. Hasta me hicieron exorcizar. No saben qué hacer. Mi padre está desesperado; cuando tengo crisis solloza. Mi madre reza rosarios y hace celebrar misas para mi curación. ¡Qué ambiente! Hace diez años que dura esto. Antes era otra cosa. En casa sólo se hablaba de dinero, mis padres peleaban paulatinamente. Mi padre nunca supo comprar. Acumuló un stock de horrores invendibles. Y luego, ¡pluf! Un día se produjo el desastre. El Banco se negó a cubrir el saldo al descubierto y mi padre se vio obligado a vender todo a bajo precio. Ahora es empleado en la Samaritaine (8) de lujo. —¿Hay Samaritaine de lujo? Sonrió y continuó en un tono un poco menos vehemente. —Todas sus historias de dinero me importan un rábano. Lo grave es que arruinaron mi vida. Yo preparaba una licenciatura en inglés y en la facultad había conocido a un muchacho de mi edad que estudiaba ruso. Decidimos casarnos justo en el momento en que mi padre tuvo sus problemas. El verdadero drama es haber sido hija única. Mis padres me suplicaron que no me casara en seguida. Mi padre quería, según él, que tuviera un buen matrimonio. Mi madre lloraba y se retorcía las manos y mi padre me pedía perdón, de rodillas, por su indignidad. Era un verdadero circo. En realidad, tenía miedo de que me juera. Se sentían incapaces de quedarse solos. Mi (8) Grandes almacenes situados en el centro de París.
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novio no aceptó mis postergaciones. Me dijo que eligiera entre él o mis padres. Fui débil. No pude separarme de la presión familiar hasta el día en que mi novio, cansado, rompió conmigo. Dijo estas últimas palabras gritando. —¿Por qué no se fue? —Era incapaz de hacerlo. Hubiese tenido la impresión de matarles. Usted no les conoce. Creen que me adoran. En realidad, sueñan con conservarme para siempre. Son unos sucios pequeño burgueses egoístas. Naturalmente, tengo todo lo que quiero: equipo de alta fidelidad, televisión en color en mi cuarto, un pequeño «Austin». Estoy colmada, pero no les soporto más. Me gano la vida como profesora de inglés en un colegio privado. Podría irme, pero ¿adonde?, ¿con quién? Ahora soy yo la que tiene miedo de estar sola. ¡Soy débil, débil, débil! —¿Tal vez sus crisis le impidieron irse? —¿Mis crisis? Conozco su causa. Una noche, justo después de la ruptura con mi novio, tuve ganas de coger una lámpara de bronce que está sobre la chimenea del salón y romperles el cráneo. Sentí una enorme angustia y tuve la impresión de ahogarme. Luego caí aullando de desesperación y desgarrándome la ropa. —¿Qué hicieron sus padres? —Llamaron al médico, que no comprendió nada. Pidió análisis. —Y luego, ¿por qué tuvo otras crisis? —Creo que es el único medio para no matarles. Estoy perpetuamente tensa y angustiada. Sólo les soporto si no me contrarían. De lo contrario, ¡estallo! La psicoterapia duró más de un año. Primero la traté individualmente. Luego le hice hacer psicoterapia de grupo. El problema era claro, pero quedaba lo más difícil: permitir a esa joven de treinta y dos años liberarse de un medio familiar infantil y opresivo. Simultáneamente la hice entrar en un grupo de arte dramático. Después de la entrevista que he relatado no tuvo 105
una sola crisis más. Aunque le prescribí calmantes bastante fuertes para que pudiera soportar a sus padres. Ahora va bien. Vive en un estudio bastante alejado del antro familiar, que logró dejar tres meses después del comienzo del tratamiento. Rechazó toda nueva insinuación de exorcismo. Sus padres no están totalmente persuadidos de que su curación sea médica. Desborda actividad. Sigue haciendo teatro, ha aprendido guitarra y recientemente se ha inscrito en un coro universitario. En verdad, la creo totalmente curada. En la concepción de las relaciones entre la enfermedad y el pecado, la teología cristiana ha puesto el acento en la importancia de la buena relación con Dios para mantener el equilibrio psicofísico del hombre. El pecado original sometió al hombre al trabajo, al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Pero él puede evitar la enfermedad o hacerla soportable gracias a su equilibrio psíquico y a su virtud. La angustia y la culpabilidad serían determinantes a veces y siempre agravantes. Pedro Laín Entralgo (9) definió lo que él llama la nueva antropología del cristianismo: Cristo se hizo hombre para predicar el reino de Dios y para mostrarnos el camino que debe conducirnos a él. Esta prédica suponía un cambio profundo en la visión del hombre y del mundo. En lo que concierne a la concepción del hombre, éstas son, desde el punto de vista del pensamiento médico, las tres novedades más importantes: — La afirmación explícita de la interioridad psicológica y moral del individuo: «Sabéis que se les dijo a los antepasados: no matarás. Y bien, yo os digo: (9) Psicólogo y médico, antiguo rector de la Facultad de Madrid, adquirió reputación internacional por sus trabajos, muchos de los cuales fueron publicados en francés.
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el que se enoje contra su hermano responderá ante el tribunal. Sabéis que fue dicho: no cometerás adulterio. Y bien, yo os digo: el que mire a una mujer para desearla, ya cometió el adulterio en su corazón.» — La afirmación absoluta de la supramundanidad de todo hombre, en tanto ser creado por Dios a su imagen y semejanza y capaz de convertirse en el hijo de Dios. Si por naturaleza, entendemos el cosmos creado, «el hombre», criatura natural o «física», es a la vez un ser esencialmente «transnatural» o «transfísico». A esa dimensión de su ser, que constituye su interioridad ontológica, se debe atribuir finalmente su interioridad psicológica, su responsabilidad moral y su libertad. Es gracias a ella que todo hombre no es sólo una naturaleza sino una persona. — La doctrina según la cual la perfección de las relaciones humanas consisten en el amor de caridad. «Esta es mi enseñanza: amaos los unos a los otros como yo os he amado», es decir, amaos con un amor que, a diferencia del Eros helénico, amor de deseo y aspiración, sea una entrega generosa de uno mismo, una efusión del ser en estado de plenitud hacia el ser en estado de necesidad o privación. El fin de la educación cristiana habrá debido ser, pues, hacer hombres libres, responsables, capaces de conocerse y aceptarse para llegar a ese estado de plenitud que permite la entrega generosa de uno mismo.
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II LA NEUROSIS CRISTIANA Y LA CIVILIZACION
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¿Crisis de civilización o evolución?
Nuestra civilización ha intentado colmar lo que el abate Oraison llama «la brecha fundamental para ser». Busca apasionadamente «el bienestar» y parece confundir dos nociones: confort material y felicidad vital. Esas dos nociones no son opuestas en sí mismas, pero la segunda no se desprende automáticamente de la primera. Mounier decía que, en nuestra civilización occidental, se logran todos los medios posibles de vida, pero ya no se tienen las razones de ésta. La facilidad material, el hecho de que ya no haya necesidad de luchar para sobrevivir físicamente, desplazó el problema. Ahora hay que luchar para sobrevivir psicológicamente de un modo diferente a la renuncia y la represión sistemáticas. Entre mi clientela tengo muchos adolescentes del tipo hippy, drogados o no. Uno de ellos, de diecinueve años, hijo de un abogado, se fue de su casa hace más de un año. Yo ya le había visto a los doce años. En ese momento se presentaba como un niño difícil, nada más. Apasionado por la entomología, me explicó toda la riqueza de su colección de mariposas e insectos. Con sus padres tuve una relación difícil. El padre, integrista, tenía una moral particularmente rígida; la madre, un poco dominada, se equilibraba gracias a sus actividades parroquiales (catecismo y buenas obras). Les aconsejé que apoyaran al máximo las actividades culturales de su hijo y que trataran 108
de integrarle en grupos de adolescentes. No le volví a ver. Apareció inopinadamente una tarde y pidió verme lo más pronto posible. Me costó mucho reconocer al muchachito de doce años en ese adulto de rostro flaco y bronceado, rodeado por una barba abundante. Trataré de transcribir un resumen de nuestra entrevista. —¿Por qué quieres verme? —Tengo necesidad de hablarle. —¿De dónde vuelves con esa cara soberbia? —De Nepal. —¿Te fuiste hace mucho? —Quince meses. —¡Qué viaje! —Me aburría. Una vida embrutecedora. Ya conoce a la familia: un padre superocupado, una madre rígida y exigente y, para completar el cuadro, estudios aburridos. —¿Por qué aburridos? —Dejé el instituto al final del tercer curso porque no podía pasar a segundo C. No me gustan las mates. El rector dijo: «Se le puede bajar a A.» Para mis padres, no tener un pequeño politécnico en ciernes era un deshonor. Me pusieron en una escuela libre. —¿Y entonces? —Fue la catástrofe. El instituto todavía era soportable, pero hacer segundo C con gente obsesionada por la reputación de su establecimiento y su contrato con el Estado, es la cárcel. —Tal vez exageras un poco. —Apenas. Mis padres me inscribieron a la fuerza en el grupo de boy scouts de la escuela: salidas obligatorias, campamentos obligatorios. El único jefe que andaba bien se fue: proponía que organizáramos excursiones en canoa durante el verano. Las familias se enloquecieron. 109
—¿Por qué? —Por el riesgo verdadero; mientras se trate de jugar, todo va bien, pero cuando se habla de hacer algo válido, las mamas se levantan indignadas. —¿Y los papas? —La apoyan. —¡No todos! — E l mío, sí. A los diecisiete años no tenía derecho de ir yo solo a comprarme un par de zapatos. Me acompañaba y subía él mismo en la escalerilla para que no le viera las piernas a la vendedora. —¿Tal vez por galantería? —Qué dice. ¿El galante? Un verdadero oso, nunca nadie en casa, su periódico, la televisión el domingo mezclada con episodios merovingios y filatélicos. Me aburría en firme. Con unos compañeros empezamos a fumar hasch. Me pasaron algunos libros sobre budismo e hinduismo. —¿Qué te decidió a irte? — E l aburrimiento y la angustia. —¿Cómo fue tu viaje? —Nos fuimos tres. Nos habíamos conocido fumando: un muchacho que tocaba la guitarra en una boite y su amiga, una chica de dieciocho años. Los padres de ella se acababan de divorciar. —¿Tus padres no te hicieron buscar? —Era en julio. Les dejé una nota diciéndoles que me iba de vacaciones con unos compañeros y que acamparíamos en Córcega. —¡Bien organizado! ¿Tenías tus papeles? —Todo lo que se necesitaba, visados y autorización de salida del país. El guitarrista se ocupó de eso. —¿Cómo viajasteis? —En auto-stop. —¿Teníais dinero? —Sí... Vendí mi velomotor y mi equipo de alta fidelidad. Pusimos todo en común. 110
—Cuéntame tu viaje. —Caímos en Estambul en un hotel donde estábamos amontonados. No me quedé mucho ahí. Estaba lleno de gente que se inyectaba. Los llamaban junkies. Nosotros nos contentábamos con fumar. —¿Qué produce el hasch? —Es bastante formidable. Saltan todas las barreras. No hay más problemas de comunicación, no hay más policías, convencionalismos, angustia, uno se expresa con facilidad... —¿Adonde fuiste después de Estambul? —Atravesé Turquía, Irán, Afganistán, tanto a pie como en coche, cuando un turista aceptaba cogernos. —¿Erais muchos? —Una docena. —¿Cómo os alimentabais? —Bastante mal, con arroz. Después fumábamos hasch. Allá es más barato que la comida... Llegamos a la India: ¡qué decepción! Descubrimos un mundo miserable. —¿Qué hiciste? —Logré no inyectarme porque me hubiese jodido. Decidimos irnos a Nepal. —¿Os fuisteis muchos? —No, sólo los tres. Otros se fueron a Benarés. —¿Y en Nepal? —En 120 kilómetros se pasa de 100 metros de altitud a unos 4.200. Cuando se deja la llanura del Ganges y se atraviesa la jungla del Terai, se descubren las colinas y los cultivos en terraza, el Himalaya. Se atraviesan pueblos con sus pequeños templos. La gente es alegre, tranquila y hospitalaria, las mujeres llevan flores en el pelo. Los habitantes de ese país son muy pobres pero no son miserables. En las calles de Katmandú se encuentran cantantes populares que se acompañan con violín. —¿Qué hicisteis en Nepal? —Seguimos viviendo en grupo. Nos instalamos con Otros en una casa nepalesa de dos habitaciones. Lle111
gamos a vivir con tres francos por día. Pero estábamos replegados en nosotros mismos: la barrera de las lenguas es más difícil de franquear que la de las montañas. De todos modos me gustó mucho el ambiente de ese país: millares de templos en el valle. Por todas partes molinos y banderas de plegaria. Hay divinidades para todo el mundo. —¿Te quedaste mucho tiempo en Nepal? —Cuatro meses. —¿Por qué volviste? —No había otra solución. Es imposible integrarse en las comunidades de los lamas. Uno permanece aislado, sin objetivo. Habría que fundar una comunidad propia. —¿Cómo volviste? —Avisé a mi padre, que me hizo repatriar. — E l regreso no debió de ser fácil. —No, pero no tuve sorpresas. Siguen bloqueados. No me creerá si le digo que no me hicieron ninguna pregunta sobre mi viaje. Mi madre me dijo simplemente: «Estás flaco. Tendrás que ir a ver al barbero.» En cuanto a mi padre, me preguntó si tenía intención de reemprender mis estudios. No le contesté. Lo vine a ver porque tenía necesidad de hablar con alguien que me escuchara. —¿Tienes alguna idea? —Sí, quisiera ser periodista y hacer reportajes. Tengo ganas de trabajar para vivir. No quiero participar en esta histeria colectiva: la gente trabaja todo el tiempo sin saber por qué. Luego compran cualquier cosa y eso les proporciona una finalidad. No quiero seguir estudiando: me siento incapaz de volver al instituto. Volvería, como dice mi padre, por la puerta pequeña. Apenas pueda, volveré a Nepal, iré a ver Goa, Ceilán, Laos, Thailandia. Iré hasta Kioto, capital del Zen. Haré un reportaje, uno verdadero. —¿Sigues fumando hasch? —Muy poco, no tiene mucho interés.
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Ése muchacho «hizo el viaje». Volvió dispuesto a llevar su vida tal como él la entiende. «Mi madre —me dijo— siempre repitió y volvió a repetir que todo venía de Dios. Ahora estoy seguro de que uno mismo construye su vida y de que está solo.»
He relatado este caso para mostrar hasta qué punto muchos jóvenes entre los llamados «hijos de papá» buscan un sentido a la vida, difícil de encontrar en esta sociedad «técnico-industrial-comercial llamada de consumo». Buscan la comunicación, la comunión de los pequeños grupos donde las técnicas de iniciación, los métodos basados en el desarrollo de la vida interior, de la vida mística, se acercan a la iniciación religiosa. Buscan una nueva forma de vida y de espiritualidad. La evolución de esos jóvenes es sólo la consecuencia de una profunda modificación de la sociedad tradicional. El hundimiento de la sociedad patriarcal es uno de los elementos importantes de esta evolución. E1 hundimiento de la sociedad patriarcal El padre ya no es ese patriarca solemne y autoritario que velaba con mano firme para mantener la disciplina sobre los hijos. La función paterna evoluciona y pasa de la era de las órdenes a la del testimonio. Ya no hay un jefe de familia sino dos. La autoridad de los padres reemplaza la potencia paterna: en adelante el padre y la madre son iguales. Es una notable revolución. La más importante que se ha conocido en ese dominio desde milenios antes de Jesucristo. Para comprender bien el problema paterno actual hay que situarlo en un marco mucho más amplio: el del surgimiento y crisis de la 113
sociedad patriarcal. Ese tipo de sociedad no ha existido siempre y no es el único modelo concebible. En nuestros días, en Oceanía, hay sociedades de tipo matriarcal en las cuales la filiación la da la madre; los hijos los crían ella y un hermano de ésta. Todos los comienzos de la civilización agraria tendían a la instauración de un matriarcado. Las mujeres eran, en efecto, las que habían descubierto la agricultura: en principio, con el cultivo de una simple huerta mientras el hombre cazaba. La madre procreadora hacía fructificar la tierra que, sin su intervención, hubiese permanecido estéril. Ella fue la que dominó la nueva sociedad agraria. La mujer tenía numerosos maridos a los que mantenía y utilizaba para la ganadería, y la formación y defensa de los poblados constantemente amenazados por los nómadas sin agricultura. La primera sociedad agraria era colectiva. La concepción se consideraba un evento divino por el cual la mujer entraba en contacto mágico con la divinidad; por tanto, el marido no tenía ningún derecho sobre ella ni sobre los hijos y las tierras. En el comienzo del cuarto milenio los hombres se rebelaron contra ese matriarcado, y después de una lucha larga y terrible la mujer fue destronada de la tierra y de los cielos: las diosas, madres de la fecundidad, fueron suplantadas por los dioses machos solares. El hombre se convirtió en jefe de la familia. Sus hijos llevaron su nombre y la propiedad pasó del estadio colectivo al estadio privado. Los hijos se convirtieron en sus herederos privilegiados, sobre todo el hijo mayor. Ese orden patriarcal se instauró en todos los estadios de la sociedad: desde el campesino al rey. El rey es propietario del reino, sus sujetos y sus hijos. «Mis hijos...», llamaba todavía Luis X V I al pueblo de París que había ido a pedir pan a Versailles. El modelo patriarcal se instauró hasta en la Iglesia: el obispo de Roma se convirtió en «el Muy Santo Padre» y los cristianos en «sus Muy Queridos Hijos». La revolución industrial trastocó la sociedad agra114
ría y no es nada extraño que el sistema patriarcal haya sido puesto en tela de juicio. Pero es asombroso comprobar que este cuestionamiento empezó mucho antes de la revolución industrial. El primer golpe lo dio Lutero cuando se rebeló contra la autoridad del «Santo Padre». Luego los puritanos, cuya organización religiosa era muy igualitaria, tomaron su lugar. No se rechazaba sólo la autoridad del Papa, sino también la del rey. El rey es el padre de su gente: el regicidio se identificaba con el parricidio. Cromwell y los puritanos cometieron finalmente ese parri cidio. Un siglo después hicieron lo mismo los miembros de la Convención francesa. Es el fin de la monarquía hereditaria de derecho divino. La contestación del modelo patriarcal no se detiene ahí. Después de la rebelión contra la autoridad paternal del Papa, y luego del rey, en el siglo xix, aparece, en los teóricos socialistas, la rebelión contra el patrón de derecho divino y la propiedad privada de los medios de producción. En 1880 aparece la palabra «paternalismo» que designa, de manera peyorativa, la concepción patriarcal o paternal del papel del jefe de empresa. Hoy el papel del padre es incómodo: durante siglos pudo apoyarse en una estructura social paternalista, era por ley natural el mediador, es decir, el vínculo entre su hogar y el mundo exterior. Ahora ya no es el único dueño. La sociedad le quita muy pronto a sus hijos para enviarlos a la escuela, donde los retiene cada vez más. Los niños ya no se consideran la propiedad del padre o sus empleados: una de las mejores pruebas de esto es la nueva fecha de la iniciación de las clases a mediados de setiembre. Antes la fecha de las vacaciones de verano se calculaba de tal manera que los niños volvieran a sus casas para hacer la cosecha y regresaran a la escuela inmediatamente después de la vendimia: ahora el padre debe buscar mano de obra fuera de la familia. 115
L a importancia de los mass media, como la radio y la televisión, ya no necesita demostración. El mundo exterior presiona sobre el niño antes de que el padre haya podido representar su papel de mediador. El poder de la imagen es tal que las cosas ya no son verdades «porque papá lo ha dicho», sino porque lo ha dicho la tele. Estoy asombrado por la cantidad de adolescentes que vienen a verme sin que les acompañen sus padres (o al menos uno de los dos). Un muchacho de quince años vino a mi consulta para que le informara acerca de la contracepción. —Hablan mucho en los periódicos y en la tele. Traté de discutirlo en casa. Mi padre me respondió que ésa no era una preocupación para un niño. Después de darle todas las explicaciones que deseaba le pregunté por qué se interesaba tanto en ese tema. —Para mi cultura personal —me dijo muy serio—. No me gusta estar mal informado. Me dio las gracias, pagó su consulta y se fue con aire satisfecho. Un muchacho de dieciséis años vino a pedirme información sobre las drogas. Nunca las había tomado. Me interrogó sobre las diferentes formas que se utilizan habitualmente, las reacciones que producen y los riesgos que pueden implicar. —No me animo a plantear todas estas preguntas en casa. Creerían que me quiero drogar. Y además, creo que mi padre y mi madre no están muy al corriente. En el instituto, muchos compañeros se jactan de drogarse. Cuentan que tienen sensaciones increíbles. Me propusieron fumar cigarrillos de hasch. Los rechacé. Ahora podré discutir con ellos. Con seguridad saben menos que yo.
La emancipación de la mujer es otro nivel del problema: la mujer se ha convertido en una igual del hombre. Realiza los mismos estudios, es una ciu116
dadana total, vota, puede hacerse elegir alcaldesa o diputado. Ahora es codirectora de familia. El nuevo modelo igualitario de la autoridad todavía no está a punto, y el marido, dudando de sí mismo, de su rol, puede volverse blando e inseguro y ceder prácticamente la dirección a su mujer: se establece de esta manera un matriarcado de hecho. Muchas mujeres viven esta situación con un sentimiento de culpabilidad y de frustración: «¡Si mi marido cumpliera su papel de padre!» En la actualidad todos los psicólogos están de acuerdo en un punto: la familia tiene que tener un polo masculino y otro femenino. El niño sólo encuentra su equilibrio si hay un hombre con el que pueda identificarse en el caso del muchacho o con el que pueda identificar al hombre en el caso de la chica. Este hombre es normalmente el marido de la madre. Los especialistas en psicopatología infantil, como Maud Mannoni, ponen el acento en el hecho de que casos de atraso mental y aun de psicosis podrían ser resultado de que el nombre del padre no está presente en la palabra de la madre: es importante que la madre admita la intrusión de un tercero de sexo masculino en las relaciones con su hijo, pues de lo contrario éste queda encerrado con su madre en una situación dual que no le permite encontrar su autonomía; seguirá siendo toda la vida un pedazo de la madre. Hay dos elementos importantes para el equilibrio del niño: las buenas relaciones del padre y la madre y la buena inserción del padre en la sociedad, es decir, por medio de su vida profesional. El padre debe de ser un ejemplo, pero no puede serlo de la misma manera que antes: trabaja cada vez menos bajo la mirada de sus hijos, y así éstos hacen cada vez menos lo mismo que sus padres. Si el padre ya no puede enseñar un oficio a su hijo, puede en cambio darle las bases para un comportamiento válido, cualquiera que sea el oficio que escoja. «Hacer como papá» no consiste necesariamente en hacer la misma cosa que él, sino hacerla con la 117
misma seriedad. Si el hijo ya no ve trabajar a su padre, el tiempo libre le permite, sin embargo, tener actividades en común con él. La calidad de la presencia del padre es tan importante como su misma presencia. Muy a menudo algunos padres están ausentes mentalmente en su casa, mientras que otros que raramente están en ella tienen una presencia muy fuerte. La calidad de la presencia del padre durante el tiempo libre está estrechamente ligada a la satisfacción que experimenta en sus relaciones con su mujer y en su actividad profesional. Las frustraciones del padre en el trabajo pasan, inevitablemente, a su vida familiar. Ahora bien, el trabajo en la sociedad moderna es a menudo frustrante: no hay que olvidar que también los padres sufren la imposibilidad de probar en su trabajo su capacidad personal y encontrar de esta manera una brecha para su necesidad de expresión. No pueden dar un carácter personal a su trabajo, es decir, que nada en la pieza realizada, en la pila de legajos o en el gesto profesional revela al individuo que ejecuta la obra. Esta situación, con el desarrollo de actividades que el hábito vuelve molestas, produce un sentimiento constante de decepción. El padre está encerrado en un trabajo que le hace sufrir y que es incapaz de satisfacer sus necesidades de creación y expresión. Para paliar esta situación se necesitan convicciones. Estas convicciones pueden ser de orden político, religioso o filosófico. Desgraciadamente, la sociedad moderna alienta muy poco al hombre para que tenga convicciones. Es un hecho importante, porque son necesarias para la educación y la identificación.
En un artículo sobre Willy Brandt, Francois Schlosser cuenta la anécdota siguiente: «Su abuelo está en huelga, los patrones de la fábrica Draeger deciden el lock-out. Willy se extasía ante la vidriera de una panadería; alguien que pasa, un directivo de 118
la fábrica, le ofrece dos grandes panes. Willy Brandt los toma y se precipita a la casa donde desde hace dos días se pasa hambre. Sin aliento, cuenta su aventura. El abuelo huelguista, indignado, se levanta y le dice: "No queremos ni limosnas ni regalos. Queremos nuestros derechos."» El joven Willy, profundamente avergonzado (tenía que haberlo sabido) lleva a la panadería los dos panes que nadie había querido tocar. El abuelo tenía convicciones. Si hoy tantos jóvenes rechazan total y anárquicamente la sociedad, ¿no es por compensación a la actitud del padre, cuyos sentimientos reprimidos a lo mejor expresan? La rebelión contra el padre no será la rebelión contra un padre disminuido que ya no cumple su oficio de hombre adulto. Para que los jóvenes sean menos contestatarios, ¿no se necesitará que el padre lo sea un poco más? Los psicólogos y los sociólogos mostraron la importancia del despliegue de la agresividad del padre frente a sus hijos. Si el padre nunca ha sido agresivo, el niño nunca se siente protegido. Uno de los factores importantes de las neurosis es el contraste entre el modelo propuesto como norma y la realidad vivida. A menudo compruebo que son muchos los padres que han abandonado toda autoridad. Cuando se lleva a un niño a una consulta psicológica, en general le acompaña la madre, mucho más raramente los dos progenitores, y excepcionalmente sólo el padre. Una mujer me trajo a su hijo de dieciséis años porque tenía dificultades escolares. Repetía el segundo curso sin ninguna posibilidad de pasar al siguiente. Según su madre no trabajaba porque era perezoso. Había sido un buen alumno hasta dos años antes. Desde los catorce años parecía no interesarse por nada. Hice salir a la madre para hablar a solas con él. Sin ninguna dificultad, nuestro perezoso me explicó su actitud: 119
—Es verdad, nada me interesa. Pero creo que el ambiente familiar es muy responsable de mi fastidio: mi padre vuelve tarde, completamente agotado. Es director comercial en su fábrica. Cuando habla es para quejarse de su trabajo. Todos los días dice que va a presentar su renuncia; está harto de estar aprisionado entre el patrón y los clientes. Mi madre está siempre encima de mí. Me repite sin cesar: «Trabaja, trabaja, si sigues así no obtendrás ningún título.» Cuando veo a mi padre me pregunto para qué sirven los títulos. Me interesaba mucho por la historia. Este año me han suprimido todos los libros que me gustaban. Tengo que hacer matemáticas y paso a primero de ciencias. No me interesa. No quiero ser ingeniero. —¿Qué quieres estudiar? —Historia. —¿En qué trabajo piensas? —No sé. —¿Le pediste consejo a tu padre? —No tiene tiempo. Un día me dijo que si no quería hacer matemáticas era inútil que aprobara el bachillerato. —¿Cuáles son tus distracciones? —Ninguna. La única obsesión familiar es el bachillerato de ciencias. —¿Qué hacéis el domingo? —Miramos la televisión. —¿Y en las vacaciones? —Vamos a lo de los abuelos en Lot. —¿Estás en algún grupo o asociación de jóvenes? —Para mi madre, eso es tiempo perdido. Le hice hacer un test a ese muchacho para precisar su nivel intelectual y sus aptitudes. Los tests mostraron una excelente inteligencia con predominio literario. El balance psicológico confirmó una importante oposición a la madre y la ausencia total de imagen paterna. Eso era en el mes de febrero. Pedí que ese «perezoso inteligente» fuera internado en un colegio en la montaña que yo conocía bien. En ese estable120
cimiento los profesores y los alumnos viven mucho tiempo juntos y la mitad de la jornada está consagrada a las actividades culturales deportivas. Con el apoyo del director, obtuve de la madre que entrara en segundo de letras. El padre nunca se molestó. Hace cinco años de esto. Este muchacho ahora tiene una licenciatura en historia y se prepara para la Escuela Superior de Turismo.
En esta sociedad en plena evolución, la renuncia y el aniquilamiento no son viables como alternativas en la educación. La expresión de la agresividad y el intercambio son indispensables para la evolución psicológica y para la madurez de los individuos.
Es necesario un diálogo abierto. Conozco a muchos padres cristianos que se niegan a discutir con sus hijos adolescentes los problemas del celibato de los sacerdotes, la homosexualidad, el aborto, los anticonceptivos, etc. ¡Algunos incluso no tienen televisión para evitar al máximo la intrusión en la vida familiar de las informaciones peligrosas! Se niegan a todo intercambio fuera de los del estilo «chismes de comadres». Algunos consultan a médicos o psicólogos por dificultades educativas. Desgraciadamente, muy a menudo llegan tarde, cuando están completamente superados por la agresividad de sus hijos. Las encuestas psicológicas y sociológicas mostraron que si hasta la pubertad se necesita que el padre manifieste cierta autoridad, luego las relaciones deben llegar a ser, progresivamente, igualitarias. El padre reconoce de esta manera el paso de sus hijos al estado adulto. Este reconocimiento es el contrario exacto de la actitud paternalista y patriarcal. El paternalismo se caracteriza por el hecho de que el patrón y el padre 121
poseen, sólo ellos, la autoridad en materia de creación o de gestión. En la estructura patriarcal la preponderancia del padre es aceptada por todos los miembros de la tribu. Hoy día la autoridad ya no es un derecho: el que la detenta debe ser reconocido, aceptado e identificado. La familia judía conservó durante largo tiempo una estructura patriarcal: el más viejo, padre o abuelo, era el jefe indiscutible de la familia. No sé cuál es la situación en Israel en la actualidad. En Francia esta estructura tiene tendencia a desaparecer. Se respeta a los mayores, pero su parecer ya no tiene el mismo peso. Los adolescentes, como todos los de su generación, reclaman mucho antes su independencia y ya no aceptan que se decida su futuro o su matrimonio. Información, diálogo e identificación son las reglas básicas de la educación moderna. Los jóvenes no rechazan la autoridad; pero rechazan tanto el autoritarismo como la demagogia. Necesitan respetar y admirar a quienes se encargan de educarles.
He podido comprobar a menudo cómo varios sacerdotes jóvenes, capellanes de instituto, se enfrentaban con respecto a la imagen y a la autoridad paternas. Inconscientemente tenían tendencia a hacer demagogia y a confundir contestación sistemática con educación. No es uno de los menores errores de la Iglesia el haber creído que podía tener un papel en la educación de los adolescentes sin pasar por el medio familiar, puesto que es evidente que la educación se hace más por osmosis y simbiosis con el medio ambiente cultural que de manera magistral. La enseñanza del catecismo fue renovada y rejuvenecida, pero de lo que se trata es de saber si esa modernización ha sido eficaz. En el curso de una de sus sesiones, los capellanes de instituto se preguntaron por este problema. Tomaron conciencia de que los jóvenes que 122
ellos mismos habían catequizado según las nuevas normas, cuando eran niños, no eran más creyentes a los veinte años que los de las generaciones formadas por el viejo catecismo nacional: seguían teniendo representaciones caricaturescas de Dios. «La buena nueva» sólo puede interesar a los que ya tienen la experiencia de la condición humana. San Pablo, como Jesús, se dirigía a los jóvenes y a los adultos. La única vez, nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, en que un niño escuchó una homilía de san Pablo, se durmió y se cayó por la ventana. En la actualidad, los movimientos de Acción Católica (Juventud Agrícola Cristiana, Juventud Obrera Cristiana, Juventud Estudiantil Cristiana) están en crisis. A la moral individualista del siglo pasado ha sucedido una moral social. La Juventud Agrícola Cristiana tuvo un papel importante en el nacimiento de un sindicalismo dinámico. La crisis actual se debe, pienso, a dos hechos importantes: los jóvenes no pueden salir de la reducción moralizante del cristianismo y están bloqueados en su evolución por el paternalismo de la jerarquía. En efecto, la jerarquía clerical sigue siendo paternalista. Los obispos buscan sobre todo tranquilizar a su pueblo diciéndoles que todo anda bien en el clero. En el libro Questions á mon Eglise, Jean-Claude Barrault explica por qué le negaron la reducción al estado laico. Los obispos le reprocharon decir la verdad y no ocultarla. Esto decidió a Roma a negarle la reducción al estado laico y a ejercer un chantaje inadmisible: ¡si se calla se acordará esa dispensa! Si hubiese conservado el secreto, guardado las apariencias, habría obtenido la dispensa. Para justificar esa actitud, los responsables citan a menudo la frase evangélica aislada de su contexto, según la cual no hay que escandalizar a los débiles. Pero al igual que la maldición contra los que escandalizan, estas palabras se entienden al revés. Jesús no temía escandalizar a la gente común de su pueblo en sus prejuicios y a los notables en 123
su hipocresía. Cuando dice que no hay qne escandalizar a los débiles, dice exactamente lo contrario de lo que la jerarquía quiere hacerle decir. El recomienda a los fuertes no traicionar la confianza que los débiles ponen en ellos. ¿No es traicionar la confianza de la gente de la base engañarla, mentir, echarle arena a los ojos? ¿No es considerarla como irresponsable? El aparente rechazo a escandalizar a los débiles oculta, en realidad, una mentalidad reaccionaria y un desprecio hacia el pueblo. En lugar de las palabras tranquilizadoras y apaciguadoras de los obispos nos hubiera gustado oír cómo el jefe de la Iglesia se dirigía a los cristianos en estos términos: «Sí, es verdad, la crisis del clero es muy grave. Muchos sacerdotes no aceptan ya el status en el que se los quiere mantener. Preguntémonos y busquemos juntos el medio para remediarlo.» Las comunidades cristianas de los primeros siglos pusieron en práctica este adagio: vox populi, vox dei, es decir, la voz del pueblo es la voz de Dios. No habían establecido la diferencia entre una Iglesia enseñante habilitada para interpretar la palabra de Dios y una Iglesia enseñada reducida a una actitud pasiva. Desde Pentecostés, los primeros cristianos tenían conciencia de vivir el tiempo del espíritu y de la libertad: los profetas eran legión. Al lado de la autoridad legítima de los obispos, que venía de Cristo y los apóstoles, estaba la autoridad libre de los profetas, que venía del espíritu del pueblo. Como recuerda Jean-Claude Barrault, el movimiento franciscano fue el más típico de esos movimientos evangélicos que levantaron a la cristiandad. Francisco de Asís, hijo de notable, mujeriego, poeta y guitarrista, apenas comprendió el Evangelio desencadenó uno de los movimientos más puros de la historia del cristianismo. Los hermanos menores, esos locos de Dios, se desnudaban en las plazas públicas para provocar a los burgueses. Tomaban la palabra en las iglesias para denunciar la explotación del hombre y la injusticia. Esos movimientos fueron el verdadero tejido conjun124
tivo de la Iglesia. Actualmente, la institución cristiana parece desvitalizada en su base. Cuanto más exangües estén las células de base tanto más pletóricos y burocráticos son los estados mayores. ¿De dónde nos llegará la renovación espiritual que todos los cristianos desean sin decirlo de verdad?
Secularización y desacralización ¿Dios está muerto? Embriagados por su triunfo técnico, los hombres se interrogan sobre la necesidad de Dios. Algunos hasta llegan a profetizar su muerte. Sin embargo, la angustia metafísica siempre está presente, atormentando los espíritus, atenazando los corazones, creando una llamada a lo divino más rica y más real, tal vez, que en ningún otro siglo. El problema, sin duda, es que Dios ya no está donde los hombres lo buscan hoy. Se asiste a un verdadero proceso de secularización: el hombre ya no acepta cierta imagen de Dios y desea hacerse cargo del mundo en el que vive. Este fenómeno se debe a un trastocamiento de las relaciones entre el hombre y la naturaleza; el primitivo vivía en una naturaleza que dominaba y debía cuidarla para obtener sus dones, debía amaestrarla con la magia. Se consideraba a Dios responsable de todos los fenómenos naturales: la lluvia y el buen tiempo, el calor y el frío. Sólo un Dios misericordioso, prometedor de la vida eterna, podía hacer soportar a los hombres una naturaleza más hostil que nutricia, un mundo pobre en el que la técnica no había logrado multiplicar las riquezas. La tierra era un «valle de lágrimas» y en Navidad se suplicaba al «divino Mesías» que viniera a «salvar nuestros días de infortunio». La ciencia analizó los fenómenos naturales y probó que obedecían a automatismos, a leyes y, al mismo tiempo, los separó de la intervención casi permanente 125
de Dios. La técnica multiplicó las riquezas. La tierra ya no es un valle de lágrimas sino una morada que uno construye progresivamente para habitarla. El hombre aprende a contar con su sola presencia. El teólogo norteamericano Harvey Cox, autor de La Cité séculiére, comprueba: «El mundo se ha convertido en nuestro asunto y en nuestra responsabilidad.» Ahora los campesinos dan más importancia a las maquinarias que a las oraciones, esas oraciones con las que se pedía a Dios que multiplicara los frutos de la tierra. Los asalariados tienen más confianza en la Seguridad Social que en la Providencia. El hombre se ha comprometido en la formidable aventura de la transformación material del mundo. Por eso sus palabras clave ya no son plegarias, meditaciones, contemplaciones, sino estrategia y proyectos. La naturaleza está desacreditada.
Pero no hay que confundir secularización y descristianización. Ello no implica un ateísmo generalizado: es verdad, crea un cuadro en el que se desarrolla más cómodamente que la fe y se convierte en la actitud más normal, más coherente con el nuevo estado del mundo. El hecho de que el mundo se haya vuelto «profano» no constituye un fracaso del cristianismo: a los teólogos cristianos les resulta fácil mostrar que la desacralización de la naturaleza y de la cultura están en la línea del Evangelio. El Dios que anuncia el cristianismo es un Dios que entregó el mundo al hombre. En una reunión del secretariado católico para los no creyentes, en Viena, en setiembre de 1968, monseñor Frangois Marty, arzobispo de París, lo subrayó con fuerza: «Una buena teología de la creación no se asombra de la desacralización, ya que la relación de criatura a creador no es sagrada, en el sentido preciso del término. Cuanto más construye el hombre el mundo, más creador es Dios. La secularización no es la descristianización.» Esta evolución llevó a algunos a decir que, para el hombre moderno, 126
Dios estaba muerto. Dios no está muerto. El único que ha desaparecido es el dios mago, el dios ídolo. Los cristianos deberían alegrarse de esto, ya que las primeras comunidades aparecieron en la sociedad antigua como negadoras de ídolos y dioses magos. El hombre moderno rechaza también la imagen del «dios policía» que le vigila en todos los actos de su vida y frente al cual la culpabilidad y la angustia son los únicos modos posibles de relación: la Iglesia fue durante mucho tiempo una de las principales estructuras de orden y transmisión de la cultura. La sociedad se ha organizado y el clero no puede esperar ser el único regulador de las relaciones interhumanas. La técnica y la cultura se han desarrollado al margen de ellas. Su rol se ha purificado. De este modo reencuentra su vocación primera: anunciar la buena nueva a un hombre moderno, en plena crisis. Esta crisis es evidente: la producción literaria y artística tiene como conclusión habitual en la absurdidad de todo, y las rebeliones estudiantiles se despliegan de un continente al otro testimoniando un angustioso interrogante sobre el sentido de la existencia. Si el hombre logró éxitos extraordinarios en su lucha por dominar la naturaleza, no puede sacar el mismo balance triunfal de sus esfuerzos para organizar racionalmente la vida social. Esta siempre está hecha de conflictos, de desigualdades enceguecedoras y de relaciones de fuerza.
La ciencia y la técnica no han destruido la necesidad irracional del hombre. Esa necesidad explica la proliferación de videntes y astrólogos, el desarrollo de sectas extranjeras, el nuevo éxito del budismo, el fenómeno hippy, la moda de la droga, la multiplicación de espectáculos sacrilegos. El miedo a la soledad y a la ausencia de Dios es lo que expresa el héroe de Teorema, el filme de Pasolini, que corre des127
nudo por un desierto de cenizas y cuyo grito finaí, casi inhumano, no es devuelto por ningún eco. El movimiento de desacralización de la naturaleza está acompañado por la búsqueda de una nueva sacralidad. El hombre moderno experimenta un nuevo mal de vida. No es dueño de sí mismo como del universo. Comprueba que la racionalidad creciente corresponde a un absurdo creciente. Tiene miedo de vivir una aventura carente de sentido. « Y ésta es mi vieja angustia, allí, en el hueco de mi cuerpo, como una mala herida que cada movimiento irrita. Conozco su nombre. Es miedo a la soledad eterna. Temor a que no haya respuestas.» (Albert Camus.) Hoy notamos los signos múltiples de una verdadera búsqueda de Dios. En las universidades norteamericanas, el 80 % de los estudiantes expresan la necesidad de una espiritualidad y de una fe religiosa. En las parroquias francesas, los sacerdotes que organizan conferencias sobre problemas sociales comprueban que éstas atraen menos que las conferencias sobre la fe. El 8 de abril de 1966, el semanario norteamericano Time llevaba el título: «¿Dios está muerto?» El 29 de abril de 1966 consagró su tapa a la pregunta inversa: «¿Está resucitando Dios?» Pero los jóvenes ya no aceptan al Dios moralizador. De esta manera muchas imágenes de Dios han sido tragadas o están a punto de serlo: el Dios encargado de socorrer a los hombres en dificultades es sustituido poco a poco por la ciencia. El Dios-recompensa que dispensa sus dones en el Cielo después del valle de lágrimas terrestre: el hombre moderno quiere tener derecho a realizar su vida. Los jóvenes buscan un Dios que dé sentido a su vida y que permita desarrollarse y ser feliz en esta Tierra, un Dios que favorezca el amor, la comunicación, la comunión entre los hombres. Es más eficaz que la droga. Ese Dios triunfa en las escenas de teatro: Jesús es superstar en una ópera rock y God128
spell permite a la música pop un éxito con su nombre. ¡A cuántos sacerdotes o hasta obispos conozco que van al teatro para ponerse al día! Vi hace unos meses a un estudiante de veintisiete años que había ido a estudiar psicología y sociología a los Estados Unidos. Vino a consultarme en 1966 a causa de un estado depresivo que le impedía continuar sus estudios. El ambiente familiar le pareció el elemento determinante de su estado y le aconsejé que se alejara del mundo católico, neurótico y rígido en el que vivía. Lo que me dijo sobre el desarrollo del «movimiento crítico» me interesó particularmente. Centenas de millares de jóvenes apelan a los primeros cristianos. Además, es impresionante comprobar cómo los Estados Unidos se parecen a la Roma imperial del primer siglo por su gigantismo que anula al individuo y lo aplasta con su vacío espiritual, su urbanismo agobiador y su pesada uniformidad administrativa. En ese mundo deshumanizado, Jesús encuentra una nueva clientela: los Jesus-Freaks-Pop sucedieron a los izquierdistas drogados. Reclutaron a todos los que habían llegado al límite de la revolución sexual o de una tentativa de revolución puramente política: los drogados, los delincuentes, etcétera. —¿Ha asistido a esas asambleas proféticas de las que tanto se habla? —Sí, es bastante impresionante. En general, una orquesta rock acompaña esas reuniones: trompetas., guitarras eléctricas, saxo, piano eléctrico, órgano electrónico... Los tipos tocan con el corazón, con las tripas. Para ellos, tocar canciones rock es rezar y hablar directamente con Jesús. Las paredes y los pisos tiemblan. Toda la asamblea empieza a gemir y a dar palmadas al ritmo de la música, mientras cantan y se balancean. Es difícil resistir a ese ambiente Después pasan a cánticos mucho más dulces, del tipc slow: «Jesús es bueno, nos ama, va a venir a salvarnos». —¿Quién dirige ese tipo de asamblea? 129
—Un hermano que está con el micrófono y grita: «Creo en un solo Dios, renuncio a Satán para siempre, reconozco que Jesús es el único salvador» y todo el mundo repite, frase por frase, ese acto de fe. Luego el hermano que dirige la reunión pregunta: «¿Estáis salvados?» y toda la asamblea se levanta y grita: «Si, Aleluya», mientras la orquesta toca a todo volumen. —¿Quién formó ese tipo de comunidad? —Esta de la que le hablo la creó una pareja norteamericana media, asqueada de todo, de la sociedad tal como es, del dinero, de la lucha por la vida. —¿Asistió a esos fenómenos extraños de tipo glosolálico de los que ya me ha hablado? —No, pero me parece que en algunas de esas asambleas los hermanos se levantan e improvisan discursos en lenguas que ellos mismos ignoran. Los lingüistas a los que se sometieron esas grabaciones identificaron tal o cual dialecto casi desconocido. —¿Usted cree en eso? —Esos fenómenos se describen en las epístolas de san Pablo. Según parece persistieron hasta el segundo o tercer siglo. —¿Esas asambleas de rezos le impresionaron mucho? —Permanecí más bien como espectador. No logro acercarme a ese tipo de religión visceral, de histeria colectiva. Sigo muy marcado por una cultura aparentemente contradictoria. —¿ Contradictoria? —Sí, por Teilhard de Chardin, por Reich y por Freud. —En efecto. ¿Qué le seduce en las ideas de Teilhard? —La idea de que el globo terrestre está compuesto por una masa esférica de materias en bruto, recubierta por una capa delgada como la piel de una fruta. Esta capa delgada está constituida por el conjunto de la vida animal, vegetal y mineral: la llama la biosfera. Esa capa segrega otra que está super130
puesta a ella, formada por todos los pensamientos de los hombres que se entrecruzan como los hilos de un tejido: el potencial intelectual y el pensamiento de la humanidad constituyen esa capa, que aumenta todos los días. Progresivamente la materia se transforma en pensamiento y nuestra era va a ser cada vez menos física. Al cabo de cierto número de miles o de millones de años de evolución, alrededor de la Tierra sólo existirá la noosfera, es decir, esa segunda capa de la que habla Teilhard de Chardin. En ese momento reencontraremos a Jesús-Dios. Esta concepción de Teilhard es muy interesante: todo lo infinitamente pequeño de que está compuesto el universo, átomos, células, moléculas, está destinado a formar, finalmente, al organizarse cada vez más, una cosa única. A ese movimiento de asociación y concentración del pensamiento de la humanidad, Teilhard lo llama el movimiento de «socialización». Esas ideas con seguridad jugaron un papel importante en el fenómeno de secularización y desacralización de la Iglesia: Teilhard explica a Jesús en el movimiento de la biología, mientras que Proudhon, por ejemplo, sólo lo explicaba en un movimiento histórico. —Pero también me ha hablado de Reich. Es difícil hacer coincidir las dos maneras de pensar. —Sí, es verdad. El único punto en común es el de intentar liberar al hombre de su angustia y de sus dificultades para vivir, y hacerle comprender la finalidad de su vida en la Tierra. Reich definió la civilización occidental como el reino de la familia patriarcal. Antes de esto, los hombres vivían en un comunismo primitivo, que era matriarcal. La sexualidad era libre, ya que cuando una mujer tenía un hijo, cualquiera fuera el padre, ese niño era legítimo y se integraba sin problemas a la tribu. Todo empezó a deteriorarse cuando algunos quisieron apropiarse las tierras. Para conservarlas más allá de la muerte y para que la propiedad creciera, el patriarcado se desarrolló con el matrimonio, la familia y la noción de herencia. Desde entonces el sexo ya no sirvió sólo para la alegría 131
sana y liberadora del orgasmo, sino únicamente para la fabricación de herederos. La sexualidad de los adolescentes y la libertad sexual de los adultos tuvo que ser reprimida. Se consideró malo el orgasmo y se instauró una moral ascética. —¿Esa evolución se dio mucho antes del nacimiento del cristianismo? —Sí, y éste vino a reforzarla. La Iglesia introyectó profundamente al sistema patriarcal, que era un sistema represivo y que facilitaba el mantenimiento del orden y la transmisión de valores establecidos. Además, es sorprendente comprobar que todos los apóstoles eran hombres. Actualmente, el Santo Padre habla siempre a «sus Muy Queridos Hijos». —Volvamos a las ideas de Reich. —En algunos puntos sus ideas se vinculan con las de Freud: el sexo, capa profunda del hombre, no puede ser destruido. También surge brutal e inopinadamente, lo que reafirma a la moral puritana y clerical en la idea de que es bestial y diabólico. La mayor parte de la energía que debería emplearse en lo sexual es desviada, ya sea hacia el exterior —el sadismo, la agresividad y la guerra—, o hacia el interior del hombre —el masoquismo y la neurosis—. El hombre está rodeado por una coraza de inhibiciones que forman una pantalla entre sus deseos y el mundo. Parece ser que el patriarcado hizo posible la evolución material pero bloqueó el desarrollo psicológico, afectivo y sexual del hombre. —Es notable comprobar que en mayo del 68 aplicó las ideas de Reich aunque no estuvieran muy difundidas en el mundo estudiantil. —Sí, la revolución sexual y la vida comunitaria. Esa peripecia pone en evidencia el hundimiento progresivo del patriarcado y de su cortejo de inhibiciones, prohibiciones y tabúes. —¿Cree que el cristianismo está en peligro dentro de la perspectiva de esta evolución? —En su forma actual, con seguridad que sí. Es una institución de tipo patriarcal, basada en una 132
educación neurótica, que utiliza esencialmente la represión y la negación. Pero el mensaje inicial de Cristo es más verdadero que nunca: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.» Es el fermento más dinámico de las futuras comunidades cristianas de base, de las que tanto se habla. Es interesante saber que ese muchacho, que prepara una tesis sobre La sociedad patriarcal, vive en comunidad con estudiantes de su edad. Son ocho: cuatro chicas y cuatro muchachos. Pero no han puesto en práctica la revolución sexual. Se mantiene la estructura de la pareja. Le pregunté la razón. Me respondió: «Todavía no estamos lo suficientemente preparados para superar todas las estructuras tradicionales.»
El papel de la psicología y del psicoanálisis En esta evolución de la cultura, ¿cuál es el lugar del psicoanálisis? Para comprender el alcance histórico de la obra de Freud hay que recordar la concepción de la perturbación neurótica tal como existía en la segunda mitad del siglo xix. Para el pensamiento clínico-anatómico, el fundamento real de una perturbación neurótica era una alteración anatómica perfectamente localizada en el sistema nervioso: la histeria se consideraba entonces como un estado hipnoide de ciertas zonas de la corteza cerebral. Ese estado era susceptible de remisión (Charcot y Sollier). Las teorías psicopatológicas se esforzaron por interpretar los fenómenos histéricos como desviaciones en el proceso físico y energético del organismo. Algunos investigadores trataron de reducir la histeria a una fórmula química. Otros intentaron explorar clínicamente las neurosis respiratorias con ayuda de la exploración neumográfica. En fin, la búsqueda de una etiología patológica explicaba las perturbaciones neuróticas por los trauma133
tismos externos que, en cada caso, parecían determinarlas. La obra de Freud transformó completamente la concepción de la neurosis al introducir en ella el diálogo con el enfermo, la atención auditiva. Ya no se aborda al enfermo sólo desde el punto visual y táctil. Esa atención y ese diálogo permiten reconstituir la historia psicológica, afectiva y social del enfermo. Está acompañada, por parte del médico, de una actitud interpretativa. En fin, la palabra deja de ser un puro instrumento de investigación: se convierte en un agente terapéutico. De manera esquemática, se puede resumir la contribución de Freud en varios puntos importantes: la noción de libido, es decir, la necesidad de tomar en cuenta, para el diagnóstico y el tratamiento, los elementos instintivos de la vida humana; el descubrimiento de la existencia y de la importancia, en la vida del hombre, de los diferentes niveles de la conciencia psicológica y del significado exacto de su contenido respectivo, una aportación decisiva al conocimiento de la influencia que ejerce la vida del espíritu sobre los movimientos del cuerpo y, recíprocamente, la preocupación que haga inteligible, en la historia del enfermo, ese acontecimiento que es la enfermedad. El enfermo ha pasado a ser una persona en vez de un conjunto de mecanismos fisiológicos y psicoquímicos. En algunos puntos, las ideas de Freud se acercan a la especulación cristiana primitiva. Esta había separado netamente la enfermedad y el pecado actual, pero supo percibir en el desequilibrio del alma el posible papel secundario del pecado y de la culpabilidad, que favorecía la enfermedad. Inversamente, mostró la acción de la enfermedad física en la vida moral por el hecho de que esta enfermedad la sufre una persona que le da su sentido. Esta idea de la relación entre la vida moral y la vida física determinó, en el cristianismo primitivo, una práctica doble 134
y complementaria: la curación de las pasiones por los directores espirituales, y la atención vigilante de los médicos a las reacciones determinadas por la vida física, capaces de perturbar la vida moral. Tomaré como prueba la carta de san Basilio a su médico Eustaquio y el régimen espiritual en la ciudad hospitalaria de Cesárea que fue obra de san Basilio, alrededor del año 370. «La enfermedad —cuenta san Gregorio—, se soportaba pacientemente en ese hospital. La compasión, frente al sufrimiento de otro, se practicaba cotidianamente.» Estamos lejos de la actitud de los paganos que, durante la epidemia del siglo I I I , arrojaban a los moribundos a la calle y dejaban a los muertos sin sepultura. El pensamiento de Freud se separa totalmente de la teología cristiana primitiva en lo que se refiere al desarrollo psicológico del hombre. Reprocha a la doctrina cristiana despreciar la vida terrestre y haber basado el edificio de la civilización en el principio de la renuncia y la represión a las pulsiones instintivas. Dice en sus escritos: «Ese renunciamiento cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre humanos y sabemos que en él reside la causa de la hostilidad contra la que tienen que luchar todas las civilizaciones.» E n su obra El malestar en la cultura, Freud explica que el obstáculo más grande que encuentra la civilización es la agresividad constitucional del ser humano contra sus semejantes. El superyó colectivo establece leyes morales que no tienen en cuenta el hecho de que el yo no goza de una autoridad ilimitada sobre el ello: aun en el hombre pretendidamente normal el dominio del ello por el yo no puede superar ciertos límites. Freud considera que la exhortación «ama a tu prójimo como a ti mismo» no tiene en cuenta la agresividad natural del hombre y representa el tipo exacto del procedimiento antipsicológico: «La satisfacción 135
narcisista de poder juzgarnos mejores que los otros.» Freud critica también el hecho de que las religiones se apoyan en la promesa de un más allá mejor. Escribe: «Mientras la virtud no sea recompensada aquí abajo, la ética, estoy convencido, predicará en el desierto.» Freud piensa que el mensaje cristiano es factor de neurosis y de angustia porque exige del hombre una actitud que no le es natural. Es verdad que para los hombres neuróticos, descontentos de sí mismos, la agresividad que tienen con respecto a otros es la medida de la agresividad que experimentan con respecto a ellos mismos, y que entonces la «máxima» «ama a tu prójimo como a ti mismo» no tiene ningún sentido. Freud preferiría que «esa sublime exhortación se formulara de esta manera: "Ama a tu prójimo como él mismo te ama."» Uno de los fines importantes del psicoanálisis es permitir al hombre neurótico conocerse mejor y como consecuencia, aceptarse mejor. En esa perspectiva, Freud está en contradicción consigo mismo: es imposible aceptar a otro si no nos aceptamos a nosotros mismos. En su libro El asesinato de Cristo, Wilhelm Reich expresa la idea de que las dificultades psicológicas del hombre se deben a la supresión desde el nacimiento de toda autonomía. El recién nacido es sometido inmediatamente a agresiones y prohibiciones que le forman una verdadera coraza. Por eso «la estructura caracterológica del hombre no puede ser fundamentalmente cambiada, al igual que un árbol que ha crecido torcido no puede volverse a enderezar.» Reich piensa que hay que poner toda nuestra atención en «todos los recién nacidos del mundo», en los niños nacidos sin coraza y que todavía disponen de toda su movilidad. El fin de toda psicoterapia es devolver al hombre esta movilidad. Una educación basada en el amor y el respeto al niño le permitiría aceptarse directamente 136
como sujeto capaz de vivir sin tener necesidad de un andamiaje más o menos inseguro. Rogers, en Le développement de la personne, describe esta evolución: «Cada uno debe descubrir progresivamente que puede tener confianza en sus propios sentimientos, en sus reacciones, que sus instintos profundos no son destructivos, ni calamitosos, y que no necesita ser protegido. Puede afrontar la vida con un nivel de autenticidad. Así, al saber que puede confiar en todo lo que tiene de único en sí mismo, se hace más apto para tener confianza a los otros, así como también para aceptar los sentimientos y los valores únicos que existen en los otros.» Por desgracia, muchos individuos neurotizados por su educación, aunque comprendiendo perfectamente las causas de su comportamiento, son incapaces de modificarlas sobre la realidad. «Si apartas tu naturaleza, volverá al galope.» Es más exacto decir: «Si apartas tu inhibición, volverá al galope.» La educación se implanta profundamente en el cerebro de los niños y de los adolescentes, y esa implantación no es sólo psicológica, es también biológica. Esto es lo que prueban las investigaciones actuales sobre la bioquímica cerebral y los soportes peptídicos de la memoria y del comportamiento. Se deben en su mayor parte a los trabajos del profesor Ungar en su laboratorio de Houston, en los Estados Unidos. Sus experiencias se desarrollan en tres tiempos. En un primer tiempo crea un aprendizaje en animales dados; en un segundo tiempo prepara un extracto de sus cerebros; y en un tercer tiempo administra ese extracto a «animales receptores» y observa la eventual transmisión del aprendizaje. Las primeras experiencias de este tipo se realizaron en 1962 con planarios, que son gusanos muy elementales. M. C. Connel sometió a esos planarios a un aprendizaje muy simple: debían elegir el camino correcto en un laberinto en T. Una vez que los animales estaban entrenados en esto, los cortaba en pequeños pedazos y los daba como alimentos a otros planarios. 137
Estos otros planarios, que habían canibalizado a sus semejantes, aprendían más rápidamente. Las primeras experiencias en animales superiores se realizaron en 1965. En 1968, el profesor Ungar comenzó sus experiencias enseñando a las ratas a evitar la oscuridad. Son particularmente interesantes porque se trataba de invertir una tendencia natural, innata. Se entrenó a varios miles de ratas a huir de la oscuridad que se les hacía intolerable. En esos millares de cerebros se aisló una sustancia, la escotofobina, que es un péptido formado por una quincena de aminoácidos. Esta sustancia, inyectada en dosis de una millonésima de gramo a otros animales (ratas, ratones, peces rojos) provoca en ellos el rechazo a la oscuridad durante unos días. Más recientemente, el profesor Ungar ha aislado un segundo péptido del cerebro de ratas habituadas a un estímulo sonoro. Cuando oyen un sonido repentino, todos los animales se estremecen. Cuando el estímulo se repite, el estremecimiento desaparece. Las ratas son sometidas a ese sonido cada cinco segundos durante diez o doce días. El extracto del cerebro de esos animales condicionados, inyectado a otros animales, los hace indiferentes a la señal sonora. Bastan, pues, algunos días o algunas semanas de aprendizaje para cambiar momentáneamente el comportamiento innato de un animal o sus reacciones a un estímulo dado. Ese cambio se implanta en el cerebro y provoca, por modificaciones químicas, la formación de sustancias nuevas que, inyectadas a otros animales, modifican su comportamiento. Una educación neurótica implantada en el cerebro durante años debe implicar modificaciones biológicas profundas en los que la sufren. Esta nueva concepción del cerebro formado por once m i l millones de células nerviosas entre las que se establecen, en la infancia y en la adolescencia, decenas de miles de millones de conexiones y de reacciones bioquímicas como huella material de las experiencias, de los descubrimientos cotidianos y de los acontecimientos vividos, explica las dificultades 138
que tiene el hombre para «devenir» y para salir de la coraza adquirida con la educación infantilizante. ¡Cuántos hombres y mujeres se debaten toda la vida contra los condicionamientos cerebrales y sus conexiones indestructibles! Vuelven sin cesar a situaciones estereotipadas que les angustian y llenan de culpa. ¡Cuántos hombres y mujeres son incapaces de tener una vida sexual normal porque están marcados por el miedo al pecado sexual! Esto es tanto más grave por cuanto al avanzar la edad, el hombre es cada vez menos capaz de aprender y crear a causa de la mayor dificultad para establecer nuevas conexiones. No puede continuar con su impulso. Para el profesor Lhermitte, la lucha generacional no es sólo un fenómeno psicológico, sino también un fenómeno biológico. Con la edad, el cerebro pierde su elasticidad y no puede adaptarse a situaciones e ideas nuevas. E n El asesinato de Cristo, Wilhelm Reich plantea la pregunta: ¿por qué todos los dogmas sobre la manera de vivir han fracasado hasta ahora? Escribe: «La respuesta a esta pregunta no concierne a una humanidad petrificada en el inmovilismo... Hay que desviar la atención de la humanidad que sufre por preceptos irracionales hacia el niño recién nacido, el Eterno niño del futuro. Nuestra tarea consistirá en salvaguardar sus potencialidades innatas para que puedan desarrollarse.» Al nacer (e incluso quizá desde su concepción) el niño es una página en blanco en la que tenemos el poder de escribir. El amor, la confianza en uno mismo, el respeto de uno mismo y de los otros, la responsabilidad, la libertad, el aprendizaje del placer y de la renuncia, establecerán conexiones mucho más creativas que las inducidas por la noción de pecado, culpabilidad, prohibición y tabú, que condenan al hombre a lo que Reich llama «la peste emocional». La sociedad en general, la Iglesia católica en particular, sólo son aquello en que los hombres las convierten. Si queremos, por una educación preventiva, luchar de manera eficaz contra las neurosis co139
lectivas, debemos cambiar profundamente nuestras concepciones. Las modernas investigaciones sobre la herencia nos revelan que la misma naturaleza nos da el ejemplo de una evolución dinámica hacia una adaptación cada vez más perfecta. La fuerza orgánica nos empuja hacia un perpetuo progreso: no existen factores incompatibles entre una espiritualidad en la que la esencia del ser encuentra su justificación, su explicación y su destino, y una evolución psicosociológica en la que se estructura, por medio de influencias, convergencias y confrontaciones, el futuro y cambiante modelo del mundo.
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2 La neurosis institucional de la Iglesia Un superyó hipertrofiado, un yo aplastado La civilización está evolucionando, la Iglesia en una crisis. ¿Por qué? ¿Qué respuesta da a los problemas planteados por los cambios en una sociedad en plena madurez? En cualquier empresa, si el tercio de los cuadros jóvenes se fuera, la dirección se preguntaría las razones. En unos años, 20.000 sacerdotes han abandonado el ministerio, lo que representa el 30 % de los sacerdotes en menos de cuarenta años. Después del Concilio, la Iglesia consagró todas sus fuerzas a la reforma de sus instituciones. Para esto, ¿era necesario duplicar los efectivos de la Curia romana con el pretexto de internacionalizarla? ¿Había que multiplicar las comisiones, las subcomisiones, los comités de enlace, etc.? Muchos sacerdotes y obispos pierden la mayor parte de su tiempo en el funcionamiento de la institución. Con un superyó hipertrofiado, rígido y angustiado, un yo aplastado, que trata de sobrevivir en estructuras superadas, la Iglesia, como todos los neuróticos, se comunica mal consigo misma y con el mundo que la rodea. Incapaz de ser creadora, la institución, ansiosa y tensa, está siempre a la defensiva. No puede adaptarse a una situación que evoluciona rápidamente y sus reacciones llegan siempre con cierto retraso. Nos habría gustado, por ejemplo, que la doctrina social de la Iglesia hubiese precedido 141
al Manifiesto de K a r l Marx. Obsesionada por sus problemas personales, la institución gira sobre sí misma. La Iglesia hace pensar en esos viajeros, siempre atrasados, que nunca acaban los preparativos y que toman el tren en marcha... y se equivocan de vagón cuando no de tren. El superyó de la Iglesia está hipertrofiado. En el último siglo, el gobierno central de la Iglesia se identificaba con el modelo monárquico. La Iglesia católica, despreciando toda teología, se ha convertido en una monarquía absoluta donde sólo el soberano tiene derecho a la palabra. Los obispos no son más que los delegados del Papa, los gobernadores de provincias. Numerosos teólogos obedientes resaltan el papel del papado y se apoyan para ello en textos de la Escritura, abusivamente utilizados. El Concilio Vaticano I, al proclamar la infabilidad del Papa, marcó la cima de esa evolución antievangélica. En realidad, el Vaticano sigue siendo la última corte de Europa. El Concilio Vaticano II corrigió esta tendencia monárquica. «La Constitución de la Iglesia» reconoce el papel del pueblo de Dios e insiste en el de los obispos y el del colegio que forman. Admite la existencia de Iglesias nacionales o continentales. De hecho nada ha cambiado. El poder, aparentemente, se modernizó y se liberó del folklore. Pero sigue estando centralizado. El modelo ya no es el Estado monárquico o democrático: es la gran sociedad industrial capitalista, con sus administraciones públicas. La Curia romana cuenta con el doble de funcionarios que antes del Concilio, es decir varios millares. Centraliza todo y todo sigue saliendo o llegando a ella. Se ha internacionalizado, es verdad, porque se ha recurrido a un centenar de sacerdotes y prelados no italianos. Pero los obispos siguen siendo nombrados y estrechamente vigilados por ella. Mi experiencia personal me permite afirmar que ese control es particularmente coercitivo. Trataba a un prelado para el que redacté un certificado médico que apoyara su pedido de reducción y acomodación de su actividad. Como de cos142
tumbre, redacté ese certificado sin dar detalles de la enfermedad, pues esos detalles corresponden al secreto profesional. Unos días más tarde recibí una llamada telefónica de la nunciatura en la que se me ordenaba hacer un certificado muy detallado. —Pero, monseñor, en ningún caso puedo violar el secreto profesional. —Nosotros sabemos qué es el secreto profesional. —Considero su indicación totalmente fuera de lugar. —Enviaré el auto a las cinco. Prepare ese certificado para que el chófer pueda recogerlo. La valija diplomática sale a las siete de la tarde. —En principio, pediré el parecer del interesado. —Tranquilícese, doctor, con seguridad estará de acuerdo. Unos segundos después hablé con el interesado por teléfono y le planteé el problema. Me contestó que la única solución era obedecer. Ahora el Papa es el presidente y director general de una gran sociedad multinacional. Como no puede tratar todos los asuntos él solo, delega sus poderes a prelados de la Curia que, con la etiqueta de «Santa Sede», ejercen importantes responsabilidades y al ser anónimos escapan a todas las críticas. Estado soberano, el Vaticano mantiene relaciones diplomáticas con todos los gobiernos del mundo por medio de un cuerpo de diplomáticos avezados, el cuerpo de los nuncios apostólicos. Estos eclesiásticos se forman en una escuela especializada; la escuela de diplomacia vaticana. Embajadores del Papa ante los gobiernos, están encargados de vigilar las iglesias locales y reprimer sus veleidades de autonomía. A menudo, el clero local llama a la nunciatura la «denunciatura». Tienen un papel decisivo en los nombramientos episcopales. Entre ellos se eligen los principales funcionarios de la Curia y hasta el mismo Papa. Cuando el Papa tiene algo que decirle a un gobierno, prefiere utilizar la discreta vía diplomática. De esta manera su acción permanece en secreto. Este 143
compromiso diplomático explica por qué el Papa no denunció sino de manera velada y ambigua la tortura empleada en Brasil por un gobierno que se pretende cristiano. Perfectamente informado de la realidad de los campos de concentración nazis, Pío X I I prefirió actuar en el secreto de las cancillerías. Como dijo Francois Mauriac: «Nada podrá cambiar que ciertas palabras que debieron decirse no se hayan dicho.» San Pablo decía que la Iglesia tenía que hablar a tiempo y contratiempo, y que no tenía derecho a transigir. Los mismos nuncios apostólicos están estrechamente vigilados. En setiembre de 1973, en Frascati, en una villa de salesianos, se reunieron cuarenta nuncios apostólicos: en la orden del día figuraba esencialmente el estudio de las relaciones entre los nuncios apostólicos y las conferencias episcopales, y entre los nuncios y la Curia. Los diplomáticos del Vaticano se quejaron de las relaciones particularmente difíciles con la Curia y de ser dejados de lado muy a menudo por los obispos de Roma... En Francia también está organizado el superyó. A lo largo de los últimos años hemos asistido a la multiplicación de los estados mayores, de las direcciones y de los centros nacionales. Los sacerdotes más brillantes han sido atraídos a una especie de tecnoestructura totalmente separada de la base. En París, por ejemplo, hay decenas de diócesis pobres en sacerdotes, entre las que se encuentran las más dinámicas, que trabajan en siete u ocho direcciones diferentes. Tomaré como ejemplo la observación de ese sacerdote, de treinta y cinco años, al que veo regularmente en el hospital. Vino a consultarme hace unos meses, a causa de un estado depresivo acompañado de agotamiento y asociado con lumbalgias resistentes a toda terapia. —¿Desde cuándo tiene esos dolores? —Desde hace dos años. 144
—¿Qué hacía hace tres años? —Era sacerdote en una parroquia y me ocupaba de los grupos de jóvenes. —¿Y ahora? —Me ocupo de la formación de sacerdotes y de su adaptación en el plano diocesano. Estoy haciendo una licenciatura en sociología y por esa razón me designaron. —¿Desde cuándo? —Desde hace dos años y medio. —¿En qué consiste su actividad? —En asistir a comisiones y reuniones de información. Además doy cursos en diferentes seminarios. —¿Viaja mucho? —Sin cesar. Me desplazo entre París, Nancy, Toulouse y Burdeos. —¿Se ha transformado en viajante comisionado? — S i le parece, es un poco eso. —¿Está satisfecho con este tipo de vida? —Tengo la impresión de perder mi tiempo en desplazamientos fatigosos e inútiles. —¿Esta situación va a durar mucho tiempo? —¡Mientras yo la acepte! —¿No puede rechazarla? —¿Por qué razón iba a hacerlo? —Por la simple razón de que no la soporta ni física ni moralmente. —Es difícil de decir. Esos no son argumentos válidos. —Muy bien. En estas condiciones no seguiré la terapia. Le impongo dejar el trabajo y, al mismo tiempo, pido por vía jerárquica que le trasladen a un puesto fijo: es el único medio de obtener la curación. Se necesitaron tres meses sin trabajar y varios certificados para obtener el cambio que pedía. Ese sacerdote está ahora en París, donde se ocupa de la capellanía nacional. Sus lumbalgias desaparecieron. En nuestra última entrevista me confesó que durante 145
dos años había tenido la impresión de ser tratado como un objeto. La Iglesia institucionalizada sigue defendiendo la estructura patriarcal mientras pierde la vitalidad en la base. El superyó rígido e hipertrofiado, representado por la autoridad romana, no tiene muy en cuenta los deseos del yo, formados por la masa de cristianos. Frente a las reivindicaciones de ese yo, el superyó reacciona con una aparente benevolencia, que oculta una profunda rigidez. A menudo, la autoridad romana parece desprovista de sentido común, y aun de espíritu crítico: «razona de lado» (esta expresión corresponde casi a la definición etimológica de la palabra griega paranoia). En 1973, la Iglesia se asoció a la celebración del quinto centenario del nacimiento de Copérnico. Copérnico nació el 14 de febrero de 1473, en Polonia. En una carta al cardenal Wyszynski, Paulo VI hacía el elogio de ese hombre de la Iglesia (Copérnico era canónigo) que supo establecer «un lazo admirable y fecundo entre la fe y la ciencia». Pero Paulo VI se olvida de decir que hubo que esperar hasta 1822 para que la Iglesia autorizara la impresión de los libros que trataban del movimiento de la Tierra como de una realidad física. Nicolás Copérnico era ese sabio que fue el primero en pensar que la Tierra giraba alrededor de un Sol fijo. La interpretación de la Iglesia era incompatible con tal idea. Para ella, vivíamos en un universo infinito, el centro del cual era la Tierra inmóvil. Había aceptado a la visión aristotélica de la cosmología: «La Tierra es un punto minúsculo en el centro del universo, del que ella es el núcleo. Para ella se hizo todo el resto. Allí vive el hombre y el carácter de esa región es muy diferente del de la región celeste situada por encima. El cielo está compuesto por una materia imperecedera, incorruptible, ajena al universo, que no está marcada por el cambio y la muerte que nosotros conocemos». Esta concepción del mundo correspondía a la creencia en un Dios bíblico que colocaba al hombre en el centro del universo, en un 146
lugar marcado por el cambio y la muerte, pero rodeado por una esfera gloriosa, sede de la divinidad y de la inmortalidad. En 1633, Galileo fue obligado a abjurar bajo tormento, cuando sus descubrimientos científicos y sus observaciones continuaban, corregida y perfeccionada, la obra de Copérnico. La Iglesia necesitó trescientos años para establecer un «lazo admirable y fecundo entre la fe y la ciencia».
La actitud coercitiva de la autoridad romana y su tendencia a «razonar de lado» sigue casi igual que antes. La condena de la obra de Teilhard de Chardin es una prueba entre otras. Hubo que esperar dieciocho años después de su muerte para que la mayor parte de sus escritos, incluidas las notas y las cartas más íntimas, se entregaran al público. Extraño destino la divulgación póstuma, en tan pocos años, de las menores reflexiones de un hombre cuya voz trataron de apagar las autoridades responsables, prohibiendo no sólo toda publicación, sino también toda comunicación aparte de los problemas estrictamente científicos. A pesar de esto, parece que la autoridad romana tiene todavía muchas cosas que aprender de ese gran hombre de la Iglesia: «Las cosas en las cuales creo no son muchas. Son, en primer lugar y fundamentalmente, el valor del mundo; en segundo lugar, la necesidad de nuestro Cristo, para dar a este mundo una consistencia, un corazón y un rostro. La única cosa que puedo ser es una voz que repite, oportuna e inoportunamente, que la Iglesia languidecerá durante todo el tiempo mientras no escape del mundo ficticio de las teologías verbales, del sacramentalismo cuantitativo y de las devociones en el que se desarrolla para reencarnarse en las aspiraciones humanas reales. Si Nuestro Señor es tan grande como creemos, sabrá guiar mis esfuerzos, de manera que nada se quiebre. No quiero más que vivir perdidamente en la fe, la doble fe en el mundo y en Cristo...» 147
En la actualidad, ¿qué pasa? ¿Evoluciona la Iglesia institucionalizada? ¿Sigue hipertrofiando su superyó, creando comisiones y subcomisiones apenas se plantea un problema? ¿Se interesa realmente por su yo, por ese tejido conjuntivo del que depende su supervivencia? La llegada de Juan X X I I I fue, para mí, una fuente de esperanzas. Juan X X I I I amaba más a los hombres que al poder. Gracias a él, el papado tomó, por fin, un rostro evangélico. Concretó la unanimidad del mundo. Apareció como un padre universal, sin pretensiones paternalistas, un pastor ecuménico posible, y derribó muchas barreras de desconfianza. El yo y el superyó de la Iglesia empezaban a comunicarse, pero la institución neurótica reaccionó con rapidez: la autoridad romana acaba de publicar un nuevo documento titulado Mysterium ecclesiae. Una vez más, el superyó rígido y autoritario aplasta al yo, pleno de amor y fraternidad. Esta declaración fue aprobada por Paulo VI el 11 de mayo de 1973 y la firmaron, el 24 de junio, el cardenal Seper y monseñor Hamer. Se hizo pública el 7 de julio. Trata en quince páginas cuatro problemas y tiende a proteger a la Iglesia católica contra cuatro errores principales: es casi una contradicción punto por punto de la apertura realizada por el Vaticano. La declaración recuerda que hay una sola Iglesia. Esa Iglesia subsiste en la Iglesia católica gobernada por los sucesores de Pedro y por los obispos que están en comunión con él. Es la única enriquecida con toda la verdad revelada por Dios, así como también con todos los medios de gracia. ¡No se parece en nada una declaración pensada para favorecer la apertura ecuménica! En un segundo capítulo, la declaración insiste sobre la infabilidad del Papa. Recuerda que corresponde al Papa, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles, enseñar a los fieles de manera auténtica, es decir, en virtud de la autoridad de Cristo. Ese magisterio de los obispos y del Papa no se basa en abso148
luto en nuevas revelaciones, sino en la asistencia del Espíritu Santo. No los dispensa de la preocupación de examinar, usando medios adaptados, el tesoro de la revelación divina, en la santa Escritura, y en la tradición viva. Es una suerte que el Papa y los obispos tengan todavía el derecho de reflexionar y pedir la ayuda del Espíritu Santo. El tercer punto de la declaración recuerda que todos los dogmas, cualesquiera que sean, deben ser igualmente creídos por fe divina. El cuarto punto es, de lejos, el más retrógrado. Concierne al sacerdocio. «Los ministros del sacerdocio (así es como el documento designa varias veces a los obispos y sacerdotes) reciben una marca de Cristo, un carácter que les delega a su cargo, dotándoles de un poder apropiado, derivado del poder supremo de Cristo.» De esta manera, los fieles que sin haber recibido la ordenación sacerdotal celebran la eucaristía, cumplen un acto no válido. En ese pasaje de la declaración, el vocabulario es muy clásico: sacerdocio ministerial, jerárquico, poder, carácter, etc. Las búsquedas contemporáneas son ignoradas por completo. Juan X X I I I abrió la ventana y Paulo VI no la había vuelto a cerrar. Existía la esperanza de asistir al renacimiento de la Iglesia, que de esta manera habría sido la única institución capaz de reformarse. La autoridad romana, por voz de la Congregación para la doctrina de la fe, recuperó rápidamente su dominio. En realidad, ese texto está en parte dirigido contra el teólogo suizo Hans Kung, que escribió dos obras en las que critica muy inteligentemente la autoridad romana. El periódico Le Monde publicó su respuesta. Allí expresa la idea de que ese texto fue escrito con espíritu preconciliar y que cierra las puertas abiertas por el Vaticano II. Bloquea todo progreso ulterior de la teología, de la renovación eclesial y de los acuerdos ecuménicos. Expresa la esperanza de que la Congregación para la doctrina de la fe evolucione y que, de organismo de inquisición, pase a ser un día un organismo de predicación. Hans 149
Kung fue llamado a Roma, donde se le pidió que se explicara. Estaba dispuesto a hacerlo con la condición de que el proceso fuera justo y ecuánime. Para hacer esto, pidió tener acceso a los legajos, elegir su defensor y la posibilidad de apelación. Todas esas condiciones le serían acordadas por un procedimiento civ i l . Desgraciadamente, tales procedimientos no están previstos en la inquisición romana. Volvemos a caer en la muy nociva distinción escolástica entre una Iglesia enseñante, única capacitada para interpretar el papel de Dios, y una Iglesia enseñada, confinada en la pasividad. La autoridad romana vuelve a comportarse, una vez más, como una personalidad paranoica que «razona de lado» y que no acepta ser cuestionada. Uno se pregunta siempre qué defiende Roma con esa toma de posición categórica. Siempre me ha impresionado el hecho de que los documentos pontificios propagaran más una moral o una antropología que el Evangelio. Los papas casi no han utilizado su crédito para proclamar «a diestra y siniestra la buena nueva». La Iglesia forma parte de lo que los ingleses llaman establishment. De esta manera subrayan la solidaridad que existe entre todas las instituciones de cierta edad y cierto peso, aunque hagan gesto de oponerse. Los dirigentes del aparato clerical pertenecen al mismo mundo y tienen las mismas reacciones psicológicas que los dirigentes de las naciones. Este compromiso resultó enceguecedor en el momento de la condena por parte de Roma de la experiencia de los curas-obreros. Pero contrariamente a los hombres políticos que dirigen Jas naciones, la jerarquía católica no se ocupa de su mayoría. Es verdad que no está sometida a la prueba de las elecciones. Pasa la mayor parte de su tiempo oponiendo interdicciones y prohibiciones al deseo de renovación del yo y olvida que en el pueblo de los creyentes es donde nace el interrogante sobre la significación de la palabra de Dios y sobre el lenguaje que puede expresarla en términos inteligibles para el hombre de hoy. La fe se revela 150
como cada vez menos trasmisible en palabras; para persuadirse de esto, basta comprobar la deserción masiva de las jóvenes generaciones, en particular de los jóvenes nacidos en familias creyentes. Este hecho es relativamente nuevo. Por primera vez, no hay ningún seminarista de primer año en el gran seminario de Issy-les-Moulineaux (año 1972-1973). La autoridad romana es plenamente responsable de este estado de cosas. La neurosis institucional no es una palabra hueca; un enfermo neurotizado no puede adaptarse: está demasiado preocupado por las tensiones que existen entre su yo y su superyó. En Mysterium ecclesiae, Roma le ajusta las cuentas a un yo turbulento cuyas pulsiones no podrán ser contenidas durante mucho tiempo.
Según un sondeo de la SOFRES, publicado por La Croix, el 21% de los franceses van regularmente a misa, mientras que el 95% están bautizados. Aparentemente, disminuye el número de fieles verdaderos, mientras aumenta constantemente el de los discípulos de Jesús. El extraordinario éxito conseguido en Estados Unidos por el movimiento de Jesús es una prueba flagrante de esto. Los jóvenes buscan lo espiritual: están más preparados que nunca para oír la buena nueva anunciada por Cristo. Frente a esta realidad, la Iglesia institucional no debe seguir descuidando lo esencial en beneficio de los detalles. Debe tomar conciencia de que la mayoría de las instituciones cristianas, aunque sean de creación reciente, son completamente inadecuadas. Las parroquias son circunscripciones territoriales, surgidas del mundo rural medieval, en el que el pueblo existía como una comunidad humana total. Las ciudades en sí no eran más que federaciones de pueblos, y esto nos lo muestra bien la estructura de Venecia explicada por Le Corbusier: cada pueblo-barrio se agrupaba alrededor de su iglesia, de su casa comunal, de su plaza y de sus pozos. La ciudad reunía a esos barrios en torno 151
de la plaza de san Marcos, de su basílica y del palacio de los Dogos. En el mundo urbanizado e industrial de hoy, los pueblos han desaparecido. En el campo ya no hay verdadera comunidad humana y se ve, como dice Jean-Claude Barrault, a millares de curas de campaña atados vivos a cadáveres de parroquias. Algunos, sin embargo, reaccionan y salen de su iglesia para descubrir el mundo que les rodea. Citaré el caso de ese cura rural que, por primera vez, el año pasado fue a visitar el terreno de camping que se había establecido en su parroquia. En ese lugar de «desenfreno», como dice con humor, ha descubierto un mundo apasionante. Una comunidad de base, formada por jóvenes que después van todos los días a la misa de la mañana (uno de ellos, ex hippy, se prepara para el sacerdocio). Un profesor de la facultad, geólogo, que le cuenta la historia del pedazo de tierra en el que vive. Un sindicalista de la CGT con el que discute el caso LIP y el problema de la promoción obrera. A menudo están de acuerdo. «Hace unos años nunca hubiera hecho esto», me dice con su suave sonrisa. Este año lo encuentro más joven, alegre y entusiasta que nunca. Ese hombre de iglesia, tradicional, se convierte cada vez más en un hombre de la comunicación, en un lazo entre los hombres y Dios. La ciudad es el reino de las masas, de esa «multitud solitaria» en la que se pierden los individuos. Las parroquias urbanas tienen muy a menudo el aspecto de las estaciones de servicio a las que una multitud anónima viene a consumir «culto». Los sacerdotes no son, en muchos casos, más que funcionarios sin verdadera relación con un pueblo al que conocen poco, con excepción de un pequeño núcleo de fieles. La dimensión fraterna ya no existe en esas reuniones en las que la gente tiene la misma actitud que en un cine de sesión continua. Sin comunidad verdadera, los sacerdotes se desesperan y se agostan, y los cristianos más exigentes se desalientan. Traté durante algún tiempo al decano de los sacerdotes de una 152
parroquia de la región parisiense. Vino a verme por lo que se ha dado en llamar una «astenia neurótica», es decir, una fatiga de origen psicológico. En el curso de una de nuestras primeras entrevistas me explicó que perdía su clientela de jóvenes, que preferían seguir las actividades del capellán del instituto vecino, donde encontraban mayor comunicación y calor humano que en su monumento casi histórico. —A veces me pregunto qué hago aún en mi iglesia. —Tal vez tenga que salir de ella. ¿Sólo hay jóvenes en su parroquia? —Sí, es evidente, pero son el elemento más dinámico. A veces tengo la impresión de ocuparme de un asilo de ancianos. —No exagere. ¿Cuál es la edad media de sus parroquianos? —La misa de las siete la frecuentan la mayoría de las hermanas, de edad indefinida. En la misa de las ocho, muchas ancianas y algunos jubilados. —¿Y el domingo? —La misa de los jóvenes es cada vez menos frecuentada. —Yo creía que el domingo no había misa en la capellanía del instituto. —Estoy persuadido de que muchos jóvenes que siguen las actividades de la capellanía en la semana no vienen a la misa del domingo porque es obligatoria y porque se da en la parroquia. —Quizá se aburren. —Es una explicación. En mi época no se consideraba la misa como una distracción. —Es verdad, pero entre distraerse y aburrirse, hay un margen. —Los jóvenes han perdido el sentido de la plegaria colectiva y de lo sagrado. —Se lo han hecho perder. La misa debería de ser una reunión alegre y enriquecedora. Póngase en medio de una reunión de fieles en cualquier misa del domingo. La gran mayoría se aburre, bosteza, 153
piensa en otra cosa. Se sientan y se levantan como autómatas. Se tiene la impresión de una asamblea de robots. La homilía muy a menudo es de discutible interés. Un comentario simple del Evangelio reemplazaría ventajosamente a los sermones. En cuanto a los sacramentos, muchas veces se reducen a ritos; por eso los jóvenes los abandonan. —Creo que exagera. —No mucho. Hasta iría más lejos. Algunos sacerdotes se sirven del sacramento como de un medio de presión sobre los cristianos de los que dudan, es decir, a los que juzgan. A menudo los presentan como una recompensa para la buena conducta. Me pregunto si Jesús habría tenido derecho a los sacramentos. —¿Cura usted a gente que no cree en la medicina? —Más a menudo de lo que cree. De ellos algunos todavía creen en los médicos, ya es algo. Pero muchos no creen en nada, lo que explica que se traten al mismo tiempo con homeopatía, acupuntura, yoga, régimen macrobiótico, etcétera. —¿Qué les dice? —Nada, dejo que se establezca una comunicación, una relación de hombre a hombre con ellos. —¿Siguen sus indicaciones? —Es imposible darle una estadística. En realidad ése no es el problema: algunos no vuelven nunca, otros vuelven cinco años después. Algunos «incrédulos» se convierten. —¿Se convierten a qué? —A la idea de que no son víctimas pasivas de síntomas incomprensibles, sino sujetos que viven y favorecen, sin saberlo, su propia enfermedad. —De todos modos, nuestros oficios son muy diferentes. La gente tiene razones precisas para venir a verle: les duele la cabeza, el estómago... — E l 70% de los clientes urbanos está compuesto por enfermos de los llamados funcionales: sus trastornos se deben esencialmente a sus angustias, a su 154
dificultad de adaptación. Usted es tan apto como yo para aliviarles, aun para curarles. —¿Cómo? —Escuchándoles y evitando ser un «directivo». La relación entre el sacerdote y los cristianos está bloqueada muchas veces por las buenas palabras tranquilizadoras e inadaptadas. —¿Cree que los sacerdotes deberían tener una formación psicológica? —Sí, entre otras. —Estamos lejos de tenerlas. —Pero es la única solución. Al igual que los médicos clínicos, desaparecerán si no adquieren una formación psicológica y aun hasta psicoanalítica. Después de esa entrevista, el sacerdote reflexionó. Unos meses más tarde volvió a verme. Había aceptado inscribirse en una dinámica de grupo. Ahora viene regularmente. En nuestras últimas entrevistas me explicó que la relación con sus parroquianos había cambiado completamente: su «clientela» había aumentado mucho y ahora tenía visitas tres tardes por semana. —¿Cuál es la edad media de su clientela? —le pregunté. —Está bajando: la semana pasada recibí a una decena de jóvenes entre dieciocho y veinticinco años. —¿Qué querían pedirle? —Nada, venían a hablar. —¿Van a hablarle al hombre, al sacerdote, a una imagen paterna? —No sé... Vienen. Este caso podría titularse el del «sacerdote abandonado». En realidad, sería más justo hablar de sacerdote subeducado o subinformado. Me acuerdo, al respecto, de una entrevista que tuve con un capellán que había venido a consultarme porque sufría un insomnio rebelde. Abordó rápidamente el problema que más le preocupaba: sus relaciones con los jóvenes que tenía a su cargo. «Ya no sé cómo reaccionar. Me siento completa155
mente superado, hasta diría desfasado. Muchos jóvenes son más competentes que yo y me siento incapaz de responder y de defender tal o cual posición tomada por la jerarquía de la Iglesia. El jefe del grupo está en la Escuela de Ciencias Políticas y me siento incapaz de discutir con él. Me demostró, por ejemplo, que el problema de la bomba atómica en estos momentos era sólo político, y que la posición tomada por ciertos obispos era ridicula por ser demasiado tardía. En 1945, semejante campaña hubiese tenido interés. Pero en 1973 está totalmente desfasada... Me explicó que Francia tenía que tener la bomba para poder entrar en el club atómico y participar en los descubrimientos que permitirían renovar nuestras fuentes de energía. Afirmó que Willy Brandt era marxista y que tenía el deseo más o menos oculto de concretar la unidad de Alemania bajo la égida de la URSS. Si Francia no es lo suficientemente fuerte, Europa será dominada por el bloque URSS-Alemania. ¿Qué quiere usted que conteste? No tengo ninguna cultura política. »En lo que concierne a la educación sexual, no estoy mejor informado. Uno de los asistentes estudia medicina. En el curso de una reunión consagrada a la información sexual de nuestros jóvenes, defendió la necesidad de la experiencia prematrimonial con argumentos que me era difícil refutar. Desarrolló la idea del matrimonio de prueba y explicó que era el único medio para eliminar ciertas incompatibilidades sexuales, que al descubrirse después del matrimonio son la desgracia de tantas parejas. Insistió incluso en la necesidad de una vida en común. Fui incapaz de contestarle. En la misma reunión, que agrupaba a muchachos de dieciséis a veinte años, se abordó el problema de la virginidad de las muchachas. Un estudiante de psicología expresó la idea de que la noción era únicamente cultural: en ciertas etnias africanas la virginidad se considera portadora de maleficios y la desfloración se efectúa por medios mecánicos antes del matrimonio. Entre los tibetanos, al parecer, no se desea una hija virgen porque si to156
davía lo es es porque nadie la quiere; por lo tanto, no vale nada. Tengo la impresión de ser incapaz de cumplir mi papel. Me contento con ser un oyente interesado e inútil. Las ideas que se exponen ante mí ponen en tela de juicio todo lo que he aprendido. »E1 estudiante de psicología explicó que, en nuestra civilización, la noción de virginidad había perdido su sentido inicial positivo como valor de fuerza: pureza, integridad = fuerza suficiente para vencer los animales salvajes, para convertirse en un valor mercantil; al igual que para encontrar comprador se necesita que una carne sea fresca, se necesita que una chica sea virgen. Muchas razones explicarían esta concepción; una razón psicológica: la mujer es considerada un objeto de posesión y se está más seguro de poseer verdaderamente el objeto cuando todavía no ha pertenecido a nadie; una razón social: evitar el riesgo de que el patrimonio hereditario se transmita a los bastardos.» —¿Y por qué esas ideas le impiden dormir? — E l lenguaje y la cultura de los jóvenes que tengo a mi cargo son tan diferentes de los míos que ya no me atrevo a expresarme. Esa tarde había llevado un pequeño opúsculo que reproducía íntegramente el discurso del Papa a los equipos Notre-Dame, el 4 de mayo de 1970. Su título es Sexualidad, matrimonio, amor. —¿Les habló sobre él? —No. —¿Por qué? —Tuve miedo de hacer el ridículo. —Conozco ese texto y creo que contiene cierto número de ideas interesantes. —Sí, pero la forma me molesta. La encuentro un poco superada y hasta un poco represiva. Mire (saca de su bolsillo el pequeño opúsculo), lea en la página 9. El título del capítulo es «Educación en un clima erótico». Reproduzco el texto íntegramente: «Esta 157
enseñanza conserva hoy todo su valor y nos previene contra las tentaciones de un erotismo arrasador. Este fenómeno aberrante debería alertarnos, al menos, sobre el desamparo de una civilización materialista que presiente oscuramente en ese dominio misterioso, el último refugio de un valor sagrado. ¿Sabremos arrancarla de la caída en la sensualidad? Sepamos al menos, frente a la invasión cínicamente perseguida por las ávidas industrias, estrangular los nefastos efectos del erotismo en los jóvenes. Sin frenos ni represión, se trata de favorecer una educación que ayude al niño y al adolescente a tomar conciencia progresiva de la fuerza de los impulsos que se despiertan en ellos, e integrarlos en la construcción de su personalidad, a dominar sus fuerzas crecientes para concretar una plena madurez afectiva, tanto como sexual, para prepararse para la entrega de sí, en un amor que les dará su verdadera dimensión, de manera exclusiva y definitiva.» —En ese texto, el Papa condena simplemente el erotismo y la sensualidad. —Y justamente eso es lo que me molesta. Nuestros jóvenes ya no están de acuerdo con este tipo de condena. Piensan que el erotismo y la sensualidad son necesarios para el equilibrio de la pareja. Condenan lo que llaman «hacer el amor como un gendarme». —En la antigüedad había matronas para las tareas domésticas y procreadoras y hetairas para el placer. —Ahora los jóvenes quieren que sus esposas sean también sus amantes. —Esa idea me parece juiciosa. —En su opinión, ¿existe incompatibilidad entre sexualidad, erotismo y matrimonio cristiano? —No, los cristianos deben persuadirse de que tienen derecho a gozar. — E l goce, el placer, ésas son palabras que nunca oí en el seminario mayor. —Los tiempos cambian. 158
—Desgraciadamente, no estoy a su altura. Me resulta difícil hablar de lo que no conozco. —Sí, creo que ése es el verdadero problema. Su insomnio quizá se deba al hecho de que rumia todas esas historias. Ese tipo de reuniones no parecen irle muy bien. —Me apasionan y me aplastan al mismo tiempo. Me pregunto si mi lugar no está en el Ejército de Salvación. —No es el mismo tipo de trabajo. Tendría que aprender a tocar la trompeta. —No. Llevaría la pancarta y pasaría el platillo. —¿No cree que sería más sensato completar su formación? —Sí. Pero ¿cómo? —Puedo confiarle a uno de mis amigos que da clases en la Facultad de Vincennes. Lo introduciría en grupos de formación permanente formados por estudiantes y obreros. También organiza seminarios de varios días de duración. Esta entrevista se remonta a seis meses atrás. Por el colega de quien he hablado, sé que ese sacerdote sigue muy regularmente los grupos en los que entró. Todavía no he vuelto a verle. Gran número de sacerdotes están angustiados únicamente porque se sienten incapaces de desempeñar su papel educativo frente a una juventud con una muy amplia información; sin punto de comparación con lo que fue la suya. Su formación en «seminarios-ghettos» explican su dificultad para responder, su ansiedad y su culpabilidad: se trate de problemas políticos, sexuales o educativos, en general el catecismo que aprendieron es totalmente insuficiente. Los jóvenes no aceptan ya la educación basada en juicios preestablecidos, prohibiciones y tabúes. Quieren comprender, saber, ser responsables. Hay que tratar de sustituir la educación neurótica tradi159
cional por la educación del «porqué». Si nos remitimos ai Evangelio, no veo por qué la jerarquía de la Iglesia no aceptaría esta evolución. Algunos sacerdotes, por el contrario, evolucionan espontáneamente y se adaptan muy bien a la situación que se les presenta. Como ese que fue de la Misión de Francia y al que luego se destinó a una parroquia rural de Niévre. Con el superior de Pontigny (donde yo era médico-psicólogo) dudamos mucho en dejarlo ordenarse sacerdote. Hace quince años estaba muy angustiado y se quejaba sin cesar de problemas digestivos. Luego, le seguí regularmente en mi consulta del hospital; en los primeros años los problemas digestivos continuaron; le veía cada dos o tres meses. Luego, poco a poco, vi cambiar su comportamiento. Se había desarrollado, había ganado peso y su colitis había desaparecido progresivamente. Después de unos años, durante los cuales permaneció completamente aislado, decidió salir de su iglesia. Está en ella sólo los jueves para el catecismo, el sábado por la tarde para la confesión y el domingo para las misas. Divide el resto del tiempo en cosechar heno y cazar o pescar con sus fieles: en una palabra, vive con ellos y se siente, como me dijo, un hombre entre los hombres. Volví a verle hace unos meses y le pregunté cómo iba su colitis. Me respondió riendo: «Desapareció por completo desde que soy enteramente un hombre.»
El tejido conjuntivo de la Iglesia no está formado sólo por los sacerdotes: los laicos forman su trama. ¿Cómo actúan? Están los robots clásicos, legalistas y bien en regla..., a menos que se desarreglen. Es el drama. Como prueba citaré el caso de ese alto funcionario, muy distinguido, muy cultivado, padre de familia numerosa, cristiano perfecto, que descubrió el placer sexual y el erotismo a los sesenta y dos años... Lo abandonó todo, mujer e hijos y dilapida tranqui160
lamente su fortuna y su situación con su joven amante, ¡a menos que sus coronarias y sus arterias cerebrales no le condenen a la invalidez total! Traté de curar a ese hombre, hacia el que experimentaba la mayor simpatía. Volvió a su casa varias veces. Nunca soportó estar separado de su amante más que unos días. Se comportaba como un verdadero drogado. Después de dos años de esta situación, que hacía imposible todo tratamiento, le pedí que se quedara un mes en su casa, en reposo. No volví a verle más. La gran mayoría de los cristianos de edad mediana conservan su automatismo religioso y evitan cuidadosamente el cuestionarse a sí mismos. Para expresar su agresividad, luchan por o contra la renovación litúrgica. Son integristas o antiintegristas. Las mujeres hacen el catecismo sin pasión, los hombres se ocupan de la conferencia de San Vicente de Paúl. Las misas dominicales, las fiestas solemnes, los denarios del culto les sirven como referencias estables. Esperan las órdenes de la jerarquía para aceptar algunas modificaciones en su religión rutinaria. Algunos, en general los más jóvenes, hacen política bajo la dirección de jóvenes sacerdotes que lanzan consignas marxistas. Tienen la impresión de estar en la línea, al ser antihermosas ceremonias, antilatinistas y, sobre todo, antiburgueses. En una palabra, lo que cuenta es estar contra todo lo que existe. Al clericalismo de derechas sucedió un clericalismo de izquierdas. ¿Jesús era de derechas o de izquierdas? Con toda seguridad era un hombre libre, cuya única palabra era una palabra de amor universal. Todo el mundo se la apropia y no es ésa una de sus cualidades menores, la de estar con todos y ser para todos. El yo de la Iglesia es muy heterogéneo. Sobrevive como puede en este inmenso desorden, a la vez que trata de discernir qué queda del mensaje evangélico. Por suerte, aparecen muchos signos que testimonian una verdadera renovación: las comunida161
des de base, los grupos carismáticos y, sobre todo, la participación de los laicos, que toman a su cargo muchas actividades que hasta ahora estaban reservadas a los sacerdotes. El ecumenismo hace su camino. Los jóvenes cristianos buscan unirse. Toman conciencia de que la autoridad romana está dominada por una doctrina, mientras que Jesús era el servidor de una liberación. Se discuten los dogmas enseñados. Poco a poco, en la base, se edifica una nueva Iglesia, un nuevo yo que acepta cada vez menos que lo infantilice un superyó, del que ya no admite las órdenes ex cathedra. Más que nunca, hemos entrado en la época de escuchar, de repartir y de la verdadera comunicación. Pero ¿se le puede pedir a un Papa angustiado, a una institución neurotizada, a un clero en busca de su propio equilibrio, que modifiquen profundamente una educación que es el origen de una verdadera neurosis colectiva? Paul Valéry decía muy acertadamente: «Si el yo es odioso, amar al prójimo como a uno mismo se convierte en una atroz ironía.»
El Papa denuncia la decadencia de la moral (Audiencia general del miércoles 8 de agosto de 1973) «Un ideal anima y animará siempre a la Iglesia de Dios: realizar en sí misma y anunciar al mundo que la rodea el mensaje cristiano, la verdadera vida cristiana, tal como se desprende del Evangelio y de su tradición auténtica. Las exigencias de ese ideal se hacen más apremiantes en nuestra época posconciliar, frente a las manifestaciones numerosas y a menudo desordenadas que se producen incluso en la Iglesia en el curso de los últimos años. Esos fenómenos se incubaban desde hacía tiempo en algún cenáculo más acogedor de las corrientes degradantes de un cristianismo secularizado que de los impulsos vivos surgidos de las profundidades de la fe. 162
Ese ideal apela a un compromiso más urgente, también en consideración de la proximidad del Año Santo, del que nos gustaría que devolviera al pueblo de Dios un sentimiento de plenitud serena en la conciencia y en la profesión de su vocación auténtica. «Ahora bien, esas valientes resoluciones despiertan en nosotros el sentimiento, por así decirlo, de las dificultades que encuentra hoy una auténtica vida cristiana. El cristianismo, decimos, no es fácil, especialmente en nuestros días. Existe actualmente un movimiento de pensamiento y de acción, más temerario que sensato, que presenta a la opinión pública las fórmulas de un cristianismo fácil, vaciado de sus exigencias profundas, el cual, insensiblemente, se asimila a las ideas en curso en el mundo. Lo que decíamos antes a propósito de la fe, en cierta manera debemos aplicarlo hoy a la moral. «La vida moral cristiana, ¿es fácil hoy? No, queridos hermanos e hijos, no es fácil. La observancia de la moral cristiana constituye una de las principales dificultades para la renovación ética y religiosa que deseamos. Os lo decimos, no para espantaros, sino para haceros vislumbrar la esperanza de un éxito; pero por deber de sinceridad y para exhortaros al coraje en las circunstancias presentes. Os lo decimos en principio porque en toda época la fidelidad a Cristo exigió esta visión realista de las cosas y ese coraje. "No son los que me dicen ¡Señor!, ¡Señor!, los que entrarán en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mateo, 7, 21; Romanos, 2, 13; Santiago, 1, 25). "Entrad por la puerta estrecha, estrecha es la puerta y cerrado el camino que lleva a la vida" (Mateo, 7, 13-14). "Si alguien quiere venir tras de mí, que reniegue de sí mismo y tome su cruz, y me siga. El que quiere salvar su vida la perderá, pero el que pierde su vida por mi causa, la salvará" (Mateo, 16, 24-25). «Estas son las palabras de Jesús. Es cierto que 163
los apóstoles y la primera generación cristiana vieron en esas palabras las exigencias de la ascesis rigurosa impuesta por la nueva ley moral cristiana, como lo testimonian, por ejemplo, la carta a Diogneto y la carta de san Ignacio de Antioquía a los romanos. *La exhortación tan reciente al desprendimiento de los bienes exteriores y temporales, la exaltación de la pobreza de espíritu, la secuencia de las bienaventuranzas, que de las amarguras de la vida y de las virtudes heroicas de nuestra existencia prosaica hace subir perfumes embriagadores, el perdón de las ofensas, la presentación de la mejilla izquierda a quien nos ha golpeado la mejilla derecha, la pureza de corazón que lleva hasta inhibir toda mirada deshonesta, todas esas exigencias forman el tejido del Evangelio que, desde una moral legal y exterior, desplaza en la intimidad del corazón (cf. Mateo, 15, 11) la verdad humana del bien y del mal. Todo esto, por cierto, hace difícil la perfección de las virtudes cristianas. Pero sabemos que esas renuncias están compensadas por el amor de Dios y el amor al prójimo, síntesis de los deberes cristianos. Están compensadas por la liberación del pecado, así como por la liberación de la observancia de las prescripciones de la antigua ley, en adelante superadas por la economía de la fe y por la ayuda de la gracia, siempre ofrecida a los que la piden con humildad y confianza (cf. I, Corintios, 10, 13). Pero mejor que esta feliz penitencia, tan digna de nuestro interés (cf. Efes., 6, 17: I. Tes., 5, 8), de lo que queremos hablar hoy es de la declinación del sentido moral que caracteriza a nuestra época. La misma amplitud del tema nos obliga a limitarnos a algunas observaciones. «¿Podemos, por ejemplo, excluir de nuestra mentalidad moral el sentido del pecado? En verdad que no, porque el pecado tiene repercusión sobre nuestras relaciones con Dios. Es una verdad fundamental de nuestras concepciones éticas y religiosas: cada una de nuestras acciones tiene una relación, positiva 164
o negativa, con el orden establecido por Dios respecto a nosotros. »Ahora bien, la mentalidad radicalmente laica de nuestro tiempo anula la primera de nuestras responsabilidades morales al negar o descuidar la relación de nuestras acciones con respecto a Dios, especialmente las relaciones negativas, es decir, la ofensa hecha a Dios por el pecado. »Es verdad que el cristiano no sabría resignarse a esa declinación capital del sistema moral actual. Toda la economía de la redención queda en tela de juicio. »¿ Bastaría con considerarnos como responsables únicamente con respecto a nuestra propia conciencia? La conciencia moral es ciertamente el criterio próximo e indispensable para juzgar la honestidad de nuestras acciones. Quiera Dios que la conciencia moral se beneficie siempre con la consideración que merece en la educación de la persona humana. Pero la conciencia necesita ser instruida, formada y guiada en lo que concierne a la bondad objetiva de las acciones a cumplir. El juicio instintivo e intuitivo de la conciencia no basta. Se necesita una norma, se necesita una ley. De otra manera, el juicio puede alterarse bajo la presión de las pasiones, de los intereses o de los ejemplos de otros. De otra manera, la vida moral vive de utopías o instintos. Y se convierte, como lo comprobamos hoy, en una vida moral que se pliega a las circunstancias exteriores y a las situaciones, con todas las consecuencias de relativismo y de servilismo que derivan de ello, llegando incluso a comprometer la rectitud de conciencia que llamamos el carácter, y a hacer de los hombres un oasis de "juncos agitados por el viento" (Mateo, 11. 7). »Oiréis decir que debemos dar a nuestra vida una marca de sinceridad, y por sinceridad se entiende aquí el abandono de la libertad personal del hombre a los impulsos de su animalidad, a su apetito de goce sin inhibiciones superiores, a su innoble egoísmo. 165
Oiréis decir hoy en día que todo el edificio de la moral tradicional está a punto de derrumbarse a causa de las transformaciones de la vida moderna, y que el criterio de nuestra conducta debe ser de orden antropológico y social, es decir, que debe estar en conformidad con las costumbres corrientes, sin consideración hacia los criterios superiores del bien y del mal. Y puede ser que hasta en los medios cristianos veáis atacada la fidelidad tradicional a la "ley natural", de la que se cuestiona hasta su existencia, y la fidelidad tradicional al magisterio de la Iglesia cuando éste se pronuncia para defender los derechos fundamentales y sagrados de una vida que todavía merece el nombre de humana y cristiana. «Comprendéis a qué fenómenos éticos, sociales y políticos puede referirse la oposición entre la moral cristiana tan firme y la permisividad amoral y la ética provisional. ¡Qué tempestad se acerca a nuestro mundo! ¡Qué naufragio de la civilización nos espera! «Comprendéis que la fidelidad a Cristo, más lúcida que el dejar hacer de tantas gentes que se dicen cristianas, debe recuperar la dirección de nuestras conciencias. Es del bautismo, que nos regeneró y que hizo de nosotros hijos de Dios, de donde sacamos como de su fuente las normas y las energías para la vida nueva a la que hemos sido llamados y que nos compromete.» En este texto, el Papa expresa cierto número de ideas directrices que resumen la moral de la Iglesia. Recuerda «las corrientes degradantes de un cristianismo secularizado» y la existencia «de un movimiento de pensamiento y de acción más temerario que sensato» que se asimila «a las ideas en curso en el mundo». Condena, sin ninguna duda, «la agitación» del yo representada por una juventud que busca su equilibrio en un mundo basado en el materialismo, el dinero y una competencia social particularmente dura 166
(como decía un cura obrero, se nota que jamás ha trabajado). ¿Qué propone como base de reflexión? — El sentido del pecado; y nos recuerda que cada una de nuestras acciones tiene una relación positiva o negativa con el orden establecido por Dios respecto a nosotros. — La observancia de la ley. — La obediencia al magisterio de la Iglesia. — La falta de confianza en el hombre, cuya conciencia debe ser constantemente instruida, formada y guiada. — Las exigencias de la penitencia rigurosa impuesta por la nueva ley cristiana (ese texto me lo recordó, hace años, un adolescente marginal de los que se ha dado en llamar hippies). ¿Cuál es el verdadero sentido de las palabras de Cristo que se citan en ese texto? Sin renegar de uno mismo, querer salvar la vida y tener que perder la vida por causa de Cristo. La renuncia a uno mismo es indispensable para toda evolución psicológica, bajo pena de permanecer un estado de narcisismo, egocentrismo y observancia neurótica de la ley. ¿La voluntad obsesiva de salvar la vida no es el mejor medio de perderla? Consagrar la vida al amor, a la comunicación, al intercambio, ¿no es el único medio para ser feliz? Para esto, ¿hay que desprenderse de los bienes exteriores y temporales, exaltar la pobreza de espíritu, presentar la mejilla izquierda al que nos golpea la derecha? Después de una larga práctica médica, tengo cada vez más confianza en el hombre y en sus posibilidades de madurez. No creo que por sinceridad se pueda entender «abandono de la libertad personal del hombre a los impulsos de su animalidad, a su apetito de goce sin inhibiciones superiores, a su innoble egoísmo». ¿Existe incompatibilidad entre desarrollo humano, logro social y moral cristiana? ¿Es imposible ganar la propia vida amando y respetando a los otros? ¿No 167
es deseable que la Iglesia de este tiempo sea más temeraria que sensata y que se ocupe seriamente de las ideas en curso en el mundo? Un capellán expresaba su perturbación ante el hecho de que los jóvenes desertaran de su movimiento. ¿Qué hace, padre, para entusiasmarles o seducirles? Su vida es ya de por sí psicológicamente difícil, la ausencia de dificultades materiales no es una garantía de felicidad. Necesitan confianza en ellos mismos, alegría, amor y entusiasmo. Ha finalizado el tiempo de la educación tradicional que enseña sólo todo lo que no hay que hacer. La generación que aparece es lúcida y valiente, y quiere vivir de otra manera. La sociedad cambia rápidamente. Más que quejarse habría que reflexionar sobre esto. Lea esta carta de un estudiante de veintitrés años al que trato desde hace tres meses. Intentó suicidarse: «Esta civilización no hace nada por la plenitud y el desarrollo de los hombres que la componen; sólo ha inventado una religión de trabajo y repite de diferentes maneras la vieja imagen neurótica del pecado original, con su miedo al cuerpo y a la carne. Esta civilización organiza la vida en función de la división del trabajo y de la producción. Realiza el trastocamiento más monstruoso y somete a los hombres a algunas ideas fabricadas en torno a una mitología de la salvación y del más allá... Nietzsche habló de esos "alucinados del antemundo" que sólo piensan en pervertir en el hombre las cualidades que le hacen verdaderamente hombre. La civilización cristiana ha llegado a un verdadero anquilosamiento.»
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III
PARA UNA NUEVA EDUCACION Y UNA NUEVA IGLESIA
1 La educación del amor a uno mismo A muchos, el título de este capítulo les parecerá equívoco. Impregnados de una moral tradicional, confunden el amor a uno mismo con el instinto de posesión, el egoísmo y el espíritu de dominación. Están acostumbrados a la cantinela de la moral cristiana: «Ocupaos de los otros, haced algo por ellos, no os quedéis encerrados en vosotros mismos, no penséis tanto en vosotros, pensad en todos los que os necesitan. Cuando salgáis de vuestro egoísmo desaparecerán todas vuestras dificultades.» Coacción, sacrificio y renuncia nunca han permitido al niño y al adolescente desarrollarse de manera armoniosa. Se necesita haber podido entregarse a uno mismo antes de entregarse a otro. Paul Valéry escribió: «Hay que dar valor a lo que uno es, tal como es y como sea.» De manera contraria a lo que mucha gente piensa, el egoísta no es alguien que se ama, sino que, por el contrario, se detesta. No puede soportarse tal como es y en el contexto en que vive. Lo refiere todo a sí mismo, quiere poseerlo todo y tenerlo todo. Pero no puede disfrutar de ninguna posesión, no se anima a darse nada y no puede conquistar nada. Nunca está contento consigo mismo, huye perpetuamente en busca de una imagen más satisfactoria y que no le satisface nunca. A veces esa agresividad contra sí mismo se disimula bajo la máscara de un 169
orgullo desmesurado que le cambia a él y engaña a su entorno (ocuparse del propio yo no quiere decir referirlo todo a uno mismo). Existe un egoísmo sano: el que permite mirarse de manera objetiva, sin sobrevalorarse, pero también sin disminuirse de manera excesiva. El egoísta sano es el que puede llegar a cierta estima propia y que se considera con cierta benevolencia, hasta con cierta indulgencia. Realiza un buen matrimonio consigo mismo. Después de veinte años de práctica, he llegado a la conclusión de que la gente feliz es aquella que se gusta a sí misma y a la que le gusta su propia compañía. La verdadera felicidad pasa por el amor a uno mismo. El egoísta sano es un hombre feliz que respeta la independencia del otro. Los hombres son de tal manera, que es evidente que el amor hacia uno mismo no está tan extendido como se dice. Muchos se desagradan a sí mismos y perpetuamente descontentos, se liberan con su entorno humano agobiándolo y criticándolo todo y a todo el mundo. Pasean su enojo y su juicio agresivo en busca de una nueva víctima imbécil y despreciable. Nunca he encontrado a nadie que tenga sobre sí mismo un juicio diferente al que tiene de los demás. El que critica a su prójimo de manera habitual, en el fondo se critica a él mismo con la misma acritud. Si uno no se acepta no puede aceptar al otro. El amor a uno mismo depende mucho de la lucidez, la objetividad y la valentía. Aceptarse es aceptar comunicarse con uno mismo y apreciar las propias cualidades y defectos, las posibilidades y límites. Es llegar a vivir sin estar perpetuamente mediatizado por los demás o por cualquier reglamento más o menos bien interiorizado. En fin, es aceptar ser plenamente responsable de uno mismo, de la propia vida, los actos y las elecciones. La educación del amor a uno mismo es diametralmente opuesta a la educación cristiana tradicio170
nal: está basada en la confianza. En la colección «Le Pape vous parle», hay un libro titulado Le Pape parle a la jeunesse. E n una alocución a la Federación Mundial de la Juventud Femenina Católica, el 18 de abril de 1952, Pío X I I habla de la ética individual y condena la nueva ética.
«La ética nueva adaptada a las circunstancias, dicen sus autores, es eminentemente "individual". En la determinación de conciencia, el hombre individual se encuentra inmediatamente con Dios y se decide ante él, sin la intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí existe sólo el Yo del hombre y el Yo del Dios personal; no del Dios de la ley, sino del Dios Padre, con el que el hombre debe unirse en el amor filial. Vista de esta manera, la decisión de conciencia es, pues, un riesgo personal, según el conocimiento y la valoración propia, con toda sinceridad, ante Dios. Esas dos cosas, la intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios toma en cuenta. La acción no le importa, de manera que la respuesta puede ser cambiar la fe católica por otros principios, divorciarse, interrumpir la gestación, negar obediencia á la autoridad competente en la familia, en la Iglesia o en el Estado. Todo esto convendría perfectamente a la condición de mayoría del hombre, y en el orden cristiano, a la relación de filiación que, según la enseñanza de Cristo, nos hace rezar el Padrenuestro. Esta visión personal ahorra al hombre tener que calibrar en cada momento si la decisión a tomar corresponde al parágrafo de la ley o al canon de las normas y de las reglas; lo preserva de la hipocresía de una fidelidad farisea a las leyes, lo preserva del escrúpulo patológico, tanto como de la ligereza o de la falta de confianza. Hace reposar personalmente sobre el cristiano la total responsabilidad ante Dios. Así hablan los que pregonan la "nueva moral". Esta 171
ética nueva está de tal manera fuera de la fe y de los principios católicos, que hasta un niño, si sabe su catecismo, se dará cuenta y lo sentirá. No es difícil reconocer cómo el nuevo sistema moral deriva del existencialismo que hace abstracción de Dios o simplemente lo niega, pero en todo caso remite al hombre a sí mismo. Para ser totalmente hombre, ¿no es necesario que el cristiano se sienta responsable ante Dios y asuma un riesgo personal?» Este texto está en la misma línea que el de Pablo VI sobre la declinación de la moral. Pero la Iglesia no tiene la exclusividad de la moral y Cristo vino para todos los hombres de buena voluntad. Conozco a muchos «santos ateos» libres y responsables que no necesitan otra ley que la del respeto a ellos mismos y a los demás. Conozco también muchos cristianos que, preocupados por salvar su alma, salpican su vida con algunos actos caritativos, pero siguen siendo profundamente indiferentes frente a los demás. La ley les basta. Más que nunca, el hombre de hoy sabe que tiene que aprender a pensar por sí mismo, a reflexionar, a elegir y a crear. Nada en esta actitud es incompatible con el amor a Cristo. Vivimos en un mundo en plena transformación: la automatización, la mecanización, la industrialización, la urbanización, el extraordinario desarrollo de los medios de información y de comunicación, han hecho estallar todas las estructuras. Los hombres ya no viven en grupos homogéneos en los que todos pensaban según las mismas normas, con las mismas convicciones, y en los que sabían con nitidez y seguridad dónde estaban el bien y el mal, qué había que creer y no creer, qué se podía aceptar y qué se debía rechazar. Las barreras han desaparecido, las murallas y las fortificaciones de nuestras ciudades se han evaporado. Estamos proyectados en el mundo, hundidos en una red de comunicaciones y relaciones múltiples, confrontados con ideas, culturas y creencias extrañas a nosotros. Cuando vivíamos entre nosotros compartía172
mos las mismas costumbres y experimentábamos los mismos sentimientos: estábamos de acuerdo en ideas y principios. A la estabilidad y la certeza de antes han sucedido un dinamismo y una evolución permanentes : todo queda, perpetuamente, en tela de juicio. Nuestros juicios no pueden ser ya categóricos y definitivos, sino que deben ser más relativos, con cierto coeficiente de probabilidad que amenace nuestro confort. Ya no podemos permitirnos juzgar categóricamente al momento. Sólo se puede comprender e interpretar la vida dentro una perspectiva, de una historia, en función de lo que precede y de lo que sigue. ¿Cómo transformar un mundo que no aceptamos? ¿Cómo aceptar la vida terrestre si hay que despreciarla para merecer la vida eterna? Es mucho más difícil educar a los niños y a los adolescentes para hacer de ellos hombres libres y responsables, que imponerles una moral prefijada que les acostumbrará a seguir, en todo, las directrices del «Muy Santo Padre». La educación en el amor a uno mismo empieza desde el nacimiento. Impone a los padres dos deberes : — Inculcar en el niño el amor a la vida, dándole la posibilidad de perfeccionar su aprendizaje del placer sexual a través del libre desahogo de las pulsiones. En efecto, impedir a un niño con prohibiciones rigurosas, que coma golosinas, que se ensucie, que sea bruto o que se masturbe, contribuye al desarrollo exagerado en él de la noción de falta. Con ello corre el riesgo de inhibir completamente su posterior madurez sexual y psicológica. — Permitir al niño, a través de las frustraciones inherentes a toda educación, acceder al sentido de su propia responsabilidad. Es erróneo pensar que hay que permitírselo todo. La prohibición y la limitación del placer son necesarias para el desarrollo intelectual y la promoción sociocultural. En materia de 173
educación, el niño siente las prohibiciones como una limitación a su libertad, pero también como un freno a sus instintos, al abrigo del cual podrá definirse y desarrollarse mejor. Pero el niño acepta las primeras frustraciones sólo si siente profundamente el amor de la madre. Esta no debe contentarse con alimentarle, sino que debe cuidarle y despertar en él muchas sensaciones físicas agradables o desagradables. Gracias a los cuidados que le prodiga, se convierte en su primera seductora. Desde la fase oral, la madre adquiere una importancia única y se convierte, para los dos sexos, en el primer y más poderoso objeto de amor, prototipo de todas las relaciones amorosas ulteriores. Lo que importa, antes que nada, es el clima afectivo en el que el niño vive la lactancia. Al octavo mes empieza a distinguir el rostro de su madre de los otros rostros y aparece la angustia cada vez que ésta se ausenta. Interpreta las actitudes maternales como otras tantas señales afectivas. Una actitud de represión o rechazo provoca con frecuencia apatía, perturbaciones del sueño o de la digestión (vómitos, anorexias). Una actitud hiperprotectora y ansiosa puede inducir a un comportamiento agitado que traduce una insatisfacción permanente y que puede ser mantenida con exigencias cada vez más tiránicas. Si el humor materno es variable, el niño responde con una inestabilidad física y psíquica que traduce, de hecho, un sentimiento de inseguridad. En el caso de conflicto entre madre e hijo, cuando la alimentación está exenta de cuidados y caricias, aparecen alteraciones graves, como el estancamiento del peso, la detención en el desarrollo intelectual y las perturbaciones caracterológicas que impedirán al futuro adulto establecer lazos afectivos normales.
En el curso de esa educación, en la que el amor es el elemento principal, el deseo de alimento se transforma y adquiere una tonalidad afectiva. En sus 174
orígenes, se trata de la satisfacción de una función fisiológica. Secundariamente, se convierte en la necesidad de la presencia afectiva de la madre. La relación se desarrolla entonces en una nueva dimensión. Mientras la necesidad de ¡eche desaparece apenas es satisfecha, la de la presencia maternal nunca se satisface. La madre que al mismo tiempo cría al niño y le frustra con su ausencia, es a la vez amada y odiada. Ella le procura sus mayores alegrías, pero también sus más grandes sufrimientos. De manera progresiva, el niño prepara sus defensas y dirige la atención exclusiva que consagraba a su madre hacia otras fuentes de interés: su propio cuerpo y el mundo exterior. Descubre las actividades autoeróticas que disipan su angustia: acaricia sus labios, el contorno de su boca, chasquea su lengua en un movimiento que recuerda la succión y se introduce un dedo en la cavidad bucal. La succión del pulgar simboliza la unión con la madre ausente. El pulgar es, en alguna medida, un sustituto del pezón. Muy pronto, esa actividad se proyecta al exterior; el bebé coge una punta de la sábana, un sonajero, un cubo, que se lleva a la boca. En adelante, por el juego y la experiencia incansablemente recomenzada, por la exploración bucal, de la que conoce todos los matices, el niño diferencia los objetos exteriores. Durante la fase anal, la actitud materna debe permitir al bebé soportar las frustraciones inherentes al aprendizaje del control esfinteriano. En ese sentido, el niño experimenta un gran placer en retener o arrojar sus materias fecales, según su fantasía. Consciente de la ansiedad de la madre al respecto, el niño las manipula como un objeto mágico: producto de su cuerpo, las modela a su gusto durante los juegos, en los que el asco está ausente. En un segundo tiempo, las sustituye por el afecto de su madre y la seguridad de una relación satisfactoria. En esta perspectiva adquieren el valor de un regalo. A partir del momento en que accede a la autonomía esfinteriana, 175
el niño se vuelve capaz de afirmar su independencia y de resistir a las presiones. Las madres rígidas y con manías de perfección son peligrosas para el lactante. No le dan tiempo para desarrollarse armoniosamente. Me acuerdo de una entrevista con la madre de un muchacho de veinte años esquizofrénico. La interrogué sobre la primera infancia de su hijo. —Le aseguro, doctor, que era perfecto. Nunca me dio ninguna preocupación. Al año se controlaba (un niño criado normalmente se controla alrededor de los dos años). —¿A qué edad lo sentó en el orinal? —No me acuerdo muy bien. Creo que alrededor de los seis meses. (Hay que esperar a los nueve o diez meses.) Tenía control antes que sus dos primitos de la misma edad. Siempre fue muy adelantado. Hizo la primera comunión a los nueve años y a los quince terminó su bachillerato con mención especial. —Y a los dieciocho años se puso enfermo. —Sí, es incomprensible. En la primaria, su prefecto, responsable de las clases en una escuela libre, me decía: «Su hijo es un ejemplo para sus compañeros; nunca tenemos ningún reproche que hacerle.» Traté a ese enfermo durante cinco años. Sería demasiado largo relatar en detalle la evolución de ese muchacho ahora curado. Al principio de su enfermedad se quedaba horas en el cuarto de baño para limpiarse, por miedo a que quedara algo. Muy rápidamente debí romper con la madre, que no aceptaba que su hijo no estuviera unido a ella. Esa gran cristiana (comulgaba todas las mañanas), aparentemente buena y caritativa en realidad, era orgullosa e intolerante. Había exhibido a su hijo como si fuera la Legión de Honor.
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Desde la primera edad, son necesarios para una evolución psíquica normal el amor, el conocimiento y el respeto de las necesidades del niño. Más tarde, durante la pubertad y la adolescencia, la tolerancia y el amor siguen siendo la base de la educación. Muchos padres, carentes de información, creen que los adolescentes se quieren demasiado a sí mismos. Es un error. Lejos de quererse demasiado, en muchas ocasiones tienen poderosos sentimientos de inferioridad y culpabilidad, los cuales refuerzan el juicio moralizante. Cuántas veces he oído a padres que dicen de su hijo: «Doctor, no se puede hacer nada con este niño; es insoportable, no trabaja, es distraído e insolente, le contesta a todo el mundo y siempre hay que repetirle lo mismo; en clase y en casa no deja de hacer el payaso para parecer interesante. Incluso miente y roba cosas. Todo el mal viene de que sólo piensa en sí mismo. Si hubiese sido hijo único, todo hubiera estado muy bien, pero no soporta a sus hermanos y a sus hermanas, y siempre hay que ocuparse de él. Nunca se ocupa de los demás. ¡Debería aconsejarle que se interesara en algo, en pensar más en los servicios que puede prestar en la casa, y en preocuparse menos por su personita!» Cuando vemos al hijo, nos damos cuenta de que ese muchacho que se hace el fanfarrón, que es insolente, que lleva la contraria, es todo eso sólo porque duda infinitamente de sí mismo, se desprecia de manera constante y no puede aceptarse tal como es. Se critica sin cesar, se desprecia y entonces sólo puede criticar, despreciar y negar. Cuando se pide a esos jóvenes que escriban en una hoja de papel, en la columna de la izquierda los defectos y en la de la derecha sus cualidades, nos asombramos al comprobar la facilidad con la que llenan la columna de la izquierda, la de los defectos. Y apenas encuentran una o dos cualidades, y siguen teniendo la impresión 177
de estar en falta, de mentir y engañar al que les interroga. Para ellos supone una verdadera liberación que se les explique que no saben quererse, que no se animan a ocuparse suficientemente de sí mismos, que tienen derecho a tener satisfacciones, derecho de amar la existencia, que tal vez puedan hacer menos esfuerzos, dejarse estar un poco, y que de esa manera las cosas no irán tan mal. Los más afectados son, a menudo, los hijos mayores: se les pide demasiado y demasiado pronto. Esto por dos razones: la falta de savoir-faire de los jóvenes padres (en el segundo y los siguientes se vuelven mucho más filosóficos). El nacimiento del segundo hijo empuja al primero y le confiere rápidamente el status de «mayor». Un muchacho de veintiún años vino a verme solo. Había dejado a su familia desde hacía un año y vivía en una comunidad rural. Era desertor desde hacía más de dos meses. —No he respondido a la convocatoria que recibí en setiembre. Mi padre me la hizo llegar con estas palabras: «Coraje, el ejército hará de ti un hombre responsable.» —¿Qué hace su padre? —Es administrador en el Ministerio de Finanzas. —¿Por qué ha dejado a su familia? —No soportaba más a mis hermanos y hermanas, ni a mis padres. Mi padre siempre me repetía que yo daba mal ejemplo. —¿Usted qué hacía? —¡Nada! Ese es el problema. Terminé el bachillerato hace tres años. Era bueno en matemáticas. El superior aconsejó a mis padres que «me colocaran» en matemáticas superiores. —¿Usted no estaba de acuerdo? —No me pidieron mi parecer. Yo hubiese querido hacer fotografía y cine. Mi padre exigió que primero hiciera estudios serios. Estuve dos años en ma178
temáticas superiores. Después del primer trimestre de matemáticas especiales dejé mi casa. El ambiente se había vuelto intolerable. Todas las noches, durante la cena, delante de todo el mundo, mi padre me agobiaba con reproches. «No sigáis el ejemplo de vuestro hermano mayor. No tiene ninguna voluntad, se prepara para ser licenciado en vagabundeo, etc.» —¿Su padre era muy exigente con usted? —Sí, pero mi madre lo era todavía más. Hubiese querido que yo fuera perfecto. No tenía derecho a tener malas notas. Con los otros era mucho más indulgente. A partir del cuarto curso falsifiqué mi libreta de notas para evitar reprimendas. Nunca tuve derecho a fumar en casa o a i r a una boite por la noche para no dar mal ejemplo. Los amigos que llevaba a casa le parecían bastante bien. «Piensa —me decía mi madre— que estos muchachos podrían convertirse en maridos de tus hermanas.» Cuando iba al cine, tenía que llevar conmigo a mi hermana y a mi hermano, que tienen dos y cuatro años menos que yo. Si me negaba, me trataban de egoísta. Mi padre me recordaba a menudo las dificultades materiales que él había soportado a mi edad. Mi abuelo era cartero. Llegó por promoción interna y trabajando mucho. Después de mi partida recibí varias cartas de mi madre. Me suplicaba que volviera porque teme que mi ejemplo sea contagioso. —¿Qué va a hacer? —De volver a casa, ni hablar. —¿Y respecto al servicio militar? —Tengo miedo. Cuando recibí la convocatoria no dormí durante varios días. —¿Por qué? —Tengo miedo de afrontar un mundo que no conozco Ya no sé dónde estoy. Me siento angustiado y cavilo durante todo el día. En el fondo, soy un pobre tipo. Ahora estoy obsesionado por el miedo de ir a prisión. 179
—¿Qué hace en la comunidad donde vive actualmente? —Me ocupo de la huerta y de la cocina. Soy incapaz de hacer otra cosa. Traté de leer, pero no logro concentrarme. Unos días después de esta entrevista cité al muchacho en el hospital para hacer un balance general. Le había encontrado deprimido y en mal estado general. Los análisis confirmaron mi primera impresión. Los de sangre revelaron una anemia y una tasa anormal de glóbulos blancos. El examen psicológico confirmó la importancia de la depresión, con un neto deterioro del potencial intelectual. Lo envié con su historial al hospital militar de Val-de-Gráce, donde unas semanas después fue declarado inútil para el servicio militar. A la salida del hospital no volvió a su casa. Entró a trabajar media jornada y se preparó para entrar en la escuela de fotografía de Vaugirard. Estuvo deprimido durante varios meses; ese muchacho que había dejado una familia aparentemente bien estructurada, amante y bien pensante, era considerado por muchos un empecinado. Su deserción no ayudaba nada: un sacerdote al que le hablé de su caso me dijo: «Hay que enseñarles a esos adolescentes a doblar el espinazo.» En realidad, ese muchacho había huido de su medio para tratar de sobrevivir. Completamente desvalorizado y culpabilizado, se despreciaba. El padre vino a verme. —Doctor, conozco bien a Philipe —me dijo—. Le está manejando a usted como quiere. Nunca soportó la presencia de sus hermanos y hermanas. Es egoísta, mentiroso y perezoso. Quería que le declararan inútil y logró su propósito. Se niega a verme porque sabe que no me ha engañado con toda esta comedia. —Perdóneme por no estar de acuerdo con usted. 180
Conoce mal a su hijo. Quiere a sus hermanos y hermanas y siente gran admiración y afecto por usted. Se fue porque no soportaba más no estar a la altura de sus exigencias. En cuanto a que le declararan inútil, eso está plenamente justificado. Veo varias veces por año a padres desolados que vienen a consultarme después del suicidio de sus hijos. Es peligroso acorralar a un adolescente deprimido. En la actualidad, Philippe ha reencontrado su equilibrio. Recupera la confianza en sí mismo. Creo que muy pronto querrá verle. Ese día déjelo hablar, escúchel o ; necesita su comprensión y su estima. —Deseo que no se equivoque, doctor. —Tenga confianza en Philippe, no lo lamentará. La actitud incrédula y desconfiada de ese «padre lleno de buena voluntad» quedó contradicha por el cálido apretón de manos que me dio al irse. Philippe entró en la escuela de Vaugirard en las primeras pruebas. Sus estudios lo apasionan y parece haber encontrado su camino. Acaba de hacer, con sus camaradas, un filme en super 8, titulado El desertor. Espero con impaciencia la primera proyección. Nuestra actitud refleja moralizadora es aún más peligrosa con respecto a esas chicas liberadas, a los blousons noirs y a esos jóvenes que parecen haber rechazado cualquier presión y que dan libre curso a sus instintos. Parecen inaccesibles a toda regla moral. Hay que discernir sus verdaderos móviles, las verdaderas motivaciones de su conducta colectiva y moralmente reprensible. Actúan, en efecto, para lograr cierto contenido y cierta imagen de sí mismos. En el fondo, son muchachos y chicas que se desprecian e intentan compensar de múltiples maneras sus sentimientos de inferioridad e impotencia. Por medio de satisfacciones instintivas siempre decepcionantes, tratan de huir de la angustia y de liberarse de su sentimiento de culpabilidad. La mejor actitud es 181
intentar comprenderles y aceptarles, tranquilizarles con respecto a sus desgracias y darles la posibilidad de expresarse, y despertar en ellos la idea del respeto a uno mismo, diciéndoles que, a pesar de todo, tienen el derecho y hasta el deber de amarse. Los adolescentes, como los románticos, sueñan con absolutos. Les es muy difícil aceptar la relatividad de la existencia, del amor y de su propia realidad. Muchos se acunan en sueños de amor en los que el otro, finalmente, tiene muy poca consistencia. No es más que la proyección imaginaria de su deseo de absoluto, el sueño que compensa la inaceptable quiebra de la realidad. Sueñan con la comunión perfecta y la felicidad absoluta. Es el mito de Tristán e Isolda, una pasión que sólo puede cumplirse en la muerte. Unicamente el amor de los padres o de los educadores, su comprensión, los intercambios que tengan con ellos, pueden permitirles superar ese obstáculo, el fracaso de esa ilusión al tomar conciencia real de qué son ellos y qué son los otros. Por la aceptación del fracaso se personalizan y se humanizan. Por identificación con los adultos a los que aceptan y reconocen, evolucionarán hacia la independencia personal y aprenderán el sentido de lo relativo. Por desgracia, muchos adultos no han superado el estadio de la afectividad adolescente. Siempre se sienten tentados de huir de lo relativo en la búsqueda ilusoria de una relación perfecta y absoluta, en la que la comunicación total estará hecha de la falta de distinción entre uno y el otro, suprimiendo ese vacío, ese hueco, esa sensación de vaciedad e insatisfacción que sienten los que no aman. En su libro L'amour et l'Occident, Denis de Rougemont muestra bien claro qué requiere ese amor-pasión: el obstáculo, la ausencia, algo que haga imposible la unión deseada. El dolor se convierte en placer, el placer se busca en el sufrimiento y encuentra su expresión más intensa en la proximidad de la muerte, deseada casi como placer supremo. Muchos adultos inmaduros si182
guen soñando con un amor imaginario e idealizado, y son incapaces de aceptar la realidad, que es al mismo tiempo aceptación del placer y de la frustración. La personalidad sólo puede desarrollarse a partir de la aceptación del placer y de la renuncia a ese placer. Una madre me decía: «Nunca acaricié a mi hijo; nunca quise tenerle demasiado en brazos, ni besarle, porque no quería que más tarde tuviera otras necesidades aparte de las intelectuales; los placeres sensibles sólo llevan a la decepción y al sufrimiento.» Esa madre no permitía que su hijo conociera la seguridad, la estabilidad, que son las únicas que permiten aceptar las obligadas frustraciones de la vida. Muchos adolescentes difíciles y muchos adultos desequilibrados han sido niños poco amados. Conservan durante toda su vida un sentimiento de desvalorización y buscan siempre un amor inalcanzable. No se aman y siguen persuadidos de que nadie puede amarles. ¿Cómo el adolescente puede aceptar las frustraciones y las renuncias necesarias? Uno de los momentos más importantes de la educación del amor hacia uno mismo es el período edípico. El muchacho debe renunciar al amor que siente por su madre y aceptar la rivalidad del padre. La hija debe renunciar al amor que siente por su padre y aceptar la rivalidad de la madre. Para el niño, la renuncia sólo es posible a través de la identificación, es decir, de la aceptación de las imágenes parentales que se le propongan. En ese período la educación es particularmente difícil; padres exageradamente dé biles e indulgentes favorecen la formación de un superyó excesivamente severo, de tipo masoquista, ya que el niño se impone a sí mismo las prohibiciones más crueles, que pueden ir de la castidad hasta la penitencia más monástica. Padres duros y exigentes impedirán que el superyó del niño se desarrolle. Se 183
convertirá en un adulto débil y desamparado, incapaz de tomar decisiones vitales. El papel de los buenos padres, si existen, es ingrato y difícil. Consiste en no inclinar demasiado ninguno de los platillos de la balanza. Los educadores deben actuar como catalizador y no como protagonista. Nuestros actos reflejos moralizantes no hacen más que irritar al adolescente en su búsqueda de sí mismo. Muchos padres me hacen pensar en médicos de 120 kilos que quieren hacer adelgazar a sus enfermos: «Haga lo que yo le digo...» Las amonestaciones incesantes y la falta de confianza impiden al adolescente sentirse aceptado y, por lo mismo, aceptar. La educación debe permitirle adaptarse, resolviendo los conflictos entre lo que se llama principio de placer y principio de realidad. El instinto en bruto es manejado por el principio de placer; las pulsiones instintivas exigen la satisfacción inmediata de la necesidad, con la relajación y el placer subsiguientes. Pero ese principio de placer choca muy pronto con el principio de realidad, en el sentido de que la satisfacción inmediata y total de las necesidades es materialmente imposible. A través de una serie de frustraciones sucesivas, el niño y el adolescente tomarán conciencia de la resistencia del mundo exterior. Poco a poco, aprenderán el sentido de lo relativo. Descubrirán que no existe una frontera delimitada entre el bien y el mal, entre el vicio y la virtud, entre el éxito y el fracaso. Hay un poco de fracaso en el éxito y un poco de éxito en el fracaso, como hay un poco de noche en el día y de día en la noche. No está de un lado lo normal y del otro lo patológico, de un lado lo natural y del otro lo sobrenatural, de un lado el yo y del otro los demás, sino que existe una relación dialéctica y viva que hace interpenetrarse los dos polos sin que se confundan. A través de su experiencia personal el adolescente aceptará que el placer nunca sea absoluto, que la satisfacción nunca sea total y que la perfección no exista. Sabrá que para aceptar la vida hay que acep184
tar la muerte, y que para aceptar el placer hay que aceptar la renuncia. Comprenderá la dialéctica aparentemente paradógica de la existencia, es decir, que no se puede amar al otro sin amarse a uno mismo, que no puede tomar sin dar, ni poseer sin estar obligado a desposeerse. Así, ese «niño-objeto» cuyas necesidades se expresaban más de lo que él las expresaba, se convertirá progresivamente en un «adultosujeto» que, al aceptar la subordinación del principio del placer al principio de realidad llegará a dominar la relación que le une al mundo y a retrasar sin traumas el momento del desahogo. Construirá su propia conciencia moral sin estar perpetuamente «relativizado frente al otro» o cualquier ley sistemáticamente limitadora. Una joven de dieciocho años, a la que trataba de una neurosis de angustia, me dijo en una de nuestras últimas entrevistas: —Me ha enseñado a mirar con mis ojos y a ver claramente el mundo que me rodea. Y también me ha enseñado a ver con los ojos de los otros. —¿Qué quiere decir? —Cuando vine a verle por primera vez, tenía miedo de todo. Me sentía siempre culpable y enjuiciada por la mirada de los otros. Me repetía a menudo lo que me había dicho la superiora de la institución en la que fui educada: «Lo que no cuesta nada no conduce a mucho.» Tensa e insatisfecha, me esforzaba sin cesar por acercarme a la perfección. Desde que estoy en psicoterapia he comprendido lo que mi educación tenía de artificial y anormal. Es imposible pasarse la vida tratando de parecerse a la Virgen María, a santa Teresa de Jesús y a todos los santos del paraíso. Un día u otro uno estalla, al igual que la superiora admirable de la que le hablé. (Después de una depresión nerviosa, dejó la Orden.) Obnubilada por esa enseñanza de lo absoluto, yo no existía más allá de mis buenas acciones y de mis actos de caridad. Quería ser amada por todo el mundo a cualquier precio y oír decir: «Mirad qué bien educada es esa joven185
cita, qué gentil y caritativa.» Vivía a través de los juicios y las miradas de los otros. Ahora he empezado a aceptarme y a tener confianza en lo que pienso, en lo que siento, en lo que creo. Ya no me pregunto qué hubiera hecho éste o el otro en mi lugar. Lo más asombroso es que antes de este cambio no me creía abierta y caritativa. En realidad, era intolerante y agresiva. ¡Tenía la verdad y, en nombre de esa verdad, condenaba en mí misma a todos los que no pensaban como yo! —¿Qué quiere decir con «ver con los ojos de los otros»? —He comprendido el sentido de lo relativo: que estamos condicionados por nuestra educación, nuestro modo de vida y nuestro medio cultural. Mis relaciones con los otros han cambiado completamente. Me apasiona descubrirles. Ahora sé qué quiere decir «estar descentrado de uno mismo». Me gusta discutir con la gente que no piensa como yo. Trato de ponerme en su lugar y de comprender su punto de vista. Tengo la impresión de haber estado ciega y sorda, encerrada en un mundo infernal en el que la comunicación no existía. El diálogo con los demás ha reemplazado mi obsesivo monólogo interior. Esta jovencita conservó sus convicciones religiosas. Forma parte de un grupo de estudiantes que investigan las bases de una nueva espiritualidad y se ocupa de la Acción Católica de la Escuela de Comercio, en la que ha entrado este año.
La educación debe basarse en el diálogo y la comunicación. ¿Cuál es el sentido exacto de esos términos, que muchos emplean sin conocer exactamente su sentido? «Comunicar» es, en principio, escuchar y comprender la palabra del otro, qué cree, qué piensa. También es decir qué somos, qué pensamos, qué creemos. Toda verdadera comunicación reposa en el respeto y el amor a los demás, en el respeto y el amor de nosotros mismos. Permite abandonar la acti186
tud inmadura de quien sólo toma en cuenta su propio punto de vista. Es el aprendizaje del esfuerzo para escuchar y del esfuerzo para hacerse comprender. Implica reciprocidad constante y cuestionamiento de uno mismo. No se puede, sin un autoanálisis constante, salvaguardar esa relación con el otro, que exige que uno ponga el máximo de claridad en la comunicación consigo mismo. Por esto es una exigencia vital que pone en tela de juicio nuestra propia autenticidad. Exige la superación del signo y de la comprensión del mismo en aras de una significación y una simbolización abierta. El amor hacia uno mismo y hacia los demás se encuentran y permiten que cada uno asegure su propio ser, su propio tiempo y su responsabilidad.
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2 La Iglesia, asamblea del pueblo Desde hace veinte años estoy en contacto permanente con cristianos católicos o protestantes, sacerdotes, religiosos, obispos y pastores. Siempre me ha impresionado un hecho: a pesar de las apariencias de estabilidad, aun de inmovilismo, la Iglesia nunca ha dejado de ser el lugar de intensa fermentación. Como el flujo y reflujo de la marea, nacen ideas, se expanden y se repliegan, parecen desaparecer para renacer mejor unos años o unos siglos después. Desde hace cinco o seis años, comunidades de base y grupos carismáticos se multiplican en todo el país, con matices diferentes y con un empuje que parece irresistible. Esas nuevas estructuras se desarrollan en el mismo momento en que deploramos la crisis parroquial, la de vocaciones sacerdotales, la de la fe y la secularización. Hay que diferenciar las comunidades de base, que nacieron en general en una atmósfera de contestación de la Iglesia establecida, y los grupos carismáticos que se fundaron en un redescubrimiento de la plegaria y que aceptan el sistema eclesiástico tal como existe en la actualidad. La característica común de estos dos movimientos es que no fueron impuestos desde arriba, por la jerarquía. Vienen de la base, del pueblo de Dios, que vuelve a encontrarse en ellos, porque allí puede expresarse, rezar y vivir en un marco de libertad que es una verdadera liberación 188
respecto a todo lo que aparece prefijado e inmóvil. Experimentan un nuevo tipo de vida comunitaria y de estructura que actúa sobre marcos geográficos, medios sociales, razas y hasta culturas. Esos cristianos tienen conciencia de ser la Iglesia, ya que se encuentran reunidos en nombre de Jesucristo y lo testimonian en su manera de vivir. Nacidas espontáneamente, esas comunidades no tienen estado mayor. Acogen en un plano de igualdad a sacerdotes, obispos, laicos, religiosos, protestantes y no creyentes, y estos últimos experimentan por primera vez quién es Jesucristo. En el seno de las comunidades, como en el de los grupos, la estructura no jerárquica aparece naturalmente: está basada en la común experiencia de vida y de plegarias, y en las aptitudes propias de cada uno. Para comprender la amplitud de este fenómeno es necesario haber participado en una reunión como la de Rennes, en 1972, para las comunidades de base francesas, o en la convención que se reunió en junio de 1973 en los Estados Unidos: agrupaba a 23.000 carismáticos católicos. Las comunidades de base, en Francia, son cuatrocientas. Los participantes, en número de diez a treinta, se conocen todos por el nombre de pila, y reina entre ellos un excepcional calor humano que permite la participación y la misa en común. Algunas comunidades se constituyeron en abierta ruptura con la Iglesia o se marginaron por completo. La mayoría vive en una situación de «solidaridad conflictiva» o de indiferencia con respecto a la parroquia tradicional. En su mayoría son urbanas y están compuestas por ex militantes de Acción Católica y de los hogares de estudiantes, y cuentan ya sea con un sacerdote simpatizante o con religiosos que viven en el mismo barrio o en la misma vecindad. La mayoría de las veces los miembros de esas comunidades tienen compromisos políticos sindicales, municipales o sociales. Representan una fuerza viva en el país. Se reúnen varias veces por mes en un local que pertenece a 189
un hogar o a la comunidad. Discuten y comen juntos, y sus reuniones se desarrollan en una atmósfera de alegría. A menudo una eucaristía doméstica se integra en la comida. Excepcionalmente ocurre que la eucaristía tenga lugar sin el sacerdote. Aunque consideran superada la distinción sacerdote-laico, los miembros de esas comunidades de base piensan que el sacerdote es el «ministro de la unidad con la Iglesia universal, en la medida en que tiene la confianza del obispo, al mismo tiempo que la de la comunidad». No está abolida la especificación del ministerio sacerdotal, «pero para él no es necesario ser soltero, de sexo masculino y de manera permanente». Piensan que los sacerdotes deben surgir de las comunidades y ser aceptados por la jerarquía. Esas comunidades viven en régimen de autogestión material y espiritual, pero no niegan la necesidad de estructuras de iglesia más generales. Consideran que las que existen hoy día actúan en el vacío, ya que no son capaces de renovar o de suscitar los nuevos ministerios cuya necesidad siente profundamente el pueblo de Dios. Esta reacción es testimonio de una modificación del pensamiento colectivo que afecta a la sociedad en su conjunto: el hundimiento de la sociedad patriarcal y el rechazo de la autoridad impuesta. El pueblo desea poder elegir a sus responsables, sus maestros de pensamiento y vida. Que la jerarquía lo acepte o no, es un hecho general. Para imponerse ya no basta con estar investido con los atributos de la autoridad, el poder, o incluso del saber. Esta evolución es perceptible en el nivel de la célula familiar, como en el nivel de la universidad, de la Iglesia y del mundo del trabajo. Ya no habrá una Iglesia enseñante y una Iglesia enseñada, sino una Iglesia dinámica y viva en la que la participación de los laicos será cada vez más importante. En muchos aspectos es una aventura tan sobrecogedora como la que vivieron la primera comunidad de Jerusalén y los primeros discípulos de Francisco de Asís. La Iglesia actual, si quiere recuperar el contacto con el mundo 190
de hoy, debe aceptar «morir en sí misma» y perder su estructura neurótica y su superyó aplastante. La autoridad romana se ve enfrentada al problema del sufragio universal y de la autogestión. Hace unos días, un teólogo me explicaba que el desequilibrio actual de la Iglesia se remonta en realidad a la Edad Media. El importante desarrollo del culto de los muertos requirió la ordenación de un gran número de sacerdotes «altaristas» (es decir, consagrados al altar), que tenían la única función de decir misa. El clero, de esta manera, ocupó un lugar muy importante dentro de la Iglesia y, progresivamente, los sacerdotes abarcaron todas las actividades sociales y humanas. Sería deseable ahora que el número de sacerdotes disminuyera y que los laicos asumieran responsabilidades cada vez mayores en la comunidad cristiana (como la de diáconos, por ejemplo). Gracias a esta evolución espontánea del pueblo de Dios, la Iglesia tal vez recupere su equilibrio. Al contrario que las comunidades de base, los grupos carismáticos no pretenden tener una función crítica. Viven una experiencia de Pentecostés renovada y aparecen cada vez más como una Iglesia sin fronteras. El pentecostismo católico nació en los Estados Unidos, en los años 1966, en las universidades Duquesne, de Pittsburgh, y Notre-Dame en Indiana. En esos grupos los cristianos reviven de manera perturbadora lo escrito en los Hechos de los Apóstoles, en particular en las epístolas de san Pablo. El Espíritu Santo recibido por los sacramentos de bautismo y confirmación es reactivado de alguna manera por la plegaria y la imposición de manos, tanto que se asiste a una verdadera «efusión del espíritu» manifestada por la plegaria en lenguas desconocidas por los que las hablan, los dones de profecías, de curación, etcétera. Estas reuniones están consagradas a la plegaria y a la alabanza de Dios. La plegaria se redescubre como una alegría que suprime el tiempo. Es espontánea o acompañada por la Biblia. Se desarrolla en varios tiempos: plegaria, enseñanza, eucaristía y pre191
paración de los que quieren recibir el espíritu. Esos grupos reciben a todo el mundo y deben multiplicarse rápidamente para conservar un nivel humano. Los casos de curación no son raros. La pública confesión de pecados, agradeciendo a Dios su perdón, aparece sin problemas... El responsable del grupo (una joven, un padre de familia) vela para que todo se desarrolle sin excesos. Evidentemente existen abusos y riesgos de histeria colectiva. Ese movimiento se extiende como una marea. En los Estados Unidos hay más de 1.200 grupos y en Francia, en menos de un año, han aparecido cincuenta, diseminados por todas partes. En la convención de Notre-Dame estaban representados treinta países, entre ellos Francia, con veintidós miembros. Hay grupos carismáticos en las catorce trapas de los Estados Unidos. El movimiento tiene un consejero episcopal y ya han entrado en él una docena de obispos. Concelebraron la misa de clausura de la convención 750 sacerdotes, y en ella el cardenal Suenes, ganado para esa causa y entusiasmado, pronunció una homilía en el curso de la que Paulo VI fue aclamado cada vez que se citaba su nombre. Las comunidades de base y los grupos carismáticos son dos testimonios de la vitalidad del pueblo de Dios. Me impresionó la actitud de varios miembros de la jerarquía: las comunidades de base les resultan sospechosas, porque critican las estructuras tradicionales y reclaman el derecho a participar en el nombramiento de los sacerdotes; son verdaderos grupos de reflexión y de búsqueda de nuevas formas de vida, de nuevas modalidades de inserción del sacerdote y de nuevas condiciones del ministerio ordenado. No es imposible conciliar esas dos actitudes aparentemente opuestas: llegará el momento en que las comunidades podrán presentar a uno de sus miembros para el sacerdocio, pero siempre será el obispo el que discernirá y designará en nombre de la Iglesia. Existe mucha menor reticencia con respecto a los grupos carismáticos. En ellos no se pone en tela de 192
juicio a la Iglesia tradicional. Parece bastante favorable al desarrollo del movimiento basado en la plegaria, en la presencia vivida del Espíritu Santo y sólo apela a la afectividad y a la emotividad, y no a la razón crítica y a la reflexión. Recordaré la respuesta de ese estudiante de sociología que al volver de los Estados Unidos había participado en ese tipo de asamblea: «Permanecí más bien como espectador. No logro identificarme con esa clase de religión visceral, de histeria colectiva.» Su crítica puede parecer un poco severa. Sin embargo, parece que demasiada gente corre el riesgo de ser atraída por el aspecto milagroso. Esas lenguas en las que se habla «serían dialectos casi desconocidos, que vienen de territorios en los que nunca penetró el cristianismo». ¿No se t r a t a r á de una jerga muy elemental hecha de onomatopeyas...? Desearía que los participantes se pusieran a hablar bruscamente en chino o en ruso. Todos los intelectuales cristianos con los que he hablado guardan una prudente reserva. El aspecto de las «curaciones milagrosas» es mucho más trivial, sobre todo en América, donde las masas se enardecen muy rápidamente por los métodos de curación espectaculares y colectivos. El último, el «análisis transaccional» predicado por Thomas Harris, psiquiatra de Sacramento, parece tener mucha semejanza con nuestro antiguo método Coué. Esta forma de tratamiento rápido se difunde con tal éxito, que un pastor que dirigía un instituto de entrenamiento en análisis transaccional declaró: «¡Thomas Harris ha hecho por la psicoterapia lo que Henry Ford hizo por el automóvil!» Personalmente, no me siento capaz de dar una opinión médica sobre los milagros de los que dicen ser testigos los grupos carismáticos. Me contentaré con transcribir íntegramente un testimonio registrado con magnetófono en el curso de una reunión carismática. Una vertiente muy positiva del movimiento carismático, que acepta el sistema eclesiástico tal como 193
existe hoy día, es indiscutiblemente el redescubrimiento de la plegaria colectiva y su aspecto ecunémico. La Asociación Católica Francesa para el estudio de la Biblia consagró su último congreso, en Lille, a las curaciones milagrosas relatadas en los evangelios. Ciento sesenta personas, entre ellas algunos miembros de confesiones anglicanas y protestantes, participaron en esos trabajos. Esta asociación considera que los relatos evangélicos de los milagros no pueden leerse de manera ingenua si se toman en serio los problemas que los especialistas contemporáneos plantean al respecto. Tomando como punto de partida relatos particulares, cada uno de los conferenciantes expuso un método aplicable a esos textos. Espero con impaciencia la publicación de esos trabajos y deseo que esa asociación se interese por los milagros de los que son testigos los grupos de plegarias carismáticas. De cualquier manera, estos nuevos rostros de la Iglesia, inimaginables hace diez años, son signos importantes que hay que tener en cuenta. Como decía un obispo: «Si son de Dios, darán sus frutos. Desde ahora dan a la Iglesia y a los cristianos muchas razones para reflexionar y contribuyen a poner en tela de juicio rutinas y estructuras que parecen abandonadas por la vida.»
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3 Adán y Abraham Al referirse a la Biblia, el sociólogo norteamericano Frédérick Herzberg, uno de los pioneros del job enrichment (el enriquecimiento de las tareas), ve la naturaleza del hombre bajo un doble aspecto. Está el animal que busca la seguridad y quiere evitar todos los dolores e inquietudes. Ese lado animal está representado por Adán, símbolo del hombre alienado que trata de evitar todo sufrimiento. Pero por el otro lado nos encontramos con un ser inteligente y sensible que desea desarrollarse, superarse y crecer. Ese hombre sensible, para Herzberg, se vincula a Abraham, elegido de Dios, que prueba su capacidad para convertirse en lo que es, para desarrollarse: ya no se trata del hombre dominado por instintos que le superan, sino del hombre dueño de su destino. ¿Acaso el papel de la iglesia no es hacer evolucionar al hombre del estadio Adán al estadio Abraham? A este respecto me acuerdo de una discusión con un benedictino que vino a consultarme porque sufría crisis de asma. En el curso de nuestras entrevistas discutimos, a petición suya, la formación del yo y del superyó. Expresé la idea de que la educación cristiana clásica impedía desarrollar un superyó flexible, independiente y capaz de adaptarse. —Doctor, su concepción es peligrosa —me dijo—. Permite todos los abusos, todos los relajamientos. El hombre necesita una autoridad, una ley, un padre. La referencia al padre es indispensable, es decir, la obe195
diencia a una ley divina. Cristo se realizó humanamente, pero siempre cumplió la voluntad de su Padre. Todo cristiano debe estar angustiado, debe preguntarse perpetuamente: ¿Qué quiere de mí? —¡Qué situación! Voy a las ideas de Paulo V I . El hombre es tratado como un ser que busca seguridad y al que la Iglesia infantiliza al someterle perpetuamente a una ley exterior a él mismo: no puede tener confianza en él. —Se puede confiar en él en la medida en que obedezca la ley. —Confiar en él, simplemente. Hay que permitir que se construya el superyó interiorizando profundamente todo lo que le aporta la educación. Durante la crisis de la adolescencia el joven lo pone todo en tela de juicio. Se construye desde fuera después de haber sido construido desde dentro por la familia, la escuela y la Iglesia. Tiene necesidad de volver a digerirlo todo, de asimilarlo de nuevo. Una educación basada en la obediencia y el aniquilamiento no permite esa crisis, y por eso mismo no permite que se desarrolle el superyó. —Sí, a lo mejor tiene razón. Cuando pienso en mi noviciado... ¡qué aniquilamiento! Me acuerdo de un novicio que se rebelaba constantemente. Creo que tenía una fe profunda y una vocación real, pero no era capaz de doblegarse a la disciplina impuesta. Le aconsejaron que abandonara. —Una fe viva pide una adhesión libre, profunda y creadora, basada en una exigencia interior. Si es impuesta y estática no permite el crecimiento del ser. —Me gusta mucho su expresión: construirse desde dentro. En efecto, a nosotros nos construyen desde fuera y por eso buscamos tranquilizarnos perpetuamente... En realidad vengo a verle porque estoy continuamente angustiado. Creo que mi asma se debe en gran parte a esa angustia. —¿Cuándo empezó? —Hace dos años. —¿Qué pasó hace dos años o tres? 196
—No recuerdo acontecimientos importantes... Hace tres años cambiamos de prior. Ese cambio lo motivaron dificultades materiales. Teníamos un agujero de varios millones de francos viejos en la caja. La comunidad, por impulso del nuevo prior, decidió abrir fuera de la clausura un centro de ayuda para los jóvenes. Me encargaron que organizara ese centro. —¿Le resultó difícil asumir esa responsabilidad? —Sí, siempre tuve la impresión de que no lo lograría. —¿Por qué? ¿Le falta formación tal vez? —Totalmente. Me dieron esa tarea por la única razón de que la comunidad me consideró apto para asumirla. —¿Basándose en qué criterios? — A l parecer doy la impresión de ser tranquilo y organizado. En realidad no soy ni lo uno ni lo otro. Soy cerrado y meticuloso hasta la obsesión. Necesito un universo bien limitado, bien ordenado. Bruscamente me encontré frente a un mundo abierto, en el que el orden se trastoca constantemente. Un centro de ayuda juvenil es difícil de organizar. —¿Cree que su asma se debe a esa tensión psicológica? —Es posible. Empezó progresivamente. Primero estaba angustiado. Me despertaba de noche, aquejado de perturbaciones respiratorias. El médico de la comunidad me dio algunos calmantes. El último invierno tuve una gripe. Al final de esa gripe tuve mi primera crisis de asma. Después, varias veces por semana. —¿Siguió con las mismas responsabilidades? —Sí, pero me dieron un ayudante adjunto. —¿Desearía que lo liberaran completamente de la dirección de ese centro? —Sí y no..., creo que tengo que evitar refugiarme en la enfermedad. —¿Su prior aceptaría que hiciese psicoterapia? —No le hablé de eso. Aceptó que viniera a verlo. 197
Creo que aceptará el tratamiento que usted me prescriba. —Creo que necesita pasar del estadio de Adán al estadio Abraham. —¿Qué quiere decir? —Usted es un hombre construido desde fuera, con referencia a normas y a leyes mal interiorizadas. Su superyó es frágil, lo que explica su represión y su meticulosidad obsesiva. Frente al «enriquecimiento de tareas» que le proponen, su superyó no las resiste. Tiene que afrontar un trabajo, una responsabilidad, un ambiente que no conoce. Le resulta difícil adaptarse, lo que explica su angustia y sus dificultades para asumir esa nueva tarea. Con toda seguridad el asma se debe a la introyección de esa angustia. Adán es un ser débil que busca evitar toda angustia y toda responsabilidad. Abraham es, por el contrario, un ser que desea realizarse, crecer, podríamos decir estructurarse, para llegar a ser independiente y dueño de sí mismo.
Con la autorización del prior, ese religioso hace actualmente relajación y psicoterapia. Sigue asumiendo su responsabilidad. Una quimioterapia bien adaptada ha hecho desaparecer sus crisis de asma, lo que le ha permitido evolucionar sin verse tentado a refugiarse en su enfermedad. Es interesante señalar que nunca ha puesto en duda su vocación. No siempre ocurre así. Muchos sacerdotes a los que he tratado ponen en tela de juicio su vocación. Tienen la impresión de haber «sido cogidos». El asistente general de una orden secular me decía que luchaba para que el noviciado rechazara a los adolescentes de diecisiete o dieciocho a ñ o s : tenía la impresión de que se utilizaba su entusiasmo y de que pasaban de una escuela religiosa y de una familia cristiana tradicional a un noviciado religioso o a un seminario mayor... sin haber tenido «tiempo de realizarse». Me decía: 198
—Para convertirse en sacerdote o religioso se necesitan hombres que «se tengan en pie desde dentro». La Iglesia, como la sociedad actual, se encuentra enfrentada con los problemas de enriquecimiento de tareas, es decir, de la formación permanente y de la promoción psicológica, cultural y profesional de sus sacerdotes. Un sacerdote de una treintena de años me decía: —Me siento incapaz de seguir haciendo el mismo trabajo durante toda mi vida. Tengo la impresión de ser un distribuidor de sacramentos. En la gran parroquia urbana en la que soy vicario desde hace dos años paso todo mi tiempo bautizando, confesando y casando. —¿No desempeña ningún trabajo con los jóvenes? —Los movimientos de jóvenes son cada vez más raros. E n la parroquia, el movimiento scout desapareció por falta de jefes. —Pero mucha gente va a verle. ¿El que les escuche no puede serles útil? —¡No creo que escuchar sea suficiente! No tengo ninguna formación psicológica. Evito dar consejos. Siempre tengo ganas de contestar: «Reflexionen, elijan, tomen sus decisiones ustedes mismos.» —¡No está tan mal! —No me siento capaz de ser una imagen paternal tranquilizadora o un director espiritual conforme a la tradición. —¿Por qué? —No creo que ése sea el papel del sacerdote. Yo tenía un director espiritual que siempre me decía: «Reflexiona sobre tu problema, ya volverás a hablarme de él cuando hayas tomado una decisión.» —¿Esa respuesta le parece válida? —Sí, pero ahora sé que los fieles me piden sobre todo que les tranquilice. No puedo soportar las confesiones, sobre todo las vísperas de fiesta. El grueso del grupo llega en el último momento y hay que escuchar, en cadena, letanías de pecados. 199
—¿El sacramento de la penitencia tiene una función liberadora? —En el momento, sí. Pero en vísperas de fiesta veo regularmente a las mismas personas, jóvenes o viejas, que vienen a repetirme lo mismo... —Dan vueltas en círculo. —Yo también. Tengo la impresión de no aportarles una ayuda eficaz. Desearía ser un catalizador que permitiera a los cristianos reflexionar sobre su fe, su actitud familiar, su acción en la sociedad. Desearía tener un papel en la formación de los jóvenes. Enseño el catecismo... Sobre esto también hay mucho que decir. Nosotros en realidad sólo tenemos esta formación: repetición = conocimiento, conocimiento = fe. En una conferencia pronunciada en el último congreso internacional católico de la infancia, el padre Girardi sostuvo que la enseñanza católica integra al niño en la sociedad existente en lugar de liberarle y permitirle asumir más tarde una sociedad nueva. Mientras los cristianos sigan siendo hombres alienados, la estructura eclesiástica sobrevivirá en su forma actual. Por desgracia para ella, la joven generación desea desarrollarse y ser responsable y dueña de su destino. Ya no acepta ser Adán. Quiere convertirse en Abraham. Entre esos dos hombres está toda la dinámica de la madurez, que conduce a la libertad de ser y de juicio, y que hace rechazar una moral legalista que se basa en la duda y la desconfianza.
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4 Hay que descolonizar al niño La Iglesia, desde hace siglos, consagra gran parte de su energía y de su tiempo a la educación. Es paradójico comprobar que en la actualidad, cuando la crisis de la educación impulsa cada vez más a los adultos a interrogarse sobre el status de la infancia y a experimentar formas nuevas de educación, muchos sacerdotes y hermanas se apartan de ese sector para descubrir el mundo del trabajo y lanzarse, como dicen, en «plena masa humana». Un buen número entre los que permanecen al servicio de la infancia justifican su compromiso más por la preocupación de llegar a los padres a través de los hijos que por el amor a la juventud. Ser catequista hoy, con seguridad, es una tarea de lo más difícil. Esa dificultad se debe a la crisis de la educación y al problema planteado por el mismo contenido de la fe. ¿Es realmente necesario calcar la catequesis del sistema escolar y darle al niño lo esencial de la fe antes de los trece años? En la revista Catéchistes, Jean Babin escribe: «Se ha querido cambiar todo, los métodos, el lenguaje, pero hay que cambiar el fondo, la estructura. En efecto, hemos aplicado nuestras fuerzas en catequizar a jóvenes de dieciséis a dieciocho años, según las edades escolares. Ahora sabemos que, psicológicamente, los períodos en que la catequización es más eficaz llegan hasta los seis años para volver de dieciocho a treinta.» Por otra parte, ¿es posible transmitir una expe201
riencia tan personal como la fe? ¿Cómo un medio cristiano tradicional que vive su religión como un reglamento, puede tener un papel educativo? Me decía un hermano de las Escuelas Cristianas: «El culto a la norma nunca ha hecho progresar a nadie.» Muchos niños tienen una necesidad creciente de recibir respuestas explícitas sobre el sentido de la vida y de la muerte. Okapi, publicado por Bayard Presse y destinado a los niños de ocho a once años, preguntó recientemente a sus lectores qué les interesaba y qué preguntas se hacían sobre la vida y sobre Dios. Contestaron más de dos mil niños. Estas son las preguntas que se repitieron con más frecuencia: ¿Por qué existe? ¿Por qué hay que morirse un día? ¿Resucitaremos algún día? ¿Cómo pudo existir el hombre? ¿Cómo empezó la vida sobre la Tierra? ¿Qué pasa antes del nacimiento? ¿Por qué la gente tiene miedo a la muerte, hasta los cristianos? ¿Para quién nació Dios? ¿Dios nos dirige? ¿Por qué Dios y Jesús son invisibles? ¿Cómo es Jesús? ¿Cuál es la diferencia entre los protestantes, los católicos y los ortodoxos? ¿Cuál es la diferencia entre un cristiano y un católico? ¿Por qué hay santos? ¿Qué es un musulmán? ¿Qué es el Corán? Este es un material utilizable. Pero el niño es exigente. No se contenta con respuestas artificiales, estereotipadas. Pienso en la pregunta: «¿Por qué la gente tiene miedo a la muerte, hasta los cristianos?» El niño tiene un profundo deseo de que le tomen en serio y le respeten por lo que es, y no en función de su conformidad con la imagen que se tenga de él. Es necesario que la educación deje de ser, como dijo 202
George Bernard Shaw, «la defensa organizada de los adultos contra los niños». El niño es un «revolucionario», escribe Simone de Beauvoir. Esto cada vez parece más verdadero. Muchos son los niños que, individualmente y silenciosamente, se rebelan contra su familia y contra los valores que ella encarna. No sólo nuestros valores explícitos, «trabajo y familia», sino también nuestras motivaciones más o menos ocultas: propiedad, poder, prestigio. No sólo nos enfrentan con nuestra hipocresía, sino que convierten en ridículo nuestro gusto por la comodidad y la respetabilidad y se orientan hacia valores que nos parecen insensatos. En realidad, esos valores traducen el deseo de niños y adolescentes de reencontrar una verdadera comunicación, una vida comunitaria, actividades manuales y artesanales que los salvarían de esta carrera desenfrenada del consumo, de esta competencia y de esta educación agresiva que tienen como principales consecuencias la agresividad y la angustia. Esta es la entrevista que tuve con un jesuíta muy distinguido y muy escuchado por numerosas personalidades de la burguesía francesa. —Doctor, ¿está usted interesado en la educación que dan los jesuítas? Tenemos 352 colegios y muchos institutos están ahora en los locales de los antiguos colegios de los jesuitas. —Como artesanos de la neurosis cristiana, sí. Ustedes tienen un sentido particular de élite. Creo que figuran entre los peores colonialistas de la infancia y de la adolescencia. —¿Colonialistas? Ese término me parece exagerado. —¿Lo cree así? Ustedes tienen dos fines esenciales: reclutar jesuitas y preparar a la élite que detentará los puestos de mando, eliminando implacablemente a los niños con problemas. Nunca han preparado a los adolescentes para modificar las estructuras de la sociedad y para vivir en un mundo en el que el hombre ya no sea un ser dominado. Conozco bien 203
el problema por haberlo visto muy de cerca en la práctica médica. Los jesuitas que dirigen la conferencia Laénnec tenían como único fin seleccionar a los futuros médicos de los hospitales, a los futuros profesores y a los futuros jesuitas. Me gustaría saber cuántos siguieron siendo militantes cristianos y cuál es su actuación familiar y humana. El único de mi generación que se convirtió en jesuíta está en plena crisis y deseo que su psicoanálisis le haga salir del problema. Es un muchacho de una inteligencia notable. Por desgracia, debió tomar conciencia tardíamente de que había sido colonizado y utilizado, y de que psicológicamente era un subdesarrollado. Tal vez también él tenga la impresión de «haber sido cogido» y de que utilizaron su entusiasmo juvenil. —Me parece que su opinión se basa sólo en algunos casos. —Por desgracia, no son algunos casos. Conozco además ciertos colegios de jesuitas que practican siempre la misma política: los resultados en el bachillerato son impresionantes, pero todos los años se produce una hecatombe en las clases inferiores. Por suerte los institutos soportan adolescentes que sólo obtienen resultados medios. Con su sistema educativo ustedes perpetúan el statu quo, es decir, la identificación de lo que llaman la élite con los resultados escolares obtenidos a partir del sexto curso. Evidentemente, es una forma de selección como cualquier otra. Pero no veo muy bien el papel educativo en el sentido cristiano del término. Entre todos mis colegas médicos, educados por ustedes, no conozco uno que siga siendo católico practicante... —No, yo conozco algunos. —¡Por suerte hay algunos! —¿Por qué acusa a los jesuitas de haber favorecido la «neurosis cristiana»? —Por la misma concepción de élite que tienen y por la manera de seleccionar. Me acuerdo de un muchacho brillante, ahora profesor en la facultad, que me dijo, hace de esto veinticinco años: «Los jesuitas 204
en verdad son raros, alientan a un muchacho como yo, que soy el tipo justo del incrédulo.» La madurez y el desarrollo del hombre nunca han sido sus objetivos. No basta un gran título para tener un superyó, y ustedes han contribuido a integrar en la sociedad varias «élites escolares», a las que siguen aconsejando. —Doctor, ya veo que no le gustan los jesuitas. —Desengáñese, les creo absolutamente notables... con la condición de que no se ocupen de la educación. En el undécimo congreso de ex alumnos de los padres jesuitas que se reunió en Vannes del 27 al 30 de agosto de 1975, algunos se quejaron de la «coacción excesiva en la formación recibida en otra época en los colegios, y del peligro de un comportamiento mecánico en la fe y en la vida cristiana». Hasta se dijo que los colegios no habían abierto suficientemente a los jóvenes a los problemas sociales y políticos y a la vida de la Iglesia, tan rica en cambios. La tendencia conservadora y paternalista del presidente de la Federación Francesa de ex alumnos no pasó desapercibida. «La fe no es una búsqueda indefinida —dijo en su discurso de apertura—. Tiene un contenido bien preciso. Velemos para que nuestros hijos no sean contaminados por los errores que se infiltran en la búsqueda catecuménica. Con el pretexto de la libertad, existe en el atraso propuesto para la administración del bautimismo una renovación de la tendencia orgullosa del hombre y un rechazo al reconocimiento del pecado original. En la lógica de ese razonamiento, se niega la redención y la divinidad de Jesucristo.» Mi interlocutor permaneció en silencio algunos minutos. Parecía sumergido en un sueño interior, luego dijo: —¿Qué quiere decir con «descolonizar al niño»? —Tener como fin educativo su desarrollo y un crecimiento psicológico e intelectual homogéneo: una de las características de la neurosis cristiana es esa escisión entre un cociente intelectual bueno, e incluso 205
elevado, y un cociente psicológico infantil. Muchos cristianos se contentan con cierto número de gestos tranquilizadores: ir a misa, confesarse dos o tres veces por año, pagar el denario al culto, hacer caridad dando dinero para los niños minusválidos o los negritos víctimas de la sequía. —Esos gestos como mínimo tienen un cierto valor. —Es evidente que sí, pero no bastan. En última instancia, son ritos para alejar el sentimiento de culpa. Si todos los miembros de las élites formadas por los jesuitas fueran verdaderos cristianos, no le dejarían a los izquierdistas el monopolio de la contestación. No veo mejor forma de contestación que la de educar a los jóvenes para permitirles asumir los cambios que sentimos como indispensables. El psicoanalista Gérard Mendel y su equipo de la Revue de Sociopsychanalyse, considera que el niño es una clase explotada en el mismo nivel que las mujeres o Jos inmigrantes; la desvinculación del consuelo social basado en la autoridad es tal que sólo son posibles dos salidas: o bien la instauración de un Estado policial, encargado de reprimir a los jóvenes, o bien la institucionalización del conflicto entre niños y adultos. Como prueba de este conflicto, contaré lo que pasó en abril de 1972 en la ciudad de Dortmund, en Renania: en la hoja de la parroquia, el pastor incluyó una llamada a los niños del barrio para protestar contra la inexistencia de un terreno de juegos. Esa llamada estaba redactada como un remedo del Manifiesto Comunista de Kart Marx: «Niños de todos los países, unios.» Los niños se entusiasmaron, pero los padres desencadenaron tal tempestad de irritadas protestas que las autoridades eclesiásticas se creyeron obligadas a reprimir al pastor por incitación a la rebeldía. —No veo muy bien qué solución propone. —Propongo que los adultos, que el superyó social, que el superyó jerárquico de la Iglesia, escuchen al mundo de la infancia y de la adolescencia para poder responder a sus necesidades. Por ejemplo, si le qui206
tamos a la «misa de niños» su aspecto tradicional de preparación para el sacramento, para permitir a los niños expresar su fe a su manera, corremos el riesgo de encontrar gestos y formulaciones que no estarán de acuerdo con la doctrina ni con las costumbres. Lo cierto es que todos podríamos dejarnos interrogar por dos frases clave, la primera de ellas del fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud: «Piensen en el contraste entristecedor que hay entre la inteligencia deslumbrante de un niño sano y la debildad mental de un adulto medio.» La segunda, del fundador del cristianismo, Jesús de Nazareth: «Quien no acoja el reino de los cielos como un niño no entrará en él.» La única manera de «descolonizar al niño» es, tal vez, caminar juntos, niños y adultos, hacia el descubrimiento de tierras nuevas, desconocidas por todos. Ya no podemos permitirnos ignorar la poesía infantil con el pretexto de que está escrita en mal francés.
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5 Obreros sacerdotes y sacerdotes obreros La Iglesia ha faltado a la cita con el mundo obrero. Es interesante al respecto la opinión del cardenal Jean Daniélou (1 de octubre de 1973): «Creo que si se quiere comprender el espíritu de muchos sacerdotes hay que saber que miran como una especie de pecado original de la Iglesia el hecho de haber faltado en el siglo xix al encuentro con el mundo obrero. A sus ojos es una mancha que hay que borrar a cualquier precio. De ahí surge a menudo una supervaloración en ese sentido, una tendencia al obrerismo y un deseo perpetuo de diferenciarse de la burguesía.» Más adelante, el cardenal Daniélou acusa a la burguesía descristianizada de haber faltado a esa cita. Por desgracia, la Iglesia faltó también a otra cita, la de la Misión de Francia, encargada de formar los sacerdotes-obreros. Viví personalmente esa experiencia, como médico psicólogo, cuando la Misión de Francia fue encerrada en «el seminario de Pontigny», en el Yonne. Antes de Pontigny, el seminario estaba en Limoges. Por la noche los seminaristas saltaban el muro para ir a discutir con los obreros en los cafés o a bailar. Estaban obsesionados por la necesidad de contacto con el mundo obrero, y tem'an un espíritu sistemáticamente antiburgués. Todo era burgués: la cultura, la música, la pintura, etc. Aquí encontramos la noción del obrerismo de la que habla el cardenal Daniélou. En realidad, el gran problema era que la Iglesia 208
no había reflexionado realmente sobre qué debía ser la formación, la selección y la inspección de los sacerdotes en el mundo del trabajo. Como siempre cuando hay que resolver algún problema, crea una institución, una comisión o una subcomisión, y cree que de esta manera todo sucederá sin problemas. En el caso concreto de la Misión de Francia, no se había pensado en nada antes de crear la institución. La selección era nula. El seminario agrupaba a cierto número de jóvenes angustiados, inestables, con perturbaciones caracterológicas. Para uno de ellos aquél era su cuarto seminario. Esa institución hubiera debido ser una escuela que seleccionara jóvenes sacerdotes que ya hubiesen pasado por otras pruebas. En realidad se convirtió en un seminario-refugio. También la información dejaba mucho que desear. Había que asociar a la formación teológica clásica una formación social, económica, política y profesional. Es una lástima que la Igleisa no haya puesto tanto cuidado en la formación de los sacerdotes-obreros como en la de los jesuitas. El mundo obrero necesitaba sacerdotes muy maduros, muy cultivados y profesionalmente aptos. Muchos quedaron demolidos en su primer contacto con los militantes sindicalistas y marxistas bien formados. La escuela del Partido está mejor organizada que la de la Iglesia. La formación de los sacerdotes-obreros fue saboteada por una falta de reflexión. Una vez más, la institución neurotizada no se comunicó consigo misma para comprender las necesidades del yo, representadas por el mundo obrero: un yo exigente y realista. El superyó rígido y lejano creyó que bastaba con crear un seminario para responder a una necesidad vital. La jerarquía condenó luego esa experiencia, de la que era plenamente responsable. En 1953, cuando se produjeron las primeras medidas contra los sacerdotes-obreros, había alrededor de ochenta sacerdotes diocesanos que trabajaban (cuarenta en la región parisiense) y veinte religiosos. París, Burdeos, Toulouse, Lille, Limoges, Lyon y Marsella 209
eran los principales centros de la Misión. Las intervenciones de la Curia eran progresivas, porque los obispos franceses se mostraban partidarios de la continuación de la experiencia. El 15 de setiembre de 1953 se dieron a conocer las cinco condiciones para autorizar el trabajo de los sacerdotes-obreros. De ellas, dos parecían inaceptables: la limitación a tres horas por día de la jornada de trabajo y la prohibición de tomar un trabajo temporal. Lo proclamaron públicamente y denunciaron los equívocos y el doble planteamiento político de esta decisión. Algunos de ellos, con la complicidad de su obispo, las dejaron de lado, afirmando así por primera vez que un creyente no puede actuar contra su conciencia cuando el fin perseguido es legítimo. Georges Hourdin, periodista católico, defendió con ardor la causa de los sacerdotes-obreros. En un artículo titulado «La Iglesia trastornada por la experiencia de los sacerdotes-obreros», publicado en Les Informations catholiques intemationales del mes de octubre de 1973, escribió:
«En esa época me escribía todas las semanas con Vladimir d'Ormesson, que era embajador ante el Vaticano. Cristiano inteligente, no se contentaba con representar al Estado francés ante las autoridades romanas. Era embajador de todos los cristianos de Francia. Era evidente que los responsables de la Curia y nosotros no hablábamos el mismo lenguaje. Nuestra simpatía con respecto a los sacerdotes-obreros era notoria. Nuestros mismos periódicos resultaban sopechosos. Vladimir d'Ormesson, que conservaba el sentido de la ironía cuando escribía una carta, aunque fuera amistosa, me escribió para tranquilizarme: "Esta semana me he visto obligado a visitar todos los despachos de la Curia. He aprovechado para hablar de vosotros. No estáis mal vistos, hasta se alegran por el carácter moderno que habéis dado a las publicaciones. Para concluir, creo poder afirmar 210
que, mientras las tiradas sean importantes y vuestro éxito seguro, no tenéis nada que temer del Vaticano." Fue para mí una gran lección. Se permite dar prueba de cierta independencia de pensamiento con la condición de tener éxito materialmente. ¡Pobres sacerdotes-obreros! No eran bienpensantes ni ricos. Tenían dificultades con la patronal y con la policía. Dos de ellos habían sido detenidos durante una manifestación contra el general Ridgway. ¿Por qué iban a tratarles bien?»
Entre los seminaristas que conocí en Pontigny, algunos todavía vienen a consultarme: uno de ellos es obrero agrícola. Su actividad sacerdotal se limita a decir misa el domingo en las tres parroquias rurales que tiene a su cargo. Otro es chófer de taxi. Puede quedar libre los jueves para dar el catecismo. La mayoría sigue en equipo y se ocupa de cierto número de parroquias obreras. Conozco algunos, sólidos, que hubiesen sido buenos sacerdotes-obreros y hubieran aportado un testimonio poderoso en un mundo dispuesto a recibirles y aceptarles... Todos lamentan la experiencia abortada. Algún día la Iglesia tendrá que responder a esta necesidad: sacerdotes formados para insertarse profesional y socialmente en la base. Otro problema muy cercano parece importante: muchos jóvenes sacerdotes sufren por no tener oficio. Son incapaces de ganarse la vida y tienen la impresión de estar encerrados en una situación sin alternativas. Dos casos me impresionaron particularmente. Esos dos sacerdotes pusieron en tela de juicio su vocación, uno a los cuarenta años, el otro a los cuarenta y cuatro; uno se fue a Canadá, donde se casó y donde trabaja, el otro se mató. Estoy convencido de que el problema habría sido distinto si se hubiesen podido realizar en una actividad que les gustara. Los dos estaban obsesionados por la necesidad de ganarse la vida, de ser hombres entre los 211
hombres. Tenían necesidad de probarse a sí mismos que eran como los demás. Cito juntos los dos casos porque la causa de la depresión era la misma. El primero reaccionó rápidamente. De entrada, intentó trabajar como empleado subalterno (lavaplatos, barrendero) en la estación de invierno en la que era sacerdote. Rápidamente agotado por esa situación ambigua, tuvo la valentía de tomar una decisión firme. Pidió a su obispo la reducción al estado laico, la obtuvo y dejó Francia. Se fue al Canadá, donde se casó con una ex religiosa que conocía desde hacía unos años. Reemprendió los estudios que le permitieron ejercer el oficio de consejero conyugal. Recibí noticias de él cuando nació su primer hijo. La fotografía que acompañaba a la carta era la de una familia feliz. El segundo era un gran inmaduro, inteligente y cultivado. Sufría por no tener vida sexual ni oficio. Empezó una cura de psicoterapia, pero luego la abandonó. Su primera experiencia afectiva y sexual terminó en un fracaso. Dudó durante mucho tiempo en pedir su reducción al estado laico, porque tenía miedo de lanzarse al mundo del trabajo sin título ni cualificación laboral... Por un lado, la formación tradicional del seminario no facilita una nueva clasificación profesional. Por otra parte, el oficio de sacerdote aún está muy sobrevalorado. Coloca al que lo ejerce en un plano de igualdad con todos los cristianos de cualquier nivel cultural y profesional, por no decir en un nivel superior, al de representante de Cristo. Este sacerdote estaba sumido en una ambigüedad total. Hubiese querido casarse, pero no quería hijos por miedo a las responsabilidades de ser cabeza de familia. Tampoco quería seguir siendo sacerdote, pero sí conservar la autoridad y las prerrogativas sociopsicológicas inherentes a su función. En una palabra, estaba en un impasse. Después de varios meses de 212
duda, pidió una entrevista con su obispo y pidió formalmente su reducción al estado laico. Todos sus amigos se sintieron aliviados: les parecía que había salido de su depresión. Dos días después se suicidó, durante la noche, con una mezcla de gas y barbitúricos. Ese sacerdote no supo elegir. Es verdad que su falta de madurez era la razón de sus vacilaciones. Era incapaz de abandonar su personaje. Me equivoqué al no ser, aunque fuera momentáneamente, más dominante. Pensé que el tiempo trabajaba en su favor. En realidad, aunque conservaba una apariencia equilibrada, se deterioraba en profundidad. La angustia lo minaba; le venció el deseo de muerte. El compromiso que se pide a los sacerdotes que se ordenan jóvenes es grave. ¿Quién puede afirmar que soportarán el celibato y la soledad durante toda la vida? Es imposible negar las crisis patológicas y fisiológicas que puede conocer cualquier individuo. Muchos sacerdotes soportan mal la soledad: es frecuente la crisis afectiva de los cuarenta años. Descubren tardíamente no sólo la importancia de las relaciones con la mujer, sino también la dificultad de vivir sin familia y sin hijos. Cuando veo a un sacerdote en crisis, a menudo le aconsejo que se ponga a trabajar, para permitirle «airearse y relajarse». Pero ese trabajo plantea problemas: la jornada completa no les permite asumir su responsabilidad sacerdotal y la media jornada los marca con un signo particular que no les permite encontrar empleos interesantes.
¿Qué solución proponer? Ciento treinta y cinco sacerdotes reunidos en Lourdes, en la asamblea anual del episcopado, discutieron prioritariamente la preparación al ministerio. Desvelaron cifras dramáticas: de 1963 a 1971, el efectivo total de los seminaristas pasó de 21.713 a 8.391 alumnos. Al mismo tiempo, el número de ordenaciones cayó de 573 a 237. Diez dió213
cesis francesas no aportaron un solo seminarista el año pasado. El autor de esta «operación verdad», monseñor Francois Fretelliére, de cuarenta y siete años, es de la orden de San Sulpicio. Monseñor Fretelliére piensa que hay jóvenes «muy generosos» a los que la palabra seminario desalienta. Para luchar contra la neurosis cristiana es importante que desaparezcan los seminarios-ghettos. La reforma interna que se ha emprendido parece insuficiente. Como dijo un superior: «Los seminarios corren el riesgo de morir una vez han sido curados.» Están en curso dos nuevas experiencias. Sesenta y nueve candidatos al sacerdocio se forman actualmente en un medio obrero. Entre los estudiantes, los grupos de formación universitaria guían a 135 futuros sacerdotes. Estas cifras todavía modestas están llamadas a aumentar a costa de los seminarios clásicos. En éstos, los cursos son cada vez menos numerosos. Francia tiene 98 diócesis, y hace unos años cada una se enorgullecía de poseer un gran seminario. Ahora sólo quedan cuarenta. Entre ellos, el candidato al sacerdocio puede elegir y no tiene que hacerlo necesariamente en su región de origen. Incluso existe en Econe, en Suiza, un seminario tradicionalista en el que están en boga el latín y la sotana. En la Iglesia de Francia, numerosos signos testimonian una voluntad de búsqueda y reforma. En Lourdes los obispos abandonaron sus signos exteriores de dignatarios de la Iglesia para adoptar el traje gris o negro. Parece que la separación histórica entre los clérigos, que tenían todas las responsabilidades, y los fieles, que tenían pocas, está hoy definitivamente superada. En el futuro, los sacerdotes serán reemplazados cada vez más por los laicos. Ya en los catecismos la administración temporal de los bienes de la Iglesia, la animación de la Acción Católica, se confían a voluntarios laicos. Monseñor Fretelliére sugiere que ciertos laicos sean admitidos para frecuentar los se214
miliarios: «Se beneficiarían con cursos de profesores notables a los que les faltan alumnos...» Hay otra experiencia que me parece aun más interesante; la que llevó a cabo el obispo anglicano de Stepney, un suburbio obrero de Londres. Su diócesis cuenta con 98 parroquias, en las que predomina la clase obrera. Son muy raros los sacerdotes que hayan nacido o se hayan educado en el medio en el que trabajan. «El fracaso de la Iglesia en ese suburbio de Londres —explica el doctor Huddleston—, se debe a que no es del lugar. Hasta ahora hemos puesto ahí a nuestro mejor clero, al más apostólico, pero la Iglesia no ha progresado porque sus sacerdotes venían de otra parte.» Por esa razón, en 1969 se tomó la decisión de apelar a las mismas comunidades locales. En Pentecostés, el obispo organizó un referéndum en todas las parroquias de la diócesis para someterles la idea de un clero auxiliar autóctono y para lograr voluntarios. Recibieron la idea con entusiasmo y seis hombres se propusieron como voluntarios, con el acuerdo y el apoyo activo de sus mujeres y de sus parroquias, que ratificaron la candidatura. Por diversas razones, dos de los candidatos debieron abandonar en el camino, pero los otros cuatro fueron ordenados diáconos en diciembre de 1972. Prosiguen sus estudios con miras al sacerdocio, que les debe ser concedido en 1974. Esos hombres son, respectivamente, un tendero (sesenta y un años), un técnico telefónico (cuarenta años), un mecánico (treinta y seis años) y un reparador de tejados (treinta y dos años). Sólo el tercero es cristiano de nacimiento, los otros tres se convirtieron. Sus estudios sacerdotales, escalonados en cinco años, comprenden una parte teórica, lectura de libros teológicos, cursos por la noche con el cura de su parroquia, reuniones y discusiones; y una parte práctica, participación en la vida litúrgica y comunitaria de la parroquia e iniciación en las tareas pastorales del clero. Esta preparación para el ministerio demostró ser muy pesada porque se realizaba fuera de las horas de trabajo y porque cada 215
uno de los candidatos estaba casado. No siempre era fácil que los cuatro quedaran libres al mismo tiempo y la mayoría de las horas de formación se sacaban de la vida familiar, pero mujeres e hijos demuestran mucha comprensión. Para simbolizar esta solidaridad familiar, el día de la ordenación como diáconos, la mujer de cada ordenado se arrodilló al lado de su marido frente al obispo. Es importante otra innovación: ese nuevo ministerio estará localizado en el tiempo y en el espacio, ya que los cuatro futuros sacerdotes se comprometen a ejercer su ministerio durante un período de siete años y en una parroquia determinada. Al finalizar ese periodo podrán renovar su compromiso con el acuerdo del obispo y de la comunidad cristiana a la que sirven. Este sistema permitirá mayor flexibilidad y dará a cada uno la posibilidad de cumplir tareas bien determinadas. «No quiero poner en duda en absoluto el carácter sacramental y permanente del sacerdocio —afirma el doctor Huddleston—. Esta nueva experiencia quiere ser sólo uno de los caminos posibles para superar la crisis actual... Creemos que el ministerio sagrado está abierto a todos y no sólo a universitarios. Y además, en mi opinión, el sacerdocio no es un carisma personal. El ministro debe ser conducido por una comunidad. Por supuesto, esperamos igualmente suscitar nuevas formas de ministerio laico, pero en la Iglesia siempre se necesitarán sacerdotes y, si es posible, sacerdotes que representen lo más fielmente posible a las comunidades cristianas de origen y a las que se consagran.» Lamento que el padre Perrin ya no esté aquí para valorar esta evolución. Cuando Roma condenó a los sacerdotes-obreros dejó su taller de Isére-Arc. Dudaba del futuro y escribió una carta en la que pedía la reducción al estado laico. No la envió. Tiempo después, se mató en un accidente de motocicleta. En 1945 había escrito un libro llamado Sacerdote-obrero en Alemania. Se había ido en 1943 con los setecientos 216
m i l jóvenes obreros requeridos por los ocupantes nazis. En ese libro hablaba de la indiferencia total de los obreros franceses con respecto a las verdades de la fe, tal como se las presentaban, la coherencia de su grupo humano y la nueva naturaleza de sus esperanzas. Profetizaba cuál tenía que ser la imagen de la Iglesia del mañana, con un clero nuevo y militantes mezclados con los otros hombres, compartiendo sus trabajos y su lucha por la justicia. La jerarquía eclesiástica ha tomado por fin conciencia de que no puede conformarse con predicar la paciencia y la sumisión en el mundo obrero, y de que el problema radica en hacer oír la palabra de Dios a un pueblo que ya no la escucha. Se necesita, además, que no se contente con recetas y que se comprometa profundamente en esta evolución. La institución neurotizada, ¿aceptará morir en sí misma?
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IV EPILOGO: JESUS, HOMBRE LIBRE
La educación cristiana está en perpetua contradicción con el mensaje evangélico y se basa en un serio contrasentido. El niño al que se habla de amor y de don de sí mismo está sometido desde muy temprana edad a una serie de prohibiciones y tabúes cuya transgresión le lleva a la situación de pecado. Se le impide descubrir el placer y la alegría. Todo placer es pecado. El placer sexual es evidentemente el pecado tipo, tanto más por cuanto los educadores, sacerdotes, religiosos, solteronas o buenos cristianos tradicionalistas están privados de él. Algunos proyectan su obsesiva frustración sobre los niños a los que educan o, más exactamente, a los que hacen culpables. Freud definió la libido como la energía derivada de la pulsión sexual. En Jung, la noción de libido se amplía hasta designar la «energía psíquica» en general, presente en todo lo que es una «tendencia hacia». Al negar la importancia de la pulsión sexual, de su desarrollo y realización, la educación cristiana crea una inhibición de la energía psíquica, del tono mental y del placer de vivir en general. ¡Cuántos cristianos castrados de esta manera, apresados entre el deseo y la defensa, viven en el miedo a todo! Fóbicos, angustiados, a veces físicamente enfermos o impotentes, llevan una vida miserable y construyen día a día, a golpes de buena conciencia, su salvación eterna. Como adulto, el cristiano se enfrenta con una contradicción permanente: tener que vivir una enseñanza de amor en un mundo en el que sólo la propie218
dad, el dinero y la herencia son respetados por todos, incluida la mayoría de los sacerdotes y de la jerarquía eclesiástica. El cristiano debe identificarse con Jesucristo, que ha sido el tipo exacto del hombre libre, que se enfrentó a todas las estructuras de su tiempo. Jesús, en efecto, relativizó la ley. Sus enseñanzas provocaron un cambio profundo en las relaciones del hombre con la institución construida por esa ley y encargada de su observancia: definió de nuevo el camino que lleva a Dios, al amor al prójimo y no al legalismo. Desplazó el centro de gravedad de la religión e hizo inútil la institución organizada para defensa y mantenimiento de la ley. Esa es la verdadera causa de su condena a muerte. La ley provenía de Moisés o, al menos, su autoridad garantizaba la validez. Aliándose con el pueblo judío. Dios le impuso esa ley como signo de su vasallaje y como testimonio de su fidelidad. Como contrapartida, le garantizaba la vida y la beatitud eternas. De pronto, en ese mundo bien estructurado, un hombre de Galilea, llamado Jesús, expresa opiniones subversivas. Desacata el poder de los escribas y fariseos, negando el fundamento de su autoridad. Está a gusto con los mal pensantes y frecuenta gentes de mala reputación, que no tienen lugar en una sociedad regida por la casta de los perfectos y de los sacerdotes. Se muestra liberado respecto a los prejuicios sociales y frecuenta la compañía de publícanos de reputación dudosa, y de recaudadores de impuestos, considerados como ladrones. Se deja besar los pies por las prostitutas. Y hasta llega más lejos: pretende que publícanos y prostitutas precederán en el reino de los cielos a los guardianes puntillosos de la ley. No es menos libre con respecto al poder político, y se niega a entrar en manipulaciones y compromisos. Se niega a que los zelotes, que luchan contra el poder romano, utilicen su ascendente personal para servir 219
a la causa de la liberación. Paradójicamente, los romanos le condenan bajo la acusación de rebelión política. Jesús siempre luchó contra los ritos y contra la observancia neurótica de la ley. Denuncia la estupidez y la mezquindad legales: cuando se le reprocha haber curado en sábado, responde: «¿Quién de vosotros si tiene una sola oveja y cae en un agujero en día de sábado, no irá a recogerla y guardarla?» Toda la actitud de Jesús está basada en una sola ley: su amor efectivo hacia el prójimo. No se encierra en el recuento de las infracciones legales. Para él, la fe del paralítico o el amor de la pecadora prueban que están cerca de Dios: han comprendido lo que significa «el reino de Dios». Jesús no tenía nada de asceta obsesionado por la perfección. «¿Con quién voy a comparar esta generación —dijo—. Es comparable a los niños sentados en una plaza que llaman a otros: "¡Nosotros tocamos la flauta y vosotros no habéis bailado! ¡Entonamos un canto fúnebre y no os golpeáis el pecho!" En efecto, Juan (el Bautista) ha venido, no come ni bebe y se dice: "Ha perdido la cabeza." El hijo del hombre (Jesús) ha venido, come, bebe, y dicen: "Ese es un glotón y un borracho, un amigo de los recaudadores de impuestos y de los pecadores!"» Jesús no siguió el camino de Juan el Bautista. No se retiró al desierto para vivir en el ayuno y la penitencia. Se quedó en medio del pueblo, frecuentando todas las clases sociales, tanto a los profesionales de la religión como a la gente de vida dudosa. No desdeñaba participar en una boda o tomar vino. Vivió en una libertad que ningún hombre que teme a Dios se animaría a otorgarse. Su actitud amenazaba el equilibrio social y religioso del judaismo del primer siglo. Su autoridad y su libertad explican los conflictos que, provocados por su palabra, finalmente le llevaron a la condena. Su mensaje es el de la antineurosis: frente a una sociedad rígida, legalista y despreciativa, mostró que 220
sólo la comunicación, el amor y el respeto de los hombres, cualesquiera que sean, llevan a Dios. Su mensaje no es el del miedo, la angustia o la culpabilidad. Es el del hombre libre, que no acepta ningún compromiso y prefiere transgredir antes que obedecer una ley coercitiva e infantilizante. Es incomprensible que de tal mensaje haya podido nacer una Iglesia neurotizada cuya actitud es un perpetuo compromiso. Se ha podido decir que el cristianismo era una revolución que jamás ha sido negada. 1 La Iglesia fue y sigue siendo la institución más apta para frenar todas las revoluciones. Se integró rápidamente en la sociedad de patrimonio, basada en la familia, la propiedad y la herencia. Se convirtió en una institución jerarquizada, con estructuras propias y intereses temporales que defender. Pero hay algo más grave; ha cambiado totalmente el sentido del mensaje inicial. Ha establecido una moral basada, no en el amor, sino en el miedo al juicio último y a la muerte. Ha basado su educación en la crucifixión y no en la resurrección? Cristo fue crucificado por su amor y su comportamiento liberal, todas ellas cualidades que concuerdan mal con las necesidades de una Iglesia y de una organización. Pero resucitó, y por eso mismo le hemos reconocido como hijo de Dios. Crucifixión, resurrección, ése es el verdadero problema: la muerte de uno mismo que pregona la moral cristiana no es el aniquilamiento frente al otro, no es la sumisión a un superyó legalista e inculcador de sentimientos de culpa. El significado es otro: morir uno mismo es perder el narcisismo primitivo que hace al hombre incapaz para toda vida social verdadera, para todo intercambio profundo con el otro. Es pasar del estadio objetal, sometido a prohibiciones y tabúes, al estadio de sujeto, responsable, independiente, capaz de amarse y de amar profundamente a los demás. En eso estriba, en mi opinión, el verdadero sentido de la resurrección, que hace de nosotros hombres libres, hijos de Dios. 221
La interpretación neurótica de la Iglesia y la educación aplastante que es su consecuencia, explican por qué muchos cristianos, muchos sacerdotes o religiosas, son frágiles y angustiados. Están inmersos en una destrucción y reconstrucción perpetuas, no acaban de morir por intentar vivir. Uno de ellos me decía: «Estoy construido con todas las piezas según los elementos sacerdotales. Soy un ser prefabricado.» Espero que la jerarquía de la Iglesia reencuentre un lenguaje verdadero y liberador, y desarrolle una educación que permita al hombre de este tiempo sentirse cómodo en su espíritu y en su cuerpo. «Te digo solamente: ama a tu prójimo como a ti mismo, y saldrás de tu estupor, de tu egoísmo, de tu miedo. No serás más un ser infantil y angustiado, sino un hombre Ubre, hijo del Hombre e hijo de Dios.»
INDICE Prefacio. I.
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LA N E U R O S I S C R I S T I A N A Y EL H O M B R E . 1.
2.
3.
4.
II.
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La sacralización del a n i q u i l a m i e n t o . Una hermosa imagen sacerdotal U n profesor d e física impotente . . Una religiosa-objeto Un sacerdote casado U n médico católico practicante . .
7 .
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7 8 21 32 39 47
¿ C ó m o se l i b e r a el c r i s t i a n o de la c u l p a b i l i d a d enseñada? La confesión y la buena conciencia . .
53 53
La educación c r i s t i a n a en tela de j u i c i o .
74
Sus bases y sociales
74
y
sus
consecuencias
humanas
E n f e r m e d a d y c u l p a b i l i d a d en la teología cristiana .
LA N E U R O S I S LIZACION
CRISTIANA
Y
LA
88
CIVI108
1.
¿Crisis de civilización o evolución? . . El hundimiento de la sociedad patriarcal . Secularización y desacralización . . . El papel de la psicología y del psicoanálisis .
108 113 125 133
2.
La n e u r o s i s i n s t i t u c i o n a l de la I g l e s i a . Un superyó hipertrofiado, un yo aplastado . El Papa denuncia la decadencia de la moral.
141 141 162
III.
PARA UNA NUEVA EDUCACION Y UNA NUEVA IGLESIA
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1. La educación del amor a uno mismo .
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169
2 . L a Iglesia, asamblea del pueblo .
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3 . Adán y
Abraham
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4 . Hay que descolonizar a l niño .
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5. Obreros sacerdotes y sacerdotes-obreros . IV.
EPILOGO: JESUS, HOMBRE LIBRE
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208
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