ska, jean louis - los enigmas del pasado.doc

March 30, 2017 | Author: beloso14 | Category: N/A
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Jean Louis Ska sj Los enigmas del pasado Índice Prefacio a la edición española ... Capítulo primero Contar historias y escribir la historia I. La historia antigua y el mundo de la televisión II. La historia antigua y la Pietá: de Miguel Ángel , III. La «verdad» de los relatos bíblicos .......... IV. Historia e historias ..................... 1. El bautismo de Jesús ................. 2. ¿Escribir una novela o escribir como en las novelas? 3. La historiografía moderna ............. 4. La zarza ardiente .................... 5. El paso del mar ..................... 6. La agonía de Jesús ...................

Capítulo segundo Creación, diluvio, torre de Babel: relatos de los orígenes y orígenes del relato ............. I. La creación del mundo (Gn 1-2) .......... Primer punto ........................ Segundo punto ....................... Tercer punto ......................... Cuarto punto ........................ Quinto punto ....................... II. El diluvio (Gn 6-9) ................... III. La torre de Babel (Gn 11,1-9) ....

Capítulo tercero Abrahán y los patriarcas: ¿actores de la historia o figuras legendarias? .. I. Introducción: los relatos patriarcales y el comienzo de la «historia de Israel» II. La historicidad de los patriarcas o de la época patriarcal ..................... 1. Las escasas huellas dejadas por los patriarcas en la historia ................. 2. ¿Historicidad de una época patriarcal? ..... 3. ¿Una antigua «religión de los patriarcas» o una «religión de la familia»? . 4. El mundo de los nómadas y la historia ..... 5. Los patriarcas y Egipto ................. 6. Un argumento a favor de la historicidad de los patriarcas ...................... III. La fecha de redacción de algunos textos claves . . IV. La intención de los relatos ................. 1. «Leyendas» y personajes «legendarios» ...... 2. ¿Informar o formar? .................. 3. ¿Por qué hablar de los antepasados de Israel? .

Capítulo cuarto Moisés: de héroe predavídico a fundador del Israel postexílico ................... I. El marco histórico del relato bíblico .......... II. El personaje Moisés .....................

III. La esclavitud de los hebreos en Egipto (Ex 1 y 5) IV. Las plagas de Egipto (Ex 7—12) ............. V. La salida de Egipto y el paso del mar (Ex 13-15) 1. Los papiros Anastasi y otros documentos .... 2. ¿Por qué es tan poco abundante la documentación? .................... 3. El itinerario de la salida de Egipto ......... 4. El milagro del mar .................... 5. El Dios de la Biblia es alérgico al caballo .... VI. La estancia en el desierto .................. 1. Los cuarenta años ..................... 2. Los milagros realizados en el desierto ...... 3. La estancia en el desierto ............... 4. La actividad de Moisés en el desierto ....... 5. ElSinaí ............................ 6. Las instituciones mosaicas .............. a) El derecho de Israel .................. b) El culto ..........................

Capitulo quinto ¿Conquista de la tierra, asentamiento de pastores nómadas, rebelión rural o evolución social? ............ I. El Libro de Josué y la arqueología .............. 1. Los problemas históricos del Libro de Josué .... 2. El Libro de Josué y el género literario «épico» . . . II. Las teorías sobre la instalación de Israel en la tierra de Canaán ... 1. La conquista militar (la escuela de W. E Albright) ............... 2. El asentamiento progresivo de los seminómadas (A. Alt) .................... 3. La rebelión de los campesinos contra las ciudades cananeas (G. Mendenhall N. K. Gottwaid) . . . 4. Crítica de las teorías y balance .............. 5. La estela de Merneftah .................... 6. Los hapiru y los hebreos ................... 7. Los filisteos y los «pueblos del mar» .......... Conclusión .............................. III. El Libro de Josué y el espíritu de las bienaventuranzas 1. Josué, «el campeador» .................... 2. Las convenciones literarias de la epopeya ...... 3. Algunos peligros del género literario de la epopeya ....................

Capítulo sexto David y Salomón: ¿grandes reyes o pequeños jefes de clanes locales? ... I. El Libro de los Jueces ....................... II. La monarquía de David y de Salomón .......... 1. David y Salomón: ¿grandes reyes o pequeños jefes locales? .................. 2. La estela de Dan y la «casa de David» ......... III. Roboán, Jeroboán y Sesac, faraón de Egipto ...... IV. El reino del Norte y la casa de Omrí ........... 1. El rey Omrí, fundador de la gran dinastía del reino del Norte (886-875 a. C.) 2. El reyAjab (875-853 a. C.) y los primeros contactos con el Imperio asirio 3. La estela de Mesa ....................... 4. La estela de Dan ........................ V. El remado de Jehú (841-814 a. C.) ..... VI. El tributo de Joás, rey de Israel (798-783 a. C.) ........................

Capítulo séptimo

Israel y Judá en el torbellino de la política internacional .. I. El final del reino del Norte (722-721 a. C.) .... II. Las campañas de Sargón II (721-705 a. C.) .... III. La campaña de Senaquerib (705-681 a. C.) contra Judá el año 701 a. C. 1. Los antecedentes del conflicto ........... 2. Ezequías se prepara para resistir .......... 3. La campaña asiría contra Judá del año 701 a. C. ... a) El texto de 2 Re 18-20 ............... b) El texto de Is 36-39 ................. c) El texto de los anales asirlos sobre la campaña de Senaquerib del año 701 a. C.. d) Las contradicciones entre las diferentes versiones de los acontecimientos ... e) La interpretación de los acontecimientos por el profeta Isaías .

4. Algunas reflexiones a posteriori ........... Epílogo Historia y relato, arte y poesía ................... Breve bibliografía ............................. Tablas cronológicas ............................

Prólogo a la edición española «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (incipit). Lo que el gran escritor colombiano dice de la experiencia individual puede ser aplicado, mutatis mutandis, a la experiencia de los pueblos y a la del pueblo de Israel en particular. La Biblia, en efecto, no es otra cosa que la «memoria colectiva» de un pueblo, que, a lo largo de su historia, ha ido registrando en menor medida unos hechos concretos, fechados y detallados, que algunas experiencias que le han permitido vivir y sobrevivir y que, por consiguiente, han merecido ser contadas de generación en generación. Como dice con tanta fortuna Gabriel García Márquez, la vida no es nunca exactamente la que uno vivió. La historia tampoco es sólo una serie de acontecimientos registrados con cuidado en anales o en crónicas detalladas. La verdadera historia, la que cuenta y es «maestra de la vida», es algo distinto a una recensión exacta, rigurosa, pero también aséptica y anónima, de «lo que verdaderamente pasó». Está compuesta de risas y lágrimas, de alegrías y sufrimientos, del sudor y de la sangre de aquellos que vivieron unos momentos que se han vuelto, en el sentido literal de la palabra, «memorables». Esta historia no se parece a los manuales escolares y a menudo un tanto aburridos de nuestra infancia y de nuestra juventud; se parece más bien a los recuerdos que una familia va reuniendo poco a poco, a esos viejos álbumes de fotos amarillentas, a las cartas u objetos familiares que poseen todos la misma cualidad: la de hacer brotar de los labios una «historia» que todos escuchan en cada ocasión con el mismo placer renovado, una historia que escuchamos para poder contarla, a nuestra vez, a nuestros propios hijos. Y es que, a fin de cuentas, una familia se construye también en torno a cierto número de historias que vale la pena contar. Los elementos importantes en una vida de familia son los que engendran historias. Esas historias permanecen, conservan su encanto y su poder evocador, transmiten el mismo mensaje o las mismas lecciones, se adaptan también a las necesidades y a las circunstancias, porque tienen una vida propia y tienen el rostro cambiante de la vida. Es esencial entrar en el universo de la Biblia del mismo modo que se hojea un álbum de recuerdos. Cada cosa tiene un sentido, y hasta el menor detalle tiene su razón de ser. Ahora bien, la precisión en el detalle no es la del historiador, es más bien la de un narrador de cuentos, la de los padres y los abuelos de un pueblo que desean legar a las jóvenes generaciones los tesoros de su sabiduría en forma de relatos que permitan revivir a cada uno las experiencias de un pasado rico: «Las cosas que hemos oído y que sabemos, las que nos contaron nuestros antepasados: las glorias del Señor y su poder, las maravillas que hizo, no se las ocultaremos a sus descendientes, sino que se las contaremos a la generación venidera» (Sal 78,3-4). La memoria colectiva de un pueblo, en efecto, forma su conciencia colectiva, su inteligencia y su sensibilidad. Para formar la conciencia de un pueblo, no cabe duda de que la poesía es mejor aliada que la sequedad de una recensión exacta y minuciosa de los acontecimientos, porque la poesía proporciona al relato su encanto y le concede la capacidad de modelar los espíritus o, más bien, la capacidad de invitarles a recorrer «los caminos antiguos, los caminos seguros, los que procuran el reposo» (Jr 6,16). La Biblia no es, pues, un manual de historia en el sentido moderno del término; contiene más bien «historias», es decir, experiencias de las que se ha acordado Israel y que ha transformado en relatos. Leer la Biblia de esta manera tiene la gran ventaja, a mi modo de ver, de resolver las numerosas dificultades planteadas estos últimos tiempos por algunas publicaciones bastante radicales y, sobre todo, por los artículos aparecidos en la prensa, que,

por otra parte, no han retenido, la mayoría de las veces, más que el aspecto «sensacional» y provocador de estas obras. Es cierto que los espíritus han podido sentirse turbados por algunos títulos: «Ni Abrahán ni Moisés han existido nunca»; «Las historias de los patriarcas no son más que invenciones piadosas»; «Israel no atravesó seguramente el mar Rojo a pie enjuto»; «No hubo ninguna conquista de la tierra prometida»; «David y Salomón no fueron más que pequeños reyezuelos locales», y otras afirmaciones de este tipo. El problema es, a buen seguro, delicado, puesto que la teología tradicional afirma que la fe cristiana, al contrario que la mitología, está basada en acontecimientos históricos. El Dios de la Biblia es un Dios que interviene en la historia, y la encarnación es una última prueba de esta «inmanencia» de la divinidad que vino a «plantar su tienda entre nosotros» (Jn 1,14). Negar la historicidad de la Biblia equivale, por tanto, a minar uno de los fundamentos de la fe bíblica y a poner en peligro todo el edificio de la teología cristiana. Como dice la primera carta de san Juan (1,1-3), «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, —pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros». Es preciso, por consiguiente, que los primeros testigos del Evangelio hubieran podido ver, escuchar y tocar algo real para poder anunciarlo a continuación. En el Antiguo Testamento, la situación es algo parecida: Recuerdo las hazañas del Señor; sí, recuerdo tus maravillas de antaño. Considero todas tus obras, medito tus proezas. Oh Dios, santo es tu proceder. ¿Qué dios es tan grande como nuestro Dios? Tú, el Dios que realiza maravillas, diste a conocer entre los pueblos tu poder; con tu brazo rescataste a tu pueblo, a los hijos de Jacob y de José. Te vio el mar, oh Dios, te vio el mar y tembló, hasta el océano se estremeció. Las nubes descargaron sus aguas, los nubarrones tronaron, zigzaguearon tus rayos. El estruendo de tu trueno resonaba en el torbellino, los relámpagos deslumhraron el orbe, la tierra retemblaba estremecida. Te abriste un camino por el mar, un sendero por las aguas caudalosas, y nadie descubrió tus huellas. Guiabas a tu pueblo como un rebaño, Moisés y Aarón lo conducían. Este texto del Sal 77,12-21 describe la salida de Egipto y el paso del mar como experiencias vividas. El lenguaje es, ciertamente, poético, pero se refiere a un acontecimiento, no a imágenes o símbolos. ¿Cómo debemos interpretar, en este caso, esos relatos? A mi modo de ver, es importante evitar dos escollos. El primero consiste en atrincherarse en posiciones defensivas y afirmar, sin entrar en demasiados matices, que lo que dice la Biblia «es verdadero» y que, por consiguiente, lo que ella cuenta corresponde a lo que pasó de verdad. Esta posición fündamentalista es peligrosa y, de todos modos, poco defendible, porque identifica, más o menos conscientemente, el lenguaje de los relatos bíblicos con el de los historiadores modernos. O bien obliga a los textos bíblicos a corresponder a las exigencias de una

determinada teología o de una determinada ideología, sin demostrar nunca verdaderamente el buen fundamento de este postulado. Por otra parte, existe otra posición extrema que es mejor evitar, una posición nihilista que viene a negar todo vínculo entre los relatos bíblicos y la historia. Baste, en este momento, con recordar que el pueblo de Israel y su tierra pertenecen a la historia y no a la mitología, del mismo modo que la primera comunidad de los discípulos de Jesucristo forma parte de la historia y no de la leyenda. La cuestión, no obstante, consiste en saber si existe alguna posibilidad de navegar entre los dos escollos que acabamos de mencionar, entre el todo de los fündamentalistas y la nada de los nihilistas. A mí me parece que sí, y que la vía nos la indica Gabriel García Márquez, a quien he elegido, además, como guía para escribir estas páginas introductorias. Con otras palabras, es esencial saber cómo leer los relatos bíblicos y saber lo que podemos encontrar en ellos. Este pequeño libro, fruto de varios seminarios realizados con grupos de laicos en Italia, especialmente en Génova y en Roma, quiere acompañar al lector durante su viaje a través de los relatos bíblicos, desde la creación del mundo (Gn 1) hasta el asedio de Jerusalén por Senaquerib en el año 701 a. C. Para que este viaje resulte, a la vez, agradable e instructivo, es importante que nos proveamos de algunos accesorios indispensables. Lo primero que conviene introducir en nuestro equipaje es una de las adquisiciones esenciales de la ciencia bíblica de estos dos últimos siglos; en este caso, que los relatos bíblicos nos informan más sobre el mundo de quienes los han escrito que sobre el mundo que describen. Dicho con palabras más sencillas, «los relatos de familia» de los que hablaba yo más arriba siguiendo a Gabriel García Márquez sirven más para hacernos entrar en el espíritu de familia que para informarnos con precisión sobre su historia. Esto vale también para la historia de Israel. Empleando palabras más técnicas, los textos bíblicos nos informan poco sobre el «mundo del relato» y más sobre el de sus autores. Los relatos patriarcales, por ejemplo, no nos dicen gran cosa sobre una supuesta «era patriarcal»; nos revelan más bien, por el contrario, cuáles eran las preocupaciones de un pueblo que intenta definir su identidad a partir de mejor evitar, una posición nihilista que viene a negar todo vínculo entre los relatos bíblicos y la historia. Baste, en este momento, con recordar que el pueblo de Israel y su tierra pertenecen a la historia y no a la mitología, del mismo modo que la primera comunidad de los discípulos de Jesucristo forma parte de la historia y no de la leyenda. La cuestión, no obstante, consiste en saber si existe alguna posibilidad de navegar entre los dos escollos que acabamos de mencionar, entre el todo de los fundamentalistas y la nada de los nihilistas. A mí me parece que sí, y que la vía nos la indica Gabriel García Márquez, a quien he elegido, además, como guía para escribir estas páginas introductorias. Con otras palabras, es esencial saber cómo leer los relatos bíblicos y saber lo que podemos encontrar en ellos. Este pequeño libro, fruto de varios seminarios realizados con grupos de laicos en Italia, especialmente en Génova y en Roma, quiere acompañar al lector durante su viaje a través de los relatos bíblicos, desde la creación del mundo (Gn 1) hasta el asedio de Jerusalén por Senaquerib en el año 701 a. C. Para que este viaje resulte, a la vez, agradable e instructivo, es importante que nos proveamos de algunos accesorios indispensables. Lo primero que conviene introducir en nuestro equipaje es una de las adquisiciones esenciales de la ciencia bíblica de estos dos últimos siglos; en este caso, que los relatos bíblicos nos informan más sobre el mundo de quienes los han escrito que sobre el mundo que describen. Dicho con palabras más sencillas, «los relatos de familia» de los que hablaba yo más arriba siguiendo a Gabriel García Márquez sirven más para hacernos entrar en el espíritu de familia que para informarnos con precisión sobre su historia. Esto vale también para la historia de Israel. Empleando palabras más técnicas, los textos bíblicos nos informan poco sobre el «mundo del relato» y más sobre el de sus autores. Los relatos patriarcales, por ejemplo, no nos dicen gran cosa sobre una supuesta «era patriarcal»; nos revelan más bien, por el contrario, cuáles eran las preocupaciones de un pueblo que intenta definir su identidad

a partir de un pasado remoto, justificar sus prerrogativas y dar cuerpo a sus convicciones y sus esperanzas más fundamentales. En segundo lugar, es necesario que nos proveamos de una buena dosis de sentido crítico, en el sentido literal de la palabra. La palabra «crítica» procede, en efecto, del verbo griego krínein, que significa «juzgar», «discernir». El sentido crítico es, por consiguiente, la capacidad de juzgar y de discernir, de «no tomar por oro todo lo que brilla», de no contentarse con respuestas manidas y fórmulas comodín. Al leer la Biblia es importante medir la distancia que nos separa de estos textos antiguos, escritos en otra lengua, en otro mundo y siguiendo los criterios de una cultura distinta. No es posible aplicar a estos textos nuestros criterios o juzgarlos según nuestros cánones. Tampoco es posible trasladarlos a nuestro mundo sin «traducirlos». El lenguaje es diferente, los modos de pensar y de expresarse son distintos, y los modos de contar también. Sería ingenuo y poco razonable creer que estos textos pueden ser leídos y comprendidos sin realizar un esfuerzo de transposición y de «traducción». En tercer lugar, será asimismo útil procurarnos una amplia provisión de «curiosidad intelectual». El gusto por la aventura, el deseo de explorar y de descubrir, la sed de saber, son indispensables para poder aventurarse en la selva de los textos bíblicos. Eso significa, por supuesto, que el lector podrá perder por el camino algunas de sus falsas certezas, que podrá sentirse conmocionado en sus convicciones o ver cómo se hunden algunas de sus construcciones excesivamente simplistas. Deberá tener el coraje de dejar a su espalda, sin falsos lamentos, algunas ideas demasiado simplistas sobre la Biblia para poder avanzar por unos caminos que conducen a opiniones más sobrias, aunque también mucho más sólidas. La honestidad intelectual requiere una actitud recomendada también por el Evangelio en otro contexto: es preciso saber perder para poder encontrar lo único que vale la pena (r/TMt 16,25 y par.). El que no quiere perder nada se arriesga, por el contrario, a encontrarse con las manos vacías {cfíAt 25,28-29). La curiosidad intelectual requiere asimismo cierto sentido de la gratuidad. El esfuerzo por buscar la verdad juntos, con honestidad, es una empresa que tiene valor en sí misma. No es necesario que se revele útil para otra cosa: para confirmar o consolidar, por ejemplo, opiniones preconcebidas sobre la revelación bíblica. La verdad es un valor en sí, del mismo modo que la Escritura tiene valor en sí, sobre todo para el creyente que la lee como «Palabra de Dios». El amor, dice Bernardo de Claraval, tiene en sí mismo su recompensa. Lo mismo diremos del esfuerzo de la inteligencia recta, honesta y rigurosa. Por último, se recomienda «llenar el depósito» de confianza. Confianza en la Palabra de Dios, porque el creyente sabe que ésta no puede decepcionarle. Confianza en las capacidades de la inteligencia humana, que, después de todo, es un don de Dios. Confianza en poder superar los obstáculos y las resistencias que cada uno encuentra, inevitablemente, en su camino. Confianza en la misma investigación, porque, como dice el evangelio, «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Confianza asimismo en la comunidad de los lectores de la Biblia, que desde hace casi veinte siglos no ha cesado de escrutar las Escrituras para descubrir en ellas cada día un alimento sustancial para el espíritu. Sólo me queda desear a todos los lectores de este volumen un buen viaje a través de las páginas de un libro que ya cuenta con más de dos mil años pero que sigue siendo joven y continúa estando alerta. Y les deseo también que vuelvan de este viaje con algunos recuerdos inolvidables y algunos relatos para transmitir a las generaciones futuras.

Jean-Louis Ska 3 de septiembre de 2003 Fiesta de san Gregorio Magno

Capítulo primero Contar historias y escribir la historia La Biblia se presenta, tradicionalmente, como un libro de historia o de historias con un comienzo, un largo desarrollo y un final. El comienzo de la historia coincide con la creación del mundo y el fin con la predicación del Evangelio en el Imperio romano durante el siglo I después de Cristo. Se podría decir incluso que, en los primeros capítulos del Apocalipsis, la Biblia describe, de una manera anticipada, el final último de toda la historia: el fin del mundo. Dicho con palabras claras y sencillas, la Biblia contiene la historia del mundo desde el comienzo hasta el final. La historia es parcial y fragmentaria, no pretende en modo alguno ser exhaustiva; intenta más bien decir lo esencial sobre nuestro mundo: afirma saber cómo se ha constituido, por qué existe y cuál es la vocación de la humanidad en el universo y cómo acabará este universo que conocemos. La historia contada en la Biblia es la historia de nuestro mundo, y es nuestra historia. En particular, la Biblia nos cuenta cómo la humanidad ha buscado largamente la salvación, una salvación que se le ha ofrecido, finalmente, en Jesucristo. Durante siglos, estas afirmaciones no han supuesto dificultad alguna, especialmente en el mundo cristiano. Hoy, por el contrario, desde la aparición del espíritu crítico, las cosas son muy diferentes y se ha vuelto necesario que nos preguntemos cuál es el vínculo entre la «historia contada por la Biblia» y la «historia real». Se trata, pues, de establecer con mayor precisión si la «historia» contada por la Biblia es fiable o no. I. La historia antigua y el mundo de la televisión

Adoptar el punto de vista crítico significa también poner en tela de juicio una de nuestras actitudes más comunes e inconscientes frente a la realidad y frente a nuestras representaciones de la realidad. En efecto, nuestro mundo está dominado por los medios de comunicación, en particular por la televisión. Estos medios crean la ilusión —pues se trata de una verdadera ilusión— de que es posible suministrar imágenes fieles de la realidad. Lo que vemos en la televisión sería —según la opinión general— una fotografía del mundo real. Esta fotografía puede ser parcial, puede haber sido elegida con cuidado, y ciertos detalles pueden haber sido ocultados. Probablemente olvidamos, con excesiva frecuencia o con demasiada rapidez, que las imágenes están filtradas, que el ángulo de mira y el encuadre están estudiados con conocimiento de causa, que ni la secuencia de las imágenes ni el momento en que son presentadas son fruto de un puro azar, sino de estrategias muy elaboradas. A pesar de todo esto, no es menos verdad que, para nosotros, una película de actualidad es siempre un trozo de la realidad, pues pensamos que no existe ninguna distancia entre la fotografía y la realidad fotografiada. II. La historia antigua y la «Pietá» de Miguel Ángel

No pretendo discutir esta creencia, aunque sería oportuno hacerlo. Ante todo, pretendo poner en duda la legitimidad de semejante actitud en lo que se refiere a la Biblia. La historia que nos presenta la Biblia no es una película televisada. No asistimos nunca a los acontecimientos contados como si estuviéramos frente a la pequeña pantalla. En realidad, existe una distancia, a menudo considerable, entre los acontecimientos y su descripción en las Escrituras. Del mismo modo que Miguel Ángel no pudo tener como modelos a María y a Jesús para esculpir su Pietá dado que María y Jesús vivieron quince siglos antes que él, así también los escritores bíblicos, especialmente los del Antiguo Testamento, escribieron a menudo mucho después de los acontecimientos que describen. Ahora bien, la Pietá de Miguel Ángel expresa, con una intensidad digna de ser destacada, algo de la participación de una madre en la pasión y en la muerte de su hijo. Una simple recensión periodística no hubiera captado esta experiencia de la misma manera ni con la misma intensidad. Además,

Miguel Ángel forma parte de una larga cadena de artistas que han representado esta escena u otras semejantes, cada uno de ellos según la sensibilidad de su época. De hecho, los relatos bíblicos se encuentran a menudo más cerca de las obras de arte, como la Pieta de Miguel Ángel, que de las rúbricas de prensa o de los telediarios. No persiguen sobre todo la exactitud de la crónica fiel y detallada; buscan más bien —y en primer lugar— transmitir un mensaje existencial a propósito de los acontecimientos que describen. Dicho de modo claro, pretenden «formar» más que «informar». La significación del acontecimiento relatado es más importante que el «hecho en estado bruto», si es que existen en nuestro mundo humano «hechos en estado bruto». La relación de los hechos bíblicos con la «realidad» histórica es, por tanto, compleja; a buen seguro, más compleja que la relación entre un reportaje televisado y un hecho de la actualidad. III. La «verdad» de los relatos bíblicos

Nuestra tarea es, por consiguiente, doble. Por una parte, es necesario corregir nuestra representación de la «historia bíblica»; por otra, será necesario definir mejor el tipo de «verdad» que encontramos en las Escrituras. Para alcanzar este doble objetivo y convencernos de que la Biblia no está escrita por corresponsales de prensa que siguieran personalmente a los personajes y los acontecimientos con cuadernos de notas, grabadoras, máquinas de fotos y cámaras de televisión, es necesario comparar la historia bíblica con los documentos que los investigadores, historiadores y arqueólogos nos pueden suministrar sobre los acontecimientos que nos cuenta la Biblia. Será muy instructivo volver a tomar toda la historia bíblica, a partir de la creación, y preguntarnos si las descripciones ofrecidas por la Biblia están confirmadas o no por los documentos contemporáneos. IV. Historia e historias

El modo de relatar de la Biblia, como acabamos de ver, no es exactamente el de un telediario^ ni tampoco el de los historiadores modernos. También aquí es preciso corregir, sin duda, una manera demasiado difundida de abordar los relatos bíblicos, a fin de adoptar una perspectiva más justa. Voy a poner un primer ejemplo para hacerme comprender mejor.

1. El bautismo de Jesús En el relato del bautismo, presente en los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), se abre el cielo y baja el Espíritu Santo en forma de paloma sobre Jesús, que acaba de ser bautizado. Pero ¿quién ve esta paloma? Según los tres evangelios, es Jesús el único que tuvo esta experiencia. Sin embargo, si fue así, surge otra cuestión de inmediato: ¿cómo pueden contar los evangelistas este acontecimiento? La respuesta que se nos ocurre de inmediato es que el mismo Jesús se lo contó a sus discípulos. Con todo, subsiste un problema. Se trata de una simple cuestión de estilo. El relato está en tercera persona y no en primera. El evangelista no escribe: «Jesús me dijo que en aquel momento vio al Espíritu Santo que bajaba sobre él en forma de paloma», ni tampoco: «Jesús me dijo: "En ese momento, vi al Espíritu Santo que bajaba sobre mí..."». El autor del relato no es Jesús, sino alguien que habla como si hubiera sido testigo ocular del acontecimiento. Sin embargo, es preciso reconocer que el relato mismo excluye que cualquier otra persona que no sea el mismo Jesús hubiera podido ver el fenómeno. Además, es probable que los discípulos no estuvieran presentes, pues Jesús los llamó después de su bautismo. A esto debemos añadir que Marcos y Lucas se hicieron discípulos todavía más tarde, después de la resurrección. En consecuencia, el relato pone a su lector ante una imposibilidad: si Jesús es el único personaje presente que pudo ver al Espíritu Santo, entonces —al menos en principio— nadie puede decir: «Jesús vio al Espíritu Santo».

Otro modo de abordar las cosas sería decir que estamos ante una manera de hablar y de escribir corriente y aceptada en aquella época. Esa manera de escribir es todavía muy común en nuestros días, no en el mundo del periodismo o en el de la historiografía, sino en el mundo de la novela. En efecto, los novelistas no tienen problemas para decirle al lector lo que piensa un personaje que está solo en una habitación. Pueden hacer asistir a escenas y revelar el contenido de pensamientos o de monólogos que no pueden tener testigos. Nadie se rebela diciendo: «Este autor "inventa" lo que dice», puesto que la escena se desarrolla sin testigos. En este caso, todo el mundo es consciente de que el novelista no pretende contar hechos experimentados. Estamos en el mundo de la ficción, que no es exactamente el mundo real. Es un mundo creado y modelado por el autor de la novela. Sin embargo, se trata de un mundo verosímil, esto es, semejante al mundo real. Se trata de un mundo que podría ser o que podría haber sido, del mismo modo que los personajes podrían asistir o podrían haber asistido. Estas observaciones tan sencillas crean, sin duda, un gran malestar entre los creyentes, porque, para ellos, la Biblia y los evangelios no pueden parecerse a una novela, es decir, a un relato salido directamente de la imaginación de sus autores. La historia bíblica es «verdadera», no es ni inventada ni legendaria. La Biblia cuenta acontecimientos que han sucedido «de verdad», acontecimientos en los que puede apoyarse nuestra fe con toda seguridad. En consecuencia, hemos de elegir: o bien la historia de la salvación es historia «verdadera», o bien nuestra fe pierde su fundamento. Henos, pues, ante un dilema del que verdaderamente es muy difícil salir.

2. ¿Escribir una novela o escribir como en las novelas? Llegados a este punto de nuestra investigación, se hace necesario introducir una distinción importante, en primer lugar, para tranquilizar a quien pudiera inquietarse por el giro que van tomando las cosas y, en segundo lugar, para dar un paso hacia adelante en nuestra comprensión de la Biblia. Decir que la Biblia utiliza determinados recursos literarios que encontramos en la novela moderna no equivale en modo alguno a decir que la Biblia es una novela. Sólo supone afirmar que la manera de escribir de los autores bíblicos está más cerca de la de los novelistas modernos que de la de los cronistas, periodistas u otros corresponsales de la televisión. En términos muy sencillos, esta constatación se refiere únicamente a la forma de los relatos bíblicos y no implica ningún juicio sobre su contenido.

3. La historiografía moderna ¿Cuál es, entonces, la verdadera diferencia entre la historia tal como nosotros la comprendemos hoy y los relatos bíblicos? Vamos a partir de una definición bastante simple: la historia, o la ciencia histórica llamada historiografía, está basada en documentos y testigos. Los documentos pueden ser escritos o no escritos. Un palacio, una casa, una tumba, una punta de flecha, un graffi-ú escrito en una piedra, las cenizas dejadas en un hogar, son otros tantos documentos que permiten descubrir la existencia de personas. A partir de estos documentos, se vuelve posible —tomando las precauciones necesarias y aplicando el rigor indispensable— elaborar un retrato de las personas que dejaron estos documentos y reconstruir el mundo en el que vivían. Ciertamente, los documentos escritos tienen una importancia capital. Ahora bien, éstos tienen que ser usados con espíritu crítico, porque pueden ser tendenciosos y deformar la verdad. Todos conocemos documentos parciales, incompletos o carentes de fundamento. Hoy conocemos asimismo las fotografías, las películas y las grabaciones. En la antigüedad, en cambio, existían diferentes tipos de iconografía y de estatuaria. Recientemente, algunos investigadores han consagrado mucho tiempo a estudiar la impresión de los sellos antiguos encontrados en el Próximo Oriente y han conseguido obtener informaciones muy interesantes sobre la historia de la religión popular de la época.

Los testigos, por su parte, son testigos oculares, es decir, personas que han asistido a los acontecimientos. Puede tratarse también de personas que han recogido los testimonios de los testigos oculares. Sea como fuere, es importante que en la base del testimonio haya un testigo directo. A esta razón se debe que la historia se ocupe únicamente de acontecimientos públicos y no de acontecimientos privados. La oración o la reflexión de una persona sola en su habitación no forman parte de la historia, pues, necesariamente, no hay testigos. Y cuando no tiene ni documentos ni testigos, el historiador se calla. En la Biblia, sin embargo, el lector encuentra a menudo relatos que no corresponden exactamente a esta definición de «historiografía». En general, el lector no reacciona, pues los textos son muy conocidos y casi nadie plantea cuestiones críticas sobre ellos. Ahora voy a presentar algunos ejemplos de narraciones muy conocidas que no pueden haber sido escritas, a buen seguro, por testigos directos. Se trata de ejemplos parecidos al del bautismo de Jesús evocado más arriba.

4. La zarza ardiente Es un primer ejemplo tomado del libro del Éxodo. Se trata de la famosa escena de la zarza ardiente (Ex 3,1-6). La escena incluye dos personajes: Moisés y Dios. ¿Quién asiste a la escena? Nadie. ¿Quién puede contarla? Se puede responder que Moisés. Sin embargo, el relato no está en primera, sino en tercera persona. También aquí el narrador «da la impresión» de ser testigo, es decir, que se mete «en la piel» de un testigo ocular para poder contar lo que pasa.

5. El paso del mar Otro ejemplo procede del relato del paso del mar (Ex 14). Cuando los egipcios desaparecen porque las aguas refluyen sobre ellos, dicen, según el texto bíblico: «Huyamos ante Israel, porque el Señor pelea por ellos contra Egipto» (Ex 14,25). La «historicidad» de este relato plantea numerosas cuestiones. Un primer problema, menor, procede de la lengua. Los egipcios hablaban, evidentemente, la lengua egipcia. Sin embargo, en Ex 14,25 las palabras del ejército egipcio están en hebreo, como si los egipcios hablaran esta lengua. A buen seguro, se trata de una convención, puesto que este mismo fenómeno se encuentra un poco por todas partes en la Biblia. Hay un segundo problema más difícil de resolver: ¿quién oyó el discurso pronunciado por el ejército del faraón en su huida? Todos los egipcios murieron inmediatamente después y, por consiguiente, no pudieron contar nada (Ex 14,28). Por otra parte, una nube separaba al ejército egipcio de los israelitas, soplaba un fuerte viento del este (14,21) y era de noche (14,19-20). Nada de todo esto facilitaba las cosas. A la mañana siguiente, los israelitas descubrieron los cuerpos de los egipcios sobre la orilla (l4,30b). Pero ¿qué es lo que pudieron ver y oír durante la noche? Sin embargo, el narrador hace asistir al lector a la escena como si él mismo fuera un espectador directo. Si bien no es algo absolutamente imposible, está bastante claro, no obstante, que esta parte del relato es más una «reconstrucción» que el informe de un testigo ocular de los acontecimientos.

6. La agonía de Jesús Tenemos un último ejemplo, muy claro, procedente del Nuevo Testamento. Jesús, durante su agonía, ora en el «huerto de los olivos». Los lectores de los evangelios de Marcos y de Mateo pueden saber también lo que dijo Jesús en esta circunstancia. Ahora bien, ¿quién estaba presente y oyó lo que dijo Jesús en esta circunstancia? Nadie. En efecto, los tres discípulos que acompañaban a Jesús, siempre según Marcos y Mateo, dormían en ese momento. Esta vez, difícilmente pudo comunicarse Jesús con sus discípulos, porque fue detenido, condenado y crucificado. Por su lado, los discípulos habían huido justo después del arresto de su maestro. De momento, importa poco saber cómo consiguieron escribir esta

página los evangelistas. Es esencial ver que no fue escrita por un «cronista» que seguía a Jesús y escribía lo que decía en su agonía. Es sencillamente imposible. En consecuencia, la «verdad» de la escena de Getsemaní —pues tiene una «verdad» que le es propia— no puede ser la de un hecho «comidilla de la crónica», como los que encontramos cada día en los periódicos. Para encontrar esta «verdad» del relato evangélico, hemos de buscar en otra parte e interrogarnos sobre el estilo y las técnicas literarias propias de los evangelistas. En conclusión, debemos admitir que hay diferentes maneras de escribir la «historia». Los cánones modernos son, qué duda cabe, más estrictos y más severos que los que presidieron la redacción de los relatos que encontramos en la Biblia; deberemos recordarlo y no esperar de los escritores bíblicos que respondan a las exigencias del mundo contemporáneo en materia histórica. Este libro, a fin de hacer más cómoda la lectura, no tiene notas. Los que están familiarizados con la materia no tendrán ninguna dificultad para encontrar los autores o las obras a los que hacemos referencia a lo largo de toda la exposición. Aquellos, en cambio, que no lo están no se verán distraídos con nombres y títulos desconocidos, a menudo en lenguas extranjeras. Por lo demás, hemos añadido al final una breve bibliografía de consulta que permitirá, a los que lo deseen, completar la lectura o encontrar más información sobre ciertos puntos de mayor interés. Capítulo segundo

Creación, diluvio, torre de Babel: relatos de los orígenes y orígenes del relato La relación entre relato (lenguaje) e historia (realidad) puede variar sobremanera, tanto en la literatura moderna como en la Biblia. Esta relación evoluciona sobre todo en función de la intención del autor, del contexto y de los temas tratados. Para ilustrar esta verdad elemental, conviene releer con mirada crítica algunas de las páginas más importantes y más conocidas de la Biblia. Para simplificar las cosas, recogeré el relato bíblico tal como se presenta en la actualidad. Empezaré, por tanto, el recorrido por el relato de la creación. En cada parte importante del relato, plantearé una misma serie de cuestiones: ¿Quién es el que cuenta? ¿Cómo puede saber el narrador lo que narra? ¿Hay documentos extrabíblicos sobre estos mismos acontecimientos? ¿Qué diferencias hay entre los relatos bíblicos y los documentos extrabíblicos? ¿Cómo se pueden explicar estas diferencias? I. La creación del mundo (Gn 1-2)

¿Qué podemos saber de la creación? No mucho, diremos de inmediato, pues no había ningún testigo cuando el mundo no existía aún. Los primeros testigos aparecieron -como es obvio- sólo después de la aparición del género humano. Por consiguiente, el narrador que describe cómo creó Dios el universo no puede ser un testigo ocular, especialmente en lo que se refiere al primer relato de la creación (Gn 1,1—2,3), relato que comienza con estas bien conocidas palabras: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). En efecto. Dios no crea en este relato a la primera pareja humana hasta el sexto día. En consecuencia, el narrador, para poder contar lo que pasó durante los cinco primeros días, se vio obligado a extrapolar o «imaginar» lo que ningún testigo humano pudo ver con sus propios ojos. En el lenguaje técnico del análisis literario, el narrador de Gn 1 es «omnisciente», es decir, que dispone de conocimientos y de informaciones inaccesibles a una persona ordinaria. Por ejemplo, el narrador sabe lo que Dios piensa y dice. Informa de ello a su lector sin intentar justificarse en modo alguno. La cosa «cae por su propio peso», porque se trata de una manera de contar aceptado por todos en aquella época. Por ejemplo, cuando el texto de Gn 1,26 dice: «Y dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza"», el lector crítico puede preguntarse cómo pudo tener conocimiento el narrador de este discurso divino,

que, además, debería ser un «monólogo interior». Para el autor del texto, por el contrario, la cuestión ni siquiera se plantea. En realidad, esta técnica del «narrador omnisciente» es empleada con mucha frecuencia por los novelistas, tanto por los antiguos como por los modernos. Se trata de un primer punto de contacto entre los relatos bíblicos y las técnicas de la literatura universal, y, como veremos, hay otros. Pero todavía hay más: el estilo de Gn 1 es, en efecto, bastante próximo al de ciertas teorías modernas sobre el origen del mundo (P. Gibert). Debo precisar de inmediato que hablo únicamente del estilo, no del contenido de estas teorías. Es posible que esto sorprenda. Pero quien interrogue a los científicos sobre el origen del universo se dará cuenta enseguida de que emplean un estilo parecido al del escritor de Gn 1: deben «imaginar» el origen del mundo a partir de observaciones sobre el universo. Nadie ha «visto» cómo nació o se formó nuestro universo. En consecuencia, el científico debe recurrir a su «fantasía» para reconstruir el origen del mundo. En realidad, el autor de Gn 1 actúa de una manera muy semejante. Ciertamente, no poseía los conocimientos de los científicos de hoy. Su lenguaje y su modo de pensar no eran los de los científicos, sino más bien los de los teólogos o los poetas. No por ello es menos cierto que su modo de proceder es idéntico: a partir de la observación de su universo, intenta comprender y reconstituir sus orígenes. Es P. Giben quien ha mostrado todo esto en su libro sobre los relatos del comienzo. Para comprender mejor la intención de este relato, también es oportuno volver a situarlo en su contexto histórico. Para la mayoría de los exégetas, el texto de Gn 1 fue concebido y escrito durante o inmediatamente después del exilio (586-538 a. C.). Las razones que militan en favor de esta opinión son bastante sólidas. Una de ellas es que, según los especialistas, es imposible leer Gn 1 sin percibir en el texto la influencia de la mitología mesopotámica. El solo hecho de describir el mundo primordial como un «caos acuático», es decir, como un universo completamente recubierto por las aguas y sumergido en las tinieblas {cf Gn 1,2), es típico de Mesopotamia, llanura atravesada por dos grandes ríos, el Tigris y el Eufrates. No es éste el caso de la tierra de Israel, donde el «caos primordial» está representado más bien como una tierra desierta y sin agua {cf Gn 2,4b-5). Fue durante el exilio de Babilonia cuando el pueblo de Israel pudo conocer estas condiciones geográficas y los mitos que nacieron en este marco. Así pues, vale la pena volver a leer el texto en este marco histórico a fin de otorgar un mayor relieve a su mensaje específico. Cinco puntos merecen nuestra atención.

Primer punto Contrariamente a las mitologías mesopotámicas, para Gn 1 el comienzo de la «historia universal» coincide con el comienzo del mundo. A primera vista, esta afirmación parece completamente lógica. Sin embargo, no lo es. En Mesopotamia, como en la mayoría de las mitologías, la «historia» empieza antes de la creación del mundo y de la humanidad. Empieza con una «historia» de los dioses que precede a la creación de nuestro mundo. Los acontecimientos de esta «historia divina» tienen una incidencia directa sobre la historia humana y la predeterminan. Sólo pondré un ejemplo. Según un mito mesopotámico bastante conocido, el mito de Atrahasis, el género humano fue creado para reemplazar a los dioses inferiores, que se negaban a trabajar para los dioses superiores. Estos dioses inferiores, entre otras cosas, se habían negado a cavar los canales de riego absolutamente indispensables para el cultivo de los campos de Mesopotamia. Según este relato, el destino de la humanidad fue fijado, pues, por los dioses antes de la creación, y, a partir del momento en que los hombres fueron creados, no disponen de otra opción que la de someterse a su destino: trabajar para los dioses y alimentarlos ofreciéndoles sacrificios. Para la Biblia, en cambio, el comienzo de la historia coincide con el comienzo de nuestro mundo. Nada «había pasado» antes de ese momento; sólo existía Dios y la tierra

estaba «desierta y vacía» (Gn 1,2). En consecuencia, la historia de la humanidad está determinada exclusivamente por lo que se decide en el mismo momento y después de la creación de nuestro mundo, pero en ningún caso antes. Por consiguiente, la libertad humana está menos «predeterminada» en la Biblia que en el mundo mesopotámico.

Segundo punto El creador del mundo es el Dios de Israel y no las divinidades paganas, en particular las divinidades mesopotámicas. El relato bíblico va revelando, de una manera progresiva, que el Dios creador es también el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob; es, a continuación, el Dios que hace salir a su pueblo de Egipto y lo guía a lo largo de su historia. Esta visión, que le puede parecer trivial al lector moderno, sobre todo si es creyente, no era evidente en absoluto para el pueblo de Israel cuando se encontró confrontado brutalmente con la cultura y la religión de Mesopotamia. Esta última poseía, en efecto, diferentes «mitos de creación» en los que los dioses locales extendían su dominación sobre el universo que ellos habían creado. Se trataba de una cultura muy superior a la de Israel y, además, se trataba de la cultura de los vencedores. A pesar de ello, el texto de Gn 1 afirma la superioridad del Dios de Israel sobre las divinidades de Mesopotamia (y de las otras naciones). Más aún, esas divinidades son, en realidad, «criaturas» del Dios de Israel. Los astros, por ejemplo, fueron creados por Dios el cuarto día de la creación (Gn 1,14-19). Ahora bien, las divinidades mesopotámicas eran identificadas en buena parte con los astros (el dios Shamash era el sol, el dios Sin era la luna, la diosa Istar era el planeta Venus, etc.). Hasta los monstruos marinos —que aparecen en ciertos mitos mesopotámicos sobre la creación— fueron creados por Dios el quinto día (Gn 1,21). La conclusión del razonamiento es evidente: si el Dios de Israel ha creado los astros y si existía antes que ellos, la religión de Israel no tiene nada que envidiar a la religión de Mesopotamia, que venera a estos astros. El hecho es muy conocido, pero vale la pena subrayar que la fe de Israel sobrevivió a las pruebas del exilio gracias a este trabajo de reflexión teológica.

Tercer punto La destrucción de Samaría en el año 721 a. C. y, después, la deJerusalén en el 586 a. C. fueron experiencias dramáticas y traumáticas. Fueron muchos los que «perdieron la fe», como diríamos hoy, o al menos los que vieron destruidas sus esperanzas por un Dios que parecía haber abandonado a su pueblo a su triste suerte. Según el texto de Ez 37,11, muchos deportados estaban más que desanimados y decían: «Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos». El texto de Is 49,14, que se remonta a la misma época, pone palabras similares en la boca de Jerusalén: «YHWH me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado» (véase también Is 40,27). A fin de combatir la desesperación y el desaliento ampliamente difundidos entre los israelitas, el texto de Gn 1 toma las aguas a partir de los orígenes del mundo para mostrar que el «mal» no forma parte del plan divino. El mundo creado por Dios es totalmente positivo. De hecho, el texto de Gn 1 no contiene ninguna negación. Siete veces (cifra sagrada) repite el texto que «vio Dios que [lo que había hecho] era bueno» (1,4.10.12.18.21.25.31). La última vez dice incluso que «Dios vio que todo lo que había hecho era muy bueno» (1,31). Eso significa, pues, que la raíz de todas las cosas y de todo ser en este mundo es sana. Si existen la corrupción, la muerte y el mal, han llegado en un segundo momento. Basta (por así decirlo) con «excavar» bajo la corrupción y la perversidad presentes en el universo para encontrar una capa intacta de la creación tal como salió de las manos de Dios al alba del universo. Sobre este fundamento es como Israel puede reconstruir su esperanza en un futuro mejor.

Cuarto punto Una cuarta afirmación pone en tela de juicio, de una manera radical, el sentido de la superioridad que algunos pueblos como los asirlos o los babilonios no podían dejar de desarrollar después de haber fundado inmensos imperios. Israel, por su lado, debía experimentar, como es natural, un profundo complejo de inferioridad tras haber sido conquistado y anexionado. Una vez más, el texto bíblico critica radicalmente la mentalidad de su propio tiempo. Para hacerlo, Gn 1 muestra de modo claro que todos los hombres son iguales. En efecto, las plantas y los animales han sido creados «según sus especies» (1,1112.21.24-25), pero no fue así cuando Dios creó a la primera pareja humana (1,26-27). Los seres humanos no fueron creados «según sus especies», sino «a imagen de Dios, como a su semejanza». No hay, por tanto, «razas humanas», nadie puede pretender pertenecer a una «raza superior». Todos son iguales porque todos han sido creados a imagen del mismo Dios {cf. 5,1). Además, todos los hombres llevan en ellos algo de «sagrado» y de inviolable.

Quinto punto El texto fue imaginado, y tal vez incluso redactado, mientras Israel se encontraba lejos de su tierra. Quizás fue escrito después del final del exilio, cuando los primeros deportados se encaminaban de nuevo hacia la tierra de Israel. Sea como fuere, Israel no «poseía» en esta época su tierra: o bien se encontraba todavía en Babilonia, o bien estaba volviendo hacia una tierra que ahora forma parte del Imperio persa. Además, Israel ya no tiene templo o todavía no lo ha reconstruido, es decir, que no dispone de un «lugar sagrado» para celebrar a su Dios. El texto de Gn 1 propone una solución bastante original a este problema: afirma que el «tiempo» prevalece sobre el «espacio». Por ejemplo, hay tres días completos consagrados exclusivamente al tiempo, los tres días más importantes de la semana: el primero, el cuarto —justo en medio de la semana— y el séptimo o último día. El primer día, Dios crea el ritmo primordial del tiempo, es decir, la alternancia del día (luz) y de la noche (tinieblas) (Gn 1,35). El cuarto día, el día central de la semana, Dios instala el «gran reloj» del universo para escandir el ritmo del año, el reloj de los astros que permitía fijar el calendario (1,14-19). Como es sabido, el calendario es uno de los importantes descubrimientos de Mesopotamia. Gn 1 recoge e interpreta estos datos para decir que el Dios de Israel es el Señor del tiempo y de la historia. Por último, el séptimo día, Dios descansa (2,1-3). En ese día, por consiguiente, no hay ninguna actividad divina. Dios, y sólo él, llena el séptimo día con su presencia y por esa razón «consagra» y «bendice» este día (2,3). De esta suerte. Dios habita en el tiempo antes de habitar en un templo, e Israel puede encontrar y venerar a su Dios sin poseer un «lugar sagrado». Estos cinco puntos, puestos así como exergo, nos conducen a la siguiente conclusión: la teología del relato, con toda su riqueza, pertenece ciertamente a un período tardío de la historia de Israel y sería imprudente pretender que estas ideas se remonten a períodos más antiguos sin contar con elementos sólidos e indiscutibles.

II. El diluvio (Gn 6-9) El relato del diluvio plantea un problema particular. Según la Biblia, el diluvio destruyó a toda la humanidad. Se trata, por consiguiente, de un fenómeno universal. ¿Será posible encontrar huellas de semejante fenómeno? Por un lado, el estudio de las religiones y de las tradiciones populares de todo el mundo parece confirmar esa idea. Hay, efectivamente, relatos semejantes al de la Biblia no sólo en el Oriente Próximo antiguo, especialmente en Mesopotamia, sino también en todos los continentes: América del Norte, América Central y América del Sur, Europa, África, India, China, etc. Parece, pues, que la «memoria colectiva» de la humanidad ha conservado el recuerdo de este diluvio universal.

Ahora bien, hay otro elemento que nos obliga a corregir esta primera impresión positiva. El análisis escrupuloso de los relatos del diluvio encontrados en Mesopotamia -es decir, en una cultura vecina a la del Israel bíblico— lleva a una conclusión muy sobria: en la base de estos relatos hay un fenómeno bien conocido en las grandes llanuras de esta región: la crecida anual de los dos ríos de Mesopotamia, el Tigris y el Eufrates. Esta crecida primaveral, algunas veces más importante que otras, es consecuencia de la lluvia y del deshielo en las elevadas mesetas de la Anatolia oriental. Los arqueólogos han encontrado en una ciudad de Mesopotamia una capa de barro de más de dos metros, producto de una inundación de proporciones insólitas. Sea como fuere, es muy difícil encontrar «un» diluvio único que pueda ser el descrito por la Biblia, pues ha habido muchos en Mesopotamia. La presencia de relatos semejantes en diferentes partes del mundo sólo confirma una cosa: la historia del diluvio forma parte del patrimonio religioso universal. No es ningún «monopolio» de la Biblia. Por esta razón, entre otras, es difícil detectar un solo acontecimiento histórico que pueda haber sido el origen del relato bíblico. Por otra parte, es preciso reconocer que los relatos bíblicos tienen contraída una deuda enorme con los relatos mesopo-támicos. Las equivalencias entre los relatos son sorprendentes en diferentes puntos: en ambos aparece un arca, una inundación, la salvación de una sola familia, el envío de aves al final del diluvio y un sacrificio final. El «modelo» del relato bíblico es, por consiguiente, con toda probabilidad, un relato mesopotámico o alguna tradición mesopotámica, y no la información exacta de una experiencia vivida. Estamos, pues, de nuevo, bastante lejos de un «relato histórico» en el sentido moderno de la expresión. Además, el relato contiene una profunda reflexión teológica. El relato del diluvio, igual que el de la creación, debe ser resituado también en su marco histórico para comprenderlo mejor. Este contexto es el período exílico y postexílico. Un número creciente de exégetas se muestra convencido, en efecto, de que todo el texto, con sus diversos componentes, es tardío. Israel entró en contacto con los relatos mesopotámicos del diluvio durante el exilio y, a continuación, se apropió del mismo para adaptarlo a sus necesidades. El protagonista del diluvio en la Biblia es Noé, un personaje tradicional del «folklore», conocido como «justo» a la manera de Job y Daniel (véase Ez 14,14.20; cfi Gn 5,29). Era, por tanto, muy adecuado para desempeñar este papel y reemplazar a los héroes mesopotámicos como Ut-napishtim o Atrahasis. Para el resto, el relato bíblico recoge el boceto de los relatos mesopotámicos. El relato como tal intenta responder a una cuestión fundamental en la época del exilio: ¿en qué condiciones puede sobrevivir el universo? ¿Qué impedirá que una catástrofe cósmica pueda hacer desaparecer el mundo? Para el que percibe la analogía entre el diluvio y el exilio, la cuestión adquiere un matiz añadido y se convierte en: «¿Volveremos a vivir una catástrofe semejante a la destrucción de Jerusalén, al saqueo del templo y al final de la monarquía?». La respuesta a esta cuestión es doble. La parte más antigua del relato, que (de todos modos) es exílica o postexílica, sugiere que la supervivencia del mundo depende exclusivamente de la gracia de Dios, que concluye una alianza incondicional con el «justo» Noé y su familia, y promete que nunca más enviará un diluvio para destruir el mundo (Gn 6,18; 9,8-17). El signo de esta alianza es el arco iris (9,12-17). Desde el punto de vista humano, basta con un solo justo como Noé para permitir que se salve el mundo, puesto que Dios ha concluido una alianza gratuita con éste. La segunda respuesta, más tardía, aparece tras la reconstrucción del templo y el restablecimiento del culto (circa 520-515 a. C.). Para los textos de esta época, añadidos al primer relato, la existencia del mundo depende del culto. Dios promete no volver a destruir nunca más el universo porque le ha sido grato el sacrificio de Noé (8,20-22). La lección es clara: el culto es condición de supervivencia para Israel. Las dos respuestas son complementarias. Si la primera insiste en la gracia divina, la segunda subraya la necesidad de la respuesta humana y, en este caso, del culto.

Hay un último elemento que merece ser mencionado. Para Gn 6, la causa del diluvio hay que buscarla en el corazón humano. Lo que puede poner en peligro la existencia misma del universo es, por tanto, la perversidad del corazón del hombre (6,5; cf 8,21). Otra parte del texto, más antigua, habla, de una manera más precisa, de la «violencia» que ha invadido todo el universo (6,11.13). ¿Cómo hacer frente al problema de esta violencia? El relato ofrece, una vez más, dos respuestas complementarias. La primera se encuentra en Gn 9,2-3: los hombres podrán comer carne, es decir, que la violencia se ejercerá con los animales y no contra otros hombres. La segunda respuesta se encuentra en 8,20-22: la violencia se canalizará a través del culto. La ofrenda de «animales puros» es un acto «violento», pero ritualizado y, por consiguiente, aceptable y legítimo. La violencia, canalizada y «legitimada» de esta manera, ya no es destructora, sino que contribuye a «pacificar» la sociedad (M. Girard). Conclusión: el relato del diluvio difícilmente puede ser considerado como un relato «histórico». Se trata más bien de una «parábola teológica» sobre las amenazas que se ciernen sobre el universo y sobre los medios de salvar este universo de la destrucción.

III. La torre de Babel (Gn 11,1-9) El relato de Gn 11,1-9, llamado por lo general «la torre de Babel», no habla sólo de una torre. El nombre «Babel» es ciertamente conocido y la identificación de esta ciudad no plantea problema alguno. Se trata, por supuesto, de Babilonia. La verdadera dificultad se encuentra en otra parte. El relato precisa que la ciudad y la torre fueron abandonadas antes de su conclusión. Pues bien, sabemos que la ciudad de Babilonia fue destruida y saqueada en más de una ocasión, pero no existe ningún documento o prueba arqueológica que pueda corroborar el relato bíblico cuando afirma que la ciudad se quedó sin acabar. Por otra parte, fueron muchos los reyes asirlos que conquistaron un gran imperio y fundaron, a continuación, una nueva capital. Las ciudades, en aquellos tiempos, estaban dotadas siempre de una ciudadela (una «fortaleza» o un «castillo»). El relato bíblico se apoya, sin duda, más en estos recuerdos que en algún acontecimiento particular más o menos fácil de identificar. Dicho con otras palabras, del mismo modo que el relato del diluvio, el de la torre de Babel describe un acontecimiento «típico» y «emblemático». Las ciudades grandiosas e imponentes de Mesopotamia, con sus construcciones colosales, unas ciudades en las que se cruzaban masas como hormigas procedentes de diferentes partes del imperio y que hablaban lenguas diferentes, pudieron ejercer una gran fascinación sobre los israelitas, que, claro está, no conocían nada semejante. La breve anécdota de Gn 11,1-9 «desmitifica» con ironía el poder babilónico, totalitario e imperialista, para mostrar sus límites y anunciar su fin. Si fue así, el relato, en su redacción actual, difícilmente puede ser anterior al exilio, porque sólo en esta época conoció Israel los grandes imperios de Mesopotamia. La anécdota pretende mostrar la suerte que está reservada a este mundo totalitario e imperialista. Semejante «sueño» de unidad, realizado en detrimento de las diferencias culturales, está destinado irremediablemente al fracaso. Ésa es la lección que debemos extraer de este texto, que juega sin cesar con las palabras y maneja una ironía sutil. Por eso, al final, hace derivar el nombre «Babel», que debería ser sinónimo de «gran potencia», de una raíz que significa «confusión». Capítulo tercero

Abrahán y los patriarcas: ¿actores de la historia o figuras legendarias?

I. Introducción: los relatos patriarcales y el comienzo de la «historia de Israel»

Muchos autores piensan, con razón, que los relatos de Gn 1-11, es decir, los relatos de la creación del mundo, Caín y Abel, el diluvio y la torre de Babel, no pertenecen a la historia propiamente dicha, sino a una especie de prehistoria del universo, no pueden ser relatos «históricos» en el sentido estricto del término. Contienen numerosos elementos «sapienciales» porque quieren «explicar» el origen del mundo o la condición humana, pero no quieren «describir» exactamente este origen. Dicho con otras palabras, Gn 1—11 pretende explicar el «porqué» de nuestro mundo, pero no pretende explicar «cómo» surgió. Con Abrahán, dicen algunos, entraríamos en un mundo diferente y caminaríamos sobre un terreno más seguro. Abrahán, en efecto, es un individuo, no ya un «tipo». Los relatos se presentan asimismo más detallados y su marco es más preciso. El estilo es diferente, más concreto y más alejado del de la «mitología». La «historia» en cuanto tal empezaría, pues, con el comienzo de la historia de Israel. Esto tendría un gran interés teológico, puesto que significaría que el nacimiento del género literario de la historia coincide con la aparición del antepasado de Israel en la escena universal. Con todo, la situación es menos simple de lo que parece a primera vista. En efecto, la investigación sobre lo que la arqueologia y la historia del Oriente Próximo antiguo pueden decirnos sobre los patriarcas es bastante decepcionante.

II. La historicidad de los patriarcas o de la época patriarcal 1. Las escasas huellas dejadas por los patriarcas en la historia Para empezar, no hay huellas de los patriarcas bíblicos en los documentos de aquella época. No hay ninguna inscripción, ningún documento, ni ningún monumento que hable de Abrahán1, de Sara, de Isaac, de Rebeca, de Esaú, de Jacob, ni de sus familias. No han dejado ni escritos ni inscripciones, porque, con toda probabilidad, no escribían. Además, como vivían en tiendas, es difícil encontrar huellas de los lugares en los que habitaban. Según los relatos bíblicos, no construyeron monumentos, salvo algunos altares (Gn 12,7.8; 13,18; 22,9; 26,25; 33,20; 35,3.7), estelas (28,18; 31,45.51; 35,14-20) y tumbas {cf Gn 23; 25,9; 35,8.20; 49,30-32); sin embargo, los arqueólogos no han identificado con certeza ninguno de estos monumentos. A esto se añade que algunos de los textos que mencionan estas construcciones son relativamente tardíos. 2. ¿Historicidad de una época patriarcal? No resulta fácil, por consiguiente, encontrar a los patriarcas en los documentos de la época. Apoyándose en algunas costumbres características, ciertos exégetas han intentado probar al menos la historicidad de una «época patriarcal» (W. E Albright y su escuela). Por ejemplo, únicamente en los relatos patriarcales se menciona la posibilidad de que una ' El faraón Sesac (950-926 a. de Cristo) menciona entre sus conquistas en el sur de Judá una «fortaleza de Ab(i)ram» o «campo de Ab(i)ram». Algunos ven en este nombre el equivalente de Abrahán, pero se trata de una hipótesis muy controvertida.

mujer sin hijos dé una de sus siervas a su marido. El hijo o los hijos nacidos de esta unión son considerados hijos legítimos de la esposa. Eso es lo que pasa en el caso de Abrahán y Agar, sierva dada por Sara a su marido. De esta unión nació Ismael (Gn 16). Lía y Raquel, las dos esposas de Jacob, dieron a sus siervas Bala y Ziipá a su marido en circunstancias parecidas (Gn 29-30). Ambas conocieron momentos de esterilidad y resolvieron de este modo su dificultad para tener hijos. Por otra parte, éstos son los dos únicos casos en que se menciona esta costumbre. Por consiguiente, sería característica de un período determinado de la historia de Israel. Ciertos documentos mesopotámicos del segundo milenio antes de Cristo contienen, según estos mismos exégetas, contratos similares. Esto

sería un elemento importante que militaría a favor de la antigüedad de las tradiciones patriarcales. Sin embargo, un examen más riguroso de los contratos mesopotámicos ha revelado que esta comparación no se mantiene en pie (Th. L. Thompson, J. van Seters y otros).

3. ¿Una antigua «religión de los patriarcas» o una «religión de la familia»? Otros autores (por ejemplo, Albrecht Alt en Alemania) han afirmado que la religión de los patriarcas posee ciertas particularidades que la distinguen de otras formas de la religión de Israel. La más importante sería el culto al «Dios del padre» o al «Dios de los padres» (véase Gn 26,24; 28,13; 31,53; 32,10; 46,1; Ex 3,6). Contrariamente a las divinidades cananeas, ligadas a parajes y a templos, el Dios de los patriarcas estaría ligado, en primer lugar, a las personas. Este tipo de religión sería típico de los nómadas. Con todo, esta teoría ha recibido una fuerte contestación (M. Kóckert). En efecto, los textos bíblicos y sus paralelos extrabíblicos datan de una época reciente. Las inscripciones extrabíblicas se remontan a la época de los nabateos (últimos siglos antes de nuestra era). En lo que se refiere a los textos bíblicos, su objetivo es ante todo mostrar la continuidad entre el Dios de los tres patriarcas y el Dios del éxodo. Estos textos son en su mayoría tardíos y fueron redactados para crear un vínculo teológico y literario entre las diferentes partes del Pentateuco actual, sobre todo entre los relatos del Génesis y los del Éxodo. En consecuencia, no es posible extraer gran cosa de ellos sobre una eventual religión antigua propia de los patriarcas. Otros estudios recientes (R. Albertz) demuestran, en cambio, que no tenemos que situar la religión de los patriarcas en una época particular de la historia de Israel. Se trataría más bien de un tipo de religión característica de la familia extensa. En pocas palabras, la religión de la familia es más personal y menos anónima que la religión oficial. El Dios de la familia o del clan es el de un antepasado; no se trata verdaderamente del Dios del universo o del Dios de toda una nación. Este Dios de la familia está cerca y sostiene a sus fieles a lo largo de todas las vicisitudes de la vida cotidiana. Este Dios concluye normalmente con los antepasados de la familia una alianza unilateral, es decir, incondicional. Este Dios promete asistencia sin pedir nada a cambio. Por esa razón el Dios de los patriarcas es un Dios de bondad y de mansedumbre, dispuesto siempre a socorrer y que parece cerrar los ojos frente a las debilidades (morales) de sus elegidos. Por ejemplo, Dios aflige al faraón con plagas cuando este último toma a Sara en su harén sin saber que era la mujer de Abrahán. Por el contrario, no castiga a Abrahán por haber mentido al decir que Sara era su hermana, exponiendo así al faraón a cometer adulterio (Gn 12,10-20). El mismo Dios promete proteger a Jacob durante todo el viaje que le conduce a casa de su tío Labán (Gn 28,15), pero no dice nada de la razón de este viaje. En efecto, Jacob ha robado la bendición de su hermano Esaú gracias a un engaño imaginado por su madre. Rebeca (Gn 27). Esta «doble moral» es característica tanto de los relatos patriarcales como de la «religión de la familia». Con todo, la «justicia» triunfa muy a menudo, aunque a largo plazo: Abrahán será expulsado de Egipto; Jacob permanecerá veinte años lejos de su casa y será engañado a su vez por su tío Labán. Estas reflexiones tienden a mostrar que la religión de los patriarcas no es característica de una época particular de la historia de Israel, sino de una capa social. La religión de los patriarcas «precede» a la religión de la nación (la religión de Moisés) sólo porque la Biblia considera este nivel de la fe en Dios como más fundamental. Hasta san Pablo dirá que la fe precede a la ley, del mismo modo que Abrahán precede a Moisés. La religión de la alianza unilateral precede a la de la alianza condicional, porque la gracia de Dios precede a las

exigencias de la ley y de la moral. La anterioridad es, por consiguiente, más teológica que propiamente cronológica. Desde el punto de vista histórico, eso significa, pues, que la religión de los patriarcas ha existido, con diferentes formas, durante toda la historia de Israel, porque está vinculada no a una época, sino a la institución de la familia extensa en cuanto tal, una institución típica de toda la antigüedad.

4. El mundo de los nómadas y la historia Existe, por tanto, una dificultad de fondo a propósito de la historia de los patriarcas. Su modo de vivir es el de los nómadas o seminómadas que se desplazan con sus rebaños en busca de pastos y viven en tiendas (Gn 12,8-9; 13,3.12.18; 18,1.6.9.10; 24,67; 25,27). El capítulo 18 del Génesis nos permite conocer también con una precisión suficiente el régimen alimentario de los patriarcas: la carne estaba reservada para las ocasiones excepcionales, se comía acompañada de unas hogazas cocidas sobre una piedra, y bebían esencialmente leche (Gn 18,6-8). El vino, en cambio, aparece sólo en el régimen de los sedentarios (Gn 14,18). Este tipo de cultura nómada ha durado milenios. Los actuales beduinos del desierto aún siguen viviendo más o menos como los patriarcas bíblicos. En consecuencia, no es posible determinar con certeza la época patriarcal apoyándonos únicamente en ciertas costumbres o en cierto modo de vida. Todo esto nos obliga a proceder con una gran prudencia cuando se plantea la cuestión de la historicidad de los relatos sobre los antepasados de Israel.

5. Los patriarcas y Egipto Las introducciones a la Biblia reproducen, de vez en cuando, algunas de las pinturas encontradas en una antigua tumba egipcia en Beni Hasan. En ellas está representado un grupo de semitas asiáticos a su llegada a Egipto. Los animales de carga son asnos. Estos semitas llevan ofrendas, entre las que figuran cabras de sus rebaños. Transportan asimismo instrumentos de música y armas. Según algunos especialistas (W. E Albright y su escuela), la pintura que reproducimos en la página de al lado sería una ilustración de las migraciones de los patriarcas. Así es como deberíamos imaginar la llegada de Abrahán o de los hermanos de José a Egipto (Gn 12,10-20; 42; 43 y 46-47). Pintura mural de la tumba de un oficial (gobernador) del faraón Sestrosis II llamado Khnum-othep. La tumba está situada en Beni Hasan. Fecha: ca. 1890 a. C. El gobernador es el personaje de gran talla situado a la derecha de la pintura. Según los cánones de la pintura egipcia, el tamaño del personaje es proporcional a su importancia. Hasta su vestido blanco y en parte diáfano es típico de los personajes de la aristocracia. El grupo de los semitas (tal vez se trate de amorritas) va precedido por dos siervos egipcios que llevan vestidos blancos y que son también ligeramente más grandes que los asiáticos. La inscripción que se encuentra arriba de la pintura explica la escena: «Llegada de la pintura negra para los ojos que le ha sido traída por treinta y siete asiáticos». La barba es un signo característico de los asiáticos, del mismo modo que los vestidos de colores abigarrados. El jefe de la delegación sigue de inmediato al segundo siervo egipcio, se inclina en un gesto de saludo respetuoso y presenta como regalo un íbice domesticado. Su nombre está inscrito delante de él: «el jefe Ibsha». El bastón encorvado que se ve por encima de los cuernos del íbice es el símbolo egipcio tradicional para señalar a un príncipe asiático o beduino. Ibsha tiene en la mano izquierda un bastón bastante parecido. En la procesión que sigue aparecen hombres, mujeres y niños. Los hombres llevan arcos y flechas, lanzas y bastones, mientras que el penúltimo hombre toca la

lira de ocho cuerdas. Los asnos llevan fardos, entre otras cosas odres y una lanza. El jefe Ibsha y el hombre que le sigue con una cabra van con los pies descalzos, quizás como signo de respeto, mientras que podemos observar que los hombres y las mujeres llevan diferentes tipos de calzado. El gobernador Khnum-othep lleva unas sandalias muy finas y sus siervos van también descalzos. Fuente: Atlas Van de Bijbel, p. 38, n. 121.

Pero esto anda lejos de ser cierto. Los documentos egipcios, y en particular estas pinturas, atestiguan sólo el paso habitual de grupos asiáticos por Egipto. Basándonos en estos magros documentos no es posible determinar en qué época particular de la historia egipcia habrían bajado a Egipto, para establecerse allí, ciertos grupos específicos de nómadas o seminómadas procedentes de la tierra de Canaán. Hace todavía algunos años era habitual hablar a este respecto de los hicsos, una tribu asiática que consiguió gobernar Egipto durante casi dos siglos (1730-1550 a. C.). Las migraciones patriarcales habría que ponerlas en relación con la invasión de Egipto por los hicsos, del mismo modo que el éxodo es posible que esté en relación con su expulsión. No obstante, los puntos de contacto entre los textos bíblicos y los documentos egipcios sobre los hicsos son demasiado vagos para permitir extraer conclusiones seguras al respecto. No hay ninguna huella de un personaje llamado José en las listas de los funcionarios egipcios. Los capítulos sobre la estancia de José en Egipto (Gn 39—50) podrían hacer pensar que estamos en un mundo bien conocido, porque estos relatos suponen cierto conocimiento de las costumbres egipcias. Mencionan, por ejemplo, el hecho de que los egipcios no quieren comer con los extranjeros (Gn 43,32) o que abominaban a los pastores (Gn 46,34). La historia de José contiene asimismo una palabra que podría ser egipcia (Gn 41,13: «Abrek», una palabra gritada ante el carro de José). Con todo, la traducción es incierta y el origen de la palabra es objeto de gran discusión. En resumidas cuentas, el conocimiento de Egipto que supone la historia de José sigue siendo muy aproximativo. Los autores de los capítulos 37—50 del Génesis conocen de Egipto lo que cualquier habitante de la tierra de Canaán un tanto cultivado puede saber. En consecuencia, no es necesario que hubieran vivido en Egipto durante un período particular para poder hablar de esta tierra como lo hacen.

6. Un argumento a favor de la historicidad de los patriarcas Los especialistas pueden invocar un solo argumento bastante sólido a favor de la historicidad de las figuras patriarcales: se trata de antepasados y es muy difícil «inventar» a los antepasados de un pueblo. Si la figura no está muy anclada en la tradición de un pueblo, difícilmente podrá ser aceptada, y menos aún convertirse en parte del patrimonio literario de este pueblo. Siguiendo esta línea de argumentación, los patriarcas bíblicos serían, por tanto, figuras populares conocidas al menos en ciertas regiones de Israel. Es incluso probable que

cada uno de los patriarcas haya tenido una «patria» diferente. Las figuras de Abrahán y Sara, por ejemplo, están ligadas en particular a Hebrón (o Mambré, cerca de Hebrón; véase Gn 13,18; 14,13; 18,1; 23,2.17). La figura de Isaac parece situarse más al sur, en la región de Bersabea, en la frontera del Négueb (Gn 24,62; 25,11; 26,33; cf 34,27 que es, sin embargo, un texto tardío, puesto que pertenece a la fuente «sacerdotal» postexílica). Jacob, en cambio, está ligado a las tribus del norte. Tras su estancia en casa de su tío Labán en Jarán, viaja sobre todo entre Siquén y Betel (Gn 28,19; 33,18; 35,1.16). Con todo, este argumento invocado por los especialistas a propósito de los patriarcas es bastante formal. Si bien permite encontrar la raíz popular y tradicional de los relatos, no autoriza a afirmar gran cosa sobre la historicidad de los mismos textos. ¿Cuándo se convirtieron estas figuras en los antepasados del pueblo? ¿Cuándo se estableció la genealogía que nosotros conocemos, es decir, Abrahán, Isaac y Jacob, por este orden? ¿Fue Abrahán siempre el «padre» de Isaac y el «abuelo» de Jacob? ¿Fueron Isaac y Rebeca «desde siempre» los padres de Isaac y de Esaú? ¿Fue Jacob desde siempre el padre de los doce hijos que dieron sus nombres a las doce tribus de Israel (es decir, los antepasados «epónimos» de las doce tribus)? Las respuestas a estas cuestiones y a otras muchas siguen siendo forzosamente muy vagas. No hay duda de que existe un «fundamento» para estos relatos en el patrimonio popular de lo que se ha convertido en el «pueblo de Israel», pero es muy difícil separarlo de todo lo que la Biblia ha añadido a lo largo de los siglos a fin de celebrar estas figuras particularmente importantes para su identidad cultural y religiosa. III. La fecha de redacción de algunos textos claves

Siempre a propósito de los relatos sobre los antepasados de Israel, hemos de añadir un último dato. Muchos textos fundamentales de estos capítulos del Génesis han revelado ser tardíos, es decir, que fueron redactados después del exilio. La imagen de un Abrahán «peregrino» que viene de Ur de Caldea para establecerse en la tierra de Canaán (Gn 11,28.31; 12,1-3; 15,7) es muy conocida. Ahora bien, la llamada de Abrahán (Gn 12,1-3), texto clave del libro del Génesis y pequeña joya de teología veterotestamentaria, es considerada hoy como un texto postexílico. La finalidad de este pasaje es presentar a Abrahán como antepasado de la comunidad que ha regresado de Babilonia para reconstruir Jerusalén y su templo. Abrahán fue llamado por YHWH, el Señor de Israel, y dejó su patria para ir hacia una tierra desconocida, la tierra prometida (Gn 12,1). Abrahán obedeció (Gn 12,4a) y por eso le bendijo Dios. El mensaje es claro: la bendición prometida a Abrahán vale asimismo para todos los que han vuelto de Mesopotamia después del exilio para establecerse en la tierra de Canaán. En realidad, los textos en los que se afirma que Abrahán vino de Caldea son poco numerosos. Prescindiendo de Gn 11,28.31 y 12,1-3, el tema se encuentra en Gn 15,7 y en un texto tardío de Neh 9,7. Todos estos textos son recientes. Además -y esto es un argumento de peso-, los restantes relatos sobre Abrahán no hacen ninguna alusión a su origen mesopotámico. Abrahán vivió en la tierra de Canaán como si se tratara de su «patria». Nunca fue considerado un extranjero ni se comportó como tal, salvo en el relato postexílico de Gn 23. Vivió más bien como un nómada que se desplaza con sus rebaños según las necesidades del momento. Cuando reina el hambre (Gn 12,10), no vuelve a «su casa», a Mesopotamia, sino que baja a Egipto (Gn 12,10-20) o a Filistea (Gn 20; 21,32; 26,1). El relato de Gn 24, donde el siervo de Abrahán vuelve a Jarán para encontrar una esposa a Isaac, es un texto muy tardío. Emplea, por ejemplo, la apelación divina «Dios del cielo» (Gn 24,7) que encontramos en el edicto de Ciro (2 Cr 36,23; Esd 1,2). La expresión es típica del lenguaje de la época persa. A Jacob se le presenta también como un modelo a los israelitas que partieron al exilio y fueron invitados a volver a su casa. El viaje de Jacob es una prefiguración de la «odisea» de

los exiliados. Por ejemplo, cuando el patriarca tiene que irse a vivir a casa de su tío Labán (Gn 28,15; ^28,21), Dios le promete volver a traerle a su tierra, es decir, a la tierra de Canaán. La idea del «retorno» es, además, uno de los «hilos conductores» del ciclo de Jacob (Gn 31,3.13; 32,10; 33,18). Una gran parte de estos textos es de origen redaccional. Estas cuantas observaciones basadas en elementos que se encuentran diseminados en los relatos sobre Abrahán (Gn 12-25) y Jacob (Gn 25—35) muestran de una manera suficiente que ambos patriarcas son, hasta cierto punto, fruto de una relectura y de una reactualización de textos más antiguos a fin de responder a las preocupaciones de la comunidad vuelta a Jerusalén después del final del exilio, en torno al año 530 a. C. Este dato nos obliga a ser prudentes cuando buscamos un posible lazo entre los textos bíblicos sobre los patriarcas y los movimientos de población entre el norte de Mesopotamia y Siria o la tierra de Canaán hacia el año 1800 o 1700 a. C., fecha propuesta en ocasiones para la época patriarcal. IV. La intención de los relatos

1. «Leyendas» y personajes «legendarios» Los relatos patriarcales son semejantes, en muchos puntos, a las «leyendas» y a los relatos populares (H. Gunkel). Una leyenda es un relato popular que tiene como finalidad primera poner de relieve las cualidades o las acciones de un personaje ilustre o, en otros casos, explicar el origen de una ciudad, de un monumento o de un lugar de culto y de peregrinación célebres. La leyenda pretende ante todo hacer admirar a ciertos personajes o convencer de que los lugares de los que habla tienen algo verdaderamente excepcional. Los personajes de las leyendas, sin embargo, no son necesariamente «legendarios», es decir, «inventados» o «ficticios», por el simple hecho de que aparezcan en las leyendas. En cambio, una gran parte de lo que se cuenta en las leyendas es verdaderamente «legendario» y resulta difícil, y hasta imposible en muchos casos, separar los elementos legendarios de los elementos estrictamente «históricos». Esa es también la situación en que la se encuentra el investigador que se enfrenta con los relatos patriarcales.

2. ¿Informar o formar? Como hemos visto, la diferencia entre la documentación que tienen a su disposición los historiadores y los textos bíblicos sobre los patriarcas sigue siendo considerable. Esto nos obliga a mantener cierta circunspección en nuestras afirmaciones sobre la «historicidad» de los textos bíblicos y nos obliga a leerlos con unos ojos diferentes. Su intención primera no es verdaderamente «informar» sobre la historia, sobre «lo que ha pasado realmente»; pretenden más bien «formar» la conciencia religiosa de un pueblo. Este segundo objetivo no excluye en absoluto la presencia de elementos históricos en los relatos. Sin embargo, la manera de contar es diferente, pues lo que interesa sobre todo a los autores de estos relatos no es la objetividad de los datos, sino la significación de los acontecimientos para sus destinatarios. El estilo y el género literario de los relatos han sido elegidos en función de este objetivo, que ahora tenemos que intentar definir con mayor precisión.

3. ¿Por qué hablar de los antepasados de Israel? ¿Por qué fueron escritos los relatos patriarcales? ¿Por qué se recopilaron estos antiguos relatos y fueron situados al comienzo de la historia de Israel? La respuesta a estas cuestiones es, sin duda, compleja, pero es la que nos permitirá resolver muchos de los problemas que hemos encontrado hasta ahora. La finalidad primera de los relatos sobre los antepasados de Israel es doble. Por una parte, estos relatos pretenden definir al pueblo a partir de las «genealogías». En la mentalidad

popular que se refleja en este tipo de relatos, ésta era una manera sencilla y eficaz de afirmar la identidad del pueblo: los israelitas se distinguen de los pueblos vecinos —como los amonitas, los moabitas, los filisteos, los ismaelitas, los arameos y los edomitas- porque tienen antepasados diferentes. Por otra parte, esta «genealogía» fundamenta algunos «derechos fundamentales» de los pueblos, como el derecho a la tierra. Sólo los descendientes de Abrahán, de Isaac y de Jacob tienen derecho a la tierra de Canaán y a las demás bendiciones prometidas por Dios a estos antepasados. Los otros miembros de sus familias (Lot, BenAmi, Moab, Ismael, Esaú, etc.) no gozan de estos derechos o, por lo menos, de todos ellos. En particular, Dios concluyó una alianza únicamente con Abrahán, Isaac y Jacob, y sólo a ellos les prometió la posesión de la tierra prometida (^/TGn 17; Ex 6,2-8). Además de estos aspectos fundamentales, los relatos tienen de vez en cuando una dimensión «paradigmática» o «ejemplar». Se presenta a los antepasados como a los modelos que deben seguir. Eso vale sobre todo para Abrahán, aunque también, en parte, para Jacob. Abrahán es un modelo de fe, de confianza y de obediencia (véase sobre todo Gn 12,1-4a, la vocación de Abrahán, o la «prueba» de Abrahán en Gn 22,1-19). Como ya he dicho, a Abrahán y a Jacob se les presenta también como modelos a todos los que están invitados a volver del exilio a la tierra de Israel para cumplir el plan de Dios. Jacob, por su parte, se parece más a los héroes populares celebrados por sus proezas o por su astucia, aun cuando esas «proezas» sean moralmente discutibles (cf Gn 27). Eso, más que la voluntad explícita de reunir unos archivos históricos sobre los orígenes del pueblo elegido, es lo que ha guiado a los redactores en la composición de los relatos patriarcales. Es muy probable que la última redacción de estos relatos sea postexílica y que se remonte a la época en la que Israel ya no poseía su tierra. Ahora bien, según la teología clásica del Deuteronomio, Israel perdió esta tierra porque no observó la ley y «rompió» la alianza con su Dios {cf. Dt 28). La causa del exilio fue la infidelidad de Israel (cf 2 Re 17). ¿Le queda a partir de ahí alguna esperanza a Israel? Sí, responden los relatos patriarcales (en su última redacción), porque la promesa de la tierra está ligada a una alianza más «antigua» que la del Sinaí o la del Horeb, alianza condicionada por la observancia de la ley. Según los relatos patriarcales, la promesa de la tierra está ligada a una alianza unilateral e incondicional que Dios ha concluido con Abrahán {cf Gen 15 y Gn 17). Dios le promete a Abrahán una tierra y una descendencia numerosa, pero no le pide nada a cambio. Esta alianza depende únicamente de la fidelidad de Dios a sus promesas; la infidelidad de Israel, por consiguiente, no puede invalidarla y, efectivamente, no la ha invalidado. La esperanza de Israel se basa, por tanto, en la gracia divina a la que responde la fe de Abrahán (Gn 15,6). Sobre este fundamento indestructible se reconstituyó Israel después del exilio, y eso es en gran parte lo que explica la razón de que los relatos patriarcales tengan tanta importancia en la historia de la salvación. Capítulo cuarto

Moisés: de héroe predavídico a fundador del Israel postexílico

El acontecimiento central de la fe del pueblo de Israel es el éxodo. Israel «nace» como pueblo de Dios y como «nación» cuando sale de Egipto. Sin embargo, si interrogamos a las fuentes egipcias y a los documentos de la época sobre estos acontecimientos, el resultado, otra vez, es más bien magro: los especialistas, historiadores y arqueólogos, no han conseguido encontrar hasta el día de hoy una sola alusión clara al éxodo en los papiros o en el material epigráfico egipcio. Esto puede sorprendernos, dada la amplitud de este acontecimiento en la tradición bíblica, pero así son las cosas.

I. El marco histórico del relato bíblico

A pesar de todo, es posible trazar un esbozo de la situación de Israel en Egipto gracias a pinturas, bajorrelieves y algunos documentos escritos. Esta investigación nos permite afirmar que el relato bíblico es verosímil, aunque no permite —si nos mostramos rigurosos en nuestra investigación— «probar» de una manera definitiva e indiscutible que haya habido un éxodo tal como el que se describe en la Biblia. Faltan elementos sólidos para llegar a esa conclusión. La falta de documentación no permite al historiador reconstruir con certeza la secuencia cronológica de los acontecimientos relacionados con la salida de Egipto de un pueblo llamado Israel. Existen varias teorías sobre el tema, pero ninguna de ellas ha conseguido imponerse. En los parágrafos siguientes voy a retomar los puntos esenciales del dossier a fin de analizarlos brevemente. II. El personaje Moisés

El personaje de Moisés ocupa un lugar único en la historia de Israel. Se podría pensar que un personaje tan célebre debió dejar por fuerza algunas huellas en los documentos de la época. Sin embargo, debemos rendirnos a la evidencia: ningún documento extrabíblico antiguo y conocido menciona a Moisés. Su paso por la corte del faraón, su intervención en favor del pueblo hebreo y sus largas batallas con el sucesor de este faraón no han tenido eco en la historia egipcia. Desde el punto de vista histórico, sólo hay una cosa cierta sobre Moisés: su nombre es de origen egipcio. La raíz moisés significa en egipcio «engendrado por», «hijo (de)». La encontramos en algunos nombres de faraones, como Ramsés, «hijo de Ra» (el dios sol); Tutmosis, «hijo deThot» (dios con cabeza de ibis; dios de los escribas); Ahmosis, «hijo de Ah». Este hecho tiene su importancia, pues permite afirmar que este nombre no pudo ser «inventado» fácilmente. Si los israelitas hubieran tenido la posibilidad de forjarse un héroe nacional, a buen seguro no le habrían dado un nombre egipcio, sino un nombre típicamente semítico, es decir, hebreo. Moisés no es, por consiguiente, un personaje enteramente «inventado». Con todo, es difícil decir más. Evidentemente, no podemos deducir de ahí que todo lo que cuenta la Biblia a propósito de Moisés ha ocurrido al pie de la letra tal como ella lo describe. Con toda probabilidad. Moisés se convirtió en un personaje clave de la historia de Israel en la época postexílica, después de la desaparición de la monarquía y cuando el pueblo de Israel tuvo que rendirse a la amarga evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de restaurarla, por lo menos inmediatamente. Para eludir la dificultad, Israel buscó en su tradición un fundamento más firme que la monarquía, algo más antiguo y que hubiera sobrevivido a la catástrofe del exilio. Este fundamento lo encontró (o fue a buscarlo) en la tradición mosaica, según la cual Israel había nacido y había recibido sus instituciones religiosas y civiles, al menos en parte, antes de la monarquía. Por esta razón, Israel podía seguir existiendo sin la monarquía e incluso después de ella. En consecuencia, Moisés era indispensable para la existencia de Israel; David, en cambio, no lo era. Esta observación tiene una consecuencia inmediata en lo que se refiere a la figura bíblica de Moisés. El retrato de este personaje es una obra esencialmente postexílica, y la tarea del historiador que quiera determinar qué rasgos son los más antiguos y se remontan -tal vez- a la figura del Moisés histórico es más que ardua.

III. La esclavitud de los hebreos en Egipto (Ex 1 y 5) La primera parte del libro del Éxodo (Ex 1—5) contiene algunos elementos que, desde el punto de vista de la historia, son verosímiles. Por ejemplo, Ex 1 y Ex 5 hablan de una población de semitas que residen en Egipto y han sido obligados -por razones estratégicas o de otra índole— a construir ciudades no lejos del delta del Nilo. De hecho, hay pinturas egipcias que representan a esclavos de origen semita o asiático ocupados en la fabricación de

ladrillos. Podemos decir con certeza que estos esclavos son semitas, porque la iconografía egipcia sigue unos cánones fijos para la representación de las diferentes razas. Los semitas, por ejemplo, llevan barba, mientras que los egipcios son barbilampiños o llevan barba postiza; la nariz y los ojos de los semitas están representados también de una manera reconocible. En consecuencia, el relato bíblico es verosímil. Con todo, estos cuantos elementos no nos permiten ir mucho más lejos, porque no disponemos de documentos escritos y a los que podamos poner fecha sobre el tema. Por otra parte, hubo muchos esclavos en Egipto durante toda la historia antigua de este país. Así pues, no hay que extrañarse en exceso de que un pequeño grupo de esclavos semitas presentes en Egipto durante un período de tiempo limitado no haya merecido figurar en una inscripción o en algún monumento. En general, los grandes personajes apenas se ocupan de los esclavos. Por último, las ciudades de Pitón y Rameses, de las que habla el texto bíblico de Ex 1,11 (cf 12,37), son conocidas. Sin embargo, sigue siendo difícil establecer un vínculo entre estas ciudades y el empleo de esclavos en su construcción. Como había que esperar, no se ha encontrado aún ninguna prueba cierta de este hecho. La fabricación de ladrillos en Egipto. Tumba de Rekhmare, ministro de Tutmosis III. Fecha: ca. 1460 a. C. La pintura representa las diferentes fases de la fabricación. Arriba a la izquierda, dos esclavos cogen agua de un estanque rodeado de pequeños árboles (nótese la manera particular de representar los objetos en perspectiva en la pintura egipcia antigua). Al lado, otros esclavos trabajan la arcilla y la transportan a continuación en cestos para meterla en moldes rectangulares de madera. Estas formas permanecen al sol a fin de permitir que la arcilla se seque (cerca del estanque). Arriba a la derecha, los ladrillos ya están preparados para ser transportados y empleados para la construcción. El esclavo que verifica con un instrumento la verticalidad del muro es un asiático, pues lleva la barba característica. Otros dos esclavos, en la misma parte izquierda, son probablemente asiáticos: su tinte es más claro, la forma de la nariz es típica o bien llevan la barba característica. Los vigilantes están provistos de bastones o de látigos. La parte inferior representa otro tipo de construcción, más sofisticada, con un plano inclinado. Está construida con piedras talladas, ladrillos y, tal vez, un tipo especial de mortero. Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 46, n. 132.

IV. Las plagas de Egipto (Ex 7—12) Los fenómenos de las plagas de Egipto, descritos en el relato bíblico, son comunes en esta región. Por ejemplo, es normal -o lo era antes de la construcción de la presa de Asuán— observar que cada año el agua del Nilo «se convertía en sangre» cuando el río, tras recibir en primavera las aguas caídas en África central, transporta arcilla roja. Las ranas,

mosquitos, moscas, langostas, enfermedades y epidemias eran fenómenos corrientes en la antigüedad. Sólo el granizo es un fenómeno muy raro en Egipto, aunque no desconocido. El relato bíblico lo describe además con mayor detalle precisamente porque se trata de un acontecimiento insólito (Ex 9,13-35). La plaga de las tinieblas (Ex 10,21-27), en cambio, se explica con bastante facilidad: se trata de una tempestad de arena. La muerte de los primogénitos es más difícil de explicar, sobre todo si todos los primogénitos murieron la misma noche, incluidos los primogénitos de los animales (Ex 11,15; 12,29). Ciertamente, es preciso tener en cuenta el lenguaje hiperbólico del relato. Por otra parte, este último ha conocido, probablemente, un desarrollo. Ex 4,23 anuncia únicamente la muerte del primogénito del faraón. El relato de Ex 12 es, probablemente, una amplificación a partir de este primer dato tradicional. Algunos especialistas añaden que existe una enfermedad particular que ataca de manera exclusiva a los primogénitos. Estas reflexiones manifiestan la precariedad de una investigación estrictamente histórica sobre las plagas de Egipto. No han faltado los intentos al respecto, y ciertas revistas de gran tirada publican, con regularidad, artículos sobre el tema. Sin embargo, ya lo he dicho, los fenómenos descritos son demasiado comunes o están descritos de una manera demasiado genérica para que podamos situarlos en el tiempo con todo el rigor requerido por una investigación histórica seria. Una vez más, el historiador honesto reconoce que llega a una probabilidad, pero no a una certeza. En realidad, el relato contiene un elemento único, pero que no es exactamente de orden «histórico», es decir, que no forma parte de la simple crónica de los acontecimientos. Se trata de una reflexión sobre el poder de YHWH, Señor de Israel, que se extiende hasta Egipto. Dicho con otras palabras, el Dios de Israel demuestra en este relato que él es el verdadero soberano de Egipto y que dispone de un poder «superior» al del faraón. De hecho, este poder es de un orden diferente: YHWH es el Señor de la naturaleza. De ahí que el relato bíblico haya elegido un «género literario» diferente a la simple recensión, más apto para transmitir un mensaje de fe. No se ha contentado con proporcionar una serie de informaciones secas y neutras sobre los acontecimientos. Esta elección es posible que complique la tarea del historiador; en cambio, la facilita a quien busca el «sentido» de los textos: el relato de las plagas de Egipto pone de relieve ante todo el aspecto «significativo» de las cosas. No se contenta, pues, con informar sobre acontecimientos «sensacionales»; invita también a la reflexión al lector. Esta orientación teológica del relato nos permite comprender también el carácter «milagroso» de las plagas de Egipto. El objetivo de estos relatos no es presentar los fenómenos como infrecuentes e inexplicables para aquel que conoce las leyes de la naturaleza. Al contrario, el relato quiere mostrar que sólo Dios, el Dios de Israel, es señor de la naturaleza. Ni el faraón ni sus magos son capaces de dar órdenes al Nilo, a las ranas, a los mosquitos, a las langostas, al viento, al granizo, a la luz y a las tinieblas. Son asimismo incapaces de impedir las enfermedades de los hombres y de los animales. Resumiendo, el poder del faraón es limitado no exactamente porque no consiga provocar fenómenos inauditos, sino porque no puede dar órdenes a la «naturaleza». En efecto, la mentalidad antigua no distingue, como la mentalidad de nuestros días, entre los fenómenos «naturales», que puede explicar la ciencia, y los fenómenos «sobrenaturales», que la ciencia no consigue explicar. El «milagro» principal, para el mundo antiguo, es el simple hecho de la existencia en cuanto tal, es decir, el hecho de que haya un mundo poblado de seres vivos. Existir es un milagro constante, porque la muerte es mucho más normal que la vida. En consecuencia, todo fenómeno natural es un «milagro» para los antiguos, porque no pasa nada en la naturaleza ni en el mundo de los hombres sin la intervención de Dios. El relato bíblico pretende demostrar esta verdad esencial con los medios literarios de que dispone. Por tanto, no debe extrañarnos que se haya vuelto posible «explicar» hoy las plagas de Egipto de una manera sencilla y natural.

Por último, debemos señalar que el autor bíblico ha conseguido dar a su relato un color egipcio. Como hemos visto, todas las plagas son fenómenos conocidos en Egipto y típicos de esas tierras. Además, cuando el fenómeno es raro, como en el caso del granizo, el autor lo señala expresamente.

V. La salida de Egipto y el paso del mar (Ex 13—15) 1. Los papiros Anastasi y otros documentos La situación, más bien incómoda, del historiador apenas cambia cuando aborda la salida de Egipto y el paso del mar. A propósito de este último, existen, no obstante, algunos documentos egipcios interesantes: los papiros Anastasi, algunos de los cuales contienen informes enviados a sus superiores por oficiales destinados en las fronteras entre Egipto y el desierto del Sinaí. Egipto había instalado, efectivamente, guarniciones en el este del país para vigilar, por una parte, las infiltraciones de nómadas procedentes de la península del Sinaí y, por otra, la huida de los esclavos de Egipto. Uno de estos informes habla, por ejemplo, de dos esclavos que han conseguido escapar de la vigilancia y atravesar la frontera (Anastasi V). Es preciso recordar que antes de la construcción del célebre canal de Suez, el istmo que separa el Mediterráneo del mar Rojo era, en parte, una región lagunosa y de marjales. Otros textos egipcios antiguos nos informan sobre los muchos esclavos que huían de Egipto para encontrar la libertad en el desierto. Ciertos documentos hablan incluso de oficiales del faraón que optaban por esta solución cuando su situación en la corte se volvía crítica, como cuenta, por ejemplo, un tal Sinuhé (entre el año 1962 y 1928 a. C.). Este personaje atraviesa un lago en una barca, después se oculta detrás de un matorral y aprovecha la oscuridad para escapar de los centinelas que vigilaban los movimientos de las poblaciones del desierto desde arriba de un muro construido con este fin por los faraones. Sinuhé será acogido en el desierto por un jeque al que había conocido antes en Egipto.

2. ¿Por qué es tan poco abundante la documentación? Los documentos que acabamos de recorrer nos permiten, sin la menor duda, imaginar mejor el relato del paso del mar (o del milagro del mar) durante la noche (Ex 14,20.21.24.27). Este «mar» del que habla el texto es más probable que se tratara de uno de los lagos del istmo de Suez que del mar Rojo. Ahora bien, todos los intentos de precisar la fecha del éxodo de una manera aunque sólo fuera un poco más exacta se han manifestado infructuosos. Hubo demasiados éxodos de esclavos semitas que huían de Egipto para poder decir cuál de ellos fue el que menciona la Biblia. Además, los archivos egipcios no han registrado la desaparición de ningún ejército egipcio en el mar mientras perseguía a un grupo de israelitas salidos bajo la guía de un tal Moisés. Tampoco han registrado la muerte de ningún faraón ahogado en el mar. En realidad, las crónicas de la época no hablan gustosas de los reveses y de las derrotas. Además, es poco probable que un faraón se encargara personalmente de perseguir a un grupo de esclavos. Una vez, más nos encontramos con que el relato embellece las cosas. Como ocurre siempre en los cuentos y en los relatos populares, los personajes secundarios y subalternos desaparecen casi siempre en beneficio de los personajes más importantes, que toman todas las decisiones y guían todas las acciones. Y, más probablemente aún, algunos acontecimientos como los que cuenta la Biblia eran para la corte del faraón simples sucesos carentes de importancia. El éxodo, un acontecimiento fundamental para la fe de Israel, es poco probable que haya dejado huellas en la historia de Egipto.

3. El itinerario de la salida de Egipto Queda pendiente una cuestión a propósito del paso del mar: la del itinerario. Hay, por lo menos, tres posibilidades:

los hebreos atravesaron o bien el mar Rojo, o bien una zona pantanosa en la región de los «lagos Amargos» (istmo de Suez), o bien una laguna cercana al Mediterráneo llamada lago Menzaléh (que antiguamente recibía el nombre de mar de Sirbónida). Se ha vuelto tradicional hablar del «paso del mar Rojo»; sin embargo, es poco probable que los israelitas escogieran este itinerario, porque el mar Rojo es demasiado profundo. Sea como fuere, la traducción de «mar Rojo» no corresponde a la expresión hebraica que designa a este mar. En nuestros días, esta expresión se traduce de un modo más exacto por «mar de los Juncos». Ahora bien, como ya hemos dicho más arriba, la región atravesada actualmente por el canal de Suez era en la antigüedad una región de lagos. Algunos de esos lagos siguen existiendo todavía hoy, como los lagos Amargos, por ejemplo. Es mucho más probable que debamos buscar en esta región el teatro del relato de Ex 14. Pero, una vez más, se trata de una posibilidad. El relato bíblico no suministra datos suficientemente precisos para datar el acontecimiento y situarlo geográficamente. La experiencia de la fe {cf Ex 14,31) cuenta más que la precisión geográfica y cronológica.

4. El milagro del mar El «milagro del mar» describe un acontecimiento que puede ser reconstituido de manera verosímil sin demasiadas dificultades. El grupo de los esclavos hebreos ha sido perseguido en su huida por un destacamento de carros egipcios (Ex 14,5-10). Los hebreos han llegado a la región de los marjales que separan a Egipto del desierto (14,2.9). Pero los egipcios han conseguido darles alcance antes de la puesta del sol. A la caída del día y durante gran parte de la noche, un fuerte viento del este ha puesto al descubierto gran parte de la orilla de un lago de la región (14,9 y parte de 14,21). Si los acontecimientos tuvieron lugar cerca del mar, al efecto del viento se añadió probablemente el de la marea. Sea como fuere, los carros egipcios avanzaron probablemente por esta parte de la playa que todavía estaba húmeda. El relato bíblico no lo dice de una manera explícita, pero sí es, al menos, una de las explicaciones que sugiere. Además, por la noche, una espesa niebla (o una nube de arena levantada por el viento) ha impedido a los egipcios ver y alcanzar a los israelitas (14,19-20). Hacia el final de la noche —aquí es menester introducir de nuevo un elemento que el relato no proporciona de una manera explícita—, el viento ha caído y el lago (o el mar) ha vuelto a su sitio habitual (14,24). Los carros egipcios se han metido en el atolladero (14,25), las aguas se han desplazado a gran velocidad y el ejército del faraón se ha quedado sin salida posible, siendo sumergido por las aguas mientras intentaba huir al volver sobre sus pasos. El mar que venía a su encuentro se lo ha llevado todo (parte de 14,27-28). Al alba, los israelitas descubren los cadáveres en la orilla del mar (14,30). Es preciso señalar que esta versión de los acontecimientos no habla nunca de paso del mar. Israel se queda en su sitio y asiste a los acontecimientos sin desplazarse (14,14 y 14,30). Esta versión es verosímil. Es posible que la batalla del torrente Quisón (Jue 4) se desarrollara de una manera análoga. En esta última, los cananeos perdieron la batalla porque muy probablemente sus carros se atascaron en la llanura pantanosa del torrente Quisón. Así fue como Débora y Barac vencieron a Sisara, general del rey Yabín de Jasor. La historia conoce otras revanchas similares de la infantería contra los carros y la caballería. Volviendo al relato de Éxodo 14, la visión más conocida y recogida por las grandes películas de Hollywood sobre el éxodo, es decir, el paso del mar entre dos murallas de agua, una a la derecha y otra a la izquierda, procede de un relato más reciente que ha embellecido y amplificado claramente la tradición má$ antigua (véase Ex l4,21b-22.29). Este relato pertenece a la llamada tradición sacerdotal, un escrito que se remonta a la época postexílica

5. El Dios de la Biblia es alérgico al caballo

El relato de Ex 14 contiene un elemento interesante que ya hemos señalado: describe la derrota de un ejército de carros y caballos. Da la impresión de que, por muy paradójico que pueda parecer a primera vista, el Dios de la Biblia sea alérgico al caballo. Para comprenderlo mejor, es preciso recordar que, en esta época, el caballo era un animal empleado ante todo con fines militares y representaba, por consiguiente, el poderío de las armas. El Dios de la Biblia, sin embargo, es alérgico al caballo y prefiere el asno, un animal más común y, a buen seguro, menos costoso. Muchos textos bíblicos afirman, en efecto, que la salvación no viene del «caballo», es decir, de un ejército que dispone del arma más sofisticada de la época: el carro (Is 30,16; 31,1; Os 1,7; 14,4; Zac 9,10; Sal 20.8; 33; 16-17; 147,10-11; Prov 21,31). Este último texto resume bien esta idea: «Se apareja el caballo para el combate, pero la victoria la da el Señor» (Pro 21,31). La famosa descripción del caballo que aparece en Job 39,19-25 subraya con vigor el aspecto guerrero de este animal. Algunos relatos hacen referencia asimismo a esta temática. Absalón, el hijo rebelde de David, se había procurado un carro y caballos para manifestar sus ambiciones (2 Sm 15,1); sin embargo, no tuvo mucha suerte en sus empresas, puesto que murió en la batalla que le oponía al ejército de su padre (2 Sm 18). Otro hijo de David, Adonías, eligió también esta vía cuando pensó que había llegado el momento de suceder a su padre, que ya estaba metido en años (1 Re 1,5). Su suerte no fue mucho más afortunada que la de Absalón. El sucesor de David fue Salomón, y no Adonías, que no perdió sólo el trono, sino también la vida (1 Re 2,12-15). Salomón, por su parte, entró de manera triunfal en la ciudad de Jerusalén, pero no en un carro tirado por caballos, sino sobre la muía de David (1 Re 1,38). El mulo -que para nosotros representa algo completamente distinto a la gloria real— es, en la Biblia, el símbolo de una realeza pacífica. Ni siquiera el mismo Salomón fue fiel a este ideal, porque hizo construir, más tarde, cuadras para sus caballos y dotó a su ejército de carros de guerra (1 Re 5,6; 9,19.22; 10,26-29). Según el profeta Zacarías, el mesías que entrará en Jerusalén irá montado en un asno (Zac 9,9), como Salomón al comienzo de su reino, porque será un rey pacífico. Hará desaparecer de la ciudad los carros y los caballos para que reine la paz (Zac 9,10). Según los evangelios, esta profecía se cumplió cuando Jesús entró en Jerusalén montado en un asno (Mt 21,1-10; Me 11,1-11; Le 19,28-38; Jn 12,12-16). Una de las raras excepciones a esta regla es José (Gn 41,43). El carro que recibió del faraón es signo de su nuevo poder: José acaba de salir de la prisión y, de repente, se encuentra en la cima de la jerarquía social de Egipto, justo por debajo del mismo faraón. El motivo está recogido en el relato sin ninguna nota crítica. La alergia bíblica al caballo es una crítica lanzada contra todo poder que se apoye de una manera excesiva en el potencial militar, es decir, en la fuerza. Según estos relatos, en particular Ex 14, Jue 4 y los textos de los Salmos y de los profetas, este poder resulta, a fin de cuentas, muy frágil.

VI. La estancia en el desierto 1. Los cuarenta años Los cuarenta años de estancia en el desierto crean a la exé-gesis muchos problemas. A propósito del pasado nómada de Israel, debemos repetir lo que ya dijimos a propósito de los patriarcas: esta manera de vivir ha durado milenios. Todavía hoy, en el Négueb y en el desierto del Sinaí, siguen viviendo grupos de beduinos con sus rebaños de una manera que no debe ser muy diferente a la que se describe en la Biblia. La cifra cuarenta es, a buen seguro, simbólica. Aparece en textos como Am 5,25; Ex 16,38; Nm 14,34; 33,38; Dt 1,3; 2,7; 8,2; Jos 5,6. Con la excepción (tal vez) de Am 5,25, todos los textos citados son tardíos, es decir, postexílicos.

2. Los milagros realizados en el desierto Como cabía esperar, no existen documentos extrabíblicos sobre el itinerario de Israel por el desierto, ni tampoco los hay de acontecimientos como la teofanía del Sinaí. Ahora bien, ciertos relatos pueden ser explicados a partir de un acontecimiento más exacto de las condiciones de vida en esta región. El maná del que hablan Ex 16 y Nm 11, por ejemplo, es un fenómeno común en estas zonas desérticas o semidesérticas. Se trata de la secreción de un insecto que se alimenta de la savia de un matorral, de una especie de taray. El color de esta secreción es blanco, y su sabor, azucarado (véase Ex 16,14; Nm 11,7-8). También es posible dar una explicación natural del «milagro del agua que sale de la roca» (Ex 17,1-7 y Nm 20,1-13). Aunque sea rara, el agua no falta nunca por completo. La humedad del aire se condensa durante la noche en lugares más frescos y se va acumulando poco a poco, por ejemplo, en las grietas y en las hendiduras de la roca a causa del brusco cambio de temperatura que tiene lugar después de la puesta del sol. Allí se queda, a veces en una cantidad relativamente importante, a causa del fenómeno de la tensión superficial. Pero basta con dar un golpe violento sobre la hendidura para ver «salir», al pie de la letra, toda esta agua de la roca. Naturalmente, es menester conocer estos lugares. El relato de Ex 15,22-25, donde se describe cómo Moisés volvió potables las «aguas amargas» echando en ellas un trozo de madera, podría tener asimismo un fundamento real. La gente del desierto conoce, en efecto, las virtudes de la madera de ciertos árboles que pueden hacer salubres aguas que no son potables. Las migraciones de codornices (Ex 16 y Nm 11) y de otros pájaros son bien conocidas por los habitantes de la costa mediterránea y del desierto del Sinaí. A esto debemos añadir que las codornices que proceden de Europa y viajan a finales del verano hacia África son un plato exquisito, mientras que las que vienen de África en primavera no son comestibles. El tipo de alimento que ingieren en África del norte o en África central hace su carne impropia para el consumo. Eso explicaría por qué las codornices que come el pueblo en Ex 16 no tienen ningún efecto negativo para la salud de los israelitas, mientras que las consumidas en Nm 11 tienen consecuencias letales para un número considerable de ellos. La teofanía del Sinaí describe en realidad una tormenta violenta. Hay quien ha pensado también en una erupción volcánica. Sin embargo, el texto habla de un fuego que «baja» sobre la montaña (Ex 19,18). El «fuego» de una erupción volcánica no baja; más bien, sube de la montaña. Es cierto que estos elementos no bastan para proporcionar una base histórica firme a todos los relatos bíblicos sobre la estancia de Israel en el desierto. No obstante, ayudan a situarlos mejor. Además, nos impiden decir que todos estos relatos son puras «invenciones». Sus autores tenían un conocimiento concreto de las condiciones de vida en el desierto. A propósito de los «milagros» de Dios en favor de su pueblo en el desierto y de la explicación que hemos propuesto antes, conviene añadir una breve nota. El «milagro», en la mentalidad moderna, es un fenómeno que no puede tener explicación natural, racional o científica. Por consiguiente, requiere una explicación de orden sobrenatural. Ahora bien, esta distinción entre «natural» y «sobrenatural» es bastante reciente. Procede en gran parte de las discusiones planteadas por el racionalismo y el positivismo del siglo de las luces. La mentalidad bíblica no aplica esta distinción del mismo modo. El Dios de la Biblia es también el Dios de la naturaleza. Por esta razón, todo fenómeno natural que hace la vida posible allí donde de hecho es imposible sobrevivir es considerado como una intervención divina. En el desierto, efectivamente, es más normal morir que sobrevivir (Dt 8,15; 32,10; Jr 2,6; Os 13,5). Vivir en el desierto y encontrar en él agua y alimento ya es un «milagro».

3. La estancia en el desierto Continuando con el tema de la estancia de Israel en el desierto, algunas publicaciones del arqueólogo italiano Emanuele Anati podrían suministrarnos ciertas indicaciones útiles sobre el marco histórico de estos relatos bíblicos. Las excavaciones realizadas en el Négueb,

en particular las llevadas a cabo en la región de Har Karkom, han tenido unos resultados bastante interesantes. Según Anati, la región del Négueb, es decir, la parte septentrional del desierto del Sinaí, ha estado habitada durante milenios. Sin embargo, los lugares habitados fueron relativamente numerosos durante el tercer milenio antes de Cristo y disminuyen de una manera súbita a partir del comienzo del segundo milenio (entre 1950 y 1000 a. C.). En el primer milenio, la población aumentó de nuevo, pero sin llegar al nivel anterior. Este considerable descenso numérico a partir de comienzos del segundo milenio se debió probablemente a un cambio climático. Dado que en esta región la agricultura y la cría de ganado dependen casi por completo de las precipitaciones, basta una reducción de la cantidad de éstas para provocar un grave desequilibrio y obligar a una gran parte de la población a desplazarse a fin de no perecer. Había dos posibilidades: el norte, hacia la tierra de Canaán, o el oeste, hacia Egipto. Pues bien, ésas son precisamente las dos posibilidades que se plantea la comunidad de Israel en el desierto y a propósito de las cuales surgen con regularidad violentas discusiones. Moisés se bate por ir a establecerse en la tierra de Canaán, mientras que el pueblo prefiere regresar a Egipto (Ex 14,11-12; 16,3; 17,3; Nm 11,18.20; 14,2-4; 16,13-14; 20,5-6; 21,5). Existe, por tanto, cierta convergencia entre los relatos bíblicos, aunque muchos de ellos sean recientes, y ciertos datos proporcionados por la arqueología. Con todo, aquí la prudencia es de rigor. Todavía no hemos «encontrado» a Moisés ni al Israel del desierto. Sólo hemos encontrado huellas de la existencia de una población relativamente numerosa en el desierto del Négueb durante un período bastante largo, concretamente desde el 4000 al 2000 a. C. Esta población ha desaparecido a partir de 2000-1900. Estas tribus se fueron probablemente a Egipto o bien hacia Palestina. Los datos precedentes proporcionan un marco posible a lo que la Biblia describe en los relatos sobre la estancia de Israel en el desierto y sobre los intentos de conquista a partir del sur. Tal vez —pero se trata una vez más de una simple conjetura difícil de verificar— tendríamos aquí el origen de ciertas tradiciones bíblicas sobre la estancia en el desierto. La gran dificultad con que se enfrenta una hipótesis de este tipo procede del hecho de que habría que hacer retroceder el origen de ciertos relatos hasta el año 2000 a. C. Estudios recientes sobre la tradición oral muestran que los relatos populares pueden conservar motivos del pasado durante mucho tiempo. Ahora bien, la tradición transforma, adapta, colorea e interpreta vigorosamente, según las circunstancias. En consecuencia, es poco prudente pretender encontrar en estos relatos elementos históricos precisos que pudieran remontarse a más de mil años hacia atrás y, sobre todo, es poco razonable confiarse a estas tradiciones para emprender una reconstrucción histórica detallada. Al cabo de esta investigación hay una cosa segura: el Négueb es una región donde la vida ha sido siempre precaria. Lo que cuenta la Biblia sobre las dificultades para vivir en esta región se ha podido verificar en cualquier época. El deseo de ir a vivir a Egipto o de dirigirse hacia el norte era una tentación casi constante para estas poblaciones. El deseo se hacía más vivo cada vez que la vida se volvía más difícil a causa de las condiciones meteorológicas menos favorables. Por consiguiente, los incidentes que refiere la Biblia a propósito de la estancia en el desierto no tienen, desde el punto de vista histórico, nada de verdaderamente excepcional.

4. La actividad de Moisés en el desierto La Biblia afirma varias veces que Moisés no entró en la tierra prometida, porque murió en el desierto. Sin embargo, los textos que hablan de una «falta» de Moisés son todos ellos tardíos (Nm 20,12-13; Dt 1,37-38; 3,23-28) e intentan dar una explicación teológica de un hecho transmitido por la tradición. Pretenden responder a una cuestión que surgió, de manera inevitable, cuando Moisés se convirtió en el jefe que hizo salir a Israel de Egipto para conducirlo a «la tierra que mana leche y miel» (Ex 3,8). A partir de este momento, se volvía inevitable preguntarse la razón de que Moisés no hubiera entrado en esta tierra. Para estos autores recientes, el hecho de no entrar en la tierra prometida no podía ser más que un castigo divino, y así es como lo explican.

El marco en el que un personaje como Moisés pudo ejercer su actividad existe, pues, con toda claridad, como acabamos de ver. Con todo, esos datos diseminados no nos permiten afirmar que hemos encontrado a Moisés. Sólo podemos decir que la arqueología traza un marco en cuyo interior es posible situar una figura bíblica como la de Moisés. Para poder pasar de la posibilidad a la certeza y reconstituir la figura histórica de Moisés deberíamos disponer de otros elementos que los textos y las excavaciones no nos suministran, por desgracia. Repitamos, como conclusión, que Moisés es una figura clave en el Antiguo Testamento, porque las instituciones mosaicas permiten al Israel postexílico vivir sin monarquía y sin autonomía política. La situación de Israel en el desierto, bajo la guía de Moisés, es emblemática: el Israel postexílico vive en una situación semejante. La intención fundamental de los textos es transmitir este mensaje esencial, y no esbozar el retrato del Moisés histórico o reconstruir el pasado ya superado de los antepasados de Israel en el desierto. Anda lejos de ser excluido que un personaje llamado Moisés viviera en el desierto del Négueb y ejerciera allí una actividad religiosa y jurídica importante. También anda lejos de ser excluido que esta actividad tuviera un impacto sobre algunas poblaciones locales que, de un modo u otro, acabaron por formar parte del pueblo de Israel del que habla la Biblia. Pero sería aventurado decir más.

5. El Sinaí Discuten mucho los especialistas sobre el emplazamiento del Sinaí. Hay por lo menos tres o cuatro hipótesis al respecto. Algunos estiman que el Sinaí se encuentra cerca del actual monasterio de Santa Catalina (el macizo de Djebel Musa, la «montaña de Moisés», que cuenta, sin embargo, con varias cimas). Para otros, debería encontrarse en Arabia Saudí, al este del golfo de Aqaba, en la parte septentrional del macizo de Al-Hijaz. Es, efectivamente, sólo allí donde se encuentran antiguos volcanes, y, al menos para estos investigadores, el relato de Ex 19 supone una erupción volcánica. Recientemente, E. Anati ha propuesto Har Karkom, un paraje montañoso del Négueb situado en el norte de la península del Sinaí. Es preciso reconocer que hasta ahora no ha sido posible identificar con certeza el paraje bíblico del Sinaí o del Horeb, como se le llama en el Deuteronomio. Las razones de estas dificultades son múltiples, pero la principal es de orden teológico y literario. En efecto, para la Biblia, el monte Sinaí u Horeb es menos un lugar geográfico que un lugar jurídico: allí es donde Israel se constituyó como pueblo de Dios y se dotó de sus leyes fundamentales. Todas las instituciones que se remontan, en la Biblia, a este momento de su «historia» son esenciales para la supervivencia del pueblo. Las otras, en cambio, no lo son. Para la Biblia era más importante llevar a cabo estas distinciones que informarnos sobre la exacta situación geográfica de la montaña. Sin embargo, todos los textos parecen estar de acuerdo en un solo punto, pero se trata de un punto capital del que debo hablar ahora: el Sinaí no se encuentra en Israel, sino en el «desierto».

6. Las instituciones mosaicas El monte Sinaí, la montaña donde Israel se convirtió en un «pueblo» y en una «nación» al concluir una alianza con su Dios, se encuentra en el desierto y no en la tierra prometida. Se trata, sin embargo, de una montaña más importante que el monte Sión y que Jerusalén, puesto que Israel nació en el Sinaí y no en el monte Sión. De este hecho podemos extraer una conclusión importante: Israel puede vivir como pueblo sin su propia tierra, sin monarquía y sin verdadero templo, porque el pueblo es más antiguo que la conquista de la tierra, que la monarquía y que el templo de Salomón. Israel espera, por supuesto, poseer algún día una tierra, un rey y un templo. Ahora bien, dadas las circunstancias, hace de la necesidad virtud y consigue existir como pueblo en esta condición transitoria. La «teología del Sinaí», que es también la «carta magna constitucional» de Israel, reposa en dos pilares. Ambos están ligados, porque todo el derecho de Israel está sellado por la autoridad divina.

a) El derecho de Israel El derecho de Israel, promulgado en el monte Sinaí, es diferente de los derechos conocidos en el Oriente Próximo antiguo, porque su validez no está ligada a un territorio y la autoridad que lo sanciona no es la autoridad tradicional de una monarquía. El derecho de Israel se funda en el consenso y no en el apremio. El pueblo en su totalidad entra libremente en una alianza con su Dios y jura, siempre de una manera libre, observar la ley. Así pues, Israel ha aceptado libremente dotarse de un «derecho» y de una «ley», para ser el pueblo de Dios. Este derecho ha sido propuesto, no impuesto. Vale porque cada «ciudadano», cada miembro del pueblo de Israel, se ha comprometido públicamente a respetarlo. Algunos podrían objetar que el derecho de Israel se basa más en la autoridad divina y en la autoridad de Moisés que en el consenso del pueblo. Ahora bien, la autoridad divina no es una autoridad humana. Decir que el derecho es de origen divino significa que ese derecho no ha sido impuesto por «nadie», es decir, por ninguna autoridad humana. Por otra parte, la autoridad de Moisés no es una autoridad política ordinaria. No dispone de ninguna fuerza de coerción, ya sea una guardia personal o un ejército, y tampoco posee un poder económico del que dependiera el pueblo. Las «cualidades» de Moisés son intrínsecas y no extrínsecas. En nuestros días, diríamos que proceden de su «competencia» y no de su «poder» político o económico. Moisés está dotado de autoridad porque Dios le trata cara a cara (Dt 34,10) y le habla del mismo modo (Nm 12,8). Esta autoridad se basa, pues, en cualidades humanas —religiosas para la Biblia— y no en condicionamientos materiales. Éste es el «precio» que ha tenido que pagar Israel para construirse como nación, es decir, construir su propia identidad sobre valores humanos fundamentales, sin esperar a que se hubieran cumplido todas las condiciones materiales para la realización de su «proyecto de sociedad». En este punto, la Biblia se revela extraordinariamente moderna.

b) El culto La misma situación se produce en el culto instituido por Moisés en el desierto. En efecto, la característica fundamental del «santuario» del desierto es su movilidad. Dicho de otro modo, el símbolo más importante de la presencia de Dios es una tienda que se desplaza, que guía y acompaña al pueblo en su marcha hacia la tierra prometida. Por consiguiente, Dios no reside sólo en la tierra prometida, que es su «dominio» personal, ni espera a tener una morada estable y definitiva, el templo de Salomón, para venir a habitar en medio de su pueblo. No duda en compartir las condiciones precarias, provisionales y transitorias de su pueblo en el desierto, tierra de muerte más que tierra de vida (Jr 2,2.6). Con palabras muy sencillas, diríamos que Israel puede sobrevivir en el reino de la muerte porque su Dios es capaz de hacerle vivir allí donde, como regla general, es la muerte la que triunfa. Esta teología de un Dios capaz de «morar» en lo provisional y hacer vivir a su pueblo en una situación imperfecta y transitoria prepara y anticipa la teología de la encarnación. Hay una frase del Nuevo Testamento que recoge lo esencial del Antiguo Testamento para aplicarlo al Nuevo: «Y el Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros; y hemos visto su gloria» (Jn 1,14). Para Juan, el Verbo viene a plantar su tienda en la imperfección del mundo humano y asume la condición humana con todo lo que ésta tiene de efímero y de frágil. Eso significa también que el Nuevo Testamento, del mismo modo que el Antiguo, afirma con vigor que Dios se hace presente en nuestro mundo, que la plenitud de la vida ha sido ofrecida ya, en cierto modo, a todos los «peregrinos» de nuestra tierra. Dios no espera a los viajeros a su llegada, en la puerta de la eternidad; él mismo ha cogido el bastón y las alforjas de peregrino para recorrer con su pueblo el largo camino que conduce a la ciudad del infinito.

Este trabajo de reflexión teológica, en su forma definitiva, se sitúa como es natural en el período postexílico, después de la pérdida de la tierra, del fin de la monarquía y de la destrucción del templo. Es verdaderamente difícil imaginar que una teología como ésta hubiera sido elaborada mientras Israel vivía apaciblemente en su propio territorio, gobernado por sus reyes y ofreciendo culto a su Dios en el templo de Jerusalén o en otros santuarios. Capítulo quinto

¿Conquista de la tierra, asentamiento de pastores nómadas, rebelión rural o evolución social? I. El Libro de Josué y la arqueología

El Libro de Josué describe con gran detalle dos grandes batallas libradas para la conquista de la tierra prometida: el asedio de Jericó (Jos 6) y la batalla contra la ciudad de Ay (Jos 7-8). Por lo que se refiere al resto de la conquista, este mismo libro se contenta, en general, con resúmenes (cf]os 10; 12). 1. Los problemas históricos del Libro de Josué

Según la cronología establecida por los investigadores, la conquista de Josué debería haber tenido lugar entre el año 1200 y el 1100 a. C. Esta fecha plantea, de golpe, un problema de talla al exégeta y al historiador, porque en esta época las ciudades de Jericó y de Ay no estaban ocupadas. El pueblo de Israel, bajo la guía de Josué, se habría encontrado, pues, frente a los escombros de ciudades en ruinas (la palabra hebrea Ay significa, en efecto, «ruinas», «escombros»). Es posible que los relatos hayan partido de una reflexión sobre estas ruinas y que la destrucción de las ciudades fuera atribuida a posteriori a la conquista de Josué. Pero esto es una simple conjetura entre muchas otras. Son, efectivamente, varias las teorías propuestas para conciliar el texto bíblico con los datos arqueológicos. De momento debemos conformarnos con levantar acta de la existencia de una discordancia considerable y desconcertante entre la «historia real» y la «historia bíblica» en este punto. 2. El Libro de Josué y el género literario «épico» Para resolver el problema, conviene partir, como hemos hecho antes, de un análisis más preciso del relato bíblico y de su intención. Este análisis, en lo que se refiere al Libro de Josué, desemboca en una conclusión que se va a revelar muy fructuosa: este libro es uno de los raros ejemplos de literatura «épica» en la Biblia. El carácter épico del Libro de Josué se manifiesta sobre todo por el modo de describir las batallas de Israel contra las diferentes poblaciones del país. Excepto en una ocasión, la del primer intento de conquista de Ay (Jos 7), Josué gana todas las batallas, y las gana ampliamente. Nadie consigue detenerle. En el caso de Ay, la derrota no se debe a ninguna falta de Josué, sino a la de un israelita, Acán, que no ha observado la ley del anatema. El objetivo del relato no puede ser más claro: nadie puede desobedecer la ley del Señor impunemente. En suma, tanto en el Libro de Josué como en la epopeya, las victorias o son completas o no son tales. Es imposible vencer a medias. El carácter épico del Libro de Josué se manifiesta, en segundo lugar, en la «perfección» de este momento de la historia de Israel. La época de Josué es, en efecto, para la Biblia, una especie de edad de oro, porque Israel es fiel a su Dios —excepto, una vez más, en el caso de Acán (Jos 7)— y se muestra ejemplar en la observancia de la ley (Jos 24,31; Jue 2,7). Todo ello explica el éxito de la conquista. La interpretación correcta del libro depende en gran parte de lo que acabamos de decir. Está claro que el Libro de Josué se preocupa poco de proporcionar una cronología detallada de lo que ha pasado. Se preocupa mucho más de describir una época ideal de la historia de

Israel. Al menos una vez en su vida, cuando entró en la tierra prometida, Israel consiguió vivir según los cánones fijados por Dios en la ley de Moisés. Que este momento se haya situado al comienzo de la ocupación de la tierra es, a buen seguro, fruto de una opción intencional: los primeros pasos de Israel en su tierra fueron «impecables». La infidelidad no vino sino más tarde; por consiguiente, no es original (Jue 2,10). El Libro de Josué nos transporta, pues, al mundo exaltador e idealizado de la epopeya y no nos hace tomar los senderos áridos de la «historiografía». Ahora bien, epopeya no significa necesariamente «leyenda», es decir, pura ficción. Según la definición de Víctor Hugo, «la epopeya es historia escuchada en la puerta de la leyenda». Por eso el relato intenta exaltar a sus héroes, embellecer a los actores y los acontecimientos, celebrar y engendrar en el lector unos sentimientos de admiración. Su primera finalidad no es, ciertamente, aguzar el sentido crítico. Quien quiera espigar algunos elementos históricos en los relatos épicos deberá sacarlos, necesariamente, de su espesa envoltura épica. La tarea tal vez sea aún más complicada, porque los narradores bíblicos se parecen, aunque sea un poco, a los alquimistas: han transformado por completo los ingredientes del punto de partida —antiguos recuerdos y tradiciones antiguas— para elaborar algo muy diferente: el relato épico. En teoría, el investigador honesto no puede excluir que, en el origen, hubieran podido existir ciertos recuerdos históricos a propósito de estos acontecimientos. Al contrario, puede suponer incluso, en virtud de buenas razones, que fue así. Con todo, en muchos casos se ha vuelto muy arduo o casi imposible encontrar esos elementos en el relato actual. La investigación histórica debe servirse, por fuerza, de otros elementos, como el estudio de documentos extrabíblicos y de datos arqueológicos, para llegar a conclusiones más sólidas sobre lo que pasó en realidad. II. Las teorías sobre la instalación de Israel en la tierra de Canaán

Puesto que el relato épico no les permite representarse cuál fue exactamente el curso de los acontecimientos, los exégetas han propuesto varias teorías para intentar explicar cómo se instaló Israel en la tierra de Canaán. Las principales teorías a este respecto son tres.

1. La conquista militar (la escuela deW. F. Albright) La primera teoría, la más clásica y la más extendida hasta hace algunos años, considera que el relato bíblico es, en gran parte, creíble desde el punto de vista histórico. Se habría producido una verdadera conquista hacia el año 1200 a. C. En esta época fueron destruidas algunas ciudades y los arqueólogos han notado que el nivel cultural bajó claramente como consecuencia de estas destrucciones. Con todo, no es posible probar que todo el país de Canaán fuera conquistado en este momento. Textos como el de Jue 1 relativizan ya fuertemente el gran fresco propuesto por el Libro de Josué. Sólo en tiempos de la monarquía se impuso una cultura más o menos homogénea en todo el territorio del Israel bíblico. Por consiguiente, la conquista habría sido un fenómeno gradual y progresivo, desarrollado a lo largo de un extenso período de tiempo. La «campaña relámpago» de Josué es, tal como hemos dicho más arriba, una reconstrucción literaria. Pero, si se tiene todo en cuenta, el relato bíblico tendría «un fundamento en la realidad», porque Israel se habría apoderado verdaderamente de la tierra de Canaán después de una serie de conquistas militares.

2. El asentamiento progresivo de los seminómadas (A. Alt) A fin de resolver los problemas de esta primera teoría, y en particular el problema planteado por las excavaciones realizadas en Jericó y en Ay, el célebre exégeta alemán Albrecht Alt ha propuesto una segunda teoría. Más que en una conquista militar de una increíble rapidez, habría que pensar en una infiltración lenta y pacífica de seminómadas procedentes de regiones desérticas y que se fueron asentando de una manera progresiva en la

tierra de Canaán. A causa de la trashumancia de sus rebaños, los seminómadas —los antepasados de Israel-pasaban regularmente a las partes menos pobladas del país de Canaán durante la estación seca, de abril a octubre, en busca de pastos para sus rebaños. Poco a poco fueron ocupando los territorios menos poblados, particularmente las colinas. De este modo, las tribus de Israel se habrían ido estableciendo de una manera progresiva: primero, en las zonas montañosas y en las partes menos acogedoras del país; más tarde, en las llanuras más fértiles; por último, ya en tiempos de la monarquía, habrían conquistado las ciudades cananeas e impuesto su dominio sobre ellas. 3. La rebelión de los campesinos contra las ciudades cañoneas (G. Mendenhall - N. K. Gottwaid) Una tercera teoría intenta explicar el fenómeno desde el punto de vista religioso. ¿Cuál fue el cemento que pudo unir a las diferentes tribus en un solo pueblo antes de la monarquía? La fe en un Dios único, diferente del dios honrado por la población cananea que dominaba el país desde ciudades fortificadas. Esta teoría, propuesta por algunos exégetas de Estados Unidos, como George Mendenhall y Norman K. Gottwaid, introduce en la argumentación un razonamiento de tipo sociológico. Voy a resumir a grandes rasgos la hipótesis tal como ha sido desarrollada en la obra monumental de N. K. Gottwaid The Tribes ofYahwe. A Sociology of the Religión of the Liberated Israel 1250-1050 B.C.E. fSCM, Londres 1979). En síntesis, según esta teoría, los hebreos constituían esencialmente una población de campesinos y de esclavos al servicio de las ciudades cananeas. El poder de estas ciudades sobre el campo estaba garantizado por un ejército profesional dotado de carros de combate. Este ejército, que necesitaba la cría de caballos, resultaba bastante caro. Una parte de la población, en este caso la clase dirigente y los militares, vivía a costa del resto de los habitantes de la región. Para alimentar al ejército, era necesario efectivamente producir un «excedente» que le estaba destinado, siendo que no participaba de ninguna manera en la producción de los bienes de primera necesidad y que, a fin de cuentas, no «servía» para nada, a no ser para garantizar la dominación de una minoría, la clase dirigente, sobre un proletariado sin defensa. Este sistema de explotación incluía instituciones como el trabajo forzoso, la servidumbre y la prestación personal. A esto debemos añadir que la población sometida difícilmente podía rebelarse contra sus «patronos», porque adoraba al mismo dios que los cana-neos: el dios El. Todo cambió cuando un reducido grupo de levitas, llegados de Egipto después de haber pasado algún tiempo en el desierto, consiguió inculcar una nueva fe en esta población explotada: la fe en el Dios YHWH. La adopción de este «nuevo» Dios favoreció el despertar de una conciencia propia y cavó un foso entre los cananeos, que tenían el poder, y las clases oprimidas. La ¡dea de una alianza con YHWH se fue abriendo camino entre los campesinos y sirvió de catalizador en el proceso de unificación de esta población, que reagrupaba a personas y clanes de orígenes diferentes. La religión fue, por consiguiente, el elemento clave que permitió al «pueblo de Israel» ver la luz. Los diferentes grupos de campesinos sometidos se rebelaron contra sus patronos y, en su mayoría, huyeron hacia las colinas. Su instalación en esas regiones inhóspitas fue posible gracias a algunas técnicas nuevas, como el cultivo en terrazas y el uso de la escayola para impermeabilizar las cisternas. La invención y el uso sistemático del hierro a comienzos del primer milenio antes de Cristo hizo posible la explotación de terrenos hasta entonces incultos, porque los útiles de hierro, más sólidos que los de bronce, permitían desmontar o labrar suelos áridos. Las ciudades cananeas, debilitadas por la pérdida de su mano de obra, perdieron al final la batalla contra esta «nueva generación», que repobló, a continuación, el país a partir de la región montañosa. Según esta hipótesis, no se habría producido ninguna «invasión» desde el exterior. Israel no habría venido del

desierto para conquistar la tierra, pues estaba en el país desde siempre. Del exterior vino sólo un pequeño grupo, el de los levitas. Desde esos presupuestos, estos investigadores ya no hablan de conquista, sino más bien de rebelión de campesinos contra sus «patronos» cananeos. 4. Crítica de estas teorías y balance Cada una de estas tres teorías plantea problemas particulares. En buena parte ha sido el análisis de la cerámica empleada en esta época en Israel el que ha obligado a revisar ciertas posiciones. La cerámica, en efecto, es omnipresente en Israel. Sin embargo, cada población y cada cultura tiene un tipo de cerámica que le es propio y a partir del cual es posible identificarla y datarla. A la inversa, todo cambio en el tipo de cerámica -la forma de los vasos, su coloración, el tipo de fabricación, etc.— corresponde a un nuevo tipo de población en las implantaciones estudiadas (I. Finkelstein). La primera teoría plantea dificultades porque no hay pruebas arqueológicas de una conquista a partir de Transjordania. Ya he hablado de la dificultad que supone encontrar la huella de las conquistas de Josué, especialmente en lo que se refiere a las ciudades de la parte central de la tierra de Israel (Jericó, Ay, etc.). Los arqueólogos tampoco han encontrado parajes israelitas construidos sobre ciudades cananeas destruidas. Sin embargo, en ciertos lugares, como en Hazor, en el norte de Galilea, los arqueólogos han observado que la ciudad fue destruida hacia el año 1220-1200 a. C. A continuación, como se desprende del tipo de construcción y de los utensilios que se remontan a esta época, se empobreció la cultura. En consecuencia, cabe emitir la hipótesis de una conquista militar, al menos en ciertos casos. A buen seguro, no se trata de una conquista de todo el país bajo la guía exclusiva de Josué. Además, es difícil certificar que estos nuevos habitantes puedan ser identificados con los israelitas de la Biblia. La segunda teoría choca con el mismo problema: si se infiltraron algunos grupos de seminómadas a partir de Transjordania, es difícil explicar por qué adoptaron un nuevo tipo de cerámica tras haber atravesado el Jordán. Y ése es precisamente el caso: no hay continuidad entre la cerámica ordinaria de Transjordania y la de Cisjordania. La tercera teoría ha ejercido y sigue ejerciendo todavía una gran fascinación, en particular porque traduce los datos bíblicos en términos sociológicos. El proceso de liberación de los esclavos y de liberación general que propone, con su componente religioso esencial, es, en efecto, muy seductor. La hipótesis tiene su lógica y su fuerza de persuasión. Su capacidad de volver a dar esperanza a los explotados de este mundo también es innegable. Por desgracia, esta teoría tropieza con ciertos datos ineludibles. En primer lugar, es preciso preguntarse por qué la Biblia no ha conservado un recuerdo más preciso del acontecimiento. Si es cierto que Israel nació de esta manera como pueblo libre, ¿por qué no se cuenta este nacimiento glorioso con más fidelidad? Hay otra objeción, más grave, de tipo cultural. Según los expertos, no hay continuidad entre la cultura de las ciudades cananeas de la llanura y la de las poblaciones que ocuparon las colinas. La cultura de las colinas es de tipo pastoral y no urbano. Por consiguiente, los habitantes de las colinas no pueden proceder del proletariado de las ciudades o de sus alrededores. Una teoría, compartida hoy por muchos investigadores, combina elementos de la segunda y de la tercera hipótesis. La cuestión esencial para el historiador que estudia esta época es saber por qué y cómo se llevó a cabo el paso de «Canaán» a «Israel». Con otras palabras, es preciso explicar, por una parte, el final de la dominación cananea, basada en ciudades fortificadas y en un ejército dotado de carros y caballos, y, por otra, hay que explicar también el comienzo de la cultura más agrícola y pastoral de Israel. Para ciertos especialistas, el sistema cananeo se apagó por sí mismo. Se fue desmoronando poco a poco y acabó hunLa nueva cultura que reemplazó a la cultura cananea de las llanuras nació en el interior de las poblaciones autóctonas que habitaban en las colinas desde hacia ya, sin duda, mucho

tiempo, y, por consiguiente, es allí donde debemos buscar a los antepasados de Israel. Estos antepasados fueron, en el origen, pastores nómadas que se fueron asentando de una manera progresiva (y cíclica) en pequeños pueblos, en la meseta que se extiende desde la llanura de Yzreel hasta la de Berseba, que añadieron a la cría del ganado el cultivo de los cereales y, más tarde, el de la viña y el del olivo (I. Finkelstein). La teoría que acabo de exponer tiene sus cualidades y merece nuestra consideración. Tal vez sea necesario añadirle algunos elementos nuevos o algunos matices. Por ejemplo, los vínculos entre las poblaciones de Canaán y las de Transjordania y las del Négueb, sin hablar de un grupo que habría emigrado a Egipto, merecerían un estudio más detenido. En resumidas cuentas, la teoría de un proceso interno en la sociedad cananea es, por el momento, la más satisfactoria de todas las que se han propuesto, aunque siga siendo, sin duda, difícil determinar con precisión todos los componentes de la cultura que tomó el sitio de la civilización cananea.

5. La estela de Merneftah El primer documento conocido que menciona el nombre de Israel se remonta a la época de la instalación de Israel en el país de Canaán. Se trata de la estela de Merneftah (1238-1209 a. C.), grabada durante el quinto año del reinado de este faraón, sucesor de Ramsés II. La estela dataría, por consiguiente, del año 1233 ca. a. C. La estela de Merneftah (ca. 1233 a. C.), encontrada en Tebas. En la cima de la estela se ve dos veces al dios Amón, el dios-sol de Tebas, que ofrece una cimitarra al faraón. El disco, símbolo del sol, planea por encima del dios Amón. A la derecha se encuentra el dios Horus, el halcón, y, a la izquierda, la diosa Mut, esposa de Amón y diosa de Tebas. Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 45, n. 131.

Esta estela contiene una lista de pueblos vencidos por el faraón durante una campaña desarrollada en Asia. Dice literalmente así: «Israel está aniquilado y ya no tiene semilla [descendencia, posteridad]». Junto al jeroglífico que designa Israel aparece el signo que significa «pueblo». La interpretación de esta inscripción no resulta fácil. Tal vez haga alusión a una batalla que la Biblia no menciona. ¿Quién habla gustosamente de una derrota? O bien el relato fue transformado por completo para convertirlo en una victoria de Josué [cf. ]os 10). Por último, algunos llegan incluso a poner en duda la historicidad de la estela. Para éstos, el faraón enumera una serie de victorias sobre enemigos tradicionales y sobre pueblos conocidos, siguiendo un género literario bien atestiguado. El hecho de encontrar un nombre en una lista no significa necesariamente que el faraón hubiera combatido contra ese pueblo. ¿Quién se atrevería a contradecir al faraón de Egipto en este punto o en cualquier otro? Con todo, también debemos admitir que un faraón no puede combatir contra fantasmas. Si menciona a Israel por su nombre en esta lista es porque debía existir en esta época la entidad correspondiente. Pero ¿qué podía representar Israel en esta época? Es posible que el Israel que nosotros conocemos a través de la Biblia todavía no se hubiera constituido, es decir, que no formara aún una confederación de tribus que vivían en el territorio que se extiende desde la región fenicia hasta el desierto del Sinaí, entre el valle del Jordán y el mar Mediterráneo. Es posible que el nombre «Israel» sólo designe a un clan o a una tribu que, más adelante, dio su nombre a toda la nación. Hay otros ejemplos de este fenómeno. No es raro, en efecto, que una región o un pueblo dé su nombre a todo el país. Es habitual, por ejemplo, decir Suiza para designar a la Confederación Helvética. Suiza debe su nombre, en realidad, al pequeño cantón de Schwyz. Del mismo modo, Holanda y Países Bajos se emplean a menudo el uno por el otro, porque Holanda es la región más importante de este país desde el punto de vista político y económico. Lo mismo sucede con Inglaterra, región clave del Reino Unido o Gran Bretaña. Francia, en cambio, debe su nombre a los francos, a quienes se considera los verdaderos fundadores de esta nación. En esta misma línea, algunos investigadores advierten que la Biblia menciona una vez a un clan, los hijos de Esriel o esrielitas, que habitaban en la parte central del país (Jos 17,2). Esriel, antepasado epónimo de este clan, es uno de los nietos de José, y no de los numerosos hijos de Manases. El nombre «Esriel» es muy próximo al nombre «Israel», y se trataría tal vez de la denominación adoptada como «nombre común» por todas las poblaciones de la región, después de numerosas vicisitudes de las que no sabemos gran cosa

ux^.-riAi El nombre de Israel en la estela de Merneftah. Fuente: Cahier Évangile, n. 33, p. 37.

6. Los hapiru y los hebreos

Los manuales y las introducciones al Antiguo Testamento, del mismo modo que las presentaciones populares de la Biblia, hacen a menudo referencia a una teoría que ha tenido un gran éxito estos últimos años. Los documentos descubiertos en Tell el-Amarna (Egipto), capital del célebre Akenatón o Amenofis IV (1374-1347 a. C.), mencionan con frecuencia a unos grupos conocidos con el nombre de hapiru (apiru o abiru). Estos documentos proceden de la correspondencia diplomática entre la corte de Egipto y sus vasallos de Oriente Próximo; entre otros, del país de Canaán. Algunas cartas llevan el nombre de un tal Abdi-Hepa, rey de Urusalim (Jerusalén). Este reyezuelo se lamenta con regularidad de las incursiones de los hapiru y pide ayuda a su soberano egipcio para defender el territorio contra estos ataques. En estas cartas, redactadas en acadio, se describe a los hapiru como poco simpáticos y poco recomendables. Se trata, esencialmente, de campesinos y de esclavos que han huido de sus patronos. Viven del robo y ocasionan problemas a los pequeños potentados locales, que piden ayuda al faraón. Otros hapiru son mercenarios o prestan sus servicios en los grandes trabajos de construcción.

Algunos han querido ver un vínculo entre estos hapiru y los hebreos de la Biblia. Existiría un parentesco lingüístico entre las palabras «hapiru» o «habiru» y «hebreos». Además, dispondríamos de un testimonio histórico de la invasión de Canaán por los hebreos, a condición de identificar a los hapiru que atacan de manera regular a las ciudades cananeas con los hebreos bíblicos. Sin embargo, la teoría sigue siendo frágil. Hay dos elementos en particular que no resisten un examen crítico. En primer lugar, las dos palabras, «hapiru» y «hebreos», no están emparentadas. La base filológica de esta relación es demasiado endeble. En segundo lugar, «hapiru» no es una denominación étnica, sino más bien sociológica. Los hapiru no forman un pueblo, sino una capa de la población que vive generalmente en la miseria. Por eso aparecen entre los mercenarios o los esclavos de los grandes reinos e imperios. De vez en cuando, la necesidad les obliga a llevar una vida fuera de la ley. Atacan pueblos y ciudades para poder sobrevivir. En consecuencia, se impone la prudencia: es mejor no relacionar demasiado rápidamente a los hebreos de la Biblia con los hapiru de las cartas de Tell el-Amarna.

7. Los filisteos y los «pueblos del mar» La historia de esta época contiene un último dato que puede darnos luz sobre el trasfondo de los acontecimientos referidos por la Biblia. Muchos documentos del Oriente Próximo antiguo hablan, en efecto, de una invasión que tuvo lugar hacia el año 1200 a. C. La región fue asaltada por unos invasores desconocidos hasta entonces, a los que se designa, de una manera bastante imprecisa, con el nombre de «pueblos del mar». El faraón Ramsés III (1184-1070 a. C.) celebra, en un gran bajorrelieve, una victoria marítima sobre estos pueblos, que intentaban invadir Egipto hacia el año 1175 a. C. La ciudad de Ugarit (Fenicia), en cambio, no pudo resistir los repetidos asaltos de estos invasores. El reino hitita, que ocupaba la actual Turquía, cayó también, probablemente, bajo sus golpes. Estos «pueblos del mar» eran de origen indoeuropeo y, por consiguiente, estaban más o menos vinculados con las poblaciones griegas y con emparentadas con ellas que se establecieron en la parte oriental del Mediterráneo, en particular alrededor del mar Egeo. Los filisteos de los que habla la Biblia forman parte de esta ola de invasiones. Se habían establecido junto al mar y controlaban la llanura costera de Palestina. No es imposible que optaran por instalarse en este lugar tras haber sido rechazados por Ramsés III. La arqueología ha confirmado la presencia de una población nueva en esta región durante este tiempo. Los filisteos se distinguen en particular por su cerámica típica. Por último, el título que llevan sus príncipes, seren (Jos 13,3, etc.; se emplea 18 veces en el Antiguo Testamento), la única palabra filistea que se encuentra en la Biblia, podría estar emparentado, según algunos especialistas, con la palabra griega tymnnos.

Conclusión A fin de cuentas, es preciso reconocer que el relato bíblico de Josué y el de Jueces proporcionan menos informaciones útiles que la arqueología sobre la instalación de Israel en el país de Canaán. Este balance puede parecer negativo, pero sólo a primera vista. El relato bíblico está basado indudablemente en ciertos acontecimientos históricos. Por ejemplo, el pueblo de Israel no es un pueblo mitológico, y la tierra prometida, la tierra santa, no es una tierra de leyenda. Con todo, el objetivo primero de los libros bíblicos, como el de Josué y el de los Jueces, no es suministrar datos sobre los acontecimientos del período premonárquico. Lo repito para disipar cualquier malentendido: el relato bíblico se basa en unos cuantos hechos históricos. Ahora bien, estos relatos, en su estado actual, no permiten identificar estos hechos con certeza. En consecuencia, es menester someter estos relatos a un amplio examen crítico. Por otra parte, los datos históricos -cuando los hay- están siempre al servicio de un designio de orden literario y teológico. Ahora bien, es esencial leer un texto según la intención que tiene para percibir su mensaje. Pedir a estos libros una recensión precisa y meticulosa de la conquista y de la primera ocupación de la tierra prometida equivaldría a pedir una cerveza en una bodega de vino. No es imposible

encontrar una, pero es mejor dirigirse a una cervecería. Y, además, ¿por qué obstinarse en pedir una cerveza allí donde se ofrece un excelente vino? Los recientes progresos en los campos de la exégesis de la Biblia y de la historia del Israel antiguo nos obligan a admitir que la distancia entre ambos es más considerable de lo que se pensaba en general hace algunos años. La manera tradicional de presentar la revelación bíblica como revelación de Dios en la historia tenía como primera consecuencia crear un estrecho vínculo entre teología e historiografía. Ese vínculo existe, es cierto, y continúa existiendo; sin embargo, hay una cosa que ha cambiado: el vínculo es menos estrecho, menos inmediato, y la situación es más compleja que antes. III. El Libro de Josué y el espíritu de las bienaventuranzas

El lector cristiano siente poco aprecio por los libros de Josué y de los Jueces. Se escandaliza a menudo porque esos libros parecen incitar a la violencia, y es que el mismo Dios pide a su pueblo que extermine de manera despiadada a cualquiera que se oponga a la conquista. Josué recibe órdenes concretas en relación con las ciudades conquistadas: debe exterminar a toda la población, hombres, mujeres, niños, ganado, y quemar todos los objetos. ¿Cómo reconciliar esta imagen con la del Dios de justicia y de perdón anunciado por Jesucristo en el Evangelio? La misma Biblia intenta justificar de vez en cuando la empresa, aunque con poco éxito; al menos a nuestros ojos. Habla del «pecado» de las poblaciones locales (Gn 15,16; Dt 9,5) y del peligro que representaban estos pueblos para la fidelidad de Israel (Dt 7,17). Pero ¿acaso no puede ser perdonado el pecador? ¿No se debe anunciar la verdadera religión a quien todavía no la conoce? ¿Acaso no es sagrada la vida, incluida la de un pagano (cf Gn 9,5-6)? ¿No hemos sido creados todos por un mismo Dios (Gn 1.26-27)?

1. Josué, «el campeador» Es, una vez más, el género literario del relato el que nos brinda la solución más satisfactoria. En primer lugar, se ha vuelto bastante claro, después de la investigación que hemos hecho más arriba, que las cosas no pasaron como las cuenta la Biblia. Los israelitas no pasaron por el filo de la espada a los habitantes de ciudades enteras. Como vimos antes, ni siquiera es seguro que Israel conquistara el país de Canaán con las armas. ¿Por qué, entonces, se describen los acontecimientos de este modo? En primer lugar, porque Israel quiso dotarse de una epopeya nacional, tal como requería la mentalidad de la época. Israel convirtió a Josué en un «campeador» o en un «conquistador» para rivalizar con otras naciones que podían gloriarse de su pasado histórico. Gracias a estos relatos, Israel podía afirmar que también él había tenido sus héroes y que éstos habían llevado a cabo proezas inauditas. Poseer una epopeya nacional se reveló todavía más necesario cuando Israel se convirtió en una modesta provincia de grandes imperios, como el asirio, el babilónico, el persa, el helenístico y el romano. La aparente miseria del presente no debía hacer olvidar que en el origen no fue así: Israel había sido otrora invencible y nadie había conseguido detener el avance del ejército conducido por Josué. Si, ahora. Dios parece abandonar a su pueblo, no era así cuando le concedía victoria tras victoria e Israel observaba escrupulosamente la ley de su Dios. La lección es bastante clara: si queréis volver a vivir un tiempo semejante, debéis comportaros como la generación de esa época.

2. Las convenciones literarias de la epopeya La descripción de la conquista obedece a las convenciones literarias de la epopeya. Se trata, pues, más de una cuestión de estilo que de una cuestión moral. La epopeya traslada a su lector a un mundo sublime donde lo relativo deja su lugar a lo absoluto. La epopeya, en efecto, no conoce la vía media: las victorias y las derrotas son totales, la apuesta es la vida y la muerte, los compromisos y las tergiversaciones son impensables. Ésa es la razón de que los enemigos de Israel deban desaparecer por completo. Después de una batalla no queda ningún

superviviente entre los adversarios. El que pierde la batalla debe desaparecer necesariamente, sólo el que vence puede sobrevivir. Insisto: esta ley es la ley de la epopeya, no la de la realidad. Hornero no actúa de otro modo en la Iliada. Entonces, dirán algunos, ¿hay que leer la Biblia del mismo modo que la Iliada o la Odisea! ¿No debería ser diferente, sobre todo en un campo tan delicado como el de la guerra? La respuesta es sencilla: si Dios entra en juego —y entra en juego de una manera masiva en el Libro de Josué-, estamos a buen seguro en el mundo de lo absoluto. En consecuencia, era apropiado elegir un género literario que pudiera traducir esta atmósfera en términos literarios. La epopeya, con su estilo heroico, era la opción que se imponía naturalmente. Esta estrategia literaria permite comprender mejor por qué los adversarios de Dios encarnan el «mal» y deben desaparecer para siempre de la escena. En efecto, ¿quién puede oponerse a Dios?

3. Algunos peligros del género literario de la epopeya Los peligros que encierra esta manera de escribir la historia son muchos, y somos bien conscientes de ellos. El Libro de Josué, al insistir en la observancia de la ley, introduce ya un cierto «código moral» en este mundo violento. Otros libros, en especial los libros proféticos y los sapienciales, aunque también algunas páginas del Pentateuco, mostrarán que Dios parte en son de guerra no contra personas o pueblos particulares, sino más bien contra los males arraigados en la sociedad, mucho más difíciles de combatir que un ejército cananeo. Capítulo sexto

David y Salomón: ¿grandes reyes o pequeños jefes de clanes locales?

I. El Libro de los Jueces El Libro de los Jueces, que sigue al Libro de Josué, merece un tratamiento aparte. Las situaciones descritas en él son con frecuencia «puntuales», porque trata de acontecimientos que, en general, no conciernen más que a una tribu o a un reducido grupo de tribus. En consecuencia, es difícil encontrar una confirmación exterior a lo que se presenta en este libro. El género literario de los mismos relatos no nos ayuda demasiado. La historia de Sansón, por ejemplo, se parece, en más de un rasgo, a las leyendas heroicas comunes a otras culturas. En consecuencia, no es posible decir gran cosa sobre la historicidad de los relatos. Con todo, en conjunto, el Libro de los Jueces describe una situación difícil y compleja, bastante parecida a lo que nos presentan los estudios recientes sobre el establecimiento de Israel en la tierra de Canaán. El proceso fue largo y progresivo. No se puede decir que todas las tribus participaron en una especie de «guerra relámpago», tras la cual se habría conquistado el país de una manera completa y definitiva. ¿Es posible ser más precisos? La crítica interna de los relatos ha intentado determinar algunos elementos más seguros desde el punto de vista histórico. Sin embargo, la empresa sigue siendo ardua y el resultado rara vez es satisfactorio. En pocas palabras, el relato de los Jueces puede tener una base histórica, es algo incluso probable. No obstante, sigue siendo muy difícil probarlo de una manera convincente. La honestidad nos obliga a reconocer que, hasta en este caso, los hechos concretos que podrían constituir la base de los relatos nos escapan en gran parte. II. La monarquía de David y de Salomón

1. David y Salomón: ¿grandes reyes o pequeños jefes locales? La figura de David también está hoy fuertemente relati-vizada. El reino de David y de Salomón no pudo tener las dimensiones de los que habla la Biblia. Ningún documento de esa época lo menciona (veremos un poco más adelante que ahora disponemos de un documento

que habla de la «casa de David», pero no es exactamente lo mismo). Si la descripción de los libros de Samuel y del primer Libro de los Reyes fuera una pintura realista, sería difícil comprender por qué los imperios cercanos no han oído hablar ni han conservado recuerdo alguno de ese reino. En el Egipto antiguo no hay recuerdo alguno de Salomón, aunque, según la Biblia, éste se casó con una princesa egipcia, hija de faraón (1 Re 9,16; 11,1). El hecho, por otra parte, sería sorprendente, pues los faraones no daban a sus hijas en matrimonio a extranjeros. Tampoco la arqueología ha conseguido confirmar lo que nos dice la Biblia de los reinados de David y de Salomón. No ha quedado gran cosa del palacio y del famoso templo de Salomón. En realidad, la descripción del templo es, probablemente, una reconstrucción tardía e idealizada. Otras consideraciones nos obligan a examinar de una manera más crítica la imagen del reino de David y de Salomón que nos propone la Biblia. En primer lugar, en el espacio de una o dos generaciones no se puede constituir un reino de cierta importancia. Hace falta más tiempo para crear una estructura política, económica y militar de cierta importancia. En consecuencia, es improbable que el reino de David y de Salomón se convirtiera en un tiempo tan breve en el reino imponente y fuertemente estructurado descrito por la Biblia. Es más probable que se tratara más bien de un modesto reino local que se estableció en la región central de Judá y que se fue consolidando progresivamente después. Según las informaciones que nos suministran los textos bíblicos, los historiadores afirman que David consiguió imponerse por tres razones esenciales. Primera, la presión de los filisteos sobre las poblaciones locales hizo necesaria una resistencia más organizada. Como en otros casos, la alianza contra el enemigo común fue el primer cemento de la unidad. Segunda, David poseía una ventaja estratégica sobre sus rivales, sobre todo sobre Saúl: poseía un «ejército» —tal vez la palabra sea demasiado fuerte— o, por lo menos, un grupo de hombres profesionales de las armas. Estos hombres de guerra alquilaban sus servicios como mercenarios (David se pone al servicio de un rey filisteo: 1 Sm 27), extorsionaban a los propietarios de la región (con métodos próximos a los de la «mafia»: cf. 1 Sm 25) o lanzaban expediciones contra otras poblaciones (1 Sm 30). Saúl, en cambio, era hijo de un gran propietario rural (1 Sm 9,1-3). No poseía ejército profesional, y eso le ponía en situación de desventaja tanto en la lucha contra los filisteos como en la carrera hacia el trono. Tercera, a estas dos primeras razones, bastante evidentes, se añade tal vez un elemento interno. Una tribu, a causa de la presión exterior o por otras razones, toma ventaja sobre las otras y su «jefe» se convierte asimismo en jefe de las otras tribus. Eso es lo que pasó con David: la tribu de Judá vio aumentar su influencia y acabó por imponerse en la parte central y meridional del país. Este reino davídico, de dimensiones más bien modestas, adquirió, en la memoria colectiva de Israel, unas dimensiones fabulosas, y casi legendarias, sólo después de la caída de Samaría en el año 721 a. C. Fue en ese momento cuando Jerusalén sucedió a Samaría y se convirtió en la ciudad más importante de la región. Los reyes de Judá, que pertenecían a la «casa de David», convirtieron a su antepasado en el primer rey de un gran reino que tal vez correspondía más a sus sueños que a la realidad histórica. En el mundo antiguo, el pasado justifica el presente. La historia de David y de Salomón justificaba, por tanto, las pretensiones de los reyes de Judá sobre los territorios del norte del país, que habían pasado a la dominación asiría. Más tarde, después de la caída del Imperio asirio, pudieron extender los reyes de Judá su zona de influencia hacia el norte, en particular en tiempos del reyJosías (640-609 a. Q). Así pues, en numerosos aspectos, la historia bíblica de David y de Salomón es una obra de propaganda política. Eso no significa que no tenga ninguna significación teológica ni fundamento histórico. Hasta las obras de propaganda política deben tener en cuenta los hechos para ser creíbles y aceptables. Deben obedecer también a los cánones del pensamiento

religioso del tiempo. Por otra parte, la valentía de David y el fasto del reino de Salomón está demasiado claro que son instrumentos de propaganda, y no podemos interpretarlos como hechos históricos. Evidentemente, estos relatos no pueden ser tomados al pie de la letra. En conclusión, una cosa es cierta: el relato bíblico ha embellecido sobremanera la historia de David y de Salomón. Para convencernos de ello basta con leer el bien conocido relato de 1 Sm 17 y compararlo con 2 Sm 21,19. En este último texto, la victoria contra Goliat no se atribuye a David, sino a otro héroe, a Eljanán, hijo de Yair, de Belén. El relato, bastante elaborado, de 1 Sm 17 es una obra tardía que atribuye la proeza a David, también originario de la región de Belén. Como dice el proverbio, «no se presta más que a los ricos». La descripción del templo de Salomón debería ser también fuertemente revisada para que pudiera corresponder a la realidad histórica. La finalidad del texto de 1 Re 5-8 es mostrar que existía desde el principio en Israel un culto único, reconocido por todas las tribus. Una vez más, la descripción del pasado pretende legitimar una situación posterior. Esta situación no existió de hecho más que después de la reforma deuteronómica (2 Re 22—23; Dt 12) y en la época postexílica. La reforma deuteronómica que tuvo lugar bajo el rey Josías, el año 622 a. C., introdujo la idea de la centralización del culto en Jerusalén. Según la ley de Dt 12, únicamente estaba permitido ofrecer sacrificios en el altar del templo de Jerusalén. Los otros santuarios habían sido declarados «fuera de la ley». Del mismo modo, durante el período postexílico, el templo de Jerusalén pretendía ser el único lugar legítimo de culto. Por consiguiente, el texto de 1 Re 5—8 donde se describe la construcción del templo de Salomón y la inauguración del culto tiene como finalidad validar los derechos y las prerrogativas del templo de Jerusalén contra otros santuarios rivales, como los del norte de Israel. Eso no significa que el relato haya sido «creado» enteramente para alcanzar este objetivo. Sin embargo, la descripción en cuanto tal está muy influenciada por la intención de sus autores, y esta intención no tenía como finalidad primaria investigar con precisión un pasado ahora ya superado.

2. La estela de Dan y la «casa de David» Hasta ahora no existía ninguna mención de David fuera de la Biblia. Sin embargo, en 1993, se descubrió una estela en Dan, cerca del nacimiento del Jordán. En esta estela aparece una inscripción redactada en arameo que celebra una victoria de Jazael, rey de Damasco, sobre el rey de Israel y sobre el rey de la «casa de David». Jazael es probablemente el personaje mencionado en los relatos de Elias y Elíseo (1 Re 19,15; 2 Re 8,7-15.28-29; 13,2224). Hay quien ha contestado la veracidad de este documento afirmando que se trata de una obra de pura propaganda política. Sea como fuere, no todo ha sido inventado en esta inscripción. Por ejemplo, sería difícil afirmar «haber vencido a la "casa de David"» si esta «casa» no hubiera sido más que una ficción. Un rey no se gloría de haber vencido a una quimera. La inscripción contiene, por tanto, un testimonio interesante sobre la existencia de una «casa de David» en esta época. Con todo, no contiene ninguna información sobre el mismo personaje de David, que permanece envuelto entre las brumas del pasado. III. Roboán, Jeroboán y Sesac, faraón de Egipto

El primer Libro de los Reyes dice que el reino de Salomón se dividió enseguida después de su muerte. El reino del Norte eligió como rey a Jeroboán, mientras que el del Sur siguió fiel al heredero de la dinastía de David, Roboán, hijo de Salomón (1 Re 12). Este mismo libro cuenta que durante el reinado de Roboán, Sesac (945-924 a. C.), faraón de Egipto, invadió el país de Judá (1 Re 14,25-28). Roboán tuvo que pagar un tributo considerable al faraón. El texto egipcio que describe esta campaña contiene una lista de las ciudades conquistadas, pero la inscripción está rota e incompleta; entre las ciudades mencionadas no figura Jerusalén. ¿Será que ha desaparecido el nombre de Jerusalén? ¿Será que no se cita esa

ciudad porque era muy poco importante? Nadie lo sabe. Otro detalle interesante: el faraón parece ser que se interesó mucho más por el reino del Norte que por el reino del Sur durante la campaña. Ese hecho confirma que el reino de Sur, en esta época, era mucho menos importante que el reino del Norte. En este caso existe un «contacto» entre el relato bíblico y un documento egipcio: ambos atestiguan la existencia de una campaña militar. Sin embargo, hay diferencias de detalle, porque cada uno tiene su propia línea de interés. El Libro de los Reyes se preocupa sobre todo por la suerte de la ciudad santa y de su templo, que fue despojado en esta ocasión para pagar un gravoso tributo (2 Re 15,25-26). El faraón, por su parte, intenta celebrar, en primer lugar, sus propias victorias; no habla, por consiguiente, más que de las ciudades que pueden añadir algo a su gloria. IV. El reino del Norte y la casa de Omrí

1. El rey Omrí, fundador de la gran dinastía del reino del Norte (886-875 a. C.) El rey Omrí es poco conocido por los lectores de la Biblia, que sólo le consagra algunos versículos (1 Re 16,15-22.23-28). Este rey fue el padre de otro más célebre, Ajab, marido de Jezabel y adversario del profeta Elias (1 Re 17-18.21-22). Sin embargo, fue con Omrí con quien Israel entró por vez primera como actor de pleno derecho en la escena internacional del Oriente Próximo antiguo. La casa real de Israel, es decir, el reino del Norte, será llamada durante mucho tiempo «casa de Omrí» en los documentos mesopotámicos, incluso después de que sus reyes ya no sean miembros de esta dinastía. En consecuencia, vale la pena que consagremos algunas líneas a este soberano. Omrí construyó una nueva capital, más cerca de las grandes vías comerciales de aquel tiempo y en una posición interesante desde el punto de vista económico y estratégico (1 Re 16,24). Esta capital es la ciudad de Samaría, que, desde el punto de vista político, económico y cultural, era mucho más importante que Jerusalén. La arqueología confirma lo que dicen ciertos documentos bíblicos y extrabíblicos a este respecto. La ciudad de Samaría se extiende por una vasta superficie, y las excavaciones han sacado a la luz edificios imponentes e incluso algunas obras de arte de gran valor. También otras naciones del norte conocieron una fuerte expansión en esta época, sobre todo Meguido. La prosperidad material tuvo consecuencias en el plano internacional, porque las grandes potencias de la época, esto es, los imperios de Mesopotamia, que se extendían hacia el oeste, no podían dejar de interesarse por los reinos que controlaban las rutas comerciales a lo largo de la costa mediterránea.

2. El reyAjab (875-853 a. C) y los primeros contactos con el Imperio asirlo Ajab, hijo de Omrí, es mejor conocido que su padre. La Biblia lo presenta como un rey impío, incluso como el verdadero prototipo de la impiedad en el Antiguo Testamento. Muchos lectores se acordarán de los choques del rey Ajab y de su mujer, Jezabel, con el profeta Elias. Los episodios del sacrificio del monte Carmelo (1 Re 18), de la huida de Elias hacia el monte Horeb (1 Re 19) y de viña de Nabot (1 Re 21) figuran entre los relatos más conocidos del Antiguo Testamento. Desde un punto de vista estrictamente histórico, se presenta al rey Ajab de un modo ligeramente distinto. Su matrimonio con Jezabel, hija del rey de Sidón (1 Re 16,31), tiene una significación política y económica evidente: Israel quiere encontrar un aliado en las ciudades de Fenicia contra los enemigos comunes, sobre todo contra los asirlos, que buscan una salida al Mediterráneo y que aparecen por primera vez en la región en tiempos del reinado de Asurbanipal II (883-859 a. C.). Este soberano alcanza el Mediterráneo después de haber sometido a algunos Estados árameos a los que ha convertido en vasallos de Asiría. Tres grandes ciudades portuarias de Fenicia —Biblos, Tiro y Sidón— quedan obligadas a pagarle tributo. Por otra parte, Israel mantenía relaciones comerciales sostenidas con los puertos

fenicios: Israel les podía vender los productos de su agricultura, como el trigo, el vino y el aceite, la lana y el lino. Por su parte. Fenicia, que comerciaba con todo el Mediterráneo, entre otros con Egipto, suministraba productos raros, metales preciosos, marfil y, tal vez, incluso armas. La arqueología revela que Ajab fortificó algunas ciudades situadas en posiciones estratégicas. Además de Samaría, donde prosiguió los trabajos emprendidos por su padre, fortificó la ciudad de Jasor, situada al norte del mar de Tiberíades, una ciudad que cierra el acceso al valle del Jordán, y la ciudad de Meguido, que domina un paso estratégico en la cadena del monte Carmelo, entre la llanura de Jezrael, al norte, y la llanura de Sharon, al sur. En consecuencia, no es sorprendente encontrar el nombre de Ajab entre los miembros de una coalición de pequeños reinos que se aliaron para detener la expansión de Asiría hacia el oeste. En efecto, en el año 853 a. C., el rey Salmanasar III (858-824 a. C.), sucesor de Asurbanipal II, sale a su vez en campaña hacia el oeste a fin de someter toda la región. Tiene que hacer frente a la coalición que se opone a su conquista, en Qarqar, ciudad de Siria, bañada por el río Orontes. Salmanasar III recuerda que Ajab estaba presente con 2.000 carros y 10.000 soldados. Era el ejército más importante de esta coalición y, por esa razón, Ajab figuraba, probablemente, entre los organizadores de la resistencia contra Asiria. Algunos especialistas ponen en duda la cifra de «2.000 carros», que parece excesiva. Tal vez se trate de un error más del escriba en un documento que contiene algunos más. Es preciso admitir, y eso es algo que no sorprende a nadie, que hasta los documentos no bíblicos deben ser leídos con una mirada crítica, porque pueden dar informaciones erróneas. Nadie sabe exactamente cuál fue el desenlace de la batalla de Qarqar (853 a. C.). El rey Salmanasar III canta victoria, como podríamos esperarnos, pero también es verdad que no volvió a presentarse por esta región durante algunos años. No volvió a la región hasta el año 849 (es decir, cuatro años más tarde) y, después, en el 848 y en el 845 a. C. La Biblia, por su parte, no menciona esta batalla. Los escritores de los libros de los Reyes no se interesan verdaderamente por la política internacional de la época. Conceden mucha más importancia a los problemas religiosos del reino de Norte. En consecuencia, la figura de Elías es, para ellos, central; la de Salmanasar III, en cambio, es insignificante. La Biblia, como toda obra literaria, es fruto de una selección. Un historiador moderno no podría dejar de mencionar la batalla de Qarqar. No es ése el caso de la Biblia, y esto confirma que su proyecto es muy diferente del de una «historiografía moderna». Nadie se extrañará, pues, a partir de esos presupuestos, de que corresponda con nuestros criterios en lo que se refiere a la historicidad y a la objetividad. El hecho de que el rey Ajab se hubiera aliado con los árameos de Siria contra Salmanasar III en la batalla de Qarqar hace bastante inverosímiles dos relatos bíblicos que describen dos batallas entre Israel y los árameos (1 Re 20 y 22). Según 1 Re 22, Ajab habría sido herido en la segunda batalla, la de Ramot de Galaad, y habría fallecido a consecuencia de sus heridas. En realidad, al rey Ajab se le cita rara vez por su nombre en estos dos relatos (cf 1 Re 20,2.13.14; 22,20), que emplean con mayor frecuencia la denominación, bastante vaga, de «rey de Israel». Según los especialistas, estos dos textos reflejan la situación de una época más reciente, la que corresponde a los reinados de los reyes Joacaz (820-803 a. C.) yJoás (803-787 a. C.), que hubieron de combatir contra los árameos de Damasco (cf 2 Re 13,35.22.24-25). Después de Ajab, en efecto, Israel se debilitó mucho, mientras que los reinos árameos, entre otros el de Damasco, ganaban importancia. La tradición ha convertido al rey Ajab en el protagonista de estos dos relatos porque era considerado como un rey impío. El rey no aparece bajo su mejor cara, y está hecho adrede. Por otra parte, 1 Re 20 está consagrado por completo a la gloria de los profetas, más poderosos y más eficaces que el mismo rey. Por su lado, 1 Re 22 pone en exergo a dos

profetas: a Miqueas, hijo de Yimiá, y a Elias. El primero anuncia la derrota de Israel y la muerte de Ajab (22,17.18-23). El segundo había anunciado el castigo de Ajab después del asesinato de Nabot, profecía que se cumple en 1 Re 22,34-38 (cf. 1 Re 21,19 y 22,38). El profeta Elias había predicho que allí donde los perros habían lamido la sangre de Nabot, lamerían también la sangre de Ajab (1 Re 21,19). Sin embargo, Nabot murió en Jezrael (1 Re 21,1.13) y Ajab en Samaría (1 Re 22,37-38). Esta incoherencia muestra que el redactor de 1 Re 22 ha unido este capítulo de una manera bastante artificial al relato que precede inmediatamente, a fin de poner mejor de manifiesto la secuencia: anuncio de castigo (1 Re 21) y cumplimiento del mismo (1 Re 22). La intención teológica es, otra vez, más fuerte que la precisión histórica. Por otra parte, a propósito de la muerte de Ajab, es posible emitir una hipótesis que, por desgracia, no puede ser verificada debido a la falta de documentos. Es posible que Ajab no muriera después de la batalla contra los árameos, sino durante la batalla de Qarqar contra los asirlos en el 853 a. C., año de su muerte. Ahora bien, dado que la Biblia no menciona esta batalla, «hace» morir a Ajab en otras circunstancias. De todos modos, la muerte violenta del rey era considerada un castigo divino. La Biblia interpreta y organiza, por tanto, el relato con una intención teológica que le es propia. Hoy diríamos que pretende demostrar una tesis. Esto no debería sorprender a nadie. Los historiadores modernos no actúan de otro modo, con una sola diferencia: sus tesis ya no son teológicas, sino propiamente históricas. 3. La estela de Mesa Esta estela fue encontrada en 1868 por un misionero aisa-ciano en la actual Jordania. Tiene una altura de 1,10 metros y una anchura de 0,60. Los beduinos, para venderla, la rompieron en varios trozos, pero fue salvada por el arqueólogo Clermont-Ganneau. Ya reconstituida, se encuentra ahora en el Museo del Louvre, en París. Incluye 34 líneas y trata de hechos que tuvieron lugar, aproximadamente, entre los años 852 y 842 a. C. El texto de la inscripción sugiere que la estela fue erigida en un santuario para dar gracias al dios Kemosh, dios de Moab, tras una serie de victorias decisivas contra los enemigos de este pueblo. El pasaje más importante y de más interés en lo que nos afecta es el siguiente:

Poy Mesa, hijo de Kemoshat, rey de Moab, el Dibonka. Mi padre reinó sobre Moab durante treinta años y yo reiné después de mi padre. Convertí este lugar en un [santuario] para Kemosh en Qerihó, lugar [santuario] de salvación [palabra difícil de interpretar], puesto que me salvó de todos los asaltos y me hizo triunfar sobre todos mis enemigos. Omrí era rey de Israel, oprimió a Moab durante mucho tiempo porque Kemosh estaba irritado contra su país. Su hijo le sucedió y dijo: «Oprimiré a Moab». En mi tiempo habló así, pero yo triunfé sobre él y sobre su casa. E Israel ha sido arruinado para siempre [...].. ^ La Biblia habla también de este rey Mesa. Según el segundo Libro de los Reyes, este rey estaba sometido a Israel y tenía que pagarle tributo (cf 2 Re 1,1; 3,4-5). Tras la muerte de Ajab, se rebeló y se negó a pagar el tributo. El hijo de Ajab, Jorán, y sus aliados, el rey de Judá, Josafat, y el rey de Edom, atacaron al rey de Moab y le pusieron sitio en su capital. Esta campaña se cuenta en 2 Re 3. El mismo Mesa, por su lado, pretende haber conseguido liberarse del yugo de Israel en tiempos del hijo, y no del nieto, de Omrí. Además, habría reconquistado su territorio y conseguido apoderarse de una parte del territorio de Israel. A continuación, reconstruyó las ciudades conquistadas y consolidó su reino.

La Biblia y la estela de Mesa concuerdan en ciertos puntos importantes: el nombre de Mesa, su sumisión a Israel y su rebelión. Cuando Mesa habla del «hijo de Omrí, probablemente debamos comprender la palabra «hijo» no en sentido estricto, sino más bien en el sentido de «descendiente». En este caso, el «hijo de Omrí» sería Jorán (852-841 a. C.) y no Ajab (857-853 a. C.). En este punto le falta precisión a la estela de Mesa. Cada documento, es cierto, tiene su propio estilo y su propia intención. El relato bíblico de 2 Re 3 exalta la figura del profeta Elíseo y apenas se interesa por los detalles geográficos, históricos o estratégicos de la campaña militar que describe. La estela de Mesa, por su parte, es un documento de propaganda política, en el sentido amplio de la expre-

sión, y su primera finalidad es exaltar la figura del rey Moab.

4. La estela de Dan Otro documento importante sobre este período es la estela de Dan, de la que ya hemos hablado. Según esta inscripción, el rey Jazael de Damasco habría matado al rey de Israel, Jorán, y al rey de Judá, Ocozías (el rey de la «casa de David»). El comienzo de la estela, desafortunadamente, está incompleto.

Los dos fragmentos de la estela de Dan (ca. 841 a. Q), según un dibujo de Ada Yardeni. Fuente: A. Biran — J. Naveh, «Tel Dan Inscription: New Fragments», 7£/45 (1995) 1-18, p. 12.

El texto está escrito en arameo e incluye algunas dificultades de traducción. De las trece líneas de que consta el texto reconstituido, sólo hay algunas completas. Voy a citar aquí algunas frases importantes, más legibles, en una traducción bastante libre para que sea más comprensible: Yo maté a Jorán, rey de Israel, hijo de Ajab, y maté a Ocozías, hijo de Jorán, rey de la casa de David. Y destruí sus ciudades y devasté sus tierras [...]. YJehú reinó sobre Israel [...].

La Biblia menciona las campañas de Jazael contra Israel en 2 Re 8,28. Hay un punto en el que se da una contradicción patente entre la Biblia y la estela de Dan. En efecto, según 2 Re 9,24.27, no fue Jazael quien mató a los reyes Jorán y Ocozías, sino Jehú, tras un golpe de Estado militar. Dado que el relato bíblico quiere poner de relieve la figura de Jehú, reformador religioso, tal vez sea menos fiable que la estela de Dan. El mensaje del relato de 2 Re 9—10 no depende enteramente, en efecto, de su precisión desde el punto de vista histórico. Por otra parte, debemos añadir que la estela de Dan es con toda claridad una obra de propaganda política. El historiador se encuentra, por tanto, frente a una tarea difícil e incluso imposible. Hay un solo punto que parece incontestable: Jorán y Ocozías murieron los dos de muerte violenta en las mismas circunstancias.

V. El reinado de Jehú (841-814 a. C.) Jehú, un personaje poco conocido del lector de la Biblia, es el primer rey de Israel del que poseemos una representación gráfica. Aparece en un bajorrelieve asirio en una posición humillante: está postrado en tierra ante el rey Salmanasar III, al que ya hemos mencionado más arriba, mientras va a pagar el tributo. Los anales de Salmanasar III hablan de este tributo, impuesto por el rey de Asiría en la campaña que emprendió contra la región siropalestina en el año 841 a. C. Su adversario principal era Jazael, rey de Damasco, el que erigió la estela de Dan. Salmanasar le llama «hijo de nadie». A Jehú, por el contrario, le llama «hijo de Omrí». La designación «hijo de nadie» es voluntariamente difamatoria. Significa, en el lenguaje diplomático del tiempo, que Jazael era considerado un rey ilegítimo, es decir, un

usurpador. De todos modos, Salmanasar III no tenía demasiadas razones para elogiarle, puesto que Jazael era adversario de Siria. El documento asirlo se ve confirmado, en este punto, por el relato de 2 Re 8,7-15, donde se habla de cómo consiguió Jazael hacerse con el trono: asesinó a Ben-Hadad, enfermo y obligado a permanecer en la cama, ahogándolo con un tejido húmedo. Con todo, subsiste una dificultad. Según los documentos dejados por Salmanasar III, el rey de Aran (Damasco) no se llamaba Ben-Hadad, sino Hadadézer (Adad-Idri). ¿Llevaba el rey de Damasco dos nombres parecidos? Ben-Hadad significa «hijo de Hadad» [Dios de los árameos semejante a Baal, dios de la lluvia y de la fertilidad], y Hadadézer significa «[el dios] Hadad es mi socorro». ¿Confunde la Biblia a dos reyes de Damasco? Tal vez sea preferible la primera solución. A Jehú, por el contrario, se le llama el «hijo de Omrí», mientras que la Biblia lo convierte en el hombre que por fin liberó al país de esta dinastía odiada por los autores de 1-2 Reyes (véase 2 Re 9-10). ¿Cómo puede ser esto? Hay, por lo menos, dos explicaciones que, por otra parte, no se excluyen. Según ciertos historiadores, la denominación «casa de Omrí» se había vuelto usual en el lenguaje diplomático asirio para referirse a la «casa de Israel», casa reinante en el reino del Norte. Sin embargo, no parece ser siempre ése el caso. A otros reyes de Israel no se les llama de ese modo. Salmanasar III llama a Ajab «el Israelita». Más tarde, Hadad-Nirari hablará, hacia el año 802 a. C., de «Joás el Samaritano», y Teglatfalasar III empleará la misma designación para Menajén hacia el 738 a. C. Por otra parte, sigue siendo verdad que Teglatfalasar III habla todavía de la «casa de Omrí» en el año 732 a. C. a propósito de los reyes de Israel. Eso significa que, un año después de la desaparición de esta dinastía, todavía se utilizaba ese nombre en los documentos oficiales de los reyes de Asiría. Otros investigadores prefieren una explicación tal vez un poco más rebuscada, pero que no carece de valor. Salmanasar III había conseguido vencer, efectivamente, a Jazael, rey de Damasco, en el año 841 ca. a. C., y el reyJehú de Israel abandonó la política adoptada por sus predecesores para someterse a Asiría. En consecuencia, es probable que el documento de Salmanasar III pretenda crear un contraste entre ambos reyes, el «pérfido» Jazael de Damasco y Jehú, el «leal» soberano de Israel, según el punto de vista asirlo, por supuesto. Por consiguiente, si uno es denigrado por ser «hijo de nadie» (rey ilegítimo), el otro es engrandecido, y eso explicaría la razón de que sea considerado sucesor legítimo de la dinastía precedente, bien conocida por los asirlos. El rey Jehú aparece también citado en la estela de Dan, como hemos visto más arriba, pero en una parte muy fragmentaria. El texto dice solamente que «Jehú reinó sobre Israel». Tal vez se haga alusión al asedio de una ciudad de Israel por parte de Jazael, rey de Damasco. El texto es verdaderamente difícil, aunque esto no parece imposible, pues Jazael y Jehú tenían dos políticas opuestas respecto a Asiría. Además, la Biblia dice que Jazael había conseguido conquistar todos los territorios de Transjordania que pertenecían al reino de Israel (2 Re 10,32-33). No hay, por tanto, duda alguna sobre la hostilidad entre Israel y Damasco en esta época. La Biblia no menciona ni la sumisión de Jehú a Asiría ni el tributo pagado a Salmanasar III. ¿Cómo explicar este silencio? Como hemos hecho en los casos precedentes, es preciso que nos preguntemos por la intención del texto y por su «género literario». El relato de 2 Re 9—10, que describe con gran detalle el golpe de Jehú contra la casa de Omrí, es un relato de carácter profético. A Jehú se le presenta aquí como un defensor de la causa de YHWH, el Dios de Israel, contra Baal, el dios introducido por Ajab. El «golpe» organizado por Jehú fue apoyado y quizás incluso inspirado por grupos pro-féticos. Según 2 Re 9,1-13, Jehú fue consagrado rey por un profeta enviado expresamente por Elíseo para este cometido. Jehú será apoyado también en su política contra la casa de Omrí por un grupo de tendencia conservadora, los recabitas, que seguían viviendo como seminómadas. Por eso vivían en

tiendas y no bebían vino (2 Re 10,15-16; cf]r 35,5-15). Los recabitas vieron ciertamente en Jehú a un restaurador de la religión y de las costumbres antiguas, lo que corresponde asimismo al punto de vista de la Biblia.

El obelisco de Salmanasar III, actualmente en el British Museum de Londres, mide unos dos metros de alto y está decorado con bajorrelieves por las cuatro caras. En uno de esos bajorrelieves, el rey Jehú, llamado «hijo de Omrí», está postrado ante el rey Salmanasar III (858-824 a. Q). El rey Jehú lleva una boina puntiaguda. El rey Salmanasar ofrece una libación. A la derecha del rey, arriba, se encuentran los símbolos de dos divinidades asirías: el sol alado (Samas) y la estrella de la diosa Istar. Al rey de Asiría le acompañan cuatro siervos que llevan un parasol, abanicos y otros símbolos de poder. ^ Fuente: Atlas van den Bijbel, p. 88, n. 247b. Las vicisitudes de Jehú con Asiría difícilmente entraban en esta perspectiva, y es probable que por esta razón el relato bíblico guarde silencio a este respecto. La Biblia contiene, en general, informaciones sobre los hechos que afectan de un modo más directo al territorio de Israel y a la suerte de la población local. Si no es éste el caso, guarda silencio, como hace a propósito de la batalla de Qarqar o del tributo de Jehú. Todo esto nos muestra que conviene leer con prudencia y sentido crítico no sólo los textos bíblicos, sino también los documentos del Oriente Próximo antiguo. Cada uno tiene su perspectiva y su intención particular, cada uno interpreta y organiza los datos en función de un mensaje que puede ser político, religioso o incluso ambos a la vez. Cada documento pretende convencer a su lector para que adopte una posición política o una actitud religiosa concreta y le «informa» única-

mente sobre lo que sirve a este propósito. Por eso el relato bíblico de 2 Re 9—10 exalta a Jehú, el reformador religioso, mientras que los documentos asirlos celebran las proezas de sus reyes y pretenden justificar de este modo sus prerrogativas sobre un inmenso imperio. Para mostrar que los puntos de vista pueden cambiar de un documento a otro, me gustaría citar un último texto a propósito de Jehú, rey de Israel. El profeta Oseas, que actúa en el reino del Norte más o menos entre los años 750 y 720 a. C., es mucho menos positivo que el autor de 2 Re 9—10 sobre este mismo rey Jehú. En Os 1,4, Dios pronuncia este oráculo: «Tomaré cuenta a la familia de Jehú por la sangre derramada en Jezrael, y pondré fin a la realeza de la casa de Israel».

La llanura de Jezrael es el lugar donde Jehú se desembarazó de Jorán, último descendiente de la casa de Omrí, para apoderarse del trono de Samaría (2 Re 9,15-37). Este final violento es, según los autores de 2 Re 9—10, una consecuencia directa de la impiedad de los reyes de la casa de Omrí y, en particular, del asesinato de Nabot, obra de Ajab y de Jezabel (1 Re 21; cf. 1 Re 21,19.29; 2 Re 9,25-26 y 36-37 [a propósito de Jezabel]). Para Oseas, en cambio, la violencia del «golpe» militar de Jehú no se justifica y provocará a largo plazo el final trágico del reino del Norte. Es muy probable que Oseas haya visto en la revolución sangrienta de Jehú una prefiguración de los sangrientos cambios dinásticos que tuvieron lugar justo antes de la caída de Samaría en el año 722 a. C. El profeta condena el uso de la violencia, porque ve en ella la raíz de los males que condujeron a Israel a la catástrofe final. Es preciso subrayar que, en este caso concreto, la misma Biblia da dos opiniones opuestas y casi antitéticas sobre el mismo acontecimiento y sobre el mismo personaje. Ambos textos (2 Re 9-10 y Os 1) forman parte, tanto el uno como el otro, de la Sagrada Escritura. Las perspectivas son diferentes porque sus autores escriben en circunstancias diferentes y pretenden demostrar dos «tesis» diferentes. El texto de 2 Re 9—10 pretende demostrar el triunfo del que es fiel a YHWH, Dios de Israel, según el espíritu de los profetas, mientas que Oseas quiere probar que la violencia engendra un proceso que nadie puede detener y que, a fin de cuentas, se revela fatal para el que lo ha desencadenado. Cada uno de ellos tiene razón, pero según su propio punto de vista.

VI. El tributo de Joás, rey de Israel (798-783 a. C.) Hadad-Nirari, rey de Asiría (809-773 a. C.), quiso reconquistar las regiones sobre las que su abuelo Salmanasar III había extendido su dominación. Tras una victoria decisiva contra el rey de Arpad en el año 805, consiguió controlar la parte septentrional de Siria. Desde allí, bajó hacia el sur y derrotó al rey de Damasco. En la inscripción de Cala, afirma Hadad-Nirari que a partir de ahora controla toda la región siropalestina, hasta Edom y Filistea, al sur. Una estela del mismo rey encontrada en Tell el-Rimah menciona el tributo pagado a Hadad-Nirari por Joás el Samaritano y por los habitantes de Tiro y de Sidón. La Biblia, una vez más, permanece muda sobre este acontecimiento. Además, dice pocas cosas del rey Joás de Israel (2 Re 13,10-11; 14,8-10). ¿Cómo explicar el silencio de la Biblia? La razón es bastante sencilla, y ya hemos hablado de ella. Los autores de los libros de los Reyes se interesan, en primer lugar, por la historia de Israel y por los acontecimientos que afectan de más cerca al pueblo y a su tierra. Ésa es la razón por la que hablan, sobre todo, de las victorias de Joás contra Ben-Hadad III de Damasco, hijo de Jazael; de la reconquista de las ciudades tomadas por Jazael a Joacaz, padre de Joás (2 Re 13,3 y 13,25), y de una victoria contra Amasias (796-781 a. C.), rey de Judá, en Bet-semes (2 Re 13,14-19). Cuentan también el encuentro de Joás con Elíseo (2 Re 13,14-19), para mostrar la importancia de los profetas en la vida y en la política del país. Estos últimos constituyen el verdadero centro de interés de los autores. Por el contrario, lo que sucede más allá de las fronteras y no afecta de una manera directa al destino del pueblo no queda «registrado» en las crónicas bíblicas. Es probable, por ejemplo, que el reyJoás consiguiera batir a Ben-Hadad III, porque este último había quedado debilitado por las campañas de Hadad-Nariri III. La Biblia, sin embargo, habla de la victoria de Joás sin preguntarse por las razones de este éxito. Para consolidar esta opinión sobre el silencio de la Biblia a propósito de ciertos acontecimientos internacionales, basta con recordar que los libros de los Reyes empiezan a hablar de Asiría únicamente cuando Teglatfalasar III (745-727 a. C.) invadió el norte del país (2 Re 15,19-20.29; cfis 8,23-9,1). La Biblia le llama Pul (Pulu), nombre que había asumido cuando se convirtió en rey de Babilonia en el año 729 a. C. Por consiguiente, es manifiesto que la Biblia no menciona, casi exclusivamente, más que a los personajes que han hecho su aparición en el círculo restringido de las fronteras de Israel.

Menajén, que era rey de Samaría en aquel momento, paga tributo a Teglatfalasar III (2 Re 15,20). En efecto, una estela erigida por el rey de Asiría con la lista de sus vasallos tributarios en Siria menciona el nombre de Menajén de Samaría. Los anales de este mismo Teglatfalasar mencionan también una campaña contra «el país de la casa de Omrí». El rey de Asiría deporta a la población, el rey Pecaj (737-732 a. C.) es derribado y Teglatfalasar III instala en el trono a Oseas (732-724 a. C.), último rey del reino del Norte. Según 2 Re 15,30, Oseas urdió un complot contra Pecaj, lo asesinó y tomó su sitio. Los documentos asirlos y el texto bíblico no se contradicen necesariamente. Los documentos asirlos insisten en el apoyo dado a Oseas, mientras que el texto bíblico recuerda los acontecimientos interiores sin mencionar la intervención externa. Teglatfalasar III recibió asimismo tributo por parte de Ajaz, rey de Judá, amenazado por el rey de Damasco, Rezón, y por Pecaj, rey de Israel, que querían obligarle a unirse a ellos contra Asiría. Algunos textos, como 2 Re 16,5-18 e Is 7,1-9 hablan de estos acontecimientos y de la guerra que se originó. El texto de 2 Re 16,8-9 habla del tributo de Ajaz. En este caso, la acción de Ajaz y la intervención del rey de Asiría tuvieron un efecto inmediato sobre la suerte de Jerusalén. Por esa razón desea la Biblia transmitir el recuerdo de estos acontecimientos a las generaciones futuras. La historia bíblica se «interesa», pues, por la suerte particular del pueblo de Israel y se no se interesa por la política internacional si no está directamente en juego la supervivencia de Israel. Las crónicas asirías apenas difieren en este punto. Hablan de otras naciones cuando éstas pueden figurar en las listas de las conquistas o de los vasallos que pagan tributo. Estas crónicas reflejan, por tanto, el interés de un gran imperio que tiene una política internacional de expansión. Una historia completamente «desinteresada» u «objetiva» es un hecho muy raro e incluso inexistente en la antigüedad. En realidad, la situación es hoy diferente, porque los criterios de la historiografía han cambiado. Con todo, sigue siendo verdad que la «historia objetiva» es un ideal casi imposible de alcanzar. Capítulo séptimo

Israel y Judá en el torbellino de la política internacional

I. El final del reino del Norte (722-721 a. C.) Son muchos los documentos asirios que nos informan sobre el final del reino del Norte, sobre el asedio y la toma de Samaría el año 722-721 a. C., y estos documentos concuerdan en gran parte con el relato bíblico. Dado que el ejército asirio aparece en más de una ocasión sobre el territorio de Israel, el Libro de los Reyes no puede dejar de mencionar su presencia. Los nombres de Salmanasar V (727-722 a. C.), sucesor de Teglatfalasar III, y de Sargón II (721-705 a. C.), hijo de Salmanasar V, aparecen mencionados en la Biblia, el primero en 2 Re 17,3-6; 18,9-12, y el segundo en Is 20,1. En lo que se refiere a la toma de Samaría y a la deportación de la población, el Libro de los Reyes atribuye toda la iniciativa a Salmanasar V y no habla nunca de su hijo Sargón II. Sin embargo, este último afirma que asedió y conquistó la ciudad de Samaría, deportó a la población y organizó el país como provincia del Imperio asirio. Habla incluso, en un documento llamado «prisma de Nimrud», de una rebelión de Samaría, a la que debió someter de nuevo. Sargón II instaló en Samaría poblaciones extranjeras procedentes de otras partes de su imperio. Estas afirmaciones no coinciden por completo con lo que dice la Biblia. Hay dos explicaciones posibles: o bien la Biblia resume los acontecimientos de este período y atribuye toda la acción

a Salmanasar V, porque la iniciativa procede de él, o bien Sargón II reivindica para sí una parte de la obra realizada, cuando en realidad se contentó, tras la muerte de su padre, con completar la conquista y organizar la administración de esta nueva provincia de su imperio. Sea como fuere, la Biblia y las crónicas asirías concuerdan en los puntos esenciales. La Biblia pone de relieve otro aspecto de las cosas, un aspecto que es fundamental para ella: consagra un extenso parágrafo a las causas religiosas de la catástrofe (2 Re 17,7-23). En este punto, los autores bíblicos se acercan bastante a los historiadores modernos, que no se contentan con describir el desarrollo de los acontecimientos, sino que intentan comprender además sus causas. Para la Biblia, estas causas son, por supuesto, religiosas: Israel paga el precio de la infidelidad a su Dios. Los registros empleados por la Biblia y por los historiadores modernos son, a buen seguro, diferentes, pero el esfuerzo de reflexión es análogo. II. Las campañas de Sargón II (721-705 a. C.) contra el país filisteo

Sargón II prosiguió la política de su padre, Salmanasar V, y consolidó las conquistas asirías, especialmente las de la costa mediterránea. Como el reino de Samaría y otros pequeños reinos de la región habían buscado el apoyo de Egipto, se hizo inevitable el conflicto entre Asiría y Egipto. En torno al año 720 a. C. tuvo lugar una primera batalla en Rafia, localidad situada al sur de Gaza, donde Sargón II venció a los egipcios y a sus aliados, los filisteos de Gaza. Como el reino de Judá no estuvo implicado directamente en el conflicto, la Biblia no ha conservado el recuerdo de esta campaña. Is 20, por su parte, habla de una campaña ulterior que Sargón II lanzó contra la ciudad filistea de Asdod hacia el año 712 a. C. Esta ciudad se había rebelado contra Asiría y había intentado formar una coalición contra la gran potencia oriental. Según ciertos documentos asirlos, los filisteos esperaban recibir el apoyo de los reyes de Judá, Edom y Moab. Los libros de los Reyes no dicen nada de estos tratos porque el reino de Judá no se vio afectado, de una manera inmediata, por las expediciones asirías de Sargón II. El profeta Isaías, por el contrario, que muy probablemente estaba presente en la corte de Jerusalén en aquel momento, tuvo que interceder para que el rey Ezequías (716-687 a. C.) no interviniera en el conflicto. El texto de Is 14,28-32, un oráculo contra Filistea, es demasiado vago y ambiguo para poder contener una referencia concreta a estos acontecimientos. El oráculo prevé, no obstante, una invasión de la región filistea a partir del norte (14,31). De esta zona vinieron, en efecto, los ejércitos asirlos. Is 20,1-6 se muestra más explícito: el texto menciona con claridad la campaña de Sargón II contra Asdod (20,1) y afirma, con la misma claridad, que resulta vano esperar el apoyo de Egipto. Isaías está convencido de que este país no podrá oponer resistencia al avance asirio. Los acontecimientos le darán la razón. En esta época, Judea formaba parte de la esfera de influencia de Asiría. Ajaz se había convertido en vasallo de Teglatfa-lasar III (cfi 2 Re 16,7-9), y su hijo Ezequías probablemente se vio obligado a seguir la misma política. Sargón II afirma de todos modos «haber sometido a Judá, situado en un lugar lejano» (inscripción de Nimrud, capital de Sargón II), y, según una carta enviada a Sargón II por un funcionario de Nimrud, Judá le pagaba tributo. III. La campaña de Senaquerib (705-681 a. C.) contra Judá el año 701 a. C.

1. Los antecedentes del conflicto Tras la muerte de Sargón II en el año 705 a. C., Judá y Jerusalén recobraron un poco de esperanza {cfi 2 Re 18,7b). En efecto, Senaquerib (705-681), sucesor de Sargón II, se

encontró enseguida con graves problemas. Bajo la influencia del caldeo MerodakBaladán, que había sido derrotado por Sargón II, pero que había conseguido apoderarse nuevamente del trono de Babilonia, estallaron rebeliones en todo el imperio y Ezequías se aprovechó de ello para reconquistar, al menos en parte, su independencia. Volvió a la vieja política de aliarse con Egipto, a pesar de la opinión contraria del profeta Isaías (véase Is 18,17; 19,1-15; 30,1-8; 31,1-3), que había dejado de creer en el poder egipcio. Isaías se muestra crítico asimismo con los consejeros de la corte, gente poco inteligente (Is 28,14-22; 29,15-16). Es muy probable que Ezequías hubiera mantenido contactos con Merodak-Baladán en esta época. La Biblia habla de ello en 2 Re 20,12-19 y sitúa el hecho más bien hacia el final del reinado de Ezequías. Al menos, ésa es la impresión que da. Sin embargo, el texto de 2 Re 18—20 no está organizado siguiendo los criterios de una cronología estricta. Los documentos asirlos obligan a situar los intentos de emancipación de Babilonia entre los años 721 y 711 a. C., es decir, después de la muerte de Sargón II y a comienzos del reinado de Senaquerib; por consiguiente, antes del año 701, año de la campaña militar de Senaquerib contra Judea y Jerusalén. Por otra parte, Senaquerib restableció el orden en Babilonia en el año 702 a. C., antes de partir hacia el oeste de su imperio. Sería más lógico pensar que Merodak-Baladán hubiera buscado el apoyo de los pequeños reinos del oeste, en particular de Judá, antes de esta derrota y antes de la campaña del rey de Asiría contra Jerusalén. Sin embargo, es difícil decir más.

2. Ezequías se prepara para resistir Sea como fuere, Senaquerib, tras haberse hecho dueño de la situación en Mesopotamia, parte en campaña contra

los rebeldes de la parte oeste de su imperio. Ezequías se prepara de inmediato para resistir a la invasión asiría. El rey de Judá sometió las ciudades filisteas (2 Re 18,8; cf 1 Cr 4,34-43), hizo prisionero a Padi, el rey proasirio de Ecrón, fortificó la ciudad de Jerusalén a costa de trabajos onerosos -según el profeta Isaías, el rey hizo derribar cierto número de casas para consolidar las murallas defensivas (Is 22,10; cf. Eclo 48,17)— y, por último, hizo excavar una galería en la roca para hacer llegar el agua desde la fuente de Guijón hasta el interior de la ciudad (2 Re 20,20; cf Is 22,9.11; 2 Cr 32,30; Ecl 48,17). En 1880 se encontró por casualidad una inscripción en el interior de esta galería. El túnel tiene más o menos 540 metros de largo, por lo que se trata de una auténtica proeza técnica para una época que no conocía nuestros medios modernos, en particular los instrumentos de medida. La arqueología confirma aquí lo que dice la Biblia en diferentes lugares. La inscripción se encuentra actualmente en el Museo de Estambul (Israel formaba parte en 1880 del Imperio otomano), pero es posible ver un calco de la misma en el Museo del

Louvre, en París. He aquí la traducción (algunas palabras no son muy legibles y la traducción no siempre es segura): He aquí /?71a excavación, y ésta fue la historia de la excavación. Mientras los mineros [?] manejaban el pico el uno hacia el otro y cuando quedaban sólo tres codos [1,35 metros, aproximadamente] por cavar, se oyó la voz de cada uno llamando al otro, porque la resonancia en la roca venía del norte y del sur. El día de la apertura, los mineros golpearon el uno al encuentro del otro, pico contra pico. Entonces corrieron las aguas desde la fuente a la cisterna a lo largo de 1.200 codos [unos 540 metros, aproximadamente], y la altura de la roca por encima de la cabeza de los mineros era de cien codos [45 metros, aproximadamente]. Estos trabajos de Ezequías están bien documentados y podemos hablar de ellos con una relativa seguridad. La correspondencia con los descubrimientos arqueológicos, los documentos epigráficos y los textos bíblicos es perfecta o casi. Desgraciadamente, esta situación es más bien rara, como vamos a ver de inmediato.

3. La campaña asiría contra Judá del año 701 a. C. Vale la pena consagrar algunas páginas a la campaña de Senaquerib del año 701 a. C., menos por saber lo que pasó que por mostrar otra vez las dificultades inherentes a la lectura de la Biblia y de los textos antiguos, sobre todo cuando se

Destrucción de una ciudad por un ejército asirio. Bajorrelieve (tamaño 94 x 63 centímetros) encontrado en el palacio de Asurbanipal (668-626 a. C.) en Nínive. Los soldados del cuerpo de ingenieros derriban sistemáticamente el recinto de las murallas exteriores, mientras arden las murallas de la ciudadela. Algunos soldados salen de la ciudad con su botín al hombro, seguidos por otro soldado que empuja a dos habitantes hechos prisioneros y destinados -con mucha probabilidad- a ser sus siervos. El prisionero que camina por la izquierda tiene las manos atadas. Abajo, soldados y cantineras celebran la victoria comiendo y bebiendo bajo la mirada de un centinela. Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 83, n. 230. trata de establecer la cronología exacta de los acontecimientos. Además de ello, estas páginas nos brindarán la ocasión de comprender mejor la estrategia adoptada por la Biblia cuando pone a su lector frente a diferentes versiones del mismo «hecho». Disponemos de numerosos documentos asirlos y bíblicos sobre esta campaña de Senaquerib. La Biblia habla de ella en diferentes ocasiones. Tenemos, en primer lugar, el relato de 2 Re 18,13-20,19 y el texto paralelo de Is 36-39, casi idéntico. 2 Cr 32,1-21 nos

brinda un breve resumen. A estos textos es preciso añadir algunos oráculos de Isaías, en particular Is 1,4-9 y 22,1-14. Por último, disponemos del texto de los anales de Senaquerib, generalmente llamado «prisma de Senaquerib». a) El texto bíblico de 2 Re 18-20 El texto bíblico de 2 Re 18,13-20,19 menciona explícitamente una sola campaña de Senaquerib contra las ciudades de Judá, en el año catorce del reinado de Ezequías (2 Re 18,13). Esta fecha corresponde al año 702-701 a. C. El conjunto de los capítulos 18—20 se subdivide claramente en cuatro partes, que no se corresponden necesariamente con cuatro fases cronológicas de los acontecimientos. La primera parte, más bien breve (2 Re 18,13-16), afirma que Ezequías, tras la caída de numerosas ciudades de Judá frente al ejército asirio, se sometió a Senaquerib y le pagó un tributo bastante importante: trescientos talentos de plata y treinta talentos de oro. Según este texto, Ezequías toma la iniciativa de enviar un mensaje conciliador a Senaquerib, que se encuentra en Laquis. El mismo Ezequías reconoce su «falta» con el rey de Asiría (2 Re 18,14). Admite, pues, de una manera implícita, que no debía rebelarse. El relato deja entender que Senaquerib se habría retirado después de este compromiso. La segunda parte, mucho más extensa (2 Re 18,17-19,37), está construida a modo de díptico: encontramos, efectivamente, en ella dos mensajes de Senaquerib a Ezequías (2 Re 18,17-36 y 19,9b-13), dos reacciones del rey Ezequías (18,37—19,1; 19,14-19), dos intervenciones del profeta Isaías (19,5-7 y 19,20-34) y dos conclusiones (19,8-9 y 19,35-37). La iniciativa corresponde esta vez a Senaquerib, que envía dos veces a un oficial (el «copero mayor») al pie de los muros de Jerusalén para invitar a la población a no escuchar a Ezequías y a someterse al rey de Asiría antes de que sea demasiado tarde (2 Re 18,17-35; 19,9b-13; cf 18,14, donde la iniciativa corresponde a Ezequías). La primera vez, los mensajeros del rey de Asiría se dirigen en voz alta a toda la población, en particular a los oficiales de la corte (18,17-18). La segunda vez, el rey recibe una carta (19,14). Los dos mensajes son relativamente idénticos: el rey de Asiría invita a la sumisión y amenaza con atacar si el rey no acepta sus condiciones. La respuesta de Ezequías es muy parecida en ambos casos: se dirige al templo (19,1 y 19,14). En el segundo caso, ora para pedir la ayuda de Dios (19,15-19). En ambas ocasiones sigue una intervención del profeta Isaías. En 2 Re 19,2-4, el rey pide expresamente su ayuda y su oración. En 2 Re 19,20, por el contrario, el profeta envía al rey un mensaje en el que incluye un extenso oráculo contra el rey de Asiría (19,21-34). La primera conclusión (19,8-9) sugiere que Senaquerib debió abandonar, al menos durante cierto tiempo, su plan de asediar Jerusalén para hacer frente a un ejército egipcio venido del sur para atacarle (18,9). El texto habla del nubio Taraca, que reinó, efectivamente del año 685 al 644 a. C. en Etiopía, pero que probablemente ya estuvo asociado al poder a partir del año 690. Con todo, subsiste una dificultad de la que volveremos a hablar. El texto bíblico no dice cuál fue el desenlace de esta confrontación entre Egipto y Asiría. Los anales asirios, por su parte, dicen claramente que los egipcios sufrieron una grave derrota. Es probable que Senaquerib enviara su segundo mensaje después de haber derrotado al ejército egipcio (19,9b). Nada se opone a esta lectura, absolutamente lógica en suma, del texto bíblico. Con todo, nos faltan una serie de elementos para poder afirmar que es ésta la única manera de interpretar los datos. La segunda conclusión (19,35-37) describe la liberación milagrosa de la ciudad santa: el ángel del Señor hiere a 185.000 hombres. El ejército asirio levanta el campamento y se vuelve a Asiría. Siempre según el texto bíblico, Senaquerib fue asesinado a continuación por dos de sus hijos mientras oraba en el templo de uno de sus dioses, Nisroch, tal como había predicho Isaías (19,7).

La tercera parte del relato de 2 Re describe la enfermedad de Ezequías y su curación gracias a la intervención de Isaías (2 Re 20,1-11). El profeta anuncia asimismo en este texto al rey que Dios les liberará, a él y a la ciudad de Jerusalén, del dominio de los asirlos (20,6b). El oráculo de Isaías le promete al rey quince años más de vida (20,6a). Si el rey Ezequías murió el año 687 a. C., eso significa que la enfermedad se remonta al año 702-701, el año de la campaña de Senaquerib. Isaías habría profetizado al mismo tiempo el final de las dos desgracias {cf. 2 Re 18,6): la enfermedad y la invasión asiría. El texto bíblico, sin embargo, no pone en relación estos dos acontecimientos. La cuarta parte del relato, esencial para comprender la implicación del reino de Judá en la política internacional del tiempo, describe la embajada enviada por Merodak-Baladán a Ezequías y la reacción negativa de Isaías (2 Re 20,12-19). Este breve relato pone nuevamente de relieve la figura de Isaías. El profeta predice al rey que los babilonios se llevarán un día a su casa todos los tesoros de Jerusalén que han sido mostrados a los embajadores de MerodakBaladán. El final del Libro de los Reyes le dará la razón a Isaías. En cuanto al rey Ezequías, el relato le quita la razón una vez más. Por último, el texto opone la clarividencia del profeta a la estrechez de espíritu del rey, que se consuela porque la desgracia sólo se abatirá sobre la ciudad después de su muerte (2 Re 20,19).

b) El texto de Isaías 36-39 Antes de hablar de los problemas particulares del texto de 2 Re, es menester que digamos una palabra del texto paralelo que se encuentra en el Libro de Isaías, concretamente en los capítulos 36—39. Dejaremos de lado algunas diferencias menores que existen entre ambos textos. La diferencia princi

Prisma de Senaquerib (ca. 701 a. C.). Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 89, n. 248.

pal se encuentra al principio del relato: Is 36 no contiene ningún paralelo con el relato de 2 Re 18,14-16; no habla, por consiguiente, de la sumisión de Ezequías ni del tributo pagado a Senaquerib para alejarle de la ciudad. De modo manifiesto, el relato de Isaías 36— 37 «elimina» una gran dificultad del texto de 2 Re, que yuxtapone sin dar explicaciones dos relatos de liberación de Jerusalén: la primera vez es la iniciativa «humana» de Ezequías, que paga tributo a Senaquerib, la que salva a la ciudad; en la segunda es la intervención milagrosa del ángel del Señor la que salva a Jerusalén. Para el Libro de Isaías, es Dios quien salva a la ciudad, y no se habla nunca de tributo. El relato isaiano es, por tanto, mucho más «sobrenatural» y hace destacar más la figura del profeta. El rey Ezequías, por su lado, depende por completo del profeta en sus iniciativas. Otra diferencia importante es la inserción de un salmo de acción de gracias cantado por Ezequías después de su curación (Is 38,9-20). Pero este salmo plantea menos problemas de interpretación al historiador.

c) El texto de los anales asirlos sobre la campaña de Senaquerib del año 701 a. C. El texto del prisma de Senaquerib aparece a primera vista como una crónica esmerada de la campaña de este rey destinada a pacificar las provincias occidentales de su imperio. Pero no es ése exactamente el caso. El escriba sigue un orden lógico más que cronológico y procede por temas. El análisis del texto detecta tres temas principales: — La campaña contra la ciudad de Sidón (Fenicia) y sus consecuencias: conquista de otras ciudades, tributo de algunos reyes que se someten de manera voluntaria, derrota del rey de Ascalón, que había intentado resistir — Campaña contra las ciudades filisteas de la costa (en la región de Jafa) que dependían del rey de Ascalón. Complot de la ciudad filistea de Ecrón, apoyada por Egipto. Derrota de un ejército egipcio en Elteqe, ciudad situada a una veintena de kilómetros al sur de Jafa, a orillas del torrente Sorek. — Campaña hacia el interior de la tierra de Judá: toma de la ciudad filistea de Ecrón; conquista de 46 ciudades fortificadas en el reino de Judá; deportación de 200.150 personas y recogida de un enorme botín (sobre todo de ganado); atribución de una parte del territorio de Judá a los reyes filisteos vasallos de Senaquerib (el rey de Asdod, el nuevo rey de Ecrón y el rey de Gaza); asedio de Jerusalén, donde Senaquerib «encierra a Ezequías como un pájaro en una jaula»; tributo de Ezequías, que envía, con la misma ocasión, una embajada y una escolta militar a Nínive para transmitir a Senaquerib su acta de fidelidad al rey de Asiría. La conclusión de los anales no puede dejar de asombrar. Aparentemente, Senaquerib abandonó el asedio a Jerusalén porque Ezequías se sometió y envió una embajada a Nínive para pagar el tributo. El texto del prisma de Senaquerib no menciona en absoluto la toma de Jerusalén, mientras que sí lo hace con otras ciudades. En este punto, la crónica asiría y los textos bíblicos concuerdan perfectamente: Senaquerib se contentó con un enorme tributo y Jerusalén no fue conquistada por el ejército asirio. La razón de la decisión de Senaquerib sigue estando oscura, y los historiadores se ven limitados a proponer conjeturas. Tal vez, Senaquerib se dio cuenta de la excesiva dificultad que suponía la toma de Jerusalén. El asedio a Samaría había durado demasiado tiempo (tres años, según 2 Re 18,10), y Jerusalén se había preparado bien para un largo asedio (resistirá seis meses al ejército babilónico; véase 2 Re 25,1-8). Así pues, o bien Senaquerib se dio cuenta de que el verdadero peligro venía de Babilonia, donde Merodak-Baladán proseguía fomentando la rebelión, o bien, más simplemente, quiso poner fin lo antes posible a una campaña que ya era bastante larga. Ezequías, que hubo de asistir impotente a la devastación de su reino, probablemente optó sin tardanza por la solución menos mala —el «mal menor»— cuando vio que la ciudad de Laquis había caído y que los asirios le atacaban directamente. En consecuencia, se sometió y aceptó pagar, puesto que había obtenido lo que quería sin tener que sufrir, además, un largo asedio.

d) Las contradicciones entre las diferentes versiones de los acontecimientos He aquí las principales contradicciones o tensiones entre las diferentes fuentes que tenemos a nuestra disposición: — Aunque el texto bíblico habla de una campaña de Senaquerib el año catorce del reinado de Ezequías, el relato, al menos para un lector moderno, acostumbrado a las crónicas precisas de la historiografía moderna, parece hablar de dos campañas. Si Ezequías promete obediencia y paga tributo en 2 Re 18,14-16, ¿por qué envía Senaquerib mensajeros inmediatamente después al rey de Judá para pedirle que se rinda (2 Re 18,17)? ¿Cómo conciliar 2 Re 18,13-16 con 2 Re 18,17—19,37? A primera vista, parece muy difícil. En este

punto, la versión de Is 36—37 es mucho más clara. ¿Debemos suponer que Ezequías se rebeló de nuevo después de haber pagado el tributo? Se trata de una solución posible, pero anda lejos de ser la única. La intervención de Taraca en 2 Re 19,8-9 crea un problema de cronología. Este rey nubio reinó de 685 a 664 a. C. sobre Egipto. Es posible que fuera asociado al poder por su padre, Sabaca, a partir del año 690. Sea como fuere, todavía no estamos en el año 701. Hay dos soluciones para esta dificultad: o bien los escritores bíblicos confunden a Sabaca con Taraca, o bien el ejército egipcio estaba bajo las órdenes del príncipe Taraca. Senaquerib habla de una batalla contra un ejército egipcio, sin citar el nombre de su comandante. Este extremo se explica tal vez mejor si no participaba en la expedición el faraón en persona. Según la crónica de Senaquerib, el choque entre los dos ejércitos tuvo lugar antes de la campaña contra las ciudades de Judá, no durante ella, como deja suponer 2 Re 19,8-9, y tuvo lugar en Elteqe (al sur de Jafa), que está bastante lejos de Libná, ciudad mencionada en 2 Re 19,8 (y que se encuentra a unos cuantos kilómetros al norte de Laquis). Una vez más, existe confusión e imprecisión por una parte o por otra (y tal vez por ambas partes), aunque sí hay unanimidad a propósito de una intervención egipcia organizada por un rey de origen nubio. - Las últimas graves dificultades proceden del relato de 2 Re 19,35-37. En primer lugar, es menester que nos preguntemos cuál fue la causa de la derrota y de la huida del ejército asirio. 2 Re 19,35-36 habla de una intervención sobrenatural que obligó a Senaquerib a levantar el campamento. El texto sugiere, sin la menor duda, que la liberación de Jerusalén se debió a la ayuda de Dios. Empleando un lenguaje un tanto más moderno, nosotros diríamos que la ciudad fue liberada por una intervención «providencial». Por otra parte, es difícil tomar al pie de la letra lo que dice el texto bíblico cuando habla de una pérdida de 185.000 hombres, lo que constituye una cifra considerable y casi impensable para aquella época (en 1815, en Waterloo, los combatientes de diferentes ejércitos fueron más o menos 300.000, y de ellos fueron unos 48.000 los que se quedaron en el campo de batalla). Si Senaquerib perdió de verdad tantos hombres en una noche, es difícil explicar cómo consiguió llegar a Nínive y reinar allí todavía durante veinte años. La pérdida de semejante ejército habría incitado de inmediato a la rebelión a todas las provincias para recobrar su independencia. No fue así. Por último, un espíritu crítico se preguntará quién fue a contar los cadáveres asirlos en su campamento. Se preguntará también cómo no estalló la peste poco después de esta batalla si no fueron enterrados todos estos cadáveres. ¿Cómo hemos de interpretar, desde estos presupuestos, la intervención del ángel del Señor en 2 Re 19,35? El relato de 2 Re 18,17-19,37 (Is 36-37) adopta un tono particular para describir la invasión asiría porque propone una lectura religiosa de los acontecimientos. Según las convenciones literarias de la época, sugiere, pues, un «segundo nivel de lectura» que no debemos confundir con la simple crónica de los acontecimientos, como la que encontramos, por ejemplo, en la breve recensión de 2 Re 18,9-12. Esta interpretación bíblica se basa en el hecho de que Senaquerib no tomó Jerusalén. La descripción de 2 Re 19,35-36 no pretende, por tanto, proporcionar una recensión exacta de lo que pasó. Más bien, invita a integrar estos hechos en una visión más amplia de la historia, que -según 1-2 Reyes- es el designio de Dios revelado por los profetas; en este caso, por Isaías. Para este profeta, Dios había decidido que Jerusalén no sería conquistada, y así fue. Éste es el objetivo principal del relato, y conviene que lo leamos en función de esta intención. Siempre a propósito de 2 Re 19,35, existe un relato bastante curioso del historiador griego Herodoto (484-425 a. C.) que, en su descripción de la campaña de Asurbanipal contra Egipto (hacia el año 663 a. C.), dice que el ejército asirio fue atacado por ratas que se comieron todo el equipo de cuero y obligaron a retirarse al ejército asirio. Herodoto insiste además en llamar Senaquerib y no Asurbanipal al rey de Asiría, un error evidente (Herodoto, II, l4l). Las ratas, como es sabido, son portadoras también del bacilo de la peste, que podía herir fácilmente a un ejército en campaña, dado el bastante bajo nivel de higiene en esa

época. ¿Se habrá inspirado el autor de 2 Re 19,35 en relatos semejantes para la composición de su texto? El segundo punto que requiere explicación es la muerte de Senaquerib. Según 2 Re 19,37, éste murió asesinado y, al parecer, casi inmediatamente después de haber vuelto a su patria. Ahora bien, en realidad, Senaquerib murió asesinado veinte años después de su campaña en Judá, el año 681 a. C. Una crónica babilónica dice que fue muerto por su hijo (en singular) en el curso de una insurrección, mientras que 2 Re 19,37 (Is 37,38) menciona los nombres de dos hijos. Asaradón, sucesor de Senaquerib, alude a sus hermanos (en plural), que organizaron un complot contra él en su voluntad de apoderarse del trono. El autor bíblico podría haber utilizado datos de este tipo para componer su relato. 2 Re 19,37 (Is 37,38) ve, a buen seguro, en esta muerte violenta el castigo que Dios reservaba a aquel que se había atrevido a atacar la ciudad santa. Este castigo había sido predicho por el profeta Isaías (2 Re 19,7 = Is 37,7). Para mostrar la relación de causa-efecto entre la invasión asiría y la muerte violenta del rey Senaquerib, la Biblia «salta» los veinte años que separan a los dos acontecimientos. Es interesante señalar, por último, que la suerte de Senaquerib es semejante a la de otro rey impío, Ajab, cuya muerte había sido predicha por el profeta Elias (1 Re 22,38; cf 21,21). La voluntad explícita del relato, también esta vez, es exaltar la figura del profeta. — Para volver a cosas menos complicadas, conviene decir una palabra sobre el tributo pagado por Ezequías. El texto bíblico habla de trescientos talentos de plata y treinta talentos de oro (2 Re 19,15). Los anales de Senaquerib proponen cifras un tanto diferentes. El tributo no habría sido de trescientos (como dice el texto bíblico), sino de ochocientos talentos de plata (quinientos más). Además, Ezequías habría entregado antimonio, cornalina (traducción incierta de una palabra difícil), camas y sillas de marfil, pieles de elefante, marfil, ébano, boj (otra palabra difícil), un gran tesoro y muchos objetos, algunas de sus hijas, mujeres de su palacio, cantores (hombres y mujeres). El texto bíblico tiende, evidentemente, a minimizar la cantidad de bienes entregados por Ezequías, mientras que el prisma de Senaquerib intenta, en sentido contrario, aumentarla. Sigue siendo verdad que la suma es realmente impresionante y que el reino de Judá debía ser bastante rico en esta época (cf 2 Re 20,13). Quizás fuera ante todo y sobre todo por esta razón por la que Senaquerib atacó Jerusalén. e) La interpretación de los acontecimientos por el profeta Isaías Si los textos de 2 Re 18,17-19,37 y de Is 36-37 ofrecen una versión más bien positiva de los acontecimientos y subrayan el hecho de que, a fin de cuentas, Senaquerib no consiguió conquistar Jerusalén, los oráculos de Isaías, por el contrario, ofrecen una imagen bastante diferente de los mismos acontecimientos. Para el profeta, la campaña asiría fue una verdadera catástrofe, aunque el pueblo no comprendiera la lección. La Biblia, siguiendo su costumbre, yuxtapone versiones y opiniones diferentes sin intentar armonizarlas. Para acentuar este hecho, recordemos que la versión más positiva de los hechos se encuentra, justamente, en el mismo Libro de Isaías, en los capítulos 36 y 37. Existen, por consiguiente, dos opiniones muy diferentes en el interior del mismo libro. El primer oráculo, Is 1,4-9, se remonta para muchos exégetas a la época que sigue inmediatamente a la invasión asiría. La descripción que hace Isaías es horrorosa: 4

¡Ay, nación pecadora, pueblo cargado de crímenes, ralea de malvados, hijos corrompidos! Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, le han vuelto la espalda. 5 ¿Dónde podré golpearos ya, si os seguís rebelando? La cabeza es pura llaga, el corazón está agotado. 6 Desde la planta del pie hasta la cabeza no queda nada sano:

todo son heridas, golpes, llagas en carne viva, que no han sido curadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite. 7 Vuestro país está arrasado, vuestras ciudades incendiadas, vuestras tierras las devoran extranjeros ante vuestros propios ojos; todo es desolación, como cuando Sodoma fue arrasada. 8 Sión ha quedado como cabana en viña, como choza en melonar, como ciudad sitiada. 9 Si el Señor todopoderoso no nos hubiera dejado supervivientes, habríamos quedado como Sodoma, seríamos igual que Gomorra. La descripción no necesita comentarios. Las imágenes poéticas de Isaías corresponden exactamente a la situación: todo el país ha sido destruido por la invasión, y sólo Jerusalén se ha librado. Ahora bien, Isaías ve un castigo divino en la desolación que se abate sobre el país. Estamos lejos del tono triunfal de 2 Re 17,18-19,37 (Is 36-37). El segundo texto que merece ser mencionado es el de Is 22,1-14, un texto que, según la mayoría de los exégetas, se remonta también al período de la invasión asiría: 1

Oráculo sobre el valle de la Visión: ¿Se puede saber qué te sucede, que te subes en masa a las azoteas? 2 Di, ciudad ruidosa, villa bulliciosa y bullanguera. Tus caídos no cayeron a espada, ni perecieron tus muertos en la guerra; 3 tus jefes huyeron en bloque; tus guerreros han sido capturados sin disparar el arco, han sido hechos prisioneros cuando trataban de huir. 4 Por eso os digo: «Dejadme en paz, no me consoléis en mi amargo llanto por mi pueblo devastado», 5 pues éste es un día de turbación, consternación y abatimiento que nos envía el Señor todopoderoso. En el valle de la Visión se desploman las murallas, hasta los montes llegan los clamores. 6 Elam ha tomado la aljaba, mientras cabalgan los jinetes. Quir ha sacado de la funda su escudo. 7 Tus mejores valles están llenos de carros; la caballería carga contra la puerta; 8 han sucumbido las defensas de Judá. Inspeccionasteis entonces el arsenal de la Casa del Bosque, 9 visteis las numerosas brechas de la ciudad de David, recogisteis las aguas de la alberca de abajo, 10 contasteis las casas de Jerusalén, y derribasteis viviendas para afianzar las murallas. 11 Entre las dos murallas hicisteis una presa para recoger las aguas de la antigua alberca. Pero no prestasteis atención a su Hacedor ni os fijasteis en el que desde antiguo lo ideó. 12 Aquel día, el Señor todopoderoso os invitaba a llorar y a lamentaros, a raparos la cabeza y a vestiros de saco.

13

Mas vosotros habéis respondido con alegría y algazara, con matanzas de terneros y sacrificios de corderos; os habéis hartado de carne y atiborrado de vino. «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». 14 Pues esto he oído al Señor todopoderoso: «Sólo con la muerte expiaréis este pecado. Lo ha dicho el Señor todopoderoso. El texto, que requeriría una explicación detallada, no invita, ciertamente, al pueblo a alegrarse. Al contrario, el tono es sombrío, casi lúgubre. La «victoria» no es tal más que en apariencia. En general, el profeta reprocha a su pueblo el tener una visión muy parcial de los acontecimientos. Ni antes ni después de la invasión de Judá ha conseguido comprender la significación de lo que estaba pasando. Según otros oráculos de Isaías, la invasión es fruto de una política errónea, y sus consecuencias son desastrosas. El pueblo, en cambio, se alegra porque la ciudad de Jerusalén no ha sido tomada. Magro consuelo, dice el profeta, y el error en que incurrís no dejará de tener efectos desastrosos. Una vez más, estamos lejos del tono adoptado por el relato de 2 Re 18,17-19,37. 4. Algunas reflexiones a posteriori Si hubiéramos podido comprar un periódico después de la invasión asiría de la tierra de Judá en el año 701 a. C., en Jerusalén o Nínive, probablemente hubiéramos leído titulares como éstos: «Ezequías, obligado a pagar tributo a Senaquerib», «Ezequías, de rodillas frente al déspota asirio», «El Canossa de Ezequías», «¡Victoria de YHWH sobre los asirlos!», «¡Los asirlos, derrotados!», «¡Milagro en Jerusalén!», «La desolación de Judá», «Gemidos y lamentos en la ciudad de YHWH», «El triunfo de Senaquerib», «Senaquerib, el campeador», «Veni, vidi, vici», «Traidores humillados», «La otra cara de la campaña», «Las amarguras de una marcha hacia el mar», etc. Estos titulares imaginarios dejan ver lo que hubieran podido pensar del conflicto las diferentes partes implicadas en él: los judíos, los habitantes de Jerusalén, el partido de Ezequías, los diferentes redactores del Libro de los Reyes, el profeta Isaías, la opinión oficial y la opinión pública de los asirlos. Si buscamos lo que hubiera dicho la Biblia, debemos hacerlo en diferentes periódicos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la Biblia no es un periódico, sino todo un quiosco de periódicos. No encontramos en ella una sola opinión, clara, sencilla, unilateral e incontestable, sino diferentes opiniones que se completan en ciertos casos, pero que también se pueden contradecir en otros. De este modo, la Biblia obliga al lector a no «absolutizar» una sola opinión, sino a buscar, por el contrario, la «verdad» en el conjunto de las opiniones y más allá de éstas, en una confrontación que lleva a corregir sin cesar las opiniones parciales. Para continuar en la misma línea, la Biblia no es un periódico llamado La Voz de Dios. La voz de Dios se hace oír a través de todas las voces humanas que resuenan en la Biblia, en un concierto a veces armonioso y a veces disonante, porque el camino que conduce a la verdad sinfónica final es largo y puede pasar por momentos casi cacofónicos. Dios, para emplear otra imagen semejante, no habla en una sola «cadena»; emplea diferentes cadenas y la Biblia nos proporciona un mando a distancia que da acceso a todas las emisoras. A buen seguro, podemos preferir o dar prioridad a un testimonio porque es más preciso o más profundo. Podemos decir, por ejemplo, que el profeta Isaías nos propone una visión más inteligente de la situación o que su visión de fe es la que, a fin de cuentas, debe prevalecer sobre las otras. Pero también aquí debemos admitir dos cosas. Primera, el texto bíblico no ha eliminado las otras versiones de los hechos. La perspectiva bíblica no es ni unilateral ni «totalitaria», porque, si podemos expresarnos así, no suprime la «voz de la oposición». Segunda, el mismo Isaías habla de manera diferente en sus oráculos y en los relatos de los capítulos 36 y 37. La tensión o contradicción está, por consiguiente, también

presente en el interior del «testigo isaiano». La Biblia yuxtapone y opone diferentes testimonios y no se preocupa de hacer callar a los que piensan de modo distinto. Esa estrategia está presente en toda la Biblia. Por esa razón hay, por ejemplo, dos relatos de la creación (Gn 1,1—2,3 y 2,4-25). Hay también cuatro evangelios y no uno solo. En efecto, la «realidad» de la creación difícilmente puede ser encerrada en una sola perspectiva, del mismo modo que la «realidad» de Jesucristo no puede ser presentada de modo adecuado por una sola mente, aunque fuera genial. La «realidad», para la Biblia, es siempre más rica que las versiones que puedan dar los escritores. La multiplicidad de versiones que se manifiesta en las tensiones y las contradicciones de los textos es una de las características principales de la Biblia. Por esta razón, el lector no puede quedarse nunca con una sola línea de pensamiento, sino que está invitado a superar todas las opiniones para dirigir su mirada hacia la «realidad» y la «verdad» que va descubriendo poco a poco, a través de un esfuerzo constante orientado a corregir los puntos de vista limitados de cada una de las versiones. Este esfuerzo puede ser exigente. Podríamos soñar con un mundo en el que la «verdad» fuera sencilla y límpida, en el que la única versión oficial de los hechos fuera unívoca e irrevocable y estuviera apoyada por una autoridad indiscutible que eliminara (o intentara eliminar) las dudas, las vacilaciones, las resistencias. Este mundo existe y lo hemos encontrado en las páginas de este libro. No se trata, sin embargo, del mundo de la Biblia; se trataría más bien del mundo asirlo.

Epílogo Historia y relato, arte y poesía A modo de conclusión, desearía proponer un último ejemplo que ilustra, una vez más, que hay muchas maneras de percibir la realidad histórica y de transmitir esta percepción. El ejemplo que voy a poner es la destrucción de la «ciudad santa» del País Vasco, Guernica, el 27 de abril de 1937, por la aviación de la Alemania nazi, aliada del bando nacional del general Franco durante la Guerra Civil. Hubo, más o menos, dos mil víctimas civiles. Disponemos para nuestra consulta de una amplia documentación sobre este «hecho histórico». Sería posible, por ejemplo, encontrar la correspondencia entre el cuartel general del campo nacional español y los jefes de la aviación alemana, y las órdenes concretas dadas por los jefes a los pilotos del escuadrón aéreo. Dispondríamos así de la documentación necesaria para describir de modo cuidadoso la acción militar. Sería asimismo interesante volver a leer lo que las agencias de prensa de la época comunicaron inmediatamente después del bombardeo. Las diferentes agencias españolas y extranjeras vieron, a buen seguro, el bombardeo de maneras diferentes. ¿Qué se dijo en Madrid, en Bilbao, en Berlín, en París, en Londres, en Roma, en Moscú, en Washington o en Santiago de Chile? ¿Qué dijo el bando nacional y qué dijo el bando republicano español? ¿Qué dijeron los periódicos del País Vasco? Los relatos de los supervivientes y de los testigos oculares podrían constituir un tercer grupo de testimonios. Éstos pueden proceder de personas instruidas o de gente sencilla, de personas implicadas o neutrales, de personas que han escapado del desastre o de personas que lloran la pérdida de seres queridos. Estos relatos pueden haber sido hechos inmediatamente después del acontecimiento o varios años más tarde. También en este caso, las opiniones y, sobre todo, los modos de contar serán muy diferentes. En cuarto lugar, podemos consultar obras de historiadores que han estudiado ampliamente la época contemporánea, la Guerra Civil española o la historia del País Vasco. Estos historiadores podrán ser vascos, españoles o extranjeros, y sus perspectivas podrán variar según la posición o la distancia que adopten respecto a los hechos. Algunos se sentirán más implicados, más apasionados, y otros menos. Por último, existen algunas obras de arte que rememoran esta tragedia. Voy a citar una en particular, el famoso cuadro pintado por Pablo Picasso, que se encuentra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid. Esta obra no intenta hacer una «foto» de la

ciudad destruida. No es posible saber, por ejemplo, cuántas víctimas hubo a partir de un examen de la pintura. Nada se dice sobre los antecedentes o las causas del desastre. Más aún, no resulta fácil comprender lo que pasó a partir del examen exclusivo de la pintura. El espectador sólo ve en ella cadáveres, ruinas, escombros, cuerpos, miembros, destrucción y una gran desolación. Para comprender el cuadro hace falta, efectivamente, conocer un poco la historia de Guernica; sin embargo, el mensaje puede ser percibido de inmediato por cualquiera que contemple la obra de arte. Picasso, en efecto, intenta transmitir un mensaje humano sobre lo que sucedió, una fuerte impresión de horror ante una escena atroz. Esta fuerte impresión será percibida de una manera diferente por cada uno de los espectadores de la famosa tela, pero es difícil negarla o escapar a ella. ¿Y qué encontramos en la Biblia? ¿Recensiones exactas de hechos? ¿Crónicas de testigos oculares? ¿Obras de historiadores? ¿Obras de arte? Tal vez encontramos un poco de todo ello, sin distinciones muy claras. Yo, por mi parte, pienso que, en general, nos las vemos más bien con obras de arte. Estas obras no son sofisticadas ni refinadas, porque pertenecen al arte popular. Con todo, su fin no deja de ser el de las obras de arte: transmitir un mensaje sobre lo que pasó. Su propósito no es tanto proporcionar detalles a los historiadores; lo que pretenden, más bien, es formar la conciencia de un pueblo que intenta comprender cuál es su destino en este mundo.

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Tablas cronológicas ORIENTE PRÓXIMO ANTIGUO Ramsés II (1304-1238 a. Q). Merneftah (1238-1209 a. Q). Estela de Merneftah (1233 a. C.). Sesak I (950-929 a. C.): campaña en Palestina. Salmanasar III (858-824 a. C.): campañas en la región siropalestina; batalla de Qarqar (853 a. C.) contra una coalición de pequeños reinos de la región siropalestina. rey Mesa - estela de Mesa, hacia el año 840 a. C. Jazael asesina a Ben-Hadad II y prosigue la lucha contra Asiría, pero es derrotado por Salmanasar III el año 841 a. C. Estela de Dan (hacia el 840 a. C.). Salmanasar III recibe tributo de Jehú, rey de Israel, el año 841 a. C. Hadad-Nirari III, rey de Asiría (810-783 a. C.), recibe tributo de Joás, rey de Israel. Teglatfalasar III (747-727 a. C.): campañas en la región siropalestina, en particular contra Filistea (734 a. C.), el norte del reino de Israel (tal vez el 733 a. C.) y Damasco (probablemente el 732 a. C.). Se convierte en rey de Babilonia con el nombre de Pul en el año 729 a. C. Recibe tributo de Ajaz, rey de Judá. Asiría: Salmanasar V (726-722): campañas contra Israel; comienzo del asedio de Samaría (que cae en el año 722-721 a. Q). Asiría: Sargón II (722-705 a. C.) afirma que tomó Samaría (722-721 a. C.); campaña contra Filistea y victoria contra un ejército egipcio en Rafia (al sur de Gaza) el año 720 a. C.; toma de Asdod (Filistea) el año 711 a. C. Babilonia: entre los años 721 y 711, Merodak-Baladán intenta liberarse del yugo asirlo. Se rebelará de nuevo en tiempos de Senaquerib y será derrotado por éste el año 702 a. C. Egipto: Sabaca, faraón nubio (¿715?-696 a. C.); a continuación, Taraca (corregente hacia el 690 a. C.; reina del año 685 al 664 a. C.) será derrotado en Elteqe por Senaquerib el año 701 a. C. Asiría: Senaquerib (704-681 a. C.): el año 701, campaña contra los reinos de Siria y Palestina, en particular contra Ezequías, rey de Judá. Asedio de Jerusalén. REINO DE ISRAEL Omrí (886-875 a. C.): fundador de la ciudad de Samaría. Ajab (875-853 a. C.): forma parte de una coalición antiasiria. Participa en la batalla de Qarqar (853 a. C.). Jehú (841-814 a. C.): toma el poder eliminando a la dinastía de Omrí. Según 1 Re 9, habría matado a Jorán, rey de Israel y nieto de Ajab, y a Ocozías, rey de Judá, probablemente vasallo de Jorán. Según la estela de Dan, estos dos reyes fueron muertos por Jazael. Tal vez Jehú se aprovechó de los acontecimientos para apoderarse del trono. Jehú paga tributo a Salmanasar III el año 841 a. C., es decir, al comienzo de su reinado. Joás (803-787 a. C.): el año 803, al comienzo de su remado, paga tributo a HadadNirari III. Jeroboán II (787-747 a. C.): tiempos de prosperidad para Israel. Predicación del profeta Amos y, después, del profeta Oseas. Menajén (746-737 a. C.): paga tributo a Teglatfalasar III el año 737 a. C., último año de su reinado.

Pecaj (735-732 a. C.). Oseas (732-724 a. C.): último rey de Israel. Busca ayuda en Egipto. Comienzo del asedio de Samaría. La ciudad caerá el año 722-721 a. C. REINO DE JUDÁ Roboán (933-¿9l6? a. C.): hijo de Salomón, paga tributo a Sesac, faraón de Egipto. Entre los años 740 y 700 a. C.: predicación de los profetas Miqueas e Isaías. Acaz (735-¿7l6? a. C.): alianza con Teglatfalasar III contra el rey de Israel Pecaj (735732 a. C.) y el rey Rezón de Damasco. Paga tributo a Teglatfalasar III (véase Is 7,1-9 y 8,58). Ezequías, su hijo, participa en el poder probablemente desde el año 728 a. C. Ezequías (716-687 a. C.): mantiene contactos con Merodak-Baladán (Babilonia), fortifica Jerusalén y excava el canal de Siloé (inscripción de Siloé). Jerusalén es asediada por Senaquerib en el año 701 a. C. Ezequías paga tributo a Senaquerib. Actividad del profeta Isaías.

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