Sobre la vida de la fe, ROMANO GUARDINI
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Descripción: Cuando el Señor hablaba a las gentes, con aquellas palabras animadas por el Espíritu, todos se sentían atra...
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(Contraportada) Cuando el Señor hablaba a las gentes, con aquellas palabras animadas por el Espíritu, todos se sentían atraídos, pero al final le volvían la espalda. El sentido de su vida y su predicación se les escapaba. Así sucedió mientras el Señor vivió sobre la tierra. Pero en Pentecostés el Espíritu Santo hace irrupción en la historia de la humanidad. El hombre se une realmente a Cristo; más aún, entra en Cristo y Cristo en el hombre. Sólo entonces aparece lo que se denomina fe, es decir, existencia cristiana. Guardini, con su mirada espiritual que abarca la creación entera y ve en cada hombre una criatura anhelada por la gracia de Dios, nos habla de esa fe, de cómo el hombre llega hasta ella. No reproduce solamente el proceso psicológico, sino todo el fenómeno del camino hacia la fe, toda su profundidad metafísica. Escrito con estilo sencillo, elegante, sin rarezas, el presente libro será como una mano amiga para los que luchan o dirigen el esfuerzo de los demás ante el problema de la fe.
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ROMANO GUARDINI
SOBRE LA VIDA DE LA FE Madrid 1955
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Título original alemán: Vom Leben des Glaubens
NIHIL OBSTAT: DR. VICENTE SERRANO. MADRID, 29 DE MARZO DE 1955. IMPRÍMASE: JOSÉ MARÍA, OBISPO AUX. Y VIC. GEN.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN..............................................................................................................3 I. EL NACIMIENTO DE LA FE...........................................................................................5 II. LA FE Y SU CONTENIDO...........................................................................................12 III. LAS CRISIS DE LA FE..............................................................................................18 IV. LA FE Y LA ACCIÓN................................................................................................25 V. LA FE Y EL AMOR....................................................................................................32 VI. LA FE Y LA ESPERANZA.........................................................................................39 VII. LA DIVERSIDAD DE FORMAS DE LA FE.................................................................44 VIII. EL SABER EN LA FE.............................................................................................54 IX. LA FE Y LA IGLESIA: EL DOGMA............................................................................61 X. LA FE Y LA IGLESIA: EL SACRAMENTO...................................................................70
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INTRODUCCIÓN
En los Evangelios vemos constantemente reproducida la escena siguiente: Se acerca un hombre y proclama con el poderío que emana de todo su ser, con la fuerza que revelan sus actos, con sus palabras que el Espíritu anima: «¡Yo soy!...» «¡Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida!...» «Venid todos a mí...» «Aquel que cree en mí gozará de la Vida eterna.» La atención de las gentes se despierta. Todos se sienten atraídos, se acercan y escuchan, llenos de asombro, ansiosos de recibir auxilio y curación para el cuerpo y para el alma —que obtienen, por lo demás—. Pero no le comprenden, y le vuelven la espalda. No obstante, algunos permanecen a su lado y «le siguen adonde va», procurando en lo más profundó de su ser unirse a Él, pero sin conseguirlo. Sus palabras les impresionan, pero no llegan a entenderlas. El vive ante sus ojos, actúa en medio de ellos; pero, en definitiva, el sentido de todo eso se les escapa. San Juan reproduce una escena misteriosa que simboliza dicha situación. Los discípulos van atravesando el lago, en plena tempestad, y he aquí que de pronto, cuando ésta es más terrible, ven al Señor que, caminando sobre las olas, se acerca a ellos. Los discípulos gritan, aterrados; pero Jesús los tranquiliza, diciéndoles: «Soy yo, no temáis.» Entonces Pedro exclama: «¡Señor, si eres Tú, ordena que yo vaya hacia Ti caminando sobre las olas!» Y Jesús le ordena: «¡Ven!» Con la mirada y el espíritu fijos en el Señor que lo llama desde una cierta distancia, Pedro sale de la barca y pone el pie en el agua, que lo sostiene. Pero de pronto, aterrado ante la magnitud de la tormenta, pierde pie y al punto se hunde, tanto que Jesús se ve obligado a acudir en su auxilio. «¿Por qué has dudado, hombre de poca fe?»—le reprocha. Así sucedió en tanto que el Señor vivió en la tierra. Llamaba a los hombres, pero éstos no lo comprendían. 5
Nada cambió hasta que, llegado Pentecostés, el Espíritu Santo hace irrupción en la historia de la humanidad para conducirla hacia el Señor. Gracias a él es como el hombre se une realmente a Cristo; más aún, como entra en Cristo y Cristo en el hombre. Sólo entonces aparece lo que se denomina «fe», es decir, existencia cristiana. «El justo vive por la fe»; la existencia anterior queda atrás. «La victoria que triunfa del mundo»; plenitud de la vida eterna, obstaculizada, sin embargo, por la lucha y los trabajos de este mundo. «La gloria de los hijos de Dios se forja, la nueva creación se construye en la esperanza», según expresa San Pablo en sus Epístolas. Es de esa fe de la que vamos a hablar aquí; no tanto del misterio de su origen divino como de la experiencia que hemos adquirido personalmente o que otros puedan tener. Evidentemente, la fe es en sí un misterio y exige ya un acto de fe. Ninguna teoría puramente natural podría deducirla de la realidad del mundo y del hombre, pues la fe brota de la gracia creadora, que proviene de Dios. La fe, o para decirlo con más exactitud, el cristiano que vive en la fe, no sabría explicarse de otro modo que a la luz de la revelación divina. Ningún creyente puede comprenderse a sí mismo sino en la fe, y tanto más si su mirada se pierde en el misterio. Pero no es de la fe considerada como misterio de la que vamos a hablar aquí. Es más bien de la manera como estamos situados en ella, de lo que a ese respecto podemos observar en nosotros y en los demás. Sólo que en la fe depende del orden «natural» —pues hasta en eso natura y gracia se entrelazan estrechamente—, sino de la experiencia vivida. Pero lo haremos de manera que este análisis deje transparentar siempre el misterio esencial a la Fe.
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I. EL NACIMIENTO DE LA FE
¿Qué acontece cuando la fe se despierta? el mundo. Hay tantas maneras de convertirse en La misma fórmula no puede ser aplicada a todo creyentes como hombres existen. Vamos a tratar de orientarnos en la infinita variedad de casos mediante algunos esbozos trazados a grandes rasgos. Empecemos por el hombre que nada conoce del Dios vivo tal como se ha revelado en Cristo. Ese hombre vive de acuerdo con las realidades inmediatas: objetos de su experiencia interior y exterior, obligaciones profesionales, luchas para satisfacer sus necesidades personales y sus deseos, relaciones con sus semejantes. Toda su existencia está absorbida por esas preocupaciones. Le parece que a eso se limita el universo, y no desea nada más. Tal vez haya presentido la existencia de algo sagrado y misterioso, pero no sabe identificarlo sino en lo inmediato de ese mundo al cual se consagra y entrega. O bien él mismo se ha planteado preguntas; la existencia le ha parecido enigmática y lo ha atormentado con sus «¿por qué?» y sus «¿para qué?». Sin embargo, no ha buscado la respuesta sino en la contextura del mundo mismo, en su profundidad, en su altura, sea cual fuere la palabra elegida para la orientación de una búsqueda que parte de lo que está muy cerca para tratar de alcanzar lo que está lejos y es difícilmente accesible. No deja de conocer la existencia histórica de un Jesús de Nazareth. Sabe que Jesús ejerció una gran influencia y que todavía hoy polariza la vida espiritual de gran cantidad de hombres. Pero eso no ha pesado jamás en su vida. Por lo general, lo que viene de Dios llega primeramente en forma de comienzo. La acción divina no se concreta en resultados completos: 7
toca un órgano vivo, determina un movimiento y deposita una simiente. A veces, la acción divina parece ahogada de nuevo, cuando en realidad labora en secreto; tal vez reaparece en otra parte y bajo otra forma, para acelerar un conflicto en vías de solución, conceder nueva importancia a un problema filosófico o dar mayor austeridad, pureza o responsabilidad a un contacto humano. Al principio uno se asombra ante esa nueva realidad; su extrañeza choca y se pasa de largo; pero vuelve con mayor fuerza, conmueve más profundamente, provoca una inquietud más íntima. Tal vez se entable entonces una discusión de orden intelectual. ¿Es así? ¿Es eso posible? ¿Está expuesto con fidelidad? ¿Cómo conciliar todo esto con los fundamentos de la filosofía, de la ciencia? ¿Con las convicciones de mi medio ambiente? ¿Con las perspectivas de nuestra época? Se plantean y se discuten problemas. Pero a través de esas evoluciones del espíritu, otra cosa se está realizando: la realidad de lo que está en causa se concreta. Su importancia va en aumento, su llamada se hace más apremiante. Al fin, toda la actividad del espíritu consiste en luchar por o contra las fluctuaciones presentes de esa realidad. En efecto, los conceptos significan más de lo que dicen a simple vista y las opciones intelectuales sirven de pantalla a aventuras espirituales más profundas... Para otros, el debate.se sitúa en el plano moral. La conciencia ya formada y los hábitos morales adquiridos entran en conflicto con una nueva ética que comienza a hacerse presente; uno se defiende contra algo incomprensible y extraño, que, sin embargo, se impone; todo el ser se resiste contra las exigencias de heroísmo, de ascetismo, de renunciamiento, que nos turban de una manera singular hasta en lo más íntimo de nuestro yo... O bien, es del sentido de la vida de lo que se trata: el comportamiento interior que hemos seguido hasta entonces, los hábitos consuetudinarios tenidos por buenos, la estructura toda de la existencia... O bien, lo que se discute son las relaciones o las clases sociales, las tradiciones de familias o de colectividades... O es—para resumir—una existencia de hombre recibida como un don, modelada por la educación, marcada por la acción personal, que posee su fisonomía propia, su conducta, su carácter espiritual, y que de pronto se ve enfrentada con una cosa nueva, con algo que pretende servirle de regla; entonces la lucha comienza, lucha para mantener ese tipo de existencia, ese mundo autónomo hasta entonces, o para hacer una ofrenda de él. El debate puede revestir aspectos muy diversos. En unos momentos es de ataque, en otros defensivo. Créese haber tomado sólidamente po8
sición, pero de pronto todo se disipa. Una cuestión que parecía definitivamente arreglada vuelve a suscitarse. Se hace la luz, y de pronto la noche vuelve a ensombrecerla, y cuando uno menos se acuerda, la claridad reaparece... Períodos de intensa adhesión alternan con períodos de indiferencia completa. A veces, el mismo individuo no comprende cómo él mismo, que hoy se siente indiferente y hasta hostil frente a ciertos problemas religiosos, pudo días antes apasionarse por ellos. Pero a través de todas esas vacilaciones, y después de un tiempo más o menos largo, se produce lo esencial: se hace real Dios, se hace real Cristo, se hace real la Iglesia fundada por Cristo, cuya acción creadora testimonia en la historia. El hombre se siente impelido a dar el paso. Al principio, fracasa. Se extravía. Se siente decepcionado ante las debilidades humanas, ante el deficiente nivel de cultura, ante la estrechez de criterio que se le oponen. Se siente rechazado por todo lo extraño y contradictorio que encuentra. Pero un día la decisión termina por madurar, y da el paso hacia la realidad que lo llama. No se trata de una actitud provisional, susceptible de ser cambiada a la luz de nuevas experiencias. No. Es una decisión irrevocable. Se compromete definitivamente, se liga por la fidelidad; entrega su yo más íntimo a esa realidad que tuvo que afrontar. Este compromiso se manifiesta en forma de una profesión de fe y se consuma con la recepción del bautismo, que introduce al neófito en el misterio del Dios siempre creador, en el «renacimiento por el agua y por el Espíritu Santo». Ahora lleva en sí el germen de una nueva vida. Se halla situado en el punto de partida de una nueva existencia. Una nueva manera de ser aspira a tomar cuerpo, y la vida de la fe, con sus múltiples tareas, comienza. Hablemos ahora de un hombre que ha sido criado en la fe. Sus padres eran creyentes, y sus educadores también. Vivió desde un principio en un ambiente de tradición cristiana, en el cual estaban siempre presentes las figuras de la Historia Sagrada. Su infancia, pues, transcurrió en la atmósfera segura de un universo impregnado de cristianismo. Las cosas que lo rodeaban, los hechos que presenciaba, todo era interpretado desde el punto de vista cristiano Estaba sostenido por las convicciones de los seres que amaba y veneraba y cuya fe compartía. Tal fue su infancia. Pasada ésta, la envoltura protectora formada por ella se disipó. Las cosas se le mostraron tal cual eran, sin interpretación cristiana alguna, y a menudo en contradicción con ésta. Se encontró con hambres de otras creencias, y hasta sin ninguna creencia; comprobó que 9
gozaban de buena salud, que eran fuertes, eficientes, con frecuencia hombres honorables, de carácter, dotados a veces de una innata nobleza, de espíritu amplio, y hasta más esforzados que los que había conocido en el seno de la Iglesia. No pudo menos de darse cuenta de que con frecuencia los grandes monumentos de la civilización eran concebidos con un espíritu que no sólo no tenía nada de común con el espíritu cristiano, sino que hasta le era opuesto, sin que por eso pudiera ponerse en duda su fuerza ni su plenitud. En torno a él se desenvolvían la vida pública y la existencia humana en su forma colectiva. Descubrió la riqueza y la extensión de ella, su poder espléndido y temible; aceptó las tareas que le incumbían y se dejó arrastrar en sus combates. Día a día fue comprobando cuán poco preocupaba la inspiración cristiana, cuán extraño a Cristo era el universo y cómo la totalidad del inundo se mostraba indiferente a su respecto. Comparados con ese inmenso universo, el elemento cristiano, la Iglesia, tal como a diario se le presentaba, le parecían ahora cosas extrañas, arcaicas, inconsistentes. Entonces su fe se apagó. Y para sentirse libre del todo, se desembarazó de ella, aunque el desgarramiento le resultara doloroso. O tal vez fue perdiéndola paulatinamente, hasta que un día no le quedó ya nada de ella. Pero transcurrido un lapso, que pudo ser considerable, la recuperó. Y lo que dijimos en el primer contexto, puede repetirse aquí en una u otra forma. Con la salvedad de que ahora esas discusiones, esos adelantos y retrocesos, esas alternativas adquieren un carácter completamente distinto, porque como en este caso ya había habido posesión, al menos en apariencia, todo está ligado a recuerdos y a experiencias revestidas con la magia de la infancia; y también a episodios angustiosos, a tristes decepciones, a las cuales acaso se suma el sentimiento de una culpa. Una vez más, a través de todo ello se realiza lo único que cuenta: Dios se convierte en realidad, Cristo se vuelve sustancial, la Iglesia resplandece en toda su mística transparencia. Y, finalmente, se da el paso, se reanuda el vínculo con la fe. Se puede, pues, descubrir la fe o redescubrirla. En uno o en otro caso subsiste esta distinción imprevisible: ¿cuál es la realidad cristiana vivida en primer lugar en experiencia y con mayor intensidad? Puede encontrarse primero a Cristo. En tal caso, Cristo es, para el que busca, la Esencia de todo, es la Potencia, el Resplandor; por Cristo encuentra al Padre; a través de Él acepta a la Iglesia... O bien, descubre primero a la Iglesia en el peso de su permanencia, en la fuerza de todo lo que comporta, en la riqueza de su poderío espiritual, y por ella asciende hasta Cristo. O tal vez es Dios 10
vivo quien surge en la conciencia antes que los demás, y poco a poco el hombre llega a comprender que la verdad y la santidad, en estado puro, no pueden salir sino de la boca de Cristo, y que solamente en la Iglesia habla Cristo con una libertad intacta. Aquí no hay caminos trazados de antemano. Dios conduce al hombre como Él quiere. La Providencia para realizar su obra actúa en la individualidad de cada uno, en sus rasgos de carácter y en sus aspiraciones espirituales, en el tiempo y en el medio cuyas influencias sufre. Puede acontecer, asimismo, que no haya habido ruptura con la fe de nuestra infancia, finalidad que debe proponerse toda educación cristiana auténtica, mediante una madurez progresiva de la fe. Sin embargo, la fe pasa siempre por una crisis de crecimiento: hi fe vivida en la sencillez de los vínculos familiares debe ser entonces reconstruida desde la base. Al legar a la edad adulta, el joven tiene que asumir la responsabilidad de su fe. Es él mismo, y no sus padres, ni sus maestros, ni sus amigos, ni el ambiente, quien ha de responder por día. Es él quien se encuentra frente a Cristo y la Iglesia, él quien oye la palabra divina en su propia conciencia, allí donde nadie puede sustituirlo. Se trata, entonces, de asimilar simplemente lo que se recibió, de volar con las propias alas, de cargar sobre los propios hombros la responsabilidad que hasta ayer pesaba sobre otros. Todo esto podrá conducir a luchas muy duras y a penosas experiencias de duda y de abandono; se lucha en busca de la ansiada meta; se cree alcanzarla, y se aleja. Hay un último camino que conduce a la fe, y es tal vez el más difícil. El joven ha sido formado en la fe, pero en un ambiente tibio si se le considera desde el punto de vista de la religión, donde los padres se contentaban con practicarla para hacer lo mismo que los demás; donde los maestros y los educadores eran gente indiferente, que sólo veían en el cristianismo un fenómeno histórico y que no vivían de acuerdo con la fe que confesaban. Ese joven habrá oído y repetido palabras completamente desprovistas de contenido real. Habrá adquirido nociones carentes de dinamismo. Signos y figuras sagradas habrán poblado su universo, pero sólo serán siluetas irreales. Las opiniones en torno suyo eran diversas, contradictorias, y desde su primera juventud se habrá habituado a considerar que todas las religiones son igualmente posibles; no ha aprendido el valor de lo absoluto, el de una decisión sin reserva. Acaso cada una de esas teorías le ha mostrado tan 11
bien el lado débil de las teorías contrarias, que se ha hecho escéptico con respecto a toda religión positiva que lleve un nombre preciso y exige una profesión de fe determinada. Para destruir esa fe, que a menudo no es sino una seudofé, no se necesita ningún sacudimiento extraordinario. Esa fe será dejada de lado por conveniencia práctica o por consideraciones personales, o bien se irá desvaneciendo paulatinamente, hasta que un día desaparecerá por completo. Y de ella no quedará ni nostalgia, ni el sentimiento de un desgarramiento interior por falta de creencias religiosas, ni la conciencia de tener que tomar todavía decisiones importantes; sólo quedará el vacío, La indiferencia, el escepticismo. Semejante estado de espíritu es como tierra echada a perder, donde difícilmente volverá a crecer nada nuevo. Pensamientos, palabras, figuras, causas, todo se irá borrando, empalideciendo; será peor aún que una repulsa francamente confesada, peor que una ignorancia completa. En términos generales, esa tierra tendrá que permanecer baldía por largo tiempo antes que esté en condiciones de recibir el germen viviente de la fe. En estos casos es necesario tener paciencia y confianza en un Dios que no abandona a sus criaturas. El que creó una primera vez, ¿por qué no habría de crear nuevamente? El tiene poder para dar un nuevo impulso, aun allí donde su acción parece imposible. Ya se trate o no de uno de estos casos típicos que acabamos de estudiar brevemente, los caminos que conducen a la fe son tan numerosos como los hombres. Lo que se nos presenta como una lucha del ser humano y un avance, en realidad no es otra cosa que una llamada y un impulso directo de Dios. Ahora bien, Dios llama de acuerdo con lo que cada uno es y por su propio camino. A fin de cuentas, convertirse en creyente significa siempre la misma cosa: frente a un hombro encerrado en su propio ser, en su mundo particular, una nueva realidad aparece —ante él, dentro de él o por encima de él— de tal manera que el hecho se hace evidente, lis otra realidad perteneciente a un mundo diferente, de arriba o de ahajo. Esa realidad, ese «más allá», se afirma, crece su fuerza; su verdad, su bondad, su santidad se acentúan y exigen la adhesión total de aquel que ha sido llamado. Sufrirá al tener que entregar su propia existencia a una realidad extraña que está por encima de él, al tener que sacrificar su egocentrismo y la independencia de su propio universo, liso supone un sacudimiento y un riesgo. Cristo ha dicho: «Aquel que guarda su alma, la perderá; aquel que 12
la da, la encontrará». Así, el alma debe perderse una primera vez, en la búsqueda de un segundo eje, para luego ir al encuentro del más allá, que es el verdadero centro. Y es entonces cuando comienza la lucha entre los «dos ejes». Largo tiempo están en oposición, empeñados recíprocamente en adueñarse de sus potencias vivas, en atraer hacia sí el corazón, el espíritu, la fuerza, la sangre. El progreso de la fe es el conflicto de esos dos polos. Se enfrentan mutuamente; hay tentativas de aproximación y de retroceso, períodos de tensión y de quietud, hasta que, poco a poco, los dos ejes se confunden, para formar lo que llamamos la existencia cristiana, caracterizada por las palabras de San Pablo: «Yo vivo, mas no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí.» Es posible, sin duda, que subsista alguna tensión. En efecto, Dios sigue siendo el Santo, y yo el pecador. Cristo es siempre el que llega «de lo alto», el enviado del Padre; nunca podría identificarse con lo que es humano, pues el hombre es de este mundo y, desde Adán, rebelde. Sin embargo, una unidad real se efectúa. El hombre no es Dios y Dios nunca es el hombre, pero la vida cristiana consiste esencialmente en que el hombre está en Dios y Dios en el hombre, por el hecho de que el cristiano está en Cristo. Es ésta una unidad demasiado profunda para que la experiencia natural nos proporcione un concepto apropiado.
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II. LA FE Y SU CONTENIDO
En el capítulo precedente se trataba del nacimiento de la fe. Hemos visto cómo se da en la vida ese paso hacia Dios que nos llama en la Persona de Cristo, cómo nos unimos a El y qué intercambios se realizan entre el más allá y lo terreno. Memos dicho cómo se produce el comienzo y cómo ese comienzo varía de acuerdo con el temperamento y la condición de cada uno. Al principio nos ocupamos del hombre que no va al encuentro de Cristo sino cuando ya ha avanzado bastante en el camino de su vida; luego, de aquel que, educado en la tradición cristiana, debe progresivamente asumir solo la responsabilidad de su fe; y, finalmente, del hombre que, criado en una atmósfera hostil o indiferente, sin ideas religiosas o con ideas referidas a imágenes estereotipadas, debe realizar una renovación para Regar a poseer una creencia digna de este nombre. Hemos visto de cuán diversas maneras puede presentarse esta génesis y cómo, en el corazón de esa diversidad, la pluralidad de los dones y de los destinos juega su función; y hemos sacado en concesión que hay tantas maneras de llegar a la fe como hombres llamados por Dios. Hasta el presente no ha sido nuestro propósito tratar el contenido mismo de la fe. Ahora la cuestión que se impone es: ¿se puede hablar de la fe sin hablar de su objeto? Algunos pretenden que lo que en definitiva interesa no es tanto qué se cree como el hecho de creer, y la seriedad y la intensidad que en ello se pone. Lo importante, entonces, sería la calidad, la fuerza y la profundidad del compromiso personal, pues el contenido es lo que proporciona la ocasión a esa decisión interior y a la certidumbre que de ella se desprende. Algunos sostienen que, puesto que los contenidos cambian según las época# y los pueblos, y según Iris disposiciones personales de cada uno y 14
las circunstancias de su vida, lo esencial es Ta experiencia viva de un absoluto sagrado, el estado religioso del espíritu, en todas partes idéntico. Este no es el pensamiento del Nuevo Testamento. Lo que él denomina «fe» no significa una actitud religiosa común que puede recibir los más diversos contenidos, algo análogo a un conocimiento abstracto capaz de abarcar una multitud de objetos que continúan siendo «conocimiento». En el sentido cristiano, la fe tiene un carácter único y exclusivo. La «fe» no es una noción global que podría convenir a numerosas modalidades, a los cristianos o a los musulmanes, al antiguo paganismo de los griegos o al budismo. No; ese vocablo designa un hecho único: la respuesta del hombre al Dios que vino al mundo con Cristo. A primera vista, tal definición parece intransigente y estrecha. Pero si se piensa un poco se comprende que, desde el simple punto de vista natural, la llamada amplitud de espíritu, la concepción «transigente», sería simplemente el signo de una debilidad de sentimientos, de una carencia de pasión del espíritu. Id a decirle a un hombre que ha dado a alguien, no sólo su respeto y su simpatía, sino un amor total, en cuerpo y alma, id a decirle: «El amor es un modo de comportarse en general que todos los hombres, tú, yo, cualquiera, pueden observar los unos con respecto a los otros», y ese hombre os mirará sin comprenderos y os dará la espalda. En efecto, ¿qué podría responder a un concepto semejante, que lo hiere basta en lo más íntimo de su ser? Para contestaros tendría que decir: «¡No es cosa corriente este amor mío! Lo que yo siento no es un amor general que pueda ser aplicado al azar a éste, a aquél o a cualquier otro. Mi amor pertenece al ser a quien amo, y con él desaparece. Ese es su peligro y su mérito. Unicamente a ese ser he entregado todo mi amor.» Ese hombre me comprendería de inmediato si yo le dijera que la fe es inseparable de su contenido. La fe está en su contenido. Está determinada por lo que ella cree. Es la marcha viviente hacia Aquel en quien se cree; es la respuesta viva a la llamada de Aquel que se anuncia en la revelación y atrae al hombre por la obra de la gracia. ¿Adónde conduce, entonces, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo revelado en la persona de Cristo. No hacia un «Dios» indeterminado, objeto de un vago presentimiento, de una experiencia cualquiera, sino hacia «el que es Dios y Padre de Jesucristo». Pero ¿cómo es Dios? 15
Dios oreó al mundo, lo ama y lo hace objeto de sus cuidados; lo penetra y sostiene en él todo. Sin embargo, Dios no se confunde con el mundo, Él existe por sí mismo, independientemente del mundo... El hombre viene de Dios, vive en Dios y no es real sino cuando tiende hacia El, y, sin embargo, él no es Dios... Dios se revela en todo lo que existe; todo lo creado proclama su gloria; y, sin embargo, Él, que es el Ser en persona, no se confunde con nada de lo creado, permanece en el misterio de la luz inaccesible... Dios está cerca, pues que está en todas partes; está en nosotros y nosotros en Él; y, sin embargo, la distancia que media entre el hombre y Él es inmensa, «absoluta», en tasto que el hombre parta de sí mismo. Dios es nuestro origen y la finalidad de nuestro ser; nuestra patria y nuestra meta, aunque nos es extraño; tan extraño, que ante Él nuestro corazón se siente sobrecogido de temor... La imagen de Dios que se muestra ante nosotros no es simple, sino llena de contrastes y de misterios. Igualmente, nuestra fe en Él es, al mismo tiempo que una pertenencia íntima, un esfuerzo para vencer nuestro aislamiento; deseo nostálgico y resistencia, aproximación y alejamiento, conocimiento e ignorancia a la vez. La fe está hecha de antinomias y cargada de riesgos; no puede transportarse a un concepto. Ella es lo que Dios representa para nosotros. Solamente en la medida en que la imagen de Dios se simplifica y se precisa, se simplifica y se precisa igualmente nuestra fe. Si nuestra imagen de Dios se simplifica cada vez más (admitiendo que se trate de una auténtica simplicidad: plenitud contenida en una unidad viviente), nuestra fe se simplifica también. La fe de aquellos que se han aproximado, que han madurado en Dios, que están en el camino de la santidad, es completamente simple. Pero es la unidad de la luz la que contiene en su claridad toda la plenitud de los colores: fin y no comienzo. Examinemos esta cuestión más de cerca. ¿Quién es este Dios vivo que viene a nuestro encuentro en la persona de Cristo, a través de las palabras, la vida, el ser de Cristo? ¿Quién es? O, más bien, ¿qué rostro tiene? Cuando yo llamo a alguien, vuelve hacia mí su rostro. Al mirarme, al prestarme atención, se descubre. Entonces, el que yo deseo conocer se revela como «yo», volviéndose hacia mí, mirándome, hablándome, a mí que soy «tú» para él. ¿Quién, pues, es Dios? ¿Qué rostro vuelve hacia mi cuando yo lo llamo? O, para hablar de más exacta manera y con más respeto: ¿qué rostro vuelve hacia mí que me invita a llamarlo haciéndolo Él primero? Algo misterioso interviene en esto. Cuando escuchamos con atención las palabras que pronuncia «Jesús», la manera cómo se dirige a 16
Dios, cómo se mueve en Él y con relación a Él, cuando observamos cómo en todo su ser, en todas sus palabras, surge «Dios» 1, tenemos que reconocer que hay muchos rostros divinos. Para empezar, está el rostro al cual Jesús hace alusión cuando habla del «Padre»: de aquel que, imponente de majestad, es el comienzo y el fin de todo; que crea, ordena, prevé, conduce todo hacia el fin, cumpliendo lo que ha sido decidido desde la eternidad. Todo proviene de Él. Todo se vuelve hacia Él. El Padre Nuestro expresa la relación que existe entre el hombre y Él. De Él hablan las parábolas. Existe igualmente ese rostro que aparece cuando Jesús dice «Yo»; cuando se pone en presencia del Padre para invocarle o esperar su voluntad; cuando declara que Él y el Padre no son sino uno, aunque en todo se someta a la voluntad paterna. Y también cuando subraya que nadie sabe nada del Padre, si no es por Él, por Jesús mismo. Entonces es otro rostro, con otros rasgos, orientado diferentemente. Él dice entonces: «el Hijo», o, como San Juan, «el Verbo»... Un tercer rostro se vislumbra cuando Cristo anuncia al «Consolador», quien enviará desde el Padre, al Espíritu que iniciará a los hombres en la verdad de Jesús, que tomará lo suyo para darlo a los hombres; al Paráclito que les enseñará a decir «Abba, Padre», a pronunciar «Señor Jesús» y a «rendirle testimonio». Sin que pueda haber confusión posible, este último rostro difiere de los precedentes. Es otro «Alguien»; los rasgos de su rostro, su mirada, su respiración, son distintos, lo mismo que el movimiento con que actúa. Todos esos rostros no están yuxtapuestos, se contienen los unos en los otros: el Padre es lo que es porque es el Padre del Hijo. No es «Padre» en el sentido general que la historia de las religiones da a esa palabra; no hay que confundirlo con esa divinidad paternal que se encuentra en muchos pueblos, con el Maestro supremo que reina en los cielos. El es el Padre de ese Hijo que se llama Cristo. Nosotros no lo conocemos sino por intermedio del Hijo. En cuanto al Hijo, es Él mismo porque es Él el Hijo de ese Padre; su gloria viene del Padre y vuelve a El; y toda su vida se consagra a cumplir la voluntad del Padre. En fin, en el Espíritu, el Padre y el Hijo están unidos íntimamente por un vínculo de amor. En el Espíritu, el Hijo concebido en la Virgen María ha venido del Padre hacia nosotros. Desde junto al Padre, a donde volvió, el Hijo nos envía el Espíritu. En el Espíritu que da la luz de la fe, el Padre y el Hijo se nos vuelven accesibles, están presentes en nosotros y nos son dados. 1
Las comillas sirven aquí para indicar que las palabras «Jesús» y «Dios» han de ser tomadas en su acepción primaria, sin profundizar en la relación que las une.
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El Padre, el Hijo, el Espíritu son distintos y uno en la misma vida divina: los tres son un solo Dios, un solo Creador, un solo Señor. Creer, es creer en Dios. La fe cristiana se dirige al rostro de Dios, pero a ese rostro tal cual es. La fe es como aquel a quien día se dirige. Por medio de ella nos unimos a Dios uno y trino. Ella es, pues, un reflejo de la naturaleza de Dios. ¿Cómo se llama en las Sagradas Escrituras el proceso que organiza la relación de la fe y que crea una vida nueva? El nuevo nacimiento. No hay que tomar esta expresión como una metáfora poética, vaga, sino en el sentido propio. La génesis de la fe consiste en ser transportado al seno creador de Dios. En cierto sentido, muere aquí la antigua existencia y otra comienza. Esa vida recientemente recibida procede de Dios mismo, y significa que el creyente es «de la misma sangre de Dios», si se puede emplear esta expresión. He ahí por qué San Pablo une tan estrechamente la fe al bautismo, ese sacramento de la nueva vida que aparece como el cumplimiento, como la encarnación de la fe2. Este parentesco divino se extiende a las Tres Personas de la Santa Trinidad. Por la fe, el cristiano entra en comunidad con el Padre como su hijo o su hija; por la fe se inclina ante la majestad del Padre, confía todo lo que tiene a la custodia dei Padre, acepta la voluntad del Padre para hacerla suya. Tal es el espíritu del Pater noster... 3 Pero todo eso pasa por el Hijo. Tomado en sí mismo, el Padre permanece oculto. No se revela sino en el Hijo del cual es Padre. Cuando nosotros estamos «en Cristo», cuando miramos al Padre con El, cuando obedecemos y amamos con El, sólo entonces estarnos «frente al Pariré» y lo «vemos». Ea fe que nos une al Cristo en persona tiene su forma propia, orea un nuevo parentesco con Dios. Cristo es nuestro hermano, como «el primer nacido entre muchos otros», hermanos y hermanas. El es nuestro maestro, el que nos muestra «el camino, la verdad y la vida». Es Aquel que murió por nosotros y que resucitó; que nos penetra con su ser transformado e impone en nosotros la imagen del hombre nuevo, introduciéndonos en la unidad de la nueva creación. También la fe que nos une al Espíritu es diferente. El es quien nos consuela, quien ilumina nuestro espíritu y nuestro corazón. El pone a Cristo en nosotros; El nos enseña a hablar, a orar, a confesar nuestra fe y a luchar. Es la llama, la tempestad, la luz, el vínculo de amor.
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Cf. el último capítulo de este libro. Cfr. Romano Guardini, Das Gebet des Herrn.
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En cada uno de estos casos hay fe, pero bajo una forma diferente. En cada caso se establece un vínculo de parentesco, pero con una persona divina diferente. Una es la fe con relación al Padre, otra la fe con relación al Hijo y otra la fe con relación al Espíritu. Pero no es posible separar la una de las otras. Se sostienen, se iluminan y se impregnan mutuamente. Porque esas formas de la fe no constituyen, sin embargo, más que una sola fe, como las tres Personas divinas no forman sino un solo Dios. Todas éstas son cosas profundas que se vuelven para nosotros cada vez más familiares a medida que nos desentendemos de las ideas generales imprecisas para volvernos hacia la Revelación, decididos a tomarla tal como es, no tal como la modelamos según nuestra sapiencia y nuestra locura humanas. Cuanto más se fortifica nuestra fe, más claros, más luminosos se nos aparecen los rostros de Dios que marcan los aspectos diferentes, las relaciones recíprocas y la unidad de esa vida de fe. Pero también aquí todo varía según los hombres. El uno comienza por creer en el Padre, sin saber tal vez que sólo gracias al Hijo posee a ese Padre. Para él, la fe consiste, simplemente, en estar bajo la salvaguardia del Padre. A partir de allí, su fe se desarrollará y poco a poco descubrirá los otros rostros de Dios. En cambio, otro encuentra primero a Cristo, su figura en la historia, su palabra en las Escrituras, y Cristo lo conducirá hacia el Padre y el Espíritu. Un tercero, en fin, empieza sintiéndose atraído pollas obras del Espíritu, por la fisonomía de los santos, por la voz de la Iglesia. Es así como por primera vez siente el poder de lo divino y, en medio de la contingencia general, la garantía de lo eterno, que lo prepara para ligarse definitivamente por medio de la fe. El Hijo y el Padre se le revelarán después. Para todo esto no hay leyes. Dios le ha dado a cada cual una naturaleza y un destino particulares, y llama a cada uno como Él quiere.
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III. LAS CRISIS DE LA FE
Hemos iniciado nuestras meditaciones con el problema del despertar de la fe. Pero tal estudio no va nunca más allá de cierto límite; el origen de todo lo que vive continúa siendo impenetrable. Si se preguntase a un creyente capaz de conocerse a sí mismo: «En realidad, ¿por qué crees?», probablemente comenzaría por responder: «Porque esa verdad me convence... Porque tal o cual valor me ha conquistado... Porque allí veo las posibilidades de una suprema finalidad religiosa y humana...» Luego, sin duda agregará: «Pero todo eso no constituye todavía mi motivo supremo; en definitiva, creo porque Cristo es realmente.» O dicho de otra manera: «Creo porque creo.» Hacerse creyente es, en efecto, un comienzo. Esto no se deduce de antecedentes psicológicos o intelectuales. Ciertamente, siempre es posible alegar razones, encontrar explicaciones y hasta concretas pruebas; es posible descubrir relaciones de orden psicológico, recurrir a acontecimientos vividos; pero subsiste el hecho de que la fe propiamente dicha es un comienzo de orden existencial y, como tal, no podría deducirse de nada. No hay ninguna analogía con el acto del razonador que de ciertas premisas extrae la conclusión final. Se asemeja más bien al despertar después de una noche de sueño, o mejor todavía, a la criatura cuando sale del seno materno para empezar su propia existencia. La fe aparece, abre los ojos; nace, cualquiera que sea la expresión elegida para designar el hecho de que existe un verdadero comienzo. En consecuencia, todas las tentativas para ceñirla a causas lógicas o -morales, fracasan necesariamente. A los ojos del lógico puro, el acto de convertirse en creyente es un círculo; su fuente está en sí mismo. Pero ese «círculo», es decir, el renunciamiento a toda deducción lógica, es justamente la imagen que corresponde a ese puro comienzo. Detrás de esa oscuridad impenetrable que envuelve el comienzo de la fe se oculta un misterio más profundo; la fe es obra de Dios. Todos esos 20
esfuerzos del pensamiento, esos episodios de la sensibilidad, esas emociones causadas por los valores religiosos, esos encuentros con los santos son los materiales con los cuales el verdadero artesano, Dios, realiza su obra. Hacerse creyente es efecto de una acción divina que nos conmueve, nos transforma, nos ilumina, nos atrae, dejándonos envueltos en el misterio de la gracia. Hasta allí no penetra análisis psicológico ni razonamiento lógico alguno. Pero la fe tiene igualmente un lado humano; nace y se desenvuelve conforme a ciertas leyes. Es, pues, perfectamente legítimo plantear el problema de la experiencia de la fe, que presentamos ya a propósito de su génesis. No obstante, para evitar que la fe se disuelva en una vaga religiosidad, hemos ligado el acto de fe con su contenido, y hemos visto su interdependencia absoluta. La fe es un acto que responde a la realidad precisa de Dios, lo que no significa que por tal circunstancia se sustraiga a las leyes y a las estructuras generales de toda actitud religiosa; pero la ciencia de las religiones ha insistido demasiado en ello queriendo reducir la fe cristiana al sentimiento religioso. Lo que a nosotros nos importa es su naturaleza, y ésta sólo se comprende en función de su contenido; de ahí que hayamos fijado éste cuidadosamente. Sigamos, pues, nuestra búsqueda y examinemos Lo que sucede después del despertar de la fe. En el fondo, se trata de una historia. Pues la fe tiene historia. En su despertar, no es firme ni acabada; es vida, y todo lo que es vida es porvenir. En su evolución, la fe atraviesa, pues, por diversas fases: altos y bajos, períodos de crisis y períodos de desenvolvimiento tranquilo; el devenir de la fe pasa por etapas variadas. Su historia abarca al hombre por entero, en su singularidad, su fuerza y sus debilidades, en su temperamento, sus experiencias y su ambiente. Como toda historia, la historia de la fe se pierde en la oscuridad impenetrable del destino. Pero tiene, lo mismo que cualquiera otra, ciertas constantes que vamos a subrayar, pues nos ayudarán a encontrarnos en la diversidad de la vida sin que tengamos que circunscribirnos a su brote original. Esta tipología de la historia de la fe es muy variada y puede estudiársela desde los puntos de vista más diversos. Veamos si existen crisis típicas de la fe. Las hay, ciertamente, y de muy variadas especies. Algunas de ellas provienen de un cambio de medio; otras, de graves acontecimientos humanos, como la ruptura de vínculos afectivos, la felicidad o la desgracia, 21
las enfermedades físicas o morales, etc. Vamos a examinar, pues, las crisis provocadas por algunas de estas situaciones decisivas que cambian el curso de toda vida humana. Se ha dicho con razón que la infancia está protegida como por una envoltura. La solicitud de los padres y de los educadores y, en general, la atención espontánea de todo adulto, tienen por finalidad rodear al niño de una atmósfera protectora para que pueda crecer sin peligros, rodeado sólo de fuerzas benéficas. Sin embargo, la solicitud del adulto no bastaría por sí sola para crear y sostener una atmósfera tal; hace falta la cooperación activa del propio niño. Es el mismo niño el que crea esa protección, siguiendo las leyes de su propia evolución. La manera cómo percibe la realidad (más allá de un límite muy cercano no ve las cosas o bien las ve como algo vago), el hábito de relacionar los objetos y los acontecimientos con su propia vida, de animarlos y de transfigurarlos, todo eso forma en torno suyo un ambiente protector. Lo interior y lo exterior, la realidad y la leyenda, el mundo y la fe se confunden y entremezclan. Y todo presenta al niño un aspecto familiar y amable, todo se muestra dispuesto a ayudarlo. Por cierto que no siempre ocurre de esta manera. A los ojos de muchos niños el mundo se presenta pronto lleno de rozamientos y de tensiones. Para algunos, no existe nunca armonía en ese universo de la infancia en el cual ellos deberían sentirse realmente protegidos. Para todos hay contrariedades: sufrimiento, vago malestar, nostalgia inconsciente. No obstante, las bases de la existencia infantil establecen un ambiente limitado y protector, donde las realidades se entremezclan armoniosamente y donde se confunden esta vida y la de más allá, la realidad y los sueños, el alma, el cuerpo y la materia. Este estado espiritual determina la fe de los niños. Sean las que fueren las diferencias que puedan observarse entre éstos, su fe tiene una seguridad hecha de confianza. Sin duda, por todas partes hay problemas próximos a surgir, pero están todavía velados, en suspenso. Llegan más tarde los años de la adolescencia. Sordamente al principio, luego con fuerza y precisión crecientes, se despierta en el joven el ímpetu de vida, que lo impulsa hada el otro sexo, lo liare buscar el mundo en toda su plenitud al par que su propia tarea y el desenvolvimiento de su personalidad. Ese impulso puede ser descrito de varias maneras. Desde nuestro punto de vista, lo importante es que se abre sobre el infinito, incitándonos a superarnos, a extendernos, a captar el mundo en su plenitud para 22
identificarnos con él en su integridad. De un solo golpe el adolescente quiere poseerse a sí mismo, encontrar en sí mismo su equilibrio, oponerse a todo lo que lo ata y lo limita. Su voluntad choca entonces con cuanto constituye el mundo esencial del niño. Y precisamente sus características, su horizonte limitado, su protección amistosa y el afecto con que se le rodea, le son insoportables. Se siente a disgusto encerrado estrechamente en sus conceptos antiguos, en sus símbolos, en las normas que le fueron inculcadas; tiene que hacerlas añicos o desecharlas. Lo mismo sucede con la vida de la fe. Todo lo que hasta entonces era valedero, las formas religiosas, las reglas, las razones que nos guían, son consideradas como cosa pueril, insignificante, ingenua, molesta; el comportamiento religioso entra en un período de crisis que presenta los síntomas más diversos: el joven critica con aires de suficiencia, rechaza la moral de sus mayores, se siente en contradicción con la generación anterior, choca con todo lo que signifique autoridad; impacientemente se opone a la manera de vivir de los que le precedieron, etc. Pero lo esencial en este asunto es el sacudimiento interior de esa vida que busca espacio y expresión para una realidad naciente. Poco importa el detalle de cómo se desata la crisis; tal vez es que se profundizan las convicciones filosóficas o se descubren valores morales y religiosos más satisfactorios; o bien se han establecido contactos humanos, se han encontrado modelos, o anudado amistades que conducen a una nueva actitud en la fe. En todos los casos, una vez dominada la crisis, se concluye en una nueva forma esencial de fe; al parecer siempre acontece así: el joven encuentra en la realidad cristiana un campo apropiado para la inmensidad de este impulso vital que surge, encontrando que en la fe un hombre libre, creador, puede sentirse cómodo. Comprende que la sustancia de la fe no se identifica con esas expresiones infantiles; se desembaraza de ellas y descubre otras nuevas, más rigurosas y que se adaptan con más flexibilidad a su fe actual. Al llegar a esa etapa, la fe se desarrolla magníficamente; puede clasificársela entonces como idealista y entusiasta. El ansia de lo infinito, la sed de libertad y la voluntad creadora marchan a la par con la voluntad cristiana. Esa fe es audaz, amplia y segura de sí misma; muestra una elevación de espíritu extraordinaria, un coraje que la hace capaz de realizar las hazañas más grandes, una severa y noble intolerancia. Cuando la vida transcurre sin haber pasado por una etapa semejante, parece que le falta algo esencial.
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Este impulso va en aumento; dura un tiempo más o menos largo, según las circunstancias y la fuerza interior, para a su vez entrar en un período de crisis. Ese tipo de fe —como todas las reacciones de los jóvenes— asume el sentido de la dimensión del mundo: tiene la fuerza del don total al infinito. Se pone en la empresa el pensamiento, la imaginación, la magnanimidad del corazón. No se ve todavía la realidad tal cual es, ni las verdaderas condiciones humanas ni las asperezas de la existencia; el espíritu y el corazón, inclinados a idealizar, las han transformado, las han estilizado, o simplemente las ignoran. De la misma manera, la voluntad apasionada, que creía poder descubrir el «yo» por medio del ejercicio de la libertad, no lo ha podido asir en su verdadera realidad; ha tenido que crear un «yo» según sus sueños, donde hace intervenir a la libertad transfigurada. Una existencia tal se desenvuelve, por así decirlo, entre el impulso del espíritu y del corazón por un lado y un mundo ideal por el otro. Pero todavía no emerge la realidad concreta que existe entre ambos. Y en la medida en que la vida progresa, el impulso va perdiendo dinamismo; el arco de la vida se distiende y el poder de idealización disminuye. Al mismo tiempo, con mayor relieve se dibuja la realidad: las cosas tales como son, los hombres, las instituciones, las situaciones, sin olvidar la realidad del mismo «yo». Los fracasos y las decepciones se acumulan. Los riesgos que opone la existencia a las seguridades confiadas y audaces de un idealismo tal, se vuelven cada vez más numerosos. Ante ellos, una nueva crisis se vislumbra; la confianza decae. Cada vez se hace más difícil no ver el lado negativo de las cosas, más difícil confundir la intensidad del deseo con los resultados realmente obtenidos. Se va comprobando cada vez más cuán opaca y estática es la existencia, y cuán impotentes son frente a ella la idea pura y los grandes movimientos del corazón. Se aprende lo que es «la realidad» y cómo, asentada en sus bases propias, se opone y no cede a nuestra vida afectiva. El peligro que entonces amenaza es el de la desilusión: el peligro de sucumbir a la impresión de que la realidad es más fuerte que la idea, de que las circunstancias son más duras que el espíritu; de que el egoísmo, la estrechez, la mezquindad, la bajeza y la vulgaridad de la existencia son más poderosas que la magnanimidad del corazón. Entonces, el hombre que persigue un fin noble experimenta la humillación de pasar por un visionario. El que pronto será un adulto se avergüenza de lo que todavía conserva de sus años de adolescencia; la que pronto se convertirá en mujer se sonroja de lo que le queda todavía de su mentalidad de jovencita. El 24
peligro del escepticismo amenaza, reforzado por el deseó de pasar por un verdadero adulto, es decir, por un desencantado. No es necesario profundizar mucho para darse cuenta de que la fe es la primera en sufrir las consecuencias de esta crisis. La fe idealista se esfuma. Ella misma siente que ambiciona demasiado; que, sentimental y exaltada, es extraña al mundo. Después, y de muy distintos modos, puede sobrevenir un cambio. El joven reflexiona ya con más tranquilidad, domina sus nervios, tiene más espíritu crítico en sus relaciones con los otros hombres; va adquiriendo experiencia en su oficio, se siente más seguro en la vida pública, etc... También la fe puede recuperarse de muy distintos modos. Si ahondando se llegó realmente hasta ella, una vez alcanzada una cierta madurez se acepta la realidad tal cual es, sin capitular para nada ante ésta, sino, por el contrario, afianzándose en la fe. Esta fe sostiene su independencia frente al mundo. Se afirma cada vez más en su propio suelo y puede oponer a la existencia una actitud que en un principio no cuenta; pero al desembarazarse de toda oposición o decepción que le llega de la realidad, se enfrenta con ésta en un «Sin embargo...». Se llega, incluso, a experimentar un sentimiento profundo, mezcla de satisfacción y de irritación, al comprobar que el mundo está mal hecho, que en todas partes hay lucha y que hasta la vida de la fe es un combate. 1 Todo esto podemos compendiarlo diciendo que la fe adquiere carácter. En efecto, tener carácter significa sostener la propia convicción frente a la realidad. La fidelidad, la disciplina, la perseverancia, todo entra en la fe: la lucha tenaz con la realidad, el mantenimiento de una posición hasta cuando se está lejos de vislumbrar un éxito en un futuro más o menos cercano. Tal es la fe de un ser que ha llegado a su mayor edad, del hombre o la mujer que, sin ilusiones, viven de fidelidad. Tal vez la evolución continuó. Lo propio de la actitud del creyente de la cual hablábamos consistía sobre todo en la dureza con que abordaba la realidad y en una especie de firmeza en su decisión de mantener la lucha. Si la fe se desenvuelve todavía, llega un momento en que el creyente considera esa fe como la realidad más sólidamente afianzada y más segura de vencer. Puede, pues, defenderse con ella de los embates del mundo y obtener esa victoria de la que San Juan dice: «Nuestra fe: he ahí la victoria que domina al mundo.» 25
En la medida en que el hombre persevera y avanza en la vida, la realidad objetiva asume un carácter de relatividad, perdiendo en peso, en densidad y en fuerza. Para nada entra en ello el impulso vital del creyente, ni su sed de infinito, ni el poder transformador del amor. Pero el hombre que envejece va adquiriendo conciencia de lo eterno. Como se agita menos, puede oír mejor las voces que le llegan del más allá. Al sentir más próxima la eternidad, la realidad del tiempo empalidece. El creyente puede entonces disminuir la tensión con la cual se aferraba sin cesar a la realidad de su fe. No tiene va necesidad de irritarse ante la carga de la existencia; de nuevo todo se arregla. No por arte de magia, sino a través de las fisuras de las contradicciones que desgarran al mundo, un sentido más elevado empieza a despuntar. La existencia se torna transparente y un nuevo acuerdo se prepara. La fe toma así nueva forma. Es la fe del anciano, que, transfigurada ya por la luz de la eternidad, se vuelve venerable.
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IV. LA FE Y LA ACCIÓN
Resumamos las reflexiones precedentes. Al comenzar hemos visto que, al hacerse creyente, una nueva vida empieza para el hombre. La fe como tal no puede desprenderse de hechos anteriores, de motivos racionales, de elementos voluntarios ni de influencias psicológicas. Por el contrario, una nueva vida nace con ella. Una nueva vida proveniente de Dios desde el momento en que el creyente toma conciencia de ello. Hemos hablado luego del contenido de la fe y hemos visto cómo esa existencia nueva crea vínculos personales entre el creyente y su Dios, cómo está marcada por el Rostro mismo de Dios, Ser creyente es estar en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y, por fin, hemos estudiado la fe en su acto vital mismo, que supone una historia de la fe. Ahora bien, hay tantas historias acerca de la fe como creyentes, puesto que cada uno se entrega con su personalidad. Como todas las historias, la de la fe atraviesa por períodos en que se transforma la contextura de una vida. Entre una etapa y otra hay momentos de crisis, y muchas de las llamadas «dudas» de fe, a las cuales nos contentamos con combatir, presentan en realidad un valor sumamente positivo. Queremos hablar de esos momentos de oscuridad, de tirantez; de esas rupturas. De la contradicción entre la vida profunda y sus medios de expresión, de la dificultad para comprenderse a sí mismo y para recuperar el equilibrio en el transcurso de esas evoluciones. La discusión de tales «dudas», de las propias o de las ajenas, sería menos penosa y más fructífera si se captara su verdadero sentido. Vamos ahora a tratar de comprender mejor de qué modo la fe se realiza plenamente. Cristo nos enseña el camino cuando dice: «Haced lo que os digo y veréis que estáis en la verdad.» Esto significa claramente que no basta mirar la fe desde fuera para compenetrarse con ella, sino que hay que procurar poseerla. Sólo entonces se nos manifestará. 27
La fe no puede ser comprendida sino en la fe. Pero necesitamos ayudar a nuestra inteligencia. Para explicar ese algo «nuevo» que es la fe, nos valdremos de imágenes sacadas de nuestra experiencia. Comparamos la fe con el saber natural. Por ejemplo, esa frase del catecismo: «Por la fe creemos firmemente todo lo que Dios nos ha revelado», parece sugerir una semejanza con el acto de un alumno que cree en lo que le enseña un maestro respetado, digno de toda su confianza. Evidentemente, la comparación es apropiada. La Revelación nos hace conocer la realidad de Dios y su Reino; nuestra fe nos hace aceptar el mensaje y tener la certidumbre de su verdad. Pero la comparación puede encerrar un peligro: se corre el riesgo de considerar ese mensaje y esa certidumbre como un conocimiento del mismo tipo que los de las ciencias naturales. El sabio analiza tal o cual sustancia, tales o cuales plantas o animales. Cada cosa existe por sí. Poco importa si yo estoy o no estoy ahí y cuáles son mis reacciones, puesto que la ciencia consiste en percibir, ordenar y penetrar en esa realidad «exterior». Poco importa qué soy yo ni qué vida llevo; tales circunstancias nada tienen que ver aquí y no tienen por qué ser mencionadas. Con mayor o menor amplitud, esto puede aplicarse a todas las ciencias positivas. Pero sería nefasto querer aplicar este procedimiento a la fe y pensar que podría ser una cosa por sí sola, sin relación conmigo mismo, algo que yo podría observar, cuyas características podría analizar o clasificar en un sistema. Nunca sería eso la fe; ni siquiera si el conocimiento nos fuera transmitido por Dios mismo. La imagen del conocimiento inductivo, desinteresado, nos induciría a error. Si se necesita recurrir a una comparación, elijamos más bien otro género de «saber», cuya índole pueda tener cierta afinidad con la fe: el que me permite conocerme a mí mismo. En tal caso, el objeto del saber no es una cosa acabada ante la cual yo estoy en actitud de observador, puesto que el «objeto» y el «sujeto» son idénticos; lo que yo conozco a través de mi conciencia es mi propia alma en acción de vivir. Luego, si no lo vivo por experiencia no lo puedo conocer, puesto que entonces no existe. Desde tal perspectiva el mundo exterior, las cosas, los hombres y los acontecimientos, adquieren un carácter particular. En principio, todos tienen una realidad objetiva que cae bajo la investigación científica, si puede llamarse así, pero no asumen su sentido de existencia sino por mí, conmigo, como yo lo asumo por ellos. Ese mundo de las cosas y de los acontecimientos mueve mi existencia y concurre a su desenvolvimiento; a su vez, mi existencia le confiere un significado y un centro de gravedad. Si 28
yo no viviera en él, si no le diese un sentido, ese mundo no sería una cosa existente. Entonces, si quiero asir la verdad que hay en todo ello —hablo de verdad real y viviente— debo «hacerla». Para poder reconocerme y conocer ese mundo en cuanto es «mío», es necesario que yo exista. Necesito entrar en mí mismo, hacerme cargo de mi persona, vivir, marchar hacia adelante. Cuanto más resueltamente lo haga, más intensamente viviré y con mayor claridad se perfilará lo que trato de conocer: qué soy yo mismo en el mundo que me rodea. Sólo entonces todo se vuelve auténtico. El objeto de este conocimiento no se elabora sino en la medida en que vivo4. Esto nos da una imagen más precisa de lo que es la comprensión de la fe por sí misma. Yo creo en Dios vivo, uno y trino en su obra sagrada de creación, de redención y de consumación. Pero para que sea total esta obra en la cual creo, es necesario que yo participe en ella con mi vida cristiana. El cristiano mismo forma parte del Credo. Los artículos del Credo no son meras comprobaciones exhibidas como lemas en la pared; son los términos en que la persona manifiesta esta su «profesión de fe», su voluntad de vivir de acuerdo con ellos. Por otra parte, nuestra persona está explícitamente nombrada en el símbolo, que comienza por estas palabras: «Yo creo.» El cristiano está presente en el Credo como el hombre llamado a la fe y que con la fe responde. Y responde como un ser que sabe que está en causa, como alguien que está vivo en esa verdad cristiana que afirma al confesar su fe. Y no tomando en abstracto al cristiano, sino como una persona determinada. Él mismo forma parte integrante de aquello en lo cual cree. En resumidas cuentas, el «objeto» de la fe cristiana concreta no es lo que es, sino por su referencia al cristiano que cree en ella. Los padres griegos dicen que el Dios del pensamiento cristiano no es tanto Dios vuelto hacia Sí mismo y sólo accesible a Él mismo, el theos pros heauton, como Dios vuelto hacia nosotros, el theos pros hemas. El Dios en quien nosotros creemos, o con mayor exactitud, como dice el Credo, en quien yo creo, es Aquel que me ha creado. Ciertamente, Dios no tiene necesidad de mí; podría existir sin mí; pero ese Dios que es, es 4
Evidentemente, ésta no es una teoría subjetivista. Se sobreentiende que el mundo de las rosas existe en sí y es independiente de mí y de mi vida. Lo que hemos dicho no tiene nada que ver con Kant. Pero el mundo que yo veo, en el que vivo, en el que me encuentro, el que da un sentido a mi existencia, ése no existe sin mí, y existe tanto más cuanto más soy yo y con cuanta mayor intensidad vivo.
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inseparable del Dios que me ha creado. Por lo cual, al apoyar la fe en la soberanía suprema de Dios, hay que afirmar—y no hay en ello lugar para ningún panteísmo— que yo, en cierta manera, participo en el sentimiento de la palabra «Dios», puesto que Dios es el Creador. Yo, puede decirse, formo parte de la aureola de Dios, estoy en el círculo luminoso que lo rodea, sea cual fuere la expresión que empleemos para explicar lo que no es posible expresar con palabras... Lo mismo ocurre con la Santísima Trinidad. Es un misterio de trascendencia total. Manifiesta la profundidad inenarrable de esa vida divina que halla su vida en sí misma y no necesita de ninguna otra: en efecto, ¿qué «otra» podría colocarse en igualdad de condiciones a los ojos de Dios? Y, sin embargo, si en mi calidad de creyente hablo de la Santísima Trinidad, no hablo de ella como lo haría respecto de una constelación situada en algún lugar del infinito, sino que veo en ella el primer principio y la finalidad última de mi vida cristiana, y la fe en ese supremo misterio me comprende también a mí. Y la Redención en la cual creo, no es la redención en general, sino la mía, aquella por la cual soy rescatado. Y la santificación en la cual creo, no es la santificación en general, sino aquella en la que estoy en juego. Lo mismo sucede con todo. Dios no tiene necesidad de mí; podría vivir y reinar en la total plenitud de su santísima e indecible existencia sin que el mundo existiera, ni yo en él. Es uno de esos dogmas que se yerguen como una fortaleza a fin de preservar la idea de Dios de toda impureza, de todo panteísmo, de toda confusión con el mundo. Pero, puesto que Dios decretó desde toda la eternidad la creación del mundo y la mía, puesto que me ha llamado para que me vuelva a Él por medio de la fe y del amor, puesto que ha querido un mundo en el cual debo ser creyente y que no llegará a su plenitud sino con mi existencia de creyente, el mundo no es lo que Dios ha querido sino cuando yo creo realmente y como creyente me vuelvo a Él. En lo que me concierne, la fe es el último perfeccionamiento del mundo tal como Dios creador lo ha querido. Y así, por la libertad sagrada de la voluntad divina, mi pobre existencia humana está indisolublemente unida a Él. Por un acto de fe yo lo reconozco como a Aquel que me ha creado, rescatado y santificado. Creer no es, pues, concebir algo fijo y acabado, que se muestra ante nosotros, sino llevar a cabo la experiencia personal de una existencia viviente5. Al creer, el hombre, que gracias a Dios ha nacido a una nueva 55
A esto que acabamos de exponer podría objetarse que es tomar la fe en sentido «subjetivo». La respuesta suficiente está ya, sin duda, en el segundo capítulo, al cual éste se encuentra íntimamente ligado. Pero, para evitar todo equívoco, aclaro
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existencia, adquiere conciencia de sí mismo, y conciencia de Dios como de aquel que dispensa, guarda y guía su existencia hacia la perfección. Al creer adquiere conciencia del mundo y presta atención a su existencia humana, para hallar allí, según la Epístola de Pablo a los Romanos (cap. VIII), su propia redención y su propia finalidad. Pues ésta sólo se realiza en su propio cumplimiento, y gana en intensidad en la medida en que se realiza. No se puede creer en una existencia tal sino porque existe, y existe actualizándose. Y cuanto más fuertemente se actualiza, más su presencia se hace sentir y se impone a la fe. Una vez más, y de otro punto de partida, llegamos al carácter inicial de la fe, tal como se expresa en ese «círculo» en que el pensamiento se encuentra a sí mismo. Cuando digo: «Creo en Dios, que es a la vez el Santo, el Todopoderoso y la infinita Bondad», si no hago nada más que eso, todo queda reducido a pura palabrería. Para probar la verdad contenida allí, es necesario que yo la «realice», es decir, es necesario que me una a Dios. Es necesario que yo le busque; que le dé cabida en mi alma a fin de que pueda penetrar en mí: sólo entonces, en ese encuentro que viene desde lo más íntimo de mi ser, cuando llego hasta Él y Él me deja percibir su fuerza y su dulzura, esas palabras que hacen alusión a «la fuerza y a la dulzura» adquieren su significado, pues no se trata de fuerza ni de dulzura en general, sino con respecto a mí, a ti, a tal o cual otro. Tomemos otro ejemplo: la Providencia. La Providencia es la sabiduría amante por medio de la cual Dios lo dirige todo, no la sabiduría del jugador de ajedrez que mueve sus piezas; en efecto, lo que Dios dirige son hombres libres dotados de vida interior. Más aún; soy yo mismo. El orden en su totalidad tiene su carácter propio en el hecho de que no cesa de manifestarse en lo que soy y hago. No hay Providencia en general: hay — expresamente que no insisto aquí sino en un aspecto particular de la fe. Cierta parcialidad es, pues, inevitable. Por otra parte, en principio y fundamentalmente, creer quiere decir creer en Dios vivo, que sólo depende de Sí mismo, que existe sin tener necesidad de mi persona, que me ha creado sin que yo haya contribuido a ello en nada; que me otorga una gracia que por mí mismo no podía obtener ni merecer. Así, pues, creer significa salir de mí para ir hacia la persona sagrada de Dios. En esa entrega, en ese impulso del corazón que se abandona consiste esa «pérdida del alma» en que uno «se encuentra a sí mismo» y donde se realiza la salvación. Todo lo que antes se ha dicho presupone esto, y sólo subordinado a esto tiene sentido.
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puesto que Dios quiso llamarme un día a la existencia y me creó— una Providencia en la cual me encuentro situado, donde actúo y a la que no puedo imaginar independientemente de mí, pues entonces me colocaría fuera de su alcance. Para hacerme una idea justa de esa Providencia es indispensable que la considere en su continuo devenir, es decir, que coopere yo mismo con ella6. Otro ejemplo más: el amor que Dios me profesa. Debería poder olvidar por un momento estas palabras, que expresan lo indecible, a fin de volverlas a encontrar inéditas y auténticas; porque, ¿cómo es posible creer en ese amor si me deja indiferente? Yo no puedo creer realmente, con todas las fuerzas vivas de mi alma, que Dios me ama, sino amándolo a mi vez o rebelándome contra su amor. Para poder creer con fe viva que soy amado por Dios, es necesario que yo también lo ame a Él o que al menos sienta un comienzo de amor o el deseo de gozar de la gracia de poder amarlo. Y creo realmente ser amado por Dios en la misma medida en que yo mismo lo amo. Ahora comprendemos mejor lo que es la fe: la conciencia de una realidad santa, origen y último fin de mí existencia. Conciencia de una realidad y de una existencia, pero en la experiencia viviente de esa existencia. Sólo si existo como cristiano, puedo decir que creo. Y existo como cristiano en la medida en que mi vida es cristiana, puesto que en gran parte esa vida consiste en la fe, ya que la fe es la conciencia viviente de esa existencia. Yo vivo, pues, con tanta mayor intensidad cuanto más profunda es mi fe... Y de nuevo el círculo se cierra. Así, pues, creer no es un sentimiento pasivo, estático, sino de acción; no está acabado, sino en continuo devenir, en continua realización. Requiere un gran esfuerzo, y en eso consiste su grandeza.
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Cfr. también ROMANO GUARDINI, Das Gebel des Herrn, páginas 11 y ss.
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V. LA FE Y EL AMOR
No queremos —llevados del deseo de llegar a una solución cómoda — simplificar nuestras consideraciones acerca de la fe, ni eludir las tensiones o los obstáculos que ésta implica para nuestra comprensión. El misterio que reside en todo lo que acusa vida es en este caso particularmente denso. Se trata, en efecto, de una vida que, aunque ligada a la existencia terrestre, tiene su origen en otra parte. Preparémonos, pues, a encontrar un encadenamiento de fuerzas y causas psicológicas diversas. No queremos—llevados del deseo de llegar a una solución cómoda— simplificar nuestras consideraciones acerca de la fe, ni eludir las tensiones o los obstáculos que ésta implica para nuestra comprensión. El misterio que reside en todo lo que acusa vida es en este caso particularmente denso. Se trata, en efecto, de una vida que, aunque ligada a la existencia terrestre, tiene su origen en otra parte. Preparémonos, pues, a encontrar un encadenamiento de fuerzas y causas psicológicas diversas. Sin embargo, el hecho mismo de que los hilos se enreden, de que las superficies se espesen, de que las causas y los efectos se entrecrucen, constituye la órbita de la vida real y nos parece como un signo de la Verdad. Cuando se trata de cuestiones fundamentales de la existencia, es más importante penetrar en el problema y profundizarlo, que proponer una solución a menudo «ilusoria». Las más de las veces esto no se obtiene sino a costa de simplificaciones, y quien posee un espíritu un poco alerta lo siente y desconfía. Si, por el contrario, se plantea el problema en toda su amplitud, tenemos conciencia de estar ante la realidad, y experimentamos una especie de satisfacción hasta cuando no le hallemos solución en el sentido estricto de la palabra. Finalmente, hay problemas —y son justamente los más profundos— que nuestra condición de «viajeros de paso en la tierra» nos obliga más bien a «vivir» que a intentar «resolver». 33
Tal es, sin duda, el punto de vista de Newman cuando dice que «creer significa ser capaz de soportar dudas». Esto nos conduce a uno de esos contextos donde principio y efecto engranan el uno con el otro: la relación entre la fe y el amor. No es éste un problema ilusorio. San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios (capítulo XIII), coloca en el mismo plano a la fe, la esperanza y la caridad, por considerarlas las bases principales de la vida cristiana. Sin embargo, el apóstol subraya que la más importante de las tres es la caridad. Pero de hecho, ¿cómo pueden la fe y la caridad encontrarse una al lado de la otra en el mismo plano? ¿No dice el apóstol en algunos versículos anteriores que la caridad es la que «cree todo y espera todo»? ¿Qué relación hay, pues, entre la caridad y la fe? La primera respuesta que acude al espíritu es ésta: la caridad representa el desenvolvimiento supremo de la fe. Creer significa tener conciencia de la realidad viviente de Dios. Ahora bien, siendo ese Dios el amor por excelencia, el creyente se pone necesariamente en busca del amor. El mandamiento de amar a Dios y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos nos incita a tener conciencia y a vivir de la fuerza más profunda que brota de la unión con Dios: esa fuerza es la caridad. San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios (capítulo XIII), habla sin cesar de ella y dice: «Aunque tuviera toda la fe posible de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad soy nada.» San Juan lo resume todo en ella: de tal modo esta apremiante invitación a amar constituye la suma de todas las leyes de la vida cristiana. Y otro de los apóstoles, Santiago, no duda en decir que la fe que no se traduce en buenas obras es una fe «muerta». Es cierto que hay una especie de fe sin caridad, pero lo que dice el apóstol muestra cuan terrible es ese estado: «Tú crees que hay un solo Dios, y haces bien, pero también los demonios lo creen y tiemblan.» La fe sin caridad es una fe mezclada con terror. La caridad es, pues, por excelencia el florecimiento de la fe; brota de ella como la flor sale del tallo y de las ramas. Pero no es esto lo que nos interesa determinar. De todo el conjunto que forma el Nuevo Testamento, se desprende una idea más fuerte aún y es la de que la misma fe no subsiste sino por la caridad. ¿No es esto evidente? Si la caridad es el efecto inmediato de la fe, su eficacia viene a ser como su respiración. Luego, sin la caridad la fe se ahogaría. Sin embargo, la relación entre ambas proviene de más hondo. 34
Desde que aparece la fe, el amor debe estar presente. En efecto, la fe de que hablan las Sagradas Escrituras debe arraigarse en el amor. ¿No podemos basarnos en nuestra experiencia cotidiana para encontrar un punto de partida? A veces, con conciencia plena de lo que tal declaración significa, le decimos a alguien: «Tengo fe en ti.» Con esto queremos significarle que valoramos su personalidad a través de todas las contingencias, las contrariedades y los inconvenientes. En eso basamos la seguridad confiada de que el amigo tendrá éxito en sus empresas. Ahora bien, una confianza semejante supone amor, penetra hasta el fondo de otro ser. Ver no es un fenómeno mecánico. No se observan los acontecimientos de una existencia humana como se observa un leño tirado en medio del camino. Y aun en dicho caso, ¿es que por ventura nos damos siempre cuenta con claridad de las cosas que hallamos a nuestro paso? ¿No sucede que frecuentemente muchas cosas escapan a nuestra mirada y después nos preguntamos cómo puede ocurrir así? ¿No acontece a veces que hechos importantes nos pasan inadvertidos, mientras cosas secundarias nos causan una impresión tan profunda que a nosotros mismos nos asombra? ¿No depende el fenómeno sutil de la visión de todo un juego cambiante de causas que hacen que percibamos aquí lo que allí no podemos ver? ¿Qué o quién hace unas veces aumentar y otras disminuir la abertura del diafragma? ¿Qué o quién expone más o menos largamente las luces y las sombras y las gradúa? La visión, ¿no forma parte de la vida? ¿No alterna ella también en el combate que hay que librar con el mundo, sea para defenderse, sea para conquistarlo?... «Lo que ignoro, no me da frío ni calor», dice el proverbio. Pero cuando sentimos, cuando lo captamos, quema. Saber que algo existe me obliga a tenerlo en cuenta, despierta en mí respeto o deseo, me impele a obrar; en resumen, provoca siempre un choque que recae sobre aquel que sabe y ve. Por eso, a veces, nuestro interés reside en no ver con claridad ciertas cosas; otras, en dejar algunas en la penumbra, y otras, por fin, en hacerlas resaltar con toda claridad para que pasen a figurar en primer plano. Cuando estamos frente a un semejante, nos es imposible mirarlo con indiferencia, pues de hecho ese hombre es un amigo o un adversario nuestro; favorecerá o entorpecerá nuestros proyectos, será para nosotros un camarada, un servidor o un amo, y nuestro instinto se pone inmediatamente en guardia. El corazón entra en juego y nuestra personalidad se siente comprometida. Nunca miramos a un semejante sin actitud preconcebida. Somos nosotros mismos, con nuestras 35
preocupaciones, los que nos interponemos ante nuestras propias mirarlas, como la gran idea preconcebida. Ha llegado el momento de recordar que el amor, lejos de cegarnos, es el único que puede abrirnos los ojos, pues sólo el amor nos permite ver a otro tal cual es. Hay muchas clases de amor: el amor codicioso y el deseo de confundirse en otro; la veneración, el amor cordial que es exigencia, ayuda mutua, colaboración. Pero el amor verdadero respeta siempre al otro en su esencia, le reconoce el derecho de ser él mismo, desea que no abandone mi personalidad. Por medio de esta clarividencia es como el amor logra ver al otro tal cual es. No podemos decirle a alguien: «Creo en ti», sin que nos inspire cierto amor. Ahora podremos comprender mejor lo que significan estas palabras: «No se puede creer en Dios de una manera viviente si no se lo ama, o si no se siente, por lo menos, una atracción de amor, o no se tiene una disponibilidad de amor.» Creer en Dios significa una cierta «visión» de Él; sentir de alguna manera que Él está ahí; que el mundo existe por Él y que Él es el centro del universo, y como lo dice San Pablo en su Epístola a los Romanos: «Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, y aun su poder eterno y su divinidad, se han hecho visibles a la inteligencia» (I. 20). Dios aparece en todo lo que me rodea, en lo que soy, en lo que constituye la trama de mi existencia. Pero ¡qué ambiguos son estos términos! Evidentemente, la existencia no nos revela a Dios a la manera que la aguja de un barómetro indica la presión del aire. Lo sugiere, más bien, como una explicación y a la vez como un misterio. La tierra habla de Dios, pero de una manera ambigua, puesto que habla en la turbación y en el caos ocasionados por el pecado. Al prestar oídos a ese lenguaje, uno percibirá allí el eco de la sabiduría divina, mientras que otro percibirá tan sólo fría indiferencia, casi diría hasta perfidia y maldad. Pues el mundo revela a Dios, pero también lo vela. Dios es su creador ejemplar, pero es también el Otro, el Desconocido, ocultado por el mal. Más aún cuando «las obras» de que se trata son los hombres, el mundo de los hombres, la historia de los hombres. Cuando es de mí mismo de quien se trata —de lo que aparece en mi persona, de lo que en mí pasa— ¡qué ambiguo es el lenguaje para proclamar a Dios! Pero ¿existe Dios? Esta pregunta me compromete infinitamente más que cualquier pregunta concerniente a este o aquel hombre; la perspectiva 36
que yo tengo de Dios depende de los vaivenes del corazón, de mi instinto de conservación, del juego que oponen mis aspiraciones, mi resistencia y mi temor, infinitamente mayores que cuando se trata de los hombres. La incoherencia de mi existencia humana me perturba en la búsqueda de Dios en el mundo. Y si ya el mundo en sí mismo habla de Dios de manera tan ambigua, ¡cuál será el poder de una voluntad amasada inconscientemente por el mal, para ocultar, deformar y traicionar en sí a la imagen de Dios! No sin razón se ha dicho: «Los corazones puros verán a Dios». No es esto cierto solamente para el más allá; es cierto deslíe ahora, aquí abajo. Si no estoy por lo menos preparado para amar a Dios, no lo «veré». Su imagen será más vaga cada vez, luego se ocultará velada por otras cosas y terminará desvaneciéndose por completo. Cuando hay amor todo ocurre de muy distinta manera. De parte del hombre, «amar» es admitir desde luego la existencia de un ser que está por encima de él y que exige el don completo de sí mismo. Amar es estar preparado para el encuentro con el Altísimo; es, no sólo no esquivar ese encuentro, sino buscarlo a fin de reconocer que únicamente en el don que ese encuentro me exigirá podré hallarme a mí mismo. Esta actitud me inclinará hacia todo lo que me hable de Dios y me permitirá verlo. Ahora bien, Dios se ha revelado de manera particular y precisa en Jesucristo, tanto que «aquel que lo ve, ve al Padre». En Cristo llegó la luz que ilumina al mundo, a este mundo creado por ese «Verbo» que es precisamente Cristo. El apóstol podía, pues, decir: «Ellos han visto su gloria, la gloria del Hijo único, pleno de gracia y de verdad.» Porque Dios habló; sus mensajeros han hecho llegar hasta nosotros esas Palabras para instruir nuestros espíritus y fortificar nuestros corazones. Es así, sin duda alguna. Con respecto al Hijo se ha dicho «que nadie va hacia Él, si no es llamado por el Padre». De la luz se ha escrito «que las tinieblas no la recibieron». De Cristo sabemos que los hombres no lo reconocieron, que se encarnizaron contra Él. Se ha dicho, en fin, que la Palabra de Dios no puede ser comprendida si el corazón no ha sido tocado y la inteligencia despertada, y que el demonio puede arrancarla del corazón, por muy alerta que esté la atención. Para que el hombre perciba la revelación de Dios en Cristo, la Palabra de Dios exige, pues, la disponibilidad viviente, la gracia y el amor. Habría mucho que decir acerca de la Providencia, de la persona de Cristo, de la Iglesia. Pero todo, en definitiva, se concreta en lo siguiente: sólo ayudado por el amor puede percibir lo que es verdaderamente el objeto de éste. Es preciso por lo menos un comienzo de amor, es preciso 37
por lo menos que se esté dispuesto a amar para poder gozar de la gracia de creer. Pero ¿cómo es posible que yo pueda amar si no «veo» a aquel a quien mi amor se dirige? ¿Cómo puedo amar antes de creer? He ahí la cuestión suprema7. Dijimos al principio que estar dispuesto a amar es ya amar, y que esa disponibilidad puede existir aun antes de que el objeto sea visible. Es el período del amor que busca; búsqueda imprecisa todavía, pero descosa de fijarse en un rostro. Esta ansia, esta manera de sentirse como embargado, abre el corazón y lo agita. Polarizado por el principio de todo amor, el espíritu, al amar, puede ya dirigirse —aun antes de haber descubierto la verdad— hacia Aquel que es la fuente y el objeto de ese amor. El corazón puede estar cerca de Dios mientras que la inteligencia está todavía lejos de El. Este impulso de amor prepara al hombre para el don total, que será la te. Abre éste el corazón y la voluntad a la Verdad, se desprende de todo egoísmo y «perdiéndola, gana su alma». ¿Cómo ama la madre a su hijo? ¿Cómo nace ese amor? La madre ama ya, por su disponibilidad para concebirlo, al que no existe todavía, pero se formará un día con su propia sangre. Más tarde, siente agitarse dentro de sí algo viviente, y su amor crece a medida que se desarrolla ese cuerpo distinto al suyo. Y ella, la madre, tiene conciencia de ese amor y cree en el sentido y en el cumplimiento de la existencia de ese hijo. Y cuando éste nace y lo mira en sus brazos, sus ojos se tornan capaces de una clarividencia más profunda, pues su corazón ha hecho ya un largo aprendizaje en la escuela de la paciencia y del amor. Dios es independiente y libre, es esencialmente «Él», pero toma forma y figura con respecto a mí, se me presenta según lo que soy; pide que yo lo reciba en mi pensamiento y en mi vida, para convertirse en «mi Dios». Creer plenamente, ¿no significa que Dios se ha convertido en mi Dios? ¿Qué «ha nacido en mí», como se expresan los maestros espirituales? Pero ese misterio no se cumple sino en el amor; y el primer acto de amor consiste en entregarse a Dios en la consideración de tal misterio.
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En sus Confesiones, San Agustín ha hablado sobre este tema al describirnos su experiencia profunda. En nuestra época, con espíritu análogo, MADELEINE SÉMER: Leben, Tagebuchaufzeichnungen und Briefe, traducción alemana de ROMANO GUARDINI (1929).
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La actitud amante dilata la mirada de la fe; y recíprocamente, cuanto más se afirma esa mirada, más crece el amor y más gana en claridad. Tanto puede decirse que la fe procede del amor, como que el amor procede de la fe, pues en lo más íntimo las dos cosas no son sino una: la manifestación en el hombre viviente del Dios viviente, lleno de gracia. Nada mejor podemos hacer, entonces, para aumentar nuestra fe, que abrir nuestro corazón al amor, tener la necesaria generosidad para desear la existencia de un ser superior a nosotros: ansiar conocer al que está en lo Alto y entregarnos a Él; adoptar la actitud decidida y serena del que no teme por sí, pues sabe que al hacer el don de su persona se sentirá más fuerte, más eficiente que si se replegara en sí mismo. Pero todo esto sigue siendo terrenal Es necesario que abramos nuestro corazón al misterio del amor que proviene de Dios, que nos ha sido dado por Aquel en quien este amor es «virtud teologal», energía divina por la cual y en la cual Dios se revela a Sí mismo: el Padre al Hijo, el Hijo al Padre, y ambos al Espíritu Santo. En ese misterio nos hace participar la gracia. Dios nos os «dado» en la gracia, en el amor. De ese misterio es de donde vive la fe, y a él debernos entregarnos si queremos conocer una fe viva. Si tomamos el amor en serio, en aquello que está concretamente especificado, es decir, en lo que respecta al prójimo, evitamos el peligro de incurrir en la indeterminación y en el incumplimiento del deber. En su primera Epístola, San Juan formula la gran pregunta: ¿cómo puedes llegar a ponerte en una relación justa con el Dios invisible y misterioso? Respuesta: esforzándote por llegar a ponerte en relaciones justas con los hombres que te rodean. De ese modo, la capacidad de ver con los «ojos de la fe» se liga íntimamente con la disponibilidad de amar al prójimo con quien te encuentres, en cualquier momento dado.
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VI. LA FE Y LA ESPERANZA
En nuestras reflexiones anteriores hemos estudiado las relaciones que constituyen la economía fundamental de la vida cristiana, en particular las relaciones entre la fe y la caridad. De esa manera la esencia de la fe se ilumina con nueva luz. Hemos visto que la fe concluye en caridad, que esto es en ella esencial, puesto que el apóstol Santiago afirma que una fe sin amor es una fe «muerta». Pero esa mirada de la fe que capta a Dios en su realidad y en su valor, supone ya la existencia del amor. La caridad y la fe se sostienen mutuamente, y esa relación reciproca nos hace percibir la raíz común de la vida cristiana. Vamos a proseguir ahora el análisis de esas relaciones, tratando de desentrañar las que existen entre la fe y la esperanza. ¿Qué significan una para la otra? Como ocurre con todas las ideas cristianas, es necesario comenzar por librar la imagen de esta virtud esencial de todo lo que la ciega, y devolverle su profundidad y su riqueza. Sólo después de haber realizado el análisis minucioso de ese ser que es el hombre, adquirimos una verdadera conciencia de la esperanza cristiana. Las noches y los días transcurren, in- aprehensibles para nosotros. Nada perdura: ni los hombres, ni las alianzas, ni las obras. Todo cambia y se derrumba. En vano nos esforzamos por hallarle un sentido a nuestra vida. Nos damos cuenta de cómo debería ser, pero algo nos impide realizarlo. Con frecuencia, por obra del destino, de la necesidad o de los más absurdos azares, perdemos bienes, amores, obras. Las desgracias nos abruman, la miseria nos oprime. Cuando nos miramos a nosotros mismos sin ampararnos en nuestras ilusiones, nos sentimos horrorizados. Desearíamos huir de ese cúmulo de miserias y perfidias que nos abruman. Y apartando la mirada de la imagen ansiosa en la cual deberíamos 40
reconocernos, nos refugiamos en cualquier cosa: bienes materiales, algún cambio, una mejora en el mundo. Pero todo es en vano, pues al mismo tiempo sentimos cuan engañados estarnos. ¿No es terriblemente doloroso ver al ser humano debatirse en las contradicciones y los sufrimientos, condenado a morir sin ser siquiera dueño de sí mismo? Por otra parte, al hombre no le abandona la convicción de que eso no debiera ser. Mil veces trató de liberarse a sí mismo sin conseguirlo. Y si en algún sentido parecía conseguirlo, era para volver a caer, envuelto en una red más inextricable todavía. El anillo que lo encerraba estaba bien forjado. Imposible romperlo. Y, sin embargo, a través del desaliento y de la desesperación, siempre volvía al pensamiento de que todo debería poder ser de otra manera, aunque comprendía que había que esperar que ese cambio viniera, no del mundo mismo, sino del más allá, de algo llamado «Dios». Pero ¿de dónde les vino esa idea a los hombres? La fe nos habla de la promesa primitiva, hecha a los hombres después del pecado y que ha continuado viviendo, indesarraigable, en su corazón. Y, además, el mundo tal como es y como marcha, testimonia su bondad divina, a pesar de todos los absurdos, crueldades y perfidias de la existencia. Es difícil decir de qué modo nos llega esa sensación y cómo conseguimos captarla, pero se impone a nosotros. Así, con la conciencia de su estado de abandono, había también en el corazón del hombre la certidumbre de que una solución llegaría. No era todavía la esperanza cristiana, pero a eso conducía. Fue entonces cuando, hecho inaudito, Cristo vino para revelarnos las disposiciones de Dios con respecto a nosotros, para hacernos saber que no menosprecia al mundo, que no lo odia ni se burla de él, que no lo mira desde lo alto con impasibilidad olímpica, sino que, por el contrario, lo ama. Amar a alguien significa querer participar en su vida, dando y recibiendo. Es así como hay que evaluar la grandeza del hecho de ser amados por Dios. Dios no experimenta por nosotros sólo una benevolencia lejana, muy próxima a la indiferencia, sino que nos ama en el más amplio sentido de la palabra. Es lo que en Cristo se manifiesta. Surge de sus palabras, de todo su comportamiento frente a los hombres, sus hermanos. Dios ha ido hasta el fin en su voluntad de amarnos, como nos lo demuestra la muerte de Cristo... 41
En éste, en Cristo, el más allá se manifiesta en el mundo que estamos. Dios hecho hombre se levanta entre nosotros y nos dice a cada uno de nosotros, a mí también: «Quiero hacerte dejar tu estado de abandono. Quiero tu salvación.» Escuchar esas palabras, creer en la posibilidad de esa promesa y confiar en ella a pesar de todo lo que se opone a ello en nosotros y en torno nuestro; he ahí la esperanza cristiana. Pero no se trata de algo tan sencillo. Ciertamente, Dios es todopoderoso; y una vez que se ha admitido y reconocido que nos ama, hay que suponer igualmente que a su amor todo le es posible. Pero no hay que tomar la obra de la redención divina por un juego. Lo que se cumplió fue algo terriblemente grave. La Revelación nos enseña que el hombre estaba perdido y que para él no había salvación. Así estaba ante Dios. La «redención» no significa de ningún modo que Dios, con sólo unas palabras, haya suprimido el obstáculo, ni que a modo de juego haya hecho posible lo que el hombre no podía realizar. Muy por el contrario. Dios se hizo hombre, penetró en la red de imposibilidades, desenmarañándolas como si dijéramos desde el interior. Pero el hombre continuó irguiéndose como un obstáculo y oponiéndose a la voluntad redentora de Dios. Harto lo prueba la manera como el Redentor fue acogido. Todo ocurrió como dijera San Juan: la luz celestial, capaz de iluminar al mundo, llegó; pero las tinieblas no la dejaron penetrar. Los corazones empedernidos, abandonados a sí mismos, replegados sobre sí mismos, se opusieron como un muro a su amor redentor y no lo dejaron penetrar. Tan contumaz era esa resistencia, que la redención no fue posible sino con la muerte de Cristo. La voluntad de redención de Cristo permaneció sin realizarse — humanamente hablando— mientras Él vivió. Se estrelló contra la dureza de los corazones. Por cierto que fue precisamente de ese choque de donde surgió la redención; el signo de la derrota se trocó en el signo de la resurrección. Pero es necesario que el amor del Salvador, su luz, su vida, penetren a través de las tinieblas. Sólo más allá de la muerte, después de la resurrección, la victoria resplandecerá iluminando las tinieblas del mundo. ¿Comprendemos nosotros todo el profundo sentido de la muerte de Cristo? ¿Comprendemos que «tuvo que morir para entrar en su gloria»? ¿Nos damos cuenta, por ese hecho, hasta qué punto el hombre estaba perdido a los ojos de Dios? Su situación era desesperada: he ahí lo que aparece con toda claridad cuando, después de su conversación con el joven rico, dice Jesús a sus discípulos: «¡Oh, cuán difícilmente los acaudalados entrarán en el reino de Dios! Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja»; y al preguntarle sus discípulos, asombrados: «¿Quién, pues, 42
podrá salvarse?», les responde: «A los hombres es eso imposible, mas no a Dios; pues para Dios todo es posible».., Al hablar así, Jesús «fija en ellos sus ojos»: tal el médico que, en la impotencia de su ciencia, mira al moribundo que le pregunta angustiado: «¿Podré salvarme?»... Pero en este caso hay algo más que un médico... La esperanza cristiana se apoya en el amor que Dios pone en nosotros y en la omnipotencia («a Dios todo le es posible») de un amor que conoce la «impotencia del hombre» frente a las exigencias del mundo y de la vida. La esperanza cristiana siente que todo lo que viene del mundo creado le es hostil. Sólo le es favorable el amor de Dios, que no encuentra seguridades sino en la fe, y desde ella exclama desafiante: «¡A pesar de todo!» En sustancia, la esperanza cristiana está «contra toda esperanza». He ahí por qué al no encontrar su razón de ser en el mundo, sino en la fe, repudiada por éste, y persistiendo a pesar de todo, la esperanza no puede ser negada por el mundo. Tiene un carácter absoluto. «Triunfa del mundo», como la fe. He ahí un muro de roca. Está quemado por el sol del verano, congelado por el frío en el invierno, barrido por las tempestades que arrasan todo lo que no es piedra; pero si en un resquicio cualquiera un grano consigue penetrar y se arraiga, ¡con qué emoción impotente contemplamos esa frágil vida contra la cual todos los elementos parecían coaligarse! ¿Es diferente, por ventura, nuestra suerte? En el momento de nuestro bautismo, desde el mundo del más allá una semilla ha caído en nuestra alma y allí germina. Pero el mundo no la quiere en absoluto. El mundo es para ella la roca y el calor abrasador, la nieve del invierno, la tempestad devastadora. Tal como marcha el mundo —la naturaleza, la historia, el estado, la sociedad, las relaciones humanas—, está lejos de favorecer el crecimiento de esa vida celeste. Muy por el contrario, todo hace prever que se secará, o se helará, o será hecha pedazos. Ahora bien, la esperanza es la certidumbre de que esa vida tan frágil «triunfará del mundo», porque viene de Aquel que «ha triunfado del mundo». Pero ¿por qué hablar del mundo exterior? El «mundo» es, sobre todo, lo que somos nosotros mismos: nuestras pasiones, nuestra pereza, nuestro desorden interior. Todo eso que es mucho más perjudicial que el calor, las heladas y las tormentas —hace que esa vida frágil corra el riesgo de perecer. Observemos al azar uno cualquiera de nuestros días, lo que pasa en él, las cosas que descubrimos, los acontecimientos, las acciones, las 43
omisiones. ¿En qué medida todo eso contribuye a preservar, sostener, alimentar y hacer progresar esa vida divina? Ahora bien, la esperanza es la conciencia de que esa vida amenazada tan profundamente persistirá y se verá cumplida a pesar de todos los peligros de fuera, y sobre torio, a pesar de los que surgen de ella misma. La esperanza persiste contra toda esperanza. Cuando en el examen cotidiano pasarnos revista a un día que termina en déficit, durante cierto tiempo, a pesar del fracaso sufrido, conservamos la esperanza. «La próxima vez las cosas marcharán mejor», nos decimos. Luego, poco a poco nos vamos volviendo escépticos y nos preguntamos: «¿Dónde está esa liberación de que habla la fe? ¿No soy cristiano, acaso? Dicen que la gracia habita en mí y que un hombre nuevo debe nacer: ¿qué ha sucedido con él?» La vida pasa; las probabilidades van disminuyendo y no vuelven; luego llegan los hábitos, la resignación, la rutina; y con ansiedad, casi con desesperación, nos preguntamos dónde está esa renovación de que nos habla la fe. Ese es el momento de comprender lo que significa la esperanza que persiste contra toda esperanza. Podemos resumirlo así: aunque no nos demos cuenta, la vida celeste mora en nosotros, y crece, a pesar de lo vano de nuestros esfuerzos, por la gracia de Dios; a nosotros nos toca sostenernos, tener paciencia e insistir sin tregua; todo descorazonamiento, frialdad o fracaso no son mera apariencia, sino amarga verdad, oposición tenaz de la realidad profana a la redención; pero esa vida interior se desarrolla a pesar de todo. Viniendo del cielo triunfa del mundo. En esto, como en todo, hay que pagar tributo a la realidad, reconocer la gravedad real del mal y de la caída. El hombre, él también, debe estar sumido en las tinieblas que parecen volver la vida de un ser redimido tan imposible como la obra del Redentor. Aquí también hay que creer. La victoria no podrá ser demostrada en este mundo; desde aquí abajo no podemos tener la visión de 'la redención cumplida. Pero existe una certidumbre que nos hace penetrar hasta allí, y es la esperanza. En estas últimas frases, las palabras fe y esperanza se encuentran íntimamente confundidas, y con razón. La fe y la esperanza no son idénticas, pero hacen resaltar, bajo diferentes aspectos, una sola, una misma vida. A esa vida la llamamos fe, para designar la conciencia que tenemos de la realidad de Dios en Cristo y nuestra fidelidad hacia Él. Ahora bien, a pesar de una oposición aparentemente terrible, ella es también conciencia de victoria y de perfección, certidumbre de salvación, por mucho que el mundo juzgue imposible tal cosa. Así considerada, la llamamos esperanza. 44
VII. LA DIVERSIDAD DE FORMAS DE LA FE
Por distintos caminos hemos procurado llegar a una definición exacta de la fe. Hemos visto cómo nace, cuál es su contenido y cómo ese contenido la determina, cuáles son las crisis por que atraviesa esa fe durante el transcurso de su evolución, y hemos determinado por fin qué relación existe entre la fe, por una parte, y la obligación, la esperanza, el amor, por otra. Siempre hemos encontrado un conjunto viviente, y cada vez que hemos examinado un detalle, lo hemos hecho teniendo en cuenta el todo. Así, cada problema ha mostrado más claramente lo que es la fe. Pasamos ahora a investigar el punto siguiente: ¿se cree siempre de la misma manera? Ciertamente, la fe siempre es la fe, y como tal, siempre idéntica a sí misma. Pero ¿se manifiesta siempre de la misma manera? ¿O bien, a pesar de una identidad esencial, hay formas distintas de la existencia creyente? No formulamos esta pregunta con el fin de averiguar si hay distintas convicciones religiosas, diferentes clases de religión. La respuesta es evidente, y llevaría implícito este otro problema: ¿qué relación hay entre esas religiones y la fe cristiana? Pero eso está fuera de nuestro tema. La diversidad de que se trata existe dentro mismo de la fe cristiana. Y, precisamente, nos preguntamos si la fe en la Revelación única de Dios en Cristo, la fe vivida dentro de esa Iglesia única, la única guardiana e intérprete de esa Revelación, puede presentarse en diferentes formas. El problema es harto significativo por sí mismo para resolverlo sin más. Pero la vida cristiana exige que se haga tal discernimiento, pues si existe pluralidad en las formas de la fe, la vida de fe de un hombre corre el riesgo de someterse a la influencia de otras formas en lugar de profundizar la propia; y tenemos el deber y el derecho de asumir plena conciencia de nuestra propia fe y de sostenerla firmemente. 45
Basta observar a nuestros contemporáneos o a los hombres de otros tiempos para ver cuán variadas son las formas de una sola y única fe. Tomemos, por ejemplo, el caso de un hombre cuya existencia toda se nutre del corazón. Tanto cuando piensa como cuando hace cálculos o cuando actúa, el resorte final que impulsa su existencia está en el corazón. En el deseo de darse y recibir en cambio, ese corazón todo lo invade. Quiere gustar el precio de la existencia, el valor de las cosas y poseerlas. Quiere amar y ser amado. La pregunta: «¿qué hay, en el fondo, de justo, de cierto, de real?», la formula él desde otro punto de vista: «¿dónde hay lugar para el más grande amor?». Esa clase de hombres busca un objeto digno de su amor, el objeto que se pueda amar totalmente. Más aún: como el amor no es una cosa completamente realizada que busca un objeto, sino que se desarrolla al contacto de ese objeto y por él, ese hombre busca de qué manera su amor puede alcanzar la plenitud. En su caso, tener fe significa que el mundo no podrá satisfacerlo nunca, y que el espacio vital para la expansión de su corazón, el último objeto y el desenvolvimiento pleno de su amor no podrán existir sino en Cristo. Esta forma de fe tiene un carácter muy particular. Muchas cosas que a otros le parecen difíciles de admitir a él le parecen factibles. Cuando se plantean preguntas insolubles, como éstas: ¿cómo el Dios de la eternidad ha podido crear el tiempo, lo finito y lo infinito?, ¿cómo ha podido amar a esta perecedera criatura humana colocada en ese átomo de polvo que es la tierra?, ¿cómo ha podido fundar en ella una Historia Sagrada?, ¿cómo es posible que Dios se haya hecho hombre?, ¿cómo puede seguir siéndolo por toda la eternidad y sacrificarse por el hombre?, esa fe tiene una respuesta henchida de santidad: «el amor hace cosas así». En la fe se corre el velo de la respuesta suprema. En cambio, a ella se le presentan dificultades en las cuales los otros apenas piensan. Ella se pregunta, por ejemplo: ¿cómo es posible que todo no sea uno?, ¿que toda diferencia no sea absorbida por ese único amor, que toda separación no desaparezca en una única realización?, ¿que haya tantas injusticias, tantos dolores, tantas vidas destruidas y oprimidas, tantos pecados, tanta dureza y crueldad? Para terminar, he aquí los criterios de esa fe: es posible lo que puede realizar el amor; es verdadero lo que es increíble de parte del amor; es bueno lo que concede su lugar al amor y favorece su crecimiento. Y esos criterios toman un significado especial por el hecho de que aquí el que ama es Dios y que el amor posee su santa magnanimidad y su infinito poder. 46
Aquí el horizonte se abre, aquí se realiza esa transmutación de todos los juicios de valores que en el mundo son esenciales a la existencia cristiana. Otra forma de la fe es la del hombre que concentra toda su personalidad en la búsqueda de la verdad. Para él, la cuestión estriba en esto: ¿qué son las cosas?, ¿qué es el ser?, ¿de dónde viene?, ¿cuál es su estructura y su fin? La verdad no es para él una pura cuestión de razonamiento, sino lo que caracteriza la existencia, la luz sin la cual el espíritu se extravía; el aire que respira, la sustancia que lo alimenta. El espíritu busca la verdad porque sólo en ella puede vivir. La presencia de las cosas que no tienen explicación le oprime. La oscuridad de las causas y del fin de lo creado le hace sufrir y le perturba. Sólo después de haber comprendido la razón principal del ser, la finalidad del movimiento existencial, tal espíritu puede vivir realmente. La «verdad» que él busca, no es sólo la exactitud de una ley general, que siempre es posible alcanzar, sino la plenitud sustancial que responde a su requerimiento, la explicación última, la finalidad de todo el orden. Y ahora, he aquí que él tiene conciencia de que esa luz sublime, esa finalidad postrera, esa paz de la cual el espíritu se encuentra al fin colmado, no podrían ser halladas en el mundo mismo, sino que tienen un origen en la Revelación. Y eso, no porque la verdad sea demasiado restringida, sino porque el corazón reclama otra clase de verdad, la santa verdad del Dios vivo. Y ésta no puede surgir de ningún universo, aunque fuera mil veces más grande, más profundo y más puro que el nuestro. Comprender esto y admitirlo: he ahí la fe. Para ese hombre, creer es, pues, haber penetrado en el dominio de esa verdad última que por la intercesión de Cristo viene de Dios; es haber encontrado un punto de contacto con esa suprema verdad en su esencia santa, en sus causas y en sus fines, haber adquirido conciencia de que aquí es Dios la Luz. Esta fe se comporta de distinta manera a aquella de la cual nos hemos ocupado precedentemente. Sus crisis tienen otro origen: por ejemplo, ciertos razonamientos que parten de las investigaciones de orden profano y parecen contradecir a la Revelación, o bien alguno de los artículos del dogma, que parecen estar en pugna con la razón. Y es de una paz diferente de la que se goza cuando del misterio de la fe brota la santa luz, la que confiere a cada ser y a cada existencia terrenal su verdadero destino. Hay personas cuyo impulso más profundo es de orden moral, o para decirlo con mayor exactitud, es la tensión de su voluntad hacia el bien. 47
Quieren vencer al mal, quieren superar su insuficiencia, elevarse por encima de lo que hay de salvaje, de feo, de impuro en sus almas. Quieren volverse sinceros y nobles. Tienen hambre y sed de justicia. O más bien, que ansían renovarse y realizar así su propia verdad. A veces alienta en el fondo de su ser, mal comprendida por ellos mismos e impulsada por extraños caminos, la voluntad de cambiar, de renovarse, la voluntad de conquista y de transformación. En todas partes, este impulso choca con limitaciones; dentro y fuera encuentra oposiciones y obstáculos; siente su propia impotencia, hasta el momento en que se le hace evidente que la imagen de la existencia recta a la cual aspira, la posibilidad de una renovación, la potencia creadora y transformadora deben venir del más allá. El bien real y sustancial se evidencia en Cristo, que es la. Revelación encarnada de la santa voluntad de Dios y que por la gracia de Dios hace posible lo que es imposible para los hombres. De este encuentro con Cristo nace la fe. Luego ser creyente es vivir en las huellas de Cristo, inspirarse en los consejos, los mandatos, los ejemplos y las parábolas de Cristo. Ser creyente es seguir en la vida esa estela luminosa de la potencia creadora y transformadora de Dios, con la esperanza de que esas fuerzas divinas producirán su fruto. Para otros hombres, el requerimiento más profundo es el orden. Ven la existencia desgarrada por las incongruencias y las contradicciones, amenazada por influencias subversivas, irracionales; anhelan ardientemente la paz, el orden, la unidad. Para ellos, creer es ver en Dios la potencia ordenadora sagrada, el Señor absolutamente justo, sabio y dueño de todo lo que existe, y someterle su propia libertad. Creer es la actitud del espíritu que acoge ese Poder regulador, esa ley divina eternamente valedera; es admitir esa autoridad suprema que nada podrá poner en duda, y la manifestación de una verdad infalible en el curso de la historia. Por ahí se tiene acceso a la posibilidad de una opción clara, de acuerdo con la voluntad de Dios. Con una alegría a menudo incomprensible para otros tipos de creyentes, con un verdadero fervor, esa fe se adhiere a los fundamentos institucionales que rigen la existencia cristiana. Existe otra clase de fe, sobre todo en ciertas clases de hombres que se expresan con más dificultad que otros. Tienen una experiencia particularmente profunda acerca de lo inconsistente y fugaz que es la existencia. Lo que otros llaman realidad, a ellos les parece algo irreal, una sombra apenas. ¿En qué estriba esa impresión? ¿Es acaso consecuencia de 48
una vitalidad debilitada, de un corazón fatigado, de una pérdida de la voluntad? Sea como fuere, perciben lo que suele escapar fácilmente a hombres dotados de más fuerte vitalidad: lo contingente de la existencia y la irrealidad de la vida. La aspiración de esos seres es lograr lo que una experiencia plena de la vida puede darles; es decir, algo sólido, firme, capaz de aplacar su sed, y no una realidad precaria, transitoria, apenas esbozada. Para sentirse ellos también reales, quieren alcanzar una realidad que no sea tan sólo una mera apariencia. A menudo, el camino es largo. Acaso al principio, en la pasión, en la embriaguez del gozo, en el ansia del trabajo, en el ardor del combate, creen encontrar lo que buscan, hasta el día en que comprenden que todo aquello no hacía sino encubrir el vacío, y que ese vacío se encuentra en todas partes y no puede ser llenado por cosa alguna terrena. Se dan cuenta entonces de que sólo Dios puede curar ese daño, que sólo Él, que es sustancialmente real, puede sacarnos de la pura apariencia y hacer que un ser mortal, que no vive sino a medias, adquiera la conciencia de la verdadera vida. Entonces, la herida cura y la plenitud llega. Creer significa en este caso entrar en el dominio de la realidad auténtica, de la verdadera vida, sostenido por la esperanza de incorporarse poco a poco a ella. Para Newman, todo es realization. Creer es tener la convicción de que uno se encuentra allí donde esa realization ha sido prometida. La fe se presenta, pues, bajo formas tan diferentes, que se podrían describir muchas otras más. En todas, la esencia es la misma, pero son distintos el punto de partida y el impulso principal. También su contenido, apropiado a la opción personal, es distinto, lo que no impide que el objeto de la fe sea uno y los contenga a todos. En efecto, la realidad divina que se revela, única y total, es plenitud que colma. Pero en ella no todo es accesible directamente a tal o cual creyente, dado el particular temperamento de cada uno. Se puede tener la intuición innata de esto o de aquello, expresión de la christianitas naturalis. Cuando una vida de creyente comienza, una determinada realidad es lo que al principio lo convence y lo que continuará siendo la base de su fe. Otras realidades continuarán siendo extrañas para él, difíciles de comprender y de aceptar; estarán sujetas, pues, a crisis y a dudas, y exigirán esfuerzos particulares. Aquí la naturaleza de cada individuo jugará su papel y determinará las dificultades, manteniendo también en reserva las fuerzas particulares necesarias en circunstancias dadas. 49
Estas diferentes estructuras de la fe nunca se presentan en estado puro, pues se trata siempre de sujetos concretos, no de imágenes ideales. Así, en un mismo individuo puede asumir varias formas, aunque con fuerza e importancia distintas, pero una de ellas será la dominante y caracterizará su actitud de creyente. Que cada uno, pues, tenga confianza en la naturaleza individual que Dios le ha dado, que vea en ella la base de su existencia y el camino que le está deparado para llegar hasta Dios; que no se deje imponer por otro una imagen o una medida extraña. Todas estas formas de fe tienen esto de común: la afirmación del bien, la verdad resplandeciente, el amor hecho posible, el orden dominador del caos, la promesa de la realidad cumplida. En efecto, la finalidad última de ellas no es de este inundo. Viene del más allá, de Dios. Así, cada aspecto de la fe comporta siempre el deseo de conquistar lo que está por encima de este mundo, el deseo de lo sagrado y una cierta disponibilidad de adoración, pero el camino que nos lleva hasta Dios es distinto, y variadas son también sus formas características. Como hilo conductor para el desenvolvimiento de esas modalidades de la fe, hemos elegido la idea de «estructura», de predominio de ciertas facultades del alma y de sus valores correspondientes. Podríamos valernos de otra constante. Podríamos establecer distingos entre la fe del hombre, a quien interesa sobre todo el mundo objetivo, la obra, la tarea, el adversario, la finalidad —cualquiera sea la expresión elegida—, y la de la mujer, arraigada en lo inmediato de la vida, en el ser, en el futuro; que concibe y da a luz; que protege, nutre, comparte y asume; que vive en un universo más profundo, sometida al ritmo, a los símbolos. Necesariamente, esos dos seres están llamados a desenvolver su fe en actitudes diferentes. La estructura de la fe, en la que educa, instruye, cura, socorre, sirve, será distinta a la de aquel que combate, conquista, gobierna. El hecho de pertenecer a este o aquel pueblo influirá también en la forma de fe, a tal punto que el tipo de fe y de piedad de un pueblo vecino corre el riesgo de desconcertarnos, puede parecemos extraño o antipático, impío o contrario al espíritu cristiano. Lo mismo sucede con las diferentes épocas y sus particularidades, con las distintas capas sociales, formaciones intelectuales y profesionales. La fe del sacerdote, para quien hasta la realidad religiosa constituye el contenido de la vocación, se manifiesta de manera diferente a la del seglar. Éste, que vive y está anclado en el mundo, se enfrenta con la realidad religiosa desde un ángulo especial, desprendiendo algunos de sus aspectos y llevándolos a la práctica. 50
Yo quisiera, en fin, atraer la atención acerca de una diferencia que me parece particularmente importante, la que existe entre estas dos formas de fe: la de la abundancia y la de la pobreza. La primera caracteriza a aquellos para quienes los contenidos de la fe son inmediatos y vivientes. Y esto no por la razón de que sean particularmente piadosos o profundos (ya que se trataría entonces de la efectividad, no de la «estructura» de la fe), sino, simplemente, porque tienen el don de ser sensibles. Las cosas, las ideas, los acontecimientos les hablan. Lo mismo sucede con la fe. Lo que creen, lo experimentan. La persona de Cristo, lo que caracteriza su enseñanza, las posibilidades de un destino eterno, todo eso los conmueve, los trastorna, los impresiona, los regocija. La vida de su fe, desarrollada en forma diferente, puede ser simple o ampliamente desenvuelta, profunda o superficial, elevada o primitiva, pero siempre la realidad cristiana los toca y obra sobre ellos directamente. Muy otra es la actitud cuando hay pobreza de fe. Aquí también los objetos existen, pero el alma permanece fría. Reconoce ésta que hay valores, pero no los siente directamente.; Las finalidades aparecen, las decisiones se toman, la voluntad se pone en movimiento, trabaja, lucha, se esfuerza, pero sin que haya emoción en la fuente. No se pone en duda que el destino se cumpla, pero el espíritu permanece indiferente. Se sabe, se concibe, se elige, se actúa, pero en frío, con disciplina, con esfuerzo. En lo íntimo, el ser permanece insensible. El espacio aparece vacío. Las realidades no tienen densidad. Las verdades parecen ser sólo palabras. A primera vista, uno podría sentirse tentado de decir que únicamente la primera actitud es la del creyente, pues la segunda sólo demuestra indiferencia, cansancio, frialdad, pobreza espiritual, etc. Tal juicio además de superficial sería falso. Aquí como allí hay fe, bajo comportamientos diferentes. En el primer caso, la fe es fruto de experiencias interiores, que le dan su color, su proximidad, su riqueza, pero que arriesgan también volverla quimérica, fácil, ligera, impura. La segunda actitud está hecha de vacío, pero en ese vacío se percibe un centro espiritual que será un punto de apoyo. Ningún calor hay en el fondo del alma; pero la aridez misma es valerosa. Lo que se hace, se hace voluntaria y penosamente, y en eso hay una gran pureza. Esa actitud dificultosa puede ser el origen de algo muy verdadero y muy noble. La diferencia es importante, pues parece que, precisamente, la segunda de esas actitudes anímicas es hoy la más frecuente. ¿Es que tal vez pasamos de la riqueza a la pobreza en la fe? El arte religioso, las iglesias nuevas, parecen indicarlo, pues su simplicidad no se explica ni por 51
el gusto de la novedad ni por la falta de medios, sino que prueba un aspecto profundo de la actitud religiosa actual. En realidad, cuando los recintos aparecen vacíos y los muros desnudos, se expresa en verdad una fe que, en lo «vacío», en el espacio desnudo, en las paredes lisas, sabe percibir el centro espiritual que capta la presencia pura sin perderse en la abundancia de detalles; una fe que no tiene necesidad de apoyo y es capaz de vencer a pesar de la carencia de medios. Después del lujoso despliegue de símbolos, de imágenes y de formas de los siglos pasados, emerge una forma de fe que aspira a la simplificación, al retorno a las fuentes, a la concisión. La multiplicidad se le aparece como extraña. Que sea posible encontrar una explicación satisfactoria para todo, la deja perpleja. Siente la nostalgia de la existencia pobre y sencilla, de su rectitud. Mientras no se haga de ello una «religión» particular, ni una intolerancia con respecto a otras expresiones, esa actitud de la fe es hermosa y juega un papel necesario en el mundo cristiano. Todas estas reflexiones conducen a una comprobación muy importante: la fe existe bajo múltiples formas, según el temperamento y la capacidad de cada sujeto, según la estructura que caracteriza a este o a aquel hombre, a tal estado de vida, tales o cuales épocas o pueblos. Esas formas representan, en cierta manera, el terreno en que vive la fe. Ellas determinan la circunstancia particular de su desenvolvimiento, de acuerdo con los recursos, las dificultades propias de cada cual y los deberes que le correspondan. Podría decirse que en ellas se expresa la vocación personal que revestirá la fe de cada uno. Pero el núcleo fundamental de la fe, acerca del cual leemos en las Sagradas Escrituras que «aquel que cree será justificado y el que no cree será rechazado», está separado necesariamente de todas esas formas particulares. La fe consiste en el hecho de que el hombre, allá en las profundidades de su ser, en lo más íntimo de su «yo», en el «corazón de su corazón», ha sido llamado por Dios por encima de todas las estructuras, y que ha respondido a esa llamada. El punto fundamental de la fe no es asunto de estructura: es obediencia y fidelidad. Y esto nos conduce a sacar otra conclusión: los hombres tienen aptitudes diversas, cuyas manifestaciones diferentes se traducen con mayor o menor intensidad. Existe en particular una aptitud «religiosa», es decir, una propensión a percibir lo invisible, lo eterno a través de lo pasajero y de lo efímero. Lo que en este caso está en juego, no es la «verdad», ni «el bien y la justicia», ni la «belleza», ni «el orden y la medida», ni ningún 52
valor «profano», sino lo «sagrado» (tomando esta palabra en el verdadero sentido, tal como se la emplea en la ciencia de las religiones). Los otros valores se perciben, pero solamente en la medida en que su contenido implique lo «sagrado»: verdad, belleza y orden. Esa sensibilidad religiosa consiste en una especie de respeto, de veneración y de participación que se llama, «piedad». A primera vista se trata de una estructura como las otras. Tiene sus características: altura y profundidad, amplitud e intensidad, pluralidad y simplicidad. Se la encuentra en sujetos bien dotados y en genios creadores; en seres medianos y conformistas; en otros, en fin, mediocres y desprovistos de sensibilidad. Se encuentra en ella la espontaneidad y el progreso penoso, la pureza y la impureza, lo auténtico y lo artificial, el procedimiento, la rutina..., en resumen, toda la gama de las realizaciones de valores, falsos o auténticos. Pero entonces, no podemos menos de preguntarnos: ¿cuál es la relación entre todo esto y lo que Cristo llama fe? ¿Entre todo eso y lo que decide la salvación o la pérdida del hombre? Esta pregunta es de la mayor importancia. Con agudeza creciente, nuestra época hace el distingo de las condiciones estructurales de la existencia; elabora la psicología de la religión, la sociología, etc... Ahora bien, si se pudieran identificar fe y disposición religiosa, tendríamos, por una parte, a los creyentes por naturaleza, y por otra, a los incrédulos también por naturaleza, opinión ésta corriente en nuestra época; si fuera así, el mensaje de Cristo a los hombres sería cuestión de aptitud individual. No; la fe de que habla Cristo no es en su esencia un objeto de disposición. Lo fundamental está más allá de todo lo que emana de la psicología, y brota de las profundidades del ser hacia Dios. Según sus manifestaciones, sus actos y sus actitudes, la fe se modela por estructuras que siguen las predisposiciones individuales de esta o aquella persona; pero la llamada de Dios cae en otra parte, y en otro lugar se asienta la decisión. Tal vez esté permitido diferenciar algo así como el «cuerpo» y el «alma» de la fe. El cuerpo de la fe difiere según las disposiciones, los países, las épocas y las circunstancias humanas; pero su alma —o, más exactamente, el comienzo de su alma— es en todas partes independiente de estas determinaciones. En esa profundidad —ya lo hemos hecho notar— no hay sino una pura confrontación entre el yo humano y Dios. A través de todas las diversidades de estructuras y de aptitudes, ese frente a frente supremo es lo esencial. En cuanto a la disposición religiosa, ella no pertenece al «alma», sino al «cuerpo» de la fe. En verdad, existe una fe sostenida por esa disposición 53
religiosa: es rica, creadora, abundante en recursos, pero se halla expuesta a un peligro marcado; pues esa misma disposición que puede conducir hacia la fe, puede igualmente hacerla zozobrar, volviéndola inestable, fanática, exaltada, ávida de impresiones religiosas. Por su parte, la falta de disposición religiosa significa un obstáculo, pues trae aparejada una falta de impulso, de profundidad, de choques de «experiencia». En compensación, esa fe es leal, fiel, desinteresada, bien recibida. Más aún, el origen divino de la fe se manifiesta en ese discernimiento de todo lo que emana de las tendencias espontáneas o del ambiente, aunque éste sea religioso. La fe descubre todo lo que es sospechoso, muestra los límites, las relaciones, las contaminaciones profanas, descorre el velo sobre las ilusiones, a veces muy ocultas, a las cuales dan lugar esas disposiciones extrañas a ella misma. Y si es exacto que la inclinación religiosa requiere ciertas presuposiciones individuales o sociales y que bajo la influencia de tal o cual civilización la sensibilidad religiosa disminuye o desaparece; si es posible hallar personas que por naturaleza parecen poder prescindir fácilmente de lo «sagrado», entonces tendríamos que recordar que la última decisión frente a Dios sobrepasa todo ese orden de aptitudes y de disposiciones. Tal vez ella sea incontrolable desde fuera y tal vez el individuo mismo no tenga plena conciencia de lo que pasa en su interior y del alcance cristiano de esa relación entre el «yo» humano despojado de todo y Dios. Este último punto es, sin duda, el objeto mismo de la fe. Este punto esencial, independiente de toda estructura, significa que Dios llama a cada ser, cualesquiera sean sus disposiciones y por encima de ellas, y que éste le responde, precisamente desde esas condiciones y circunstancias. Que esto existe, nadie puede ni debe dejar de creerlo. «Dios quiere que todos los hombres se salven», hasta aquellos mismos que están poco dotados desde el punto de vista religioso. Aquel que se halla en este caso, aquel a quien le ha tocado una vida áspera y llena de renunciamientos en el plano espiritual, si se esfuerza con buena voluntad por tener fe, ante Dios es verdaderamente un creyente, a pesar de toda su aridez y de todas sus dificultades. Ese hombre no puede hacer más que creer, creer esperanzadamente..., y debe hacerlo.
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VIII. EL SABER EN LA FE
En la profunda obra de San Anselmo de Canterbury titulada Proslogion, se lee: «Sin experiencia no hay conocimiento, pero sin fe no hay experiencia.» Esta frase plantea una especie de orden sucesivo: la fe constituye el comienzo y hace posible la experiencia. La experiencia, finalmente, engendra el conocimiento. La frase, mal comprendida, podría inducirnos a separar energías y episodios que forman en realidad un todo viviente. Bien interpretada, nos hace descubrir un nuevo aspecto de la fe. San Anselmo coloca en primer lugar a una «fe» que todavía no ((conoce». Gracias a cierto concurso de circunstancias, el hombre halla la palabra de Dios y confía en ella. En realidad, ya hay «conocimiento»; pero es necesario que se haya llegado, por lo menos, a la convicción de que en la Iglesia y en sus enseñanzas, en el testimonio de los enviados de Dios, en la persona de Jesucristo no es tan sólo una sabiduría humana la que habla, por profunda que ella sea, sino una sabiduría divina. Es necesario comprender que allí hay algo más que una emoción religiosa; que eso es un don divino, una venida explícita de Dios en el tiempo. Sin embargo, según San Anselmo, ese conocimiento es sólo preparatorio para conducir a la decisión que destaca sobre todas: confiar en ese Dios que habla, escuchar su llamada, someterse a su voluntad, unirse a Él en la fidelidad, aceptar lo que Él nos dice, acatar lo que nos revela sobre sí mismo. En esa obediencia a la palabra de Dios está la raíz de la fe. Pero esa fe, dice San Anselmo, no «conoce» todavía. Todavía no comprende su contenido, aunque hay, naturalmente, algún conocimiento. En cierta medida, es necesario que la fe haya comprendido su contenido, puesto que reconocer que Dios es quien habla significa ya reconocer que Él es Dios y que se está en su presencia. Y, sin embargo, el centro de la decisión, la raíz de la fe, consiste en acatar sin reserva el misterio, en virtud de una simple palabra en la cual se cree, y comenzar una nueva existencia. 55
Entonces, la semilla recibida comienza a germinar. El creyente se impregna del contenido de su fe, trata de comprender su sentido profundo, su conexión interna y de enumerar las exigencias que acarrea. Poco a poco pasa de la simple obediencia al conocimiento íntimo de lo que ha sido revelado. Aspira a elevarse, según los términos de la antigua teología, de la pistis a la gnosis, del creer al conocer. Y lo hace, no con el entendimiento natural, proporcionado a este mundo, sino con una facultad cognoscitiva que emana de la gracia iluminativa. Es la mirada de la fe, que se abre a la luz de la gracia, aceptando más firmemente esa realidad de Dios que a ella se manifiesta. Tal conocimiento no es otra cosa que la germinación de la fe. Pero esa germinación, ese acrecentamiento, se realiza en la «experiencia», que es aproximación concreta, tanteo, aprehensión y sabor gustado. Solamente aquí, a semejanza de un brote que se abre, se expande el contenido de la fe, cargado de verdad y de valor, para ir derecho al espíritu Y penetrar hasta el corazón. Sin embargo, la fe no cesa de ser fe. Jamás se transforma en saber, en el sentido humano de la palabra, ni siquiera en esa ciencia superior que elabora una conciencia evolucionada. Fundamentalmente, la fe es la obediencia del hombre a ese Dios santo e inasequible, la sumisión respetuosa de este algo fugaz que es el ser humanó a la realidad de su Creador y Señor, quien, al revelarse a sí mismo, ha descorrido el velo sobre el estado de pecado y ha mostrado nuestra nada. Hay allí un abismo de desemejanza que no puede ser colmado; la fe queda siempre como la aceptación Obediente de la realidad incomprensible de Dios a la cual el ser humano está subordinado. Esa obediencia desaparecería si el hombre llegase a conocer de manera exhaustiva la realidad de Dios, pues semejante conocimiento sería una posesión, una especie de dominio. El único conocimiento posible está fundado en la obediencia; proviene de esa aceptación de la cual antes hemos hablado, que renuncia a la propia glorificación. Se cumple en el constante abandono de la propia persona ante el juicio de Dios Santo. El conocimiento en la fe, según la naturaleza y el objeto de la fe, se apaga desde el momento en que la fe se apaga. Sin embargo, ésta es un auténtico conocimiento, un «saber» viviente, en el sentido de una presencia interior que nos invade. Hemos insistido ya en que estas cosas no pueden ser enfrentadas por separado. En efecto, si el espíritu y el corazón se someten a esa obediencia, es en virtud de la luz de un cierto «conocimiento» brotado de la gracia, primer esbozo de la fe. La fe no puede ser ciega. Pero aquí todavía es una 56
cierta experiencia, una «manifestación de poder» vitalmente sentido, lo que hace creer. Una supone a la otra, pues lo que se despierta y se desarrolla forma un todo: una existencia nueva, la del creyente. No obstante, el esquema de San Anselmo es muy significativo; enciende una luz. Pasaremos ahora a hablar de esa experiencia, principio del conocimiento: no en toda su dimensión, pues que entonces sería necesario evocar toda una vida humana, pero al menos en algunos de sus elementos. Para el creyente, la experiencia es vivir con las realidades, las figuras, los acontecimientos, los valores que forman el contenido de su fe; es adoptar todo ese contenido, conservarlo en su conciencia, reflexionar en él, unirse a él a través de las más diversas circunstancias de su vida y de su pensamiento, de manera tal que poco a poco tenga pleno dominio de él. El creyente ve entonces el contenido de su fe. En efecto, lo que la fe enseña no tiene nada que ver con las afirmaciones científicas. Desde el momento en que se comprende la relación que hay entre tal verdad matemática y tal otra, el asunto es evidente. Cuando se sabe que cierto elemento combinado con otro forma un compuesto determinado, se está seguro de ello. Cuando uno se entera por fuentes históricas dignas de fe que algún personaje ha vivido en tal o cual época, que le ha sucedido eso o aquello, lo da por un hecho fidedigno. Pero en lo tocante al tema que analizamos, no pasa lo mismo. Aquí se trata de verdades «profundas»; de una profundidad viviente que no se desarrolla sino lentamente. No, yo hablaría más bien de una profundidad sagrada que sólo se divulga en circunstancias apropiadas, pues presupone conocimientos y comportamientos determinados: eso es justamente lo que se llama «experiencia». La fe me asegura así que Dios ama al hombre. Yo puedo admitir eso con toda sencillez, como el niño está convencido de que Dios está bien dispuesto en su favor. Pero el sentido profundo y las consecuencias de esa afirmación no se revelan sino lentamente. Para ello es necesario que yo haya comenzado por prestar atención a lo que es el «hombre»: ese ser en quien se enfrentan lo mejor y lo peor, hecho de contradicciones, raro, pequeño, desesperado, y tan grande por otra parte. Es preciso que la vida me haya enseñado lo que es la existencia humana, el destino, las circunstancias. Esa lección no puede, ciertamente, venir de la simple sabiduría humana; es la base de la fe y sólo es asequible para aquel que mira, juzga y obra como creyente. Ese solamente puede valorar en toda su profundidad esta frase: Dios ama al hombre. 57
Lo mismo sucede con los elementos de ese contenido de fe. Deben acompañar mi existencia cotidiana, que dependerá de ellos. Serán a la vez las circunstancias, las causas y las finalidades de mi destino. Entonces se desplegarán, su profundidad se hará sensible, sus conexiones internas se acentuarán, la verdad se hará manifiesta. Gracias a tal experiencia, se desarrolla el saber en la fe: conocimiento sagrado, fruto de la gracia. Las verdades de la fe no son estados de hecho que no puedan ser captados más que teóricamente. Si así fuera, pronto serían agotadas a fuerza de investigaciones y de estudios. Por el contrario, creer es para el hombre enfrentarse con la realidad y eso exige un compromiso preciso, cuyo centro es Dios como origen y como fin. El hombre recibe fuerzas para gobernar la existencia. Pero todo ese dominio de exigencias, de inspiraciones, de fuerzas espirituales, no se vuelve accesible sino cuando uno se mide con ellas. Para comprender realmente un mapa del camino, necesito llevarlo conmigo, comprobar sobre el terreno el sentido y el alcance de cada uno de los signos y de las indicaciones, y medir así el crédito que puedo concederles. Sólo cuando estoy embarcado puedo calcular en realidad las seguridades que un barco ofrece, sus posibilidades de movimiento y la resistencia que opone. Luego, para conocer el contenido de la fe hay que probarla. «Haced lo que os digo y veréis que procede de la Verdad.» Si me dicen, por ejemplo, que todo lo que sucede es obra de la Providencia, que por encima de la vida entera del hombre y en cada uno de los más insignificantes detalles está la mano de Dios, todo eso será letra muerta para mí en tanto que yo mismo no lo haya experimentado. Cuando me decida a considerar todo lo que sucede, la felicidad viniendo de Dios lo mismo que la desgracia, solamente entonces comprenderé lo que eso significa. Es fácil de decir y difícil de hacer: difícil infinitamente para una voluntad humana, desesperada ante su propia impotencia y, sin embargo, en lucha obstinada consigo misma, tan perezosa y cobarde, tan rebelde y orgullosa. Pero es solamente cuando yo obro así, y en la medida en que lo hago verdaderamente, como esa fe en la Providencia manifiesta su verdad. Sólo cuando me entrego totalmente a la seguridad de que Dios me ha confiado una misión, todos los acontecimientos me proporcionan el medio de cumplirla. Sólo cuando he adquirido esa conciencia a través de las alegrías y de los pesares, a través de los éxitos y de los fracasos, siento la existencia de una fuerza que me guía y me sostiene, y ésa es justamente la «verdad» de la fe de la cual nos ocupamos. 58
Tal es, pues, el desarrollo de la experiencia: los pensamientos de la fe se arraigan en la materia de la existencia; se deposita la vida en ellos, y su contenido se manifiesta así y la fe gana en conocimiento. Yo no creo en las ideas, sino en las realidades. Dios, en quien creo, no es la idea del valor supremo, de la justicia santa: es real. Este término «real» expresa bien lo que quiero decir: el suelo sobre el cual me sostengo es real; la pared contra la cual tropiezo es real; reales son el hombre que me combate, el poder del espíritu que me desorienta o me estimula. Dios es real, pero de una realidad completamente diferente Es real en tanto que es el Ser absoluto, el Santo ante quien nuestra existencia se revela pecadora y fútil: el Creador y el Señor... Y Cristo es real. No es sólo la idea del Hombre-Dios. Si no fuera más que eso, estaría desprovisto de poder. Pero es realmente el Hijo de Dios, «ayer y hoy y siempre», viviente y presente... Y real es la influencia ejercida por Cristo, a través de la historia, en la Iglesia, en cada alma. No solamente son reales los pensamientos, los sentimientos o las experiencias, sino también «la vida nueva en el Espíritu Santo» y «el impulso que nos mueve hacia la gloria de los hijos de Dios». Creer es estar ligado a la realidad. ¿Es posible, entonces, que yo guarde con fidelidad el contenido de esa fe, que sufra a causa de él, que a él acomode mi vida, sin que las realidades allí incluidas se me manifiesten? ¿No me ama ese Dios? ¿No es por mí por quien vino Cristo? ¿Es posible, entonces, que no se me manifieste? No nos preguntemos cómo podría eso hacerse o no hacerse, pero es imposible que yo busque con trabajo a Dios, según su voluntad, sin que Él, el Amante y Todopoderoso, me dé una certidumbre interior de su santa Realidad. Salvo que su amor considere que para mí vale más persistir en el esfuerzo penoso de la «fe pura», o que su justicia me imponga esa prueba a causa de mis pecados. Hay allí una experiencia, la más profunda de todas: que las realidades santas se vuelven verdaderas realidades. Es lo que el Cardenal Newman quería expresar cuando hablaba de la realization, entendiendo con ello que esas realidades abandonan los dominios del pensamiento, de la intención, del querer, para volverse presencia viva, densidad real. Pero eso puede ser largo, muy largo. Sucede a veces que algunos deben mantenerse al servicio de la fe pura durante años, y penar en la distancia. Pero llega un día en que no es el hombre quien lleva la fe, sino la fe la que guía al hombre. Lo que contiene el Nuevo Testamento está escrito para «enseñanza nuestra». Pero, ¡qué distinta la fe de los hombres de aquellos tiempos y esta manera nuestra, penosa y lejana, de «creer firmemente» lo que nos ha sido 59
revelado y enseñado! Aquellos hombres eran perseguidos, luchaban, caían y hasta algunas veces eran condenados, pero una santa realidad los impulsaba, los sacudía, los entusiasmaba o los abatía. Eso está escrito para ellos y también para nosotros. He ahí concretamente lo que significa que la fe debe acrecerse con la experiencia y el conocimiento. Se trata de un proceso interno de la fe, que se desenvuelve cuando el creyente vive con el objetó de ella. En su vida cotidiana tiene ocasión de comprobar el contenido de su fe; ora es una faz, ora es otra la que se le descubre; las relaciones van aclarándose; las capas profundas se destacan una después de otra; el objeto de la fe se vuelve sugestión y exigencia y así va adquiriendo la conciencia de lo que ella le exige. Regula su vida con su fe, la amolda a ésta, hace de ésta la medida de su existencia. Comprueba de este modo las energías contenidas en la fe y cómo ésta le asegura estabilidad, apoyo, firmeza. Lo que él aceptaba al principio bajo forma de doctrina, de relato, de representación, cambia de consistencia, de densidad y de peso; demuestra su realidad. Todo eso proviene de la experiencia humana: existencia humana, acción, vida, circunstancias y decisión audaz; pero en todo es Dios quien opera, pues la fe es gracia. La luz de Dios hace que el contenido de la creencia se transforme en conocimiento. Bajo el gobierno de Dios, la obediencia impuesta por la fe se convierte en posesión gozosa. El mismo Dios, el Todopoderoso, se revela como una realidad viviente en todo lo que la obediencia permite retener y pensar. A veces, puede acontecer que el conocimiento de la fe tome esa forma particular que San Bernardo designó con el nombre de cognitio Dei experimentalis: conocimiento de Dios por la experiencia inmediata, y que una terminología muy vaga denomina mística. Se han hecho sabias investigaciones sobre la cuestión de saber si hay o no una experiencia inmediata de Dios; si es algo excepcional o, por el contrario, normal en el camino de la fe... Algunos han hecho de la mística algo equívoco, peligroso para la pureza y para el carácter de la fe cristiana... Otros han visto en ello una cosa interesante desde el punto de vista psicológico, un asunto de literatura, un atractivo placer, una curiosidad religiosa, etc. Todas esas búsquedas han olvidado la evidencia cristiana que se desprende de las Sagradas Escrituras, de la vida de los Santos, de la conciencia del pueblo creyente, a saber: que Dios es el Dios viviente y, en Cristo, el Dios cercano a nosotros. Que es por Él por quien «tenemos el movimiento, la vida y el ser». Que Él es el amor, la libertad y 60
la gracia y que ningún poder del mundo, ninguna teoría científica, ninguna tesis de teólogo podrían impedir tocar el alma—de viviente a viviente— cuando así le place. Fe que ha sido tomada humilde y magnánimamente en serio, fe que recibió de Dios la nostalgia de la intimidad del amor y que no ha dejado que esa nostalgia muera, sino que ha rogado incansablemente para que tal deseo se vea cumplido, por larga que tenga que ser la espera; fe que no se contentó con satisfacciones provisionales, sino que con la confianza del hijo de Dios permaneció firme en lo esencial: fe que termina siempre —a largo o corto plazo— en lo que se entiende por «mística» (palabra dudosa), a menos que no se prefiera hablar sencillamente de plenitud de fe. Y así volvemos a lo que ya se ha dicho y que a título de conclusión debemos repetir una vez más: la fe continúa siempre siendo «fe». A pesar de todos sus progresos en los dominios del conocimiento; a pesar de la experiencia, por rica y considerable que sea, merced a la cual el hombre pasa de la pistis a la gnosis, semejante conocimiento sigue siendo conocimiento de fe; nunca la fe es reemplazada por un saber inmediato. Por la mediación de Cristo hemos de recibir siempre en nosotros esa verdad: la de la revelación de Dios. Nuestra misión consistirá siempre en escucharla humilde y dócilmente y conformar nuestra vida a ella con toda valentía.
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IX. LA FE Y LA IGLESIA: EL DOGMA
Si se le hubiera preguntado a un hombre de los primeros siglos del cristianismo: «¿Qué significa la Iglesia para tu fe?», seguramente habría respondido: «La Iglesia es la madre que ha dado vida a mi fe, es el aire que respiro, el suelo en que se afirma mi fe. En realidad, es la Iglesia la que cree; es su fe la que vive en mí»... Nosotros, los hombres de hoy, no podemos ya, sin duda, enfocar la cuestión desde ese punto de vista. Aunque comprendamos y consideremos plausible tal mentalidad, debemos enfocar el problema bajo otro aspecto. En efecto, el Occidente llega al término de un proceso de individualización, en el curso del cual el individuo se ha desembarazado de las conexiones inmediatas de la comunidad para encontrar en sí mismo su propio fundamento. Que esa tendencia ha sido funesta desde muchos puntos de vista, harto lo sabemos. Determinó nuestro pensamiento y nos señaló ciertas vías de acceso hacia la verdad, pero también hacia el error. Aunque nos cueste retroceder un poco, es preciso que tengamos en cuenta esa tendencia individualista, e incluso que la tomemos aquí como punto de partida. Cuando queremos tener plena conciencia de la fe valorándola en toda su seriedad, viene a nuestra mente la situación de un individuo que se hallara colocado ante este problema: «¿Es Dios verdaderamente el que habla aquí?.., ¿Debo creerlo, o tengo el derecho de seguir mi juicio personal?... ¿Debo procurar progresar en la fe o permanecer anclado dónde estoy?» La soledad en medio de la cual la conciencia toma su decisión, el riesgo que implica dar ese paso, la fidelidad y la energía con las cuales se mantiene la decisión; todo eso constituye la seriedad en la fe. El individuo sabe que él mismo es su único fiador. Nadie puede decidir en lugar suyo. Él es quien debe combatir en la batalla que la fe plantea a su alma, a su vida, al mundo; nadie lo hará por él. 62
Todo eso es cierto y puede llevar hasta la actitud tan de nuestro tiempo del autoaislamiento y la autonomía... Sin embargo, tendríamos que formular al que así actuara las preguntas siguientes: «¿De dónde te viene esa fe, a ti que hablas así? ¿La has hallado en ti mismo? ¿O es que la recibiste directamente de Dios? ¡Por cierto que no! Tus padres y tus maestros te educaron; aprendiste en los libros; lo que has recibido, lo tienes de la práctica cultural de tu parroquia, de las tradiciones de tu medio ambiente. Y no recibiste solamente contenidos, doctrinas puramente objetivas que te correspondía transformar en fe o en negación de la fe. Tu fe misma, en calidad de vida del espíritu y del corazón, se encendió al contacto de la fe de los otros. Una enseñanza puramente doctrinal es incapaz de despertar la fe en quien la recibe; pero puede conseguirlo una doctrina en la cual cree el maestro mismo. Sólo puede suscitar la fe, la verdad amada y vivida. Es la fe de tu madre o bien de algún maestro, de algún amigo o de alguien de tu ambiente, la que despertó la tuya. Con aquellos en cuya fe has vivido surge tu propia Fe, al principio sin saberlo, y va afirmándose, hasta que, finalmente, adquiere la fuerza necesaria para marchar por sí misma. Como un cirio se enciende con la llama de otro, así la fe se enciende al contacto de la fe.» Ciertamente, es Dios quien obra el milagro de la fe. Él atrae a los corazones y llega a los espíritus De una palabra oída, de una figura hallada, de una imagen contemplada, extrae el germen de la nueva vida. Es Dios quien llama al individuo, pero lo llama en su condición de hombre preso de un modo inextricable en la red de los contextos necesarios a su vida. El hombre es para el hombre el camino hacia Dios; separa-do de su medio, el individuo no existe. Esos contextos tienen tanta vida, que es fácil reconocer en nuestra fe la actitud de aquellos a cuyo contacto se encendió ésta, la manera como nuestros maestros comprendieron las verdades divinas o nuestros amigos la imagen de los santos; los motivos que desempeñaron un papel tan importante en el destino de este o de aquel ser cercano a nosotros; la emoción con que la familia celebró el acontecimiento de una fiesta santa; la gravedad profunda, inconsciente de su venerable grandeza, con que rezaba nuestra madre, y la fuerza de resistencia que ella encontraba en su confianza en Dios. Desde esos sentimientos tan acentuados que marcaban la predilección, la desaprobación, el desagrado, que formaron la atmósfera de nuestra infancia, hasta las costumbres particulares de nuestro ambiente y las tradiciones locales. 63
Es Dios quien obra el milagro de la fe. Él la despierta en el corazón al que llama. Aun en el ambiente más frío, Dios puede inflamar un corazón. Con una simple palabra, Él puede encender la llama. ((Dios puede convertir a las piedras en hijos de Abraham», y es en el fondo lo que siempre hace. En efecto, ¿qué son el corazón del hombre, la palabra del hombre ante el despertar a la vida divina? Y, sin embargo, la gracia sigue el camino de las cosas humanas. Nuestra fe se despierta al contacto de la fe de los que nos dieron vida y nos educaron. La fe, tal como era practicada en nuestra familia, en nuestro medio, con su intensidad y su aspecto particulares, continúa viviendo en nosotros. No hay fe aislada, independiente. Basta con imaginar por un momento lo que sucedería en torno nuestro si de pronto toda fe se apagase; bien entendido que no quiero preguntar con esto qué acontecería si todo el mundo se volviese hostil a nuestra fe, pues la hostilidad supone ya una relación que puede encendernos, y aun excitarnos hasta hacernos arriesgarlo todo... No, no es eso: imaginemos un clima de indiferencia, de absoluta indiferencia. En un medio semejante, ¿hubiéramos encontrado la fe? Y si así fuera, ¿hubiéramos podido conservarla? Para Dios no hay nada imposible, pero la experiencia nos enseña que en tales circunstancias nunca podría nacer la fe, y si naciera, moriría de frío, como una frágil hierbecilla en un glaciar. Nuestra fe personal extrae su vida de toda la fe que nos rodea y que se remonta hasta el pasado, y eso constituye ya la Iglesia. La «Iglesia» viene a ser el «nosotros» en la fe. Es el conjunto, la comunidad de los creyentes; es la colectividad creyente. La que debe decir «nosotros» no es sólo la plegaria cristiana; es también la fe, porque también en ésta está arraigado el «nosotros» como totalidad. El verdadero «nosotros» representa algo más que la suma de los individuos; es un impulso surgido de todos ellos. La verdadera colectividad, la totalidad, es algo más que la simple organización de muchos; es una vasta estructura viviente de la que cada uno forma parte como miembro. Cien hombres que se presentan a Dios en calidad de ekklesia representan más que la suma de cien individuos; forman una comunidad viviente, creyente. Es decir, no sólo una simple ((comunidad», en el sentido todavía subjetivo del término, que designa una realidad surgida de la necesidad gregaria del individuo. No, el origen de esa comunidad, cuya consistencia y valor radica fuera de esa necesidad, viene de otra parte, adquiere su consistencia y valor en otra parte. Esa comunidad es la «Iglesia»8. 8
Cf. ROMANO GUARDINI, Vom Sinn der Kirche.
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La Iglesia es la institución de Cristo plantada en la historia, en la humanidad. Comprende, no sólo a «muchos», sino a «todos»: comprende a todo el género humano como tal, a la humanidad total. En el día de Pentecostés ésta fue llamada a una existencia santa, a un renacimiento. Esa totalidad cristiana es algo sustancial, y continuaría existiendo aún si, desde el punto de vista numérico, sólo la integraran tres personas. No es una resultante de la voluntad y del pensamiento de los hombres, como tampoco lo es la existencia del individuo cristiano; existe en virtud de un decreto divino, por institución y creación santa según la voluntad de Cristo. La Iglesia fundada por Cristo y depositaría de su palabra, se dirige al individuo con autoridad. «El que no escucha a la Iglesia, que sea a vuestros ojos como un pagano o un pecador público.» Es para cada individuo la órbita de su vida cristiana. En ella «no somos ya extraños, sino habitantes do una misma rasa». Ella es el coro on el cual los individuos tienen su lugar asignado, una totalidad creyente, militante, oferente, celebrante. Es la unidad de la vida sagrada, en la cual todos participan; es el cuerpo, después de haber sido el seno que lo llevaba. En ella, la potencia redentora de Dios se ha apoderado de las raíces del ser. En ella, ha comenzado a existir la nueva creación. Nuevos cielos y una nueva tierra; casi habría que decir una «nueva naturaleza», sólo entonces naturaleza verdadera, hecha posible por obra de la gracia. La Iglesia es la esposa de Cristo y la madre santísima de cada creyente. En la proclamación de la Palabra y en las fuentes del Kantismo, sus entrañas se abren, tiene lugar un nuevo nacimiento proveniente de Dios. A ella, y no a la existencia individual, es a quien pertenecen los «signos eficaces», los sacramentos; a ella es a quien pertenecen las formas y las reglas sagradas de la nueva existencia donde el individuo «penetra». La Iglesia misma cree. Vive como creyente. La fe de la Iglesia tiene un carácter que le es propio, pues siendo una, es vasta y múltiple, llena de tensiones, de perspectivas lejanas que, sin embargo, constituyen un todo. La fe de la Iglesia se arraiga y realiza en otras estructuras del espíritu y del alma distintas de la fe del individuo. Posee una profundidad, una grande/a que le son propias y está expuesta a crisis que también le son propias. Este no es lugar para extenderse más sobre el particular. En esa vida de la fe de la Iglesia es donde participa el individuo, aunque de manera diferente. 65
La Iglesia es el principio original de la vida individual; es el suelo que la sostiene, la atmósfera en la cual respira, y líenos aquí de vuelta al punto en que nos hallábamos al comienzo de nuestro estudio y que todavía no podíamos admitir: la Iglesia es un todo viviente que penetra en el individuo. Es de olla de donde él extrae su vida, sin que tenga, sin embargo, necesidad de saberlo. Pero la Iglesia puede igualmente tomar distancias con respecto al individuo, recobrarse y erguirse frente a él, como depositaría de una autoridad santa. Es lo que hace cuando enseña, distingue, juzga, ordena. Es a la Iglesia, no al individuo, a quien se confía la nueva existencia, la existencia cristiana, la enseñanza divina, el misterio de Cristo y el gobierno sagrado, así como le es conferida la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe. La misión de la Iglesia es completamente maternal: ella nos conduce, es a la vez el suelo que nos sostiene y la atmósfera en la cual respiramos. Si bien es verdad que a través de ella es Dios quien obra, es por mediación de la Iglesia como el individuo recibe el contenido de la fe y la fuerza para creer. En resumen, es ella la que enseña y, con la autoridad que se le ha conferido, la que juzga. También en esto es Dios quien obra, pero sólo a través de ella, y no por el individuo, así se trate del mejor dotado y más inteligente. Es por mediación de la Iglesia como Dios enseña y como juzga la fe del individuo, según la sentencia: «el que no escucha a la Iglesia, que sea a vuestros ojos como un pagano o un pecador público». Esta doble significación de la Iglesia —vivir en cada creyente como éste vive en ella, e imponerse a él por sus enseñanzas y sus mandamientos — aparece en el caso del dogma con una claridad particular. La Iglesia cree, y al principio le sucede igual que a aquel que vive sin darse cuenta, que actúa sin tener exacta conciencia de ello, pero que, si encuentra un obstáculo o un peligro, sí adquiere conciencia de lo que hace y su actitud cambia; reflexiona y se siente responsable. Igual sucede aquí. La Iglesia cree, sin darse cuenta de toda la riqueza contenida en su creencia. Vive sencillamente en el mundo de la fe, como la gente vive en el mundo de las cosas; vive con simplicidad en la historia de su fe, como el pueblo en el curso de su existencia natural. Pero he aquí que si al contacto de una tendencia en auge, o con motivo de crisis en las creencias religiosas de ciertos individuos o de ciertos grupos, se suscita un problema —por ejemplo, el de las relaciones entre la gracia y la capacidad del hombre, o el 66
del esencial misterio de la Eucaristía—, entonces hace lo que todo ser viviente que se siente en peligro: se refugia en sí misma, se pone en guardia, se aparta de los otros, y una vez informada de lo que se discute, desentraña y separa el verdadero sentido de las convicciones de la fe y los falsos postulados. Para hacer esto, puede presentar la doctrina con mayor precisión y fijarla en una definición solemne, tal como los símbolos de la fe, que eran lo primero que se recitaba en el bautismo de los neófitos; o puede, asimismo, con lógica incisiva, establecer el distingo entre la verdad y el error, y entonces es ya el dogma propiamente dicho, la lex credendi, la regla de fe. El «dogma» significa que la fe de la Iglesia adquiere una conciencia aguda de sí misma; que se separa de una concepción falsa y se fija a sí misma un significado preciso. El dogma no es, pues, otra cosa que la Iglesia misma creyente en el momento en que protege la vida de su fe, con claridad y rigor extremos e impone al individuo la «regla de fe». Los dogmas persiguen siempre la siguiente finalidad: preservar en su interior el misterio de la Revelación. Lo que viene del Dios santo — incomprensible, Maestro de toda verdad, independiente del mundo—no puede ser captado por el simple espíritu humano. Este misterio no sólo es inaccesible para el hombre, sino que saca al hombre de su presunción y le demuestra su desvío. En el fondo, todo error dogmático se yergue contra el misterio. En un sentido o en otro, procura, partiendo de uno u otro punto, resolver el misterio. Eso no aparece de inmediato. Siempre las herejías son difundidas por hombres muy religiosos; los indiferentes no inventan herejías. Los herejes son hombres que quieren el bien. Ven más a fondo que la generalidad; hacen resaltar lo que ha sido descuidado; luchan contra un debilitamiento de la vida cristiana o contra un abuso; son hombres serios y entusiastas. Por eso a menudo nos sentimos inclinados a simpatizar con ellos, de la misma manera que nos tienta el deseo de atacar a la autoridad que se les enfrenta, tanto más cuanto que los representantes de ésta frecuentemente no son las personalidades de mayor valía y que en la lucha contra el error las peores debilidades humanas se ponen en evidencia. Por algo la palabra «ortodoxia» puede tener una resonancia tan penosa. Pero eso no impide que sea cierto lo que antes hemos sostenido, y la consecuencia final de la herejía, aun de la que se propaga con las mejores intenciones del mundo y que se apoya en las más nobles cualidades humanas, es, en definitiva, destruir el santo misterio y, por tanto, anular la fe. 67
La Revelación significa que la palabra de Dios penetra en el ser humano; supera, por consiguiente, su espíritu. Ahora bien, esa trascendencia es la base de su salvación, e importa que el misterio sea preservado. Las herejías parten siempre de consideraciones particulares: de una idea, una actitud, una tendencia de una época dada, y eso a pesar de los pensamientos más profundos de la crítica más sincera, de los más animosos impulsos. Finalmente, cuando las ideas y las actividades se han abierto camino, se comprueba que la estructura misteriosa de la verdad de la fe ha sido dislocada. Es a eso a lo que se opone el dogma. Se dice a menudo: los dogmas son proposiciones racionales, traducción en conceptos de aquello que debe permanecer viviente. El que así habla no los ha comprendido. Ciertamente que los dogmas contienen conceptos y proposiciones abstractas; pero si miramos más de cerca y observamos cómo han sido formuladas esas proposiciones y articulados esos diferentes conceptos, veremos que todo gira, para proteger al misterio, alrededor de éste. El dogma es un cerco firme e insalvable que protege la fuente, la profundidad, la vida. El dogma se yergue frente al individuo. Es aquí donde la oposición de la Iglesia, de la cual hemos hablado, puede mostrar su arista más dura con respecto a ciertos individuos. Una de dos: o bien el creyente reconoce que la Iglesia es aquí la encargada de hablar, y Cristo en ella, y que aquel que escucha a la Iglesia escucha a Cristo, y comprende y admite que cada creyente «debe perderse para encontrarse», o bien lo rechaza todo. La fe individual rompe entonces con la comunidad, no solamente con la comunidad de un círculo determinado o de un grupo, de un movimiento, sino con la totalidad viviente de la Iglesia, y se torna realmente fe individual en el sentido despectivo de la palabra: fe particularista, herejía. Pero si aquel que se ve colocado ante la decisión reconoce que se trata de una prueba, si acepta lo que se le presenta, si es capaz de hacer con sinceridad el sacrificio, a menudo muy penoso, de olvidar su opinión personal ante el dogma, persuadido de que en el dogma es Cristo mismo quien habla en la voz de su Iglesia, entonces el dogma penetra en él. Penetra en él y formará parte integrante de su propia personalidad, a pesar de todas las cosas que le chocaban al principio exteriormente, con la dureza de roca de que la Iglesia puede hacer gala en los momentos de lucha, unidas a todas las debilidades humanas, a la estrechez de espíritu, al despotismo, a la violencia, a la obstinación de los seres que quieren tener razón y triunfar y a tantas cosas corrientes en circunstancias análogas. El 68
dogma se convierte para él en espacio, orden, fuerza. Desde ese momento es el dogma el que determina su vida en todas sus dimensiones. Como un apoyo, lo sostiene y lo ilumina; es como el suelo donde se afirma, como su estructura viviente, y guía sus pasos en el mundo. Ese choque con el dogma puede tener algo de humillante. El juicio y el sentimiento individual pueden oponerse de la manera más violenta a la «regla de fe» y a la forma humana en que se la propone; pero es difícil encontrar una experiencia que sea de una fuerza tan serena e inquebrantable como aquella en la cual el creyente se apoya con el dogma y, fuerte en el dogma, afronta al mundo. A menudo se ha opuesto la fe, facultad de intuición inmediata, capacidad combativa y creadora, al dogma, al cual se le reprocha enfriar y destruir la vida cristiana. Tal cosa puede acontecer, y o bien ya ha acontecido, y la fe viviente ha perecido, o bien no ha logrado identificarse con el elemento dogmático y ha continuado su propio camino. Por eso, todos los que representan al dogma tienen una responsabilidad tan grande. Pero la separación radical y la decisión del dogma se imponen. Lo exige la existencia histórica de la Iglesia, que pasa sin cesar de la espontaneidad inmediata a la toma de posesión de la conciencia y a la responsabilidad que de ello se desprende, Y la vida del individuo lo exige igualmente: pues por hermosa que sea la espontaneidad inmediata de la vida, llegará necesariamente el día en que haya de mantenerse firme, elegir, tomar partido. La fe comporta también madurez, carácter, gravedad. Bien comprendido y bien vivido, el dogma significa realmente el carácter en la fe. Al encontrarse con el dogma, la fe espontánea y viviente puede sufrir una crisis; hay que resignarse a ese hecho inevitable. Pero si la fe sale victoriosa, si asimila el dogma, entonces adquiere un espíritu de decisión y una conciencia de su responsabilidad, de su alcance, que son de una importancia irreemplazable. No será preciso que pierda su fuerza viviente, pues no podrá menos de ganar con la seriedad y los sufrimientos de la discusión. Es así como se extiende y madura la fe, hasta que, poco a poco, el dogma penetra en la existencia y en la actitud del creyente. Penetra hasta el punto que, salvo en determinados momentos de advertencias y de peligro, obra sobre la existencia del creyente, no ya tan sólo como una orientación y una regla de conciencia, sino como un guía que lo conduce por el camino de una libertad magnífica.
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X. LA FE Y LA IGLESIA: EL SACRAMENTO
Al plantear la cuestión de la misión de la Iglesia en la vida de la fe, hemos visto que la fe del individuo está ligada a la de la comunidad; que siempre su contenido llega hasta él a través de otros creyentes y que así nace esa tensión viviente que le es propia. No es que la fe tenga su origen en lo humano, es Dios quien la despierta, pero la suscita en el ser humano, y así, el hombre es para el hombre el camino que conduce hacia Dios. Hemos visto también que la fe del individuo toma forma en la fe de la comunidad, la misma para la Iglesia y para el individuo en ella. El fiel cree, y por él cree la Iglesia. La Iglesia no está solamente ante él, sino en él; está presente en las raíces de esa vida divina que le viene de Dios, allí donde el yo y el nosotros, el individuo y la sociedad, no forman más que una misma y única sustancia viviente. En fin, hemos demostrado cómo la Iglesia adquiere la conciencia del dogma a fuerza de rechazos y de luchas, y hemos visto cómo éste se enfrenta con el individuo para trocarse, una vez aceptado, en la base de su fe personal. Vamos a enfocar ahora la cuestión desde otro punto de vista. En las Epístolas de San Pablo, la fe está a menudo colocada junto al bautismo, al punto que ambos parecen casi confundirse. Al parecer, hay identidad entre «ser bautizado» y «creer». O bien, el bautismo se presenta como la implantación del germen, cuyo efecto inmediato será la fe. ¿Qué significa el bautismo? No es sólo la incorporación del individuo a la comunidad, ni la consagración de su pertenencia a ésta, ni la asunción por la comunidad de la carga del neófito. En el bautismo se realiza algo trascendental para el individuo: la implantación en él de un germen de vida. En el ser que hasta entonces vivía dentro de una perspectiva profana, Dios deposita el germen 71
de una nueva estructura y de una nueva actividad. Una existencia nueva se despierta en él, con su sentido propio, su ley propia y su propio poder de realización. Un árbol frutal silvestre se desarrolla gracias a su ambiente natural, pero desde el momento en que el jardinero lo injerta, un nuevo factor de crecimiento proveniente de otra vida se le ha incorporado, gracias a lo cual el viejo árbol producirá frutos nuevos. El fruto, en verdad, pertenece a un árbol viejo, pero por el hecho de haber recibido fuerzas de una vida nueva podrá producir frutos nuevos. Este símil sirve para mostrarnos lo que pasa con el bautismo, con la diferencia, sin embargo, de que en este caso la penetración se realiza de modo más profundo aún. La raíz misma de la vida, el centro de la existencia es tomado y atraído al seno divino para recibir una nueva vitalidad. Y eso se efectúa gracias a Cristo. En él el hombre renace para el Espíritu Santo, para participar en la vida humana y divina de Cristo. Desde entonces, si el hombre construye su vida y obra, creyendo y amando, ciertamente es él quien vive así; toda su naturaleza humana se expresa y se manifiesta en sus obras; pero lo que en todo eso cuenta ante Dios y vale para la eternidad, es otra cosa, es lo esencial: la nueva fuente, la vida de Cristo. Cristo resucitado en él. Sólo en el momento en que el hombre se entrega a Cristo que lo llama es cuando se convierte en verdad él mismo, tal como Dios lo quiere. Pero ¿cómo calificar el estado de ese hombre regenerado? No como un individuo aislado, sino como miembro de un todo, de la Iglesia. En el plano natural ya, los hombres no son seres aislados y solitarios; permanecen siempre ligados los unos a los otros. No solamente cada uno es atraído por los demás, anuda relaciones, enajena su independencia, sino que a través de todos los individuos se manifiesta una totalidad que los engloba. La naturaleza humana comporta la participación en una vida colectiva—la humanidad—que se divide en pueblos, grupos étnicos, familias. Bajo ese aspecto social de la existencia, la humanidad participa como tal en el nuevo nacimiento. Es lo que aconteció en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo intervino en la marcha del mundo para inaugurar la era cristiana. Lo mismo ocurre nuevamente cada vez que la palabra evangélica es dirigida al pueblo considerado como un «todo» y mientras se realizan todos los actos del culto en la vida parroquial. Y eso se produce también continuamente en la regeneración del individuo; pues ese «todo» está en él, hasta puede decirse que él es ese «todo», en la medida en que su existencia se oriente hacia él. Ahora bien, la vida de sociedad surgida de esa regeneración es, frente a la vida individual, el otro elemento de la vida cristiana. La Iglesia se esfuerza por reunir a todos los individuos, pero, no 72
obstante, no depende del número, pues basta con que «dos o tres se reúnan en nombre de Cristo» para constituirla. En la Iglesia encontramos la misma figura nueva: Cristo; la misma fuerza nueva: la gracia; la misma potencia espiritual: el Espíritu Santo. Y a pesar del carácter humano, de la Iglesia, se puede decir que es la vida divina la que obra en su existencia, en sus manifestaciones y en su historia9. El yo cristiano fundado en el bautismo se mueve en la fe hacia Aquel de quien tomó origen. Pero no lo hace como individuo separado de los demás, sino que él lleva consigo a los otros, y arrastra al todo, aunque sin darse cuenta explícitamente de ello. En su fe, el individuo lleva en sí a la Iglesia con su dinamismo, pero también con su gravedad; la Iglesia está allí presente tal como es. Ella lo lleva y es su lastre. Su vida lo nutre, su desaparición lo extenúa. Su amplitud ensancha su horizonte; su sabiduría le da reglas de la vida; su potencia refuerza su campo de acción; su formalismo le sirve a modo de áncora; su frialdad lo endurece, y lo que la Iglesia soporta de violencia, de egoísmo, de dureza, de bajeza, todo ejerce una influencia sobre la fe del individuo, tanto que éste tiene a veces la impresión de estar obligado a sostener la causa ríe Dios, no solamente a través de las tinieblas del mundo, sino también a través de la Iglesia. Es verdad que existe el impulso libre del alma, en el misterio de enfrentarse con Dios solo. Pero ese coloquio no se realiza tampoco en el vacío. Allí donde se afirma, también están las raíces de la iglesia. Querer ignorar todas estas debilidades no será en absoluto demostrar amor ni fidelidad, sino ser superficial. Los más fervientes creyentes y también los más fieles han sido siempre los que han reconocido más profundamente la necesidad de aquella unidad de raíz. San Pablo establece una relación entre la fe y el bautismo. San Juan une con un vínculo estrecho la fe y la Eucaristía. En el capítulo sexto ríe su Evangelio, que relata la promesa de Cafarnaúm, el Señor habla del «verdadero pan» que da el Padre y que es Él mismo. Ese parí es darlo en la proclamación del mensaje recibido por aquel que escucha. Creer es comer espiritualmente, recibir la vida divina que se ofrece en la palabra. De eso habla el Señor primero; luego, en un momento dado, la palabra cambia de significado, y el «pan» no es tan sólo el contenido espiritual del mensaje, sino el santo alimento de la Eucaristía. 9
Cfr. ROMANO GUARDINI, Vom Sinn der Kirche.
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Y, entonces, «comer» no es ya el simple acto de creer, sino el cumplimiento del sacramentó en la fe. San Juan relaciona, pues, la fe y el alimento eucarístico, como San Pablo lo hacía con la fe y el bautismo. Creer y recibir el alimento divino son, por decirlo así, formas diferentes, estados diferentes del mismo acto fundamental: la comunicación viviente del hombre vuelto hacia Dios con la verdad sustancial, tal como el Padre nos la ofrece en Cristo. La forma de comida sugiere ya la idea de que el individuo no está en juego solo. En su sentido primitivo, la comida era un acontecimiento colectivo. Los que se reunían para tomar juntos su alimento, por tal hecho no formaban sino uno, pues ese alimento tenía el poder misterioso de aproximar a los comensales. Esa era la idea que se formaban de las comidas en la época en que se temía todavía la inteligencia de las formas de la convivencia humana. No era ello sino un presentimiento, una parte de la profecía original inserta en toda la creación, en las realidades y en los símbolos de la existencia y que proclama a Cristo, al Logos. Aquí, en la mesa del Señor, se cumple esa profecía. Todos se nutren con el mismo alimento sagrado, todos se unen en él, como lo expresa aquel hermoso pasaje de «La enseñanza de los doce apóstoles» (Didaché), donde se dice que se necesita reunir muchos granos para constituir esa unidad que es el pan, lo mismo que hay que juntar el jugo de millares de uvas para formar ese raudal único que es el vino. En efecto, el mismo Cristo que nutre a cada individuo es igualmente la vida de la Iglesia. Él vive a través de todos esos hombres, no solamente como forma y realidad íntima del individuo, sino también como imagen constructiva y fuerza impulsiva del todo. Es que la humanidad considerada como un todo se vuelve cristiana, con esa totalidad viviente de Dios que es la Iglesia, «cuerpo de Cristo». .Desde el momento en que un hombre se nutre con el alimento sagrado, «a Iglesia» comienza a vivir en él; en él, en su vecino, en el que está cerca de él y en todos los otros, «para que todos sean uno» en Cristo. Más aún, San Agustín expresa este pensamiento fundamental: que no es el que comulga quien recibe a Cristo en él, sino que es Cristo quien «come», quien «incorpora» a aquel que comulga. Cristo, viviente en la Iglesia, acoge incansable al individuo en la comunidad de su vida cuando se cumple el misterio de la Eucaristía.
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La fe es una comunicación del hombre con Dios por medio de Cristo. Pero allí no es el individuo aislado quien comulga en Cristo, es la totalidad de la cual el individuo forma parte, y en el mismo Cristo todos los individuos juntos forman esa totalidad. Más aún, la unión se vuelca, y es ese vasto conjunto de la Iglesia el que se apodera del individuo y lo pone en el camino hacia Dios. Aquí se revela el elemento gregario de la Iglesia bajo un aspecto nuevo, bajo el aspecto sacramental: el Mysterium. El creer no obliga solamente a una acción, un pensamiento, un querer, un comportamiento, sino que compromete las profundidades del ser. O dicho con mayor exactitud, creer significa que el ser creado se encamina hacia Dios. Ese es el proceso que, proveniente de Dios, se apodera del ser del hombre; ése es el nuevo nacimiento, la penetración del amor divino, de la vida divina, de donde por la gracia de Dios surge la nueva existencia. Y el hombre renacido se une a ese proceso personalmente en el esfuerzo de su fe. La fe es un movimiento que nace incesantemente de ese misterio de transustanciación que se realiza en el sacramento. Ahora bien, en ese misterio no hay existencia individual. Dios se apodera de la humanidad y, en ella, del individuo. .Se apodera del individuo, pero en el todo. Toma al todo, a la Iglesia, para alcanzar a través de ella al individuo, y, también al individuo, para que la Iglesia sea. Dios visita a los hombres rescatados por Cristo y los atrae hacia Él. En la regeneración, Él les da su vida para que se convierta en su existencia propia; en la fe, aquel que se ha convertido en cristiano se vuelve hacia Dios, pero es la vida de Dios lo que lo atrae. ¿No es la fe una «virtud teologal»? Guardemos a la expresión su hondo sentido: es una virtud de Dios. Esa eficacia sagrada, esa actividad notable de la cual Él sólo es capaz y que consiste en ofrecerse a sí mismo como verdad santa y personal; esa virtud, es Él quien la ejerce a través de los hombres. Ofreciéndose, Él la entrega, «Él la infunde en ellos». Y entonces son ellos los que creen. Pero Dios «cree» en ellos. Seamos modestos. Descartemos esos pensamientos profundos, para decir simplemente: Dios ha creado ese misterio de la comunidad con Él, que en la tierra se llama fe. Ese misterio se llamaré un día, en la luz eterna, visión. 75
Pero fe y visión son palabras e imágenes que expresan lo inefable. Dígnese el Señor hacemos participar de ello, ahora y por los siglos de los siglos.
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