Snow, Glass, Apples - Neil Gaiman PDF
August 11, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Nieve, manzanas y cristal azogado.
Por Neil Gaiman.
Nota de Neil Gaiman sobre este cuento:
Esta es otro cuento que comenzó a vivir a través de The Penguin Book of english Folktales de Neil Philip. Estaba leyéndolo en la tina, y leí una historia que debía haber leído miles de veces antes. (Aún tengo la versión ilustrada que tenía a los 3.) Pera esa milésima primera lectura fue la que me hechizó, y comencé a pensar en la historia, de lo negro o a lo blanco y en la manera más anómala y retorcida posible. Se asentó en mi cerebro por algunas semanas y entonces, en un avión, comencé a escribir el cuento sin parar. Cuando el avión aterrizó, el cuento ya estaba avanzado en unos 3 cuartos, así que me registré en el hotel y me senté en una silla en un rincón de mi cuarto y seguí escribiendo hasta que terminé. Fue publicada por DreamHaven Press en un booklet de edición limitada a beneficio de la Comic Book Legal Defense Fund (una organización que defiende los derechos de la Primera Enmienda para los creadores, editores y vendedores de cómics). Poppy Z. Brite lo reimprimió en su antología Love in Vein II. Me gusta pensar en esta historia como en un virus. Una vez que la has leído, nuca podrás leer la historia original de la misma manera.
Traducción de FreakFair
No sé qué forma de vida es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre durante el parto, pero eso nunca cuenta lo suficiente. Me llaman sabia, pero estoy lejos de serlo, porque lo único que preveo son fragmentos, momentos congelados atrapados en el reflejo del agua o en el frío cristal de mi espejo. Si hubiera sido sabia, no habría tratado de cambiar lo que vi. Si hubiera sido sabia, me habría matado antes de enfrentarme a ella, antes de haberle atrapado. Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto su rostro en mis sueños y en reflejos durante toda mi vida; dieciséis años soñando con él antes de que detuviera su caballo junto junto al puente esa mañana, y preguntara mi nombre. Me ayudó a subir al caballo y cabalgamos juntos hasta mi pequeña cabaña, mi rostro enterrado en el oro de su cabello. Me pidió lo más valioso que tenía; un derecho real, eso era. Su barba era de un rojo broncíneo en la luz de la mañana y le conocí, no como rey, pues yo no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amante. Tomó lo que quiso de mí, el derecho real, pero volvió a mí al día siguiente, y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos azules como el cielo de verano, su piel bronceada del color del trigo maduro. Su hija no era más que una niña de no más de cinco años de edad cuando vine al palacio. Un retrato de su madre muerta colgaba en su habitación de la torre; una mujer alta, el cabello del color de la madera oscura, lo ojos castaños. Era de una sangre diferente a la de su pálida hija. La niña no comería con nosotros. No sabía dónde comía en el palacio. Yo tenía mis propias cámaras. Mi marido, el rey, tenía sus habitaciones particulares también. Cuando él me deseara, me buscaría, y yo iría con él, y le daría placer, y tomaría mi placer de él. Una noche, muchos meses después de que fuera llevada al palacio, ella vino a mis habitaciones. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos por la humeante e irregular iluminación. Cuando alcé la mirada, ella estaba allí. "‐¿Princesa?" No dijo nada. Sus ojos eran negros como el carbón, negros como su pelo. Sus labios más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara. "‐¿Qué estás haciendo fuera de tu habitación?" "‐Tengo hambre" –dijo, –dijo, como cualquier niño. Era invierno, cuando la comida fresca era un sueño de calidez y rayos de sol, pero tenía racimos de manzanas enteras y secas, colgadas de la vigas de mi habitación, y cogí una para ella. "‐Aquí tienes"
El Otoño es la época de secar, de preservar, la época de recoger manzanas, de preparar la grasa de ganso. El Invierno es tiempo de hambruna, de nieve y de muerte; y también es la época del festival que tiene lugar a mitad de estación, cuando untamos la grasa de ganso en la piel de un cerdo entero, relleno con esas manzanas de Otoño, lo asamos o ensartamos y nos preparamos para festejar hasta que cante el gallo. Ella tomó la manzana seca y comenzó a masticarla con sus afilados dientes amarillentos. "¿Está buena?" Ella asintió. Siempre había tenido miedo de la pequeña princesa, pero en esos momentos me enternecí y, con mis dedos, gentilmente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió –rara –rara vez lo hacía ‐. Entonces me clavó los dientes en la base de mi pulgar, el Montículo de Venus, y me hizo sangre. Empecé a gritar por el dolor y la sopresa; pero clavó su mirada en mí y guardé silenció. La pequeña princesa fijó su boca a mi mano y lamió, y succionó y bebió. Cuando terminó, abandonó mi cámara. Bajo mi mirada, el corte que me había hecho empezó a cerrarse, a cicatrizar, a curarse. Al día siguiente era una antigua cicatriz. Podía haberme cortado la mano con una navaja en mi infancia. Había sido paralizada por ella, poseída y dominada. Eso me aterraba, más que la sangre de la que se había alimentado. Tras esa noche cerraba la puerta de mi cuarto, apuntalándola con un asta de roble y pedí al herrero que forjara barras de hierro, las cuales colocó en mis ventanas. Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y cuando iba a él, estaba mareado, apático, confuso. No pudo seguir haciéndome el amor como lo hace un hombre; y no me permitiría darle placer con mi boca: la única vez que lo intenté comenzó a llorar violentamente. Aparté mi boca y le abracé fuerte, hasta que los sollozos cesaron y se durmió, como un niño. Deslicé mis dedos sobre su piel mientras dormía. Estaba cubierta de multitud de cicatrices antiguas. Pero no podía recordar ninguna cicatriz de los días de nuestro cortejo, salvo una en su costado, donde un jabalí jabalí le había corneado en su juventud. juventud. En poco tiempo era una sombra del hombre que había conocido y amado junto al puente. Sus huesos asomaban, azules y blancos, bajo la piel. Yo estaba con él en su final: sus manos frías como la piedra, sus ojos azul‐lechoso, su cabello y barba descoloridos, sin lustre y lacios. Murió sin haber recibido la absolución, su piel cortada y hundida de la cabeza a los pies por las pequeñas, viejas cicatrices. No pesaba casi nada. El suelo estaba congelado y no pudimos cavar una tumba para él, así que hicimos un montículo de rocas y piedras sobre su cuerpo, como un mero monumento, lo suficiente para protegerle del hambre de las bestias y los pájaros.
Así que era reina. Y tonta, y joven joven –– dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde que vi la luz del día ‐ y no hice lo que hubiese hecho ahora. Hoy en día, habría mandado cortar su corazón, cierto. Pero luego le hubiera cortado la cabeza, los brazos y las piernas, habría hecho que la destripasen. Y entonces hubiera observado, en la plaza del pueblo, al verdugo avivando el fuego al rojo vivo, hubiera observado sin pestañear como encomendaba cada pedazo de ella a la hoguera. Hubiera apostado arqueros alrededor de la plaza, los cuales dispararían a cualquier pájaro o animal que se acercara a las llamas, cualquier cuervo, o perro o halcón o rata. Y no cerraría mis ojos hasta que la princesa se hubiera hecho cenizas, y un suave viento la dispersara como si fuera nieve. No lo hice, y los errores se pagan. Dicen que fui burlada. Que no era su corazón. Que era el corazón de algún animal –de –de un ciervo, o quizá de un jabalí jabalí – – Eso dicen, y están equivocados. Y algunos dicen –pero –pero es la mentira de ella, no la mía – – que me fue entregado su corazón, y que me lo comí. Las mentiras y las verdades a medias caen como la nieve, cubriendo las cosas que yo recuerdo, las cosas que ví. Un paisaje irreconocible tras una ventisca, en eso ha convertido mi vida. Cuando murió, había cicatrices en los muslos de mi amor, de su padre; en sus testículos, y en su miembro viril. No fui con ellos. La atraparon de día, mientras dormía, cuando era más débil. La llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le arrancaron el corazón. La dejaron muerta, en una garganta, para que el bosque se la tragara. El bosque es un lugar oscuro, el límite de muchos reinos, nadie sería lo bastante tonto como para reclamar jurisdicción jurisdicción sobre él. Los renegados viven en el bosque. Los ladrones viven en el bosque, así como los lobos. Puedes cabalgar durante una docena de días a través de él y no ver un alma; pero hay ojos sobre ti todo en todo momento. Me trajeron su corazón. Sabía que era el suyo –el corazón de un cerdo o el de una cierva no hubiera continuado latiendo y palpitando, tal y como hacía éste. Lo llevé a mi cámara. No me lo comí. Lo colgué de las vigas sobre mi cama, metiéndolo en una medida de bramante en el cual ensarté bayas de serbal, de un rojo anaranjado como el pecho de un cardenal; y dientes de ajo. Fuera, la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su pequeño cuerpo en el bosque, donde yacía. Mandé al herrero quitar los barrotes de mis ventanas, y pasaría algún tiempo en mi habitación cada tarde, durante los cortos días de invierno, oteando en dirección al bosque, hasta que caía la oscuridad.
Había, como he dicho antes, gente en el bosque. Algunos de ellos salían para el festival de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa. Algunos estaban atrofiados –enanos y jorobados; otros tenían los enormes dientes y la mirada perdida de los idiotas, otros tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo‐. Ellos se arrastraban fuera del bosque cada año para el festival de Primavera, cuando las nieves se habían derretido. Cuando era una muchacha había trabajado en el festival y me habían asustado entonces, las gentes del bosque. Decía la fortuna a los feriantes, escrutando una vasija de aguas inmóviles, y más tarde, cuando era mayor, un disco de cristal pulido, con el reverso cubierto de plata –un regalo de un mercader cuyo caballo perdido había visto en un charco de tinta. Los mercaderes del festival temían a las gentes del bosque; clavarían sus mercancías a las tablas desnudas de sus puestos –bloques de pan de jengibre o cinturones de cuero eran sujetos con grandes clavos a la madera. Si sus productos no estaban clavados, decían, la gente del bosque se los llevaría y huirían, mascando el pan de jengibre jengibre robado, sacudiendo los cinturones en el aire. La gente del bosque tenía dinero, a pesar de todo. Una moneda aquí, otra allí, a veces manchadas de verde por el paso del tiempo o la tierra, el rostro en la moneda desconocido incluso para los más ancianos entre nosotros. Incluso tenían cosas que intercambiar, y de ese modo el festival continuaba, sirviendo a los renegados y los enanos, sirviendo a los ladrones –si –si se comportaban –– que se aprovechaban de los raros viajeros de tierras más allá del bosque, o de los gitanos, o de los ciervos (esto era robo a los ojos de la Ley, los ciervos eran de la reina). Los años pasaron lentamente, y mi gente proclamó que les gobernaba con sabiduría. El corazón seguía colgado sobre mi cama, palpitando suavemente en la noche. Si hubo alguien que llorase a la niña, no vi ninguna evidencia. Ella era algo de terror, incluso entonces, y ellos creían haberse hecho cargo de ella. Un festival siguió a otro, cinco de ellos, cada uno más triste, pobre y deprimente que el anterior. Pocos habitantes del bosque salieron a comprar. Quienes lo hicieron parecían apagados e indiferentes. Los mercaderes dejaron de clavar las mercancías en los tableros de los puestos. Y al quinto año no salió más que un puñado de gente del bosque. Una temerosa piña de hombrecitos peludos, y nadie más. El Señor de la Feria y su paje vinieron a mí cuando ésta estaba lista. Le había conocido ligeramente, antes de ser reina. "‐No vengo a ti como mi reina" –dijo. –dijo. No dije nada. Escuché. "‐Vengo a ti porque eres sabia" ‐continuó él – "Cuando eras niña encontraste un potro perdido contemplando un charco de tinta; cuando eras una doncella encontraste a un niño perdido que había echado a andar lejos de su madre, mirando en ese espejo tuyo. Conoces secretos y puedes encontrar cosas escondidas. Mi reina –preguntó ‐ ¿qué es lo que se está llevando a la gente del
bosque? El próximo año no habrá festival de Primavera. Los viajeros de otros reinos son escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro año como el último y tendremos que morir de hambre" Mandé a mi ayuda de cámara que trajera mi espejo. Era un objeto simple, un disco de cristal con el reverso plateado que mantenía envuelto en una piel de cierva, en un cofre, en mi cámara. Me lo trajeron entonces, y miré dentro de él: Tenía doce años y ya no era ninguna niña. Su piel seguía pálida, sus ojos y cabello negros como el carbón, sus labios rojos como la sangre. Vestía las ropas que llevaba cuando abandonó el castillo la última vez – la blusa, la falda‐ aunque estaban mucho más remendadas. Por encima llevaba una capa de piel, y en lugar de botas, unas bolsas de cuero atadas con cordones a sus pequeños pies.
Estaba de pie en el bosque, junto junto a un árbol. Mientras miraba, con el ojo de mi mente, la vi aproximarse poco a poco, avanzar, revolotear y caminar suavemente de árbol en árbol, como un animal; un murciélago o un lobo. Estaba siguiendo a alguien. Era un monje. Vestía un hábito y sus pies estaban desnudos, heridos y callosos. Su barba y tonsura estaban demasiado crecidas. Ella le observó tras los árboles. Finalmente, él se detuvo para pasar la noche, y empezó a encender un fuego colocando ramitas, desarmando un nido de cardenal para avivarlo. Tenía una caja de yesca en su túnica, y golpeó el pedernal contra el acero hasta que las chispas alcanzaron la yesca y el fuego prendió. Había encontrado dos huevos en el nido del cardenal, y se los comió crudos. No debían haber sido mucho alimento para un hombre tan grande. Se sentó allí, a la luz del fuego, y ella salió de su escondite. Se acuclilló al otro lado del fuego y le miró fijamente. El sonrió, haciendo una mueca, como si hubiera pasado mucho tiempo desde que había visto otro humano, y la llamó para que fuera junto junto a él. Ella se puso en pie, caminado alrededor del fuego, y esperó, algo distante. Él rebuscó en su túnica hasta que encontró una moneda –un pequeño penique de cobre‐ y se la arrojó. Ella lo cogió y asintió, y fue a él. Él tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura, y su túnica cayó, abierta. Su cuerpo era peludo como el de un oso. Ella le empujó hasta que quedó de espaldas sobre el musgo. Una mano se arrastró, como una araña, a través de la mata de pelo, hasta cerrarse sobre su virilidad; la otra mano trazó un círculo sobre su pezón izquierdo. Él cerró sus ojos, tanteando con una mano enorme bajo su falda. Ella bajó su boca hasta el pezón con el que había estado jugueteando, jugueteando, su suave piel blanca sobre el peludo cuerpo castaño de él.
Ella hundió los dientes profundamente en el pecho de él. Sus ojos se abrieron, entonces se cerraron de nuevo y ella bebió. Le montó mientras se alimentaba. Según lo hacía, un acuoso líquido negruzco empezó a gotear de su entrepierna… "‐¿Sabes qué está manteniendo a los viajeros lejos de nuestra ciudad? ¿Qué está pasando con la gente del bosque?" –preguntó –preguntó el Señor de la Feria. Cubrí el espejo con piel de cierva y le dije que me encargaría personalmente de hacer del bosque un lugar seguro otra vez. Tenía que hacerlo, aunque ella me aterrase. Yo era la reina Una mujer estúpida habría ido entonces al bosque e intentado capturar a la criatura; pero ya había sido estúpida una vez, y no tenía ningún deseo de serlo una segunda. Pasé un tiempo leyendo libros, ya que podía leer un poco. Pasé un tiempo con las gitanas (que viajaron a través de nuestro país cruzando las montañas hacía el Sur, prefiriéndolo a surcar el bosque hacia el Norte y el Oeste). Me preparé, y obtuve aquello que necesitaría, y cuando las primeras nieves comenzaron a caer, estaba lista. Desnuda, estaba, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos erizaban mi cuerpo, escalofríos recorrían mis brazos, muslos y senos. Llevé una jofaina jofaina de plata y una cesta en la que había metido un cuchillo de plata, un alfiler del mismo material, unas pinzas, una túnica gris y tres manzanas verdes. Las dejé en el suelo y permanecí allí, desvestida, en la torre, humilde frente a la noche y el viento. Si algún hombre me hubiera visto allí, hubiera mandado arrancar sus ojos, pero no había nadie espiando. Las nubes se desplazaron por el cielo, cubriendo y descubriendo la luna menguante. Tomé el cuchillo de plata y me corté en el brazo izquierdo –una, dos, tres veces. La sangre goteó dentro del cántaro, su color escarlata pareciendo negro a la luz de la luna.
Añadí los polvos del frasco que colgaba alrededor de mi cuello. Era un polvo marrón, hecho de hierbas y la piel de un sapo en particular, y de ciertas otras cosas. Espesé la sangre, evitando que se cuajara. Tomé las tres manzanas, una por una, y pinché gentilmente sus pieles con el alfiler de plata. Entonces las coloqué en el bol de plata, y las dejé asentarse ahí mientras los primeros pequeños copos del año comenzaban a caer sobre mi piel, sobre las manzanas y sobre la sangre. Cuando el crepúsculo comenzó a iluminar el cielo, me cubrí con la túnica gris y cogí las manzanas rojas del cántaro una por una, alzándolas hasta mi cesta con las pinzas de plata, cuidándome de
tocarlas. No había quedado ni rastro de mi sangre, ni del polvo marrón en el fondo del bol, salvo un residuo negruzco, como verdigris, en el interior. Enterré la vasija en la tierra. Entonces, lancé un hechizo a las manzanas (tal y como, años atrás, junto al puente, lo había lanzado sobre mí misma): que eran, sin ninguna duda, las manzanas más maravillosas del mundo, y que el rubor carmesí de sus pieles era del color cálido de la sangre fresca. Me puse la capucha de la capa tapándome la cara, y cogí lazos y bonitos adornos para el pelo, colocándolos sobre las manzanas en mi cesta de mimbre, y me adentré sola en el bosque, hasta que llegué a su morada: un alto acantilado de piedra arenisca, atravesado por profundas cuevas que llevaban mucho tiempo en la pared de piedra. Había árboles y rocas alrededor de la fachada del acantilado, y caminé silenciosa y cuidadosamente de árbol en árbol, sin alterar ni una rama, ni una hoja. Finalmente, encontré un lugar para esconderme, y esperé, y observé. Unas horas después un grupo de enanos se arrastraron fuera de la entrada de una cueva –unos hombrecitos feos, deformes y peludos, los antiguos habitantes de este país. Rara vez los ves hoy en día. Se desvanecieron entre los árboles, y ninguno de ellos se fijó en mí, a pesar de que uno se detuvo a orinar en la roca tras la cual me escondía. Esperé. Nadie más salió. Fui a la entrada de la cueva y llamé, con una voz cascada y vieja. La cicatriz en mi Montículo de Venus palpitó y latió cuando vino hacia mí, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola. Tenía trece años de edad, mi hijastra, y nada estropeaba la blancura perfecta de su piel, salvo la pálida cicatriz de si pecho izquierdo, de donde su corazón había sido arrancado tiempo atrás. El interior de sus muslos estaba manchado con porquería húmeda y negra. Me contempló fijamente, oculta como estaba con mi capa. Me miró hambrientamente. "‐Lazos, señora" –grazné –grazné – – "Lazos para su pelo…" Sonrió y me hizo una seña para que me acercara. Sentí un tirón: la cicatriz de mi pulgar me estaba empujando hacia ella. Hice lo que ya había pensado hacer, pero más rápidamente: dejé caer mi cesta y chillé como la vieja buhonera reseca que fingía ser; y corrí. Mi capa gris era del color del bosque, y yo era rápida. No me atrapó. Caminé de regreso al palacio.
No lo ví lo que ocurrió. Imaginémoslo, de todas formas, la chica regresando, frustrada y hambrienta, a la cueva, encontrando mi cesta tirada en el suelo. ¿Qué hizo? Me gusta pensar que primero jugueteó jugueteó con los lazos, enrollándolos en su pelo como el ala de un cuervo, rodeando su cuello pálido o sus pequeñas muñecas. Y entonces, curiosa, movió la tela para ver qué más había en la cesta; y vio las rojas, rojas manzanas. Olían a manzanas frescas, por supuesto, y también olían a sangre. Y ella tenía hambre. La imagino cogiendo una manzana, presionándola contra su mejilla, sintiendo su fría suavidad en la piel. Y abrió la boca y dio un buen mordisco. Para cuando alcancé mis habitaciones, el corazón que colgaba de la viga del techo, con las manzanas y jamones y salchichas secas, había dejado de latir. Colgaba allí, silenciosamente, sin movimiento ni vida, y me sentí a salvo una vez más. Ese invierno las nieves fueron altas y profundas, y tardaron en derretirse. Todos estábamos hambrientos cuando llegó la primavera. El Festival de Primavera había mejorado un poco ese año. La gente del bosque era poca, pero estaban allí y había viajeros de las tierras más allá del bosque. Ví a los hombrecitos peludos de la cueva del bosque comprando y negociando con piezas de cristal, trozos de vidrio y cuarzo. Pagaron por ello con monedas de plata –las ganancias de las depredaciones de mi hijastra, sin duda ‐ . Cuando quedó claro qué era lo que andaban buscando, los ciudadanos corrieron a sus casas y volvieron con sus amuletos de vidrio, y en algunos casos, con láminas enteras de cristal. Pensé brevemente en mandarlos ejecutar, pero no lo hice. Mientras el corazón colgase, silencioso, inmóvil y frío, de la viga de mi cámara, estaba a salvo, así como la gente del bosque y, finalmente, la gente de la ciudad. Mis veinticinco años llegaron, y mi hijastra se había comido la fruta envenenada hacía dos inviernos, cuando el Príncipe vino a mi palacio. Era alto, muy alto, con fríos ojos verdes y la piel morena de aquellos de más allá de las montañas. Cabalgaba junto a un pequeño cortejo: lo bastante grande como para defenderle, y lo bastante pequeño como para que otros monarcas –como yo misma – no le vieran como una amenaza potencial.
Fui práctica. Pensé en la alianza de nuestras tierras, en el reino extendiéndose desde los bosques por todo el territorio hacía el sur hasta el mar; pensé en mi barbado amor de cabello dorado, muerto durante esos ocho años y, en la noche, fui a la habitación del Príncipe. No soy inocente, aunque mi anterior marido, quien una vez fue mi rey, fue de verdad mi primer amante, no importa lo que ellos digan. Al principio el príncipe parecía excitado. Me pidió que me quitara mi camisola, y me hizo permanecer de pie frente a la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que mi piel estuvo helada y fría como la piedra. Entonces me pidió que yaciera sobre mi espalda, con las manos cruzadas sobre mi pecho, los ojos muy abiertos –pero –pero fijos sólo en las vigas del techo ‐ . Me dijo que no me moviera, y que respirara lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Me separó las piernas. Fue entonces cuando entró en mí. Según empezó a empujar dentro de mí, sentí mis caderas alzarse, sentí como empezaba a moverme pareja a él, roce por roce, embate por embate. Gemí. No pude evitarlo. Su masculinidad se deslizó fuera de mí. La alcancé y la toqué, una cosita resbaladiza. "‐Por favor –dijo, –dijo, suavemente – – No debes moverte o hablar. Sólo yace aquí, sobre las piedras, tan fría y hermosa" Lo intenté, pero había perdido cualquier fuerza que le hubiera dado vigor antes; y, poco tiempo después, abandoné la habitación del Príncipe, sus maldiciones y llantos resonando todavía en mis oídos. Se marchó temprano a la mañana siguiente, con todos sus hombres, y cabalgaron adentrándose en el bosque. Imagino sus intimidades ahora, mientras cabalga, un nudo de frustración en la base de su masculinidad. Imagino sus pálidos labios tan fuertemente apretados. Entonces imagino su pequeña troupe cabalgando a través del bosque, finalmente llegando al monumento de cristal y vidrio de mi hijastra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda, tras el cristal, poco más que una niña, y muerta. En mi fantasía puedo casi sentir la repentina dureza de su virilidad dentro de sus calzones, imagino el deseo que se apoderó de él entonces, las plegarias que murmuró dando gracias por su buena fortuna. Le imagino negociando con los hombrecitos peludos –– ofreciéndoles oro y especias por el adorable cadáver bajo el monumento de vidrio ‐. ¿Tomarían su oro gustosamente? ¿O alzaron la mirada para contemplar a sus hombres a caballo, con sus afiladas lanzas y sus espadas, dándose cuenta de que no tenían alternativa? No lo sé. No estaba allí; no estaba contemplándolo con una bola de cristal. Sólo puedo imaginar…
Manos, apartando los trozos de cuarzo y cristal de su frío cuerpo. Manos, acariciando amablemente su fría mejilla, moviendo su frío brazo, regocijándose al encontrar el cadáver todavía fresco y maleable. ¿La tomó allí, delante de todos? ¿O hizo que la llevaran a un rincón apartado antes de montarla? No puedo decirlo. ¿Sacó la manzana de su garganta? ¿O acaso sus ojos se abrieron lentamente mientras él martilleaba dentro de su frío cuerpo; acaso su boca se abrió, esos rojos labios se separaron, esos afilados dientes amarillos se cerraron sobre su cuello bronceado, mientras la sangre, que es la vida, fluía por su garganta arrastrando consigo el trozo de manzana, mi sangre, mi veneno? Me lo imagino; no lo sé. Esto es lo que sé: fui despertada en mitad de la noche por su corazón latiendo y palpitando una vez más. Sangre salada goteó sobre mi cara desde lo alto. Me senté. Mi mano ardió y palpitó como si me hubiera golpeado la base del pulgar con una roca. Sonaba un martilleo en la puerta. Sentí pánico, pero soy una reina, y no puedo mostrar miedo. Abrí la puerta. Primero, sus hombres entraron en mi cámara, y permanecieron a mi alrededor, con sus afiladas espadas y sus largas lanzas. Entonces entró él; y me escupió en la cara. Finalmente, ella entró en mi habitación, al igual que cuando me habían hecho reina, siendo la princesa una niña de seis años. No había cambiado. De verdad que no. Bajó el bramante del cual colgaba su corazón. Quitó las bayas de serbal secas, una por una, sacó el ajo –ahora –ahora una cosita reseca, después de todos esos años ‐; entonces cogió su propio, palpitante corazón –una –una cosa pequeña, no más grande que el de una cabra o una osa –– mientras impulsaba la sangre, llenando su mano. Sus uñas deben haber sido tan afiladas como el cristal: se abrió el pecho con ellas, recorriendo la cicatriz purpúrea. Su torso se abrió, repentinamente, hueco y sin sangre. Lamió su corazón una vez, mientras la sangre corría por sus manos, y lo empujó profundamente dentro de su pecho. La ví hacerlo. La ví cerrando de nuevo su carne. Vi la cicatriz púrpura empezando a desvanecerse. Su príncipe pareció brevemente preocupado, pero, no obstante, puso un brazo alrededor de sus hombros, y permanecieron de pie, el uno junto junto al otro, y esperaron. Y ella permaneció fría, y la floración de la muerte permaneció en sus labios, y el deseo de él no había disminuido de ningún modo.
Me dijeron que se casarían, y que los reinos serían ciertamente unidos. Me dijeron que estaría con ellos el día de su boda. Empieza a hacer calor aquí. Han dicho a la gente cosas malas sobre mí; un poco de verdad para añadir sabor al guiso, pero mezclada con muchas mentiras. Fui atada y encerrada en una pequeña celda de piedra, bajo el palacio, y permanecí allí durante el otoño. Hoy me han sacado de la celda, me han quitado mis harapos y lavado la suciedad de mi cuerpo, y después me han afeitado la cabeza y el vello púbico, y han frotado mi piel con grasa de ganso. La nieve caía mientras me cargaban – – dos hombres de cada mano, dos hombres de cada pierna –– completamente expuesta y helada, a través de la multitud de mediados de invierno; y me trajeron a este horno. Mi hijastra permanecía allí con su príncipe. Me contempló, en mi humillación, pero no dijo nada. Mientras me metían dentro, gritando y burlándose, vi un copo de nieve posado en su mejilla, permaneciendo allí sin derretirse. Cerraron la puerta del horno detrás de mí. Empieza a hacer calor aquí, y fuera están cantando, y dando vítores, y golpeando los lados del horno. Ella no se estaba riendo, o mofando, o hablando. No se burló de mí, ni se apartó. Me miró, no obstante; y, por un momento, me vi reflejada en sus ojos. No gritaré. No les daré esa satisfacción. Tendrán mi cuerpo, pero mi alma y mi historia son sólo mías, y morirán conmigo. La grasa de ganso empieza a derretirse y brillar sobre mi piel. No pienso emitir un sonido. No pensaré más en esto. Pensaré, en su lugar, en el copo de nieve sobre su mejilla. Pienso en su pelo, negro como el carbón, sus labios rojos como la sangre, su piel, blanca como la nieve.
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