Sole Maria Jimena - Spinoza En Debate.pdf

May 27, 2018 | Author: José Guerrero Lobo | Category: René Descartes, Baruch Spinoza, Immanuel Kant, Gottfried Wilhelm Leibniz, Metaphysics
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Asesor editorial Oscar Nudler

La publicación de este libro fue en parte posible gracias

al Proyecto de Investigación Científica y Tecnológica “Las fuentes del Idealismo alemán. Recepción e influencia de Kant y Spinoza en las primeras obras de Fichte, Schelling y Hegel” (PICT 2012 N° 0496 Categoría I Tipo B “Jóvenes Investigado res”) financiado por la Agencia Nacional de Promoción Cientí fica y Tecnológica/FONCyT.



Edición: primera, julio 2015 ISBN: 978-84-15295-84-6 Tirada: 500 ejemplares Diseño: Gerardo Miño Composición: Eduardo Rosende

© 2015, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de los editores. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

dirección postal: Tacuarí 540 (C1071AAL) Ciudad de Buenos Aires, Argentina tel-fax: (54 11) 4331-1565 e-mail producción: [email protected] e-mail administración: [email protected] web: www.minoydavila.com redes sociales: @MyDeditores, www.facebook.com/MinoyDavila

SPINOZA EN DEBATE María Jimena Solé –editora–

Abreviaturas utilizadas para citar las obras de Spinoza La Ética demostrada según el orden geométrico se citará como es habitual mediante la sigla E, indicando la parte en números romanos y utilizando abreviaturas y números arábigos para hacer referencia a las definiciones, axiomas, proposiciones, corolarios, escolios, etc. Por ejemplo: “E I, prop. 15, esc.” refiere al escolio de la proposición 15 de la primera parte de la Ética. El resto de las obras de Spinoza se citan según las siguientes siglas, indicando la página de la edición canónica de Carl Gebhardt (Spinoza, B., Opera, ed. C. Gebhardt, 4 tomos, Carl Winter, Heidelberg, 1925). Esta paginación figura en los márgenes de las ediciones de Alianza de cada obra: PM TTP TP Ep

Pensamientos metafísicos Tratado teológico-político Tratado político Epístola

Dado que los autores utilizan diversas traducciones al castellano de las obras de Spinoza, éstas se mencionan en cada caso.

Índice

Sobre los autores......................................................................................... 7 Presentación, por María Jimena Solé...................................................... 15 PARTE I. Controversias filosóficas....................................................... 29 1. Spinoza en debate con los filósofos de su época El principio de razón suficiente: Spinoza, entre Descartes y Leibniz, por Leiser Madanes................................................................. 31 Omnipotecia(s): Spinoza contra Descartes, otra vez, por Fernando Mancebo............................................................................. 47 Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus sobre la derivación de los cuerpos, por Rodolfo Fazio............................................................ 57 Spinoza y Hobbes sobre la teoría del Estado, por Antonieta García Ruzo....................................................................... 67 2. El spinozismo en la Ilustración y el Idealismo alemán Spinoza, Bayle y la filosofía clandestina, por Fernando Bahr..................................................................................... 77 Spinoza o la Ilustración en debate, por María Jimena Solé............................................................................... 91 Sobre la figura Spinoza en el Opus Postumum de Kant, por Natalia Lerussi.................................................................................... 105 Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling, por Mario Martín Gómez Pedrido........................................................... 115 Spinoza en Fichte: derecho originario, ley jurídica y libertad, por Mariano Gaudio.................................................................................. 131 Hegel y Spinoza sobre el Estado democrático, por Andrés Fortunato................................................................................ 155

3. Spinoza y los debates políticos contemporáneos Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza, por Lucía Gerszenzon................................................................................ 167 Filosofía, escritura y comunidad política: como leer el Spinoza de Leo Strauss, por Guillermo Sibilia...................................................... 177 Las grietas en el muro: el Spinoza de Schmitt, por Jerónimo Rilla...................................................................................... 201 Acerca de la posibilidad de una beatitud política. Spinoza leído por Deleuze, por Julián Ferreyra..................................... 211 PARTE II. Debates epistolares............................................................... 219 Dichos y entredichos en las cartas de Oldenburg y Spinoza, por Laura Martín....................................................................................... 221 Jelles y Spinoza acerca de la religión, por Claudia Aguilar................................................................................... 231 Burgh y Spinoza. Una disputa en torno a la Iglesia Romana, por Valeria Giselle Rizzo Rodríguez........................................................ 239 Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos en la construcción de una ontología espectral, por Pablo Maxit.......................................................................................... 247 Spinoza y Balling, acerca de la posibilidad de un presagio, por Natalia Sabater.................................................................................... 257 El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh, por Mariano Cozzi..................................................................................... 267 APÉNDICE Realismo y don: Spinoza y la militancia política, por Diego Tatián......................................................................................... 275 Bibliografía citada...................................................................................... 293

Sobre los autores

María Jimena Solé (editora). Doctora en Filosofía por la UBA (2010). Es Investigadora Asistente del CONICET y Jefa de Trabajos Prácticos en la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA). Fue becaria doctoral y postdoctoral del CONICET y realizó estadías de investigación en Alemania como becaria del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD), en la Universidad Humbold de Berlín y en la Universidad Leibniz de Hannover. Sus investigaciones se concentran fundamentalmente en el pensamiento de Spinoza, la filosofía de la Ilustración y el Idealismo alemán. Desde 2008 coordina el Grupo de Investigación sobre Spinoza y el Spinozismo (Instituto de Filosofía, UBA). Ha participado de eventos académicos nacionales e internacionales y ha publicado artículos, libros y traducciones en el país y en exterior. Entre sus publicaciones más recientes, se destacan: Jacobi, Mendelssohn, Kant, Wizenmann, Herder, Goethe, El ocaso de la Ilustración. La Polémica del Spinozismo, (trad. notas y estudio preliminar M. J. Solé, Universidad de Quilmes/ Prometeo, Bernal, 2013) y M. J. Solé, Spinoza en Alemania (1670 - 1789). Historia de la santificación de un filósofo maldito (Editorial Brujas, Córdoba, 2011). Claudia Aguilar. Estudiante avanzada de la carrera de Filosofía (UBA). Desde 2011 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Ha pre-



sentado comunicaciones en congresos y jornadas, principalmente en torno al pensamiento de Spinoza. Actualmente es Adscripta a la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna de la UBA con el proyecto “Igualdad de Géneros en Hobbes y consideraciones kantianas entorno a «lo femenino»”. Fernando Bahr. Doctor en Filosofía y Profesor Titular Regular de Filosofía Moderna en la Universidad Nacional del Litoral e Investigador Adjunto del CONICET. Se ha dedicado a la historia del escepticismo moderno, prestando especial atención a Pierre Bayle. Ha traducido y editado, entre otros, a Bayle, La Mothe Le Vayer y Vanini. Actualmente es director de Tópicos. Revista de filosofía de Santa Fe. Mariano Javier Cozzi. Profesor de Filosofía (UBA). Ha integrado diferentes proyectos de investigación en el área de Filosofía Moderna y Antigua. Desde 2009 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el Spinozismo dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Ha presentado trabajos en diferentes eventos académicos y ha publicado artículos que abordan distintos aspectos de la filosofía de Spinoza y acerca de la relación entre la filosofía y la literatura. Además, ha publicado textos literarios y una novela. Rodolfo E. Fazio. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Doctorando por la misma institución. Es docente de la cátedra de Historia de

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la Filosofía Moderna (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA). Ha participado en congresos y jornadas nacionales e internacionales. Ha publicado artículos en libros y revistas nacionales e internacionales. Ha sido becario de la Universidad de Buenos Aires, del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y del Conicet. Julián Ferreyra. Doctor en Filosofía (UBA/ Paris X), Investigador Adjunto del CONICET y Jefe de Trabajos Prácticos de Antropología Filosófica (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA). Es autor de L’ontologie du capitalisme chez Gilles Deleuze (Paris, L’Harmattan, 2010) y director de los grupos de investigación UBACyT “Del idealismo alemán a la filosofía francesa de la diferencia: tras las fuentes del poskantismo deleuziano” y del PICT-FONCyT: “Deleuze: ontología práctica” Andrés Fortunato. Licenciado en Filosofía (UBA). Su Tesis de Licenciatura abordó el realismo político en Hegel y Spinoza. Su área de investigación es la filosofía política moderna y contemporánea. Ha participado de diversos eventos académicos nacionales y ha realizado diversas publicaciones acerca de sus temas de estudio. Antonieta García Ruzo. Licenciada en Filosofía (UBA). Su Tesis de Licenciatura trató el problema de la continuidad entre los tratados políticos de Spinoza, concentrándose en el concepto del pacto. Desde 2012 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Ha presentado comunicaciones en congresos y jornadas, principalmente en torno al pensamiento político de Spinoza. Actualmente es adscripta a la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna de la UBA con el proyecto “¿Spinoza contractualista? Una respuesta desde su Ética”.

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Mariano Gaudio. Profesor de Filosofía (UBA) y Doctorando en la Universidad de Buenos Aires. Su investigación doctoral aborda la filosofía política de Fichte. Participa en diversos proyectos de investigación sobre Filosofía Moderna e Idealismo. Es miembro de la Asociación Latinoamericana de Estudios sobre Fichte (ALEF). Ha presentado y/o publicado varios artículos en eventos, libros y revistas académicas, en especial sobre el Idealismo alemán y el pensamiento de Fichte y de Schelling. Lucía Gerszenzon. Profesora en Filosofía (UBA) y Ayudante de Trabajos Prácticos en la cátedra de Historia de la Filosofía (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA). Ha sido becaria Estímulo (UBA) y es becaria del Consejo Interuniversitario Nacional, para realizar una investigación sobre “Amor y cuerpo en la Ética de Spinoza”. Desde 2012 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el Spinozismo dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Mario Martín Gómez Pedrido. Licenciado en Psicología y en Filosofía (UBA). Doctorando en Filosofía con una tesis sobre la noción de tiempo, eternidad y negatividad en la obra de Martin Heidegger y sus relaciones con el Idealismo alemán. Es docente en las asignaturas Gnoseología, Metafísica y Antropología Filosófica (FFyL, UBA) y en Metodología de la Investigación (Psicología, UBA). Integra proyectos de investigación sobre temas de su especialidad en la UBA y en la Escuela de Humanidades de la Universidad de General San Martín. Ha sido Becario en Alemania (en la Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt en 2001 y en la Albert-Ludwigs-Universität-Freiburg en 2008-2009). Ha realizado numerosas publicaciones en libros y revistas. Natalia Lerussi. Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Jefa de Trabajos Prácticos en la cátedra

de Historia de la Filosofía Moderna (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA) y becaria postdoctoral del CONICET. Su área de investigación general es la filosofía de los siglos XVII XVIII, especialmente la metafísica, la filosofía de la naturaleza y la filosofía de la historia alemanas de finales del siglo XVIII. Ha realizado estancias de investigación en las universidades alemanes Universität zu Köln y Humboldt Universität de Berlín. Recientemente, ha publicado diversos artículos en revistas de filosofía nacionales y extranjeras en torno a la teoría del juicio reflexionante en la filosofía de Immanuel Kant. Leiser Madanes. Doctor en Filosofía. Enseñó Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad de Buenos Aires y actualmente es titular de la cátedra de Filosofía Política en la Universidad Nacional de La Plata. Es miembro del Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF). Entre sus trabajos más recientes cabe destacar los libros Una alegría secreta. Ensayos de filosofía moderna (Universidad del Valle, Cali, Colombia, 2012) y El árbitro arbitrario: Hobbes Spinoza y la libertad de expresión (Eudeba, Buenos Aires, 2001), además de diversos artículos en la revista Deus Mortalis. Cuaderno de filosofía política.

por la Dra. María Jimena Solé, desde el 2010. Actualmente es Adscripta a la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna (UBA) con el proyecto “El individuo humano en Spinoza. Estructura ontológica y derivas ético-políticas” y está redactando su tesis de la Maestría Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad (UBA) sobre la noción de potencia en Spinoza y Agamben. Ha presentado comunicaciones en congresos y jornadas principalmente en torno a Spinoza y la Filosofía Moderna. Pablo Maxit. Estudiante avanzado de la carrera de Filosofía (UBA). Desde 2009 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Ha presentado comunicaciones en eventos académicos, principalmente en torno al pensamiento de Spinoza. Jerónimo Rilla. Licenciado en Filosofía (UBA). Ayudante de Trabajos Prácticos de la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA) y becario doctoral de CONICET. Su área de estudio es la filosofía política de Hobbes, en particular, los conceptos de representación y corporación.

Fernando Mancebo. Estudiante avanzado de la carrera de Filosofía (UBA). Es docente en nivel medio y superior. Se interesa en el empleo de la ficción (literatura, cine, teatro) para la enseñanza de la filosofía. Actualmente trabaja en su Tesis de Licenciatura, sobre las nociones de sistema, tiempo, duración y eternidad en Spinoza. Ha publicado tanto artículos específicos de su área de estudio, como selecciones de poemas y relatos breves en libros colectivos.

Valeria Giselle Rizzo Rodríguez. Estudiante avanzada de la carrera de Filosofía (UBA). Desde 2008 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo, dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Ha presentado comunicaciones en congresos y jornadas, principalmente en torno al pensamiento de Spinoza y Hegel. Actualmente es adscripta a la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna (UBA) con el proyecto “Individuo, totalidad y Estado. Ontología y política en Spinoza y Hegel”.

Laura Martín. Profesora de Filosofía (UBA). Participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo, dirigido

Natalia Sabater. Estudiante avanzada de la carrera Filosofía (UBA). Ayudante de Trabajos Prácticos en la cátedra de His-



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toria de la Filosofía (Departamento de Filosofía, FFyL, UBA). Desde 2011 participa del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo, dirigido por la Dra. María Jimena Solé. Actualmente es becaria de grado (Beca Estímulo) con el proyecto “La posibilidad de una destinación humana en el pensamiento de Spinoza” y es Adscripta a la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna de la UBA. Ha presentado comunicaciones en eventos académicos, principalmente en torno al pensamiento de Spinoza y Kant. Guillermo Sibilia. Licenciado en Ciencias Políticas (UBA) y Doctorando en Filosofía (UBA). Es docente auxiliar de la materia Problemas de Legitimidad en el orden político contemporáneo (Facultad de Ciencias Sociales, UBA). Sus áreas de interés son la filosofía y la teoría política modernas, con especial interés en

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Maquiavelo, Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau. Ha publicado numerosas contribuciones a sus áreas de investigación en libros y revistas. Diego Tatián. Doctor en Ciencias de la Cultura por la Scuola di Alti Studi di Modena (Italia) y en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, donde además se desempeña como profesor de Filosofía Política en la carrera de Filosofía de la UNC. Es Investigador del CONICET, miembro del comité editorial de la revista Nombres y colabora en revistas especializadas con ensayos de crítica filosófica y literaria. Es autor de numerosos artículos y libros sobre Spinoza. Entre los más recientes se encuentran: Spinoza, el don de la filosofía (Colihue, Buenos Aires, 2012) y Spinoza. Filosofía terrena (Colihue, Buenos Aires, 2014).

SPINOZA EN DEBATE María Jimena Solé –editora–

Presentación

1. Spinoza en debate

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a historia de la filosofía puede considerarse un prolongado debate, una querella inacabada e inacabable, en la que las ideas surgen siempre en confrontación con las posiciones de sus antecesores para ser, a su vez, puestas en discusión por quienes vengan luego. El caso de Baruch Spinoza es un ejemplo extraordinario de ello. Tanto su vida y su carácter como sus ideas y doctrinas han dado origen a numerosísimas controversias en las que él mismo se vio involucrado y que, en algunos casos, llegan hasta nuestros días. Spinoza estuvo inclinado a la discusión desde muy temprano en su vida. Según los datos que aportan sus biógrafos, era aún muy joven cuando comenzó a cuestionar las enseñanzas de sus distinguidos maestros de la Sinagoga de Ámsterdam. Su actitud irreverente hizo que poco a poco se apartara de la doctrina judía y de las prácticas de la comunidad en la que había nacido. La excomunión arrojada sobre él con apenas 23 años no fue sino la consecuencia de su firme negativa a aceptar ciertas verdades por la sola autoridad de quien las enunciaba. Tampoco frente a esta acción permaneció callado. Por el contrario, se dice que redactó un texto en español en el que respondía a sus acusadores y que luego sirvió como borrador para una de sus obras más controversiales. El mismo espíritu crítico caracteriza la actitud de Spinoza frente al inaugurador de la corriente racionalista moderna. Su primer libro publicado –y el único que llevó su nombre impreso en la portada– se titula Principios de la filosofía de Renato Descartes y está dedicado a exponer y explicar el pensamiento cartesiano. Sin embargo, el lector pronto descubre que no se trata de una mera exposición sino que pueden hallarse, especialmente en el Apéndice a la obra, ciertas ideas que



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anticipan algunas de las posiciones más anti-cartesianas de su autor. Por ser al mismo tiempo su principal influencia y su más íntimo enemigo teórico, Descartes se transformó en uno de sus interlocutores más frecuentes. El esfuerzo por refutar ciertas tesis cartesianas y definir su propio punto de vista, dio origen a algunas de las páginas más inspiradas de nuestro filósofo. El estigma de la excomunión y la sospecha acerca de sus auténticas convicciones religiosas y morales –motivada por el hecho de que durante su vida no adoptó otra religión– seguramente lo condujeron a asumir la actitud de cautela expresada en su sello personal. Sin embargo, a pesar de ello, Spinoza no rehuyó el debate con sus contemporáneos. Diferentes episodios de su vida permiten comprobar su buena predisposición al intercambio intelectual con otros hombres notables de la época. Su participación en las reuniones de los colegiantes holandeses, quienes leían y discutían los Evangelios en conjunto, o las entrevistas que mantuvo con Leibniz en La Haya hacia el final de su vida, son ejemplos de ello. También lo es su breve aunque valioso epistolario, en el que discute con diversos corresponsales acerca de cuestiones científicas, políticas, religiosas y filosóficas, dejando traslucir distintos aspectos tanto de su pensamiento como de su personalidad. Además de los debates en los que Spinoza mismo se vio involucrado, un recorrido por la historia de la recepción de su pensamiento pone en evidencia la gran capacidad de sus doctrinas para motivar la discusión filosófica. La aparición en 1670 de su Tratado teológico-político generó un importante revuelo en el mundo intelectual de finales del siglo XVII por su postulación de un polémico método exegético de la Biblia así como por su argumentación a favor de la libertad de pensamiento, de la separación entre la Iglesia y el Estado y de la democracia como la mejor forma de gobierno. Teólogos y filósofos vieron en este texto un peligro para el orden religioso, moral y político, por lo que muchos de ellos dedicaron extensas páginas a refutar con vehemencia las tesis principales de esa obra y a condenar a su autor. Las autoridades civiles, presionadas por los sínodos calvinistas, rápidamente prohibieron la venta y la lectura del peligroso libro. El escándalo se agravó luego de la publicación en 1677 de las Obras póstumas de Spinoza. Los escritos allí reunidos, especialmente la Ética demostrada según el orden geométrico, ofrecían el sustento ontológico de sus posturas teológicas y políticas, y confirmaban los rumores que adjudicaban a su autor la identificación de Dios con la naturaleza, es decir, la defensa del panteísmo –que equi-

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valía, para muchos, a una defensa del ateísmo. También este libro fue oficialmente prohibido y condenado. Pero la censura y la generalizada desaprobación no lograron que Spinoza y su filosofía fuesen olvidados. En el cambio de siglo aparecieron una serie de textos que abordaban, con diferentes grados de objetividad, y algunos con innegable malicia, su vida y su doctrina. Entre ellos se encontraban el célebre artículo que el francés Pierre Bayle le dedicó en su Diccionario histórico y crítico, las biografías de Sebastian Kortholt y Johannes Colerus y el polémico libro de Georg Wachter titulado El spinozismo en el judaísmo. La amplia circulación que tuvieron estos escritos durante la primera mitad del siglo XVIII en Europa contribuyó a difundir el pensamiento spinoziano, o al menos una imagen de él. Pronto el término spinozismo se transformó en un sinónimo de fatalismo, panteísmo y ateísmo y, por consiguiente, fue considerado como sumamente peligroso en la medida en que desafiaba las bases del orden moral, religioso y político establecido. Así pues, mientras que los teólogos y filósofos ortodoxos refutaban con gran estridencia las tesis spinozianas, muchos pensadores clandestinos recurrieron a sus ideas como una fuente de inspiración para la lucha contra la ortodoxia religiosa y el orden monárquico. En el territorio alemán, donde la recepción de sus ideas fue particularmente fuerte, la acusación de spinozismo fue cada vez más frecuente y sirvió a las autoridades civiles para fundamentar la prohibición, el encarcelamiento y hasta el destierro, como lo atestigua el caso del prestigioso Christian Wolff. Los sucesivos debates en los que su pensamiento ocupó un lugar central y particularmente la denominada Polémica del panteísmo o del spinozismo –que estalló en 1785 y en la que se vieron implicados pensadores como Lessing, Mendelssohn, Jacobi, Kant y Herder– transformaron a Spinoza en un filósofo de primera línea y habilitaron la posibilidad de nuevas lecturas. Así exorcizada, su doctrina se transformó en una influencia fundamental para los representantes del Idealismo alemán, lo cual se comprueba en los desarrollos tanto metafísicos como políticos de Fichte, Schelling y Hegel. El renacimiento del spinozismo que se dio en Alemania a finales del siglo XVIII se consolidó en el siglo siguiente y se trasladó a otras zonas de Europa, principalmente a Francia e Italia. La figura de Spinoza se mantuvo presente en los debates intelectuales, ligada a conceptos como el de ateísmo, nihilismo y naturalismo, además de jugar un papel preponderante en los desarrollos teóricos de los críticos del idealismo hegeliano

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–Nietzsche y Schopenhauer, Marx y Engels– quienes revalorizaron su doctrina interpretada bajo el signo materialista. En la primera mitad del siglo XX, Spinoza reapareció como una figura fundamental en los desarrollos teóricos de autores como Carl Schmitt y Leo Strauss, enfrentados al problema del liberalismo y la democracia en el contexto problemático de la teología política. Hacia 1960 la filosofía spinoziana volvió a instalarse en el centro del debate filosófico, esta vez en París, y se transformó en una de las fuentes principales de pensadores como Deleuze, Althusser y Negri, de innegable relevancia para las discusiones filosóficas y políticas posteriores. En la actualidad, Spinoza continúa motivando el debate y la investigación filosófica en distintos ámbitos y en conexión con temas diversos. Entre ellos, se destaca la encendida discusión motivada por la tesis de Jonnathan Israel, que sostiene que el spinozismo se encontraría en el origen de una corriente radical al interior de la Ilustración y que ha obligado a los estudiosos de este período de la historia de la filosofía a replantearse de manera fundamental muchos de los acuerdos alcanzados hasta el momento. Este libro propone volver a transitar el inclaudicable debate, reflexionar una vez más sobre la filosofía de Spinoza y revisitar su figura que, creemos, continuará siendo para las generaciones que vendrán una fuente fecunda y revolucionaria.

2. El origen de este libro Los artículos reunidos en este volúmen proponen un recorrido por muchas de las controversias que la filosofía de Spinoza ha motivado a lo largo de los años, dejando traslucir la gran eficacia que puede llegar a tener un conjunto de ideas para incitar a otros a continuar pensando, escribiendo y discutiendo.1 Estos textos –o al menos una primera versión 1

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Nuestra valorización del debate, frente a otras posturas que consideran las controversias como fenómenos marginales, carentes de valor como instrumentos de conocimiento, se conecta con algunos aspectos fundamentales del modelo de los espacios controversiales, que Oscar Nudler –director de la colección en la que se inscribe este libro– ha expuesto y defendido en un texto de reciente aparición (cf. Nudler, O., Espacios controversiales. Hacia un modelo de cambio filosófico y científico, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2009). Este modelo se construye a partir de la noción tradicional de dialéctica entendida como la práctica del diálogo controversial e incorpora asimismo el aspecto fundamental de la versión hegeliana de la dialéctica como pauta de desarrollo por oposiciones de la historia intelectual. Su objetivo es explicar el progreso en filosofía mediante la consideración de las controversias como motor del desarrollo del pensamiento y del conocimiento. Si bien aquí no pretendemos dar una respuesta específicamente al problema de si la

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de ellos– fueron presentados en las Jornadas “Spinoza en debate”, que tuvieron lugar el 5 y 6 de septiembre de 2013 en el auditorio del Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional Argentina. Estas Jornadas fueron organizadas por el Grupo de Investigación sobre Spinoza y el Spinozismo, que funciona bajo mi dirección desde 2008 en el Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Al comienzo de manera informal, luego como grupo de trabajo con Reconocimiento Institucional de nuestra Facultad y ahora como equipo de investigación financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (PICT 2012-0496), nos hemos dedicado a leer y discutir la obra de Spinoza. Esta tarea ha resultado ser inmensamente enriquecedora y nos ha convencido del valor del trabajo en conjunto al momento de hacer filosofía. Así pues, fue la convicción compartida acerca del valor filosófico de la discusión, la confrontación y el intercambio, lo que motivó la organización de un evento académico en el cual la cuestión del “debate” mismo ocupara el lugar protagónico. En efecto, la puesta en debate de las ideas propias o ajenas, no sólo nos motiva a escribir, a pensar, a buscar estrategias para lograr comunicar lo que deseamos y a reflexionar críticamente sobre nuestra actividad, sino que, además, remite a ese aspecto tan propio de la filosofía en el que Spinoza mismo insiste: el hecho de que el trabajo de la reflexión filosófica, el ejercicio crítico del pensamiento, la investigación de la verdad, son actividades que sólo pueden surgir en el contexto de una comunidad, en el intercambio con otros que, en la medida en que tienden hacia el mismo fin, dejan de ser una pura alteridad. Nuestros textos, nuestras ideas, nuestras dudas, nuestros aciertos y desaciertos, se encuentran indefectiblemente atravesados por esos otros con quienes discutimos. Y es este carácter de ser resultados de un proceso que jamás es solitario, lo que, creemos, constituye su auténtico valor. El encuentro que ha dado origen a este libro contribuyó a confirmar, una vez más, esta convicción. Es por eso que deseamos expresar nuestro agradecimiento a los participantes y expositores –amigos en el sentido filosofía avanza ni de cómo se daría ese progreso, existe una coincidencia entre la propuesta básica de este libro y un aspecto fundamental de ese modelo. Me refiero a la consideración de los debates y controversias como eventos que han tenido –y continúan teniendo– un fuerte impacto en el decurso de la filosofía, porque no sólo obligan a sus protagonistas a articular con más precisión sus posturas, a integrar a sus doctrinas objeciones y, como consecuencia, a modificar sus posiciones y a veces incluso a sustituirlas por otros esquemas conceptuales, sino también porque conducen a revelar supuestos implícitos y dimensiones ocultas, abriendo de este modo nuevos caminos para el pensamiento filosófico.

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más auténticamente spinoziano– por haberse sumado con entusiasmo a nuestra propuesta y por haber transformado nuestras Jornadas “Spinoza en debate” en un evento de gran calidad no sólo académica sino también humana. Spinoza ha debatido, ha generado debates y continúa hoy en día motivando la reflexión y la discusión filosófica en el ámbito académico internacional, con una particular incidencia en nuestro país y en otros sitios de Latinoamérica. Luego de más de 300 años de su nacimiento, no cabe duda de que sigue teniendo sentido discutir acerca de una doctrina que sostiene que los individuos no son sustancias aisladas sino partes de una comunidad que los condiciona y los abriga, que denuncia la funcionalidad de la ignorancia y los prejuicios para los intereses de ciertos sectores, que defiende la democracia como el mejor sistema de gobierno, que identifica la felicidad con el ejercicio de la libertad y considera que el auténtico fin de los Estados no es meramente la seguridad, sino el fomento activo de esa libertad, que coincide con la virtud y la felicidad. Una filosofía, en fin, que no traza fronteras entre la actividad teórica y la práctica, para afirmar así el poder del pensamiento y de la cooperación entre los seres humanos para transformar la realidad.

3. El contenido de este libro Este libro se divide en dos partes e incluye un apéndice. La primera parte, subdividida en tres secciones, reúne una serie de escritos que abordan diversas controversias filosóficas en las que la doctrina de Spinoza se vio involucrada. La primera sección está compuesta por tres artículos que se concentran en ciertos puntos de debate existentes entre Spinoza y los principales filósofos de su época. Leiser Madanes ofrece una original interpretación de lo que puede considerarse como la respuesta dada por Leibniz al interrogante que Heidegger señalaría años después como la cuestión fundamental de la metafísica, esto es, ¿por qué hay algo más bien que nada? Mientras que, según Madanes, Leibniz fue el primero en plantear esta pregunta de manera clara, no se encuentra en la obra de Spinoza una formulación explícita de este interrogante. Esto se debe a que su metafísica la excluye de plano. La tesis básica del pensamiento de Spinoza, la piedra de escándalo que motivó las críticas de la mayoría de sus contemporáneos y sucesores, es que todo lo que existe no fue creado por un Dios sobrenatural que obra desde un más allá de la naturaleza, sino que ésta se sostiene y se justifica por sí misma. Así pues, si bien, tal como

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sostiene Madanes, Leibniz plantea el problema de por qué hay algo más bien que nada con objetivo de refutar la ciega necesidad de la metafísica spinoziana –así como la libertad arbitraria del Dios cartesiano– puede decirse que Spinoza responde por anticipado y, de algún modo, cancela la pregunta, ya que según él, no hay que comenzar suponiendo la nada, sino la plenitud de lo real. Fernando Mancebo May propone comparar las potencias del Dios cartesiano y del Dios spinoziano, haciendo referencia a las categorías de la filosofía medieval de potentia Dei absoluta –aquella que contempla la potencia de Dios en sí mismo– y potentia Dei ordinata –que considera el poder divino solo respecto de lo que Él decidió hacer–. Mancebo May muestra que Descartes proyecta en la omnipotencia divina una distinción similar a la medieval. Por un lado, existe un orden racional en el mundo, definido por las leyes de la física y los principios de la matemática. Por otro lado, el Dios cartesiano, en términos absolutos, puede mucho más, incluso lo contradictorio. La potencia del Dios de Spinoza, en cambio, no es la del ente supremo que todo lo puede, sino la de un ente que es causa de todo, incluso de sí mismo. De este modo, Spinoza disuelve la distinción medieval, ya que lo que su Dios puede de potentia absoluta, lo hace de manera ordinata necesariamente. Dios no puede no hacer lo que se sigue de su esencia. Este orden del mundo es el único concebible. La posición spinoziana, analizada bajo esta perspectiva, revela interesantes diferencias frente a Descartes y frente a una larga tradición que, en palabras del autor, distingue “entre el rey, sus leyes y su reino”. Rodolfo Fazio analiza la primera recepción por parte de Leibniz de la ontología spinoziana, que se dio gracias a la mediación de Walther von Tschirnhaus, un discípulo de Spinoza que se encontraba en posesión de un manuscrito de la Ética. Las conversaciones que Leibniz mantuvo con Tschirnhaus durante su estadía en París repercuten de modo inmediato en sus escritos de esa época. Fazio muestra que Leibniz se interesa particularmente por el problema de la derivación de los cuerpos a partir de la extensión, problema que Tschirnhaus discute con Spinoza a lo largo de una serie de cartas escritas entre 1675 y 1676. Así pues, el autor propone considerar este intercambio como un debate encubierto entre Spinoza y Leibniz, quien, según los intérpretes contemporáneos, habría colaborado en la redacción de algunas de las cartas de Tschirnhaus. Antonieta García Ruzo aborda un problema recurrente para los estudiosos de la filosofía spinoziana: la relación que existe entre el pensamiento político de Spinoza y el de Hobbes. La autora hace dialogar a ambos pensadores para investigar qué tipo de Estado postula Spinoza

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y si éste puede identificarse con un Estado de tipo hobbesiano. A partir de la referencia a la única mención explícita que Spinoza hace de Hobbes en una carta, donde expresa que existe una gran diferencia entre ellos, García Ruzo analiza las obras políticas del filósofo holandés para mostrar que la teoría del Estado allí defendida se aleja completa y radicalmente de un planteo como el que Hobbes había presentado en su Leviathan. La segunda sección de esta primera parte del libro reúne artículos que tratan la recepción del spinozismo durante la era de la Ilustración y su influencia en el pensamiento de los autores del Idealismo alemán. La sección comienza con un artículo de Fernando Bahr, quien muestra que hacia finales del siglo XVII la doctrina de Spinoza –considerada como equivalente al ateísmo– obligó a ciertos autores franceses a repensar la historia de la filosofía desde sus orígenes. En efecto, la doctrina de Spinoza planteaba el problema de decidir si ésta era una extrañeza, un caso único, o si la semilla de su impiedad se encontraba ya en los pensadores anteriores y, por lo tanto, el devenir de la filosofía podía interpretarse como un camino que había conducido necesariamente a ella. Bahr expone y analiza dos posiciones que se inscriben en esta segunda línea interpretativa: la de Pierre Bayle, expuesta en el famoso artículo dedicado a Spinoza de su Diccionario histórico y crítico así como en otras obras de comienzos del siglo XVIII y la de un autor anónimo, responsable de un escrito perteneciente a la filosofía clandestina, titulado “Doutes des Pyrrhoniens” redactado, según se supone, entre 1696 y 1711. Ambos autores proponen una reescritura de la historia de la filosofía y del ateísmo, donde Spinoza pasa a ser un pensador protagónico por haber profundizado y sistematizado ciertas tesis antiguas. El artículo de mi autoría, incluido en esta sección, apunta asimismo a poner de relieve la importancia del spinozismo en los debates filosóficos del movimiento ilustrado en el territorio alemán. Para ello, retomo la tesis central defendida por Jonathan Israel en su controversial libro La Ilustración radical (2001) y propongo recorrer tres debates filosóficos que signaron la era de la Ilustración en Alemania. El objetivo del texto es poner en evidencia que, además de brindar argumentos para la defensa de las principales causas de la Ilustración –lo cual, como sostiene Israel, transforma a Spinoza en la fuente principal de la corriente radical del movimiento ilustrado–, la discusión acerca del spinozismo en el territorio alemán se superpone con el debate acerca del concepto de razón humana, de su alcance y sus límites. Así pues, pretendo mostrar que el debate acerca de la doctrina de Spinoza no puede ser escindido de la reflexión

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explícita, tanto en el momento de su conformación y desarrollo así como durante su crisis, acerca del sentido de la era de la razón. Natalia Lerussi aborda la compleja relación de Immanuel Kant con el spinozismo. Su trabajo propone analizar algunos pasajes del Opus Postumum kantiano, probablemente escritos entre 1800 y 1802, en los que se menciona explícitamente a Spinoza. A diferencia de la usual actitud negativa frente a esta doctrina adoptada por Kant en ciertas obras publicadas, estos pasajes parecen admitir la sospecha de un cambio en su valoración. La tesis defendida por la autora afirma que la presencia positiva de la figura de Spinoza en estos apuntes no augura un cambio radical de la filosofía de Kant, sino solamente una modificación de su interpretación del spinozismo, que es expuesto allí como cercano al “idealismo trascendental”. Lerussi sostiene que se puede admitir que existe una aproximación por parte de Kant a la figura de Spinoza durante esos años. Esta aproximación se da, primero, a través de una identificación de Dios con la razón práctica y, segundo, mediante la afirmación de una equivalencia entre el espíritu humano y lo que Kant denomina el “Dios de Spinoza”. Mario Martín Gómez Pedrido se concentra en la influencia de Spinoza en los primeros desarrollos filosóficos de Schelling, principalmente en conexión con el concepto de lo absoluto. El artículo aborda, en primer lugar, el modo en que Schelling interpreta el absoluto spinoziano en sus Cartas sobre Dogmatismo y Criticismo, de 1795, y pasa luego a exponer las implicancias que esta lectura tuvo tanto en la conformación de esa obra como en el proyecto filosófico global del joven Schelling. De este modo, Gómez Pedrido muestra que la influencia de la noción spinoziana de absoluto en Schelling es fundamental en un momento en que el joven idealista intenta posicionarse frente a la filosofía de Fichte, pues lo conducirá al descubrimiento de la dimensión trágica de todo filosofar al revelarle que la pretensión de expresar lo absoluto se desvanece toda vez que lo absoluto es inefable. En su artículo titulado “¿Spinoza en Fichte? Elucubraciones sobre el dogmatismo, la libertad y la ley jurídica”, Mariano Gaudio se propone analizar la relación entre ambos filósofos a partir de una referencia a Spinoza en el texto fichteano de 1796, Fundamento del derecho natural. El trabajo muestra que esta referencia puede leerse en conexión con la crítica que hace Fichte al spinozismo como dogmatismo, pero permite asimismo vislumbrar un acercamiento entre las posiciones de ambos filósofos en el plano jurídico-político. En efecto, el autor sostiene que Spinoza y Fichte coinciden en la visión negativa del estado de natura-

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leza, en la imposibilidad de construir el derecho a nivel individual, en la denuncia de la disminución de las potencias en el aislamiento, y en la propuesta de estrategias de socialización que conducen al Estado, un Estado que, según principios jurídicos, ha de ser racionalizado, que permite y promueve una ciudadanía activada y participativa. Andrés Fortunato aborda, en el último texto incluido en esta sección, un aspecto poco estudiado de la muy transitada pero de ningún modo agotada relación entre Spinoza y Hegel. Luego de plantear una serie de dicotomías entre ambos a las que la historia de la recepción de estas filosofías ha conducido, Fortunato propone indagar la posición metafísica de ambos pensadores, pero en la medida en que cada una sustenta una determinada filosofía política, específicamente, una determinada manera de plantear la relación entre el Estado y la democracia. Así pues, Fortunato propone repensar la relación entre Hegel y Spinoza, postulando que ambos comparten un mismo punto de partida, el del realismo político, el cual los conduce a preferir la democracia representativa y a considerar imposible una democracia directa. De este modo, al introducir la noción de la mediación en su lectura de la teoría política spinoziana, el autor propone ver allí una respuesta –hegeliana– a la crítica que Hegel mismo arrojó contra la metafísica de Spinoza. La tercera sección reúne cuatro artículos que se concentran en la presencia del spinozismo en una serie de debates de la filosofía política contemporánea. La sección comienza con el trabajo de Lucía Gerszenzon, quien se detiene en la recuperación de ciertos aspectos de la filosofía spinoziana por parte de Althusser. Gerszenzon muestra que el pensador francés explicita la necesidad de recurrir a ciertos conceptos spinozianos en su elaboración de una teoría de la ideología que complemente la concepción marxista del Estado. La autora analiza, a la luz de la teoría de la imaginación de Spinoza, los principales aspectos que Althusser atribuye a la ideología –ahistoricidad, carácter imaginario y materialidad– para poner en evidencia la influencia que las ideas spinozianas ejercieron en éste y para concluir que es necesario continuar pensando el papel de las ideas de la imaginación en la teoría política de Spinoza. Guillermo Sibilia presenta con gran claridad las claves para ingresar en una de las lecturas más influyentes de Spinoza para la discusión política contemporánea: la de Leo Strauss. Sibilia analiza los dos momentos en que se desarrolla la interpretación straussiana de Spinoza, condensada en dos textos diferentes. Un primer escrito publicado por primera vez en 1930 en alemán que se concentra en la crítica spinoziana a la religión judía ortodoxa a partir de la exégesis bíblica expuesta en su Tratado teológico-

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político. Un segundo texto, publicado por primera vez en 1948 en inglés, en el que explicita un cambio en su lectura y una elaboración original respecto del modo de escritura así como del destinatario específico del libro de Spinoza. En efecto, según la lectura madura de Strauss, el texto spinoziano está escrito de modo deliberadamente oscuro, sin exponer de forma clara el núcleo de su pensamiento, pues su objetivo –fomentar el desinterés respecto de la Biblia y, de ese modo, crear la disposición para la filosofía entre aquellos hombres más aptos para ella– así lo exigía. Jerónimo Rilla propone problematizar la interpretación que Carl Schmitt hace del spinozismo. Según la lectura schmittiana, el presupuesto de la autosuficiencia de la razón para justificar la legitimidad del Estado conduce a Spinoza a realizar una inversión del origen y la fundamentación del poder soberano, de modo que el principio formante de la autoridad estatal ya no es, como en Hobbes, el acto de protección y pacificación, sino que reside en la libertad de conciencia, aniquilando de este modo el momento propiamente político que se encontraría en la decisión soberana y transformando al Estado en una entidad mecánica que se rige según sus leyes propias. Contra esta lectura, Rilla argumenta que la ausencia de un ámbito de trascendencia que Schmitt denuncia en Spinoza no conduce a la automatización del Estado, sino que al igual que Hobbes, Spinoza es consciente de los potenciales peligros que puede engendrar la razón cuando pretende explicar todos los ámbitos de la realidad mecánicamente. Nutriéndose de la lectura que Gilles Deleuze hace de Spinoza, y discutiendo contra ella, Julián Ferreyra reflexiona acerca de la posibilidad de una beatitud política, que él identifica como la experiencia de la inmanencia, la experiencia de que, en términos spinozianos, somos eternos, y que implica la salida del ámbito de lo inadecuado para instalarse en el ámbito de la verdad. Este artículo se inscribe en una serie de contribuciones del autor, en las que propone pensar la filosofía política como conocimiento del segundo género en sentido spinoziano, esto es, un saber de las nociones comunes que expresan adecuadamente las relaciones que los individuos guardan entre sí. Ferreyra considera al capitalismo como una relación característica que no se compone con la de los seres humanos y, por lo tanto, disminuye su potencia. Para desarticular esa relación nociva, y favorecer lo que el autor llama “relaciones humanas”, hay que enfrentarse al problema al que también Deleuze se enfrenta: la cuestión de cómo dejar atrás las ideas inadecuadas. En este trabajo, Ferreyra explora la posibilidad de pensar esa salida no como un ascenso

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a través de los géneros del conocimiento, sino como una transición a través de los órdenes del tiempo: del instante a la duración a la eternidad. La segunda parte de este libro reúne seis artículos que presentan, analizan e interpretan las principales discusiones filosóficas recogidas en la Correspondencia de Spinoza. Estos textos son el resultado del trabajo realizado en el marco del Grupo de investigación sobre Spinoza y el spinozismo durante el año 2013 y fueron discutidos en nuestras reuniones en las diversas instancias de su producción. Laura Martín analiza la cuantiosa correspondencia conservada entre Spinoza y Henry Oldenburg, un teólogo de origen alemán que llegó a ser secretario de la British Royal Society y cumplió un papel de importante intermediario entre intelectuales y científicos de la época. La autora pone en evidencia que a lo largo de los años en que se extiende la relación epistolar entre ambos existen diferentes cambios de actitud por parte de Oldenburg, quien al comienzo de su relación anima al filósofo holandés a exponer con sinceridad y sin temor sus convicciones, pero luego le aconseja prudencia y finalmente le recomienda guardar silencio. De este modo, el intercambio de información y de ideas entre ellos se entreteje con la problemática acerca de qué es lo que se puede decir y qué es lo que no se puede pronunciar, principalmente por temor a las consecuencias disruptivas que ciertas ideas podrían acarrear. Claudia Aguilar se detiene en el fragmentario intercambio conservado entre Spinoza y su amigo Jarrig Jelles, quien fue el responsable de redactar el Prefacio que inaugura el volumen de las Obras póstumas de Spinoza, publicadas poco después de la muerte del filósofo en 1677. Tanto en este texto como en la única carta conservada de Jelles a Spinoza, se pone en evidencia su adhesión y defensa de la religión de la razón. Aguilar muestra que estas convicciones de Jelles se oponen a las enseñanzas fundamentales del Tratado teológico-político de Spinoza y, por lo tanto, permite sospechar la existencia de un profundo desacuerdo entre ambos amigos acerca de sus posiciones teológicas. Valeria Giselle Rizzo Rodríguez se detiene en la carta de Albert Burgh a Spinoza y en la respuesta que éste le envía. Se trata de un intercambio singular, tanto por el tono agresivo en que se da, como por las circunstancias que lo propician. Burgh, había estudiado filosofía en Leiden y había sido discípulo de Spinoza hasta que, luego de un viaje por Italia, se convierte al catolicismo y decide enviar una carta a su antiguo maestro con el fin de denunciar sus herejías y persuadirlo para que se convierta él también. Reticente a responder, Spinoza redacta una breve contestación en la que vemos desplegada la absoluta convicción que lo guía: la

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plena confianza en la razón como la artífice de su sistema, acerca del cual admite que si bien no puede afirmar –como lo solicita maliciosamente Burgh– que es el mejor, sí sabe al menos que es el verdadero, del mismo modo que cualquiera sabe que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos. La verdad de la razón se basta a sí misma y es también suficiente para poner en evidencia la falsedad de las creencias irracionales, de las supersticiones que nublan el entendimiento. Pablo Maxit estudia las cartas que Spinoza intercambia con su amigo Hugo Boxel, quien le plantea el problema de la existencia de espectros y fantasmas. Esto conduce a los amigos a poner en debate la cuestión de los criterios de justificación de las creencias, de la veracidad de las historias, de la autoridad de los relatos. Maxit propone entonces considerar que, a pesar de que Spinoza claramente rechaza los relatos, la experiencia y las historias como fuentes de verdad, sí les otorga gran importancia en conexión con cuestiones políticas y religiosas. Así se evidencia en su Tratado teológico-político, en el que, según el autor de este artículo, la hermenéutica de los relatos muestra la importancia que Spinoza les atribuye, principalmente en cuanto a su eficacia para la fe y la obediencia a la ley. Natalia Sabater aborda una de las cartas más enigmáticas de Spinoza conservadas en su epistolario. Se trata de una carta enviada a su amigo Pieter Balling, quien acababa de sufrir la muere de su hijo y creía haber tenido un presagio del infortunado suceso, en la que el filósofo holandés le ofrece su consuelo y esboza una teoría de los presagios que parece contradecir los puntos fundamentales de la doctrina gnoseológica expuesta en su Ética. Sabater propone una interpretación de este problemático texto que lo concilia con la doctrina spinoziana. Esto conduce a la autora a proponer una lectura diferente del epistolario, como un ámbito en el que Spinoza se permite explorar otros problemas y buscar otras respuestas, abrir nuevas vías de reflexión que conducirían –como en este caso– a repensar el problema de la individuación y plantear la posibilidad de que las mentes de dos seres unidos por un vínculo de amor –como el de un padre y un hijo– se encuentren entrelazadas. Finalmente, Mariano Cozzi analiza el intercambio epistolar entre Spinoza y Willem van Blyenbergh, un conjunto de cartas en las que se aborda y se debate el problema de la existencia del mal en el mundo. Como se sabe, Spinoza sostiene que en la naturaleza, en el universo, no hay ni bien ni mal. Estas nociones son para él meros puntos de vista subjetivos, humanos, parciales y por lo tanto no corresponden a lo verdaderamente real. Cozzi expone, con gran talento literario, las obje-

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ciones de Blyenbergh a la posición spinoziana y los contraargumentos de Spinoza a su crítico. El punto de llegada es la constatación de un aspecto fundamental del pensamiento de nuestro filósofo: que Spinoza no apuesta al adoctrinamiento sino que sabe que la verdad debe ser producida en la mente de cada uno. No se trata, pues, de convencer a su interlocutor, de que éste acepte sin más sus enseñanzas, sino de que piense por sí mismo, que sea libre y racional. Ésta es, pues, la única vía para alcanzar la certeza acerca de la inexistencia del mal en el mundo y declarar así al claro ganador de esta pulseada. Como Apéndice, incluimos un texto de Diego Tatián que propone indagar la compleja figura del militante político desde una perspectiva spinoziana. Tatián se pregunta por las razones que inducen a dedicarse a la política, a asumir la militancia, a adoptar un compromiso con una determinada agrupación, con una determinada ideología. Pero su pregunta –que conduce a su vez al problema más fundamental de la constitución de las identidades políticas– se dirige en realidad a un fenómeno particular: a aquellas militancias que se proponen realizar y radicalizar un proyecto social y político que es parte de un proceso más amplio de transformaciones que trascienden la propia nación y se extienden también a otros países de la región adquiriendo una dimensión verdaderamente continental. Para responder a estos interrogantes el autor recurre al concepto spinoziano de conatus y a la interpretación de este concepto que realizó Frédéric Lordon como “interés generalizado” que permite distanciarse tanto de la acepción utilitarista de interés como de una noción idealista del militante como luchador desinteresado. Tatián propone entonces ver en el conatus spinoziano la matriz para comprender la figura del militante. Así, en la medida en que el conatus se revela como deseo de comunidad, la militancia puede ser pensada como la capacidad de afirmar una potencia instituyente transindividual, como la potencia democrática manifestada en acciones e instituciones que fomentan la philautía colectiva. María Jimena Solé Buenos Aires, diciembre de 2014 Grupo de Investigación sobre Spinoza y el Spinozismo Claudia Aguilar, Mariano Cozzi, Antonieta García Ruzo, Lucía Gerszenson, Laura Martín, Pablo Maxit, Valeria Rizzo Rodríguez y Natalia Sabater.

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PRIMERA PARTE Controversias filosóficas

Spinoza

1 en debate

con los filósofos de su época

El principio de razón suficiente: Spinoza, entre Descartes y Leibniz Leiser Madanes

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na antigua tradición, que al menos podemos remontar hasta Aristóteles, señala que el asombro es el estado de ánimo más propicio para iniciarse en la filosofía. Cuando el asombro se transforma en perplejidad, y la perplejidad logra expresarse en preguntas inteligibles, la larga marcha de la filosofía se ha puesto en camino. Si el asombro guió a los antiguos por la senda de la filosofía, a los dos filósofos quizás más representativos del siglo XX, el asombro, por el contrario, parece haberlos ubicado a la vera del camino. Sabemos a través de Norman Malcolm que Wittgenstein solía “confesar que a veces tenía cierta experiencia, y que la mejor manera de describirla era que –según palabras del propio Wittgenstein– «cuando tengo esa experiencia, me asombra la existencia del mundo; y me siento inclinado entonces a usar frases tales como ¡Qué extraordinario es que exista algo!»”.1 Sin embargo, de acuerdo con Wittgenstein, el análisis de una experiencia como esa no pertenece al ámbito de la filosofía. “Lo místico no es cómo es el mundo, sino: que el mundo sea” aclara en el Tractatus,2 y es mejor pasar en silencio esta experiencia mística acerca de la cual no podemos hablar. Por su parte, Heidegger insiste en que toda la preocupación de la filosofía se encierra en la pregunta: ¿Por qué es en general el ente y no más bien la nada?3 Pero de inmediato agrega que nunca podemos afirmar con objetividad si realmente estamos preguntando la pregunta, o si estamos repitiendo meramente una forma de hablar prestablecida. Quien realmente se pregunta la pregunta experimenta una transformación 1 2 3



Malcolm, N., Wittgenstein Ludwig. A Memoir, Basil Blackwell, Oxford, 1967, p. 70. Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Técnos, Madrid, 2007, §6, 44. Cf. Heidegger, Martin, Einführung in die Metaphysik, Niemeyer,Tübingen, 1966, cap.1.

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que no puede ser conceptualmente descrita. Sólo podemos referirnos a esta experiencia por medio de un lenguaje poético, pero no lógico. De manera que, una vez más, a través del asombro finalmente nos quedamos fuera de la filosofía conceptual, en vez de que el asombro nos ponga en camino hacia ella. Ésta que, según Heidegger, es la pregunta fundamental de la metafísica fue planteada quizás por primera vez con total claridad por Leibniz, para quien, lejos de originarse en un confuso estado de ánimo como es el asombro, era la primera pregunta que teníamos derecho a formular una vez que aceptábamos la evidencia lógica del principio de razón suficiente: si nada hay sin razón o sin causa, deberá haber alguna razón para que exista algo más bien que nada. Los propios textos de Leibniz –según yo los leo– sugieren la posibilidad de responder la pregunta por una vía que no recurre al principio de conveniencia ni a causas finales, y que implica, en cambio, la aceptación del argumento a priori. Expondré primero mi interpretación de Leibniz y luego, daré marcha atrás en el decurso de la historia y me referiré a Spinoza, y muy brevemente, a Descartes. Espero poder mostrar entonces no sólo cuál es la respuesta que Leibniz da a la pregunta, sino también por qué consideró que era indispensable plantearla, a fin de romper con la ciega necesidad de la metafísica de Spinoza, y la libertad no menos ciega y arbitraria del Dios cartesiano. Antes de presentar los argumentos de Leibniz, Spinoza y Descartes, conviene aclarar lo que entiendo por argumento a priori. Considero que un argumento es a priori cuando, fundándose exclusivamente en el examen de la posibilidad, esencia o concepto de un ente, concluye afirmando su existencia real. Por ejemplo: “si X es posible, X existe” o bien “si X es posible, necesariamente X existe” o bien “el concepto de X es tal que X existe”, etc. También considero que es a priori un argumento que, fundándose en la premisa de que hay posibilidades o esencias, concluye con la afirmación de que algo existe en acto (pues se aduce que “posibilidad” siempre es “posibilidad de algo que existe en acto”). Por ejemplo: “si X, W o Y son posibilidades, existe Z (pues Z es el portador de las posibilidades de X, W o Y)”.

1. Leibniz No creo que sea excesivamente infiel a Leibniz la siguiente reconstrucción de su argumento. La pregunta “¿por qué hay algo más bien

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El principio de razón suficiente

que nada?” requiere una explicación acerca de todo lo que hay. Leibniz divide todo lo que hay en existencias que son cambiantes y esencias que son inmutables. A su vez, distingue dos tipos de explicaciones: las que se refieren a existencias y son verdaderas de hecho, ya que su opuesto siempre es posible (digamos que recurren a ‘causas’) y las que se refieren a esencias y son necesariamente verdaderas, pues sería contradictorio negarlas, como por ejemplo las proposiciones de la geometría (digamos que recurren a ‘razones’). Como lo contrario de un hecho siempre es posible, los hechos se explican por causas (contingentes) y no por razones (necesarias). Ya sea que consideremos cualquier cosa contingente en forma aislada, o el conjunto de cosas en un momento dado, o la sucesión de cosas a través del tiempo –e incluso suponiendo que dicha serie sea infinita– Leibniz afirma que no encontraremos ninguna razón perfecta, es decir, lógicamente necesaria, para saber por qué esa cosa, conjunto o sucesión de cosas existe si bien podría no haber existido. No es absurdo, esto es, no es contradictorio o sea lógicamente imposible, que esa cosa, conjunto o sucesión de cosas no hubiera existido. Leibniz propone un ejemplo que Borges, de haberlo conocido, seguramente hubiera hecho suyo: Supongamos que el libro de los Elementos de geometría existe desde toda la eternidad y que siempre se ha copiado un ejemplar de otro precedente. Es claro que aunque es posible dar razón del libro presente refiriéndose al anterior del cual fue copiado, jamás alcanzaríamos, sin embargo, una razón perfecta aunque abarcáramos regresivamente todos los libros que se quiera. En efecto, siempre será lícito preguntarse con asombro por qué existen semejantes libros desde siempre, por qué libros precisamente, y cuál es el motivo de que hayan sido escritos de esa manera.4

La razón de ser del mundo no podrá ser, por lo tanto, parte del encadenamiento de los estados o series de cosas cuyo agregado constituye el mundo. Ahora bien, si se pretende explicar el mundo de las cosas cambiantes únicamente por medio de causas, sólo se nos ofrece la posibilidad de un regreso infinito. Pero, a su vez, si se renuncia a la explicación causal y se recurre a la explicación por razones el problema se complica ya que, por un lado, la respuesta a la pregunta requiere el 4

Leibniz, G. W., Die philosophischen Schriften von G. W. Leibniz, ed. C. Gerhardt, 7 tomos, Berlín, 1875-1890. Reimpresión: Georg Olms, Hildesheim, 1965, t. VII, p. 302. En lo sucesivo citado como GP por tomo y número de página. Traducción al castellano: Escritos filosóficos de G. W. Leibniz, ed. E. de Olaso, Charcas, Buenos Aires, 1982, p. 472. En lo sucesivo, citado como EF y número de página.

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tipo de necesidad lógica que sólo las razones pueden ofrecer, y no las causas; pero por otro lado, la pregunta exige que se dé razón de todo lo que hay, tanto de las esencias inmutables como de las existencias cambiantes. Además, otra dificultad habrá que superar en el ámbito de las cosas inmutables y de sus razones de ser, pues si bien es lógicamente necesario que la suma de los ángulos de un triángulo equivalga a dos rectos, no es lógicamente necesario pensar que haya triángulos. La respuesta, por lo tanto, deberá consistir en una verdad de razonamiento, es decir, lógicamente necesaria, y esta verdad se debe referir a la existencia de una cosa –y no una mera esencia– que posea la peculiaridad de ser algo necesario y no contingente como todos los restantes hechos y cosas. En efecto, teniendo en cuenta qué es lo que hay que explicar y qué tipo de explicación se exige cuando se pregunta “¿por qué hay algo más bien que nada?” Leibniz encuentra la siguiente respuesta: De modo que, como la raíz última debe residir en algo que existe con necesidad metafísica, y como la razón de una cosa existente sólo puede proceder de otra cosa existente, se sigue que existe un ser único, metafísicamente necesario, o sea que su esencia implica su existencia, y que existe algo que es diferente de la pluralidad de los seres, o sea del mundo, que hemos reconocido y mostrado que no existe por necesidad metafísica.5

Leibniz sostiene que el hombre puede probar a priori la existencia de Dios y Dios puede probar a priori la verdad de cualquier proposición existencial contingente. Uno de los aspectos más desconcertantes de su filosofía es precisamente éste, a saber, que la proposición “Tabaré Vázquez es el Presidente del Uruguay” puede ser demostrada a priori por un intelecto infinito, pero no por ello deja de ser contingente, pues su opuesto es lógicamente posible. La demostración a priori de la existencia de Dios puede ser considerada, creo yo, como paradigma de lo que debería ser una respuesta racional completa, es decir, una demostración a priori de la razón de ser de cualquier cosa. Veamos cómo. El principio de razón suficiente –“Nihil esse sine ratione, seu nullum effectum esse absque causa”6 – se refiere tanto a la verdad de proposiciones como a las cosas mismas mentadas por ellas. Creo que esto no debe 5 6

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Leibniz, G. W., De rerum originatione radicali, 1697, en GP VII, p. 303; traducción al castellano: EF, p. 472. Leibniz, G. W., Primae veritates, en Opuscules et fragments inédits de Leibniz, ed. Louis Couturat, Paris, 1903, p. 518. Reimpresión: Georg Olms, Hildesheim, 1966; traducción al castellano: EF, p. 340.

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considerarse tan sólo como un lamentable error por parte de Leibniz, sino como la consecuencia inevitable de su teoría de la verdad –en toda proposición verdadera el predicado está virtual o evidentemente incluido en el sujeto– y del principio de identidad de los indiscernibles –no hay dos cosas en la naturaleza que sean exactamente iguales–. Las proposiciones se refieren a la esencia o a la existencia de las cosas; buscar una razón equivale a comprender que el predicado está incluido en el sujeto. Cualquier verdad puede reducirse a una identidad por medio de definiciones, esto es, por medio del análisis de conceptos. En esto consiste precisamente la prueba a priori de una verdad. Es fácil reconocer la verdad necesaria cuando ésta se refiere a alguna esencia, ya que las verdades eternas pueden demostrarse por medio del análisis de sus términos. Son claramente idénticas y su opuesto es contradictorio y, por lo tanto, imposible. Por ejemplo, la definición de triángulo. También en una verdad existencial o contingente el predicado está incluido en el sujeto, pero el análisis del concepto sujeto es infinito. Dios puede ver de qué manera está el predicado incluido en el sujeto y probar a priori la verdad de una proposición existencial, mientras que el hombre sólo puede conocer a priori la verdad de la existencia de Dios. Leibniz agrega que el concepto completo y perfecto de una sustancia individual envuelve todos sus predicados, pasados, presentes y futuros. “Dios, (…), al ver la noción individual o hecceidad de Alejandro ve a la vez en ella el fundamento y la razón de todos los predicados que pueden afirmarse de él verdaderamente, por ejemplo, que vencerá a Darío y a Poro, hasta el punto de saber a priori (y no por experiencia) si murió una muerte natural o por envenenamiento, cosa que nosotros sólo podemos saber por la historia”.7 Así se allana el camino que permitirá pasar del significado de un concepto a la afirmación a priori de la existencia del objeto denotado por ese concepto. Ahora bien. No quiero que este siguiente paso de la argumentación parezca un raro pase de magia, un hocus pocus por el cual comienzan a salir existencias a partir de esencias, tal como salen palomas o pañuelos de colores de una galera vacía. Estos argumentos a priori para cada cosa pueden explicarse de la siguiente manera. Un concepto puede analizarse desde el punto de vista de su comprensión o de su extensión o denotación. Forman parte de la comprensión de un concepto el conjunto de propie7 Leibniz, Discours de métaphysique §8, en GP IV, p. 427; traducción al castellano: EF, p. 287.

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dades o cualidades distintivas de los objetos mencionados por dicho concepto. Su extensión o denotación, en cambio, es el número o cantidad de objetos contenidos en dicha clase. Si consideramos una proposición desde el punto de vista de la comprensión de sus conceptos, sus atributos o predicados estarán contenidos en el sujeto, ya que el predicado es parte de la comprensión del sujeto. El predicado ‘filósofo’ está incluido en el concepto de ‘Sócrates’, pues es una de las características distintivas de Sócrates. Pero desde el punto de vista de la extensión de los conceptos ocurre que el número de los objetos referidos por el sujeto es parte del número de objetos referidos por el predicado. La extensión del sujeto forma parte de la extensión del predicado. Sócrates es uno de los tantos objetos que forman parte de la clase de los filósofos. De lo dicho hasta aquí creo que puede concluirse que, en última instancia, para Leibniz la extensión de un concepto es la consecuencia lógica de su comprensión. Si recordamos el principio que establece la identidad de los indiscernibles –no hay dos cosas en la naturaleza que sean exactamente iguales– entonces puede argumentarse que si se llagara a conocer el concepto completo de una sustancia individual, es decir, toda su comprensión, se podría llegar a identificar, y por lo tanto a reconocer como real, el objeto que constituye su única extensión. Leibniz consideró, entonces, que la pregunta “¿Por qué hay algo y no más bien nada?” era filosóficamente pertinente y significativa. Su argumentación racional, no religiosa, sólo es posible porque supone que: 1) Todas las proposiciones pueden reducirse a la forma S es P. 2) En toda proposición verdadera el predicado está incluido, ya sea explícita o virtualmente, en el sujeto. 3) La existencia es uno de los predicados contenidos en el concepto completo de una sustancia (aun cuando no todos los comentaristas de Leibniz estén de acuerdo en este punto).8

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Bertrand Russell sostuvo que, según Leibniz, la existencia es el único predicado que no está contenido en el concepto sujeto. La única excepción a esta regla, aclara Russell, se da en el caso del concepto de Dios, ya que la existencia es una de sus notas. Sin embargo, un texto como los Nouveaux Essais IV, i, 3-7, puede presentarse como prueba de lo contrario: la existencia es un predicado contenido en el concepto sujeto de cualquier proposición que afirme una verdad de hecho. Cf. Russell, B., A Critical Exposition of the Philosophy of Leibniz, Cambridge University Press, Cambridge, 1900. Segunda edición: George Allen y Unwin, Londres, 1937, I, 4, iii.

El principio de razón suficiente

Por lo tanto, incluso si el análisis del sujeto de una proposición contingente es infinito, sigue siendo posible, al menos para una inteligencia infinita, dar una prueba a priori de la verdad de una proposición existencial. El único ejemplo que poseemos de una demostración de una proposición existencial es la prueba a priori de la existencia de Dios. Aun cuando Leibniz afirma que se trata de una proposición necesaria, y no contingente, de todos modos es existencial. Esto es lo más cerca que podemos llegar en nuestro afán por comprender cómo una mente infinita puede dar razón de todo lo que existe. Leibniz, sin embargo, prefirió desarrollar otra respuesta basada en el concepto de necesidad moral y en el principio de conveniencia, debido, entre otros motivos, a que nunca estuvo del todo convencido de la validez de la prueba a priori.9

2. Spinoza Tanto por la forma en que plantea la pregunta, como en su o sus respuestas, Leibniz se cuidó de no alejarse excesivamente de una concepción cristiana, en sentido amplio, de Dios y de su acción creadora. No es arriesgado afirmar que, cuando enuncia el principio de razón suficiente –i.e. nada hay sin razón– e inmediatamente concluye que, aceptado este principio, la primera pregunta que tenemos obligación de formular es por qué hay algo y no más bien nada, Leibniz pretende romper con la sofocante metafísica de su antecesor, el vilipendiado ateo Spinoza. Veamos por qué. Quizás la tesis básica del pensamiento de Spinoza, la piedra de escándalo que motivó el escarnio durante los siglos XVII y XVIII y el elogio aislado de un Goethe o un Nietzsche, sea ésta: todo lo que existe, la naturaleza en su conjunto, no fue creada por un Dios sobrenatural 9

Esta paráfrasis del argumento de Leibniz se basa casi exclusivamente en la primera parte de Sobre la originación radical de las cosas. Queda para otra oportunidad el examen de la relación entre la respuesta que acude a la prueba a priori y el que se refiere al principio de lo mejor, examen que deberá explicar la relación entre la primera y la segunda parte de De originatione… Seguramente el aspecto menos leibniciano de la paráfrasis es la rigurosa distinción entre explicaciones por causas y por razones. Si bien es cierto que esta distinción se encuentra en De originatione…así como también en el § 8 de los Principes de la Nature et de la Grace, fondés en raison, (GP VI, p. 602; EF, p. 601), no aparece, en cambio, en la mayor parte de los textos de Leibniz, donde ‘razón’ es género y ‘causa’ una especificación. Véase Benson Mates, “Leibniz and the Phaedo” en Studia Leibnitiana, suppl. XII, Wiesbaden, 1973, pp. 135-148.

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que obra desde fuera y más allá de ella. Tampoco necesita la naturaleza un Dios trascendente que la mantenga en la existencia. La naturaleza o la existencia de todo lo que hay se sostiene y justifica por sí misma. El orden en que ocurren las cosas también se comprende por sí mismo, sin necesidad de recurrir a una voluntad divina ordenadora sobrenatural. Spinoza pretende haber demostrado esta tesis, incompatible con el judaísmo y cristianismo de su época.10 No encontramos en la obra de Spinoza una formulación explícita de la pregunta por qué hay algo más bien que nada. Y no la encontramos porque su metafísica la excluye de plano. Spinoza enuncia el principio de razón suficiente de manera simétrica. En la proposición 11 del libro primero de la Etica afirma que “debe asignársele a cada cosa una causa, o sea, una razón, tanto de su existencia, como de su no existencia. Por ejemplo, si un triángulo existe, debe darse una razón o causa por la que existe, y si no existe, también debe darse una razón o causa que impide que exista, o que le quita su existencia”.11 Esta simetría –atención– es preliminar, o hipotética, ya que a lo largo del libro primero de la Etica – “De Deo”– Spinoza se propone enseñarnos a pensar la totalidad de lo real, la plenitud del ser, y a esta idea omniabarcativa la llama Dios; luego, recurriendo a un argumento a priori, pretende demostrar que es impensable que Dios no exista, es decir, Dios, la totalidad de lo que es, existe necesariamente, y no cabe pensar que no exista. Existe todo lo posible; lo que no existe, no era realmente posible. Suponer que lo que existe pudo no haber existido y, más grave aún, suponer que pudo no haber existido nada, son engaños de la imaginación y formas incorrectas, aunque en cierto sentido inevitables, de pensar. No es propósito de este trabajo internarse en el laberinto de las demostraciones de la Ética, pero sí comprender qué es lo que está en juego en la proposición 11, cuyo título dice: “Dios, o sea una sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente.” Se trata, una vez más en la historia de la filosofía, de una prueba a priori de la existencia de Dios, pero esta vez entendiendo por Dios la realidad infinita, y no un ser trascendente a su creación. La Demostración de esta proposición es escueta: “Si niegas esto concibe, si es posible, que Dios no existe. En ese

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Cf. Donagan, A., Spinoza, Hemel Hempstead, Harvester, 1988. E I, prop.11.

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caso, (por el axioma 7) su esencia no implicará la existencia. Pero eso (por la proposición 7) es absurdo: luego Dios existe necesariamente”. Antes de examinar la segunda demostración que ofrece esta proposición, miremos la brújula de la historia de la filosofía y detengámonos a recuperar el norte y propósito de la argumentación de Spinoza. La historiografía filosófica ubica a Spinoza dentro de la corriente racionalista, y es posible retrotraer este itinerario racionalista hasta Parménides y su identificación de ser y pensar. Todo lo que es, es pensable, y es absurdo postular a la vez la existencia de algo y ubicarlo fuera del alcance del pensamiento. Todo lo que se piensa de manera rigurosamente racional, es o existe. Y así como todo lo que es, es pensable, todo lo que se piensa, es. Ser y pensar son coextensivos. Sobrevolemos ahora quince siglos de filosofía y encontremos a San Anselmo y a su argumento de la existencia de Dios, que retomará Descartes y que Kant titulará como argumento ontológico. Anselmo nos invita a pensar en algo más grande de lo cual nada pueda pensarse. Agrega que aquello de lo cual nada más grande pueda pensarse debe existir no sólo en mi pensamiento, sino en mi pensamiento y en la realidad (realidad exterior a nosotros, y no una mera idea o fantasía de nuestra mente), e identifica a esta idea con la idea de Dios. En cierto sentido, Anselmo es sucesor del racionalismo de Parménides al invitarnos a pensar con coherencia extrema una idea y reconocer la evidencia de su existencia real, es decir, no como una mera ficción de nuestra imaginación. Ahora bien, Anselmo –San Anselmo– no cree, jamás pudo haber sido santo y haber creído que Dios tenía una existencia material, que existía ahí fuera, como un árbol o una montaña, ni siquiera como el conjunto de la totalidad de árboles, montañas y cosas duras que pueblan el espacio. Tal como ocurre con Descartes, y por el mismo hecho de que ambos son cristianos, el Dios cuya existencia demuestran no puede existir tal como existen las cosas naturales. Quizás una manera preliminar de comprender este problema consista en suponer que el Dios que demuestran Anselmo y Descartes tiene una realidad propia, no sólo diferente de las cosas materiales, sino también diferente del resto de mis ideas, aunque más no fuera porque se trata de una idea en algún sentido necesaria, que no puedo suponer su inexistencia, así como puedo suponer una realidad sin la idea de justicia o sin la idea de dolor de muelas. El tradicional argumento ontológico de la existencia de Dios es obviamente absurdo si pretendemos pasar de la idea de algo a la existencia material. El argumento, hasta Descartes, no pide tanto, ya que no le asigna a Dios una existencia mundana. Lo

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maravilloso de Spinoza es que, en cierto sentido, sí le exige a este argumento la demostración de la existencia necesaria de todo lo que vemos y tocamos ya que, aunque sea de manera muy mediada e indirecta, Dios es material o, más precisamente, extenso. La segunda demostración de la existencia de Dios que Spinoza ofrece en esta misma proposición 11, comienza enunciando el doble principio de razón suficiente, que mencioné antes: “Debe asignársele a cada cosa una causa, o sea, una razón, tanto de su existencia, como de su no existencia. Por ejemplo, si un triángulo existe, debe darse una razón o causa por la que existe, y si no existe, también debe darse una razón o causa que impide que exista, o que le quita su existencia”. Claramente esta formulación del principio de razón suficiente, con su doble circulación, ya no da lugar a una asimetría ontológica: la nada no es ni más simple, ni más obvia, que el ser. Podemos partir de la hipótesis de que nada pudo haber existido, y preguntarnos por qué existe algo; o podemos partir de la hipótesis contraria, suponer que en principio existe una plenitud o totalidad de realidad y que hay que dar razón acerca de por qué algunas cosas no se incluyeron en esa totalidad. Como no se trata de una novela de misterio sino de una interpretación, quizás algo personal y forzada, de la primera parte de la Ética, no cometo una grave infidencia anticipando la respuesta. Además de polemizar contra Descartes y demostrar que es incongruente suponer que haya dos, o más, sustancias, Spinoza –si se me permite este anacronismo– critica por anticipado a Leibniz, ya que en su metafísica la pregunta fundamental queda respondida –o, mejor dicho, directamente anulada– desde el principio, ya que no debemos comenzar suponiendo la nada, sino la plenitud del ser o de la realidad; además, nos enseñará a pensar esa plenitud como infinita, es decir, que nada le falta ni queda fuera, sino que todo lo abarca. También nos explicará el motivo por el cual, pese a pensar dicha plenitud o sustancia única, nosotros, entes finitos, seguimos preguntando por qué el seleccionado argentino perdió 6 a 1 contra Bolivia o por qué el edificio de al lado es blanco, y no gris. Pero atribuirá el origen de estas preguntas a un conocimiento siempre imperfecto de la serie de causas que determina que las cosas sean tal como son, y no de otra manera. En síntesis, Spinoza nos enseñará, o al menos pretende enseñarnos, a pensar en una totalidad infinita, que sea a su vez la suma de todas las razones o causas, y causa de sí misma. El desarrollo de esta segunda demostración continúa con la distinción entre una causa o razón que está contenida en la naturaleza de una cosa, y una causa o razón que está fuera de la naturaleza de la cosa. Por

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ejemplo, la razón por la que un círculo cuadrado no existe la indica su misma naturaleza: ya que ello implica, ciertamente, una contradicción. Este primer ejemplo del círculo cuadrado tiene una ventaja didáctica. El mero examen de la idea de círculo cuadrado nos permite afirmar, independientemente de toda experiencia, es decir, puramente a priori, que no encontraremos en el mundo una instancia de la misma. El pensamiento puro tiene algo que decir acerca de la realidad, de la existencia, o al menos, en este caso, de la inexistencia. El segundo ejemplo que encontramos en esta proposición es a la vez clásico y, en principio, problemático. Dice Spinoza: Y al contrario, la razón por la que existe una sustancia se sigue también de su sola naturaleza, ya que, efectivamente, ésta implica la existencia.12 Aun cuando Spinoza presente ambos ejemplos como si fuesen igualmente obvios, a nosotros nos parece evidente afirmar, a partir de la noción de círculo cuadrado, que tal cosa no existe, pero no nos parece igualmente obvio afirmar, a partir del examen de la naturaleza de la sustancia, que ésta exista. La vía positiva, es decir, afirmar que algo existe porque no puedo pensarlo sino como existiendo, nos resulta mucho más paradójico. Pero es precisamente esto lo que Spinoza nos quiere enseñar a pensar. Tanto el ejemplo del círculo cuadrado como el de la sustancia corresponden a casos en los que la causa o razón de la existencia o inexistencia pertenecen a la naturaleza de la idea examinada. Spinoza continúa afirmando que, en cambio, la razón por la que Juan o esta mesa existen o no existen, no se sigue de su naturaleza, sino del orden de la naturaleza corpórea como un todo: pues de tal orden debe seguirse, o bien que Juan o la mesa existen ahora necesariamente, o bien que es imposible que existan ahora. Y eso es patente por sí mismo, concluye Spinoza, como si acabara de enunciar un axioma, imposible de ser negado por una mente atenta. Efectivamente, no parece ser una afirmación difícil de aceptar, ya que, para cualquier cosa que exista o hecho que acaezca, siempre preguntaremos por su causa. E imaginando que algo pudo haber existido o acaecido pero que, de hecho, no ocurrió o existió, seguramente concluiremos que no se dieron todas las causas para que tal cosa exista o tal hecho se produzca. En el ámbito de nuestra experiencia, nos resulta natural pensar en términos de causas y efectos. 12

Cf. E, I, prop. 7.

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De aquí Spinoza concluye con una asimetría ontológica inversa. Se sigue que existe necesariamente aquello de lo que no se da razón ni causa que impida que exista. Tomemos esta afirmación como uno de los principios fundantes de la metafísica de Spinoza y démosle el nombre de principio de plenitud, ya que así han sido designadas variantes de este pensamiento en otros autores.13 Continúa Spinoza: Así pues, si no puede darse razón o causa alguna que impida que Dios exista o que le prive de su existencia, habrá que concluir, absolutamente, que existe de un modo necesario. (…) No pudiendo, pues darse una razón o causa, que impida la existencia divina, Dios existe necesariamente.

En esta misma proposición 11 encontramos una tercera prueba de la existencia de Dios. Recurre a esa otra equivalencia de Dios, de naturaleza y de sustancia: en este caso, Dios es potencia. Dice Spinoza: Poder no existir es impotencia, y, por el contrario, poder existir es potencia (como es notorio por sí). De este modo, si lo que ahora existe necesariamente no son sino entes finitos, entonces hay entes finitos más potentes que el Ser absolutamente infinito, pero esto (como es por sí notorio) es absurdo; luego, o nada existe, o existe también necesariamente un Ser absolutamente infinito. Ahora bien, nosotros existimos, o en nosotros o en otra cosa que existe necesariamente (ver axioma 1 y proposición 7). Por consiguiente, un Ser absolutamente infinito, esto es (por la definición 6), Dios, existe necesariamente.

Y añade en el Escolio: Pues, siendo potencia el poder existir, se sigue, que cuanta más realidad compete a la naturaleza de una cosa, tantas más fuerzas tiene para existir por sí; y, por tanto, un Ser absolutamente infinito, o sea Dios, tiene por sí una potencia absolutamente infinita de existir, y por eso existe absolutamente.

Hasta aquí Spinoza se ha venido ocupando de Dios. Veamos cómo resignifica la creación. En la proposición 16 obtenemos un indicio de cómo Spinoza reemplaza el acto creador del Dios bíblico, por una explicación metafísica. Esta proposición tiene la peculiaridad de no depender de ninguna otra. En su demostración Spinoza sólo recurre a una definición. Podría ser considerada como un axioma, pero es proposición porque la demuestra. Su enunciado es: “De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse 13

Cf. Lovejoy, Arthur, The Great Chain of Being, Harvard University Press, Harvard, 1936.

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infinitas cosas de infinitos modos (esto es, todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito)”. Ya en el temprano Tratado de la reforma del entendimiento, Spinoza había comprendido que la verdadera definición no es la que señala el género y la especie de lo definido, sino la que expresa la causa eficiente. En la demostración de la proposición 16, agrega que esta debe ser patente para todos, sólo con que consideremos que, de una definición dada de una cosa cualquiera, concluye el entendimiento varias propiedades, que se siguen realmente, de un modo necesario, de dicha definición (esto es, de la esencia misma de la cosa), y tantas más cuanta mayor realidad expresa la definición de la cosa definida. Pero como la naturaleza divina tiene absolutamente infinitos atributos (por la definición 6), cada uno de los cuales expresa también una esencia infinita en su género, de la necesidad de aquélla deben seguirse, entonces, necesariamente infinitas cosas de infinitos modos (esto es, todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito). A quienes piensan que Dios era libre para crear o no crear un mundo, y que bien pudo no haber creado nada, Spinoza les responde en la proposición 17. En el Escolio se refiere a los que consideran que Dios es causa libre porque puede, según creen, hacer que no ocurran –es decir, que no sean producidas por él– aquellas cosas que (…) se siguen de su naturaleza, esto es, que están en su potestad. Pero esto es lo mismo que si dijesen –escribe Spinoza– que Dios puede hacer que de la naturaleza del triángulo no se siga que sus tres ángulos valen dos rectos, o que, dada una causa, no se siga de ella un efecto, lo cual es absurdo, pues ni el entendimiento ni la voluntad pertenecen a la naturaleza de Dios. Spinoza recuerda que en la proposición anterior, es decir la 16, ya había mostrado claramente que de la suma potencia de Dios, o sea de su infinita naturaleza, han dimanado (effluxisse) necesariamente, o sea, se siguen siempre con la misma necesidad, infinitas cosas de infinitos modos, esto es, todas las cosas; del mismo modo que de la naturaleza del triángulo se sigue, desde la eternidad y para la eternidad, que sus tres ángulos valen dos rectos. Por lo cual, la omnipotencia de Dios ha estado en acto desde siempre, y permanecerá para siempre en la misma actualidad.14 El entramado de las proposiciones de la Ética, con sus imbricadas argumentaciones, exige una fundamentación mucho más amplia de 14

Cf. E I, prop. 17, cor. 2; E I, prop. 25, esc. y cor; E I, prop. 28 y su dem.; E I, prop. 29, dem. y esc.

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lo que hasta aquí expuse. Pero creo que, de todas maneras, resulta suficiente para mostrar que, precisamente por equiparar a Dios con la totalidad de lo real, y demostrar su existencia necesaria mediante el argumento a priori, la pregunta por qué hay algo más bien que nada, no cabe formularla en el sistema de Spinoza. Lo real, lo existente, no pudo no haber existido. La nada no es una posibilidad. Tal como enuncia la proposición 30: “El entendimiento finito en acto, o el infinito en acto, debe comprender los atributos de Dios y las afecciones de Dios, y nada más”.15 Es decir, no se puede pensar la nada o en nada: sólo se puede pensar en Dios y en sus atributos y modos.

3. Descartes Ahora bien, Spinoza no era el único sistema de metafísica al que Leibniz quería oponerse. Descartes había escrito algunas afirmaciones que seguramente llamaron la atención del joven Spinoza. Por ejemplo en la Sexta meditación escribe Descartes: “Pues por la naturaleza considerada en general, entiendo ahora a Dios mismo, o bien el orden y disposición que Dios ha establecido en las cosas creadas”.16 Y en las Respuestas a las segundas objeciones, en el apéndice que lleva por título: “Razones que prueban la existencia de Dios y la distinción que hay entre el espíritu y el cuerpo humano, dispuestas de manera geométrica”, entre los Axiomas o nociones comunes, Descartes afirma que: “I. No existe ninguna cosa de la que no se pueda preguntar cuál es la causa por la que existe. Pues esto mismo puede preguntarse acerca de Dios; no porque necesite de alguna causa para existir, sino porque la inmensidad misma de su naturaleza es la causa o razón por la que no necesita ninguna causa para existir.” Agreguemos la célebre definición de Los principios de la filosofía, 51: “Por sustancia no podemos entender ninguna otra cosa sino la que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra para existir. Y, en verdad, sustancia que no necesite en absoluto de ninguna otra sólo puede concebirse una: Dios.” El interés que Spinoza pudo encontrar en los textos de Descartes no se limita a estas afirmaciones aisladas. En sus Respuestas a las sextas objeciones, Descartes afirma que 15 16

E I, prop. 30. Cf. también E I, 30, dem. Descartes, R., Meditaciones metafísicas en Œuvres de Descartes, 11 tomos, ed. Adam y Tannery, Cerf, Paris, 1964-75, t. VII, p. 64.

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Dios ha de haber sido totalmente indiferente con respecto a crear las cosas que ha creado. Pues si alguna razón, o algún bien aparente, hubiese precedido su preordenación de las cosas, sin dudas lo habría determinado a crear lo que era mejor; pero, por el contrario, dado que Dios se decidió a hacer las cosas que de hecho están o suceden en este mundo, es por este motivo que ellas son, tal como está escrito en el Génesis, buenas; esto es, la razón de su bondad depende del hecho de que Dios quiso crearlas.17

Ya Platón en el Eutifrón había preguntado si Dios crea algo que es en sí mismo bueno, o algo es bueno porque Dios lo creó. Pero más grave aún, Descartes parece adherir a una tradición teológica que enfatiza la perfección de Dios y consecuentemente afirma que Dios nada necesita, pues ya es perfecto. Nada en su naturaleza esencial hacía necesaria o deseable para él crear un mundo poblado de seres imperfectos. El acto de creación debe concebirse como siendo enteramente carente de fundamento y arbitrario en sí mismo, y por lo tanto también en lo que esta creación incluye o excluye. Según Descartes, esta dependencia de las cosas del poder absoluto de Dios, no abarcaba tan sólo su existencia, sino también sus esencias o “naturalezas”. Nada hay en la esencia de “triángulo” que haga intrínsecamente necesario que la suma de sus ángulos interiores sea equivalente a dos rectos, ni nada en la naturaleza del número por lo cual dos más dos sumen cuatro. Lo que para nosotros aparentan ser “verdades eternas” son en realidad “determinadas por la voluntad de Dios quien, como legislador soberano, las ha ordenado y establecido desde la eternidad”. En conclusión, dentro del marco de esta teología radical, no hay ninguna razón para que Dios haya creado este mundo, o un mundo, tampoco hay razón para preguntar por qué hay algo más bien que nada. Se puede demostrar que Dios es un ser necesario, y se puede mostrar que en el mundo nada ocurre sin una causa. Pero no hay ninguna razón para que el ser necesario haya creado este mundo. Dios no pudo verse forzado u obligado, ya sea por una necesidad lógica o una inclinación moral, a crear algo. Releyendo a Leibniz a la luz de sus antecesores Descartes y Spinoza, podemos afirmar que, frente a Descartes, Leibniz intentó restaurar la cadena de causas o razones entre Dios y el mundo; y frente a Spinoza, quiso mostrar –quizás inútilmente– que esta cadena de razones tenía, en última instancia, un propósito o fin moral. 17

Ibid., p. 486.

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Omnipotencia(s): Spinoza contra Descartes, otra vez Fernando Mancebo As the poet said, “Only God can make a tree” –probably because it’s so hard to figure out how to get the bark on. WOODY ALLEN, Without feathers, “The early essays”

T

al vez la propuesta de comparar las potencias del Dios cartesiano y del Dios spinoziano resulte en primera instancia ridícula. Pues, ¿qué sentido tiene indagar por ahí, si ya sabemos que ambos Dioses son omnipotentes? Sin embargo, esta obviedad no sólo es errada, sino que además sospechamos que esconde una interesante alternativa para (re) pensar dos concepciones muy opuestas de la potentia Dei. Para lograr una comparación medianamente imparcial, parece necesario hacer pie en una suerte de suelo «franco» respecto de los dos sistemas, es decir, del sistema de Descartes y del de Spinoza. Proponemos ensayar una búsqueda de ese suelo común en la tradición medieval –para ser más precisos, en las categorías de potentia Dei absoluta y potentia Dei ordinata. Los motivos para intentarlo son varios. Por un lado, es innegable que la modernidad no se inició de la noche a la mañana, que no hizo “borrón y cuenta nueva” respecto del medioevo, y que, en virtud de eso, durante muchísimos años, los primeros filósofos modernos se valieron de nociones y herramientas analíticas medievales para sus reflexiones y meditaciones. Por otro lado, si bien hallamos restos y referencias relativas a estas dos categorías de la potentia Dei tanto en las producciones de Descartes como en las de Spinoza, también nos encontramos con un Leibniz maduro, por ejemplo, que discute más o menos explícitamente estas cuestiones, en obras como Teodicea o Monadología –es decir, más de 32 años después de la muerte de Spinoza. La palabra “omnipotencia” asciende hasta el latín “omnipotentia”, que es un término compuesto: por un lado tenemos “omnis”, que puede traducirse al español como “todo” o “cada uno” –y por otro lado está “potentia”, que puede traducirse como “poder”, o también “control”. Con una herencia semejante, no es extraño que generalmente se interprete



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que la omnipotencia es una suerte de poder máximo, infinito, ilimitado, e incluso inagotable. O también se dice que la omnipotencia es la suma total de todo poder, o el poder de hacer todo.1 Si bien ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se ofrece una base textual-literal fuerte para afirmar la omnipotencia divina,2 tanto el judaísmo como el cristianismo han atribuido tradicionalmente la omnipotencia sólo a Dios. También lo han hecho la mayoría de los filósofos que abrevaron de estos dos credos monoteístas y abrahámicos. Entre ellos, por supuesto, Descartes y Spinoza. Por su parte, la distinción medieval entre potentia Dei absoluta y ordinata, si bien no es tan antigua como la tradición de la omnipotencia, sí se remonta hasta al menos Pier Demiani, en el siglo XI –aunque no recibe su forma clásica sino hasta 1245.3 Hablar de potentia Dei absoluta y ordinata no es hablar de dos potencias de Dios, sino de dos maneras distintas de un solo poder divino. La 1 2

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Cf. Hoffman, Joshua y Rosenkrantz, Gary, “Omnipotence” en The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2012, Edward N. Zalta (ed.), introducción y §1; y Pearce, Kenneth L, “Omnipotence” en The Internet Encyclopedia of Philosophy, 2011, introducción. Si bien a menudo se afirma en las Escrituras que Dios “hace todo lo que quiere” (Salm. 33 (32), 9; 135 (134), 6, por ejemplo) o que “no hay nada imposible” para Él (Gen. 18:13-14; Jer. 32:17; Lc. 1:37, por ejemplo), la base más literal con la que contamos para afirmar sobre Él la omnipotencia es Apocalipsis, 19:6: “Y oigo algo parecido al clamor de una enorme multitud, al estruendo de una catarata y al estallido de violentos truenos. Y decían: «¡Aleluya! Porque el Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido su Reino»” En el original griego, la palabra que en la traducción corresponde a “Todopoderoso” es “παντοκράτωρ”, donde “παντ-” aceptaría una traducción similar a la propusimos para “omni-”, y “κράτωρ”, a la de “potēns” como “potente”, “capaz”. No obstante esta ausencia en el orden del texto, la omnipotencia comúnmente ha sido asociada al nombre de Dios Ēl Shaddai – ‫אל י ּ ַד ַׁש‬. Según Ex. 6:3, ése es el nombre con el que Dios “se apareció” o “se dio a conocer” a Abraham, a Isaac y a Jacob; véase también Gen. 17:1, 28:3, 35:11, 43:14; 48:3, 49:25; Núm. 24:4 y 16, por ejemplo. Al respecto, queríamos mencionar la interesante distinción que hace Jacques Lacan respecto de los sentidos de Ēl Shaddai y “omnipotencia” (en particular, en la historia del abortado sacrificio de Isaac): “Ēl Shaddai no es la Omnipotencia, que cae en el límite del territorio de su pueblo (…) Ēl Shaddai es el que elige, el que promete y hace pasar por su nombre cierta alianza que solo se transmite por la baraka paterna” (Lacan, J., “Introducción a los nombres del padre”, 20-11-1963, en Idem., De los Nombres del Padre, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 4). Carecemos del espacio suficiente para desarrollar esta última interpretación en relación a los sistemas cartesiano y spinoziano; pero podremos entrever la proximidad respecto de uno y el alejamiento respecto del otro: nada extraño, si es que tenemos en cuenta la formación de raigambre jesuita que recibieron el filósofo y el psicoanalista franceses. Cf. Courtenay, William J., “The dialectic of omnipotence in the high and late Middle Ages”, en Rudavsky, T. (ed.), Divine Omnipotence and Omnipotence in Medieval Philosophy, D. Reidei Publishing Company, Dordrecht, 1985, pp. 243-269; §§1 y 3.

Omnipotencia(s): Spinoza contra Descartes, otra vez

potentia Dei absoluta contempla la potencia de Dios en sí mismo, en abstracto, sin referencia a su voluntad ni sus acciones tales como nos son reveladas en el orden actual del mundo. O, como el mismo Spinoza la explica: es la omnipotencia “sin atender a los decretos divinos”.4 Y la potentia Dei ordinata considera el poder divino solo respecto de lo que Él decidió hacer. Nuevamente en palabras de Spinoza: ésta es la omnipotencia cuando “atendemos” a los decretos divinos. Originalmente, esta distinción no solo intentaba hacer frente a las afirmaciones acerca de la inhabilidad de Dios,5 sino que también capturaba la intuición teológica según la cual el orden creado no agota la capacidad divina ni el abanico de posibilidades abierto al Creador. Es decir, según esta fórmula, Dios, si bien nunca obra absolutamente –o “en términos absolutos”– sí puede más de lo que creó: porque el poder de Dios trasciende el orden establecido. Una de las imágenes más usuales para ilustrar la distinción en la potencia divina, fue la del rey y las leyes de su reino: Dios, en términos absolutos, puede cambiar los decretos que estableció en términos ordenados, tal como un rey puede hacerlo con las leyes de su reino.6 Como veremos, esta misma imagen la hallamos en la correspondencia que mantiene Descartes con Mersenne, por ejemplo, cuando el filósofo despliega su concepción de la naturaleza de las verdades matemáticas. También Spinoza emplea una similar7 al momento de arremeter nuevamente en Ética contra la noción cartesiana de omnipotencia y otras afines. Por último, no es menor señalar que el uso de la distinción entre potentia Dei absoluta y ordinata en la baja edad media, colaboró en la formación del fideísmo y escepticismo durante esa época y la siguiente. Y esto, porque la posibilidad de una intervención divina arbitraria en el orden natural establecido amenazaba tanto las certezas del naciente empirismo científico como la teología natural. En ese contexto también, nace el concepto de la deceptio Dei: la posibilidad de que Dios intervenga 4

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PM, p. 267. Utilizamos la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado de la reforma del entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos; introducción, traducción y notas de A. Domínguez, Alianza, Madrid, 2006, p. 269. Cf. Tito 1:2, por ejemplo. Cf. Courtenay, op. cit., §4 y siguientes. Cf. E II, esc. 2. Utilizamos la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Ética demostrada según el orden geométrico, introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Ediciones Orbis, Buenos Aires, 1983.

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en el orden establecido a fin de verificar profecías.8 La figura del deus deceptor parece no ser sino una transposición de esa noción hacia el interior de la metafísica cartesiana. Descartes inicia Meditaciones metafísicas con una concepción bastante precisa de la potentia Dei: “(…) hace tiempo que tengo en el espíritu cierta opinión de que hay un Dios que todo lo puede (…)”.9 Si bien esta noción de omnipotencia al principio parece propuesta solo de manera tentativa, más adelante es afirmada como verdadera sin discusión ni reparos, sin comentarios o desarrollos.10 Es por eso que, frente a esa falta de especificidad, es válido preguntarnos: ¿qué significa que Dios todo lo puede? Es decir, ¿cuál es el alcance de ese “todo” para Descartes? Para poder empezar a responder, podríamos, por ejemplo, hurgar un poco entre la correspondencia del filósofo. El 15 de abril de 1630, Descartes le escribe a Mersenne: Las verdades matemáticas, a las cuales usted llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de Él, tanto como el resto de Sus criaturas (…) Usted dirá que si Dios estableció estas verdades Él podría cambiarlas, como un rey lo hace con las leyes de su reino; a lo que es preciso contestar que es correcto (…).11

Notemos ya, por un lado, la imagen del rey y la contingencia de las leyes de su reino respecto de su poder. Y, por otro lado, notamos también el cuidado de Descartes en no llamar “eternas” a las verdades matemáticas. En una carta fechada el 27 de mayo de ese mismo año, Descartes afirma que Dios, dada la libertad de su voluntad, puede hacer que todos los radii de un círculo no sean iguales entre sí, e incluso pudo no haber creado el mundo.

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Cf. Florido, León, “El escepticismo, de la teología medieval a la filosofía moderna. Robert Holkot y René Descartes”, en Revista Española de Filosofía Moderna, N°13, Barcelona, 2006; introducción, §§2-3. Y también Courtenay, op. cit., §1. Cf. Descartes, René, Meditaciones metafísicas (en adelante “MM”), I, 16, en Idem., Discurso del método, Meditaciones metafísicas, trad., prólogo y notas de Manuel García Morente, Espasa-Calpe (Colección Austral), Madrid, 1937. Cf. ibid., III, 36-37; V, 55, in fine. Cf. Descartes, R., Carta a Mersenne, 15 de abril de 1630, en Idem., Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Los principios de la filosofía, en Obras escogidas, trad. Ezequiel de Olaso y Tomás Zwanck. Selección prólogo y notas de Ezequiel de Olaso, Charcas, Buenos Aires, 1980, pp. 353-354. Para las demás cartas citadas en este trabajo, consúltese también este volumen.

Omnipotencia(s): Spinoza contra Descartes, otra vez

En 1644 (tres años después de la publicación de Meditaciones metafísicas en latín), Descartes no ha abandonado esta posición respecto de la omnipotencia divina. El 2 de mayo de ese año, por ejemplo, le escribe a Mesland que Dios podría hacer que la suma de los tres ángulos de un triángulo no equivalga a la suma de dos rectos. Y cuatro años más tarde, el 29 de julio de 1648, le señala a Arnauld que Dios puede tanto crear una montaña sin valle como hacer que 1 más 2 no sumen 3. A juzgar por estos textos, parece que cuando Descartes afirma que Dios todo lo puede, ese “todo” va más allá de las posibilidades físicas de nuestro universo y de las posibilidades psicológicas de nuestra mente; y, por supuesto, va también más allá de las posibilidades lógicas, tal como la tradición occidental generalmente las entendió –es decir, la posibilidad lógica definida por el principio de no-contradicción. Así pues, si la ratio del espíritu humano está determinada por el principio de no-contradicción, y las leyes que rigen al mundo físico están basadas en las verdades matemáticas,12 entonces este mundo es racional –aunque lo racional no agota las posibilidades del poder divino. Esta perspectiva según la cual Dios puede hacer todo, incluso lo lógicamente contradictorio, es conocida como “voluntarismo”.13 Aparte de Descartes, casi nadie en la historia de la filosofía occidental abrazó esta concepción tan extrema de la potentia Dei. Su consistencia fue puesta en cuestión no sólo desde la lógica modal contemporánea, sino también por razones que involucrarían solamente al sistema de Descartes.14 Volviendo a nuestro hilo conductor: parece que Descartes proyecta en la omnipotencia divina una distinción similar a la medieval con la que nos propusimos trabajar. Por un lado, tenemos lo que correspondería a la potencia ordinata: un orden racional en el mundo, definido por las leyes de la física y los principios de la matemática, cuya piedra de toque es la no-contradicción. Por otro lado, pero incluyendo al anterior, nos encontramos con la potentia absoluta: el Dios cartesiano, en términos 12 13 14

Cf. Descartes, R., MM, II; EM, XI, 47. Cf. Pearce, K., op. cit., 1.a. Cf. Curly, E. M., “Descartes and the creation of the Eternal Truths”, I, en The Philosophical Review, Vol. 93, N° 4, Cornell University Press, New York, octubre de 1984, pp. 569-597. Para una perspectiva más general sobre los problemas que acarrea la noción de omnipotencia en un sentido cartesiano, consúltese: Mavrodes, George I., “Some puzzles concerning omnipotence”, en The Philosophical Review, Vol. 72, No. 2, Cornell University Press, New York, abril de 1963, pp. 221-222; y la reacción a este artículo por parte de Frankfurt, Henrry G., “The logic of omnipotence”, en The Philosophical Review, Vol. 73, No. 2, Cornell University Press, New York, abril de 1964, pp. 262-264.

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absolutos, es decir, fuera de este y cualquier orden, puede mucho más. Incluso lo contradictorio. En términos leibnizeanos: en el sistema cartesiano, hay otros mundos posibles aparte del nuestro. Incluso mundos donde los imposibles son. A diferencia de Descartes en Meditaciones metafísicas, en Ética Spinoza “construye” lenta y laboriosamente su concepción de omnipotencia.15 Y no sólo no la introduce como un vetusto prejuicio, sino que también la contrasta con otras alternativas que finalmente descarta –entre ellas, como dijimos, la concepción cartesiana. La potencia del Dios spinoziano ya no es la del Summum Ens que “todo lo puede”, como el de Descartes, sino un ente que “es causa de todo”16 –incluso de sí mismo. Si bien una lectura rápida puede no encontrar entre ambas formulaciones diferencia alguna, en efecto las hay. Y bastantes. En primer lugar, este “ser causa de”, si bien es problemático, sabemos que, para Spinoza, es equiparable o análogo a la manera en la que de la definición de un ente geométrico se siguen de él sus propiedades. Es decir, que Dios sea causa de todo, significa que todo se sigue de Dios. Si la implicación a nivel geométrico es lo deductivo, a nivel ontológico es la necesidad: Dios causa todo necesariamente, es decir, no puede no causar todo –o mejor: no puede no estar causándolo, eternamente. En segundo lugar, para Spinoza la fórmula “Dios es causa de todo”, equivale a “Dios es causa de infinitas cosas de infinitos modos”, lo que es intercambiable con “Dios es causa de todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito”. Pero con esto volvemos al mismo problema que se nos planteaba con Descartes: ¿qué es específicamente ese “todo”? ¿Cuáles son “todas las cosas”? ¿Qué es propiamente aquello que puede caer bajo un entendimiento infinito? La respuesta no se comprende sino hasta las últimas siete proposiciones de E I –y las primeras de E II. La esencia de Dios es su potencia misma, es decir, aquello por lo cual él mismo y todas las cosas que él causa son y obran. Ahora bien, todo lo que Dios causa –lo que se sigue de su esencia– es todo lo que está en su potestad. Y todo lo que está es su potestad es todo lo concebible, todo aquello cuya definición no sea autocontradictoria –es decir, Dios es causa de todo lo lógicamente posible: exactamente eso es “lo que cae” bajo un entendimiento infinito. De ahí que en E II pueda identificarse 15 16

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Cf. E I, prop. 16-36. Cf. E I, prop. 17, esc.

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el entendimiento infinito con la idea que Dios tiene de sí mismo (idea Dei) y de todo lo que se sigue de su esencia.17 Y dado que por la misma necesidad de su esencia, Dios no puede no causar todo lo que está en su potestad, Dios causa todo necesariamente, sin reservas. Lo que viene a ser lo mismo que decir que la potencia de Dios es activa, que no tiene cosas en potencia. Spinoza se ubica en línea con los abordajes de Santo Tomás de Aquino18 y Maimónides,19 porque para él Dios solo puede lo que tiene ens rationis, lo no-contradictorio en sí mismo, y no otra cosa. Sin embargo, el holandés también se aparta de sus dos predecesores al extremar esta posición: Dios no solo puede lo no-autocontradictorio, sino que, además, Dios causa todo lo no-autocontradictorio necesariamente. Por eso el mundo spinoziano es netamente racional –lo racional es lo único que está en la potestad divina. Es desde aquí desde donde comprendemos su relación con el par medieval potentia Dei absoluta y ordinata. Spinoza parece disolver la distinción en el corazón mismo del sistema. Porque lo que su Dios puede de potentia absoluta, lo hace de manera ordinata. Y necesariamente –es decir, no puede no hacerlo, no puede no hacer todo. Y porque este orden del mundo, además, es necesario –es decir, es el único concebible. En términos leibnizeanos una vez más: para Spinoza, éste es todo mundo posible. Y su estructura además concuerda con los principios que constituyen y rigen el pensamiento racional. Así, la razón spinoziana está capacitada para alcanzar la verdad última en tanto que ordenamiento inmanente del mundo. Y también en esto se distingue de Descartes. Porque la ratio cartesiana, aunque también concuerda con la estructura de la realidad, está incapacitada para alcanzar la verdad última, porque el Dios de Descartes puede más que lo imaginable y lo concebible y lo actualmente ordenado. De acuerdo con Descartes, la esencia divina es incomprensible y los designios divinos, impenetrables –es decir, las posibilidades de la potentia Dei exceden los límites del espíritu humano. Por eso, no nos resulta extraño que el filósofo francés acceda a renunciar a la razón frente a la 17 18 19

Cf. Deleuze, Gilles, Spinoza y el problema de la expresión, VI, trad. Horst Vogel, Muchnik Editores, Barcelona, 1999 (segunda edición). Cf. Aquino, Tomás de, Suma teológica, trad. F. Raimundo Suárez (edición bilingüe), Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1957, tomo I, Ia, 25, 3. Cf. Maimónides, Moisés, Guía de los descarriados, [traductor sin especificar.], Proyecto Editor, Buenos Aires, 1989, I, XV.

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autoridad divina, si es que aquella contradice lo que Dios nos revelaba.20 En cambio Spinoza, para quien el todo posible es necesario y racional, sucede al revés: él nos pide renunciar a la revelación si es que ella contradice a la razón natural, pues “la verdad no contradice a la verdad”.21 Esto nos invita a repensar la elección del more geométrico como la mejor vía para dar cuenta en términos lingüísticos de la estructura de la realidad. La deducción, como un modo que infiere necesariamente de premisas a conclusión, no sólo le permite a Spinoza ir construyendo en términos puramente racionales sus conceptos de Dios inmanente y mundo-en-Dios, sino que también le posibilita reducir toda alternativa que no se adecue racionalmente a sus conceptos y proposiciones fundamentales. Y todo esto sin recurrir a ningún orden externo ni excedente, pues lo que en la deducción se infiere, ya está desde un principio contenido en las premisas –como Dios y las infinitas cosas de infinitos modos lo están en la esencia divina. En cambio Descartes precisa de un proceder analítico. Él avanza como los matemáticos antiguos:22 supone resuelto lo que se quiere probar, y luego ataca cada una de sus partes. Lo que Descartes busca fundamentar es el conocimiento y su modo de atacar, la duda metódica. La cuestión es que en su presuposición sostiene a un Dios que jamás cuestiona y que se define principalmente por una omnipotencia absoluta y trascendente al orden actual. Es un Dios que ordena, pero que a la vez cuenta con el poder de deshacer lo ordenado; incluso cuenta con el poder de engañar. Si no, ¿para qué necesita la figura de un deus deceptor devaluada en mauvais génie? ¿Cómo poder dudar de algo como las verdades matemáticas, como el orden de las esencias, de algo que se presenta en principio como claro y distinto, si no es bajo la profunda creencia de que hay un Dios que todo lo puede, que incluso puede hacer que 1 más 2 no sumen 3? La presuposición le permite filtrar a su Dios todopoderoso y el método analítico le permite mantenerlo sano y salvo. Y esto en virtud de que los elementos presupuestos y las partes del análisis no son los mismos. Así es que la metafísica spinoziana, frente a la cartesiana, es mucho más económica: no sólo porque el espectro de las posibilidades divinas está acotado a lo no-autocontradictorio; no sólo porque también elimina 20 Cf. Descartes, R., Los principios de la filosofía, trad. G. Halperín, Losada, Buenos Aires, 1997, §§ 24, 25; y MM, IV, 44. 21 PM, p. 265 (p. 267 de la edición de Alianza). 22 Parkinson, G. H. R., Spinoza, Instituto de Ciencias de la Educación, Valencia, 1984, 1.3.

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el campo de la potencialidad en el Ser Sumo; sino porque, además, libera a Dios de otros problemáticos atributos propios de la tradición. Por ejemplo, de la omnibenevolencia. Pues, ¿qué es lo que le impide al Dios cartesiano estar modificando a su capricho la legalidad del orden actual? Al igual que con el Dios de Anselmo o Abelardo,23 su infinita Bondad, su ser moralmente perfecto. El Dios de Descartes es bueno en grado sumo, lo que le anula la posibilidad de todo engaño y desorden –al menos respecto del orden actual. Aunque, en términos absolutos, según su sólo poder, aún puede engañar y desordenar. Lo que, a su vez, hace que el fantasma del escepticismo jamás deje de asechar. De ahí que la ontología spinoziana resulte también un suelo infinitamente más seguro para el conocimiento científico y para un proyecto político: la calculabilidad y la estabilidad están aseguradas desde una potencia que es tan ordenada como absoluta e infinita. Si Descartes con su concepción de la omnipotencia estaba en un extremo, Spinoza, con la suya, está en el opuesto. Por eso, no sólo Spinoza contra Descartes, sino también Spinoza contra toda la tradición que distingue entre potentia Dei absoluta y ordinata, entre el rey, sus leyes y su reino. Si no hay posibles en el sistema spinoziano, ¿cómo explicar las cosas que todavía no son o ya no son? Y ¿cómo dar cuenta de la novedad y la diferencia en un mundo donde todo, sub specie aeternitatis, es calculable? Dos desafíos para seguir pensando en las jornadas del año que viene.

23 Cf. Courtenay, W., op. cit., §2.

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ocos encuentros en la historia de la filosofía han despertado mayor interés que el de Spinoza y Leibniz. Tanto su modo de vida como su pensamiento exhiben una oposición manifiesta que, no obstante, posee una particularidad fascinante. Tal como sucede con las contrapartes, ambos filósofos tienen un parecido primordial a pesar de no mostrar congruencia en ningún punto. Esta peculiar característica se refleja en las tantas y tan diversas apreciaciones que se han brindado sobre su relación. De hecho, los intérpretes han agotado ordenadamente todo el espectro hermenéutico. Los estudios de fines del siglo XIX y principio del siglo XX plantearon una influencia directa de Spinoza en Leibniz o, desde una posición más moderada, un momento fuertemente spinozista en el filósofo alemán.1 Hacia mediados de siglo XX y luego de la publicación por parte de la academia de los escritos juveniles de Leibniz, hubo un corrimiento al lado opuesto: la filosofía leibniziana se concibe como independiente de la spinozista y, además, como un continuo rechazo de 1



La primera posición se encuentra en lecturas como las de Russell y Brunschvicg que, en líneas generales, argumentan que Leibniz hace suya la metafísica de Spinoza. Russell plantea que “Leibniz tiende con una suave alteración de fraseología a adoptar la posición de Spinoza” (cf. Russell, B., A Critical Exposition of the Philosophy of Leibniz, John Dickens and Co., Northampton, 1900 [1977]). Brunschvicg, por su parte, declara que “Leibniz, al momento de su primer contacto con la filosofía de Spinoza, entre 1675 y 1677, no tiene un sistema metafísico” (Brunschvicg, L., Spinoza et ses contemporaines, Felix Alcan, Paris, 1923, pp. 378) y que “hizo de la noción spinozista de sustancia el punto de partida de su doctrina” (Brunschvicg, op. cit., pp. 388). La segunda posición puede observarse en Ludwig Stein, quien, aun cuando acepta que las tesis de la madurez constituyen “sin ninguna duda una oposición metafísica completa con la sustancia spinozista” (Stein, L., Leibniz und Spinoza, G. Reimer, Berlin, 1890, p. 21), reconoce también que entre 1676 y 1679 hay un período amistoso con el spinozismo durante el cual Leibniz adopta brevemente algunas de sus tesis (cf. Stein, op. cit., pp. 60-110).

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ella.2 Las lecturas contemporáneas han recuperado parcialmente ambas posturas en tanto reconocen la independencia de las principales tesis de Leibniz, pero aceptan un período amistoso entre ambos sistemas durante 1676, año en el que el filósofo alemán accede por primera vez a la metafísica spinozista.3 El conocimiento que Leibniz tiene de la ontología de Spinoza durante 1676 es, empero, indirecto. En efecto, la recepción de su metafísica se encuentra mediada por Tschirnhaus, quien se encarga de introducir a 2

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Del otro extremo del espectro se encuentra, en primer lugar, Friedmann, quien, cuestionando fuertemente las primeras interpretaciones sobre el tema, afirma que la relación de ambos filósofos constituye un “ejemplo incomparable de tesis y antítesis en la dialéctica de la historia de la filosofía” (Friedmann, G., Leibniz et Spinoza, Gallimard, Paris, 1946, p. 35). Según su posición, no hay nada parecido a un spinozismo en Leibniz, puesto que su metafísica juvenil, anterior al primer contacto con la de Spinoza, ya contiene en germen todo su sistema posterior. En la misma línea, Parkinson ha continuado con fuerza la idea de la independencia y contrariedad de ambos sistemas filosóficos. Sus estudios buscan probar que no hay ningún momento de cercanía o amistad con el spinozismo; en particular, se interesa por establecer tal tesis para los escritos de 16751676: “no hay razón para suponer que Leibniz estuvo atraído por la filosofía de Spinoza durante su estancia en París, por el contrario, su filosofía fue opuesta al panteísmo y determinismo” (Parkinson, G. H. R., “Leibniz’s Paris Writing in Relation to Spinoza”, en Leibniz a Paris (1672-1676), Studia Leibnitiana Supplementa 18:2, Felix Steiner Verlag, Wiesbaden, 1978, pp. 73-89). Cf. también, Parkinson, G. H. R., “Leibniz’s De Summa Rerum: a Sistematic Approach”, en Studia Leibnitiana 18:2, 1986, pp. 132-151. Entre las interpretaciones más recientes, Brown y Mercer continúan esta línea interpretativa. Cf. Brown, S., “The proto-Monadology of the De Summa Rerum”, en S. Brown, The Young Leibniz and his Philosophy (1646-1676), Kluwer, Dordrecht, 1999, pp. 263-288 y Mercer, Ch., Leibniz’s Methapysics: its origin and development, Cambridge University Press, Cambridge, 2001, pp. 427-460. Esta recuperación de la tesis original de Stein ha cobrado gran fuerza en los últimos años, y puede encontrarse en gran cantidad de intérpretes. En particular, el vínculo de estos escritos con Spinoza se ha estudiado respecto de algunos temas: el concepto de Dios y la reforma de la prueba ontológica, el paralelismo, la noción de extensión, los mundos posibles y el panteísmo. Cf. Adams, R. M., Leibniz: Determinist, Theist, Idealist, Oxford University Press, Oxford, 1994, pp. 113-134; cf. Goldenbaum, U., “‘Qui ex conceptu Extensionis secundum tuas meditationes varietas rerum a priori possit ostendi?’: Noch einmal zu Leibniz, Spinoza und Tschirnhaus”, en VI Internationaler Leibniz-Kongress: Leibniz und Europa, Vorträge I Teil, 1994, pp. 266-275; cf. Kulstad, M., “Did Leibniz incline toward Monistic Pantheism in 1676?, en VI Internationaler Leibniz-Kongress: Leibniz und Europa, Vorträge I Teil, 1994, pp.424-428; cf. Kulstad, M., “Leibniz’s De Summa Rerum. The Origin of the Variety of Things, in Connection with the Spinoza-Tschirnhaus Correspondence”, en F. Nef et. D. Berlioz (eds), L’Actualité de Leibniz: les deux labyrinthes. Studia Leibniziana Supplementa 34, Franz Steiner Verlag, Stuttgart, 1999, pp. 69-89; cf. Kulstad, M., “Leibniz, Spinoza and Tschirnhaus: multiple Worlds, Possible Worlds”, en S. Brown, The Young Leibniz and his Philosophy (1646-1676), Kluwer, Dordrecht, 1999, pp. 245-262; cf. Laerke, M., Leibniz lecteur de Spinoza. La genèse d’une opposition complexe, Honoré Champion Étiteur, Paris, 2008.

Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus

su compatriota en las principales tesis de la Ética durante sus conversaciones y, a su vez, le enseña su correspondencia con Spinoza.4 Estas reuniones repercuten con fuerza y de modo inmediato en los escritos leibnizianos de 1676, en los cuales no sólo se abordan temas propios de la agenda spinozista, sino que además se defienden algunas de sus tesis nucleares.5 Entre los diversos temas tratados, Leibniz se interesa particularmente por un problema que Tschirnhaus discute con Spinoza en su correspondencia, a saber, la derivación de los cuerpos a partir de la extensión. Este debate se desarrolla a lo largo de tres pares de cartas 4

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Las notas sobre la Ética que Leibniz toma de sus reuniones con Tschirnhaus se encuentran reunidas bajo el nombre de Sobre la Ética de Spinoza, cf. Leibniz, G. W., Sämtliche Schriften und Briefe, ed. Deutschen Akademie der Wissenschaften, Darmstad, 1923 y ss., Leipzig, 1938 y ss., Berlín, 1950 y ss., VI, 3, pp. 384-385 (se cita como A). Respecto de la correspondencia Spinoza-Tschirnhaus, hay tres pares de cartas de interés a las que Leibniz tuvo acceso: Ep. 59-60, 80-81 y 82-83 (pp. 268-271 y 331-335). Existen otros dos textos que le sirven como medio para el conocimiento de las tesis de la Ética antes de su publicación: las anotaciones a la carta de Spinoza a Meyer (cf. A VI, 3, pp. 275-282) y a las tres cartas de Spinoza a Oldenburg (cf. A VI, 3, pp. 364-371). Sin embargo, en nuestro trabajo nos limitamos a la presentación que tiene del spinozismo por parte de Tschirnhaus, puesto que él es quien lo introduce de modo general a las tesis de Ética y, además, le comenta el problema de la derivación de los cuerpos particulares a partir de la extensión. La recepción general del spinozismo por parte de Leibniz es un asunto complejo. En líneas generales, pueden distinguirse al menos tres momentos. [1] Durante 1670-71 Leibniz lee el Tratado teológico-político. La primera referencia al escrito se encuentra en la carta del 3 de octubre de 1670 a Jakob Thomasius, donde, en armonía con la crítica que su maestro hiciera en Contra el Anónimo acerca de la libertad de filosofar, se refiere al texto como “un libro intolerablemente licencioso” (A II, 1, p. 106) y lo vincula de modo directo con las tesis hobbesianas. Recién en 1671 conocerá el nombre del autor por medio de una carta de Johann Georg Graevius, quien en abril de dicho año escribe a Leibniz informándole que “ese libro sumamente pestilente, cuyo título es Discursus Theologico Politicus, (...) se dice que tiene por autor a un judío de nombre Spinoza que fue recientemente excomulgado a causa de sus opiniones monstruosas” (A I, 1, p. 142). [2] Hacia fines de 1675 y 1676, Leibniz estudia con mayor detalle el Tratado teológico-político (cf. A VI, 3, p. 248-275) y conoce por primera vez, aunque por intermedio de Tschirnhaus, las tesis de la metafísica de Spinoza (cf. A VI, 3, pp. 380-385). En estos años también obtiene por medio de Schuller la carta de Spinoza a Meyer donde trata sobre el infinito (cf. A VI, 3, pp. 275-282) y tres cartas de Spinoza a Oldenburg que anota y comenta (A VI, 3, pp. 364-371). [3] En 1678 Leibniz accede a la Ética una vez publicada y la comenta en detalle (cf. A VI, 4, pp. 1705-1777). Nuestro trabajo se centra en los temas de metafísica del segundo período. En la serie de escritos titulados De summa rerum (1676), Leibniz considera la idea de que la filosofía ha de comenzar por Dios y se apropia de la definición spinozista, cuestiona si efectivamente el alma es la idea del cuerpo, investiga la relación entre los atributos divinos y sus modos, acepta que el pensamiento y la extensión son ejemplos de tales atributos e, incluso, concede que las creaturas se distinguen sólo modalmente y que Dios es la única sustancia. Estos puntos de contacto hacen que difícilmente pueda ponerse en duda la matriz spinozista en la que se gesta De summa rerum.

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escritas entre 1675 y 1676. Entre los intérpretes contemporáneos se ha planteado que el propio Leibniz se encuentra presente detrás de la redacción de las últimas dos cartas de Tschirnhaus.6 Bajo esta lectura, entonces, las epístolas esconderían un debate entre Spinoza y Leibniz, intermediado por Tschirnhaus. El debate acerca de la derivación de los cuerpos se inicia con la epístola del 5 de enero de 1675. En ella, Tschirnhaus le plantea a Spinoza el siguiente interrogante: Si usted tiene el deseo y la ocasión, le demando respetuosamente la definición verdadera del movimiento y también cómo se explica y de qué manera, mientras que la extensión concebida en sí misma es indivisible, inmutable, etc., puede deducir a priori el nacimiento de una tan gran variedad de objetos y consecuentemente la existencia de la figura propia de las partículas de un cuerpo determinado.7

El punto en cuestión consiste en explicar cómo de la sola extensión, concebida como indivisible, puede derivarse una gran variedad de cuerpos particulares determinados. La lectura de Tschirnhaus no es errónea. En primer lugar, la indivisibilidad es una característica de la extensión que el propio Spinoza acepta. Incluso plantea que en ello radica su principal diferencia respecto de la versión cartesiana de este atributo.8 En segundo lugar, el problema de la derivación de los cuerpos, aun cuando está planteado sin mayores precisiones en la carta, es genuino. Siendo la extensión indivisible, es lícito preguntarse cómo es posible que de ella sola 6

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Los elementos compartidos de la respuesta leibniziana con la esbozada por Tschirnhaus hacen pensar una posible influencia de Leibniz en esta tercera carta. Para un estudio detallado sobre la similitud de los términos utilizados por ambos, cf. Kulstad, “Leibniz’s De Summa Rerum...”, op cit., pp. 75-77. Ep. 59, p. 268. En E I, prop. 15, esc. Spinoza crítica a quienes no reconocen el carácter extenso de Dios. Contra ellos, plantea que “sus argumentos se fundan sólo en la suposición de que la sustancia corpórea está compuesta de partes, lo que ya he mostrado que es absurdo (prop. 12 y prop. 13 cor.)”. A esto, añade que “la sustancia corpórea no puede ser concebida sino como infinita, única e indivisible (ver prop. 8, prop. 5 y prop.12)”. Por último, plantea que cada modo de pensar la cantidad corresponde a distintos grados de conocimiento: “Si atendemos a la cantidad como se presenta en la imaginación, lo que a menudo es más fácil, se la encontrará como finita, divisible y compuesta de partes; pero si atentemos a ella tal como aparece al intelecto y la concebimos como una sustancia, lo que es difícil de hacer, entonces (como hemos suficientemente demostrado) se encontrará que es infinita, única e indivisible” (ibídem.). El primer caso sería el de la extensión cartesiana, mientras que el segundo correspondería a la propiamente spinozista. Como veremos, Leibniz tomará la idea de que la extensión es única, infinita e indivisible, pero hará una lectura muy distinta de la relación atributo-sustancia.

Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus

se deriven los cuerpos particulares y determinados. Con este breve reparo Tschirnhaus cuestiona un punto nuclear en el desarrollo de la primera parte de la Ética.9 Ahora bien, tanto la pertinencia de la crítica como su dificultad queda confirmada por la respuesta de Spinoza, quien no desestima la lectura ni la pregunta de Tschirnhaus, pero tampoco ofrece una respuesta al interrogante. Por el contrario, declara todavía no haber puesto por escrito en el orden conveniente lo relativo a esta cuestión.10 En el siguiente intercambio epistolar entre ambos, a mediados de 1675, Tschirnhaus no retoma el asunto. Sin embargo, en mayo de 1676 vuelve a embestir con mayor fuerza. A diferencia de la primera oportunidad, Spinoza ofrece una respuesta, aunque de tipo negativa. Se limita a indicar que el problema surge efectivamente al pensarse la extensión en términos cartesianos. No explicita, sin embargo, por qué su sistema escapa a tal dificultad. Por eso, Tschirnhaus insiste sobre la cuestión en su tercera y última carta. Spinoza tampoco responde al tercer embate de Tschirnhaus, sino que se limita a repetir su crítica a Descartes y solicitar un tiempo para ordenar la cuestión antes de responder. Es interesante notar que especialmente en la última epístola, Tschirnhaus expone dos puntos que podrían evidenciar la presencia leibniziana: [i] que para derivar varias propiedades de una definición es necesario referir lo definido a otras cosas distintas de ella y [ii] que los cuerpos particulares puedan derivarse “no de un atributo considerado en sí solo, sino de todos considerados conjuntamente”.11 Ambas ideas, como veremos, serán retomadas por Leibniz en su propia solución.12 Leibniz aborda el interrogante acerca de la derivación de los cuerpos fundamentalmente en Acerca de los atributos o formas de Dios (1676) y Sobre el origen de las cosas a partir de las formas (1676). El interés por este problema se comprende solamente en el marco de influencia spinozista general de 1676. En armonía con las nuevas enseñanzas de Tschirnhaus, Leibniz considera seriamente durante ese año un nuevo punto de partida para la filosofía, a saber, el ser supremo. De sus reuniones, anota a modo de resumen metodológico que “el vulgo comienza la filosofía por las 9

Tal como muestra en la Ep. 82, Tschirnhaus es consciente de con su objeción se está cuestionando “la proposición 16 de la Ética, quizás la más importante del primer libro de vuestro tratado” (Ep. 82, p. 334). 10 Ep. 60, p. 271. 11 Ep. 82, p. 333. 12 Para un estudio detallado sobre la similitud de los términos utilizados por ambos, cf. Kulstad, “Leibniz’s De Summa Rerum...”, op cit.

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creaturas, Descartes comenzó por la mente y él [Spinoza] comienza por Dios”.13 En su último año en París Leibniz tiende a hacer suya esta idea. En el escrito Sobre las verdades, la mente, Dios y el universo (1676), por ejemplo, adopta la posición spinozista para objetar el proceder cartesiano al afirmar que “Descartes no llevó su análisis hasta lo más profundo, esto es, hasta las formas primarias [es decir, los atributos], esto es, no comenzó por Dios”.14 A diferencia de su posición juvenil, donde el trabajo de la filosofía primera se piensa como la disciplina encargada de clarificar los conceptos fundamentales como los de ser, espacio, cantidad, mismo, etc., es decir, como ontología, en estos años se revela esencialmente como ciencia o conocimiento de Dios, esto es, como teología.15 Nuevamente manifestando un fuerte nexo con el spinozismo, Leibniz acepta en 1676 que la filosofía debe tratar en primer lugar De Deo. Bajo esta concepción de la filosofía, entonces, se torna legítimo el interrogante acerca de cómo derivar de Dios sus modificaciones.16 Antes de desarrollar la posición de Leibniz, conviene trazar algunas precisiones terminológicas. Debido a la falta de conocimiento directo de la metafísica de Spinoza, los escritos leibnizianos de 1676 adoptan muchos términos de corte spinozista que, no obstante, son compren13 14 15

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A VI, 3, p. 385. A VI, 3, p. 506. Distintos intérpretes han abordado el problema del objeto de la filosofía en los escritos de 1676. En líneas generales, se acepta un cambio hacia una consideración de la filosofía primera como teología. Schneider sostiene que en París Leibniz toma a Dios como objeto de la metafísica en tanto lo piensa como sujeto de todas las realidades y vincula este cambio a las conversaciones con Tschirnhaus (Schneider, W., “Deus subjectum. Zur Entwicklung der Leibnizschen Metaphysik”, en Leibniz a Paris (16721676), Studia Leibnitiana Supplementa 18:2, Felix Steiner Verlag, Wiesbaden, 1978, pp. 21-32). Laerke señala que aquello que se inicia en Sobre las verdades, la mente, Dios y el universo culmina con la demostración de Dios de Que el ser perfectísimo existe (cf. Laerke, op. cit., p.458). En esta línea puede indicarse que, de hecho, durante 1676 Leibniz muestra un fuerte interés en ofrecer una correcta definición de Dios y una prueba de su existencia a partir de su solo concepto. En sus escritos anteriores no hay interés por la prueba ontológica. Con el acceso al spinozismo considera seriamente la necesidad de demostrar a Dios sin recurrir al mundo y su armonía, sino a sólo su solo concepto. Cf. Que el ser perfectísimo es posible (1676); El ser perfectísimo existe (1676); Que el ser perfectísimo existe (1676); Definición de Dios o del ser por sí (1676). Di Bella plantea al respecto que “Leibniz parece aquí aceptar el punto de vista de una ontología realista de las cualidades, para la cual el principal problema no es el de la abstracción, sino el opuesto: ¿cómo obtener un particular concreto si se comienza por cosas universales y abstractas tales como las cualidades?” (Di Bella, S., The Science of the Indivdual: Leibniz’s Ontology of Individual Substance, Springer, Dordrecht, 2005, p. 56).

Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus

didos de modo distinto. Para nuestro trabajo interesa especialmente la noción de atributo. Leibniz define a los atributos en clave de predicados (o formas simples). Ellos son predicados simples, absolutos y positivos. Esta caracterización le permite, por ejemplo, distinguir entre Dios como el sujeto de todos los atributos y la esencia de Dios como el conjunto de estos atributos o predicados. Ahora bien, aun cuando Leibniz se aleja radicalmente de la definición spinozista, los escritos de 1676 presentan algunos puntos interesantes para lectura de la metafísica de Spinoza. En primer lugar, Leibniz reconoce la imposibilidad de explicar la derivación de los cuerpos a partir de la sola extensión. Por el contrario, afirma la necesidad derivarlos de la esencia de Dios, esto es, de la consideración conjunta de todos los atributos o formas simples. En Sobre el origen de las cosas a partir de las formas afirma en este sentido que sólo “a partir de la conjunción de las formas simples resultan posibles las modificaciones”.17 En suma, Leibniz juzga imprescindible precisar el interrogante en estos términos: ¿cómo es posible derivar los cuerpos particulares (modos del atributo extensión) a partir de la esencia de Dios (conjunción de todos sus atributos)? Los intérpretes contemporáneos han ubicado en la tesis de la consideración conjunta de los atributos el núcleo de la respuesta leibniziana. Sin embargo, el problema no encuentra solución por esta simple reformulación. Dado que los atributos de Dios son pensados como perfecciones, esto es, predicados simples, absolutos y positivos, éstos no pueden delimitarse ni a sí mismos (por su simplicidad) ni entre sí (por su carácter absoluto y positivo). Por lo tanto, la sola consideración conjunta de los atributos tampoco alcanza solucionar el inconveniente.18 En segundo lugar, Leibniz introduce un elemento adicional en su respuesta al problema. En Sobre las formas o atributos de Dios, precisa que sólo “cuando todas las cosas son referidas a un atributo se producen 17 18

A VI, 3, p. 521. Kulstad resume la solución leibniziana del siguiente modo: “una variedad de cosas no puede resultar de o ser deducida de un atributo considerado solo; pero si relacionamos un atributo singular con todos los otros, entonces puede resultar no sólo una variedad de cosas, sino incluso una infinita variedad; dicho de otro modo, la variedad resulta de todos los atributos tomados en conjunto” (Kulstad, “Leibniz’s De Summa Rerum..., op cit., p. 77). La explicación de Kulstad está orientada fundamentalmente a mostrar la cercanía de la respuesta de Leibniz y Tschirnhaus. Creemos, no obstante, que no logra dar cuenta de la totalidad del problema de la derivación. Para ello, es necesario considerar el primer paso dado en nuestro trabajo, puesto que, de lo contrario, la explicación de Leibniz sería incompleta. Como hemos señalado, de la sola conjunción de atributos no se explican las distintas modificaciones si no se presuponen distintos sujetos en los que puedan darse

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modificaciones en éste”.19 Leibniz introduce un concepto adicional que no se puede reducir ni a Dios, ni a atributo, ni a modo, a saber, el de cosa. Al igual que Dios, las cosas funcionan como sujeto de predicados, pero, a diferencia de Él, les niega estatus ontológico en 1676. El reconocimiento de este cuarto elemento en la ontología le permite plantear la posibilidad de que la diversidad de modificaciones consista en los distintos modos en que todos los atributos son predicados de cada una de las cosas. Un cuerpo, por lo tanto, sería el modo en que la extensión se predica de una cosa, y la diferencia entre un cuerpo y otro no estaría dada por la sola extensión (que es igual en todos), sino por el modo en que ella se combina con todos los otros atributos o predicados simples. En suma, la idea central de Leibniz es que si se piensa cada cosa como sujeto de los infinitos atributos, la distinción puede trazarse en función del modo cómo cada cosa los contiene. El origen de la variedad solamente puede radicar en las diferentes formas en que estos predicados simples se combinan en cada una. Todos los predicados de Dios combinados no llevan a nada sino sólo a Dios. Por ello, si no se presuponen distintos sustratos en los que puedan combinarse de diversa manera, no habría manera de que su conjunción derive en modificación. Leibniz apuntala su idea de una misma esencia expresada de diversos modos con analogías matemáticas. En Sobre las formas simples ejemplifica la cuestión en los siguientes términos: “hay cierta variedad en cada clase de mundo, y ésta no es sino la misma esencia relacionada de varias maneras, como si tuvieras que mirar la misma ciudad de varios lugares o como si relacionaras la esencia del número 6 con el 3, será 3 x 2 o 3 + 3, pero si la relacionas con el número 4, será 6/4 = 3/2 o 6 = 4 x 3/2”.20 Por ello, en tanto cada cosa se piensa como un modo particular en el que se ordenan todos los atributos o predicados simples, Leibniz concluye que: 19 20

A VI, 3, p. 514. A VI, 3, p. 523 (sub. propio). Leibniz reitera esta analogía en otros escritos de De summa rerum. En Sobre el origen de la cosas a partir de las formas afirma que “el origen de las cosas desde Dios es similar al origen de las propiedades a partir de la esencia; así como 6=1+1+1+1+1+1, también 6=3+3=3x2=4+2, etc. Y no se debe dudar que una expresión difiere de la otra, pues de un modo pensamos expresamente el tres o el dos, de otro modo no pensamos expresamente lo mismo (...). Por consiguiente, así como difieren estas propiedades entre sí y de la esencia, también así difieren las cosas entre sí y de Dios” (A VI, 3, pp. 518-519). En Sobre las formas simples precisa la analogía al plantear en qué se diferencian los números de los atributos: “no puedo explicar cómo las cosas resultan de las formas de otra manera que por analogía a cómo los números resultan de las unidades, con la diferencia que todas las unidades son homogéneas, pero las formas son diferentes” (A VI, 3, p. 523).

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Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus

Los atributos de Dios son infinitos, pero ninguno de ellos abarca toda la esencia de Dios, pues la esencia de Dios consiste en ser el sujeto de todos los atributos compatibles. En cambio, cualquier propiedad o afección de Dios [entendidas como el conjunto de predicados de una cosa] comprende toda su esencia. El hecho de que Dios ha producido algo cierto que consta a nuestros sentidos, por pequeño que sea, encierra toda la naturaleza de Dios.21

Se arriba así al reverso de la expresión spinozista en tanto no es en cada atributo de Dios, sino en cada afección de la cosa (que contiene la totalidad de atributos) donde está contenida la esencia divina toda.22 La solución de Leibniz se aparta en gran medida de la filosofía spinozista. Sin embargo, algunas de sus consideraciones podrían no ser contrarias a la posición de Spinoza. Por una parte, la idea de la conjunción de atributos, aunque ausente en la Ética, no es rechazada por Spinoza cuando Tschirnhaus la propone. Por otra, la noción de cosa singular, pese a no ser explicitada como un concepto central de su metafísica, no parece ser ajena por completo a su sistema.23 En 1678, con la Ética A VI, 3, p. 514. En Que el ser perfectísimo es posible afirma ofrece la siguiente definición: “afección es el predicado necesario resoluble en atributos, esto es, el predicado demostrable acerca del sujeto”(A VI, 3, p. 574). Al igual que hiciera con el atributo, Leibniz piensa las afecciones como predicados. Sin embargo y a diferencia de éstos, cuya nota propia radicaba en la simplicidad, las afecciones se definen por ser predicados compuestos. Una afección es resoluble o divisible en predicados simples, esto es, es un predicado compuesto de atributos. Las afecciones son, entonces, los predicados del sujeto que contienen diversos atributos. Aquí Leibniz ha realizado una inversión radical del spinozismo. Incluso reconoce que entre ellas hay una peculiar, que denomina propiedad: “propiedad es la afección recíproca, esto es, la afección que contiene todos los atributos del sujeto o a partir de la cual todos lo predicados pueden ser demostrados” (A VI, 3, p. 574). Una característica que puede verse en estos escritos radica precisamente en que sólo es posible una afección particular si ella engloba la totalidad de los atributos, esto es, si es una propiedad, puesto que los predicados de las cosas individuales no podrán ser particularizados sino es por medio de todos los atributos en simultáneo. 22 En estos escritos pueden encontrarse, en efecto, las primeras formulaciones del perspectivismo. 23 Respecto del uso que hace Spinoza, las cosas podrían entenderse como las modificaciones de la sustancia en general, esto es, sin considerar su pertenencia a un atributo particular. Así podría leerse el paralelismo que traza entre modos y cosas en E II, prop. 7. Sin embargo, a veces lo usa para designar a la sustancia (cf. E I, prop. 9) o a los atributos (cf. E II, prop. 1 y 2). También podría entenderse como un cuarto elemento en su metafísica, distinto a la sustancia, atributos y modos (tal es el sentido que pareciera tener en E II, def. 2 y también podría leerse así E II, prop. 7). Nicolás Vainer defiende una lectura en esta línea, donde las cosas singulares se erigen como cuarto elemento básico en la ontología de Spinoza. Cf. Vainer, N., “Spinoza y el problema de las cosas, los modos, los atributos y la sustancia”, en Analogía filosófica, vol. 18, N° 1, 2004, pp. 123-144. 21

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en mano, Leibniz reparará en sus apuntes sobre la ambigüedad del uso de éste término y, asimismo, en la falta de definición del mismo.24 En suma, creemos que los dos pilares sobre los que se sostiene la propuesta de Leibniz, a pesar de sus peculiaridades, nos invitan a realizar una interesante relectura de las bases metafísicas de Spinoza.

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El interés de Leibniz por el concepto de cosa de Spinoza se puede observar nuevamente en sus notas a la Ética de 1678. Allí, en efecto, pareciera percibir la ambigüedad que la metafísica de Spinoza guarda respecto de éste término. Leibniz anota lo siguiente: “sustancia es aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa [alterius rei] para formarse. Pero en esto hay también una dificultad, pues en la definición siguiente dice que el atributo es lo que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo de su esencia. Luego, el concepto de atributo es necesario para formar el de sustancia. Si se dice que el atributo no es una cosa y que se requiere que la sustancia no necesite el concepto de otra cosa, respondo entonces que debe explicarse a qué se llama cosa” (A VI, 4, p. 1765).

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Leibniz y el debate Spinoza-Tschirnhaus

Spinoza y Hobbes sobre la teoría del Estado Antonieta García Ruzo

E

l desarrollo de una propuesta política ha ocupado largos años en la vida de Spinoza. Ésta no sólo se ve plasmada en sus dos obras dedicadas exclusivamente a esta materia, el Tratado teológico-político y el Tratado político, sino que su escrito central, la Ética, también dedica un apartado a esta temática.1 Como todos los aspectos de su pensamiento, el político no escapó a la polémica. Sus ideas generaron innumerables controversias entre sus lectores e intérpretes, quienes se cuestionaron, entre otras cosas, la contribución e influencia de los filósofos contemporáneos a él en su obra. El vínculo que une a Spinoza y Hobbes ha sido especialmente investigado y problematizado por todos ellos, sin llegar a lugares comunes. Este trabajo se propone indagar esta problemática a partir de la puesta en diálogo entre ambos pensadores, con el fin último de esclarecer qué tipo de Estado postula Spinoza y si éste puede identificarse con un Estado de tipo hobbesiano. En primer lugar es conveniente explicitar que Spinoza, al momento de iniciar su Tratado teológico-político, conocía la doctrina hobbesiana,2 en particular el Leviathan, publicado por Hobbes 19 años antes. Sin embargo, no se encuentran a lo largo de sus dos tratados ninguna referen1 2



Cf. E IV. “Spinoza, por su parte, conocía el pensamiento de Hobbes. Ante todo, porque éste se había difundido mucho en los Países Bajos y, de modo especial, entre la gente con la que él se relacionaba. Pero, además, tenía en su biblioteca las Opera Philosophica de Hobbes, publicadas en Ámsterdam en 1668, que contenían la traducción latina del Leviathan” (Fernández, L., “Derecho natural y poder político. Diferencias entre Spinoza y Hobbes” en Ideas y valores, vol. 38, N° 80, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1989, p. 95).

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cia explícita al filósofo inglés. Este silencio ha generado interpretaciones encontradas, desde que Spinoza es un autor de cuño hobbesiano hasta que se encuentra en las antípodas de una teoría de Estado de este tipo. Ahora bien, contamos con una mención explícita por parte de nuestro filósofo a Hobbes en una carta que éste le responde a Jarig Jelles en 1674, 3 años antes de su muerte, y un año antes de comenzar la escritura de su Tratado político. En ella Spinoza dice: En cuanto atañe a la política, la diferencia entre yo y Hobbes, acerca de la cual usted me consulta, consiste en esto: que yo conservo siempre incólume el derecho natural y afirmo que en cualquier ciudad, a la autoridad suprema no le compete sobre los súbditos un derecho mayor, sino en la medida en que su poder supera al de los súbditos; lo que tiene lugar siempre en el estado natural.3

Aquí, el propio Spinoza establece su distancia con un planteo de tipo hobbesiano al manifestar su diferencia respecto al lugar que ocupa el derecho natural en su propuesta política. Sin embargo, esta aclaración no ha sido suficiente para la posteridad. La cuestión del parentesco ideológico entre el filósofo holandés y el inglés, como hemos explicitado, ha sido una problemática siempre presente en la literatura spinoziana. Nuestra intención será mostrar en qué sentido cualquier intento por adjudicarle a Spinoza una visión de tipo hobbesiano en lo que concierne a su propuesta política carece de sustento teórico. Al recorrer los propios tratados spinozianos se ve cómo su teoría del Estado se aleja completa y radicalmente de un planteo como el realizado por Hobbes en el Leviathan. Es interesante ver que aquellos intérpretes que han argumentado a favor de un Spinoza hobbesiano lo han hecho, en general, por dos motivos centrales. Por un lado, basándose en la convicción de que el filósofo holandés postula, al igual que Hobbes, un pacto que implica cesión de derechos naturales como fundante del Estado.4 Así, establecen que el contrato spinoziano está basado en la transferencia total de derechos individuales a la autoridad soberana y que ésta es acompañada de la 3 4

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Ep. 50, p. 239. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. O. Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 203. El pacto es descripto por Hobbes con las siguientes palabras “Autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mí mismo; a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas sus acciones de manera semejante” (Hobbes, T., Leviathan, Losada, Buenos Aires, 2003, p. 166).

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correspondiente total obligación por parte de los pactantes de someterse a todas y cada una de sus decisiones.5 La propuesta spinoziana, según esta interpretación, postula un pacto fuerte, que implica renuncia a los derechos naturales, y luego del cual los individuos quedan a merced del soberano, sea quien sea el que ocupe este lugar. Esta lectura termina por reducir todo a la división, basada en el pacto social originario, del escenario estatal en dos mitades tajantemente asimétricas: los derechos se repartirán todos a un solo lado, el del soberano, y los deberes todos al otro, el de los súbditos. El primero es todo voluntad, los últimos todo obediencia; el primero se rige como quiere, los últimos como quiere aquel.6 Así, el Estado spinoziano termina siendo un gran Leviatán frente una sociedad sumisa que, una vez hecho el pacto, queda a merced de sus deseos y órdenes. El segundo motivo esgrimido por aquellos que pretenden ubicar a Spinoza en la corriente contractualista hobbesiana reside en juzgar que nuestro filósofo postula un Estado que es igualmente legítimo tanto si es monárquico, aristocrático o democrático.7 Establecer que Spinoza defiende un Estado que será igualmente legítimo y absoluto cualquiera sea su régimen es un argumento bastante contundente para incluir su pensamiento político en el de la tradición hobbesiana.8 De hecho, es difícil comprender cómo se puede defender una monarquía sin estar basada en la alienación de derechos naturales por parte de los individuos. Consideramos, entonces, que es a partir de la elucidación de estos dos argumentos que llegaremos a conclusiones más claras en relación al vínculo que une a Spinoza y Hobbes. Es decir, en primer lugar analiza5 6 7 8

Hermosa Andújar, A., La Teoría del Estado de Spinoza, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1989, p. 57. Ibíd., p. 60. Ergün, R., Bali Akal, C., “Sobre la incompatibilidad entre el TP y el TTP” en Tatián, D. (comp.), Spinoza. Cuarto Coloquio, Ed. Brujas, Córdoba, 2008, p. 414. Hobbes establece que “el poder de la soberanía es idéntico esté donde esté” (Hobbes, T. op. cit., p. 174). Además, realiza una defensa de la monarquía frente a los otros dos tipos de gobierno, argumentando, entre otras cosas, que “allí donde estén máximamente unidos el interés público y el privado, allí tiene máximo desarrollo lo público. Ahora bien, en la monarquía el interés privado es idéntico al interés público. Las riquezas, poder y honor de un monarca brotan sólo de las riquezas, fuerza y reputación de sus súbditos” o “que las resoluciones de un monarca no están sujetas a inconstancia alguna fuera de la correspondiente a la naturaleza humana, pero en las asambleas junto a la inconstancia de la naturaleza brota la inconstancia proveniente del número” (ibid., p. 178).

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remos si realmente puede hallarse en la teoría spinoziana del Estado la exigencia de transferir y alienar derechos naturales a una autoridad por fuera de los individuos. En segundo lugar, investigaremos cuál es el tipo de Estado propuesto por Spinoza, y si se puede hablar de una igualdad en relación a la legitimidad de los distintos tipos de regímenes. Ahora bien, nuestra creencia es que la respuesta a ambos cuestionamientos no puede realizarse por separado. Es decir, que la problemática de la cesión de derechos y la del tipo de Estado defendido por Spinoza están enlazadas, no pueden pensarse una sin la otra. A continuación mostraremos los pasos a partir de los que nuestro filósofo se separa de manera concluyente de teorías de tipo contractualista, quedando así posicionado en la orilla contraria a Hobbes. En primer lugar, consideramos que es imposible comprender el pacto o contrato spinoziano como un pacto de tipo hobbesiano. Tanto el TTP como el TP, obras en las cuales Spinoza describe en detalle el modo en que se da el acuerdo, echan por tierra cualquier interpretación de este tipo. En ambos tratados se elimina cualquier posibilidad de transferir o alienar derechos naturales. El TTP postula un acuerdo como base del Estado, sin embargo suprime de éste tanto la transferencia de los derechos naturales concernientes a los pensamientos, como de aquellos referentes a las acciones.9 Los primeros son completamente imposibles de alienar para Spinoza, él mismo dice: Es imposible, sin embargo, como ya he advertido al comienzo del capítulo XVII, que la propia alma esté totalmente sometida a otro, ya que nadie puede transferir a otro su derecho natural o su facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser forzado a hacerlo.10

Así, establece que nadie puede renunciar a su libertad de pensar y opinar lo que desee, sino que cada uno es, por el supremo derecho de naturaleza, dueño de sus pensamientos. En este sentido uno no puede renunciar a ellos aunque quiera. “En vano mandaría a un súbdito que odiara a quien le hizo un favor y amara a quien le hizo daño, que no se ofendiera con las injurias, que no deseara librarse del miedo, y muchí9

Tomamos aquí la distinción entre derechos naturales concernientes a los pensamientos y aquellos concernientes a las acciones realizada por Etienne Balibar en Balibar, E., Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2011. 10 TTP, p. 239. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986. Subrayado nuestro.

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simas otras cosas similares que se derivan necesariamente de las leyes de la naturaleza humana”.11 Respecto de la cesión de derechos naturales referidos a las acciones, el camino, si bien diferente, desemboca en el mismo lugar. A primera vista pareciera que la cesión del derecho de actuar según el propio deseo, a diferencia del derecho al propio pensamiento, es una exigencia fundamental del pacto fundante del Estado civil. De hecho, el propio Spinoza explicita en el capítulo 20: Cada individuo sólo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero no de razonar y de juzgar. Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su decisión, algo nuevo en el Estado.12

Así, pareciera quedar establecido que el derecho natural de vivir según el propio deseo y juicio debe cederse o abandonarse en favor del soberano para poder pasar a vivir bajo la protección estatal. Una interpretación de este tipo podría adecuarse completamente a la propuesta hobbesiana. Sin embargo, un poco más adelante se logra comprender su radical diferencia. Sólo cuando se comprende el tipo de Estado defendido por Spinoza toda interpretación contractualista cae. El TTP puede ser definido, entre otras cosas, como un “manifiesto democrático”. Su concepción del derecho natural y del contrato social está pensada en relación a su proyecto democrático. El siguiente párrafo es ilustrativo de esta cuestión: Así, pues, se puede formar una sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado con máxima fidelidad, sin que ello contradiga al derecho natural, a condición de que cada uno transfiera a la sociedad todo el poder que él posee, de suerte que ella sola mantenga el supremo derecho de la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema

Y a continuación dice:

11 12

TTP, p. 201. Ibíd., p. 241.

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El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se define, pues, como la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede.13

En estos párrafos se ve condensada la propuesta spinoziana, la única manera de formar una sociedad basada en un pacto social y no contradecir el derecho natural es transfiriendo todo el poder que los individuos tienen, no a un Estado trascendente, sino a la sociedad toda. De esta manera la sociedad en su conjunto tendrá el poder supremo, es decir, la unión de los poderes de todos los hombres y, por tanto, el máximo derecho. Este Estado no contradirá al derecho natural de cada individuo ya que, al ceder el poder que tienen por naturaleza a toda la sociedad, de la que ellos son una parte, los hombres no perderán nada. Todos estarán obligados a obedecerse a sí mismos y nadie a su igual. Spinoza dice: Pues, en este Estado, nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural.14

Así, deja en claro que lo que de ninguna manera habrá en el proceso del pacto será una transferencia de la potencia inmanente de los hombres a un poder que esté por fuera de ellos, no habrá trascendencia soberana. De esta manera, no hay un despojarse del derecho natural en favor del Estado, sino más bien una “autotransferencia” (inmanencia). Aquí el individuo no pierde lo que da, sino que lo recupera con creces, actuando como expresión individual de la potencia colectiva. En el derecho de consulta que conserva el individuo parece estar la clave de este régimen. El ciudadano se reserva para sí el derecho de ser consultado en lo que concierne a las decisiones estatales. Ser consultado es un signo de que no se ha transferido el derecho totalmente, es conservar de cierta forma el derecho a vivir según el propio juicio.15 En este sentido, lo que se da en la democracia no es otra cosa que un “actuar de común acuerdo”.16 Si cada

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Ibid., p. 193. Subrayado nuestro. Ibíd., p. 195. Pac, A., “La ambigüedad de la democracia: deslindando conceptos en el terreno político” en Tatián, D., (comp.), Spinoza. Segundo Coloquio, Altamira, Buenos Aires, 2006, p. 171. TTP, p. 245.

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Spinoza y Hobbes sobre la teoría del Estado

13 14 15

uno cede su derecho a todos y todos se reservan el derecho de consulta, entonces el resultado es un actuar de acuerdo con las opiniones de todos. En el TP el planteo spinoziano recorre el mismo camino para llegar al mismo lugar. Allí se postula un pacto que será fundador, nuevamente, sólo del Estado democrático. En este sentido, la posibilidad de ceder derechos naturales vuelve a eliminarse mediante los mismos argumentos. En primer lugar, Spinoza establece en este tratado que “no pertenece a los derechos de la sociedad todo aquello a cuya ejecución nadie puede ser inducido con premios o amenazas”.17 Nadie puede ser obligado a renunciar a su facultad de juzgar, a su propio pensamiento. Es imposible pedir a un hombre que transfiera o ceda su juicio a otro. ¿Con qué premios o amenazas puede inducírsele a admitir algo contrario a lo que siente y piensa? Esto es imposible, y se traduce a la formación del Estado. Los individuos para ser parte de una sociedad civil deben unirse, pero esta unión de ninguna manera puede implicar la cesión de sus derechos más inalienables: el derecho al pensamiento y al propio juicio. Respecto al derecho natural de actuar de cada individuo Spinoza establece: (…) el derecho natural de cada uno (si lo pensamos bien) no cesa en el estado político. Efectivamente, tanto en el estado natural como en el político, el hombre actúa según las leyes de su naturaleza y vela por su utilidad. El hombre, insisto, en ambos estados es guiado por la esperanza o el miedo a la hora de hacer u omitir esto o aquello. Pero la diferencia principal entre uno y otro consiste en que en el Estado político todos temen las mismas cosas y todos cuentan con una y la misma garantía de seguridad y una misma razón de vivir.18

Este párrafo condensa de modo conciso la propuesta spinoziana. Los hombres al unirse en sociedad pasan a vivir bajo la norma del derecho colectivo, pero esto no implica una cesión o transferencia de sus derechos naturales, sino todo lo contrario. Tanto en el estado natural como en el político el hombre tiene derecho a todo lo que puede. Ahora bien, en este último estos derechos naturales estarán bajo la protección del derecho común. En última instancia el hombre no perderá nada, sino que ganará mucho más derecho, pasará a vivir con el derecho de todos. En este sentido, queda claro que “el derecho del Estado o supremas potestades no es sino el mismo derecho natural, en cuanto que viene determinado 17 18

TP, p. 287. Cito esta obra según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986. Ibíd. Subrayado nuestro.

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por el poder, no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente”.19 De esta manera, el pacto fundador del Estado civil propuesto en este tratado no implica transferencia ni cesión de derechos de ningún tipo. Es más, sólo a partir de este acuerdo de unión los hombres van a poder gozar realmente de sus derechos naturales. Spinoza escribe: Concluimos, pues, que el derecho natural, que es propio del género humano, apenas si puede ser concebido, sino allí donde los hombres poseen derechos comunes, de suerte que no sólo puedan reclamar tierras, que puedan habitar y cultivar, sino también fortificarse y repeler toda fuerza, de forma que puedan vivir según el común sentir de todos.20

Ahora bien, no cualquier tipo de Estado califica para esta tarea. Es sólo en la democracia donde los individuos viven realmente bajo el común sentir de todos, generado a partir de la unión de todas las potencias individuales en un solo cuerpo político. El derecho sólo puede ser legítimamente “común” en la medida en que surja de la fusión de todos los derechos naturales de los individuos, y esto sólo puede pensarse en un Estado democrático donde el poder soberano permanece en manos de todos. De este modo, la respuesta a nuestros dos cuestionamientos iniciales parece ser muy clara. En primer lugar, queda claro que Spinoza postula un pacto muy diferente a aquel postulado por Hobbes en el Leviathan. En él toda cesión o alienación de derechos queda completamente eliminada. Así como la posibilidad de transferir el derecho al propio juicio parece ridícula en un sistema como el spinoziano, inmediatamente se comprende que lo mismo sucede respecto al derecho a las acciones. En la medida en que tanto TTP como TP son tratados absolutamente democráticos el problema de la alienación de derechos naturales carece de todo sustento. Esto, a su vez, invalida el segundo argumento utilizado para brindar una lectura hobbesiana de la política de Spinoza. En ella hay un único Estado realmente legítimo y absoluto y es el democrático. La aristocracia y la monarquía serán formas ilegítimas de gobierno por estar basadas en la transferencia de derechos naturales.21 19 Ibíd., p. 284. 20 Ibíd. Subrayado nuestro. 21 Vemos en TTP cómo Spinoza concibe como “falsa política” a la monarquía, estableciendo que “el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión,

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Spinoza y Hobbes sobre la teoría del Estado

Se vuelve evidente, así, la distancia radical existente entre ambos filósofos respecto del modo de pensar el Estado, ya explicitada por el propio Spinoza en la Epístola 50. Es imposible ubicar a Spinoza en la línea de pensamiento político iniciada por Hobbes. Su planteo es diferente e innovador, pues en él se elimina cualquier tipo de cesión y transferencia de derechos erigiendo como único Estado posible el democrático, donde el poder está en manos de todos.

el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación (…)”. (TTP p. 7).

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El

2 spinozismo en la y el

Idealismo

Ilustración alemán

Spinoza, Bayle y la filosofía clandestina. Materiales para una refacción de la historia Fernando Bahr

1. Introducción

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pinoza se convirtió, a partir de los últimos 20 años del siglo XVII, en un personaje de mil rostros. Tal como había sucedido en la primera mitad de ese siglo con Giulio Cesare Vanini, su nombre se hizo sinónimo de ateísmo y peligro. Florecieron los escritos denostándolo, se multiplicaron las denuncias por semejanza e incluso la philosophia perennis, o “la causa de Dios”, recordando otra expresión de Leibniz, debió reexaminar sus avales para ver si no estaban infectados. Después de estudiar la Ética había ya poco lugar para la inocencia filosófica; hasta en los representantes más consagrados –Platón, Aristóteles– resultaba posible encontrar huellas de impiedad. También ellos, de manera directa o indirecta, podían haber preparado el nacimiento del monstruo que se expresaba en la proposición 32 de la Parte I (“Las cosas no han podido ser producidas por Dios de ninguna otra manera y en ningún otro orden que como lo han sido”), o, peor aún, en la proposición 2 de la Parte II (“La Extensión es un atributo de Dios, o sea, Dios es una cosa extensa”). Spinoza, en resumen, obligó a repensar la historia de la filosofía y de la religión desde sus mismos orígenes. Algunos lo hicieron con vistas a probar su pureza y enseñar que las tesis de la Ética o del Tratado teológico-político eran un episodio aislado;1 otros, en cambio, lo hicieron 1



El caso más emblemático de esta actitud podría ser el de Jacques-Bénigne Bossuet, quien dedicó varias páginas de la segunda parte de sus Discours sur l’histoire universelle (1681) a refutar, sin nombrarla, la hipótesis del capítulo VIII del Tratado teológicopolítico que hacía a Esdras autor del Pentateuco. Su conclusión es rotunda: “¿Qué fábula más increíble se podría inventar? ¿Y se podría creer en ella sin que acompañen

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para mostrar que esas semillas ya estaban plantadas en muy diversos lugares y que la novedad de Spinoza radicaba principalmente en haberlas renovado dándoles una formulación más sistemática y contundente. En el presente trabajo nos proponemos mostrar dos ejemplos de esta última posición, entre muchos otros que podrían citarse. El primero corresponde a Pierre Bayle, uno de los autores más leídos en el siglo XVIII y el “arsenal” del cual se nutrieron de argumentos los ilustrados europeos. El segundo es anónimo y no se sabe con certeza su época de redacción; se titula “Doutes des Pyrrhoniens” y habría sido escrito entre 1696 y 1711. Es un ejemplar de lo que se conoce como “filosofía clandestina”, textos que circulaban de manera subterránea en copias manuscritas y cuya composición, muchas veces colectiva, tenía un propósito más militante que especulativo. Presentándolos y cotejándolos intentaremos averiguar algo más de la ubicuidad de Spinoza en los comienzos del Siglo de las Luces, un autor, como la esfera inteligible de Pascal, cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna.

2. Spinoza en el Dictionnaire historique et critique Bayle dedicó a Spinoza el más largo y uno de los más famosos artículos del Dictionnaire historique et critique (1696-1702). El artículo, que tuvo una probada influencia en la interpretación del spinozismo que hicieron filósofos como Hume, Diderot y Voltaire, se caracteriza por alternar violentas críticas y sutiles concesiones al autor de la Ética. Las críticas provienen principalmente del hecho de que Bayle traduce el léxico de Spinoza a la metafísica clásica e interpreta la sustancia en términos de sujeto de inherencia de las modificaciones. Los modos serían, así, propiedades de la sustancia con el resultado de que ella misma sería “a la vez agente y paciente, causa eficiente y sujeto” de todo lo que pasa, incluyendo, por supuesto, “todos los crímenes que se cometen” y “todas las imperfecciones del mundo”.2 Para Bayle, esta hipótesis es “la más espantosa que se

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la ignorancia y la blasfemia?” (Bossuet, J.-B., Discours sur la histoire universelle, sermons, extraits diverses, Bernardin-Béchet, Paris, 1875, p. 238). Pierre Bayle, artículo “Spinoza”, observación N, Dictionnaire historique et critique, 5ta. edición, P. Brunel et al., Amsterdam/Leyde/La Haye/Utrecht, 1740, vol. IV, p. 259b. En adelante nos referiremos siempre a esta edición utilizando la sigla DHC e indicando nombre del artículo, letra de la observación (si corresponde), volumen y página. Todas las traducciones son nuestras.

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pueda imaginar, la más absurda, la más diametralmente opuesta a las nociones más evidentes de nuestro entendimiento”.3 Con todo, una vez que se la compara con otras hipótesis –por ejemplo, que la materia tuvo su origen en la nada o que “un espíritu infinito y soberanamente libre, creador de todas las cosas, haya podido producir una obra tal como el mundo”4– se comprende que Spinoza se arrojó a este precipicio para evitar otros igualmente mortales. Su carácter absurdo parece ser menos error o locura de quien la inventó que destino de la razón humana, y si la hipótesis tradicional se mantiene no es por ser mejor sino por contar con el beneplácito de la costumbre y de la fe: es la opinión establecida y como tal debe ser respetada. Los comentarios de Bayle sobre las ventajas y desventajas dialécticas del monismo à la Spinoza, comentarios que se concentran particularmente en las observaciones N y O del artículo, han dado motivo a arduas discusiones entre los especialistas y no nos detendremos en ellos. Lo que nos interesa seguir, como dijimos, es la reinterpretación de la historia filosófica que Bayle lleva a cabo a partir de Spinoza; ese protospinozismo cuyas raíces descubre en los orígenes de la tradición occidental, e incluso más allá, hasta tocar lo que podríamos considerar una inclinación constitutiva del pensamiento humano. Para observarlo hay que ir al comienzo del artículo, a las primeras observaciones, y seguir sus referencias a otras voces del Dictionnaire. “Fue un ateo de sistema, con un método totalmente nuevo, aunque el fondo de su doctrina era común a varios otros filósofos antiguos y modernos, europeos y orientales”, escribe Bayle. La observación A nos informa acerca de cuál es el fondo de la doctrina al que se refiere: “Desde hace mucho tiempo hay quienes creen que todo el universo no es más que una sustancia, y que Dios y el mundo no son más que un solo ser”.5 La secta mahometana de los zindikitas parece haberlo creído; también la de los “hombres de la verdad”, quienes sostuvieron, como Spinoza, que “el universo es una sola sustancia, y que todo lo que se llama generaciones y corrupciones, muerte y vida, no es más que cierta combinación o disolución de modos”.6 Entre los cristianos, junto al enigmático “Alexander Epicureus” que menciona Alberto Magno, se hallan 3 4 5 6

“Spinoza”, in corp., DHC, IV, p. 259. “Spinoza”, O, DHC, IV, p. 262a. “Spinoza”, in corp., DHC, IV, p. 253. “Abumuslimus”, A, DHC, I, p. 38.

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autores conocidos como Pedro Abelardo, el hereje David de Dinant y su maestro, Amalrico de Bène. Más hacia atrás el árbol se hace frondoso. Estratón de Lampsaco y, si interpretamos el Dios de Spinoza como alma del mundo, también los estoicos: lo prueban pasajes de Séneca. Una cita de François Bernier aporta otros nombres: Platón y Aristóteles, nada menos; los pandits o gentiles de la India, los sufíes y la mayor parte de la gente de letras de Persia. Europa, Oriente Próximo y Oriente Medio parecen haber sido tierras propicias para el desarrollo del spinozismo. Pero todavía nos falta Extremo Oriente, y en esas tierras aún más fértiles se concentran la observación siguiente de “Spinoza” y la observación D del artículo dedicado a Japón. La primera lo hace brevemente, sólo para recordar el aire de familia del filósofo con las enseñanzas de la secta Foe Kiao, establecida en China en el año 65 de la era cristiana.7 La observación D de “Japón”, por su parte, comenta la semejanza entre los principios de Spinoza y los de los bonzos del Japón. Esa semejanza, nuevamente, radica en que, según uno y otros, “todas las cosas son Dios, (…) y Dios es todas las cosas”.8 Pero más importante que la identificación de este rasgo común es el comentario que sigue: “No se puede admirar lo bastante que una idea tan extravagante y tan llena de contradicciones absurdas se haya podido meter en el alma de tanta gente tan alejada entre sí y tan diferente en humor, en educación, en costumbres y en genio”.9 Las otras menciones a Spinoza en el Dictionnaire avalan esa sorpresa. No se puede admirar lo bastante que la hipótesis que gobierna la filosofía de Giordano Bruno sea “enteramente semejante al spinozismo” y que los principios de Cesalpino “apenas” difieran de los de Spinoza;10 que lo que se conoce de Empédocles, Anaxímenes y Tales revele “en el fondo” el dogma spinozista;11 que los dos versos que han quedado del poeta y gramático Quintus Valerius Soranus (siglo I a. C.) afirmen que Dios es 7

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“Spinoza”, B, DHC, IV, pp. 254b-255b. Lo hace, curiosamente, para subrayar que los principios de esta secta son todavía más extravagantes que los de la Ética en la medida en que “hacen consistir la perfección soberana del principio en la inacción y el reposo absoluto”. Spinoza, en cambio, aun compartiendo la idea de que los entes particulares son indistintos de la sustancia única, sostiene que ésta “actúa siempre, piensa siempre, y ni siquiera por medio de las abstracciones más generales se podría despojarla de la acción y el pensamiento”. “Japon”, D, DHC, II, p. 832a. Ibid., p. 832a. “Cesalpin”, in corp., DHC, II, p. 118, y “Brunus”, D, DHC, I, p. 681b. “Jupiter”, G, DHC, II, p. 903a.

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causa inmanente de todas las cosas.12 En fin, “casi no hay siglo en que la opinión de Spinoza no haya sido enseñada”.13 Se diría que hay algo en ella que trasciende toda diferencia cultural, constituyéndose, como decíamos, casi en una inclinación constitutiva de la inteligencia humana. Bayle, escépticamente, constata el hecho sin elaborar teorías al respecto. El tratamiento que reciba la doctrina de Spinoza en los escritos posteriores al Dictionnaire lo ratificará en relación con temas menos difíciles que la unidad de la sustancia.

3. Spinoza en el último Bayle Después del Dictionnaire, Bayle alcanza aún a publicar tres voluminosas obras: Continuation des pensées diverses (1704), Réponse aux questions d’un provincial (1703-1707) y Entretiens de Maxime et de Thémiste (póstumo, 1707). Spinoza reaparece en las dos primeras de ellas, pero ya como figura sobresaliente en orden a reescribir la historia del ateísmo, tanto en sí mismo como en sus consecuencias políticas. ¿Quiénes no pueden ser tenidos por ateos? Para Bayle, no basta al respecto con el reconocimiento de un primer principio creador de todas las cosas, tal como, dice, lo han reconocido Estratón entre los antiguos y Spinoza entre los modernos. Para distinguirse del ateísmo es preciso, por lo tanto, reconocer formalmente que ese primer ser no actúa en absoluto por vía de emanación, que la acción por la cual produce el mundo no es inmanente, que no está determinado por una necesidad natural, que dispone de la naturaleza según le place, que entiende nuestras plegarias y que las mismas lo pueden inducir a cambiar el curso de las cosas.14 Siguiendo estos requisitos, está claro que no sólo Estratón y Spinoza deben ser tenidos por ateos, sino todos los filósofos precristianos e igualmente todos los que hayan seguido sus doctrinas en la medida en que lo hayan hecho guiados únicamente por las luces de la razón. Bayle lo afirma de manera bastante clara a propósito del pensamiento de Heráclito: 12 13 14

“Soranus”, in corp., DHC, IV, pp. 241-242. “Plotin”, D, DHC, III, p. 758a. Bayle, Pierre, Continuation des pensées diverses (en adelante, CPD), § lxxxv, en Oeuvres diverses de Mr. Pierre Bayle (en adelante, OD), P. Husson et al., La Haye, vol. III, 1727, reeditadas por Elisabeth Labrousse, Georg Olms, Hildesheim, 1964-1982, p. 312.

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Por este ejemplo del sistema de Heráclito podéis juzgar fácilmente que todos los sistemas de los antiguos filósofos acerca de la naturaleza de Dios conducían a la irreligión, y que si todos estos filósofos no cayeron en ese abismo, sólo tienen que agradecérselo a una falta de exactitud que les ha impedido razonar consecuentemente. Se desviaron de su camino, atraídos desde otros lados por las ideas que la educación había impreso en sus espíritus y que el estudio de la moral alimentaba y fortalecía.15

Hemos visto que el principio clásico ex nihilo nihil fit tiene para Bayle una evidencia incontestable.16 Este pasaje, por lo tanto, nos permite también entender que quienes afirmaron la creación desde la nada (exigencia para evitar el cargo de ateísmo), lo hicieron siguiendo las ideas de la educación y las exigencias de la moral, no razonando consecuentemente, puesto que, para decirlo de una vez, la razón conduce de manera natural al ateísmo. Bayle, siempre cuidadoso al expresar sus ideas, lo dice por la negativa: “no os vayáis a imaginar que sin el socorro de lo alto, sin una gracia de Dios, sin las luces de la Escritura es posible darse cuenta fácilmente de ese camino [a saber, el de la religión]”.17 El ateísmo es, pues, el resultado al que la razón llega siempre que se la deja librada a su propio impulso. Lejos de constituir una paradoja o un resultado insólito, es a la metafísica lo que el principio de inercia a la filosofía natural: el estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme en el que permanece la mente humana, podríamos decir, toda vez que no actúan sobre ella fuerzas extrañas. Formulado de manera más precisa, si las huellas de la educación o de la gracia no la desvían de su trayectoria, la razón tiende a pensar “que la naturaleza es la causa de todas las cosas, que ella existe eternamente y que actúa según toda la extensión de sus fuerzas y según leyes inmutables que no conoce para nada”.18 Bayle denomina esta posición “estratonismo”, pero, como ha señalado Gianluca Mori, los componentes spinozistas de la misma (excepción hecha de la unidad de la sustancia) son inocultables.19

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CPD, § cv, OD, III, p. 332. “Este principio filosófico, ex nihilo nihil fit, nada se hace de la nada, es de una evidencia tan grande como los principios en virtud de los cuales ellos [los socinianos] han negado la Trinidad o la unión hipostática.” (“Epicure”, T, DHC, II, p. 374a). Cf. “Spinoza”, O, DHC, IV, p. 262b. CPD, § cv, OD, III, p. 333b. CPD, § cxlix, OD, III, p. 400b. Cf. Mori, Gianluca, Bayle philosophe, Honoré Champion, Paris, 1999, p. 221.

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Ahora bien, si respecto del ateísmo especulativo, Spinoza se encuentra vinculado en los últimos escritos de Bayle con Estratón de Lampsaco, respecto del ateísmo político la cercanía más grande se da en relación con los hombres de letras de la China. En efecto, a través de los relatos de los misioneros jesuitas, Bayle ve en el Imperio “ilustrado” de la China el ejemplo más convincente de que es posible una moral y una política ateas y de que, en consecuencia, nada hay en el ateísmo que lo haga en sí mismo incompatible con la virtud ni con la convivencia pacífica. El Imperio de la China sería para Bayle, por lo tanto, el ejemplo viviente de un gobierno “spinozista”, donde la religión no cumple ningún papel y las decisiones se toman exclusivamente en razón de las convicciones morales y el bien público. Dos puntos están en discusión aquí. El primero es si la negación de la existencia de un Dios personal y de la libertad humana destruye esencialmente toda distinción entre la virtud y el vicio. Al respecto, dice Bayle, “no hay que imaginarse que las ideas de las cosas se enredan y confunden en el espíritu del hombre a menos que sepa que el primer ser es un espíritu que gobierna y que ha regulado todas las cosas con una soberana inteligencia y con una soberana libertad”.20 Los spinozistas y los hombres de letras de la China “disciernen tan claramente como los más piadosos de los hombres las diversas clases de bien” y tratan de alcanzarlos aunque admitan que tal acción es el resultado necesario de una serie indefinida de causas. El segundo punto es si resultaría mejor para la sociedad que la gobernara un fanático religioso antes que un hombre de letras de la China o un spinozista. Nuevamente, Bayle no tiene dudas: “las conciencias poseídas por un falso celo de religión no pueden ser detenidas por los motivos que detendrían a un spinozista”. Estos motivos son, entre otros, la razón, el respeto por los ciudadanos, el honor y la fealdad de la injusticia. Un spinozista o un hombre de letras de la China se dejarían gobernar por ellos. Un hombre que está convencido de ser el “protector de la verdad”, en cambio, “pisoteará todas las reglas de la moral, y muy lejos de ser refrenado por los remordimientos, se sentirá empujado por la conciencia a utilizar todo tipo de medios para impedir que se siga blasfemando el

20 Bayle, Pierre, Réponse aux questions d’un provincial (en adelante, RQP), cap. XXIX, OD, III, p. 983a.

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santo nombre de Dios y para establecer la ortodoxia sobre las ruinas de la herejía o de la idolatría”.21 Para Bayle, un caso típico de fanático religioso era el “papista” o católico romano. Hoy podríamos encontrar otros ejemplos más adecuados; de todas maneras, la idea resulta clara: fanático es aquel que se autoconcibe como protector de la verdad religiosa y supedita todo sentimiento moral a ese protectorado. Contra tal concepción, y contra la historia que la legitimaba, Bayle postulará en cambio que la base de la sociedad no debe buscarse en una creencia religiosa compartida por los habitantes y que, por el contrario, es la creencia religiosa la que suele causar la mayoría de los males políticos al colocarse como motivo excluyente de la pertenencia social. El ateísmo como resultado del desarrollo natural de la razón, la religión como causa y no como antídoto de la anarquía social. Spinoza le ha permitido a Bayle pensar nuevamente la historia, colocando la regla allí donde hasta entonces se había ubicado la excepción e interpretando la antigua regla como una consecuencia excepcional. A continuación veremos otro caso donde estas inversiones se repiten y, por tratarse de un escrito clandestino, lo hacen de manera más desembozada.

4. Entre Pirrón y Spinoza Doutes des Pyrrhoniens es el nombre de un manuscrito cuya única copia se encuentra en la Biblioteca Real de Bélgica.22 El mismo consta de 114 páginas divididas en ocho capítulos o dudas, la última de las cuales abarca casi dos tercios del total. Spinoza es mencionado sólo dos veces en él; sin embargo, y a pesar de la exhibición escéptica del título, el aire que se respira al leerlo es spinozista. En efecto, como ha observado Gianni Paganini, en el manuscrito hay una “identificación estricta entre Dios y el orden de la naturaleza”,23 identificación que le permite al autor, entre 21 RQP, cap. XX, OD, III, p. 955b. 22 Doutes des pirroniens. Premièrement. Si la religion est formée ou vient de Dieu, ou bien si c’est un artifice des hommes politiques. Secondement. En suposant que Dieu en soit l’auteur: Savoir quelle est la véritable, et celle qu’il faut choisir, d’entre le grand nombre des religions différentes qui sont répandues par toute la terre, Bibliothèque Royale de Belgique, Cabinet des manuscrits fonds général, Inv. Nº 15191. En adelante lo citaremos como Doutes, agregando el número de página original. 23 Paganini, Gianni, Les philosophies clandestines à l’âge classique, PUF, Paris, 2005, p. 88.

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otras cosas, prescindir de toda teodicea y tratar las nociones humanas de bien y mal exclusivamente en términos de utilidad: de la misma manera que es “bueno” para el animal más fuerte comerse al más débil y es “malo” para el más débil ser devorado. Las dos menciones a Spinoza son de todas maneras significativas. En ambas, el filósofo, al igual que hemos visto en Bayle, es presentado como un renovador de las doctrinas antiguas. La primera de ellas aparece en el marco escéptico de una supuesta constatación de las diferencias entre los filósofos griegos a la hora de definir la naturaleza de un Primer Ser. Cito: (…) la mayor parte de los antiguos supusieron que la materia era eterna, animada por una naturaleza móvil e inteligente que estaba inseparablemente unida y como identificada con la materia, la cual en razón de esta alma o virtud interna se movía por sí misma. En este sentido, la materia animada (tanto como el universo que ella compone) sería Dios. Esta opinión fue seguida por las escuelas más famosas, tales como la de los académicos, la de los estoicos, incluso la de los pitagóricos, así como por los verdaderos discípulos del gran Demócrito. En nuestro tiempo, el judío Spinoza renovó esta doctrina, y tuvo seguidores.24

En realidad, las únicas excepciones serían la de Epicuro y la de ateos como Diodoro y Protágoras. Todos los demás, según el autor anónimo, habrían sostenido que el mundo era Dios y era eterno, y si alguno, como Platón en el Timeo, describió el proceso como si hubiera tenido un comienzo, lo hizo sólo con vistas a explicar mejor “cómo la causa agente, o esta forma divina e inteligente que llama Dios, había formado los seres”.25 La duda se cierra en una aparente situación de equipolencia entre las diversas doctrinas respecto de sus concepciones de la naturaleza de Dios, “de cómo es este Ser divino en sí mismo, e incluso acerca de si sólo hay uno (o varios) y de qué se ocupa”;26 al lector, empero, le queda en claro que la filosofía griega no admitía una Primera Causa exterior a la materia y que, en tal sentido, Spinoza ha sido quien interpretó y continuó sus doctrinas con mayor fidelidad entre los modernos. La cuestión vuelve a tratarse en la Quinta Duda, titulada significativamente “Si lo que llamamos Dios es un ser distinto de la sustancia del universo y remunerador de las buenas y de las malas acciones”. Aquí, el spinozismo avant la lettre de los filósofos antiguos se hace 24 Doutes, p. 6. 25 Ibid., p. 7. 26 Ibid., p. 8.

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más claro e incluye no sólo a los griegos (Aristóteles, Zenón, Jenófanes, Parménides, Meliso), sino también a “los egipcios, los mismos chinos y muchos otros”. Todos ellos pensaron “que la materia primera, de la cual todo el mundo está hecho, era el primer principio fuera del cual no había nada” y que ese principio contenía en sí “todas las propiedades necesarias y adecuadas para formar el universo”. De allí deriva “esta opinión tan apreciada por toda la antigüedad como por varios filósofos modernos: que todo es una parcela de Dios y de la sustancia. Así el árbol, el animal, el hombre tanto como la piedra y el metal eran una porción de la sustancia divina”.27 Bayle, según hemos visto, se negaba a aceptar esta doctrina por su carácter monstruoso, puesto que, entre otras cosas, llevaba a concebir un Dios en permanente combate consigo mismo, un Dios que, como dice de manera pintoresca, “modificado en alemán ha matado a Dios modificado en diez mil turcos”.28 Para el autor del manuscrito, en cambio, que realiza la misma interpretación, la consecuencia ridícula de la misma prueba que el error se encuentra en otro lado, a saber, no en el monismo sino en las nociones de bien y mal, placentero y doloroso o vital y mortal que atribuimos a los acontecimientos: Ahora bien, si suponéis este principio [esto es, que las cosas son una porción de Dios], que Spinoza ha renovado en nuestros días, Dios no se puede castigar a sí mismo, puesto que es él, propiamente, quien actúa en nosotros y hace todo. (...) En la disposición de este sistema, sería ridículo decir que Dios, del cual las criaturas son una porción, pueda hacer algo malo o hacerse el mal a sí mismo. Hay que suponer, por lo tanto, siguiendo esta opinión, que todo lo que sucede es indiferente: que se muera o que se viva, que se sufra o que no se sufra, eso es indiferente en relación al ser eterno del cual todo está hecho.29

Todas las criaturas son una porción de Dios, el cual actúa de diversas maneras en ellas, y cualquier distinción moral que hagamos entre los hechos nos incumbe solamente a los seres humanos, no a Dios, para quien todo lo que sucede es indiferente. Estas conclusiones tienen poco ya de escepticismo, y aunque el autor insista en presentarlas como “dudas de los pirrónicos”, resulta claro que por debajo de ellas, sosteniéndolas, se encuentra Spinoza, o, más bien, una versión resumida y vulgarizada de 27 Ibid., p. 19. 28 “Spinoza”, N, DHC, IV, p. 261b. 29 Doutes, pp. 20-21.

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Spinoza, la que recogió la temprana Ilustración francesa para oponerla a las tesis estructurales del cristianismo.

5. Spinoza y los sabios de la China Los ecos de la Ética y, sobre todo, del Tratado teológico-político resuenan también en el último capítulo del manuscrito, destinado largamente a probar mediante ejemplos históricos que las religiones han sido “un invento político para contener a los hombres en ciertos deberes y ciertas reglas antes que una verdad muy cierta”.30 Tal conclusión, al igual que en Spinoza, no implica por sí mismo un menosprecio. Al contrario, en el origen de toda religión, sostiene el manuscrito, hay un filósofo-legislador que, por un lado, trataba de comprender “siguiendo el arreglo de las fibras de su cerebro” cuál era la naturaleza del primer ser increado y eterno,31 y, por el otro, buscaba una creencia madre a partir de la cual organizar la vida social y asegurar la paz.32 La simulación, por lo tanto, es resultado de una “política muy sensata”33 que necesitaba de esa legitimidad extraordinaria para garantizar en la mayor medida posible el cumplimiento de una ley que, en principio, contradice y reprime el placer, la fuerza y la astucia, es decir, las “simples leyes de la naturaleza”.34 Para ello, dice el autor, se han inventado los cultos, para acostumbrar a los hombres a oír y obedecer la palabra del soberano, obediencia de la cual depende la supervivencia y la paz de los Estados. Es por los actos de un culto religioso, acompañados comúnmente por discursos patéticos (los sermones), que se trata de imprimir en el espíritu de los pueblos el temor de penas futuras por el mal que podrían cometer y la esperanza de recompensas sin número si se abstienen de los placeres y de otras cosas que las leyes prohíbe aunque la naturaleza, por otro lado, nos lleva a gozar de ellas.35 Si los hombres buscaran su utilidad en virtud de la sola razón y no se dejaran arrastrar exclusivamente por el placer y las pasiones del alma, 30 31 32 33 34 35

Ibid., p. 23. Ibid., pp. 53-54. Cf. ibid., pp. 15 y 103 Ibid., p. 37. Ibid., p. 101. También p. 104. Ibid., pp. 103-104.

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no habría necesidad de ley ni de cultos religiosos.36 Éstos, según el autor del manuscrito y según Spinoza, nacen de la impotencia de la razón para orientar la vida de la mayoría de los seres humanos, quienes no reconocen la naturaleza sino en los impulsos desenfrenados y, por lo tanto, tienen necesidad de una instancia externa que les imponga los límites y regule su conducta. Así lo entendió, dice el autor anónimo, Moisés, “hombre sabio y gran filósofo” cuya intención era “abolir la idolatría y la superstición” y asegurar el cumplimiento de la ley mediante “la creencia en la unidad de un dios eterno, del cual todo depende”.37 Así lo entendió Jesucristo, quien enseñó “una moral muy santa y muy perfecta (…) llena de una caridad muy útil a la sociedad” y declaró “que no venía a alterar o destruir la ley, sino a cumplirla”.38 Así lo entendieron Confucio en la China y Mahoma al escribir el Corán. Las religiones, por tanto, son buenas en su origen en la medida en que nacieron como auxilios y reaseguros del soberano, pero han sido corrompidas por la superstición popular y por la avidez de los sacerdotes. El autor del manuscrito no lo desarrolla de manera ordenada, pero está claro que esa corrupción tiene que ver no sólo con la extravagancia de ciertas creencias o ceremonias sino también con el hecho de que las religiones se han transformado en factor de conflicto social, sea porque se han independizado del poder político, transformándose en un “Estado dentro del Estado” para utilizar la expresión de Spinoza, sea porque se han aliado con un poder político violento para sojuzgar a los más débiles. En cualquier caso, de garantes del orden social han pasado a ser obstáculos para el establecimiento del mismo, lo cual lleva a reflexionar acerca de su sentido. ¿Es imprescindible la religión para la cohesión social? En tal caso, ¿cómo debería ser concebida? Esta parece ser la duda o cuestión que domina finalmente el tratado clandestino. La respuesta se encuentra en un escenario ya conocido: el de los magistrados del “vasto Imperio de la China”. De donde se podría concluir con Bayle que, puesto que los magistrados y una gran parte del pueblo no creen en la inmortalidad del alma, que es la base de la religión, y que por otra parte este vasto país está bien gobernado

37 38

Cf. ibid., p. 101-102, y Spinoza, Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986, pp. 158-159. Doutes, p. 63. Ibid., p. 73.

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por las leyes morales como único medio (…). Se podría concluir, digo, que una república de ateos gobernados por buenas leyes subsistiría muy bien sin religión (…) Es verdad que los chinos no pueden ser considerados completamente ateos, puesto que siguen una doctrina bastante semejante a la de los egipcios en tanto admiten, como hemos visto, la eternidad de la materia del universo, la cual está animada por esta alma divina a la que reconocen propiamente por Dios.39

La religión de los magistrados chinos, para decirlo de otra manera, es “spinozista”. Reconoce un Dios que se revela a la razón como único principio eterno, pero lo reconoce como una divinidad impersonal e identificada con el orden de la naturaleza.40 Reconoce un culto: admirar y humillarse ante la inmensidad de ese ser. Reconoce preceptos: “el resultado de toda su teología y de su física tiende a mostrar la necesidad de vivir según las leyes morales del Estado, sin las cuales ninguna sociedad puede subsistir”.41 Tal es para el autor lo que las religiones fueron en sus orígenes y lo que serán en el futuro, una vez que la canalla sacerdotal sea despojada del poder: una filosofía o política. Spinoza, recordando la antigua concepción del filósofo-legislador es, otra vez, quien señala el camino.

6. Conclusiones Theophrastus redivivus es el título de otro tratado clandestino compuesto en latín alrededor de 1659.42 En la portada del mismo se encuentra un grabado que representa de manera circular la historia de la filosofía y donde cada autor importante, interconectado con todos los demás, también está representado por un círculo con su nombre en el interior. En la parte superior se encuentran, entre otros, Aristóteles, Platón, Epicuro, Protágoras y Sexto Empírico; en la inferior, Pomponazzi, Cardano, Jean Bodin y Vanini. Los nombres elegidos, sobre todo estos últimos, pueden 39 40 41 42

Ibid., pp. 89-90. Ibid., pp. 107 y 109. Ibid., p. 91. Theophrastus redivivus sive historia de iis quae dicuntur de diis, de mundo, de religione, de anima, inferís et daemonibus, de contemnenda morte, de vita secundum naturam. Opus ex philosophorum opinionibus constructum et doctissimis theologis ad diruendum propositum. La edición de este manuscrito ha estado a cargo de Guido Canziani y Gianni Paganini, 2. vols., La Nouva Italia Editrice, Firenze, 1981.

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resultarnos curiosos, pero más curiosos aún son los círculos centrales adonde desembocan y a los que alimentan los filósofos mencionados: Teofrasto de Ereso para la mitad superior; “Teofrasto redivivo”, es decir, el título del manuscrito, para la inferior. Estos últimos serían los ejes de la historia filosófica; al menos de la historia filosófica que quiere contar el texto en cuestión. A nuestro juicio, tanto Bayle como el anónimo autor de Doutes de pyrrhoniens han intentado hacer algo similar al grabado del Theophrastus, esto es, postular otros márgenes y otros centros, o, con una metáfora acuática, otros ríos y otros mares, para la historia de la filosofía. En el caso del último Bayle, los centros resultan claros: Estratón de Lampsaco (curiosamente, el sucesor de Teofrasto de Ereso en la dirección del Liceo) para la historia antigua, y Spinoza para la historia moderna. En el caso del manuscrito clandestino, acaso Pirrón (en su particular interpretación) para la historia antigua, y seguramente Spinoza para la historia moderna. Estos centros no representan necesariamente la verdad sino puntos esenciales de confluencia, encrucijadas del laberinto (recordando a Castoriadis), donde por un momento se muestra lo que se ha venido preparando y está en juego. Spinoza, o, en todo caso, el spinozismo, parece haber sido principalmente ese punto de confluencia para los autores de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Un instante de esplendor (aunque sea demencial) que ilumina caminos que se ignoraban y muestra los caminos conocidos bajo un nuevo aspecto o desde otras consecuencias. No ya Aristóteles, sino Estratón; no ya Tomás de Aquino sino David de Dinant; no ya París o Atenas sino el Lejano Oriente. Contra la pia philosophia cuya construcción reclamó y emprendió Marsilio Ficino en el Renacimiento, la temprana Ilustración se propuso construir una historia impietatis y Spinoza fue la bandera enarbolada.

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Spinoza, Bayle y la filosofía clandestina

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a importancia del spinozismo en los debates filosóficos de finales del siglo XVII y principios del XVIII, esto es, durante la formación y el desarrollo del movimiento ilustrado, constituye una de las tesis centrales defendidas por Jonathan Israel en su ya célebre libro, La ilustración radical.1 Desde su publicación en 2001, esta idea ha dado lugar a diferentes controversias, introduciendo un renovado impulso en la investigación acerca de este periodo de la Historia de la Filosofía. Según Israel, hay que diferenciar una corriente radical al interior de la Ilustración, que se caracteriza por la adopción del spinozismo como su núcleo filosófico y propone un corte absoluto con las prácticas teóricas, religiosas y políticas del pasado, a diferencia de la corriente moderada que, si bien impulsa algunas reformas, no intenta modificar ciertos elementos de la antigua estructura de poder considerados como fundamentales para mantener el orden político y social.2 Si bien esta tesis ha sido criticada desde distintos ángulos,3 un recorrido por los diferentes episodios de la recepción del spinozismo en el 1 2 3



Israel, Jonathan I., Radical Enlightenment: Philosophy and the Making of Modernity 1650-1750, Oxford University Press, Oxford, 2001. En castellano: Idem., La Ilustración radical, FCE, México, 2012. Cf. Israel, Jonathan I., Radical Enlightenment…, op. cit., pp. 11 y ss. Entre otras cosas, se le ha reprochado cierto anacronismo al utilizar término “radical” para referirse a pensadores del siglo XVII, así como cierta ambigüedad que surge de la superposición de la categoría de Ilustración radical con la de libertinaje erudito, se le cuestiona si la doctrina de Spinoza constituye efectivamente el núcleo filosófico de la corriente, e incluso se duda de que Spinoza mismo pueda ser considerado como un representante fiel de la Ilustración radical. Sin embargo, en general los especialistas reconocen que se trata de una categoría historiográfica fecunda, que debe continuar siendo debatida. Al respecto, véanse los textos presentados en el marco del Coloquio

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territorio alemán desde la publicación del Tratado teológico-político en 1670 confirma que las referencias a Spinoza reaparecen una y otra vez en las obras de autores tanto ortodoxos como clandestinos, así como también en el marco de diferentes disputas filosóficas, que se revelan como fundamentales en el proceso de gestación de la mentalidad ilustrada en el territorio alemán.4 El objetivo de este trabajo es proponer un recorrido por tres debates filosóficos que signaron la era de la Ilustración en Alemania, con el fin de continuar indagando la importancia del spinozismo en los diferentes momentos de este movimiento. Mi intención es poner en evidencia que, más allá de brindar argumentos para la defensa de las principales causas de la Ilustración –como la tolerancia religiosa, la separación de la Iglesia y el Estado, la reivindicación de la democrav cia y la igualdad entre los hombres– que es lo que, según Israel, transforma a Spinoza en la fuente principal de la corriente radical del movimiento ilustrado, la discusión acerca del spinozismo en el territorio alemán se superpone con la discusión acerca del concepto de razón humana, de su alcance y sus límites. De modo que, y a lo largo de su formación y desarrollo –tal como señala Israel– pero también en el momento de su más profunda crisis –como pretendo mostrar– el debate acerca de la doctrina de Spinoza no puede ser escindido de la reflexión explícita acerca del sentido de la Ilustración, proclamada por sus impulsores como la era de la razón. Como se verá, esto hace que la relación entre spinozismo e Ilustración presente ciertos aspectos paradójicos que intentaré señalar a modo de conclusión.

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Internacional “Les Lumières radicales. La transformation philosophique en Europe entre 1650 et 1750” llevado a cabo en Lyon en febrero de 2004, publicados en Secrétan, C., Dagron, T. y Bove, L. (dirs.), Qu’est ce que les Lumières «Radicales»? Libertinage, Athéisme et Spinozismo dans le tournant philosohphique de L’âge classique, Éditions Amsterdam, Paris, 2007. Acerca de la recepción de Spinoza en Alemania durante finales del siglo XVII y el siglo XVIII pueden verse las siguientes obras: Czelinski-Uesbeck, M., Der tugendhafte Atheist. Studien zur Vorgeschichte der Spinoza-Renaissance in Deutschland, Könighasen u. Neumann, Würzburg, 2007; Otto, R., Studien zur Spinozarezeption in Deutschland im 18. Jahrhundert, Peter Lang, Frankfurt del Meno, 1994; Schröder, W., Spinoza in der deutschen Frühaufklärung, Königshausen & Neumann, Würzburg, 1987; Bell, David, Spinoza In Germany From 1670 To The Age Of Goethe, Institute of Germanic Studies / University of London, Londres, 1984; Solé, María Jimena, Spinoza en Alemania (1670-1789). Historia de la santificación de un filósofo maldito, Editorial Brujas, Córdoba, 2011.

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1. Spinoza en los albores de la Ilustración alemana: Thomasius contra Tschirnhaus5 La primera polémica a la que haré referencia fue iniciada por Christian Thomasius, considerado uno de los impulsores de la Ilustración en Alemania principalmente por haber fundado un periódico literario y filosófico, los Monatsgespräche, que tuvo gran circulación y significó una importante contribución al proceso de formación del público lector.6 En una reseña publicada allí en marzo 1688, denuncia a Walther von Tschirnhaus –discípulo de Spinoza, autor de un libro titulado Medicina de la mente y también considerado un precursor de la Ilustración– por difundir ideas afines al spinozismo.7 Para ello, pone en paralelo algunas páginas de ese libro con una selección de proposiciones de la Ética, que reproduce a lo largo de tres páginas sin nombrar a su autor. Las dos primeras proposiciones citadas apuntan, significativamente, a su monismo metafísico: “Todo lo que es, es en Dios y sin Dios nada puede ser ni concebirse. Dios es la causa inmanente de todas las cosas, no trascendente”.8 En otro artículo publicado en ese mismo número de su revista mensual, Thomasius hace referencia a la Ética demostrada según el orden 5

Israel no hace referencia a esta polémica en su libro al que se hizo referencia. Al respecto, pueden verse: Wurtz, J.-P., “Tschirnhaus und die Spinozismusbeschuldigung: die Polemik mit Christian Thomasius”, Studia leibnitiana 13 (1981), pp. 61-75; Idem., “Tschirnhaus et Spinoza” en Müller, K., Schepers, H. y Totok, W. (ed.), Theoria cum Praxis. Studia Leibnitiana Supplementa. Volumen XX, Franz Stiner, Wiesbaden, 1988; Schröder, Spinoza in der deutschen Frühaufklärung, op. cit., pp. 22-25; Otto, op. cit., pp. 83-91; Czelinsky-Uesbeck, op. cit., pp. 136-141, Solé, op. cit., pp. 76-85. 6 Christian Thomasius (1665-1728) fue Profesor de Derecho Natural primero en la Universidad de Leipzig y luego en la Universidad de Halle, en cuya fundación participó. Su figura presenta diferentes rasgos que pueden ser conectados con el espíritu del movimiento ilustrado. Es considerado el padre del periodismo alemán, por la creación en 1688 de la revista mensual titulada Pensamientos sinceros, cómicos y graves, aunque racionales o Diálogos mensuales sobre libros de toda clase, pero especialmente sobre libros nuevos [Freimütige, lustige und ernsthafte, jedoch vernunftmässige Gedanken oder Monatsgespräche über allerhand, fürnehmlich aber neue Bücher], usualmente denominada Monatsgespräche, que apareció hasta 1690. 7 Walther von Tschirnhaus (1651-1708) nació en Alemania y se trasladó en 1669 a Leiden para iniciar sus estudios en leyes. Gracias a la mediación del médico Schuller, había conseguido entrevistarse varias veces con Spinoza. Además, se sabe por sus cartas que poseía un manuscrito fragmentario de la Ética (cf. Ep. 59, p. 168) que estudió su sistema con profundidad y que le planteó interesantes objeciones (véanse Ep. 57, 59, 65, 80 y 82). La obra a la que hace referencia la crítica de Thomasius fue publicada en Amsterdam en 1687 con el título Medicina mentis. 8 Thomasius, Monatsgespräche, marzo 1688, pp. 421-424.

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de los geómetras9 y denuncia su primera parte como “la más peligrosa” ya que establece el ateísmo, que Thomasius ve plasmado en “la infame definición de sustancia”. Según él, de esta definición se sigue que sólo existe una sustancia, denominada Dios, que consiste en las creaturas tomadas en conjunto.10 Los motivos por los cuales Thomasius rechaza el ateísmo se encuentran explicitados en otro texto, donde afirma que “el ateo cree que él es más noble que las otras criaturas que lo rodean y no honra a nadie, no ama a nadie, no confía en nadie ni teme a nadie más que a sí mismo”.11 Su crítica al ateo se basa en el hecho de que éste reemplaza a Dios por sí mismo. Por consiguiente, sostiene Thomasius, si un ateo se comporta del mismo modo que lo hacen los hombres creyentes y virtuosos es porque su razón le enseña que llevar una “vida irracional” lo haría muy infeliz. Pero Thomasius sostiene que aquel que en vez de actuar de modo virtuoso porque la fe en Dios y la piedad se lo exigen, lo hace únicamente según los dictámenes de su facultad racional, “no se distingue de un simio”12 pues simplemente imita el comportamiento exterior de los otros hombres. Interiormente, sin embargo, su acción no tiene ningún valor moral. Tschirnhaus se defendió reprochando a su crítico no haber expuesto conceptualmente el contenido de la doctrina de la cual lo acusa.13 La respuesta de Thomasius, publicada en el número de junio de su revista, continúa el debate. Sostiene que el acuerdo fundamental entre Spinoza –a quien nombra ahora explícitamente– y Tschirnhaus reside en que ambos identifican la virtud con la búsqueda de la propia utilidad según la razón, lo cual implica que el perfeccionamiento del entendimiento es la vía que conduce al fin ético del hombre. Además, afirma que lo característico del pensamiento de Spinoza, que lo distingue de pensadores

9 La Ética de Spinoza había aparecido incluida en el volumen de sus Obras póstumas. Cf. B. d. S., Opera posthuma, quorum series post praefationem exhibetur. O. O., Jan Rieuwertsz, Amsterdam, 1677. 10 Thomasius, Monatsgespräche, marzo 1688, pp. 340-341. Al respecto, véase el artículo de Gawlick, Günther, “Thomasius und die Denkfreiheit” en Schneiders, W. (ed.), Christian Thomasius.1655-1728. Interpretationen zu Werk und Wirkung, Meiner, Hamburgo, 1989, pp. 256 y ss.. 11 Thomasius, Christian, Einleitung zur Sittenlehre, Halle, 1692, p. 149, citado en Czelinsky-Uesbeck, op. cit., p. 137. 12 Ibídem. 13 Tschrinhaus, W. von, “Reflexiones apresuradas contra las objeciones” [“Eilfertigen Bedenken wider die Objectiones”] en Thomasius, Monatsgespräche, junio de 1688, pp. 761 y ss.

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como Hobbes y otros naturalistas, es su doctrina de la inmanencia.14 Pues sólo esta doctrina puede fundamentar la posición según la cual el conocimiento, particularmente el conocimiento de las leyes físicas, conduce al ser humano a participar de la naturaleza divina. Tschirnhaus se transformó de esta manera en el primer alemán públicamente acusado de “spinozist”. Este término fue utilizado por el renombrado Profesor alemán, por primera vez en el contexto de esta controversia, para referirse a quien piensa que el entendimiento está en los seres humanos “tal como se encuentra en la mente infinita de Dios”.15 El rechazo del spinozismo por parte de Thomasius se basa, pues, en la identificación de esta doctrina con un ateísmo, el cual se fundamenta en la doctrina de la inmanencia que conduce a una concepción de la razón humana como ilimitada por ser similar a la divina y, por lo tanto, como la vía para conquistar la virtud y la salvación.16 De modo que el auténtico núcleo problemático de esta polémica, que refleja excepcionalmente las tensiones propias del momento de gestación de la Ilustración en Alemania, es la cuestión del poder y el límite de la razón humana frente a la fe o la creencia. Mientras que Spinoza –y según Thomasius, también su discípulo– consideran a la razón como la máxima autoridad en el ámbito de la investigación de la verdad y le atribuyen además la capacidad de inspirar una vida virtuosa, él mismo permanece un fiel representante de la posición pietista ortodoxa, según la cual hay determinadas cosas que la razón no puede conocer y determinados actos y sentimientos que no puede inspirar.

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Thomasius, Monatsgespräche, junio de 1688, p. 827. “ (…) tamquam in mente infinita seu Deo.” (Ibid., p. 841). Cf. Walther, M., “Machina civilis oder Von deutscher Freiheit” en Cristofolini, P. (editor), L’Hérésie Spinoziste. La discussion sur le Tractatus Theologico-Politicus 1670-1677, et la Réception immédiate du spinozisme, Apa-Holland University Press, Ámsterdam y Maarssen, 1995, p. 202. Como sostiene Otto, lo que Thomasius encuentra inaceptable en el Medicina de la mente y que conecta con la doctrina metafísica spinoziana y en particular con la tesis de la inmanencia de Dios respecto del mundo, es la posibilidad de una divinización del hombre gracias a su razón. Cf. Otto, op. cit., pp. 88-89.

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2. El racionalismo conduce al spinozismo: Lange contra Christian Wolff 17 La segunda controversia a la que deseo referirme se desencadenó en 1723, cuando el teólogo pietista Joachim Lange acusó de ateo y spinozista a Christian Wolff. Junto con Thomasius, Wolff es considerado como el otro gran promotor de la Ilustración en Alemania. Pero a diferencia de aquél, Wolff adoptó y desarrolló los principios racionalistas de la filosofía leibniziana. Con Leibniz, consideró que las verdades de la teología no se oponen a las verdades de la filosofía y se propuso desarrollar una teología natural, en la cual los dogmas religiosos principales se demuestran racionalmente y son, por lo tanto, compartidos por toda la humanidad.18 Fue, pues, su compromiso con el método matemático en las investigaciones científicas y su confianza en la razón humana para descubrir la verdad, lo que pronto hizo que su pensamiento se tornara sospechoso para muchos representantes de la ortodoxia religiosa. En 1721 Wolff fue nombrado rector de la Universidad de Halle y pronunció un Discurso Inaugural titulado Acerca de la filosofía práctica de los chinos, donde sostiene que los principios éticos son independientes de la creencia religiosa. Wolff argumenta que la moral de los chinos, quienes desconocen al Dios cristiano, se basa en el conocimiento de las nociones de bien y de mal y que, por lo tanto, el ejercicio de la virtud depende de la investigación racional de la naturaleza.19 Este escrito motivó la denuncia de ateísmo y spinozismo por parte de Lange. Según este teólogo, el spinozismo es un sistema ateísta, pues al pretender explicar racionalmente todos los aspectos del universo, no distingue entre éste y la divinidad, además de establecer una necesidad absoluta que elimina la noción de contingencia y anula la posibilidad de

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Israel aborda esta polémica y le atribuye una gran importancia (cf. Israel, J., Radical Enlightenment…, op. cit, pp. 544 y ss.). Véanse también Bianco, B., “Freiheit gegen Fatalismus. Zu Joachim Langes Kritik an Wolff ” en Schneider (comp.), Christian Wolff 1679-1754. Interpretationen zu seiner Philosophie und deren Wirkung, Meiner, Hamburg, 1986, pp. 111-155; Beck, Lewis White, Early German Philosophy, The Belknap Press of Harvard University Press, Massachusetts, 1969, pp. 259-261 y Solé, op. cit., pp. 132-144. Véase Gawlick, Günter, “Christian Wolff und der Deismus” en Schneider (comp.), Christian Wolff 1679-1754, op. cit., pp. 139 y ss. Wolff, Christian, Oratio de Sinarum philosophia practica/Rede iiber die praktische Philosophie der Chinesen, Meiner, Hamburg, 1985, pp. 24 y ss.

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los milagros.20 De modo que también en el contexto de esta polémica, la acusación de spinozismo se superpone con la de un racionalismo extremo, que se fundamenta en la doctrina de la inmanencia, la cual da lugar a una comprensión mecanicista de la naturaleza que excluye la libertad tanto divina como humana y conduce, por lo tanto, a la aniquilación de la religión y de la moral.21 Wolff se defendió en un texto titulado Acerca de la diferencia en el encadenamiento de las cosas inteligentes y las fatalmente necesarias, donde establece que el desacuerdo esencial entre su sistema y el spinoziano reside en que Spinoza identifica lo posible con lo real y, efectivamente, aniquila la libertad divina, mientras que él considera posible todo aquello que puede ser pensado sin contradicción y necesario, todo aquello cuyo contrario la implica.22 Así, el principio de razón suficiente no se opone, según él, al hecho de la libertad divina, ni la providencia de Dios vuelve necesarias las acciones de los hombres, siempre contingentes. Además, Wolff protestó ante la corte de Berlín. Pero el resultado le fue adverso. El 8 de noviembre de 1723, el rey Federico Guillermo I, un ferviente pietista, le ordenó que abandonara el territorio prusiano, bajo amenaza de ser ahorcado. Aparentemente, alguien habría convencido al rey de que, de acuerdo con el sistema wolffiano, un soldado que huye en medio de una batalla no sería culpable de deserción, pues según él, es el resultado necesario de los mecanismos físicos que rigen la naturaleza corpórea. Algunos años más tarde, exiliado, Wolff publicó una refutación del sistema spinoziano que representa un verdadero hito en la historia de la recepción de Spinoza en Alemania, por adoptar un tono sistemático y desapasionado, sin recurrir a las frecuentes estrategias difamatorias a las que la doctrina de Spinoza había sido sometida durante los años

20 Lange, J., Causa Dei et Religionis Naturalis Adversus Atheismum, Halle, 1723, p. 54. 21 Poco tiempo más tarde, Lange publicó otro escrito contra Wolff, donde distingue dos clases de spinozismo: un spinozismus partialis, que se limita a reconocer un nexo físico-mecánico entre las cosas, y un spinozismus totalis, que combina ese nexus con la doctrina de la única sustancia. Según él, Wolff era un spinozista de la primera clase. Cf. Lange, Descubrimiento modesto y preciso de una filosofía falsa y perniciosa en el sistema metafísico wolffiano... [Bescheidene und ausführliche Entdeckung der falschen und schädlichen Philosophie in dem Wolfischen Systemate Metaphysico...], Halle, 1724, pp. 476 y ss. 22 Cf. Wolff, Ch., De differentia nexus rerum sapientis et fatalis necessitatis, 1723, pp. 14-23.

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previos.23 En 1740, Federico II fue coronado rey de Prusia. Fascinado por la cultura francesa, se propuso fomentar la difusión de los valores de la Ilustración en su reino. Dando muestras del nuevo espíritu de tolerancia religiosa y libertad intelectual, invitó a Wolff a regresar a Prusia. La excelente reputación de la que gozaba este filósofo y el cambio en el contexto espiritual en el territorio alemán hicieron posible la aparición, en 1744, de la primera traducción al alemán de la Ética de Spinoza, editada en un mismo volumen junto con la refutación wolffiana.24

3. El spinozismo como la única filosofía: Jacobi contra la Ilustración Finalmente, en 1785, un año después de que los principales protagonistas de la escena filosófica alemana se vieran obligados a responder explícitamente la pregunta por el significado de la Ilustración,25 estalló otro debate que terminó de poner al descubierto las diferentes concepciones en pugna acerca del sentido y alcance de este movimiento 23 La refutación se encuentra en la segunda parte de su gran obra, Teología natural, en la que Wolff se propone demostrar racionalmente la existencia de Dios y, por lo tanto, rebatir el ateísmo (Wolff, Christian, Theologia naturalis, Methodo scientifica pertractata. Pars 1, Renger, Frankfurt am Main/Leipzig, 1739; Pars 2, Renger, Frankfurt am Main/Leipzig, 1741). Wolff ofrece un análisis de seis de las ocho definiciones de la primera parte de la Ética (las de Dios, atributos, sustancia, causa sui, modo y finitud) para concluir que, entre otros errores, Spinoza se equivoca al definir la sustancia, pues confunde lo que existe en sí con lo que existe por sí (§ 684) y confunde además la noción de infinito extensivo con la de infinito intensivo, ya que la suma total de los infinitos modos finitos jamás puede resultar en una sustancia absolutamente infinita (§ 706). La conclusión de Wolff es que Spinoza ha basado su sistema metafísico “en principios precarios, confusos y ambiguos” (§ 687) lo cual transforma su sistema en erróneo y contradictorio. 24 Spinoza, B., La Ética de Baruch de Spinoza, refutada por el renombrado filósofo de nuestro tiempo, el Sr. Christian Wolff [B.v.S. Sittenlehre widerleget von dem berühmten Weltweisen unserer Zeit Herrn Christian Wolf ], traducción y edición de Johann Lorenz Schmidt, Leipzig/Frankfurt del Meno, 1744. 25 Como se sabe, la pregunta “¿Qué es la Ilustración?” fue planteada en una nota al pie de un artículo del teólogo Zöllner, publicado a finales de 1783 en la Berlinische Monatsschrift (cf. Zöllner, J. F, “Ist es rathsam, das Ehebündnis nicht ferner durch die Religion zu saktioniern?”, Berlinische Monatsschrift, 1783, p. 116). Moses Mendelssohn respondió primero con un artículo titulado “Acerca de la pregunta ¿qué significa ilustrar?” (cf. Mendelssohn, M., “Über die Frage: was heißt aufklären?”, Berlinische Monatsschrift, septiembre de 1784, pp. 193-200). Luego respondió Kant, con su famoso texto “Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?” (cf. Kant, I., “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?”, Berlinische Monatsschrift, diciembre de 1784).

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espiritual y cultural. Se trata de la denominada Polémica del spinozismo o del panteísmo, desencadenada por Jacobi al publicar un intercambio epistolar que había mantenido con Moses Mendelssohn durante los dos años anteriores, en el que se incluía la famosa conversación que Jacobi había mantenido con Lessing en la que el gran hombre de la Ilustración alemana reconoce su total acuerdo con la doctrina de Spinoza.26 Jacobi sostiene que el espíritu del spinozismo es el principio “nada proviene de la nada”,27 de donde se sigue la imposibilidad de la creación. Consecuentemente, según su lectura, Spinoza postula una causa interna del mundo que no se distingue de sus efectos sino que es una y la misma cosa con ellos, un principio inmanente absolutamente infinito que no posee ni entendimiento ni voluntad y de la que todo se sigue necesariamente. El universo spinoziano se revela, pues, como constituido por series infinitas de seres que se conectan causalmente unos con otros. Según Jacobi, en un sistema semejante, la facultad de pensar es una mera espectadora de lo que sucede en la naturaleza, sin la capacidad de modificar el rumbo de los acontecimientos, fijado desde toda la eternidad. De este modo, Jacobi muestra que la explicación racionalista de la naturaleza anula la libertad humana e implica un implacable determinismo y conduce, además, al ateísmo, a la negación del Dios personal, extramundano que crea libremente el universo y legitima tanto las leyes morales como la autoridad terrenal. Así pues, según Jacobi, Lessing habría sido el único, entre todos los ilustrados, que había tenido la honestidad intelectual de admitir, tal como lo había afirmado en la conversación mantenida por ellos, que “no hay otra filosofía que la filosofía de Spinoza”.28 El resto de los representantes de la Ilustración –como Mendelssohn y sus compañeros berlineses– pretendían poder demostrar racionalmente todas las verdades a las que puede aspirar el ser humano, sin admitir que esta posición conduce al fatalismo y al ateísmo –pues Jacobi sostiene que ni la libertad del alma ni la existencia del Dios del teísmo pueden ser demostradas por la razón– 26 Jacobi, F. H., Cartas sobre la doctrina de Spinoza al señor Moses Mendelssohn [Über die Lehre des Spinoza in Briefen an den Herrn Moses Mendelssohn], Gottlieb Löwe, Breslau, 1785. Recientemente fue publicada mi traducción al castellano de los textos de la polémica: Jacobi, Mendelssohn, Kant, Wizenmann, Herder, Goethe, El ocaso de la Ilustración. La Polémica del Spinozismo, trad. notas y estudio preliminar M. J. Solé, Universidad de Quilmes/ Prometeo, Bernal, 2013. 27 Ibid., p. 14. 28 Ibid., p. 13.

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Así, el argumento del pensador contra toda la Ilustración se completa con la afirmación de que, en la medida en que es el resultado más coherente y perfecto de la razón humana, el spinozismo no puede ser refutado mediante argumentos. El edificio de la filosofía spinoziana es indestructible. Si sus consecuencias nefastas –el fatalismo y el ateísmo– han de ser evitadas, entonces es necesario abandonar por completo la filosofía y tomar el camino de la fe. Esta es, en definitiva, la propuesta de Jacobi, que Lessing admite no poder adoptar: dar un salto que lo extraiga del ámbito de la filosofía para aterrizar en el ámbito de la fe, que consiste en la captación inmediata e interior de ciertas verdades indemostrables. Frente a esta disyunción aparentemente excluyente planteada por Jacobi, tanto Mendelssohn como luego también Kant se esforzaron por apartarse tanto del spinozismo como del fideísmo irracionalista jacobiano. Los esfuerzos de Mendelssohn por restituir a la razón humana la autoridad que él y los ilustrados de Berlín le conferían, no hicieron, sin embargo, más que poner en evidencia la debilidad de su posición. Mendelssohn reafirma la capacidad de la razón para demostrar la existencia de Dios, requisito que considera indispensable para fundamentar una religión, una moral y un orden político Sin embargo, en el transcurso de su intercambio con Jacobi, admite que la especulación filosófica puede conducir, muchas veces, a extravíos y conclusiones insostenibles. La solución es, según Mendelssohn, orientarse mediante lo que él llama “bon sens”. Este buen sentido o, como también lo denomina, el “sano entendimiento humano” o “sentido común” cumple la función de evitar que la especulación pierda el rumbo cuando se encuentra sumergida en las sutilezas del pensamiento.29 La ambigüedad con la que Mendelssohn presentó esta doctrina del sentido común o bon sens abrió la posibilidad a interpretarla como una facultad no racional, a la cual la razón misma estaría sometida.30 29

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Cf. Mendelssohn, M., “Consideraciones al señor Jacobi”, [“Erinnerungen an Herrn Jacobi”], en Mendelssohn, A los amigos de Lessing [An die Freunde Lessings, Ein Anhang zu Herrn Jacobis Briefwechsel über die Lehre des Spinoza], Christian Friedrich Voss, Berlín, 1786, p. 202 y Mendelssohn, M., Horas matinales o lecciones acerca de la existencia de Dios [Morgenstunden oder Vorlesungen über das Daseyn Gottes], Christian Friedrich Voss, Berlín, 1785, cap. 10. Así lo hace otro de los protagonistas de la polémica, el joven Thomas Wizenmann, en su obra publicada anónima, Los resultados de las filosofías de Jacobi y de Mendelssohn examinados críticamente por un voluntario [Die Resultate der Jacobischen und Mendelssohnschen Philosophie, kritische untersucht von einem Freywilligen], Leipzig, Georg Joachim, Göschen, 1786.

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Kant, por su parte, aunque reticente a entrar en la Polémica dado su total desacuerdo con el racionalismo dogmático de Mendelssohn, debió hacer explícita su posición con el fin de distanciarse, también, de la posición de Jacobi –que presentaba de hecho una importante afinidad con la suya propia al sostener que la razón especulativa debe reconocer y respetar sus límites cuando se trata de aventurarse en el ámbito de lo suprasensible–. En 1786, luego de la muerte de Mendelssohn, publicó un artículo titulado “¿Qué significa orientarse en el pensamiento?”,31 donde presenta su noción de fe racional como la solución al conflicto. Según sus propias palabras plasmadas en el Prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura de 1787, había debido “suprimir el saber para dejar sitio a la fe”.32 Si bien se trataba de una fe racional, fundada en una exigencia de la razón pura práctica, su filosofía crítica implicaba un duro golpe a las pretensiones de la razón especulativa que hasta ese momento habían sido el estandarte del movimiento ilustrado.

4. Spinoza y la Ilustración El recorrido por estas tres polémicas que se suceden a lo largo de los diferentes momentos de gestación, maduración y crisis de la Ilustración alemana parece confirmar la posición de Jonathan Israel, quien resalta la importancia del spinozismo en los debates filosóficos de finales del siglo XVII y principios del XVIII para una comprensión acabada del trasfondo filosófico de este movimiento espiritual. Sin embargo, como adelanté, permite también señalar ciertos aspectos paradójicos acerca de la relación entre el spinozismo y la Ilustración. En las tres polémicas analizadas, la acusación de spinozismo remite a la adopción de una posición racionalista extrema, íntimamente conectada con la doctrina de la inmanencia, que según los intérpretes de esta doctrina, implica el ateísmo y el fatalismo como sus consecuencias necesarias. Así, en la medida en que el movimiento ilustrado se caracteriza por la convicción de que la razón humana tiene la capacidad necesaria y suficiente para liderar una era de progreso tanto científico como moral, social y político, la Ilustración en su conjunto es sospechada de spinoKant, I., “Was heißt: sich im Denken Orientieren?”, Berlinische Monatsschrift, octubre de 1786. 32 Kant, I., Crítica de la razón pura, trad. de Pedro Ribas, Alfaguara, Madrid, 2010, p. 27 (KrV, B XXX). 31

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zismo. Ahora bien, ninguno de los representantes de este movimiento involucrados en estas polémicas –o sea, ni Tschirnhaus, ni Wolff, ni Mendelssohn, ni tampoco Kant– pueden ser considerados, ni se consideraron a sí mismos, como “spinozistas”.33 Estos ilustrados moderados se vieron en la necesidad de defenderse de la acusación y de batallar, tal como indica Israel, en un doble frente: contra la superstición y la ignorancia por un lado, y contra la corriente radical de inspiración spinozista por el otro. Sin embargo, es notable que la posición spinozista –al menos en el contexto de estas polémicas– no está efectivamente representada por ningún pensador, sino que son los enemigos de la confianza en la razón propia de la Ilustración, que reivindican a la creencia como una fuente de verdades que la razón no puede alcanzar –Thomasius, Lange y Jacobi– los que recurren a la figura de Spinoza con el fin de advertir acerca de los peligros que, a sus ojos, encarna la adopción de los principios de un racionalismo sin límites. El spinozismo representaba, pues, para todos los involucrados, un gran peligro. Todos ellos estaban de acuerdo en que su sistema implicaba necesariamente el fatalismo y el ateísmo. Paradójicamente, fue otro conjunto de críticos de la Ilustración quienes vieron en Spinoza una fuente de inspiración tanto filosófica como ética y no dudaron en declararse sus seguidores. En efecto, el resultado de esta serie de debates que acabamos de recorrer, a lo largo de los cuales 33 Existieron, durante la primera mitad del siglo XVIII, ciertos pensadores que reivindicaron explícitamente el spinozismo, en el contexto de la discusión suscitada por la crisis al interior de la Iglesia Reformada. Estos pensadores disconformes, entre los que se encontraban Friedrich Wilhelm Stosch, Theodor Ludwig Lau y Johann Christian Edelmann, denunciaron la situación de la Iglesia protestante como una verdadera traición a todos los principios de la Reforma y en su lucha contra la ortodoxia recurrieron a ciertas ideas de Spinoza. Defendieron la tolerancia religiosa, la libertad de conciencia y la separación entre Iglesia y Estado, además de la necesidad de realizar una lectura histórica y filológica de la Biblia. Sin embargo, es problemático determinar hasta qué punto estos pensadores clandestinos fueron efectivamente “spinozistas”. Spinoza fue para ellos una fuente entre muchas otras, un instrumento utilizado en el contexto de una disputa teológica, con implicancias políticas y morales, pero de ningún modo constituyó el centro de la discusión ni tampoco el motivo de ésta. Si bien Israel los considera como representantes de la Ilustración radical de inspiración spinozista en Alemania (cf. Israel, Radical Enlightenment…, op. cit., pp. 628 y ss.), otros especialistas lo niegan, sosteniendo que no hay evidencia de que muchos de estos autores hayan comprendido integralmente la doctrina spinoziana e incluso niegan que algunos de ellos hayan conocido efectivamente la obra de Spinoza (véase Schröder, W., “«Die ungereimsteste Meynung, die jemals von Menschen ersonnen worden». Spinozismus in der deutschen Frühaufklärung?” en Schürmann, Waszek y Weinreich (comps.), Spinoza im Deutschland des achtzehnten Jahrhunderts, Forman-Holzboog, StuttgartBad Cannstatt, 2002).

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Spinoza o la Ilustración en debate

esta doctrina salió de las tinieblas de la historia y se transformó, poco a poco, en una filosofía digna de ser estudiada y discutida, fue un auténtico renacimiento del spinozismo.34 Se abrió así la posibilidad de nuevas interpretaciones de esta doctrina por parte de los pensadores y hombres de letras de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Así pues, en el territorio alemán el spinozismo fue abiertamente adoptado por algunos de los principales representantes del Sturm und Drang –como Goethe y Herder– y del Romanticismo –como Schelling, Schleiermacher o Novalis–, quienes encontraron en esta doctrina los elementos necesarios para oponerse precisamente a esa concepción racionalista propia de la Ilustración y que durante los años anteriores había sido identificada como “spinozista”, que conducía según ellos a una visión desencantada y mecánica de la naturaleza, a la idea de una divinidad fría y calculadora, a la negación de la libertad individual y de la dimensión emocional de los seres humanos. De este modo, el Spinoza-ilustrado, negado y rechazado tanto por los principales exponentes de ese movimiento como por sus detractores, se transformó, en el transcurso de unos pocos años, en un Spinoza-romántico, públicamente aclamado como el filósofo ebrio de Dios que permitió poner en debate los fundamentos mismos de la realidad. Ciertamente, la doctrina de Spinoza presenta un carácter claramente racionalista y sostiene la validez ilimitada del principio de razón suficiente, así como la convicción de que todo en la naturaleza puede ser conocido y explicado. Sin embargo, también encontramos en Spinoza un “tercer género de conocimiento”, diferente de la razón, la “ciencia intuitiva”,35 que abre la posibilidad de concebir otra noción de las facultades espirituales humanas. En efecto, esta ciencia intuitiva o intuición intelectual que ocupa en Spinoza el sitio más elevado entre las facultades de la mente humana, se encuentra conectada con una nueva concepción de Dios como un ser viviente y una nueva concepción de la naturaleza como un ámbito pleno de fuerzas y potencias que revelan esa divinidad inmanente. Pero además, la ciencia intuitiva remite también a la dimensión afectiva de los hombres –dimensión que la razón ilustrada parecía dejar de lado–, pues la intuición intelectual de la esencia divina se traduce en la vivencia del amor intelectual a Dios, que constituye, según Spinoza, la máxima virtud y felicidad de que son capaces los seres humanos.36 34 Véase Timm, H., Gott und die Freiheit. Studien zur Religionsphilosophie der Goethezeit. I. Die Spinozarenaissance, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Meno, 1974. 35 Cf. E II, prop. 40, esc. 2. 36 Cf. E V, prop. 32 y cor.

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Sobre la figura de Spinoza en el Opus Postumum de Kant1 Natalia Lerussi

A

unque no hay evidencia de que Kant haya leído alguna vez, de fuente directa, a Spinoza, en múltiples pasajes de su obra se refiere a su pensamiento en términos peyorativos. Tanto en su obra publicada como en sus lecciones, Kant critica la filosofía de Spinoza de una manera enfática, tildándola de dogmática y fanática.2 Sin embargo, en algunas notas sueltas del Opus Postumum (OP) –escritas presumiblemente entre 1800 y 1802–3 el nombre de Spinoza 1

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Este artículo es una versión revisada del artículo “On Kantian Spinozism” presentado en las II Jornadas Spinoza, organizadas por la Facultad de Derecho de la Universidad Istanbul Bilgi en la ciudad de Estambul, el 4 y 5 de diciembre de 2009 (publicado en lengua turca: Lerussi, Natalia, “Kantҫı Spinozacılık”, en Ergun, Reyda y Cemal Bâli Akal (ed.), Spinoza Günleri 2. Yeni Dünyadan Eski Dünyaya, Istambul Bilgi University Press, Estambul, 2011, pp. 91-103). Con la única excepción de la Kritik der reinen Vernunft (KrV), se citan los textos de Kant siguiendo la edición de las Obras completas de la Academia de Ciencias: Kants gesammelte Werke, Preussische/Deutsche Akademie der Wissenschaften, Berlin, 1902 ss. Se consignan los textos mediante las siglas del título de la obra en alemán, seguidas por las siglas AA, que hace referencia a las Obras completas, por un número romano que indica el tomo y un número arábigo, que refiere a la página. La KrV se cita, según el modo habitual: KrV A (edición 1781) y/o B (edición 1787), el número (romano o arábigo) se corresponde con la página. Pasajes importantes concernientes al rechazo de Kant a la figura de Spinoza se encuentran en: AA, V, 101-102; AA, VIII, 143; AA, V, 389-394. Para una comprensión de los motivos que condujeron a Kant a tomar esa posición, véase por ejemplo: Edwards, Jeffrey, “Spinozism, Freedom, and Transcendental Dynamic in Kant´s final System of Transcedental Idealism” en Sedgwick, S., (ed.), en The reception of Kant´s Critical Philosophy, Cambridge University Press, 2000, pp. 54-77; Wiehl, Reiner, “Von der Teleologie zur Theologie. Sackgasse oder Weg? Zur Auseinandersetzung Kants mit Spinoza”, en Walther, M. (ed.), Spinoza und der deutsche Idealismus, Königshausen & Neumann, Würzburg, 1991, pp. 15-40; Rohs, Peter, “Zwischen Spinoza und Kant”, en Walther, M. (ed.), Spinoza und der deutsche Idealismus, op. cit., pp. 43-50. La mayoría de las aseveraciones en donde aparece el nombre de Spinoza fueron escritas, presumiblemente, en el otoño/invierno de 1800/1801 (por ejemplo, AA, XXII,

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aparece bajo nueva luz. De hecho, encontramos algunos pasajes curiosos en donde Kant señala, por ejemplo, que “el espíritu del hombre es el Dios de Spinoza”4 o que “el idealismo trascendental es el spinozismo”,5 etc. De esta manera, Spinoza no sólo no es criticado aquí sino que parece contener, enigmáticamente, la clave de acceso al proyecto filosófico de Kant, en tanto “idealismo trascendental”. En el trabajo a continuación intentaré dilucidar algunos elementos relativos la presencia del nombre de Spinoza en esta obra. La circunstancia de que la figura de Spinoza aparezca en este contexto implica, sin embargo, ciertas dificultades metodológicas. El OP es un conjunto de notas sueltas que Kant escribió entre 1796 y 1803 sin haber dejado constancia de que tenía la intención de publicarlas como una obra (los manuscritos pasaron de mano en mano en el siglo XIX y recién fueron publicados en forma completa en 1936 y 1938 por Gerard Lehman en la edición de la Academia de Ciencias que aquí seguimos, tomos XXI y XXII). De esta manera, puesto que debemos prevenirnos de extraer tesis definitivas respecto al programa de Kant a partir de estos materiales, y en orden a evitar conclusiones arbitrarias y sacadas de contexto, seguimos dos grandes principios metodológicos. En primer lugar, en la medida en que sea posible, leemos el OP en un sentido conservador, esto es, teniendo como punto de apoyo para su interpretación los textos publicados de Kant. En segundo lugar, aquellas tesis que no puedan ser explicadas de manera conservadora se interpretan a través de una lectura interna, bajo el presupuesto de que estas notas sueltas deben ser coherentes entre sí, aunque esto no implique asumir que constituyen un sistema perfectamente articulado.6

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pp. 48-65; AA, XXI, pp. 9-15), en algún momento de 1801 (por ejemplo, AA, XXI, pp. 16-69) y en algún momento de 1802 (por ejemplo, AA, XXI, pp. 73-103). Se sigue la datación de los pasajes del Prof. Felix Duque, editor y traductor del OP al español (datación que es coherente con la efectuada por Adickes, aunque más precisa). Véase: Kant, Immanuel, Transición de los principios metafísicos de la ciencia natural a la física (Opus Postumum), Felix Duque (ed.), Anthropos, Barcelona, 1991, pp- 55-57. AA, XXI, p. 99. Ibid., XXII, p. 64. Excluimos metodológicamente las estrategias de interpretación que encuentran la significación del texto afuera de la obra kantiana (afuera de toda la obra o de esta en singular). Así, por ejemplo, se excluye la tesis célebre que afirma que el OP no debe ser tomada seriamente puesto que Kant estaba senil. El padre de esta tesis es, probablemente, Kuno Fischer (véase Fischer, Kuno, Geschichte der neuern Philosophie, Friedrich Bassermann, Mannheim, 1860, vol. 3, p. 83). Esto no implica negar que la salud de Kant estuviera deteriorándose, especialmente a partir de 1801. Pruebas de ello se encuentran

Sobre la figura de Spinoza en el Opus Postumum de Kant

A partir de estas observaciones preliminares, mostraremos en lo que sigue, a modo de hipótesis que una investigación más profunda debiera confirmar, que la presencia positiva de la figura de Spinoza en OP no implica, en primer lugar, un cambio radical de la filosofía de Kant, sino una modificación de su interpretación de “Spinoza”, de manera tal que allí aparece éste como cercano al “idealismo trascendental”. En segundo lugar, indicaremos que hay, no obstante, tendencias de aproximación, en los últimos años de vida de Kant, a la figura de Spinoza en el contexto de una revisión efectiva de su filosofía en dos sentidos que no deben identificarse: la primera se produce a través de una identificación de Dios con la razón práctica; la segunda implica una equivalencia entre el espíritu humano y lo que Kant denomina el “Dios de Spinoza”. Aclaramos, finalmente, que nos referimos al nombre o la figura de Spinoza en el OP (o a “Spinoza” entre comillas), en vez de referirnos directamente a la filosofía o al pensamiento de Spinoza, en primer lugar porque, como hemos dicho, no hay pruebas de que Kant haya leído al filósofo holandés de fuente directa, pero además porque, según han estipulado algunos intérpretes del OP, el nombre de Spinoza aparece conectado en OP con las Vermischte Schriften de Georg Lichtenberg, cuyo segundo volumen Kant leyó en los años de escritura de estas notas. Así, la presencia de Spinoza en OP no parece hacer referencia al pensamiento histórico de Spinoza, sino al Spinoza de Lichtenberg.7

1. Spinoza kantiano Como hemos señalado, el nombre de Spinoza es mencionado en algunas notas del OP. Dos de ellas han sido ya adelantadas, pero aquí las citamos en forma completa: en la nota al pie 67 de la Introducción de la obra en la edición inglesa, debida a Eckart Förster (que citamos en la nota al pie siguiente). Sin embargo, la “tesis de la senilidad” de Kant que implica el carácter irrelevante, desde un punto de vista filosófico, del último pensamiento del filósofo es, en sí misma, filosóficamente irrelevante. 7 Las Vermischte Schriften de Georg Lichtenbergs fueron reunidas en 9 tomos y pulicadas entre 1800 y 1806 luego de su muerte. El tomo 2 apareció en 1801 (Lichtenberg, Ch. y Kries, F. (ed.), Georg Lichtenbergs vermischte Schriften, t. 2, Dieterrischen Buchhandlung, Göttingen, 1801) aunque una copia fue enviada a Kant en 1800. Kant dejó algunas notas marginales en su copia. Véase: AA, XVIII, 693-694. Según G. Lehmann Kant estaba muy impresionado con este trabajo. Véase: AA, XXII, 794-795. Además: Adickes, E., Kants Opus Postumum dargestellt und beurteilt, Reuther und Reichard, Berlin, 1920, p. 149-150; 833-845 y Gomez Caffarena, José, El teísmo moral de Kant, Ed. Cristiandad, Madrid, 1983, p. 144.

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El idealismo transcendental es el spinozismo que pone el objeto en el compendio de sus propias representaciones.8 El espíritu del hombre es el Dios de Spinoza (en lo que concierne a lo formal de todos los objetos sensibles) y el idealismo trascendental es el realismo en un sentido absoluto.9

Estas afirmaciones han conducido recientemente a algunos intérpretes de Kant a defender que el filósofo habría modificado su pensamiento de manera radical en sus últimos años. Esta tendencia de la intepretación reciente se opone a la lectura conservadora del OP debida a Vittorio Mathieu, de finales de los ´50, para quien no hay absolutamente nada nuevo en esta obra, con la única excepción de algunas ideas entusiasmadas que no tienen significación filosófica alguna.10 Así, por ejemplo, Burkhard Tuschling y Jeffrey Edwards abogan por la tesis de la modificación radical de la filosofía de Kant en sus últimos años pero arriban, sorprendentemente, a conclusiones opuestas respecto al sentido del cambio. Así, según Tuschling, antes que Fichte, Schelling y Hegel, el último Kant habría visto en la filosofía de Spinoza una solución a ciertos problemas irresolubles para el idealismo trascendental a través de una doble operación de identificación de Dios y la sustancia (lo que expresa la posición spinozista) y de la sustancia y el sujeto. Para este intérprete, entonces, la expresión “el idealismo transcendental es el spinozismo” significa que la filosofía de Kant deviene en un idealismo absoluto.11 Por otro lado, Edwards defiende que el giro kantiano hacia el spinozismo en el OP está conectado con una concepción dinámica de la naturaleza material y con el esfuerzo por deducir a priori la realidad del éter a partir de un continuum de fuerzas materiales. Para este intérprete, se trataría entonces de “encontrar un camino para integrar los elementos que Kant mismo había condenado antes como un realismo spinozista 8 AA, XXI, p. 99. 9 Ibidem. 10 Mathieu, Vittorio, Kants Opus Postumum, Vittorio Kloterman, Frankfurt am Main, 1989 [1958], pp. 13, 264. 11 Tusching, Burkhard, “Transzendentaler Idealismus ist Spinozismus: Reflexionen von und über Kant und Spinoza”, en Schürmann, E., Waszek, N. y Weinreich, F. (ed.), Spinoza in 18. Jahrhundert, Frommann Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstatt, 2002, pp. 139-167, esp. pp. 140, 163-6. Cf. Madagain, Cathal, “Is there a Hegelian Intellectual Intuition in Kant´s Opus Postumum?”, en Rohden, Valerio y otros (eds.), Recht und Frieden in der Philosophie Kants, Aktem des X. Internationalen Kant-Kongress, t. 5, secc. VIII-XIV, Walter de Gruyter, Berlin, 2008, pp. 257-264.

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con la teoría del idealismo trascendental”.12 Por eso Edwards interpreta la expresión “el idealismo trascendental es el realismo en un sentido absoluto” como si Kant afirmara la realidad absoluta –a priori, habría que añadir–, de la materia. Aunque ambas interpretaciones conduzcan entonces a posiciones opuestas, ambas acuerdan en que el OP exige poner en cuestionamiento de manera radical el programa kantiano previo en tanto “idealismo trascendental”13 –posición irreductible, en principio, tanto al “idealismo absoluto” (Tuschling) como al “realismo absoluto” (Edwards) que estos intérpretes le adjudican al Kant tardío–. Dado que las dos interpretaciones se basan en las fuentes (aunque los pasajes que utilizan son diversos), para avanzar en la interpretación del texto requerimos de principios externos a fin de guiarnos en la dilucidación del mismo. Mostraremos en lo que sigue que la presencia de la figura de Spinoza en el OP no implica una redefinición del programa kantiano, sino una redefinición del significado del término “spinozismo”. Kant no estaría conduciendo su filosofía hacia un pensamiento que antes criticaba como entusiasta y dogmático, sino, por el contrario, integrando la filosofía de Spinoza en el interior de su pensamiento. Sin embargo, en la sección siguiente, veremos que este resultado general tiene que ser matizado, puesto que la filosofía de Kant parece dar algunas pruebas de que está moviéndose hacia perspectivas novedosas conectadas con el nombre de Spinoza. Notemos que, en un primer nivel, se constatan al menos dos usos de la figura de Spinoza en estas notas, entre los cuales sólo uno es aceptado e integrado al “idealismo trascendental”. Kant continuamente repite la idea, conectada con el nombre de Spinoza, de “intuir todo en Dios” (alle Dinge in Gott anschauen).14 Normalmente usa esta expresión con una connotación positiva. Sin embargo, en cuatro oportunidades Kant 12 13

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Edwards, Jeffrey, “Spinozism, Freedom, and Trascendental Dynamics in Kant´s Final System of Transcendental Idealism”, op. cit., p. 68. El “idealismo trascendental” es la posición que Kant expresamente asume para definir su proyecto filosófico en la Crítica de la razón pura, véase fundamentalmente: KrV, A367ss; A490ss-B518ss (además véase KrV B274ss). El comentario más importante sobre el tema sigue siendo: Allison, Henry, Kant´s Transcendental Idealism. An Interpretation and Defense, Yale University Press, New Haven/ London, 2004 [1983] (edición en español: Allison, Henry, El idealismo transcendental del Kant. Una interpretación y defensa, trad. Dulce María Castro, Anthropos, Barcelona, 1992). Véase: AA, XXI, pp. 12, 13, 15, 19, 22, 43, 48, 50, 51, 64, 98; XXII, pp. 54-56, 59, 61, 64.

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señala, una vez más, que esta idea –“el punto de vista de Spinoza”– es fanática. Por ejemplo: El concepto de Spinoza de Dios y de hombre, de acuerdo con el cual el filósofo intuye todas las cosas en Dios, es fanática (schwärmerisch. conceptus fanaticus).15

Ahora, si la concepción de “intuición” de Spinoza es aquí todavía adjetivada como fanática, esto significa que la filosofía de Kant previa, en el marco de la cual el único modo de intuición que nos cabe es la intuición sensible, no está puesto en discusión en el marco de estas notas. Si, por otro lado, hay además un uso positivo de la expresión “intuir todo en Dios”, debemos suponer que hay un segundo sentido en el que dicha expresión es coherente con la filosofía crítica. En otros términos, habría un Spinoza según la letra y un Spinoza según el espíritu. Kant dice: El idealismo trascendental de Spinoza que, entendido según la letra, es trascendente (…) representa lo subjetivo como objetivo.16

De esta afirmación parece seguirse la inferencia según la cual el “idealismo transcendental de Spinoza”, entendido “según el espíritu”, expresaría la posición de Kant. Hay una manera de “intuir las cosas en Dios” que define la posición trascendente y fanática a la que se le opone un “intuir las cosas en Dios” que expresa la posición de un Spinoza forjado por Kant. Así, Kant señala: No es que nosotros intuyamos en la divinidad, como cree Spinoza, sino lo inverso: nosotros llevamos nuestro concepto de Dios en los objetos de la intuición pura hacia nuestro concepto de filosofía trascendental.17

La cuestión es ahora averiguar con mayor precisión qué afirmaría Spinoza entendido “según el espíritu” que habría conducido a Kant a sostener que aquél estaría de acuerdo con la filosofía kantiana en puntos centrales. En algunos pasajes es posible encontrar algunas pistas sobre esto. Veamos: La idea de Spinoza de intuir todos los objetos en Dios significa tanto como comprender todos los conceptos que constituye lo formal del conocimiento en un sistema, esto es, los conceptos elementales, bajo un principio.18 15 16 17 18

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Ibid., XXI, p. 19. Además: Ibid., pp. 48, 50, 64. AA, XXII, p. 56. Ibid., p. 59. Ibid., p. 64.

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Las ideas son imágenes (intuiciones), hechas a priori por la razón pura, que (como) meras cosas de pensamiento subjetivas y elementos del conocimiento, preceden el conocimiento de las cosas. Son arquetipos (prototypa) a través de los cuales Spinoza pensó que todas las cosas debían ser vistas, según su forma, en Dios: en lo formal de los elementos a través de los cuales hacemos Dios de nosotros.19 Según la primera cita, el Dios de Spinoza refiere a un principio de unificación de todos los conceptos que componen lo formal de nuestro conocimiento y, por esto mismo, implica comprender todos los elementos que constituyen la razón pura como integrando un sistema. Dios no sería, en este caso, más que un principio a través del cual es posible pensar a la razón como una unidad, en contraposición a un mero agregado de potencias cognitivas sin un principio común. Aunque aquí no podemos avanzar sobre este punto, digamos que esto es coherente, en líneas muy generales, tanto con tesis centrales de la Metodología de la Crítica de la Razón Pura (CRP) como de las dos Introducciones a la Crítica de la Facultad de Juzgar (CFJ). La segunda cita es más oscura. Según Kant, Spinoza habría desarrollado una teoría según la cual hay elementos subjetivos a priori (es decir, previos al conocimiento efectivo del objeto) a través de los cuales vemos las cosas en Dios, más aún, que hacen Dios de nosotros, en el sentido de que producen o constituyen el objeto del conocimiento, al menos desde un punto de vista formal. Así, el Spinoza kantiano parecería defender algunas tesis centrales también de la CRP. Ahora bien, si Kant está suscribiendo a la teoría que adscribe a Spinoza en la segunda cita, parece aludir a alguna nueva teoría de los conceptos, de las ideas e intuiciones. Aquí se dice expresamente que las ideas son imágenes, intuiciones o arquetipos, pero la filosofía de Kant previa se ocupa de distinguir claramente estos conceptos. Esta aparentemente nueva teoría de las intuiciones e ideas no es desarrollada en el OP y, en cualquier caso, sería arbitrario extraer conclusiones fuertes mediante unas pocas notas sueltas. Por eso, en lo que sigue vamos a registrar la dirección hacia la cual Kant parece estar dirigiendo su pensamiento a través de una lectura interna de los pasajes problemáticos en cuestión.

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Ibid., p. 51. Ademas: Ibid., pp. 15, 17.

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2. Kant spinozista El spinozismo de Kant está relacionado con dos grupos de ideas que están terminológicamente conectadas entre sí, aunque son conceptualmente diferentes. El término que agrupa a ambos conjuntos es “Dios”. No obstante ello, los conceptos de Dios implicados no son los mismos. El primer concepto de Dios que Kant conecta con el nombre de Spinoza es una idea práctica. Según la Crítica de la Razón Práctica (CRPr), y todavía en OP, Dios es la idea de un ente que es Ens summum, summa intelligentia y summum bonum,20 cuya existencia fuera de nosotros estamos autorizados a postular en la medida en que así lo exige la expectativa de felicidad de una voluntad que se somete al cumplimiento de la ley moral en la forma de un imperativo categórico.21 Así, se postula la existencia de Dios a fin de hacer posible la idea de un mundo en el que los hombres virtuosos sean felices. Ahora, la frase ya mencionada de “intuir todo en Dios”, en tanto se relaciona con el nombre de Spinoza, señala una revisión de este concepto (práctico) de Dios. Por ejemplo: Según el idealismo trascendental de Spinoza, nos intuimos en Dios. El imperativo categórico no supone una substancia suprema que comanda en tanto está afuera de mí sino que yace en mi razón.22

En este pasaje, el imperativo categórico postula también la existencia suprema de Dios, aunque no ya como algo externo a mí, sino subyacente a mi razón.23 Como nunca en una obra publicada, Kant es aquí muy enfático al afirmar que Dios no es una sustancia fuera de mí24 sino el supremo legislador en mí, que me da la ley internamente.25 A partir de esto, queremos sugerir que el nombre de Spinoza en OP aparece conectado con una primera tendencia de modificación de la filosofía kantiana en dirección a una unificación de Dios con la razón práctica. Muy significativamente, Kant afirma:

20 Ibid., pp. 48, 49. Además: Ibid., pp. 52, 53, 54, 60, 61, 62, 105, 106,108, 112, 115, 116, 118, 119, 127; y XXI, pp. 12, 13. 21 AA, XXII, p. 48-9. Además: ibid., XXI, pp. 25, 49, 64; pp. XXII, 105, 106, 112, 115-6. 22 Ibid., XXII, p. 56. Además: ibid., p. 61 y XXI, 12. 15. 23 Cf. ibid., XXII, pp. 108, 119; XXI, pp. 15, 20. 24 Ibid., XXI, pp. 21, 26, 27; XXII, pp. 52-53, 55. 25 Ibid., XXI, p. 37.

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Sobre la figura de Spinoza en el Opus Postumum de Kant

Dios no es un ser fuera de mí, sino un mero pensamiento en mí. Dios es la razón moral/práctica que se da a sí misma la ley. Así, sólo Dios en mí, alrededor de mí y sobre mí.26

Atendamos simplemente a que la unificación aquí implicada no asume todavía una identificación entre Dios y la naturaleza 27 o entre Dios y el sujeto. La identidad de Dios con la razón práctica deja afuera tanto al sujeto teóricamente considerado, como sujeto cognoscente, como al entero reino de la naturaleza.28 Ahora, a partir de esta sinonimia, la razón práctica asume el puesto del Ens summum, y desaparecen no sólo el concepto de lo sagrado más allá de la razón (práctica), sino también elementos con los cuales estaba relacionados Dios en la CRPr; fundamentalmente, como hemos dicho, la idea de un mundo en el que los hombres virtuosos sean felices.29 En segundo lugar, hay, como hemos adelantado, otro grupo de ideas que Kant conecta con el “Dios de Spinoza” en OP que delinean una segunda tendencia de alteración de su filosofía previa. En este caso, el “Dios de Spinoza” refiere al espíritu humano en general. Además de la frase que ya hemos mencionado al principio, “el espíritu del hombre es el Dios de Spinoza”, en otros lugares Kant sugiere expresamente esta idea: La autonomía de la posibilidad de la experiencia, en general, como la absoluta unidad del sujeto que se constituye a sí mismo a priori y sintéticamente como un objeto de pensamiento, siendo el autor de su propia existencia (Dasein). El Dios de Spinoza, que no tiene objeto externo ni objeto de percepción.30 La idealidad transcendental del sujeto que se piensa a sí mismo hace de sí mismo una persona. La divinidad del mismo. Yo soy el ser supremo (höchsten Wesen). Me veo a mí mismo (según Spinoza) en Dios, que en mí es legislativo.31

26 Ibid., p., 145. Véase además: ibid., p. 49; y XXII, p. 118. 27 Kant señala expresamente que, si pretendiéramos tomar el concepto de Dios de la experiencia, toda su moralidad desaparecería y sólo restaría el despotismo. Ibid., XXII, p. 412. 28 Cf. ibid., p. 49. 29 La circunstancia de que Spinoza o el Dios de Spinoza no logre vincular la virtud con la felicidad es motivo de crítica en la CFJ. Véase: Ibid., V, 458/9. 30 Ibid., XXI, 101. 31 Ibid., XXII, p. 54. Véase además ibid., XXI, p. 89.

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Así, nos damos la existencia, como personas, mediante la acción de ponernos como objeto de pensamiento. Consecuentemente, para decirlo en los términos del Spinoza histórico, somos causa sui, causa y efecto de nosotros mismos. Kant hace, de esta manera, de “nosotros”, el “espíritu humano”, la divinidad, el ser supremo. Somos Dios porque somos seres originarios,32 autores de nosotros mismos,33 sin referencia a objeto externo alguno. Puesto que el espíritu humano o el yo no es aquí una mera condición de posibilidad, un supuesto que acompaña a todas mis representaciones, sino un principio que se da a sí mismo la existencia, se registra una tendencia de cambio de la filosofía de Kant, a través, nuevamente, de la figura de Spinoza, en dirección a los idealismos, en su época, nacientes.

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Ibid., XXII, pp. 82, 115-6. Ibid., pp. 54, 22.

Sobre la figura de Spinoza en el Opus Postumum de Kant

Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling Mario Martín Gómez Pedrido

1. Introducción: hacia Spinoza

L

a descripción del concepto de absoluto en la filosofía temprana de Schelling encuentra de manera sistemática sus notas distintivas en sus Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo [Philosophische Briefe über Dogmatismus und Criticismus] de 1795. No obstante las tesis de este texto sobre lo absoluto y lo incondicionado cobran su significado y especificidad cuando son puestas en relacion con la noción de absoluto desarrollada en otra obra capital de Schelling, escrita inmediatamente antes, Del Yo como principio de la filosofía o sobre lo incondicionado en el saber humano [Vom Ich al Prinzip der Philosophie oder über das Unbedingte im menschlichen Wissen]. En este último libro se plantea la relación entre lo absoluto en sí mismo y el yo finito. Este programa filosófico presenta, como ya hemos analizado en otro lugar,1 la identidad entre el yo y lo absoluto como hilo conductor de Vom Ich. “El yo infinito (…) no conoce (…) ninguna conciencia, ni ninguna identidad de la conciencia, personalidad. Por tanto, el fin ultimo de toda tendencia puede representarse también como ampliación de la personalidad hasta la infinitud, es decir como su destrucción”.2 Lo absoluto es presentado en su infinitud ilimitada en la cual se produce la disolución de toda objetividad independiente. El yo se revela como el principio absoluto del

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Gómez Pedrido, Mario Martín, “El Caso Schelling en los inicios de su filosofía práctica: la tragicidad de la libertad humana” en Di Sanza, Sivlia y López, Diana María (comps.) El vuelo del búho. Estudios sobre filosofía del idealismo, Prometeo, Buenos Aires, 2013, pp. 323-343. Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph, Vom Ich al Prinzip der Philosophie oder über das Unbedingte im menschlichen Wissen en Schelling, Werke I, C. H. Beck, München, 1927–1965, p. 124.

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filosofar y lo incondicionado es aquello que no pudiendo ser objetivo por otro o para otro, lo es solo para sí mismo. Frente a la posición que el autor desarrollará en las Briefe ha de notarse que en Vom Ich no se acepta la tesis que el absoluto y lo incondicionado puedan encontrarse en un objeto absoluto. A propósito señala Schelling: “Puesto que con la posición de un no-yo absoluto, que precede a todo yo, se suprime todo yo absoluto, no se entiende ahora cómo los objetos habrían de engendrar un yo empírico”.3 Schelling ya había señalado en Vom Ich que el fin de la filosofía es por antonomasia la libertad,4 pero debido a la mencionada coincidencia identitaria entre el yo y lo absoluto, que se propone la postulación del reconocimiento de la libertad, genera una ambivalencia fundamental, dado que no parece existir un lugar para el yo empírico y el ejercicio libre de sus facultades al aceptar la absolutez incondicionada del no-yo. En Vom Ich se parte de lo absoluto como incondicionado, algo que no estaba permitido por la filosofía transcendental, de aquí hay una serie de implicancias como las siguientes: “El yo infinito (…) no conoce niguna ley moral”,5 este yo así entendido actúa conforme a la superior “ley del ser, que frente a la ley de su libertad puede llamarse natural”,6 de esta forma “el yo absoluto es un principio inmanente (…) en el que la libertad y la naturaleza son idénticos”.7 Así, excluyendo el ámbito de la moral del yo absoluto, se excluye también el ámbito de la libetad en su sentido original y la filosofía schellingiana ingresa en el campo de un idealismo dogmático. A este punto, a la posibilidad de analizar una relación compatible entre el yo y lo absoluto, se orientan las Briefe, ya que contra la intención de Schelling su caracterización de lo absoluto en Vom Ich tiende a enajenarse de la libertad humana y finita del yo que pretende fundar. 3 4

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Ibid., p. 160. Para un análisis en detalle del punto cf. Tilliette, Xavier, Schelling une philosophie en devenir, Libraire Philosophique J. Vrin, Paris, 1970, pp. 89-106. A modo de referencias generales sobre el particular cf. también: Benz, Ernst, Schelling, Werden und Wirken seines Denkens, Rhein Verlag, Zürich, 1955; Frank, Manfred, Eine Einführung in Schelling Philosophie, Shurkamp, Frankfurt am Main, 1995; Hermanni, Friedrich, Die letzte Entlassung. Vollendung und Scheitern des abenländischen Theodizeeprojektes in Schellings Philosophie, Passagen Verlag, Wien, 1994; Höffe, Otfried y Pipper Annemarie (comps.), F.J.W. Schelling: Über das Wesen der menschlichen Freiheit, Akademie Verlag, Berlin, 1995. Schelling, Vom Ich... op. cit., p. 122. Ibid., p. 125. Ibid. p. 165.

Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling

Es en este contexto donde se delinea la temprana relación de Schelling con Spinoza, la cual es indisoluble del modo en que el joven Schelling comprende qué significa absoluto y cómo interpreta su esencia en 1795. En Vom Ich, Schelling explica que su sistema filosófico no es todavía un dogmatismo consecuente. “Sería interesante proyectar un sistema consecuente del dogmatismo. Quizás aún suceda”.8 Y al final del prólogo a la obra anuncia “una replica a la ética de Spinoza”.9 La especificación de esta réplica a la Ética de Spinoza implicará una confrontación que encontramos sistematizada en las Briefe, específicamente de la VI a la VIII Carta. Esta confrontación con Spinoza se anticipa tempranamente en una carta dirigida a Hegel el 04 de Febrero de 1795: Para Spinoza, el mundo (el objeto por antonomasia, en oposición al sujeto) lo era todo; para mí, lo es el yo. La verdadera diferencia entre la filosofía crítica y la dogmática me parece que consiste en que aquella parte del yo absoluto (no condicionado aún por ningún objeto), y ésta del objeto o no-yo absoluto. La última, en su consecuencia suprema, conduce al sistema de Spinoza; la primera al kantiano. La filosofía tiene que partir de lo incondicionado. Pues bien uno se pregunta sólo dónde reside lo incondicionado, si en el yo o en el no-yo. Una vez resuelta esta pregunta, entonces esta resuelto todo. Para mí, el principio supremo de toda filosofía es el yo puro, absoluto, es decir, el yo en la medida en que es un mero yo no condicionado en absoluto por ningún objeto, sino puesto con libertad. La libertad lo es todo en la filosofía. El yo absoluto ocupa una esfera infinita del ser absoluto, en ésta se configuran esferas finitas, que surgen por limitación de la esfera absoluta por medio de un objeto (esfera de la existencia, filosofía teórica). En éstas solo hay un mero condicionamiento, y lo incondicionado conduce a contradicciones. Pero, nosotros debemos romper estas barreras, es decir, debemos salir de la esfera finita a la infinita (filosofía práctica). Ésta, por tanto, exige la destrucción de la finitud y nos conduce con ellos al mundo transsensible. “Lo que resultaba imposible a la razón teórica, porque estaba debilitada por un objeto, eso lo hace la razón práctica”, sólo que en ésta no podemos hallar más que nuestro yo absoluto, pues solo éste ha descrito la esfera finita. Para nosotros, no hay otro mundo transsensible que éste del yo absoluto. Dios no es más que el yo absoluto, el yo en tanto que ha destruido todo lo teórico, es decir, en la filosofía teórica = 0. La personalidad surge por la unidad de la conciencia. Pero la conciencia no es posible sin objeto. Pero para Dios, es decir, para el yo absoluto, no hay ningún objeto, 8 9

Ibid. p. 110. Ibid., p. 83.

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pues con ello cesaría de ser absoluto. Por tanto no hay un Dios personal, y nuestra tendencia suprema es la destrucción de nuestra personalidad, el tránsito a la esfera absoluta del ser, tránsito que, sin embargo no es posible en toda la eternidad. Por eso sólo la aproximación práctica a lo absoluto y de ahí la inmortalidad.10

Esta doble referencia, por un lado, a la dimension práctica de lo absoluto y, por el otro, a la concepción que tiene Spinoza del absoluto o todo, esto es, como un objeto, mientras para Schelling el absoluto es el yo, enmarca el ámbito de la confrontación temprana de Schelling con respecto a la noción de absoluto de Spinoza y a las influencias que el spinozismo ejerció sobre él en las Briefe. Schelling plantea en la VI Carta el problema central de la filosofía, el cual circunscribe la discusión entre dogmatismo y criticismo como una polémica en torno a cómo interpretar la relación de lo finito con la infinitud de la absolutez del absoluto, lo cual lleva a reconocer que toda interpretación filosófica de lo absoluto es la especificación de un principio práctico y moral que subyace a cada sistema filosófico. El marco del planteo de este problema es expresado por Schelling en forma spinosista en la VI Carta; en la VII Carta, Schelling pondera y evalúa la posibilidad y la viabilidad de dar una respuesta spinozista al problema del absoluto entendido en relación a los postulados prácticos de toda filosofía; finalmente en la VIII Carta, Schelling descarta la solución de Spinoza. En lo que sigue nos abocamos a: (I) reconstruir la noción de absoluto tal como lo presenta Schelling en su lectura de Spinoza, estableciendo las notas distintivas de este spinosismo schellingiano luego de esta primera asunción-confrontación con el autor de la Ética; (II) analizar las implicancias filosóficas que obtiene Schelling en el programa final de sus Cartas a raíz de esta presencia de la noción de absoluto de Spinoza en los albores de su proyecto filosófico.

2. El spinozismo temprano de Schelling y sus implicancias En la VI Carta se presenta el dilema de cómo ambos sistemas filosóficos, dogmatismo y criticismo, tienen el mismo problema, y este es un problema que no se resuelve teóricamente, sino prácticamente, es decir, por medio de la libertad. Cuál de los dos elegir, a la hora de resolver el problema filosófico central, es algo que depende de nuestra libertad de 10

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Hoffmeister, Briefe von und an Hegel, Meiner, Hamburg, 1952, tomo I, carta 10, p. 22.

Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling

espíritu, de nosotros mismos. No hay respuesta de antemano. Sobre lo absoluto no hay disputa posible, en su terreno sólo tienen valor las proposiciones meramente analíticas. Ninguna proposición sería más “carente de fundamento (grundloser)” que aquella que afirma un absoluto en el saber humano. Pues precisamente en cuanto afirmamos un absoluto ya no se puede dar ningún fundamento ulterior. Tan pronto como ingresamos en el terreno del saber humano, ingresamos en el terreno de las pruebas y de lo condicionado, lo cual es por principio opuesto al absoluto que es incondicionado. Al ingresar en el terreno de las condiciones, estamos en el terreno estrictamente filosófico. Por ende, el problema ha de ser cómo expedirse filosóficamente, o sea desde el terreno de las condiciones, en torno a lo absoluto. Es en este marco donde se rescata el planteo de Spinoza: “Qué injusticia se le haría a Spinoza si se creyera que a él le importaban en la filosofía, única y exclusivamente, las proposiciones analíticas que estableció como fundamento de su sistema”.11 A juicio de Schelling, hay otro enigma que guiaba a Spinoza: “¿Cómo puede salir lo absoluto de sí y contraponerse a un mundo?”.12 Spinoza, según el juicio de Schelling, era un filósofo para el cual nada era más comprensible que desarrollar una filosofía que lo explique todo a partir de nuestra propia esencia. Es totalmente incomprensible que Spinoza haya concebido una filosofía que vaya más allá de nosotros mismos. En esta interpretación de Schelling, para Spinoza lo absoluto en nosotros es lo más comprensible, lo incomprensible se produce cuando intentamos salir de él. Si lo absoluto es la identidad, dentro de él todo es claro; el problema comienza cuando queremos salir de la identidad y determinar más allá de ella cosa alguna. Spinoza es el pensador de lo absoluto en nosotros, a juicio del joven Schelling. Queda en esta reconstrucción general de la posición de Spinoza anticipada la crítica posterior. Este problema de la determinación de lo absoluto más allá de él mismo es un problema que, a juicio de Schelling, ni el dogmatismo ni el criticismo pueden solucionar. El criticismo puede responder por las proposiciones sintéticas “para el terreno de la experiencia”. Ahora bien la pregunta es ¿por qué hay un terreno de la experiencia? Todo intento 11

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Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph, Philosophische Briefe über Dogmatismus und Criticismus, editadas originamente en el Journal einer Gesellschaft Teutscher Gelherten, editado por Friedrich Immanuel Niethammer, año 1795, cuadernos 7 y 11, recogido en Schelling Werke I, op. cit., pp. 205-265. Se cita de la mencionada edición original, p. 77. Ibid, p. 78.

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de responder este tipo de interrogantes presupone ya la existencia del mundo de la experiencia, por lo tanto, para poder responder la pregunta de manera acabada, tendríamos que haber abandonado el terreno de la experiencia, pero si lo hacemos, la pregunta queda excluida precisamente por intentar expedirnos sobre la existencia de la experiencia por fuera de ella. Es en este sentido que la pregunta reviste un carácter práctico y no teórico. Dogmatismo y criticismo aun partiendo ambos de principios diversos tienen que encontrarse en un punto. En el terreno de lo absoluto no pudo ni el criticismo seguir al dogmatismo, ni éste a áquel, porque ahí no era posible para ninguno otra cosa que un afirmar absoluto –un afirmar del que el sistema opuesto no tomó nota, que no decidió nada para un sistema que lo contradice. Sólo ahora que ambos se encuentran, dejan de poder ignorarse, y donde antes se trataba de una posesión no estorbada, conquistada sin resistencia, vale ahora una posesión adquirida por victoria.13 El problema filosófico central entonces queda planteado: cómo explicar el salir de sí del absoluto en el terreno de la experiencia. La pregunta afecta directamente a los dos sistemas filosóficos, dogmatismo y criticismo, desde las implicancias prácticas de sus principios. Esto es, los sistemas filosóficos para ser establecidos, en tanto criterios de interpretación de lo absoluto, se evalúan anticipando la decisión práctica sobre ellos. El trasfondo del planteo del problema responde a Spinoza, por lo tanto la respuesta tendrá como criterio central examinar el alcance de la respuesta espinosista a la enajenación de lo absoluto. En la VII Carta, Schelling considera si este trasfondo del problema filosófico que tiene su base en Spinoza también puede ser resuelto de forma spinozista. El problema principal de la filosofía es entonces ocuparse de la existencia del mundo, en tanto la cuestión es explicar cómo lo absoluto sale de sí y se enfrenta a un mundo, el problema filosófico que enfrentan los sistemas es entonces dar cuenta de cómo un mundo finito se vincula con la infinitud del absoluto. Schelling recuerda que “al preguntar Lessing a Jacobi cuál pensaba que era el espíritu de Spinoza, éste replicó que sin duda no era otro que el antiquísimo a nihilo nihil fit, que Spinoza trajo a consideración al igual que antes que él los cabalistas filosóficos y otros, aunque según conceptos más abstractos”.14

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Cf. Ibid, pp. 80-81. Ibid, p. 82.

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Según esos conceptos más abstractos, Spinoza entendió que en todo surgir de lo infinito se estaría estableciendo un surgir “a partir de la nada”, por ende, Spinoza criticó todo intento de pasar o explicar el tránsito desde la infinitud hacia la finitud basándose en este principio. Afirma Schelling, Spinoza “criticó, por tanto todo tránsito de lo infinito a lo finito”. En este marco se ubica la reivindicación schellingiana de Spinoza, ya que considera que el espíritu de Spinoza no hubiera podido fijarse de mejor manera frente a este problema. Pues el tránsito de lo infinito hacia lo finito es el problema de toda filosofía, no sólo el de un sistema en particular, sino el de la filosofía entendida in toto. No sólo eso, “sino que la solución de Spinoza al problema es la única solución posible”. En este sentido, para la temprana filosofía schellingiana, el núcleo último de los problemas filosóficos no sólo tiene su raíz en Spinoza sino que la solución al problema ha de ser spinozista. No obstante las Cartas establecen los recaudos necesarios, pues la interpretación de la solución de Spinoza se debe a su propio sistema, Schelling dice que “… la solución de Spinoza es la única solución posible, pero que su interpretación, la tuvo que recibir por su sistema, solo puede pertenecerle a éste, y que otro sistema reserva para sí otra interpretación”.15 Tenemos como trasfondo entonces, por un lado, la fundación del problema filosófico, el acceso al mundo desde lo absoluto, el problema es un problema inaugurado y sistematizado por Spinoza y tenemos, por otro lado, también una respuesta que es la respuesta de Spinoza: no hay tránsito desde lo infinito a lo finito. Ahora bien, de seguro la razón querría a nivel del conocimiento establecer la articulación que dé cuenta del tránsito encontrando un término medio. La razón se esfuerza por lograr establecer ese tránsito, el que se convierte en una exigencia absoluta. Hay aquí una confrontación filosófica, para la razón debe existir ese tránsito y la máxima de Spinoza que señala no debe haber ningún tránsito de lo infinito a lo finito. La primera es una exigencia del ciego dogmatismo que quiere valer donde no puede hacerlo, esto es, en el terreno de lo incondicionado y de la infinitud. La segunda, de raíz spinozista, es todo lo contrario, es una exigencia inmanente, que quiere que yo no tolere ningún tránsito y el dogmatismo y el criticismo tal como Schelling los presenta en su texto son deudores de este principio spinozista. Por lo tanto el camino que ha de ser explicado filosóficamente, si nos atenemos al principio formulado por Spinoza, ya no será cómo transito el camino 15

Ibid, p. 82.

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de lo infinito a lo finito, sino el inverso, cómo recorro el camino que de la finitud me lleva hacia lo infinito. “Para que no haya ningún tránsito de lo infinito a lo finito, la tendencia a lo infinito, el esfuerzo eterno por perderse en lo infinito, debe morar en lo finito”.16 De esta forma, queda sentado el criterio para evaluar la estrategia de Spinoza, ya que ello arroja, al decir de Schelling, luz sobre su Ética; esto es, no fue meramente la consecuencia del principio ex nihilo nihil fit lo que condujo a Spinoza a la solución del problema entendida como imposibilidad del tránsito de lo infinito hacia lo finito, en términos de no hay ninguna causa transitiva del mundo, sino también una consideración inmanente al problema. La solución tiene su asiento en los principios prácticos que anidan en toda filosofía cuando intenta definir su relación con lo absoluto, solo que Spinoza no lo interpretó así, sino solo de acuerdo a su sistema. De esta forma Schelling comienza la parte crítica de su examen de la filosofía spinozista. Spinoza partió de una sustancia infinita, de un objeto absoluto, desde este punto de partida formuló su exigencia filosófica: que no haya tránsito de lo infinito a lo finito. Schelling aclara que, si bien Spinoza supo plantear el problema de la filosofía, interpretó de acuerdo con su principio esta exigencia por él mismo establecida. Su principio establece que lo finito debería distinguirse de lo infinito solo por sus límites, todo lo existente debería entonces ser modificación de un mismo infinito: por tanto se infiere de este razonamiento que no debiera tener tránsito alguno, ni tampoco ningún antagonismo, desde lo infinito hacia lo finito, sino solo la exigencia de que lo finito se esfuerce por devenir idéntico a lo infinito y sucumbir en la infinitud del objeto absoluto. A juicio de Schelling, aquí radica la contradicción en la cual cayó Spinoza y de la cual él mismo no fue consciente. La contradicción reside, a juicio de Schelling, en, por un lado, el reconocimiento de Spinoza de que no debe haber tránsito de lo infinito a lo finito, pero, por el otro lado, Spinoza cifra esa imposibilidad solamente en la limitación de lo finito, producto de haber partido de una definición de lo absoluto como objeto absoluto. De allí que entienda el vínculo entre lo finito y lo infinito solamente como un vínculo de disolución de lo condicionado en lo incondicionado. Por eso defendió Spinoza “la exigencia de que lo finito se esfuerce por devenir idéntico a lo infinito y sucumbir en la infinitud del objeto absoluto”.17 16 17

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Ibid, p. 83. Ibid, p. 84.

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Spinoza estableció que no existe el yo como causalidad independiente, lo condicionado no tiene su razón de ser por sí, entonces en tanto su yo no debía pertenecer a su propiedad, debía disolverse en la infinitud incondicionada. Pero Schelling objeta frente a esta reconstrucción que él mismo propone de Spinoza: para que el sujeto pueda anularse a sí mismo, tendría que sobrevivir a su propia anulación.18 Si el sujeto tiene una causalidad independiente, la exigencia de perderse en lo absoluto resulta contradictoria, la referencia aquí para Schelling es la parte I de la Ética proposición 17 y parte II proposición 48. Al exigir que el sujeto se pierda en lo absoluto, Spinoza estaría exigiendo al mismo tiempo la identidad de la causalidad subjetiva y la absoluta, lo cual implica que Spinoza decidió prácticamente que el mundo finito no es sino modificación de la infinitud del absoluto; en este sentido, la causalidad finita es una modificación de la infinita, la referencia es aquí Ética parte I proposición 25, corolario. Por tanto, no es por medio de una causalidad propia del sujeto, sino de una causalidad ajena a él que debe cumplirse la exigencia de su autodisolución en lo infinito y la referencia schellingiana para esta interpretación de Spinoza es aquí Jacobi, Ueber der Lehre des Spinoza.19 Según Schelling: “Dicho de otro modo, aquella exigencia no es otra que ésta: Anúlate a ti mismo por medio de la causalidad absoluta, o ¡compórtate del todo pasivamente respecto de la causalidad absoluta!”.20 De esta, forma la causalidad finita debe entonces ser distinta de la infinita, según los límites de la finitud que Spinoza establece, y aquí Schelling refiere a Ética I, prop. 8, esc. 1 y, por supuesto, puede hacerse mención a Vom Ich del propio Schelling.21 Éste afirma de esta solución spinozista: “¡Cabe en verdad que solo haya encontrado esa calma en el amor por lo infinito!”22 y su referencia de Spinoza es aquí Ética V, prop. 36. En el inicio de la VIII Carta, Schelling especifica su crítica a Spinoza: plantear que hay que retornar a la divinidad como fuente de conocimiento último es a juicio de Schelling “el principio de la historia

Cf. Ibid, p. 84. Cf. Jacobi, Friedrich, Heinrich, Ueber der Lehre des Spinoza an den Herrn Moses Mendelssohn. Meiner, Hamburg, 2000, pp. 39-40 y 63. Para el punto cf. Baum, Gunther, Vernunft und Erkenntnis. Die Philosophie F. H. Jacobi, Bouvier, Bonn, 1969; Hammacher, Klaus, Die Philosophie F. H. Jacobis, Fink, Munich, 1969. 20 Schelling, Philosopische Briefe..., op. cit., p. 85. 21 Cf. Schelling, Vom Ich... op. cit., p. 169. 22 Schelling, Philosopische Briefe..., op. cit., p. 85. 18 19

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de toda exaltación (Schwärmerei)”.23 Con lo cual, a Spinoza no se le hizo evidente el principio moral, esto es, práctico, que subyace a su propio sistema y presentó su exigencia de disolución en la divinidad de lo absoluto como una necesidad interna a la filosofía y al modo de ser de lo finito cuando en realidad estaba expresando un principio esencial de los postulados prácticos de su filosofar: el ensanchamiento de la finitud. Ahora bien, ¿cómo es que Spinoza llegó a superponer un postulado práctico de su filosofar sin reconocerlo como tal y elevarlo a principio objetivo? A juicio de Schelling, Spinoza incurre en dicho error por haber hecho de la “intuición intelectual (intelectuale Anschauung)” de lo absoluto un principio en sí mismo. Spinoza habría generado la idea misma de que en lo finito está la posibilidad de elevarse a la vida espiritual absoluta a partir de su autointuición, Schelling remite como prueba a Ética V, prop. 30. Siguiendo esta indicación, en todos nosotros habita una facultad secreta que nos permite retirarnos a la inmanencia de nuestro ser y desde allí intuir la forma de la inmutabilidad, lo eterno en nosotros. “Esta intuición es la experiencia más íntima y propia, de la que depende exclusivamente todo lo que sabemos y creemos en un mundo suprasensible”.24 Esta intuición es la que nos convence de que algo en sentido estricto es y que todo el resto simplemente es algo que aparece. Se diferencia de toda intuición sensible en que es producida sólo por medio de la libertad. Y es extraña para aquel cuya libertad está sojuzgada por el mundo objetivo. La intuición intelectual se presenta allí donde dejamos de ser, para nosotros mismos, objeto, “allí donde el sí mismo intuyente retraído a sí mismo es idéntico al intuido”.25 En este momento de la intuición se desvanecen para nosotros tiempo y duración: “no estamos nosotros en el tiempo, sino que el tiempo –o más bien, no él, la eternidad absoluta– está en nosotros”.26 No somos nosotros quienes nos hemos perdido en la intuición del mundo objetivo, sino él, el mundo objetivo, quien se ha perdido en nuestra intuición. Schelling ya había anticipado esta idea en Vom Ich: El yo no puede darse por medio de algo que es mero concepto. Pues los conceptos sólo son posibles en la esfera de lo condicionado, solo son posibles de objetos. Si el yo fuera un concepto, debería darse algo superior en que 23 24 25 26

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Ibid, p. 86. Ibid, p. 87. Ibid, p. 88. Ibid, p. 88.

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él hubiera recibido su unidad, y algo inferior en que hubiera recibido su multiplicidad; brevemente: el yo sería condicionado de parte a parte. Por consiguiente, el yo sólo puede estar determinado en una intuición. Más el yo es yo únicamente porque no puede jamás llegar a ser objeto, y por consiguiente no puede estar determinado en intuición sensible alguna, sino sólo en una intuición tal que no intuye objeto alguno, que no es en absoluto sensible, es decir, en una intuición intelectual… Donde hay objeto, hay intuición sensible y viceversa. Por tanto, donde no hay ningún objeto, esto es, en el yo absoluto, no hay intuición sensible alguna, así que, o ninguna en absoluto, o intuición intelectual. El yo está, por tanto, determinado para sí mismo como mero yo en intuición intelectual.27

Ahora bien, Schelling señala cómo Spinoza objetivó esta intuición de sí mismo. Al intuir lo intelectual dentro de sí, ya no constituía lo absoluto objeto alguno para Spinoza, a partir de lo cual se generan dos interpretaciones diferentes: o bien me hago idéntico a lo absoluto o lo absoluto es idéntico conmigo. En este último caso, que lo absoluto sea idéntico conmigo mismo, implica una intuición de mí mismo en tanto soy idéntico con él. En el otro caso, me hago idéntico con lo absoluto, se trata de la intuición de un objeto absoluto. Spinoza, prefirió este último caso, según señala Schelling. Lo cual implica aceptar que consideró que se puede ser idéntico al objeto absoluto y en ese sentido perderse en la infinitud. Schelling establece a partir de reconocer que se puede ser idéntico con la infinitud como forma de relacionarse con lo absoluto su crítica. A su juicio “Spinoza se equivocó”.28 Para Schelling no se desaparece, no desaparecemos, en la intuición del objeto absoluto, sino que por el contrario, ha desaparecido todo lo que es denominado objetivo en la intuición de sí mismo. Según él, difícilmente podría haber pensado Spinoza que podría anularme en lo absoluto, si al mismo tiempo no fuera concebible yo mismo como sustrato de dicha anulación. Esta necesidad de pensarme a mí mismo como sustrato de toda anulación de mí mismo, está a la base del pensamiento de Spinoza. Si me intuyo como habiendo sucumbido al objeto absoluto, esto es, a lo absoluto en cuanto tal, me intuyo no obstante a mí mismo. Es decir, a juicio de Schelling, Spinoza solo puede plantear que el yo, lo finito, se disuelve en lo infinito del absoluto porque está presuponiendo que ese sí mismo –en tanto es algo que se anula en 27 Schelling, Vom Ich... op. cit., p. 106. 28 Schelling, Philosopische Briefe..., op. cit., p. 88.

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la esfera de lo incondicionado– puede hacerlo porque subsiste como un yo finito. Solo puedo concebirme como anulado en la infinitud si me concibo al mismo tiempo como un existente que subsiste. Lo cual equivale a decir que un planteo como el de Spinoza –schellingianamente entendido– implica que tomo la intuición de mí mismo por la intuición de un objeto fuera de mí, la intuición de mi mundo interior por la de un mundo suprasensible. En este sentido Spinoza pudo defender la anulación de la esfera de la finitud en la de la infinitud solamente porque no está pensando en la anulación de mi finitud en lo absoluto como una cancelación de mi yo finito, sino que está presuponiendo la ampliación de mi finitud y yoidad en la esfera de la infinitud. En este sentido interpreta críticamente Schelling la proposición final de la Ética en la parte V proposición 42 “¡La beatitud no es premio de la virtud sino la virtud misma!”. La beatitud es así un estado de bienaventuranza entendida como pasividad, cuanto más bienaventurados, aclara Schelling siguiendo a Spinoza, más pasivamente nos comportamos con respecto al mundo objetivo. Así la bienaventuranza deviene un estado de desasimiento. Allí donde hay libertad absoluta, hay entonces beatitud absoluta y a la inversa. Y con la libertad absoluta ya no debiera poder pensarse ningún tipo de autoconciencia. De esta forma, siguiendo el criterio de la intuición intelectual de lo absoluto, se interpreta el ingreso en él como el cese de toda resistencia y el ingreso en la extensión infinita. Así el momento supremo del ser es el tránsito hacia el no ser. El momento de la anulación. En este sentido, en el momento del ser absoluto se unifica la pasividad con la actividad más ilimitada, de esta forma “la actividad ilimitada es… calma absoluta, epicureísmo consumado”.29

3. La noción schellingiana de absoluto como resultado del spinozismo Schelling concluye que no se ha establecido en lo que respecta al dogmatismo un sistema consecuente para explicar lo absoluto en relación a la libertad del yo; aunque Spinoza se aproximó, no lo ha logrado.

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Ibid, p. 94.

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Como ya señalamos en otro escrito,30 la filosofía temprana del absoluto de Schelling expresada en las Briefe revela un criterio ético y moral que subyace como implicancia práctica a la hora de evaluar los sistemas filosóficos; a ese aspecto de la posición temprana de Schelling subyace su ponderación de la noción spinoziana de absoluto. Schelling señalaba en Vom Ich, con antelación a las Briefe y a su polémica con la noción de absoluto de Spinoza: El yo infinito (…) no conoce ninguna ley moral, y conforme a su causalidad está determinado como poder absoluto, igual a sí mismo. Pero la ley moral aunque meramente tiene lugar en referencia con la finitud, no tiene ningún sentido ni significado si no establece como fin último (…) su propia transformación en una mera ley natural del yo.31

No obstante, luego de la publicación de las Briefe y establecida la confrontación con la noción spinozista de absoluto, señala Schelling en una carta a Fichte de diciembre de 1795: “Hasta ahora creí que el yo puro (…) tendría que deducirse de la ley moral, pero no ésta de aquél. También sigo temiendo que el verdadero sentido de la ley moral pueda correr peligro si se la deduce del yo absoluto puesto por excelencia…”.32 A partir de fines de 1795, la verdad de los sistemas filosóficos se decide por medio de una relación especulativa con la libertad humana y sus implicancias morales, esto es, por una dimensión de practicidad que subyace a cada sistema que nunca puede ser único y de allí que cada uno de ellos esté condenado a disputar filosóficamente con un adversario el criterio de interpretación de lo absoluto. La influencia de la noción de absoluto de Spinoza en Schelling y, complementariamente, las objeciones formuladas a dicha concepción se hacen presentes al finalizar las Briefe. La filosofía temprana de Schelling en sus primeros intentos de delimitación de la filosofía fichteana –de la cual se nutre y de la cual toma su énfasis práctico– ha de inspirarse en Spinoza, por lo cual revelará la dimensión trágica de todo filosofar. Prueba de esta dimensión es la reivindicación schellingiana de la tragedia griega en la décima y última Carta como efecto del problema de acceder a lo absoluto entendido spinozianamente. 30 31 32

Gómez Pedrido, Mario Martín, “El Caso Schelling en los inicios de su filosofía práctica: la tragicidad de la libertad humana”, op. cit.. Schelling, Vom Ich... op. cit., p. 122. Fichte, Johann Gottlieb, Akademie Ausgabe, Band III, 2: Briefe 1793–1795, Frommannholzboog Verlag, Stuttgart, 1970, p 330.

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Se ha interrogado a menudo cómo la razón griega pudo soportar las contradicciones de su tragedia. Un mortal destinado por la fatalidad a devenir criminal luchando contra esa fatalidad, sin embargo es castigado terriblemente por un crimen que fue obra del ¡destino! El fundamento de esta contradicción, lo que la hace más soportable, yace más profundamente que donde se la busca, se encuentra en la querella de la libertad humana contra el poder del mundo objetivo, lucha en la cual el mortal, cuando este poder es un poder superior (un destino) debe necesariamente sucumbir y debido a que no sucumbe sin luchar debe necesariamente ser castigado. Que el criminal que sin embargo solamente sucumbe al poder superior del destino, sea todavía castigado implica el reconocimiento de la libertad humana, es un homenaje rendido a la libertad humana.33 La reconstrucción schellingiana de la tragedia muestra en definitiva el derrotero del destino trágico del pueblo griego fundador del pensar filosófico, destino que no es otro que el derrotero mismo del filosofar entendido con un criterio spinozista. Oponerse contra un estado de cosas frente al cual ya se está destinado, es una libertad de la cual no es posible escapar.34 Si cada sistema filosófico en tanto parcial está condenado a cesar en su pretensión de expresar lo absoluto, dado que lo absoluto es por esencia inexpresable, la filosofía queda irremediablemente condenada a ser trágica. Es en dicho proceso donde la filosofía rinde su homenaje a la libertad y exhibe la dimensión completa de su tragedia. Pretendiendo cada sistema expresar a lo absoluto, que habita parcialmente en su finitud sistemática, lo único que logra es terminar sucumbiendo en el seno de ese absoluto inexpresable. De esta forma la filosofía práctica del joven Schelling, que se propone a sí misma como una evaluación de los postulados prácticos de cada sistema, deviene trágica, pues queda condenada a mostrar que cada sistema filosófico solo logra en tanto aspira a representar a lo absoluto su auto-cancelación en la esfera última de su libertad, sin poder expresarlo en su unidad originaria. Paradójicamente allí, al igual que en la vindicación schellingiana de la tragedia griega reside la propia libertad de cada sistema.35 33 34 35

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Cf. Schelling, Philosopische Briefe..., op. cit., pp. 150-152. “El arte griego es también aquí, por antonomasia, la regla. Ningún pueblo ha reflejado tan fielmente la humanidad como los griegos” (ibid., p. 152). Hay dos máximas enunciadas por Schelling sobre la relación entre lo absoluto y el yo. La primera de ellas hace referencia a un acto libre del propio del yo que marca su disimetría y diferencia con respecto a lo absoluto. “¿Cómo proviniendo en forma general de lo absoluto, me oriento hacia una oposición contra él?” (ibid., p. 46) En cuanto a

Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling

La libertad se vuelve libertad trágica y su expresión en la tragedia griega rinde homenaje a la libertad humana: cuanto más busca su acercamiento a lo absoluto, más expía la filosofía su castigo por haberse enajenado de su unidad absoluta con él. La filosofía expresa una libertad trágica enquistada en el seno mismo del espíritu humano. El espacio de la libertad humana abre así el dominio al ámbito también humano de la naturaleza, excluido por principio del ámbito de lo absoluto.36 El hombre se mantiene –desde la perspectiva de la naturaleza– en el marco del mundo objetivo, representando, imprimiendo, a los objetos forma, consistencia y un dominio. Pero cuando “(…) el hombre se aventura más allá de los límites de la representación se siente perdido. Los límites del mundo objetivo han caído sobre él”.37 En el mundo así entendido, el arte trágico de los griegos se revela como el más natural de todos, pues a juicio de Schelling, los griegos se mantienen en los límites de la naturaleza, se mantienen en la finitud de la naturaleza. En tanto se mantienen en dichos límites finitos, todo intento de franquearlos y ampliarlos, resulta terrible y es un fracaso. El arte griego en tanto da la regla para trascender lo humano finito, al decir de Schelling, indica su núcleo trágico en tanto la filosofía al intentar superar los límites de lo finito en dirección hacia lo la segunda remite a un acto de libertad de lo absoluto en cuanto tal. “¿Como puede el absoluto salir de si mismo y enfrentarse a un mundo?” (ibid., p. 86) Ambas máximas se revelan incompatibles. Por un lado, el yo proviene libremente de un absoluto contra el cual se opone para desarrollarlo y al final de su camino pretende alcanzarlo mediante el filosofar. Por otro lado, lo absoluto por un acto libre se pone fuera de si en un mundo plagado de sistemas filosóficos que lo interpelan. Ambos “cómo” de las respectivas preguntas elevadas a máxima no tienen el mismo valor. El primer camino solo lograría llegar nuevamente a lo absoluto transitando de lo finito a lo infinito, camino, como ya vimos, interdicto. El segundo, solo logra realizar la esfera de lo absoluto que se ha enajenado en un mundo explotando las implicancias prácticas y los postulados prácticos de cada sistema filosófico. Pero, dicha implicancia lleva a disolver a todo sistema en la unidad originaria de ese mismo absoluto. absoluto que es mudo y fuerza negatriz pasiva que disuelve todas las diferencias. En definitiva, no es otro el resultado, se cancela para el joven Schelling la noción misma de sistema filosófico. 36 “Mientras el hombre se demora en la naturaleza, él es en el sentido más propio de la palabra señor de la naturaleza del mismo modo como puede ser señor de si mismo” (ibid., p. 152). Para este punto cf. Korten, Harald, “Vom Parallelismus von Natur-und Transzendentalphilosophie zur Identitätsphilosophie. Kontinuität oder Neunansatzt in Schellings Philosophie?” en Schellings Weg zur Freiheitsschrift. Legende und Wirklichkeit, Schellingiana Band 5, 1992, pp. 51-94; Lauth, Reinhardt, Die Entstehung von Schellings Identitäts Philosophie in Auseinadersetzung mit Fichtes Wissenchatslehre (1795-1801), Karl Alber, Freiburg im Breisgau, 1975; Werner, Max, Geschichte, System, Freiheit, Karl Alber, Freiburg im Breisgau, 1977. 37 Ibid., p. 152.

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incondicionado no puede sino fracasar. La finitud humana, la naturaleza humana en cuanto tal, se revelan como límites últimos infranqueables, tal es la herencia griega. En esta dimensión de la temprana filosofía de Schelling, el hombre puede ser dueño de su filosofar, pero no puede ser dueño de la absolutez del destino, y por ende de lo absoluto como tal. Pensar en ser dueño de la absolutez del destino es la consecuencia del error de la noción de absoluto spinozista. Spinoza planteó correctamente que no hay tránsito de la infinitud y de lo incondicionado hacia lo finito y condicionado. Por lo tanto, el camino que ha de ser explicado filosóficamente, si nos atenemos al principio formulado por Spinoza, será cómo transito el camino que desde la finitud lleva hacia la infinitud. El problema de Spinoza fue que presupuso una noción de absoluto que solamente puede explicar el tránsito de la esfera de la finitud hacia la infinitud, colocando en lugar de la anulación de la finitud en lo absoluto como una cancelación de mi yo finito –que debiera ser el camino esperable–, la infinitud y lo ilimitado entendidos como ampliación de mi finitud y yoidad en dicha esfera de la infinitud, se trata entonces de una incondicionada infinitud de mi finitud. El resultado de tal ampliación de la finitud no puede ser otro que lo trágico, pues lo absoluto como tal en tanto esfera incondicionada e infinita, queda excluido de mi existencia finita, solo accederé a él infinitizando mi propia finitud, lo cual es imposible. Al decir de Schelling, cuando sucede esta mala infinitización de la finitud: “Aquí no resta más que luchar y sucumbir”.38 La idea de luchar y sucumbir signa la grandeza moral humana y la dimensión trágica que es inherente a lo finito así entendido y ampliado como absoluto.39

38 Ibid., p. 154. 39 En este sentido señala el autor: “Me dirijo «del tiempo hacia la eternidad»” (ibid., p. 126). Schelling desarrolla confrontado con Spinoza una caracterización del absoluto impregnado de un sentimiento de eternidad y de inmutabilidad. “La causalidad finita debiera diferenciarse de la infinita no en el principio, sino por su naturaleza limitada. La causalidad que debe reinar en lo infinito debe reinar igualmente en el ser finito. Así como la causalidad infinita se orienta en lo absoluto, a la negación absoluta de toda finitud, debiera orientarse en lo finito a la negación de esta misma finitud empírica, sumida en la evolución del tiempo” (ibid., pp. 102 y 104).

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Influencias spinozistas en la noción de absoluto del joven Schelling

¿Spinoza en Fichte? Elucubraciones sobre el dogmatismo, la libertad y la ley jurídica Mariano Gaudio

1. En una primera instancia, la homologación entre un Yo absoluto y una sustancia que unifican todo el saber y toda la realidad, que contienen lo finito aunque no determinándolo directamente y que trazan un eje en el esfuerzo de lo particular por autoafirmarse, pareciera acercar estrechamente las posiciones de Spinoza y de Fichte. En sintonía, la elaboración de un derecho natural con un nudo conflictivo, las pasiones o la extralimitación, enlazado a la individualidad, la concordancia en la ley jurídica y la consiguiente conformación de una instancia compartida y participativa que no se escinda de aquello que gobierna y que se sustente en la obediencia/unidad, permitirían extender el abanico de similitudes al plano jurídico-político, más aún si se considera que ambos entablan ciertas referencias a Hobbes y al polisémico realismo político de Maquiavelo. Un estudio detallado de los puntos de relación entre Spinoza y Fichte, o incluso de las distintas miradas de Fichte en el conjunto de su obra sobre la figura de Spinoza, o si esta figura se condice con el mismo Spinoza, exceden cuantiosamente las pretensiones de este trabajo. Por una parte, aquellos que comparan y extrapolan sin más los conceptos de uno y de otro soslayan la importante advertencia fichteana según la cual los sistemas configuran significados diferentes para los mismos términos. Por otra parte, renunciar a la tentadora idea de instalarse en el camino infinito de la traducción (y del tráfico) de conceptos entre Spinoza y Fichte equivale a minimizar la nítida influencia del primero sobre el segundo. Aquí aceptamos correr este riesgo y ensayar algunos caminos posibles. Cuando Fichte llega a Jena y se convierte en un profesor popular, en 1794, madura y se inicia la gran zaga de su producción filosófica, la Doctrina de la Ciencia, a la que concibe como sistema de la libertad.



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Esto se debe a que previamente al conocimiento de la obra de Kant, Fichte se encuentra imbuido del determinismo mecanicista, pero no se inclina hacia la (no-)solución escéptica. Con su conversión al kantismo –o, mejor dicho, al kantismo “bien entendido”– Fichte agrupa a los sistemas rivales –racionalistas y empiristas, dogmáticos y escépticos– bajo un mismo rótulo, el del dogmatismo, y contra ellos polemiza con la insignia del idealismo. En esta etapa, desde 1794 hasta la disputa del ateísmo (1798 ss., disputa en y desde la cual Spinoza cobra un color y una fuerza diferentes para Fichte, no sólo por la acusación concreta, sino también por la unicidad, por el significado de lo trascendente, o por la reconfiguración de la subjetividad), Spinoza constituye el modelo paradigmático, consecuente y acabado, del dogmatismo. La imagen que recorre las distintas elaboraciones de la Doctrina de la Ciencia en esta etapa se basa en un recorte de proposiciones del primer libro de la Ética y en una estela de formación leibniziano-wolffiana que va más allá del mismo Spinoza. Ahora bien, en un pasaje recóndito del Fundamento del derecho natural (1796) de Fichte aparece una referencia un tanto extraña a Spinoza, que funcionará como resorte del presente trabajo. Desde luego, la alusión se puede simplemente subsumir bajo la crítica al dogmatismo; sin embargo, también puede servir, desde su localización y según el constructo jurídico-político fichteano, para indagar otro tipo de cuestiones, como el conatus, la libertad, el estatus de la ley jurídica, la trabazón recíproca o la conformación del Estado. Lo que más llama la atención de esta referencia no es el contenido, sino la pertinencia y el modo como se podría revertir, desde Spinoza, el sentido mismo de lo que Fichte pretende criticar o defender. De ahí que la referencia conduzca a otro tipo de cuestiones. Así planteado el tema, iniciaremos el análisis con la reconstrucción del Spinoza-modelo de dogmatismo que Fichte pergeña en sus primeras exposiciones de la Doctrina de la Ciencia, para luego contextualizar la alusión en el Fundamento del derecho natural bajo este prisma. En tercer lugar, nos centraremos en aquellos pasajes de la obra de Spinoza que motivan la interpretación fichteana, tanto en relación con los presupuestos metafísicos y ontológicos, como respecto del ámbito jurídico-político. Finalmente, entablaremos algunos puntos de confrontación entre Spinoza y Fichte: la libertad/voluntad y el conatus/autoconservación, la reciprocidad y la socialización, la ley jurídica, y la articulación entre estado de naturaleza y Estado. Cabe aclarar que, aunque en cierta medida los puntos de confrontación exceden a ambos filósofos y podrían diluirse

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¿Spinoza en Fichte?

en problemáticas generales o globales que lleven a perder de vista la especificidad de la relación, no obstante también permiten conectarlos en coincidencias y disidencias que, de un lado y de otro, no suelen ser recuperadas, y que abren un repertorio de matices interesantes. 2. En las primeras elaboraciones de la Doctrina de la Ciencia en Jena,1 Fichte sitúa a Spinoza en las antípodas de su pensamiento y como exponente máximo de aquel sistema que el idealismo intenta rebatir, el dogmatismo. Más allá de las parcialidades y filtraciones en la representación de Fichte sobre Spinoza,2 la contraposición sistemática resulta 1

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Citaremos las obras de Fichte según la edición crítica con la abreviatura: GA = Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der Wissenschaften, ed. R. Lauth, H. Jacob y otros, Frommann, Stuttgart, 1962 ss., indicando serie/tomo, página; o según la edición del hijo: FSW = Fichtes sämmtliche Werke, Berlín, W. de Gruyter, 1971, indicando tomo y página. Igualmente, para localizar las obras de Fichte a las que aludimos más de una vez, utilizaremos las siguientes abreviaturas: GWL = Grundlage der gesammten der Wissenschaftslehre (indicaremos luego la página de la trad. de J. Cruz Cruz, Aguilar, Bs. As., 1975); WLnm = Wissenschaftslehre nova methodo, EEWL = Erste Einleitung in die Wissenschaftslehre, ZEWL = Zweite Einleitung in die Wissenschaftslehre, GNR = Grundlage des Naturrechts (indicaremos luego la página de la trad. de J. Villacañas, F. Oncina y M. Ramos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994). Y para las obras de Spinoza, citamos E según la trad. de Vidal Peña, Orbis, Buenos Aires, 1983; el TTP según la trad. de A. Domínguez, Altaya, Barcelona, 1997; y el TP según la trad. de A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986. La recepción fichteana de Spinoza se encuentra atravesada por la figura de F. Jacobi: M. J. Solé, Spinoza en Alemania (1670-1789). Historia de la santificación de un filósofo maldito, Brujas, Córdoba, 2011, cap. VII: pp. 223-257, y 324-325. En otros artículos M. Solé explica claramente el triángulo Spinoza-Jacobi-Fichte: “La intervención de F. H. Jacobi en la polémica sobre el ateísmo: la Doctrina de la Ciencia como un spinozismo perfeccionado”, en Rivera de Rosales, J. y Cubo, O. (eds.), La polémica sobre el ateísmo. Fichte y su época, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 449-462, y “Jacobi contra Fichte. El mesías de la razón pura”, en Acosta E. (ed.), Revista de Estudios sobre Fichte, n° 1, EuroPhilosophie, 2010, pp. 175-192. Además, en la compilación de Rivera de Rosales y Cubo se encuentran dos artículos sobre la crítica de Jacobi a Fichte junto con la figura de Spinoza: Carrasco Conde, A. “El primer acto de la polémica: Jacobi y las Spinoza-Briefe. Sobre el hilo de la crítica de Jacobi a Fichte”, pp. 463-473; y Serrano, V., “El sentido de la disyuntiva entre Dios y la nada en el contexto de la polémica sobre el ateísmo”, pp. 487-501, que a su vez es el traductor de la “Carta de Jacobi a Fichte” (1799), pp. 503-544. Y aunque no se ocupa de Spinoza, en la citada Revista de Estudios sobre Fichte hay un artículo de M. Maureira, “Nihilismo del idealismo. Jacobi frente a Fichte”, pp. 154-174, que analiza las sucesivas respuestas de Fichte a Jacobi. En este sentido, V. Serrano sostiene que la influencia de Jacobi resulta crucial para la evolución de la filosofía de Fichte después de 1800 (cf. Serrano, V., “Vida, naturaleza y nihilismo afectivo en Fichte”, Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, vol. 30, n° 1, 2013, pp. 91-106). Así pues, la relevancia tanto de Spinoza como de Jacobi en Fichte se extiende mucho más allá de lo que trataremos en este trabajo. En efecto,

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fructífera tanto para la relevancia creciente de Spinoza en los filósofos idealistas, como para el esclarecimiento de la propia posición de Fichte. Conviene, entonces, mostrar no sólo la crítica, sino también la reivindicación de Fichte hacia Spinoza. La disputa se concentra en el primer principio fundamental. En la principal, oscura y más conocida obra de Jena, Fundamento de toda la Doctrina de la Ciencia (1794/5), Fichte le reprocha a Spinoza el intento de ir más allá del Yo absoluto (el Yo que se pone y cuyo ser sólo consiste en su poner, la Tathandlung o actividad que deviene acto, que incluye su producto), y hacerlo depender de una cosa-en-sí suprema, de un ser que necesariamente vuelve heterónomo al actuar. El primer principio como tal no admite nada superior ni comparte la supremacía, pues de lo contrario no sería primero ni absoluto, etc.; al colocar una cosa sobre el Yo, éste queda supeditado a aquélla. Según Fichte, Spinoza separa la conciencia pura de la conciencia empírica, extrapola la primera a Dios y reduce la segunda al hombre particular-finito. De este modo, Spinoza somete el sujeto a la sustancia, y todas las acciones del Yo se explicarán por el mecanismo intrínseco de Dios. Además, motivado por la búsqueda de la unidad del conocimiento, Fichte dice que Spinoza confunde la teoría con la práctica, porque en el ámbito de la teoría el filósofo presupone algo dado, una cosa, mientras que en el ámbito de la práctica lo dado se revela puesto por la actividad del Yo. Lo que en la teoría permanece sobre la recepción de Spinoza en el Fichte previo a la conversión al kantismo: Duso, G., Contradizzione e dialettica nella formazione del pensiero fichteano, Argalia, Urbino, 1974, pp. 35-60. Duso también reconstruye (pp. 205-214) la crítica a Spinoza en Eigne Meditationen (1794), un manuscrito donde Fichte anticipa la estructura y los temas de GWL. M. Ivaldo, enmarcado en el enfoque del pensamiento trascendental, ofrece un estudio detallado de las referencias de Fichte a Spinoza en sus distintas etapas, desde la juventud hasta las últimas elaboraciones de la Doctrina de la Ciencia (en especial, la de 1812): Ivaldo, M “Transzendentalphilosophie und «realistische» Metaphysik: das Fichtesche Spinoza-Verständnis”, en Walther, M. (ed.), Spinoza und der deutsche Idealismus, Königshausen & Neumann, Würzburg, 1992, pp. 59-78. Por otra parte, W. Janke muestra la recepción de Spinoza principalmente en la Religionslehre (1806): en “Amor Dei intellectualis, Vernunft-und Gottesliebe in Gipfelsätzen neuzeitlicher Systembildungen (Spinoza, Hegel, Schelling, Fichte)”, Daimon. Revista de Filosofía, n° 9, 1994, pp. 101-114. Y concluye: “Spinoza ha usado una metafísica de la unidad efectiva en el mundo sensible. Ésta es también la perspectiva de Fichte. De ella construye la ciencia de la razón sobre el principio vital del ens a se y la unidad del hen kai pan. En sus Lecciones sobre lógica y metafísica [1797] Fichte acentúa estos dos pilares del spinozismo. «Todo lo que existe, es absolutamente uno, por sí mismo uno; es, por tanto, absolutamente porque es, y es lo que es porque es de una vez. Lo único […] es en lo que consiste el ens a se, es ciertamente todo y uno, hen kai pan»” (p. 113). Luego, Janke muestra la diferencia de Fichte (la crítica trascendental) respecto de Spinoza (cf. p. 114).

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inexplicable, se resuelve en un ámbito superior, la práctica. Para Fichte, Spinoza no reconoce la primacía de la práctica.3 En consecuencia, al colocar un fundamento anterior al Yo, el sistema de Spinoza, o bien cae en un dualismo insalvable, o bien se unifica en un principio trascendente y, por lo tanto, soslaya la libertad del Yo, doblega la autoposición a los dictámenes de un ser superior.4 Así como Spinoza contiene el gran mérito de intentar unificar la filosofía en un principio fundamental, la escisión del Yo respecto de la instancia soberana lo conduce a un dogmatismo inaceptable para Fichte, especialmente en el plano de la práctica, porque en este sistema coherente la libertad se convierte en una ficción de la secuencia mecánica de causas y efectos. En una obra posterior, la Doctrina de la Ciencia nova methodo (1796 ss.), Fichte procede directamente mediante la contraposición entre idealismo y dogmatismo, y agrega que en el último el sujeto se torna pasivo, la inteligencia sólo admite una explicación mecánica, y que conduce al fatalismo.5 En la medida en que el Yo no se pone a sí mismo, sino que es puesto por algo superior, el sistema admite una causa extrínseca que ahoga la autolegitimación. Por consiguiente, si la inteligencia no se sustenta por sí misma, sino que responde a una secuencia ajena, ya sea por el efecto de un objeto con el cual entra en relación (la cosa-en-sí como misteriosa causa de la afección), ya sea por obra de un ser supremo que la asiste en contenidos o dispone la naturaleza de modo tal que se halle condicionada y determinada por el engranaje universal, entonces la inteligencia funciona como un elemento más del sistema fatalista. En esta perspectiva, pensarse a sí mismo6 también sería producto de la efectividad de los objetos sobre la conciencia, y la reversibilidad no se

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Cf. Fichte, GWL § 1, GA I/2 263-264; 20. Según Ivaldo, op. cit., pp. 67-68, en este pasaje se desprende, a partir de la separación spinoziana entre la conciencia pura y la conciencia empírica, la “cosificación” de ambas, y el consiguiente concepto de un absoluto hipostasiado y estático, concepto que en el Fichte de 1804 equivale a lo muerto, a un “ser sin vida”. Cf. ibid., § 3, GA I/2 279-282; 32-33. En ibid. § 4, GA I/2 310; 57, Fichte refiere a Spinoza en los términos del “realismo dogmático” que presupone el No-Yo como fundamento de la representación y, por ende, “el fundamento real de todo”. Y en ibid., § 5, GA I/2 392; 120, insiste en que Spinoza transfiere lo infinito más allá de nosotros. Cf. Fichte, WLnm, Ein. § 2, GA IV/2 20-21. Cf. Fichte, Versuch einer neuen Darstellung der Wissenschaftslehre, GA I/4 271-272. Sobre este texto: V. De Jesús, “Ensayo de una nueva exposición de la Doctrina de la Ciencia – Un fragmento de filosofía”, en Éndoxa: series filosóficas, UNED, Madrid, 2012, pp. 481-520.

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legitimaría sobre el Yo sino sobre la cosa-en-sí. El dogmatismo se erige como sistema rival del idealismo. La argumentación de la Doctrina de la Ciencia nova methodo prosigue en la Primera y en la Segunda introducción en la Doctrina de la Ciencia (1798);7 extremando las posiciones, Fichte aquí sostiene que dogmatismo e idealismo constituyen, cada uno por separado, un sistema completo, un todo coherente y cerrado que excluye al otro en cuanto propone un principio diferente. En este sentido, entre ambos no podría darse ni una traducción ni una refutación, porque cada sistema se funda y presenta una certeza independiente. En otras palabras, Fichte se serviría del dogmatismo para delinear, al modo de un espejo contrapuesto, los rasgos del idealismo que busca defender. Sin embargo, no se conforma con la mera contraposición, y el reconocimiento del dogmatismo conlleva a su vez la subsunción del mismo en el desarrollo del idealismo. Por eso coloca a Spinoza, junto con Kant y Leibniz, entre los más grandes filósofos de la Modernidad, y señala que, aunque pudo pensar y razonar su sistema, Spinoza no podía creerlo ni estar convencido de él. ¿Por qué Spinoza no pudo creer ni convencerse de su sistema? Brevemente, porque los dogmáticos, al reducir toda la realidad a la secuencia mecánica de causas y efectos, caen en contradicción, dado que en ese mismo acto de suponer un mecanicismo universal se ponen por encima (o por fuera) libremente. Esta autoconciencia, este pensarse en el pensar, o bien se realiza a partir de la libertad, o bien se lo niega y disuelve en el engranaje.8 El dogmático no sólo construye libremente su sistema, sino también se aniquila libremente en su sistema, lo cual muestra la contradicción entre, por una parte, la especulación en sí coherente y, por otra, la experiencia de vida o libertad del pensar.

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Cf. Fichte, EEWL §§ 3, 5-6, GA I/4 188-189, 191-199; ZEWL § 7, GA I/4 245-253. Sobre EEWL, M. J. Solé ofrece una reconstrucción de los principales temas en “Necesidad, libertad y filosofía en Fichte. Una lectura de la Primera Introducción a la Doctrina de la Ciencia de 1797”, en Éndoxa: series filosóficas, UNED, Madrid, 2012, pp. 433456. Y en esta misma compilación, F. Antuña, en “El carácter des-introductorio de la Doctrina de la Ciencia”, pp. 457-470, presenta una perspectiva global, aunque un tanto elíptica, de ZEWL. Cf. Fichte, ZEWL § 10, GA I/4 260-261 nota, 261-262, 264. Además de estos pasajes, Fichte considera que al idealismo se llega a través del dogmatismo en Über die Würde des Menschen (1794), donde analiza la especificidad del hombre, su unidad espiritual, y concluye: “Todos los individuos son incluidos en la gran unidad del espíritu puro, son Uno”. En nota al pie agrega que al spinozista le resulta imposible pensar esta unidad última sin el sistema del idealismo. GA I/2, 89 y nota.

¿Spinoza en Fichte?

En última instancia, el presupuesto que divide aguas es la autorreferencialidad como nivel fundante del idealismo: para Fichte, sólo el Yo (y no Dios, ni la cosa, ni la naturaleza) puede ser “para-sí”,9 puede verse y ver su ver. En este gesto de autoposición se funda el idealismo y se legitima la libertad como cumbre de la filosofía. Ahora bien, Spinoza aparece aquí sometido a las propias exigencias del sistema de Fichte y bajo la dicotomía (libertad/necesidad) excluyente desde el primer fundamento. Lo reivindicable de Spinoza, la búsqueda de unificación, se concentra en un principio que, aunque lo admita inmanente, si de algún modo no forma parte de la actividad del Yo que se pone a sí mismo, implica necesariamente que éste resulte condenado por el mecanicismo. ¿Servirá y será suficiente este prisma para comprender la alusión de Fichte a Spinoza en el derecho natural? 3. En el plano jurídico-político Fichte se inscribe genéricamente junto con Spinoza en la línea de Maquiavelo y Hobbes, en la medida en que la filosofía debe ocuparse del derecho en su pureza y al mismo tiempo mostrar la realidad o realizabilidad del concepto. En efecto, desde el comienzo de Fundamento del derecho natural (1796-7) Fichte advierte que la ciencia del derecho no equivale a un saber formal, sino que, en cuanto “ciencia filosófica real”, conlleva un contenido indisoluble, a diferencia de la filosofía de fórmulas o vacía, que trata sólo sobre el concepto y se desentiende de su objeto.10 Así, concepto y objeto surgen 9

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Cf. ibid., §§ 1-5, GA I/4 209-221. En WLnm § 16 (GA IV/2 226) Fichte sostiene que su sistema no es, como el resto, un sistema mecánico, sino orgánico. Más abajo describe a la naturaleza como noúmeno con características análogas al Yo (se pone por sí, es lo que es, su fundamento reside en ella, etc.) y menciona a Spinoza en relación con la distinción entre natura naturans (Dios) y natura naturata (lo visible). Fichte rechaza la separación y considera a la naturaleza como un todo, que produce por sí, pero que se distingue del Yo precisamente en que no se configura para-sí (cf. WLnm § 18, GA IV/2 257-259). Cf. Fichte, GNR, Ein. I-II, GA I/3 315-318 ss.; 105-107 ss. Afirma Fichte: “Una filosofía real pone al mismo tiempo el concepto y el objeto, y nunca trata uno sin el otro” (GNR Ein. I, GA I/3 317; 107). Los comentadores suelen subrayar el realismo político de Spinoza: A. Domínguez, en “Libertad y democracia en la filosofía de Spinoza”, Revista de Estudios Políticos, n° 11, 1979, sostiene que el realismo “es una actitud constante” en Spinoza, p. 133. H. Schettino, en “Política e imperium en Maquiavelo y Spinoza”, en Dianoia, vol. XLVII n° 48, 2002, pp. 37-38, 49, 64, caracteriza al realismo político como “sofisticado”, y lo centra en el poder, la seguridad y la dominación a partir de la política. F. Vega Méndez, “El estado de naturaleza en el pensamiento de Spinoza”, en Revista de Derecho. Universidad de Concepción, Año LXX, n° 212 vol. II, 2002, pp. 798-799, y en otro artículo: “Spinoza: los fundamentos filosóficos del realismo

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conjuntamente, y lo estipulado por el derecho se correlaciona con el actuar mismo; por tanto, el desarrollo sistemático del derecho no se consuma en lo meramente ideal-conceptual, sino en relación directa con la práctica.11 Consecuentemente, Fichte divide la exposición del derecho en tres secciones: la primera dedicada al concepto, la segunda a la aplicabilidad y la tercera a la aplicación. Según la primera sección, en la práctica los seres racionales se ponen a sí mismos, determinan un mundo compartido y entablan relaciones recíprocas; es decir, constituyen una comunidad de seres libres que se reconocen y tratan como tales, que realizan su libertad y se auto-limitan ante la libertad de otro.12 Luego (segunda sección), esta actividad se desenvuelve a través del cuerpo propio, que individualiza, concretiza y manifiesta la voluntad del ser racional finito en sus condiciones de realización. Por ende, la racionalidad, aunque se legitima por sí (cada uno se pone a sí mismo) no se podría dar sin la interacción con otro, sin una praxis donde las partes se presuponen mutuamente racionales.13 La tercera sección, dedicada a la aplicación del concepto

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político”, en Revista Enfoques, vol. VII n° 10, Universidad Central de Chile, 2009, pp. 92-95 ss., señala que en Spinoza el realismo se funda en la ética y en la ontología. En cambio, J. M. Forte, en “La vis dominandi en la tradición republicana: Maquiavelo y Spinoza”, en Res publica, n° 21, 2009, pp. 90-92, caracteriza al realismo político como una concepción antropológica negativa que se separa de la metafísica, de la teodicea y de la moral, y se enfoca en la eficacia. E. Vallejo, en Realidad y utopía en el pensamiento político de Baruch de Spinoza, Tesis Doctoral presentada en Universidad Complutense de Madrid, 2013 (disponible en la web), pp. 126 ss., analiza el realismo político no desde una definición extrínseca o desde una teoría política, sino desde la concepción misma de Spinoza sobre la “realidad”, y analiza también las implicancias y comentarios sobre la relación con Maquiavelo. Fichte comparte con Spinoza el rechazo de una postulación utópica en contraste con la experiencia. Dice Spinoza: “[Los filósofos…] conciben a los hombres no como son, sino como ellos quisieran que fueran. De ahí que […] no hayan ideado jamás una política que pueda llevarse a la práctica” (TP, p. 273). Cf. Fichte, GNR § 8 I: aquí distingue entre lo racional y lo real –lo que se podría interpretar como separación entre utopía y realidad–, para enfatizar el carácter problemático del concepto de derecho (GA I/3 389; 176). Pero en Der geschlossene Handelsstaat (1800) explicita Fichte: “el filósofo, si no considera a su ciencia sólo un mero juego, sino como algo serio, nunca dará por sentada ni presupondrá la irrealizabilidad absoluta de sus propuestas…”; por el contrario, “afirmará que […], puesto que en su máxima generalidad entra todo, y ciertamente por eso nada determinado, tendrían que ser determinadas más precisamente para una situación efectiva dada” (FSW III, 390; trad. J. F. Barrio, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 6-7). Cf. Fichte, GNR §§ 1-4; el resultado en § 4 Cor., GA I/3 354-355; 140-141. Cf. Ibid., §§ 5-6, en especial § 6 GA I/3 375; 162. También § 6 Cor., GA I/3 380-383; 166-170.

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de derecho, se subdivide también en tres momentos: el derecho originario, que trata sobre los derechos y las posibilidades de los individuos, el derecho de coacción, que consiste en el reclamo de limitación hacia otro, y el derecho en la República o Estado, que reúne las insuficiencias de la articulación jurídica incipiente y las resuelve en una institución común. En el cierre del derecho originario y la transición al de coacción (es decir, entre el primer y el segundo momento), Fichte alude a Spinoza en los siguientes términos: El derecho a ser causa libre y el concepto de una voluntad absoluta son lo mismo. Quien niega la libertad de la voluntad tiene que negar, de modo consecuente, también la realidad del concepto de derecho; tal es el caso, por ejemplo, de Spinoza, según el cual el derecho significa meramente la capacidad del individuo determinado mediante el todo que lo delimita.14

El derecho a ser causa libre concierne al derecho originario de la persona y se concretiza en el mundo sensible a través del cuerpo propio, de la actividad de la voluntad que transforma la naturaleza. La formación de los objetos y la voluntad de tenerlos constituyen, en unidad sintética, el fundamento de posesión, que en esta situación ficcional del estado de naturaleza conserva un aspecto irresuelto, a saber, cómo garantizar la realización de la voluntad en el futuro.15 En este contexto, el derecho originario se cierra sobre la voluntad absoluta y abre paso al derecho de coacción, y en este contexto Fichte alude a Spinoza. En una primera aproximación, el pasaje citado pareciera inscribirse en la crítica al dogmatismo: al negar la libertad de la voluntad, Spinoza negaría la realidad o aplicación del concepto de derecho. Si el derecho depende del irrevocable orden natural-universal, entonces se convertiría en una palabra formal y vacía. Pero la segunda parte del pasaje ofrece cierta ambigüedad, porque no explicita el significado del “todo” que determina al individuo. La interpretación según la cual la crítica jurídico-política sería una continuidad de la crítica al dogmatismo presupone que el “todo” señalado equivale a la naturaleza, y efectivamente en la presentación del derecho originario Fichte sólo trata la relación del sujeto con la naturaleza, es decir, no considera la articulación con los otros seres racionales. Sin embargo, se trata de una ficción heurística que se deshace con el desarrollo del tema, porque en este ámbito el todo que delimita el derecho/poder del individuo es la comunidad. 14 15

Ibid., § 11 V, GA I/3 409-410; 198. Cf. Ibid., §§ 9-11, GA I/3 405 ss.; 193 ss.

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La edición crítica de las obras completas de Fichte remite a un pasaje del comienzo del capítulo 16 del Tratado teológico-político (1670), donde Spinoza equipara derecho y poder, naturaleza y Dios.16 Desde la óptica de la crítica al dogmatismo, el poder del individuo quedaría totalmente supeditado a la entidad que lo determina, la naturaleza o Dios. Ahora bien, en ese mismo pasaje Spinoza circunscribe el derecho/poder de la naturaleza al conjunto de los individuos que la conforman. Luego, si se desestima la trascendencia de la naturaleza, habría que desechar también el reproche de Fichte o la identificación sin más de este pasaje con la crítica al dogmatismo. Por otra parte, el Tratado teológico-político de Spinoza representa una apología de la libertad; entonces, ¿qué sentido tendría la crítica de Fichte? 4. En este punto conviene reconstruir las bases de la perspectiva que convierte a Spinoza en un filósofo dogmático y analizar este aspecto en el ámbito jurídico-político, para llevar a cabo –en el siguiente aparado– una comparación con los presupuestos de Fichte. Según la Ética, Dios es causa primera, eficiente, libre, que sólo obedece a las leyes de su naturaleza. Las cosas determinadas a obrar han sido determinadas necesariamente por Dios (y no por sí), o por otra cosa finita en una secuencia de causas que se extiende al infinito.17 Pero las cosas finitas no se erigen como productos directos de Dios, sino que se constituyen como modificaciones de sus atributos, y están sometidas a la cadena causal. Lo finito corresponde, por tanto, a la natura naturata que se sigue de la natura naturans. Afirma Spinoza: “En la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera”.18 La voluntad, que corresponde a la natura naturata, no se presenta como causa libre, sino como causa necesaria; esto significa que no existe por la sola necesidad de la naturaleza ni se determina por sí misma a 16

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Cf. Ibid., § 11, GA I/3, 410, nota n° 14 de los editores: “Pues es cierto que la naturaleza, absolutamente considerada, tiene el máximo derecho a todo lo que puede, es decir, que el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su poder. En efecto, el poder de la naturaleza es el mismo poder de Dios, que tiene el máximo derecho a todo. Pero, como el poder de la naturaleza no es nada más que el poder de todos los individuos en conjunto, se sigue que cada individuo tiene el máximo derecho a todo lo que puede o que el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder determinado” (TTP, p. 189). Cf. E I, prop. 16, 17, 25, 26, 28. E I, prop. 29. Lo anterior en E I, prop. 28 dem., 29 esc.

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obrar (en tal caso sería “libre”),19 sino que requiere de una causa que la determine. Por ende, toda acción culmina de alguna manera en Dios, el único ser libre, que además no hubiera podido producir las cosas de otra manera, pues todo se desprende de él necesariamente. Dios predetermina las cosas, y lo hace no gracias a su voluntad, sino por su naturaleza (o gracias a su voluntad que se identifica con su naturaleza). Por contrapartida, prosigue Spinoza, los hombres ignoran las verdaderas causas, se imaginan que son libres y buscan la propia utilidad; en este sentido, creen que a través de las prácticas supersticiosas y de los cultos pueden ganar el favor de Dios.20 En verdad, el alma carece de una voluntad libre, porque su querer se determina por una causa; lo cual no significa que no haya un deseo que se distingue de la voluntad. Para Spinoza voluntad y entendimiento son lo mismo, y entonces a la primera conciernen también la claridad y la distinción, la capacidad de alcanzar un conocimiento adecuado, un conocimiento de las causas.21 En el marco de este mecanismo de relojería afectado por algunas zonas de oscuridad y confusión aparece el conatus o esfuerzo por perseverar en el ser, que en la medida en que se relaciona sólo con el alma, es la voluntad, y en la medida en que se relaciona a su vez con el cuerpo, apetito o deseo.22 Estos conceptos resultan centrales para el derecho natural de Spinoza, pues el derecho se extiende con el deseo o poder de cada individuo en el esfuerzo por conservar su existencia.23 La ley suprema de la naturaleza (conatus) enseña que el hombre lucha por su autoconservación, lucha sobre la naturaleza y según las mismas leyes naturales, de modo que sólo queda excluido del derecho lo que nadie Cf. E I, prop. 31-32. “Libre” en E I, def. 7. Marilena Chaui, en “Spinoza: poder y libertad”, en Borón, A. (comp.), La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx, Clacso, Buenos Aires, 2000, pp. 116-117, rechaza la distinción entre necesidad y libertad, que no son opuestas sino complementarias, y sostiene que la verdadera distinción en Spinoza reside entre lo necesario por causa y lo necesario por esencia. Según Chaui “la libertad no es la indeterminación que precede a una elección contingente, [… sino] la manifestación espontánea y necesaria de la fuerza o potencia interna…”, ya sea de Dios, ya sea de los modos finitos. En el ser libre –remata Chaui– se identifican su manera de existir, de ser y de actuar, mientras que lo necesario no constituye algo forzoso y contrario a la esencia. 20 Cf. E I, prop. 33, esc. 2 y apéndice. 21 Cf. E II, prop. 48, 49 cor., esc. En E II, prop. 28, dem., explica que “confuso” es la captación de un efecto sin causa, y en prop. 35, esc., afirma que los hombres erran por creerse libres e ignorar las causas. 22 Cf. E III, prop. 6-7, 9 esc. 23 Cf. TTP, p. 11. 19

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desea o puede.24 Pero, ¿qué papel cumple la naturaleza? Así como los peces están determinados a nadar –dice Spinoza–, el individuo se presenta como una partícula del orden natural eterno, un orden necesario y parcialmente desconocido. Esta opacidad se acentúa con los afectos y con la ignorancia de las causas o de la apreciación del conjunto. La naturaleza no clausura las riñas, los odios, la ira, el engaño, las súplicas, etc., y si algo parece ridículo, absurdo o malo, sucede porque sólo conocemos una parte del orden y coherencia de las cosas.25 Asimismo el conatus germina en discordia cuando el individuo se esfuerza para que los demás coincidan en las cosas que él ama u odia, y para que aquellos que gozan de algo que él desea no lo tengan. El conflicto también se propaga en cuanto el amor propio conduce a tratar de sobresalir o destacarse sobre los otros, lo cual desemboca en el odio y la envidia.26 Ahora bien, el conatus no es infinito, sino que padece limitaciones. El esfuerzo del hombre por perseverar en el ser se entrelaza con su condición de parte de la naturaleza. Por ende, la discordancia pasional con los otros contrasta con la utilidad; es decir, la capacidad racional para guiarse según las leyes de la naturaleza (en esto consiste la virtud) muestra que el individuo necesita y le es útil relacionarse socialmente.27 24 Cf. TP, II, §§ 2, 4-5, 7-8. 25 Cf. TTP, pp. 190-191 y TP, p. 279. La gran pregunta en este punto concierne a la legitimación de la libertad desde la naturaleza. Así, por ejemplo, cuando Spinoza explica por qué Dios eligió a los hebreos, afirma que “nadie puede hacer nada, sino en virtud de un orden predeterminado de la naturaleza, es decir, por el gobierno y el decreto eterno de Dios” (TTP, p. 46). El hombre no elige, sino que Dios elige a través del hombre. Poco más abajo sostiene que el deseo de vivir en seguridad y de autoconservarse, el tema propio de la política, depende de la fortuna y de las cosas externas, cuyas causas tanto el sabio como el ignorante desconocen. Según esto, los hombres no se reconocerían como regidos por la mecánica de la naturaleza universal, sino por la capacidad de lidiar con las cosas. En este sentido, la fortaleza del Estado hebreo residía en la estabilidad de la organización político-social, en la obediencia a la ley (cf. TTP, pp. 46-47). Se observa aquí la tensión entre el ordenamiento necesario-natural y el ordenamiento político-posible, bajo la égida del intelectualismo. 26 Cf. E III, prop. 31 cor. y esc., 32, 51, esc. En el cor., Spinoza coincide con Hobbes en que el punto de partida de la discordia es la igualdad (cf. Hobbes, Leviatán, trad. M. S. Sarto, FCE, Buenos Aires, reimp. 1994, cap. XIII, pp. 100-102) y Rousseau coincidirá con Spinoza en que la relación con el otro se degenera a través de la comparación (cf. Rousseau, J.J., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, trad. J. López y López, Orbis, Buenos Aires, 1984, pp. 106 ss.). Sobre odio y envidia: E III, “Definiciones de los afectos”, 7 y 23. 27 Cf. E IV, prop. 2 (cap. 6), 3 (cap. 32), 18, esc. (también prop. 19, 20, 24), 32 ss. (cap. 10), 35. En 18 esc. afirma: “si, por ejemplo, dos individuos que tienen una naturaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente que cada uno

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Por lo tanto, la utilidad se abre como estructura de reciprocidad: la utilidad de cada uno se condice directamente con la utilidad mutua, como si se produjera una convergencia en un solo punto, mostrando lo beneficiosa que resulta la sociedad. El hombre aislado, en cambio, posee un entendimiento menos perfecto que el hombre socializado. Pero la convergencia no se logra pasionalmente, sino mediante la razón; de este modo se comprende con claridad que conviene unirse y formar el Estado, o que la asociación ofrece un bien mayor para el individuo. El hombre libre se guía por la razón y perfecciona su libertad en el Estado.28 Coherentemente, para Spinoza el estado de naturaleza disminuye la potencia de obrar, opera como un inhibidor permanente del conatus. Sin colaboración recíproca será muy difícil para los individuos satisfacer las necesidades básicas, perfeccionarse o avanzar en conocimientos y técnicas. La utilidad de la vida común decae en la medida en que los hombres se dejan llevar por las pasiones, el placer y la inmediatez del juicio propio. Sin embargo, afirma: “ninguna sociedad puede subsistir sin autoridad, sin fuerza y, por tanto, sin leyes que moderen y controlen el ansia de placer y los impulsos desenfrenados”.29 ¿A qué tipo de leyes de ellos por separado. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; […] concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo […], es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres”. 28 Cf. E IV, prop. 35, cor. 2 (y esc., cap. 14), 37, esc. 1-2, 65-66 (esc.), 73. En TTP, p. 165 (también p. 155, ejemplo de Pablo), Spinoza recupera el contenido básico de las Sagradas Escrituras en dos aspectos: el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo tanto como a sí mismo. Ambos aspectos conducen a la obediencia a la ley. La razón aconseja asociarse con los otros, porque así disminuye el miedo y crece la esperanza de un bien mayor y de una vida segura; y en la asociación se colectiviza el derecho absoluto a todas las cosas, aunque no según el deseo/poder de uno solo, sino según la voluntad y poder de todos: “Por eso debieron establecer, con la máxima firmeza y mediante un pacto, dirigirlo todo por el solo dictamen de la razón […] y frenar el apetito en cuanto aconseje algo en perjuicio del otro, no hacer a nadie lo que no se quiere que le hagan a uno, y defender, finalmente, el derecho ajeno como el suyo propio”, TTP, p. 191. La reciprocidad permite interesar al individuo en la asociación bajo el signo de la utilidad. Sin embargo, el contenido de la religión (amar a otro como a sí mismo) tiene poco poder sobre los afectos: TP, I, § 5, 81-82. 29 TTP, pp. 73-74. Véase también p. 190 y 192-3. Además, si en el estado de naturaleza los hombres no se asocian, caen con mayor facilidad en la opresión; en cambio, al formar una comunidad, aumentan sus derechos, porque el poder del todo es mayor que el poder de las partes: TP, II, § 15, 92-93. Sin Estado, el hombre llevaría una vida miserable (cf. TTP, p. 73), carente de leyes (TP, II, § 23). La comparación con Hobbes, y en especial el distanciamiento respecto de éste, constituye otro de los tópicos habituales entre los comentadores de la filosofía política de Spinoza. A. Domínguez, op. cit., pp. 140-141, subraya el papel de la esperanza en contraste con el miedo y como complementaria a la

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se refiere aquí Spinoza? La palabra “ley” significa que los individuos actúan de manera fija y determinada en todos los casos. No obstante, cabe distinguir entre dos órdenes, el de las leyes naturales o divinas, y el de las leyes jurídicas, civiles o humanas. La ley natural-divina depende de la necesidad de la naturaleza o se sigue de la definición de la cosa misma, mientras que la ley jurídica depende del arbitrio y los hombres las ponen para autorregularse, para vivir mejor y con seguridad. Al primer orden corresponden las leyes físicas o la asociación de ideas, al segundo la cesión de derechos o la coacción. Las leyes jurídicas son fruto de la voluntad humana y constituyen un poder que transforma y se desarrolla incluso en el seno de la naturaleza y no por fuera y contra ella.30 Además, dado que no conocemos todo el orden y conexión de las cosas, en la vida consideramos posible lo que en última instancia se revelaría necesario; la oscuridad y confusión funcionan como instancias que ensombrecen el orden necesario de las cosas y conllevan una ilusión de libertad. Y sobre ese ámbito reposa el derecho, la ley, el arbitrio humano. En rigor,

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razón; así, según Domínguez, sólo con razón la sociedad sería innecesaria, y sólo con pasión sería imposible. La esperanza resulta más eficaz si se espera un bien mayor. La diferencia entre Hobbes y Spinoza –completa Domínguez– reside en que para el último no hay ruptura entre el estado natural y Estado, p. 147. Cf. Ansuátegui, F., “El concepto de poder en Spinoza: individuo y Estado”, en Revista de Estudios políticos (Nueva Época), n° 100, 1998, sostiene que el derecho natural no es algo a ser conservado o garantizado ulteriormente en el Estado, p. 140. Además, en base a la reciprocidad de no hacerle al otro lo que uno no quiere que le hagan, Ansuátegui detecta en Spinoza “componentes de solidaridad” que no están ni en Hobbes ni en Locke, p. 142. En este mismo sentido, G. Bula Caraballo, en “Spinoza: empoderamiento y ética de la composición”, Universitas Philosophica, año 29, n° 58, Bogotá, 2012, explica que en Spinoza las relaciones se caracterizan, no por la competencia, sino por la cooperación, p. 201; y L. Fernández Flórez apuntala que en Spinoza la sociedad no sólo es útil respecto de los enemigos, sino también para la ayuda mutua, en “Maldito Spinoza: El ataque de Carl Schmitt al Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza”, Thémata. Revista de Filosofía, n° 43, 2010, p. 191. De modo análogo, M. Cadahia, en “Ontología y democracia en Baruch Spinoza”, Actas del II Congreso de jóvenes investigadores en Filosofía / Revista Tales, n° 2, Madrid, 2009, pp. 293-295, explicita que en el estado de naturaleza hobbesiano todo está permitido o indeterminado, mientras que en Spinoza lo que se puede hacer está determinado o limitado, y agrega que la utilidad spinoziana rompe la trascendencia del soberano de Hobbes (pp. 293-295). Desde luego, las diferencias y matices abundan, y sobre ellos también se ocupa F. Vega Méndez en los artículos citados. TTP, p. 58: “aunque admito sin reservas que todas las cosas son determinadas por leyes universales de la naturaleza a existir y a obrar de una forma fija y determinada, afirmo, no obstante, que estas últimas leyes dependen del arbitrio de los hombres. 1° Porque el hombre, en la medida en que es una parte de la naturaleza, constituye también una parte del poder de la naturaleza […]. 2° Porque, además, debemos definir y explicar las cosas por sus causas próximas”. Véase también TP, II, § 5 y § 22.

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para Spinoza el concepto de ley se aplica a la naturaleza sólo metafóricamente, porque en sentido estricto la ley implica un mandato que el hombre puede acatar o no, un límite susceptible de ser traspasado, una dualidad. Mientras que la ley natural se cumple irremisiblemente, la ley humana contiene la posibilidad de su violación. La ignorancia se extiende y acrecienta en aquellos hombres que conciben estas últimas leyes como algo ajeno, impuesto, y no alcanzan a comprender su utilidad.31 El inexorable orden de la naturaleza, junto con la claridad y distinción del entendimiento/voluntad que muestra la utilidad de la vida común, se eclipsan con las pasiones y la ignorancia de las verdaderas causas. En el esfuerzo por conservarse en el ser, el hombre sería plenamente libre si no se dejase enturbiar por los afectos y se dejara guiar por la necesidad de la propia naturaleza.32 Pero sin la tensión de las pasiones sería libre de modo mecánico. De alguna manera la libertad, en el sentido de violabilidad de la ley jurídica, se relaciona con la captación distorsionada del orden natural; por consiguiente, clarificar esa ley interna involucra un segundo movimiento, a saber, el de adherirse, según el conocimiento o según la opinión, al orden natural. En este sentido, el hombre elige, elige volver sobre sí y cumplir con la ley; elige hacer concordante su actuar con la ley jurídica, y la ley jurídica con las leyes inmutables. Esta libertad como cumplimiento de la ley tiene su correlato en el Estado, donde guiarse racionalmente significa obedecer.33

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Cf. TTP, pp.59-60. ¿Se aplicaría esta misma observación a aquellos que, en la línea de T. Negri, enfatizan la agitación social en desmedro de la formación Estatal o como paliativo de ésta? E. Gruner, en “El Estado: pasión de multitudes. Spinoza versus Hobbes, entre Hamlet y Edipo”, A. Borón (comp.), La filosofía política moderna, op. cit., recupera esta línea de lo político como lo instituyente, p. 145, y afirma que en el Estado racional spinozista las potencias individuales se potencian entre sí horizontalmente, configurando la potencia colectiva de la multitud (cf. pp. 155-157). J. Aragüés, muy influido por Negri, recorta de Spinoza el contenido social que se basa en el poder itinerante, nómada, revolucionario, etc., de la multitud que produce la liberación contra el Estado, en “Spinoza y el poder constituyente”, Philosophica, n° 8, Lisboa, 1996, p. 88. En cambio, F. Ansuátegui, op cit., pp. 125-127 ss., también defiende el proyecto de liberación en Spinoza, pero considerando –a nuestro juicio, mucho más acertadamente– que el Estado funciona para lograr la verdadera libertad. Por eso para Ansuátegui la obediencia al Estado se identifica con la utilidad de la obediencia y, quien obedece las leyes del Estado, obedece a la razón y, por ende, es libre (cf. pp. 144-147). Cf. TP, II, §§ 2-3, 7. En E V, prop. 3, 4 y esc., 10, 20 (esc.), Spinoza muestra la gobernabilidad racional de los afectos. Cf. TP, II, §§ 18-20, 94-96. Ser libre significa obedecer las leyes de la voluntad de todos (del Estado como una sola mente): TP, III, § 5, 102.

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Por lo tanto, si el hombre se des-potencia en el estado de naturaleza, o si reuniéndose con otros en una sola alma multiplica sus posibilidades, se perfecciona, y aumenta su poder/derecho; si la esperanza de un bien mayor impulsa más que el miedo a perderlo todo, o si ser libre significa seguir la necesidad de la naturaleza y adherir al cálculo de conveniencia, entonces todo esto conduce racional y utilitariamente a la formación del Estado y a transferir a la potestad suprema el derecho virtualmente absoluto a todas las cosas. De este modo, el individuo acepta regirse por los dictámenes del conjunto. En el Estado racional-democrático, que no admite ninguna ley sobre sí, las órdenes absurdas se tornan casi imposibles, porque sería extraño que la mayoría de la asamblea se convenza de algo irracional.34 5. Una vez reconstruidas aquellas premisas que habilitarían la interpretación del Spinoza-dogmático según la óptica de Fichte, se destacan tres aspectos a comparar o traducir entre uno y otro: la libertad, la reciprocidad, la ley jurídica y la articulación entre estado de naturaleza y Estado. El primer eje de confrontación entre Fichte y Spinoza concierne a la concepción de la libertad y de la voluntad y, en relación inmediata con ambas, del conatus. Para Fichte no puede haber una instancia por encima de la libertad y de la autoposición; esto no significa excluir la necesidad y, consiguientemente, la influencia de las cosas, sino que significa no colocarlas en la condición decisiva/suprema, tal como ocurría con el primer principio. En efecto, la libertad refiere inicialmente a la autoposición y a la capacidad del sujeto de proyectar conceptos sobre una posible actividad transformadora del mundo sensible.35 Así, la libertad se revierte sobre sí y se justifica por sí misma, y no mediante la referencia a algo superior. En el derecho originario el concepto de libertad consiste en ser causa pri34 Cf. TTP, pp. 192 y ss. La obediencia no implica esclavitud, sino libertad, salvo en caso de que la orden esté dirigida, no al bien común, sino a la utilidad del que manda. La diferencia entre esclavo y súbdito reside en que el primero resulta útil a otro, mientras que el segundo obedece a la autoridad por el bien de la comunidad y, por ende, de sí mismo. Spinoza concluye que el Estado más libre será aquel que se funda en las leyes de la razón y que el Estado democrático se acerca más que ninguno a la naturaleza, la libertad y la igualdad. 35 Cf. Fichte, GNR, Ein. II, GA I/3 319-320; 108-109. Lo contrario del actuar libre, lo necesario, concierne al modo como el sujeto, frente a un objeto, se siente coaccionado a representarlo de determinada manera, porque así se le presenta. Pero esta necesidad no tiene un fundamento extrínseco al actuar del Yo, sino que en última instancia la teoría se explica por la práctica misma: GNR, Ein. I, GA I/3 314-315, 104-105.

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mera, sin límite, absoluta y en el mundo sensible.36 Al igual que Spinoza, Fichte arraiga el derecho natural en la persona, y enlaza la realización de la voluntad con la transformación de las cosas según un concepto de fin, que puede involucrar tanto la modificación como la no-modificación de lo dado. En ambos casos el sujeto despliega su actividad sobre la naturaleza y deduce la posesión de objetos. El problema surge con el futuro, porque la voluntad aspira a contener el futuro, desea su permanencia. La voluntad está signada por la autoconservación,37 que resulta necesaria para la manifestación de la libertad o la relación del cuerpo propio con el mundo sensible, aunque no como fin en sí mismo, sino como medio necesario para cualquier fin. Además, la autoconservación no responde a los designios de la naturaleza, sino a la libertad. Por ende, Fichte no descarta el esfuerzo por perseverar en el ser, claramente homologable al Streben;38 lo que sí deja de lado es el componente fuertemente natural, pues no se trata de un gesto fáctico, mecánico, instintivo, sino que se deduce de la actividad práctica. A Fichte no le basta con ensombrecer el mecanicismo y restaurar la libertad por el conocimiento limitado de las causas, ni le basta afirmar este segundo eje, el conatus, como enlazado con la naturaleza; en términos de Spinoza, para Fichte Dios y el conatus –en el sentido indicado– son en cierta medida lo mismo, la libertad llevada a primer principio y llevada a esfuerzo particular y concreto. El segundo eje de confrontación concierne a la reciprocidad. Según Spinoza, la discordia pasional se compensa con la aclaración de la utilidad y con la potenciación que el individuo encuentra en el conjunto, que a su vez se condice con la esperanza de un bienestar. La clave reside en la capacidad racional para gobernar las pasiones y entrelazarse en el conjunto. Ahora bien, si la articulación recíproca se consuma de manera mecánico-natural, entonces no hay ningún tipo de articulación, porque cada partícula queda sometida al determinismo, con lo cual se aniquila también la instancia individual; y al revés, si la articulación se rige por el interés individual que observa el beneficio y la retroalimentación del todo, entonces se debilita la igualdad, porque nada garantiza que uno busque más beneficio para sí que para otro, salvo que el bienestar de sí y el bienestar de otro estén condicionados mutuamente. Para comprender y actuar según esta trabazón recíproca se requiere una racionalidad capaz 36 37 38

Cf. Fichte, GNR § 10, GA I/3 404; 192-193. Cf. TTP, p. 11 y Fichte, GNR § 11 III-IV, GA I/3 406-409; 194-198. Cf. Fichte, GWL § 5, GA I/2 397 ss., 124 ss.; y §§ 6-7, GA I/2 416-418, 139-140.

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de triunfar en la tensión con las pasiones. Fichte, en cambio, concibe la reciprocidad como un desenvolverse intrínseco de la libertad y lleva la trabazón recíproca a condición de posibilidad de la autoconciencia. Como observamos, para Fichte el sujeto se pone a sí mismo y en este acto tiene que poner otros seres racionales finitos como sus iguales; es decir, ponerse implica autolimitarse, saberse en reciprocidad con otros, y esta libertad común se concretiza en el mundo sensible. El concepto de derecho desemboca en el concepto de una comunidad de seres libres e iguales donde cada parte resulta inseparable de las demás. Pero la autolimitación presupone también la posibilidad de rebasar el límite, de convertir el trato racional y libre en un trato basado en la fuerza y en el sometimiento y, con ello, la posibilidad de contradecirse a sí misma. En semejante caso el trato se degrada, reduce al otro a objeto y no se logra una dimensión compartida, una relación a través de libertad y conceptos.39 Por reversibilidad, el opresor se convierte a sí mismo en oprimido, en cuanto resulta incapaz de separarse de la relación de opresión y de la guerra o rebelión inminente. Si los sujetos no se entrelazan bajo la libertad y la igualdad, la relación recíproca está condenada a la destrucción. En este sentido, la ley jurídica, que se erige bajo la autolimitación y la autorrealización conjunta de los sujetos, señala un marco de convivencia que delimita los espacios de libertad de unos y otros.40 Y el quiebre de la ley proviene, no de las pasiones, sino del uso de la fuerza, que también significa salirse de la racionalidad. El tercer punto de confrontación entre Fichte y Spinoza corresponde precisamente a la ley jurídica. Ambos comparten el trasfondo hobbesiano según el cual en el estado de naturaleza se abre una expansión infinita del derecho a todas las cosas y prolifera el conflicto con los otros. A su vez concuerdan en la defensa de los derechos originarios o naturales de los individuos previamente a la fundación del Estado. Así, Fichte coincidiría con Spinoza en la distinción entre estado de naturaleza y 39 Cf. Fichte, GNR § 4 II, GA I/3 351-352; 137-139. 40 Cf. Ibid. § 8 I, GA I/3 389-390, 176-178. “En una época así [= de esclavitud], el oprimido ya tiene bastante con mantenerse vivo bajo la bota del opresor, con procurarse el aire indispensable para respirar y no ser pisoteado del todo, y el opresor con mantener el equilibrio y no ser derrocado después de múltiples contorsiones y revueltas del primero. Debido a la situación forzada y sin remedio del opresor, su peso y su presión se incrementan todavía más. Las revueltas del oprimido se tornan aún más angustiosas y osadas y, a la vez, la represión del opresor más severa” (Fichte, “Sobre el espíritu y la letra en la filosofía”, trad. F. Oncina – M. Ramos, en Filosofía y estética, Universidad de Valencia, Valencia, 1998, p. 120; FSW VIII, 287).

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derecho natural. Pero aquello que motiva el pasaje a la socialización en Spinoza, el cálculo de utilidad, en Fichte aparece con matices y de modo precario,41 porque trazar un límite para que todas las partes acepten ese límite, gestando con ello un presunto equilibrio jurídico en el que cada sujeto conserva una libertad determinada, no es imposible, pero siempre será provisorio y problemático. Por ende, el derecho originario y el de coacción se disuelven si no se produce un poder común que fundamente y contenga el conflicto entre partes. Sin Estado el derecho natural se convierte en el derecho de uno solo, el más fuerte, y el de coacción en los que pueden coaccionar; sólo en el Estado derecho y poder se equiparan.42 La ley jurídica funciona en la medida en que la libertad individual se mantiene bajo la autolimitación; sin embargo, la libertad individual tarde o temprano conlleva enemistad y destrucción fuera del Estado. Por lo tanto, el cálculo de utilidades ligado a la instancia individual no conlleva socialización, sino atomismo y construcción unilateral-despótica del poder, dado que lógicamente un individuo querrá conservar los mayores beneficios inmediatos, los medirá para sí y no para otros, según el grado de negatividad efectuado en el estado de naturaleza, con lo cual 41

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Aunque Spinoza y Fichte coincidan en que el hombre aislado se despotencia y que en la sociedad, que es más que la suma de las fuerzas particulares, no sólo se generan, sino también se multiplican sus posibilidades de acción, Fichte señala el argumento de la utilidad, pero no lo aprovecha, porque la socialización se desprende de la trabazón recíproca. En el pasaje del derecho de la coacción al Estado (cf. GNR § 15, GA I/3 432; 222) sostiene que lo que se pierde de un lado se gana del otro; sin embargo, inmediatamente descarta la distinción entre estado de naturaleza y Estado. Quizás el mejor ejemplo del cálculo de utilidad lo represente la hipótesis de la negatividad recíprocamente neutralizada: en una nota al pie (cf. GNR § 8, GA I/3 440 n; 188 n), Fichte conjetura que en una relación comercial donde las dos partes sospechan que la otra la quiere estafar se anulan las intenciones negativas. Ahora bien, esta nota se encuentra en el contexto de distinción rousseuneana entre la voluntad de todos y la voluntad general, es decir, enfatizando que lo común es más que la suma de partes. Con el mismo problema se enfrenta Fichte al comienzo del § 16: si el tema de la voluntad común reside en la seguridad recíproca, y si ésta se deriva de la seguridad de cada uno, entonces lo particular subordina lo común a sus fines, y para evitar este camino –como veremos abajo– Fichte elimina la distinción y propone concebir la voluntad particular contenida en la voluntad común: GNR § 16, GA I/3 432-433; 223. Fichte, GNR § 12 I, GA I/3 411, 413-415; 199, 202-204; § 15, GA I/3 431, 222. Tanto para la impronta hobbesiana como para la valorización del Estado en Fichte, son pioneros e iluminadores los estudios de R. Schottky: Untersuchungen zur Geschichte der staatsphilosophischen Vertragstheorie im 17. und 18. Jahrhundert (Hobbes, Locke, Rousseau und Fichte), Rodopi, Ámsterdam / Atlanta, 1962, reed. 1995; “Rechtsstaat und Kulturstaat bei Fichte. Eine Erwiderung”, en Fichte-Studien, n° 3, 1991, pp. 118-152; y “Staatliche Souveränität und individuelle Freiheit bei Rousseau, Kant und Fichte” en Fichte-Studien, n° 7, 1995, pp. 119-142.

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el cálculo será más favorable cuanto más destructiva sea la situación natural. De ahí que Fichte no se fíe de la reversibilidad automática de la negatividad del estado de naturaleza y apueste a la trabazón recíproca como instancia para realizar y, al mismo tiempo, contener las aspiraciones individuales; el conatus y la utilidad, por sí solos, no conllevan comunidad. Del mismo modo, el derecho natural por sí solo no implica ninguna garantía conjunta, ninguna instancia comunitaria, y en virtud de su insuficiencia se disuelve y se restituye en el Estado bajo las únicas condiciones en que puede subsistir: libertad e igualdad. Entonces, para Fichte no hay estado de naturaleza ni derecho natural fuera del Estado.43 La ley jurídica deviene una mera expresión de deseos sin este poder común que la sustente. Análogamente, en el tratamiento del derecho de coacción, poco después de la alusión a Spinoza, Fichte ensaya –y luego descarta– un dispositivo que enderece las voluntades errantes con necesidad absoluta, un dispositivo infalible para paliar el conflicto irresoluble que surge entre dos sujetos que reclaman para sí lo mismo y para evitar el desenlace de la guerra total. Este instrumento mecánico tendría que llevar a las voluntades particulares a querer necesariamente aquello que concuerda con la ley jurídica. En este contexto, Fichte sostiene que si se comprende que el daño contra otro equivale al daño contra sí mismo, cada uno tendrá tanto cuidado sobre sí como sobre los demás; es decir, pareciera apelar al argumento utilitario, cuando en verdad refiere a la

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La relación entre estado de naturaleza y Estado en Spinoza resulta controversial, y lo mismo sucede en Fichte. Como observamos (nota 29), para A. Domínguez no hay ruptura entre ambas instancias, y de alguna manera la multitud-sociedad evoca el derecho natural en cuanto las leyes positivas no se condicen con la racionalidad (esta línea se expande entre los seguidores de T. Negri). En cambio, para F. Ansuátegui, el derecho natural no presenta un contenido a conservar en el Estado, y para M. De la Cámara el derecho en el estado de naturaleza constituye una ficción, en “La doctrina jurídica de las obligaciones en el Tratado político de Spinoza”, Cuadernos del Seminario Spinoza, n° 20, Ciudad Real, 2004, p. 15. Fichte, por su parte, en sus primeros escritos defiende la articulación social en un estado de naturaleza armonioso con prescindencia del Estado, una perspectiva argumentativa que se asemeja a la primera sobre Spinoza: Beitrag zur Berichtigung der Urtheile des Publicums über die französichte Revolution (1793), FSW VI 81-82, 86-87, 129-131. Sin embargo, en GNR se desdice del esquema estado de naturaleza armonioso/Estado prescindible, y se vuelca a esta segunda línea que sustentamos aquí y que desarrollamos en “El estado natural del hombre es el Estado”, Acosta, E. (ed.), Revista de Estudios sobre Fichte, n° 1, EuroPhilosophie, 2010, pp. 33-68.

¿Spinoza en Fichte?

trabazón recíproca.44 En rigor, el cálculo personal escinde lo propio y lo ajeno, e incluso invierte la equivalencia recíproca, en cuanto no considera que el daño a otro sea un daño a sí mismo, sino incluso un beneficio; para que se comprenda y efectúe una equivalencia tal que la posición de uno cualquiera afecte a cualquier otro se requiere del entrelazamiento en el poner y de inmediatez en la relación entre partes. El dispositivo mecánico-infalible operaría de modo instantáneo al presentar lo que le sucede a uno como afectando directamente a lo que le sucede a otro. Sin embargo, poco después Fichte descarta el mecanicismo de la coacción, porque no se condice con la libertad: si las voluntades respondieran indefectiblemente a la coacción, no obedecerían la ley por sí mismas, sino en virtud de un engranaje exterior; en este sentido, tampoco se pondrían, sino que serían puestas, y no serían voluntades, ni seres racionales, etc. Lo que a Fichte le interesa apuntalar de este modelo de coacción es la vigencia permanente de la justicia, la simetría de las posiciones de los particulares, y la imposibilidad de disociar lo que le sucede a uno de lo que le sucede a otro, pues de lo contrario se pierde y debilita el entramado. En consecuencia, el poder supremo tiene que ser un poder libre, determinado sólo por la voluntad común y, al mismo tiempo, efectivo en su aplicación.45 En la conformación del Estado, Fichte observa la misma dificultad de conjuntar particulares sin una unidad fundamental de referencia y contención. Por más que los sujetos coincidan en un mismo interés (la seguridad recíproca), en cuanto subordinan este fin a sus fines privados no constituyen un poder soberano. La clave no reside en esa concordancia, sino en que la voluntad particular no sea algo diferente y separado de la voluntad común. Que las voluntades egoístas coincidan en un aspecto, la seguridad, no resulta suficiente para la unificación; se requiere, ante todo, concebir la voluntad particular formando parte de y mostrándose 44 Cf. Fichte, GNR § 14, GA I/3 429; 219-220. Aquí se plantean dos casos: cuando uno se extralimita y utiliza al otro para su beneficio, y cuando permanece indiferente frente a la necesidad del otro. En ambos la voluntad se expande o contrae en demasía, escinde lo propio y lo ajeno y sobrepone lo primero. Por eso, Fichte concluye el § 14 apuntalando que el derecho coacción posee el “efecto opuesto” al de meramente conservar lo propio, y consiste precisamente en asegurar (zu sichern) la igualdad de los derechos de todos. 45 Cf. ibid. § 15, GA I/3 430; 220.En Bestimmung des Gelehrten (1794) Fichte también ensaya la idea del engranaje mecánico para mostrar las relaciones sociales (GA I/3 41; trad. F. Oncina – M. Ramos: Algunas lecciones sobre el destino del sabio, Istmo, Madrid, 2002, 82-85) y se desplaza hacia una visión organicista en la cual cada uno está enlazado con, y atravesado por, el otro (GA I/3 49; 102-103).

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como expresión de la voluntad universal.46 En esta perspectiva, voluntad común y voluntad particular no se contraponen, pues la segunda está contenida y delimitada en la primera, y sólo cuando viola la ley jurídica deviene voluntad privada.47 Para Fichte la constitución (y no necesariamente la forma de gobierno) del Estado racional presupone la democracia y evoca una voluntad común sobre la cual no hay nada, como admitía Spinoza. La obediencia significa seguir la ley jurídica, convalidar en la práctica la racionalidad compartida, no mecánicamente sino mediante libre decisión. La diferencia con Spinoza reside en que para Fichte la ampliación y la renovación de cargos públicos no representarían el sentido de la voluntad común, sino las contiendas y especulaciones facciosas que tienden a la división social. 6. La crítica de Fichte a Spinoza como representante máximo del dogmatismo que sobrepone un primer principio al Yo y lo vuelve heterónomo proporcionó un prisma para comprender la referencia en el Fundamento del derecho natural, pues en cuanto niega la libertad o la voluntad, Spinoza cae en el formalismo jurídico. Pero el “todo” que delimita y determina al individuo podría ser la naturaleza, o podría ser la comunidad, y en base a esta ambigüedad se abre un camino de aproximación entre Fichte y Spinoza. Si en éste se concibe la libertad, no como fruto del desconocimiento de las causas, sino como adhesión a la ley (obediencia), separando así la ley natural (que no sería propiamente una ley) de la ley jurídica, y colocando la actividad humana en el centro del acontecer de la naturaleza, y si se quita el extrínseco aditamento empírico al esfuerzo por perseverar en el ser, o se lo equipara con el rebajamiento a la fuerza en la reciprocidad fichteana; en suma, si ambos convergen en 46 Cf. ibid., § 16 I-III, GA I/3 433-434; 223-225. 47 Cf. ibid., § 16 IV, GA I/3 435-436; 226-227. Lo mismo sucede cuando una de las partes quiere dominar a otra; por ejemplo, cuando los poderosos se unen para oprimir a los débiles. En tal caso no hay voluntad común, sino sólo voluntad común a los opresores (cf. ibid., § 16 V, 436-437, 227-228). Véase también ibid., § 17 B IV-V; en este desarrollo, afirma: “El individuo, en virtud del contrato de reunión, se convierte en una parte de un todo organizado, y se funde con él en unidad”, y agrega Fichte en nota, contrariando la idea de Rousseau de que el individuo se entrega totalmente en el pacto: “Según nuestra teoría, nadie puede en un contrato de ciudadanía, aportar algo y darlo, puesto que antes de este contrato no tiene nada” (GNR § 17 B V, GA I/4 15; 268). Esto vale para Spinoza: E IV, prop. 37, esc. 2: “Además, en el estado natural nadie es dueño de cosa alguna por consenso común, ni hay nada de lo que pueda decirse que pertenece a un hombre más bien que a otro, sino que todo es de todos y, por ende, no puede concebirse, en el estado natural, voluntad alguna de dar a cada uno lo suyo, ni de quitarle a uno lo que es suyo.”

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¿Spinoza en Fichte?

la unicidad rectora de la racionalidad, no se hallarían en las antípodas. Esta convergencia presupone la neutralización del primer principio, la disyuntiva excluyente que plantea Fichte entre libertad y necesidad. Para traducirlo a Spinoza habría que pensarlas como conciliables, incluso en la instancia fundamental. Por eso Fichte afirma que Spinoza no se elevó al primer principio de la Doctrina de la Ciencia, sino que mantuvo la dualidad entre Yo (libertad) y No-Yo (necesidad). Ahora bien, si el Yo que se pone a sí mismo no admite nada exterior ni supremo, equivale –como observó Jacobi– a la causa sui spinoziana y, por ende, debería contener en sí la necesidad. En tal caso, ¿el Yo se pondría a sí mismo libre o necesariamente? ¿Albergaría algún sentido esta distinción? Sea como fuere, el punto no habilita a proponer un cosaen-sí, un ser o sustancia, etc.; se debe pensar la sustancia spinoziana en términos de actividad, y de actividad que se legitima a sí misma. La inmanencia permite acercar las posiciones, el devenir no tanto. Sin embargo, en la práctica, el ámbito en el cual –dice Fichte– Spinoza tendría que haber captado su propia contradicción, sí pareciera poderse homologar el conatus y el Streben, con las aclaraciones pertinentes ya señaladas. Aquí también el individuo apela a un esfuerzo interior para ponerse y realizarse. Además, la alusión de Fichte a Spinoza se podría invertir y reconstruir del siguiente modo: quien afirma la libertad de la voluntad y enlaza el concepto de derecho al conatus expansivo, requiere algún tipo de unidad de contención para esa efervescencia. Si la naturaleza representase esa unidad última, ¿cómo se desprendería del mecanicismo? Para Spinoza, esto no constituye un problema; para Fichte se requiere la reciprocidad. Si se dota al conatus de un poder infinito, entonces la dificultad no consiste tanto en que el individuo esté completamente determinado por el todo, sino en que se produce una dispersión errante e inconciliable, un caos escéptico. Más allá de la cuestión de la libertad, las posiciones de Spinoza y Fichte se estrechan en el plano jurídico-político. La reciprocidad fichteana se muestra como articulación que intenta suplir la insuficiencia del cálculo utilitario, aunque sin rechazarlo por completo. No basta con interesar al otro desde su sí-mismo, también es necesario colocarlo en simétrica igualdad y en la inmediatez de la afección respecto de la justicia y del daño. Spinoza y Fichte coinciden en la negatividad del estado de naturaleza, la insoportabilidad del derecho a nivel individual, la disminución de las potencias en el aislamiento, y ensayan estrategias de socialización que conducen al Estado. El derecho natural funciona como contenido a defen-

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der incluso institucionalmente, como delimitación del poder común. No se trata de la instalación subrepticia de las premisas del liberalismo clásico, sino de la racionalización del Estado según principios jurídicos, y de la apuesta a una ciudadanía activada y participativa. Todas estas similitudes se podrían subsumir en las temáticas generales del derecho natural o en la compartida referencia a Hobbes. Pero hay un aspecto clave que profundiza el arco global: la adhesión a ley jurídica y la concordancia consigo mismo. La ley jurídica activa la voluntad/libertad, la tensión entre el entendimiento y las pasiones, o en términos fichteanos, entre libertad y limitación. En este gobernarse a sí mismo Spinoza suspende el elemento determinista y Fichte directamente lo elimina. Así, la obediencia y el cumplimiento de la ley no se efectúan inmediatamente, sino a partir del consentimiento racional y libre; por ende, la ley no se erige por encima del Yo-comunidad, sino de modo intrínseco como su propia limitación, y por ello la configuración del Estado implica la racionalidad y no el despotismo. Precisamente, la apuesta de Spinoza a la democracia y de Fichte a la voluntad común se condicen con la no-apelación a un orden trascendente, y con la conformación de una organización interna que mantenga el involucramiento de las partes.

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¿Spinoza en Fichte?

Hegel y Spinoza sobre el Estado democrático Andrés Fortunato “[Los filósofos] conciben a los hombres no como son, sino como ellos quisiesen que fueran. De ahí que, las más de las veces, hayan escrito una sátira, en vez de una ética y que no hayan ideado jamás una política que pueda llevarse a la práctica.” “(…) no cabe duda de que los políticos han escrito sobre los temas políticos con mucho más acierto que los filósofos; ya que, como tomaron la experiencia por maestra, no enseñaron nada que se apartara de la práctica.” “…no me propuse exponer algo nuevo o inaudito…” Spinoza, Tratado político

1. Introducción

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a filosofía tiene sus lagunas. Así como alguna vez la historia de la filosofía fue el progreso de la razón y, hoy en día, se parece más a un devenir evolutivo (en el sentido no teleológico de Darwin), dicha historia tiene también momentos que no son ni disruptivos ni continuaciones, que no son ni progreso ni aleatoriedad, que son más bien estáticos. Precisamente porque no son novedades es que tampoco son repeticiones, son desvíos. Me refiero a los lugares comunes, a las lecturas de manual. Claro, la lectura esquemática que una época tiene de determinada obra no puede ser concebida como una continuación de su pensamiento porque eso “no es lo que dijo el autor” y, por otro lado, tampoco puede ser interpretada como una discontinuidad, ya que no es sino una de las formas más efectivas que la época tiene de conservar o enfrascar las obras del pasado. No nos damos cuenta de lo importantes que son estos lugares comunes hasta que comprendemos que sin esos recipientes, sin esos esteticismos, el trabajo filosófico sería muy peligroso. Manipular un Hume o incluso un Descartes sin algún esquema de manual y sin las precauciones necesarias para el caso (guantes, pipetas, diversos instrumentos y normas de higiene) podría absorber toda una vida de vértigo frente al texto, podría desatar una complejidad inmane-



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jable para una subjetividad inevitablemente, cada tanto, situada; podría, incluso, resultar en notables malentendidos (de eso se trata). Los lugares comunes hacen posible que se pueda salir de ellos, marcan la cancha, sirven para cuestionar aquellos tópicos que han sedimentado, ayudan a relativizar, complejizar, recuperar o criticar. La virtud del estancamiento no es sino la del acopio de fuerzas que, como en una represa, puede resultar tanto en vertientes más veloces y cambiantes, como en profundidades desconocidas. Leer hoy la relación Hegel-Spinoza es sumergirse en una laguna. Dos autores que el siglo XX ha contrapuesto de forma simétrica, dos de los pilares a través de los cuales el siglo XX lee la modernidad. Paradójicamente, Hegel se ha convertido en aquello que él veía en Spinoza: un pensador abstracto, incapaz de comprender lo concreto. Salvo excepciones, existe cierto consenso en la tradición analítica anglosajona,1 en la continental europea2 y en la filosofía latinoamericana3 respecto a lo anacrónico de la filosofía hegeliana. Spinoza, en cambio, se ha convertido, por lo menos para la filosofía continental europea y sobre todo para la filosofía política italiana, en un contemporáneo. Si Spinoza, en el XIX alemán, pasó de ser un filósofo maldito en vida a uno santificado postmortem,4 Hegel pasó de santificado en vida a maldito post-mortem. Un Spinoza pluralista contra un Hegel totalista, un Spinoza liberal5 contra un Hegel totalitario,6 un Spinoza autonomista contra un Hegel, de vuelta, 1

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“It was towards the end of 1898 that Moore and I rebelled against both Kant and Hegel” dice B. Russell en su My Philosophical Development, citado en Redding, P., Analytic Philosophy and the Return of Hegelian Thought, Cambridge University Press, Cambridge, 2007, p. 1. Redding realiza un contraste entre las corrientes clásicas de la filosofía analítica y las nuevas relecturas del hegelianismo. ¿Habría un lugar común, una laguna, en el que la filosofía francesa toma a Hegel (a la “totalidad”) no sólo como a un padre que hay que matar, sino también como la idea misma de matar al padre? ¿Sería algo así como matar el matar al padre? ¿Hegel, punto culminante del eurocentrismo? Cf. Solé, M. J., Spinoza en Alemania (1670-1789). Historia de la santificación de un filósofo maldito, Editorial Brujas, Córdoba, 2011. “Fue el filósofo que fundó la democracia liberal, un régimen específicamente moderno” (Strauss, Leo, Spinoza’s critique of religion, trad. E. M. Sinclair, Schocken Books, New York, 1965, p. 16). La asimilación del pensamiento hegeliano con el nazismo, por ejemplo, quizás encuentre su mayor expresión en Heidegger. Véase aquel seminario inédito de 1934-1953, Hegel über den Staat, en el que Heidegger dice que “Se dice que Hegel había muerto en 1933, al contrario, es solamente entonces que comienza a vivir”, en Faye, E., Heidegger. L’introduction du nazisme dans la philosophie. Autour des séminaires inédites de 1933-1935, Albin Michel, Paris, 2005, p. 333.

Hegel y Spinoza sobre el Estado democrático

totalitario, un Spinoza progresista contra un Hegel conservador, un Spinoza preocupado por la singularidad contra un Hegel preocupado por disolver la espontaneidad en la universalidad, un Spinoza que defiende la libertad de expresión contra un Hegel que defiende el statu quo,7 un Spinoza materialista, un Hegel idealista, un Spinoza acontecimiento, un Hegel teleología, Spinoza inmanencia, Hegel trascendencia. No vamos a hacer uso aquí del topos retórico (tan frecuente en la literatura filosófica) de la negación de dicotomías, ya sea en sus formas deconstructivas (ni… ni…), románticas, o incluso, hegelianas de manual. No vamos a plantear un Hegel-Spinoza polarizado para proponer uno despolarizado, sintético o simplemente diseminado o desinflado. No vamos a proceder fenomenológicamente profundizando aquello que al sentido común o a la actitud natural se le presenta de manera escindida. Independientemente del nudo que plantea la relación entre Hegel y Spinoza, hay un problema en particular que nos interesa más que el resto: el punto en el cual la relación entre las metafísicas de Hegel y Spinoza se vuelve una relación entre filosofías políticas. Si bien el primer aspecto ha sido ampliamente trabajado,8 respecto al segundo, no hemos encontrado más que referencias aisladas, probablemente porque las propias referencias que hay en la obra de Hegel de los tratados políticos de Spinoza son bastante intrascendentes. La única forma que encontramos de referirnos a ese problema hermenéutico es a la luz del problema político de la democracia. Reconstituir el lazo entre la democracia y el Estado se vuelve necesario en una época en la que ambos se encuentran en crisis; en una época en la que el poder es materia de discusión y, por ende, de confusión, y en la que algunos de los más fervientes defensores de la democracia radical actúan como involuntarios voceros de un liberalismo multiforme, que rechaza al Estado en pos de la auto-reproducción natural del mercado escondido detrás de la ‘sociedad’. En fin, una época en la cual la filosofía de Spinoza se vuelve un estandarte de las teorías que buscan construir política por fuera del Estado y la filosofía de Hegel es interpretada como el punto culminante no solo del idealismo alemán sino también de la idea europea moderna de Estado. No es sino a partir de esta contraposición 7 8

Particularmente en lo que respecta a su polémica con J. F. Fries. En dos de los textos más importantes sobre el tema: Gueroult, M., Spinoza, AubierMontaigne, Paris, 1968-1974 y Macherey, P., Hegel o Spinoza, trad. M. del Carmen Rodríguez, Ed. Tinta Limón, Buenos Aires, 2006.

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histórico-conceptual entre democracia y Estado que nuestro presente recupera la relación Hegel-Spinoza. Aquí coinciden tanto el pesimismo conservador como el optimismo ingenuo: el Estado moderno tal como lo había pensado Hegel se ha acabado y lo que queda es la inmanencia de la sociedad, para la cual una teoría como la de Spinoza encaja perfectamente, aun cuando la idea de sociedad encuentre su genealogía en Hegel y no en Spinoza. Este diagnóstico ambiguo9 plantea la necesidad de optar entre dos alternativas: o bien se construye una política post-estatal finalmente emancipadora o bien se preservan aquellos espacios todavía imantados por la única política posible (la del “Estado moderno”), resistiendo así la disolución completa de todo lazo político. Lejos de coincidir con esta visión dicotómica, que cree que el arribo de la democracia como horizonte político ineludible de nuestro tiempo es una forma de la muerte del Estado, creemos, con Hegel y Spinoza, que la política se juega en las mediaciones. Es por eso que el nudo gordiano del problema se encuentra, por un lado, en los fundamentos representativos de la democracia –la necesidad de instaurar un poder diferenciado del conjunto cuantitativo de individuos para que exista la democracia– y por el otro, en los fundamentos democráticos del Estado –la conformación del horizonte democrático que determina toda política posible–. Para lograr nuestro cometido será necesario, entonces, recuperar un Spinoza que no oponga democracia y representación. A este respecto, nuestra postura es: la democracia representativa no solo es normativamente mejor que la directa, sino que esta última es, además, imposible de hecho. El punto de partida del realismo político que, como veremos, es común a Hegel y a Spinoza, nos conduciría a esa conclusión. En la medida en que saquemos las consecuencias lógicas de dicho punto, en lo que respecta al problema de la democracia, quizás podamos alumbrar un sentido por el cual, a pesar del propio Hegel y de la recepción del siglo xx, ambos autores no decían algo tan diferente. Si logramos comprender de qué forma sea posible que las teorías políticas de Hegel y 9

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Me refiero fundamentalmente a la idea de que la democracia constituye una transformación completa e inevitable de las sociedades, más que un cambio de regímenes políticos, lo cual ha producido a la vez fascinación por lo nuevo y terror por el fin de lo viejo. Quizás, una de las mayores expresiones de este ideario se encuentre en Tocqueville: “Todo este libro ha sido escrito bajo una especie de terror religioso, sentimiento surgido en el ánimo del autor a la vista de esta revolución irresistible que desde hace tantos siglos marcha sobre todos los obstáculos, y que aún hoy vemos avanzar entre las ruinas a que da lugar.” Tocqueville, A., La democracia en América, Sarpe, Madrid, 1984, pp. 28-29.

Hegel y Spinoza sobre el Estado democrático

Spinoza no solo no se opongan sino que incluso se vuelvan compatibles, habremos logrado reconciliar Estado y democracia.10 Si bien la crítica que Hegel le hace a la metafísica de Spinoza es formalmente la misma que le hace al liberalismo, en Spinoza hay una teoría que lejos de oponer democracia y poder, los identifica. Nuestra clave de lectura es que Spinoza resuelve en la política lo que Hegel le critica a su metafísica, y lo resuelve de una manera un tanto hegeliana.

2. La crítica Vayamos, pues, a la lectura que Hegel hace de la metafísica spinoziana. Aquel tópico que permite comprenderla de forma global es el formalismo. El formalismo en el siglo XIX es, para Hegel, un vórtice de grandes contrastes. Un joven Hegel sentenciará de forma programática, en su escrito sobre la diferencia entre los sistemas de Fichte y Schelling, que la necesidad de la tarea filosófica surge de la escisión epocal, entendiendo esta escisión como aquella que existe entre forma y materia o sujeto y objeto (por señalar dos de sus expresiones). Un Hegel ya maduro escribirá la Ciencia de la lógica, inspirado por el triste espectáculo de lo que él llama un pueblo culto sin metafísica o un templo sin sanctasantórum, provocado por la doctrina exotérica del kantismo, esto es, por la separación entre la racionalidad de lo real o metafísica y el entendimiento de los fenómenos o experiencia. Mutatis mutandis, en el siglo XX esto se convertiría en lo que algunos autores, también alemanes, llamaron la tiranía de los valores.11 Pero lo que aquí nos interesa no es tanto la figura del formalismo en sí misma, sino su función en la lectura que Hegel hace de la metafísica de Spinoza y sus derivas políticas. Si el formalismo es un signo de época, Spinoza es, para Hegel, una excepción de la modernidad. Un oriental en el atlántico. Como señala en la introducción a la sección que denomina “nueva filosofía” de las Lecciones de historia de la filosofía, el surgimiento de la subjetividad individual en la modernidad conlleva también el necesario surgimiento del mundo de la relación o comunidad 10

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Lo cual se torna imperativo por cuestiones no sólo histórico-temporales, sino también espaciales. Los discursos sobre el fin del Estado, tanto los pesimistas como los optimistas, tienen un alcance limitado a la realidad europea o, a lo sumo, norteamericana, pero son incapaces de dar cuenta de los procesos políticos de América Latina, que presentan el desafío de repensar las relaciones entre Estado y democracia. Schmitt, Carl, La tiranía de los valores, trad. S. Abad, Hydra, Buenos Aires, 2012.

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como el lugar de realización del individuo (en términos de la filosofía del derecho, el surgimiento del conjunto aparentemente diferenciado de individuos que dio en llamarse sociedad civil no puede darse sin el Estado como el lugar de su articulación). Pero Spinoza, una vez más, es la excepción. El rasgo distintivo de su pensamiento es la ausencia del principio de la individualidad12 o, en otro registro, de la sociedad civil. La imposibilidad que tiene la Ética de reponer el sistema de mediaciones que vincula a la sustancia con sus atributos o, dicho con un vocabulario más extendido, a lo universal con lo particular, redunda en una unidimensionalidad metafísica, en la incapacidad de dar cuenta de lo concreto, lo particular. Atributos, modos y todo el proceso de singularización son completamente exteriores a la inmóvil sustancia.13 Por ende, la relación entre ambos es de simple negación. O bien la sustancia se dispersa en las singularidades de la existencia, o bien éstas son sólo modificaciones de una nada absoluta. Ambas formas son válidas a la hora de explicar la filosofía de Spinoza, dice Hegel, porque carece de cosmos.14 Dicho de otra forma, el panteísmo como la indistinción entre todas las cosas y dios conlleva también una indistinción entre figura y fondo, esto es, un ocultamiento del fondo sobre el que se recortarían los atributos. Si no hay mediación, no se puede establecer distinción. El mundo, así, se convierte en un lugar sin cosmos, un conjunto de modificaciones que flotan en una sustancia que no es sustancia, en el vacío, en la abstracción. Para que haya realmente un todo, esas modificaciones o individuaciones deben surgir del todo mismo, sin que uno preceda al otro, sin que la individualidad y la totalidad se precedan una a la otra.

3. El alcance político de la crítica Bien, es un tema reconocido por los comentadores que Hegel lee a Spinoza bajo la misma lupa con la que lee a Kant. Pero el formalismo de Kant, lejos de ser una excepción en la modernidad, es la regla. Para Hegel, 12

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“El principio de la subjetividad, individualidad, personalidad, no se encuentra, entonces, en el spinozismo, porque la negación es comprendida solo unilateralmente.” Hegel, G. W. F., Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie. Werke B20, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1986, p. 164. “Toda determinación es negación. (…) Porque solo Dios es lo positivo, todo lo demás es solo modificación, no entes (Seiendes) en y para sí; así, sólo Dios es la sustancia.” (ibidem). “El spinozismo es, entonces, acosmismo” (ibid., p. 163).

Hegel y Spinoza sobre el Estado democrático

Kant fue el que estableció entre los alemanes el principio teórico de la voluntad puramente formal. Y, como dice en la última parte de las Lecciones de filosofía de la historia, titulada “La nueva era”: “con los alemanes, todo esto permaneció como teoría tranquila, pero los franceses quisieron ponerlo en práctica…”.15 Y ahí empezaron los problemas. La postura de Hegel respecto a la revolución francesa no es simple ni unilateral. En Hegel y la libertad de los modernos, Domenico Losurdo demuestra cómo los argumentos anti-contractualistas de Hegel, lejos de dirigirse contra las transformaciones políticas, las apoyaban. En Alemania, de hecho, la idea de contrato era profundamente reaccionaria. El mejor ejemplo eran las ideas de Burke en Inglaterra.16 Otro buen ejemplo, pero de orden económico, es el de las protestas de los trabajadores de 1832 contra un sistema en el cual no les pagaban con dinero, sino con los bienes de las fábricas en las que ellos mismos trabajaban. “Federico Guillermo III silenció esas voces, argumentando que el Estado no tenía el derecho a intervenir en una «relación de derecho privado» para aplastar arbitrariamente o limitar la «libertad civil»”;17 la monarquía absoluta justificaba, entonces, la explotación laboral a partir del concepto de contrato. Por otro lado, los franceses que quisieron poner a Kant en práctica, comenzaron a propagar aquel formalismo revolucionario que descansaba en la idea liberal de que toda constitución podía ser retrotraída a su momento originario en virtud del principio de la libertad de los individuos. La oposición que instauró el liberalismo entre el atomismo de las libertades civiles y el gobierno sería, en palabras de las Lecciones de filosofía de la historia, la cruz y el problema con los que el futuro tendrá que enfrentarse.18 En su último texto publicado en vida, Sobre el proyecto de reforma inglesa, Hegel analiza un complejo proceso de transformación de la representación parlamentaria inglesa que duró varios años y que hoy quizás llamaríamos “democratización”. La idea del proyecto era reformar la proporción territorial de los representantes parlamentarios. El peligro era, según Hegel, que con la apertura del par15 16 17 18

Hegel, G. W. F. Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte. Werke, B12, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1989, p. 525. “Desde este punto de vista, la teoría contractualista, lejos de ser sinónimo de reforma y cambio, es sinónimo de conservación e inmovilismo.” Losurdo, D., Hegel e la libertà dei moderni, Scuola di Pitagora editrice, Napoli, p. 140 Ibid., p. 170 Hegel, G. W. F. Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte. Werke, B12, op. cit., pp. 534-535

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lamento en Inglaterra se reprodujesen los mismos problemas que había habido en Francia, es decir que se destruyesen aquellas mediaciones institucionales que garantizaban la justa conducción de la sociedad civil por el Estado. En vez de encontrar una representación ordenada, si se abre el parlamento sin criterio, no habría más que reproducción caótica del atomismo social. Nótese que éste no es un argumento en contra de la democratización en sí misma, sino en contra de un modo particular de hacerla. Algunas expresiones de Hegel podrían hacer pensar que rechaza cualquier tipo de participación popular en el Estado. En la Enciclopedia de las Ciencias filosóficas, dice, por ejemplo: “(…) el único fin del Estado es que un pueblo no venga a la existencia”.19 Sin embargo, pueblo, acá, es vulgus, esto es, un “agregado de privado”,20 y también la cuestión social, la pobreza, Los miserables de Víctor Hugo. Hegel no dice que el pueblo no puede tener ningún tipo de participación activa en los asuntos del Estado, todo lo contrario, lo que dice es que la principal misión del Estado es que el pueblo no devenga miserable, que no se convierta en un mero coro de tragedias, que no aparezca sólo cuando hay crisis. Lo que dice es que no hay pueblo sin instituciones. Cuando éstas faltan, sólo hay desorganización, fragmentación y polarización de las desigualdades sociales (“el lujo es vulgaridad”). La principal misión del Estado es evitar la miseria. El problema, entonces, no es ampliar la representación y con ella los derechos, el problema sería que esto se haga de forma tal que el pueblo se convierta en una masa indeterminada que conciba al Estado como un obstáculo para la realización de sus ideales abstractos. Los ideales abstractos son, por definición, irrealizables. Si fuesen posibles, no serían abstractos. Esto produce lo que Hegel llama fanatismo político, un devenir directo de la democracia, esto es, la destrucción de las mediaciones institucionales con el objetivo de perseguir un conjunto de ideales abstractos que refieren a lo que sería una sociedad sin poder centralizado. Lo cual podría llegar a conducirnos a Spinoza, si tenemos en cuenta que en una de las pocas menciones que Hegel hace del Tratado teológico-político de Spinoza, quizás la única, dice que es la obra de un inspirado. ¿Es la inspiración de un sabio oriental o la de un jacobino?

Hegel, G. W. F. Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse, Hauptwerke, B6, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1999, p. 518 (§ 544). 20 Ibidem. 19

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4. El realismo anti-contractualista de Spinoza Si consideramos que para Spinoza el mejor Estado posible es el Estado democrático, esto es, aquel en el cual todos los integrantes del pueblo participan de la soberanía, entonces podría parecer, a ojos hegelianos, que su formalismo metafísico es también político. Podría parecer que la relación entre soberanía y multitud no puede darse sino como negación simple, esto es, o bien todos los individuos son el poder político o bien ninguno. O bien hay democracia, o bien hay una forma de gobierno en la que no participa nadie salvo uno o unos pocos, o bien la multitud afirma la soberanía o bien la niega. Spinoza diría, con Hobbes: libertad o poder. No sería posible, de esta forma, que la propia sociedad se constituya como tal a través del Estado, si tenemos en cuenta que no hay sociedad sin libertades (por lo menos en lo que refiere al concepto de sociedad civil y su genealogía). ¿Es efectivamente esto lo que sucede en la teoría política de Spinoza? No. En lo que respecta a la genealogía de lo político, Spinoza coincide con Hegel, el Estado (Imperium) no sólo no puede ser reducido al derecho privado, ni siquiera es el resultado de un contrato entre individuos. Si bien Spinoza tematiza un pacto social que origina el Estado, esta figura es, como en Hobbes, ficcional. No puede haber un verdadero pacto en la medida en que tampoco puede haber un verdadero estado de naturaleza. Solo hay estado civil y, de hecho, nunca cesa de haberlo. Dice Spinoza en el Tratado político: Por otra parte, el miedo a la soledad es innato a todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres tienden por naturaleza al estado político, y es imposible que ellos lo destruyan jamás del todo.21

Y aquí, en esta idea de la indestructibilidad del Estado, se encuentra la clave de bóveda de la teoría de la democracia representativa que queremos retomar de Hegel-Spinoza. En primer lugar, es preciso concederle a Spinoza que tanto el derecho como la ley natural son iguales a lo que él llama ‘potencia’ de existir y actuar, esto es, que el hombre no es de ninguna forma un imperio dentro de otro imperio, sino la continuación de la naturaleza por otros medios. Si las leyes de la naturaleza no son más que aquello que ella puede 21

TP, p. 297. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado político, trad. de A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986, p. 122 (VI, §1).

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hacer en tanto es causa de sí misma, entonces las leyes de la humanidad natural funcionan de la misma manera. Si dios tiene derecho a todo por ser omnipotente, entonces el hombre tiene derecho a todo lo que se encuentre dentro del alcance de su potencia. Como dice el Tratado teológico-político: “El derecho natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder”.22 De esta forma, que no pueda disolverse el Estado significa simplemente que es una condición necesaria para que haya potencia humana. La existencia de los hombres en la naturaleza es una existencia estatal. Reducir esa potencia política o soberanía a un mero instrumento de grupos sociales o clases en disputa o, lo que conceptualmente es lo mismo, considerarla como una simple reproducción de lo que acontece en la sociedad como conjunto de individuos atomizados, es, siguiendo el argumento de Spinoza, anti-natural. Pero no porque sea contrario a la razón, sino simplemente porque disminuye el poder de acción y existencia de los hombres. Disolver del todo la estatalidad no es volver a un ficcional estado de naturaleza o a una utópica convivencia sin relaciones de poder; esto es imposible precisamente por inexistente, por impotente. En el Tratado político, Spinoza dice que el derecho natural, en el estado de naturaleza, “no es derecho alguno; consiste en una opinión, más que en una realidad, puesto que su garantía de éxito es nula”.23 Ahora bien, si la potencia es una opinión más que una realidad, entonces no tiene existencia, pero si, como ya dijimos la potencia es la existencia, entonces lo que en realidad es una ficción teórica es el estado de naturaleza y no el derecho natural, lo que está diciendo Spinoza es que son inconmensurables. Para que haya derecho natural tiene que haber derecho civil, tiene que existir un poder diferenciado de la sociedad que le otorgue potencia en forma de seguridad y libertad. El único estado en el cual los hombres mantienen relaciones exentas de poder es la muerte. De esta forma, aquello que Hegel veía en el formalismo contractualista está bastante lejos de la teoría política de Spinoza: el pacto social no es, en definitiva, una decisión transparente, consciente y racional de cada individuo. Es, más bien, una consecuencia necesaria de ciertos agrupamientos potenciales. Aunque, creemos, es incorrecto pensar el pacto en términos genéticos, sólo se puede pensar en el pacto retrospecTTP, p. 190. Utilizo la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológicopolítico, trad. A. Domínguez, Altaya, Barcelona, 1997, p. 333. 23 TP, p. 281 (p. 92 de la edición de Alianza) (II, §15). 22

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tivamente. En este punto Hegel y Spinoza son igualmente críticos del contractualismo: no sólo el estado de naturaleza es una entidad ficticia, sino que entre el derecho civil y el derecho natural no hay verdadera discontinuidad, como señala Spinoza en una famosa carta a Jelles.24 Si no hay discontinuidad es porque la potencia natural conduce a la potencia política y, viceversa, la potencia política hace posible la potencia natural. Como señala Matheron,25 es precisamente en sus diferentes lecturas de Hobbes que Hegel y Spinoza se tornan compatibles. En ambos casos, podríamos agregar, se encuentra una fuerte crítica al contractualismo. De manera tal que es a través de su particular concepción del pacto social, tan particular que poco tiene de pacto, que Spinoza logra escapar de la crítica hegeliana al formalismo. Pero si el pacto no es entendido como un contrato intersubjetivo, sí lo es, si me permiten el anacronismo, como ‘legitimidad’. Si no interesa en tanto origen del Estado, interesa en tanto medida de la unanimidad de la multitud, en tanto termómetro de la obediencia y los derechos que, en definitiva, son simétricos. Ya que la multitud obedece sólo porque le es útil o porque se potencia y, a su vez, se potencia sólo obedeciendo a un soberano.

5. Conclusión ¿Es esto suficiente para fundamentar nuestra interpretación del concepto spinoziano de democracia en clave de representación? ¿Alcanza con esto para introducir una palabra que se encuentra, por ejemplo, en Hobbes pero de ninguna manera en Spinoza? Yo creo que sí. ¿De qué otra forma concebir la relación entre la necesaria unanimidad de las potencias individuales y las decisiones del soberano? ¿No hay representación aun cuando éstas últimas sean fruto de las asambleas en las que, “es casi imposible, en efecto, que la mayor parte de una asamblea, si ésta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo”?26 Lejos de separar las dimensiones del poder y el derecho, la autoridad y la libertad, el Estado y la sociedad, en lo que refiere a los fundamentos metafísicos de la política, 24 Ep 50, del 2 de Junio de 1674. 25 “La comparación no es en absoluto arbitraria, ya que Spinoza y Hegel reflexionan los dos a partir de Hobbes; mas Hegel sobrepasa a Hobbes por análisis dialéctico, mientras que Spinoza lo sobrepasa por una suerte de retorno a los orígenes.” Matheron, A., Individu et Communaute chez Spinoza, Minuit, Paris, 1988, p. 164. 26 TTP, p. 194 (p. 339 de la edición de Altaya).

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tanto Hegel como Spinoza buscan las mediaciones que hagan posible la organización de la comunidad. En este sentido, aquella notable diferencia entre el TTP y el TP, esto es, que la finalidad del Estado es en un caso la libertad y en el otro, la seguridad, no es, en realidad una diferencia. Más que un giro en el pensamiento, es un intercambio de palabras. La libertad no sólo no se opone, para Spinoza, a la seguridad, sino que son interdependientes. ¿O es acaso la seguridad mera ausencia de guerra? Así como la ambigüedad de Hegel respecto a la revolución francesa es en realidad la búsqueda de una mediación que tienda un puente entre la abstracción del derecho natural y la concreción del poder, la ambigüedad de Spinoza respecto a la finalidad del Estado es también la búsqueda de una mediación entre aquellas formas de gobierno muy estables pero poco potentes como las monarquías y aquellas muy potentes pero inestables como las democracias. En uno y otro caso, el punto de partida es una crítica a las posiciones demasiado filosóficas o normativistas, que escinden el deber ser del ser. Ahora bien, esto tiene consecuencias en el modo en que se concibe la política, pero también en el modo en que se concibe la filosofía. En uno y otro caso, el proyecto de fundar una filosofía política realista no puede quedar reducido ni a la discusión sobre un deber ser ahistórico, ni a un análisis de la experiencia como mera confirmación del status quo. Pensar lo posible no es negar el cambio sino establecer las condiciones de su realización. En este sentido, las coyunturas se determinan también conceptualmente, la filosofía pre-existe a su devenir libros. Ese es el postulado filosófico del realismo político. La realidad (la política) ya es en sí misma conceptual, no hace falta que se escriba algo sobre ella. Retomando palabras de Spinoza, aceptar este postulado es una forma de que los filósofos dejen de escribir sátiras pretenciosas. Aceptar este postulado implica reconocer una racionalidad no sólo a priori o posterior a la experiencia, sino también a praesenti. Hay una imagen hegeliana que ilustra este punto y siempre me resultó contundente: si el búho de minerva inicia su vuelo al atardecer, es porque está allí desde el amanecer.

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Spinozismo

3 y los debates políticos

contemporáneos

Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza Lucía Gerszenzon “(…) el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre.” B. de Spinoza, 1670.

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n reiteradas ocasiones Althusser ha subrayado la importancia de la teoría de Spinoza en su propia obra. En particular, el filósofo marxista creyó haber encontrado delineada, tanto en el Apéndice al Libro I de la Ética, como en algunos capítulos del Tratado teológico-político, la primera forma histórica de una teoría de la ideología.1 Según Althusser, resulta necesario elaborar una teoría de la ideología que complemente la concepción marxista del Estado, debido a que la única que se halla en la obra de Marx pertenece a la etapa que el francés, famosamente, había denominado “pre-científica”. El autor se aboca a esta tarea en el marco de su autodenominado “rodeo” por Spinoza. La ideología forma parte de la denominada superestructura de las sociedades, que es “determinada en última instancia” por su infraestructura, constituida por la unidad de fuerzas productivas y relaciones de producción en un momento dado. La superestructura está conformada, a su vez, por la instancia jurídico-política y la ideológica. Ésta es una condición sine qua non para la reproducción tanto de la fuerza de

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Cf. Althusser, L., “La única tradición materialista” en Youkali, Revista crítica de las artes y del pensamiento, Nº 4, 2007, p. 137.

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trabajo como de las relaciones de producción en toda formación social determinada. La ideología dominante es realizada a través de los Aparatos Ideológicos de Estado. En este escrito me propongo revisar las principales tesis sobre la ideología que son presentadas por Althusser en su escrito de 1969, “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, a partir de su puesta en relación con la categoría de imaginación en Spinoza. Con este fin, voy a abordar tres aspectos de la ideología: (1) su ahistoricidad, (2) su carácter imaginario, y (3) la materialidad de su existencia. Por último, (4) voy a formular algunas conclusiones.

1. “Eternidad” de la ideología Según Althusser, una de las características definitorias de la ideología en el marco del marxismo, que autoriza el proyecto de una teoría de la ideología en general, es que ésta “no tiene historia”, es decir, es una estructura presente en todo momento (omnihistórica o eterna). Al afirmar la necesidad del nivel ideológico como componente indispensable de cualquier formación social –incluso en una sociedad comunista– Althusser se posiciona en el opuesto de la tradición ilustrada, que, entendiendo a la ideología como mero engaño de los “déspotas” para dominar a los hombres, considera que es posible concebir una sociedad sin ideología, en la que ésta sea reemplazada, en su función social, por la ciencia.2 Para Althusser, la ideología no se identifica con las “bellas mentiras”, que habrían sido forjadas adrede por un grupo de hombres cínicos con el objetivo de dominar y explotar al “pueblo”. 3 Al ser una estructura indispensable de toda formación social, el componente ideológico trasciende las voluntades e intenciones de los hombres particulares. Dice Althusser: “(…) la clase dominante no mantiene con la ideología dominante, que es su ideología, una relación exterior y lúcida de utilidad o de astucia puras”.4 2

3 4

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“Las sociedades humanas secretan la ideología como el elemento y la atmósfera misma indispensable a su respiración, a su vida históricas. Sólo una concepción ideológica del mundo pudo imaginar sociedades sin ideologías, y admitir la idea utópica de un mundo en el que la ideología (y no una de sus formas históricas) desaparecerá sin dejar huellas, para ser reemplazada por la ciencia.” (Althusser, L., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, Buenos Aires, 1971, p. 192). Cf. Althusser, L., “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado” en Zizek, Z. (comp.), Ideología. Un mapa de la cuestión, FCE, Buenos Aires, 2008, pp. 139-140. Althusser, L., La revolución teórica de Marx, op. cit., p 194.

Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza

En este sentido, Althusser halló en Spinoza no a un representante de la Ilustración, sino a un pensador que estuvo exento de estas dificultades. Según él, Spinoza rechaza –a diferencia de Hegel– todo uso del fin como trascendencia, pero hace de la teoría de la ilusión de los fines algo necesario y fundado.5 Althusser considera que, lejos de caracterizar a la imaginación como simple error o ignorancia, el filósofo la funda sobre la relación de los hombres con el mundo expresada por el estado de sus cuerpos, abriendo el camino hacia un materialismo de lo imaginario. En efecto, en el apéndice a la primera parte de la Ética, Spinoza establece que todos los prejuicios y la superstición de los hombres se fundamentan en un hecho “que todos deben reconocer”: que nacemos ignorantes de las causas de las cosas, pero somos conscientes de nuestros apetitos hacia lo que nos es útil.6 Por eso imaginamos ser libres, y por eso, también, imaginamos que todas las cosas de la naturaleza son medios que han sido otorgados con el único fin de sernos funcionales a nosotros. Esta es la “inversión” de las causas en fines que caracteriza a la ideología, según Althusser, y, como se ve, no es algo contingente de lo cual podamos desembarazarnos algún día, sino que se fundamenta en el hecho de que el hombre, en tanto es una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones.7 Las ideas de la imaginación son un correlato de las afecciones que se producen a partir del encuentro de nuestro cuerpo con los cuerpos externos, dando origen a una huella corporal o imagen.8 En la medida en que consideramos las cosas según el orden común de la naturaleza, a partir del encuentro fortuito con los cuerpos externos, no tenemos un conocimiento adecuado de los mismos. Por otro lado, las ideas de la imaginación, al igual que la ideología, no pueden ser eliminadas mediante la adquisición de un conocimiento verdadero o científico en cuanto tal; sólo pueden ser reemplazadas por otras ideas en cuanto éstas también son imaginaciones.9 En este mismo sentido, Althusser expresa que “no hay práctica sino por y bajo una ideología”.10 La afirmación de la eternidad de la ideología 5 6 7 8 9 10

Cf. Althusser, L., Elementos de autocrítica, Ed. Laia, Barcelona, 1975, pp. 47-49. Cf. E I, ap. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Ética, Demostrada según el orden geométrico, trad. Vidal Peña, Editora Nacional, Madrid, 2004. E IV, prop. 2 a 4. E II, post. 5; E III, post. 2. En palabras de Spinoza, “(…) las imaginaciones no se desvanecen ante la presencia de lo verdadero en cuanto verdadero, sino porque se presentan otras imaginaciones más fuertes, que excluyen la existencia presente de las cosas que imaginamos (…)” (E IV, prop. 1, esc.) Althusser, L., “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”, op. cit., p. 144.

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y la caracterización de los seres humanos como animales ideológicos hallan su fundamento en la opacidad de la estructura social, que hace necesariamente mítica la representación inmediata del mundo, por medio de la cual los individuos “aceptan” el lugar que la estructura de la sociedad les impone.11 El sentido de esta afirmación y su vínculo con la filosofía de Spinoza sólo pueden terminar de entenderse a partir de la diferenciación entre ideología y ciencia. Las concepciones ideológicas, que conciernen a la “experiencia vivida” o al mundo inmediato de los individuos, consisten en representaciones que aluden a lo real, pero de una forma parcial, sin comprenderlas en sus relaciones con la totalidad del sistema del que son partes: Es aquí en efecto donde reside el primer carácter esencial de la ideología: como todas las realidades sociales, sólo es inteligible a través de su estructura. La ideología comporta representaciones, imágenes, señales, etc., pero esos elementos considerados cada uno aisladamente no hacen la ideología: es su sistema, su modo de disponerse y combinarse los que les dan su sentido; es su estructura la que los determina en su sentido y función. (…) A causa de estar determinada por su estructura, la ideología supera como realidad todas las formas en las que es vivida subjetivamente por tal o cual individuo; es por esta razón que no se reduce a las formas individuales en las que es vivida, es por lo que puede ser el objeto de un estudio objetivo.12

Según Spinoza, las ideas de la imaginación no contienen algo positivo por lo que puedan llamarse falsas; su inadecuación consiste en una privación, es decir, la carencia de otras ideas, a partir de las cuales el alma pueda considerar muchas cosas a la vez, entendiendo sus “concordancias, diferencias y oposiciones”.13 Las ideas de la imaginación no son falsas en sí, sino que son inadecuadas e incompletas, en la medida en que no implican un conocimiento de las causas de las imaginaciones; en ese sentido, son como consecuencias sin premisas.14 11 12 13 14

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Cf. Althusser, La filosofía como arma de la revolución, Ed. Pasado y Presente, Córdoba, 1971, p. 55. Ibíd., p. 51. E II, prop. 29, esc. Cf. E II, prop. 28, dem. Es por este motivo que se ha afirmado que las ideas de la imaginación no pueden ser caracterizadas simplemente como falsas, sino que son relativamente fragmentarias, en comparación con las ideas del entendimiento puro, que constituyen un sistema más coherente lógicamente (cf. Hampshire, S., Spinoza, Alianza, Madrid, 1982, pp. 64-65).

Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza

Mientras nos limitemos a asociar nuestros conocimientos según el ordenamiento azaroso que surge a partir del encuentro con los cuerpos externos, nuestras ideas tenderán a reflejar la disposición de nuestro cuerpo, y los efectos de las cosas externas sobre el mismo.15 Las ideas aparecen, así, bajo un ordenamiento subjetivo y fortuito, que varía en relación a los estados corporales de cada individuo, y a sus encuentros con otros cuerpos. Sin embargo, es posible llegar a un entendimiento racional de nuestra vida afectiva y nuestras imaginaciones, dado que, según Spinoza, éstas son una parte de la naturaleza y se guían por leyes naturales, al igual que todas las demás cosas. Por lo tanto, es posible entender las afecciones a partir de su inserción en una cadena causal por la cual se explican.16 Así como para Spinoza fue posible formular una teoría de los afectos y de la imaginación sobre bases racionales, Althusser considera que, dado que la ideología consta de una estructura, es posible establecer un conocimiento objetivo de la misma. A pesar de esto, como vimos, no es posible para el individuo humano hallarse “fuera” de la imaginación (o de la ideología). Creo que es en este sentido que Althusser sostuvo que “se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición)”.17

2. Ideología e imaginación Althusser sostuvo que, en la obra de Spinoza, la imaginación o conocimiento de primer género no es, en sentido estricto, una forma de conocimiento, sino el mundo inmediato tal como lo percibimos o vivimos. El autor se refiere a la imaginación en Spinoza como un aparato de inversión de las causas en fines: Este ‘aparato’ es justamente el mundo de la imaginación, el mundo como tal, el lebenswelt vivido en el aparato de invertir las causas en fines, el de la ilusión de la subjetividad, del hombre que se cree el centro del mundo y se 15 16 17

E II, prop. 16, cor. 2. “(…) los afectos (…) considerados en sí, se siguen de la misma necesidad y eficacia de la naturaleza que las demás cosas singulares, y, por ende, reconocen ciertas causas, en cuya virtud son entendidos (…)” E III, pref. Althusser, L., “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, op. cit., p. 148. Subrayado nuestro.

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hace ‘un imperio dentro de un imperio’, dueño del sentido del mundo (el cogito) cuando en realidad está enteramente sometido a las determinaciones del orden del mundo (…).18

La ideología aparece, en el escrito que examinamos, definida en términos de una representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia. Esta tesis remite directamente a la realidad imaginaria de la ideología, que Althusser dice haber tomado, aunque “heréticamente”, de la teoría spinoziana de los géneros de conocimiento.19 Lo que es representado en la ideología no es, según Althusser, “el mundo real” o las condiciones reales de existencia, sino la relación de los individuos con dichas condiciones. En Spinoza, como ya dijimos, las ideas de la imaginación no otorgan un conocimiento adecuado del cuerpo propio ni de los cuerpos externos. Expresan una afección, es decir, una relación de nuestro cuerpo con otros cuerpos. A pesar de que la ideología implica una visión necesariamente deformada de la realidad, siempre hace alusión a objetos reales, aunque ésta no sea más que ilusoria. La ideología permite a los hombres “reconocerse” en su mundo, al mismo tiempo que produce un desconocimiento de lo real.20 Este aspecto ambivalente también lo encontramos en el conocimiento imaginativo. Por un lado, las ideas imaginarias, en sí mismas, expresan una potencia;21 en su ser formal, son un modo de pensar. Por otro lado, la imaginación, en tanto es una idea de las afecciones del cuerpo, implica la naturaleza del cuerpo humano y de los cuerpos externos, aunque no suponga un conocimiento adecuado de los mismos.22 En este sentido, la imaginación no puede ser entendida como algo meramente ilusorio.23

3. La materialidad de lo imaginario Otro de los elementos que Althusser dice haber encontrado en Spinoza es la materialidad de la existencia misma de la ideología. Esto se 18 Cf. Althusser, L., “La única tradición materialista”, op. cit., p. 135. 19 Cf. Althusser, L., Elementos de autocrítica, op. cit., p. 44. 20 Althusser, La filosofía como arma de la revolución, op. cit., pp. 55-56 21 E II, prop. 27, esc. 22 E III, prop. 16. 23 Cf. Domínguez, A., “Contribución a la antropología de Spinoza. El hombre como ser imaginativo” en Revista Logos. Anales del Seminario de Metafísica, N° 10, 1975, pp. 83-84.

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Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza

halla evidentemente ligado con el paralelismo entre atributos que es propio del sistema spinoziano: tanto el pensamiento como la extensión son atributos que expresan una misma sustancia. No es posible que una idea o modo del pensamiento actúe causalmente sobre un cuerpo o modo de la extensión, o lo determine a cosa alguna (y viceversa). En su escrito de 1969, Althusser establece que las ideas son actos materiales insertos en prácticas materiales, reguladas por rituales materiales, que se definen por el aparato ideológico material del que proceden las ideas de un sujeto.24 Esto es reconocido incluso por las concepciones ideológicas de la ideología, que aceptan que las “ideas” de un sujeto deben estar reflejadas en sus actos (caso contrario, se le atribuirán otras ideas correspondientes a sus actos). Cada individuo participará de ciertas prácticas reguladas, correspondientes al aparato ideológico del que “dependen” las ideas que él ha –supuestamente– “elegido”. Así, la ideología halla su materialidad en los actos concretos, tales como ir a la Iglesia, arrodillarse, asistir a una manifestación, etc. Estos actos se hallan enmarcados en los rituales materiales que prescribe el aparato. Según Althusser, el sujeto actúa en la medida en que es actuado por dicho sistema.25 Se comprende, entonces, que el francés haya quedado impresionado por la descripción de las ceremonias y rituales que había llevado a cabo Spinoza en el Tratado teológico-político.26 En efecto, las ceremonias se hallan ligadas, por un lado, a lo corporal, y, por otro lado, a la estabilidad y obediencia en el marco del Estado. Su finalidad en el Estado hebreo fue que los hombres “no hicieran nada por decisión propia, sino todo por mandato ajeno”,27 y que cumplieran su deber “no tanto por miedo, cuanto por devoción”.28 Para los hebreos –dice Spinoza– “toda su vida era una práctica continua de la obediencia”, y, por estar tan habituados a ella, “ya no les debía parecer esclavitud, sino libertad, y nadie deseaba lo prohibido, sino lo preceptuado”.29 Como establece Althusser, la función de la ideología será la de constituir a los individuos en sujetos, en la doble acepción del término: como Althusser, L. “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, op. cit., p. 143 Ibíd., p. 144. Cf. Althusser, “La única tradición materialista”, op. cit., pp. 137-138. TTP, p. 76. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986. 28 TTP, p. 75. 29 TTP, p. 216.

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una subjetividad libre, autor y responsable de sus actos, y como un ser sometido a una autoridad superior, que acepta libremente su sujeción.30 En efecto, ya Spinoza había explicado, en el Apéndice a Ética I, el proceso mediante el cual los hombres creen ser libres porque, conociendo sus voliciones y apetitos, ignoran las causas que los determinan a apetecer y querer. En el Tratado teológico-político, establece que quien está más sometido a otro “es quien decide con toda su alma obedecerle en todos sus preceptos”.31 Los hombres que cumplen con los mandatos del Estado deciden según su propio juicio, pero, sin embargo, obran por mandato de la suprema potestad.

4. Conclusiones Hemos visto cómo es que la influencia de la teoría de Spinoza toma cuerpo en la noción de ideología de Althusser, a partir de su caracterización como representación imaginaria, ahistórica y material de la relación de los individuos con sus condiciones de existencia. Podríamos decir que, así como la ideología es “determinada en última instancia” por la infraestructura de la sociedad (unidad de fuerzas productivas y relaciones de producción), las ideas de la imaginación son un correlato de la disposición corporal de los individuos y de sus relaciones con los cuerpos externos. En sus Elementos de Autocrítica (1974), Althusser se refiere a su “rodeo” por Spinoza y considera que el precio que hubo de pagar por ello fue el de la “desviación teoricista”, es decir, una versión del racionalismo especulativo que opone la verdad al error bajo el disfraz de la ciencia/ ideología. Esto habría derivado en la sobreestimación del papel de la ideología como error e ilusión, en detrimento de la consideración de su función práctica. Sin embargo, creo que Spinoza tenía algo más que decirnos al respecto. Sabemos que la imaginación no es de por sí falsa, sino que consiste, más bien, en una visión parcial o incompleta de la realidad. Por otro lado, es dudoso que Spinoza no haya tenido en consideración la función práctico-social de las ideas imaginativas, en tanto, aceptando que no 30 “El individuo es interpelado como sujeto (libre) para que se someta libremente a las órdenes del Sujeto, por lo tanto para que acepte (libremente) su sujeción.” (Althusser, L., “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, op. cit., p. 152). 31 TTP, p. 202.

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Ideología e imaginación en Althusser y Spinoza

refieren a las cosas en sí mismas, el filósofo sugiere conservar los vocablos que designan un modelo ideal (imaginario) de la naturaleza humana, debido a que nos son útiles en la práctica. Así, las imaginaciones pasarán a ser “buenas” o “malas” no en sí mismas, ni en función de la verdad y el error en sí, sino en relación con lo que nos es útil.32 Ahora bien, esto no significa que haya una ruptura o discontinuidad entre imaginación y razón, dado que, según Spinoza, “sólo sabemos que es bueno o malo aquello que conduce realmente al conocimiento, o aquello que puede impedir que conozcamos”.33 Por otro lado, el conocimiento adecuado de nuestros afectos hace que padezcamos menos por ellos.34 Las ideas de la imaginación, mientras no reciban el ordenamiento del entendimiento, están sujetas a la aparición fortuita de causas externas; son mutiladas y confusas. Por su parte el entendimiento, en cuanto tiene ideas verdaderas, no puede ocasionar que las imaginaciones, en cuanto tales, desaparezcan; sólo puede hacerlo en tanto implica otras imaginaciones más potentes. Spinoza nos muestra que la guía de la razón nos libra de la superstición y la esclavitud; pero, lejos de conducirnos al teoricismo, nos invita a considerar el nivel imaginario como una dimensión inevitable en los seres humanos, modos finitos de la Naturaleza.

32 E IV, def. 1 y 2. 33 E IV, prop. 27. 34 E V, prop. 3.

Lucía Gerszenzon

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Modernidad, crítica de la religión y escritura: cómo leer el Spinoza de Leo Strauss Guillermo Sibilia

Q

uizás lo primero que deberíamos decir es que el título de este artículo no es enteramente correcto: debería decir “los” Spinoza y no “el” Spinoza de Leo Strauss. O, en todo caso, podría hacer referencia a las diferencias que existen entre los dos grandes momentos de la interpretación straussiana de Spinoza. De cualquier manera, la inclusión de un texto sobre las interpretaciones de Leo Strauss de la filosofía de Spinoza parece adecuarse bien al objeto de este libro, que tiene como tema principal los debates en que se inscribe el pensamiento spinoziano, ya sea con sus contemporáneos como con sus lectores extemporáneos. El motivo de esta pertinencia, podríamos decir rápidamente, se debe a que Strauss no es cualquier intérprete de Spinoza, así como Spinoza no es tampoco un filósofo más entre los muchos que Strauss estudió a lo largo de su vida. Leo Strauss es en efecto un intérprete singular de Spinoza, un lector minucioso de su obra y del significado profundo que la habita. Intérprete atípico en relación con el núcleo de pensadores judíos en que se formó en su juventud, hizo no sólo de la figura de Spinoza, sino asimismo de su crítica de la religión revelada, objeto privilegiado de su indagación “filosófica”. Lo cual bien podríamos expresar de otra manera sosteniendo que deliberadamente entabló con aquél un debate, una discusión. En su vasta obra Strauss dedicó dos grandes escritos a Spinoza, que serán los que nos ocuparán aquí: Die Religionskritik Spinozas als Grundlage seiner Biblewissenschaft Untersuschungen zu Spinozas TheologischPolitischem Traktak en 1930, también publicada en inglés (en 1965); y “How to Study Spinoza´s Theologico-Political Treatise”, publicado por primera vez en 1948 (en el volumen 17 de Proceedings of the American Academy for Jewish Research) y recopilado cuatro años después en la



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selección de ensayos presente en Persecution and the Art of Writing (1952).1 En ambos prevalece un fondo común: el de la no sustentabilidad de la refutación de Spinoza de la ortodoxia religiosa. Sin embargo, como veremos, en el texto del ´48 Strauss ya no cree que el propósito de Spinoza haya sido sencillamente refutar la ortodoxia (revelación). Allí, en esa nueva lectura, quizás un poco menos constreñido por la coyuntura de la época, Strauss descubre que el Tratado esconde una enseñanza diferente, que lleva al filósofo holandés a desplegarla a partir de una estrategia de escritura cuya característica principal es el doble registro (eso-exotérico) de su enunciación, y cuyos destinatarios son por lo tanto lectores específicos. Es decir, en 1948 Strauss ya no lee la obra de Spinoza como antes; en el “Prefacio” a la edición en inglés de su libro de 1930, efectivamente, con una frase irónica y no menos sugestiva, dice de manera provocadora: “Entendí a Spinoza demasiado literalmente porque no lo leí con la suficiente literalidad”.2 Teniendo esto presente, esta diferencia, el objetivo aquí es bien acotado: presentar las claves de lectura de las interpretaciones straussianas de Spinoza, intentar comprender sus especificidades, y quizás también, a través de ello, abrir el debate acerca del debate de Strauss con Spinoza y el spinozismo.

1. La Religionskritik Spinozas, o el fundamento “ilustrado” de la crítica de la religión revelada Comencemos describiendo las circunstancias en que se inscribe la primera obra de Strauss sobre Spinoza y el motivo que la inspira. El mismo 1

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Strauss, L., Spinoza´s Critique of Religion, The University of Chicago Press, Chicago, 1965, p. 226. Traducción al inglés de E. M. Sinclair del original alemán Religionskritik Spinozas als Grundlage seiner Bibelwissenschaft, en Gesammelte Schriften (ed. Heinrich y Wiebke Meier), Editorial J. B. Metzler, Stuttgart/Weimar, 1996 y ss., 3 vols. (vol. 1: XIV, 434 pp., vol. 2: XXXIV, 635 pp., vol. 3: XXXVIII, 799 pp.). A partir de ahora citaremos la obra con las siglas “SCR”, seguidas por la paginación de la edición en inglés. Idem., “How to Study Spinoza´s Theologico-Political Treatise”, Proceedings of the American Academy for Jewish Research, Vol. 17. (1947-1948), pp. 69-131; luego publicado en Persecution and the art of writing, The University of Chicago Press, Chicago, 1952. Citamos este texto de esta última obra, con la sigla “PAW”, seguida por la paginación en números arábicos. “I understood Spinoza too literally because I did not read him literally enough” (“Preface to the english translation” en SCR, p. 31). Hay una traducción al castellano: Strauss, L., Liberalismo antiguo y moderno, Katz Editores, Buenos Aires, 2007, pp. 321-370.

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filósofo alemán nos ofrece un indicio, si no directamente la respuesta, en el comienzo de su “Prefacio a la edición inglesa” de Die Religionskritik Spinozas, escrito en 1962: “Este estudio sobre el Tratado teológico-político de Spinoza fue escrito –sostiene Strauss– durante los años 1925-1928 en Alemania. El autor era un joven judío nacido y criado en Alemania que se encontraba en las garras del dilema teológico-político”.3 El “Prefacio” continua con una descripción detallada de las debilidades de la democracia liberal en esa Alemania sumida en la contradicción moderada de la afirmación moderna del progreso y la nostalgia del pasado romántico de la tradición alemana. El contexto socio-político en que se encuadra la obra de Strauss es entonces el de la República de Weimar, y de manera específica el de la condición particular de los judíos no sólo en ese régimen sino en el mundo moderno como tal. Pero el “dilema” teológicopolítico trasciende las alternativas inmediatas disponibles a los judíos contemporáneos de Strauss, o constituye –en el sentido straussiano del término– una cuestión “fundamental” y por lo tanto meta-histórica. Es decir, para Strauss el problema judío –manifiesto por cierto en la débil República de Weimar– no es sencillamente un problema histórico y carece pues de solución política, esto es, humana. En ese sentido decisivo, entonces, no sería inexacto decir que lo que impulsa subrepticiamente a Strauss a escribir la obra de 1930 es asimismo la búsqueda de elucidación acerca de la alternativa básica entre la orientación humana y la divina.4 En otros términos, o mejor dicho, en los términos de Strauss, podría decirse que el motivo de Die Religionskritik Spinozas es el de la 3 “Preface” en SCR, p. 1. 4 En Natural Right and History Strauss describe esta alternativa y la imposibilidad de su reconciliación definitiva en los siguientes términos: “Man cannot live without light, guidance, knowledge; only through knowledge of the good can he find the good that he needs. The fundamental question, therefore, is whether men can acquire that knowledge of the good without which they cannot guide their lives individually or collectively by the unaided efforts of their natural powers, or whether they are dependent for that knowledge on Divine Revelation. No alternative is more fundamental than this: human guidance or divine guidance. The first possibility is characteristic of philosophy or science in the original sense of the term, the second is presented in the Bible. The dilemma cannot be evaded by any harmonization or synthesis. For both philosophy and the Bible proclaim something as the one thing needful, as the only thing that ultimately counts, and the one thing needful proclaimed by the Bible is the opposite of that proclaimed by philosophy: a life of obedient love versus a life of free insight. In every attempt at harmonization, in every synthesis however impressive, one of the two opposed elements is sacrificed, more or less subtly but in any event surely, to the other: philosophy, which means to be the queen, must be made the handmaid of revelation or vice versa.” (Strauss, L., Natural Right and History, The University of Chicago Press, Chicago, 1965 [1953], p. 74-75).

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cuestión judía en tanto se la comprende como símbolo paradigmático del problema humano como problema político.5 Ahora bien, lo que impulsa el estudio crítico straussiano, como se desprende del complejo relato autobiográfico que esboza Strauss en las páginas del “Prefacio”, es asimismo dar una respuesta a la interpretación de Hermann Cohen de la filosofía de Spinoza.6 ¿Por qué? ¿Qué relación existe entre la lectura coheniana, la democracia liberal y la situación de los judíos alemanes? Encontramos ya una respuesta en Das Testament Spinozas, texto de 1932, es decir posterior a Die Religionskritik Spinozas pero anterior al “Prefacio”. Allí Strauss sostiene que la recepción de Spinoza atravesó muchas etapas, diversas y hasta contradictorias entre sí: de la condena en tanto maestro de malas opiniones (por parte de la comunidad de Ámsterdam7) se pasó a la vindicación (a través de Mendelssohn) y luego a la canonización (efectuada por el romanticismo), para finalmente llegar a la neutralidad de juicio (con Freudenthal). Sin embargo, es “obvio” –agrega Strauss– que en cada una de esas épocas hubo hombres que fueron una excepción, y dice que de todos ellos es necesario mencionar por su nombre a Hermann Cohen, quien en los albores del siglo XX se convirtió en el más feroz crítico de Spinoza.8 Dos o tres cuestiones merecen entonces ser destacadas. Por un lado, las razones de la “celebración” de Spinoza en Alemania, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta (y durante) el establecimiento de la República de Weimar; y por otro, tanto los motivos que llevaron a Cohen a rechazar la vindicación de Spinoza como los de Strauss para criticar ese rechazo y, por consiguiente, la interpretación coheniana de Spinoza. 5

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“Finite relative problems can be solved; infinite, absolute probems cannot be solved. In other words. Human beings will never create a society which is free of contradictions. From every point of view it looks as if Jewish people were the cosen people in the sense, at least, that the Jewish problema is the most manifest symbol of human problema as a social or political problema.” (SCR, p. 6) La gran cantidad de páginas que dedica Strauss a la interpretación de Cohen en el “Prefacio” son ya una muestra de ello. Véase asimismo el escrito temprano de Strauss sobre la interpretación coheniana de Spinoza: “Cohen’s Analysis of Spinoza’s Bible Science” (1924), en Early writings (1921-1932), Michael Zank (ed.), State University of New York Press, New York, 2002. Véase la nota del “herem” publicada en la tribuna (teva) de la comunidad judía de Ámsterdam. Traducción al castellano: Domínguez, A. (comp.), Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995, pp. 186-187. Cf. Strauss, L., “The Testament of Spinoza”, en Early writings (1921-1932), op. cit., p. 216). Para una descripción de la “recepción formal” de Spinoza, véase el “Preface” de Strauss en SCR, pp. 16-18.

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El análisis exhaustivo de estas cuestiones excede ampliamente el espacio e interés de este artículo. Sin embargo, con respecto al primer aspecto, y si seguimos el camino que traza Strauss en el “Prefacio”, podemos comprender aquella celebración de Spinoza en los términos de las “opciones” que proyectó su filosofía para el judaísmo moderno.9 Es decir, según Strauss, la figura de Spinoza es recurrente en todas las “soluciones” del problema judío que se fueron proponiendo a lo largo del siglo XIX e inicios del siglo XX. La primera de ellas, inaugurada por Mendelssohn, iluminista y liberal, pretende disolver el “problema judío” en los mecanismos del Estado Moderno (que confina toda dimensión religiosa en el ámbito privado, afirmando en el espacio público la igualdad de todos los hombres en tanto que ciudadanos, en cuanto súbditos-sujetos) y recupera, como símbolo y antecesor al autor del Tratado teológico-político, símbolo de un judaísmo moderno y democrático-liberal, y emblema de las libertades de expresión y de culto. Una segunda vía, el Sionismo (fugazmente transitada por el propio Strauss), si bien se diferencia del impulso asimilacionista de la precedente, comparte con aquella la idea de una solución humana y política (es decir, en última instancia, también ésta moderna y secularizada) a la esencial dimensión teológica del judaísmo.10 De esta manera, en términos generales puede decirse lo siguiente: como precursor del Iluminismo judío (Haskalá) y, por eso mismo según el pensador alemán, de todas las “opciones” que tenían los judíos modernos, Spinoza es no sólo el fundador de la solución liberal asimilacionista sino también una figura reivindicada por el sionismo cultural y político.11 Esto nos permite entonces comprender los motivos de la “celebración” en Alemania de la figura de Spinoza por parte de los judíos alemanes.12 Utilizo el término “opciones” en el sentido que lo desarrolla Hilb en Leo Strauss: el arte de leer. Una lectura de la interpretación straussiana de Maquiavelo, Hobbes, Locke y Spinoza, FCE, Buenos Aires, 2005, especialmente pp. 262-275. 10 Caporali, R., “Un moderno alla maniera degli antichi: sullo Spinoza di Strauss”, Isonomia, N° 5, 1996. 11 Cf. SCR, pp. 20-21. Véase también Strauss, L., “Progreso o retorno” en El renacimiento del racionalismo político clásico, Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2007. 12 En Das Testament Spinozas, Strauss se ubica entre los promotores de la vindicación de Spinoza y aquellos que rechazaban absolutamente cualquier celebración del filósofo holandés (es decir, de Cohen). Cf. “The Testament of Spinoza”, op. cit., p. 222. Mencionemos aquí al pasar que Strauss, sobretodo en el “Prefacio”, considera esas soluciones políticas (asimilacionismo y sionismo, cultural y político) incompatibles con la “esencia” del problema judío: sólo pueden ser respuestas “particulares” y nunca definitivas de un problema que rechaza en sí mismo cualquier solución humana. 9

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Pero como ya mencionamos, para Strauss hubo una excepción digna de ser nombrada aparte: en efecto, a diferencia de la mayoría de los intelectuales alemanes judíos, Hermann Cohen fue un crítico implacable de Spinoza; rechazaba su reincorporación a la comunidad judía de Ámsterdam y lo consideraba un traidor.13 Para él, Spinoza, movido por un fuerte resentimiento y espíritu de venganza, había traicionado a su pueblo, ofreciendo una versión ridiculizada de la religión judía y de sus fundamentos (la profecía, los milagros, la providencia, etc.). Para Spinoza, leído por Cohen, el fin del judaísmo es la constitución del Estado, esto es, Spinoza malinterpretó la verdad racional de la religión judía y la redujo a una cuestión política, presentando al judaísmo exclusivamente como una religión “nacional”.14 Ahora bien, ¿qué dice Strauss sobre esto? A diferencia de Cohen, para él Spinoza no escribe el Tratado teológicopolítico motivado por un sentimiento anti-judío, esto es, movido por un ánimo de venganza contra la comunidad que lo excomulgó. La crítica de la religión spinoziana se enmarca en la larga y compleja tradición epicúrea; Strauss, en efecto, habla al inicio de su libro del “motivo epicúreo”, característico de una manera general de oponerse a la religión. Cohen no comprendió esto, y por eso tampoco comprendió que el Tratado teológico-político no es un tratado contra la religión de los judíos en particular sino contra la religión revelada u ortodoxia en general, tal como es promovida a ojos de Strauss por lo que llama la “Ilustración radical”, de la que Spinoza es un exponente singular.15 El motivo profundo del Tratado es en realidad liberar a la filosofía de la teología y de la supervisión eclesiástica, y no, como piensa Cohen, destruir el concepto judío de religión para afirmar simultáneamente que su objetivo (esto es, el objetivo del judaísmo) es únicamente el establecimiento del Estado. Pero la crítica de Strauss a Cohen no se reduce a esto. En el ensayo introductorio que escribió para la traducción inglesa del libro póstumo de Cohen, Die Religion der Vernunft aus den Quellen des Judentums (1919), Strauss sostiene que la “meta de Cohen era la misma que la de otros portavoces occidentales del judaísmo posteriores a Mendelsohn:

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Cf. SCR, p. 19. Smith, S., “How to Commemorate the 350th Anniversary of Spinoza’s Expulsion, or Leo Strauss’ Reply to Hermann Cohen”, Hebraic Political Studies, Vol. 3, N° 2 (spring 2008), pp. 155-176. Cf. SCR, p. 35.

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establecer una armonía entre judaísmo y cultura…”.16 Según Cohen, en efecto, existía una profunda afinidad entre el judaísmo y la cultura alemana, una coincidencia que suponía para el pueblo judío la posibilidad, sin fracturas y sin necesidad de una elección unilateral, de habitar el mundo de la Biblia y el mundo de la tradición germánica.17 Lo cual era posible porque el judaísmo era la religión de la razón, es decir, no un simple “acto histórico” sino la misma creación divina de la razón en el mundo. De esta manera, como la verdadera religión que es, el judaísmo tenía una misión sublime que consistía en la creación de una cultura ética racional, que Cohen asociaba con el socialismo y con el progreso moral.18 Es aquí donde encontramos el núcleo de la crítica straussiana a la crítica de Cohen: el filósofo neo-kantiano no sólo confiaba, ingenuamente a ojos de Strauss, en una solución “neutral” (en tanto concebía un espacio común de convivencia entre la cultura germánica moderna y el judaísmo19) sino que además justificaba, o intentaba justificar, “filosóficamente” esa solución en los términos de una síntesis “moderna” entre la filosofía de Platón y la enseñanza de los profetas. Para Cohen, dice Strauss, la verdad es la síntesis entre los elementos pre-modernos que permite, además, aquella armonía entre el judaísmo y la “cultura”. Ahora bien, para nuestro autor, esa síntesis es menos una solución que un problema, porque –como sostendrá en toda su obra– cualquier simplificación de los componentes pre-modernos (de Atenas y Jerusalén), necesariamente opuestos entre sí, implica una confianza inocente en el

Cf. Strauss, L., Estudios de filosofía política platónica, Amorrortu, Buenos Aires Madrid, 2008, p. 327. Subrayado nuestro. Una lectura rápida de un pasaje de la obra póstuma coheniana corrobora la apreciación de Strauss: “El judaísmo significa la religión. Pero en la medida en que ésta, en cuanto religión mesiánica, aspire desde el principio a la religión universal, en esa medida nunca ha dejado de ser, a lo largo de toda su evolución y en todas las influencias que ha recibido, una producción homogénea del espíritu nacional judío (…). Lo que los judíos han producido en el curso de la historia en todas las ramas del comercio y el tráfico, en todas las ramas de la actividad industrial, en las ciencias y en las artes, seguro que el espíritu religioso ha impreso su sello también en todas las creaciones culturales judías” (Cohen, H., La Religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, Anthropos, Barcelona, 2004, p. 23). 17 Smith, S., op. cit., p. 160. 18 Ibid., p. 165. 19 “Ingenuamente” porque Strauss dirá con sarcasmo en “Jerusalén y Atenas: algunas reflexiones preliminares” que el pensamiento de Cohen pertenece al mundo anterior a la Primer Guerra Mundial y a Hitler. Cf. Strauss, L., Estudios de filosofía política platónica, op. cit., pp. 236-237. 16

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progreso y presupone la victoria de la modernidad.20 Y esto, entiende Strauss, atenta contra el estudio objetivo, desinteresado de las pretensiones de la crítica de la religión de Spinoza. Por eso en el “Prefacio” afirma que Cohen, en su interpretación del judaísmo y de la crítica spinoziana, “no discute en absoluto la controversia entre Spinoza y la ortodoxia”.21 Es decir, en otras palabras, Cohen, a pesar de su anatema contra el filósofo holandés, concedió implícitamente que éste había refutado la religión revelada, que la Ilustración había triunfado.22 Comprendemos entonces por qué Strauss afirma luego, aludiendo a los motivos que lo llevaron a escribir Die Religionskritik Spinozas, que era necesario confrontarse con esa pretendida refutación, esto es, era necesario evaluar y no dar por cierta o “evidente” la crítica de Spinoza. En suma, era imperioso, para el joven Strauss, reabrir la controversia de Spinoza contra la ortodoxia, y demostrar el carácter infundado de la respuesta spinoziana. “La crítica de Cohen –concluye Strauss– permaneció útil a este propósito casi exclusivamente en la medida en que había destruido el prejuicio a favor de Spinoza…”.23 Podemos, luego de esta larga introducción, preguntarnos cómo arriba Strauss en su interpretación de Spinoza a esa conclusión, es decir, a la negación de la refutación de la ortodoxia por parte del filósofo holandés. Lo primero que debemos subrayar es que si el pensador alemán tiene en la mira la lectura influyente de Cohen, que como vimos aspiraba a sentar las bases contra cualquier reivindicación (política o cultural) de Spinoza 20

“Más desilusionados que Cohen respecto de la cultura moderna, nos preguntamos si los dos componentes de esa cultura, de la síntesis moderna, no son más sólidos que esta. Catástrofes y horrores de una magnitud hasta entonces desconocida, que hemos visto y atravesado en nuestra vida, eran mejor contemplados o resultaban más inteligibles con la apelación a Platón y los profetas que por medio de la creencia moderna en el progreso. Puesto que estamos menos seguros que Cohen de que la síntesis moderna sea superior a sus componentes premodernos, y como los dos componentes están en fundamental oposición entré sí, nos enfrentamos, en última instancia, a un problema, y no a una solución” (ibíd., p. 237). Este “problema” es el de la alternativa fundamental entre la guía humana y la divina (Atenas y Jerusalén), que atraviesa la historia del pensamiento occidental, y cuya tensión irresuelta constituye según Strauss el “secreto de la vitalidad de la civilización occidental” (cf. Strauss, L., “Progreso o retorno”, op. cit., p. 367). 21 SCR, p. 27. Subrayado nuestro. 22 Cf. ibídem. 23 SCR, p. 28. Podemos constatar, asimismo, que el “Prefacio” muestra en retrospectiva que enfrentarse con Spinoza era para Strauss una manera de elucidar el problema de las alternativas fundamentales entre la orientación humana (Atenas) y la divina (Jerusalén), sin dar ese problema por resuelto.

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en el mundo judío, no es sencillamente, o al contrario, para proclamar dicha reivindicación de manera definitiva. Si Strauss absuelve a Spinoza de las acusaciones de Cohen de haber traicionado al pueblo judío, es para dirigir contra su pensamiento una acusación aún más grave y profunda,24 a saber: que el fundamento de su crítica de la ortodoxia (religión revelada) no es teorético sino moral, y que por lo tanto el estatuto cognoscitivo del sistema filosófico que lleva adelante esa crítica –en su pretensión omnicomprensiva– no es diferente del que goza la fe. Antes de pasar a la interpretación del ´48, detengámonos brevemente en este punto. Según Strauss, el objetivo de la filosofía de Spinoza es la conquista de la felicidad entendida como la contemplación desapasionada del todo; un todo que, en las antípodas de la concepción del racionalismo clásico, es comprendido como un sistema autocontenido, no teleológico, y absolutamente determinista. Tal como lo entiende el pensador alemán, por lo tanto, la comprensión científica del mundo de Spinoza, según la cual todo ocurre de acuerdo al principio de continuidad causal, está necesariamente en conflicto con la comprensión mítico-religiosa del mundo, según la cual todo depende en última instancia de la acción libre del Dios omnipotente e inescrutable de las Escrituras. Strauss ve planteadas así dos orientaciones diametralmente opuestas por parte de Spinoza, la de la Biblia y la de la razón geométrica.25 Ahora bien, para Spinoza –enfatiza Strauss en más de una ocasión– la Biblia es simplemente un “libro humano”,26 es decir no es más que un fenómeno natural que debe, en tanto tal, ser interpretado con la razón como juez último. De manera que la doctrina bíblica de los milagros sufre a manos de Spinoza una importante transformación, que implica la pérdida de su anterior carácter de sostén de la religión revelada. ¿De qué manera? El pensador alemán recuerda en primer lugar que una de las bases de la religión revelada es efectivamente la posibilidad de los milagros, la “experiencia” que la Biblia narra de sus acontecimientos. 24 “Our case against Spinoza is in some respects even stronger than Cohen thought” (SCR p. 19). 25 Cf. por ejemplo SCR, p. 127: “Here [en la crítica de Spinoza] we meet again the opposition we saw in Lucretius´ confrontation of the religious and the scientific world-view: the world as the work of spontaneously and suddenly appearing, discontinuously willing, working forces, and as such not surveyable by man, causing anguish and confusion; and the world as fixed and unchanging eternally identical order, thus in principle within the range of human conceptions, and as such not disquieting bur rather offering tranquility of mind”. 26 SCR, p. 263.

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Para la Biblia, dirá en otro texto, la creación misma es “el” milagro. Luego explica que, según la tradición ortodoxa, la posibilidad y existencia efectiva de los milagros descansa en la distinción entre el poder de Dios y el poder de la Naturaleza, y en la diferenciación entre el entendimiento y la voluntad divinos. Dios, gracias al poder que lo define (por encima de la Naturaleza, a la cual a su vez Él creó), puede por voluntad propia violar las leyes de la naturaleza –es decir, realizar milagros–, y decretar fenómenos en apariencia contradictorios con el orden causal.27 El núcleo de la crítica de Spinoza, señala Strauss, se dirige justamente a este aspecto decisivo: se propone demostrar, por un lado, que la Naturaleza no puede contradecirse y que en ella permanece siempre un orden inviolable y eterno; y por el otro, que, en función de lo anterior, ni la Naturaleza ni la existencia de Dios pueden ser probadas a partir de los milagros.28 En otras palabras, según Strauss, la intención de Spinoza es asimilar el poder de Dios al poder autónomo e inviolable de la Naturaleza a partir de la revisión de la doctrina tradicional de la ley divina, cuya base es la identidad de entendimiento y voluntad en Dios. El resultado al que lleva dicha reinterpretación de la Ley es la postulación de la necesidad (causal) natural. Dios, bajo la perspectiva de Spinoza, entonces, es la causa inmanente del orden natural, y cualquier fenómeno de la Naturaleza, y no simplemente uno que parezca contradecirla, puede servir para comprender su naturaleza. Asimismo, todas las acciones de Dios –esto es, todos los acontecimientos de la naturaleza– son característicos de la misma necesidad natural, de falta de teleología, y de neutralidad moral, en tanto son simplemente la comunicación de movimiento entre cuerpos. Sin embargo, en “¿Progreso o retorno?”, artículo que desde su título evoca la misma problemática que aquí tratamos, Strauss sostiene que la pretendida refutación de la revelación, o en sus palabras, el “ataque de la ciencia y la crítica histórica contra la revelación se basa en la exclusión dogmática de la posibilidad de los milagros y de la inspiración verbal”.29 ¿Qué significa eso? ¿Por qué es “dogmática” aquella exclusión? Tanto en ese texto, como en su libro sobre Spinoza, Strauss afirma que esa imposibilidad –la de los milagros– presupone por parte del filósofo holandés un sistema omnicomprensivo a partir del cual cualquier problema humano –esto es, cualquier problema “natural”– puede ser 27 Ibid., pp. 126-128. 28 Cf. ibid., p. 132. 29 Strauss, L., “Progreso o retorno”, op. cit., p. 363.

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perfectamente explicado y comprendido.30 Para el pensador alemán, el procedimiento de Spinoza es el de la ciencia moderna, esto es, hacer del universo una unidad completamente clara y definida, completamente matematizable.31 El Spinoza de Strauss se muestra, entonces, incólume frente a las enseñanzas de otros y, fundamentalmente, frente a la Biblia. Su sistema, su teoría, en fin, su Ética, es suficiente en sí misma. Ahora bien, para el pensador alemán, de ninguna manera resulta clara y distinta la explicación del todo que propone Spinoza, sino que descansa exclusivamente en la abstracción arbitraria de aquellos elementos o fenómenos que no pueden ser explicados por la razón geométrica. La Ética no puede ser la explicación perfecta del todo –en parte porque deja fuera de dicha explicación la posibilidad de los milagros–. Aunque intentó ser la explicación definitiva del todo, la Ética sigue siendo, en los términos del “Prefacio”, fundamentalmente “hipotética”.32 Por eso sostiene Strauss que la refutación de la ortodoxia emprendida por Spinoza a través de la crítica de los milagros y del sentido literal de las Escrituras no es más que una petitio principii.33 Tomada en sí misma, aquella crítica –afirma el pensador alemán– no prueba y no puede probar la imposibilidad de los milagros. Simplemente prueba que éstos no son reconocidos como tales por la mente no creyente, que asume veladamente entonces un elemento de fe.34 En este sentido, desde la perspectiva straussiana, hay que localizar el ímpetu spinoziano de la actitud incrédula respecto de la Escritura en una cierta predisposición (moral) antes que en el “rigor

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Para que los milagros sean imposibles, sostiene Strauss, deberíamos “disponer de una prueba de la inexistencia de un Dios todopoderoso que podía hacer solo los milagros, o de una prueba de que los milagros son incompatibles con la naturaleza de Dios. (...) Ahora bien –prosigue Strauss– (...) una prueba de la no existencia de un Dios omnipotente presupondría que tenemos un conocimiento perfecto del todo. (...) En otras palabras: la presuposición es la de un sistema completo” (ibíd., p. 207; la cursiva es nuestra). 31 Cf. ibíd., p. 210. 32 SCR, p. 29. 33 Cf. por ejemplo ibid., p. 144 y p. 192: “If one examines Spinoza´s critique of this doctrine [the doctrine of miracles], the critique, formally considered, turns out to rest on a petitio principii.” 34 Cf. SCR, p. 136. La no creencia en la revelación esconde para Strauss la “creencia” (dogmática) en la razón (moderna); la refutación spinoziana de la religión, por eso, tiene como base, y no como conclusión, su ateísmo. Para Strauss, en la crítica de Spinoza se hace visible su “creencia” en la filosofía frente a las pretensiones históricas de la teología.

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o el éxito del argumento científico”.35 En otras palabras, la crítica de Spinoza de los milagros y la Ley revelada es producto exclusivamente, según Strauss, de la reflexión del espíritu positivo (esto es, para Strauss, del espíritu científico moderno) sobre sí mismo; es el resultado de su auto-reconocimiento –no probado e improbable para el pensador alemán– como instancia que se halla a un nivel de conciencia más avanzado respecto del pasado; reconocimiento, en suma, que se expresa “en la alternativa cruda [y decidida de antemano, agreguemos] entre la superstición, el prejuicio, la ignorancia, la barbarie, las tinieblas de un lado, y la razón, la libertad, la cultura y las luces del otro...”.36 La crítica de la religión revelada operada por Spinoza, entonces, descansa en su no creencia: el filósofo holandés, argumenta Strauss, puede realizar la crítica más radical de la revelación porque no cree en ella de antemano, y porque consecuentemente ha “elegido” otro camino para explicar todo fenómeno natural, a saber, el camino de la Ilustración, de la razón moderna. A partir de la crítica que Strauss dirige contra la crítica de Spinoza, comprendemos entonces que la exégesis bíblica de este último, aun presentándose como neutral o exenta de presupuestos, descansa sobre una decisión fundamental, anterior al procedimiento racional: la de la fe en la razón y en el libre pensamiento.37 En este sentido, en el Tratado teológico-político no es la ciencia la que produce una crítica de la religión, sino que es la crítica de la religión la que instaura y establece las condiciones de posibilidad de la ciencia.38 En base a lo dicho verificamos que para Strauss, al menos según su interpretación de 1930, Spinoza escribió el Tratado teológico-político con el objetivo preciso de refutar la ortodoxia religiosa y sentar así las bases para la libertad filosófica y para el estudio “científico” de la Biblia. Esto supone que si Spinoza escribió un libro como el Tratado teológicopolítico fue, desde la perspectiva straussiana, con la intención definida de sustituir el Dios de Abraham por el Dios inmanente, la guía de la vida por medio de la fe por el camino que enseña la luz de la razón; en suma, con el propósito de reemplazar la lectura del libro del Génesis por

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Soffer, Walter, “Strauss´s Critique of Spinoza”, en Deutsch y Nicgorski (eds.), Leo Strauss. Political Philosopher and Jewish Thinker, Rowman & Littlefield Publishers, Maryland, 1994. SCR, p. 136. Cf. ibid., p. 29. Cf. ibid., p. 113.

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la metafísica de la Ética.39 Pero también verificamos que para Strauss esa intención está basada en una decisión, en una “creencia” (en la racionalidad científica moderna); y esto es, como concluye en el “Prefacio”, “fatal para cualquier filosofía”.40 En síntesis: según Strauss Spinoza no refutó la ortodoxia porque no alcanzó a penetrar su posición ventajosa, que consiste en que todas sus afirmaciones se apoyan en la “premisa irrefutable” de que el Dios omnipotente –y por lo tanto los milagros– son posibles. En otras palabras, la ortodoxia es irrefutable en tanto no afirme tener un “saber” de lo acontecido en la Biblia. Y la ortodoxia, entiende Strauss, precisamente no sostiene tener ese conocimiento sino, únicamente, “creer” en lo que contienen las Escrituras.41 O como dice en “¿Progreso o retorno?”, “[l] a filosofía exige que la revelación plantee su caso ante el tribunal de la razón humana, pero la revelación en cuanto tal se niega a reconocer a ese tribunal”.42 “La genuina refutación de la ortodoxia”, dice por eso en el “Prefacio”, “requeriría la prueba de que el mundo y la vida humana son perfectamente inteligibles sin el supuesto de un Dios misterioso; requeriría por lo menos el éxito del sistema filosófico…”.43 Pero el sistema de la Ética, como vimos, es para Strauss meramente “hipotético”. Esto, sin embargo, no supone para Strauss la victoria definitiva de la ortodoxia: para el joven pensador alemán, la cuestión de la revelación permanece abierta. El lector de Die Religionskritik Spinozas queda por lo tanto frente a la disyunción –típicamente moderna– que de un lado tiene a Spinoza y a la tradición crítica que éste inaugura, y del otro a la ortodoxia: Ilustración vs. Ortodoxia.

2. La interpretación straussiana “madura” de Spinoza, o acerca de la prudencia filosófica Como ya mencionamos antes, en 1948 Strauss publica otro texto importante y también muy influyente sobre su lectura singular de la filosofía de Spinoza: “How to Study Spinoza´s Theologico-Political Smith, S., Reading Leo Strauss. Politics, Philosophy, Judaism, The University of Chicago Press, Chicago, 2006, p. 66. 40 SCR, p. 30. 41 Cf. ibid., SCR, p. 28. 42 Strauss, L., “Progreso o retorno”, op. cit., p. 362. 43 SCR, p. 29. 39

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Treatise”. El artículo fue luego, en 1952, incluido en Persecution and the art of writing, quizás uno de los libros que más contribuyó a consolidar la fama de su autor.44 Una primera aproximación a la nueva lectura straussiana nos proporciona una conclusión conocida, que indica un aspecto central de su interpretación que permanece inmutable, a saber: la no sustentabilidad de la refutación de la religión revelada por parte de Spinoza. En otras palabras, el Tratado teológico-político no es según el pensador alemán la prueba de la impugnación definitiva de la religión revelada, así como tampoco la filosofía que dirige la crítica de la ortodoxia constituye, como pretende Spinoza, la explicación exhaustiva del todo. Sin embargo, en 1948 Strauss ya no cree que el fracaso de esa refutación implique simultáneamente el fracaso entero del Tratado teológico-político en tanto escrito “filosófico”, puesto que aquél ya no es el propósito central de su autor. El TTP esconde otra enseñanza tras la evidente crítica que dirige contra la ortodoxia. La confrontación del pensador alemán con Spinoza, por lo tanto, ya no es para dar una respuesta al enfrentamiento entre la Ilustración y la ortodoxia.45 Como ya mencionamos, en el “Prefacio” (de 1962) Strauss dice que en 1930 había comprendido a Spinoza demasiado literalmente porque no lo había leído con la suficiente literalidad, y porque lo había interpretado bajo el prejuicio de que un retorno a la filosofía pre-moderna era imposible.46 Las preguntas que en primer lugar debemos responder son entonces en qué consiste ese cambio literario y qué puede significar ese retorno a la filosofía pre-moderna. Si nos atenemos al itinerario straussiano, constatamos que las huellas de ese “giro” interpretativo (o de lectura) pueden rastrearse en Philosophie und Gesetz, publicado en 1935.47 En esa recopilación, y a través del descubrimiento del “arte de escribir” en los escritos de los filósofos medievales (Al Farabi fundamentalmente), la atención de Strauss se concentrará progresivamente en las modalidades de escritura y expresión del pensamiento por parte de autores heterodoxos como respuesta

“How to Study Spinoza´s Theologico-Political Treatise”, Proceedings of the American Academy for Jewish Research, Vol. 17. (1947 - 1948), pp. 69-131; luego publicado en. Persecution and the art of writing, The University of Chicago Press, Chicago, 1952. 45 Hilb, C., op. cit., p. 292-ss. 46 SCR, p. 31. 47 Para un desarrollo de esta cuestión, véase Hilb, C., op. cit., pp. 276-288. 44

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a la persecución política.48 Sin embargo, el filósofo alemán no dejará de señalar que no es únicamente el temor lo que motiva, o puede motivar, esa reticencia: escritores de otro “tipo”, en efecto, convencidos como estaban de que la filosofía era un privilegio de unos pocos y que el hecho básico de la naturaleza humana era el “abismo” que separa a los sabios del vulgo, creían que las “verdades” de aquélla necesariamente resultarían sospechosas a los ojos de los muchos y que, por lo tanto, en defensa de la vida filosófica misma era preciso ocultar sus opiniones disruptivas. De esta manera, Strauss descubre (o redescubre) que la filosofía política, en su verdadero sentido, consiste en convencer a la ciudad –a la comunidad política– de que los filósofos no son ateos, que no profanan todo lo que es sagrado para la ciudad, que respetan lo que la ciudad respeta, que no son subversivos; en suma, que no son aventureros irresponsables sino buenos ciudadanos, e incluso los mejores ciudadanos. “Tal es la defensa de la filosofía” –afirma en On Tyranny– “que ha sido necesaria siempre y en todas partes, cualquiera que haya sido el régimen”.49 El giro interpretativo implica, entonces, la comprensión de que la moderación o prudencia es el principio (meta-histórico) de la relación de la filosofía con la ciudad. Platón, Maimónides, Al Farabi, todos ellos comprendieron ese principio y por eso son, según Strauss, ejemplos de ese tipo especial de escritores, exponentes de un racionalismo pre-moderno irreductible al de la concepción moderna e historicista de la filosofía que hace, a ojos de Strauss, un injustificado elogio del progreso. Si tenemos en cuenta esto, Spinoza ocupa para el Strauss maduro un lugar –digámoslo por ahora así– “paradójico”, en la medida en que –como lo sugiere en una nota del segundo capítulo de Persecution– su manera de escribir en el Tratado teológico-político, que concede su doctrina más profunda sólo subrepticiamente, es compatible sin embargo con su “credo democrático”.50 48

En la misma línea, en PAW afirma: “Persecution cannot prevente even public expresion of the heterodox truth, for a man of independent thought can utter his views in public and remain unharmed, provided he moves with circumspection. He can even utter them in print without incurring any danger, provided he is capable of writing between the lines” (PAW, p. 24). 49 Strauss, L., On Tyranny, The University of Chicago Press, Chicago, 1961. Hay una traducción al castellano: Sobre la Tiranía, Ediciones Encuentro, Madrid, 2005. 50 Luego de referirse a la actitud de los pensadores modernos respecto de la libertad de expresión pública y su posición en relación con la educación popular y sus límites, Strauss afirma: “The attitude of an earlier type of writers was fundamentally different. They believed that the gulf separating “the wise” and “the vulgar” was a basic fact of

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El punto de partida de la argumentación straussiana es la afirmación según la cual la relativa libertad de expresión que gozaron muchos filósofos de la modernidad nos oculta, a nosotros, lectores del siglo XX o XXI, las verdaderas dificultades que tuvieron que enfrentar esos escritores en diferentes períodos y en diferentes contextos socio-políticos.51 El criticismo historicista moderno, entiende por eso Strauss, tendió a colocar los escritos en su contexto histórico sin colocar el contexto histórico en los textos mismos, lo cual impide aprehender los verdaderos motivos que movieron a un escritor a escribir determinados textos y a hacerlo con el arte que él llama escritura entre líneas.52 Con esto en mente, el propósito manifiesto de Strauss, como se aprecia ya en el título de su artículo, es señalar el modo correcto de leer o de estudiar el Tratado teológico-político de Spinoza. Ahora bien, para ser buenos lectores debemos leer bien los libros buenos. Esto significa, según el filósofo alemán, que el estudioso de Spinoza debe aspirar a comprenderlo en el presente tal como éste se comprendió a sí mismo. E insistirá que el rigor de este objetivo debe ser siempre la guía recurrente del estudio, porque su olvido puede llevar a que sustituyamos la sabiduría de Spinoza por nuestra insensatez.53

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human nature which could not be influenced by any progress of popular education: philosophy, or science, was essentially a privilege of “the few”. They were convenced that philosophy as such was suspect to, and hated by, the majority of men. Even if they had nothing to fear from any particular political quarter, those who started from that assumption would have been driven to the conclusion that public communications of the philosophic or scientific truth was impossible or undesirable, not only for the time being but for all times. They must conceal their opinions from all but philosophers, either by limiting themselves to oral instruction of a carefully selected group of pupils, or by writing about the most important subject by means of ´brief indication`” (PAW, pp. 34-35). Al final de ese pasaje, Strauss coloca la cita que mencionamos, en la que alude a la escritura de Spinoza como ejemplo de la reticencia que es, sin embargo, compatible con su credo democrático. No sería erróneo, entonces, incluir en esa primera modalidad de instrucción oral a Sócrates; así como tampoco a Spinoza en aquella que brinda su enseñanza más profunda por medio de una “brief indication”. C. Hilb también se refiere al complejo lugar que la obra de Strauss le asigna a Spinoza: “Spinoza se nos aparece, alternativa o simultáneamente, como el último de los filósofos medievales, o como el consecuente heredero de Maquiavelo, como el clásico filósofo esotérico o como el moderno propagandista del liberalismo y la democracia” (Hilb, C., op. cit., p. 301). PAW, pp. 22-ss. Cf. ibid., pp. 31-32. Lo que Strauss llama arte de escribir entre líneas supone el despliegue por parte del escritor de una estrategia de escritura que reviste múltiples niveles: ocultamiento deliberado de la verdadera enseñanza; utilización de afirmaciones contradictorias entre sí en un mismo texto; mentiras nobles; concesiones exotéricas o, podríamos llamarlas, “verdades desleales”. Cf. ibid., p. 143.

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Spinoza, entiende Strauss, sabía lo que escribía y de lo que escribía. Sus indicaciones –las explícitas y las que no lo son–, entonces, no pueden ser legítimamente ignoradas por el estudioso. De esta manera, una clave central para comprender la interpretación straussiana madura de Spinoza radica en la aprehensión del hecho de que el Tratado teológico-político es un libro escrito deliberadamente en un doble registro: uno exotérico y otro esotérico o encubierto. Las contradicciones que aparecen en la superficie –e incluso aquellas implícitas– deben por eso, según Strauss, ser comprendidas como elementos que forman parte de su meditada estrategia de composición literaria. Después de todo, las grandes obras –y para el pensador alemán el Tratado es sin duda una gran obra de pensamiento– no comunican su enseñanza más profunda sin hacer simultáneamente pensar a sus lectores.54 Los “clásicos” –y, nuevamente, no se trata para Strauss sólo de los antiguos– escriben de manera reticente para dejar “perplejos” a sus destinatarios; los someten a la ardua tarea de intentar comprender el sentido de sus contradicciones, para descubrir en el fondo la verdad más shockeante. ¿Cómo comprender entonces la estrategia de escritura de Spinoza, y cuál es el verdadero propósito que esconde a través de ella? Estas preguntas, que Strauss mismo se hace sin formularlas, indican que en nuestro intento por acceder a su lectura de Spinoza debemos comprender ante todo las reglas de lectura (y escritura) que Spinoza mismo nos ofrece de manera implícita. Ahora bien, ¿cómo leer el Tratado teológico-político? ¿Sirven sus aparentes reglas de interpretación, explícitamente formuladas en el capítulo VII? A través de un largo recorrido por las reglas hermenéuticas de Spinoza, Strauss dará señales de la comprensión de Spinoza de la filosofía y por ende de su juicio acerca del propósito de su libro (esto es, del objetivo de Spinoza en el Tratado).55 Por un lado, entonces, Strauss nos dice que según el filósofo holandés la Biblia es un libro ininteligible, un libro jeroglífico que debe ser interpretado por sí mismo (ex sola Scriptura), es decir, a través de arduo un análisis “arqueológico” de su “historia”, de sus afirmaciones, de la lengua utilizada, del número de 54 Véase por ejemplo el siguiente pasaje de “How to study…”, sumamente sugestivo de las reglas interpretativas straussianas: “In other words, in vulgar books written for instruction the most fundamental teaching must be written large on every page, or it must be the clearest teaching, whereas the same does not hold of philosophical books” (PAW, p. 162). 55 Hilb, C., op. cit., p. 290.

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repeticiones de una misma doctrina; en suma, utilizando un método análogo al de la investigación de la Naturaleza. Sin embargo, agregará Strauss, Spinoza no se atiene a sus propios principios hermenéuticos, esto es, no interpreta la Biblia como dice que hay que interpretarla.56 Por otro lado –continúa Strauss–, a diferencia de la Biblia, según Spinoza los libros inteligibles (como por ejemplo los Elementos de Euclides) no requieren mucho esfuerzo, son libros que ciertamente se explican por sí mismos, no hace falta su “historia” para elucidar la verdad que contienen. El filósofo alemán sostiene de esta manera que, de acuerdo a Spinoza, el Tratado teológico-político no puede ser interpretado como él dice que hay que interpretar la Biblia (porque su libro no es jeroglífico), pero tampoco como él leía la geometría de Euclides (porque su libro tampoco es tan inteligible).57 Ahora bien, la conclusión moderna e historicista, según la cual hay que estudiar “históricamente” el Tratado teológico-político –esto es, partiendo de la convicción de que toda explicación está históricamente determinada–, es una solución que, de acuerdo con Strauss, no es fiel a la comprensión spinoziana de su propia filosofía como la explicación verdadera del todo. Por eso el filósofo alemán afirma sin dudar que para comprender a Spinoza “adecuadamente”, para leer correctamente su libro, debemos tener en cuenta en primer lugar que sus reglas de lectura derivan de su “creencia” en el carácter definitivo de su filosofía como la descripción clara y distinta y, por consiguiente, verdadera de la totalidad.58 Y como vimos en el apartado anterior, según Strauss, para Spinoza esta explicación se opone a la que suministra la teología. Si partimos de estos presupuestos necesarios, ¿cuál es el verdadero propósito del Tratado teológico-político? Tal como afirma Strauss al final de “How to Study Spinoza´s Theologico-Political Treatise”, es necesario conocer exactamente, y por sí sola, primero la enseñanza exotérica de Spinoza, las proposiciones prácticas que la componen, para recién luego estar capacitados para acceder a su enseñanza esotérica, oculta.59 ¿Cuál entiende Strauss que es entonces la enseñanza explícita (y no verdadera) de Spinoza? Si leemos rápidamente el Tratado teológico-político, o parafraseando a Strauss, si lo leemos sin la suficiente literalidad, pareciera que el pro56 57 58 59

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Cf. PAW, p. 146. Cf. ibid., pp. 147-149. Cf. ibid., p. 154. Cf. ibid., p. 201.

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pósito que Spinoza se habría fijado es refutar las afirmaciones que a lo largo de la historia se habían elevado en favor de la revelación, promover con ello la separación entre filosofía y teología, y a partir de allí sentar las bases para una auténtica libertad de pensamiento y defensa de la filosofía. Aunque pueda haber creído eso en 1930, sin embargo, ese ya no es para nuestro autor el verdadero objetivo de Spinoza.60 Para advertir eso, argumenta Strauss, alcanza con detenerse en el Prefacio del libro, en el cual Spinoza excluye explícitamente de su lectura al vulgo, mientras privilegia simultánea e indirectamente a una audiencia especial.61 En otros términos, entiende Strauss, Spinoza señala que, a diferencia de la Biblia, que está dirigida a las masas, su libro (que trata justamente sobre cómo debe ser leída la Biblia) sólo puede ser correctamente entendido por unos pocos lectores atentos. “En el Tratado Spinoza se dirige a cierto tipo de filósofos potenciales, mientras el vulgo escucha. Habla, por lo tanto, de manera tal que el vulgo no entienda lo que quiere decir. Es por esta razón que se expresa en términos contradictorios: quienes se escandalicen [those shocked] con sus declaraciones heterodoxas se calmarán [will be appeased] a través de las fórmulas más o menos ortodoxas”.62 Únicamente unos pocos lectores del Tratado teológico-político, entonces, lograrán captar la regla sólida y segura [“sound rule”, dice Strauss] según la cual, en caso de contradicción, la declaración más opuesta a lo que según Spinoza era la opinión vulgar debe juzgarse como la expresión de su punto de vista serio, verdadero.63 De esta manera, observa Strauss, su método de interpretar la Biblia sí ofrece al lector atento una herramienta indirecta con la cual es posible interpretar su libro: la distinción entre sentido y verdad. Si en el caso de la Biblia no debe decidirse el sentido de las frases a partir de su verdad (puesto que los autores de aquella comunicaban sus opiniones en el lenguaje de las masas, que sostiene necesariamente opiniones “vulgares”), inversamente, en el caso del Tratado teológico-político, el sentido literal no agota su verdad más profunda. En otras palabras, según Strauss Spi60 Cf. ibid., p. 165. Nótese la utilización por parte de Strauss, para referirse al objetivo de Spinoza, de lo que C. Hilb llama “prosa exotérica” (cf. Hilb, C., op. cit., p. 295). 61 Levene, N., “Ethics and Interpretation, or How to Study Spinoza´s Tractatus TheologicoPoliticus Without Strauss”, The Journal of Jewish Thought and Philosophy, Vol. 10, 2000, p. 69. 62 PAW, p. 184. Es importante señalar que Strauss dice literalmente “the vulgar”, con lo cual alude en realidad no sólo al vulgo sino también a los teólogos, cuya interpretación de la Biblia es, desde el punto de vista que adjudica a Spinoza, “vulgar” y no filosófica. 63 Ibid., p. 186.

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noza no cree que haya una verdad misteriosa en la Biblia, pero sugiere exotéricamente que está escrita ad captum vulgi y que tras el sentido (muchas veces contradictorio) de sus afirmaciones se esconde una verdad. Así, de manera astuta pero velada, indica el modo como debe leerse su propio libro.64 Teniendo esto en mente, ¿cuál es el objetivo de Spinoza en el Tratado teológico-político, y a quiénes está destinado específicamente? Sin ambages, según Strauss, el objetivo principal es fomentar el desinterés o desapego [detachment] respecto de la Biblia, y a partir de ello crear la disposición para la filosofía entre aquellos hombres más aptos para ella.65 Ahora bien, puesto que el conflicto que la obra plantea es metahistórico (filosofía vs. superstición), también lo es su doctrina más profunda, la cual por ese mismo motivo está destinada a la posteridad. Los contemporáneos de Spinoza, justamente, requieren –como acaba de mencionarse– la creación del desinterés respecto de la Biblia para poder ser dirigidos a la filosofía. Si el objetivo meta-histórico y extemporáneo del TTP determina para Strauss su modo de producción, entonces el arte de escribir que supone el ejercicio filosófico no responde sencillamente al contexto socio-político en que Spinoza escribe sus libros, ni tampoco en forma exclusiva al temor de ser censurado o perseguido por las autoridades políticas y religiosas. Para el pensador alemán, al contrario, Spinoza esconde o disimula deliberadamente la verdad, la sustrae de las afirmaciones corrientes y de sentido común a la vez que escribe prudentemente “entre líneas” para unos pocos.66 La regla de vida spinozina ad captum vulgi hecha práctica, hecha discurso, significa entonces según Strauss el arte del sabio de acomodarse exotéricamente a los prejuicios de la sociedad para poder comunicar una verdad (heterodoxa) a los pocos capaces de escucharla y seguirla; escribir “ad captum vulgi” implica para el Spinoza de Strauss no exponer deliberadamente en forma clara el núcleo de su pensamiento. El filósofo, en su calidad de conocedor de la verdad y de su fundamento, no “debe”67 entonces decir la verdad ante la multitud ignorante; y no sólo por el peligro que eso puede significar para su vida, sino en mayor medida porque ese es el único medio de que dispone según Strauss para defender la filosofía 64 65 66 67

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Cf. ibid., pp. 178-179. Cf. ibid., p. 194. Cf. ibid., p. 179. Ibid., p. 180.

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como el mejor modo de vida. Modo de vida, vale aclarar, que para Strauss –y lo que es peor, para el Spinoza de Strauss– es privativo de los filósofos o al menos de éstos junto a aquellos “potenciales filósofos” a quien está dirigido el Tratado. Ahora bien, esto no significa, sostiene Strauss, que de la auténtica interpretación del ad captum vulgi loqui de Spinoza se siga que la doctrina exotérica del Tratado no pueda ser, en la intención de su autor, una enseñanza atemporal. Pero sin embargo, agrega, Spinoza adaptó deliberadamente no su pensamiento, sino la expresión pública del mismo a lo que su tiempo exigía o permitía. Spinoza debió acomodar su discurso y defender la legitimidad de la libertad de la filosofía en un contexto socio-político adverso, en el cual el cristianismo propendía a fusionar la filosofía con la teología. De esta manera, el objetivo exotérico y transepocal del libro –a saber: la protección de la filosofía–, inevitablemente adquiere características epocales precisas. “Su alegato por la libertad de filosofar y, en consecuencia, por la separación de la filosofía y de la teología está vinculado a su tiempo, en primer lugar porque su tiempo carecía de esa libertad, y simultáneamente [porque] ofrecía perspectivas razonables de establecerla”.68 ¿Qué pueden significar esas “perspectivas razonables” de establecer la libertad del filosofar? Una sola cosa, entiende Strauss: el reconocimiento de la posibilidad más segura de convertir a la filosofía, en un mundo mayoritariamente cristiano, a la mayor cantidad de personas posible. Si entonces Spinoza se dirige específicamente a un tipo especial de lectores (Strauss dice que Spinoza escribe ad captum alicuius), es a aquellos hombres, como dice en el Prefacio del Tratado, “que filosofarían más libremente, si no se lo dificultara el pensar que la razón debe ser sierva de la teología”.69 Es decir, los destinatarios son aquellos hombres que todavía son creyentes –la mayoría cristiana– pero que son susceptibles de convertirse en potenciales filósofos. Según la interpretación de nuestro autor, entonces, la protección de la filosofía debe comprenderse en un doble registro: por un lado, protección de la filosofía frente a las pretensiones del cristianismo de fusionarla con la teología, lo cual supone la subsunción de la primera bajo la segunda, y por otro, la protección personal de Spinoza, en tanto su enseñanza puede desencadenar todos los mecanismos de persecución por parte de aquellos hombres supersticiosos que no aman la verdad. Ahora bien, puesto que el filósofo holandés vive en un mundo mayoritariamente cristiano, su 68 Ibid., p. 191. 69 TTP, p. 12.

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objetivo principal y esotérico de “convertir a la filosofía a la mayor cantidad posible”70 le sugería que apareciera ante el lector del Tratado como “un cristiano entre los cristianos”, tanto, como recién mencionamos, para protegerse de la persecución política como para llevar a aquellos lectores atentos a desentrañar lo más profundo de su enseñanza. Spinoza escribe esotéricamente no simplemente por temor a la persecución política –situación que Strauss sin embargo no menosprecia dado el “contenido” de la crítica de la religión que el filósofo holandés dirige a la ortodoxia (crítica que sin embargo no comparte con Spinoza)– sino que lo hace en defensa de la filosofía y del modo de vida que ésta implica. Esta defensa o protección de la filosofía no debe entenderse por eso exclusivamente a partir del contexto particular de la vida de Spinoza. Es un error de todo historiador moderno, sostiene Strauss, interpretar el propósito del TTP únicamente en términos de las circunstancias particulares de Spinoza; ese enfoque olvida el “hecho central de que el Tratado no se dirige en particular a los contemporáneos de Spinoza. Está destinado a filósofos potenciales que son cristianos”.71 Sin embargo, la defensa de la filosofía, y de la explicación del todo que ésta supone para Spinoza según Strauss, debió llevarse a cabo en un contexto en que ésta era subsumida por la teología. Por eso, la defensa de la filosofía y de la legitimidad del filosofar, en un mundo mayoritariamente cristiano, “consiste en contribuir a deshacer su fusión con la teología”.72 En síntesis: según el pensador alemán Spinoza estaría exotéricamente intentando liberar a la filosofía de la teología, así como también del peligro y consecuente persecución que la segunda implica para la primera.73 Pero tras esa enseñanza exotérica se esconde según Strauss otra enseñanza, más profunda y verdadera, que consiste en iniciar o convertir a la filosofía a los creyentes capaces de acceder a la filosofía (y capaces por eso de descubrir la precariedad de la teología como “la” explicación del todo74) y, asimismo, en menospreciar la capacidad del vulgo para producir esa operación. El aspecto central de la aproximación straussiana madura es por lo tanto el reconocimiento en el Tratado teológico-político 70 71 72 73 74

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PAW, p. 190. Ibid., p. 168. Hilb, C., op. cit., p. 294. PAW, p. 163 y 165. En efecto, para Strauss, “[t]he alternative that confronts man by nature, is then that of a superstitious account of the whole on the one hand, and of the philosophic account on the other” (ibid., p. 156).

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de Spinoza de una estrategia de comunicación meditada: la de defender la filosofía como modo de vida mientras se esconde a la masa inculta la verdad de la superioridad de aquélla; superioridad que, por cierto, no puede comprender (y que para Strauss no podrá nunca comprender). Simultáneamente, Spinoza desplegaría la estrategia de efectuar la progresiva conversión de los creyentes –o “potenciales filósofos” como dice Strauss– en “verdaderos” filósofos. Spinoza es un escritor “prudente”, en el sentido específico que tiene para Strauss este término: no se trata de una virtud privada o del resultado de un cálculo racional sobre los peligros de la vida. Es ante todo una actitud moral. La prudencia del filósofo holandés, según entiende Strauss, no debe por eso ser comprendida exclusivamente a partir de la vida personal de Spinoza y de la persecución que pesaba sobre su persona. Hay que tener en cuenta, por el contrario, el aspecto más global de su defensa de la filosofía en un mundo mayoritariamente cristiano. “La protección de la filosofía bajo el cristianismo consiste en contribuir a deshacer su fusión con la teología, mortal para aquélla. Depende, entonces, de la restitución de su independencia frente a la teología”.75 En los pliegues de su escritura exotérica y mediante el arte de escribir entre líneas o la mentira directa, afirma entonces Strauss, Spinoza promueve el desapego a la Biblia, y con ello fomenta la disposición hacia la filosofía –es decir, hacia aquella explicación “verdadera” del todo contenida en la Ética– por parte de los potenciales filósofos. Ahora bien, para finalizar, no debemos olvidar lo que esta lectura tiene en común con la de 1930, a saber, que para Strauss esos “verdaderos” filósofos, que alcanzan ahora ese estatuto gracias al descubrimiento del sentido velado del texto de Spinoza, son también creyentes dogmáticos, devotos ya no de las Escrituras sino de la Ética o de la ciencia moderna que ésta impulsa. Es por ello que, si bien Strauss puede reivindicar en su lectura madura de Spinoza el arte de escribir que éste despliega en el Tratado teológico-político –que lo convierte en algo más que un crítico ilustrado de la religión revelada, y que supone que el texto spinoziano no es un texto que fracase en su verdadero propósito–, no puede sin embargo compartir la “opinión” de fondo o las premisas teoréticas sobre las que se apoya el filósofo holandés. En su interpretación “madura” de Spinoza, Strauss reconoce en el filósofo holandés a un escritor que, en la senda de la Modernidad, 75

Hilb, C., op. cit., p. 294

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busca dar cuenta del todo; pero que a la vez, puesto que no ignora la necesidad de la religión positiva en una comunidad, es políticamente responsable, prudente. Sabe que no puede decir lo que es mejor callar. En este sentido, entonces, debemos comprender la afirmación de Strauss del “Prefacio” según la cual Spinoza fue “el primer gran pensador que intentó una síntesis de la filosofía pre-moderna (clásica-medieval) y la filosofía moderna”.76

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SCR, pp. 15-16. Traducción y subrayado nuestro.

Modernidad, crítica de la religión y escritura

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S

egún Schmitt, la grieta más profunda en el proyecto hobbesiano es producto de su recepción más inmediata. Es Spinoza quien, mediante una inversión del origen y la fundamentación del poder soberano, habría signado la muerte del Leviatán. El principio formante de la autoridad estatal ha dejado de ser –como ocurría en Hobbes– el acto de protección y pacificación, para dar lugar ahora a la libertad de conciencia. Este giro constituiría, además, el venero de una tradición liberal perdurable, cuya piedra de toque es el presupuesto de la autosuficiencia de la razón que repercute políticamente en la presunta capacidad de la razón de justificar la legitimidad del Estado en tanto máquina productora de legalidad. El inmanentismo spinoziano se inscribiría dentro de esta veta hermenéutica, consolidando la mecanización total de la figura del Estado y aniquilando así el momento antonomásticamente político, la decisión soberana. En el marco de esta exposición intentaremos argüir, contra la interpretación schmittiana, que Spinoza no pretende asignar a la razón esa capacidad. Con ese fin en mente, revistaremos los puntos principales de la lectura de Schmitt sobre la obra spinoziana y sobre lo que, en términos menos precisos, podríamos llamar una ‘metafísica judía’. En correspondencia, alegaremos que la omisión de la trascendencia que Schmitt identifica en Spinoza no es inmediatamente traducible en una autonomización del producto por excelencia de la razón moderna, i.e., el Estado. En otros términos, Spinoza es tan consciente como Hobbes de los potenciales peligros que puede engendrar la razón mecanizada en su pretensión de justificación total. Sólo que no apela a la misma solución.



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—1— La relación entre Schmitt y Spinoza está regida menos por una recepción coherente que por indicios y sugerencias, donde el hilo conductor es la institución de una figura antonomástica de la modernidad. En principio, podemos establecer como base incontrovertible dos aristas en la reconstrucción schmittiana. La primera, de menor preponderancia y mayor ambigüedad, se encuentra en la obra de 1922, La Dictadura, y opera a través de la postulación de analogías. Por un lado, Schmitt explica la argumentación mediante la cual Hobbes vacía de toda sustancialidad al individuo y lo reinstala en el todo, i.e., en el Leviatán como detentador de todo derecho, recurriendo a una comparación con el sistema spinoziano. En efecto, según Schmitt, esa es la misma línea de pensamiento que sigue Spinoza, para quien “...el individuo es una nada y el universo es un todo”.1 Poco atendible, quizás, la mención nos permite por lo menos intuir la presencia de un proyecto en común entre Hobbes y Spinoza en el esquema conceptual del jurista alemán. Por otro lado, encontramos en la misma obra una apelación a la díada natura naturans/natura naturata para dar cuenta de la distinción entre poder constituyente y poder constituido de Sièyes. A pesar de su sobriedad, el pasaje se inscribe en un contexto argumental interesante para los fines de nuestra tesis. Schmitt cuestiona allí las pretensiones del racionalismo ilustrado de construir de manera mecanicista al Estado. La concepción de Sièyes, en cambio, excede la formalización de una máquina cristalizada en operaciones legaliformes. La noción de la relación del pouvoir constituant con el pouvoir constitué tiene su completa analogía sistemática y metódica en la noción de la relación de la natura naturans con la natura naturata, y si Spinoza acepta también esta noción en su sistema racionalista, demuestra con ello justamente que este sistema no es solo racionalista. La teoría del pouvoir constituant es también incomprensible como mero racionalismo mecanicista.2 La clave reside en el hecho de que esa fuerza originaria, identificada con el pueblo, no está ligada de modo definitivo a ninguna de las configuraciones que erige, sino que puede constituir siempre nuevos órganos. En términos jurídico-políticos, implica una realidad mecanizada como 1 2

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Schmitt, C., La Dictadura, Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 157. Ibid., p. 188.

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poder constituido que requiere indefectiblemente de una instancia fundadora autónoma. Esto, empero, permanece en el plano de los barruntos. “Si bien Schmitt vislumbra en Spinoza el tema de la imposibilidad de concentrar la energía política en las instituciones... no prevé la relación entre multitudo y potentia ni desarrolla este eje interpretativo en la línea (distinta, por cierto) de distinguir en Spinoza una teología política (…)”.3 En síntesis, ese exceso en la formulación spinoziana que impide adscribirle el rótulo de un racionalismo mecanicista tampoco habilita su retraducción en un marco decisionista del cual el funcionamiento regular del Estado obtendría su fuente de legitimidad. Como segunda arista, encontramos una recepción más elaborada de la teoría política de Spinoza en El Leviatán en la Teoría del Estado de Thomas Hobbes, de 1938. En esta obra Schmitt dispone la relación entre Hobbes y Spinoza como la de una divergencia primigenia que acabará definiendo dos vertientes contradictorias en la forma de la estatalidad moderna. Según nuestro autor, Hobbes consuma la mecanización de la realidad iniciada por Descartes con su concepción del hombre como una máquina mediante la incorporación del alma al artificio estatal.4 Es decir, en la medida en que el representante soberano es concebido como el alma del Estado, ésta es absorbida por la máquina como un elemento más de la misma. Mecanismo de comando instituido con el fin de asegurar protección, el Estado hobbesiano se constituye en “(…) el primer producto de la era de la tecnología, el primer mecanismo moderno a gran escala, una machina machinarum (…)”.5 Siguiendo con el argumento, la clave del aparato estatal no es estrictamente su carácter artificial como un producto de la creatividad humana, sino su funcionamiento técnico-neutral. Hobbes logra separar “(…) los estándares religiosos y metafísicos de verdad de los estándares de mando y función, y los vuelve autónomos”.6 Ahora bien, esta reconstrucción no satura la totalidad de la realidad política sino que explica tan solo la operación normalizada del Estado como máquina legisladora. La rutina positivista de la administración técnica no puede dar cuenta de sí por ella misma. Tiene validez únicamente “(…) como resultado de la determinación positiva del aparato 3 4 5 6

Galli, C., “Schmitt, Strauss y Spinoza” en Idem., La mirada de Jano, FCE, Buenos Aires, 2012, p. 136. Schmitt, C., The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes, Greenwood Press, Westport, 1996, p. 99. Ibid., p. 34. Ibid., p. 45.

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estatal de decisión (…)”.7 Existe, en consecuencia, un momento previo en términos lógicos al del mecanismo legal, esto es, el momento de la decisión no fundada. “Hobbes, el gran decisionista, realiza aquí también su típico giro decisionista: Auctoritas, non Veritas. Nada es verdad, todo es mandato”.8 Para ilustrar esta resolución, Schmitt recurre a un caso particular de decisión que, a su vez, oficia de parangón antonomástico de toda operación soberana: la determinación sobre qué es un milagro. Schmitt muestra que la analogía debe tomarse literalmente: el estado de excepción es el estado en el cual ocurren los milagros, y la soberanía pertenece a aquél que decide sobre el estado de excepción, es decir, quien decide qué es un milagro... el aspecto positivista y el decisionista (el liberal y el cristiano) de la teoría de la soberanía de Hobbes convergen en la doctrina de los milagros.9 Queda claro, entonces, que la maquinaria administrativa requiere de una instancia externa, no neutralizable, que le otorgue legitimidad. En otras palabras, el orden jurídico que el liberalismo presume autofundable –o, mejor dicho, fundamentado en la lógica racionalista del pacto de conveniencia– tiene como condición de posibilidad una teología que el soberano protagoniza en su rol de Creator Pacis.10 Es mediante el rastreo del origen decisionista que Schmitt logra preservar la primacía de lo político frente al sistema legal positivista presuntamente autorregulado. Si bien es disputable la interpretación concerniente a qué es lo que termina definiendo la apertura del Estado hobbesiano hacia la instancia de la decisión,11 no resulta difícil percibir que Schmitt está construyendo un argumento con el fin de polemizar contra la reducción positivista de corte weberiano que tiende a identificar la legitimidad del Derecho con la simple forma legal.12 El Leviatán es el expediente que le permite argüir que “el Estado es algo más que y algo diferente de un pacto realizado entre individuos (…). Aún cuando se haya alcanzado un consenso de 7 8 9 10 11 12

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Ibid., p. 44. Ibidem. Vatter, M., “Strauss and Schmitt as Readers of Hobbes and Spinoza: On the Relation between Political Theology and Liberalism” en CR: The New Centennial Review, Vol. 4, N° 3, 2004, p. 185. Schmitt, C., The Leviathan..., ed. cit., p. 33. Según Dotti hay una oscilación en el planteo de Schmitt, que no termina de definir si asignar esa función al carácter mítico del Leviatán o a su apertura a la trascendencia. Cf. Dotti, J., “¿Quién mató al Leviatán?” en Deus Mortalis, N° 1, 2002, pp. 114-5. Cf. Vatter, M., op. cit., p. 183 y Dotti, J., “Teología política y excepción” en Daimon, N° 13, 1996, p. 133.

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todos con todos, ese acuerdo es únicamente anarco-social, no estatal”.13 Sumariamente, la teoría hobbesiana advierte sobre la indefectible remisión de la norma a la decisión fundacional. Sin embargo, el diagnóstico schmittiano parte de una certidumbre que se encuentra explicitada en el subtítulo de la obra en cuestión: el símbolo político edificado por Hobbes fracasó. Y esto en razón de que (...) en el cenit del poder soberano que produce la unidad de religión y política ocurre la ruptura... Hobbes declara la cuestión del milagro como un asunto de razón ‘pública’ en contraste con la ‘privada’; pero sobre la base de una libertad universal de pensamiento... reserva a la razón privada individual el creerlo o no creerlo y la preservación de su propio judicium en su corazón, intra pectus suum.14

La distinción entre fe privada y confesión pública signa el derrumbe del Estado moderno y prefigura su desenvolvimiento liberal como mero poder de policía, de mantenimiento del orden público.15 Es aquí donde Spinoza se vuelve relevante para el planteo: el “(…) judío liberal advierte una grieta apenas visible en la justificación del Estado soberano. En ella reconoce inmediatamente la avanzada reveladora hacia el liberalismo moderno (…)”.16 La innovación spinoziana consiste en haber invertido la relación entre lo externo y lo interno, lo público y lo privado. En lugar de centrarse en la protección, Spinoza adopta la libertad individual, la piedad, como la fuente de sentido del Estado y relega los derechos del soberano y los requisitos para la paz pública al lugar de simples salvedades. Pero cuando el poder público quiere ser únicamente público, cuando Estado y confesión conducen a la fe interior al dominio privado, entonces el alma del pueblo se introduce en el ‘camino secreto’ que lleva hacia la interioridad. Así crece una contrafuerza de silencio y quietud. En el preciso momento en el que la distinción entre interior y exterior es reconocida, se resuelve la superioridad de lo interior sobre lo exterior y, por ende, de lo público sobre lo privado. El poder público puede ser reconocido completa y enfáticamente, y respetado de forma leal, pero en tanto poder sólo público y externo, se encuentra vacío y muerto por dentro.17

13 14 15 16 17

Schmitt, C., The Leviathan..., ed. cit., p. 33. Cf. ibíd., p. 56. Ibid., p. 59. Ibid., p. 57. Ibid., p. 61.

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Este proceso de consolidación de la libertad de pensamiento y de debilitamiento del poder estatal forma parte de una “táctica judía” que agrupa a todos los sectarios, “los silentes de la tierra”,18 y que encuentra en Moses Mendelssohn su exponente privilegiado. El Leviatán acaba así desfigurado, convertido en Moloch, un mecanismo muerto que domina sólo externamente.

—2— Spinoza dejó señada la transacción de la identificación entre el racionalismo neutralizante, el liberalismo y la espiritualidad judía que sus epígonos completarán. Hasta aquí la parte expositiva. Lo que intentaremos argüir a continuación es que el pensador holandés no puede oficiar sino pobremente de iniciador de un proceso de reversos que en él no se verifica. En principio, el rol que el planteo schmittiano le asigna es estrictamente deíctico. Spinoza comete una infidencia al descubrir la desnudez de la soberanía señalando las grietas en el muro del Leviatán. Esto quiere decir que la limitación se encuentra ya en el propio esquema de Hobbes. “(…) [E]l dispositivo hobbesiano mismo es el factor que tiende a hacer olvidar la primacía de lo político sobre lo económico-societal y sobre el administrativismo impersonal”.19 No obstante, el argumento de Schmitt apunta a señalar la convivencia de dos lógicas contradictorias en ese esquema: una mítica-decisionista que asegura los derechos del poder soberano y otra racionalista-mecanicista dirigida a la protección de la esfera privada. Spinoza se habría encargado justamente de anular la primera y terminar de consolidar la segunda. Ya adelantamos que nuestra intención no es la de ofrecer una crítica generalizada de la reconstrucción del sistema spinoziano. Tampoco disputaremos, como hacen Balibar y Vatter, la hermeneusis de la noción de libertad de conciencia que realiza Schmitt.20 La hipótesis, más implícita y vinculante, que pretendemos cuestionar es que el inmanentismo spinoziano –o la metafísica judaizante– es la contracara natural del libe-

18 Ibid., p. 60. 19 Dotti, J., “¿Quién mató al Leviatán?”, ed.cit., p. 104. 20 Cf. Balibar, É., Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2012, p. 41 y Vatter, M., op. cit., pp. 201-2.

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ralismo que ayuda a parir en la modernidad.21 Hay una automatización en la vinculación entre genealogía inmanente del Estado y racionalismo que –entendemos– no se encuentra en absoluto justificada. En efecto, Schmitt parece creer que la imposibilidad de una teología política implica indefectiblemente la adopción de una concepción mecanicista del Estado en tanto producto de la lógica utilitaria. Para su mejor comprensión, dividiremos el compromiso en dos premisas centrales. Una, la creencia de que el Estado es el producto privilegiado de la extensión del cálculo utilitario entre todos sujetos racionales pactantes. Es decir, el supuesto de la autosuficiencia de la razón basado sobre la inviolabilidad de la dimensión privada de la razón. Dos, la consideración de la autonomización de la razón bajo la forma del Estado o el supuesto de la racionalización total del Estado. Esto estaría fundamentado en la neutralidad que asume el titular del poder soberano en materia especulativa religiosa con el fin de preservar la libertad de conciencia. En la teoría política de Spinoza –he aquí lo que intentaremos probar– existe una matriz inmanentista, pero no se dan ninguno de esos dos supuestos. Como veíamos inicialmente, en La Dictadura es Schmitt quien reconoce la distancia del planteo spinoziano respecto del racionalismo mecanicista. Si bien no hay trascendencia respecto de las instituciones formales, no es fácil adscribirle a Spinoza una teoría estrictamente mecanicista del surgimiento del Estado. Es que, a diferencia de Hobbes, el pensador judío se desentiende directamente del recurso del pacto en el Tratado político. Spinoza pone especial cuidado en el proceso por el cual los individuos acaban conformando una comunidad política. Fundamentalmente nos concierne el aspecto negativo. Esto es, cómo no lo hacen. Así podemos leer la devaluación que hace de la figura de la promesa, y por extensión, de la figura del pacto. La promesa es una instancia ociosa, “(…) pues quien tiene la potestad de romper[la] (…) no ha cedido realmente su derecho, sino que sólo ha dado su palabra”.22 Se trata, más bien, de la expresión de un hecho, de una rúbrica formal a una relación de fuerzas ya existente. Spinoza parece consciente del problema básico que emerge cuando se quiere salir del estado de naturaleza entendido como un estado de enemistad entre los hombres. O 21

Véase una justificación de esta equivalencia en Dotti, J., “Filioque. Una tenaz apología de la mediación teológico-política” en Schmitt, C., La tiranía de los valores, Hydra, Buenos Aires, 2011, pp. 52-62. 22 TP, p. 280. Traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado político, Alianza, Madrid, 2010, p. 97.

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el acuerdo mediante una promesa es imposible porque jamás existirá un grado de cooperación tal que pueda llevarlo a cabo, o es irrelevante, porque ya existe ese grado de cooperación, y la situación sería mucho menos dramática de lo que se creía, es decir, que el pacto acabaría siendo un expediente vacío.23 La marca del exceso de energía que subyace a la constitución de la sociedad política se verifica en la imposibilidad de una explicación directamente utilitaria de su surgimiento. Según este imaginario, se trataría menos de un origen consensuado racionalmente que del juego de agregación de fuerzas sociales cristalizadas en determinada configuración institucional. Spinoza parece redoblar la apuesta en relación a la “chispa de razón” que cataliza en última instancia la aparición del Estado hobbesiano. No obstante, aún resta el segundo problema. ¿Dónde queda ese exceso una vez que el Estado está ya constituido? ¿Cómo es que la política no queda capturada y clausurada en el mecanismo de la administración? Al parecer, para Schmitt, si no existe un esquema teológico-político de soberanía, si no hay posibilidad de representación, entonces nos vemos arrojados a la mera administración en sentido liberal. Dicho de otro modo, se obtura la instancia que aloja “lo político”. En este respecto, podríamos rastrear, como hace Balibar, la presencia significativa de elementos decisionistas en la teoría política de Spinoza.24 En realidad, lo que nos interesa indicar es que Schmitt podría estar invirtiendo la operación argumental original para que la identificación entre inmanencia y liberalismo sea conducente. En otras palabras, parece perfectamente plausible una lectura contraria. Sabemos que (...) si nadie puede renunciar a su libertad de pensar y opinar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades... Pues ni los más versados, por no decir la plebe, saben callar.25

23 Cf. Dotti, J., Dialéctica y Derecho, Hachette, Buenos Aires, 1983, p. 189. 24 Cf. Balibar, É., op. cit., pp. 86-90. Como argumenta Carlo Galli, esta línea de interpretación es rechazada por Schmitt porque la potencia multitudinaria no se deja enmarcar en la forma de la soberanía y en la dialéctica institución/excepción (cf. Galli, C., op. cit., p. 146). 25 TTP, p. 240 (traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, Barcelona, Altaya, 1997 p. 410) énfasis nuestro.

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A pesar de la elisión, no es difícil vislumbrar quién es el que debe saber callar.26 El quis judicabit hobbesiano se reconfigura en un quis tacebit. Ahora bien, la neutralidad en asuntos religiosos con la que Spinoza caracteriza al poder soberano en el capítulo XX del Tratado teológico-político no es necesariamente consecuencia de su compromiso con una perspectiva del Estado como autonomización de la razón. Es decir, la ausencia de representación no consistiría en la desaprensión y el abandono de la realidad política a aquello que la Razón dicta desde la sede estatal.27 Si Spinoza postula una neutralización del plano de la religión –podría entenderse– es porque cree que ésta traduce la convicción de que lo divino es irrepresentable y no porque pretende afianzar un proceso de mecanización de las funciones del órgano estatal. Por lo pronto, la adopción de un minimalismo religioso, en virtud del cual la obediencia a Dios se ve absorbida por la obediencia al poder soberano, no significa nada por sí misma. Implica, a fortiori, un involucramiento más estrecho con el modo de argumentación hobbesiano.28 La diferencia es que para Spinoza no hay representación de Dios en la Tierra, i.e., no contamos con dei mortales. Y esto no se debe a una debilidad en los hombres, sino a una contradicción con la naturaleza divina.29 Sobre esta premisa, la teología política spinoziana no puede ser considerada como un mero expediente para justificar la racionalización total del campo estatal. Lo disputable en relación al diagrama erigido por Schmitt reside en el hecho de que la ausencia de vinculación con la trascendencia puede entenderse, también, como un vacío, una exterioridad, que no se deja aprehender por la legalidad del Estado.30 De acuerdo a esta línea de hermeneusis, es justamente la metafísica de la inmanencia lo que le permitiría a Spinoza criticar el presunto dominio ubicuo de la razón sobre la realidad política, en la medida en que explicita sus límites y asegura una referencia continua hacia algo que no se desmonta mediante los procedimientos de la maquinaria racional. El mundo político simplemente debe constituirse sobre la imposibilidad de la representación. Schmitt, desde luego, podría contestar – y, tal vez, con razón– que eso no es una verdadera teología política. 26 Cf. Madanes, L., El árbitro arbitrario, Eudeba, Buenos Aires, 2001, pp. 205-7. 27 Esta es la tesis de Bobbio. Cf. Bobbio, N., “El modelo iusnaturalista”, en Idem, Estudios de historia de la filosofía. De Hobbes a Gramsci, Debate, Madrid, 1991, p. 141. 28 Cf. Madanes, L., op. cit., p. 163, donde se rastrea la reducción que tanto Spinoza como Hobbes realizan de los preceptos bíblicos a la obediencia al poder político. 29 TTP, p. 40 (p. 110 de la edición de Altaya). 30 Cf. Galli, C., op. cit., pp. 133 y 149.

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E

n trabajos anteriores he venido construyendo cierta concepción de la filosofía política como conocimiento del segundo género o de las nociones comunes: conocimiento de las relaciones y su composición.1 En esos textos intenté pensar al capitalismo como una relación característica y en qué medida no se compone con la nuestra, nos afecta de tristeza y hace necesario combatirlo en favor de las relaciones humanas. Ocurre que un aspecto problemático de la interpretación deleuziana subyacía a toda la concepción: la inadecuada resolución al enigma de cómo salir de lo inadecuado. En estas páginas intentaré proponer una resolución alternativa a ese enigma, que no pase por el ascenso a través de los géneros del conocimiento y los órdenes de la naturaleza sino por la transición entre los órdenes del tiempo: del instante a la duración a la eternidad. Deleuze enfatiza que, para Spinoza, el punto de partida de la existencia es lo inadecuado, que la verdad y la libertad no están dadas en principio sino que son el resultado de una larga y trabajosa actividad: Para Spinoza, ocurre con la verdad lo mismo que con la libertad: no están dadas en principio, sino que aparecen como el resultado de una larga actividad por la cual producimos ideas adecuadas, escapando al encadenamiento de la necesidad externa. En ese sentido, la inspiración spinozista es profundamente empirista (...) lo asombroso, es que los hombres lleguen

1



Cf. Ferreyra, Julián, L’ontologie du capitalisme chez Gilles Deleuze, L’Harmattan, Paris, 2010; “Deleuze, de Leibniz a Spinoza”, en Tatián, D. (comp.), Spinoza, Quinto Coloquio, Brujas, Córdoba, 2009 pp. 135-142; “El capitalismo, el arsénico, un perro, una especie de paté, y yo”, en Tatian, D. (comp.), Spinoza, Cuarto Coloquio, Brujas, Córdoba, 2008, pp. 141-148 y “El esquizoanálisis o la formación de nociones comunes como tarea política”, en D. Tatián (comp.), Spinoza Tercer Coloquio, Brujas, Córdoba, 2007, pp. 183-190.

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a veces a comprender lo verdadero, a veces a comprenderse entre ellos, a veces a liberarse de lo que los encadena.2

En principio, lo que nos está dado es el orden de los encuentros, el primer género del conocimiento, afecciones pasivas que colman nuestra capacidad de actuar a cada instante, produciendo predominantemente afectos tristes: la lluvia eterna, maldita, fría y densa que nos hace aullar como perros, siguiendo la imagen tomada del infierno del Dante con la cual Deleuze ilustra este estado lamentable de la existencia tal como nos es dada “en principio”.3 Es el azar de los encuentros, el estar sujeto a los choques y las contingencias extrínsecas, en un marco donde las probabilidades no nos son favorables. Y la cosa no termina allí: ni siquiera nos encontramos propiamente librados al azar de los encuentros. No estamos en el estado de naturaleza, donde –si bien lo más probable es el mal encuentro, el peor de todos, esto es, la muerte violenta–, existe una probabilidad, por ínfima que sea, de que un golpe de suerte nos colme de alegría. Malas noticias para el apostador que vive en cada uno de nosotros: los dados están cargados. No estamos en estado de naturaleza, no estamos “sueltos”, no somos individuos solos y aislados, sino que vivimos en una organización de las pasiones tristes, la tiranía del capitalismo. En la tiranía perfecta, todos los encuentros son tristes y todos los signos aparecen ya encriptados por la superstición, “disfrazando bajo el nombre de religión el miedo”. La situación es imposible: encadenamiento de la necesidad externa, bajas probabilidades de encuentros favorables, organización de las pasiones tristes que colman a cada instante nuestra capacidad de actuar. La situación es imposible. ¿Cómo salir entonces? Deleuze plantea un camino ascendente a partir de una selección de las pasiones. La primera cuestión de la Etica es entonces: ¿qué hacer para ser afectado de un máximo de pasiones alegres? La naturaleza no nos favorece en ese sentido. Pero debemos contar con el esfuerzo de la razón, esfuerzo empírico y muy lento que encuentra en la ciudad las condiciones que lo hacen posible: la razón, en el principio de su génesis o bajo su primer aspecto, es

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Deleuze, Gilles, Spinoza et le problème de l’expression, Paris, Minuit, 1968, p. 134. Alighieri, Dante, La comedia, Barcelona, Seix Barral, 1982, p. 60 (Canto VI, 7-21). Referido por Deleuze, en En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008, pp. 472473.

Acerca de la posibilidad de una beatitud política

el esfuerzo de organizar los encuentros de tal manera que seamos afectados por un máximo de pasiones alegres.4

Ocurre que este paso es inhibido por su misma formulación: el esfuerzo por organizar los encuentros sólo es posible en las condiciones políticas de la ciudad (es decir, la democracia, por tanto ni en el estado de naturaleza ni en la tiranía), pero ésta, como organización de las pasiones alegres, sólo puede realizarse en la medida en que contemos con un principio de selección de las pasiones alegres. ¿Y cómo, cómo seleccionar las pasiones en las condiciones existentes? La oda a la alegría es muy bonita, muy tentadora, estamos todos de acuerdo: la alegría es buena, la tristeza es mala. Es cierto: hay algunos curas, algunos depresivos, algunos moralistas. Pero las cosas no son como en tiempos de Spinoza. En nuestro mundo moderno liviano y fluyente, hay un acuerdo del sentido común, como bien se observa en los avisos publicitarios y las campañas políticas. Todos alegres y sonrientes. La mera apelación a las pasiones alegres es un trágico devenir de la filosofía en general y del spinozismo en particular, que la transforman en auto-ayuda y marketing motivacional. Es un riesgo ante el cual debemos permanecer alertas, como bien ha mostrado Ezequiel Ipar en el Quinto Coloquio Spinoza: Tanto la teoría del “marketing motivacional” que promueve en el ámbito laboral las pasiones alegres y el “¡usted puede!”, como las lecciones de autoayuda que estimulan incondicionalmente el “pensamiento positivo”, expresan vestigios de un raro e inequívoco “spinozismo para las masas”. [Will Ferguson en su novela “Felicidad marca registrada”] ofrece a los lectores una guía efectiva para la vida, basada en algo así como una ideología de la alegría (su consigna fundamental reza así: “¡Vive! ¡Ama! ¡Aprende!”), que promete un camino para la felicidad en el complejo mundo contemporáneo. Sus consejos van desde prescripciones innovadoras para la vida erótica hasta técnicas que permiten la auto-organización de las fuerzas energéticas del karma de modo tal de garantizar el éxito financiero de los individuos.5

El problema común de la oda de la alegría y el camino ascendente en el orden del conocimiento y la libertad es la equivocidad del primer escalón. ¿Cómo seleccionar las pasiones alegres? ¿Cómo distinguirlas de las tristes? ¿Cómo “optar” por ellas? ¿Cómo reconocerlas? Y, antes aún, ¿cómo encontrarlas si estamos en una organización de las pasiones tris4 Deleuze, Spinoza..., op. cit., p. 252, yo subrayo. 5 Ipar, E. “¿Existe en el mundo contemporáneo una dimensión ideológica del spinozismo?”, en Tatián, D. (comp.) Spinoza, Quinto Coloquio, Córdoba, Brujas, 2009, p. 339.

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tes? A pesar de todos estos obstáculos que él mismo identifica e indaga, Deleuze hace, sin embargo, de las pasiones alegres el primer paso que será condición de posibilidad del salto cualitativo hacia el conocimiento adecuado y la libertad práctica: No alcanza con acumular pasiones alegres para devenir activo (...) Evitar las pasiones tristes es el primer esfuerzo de la razón, pero a continuación hacía falta salir del simple encadenamiento de las pasiones, incluso alegres (...) Hace falta entonces que, favorecidos por las pasiones alegres, formemos una idea de lo que es común entre el cuerpo exterior y el nuestro (...) Ese es el segundo momento de la razón; ahora, y ahora solamente, comprendemos y actuamos, somos razonables: no por una acumulación de pasiones alegres en tanto pasiones, sino por un verdadero “salto”.6

Una acumulación de pasiones alegres no alcanza para devenir activo, pero solamente favorecidos por las pasiones alegres podemos dar el salto hacia lo adecuado. Y sin embargo, todo lo que Deleuze dice, incluso en los mismos párrafos en los que intenta dar cuenta de la posibilidad de tal salto, atenta contra tal posibilidad. El “salto” no puede depender: ni de los encuentros (bajas probabilidades en estados de naturaleza, tendientes a nulas en la tiranía), ni de mi discernimiento en el estado de estupor en el que me encuentro “en principio”, sometido a la denigración del golpeteo incesante de la lluvia eterna, maldita, fría, y densa que me condena a aullar como un perro. ¿Cómo saltar entonces?

Creo que el camino yace en torno a la noción de “expresionismo en filosofía”, que subtitula la conclusión de Spinoza y el problema de la expresión y es destacada por Macherey: Analizar la filosofía de Spinoza en términos de expresión, considerarla como expresiva, en el sentido definido por una cierta concepción de “expresionismo en filosofía” era claramente introducir una nueva versión del spinozismo que representaba una variante –si es que no estaba completamente en contraposición– con el modelo de racionalismo demostrativo explícitamente adoptado por el propio Spinoza. La palabra “expresionismo”, en efecto, evoca primariamente el movimiento estético que derivaba el trabajo de pintores franceses y alemanes en el giro del siglo, que luego se expandió en la literatura y el nuevo arte del cine y que, en oposición con la 6 Deleuze, Spinoza..., op. cit., p. 262.

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sutil distribución de impresiones en un plano horizontal en el cual parecen flotar sin peso, enfatizan la fuerza de expresión vehemente, por así decirlo vertical, que se revelaba en la violencia de los gestos en distorsiones más o menos sistemáticamente organizadas de los aspectos más estridentes de la realidad y la vida.7

Expresionismo en contraposición con el impresionismo. Un grito filosófico a lo Munch en lugar de las nenúnfares filosóficas a lo Monet, la filosofía como una fiera enjaulada y no como un turista paseando por los jardines bucólicos de Renoir. Expresionismo en filosofía: no sólo desde el punto de vista de Dios (Dios se expresa en sus atributos y sus modos) sino principalmente desde nuestro punto de vista: somos expresiones de una sustancia divina que no nos trasciende. Somos modos. Somos en Dios. Nunca, ni en la más profunda tristeza, ni en el umbral mínimo de nuestra capacidad de ser afectados, ni bajo la lluvia eterna, maldita, fría y densa, estamos separados de la potencia de Dios. Nuestro cuerpo en el fango, retorciéndose para proteger de la lluvia primero el lado izquierdo con el derecho, y luego el derecho con el izquierdo, aullando como un perro, es expresión de Dios también. Lo sentimos, lo experimentamos. Sentimos y experimentamos que somos eternos (Ética, V. 23, esc.). Estamos montados sobre la potencia de Dios, montados como sobre la espalda de un tigre, en equilibrio frágil, siempre a punto de caernos o ser lanzados por el aire, siempre a punto de ser aniquilados por la misma potencia que nos constituye. Expresamos la potencia de Dios, y en tanto la expresamos la sentimos y experimentamos. La cuestión es dónde, cómo, cuándo la sentimos y experimentamos. Dice Deleuze: Es al mismo tiempo que soy mortal que experimento que soy eterno. Experimentar que soy eterno no quiere decir que hay un antes y un después, que hubo un antes y habrá un después. Quiere decir que desde ahora experimento algo que no puede estar bajo la forma del tiempo.8

Sentimos, experimentamos que somos eternos, y lo hacemos en tanto mortales, es decir, bajo la forma del tiempo. Tiempo y eternidad, entonces, es la cuestión. Creo que el eje de la problemática no es aquel que enfatiza tanto Deleuze en su teoría del modo finito en Spinoza y el problema de la expresión, esto es, el eje de los niveles de expresión y los tres órdenes de la naturaleza (orden de los encuentros, orden de Macherey, P. “The encounter with Spinoza”, en Patton, P. (ed.), Deleuze, a Critical Reader, Blackwell, Oxford, 1996, pp. 141-142. 8 Deleuze, En medio... op. cit., p. 438. 7

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las relaciones y orden de las esencias), con su correspondencia con los tres géneros del conocimiento. Creo que el eje de la problemática debe trasladarse a los órdenes del tiempo (en la misma línea en que Deleuze los trabajará en el capítulo II de Diferencia y repetición). La cuestión no es tanto cómo seleccionar las pasiones para evitar las que nos afecten de tristeza y elegir las que nos dan alegría, sino cómo salir del instante. Es en el instante donde estamos estancados. Es en lo estático donde Dios está ausente. El corte instantáneo es el impresionismo, donde hay sólo encuentros y azar. El corte instantáneo es la perspectiva donde siempre somos tan perfectos como podemos serlo, donde las afecciones siempre colman nuestra capacidad de ser afectados, donde cada modo es tan perfecto como puede serlo y no carece de nada: ni el ciego, ni el indigente, ni el prisionero en la mesa de tortura. De ese corte instantáneo hay que salir. En el instante Dios nos ha abandonado. Por el contrario, Dios se expresa en el milagro de la duración, de la variación: “Crecimiento, envejecimiento, enfermedad: nos es difícil reconocer a un mismo individuo”.9 Y sin embargo es el mismo individuo, es el mismo modo existente, en tanto dura. Esta duración, esta variación montados en la espalda de la cual somos y continuamos siendo, ya no reside en las afecciones que colman a cada instante nuestro poder de actuar, sino en un afecto que está envuelto en esas afecciones. En tanto variamos, en tanto estamos en movimiento intensivo entre los elásticos umbrales que constituyen nuestra esencia, expresamos la potencia de Dios. Aun en el estado más lamentable, aun bajo la lluvia eterna, maldita, fría y densa. En tanto hay dinamismo. Deleuze destaca el carácter cinético de la imagen de los condenados del Dante bajo la lluvia: se retuercen protegiendo un lado de su cuerpo con el otro. Ese aumento y disminución continuo, esa variación en la duración, es la expresión, la presencia de Dios. Gracias a esa variación en la duración descubrimos que la afección instantánea no es todo lo que hay, que la existencia no se limita a los choques y encuentros al azar. Gracias a la variación en la duración descubrimos que las afecciones envuelven un afecto. Y el afecto favorece la posibilidad de sentir y experimentar que somos eternos. Favorece, digo, porque también en este eje hace falta un salto. Un salto es necesario, ya que los afectos (alegría, tristeza) son todavía pasiones, ideas inadecuadas: están todavía soldadas a las afecciones que aparecen como su causa, extrínsecas y contingentes. 9 Deleuze, Spinoza... op. cit. p. 202.

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Hace falta un salto, digo, y me dirán que entonces no hemos avanzado, o que no hemos avanzado casi nada respecto a la escalera deleuziana entre los órdenes de la naturaleza: encuentros, relaciones, esencias. Y, sin embargo, las condiciones que hacían imposible el ascenso en la escala de los órdenes de la naturaleza han sido desmontadas en la escala del tiempo, la escala que propongo ahora para escaparnos del pozo donde nos ha arrojado la existencia. En efecto: la escala deleuziana dependía del encuentro azaroso con las pasiones alegres y nuestra capacidad de reconocer las afecciones que son su causa. Todo iba en contra de esa posibilidad: las probabilidades (escasas), la organización social (tiranía), nuestra razón (enturbiada por la exposición constante a las pasiones tristes). La propuesta temporal tiene la ventaja de que los afectos están envueltos en las afecciones, en todas las afecciones, en las alegres y en las tristes: aun en la máxima tristeza hay un afecto, con la única condición de que esté en variación. Lo que se revela es, mucho más que una tonalidad afectiva, un modo de relación: el envolvimiento. La afección envuelve un afecto, y el afecto envuelve, a su vez, una intensidad: la esencia que somos como parte intensiva de la potencia de Dios. Gracias al afecto, favorecidos por el afecto, podemos continuar el camino del envolvimiento hacia la intensidad de la que nunca estamos alienados, sino que siempre está en nosotros, envuelta por los afectos y las afecciones, las alegrías y las tristezas, los choques y los golpes de la vida. En la intensidad sentimos y experimentamos que somos eternos. La intensidad está en el mundo, en el tiempo, y a la vez subvierte su orden y su forma: en el tiempo experimento algo que no puede estar bajo la forma del tiempo, en el mundo experimento la potencia infinita de Dios: la beatitud. En este punto hay que evitar la precipitación, como siempre, más que nunca. Especial precaución, porque el planteo que he realizado la favorece. Las condiciones del problema que he planteado, políticas (la tiranía v. la democracia) y éticas (el problema de reconocer las pasiones alegres, distinguirlas de las tristes) favorecen la tentación de recurrir a la beatitud como criterio. Es en esa senda que algunas interpretaciones biopolíticas de Deleuze (especialmente la de Roberto Esposito) han intentado hacer de la beatitud de una vida de pura inmanencia una norma de vida, un criterio ético y político. Se trata de una confusión catastrófica. La beatitud no puede ser criterio en ninguno de los dos sentidos: ni ético (porque el afecto de tercer género no sirve para reconocer una pasión alegre del primer género, no hay semejanza alguna entre ambos afectos) ni político

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(ya que no se puede deducir de la intensidad un conocimiento específico de las relaciones humanas y su composición en un tiempo y un espacio determinados para establecer el modo adecuado de organización social, ni siquiera como organización de las pasiones alegres). En la beatitud, todo se compone con todo y no hay bien ni mal, no hay bueno ni malo (como tampoco lo hay en el corte instantáneo de las afecciones). La beatitud no nos ahorra la tarea de la vida, la labor en el tiempo. Seguimos expuestos a los encuentros terribles, a esos golpes de la vida, tan fuertes, golpes como del odio de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma.10 La enfermedad, la muerte, la traición, el desamor son parte de la existencia. Algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Y la alegría activa de tercer género se desvanece en el aire, tan pronto como surgió: por naturaleza fuera del tiempo, es como si nunca hubiera existido, si no construimos las condiciones temporales para sostenerla, cultivarla, transformarla en alegrías existentes, en el orden de los encuentros. Esa es la política: construcción y armado en la fragilidad. Es un conocimiento del segundo género: conocimiento de las leyes de composición y descomposición. Hay una inmensa alegría de segundo género cuando componemos nuestro cuerpo con el océano de la comunidad. Pero no se deduce de nuestra alegría beata, sino que tiene que ver con lo bueno y lo malo desde un punto de vista, según aumente o disminuya la capacidad singular de ser afectado. ¿Qué ha cambiado, entonces? ¿De qué nos sirve la presencia de Dios en nosotros? ¿Cuál es la ventaja de sentir y experimentar que somos eternos? ¿Qué hay de político en la beatitud? Las condiciones iniciales han cambiado. Ya no estamos tirados en el fango bajo la lluvia eterna, maldita, fría y densa, aullando como perros. Ha salido el sol, y estiramos nuestro cuerpo. Ha aumentado nuestro poder de actuar, de experimentar, de armar. Nos hemos sustraído a la lógica de la tristeza, al orden de los encuentros, a la superstición y la equivocidad de los signos de los que esperamos una respuesta mágica. Quizás sea sólo un milagro secreto, pero quizás, favorecida por estas nuevas condiciones, se haga posible la política como tarea de construcción colectiva.

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Vallejo, César, Los heraldos negros, Buenos Aires, Losada, 1961, p. 9.

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SEGUNDA PARTE Debates epistolares

Dichos y entredichos en las cartas de Oldenburg y Spinoza Laura Martín

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e las 88 cartas que contiene el epistolario de Spinoza, 28 corresponden a su comunicación con Oldenburg. Se trata del corresponsal con el que mayor cantidad de cartas intercambió el filósofo, tras un vínculo de 15 años. Henry Oldenburg es un teólogo nacido en Bremen, unos doce años mayor que Spinoza, que fue enviado como agente diplomático del Consejo de su ciudad natal a Londres en 1653, cuando estalla la guerra entre Inglaterra y Holanda, para obtener garantías de neutralidad por parte de Olivier Cronwell.1 Una vez finalizada la guerra permanece en Londres donde además de impartir clases participa del círculo de estudio de Robert Boyle. León Dujovne nos habla de él como un “personaje inquieto y a la vez disciplinado, curioso y agudo” que “dotado de singulares aptitudes naturales, de espíritu emprendedor, de curiosidad diversa, supo vincularse estrechamente a los más destacados círculos de la intelectualidad inglesa”.2 Fue designado uno de los secretarios de la British Royal Society, cuando ésta fue creada en 1662 –información que él mismo le cuenta a Spinoza en una de sus cartas, prometiéndole tenerlo al tanto de las múltiples novedades que allí se traten. Por su cargo y su función, Oldenburg ha sido un gran intermediario entre intelectuales y científicos. Y su tarea como diplomático se refleja también, a lo largo de las cartas con Spinoza, como una forma de ser o un aspecto marcado de su personalidad, ya que nunca perderá el tono de Cf. Tatián, Diego, “Introducción” a Spinoza, Epistolario, trad. Oscar Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. XVIII. Véase también Dujovne, León, Spinoza: su vida, su época, su obra, su influencia, Losada, Buenos Aires, 1945. 2 Dujovne, op. cit., p. 159. 1



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cordialidad y respeto, inclusive en los momentos de mayor desacuerdo con las ideas del filósofo. Uno de los aspectos más interesantes de estas cartas, que van del ‘61 al ‘76, es que nos dan noticias de los libros que Spinoza va redactando y en especial de lo costoso que implica afrontar su publicación. Prácticamente todos sus libros son mencionados a lo largo de estas cartas, excepto el Tratado político. A su vez, es importante observar la variedad de temas que allí se plantean y que nos dan una muestra del amplio espectro de interés y de posible conocimiento del filósofo –desde las investigaciones y experimentos fisico-químicos de Boyle, cuestiones estrictamente metafísicas, datos acerca de la guerra, información sobre un posible regreso de los judíos a su tierra, etc.–. Por otro lado, es notorio un cambio drástico en la actitud de Oldenburg en relación a la máxima de exigir el pensamiento cuando éste tiene como miras la búsqueda de la verdad, y sobre todo en la importancia de no dejar a silencio las verdades halladas. Nos proponemos entonces resaltar las dificultades en torno a cuánto realmente puede ser dicho en cada situación singular, y en especial, cómo podría ser pensado ese cambio de actitud de Oldenburg.

—2— La correspondencia entre ellos se inicia luego de que ambos se conocieran personalmente en la casa del filósofo. Tras un extenso viaje por el continente, en el que Oldenburg se dedica a visitar a diversas figuras intelectuales de importancia, se desvía hacia Rijnsburg para conocer a Spinoza. En ese encuentro sabemos por el mismo Oldenburg que conversan “sobre Dios, sobre la Extensión y el Pensamiento infinitos, sobre la diferencia y la concordancia de sus atributos, sobre la unión del alma con el cuerpo, y sobre los Principios de la filosofía cartesiana y baconiana”.3 Oldenburg, aún entusiasmado, escribe al filósofo a poco de regresar a Londres, para retomar y profundizar dichas cuestiones. En esa primera carta, con fecha agosto de 1661, el teólogo dice estar admirado tanto por la erudición de Spinoza y su “conocimiento de las

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Ep. 1, p. 6. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, Epistolario, trad. Oscar Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 15.

Dichos y entredichos en las cartas de Oldenburg y Spinoza

cosas esenciales”,4 como por su trato cordial y sus bellas costumbres.5 De ahí que no sólo le proponga mantener una correspondencia de corte intelectual, sino además le exprese su deseo de trazar profundos lazos de amistad. Spinoza, entusiasmado con la idea de cultivar amigos y no enemigos, responde inmediatamente que nada lo llena más de orgullo que entablar una amistad, sobre todo con quienes tiene en común las cosas espirituales.6 Así se da inicio a un total de 17 cartas, que tendrán la firma de Oldenburg y 11 que llevarán la de Spinoza. En las dos primeras cartas que Spinoza envía a Oldenburg ya expresa con total claridad cuál es su postura acerca de Dios, sus atributos, la sustancia, la naturaleza de los hombres7 –incluso le envía un anexo con una exposición more geometrico de sus pensamientos–, con lo cual tenemos suficientes indicios para determinar que para el año ‘61 el filósofo tenía en gran parte delineado su sistema metafísico. Oldenburg confiesa no entender demasiado estos planteos solicitando a Spinoza mayor detalle acerca de cómo deben entenderse las sustancias y la recíproca dependencia de las cosas, con una sutil pero significativa aclaración: “le suplico que sobre este asunto hable conmigo libre y confiadamente y le ruego encarecidamente que esté en absoluto persuadido de que todo lo que usted se digne comunicarme estará a salvo y seguro, y que de lo que me ha confiado de ningún modo divulgaré algo en su perjuicio o con engaño”.8 En la Carta 5 de octubre del ‘61, Oldenburg, además de enviarle a Spinoza, tal como lo había prometido, un libro recientemente publicado de Robert Boyle, junto con el pedido del mismo Boyle para que le dé sus opiniones sobre el mismo,9 le solicita una mayor explicación acerca del 4 5

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Ep. 1, p. 5 (p. 15 de la edición de Colihue). Recordemos que el filósofo había sido excomulgado y maldecido cinco años antes, en 1656, por las “horrendas herejías” que promulgaba. Oldenburg habría tenido una imagen tal de Spinoza como un ser despreciable que luego no se condiría con el trato cordial que de este recibió. Cf. Ep. 2, p. 7 (p. 17 de la edición de Colihue). Mientras los primeros aparecen especialmente en la Ep. 2, cómo pensar a los hombres es un tema de la Ep. 4. Ep. 3, pp. 11-12 (p. 21 de la edición de Colihue). El énfasis es mío. Boyle nunca se comunicó directamente con Spinoza sino sólo lo hizo Oldenburg mediante. Dujovne sostiene que no lo hizo dado que no consideraba a Spinoza un científico destacado. Esta escasa estimación a sus aportes científicos es percibida por el mismo Spinoza, quien deja traslucir su desazón en una breve línea de irónico agradecimiento. “Le agradezco muchísimo a usted y al nobilísimo Boyle, como es mi deber, por su evidentísima amabilidad para conmigo y por su buena voluntad; pues, los tan numerosos, importantes y serios asuntos a que se dedica no han podido hacerle olvidar

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“origen de las cosas y su relación con las primeras causas”,10 dado que Spinoza había indicado ya en su primera carta que consideraba erróneos en ese punto a los pensamientos de Descartes y Bacon. El filósofo escribe ofreciendo con esmero todas sus observaciones y opiniones respecto a las investigaciones de Boyle, que sin embargo, no resultarán para el científico un aporte de gran valor, y al finalizar la carta comenta haber escrito un libro –posiblemente el Tratado Breve– “sobre el origen de las cosas y la causa primera más la Reforma del Entendimiento”11 pero, que no se decide a publicarlo por temor al odio al que lo tienen acostumbrado los teólogos. A partir de aquí, el londinense no se cansará de insistir a Spinoza en cada una de sus cartas que dé a conocer sus pensamientos “a pesar de todo lo que puedan chillar los teologastros”, en especial considerando la libertad de expresión que dice caracterizar al Estado holandés; le asegura que hará todo lo posible para que sus pensamientos no “estén condenados a eterno silencio”.12 Lo exhorta también a “no privarnos ni negarnos sus escritos”, niega creer “que pueda publicarse nada más agradable ni aceptable, para las personas verdaderamente doctas y sagaces, que ese tratado”, que únicamente eso debe importarle al filósofo, y no lo que opinen los teólogos “que no miran tanto la verdad como su propia conveniencia”.13 Pero, no estando seguro del resultado que estas exhortaciones pudieran tener sobre Spinoza, le ruega que le adelante por carta resúmenes de esos pensamientos suyos. Ante semejante asedio Spinoza decide revelar a Oldenburg, en la carta de julio del ‘63 (Ep. 13), su estrategia: que ha decidido publicar primero un libro suyo acerca de la filosofía de Descartes,14 con la advertencia de que no se trata de sus propios pensamientos sino que en gran medida

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a su amigo, y hasta promete amablemente cuidar en toda forma de que en lo sucesivo nuestro hábito epistolar no se interrumpa durante tanto tiempo. También agradezco mucho al eruditísimo señor Boyle por haberse dignado contestar a mis observaciones, aunque de paso y acaso incidentalmente. En verdad, confieso que no son tan importantes como para que el erudito señor Boyle pierda en contestarlas el tiempo que pueda dedicar a meditaciones más altas” Ep. 13, p. 64 (p. 63 de la edición de Colihue). Ep. 5, p. 15 (p. 25. de la edición de Colihue). Ep. 6, p. 36 (pp. 38-39 de la edición de Colihue). Ep. 7, pp. 37-38 (p. 40 de la edición de Colihue). Ep. 11, p. 51 (p. 53 de la edición de Colihue). Escrito por Spinoza para un joven al cual le impartía clases pero no consideraba apropiado expresarle abiertamente sus pensamientos. Cf., Ep. 13, p. 63 (p. 62 de la edición de Colihue).

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sostiene lo contrario. Su intención, según dice, es la de despertar el deseo de ser leído por algunas personas que ocupan cargos públicos en su patria –seguramente refiere aquí a los hermanos de Witt– para conseguir su amparo, y poder luego publicar sin temor aquellos otros libros que sí expresan enteramente sus pensamientos. Lo invita entonces, cordialmente, a esperar por la aparición de dicho tratado, a la vez que le promete enviarle algunos ejemplares del ya en prensa “librito” sobre Descartes. A pesar de haberle confesado esta táctica, Oldenburg, continuará con su insistencia acerca de lo honroso que es no titubear en cuanto a la publicación de sus pensamientos.15 Le sugiere incluso hacerlo bajo un pseudónimo, y así evitar cualquier posible peligro. De este modo, notamos que, al parecer, la búsqueda y difusión de la verdad resultan ser para Oldenburg una tarea mucho más noble que la de evitar malestares personales o disturbios sociales que pudieran ser provocados por dicha verdad. Actitud, como sabemos, bien contraria a la cautela y prudencia característica del filósofo de Ámsterdam. Pues bien, tras un silencio de 18 meses, debido a “múltiples ocupaciones y calamidades domésticas”,16 Oldenburg escribe a Spinoza, posiblemente a través de Serrarius quien era un amigo en común, el 28 de abril de 1665 en medio de dos terribles acontecimientos que azotan a Inglaterra: la guerra con Holanda y la peste. Un total de 7 cartas tendrá lugar entre ellos en las que tratarán temas de óptica, de telescopios y microscopios, de la guerra y sus males. Spinoza afirma en la Carta 30 de septiembre u octubre del ‘65, que los trastornos de los hombres no le mueven ni a llanto, ni a risa, sino “a filosofar, y a observar mejor la naturaleza humana”,17 que todos somos una parte de la Naturaleza y que ignorar cómo esas partes están vinculadas entre sí produce ideas limitadas. Sin embargo agrega, como cansado, que deja que los demás hagan lo que consideran bueno para sí –aunque sea morir– mientras él pueda vivir por la verdad. Paradójicamente, le comenta acto seguido, acerca de su nuevo proyecto literario y los motivos que lo impulsan, a saber: confeccionar un tratado sobre las Escrituras, debido a los prejuicios

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Cf. Ep. 14, del 10 de julio del 63; Ep. 16, del 4 de agosto del 63; Ep. 25, del 28 de abril del 65. Ep. 25, p. 158 (p. 129 de la edición de Colihue). Ep. 30, p. 166 (p. 139 de la edición de Colihue).

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de los teólogos que no permiten pensar y filosofar libremente, y para quitarse de una vez el mote de ateo que le han dado. Parece entonces que la paciencia y cautela de aquel que antes no quería publicar abiertamente sus pensamientos, para evitar enemigos innecesarios, ha llegado a un límite.18 El londinense se muestra nuevamente entusiasmado e impaciente por leer al filósofo y aprueba los motivos de publicación de ese Tratado. Sin embargo, comienza a matizar su promoción de la libertad de expresión, y sugiere un cierto límite respecto a qué puede ser dicho libremente y qué sería mejor no decir. Así, considera el temor de Spinoza a publicar como infundado, ya que está seguro que éste nada escribirá que pueda ser contrario a la Existencia y Providencia de Dios. Esta aclaración resulta un tanto extraña, considerando que ya Spinoza había afirmado desde sus primeras cartas el modo en que entiende a Dios. Es decir que esta aclaración da lugar a creer, o bien que Oldenburg nunca entendió o compartió realmente lo que Spinoza le transmitía o bien se trata de una clara advertencia en torno a qué puede ser dicho sin peligro. No obstante, lo que sí podemos destacar es que su curiosidad por este “cierto filósofo raro”19 no mermaba, y su trato amable y afectuoso para con él le permitía garantizarse un pequeño canal de apertura a su pensamiento. Luego de estas 7 cartas, siguen 10 años de silencio, hasta el año 1675. El contacto se retomará en ocasión de un encuentro en Londres entre Oldenburg y un joven adepto a Spinoza, el conde Tschirnhaus. En ese período se enviarán las últimas 10 cartas20 que tendrán como tema excluyente el Tratado teológico-político. Y allí tendrá lugar un verdadero 18 Miriam van Reijen propone pensar que la redacción del TTP estuvo impulsada por la correspondencia entre Spinoza-Blyenbergh y los temas allí tratados. Cf. “Spinoza, Oldenburg y van Blijenbergh”, en Revista de Filosofía, Universidad Iberamericana, Nro. 133, Año 44, julio-diciembre de 2012, pp. 19-32. 19 Así se refiere a él en una carta dirigida a Boyle. Cf. Víctor Sanz, “Spinoza y Oldenburg acerca de la religión”, en Anuario Filosófico, 1999 (32), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2008, nota 26, p. 495. 20 En las primeras dos cartas de esta serie advertimos que Oldenburg continúa ofreciéndole a Spinoza su silencio a cambio de que el filósofo le transmita sus pensamientos acerca de la “Verdadera Religión” y de la “sólida Filosofía” que, según dice entender, éste intenta reconciliar. “Le prometo solemnemente que no revelaré nada de ello a ningún mortal, si es que usted me impone silencio”, Ep. 61, p. 272 (p. 234 de la edición de Colihue); “Y no habrá necesidad de decir palabra de esto”, Ep. 62. p. 273 (p. 235 de la edición de Colihue) –se refiere aquí al pedido que le hace de entregar el Tratado en 5 partes que sabe que Spinoza está a punto de publicar y que él podrá repartir clandestinamente (aunque a un precio justo) entre sus allegados.

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debate entre ellos. En dichas cartas Oldenburg le presenta a Spinoza los puntos de desacuerdo que los eruditos de Londres, y en definitiva él mismo, tienen respecto del TTP. Dicho debate rondará en torno a tres temas bien definidos, a saber: 1) el determinismo o la fatalidad de todas las cosas, que se sigue de la filosofía de Spinoza, y su conciliación con la responsabilidad de los hombres por sus errores o pecados;21 2) la existencia y naturaleza de los milagros;22 y 3) cómo deben leerse, si literal o metafóricamente, los pasajes de las Escrituras donde se narra el nacimiento, la muerte y la resurrección de Cristo.23 Pues bien, junto con ese debate tiene lugar ahora sí un cambio radical en la actitud de Oldenburg. El impulso que antes daba a Spinoza para que dé a conocer sus pensamientos, incluso cuando éstos pudieran ser contrarios a lo que muchos teólogos opinaban, se ha tornado ahora en una sugerencia de “aclarar y suavizar”24 algunos pasajes del nuevo texto que 21

Este tema, “la posibilidad de una acción moral dentro de una metafísica determinista”, es recurrente en todo el epistolario y enfrenta a Spinoza no sólo con Oldenburg sino también con Blijenbergh, Velthuysen, Burgh, Tschirnhaus. Lo apremiante es que “[e]sa necesidad y fatalidad con que todo se rige, destruyen los preceptos, las plegarias, el premio y la pena...”. Y afirmar esto, Oldenburg lo sabe bien y se lo dice a Spinoza, haría derribar los fundamentos mismos de la religión. Para responder a Oldenburg, Spinoza remite a la misma imagen bíblica usada por Jeremías y por Pablo, y que también empleara en los Pensamientos metafísicos, en la cual se afirma que los hombres están en manos de Dios como el barro en manos del alfarero que, a su voluntad, hace de la misma masa unos vasos para honor y otros para deshonor. En consecuencia, los hombres pueden ser excusados en cuanto a su naturaleza, Dios no se enoja, no premia ni castiga, pero esto no asegura a los hombres la felicidad, sino que así todo pueden ser atormentados de múltiples maneras. Cf. Atilano Domínguez, “Introducción” en Spinoza, Correspondencia, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1988, pp. 49-52. 22 Spinoza identifica “milagros” con “ignorancia”, sugiriendo que una verdadera religión debería sentar sus bases en la sabiduría más que en la ignorancia o superstición. Más que inventar explicaciones milagrosas de aquellos eventos que de los que no podemos dar una causa o razón, deberíamos callar, Ep. 75, p. 313 (p. 277 de la edición de Colihue). Esta asimilación desagrada ampliamente a Oldenburg, quien parece olvidar que, en sus primeras cartas, se vanagloriaba de que en su colegio (luego, Sociedad Real) se abocaban a estudiar y explicar la Naturaleza mediante leyes mecánicas, como el movimiento, las estructuras, las relaciones, etc. “sin necesidad de recurrir a las formas inexplicables y a las cualidades ocultas, asilo de la ignorancia”, Ep. 3, p. 12 (p. 22 de la edición de Colihue). 23 Spinoza sostiene que la resurrección de Cristo únicamente puede leerse en términos metafóricos, y no literalmente dado que las Escrituras están escritas de un modo tal que sean comprendidas el vulgo, y su intención no es volver doctos a los hombres sino obedientes. Si esto es así, sostiene Oldenburg, se cae el pilar del cristianismo. 24 Mientras Spinoza indica a Oldenburg en su Carta 68 que tiene pensado aclarar el TTP con una serie de notas para destruir los prejuicios lanzados contra él, Oldenburg interpreta esta intención suya –o más bien lo sugiere– como un intento por aclarar y

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según se rumorea está por publicar –la Ética– y de “no incluir en él nada que parezca debilitar la práctica de la virtud religiosa”, con la excusa de que se está en una época de adhesión fanática a cualquier doctrina que parezca promover y profundizar los vicios ya reinantes. Este viraje hacia una forma de vida que se muestra como “esclava” decepciona profundamente a Spinoza, quien nota que la potencia de su amistad con Oldenburg ha encontrado su límite de intensidad. A su vez, las posturas adoptadas por el londinense en dicha controversia nos muestran que nunca fue su intención realmente alejarse de las filas de la doctrina religiosa. En este sentido, ni la filosofía racional ni la ciencia experimental, por él tanto veneradas, parecen ofrecernos un conocimiento adecuado y cabal de la naturaleza, quedando entonces un “resto” destinado a la religión. Sin embargo, por el respeto y el honor que aquella amistad le merece al holandés continuará su comunicación con gran amabilidad indicando su parecer filosófico respecto a los tres temas en discusión, aunque ya ha advertido que no llegarán a un entendimiento común.

—3— ¿Por qué este cambio de actitud en Oldenburg? ¿Cómo puede pensarse este pasaje entre una inclinación plena y ávida por dar a conocer los propios pensamientos, a esa prudencia que bordea la autocensura? La interpretación que proponemos es pensar que el primer conjunto de cartas, antes del gran silencio de 10 años, pudo haberse tratado de una correspondencia más bien de tipo personal, cartas que buscan alimentar una extraña curiosidad, y que de algún modo el demandante no revelará sino que conservará para sí. Si bien se encuentra allí intermediando un diálogo entre Spinoza y Boyle, puede que el científico, más ocupado en sus experimentos, no estuviera del todo interesado en detenerse a leer con detalle los momentos metafísicos de dichas cartas. O bien, se podría pensar que Oldenburg habría omitido esas partes a Boyle, sabiendo que éste –como indica Dujovne– nunca habría aprobado las ideas de Spinoza.

“suavizar” los pasajes que chocan a los lectores, en especial, a los cristianos. Ep. 71, p. 304 (p. 268 de la edición de Colihue).

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Podemos creer que guardaba entonces para sí a Spinoza, como quien cuida de un animal exótico.25 Sin embargo, cuando comienza a matizar su motivación para que los pensamientos de Spinoza vean la luz, podría sugerirse la idea de que, para ese entonces, ya se encuentra ejerciendo una función pública con un cargo de importancia que, por un lado requiere de él estar informado acerca de los asuntos que ocupaban las mentes de los pensadores más destacados o reconocidos, aunque no compartiese por completo sus ideas, y a la vez, que podría estar acuciado por mostrar una agudeza intelectual en diálogo con ellos, llevando su pensamiento a los límites de su expresión. Por último, el cambio radical de actitud a partir del ‘75 pudo haberse debido a que muchas de esas cartas ya no eran personales o reservadas para él, sino que eran leídas por todo el círculo de eruditos y cristianos de Londres, que evidentemente lo comprometían, no pudiendo frente a ellos estimular la divulgación de cualquier doctrina, en especial aquella de la que parecía seguirse la inexistencia de Dios. De hecho, en la Carta 71, luego de pedirle mayor explicación sobre aquellos puntos en desacuerdo, solicita hacerlo de una forma clara tal que pueda satisfacer “a los cristianos sensatos e inteligentes”.26 Para finalizar, más allá de estas interpretaciones posibles, consideramos importante destacar que ha sido su inagotable curiosidad combinada con un carácter comprensivo y diplomático lo que le ha permitido al secretario inglés mantener una relación epistolar tan extensa como afectuosa con el filósofo de Holanda.27

25 Sabemos por León Dujovne que cumplió su promesa de ser reservado con los pensamientos de Spinoza. Por ejemplo, en la correspondencia que mantuvo con el poeta John Milton nunca mencionó a Spinoza. Cf. Dujovne, León, op. cit., p. 163. 26 Ep. 71, p. 304 (pp. 268-269 de la edición de Colihue). 27 León Dujovne resalta esta misma actitud de cortesía que aquí sugerimos como esencial para mantener el diálogo y tener noticias de primera mano del pensamiento del filósofo, aunque pocas veces llegaran a un acuerdo y una comprensión mutuas (cf. Dujovne, León, op. cit., p. 164).

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Jelles y Spinoza acerca de la religión Claudia Aguilar

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as obras spinozianas conmueven. Algunas pueden causar más pasiones alegres que otras, pero ninguna te deja intacta. Esto no es una novedad. Es así como el holandés supo ganarse amigos y enemigos en su tiempo. Entre sus amigos podemos nombrar a Jarig Jelles, comerciante que nació en Holanda en 1620 y vivió hasta 1683. Jelles era también miembro del círculo de Ámsterdam, donde se discutían las obras de nuestro filósofo. Este personaje, aficionado a la teología, cristiano, biógrafo y cartesiano, fue también corresponsal de Spinoza y es el autor del Prefacio incluido en el volumen que recopila las Obras póstumas del filósofo, publicadas en 1677. La correspondencia entre ambos podemos ubicarla desde 1667 hasta 1674. Ella se conforma de un total de siete cartas; aunque también hay quienes afirman que la última epístola de toda la Correspondencia de Spinoza podría estar dirigida a Jelles.1 De las siete cartas, seis están firmadas por nuestro filósofo y sólo una pertenece a su amigo. Más precisamente, la carta de Jelles es una carta-prólogo a su texto Profesión de fe universal y cristiana. Además, a partir de las siete cartas que se conservan se puede inferir la existencia de otras epístolas entre ambos que hoy se encontrarían perdidas. Todo lo anterior tiene como resultado el hecho de que es sumamente difícil reconstruir el intercambio entre ellos. En la correspondencia que mantienen Jelles y Spinoza se abordan principalmente temas de óptica, política y religión. Antes de adentrarnos en el debate acerca de la religión, haremos una breve reseña de cada una de las cartas conservadas. Posteriormente, intentaremos ver las alusiones a la religión que existen en sus cartas y, luego, la interpretación que el 1



Cf. Tatián, D., “Introducción” en Spinoza, B., Epistolario, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. xii.

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propio Jelles realiza de la postura religiosa de Spinoza en su Prefacio a las Obras póstumas. Finalmente pretenderemos cotejar las afirmaciones de Jelles con lo que Spinoza sostiene en el Tratado teológico-político.

1. Discusión epistolar En la carta 39 de 1667, la primera de las conservadas, Spinoza se dirige a Jelles como respuesta a una carta anterior de la que no tenemos registro. Se refiere a la Dióptrica de Descartes, y concluye la carta amablemente ofreciendo a su amigo enviarle una demostración sobre el tema discutido cuando a éste le plazca. El debate acerca de la religión se presenta en la segunda carta registrada. La carta 40 de Spinoza a Jelles, data de 1667 y hace referencia a cierto autor que se vanagloria de haber refutado las pruebas cartesianas de la existencia de Dios. Este personaje, según lo que podemos cotejar a partir de esta carta, había sido mencionado anteriormente por Jelles. Nuevamente carecemos del documento de referencia, por lo que la temática se ennegrece. Pero volvamos a la carta 40. Allí el filósofo admite la dificultad del argumento cartesiano. Sorprendentemente, sostiene que el “axioma” de Descartes (así lo llama en esta ocasión) es oscuro y decide clarificarlo. Spinoza lo anuncia del siguiente modo: “El poder del pensamiento para pensar no es mayor que el poder de la naturaleza para existir y para obrar”.2 Según Spinoza, a partir de este axioma, la existencia de Dios se inferiría de su idea de manera clara y evidente. Dos años más tarde, en la carta 41, Spinoza vuelve a dirigirse a su amigo a fin de informarle lo que halló experimentalmente en torno a la presión del agua. Esta respuesta, según lo afirma Spinoza, se debe a un pedido que Jelles realizó tanto en persona como por carta –carta de la que, nuevamente, no poseemos registro. En la epístola 44 de 1671, el autor del Tratado teológico-político pide a Jelles que impida la publicación en holandés de esta obra a fin de evitar su prohibición. En esta ocasión Spinoza toma él mismo la iniciativa de escribir, como sólo lo hará dos veces a través de toda su larga correspondencia.3 Allí explicita que confía en el servicio que Jelles brindará 2 3

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Ep. 40, p. 198. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. O. Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 166. Cf. Dominguez, A., “Introducción” en Spinoza, B., Correspondencia, Alianza, Madrid, 1988, p. 33.

Jelles y Spinoza acerca de la religión

a dicha causa. De este modo, podemos ver cuán caro a Jelles era dicho Tratado… y la confianza que le supo tener Spinoza como para encomendarle tamaña empresa. Es de particular curiosidad lo que presenta la única carta que se registra de Jelles a Spinoza. Como adelantamos, esta epístola, la 48 A, es una carta-prólogo a la Profesión de fe universal y cristiana escrita por Jelles en 1673. Allí él sostiene que pretenderá satisfacer las condiciones necesarias para una doctrina general aceptable a los cristianos. Esta doctrina, además, contendría sólo “lo que debe ser necesariamente conocido, lo que es muy verdadero y seguro, lo que puede ser afirmado y expresado a través de testimonios, y finalmente, aquello que pueda ser expresado, en tanto sea posible, usando las mismas palabras y frases que el Espíritu Santo”.4 Allí mismo, Jelles pide a su destinatario que le haga conocer si algo de lo afirmado se opone a las sagradas escrituras. La respuesta del filósofo a la Profesión… de su amigo sería de gran interés, al menos para la mayoría de los lectores. Pero, lamentablemente, no contamos con la epístola en la que Spinoza habría respondido directamente a lo sostenido por Jelles. En su lugar, si continuamos con la carta 48 B, tenemos tres testimonios acerca de la contestación de Spinoza. A partir de los dos primeros testimonios, de Jan Rieuwertsz y Pierre Bayle, se podría pensar que Spinoza leyó la Profesión con placer y no pretendió cambiar nada. El tercer testimonio, de Hallmann, afirma, en cambio, que Spinoza no realizó ningún elogio ni aprobación al texto de su amigo.5 Finalmente, en la carta número 50 de 1674, el autor de la Ética aclara por qué Dios no puede ser llamado uno o único. Parafraseando a Spinoza, 4 5

Ep. 48 A. Dicha cita no se encuentra en la edición de Gebhardt. (Spinoza, B., Epistolario, op. cit., p. 198). Jan Rieuwetsz (1617-1685) fue un librero y editor de Ámsterdam. Fue un hombre liberal, ligado a los colegiantes, que editó obras de Descartes, Balling, Jelles y Spinoza. El fragmento contenido en la carta se encuentra en el post-scriptum redactado por él, incluido en su edición de la Profesión de fe universal y cristiana de Jelles. Pierre Bayle (1647-1706) es el autor del célebre Diccionario histórico y crítico, cuya primera edición apareció en 1697 y en 1702 volvió a publicarse con ampliaciones. Esta obra incluye un artículo dedicado a Spinoza, en el que Bayle lo califica de “ateo de sistema” aunque paradójicamente virtuoso. El Doctor Hallman, de quien no se poseen muchos datos, fue un alemán que realizó un viaje por Holanda junto a Gottlieb Stolle entre 1703-1704. Ambos viajeros realizaron detalladas anotaciones en sus diarios, tanto de sus observaciones como de las conversaciones que mantuvieron con diferentes personalidades destacadas. Al regresar a Alemania, Stolle recopiló algunas de sus anotaciones y de las anotaciones de Hallmann, y las publicó. Este texto se encuentra publicado en el tomo 7 de la edición de Gebhardt de la obra completa de Spinoza (Stolle-Hallmann, Reisebericht (1704) en Spinoza, B., Sämtliche Werke, 7 tomos, ed. por Gebhardt, Felix Meiner Verlag, Hamburgo, 1998-2005, t. VII).

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podría decirse que Dios no puede ser llamado de ese modo puesto que una cosa sólo puede ser llamada una o única si coincide con otra. Además, ya que en Dios esencia y existencia son una sola y misma cosa, y que de la esencia no podemos formarnos una idea general, el que llama a Dios uno o único no tiene de Él una idea verdadera. En esa misma carta Spinoza hace alusión a las repercusiones negativas que tuvo su Tratado teológico-político. Particularmente, la referencia es al libro de Rainier van Mansvelt titulado Adversus anonymum theologo-politicum liber singularis que había aparecido en Amsterdam en 1674, el cual es calificado por el filósofo como indigno de ser leído y, aún con más razón, indigno de respuesta. Este es el último registro de la correspondencia entre ambos. Una vez muerto Spinoza, y tras años de amistad y correspondencia, Jelles colabora en la edición de sus Obras Póstumas y redacta el conocido Prefacio.

2. Intervención de Jelles en el Prefacio En el prefacio a las Obras póstumas de 1677,6 Jelles dedica un apartado a la defensa de la doctrina de Spinoza. Dada la fama de ateo adjudicada al filósofo, Jelles se esfuerza en limpiar la imagen de su amigo, amigo cuyo nombre no dejaba de generar controversias. El desagravio del corresponsal se divide en tres partes. En primer lugar se refiere al monismo y al determinismo moral. Allí señala que tanto el monismo como el determinismo moral de Spinoza coinciden con las creencias cristianas. Según Jelles, también coincidirían con dichas creencias la regla y norma de vida sostenida por el filósofo. Según su interpretación, la propuesta spinozista no se opondría a la doctrina cristiana, ya que consiste en el conocimiento de Dios como el bien supremo. En segundo lugar, Jelles se centra en la relación entre spinozismo y cristianismo a fin de reafirmar que la postura del filósofo no es contraria a dicha religión. Más aún, según Jelles, la coincidencia sería entre lo que prescribe la razón, homologada a la doctrina spinozista, y lo que prescriben Cristo y sus apóstoles. Es decir, sea por una vía o por la otra, por razón o por fe, se llegaría a la prescripción de amar a Dios y amar al prójimo. 6

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Domínguez, A., Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995.

Jelles y Spinoza acerca de la religión

Así, concluye Jelles, la religión cristiana se fundaría en la razón, y Spinoza sería un exponente del deísmo. Para el autor del Prefacio, reiteramos, lo que prescribe la razón, según Spinoza, coincidiría con las enseñanzas morales de la religión cristiana y con aquellas que conducen a la salvación. Esta coincidencia sería prueba suficiente de la divinidad de las Escrituras y la verdad del cristianismo. En tercer lugar, el amigo de Spinoza se refiere al ateísmo y la tolerancia religiosa, argumentando que las Escrituras enseñan a dar la mano a los débiles en la fe, o, lo que es lo mismo, a los que son imperfectos en el conocimiento. De este modo, Jelles homologa fe y conocimiento, anulando toda diferencia entre religión y razón. Ahora bien, dado el carácter controversial de su interpretación del spinozismo como una doctrina deísta, Jelles escribe una posible objeción a su postura: No cabe ignorar que cuanto hemos demostrado por la Sagrada Escritura acerca de la religión cristiana, parece contradecir a lo que nuestro autor se propuso demostrar en su Tratado teológico-político, a saber, que la religión se reduce a una simple obediencia y que en ella no cabe la búsqueda de la verdad de lo enseñado en la Escritura o el esfuerzo por extraer de ella ideas puramente intelectuales y simples.7

Hasta aquí podríamos coincidir con la objeción y no habría, en tal caso, mucho más para decir sobre Jelles. Pero luego agrega: “Mas, quien haya examinado bien ese tratado, no ignorará las razones que han movido a su autor a sostener esa tesis y, al mismo tiempo, comprobará que incluso acepta la religión racional”.8 Realmente este es un salto muy grande y, aunque después Jelles explicite la causa de la tesis spinozista, no entendemos el motivo por el que en su salto arrastra a Spinoza hacia el deísmo. Jelles continúa: “Pues, ¿Quién ignora que nosotros los hombres nos hallamos primero en tal estado que sólo podemos ser guiados por la obediencia, y no por el conocimiento, y que incluso son muchísimos los que permanecen toda su vida en este estado?”9 Esta sería la causa, la ignorancia humana, por la que Spinoza habría reducido la religión a una simple obediencia, obediencia sin cabida para la búsqueda de la verdad. Pero, al menos en esta ocasión, Jelles no explicita 7 8 9

Ibid., p. 71. Ibidem. Ibid., pp. 71-72.

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los motivos que él mismo tendría para considerar que Spinoza acepta la religión racional. En lugar de argumentar, “invita” a examinar bien el tratado para comprobar el deísmo de su corresponsal sin explicitar en qué momento Spinoza sostendría que se puede conocer racionalmente el fundamento de la religión. El apartado concluye afirmando que quienes consideraron pernicioso el tratado spinozista (por la separación de teología y filosofía y por la consideración de mera obediencia dictada por las Escrituras), tras su propia exposición, deberían asentir en lo referente al conocimiento y la religión. Es decir, tras la exposición de Jelles deberíamos aceptar al TTP como un texto que promulga la religión racional.

3. Razón y religión. Algunas consideraciones del Tratado teológico-político Con vistas a considerar la plausibilidad de la interpretación que realiza Jelles, quisiéramos concentrarnos en dos ideas principales del Tratado teológico-político: la primera en relación a lo que enseña la razón y lo que enseña la religión, y la segunda en relación al conocimiento del fundamento de la religión. En primer lugar, a favor de Jelles podríamos decir que, según lo que aparece en el TTP, la religión “enseñaría” lo mismo que la razón, en cuanto a sus preceptos o enseñanzas de vida, y ambas tendrían la misma efectualidad, a saber, el amor a Dios y al prójimo. Tal como sostiene Spinoza: “los profetas no enseñaron ninguna doctrina moral que no esté plenamente acorde con la razón”.10 Esto lo retoma Jelles al pie de la letra, pero olvida que, según sus propias palabras, “la religión se reduce a una simple obediencia y que en ella no cabe la búsqueda de la verdad de lo enseñado en la Escritura”.11 En este sentido, frente a la misma situación puedo “actuar” de la misma forma, ya sea basándome en la razón o en la religión. Pero, según la doctrina de Spinoza, sólo estaría actuando en sentido pleno en el primer caso, mientras estaría obedeciendo, es decir, padeciendo en el segundo. Pues, sólo basándome en la razón actúo libremente y soy causa adecuada de la acción que se sigue de mi propia naturaleza. En cambio, la obediencia 10 TTP p. 186. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, trad. A. Dominguez, Alianza, Madrid, 1886, p. 330. 11 Domínguez, A., Biografías…, op. cit., p. 71. Dicha afirmación se seguiría principalmente de la argumentación del capítulo 13 del TTP.

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Jelles y Spinoza acerca de la religión

a un mandato no se sigue de mi propia naturaleza, por lo que, en tal caso, padecería y sería sólo causa parcial. Así, el fin de la filosofía, que es la verdad, el conocimiento intelectual de Dios, es muy distinto al de la religión, que es la obediencia. Por lo tanto, en la medida en que no tiene que ver con el conocimiento, sino con la obediencia, la religión no es ni racional, ni verdadera, ni falsa. Y Spinoza afirmaría, a nuestro entender, lo opuesto a lo que su propio amigo pretendía de él. En segundo lugar, no debemos perder de vista que, tal como aparece en el capítulo 15 del TTP, la razón es incapaz de demostrar que la sola obediencia salve,12 es decir, la razón no puede demostrar el fundamento de la religión. No habría, pues, un conocimiento racional de la piedra de toque de la religión. Entonces, el ámbito de la religión quedaría definido como un ámbito cuyo fundamento es inaccesible a la razón. En relación a la idea precedente, si yo pudiese conocer el fundamento religioso ya no habría obediencia sino acción basada en el conocimiento. Mas en la religión, según Spinoza, sólo habría lugar para la obediencia a una autoridad externa, pues siempre la obediencia remite a mandatos heterónomos. En cambio, cuando actuamos racionalmente somos libres, somos causa adecuada, y a eso nunca llegamos por el camino de la religión. Los mandatos de la religión, afirma Spinoza, tienen premios y castigos externos. En el caso de la razón, en cambio, el premio es intrínseco, pues el premio a la virtud es la virtud misma y no un mundo trascendente lleno de recompensas. El “castigo”, también intrínseco, sería la propia ignorancia. En este sentido, y con vistas a acentuar la diferencia entre razón y religión, podemos tomar las palabras de Chaui: El infierno del insensato es la propia ignorancia, y ésta no se justifica, pues Dios dotó al hombre de intelecto para que pudiera conocer la verdad. Estar separado de Dios o de la verdad: he ahí el sentido de la caída y de la pena que le es inmanente. Tomar esta separación como resultado de la desobediencia a un mandato divino es simplemente la manera imaginaria de concebirla bajo la forma del pecado y del castigo.13

El pecado y el castigo es lo propio de la religión, en tanto tiene por fin la obediencia y en tanto que la salvación que promete, según Spinoza, no se basa en la razón. Así, si bien es un consuelo, jamás nos dará una vida feliz en sentido pleno. 12 13

Cf. TTP, pp. 184-185. Chaui, M., Política en Spinoza, Gorla, Buenos Aires, 2004, p. 46.

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4. Algunas consideraciones finales Es importante resaltar la imposibilidad, a nuestro juicio, de pensar una religión racional spinozista tal como la promulgó Jelles, pues consideramos que es contraria a lo propuesto en el TTP.14 En este sentido, basándonos en los capítulos consignados del TTP, podríamos conjeturar que de los tres testimonios que aparecen en la carta 48 B, la respuesta más plausible a la Profesión de fe universal y cristiana de Jelles sería la que nos ofrece Hallmann, es decir, aquella en la que Spinoza no realiza elogio alguno a su amigo. Por otro lado, se podrían postular muchas hipótesis respecto de las cartas ausentes, como que algún tipo de genio maligno jellesiano haya suprimido las cartas políticamente incorrectas para la época o contrarias a la interpretación que el propio Jelles quería promover en su Prefacio. Pero dicha cuestión excede el presente trabajo. Otro interrogante pertinente sería la cuestión de por qué Jelles tiene la intención de mostrar a su amigo como deísta. Se entiende que haya querido defenderlo de la acusación de ateísmo, pero ¿por qué deísta? El interrogante toma más fuerza, sobre todo, si consideramos que el objetivo de todo el TTP es separar la fe de la filosofía.15 Por lo tanto, y sin perder de vista dicho objetivo principal, es necesario afirmar contra Jelles que, según la doctrina spinoziana, la noción de “religión racional” es una contradicción en términos. De este modo, podremos evitar la creencia de que somos libres cuando, en realidad, obedeciendo, persistimos en la esclavitud. Y, por sobre todo, coincidimos con Spinoza en que de esta separación entre religión y razón se seguiría no poca utilidad para el Estado. Pues, precisamente, la separación entre religión y razón es el cimiento en el que se basa Spinoza para promulgar un Estado que promueva la libertad de expresión y a la vez esté conformado por ciudadanos/as libres.

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Al respecto, véase Solé, M. J., “Filosofía y teología en el Tratado teológico político de Spinoza: la problemática frontera entre Atenas y Jerusalén” en Burello, Marcelo y Taub, Emmanuel (coord.), Atenas y Jerusalén: perspectivas, itinerarios, debates, Prometeo, Buenos Aires, 2014. Véase también Solé, M. J., “Superstición y religión universal en el Tratado teológico político de Spinoza” en Pulley, R. y Martinez Saez, N. (comps.) Lenguaje, Voluntad e Igualdad en la sociedad moderna. A 300 años del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau. Actas de las III Jornadas Nacionales de Filosofía Moderna., Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata, 2012. Cf. TTP, pp. 173-174.

Jelles y Spinoza acerca de la religión

Spinoza y Burgh. Una disputa en torno a la Iglesia Romana Valeria Giselle Rizzo Rodriguez

1. Introducción

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a carta de Burgh a Spinoza. La respuesta de Spinoza a la misma. Lo primero que una percibe como rasgo distintivo de este intercambio es el tono en el que el mismo se da. Lejos de ser protocolar, formal y respetuoso. Lejos de ser un cálido intercambio de argumentos en torno al tema que los convoca, la fe, la Iglesia Romana y la postura filosófica del propio Spinoza en torno a ellas. Lejos de todo esto, las cartas en cuestión se dan bajo el modo de la ira, de la mordacidad, de la insistencia insolente de Burgh y del claro hastío de Spinoza. El mismo Burgh, desde el comienzo, pone en evidencia el motivo que lo lleva a escribir: la pretensión de convencer a Spinoza de que se convierta a la fe católica, ni más ni menos. Quien había sido discípulo del filósofo holandés, ahora regresaba, luego de haberse convertido al catolicismo en Italia, con el único propósito de lograr que, parafraseando, Spinoza reconozca su pésima herejía, se redima de la perversión de su naturaleza, se reconcilie con la Iglesia y se salve de sus pecados, admitiendo la funesta arrogancia de sus pobres y alocados razonamientos.1 Esto, sumado a los varios reproches, insultos y amenazas que pueblan la carta del nuevo creyente, podría explicar la reticencia, la brevedad y el desgano con el que Spinoza le contesta. Si bien, en principio, el intercambio entre Burgh y el filósofo maldito pareciera no poseer ninguna relevancia teórica, más allá de lo anecdóticamente interesante de dejarnos apreciar cómo un creyente terco y por momentos muy agresivo hace enojar a un filósofo que, más o menos

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Ep. 67, p. 282. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. O. Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 244.

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justificadamente, en nuestro imaginario se nos presenta siempre como afable y pacífico; la carta de Burgh es una provocación expresa y surte su efecto en Spinoza, quien habiendo comenzado la misiva con cierta amabilidad, enseguida se vuelve irónico y deja que su pluma plasme afirmaciones de un carácter tan explícitamente antirreligioso como casi en ningún otro lugar de su obra: El orden de la Iglesia Romana, que usted elogia tanto, es, lo confieso, político y lucrativo para muchos; y no creería que hubiera otro más conveniente para engañar al pueblo y constreñir el ánimo de los hombres, si no existiese el orden de la Iglesia Mahometana, que la aventaja muchísimo.2

Por otro lado, hay un cierto paralelismo entre las dos cartas, ya que la respuesta de Spinoza también puede verse como un llamado al arrepentimiento de Burgh, un pedido de regreso a la cordura: Aparte de sí esa funesta superstición y reconozca la razón que Dios le dio y cultívela si no quiere ser contado entre los brutos. Cese, digo, de llamar misterios a absurdos errores y no confunda torpemente aquello que nos es desconocido o que todavía no ha sido descubierto, con aquello que ha sido demostrado que es absurdo, como son los terribles secretos de esa Iglesia que, cuanto más repugnan a la recta razón, tanto más, cree usted, superan el entendimiento.3

Así, el intercambio epistolar entre estos dos caballeros más que un diálogo, en el que las partes se escuchan y se abren a la palabra del otro, parece ser una exhortación ferviente y exaltada a la conversión. En nombre de la amistad que en otro momento los unió, se insultan desde veredas opuestas, esperando en vano y afanosamente que sea el otro el que cruce y ceda la razón.

2. La carta de Burgh Albert Burgh, hijo del regidor de Ámsterdam –Coenraad Burgh–, estudió Filosofía en Leiden, y fue, desde 1668 y durante un tiempo, discípulo de Spinoza, manteniendo, por lo mismo, un cierto vínculo con éste y su círculo. Sin embargo, luego de un viaje a Italia, Burgh se convirtió al catolicismo, como lo expresará en su carta, y buscará, de 2 3

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Ep.76, p. 322 (p. 281 de la edición de Colihue). Ibid., p. 323 (p. 282 de la edición de Colihue).

Spinoza y Burgh. Una disputa en torno a la Iglesia Romana

una forma un tanto particular, lograr que Spinoza emprenda el mismo camino y abrace la fe en la Iglesia Romana. “Por la infinita misericordia de Dios he entrado en la Iglesia Católica y me he hecho miembro de ella”.4 Ya desde el primer párrafo es fácil ver cuál será el derrotero y el talante de esta carta: Burgh argumentará desde la tradición de la apologética cristiana. Cuanto más lo admiraba antes por la sutileza y sagacidad de su ingenio, tanto más lamento y deploro ahora que usted, un hombre ingeniosísimo, dotado con un alma adornada por Dios con los más excelsos dones, amante y aun ávido de la verdad, se haya dejado descarriar y engañar por ese miserable y orgullosísimo príncipe de los espíritus malignos. Pues toda su filosofía ¿qué es, sino mera ilusión y quimera?5

Ya desde el segundo párrafo se ve claro cuál será el lugar de Spinoza para Burgh: no será ni objetado, ni consultado, ni discutido, será acusado. “Spinoza malo”, “Spinoza hijo del demonio”, o como dice Burgh, Spinoza “miserable pigmeo, vil gusanillo de la tierra, peor aún, ceniza y alimento de gusanos”.6 La primera parte de esta carta está destinada a marcar los puntos más reprochables, según su emisor, de Spinoza y su filosofía: la relación que establece entre teología y filosofía, su interpretación de la Sagrada Escritura, su no creer en la divinidad de Cristo y la falta total de legitimidad con la que Spinoza afirma que su filosofía es la verdadera o, en palabras de Burgh, “la mejor entre todas”. Burgh considera que Spinoza, aunque afirme lo contrario, confunde teología y filosofía, deformando y haciendo abuso de la primera para confirmar y dar apoyo a la segunda, ya prefigurada en su cerebro. Es decir, hace una interpretación de la Sagrada Escritura desfigurada por sus propios prejuicios filosóficos, alejándose completamente de la palabra divina y su verdad. Es significativo resaltar que, como toda justificación de tal consideración, Burgh no ofrece más que preguntas a Spinoza: En efecto ¿cómo sabe usted que ha hecho bien esa susodicha aplicación? Y luego, ¿Qué esa aplicación debidamente hecha es suficiente para la interpretación de la Sagrada Escritura? ¿Y que así establece sólidamente la interpretación de la Sagrada Escritura?7 4 5 6 7

Ep. 67, p. 281 (p. 242 de la edición de Colihue). Íbidem. Ibid., p. 283 (p. 245 de la edición de Colihue). Ibid., p. 282 (p. 243 de la edición de Colihue).

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Y cuando no son preguntas, son apelaciones a la autoridad de la Iglesia y a la tradición apostólica, creyendo ingenuamente que tal cosa bastaría para llevar a Spinoza a rever su postura: Principalmente –explica Burgh– dado que los católicos dicen, y es certísimo, que no todo el Verbo de Dios fue dado al universo por escrito, y así la Sagrada Escritura no puede ser explicada con la sola Sagrada Escritura, no diré por un hombre, pero ni siquiera por la misma Iglesia, que es la sola intérprete de la Sagrada Escritura. En efecto, también se deben consultar las tradiciones apostólicas; […].8

El mismo movimiento se repite en cada una de las objeciones que Burgh le hace al filósofo holandés. La carta se encuentra plagada de preguntas, cuyo sentido parece más bien retórico, y amenazas que, apelando a la ira de Dios, reflejan más bien la ira de quien escribe. ¿Acaso prueba usted sus principios de otro modo que como hicieron, hacen y harán todos los herejes que salieron antes, salen ahora y saldrán en el futuro de la Iglesia de Dios? […]”.9 […] ¿Acaso usted solo se reputa más sabio y más grande que todos los que, en todo tiempo, desde el comienzo del mundo, pertenecieron a la Iglesia de Dios y creyeron o creen aún ahora que Cristo vendrá o que ya ha venido? ¿Sobre qué fundamento se apoya esa temeraria, loca, deplorable y execrable arrogancia suya?10

Le reprocha a su vez, la incapacidad de sus principios para explicar los hechizos, los encantamientos, los fenómenos de los poseídos por los demonios, las varas mágicas, las apariciones de espíritus, etc. Todas cosas que, según Burgh, él ha visto con sus propios ojos o le han sido referidas por “muchísimas personas muy dignas de fe y que dicen todas lo mismo”.11 Sobre la base de la supuesta realidad de estos fenómenos, que quedan sin explicación en el sistema de Spinoza, Albert Burgh afirmará la inutilidad y la falsedad de los principios del mismo. En un segundo momento, Burgh ensaya una argumentación, abundante en falacias ad hominem y de apelación a la autoridad, en defensa de su nueva fe, repitiendo los argumentos tradicionales en favor de la misma: el consenso de una innumerable cantidad de hombres “doctos” 8 9 10 11

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Íbidem (p. 244 de la edición de Colihue). Íbidem. Ibid., p. 283 (p. 245 de la edición de Colihue). Ibid., p. 284 (p. 246 de la edición de Colihue).

Spinoza y Burgh. Una disputa en torno a la Iglesia Romana

en torno a la verdad de la divinidad de Cristo, la permanencia firme e inconmovible de la Iglesia Católica a través de los siglos y la expansión constante de su dominio a lo largo y a lo ancho del orbe terrestre, etc. Así como también apela a la enumeración de las llamadas propiedades esenciales de dicha institución: la antigüedad, la inmutabilidad, la infalibilidad, la irreformabilidad, la unidad, la inseparabilidad de toda alma de ella, la extensión vastísima y la perpetuidad hasta el fin del mundo. Para terminar alabando lo bien dirigida y gobernada que se encuentra la Iglesia, la cantidad de santos y santas que se convirtieron en tales siguiendo su doctrina, la cantidad de herejes arrepentidos y convertidos a la vida virtuosa por obra y gracia de ella, y recordándole la miseria en la que viven los ateos. De esta manera, es esperable que la carta finalice, como lo hace, con un llamado de Burgh al arrepentimiento: “Vuelva en sí, hombre filósofo, reconozca su sabia necedad y su loca sabiduría: de orgulloso, vuélvase humilde y se curará. Adore a Cristo en la Santísima Trinidad, para que se digne apiadarse de su miseria y lo acepte”;12 recordándole a Spinoza que “Dios quiere arrancar su alma de la condenación eterna, con tal que usted lo quiera”.13

3. La respuesta de Spinoza La carta de Spinoza, contrariamente a la de Burgh, es bastante breve y está escrita, como lo afirma el filósofo al comienzo de la misma, más obligado por sus amigos que por propia iniciativa, puesto que él está convencido de que, en el caso de Burgh, “es más necesario el tiempo que la razón para que usted retorne a sí mismo y a los suyos”.14 De todas formas, Spinoza se ve inducido a escribirle algunas líneas y le ruega encarecidamente al joven Burgh “que se digne leerlas con ánimo sereno”.15 Acto seguido, reafirma la tesis del Tratado teológico-político, pidiéndole al joven convertido que admita que “la santidad de vida no es exclusiva de la Iglesia Romana, sino común a todas”16 y que “todo aquello que 12 13 14 15 16

Ibid., pp. 290-291 (p. 253 de la edición de Colihue). Ibid., p. 291 (p. 254 de la edición de Colihue). Ep. 76, p. 317 (p. 278 de la edición de Colihue). Íbidem Ibid., p. 318 (p. 279 de la edición de Colihue).

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distingue a la Iglesia Romana de las otras es completamente superfluo y, por consiguiente, establecido por mera superstición”.17 Una vez más, el filósofo holandés le pide que esté de buen ánimo y que vuelva en sí. Pero hasta aquí llega el buen ánimo y la serenidad del propio Spinoza, quien parece no poder contenerse más y escribe ¿Y usted, desdichado, me compadece? ¿A mi filosofía, que no ha conocido jamás la llama de la quimera? ¡Oh, joven desprovisto de mente! ¿Quién lo hechizó hasta hacerle creer que ha devorado a ese ser supremo y eterno y que lo tiene en los intestinos?18

En su carta, Burgh le pregunta a Spinoza con qué derecho afirma que su filosofía es la mejor de todas, indicándole que semejante afirmación sólo podría hacerla después de haber examinado todas las filosofías que existieron, existen y existirán en todo el mundo, siendo esto un tipo de inducción claramente imposible de realizar acabadamente. A este respecto, la respuesta del filósofo es contundente: “yo no presumo haber descubierto la mejor filosofía sino que sé que conozco la verdadera” y si le preguntaran cómo lo sabe, respondería: del mismo modo que usted sabe que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos; y que esto basta no lo negará nadie que tenga el cerebro sano y no sueñe con espíritus inmundos que nos inspirarían ideas falsas, semejantes a las verdaderas. Pues lo verdadero es piedra de toque de sí mismo y de lo falso.19

Luego, Spinoza vuelve contra Burgh su propio argumento y le repite la pregunta: cómo sabe usted que su religión es la mejor entre todas, sobre todo cuando las otras religiones pregonan, con el mismo derecho, lo mismo que usted de la suya. Además, va a agregar, el consenso y la permanencia en el tiempo no son argumentos exclusivos de la Iglesia Romana, lo mismo dicen de sí los fariseos, y por lo mismo no son argumentos concluyentes. En cuanto al orden de la Iglesia, que tanto elogia el joven católico, Spinoza afirmará, como ya hemos indicado, que es político y lucrativo para muchos y el más conveniente para engañar al pueblo y constreñir el ánimo de los hombres, siendo sólo superado por el de la Iglesia Mahometana. El desprecio y descreimiento del filósofo holandés respecto de 17 18 19

244

Íbidem Ibid., p. 319 (p. 280 de la edición de Colihue). Ibid., p. 320 (p. 280 de la edición de Colihue).

Spinoza y Burgh. Una disputa en torno a la Iglesia Romana

las instituciones religiosas se hace aquí innegable. Lo único que le podría reconocer a los cristianos, dice, es “que hombres incultos e inferiores han podido convertir a la fe de Cristo a casi todo el mundo. Pero este argumento no milita a favor de la Iglesia Romana, sino de todos aquellos que profesan el nombre de Cristo”.20 Así, Spinoza le dice a Burgh que la verdadera razón de su conversión y su fe en la superstición católica radica, como es de esperarse, más en el miedo al infierno, que en el amor de Dios. Burgh es, entonces, a los ojos de Spinoza un esclavo de las pasiones tristes y quizás sea por esto que al inicio afirma que más que razón, lo que necesita es tiempo. Finalmente, lo remite a los capítulos 7 y 15 del Tratado teológicopolítico, a fin de que revise su postura en torno al principio que afirma que la Sagrada Escritura debe ser explicada por la sola Escritura, y le pide, a su vez, que examine la historia de la Iglesia, la cual parece ignorar, esperando que así recupere el juicio y reconozca cuánta falsedad rodea a la Iglesia y a sus autoridades.

4. Conclusiones En primer lugar, si bien hay un cierto paralelismo entre ambas cartas, dado que ambas, en diferente medida y extensión, oscilan entre insultos, amenazas y, fundamentalmente, un pedido de arrepentimiento y vuelta en sí como cierre. Como decía, si bien esto es así, no debería llevarnos a concluir que Spinoza es un fundamentalista de la filosofía, como sí cabría pensar a Burgh en términos de un fanático religioso. Es decir, pensar que para Spinoza la filosofía es, por decirlo de alguna manera, la “religión verdadera”, sería ignorar las tesis fundamentales del TTP, que afirman que el propósito de la Sagrada Escritura es la obediencia a Dios y no el conocimiento verdadero. Es decir, no puede haber una “religión verdadera”, porque la religión nada tiene que ver con la verdad, siendo ésta el fin propio de la filosofía. La separación entre teología y filosofía que hace aquí Spinoza es absoluta. En segundo lugar, en lo que se refiere al tono mordaz y, por momentos, iracundo de la respuesta de Spinoza a Burgh –tono que quizás sorprenda viniendo de un filósofo como él– no es casual ni ligero. No debemos olvidar que Spinoza y Burgh mantuvieron un vínculo presumiblemente 20 Ibid., p. 322 (p. 282 de la edición de Colihue).

Valeria Giselle Rizzo Rodriguez

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estrecho de amistad, y eso sin contar que Burgh, siendo veinte años más joven, era uno de los discípulos de Spinoza. La frustración del filósofo tiene, así, una doble raíz. En su Ética, Spinoza nos habla de la amistad de los sabios como una amistad entre individuos que concuerdan siempre en naturaleza, es decir, en este caso, en su razón.21 Sin embargo, lejos de un posicionamiento ingenuo y utópico, Spinoza advierte que nos es imposible, justamente por nuestra naturaleza, ser constantes en la sabiduría, en la racionalidad, evitando toda pasión. Padecemos, es un hecho, a veces más, a veces menos, pero siempre existirá una causa exterior que nos afecte y no siempre se tratará de una pasión alegre. Y quizás, ya alejándonos un poco de Spinoza, podríamos preguntarnos ¿qué clase de racionalidad habría en no ser afectados de pasiones tristes ante la carta de un amigo que defiende su esclavitud como si se tratase de su libertad y nos manda al infierno por no seguirlo?

21

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Cf. E IV, prop. 35.

Spinoza y Burgh. Una disputa en torno a la Iglesia Romana

Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos en la construcción de una ontología espectral Pablo Alejandro Maxit

Introducción “La historia es la inagotable fuente del pueblo de la que cada cual saca el agua del ejemplo para lavar su suciedad” Diccionario alemán de proverbios

L

a problemática que se abre a partir de la existencia de un imaginario espectral ha sido, sin duda alguna, piedra de toque de una copiosa producción de relatos. No sólo la literatura se encuentra abundada de textos y volúmenes referidos a las presencias espirituales y otras criaturas semejantes. Una infinidad de relatos y testimonios han descrito los avatares y las experiencias de aquellos que han sido asediados por seres de naturaleza extremadamente diversa. Una problemática que hizo su aparición y ha tomado consistencia, irrumpiendo en las disputas y en los ámbitos más esotéricos1 de divulgación. Podría decirse, sin ir muy lejos, que las apariciones y los fantasmas se han ido constituyendo dentro del imaginario popular de incontables civilizaciones desde los tiempos milenarios; podría llegar a pensarse, incluso, que la “edad” de esos relatos es aún más antigua que la historia misma. Como dice un viejo proverbio, “todo pueblo tiene sus fantasmas”. Y aquí, en el intercambio epistolar que mantuvieron Baruch de Spinoza y su amigo Hugo Boxel, entre los meses de septiembre y octubre de 1674,2 se hace presente y nos asedia, una vez más, ese imaginario que viene arraigado a los pueblos desde sus orígenes. A veces, los que suponen ser pliegos marginales, periféricos, triviales o sin importancia, pueden tornarse fundamentales en esa historia que trata de decirnos algo mientras nos interpela. 1

2



`Esotérico´ no refiere únicamente a la producción de relatos sobre magias ocultas o semejantes al oscurantismo. Todo lo contrario, la historia nos confirma que incluso en las esferas de mayor pertinencia científica, la temática de una ontología espectral se hizo manifiesta… Ep. 51 a 56. Todas las citas de las cartas fueron tomadas de la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. Oscar Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007.

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Acerca de Hugo Boxel, la información fehaciente que los investigadores han podido rastrear, salvo algunos datos cronológicos puntuales, presenta una imagen difusa de sus actividades intelectuales; y su relación con el filósofo holandés no deja de ser enigmática. Sabemos por ejemplo que, siendo oriundo de la ciudad de Gorcum, se desempeñó desde 1660 como secretario de esa ciudad y abogado del tribunal holandés y fue depuesto de su cargo en 1672 con el cambio del Príncipe de Orange.3 Los investigadores no dudan en considerarlo un erudito de la época con buenas influencias políticas en el bando republicano vinculado a Jean de Witt. Coppens, por su parte, ha aportado nuevos datos que muestran que, además de su actividad política, Boxel poseía buena formación académica, pues había estudiado griego y hebreo, así como filosofía, teología y derecho.4 No obstante, por lo que puede leerse, se mantiene una atmósfera incierta entre Boxel y Spinoza. Sabemos que ambos se reconocen como amigos y que algún vínculo diplomático los concilia en la cordialidad y la confianza que el libre pensamiento anhelaba en aquellos tiempos. Pero al recorrer detenidamente la correspondencia, esa llaneza en la palabra, esa cordialidad toma fuerza y se trastoca en un tenso antagonismo de disputa. Mediante las tres cartas recíprocas que ambos corresponsales mantuvieron, es posible una perspectiva mucho más profunda, no sólo del pensamiento filosófico al que Spinoza adhería, sino también, e incluso quizás mejor, del pensamiento teológico-político en el que Boxel se ve inmerso. En ese sentido, el epistolario entre Boxel y Spinoza, constituye un documento destacado en la búsqueda de una respuesta a ese interrogante ontológico. No sin ironía se manifiesta Spinoza ante la pregunta y el deseo de su corresponsal por saber su opinión sobre la entidad de los espectros: Aunque otros pensaran que es un mal presagio, que los espectros o fantasmas hayan sido la causa de que usted me escribiera; yo, por el contrario, veo en esto algo importante, pues considero que no solo las cosas verdaderas, sino también las necedades y las fantasías pueden ser[me] útiles.5

Spinoza reconoce cierta utilidad al debate ontológico sobre la existencia de espectros pero no sin aclarar su posición al respecto. Su tem3 4 5

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Cf. Tatián Diego, “Introducción” en Baruch Spinoza, Epistolario, op. cit., p. XL. G. Coppens, “Spinoza et Boxel. Une histoire de fantomes” en Revue de Métaphysique et de Morale, 2004, pp. 60-62. Ep. 52, p. 243 (p. 205 de la edición de Colihue).

Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos

peramento mantiene la prudencia de no emitir un juicio injustificado. Ante semejante pregunta ontológica, Spinoza reconoce las limitaciones de aquella problemática y de allí su célebre frase: “Si los filósofos, quieren llamar espectros a las cosas que ignoramos, no les negaré eso, porque son infinitas las cosas que ignoro”.6

—1— “Verdadero es el proverbio que dice que una opinión preconcebida impide la indagación de la verdad” Hugo Boxel

Un reconocido erudito, Ludwig Lavater –citado explícitamente en una de las cartas que Boxel envía a Spinoza–, refiriéndose a los espectros sintetiza con destacada claridad la adopción de un antiguo topos y la veracidad que se presumía con la fuerza de la autoridad de los relatos: A quien se atreve a negar tan unánimes testimonios tanto actuales como antiguos, lo considero indigno de mi confianza. Pues así como es signo de ligereza creer sin más a todos los que han visto espectros, así por el contrario, sería una enorme desvergüenza contradecir infundada y desvergonzadamente a tantos historiadores dignos de fe, Padres de la Iglesia y otros que gozan de gran autoridad.7

En esa sentencia se expresan las huellas de un criterio de justificación mediante el cual nuestras creencias, apoyándose, fundamentalmente, sobre la verosimilitud de ciertos testimonios singulares, han adquirido unanimidad y consenso. Frente a la aceptación de ciertos conocimientos transmitidos, los relatos han constituido una fuente de legitimación de la experiencia. A tal punto se vería justificado el contenido de estos relatos, que una actitud negativa no podría ser, en opinión de L. Lavater, más que una enorme desvergüenza. Reinhart Koselleck, en Futuro pasado, se refiere a ese antiguo topos con la fórmula de Historia magistra vitae.8 Aunque el objetivo fundamental de su libro es muy diferente al nuestro y su trabajo se ha centrado en los procesos diacrónicos de cambio conceptual, el apartado “His6 7 8

Ibid., p. 244. (p. 206 de la edición de Colihue). Ep. 53, p. 249. (p. 209 de la edición de Colihue). Koselleck, Reinhart, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, trad. Norberto Smilg, Paidos, Barcelona, 1993.

Pablo Alejandro Maxit

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toria magistra vitae” resulta ser esclarecedor de la cuestión que ahora intentamos dilucidar. Allí Koselleck hace luz sobre una problemática epistemológica fundamental, que puede verse reflejada en un modelo o procedimiento histórico de establecimiento de la creencia. Sus palabras nos remiten a la idea de un continuo histórico de experiencia que ha sido capaz de articularse con todo un programa pedagógico universal. “Ese efecto”, dice, “no se basaba en otra cosa que en la autoridad del antiguo topos de que la Historia [Historie] es la maestra de la vida”.9 De acuerdo con su tesis, esa expresión acuñada por Cicerón en un contexto retórico,10 ha sido apelada de forma continua hasta el siglo XVIII como un “indicio infalible para la admitida constancia de la naturaleza humana, cuyas historias son útiles como medios demostrativos repetibles en doctrinas morales, teológicas, jurídicas o políticas”.11 “De la historia puede deducirse todo”, podía leerse en 1867 en el Diccionario alemán de proverbios y la máxima que parecía estar detrás de todo esto enseñaba que “en lo que no podemos llegar a saber por nosotros mismos, tenemos que seguir la experiencia de otros”.12 Esta curiosa sentencia exhibida en el diccionario de Zedler, Diccionario Universal de las Artes y las Ciencias, parece estar contenida, implícitamente, en las palabras de Ludwig Lavater a las que hicimos referencia al comienzo de este apartado. Recordemos nuevamente que este autor estaba convencido de la existencia de los espectros por los innumerables testimonios patricios. Testimonios siempre referidos a “la experiencia de otros”, los relatos de experiencia o “la(s) historia(s) [historien], serían una especie de receptáculo de múltiples experiencias ajenas de las que podemos apropiarnos estudiándolas”.13 9 Ibid, p. 41. 10 “(…) sólo el orador sería capaz de conferir inmortalidad a la vida de las Historien instructivas, de hacer perenne su tesoro de experiencia” (ibid., p. 43). 11 Ibidem. 12 “Sea cual sea la doctrina que guarde relación con nuestra fórmula, hay algo que indica su uso en cualquier caso. Remite a una pre-comprensión general de las posibilidades humanas en un continuo universal de la historia”. Koselleck acierta una suerte de presupuesto implícito en la estructura histórica. “La estructura temporal de la historia pasada limitaba un espacio continuo de lo que es posible experimentar” (ibidem.). 13 “Así, escribe Lengnich, un historiógrafo de Danzig, que la historia nos hace saber todo aquello que podría ser usado de nuevo en una ocasión similar”. Según Koselleck, “El viejo Federico [refiriéndose a “Federico el Grande”, tercer rey de Prusia] afirmaba que las escenas de la historia mundial se repetían y sólo sería necesario intercambiar los nombres” (ibid., p. 47).

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Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos

El propio Boxel hace réplica de ese criterio y en la breve carta primera, datada el 14 de septiembre de 1674, hace manifiesta la coincidencia de su pensamiento con ese topos caracterizado por la Historia magistra vitae. Esa fórmula y no una deducción lo persuade sobre la existencia de presencias espirituales: Es cierto que los antiguos creían en su existencia. Los filósofos y los teólogos actuales creen todavía que existen tales criaturas… En toda la Antigüedad, se encuentran al respecto tantos ejemplos y relatos que, en verdad, sería difícil negarlos o ponerlos en duda.14

Su proceder metodológico, una vez más, constituye una creencia que se apoyaba en testimonios lingüísticos o relatos considerados de “buena fe”, legitimados por la autoridad de ese continuo de experiencia. De acuerdo con sus palabras, antes de poner en cuestión la naturaleza de una ontología espectral, el remitente de esta primera epístola, presume incondicionalmente la existencia de los espectros y las apariciones. Sorprendido por el grado de convencimiento de su compatriota, Spinoza se resguarda en la prudencia desde un principio y elige como sus palabras lo indican, “el término medio”. Le propone a su corresponsal que determine cuáles son esos relatos a los que se refiere y así le impone al Sr. Boxel la responsabilidad de seleccionar aquellos relatos plausibles de “demostrar clarísimamente su existencia”,15 la existencia de los espectros. Dejando de lado, por el momento, los cuestionables argumentos que el pensionario propone a Spinoza cuando se trata de especificar y demostrar plausiblemente la naturaleza de los espectros, cabe destacar la curiosa erudición con la que Hugo Boxel hace recuento de los que considera “padres de la historia” y de sus relatos de experiencia. Historiadores como Plutarco y Suetonio hacen su aparición, entre otros, con la autoridad que sólo el antiguo proverbio podría justificar. Sus relatos proveen la experiencia, y la experiencia, la verdad. Pero una verdad que se parece mucho a una creencia y no puede ser otra cosa que verosímil. Los que defienden la existencia de los espíritus, no desacreditan a los filósofos, sino los que la niegan pues, todos los filósofos, tanto antiguos como modernos, se consideran convencidos de la existencia de los espíritus. Lo atestigua Plutarco en sus Tratados sobre las opiniones de los filósofos y sobre el genio de Sócrates; lo atestiguan también todos los 14 15

Ep. 51, p. 242 (p. 205 de la edición de Colihue). Ver Ep. 52.

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estoicos, los pitagóricos, los platónicos, los peripatéticos, Empédocles, Máximo Tirio, apuleyo y otros.16 “En el mundo somos menos exactos” manifiesta el Sr. Boxel mientras le recrimina a Spinoza ser demasiado exigente con sus pretensiones de pruebas demostrativas, “hacemos, hasta cierto grado, conjeturas, y en los razonamientos, a falta de demostraciones, admitimos lo probable”.17

Así se expresaba este abogado de aquella época que, evidentemente, adhería a una forma de pensamiento retórico llegado desde la antigüedad. Según su postura, bastaría con que lo incomprendido sea un caso posible para aceptar su verosimilitud o, lo que le resultaba lo mismo, para aceptar su verdad. Pero como en el mundo las verdades necesarias no son posibles “a excepción de las matemáticas, nos contentamos, con conjeturas probables y verosímiles”.18 El debate sobre una ontología espectral quedaría sumido, según su opinión, en el ámbito de la creencia y del parecer posible…

—2— “Dista de estar clara la noción de casos ‘posibles’, de casos que no existen aunque podrían existir” Nelson Goodman

Es importante destacar que no negaremos la presencia de un principio como el de la historia magistra vitae en el pensamiento spinoziano. Por el contrario, esta máxima es útil no sólo como una fuente potencial 16 Ep. 55, p. 258. (p. 218 de la edición de Colihue.) Para comprender la relación entre el proverbio referido en el concepto de Historia magistra vitae y esta sentencia de exuberante erudición, puede leerse lo que Reinhart Koselleck ha documentado en referencias a las recomendaciones de lectura que se acostumbraba disciplinar. Ya Maquiavelo conseguía continuas utilidades para las Historie, porque unían, según él, el pensamiento ejemplar y el empírico como una nueva unidad. Mably, por su parte, recomendaba –dice Koselleck– la lectura de Plutarco para que el soberano pueda elegir su ejemplo. (Koselleck, Reinhart, Op. Cit., p. 45). 17 Ibid, p. 256 (p. 217 de la edición de Colihue). 18 Boxel claramente reduce cualquier criterio de verdad en un criterio de verosimilitud. Trastoca la distinción entre posible y necesario y amplifica el alcance de su criterio demostrativo de experiencia. “Hubo antiguamente filósofos, llamados escépticos, que dudaban de todo. Estos discutían en pro y en contra para conseguir, a falta de razones verdaderas, solamente lo probable, y cada uno de ellos creía lo que le parecía más probable” (ibidem.).

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Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos

de experiencia sino también en cuanto a su influencia y necesidad en el mantenimiento de la paz estatal. Curiosamente, en 1670, cuatro años antes de tener esta correspondencia con su amigo, publicaba anónimamente el Tratado teológico-político. Pese a la efigie que Spinoza recibe como uno de los “filósofos racionalistas”, debería destacarse con más frecuencia la riqueza metodológica desplegada en este texto. En esta obra, la hermenéutica de los relatos es tan importante que ha formado parte en la construcción de todo un imaginario de experiencias que se orienta a la práctica de la vida y la verdadera virtud moral. Un recorrido por este tratado pareciera suficiente para distinguir la importancia que su autor reconoce en ese topos y su eficacia en la fundación de la creencia (fe) como tal. En el capítulo 5 de este tratado, su autor reconoce la capacidad de esos imaginarios para “mover el animo a la obediencia”;19 capaces de producir, mediante la proliferación de relatos e historias populares, el efecto de la autoridad que Boxel presupone explícitamente. Ciertos principios de experiencia nos remiten a la hipótesis de ese imaginario ejemplar instaurado a condición del viejo topos. Principios no regidos por la demostración racional y sus derivaciones, sino por la revelación de la escritura. Dice Spinoza: (…) con esto creo que está suficientemente claro a quiénes y en qué sentido es necesaria la fe en las historias contenidas en la Escritura Sagrada. Pues de lo que acabo de exponer, se sigue con toda evidencia que su conocimiento y su fe es indispensable al vulgo, cuyo talento es incapaz de percibir clara y distintamente las cosas.20

El camino de la creencia, instaurado a consecuencia del ejemplo y la experiencia, se presenta no sólo aceptable, sino esperable, en la organización del Estado frente a la impiedad. Los relatos, certificados con la autoridad de la firma, también harían eco allí donde las letras tienen la palabra.21 19 TTP, p. 79. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1986. 20 TTP, p. 78. 21 “La fe no exige tanto dogmas verdaderos cuanto piadosos (…), capaces de mover el ánimo a la obediencia. Aunque entre éstos haya muchos que no tienen sombra de verdad, basta con que quien los acepta, ignore que son falsos; de lo contrario sería necesariamente rebelde” (TTP, p. 176). La definición misma de fe hace evidente la necesidad de aceptar un método efectivo de verosimilitud –como casos posibles– que sea de utilidad para la vida cotidiana. Es llamativo que Spinoza se refiera incluso a esos principios que con-

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Finalizando el capítulo 14 del mismo tratado, deja en claro también, mediante la distinción entre creencia (fe) y filosofía, que “los fundamentos de la segunda [la filosofía], son las nociones comunes, y deben extraerse de la sola naturaleza, en cambio, los fundamentos de la fe son las historias y la lengua y hay que sacarlos solamente de la escritura y la revelación…”.22 En ese sentido, interpretamos que Spinoza exagera cuando en la sexta y última carta, dice de él y de su corresponsal que siguen principios muy diversos.23 En cierta medida también él acepta este criterio de justificación: dado que la claridad y la distinción parecen estar vedadas al vulgo ignorante de las causas de las cosas, mediante la “proyección” de un imaginario ejemplar sería posible, no obstante, producir una creencia verosímil a través de la hermenéutica de la escritura.24 Pero la propuesta del Sr. Boxel en sus cartas no se agotaba meramente en una justificación de las experiencias prácticas a la que la historia magistra vitae hacía referencia. El topos pareciera doblegarlo incluso en las especulaciones más extrañas. Por el contrario, un hombre con predilección a las demostraciones, como lo era el filósofo holandés, ante las declaraciones de su corresponsal ponía en entredicho la relevancia de una investigación exhaustiva acerca de la existencia y naturaleza de los espectros; y lo hacía basándose, fundamentalmente, en la insuficiencia de un criterio metodológico mediante el cual se haga factible la confirmación de una naturaleza espectral… En la carta número 56 de octubre de 1674, le escribe Spinoza a Boxel:

sidera sin “sombra de verdad”. Un principio de creencia no necesitaría ser verdadero para operar eficazmente en la producción de ese imaginario ejemplar que regula el factor de la obediencia; le bastaría con ser un caso posible pues, quien lo tiene, “ignora que es falso”. Por ese motivo, es importante destacar y reconocer una ampliación de ese “dogma de fe” en un concepto más genérico de creencia. Del mismo modo que en las cuestiones de religión la fe se presume como el estado del pensamiento necesario para la obediencia, el estado de creencia al que refiere la historia magistra vitae admite principios de ese tipo; “no tanto verdaderos cuanto piadosos”, no tanto verdaderos, sino verosímiles. 22 TTP, p. 179. 23 Ep. 56, p. 259 (p. 219 de la edición de Colihue). 24 Recordemos que para Baruch de Spinoza lo verosímil no es otra cosa que los casos posibles; y “su demostración debe ser tal que aunque podamos dudar de ella [de la demostración verosímil], no podamos, sin embargo, contradecirla” Ep. 56, p. 260 (p. 221 de la edición de Colihue).

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Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos

Es verdad que nosotros en el mundo hacemos muchas cosas fundándonos en conjeturas, pero es falso que obtengamos nuestras meditaciones a base de conjeturas. En la vida cotidiana estamos obligados a seguir lo que es más verosímil, pero en las especulaciones, la verdad. El hombre perecería de sed y de hambre si, antes de tener una perfecta demostración de que los alimentos y las bebidas le serán provechosos, no quisiera comer ni beber. Pero en las especulaciones no ocurre eso. Por el contrario, debemos precavernos de admitir como verdadero algo que sólo sea verosímil; pues así que hemos admitido una falsedad, siguen infinitas.25

En este sentido, el efecto de autoridad de los relatos de acuerdo al encomio que Boxel tiene para con él, es excedente respecto a la posición que toma Spinoza frente a las historias como maestras de vida. La defensa de nuestras especulaciones filosóficas, como la posibilidad de una ontología espectral, no puede basarse simplemente en la construcción de un imaginario verosímil mediante un método de autoridad. Dice Spinoza en la carta 52: Pues, para confesar la verdad, no he leído jamás un autor digno de fe que demostrara claramente su existencia. Y hasta ahora, ignoro lo que son, y nadie me lo ha podido indicar nunca. Es cierto, sin embargo, que una cosa que la experiencia demuestra tan claramente, debemos saber lo que es; por otro lado, dificilísimamente podremos inferir de algún relato que los espectros existen; se infiere sin duda que hay algo; pero nadie sabe lo que es.26

Un nuevo método de interpretación es fundamental para la comprensión racional de los principios filosóficos y la eliminación de la superstición como el efecto de una creencia. El proyecto mismo del Tratado teológico-político parece apuntar en ese sentido, mediante la proposición de un modelo de exégesis completamente controversial y desafiante del imperante. La marca que establece el pensamiento spinozista entre lo verosímil y la verdad, entre la fe y la razón, la creencia y la filosofía, resguarda el lugar de la historia magistra vitae y lo pone en relación con un

25 Ep. 56, p. 260 (p. 221 de la edición de Colihue). 26 Ep. 52, p. 243 (p. 206 de la edición de Colihue). “En cuanto atañe a los relatos”, dice luego Spinoza, “no los niego enteramente, pero sí la conclusión inferida de ellos. A esto se añade que no los considero tan dignos de fe como para no dudar de las muchas circunstancias que muy a menudo suelen agregar(se), más bien para adornar que para hacer más eficaz la verdad del relato o la conclusión que de allí se infiere” Ep. 54, p. 254. (p. 214 de la edición de Colihue).

Pablo Alejandro Maxit

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modo distinto de justificación de nuestros conocimientos de experiencia. ¿Acaso en una hermenéutica más profunda?27

27 “Para desentendernos de esa turba, liberar nuestra mente de los prejuicios de los teólogos, y no abrazar temerariamente las invenciones de los hombres como si fueran doctrinas divinas, debemos abordar el verdadero método de interpretar las Escritura y discutirlo a fondo… así como el método de interpretar la naturaleza consiste primariamente en elaborar una historia de la naturaleza y en extraer de ella, como datos seguros, las definiciones de las cosas naturales, así también, para interpretar la escritura es necesario diseñar una historia verídica y deducir de ella, cual de datos y principios ciertos, la mente de los autores de la escritura como una consecuencia lógica” (TTP, p. 98). Así como en el capítulo 7 del TTP Spinoza se refiere a la importancia de ciertos factores determinantes en la exegesis de la Escritura y esboza su selectiva metodología hermenéutica de las historias, esa misma metodología impera en el debate teórico que vimos desencadenado en estas cartas, donde los relatos o narraciones de cosas insólitas de la naturaleza, deberían entenderse, primero, como una consecuencia de la mente de sus autores, para llevar luego una investigación exhaustiva de las condiciones en que un relato es fundado. “[…] todos los que examinen la imaginación de los mortales y el efecto de las pasiones deberán reírse de tales cosas, cualquiera sea el argumento que Lavater y otros que con él soñaron sobre este asunto, aduzcan en contra” (Ep. 54, p. 254; p. 214 de la edición de Colihue), sostiene Spinoza.

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Boxel y Spinoza, acerca de la autoridad de los relatos

Spinoza y Balling, acerca de la posibilidad de un presagio Natalia Sabater

L

a carta que Spinoza envía el 20 de junio de 1664 a Pieter Balling, y que por cierto es la única que se conserva de la correspondencia entre ambos, es una de las más extrañas de cuantas ha escrito el filósofo y continúa generando asombro entre aquellos que se han familiarizado con el pensamiento spinozista. La pequeña teoría del presagio que Spinoza desarrolla en las escasas dos páginas de esta epístola pareciera entrar en directa contradicción con las contundentes tesis acerca del carácter imaginario de la revelación profética que el filósofo sostiene en el Tratado teológico-político y pareciera otorgarle a la imaginación ciertas facultades propias de la razón. ¿Cómo interpretar esta carta? ¿Cómo conciliar la concepción favorable respecto de los presagios que Spinoza despliega allí –a los que considera no como una mera superstición sino dentro de un marco racional– con lo que desarrolla en una de sus principales obras filosóficas? Nos proponemos a continuación, en función de estos interrogantes, realizar un análisis de dicha carta que funcionaría como un disparador para poner en debate esta noción de presagio con la desarrollada en el Prefacio y en el capítulo I y II del Tratado teológico-político. Esto nos conducirá, además, a un análisis en torno al concepto de imaginación en Spinoza, casi inseparable de la noción misma de presagio. Intentaremos ofrecer una lectura de esta carta que la concilie con el sistema spinozista o por lo menos que suavice las contradicciones que en la superficie supondría con su doctrina. Pues creemos que una posible lectura en clave spinozista de ella (así como de todas aquellas que parecieran, a primera vista, ser contradictorias o demasiado extrañas) implica concebir al Epistolario de Spinoza como un capítulo muy especial de su



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obra y una oportunidad para poner en diálogo su filosofía, para ampliar ciertas categorías, para hacer salvedades y, así, evitar el dogmatismo y el anquilosamiento de sus ideas filosóficas. Antes de entrar, entonces, en los debates propiamente filosóficos que nos convocan, queremos aportar algunos breves datos para presentar a Pieter Balling, este particular corresponsal de Spinoza. Balling era colegiado, miembro de la congregación Menonita flamenca de Ámsterdam y del Círculo spinoziano de seguidores, adeptos y amigos que en aquella ciudad se nucleaba para leer los escritos del filósofo y asegurar una buena interpretación de su doctrina. Comerciante por tradición familiar, recorría como viajante la Península Ibérica, y por lo tanto estaba en condiciones de conversar con Spinoza en su lengua materna. Se le describe como un hombre inteligente y muy conocedor del latín y el griego, que tradujo al holandés los primeros escritos del filósofo.1 Sabemos que en 1661 visita a Spinoza y que poco tiempo después de este encuentro publica un breve texto llamado La luz sobre el candelabro en el que intenta justificar los principios del Cuaquerismo. Por la carta que Spinoza le envía podemos advertir la relación de respeto y fraternidad que había entre ambos. Esta carta contiene la respuesta de Spinoza a una carta perdida de Balling en la que éste le informaba de la muerte de su pequeño hijo. Allí le refería haber tenido un presagio de esa muerte, pues cuando el niño estaba sano él oía en sueños los mismos gemidos que emitiría cuando le sobrevino la enfermedad, gemidos nítidos y claros que cesaban, sin embargo, cuando éste despertaba del todo y se disponía a oír. En su respuesta, Spinoza se muestra muy triste por su amigo y le pide que le escriba frecuentemente, que se mantenga en contacto. En lo que atañe a los presagios que su corresponsal refiere, le dice que juzga que dichos gemidos no eran, efectivamente, verdaderos sino sólo producidos por la imaginación, la cual libre y sin trabas le inducía a escuchar de forma vívida los mismos sonidos que cuando estaba dormido. Para ejemplificar este poder de la imaginación, por el que las cosas experimentadas en el sueño persisten como si trataran de cosas reales, Spinoza le cuenta a Balling una experiencia similar que él mismo tuvo: luego de despertar de

1

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Gebhardt, C., Spinoza, Losada, Buenos Aires, 2007, p. 71.

Spinoza y Balling, acerca de la posibilidad de un presagio

un sueño muy intenso continuaba apareciendo ante sus ojos la imagen de “cierto brasilero negro y sarnoso”2 a quien nunca había visto antes. Sin embargo, aunque en ambos casos se trata de un fenómeno ilusorio, que no ocurre verdaderamente (en este caso relativo a la vista, y en el de Balling al oído), Spinoza explica que la causa de ambos es diferente, por lo que el de Balling fue un presagio pero el suyo no. Pues mientras que los efectos de la imaginación que provienen de causas corpóreas (como los delirios de la fiebre) no pueden ser nunca presagios de sucesos futuros, Spinoza afirma que “los efectos de la imaginación o imágenes que extraen su origen de la constitución del alma sí pueden ser presagios (…) pues el alma puede presentir confusamente algún suceso futuro”,3 por lo cual eso puede imaginarse tan firme y vívidamente como si tal suceso fuese actual. Y a continuación, refiriéndose a la experiencia vivida por Balling, Spinoza afirma que un padre ama de tal modo a su hijo, que ambos son casi una sola y misma persona. Esto implica que en el pensamiento de aquel debe darse necesariamente la idea de las afecciones de la esencia del hijo y lo que de ellas se sigue. Que entonces, por esta unión existente entre ambos, el padre es una parte de dicho hijo y su alma debe participar necesariamente de la esencia ideal de éste, de sus afecciones y de lo que de ellas se deriva. Es por esto, porque el alma del padre participa idealmente de lo que se sigue de la esencia del hijo, que aquel –dice Spinoza– “puede a veces imaginar algo de aquello que se sigue de la esencia de éste tan intensamente como si lo tuviera delante”.4 Y ello fue precisamente lo que, en opinión del filósofo, le sucedió a Balling. En principio, esta respuesta resulta extraña y no parece ser muy spinozista. ¿Por qué Spinoza no remite este hecho a la superstición o a un extravío de su corresponsal? ¿Por qué atribuye a la imaginación “la capacidad de presentir confusamente algún suceso futuro”?5 ¿Por qué, en esta situación particular, afirma la posibilidad de un presagio, que tiene su origen en la constitución del alma? Podríamos responder que la tragedia vivida por Balling recientemente y la necesidad de Spinoza de brindarle consuelo a su amigo puede ser un motivo para tales afirmaciones inusuales. Pero ¿es posible que un filósofo tan apegado a la verdad y a la honestidad escriba algo que considera falso y crea que aquello 2 3 4 5

Ep. 17, p 76. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. O. Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 77. Ibíd., p. 77-78 (p. 78 de la edición de Colihue). Ibídem. Ibídem.

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puede ser una forma de consuelo? Esta carta, entonces, nos acerca la pregunta y el debate sobre qué es el presagio para Spinoza y además nos conduce a una reflexión sobre el concepto de imaginación en su filosofía y su vínculo con la razón. Para abordar esta problemática, partiremos trazando una comparación con el tratamiento que el filósofo realiza de la profecía en el Tratado teológico-político proponiendo un análisis de la noción de imaginación y de la relación entre ambas, para intentar responder si es posible que, en un caso como el de Balling, se produzca efectivamente un presagio. Desde el comienzo del Tratado… queda claro que la profecía está íntimamente ligada a la imaginación. Como explica Spinoza “para profetizar no se requiere un alma más perfecta sino una imaginación más viva”,6 es decir, que los profetas no son más doctos ni poseen mayor sabiduría ni están dotados de una mente más perfecta que otros hombres. Este lazo entre imaginación y profecía tiene que ver entonces, en primer lugar, con una voluntad del filósofo de distinguir la revelación profética del conocimiento natural, de situar la profecía fuera de los dominios del pensamiento especulativo. Como señala Myriam Morvan en su artículo “Étude de certains aspects de la rationalité et de l’irrationalité chez Spinoza” el profeta permanece ajeno al segundo género de conocimiento, propio de la razón, y es simplemente el destinatario de una revelación hecha para él, cuyo único valor proviene de su contenido de justicia y caridad.7 Esto implica que la verdad, la certeza de toda profecía no radica en ella misma, no se nos hace evidente por su propia naturaleza, como ocurre con toda idea clara y distinta, con las demostraciones de la razón. Spinoza explica que la certeza que adviene a los profetas de aquellas cosas que “percibían por la imaginación y no a partir de principios intelectuales ciertos”8 es producto de algún signo que Dios les provee y que distingue dicha profecía de un engaño. Es el signo divino, entonces, el que otorga la certeza a toda profecía, aquello sin lo cual no puede considerarse cierta. Aquí aparece entonces otro concepto fundamental que liga necesariamente, en segundo lugar, a la imaginación con la profecía: el concepto de signo. Como señala Lorenzo Vinciguerra en su artículo “Mark, Image, Signe: A semiotic approach to Spinoza”, la imaginación es definida en la 6 7 8

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TTP, p. 29. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Tratado teológico-político, Alianza, Madrid, 2008, p. 85. Morvan, Myriam, “Étude de certains aspects de la rationalité et de l’irrationalité chez Spinoza”, en Revue de Métaphysique et de Morale, N° 41, 2004. TTP, p. 29 (p. 85 de la edición de Alianza).

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Ética como conocimiento de los signos, es decir, como conocimiento de esas ideas, imágenes, huellas, vestigios que se generan como correlato de las afecciones corporales en el alma del hombre.9 Por su condición modal, el ser humano sólo existe como ser en relación con otros seres, a quienes afecta y por quienes es afectado, y en este sentido, la imaginación es aquella facultad que interpreta los signos que surgen de la interacción del propio cuerpo con los otros cuerpos, aquella facultad de conocer los cuerpos del exterior y el propio. Los seres humanos son, entonces, por naturaleza intérpretes de signos “en virtud del hecho de que expresan la esencia de Dios a través de un cuerpo que tiene el poder de afectar y ser afectado, un poder compartido por todos los seres”.10 Y precisamente por poseer la profecía un signo divino, que es además el que le otorga la certeza, y por ser el presagio mismo un signo, necesariamente debe ser la imaginación aquella facultad que se ocupe de su conocimiento. Y por esto el profeta debe ser aquel que tenga una imaginación más viva, pues –como remarca Deleuze– si bien todos los hombres son por naturaleza intérpretes de signos, el profeta es por excelencia el hombre del signo,11 aquel cuya función es específicamente interpretar los signos. Esta exégesis del concepto de imaginación como proceso de interpretación de signos nos será útil para pensar una noción de presagio que no se identifique únicamente con la superstición, sino que esté ligado al conocimiento de los cuerpos exteriores y de las afecciones que surgen de la interacción con ellos. Sin embargo, no es la perspectiva que Spinoza rescata en el marco del Tratado teológico-político, en el que la imaginación, así como el presagio y el signo, son utilizados para distinguir al profeta del filósofo y para separar la revelación del conocimiento alcanzado por la razón. Es por esto que el presagio es caracterizado como una manía supersticiosa, como el vehículo de la superstición, ligado a un conocimiento revelado que siempre se enfrenta con un signo que debe ser interpretado, a diferencia de la filosofía que aspira a una verdad que no necesita ningún signo.12 Es en la carta a Balling donde encontramos una noción distinta de presagio, ya no identificado con una forma de superstición ni con una revelación cuyos términos son específicos del primer género de conocimiento. Como señala Morvan, podemos decir que, en primer lugar, esto 9

Vinciguerra, Lorenzo, “Mark, Image, Signe: A semiotic approach to Spinoza” en European Journal of Philosophy, 2012, p. 134. 10 Ibíd., p. 133. 11 Deleuze, G., En medio de Spinoza, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2008, p. 258. 12 Vinciguerra, op. cit., p. 134.

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es así porque en este texto el presagio se refiere a eventos específicos y su valor procede justamente de los hechos particulares que predice. Es decir, que a pesar de que Balling no tiene ninguna certeza de su vivencia, Spinoza puede hablar de un presagio, sin ser acusado de superstición, dado el carácter particular de lo que se intuye. Siguiendo a Morvan podemos decir que aquí Spinoza funda el presagio en una característica que minimiza en el Tratado teológico-político: los eventos que se anuncian. Lo que es relevante en esta situación y hace posible considerar la experiencia de Balling como un presagio es, entonces, el hecho de que es un padre el que predice confusamente ciertos hechos futuros que se siguen de la esencia de su hijo. El problema con el que nos encontramos en el caso de Balling es que por un lado, al igual que en todo presagio o profecía, la imaginación es un componente fundamental y este hecho (el de que se trate de un conocimiento imaginativo) determina que sea una predicción y no una deducción de la razón. Sin embargo, por otro lado, la experiencia de Balling, aunque confusa, tiene un componente racional pues depende de la constitución del alma sola, y por lo tanto se acerca al segundo género de conocimiento. Nos encontraríamos entonces con una predicción de la imaginación, que por esto no tiene ninguna certeza, pero que anuncia realmente lo que va a suceder y no por mera casualidad sino por motivos que pueden comprenderse por medio de la razón. Y esto resulta problemático porque como señala Morvan, pareciera superponer de algún modo la imaginación con la razón. Pues, efectivamente, el hecho de que podamos imaginar (soñar, temer, esperar) cosas relacionadas con el futuro es completamente concebible y lo experimentamos continuamente. Y a veces accidentalmente esas imaginaciones o anhelos sobre el futuro se cumplen, lo cual tampoco resulta sorprendente. Pero lo extraño es que Spinoza está afirmando que la experiencia de Balling fue no de forma accidental sino realmente una predicción de hechos futuros a parir de imágenes que extraen su origen de la constitución del alma. Podemos esbozar una respuesta a este problema volviendo a analizar el caso particular en cuestión y los motivos que da Spinoza para considerar a la vivencia de Balling como un presagio. Lo fundamental, como ya sabemos, reside en la especial unión que caracteriza la relación entre un padre y un hijo: relación de amor, de particular conexión, en virtud de la cual ambos son casi una sola y misma persona. Esta afirmación de Spinoza no resulta tan extraña si tenemos en cuenta la definición 7 de la Segunda Parte de la Ética, donde se aclara que es posible considerar, en

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función de la tendencia hacia un mismo objetivo, a muchos individuos como una cosa singular.13 Además, dicha idea vinculada a la relación padre e hijo aparece en Las pasiones del Alma de Descartes, texto que Spinoza conocía y sobre el que es posible que funde sus afirmaciones acerca de dicho lazo. Allí, el filósofo francés explica la unión que nace del amor con aquello que se ama, por la cual se hace de lo unido un único todo14 y como ejemplo privilegiado de esta unión menciona el amor que un buen padre siente por sus hijos, amor puro en virtud del cual “no desea obtener nada de ellos y no quiere poseerlos más que como lo hace, ni estar unido a ellos más estrechamente de lo que ya lo está, sino que dado que los considera iguales a él busca su bien como el suyo propio, o incluso con más ahínco puesto que, al imaginar que él y ellos forman un todo del que él no es la mejor parte, a menudo antepone sus intereses a los suyos y no teme perderse para salvarlos”.15 Por la peculiar naturaleza de esta relación, entonces, padre e hijo forman un todo, un único individuo del que ambos son partes. Y por ello, para Spinoza, el padre participa necesariamente de la esencia ideal del hijo, de sus afecciones y de todo lo que de ellas se deriva. Este conocimiento de la esencia del hijo es precisamente lo que permite que el alma del padre, por su sola constitución, pueda predecir un hecho futuro que le sucederá. Es decir, es gracias a este vínculo esencial entre ambos que puede darse efectivamente un presagio. Sin embargo, por la proposición VIII de la Tercera Parte de la Ética, sabemos que no puede existir en la misma esencia del individuo una causa que lo lleve a la muerte, sino que su potencia por perseverar en el ser implica un tiempo indefinido por el cual, si la cosa “no es destruida por ninguna causa exterior, continuará existiendo en virtud de la misma potencia por la que existe ahora”.16 La muerte del hijo, entonces, no se sigue de su esencia sino de la constitución actual de su cuerpo y de su mente, de sus afecciones presentes. Por lo tanto, si bien la participación del alma del padre en la esencia del hijo –por lo que participa también de las afecciones que se siguen de ella– es lo que permite predecir algo respecto de él, al mismo tiempo es fundamental la función de la imaginación como interpretación de las afecciones presentes que llevan 13 14 15 16

E II, def. 7. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Ética, Alianza, Madrid, 2009, p. 111. Descartes, R., Las pasiones del alma, Editorial Edaf, Buenos Aires, 2005, p 115. Ibíd., p. 117. E III, prop. 8.

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al hijo a la muerte. No alcanza con este conocimiento esencial, sino que es necesario un conocimiento del cuerpo para poder predecir este hecho. Y aquí es donde vemos por qué la imaginación es un componente fundamental en el presagio de Balling: es la interpretación de aquellos signos de la constitución presente del cuerpo del hijo la que, a partir del vínculo esencial de ellos, conduce a la predicción de la muerte. Por esto es que Spinoza habla de una predicción de la imaginación que anuncia certeramente lo que va a suceder y, aunque confusa, tiene su origen en la constitución del alma. Sin embargo, si bien en este caso se le concede a la imaginación la posibilidad de predecir algún suceso futuro, Spinoza aclara que esto se da dentro de ciertos límites: si el evento es verdaderamente notable (en este caso, en el curso de la vida del hijo); si podemos imaginarlo fácilmente; si el tiempo en que ocurre no es demasiado remoto y finalmente si el cuerpo está bien constituido, no sólo en lo que atañe a la salud, sino también si está libre de todas aquellas inquietudes y ocupaciones que turban los sentidos desde el exterior.17 Vemos, entonces, que la carta afirma la posibilidad de un presagio pero al hacerlo no utiliza las mismas categorías que se tienen en consideración en el TTP. La situación particular que se presenta en el caso de la epístola a Balling supone un alejamiento de lo que Spinoza plantea en una obra que tiene como objetivo distinguir la filosofía de la teología y defender la libertad de pensamiento dentro del Estado. El tratamiento del presagio que el filósofo realiza en esta carta representa, así, una oportunidad para desarrollar y enriquecer esta esquiva noción, para introducir nuevas consideraciones sobre ella. Además permite concebir a la imaginación como una facultad que no se opone necesariamente a la razón, sino que puede complementarse con ella, aportando un conocimiento diferente y necesario para la vida humana. Por otro lado, esta carta nos acerca la opinión de Spinoza sobre un tema muy interesante e importante como es el de la relación de los padres y los hijos, unión inexplicable y poderosísima, quizás la más misteriosa y fuerte de todas. La historia humana y la literatura ofrecen innumerables casos donde la potencia de esta relación indisoluble se hace presente, desde el relato bíblico de Moisés, pasando por la tragedia clásica en la que emerge el nombre de Edipo, hasta la tragedia isabelina con la historia de Hamlet. En nuestro país, el borramiento de la filiación llevado a cabo en la apropiación de los hijos de los secuestrados y desaparecidos por la dictadura 17

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Ep. 17, p. 78 (p. 78 de la edición de Colihue).

Spinoza y Balling, acerca de la posibilidad de un presagio

militar representa también un ejemplo del influjo de este vínculo. ¿Cómo explicar desde la filosofía el hecho de que un padre identifique a su hijo, luego de 20 años, a quién no había visto desde su primer mes de vida? ¿O que una abuela reconozca a su hija en la mirada de su nieto? ¿Cómo explicar que un hijo recuerde el nombre que había elegido para él su madre, a quien nunca llegó a conocer? Quizás las breves palabras que Spinoza ofrece en esta carta a Balling, esta lectura filosófica del vínculo entre padre e hijo, deban ser tenidas en cuenta a la hora de pensar dicha relación de amor, de unidad, de participación, que se halla de algún modo tejida con el ser de cada individuo.

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El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh Mariano J. Cozzi

Si recibo un amigo a mi mesa le ruego que se siente, si renquea, pero no le pido que baile. Antoine de Saint-Exupéry

E

l siguiente trabajo versará sobre ocho cartas en las que Baruch Spinoza, en correspondencia con Willem van Blyenbergh (1632-1696), abordará de manera directa el tema del mal. Blyenbergh era un hombre nacido en Dordrecht, holandés, teólogo calvinista, que, sin conocer personalmente a nuestro filósofo, se atrevió a escribirle con una profunda inquietud acerca de lo que él denominaba pecado o, de forma equivalente, mal. Así comienza esta historia, un 12 de Diciembre del año 1664, y, en un primer momento, Spinoza responde con entusiasmo. Pronto, sin embargo, el filósofo comprende que su interlocutor no busca la verdad sino que, por el contrario, sólo desea tener razón y satisfacer su ansia de argumentar por argumentar. Spinoza, ya en su segunda carta, se torna cortante. Pero la correspondencia continúa hasta el año siguiente. ¿Por qué? ¿Será acaso –como indica Deleuze– que Spinoza, pese a sus sentimientos hacia Blyenbergh, se ha fascinado con la temática misma? El hecho de que se interrumpa el intercambio precisamente cuando Blyenbergh empieza a indagar acerca de otros asuntos apoya esta hipótesis. No obstante, sea como sea, es cierto que el tema del mal resulta sumamente interesante. En estas páginas procuraremos, justamente, ahondar en él. Tan sólo una advertencia –llamémosla metodológica– antes de comenzar. Creemos firmemente que la Filosofía es, ante todo, una tarea que se dedica a la búsqueda, a la interrogación, a la constante pesquisa, por sobre las respuestas acabadas. Creemos que, así como lo ha sido el hilo de Ariadna para Teseo, así las preguntas son para nosotros, los filósofos, una guía. Y así, por tanto, es que bucearemos a lo largo y ancho de estas ocho cartas. Indagaremos en lo profundo de las objeciones de



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Blyenbergh para ver cuáles de ellas pueden ser descartadas y cuáles, por el contrario, agudizadas. Y, aunque procuraremos arribar a ciertas conclusiones, estas no serán un cierre sino una total apertura. Responderemos algunas preguntas, pues, tan sólo para generar aún más.

Empecemos por el centro, por la médula, de nuestra cuestión. Al menos así lo hizo Spinoza que, ya en su primera carta (Carta 19), en respuesta a la que Blyenbergh le había enviado anteriormente, le pregunta a éste qué entiende él por mal. El teólogo había adelantado buena parte de sus pensamientos, en la Carta 28, en la que afirmaba que el mal, el error, era simplemente imposible, y había argumentado que esto se seguía lógicamente porque todo, tanto el alma como su movimiento, son causados por Dios y Dios, a su vez, no puede ser causa del mal. Desde esta óptica había leído nuestro calvinista la obra que Spinoza escribiera acerca de su maestro –Descartes– y desde esta misma óptica había lanzado, entonces, su primer interrogante: ¿Cómo podría explicarse el pecado de Adán? Así, con este cuestionamiento, comienza la correspondencia. Spinoza no duda. En la Carta 19 afirma que contrariar la voluntad de Dios –el así llamado pecado original– es un absurdo, porque sería el mismo Dios quien lo haría, y es, además, imposible, puesto que la voluntad y el entendimiento divino coinciden y, por tanto, nada puede ocurrir contra ellos. Dios es causa de la decisión de Adán, sin duda, pero hay que entender que dicha decisión, para Spinoza, no es mala. Es sólo la privación de un estado de mayor perfección, si se compara a Adán con un ser humano abstracto, sumamente perfecto. Pero el primero de los hombres, en tanto ser humano concreto, es totalmente perfecto en cuanto es. El pecado, el mal, no indica realidad. Lo real, lo que existe, es perfecto. Es entonces que Blyenbergh se deshace en objeciones. Veámoslas una por una, con su correspondiente respuesta, para evaluarlas. Lo que cuestiona en primer lugar el señor Blyenbergh es el hecho de que, mientras Dios nos ordena mantener la voluntad dentro de los límites del entendimiento, no nos otorga la perfección para hacerlo (Carta 20). Este problema se arrastra desde Descartes. Queremos más de lo que conocemos, lo desconocido, e incluso queremos aun cuando sabemos con certeza que aquello que buscamos nos perjudicará. Blyenbergh no comprende cómo esto es posible.

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El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh

Spinoza responde sin vacilar y comienza por admitir el problema de raíz. Es cierto –afirma– que la pasión, la voluntad, el deseo, pueden vencer y de hecho numerosas veces vencen a la razón, al entendimiento. Pero, mientras Blyenbergh ve en esta cualidad humana un error, el preanuncio de todo pecado, cierta imperfección que podría haberse evitado por intervención divina, nuestro filósofo, en cambio, sólo descubre allí un atributo inherente a la naturaleza del hombre. Podemos controlar más o menos las pasiones, apenas gracias a la razón, con ciertas ventajas por medio de otras pasiones, pero nuestra esencia, nuestra perfección no entra en contradicción, en modo alguno, con nuestra naturaleza emotiva o pasional. Somos así y así, precisamente así, es como somos perfectos. Acto seguido, como si Spinoza y Blyenbergh jugaran una partida de ajedrez por correspondencia, este último indaga acerca de la posibilidad de transgredir el ordenamiento divino (Carta 20). Para él, si bien Dios ha ordenado que respetemos su orden, los seres humanos podemos ir contra dicha disposición. Spinoza, que ya ha inclinado antes el tablero a su favor, apenas mueve un peón. Él ya ha dicho que el hombre, aunque quiera creer lo contrario, no es un imperio dentro de otro imperio sino parte, miembro, del enorme y único imperio: la Naturaleza. En síntesis: no podemos transgredir el ordenamiento divino de ninguna manera. Aquello sólo sería una mera ilusión. Jaque. Blyenbergh apuesta a la reina. E insiste. Si fuera así –opina– no habría diferencia entre las piedras y los animales, por un lado, y, por el otro, esos monos evolucionados que a sí mismos se llaman homo sapiens sapiens. (El sapiens lo repiten como si quisieran convencerse.) Spinoza sabe que, muy por el contrario, existe una diferencia. ¿Cuál? –pregunta su adversario. Spinoza mueve la torre y responde: La conciencia. Jaque mate. Luego, sin rendirse, Blyenbergh arroja los dados y critica el hecho de que un ser perfecto, por medio de acciones perfectas, pueda privarse de una mayor perfección. Él mismo escribe: “Que no exista ningún mal y que se pierda una condición mejor me parece contradictorio”.1 Él 1

Ep. 20, pp. 100-101. Cito según la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Epistolario, trad. de O. Cohan, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 91.

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entiende que esto es lo que llamamos errar. Y que, por tanto, erramos al realizar nuestra propia esencia. ¿Cómo es que Dios no nos ha otorgado la perfección de no errar? –se pregunta–. Spinoza, desde ya, despacha rápidamente esta objeción, pues ya lo ha explicado anteriormente. Esta vez tan sólo se esfuerza por ser más claro. La privación –afirma– “no es el acto de privar sino una simple y mera carencia, que en sí nada es, pues es sólo un ente de razón o un modo de pensar, que forjamos cuando comparamos las cosas entre sí”.2 Es aquí que el filósofo holandés cita el ejemplo, por cierto hermoso, del ciego. Un no vidente no es menos perfecto que un vidente. En la esencia del primero, en su realidad, simplemente no se encuentra el don de la visión. Pedirle que viera sería –según Spinoza –lo mismo que pedirle a una piedra que tuviera ojos y vista. O, en las bellas palabras de Saint-Exupéry, como pedirle a un rengo que baile. Tanto el ciego como el rengo son perfectos porque realizan su esencia. Son perfectos porque no les pertenece ni más ni menos que lo que la voluntad divina, el entendimiento divino, les ha atribuido. El problema del mal, del error o la imperfección comienza –y podríamos decir que termina– con la comparación. Pero precisamente en esto se basa la siguiente objeción de Blyenbergh. Admitamos –dice– que no tiene sentido compararse con otros seres. Existe, sin embargo, otra comparación posible: la comparación con nosotros mismos. Podemos evaluarnos, medirnos, en relación a lo que hemos sido (e incluso quizás respecto a lo que seremos). ¿Y si resulta que somos peores que aquello que éramos antes? –pregunta Blyenbergh–. ¿Es que acaso nuestra esencia puede declinar? ¿Es que acaso eso no es un verdadero y positivo mal? Si esto así fuera –según Blyenbergh– se seguiría que “a la esencia de una cosa no le pertenece nada más que lo que la cosa tiene en el momento en que es percibida”.3 Aquí hay una crítica realmente interesante. ¿Hay mal, pues, o la esencia se reduce tan sólo al ahora de un ser? Sabemos que esto no es así. Pero también sabemos, aunque Spinoza no conteste por carta a esta objeción, que la esencia de todo ser posee cierta –llamémosla así– elasticidad. Gracias a la Física de Spinoza podemos responder a Blyenbergh que la forma de un cuerpo, de todo ser, consiste en la relación de reposo

2 3

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Ep. 21, p. 128 (p. 109 de la edición de Colihe). Ep. 22, p. 137 (p. 117 de la edición de Colihe).

El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh

y movimiento que existe entre sus partes componentes4 y que la misma admite ciertos cambios, ciertas transformaciones, sin por ello perder su naturaleza.5 Las esencias, por tanto, no son mudables. Pero ello no condena a los individuos a vivir en –y pertenecer a– un mundo estático e inmóvil. Existen las esencias y existe, sin embargo, el cambio. De hecho podríamos llegar a afirmar que las esencias, en Spinoza, son precisamente la medida, la norma, el alcance y límite, de estos cambios. No abandonemos esta objeción, aún, y, en cambio, admitamos aquí un punto a favor de Blyenbergh. No es banal sospechar de una esencia tan móvil. ¿Cómo fijarle los límites? ¿Hasta cuándo se es el que era y cuándo, simplemente, ya se es otro –ni más ni menos perfecto sino simplemente otro–? No podemos negar que allí, si no existe una contradicción, existe al menos un problema. Una pregunta. Y no olviden que ello es lo que buscamos. Veamos un ejemplo. Desde la época de los griegos, gracias a Plutarchus que la volcó por escrito, nos llega la paradoja del barco de Teseo. Cuentan que dicha embarcación se conservaba entre los atenienses, en perfecto estado, desde que Teseo y sus compañeros volvieran de Creta. El secreto, sin embargo, era que, cuando las tablas se encontraban en mal estado, eran reemplazadas por otras. Tras el paso de los años, una tras otra, las maderas han sido reemplazadas en buena medida o, quizás, en su totalidad. Un grupo de griegos sostiene que se trata del mismo barco de antaño. Otros afirman que ha cambiado y que ya es completamente otro. ¿Lo es? ¿O sólo se ha perfeccionado y continúa siendo el mismo? Pero no nos detengamos aquí. Ahora llevemos este problema al ámbito humano. ¿Cuándo un ser humano deja de serlo? Si un vidente llegara a quedar ciego con el transcurso de los años… ¿Estaría aquel cambio contemplado en su esencia? ¿Continúa siendo perfecto o ya ha pasado a ser otro ser humano? ¿O acaso ya no es más un ser humano? ¿Cuál es el límite? ¿Qué transformaciones podemos soportar sin perder nuestra naturaleza? ¿Cuál o cuáles no? ¿Acaso ser incapaces de pensamiento –puesto que “el hombre piensa”?6 Nos inclinaríamos a afirmar que es, en efecto, el pensamiento, la conciencia, la característica de la cual no podemos carecer. Ya hemos visto, 4 5 6

Cf. E II, “Digresión física” luego de la prop. 13. Utilizo la siguiente traducción al castellano: Spinoza, B., Ética, Editora Nacional Madrid, España, 2004. Cf. E II, prop. 13, lemas 4 y 5. E II, ax. 2.

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anteriormente, que es aquello lo que, según Spinoza, nos distingue de los animales y minerales. Pero, aun en el supuesto caso en que careciéramos de semejante capacidad, i.e.: de conciencia, no debemos olvidar que dejaríamos de ser humanos –es cierto– mas no por ello dejaríamos de ser perfectos. En tanto existentes, sólo en tanto reales, somos perfectos. Es también el pensamiento, la conciencia, el concepto que esgrimirá el filósofo ante una de las últimas objeciones del teólogo. Este último señala que, si todo ser es perfecto, si toda acción es perfecta, no habría distinción, esta vez, entre píos e impíos. Ambos, según él, cumplirían la voluntad de Dios. Es cierto, admite Spinoza. Ambos la cumplen pero lo hacen de manera diferente. Unos inconscientemente y otros, por el contrario, con conciencia. El modo en que se sigue a la necesidad, el modo en que se realiza lo que de todas formas es irreparable, el modo en que se anda el único sendero por el que nuestros pies pueden andar, es lo que marca la diferencia. Los píos conocen a Dios y, por tanto, sus leyes y el carácter inviolable de las mismas. Y es así como son libres. Los impíos, en cambio, dado que sólo sienten el poder de su voluntad y desconocen, por el contrario, la avalancha de causalidades que se cierne sobre ellos, creen actuar en libertad cuando más esclavos son. A Blyenbergh no se le ocurre contraatacar e indaga, entonces, qué es lo que diferenciaría a un impío, ahora, de una piedra. ¿Acaso no era la conciencia lo que nos distinguía de los minerales y animales? ¿Se deberá hablar, pues, de ciertos grados de conciencia? ¿Existirá un más y un menos en relación a ella? No lo sabemos. Blyenbergh, que tuvo la oportunidad, no lo preguntó. Nosotros, que lo hacemos, no obtendremos respuesta de Spinoza. O sí. Tal vez sólo sea cuestión de investigar un poco más. Otro movimiento que Blyenbergh no efectuó, otro interrogante que podría pensarse a partir de esto, sería el alcance del pensamiento. ¿Cuál es? ¿Cuál es el límite de la conciencia? ¿Hasta dónde llega? ¿Hasta cuánto afecta? ¿El modo en que actuamos –consciente o inconscientemente–, el modo en que seguimos estas irreversibles leyes de la Naturaleza, modifica en algo su curso? La respuesta de Spinoza sería probablemente negativa. Pero lo que la conciencia, el conocimiento de lo que es tal cual es, sin duda modifica, cambia, altera, es el sentido que le damos a nuestras acciones, el peso que les adjudicamos, la fatalidad en la que las incluimos y la responsabilidad que cargamos en relación a ellas.

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El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh

Vayamos ahora a la última objeción de Blyenbergh. La misma se reduce a una simple sugerencia: “Considere qué utilidad trae al mundo esa opinión”.7 El teólogo se refiere a la proposición según la cual el mal no existe. Es cierto que esta opinión, malinterpretada, puede resultar catastrófica. Pero, ¿le importa esto a Spinoza? ¿Es que acaso nuestro filósofo hace lo posible por ser entendido por los demás? Desde luego que sí. De lo contrario no se habría preocupado por escribir ni una sola de sus palabras que, por cierto, tantos problemas le han causado en vida. ¿Y por qué, entonces, se vuelve sin embargo tan difícil, oscuro por momentos, ajeno a nuestros esfuerzos por comprenderlo? ¿Por qué? Esto sucede –apostamos– porque Spinoza no busca seguidores, no pretende que la gente crea en sus palabras ni, por tanto, las impone sino que, en cambio, las enseña. Enseña la verdad y la enseña del único modo en que es posible hacerlo: a través de un camino, de un método, que cada uno ha de seguir de manera independiente si quiere llegar a aquella meta. No basta leer sus escritos, no basta confiar en ellos ciegamente, no basta memorizarlos, no basta la fe sino que, ante todo, se debe hacer uso de la razón. Ya hemos visto que razonar no es, para Spinoza, sino ser completamente libre. Y, como él mismo afirma, “si los hombres nacieran libres no formarían, en tanto que siguieran siendo libres, concepto alguno del bien y del mal”.8 Porque al ser libres, al utilizar la razón, no poseerían más que ideas adecuadas y es este el único medio por el que los seres humanos pueden llegar a la certeza de que el mal nada es. Hay que interiorizar esta verdad, hay que aprehenderla, para que ella sea consoladora. Sólo cuando comprendemos que somos perfectos, que todo nuestro entorno lo es, entonces nos colma la felicidad. Pero el hombre debe llegar allí por sus propios medios. Spinoza, como a su manera también lo hace la Biblia y quizás tantos otros libros y autores, puede cooperar en esta ardua tarea pero jamás podrá realizarla por nosotros. Él nos anuncia que el Ser, lo que es, está más allá del Bien y del Mal. Nos lo grita. Pero no basta simplemente admitirlo. Hay que hacerlo consciente. Podríamos decir, tomando prestada la alegoría de la caverna platónica, que Spinoza se ha liberado de las cadenas, ha visto el mundo que hay más allá de nuestra esclavitud y, al volver junto a nosotros, no ha pretendido transmitirnos 7 8

Ep., 20, p. 109 (p. 96 de la edición de Colihe). E IV, prop. 68.

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su conocimiento sino que, sabedor de la inutilidad de aquello, busca en cambio, lo cual es mucho más difícil, que nos liberemos. ¿Qué debemos hacer para ello? Pensar.

Pensar. Podríamos extendernos infinitamente sobre la relación que existe, en Spinoza, entre el pensar y el obrar. Podríamos dedicar nuestros esfuerzos a probar una profunda conexión, de hecho una equivalencia, entre dichas actividades. Pensar, ser conscientes, nos libera, nos torna libres ante la pasión y, por tanto, actores. Al realizar nuestra tarea esencial –la de pensar– actuamos, somos acción. Prometimos, sin embargo, concluir con preguntas y es esto lo que haremos: ¿Y si existiera la posibilidad de una brecha que escindiera el pensamiento de la acción? ¿Y si cierto pensar fuera tan sólo una máscara, una niebla, una apariencia? ¿Y si esto que realizamos acá, que estamos realizando, no es verdadero pensamiento liberador ni, por tanto, verdadera acción transformadora?

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El mal en Spinoza. Correspondencia con Blyenbergh

Apéndice Realismo y don: Spinoza y la militancia política Diego Tatián

“M

uta” es el nombre que en Masa y poder Elías Canetti confiere a las más antiguas agregaciones humanas, que define como “hordas de reducido número que vagan en pequeñas jaurías (…), formas de excitación conjunta con que uno se topa por doquier”. La muta es una unidad de acción compuesta por un grupo relativamente pequeño de seres humanos excitados que desean siempre crecer, ser más. Si bien la muta es el origen de la masa, sobrevive en su interior y, a diferencia de ella, está integrada solo por conocidos. La permanencia y la mancomunión de la muta están muchas veces codificadas por rituales y ceremonias estrictos, al igual que la distribución interior de honores y de jerarquías. Muta conserva, nítido, un eco de la manada de lobos ancestral; deriva, nos dice Canetti, del latín medio movita, es decir “movimiento”, pero también puede significar “alzamiento”, “levantamiento”. Nuestra palabra más contigua a ella es motín.1 Más que individuos aislados en estado natural que se prodigan la guerra; más que familias que se reúnen para confrontar en conjunto la adversidad del reino de las necesidades; más que una escena dominada por la inexorable partición de amigo y enemigo, el fresco canettiano revela otro origen de la política, a la vez que sugiere la inherencia de la antigua horda en las sociedades modernas y detecta el elemento arcaico que la anima. Sobre este fondo de “antropología literaria” –del que nos apartamos ahora sin perderlo de vista– quisiéramos recortar la pregunta que este 1



Canetti, Elías, Masa y poder, Muchnik, Madrid, 1985, pp. 95-99.

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trabajo busca explorar, en el modo, esta vez, de una antropología de la militancia política. ¿Qué motiva a un militante para serlo? ¿Cuáles son las pasiones, manifiestas y secretas, de su actividad junto a otros en una organización –en una muta– que procura el crecimiento continuo, sea para la conservación de un estado de cosas al que considera valioso, sea para su transformación o destrucción por ominoso e injusto? Así formulada, la cuestión militante se inscribe en un problema mayor de la filosofía política, el que inquiere por la constitución de las identidades políticas –en el mundo, en un país, en el interior del campo popular, en la Universidad–, una vez desvanecida la evidencia de una humanidad dividida en dos y de la noción de clase como sujeto excluyente de la historia (sin que ese desvanecimiento, que lo es de una evidencia pero no de la categoría de clase, autorice a la teoría y la práctica políticas a desconocer el complejo mundo del trabajo como potencia transformadora fundamental de la que ningún realismo democrático podrá prescindir). La pregunta por las razones que inducen al compromiso político es al mismo tiempo filosófica y situada. En efecto, la interrogación del militante no es anacrónica en Latinoamérica, habida cuenta de una patente regurgitación y la irrupción de un entusiasmo que había estado perdido durante muchos años a resultas de una derrota que parecía haber depuesto de manera definitiva la confianza en los seres humanos para transformar el mundo –o los mundos–, es decir a resultas de una victoria –de los otros– que parecía imponer la inexorabilidad de una condición histórica ya sin lugar para revivir el anhelo de igualdad, cuyas pasiones parecían extintas tras la derrota de la política por la economía, de la conjetura democrática por el poder del mercado. Una aproximación inmediata a la noción de militancia nos remite a un conjunto de acciones no directamente orientadas al beneficio personal, animadas por una idea o una ideología; su significado convoca muchas veces una indignatio ante la “vida dañada” y ante un perjuicio hacia personas o grupos de personas aunque no nos afecte directamente; también un uso del lenguaje inspirado por la cuestión social y su transformación –si bien su origen remoto es religioso y los primeros en usarla fueron quienes en tiempos de la Iglesia temprana se autodesignaron como “militantes de Cristo”. Militancia remite pues en cualquier caso a una pluralidad, a una ruptura con las motivaciones puramente individuales (aunque como cualquier actividad humana no exenta de los tres grandes poderes que los filósofos clásicos consideraban los más importantes impulsos que rigen el comportamiento de los hombres:

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la pasión del dinero, la persecución del placer sexual y el ejercicio del poder –avaritia, libido, gloria). Sin detrimento de lo anterior, la interrogación del militante que ahora se propone quisiera desvanecer cualquier concesión respecto de su figura y partir de un principio materialista, en el sentido en que Althusser definió alguna vez al materialismo: como la decisión de “ya no contarse más historias”.2 La “historia” que una interrogación materialista del militante comienza por disipar es, precisamente, la de su “idealismo”; la historia de la juventud idealista dispuesta a todos los sacrificios y motivada sólo por la utopía de un mundo mejor; la historia, pues, cuyo núcleo límpido nos transmitió alguna vez Deodoro Roca al escribir la conocida línea del Manifiesto liminar –que se descontextualiza aquí con fines operatorios– donde afirma que “la juventud… es desinteresada, es pura”,3 y por tanto capaz de animar su acción sólo por ideas para entregarla a la justicia hacia los demás. El principio materialista –o “realista”– que adoptamos como punto de partida enseña en cambio a desconfiar de toda presunta pureza tanto como del desinterés. Ni vocación de servicio, ni sacrificio por los otros, la militancia es el lugar del otro en un sentido más complejo: práctica con otros conforme una lógica de la composición cuyo régimen de signos no excede las aventuras del interés, sólo que según un significado irreductible al “individualismo posesivo” legado por la tradición liberal como determinación en última instancia de la acción racional –que solo sería tal si regida por el cálculo y la obtención de beneficio. Seguramente, en efecto, hay más cosas entre el cielo y la tierra de lo que la hipótesis utilitarista de la acción humana –hegemónica en las ciencias sociales– puede imaginar. Una decodificación de la vida militante a través de las pasiones que la animan convoca un elenco extenso, contradictorio y complejo: esperanza, miedo, odio, amor, envidia, narcisismo, generosidad, resentimiento, ambición de poder, indignación, solidaridad, deseo de reconocimiento, venganza, compasión… No es imposible que todas ellas conformen una trama única en las que algunas tienen primacía sobre otras (relegadas y constitutivas de un fondo oculto pero no ausentes), según las circunstancias. En el extremo tendríamos el “endemoniado” dostoievskiano y en general un tipo de apasionamiento militante capaz de 2 3

Rosset, Clément, En ce temps-là. Notes sur Louis Althusser, Paris, Minuit, 1992, p. 32. Roca, D., “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”, en Obra reunida I. Cuestiones universitarias, Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, 2008, p. 21.

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un desujetamiento del principio vital de la autoconservación, dispuesto a elevarse por encima de la vida y subordinarla a una idea. Figura, esta última, que tal vez pueda en algún sentido ser remitida a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, y quizás podríamos aproximar la repetida consigna que el Che imponía a quienes aceptaban reclutarse para el combate –“el guerrillero es un muerto, quien entra a la guerrilla ya está muerto”–, con el vínculo entre el espíritu y la muerte (en tanto negación de la vida natural) que orientaba la interpretación existencialista de Hegel en la Francia de entre-guerras: “el hombre es la muerte misma que vive una vida humana”. La contigüidad de la política y lo demoníaco es no solo una creencia corriente sino también la constatación de cualquiera que la ha practicado en alguna instancia, y nos era recordada por el viejo Weber en una página de su siempre actual conferencia sobre Politik als Beruf: “También los primeros cristianos sabían que el mundo está gobernado por demonios y quien entra en la política, es decir, en el fuego del poder y la violencia como medios, pacta con fuerzas diabólicas; en cuanto a sus actos, no es cierto que el bien solo pueda resultar del bien y el mal solo del mal, sino que con frecuencia ocurre lo contrario. Quien no llegue a percibir esto es, en verdad, infantil políticamente”.4 En la historia argentina reciente, lo que se conoce como “teoría de los dos demonios” es una insistencia en el lenguaje de esta dimensión de la política cuyo origen suele inscribirse en el nombre de Nicolás Maquiavelo,5 luego puesta de manifiesto por Dostoievski, Nietzsche, Weber y muchos otros –y que de manera menos metafórica la teoría política designa con el nombre de “realismo”. La originaria dia-bolicidad de la política6 alberga siempre como posibilidad la militancia “endemoniada”, que no es sino una manifestación 4 5

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Weber, M., “La política como profesión”, en El sabio y la política, Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, 2008, p. 158. En la misma conferencia citada, Weber recordaba que “Un maquiavelismo realmente radical, en el sentido popular de la palabra, está representado clásicamente en la literatura hindú en el Kautaliya Arthasastra (muy anterior a Cristo, probablemente de tiempos de Chandragupta). Comparado con este documento El príncipe de Maquiavelo es inofensivo…” (ibid., p. 159). El realismo político que corrientemente es asociado a Maquiavelo –pero en Occidente muy anterior a él, basta pensar en Tucídides, en los Sofistas, en Agustín…– tiene pues, como lo muestra la investigación weberiana, su elaboración en diferentes y muy antiguas culturas. “Símbolo” (symbolon: reunión, coincidencia, convención) es la palabra griega que originariamente designaba una tablilla de tierra cocida con la que se buscaba proteger la hospitalidad, la frágil hospitalidad, de los embates del tiempo. En el momento de

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de esa marca originaria; el “realismo democrático” o una democracia realista nunca deniega esta deriva que acecha siempre la vida en común, o, para usar una penetrante frase de Guillermo Vazquez, asume que en un cierto sentido “siempre estamos en Weimar”.7 Pero la mediación de la historia y la transmisión de la experiencia que las generaciones han sido capaces de producir, permiten otro régimen de pasiones y otras militancias que se sustraen a la repetición e impiden traducir lo anterior en la afirmación: “estamos en 1975” –o directamente en 1933, como agita la presente producción mediática del miedo. La evidente recuperación de la militancia política en la Argentina y en muchos lugares de Latinoamérica en realidad no debiera ser pensada como un retorno de lo reprimido sino como la singularidad de una potencia instituyente, como una fuerza productiva de institucionalidad que se confronta con el que acaso sea el mayor problema de la virtù democrática; a saber, la duratio de un proceso de transformaciones, que nada sino la acción humana puede sostener en el tiempo. En efecto, todo régimen político está acechado por la impermanencia, por fuerzas destituyentes o, para hablar en la lengua de los clásicos, por la fortuna. La acción militante es un trabajo sin fin contra las intrusiones de la fortuna (que Maquiavelo piensa con la metáfora de la creciente imprevista de ríos de suyo tranquilos) en los territorios ganados por las, siempre amenazadas y frágiles, transformaciones políticas. Pero se impone aquí una aclaración: estamos tratando ahora de pensar una reciente irrupción militante que procura con su acción sostener una experiencia política continental, o bien provocar en su marcha desvíos que la radicalicen desde singularidades inorgánicas o autonomistas, pero no cabría lo que se viene diciendo para otras militancias de carácter reactivo o directamente reaccionario –cualitativamente menores y hoy por hoy de escaso

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seguir el peregrino su camino, él y quien lo había alojado tomaban la terracota por los extremos y la partían en dos, guardando una de las mitades cada uno; la coincidencia entre ellas en cualquier circunstancia futura reestablecía la hospitalidad (cuya eficacia pasaba de generación en generación). Siempre dentro de la lengua griega, el antónimo de symbolon es diabolos (dia-ballo: desavenir, imposibilidad de reunir, desacordar). Diabólico es así lo imposible de ser representado, ni en el sentido de formar una imagen suya, ni en el sentido de ser representado por otro. Pura multiplicidad sin reconciliación, la intrínseca dibolicidad de la política es imposibilidad de una reductio ad unum por ser el ámbito de una pluralidad que nunca deja de ser tal, una multiplicidad sin síntesis y la marca de la finitud en la acción humana (para esta contraposición diaballein/symballein véase Esposito, Roberto, Confines de lo político. Nueve pensamiento sobre política, Trotta, Madrid, 1996, p. 29). Vazquez, G., “1933”, Revista Deodoro, n° 32, junio de 2013, p.3.

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valor teórico–, que ostentan como única virtù la posibilidad de aliarse a la fortuna para destituir esa experiencia sin más. Es decir, no es el objeto de este texto pensar la militancia en abstracto bajo el modo clásico de la pregunta filosófica (“¿qué es militancia?”), sino indagar las militancias que de manera compleja8 se orientan a sostener o radicalizar un proyecto social y político inscripto en un proceso más general de transformaciones en otros países de la región, y que no reviste antecedentes en cuanto a su dimensión continental. Con ese propósito, quisiera a continuación establecer brevemente una doble referencia maquiaveliana y spinozista en orden a concebir una noción de la militancia capaz de ya no contarse “historias” –es decir de mantenerse a distancia de cualquier perspectiva moral–, que acaso permita obtener elementos para una comprensión de sí alternativa a la que encierra la remanida creencia en un presunto “idealismo de los jóvenes” que militan por ser “desinteresados” y “puros”. Y alternativa también a cualquier comprensión demonizadora de las fuerzas en conflicto, adopta la enseñanza que el Tratado político deja en herencia a los militantes de todos los tiempos: “…me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas”9 –explícita contraposición al ars vituperandi de la retórica clásica10 del que se vale el género satírico, y probablemente cita oculta de una línea de Maquiavelo en la 8

Sobre la militancia kirchnerista en particular, remito al excelente trabajo de Cecilia Abdo Ferez, “La pelea de las juventudes”, El ojo mocho, n° 2-3, primavera verano 2012-2013, pp. 57-61. 9 “…humanas acciones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere…” TP, p. 274. 10 El propósito declarado del TP es el de pensar una política en vez de una sátira –contigua a la misantropía, sátira es el género literario que consiste en censurar y ridiculizar personas o cosas. Connatural a la sátira es el ars vituperandi, cuyo presupuesto es que los hombres tienden a fines naturales y que la naturaleza humana es tal que alcanza su plenitud mediante la moral y un sistema de deberes. Cuando la realización de tales fines sucede necesariamente, los seres en cuestión son objeto de una ciencia especulativa. Cuando se trata de operaciones humanas (que por tanto no cumplen necesariamente el fin propio de su naturaleza), se trata de una ciencia práctica. Puesto que la ciencia práctica deriva de un conocimiento teórico de los fines asignados al hombre, se convierte en la ciencia especulativa de una ciencia que no existe en ninguna parte [y considera como “desvío” o “vicio” la que realmente existe (cf. Maquiavelo, Il principe, cap. XV)]. Spinoza toma distancia de esta dicotomía clásica en favor de un realismo político cuyo principio es: no partir de presuntos fines hacia los cuales tendería la naturaleza humana sino elaborar una ciencia de los afectos –que presenta una articulación estrecha con el “realismo político” de cuño spinozista y establece su singularidad más propia (sobre Spinoza y la retórica ver Marilena Chaui, Desejo, paixão e ação na Ética de Espinosa, Companhia das letras, Sao Paulo, 2011, pp. 101-132).

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primera página de los Discursos: “Los hombres (…) están más dispuestos a denostar que a elogiar las acciones de los otros (…)”.11 Recuperación realista y materialista de la militancia política que encuentra en esa doble referencia una inspiración temprana, y una clave en el carácter reversible de los conceptos de virtù y conatus.12 En el Proemio al segundo libro de los Discorsi,13 Maquiavelo somete a crítica el elogio de los tiempos antiguos, no sólo por parte de los autores que los transmiten –la mayoría de los cuales pertenecen a “la fortuna de los vencedores” y ocultan verdades que acarrearían la infamia del pasado en tanto magnifican lo que le depara la gloria–, sino también debido a un ardid de la memoria que impulsa a los viejos a mistificar lo que recuerdan haber visto durante su juventud. Es por ello que, según enseña Maquiavelo, el ejercicio de la capacidad de juzgar los tiempos, actuales y pretéritos, sucumbe al genio maligno de la historia y al “engaño” (inganno). Por haber visto los tiempos antiguos y los actuales, los viejos se arrogan pues la autoridad de compararlos y de ponderarlos. Pero es necesario considerar que no solamente cambian los tiempos sino también las vidas, los apetitos (appetiti), los deleites (diletti) y las fuerzas (forze). Lo que en la juventud les parecía bueno en la vejez les parece malo no siempre por evidencia de le cose sino por hallarse ellos presa del fastidio, que los lleva a “acusar a los tiempos cuando deberían acusar a su juicio”. La postulación de un genio maligno de la memoria y de la historia es la prudencia de la transmisión, que aconseja someter la imitación de los antiguos a la crítica del juicio (en el doble sentido del genitivo) –de la que en este caso sale confirmada. El motivo principal de este extraordinario texto maquiaveliano – orientado a “los jóvenes que lean mis escritos”– es el carácter político de “… per essere quelli [gli uomini] più pronti a biasimare che a laudare le azioni d’altri…” Esta comprensión en clave realista cuestiona retrospectivamente cierta representación de la contienda política en los años 60 y 70 que presenta las juventudes armadas o desarmadas de entonces en términos idealizados desplazando la teoría de los dos demonios por una “historia” de ángeles y demonios. Hacer justicia a esas vidas militantes es ante todo no escamotear sus opciones reales, las responsabilidades deliberadamente asumidas y los actos efectivamente realizados en el fragor de la lucha ideológica, inscripta en el horizonte histórico y cultural de la violencia revolucionaria. 13 Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, trad. de Roberto Raschella, Losada, Buenos Aires, 2004, pp. 205-209 [el original italiano en Niccolò Machiavelli, Opere (vol. 29 de La letteratura italiana. Storia e Testi), al cuidado de Mario Bonfantini, Riccardo Ricciardi Editore, Milano/Napoli, 1954, pp. 216-221]. Sobre este Proemio ver el texto de Claude Lefort “Maquiavelo y los jóvenes”, en Las formas de la historia. Ensayos de antropología política, México, 1988, pp. 130-142. 11 12

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la transmisión: la transmisión de un pasado remoto (la historia de Roma) como inspiración revolucionaria, y la de un fracaso reciente por revertir la miseria del mundo. Por una parte Maquiavelo insta a los jóvenes a desconfiar de los viejos, quienes travisten como sabiduría y experiencia lo que no es sino impotencia, extinción del deseo, cansancio; por otra parte, asume como tarea política la importancia de la transmisión depurada del inganno; adopta para la escritura de la historia la probidad intelectual que procura colocar el pasado a resguardo de cualquier malversación edificante, a la vez que politizar los tiempos antiguos (esto es traerlos a la interlocución del presente) bajo el presupuesto de que no hay transformación de las cosas despojada de una inspiración en el pasado –pero tampoco sin una fortuna generacional que reemprenda y precipite la obra de la libertad: “Porque es deber del hombre bueno –escribe Machiavelli– enseñarles a otros el bien que por la malignidad de los tiempos y de la fortuna no pudo hacer, para que, siendo muchos los capaces de ello, algunos de los más amados por el Cielo puedan hacerlo”. El recurso al pasado no redunda aquí en el juicio reaccionario del presente ni en el bloqueo de la invención histórica sino en inspiración de la “audacia” que el capítulo 25 del Príncipe atribuye a los jóvenes y por la cual obtienen la amistad de la fortuna. Esta ruptura con el conservadurismo de i savii d’nostri tempi, que considera el presente como errático desvío de una presunta naturaleza perdida de la sociedad, no prescinde de la prudencia necesaria para distinguir la novedad de la pura repetición. Prudencia es lo que resguarda aquí la audacia de su captura en las artimañas del pasado, que muchas veces aparenta lo contrario de sí con el propósito de perseverar como pasado. Audacia acompañada de prudencia es la formula maquiaveliana para la ruptura revolucionaria, que presupone la conversación de los vivos y los muertos (¿puede esta conversación acaso prescindir de “los viejos”?) –es decir la virtù como encrucijada de la transmisión y del deseo. La vía spinozista es aquí inversa a la maquiaveliana. Mientras el “agudísimo florentino” disputaba a los humanistas de su tiempo el emblema romano con el propósito de motivar en los jóvenes el deseo de una transformación del presente, Spinoza toma como objeto filosófico-político la historia del pueblo hebreo y el Libro que la transmite con el propósito de desactivar sus efectos en la imaginación colectiva, liberar de la superstitio la potencia filosófica de las mentes y la potencia democrática de los cuerpos. En tanto Maquiavelo procura inspirar en la historia el deseo de sus lectores, la operación spinozista sobre el texto bíblico procura en

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cierto modo desvanecer “la pesadilla de todas las generaciones muertas que oprime el cerebro de los vivos”. En un trabajo presentado hace algunos años en el Coloquio Spinoza de Córdoba, Florencio Noceti proponía la conjetura de un “Spinoza militante”, inversa a la clásica representación del filósofo solitario solo preocupado por lograr condiciones de aislamiento que le proporcionaran la tranquilidad requerida por la escritura de su obra.14 En los años 60 del 14





En clave política puede ser interpretada la denegación de la cátedra en la Universidad de Heildelberg que le ofreciera el Príncipe Karl Ludwig por intermedio del teólogo Fabritius, quien el 16 de febrero de 1673 escribe a Spinoza para ofrecerle un puesto de profesor ordinario. No se trata, claramente, de una renuncia ascética por parte del filósofo, ni de un desprecio “heroico” por los bienes de este mundo (cf. El ensayo de Paolo Cristofolini, “La cattedra avvelenata”, en La scienza intuitiva di Spinoza, Morano, Napoli, 1987, pp. 107–117), sino de una preservación del pensamiento, una abstención (casi una anticipación de la fórmula bartlebyana: “I would prefer not to”); denegación cortés a la vez que irónica (“…hace tiempo que deseo vivir bajo el gobierno de un Príncipe…”), por tanto, de lo que inevitablemente redundará en perjuicio. No gusto por la soledad y el ascetismo sino caute. Más allá de la amabilidad formal con la que está formulada, la carta en cuestión deja entrever una clara hostilidad de fondo por parte de su redactor y no oculta un tono amenazante: “El Serenísimo Elector Palatino me ha ordenado que le escriba a usted, para mí hasta ahora desconocido, pero para el serenísimo príncipe de altísima estima, y le pregunte si estaría dispuesto a aceptar la cátedra de profesor ordinario de filosofía en su ilustre Universidad… Tendrá usted la más amplia libertad de filosofar, y el príncipe confía en que usted no abusará de ella para perturbar la religión públicamente establecida”. La construcción negativa de la frase siguiente resulta por demás admonitoria: “Yo no he podido menos que cumplir con la orden del sapientísimo Príncipe (Ego Sapientissimi Principis mandato non potui non obsecundare)”. Y finalmente: “...si usted viene aquí, disfrutará de una vida digna de un filósofo, a menos que todo suceda en contra de lo que esperamos y pensamos” (Ep. 47, pp. 234-235). Son demasiados indicios como para que alguien como Spinoza no advierta el carácter real de la proposición (la “trampa”, según escribe Colerus, único biógrafo antiguo que refiere el hecho). Teólogo calvinista acérrimo, Fabririus conocía perfectamente al TTP, del que hablaba toda Europa [por su biógrafo Heidegger, sabemos que el 1671 lo había denostado: “Horresco”, escribiría tras su lectura]. Antes de su respuesta (escrita el 30 de marzo del mismo año), Spinoza deja pasar un mes. Lo que sigue es su pasaje más significativo: “Si alguna vez hubiera deseado aceptar el cargo de profesor en alguna Facultad, sólo hubiera podido desear éste... Pero como nunca he deseado ejercer públicamente la enseñanza, no puedo decidirme a aprovechar esta preciosa ocasión, pese a haber meditado largamente el asunto. Porque pienso, en primer lugar, que dejaré de promover la filosofía, si quiero dedicarme a la educación de la juventud. Pienso, además, que no sé dentro de qué límites debe mantenerse esa libertad de filosofar, si no quiero dar la impresión de perturbar la religión públicamente establecida… Y como ya tengo experiencia de esto, mientras llevo una vida privada y solitaria, mucho más habré de temerlo si asciendo a tan alta dignidad. Ve, pues, dignísimo señor, que no me resisto porque espere una fortuna mejor, sino porque prefiero la tranquilidad, que creo poder alcanzar en cierta medida mientras me mantenga alejado de la enseñanza pública…” (Ep. 48, pp. 235-236).

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siglo XVII, Spinoza habría sido lo que hoy llamaríamos un “intelectual orgánico” de la Asamblea de los Estados Generales de Holanda.15 En efecto, durante su juventud (aunque Spinoza nunca fue viejo) tuvo trato tal vez asiduo con los referentes más encumbrados del partido republicano (y acaso con el mismo Jan de Witt), y en 1665 interrumpiría la redacción de la Ética para abocarse cinco años al trabajo en un panfleto anónimo orientado a intervenir en la disputa ideológica de su tiempo –el Tratado teológico-político es, en efecto, un escrito de coyuntura–, y que por un extraño destino acabaría por convertirse en uno de los libros más importantes de la historia de la filosofía. Si bien la hipótesis de un Spinoza militante –abonada asimismo por la gran investigación de Jonnathan Israel sobre la Ilustración radical,16 y antes también por Meinsma17– no resulta indiferente para concebir la fecunda tensión entre el contenido filosófico de la política y el contenido político de la filosofía que anima su pensamiento, abandonamos ahora esta interesante vía historiográfica y recurrimos a un concepto estrictamente teórico para nuestra interrogación del militante: la noción spinozista de conatus, y en particular el tratamiento que en su discusión con los maussianos le confiere Frédéric Lordon como “interés generalizado”, equidistante de la acepción utilitarista de interés en que se fundamenta la ideología del homo economicus y de la “historia” (en sentido althusseriano) de un presunto “desinterés” perdido que recuperar, a la base de un también presunto homo donator postulado por los antiutilitaristas.18 Por 15 Noceti, Florencio, “Spinoza militante”, en Tatián, Diego (comp.), Spinoza. Tercer coloquio, Brujas, Córdoba, 2007, pp. 175-182. 16 Israel, J., Radical Einlightenment. Philosophy and the Making of the Modernity 16501750, Oxford University Press, Oxford, 2001. 17 Meinsma, K. O., Spinoza et son cercle, Vrin, Paris, 2006. 18 Los trabajos de Frédéric Lordon a los que aquí aludimos vinculan la ontología del conatus con la sociología, la economía, la antropología, en un programa más general que propone “un devenir spinozista de las ciencias sociales”. Ver en particular L’intérêt souverain (La découverte, Paris, 2006), donde Lordon redirecciona hacia la teoría del conatus la disputa con el Mouvement anti-utilitariste en sciencies sociales (MAUSS), que reivindica lo que hay de extra-utilitario y desinteresado en los comportamientos humanos, pretende encontrar allí una base para superar la sociedad capitalista, y postula como central el fenómeno social de la reciprocidad –relevado por la antropología del don / contra-don– que, aunque oculto, estaría en el centro de la sociedad. Si el capitalismo encuentra su base en una institución –el mercado–, y en un ethos –el utilitarismo–, es decir en un tipo de hombre –egoísta y calculador–, entonces el anti-utilitarismo del MAUSS es lo contrario de lo precedente: un hombre altruista más que egoísta; donador más que calculador; en una sociedad de la solidaridad más que del mercado (pp. 27-32). Resultan asimismo relevantes para nuestra temática “Conatus et institutions: pour un

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fuera de esta dicotomía simplificadora en torno a la noción de interés, el homo militans –si se permite la expresión en un sentido provisorio y restringido– podría hallar en la teoría spinozista del conatus una matriz para su claridad y para su práctica. Conatus es originariamente interés fundamental de una existencia por ella misma; la palabra con la que Spinoza designa la esencia en acto del hombre y de todas las cosas;19 una pura fuerza de existir (vis existendi) y de perseverar; deseo pero deseo intransitivo que establece sus objetos en el curso mismo de la vida social. En todo el arco de sus determinaciones posibles, desde la elemental aprehensión para sí en detrimento de otros hasta la paradójica orientación donadora hacia seres desconocidos o lejanos sin aparente compensación o equivalencia, el conatus no se descentra nunca de esa fuerza de existir que busca su inscripción cada vez más plena en el ser. El interés por el otro no cae nunca fuera de un interés por sí. No hay generosidad en sentido corriente del término –a no ser que sea comprendido como una forma de lo que, al menos una vez en la Ética20 Spinoza llama philautía: conciencia de un conjunto de efectos en nosotros mismos, en los otros y en el mundo, cuya causa reconocemos en nuestra propia potencia de obrar. Philautía es ante todo autorreconocimiento; el sentimiento de plenitud que acompaña la capacidad de afectar en acto; manifestación del interés vital irreductible a cualquier forma solo calculadora, utilitarista y equivalencial; interés como apertura instituyente que conjunta el cuidado de sí y el cuidado del mundo; excedencia irrecíproca en las antípodas del despojo, la alienación o el sacrificio. No desinterés sino interés como dépense.21 structuralisme énergétique” (L’Anée de la régulation, n° 7, 2003, pp. 111-147); la compilación –junto a Yves Citton– Spinoza et les sciences sociales (Éditions Amsterdam, Paris, 2008) y Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza (La Fabrique Éditions, Paris, 2010). 19 Cf. E, III, prop. 7. 20 Cf. E III, prop. 55, esc. 1. 21 Esta interpretación del conatus como dépense y de la generosidad como potencia intransitiva se sustrae de una reintroducción de la trascendencia en la teoría del conatus que según un pasaje de Toni Negri comportaría su interpretación a partir de la temática del don. “E incluso si consideramos el conatus –escribe Negri–, a diferencia de lo que pretende la teoría hobbesiana de este, como apertura generosa y dadivosa (‘munifica’, es decir en tanto afirmación del ‘munus’, del don) –sean cuales fueren, por otra parte, las dificultades que ese enfoque suscitaría en la lectura del texto spinoziano–, incluso en ese caso, pues, no lograríamos romper la tensión natural y ética que el conatus revela y que la cupiditas orienta. Incluso en ese caso, estaríamos inmediatamente obligados a una operación ulterior y artificial que consistiría en introducir trascendencia, es

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Tarea interminable de la teoría y la práctica de interrogar la militancia como potencia democrática manifestada en un conjunto de acciones e instituciones que procuran un sentimiento de philautía colectiva y común; como conatus “singular” y múltiple22 que podemos pensar en tanto generalización y socialización de la virtù atribuida por Maquiavelo a la acción del Príncipe (y a la inversa: además de una teoría de la potencia popular, de una comprensión de la política ex parte multitudinis, pensar también un spinozismo del poder: ¿quién sería, cómo sería, propiamente, un Príncipe spinozista?). Inmanencia del poder constituido al poder constituyente; fragua colectiva de una institucionalidad cuya distancia con la intensidad conativa y deseante –“salvaje”, dice Lefort– en la que halla su origen, es mínima. No se trata de poner en marcha un “optimismo de la voluntad” –palabra que, como se sabe, designa una ilusión en la filosofía de Spinoza–, ni mucho menos de sucumbir a un “pesimismo de la inteligencia” –si quisiera mantenerse la fórmula sería en todo caso plausible a la inversa, como pesimismo de la voluntad y optimismo de la inteligencia–, sino: producción política de un conjunto de condiciones que hacen posible la extensión del conatus común (que será, precisamente, más extenso –y más intenso– cuanto más común); manifestación de la virtú que aloja un cuerpo colectivo, siempre indeterminada y abierta a nuevas prácticas para su “afirmación” y su “resistencia”.23 Inscripta en el fragor de las fuerzas en conflicto; excedencia “sin precio”, 24 irreductible a una ecuación costo/beneficio y sin embargo decir, en una operación dialéctica. Pues el conatus spinozista –y esta es la paradoja–, no es reductible en ningún caso a la figura generosa del don. En el don, lo que se da se ha sacado necesariamente de algún lado; mientras que para el conatus, el don es una potencia que no incluye carencia” (Negri, Antonio, “Spinoza: una sociología de los afectos”, en Idem., Spinoza y nosotros, Nueva Visión, Buenos Aires, 2011, pp. 98-99). 22 “Por cosas singulares entiendo las cosas que son finitas y tienen una existencia determinada. Pero, si varios individuos concurren a una misma acción, de tal manera que todos a la vez sean la causa de un solo efecto, los considero a todos ellos como una cosa singular” E II, def. 7. Trad. al castellano de A. Domínguez (Trotta, Madrid, 2000). En las sucesivas citas de la Ética se utiliza siempre esta versión. 23 Sobre el conatus como afirmación y resistencia, ver el libro ya clásico de Laurent Bove, La stratégie du conatus, Vrin, Paris, 1996. 24 Hénaff, Marcel, Le Prix de la vérité. Le don, l’argent, la philosophie, Éditions du Seuil, Paris, 2002. Acaso la acción humana que se manifiesta en la política conserva una vieja dimensión irrecíproca revelada por el origen del lenguaje y transmite en un cierto sentido esa significación arcaica, cuya indicación no autoriza a ninguna sobreestimación. En su estudio sobre el vocabulario de las instituciones indo-europeas correspondiente al análisis de las palabras pertenecientes al mundo económico, tras establecer la relación

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arraigo en el interés de sí del que la antropología spinozista enseña es imposible abjurar o trocar en renuncia, la militancia se practica en consecuencia como adición y composición, conforme permiten concebirla dos pasajes centrales para la fundación de un spinozismo político: “… [Los hombres] que buscan su utilidad propia bajo la guía de la Razón, no persiguen para ellos mismos nada que no deseen para los otros hombres”;25 “El bien que persigue para sí mismo todo hombre que busca la virtud, lo desea también para los demás”.26 La apertura originaria de los hombres a los otros hombres tiene su ámbito primario en la “imitación de los afectos”,27 forma elemental de la imaginación que distancia la antropología spinozista de un egoísmo sin más o de un individualismo radical puramente autorreferencial que solo requeriría del vínculo con los demás para ejercer sobre ellos pasiones de superioridad. Commiseratio (cuando somos afectados de tristeza por la tristeza de otro) y Aemulatio (cuando deseamos lo que otro desea porque el otro lo desea) son formas rudimentarias de reconocimiento que encierran tanto una dimensión compositiva y cooperativa como agonística y conflictiva;28 pues en efecto, “de la misma propiedad de la entre “gratia” y “reconocimiento” y marcar la evolución paralela entre el gr. kháris y el lat. gratia, concluía Benveniste: “Cuando creemos que las nociones económicas han nacido de necesidades de orden material que se trata de satisfacer, y que los términos que reflejan esas nociones sólo pueden tener un sentido material, nos engañamos gravemente. Todo lo que está relacionado con las nociones económicas se halla ligado a representaciones mucho más vastas que ponen en juego el conjunto de las relaciones humanas o de las relaciones con las divinidades: relaciones complejas, difíciles, en las que siempre se hallan implicadas las dos partes. Pero el vaivén de la prestación y del pago puede ser voluntariamente interrumpido: servicio sin retorno, ofrenda de favor, pura ‘gracia”, que abre una reciprocidad nueva. Por debajo del circuito normal de los intercambios, de lo que se da para obtener, existe un segundo circuito, el del beneficio y el del reconocimiento, de lo que es dado sin espíritu de retorno, de lo que se ofrece para ‘agradecer’” (Benveniste, Émile, Le vocabulaire des institutions indo-européenes. 1. Économie, parenté, societé, Les Éditions de Minuit, Paris, 1969, pp. 200-202). 25 E, IV, prop. 18, esc. 26 E, IV, prop. 37. 27 “Por el solo hecho de imaginar que una cosa, que es semejante a nosotros y por la que no hemos sentido afecto alguno, está afectada por algún afecto, somos afectados por un afecto similar” (E, III, prop. 27). 28 Sobre el carácter ambivalente del don en la filosofía spinozista, ver el trabajo de Christian Lazzeri “Reconnaissance spinoziste et sociologie critique. Spinoza et Bourdieu”, en Lordon, F. y Citton, Y., Spinoza et les sciences sociales, op. cit., pp. 345-398. Lazzeri presenta aquí una comprensión alternativa a la de Lordon, quien afirma la práctica del don como una deriva secundaria y estrictamente civilizatoria del conatus, gracias a la cual supera su inclinación natural a la predación y a la pronación (cf. L’intérêt souve-

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naturaleza humana, de la que se sigue que los hombres son misericordiosos, se sigue también que son envidiosos y ambiciosos”.29 La imitatio affectuum es emulación cuando se activa como “el deseo de una cosa, que se engendra en nosotros porque imaginamos que otros semejantes a nosotros, tienen el mismo deseo”.30 La imaginación del deseo de otro (que puede corresponder o no con el deseo de otro) es una fuerza elemental que establece un vínculo primario entre los seres humanos, y en cuanto fuerza imaginante desencadena un deseo de carácter mimético31 y apropiativo –un deseo de lo que otro desea (o imaginamos que desea) porque lo desea. Es esta una de las fuentes de la rivalidad entre los hombres que concierne a la propiedad, pero no debido al hecho de su escasez (conforme por ejemplo la perspectiva humeana o de los economistas políticos clásicos), sino en cuanto objeto de una representación deseante mediada por la representación o la imaginación del deseo de otro. Incluso cuando se trata de un bien escaso, el conflicto no irrumpe tanto por su posesión sin más sino por evitar su goce por otro revelado a nuestra imaginación –y que por tanto se presenta primariamente como espectralidad: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que uno solo puede poseer, nos esforzaremos por lograr que no la posea”.32 Esta fuente de rivalidad por la mimesis del deseo de propiedad – que adopta la forma de un deseo de desapropiar–, complementa una conflictividad igualmente originaria donde no se trata ya de una disputa por las cosas sino que más bien se manifiesta –en un sentido no muy lejano a la lucha hegeliana por el reconocimiento– como deseo del deseo (y del juicio, la opinión, el odio, el amor…) de otro, que Spinoza designa con la palabra ambitio –y cuya explicitación se formula en el Scholium de E, III, prop. 31:

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rain, cit.). Según Lazzeri “no es posible que el don constituya por sí mismo un factor civilizador; antes bien se pondrá de manifiesto que debe ser inscripto en toda una serie de dispositivos institucionales destinados a reglar las condiciones del intercambio para producir un efecto tal. La reciprocidad no racional se caracteriza así por una lógica del reconocimiento contingente ligada a un ejercicio no pacificador sino agonístico del don” (ibid., p. 378). E, III, prop. 32, esc. E, III, prop. 27, esc. Para un vínculo entre la imitación spinozista de los afectos y la teoría del deseo mimético de René Girard, ver el trabajo de Gianfranco Mormino, “L’imitazione degli affetti. Spunti per una teoria del Desiderio in Spinoza e Girard”, en Nicola Marcucci (ed.), Ordo e connexio. Spinozismo e scienze sociali, Mimesis spinoziana 23, Milano-Udine, 2012, pp. 93-108. E, III, prop. 32.

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Este esfuerzo por conseguir que todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia es, en realidad, ambición. Y por eso vemos que, por naturaleza, cada cual desea que los demás vivan según su propio ingenio; y como todos lo desean por igual, por igual se estorban, y mientras todos quieren ser alabados o amados, todos se odian mutuamente.

La perseverancia que Spinoza afirma como el impulso fundamental de todas las criaturas no equivale, en el caso de los seres humanos, a una simple supervivencia en detrimento de otros –contra otros o sin los otros–, pues se trata siempre de una perseverancia en su ser, que en los seres humanos es irreductible a la pura conservación biológica. Antes bien la expresión in suo esse perseverare conatur adopta aquí la forma de un proceso de afirmación y reconocimiento –de afirmación por el reconocimiento y de reconocimiento por la afirmación. La conservatio es el lugar del otro. Encontramos un vestigio de esta lógica de la afirmación común en un concepto latino clásico al que recurre Spinoza en el Tratado político al concebir el estado civil como una continuidad y una extensión del derecho natural. La temática spinozista del obsequium –palabra que suele ser traducida por “obediencia” y que llega al español moderno como sinónimo de don– presenta una complejidad semántica en la que se cifran las diversas dimensiones del reconocimiento: desde la obediencia al amo (que acentúa la etimología de Giambattista Vico en la versión de 1744 de la Scienza Nuova33) hasta la nociones de “respeto” (que es la acepción del término en la cultura latina más clásica, por ejemplo en

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“Con toda la elegancia latina, los feudalistas eruditos traducen esta voz bárbara [homagium] por obsequium, que primeramente fue la diligencia con la que el hombre seguía al héroe, donde quiera que lo llevase, a cultivar sus campos. Esta voz obsequium contiene de manera eminente la fidelidad del vasallo hacia el barón: tanto que el ‘obsequio’ latino significa además el homenaje y la fidelidad que hay que jurar a la investidura de los feudos…” (Vicco, G., La scieza nuova seconda. Giusta l’edizione del 1744, V, 2, Laterza, Bari, 1953, p. 518).

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Terencio y Cicerón34) y la de “premio” u “obsequio”, que pareciera ser el sentido de un pasaje de Maquiavelo, en el que cita a Tacito.35 El término obsequium aparece en capítulo II del Tratado político para afirmar que tiene sentido una vez constituida la sociedad común de los hombres, y que en cambio carece de significado (al igual que las nociones de pecado, justicia, injusticia, etc.) en el estado natural.36 Es decir, se trata de un término cuya demarcación spinozista lo inscribe en el léxico político, y sólo de manera impropia (nisi admodum impropriè) podría ser aplicado a la vida de la razón como “obediencia” a sus dictámenes37 –en cuanto tal, el sujeto ético-político que se guía por los En la última parte del Laelius, Ciceron aprehende los elementos que trazan la línea de demarcación entre el amigo y el adulador –el término que en el texto encontramos con mayor frecuencia no es adulatio sino adsentatio. Discutiendo con Terencio –quien en Andria v. 68 había escrito: “El respeto (obsequium) produce amigos, la verdad odio”–, afirma Cicerón: “(...) en el respeto (obsequio) –uso con gusto la palabra terenciana– haya gentileza pero no adulación (adsentatio), que no es digna de un amigo, y ni siquiera de un hombre libre; pues en un caso se vive con un tirano, en otro con un amigo” (Cicerón, Laelius de amicitia, XXIV, 89). 35 “(…) para gobernar una multitud, parece mejor ser humano y no soberbio, piadoso y no cruel. Sin embargo, Cornelio Tacito (…) afirma lo opuesto en una de sus sentencias, cuando dice: ‘In multitudine regenda plus poena quam obsequium valet’ [porque en el dirigir una multitud valen más las penas que el obsequio] (…) Y se ve muchas veces que los capitanes romanos que se hacía amar por los ejércitos y los manejaban con premios (ossequio), obtuvieron mejores frutos (…) Pero, el que manda a los súbditos, como dice Cornelio, para que no se vuelvan insolentes y no te pisoteen por tu excesiva condescendencia, debes inclinarte más al castigo que al premio (ossequio) (…)” (Discorsi, III, 19 –pp. 386-387). 36 “(…) es pecado lo que no puede hacerse o está prohibido por el derecho, mientras que la obediencia (obsequium) es la voluntad constante de ejecutar lo que es bueno según derecho, y que, por unánime decisión [por decisión común] debe ser puesto en práctica” (TP, p. 282-283). “Y, lo mismo que el pecado y la obediencia (obsequium) en sentido estricto, también la justicia y la injusticia solo son concebibles en el Estado. Pues en la naturaleza no existe nada que se pueda decir, con derecho, que es de éste y no del otro, ya que todas las cosas son de todos y todos tienen potestad para reclamarlas para sí. En el Estado, en cambio, como el derecho común determina qué es de éste y qué del otro, se dice justo aquel que tiene una voluntad constante de dar a cada uno lo suyo, e injusto, por el contrario, aquel que se esfuerza por hacer suyo lo que es de otro” (TP, p. 284). 37 “No obstante, solemos llamar también pecado lo que va contra el dictamen de la sana razón; y obediencia (obsequium) la voluntad constante de moderar los deseos según el dictamen de la razón. Yo aprobaría, sin reparo alguno, esta forma de hablar, si la libertad humana consistiera en dar rienda suelta a los deseos, y la esclavitud, en el dominio de la razón. Pero, como la libertad humana es tanto mayor cuanto más capaz es el hombre de guiarse por la razón y de moderar sus deseos, sólo con gran imprecisión podemos calificar de obediencia (obsequium) a la vida racional y de pecado, lo que es, en realidad, impotencia del alma (…)” (TP, p. 283). 34

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dictámenes de la razón es un sujeto motivado por la cautela, no por el obsequium; sólo lo es en cuanto sujeto social confrontado con las leyes particulares de una sociedad dada.38 En una nota de El sentido práctico –preciosa para comprender la dimensión de “reconocimiento” que encierra asimismo la acepción spinozista de obsequium–, Pierre Bourdieu interpreta el concepto en un sentido más amplio, en tanto vínculo del individuo con el grupo establecido por formas de intercambio simbólico, y por un régimen de signos que manifiesta una pertenencia más que una obediencia: El término obsequium que utiliza Spinoza para designar esta ‘voluntad constante’ producida por el condicionamiento, a través del cual ‘el Estado nos moldea para su uso y que le permite consevarse’ (A. Matheron, Individu et communauté chez Spinoza, Paris, Minuit, 1969, p. 349), podría reservarse para designar los públicos testimonios de reconocimiento que todo grupo exige de sus miembros…, es decir, los tributos simbólicos esperados de los individuos en los intercambios que se establecen en todo grupo entre los individuos y el grupo: porque, al igual que en el don, el intercambio es su fin en sí mismo, el homenaje que el grupo reclama se reduce generalmente a naderías, es decir a ritos simbólicos (ritos de pasaje, ceremoniales de cortesía, etc.), a formalidades y formalismos cuyo cumplimiento ‘no cuesta nada’ y que parecen tan ‘naturalmente’ exigibles… que la abstención tiene valor de desafío.39

La complexión afectiva de los individuos requerida por la constancia de lo común es lo que designa la palabra obsequium; aquello que teje una potencia colectiva irreductible a un despojo del derecho natural y a una anulación de los afectos. Más bien trama afectiva que sostiene el imperium, inmanente a la condición natural. La reciprocidad así conquistada por medio del conocimiento y el reconocimiento (por la filosofía y la política) revela la utilidad como común, la comunidad del interés en expansión. El don del interés común no es ya vínculo contingente y pasivo –no es altruismo ni compasión ni un conflicto de deseos por el prestigio y por las cosas–, sino generosidad en su comprensión activa y radical: potencia del alma “en cuanto entiende”, composición de los cuerpos para construir singularidades, fuerza productiva de amistad, dépense. Al final del recorrido spinozista que había 38 “(…) esta cautela no es una obediencia (sane cautio non obsequium), sino la libertad de la naturaleza humana” (TP, p. 294). 39 Bourdieu, Pierre, El sentido práctico, siglo XXI, Buenos Aires, 2007, p. 109.

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comenzado en formas conflictivas o ambivalentes del reconocimiento, el don se revela como obsequium, potencia democrática, excedencia que no admite correlato ni contra-don; afirmación colectiva e intransitiva; acquiescentia en plural. En la encrucijada de realismo y don (y en las antípodas del idealismo y el desinterés); en la perspectiva de un materialismo estricto que parte del poder y nunca abandona su ley de hierro (el poder sólo puede encontrar un límite en el poder; “sobre esta tierra no hay otra fuerza que la fuerza”40) conjugada con una excedencia del conatus que redunda en deseo de comunidad, militancia es capacidad manifestada de afirmar una potencia instituyente transindividual y de afectar con otros; también resistencia a poderes que requieren de la impotencia de los demás para su incremento, de la tristeza de los demás para su alegría, de la alienación de los cuerpos y lo que los cuerpos pueden para su dominio. Finalmente, prorrumpe aún una importante dimensión de la militancia como “capacidad de ser afectado” –verbo cuya voz pasiva no designa en Spinoza una pasión sino una acción paradójica, o bien una condición afirmativa en la que implosiona la distinción misma. Hace algunos días llegó a mi casilla un breve y enigmático correo colectivo de Matías Rodeiro cuyo asunto decía: “Apuntes para la militancia”, y en el mensaje esto: Sí, estamos todos cansados y nos olvidamos demasiado del oro del otoño. Acaso la revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando: la necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes… El hombre necesita mirar las flores y mirar el cielo, Juan L. Ortíz.

Eso que la acción humana ha postergado según Juanele, la revolución para descansar y para mirar, revela algo como un sentido impolítico de la política, una cosmopolítica, una antigua poética del poder y de lo real –aunque resulte indecidible, nada impide imaginar que las mutas de caza o de guerra de las que hablaba Canetti miraban el cielo de tanto en tanto– sin la cual los “combates y debates” que es necesario librar y las militancias que es preciso emprender corren el riesgo de malversar el poder de emancipar –palabra ésta cuyo significado último es la apertura de esa enigmática capacidad de los seres humanos para ser afectados– en una pura contienda por la dominación.

40 Simone Weil, La prima radice, Comunità, Milano, 1980, p. 19. Citada por Roberto Esposito en “La perspectiva de lo impolítico”, Revista Nombres, n° 15, Córdoba, 2000, p. 57.

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La presente edición se terminó de imprimir en julio de 2015, en los talleres de Gráfica LAF s.r.l., ubicados en Monteagudo 741, San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

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